COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

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1 COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA COORDINACIÓN ACADÉMICA CONED UNDÉCIMO AÑO ANTOLOGÍA DE LECTURAS DTO. DE ESPAÑOL

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COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A

DISTANCIA

COORDINACIÓN ACADÉMICA

CONED

UNDÉCIMO AÑO

ANTOLOGÍA DE LECTURAS

DTO. DE ESPAÑOL

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Obra literaria

Página

ENSAYO

Invitación al diálogo de las generaciones

3

¡Alerta ustedes!–

9

POESÍA

El Albatros. Charles Boudelaire

18

No me cierres las puertas Walt Whitman,

19

Canción de otoño en Primavera Rubén Darío

20

Lo Fatal Rubén Darío

21

CUENTO

Mirar con inocencia

22

DRAMA

Prohibido suicidarse en primavera

35

NOVELA

Crónica de una muerte anunciada

102

Metamorfosis

158

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INVITACION AL DIÁLOGO DE LAS

GENERACIONES

Isaac Felipe Azofeifa

Ustedes dos, Rafael y María, y ustedes dos, Pablo y

Ana, digan para empezar: Yo soy un hombre, yo soy

una mujer; tú eres una mujer. Nosotros somos cuatro

seres humanos. Todos ustedes tienen entre 18 y 20

años.

Están parados en el umbral del futuro. Son mis nietos, mis nietas. Pertenecen

como yo, a familias de clase media: de profesionales; arquitectos, artistas,

abogados, odontólogas, educadores…, que tienen auto y casa propias y entradas

que además, les han permitido educarlos en escuelas privadas y ahora les van a

asegurar formación universitaria. Las virtudes de todos nosotros, tanto hombres

como mujeres, han sido estas dos: el ahorro y la disciplina en el estudio y en el

trabajo.

Cumplir con nuestras obligaciones profesionales, sociales y domésticas ha sido

nuestra máxima preocupación. Pagar religiosamente nuestros impuestos y

nuestras deudas. Es decir, resguardar nuestro buen nombre. Mantener rigurosa

honradez en nuestro tratos con los demás. Mirar en nuestro derredor sin sentirnos

superiores a nadie, porque no nos consume la vanidad del poder económico,

social o político. Y mantener la mano tendida hacia los que necesitan un servicio

nuestro, solidarios con el dolor o la desdicha de los demás. Eso sí, aspirando

siempre a que ustedes lleguen a ser mejores que nosotros. Haciéndoles ver que el

lugar en que habitamos es un mundo de oportunidades porque vivimos en un

pequeño país de régimen democrático, burgués, capitalista y liberal. Esto significa

que ustedes tendrán que proponerse realizar sus objetivos personales en lucha

muy dura, a veces rivalizando con otros y otras que también luchan por su buen

éxito. El mundo capitalista es un sistema de egoísmos en recia competencia en el

cual cada uno de nosotros está sólo con su esfuerzo, con su voluntad. Las

escuelas en nuestra sociedad les han dado los medios intelectuales, y su

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preparación los dotará de instrumentos y técnicas de trabajo, para salir con buen

éxito de esta contienda. Los padres hemos vigilado su desarrollo, hemos atendido

en la medida de nuestros medios el normal desenvolvimiento de su ser moral y

físico. Ningún hijo puede imaginarse nunca, hasta que no le experimente a su vez

como padre o madre de sus hijos, cuánto de inquietud, cuánto de indecibles

alegrías o satisfacciones, cuánto de desalientos aquí y de inquietudes allá,

ansiedades y sueños secretos se fueron creando, creciendo o esfumando

conforme ustedes iban alcanzando esos dieciocho, veinte o veintiún años que los

han puesto en la puerta del futuro y ahora se asoman al mundo del trabajo y de la

cultura superior y luego, con ello, van a hacerse responsables de su conducta

personal, política, social, económica y moral y a ser personas adultas, hombres y

mujeres plenos. Bien claro queda que en este siglo XX la mujer ha sido conquistar,

lado del varón, la orgullosa condición de autonomía moral, de ser libre y

responsable, que la historia le negó durante todos los siglos.

Ustedes han nacido sólo hace veinte años y mientras crecían ocurrió que todo en

el mundo cambió veloz y radicalmente, mientras ustedes jugaban y reían y

miraban pasar las cosas como un espectáculo más: no era todavía su presente.

Ahora ustedes miran el mundo que sienten que es de ustedes y les pertenece, con

una sonriente familiaridad y esperan que éste siga siendo el mismo toda su vida

porvenir. Yo creo que ustedes disfrutan mucho con los cambios acelerados de

nuestro tiempo en todos los órdenes de la existencia. Esta es, en efecto, una

sociedad de cosas nuevas que cambian todos los días. Les son familiares desde

el primer contacto multitud de aparatos que la tecnología avanzada de la

electrónica ofrece cotidianamente, y sus viven abiertas en todas las direcciones

del interés. En el mundo se ha ensanchado hasta el máximo de sus límites, o

mejor, ya no parece tener límites, porque les parece cosa de todos los días los

lanzamientos de cohetes al espacio y las comunicaciones por medio de satélites

artificiales. La sociedad misma, es para ustedes no sólo este lugar en que

nacieron y crecieron; es el ancho mundo terráqueo.

Porque, ciertamente, viven, pertenecen a este pequeño país, pero la radio, la

televisión, el cine, las revistas, los periódicos, todo les habla de un planeta abierto

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por entero a su mirada; que les invita a viajar, a recorrer ciudades y regiones

desconocidas; a conocer gentes de todos los pueblos y distintas culturas; y con

ello a disfrutar de tantas playas, y hoteles, yates y aviones, y emociones

deportivas, entretenimientos, distracciones y placeres sin fin.

Pero también empiezan a ver de cerca la otra cara de esta sociedad. Todo tiene

un elevado precio en dólares, y en todas partes, junto con los dólares-y esto lo ven

todos los días en las películas que pasa la televisión-están los crímenes, la gran

corrupción. Y descubren que la más profunda pobreza, el hambre, la enfermedad,

y los vicios cada vez más asqueantes y una insondable miseria moral, conviven

con la riqueza, con la opulencia más insolente y perversa. Y ven que este mundo,

que por un lado es todo diversión y consumo y luces y deportes y música que

reúne a grandes multitudes de jóvenes, arrastra un peso enorme de dolor,

violencia y muerte. Y entonces conocen ustedes lo que es la injusticia, la anti-

humanidad. Y ven que aquella aparente paz y alegría es la máscara de una

humanidad que se destruye a sí misma.

Este es el mundo en que a ustedes les va a tocar existir como los árboles, que no

tienen la culpa de la tierra y el día en que les tocó nacer. También este es el

mundo que tendrán frente a ustedes como un reto vital: unos para aprovechar

creadoramente sus dotes personales, o sea sus capacidades para la ciencia, la

industria, el arte, el comercio, la agricultura; otros para pelear por bienes como la

justicia, la libertad, la paz, la solidaridad, el amor. Pero ¡ que ninguno de ustedes

se eche a vivir plácidamente, olvidado de sus responsabilidades de ser humano

entre sus semejantes, sus hermanos!;¡ que respondan con nobleza y generosidad

a este mundo de desafíos!

Ustedes, queridos nietos, estarán preguntándose muchas cosas a esta altura de

mis reflexiones.¿ Cómo era el mundo del primer tercio del siglo en que viví mi

adolescencia y juventud, porque, me doy cuenta ahora de que he venido

describiendo éste como su presente, como el mundo de ustedes. Y me doy cuenta

de que los que hemos alcanzado la tercera edad, o sea la vejez-como a mí me

gusta decir-asistimos al presente de ustedes mirándolo como una proyección del

pasado, en perspectiva; lo comparamos con el de nuestra juventud y decimos que

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aquel fue mejor, lo cual no es cierto, porque el tiempo es siempre presente. Yo

diría que aquel pasado lo idealizamos al intelectualizarlo en el recuerdo; pero este

de ustedes-este presente que es su propio mundo y lo viven profundamente-

nosotros los observamos, somos sólo espectadores.

Los viejos nos diferenciamos entre nosotros quizá en que algunos no logran

ajustarse a este trépidamente presente que amanece ya el siglo XXI, y deciden

instalarse en sus recuerdos, volver la vista atrás, y desde ahí contemplan estos

días y deciden negarse a mirar con simpatía, con afán de compresión y claridad

intelectual el mundo cambiante; se entregan a vivir como extraños del presente.

Otros, en cambio, otros viejos seguimos ejercitando nuestra actividad de

adaptación, de análisis e interpretación-por algo dicen de uno que es un

―intelectual‖. Y entonces todo esto que a ustedes les parece tan natural y a

nosotros novedad, se nos aclara en una dimensión que todavía no tiene el mundo

de ustedes: adquiere para nosotros profundidad; se vuelve historia, tradición y

cambio al mismo tiempo.

Bueno, pero basta de filosofías. Ya me escucharon esto que les repito: el mundo

es un cambio de pruebas para cada uno de nosotros, en cada etapa de nuestra

existencia. La vida nos plantea problemas todos los días en cada edad nuestra,

que yo llamo retos, desafíos. Y la vida nos exige resolverlos, buscar soluciones,

que al cabo vienen a convertirse en los fines de nuestra conducta, de nuestra

tarea de vivir, que consiste en proponerse alcanzar objetivos, fines, metas. Retos y

metas. En estas palabras defino el paso de todo hombre, de verdad hombre, de

verdad mujer, por la vida.

Sobre cuál fue el mundo en que crecimos en los que ya hemos cumplido los

ochenta años, solo les diré que era más coherente que el de ustedes, el de hoy. El

cerebro humano funcionaba a la medida de los conocimientos; todavía estaba

lejos de requerir lo velocidad de almacenaje de las computadores. Los deportes no

eran entonces eso que son hoy, industria y comercio puros. Las diversiones

servían para el descanso y la expansión tranquila del espíritu. Faltaba mucho

tiempo para que las canciones, los bailes, las fiestas, los viajes a las playas y

balnearios, llegaran a ser demenciales, extenuantes, máscaras de irracionalidad y

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extravió moral. Las ciudades todavía tenían la medida del hombre. La vida de la

familia era vivida con una gran profundidad moral y afectiva. No era muy diferente

mi Santo Domingo de Heredia del San José metropolitano. Pero aquí, fíjense

ustedes, ya mis abuelos percibían diferencias que los hacían tener la vida de

―ciudad‖ de San José. Ellos, como lo he dicho antes, ya sentían su vida como

historia. El respeto, la mutua confianza, eran la norma en la conducta de todos.

Cierto es que esto creaba distancias apreciables, jerarquías y un orden que todos

sentíamos enteramente natural. Y se vivía con extremada sencillez y la sencillez

de las costumbres era común a todas las clases y grupos sociales. Este mundo

empezó a cambiar hasta ser otro distinto, después de la Segunda Guerra Mundial:

es éste de hoy, complejo, contradictorio, desorbitado, imprevisible. Claro que a

ustedes no les parece, no lo sienten así; yo les estoy comunicando mi visión en

perspectiva histórica del siglo.

Quiero decirles algo más sobre el significad que yo les doy a mi paso por el

mundo. Por alguna misteriosa decisión de mi espíritu desde mis primeras

expresiones a los 18 años declaré en el primer poema mío que recibió premio en

un concurso nacional en 1928, mi fe en la bondad humana, mi optimismo vital. Fue

en el Poema de las cumbres patrias. Y luego abracé el trabajo de toda mi vida: la

educación. Lo he repetido muchas veces, en prosa y en verso: educar es liberar

los espíritus; escribir es liberar las palabras en la poesía, las ideas en la prosa, y

se libera la conciencia cívica cuando se hace política, a menos como yo concibo

esta actividad; por eso dije en mis actuaciones políticas que toda la patria era unja

aula para mí.

El político, o es un educador o es un corrupto de la conciencia de su pueblo.

¿Cuándo es que el hombre le abre la puerta a su propia corrupción moral?

Cuando dirige todo acto de su vida hacia beneficio de sí mismo, olvidando de que

la vida del hombre es una vida entre, con y para los demás. Por esto pienso que el

santo, el político o el maestro son los más altos modelos de vida y realización

humana. Es corrupto el maestro que toma el saber por el saber mismo y para

sentirse superior por eso; el santo que toma la santidad como un bien en sí y para

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sí mismo con negación del prójimo; el político que toma el poder para su propio

provecho o el de sus amigos, olvidando del bien de la Patria.

Queridos nietos míos: en estos días finales de mi existencia a menudo tengo una

percepción inquietante de mi trabajo con los demás. Siento que algunos jóvenes

que se acercan a conversar sobre mi vida y mi obra, piensan de pronto que lo que

les comunico contiene algo más que información para completar su trabajo. Las

palabras del viejo maestro quizá llevaron a sus espíritus una imagen entrañable de

nuestro siglo, lejos de los datos de diccionario. Cuando yo comento mi infancia

campesina digo que las pautas de conducta de aquella sociedad eran seguras y

claras. Y entonces muchos jóvenes descubren su infancia como reino perdido.

Nacieron y crecieron en una sociedad que abandonó aquellos firmes sentimientos

de equidad, de solidaridad humana que eran práctica de todo momento en la vida

del hogar, de la familia o de la comunidad.

Unos más ricos que otros, unos más cultos que otros, unos más piadosos que

otros, todos nos sentíamos ligados por esos sentimientos. El consejo, la

reprimenda y los castigos físicos eran usuales. Una estricta jerarquía definía el

orden, de abuelos a padres, y de estos a sus hijos. El mal de aquel sistema era la

ciega obediencia. Y se exigía a las tímidas mujeres mucho más que a los varones.

Cosas del machismo, indígena y español. Los campesinos, ya lo he dicho,

empezaban a desconfiar de la moral urbana. En realidad desconfiaban de las

ideas nuevas. En efecto, cuando yo vine al Liceo de Costa Rica, se abrió para mí

el mundo de las ideas, de la razón razonante. Sólo que aquellas nociones venían

de muchos modos a explicar y justificar las mismas prácticas. Por eso digo que

aquel mundo era coherente, a pesar de que la revolución liberal de las conciencias

estaba viva y ardiente. Consistía en no aceptar dogmas, imposiciones irracionales.

Años después, en la educación universitaria chilena, se me reveló el mundo

universal de las teorías, de las doctrinas, de los sistemas: el universo

esplendoroso del ser humano desplegándose en sus obras a lo largo de la

historia. Ven ustedes como cada uno de nosotros es producto de complejísimas

influencias ambientales; la educación espontánea, informal, del hogar, de la

comunidad; la educación formal de la escuela; y un tercer factor, el imponderable:

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nuestra capacidad secreta, misteriosa diría yo, para elaborar todas esas

influencias-incluidas las que nos llegan de la herencia biológica-en una

interpretación personal del mundo, de nuestro ser en este mundo, de donde

vamos decantando, destilando una concepción moral de nuestra conducta, una

cultura, un destino. Para mi conciencia el destino no es un fatum, una fatalidad;

nosotros somos voluntad de ser, somos-uno más que otros-arquitectos de nuestro

propio destino. Eso mismo quiero de ustedes, queridos nietos y nietas.

“¡Alerta ustedes!

Fabián Dobles

― Si ves pan o comida dentro del horno o sobre l

cocina, no trates de cogerlos. ¡Podrás quemarte!

Mejor pedile a un adulto que los alcance‖. ( El

subrayado es mío ).

Ese consejo aparece así escrito en el suplemento

Aprendamos Nº 29, del martes 7 de setiembre de 1993, del diario La República, y

lo la Consejito, personaje infantil graciosamente concebido y dibujado para los

niños.

Curiosa casualidad que la ―desconcordada‖ coexistencia de la forma verbal ―trates‖

y ―pedíle‖( que tildo en la i por ser inclítica y así debe ser) aparezca a continuación

de un artículo titulado ¿Qué significa independencia?, publicado a propósito de la

conmemoración cercana del 15 de setiembre y donde acababa de leer entre otros

valiosos pensamientos uno que dice: ―Igualmente, nuestra cultura es mancillada

día a día a través de la pérdida de nuestra identidad cultural‖.

El artículo todo, por cierto, merece leerse: es un vibrante llamado a comprender a

fondo por qué la decadencia de la identidad nacional y la necesidad de atajarla y

luchar por una verdadera patria soberana en todos sus aspectos. Y si ahora

prosigo con la discordancia entre trates y pedíle, síntoma de ―débil conciencia

nacional‖, de la que precisamente se lamenta el artículo citado, idiomáticamente

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en este caso, no se debe a voluntad de afear ni deslucir el aludido Suplemento y

menos la muy eficaz intención del artículo donde se quiere sacudir a mentes y

arrebatar a corazones para fortalecer esa conciencia de identidad e

independencia, sino para contribuir a este ―¡Alerta, ustedes los todavía

costarricenses de cepa!‖ , desde mi posición de escritor centinela que ha intentado

escudriñar la vida de sus paisanos y la suya propia como uno de ellos, incluida

como prioridad vital su parla de todos los días-indivisible en cada ser humano de

su pensar, sentir, recordar y soñar-, donde la función y presencia del verbo

predominan sobre todo los demás porque es el movimiento y la acción.

En el ―consejo‖ antes apuntado trates es forma de tuteo y decíle del voseo. La

confusión que aquí se evidencia puede parecer-en la actualidad y no sé si para

todavía pocos o ya muchos compatriotas-inofensiva o intrascendente, sobre todo a

los ya aplanados por la infracultura del ―portamí. Más como acuse de recibido de

cuanto puede estar sucediendo psicosocialmente en nuestro país y, peor aún,

dentro de su alma profunda nacional, me parece grave corrosión interna

demostrativa de que, al par de suplantaciones, despojos, arrinconamientos, robos

descarados, aplastamientos, domesticaciones y tantas otras calamidades en los

campos económicos, social, político, ecológico, moral y religioso, también nos

están arrastrando desde fuera a ser y sentirnos al conjugarnos los unos parlandos

con los otros, extraños y ajenos a lo que somos y traemos del pasado.

¿ No le ha sucedido a usted que al atendérselo en alguna tienda del centro

comercial de San José o de Alajuela alguna vendedora de origen probablemente

campesiono lo tutee lisa y llanamente ( ¿ Quieres que te la alcance?, fíjate qué

tela más fina…), como en las telenovelas cotidianas? A mí sí. Y me he quedado

tartamudo. Quizá se llame Yorleni, Evelyn o Jennifer y pertenezca a la legión de

nueva nomenclatura inglesa que viene del Registro Civil y los libros parroquiales

de unos decenios a esta parte como otro síntoma-plaga de la enajenación de la

cultura de nuestro asediado y casi indefenso país, cuyos habitantes últimamente

se caracterizan en proporción cada día mayor por su falta de personalidad cultural

e idiomática. Se me ocurre aquí preguntar si habrá todavía periodistas que no

escriban, al modo ríoplantese,, ese ajeno recién que ― recién en los últimos años‖

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nos ha llovido desde el cono sur y que a lo mejor debe de parecerles una novedad

estilística que ignoraban y ―recién descubren‖; o bien cuántos estarán enterrados

de que iniciar nunca fue verbo intransitivo, como sí lo son empezar, comenzar,

por lo que no se debe escribir ―el partido inició a las once‖, sino obligadamente ―se

inició‖, ya que no hablamos inglés; todavía hablamos el español dialectal

costarricense, donde aún podemos solazarnos con nuestras venerables formas

reflejas o cuasirreflejas, riqueza de que no disponen algunas otras lenguas. Y

aunque estos últimos apuntamientos parecen desviarse del meollo de mi artículo,

los menciono-al igual que podría hacerse con otros similares casos-como hincapié

en nuestra flojera colectiva para sostenernos en lo que nos pertenece y

caracteriza, sin doblegar la cerviz ante cualesquiera novedades forasteras, a las

que con tan siniesca debilidad se tiende a imitar.

En un cuento muy conocido y muy costarricense, pero también iberoamericano y

universal, leemos:

―-Pues te me quitás de aquí ya, ya, si no querés que salga de vos ahora mismo; y

cuidadito con volver a asomar la nariz por aquí, porque te va a saber feo. Este

yurro es mío y pedile a Dios que no me arrepienta de dejarte ir.

Tío Tigre se las pintó sin esperar…‖

¿Pueden ustedes imaginarse a Tío Conejo diciendo ―quitas‖, ―quieres‖, ―salga de

ti‖, ―pídele a Dios‖?

Sueñen por unos momentos con una conchería de Aquileo romanceada en ―tú‖ y

en ―ti‖, o con los bananeros de Fallas o el palmitero de Max Jiménez diciendo

―entiendes‖ por ―entendés‖ o ―dinos‖ por ―decínos‖ y, bueno, se sentirán en

cualquier país menos Costa Rica.

Mas no es sólo asunto de pueblo llano, sino cosa de arriba abajo y abajo arriba.

Vayan si no y se lo preguntan al maestro de la novela Juan Varela pero asimismo

a don Federico, el muy señor burgués bananero de Murámonos Federico, y

también a la Tía Tula y los cafetaleros ―levas‖ de Los Molinos de Dios, por citar

narraciones de las más sobresalientes y conocidas de antes y de ahora donde,

como en otras tantas a su vez renombradas, sehace vivir literariamente a nuestra

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gente en diversas circunstancias y tiempos y zonas sociales. Si no se tratan de

―usted‖, en relación de confianza entre amigos o cariñosamente lo corriente y

normal es tratarse de vos, como de padres a hijos o entre hermanos; a veces,

hasta entre desconocidos que al relacionarse se sienten iguales. De ese modo son

como son y si no no son, es decir, no somos. Su lenguaje natural espontáneo así

se lo manda para expresarse, como cifra y suma que este constituye de cultura

histórica y memoria colectiva integrada, porque el voseo es signo que nos

identifica y diferencia, por de fuera, en la forma, mas, desde muy adentro, en la

sustancia psicológica.

Ah, pero sin embargo ahora está aconteciendo que hasta la Virgen de Sarapiquí, a

juzgar por el rosario de ingenuidades y rarezas que se pueden leer o escuchar eb

diversas informaciones públicas, no trata de ―vos‖ a su iluminado mensajero. Por

lo visto, en las alturas celestiales están mal enterados de que nuestro país,

fraguado históricamente por pobres y pobretones pobladores-hidalgüelos, por Ley

de Indias ‖caballeros‖, campeó y se impulsó el tratamiento de segunda persona

en plural ficticio, como aconteció en el inglés con el you y en el francés con el

vous, claro indicio histórico-lingüístico según autorizadas opiniones de una

movilización social clasista de tendencia niveladora con trasfondo democrático o

democratizador, en sentido adverso al espíritu servil y al dominio noble sobre los

plebeyos.

Y ya que de Vírgenes y Sarapiquíes decirnos, pensemos si este novedoso o

novelero fenómeno recién aparecido en Costa Rica ( del que sociólogos, teólogos

y hasta llanos sacristanes escribientes se hallan muy ocupados discutiendo) en

clara competencia de clientela para con la costarricense Señora de los Ángeles,

que tanto nos significa a los aquí bien nacidos y criados por humildosita y popular,

no será en el fondo también ostentosa y bien publicitada muestra más de la que

califiqué débil personalidad nacional, en este caso reflejada en el campo religioso,

tan susceptible a supercherías e influjos disolventes que provienen de presiones

ajenas a lo que nos autentica o autenticaba como conglomerado humano.

Obsérvese cómo nuestra Virgen de extracción popular, oscura piedra plebeya y

connotación indígena y mestiza, se le enfrenta de buenas a primeras otra, pero

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solemne y de aparente poder solar, producto de la que podría catalogarse

―transnacional de las apariciones marianas‖, estas siempre de atuendo celeste y

semblante caucástico-eurocéntrico, clara señal de aculturación no ajena en la

psicología social a tantos otros fenómenos colectivos a menudo sicóticos que se

dan y repiten en la gama de los grandes espectáculos modernos, llenos de

estímulos multiplicadores productos de efectos especiales donde no faltan los

alucinantes juegos de luces y escarcha luminotécnicas.

Bueno, es verdad: el desarrollo cultural se nutre globalmente de un irrefrenable

toma y daca histórico en movimientos continuo, donde se supone que unos y

otros pueblos, estas y aquellas regiones de la tierra, trasladándose de un modo y

de otro en el tiempo y el espacio, se influyen recíprocamente e intercambian sus

grandes y pequeños hallazgos culturales ( hablando a macrohistórico rasgos y sin

excluir lo negativo junto a lo positivo), de manera, y pese a tantos desgraciados

encontronazos y pérdidas a la corta de los unos o los otros, que es la humanidad

toda quien acumula, suma, multiplica y gana, a la larga, y así se enriquece

culturalmente.

Sólo que las naciones como la nuestra, especialmente en estos acelerados

tiempos de los enromes saltos científicos y tecnológicos y las intercomunicaciones

ensordecedoras en poder de los grandes imperios dominantes, llevan por

pequeñas y débiles las de perder, al igual que lo arrastran en los mezquinos y

sucios campos de la economía y las finanzas internacionales, si no adquieren

conciencia plena de sí misma y defienden su personería profunda en este perenne

proceso de asimilación e intercambio cultural, en el fondo necesario y fructífero

considerado como totalidad en marcha hacia el futuro, mas también capaz de

borrarnos de la faz del planeta como ser nacional con nombre auténtico propio.

Casos curiosos hay en nuestra historia para hacernos temer lo que podría

acontecernos como pueblo al que con facilidad se lo logra hacer pasar por

inocente hasta el extremo de creer a pie juntillas suya y solo una canción – la

Patriótica Costarricense-donde se canta a la sombra crecí de tu palma, tus

sabanas corrí siendo niño, pero en cambio no hay mención ninguna a montaña,

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volcán ni río, aunque sí una alusión a los goces de Europa que no encaja para

nada en un país sin familias terratenientes ausentistas ni millonaria burguesía

―peninsulera‖o afrancesada. Y todo el mundo tan campante. En este caso( canción

llegada de Cuba probablemente a fines del pasado siglo) este ingenuo

―adueñamiento‖ no ha hecho más daño, si lo hubiera, que exhibirnos como país

sencillo y despistado. Lo traigo, no obstante, a cuento porque hoy en día todo

hace pensar que de un modo y de otro una cúpula poderosa que en mucho ha

perdido autenticidad nacional y se identifica predominantemente con una posición

subjetiva transnacionalista, influye en todos los aspectos de la vida nacional y

parece estar cambiándole la fisonomía interna a mucha gente sencilla que de

nada de esto es responsable, haciéndole pasar todos los días por inocente para

que crea que es liebre el gato.

Tal minoría piensa y siente más que en español en inglés, independientemente de

hablarlo o no. Hace algunos decenios se asomó a la prensa de que a Costa Rica

le convendría convertirse en Estado Libre Asociado, al modo portorriqueño.

Aunque, si no recuerdo mal, a la atrevida sugerencia no le soplaron notorios

vientos favorables por su apariencia ligera y superficial, creo que esta

superficialidad llevada ya en sí la cabecita de un iceberg oculto en las turbias

aguas político-sociales de aquellos días. Y si ahora lo menciono es porque de

igual manera piensa y quisiera actuar, o de hecho actúa, consciente o

inconsciente, la más predominante mayoría de esa cúpula privilegiadamente

influyente, caracterizada, matices más, matices menos, por importarle muy poco el

destino de Costa Rica como nación y pueblo con personalidad propia, crecimiento

diversificado y sano y perspectiva feliz, porque su cuenta bancaria y la

bienandanza y medro de su círculo y su clase están primero.

Bajo su dominio casi total se hallas lo más poderosos medios de comunicación

social que, también matices más, matices menos, obedecen a sus apetitos

económicos, políticos y ―culturales‖ la televisión en primer lugar, instrumento de

comunicación audiovisual el más aplastante y deformador que, por más costoso y

difícil de ser competido, resulta la más, más y más, matices apenas menos-, la

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mayoría enlatados desde las grandes urbes de la violencia, el crimen, las mafias,

la internacional antiestética de la glotonería espasmódico-musical y tantas

cacomaniáticas carcajadas que ningún genio del mal, ni aun proponiéndoselo con

toda intención, lograría concebir y diseñar mejor para seducir, disolver y

despedazar almas adolescentes ávidas de estímulos.

Todo lo anterior, apenas un esbozo de tantos envoltorios dentro de los cuales se

le sirven a nuestra gente formas y contenidos no siempre , pero sí generalmente,

necios o nefastos y desmoralizadores que, por subyacentes oscuros caminos,

deben de estar integrándose corrosivamente en el alma nacional, enajenándola y

en gran medida haciéndola degenerar lastimosamente( pensemos en los

pandilleros neoyorkinos que han infestado a San José y los travestis como en San

Francisco que pululan por los reductos de la Dolorosa al sur) hasta extremos

nunca antes sospechados…; peor aún si, como bien se sabe y tantos acentúan,

esto acontece en un país donde la situación creciente de pobreza y desesperanza

de tanta gente convierte el medio social en una esponja quemante que absorbe

con avidez este ir de mal en peor que nos viene caracterizando desde hace rato

en lo ético, lo estético, lo político, lo religioso y lo delictivo, así lo miren con los

anteojitos del pollino de la fábula algunos soñadores.

Bueno, si ya por culpa de esa cumbre de cien palancas que impone leyes,

tratados, empréstitos, contratos y gobiernos (lo nuestro no es, soñadores, si bien

se mira, una democracia: sin eufemismos, más bien una oligarquía ilustrada y muy

bien disimulada, democrático-teocrática, que adora su fetiche, el voto, dividido

siempre, esto sí, en mitades intercambiables cupularmente para divertimiento

cuatrienal del rebaño multitudinario y la repartición de gajes y viajes), se nos están

acabando las playas en realidad propias; las mejores bahías se van volviendo

ajenas; los bosques se los llevaron casi todos navegando en barcos bananeros; le

regalaron al diablo buena parte de los mejores ríos; el Golfo Dulce. Dulce golfo

{único en el mundo, pende del hilo de una tremenda transnacional; hoteles,

restaurantes, lugares de descanso-todo eso que podía antes disfrutarse en grande

frente a la maravilla de la naturaleza-ahora llevan nombre muchos de ellos en

lengua extranjera y no los pueden pagar ningún costarricense, como no sea

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millonario. Hipódromos, casinos, sitios prostibularios de carísimo postín por arriba;

crack, marihuana y puñaladita segura por allá abajo, qué fantasía disnilandiana

para infancia del siglo venidero. ¿Adiós para siempre adiós los últimos monos

colorados, los postreros manatíes, los ya no los veremos tigres ni ocelotes, se nos

acaban las guacamayas, las iguanas qué lástima, ya nadie las recuerda, ayer

murió el último cedro amargo, amargo, amargo? Todo esto se me ocurre leyendo

frente a esta plaza de pueblo donde aún juegan futbol los escolares, el letrero de

la que en otro tiempo llamábamos la taquilla del barrio y después la cantina; ahora

dice, aunque nadie sepa del genitivo sajón, YUCA`BAR, y calle de por medio

ABASTECEDOR SANTA MARTA. Como que se ha prohibido la palabra pulpería,

al modo en que para los anuncios y recomendaciones comerciales de prensa y

televisión (no sé si de radio también) está vedado emplear el voseo con los

compradores costarricenses, por lo visto todos los españoles, chilenos o

mejicanos. Extraña manera de comerciar. Existe entre cierta gama de intelectuales

de altos pujos y publicistas de altos vuelos una especie de vergüenza

generalizada con respecto al idioma que hablamos, particularmente en lo

concerniente al idioma que hablamos, particularmente en lo concerniente al voseo,

atribuible a un fenómeno no ajeno a complejo, producto de la ignorancia como

nación pequeña de que en otros países y regiones mayores también vosea y todo

el mundo feliz de la vida, pera aquí nadie aparenta saberlo.

Y pues de vender hablábamos, Camaquire y Cocorí, heroicos caciques

aborígenes que las maestras de mi tiempo enseñaban a venerar como símbolos

muy amados de entereza patriótica, se trocaron en dos importantes instalaciones

comerciales capitalinas de múltiples y variadas líneas. Hace más de medio siglo,

Cocorí, mártir de nuestros primeros días como país en germen, había ya sufrido la

afrenta de que le tomaran prestado su nombre para ponérselo a un ron

enloquecedor que lanzó en aquellos años la Fábrica Nacional de Licores. Que

confusión. Vaya manera de autenticarse dignamente ante los demás pueblos.

¡País atrabiliario el nuestro, a veces!, por causa de esas cúspides mandantes ,

grandes o chiquitas, gracias a las que lindos nombres de procedencia terruñosa y

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tradicional se han extinguido, por ejemplo el de Pacaca, y aquí, al alcance de mi

respiración, el Bajo de la Cazuela.

He tratado en el curso de este cuarto-a espaldas-urdido un poco a lo mosaico

herido y apasionado en defensa de la personalidad de nuestro país, del asedio o

escamoteo a que se está sometiendo el tradicional voseo costarricense y, lo

confieso, tiemblo un poco por su futuro, si no nos ceñimos bien el santo y seña

que nos define como nación.

Retomando el hilo con que lo comencé, terminaré con otro significativo ejemplo:

Acabo de leer en un cuento recién publicado, de uno de muchos diálogos que se

pueden suponer entre los costarricenses, estos abalorios: ―…Julieta: no sabés

cuánto me he acordado de ti.

…¡Recién estábamos acordándonos de vos!

…dónde estabas metido vos?

…Necesito hablar en privado contigo, así es que llámame.‖

Lo subrayo para que se note el arroz con mango o el coctel de leche de coco con

aceite de oliva.

¿Tendrá el voseo que cantar, parodiando a Gardel,

Decí, por Dios, qué me has dao

Que estoy tan cambiao

No se más quién soy…?

No, que Dios no lo quiera.

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Las flores del mal, de Charles

Boudelaire

II EL ALBATROS

Frecuentemente, para divertirse, los tripulantes

Capturan albatros, enormes pájaros de los mares,

Que siguen, indolentes compañeros de viaje,

Al navío deslizándose sobre los abismos amargos.

Apenas los han depositado sobre la cubierta,

Esos reyes del azur, torpes y temidos,

Dejan lastimosamente sus grandes alas blancas

Como remos arrastrar a sus costados.

Ese viajero alado, ¡cuan torpe y flojo es!

Él, no ha mucho tan bello, ¡qué cómico y feo!

¡Uno tortura su pico con una pipa,

El otro remeda, cojeando, del inválido el vuelo!

El Poeta se asemeja al príncipe de las nubes

Que frecuenta la tempestad y se ríe del arquero;

Exiliado sobre el suelo en medio de la grita,

Sus alas de gigante le impiden marchar.

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Hojas de hierba, de Walt Whitman

No me cierren sus puertas

No me cierren sus puertas, orgullosas bibliotecas,

porque todo cuanto está ausente de sus colmados anaqueles

y es, por lo tanto, lo más necesario, lo traigo yo.

Hice de la guerra un libro.

Las palabras de mi libro no interesan. La finalidad que se

propone constituye el todo.

Es un libro diferente, desvinculado de los otros, no concebido

por intelecto alguno,

pero ha de remover las energías latentes que duermen en

las páginas de todos los otros.

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Canción de Otoño en primavera

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y de aflicción.

Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera obscura

hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

La otra fue más sensitiva,

Y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía...

En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé...

Y te mató, triste y pequeño,

falto de luz, falto de fe...

Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión;

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón.

Poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también...

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Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,

en tantas tierras siempre son,

si no pretextos de mis rimas

fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris, me acerco

a los rosales del jardín...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

¡Mas es mía el Alba de oro!

LO FATAL

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror...

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos

¡y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos!...

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Mirar con inocencia

“Que vivimos en onda”

A la amistad de Hugo Díaz

Yo en realidad no quería venir hasta aquí. Cosas de la

intuición. Me había levantado muy cansado de tanto ruliar y no

tomé café sino que me lavé los dientes, me eché agua en el

pelo y salí a la calle. Es que yo no tenía ganas ya ni de

caminar, estaba pesado, pesado, pero a la vez sentía el

estómago liviano y las manos un poco frías. Ud. sabe, estaba

mal.

Sentía unos movimientos terribles por todo el cuerpo y cuando alcé los ojos al sol

casi me caigo, de débil que me sentía. Bueno, es que cuando uno se mete en la

onda, Ud.sabe, va dejándolo todo. Yo lo he ido dejando todo. La familia, los tatas,

las cosas, los hermanos y entonces está uno solísimo. Bueno, Ud. sabe, la gente

de onda es muy difícil.

Muy histérica, gente difícil porque no entiende muchas cosas y las entiende todas.

Claro, todo es mejor! , Ud. sabe, cuando estamos grifiados. Ud. sabe, hasta el

alma, bueno, digamos que vivimos en onda. Yo empiezo de mañanita, me arrollo

unos cuantos y todo se me comienza a aclarar. Bueno, Ud. sabe: la onda es toda,

uno se mete en ella y se le van yendo los días limpiecitos, bueno Ud. sabe, piecito,

las horas se van yendo como mantequilla sobre el pan, los días ya no son días:

son otra cosa, uno no sabe ni dónde está, las horas, se van estirando hasta

hacerse largas-largas-largas y allí vive uno en la onda, cargadito, llenito de cosas

adentro del coco, repleto de vocecillas, de pedacitos de palabras, de gentes que

se meten a hablar adentro del cuerpo, bueno, Ud. sabe eso.

Yo sólo decía que uno se levanta en la mañana, se hace su rollito y se lanza a

tragar camino, sin rumbo fijo, buscando a los amigos en Mac Donalds, allí donde

la onda está todo el día. Bueno, Ud. sabe, nunca hay plata, sólo cuando algún

piecito nos da algo. Siempre nos dan, bueno, uno vive con poco y casi no da

hambre, Ud. sabe, se toma uno un cafecito y todo sigue igual: ¿para qué la

comida? , son cochinadas que se meten al cuerpo, uno vive mejor en blanco.

Bueno, Ud. sabe, la plata corrompe y estamos viviendo una sociedad corrompida,

putrefacta, digamos que hasta la onda algunas veces se pone fea, se vuelve furris,

se descompone y todo por la gente que juega a la onda, todas esas niñitas de

mamá y papá y todos esos carajitos de pantaloncitos planchados y mota en

bolsitas de plástico. Ud. sabe, piecito. Yo la cultivo en casa, tengo mi maceta, la

riego, la asoleo, la limpio, le quito las arañitas y la cuido como si fuera un

animalito, porque Ud. sabe, piecito, todo es negocio en la onda, todo es negocio.

