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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 149 Enero/Febrero 2005 Precio 8Enero/Febrero 2005 149 MARY KALDOR Cinco acepciones de la sociedad civil global P. FLORES D’ARCAIS El voto americano ELFRIEDE JELINEK Demonios y fantasmas SIGRID LÖFFLER CLEMENTE AUGER La responsabilidad de los jueces AMARTYA SEN Pasaje a China J. L. CEBRIÁN El español, lengua internacional Z. BAUMAN Los residuos del progreso económico 9 788411 303682 00149

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 149Enero/Febrero 2005

Precio 8€

Enero/Feb

rero 2005

14

9

MARY KALDORCinco acepciones de la sociedad civil global

P. FLORES D’ARCAISEl voto americano

ELFRIEDE JELINEKDemonios y fantasmasSIGRID LÖFFLER

CLEMENTE AUGERLa responsabilidad

de los jueces

AMARTYA SENPasaje a China

J. L. CEBRIÁNEl español,

lengua internacional

Z. BAUMANLos residuos del progreso económico

9788411303682

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S U M A R I On ú m e r o 149 e n e r o / f e b r e r o

AMARTYA SEN 4 PASAJE A CHINA

JUAN LUIS CEBRIÁN 10 EL ESPAÑOL, LENGUA INTERNACIONAL

LOS RESIDUOS ZYGMUNT BAUMAN 14 DEL PROGRESO ECONÓMICO

CLEMENTE AUGER 22 LA RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES

CINCO ACEPCIONES MARY KALDOR 30 DE LA SOCIEDAD CIVIL GLOBAL

I. LAGO PEÑAS LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL JOSÉ R. MONTERO 36 DEL 11-M AL 14-M

Semblanza Elfriede Jelinek Sigrid Löffler 46 Demonios y fantasmas

Política Paolo Flores D’Arcais 52 El voto americano

Ensayo Julian Sauquillo 58 La herida de Sócrates

Sociología Enrique Lynch 64 La nueva esclavitud y sus cómplices

Derecho penal Ana Messuti 68 La pena y el pensamiento penal

Narrativa Alejo Carpentier César Leante 74 Acoso a La Habana

Literatura César Pérez Gracia 78 Las cartas de George Sand

Casa de citas Carlos García Gual 80 Apuntes personales de Marco Aurelio

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALFONSO ESTÉVEZDirector adjunto JOSÉ MANUEL SOBRINO

Coordinación editorial NU RIA CLAVERDiseñoMAR ICHU BUITRAGOCorrecciónMANUEL LLAMAZARES

DE RAZÓN PRÁCTICA

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ElfriedeJelinek

CaricaturasLOREDANO

ANTONIO SUÁREZ (Pya-Pueblonuevo, Córdoba, 1952). Estudió cinematografía en la Université de Vincennes, París, ciudad en la que trabajó como reportero y monitor de fotografía. En 1977 regresó a Madrid donde ha colaborado con diversos medios de información como D16, La Luna, Madrid Me Mata, Panorama, Lápiz, Vogue, Geo y El País. Cofundador de la Agencia Cover y coautor del libro Un día en la vida de España, 1987, actualmente trabaja en el cine, como foto-fija. Estas fotos pertenecen a la exposición Sombra y Memoria, junio de 2004.

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PASAJE A CHINA

AMARTYA SEN

1.Los vínculos intelectuales entre China y la India, que se prolongaron durante más de dos mil años, han tenido efectos de gran alcance en la historia de ambos países, no obstante lo cual hoy apenas se recuerdan. La escasa atención que esta cuestión reci-be tiende a provenir de escritores interesa-dos en la historia de las religiones, en par-ticular la historia del budismo, que co-menzó su difusión desde la India hacia China en el siglo i. En China, el budismo llegó a constituir una potente fuerza hasta ser en gran medida desplazado por el con-fucionismo y el taoísmo aproximadamen-te mil años después. Pero la religión es só-lo una parte de un panorama mucho más amplio de relaciones chino-indias durante el primer milenio. Es muy necesario un mejor conocimiento de estas relaciones no sólo para que podamos apreciar más plenamente la historia de un tercio de la población mundial sino también porque las conexiones entre ambos país son im-portantes para determinadas cuestiones políticas y sociales de la actualidad.

La religión ha sido, indudablemente, una primordial fuente de contactos entre China y la India, y el budismo fue central en los movimientos de gentes e ideas en-tre uno y otro país. Pero la dilatada in-fl uencia del budismo no se limitó a la re-ligión. Su efecto secular se extendió a las ciencias, las matemáticas, la literatura, la lingüística, la arquitectura, la medicina y la música. Sabemos por los prolijos rela-tos que han dejado una serie de visitantes chinos a la India, como Faxian en el siglo v, o Xuanzang y Yi Ping en el vii1,

que su interés no estaba en modo alguno confi nado a la teoría y las prácticas reli-giosas. De modo similar, entre los erudi-tos indios que iban a China, especial-mente en los siglos vii y viii, no sólo fi -guraban expertos en religiones sino también científi cos, como astrónomos y matemáticos. En el siglo viii, un astróno-mo indio llamado Gautama Siddharta ocupó la presidencia del Consejo de As-tronomía de China.

La riqueza y variedad de las primeras relaciones intelectuales entre China y la India han permanecido mucho tiempo en la oscuridad. Este olvido se ha reforza-do ahora con la tendencia contemporá-nea a clasifi car a las poblaciones del mun-do en “civilizaciones” diferenciadas, en gran medida definidas por la religión (por ejemplo, la división del mundo de Samuel Huntington en categorías como “civilización occidental”, “civilización is-lámica” y “civilización hindú”). Existe, a consecuencia de ello, una generalizada proclividad a entender los diversos pue-blos en función de sus creencias religio-sas, aun si ello implica descuidar muchas otras cosas importantes. Las limitaciones de esta perspectiva han producido ya per-juicios considerables en nuestro conoci-miento de otros aspectos de la historia global de las ideas. Actualmente, hay gran propensión a ver la historia de los musulmanes como una historia quin-taesencialmente islámica, sin tener en cuenta el fl orecimiento de las ciencias, las matemáticas y la literatura que hicieron posible los intelectuales musulmanes, en especial entre los siglos viii y xiii. Un re-sultado de este limitado énfasis en la reli-gión es que alienta al tipo actual de acti-vista árabe desafecto a enorgullecerse ex-clusivamente de la pureza del islam, sin atender a la diversidad y la riqueza de la historia árabe. También en la India ha habido repetidos intentos de representar

su rica civilización como “civilización hindú”, por utilizar una expresión muy del gusto de teóricos como Samuel Hun-tington, así como de activistas políticos hindúes.

En segundo lugar, hay un contraste curioso y desorientador entre el modo en que hoy día se entienden las ideas y el sa-ber occidentales y los no occidentales. Muchos comentaristas, al interpretar obras no occidentales, tienden a atribuir a la religión una importancia mucho ma-yor de lo que ésta merece, olvidando el interés laico de la obra en cuestión. Son muy pocos los que creen, por ejemplo, que los escritos científicos de Isaac Newton han de ser entendidos primor-dialmente como cristianos (pese a su fe cristiana); y tampoco la mayoría de noso-tros damos por sentado que su contribu-ción al conocimiento científi co deba ser interpretado de algún modo en función de su profundo interés en el misticismo (por más importante que fuera para él la especulación mística, que incluso pudo dar origen a alguna de sus obras científi -cas). Por el contrario, cuando se trata de culturas no occidentales, tiende a infl uir fuertemente el reduccionismo religioso. Los estudiosos presumen con frecuencia que los escritos intelectuales de los erudi-tos budistas, de amplia concepción, o de los seguidores de prácticas tántricas no pueden ser “debidamente entendidos” si no es a la luz especial de sus creencias y usos religiosos.

2.Pero ocurre que las relaciones entre Chi-na y la India se iniciaron casi con seguri-dad en virtud del comercio, no del budis-mo. Hace alrededor de dos mil años, las costumbres de consumo de los indios, particularmente de los más ricos, queda-ron radicalmente infl uidas por innovacio-nes chinas. Un tratado sobre economía y

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1 Al escribir los nombres chinos en inglés utilizo el sistema pinyin, que es hoy el habitual, pese a que en las obras citadas se utilizan otras muchas grafías. Faxian aparece también como Fa-Hsien y Fa-hien; Xuanzang como Hiuan-tsang y Yuang Chwang, y Yi Jing como I-tsing e I-Ching, entre otras variaciones.

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política del gran erudito en sánscrito Kautilya, escrito en el siglo iv a. de C. pero revisado unos siglos después, otorga un lugar especial a “la seda y el tejido de seda de la tierra de China” entre “artícu-los preciosos” y “objetos de valor”. En el antiguo poema épico Mahabharata hay referencias a tejidos y sedas chinas (cina-msuka) ofrecidos como presentes, y se en-cuentran alusiones similares en las ancestrales Leyes de Manú.

El carácter exótico de los productos chinos está captado en muchos escritos literarios sánscritos de principios del pri-mer milenio, como en la obra dramática del siglo v, Sakuntala, escrita por Kalida-sa (acaso el supremo poeta y dramaturgo de la literatura sánscrita clásica). Cuando, en medio de una cacería, el rey Dusyanta ve a la deslumbrante ermitaña Sakuntala y queda embargado por su belleza, expli-ca su pasión comparándose a sí mismo con el modo en que ondea en el viento una bandera de seda china: “Mi cuerpo avanza, / Pero mi espíritu renuente retro-cede / como la seda china en una bande-ra / tremolando al viento”. En la obra Harsacarita de Bana, escrita en el siglo vii, se describe a la hermosa Rajyasri el día de su boda ricamente vestida con ele-gante seda china. Durante ese mismo pe-riodo se encuentran en la literatura sáns-

crita abundantes referencias a otros pro-ductos chinos que se abrieron camino hasta la India, entre ellos el alcanfor (ci-naka), el bermellón (cinapista) y el cuero de alta calidad (cinasi), así como delicio-sas peras (cinarajaputra) y melocotones (cinani).

Mientras China iba enriqueciendo el mundo material de la India hace dos mil años, ésta exportó budismo a China al menos desde el siglo primero de la era cristiana, cuando dos monjes indios, Dharmaraksa y Kasyapa Matanga, llega-ron a China invitados por el emperador Mingdi de la dinastía Han. Desde ese momento hasta el siglo xi, fueron a Chi-na cada vez más eruditos y monjes de la India. Cientos de estudiosos y traducto-res escribieron versiones chinas de miles de documentos sánscritos, en su mayoría obras budistas. Las traducciones se pro-ducían con pasmosa rapidez. Pese a que el fl ujo de escritos traducidos cesó en el siglo xi más de doscientos volúmenes en sánscrito fueron traducidos entre el 982 y el 1011.

El primer chino en escribir una des-cripción pormenorizada de su visita a la India fue Faxian, un erudito budista que viajó en busca de textos sánscritos con la intención de hacerlos asequibles en chino. Tras un viaje arduo a través de la ruta sep-

tentrional a la India por vía de Khotan (donde había una fuerte presencia budis-ta), llegó a la India en el 401 de nuestra era. Diez años después, Faxian regresó por mar, zarpando desde la desembocadura del Ganges (no muy lejos de la actual Calcuta), para navegar después hacia la budista Sri Lanka y la Java hindú. Faxian dedicó su estancia en la India a viajar ex-tensamente y a reunir documentos (que posteriormente traduciría al chino). Su Relación de Reinos Budistas es una descrip-ción intensamente iluminadora de la In-dia y Sri Lanka. Los años que Faxian pasó en Pataliputra (o Patna) estuvieron consa-grados al estudio de la lengua y la literatu-ra sánscritas además de los textos religio-sos pero, como veremos, también se inte-resó profundamente en las medidas de asistencia sanitaria de la India coetánea.

El más famoso visitante chino a la India fue Xuanzang, llegado en el siglo vii. Un impresionante erudito, reunió textos sánscritos (muchos de los cuales tradujo tras regresar a China), y viajó por toda la India durante dieciséis años, in-cluidos los que pasó en Nalanda, una fa-mosa institución de estudios superiores no muy lejana a Patna. En Nalanda, ade-más de budismo, Xuazang estudió medi-cina, fi losofía, lógica, matemáticas, astro-nomía y gramática. A su regreso a China

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fue recibido por el emperador con gran pompa2. Yi Jing, que fue a la India poco después de fi nalizar la estancia de Xua-zang, también estudió en Nalanda, uniendo sus trabajos sobre budismo a es-tudios de medicina y de sanidad pública.

3.Entre las traducciones que hizo Yi Jing de obras budistas fi guraban textos de tantris-mo, cuyas tradiciones esotéricas conce-dían gran importancia a la meditación. El tantrismo adquirió fuerza decisiva en China en los siglos vii y viii, y dado que muchos estudiosos tántricos tenían enor-me interés en las matemáticas (quizá de-bido, al menos inicialmente, a la fascina-ción tántrica por los números), también infl uyeron en las matemáticas chinas.

Joseph Needham observa que “el tan-trista más importante” fue Yi Xing (672 a 717), “máximo astrónomo y matemático de su época”3. Yi Xing, que dominaba la lengua sánscrita y conocía los textos in-dios sobre matemáticas, era también monje budista, pero sería un error supo-ner que sus escritos matemáticos eran en algún sentido específi camente religiosos. Como matemático, y no como tantrista, Xi Ying trató sobre toda una variedad de problemas analíticos y de cálculo, mu-chos de los cuales no guardaban relación alguna con el tantrismo. Abordó, por ejemplo, problemas clásicos como el de “calcular el número total de posibles si-tuaciones en el ajedrez”. Especial interés tenía en los cálculos calendaristas e inclu-so ideó, por orden del emperador, un nuevo calendario para China.

Los astrónomos indios que vivían en China en el siglo viii trabajaron de modo muy particular en los estudios sobre ca-lendarios y se sirvieron del desarrollo de la trigonometría que se había producido ya en la India (y que había dejado muy atrás las raíces griegas originales de la tri-gonometría india). También por enton-ces, la astronomía y las matemáticas in-dias, incluida la trigonometría, estaban ejerciendo gran infl uencia en las matemá-ticas y las ciencias del mundo árabe a tra-vés de las traducciones al árabe de Arya-

bhata, Varahamihira y Brahmagupta, en-tre otros4.

