CUANDO ÉRAMOS NIÑOS - José Luis Espina

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1 CUANDO ÉRAMOS NIÑOS José Luis Espina Suárez De la colección No gana uno para sustos(Edit. Duen de Bux, 2008) Premio de la Crítica de Asturias 2008

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De la colección “No gana uno para sustos” (Edit. Duen de Bux, 2008) Premio de la Crítica de Asturias 2008

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CUANDO ÉRAMOS NIÑOS José Luis Espina Suárez

De la colección “No gana uno para sustos”

(Edit. Duen de Bux, 2008)

Premio de la Crítica de Asturias 2008

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Cuando éramos niños papá y mamá organizaban excursiones con la

intención de descubrirnos el mundo. Querían enseñarnos que más allá de

nuestro pueblo se abrían otros paisajes y se hablaban otras lenguas, con

gente de otros colores viviendo en lugares diferentes a los nuestros.

En nuestros viajes mamá usaba siempre una pamela de paja con

adornos florales y unas gafas de concha amarilla con estrellas doradas

incrustadas en la montura. Admiraba las actrices italianas de los años

cincuenta y cuando estaba lejos de casa le gustaba disfrazarse con aquellos

complementos pasados de moda, sintiéndose contagiada por el encanto de

unas mujeres que en su mayoría criaban malvas en los cementerios.

Caminaba delante de nosotros consultando la guía de viajes o los

apuntes que tomaba en las semanas previas a la partida. Señalaba con

ademanes teatrales las direcciones a seguir, apuntaba con el brazo

extendido hacia el lugar donde debíamos dirigirnos, como si comandase un

ejército de conquistadores y se movía siempre acelerada, unos pasos por

delante, temerosa de llegar tarde a todas partes o de que una antigualla

aparcada durante cientos de años fuese a ser retirada segundos antes de

nuestra llegada. En las exposiciones o en las catedrales donde recalábamos

nos obligaba a prestar atención a sus comentarios y su voz se aireaba sin

recato por encima de los demás visitantes, convirtiéndose en un centro de

atención a menudo superior al de las reliquias que visitábamos.

Papá cerraba siempre la comitiva, vigilándonos de cerca y dejando que

ella se encargase de lo demás. En los escasos ratos de descanso le

encantaba sentarse en los bancos o tumbarse en la hierba de los parques y

hacer reflexiones del tipo, parece mentira que a pesar de los kilómetros que

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nos separan de nuestra casa podamos compartir esta hermosa luna de verano.

Mi hermana y yo mirábamos la luna con los pies doloridos, admirados por el

grado de cursilería que nuestra madre podía alcanzar en esos momentos de

pletórica inspiración.

Mamá se pasaba el año organizando viajes, el más largo y exótico era

en verano, el europeo quedaba para Semana Santa coincidiendo con las

vacaciones escolares, y luego estaban las escapadas de los puentes en los

que los destinos eran nacionales .

Solía planificarlo todo y antes de la partida sabíamos cada rincón,

museo o monumento que nos tocaría conocer. Nada quedaba al azar. Con el

metodismo de una guía turística estipulaba los tiempos de cada actividad y

programaba las visitas asignándoles un grado de interés que iba desde el

mínimo interesante al máximo imprescindible, y cada año papá distribuía

sus vacaciones de manera que se ajustasen a las necesidades de los viajes

previstos por ella.

Hasta que un día papá se quedó sin trabajo y a partir de entonces las

salidas fueron menos frecuentes y las distancias más cortas. También los

días de estancia se redujeron y los alojamientos se volvieron más baratos. La

necesidad de mi madre por viajar no se debilitó y siempre pensó que algún

día las cosas iban a cambiar y que otra vez volveríamos a vernos rumbo al

Caribe, al lejano Oriente o a los legendarios desiertos africanos. Insistía en

que era cuestión de tiempo el que de nuevo volviésemos a lugares

recónditos, como los que en otro tiempo habíamos conocido pero de los que

ni mi hermana ni yo teníamos ya ningún recuerdo.

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Lo que más sentía mamá era que nuestras dificultades empezasen en el

momento en que sus hijos estaban en esa edad en que las experiencias

dejan ya una huella indeleble, pero no estaba dispuesta a desmoronarse ni

pensaba resignarse a la crítica situación a la que de pronto nos veíamos

sentenciados.