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Que el pesca que te llega a lancear, que la cabrilla que te pide un pito. En la onda

hay que tener mucho cuidado, todo está lleno de pescas, Ud. sabe, piecito, que

uno se va volviendo paranoico, que se le paran los pelos cuando un taxi se le

arrima, que casi no habla con muchos chavalos de la barra, que se va quedando

solo, porque Ud. sabe, piecito, que lo gansean a uno, le ponen el material y va Ud.

para arriba. Pues sí, yo le decía que había empezado a caminar por la calle y

estaba viendo el sol cuando casi me caigo, viera qué grande se ve el sol cuando

uno anda grifo: de este vuelo, moviéndose como loco, como cuando la Virgen de

Fátima, Ud. sabe, hermanito, el sol es pura vida. Yo siempre me tiro en los

potreros y me quito la ropa para que el sol me dore todo, pura vida, horas y horas

con los ojos cerrados, el sol por todos los poros, cuando me canso me levanto y

es como si tuviera cargadas de nuevo las baterías. Ud. sabe, piecito, es la onda,

pura vida. Como le iba contando, esa mañana yo tenía miedo de que algo me

pasara, era un miedo que tenía escondido en el estómago y que me llegaba hasta

las manos y allí se estaba; encendí un bicho y me lo fui sorbiendo, poco a poco

mientras caminaba, y empecé a sentir el sol un poco más fuerte en la cara. A los

güilas los veía lindísimos, todo estaba muy tuanis, los árboles se movían muy al

compás de alguna música, hasta las viejas del barrio me parecieron chévere. Ud.

sabe, cuando uno está en onda, piecito, todo es más claro. Yo agarro un libro y

me quedo horas viendo las letras, juego con las palabras, las muevo, las digo en

voz alta y también las pienso, Ud. sabe, es la onda.

Yo seguí caminando por la calle, las gentes me volvían a ver pero yo las confundía

con otras caras, sólo los carajillos estaban bonitos, limpios, llenos de vida, es

toda, manillo, es toda. Como le iba diciendo, la onda lo pone a uno como con el

pelo parado, todos los pelillos de los brazos para arriba, Ud. sabe, se siente uno

como andando en tenis, suavecito, suavecito, uno no quiere ni majar a las

hormigas porque son lindísimas desde arriba, pues, como le iba diciendo, esa

mañana estaba asustadísimo, pero yo siempre estoy asustado, bueno, uno se

pone paranoico de lo que le pasa a los demás, los pescas le ponen a Ud. los pitos

y fotos pornográficas y del Che Guevara y se va uno con toda para arriba. Y Ud.

sabe, yo sentía en la mañana algo en el estómago, una sensación de susto

sentada por todo el pecho y yo no sabía qué hacer, toda la onda debía de estar

durmiendo porque nadie aparecía por ningún lado, entonces agarré la lata para

San José, saqué la pesetilla, pero el cobra no la recibió, porque él también es de

onda y Ud. sabe, piecito, entre los de onda ños hélp cada vez que podemos.

Bueno, yo sigo hablando de ese miedo que tenía en la boca del estómago, porque

a veces el estómago es como una gran boca y entonces se pone a comérselo a

uno por dentro y Ud. siente retortijones y movimientos y sonidos rarísimos que lo

ponen a Ud. nerviosísimo. Pues como le iba diciendo, yo hasta la hora no me

quejo de nada; la vida es tuanis. Yo creo que está bien hecha aunque hay mucha

gente hijoeputa, como esos pescas que llegan al Acuarius, bueno Ud. sabe, se

quieren pasar por gente de onda pero no son, se visten como los de onda, hablan

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como nosotros, pero uno los conoce bien, Ud. sabe, ellos siempre tienen su rollito

en la bolsa y se lo ofrecen a las cabrillas si se van con ellos y muchas se van.

Conozco a dos que paran a los róeos, los hacen ir a comprar mota, y luego que se

la fuman, se bajan en alguna esquina. La mujer de onda es difícil, muy suave para

todo, como con vaselina, pero se cabrea muy fácil y cuando uno se empieza a

encariñar con ellas: zaaass, se las pintan con otro. Cabrillas tuanis, un poco

locazas, bueno, Ud. sabe, la gente de onda somos unos neuroticazos, pura vida,

pero muy locos, como le iba contando, yo sentía eso que le dije en la boca del

estómago que me decía: No, Ramiro, no te pongas alto tan temprano, cálmate,

piecito. Cálmate, y me monté al bus donde el cobra es de onda, con barba y

cinturón de colores, un chavalo tuanis y en todo el caminó seguí sintiendo ese

vacío en el estómago y, Ud. sabe, lo difícil que es ir uno concentrado en algo,

cuando por otro lado la cosa anda furris. Pues si piecito, la onda no es mala, sólo

que no la entienden, a mí me salva mi hermano, es agente de viajes y me compra

lo? cachos y los caballos y me da harina cuando la necesito. Pero como le iba

diciendo, yo sabía que algo me iba a pasar.

Yo había estado leyendo esa cosa de la carta de Fátima y tenía taco, uno se va

poniendo asustado y como siempre he dicho: no hay que-creer ni dejar de creer.

Bueno, lid. Sabe, esos folletos son toda, los venden baratos y a mí me gusta

instruirme, Ud. sabe. A mí me verá lid. Siempre con folletos y con libros porque yo

soy muy intelectual, me jala todo eso de yoga y de espíritus y tengo un amigo que

me lee las cartas. A mí me encanta ser intelectual, desde chiquito era un

carajillo raro, siempre leyendo libros, periódicos y folletos, muy leído pero muy

vago. Bueno Ud. sabe que yo escribía poemas por vacilón, y las compañeras de

clase me pedían que se los escribiera en el álbum. Ud. sabe, a mí siempre me ha

gustado la poesía, es toda, la poesía es toda. Yo siempre ando viendo cuando hay

recitales de poesía y música protesta, es toda, es toda, la música se me pone en

el estómago y se me pega, la vivo allí y se queda como una mariposa, vibrando

por todo el cuerpo, pero como le iba diciendo esa mañana yo estaba presintiendo

que algo raro me iba a suceder. Primero me bajé cerca del Roxy y me puse a

buscar a algunos róeos de onda, los más viejones, que llegan a las cantinas

madrugonas, bueno, es que algunos duermen en ellas, y llegué hasta la Golfiteña

y nada, sólo ese olor a sani-pine que da ganas de arrojar y nadie de onda por

ningún lado, sólo algunas cabrillas, putas de onda, seguro, con botellas de

leche en la mano y todos los fresas yendo al trabajo retrasados. De la Golfiteña

subí hasta la esquina del Gimnasio Atlas y llegué hasta La Cañada y nadie: todo

vacío, ya sabe Ud., la gente de onda se levanta muy tarde, están siempre muy

dormilones. La gente de onda como que nació un poco cansada, siempre se están

durmiendo en todo lado, hasta en el cine se duermen y eso que están bien

moteados. Bueno, como le seguía diciendo, llego a La Cañada y no veo a nadie

por allí: muy temprano para irme al Acuarius o a Mac Donalds, porque es la hora

que uno ve a los vecinos por toda la Avenida, yendo y viniendo a los trabajos.

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Hasta los compañerillos de colegio, con corbata y saco, y algunos hasta en carro.

Toda la gente fresa de San José, camina entre las nueve y las once. Se meten a

las librerías ventanean, beben café y a veces si son chavalos tuanis lo invitan a

uno. Pues como le iba diciendo, en eso que vuelvo a ver para un lado y veo a

unos jippies en un yipp y les hago el saludo y me les quedo viendo y entonces

ellos me responden en inglés y yo les digo: ¿watjapenn? , y me subo al jipp y me

dicen que van a Playas del Coco. Y bueno, Ud. sabe, la gente de onda se ayuda

unos con otros, y bueno, eran dos gringas y un carajo mejicano. Y nos vamos

todos con el radio prendido y bueno, Ud. sabe, la gente de onda no tiene que

estarse hablando mucho, uno se queda callado y así habla con los demás.

Yo agarré a una de las gringas y ella no dijo nada, sólo se rió mucho y la iba

güeviando durante todo el viaje y hasta me dejaron manejar un rato y llegamos. Y

bueno en la noche nos acostamos todos con todos, como un sánguche, bueno es

que la gente de onda no tiene problemas de ese tipo, Ud. sabe, ya estamos muy

liberados. Yo al menos me he acostado con muchos piecitos, porque son chavalos

tuanis, pero por supuesto: me gustan las hembras, aunque hay chavalos

tremendos. Yo una vez viví con uno en Limón, pero se fue con un negro: muy puto

el cabrón. Bueno como le iba diciendo esa noche fue toda.

Tremendo sánguche, y las risas por toda la playa, después tocamos dulzaina y

nos pusimos a contar estrellas y yo inventaba nombres para todas y nos pusimos

bien grifos y oíamos al mar de manera distinta y hasta hablábamos rarísimo. El

otro chavalo se puso a cantar algo y poco a poco nos dormimos. Bueno el resto ya

lo sabe Ud. piecito: pues digamos que vivimos en onda, que el carro no me lo robé

yo, sino que lo traían los gringos, y que ellos se fueron y me dejaron cuidándolo,

pues vea piecito, yo sabía que algo me iba a pasar esa mañana. Yo sentía que

tenía algo en la boca del estómago, pero qué se le va a hacer, piecito, si es que

hasta entre la gente de onda hay cada hijoeputa, a pesar de que la vida, piecito,

es pura carnita de pavo. . .

“Con faldas y a lo loco”

Para Inés Trejos, esta crónica de familias.

Estaba preparando las tostadas en la cocina cuando oí aquello: Guauuu, si la

abuela todavía la truena, y volviendo los ojos hacia el comedor, la pude ver

perfectamente: blusa plisada color rosado, enagua tallada, zapatos tacón siete y el

pelo, antes recogido, ahora cayéndole a ambos lados de la cara y la bocota

pintada. Yo nada dije, sólo pensé para mis adentros: Alma del Padre Pío, se nos

desviroló la abuela. Y los muchachos empezaron a echarle piropos y ella,

imperturbable, les sonreía muy pícaramente, y se echaba su risita mientras

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mascaba las tostadas y bebía la leche, de sorbitos, porque desde esa mañana ya

no quiso mas café y sólo insistía en las tostadas y el yogur, y todas esas cosas

que según ella le hacían bien para el feis. Y yo seguí muy acongojada, haciendo y

haciendo tostadas en la cocina y llevándolas hasta que me percaté que eran

demasiadas y estaba muy nerviosa y todo lo botaba y la señora allá arriba,

durmiendo a pierna suelta, con todas esas babosadas en el feis y los muchachos

vacilando a la abuela que seguía sonriendo picadamente y que se estaba como

enrollando toda, muerta de risa, a ratos muy extraña, como si la recorrieran

muchos bichitos por todo el cuerpo.

Y los muchachos dejaron de tomar café y llegó el bus del colegio y se montaron a

brincos y a gritos y yo me quedé viéndola y quise decirle algo pero me dio risa y

me puse a carcajearme en la cocina hasta que me dolieron las piernas. Y la

abuela se levantó y empezó a cantar y corrió las cortinitas del livin y se puso a leer

el periódico, pierna cruzada, pelo para atrás, la boca entreabierta, y allí fue cuando

de la risa pasé al miedo y empecé a temblar y decidí llamar a la señora, pero

sabía que estaba durmiendo, pues se toma pastillas en la madrugada para dormir

hasta las doce, y S se enoja mucho cuando una hace mucho ruido o empieza a

sacudir los cuadros de arriba y a caminar en el alto. Así que otra vez me empezó a

dar risa pero me contuve, porque me pareció muy feo, y ya para entonces llegó el

lechero, con el ruido de las botellas y el silbido y la abuela abrió la puerta, y como

cantando le dijo algo, y el muchachillo se cagó de risa y empezó a cambiar las

botellas mientras le tiraba ojo a las piernas y al escote de la abuela, que justo es

decirlo no estaba tan mal, aunque las tetas le sobresalían un poco. Ella seguía

viéndolo muy fijamente, se pasó la lengua por los labios y le dijo:

—Llámame Norma Juana

Yo casi me desmayo cuando la vi tonteando con el muchachillo, porque esos son

muy frescos y si una se descuida se la levantan, con todo y zapatos. El muchacho

terminó de cambiar las botellas, la abuela le firmó en la tarjetita y le cerró la

puerta, lentamente. Yo a esas alturas estaba pálida, sentía las rodillas bailar solas

y las manos se me estaban como arrugando de tanto mover la esponjita sobre los

trastos, quise llamar a la señora, pero me contuve: me dio miedo que empezara a

gritar como loca. Porque se despierta como loca, dando brincos por toda la cama,

eructando, jadeando. Como si estuviera viniendo de muchas pesadillas. Es muy

delicada y si uno la alborota de mañana, sigue con mal genio todo el día y nos

hace la vida insoportable a todos, hasta a los perros, y a la lora la putea porque no

la deja dormir la siesta. Pues la abuela cerró la puerta y a mí me dio terror mirarla

a los ojos y ella se vino despacito hasta mí y se me quedó viendo con la gran

bocota pintada de rojo, tirando a lila, y los ojos pelados y sonrientes. Y yo les juro

que a mí me dio mucho miedo porque me di cuenta de que se estaba

desvirolando, o que ya estaba totalmente corrida de tejas y me reí, primero muy

tímidamente, y luego con pequeñas carcajaditas que me empezaron a nacer del

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sexo, sí, del sexo, se me treparon por el estómago, me cruzaron los senos y se

me salieron por la boca. Ella me volvió a ver, extrañada, y me dijo:

—Quiubo, Isolina, ¿qué te parezco? Llámame Norma Juana. . .

Yo no pude decirle nada, me quedé como paralítica, porque la voz, oyéndola con

cuidado, era diferente, no era la voz de la abuela, sino que le nacía de lo profundo,

ella la hacía nacer como de los muslos y la proyectaba hacia afuera, como si

viniera de un largo viaje. Después de decir esto se echó para atrás, se puso las

manos en las caderas y comenzó a caminar como si tuviera un hormiguero en el

fondis, primero muy acompasadamente, como cuando empieza a moverse la

batidora y después se descocó con un movimiento N" dificilísimo de nalgas,

combinando con los hombros la manera de hacer girar el cuello para que el pelo le

acariciara las orejas. Ahí que yo ya empecé a espantarme v y me agarró una

flojera por todo el cuerpo y en la boca del estómago sentí como fuego y me

recordé de las revistas que yo había estado prestándole, esas fotonovelas de

cuadritos que a ella tanto le gustan y esas otras revistas de modas, de peinados,

de consejos, de doctoras corazón y todo eso que tanto me gusta y ese número

dedicado a la Merilín Monró, que tanto nos había impresionado, y que habíamos

comentado la abuela y yo, mientras le planchaba las colchas. Ella siguió

moviéndose, como un trompo ahora, dando pequeñas vueltas por todo el

comedor, saltando como una pulga loca por todo el livin, tocando cariñosamente

las flores plásticas que la señora había mandado colocar para el té de la tarde. Yo

estaba como hipnotizada, tenía miedo de que se cayera o que se hiciera pedazos,

de las locuras que hacía, esos giros, esas muecas, muy metida en las cosas de

Jólivud. Como cuando uno ve películas: las sonrisas en que muestran toda la

chapa, las manos como de loca, las caderas como Una batidora.

Miré el reloj y eran las nueve y media. A estas horas la señora apenas estaba en

el tercer sueño, muy roncona, apretada a las almohadas, esparnancada en toda la

cama, emitiendo gruñidos muy raros. Ya la conocía yo cuando abría la puerta,

porque creía que le podía dar algún cardíaco o algún chok, porque a veces lloraba

en sueños la doña, mariconeaba toda, hasta mojaba las almohadas 'y cuando se

daba cuenta se ponía histérica y se iba a donde el viejo que le lee las cartas, el

adivino Merlín, para preguntarle sobre esos sueños tan llorosos y por la tarde, ya

bien tarde, regresaba más compuesta. Pues sí, la abuela seguía allí, como una

pulga loca, arreglándose el pelo ahora en el espejo del recibidor, no parando de

moverse, muerta de risa, viéndose las encías en el espejo, pesándose las tetas

con las manos como copas. Yo estaba como hipnotizada, ya lo dije. Me acordé de

la medallita del Padre Pío y quise írsela a poner cuando, abriendo la boca, dijo:

—Decíles que no tengo nada que declarar, decíles que ya es hora que los

directivos de los estudios se den cuenta. Si Jólivud no funciona como debiera

funcionar es por culpa de los directivos, decíles que ya es hora de que se empiece

a respetar a los elementos más valiosos de la industria. . .

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Yo me quedé verde, asustada, como hipnotizada. Hice como que iba a abrir la

puerta para decirles a los directivos el recado, pero no me atreví porque me dio

mucho miedo que los vecinos pensaran que yo también me estaba volviendo loca.

Ella me miraba fijamente, la bocota abierta muy raro, los ojos brillantes, las manos

en las caderas como la Merilín en "Jungla de Asfalto", aquella película que tanto

me había gustado. Yo seguía viéndola muy raro y ella no decía nada, hasta que

abrí la puerta y empecé a decir, en voz baja: "No tenemos nada que declarar,

señores. . ." Ella se volvió, furiosa, y me dijo:

—Con más fuerza, idiota, no ves que ellos viven jodiéndonos y si no hay plata

para mí, tampoco vos comerás nada, babosa. . .

La voz era diferente. Yo insisto que la voz era bien rara. Como de actriz de

televisión, entonada, como de novela de la tarde, una voz bonita pero que siempre

se echaba a perder al final. Yo cerré la puerta y ella volvió al periódico; pasando

las hojas con violencia. Yo siempre creí que ella era realmente una vieja

tremenda, pero que por hipocresía no se animaba a mandar a todo el mundo al

carajo. Confieso que me empezó a gustar su manera de hablar, su voz tan rara,

las manos en las caderas. Era otra, totalmente diferente, y me empecé a reír para

adentro, pensando en que cuando se levantara la vieja, con esa cara de susto que

tiene cuando todavía no se ha arreglado, y viera lo que había pasado, se iba a

morir. Pero era aún muy temprano y seguro ella seguía ruliada, roncando como

loca, moviéndose como una gata. La abuela seguía pasando las hojas del

periódico, y se quedó como muerta en la sección de deportes:

—Qué hombre, Isolina, qué hombre. Mirále los ratones. Qué brazos y qué piernas!

, me recuerda a Zachary Scott. Qué hombre, Isolina, qué hombre. . .

Yo ya no decía nada, y por un momento tuve muchas ganas de ponerme a llorar.

Me di cuenta de que la abuela estaba ya de verdad esperinolada, que se le habían

corrido todas las tejas, que se estaba poniendo para el tigre, que ya no componía

nada. Arriba sonó la persiana corriéndose y al rato oí el agua de la tina, y los

trastabillones de la doña, porque se levanta medio dormida y empieza a golpearse

en todo, hasta que se despierta de verdad, se quita la bata y se mete a la tina, y

hay que tener cuidado para que no se vuelva a dormir y hasta se ahogue. Para

estos momentos la abuela se había dado cuenta del ruido de arriba y empezó a

reírse como loca y yo ya estaba sin hacer nada, dando y dando vueltas por toda la

cocina, acomodando los trastes, sacudiendo el polvo de las mesillas,

nervioseando por todo lado, alborotada y asustada como el cuijen. Ella seguía

riéndose y yo quería preguntarle algo, pero tenía miedo de que me contestara

alguna malacrianza y si fuera el caso hasta me pegara. En eso ella dijo:

—Sabes, algunos me creen sueca, pero el color de mi pelo es natural. Así pasa

con todo mi cuerpo, Isolina, no me gusta sentirme bronceada porque me gusta

sentirme rubia por todas partes. Como en aquella película que tanto me costó y en

donde conocí a la Yein Rusel. . .

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Yo me puse muy asustada porque había leído en la revista toda la vida de la

Merilín y me acordaba de aquella escena en que aparece con la enagua para

arriba, con todas las nalgas al viento, y me imaginé a la abuela en esa pose y me

puse a reír como loca. Ella se me quedó viendo boquiabierta, como histérica, con

los ojos pelados hasta lo más:

—Bueno, vos sabes, mi mejor película, aquí entre nos, Isolina, fue "El Príncipe y la

Corista", lindísima, qué vestuario, allí fue donde tuve lo que tuve con Laurence

Olivier . . .

Yo no recordaba que ella hubiera tenido nada con Laurence, pero me sorprendió

lo bien que se acordaba de todo. Yo le dije que su mejor película era en realidad

aquella en que salía con aquel hombre disfrazado de mujer, y que yo había llorado

mucho al final y que ella estaba lindísima, en todas las escenas, y que a mí me

encantaba verla con el peló un poco corto y sin esa mirada de mujer alborotada

que a veces tenía. Ella me miró fijamente, se levantó, se fue hasta el livin y

regresó con los mismos andares de antes, pero mucho más calmada, más mujer y

menos actriz:

—Yo creo que mi vida cambió totalmente cuando conocí a Artur. Qué tipo Isolina,

qué tipo, un intelectual. Y su papá tan lindo, un viejito muy solo. Ahí fue cuando

me hice judía, Isolina, sólo por amor a Artur. Qué hombre más apasionante. . .!

Yo allí estaba realmente furiosa, porque para mí el único hombre en la vida de la

Merilín era el jugador de béisbol. Muy feo, lo reconozco, pero qué hombre para

quererla: un gran tipo. Ella seguía hablando de cosas de la vida de la Merilín y yo

solo estaba esperando a que bajara la señora para ver qué pasaba, pero la señora

no llegaba y yo empezaba a temblar, de risa y miedo, cada vez que me imaginaba

lo que iba a suceder una vez que la señora se diera cuenta de lo que estaba

pasando. Yo sólo esperaba, ya lo he dicho, esperaba, y las horas se me estiraban

y ella seguía hablando y el agua arriba seguía corriendo y la señora estaba

caminando por todo el cuarto, porque seguro se estaba probando los vestidos y se

estaba maquillando cbn todas esas cremas carísimas que compra en las tiendas y

que se embarra en la mañana o en la noche. Ahora la abuela se estaba

acariciando las piernas y las estiraba para arriba, en el borde de un sofá, y se reía

para adentro, concentrada en mirarse los tacones:

—Jamás hubiera podido resistir los postizos, me dan aseó, sólo quienes me

conocen realmente saben y pueden probarlo. Y hablando de Ciar Geible, Isolina,

sabes: fue como mi padre, te podría enseñar las fotografías de la película. A mí

me gusta, de verdad, estar completamente vestida o si no completamente

desnuda, no me gustan las medias tintas, Isolina, no me gustan. . .

A esta altura de su conversación yo estaba realmente asustada y la señora no

venía. Por fin se oyeron sus pasos y empezó a bajar la escalera como si se fuera

a caer, con lentitud, y esa mirada perfecta, esa cara totalmente color marfil y la

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sonrisa entre los labios, apenas entreabiertos. Siguió bajando, despaciosamente,

como si fuera a perder el equilibrio. Yo creo que estaba todavía dormida, y llegó al

final de la escalera, dio unas vueltas por el livin, todo lo tocó, cambió de posición

los adornillos y entró al comedor. Allí se hizo la distraída para no dar color de que

se levantaba tarde y poco a poco empezó a ver a la abuela. Todavía recuerdo la

cara de la doña al ver a su mamá de aquella manera. Yo disimulé, en la cocina,

viendo sólo de reojo, con la risa adentro. De locos. Ella nada decía, sólo seguía

leyendo el periódico, como si no la hubiera visto. La señora se fue calmando, con

mucho esfuerzo y le preguntó que qué tenía puesto:

—Chanel cinco, querida, y la radio. . .

La señora se quedó boquiabierta, muerta del susto, horrorizada, espantada hasta

los huesos. Yo seguía riéndome hasta más no poder, pero todo adentro, sin que

se dieran cuenta, tenía miedo y risa y el estómago se me movía sólo como si

tuviera cosas. Ella siguió hablando:

—Bueno, ya vos sabes que a los diez años me violó aquel hombre y más adelante

me adoptó aquella familia que bebía wisky como locos, y después aquella otra en

que la mujer se quería acostar con el marido, estando yo en el centro. . .

Yo creí que la casa se iba a venir al suelo y que la señora se iba a desintegrar,

con anillos y todo lo demás, pero sólo se le quedó viendo como desfocada,

primero los zapatos y luego el pelo y luego el cuerpo en conjunto. Se apoyó en el

marco de la puerta y dijo:

—Yo creía que la historia era otra, pero si vos la decís así, no hay nada. . .

La voz tampoco era la de la doña, le nacía como en el estómago, le fluía antes de

que pudiera controlar a las palabras. La doña se retiró, muy despacio, y se fue

hasta el teléfono para llamar al don. Y la abuela siguió hablando:

—En la mayoría de las portadas solía llevar una toalla a rayas. Era a rayas porque

la portada era en color y el color lo daban las rayas. Un abanico grande hacía

flotar la toalla y mi pelo, como si hubiera viento. Esto fue después de mi primer

divorcio ya que necesitaba ganarme la vida...

Yo aquí me puse como pepiada y le hablaba del "Príncipe y la Corista" y de Jerry

Legüis y de "Amor en Conserva" y de "Niebla en el Alma", y de Gari Grant y de Din

Martin y hablábamos como locas y fuimos a traer las fotos de la Merilín, y el álbum

que yo tenía en mi cuarto, y así estuvimos hasta que llegaron los muchachos y

empezaron a vacilarla y ella feliz, esperinolada, pierna cruzada y la bocota abierta,

como tonta, y yo enseñándole el álbum a los muchachos y ellos diciendo: ¡qué

rica! , ¡mirála, qué rica! , ¡qué piernotas! , ¡qué rica! , y la abuela hablando de su

divorcio de Artur Miler y de que se estaba volviendo vieja y cuando se la llevaron,

estoy segura, se despidió de nosotros, de mí principalmente, como la Merilín de

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"Con faldas y a lo loco": el pecho hacia afuera, guindando casi, y la sonrisota y los

ojos húmedos, pero sin llorar, como la Merilín en sus mejores tiempos. . .

“Con la música por dentro”

Es la primera vez que alguien me lo pregunta así, directamente. Pues sí: una era

desde chiquilla media pepiadilla, como loquilla, muy alborotadilla la muchacha: que

todos los domingos al Raventós, a tandar de cuatro, y aquello oscurísimo y una

toda copadilla. Con quien fuera, con quien fuera. Carajillos de copete y de blu yins,

botas de tubo o mocasines. Carajillos todos llenos de vaselina, puros elvis presley

y uno en el segundo piso y el viejo con el foco, alumbrando a las parejas, y luego

darle la vuelta al parque y comprar helados de paleta. Es que una siempre fue

muy avispada: puro encendida, una brasa completa, como decían en casa. Una

nace con eso adentro, desde chiquilla, alborotadilla, con la sangre hirviendo.

Yo fui la primera que me puse chemis y mánganos en el barrio: un escándalo.

Todas las viejas creían que yo era una grandísima puta y bueno; yo creo que me

hice de tanto que me lo dijeron. Ahora me acuerdo de que el viejo de la verdulería

invitaba a las chiquillas a entrar y nos daba un peso si nos dejábamos tocar. Yo

siempre me dejé y le llevaba el peso a mi mamá y la gran conchuda lo recibía y ni

preguntaba nada. Mi mamá era una santa. Nunca decía nada. Sólo lavar y lavar,

ajeno y propio, porque éramos cinco mujeres: Gladys y Marlene y Anita y dos que

se quedaron difuntas: una de chiquitilla: Adela, y otra de grande: Rosarito, que se

le hinchó la panza y se murió, toda verde y echando espuma. Yo siempre fui una

chiquilla muy desarrollada. Cuando tenía como doce años todos querían hacerme

el favor, de tetudilla que estaba.

Tenía una que quitarse a los hombres y a los chiquillos a puro chonetazo. Yo me

daba de mecos con todos los carajillos del barrio y sólo me dejaba tocar por los

que me gustaban. Ahora, ya tan roca, cuando me pongo pepiada, me doy de

trancazos con cualquiera. Yo soy buena para los golpes. A mi marido una vez le

dejé el hocico hinchado porque se puso tonto y empezó a arriarme con una

sombrilla delante de los güilas. Yo sólo me estuve quieta, me di vuelta y le dije:

"Ronal, deja de joderme..." Y zazzzzz que le vuelo un vergazo en la pura jeta, y él

que se queda boquiando, el muy idiota, y que se está allí, como un pescado

muerto, y yo le di agua, y ya ve: nunca más me volvió a joder. Luego se fue para la

zona y me quedé sola con los chiquillos y que vuelvo a putiar, bueno; esta vez por

pura necesidad. Roñal me conoció en un salón de baile en Barrio Cuba. Yo iba a

bailar con los muchachos y allí lo vigié. El sabía que yo era media putífera pero le

gusté.

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Nos juntamos, y bueno, nos matrimoniamos por la Iglesia porque vino la misión y

los padrecitos andaban como locos confesando y casando a todo el mundo. Yo no

sé si lo quería. Me encantaba tener una casita y un anafre y repisas y un

moledero, porque yo cocino muy rico y tengo la casa siempre como un ajito. Roñal

desde que se fue no volvió y yo tenía que ganarme los pesos. Se fue porque era

un hombre muy ostinado y muy chichudo y porque fumaba mucha mota y creía

que si se iba para la zona dejaba de ver a sus amigos de aquí. No creo que

quisiera mucho a los güilas; no es muy amigo de andar haciendo cariño. Bueno

uno se junta con un hombre y se va aburriendo. La rutina, que dicen. Yo no nací

para muía de carga y cuando me agüevo, se acabó: me agüevo de remate.

Me achanto toda y ni me levanto temprano. Se me lava la voluntad. Ni me baño

casi y los güilas andan chingos y la casa anda toda patas para arriba. Yo antes de

vivir con Roñal tenía Un chivo terrible. Era zapatero en Sagrada Familia y en las

noches yo estaba siempre por el Correo, dándole la vuelta a la cuadra,

cuadriando, como digo yo.

Escurriéndomele de las perreras y entonces él llegaba y me hacía caja: "¿Cuánto

llevas. . .? " Y yo nunca le decía nada. Se metió de chivo conmigo así porque así.

Me cuadró como hablaba, -muy filosófico. Leía todo el día periódicos y como a las

tres se enrollaba uno y se ponía a clavar zapatos en el taller de un cuñado. Era

muy considerado y tenía el cuarto lleno de recortes de viejas chingas y hasta un

retrato de Fidel y otro del Doctor. Era mariachi. A mí la política es una cosa que

me gusta. Siempre hemos sido en casa muy mariachis. El Doctor era toda. Un

hombre pura vida que le dio casa a unas primas, mías y que era muy caritativo.

Ahora el enano se quiere robar el mandado y dice que el doc era pura vida, pero

eso es pura hipocresía. Lo odia, lo odia. Le tiene una gran tirria. Siempre ha sido

un acomplejado. Se cree Napolión y no es más que un roco vivísimo. Bueno, sí,

aquí es el único que hace lo que quiere. Es que es enano pero muy güevón. Yo

voté por él. Sí, voté por él porque creí que iba a ser toda, pero qué va, la vida está

muy cara. Todo el día andan viendo los polis a quién se cargan. Ya ni puede uno

vivir en este país. Bueno la política es una cochinada: todos son iguales: a esto no

X. lo salva nadie: sólo Fidel Castro. Ese sí que se amarra los pantalones. Este

país lo que necesita es un dictador. Yo siempre lo he dicho. Bueno Ud. sabe que

ahora en \ los salones viven pidiéndole el carnet a una y viera las pintas que

andan disfrazados de autoridad: puros hampones. Bueno yo ahora me paro en la

esquina de la "N. Farmacia París, por Cuesta de Moras. Allí me estoy:

campaneándola. Dejo a los chiquillos durmiendo, le 'echo candado a la jaus y me

vengo a pulsiarla. En esa esquina nunca hay competencia. Es muy tranquila. Los

róeos pasan de refilón; tocan el pito y al dar la vuelta arregla uno el negocio: Que

veinte cañas, que viejo pinche, que si estás pegada, y uno se sube y a la hora está

de vuelta. Yo a veces me hago unas sesenta cañas por noche. Eso cuando no

llueve. Cuando llueve ni llego. Me quedo en la casa o me voy a algún salón a

bailar, hasta las diez. Luego compro algo para los güilas, me tiro un café con un

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pastelillo en el Cañabar y me voy a la casa. Desde chiquilla era yo medio loquilla.

Muy alborotada siempre. ¿Le conté lo del viejo de la verdulería? ¡Roco más

sátiro! Pero de algo servía. Yo perdí el vidriesillo en una poza.

Allá por los Anonos: muy largo de contar. Por amor, por amor. Un carajillo que

jugaba en el equipo "Los Pinos". Me pepié de él y así pasó todo. En casa se

dieron cuenta pero no dijeron nada. Siempre han sido muy cara de piedra en casa.

Ni cuando no llegaba a dormir. Se han hecho siempre los tontos. Todas en casa

somos iguales. Menos Gladys, que se fue a los Yunai, porque no le cuadraba el

barrio. Siempre fue muy hartada, muy echada para atrás: hasta fue al colegio. Le

manda dólares a mamá y cuando vino le trajo a mis güilas juguetes. Es la única de

casa que no nació pepiada. Yo desde chiquilla agarré la carreta y todavía no me

he bajado. Yo nací con la música por dentro. Muy nerviosa y brincona. Hasta me

hacían limpias con siete yerbas, a ver si me volvía más formal y más juiciosa.

Nada, nada: la que nació así, agüizoteada, es para siempre. Yo tengo suerte con

los hombres porque soy muy independiente, muy movida. Yo sola me las arreglo y

si a veces tengo chivo o marido es porque me da miedo estar sola y por si me

enfermo porque Ud. sabe: puta enferma es puta muerta. Sólo las muchachas a

veces son tuanis. Yo cuando estoy enferma me voy directa a donde el homeópata

y por cinco cañas me compone. Es toda ese roco. Y tan fácil: sólo echar las

bolillas, bebérselas en ayunas y ya está. A mí me operó el doctor Moreno Cañas.

Yo lo vi, alto, con el pelo todo pazuso. De bata blanca. Me decía: Chávela, bájate

las cobijas, enséñame donde te duele.

Y yo que me bajo las cobijas, me alzo la bata y le digo: Aquí doctorcito, por la

ingle, y él que me toca y me dice: Dormite, Chávela, dormite. Y por la virtú que

Dios le dio, el Doctor Moreno Cañas me operó en sueños. Por eso todas las

noches verá a la par de la veladora un vasito de agua para el doctor, que aquí

entre nos, lo mataron por política, uno que ahora se hizo evangélico. Pura

pantalla: lo mataron los políticos porque el pueblo lo quería para presidente.

Bueno, yo sólo estoy diciéndole como me lo contó la mujer que nos alquila el

cuarto, que le gusta andar moviendo a los espíritus y tiene un mago, el famoso

Merlín, que le saca a uno las cartas, le hace limpias y hasta ayuda con las botijas.

Para mí Merlín es toda. Yo voy cada vez que puedo y él ya ni me cobra. Cuando

tengo mis pesos le llevo: Tome, don Merlín, para que se vaya ayudando. Y él me

va indicando los caminos que me faltan por recorrer todavía y allí van señoras de

copete, estudiantes y hasta artistas: Que si me está dando vuelta el marido, que si

la secre me echó basurilla, que si voy a ganar el año, que si me quiere fulanita,

que qué me pasa que no tengo lana y así Merlín va dándole a uno esperanzas,

que es lo que uno más necesita. Yo si me saco la lotería lo ayudo. Yo le debo

mucho a Merlín. Figúrese que él siempre me aconseja que me quede sola, que no

le haga caso a ningún tonto que me salga y por eso soy tan feliz: sin marido y sin

chivo. Mujer independiente, la doña. Que si quiero irme al Puerto: agarro los

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chiquillos, les busco la calzoneta y los tenis y yo el vestidillo de baño, así vivo: sin

marido y con pereza de echarme un chivo. Joden mucho. Que se los echen las

más cabrillas. Esas apenas están empezando. Yo ahora estoy muy roca para

tener un chivo y me dan risa esos chivos de ahora: puro gogó, con camisitas de

vuelos y zapatos con botones dorados. Todos son una partida de vicolos, puro

vuelta y rosca.

Ahora las muchachas tienen que defenderse solas porque los chivos no sirven de

nada. Por eso andamos con chuzo. Mire: Siempre lo cargo en el seno: filoso:

puntiagudito, con cacha de plata, dicen que para abrir cartas. Yo puedo trabajar si

quisiera, pero me aburro. No aguanto que me griten o me estén diciendo: apúrate,

apúrate, o jodiendo con la comida o revisándome las bolsas. Me agüeva que

la gente sea ahora tan desconfiada. Yo soy todo lo que Ud. quiera pero no

ladrona. Bueno, si algo se queda por ahí, me lo alzo, pero es sin culpa: si no lo

agarro yo lo agarra otro.

Yo siempre estoy en la esquina frente a Kativo. Allí vendo lotería los domingos. Y

tengo clientes fijos que me buscan para que les venda numeritos y a veces hasta

dejo la lotería y me voy con alguno. Pero no me gusta esta vida. Los güilas se

están haciendo grandes y va y me ven algún día y me daría vergüenza con ellos.

El mayor se pasa leyendo y la más chiquita, María, así le puse cuando estaban

dando esa telenovela. Ah, sí, yo tengo tele.

Mucha gente nos vive criticando porque tenemos televisor: que no tienen ni dónde

caer muertos y tienen un Filips. Y bueno; yo les digo: Mira, acaso nos lo regalaron.

Casi cuatro años duramos pagándolo. Me ló" regaló Roñal para el día de la madre.

Nada que de segunda. De primera. De la Avenida Central, de un almacén de

polacos. Claro que una estafa: se ganan como el doble en cada aparato. Pues la

más chiquita quiere ser enfermera y yo estoy segura de que la voy a mandar hasta

la Universidad. A mí me gusta mucho el mar. No sé por qué se me ocurre

decírselo. . . Pero para mí el mar es como una pildora. Me calma toda. Me llena de

tristeza, pero también me da tranquilidad. Yo voy como tres veces al año al

Puerto. Con los güilas o sola. Me tiro mis traguitos, mi arrocito cantones o mi

chopsui, compro cajetas, pipas, marañones y pasados y vengo el lunes.

Tranquilita, tranquilita, calmada. Viendo el paisaje desde el tren, porque me

encanta viajar en tren: las patas estiradas, la persianilla bajada, los gallos de pollo,

la coca y la siestita. Ya cuando voy llegando a Mata de Limón me pongo como

loca y empiezo a oler al mar y me dan ganas de bajarme, pero me aguanto hasta

llegar a la estación. Siempre me pasa lo mismo. Me esperinolo toda cuando huelo

el mar. Me arrebato y no soy más la misma: hablo y hablo y hablo y los chiquillos

se ponen todos malcriados: ay, se pepió my moder, se nos puso locaza. Y yo los

oigo y no digo nada. Total: ¿para qué? Los chiquillos son los chiquillos y entre

menos uno los joda ellos menos se meten con uno. Yo apenas llego al Puerto lo

primero que busco es el salón de baile. Me encanta que tenga luces y una rocola

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gran-dota. Yo soy buena para el baile. Le hago a todo. Desde el chachachá hasta

la música de ahora. A mí me encantó el rocanrol. Yo fui muy rocanrolera y llevé

mucho palo por eso. Me aprendía los pasos, de tanto ensayarlos, y bailaba un

rocanrol mezclado con süing que era toda. Me encanta esa música. Claro, también

me gusta la romántica. De los nacionales sólo uno: Chico Loria. El de "Si las flores

pudieran hablar" y "Corazón de Roca". El que se murió en un accidente de

motocicleta, hace unos meses.