Los archivos chinos demuestran que varios astrónomos y matemáticos indios ocuparon altos cargos en el Departamento Astronómico de la capital china durante este periodo. Y uno de ellos, Gautama, no sólo llegó a ser presidente del Consejo de Astronomía, sino que también escribió el magnífi co compendio de astronomía chi-no, Kaiyvan Zhanjing, un clásico científi co del siglo viii. Gautama adaptó una serie de obras astronómicas indias para su pu-blicación en chino, entre ellas el Jiuzhi li, inspirado en un determinado calendario planetario de la India, claramente basado en un texto clásico sánscrito, elaborado al-rededor del 550 de nuestra era por el ma-temático Varahamihira. Esta obra es ante todo una guía algorítmica de cómputo que calcula, por ejemplo, la duración de los eclipses basándose en el diámetro de la luna y otros parámetros pertinentes. Las técnicas empleadas se derivaban de méto-dos creados por Aryabhata a fi nes del siglo v y posteriormente desarrolladas por sus seguidores en la India, entre ellos Varaha-mihira y Brahmagupta.

Yang Jingfeng, un astrónomo chino del siglo viii, describía así los variados an-tecedentes de la astronomía china ofi cial:

“Los que desean conocer la posición de los cin-

co planetas adoptan métodos calendaristas indios…Por ello tenemos tres clanes de expertos indios en calendarios, Chiayeh [Kasyapa], Chhüthan [Gauta-ma] y Chümolo [Kumara], todos los cuales ocupan cargos en el Departamento de Astronomía. Pero lo que hoy más se utiliza son los métodos calendaristas del Maestro Chhüthan, junto a su ‘Gran Arte’, en los trabajos que se realizan para el gobierno”5.

Los astrónomos indios, como Gauta-

ma, Jasyapa o Kumara, no habrían ido a China salvo por las conexiones que el bu-dismo había hecho posibles, pero difícil-mente cabría decir que su trabajo puede considerarse primordialmente como con-tribuciones al budismo.

4.Las obras que versan sobre culturas y civi-lizaciones contienen abundantes análisis de la presunta insularidad china y su rece-lo de las ideas llegadas del exterior. Este planteamiento ha sido invocado también en años recientes para explicar la resisten-cia china a la política democrática. Ahora bien, este tipo de interpretaciones sim-plistas no consiguen explicar por qué Chi-na ha estado tan dispuesta a abrazar la economía de mercado en el interior y el exterior a raíz de las reformas económicas de 1979 mientras sus líderes se oponen fi rmemente a la democracia política. Pero es que, en realidad, China no ha sido tan insular intelectualmente como a menudo se dice.

En este sentido, las relaciones de Chi-na con la India son de particular impor-tancia. Lo cierto es que la India es el úni-co país extranjero al que fueron los estu-diosos de la antigua China para estudiar y formarse; conservamos documentos de más de doscientos distinguidos eruditos chinos que pasaron prolongados periodos de tiempo en la India en la segunda mitad del primer milenio. Lo que principalmen-te perseguían los chinos era el conoci-miento de obras sánscritas y budistas, pe-ro también estaban interesados en muchas otras cosas. Hay influencias indias que son muy evidentes: por ejemplo, el uso de términos y conceptos esenciales extraídos del sánscrito, como ch’an o zen, derivados de dhyana, que signifi ca meditación, así como los temas de las óperas chinas, ins-pirados en relatos sánscritos (por ejemplo La muchacha celestial derramando fl ores)6. Como ha demostrado el norteamericano John Kieschnick, especialista en budismo, la construcción de templos y puentes en China estaba muy infl uida por ideas lle-gadas de la India a través del budismo7.

El movimiento de conocimientos en-

2 Dos perceptivos libros recientes se sirven de los viajes de Xuanzang y su vigente signifi cación actual: Richard Bernstein, Ultimate Journey: Retracing the Path o an Ancient Buddhist Monk Who Corssed Asia in Search of Enlightenment (Knopf, 2001), y Sun Shuyun, Ten Th ousand Miles Without a Cloud (Harper Collins, 2003).

3 Joseph Needham, Science and Civilization in China, vol. 2 (Cambridge University Press, 1956), pág. 427.

4 Un ejemplo interesante de la transmisión de ideas y términos matemáticos puede verse en el origen del término trigonométrico “seno”. En su tratado ma-temático en sánscrito, terminado en el 499 de nuestra era, Aryabhata utilizó jya-ardha (“media cuerda” en sánscrito), abreviado posteriormente a jya, para lo que nosotros hoy llamamos “seno”. Los matemáticos árabes del siglo viii transliteraron la palabra sánscrita jya en la de sonido similar, jiba, que posteriormente pasó a jaib (con las mismas consonantes que jiba), que es una buena palabra árabe cuyo signifi cado es bahía o cala, y fue esta palabra la que posteriormente tradujo Gherar-do de Cremona (circa 1150) por la palabra latina equi-valente para referirse a una bahía o cala, sinus, de la que se deriva la moderna “seno”. Véase Howard Eves, An Introduction to the History of Mathematics (Saunders, 6ª edición, 1990), pág. 237. El término jya empleado por Aryabhata fue traducido al chino como ming y empleado en algunas tablas como la yue jianliang ming, literalmente “seno de intervalos lunares”. Véase Jean-Claude Martzloff , A History of Chinese Mathematics (Springer, 1997), pág.100.

5 Véase Needham, Science and Civilization in China, vol. 3, pág. 202; véanse también págs. 12 y 37. Hay una exposición general sobre los sistemas de los

darios chinos en mi artículo, ‘India Th rough Its Calen-dars’, Th e Little Magazine, núm. 1 (Delhi, 2000).

6 El término “mandarín”, de la palabra sánscrita mantri, o consejero especial (el primer ministro indio sigue recibiendo la denominación de pradhan mantri, o principal consejero), llegó mucho más tarde por vía de Malasia.

7 John Kieschnick, Th e Impact of Buddhism on Chinese Material Culture (Princeton University Press, 2003).

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tre China y la India operaba, claro está, en ambas direcciones. Joseph Needham ha intentado elaborar una lista de las ideas matemáticas que “irradiaron desde China”, especialmente a la India, y su te-sis es que una cantidad mucho mayor de ideas viajó desde China a la India que en sentido contrario: “La India era la más receptiva de estas dos culturas”8. A falta de evidencia directa del movimiento de una idea en particular en cualquiera de las dos direcciones, Needham supuso que la idea se movía desde el país donde se había encontrado el primer documento que atestiguaba su uso. Este procedi-miento ha sido fuertemente criticado por otros historiadores de la ciencia y las ma-temáticas, como Jean-Claude Martzloff 9. Parece claro que había muchas más pro-

babilidades de que se perdiera un primer documento de uso en la India que en China10. Pero lo verdaderamente impor-tante es que una gran abundancia de ideas matemáticas y científi cas, así como de otras disciplinas no religiosas, viajaron en ambas direcciones.

5.La transferencia de ideas y técnicas en matemáticas y ciencias sigue siendo deci-siva para el mundo comercial contempo-ráneo, tanto para el desarrollo de tecnolo-gías de información como para los mo-

dernos métodos industriales. Lo que acaso sea menos claro es de qué modo aprenden las naciones unas de las otras a la hora de aumentar el alcance de la comunicación pública o de mejorar la medicina pública. Y ocurre que ambas cosas fueron impor-tantes en las relaciones intelectuales entre China y la India en el primer milenio, y siguen siendo centrales incluso hoy día.

Como religión, el budismo se inició con al menos dos características específi cas que eran muy poco usuales: su agnosticis-mo y su dedicación a un amplio análisis de cuestiones públicas. Algunas de las pri-meras reuniones abiertas al público de las que hay constancia, cuya fi nalidad especí-fi ca era dirimir disputas en torno a creen-cias religiosas así como a otros asuntos, se celebraron en la India en “consejos” budis-

tas de organización muy compleja, en que los defensores de puntos de vista diversos discutían sobre sus diferencias. El primero de estos grandes consejos tuvo lugar en Rajagriha poco después de la muerte de Gautama Buddha hace 2.500 años; el ma-yor de ellos, el tercero, se celebró en la ca-pital, Patna, bajo patronazgo del empera-dor Ashoka en el siglo iii a. de C. Ashoka quiso también codifi car y poner en circu-lación lo que sin duda es una de las prime-ras formulaciones de normas para el deba-te público –una especie de ancestral ver-sión de Robert’s Rules of Order–*. Se exigía, por ejemplo, “contención en lo que hace

al habla, de tal modo que no haya alaban-zas de la propia secta o desdenes de las aje-nas en ocasiones impropias, y debe ser moderada incluso en las ocasiones apro-piadas”. Aun si se disputa, “las demás sec-tas deben ser debidamente honradas de todas las formas y en todas ocasiones”.

En la medida en que el debate públi-co ponderado es central a la democracia (como han sostenido John Stuart Mill, John Rawls y Jürgen Habermas, entre otros muchos), los orígenes de la demo-cracia pueden remontarse en parte a la tradición de debate público, muy alenta-da por la importancia concedida al diálo-go por el budismo tanto en la India como en China (y también en Japón, Corea y otros lugares). Es también signifi cativo que prácticamente todos los intentos in-cipientes de imprimir en China, Corea y Japón fueran emprendidos por budis-tas11. El primer libro impreso del mundo (o, mejor dicho, el primer libro impreso que tiene fecha) fue la traducción al chi-no de un tratado indio en sánscrito, el llamado El Sutra del diamante, impreso en China en el 868 d. de C. Aunque el El Sutra del diamante es casi enteramente un escrito religioso, la dedicatoria, inscrita con trazos enérgicos, de este libro del si-glo ix “para su distribución universal y gratuita” revela un compromiso con la educación pública.

John Kieschnick ha observado que “una de las razones del importante lugar ocupado por los libros en la tradición budista china es la creencia de que se pueden hacer méritos copiando o impri-miendo las escrituras budistas”, y, en su opinión, “los orígenes de esta creencia se pueden rastrear en la India”12. Existen algunos indicios que avalan esta opinión; y existe también una indudable conexión entre esto y la insistencia en la comuni-cación con un público amplio de líderes budistas como Ashoka, que levantó por toda la India grandes placas de piedra cuyas inscripciones describían las cuali-dades de la buena conducta pública (en-tre ellas las reglas para llevar a cabo un debate).

8 Needham, Science and Civilization in China, vol. 3, págs. 146-148.

9 Martzloff , A History of Chinese Mathematics, pág. 90.

10 Dejando aparte otras razones, John Kieschnick señala al “carácter efímero de las hojas de palma y la corteza de abedul” en los que se inscribían “la mayoría de los escritos en la antigua India”; véase Th e Impact of Buddhism on Chinese Material Cultura, pág.166.

11 Parece ser que los budistas indios también hi-cieron intentos de imprimir. En efecto, Yi Jing, el eru-dito chino que visitó la India en el siglo vii, encontró al parecer impresiones de imágenes budistas en seda y papel, pero éstas probablemente fueran estampados con bloque un tanto primitivos. Se cree que, poco antes, Xuanzang imprimió retratos de un erudito indio (Bhadra) al volver a China de su visita a la India. Sobre estos primeros intentos, véase Needham, Science and Civilization in China, vol.5, parte 1, págs.148-149.

12 Kieschnik, Th e Impact of Buddhism on Chinese Material Culture, pág. 169.

* Robert’s Rules of Order es una especie de manual sobre los correctos procedimientos parlamentarios, escrito por un oficial del Ejército norteamericano, Henry Martin Robert, publicado póstumamente en 1876. Desde entonces se ha ido actualizando el libro, a medida que han ido haciéndose más complejos los procedimientos, y su última edición, la décima, apare-ció en el año 2000. (Nota de la T.).

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El desarrollo de la imprenta tuvo, co-mo es natural, un profundo efecto en la evolución de la democracia pero, incluso a corto plazo, abrió nuevas posibilidades de comunicación pública y tuvo enormes consecuencias en la vida social y política de China. Entre otras cosas, también in-fl uyó en la educación neoconfuciana y, como ha afi rmado Th eodore de Bary, “la educación de las mujeres alcanzó un nue-vo nivel de importancia con el aumento de la enseñanza [durante la dinastía Song] y su ampliación neoconfuciana en la dinastía Ming, caracterizada por una gran difusión de la imprenta, la alfabeti-zación y la enseñanza”13.

6.Las relaciones entre la India y China en cuestiones de asistencia sanitaria son a un tiempo signifi cativas y poco conocidas. Después que Faxian llegara a la India en el 401 d. de C., se interesó considerable-mente en las formas de organización de la sanidad pública. Particularmente impre-sionado quedó por los servicios cívicos de atención médica en el Patna del siglo v:

“Todos los pobres e indigentes de la región…y todos los que están enfermos, van a estas casas, donde se les proporciona toda clase de ayuda, y los doctores examinan sus enfermedades. Reciben así los alimentos y medicinas que sus casos requieren y son cómodamente alojados; y cuando están me-jor, se marchan voluntariamente”14.

Fuera o no excesivamente elogiosa es-ta descripción de las clínicas de Patna en el siglo v (lo cual parece muy probable), lo que llama la atención es el deseo de Faxian de aprender las medidas de salud pública del lugar donde permaneció todo un decenio.