Si algo la caracterizaba era un optimismo desmesurado que

contrastaba con el permanente decaimiento de papá. No puedo recordarla

víctima de un desmoronamiento. Pensándolo bien, creo que nunca he visto

llorar a mamá. Ante los ojos de los demás podía parecer fría o sin

sentimientos, pero quienes la conocíamos sabíamos que se trataba de un

irreductible espíritu de superación que veía en los conflictos y en las

desgracias una oportunidad para mejorar, un nuevo estímulo que conduciría

a tiempos mejores.

En los momentos difíciles acostumbraba a recurrir a tópicos

esperanzadores, nunca sabré si de propia cosecha o si tomados de algún

libro de aforismos o de un manual de wind surf. Comparaba la vida con las

mareas y hablaba del continuo efecto de ascenso y descenso que las olas

producen en su camino hasta la costa. Así es la vida, decía, un permanente

transcurrir de desigualdades, por eso hay que estar preparados para lo peor y,

llegado el momento, tener paciencia hasta alcanzar otra vez la cresta de la ola.

Cuando nos veía decaídos o sin argumentos reía y exclamaba entre

carcajadas que las patadas en el culo siempre empujan hacia adelante, y que

cuanto mayor es la patada, mayor es el impulso con que te avienta. Era tan

agobiante en su certeza que mi hermana y yo la mirábamos con

incredulidad durante sus arrebatos de entusiasmo y nos preocupaba estar

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bajo los cuidados de una mujer que reducía los problemas a puras

anécdotas, como si la vida fuese un cuento de hadas.

Cuando papá perdió el empleo tardamos varios meses en saber la

verdad, y de no haber sido por su enfermedad puede que su silencio se

hubiese prolongado mucho más. Se levantaba a primera hora de la mañana

y se ponía las mejores ropas, como cuando asistía a reuniones importantes, y

se rociaba el cuello con la colonia buena que mamá siempre le regalaba un

par de veces al año. Se despedía de nosotros y el halo de perfume caro

persistía en la casa como si todavía anduviese dando vueltas por las

habitaciones.

Después subía al coche y deambulaba de un lugar a otro escuchando

las noticias de la radio y tomando cortados en los bares por los que iba

parando, hasta que la tarde oscurecía y se animaba a volver a casa. Desde

bien pequeños, acostumbraba a traernos de sus viajes los jaboncillos y

botes de champú que recogía en los hoteles. Mi hermana y yo

coleccionábamos las pastillas de jabón y las amontonábamos en un cajón del

baño que cada vez que abríamos exhalaba un aroma dulce, mezcla de los

olores de todos los jabones juntos.

Papá tenía una cuenta bancaria donde la empresa le ingresaba los

importes de las notas de gastos y durante el primer mes sin trabajo organizó

un par de viajes a dos ciudades alejadas. Se hospedó en diferentes hoteles y

recogió tantos jaboncillos y botes de champú como pudo, algunos de su

propia habitación y otros del carro del personal de mantenimiento cuando

por las mañanas entraban a acondicionar los cuartos. De vuelta a casa

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administraba los regalos y, una vez por semana, nos entregaba una ración

de jabones contándonos que los había traído de tal o cual sitio.

Una mañana recibimos una llamada de un bar de carretera. A unos

veinte kilómetros de casa, alguien nos avisaba de que papá había entrado

allí a tomar un cortado y que de pronto había caído desplomado. Una

ambulancia lo había trasladado hasta el hospital más cercano, pero no

podían decirnos nada más. Su coche estaba aparcado frente al

establecimiento y el hombre había dado con el teléfono de casa en la

documentación que encontró en la guantera.

Mamá, en su infinita confianza, auguró que no se trataría más que de un

golpe de calor propio de aquellos días de verano, aunque mostró extrañeza

por lo impropio del lugar hasta donde papá se había desplazado a tomar un

café.