Yo creo que la que nació para maceta, del corredor no pasa. Es que con el tiempo

uno ya no compone. No es por vieja. Es que se le mata el ánimo. Se jode por

dentro. Porque uno puede estar vieja pero no pendeja. Todavía a mí me hacen tiro

muchos. Porque tengo la gracia escondida. Vaya uno a saber. Yo me he ido hasta

con diputados y tuve cosas con un viejo que tenía un tramo en el mercado. Un

roco pura pomada que me llevaba al teatro y a comer donde los chinos. Pero es

que yo soy muy india. Sí, muy india. Yo soy como soy porque nací con la música

por dentro. Muy pepiada. Cuando agarro la carreta nadie me baja. Me gusta

tirarme mis traguitos, alegrona la doña, pero nada más. Y usted sabe: me encanta

hablar con los muchachos jóvenes. Nada más que hablar: vacilar un rato: parlarla

hasta que sean la nocheymedia. Los universitarios son bien relocos, como con la

música por dentro. Protestones. Yo también desfilo el primero de mayo con los

güilas.

Es que soy muy rojilla. Muy mariachi, la mujer. Pero no me gustan las

universitarias: muy hartadas. Con peinados y con maxifaldas y como de palo ... Yo

quiero que mis hijos vayan a la U y que se vuelvan bien tuanis, pero que no se me

vuelvan hartados. Que se metan en política o en el gobierno, a ver si pescan algo.

. . Bueno, déjese ya de estar jodiendo y pídase otra cuartica. Y si quiere bailar:

¡Sáqueme! Que aunque vieja yo nunca soy pendeja. Porque como dijo la lora: ¡A

mí no me jodan! ¿No ven que nací pepiada?

ALEJANDRO CASONA

PROHIBIDO SUICIDARSE EN PRIMAVERA

COMEDIA EN TRES ACTOS

PERSONAJES:

CHOLE ALICIA

LA DAMA TRISTE CORA YAKO

FERNANDO JUAN

DOCTOR RODA HANS

EL AMANTE IMAGINARIO EL PADRE DE LA OTRA ALICIA

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ACTO PRIMERO

En el Hogar del Suicida, sanatorio de almas del doctor Ariel. Vestíbulo como de

hotel de montaña, recordando esos paradores de turismo construidos sobre ruinas

de antiguos monasterios y artísticamente remozados por un gusto nuevo. Todo es

aquí extraño, sugeridor y confortable: el mobiliario, la plástica, el trazado de las

arquerías, la disposición indirecta de las luces acristaladas. En las paredes, bien

visibles, óleos de suicidas famosos reproduciendo las escenas de su muerte:

Sócrates Cleopatra, Séneca, Larra. Sobre un arco, tallados en piedra, los versos

de Santa Teresa: «Ven, Muerte, tan escondida —que no te sienta venir— porque

el placer de morir —no me vuelva a dar la vida.

Amplia verja al fondo, sobre un claro jardín de sauces y rosales. El jardín tiene un

lago, visible en parte, un fondo lejano de cielo azul y montañas jóvenes nevadas.

En ángulo, a la derecha, arranca una galena oscura, en arco, con pesada puerta

de herrajes, practicable; sobre el dintel, una inscripción que dice: «Galería del

Silencio». En frente, otra semejante, pero clara y sin puertas: «Jardín de la

Meditación».

En escena, el Doctor Roda y Hans, su ayudante, con bata de enfermero. El

primero, de aspecto inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y palabra

mortalmente serios. El doctor, al lado de una mesa volante de trabajo, revisa sus

ficheros.

DOCTOR.—Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe

económica... cocaína... ¿No tenemos ningún caso nuevo?

HANS.—El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de los sauces,

hablando a solas.

DOCTOR.—¿Diagnóstico?

HANS.—Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la muerte que

tienen miedo cuando la ven de cerca.

DOCTOR.—¿Ha hablado usted con él?

HANS.—Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.

DOCTOR.—¿ Decidido ?

HANS.—No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en el jardín he

roto detrás de él una rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara de espanto.

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DOCTOR.—Miedo nervioso. Muy bien; entonces hay peligro todavía. ¿Su ficha?

HANS.—Aquí está.

DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco años.

Sueldo, doscientas pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de poemas

inédito». Ah, un romántico; no creo que sea peligroso. De todos modos vigílelo sin

que él se dé cuenta. Y avise a los violines: que toquen algo de Chopin en el

bosque al caer la tarde. Eso le hará bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón

verde?

HANS.—¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.

DOCTOR.—¿Vigilada?

HANS.—¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado todas

nuestras instalaciones: el lago de los ahogados, el bosque de suspensiones, la

sala de gas perfumado... Todo le parece excelente en principio, pero no acaba de

decidirse por nada. Sólo le gusta llorar.

DOCTOR.—Déjala. El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Hay

que aplicarlo siempre que sea posible como la medicina antigua aplicaba la

sangría.

HANS.—Pero es que igual le ocurre al profesor de Filosofía. Ya se ha tirado tres

veces al lago, y las tres veces ha vuelto a salir nadando. Perdóneme el doctor,

pero creo que ninguno de nuestros huéspedes hasta ahora tiene el propósito serio

de morir. Temo que estamos fracasando.

DOCTOR.—Paciencia, Hans, nada se debe atropellar. La Casa del Suicida está

basada en un absoluto respeto a sus acogidos, y en el culto filosófico y estético de

la muerte. Esperemos.

HANS.—Esperemos (Señalando con un gesto). La Dama Triste. (La Dama Triste

llega al jardín de la meditación.)

DAMA.—Perdóneme, doctor...

DOCTOR.—Señora...

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DAMA.—He seguido sus consejos con la mejor voluntad: he llorado toda la

mañana, me he sentado bajo un sauce mirando fijamente el agua... Y nada. Cada

vez me siento más cobarde.

HANS (Animándola).—¿Ha visto usted nuestro muestrario último de venenos?

DAMA.—Sí, los colores son preciosos, pero el sabor debe ser horrible.

HANS.—Puede añadirle un poco de menta, espliego...

DAMA.—No sé... El lago también me gustaría, pero está tan frío. No sé, no sé qué

hacer... ¿Qué pensará usted de mí, doctor?

DOCTOR.—Por Dios, señora; le aseguro que no tenemos prisa alguna.

DAMA.—Gracias. ¡ Ah, morir es hermoso, pero matarse!... Dígame, doctor: al

pasar por el jardín he sentido un mareo extraño. Esas plantas, ¿no estarán

envenenadas?

DOCTOR.—No; todavía no hemos descubierto la manera de envenenar un

perfume.

DAMA.—Lástima, ¡sería tan bonito! ¿Por qué no lo ensayan ustedes?

DOCTOR.—Es difícil.

DAMA.—Inténtelo. Yo tampoco tengo prisa: puedo esperar.

DOCTOR.—Siendo así, lo ensayaremos.

DAMA.—Gracias, doctor, es usted muy amable conmigo.

(Va a salir. Se detiene a ver entrar al Amante Imaginario. Es un joven de aspecto

romántico y enfermizo. Vive ensimismado. Suena detrás de él una campana, y se

vuelve sobresaltado. Se recobra. Saluda turbado.)

AMANTE.—Buenos días...

DOCTOR.—¿Ha elegido usted ya su... procedimiento?

AMANTE.—No, todavía no. Pensaba.

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HANS (Ofreciendo la. mercancía como en un bazar).—Tenemos un sauce

especial para enamorados, un lago de leyenda... Si le gustan los clásicos,

podemos ofrecerle el ramo de rosas con áspid, modelo Cleopatra, el baño tibio, la

cicuta socrática...

AMANTE.—¿Para qué tanto? Cuando la vida pesa basta con un árbol cualquiera.

HANS (Apresurándose a tomar nota en su cuaderno).—Ah, muy bien.

«Suspensión». Perfectamente. ¿Número de cuello?

AMANTE.—Treinta y siete, largo.

HANS.—Treinta y siete. ¿Tiene preferencia por algún árbol?

AMANTE (En una reacción brusca).—¡Oh, cállese, no puedo oírle! Tiene usted la

frialdad de un funcionario. Es odioso oír hablar así de la Muerte. (Transición.)

Perdón... (Va a salir por la Galería del Silencio.)

DOCTOR.—Un momento. Si no se ha decidido aún... esa Galería no debe

atravesarse más que en la hora decisiva. Al jardín de la Meditación, por aquí.

AMANTE.—Gracias.

DOCTOR.—¿Necesita alguna cosa? ¿Libro, licores, música...?

AMANTE.—Nada, gracias... (Sale. Saluda a la Dama Triste con una inclinación de

cabeza.)

DAMA.—¿Otro desesperado? ¡Qué pena, tan joven...! ¿Algún desengaño de

amor?

DOCTOR.—Así parece.

DAMA.—¡Pero si es un niño! De todos modos, dichoso él. ¡Si yo tuviera al menos

una historia de amor para recordarla! (Sale.)

HANS.—Y así todos. Mucho llanto, mucha tristeza poética; pero matar no se mata

ninguno.

DOCTOR.—Esperemos, Hans.

HANS (Sin gran ilusión).—Esperemos. ¿Alguna orden para hoy?

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DOCTOR.—Sí, hágame el favor de revisar la instalación eléctrica. La última vez

que el profesor de Filosofía se tiró al agua no funcionaron los timbres de alarma.

(Sale Hans. El Doctor se dispone a tomar unas notas. Se oye de pronto un grito de

mujer. Por la Galería del Silencio sale corriendo Alicia; una muchacha, apenas

mujer, de dulce aspecto. Viste con una sencillez humilde y limpia. Viene

espantada, como huyendo de un peligro inmediato.)

ALICIA Y EL DOCTOR

ALICIA.—¡No! ¡No quiero morir..., no quiero morir!... (Al ver al Doctor, que acude a

ella.) ¡Paso! ¡Déjeme salir de aquí!

DOCTOR.—Calma, muchacha. ¿Adónde va usted?

ALICIA.—No sé: ¡al aire libre!..., ¡a la vida otra vez!... ¡Déjeme! (Volviéndose

sobresaltada.) ¿Quién anda ahí?

DOCTOR.—Nadie.

ALICIA.—He visto una sombra. La he oído reír...

DOCTOR.—Vamos, vamos, alucinaciones.

ALICIA (Empieza a sentirse aliviada. Se pasa una mano por la frente).—¿Quién es

usted?

DOCTOR.—El doctor Roda, director de la Casa. Tranquilícese.

ALICIA.—¿Por qué hacen ustedes esto? Esos árboles extraños, con cuerdas

colgadas, esa música invisible, esa Galería negra que da vueltas y vueltas... ¡Es

horrible!

DOCTOR.—No lo crea. Está usted dominada por un miedo pueril. Pero le aseguro

que nada de eso es verdad. ¿Quiere usted volver conmigo?

ALICIA.—¡No! ¡Volver, no! Quiero salir de aquí.

DOCTOR.—Nadie la detiene. No sé quién es usted, ni por dónde ha entrado, ni

por qué ha venido aquí; pero no importa. Ahí está el parque; bordeando el lago

saldrá a la carretera; al otro lado de las montañas se ve, lejos, la ciudad. Es usted

libre.

ALICIA (Con una amargura infinita).—La ciudad...

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La ciudad otra vez... (Se deja caer llorando en un asiento. El Doctor la contempla,

conmovido. Pausa.)

DOCTOR.—¿Por qué ha venido aquí? ¿Sabe usted dónde está?

ALICIA.—Sí, fue un momento de desesperación. Había oído hablar de una Casa

de Suicidas, y no podía más. El hambre..., la soledad...

DOCTOR.—¿Ha vivido siempre sola?

ALICIA.—Siempre. Nunca he conocido amigos, ni hermanos, ni amor.

DOCTOR.—¿Trabajaba usted?

ALICIA.—Más de lo que podía resistir. ¡Y en tantas cosas! Primero fui enfermera;

pero no servía: les tomaba demasiado cariño a mis enfermos, ponía toda mi alma

en ellos. Y era tan amargo después verlos morir... o verles curar, y marchar,

también para siempre.

DOCTOR.—¿No volvió a ver a ninguno?

ALICIA.—A ninguno. La salud es demasiado egoísta. Sólo uno me escribió una

vez, pero ¡desde tan lejos! Había ido al Canadá, a cortar árboles para hacerse una

casa... y meterse dentro con otra mujer.

DOCTOR.—¿Qué fue lo que la decidió a venir aquí?

ALICIA.—Fue anoche. No podía más. Estaba sin trabajo hacía quince días. Tenía

hambre: un hambre dolo-rosa y sucia; un hambre tan cruel que me producía

vómitos. En una calle oscura me asaltó un hombre; me dijo una grosería atroz

enseñándome una moneda... Y era tan brutal aquello que yo rompí a reír como

una loca, hasta que caí sin fuerzas sobre el asfalto, llorando de asco, de

vergüenza, de hambre, insultada...

DOCTOR.—Comprendo.

ALICIA.—No, no lo comprende usted. Aquí, entre los árboles y las montañas, no

pueden comprenderse esas cosas. El hambre y la soledad verdaderos sólo

existen en la ciudad. ¡Allí sí que se siente uno solo entre millones de seres

indiferentes y de ventanas iluminadas! ¡Allí sí que se sabe lo que es el hambre,

delante de los escaparates y los restaurantes de lujo!... Yo he sido modelo en una

casa de modas. Nunca había sabido hasta entonces lo triste que es después

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dormir en una casa fría, desnuda de cien vestidos, y con los dedos llenos de

recuerdos de pieles.

DOCTOR.—Espero que no sea la envidia del lujo lo que ha causado su

desesperación.

ALICIA.—Oh, no. Nunca le he pedido demasiado a la vida. ¡Pero es que la vida no

ha querido darme nada! Al hambre se la vence; ya la he vencido otras veces.

Pero... ¿y la soledad? ¿Sabe usted por qué he venido aquí?

DOCTOR.—Eso es lo que no acabo de comprender.

ALICIA.—Es natural; en un momento de desesperación, una se mata en cualquier

parte. Pero yo, que he vivido siempre sola, ¡no quería morir sola también! ¿Lo

entiende ahora? Pensé que en este refugio encontraría otros desdichados

dispuestos a morir, y que alguno me tendería su mano... Y llegué a soñar como

una felicidad con esta locura de morir abrazada a alguien; de entrar al fin en una

vida nueva por un compañero de viaje. Es una idea ridícula, ¿verdad?

DOCTOR (Interesado).—De ninguna manera. ¿Trató usted de buscar a ese

compañero?

ALICIA.—¿Para qué? Cuando llegué aquí ya no sentía más que el miedo. Me

perdí por esas galerías, me pareció ver una sombra extraña que me buscaba... y

eché a correr, gritando, hacia la luz. Fue como una llamada de toda mi sangre.

Entonces comprendí mi tremenda equivocación; venía huyendo de la soledad... y

la muerte es la soledad absoluta.

DOCTOR.—Magnífico, muchacha. Su juventud la ha salvado. Usted ya no me

necesita, pero acaso yo la necesite a usted. Dígame, ¿tiene mucho interés en

volver a esa ciudad donde nadie la espera?

ALICIA.—¿Adónde voy a ir?

DOCTOR.—¿Querría usted quedarse en esta casa?

ALICIA (Con miedo aún).—¡Aquí!

DOCTOR.—No tenga miedo. Aparentemente esto no es más que un extravagante

Club de Suicidas. Pero, en el fondo, intenta ser un sanatorio. Usted, que sólo le

pide a la vida una mano amiga y un rincón caliente, tiene mucho que enseñar aquí

a otros que tienen la fortuna y el amor, y se creen desgraciados. Ayúdenos usted a

salvarlos.

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ALICIA.—Pero, ¿qué puedo yo hacer?

DOCTOR.—Usted ha curado heridos; sea aquí nuestra enfermera de almas. Ya

hablaremos. Por lo tanto, olvide su desesperación de anoche. Mi mesa está

siempre dispuesta. ¿Quiere aceptar también mi mano de amigo?

ALICIA (Estrechándola conmovida).—Gracias...

DOCTOR.—Por aquí. Y no pierda su fe. No le pida nunca nada a la vida. Espere...

y algún día la vida le dará una sorpresa maravillosa. (Sale con ella. La escena sola

un momento.)

(Estalla fuera una alegre risa de mujer. Entra corriendo Chole: una juventud

impetuosa y sana. Asomada a la verja, llama con el grito jubiloso de los

montañeros.)

CHOLE.—¡Ohoh! (Abre la verja de par en par. Penetra en escena. Mira

agradablemente sorprendida en torno, y vuelve a llamar hacia el exterior.) ¡Ohoh!

(Contesta fuera, la voz de Fernando.)

VOZ.—¡Ohoh!

(Entra Fernando, joven también, alegre y decidido como ella. Traje de viaje,

equipaje de mano, cámara fotográfica en bandolera.)

FERNANDO Y CHOLE. Después, la DAMA TRISTE

FERNANDO.—¿Tierra firme?

CHOLE.—¡Y qué tierra! Montañas con sol y nieve, un lago, un hotel confortable, ¡y

nosotros! Mira qué nombres tan bonitos: «Galería del Silencio»... «Jardín de la

Meditación»... Y en el parque, ¿has visto? «Sauce de los enamorados», con

cuerdas colgadas... para los columpios. Dame las gracias ahora mismo, Fernando.

FERNANDO.—Gracias, Chole... ¡Qué aspecto extraño tiene todo esto!

CHOLE.—¡Encantador!

FERNANDO.—Encantador, pero extraño. Seguramente uno de esos paradores de

turismo para ingleses y enamorados.

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CHOLE.—Lo que nos hacía falta. ¡Ay, qué vacaciones, Fernando! ¿Ves? Siempre

debías dejarme conducir a mí. Te vuelves de espaldas a los mapas, te metes por

las carreteras por donde no va nadie, cierras los ojos en los cruces apretando el

acelerador... y siempre sales a algún sitio inesperado y maravilloso. La primera

vez que me dejaste el volante descubrimos así unas ruinas góticas, ¿te acuerdas?

La segunda...

FERNANDO.—La segunda nos fuimos contra un castaño de Indias.

CHOLE.—Pero no se destrozó más que el coche. ¿Y aquella cabaña de

pescadores donde nos recogieron? ¿Y aquella herida, tan bonita, que te hiciste en

el hombro?

¡Qué bien te sentaba aquel gesto triste, Fernando! No te lo había visto nunca.

¿Dónde fue?

FERNANDO.—En una costa: el Cantábrico..., el Báltico... Ya no me acuerdo.

CHOLE.—Yo tampoco; pero era un mar auténtico; sin bañistas, sin casino. ¡Con

unos hombres rubios y grandes, que cantaban a coro! Y ahora, ¿qué me dices

ahora? ¿He sido un buen timonel?

FERNANDO.—; Magnífico!

CHOLE.—Me dijiste: tenemos una semana de vacaciones en el periódico;

vámonos a guarecer nuestro amor en cualquier rincón tranquilo y feliz... Aquí lo

tienes.

FERNANDO.—Decididamente, ¿nos quedamos aquí?

CHOLE.—¿Dónde mejor? Además, no podríamos seguir aunque quisiéramos. ¡Si

todo ha sido providencial en este viaje! Tomé esta carretera porque no figura en la

guía; justo al llegar se nos acabó la gasolina. Y en cuanto nos apeamos saltó una

alondra a la derecha. ¡Buen augurio!

FERNANDO.—Así sea. Pero ¿es qué no hay nadie en este hotel? (Llamando a

gritos hacia un lado.) ¡Ohoh! (Pausa.)

CHOLE (Hacia el otro).—¡Ohoh! (Pausa.)

FERNANDO.—Nadie.

CHOLE.—Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿Qué más nos hace falta? (Solemne.)

En nombre de España, tomamos posesión de esta isla desierta. ¡Hurra, capitán!

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FERNANDO.—¡Hurra timonel!

CHOLE (Abriendo los brazos).—¿Cómo llamaremos a este rincón feliz?

FERNANDO.—¿Cómo se llaman todos los rincones de la tierra donde estemos tú

y yo?

CHOLE.—¡El paraíso!

FERNANDO.—El paraíso... (Se besan riendo, dichosos de amor y juventud. Entra

la Dama Triste. Los contempla con una ternura llena de lástima. Fernando se

aparta al verla.) ¡La serpiente!

DAMA.—Pobres... ¿Ustedes también?

FERNANDO.—Señora...

DAMA.—¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una vida por delante y queriéndose

así... Novios, ¿verdad?... ¡Qué pena, Señor, qué pena!... (Cruza la escena y sale).

FERNANDO.—¿Por qué le dará pena a esa señora que seamos tan jóvenes?

CHOLE.—No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué aire melancólico?

FERNANDO.—Enferma del hígado, seguro. Lo siento por ti, Chole: me habías

prometido llevarme al paraíso, pero creo que me has metido en un balneario.

CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, extrañada).—Pues tampoco es

un balneario.

FERNANDO.—¿ No ?

CHOLE.—Mira...

FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros que ella señala).—

«Sócrates. Siglo quinto de Grecia. Cicuta»... «Séneca. Siglo primero de Roma.

Sangría»...

CHOLE.—«Larra. Siglo romántico de España. Pistola»...

FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy, huy, huy...

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CHOLE.—¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, Muerte, tan escondida —que no te

sienta venir porque el placer de morir— no me vuelva a dar la vida». Santa

Teresa. (Pausa. Se miran desconcertados.)

FERNANDO.—¡A que nos hemos metido en un convento!

CHOLE.—¡Un convento! No digas... El claustro de mirtos, con un surtidor, las filas

de hábitos blancos por las galerías, los maitines... ¡Sería magnífico!

FERNANDO.—Para el turismo. Pero no me parece lo más indicado para dos

novios en vacaciones.

CHOLE.—Dos novios, dos novios... Dicho así, parecemos dos novios como los

demás. ¡Y no! (Con fuego.) ¡Los novios! ¡Los únicos! ¿Quién se ha querido en el

mundo antes que nosotros?

FERNANDO.—¡Nadie!

CHOLE.—¿Quién se atreverá a quererse después? FERNANDO.—¡Nadie!

CHOLE (Abriendo nuevamente los brazos).—¡Capitán!

FERNANDO.—¡Timonel!

(Rompiendo el abrazo, pasa Hans por el arco del jardín. Va tocando una

campanilla. Se asoma a escena y grita.)

HANS.—Sala de la cicuta... ¡libre!

(Sigue con su campanilla. Pausa. Chole y femando se miran inmóviles.)

CHOLE (Aterrada).—¿Ha dicho sala de la cicuta?

FERNANDO.—Huy, huy, huy... (Toma un libro sobre la mesa del Doctor.)

¡Demonio!

CHOLE.—¿Qué?

FERNANDO.—¡Este libro!... «El suicidio considerado como una de las Bellas

Artes». (Suelta el libro.) Me parece, Chole, que no te vuelvo a dejar el volante.

CHOLE (Disponiéndose a huir).—¿Dónde pusiste el maletín?

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FERNANDO.—¡Eh, alto! ¡Huir, no! Somos periodistas. Chole. Cuando un

periodista se tropieza con algo sensacional, no retrocede aunque lo que tenga

delante sea un rinoceronte. Antes morir. Deja ese maletín.

(Entra el Doctor. Va hacia su mesa. Se detiene al verlos.)

FERNANDO, CHOLE Y EL DOCTOR

DOCTOR.—¿Les atienden a ustedes?

CHOLE.—No, gracias. Sólo entramos a dar un vistazo. Muy interesante, muy

interesante... Fernando...

FERNANDO.—¡Chole!... Calma. (Ella se rehace. Deja el maletín. Avanza

heroicamente.) Desconocido señor, permítame que me presente, Fernando Zara,

periodista; especializado en reportajes sensacionales.

DOCTOR.—Mucho gusto.

FERNANDO.—Gracias. Chole, mi compañera, mi novia, mi ninfa Egeria y mi

estrella polar. La pareja más feliz de la tierra.

DOCTOR.—Enhorabuena. Doctor Roda, director de la Casa. Pero... si son

ustedes una pareja feliz, ¿qué diablos vienen a hacer aquí? ¿Han llegado ustedes

voluntariamente?

CHOLE.—Hemos llegado fatalmente. Conducía yo.

DOCTOR.—¿Y saben ustedes dónde están?

FERNANDO.—Todavía no, pero lo sabremos en seguida. Es nuestra profesión.

DOCTOR.—Será si yo no me opongo.

FERNANDO.—Inútil oponerse. Somos periodistas: si nos echa usted por la puerta,

volveremos por la ventana. Disfrazados de jardineros, de inspectores de teléfonos,

de vendedores de frutas, nos tendría usted aquí irremediablemente. No hay nada

que hacer, doctor.

CHOLE (Avanzando hacia él).—Nosotros no retrocedemos aunque tengamos

delante un rinoceronte... ¡Oh, perdón!...

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FERNANDO.—¿Su respuesta?

DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente).—¿Me perdonarían ustedes si les

advierto que como todos los seres felices... y como todos los periodistas, son

ustedes un poco impertinentes?

FERNANDO.—Perdonado. Pero compréndanos, doctor: el sensacionalismo es de

cultivo muy difícil. El mundo produce cada vez menos cosas interesantes, y el

público, en cambio, tiene cada vez más hambre de ellas. Usted no puede

imaginarse nuestra angustia de exploradores en busca de lo extraordinario;

nuestro gozo profesional cuando tropezamos con una banda de secuestradores,

con un adulterio bonito...

CHOLE.—¡Ah, la tiranía del público! Y luego la tiranía del director. Todo le parece

poco. Para el mes que viene nos ha encargado un naufragio, un evadido de la

Guayana, un parto quíntuple y una aurora boreal. No es trabajo fácil, no.

FERNANDO.—No sabe usted lo que es recorrer un mundo de temas agotados

para encontrar esa veta sensacional que el público espera siempre. «La serpiente

de mar», que llamamos en los periódicos.

DOCTOR.—¿Y creen ustedes haber encontrado aquí su «serpiente de mar»?

FERNANDO.—Le hemos visto la cola.

CHOLE.—No nos cierre las puertas. ¡Ayúdenos, doctor!

DOCTOR (Con una sonrisa de simpatía).—Está bien, veamos. ¿Son ustedes, en

efecto, una pareja feliz?

FERNANDO (Posando la mano sobre el hombro de ella).—¡Cómo no ha habido

otra!

DOCTOR.—¿ Enfermedad ?

CHOLE.—Ninguna.

DOCTOR.—¿Problemas espirituales?

FERNANDO.—No existen.

DOCTOR.—¿Amor?

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CHOLE.—¡Torrencial!

DOCTOR.—¿ Dificultades materiales ?

FERNANDO.—¿Nosotros? A nosotros nos deja usted esta noche en una selva del

centro de África, y mañana por la mañana tomamos café con leche.

DOCTOR.—Es envidiable. En ese caso, yo puedo facilitarles su trabajo. Pero

ustedes, en cambio, pueden prestarme a mí un gran servicio.

LOS DOS.—A sus órdenes.

DOCTOR.—Para la buena marcha de esta casa necesitaba yo encontrar los dos

extremos opuestos de la fortuna: una vida en derrota, sin amores, sin pasado y sin

porvenir. Y una vida en plenitud, audaz, enamorada, llena de esperanzas y de

horizontes. Lo primero, lo he encontrado hace un momento. ¿Quieren ustedes ser

aquí la vida feliz?

CHOLE.—A sus órdenes, doctor; estamos de vacaciones.

DOCTOR.—Pues siendo así, como colaboradores y amigos, escuchen ustedes.

(Se sientan).

FERNANDO.—¡ Chole!

(Chole prepara lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.—No; prométanme que no escribirán una sola línea hasta que no

conozcan a fondo la institución.

(Chole guarda lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.—¿Conocieron ustedes al doctor Ariel?

FERNANDO.—El doctor Ariel..., sí...

CHOLE.—Sí, sí..., el doctor Ariel.

DOCTOR.—Bien; no le conocieron ustedes. El doctor Ariel fue mi maestro. Su

familia, desde varias generaciones, era víctima de una extraña fatalidad: su padre,

su abuelo, su bisabuelo, todos morían suicidándose en la plenitud de la vida,

cuando empezaban a perder la juventud. El doctor Ariel vivió torturado por esta

idea. Todos sus estudios los dedicó a la biología y la psicología del suicida,

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penetrando hasta lo más hondo en este sector desconcertante del alma. Cuando

creyó que su hora fatal se acercaba, se retiró a estas montañas. Aquí cambió sus

amigos, sus alimentos y sus libros. Aquí leía a los poetas, se bañaba en las

cascadas frías, paseaba sus dos leguas a pie durante el día y escuchaba a

Beethoven por las noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de una muerte

noble y serena, a los setenta años de felicidad.

CHOLE (Entusiasmada).—¡Pero muy bonito!

FERNANDO.—Muy periodístico. Este prólogo queda formidable para señoras.

DOCTOR.—El doctor dejó escrito un libro maravilloso.

(Lo toma de la mesa.)

FERNANDO.—Sí. «El suicidio considerado como una de las Bellas Artes».

DOCTOR.—¡Ah!, ¿lo conocía usted?

FERNANDO.—No hace mucho; pero lo conocía.

DOCTOR.—Este libro está lleno de ciencia; pero también de comprensión humana

y de ternura. Vea la dedicatoria: «A mis pobres amigos los suicidas». (Fernando

toma el libro, que hojea de vez en cuando, interesado en sus mapas y

estadísticas.) A estos pobres amigos dejó también el doctor Ariel toda su fortuna.

Con ella se fundó el Hogar del Suicida, cuya dirección me confió el maestro... y

donde tienen ustedes su casa.

FERNANDO.—Gracias.

CHOLE.—Hasta aquí, todo va bien. Pero si el doctor Ariel murió feliz al fin, ¿por

qué la fundación de esta Casa?

DOCTOR.—Ahí empieza el secreto. El doctor Ariel no se limitó a hacer una

extravagancia. Fundó, sagazmente, un Sanatorio de Almas. Aparentemente, esta

casa no es más que el Club del perfecto suicida. Todo en ella está previsto para

una muerte voluntaria, estética y confortable; los mejores venenos, los baños con

rosas y música... Tenemos un lago de leyenda, celdas individuales y colectivas,

festines Borgia y tañederos de arpa. Y el más bello paisaje del mundo. La primera

reacción del desesperado, al entrar aquí, es el aplazamiento. Su sentido heroico

de la muerte se ve defraudado. ¡Todo se le presenta aquí tan natural! Es el efecto

moral de una ducha fría. Esa noche algunos aceptan alimentos, otros llegan a

dormir, e invariablemente todos rompen a llorar. Es la primera etapa.

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CHOLE (Echando mano a su lápiz).—Magnífico. Segunda etapa.

(Fernando la detiene con un gesto.)

DOCTOR.—Etapa de la meditación. El enfermo pasa largas horas en silencio y

soledad. Luego, pide libros. Después busca compañía. Va interesándose por los

casos de sus compañeros. Llega a sentir una piadosa ternura por el dolor

hermano. Y acaba por salir al campo. El aire libre y el paisaje empiezan a operar

en él. Un día se sorprende a sí mismo acariciando a una rosa...

FERNANDO.—Y empieza la tercera etapa.

DOCTOR.—La última. El alma se tonifica al compás de los músculos. El pasado

va perdiendo sombras y fuerza; cien pequeños caminos se van abriendo hacia el

porvenir, se van ensanchando, floreciendo... Un día ve las manzanas nuevas

estallar en el árbol, al labrador que canta sudando al sol, dos novios que se besan

mordiéndose la risa... ¡Y un ansia caliente de vivir se le abraza a las entrañas

como un grito! Ese día el enfermo abandona la casa, y en cuanto traspasa el

jardín, echa a correr sin volver la cabeza. ¡Está salvado!

CHOLE.—Precioso. Parece una balada escocesa.

FERNANDO.—No está mal. Periodísticamente era más interesante que se

matasen. Pero dígame: ese sistema ¿no está excesivamente confiado en la buena

disposición del cliente? ¿No han tropezado ustedes nunca con el suicida

auténtico, con el desesperado irremediable?

DOCTOR.—Aquí sólo llegan los vacilantes. Desdichadamente, el desesperado

profundo se mata en cualquier parte, sin el menor respeto a la técnica ni al doctor

Ariel. (Levantándose.) ¿Puedo contar con ustedes?

CHOLE.—Desde ahora mismo.

DOCTOR.—Voy a encargar que dispongan sus habitaciones.

FERNANDO.—Gracias. ¿Nos permite, entre tanto, hacer alguna interviú a sus

pacientes?

DOCTOR.—Bien, pero con tiento. Generalmente son desconfiados y no abren

fácilmente su corazón a un extraño.

CHOLE.—Aquel joven que se acerca, ¿es un enfermo?

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DOCTOR.—Ah, sí: un muchacho romántico. Le llamamos aquí el Amante

Imaginario. Vean su ficha... Ha llegado anoche...

FERNANDO.—Entonces, etapa de la ducha fría.

DOCTOR.—Exactamente. No le lleven demasiado la contraria. Y sobre todo,

naturalidad. (Sale.)

CHOLE.—Naturalidad, Fernando.

(Entra, siempre ensimismado, el Amante Imaginario. Se acerca al verlos, con un

rayo de esperanza.)

CHOLE, FERNANDO Y EL AMANTE

AMANTE.—Perdón... ¿Compañeros?

CHOLE.—Funcionarios...

AMANTE.—Ah, funcionarios... (Va a seguir, desilusionado.)

FERNANDO.—Quédese un momento. ¿Por qué no se sienta? Tiene usted un

aspecto muy fatigado.

CHOLE.—¿Quiere usted tomar alguna cosa?

AMANTE.—Gracias. Quiero terminar cuanto antes. (Señalando, solemne, la

Galería del Silencio.) Hoy mismo traspasaré esa última puerta.

FERNANDO.—¿Ha elegido usted ya su procedimiento?

CHOLE.—No se decida sin consultarnos: tenemos los mejores venenos, un lago

de leyenda, celdas individuales y...

AMANTE (Brusco).—¡Ah, ustedes también! ¡Cállense! Todo es frío aquí...,

odiosamente

frío. Yo esperaba encontrar un corazón amigo.

CHOLE.—Cuente usted con ese corazón. Hemos visto su ficha. «Desengaño de

amor». Nos gustaría tanto conocer su historia.

AMANTE (Con ganas de contarla).—¿De veras? ¿La oirían ustedes? No sé si

valdría la pena...

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CHOLE.—¿Cómo no? ¿Quiere usted contárnosla?

AMANTE.—Gracias... (Pausa.) Yo era un empleado en una casa de banca. Hacía

números por el día y versos por la noche. Siempre había soñado aventuras y

viajes, pero nunca había realizado ninguno. Una noche fui a la Opera. Cantaba

Cora Yako el papel de Margarita. ¡Una mujer espléndida!

FERNANDO.—La conozco. Ha dado mucho que hacer al huecograbado.

AMANTE.—Cora Yako cantó toda la noche para mí. No era ilusión, no; sus ojos se

clavaban en los míos, en lo más alto de la galería. ¡Cantaba y lloraba y moría para

mí solo! Aquella noche no pude dormir. Al día siguiente equivoqué todas las

operaciones en el banco. Y volví al teatro, temblando, dos horas antes de

empezar.

CHOLE.—¿Repetían el «Fausto»?

AMANTE.—No, era «Madame Butterfly». Pero el fenómeno volvió a repetirse. La

noche anterior eran dos ojos azules y unas trenzas rubias; ahora eran dos ojos de

almendra negra y un kimono de estrellas. Pero el mismo brazo de luz entre los

dos... En el banco, todo el dinero pasaba por mis manos. Cogí una cantidad, mi

sueldo de dos meses. Y le envié un ramo de orquídeas y una tarjeta. Después...

(Vacila. Se calla.)

CHOLE.—Después, ¿qué?... Diga.

AMANTE.—Después... Después ¡fue la felicidad!... Los barcos y los grandes

hoteles. Viena, El Cairo, Shanghai. Nos besábamos un día en el desierto, entre los

sicómoros, y al día siguiente en un jardín de lotos. ¡Yo, miserable empleado de

una banca española, he abrazado en todos los idiomas a Margarita y a Madame

Butterfly, a Brunilda, a Scherezada!...

FERNANDO.—Enhorabuena. ¿Y qué más?

AMANTE (Seco).—Nada más.

CHOLE.—¿Nada más? ¿Entonces?

AMANTE.—¿Qué? ¿Por qué me miran así? ¿No me creen? ¡Les juro que es

verdad! Yo he sido el gran amor de Cora Yako. ¡Es verdad, es verdad!

FERNANDO (Cambia una mirada con Chole).—No es verdad.

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AMANTE.—¡Les juro que sí! ¿Por qué no había de serlo? ¿Qué tengo yo para que

no me quiera una mujer?

FERNANDO.—No es por usted. Seguramente es un gran muchacho. Pero ha

contado su historia de un modo tan extraño...

CHOLE.—¿Por qué ha mentido usted? Háblenos sin miedo, como a dos amigos.

AMANTE (Vencido por el tono cordial de Chole).—Tiene usted razón. Para qué

mentir, si nadie me cree... Y sin embargo sólo he mentido a medias. Es verdad

que he destrozado mi juventud sobre el pupitre de una casa de banca. Es verdad

que Cora Yako me miraba cantando. Y es verdad que robé por ella. Pero el amor y

los viajes... sólo los he soñado. Al día siguiente, cuando volví al teatro con mi

corbata nueva, el vestíbulo estaba lleno de baúles y decorados sucios. Mi ramo

estaba tirado en un rincón, y la tarjeta sin abrir. De mi sueño sólo quedaba la

pobre verdad de mi desfalco, y un ramo de orquídeas pisadas... Pero eso no debe

saberlo nadie. Déjenme contar esta historia a todo el mundo. Necesito que la

crean todos. Necesito creerla yo también... y después morir feliz. (Volviéndose

rápido.) El doctor viene. No le digan ustedes nada; él es ya viejo y no puede

comprender estas cosas... No le digan ustedes nada. (Sale de puntillas. Entra el

Doctor.)

DOCTOR.—Sus habitaciones están dispuestas. ¿Quieren pasar a verlas?

CHOLE.—Yo voy. Saca tú las maletas del coche, Fernando. Cuando usted quiera,

doctor.

(Sale con él, ¡levándose el maletín. Femando, a solas, da unos pasos en la

dirección en que saltó el Amante Imaginario. Se vuelve al ver entrar a la Dama

Triste.)

FERNANDO Y LA DAMA TRISTE

FERNANDO.—Señora...

DAMA.—¿Es usted nuevo en la casa?

FERNANDO.—Soy... el nuevo ayudante del doctor.