Dos siglos y medio después, Yi Jing también se interesó en la salud pública, dedicándole tres capítulos de su libro so-bre la India. A Yi Jing le produjeron ma-yor admiración las prácticas sanitarias de la India que sus conocimientos médicos. Aunque reconociendo los méritos de al-gunos tratamientos medicamentosos, principalmente pensados para aliviar do-lores y molestias (por ejemplo, “el ghee**,

el aceite, la miel y los jarabes alivian el frío”), concluía: “En las artes curativas de acupuntura y cauterización y en el arte de sentir el pulso, China nunca ha sido superada [por la India]; la medicina para prolongar la vida sólo se encuentra en China”. Por otra parte, había, a su juicio, mucho que aprender de la India en cuan-to a cuidados sanitarios: “Los indios uti-lizan un tejido fi no para fi ltrar el agua y en China deberíamos utilizar la seda”, y “en China, la gente de la época presente come pescados y verduras generalmente sin cocer; en India nadie lo hace”. Aun-que Yi Jing regresó a China complacido con su país de origen (incluso preguntaba retóricamente: “¿Hay alguien, en las cin-co partes de la India, que no admire a China?”), se propuso no obstante hacer una valoración de lo que ésta podía aprender de la India.

7.La salud pública es una cuestión de la que unos países pueden aprender de otros, y es evidente que la India actual tiene mucho que aprender de China. En efecto, la esperanza de vida ha sido más elevada en China que en la India desde hace varias décadas. Sin embargo, los progresos a la hora de prolongar la espe-ranza de vida en ambos países revelan una historia más interesante. Poco des-pués de la Revolución, la China maoísta fue diligente en suministrar extensos ser-vicios sanitarios, y en aquel momento no existía nada similar en la India. En 1979, cuando se introdujeron las reformas eco-nómicas de Den Xiaoping, los chinos vi-vían una media de cuatro años más que los indios.

Después, tras las reformas económi-cas de 1979, la economía china siguió prosperando, creciendo a ritmo mucho más rápido que la india. No obstante el crecimiento económico más acelerado de China, desde 1979 la tasa media de espe-ranza de vida se ha incrementado en la India tres veces más rápidamente que en China. La esperanza de vida en China es actualmente de 71 años, mientras que en la India es de 74; la diferencia en espe-ranza de vida a favor de China, que era de 14 años en 1979 (en el momento de las reformas chinas), se ha reducido ahora a la mitad, a siete años.

Es más, la esperanza de vida china de 71 años es ahora inferior a la de algunas

partes de la India, notablemente la del estado de Kerala que, con sus 30 millones de personas, es mayor que muchos países. En Kerala se han mezclado con especial éxito la democracia pluripartidista de es-tilo indio (con sus debates públicos y amplia participación ciudadana en la vida pública) con mejoras en la sanidad me-diante iniciativas públicas del tipo em-prendido por China tras la Revolución15. Las ventajas de dicha combinación se muestran no sólo en haber logrado una elevada esperanza de vida, sino también en muchos otros ámbitos. Por ejemplo, aunque la proporción entre mujeres y hombres de la población total china es de sólo 0,94 y la media general de la India es de 0,93, en Kerala la proporción es de 1,06, exactamente la misma que en Norteamérica y Europa occidental. Esta elevada ratio revela que las posibilidades de supervivencia de las mujeres son ma-yores cuando no están sometidas a un trato desigual16. El descenso en la tasa de fertilidad de Kerala ha sido también bas-tante más rápido que en China, a pesar de las coercitivas políticas de control de la natalidad de este país17.

En el momento de las reformas chi-nas de 1979, la esperanza de vida de Ke-rala era levemente inferior a la de China. Pero entre 1995 y 2000 (el último perio-do para el que hay disponibles cifras de-fi nitivas de esperanza de vida en la In-dia), en Kerala la esperanza de vida, 74 años, era ya signifi cativamente superior a

15 Kerala ha sido menos afortunada, sin embargo, a la hora de lograr una elevada tasa de crecimiento del producto nacional bruto mediante la expansión econó-mica. El crecimiento de su PNB es similar a la media general de la India e inferior a una serie de Estados in-dios más orientados al crecimiento. Pese a que las esti-maciones del Banco Mundial han tendido a demostrar que Kerala, además de sus logros en educación y ser-vicios médicos ha tenido una de las más rápidas tasas de reducción de pobreza por ingresos de la India, tiene todavía mucho que aprender de China sobre métodos para incrementar el crecimiento económico. Sobre estas comparaciones y los factores causales subyacentes, véase mi libro con Jean Dreze, India: Development and Participation (Oxford University Press, 2002), Sección 3.8, págs. 97-101.

16 He hablado sobre los factores causales que sub-yacen al fenómeno de las “mujeres perdidas” en ‘More Th an a 100 Women Are Missing’, Th e New York Re-view, 20 diciembre, 1990; ‘Missing Women’, British Medical Journal, vol. 304 (7 marzo, 1992), y ‘Missing Women Revisited’, Birtish Medical Journal, vol. 327 (6 diciembre, 2003). En ellos se trata también sobre las lecciones económicas, políticas y sociales a extraer de la experiencia de Kerala, entre ellas el alcance de políticas radicales pero democráticas, y la función de la educa-ción y de la acción de las mujeres.

17 Sobre esto, véase mi ‘Population: Delusion and Reality’, Th e New York Review, 22 septiembre, 1994, y ‘Fertility and Coertion’, University of Chicago Law Re-view, vol. 63 (verano 1996).

13 Wm. Theodore de Bary, ‘Neo-Confucian Education’, en Sources of Chinese Tradition, compilado por Wm. Th eodore de Bary e Irene Bloom (Columbia University Press, 2ª ed., 1999), vol. 1, pág. 820.

14 Extraído de la traducción de James Legge, Th e Travels of Fa-Hien or Record of Buddhist Kingdoms (Pat-na: Eastern Book House, 1993), pág. 79.

** El ghee, un producto milenario de la India de-rivado de la leche de vaca, es mantequilla pura a la que no se ha agregado ningún aditivo ni sal, obtenida me-

diante un laborioso proceso de clarifi cado de todo tipo de toxinas que está rodeado de profunda calma y reco-gimiento interior. (Nota de la T.).

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AMARTYA SEN

9Nº 149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

la última cifra defi nitiva de China: 71 años en 200018.

Además, desde las reformas económi-cas de 1979, la tasa de mortalidad infan-til china ha descendido de modo extre-madamente lento, mientras que ha conti-nuado reduciéndose rápidamente en Kerala. En el momento de dichas refor-mas, Kerala tenía aproximadamente la misma tasa de mortalidad infantil que China: 37‰. Su tasa actual es de 10‰, un tercio de la china, que es del 30‰ (que no ha variado mucho durante el úl-timo decenio).

Dos factores, que inciden ambos en la cuestión de la democracia, contribuyen a explicar la ralentización de los avances chinos para prolongar la vida, pese a los efectos positivos de su crecimiento eco-nómico, extremadamente rápido. En pri-mer lugar, las reformas de 1979 elimina-ron en buena medida los seguros médicos gratuitos (excepto cuando lo suministra el empleador, lo cual ocurre en un núme-ro muy reducido de casos). Esta retirada de un servicio público altamente valo-rado apenas fue objeto de oposición polí-tica, como sin duda habría ocurrido en una democracia pluripartidista.

En segundo lugar, la democracia y la libertad política no sólo tienen valor en sí mismas; contribuyen también directa-mente a las políticas públicas (entre ella la sanidad), exhibiendo los fallos de la política social ante la mirada pública19. En la India se ofrecen servicios médicos de alta calidad a las personas relativamen-te ricas, entre ellas los extranjeros que van allí para recibir tratamiento, pero los ser-vicios básicos de salud de la India son es-casos, como sabemos por las fuertes críti-cas de que son objeto en la prensa india. Ahora bien, esta intensa crítica suminis-

tra también oportunidades para enmen-dar errores. De hecho, los persistentes re-portajes sobre las defi ciencias de la sani-dad pública de la India, y los esfuerzos resultantes para mejorarla, han sido una de las fuentes de fortalecimiento de la In-dia, manifestado en la acusada reducción de la diferencia en esperanza de vida en-tre China y la India. Este fortalecimiento se refl eja también en los logros de Kerala al unir la participación democrática con radicales compromisos sociales. El víncu-lo entre comunicación pública y sanidad puede también percibirse en los terribles efectos del secretismo que rodeó la epide-mia de SARS en China, que comenzó en noviembre de 2002 pero se mantuvo en secreto hasta la siguiente primavera20.

Así pues, aunque la India tenga mu-cho que aprender de China en políticas económicas y también en servicios de sa-lud, la experiencia india en comunicación pública y democracia sería instructiva pa-ra China. Merece la pena recordar que la tradición de irreverencia y desafío a la autoridad que llegó con el budismo desde la India a China recibió críticas particu-larmente duras por parte de los chinos en las primeras denuncias del budismo.

En el siglo vii, Fu-yi, un poderoso lí-der confuciano, entregó la siguiente que-ja sobre los budistas al emperador Tang. Ésta guarda, de hecho, alguna semejanza con los recientes ataques contra el Falun Gong:

“El budismo se infi ltró en China desde Asia Central, [en] forma extraña y bárbara y, como tal, era entonces menos peligroso. Pero desde el perio-

do Han los textos indios empezaron a traducirse al chino. Su publicidad empezó a afectar adversa-mente a la fe de los Príncipes y la devoción fi lial empezó a degenerar. La gente empezó a afeitarse la cabeza y a negarse a inclinarla ante los Príncipes y ante sus mayores”21.

Fu-yi no sólo proponía la prohibi-ción de las prédicas budistas, sino tam-bién una manera nueva para hacer frente a las “decenas de miles” de activistas que asolaban China. “Solicito de vos que los caséis”, aconsejó Fu-yi al emperador Tang, y “después eduquéis [a sus hijos] para llenar las fi las de vuestro ejército”. El emperador, según sabemos, se negó a emplear este método para eliminar el de-safío budista.

Con pasmoso éxito, China se ha convertido en líder de la economía mun-dial, y la India –como muchos otros paí-ses– ha aprendido mucho de ello, parti-cularmente en años recientes. Pero los logros de participación democrática en la India, incluida Kerala, indican que Chi-na, por su parte, también podría apren-der algo de la India. En efecto, la historia de los intentos chinos de vencer su insu-laridad –especialmente durante la segun-da mitad del primer milenio– son de in-terés vigente y utilidad práctica para el mundo de hoy 22. ■

Traducción: Eva Rodríguez.© The New York Review of Books, 2004

Amartya Sen es catedrático de la Universidad de Lamont y de la Universidad de Harvard.

18 Véase Nacional Bureau of Statistics of China, China Statistical Yearbook 2003 (Beijing: China Sta-tistics Press, 2003), Tabla 4-17, pág. 118. Las grandes ciudades chinas, en particular Shanghai y Beijing, superan al Estado de Kerala, pero la mayoría de las provincias chinas tienen cifras de esperanza de vida muy inferiores a las de Kerala.

19 Esta conexión es similar a otra observación de mayor calado según la cual las grandes hambrunas no se producen en las democracias, ni siquiera cuando és-tas son muy pobres. Sobre esto, véase mi ‘How Is India Doing?’, Th e New York Review, 16 diciembre, 1982, y con Jean Drèze, Hunger and Public Action (Oxford: Clarendon Press, 1989). Las grandes hambrunas, que siguieron produciéndose en la India británica hasta el fi nal (la hambruna de Bengala de 1943 ocurrió sólo cuatro años antes de la independencia de la India), desaparecieron bruscamente con la creación de una de-mocracia pluripartidista en la India. Por el contrario, China sufrió la mayor hambruna de la historia conoci-da en los años 1958-1961, cuando se calcula que mu-rieron casi 30 millones de personas.

20 Es posible que el acusado aumento de la desigualdad económica de años recientes en China pueda haber contribuido también a la ralentización de los progresos en esperanza de vida. De hecho, cierto incremento de desigualdad económica se ha producido también en la India, aunque en propor-ción mucho menor que la de China; pero es intere-sante que el aumento de la desigualdad en la India probablemente haya sido un importante factor en la derrota del Gobierno de Nueva Delhi en las eleccio-nes celebradas en mayo. Entre otros factores que han contribuido a esta derrota se encuentra la violación de derechos de la minoría musulmana en los distur-bios sectarios ocurridos en Gujarat. (Evidentemente, hay que achacar a los méritos del sistema democrá-tico deliberativo que un voto de mayoría pueda res-ponder a la grave situación de las minorías.)

21 Traducción de Prabodh C. Bagchi, India and China: A Th ousand Years of Cultural Relations (Calcuta: Saraswat Library, edición revisada, 1981), pág. 134.

22 Un trabajo más largo sobre estos temas apare-cerá en una colección de ensayos, Th e Argumentative Indian, que publicará Penguin Books en Londres a principios de 2005. Por sus útiles sugerencias, quiero expresar mi agradecimiento a Patricia Mirrlees, J. K. Banthia, Homi Bhabha, Sugata Bose, Nathan Glazer, Geoff rey Lloyd, Roderick MacFarquhar, Emma Roths-child, Roel Sterckx, Sun Shuyun y Rosie Vaughan.

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EL ESPAÑOL,LENGUA INTERNACIONAL

JUAN LUIS CEBRIÁN

R emontar el Orinoco es como re-m el tiempo”. Alejo Carpentier d así, en una conversación con

su compatriota cubano César Leante, la asincronía permanente de Latinoamérica. “Es el único continente”, señalaba, “don-de distintas edades coexisten, donde un hombre del siglo xx puede darse la mano con otro del cuaternario, o con otro de poblados sin periódicos ni comunicacio-nes que se asemeje al de la Edad Media, o existir contemporáneamente con alguien de provincia más cerca del romanticismo que de esta época”. Hace ya cuarenta años de este diálogo y, sin embargo, muchas cosas parecen no haber cambiado en tan dilatado lapsus. Latinoamérica sigue sien-do un crisol de edades, etnias, culturas y sensibilidades, un mundo en el que, al igual que el protagonista carpenteriano de Los pasos perdidos, podemos aventurarnos a viajar hasta las raíces de la vida, en el cuarto día de la Creación. Como en el Génesis, descubriremos entonces que lo que le da forma a ese todo pluriforme y aun caótico, es el logos: la palabra.