Nos informaron en el hospital de que había sufrido un infarto cerebral y

que estaba ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Aquel accidente

cardiovascular probablemente le produciría una hemiplejia del lado

derecho del cuerpo, pero los médicos insistían en que había que esperar a

ver la evolución. Nuestro padre era un hombre taimado, una persona

reflexiva y demasiado encerrada en sí misma, pero tenía una constitución

física robusta. Le gustaba hacer ejercicio y pasear solo por la playa. A veces

pensaba que tal vez no nos quería demasiado y que por eso daba largos

paseos pisando la arena húmeda o trotando por el paseo marítimo cuando

caía la tarde. Durante los días que permaneció aislado en el hospital me

sentí contagiado por el optimismo de mamá, y me aferraba a la idea de que

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era un hombre fuerte y sano a quien nunca había visto enfermo y eso le

salvaría la vida.

Ni mi hermana ni yo pudimos entrar a verle y era mamá quien nos

decía cómo se encontraba. Eso nos intranquilizaba sobremanera y no

dábamos crédito a las esperanzadoras noticias que cada tarde, tras una

breve visita, nos traía correteando por el pasillo con su eterna sonrisa

irresponsable.

Pasados unos días pudimos entrar nosotros a visitarle. Entre balbuceos

nos pidió perdón por no confesarnos lo de su problema con el trabajo y por

los engaños durante aquellas semanas, simulando viajes y regalándonos

jaboncitos como si nada hubiese cambiado. Vi sus ojos enrojecidos y

adiviné que la debilidad de su voz no era solo causa del infarto. Nuestro

padre era un hombre derrotado que nunca más volvería a trotar por el paseo

de la playa, por más que su cuerpo llegase algún día a curarse. Intentaba

hablar ahogándosele el hilo de voz en un nudo profundo de emoción al

reconocer sus mentiras. Me pareció un hombre desvalido, sin ninguna

maldad ni recursos para defenderse en este mundo. Hasta hacía sólo unos

meses aquel hombre hundido, incapaz de sujetarse las lágrimas, había

tenido la responsabilidad comercial de una empresa. Mi hermana lloraba sin

consuelo mientras le acariciaba una mano flácida que sostenía entre las

suyas como queriendo revivirla con su calor. Ni siquiera sé si podía sentir el

tacto sobre su piel. Una luz mortecina le caía por el cuerpo como si una fina

capa de tul le envolviese para no lastimarle, una especie de mortaja

luminosa que le abrazase quedando su entorno palidecido, apenas

perceptible, y los tubos y cables que surgían de su cuerpo se perdían en

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algún lugar, igual que los hilos de una marioneta sostenida por una mano

invisible. Mamá, mientras tanto, nos daba palmadas de ánimo en la espalda

quitándole trascendencia a todo, convencida de que aquello no sería nada.

Tal como los médicos habían pronosticado la parte derecha del cuerpo

de mi padre quedó inútil, el brazo y la pierna se le fueron acorchando y

perdiendo tensión. Un color rosado fue cubriéndole los miembros y los

perfiles se le volvieron uniformes, como si una capa de aire se le hubiese

formado bajo la piel. El brazo se le convirtió en un peso muerto que

pendulaba incrustado en su hombro y la pierna no era más que un apoyo

descontrolado, igual que una estructura descoyuntada que hubiese perdido

los anclajes quedando al arbitrio de la inercia.

Mamá, que no perdía ocasión para expresar su buena disposición ante

las adversidades, no sólo lo perdonó sino que vio en la enfermedad la

oportunidad para iniciar una nueva vida. Se había terminado el imparable

trajín de viajes y reuniones, papá tenía ahora la ocasión de pasar más tiempo

con nosotros, de disfrutar de nuestra compañía y de recuperar el tiempo que

antes no había tenido para conocer mejor a sus hijos. Todos menos él

parecíamos encantados con la idea, aunque la única realmente convencida

era mamá. Nosotros la apoyábamos para no crear controversia y para

convencer a papá de cuánto le queríamos y de que por fin tendríamos la

suerte de manifestárselo.

Unos días después del accidente mamá, mi hermana y yo fuimos hasta

el bar donde papá había tenido el infarto para conocer los detalles y

expresarle nuestro agradecimiento al señor que lo había atendido. El lugar

era desapacible, el último rincón donde yo hubiera imaginado a papá. Un

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bar con atmósfera densa y olor a vapores de licor y fritanga. El aire lo

esparcían de aquí para allá unos ventiladores que giraban en el techo donde

unas tiras adhesivas colgaban sobre el mostrador llenas de moscas. El calor

provocaba en el rostro del dueño una fina capa oleosa que brillaba como la

cera pero sin llegar a producir sudor.