DAMA.—Me pareció verle aquí hace un momento, besando a una señorita.

FERNANDO.—Ah, sí... Se había pintado los labios con arsénico, y quería hacer

una experiencia.

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DAMA.—Qué interesante, ¡morir en un beso! Algo así buscaba yo.

FERNANDO.—¿No ha encontrado todavía su procedimiento?

DAMA.—Son todos demasiado brutales.

FERNANDO.—Sin embargo, siempre pueden encontrarse matices.

DAMA.—He pedido al doctor que probara a envenenar una rosa. Me gustaría

morir aspirando un perfume.

FERNANDO.—La felicito: esa tendencia a morir por las nances es del más

delicado romanticismo. Pero no es cosa fácil.

DAMA.—Yo he leído alguna vez que Leonardo da Vinci hizo un experimento de

envenenamiento de árboles.

FERNANDO.—Sí, parece ser que trató de envenenar los frutos de un

melocotonero a través de la savia. Pero aquel verano los melocotones se

desarrollaron más sanos que nunca. Yo, en cambio, de pequeño, tenía un

manzano enfermo en mi huerto. Para reanimarlo se me ocurrió darle en las raíces

una inyección de aceite de hígado de bacalao ¡y se cayó muerto de repente! Los

árboles tienen unas reacciones extrañas.

DAMA.—Lástima...

FERNANDO.—Puede encontrarse otra cosa. ¿Conoce usted el libro del doctor

Ariel? ¿No? Ah, es un manual perfecto. Vea en el apéndice la distribución

geográfica de los suicidios. (Extiende la, hoja de un mapa.) Cada raza tiene sus

predilecciones y sus fatalidades. En la zona del naranjo —España, Italia,

Rumania— predomina la muerte por amor. En la zona del nogal —Francia,

Inglaterra, Alemania— el suicidio político y económico. En la zona del abeto —

Suecia, Noruega, Dinamarca— la muerte voluntaria disminuye, al mismo tiempo

que aumenta el nivel de los salarios y la democracia. ¡Es la Europa civilizada!

DAMA.—¿Dónde está señalado el suicidio pasional?

FERNANDO.—Aquí: la franja encarnada. Vea, al margen, la gráfica estadística:

«índice anual de suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia, 28; Alemania, 41;

Italia, 63; España, 480... Estados Unidos, 2.»

DAMA.—¿Dos solamente?

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FERNANDO.—Dos. Eran mejicanos nacionalizados. (Deja el libro.)

DAMA.—Ah, qué bien ha hecho usted en leerme esos datos. Esa estadística me

señala el camino de mi raza. ¡Me gustaría tanto morir por amor!

Desgraciadamente, para eso no basta una voluntad; hacen falta dos... ¿Usted me

ayudaría?

FERNANDO.—Honradísimo, señora, pero... estoy comprometido ya. Tengo que

suicidarme mañana con una pianista polaca.

DAMA.—Siempre llego tarde.

FERNANDO.—Perdón.

DAMA.—¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas parejas japonesas que se lanzan

cogidas de las manos y coronadas de crisantemos, al cráter del Fusi-Yama!

FERNANDO.—Una muerte bellísima. Desdichadamente, España es un país

arruinado: no nos queda ni un miserable volcán para estos casos. (Leí Dama.

Triste se sienta. Suspira desolada,.) Y ahora, si me hace usted el honor de una

confidencia, ¿por qué quiere morir?

DAMA.—¡Por tantas cosas!

FERNANDO.—¿Puede decirme alguna?

DAMA.—Desilusión absoluta. Este mundo de la materia no es el mío. Odio todo lo

grosero: la carne, la tiranía de los músculos y la sangre. Quisiera haber nacido

planta, agua de torrente, ¡alma sola! Tengo lástima de este pobre cuerpo mío, que

no me ha proporcionado nunca más que dolor.

FERNANDO.—¿Y por lástima de su cuerpo ha decidido usted quitárselo de en

medio? Me parece excesivo. Es lo que llaman los alemanes, tirar el agua del baño

con el niño dentro.

DAMA.—¿Para qué conservar lo que de nada sirve? Mi carne no existe. Sólo mi

alma ha vivido.

FERNANDO.—¿Está usted segura? ¿Me permite una sencilla experiencia? (Saca

lápiz y cuaderno.) Dígame, ¿qué desayuna usted?

DAMA.—¿Y qué importa eso?

FERNANDO.—Se lo ruego; es por su tranquilidad. ¿Qué desayuna usted?

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DAMA.—Un vaso de leche. A veces, alguna fruta...

FERNANDO.—¿Almuerzo?

DAMA.—Apenas; ternera, legumbres... guisantes, generalmente.

FERNANDO.—Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele cenar?

DAMA.—Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?

FERNANDO.—Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas interesantes recuerda de su

vida? ¿Ha viajado usted?

DAMA.—Poco; conozco París, Londres, Florencia.

FERNANDO.—¿Ha cultivado aficiones artísticas?

DAMA.—Toco el piano.

FERNANDO.—¿Ha leído mucho?

DAMA.—Románticos casi siempre. Toda la obra de Víctor Hugo me es familiar.

FERNANDO.—¿Ha tenido amores?

DAMA.—Amor... sólo una vez. Yo era una niña casi: él era teniente de navío. Nos

besamos en el puente del barco, y zarpó rumbo a Filipinas. No le volví a ver.

FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando números rápidamente).—

Magnífico. Pues bien, señora: calculándole sólo media vida; y raciones discretas,

resulta: que para hacer tres viajes cortos, aprender a tocar el piano, leer obras

completas de Víctor Hugo y besar a un teniente de navío... ha necesitado usted

tomarse ochocientos decalitros de leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de

guisantes ¡Y diecisiete terneros! El cuerpo, señora, es una realidad insobornable.

DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible!

FERNANDO.—Aritméticamente exacto.

DAMA.—¡Qué vergüenza!

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FERNANDO.—Pero no lo lamente demasiado. Al fin y al cabo el cuerpo es de

origen tan divino como el alma; y hay que dar al César lo que es del César. No se

ponga triste. Reconcilíese usted consigo misma. ¿Quiere que la acompañe a dar

una vuelta por el parque? Hace un sol espléndido.

DAMA.—Gracias... (Acepta su brazo. Se justifica.) Puede usted pensar de mí lo

que quiera. No seré un gran espíritu; seguramente soy una pobre mujer vulgar...

¡Pero le juro que yo no me he comido esos diecisiete terneros!

(Salen. La escena sola. Suenan de pronto —uno, dos, varios— timbres y

campanas de alarma. Sale corriendo Alicia. Grita llorando.)

ALICIA.—¡Doctor..., doctor!

(Acude el Doctor.)

DOCTOR.—¿Qué ocurre?

ALICIA.—¡Allí (Señala la Galena del Silencio.) DOCTOR.—Pronto... ¡Hans!

¡Deténgalo!...

(Suena dentro un disparo. Callan los timbres. Alicia se tapa la cara con las manos.

Entra Hans forcejeando con Juan, que lucha desesperadamente por desasirse y

recobrar su arma.)

JUAN.—¡Déjeme! ¡Suelte!...

DOCTOR.—¿Qué ha sido?

HANS.—Nada ya. He conseguido desviarle la pistola a tiempo. Aquí está.

DOCTOR.—Traiga.

JUAN.—¡Suelte! (Se desprende violentamente.)

DOCTOR.—Pronto, Hans, calme a los demás. Que no acuda nadie.

(Sale Hans. Alicia queda al fondo y escucha sin hablar toda la escena. Juan traía

ahora de arrebatarle la pistola al Doctor.)

JUAN.—¡Déjeme! ¡Es mía!

DOCTOR.—¡Quieto!

JUAN.—¡Es mía!

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DOCTOR.—¡No! (Lo rechaza.. Juan cae sin fuerzas en una butaca; esconde la

cabeza entre los brazos, sollozando convulsivo. El Doctor se acerca lentamente a

su escritorio. Guarda el arma.) ¡Qué iba usted a hacer!

JUAN.—Morir. Necesito morir. ¡Mañana puede ser tarde!

DOCTOR.—¿Y por qué?

JUAN.—Si no me muero yo, acabaré matando. Lo sé... ¡Y no quiero matar!

DOCTOR.—Vamos, serénese. ¿Por qué había de matar usted a nadie?

JUAN.—Mataré. Ya he sentido la tentación una vez. La siento mordiéndome la

sangre ahora mismo. Y es horrible, porque él es bueno. Porque él me quiere... ¡y

no sabe siquiera todo el daño que me hace!

DOCTOR.—¿Quién es él?

JUAN.—Es mi hermano... Todo lo que yo hubiera querido, todo me lo ha quitado él

sin saberlo. Primero me robó el cariño de mi madre. Me robó la inteligencia y la

salud que yo hubiera querido tener. Me robó la única mujer que podía haberme

hecho feliz. Él ha conseguido sin esfuerzo, riendo, todo lo que yo he deseado

dolorosamente, en silencio, y trabajando. Ha pasado siempre por encima de mis

entrañas sin darse cuenta... ¡y siempre me ha sonreído! Pero él no tiene la culpa,

él es bueno. ¡Es además mi hermano! Líbreme de esta pesadilla, doctor... No

quiero matarlo... ¡no quiero matarlo!

(Entran precipitadamente Chole y Femando.)

CHOLE.—¿Ha ocurrido algo, doctor? (Sorprendida de verle.) ¡Juan!

JUAN.—¿Vosotros?

DOCTOR.—¿Se conocían ustedes?... FERNANDO.—Es mi hermano... (Avanza

hacia él tendiéndole las manos.)

Telón

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ACTO SEGUNDO

En el mismo lugar, tres días después. Luz de tarde. Han desaparecido los cuadros

de muerte, y en su lugar Chole acaba de colgar un solo cuadro nuevo: «La

Primavera», de Botticelli. Alicia viste bata blanca de enfermera, con una cruz azul

al brazo.

CHOLE Y ALICIA

CHOLE.—¿Queda bien así?

ALICIA.—Sí, muy bien. Los otros cuadros eran tan tristes...

CHOLE (Disponiendo un cacharro de flores).—¿Y estas flores? ¿Le gustan?

ALICIA.—Mucho. Huelen como si vinieran de lejos. ¿De dónde son?

CHOLE.—Del sur.

ALICIA.—Las nuestras no han florecido aún.

CHOLE.—Ya no tardarán; mañana es el primer día de primavera. Cuando

florezcan habrá que ponerlas también en todas las habitaciones.

ALICIA.—Gracias.

CHOLE.—¿Por qué me da usted las gracias?

ALICIA.—Porque es una idea bonita. Aunque no sea para mí... Los otros cuadros,

¿adonde se han de llevar?

CHOLE.—Al sótano; con muchísimo respeto, pero al sótano. (Quedan mirándose.)

Está usted hoy muy sonriente, Alicia.

ALICIA.—Estoy contenta.

CHOLE.—¿Por qué?

ALICIA.—No sé..., se ha reído usted toda la mañana. No había tenido nunca a

nadie que se riera junto a mí.

CHOLE (Riendo).—Es gracioso. ¡Está usted contenta porque me río yo!

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ALICIA.—Hace mucho bien oír reír. Tampoco había tenido nunca una amiga. Y

usted me dio la mano mirándome a los ojos, tan hondo y tan claro... ¿Quiere usted

darme la mano otra vez?

CHOLE (Estrechándosela cariñosamente).—¿Amiga siempre?

ALICIA.—¡ Siempre!

CHOLE.—Y no diga usted «gracias». Déjeme decirlo a mí. Usted lo dice siempre,

a todo. Se lo diría a un pájaro que viniera a cantar a su ventana.

ALICIA.—¿Por qué se ríe usted ahora? ¡Se ríe de mí!

CHOLE.—Sí. ¡Es usted tan chiquilla!

ALICIA (La oye feliz. Sonríe también).—Gracias. (Sale. Entra el Doctor.)

CHOLE Y EL DOCTOR

DOCTOR.—Señorita Chole...

CHOLE.—Buenas tardes, doctor. ¿Nota usted algo nuevo aquí?

DOCTOR.—No sé... ¿Esas flores? (Volviéndose.) ¡Los cuadros! Por fin los ha

arrancado usted.

CHOLE.—Eran demasiado sombríos. No hacían ningún bien a esta pobre gente.

DOCTOR.—Sin embargo, tenían un prestigio solemne. En fin... (Contempla el

cuadro.)

«La Primavera» de Botticelli.

CHOLE.—¿He elegido bien?

DOCTOR.—Sí, es luminoso, tranquilo... Veo que empieza usted a interesarse de

veras por mis enfermos.

CHOLE.—Mucho. Nunca había imaginado un espectáculo humano tan

desconcertante, tan comedia y tragedia al mismo tiempo.

DOCTOR.—Es curioso. Y está usted atravesando las mismas etapas que ellos. El

primer día entró aquí como un golpe de viento, ansiosa de encontrar algo original

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para lanzarlo a la publicidad. Después, ha ido penetrando en las almas, buscando

su verdad en el silencio. Está usted en plena etapa de meditación y de ternura.

CHOLE.—Algunas de estas historias íntimas, me han llegado muy hondo.

DOCTOR.—¿Entonces, aquel reportaje sensacional?

CHOLE.—No lo escribiré ya.

DOCTOR.—Lo hará Fernando.

CHOLE.—Quizá. El es hombre y fuerte. Yo, hoy, no me atrevería a desnudar en

público estos pequeños dolores para satisfacer una curiosidad bien sentada y bien

alimentada.

DOCTOR.—Ya apareció la mujer.

CHOLE.—¡Esa chiquilla, siempre sola, que da las gracias a todo lo que es

hermoso, como si fuera un regalo! Ese pobre empleado de banca, que nunca ha

salido de su oficina y su casa de huéspedes, y se sueña héroe de amores y viajes

extraordinarios...

DOCTOR.—Además, trabaja usted seriamente. Anoche sé que ha estado

encerrada en mi biblioteca hasta la madrugada.

CHOLE.—Me interesan sus libros, sus estadísticas. He descubierto en ellos cosas

que no hubiera imaginado nunca.

DOCTOR.—¿Cuáles?

CHOLE.—Esa contradicción constante del suicida con la lógica de la vida. ¿Por

qué se matan más los triunfadores que los fracasados? ¿Por qué se matan más

los hombres en la juventud que en la vejez? ¿Por qué se matan más los

enamorados que los que no han conocido amores?... ¿Y por qué se matan al

amanecer más que, de noche, y en la primavera más que en el invierno?

DOCTOR.—Difícil de explicar para una mujer feliz.

Pero la observación es científicamente exacta.

CHOLE.—Matarse es siempre una negación brutal. Pero matarse en plena

juventud, en la hora del amor y la primavera es un insulto a la naturaleza.

DOCTOR.—Quizá.

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CHOLE.—¡Es, además, tan contrario a todos los instintos! Los animales no se

suicidan.

DOCTOR.—A veces, también. El alacrán, cuando se siente rodeado de fuego, se

clava su aguijón venenoso.

CHOLE.—Pero eso no es buscar la muerte voluntariamente. Es adelantarla un

momento, para evitar el dolor.

DOCTOR.—El dolor... He aquí el motivo supremo. Me parece que, sin darse

cuenta, acaba usted de contestar a sus dudas de antes. ¿No cree usted que el

dolor es cien veces más intolerable cuando nos rodea el amor y el triunfo, cuando

la sangre es joven, y todo a nuestro alrededor se viste de rosas?

CHOLE.—No, doctor, no me haga usted dudar. La vida no es solamente un

derecho. Es, sobre todo, un deber.

DOCTOR.—Ojalá piense usted siempre así.

(Pausa. En el umbral del jardín aparece el Padre de la otra Alicia; una noble

cabeza blanca agobiada de dolor. Vacila. Se adelanta al fin, con una voz humilde y

roía.}

CHOLE, EL DOCTOR Y EL PADRE DE LA OTRA ALICIA

PADRE.—Perdón... ¿El doctor Roda?... DOCTOR.—A sus órdenes.

PADRE.—Tengo algo que pedirle... Algo muy íntimo, muy difícil... Pero necesario.

CHOLE.—¿ Estorbo ?

DOCTOR.—De ningún modo. La señorita es persona de mi absoluta confianza.

PADRE.—Doctor... DOCTOR.—Diga.

PADRE.—Doctor... ¡Hágame usted morir!

DOCTOR.—¿Yo?

PADRE.—Sí..., comprendo que es una petición extraña. Pero es que usted no

sabe... Yo también soy médico. He pedido esto mismo a otros compañeros: todos

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me compadecen, pero ninguno ha querido ayudarme. ¡Usted puede hacerlo! Por

compasión, doctor. También yo lo he hecho una vez. ¡Le juro que es

absolutamente necesario!

DOCTOR.—¿Por qué?

PADRE.—Porque es .monstruoso seguir viviendo así. Nunca he tenido grandes

motivos para desear la vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía un deber: unos ojos y

una voz que me necesitaban.

DOCTOR.—¿Quién era ella?

PADRE.—Era mi hija... Estaba paralítica desde la niñez. Tendida siempre en una

hamaca. Nada se movía en su cuerpo; sólo los ojos... y aquella voz de música,

que era una vida entera. Yo le leía los poemas de Tennyson; ella me escuchaba

mirándome. Y hablábamos a veces... muy poco, muy bajito, pero bastante para los

dos. Hasta que un día yo empecé a sentirme enfermo. No podía engañarme; era

uno de esos males lentos y seguros, que no perdonan. Entonces sólo sentí el

terror de dejarla sola. ¡Pobre carne quieta! ¿Qué iba a ser su vida sin mí? No pude

resignarme a esta idea. Tenía a mi alcance la morfina... Y la fui durmiendo

suavemente..., sin dolor... hasta que no despertó más. ¿Comprenden ustedes?

Era mi hija y mi vida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy todavía aquí! Estoy

sintiendo con espanto que mi mal se aleja, que acabaré por curarme... Y no tengo

fuerzas para acabar conmigo... ¡Cobarde..., cobarde!

(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El Doctor aprieta angustiado las manos de

Chole.)

DOCTOR.—Sí, la vida es un deber. Pero es, a veces, un deber bien penoso.

CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia!

PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama aquí Alicia?

CHOLE.—Es nuestra enfermera.

PADRE.—...También ella se llamaba Alicia.

(Entra Alicia. Trae un libro bajo el brazo. El Padre avanza lento hacia ella,

mirándola con una intensa emoción.)

PADRE.—Es... extraordinario..., cómo se parecen... Los mismos ojos; pero en

«ella» más tristes. Permítame... Las mismas manos. (Amargo, como si fuera una

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injusticia.) Pero éstas están sanas, calientes... ¿Y la voz? ¿Quiere usted decir

algo, señorita?

ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias...

PADRE.—Ah..., no... La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muy agradable.

Pero ella..., cuando ella decía «gracias», todo callaba alrededor. ¿Qué leía

usted?... Versos... ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no le molesta, yo se los

leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?... En el jardín, ¿quiere? Usted tendida en

una hamaca, quieta; yo a su lado... ¿Me permite que la trate de tú?

ALICIA.—Se lo agradezco.

PADRE.—No..., míreme, si quiere... Pero hablar, no... No digas nada... Alicia.

¡Alicia! (Sale con ella.)

DOCTOR.—¿Cree usted que podremos salvarle?

CHOLE.—Me parece que está salvado ya. (Pausa. Se oye fuera el grito

montañero de Fernando.)

LA VOZ.—¡Ohoh!

CHOLE.—¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡ Capitán!

FERNANDO.—¡Timonel! Perdón, doctor. (La besa en los labios.)

EL DOCTOR, CHOLE Y FERNANDO

CHOLE.—¡Has estado fuera todo el día!

FERNANDO.—En la montaña, desde el amanecer. El doctor se ha empeñado en

hacerme sufrir los encantos de la Naturaleza.

CHOLE.—Y has salido sin despedirte.

FERNANDO.—Estabas dormida como un tronco... Como un tronco de sándalo.

CHOLE.—¿Te has acordado de mí?

FERNANDO.—Todo el día.

CHOLE.—¿Por qué no me has escrito?

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FERNANDO.—Te escribiré a la noche.

CHOLE.—¿Has visto salir el sol?

FERNANDO.—Sí, tiene gracia. ¡Sale con una cara de sueño el pobre! Y en cuanto

asoma, hace más frío que antes.

CHOLE.—¿Y es verdad que hay escarcha... y pastores con zamarra, y rebaños de

ovejas?

FERNANDO.—Sí, hay ovejas. Y unos pastores muy brutos, con zamarras, que les

tiran piedras a las ovejas.

CHOLE.—A María Antonieta le gustaba siempre vestirse de pastora.

FERNANDO.—Y le cortaron la cabeza. Con permiso, doctor. (Se deja caer

deshecho en una. butaca.) Vengo chorreando salud.

CHOLE.—¿No me has traído nada?

FERNANDO.—Ah, sí; una rosa de los Alpes, blanca. De esas que sólo florecen

entre la nieve y sobre los abismos. La he dejado en tu cuarto.

CHOLE.—¿Por qué has hecho eso? Dicen que se deshojan al bajar al llano.

¡Pobre rosa!... (Sale.)

FERNANDO Y EL DOCTOR. Luego HANS

FERNANDO.—Ah, las mujeres. He podido matarme por alcanzarla, y nada. Pero

la rosa se deshoja... ¡Pobre rosa!

DOCTOR.—No parece muy feliz con su día de campo.

FERNANDO.—Decididamente soy un salvaje urbano.

DOCTOR.—Ese aire cargado de manzanillas, ese bosque de abetos, esas crestas

de nieve, ¿no le han dicho nada?

FERNANDO.—Nada. Es lo mismo que le ha ocurrido a ese monte el año anterior y

el otro, y hace cuarenta siglos. Ni un atrevimiento, ni una originalidad. El

crepúsculo, la primavera, la caída de las hojas... ¡Siempre los mismos trucos!

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DOCTOR.—A usted la gustaría una naturaleza anárquica, llena de sorpresas.

FERNANDO.—¡Con imaginación! Ah, si no le ayudáramos nosotros... Ella produce

todos los alimentos; pero todos crudos. Y no digamos ya que no se le haya

ocurrido inventar el ascensor, la máquina de escribir, el simple tornillo. ¡Es que ha

tenido a su cargo los árboles desde el principio del mundo, y no se le ha ocurrido

ni pensar en el injerto! Ya me gustaría ver a esa pobre Naturaleza ingresar en un

periódico.

DOCTOR.—Y sin embargo, la Naturaleza es más de la mitad del arte.

FERNANDO.—Eso sí; literalmente no tengo nada que reprocharle. El paisaje

agreste es el ambiente natural de las cabras y de los poetas. Pero

periodísticamente, no tiene la menor emoción. Sólo el hombre interesa. (Entra

Hans.)

DOCTOR.—¿Alguna novedad, Hans?

HANS.—Ninguna. El profesor de Filosofía se ha tirado al estanque, como todas

las mañanas. Y ha vuelto a salir nadando, como todas las mañanas también. Se

está secando.

DOCTOR.—¿El empleado de banca?

HANS.—En la alameda de Werther. Le sigue contando la historia de Cora Yako a

todo el mundo. Nadie se la cree, y llora al atardecer.

DOCTOR.—¿Y la señora del pabellón verde?

HANS.—¿La Dama Triste? No sé qué le ocurre; desde hace tres días se niega

sistemáticamente a comer. (Fernando ríe recordando.)

DOCTOR.—Hay que evitar eso a todo trance.

HANS.—Ya lo he intentado. Le he insistido: señora, que esto no puede ser; por la

seriedad de la casa... Un vaso de leche, un trocito de ternera... En cuanto le he

dicho eso se ha puesto a llorar como un caimán. No la entiendo.

FERNANDO.—Yo sí.

HANS.—Parece como si quisiera morirse de hambre. ¡Y decía que buscaba un

procedimiento original! No lo entiendo. (Severo a Fernando.) ¿Se ríe usted? ¡Yo,

no!

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DOCTOR.—No está de muy buen humor hoy, Hans.

HANS.—Perdóneme el doctor, pero hay cosas que no van a mi carácter. Yo soy

un hombre serio. He venido a una casa seria. A cumplir una función seria. Y desde

hace unos días esto no marcha.

FERNANDO.—¿Desde que llegamos nosotros?

HANS.—Exactamente. ¿Por qué se ríe usted? Nadie se había reído nunca aquí.

La señorita Chole se ha estado riendo también toda la mañana. Y todo se

contagia: al profesor de Filosofía yo le he sorprendido anoche silbando el

«Danubio Azul». ¿Adónde vamos a parar?

DOCTOR.—Calma, Hans. Todo llegará.

HANS (Sin gran fe).—Esperemos. (Va a salir. Se detiene aterrado.) Oh, doctor...

¡Los cuadros!

DOCTOR.—Ha sido idea de la señorita Chole. Los otros le parecían demasiado

sombríos.

HANS.—Pero estaban en su casa. Aquel Séneca desangrándose era de una

seriedad alentadora. ¡Aquel Larra desmelenado y romántico! (Se queda

contemplando el Botticelli con un desprecio infinito.) ¡La Primavera! ¡Qué tendrá

que hacer aquí la primavera! No es serio esto. No es serio... (Sale.)

FERNANDO.-—Es un tipo curioso su ayudante.

DOCTOR.—Mutilado de la Gran Guerra.

FERNANDO.—¿ Mutilado ?

DOCTOR.—Sí, del alma. La guerra deja marcados a todos; a los que caen y a los

que se salvan. Ese hombre tenía una cervecería en una aldea de Lieja. Era un

muchacho alegre, cantaba las viejas canciones; tenía amigos, hijos y mujer.

Durante la guerra sirvió cuatro años en un hospital de sangre. ¡Cuatro años viendo

y palpando la muerte a todas horas! Después del armisticio, cuando volvió a su

tierra, sus amigos, su mujer y sus hijos habían desaparecido. Y la cervecería

también. Y el sitio de la cervecería. Hans era un hombre acabado. Ya no servía

más que para rondar a la Muerte. Anduvo buscando trabajo por sanatorios y

hospitales, y así vino a dar aquí. Ya no sé si lo tengo como ayudante o como

enfermo.

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FERNANDO (Entusiasmado, echando mano a su cuaderno).—¡Pero eso está muy

bien! ¿Cómo no me lo había contado antes?

DOCTOR.—Interés periodístico, ¿verdad? Escriba. Y cuando termine, venga a

buscarme a mi despacho. A usted, hombre feliz, tengo otra historia que contarle.

Una historia de dos hermanos... que acaso le interese más. Escriba, escriba.

(Sale. Fernando, a solas, toma sus notas.)

FERNANDO.—«El enamorado de la Muerte... Lieja..., cervecería..., 1914...

(Entra Cora Yako, espléndida mujer, sin edad, espectacular y trivial. Mira curiosa a

su alrededor. Después avanza hacia Fernando.)

FERNANDO.—Señora... (Se pone rápidamente su americana, que ha traído al

brazo.)

CORA.—¿Es usted empleado de la casa?

FERNANDO.—Secretario y cronista.

CORA.—Espero que no me habré equivocado. Es aquí la...

FERNANDO.—La fundación del doctor Ariel.

CORA.—Exactamente. ¿De modo que es verdad? ¡Estupendo! Yo tenía miedo de

que fuera una broma. ¿Tienen ustedes un sitio libre?

FERNANDO.—Siempre. Aquí no se pregunta a nadie de dónde viene ni a dónde

va. Puede usted contar con el Pabellón Azul. ¿Caso muy urgente?

CORA.—No..., le diré. Desde luego, debo confesarle que yo no traigo el menor

propósito de matarme.

FERNANDO.—Ah, ¿no?

CORA.—Soy artista, ¿sabe? He triunfado en cien países; desdichadamente los

años van pasando, las facultades disminuyen... Y cuando disminuyen las

facultades no hay más remedio que aumentar la propaganda. No sé si me

comprende.

FERNANDO.—Creo que sí. Usted necesita un suicidio-propaganda con negritas

del doce y fotografías a tres colores en las revistas. Y desde luego, sin peligro.

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CORA.—Exacto, exacto. Es usted muy inteligente.

FERNANDO.—Psé, me defiendo.

CORA.—Me parece que nos vamos a entender perfectamente. En cuanto al

precio, no me importa.

FERNANDO.—Ni a mí; ya le haremos una cosa que esté bien. ¿Me permite tomar

unos datos para abrir la ficha? (Toma, una del fichero y anota,.) Profesión: artista.

CORA.—Cantante de ópera.

FERNANDO.—Cantante. ¿Española?

CORA.—Internacional; nací en un barco.

FERNANDO.—Edad... ¿Le parece bien veinticuatro años?

CORA.—Gracias.

FERNANDO.—Veinticuatro. ¿Su nombre?

CORA.—Cora Yako.

FERNANDO.—Cora Yako. (Recordando de pronto.) ¡Cora Yako!... Pero... ¿es

usted Cora Yako en persona? ¡Oh, déjeme estrechar esas manos!

CORA.—¿Me ha oído usted cantar?

FERNANDO.—¡Nunca! Pero es lo mismo. ¡Qué gran idea la suya de venir aquí!

CORA.—¿Qué quiere? Es de lo poco que me faltaba por intentar. He tenido en mi

carrera duelos, escándalos, un naufragio...

FERNANDO.—Ha estado usted casada con un raja indio. Se divorciaron en

California.

CORA.—Ah, ¿lo sabía usted?

FERNANDO.—Soy periodista. Los periodistas nos enteramos de todo por los

periódicos. (Contemplándola encantado.) ¡Cora Yako! ¿Me perdona que la deje

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sola un momento? Hay alguien en la casa que tendrá el mayor gusto en atenderla.

Voy por él. ¡Cora Yako, Cora Yako! (Sale.)

CORA (Mirándole ir).—Simpático muchacho. (Curiosea en torno con la mirada. Se

fija en el Amante Imaginario, que llega por el extremo opuesto como una sombra

romántica sin rumbo. Viene deshojando una margarita. Se sienta. Suspira.)

CORA YAKO Y EL AMANTE

CORA.—Perdón... ¿Es usted empleado de la casa? (Él la mira vagamente. Niega

con la cabeza.) Ah, entonces es un... un... (Él afirma del mismo modo.) ¡Qué

interesante! Da escalofríos... ¿Y por qué?

AMANTE.—¡Amor! He amado mucho; he sido todo lo feliz que puede ser un

hombre. ¿Para qué vivir más? Yo he tenido en mis brazos a Margarita, a Brunilda,

a Scherazada...

CORA (Le mira con inquietud).—Ya...

AMANTE.—¿Por qué me mira así? Cree que estoy loco, ¿verdad? Como todos.

Ah, no es fácil comprenderme. ¡Tendría usted que haberla conocido a ella! Yo la vi

por primera vez en el «Fausto».

CORA.—¿Era cantante?

AMANTE.—¡Era una voz de plata enredada a un alma! Yo era un muchacho

pobre, pero tenía juventud, hacía versos... Cora no necesitaba más.

CORA.—¿Se llamaba Cora?

AMANTE.—Cora Yako.

CORA.—Ah, Cora Yako... ¡Qué interesante!

AMANTE.—Yo estaba en lo más alto de la galería; pero toda la noche cantó para

mí.

CORA.—¿Para usted sólo?

AMANTE.—Me lo decían sus ojos, que no me dejaban un momento. Volví al día

siguiente. Le envié un ramo de orquídeas. Aquellas flores costaban más de lo que

yo ganaba para comer. Pero no podía negárselas... Robé el dinero.

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CORA (Interesada).—¿Robó usted?

AMANTE.—¿Qué no hubiera hecho por ella?

CORA.—¿Tanto llegó a quererla en una noche?

AMANTE.—A veces cabe toda la vida en una hora.

CORA.—¿Y ella?

AMANTE.—Ella comprendió. Besó las flores despacio, despacio, mirándome... Y

así empezó el amor. Una semana en Viena... El Danubio, el barco... Salimos para

El Cairo.

CORA.—El Cairo..., ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo grande, tan sucio, que tiene el

hotel frente al teatro?...

AMANTE.—No recuerdo el hotel.

CORA.—Sí. Y que riegan las calles con un odre.

AMANTE.—No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en camello por la arena roja, las

orillas del Nilo, los tambores del desierto... ¡Y luego, las pirámides!

CORA.—Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí cerca?

AMANTE.—¿No conoce usted Egipto?

CORA.—Sí, he estado tres veces; pero en el teatro, en el casino.

AMANTE.—Cora buscaba conmigo el paisaje; el gesto y la canción de las razas.

Una noche, en Atenas...

CORA.—¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es viniendo de Montevideo, ¿no?

AMANTE.—A veces, sí.

CORA.—Sí, un pueblo de terrazas frente al mar..., con unos hoteles sin baño,

unas comidas muy picantes... (Encontrando al fin la metáfora exacta.) ¡Había un

empresario rubio que hablaba español!

AMANTE.—Es posible. Lo que yo recuerdo es aquella noche en el Partenón. Cora

quería cantar la «Thais» de Massenet, desnuda sobre las gradas de Fidias... Y

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luego, la India: los dioses de la jungla, con siete brazos, como candelabros. El

Japón de los dragones y los samurais... ¿Conoce usted Oriente?

CORA.—No sé..., he estado allá; pero creo que no me he enterado bien.

Dígame... ¿Usted ha estado de verdad? ¿De verdad, de verdad?

(Según las posibilidades del diálogo, ha ido acercándose a él, atraída por una

curiosidad entre divertida y sentimental, hasta terminar juntos.)

AMANTE.—¿Por qué me lo pregunta?

CORA.—Porque ahora me doy cuenta de que yo no he visto nada. Me gustaría

que volviéramos juntos. También yo sé cantar... y vestirme la túnica de Brunilda,

de Scherazada...

AMANTE (con una emoción violenta, casi de miedo, cogiéndole las manos.)—

¿Por qué me mira así? Esos ojos... esos..., esos ojos... ¿Quién es usted?

CORA (tranquila).—Cora Yako.

AMANTE.—¡No! ¡No es posible!

CORA.—No apriete tanto. Tiene usted que contarme despacio todos esos viajes

que hemos hecho juntos. Estoy en el Pabellón Azul. Tendré un placer verdadero

en recibir allí sus flores..., aunque no sean orquídeas.

AMANTE.—¡Cora!... ¡Cora!... (Sale detrás de ella, deslumbrado, atragantada la

voz.)

(Entra Juan, sin camino. Se hunde en un sillón. Silencio. Vuelve Chole. Su mirada

resbala sobre Juan como si encontrara la escena desierta.)

CHOLE Y JUAN

CHOLE.—No está aquí. ¿Has visto a Fernando?

JUAN (Con un vago acento de reproche).—Buenas tardes, Chole.

CHOLE.—Buenas tardes... ¿Le has visto?

JUAN (Áspero).—No creo que se vaya a perder.

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CHOLE (Sorprendida).—¿Por qué me hablas con ese tono? Te pregunto por tu

hermano y me contestas como si te hubiera hecho daño.

JUAN.—Era yo el que estaba aquí.

CHOLE.—Ya. Pero yo le buscaba a él.

JUAN.—Sí, ya sé; a él, siempre a él. Vas hacia él con los ojos cerrados, como si

nadie más existiese a tu alrededor. Y si al pasar me tropiezas y me apartas sin

mirarme, y yo te digo «buenas tardes, Chole», todavía soy yo el áspero, la ortiga.

¡Eres de un egoísmo admirable!

CHOLE.—Perdona...

JUAN.—De nada. Ya estoy acostumbrado. (Va a salir. Chole le detiene,

imperativa.)

CHOLE.—¡Juan!... No acabaré de entenderte nunca. Nos hemos criado casi como

hermanos, te quiero como algo mío, y nunca he conseguido saber qué llevas

dentro. ¿Qué guardas ahí contigo, que te está royendo siempre?

JUAN.—Nada.

CHOLE.—¿Por qué te escondes de tu hermano? Desde que estamos aquí no ha

conseguido verte ni una vez. Si te hablo de él...

JUAN.—¡Basta, Chole! Háblame de ti o del mundo... o calla. ¡Deja ya a Fernando!

CHOLE.—Es tu hermano.

JUAN.—¿Y para qué lo ha sido? ¡Para que se viera más mi miseria a su lado! El

nació sano y fuerte; yo nací enfermo. Él era el orgullo de la casa; yo, el torpe y el

inútil, el eterno segundón. Él no estudiaba nunca. ¿Para qué? Tenía gracia y

talento; yo, tenía que matarme encima de los libros para conseguir dolorosamente

la mitad de lo que él conseguía sin trabajo. Yo le copiaba los mapas y los

problemas mientras él jugaba en los jardines, ¡y sus notas eran siempre mejores

que las mías!

CHOLE.—Pero eso no significa nada, Juan. Fernando no puede ser culpable de lo

que no está en su voluntad.

JUAN.—Sí, mientras era la infancia y estas pequeñas cosas, nada significaba.

Pero es que esta angustia ha ido creciendo conmigo hasta envenenarme toda la

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vida. Tú sabes cómo he querido yo a mi madre: la he adorado de rodillas; he

pasado mis años de niño contemplándola en silencio como una cosa sagrada.

Pero ella no podía quererme a mí del mismo modo. Estaba Fernando entre los

dos, y donde él estaba todo era para él... Cuando se puso grave y los médicos

pidieron una transfusión de sangre, yo fui el primero en ofrecer la mía. Pero los

médicos la rechazaron. No servía... ¡No he servido nunca!

CHOLE.—Pero Juan...

JUAN.—¡La de Fernando sí sirvió! ¿Por qué? ¿No éramos hermanos? ¡Por qué

había de tener él una sangre mejor que la mía!... Y después... yo la velé semanas

y semanas. Él seguía jugando feliz en los jardines. No llegó hasta el último

momento. ¡Y sin embargo..., mi madre murió vuelta hacia él!

CHOLE.—No recuerdes ahora esas cosas. No eres justo.

JUAN.—¿Yo? ¡Yo soy el que no es justo! ¡La vida sí lo ha sido!, ¿verdad? Y

Fernando también. ¡Y tú!

CHOLE.—¿Yo?

JUAN.—¡Tú!... Pero, ¿es que no lo has visto? ¿Es que no sabes que, después de

mi madre, no ha existido en mi vida otra mujer que tú?

CHOLE.—¡Juan!

JUAN.—¿Es que no sabes que has sido para mí tan ciega como todos? ¿Que te

he querido lo mismo que a ella, que te he contemplado de rodillas lo mismo que a

ella... y que tampoco he sabido decírtelo?

CHOLE.—¡Oh, calla!...

JUAN.—Si te gustaba los tulipanes y un día encontrabas un ramo sobre tu mesa,

sólo se te ocurría pensar; ¡cómo me quiere Fernando! Y era yo el que los había

cortado. Si te vencía el sueño en medio del trabajo y al día siguiente lo

encontrabas hecho, sólo se te ocurría pensar: ¡pobre Fernando! Y Fernando había

dormido toda la noche. Ese Fernando se me ha atravesado siempre en el camino.