Carpentier solía decir que en cual-q ciudad del mundo, no importa dón-de se halle, uno puede siempre encontrar un cubano. De esto debe saber Humberto López Morales, cubano de nacimiento y puertorriqueño de adopción, que ha es-crito un excelente libro sobre los hispanos de Miami, sus comportamientos y aun sus manías lingüísticas, en el que nueva-mente se pone de relieve la disyuntiva por la que atraviesa el futuro del castellano en Estados Unidos: o la asimilación progresi-va por el inglés, o la instalación fi rme de un biculturalismo. López Morales conclu-y que síntoma de que el español se esté convir-tiendo en lengua obsolescente. Parecido resultado puede extraerse de los trabajos d catedrático de la Universidad de Alcalá Francisco Moreno Fernández, que liga el

futuro de ese bilingüismo al progreso so-cioeconómico de los hispanohablantes en Estados Unidos. Éstos son ya ofi cialmente más de treinta millones, pero se acercan a los cuarenta si tenemos en cuenta los sin papeles. El axioma histórico de que el im-perio crea la lengua (Nebrija solicitaba que el castellano se llevara en expansión adon-de “acudan las fuerzas militares”) viene siendo desmentido tercamente por el ex-traordinario crecimiento del español en la primera potencia militar y económica del mundo. La población hispana es desde ha-ce tiempo la primera minoría de Estados Unidos, tiene un creciente poder electoral, y su identifi cación cultural resulta tan sóli-da que obliga a los candidatos presidencia-les a expresarse, siquiera ocasionalmente, en español para demostrar su improbable solidaridad con ese colectivo humano. Hay cuarenta periódicos diarios, y más de trescientos semanarios, editados en caste-llano en ese país, amén de tres cadenas de televisión y cientos –quizás miles– de es-taciones de radio. La población de origen mexicano constituye las dos terceras par-tes de los latinos en Estados Unidos. Co-mo dice Carlos Fuentes, ésta es una re-conquista, pacífi ca pero consistente, de más de la mitad del antiguo territorio de México que en su día fue arrebatado por Estados Unidos.

El investigador británico Daid Graddol asegura que en el año 2050 el castellano superará al inglés1 (lo hablará el 6% de la población mundial frente al 5% del último). La presión demográfi ca de los países de habla hispana, junto con el creciente prestigio del español en el mun-d lograrán el milagro. En muchas nacio-nes de la tan vituperada vieja Europa, el español es la segunda lengua extranjera

más estudiada en escuelas y universidades, mientras su presencia resulta creciente en China, Japón y los tigres asiáticos. El cas-tellano es ya una lengua de comunicación internacional, empleada no sólo en los ámbitos académicos o cultos, sino en la diplomacia y, en cierta medida, en los ne-gocios. Pero los campos de la tecnología y la ciencia se le resisten y es de temer que, dado el atraso en los terrenos de la inves-tigación y el desarrollo de las naciones hispanohablantes, ésta sea una situación que perdure en el tiempo. Hay que po-tenciar el uso del español en la investiga-ción científi ca y en la economía, propiciar traducciones adecuadas y uniformes de los nuevos términos de esas disciplinas y defenderse, como de la peste, de la inva-sión de barbarismos que están generando.

Por parecidas razones, la presencia de nuestro idioma en la red sigue siendo muy defi ciente y no se corresponde con la expansión física y territorial que conoce. Lenguas cultas mucho menos extendidas, c el alemán o el francés, la superan en la clasifi cación del empleo de idiomas en Internet. Sólo España, México y, en cierta medida, Argentina, logran conjurar esa realidad ominosa. En Estados Unidos, el creciente bilingüismo de los hispanos per-mite que naveguen por Internet cómo-damente en inglés. La ausencia de in-fraestructuras adecuadas en los países latino americanos y la persistencia de polí-ticas que se pretenden visionarias y no son sino fruto del arbitrismo, asociado muchas veces a la corrupción, están en la base de ese empobrecimiento tecnológico. Es relativamente frecuente leer en la pren-sa noticias sobre la compra masiva de computadoras en países subdesarrollados para distribuir en escuelas que ni siquiera tienen luz eléctrica y en las que la presen-cia de los maestros, y de muchos alum-nos, es ocasional o fortuita.

El desarrollo de las tecnologías

10 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

1 Revista Science, febrero, 2004. Vol. 303, núm. 5562.

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digitales, a través de Internet y de otros sistemas, amenaza con aumentar el carác-ter dual de nuestras sociedades, acrecen-tando la brecha entre los que tienen y los que no. No existe sin embargo tecnología más igualitaria y participativa (más de-mocrática por ende) que la que alumbró el invento del alfabeto. La Humanidad es palabra, tanto desde el Génesis como desde Aristóteles; y palabra articulada, capaz de poner en comunicación a indi-viduos y sociedades. Ésta es la base de nuestra civilización. Privar a los deshere-dados del acceso a los nuevos sistemas tecnológicos es condenarles a una miseria

aún mayor de la que padecen. Y hablo de acceso en todos sus sentidos: en el de la existencia de vías físicas para que se pro-duzca, y en el de la necesidad de una comprensión de cómo utilizar dichas tec-nologías. No se trata, empero, de educar a las nuevas generaciones en ellas, sino de educarlas con ellas.

Algunos temen que la globalización, impulsada por la acumulación económica y técnica en unas pocas manos, a la que es preciso sumar el vertiginoso desarrollo de las comunicaciones en todos sus aspectos, acabe con la diversidad cultural y el plu-r de las sociedades. La globalización

misma es, sin embargo, una gran aliada en el proceso de extensión del castellano, que es una lengua verdaderamente pla-netaria y distingue cada vez menos entre español de Europa y español de América. La existencia de un diccionario, una orto-grafía y, muy pronto, una gramática co-mún para todos los hispanohablantes pro-fundiza y estrecha la unidad de su lengua. Por lo demás, sabemos que un fenómeno que acompaña crecientemente a los fenó-menos globales es la eclosión de comuni-d pequeñas, aun ínfimas, que encuen-tran en los avances tecnológicos su mejor aliado para hacerse notar. Esta conviven-cia de lo global con lo local, que ha dado en llamarse glocalización, permite integrar de forma natural la diversidad interna de los grandes idiomas. Don Andrés Bello aseveraba que “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales diver-gencias”2. ¿Habrá que recordar, una vez más, que el proceso de creación del len-guaje, de cualquier lenguaje, es desde sus orígenes un milagro de mestizaje? El des-tino de todas las lenguas es ser violadas, penetradas. Este reconocimiento no nos exime –antes bien, al contrario– de insis-tir en la pertinencia de la norma, pero nos invita a adoptar una mentalidad abierta ante la internacionalización del español que es hoy, y desde hace mucho tiempo, fundamentalmente americano.

En los años sesenta y setenta, el fenó-meno del boom latinoamericano, por el que España se apropió del impulso crea-dor de decenas de maravillosos escritores del otro lado del Atlántico, sirvió para en-fatizar aspectos del destino del castellano que se resistían a ser aceptados por la or-todoxia académica de entonces. A comen-

2 Andrés Bello. Gramática de la Lengua Caste-llana. Prólogo, pág. 12. Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas-Venezuela, 1972

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EL ESPAÑOL, LENGUA INTERNACIONAL

12 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

zar por la creciente penetración del inglés. Es curioso resaltar que la onomatopeya boom suena exactamente igual en castella-no que en la lengua de Shakespeare, por lo que podríamos haber decidido escribir-la con grafía española: bum (al igual que hacemos con pum, por ejemplo). No fue así, quizá porque un boom es, a fin de cuentas, algo diferente y hablar de un bvez de a eclosión, que es lo que se preten-día signifi car. Este boom certifi có, por otra parte, el hecho de que el futuro del espa-ñol, su brillo, su potencial creador, se nos había escapado de la mano a los peninsu-lares. Siendo yo un joven periodista de la época, saludé en su día con júbilo aquella noticia en un comentario sobre La Casa Verde de Vargas Llosa, publicado en el diario Pueblo de Madrid. ¿Cómo no entu-siasmarse ante el hecho de que el idioma de un país, entonces sumido en el aisla-miento y el rechazo internacional, encon-trara lo mejor de su futuro en las repúbli-cas de América, sacudidas en esa hora por las utopías revolucionarias y los raptos de la creación? El castellano del siglo xxi será lo que Latinoamérica decida. La nueva posición internacional de España, su in-sólito crecimiento económico, su pujante democracia, su inmersión en la realidad europea, son oportunidades que debemos aprovechar cuantos creemos en la lengua como una patria común que rebasa fron-teras y doctrinas. De modo que España puede aportar mucho, aparte su conside-ración como tierra germinal de nuestro idioma. Pero las trazas fundamentales de é definitivamente, pasan hoy por Amé-rica Latina. De los cuatrocientos millones de hispanohablantes, solo el 10% habitan en la península Ibérica y, de ese porcenta-je, sólo una porción minoritaria se ciñe estrictamente a la fonética de Castilla. La política lingüística en torno al español só-l tendrá éxito si es una política panhispá-nica en la que España puede jugar un pa-pel coordinador o mediador entre iguales, pero nada más, y en la que los hablantes de Estados Unidos comienzan a adquirir un protagonismo hasta ahora inédito.

L Academias de la Lengua han com-prendido bien esta situación; las diversas iniciativas para consensuar la norma refe-rente a nuestro idioma así lo ponen de re-lieve. Pero nos encontramos en los prole-gómenos. El Instituto Cervantes, aun am-parado y fi nanciado por el Gobierno de Madrid, no puede ser una simple deriva-ción del mismo. Debería constituirse en instrumento principal de todos cuantos tienen responsabilidades, en nuestros di-

ferentes países, sobre la política lingüísti-ca. La soberanía de la lengua depende, en gran medida, de que seamos capaces de articular una organización supranacional capaz de hacer frente a los muy variopin-tos desafíos que el progreso del castellano implica. Merece la pena estudiar un esta-t de internacionalización del Cervantes (cuyo nombre simboliza la universalidad del territorio de La Mancha) que permita la articulación de políticas comunes en nuestros diferentes Estados y una acción unitaria en torno al español respecto a las otras áreas idiomáticas. Una operación de ese género permitiría defendernos del ex-ceso de retórica que encuentros como el d Rosario conllevan y ayudaría a desarro-llar las industrias culturales del castellano en todo el mundo.

En ese marco, debemos participar ac-tivamente en el intenso diálogo cultural entablado con Brasil. Su política de aper-tura al castellano, progresiva y fi rme, me-rece una reciprocidad en nuestras univer-sidades y escuelas. Promover la comuni-dad de las lenguas ibéricas es otra forma de impulsar el español y de potenciar el legado cultural iberoamericano. Algo pa-recido podría decirse respecto al spanglish un fenómeno ante el que la ortodoxia académica se ha comportado siempre con torpes movimientos y complejo de culpa. El spanglish es, probablemente, el princi-pal peligro al que se enfrenta la supervi-vencia del castellano en amplios sectores de Estados Unidos. Resulta improbable que quienes hagan hoy uso indiscrimina-do de él elijan después, en su proyección vital, nuestro idioma y no el inglés como lengua de cultura. Dejo para los lingüistas las discusiones sobre cuándo una jerga se convierte en habla, un habla en dialecto y un dialecto en lengua. Pero sólo si hace-mos un esfuerzo racional de interpreta-ción del fenómeno del spanglish, y nos preguntamos en qué medida y aspectos puede ser incorporado al castellano real-mente existente, sin desdoro de éste, po-dremos conjurar los riesgos. A quienes ex-presan excesivos temores respecto a los préstamos lingüísticos convendría recor-darles el prólogo de la primera edición de la Gramática de la Lengua Castellana compuesta por la Real Academia Españo-la (1771): “La lengua castellana consta de palabras fenicias, griegas, góticas, árabes, y de otras lenguas de los que por domina-ción o por comercio habitaron o frecuen-taron estas partes; pero principalmente abunda de palabras latinas enteras o alte-radas”. Ignoro si en la nueva gramática se prepara una introducción de este género,

que permitiría añadir al elenco el inglés. Pero reclamo la amplitud de miras, y la pretendida ingenuidad de nuestros prede-cesores del siglo xviii, a la hora de enfren-tarse con la lengua como una emanación del entendimiento popular antes que co-mo un corsé a medida bajo el patrón de sastre establecidos por los sabios.

La internacionalización del español precisa combinar la inevitable paradoja d abrir las fronteras de nuestro idioma al tiempo que somos capaces de fi jar la nor-ma. No será lo estricto de la misma, sino el sentido común que se le aplique, lo que ha de conducirnos al éxito. Como Alejo Carpentier, nos hallamos ante una nueva remontada del Orinoco, en la que andamos en busca no sólo de los orígenes del tiempo, sino también de la defi nición del nuevo espacio. La globalización, en todos sus aspectos, fomenta la paradoja y las contradicciones. Unitas in pluribus, unidad en la diversidad, es el lema de nuestro siglo. Se aplica lo mismo a las realidades políticas que a los movimien-tos artísticos. Unitas in pluribus es tam-bién el futuro de nuestro idioma, patria común de nuestros sueños, nuestras razo-nes y nuestros sentimientos. ■

Juan Luis Cebrián es escritor y novelista.

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LOS RESIDUOSDEL PROGRESO ECONÓMICO

ZYGMUNT BAUMAN

La profecía malthusiana y la población crecienteJusto antes de que empezase el siglo (con-cretamente en 1798), Th omas Robert Mal-thus publicaba su Ensayo sobre el principio de la población, la obra que declaraba sin rodeos que el crecimiento de la población siempre dejará atrás el crecimiento de la oferta alimenticia y que, a menos que se restrinja la fecundidad humana, no habrá comida sufi ciente para todos.