Cuando supo quiénes éramos sonrió afable y unas arrugas en los

carrillos le desmontaron las formas de su aspecto poco amistoso. Preguntó

por mi padre y nos invitó a sentarnos y a tomar algo fresco. Yo me entretuve

mirando las tiras sucias y retorcidas, preguntándome qué tenía aquello de

atractivo para que las moscas sucumbiesen tan estúpidamente a su encanto.

Sofía no dejaba de mirar por la ventana, entretenida en el ir y venir de

coches y en el paisaje rebozado por una capa de polvo que el aire levantaba

de las explanadas yermas atizadas por el calor.

Entretanto mamá le contaba que todo iba bien y pronosticaba que papá

se recuperaría en unas semanas. El tabernero pareció tranquilizarse,

desconocedor de que mamá mentía sin querer mentir, convencida de sus

previsiones pero ignorante de la dura realidad que acompañaría a nuestro

padre durante el resto de su vida.

El hombre apenas si conocía a papá, contaba que desde hacía una par

de meses acostumbraba a pararse allí dos o tres veces por semana y,

sentado a una de aquellas mesas que daban a la carretera, consumía cafés

sin hablar con nadie, como mucho hojeando la prensa hasta la hora de las

comidas en que el bar se llenaba de gente trabajadora. Entraban

enfundados en los monos de faena y en grupos pequeños que se distribuían

por la sala. Papá contrastaba con aquellos otros hombres. Su traje impecable

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y aquel olor a perfume que todavía a esas horas se dejaba notar, se desdecía

con la apariencia mucho más informal y desaliñada de los trabajadores.

Tal vez por eso pensaba que mi padre se levantaba y, casi sin decir

palabra, pagaba sus cafés y desaparecía por la puerta para seguir su

camino. Al principio creyó que era por arrogancia, pero luego llegó a la

conclusión de que era por no hacerse notar, confesándole a mi madre las

sospechas de que bajo la elegancia de su porte se escondía un hombre

torturado.

Mamá le agradeció el interés que se había tomado por mi padre y el

hombre le estrechó una mano de dedos regordetes en los que crecían pelos

hasta poco antes de las uñas. A mi hermana y a mí nos regaló unas bolsas de

patatas fritas y al acercarme al mostrador estiré la mano para tocar con los

dedos una de aquellas tiras pegajosas e infectadas de moscas que colgaba

de la ventana.

Durante unas semanas, tras la vuelta a casa, papá consumía las horas

frente al televisor. Se mostraba esquivo y desaseado, la barba le crecía

canosa y en la cara se le formaban bolsas que parecían contener la

malasangre que se le hacía por dentro. Rehuía las conversaciones

prolongadas en un intento por evitar expresar los sentimientos y a Sofía y a

mí nos atendía con amabilidad forzada. Nos hablaba con una voz fatigosa

que parecía subirle de la planta de los pies, exhausta después del esfuerzo

por acercarla a la boca. Sentado a su lado le miraba aquellos pelos blancos

que le crecían bajo la piel como brotes de miseria, ásperos al tacto e

hirientes cuando al anochecer le besaba antes de acostarme. Era mamá

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quien a menudo le obligaba a afeitarse y quien le recriminaba si repetía

camisa más de dos días seguidos.

Yo echaba de menos el olor a perfume por las mañanas. En vez de eso,

cuando aún no clareaba el día, oía los pasos torturados de papá

arrastrándose sobre las baldosas, una procesión lastimosa y desigual, una

pisada lenta y carrasposa seguida de una más corta y sosegada. Hasta que

se detenía frente a la taza del vater y en lugar de las pisadas, era el sonido

del chorro de orina el que acallaba los últimos latidos de la noche, casi

siempre a tientas, apenas orientado por los rescoldos de luz que se colaban

entre los huecos de las persianas o las rendijas de las puertas. Después

enfilaba hacia el salón, con aquel mismo inquietante renquear, y

apoyándose con el brazo bueno en las paredes, se dejaba caer en el sofá y

desde ahí presenciaba nacer el día, seguramente sin querer presenciar

nada, un mero encontronazo con la mañana que lo descubría ausente y

desinteresado.

Mamá le preparaba el desayuno y le daba golpecitos animosos en la

espalda, como queriendo arrancarle el optimismo de entre los pulmones, a

veces incluso mientras sostenía la taza entre los dedos, derramándole

salpicaduras sobre los pantalones.