El no tiene la culpa, ya lo sé. ¡Ah, si la tuviera! Si la tuviera, este drama mío podría

resolverse...

CHOLE.—¿Qué estás diciendo? ¡Juan!

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JUAN.—Pero no la tiene; pero lo más amargo es que él es bueno. ¡Es

odiosamente bueno! Y por eso yo tengo que morderme las lágrimas, y ver cómo él

es feliz robándome todo lo mío; mientras que yo, ¡el despojado!, sigo siendo para

todos el egoísta, el miserable y el mal hermano.

CHOLE (Con un grito desesperado).—¡Calla! ¡Por el recuerdo de tu madre,

Juan!...

JUAN.—¡No callo más! Ya he callado toda la vida. Ahora quiero que me conozcas

entero. Que sepas todo lo desesperadamente que te quiero, todo lo que has sido

para mí..., ¡todo lo que estás ayudando a desgarrarme, sin saberlo, cuando ríes

con él, cuando le besas a él!

CHOLE (Suplicante).—¡Por lo que más quieras! ¿No ves que es odioso lo que

estás diciendo? ¿Qué te estás destrozando a ti mismo, y estás haciendo imposible

nuestra felicidad?

JUAN (Amargo).—Vuestra felicidad... ¡Cómo la defiendes! Pero, óyeme un

consejo,

CHOLE: si eres feliz, escóndete. No se puede andar cargado de joyas por un

barrio de mendigos. ¡No se puede pasear una felicidad como la vuestra por un

mundo de desgraciados! (Pausa. Chole, derrumbada por dentro, llora en silencio.

Juan, aliviado por su confesión, acude a su tristeza.) Perdóname, Chole. Es muy

amargo todo esto; pero te juro que no soy malo. Yo también quiero a Fernando.

¡Si no fuera tan feliz!

CHOLE.—Si Fernando no fuera feliz... ¿qué?

JUAN.—Si un día le viera desgraciado acudiría a él con toda el alma. ¡Entonces sí

que seríamos hermanos!... Chole, te he hecho sufrir, pero tenía que decírtelo. Se

me estaba pudriendo aquí dentro. Él no lo sabrá nunca... Perdóname.

CHOLE.—Perdónanos tú, Juan. Perdónanos a los dos... Pero, déjame.

JUAN.—Adiós, Chole... (Sale Juan. Ha ido oscureciendo, y la escena está ahora

en penumbra. Brilla fuera el lago iluminado. Chole se debate en una lucha interior

de silencios crueles.)

CHOLE.—Imposible, imposible... «Si un día Fernando fuera desgraciado,

entonces sí que seríamos hermanos...» Volveréis a serlo, pobre Juan. Yo estaba

en medio de vosotros dos sin saberlo... pero ya no lo estaré más. ¿Huir? No basta.

Esa Galería va también al lago... Dicen que la muerte en el agua es dulce, como

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olvidar. Toda la vida se recuerda en un momento y después nada: un paño frío

sobre el alma. (Mira fijamente al lago que, iluminado en la noche, adquiere ahora

presencia escénica, como un «personaje» más. Se acerca a la Calería del

Silencio.) Morir..., olvidar...

(Retrocede sin fuerzas. Al fondo de la Galería empieza a oírse el violín

melancólico de Grieg en «La muerte de Asse». Chole, como atraída por la melodía

avanza al fin, en una actitud de ofrenda. La escena sola un momento. Hans entra

de puntillas. Mira hacia la Galería, sinceramente emocionado.)

HANS.—¡Al fin tenemos uno! Y ella precisamente; la de la risa y la primavera.

¡Valiente muchacha!

(Se apaga la voz del violín. Entran el Doctor y femando.)

HANS, EL DOCTOR Y FERNANDO

DOCTOR.—¡Hans! Esas luces...

(Hans enciende y va a situarse a la entrada de la Galería, cruzado de brazos.)

DOCTOR.—¿Espera usted algo? HANS.—Espero.

DOCTOR (Va hacia, su mesa).—¿Usted, Fernando? ¿Piensa trabajar esta noche?

FERNANDO.—No.

DOCTOR.—Parece usted preocupado.

FERNANDO.—Sí, doctor, lo estoy. Esa historia de los dos hermanos que acaba

usted de contarme... ¿qué quiere decir?

DOCTOR.—Oh, nada; es una historia vulgar: el hermano sano y triunfador; el

hermano enfermo y fracasado...

FERNANDO.—Sí, pero... ¿por qué me lo ha contado usted sin mirarme?

DOCTOR.—No hacía más que explicarle científicamente un caso que hemos

tenido aquí. A esa torcedura morbosa del alma en los débiles, en los niños

odiados, en los insuficientes, le ha dado la ciencia un nombre bastante estúpido:

«complejo de inferioridad». El nombre es relativamente nuevo; pero el drama es

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viejo como el mundo. Según esta nomenclatura el drama de Caín sería el primer

complejo de inferioridad en la historia del hombre.

FERNANDO.—Bien, pero... ¿por qué me la ha contado usted sin mirarme?

¿Quiénes son esos hermanos?

DOCTOR.—Cualquiera.

FERNANDO.—No, no son cualquiera... ¡Uno soy yo!

DOCTOR.—Tal vez.

DICHOS Y ALICIA. LUEGO JUAN Y CHOLE

(Entra Alicia, aterrada, a gritos.)

ALICIA.—¡Doctor, doctor..., Fernando! DOCTOR.—¿Qué ocurre?

ALICIA.—Ha sido la señorita Chole... ¡En el lago! FERNANDO.—¿Chole?

DOCTOR.—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué significa esto, Hans?

(Se oye dentro la voz de Juan llamando angustiado.)

JUAN.—¡Chole!... ¡Chole!... (Entra, ¡rayéndola en brazos, húmedos los vestidos de

los dos. La conduce desmayada hasta un asiento. Hans queda en el umbral.)

¡Pronto, doctor..., pronto!

DOCTOR.—¿Qué ha sido?

JUAN.—No tiene pulso... no la oigo respirar... ¡Doctor!

(El Doctor la examina.)

FERNANDO.—Pero ¿qué ha sido?

JUAN.—La vi caer. No sé si he llegado a tiempo.

FERNANDO (Al Doctor).—¿Vive? DOCTOR.—Silencio... (Pausa. Chole

entreabre los labios con un gemido.) Está salvada.

FERNANDO.—¡Chole!... ¡Mírame, Chole!

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(Chole vuelve en si lentamente. Sonríe al ver a Fernando a su-lado: le busca las

manos, que aprieta emocionadamente.)

CHOLE.—¿... Has sido... tú...? Gracias, Fernando... JUAN (Ha quedado aparte.

Repite como un eco amargo).—Fernando... ¡Siempre Fernando!

Telón

ACTO TERCERO

En el mismo lugar, al día siguiente. Es el primer día de la primavera. Luz fuerte de

mañana. Se oye en el jardín el «Himno a la Naturaleza» de Beethoven, mientras

va subiendo el telón, lentamente. Alicia, inmóvil en el umbral del fondo, escucha.

Entra Chole, fatigada y débil. Alicia va a acudir a ella. Chole le hace un gesto de

silencio. Y escuchan las dos hasta que el himno termina.

CHOLE.—¿Qué música era ésa, Alicia? ¿Beethoven?

ALICIA.—El «Himno a la Naturaleza».

CHOLE.—Qué solemnidad tiene. Y qué sensación de consuelo, de serenidad.

Parece un canto religioso.

ALICIA.—Sí, el doctor me lo ha explicado. Beethoven quiso cantar en esos

acordes la primera primavera del mundo; la emoción religiosa del hombre ante el

despertar de la Naturaleza. Un canto de vida y de fecundidad.

CHOLE.—Y de esperanza.

ALICIA.—También. El maestro Ariel lo hacía tocar siempre que se sentía

atormentado por la idea de su destino. Y siempre también, como un deber, al

llegar el día de hoy.

CHOLE.—¡Hoy! ¿Pues qué día es hoy?

ALICIA.—¡Es el primer día de la primavera! (Pausa.) ¿Estás mejor?

CHOLE.—¡Si no ha sido nada! ¿Y tú, Alicia? ¿Te pasa algo a ti? Tienes los ojos

muy cansados.

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ALICIA.—No he podido dormir en toda la noche.

CHOLE.—¿Por mí?

ALICIA.—Por ti. Tú eras la risa, el amor, la juventud... ¡Pensar que todo eso ha

podido desaparecer en un momento! Cuando te vi con los ojos y las manos

apretados, tan fría y tan blanca...

CHOLE (Angustiada por el recuerdo).—¡Calla!

ALICIA.—No podía creerlo; se me rebelaba el corazón y me dolía como si me lo

estrujaran.

CHOLE.—¿Por qué te lo dijeron?

ALICIA.—No me lo dijo nadie; lo vi. Yo estaba buscando tréboles a la orilla cuando

te caíste.

CHOLE.—...¿Y por qué dices «cuando te caíste»?

ALICIA.—Porque fue así. ¡No pudo ser de otra manera, Chole! Tú venías andando

por la orilla, con los ojos altos. Creía que venías a buscarme. Y de pronto, diste un

grito..., resbalaste en la yerba... ¿Verdad que fue así, Chole?

CHOLE (Le aprieta las manos con gratitud).—Sí... así fue.

ALICIA.—Al oír aquel grito, yo me quedé sin sangre, quieta, como si estuviera

atada. ¡Tú estabas allí, a mi lado, luchando con la muerte, y yo no podía moverme!

Fue entonces cuando llegó él.

CHOLE.—Él... ¿Tú le viste? ALICIA.—Sí.

CHOLE.—Dime, Alicia, hay una cosa que necesito saber...

ALICIA.—Di.

CHOLE.—Quería saber... (5e detiene con miedo.) No, no me digas nada. Tengo

miedo a que no sea.

ALICIA.—¿Qué?

CHOLE.—Nada. (Desvía el tono y le pregunta.) ¿Qué libro llevas ahí?

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ALICIA.—Los poemas de Tennyson. Son para el viejo, ¿te acuerdas? Para el

padre de la otra Alicia. Me está esperando.

CHOLE.—¿Está más tranquilo?

ALICIA.—Cuando leemos, sí.

CHOLE.—¿Habláis?

ALICIA.—A veces; muy poco, muy bajito... Ya se va acostumbrando a mi voz.

CHOLE.—Ve con él; no le hagas esperar más.

ALICIA.—¿No me necesitas? CHOLE.—Te necesita él.

(Entra el Doctor, trae un ramo de flores. Alicia sale.)

CHOLE Y EL DOCTOR

DOCTOR.—¿Qué tal van esas fuerzas?

CHOLE.—Bien ya; del todo.

DOCTOR.—He ido a buscarla a su cuarto; creí que no se habría levantado hoy. Le

llevaba estas flores.

CHOLE.—Preciosas. Gracias, doctor.

DOCTOR.—De nada. No son mías.

CHOLE.—¿De Fernando?

DOCTOR (Vacila).—Tampoco.

CHOLE.—Ya..., ya sé. Juan.

DOCTOR.—No se ha atrevido a traérselas él mismo. Pobre muchacho; toda la

noche la ha pasado detrás de su puerta, temblando como un niño, escuchando su

aliento. ¿Respira usted ya bien?

CHOLE.—Todavía me cuesta un poco. Parece espeso el aire.

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DOCTOR.—Cargado, sí. Es la llegada de la primavera. Abajo, en las ciudades, no

se siente eso. Se va notando poco a poco; se sabe por los calendarios, y porque

las muchachas cambian de sombrero. Pero aquí, ¡qué fuerza tiene! Llega de

repente; sube por esas laderas, a gritos, cargada de menta y de resinas, retumba

en las montañas... ¡Es como si resonara una llamada desde las entrañas de la

tierra, y todo el campo se pusiera de pie! ¿No se siente usted como aturdida?

CHOLE.—Sí, un poco.

DOCTOR.—Es la tierra que nos está llamando desde dentro. La civilización nos va

cegando los sentidos a estas cosas. Pero cuando la savia estalla blanca en los

almendros, cuando los brezos se calientan, cuando respiramos el olor de la tierra

mojada... ¡Cómo sentimos entonces que estamos hechos de ese mismo barro!

¿Se sonríe usted?

CHOLE.—Le admiro, doctor. Tiene usted una fe sin límites en la Naturaleza.

DOCTOR.—¿Usted no?

CHOLE.—La tenía. ¿Recuerda lo que hablábamos aquí mismo ayer? Decía yo

que matarse en plena juventud, en la hora del amor y de la primavera, era un

insulto. Yo tenía la juventud, yo tenía el amor, la primavera estaba ya a la puerta...

Y sin embargo, aquella misma tarde...

DOCTOR.—¿Por qué, Chole, por qué?

CHOLE.—Qué importa ya; fue un arrebato sin sentido. Me vi situada de pronto

como un obstáculo entre dos hermanos que se quieren y que se huyen. Y pensé

que apartándome yo, se acercarían. ¡Qué locura!

DOCTOR.—Todo se arreglará por sí mismo. La vida está llena de caminos.

CHOLE.—Para algunos. Hay otros que los encuentran todos cerrados.

DOCTOR.—Entonces, ¿sigue usted pensando?

CHOLE.—No, no tenga miedo por mí. Yo me he acercado a la muerte, y he visto

ya que no resuelve nada; que todos los problemas hay que resolverlos de pie.

DOCTOR.—¿Se siente usted más fuerte ahora?

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CHOLE.—Procuraré serlo. La vida me ha abierto de pronto una interrogación bien

amarga. Y no hay más remedio que darle una respuesta. No sé cuándo ni cómo;

pero le juro que no será aquí.

DOCTOR.—¿No está a gusto entre nosotros?

CHOLE.—No, sinceramente. Perdóneme, doctor; usted es un gran corazón y un

gran amigo; pero me parece que el maestro Ariel y usted se han equivocado con

la mejor buena fe. Han ideado un refugio para almas vacilantes, pero no han

sospechado lo que un ambiente así puede contagiar a los otros. Coquetean

ustedes con la idea de la muerte, burlándose ingeniosamente. Pero la muerte es

más hábil que ustedes; y hay momentos débiles en que se presenta tan hermosa,

tan fácil... Es un juego peligroso.

DOCTOR.—Tal vez.

CHOLE.—Yo le aseguro que en mi casa y entre las cosas que me son amigas, no

hubiera sentido nunca esa negra tentación de anoche. ¿Por qué la sentí aquí?

Piénselo doctor: si me hubiera matado ayer, yo sería una gran culpable, pero el

doctor Ariel y usted tampoco podrían mirarme muy tranquilos.

DOCTOR.—Perdón...

CHOLE.—Cierre esta casa, amigo Roda. Emplee su talento y la fortuna del

maestro Ariel allí donde los hombres viven y trabajan. Pero hoy que la vida del

mundo está empezando otra vez, cierre esa Galería con cadenas. ¿Lo hará

usted?

DOCTOR.—Acaso.

CHOLE.—Hágalo por mí, por todos... Hoy es el primer día de la primavera. ¡Hoy

es un delito morir! (Sale. El Doctor queda ensimismado. Repite casi

inconscientemente.)

DOCTOR.—Tal vez, tal vez... (Entra Hans.)

EL DOCTOR Y HANS

DOCTOR.—¿Qué hay de nuevo, Hans? ¿Por qué se ha quitado usted su bata?

HANS.—Lo he buscado despacio. El doctor no puede dudar de mi lealtad; pero yo

no sirvo para ciertas cosas. Vengo a despedirme.

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DOCTOR.—¿Nos deja usted?

HANS.—Sí, doctor. Lo siento; había tomado cariño a la casa, tenía esperanzas en

ella. Pero esto no marcha.

DOCTOR.—No está usted contento.

HANS.—¿Y cómo voy a estarlo? Yo vine lleno de ilusiones a su servicio; usted lo

sabe. He puesto de mi parte cuanto he podido, he cumplido fielmente todas mis

obligaciones. ¡Y para qué! Desde que estoy en esta casa, sólo el perro del

jardinero se ha decidido a morirse. Y se murió de viejo. No..., no hay porvenir aquí.

DOCTOR.—¿Ha encontrado usted otro puesto?

HANS.—Ayer me han hablado del Hospital General. ¡Aquello sí que está bien

organizado! Allí se muere la gente todos los días como Dios manda, sin literatura.

Perdóneme el doctor, pero cada hombre tiene su destino.

DOCTOR.—Comprendo, Hans. Y no he de ser yo quien estorbe el suyo.

HANS.—He vacilado mucho, se lo aseguro. He esperado un día y otro día.

Anoche, con la señorita Chole, llegué a tener un rayo de esperanza. ¡Ilusiones!

Hoy, ya lo habrá visto usted, tiene más ansias de vivir que nunca. Y no digamos

de los otros. Esta mañana el profesor de la Filosofía ¡ya ni siquiera se ha tirado al

agua! La cantante de ópera anda por ahí, entre los sauces, besando furiosamente

a ese pobre muchacho. La misma Dama Triste, usted lo sabe, no está triste ya.

Esto se hunde...

DOCTOR.—Está bien, Hans, está bien. Pase usted cuando quiera por mi

despacho a arreglar su cuenta.

HANS.—Oh, no vale la pena. Estas cosas no se hacen por dinero. Yo soy un

idealista. Adiós, señor Roda.

DOCTOR (Tendiéndole la mano).—Adiós, Hans... Buena suerte.

HANS (Saliendo).—Y créame, doctor; si esto no toma otro rumbo ya puede usted

cerrar la casa. No hay nada que hacer. (Sale.)

DOCTOR.—Cerrar... Quizá tenga razón. (Llama:) Alicia... ¡Alicia!

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(Sale en su busca. Viniendo del jardín entra el Amante Imaginario. Mira en tomo

desde la puerta, como si se sintiera perseguido. Se deja caer desfallecido en una

butaca con un suspiro de alivio. Llega en seguida Cora.)

CORA YAKO Y EL AMANTE

CORA.—¿Dónde se esconde mi cachorro?

AMANTE (Sobresaltado).—¡Tú!

CORA.—Mi héroe, mi lobezno. Alégrate, corazón: salta, grita, aúlla. ¡Ya me tienes

aquí!

AMANTE.—Te esperaba.

CORA.—Nadie lo diría; con esa cara... Parece que me huyes.

AMANTE.—¡Yo! Te he estado buscando toda la mañana.

CORA.—¿Por dónde, mi jilguero? Me he levantado cantando, he corrido por esas

montañas gritando tu nombre, me he bañado en el torrente... Después he estado

tirando piedras a tu ventana. ¿Tan dormido estabas?

AMANTE.—¡Pero si estoy despierto desde el amanecer!

CORA.—¿Y no me oías? Te tiré piedras primero, hasta que rompí los cristales.

Después te tiré ramos de violetas. ¿Tampoco las violetas te llegaron?

AMANTE.—Tampoco.

CORA.—¡Ah, cruel; estabas dormido! Y Cora, a tu puerta esperando como una

alondra. Cora, que te buscaba; Cora, que te necesitaba. ¡Cora Yako, lobezno,

Cora Yako! (Se sienta en el brazo de su butaca. Lo arrulla con caricias y palabras)

¿Eres feliz? ¿Has pensado en mí? ¿Soy como tú me soñabas?... (Él contesta con

unas exclamaciones guturales en superlativo. Ella le imita.) ¡Hum, hum! ¿Es qué

no sabes hablar?

AMANTE.—¡Es que no me dejas!

CORA.—¿Qué es lo que te gusta de mí? No, todo no; siempre hay algo... ¿El

cuello? ¿Las manos?...

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AMANTE.—Los ojos. Los ojos sobre todo. ¡Son los de aquella noche!

CORA.—¡Aquella noche que estuve cantando para ti solo sin darme cuenta! Mira

esos ojos, lobezno; aquí los tienes, son tuyos... ¿No me besas?

AMANTE.—Sí.

CORA.—¿Por qué estás temblando? ¿Te doy miedo? Ay, qué pobre muchacho

eres, mi héroe, mi poeta..., mi pobre poeta pequeño. ¿Estás triste? Yo te

imaginaba vibrante, apasionado... ¡Subiéndote por las paredes al verme,

arrancando las retamas al correr, saltándome a los hombros!...

AMANTE.—Tú te imaginabas un cruce de jabalí y orangután.

CORA.—Algo así. Pero no importa. No estés triste tú, mi jilguero mojado, mi poeta

de bolsillo. Te quiero como eres: pequeño, acobardado, soñador... ¿Por qué has

leído tanto, pobrecito mío? Tú no sabes cómo debilita eso. No lo volverás a hacer,

¿verdad? (Voluble, persiguiendo sus propias palabras por la escena.) ¡Ahora

vamos a vivir!, a correr el mundo juntos, ¡abrazados!

AMANTE (Con ilusión).—¡Cora!

CORA.—Ahora vas a tener conmigo todo lo que soñaste: Egipto, y el desierto, y

las selvas, y las islas de jardines...

AMANTE.—¡Los lotos y los elefantes blancos! ¡Las pagodas budistas con sus

tejadillos en forma de zueco, colgados de campanillas!

CORA.—Y tantas cosas más que tú no sabes, que no están en los libros. Pero hay

que hacerse fuerte, mi lobezno: en cuanto sales de Europa, ya no hay más que

mosquitos.

AMANTE.—¿Mosquitos?'

CORA.—Unos mosquitos verdes, venenosos y pequeños, que se cuelgan por

todas partes. Y que dan la fiebre, y el sueño... y a veces, la locura. Pero no te

asustes tú, mi héroe..., también hay mosquiteros, y cremas especiales para la piel.

¡Y luego, la ciencia! Por cada mosquito que produce Dios, producen una inyección

los alemanes.

AMANTE.—Menos mal.

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CORA.—¿No te hace ilusión visitar conmigo la India?

AMANTE.—¡Oh, sí; los dioses del Ramayana, el Ganges sagrado de las tres

corrientes!...

CORA.—Mira, el Ganges es mejor dejarlo. Hay serpientes, ¿sabes?, y cocodrilos.

Y luego, las fiebres gástricas, que te van poniendo amarillo, amarillo... (De pronto.)

¿Tú me quieres? ¿Me quieres, me quieres?

AMANTE (Irguiéndose gallardamente).—¡Te quiero como un cosaco!

CORA.—¿Dispuesto a todo?

AMANTE.—¡A todo!

CORA.—¿Por qué no nos vamos ahora mismo?

AMANTE (Aterrado al verla tan cerca).—¿Ahora?

CORA.—Ahora, ahora... ¿A qué esperamos? (Consulta su reloj.) El coche está

dispuesto en un momento. ¿Tú sabes conducir?

AMANTE.—No.

CORA.—Bien, conduciré yo. Pero te advierto que yo no sé conducir a menos de

ciento veinte. Son las once menos cuarto; saliendo a las once en punto, a las

cuatro estamos de sobra en Venecia; y todavía podemos tomar el avión de la

tarde. Ya está. Esta noche cenamos en Marsella. ¿Hecho? Un momento. Voy a

preparar el coche.

AMANTE.—Pero, Cora..., espérate un poco, mujer.

CORA.—¿Qué?

AMANTE.—Vamos a salir así... ¿sin despedirnos?

CORA.—¿De quién? Yo no me he despedido nunca.

AMANTE.—Del doctor, de los compañeros... Y luego, hay que pensar en todo.

Hace falta dinero.

CORA.—Bah, para empezar... ¿no tendrás encima treinta mil pesetas?

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AMANTE.—¿Yo?

CORA.—Quince mil..., diez mil siquiera...

AMANTE.—Yo no tengo un céntimo.

CORA.—Entonces... ¿el robo del banco?

AMANTE.—No robé más que para las orquídeas.

CORA.—¡Nada más!... Bueno, es lo mismo. Ya encontraremos un caballo blanco.

AMANTE.—¿Y adónde vamos con un caballo blanco? Necesitaremos por lo

menos dos.

CORA.—¡Dios! (Ríe divertida.) ¡Eres un héroe! ¿Ves cómo ya te vas soltando?

(Deja de reír.) Oye, ¿de verdad no sabes lo que es un caballo blanco?

AMANTE.—No sé..., cuando yo estudiaba, un caballo blanco era... un caballo

blanco.

CORA.—Ay, niño mío... Pero ¿qué os enseñan a vosotros en esa Universidad?

Cuánto te queda que aprender. ¡Anda! A preparar tus cosas.

AMANTE (Indeciso).—Entonces... ¿nos vamos?

CORA.—Nos vamos.

AMANTE.—Es que... no tengo pasaporte.

CORA.—Sin él; ya se arreglará eso en el camino. Todos los cónsules del mundo

son amigos míos. Los ingleses son los peores, y cuando se sabe sonreír, también

se ablandan. ¿Tú sabes inglés?

AMANTE.—No.

CORA.—Es lo mismo. Todos hablan francés.

AMANTE.—Es que tampoco hablo francés.

CORA.—Pues te callas; te callas en todos los idiomas. ¿Vamos, qué esperas?

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AMANTE.—Voy... Voy (Vacilante.) ¿A Marsella, verdad?

CORA.—A Marsella.

AMANTE.—¿En avión?

CORA.—En avión. ¿Por qué?

AMANTE.—Es que... es la primera vez que voy a tomar un avión. Creo que eso

marea mucho.

CORA.—Historias. Menos que el barco.

AMANTE.—Es que tampoco me he embarcado nunca.

CORA (Impaciente).—¡Hay píldoras!

AMANTE.—Ah..., hay píldoras. Entonces... ¿resuelto?

CORA.—Resuelto. ¿Cuánto tardas en preparar tu equipaje?

AMANTE (Apunto de sollozar).—Cora, Cora...

CORA.—¿Qué?

AMANTE.—¡Si es que tampoco tengo equipaje!

CORA.—¿Nada? ¿Ni un smoking?

AMANTE.—Tengo dos camisas... y un libro.

CORA.—Pues anda, coge las camisas.

AMANTE.—El libro es un manuscrito mío... inédito. Poemas.

CORA.—Aunque sea tuyo. Libros, nunca más o estamos perdidos. Si no hubieras

leído tanto no te pasarían ahora estas cosas. ¿A las once en punto?

AMANTE.—A las once.

CORA.—Faltan diez minutos. ¿Tienes reloj por lo menos?

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AMANTE (Nervioso, se lleva las manos a los bolsillos. Sonríe feliz al

encontrarlo.)—Sí, reloj sí. Y de plata. Es un recuerdo de mi padre. (Se lo lleva al

oído con espanto.) ¡Parado!

CORA.—Pues pon en punto el reloj de tu padre. ¡Y no vayas a hacerme esperar,

eh! Eso sí que no se lo he consentido nunca a ningún hombre. Si no estás a las

once daré tres bocinazos. Pero al tercero arranco.

AMANTE.—Estaré.

CORA.—Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno bonito. (Lo empuja a besos. Sale

el Amante. Femando ha entrado a tiempo para ver y oír el final de la escena.)

FERNANDO.—¿Se marchan ustedes?

CORA.—Dentro de diez minutos. A Marsella. Y si hay barco mañana, a la India.

Dígale adiós a Chole de mi parte; yo no tengo tiempo. Le pondremos un cable

desde El Cairo. ¡Adiós, Fernando!

FERNANDO.—¡Feliz viaje! (Sale Cora. Fernando juega dolorido los dedos de la

mano que ella ha estrechado con fuerza, y mira con lástima hacia donde salió el

Amante.) Pobre muchacho... (Entra Hans con su humilde equipaje: un

portamantas con su paraguas.)

FERNANDO Y HANS. Luego, LA DAMA TRISTE

FERNANDO.—¿También usted se va?

HANS.—También.

FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Cairo?

HANS.—A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital General.

FERNANDO.—¡Ah!, enhorabuena.

HANS.—Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un resumen en la

«Gaceta Médica»: solamente en una semana; ¡veinticinco casos!

FERNANDO.—Espléndido.

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HANS.—Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la cosa prometía; acudía la gente,

hubo varios intentos. En fin, para empezar no estaba mal. ¡Pero ahora! Esa Cora

Yako ha acabado por ponerme fuera de mí. ¿La ha oído usted reír? ¡Es insultante!

¿Y besar?

FERNANDO.—Tiene mucha vida esa mujer.

HANS.—Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted que ha intentado seducirme?

FERNANDO.—¡A usted!

HANS.—A mí. Esta mañana. Estaba yo afeitándome tranquilamente a la ventana

y, así como jugando, ha empezado a tirarme piedras. Tuve que refugiarme en el

interior. Cuatro piedras como nueces metió por los cristales. Y después un ramo

de violetas. Lo de las piedras pase, pero un ramo de violetas a mí... ¡Un poco de

formalidad, señora! ¿Y el caso de la Dama Triste? Es espantoso. Imagínese usted

que anoche, en ese césped, entre las acacias... (Viéndola llegar.) ¡Ella! (Entra la

Dama Triste, cantando entre dientes el «Danubio Azul». Viene sonriente, vestida

de colores claros; graciosamente rejuvenecida, pero sin bordear en ningún

momento el grotesco.)

DICHOS Y LA DAMA TRISTE

DAMA.—Buenos días, Hans. Buenos días, Fernando.

FERNANDO.—¿Han visto qué mañana tan hermosa? Todo está blanco de

narcisos; huele a corazón el campo... ¡Ay, cómo retumba aquí esa primavera local!

¿Les gusta este vestido?

FERNANDO.—Es muy alegre.

DAMA.—¿Discreto, verdad? Y le advierto que no es nada: un nansú gracioso,

unos godés, el clip de plata..., nada. Perdonen ustedes que no me entretenga...,

me están esperando. ¿Por qué tiene usted ese aire tan triste Fernando? ¡Un día

como hoy! ¿Se siente mal? Arriba ese corazón, amigo mío. ¿Por qué no se viene

usted a comer con nosotros?

FERNANDO (Asombrado).—¿A comer?

DAMA.—Comemos arriba, junto a la fuente. Habrá de todo: carnes blandas y de

monte, truchas del torrente, frutas nuevas y vinos rubios andaluces, de esos que

hacen cosquillas en el alma. ¿Le esperamos? Anímese, Fernando; hasta luego.

¡Buenos días, Hans! (Hace un gracioso gesto de despedida, agitando los dedos, y

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se va feliz tarareando, marcando inconsciente el paso del vals. Fernando mira a

Hans desconcertado.)

FERNANDO.—Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa mujer?

HANS.—Peor. ¿No la ha oído usted tararear el «Danubio Azul»?

FERNANDO.—Sí, parecía.

HANS.—¿Y no lo recuerda eso nada?

FERNANDO.—¡El profesor de Filosofía!...

HANS.—El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al claro de luna, entre las acacias.

(Filosófico.) ¿Se ha fijado usted alguna vez en los ojos de las vacas?

FERNANDO.—Sí: son la imagen de la ternura húmeda.

HANS.—Pues bien: anoche el Profesor tenía ojos de vaca. Estaban sentados en

un ribazo. Él, miraba la luna; después la miraba a ella. Y suspiraba. Cuando un

profesor de Filosofía se arriesga a suspirar, está perdido.

FERNANDO.—¿Los vio usted?

HANS.—¿Qué no habré visto yo en esta vida? Estaban muy juntos, cogidos de las

manos. El se reclinaba sobre su hombro, y le reclinaba su hombro, y le recitaba al

oído una cosa íntima y lenta.

FERNANDO.—¿Versos?

HANS.—Seguro. No pude coger más que una estrofa suelta. Decía: (Recita

líricamente.) «Todo cuerpo sumergido en el agua, pierde su peso una cantidad

igual al peso del líquido que desaloja.» ¿Le parece a usted?

FERNANDO.—¡Pero eso es tremendo!

HANS.—Tremendo. Es la primavera; no hay nada que hacer. Ya se han

despedido del doctor. Se marchan esta tarde ¡juntos! (Pausa. Tono de

confidencia.) Sólo queda una esperanza... lejana. ¿Recuerda usted la afición del

Profesor a tirarse a los lagos? (Se acerca, acentuando el secreto.) Se van a Suiza.

(Se hacen ambos un gesto de silencio cómplice, llevándose un dedo a los labios.)

¡A Suiza! (Sale Hans. Fernando queda solo, ensimismado, con un gesto triste que

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lucha por arrancarse. Enciende un pitillo. Vuelve el Amante, mirando furtivamente

a todos lados.)

AMANTE.—¿No está?

FERNANDO.—¿Cora?... En el jardín; preparando el coche.

AMANTE.—Qué mujer, Fernando..., es terrible. ¿Por qué habrá venido? ¡Tan bella

como yo la soñaba!

FERNANDO.—Y sin embargo es la verdadera. La que cantaba para usted aquella

noche del «Fausto».

AMANTE.—Ah, no; la mía es otra cosa: una ilusión, un poema sin palabras. Los

ojos, sí: son los mismos de aquella noche.

FERNANDO.—Puede ser para usted la gran aventura.

AMANTE.—Una aventura peligrosa. Usted no la conoce: esa mujer me mata en

quince años.

FERNANDO.—Es el amor.

AMANTE.—¡Pero qué amor! Yo soñaba los besos de mujer como una caricia

suave; como un repicar de pétalos en la piel. Cora no es eso.

FERNANDO.—¡Besa fuerte, eh!

AMANTE.—¡Muerde! Trepida..., estalla. Ahora ya me voy acostumbrando un poco.

Pero ayer... del primer beso que me dio, me tiró al suelo. ¡Y abrazando! Se enrolla,

rechina, solloza unas cosas guturales que ponen los pelos de punta. ¡Es un

temblor de tierra, Fernando, es un temblor!

FERNANDO.—Le ha tomado usted miedo.

AMANTE.—Miedo, miedo, no. La quiero, me gustaría verla siempre. Pero un poco

desde lejos.

FERNANDO.—Desde lo alto de la galería.

AMANTE.—Eso, así: desde lo alto.

FERNANDO.—¿No se iban a marchar ustedes juntos?

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AMANTE.—Ahí está, que sí..., que no tengo más remedio que marchar con ella,

que los minutos van pasando. ¡Y que no sé qué hacer!

FERNANDO.—La gran aventura no se presenta más que una vez en la vida.

Usted la tiene ahora en sus manos. Piénselo bien.

AMANTE.—¡Si pudiera quedarme solamente con los ojos!

FERNANDO.—Pero, ¿no era este momento lo que usted soñaba?

AMANTE.—Ah, soñar es otra cosa.

FERNANDO.—¡Cora Yako es el amor, los barcos, los países lejanos!...

AMANTE.—Pero, qué países, Fernando. Llenos de peligros horribles: los

mosquitos verdes..., las fiebres intestinales..., ¡los cónsules!

FERNANDO.—¡Es la India de los dioses! ¡El Japón de los héroes y los amantes!

AMANTE.—No puedo..., no puedo... (Se sienta, desfallecido.)

FERNANDO.—En ese caso, hay otra solución. Renuncie a la Cora Yako auténtica.

Quédese con la que usted ha soñado. Y dedíquese a escribir.

AMANTE.—¿A escribir?

FERNANDO.—Sí: es otra forma de heroísmo. Las novelas nunca las han escrito

más que los que son incapaces de vivirlas. ¿Qué sueldo tenía usted en el banco?

AMANTE.—Nada; doscientas cincuenta pesetas.

FERNANDO.—Yo puedo ofrecerle quinientas en el periódico, y vacaciones

pagadas. ¿Quiere usted encargarse de la página de viajes y aventuras?

AMANTE (Ilusionado).—¿Cree usted que serviré?

FERNANDO.—¿Por qué no?

AMANTE.—Es que yo no he salido nunca de mi casa de huéspedes.

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FERNANDO.—¿Y qué importa eso? El arte no es cosa de experiencia; es cosa de

imaginación. Javier de Maiestre hacía viajes maravillosos alrededor de su cuarto;

Beethoven era sordo; Milton cuando escribió el canto a la luz, estaba ciego.

AMANTE.—Si valiera la pena..., yo tengo un libro de versos.

FERNANDO.—Rómpalo usted en seguida. Y no se atreva a confesar eso entre los

compañeros; le perderán el respeto. (Suena en el jardín el primer bocinazo.)

AMANTE.—¡Ahí está ya! (Sin acertar con su reloj.) ¿Qué hora es?

FERNANDO.—¡Las once en punto!

AMANTE.—Al tercer bocinazo, arranca. ¿Qué hago, Fernando, qué hago?

FERNANDO.—¡Va uno! No lo piense más. (Señalando alternativamente al jardín y

al interior.) O se va usted por ahí a vivir aventuras... o se va por ahí a escribirlas.

AMANTE.—Es que no tengo un céntimo..., estoy seguro de que me mareo en el

avión...

FERNANDO.—¡Pero es una mujer la que le está llamando!

AMANTE.—No tengo más que dos camisas...

FERNANDO.—¡Es Cora Yako!

AMANTE.—Los mosquitos verdes...

FERNANDO.—¡Es el amor!

AMANTE.—Los cocodrilos... (Suena otro bocinazo.)

FERNANDO.—¡Dos!

AMANTE (A gritos.)—¡Voy! (Corre hacia el jardín. Se detiene en el umbral. Se

vuelve, nervioso y urgente.) Fernando..., ¿qué es un caballo blanco?

FERNANDO.—¡A estas horas!

AMANTE.—Por su alma, que es un problema de vida o muerte.

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FERNANDO.—Según. Científicamente, es un simple equino monodáctilo de

cuatro patas y pigmento claro.

AMANTE.—¿Y artísticamente?

FERNANDO.—Ah, artísticamente... es un viejo que pasa

AMANTE (Aniquilado).—El viejo... que paga (Reacciona con violencia.) Y era eso

lo que me proponía... ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No voy! (Suena la tercera

llamada.)

FERNANDO.—¡Y tres! (Se asoma al jardín. Se le ve hacer un gesto de

despedida.)

AMANTE (Contemplando melancólicamente su reloj). —Las once. A las cuatro en

Valencia..., al anochecer en Marsella..., el mar... (En un impulso repentino) Cora...

¡Cora!

FERNANDO.—Ya se fue.

AMANTE.—Soy un pobre hombre...

FERNANDO.—¡Es usted un héroe! Déjela marchar en paz y recuérdela. Es mejor.

Son dos vidas que no podrían fundirse nunca. Y ahora, a escribir el reportaje para

la semana que viene. Título: «Una noche con Cora Yako en el Japón.»

AMANTE.—¿En el Japón?

FERNANDO.—Sí. Las fotografías ya las haremos en el estudio, como siempre.

AMANTE.—¿Me dejará usted poner algo de las gheisas?

FERNANDO.—Y de los petirrojos también; y de los cerezos en flor. Pero con

cuidado, eh, con cuidado.

AMANTE.—¿Una cosa así? «Habíamos tomado al amanecer el avión de

Yokohama...»

FERNANDO.—Así, muy bien.

AMANTE.—«Cora reía junto a mí, a tres mil pies sobre las islas blancas de

crisantemos...» (Saliendo.)

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FERNANDO.—Así. Así... Tenemos hombre.