Refutar la proposición de Malthus y ti-rar por tierra su argumento era uno de los pasatiempos predilectos de los más eminen-tes portavoces del espíritu moderno, joven y prometedor, exuberante y seguro de sí mismo. En efecto, el “principio de la pobla-ción” de Malthus iba a contrapelo de todo cuanto representaba la promesa moderna: su certeza de que toda miseria humana es curable, de que, con el transcurso del tiem-po, se hallarán y aplicarán soluciones y se atenderán todas las necesidades humanas insatisfechas hasta entonces, y de que la ciencia y su brazo práctico tecnológico aca-barán por alzar, más pronto o más tarde, las realidades humanas al nivel del potencial humano y pondrán así término de una vez por todas a la irritante falla entre el “ser” y el “deber”. Ese siglo creía (y se veía reforza-do a diario en sus creencias por el bien afi -nado coro de filósofos y estadistas) que, mediante un mayor poder humano (princi-palmente poder industrial y militar), se puede lograr, y se logrará de hecho, una mayor felicidad humana, y que la potencia y la riqueza de las naciones se miden por su número de trabajadores y soldados. En efecto, en la parte del mundo en la que se concibió y se rebatió la profecía malthusia-na, nada sugería que más gente conduciría a menos bienes necesarios para la subsisten-cia humana. Por el contrario, la fuerza de trabajo y de combate, mejores cuanto ma-yores, parecían ser el antídoto principal y más efectivo para el veneno de la escasez.

Había tierras infi nitamente vastas y fabulo-samente ricas por todo el planeta, salpica-das con espacios en blanco y apenas pobla-dos, territorios prácticamente vacíos a la es-pera de conquista y colonización. Ahora bien, para invadirlos y mantenerlos se pre-cisaban inmensas plantas industriales total-mente guarnecidas de trabajadores, así co-mo formidables ejércitos. Lo grande era hermoso y rentable. Grandes poblaciones signifi caban gran poder. Gran poder signifi -caba grandes adquisiciones de tierras. Gran-des adquisiciones de tierras significaban gran riqueza. Grandes tierras y gran riqueza signifi caban espacio para un gran número de gente. Quod erat demostrandum.

Y, por lo tanto, si la gente preocupada por la situación en el interior de sus países se veía asaltada, en efecto, por el pensa-miento de que andan por ahí demasiadas bocas para ser alimentadas, la respuesta se les antojaba obvia, convincente y creíble, por más que paradójica: la terapia para el exceso de población consiste en más pobla-ción. Sólo las naciones más vigorosas y, por ende, más populosas, desarrollarán el mús-culo necesario para abrumar y controlar o apartar a empellones a los macilentos, retra-sados e irresolutos o decadentes y degene-rantes ocupantes del globo, y sólo tales na-ciones serán capaces de hacer alarde de su fuerza con resultados signifi cativos. De ha-ber estado disponible en aquel tiempo la palabra “superpoblación”, se habría consi-derado una contradicción en sus términos. Nunca puede haber “demasiados de no-sotros”; es lo contrario, el hecho de que sea-mos demasiado pocos, lo que debería cons-tituir un motivo de preocupación. La con-gest ión loca l puede desahogarse globalmente. Los problemas locales se re-solverán de manera global.

Tan sólo variaban los presuntos culpa-bles y los posibles acusados en un diagnós-tico repetido con monotonía a lo largo de la turbulenta historia de la destrucción

creativa, conocida con el nombre de pro-greso económico. En 1883, del abarrota-miento del mercado laboral se le echaba la culpa a la ruina y al derrumbamiento de los minifundistas, provocados por la nueva tec-nología agrícola1. Unas cuantas décadas an-tes, la desintegración de los gremios de ar-tesanos desencadenada por la maquinaria industrial se apuntaba como la causa pri-mordial de la miseria. Unas pocas décadas después habría de llegarle el turno a las mi-nas y fábricas, en las que una vez buscaran la salvación las víctimas del progreso agríco-la. Y, sin embargo, en todos estos casos, el modo de aliviar la presión sobre las condi-ciones de vida de los trabajadores y de me-jorar su nivel de vida se buscó en la disper-sión de las muchedumbres que asediaban las puertas de la empresa que ofrecía em-pleo. Semejante solución parecía obvia y no suscitaba controversia alguna en tanto en cuanto no faltaban lugares en los que poder descargar de forma expeditiva el excedente.

Otro factor que provocaba la exporta-ción de “problemas sociales” producidos in-ternamente, a través de una deportación masiva de la parte afectada de la población, era el temor de que la acumulación de los que perdían su empleo dentro de las ciuda-des alcanzase un punto crítico de autocom-bustión. Esporádicos aunque reiterados arrebatos de malestar urbano estimulaban a la acción a las autoridades. Después de ju-nio de 1848, los distritos confl ictivos de París se limpiaron al por mayor de miséra-bles rebeldes y se transportó en masse al po-pulacho al extranjero, a Argelia. Tras la Co-muna de París de 1871, se repitió el ejerci-cio, si bien el destino escogido en esta ocasión fue Nueva Caledonia2.

Desde sus mismos comienzos, la era

14 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

1 Informe del TUC (1883), pág. 39.2 Véase Jacques Donzelot, Catherine Mével, Anne

Wyvekens, ‘De la fabrique sociale aux violences ur-baines’, Esprit, diciembre 2002, págs. 13-34.

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moderna fue una época de gran migración. Masas de población no cuantifi cadas hasta la fecha, y quizá incalculables, se movieron por todo el planeta, abandonando sus países de origen, que no ofrecían ningún sustento, por tierras extrañas que prometían mejor fortuna. Las trayectorias generalizadas y pre-dominantes cambiaron con el tiempo en función de las tendencias de los “puntos ál-gidos” de la modernización, pero, en térmi-nos generales, los emigrantes deambulaban desde las regiones “más desarrolladas” (más intensamente modernizantes) del planeta hacia las áreas “subdesarrolladas” (todavía no expulsadas del equilibrio socioeconómi-co bajo el impacto de la modernización).

Los itinerarios estaban, por así decirlo, determinados en exceso. Por una parte, la población excedente, incapaz de encontrar empleos lucrativos o de preservar su estatus social ganado o heredado en su país de ori-gen, era un fenómeno confi nado por lo ge-neral a los terrenos de los procesos moder-nizadores avanzados. Por otra parte, merced al mismo factor de la rápida moderniza-ción, los países en los que se producía el ex-cedente de población gozaban (aunque sólo fuese de manera temporal) de una superio-ridad tecnológica y militar sobre los territo-rios aún no afectados por los procesos mo-dernizadores. Esto les permitía concebir y tratar tales áreas como “vacías” (y vaciarlas en caso de que los nativos se resistiesen a los

apremios o ejerciesen un poder molesto, que a los colonos se les antojaba un obstá-culo demasiado fastidioso para su bienestar) y, por lo tanto, preparadas para la coloniza-ción masiva y pidiéndola a gritos. Según cálculos que resultan a todas luces incom-pletos, de unos 30 a 50 millones de nativos de las tierras “premodernas”, alrededor del 80% de su población total, fueron extermi-nados en el periodo que abarca desde la primera llegada y asentamiento de soldados y comerciantes europeos hasta comienzos del siglo xx, cuando sus cifras alcanzaron su cota más baja3. Muchos fueron asesinados, muchos otros perecieron o importaron en-fermedades, y los demás se extinguieron tras verse privados de los caminos que man-tuvieron vivos durante siglos a sus ances-tros. Tal y como resumiera Charles Darwin, la saga del proceso “civilizador de los salva-jes” conducido por Europa: “Allí donde el europeo ha puesto el pie, la muerte parece perseguir al indígena”4.

Irónicamente, el exterminio de los in-dígenas con el fi n de despejar nuevos luga-

res para el excedente de población europeo (esto es, la preparación de los lugares a mo-do de vertedero, para los residuos humanos que el progreso económico doméstico esta-ban arrojando en cantidades crecientes) se llevó a cabo en nombre del mismísimo pro-greso que reciclaba el excedente de euro-peos en “emigrantes económicos”. Y así, por ejemplo, Th eodore Roo sevelt concebía el exterminio de los indios americanos co-mo un servicio desinteresado a la causa de la civilización: “En el fondo, los colonos y los pioneros han tenido la justicia de su la-do: este gran continente no podía seguir siendo un mero coto de caza para salvajes mugrientos”5.

Muchos años han transcurrido desde entonces, pero los puntos de vista, las perspectivas que abren y las palabras em-pleadas para describir dichas perspectivas no han cambiado. En fechas bastante re-cientes, el Gobierno israelí decidió lim-piar el desierto de Negev de su población beduina con el fi n de abrir espacio para los asentamientos de la próxima oleada de inmigrantes judíos6.

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3 Véase David Maybury-Lewis, ‘Genocide against indigenous peoples’, en Alexander Laban Hinton (comp.), Annihilating Diff erence: Th e Anthropology of Genocide, University of California Press, 2002, págs. 43-53.

4 Citado en Herman Merivale, Lectures on Colonization and Colonies, Green, Longman and Roberts, 1861, pág. 541.

5 Th eodore Roosevelt, Th e Winning of the West: From the Alleghenies to the Mississipi, 1769-1776, G. P. Putnam, 1889, pág. 90.

6 Véase Chris McGreal, ‘Bedouin feel the squeeze as Israel resettles the Negev desert’, Guardian, 27 de febrero 2003, pág. 19.

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LOS RESIDUOS DEL PROGRESO ECONÓMICO

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La “superpoblación” es una fi cción de actuarios: un nombre en clave para la apari-ción de un número de gente que, en lugar de contribuir al suave funcionamiento de la economía, torna tanto más difícil la conse-cución, por no hablar de la subida, de los índices mediante los cuales se mide y evalúa el funcionamiento apropiado. Diríase que el número de dicha gente crece de manera incontrolable, aumentando continuamente los gastos pero nada los benefi cios. En una sociedad de productores, son ésas las perso-nas cuyo trabajo no puede desplegarse con utilidad, dado que todos los bienes que es capaz de absorber la demanda existente y futura pueden producirse, y producirse de forma más rápida, rentable y “económica”, sin mantenerlos en sus empleos. En una so-ciedad de consumidores, se trata de “consu-midores fallidos”, personas que carecen del dinero que les permitiría expandir la capa-cidad del mercado de consumo, en tanto que crean otra clase de demanda a la que la industria de consumo orientada al benefi -cio no puede responder ni puede “coloni-zar” de modo rentable. Los consumidores son los principales activos de la sociedad de consumo; los consumidores fallidos son sus más fastidiosos y costosos pasivos.

La “población excedente” es una varie-dad más de residuos humanos. A diferencia de los homini sacri, las “vidas indignas de ser vividas”, las víctimas de los diseños de construcción del orden, no son “blancos le-gítimos”, exentos de la protección de la ley por mandato del soberano. Se trata más bien de “víctimas colaterales” del progreso económico, imprevistas y no deseadas. En el curso del progreso económico (la princi-pal línea de montaje / desmontaje de la modernización) las formas existentes de “ganarse la vida” se van desmantelando su-cesivamente, se van separando en sus com-ponentes destinados a ser montados otra vez (“reciclados”) de nuevas formas. En el proceso, algunas piezas resultan dañadas sin arreglo, en tanto que, de aquellas que so-breviven a la fase de desmantelamiento, só-lo se precisa una modesta cantidad para componer los nuevos artilugios trabajado-res, por regla general más rápidos y ligeros.

A diferencia de lo que sucede en el caso de los blancos legítimos de la cons-trucción del orden, nadie planifi ca las víc-timas colaterales del progreso económico, y menos aún traza de antemano la línea que separa los condenados de los salvados. Nadie da las órdenes, nadie carga con la responsabilidad.

No siendo sino una actividad suple-mentaria del progreso económico, la pro-ducción de residuos humanos tiene todo el

aire de un asunto impersonal y puramente técnico. Los actores principales del drama son las exigencias de los “términos del in-tercambio”, las “demandas del mercado”, las “presiones de la competencia”, la “pro-ductividad” o la “efi ciencia”, todos ellos en-cubriendo o negando explícitamente cual-quier conexión con las intenciones, la vo-luntad, las decisiones y las acciones de humanos reales con nombres y apellidos.

Las causas de la exclusión pueden ser distintas, pero, para quienes la padecen, los resultados vienen a ser los mismos. Enfren-tados a la amedrentadora tarea de procu-rarse los medios de subsistencia biológica, al tiempo que despojados de la confi anza en sí mismos y de la autoestima necesarias para mantener su supervivencia social, no tienen motivo alguno para contemplar y saborear las sutiles distinciones entre sufri-miento intencionado y miseria por defecto. Bien cabe disculparlos por sentirse rechaza-dos, por su cólera y su indignación, por respirar venganza y por su afán de revan-cha; aun habiendo aprendido la inutilidad de la resistencia y habiéndose rendido ante el veredicto de su propia inferioridad, ape-nas podrían hallar un modo de transmutar todos esos sentimientos en acción efectiva. Ya sea por una sentencia explícita, ya por un veredicto implícito aunque nunca pu-blicado ofi cialmente, han devenido super-fl uos, inútiles, innecesarios e indeseados, y sus reacciones, inapropiadas o ausentes, convierten la censura en una profecía que se cumple a sí misma.

La gente superfl ua no está en situación de victoria. Si intentan alinearse con los modos de vida comúnmente encomiados, se les acusa de inmediato de pecar de arro-gancia, de falsas pretensiones y de la desfa-chatez de reclamar ventajas inmerecidas, cuando no de intenciones criminales. Si se resienten abiertamente y rehúsan honrar esas formas que pueden saborear los ricos pero que para ellos, los pobres, son más bien venenosas, esto se considera al instante como prueba de lo que la “opinión pública” (para ser más exactos, sus voceros electos o autoproclamados) “nos venía repitiendo sin tregua”: que los superfl uos no son tan sólo un cuerpo extraño, sino un brote canceroso que corroe los tejidos sanos de la sociedad y enemigos declarados de “nuestra forma de vida” y de “aquello que defendemos”.