Había encontrado trabajo de administrativa en un despacho de

abogados con un horario flexible que le permitía atender las obligaciones

de la casa. Después de dos años del accidente, cuando papá parecía más

animoso y mamá había conseguido ya un contrato fijo, nos anunció que

había descubierto una oferta para viajar a Alemania y que por fin podríamos

volver a conocer mundo. Volaríamos a Franckfurt y desde allí nos

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desplazaríamos en un coche alquilado por la Selva Negra. Conoceríamos

Baden-baden, Titisee y Friburgo, viajaríamos a lo largo de una vegetación

frondosa y nos internaríamos en sus bosques y lagos. Recuperamos la

excitación previa a los viajes, contaminados por la euforia de mamá.

Una tarde abrió el armario de su cuarto y encaramándose a un taburete

de madera, extrajo su pamela de paja de un sombrerero oculto en el último

estante. Sobre la cama que reservábamos para las visitas depositó el

sombrero y sus gafas de sol con montura amarilla y estrellas doradas. Como

era habitual, pasó varios días consultando guías turísticas, opiniones de

conocidos y revistas especializadas, al tiempo que sobre la cama iba

amontonando las cosas que necesitaríamos para el viaje.

Por las mañanas, mientras papá deglutía su desayuno con la parsimonia

habitual, ella le ponía al día sobre la agenda prevista y los lugares que por

nada del mundo nos deberíamos perder. Otra vez volveríamos a ser los de

siempre, recorriendo museos y visitando iglesias y otra vez mamá nos haría

cómplices de su compulsión por los detalles. La obsesión por descubrir

cada minucia descrita en las guías de viajes, la dovela del arco de medio

punto que escondía la firma del picapedrero y que no aparecía por ninguna

parte, la representación del bautismo de Cristo en un vitral gótico que no

acertábamos a encontrar, los capiteles palmiformes inexistentes, las

columnas de fuste liso que se nos resistían o la remota pila bautismal, tan

bien descrita en el folleto pero invisible a nuestros ojos. La pamela de mi

madre y su índice extendido serían de nuevo las saetas que revolucionarían

las atmósferas más sagradas, una andanada de atolondramiento

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quebrantando la espiritualidad conventual en busca de los indicios más

remotos.

A Titisee llegamos un viernes hacia las seis de la tarde. Mamá conducía

el coche y papá sostenía el mapa a su lado indicándole las carreteras que

debía tomar. Los hoteles los reservábamos sobre la marcha, parando donde

nos parecía oportuno y buscando acomodo antes de iniciar las visitas a las

poblaciones que mamá había marcado en la guía.

Era verano y los días alargaban la luz hasta casi entrada la noche. Nos

detuvimos en un hotel a pie de carretera, era una casa estrecha con tres

pisos de altura un tanto aislada del resto. Mamá me pidió que hiciese sonar

una campana de bronce sujeta a la fachada y al poco nos abrió la puerta un

viejo con soriasis en las manos y gestos ampulosos, dándonos a entender

que tenía habitación para los cuatro. En otras circunstancias nos hubiésemos

acomodado en dos habitaciones, pero la precariedad nos obligaba a

conformarnos con instalarnos todos en la misma. Al anciano no pareció

importarle y se adelantó a nosotros señalándonos el camino. Subimos los

tres pisos por una escalera de madera que crujía bajo nuestros pies. Mamá y

Sofía tiraban a trompicones de la maleta grande y papá ascendía más

torpemente ayudándose del pasamanos.

El hombre abrió la puerta del cuarto y nos franqueó el camino hacia un

recinto casi desnudo ocupado por dos camas abarquilladas, separadas por

una mesilla de noche donde reposaba una lámpara de flexo. Sobre las

paredes colgaban algunos cuadros hechos con puzzles enmarcados y

recubiertos por una mano de barniz que el tiempo había hecho amarillear.