FERNANDO Y CHOLE

FERNANDO (Acudiendo a ella al verla llegar).—¡Oh, Chole! ¿Estás mejor? ¿Te

sientes débil todavía? CHOLE.—Ya pasó todo. FERNANDO.—¿ Todo ?

CHOLE.—El dolor, el peligro... Lo otro, habrá que resolverlo también tarde o

temprano. (Pausa. Con un tierno reproche.) ¿Por qué te escondes, Fernando? No

te he visto desde ayer. ¿Crees que puede adelantarse algo así? Hay delante de

nosotros una verdad cruel que no se borra con cerrar los ojos.

FERNANDO.—No pienses ahora en eso. No te he visto porque el doctor me lo

prohibió. Tenías fiebre; necesitabas reposo y soledad.

CHOLE.—¿No me viste anoche?

FERNANDO.—Sí. No respirabas todavía. Cuando te caíste al lago...

CHOLE.—¿También tú? ¿También tú dices «cuando te caíste»?... ¿Por qué

quieres engañarte a ti mismo? No me caí: lo quise yo. Iba a buscar la muerte.

FERNANDO.—¡No, Chole, no es posible!

CHOLE.—También me lo parece a mí ahora. Pero ayer... Dime, Fernando; hay

una cosa que necesito saber, que no he querido preguntar a nadie porque tengo

miedo a la verdad. Pero que no se puede callar más. Dime, anoche..., cuando me

caí..., hubo un hombre que arriesgó su vida por la mía. Lo vi entre sueños... ¿Eras

tú, verdad? (Le mira angustiada, esperando.)

FERNANDO.—No.

CHOLE.—No eras tú...

FERNANDO.—Hubiera querido serlo. Pero fue Juan. Él te vio caer; yo no lo supe

hasta después, cuando te trajeron aquí.

CHOLE (Acariciando inconscientemente las flores del hermano).—Pobre Juan...

Toda la noche ha estado sin sueño, con el oído pegado a mi puerta, oyéndome

respirar. Ha sufrido más que yo misma. Tú no sabes, Fernando, qué bueno..., qué

bueno y qué desgraciado es tu hermano.

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FERNANDO.—Lo sé todo.

CHOLE.—¿Todo?... ¿Has hablado con él?

FERNANDO.—Con el doctor. El no me lo diría nunca. Yo tampoco me atrevo a

hablarle. Nos estamos huyendo como dos lobos heridos que se tienen miedo.

CHOLE.—¡Hasta cuándo!

FERNANDO.—¡Hasta ahora mismo! No puedo más. Compréndelo, Chole: hasta

para ser desgraciado hace falta un poco de costumbre. Yo no puedo, no resisto.

CHOLE.—¿Has pensado alguna solución?

FERNANDO.—¡Salir de aquí..., huir!

CHOLE.—¿Y adonde? ¿Dónde podríamos escondernos que el recuerdo de Juan

no estuviera con nosotros? No, Fernando..., no hay ya felicidad posible. La sombra

de tu hermano se metería entre nuestros besos, enfriándonos los labios.

FERNANDO.—¿Y qué podemos hacer? ¿Era solución lo que tú pensaste anoche?

¿Creías que desapareciendo tú, íbamos a aproximarnos él y yo? Tu muerte nos

hubiera separado todavía más, convirtiendo en odio lo que hasta ahora no ha sido

más que dolor.

CHOLE.—Es posible. Pero desde anoche no he dejado de pensar.

FERNANDO.—¿Y qué has pensado?

CHOLE.—Juan no ha tenido nunca nada suyo. Ha estado siempre solo entre

todos nosotros, contemplando nuestra felicidad con sus ojos hambrientos, como

un niño pobre delante de un escaparate. ¡No puede seguir solo! Vete tú si puedes.

Yo me quedo.

FERNANDO.—¿Con él?

CHOLE.—Yo seré a su lado la madre que no le supo comprende, la hermana que

no tuvo. ¡Que haya por lo menos en su vida una ilusión de mujer!

FERNANDO.—¡Pero eso no puede ser, Chole! ¡No es así como te quiere Juan!

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CHOLE.—Lo sé; se lo oí ayer a él mismo. Y todavía ayer fui injusta una vez más.

Tenía a mi lado un corazón sangrando desesperado, y sólo sentí miedo, casi

repugnancia..., como si un mendigo me asaltara en la calle.

FERNANDO.—No puede ser, Chole. Ahora es cuando estás ciega, atormentada

de remordimientos por culpas que no existen.

CHOLE.—No; ciegos estábamos antes; cuando no había en la tierra otra cosa que

nuestra felicidad. Ni una vez se nos ocurrió mirar alrededor nuestro. ¡Y allí estaba

siempre Juan, tiritando como un perro a la puerta!

FERNANDO.—Pero, ¿es que crees que no lo siento yo?

¿Crees que el corazón de mi hermano no me duele a mí también? Si yo pudiera

hacerle feliz, todo lo daría por él. Pero es que nada podemos hacer que no sea

engañarle. No te atormentes más. Salgamos de aquí. Nunca podrás ser feliz con

él.

CHOLE.—No se trata de que yo sea feliz. ¡Lo he sido tanto! Ahora lo que importa

es él.

FERNANDO (nervioso, cogiéndola de los brazos.)—No, Chole, no pretendas jugar

con tus sentimientos. Mira que el corazón tiene sorpresas peligrosas... ¡Mira que

mañana puede ser tarde!

CHOLE.—No es tiempo de pensar. Mi puesto ahora está aquí, a su lado.

FERNANDO.—¿Porque te salvó la vida?

CHOLE.—Porque me ha entregado toda la suya.

FERNANDO.—Pero entonces... (Le levanta el rostro.) Mírame bien. ¿Qué está

empezando a nacer dentro de ti? ¡Contesta!

CHOLE (Se suelta suplicante pero resuelta).—¡Por lo que más quieras..., déjame!

FERNANDO.—No, no es posible. Es tu piedad de mujer que te está tendiendo una

trampa. Y Juan mismo tiene que impedirte caer en ella. Que nos perdone o que

nos mate juntos..., ¡pero engañarle, no! (Va hada el interior llamando.) ¡Juan...,

Juan!

(Juan aparece en el umbral del fondo. Chole, pálida al verle, lanza una rápida

mirada de súplica a Fernando, y se dirige a él.)

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CHOLE.—¡No le escuches, Juan, no le escuches!...

Juan, con los ojos fijos en el hermano, avanza apartando a Chole sin mirarla, con

suave energía.)

JUAN.—¿Para qué me llamas con tanto grito? ¿Hay algo tuyo en peligro y

necesitas, como siempre, que te lo defienda yo?

FERNANDO.—No. Lo único que quiero es que ¡cueste lo que cueste! no quede

nada oscuro entre nosotros. Ahora necesito toda la verdad.

JUAN.—¿No la has oído ya? ¿O crees que Chole, por gratitud, iba a representar

esta vieja farsa cruel? Ella, tan leal, tan entera, ¿te la imaginas tratando de pagar

un verdadero amor con unas migajas de esa felicidad que os sobra a los dos?

FERNANDO (Retrocede sin voz al comprender que Juan ha oído).—Juan...

JUAN.—No, Fernando, no; ni yo acepto limosnas ni ella caería en la torpeza de

una mentira piadosa. ¿Quieres la prueba? Ahora mismo te la va a dar... ¡y con los

ojos de frente! ¿Verdad, Chole? (Chole, situada entre ambos, retrocede también.)

Vamos, ¿qué esperas? Ahí tienes a Fernando. El hombre feliz, el que no ha tenido

que luchar jamás porque la vida se lo ha dado todo; el que podía jugar en los

jardines cuando se moría su madre... Ahí lo tienes. Él no ha sabido nunca que

había dolor en el mundo. Con él están la alegría y la salud, y todas las gracias de

la vida. Aquí sólo está el pobre Juan, con su miseria y con su amor. Elige, Chole.

¡Para siempre! (Chole vacila. Suplica a Fernando con el gesto y avanza

dolorosamente hacia Juan.)

CHOLE.—Juan...

JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción desbordada. Sus palabras

tiemblan llenas de fiebre).—¡La ves, Fernando! ¡En mis brazos! Ya no eres tú solo.

También Juan puede triunfar ¡por una vez! (Levanta en sus manos el rostro de

ella, lleno de lágrimas.) Pero también... por una vez..., tengo el orgullo de ser más

fuerte que tú, más generoso que tú... Llévatela lejos. Ahora ya podéis ser felices

sin remordimientos. Porque también yo, ¡por una vez siquiera!, he sido bueno

como tú y feliz como tú... y te he visto llorar.

FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan!

JUAN.—¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ternura contenida.) Gracias,

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CHOLE... Ya sabía yo que no podía ser, que te engañabas a ti misma. Pero

gracias por lo que has querido hacer. Llévatela, Fernando. Sólo os pido que os

vayáis a vivir lejos. Dejadme a mí gozar solo el único día feliz que ha habido en mi

vida...

(Chole, sin encontrar palabras de despedida, estrecha conmovida las manos de

Juan. Recoge luego sus flores, apretándolas contra el pecho, y sale reclinada en

el hombro de Femando. Juan, agotado por el enorme esfuerzo, desfallece un

momento. Se domina. Tiene ahora una expresión de frialdad fatal. Va al escritorio,

lo abre y toma una pistola. Pasa Alicia. Al verla, esconde el arma, volviéndose.)

ALICIA Y JUAN

ALICIA.—Buenos días, Juan... (Corre el cerrojo de la Galería del silencio, y coloca

en lugar bien visible un cartel que dice: «Prohibido suicidarse en Primavera». En el

jardín pianísimo —cuerda sola—, comienza a oírse de nuevo el himno de

Beethoven.) Es una orden de Chole... ¿Le ocurre algo, Juan?

JUAN.—Nada...

ALICIA.—Está usted temblando.

JUAN.—Un poco de fiebre, quizá.

ALICIA.—Es el día... ¿Oye usted esa música?

JUAN.—¿Qué es?

ALICIA.—Beethoven: un himno de gracias a la primavera. También él estaba solo

y con fiebre cuando lo escribió. Pero él sabía que la primavera trae siempre una

flor y una promesa para todos.

JUAN.—¿Lo cree usted así?

ALICIA.—El doctor me lo dijo un día: «No pidas nunca nada a la vida. Y algún día

la vida te dará una sorpresa maravillosa.»

JUAN.—¿Y espera usted?

ALICIA.—Siempre... ¿Quiere hacerme el favor, Juan? Hoy es día de vida y de

esperanza. Es preciso que desaparezca de aquí todo lo que recuerde la muerte...

¿Quiere darme eso que esconde ahí?

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JUAN (Turbado, entregando su pistola).—Perdón...

ALICIA.—Voy a tirarla al estanque. En el mismo sitio donde Chole resbaló ayer.

(Va a salir.)

JUAN.—Alicia... Espere..., tengo miedo de quedarme solo. ¿Me permite que la

acompañe, Alicia?

ALICIA.—Gracias... (Le ofrece su brazo. Avanzan juntos hacia el jardín. El himno

de Beethoven suena ahora —cuerda y viento—fortísimo y solemne. Va cayendo

lentamente el telón.)

Telón

FIN DE «PROHIBIDO SUICIDARSE EN PRIMAVERA»

Gabriel García Márquez

Crónica de una muerte anunciada

El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó

a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que

llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un

bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y

por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se

sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.

«Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero,

su madre, evocando 27 años después los pormenores de

aquel lunes ingrato.

«La semana anterior había soñado que iba solo en un

avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me

dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños

ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún

augurio aciago en esos dos sueños de su hijo ni en los otros sueños con árboles

que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.

Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin

quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de

cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de

bodas que se había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las

muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que

fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento

pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día

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muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos

coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar

que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un

buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un

tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y

que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la

que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome

de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes,

y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque

pensé que las habían soltado en honor del obispo.

Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas

sin almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un

atuendo de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el

vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro,

la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy

buen juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357

Magnum, cuyas balas blindadas, según él decía, podían partir un caballo por la

cintura. En época de perdices llevaba también sus aperos de cetrería. En el

armario tenía además un rifle 30.06 Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland

Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de

repetición. Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro

de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día le sacó los

proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.

«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que

guardaba las armas en un lugar y escondía la munición en otro lugar muy

apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas

dentro de la casa.

Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una

sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al

chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared

de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y

convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la

iglesia, al otro extremo de la plaza.

Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel

percance. La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por

el dormitorio. La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una

aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la

puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para siempre.

Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los

árboles.

—Todos los sueños con pájaros son de buena salud —dijo.

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Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré

postrada por las últimas luces de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado

tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria.

Apenas si distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las

sienes para el dolor de cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que pasó

por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las pitas del cabezal de la

hamaca para tratar de incorporarse, y había en la penumbra el olor de bautisterio

que me había sorprendido la mañana del crimen.

Apenas aparecí en el vano de la puerta me confundió con el recuerdo de Santiago

Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua

sola, porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón».

Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina,

hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue

el hombre de mi vida».

Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y era

esbelto y pálido, y tenía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre.

Era el hijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de

felicidad, pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres

años antes, y siguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su

muerte. De ella heredó el instinto. De su padre aprendió desde muy niño el

dominio de las armas de fuego, el amor por los caballos y la maestranza de las

aves de presas altas, pero de él aprendió también las buenas artes del valor y la

prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante de Plácida Linero para

que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados en el pueblo, y la única vez

que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una demostración de

altanería en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo había forzado a

abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse cargo

de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre y

pacífico, y de corazón fácil.

El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de

fecha cuando lo vio vestido de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo. Pero

él le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el

anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés.

—Ni siquiera se bajará del buque —le dijo—. Echará una bendición de

compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo.

Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una

fascinación irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su

madre, en cambio, lo único que le interesaba de la llegada del obispo era que el

hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había oído estornudar mientras

dormía. Le aconsejó que llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós

con la mano y salió del cuarto. Fue la última vez que lo vio.

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Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni

en todo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes

de su muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto». Estaba

descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes,

cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se levantaba con cara de

mala noche», recordaba sin amor Victoria Guzmán. Divina Flor, su hija, que

apenas empezaba a florecer, le sirvió a Santiago Nasar un tazón de café cerrero

con un chorro de alcohol de caña, como todos los lunes, para ayudarlo a

sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de la

lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía una respiración sigilosa.

Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a beber a sorbos lentos el tazón

de café, pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que

destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzmán se

conservaba entera. La niña, todavía un poco montaraz, parecía sofocada por el

ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la agarró por la muñeca cuando ella iba

a recibirle el tazón vacío.

—Ya estás en tiempo de desbravar —le dijo.

Victoria Guzmán le mostró el cuchillo ensangrentado.

—Suéltala, blanco —le ordenó en serio—. De esa agua no beberás mientras yo

esté viva.

Había sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La había

amado en secreto varios años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en

su casa cuando se le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido más

reciente, se sabía destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le

causaba una ansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése»,

me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a

su padre —le replicó Victoria Guzmán—. Un mierda». Pero no pudo eludir una

rápida ráfaga de espanto al recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella

arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo

humeante.

—No seas bárbara —le dijo él—. Imagínate que fuera un ser humano.

Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para entender que un hombre

acostumbrado a matar animales inermes expresara de pronto semejante horror.

«Dios Santo —exclamó asustada—, de modo que todo aquello fue una

revelación!» Sin embargo, tenía tantas rabias atrasadas la mañana del crimen,

que siguió cebando a los perros con las vísceras de los otros conejos, sólo por

amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En ésas estaban cuando el pueblo

entero despertó con el bramido estremecedor del buque de vapor en que llegaba

el obispo.

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La casa era un antiguo depósito de dos pisos, con paredes de tablones bastos y

un techo de cinc de dos aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los

desperdicios del puerto. Había sido construido en los tiempos en que el río era tan

servicial que muchas barcazas de mar, e inclusive algunos barcos de altura, se

aventuraban hasta aquí a través de las ciénagas del estuario.

Cuando vino Ibrahim Nasar con los últimos árabes, al término de las guerras

civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las mudanzas del río, y el

depósito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compró a cualquier precio para poner

una tienda de importación que nunca puso, y sólo cuando se iba a casar lo

convirtió en una casa para vivir. En la planta baja abrió un salón que servía para

todo, y construyó en el fondo una caballeriza para cuatro animales, los cuartos de

servicio, y tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde entraba

a toda hora la pestilencia de las aguas. Lo único que dejó intacto en el salón fue la

escalera en espiral rescatada de algún naufragio. En la planta alta, donde antes

estuvieron las oficinas de aduana, hizo dos dormitorios amplios y cinco camarotes

para los muchos hijos que pensaba tener, y construyó un balcón de madera sobre

los almendros de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba en las tardes de

marzo a consolarse de su soledad.

En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero

con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco

más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo

muelle. Ésa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque era el acceso

natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo

sin pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en ocasiones festivas,

permanecía cerrada y con tranca. Sin embargo, fue por allí, y no por la puerta

posterior, por donde esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar,

y fue por allí por donde él salió a recibir al obispo, a pesar de que debía darle una

vuelta completa a la casa para llegar al puerto.

Nadie podía entender tantas coincidencias funestas. El juez instructor que vino de

Riohacha debió sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una

explicación racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba

citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal. En realidad, la única

explicación válida parecía ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con

su razón de madre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba

bien vestido».

Parecía una verdad tan fácil, que el instructor la registró en una nota marginal,

pero no la sentó en el sumario.

Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su

hija sabían que a Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el

curso de sus años admitió que ambas lo sabían cuando él entró en la cocina a

tomar el café. Se lo había dicho una mujer que pasó después de las cinco a pedir

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un poco de leche por caridad, y les reveló además los motivos y el lugar donde lo

estaban esperando. «No la previne porque pensé que eran habladas de

borracho», me dijo. No obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior,

cuando ya su madre había muerto, que ésta no le había dicho nada a Santiago

Nasar porque en el fondo de su alma quería que lo mataran. En cambio ella no lo

previno porque entonces no era más que una niña asustada, incapaz de una

decisión propia, y se había asustado mucho más cuando él la agarró por la

muñeca con una mano que sintió helada y pétrea, como una mano de muerto.

Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los

bramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la

puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos

del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos

colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra

vez la mano de gavilán carnicero.

«Me agarró toda la panocha —me dijo Divina Flor—. Era lo que hacía siempre

cuando me encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el

susto de siempre sino unas ganas horribles de llorar». Se apartó para dejarlo salir,

y a través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el

resplandor del amanecer, pero no tuvo valor para ver nada más.

«Entonces se acabó el pito del buque y empezaron a cantar los gallos —me dijo—

. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos en el

pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo». Lo único que ella pudo hacer

por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra

las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de

urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta

un papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo

estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y

otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo

cuando Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo

vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado.

Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas

de los almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de

colores de la boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en

honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia,

donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar de botellas vacías y

toda clase de desperdicios de la parranda pública. Cuando Santiago Nasar salió

de su casa, varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos

del buque.

El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la

iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para

matarlo. Clotilde Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el

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resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya

parecía un fantasma», me dijo.

Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en

el regazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el

aliento para no despertarlos.

Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que

costaba trabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole»,

decía el sumario.

Yo, que los conocía desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa

mañana llevaban todavía los vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado

gruesos y formales para el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas

de mala vida, pero habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían

dejado de beber desde la víspera de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo

de tres días, sino que parecían sonámbulos desvelados. Se habían dormido con

las primeras auras del amanecer, después de casi tres horas de espera en la

tienda de Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde el viernes. Apenas

si habían despertado con el primer bramido del buque, pero el instinto los despertó

por completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos agarraron entonces

el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó a levantarse.

—Por el amor de Dios —murmuró Clotilde Armenta—. Déjenlo para después,

aunque sea por respeto al señor obispo.

«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido

una ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos

Vicario reflexionaron, y el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos

siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo

miraban más bien con lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela

de monjas atravesaron la plaza en ese momento trotando en desorden con sus

uniformes de huérfanas.

Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se bajó del buque. Había mucha gente en

el puerto además de las autoridades y los niños de las escuelas, y por todas

partes se veían los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al

obispo, porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga

había tanta leña arrumada, que el buque habría necesitado por lo menos dos

horas para cargarla. Pero no se detuvo. Apareció en la vuelta del río, rezongando

como un dragón, y entonces la banda de músicos empezó a tocar el himno del

obispo, y los gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los otros

gallos del pueblo.

Por aquella época, los legendarios buques de rueda alimentados con leña estaban

a punto de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni

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camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la corriente.

Pero éste era nuevo, y tenía dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada

como un brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un ímpetu de barco de

mar. En la baranda superior, junto al camarote del capitán, iba el obispo de sotana

blanca con su séquito de españoles. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha

dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según ella, fue que el silbato del buque

soltó un chorro de vapor a presión al pasar frente al puerto, y dejó ensopados a`

los que estaban más cerca de la orilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo empezó a

hacer la señal de la cruz en el aire frente a la muchedumbre del muelle, y después

siguió haciéndola de memoria, sin malicia ni inspiración, hasta que el buque se

perdió de vista y sólo quedó el alboroto de los gallos.

Santiago Nasar tenía motivos para sentirse defraudado. Había contribuido con

varias cargas de leña a las solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y

además había escogido él mismo los gallos de crestas más apetitosas. Pero fue

una contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con él en el

muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar

de que las aspirinas no le habían causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y

sólo estaba pensando en lo que había costado la boda», me dijo.

Cristo Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras que aumentaron el asombro.

Había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de

las cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino que se quedó

conversando en casa de sus abuelos. Allí obtuvo muchos datos que le faltaban

para calcular los costos de la parranda. Contó que se habían sacrificado cuarenta

pavos y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar

para el pueblo en la plaza pública. Contó que se consumieron 205 cajas de

alcoholes de contrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que fueron

repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que

no hubiera participado de algún modo en la parranda de mayor escándalo que se

había visto jamás en el pueblo. Santiago Nasar soñó en voz alta.

—Así será mi matrimonio —dijo—. No les alcanzará la vida para contarlo.

Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una vez más en la buena suerte de Flora

Miguel, que tenía tantas cosas en la vida, y que iba a tener además a Santiago

Nasar en la Navidad de ese año. «Me di cuenta de pronto de que no podía haber

un partido mejor que él», me dijo. «Imagínate: bello, formal, y con una fortuna

propia a los veintiún años». Ella solía invitarlo a desayunar en nuestra casa

cuando había caribañolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella

mañana. Santiago Nasar aceptó entusiasmado.

—Me cambio de ropa y te alcanzo —dijo, y cayó en la cuenta de que había

olvidado el reloj en la mesa de noche—. ¿Qué hora es?

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Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia

la plaza.

—Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa —le dijo a mi hermana.

Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba

servido.

«Era una insistencia rara —me dijo Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he

pensado que Margot ya sabía que lo iban a matar y quería esconderlo en tu

casa». Sin embargo, Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras

él se ponía la ropa de montar, pues tenía que estar temprano en El Divino Rostro

para castrar terneros. Se despidió de ella con la misma señal de la mano con que

se había despedido de su madre, y se alejó hacia la plaza llevando del brazo a

Cristo Bedoya. Fue la última vez que lo vio.

Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a Santiago Nasar lo iban a

matar.

Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde

municipal desde hacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis

razones muy reales para creer que ya no corría ningún peligro», me dijo. El padre

Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que

todo había sido un infundio», me dijo.

Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos

les pareció imposible que no lo estuviera.

En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía

ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la

casa aunque fuera amarrado», declaró al instructor. Era extraño que no lo supiera,

pero lo era mucho más que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de

todo antes que nadie en la casa, a pesar de que hacía años que no salía a la calle,

ni siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud suya desde que empecé a

levantarme temprano para ir a la escuela. La encontraba como era en aquellos

tiempos, lívida y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de ramas en el

resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo de café me iba contando

lo que había ocurrido en el mundo mientras nosotros dormíamos. Parecía tener

hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo, sobre todo con la de

su edad, y a veces nos sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido

conocer sino por artes de adivinación.

Aquella mañana, sin embargo, no sintió el pálpito de la tragedia que se estaba

gestando desde las tres de la madrugada.

Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot salía a recibir al

obispo la encontró moliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele

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decir mi madre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alboroto distante

con la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la boda.

Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al

río.

Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente

estaba demasiado excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras

novedades. Habían puesto a los enfermos acostados en los portales para que

recibieran la medicina de Dios, y las mujeres salían corriendo de los patios con

pavos y lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la orilla opuesta

llegaban canoas adornadas de flores. Pero después de que el obispo pasó sin

dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanzó su tamaño de

escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoció completa y de un

modo brutal: Ángela Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el día

anterior, había sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontró

que no era virgen. «Sentí que era yo la que me iba a morir», dijo mi hermana.

«Pero por más que volteaban el cuento al derecho y al revés, nadie podía

explicarme cómo fue que el pobre Santiago Nasar terminó comprometido en

semejante enredo». Lo único que sabían con seguridad era que los hermanos de

Ángela Vicario lo estaban esperando para matarlo.

Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro para no llorar. Encontró a mi

madre en el comedor, con un traje dominical de flores azules que se había puesto

por si el obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible

mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que había un puesto más que de

costumbre.

—Es para Santiago Nasar —le dijo mi madre—. Me dijeron que lo habías invitado

a desayunar.

—Quítalo —dijo mi hermana.

Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera —me dijo—. Fue lo mismo de

siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la

mitad ya ella sabe cómo termina». Aquella mala noticia era un nudo cifrado para

mi madre. A Santiago Nasar le habían puesto ese nombre por el nombre de ella, y

era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre

con Pura Vicario, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no había acabado

de escuchar la noticia cuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la

mantilla de iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de pésame. Mi padre,

que había oído todo desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le

preguntó alarmado para dónde iba.

—A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el

mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.

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—Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.

—Hay que estar siempre de parte del muerto —dijo ella.

Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más

pequeños, tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les

hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo.

—Espérate y me visto —le dijo él.

Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de siete

años, era el único que estaba vestido para la escuela.

—Acompáñala tú —ordenó mi padre.

Jaime corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró

de su mano. «Iba hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía

en voz muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no

sean desgracias».

No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron

pensar que me había vuelto loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía

a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de

la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza». Apresuró el paso,

con la determinación de que era capaz cuando estaba una vida de por medio,

hasta que alguien que corría en sentido contrario se compadeció de su desvarío.

—No se moleste, Luisa Santiaga —le gritó al pasar—. Ya lo mataron.

Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por

primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el

buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las

hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años,

pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos

dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta

corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de

cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él en el buque y no

pudo quitarle la vista de encima durante el viaje.

«Parecía marica —me dijo—. Y era una lástima, porque estaba como para

embadurnarlo de mantequilla y comérselo vivo». No fue la única que lo pensó, ni

tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre

de conocer a primera vista.

Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual:

«Ha venido un hombre muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro

se llama Bayardo San Román, y todo el inundo dice que es encantador, pero yo

no lo he visto».

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Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de

preguntárselo, un poco antes de la boda, le contestó: «Andaba de pueblo en

pueblo buscando con quien casarme». Podía haber sido verdad, pero lo mismo

hubiera contestado cualquier otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más

bien le servía para ocultar que para decir.

La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y

habló de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a

las veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama, y él mismo

lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula

suya para seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había

hablado de enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos

meses haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de

buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo

después de misa desafió a los nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó

rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi

madre me lo contó en una carta, y al final me hizo un comentario muy suyo:

«Parece que también está nadando en oro».

Esto respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era

capaz de hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de

recursos interminables.

Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere

mucho —me decía—, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado

comulgó de rodillas y ayudó a la misa en latín». En ese tiempo no estaba permitido

comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase

de precisiones superfluas cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin

embargo, después de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más en

las que nada me decía sobre Bayardo San Román, ni siquiera cuando fue

demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario.

Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido

cuando ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le

habían causado un estremecimiento de espanto.

—Se me pareció al diablo —me dijo—, pero tú mismo me habías dicho que esas

cosas no se deben decir por escrito.

Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no

lo encontré tan raro como decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy lejos

de la visión idílica de Magdalena Oliver. Me pareció más serio de lo que hacían

creer sus travesuras, y de una tensión recóndita apenas disimulada por sus

gracias excesivas.

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Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para entonces había

formalizado su compromiso de amores con Ángela Vicario.

Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La propietaria de la pensión

de hombres solos donde vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba

haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando Ángela

Vicario y su madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales.

Bayardo San Román despertó a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro

inclemente que parecían los únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la

tarde, y preguntó quién era la joven.

La propietaria le contestó que era la hija menor de la mujer que la acompañaba, y

que se llamaba Ángela Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta

el otro extremo de la plaza.

—Tiene el nombre bien puesto —dijo.

Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.

—Cuando despierte —dijo—, recuérdame que me voy a casar con ella.

Ángela Vicario me contó que la propietaria de la pensión le había hablado de este

episodio desde antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores.

«Me asusté mucho», me dijo. Tres personas que estaban en la pensión

confirmaron que el episodio había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto.

En cambio, todas las versiones coincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San

Román se habían visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante

una verbena de caridad en la que ella estuvo encargada de cantar las rifas.

Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho al mostrador atendido por la

rifera lánguida cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó cuánto costaba

la ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser el atractivo mayor de la

feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para rifar.

—Mejor —dijo él—, así será más fácil, y además, más barata.

Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del

amor. «Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas

ínfulas —me dijo, evocando aquel día—. Además, pensé que era un polaco». Su

contrariedad fue mayor cuando cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la

ansiedad de todos, y en efecto se la ganó Bayardo San Román. No podía

imaginarse que él, sólo por impresionarla, había comprado todo los números de la

rifa.

Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica

envuelta en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude

saber cómo supo que era mi cumpleaños», me dijo. Le costó trabajo convencer a

sus padres de que no le había dado ningún motivo a Bayardo San Román para

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que le mandara semejante regalo, y menos de una manera tan visible que no pasó

inadvertido para nadie. De modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo,

llevaron la ortofónica al hotel para devolvérsela a su dueño, y lo hicieron con tanto

revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la viera regresar.

Con lo único que no contó la familia fue con los encantos irresistibles de Bayardo

San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día siguiente,

turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortofónica y llevando además a

Bayardo San Román para seguir la parranda en la casa.

Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre,

Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer

primores de oro para mantener el honor de la casa. Purísima del Carmen, su

madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su

aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el rigor de su carácter.

«Parecía una monja», recuerda Mercedes.

Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de

los hijos, que a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas

mayores se habían casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija

intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos años después

seguían guardándole un luto aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle.

Los hermanos fueron criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas para

casarse. Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar

y planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar esquelas de

compromiso. A diferencia de las muchachas de la época, que habían descuidado

el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia antigua de velar a los

enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos.

Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de

dormir.

«Muchachas —les decía—: no se peinen de noche que se retrasan los

navegantes». Salvo por eso, pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son

perfectas —le oía decir con frecuencia—. Cualquier hombre será feliz con ellas,

porque han sido criadas para sufrir».

Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue difícil romper el

cerco, porque siempre iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres

solas y estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios

de los hombres.

Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi madre decía que había nacido

como las grandes reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el

cuello. Pero tenía un aire desamparado y una pobreza de espíritu que le

auguraban un porvenir incierto.

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Yo volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez

parecía más desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a

hacer flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. «Ya está de

colgar en un alambre —me decía Santiago Nasar—: tu prima la boba». De pronto,

poco antes del luto de la hermana, la encontré en la calle por primera vez, vestida

de mujer y con el cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero

fue una visión momentánea: su penuria de espíritu se agravaba con los años.

Tanto, que cuando se supo que Bayardo San Román quería casarse con ella,

muchos pensaron que era una perfidia de forastero.

La familia no sólo lo tomó en serió, sino con un grande alborozo. Salvo Pura

Vicario, quien puso como condición que Bayardo San Román acreditara su

identidad. Hasta entonces nadie sabía quién era. Su pasado no iba más allá de la

tarde en que desembarcó con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su

origen que hasta el engendro más demente podía ser cierto. Se llegó a decir que

había arrasado pueblos y sembrado el terror en Casanare como comandante de

tropa, que era prófugo de Cayena, que lo habían visto en Pernambuco tratando de

medrar con una pareja de osos amaestrados, y que había rescatado los restos de

un galeón español cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo San Román

le puso término a tantas conjeturas con un recurso simple: trajo a su familia en

pleno.

Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un

Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la

mañana. La madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba

el castellano todavía atravesado de papiamento, había sido proclamada en su

juventud como la más bella entre las 200 más bellas de las Antillas. Las

hermanas, acabadas de florecer, parecían dos potrancas sin sosiego. Pero la

carta grande era el padre: el general Petronio San Román, héroe de las guerras

civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del régimen conservador por

haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi

madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. «Me parecía

muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta

era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por,la espalda a Gerineldo

Márquez». Desde que asomó por la ventana del automóvil saludando con el

sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.

Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordobán con los cordones

cruzados, y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y

sostenidos con una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en

la solapa y un bastón con el escudo nacional esculpido en el pomo.

Fue el primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el polvo

ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer en el pescante

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para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo San Román se iba a

casar con quien quisiera.

Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía demasiado

hombre para mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había intentado

siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela

Vicario no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y sus hermanas

mayores con sus maridos, reunidos en la sala de la casa, le impusieron la

obligación de casarse con un hombre que apenas había visto. Los gemelos se

mantuvieron al margen. «Nos pareció que eran vainas de mujeres», me dijo Pablo

Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que una familia dignifica da por la

modestia no tenía derecho a despreciar aquel premio del destino. Ángela Vicario

se atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo

demolió con una sola frase:

—También el amor se aprende.

A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos

fue de sólo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Román. No fue más

corto porque Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la familia. Pero

el tiempo alcanzó sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San

Román arreglaba las cosas.

«Una noche me preguntó cuál era la casa que más me gustaba —me contó

Ángela Vicario—. Y yo le contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del

pueblo era la quinta del viudo de Xius». Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una

colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el paraíso sin límite de las

ciénagas cubiertas de anémonas moradas, y en los días claros del verano se

alcanzaba a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de

Cartagena de Indias. Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y

se sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar una partida de dominó.

—Viudo —le dijo—: le compro su casa.

—No está a la venta —dijo el viudo.

—Se la compro con todo lo que tiene dentro.

El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la antigua que los objetos

de la casa habían sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y

que para él seguían siendo como parte de ella. «Hablaba con el alma en la mano

—me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que estaba jugando con ellos—. Yo estaba

seguro que prefería morirse antes que vender una casa donde había sido feliz

durante más de treinta años».

También Bayardo San Román comprendió sus razones.

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—De acuerdo —dijo—. Entonces véndame la casa vacía.

Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya

mejor preparado, Bayardo San Román,Volvió a la mesa de dominó.

—Viudo —empezó de nuevo—: ¿Cuánto cuesta la casa?

—No tiene precio.

—Diga uno cualquiera.

—Lo siento, Bayardo —dijo el viudo—, pero ustedes los jóvenes no entienden los

motivos del corazón.

Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.

—Digamos cinco mil pesos —dijo.

—Juega limpio —le replicó el viudo con la dignidad alerta—. Esa casa no vale

tanto.

—Diez mil —dijo Bayardo San Román—. Ahora mismo, y con un billete encima del

otro.

El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. «Lloraba de rabia —me dijo el

doctor Dionisio Iguarán, que además de médico era hombre de letras—.

Imagínate: semejante cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por

una simple flaqueza del espíritu». Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin

vacilación con la cabeza.

—Entonces hágame un último favor —dijo Bayardo San Román—. Espéreme aquí

cinco minutos.

Cinco minutos después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas

enchapadas de plata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil

todavía con las bandas impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius murió dos

años después. «Se murió de eso —decía el doctor Dionisio Iguarán—. Estaba más

sano que nosotros, pero cuando uno lo auscultaba se le sentían borboritar las

lágrimas dentro del corazón». Pues no sólo había vendido la casa con todo lo que

tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo San Román que le fuera pagando poco a

poco porque no le quedaba ni un baúl de consolación para guardar tanto dinero.

Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se

le había conocido ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas

bajo el rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses

para casarse, Pura Vicario no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a

conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompañaron

para custodiarle la honra.

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«Lo único que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme —me dijo

Ángela Vicario—. Pero no me lo dio». Tan aturdida estaba que había resuelto

contarle la verdad a su madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos

únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la

disuadieron de su buena intención. «Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me

habían hecho creer que eran expertas en chanchullos de hombres».

Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la virginidad en accidentes de la

infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban a

cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la

mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran

incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no

podían responder de sus propios actos. «Lo único que creen es lo que vean en la

sábana», le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para

fingir sus prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de

recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con la

mancha del honor.

Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román, por su parte, debió casarse con la

ilusión de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna,

pues cuanto más aumentaban los planes de la fiesta, más ideas de delirio se le

ocurrían para hacerla más grande. Trató de retrasar la boda por un día cuando se

anunció la visita del obispo, para que éste los casara, pero Ángela Vicario se

opuso. «La verdad —me dijo— es que yo no quería ser bendecida por un hombre

que sólo cortaba las crestas para la sopa y botaba en la basura el resto del gallo».

Sin embargo, aun sin la bendición del obispo, la fiesta adquirió una fuerza propia

tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San Román se le salió de las

manos y terminó por ser un acontecimiento público.

El general Petronio San Román y su familia vinieron esta vez en el buque de

ceremonias del Congreso Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta

el término de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo

pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que

fue preciso restaurar el local olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir los

más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de

Mus que ya estaba dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le

regalaron un automóvil convertible con su nombre grabado en letras góticas bajo

el escudo de la fábrica. A la novia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro

para veinticuatro invitados.

Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos orquestas de valses que

desentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos de

acordeones que venían alborotados por la bulla de la parranda.

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La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo

de palma rematado por dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas

en enero.

Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y

un patio grande con gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los

gemelos tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de

destazar, que fue una buena fuente de recursos domésticos desde que a Poncio

Vicario se le acabó la vista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero

cuando éste se fue al servicio militar, su hermano gemelo aprendió también el

oficio de matarife.

El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las hermanas mayores

trataron de pedir una casa prestada cuando se dieron cuenta del tamaño de la

fiesta.

«Imagínate —me dijo Ángela Vicario—: habían pensado en la casa de Plácida

Linero, pero por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que

nuestras hijas se casan en nuestro chiquero, o no se casan». Así que pintaron la

casa de su color amarillo original, enderezaron las puertas y compusieron los

pisos, y la dejaron tan digna como fue posible para una boda de tanto estruendo.

Los gemelos se llevaron los cerdos para otra parte y sanearon la porqueriza con

cal viva, pero aun así se vio que iba a faltar espacio. Al final, por diligencias de

Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio, pidieron prestadas para

bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinteros para sentarse a

comer bajo la fronda de los tamarindos.