La superpoblaciónLos demógrafos tienden a reducir demasia-do drásticamente el conjunto de variables consideradas y estimadas como para elabo-rar predicciones de futuras cifras de pobla-ción. Basadas por necesidad en las últimas

tendencias en tasas de natalidad y mortali-dad, ellas mismas propensas a cambiar sin previo aviso, las predicciones demográfi cas refl ejan los estados de ánimo actuales más que la forma del futuro. Se aproximan más a la condición de profecías que a los están-dares usualmente imputados a la predicción científi ca y esperados de ella. Ni que decir tiene que a los demógrafos sólo se les puede responsabilizar en parte por la incierta con-dición de los pronósticos: por diligente que sea la recogida de datos y por cautelosa que sea su evaluación, no deja de ser cierto que la “historia futura” no es susceptible de es-tudio científi co y que desafía hasta la más avanzada metodología de predicción cientí-fi ca. En el presente estadio del planeta, cé-lebre por la ausencia de rutinas fi rmemente institucionalizadas, la demografía no es ca-paz de dar cuenta por sí sola de las transfor-maciones socioculturales in statu nascendi, cuya dirección y alcance aún distan de ser reveladas por completo. En particular, ape-nas podemos visualizar por anticipado los escenarios sociales que puedan defi nir la “superfl uidad” y confi gurar los mecanismos de eliminación de residuos humanos del futuro. Con esta salvedad deberían leerse los cálculos demográfi cos que siguen. Han de inter pretarse ante todo como evidencia de inquietudes y preocupaciones actuales, que probablemente no se tardará en negar, abandonar u olvidar, y en sustituir por otras preocupaciones.

Según el informe del 5 de septiembre de 2002 del Instituto de Políticas de la Tie-rra, la población mundial, que en la actua-lidad asciende a 6.200 millones de perso-nas, aumenta a un ritmo aproximado de 77 millones por año, si bien el crecimiento se distribuye de forma muy irregular. Las tasas de fertilidad en los llamados “países desa-rrollados” (es decir, el bloque de países opu-lentos de Occidente así como los nichos de rápida “occidentalización” esparcidos por otras regiones) ya han caído por debajo de la proporción mágica de 2,1 hijos por mu-jer, considerada el “nivel de sustitución” (crecimiento cero de la población). Pero se tiende a esperar que los países “en vías de desarrollo”, con sus cinco mil millones de personas en la actualidad, alcancen los 8.200 millones de habitantes hacia 2050. Dado que los países más pobres, como Afganistán o Angola, son los que crecen más deprisa, se espera que su población se eleve hasta 1.800 millones desde los 660 millones actuales.

Para ver más allá de los cálculos pura-mente numéricos de los inminentes proble-mas de “superpoblación” y para pe netrar en las realidades socioculturales que ocultan

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más de lo que revelan, hemos de advertir de entrada que los lugares en los que se espera que explote la “bomba de población” son, en la mayoría de los casos, las regiones del planeta con menor densidad de población en la actualidad. África, por ejemplo, tiene 55 habitantes por milla cuadrada, mientras que el promedio de habitantes por milla cuadrada en toda Europa, aun incluyendo las estepas y las tierras heladas, es de 261, 857 en Japón, 1.100 en los Países Bajos, 1.604 en Taiwán y 14.218 en Hong Kong. Como señaló recientemente el editor jefe adjunto de la revista Forbes, si toda la po-blación de China y de la India se trasladase a los Estados Unidos continentales, la den-sidad de población resultante no excedería la de Inglaterra, Holanda o Bélgica. Y, sin embargo, pocos consideran Holanda un país “superpoblado”, en tanto que no cesan las alarmas acerca de la superpoblación de África o de la totalidad de Asia, con excep-ción de los pocos “Tigres del Pacífi co”.

Para explicar la paradoja, los analistas de las tendencias de la población señalan que hay poca conexión entre la densidad de población y el fenómeno de la superpobla-ción: el grado de superpoblación debería de medirse con referencia al número de perso-nas que han de mantenerse con los recursos que posee un determinado país y la capaci-dad del entorno local para mantener la vida humana. Ahora bien, como señalan Paul y Ann Ehrlich, los Países Bajos pueden so-portar su densidad de población, que bate todos los récords, precisamente porque tan-tos otros países no pueden hacerlo...

Las naciones ricas pueden permitirse una alta densidad de población porque son centros “de alta entropía” que extraen re-cursos, muy en especial las fuentes de ener-gía, del resto del mundo, y devuelven a cambio los residuos contaminantes y con frecuencia tóxicos del procesamiento indus-trial que agota, aniquila y destruye una gran parte de las reservas energéticas mun-diales. La población de los países opulentos, relativamente escasa para los estándares pla-netarios, representa en torno a los dos ter-cios del uso total de energía. En una po-nencia con un título contundente, “Dema-siada gente rica”, pronunciada en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo celebrada en El Cairo del 5 al 13 de septiembre de 1994, Paul Ehrlich re-sumía la conclusión del estudio realizado por él y por Ann Ehrlich:

“El principal problema de población está en los países ricos. Hay, de hecho, demasiada gente rica”.

Los Ehrlich formulan una pregunta realmente delicada, que da literalmente la

vuelta a la imagen que apreciamos, en vir-tud del bienestar que nos reporta y de su poder de absolución de los pecados que co-nocemos y los pecados que preferiríamos ignorar. ¿No somos nosotros –los ricos, los despreocupados consumidores de los recur-sos del planeta– los auténticos “parásitos”, “gorrones” y “sableadores” planetarios? ¿Acaso no es preciso hacer remontar a “nuestra gloriosa forma de vida” –que nues-tros portavoces políticos declaran que “no es un asunto negociable” y que juran defen-der con uñas y dientes– la fertilidad “exce-dente” o “excesiva”, a la que hacemos res-ponsable de la “superpoblación” del globo?

Por razones que apenas necesitan expli-cación, se trata de una conclusión difícil de aceptar. Parece formar parte de la esencia de nuestras preocupaciones por la “superpo-blación”, al menos en su versión actual, el hecho de centrarse en “ellos”, no en “noso-tros”. Semejante hábito no encierra miste-rio alguno. Después de todo, el gran diseño que aparta el “residuo” del “producto útil” no señala un “estado de cosas objetivo”, si-no las preferencias de los diseñadores. Me-dida según los estándares de dicho diseño (y no existen otros estándares autorizados), lo derrochador es la fertilidad “de ellos”, to-da vez que ejerce una presión excesiva e in-soportable sobre su “sistema de preservación de la vida”, cuya energía y demás recursos sería preferible explotar con el fi n de man-tener nuestra forma de vida, cada vez más caprichosa, voraz y sedienta de combusti-ble. Por consiguiente, son “ellos” los que pueblan en exceso nuestro planeta.

Formulada en estos términos, la tarea requiere a su vez diseñar para “ellos” una solución de lo más simple y sencilla, a mo-do de parche. Lo que se necesita es tecnolo-gía, que nosotros, con nuestra ciencia e in-dustria omnipotentes, podemos suministrar y lo haremos con mucho gusto (si el precio es el adecuado). Y así aprendemos del Insti-tuto de Políticas de la Tierra que “la dispo-nibilidad de una anticoncepción efectiva resulta decisiva”, aunque la potenciación de un mercado de consumo sumamente pere-zoso (en otras palabras, la producción de los futuros consumidores de anticoncepti-vos, eufemísticamente apodada “incremen-to del nivel de educación y empleo femeni-nos”) resulta una condición vital para que se busque, compre y pague esa mercancía.

Con tal propósito, la conferencia de El Cairo ya mencionada resolvió poner en marcha un “programa de población y sa-lud” para veinte años, en virtud del cual “ellos”, los países “en vías de desarrollo”, pa-garían dos tercios de los costes y el resto corre ría a cargo de los países donantes (¡sic!).

Por desgracia, aunque “ellos” “cumplieron ampliamente su compromiso”, nosotros, los “donantes”, no cumplimos los nuestros y limitamos nuestra participación en la operación pretendidamente conjunta al transporte marítimo de los productos far-macéuticos. En opinión del Instituto de Políticas de la Tierra, tal dilación fue la cau-sa de que 122 millones de mujeres queda-sen embarazadas entre 1994 y 2000... Mientras ocurría, un aliado inesperado se sumó a la batalla contra “su” galopante fer-tilidad: el sida. En Botswana, por ejemplo, la esperanza de vida cayó en el mismo pe-riodo de 70 a 36 años, reduciendo en un 28% el pronóstico de población para 2015. Si nuestras empresas farmacéuticas no mos-traron excesivo celo a la hora de suministrar armas asequibles para combatir las epide-mias, ¿fue únicamente por causa de su co-dicia y por la custodia de los “derechos de propiedad intelectual”, asumida por su cuenta y riesgo?

Lo que a nosotros nos preocupa es siem-pre el exceso de ellos. Más cerca de casa, lo que provoca nuestra inquietud y nuestra furia es más bien la caída en picado de las tasas de fertilidad y su inevitable conse-cuencia, el envejecimiento de la población. ¿Habrá sufi cientes de “los nuestros” para mantener “nuestra forma de vida”? ¿Habrá bastantes basureros, recogedores de la basu-ra que “nuestra forma de vida” genera a diario, o –como pregunta Richard Rorty– un número sufi ciente de “personas que se ensucien las manos limpiando nuestros vá-teres” y cobrando diez veces menos que no-sotros, “que nos sentamos a teclear en nues-tros escritorios”?7. Esta otra vertiente, poco atractiva, de la guerra contra la “superpo-blación” –la desagradable perspectiva de la necesidad de importar más en lugar de me-nos de “ellos”, justamente para mantener a fl ote “nuestra forma de vida”– ronda los países de los opulentos.

Esa perspectiva no resultaría tan aterra-dora –como tiende a sentirse por doquier, excepto en las salas de juntas de las empre-sas de alta seguridad y en los soporíferos sa-lones de actos académicos– de no ser por un nuevo uso dado a los humanos residua-les, y especialmente a los humanos residua-les que se las han arreglado para arribar a las costas de la opulencia.

Vulnerabilidad e incertidumbreAclarando el misterio del poder terrenal humano, Mijail Bajtin, uno de los grandes

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7 Richard Rorty, ‘Failed prophecies, glorious hopes’, en Philosophy and Social Hope, Penguin, 1999, pág. 203.

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fi lósofos rusos del siglo pasado, partió de la descripción del “temor cósmico”: la emo-ción humana, demasiado humana, suscita-da por la magnifi cencia inhumana y sobre-natural del universo; la clase de temor que precede al poder artifi cial y le sirve de fun-damento, prototipo e inspiración. El temor cósmico es, en palabras de Bajtin, la turba-ción sentida ante

“todo lo que es inconmensurablemente más grande y fuerte: firmamento, masas montañosas, mar, y el miedo ante los trastornos cósmicos y las ca-lamidades naturales (...). En principio, este temor (...) no es de ningún modo místico en el sentido pro-pio del término (es el miedo inspirado por las cosas materiales de gran tamaño y por la fuerza material invencible) (...).8

Reparemos en que en el corazón del “temor cósmico” yace la insignifi cancia del ser asustado, macilento y mortal, compara-do con la enormidad del universo eterno; la pura debilidad, incapacidad de resistir, vul-nerabilidad del frágil y delicado cuerpo hu-mano, que revela la contemplación del “fi r-mamento” o “las masas montañosas”; pero también la constatación de que excede al alcance humano la captación, la compren-sión, la asimilación mental de ese imponen-te poder que se manifi esta en la pura gran-diosidad del universo. Ese universo desbor-da todo entendimiento. Sus intenciones son desconocidas, sus próximos pasos son impredecibles. Si existe un plan preconce-bido o una lógica en su acción, supera cier-tamente la capacidad humana de compren-sión. Y, de este modo, el “temor cósmico” es también el horror ante lo desconocido: el terror de la incertidumbre.

Vulnerabilidad e incertidumbre son las dos cualidades de la condición humana a partir de las cuales se moldea el “temor ofi cial”: miedo del poder humano, del po-der creado y mantenido por la mano del hombre. Este “temor ofi cial” se construye según el patrón del poder inhumano refl e-jado por (o, más bien, procedente de) el “temor cósmico”.

La vulnerabilidad y la incertidumbre humanas son la principal razón de ser de todo poder político; y todo poder político debe atender a una renovación periódica de sus credenciales.

En una sociedad moderna media, la

vulnerabilidad y la inseguridad de la exis-tencia, así como la necesidad de perseguir propósitos vitales bajo condiciones de in-certidumbre aguda e irredimible, están garantizadas por la exposición de las acti-vidades vitales a las fuerzas del mercado. Aparte de establecer, supervisar y proteger las condiciones legales del libre mercado, el poder político no precisa de ninguna intervención ulterior para asegurar una cantidad sufi ciente y un suministro per-manente de “temor ofi cial”. Al exigir de sus súbditos disciplina y observancia de la ley, puede apoyar su legitimidad en la promesa de mitigar el alcance de la vulne-rabilidad y la incertidumbre ya existentes entre sus ciudadanos: limitar los daños y perjuicios perpetrados por el libre juego de las fuerzas del mercado, proteger a los vulnerables de los golpes excesivamente dolorosos y asegurar a los que vacilan

frente a los riesgos que entraña necesaria-mente la libre competencia. Semejante le-gitimación halló su última expresión en la autodefi nición de la forma moderna de gobierno como un “Estado de bienestar”.

La idea del “Estado de bienestar” (para ser más precisos, como sugiere Robert Cas-tel, “el Estado social”: un Estado empeña-do en contraatacar y neutralizar los peligros socialmente producidos para la existencia individual y colectiva) declaraba la inten-ción de “socializar” los riesgos individuales y hacer de su reducción la tarea y la res-ponsabilidad del Estado9. La sumisión al poder estatal había de legitimarse mediante su aprobación de una póliza de seguros pa-

ra hacer frente al infortunio y la calamidad individuales.

Hoy en día, esa fórmula de poder po-lítico tiende a desvanecerse en el pasado. Las instituciones del “Estado de bienestar” están siendo progresivamente desmantela-das y retiradas, mientras que se eliminan las restricciones previamente impuestas a las actividades comerciales y al libre juego de la competencia mercantil y sus conse-cuencias. Se van restringiendo las funcio-nes proteccionistas del Estado, para abar-car una pequeña minoría de inválidos e incapacitados para trabajar, aunque se tiende incluso a reclasifi car esa minoría, que pasa de ser un asunto de asistencia so-cial a ser una cuestión de ley y de orden: la incapacidad de participar en el juego del mercado tiende a criminalizarse de forma progresiva. El Estado se lava las manos ante la vulnerabilidad y la incertidumbre que di-manan de la lógica (o falta de lógica) del li-bre mercado, redefinida ahora como un asunto privado, una cuestión que los indi-viduos han de tratar y hacer frente con los recursos que obran en su poder. Tal como lo expresa Ulrich Beck, se espera ahora de los individuos que busquen soluciones bio-gráfi cas a contradicciones sistémicas10.