Eran vistas de la Selva Negra, imágenes de pastos esmeralda, macizos

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montañosos empotrados en cielos radiantes y cabañas de madera con

techumbres de pizarra. Papá se sentó sobre la cama y el somier crujió como

si lo hubiesen despertado de un descanso ancestral. Desde la ventana mamá

miro hacia el valle que se abría tras el hotel, una pradería salpicada de

arboledas y algunas casas de ensueño. Rompió el silencio con una

exclamación de júbilo imaginando lo maravilloso que sería ver la luz de la

mañana acompañados por el trino de los pájaros. Dio después dos

palmadas, se caló de nuevo la pamela y nos obligó a ponernos en camino

antes de que la noche se nos echase encima.

Aparcamos cerca del lago, un lugar con parterres y jardines

circundando las casas opulentas que a esa hora parecían deshabitadas.

Bajamos por una avenida ancha flanqueada por terrazas de cafeterías donde

algunos clientes bebían cerveza y por hoteles lujosos con fachadas llenas de

flores. Era un atardecer de principios de julio y se respiraba una calma en la

que parecía camuflarse el tiempo. Más abajo, en la orilla del lago,

descansaban unas barcas a pedales y algo más allá había filas de bancos y

puestos de salchichas y bebidas que servían de acomodo a los que comían

mientras escuchaban la música de una orquesta que entretenía a los turistas.

Mamá se empeñó en alquilar uno de aquello botes a pedales. Al poco

tiempo estábamos los cuatro rumbo al centro del lago. Ella y Sofía ocuparon

la parte delantera, pedaleando suavemente, procurando no romper la calma

de la superficie. Papá y yo nos instalamos en la parte de atrás, hasta que nos

detuvimos para mirar a nuestro alrededor. Apenas si se oía algo más que el

chapoteo del agua contra el timón. El sonido de la orquesta quedaba lejos y

las notas llegaban como soplidos desiguales espolvoreados por una brisa

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suave. Por un instante crucé la mirada con la de papá, él no apartaba la vista

de los bosques de coníferas que crecían densos desde las orillas,

elevándose y tejiendo una tupida malla de verde. Presentí que estaba

perdido en aquel cielo que era ya como un lienzo regado por los restos

rojizos de un sol que empezaba a marchitarse. A nuestra izquierda quedaba

ahora el embarcadero de un hotel al que se accedía por una senda perfilada

por balaustres de madera. Un lugar envuelto por la calma de un día

consumido entre trinos desperdigados de pájaros y esa especie de rumor

de vida oculta, tan propio de las tardes de verano. Mamá miró con disimulo

hacia los ventanales de la fachada y con un silencio prolongado nos

descubrió por primera vez y sin quererlo que todo había terminado.

La sombra de añoranza que le cruzo la mirada nos confirmó que nada

volvería a ser como antes, no volveríamos a pisar hoteles lujosos ni

desayunaríamos en las cafeterías de cristaleras ampulosas con vistas a

paisajes de ensueño. Por un momento mamá me pareció una mujer

enjaulada en una interminable farsa. Aquel gesto huidizo de sus ojos me hizo

pensar que tal vez la irracionalidad de sus actos, el desdén de sus

observaciones, aquel proceder superficial con que parecía encarar los

problemas no fuesen más que puro teatro para hacernos la vida más fácil.

Volví la vista a papá y de nuevo lo descubrí perdido en algún lugar

entre aquellos abetos que parecían querer arañar el cielo con los vértices de

sus ramas, y me pregunté si la actitud desencantada que desde el accidente

manifestaba sin recato no estuviese ya en lo más hondo de su ser, y que su

enfermedad había sido una especie de coartada que le daba argumentos

para mostrarse tal como era, un ser errabundo, perdido en un desconcierto

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antiguo que ahora desvelaba sin tapujos. Sentí que las pequeñas distancias

que nos separaban en el interior de aquel bote a pedales eran desiertos

imposibles de atravesar, una lejanía que nos hacía extraños. Cada uno de

nosotros sucumbía al balanceo de la barca encerrándose en su propio

mundo y hasta Sofía tenía el semblante adormecido por la música lejana de

la orquestina, una música que nos llegaba a espasmos, con los soplos

intermitentes de la brisa sin fuerza. Retrepada en su asiento, entornaba los

ojos como queriendo aislarse de todo y me di cuenta de que no éramos

nada, apenas un remedo de familia que se esforzaba por parecerlo. Fue otra

palmada de mamá la que de nuevo nos devolvió a la realidad del lago, a

nuestra verdadera condición de navegantes solitarios en un bote a pedales

obligados a colmar nuestras ansias de aventura. Extendió una mano

señalando al frente, como hacía en las iglesias cuando se empeñaba en

guiarnos hacia la sabiduría, y reemprendimos el pedaleo en busca de la

estela que un barco para turistas había dibujado en el agua.