El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en la mañana de la boda, pues

llegó a buscar a Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a

vestirse de novia mientras no lo viera en la casa. «Imagínate —me dijo—: hasta

me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida». Su

cautela pareció natural, porque no había un percance público más vergonzoso

para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia. En cambio, el

hecho de que Ángela Vicario se atreviera a ponerse el velo y los azahares sin ser

virgen, había de ser interpretado después como una profanación de los símbolos

de la pureza. Mi madre fue la única que apreció como un acto de valor el que

hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las últimas consecuencias. «En aquel

tiempo —me explicó—, Dios entendía esas cosas». Por el contrario, nadie ha

sabido todavía con qué cartas jugó Bayardo San Román. Desde que apareció por

fin de levita y chistera, hasta que se fugó del baile con la criatura de sus

tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.

Tampoco se supo nunca con qué cartas jugó Santiago Nasar. Yo estuve con él

todo el tiempo, en la iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano

Luis Enrique, y ninguno de nosotros vislumbró el menor cambio en su modo de

ser. He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido

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juntos en la escuela y luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía

creer que tuviéramos un secreto sin compartir, y menos un secreto tan grande.

Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la víspera de su

muerte, calculando los costos de la boda. En la iglesia estimó que habían puesto

adornos florales por un valor igual al de catorce entierros de primera clase. Esa

precisión había de perseguirme durante muchos años, pues Santiago Nasar me

había dicho a menudo que el olor de las flores encerradas tenía para él una

relación inmediata con la muerte, y aquel día me lo repitió al entrar en el templo.

«No quiero flores en mi entierro», me dijo, sin pensar que yo había de ocuparme al

día siguiente de que no las hubiera. En el trayecto de la iglesia a la casa de los

Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas de colores con que adornaron las calles,

calculó el precio de la música y los cohetes, y hasta de la granizada de arroz crudo

con que nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio día los recién casados

hicieron la ronda del patio. Bayardo San Román se había hecho muy amigo

nuestro, amigo de tragos, como se decía entonces, y parecía muy a gusto en

nuestra mesa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el vestido de raso

ensopado de sudor, había asumido de pronto su cara de mujer casada. Santiago

Nasar calculaba, y se lo dijo a Bayardo San Román, que la boda iba costando

hasta ese momento unos nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo entendió como

una impertinencia. « Mi madre me había enseñado que nunca se debe hablar de

plata delante de la otra gente», me dijo. Bayardo San Román, en cambio, lo

recibió de muy buen talante y hasta con una cierta jactancia.

—Casi —dijo—, pero apenas estamos empezando. Al final será más o menos el

doble.

Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el último céntimo, y la vida le

alcanzó justo. En efecto, con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al día

siguiente en el puerto, 45 minutos antes de morir, comprobó que el pronóstico de

Bayardo San Román había sido exacto.

Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera

decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante años se siguió

hablando en mi casa de que mi padre había vuelto a tocar el violín de su juventud

en honor de los recién casados, que mi hermana la monja bailó un merengue con

su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de

mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial para no estar aquí al día

siguiente cuando viniera el obispo.

En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivencias

marginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San

Román, cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas

con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de

plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la

inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara

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conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma

me lo recordó cuando nos casamos catorce años después.

La imagen más intensa que siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la

del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo

habían puesto ahí pensando quizás que era el sitio de honor, y los invitados

tropezaban con él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar para que no

estorbara, y él movía la cabeza nevada hacia todos lados con una expresión

errática de ciego demasiado reciente, contestando preguntas que no eran para él

y respondiendo saludos fugaces que nadie le hacía, feliz en su cerco de olvido,

con la camisa acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que le habían

comprado para la fiesta.

El acto formal terminó a las seis de la tarde cuando se despidieron los invitados de

honor. El buque se fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses

de pianola, y por un instante quedamos a la deriva sobre un abismo de

incertidumbre, hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en

el manglar de la parranda. Los recién casados aparecieron poco después en el

automóvil descubierto, abriéndose paso a duras penas en el tumulto.

Bayardo San Román reventó cohetes, tomó aguardiente de las botellas que le

tendía la muchedumbre, y se bajó del coche con Ángela Vicario para meterse en

la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó que siguiéramos bailando por cuenta

suya hasta donde nos alcanzara la vida, y se llevó a la esposa aterrorizada para la

casa de sus sueños donde el viudo de Xius había sido feliz.

La parranda pública se dispersó en fragmentos hacia la media noche, y sólo

quedó abierto el negocio de Clotilde Armenta a un costado de la plaza.

Santiago Nasar y yo, con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos

para la casa de misericordias de María Alejandrina Cervantes. Por allí pasaron

entre muchos otros los hermanos Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y

cantando con Santiago Nasar cinco horas antes de matarlo. Debían quedar aún

algunos rescoldos desperdigados de la fiesta original, pues de todos lados nos

llegaban ráfagas de música y pleitos remotos, y nos siguieron llegando, cada vez

más tristes, hasta muy poco antes de que bramara el buque del obispo.

Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la noche

después de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los

estragos de la boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos

borrachos cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una

maletita de cosas personales que estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso

mandarle también una maleta con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa.

Se había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta. «Fueron tres toques muy

despacio —le contó a mi madre—, pero tenían esa cosa rara de las malas

noticias». Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz para no

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despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol público,

con la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantasía sostenidos con

tirantes elásticos. «Tenía ese color verde de los sueños», le dijo Pura Vicario a mi

madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando

Bayardo San Román la agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de

raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario

creyó que se habían desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el

fondo del precipicio.

—Ave María Purísima —dijo aterrada—. Contesten si todavía son de este mundo.

Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia el

interior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla

y le habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.

—Gracias por todo, madre —le dijo—. Usted es una santa.

Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la

muerte con su secreto. «Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con

una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a

matar», me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su

marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de

nada hasta el amanecer cuando ya estaba consumado el desastre.

Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia

por su madre. Encontraron a Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del

comedor y con la cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no

estaba asustada —me dijo—. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera

quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único que quería era que todo

terminara rápido para tirarme a dormir».

Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y

la sentó en la mesa del comedor.

—Anda, niña —le dijo temblando de rabia—: dinos quién fue.

Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las

tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres

confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo

certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde

siempre.

—Santiago Nasar —dijo.

El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue

admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio

que hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos

quienes vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su

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iglesia pocos minutos después del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural,

perseguidos de cerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos

con el acero limpio en la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por

el trabajo bárbaro de la muerte, y tenían la ropa y los brazos empapados y la cara

embadurnada de sudor y de sangre todavía viva, pero él párroco recordaba la

rendición como un acto de una gran dignidad.

—Lo matamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes.

—Tal vez ante Dios —dijo el padre Amador.

—Ante Dios y ante los hombres —dijo Pablo Vicario—. Fue un asunto de honor.

Más aún: en la reconstrucción de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho

más inclemente que el de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario

reparar con fondos públicos la puerta principal de la casa de Plácida Linero, que

quedó desportillada a punta de cuchillo. En el panóptico de Riohacha, donde

estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con que pagar la fianza

para la libertad condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por su buen

carácter y su espíritu social, pero nunca advirtieron en ellos ningún indicio de

arrepentimiento. Sin embargo, la realidad parecía ser que los hermanos Vicario no

hicieron nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de inmediato y sin

espectáculo público, sino que hicieron mucho más de lo que era imaginable para

que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.

Según me dijeron años después, habían empezado por buscarlo en la casa de

María Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato,

como muchos otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar

ya no estaba ahí a la hora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues

habíamos salido a hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto

que hubieran ido. «Jamás habrían vuelto a salir de aquí», me dijo María

Alejandrina Cervantes, y conociéndola tan bien, nunca lo puse en duda. En

cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde Armenta, por donde sabían que

iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar abierto»,

declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía que salir por ahí», me dijeron a

mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sabía que la puerta

principal de la casa de Plácida Linero permanecía trancada por dentro, inclusive

durante el día, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la

entrada posterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más

de una hora que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si después

salió por la puerta de la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan

imprevista que el mismo instructor del sumario no acabó de entenderla.

Nunca hubo una muerte más anunciada. Después de que la hermana les reveló el

nombre, los gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga, donde

guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de

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descuartizar, de diez pulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro de

limpiar, de siete pulgadas de largo por una y media de ancho.

Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de carnes,

donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los primeros clientes eran

escasos, pero veintidós personas declararon haber oído cuanto dijeron, y todas

coincidían en la impresión de que lo habían dicho con el único propósito de que

los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando

acababa de abrir su mesa de vísceras, y no entendió por qué llegaban el lunes y

tan temprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba

acostumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales

de cuero que se ponían para la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos —me

dijo Faustino Santos—, que no sólo se habían equivocado de hora sino también

de fecha». Les recordó que era lunes.

—Quién no lo sabe, pendejo —le contestó de buen modo Pablo Vicario—. Sólo

venimos a afilar los cuchillos.

Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo

los dos cuchillos y alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la

manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros

carniceros. Algunos se quejaron de no haber recibido su ración de pastel, a pesar

de ser compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las harían mandar más

tarde. Al final, hicieron cantar los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto

a la lámpara para que destellara el acero:

—Vamos a matar a Santiago Nasar —dijo.

Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso.

«Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo

mismo que Victoria Guzmán y tantos otros que los vieron después. Yo había de

preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un

alma predispuesta para matar un ser humano. Protestaron: «Cuando uno sacrifica

una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer

la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar

una vaca que hubiera conocido antes, y menos si había tomado su leche. Les

recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y

les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es cierto —me

replicó uno—, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores».

Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de

Pablo Vicario, y le preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar

habiendo tantos ricos que merecían morir primero.

—Santiago Nasar sabe por qué —le contestó Pedro Vicario.

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Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a

un agente de la policía que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado

para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba

Leandro Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular

durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar con él, pero

Clotilde Armenta me confirmó que fue la primera persona que estuvo en su tienda

cuando ya los gemelos Vicario se habían sentado a esperar.

Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el

sistema habitual. La tienda vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se

transformaba en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las

3.30 de la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se hacía cargo

de la cantina hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes

descarriados de la boda, que se acostó pasadas las tres sin haber cerrado, y ya

Clotilde Armenta estaba levantada más temprano que de costumbre, porque

quería terminar antes de que llegara el obispo.

Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de

comer, pero Clotilde Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no

sólo por el aprecio que les tenía, sino también porque estaba muy agradecida por

la porción de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la botella entera

con dos largas tragantadas, pero siguieron impávidos. «Estaban pasmados —me

dijo Clotilde Armenta—, y ya no podían levantar presión ni con petróleo de

lámpara». Luego se quitaron las chaquetas de paño, las colgaron con mucho

cuidado en el espaldar de las sillas, y pidieron otra botella. Tenían la camisa sucia

de sudor seco y una barba del día anterior que les daba un aspecto montuno. La

segunda botella se la tomaron más despacio, sentados, mirando con insistencia

hacia la casa de Plácida Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas estaban

apagadas. La más grande del balcón era la del dormitorio de Santiago Nasar.

Pedro Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en esa ventana, y

ella le contestó que no, pero le pareció un interés extraño.

—¿Le pasó algo? —preguntó.

—Nada —le contestó Pedro Vicario—. No más que lo andamos buscando para

matarlo.

Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero

se fijó en que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos

de cocina.

—¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan temprano? —preguntó.

—Él sabe por qué —contestó Pedro Vicario.

Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía tan bien que podía

distinguirlos, sobre todo después de que Pedro Vicario regresó del cuartel.

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«Parecían dos niños», me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había

pensado que sólo los niños son capaces de todo. Así que acabó de preparar los

trastos de la leche, y se fue a despertar a su marido para contarle lo que estaba

pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la escuchó medio dormido.

—No seas pendeja —le dijo—, ésos no matan a nadie, y menos a un rico.

Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos estaban conversando con

el agente Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que

hablaron, pero supuso que algo le habían dicho de sus propósitos, por la forma en

que observó los cuchillos al salir.

El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro.

Acababa de afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones

de los hermanos Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche

anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se vistió con calma, se hizo

varias veces hasta que le quedó perfecto el corbatín de mariposa, y se colgó en el

cuello el escapulario de la Congregación de María para recibir al obispo. Mientras

desayunaba con un guiso de hígado cubierto de anillos de cebolla, su esposa

le'contó muy excitada que Bayardo San Román había devuelto a Ángela Vicario,

pero él no lo tomó con igual dramatismo.

—¡Dios mío! —se burló—, ¿qué va a pensar el obispo?

Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que acababa de decirle el

ordenanza, juntó las dos noticias y descubrió de inmediato que casaban exactas

como dos piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto

nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo.

«Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y empezaba a llover», me dijo el

coronel Lázaro Aponte. En el trayecto, tres personas lo detuvieron para contarle

en secreto que los hermanos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para

matarlo, pero sólo uno supo decirle dónde.

Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran

puras bravuconadas —me dijo con su lógica personal—, porque no estaban tan

borrachos como yo creía». Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino

que les quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los trataba con la misma

complacencia de sí mismo con que había sorteado la alarma de la esposa.

—¡Imagínense —les dijo—: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese

estado!

Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del

alcalde, pues pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer la

verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un argumento final.

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—Ya no tienen con qué matar a nadie —dijo.

—No es por eso —dijo Clotilde Armenta—. Es para librar a esos pobres

muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima.

Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos Vicario no

estaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que

les hiciera el favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su

alma.

—No se detiene a nadie por sospechas —dijo—. Ahora es cuestión de prevenir a

Santiago Nasar, y feliz año nuevo.

Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte

le causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz;

aunque un poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por

correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su

frivolidad. La verdad es que no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo

vio en el puerto, y entonces se felicitó por haber tomado la decisión justa.

Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas

que fueron a comprar leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes

de las seis.

A Clotilde Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente.

Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz

del dormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo

mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a

comprar la leche para las monjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la

cocina de la casa de Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria

Guzmán con la pordiosera que iba todos los días a pedir un poco de leche por

caridad. Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo estaba despierto

para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no sabíamos que los gemelos Vicario

estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el motivo

con sus pormenores completos.

Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los

hermanos Vicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de

descuartizar, con una hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de

ancho, que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en

una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro

era más corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en el sumario, tal

vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó apenas a indicar que parecía un

alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el crimen, y ambos

eran rudimentarios y muy usados.

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Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez

los cuchillos —me dijo— y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a

sacarle las tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo,

sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos». Esta

vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban

la misma determinación de antes.

En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más

distintos por dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles

tenían caracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela

primaria.

Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y

resuelto hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más

sentimental, y por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio

militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de

la familia. Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de

orden público. El régimen de tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró

la vocación de mandar y la costumbre de decidir por su hermano. Regresó con

una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la

medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de

permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la cárcel lograron sanarlo. Sus

amigos estábamos de acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una

dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario regresó con un alma

cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle a quien

quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a sentir,

inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su

hermano exhibía como una condecoración de guerra.

Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a

Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también

fue él quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el

alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando.

Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas

ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias veces que no le fue fácil

convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en realidad sino una

ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a

buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota

tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso

—me dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista—. Era como orinar vidrio

molido». Pablo Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con

los cuchillos. «Estaba sudando frío del dolor —me dijo— y trató de decir que me

fuera yo solo porque él no estaba en condiciones de matar a nadie». Se sentó en

uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo los árboles para el

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almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como

media hora cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la pinga», me dijo

Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diez minutos, pero fue algo tan

difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó como una nueva

artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le

puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra

perdida de la hermana.

—Esto no tiene remedio —le dijo—: es como si ya nos hubiera sucedido.

Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos

por el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar.

«No estaba lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al contrario —recordaba

Pedro—: había viento de mar y todavía las estrellas se podían contar con el

dedo». La noticia estaba entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la

puerta justo cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la, primera que lloró por

Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado —me dijo—, porque vi los

cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando sangre». Una de

las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de Prudencia

Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa

hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el

primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los

reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes

en la cocina. Aún no estaba el café.

—Lo dejamos para después —dijo Pablo Vicario—, ahora vamos de prisa.

—Me lo imagino, hijos —dijo ella—: el honor no espera.

Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el

hermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café,

Prudencia Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos

viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban —me dijo—

y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no

cumplía como hombre». Antes de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos

secciones de periódicos y le dio una al hermano para envolver los cuchillos.

Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina hasta que los vio salir por la

puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin un instante de

desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de toda la

vida.

—Cuídense mucho —les dijo.

De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que los

gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de

gordolobo de vaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta —

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me dijo— de lo solas que estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le

pidió prestado los utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el

jabón, el espejo de colgar y la máquina con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con

el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el colmo del

machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin embargo, él me explicó

después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido a afeitarse con navaja

barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano, por su parte, se

afeitó del modo más humilde con la máquina prestada de don Rogelio de la Flor.

Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con el

aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras

pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por

cosas de comer que no existían, con la intención de ver si era cierto que estaban

esperando a Santiago Nasar para matarlo.

Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en

su casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio

porque el foco de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se tiró

sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta, pues sólo le quedaba una

hora para dormir, y así lo encontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo

para que recibiera al obispo.

Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina Cervantes hasta pasadas

las tres, cuando ella misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de

baile para que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hacía tres

días con sus noches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a

los invitados de honor, y después destrampadas a puertas abiertas con los que

nos quedamos incompletos con la parranda de la boda. María Alejandrina

Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la

mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más servicial en la

cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en

una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de

baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue

ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo

que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida

es más triste que una canoa vacía. Santiago Nasar perdió el sentido desde que la

vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se atreve con garza guerrera,

peligros espera. Pero él no me oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María

Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a

los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo

encerró más de un año en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados

por un afecto serio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que

no volvió a acostarse con nadie si él estaba presente. En aquellas últimas

vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que estaba

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cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para

que yo volviera a entrar en secreto.

Santiago Nasar tenía un talento casi mágico para los disfraces, y su diversión

predilecta era trastocar la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas

para disfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de

sí mismas e iguales a las que no eran. En cierta ocasión, una de ellas se vio

repetida en otra con tal acierto, que sufrió una crisis de llanto.

«Sentí que me había salido del espejo», dijo. Pero aquella noche, María

Alejandrina Cervantes no permitió que Santiago Nasar se complaciera por última

vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan frívolos que el mal

sabor de ese recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a los músicos a

una ronda de serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras los

gemelos Vicario esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le

ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo de Xius para

cantarles a los recién casados.

No sólo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamos

petardos en los jardines, pero no percibimos ni una señal de vida dentro de la

quinta. No se nos ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el automóvil

nuevo estaba en la puerta, todavía con la capota plegada y con las cintas de raso

y los macizos de azahares de parafina que les habían colgado en la fiesta.

Mi hermano Luis Enrique, que entonces tocaba la guitarra como un profesional,

improvisó en honor de los recién casados una canción de equívocos

matrimoniales. Hasta entonces no había llovido. Al contrario, la luna estaba en el

centro del cielo, y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio se veía el reguero

de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban los

sembrados de plátanos azules bajo la luna, las ciénagas tristes y la línea

fosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una lumbre

intermitente en el mar, y nos dijo que era el ánima en pena de un barco negrero

que se había hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca

grande de Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera algún malestar

de la conciencia, aunque entonces no sabía que la efímera vida matrimonial de

Ángela Vicario había terminado dos horas antes. Bayardo San Román la había

llevado a pie a casa de sus padres para que el ruido del motor no delatara su

desgracia antes de tiempo, y estaba otra vez solo y con las luces apagadas en la

quinta feliz del viudo de Xius.

Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a desayunar con pescado frito

en las fondas del mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quería dormir

una hora hasta que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del río

bordeando los tambos de pobres que empezaban a encenderse en el puerto

antiguo, y antes de doblar la esquina nos hizo una señal de adiós con la mano.

Fue la última vez que lo vimos.

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Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse más tarde en el

puerto, lo despidió en la entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por

costumbre cuando lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la penumbra con el

campanilleo de las llaves. Victoria Guzmán estaba vigilando la cafetera en el fogón

cuando él pasó por la cocina hacia el interior de la casa.

—Blanco —lo llamó—: ya va a estar el café.

Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y le pidió decirle a Divina Flor que

lo despertara a las cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a

la que llevaba puesta. Un instante después de que él subió a acostarse, Victoria

Guzmán recibió el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de la leche. A las

5.30 cumplió la orden de despertarlo, pero no mandó a Divina Flor sino que subió

ella misma al dormitorio con el vestido de lino, pues no perdía ninguna ocasión de

preservar a la hija contra las garras del boyardo.

María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca la puerta de la casa. Me

despedí de mi hermano, atravesé el corredor donde dormían los gatos de las

mulatas amontonados entre los tulipanes, y empujé sin tocar la puerta del

dormitorio. Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el olor

de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y después no

volví a saber de mí mismo hasta que empezaron a sonar las campanas.

De paso para nuestra casa, mi hermano entró a comprar cigarrillos en la tienda de

Clotilde Armenta. Había bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro

fueron siempre muy confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció

Pedro Vicario.

«Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que había empezado a dormirse,

despertó sobresaltado cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.

—Vamos a matar a Santiago Nasar —le dijo.

Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo hubiera creído —me

ha dicho muchas veces—. ¡A quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos iban

a matar a nadie, y menos con un cuchillo de puercos!» Luego le preguntaron

dónde estaba Santiago Nasar, pues los habían visto juntos a las dos, y mi

hermano no recordó tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los

hermanos Vicario se sorprendieron tanto al oírla, que la dejaron establecida en el

sumario con declaraciones separadas. Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago

Nasar está muerto». Después impartió una bendición episcopal, tropezó en el

pretil de la puerta y salió dando tumbos.

En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba para el puerto con sus

ropas de oficiar, seguido por un acólito que tocaba la campanilla y varios

ayudantes con el altar para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los

hermanos Vicario se santiguaron.

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Clotilde Armenta me contó que habían perdido las últimas esperanzas cuando el

párroco pasó de largo frente a su casa. «Pensé que no había recibido mi recado»,

dijo.

Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años después, retirado del

mundo en la tenebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efecto había recibido el

mensaje de Clotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se preparaba para

ir al puerto. «La verdad es que no supe qué hacer —me dijo—. Lo primero que

pensé fue que no era un asunto mío sino de la autoridad civil, pero después

resolví decirle algo de pasada a Plácida Linero». Sin embargo, cuando atravesó la

plaza lo había olvidado por completo.

«Usted tiene que entenderlo —me dijo—: aquel día desgraciado llegaba el

obispo». En el momento del crimen se sintió tan desesperado, y tan indigno de sí

mismo, que no se le ocurrió nada más que ordenar que tocaran a fuego.

Mi hermano Luis Enrique entró en la casa por la puerta de la cocina, que mi madre

dejaba sin cerrojo para que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes de

acostarse, pero se durmió sentado en el retrete, y cuando mi hermano Jaime se

levantó para ir a la escuela, lo encontró tirado boca abajo en las baldosas, y

cantando dormido.

Mi hermana la monja, que no iría a esperar al obispo porque tenía una cruda de

cuarenta grados, no consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco cuando fui al

baño», me dijo.

Más tarde, cuando mi hermana Margot entró a bañarse para ir al puerto, logró

llevarlo a duras penas al dormitorio. Desde el otro lado del sueño, oyó sin

despertar los primeros bramidos del buque del obispo. Después se durmió a

fondo, rendido por la parranda, hasta que mi hermana la monja entró en el

dormitorio tratando de ponerse el hábito a la carrera, y lo despertó con su grito de

loca:

—¡Mataron a Santiago Nasar!

Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente

que el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor

Dionisio Iguarán. «Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto —

me dijo el antiguo párroco en su retiro de Calafell—. Pero era una orden del

alcalde, y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que

cumplirlas». No era del todo justo. En la confusión de aquel lunes absurdo, el

coronel Aponte había sostenido una conversación telegráfica urgente con el

gobernador de la provincia, y éste lo autorizó para que hiciera las diligencias

preliminares mientras mandaban un juez instructor. El alcalde había sido antes

oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y era demasiado

fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por dónde tenía que empezar. Lo

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primero que lo inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante de

medicina, logró la dispensa por su amistad íntima con Santiago Nasar. El alcalde

pensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor

Dionisio Iguarán, pero no encontró nevera de tamaño humano, y la única

apropiada en el mercado estaba fuera de servicio.

El cuerpo había sido expuesto a la contemplación pública en el centro de la sala,

tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le fabricaban un ataúd de rico.

Habían llevado los ventiladores de los dormitorios, y algunos de las casas vecinas,

pero había tanta gente ansiosa de verlo, que fue preciso apartar los muebles y

descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun así era insoportable el calor.

Además, los perros alborotados por el olor de la muerte aumentaban la zozobra.

No habían dejado de aullar desde que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar

agonizaba todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor llorando a gritos y

manteniéndolos a raya con una tranca.

—Ayúdame —me gritó—, que lo que quieren es comerse las tripas.

Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde

que los llevaran a algún lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el

medio día, nadie supo cómo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron

enloquecidos en la casa.

Plácida Linero, por una vez, perdió los estribos.

—¡Estos perros de mierda! —gritó—. ¡Que los maten!

La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió a quedar en silencio. Hasta

entonces no había temor alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado

intacta, con la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le

había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de

lienzo. Sin embargo, en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas

color de almíbar que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le apareció en

el bozo y se extendió muy despacio como la sombra de una nube en el agua hasta

la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente adquirió una expresión de

enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. El coronel Aponte comprendió

entonces que ya no era posible esperar, y le ordenó al padre Amador que

practicara la autopsia. «Habría sido peor desenterrarlo después de una semana»,

dijo. El párroco había hecho la carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero

ingresó en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sabía que su autopsia

carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.

Fue una masacre, consumada en el local de la escuela pública con la ayuda del

boticario que tomó las notas, y un estudiante de primer año de medicina que

estaba aquí de vacaciones. Sólo dispusieron de algunos instrumentos de cirugía

menor, y el resto fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en

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el cuerpo, el informe del padre Amador parecía correcto, y el instructor lo incorporó

al sumario como una pieza útil.

Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi seccionado

por dos perforaciones profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el

estómago, y una de ellas tan profunda que lo atravesó por completo y le destruyó

el páncreas.

Tenía otras seis perforaciones menores en el colon transverso, y múltiples heridas

en el intestino delgado. La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera

vértebra lumbar, le había perforado el riñón derecho. La cavidad abdominal estaba

ocupada por grandes témpanos de sangre, y entre el lodazal de contenido gástrico

apareció una medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se

había tragado a la edad de cuatro años. La cavidad torácica mostraba dos

perforaciones: una en el segundo espacio intercostal derecho que le alcanzó a

interesar el pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda. Tenía además seis

heridas menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en el

muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Unía una punzada profunda

en la palma de la mano derecha. El informe dice: «Parecía un estigma del

Crucificado». La masa encefálica pesaba sesenta gramos más que la de un inglés

normal, y el padre Amador consignó en el informe que Santiago Nasar tenía una

inteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final señalaba

una hipertrofia del hígado que atribuyó a una hepatitis mal curada. «Es decir —me

dijo—, que de todos modos le quedaban muy pocos años de vida». El doctor

Dionisio Iguarán, que en efecto le había tratado una hepatitis a Santiago Nasar a

los doce años, recordaba indignado aquella autopsia. «Tenía que ser cura para

ser tan bruto —me dijo—. No hubo manera de hacerle entender nunca que la

gente del trópico tenemos el hígado más grande que los gallegos». El informe

concluía que la causa de la muerte fue una hemorragia masiva ocasionada por

cualquiera de las siete heridas mayores.

Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con

la trepanación, y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de

perder su identidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras

destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición

de rabia y las tiró en el balde de la basura. A los últimos curiosos asomados a las

ventanas de la escuela pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se

desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, que había visto y causado tantas

masacres de represión, terminó por ser vegetariano además de espiritista. El

cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la machota con

bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarse cuando lo

pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que así se conservaría

por más tiempo», me dijo el padre Amador.

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Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba

en tan mal estado que ya no era soportable dentro de la casa.

Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la

jornada opresiva, y empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes

por si no había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los

árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña con enormes ollas

humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus ropas de parranda.

Encontré a María Alejandrina Cervantes despierta como siempre al amanecer, y

desnuda por completo como siempre que no había extraños en la casa. Estaba

sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas

de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una

guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.

Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto

hacerlo con semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar

apenas, y llorando yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de

Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte,

sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y

exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto con una niña en brazos, y

que ésta ronzaba sin tomar aliento y los granos de maíz a medio mascar le caían

en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al

desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos ansiosos que me

soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia de amor

acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenas

movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se

escurrió de mi vida.

—No puedo —dijo—: hueles a él.

No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario

lo sintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué

hacer con ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo no podía

quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no

podían descansar, porque tan pronto como empezaban a dormirse volvían a

cometer el crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel día

interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: «Era como estar despierto

dos veces». Esa frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en el

calabozo debió haber sido la lucidez.

El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro,

una letrina portátil, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de

mampostería con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se

había construido, decía que no hubo nunca un hotel más humano. Mi hermano

Luis Enrique estaba de acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta

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de músicos, y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas lo

acompañara. Tal vez los hermanos Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho

de la mañana, cuando se sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los

reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su única inquietud era la

persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se

lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las camisas, pero no

lograron descansar. Pedro Vicario pidió también sus purgaciones y diuréticos, y un

rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces durante la

mañana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida que

avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando

hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado

que no podía permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le impedía

mantenerse de pie.

El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró la orina, y padeció la

certidumbre espantosa de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve

despierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para saber que era

cierto.

No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de cada cosa que le

llevaron, y un cuarto de hora después se desató en una colerina pestilente. A las

seis de la tarde, mientras le hacían la autopsia al cadáver de Santiago Nasar, el

alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que

habían envenenado a su hermano. «Me estaba yendo en aguas —me dijo Pablo

Vicario—, y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos».

Hasta entonces había desbordado dos veces la letrina portátil, y el guardián de

vista lo había llevado otras seis al retrete de la alcaldía. Allí lo encontró el coronel

Aponte, encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y desaguándose

con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el veneno. Pero lo descartaron de

inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido el agua y comido el

almuerzo que les mandó Pura Vicario. No obstante, el alcalde quedó tan

impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una custodia especial,

hasta que vino el juez de instrucción y los trasladó al panóptico de Riohacha.

El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la calle. No se

descartaba una represalia de los árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario,

habla pensado en el veneno. Se suponía más bien que aguardaran la noche para

echar gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo.

Pero aun ésa era una suposición demasiado fácil. Los árabes constituían una

comunidad de inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del siglo en

los pueblos del Caribe, aun en los más remotos y pobres, y allí se quedaron

vendiendo trapos de colores y baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y

católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los

patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasión tormentosa eran

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los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe rural que trajeron

de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda generación, pero

los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres en

árabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que fueran

a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables

podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una represalia de la familia de

Plácida Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acabó la

fortuna, y que habían engendrado más de dos matones de cantina preservados

por la sal de su nombre.

El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a los árabes familia por

familia, y al menos por esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró

perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a

gritos sentados en el suelo, pero ninguno abrigaba propósitos de venganza. Las

reacciones de la mañana habían surgido al calor del crimen, y sus propios

protagonistas admitieron que en ningún caso habrían pasado de los golpes.

Más aún: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria, quien recomendó la

infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que segó la colerina de

Pablo Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario

cayó entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concilió su primer

sueño sin remordimientos. Así los encontró Purísima Vicario a las tres de la

madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.

Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa

del coronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del

agotamiento público, mientras los únicos sobrevivientes despiertos de aquel día

irreparable estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se

calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás.

Pura Vicario le envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que nadie le

viera los golpes, y la vistió de rojo encendido para que no se imaginaran que le iba

guardando luto al amante secreto.

Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los hijos en la cárcel, pero

Pedro Vicario se negó, y convenció al hermano de que no tenían nada de que

arrepentirse. Se quedaron solos, y el día del traslado a Riohacha estaban ten

repuestos y convencidos de su razón, que no quisieron ser sacados de noche,

como hicieron con la familia, sino a pleno sol y con su propia cara.

Poncio Vicario, el padre, murió poco después. «Se lo llevó la pena moral», me dijo

Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos se quedaron en Riohacha, a

sólo un día de viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fue Prudencia Cotes a

casarse con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el taller de su padre y

llegó a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se reintegró

tres años después a las Fuerzas Armadas, mereció las insignias de sargento

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primero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillas

cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.

Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román.

Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad,

y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada.

Santiago Nasa, había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían probado su

condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su

honor. El único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. «El pobre

Bayardo», como se le recordó durante años. Sin embargo, nadie se había

acordado de él hasta después del eclipse de luna, el sábado siguiente, cuando el

viudo de Mus le contó al alcalde que había visto un pájaro fosforescente aleteando

sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su esposa que andaba

reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no tenía nada

que ver con la visión del viudo.

—¡Carajo! —gritó—. ¡Se me había olvidado ese pobre hombre!

Subió a la colina con una patrulla, y encontró el automóvil descubierto frente a la

quinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus

llamados. Así que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados

por los rescoldos del eclipse. «Las cosas parecían debajo del agua», me contó el

alcalde. Bayardo San Román estaba inconsciente en la cama, todavía como lo

había visto Pura Vicario en la madrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la

camisa de seda, pero sin los zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y

muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de comida. «Estaba en el

último grado de intoxicación etílica», me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que lo

había atendido de emergencia. Pero se recuperó en pocas horas, y tan pronto

como recobró la razón los echó a todos de la casa con los mejores modos de que

fue capaz.

—Que nadie me joda —dijo—. Ni mi papá con sus pelotas de veterano.

El alcalde informó del episodio al general Petronio San Román, hasta la última

frase literal, con un telegrama alarmante.

El general San Román debió tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no

vino a buscarlo, sino que mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres

mayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga,

cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Román, y con los

cabellos sueltos de dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y

atravesaron las calles hasta la colina caminando descalzas en el polvo ardiente

del medio día, arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos tan

desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasar desde el balcón de

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Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo como ése sólo

podía fingirse para ocultar otras vergüenzas mayores.

El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el

doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos

hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de

un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras.

Magdalena Oliver creyó que estaba muerto.

—¡Collons de déu —exclamó—, qué desperdicio!

Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo,

porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la

madre se lo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo que dejó

un rastro en la tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque.

Eso fue lo último que nos quedó de él: un recuerdo de víctima.

Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a explorarla en noches de

parranda cuando volvíamos de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos

cosas de valor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de

mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre la noche de bodas, pero no

le dimos ninguna importancia. Lo que encontramos dentro parecían ser los afeites

naturales para la higiene y la belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera

utilidad cuando Ángela Vicario me contó muchos años más tarde cuáles fueron los

artificios de comadrona que le habían enseñado para engañar al esposo. Fue el

único rastro que dejó en el que fuera su hogar de casada por cinco horas.

Años después, cuando volví a buscar los últimos testimonios para esta crónica, no

quedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas

habían ido desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del

coronel Lázaro Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que

los maestros cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la casa,

pues no cabía por las puertas. Al principio, el viudo de Xius estaba encantado

pensando que eran recursos póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo.

El coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una noche se le ocurrió oficiar

una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Mus

le confirmó de su puño y letra que en efecto era ella quien estaba recuperando

para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a

desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final no

quedó sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos años no se

volvió a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sumario, pero es

tan breve y convencional, que parece remendada a última hora para cumplir con

una fórmula ineludible. La única vez que traté de hablar con él, 23 años más tarde,

me recibió con una cierta agresividad, y se negó a aportar el dato más ínfimo que

permitiera clarificar un poco su participación en el drama. En todo caso, ni siquiera

sus padres sabían de él mucho más que nosotros, ni tenían la menor idea de qué

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vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro propósito aparente que el de casarse

con una mujer que no había visto nunca.

De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron

una imagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta

Guajira tratando de convertir a los últimos idólatras, y solía detenerse a conversar

con ella en la aldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre había tratado

de enterrarla en vida.

«Saludos de tu prima», me decía siempre. Mi hermana Margot, que también la

visitaba en los primeros años, me contó que habían comprado una casa de

material con un patio muy grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran

las noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los pescados

amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos los que la vieron en esa época

coincidían en que era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a través de

su industria había logrado el olvido.

Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí

mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira,

me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una

casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer

de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza

estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así,

dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la

que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse

tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del

drama.

Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y contestó a mis preguntas con

muy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba

trabajo creer que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en que

había terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me

pareció tan envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el

recuerdo, y no tenía nada en común con la que habían obligado a casarse sin

amor a los 20 años. Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un

fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta

crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras

pocas rescatadas de mis recuerdos.

Había hecho más que lo posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero

la misma hija le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su

desventura. Al contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus

pormenores, salvo el que nunca se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo,

el verdadero causante de su perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera

sido Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes.

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Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado

altivo para fijarse en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando tenía que

mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán pollero. Andaba

solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo

empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del

pueblo otra relación distinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y

de la tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina

Cervantes. La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que

Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había

escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se

atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por

segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la

vista del bordado para rebatirlos.

—Ya no le des más vueltas, primo —me dijo—. Fue él.

Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas.

Contó que sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en

la cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que

sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de

alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo

para que pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos

cosas no tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de bebedor

de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario llevaba escondida

dentro de la estolidez impuesta por su madre.

«No hice nada de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba

más me daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía

hacer a nadie, y menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de

casarse conmigo». De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio

iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado la

vida. «Fue muy fácil —me dijo—, porque estaba resuelta a morir».

La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra

desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera

sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San

Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa.

Fue un golpe de gracia. «De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a

acordarme de él», me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran

por él. Siguió pensando en él con un cierto asombro de sí misma cuando

sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por nada

de lo que había pasado —me dijo—: lloraba por él».

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Seguía pensando en él mientras su madre le ponía compresas de árnica en la

cara, y más aún cuando oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en

la torre, y su madre entró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había

pasado.

Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna ilusión cuando tuvo que

acompañar a su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha.

Entraron de pasada en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario

pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija,

cuando ésta vio su propio pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la

sala. Ángela Vicario volvió la cabeza con el último aliento, y lo vio pasar a su lado

sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego miró otra vez a su madre con el corazón

hecho trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se secó los labios con la

manga y le sonrió desde el mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por

primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre

mujer, consagrada al culto de sus defectos.

«Mierda», se dijo.

Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y

se tiró en la cama a llorar durante tres días.

Nació de nuevo. «Me volví loca por él —me dijo—, loca de remate». Le bastaba

cerrar los ojos para verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el

fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un

minuto de sosiego, le escribió la primera carta. Fue una esquela convencional, en

la cual le contaba que lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él

la hubiera visto. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada

de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo

único propósito parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis meses después

había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la comprobación de

que él las estaba recibiendo.

Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el

odio y el amor son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más

encendía las brasas de su fiebre, pero más calentaba también el rencor feliz que

sentía contra su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo verla —me dijo—,

pero no podía verla sin acordarme de él».

Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno la de soltera, siempre

bordando a máquina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros

de papel, pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo

cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su

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albedrío, y volvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la

suya ni más servidumbre que la de su obsesión.

Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué

decir —me dijo muerta de risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba

recibiendo». Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron

papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de

negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una

esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a

volver. Una noche de buen humor se le derramó el tintero sobre la carta

terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «En prueba de mi amor te

envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia

locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su

complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía

insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.

Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que

él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte

pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el

corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había

dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga

africana. Se la entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a

bordar con ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel

desahogo terminal sería el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir

de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a

ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.

Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien

llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le

empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me

dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se asustó, porque sabía que él la estaba

viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera

dentro tanto amor como ella para soportarlo.

Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la

feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con

adornos de plata.

Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras

atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.

—Bueno —dijo—, aquí estoy.

Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil

cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes

cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.

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Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada

hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en

torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer

tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho

posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer

misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con

exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad.

Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano

notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas

donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la

casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo.

Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin

embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor

son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La

honra es el amor», le oía decir a mi madre.

Hortensia Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados dos

cuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que

cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó

desnuda a las calles.

Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de

fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la

comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de

la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda

para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era

un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo

desguazaban a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no

sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa puerta en el último

instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque Divina Flor me juró

que había visto entrar a mi hijo —me contó—, y no era cierto». Por el contrario,

nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el

infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de

masticar semillas de cardamina.

Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo

en carne viva. En la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café

de olla con ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de

refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser

llamada, ansiosa de exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de

graduarse, y llevaba todavía el vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el

anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del

primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre.

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Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosas

personas me ayudaron a buscar veinte años después del crimen en el Palacio de

justicia de Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un

siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito edificio

colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja

se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las

oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los

tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió

rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los

más de 500 que debió de tener el sumario.

El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombre

abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos

españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de

moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo por el

color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma

que le había tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas

contrarias al rigor de su ciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida

se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera

sin tropiezos una muerte tan anunciada.

Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue

no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que

Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de

Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando

durante mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de su secreto desde

antes de la boda, pero no les había revelado ningún nombre. En el sumario

declararon: «Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela Vicario, por su parte, se

mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si

sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible:

—Fue mi autor.

Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar.

Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante de la parte civil puso su

mayor empeño en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez

instructor ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor

parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y

letra y con la tinta roja del boticario, escribió una nota marginal: Dadme un

prejuicio y moveré el mundo.

Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de

sangre, dibujó un corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los

amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las

últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia.

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La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no había tenido un instante

de duda, a pesar de que sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la injuria

que le imputaban. Conocía la índole mojigata de su mundo, y debía saber que la

naturaleza simple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie

conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago Nasar lo conocía

bastante para saber que debajo de sus ínfulas mundanas estaba tan subordinado

como cualquier otro a sus prejuicios de origen. De manera que su

despreocupación consciente hubiera sido suicida. Además, cuando supo por fin en

el último instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su

reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue más bien el

desconcierto de la inocencia.

Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte. Después de que le

prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya

se lo llevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que

suscitaron ilusiones falsas. «Iban tan contentos —me dijo Meme Loaiza—, que le

di gracias a Dios, porque pensé que el asunto se había arreglado». No todos

querían tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta

eléctrica, pensaba que su serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que su

plata lo hacía intocable», me dijo. Fausta López, su mujer, comentó: «Como todos

los turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y

los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a

Santiago Nasar. Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos,

pero Clotilde Armenta le hizo ver que era cierto, y le pidió que alcanzara a

Santiago Nasar para prevenirlo.

—Ni te moleste —le dijo Pedro Vicario—: de todos modos es como si ya estuviera

muerto.

Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de

Indalecio Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada

para impedir el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo

encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos

que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta»,

me dijo. Le dio una palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos

apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados en las cuentas de la boda.

La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una

multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos

caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente

sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo.

También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. «Nos miraban

como si lleváramos la cara pintada», me dijo.

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149

Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos

pasaban, y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.

—¡Imagínese, niña Sara —le dijo sin detenerse—, con este guayabo!

Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose

de los que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar

a tomar café.

«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le

contestó que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana.

«Me hice bolas —me explicó Celeste Dangond— pues de pronto me pareció que

no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer».

Yamil Shaium fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como

conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de géneros y esperó a Santiago

Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que llegaron con Ibrahim

Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el consejero

hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con

Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a

causar una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si

éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una

palmadita en la espalda a Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió

al llamado de Yamil Shaium.

—Hasta el sábado —le dijo.

Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste

le replicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con

que nos divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago

Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina de la

plaza. Fue la última vez que lo vieron.

Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium

cuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto

doblar la esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a

dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le dieron la

misma respuesta:

—Acabo de verlo contigo.

Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de

todos modos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la

puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala en

penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado temprano para

visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su

encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había aprendido del dueño, y siguió

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150

acosado por ellos hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor que

llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de la sala. Ella le

aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner

en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de

inmediato.

«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó

si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún

no había llegado a dormir.

—Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para matarlo.

A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.

—Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo.

—Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya.

—Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su propia caca.

Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas.

«Por supuesto que no estaba lloviendo —me dijo Cristo Bedoya—. Apenas iban a

ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas». Le volvió a preguntar a

Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta

de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó

por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el

café en la mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre:

despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las instrucciones para el

almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.

Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no

había entrado. La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque

Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no

sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la

familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí

al dormitorio contiguo. Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la

hermosa mujer dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la

mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo Cristo Bedoya.

La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dormitorio

en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio de Santiago

Nasar. La cama seguía intacta, y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el

suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de

pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que había vuelto a

salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la Magnum en la gaveta de la

mesa de noche. «Nunca había disparado un arma —me dijo Cristo Bedoya—,

pero resolví coger el revólver para llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el

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151

cinturón, por dentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que

estaba descargado.

Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que

él cerraba la gaveta.

—¡Santo Dios —exclamó ella—, qué susto me has dado!

Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondras

doradas y el cabello revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un poco

confuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.

—Se fue a recibir al obispo —dijo Plácida Linero.

—Pasó de largo —dijo él.

—Lo suponía —dijo ella—. Es el hijo de la peor madre.

No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía

dónde poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado —me dijo Plácida

Linero—, pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado

a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en

una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la verdad.

—Es que no he dormido ni un minuto —le dijo.

Se fue sin más explicaciones. «De todos modos —me dijo— ella siempre se

imaginaba que le estaban robando». En la plaza se encontró con el padre Amador

que regresaba a la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le

pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma.

Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo llamaban desde la tienda de

Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y desgreñado, con la

camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los codos, y con el cuchillo basto

que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era demasiado

insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más visible que

intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.

—Cristóbal —gritó—: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para

matarlo.

Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido

disparar un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo

impresionó, después de todo lo que había oído decir sobre la potencia

devastadora de una bala blindada.

—Te advierto que está armado con una Magnum capaz de atravesar un motor —

gritó.

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Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa

de montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando

tomó la decisión de lavar la honra de la hermana.

—Los muertos no disparan —gritó.

Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano,

y tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no

hubiera sido por eso —me dijo Cristo Bedoya—, nunca hubiera sabido cuál de los

dos era cuál».

Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que

se diera prisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía

impedir la tragedia.

Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente que

regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la

plaza para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos

por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se

encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente

a la tienda de Clotilde Armenta.

—No puede ser —dijo el coronel Aponte—, porque yo los mandé a dormir.

—Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.

—No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir —dijo el

alcalde—. Debe ser que los viste antes de eso.

—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos —dijo

Cristo Bedoya.

—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió ser que volvieron con otros!

Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una

cita de dominó para esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el

crimen.

Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar

había resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de

ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a

todo el que encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se

alarmó, porque había otros caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la

cachaca, le suplicó que hiciera algo por su padre que estaba agonizando en el

sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto al

pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía cara de muerto». Cristo Bedoya

demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y prometió volver más

tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a

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Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos

remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.

Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar

la última esquina reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al

hijo menor.

—Luisa Santiaga —le gritó—: dónde está su ahijado.

Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.

—¡Ay, hijo —contestó—, dicen que lo mataron!

Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la

casa de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por

última vez.

«No se me ocurrió que estuviera ahí —me dijo— porque esa gente no se

levantaba nunca antes de medio día». Era una versión corriente que la familia

entera dormía hasta las doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la

comunidad. «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas, se

mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad es que dejaban la casa

cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran gentes tempraneras y

laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habían puesto de

acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena

adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio la

misma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de

una cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había servido de

madrina de bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue para ella

una solución providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni

inquietudes del corazón. La boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la

próxima Navidad.

Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del

obispo, y muy poco después se enteró de que los gemelos Vicario estaban

esperando a Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la única que

habló con ella después de la desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se

lo había dicho. «Sólo sé que a las seis de la mañana todo el mundo lo sabía», le

dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que a Santiago Nasar lo fueran a matar,

y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar a la fuerza con Ángela Vicario para

que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de humillación.

Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio llorando

de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había

mandado desde el colegio.

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Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie,

Santiago Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel

lunes, ella lo estaba esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago

Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través

de la red metálica desde antes de que la raspara con las llaves.

—Entra —le dijo.

Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.

Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y

había tanta gente pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie

lo viera entrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera una persona

que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible

encontrarla. En el folio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con tinta

roja: La fatalidad nos hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la

puerta principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel

lo esperaba en la sala, verde de cólera, con uno de los vestidos de arandelas

infortunadas que solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el cofre en

las manos.

—Aquí tienes —le dijo—. ¡Y ojalá te maten!

Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus

cartas sin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el

dormitorio, pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó

con una voz demasiado apremiante para la hora, así que toda la familia acudió

alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran

más de catorce. El último que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba

colorada y la chilaba de beduino que trajo de su tierra, y que siempre usó dentro

de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era inmenso y parsimonioso, pero lo que más

me impresionaba era el fulgor de su autoridad.

—Flora —llamó en su lengua—. Abre la puerta.

Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a

Santiago Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y

poniéndolas en el cofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió

del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la mano y la familia

entera desapareció.

Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento

comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me dijo.

Entonces le preguntó en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban

para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible

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155

creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de

miedo como de turbación.

—Tú sabrás si ellos tienen razón, o no —le dijo—. Pero en todo caso, ahora no te

quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.

—No entiendo un carajo —dijo Santiago Nasar.

Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito

mojado», me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él

no sabía dónde dejarlo para abrir la puerta.

—Serán dos contra uno —le dijo.

Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de

desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a

matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa.

Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo».

Santiago Nasar buscó la voz.

Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta

de caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados

empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho,

deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa por

la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la

puerta principal.

—Ahí viene —dijo Pedro Vicario.

Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en

el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la

tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta

agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que corriera

porque lo iban a matar.

Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó —me

dijo Clotilde Armenta—, porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde».

Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un

empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de

su casa, y corrió hacia la puerta principal.

Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida

Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios

firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria

Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues

contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el café. En la sala,

donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago

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Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras de buque de los

dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.

«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me

pareció un ramo de rosas». De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por

él, Divina Flor la tranquilizó.

—Subió al cuarto hace un minuto —le dijo.

Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y

sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la

confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que

venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que

ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que

corría desde otro ángulo hacia la puerta.

«Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces

corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó

los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la puerta, pero

creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balcón de

su dormitorio. Subió a ayudarlo.

Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró la

puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para

enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente

—me dijo Pablo Vicario—, porque me pareció como dos veces más grande de lo

que era».

Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que

lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo recto.

—¡Hijos de puta! —gritó.

El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el

fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.

—¡Ay mi madre!

Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó

un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir

limpio —declaró Pedro Vicario al instructor—. Le había dado por lo menos tres

veces y no había una gota de sangre». Santiago Nasar se torció con los brazos

cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de

becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con

el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de

sangre a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces

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herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de

espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo

quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.

«No volvió a gritar —dijo Pedro Vicario al instructor—. Al contrario: me pareció que

se estaba riendo». Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con

golpes alternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron

del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su

propio crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró

Pablo Vicario. Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban

exhaustos, y sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar

nunca. «¡Mierda, primo —me dijo Pablo Vicario—, no te imaginas lo difícil que es

matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el

corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad

Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas

contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre,

y los intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo

mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo extraviado en el muslo.

Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta

que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.

Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros

gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y

vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca

por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes

desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al

balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el

polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y

se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las

vísceras colgantes.

Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la

puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era

el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su

esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20

pasos de su puerta.

«Oímos la gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del

obispo».

Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de

sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo:

«Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la

hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre,

midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados

estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través

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158

de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados

de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba

desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio

descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo

de su casa.

—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!

Santiago Nasar la reconoció.

—Que me mataron, niña Wene —dijo.

Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el

cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía

Wene.

Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis,

y se derrumbó de bruces en la cocina.

LA METAMORFOSIS

(1912)

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana

después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su

cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba

tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón

y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado,

pardusco, dividido por partes duras en forma de arco,

sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el

cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas

patas, ridículamente pequeñas en comparación con el

resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los

ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo

pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por

encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños

desempaquetados –Samsa era viajante de comercio–, estaba colgado aquel

cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un

bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una

boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador

un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

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159

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso –se

oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana– lo ponía muy

melancólico.

«¿Qué pasaría –pensó– si durmiese un poco más y olvidase todas las

chifladuras?»

Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a

dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.

Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se

volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para

no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando

comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había

sentido.

«¡Dios mío! –pensó–. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también

de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo

almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar

al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación

humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser

cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más

cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró

con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños

puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una

pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto –pensó– hace a uno desvariar. El hombre tiene que

dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la

mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido,

estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar

yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle.

Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que

dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría

presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría

caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa

y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa

de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no

está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las

deudas que mis padres tienen con él –puedo tardar todavía entre cinco y seis

años– lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento;

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160

ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró

hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya

había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría

sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto

a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir

durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,

tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría

que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y

él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si

consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el

mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo

que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio.

¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente

desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola

vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el

médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se

salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que

sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en

este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra

realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e

incluso tenía mucha hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a

abandonar la cama –en este mismo instante el despertador daba las siete menos

cuarto–, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su

cama.

–Gregorio– dijeron (era la madre)–, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de

viaje?

¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz

que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se

mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir

las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma

que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado

detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

–Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

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161

Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el

cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y

se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la

familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado,

estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a

una de las puertas laterales.

–¡Gregorio, Gregorio! –gritó–. ¿Qué ocurre? –tras unos instantes insistió de nuevo

con voz más grave–. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

–Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?

Gregorio contestó hacia ambos lados:

–Ya estoy preparado– y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y

haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de

todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la

hermana susurró:

–Gregorio, abre, te lo suplico –pero Gregorio no tenía ni la menor intención de

abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido

durante sus viajes, y esto incluso en casa.

Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,

vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en

la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata.

Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor,

quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado

ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban

desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de

que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la

enfermedad profesional de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí

solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho.

Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía

muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los

movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas,

entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta

pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una

agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.

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162

Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero

esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar

exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy

despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su

fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se

golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le

enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos

momentos la más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y

volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a

pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de

la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la

cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba

caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza

no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la

cabeza, antes prefería quedarse en la cama.

Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual

que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza

aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se

decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más

sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza

de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando

que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones

desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible

hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del

espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha

calle.

«Las siete ya –se dijo cuando sonó de nuevo el despertador–, las siete ya y

todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo,

respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del

estado real y cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,

como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a

preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de

forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia

fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que

pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa.

La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la

alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se

produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no

temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.

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163

Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama –el nuevo método era más

un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones– se le ocurrió

lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes –pensaba

en su padre y en la criada– hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que

introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la

cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado

que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual,

seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser.

Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir

ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales

pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía

guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro

de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la

puerta de la calle.

«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras

sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en

silencio.

«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.

Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso

firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del

visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido

condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más

mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos

los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos

un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado

para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos

y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no

era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este

«pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había

con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este

sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más

como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que

como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su

fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue

amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo

que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso.

Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había

golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.

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–Ahí dentro se ha caído algo– dijo el apoderado en la habitación contigua de la

izquierda.

Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado

algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la

posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora

un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.

Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:

–Gregorio, el apoderado está aquí.

«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz

tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.

–Gregorio –dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha–, el señor

apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer

tren. No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar

personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la

bondad de perdonar el desorden en la habitación.

–Buenos días, señor Samsa –interrumpió el apoderado amablemente.

–No se encuentra bien– dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante

la puerta–, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba

Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el

negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado

ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con

nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes.

Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería.

Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará

usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto

abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté

usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que

Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a

pesar de que lo ha negado esta mañana.

–Voy enseguida –dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para

no perderse una palabra de la conversación.

–De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo –dijo el apoderado–.

Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que

nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos

sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a

los negocios.

–Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? –preguntó impaciente el

padre.

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–No– dijo Gregorio.

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la

derecha comenzó a sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de

levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué

lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque

estaba en peligro de perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus

padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones

innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo

abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese

tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase

entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se

encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido

inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle

tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad

es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su

comportamiento.

–Señor Samsa –exclamó entonces el apoderado levantando la voz–. ¿Qué

ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no,

preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted

a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de

sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata.

Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y

sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de

extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a

su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo

realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta.

Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo

de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la

más segura. En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya

que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se

enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha

sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para

hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no

hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.

–Pero señor apoderado –gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo

demás–, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me

han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez

despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia!

Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede

atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante

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bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una

pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el

almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad

sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres!

No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me

dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he

enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de

sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo

estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de

mi parte al jefe.

Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que

decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia

del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él.

Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con

el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,

dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad

alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad

entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba

prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso

armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció

erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy

agudos.

Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se

agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre

sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.

–¿Han entendido ustedes una sola palabra? –preguntó el apoderado a los

padres–. ¿O es que nos toma por tontos?

–¡Por el amor de Dios! –exclamó la madre entre sollozos–, quizá esté gravemente

enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! –gritó después.

–¿Qué, madre? –dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de

la habitación de Gregorio–. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está

enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?

–Es una voz de animal– dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo

comparado con los gritos de la madre.

¡Anna! ¡Anna! –gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y

dando palmadas–. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!

Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala –

¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?– y abrieron la puerta de par en

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par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele

ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.

Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus

palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más

claras que antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba

acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba

mal respecto a Gregorio, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y

seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De

nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del

médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y

sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las

decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin

embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese

ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder

distinguir él mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio.

Quizás los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban,

quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.

Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se

arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella –las callosidades de sus

patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa– y descansó allí durante un

momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la

llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes

propiamente dichos –¿con qué iba a agarrar la llave?–, pero, por el contrario, las

mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave,

efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba

causando algún daño, porque un líquido pardusco le salía de la boca, chorreaba

por la llave y goteaba hasta el suelo.

–Escuchen ustedes– dijo el apoderado en la habitación contigua– está dando la

vuelta a la llave.

Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado,

incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! –debían haber aclamado–. ¡Duro

con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con

expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas

que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se

movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según

era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo

el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin,

despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros:

«No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la

puerta del todo.

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Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y

todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre

sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería

caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba

absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar

atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!»

que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél,

que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y

retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba

regularmente. La madre –a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con

los cabellos desenredados y levantados hacia arriba– miró en primer lugar al

padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el

rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas,

que quedaron extendidas a su alrededor.

El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar de

nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de

estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto

pecho se estremecía por el llanto.

Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia

de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la

mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba

hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se

distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable –

era un hospital–, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada.

Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo

aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en

gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida

principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos

periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio,

de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y

cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía

respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se

podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían

hacia abajo.

–Bueno– dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que

había conservado la tranquilidad–, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el

muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor

apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es

fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al

almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento

dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso

de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez

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superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y

concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo

a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él.

Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el

almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón

de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para

meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una

visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del

personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo

jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en

perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi

todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de

murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta

absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera

de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su

propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no

puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una

palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la

razón.

Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio,

y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio

poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo

quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la

puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de

abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el

movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar,

podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo,

extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le

esperase realmente una salvación sobrenatural.

Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en

este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su

trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien:

durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que

Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con

las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda

previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser

retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y

de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista;

ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda,

y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar

por ella; ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese

disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y

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Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual

capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso,

no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del

hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca,

se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo

en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un

pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta

mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a

la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia

donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se

encontraba a su alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por

el movimiento reprimido, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo

enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios

pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos

muy separados entre sí, y exclamó:

–¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!

Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en

contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de

ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima

precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de

la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.

–¡Madre, madre!– dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento

había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la

vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al

vacío.

Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del

padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus

padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la

barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle

con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de

una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en

toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar

del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en

lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio

en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que

aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la

mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el

suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el

bastón y el periódico.

De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por

mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más

Page 171: COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

171

fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del

tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.

Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas

de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las

hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y

daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en

andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido

dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de

impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le

amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le

quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia

atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor

constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor

rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su

buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la

punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento

giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa

Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo

cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en

su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que

su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al

padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto

abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea

fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más

rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados

preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo,

atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido

aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como

si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y

Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se

levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba

herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas

desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las

patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado

permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le

produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación,

sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se

hizo, por fin, el silencio.

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172

II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a

una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más

tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y

descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos

fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El

resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí

en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo,

donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con

sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta

para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga

cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con

sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente

herida durante los incidentes de la mañana –casi parecía un milagro que sólo una

hubiese resultado herida–, y se arrastraba sin vida.

Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia

ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche

dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría

porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente

introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero

pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a

su delicado costado izquierdo –sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba

jadeando–, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita,

y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es

más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el

centro de la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta,

estaba encendido el gas, pero mientras que –como era habitual a estas horas del

día– el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el

periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre

de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había

perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en

silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan

apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la

oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido

proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda

tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la

satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales

pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para

allá por la habitación.

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173

En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez

en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar

rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo

tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente

delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera

al indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya

no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando

todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora

que había abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda

durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las

cerraduras desde fuera.

Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil

comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese

tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los

tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no

entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para

pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la

cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que

pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba

desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta

vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su

caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se

sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado

ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.

Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un

semisueño, del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y,

en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la

consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda

de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría

que hacer soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía

evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de

poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi

vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia

dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé –

¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!– se asustó

tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como

si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró

de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio

había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se

daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería

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174

otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio

preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de

que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los

pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana

reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un

poco de leche, y la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las

manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber

lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero

nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a

hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas

ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio

podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya

endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días,

Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado

con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió

a todo esto la escudilla que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a

Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que

Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la

llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo

que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento

de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no

notaba molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se

había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante.

¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso,

que fue lo que más fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente,

a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las

verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni

siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería

comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado

perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía

retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y

se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de

voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana

estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se

había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre

pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la hermana,

que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino

también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no

se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró

con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había

dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se

inflaba.

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175

De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando

los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del

mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a

la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese

de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres

alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería

ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.

Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero

habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como

no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera

entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía

que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones

a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo –

naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo–, cazaba

Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía

interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido

con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía

con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».

Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa,

escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde

escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y

se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros

tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en

secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las

comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre

las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos

dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en

casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer

día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había

pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un

cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por

el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie

se lo pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.

Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no

ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez

escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no

recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.

Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería

tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el

padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también

podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un

poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.

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176

Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la

hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se

levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había

salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o

libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar

después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la

primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro.

Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al

menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte,

tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de

Gregorio había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente

el desastre comercial que los había sumido a todos en la más completa

desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy

especial y, casi de la noche a la mañana, había pasado a ser de un simple

dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de

ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten

inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía poner sobre la mesa

en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después

nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio,

después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los

gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia

como Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con

gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había

permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el año

próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería

consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que

Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma

conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en la

ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana,

pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a

los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero

Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer

solemnemente en Nochebuena.

Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los

que le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y

escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un

descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a

levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había

sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.

–¿Qué es lo que hará? –decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a

todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación

que había sido interrumpida.

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De esta forma Gregorio se enteró muy bien –el padre solía repetir con frecuencia

sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba

de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la

primera– de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna;

que los intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este

tiempo. Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa –él

sólo había guardado para sí unos pocos florines– no se había gastado del todo y

se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía

entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que

con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el

padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo

habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como

lo había organizado el padre.

Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia

pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como

mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero

que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada para un caso de

necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era

ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no

trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante

estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada y, sin

embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había

vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que

padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno

de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana

abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una

criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la

forma de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien,

dormir mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y,

sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de

ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco

sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de

vergüenza y tristeza.

A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un

momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante

el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta

el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la

misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que

anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día,

veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas:

ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes

maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central

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Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en

el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo

dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba

bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recogido la

habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la

contraventana interior.

Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo

que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta

forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo

desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto

más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo

una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le

parecía terrible.

Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso

que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía

la habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par,

con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío,

permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente.

Estas carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese

tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con

gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana

cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.

Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el

aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un

poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y

realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella

no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de

inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró

la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y

había querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el

canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese

de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio

sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y

continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no

salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del

canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la

espalda –para ello necesitó cuatro horas– la sábana encima del canapé, y la

colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se

agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese

sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que

Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso

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Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la

cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición.

Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar

en su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el

trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas

veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil.

Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de

Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar

con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio,

cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.

Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el

padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que

Gregorio escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo,

pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba:

«¡Déjenme entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que

tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que

la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana;

ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor,

no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo

de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.

El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el

día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres,

pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del

suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche,

pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse,

adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el

techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy

distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero

balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se

encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se

golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una

forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso

después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la

nueva diversión que Gregorio había descubierto –al arrastrarse dejaba tras de sí,

por todas partes, huellas de su sustancia pegajosa– y entonces se le metió en la

cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar

de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio.

Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre;

la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis

años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior,

pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y

abrirla solamente a una señal determinada.

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Así pues, no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una

vez que estaba el padre ausente.

Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante

la puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que

todo en la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre.

Gregorio se había apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más

pliegues, de modo que, de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada

casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo

de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo conque

hubiese venido.

–Vamos, acércate, no se le ve –dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre

de la mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su

sitio el pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor

parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se

esforzase demasiado. Duró mucho tiempo.

Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que

deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y

no acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la

habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era

del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A

ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes desnudas le

oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto que ya

hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y por eso

se sentiría abandonado en la habitación vacía.

–Y es que acaso no... –finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre

casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella

ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida

de que él no entendía las palabras.

–¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que

perdemos toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin

consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la

habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que Gregorio,

cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda

olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.

Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda

conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno

de la familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de

estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido

desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir

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181

que transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles

heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría

arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo,

como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo,

de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había

animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía

retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la

bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin

sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran

ventaja.

Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se

había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre

asuntos concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para

la hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como

había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del

imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril y

de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de forma tan inesperada y

difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta exigencia; ella había

observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para arrastrarse y

que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se veía.

Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica

de su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta

ahora se dejaba tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una

habitación en la que sólo Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se

atrevería a entrar ninguna otra persona más que Greta.

Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de

pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y

ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de

necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que

quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario,

en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del

canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y

discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien

regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario

rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin

moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a

Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando

hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo

evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue

suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un

momento en silencio y luego volvió con Greta.

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A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo

común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como

pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves

gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un

gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que

encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo,

tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo.

Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el

armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado;

ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho

sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso

alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para

comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia,

por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio

y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.

Y así salió de repente –las mujeres estaban en ese momento en la habitación

contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento–, cambió cuatro veces la

dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar

primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la

mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó

contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al

menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro que no se lo

llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar para observar a

las mujeres cuando volviesen.

No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su

madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.

–¿Qué nos llevamos ahora? –dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus

miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente

sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro

hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y

aturdida:

–Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?

Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar

seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería

sobre su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.

Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un

lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes

de darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz

ronca y estridente:

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–¡Ay Dios mío, ay Dios mío! –y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé,

como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.

–¡Cuidado, Gregorio! –gritó la hermana levantando el puño y con una mirada

penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le

dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia

con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también

quería ayudar –había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro–, pero

estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también

a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como

en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando

Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se

cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una

medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió

todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre;

cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá

estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar

a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa

que hacer que esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación,

comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y techos, y

finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas

a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.

Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba

tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica

estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre

había llegado.

–¿Qué ha ocurrido? –fueron sus primeras palabras.

El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, sin duda

apretaba su rostro contra el pecho del padre:

–Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.

–Ya me lo esperaba –dijo el padre–, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes,

las mujeres, nunca hacen caso.

Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta

información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto

violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle

explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó

hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya

desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más

sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era

necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e

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184

inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir

tales sutilezas.

–¡Ah! –gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y

contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.

Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad

que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes,

había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían

en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado para

encontrar las circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el

padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros

tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en

que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones

de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia

él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par

de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia

delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más

despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el

bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y

congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba muy

derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los

ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta

sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la

mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo

desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto.

Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, probablemente el

de un banco, sobre el canapé a través de la habitación formando un arco, y se

dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del

uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón.

Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los

pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme de las

suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el

primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba

oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se

paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese.

Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin

que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la

lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo,

especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su

parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que

confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque

mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de

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185

movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco

anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se

tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas

tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de

salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su

disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muelles llenos de

esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y

echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra;

Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre

había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre

el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin

apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por

el suelo como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin

fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo,

otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste

quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese

aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente

desconcertado.

Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría

de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre

en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire

mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre

corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas,

y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida

estrechamente a él –ya empezaba a fallarle la vista a Gregorio–, le suplicaba,

cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregorio.

III

La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes –la manzana

permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía

a retirarla–, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y

repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse

como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la

repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad

para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo

inválido largos minutos –no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas–, sin

embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su

opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta

del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de

forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el

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186

comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus

conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una

forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.

Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las

que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta

nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de

las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la

silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente

silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un

comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta,

estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un

puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había

dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente

volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme

mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha,

dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre

estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de

su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio,

empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio

se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa,

completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que

el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja

y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico

y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de

la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se

había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a

pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes

esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la

madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de

hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba.

La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana

abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el

padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo

cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la

madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de

mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente,

como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la

puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo,

mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su

pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.

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187

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener

más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se

reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta

gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y

por la noche, y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre,

además de su mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la

familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y

fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la

conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era

que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las

circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio.

Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que

impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un

cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar,

impedía a la familia un cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la

idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo

su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo

cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el

pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente

extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás

del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la

espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la

madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban,

dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas.

Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la

puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera

las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa

sin llorar.

Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la

próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia

como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe

y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan

corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de

provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a

quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos

aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a

él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado

cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por

su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar

de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre

cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso

aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar

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a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la

tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación

de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto

si la comida había sido probada como si –y éste era el caso más frecuente– ni

siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre

por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por

las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad.

Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más

significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta

posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin

que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo

mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una

susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había

apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se

reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una

ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza,

que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua –la

humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía extendido,

amargado e inmóvil sobre el canapé–, pero el castigo de la madre no se hizo

esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la

habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos,

corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos

levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres –el padre se despertó

sobresaltado en su silla–, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer

nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su

derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana

la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la

hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que

la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la

hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y

Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para

ahorrarle este espectáculo y este ruido.

Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de

Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario

que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa

vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su

fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir

verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la

habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con los brazos

cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía,

comenzó a correr de un lado a otro.

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Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana

y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le

llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como:

«¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!»

Gregorio no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su

sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa

asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le

molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano –una intensa

lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se

acercaba– cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se

enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma

lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente

una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la

boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo

cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.

–¿Conque no seguimos adelante? –preguntó, al ver que Gregorio se daba de

nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.

Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la

comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y

horas y, la mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo

que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero

precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se

habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en

otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones

de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos –los

tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta–

ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la

casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la

cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían

traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas

cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas

acababan en la habitación de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza

y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa,

arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no

servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto

correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención

de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá

tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el

mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese

por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello

porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente

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satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente

agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta

permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla,

incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado

de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más

oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco

abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los

huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en

que antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las

servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor.

Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco

después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida

humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos

como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que

estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres,

cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo

suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina. La prueba le

satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencia,

comenzaban a sonreír respirando profundamente.

La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta,

entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una

vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello

de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A

Gregorio le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la

comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello

quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun

con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.

–Pero si yo no tengo apetito –se decía Gregorio preocupado–, pero me apetecen

estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!

Precisamente aquella noche –Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el

tiempo– se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de

en medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los

otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín

comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron

hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados

unos junto a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:

–¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.

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–Al contrario –dijo el señor de en medio–. ¿No desearía la señorita entrar con

nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?

–Naturalmente –exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.

Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el

atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con

tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían

alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no

se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la

mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le

fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que,

por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón

apartado.

La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar,

seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la

música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto

de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía

consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración

y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque,

como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por

todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre

su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos

de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para

tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes

varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de

avanzar por el suelo impecable del comedor.

Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente

absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio,

con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del

atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda

tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas

inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados

por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que

habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o

divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les

molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el

humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin

embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado hacia un lado,

atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó

un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar

sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música?

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Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado

alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle

así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie

podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir

nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil

por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y

tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la

fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé,

inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención

de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su

camino la Navidad pasada –probablemente la Navidad ya había pasado– se lo

hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta

confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría

hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda,

llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.

–¡Señor Samsa! –gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una

palabra más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín

enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo

la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a

Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a

pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía

distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos

abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que

pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por

el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que,

sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre

explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy

lentamente, retrocedían hacia su habitación.

Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído

después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado

de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos

caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como

si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que

todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando

violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la

que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del

padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y

almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los

señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y

se había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado

por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus

huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la

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habitación, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así

detuvo al padre.

–Participo a ustedes –dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas

también a la madre y a la hermana– que, teniendo en cuenta las repugnantes

circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia –en este punto escupió

decididamente sobre el suelo–, en este preciso instante dejo la habitación. Por los

días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario,

me pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles,

créanme, de justificar.

Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos

intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:

–También nosotros dejamos en este momento la habitación.

A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se

tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella.

Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la

profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba

que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el

mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el

fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que

pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos

momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni

siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos

de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.

–Queridos padres –dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la

mesa–, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy.

No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso

solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo

humanamente posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el

menor reproche.

–Tienes razón una y mil veces –dijo el padre para sus adentros. La madre, que

aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía

ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.

La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar

enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana,

se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que

desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a

Gregorio, que permanecía en silencio.

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–Tenemos que intentar quitárnoslo de encima –dijo entonces la hermana,

dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada–. Los va a

matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo

hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin.

Yo tampoco puedo más– y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus

lágrimas caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con

las manos.

–Pero hija –dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión–. ¡Qué

podemos hacer!

Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que,

mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad

anterior.

–Sí él nos entendiese... –dijo el padre en tono medio interrogante.

La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se

podía ni pensar en ello.

–Sí él nos entendiese... –repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la

convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello–, entonces sería

posible llegar a un acuerdo con él, pero así...

–Tiene que irse –exclamó la hermana–, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes

que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto

tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea

Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una

convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese

marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos

continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos

persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la

casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre –gritó de repente–, ya

empieza otra vez!

Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana

abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese

sacrificar a la madre antes de permanecer cerca de Gregorio, y se precipitó detrás

del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en

pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.

Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho

menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a

su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado

enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que

levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su

alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto

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momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su

silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le

cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto

a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.

«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su

actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando

tenía que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que

quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder

todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y

no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el

mismo camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con

rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su

familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por

completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras

de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada

acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida.

Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.

Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas

se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había

permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia

delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres

mientras echaba la llave.

«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.

Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le

parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas.

Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el

cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al

final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su

espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave

polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que

desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana.

En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de

la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer

detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó

sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.

Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta –de pura fuerza y prisa daba

tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase

evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en

toda la casa– en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al

principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se

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hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como

tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas

a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a

Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había

movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas

circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo

mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó

en voz alta hacia la oscuridad.

–¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!

El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del

susto de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el

señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la

cama. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa

apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto,

también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta

desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si no

hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.

–¿Muerto? –dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia

la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse

cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo

–digo, ¡ya lo creo! –dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de

Gregorio con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un

movimiento como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.

–Bueno –dijo el señor Samsa–, ahora podemos dar gracias a Dios –se santiguó y

las tres mujeres siguieron su ejemplo.

Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:

–Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas

salían tal como entraban.

Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se

daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y

ninguna otra cosa distraía la mirada.

–Greta, ven un momento a nuestra habitación –dijo la señora Samsa con una

sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la

mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A

pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el

aire fresco. Ya era finales de marzo.

Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su

alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:

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–¿Dónde está el desayuno? –preguntó de mal humor el señor de en medio a la

asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada

y silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de

Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos

de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de

Gregorio ya totalmente iluminada.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con

su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos;

a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.

–Salgan ustedes de mi casa inmediatamente –dijo el señor Samsa, y señaló la

puerta sin soltar a las mujeres.

–¿Qué quiere usted decir? –dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con

cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban

constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea

que tenía que resultarles favorable.

–Quiero decir exactamente lo que digo –contestó el señor Samsa, dirigiéndose

con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio

y miró hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su

cabeza.

–Pues entonces nos vamos –dijo después, y levantó los ojos hacia el señor

Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso

para tomar esta decisión.

El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy

abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el

vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos

completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si

tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e

impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus

sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron una

reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente

infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos

mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero

constantemente, bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un

determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo

estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial

carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de

frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la

barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.

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Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían

ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa.

Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a

su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la

tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque

había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente

asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de

retirarse levantaron la vista enfadados.

–¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa.

La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la

familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo

detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero,

que, desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba

suavemente en todas las direcciones.

–¿Qué es lo que quiere usted? –preguntó la señora Samsa que era, de todos, la

que más respetaba la asistenta.

–Bueno– contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír

amablemente– no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de

al lado. Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si

quisieran continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la

asistenta quería empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó

decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la

gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la

vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.

–Esta noche la despido– dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de

su mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad

apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y

permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia

ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:

–Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de

consideración conmigo.

Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y

terminaron rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos,

cosa que no habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de

la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba

totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos,

hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que,

vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres

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trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros,

eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero

la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con

más facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más

pequeña y barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual,

que había sido escogida por Gregorio.

Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo

tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a

pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había

convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos

y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya

llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una

confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su

viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.