Estas nuevas tendencias tienen un efec-to secundario: socavan los fundamentos en los que se apoyaba cada vez más el poder estatal en los tiempos modernos, reivindi-cando un papel crucial en el combate con-tra la vulnerabilidad y la incertidumbre que perseguían a sus súbditos. El tan célebre crecimiento de la apatía política, la pérdida del interés y el compromiso políticos (“no más salvación por la sociedad”, según la magnífi ca formulación de Peter Drucker), la creciente despreocupación por la ley, múltiples signos de desobediencia civil (y no tan civil) y, por último, aunque no por ello menos importante, una retirada masiva de la participación en la política institucio-nalizada por parte de la población: todos estos fenómenos atestiguan el desmorona-miento de los fundamentos establecidos del poder estatal.

La obsesión por la seguridadHabiendo rescindido o restringido de for-ma drástica su pasada intromisión progra-mática en la inseguridad producida por el mercado, habiendo proclamado que la perpetuación e intensifi cación de dicha in-seguridad es, por el contrario, el propósito

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8 Véase Mijail Bajtin, Rabelais and his World, MIT Press, 1968, traducido de la edición rusa de 1965 (trad. cast.: La cultura popular en la Edad Media y en el Renaci-miento: el contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza, 1998, págs. 301-302). Asimismo, el atinado resumen de Ken Hirschkop en ‘Fear and democracy: an essay on Bakhtin’s theory of carnival’, Associations, 1 (1997), págs. 209-234.

9 Véase Robert Castel, Métamorphoses de la question sociale. Une chronique du salariat, Fayard, 1995.

10 Véase Ulrich Beck, Risiko Gesellschaft. Auf dem Weg in einere andere Moderne, Suhrkamp, 1986 (trad. cast.: La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós, 1998).

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principal y un deber de todo poder políti-co consagrado al bienestar de sus súbditos, el Estado contemporáneo tiene que buscar otras variedades, no económicas, de vulne-rabilidad e incertidumbre en las que hacer descansar su legitimidad. Al parecer esa al-ternativa se ha localizado recientemente (y practicado quizás del modo más especta-cular por la Administración estadouniden-se, pero, más que como una excepción, como un ejercicio de establecimiento de patrones y de “indicación del camino”) en la cuestión de la seguridad personal: ame-nazas y miedos a los cuerpos, posesiones y hábitats humanos que surgen de las activi-dades criminales, la conducta antisocial de la “infraclase” y, en fechas más recientes, el terrorismo global.

A diferencia de la inseguridad nacida del mercado, que es, en todo caso, dema-siado visible y obvia para el bienestar, esa inseguridad alternativa, con la que el Esta-do confía en restaurar su monopolio per-dido de la redención, debe fortalecerse de manera artifi cial o, cuando menos, drama-tizarse mucho con el fi n de inspirar un vo-lumen de “temor ofi cial” lo bastante gran-de como para eclipsar y relegar a una posi-ción secundaria las preocupaciones relativas a la inseguridad generada por la economía, sobre la cual nada puede ni de-sea hacer la Administración estatal. A dife-rencia del caso de las amenazas al sustento y al bienestar generadas por el mercado, el alcance de los peligros para la seguridad personal debe anunciarse intensamente y pintarse del más oscuro de los colores, de suerte que la no materialización de las amenazas pueda aplaudirse como un even-to extraordinario, como un resultado de la vigilancia, el cuidado y la buena voluntad de los órganos estatales.

Los temores inspirados y avivados ofi -cialmente se aprovechan de las mismas de-bilidades que subyacen al “temor cósmico” de Bajtin. Las fuentes bien informadas, que tienen acceso a la información que nunca llegará hasta ti y a toda la información exis-tente, admiten con franqueza y a voz en grito su ignorancia acerca del número, la localización y los planes de los terroristas, y anuncian que resulta totalmente imposible predecir la hora y el lugar del próximo ata-que. Volver a la gente insegura y ansiosa ha sido la tarea que más ocupados ha tenido estos últimos meses a la CIA y al FBI: ad-vertir a los norteamericanos de los inmi-nentes atentados contra su seguridad, que con toda certeza se perpetrarán, aunque es imposible decir dónde, cuándo y contra quién, poniéndolos en un estado de alerta permanente y acrecentando así la tensión.

Debe haber tensión, cuanta más, mejor, dispuesta a ser aliviada en caso de que ocurran los atentados, de suerte que pueda existir acuerdo popular a la hora de atribuir todo el mérito por el alivio a los órganos de la ley y el orden, a los cuales van quedando reducidas de forma progresiva la Adminis-tración estatal y sus responsabilidades ofi -cialmente declaradas.

En su minucioso estudio de la genealo-gía de los temores modernos, Philippe Robert averiguó que, a partir de los prime-ros años del siglo xx (es decir, por algo más que una pura coincidencia, de los primeros años del Estado social), comenzó a dismi-nuir el miedo a la delincuencia. Continuó descendiendo hasta mediada la década de 1970, cuando un súbito estallido de pánico en relación con la “seguridad personal” se concentró en Francia en la delincuencia que parecía cocerse en las banlieues, en don-de se concentraban las colonias de in migrantes. En opinión de Robert, lo que estalló fue, sin embargo, una “bomba de acción retardada”: las preocupaciones ex-plosivas por la seguridad ya se habían ido almacenando en virtud de la retirada pro-gresiva, lenta pero constante, del seguro co-lectivo que solía ofrecer el Estado social, así como de la rápida desregulación del merca-do laboral. Reinterpretados como un “peli-gro para la seguridad”, los inmigrantes ofre-cían un útil foco alternativo para las apren-siones nacidas de la súbita inestabilidad y vulnerabilidad de las posiciones sociales, y, por consiguiente, se convertían en una vál-vula de escape relativamente más segura pa-ra la descarga de la ansiedad y la ira que se-mejantes aprensiones no podían por menos de suscitar11.

Inmigrantes, refugiados y terroristasPercatémonos de que los inmigrantes enca-jan mejor en dicho propósito que cualquier otra categoría de villanos genuinos o puta-tivos. Se da una suerte de “afi nidad electiva” entre los inmigrantes (que los residuos hu-manos de distantes regiones del globo des-cargaron “en nuestro propio patio trasero”) y el menos soportable de nuestros propios temores autóctonos. Cuando todos los lu-gares y posiciones se antojan inestables y ya no se consideran dignos de confi anza, la vi-sión de los inmigrantes viene a hurgar en la herida. Los inmigrantes, y sobre todo los recién llegados, exhalan ese leve olor a ver-

tedero de basuras que, con sus muchos dis-fraces, ronda las noches de las víctimas po-tenciales de la creciente vulnerabilidad. Para quienes les odian y detractan, los in-migrantes encarnan –de manera visible, tangible, corporal– el inarticulado, aunque hiriente y doloroso, presentimiento de su propia desechabilidad. Uno siente la tenta-ción de afirmar que, si no hubiese in-migrantes llamando a las puertas, habría que inventarlos... En efecto, proporcionan a los gobiernos un “otro desviado” ideal, un objetivo acogido con los brazos abiertos pa-ra su incorporación a los “temas de campa-ña cuidadosamente seleccionados”.

El establecimiento de asociaciones pue-de resultar criminal, sobre todo si se reite-ran con tediosa monotonía y con un volu-men ensordecedor. Asimismo, y por las mismas razones, pueden antojarse con el tiempo evidentes y dejar de requerir de-mostración. Siguiendo la advertencia de Hume, podemos insistir en que post hoc (o, para el caso, apud hoc) non est propter hoc12; pero Hume sugería entonces que asumir lo contrario de esa verdad constituye una fala-cia de lo más común y sumamente difícil de erradicar. Por excesivamente general, in-justifi cada o incluso descabellada que pueda haber sido la asociación de los terroristas con los solicitantes de asilo y los “in-migrantes económicos”, cumplió su fun-ción: la fi gura del “solicitante de asilo”, que antaño moviera a compasión e impulsara a ayudar, se ha visto profanada y mancillada, en tanto que la propia idea de “asilo”, en su tiempo una cuestión de orgullo civil y civi-lizado, se ha redefi nido como una espanto-sa mezcla de ingenuidad bochornosa e irresponsabilidad criminal. En cuanto a los “emigrantes económicos”, que se han reti-rado de los titulares para dejar espacio a los “solicitantes de asilo”, siniestros, ponzoño-sos y portadores de enfermedades, no ha contribuido a mejorar su imagen el hecho de que encarnen, como ha señalado Jelle van Buuren13, todo aquello que el credo neoliberal considera sagrado y promueve como los preceptos que deberían gobernar la conducta de cada cual (esto es, “el deseo de progreso y prosperidad, la responsabili-dad individual, la disposición a asumir ries-gos, etcétera”). Acusados ya de “parasitar” y de mantener sus malos y vergonzosos hábi-tos y credos, no lograrían ahora, por mucho

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11 Philippe Robert y Laurent Mucchielli, Crime et insécurité. L’état de savoirs, La Découverte, 2002. Véase también ‘Une généalogie de l’insécurité contemporaine. Entretien avec Philippe Robert’, Esprit, diciembre 2002, págs. 35-58.

12 Esta expresión viene a signifi car que si A pre-cede a B (o coincide con B), ello no prueba que A y B guarden relación de causa y efecto.

13 Jelle van Buuren, ‘Le droit d’asile refoulé à la frontière’, Manière de Voir, marzo-abril 2002, págs. 76-80.

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LOS RESIDUOS DEL PROGRESO ECONÓMICO

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que se empeñasen, librarse de la acusación de conspiración terrorista que cae de forma masiva sobre “la gente como ellos”, los de-sechos de las mareas planetarias de residuos humanos. Como ya hemos mencionado anteriormente, éste es el nuevo uso al que se han destinado los humanos residuales y, en especial, aquellos humanos residuales que se las han arreglado para arribar a las costas de la opulencia.

Existe aún otra función que pueden desempeñar los residuos humanos para que el mundo siga rodando como hasta ahora.

Refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos los residuos de la globalización. No obstante, no se trata de los únicos residuos arrojados en cantidades crecientes en nues-tros tiempos. Están también los residuos industriales “tradicionales”, que acompaña-ron desde el principio a la producción mo-derna. Su destrucción presenta problemas no menos formidables que la eliminación de residuos humanos, cada vez más horro-rosos, y por razones muy similares: el pro-greso económico que se propaga por los rincones más remotos del “saturado” plane-ta, pisoteando a su paso todas las formas restantes de vida alternativas a la sociedad de consumo.

Los consumidores en una sociedad de consumo necesitan recogedores de basura, y en gran número, y de tal suerte que no rehuyan tocar y manipular lo que ya se ha confi nado al vertedero; pero los consumi-dores no están dispuestos a realizar ellos mismos los trabajos de los basureros. Des-pués de todo, les han preparado para dis-frutar de las cosas, no para sufrirlas. Se les ha educado para resentirse del aburrimien-to, el trabajo penoso y los pasatiempos te-diosos. Se les ha instruido para buscar ins-trumentos que hagan por ellos lo que so-lían hacer por sí mismos. Se les puso a punto para el mundo de lo listo-para-usar y el mundo de la satisfacción instantánea. En esto consisten los deleites de la vida del consumidor. En esto consiste el con-sumismo; y ello no incluye, desde luego, el desempeño de trabajos sucios, penosos, pesados o, simplemente, poco entreteni-dos o “no divertidos”. Con cada triunfo sucesivo del consumismo crece la necesi-dad de basureros y disminuye el número de personas dispuestas a engrosar sus fi las.

Las personas cuyas ortodoxas y forzosa-mente devaluadas formas de ganarse la vida ya se han destinado a la destrucción, y que han sido ellas mismas asignadas a la catego-ría de residuos desechables, no están en condiciones de escoger. En sus sueños noc-turnos pueden concebirse a sí mismos bajo

la forma de consumidores, pero es la super-vivencia física, no el jolgorio consumista, lo que ocupa sus días. El escenario está dis-puesto para el encuentro de los seres huma-nos rechazados con los restos de los ban-quetes consumistas; a decir verdad, parecen hechos los unos para los otros... Tras el co-lorido telón de la libre competencia y el co-mercio entre iguales, persiste el homo hie-rarchicus. En la sociedad de castas, sólo los intocables podían (y tenían que) manipular las cosas intocables. En el mundo de la li-bertad y la igualdad globales, las tierras y la población se han dispuesto en una jerarquía de castas.

En Guiyu, un pueblo chino converti-do en chatarrería electrónica, al igual que en otros numerosos lugares de la India, Vietnam, Singapur o Pakistán, poblados por antiguos campesinos que han caído (o les han tirado) por la borda del vehículo del progreso económico, se “reciclan” los residuos electrónicos de Occidente14. En Gran Bretaña producimos alrededor de un millón de toneladas anuales de residuos electrónicos y contamos con doblar esa cantidad en 2010. Los artículos electróni-cos, que no hace tanto tiempo se contaban entre las pertenencias más valiosas y dura-deras, son ahora eminentemente desecha-bles y destinados a ser desechados con ra-pidez. Las empresas de mercadotecnia ace-l su viaje a la obsolescencia, “volviendo constantemente anticuados los productos, o creando la impresión de que si no sigues el ritmo te quedarás anticuado”. No es de extrañar que se necesiten cada vez más se-res humanos degradados al nivel de gama baja, al que ni siquiera se rebajarían las instituciones benéfi cas, ni las debilitadas de ámbito nacional ni las incipientes de alcance global. Y se encuentran, gracias a la cooperación de las plantas productoras de residuos humanos. En Guiyu hay 100.000 de ellos: hombres, mujeres y ni-ños que trabajan por el equivalente a 94 peniques diarios.