Retomamos el camino de vuelta subiendo la cuesta perfilada de

terrazas casi vacías. La luz del día apenas si era ya un rescoldo emergiendo

tras los árboles y mamá tomó la delantera animándonos a darnos prisa. Papá

ascendía en silencio cerrando la comitiva, resoplaba en el empeño por

ajustarse al paso de mamá y Sofía gritaba desde atrás pidiéndole que

contuviese la marcha. Cruzamos otra vez ante los mismos hoteles y terrazas,

pero ya no quedaban turistas y en el interior de los locales las sillas

descansaban apiladas sobre las mesas. Algunas casas tenían las ventanas

abiertas y se oían las conversaciones de los comensales y los ruidos de los

cubiertos entrechocando, colándose entre el murmullo de las voces.

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Miré de nuevo hacia el lago y me encontré a papá detenido en el

camino, mirando hacia alguna parte por encima de su cabeza, con los brazos

en jarras y respirando con dificultad. A su espalda quedaban los brillos

atornasolados del agua deformando la palidez del cielo que tardaría poco en

salpicarse de estrellas. Mi hermana lo esperaba unos metros por delante y

mamá iba a la cabeza jugueteando con las hojas de unos aligustres que

definían una finca. Me pareció que éramos una familia desgajada, sin nada

en común con los que comían animadamente en el interior de las casas.

No sabía qué hacíamos en aquel lugar, qué sentido teníamos nosotros

cuatro en aquel rincón de Alemania, tan lejos de casa y tan solos, ni siquiera

estaba convencido de que ninguno de nosotros quisiera estar allí, esperando

un amanecer animado por cánticos de pájaros y la paz de una mañana que

no era la nuestra.

El hotel, por la noche, era una casa siniestra revoloteada por insectos

atraídos por las luces de la fachada. El latón de la campanilla brillaba

animándome a hacerla sonar, pero mamá introdujo una llave en la cerradura

que me descubrió un olor de tristeza ascendiendo por las mismas escaleras

que nos conducían a la habitación.

Otra vez remontamos las escaleras, ahora sin la compañía del anciano

con soriasis, escuchando los mismos quejidos del piso en los mismos lugares

de la primera vez. Nos acostamos en las dos camas, con la vista puesta en

aquella ventana apenas cubierta por unos visillos que tamizaban la luz

plácida de una luna estancada.

Por la mañana, como mamá había predicho, el sol estival y el canto de

los pájaros irrumpieron en el cuarto haciendo menos dramáticas las paredes

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renegridas y desnudas. Me levanté con la ilusión de que la luz disiparía la

amarga sensación de la noche anterior. Sofía y mamá celebraron también el

amanecer azul por el que despuntaba el brillo cereza del sol.

Papá permaneció inmóvil en su lado de la cama, con el cuerpo

encogido sobre el somier abarquillado y los ojos abiertos encarados a la

ventana, esperando durante la noche la llegada del día, como sabiendo que

aquel sería su último amanecer.

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JOSÉ LUIS ESPINA SUÁREZ (Lada – Asturias, 1958)

Licenciado en psicología y diplomado en dirección de marketing,

dirige la promotora cultural Bracket Cultura con la que ha desarrollado

numerosas actividades vinculadas a la literatura, entre ellas las jornadas

VISOR.

En el año 2007 participó en la colección de relatos estivales publicada por el Diario el Comercio de Asturias con el cuento Vacaciones siderales.

En el 2008 publicó el libro de relatos No gana uno para sustos (Edit.Duen

de Bux, 2008), galardonado con el Premio de la Crítica de Asturias 2008.

Ha formado parte de la antología digital Una noche de verano (2010) con el

cuento La última de todas las batallas, publicación de la Asociación de

Escritores de Asturias que incluye una selección de relatos de diferentes

autores asturianos. En noviembre de 2012 se publicó su segundo libro de relatos La última de todas las batallas (E.D.A Libros).

Como editor ha publicado bajo el sello editorial de Bracket Cultura la

antología de relatos fantásticos Las mil caras del monstruo (Bracket Cultura,

2012).