No obstante, no todos los residuos in-dustriales y domésticos pueden transportar-se a los lugares lejanos, en los que los resi-duos humanos pueden hacer, por unos cuantos peniques, el trabajo peligroso y su-cio de destrucción de residuos. Cabe inten-tar, y se intenta, disponer el necesario en-cuentro de los residuos materiales y los hu-manos más cerca de casa. Según Naomi

Klein, la solución cada vez más generalizada (promovida por la Unión Europea y segui-da rápidamente por Estados Unidos) con-siste en un “baluarte regional de muchos pisos”15.

La Fortaleza Norteamérica –el Área de Libre Comercio de las Américas, el merca-do interior estadounidense extendido para incorporar a Canadá y a México (“después del petróleo”, señala Naomi Klein, “la ma-no de obra inmigrante es el combustible que mueve la economía suroccidental” de Estados Unidos)– se vio complementada en julio de 2001 por el “Plan Sur”, en virtud del cual el Gobierno mexicano asumía la responsabilidad de la vigilancia masiva de su frontera meridional, así como de la de-tención efectiva de la marea de residuos hu-manos empobrecidos que fl uye a Estados Unidos desde los países latinoamericanos. Desde entonces, la policía mexicana ha de-tenido, encarcelado y deportado a centena-res de miles de emigrantes antes de que al-canzasen las fronteras de Estados Unidos. En cuanto a la Fortaleza Europa: “Polonia, Bulgaria, Hungría y la República Checa son los siervos posmodernos que propor-cionan las fábricas de bajos salarios en las que se fabrica ropa, artículos electrónicos y automóviles por el 20-25% de lo que cues-ta hacerlos en Europa occidental”. Dentro de los continentes fortalezas, ha entrado en escena “una nueva jerarquía social”, en una tentativa de hallar un equilibrio entre los dos postulados, palmariamente contradic-torios aunque análogamente vitales, de fronteras herméticas y de acceso a mano de obra barata, dócil y poco exigente, dispues-ta a aceptar y a hacer cualquier cosa que se le ofrezca; o del libre comercio y de la nece-sidad de complacer a los sentimientos en contra de los inmigrantes. “¿Cómo se man-tiene uno abierto a los negocios y cerrado a la gente?”, pregunta Klein. Y responde: “Es fácil. Primero se amplía el perímetro. Luego se cierra con llave”. ■

[Versión abreviada del capítulo 2 del libro Vidas des-perdiciadas, de Zygmunt Bauman, Paidós, 2005].

Zygmunt Bauman es profesor emérito en las uni-versidades de Leeds y de Varsovia.

14 Rachel Shabi, ‘The e-waste land’, Guardian Weekend, 30 de noviembre 2002, págs. 36-39.

15 Naomi Klein, ‘Fortress continents’, Guardian, 16 de enero 2003, pág. 23. El artículo se publicó primero en la Nation.

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LA RESPONSABILIDADDE LOS JUECES

CLEMENTE AUGER

Regulacion normativaEl objeto de este trabajo es describir y analizar las diferentes formas de responsa-bilidad de los jueces no sólo en el ordena-miento constitucional sino también en la realidad político social. Cabría hablar en teoría de tres géneros de responsabilidad: jurídica, política y social. La responsabili-dad jurídica genérica se articula en tres vertientes específi cas: penal, civil y disci-plinaria. La interacción entre esas diferen-tes modalidades de responsabilidad jurídi-ca (penal, civil y disciplinaria), política y social confi ere una especial complejidad a ese ámbito de estudio.

De igual manera que respecto a la Ley Fundamental de Bonn, y como antece-dente doctrinal de la Constitución Espa-ñola, los más autorizados comentaristas destacan la materialidad en un sistema político de la Justicia, el Derecho y la Li-bertad, en el sentido de que no es inferi-ble solamente de las normas y garantías de la Constitución. Como expresa Wolfgang Heyde, la fuerza real del Dere-cho, el grado de justicia, libertad y orden, de amparo y fundamento que puede brin-dar, depende de la forma y manera de materializar el derecho por los operadores jurídicos.

La estructura básica de la jurisdicción, como función singularizadora respecto de los otros dos Poderes, comporta una rigu-rosa separación del Poder Judicial. La es-pecial posición del juez y su independen-cia objetiva y personal constitucionalmen-te garantizada, son desde el principio un freno para una vinculación de cualquier índole de los tribunales con órganos de otros poderes. En efecto, la Constitución ha consagrado con energía la separación de los poderes del Estado. En su título VI el Poder Judicial se confi gura como dis-tinto y de igual rango a los poderes Legis-lativo y Ejecutivo. Su ubicación en el po-der constitucional comporta la atribución

de facultades no desdeñables respecto al resultado de la confl ictividad social en su más amplio espectro. Al estar inserto, co-mo no puede ser de otra manera, en el Estado no puede dejar de participar del impulso incorregible de éste en su mani-pulación de la sociedad civil.

Todo lo expuesto nos enfrenta con una consecuencia insoslayable: se podría eludir la enfática denominación de “Poder Judicial” que la Constitución acoge sin análogo énfasis en el “Poder Legislativo” y “Poder Ejecutivo”, a los que describe pero no denomina. Lo trascendental es que la Constitución defi ne singularmente el ejer-cicio concreto de la función jurisdiccio-nal. De ahí que los ciudadanos y los inte-grantes de esos otros dos poderes, que también regula, tratan y exigen cuál va a ser el régimen exigible para la responsabi-lidad de las personas concretas ejercientes de tal función, los jueces.

El artículo 9.1 de la Constitución proclama que los ciudadanos y los pode-res públicos están sujetos a la Constitu-ción y al resto del ordenamiento jurídico; y artículo 9.3 declara que la Constitución garantiza el principio de igualdad, la je-rarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposi-ciones sancionadoras no favorables o res-trictivas de derechos individuales, la segu-ridad jurídica, la responsabilidad y, espe-cialmente en la cuestión que tratamos, la interdicción de los poderes públicos.

El artículo 1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), por imperativo constitucional, repite que la justicia ema-na del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados inte-grantes del Poder Judicial, independien-tes, inamovibles (en lo que aquí interesa), responsables y sometidos únicamente a la Constitución y al imperio de la Ley. Por tanto, la independencia de los jueces y magistrados integra su responsabilidad en

el ejercicio de sus funciones, no exenta de problemas en cuanto que su dificultad conceptual y funcional implica cuestiones fundamentales para la construcción del Estado de derecho.

La refl exión conduce inmediatamen-te a los supuestos más característicos de la cuestión; al supuesto que critica el modelo de función judicial positivista centrado en el tema de los casos difíciles. Cuando existen contradicciones o lagu-nas el juez no tiene discreción porque es-tá determinado por los principios. Esta tesis está fundamentada en dos argumen-tos de Dworkin: cualquier norma se fun-damenta en un principio y los jueces no pueden crear normas retroactivas. Tienen la obligación de aplicar los principios porque forman parte esencial del dere-cho. Los principios no son pseudorre-glas. En el análisis de los principios apa-rece con claridad meridiana la relación entre el razonamiento moral y el razona-miento jurídico. Pero el rechazo de la discrecionalidad del juez tiene también motivos políticos. Si se admite la discre-ción judicial entonces los derechos de los individuos están a merced de los jueces. La tesis de la discrecionalidad supone re-troactividad.

Los derechos individuales sólo son derechos si triunfan frente al Gobierno o a la mayoría. Dejar a la discrecionalidad del juez la cuestión de los derechos signi-fi ca no tomarse en serio éstos. Frente al poder político del juez (poder creador de derecho discrecional) Dworkin propugna la función garantizadora (no creadora) del juez.

El título III de la LOPJ trata de la responsabilidad de los jueces y magistra-dos. El capítulo I, de la responsabilidad penal (artículos 405 a 409); el capítulo II, de la responsabilidad civil (artículos 411 a 413), y el capítulo III, de la res-ponsabilidad disciplinaria (artículos 414

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a 427). El núcleo del problema de la com-pleja relación de la independencia del juez con el Estado de derecho y la democracia se encuentra en el estatuto de las respon-sabilidades penal y civil en cuanto inciden en la relación con los ciudadanos para el ejercicio de la tutela judicial; sin embargo, respecto a la responsabilidad disciplinaria, y no por su adecuado estatuto y concep-ción sino por su regulación positiva, esen-cialmente queda reducida al control inter-no de los órganos de gobierno (Consejo General del Poder Judicial) sobre com-portamientos de jueces y magistrados que no pertenecen a su función esencial de ejercicio jurisdiccional.

Responsabilidad penalEl título XX del Código Penal trata los delitos contra la Administración de Justi-cia. Su capítulo I, de la prevaricación. El artículo 446 defi ne la prevaricación como el juez o magistrado que a sabiendas, dic-tare sentencia o resolución injusta; y el artículo 447 como el juez o magistrado que por imprudencia grave o ignorancia inexcusable dictara sentencia o resolución manifi estamente injusta.

Como resume María Inmaculada Ra-mos Tapia, la delimitación precisa del ti-po de prevaricación es una necesidad in-soslayable. No sólo por las exigencias co-munes a la de cualquier tipo penal (deri-vadas del principio de legalidad y seguri-dad jurídica) sino también porque la exi-

gencia de responsabilidad penal a los jue-ces en el ejercicio de su actividad jurisdic-cional está en íntima conexión con otros principios esenciales del Estado de dere-cho: independencia judicial, de la que la responsabilidad es su contrapartida, y la sujeción exclusiva a la ley, que sólo queda garantizada si se exige responsabilidad.

El Tribunal Supremo ha tomado posi-ción clara sobre alguno de los problemas nucleares del delito, como el concepto de injusticia y los elementos del tipo subjeti-vo, en la línea que viene sosteniendo la mayoría de la doctrina penal sobre preva-ricación judicial. El fundamento del ilíci-to de la prevaricación judicial se sitúa en el quebranto por el juez de su deber cons-titucional de resolver con sujeción exclu-siva al derecho. El delito de prevaricación consiste en la postergación por el autor de la validez del derecho o de su imperio, en el abuso de la posición que el derecho otorga al juez o funcionario, con evidente quebranto de sus deberes constituciona-les; y consiste en la vulneración del Esta-do de derecho, dado que se quebranta la función judicial de decidir aplicando úni-camente el derecho en la forma prevista por el artículo 117 de la Constitución Es-pañola. Puede decirse que el ilícito se confi gura, desde el punto de vista de su fundamento, como un delito de infrac-ción de un deber o en virtud de responsa-bilidad institucional; pues la ilicitud resi-de en la infracción por el juez de su deber

esencial como garante de la Administra-ción de Justicia en un Estado democrático de derecho.

El delito de prevaricación exige, co-mo todos los delitos, la comprobación de un elemento objetivo (la acción de dictar una resolución injusta) y de un elemento subjetivo (haber realizado la acción) a sa-biendas de la injusticia; o, en el caso de la prevaricación imprudente, habiendo te-nido a la vista una sentencia o resolución manifi estamente injusta.

En algunos delitos la parte objetiva del tipo doloso puede verse infl uida por la concurrencia del dolo (como ocurre, por ejemplo, con el engaño típico de la estafa); pero no es el caso de la prevarica-ción y por ello está incriminada desde el Código Penal de 1870 la modalidad im-prudente de la misma. La afi rmación del tipo objetivo de la prevaricación no pue-de depender del conocimiento o desco-nocimiento por el juez de la contrariedad a derecho de la resolución que dicta, lo cual es relevante para la afi rmación del ti-po subjetivo pero no del objetivo.

La injusticia de la resolución no pue-de ser eliminada recurriendo a la subjeti-vidad del autor; y para apreciar la injusti-cia de la resolución es irrelevante, subjeti-vamente, cual es la convicción con la que ha actuado el juez. En absoluto se niega que para el delito de prevaricación sea irrelevante la conciencia del juez sobre la injusticia de la resolución que dicta; lo

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que niega es que haya que acudir a la conciencia del juez para apreciar si una resolución judicial es o no injusta, es de-cir, que haya que acudir a elementos sub-jetivos para apreciar la concurrencia del tipo objetivo, en una palabra, dictar una resolución injusta.

El parámetro para valorar la injusticia de la resolución no es la disconformidad con la interpretación del derecho estima-da correcta por la jurisprudencia o por un tribunal superior, pues ello eliminaría la independencia de cada juez o tribunal en la interpretación del derecho, sino la disconformidad con los métodos y reglas que debe respetar el juez al aplicar el de-recho. En defi nitiva, lo relevante no es si la decisión es más o menos acertada sino si se ha respetado la “lex artis” en la apli-cación del derecho.

La inclusión de la prevaricación den-tro de los delitos contra la Administración de Justicia y su salida de los delitos come-tidos por los funcionarios en el ejercicio de su función acredita lo dicho sobre el bien jurídico protegido: la adecuada inde-pendencia judicial como principio esen-cial y difi cultoso del Estado de derecho.

Responsabilidad civilEl artículo 411 de la LOPJ establece que los jueces y magistrados responderán ci-vilmente de los daños y perjuicios que causaren cuando, en el desempeño de sus funciones, incurrieren en dolo o culpa. El artículo 903 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) de 1881 exigía que esa negli-gencia fuere inexcusable, lo que llevó a la mayoría de las sentencias sobre demandas de esta clase a exigir una conducta incur-sa en culpa grave. Actualmente podría re-plantearse ese criterio, pues se ha señala-do que la LOPJ habla de culpa sin mati-zar el grado de ésta.

Parece difícil admitir que se haya pro-ducido un cambio esencial desde la Ley de 1881 a la Ley Orgánica del Po-der Judicial, toda vez que la vigente Ley de Enjuciamiento Civil 1/2000, de 7 de enero, dispone en su artículo 403.2 que no se admitirán las demandas de respon-sabilidad contra jueces y magistrados por los daños y perjuicios que irrogaren, por dolo, culpa o ignorancia inexcusable en el desempeño de sus funciones mientras no sea fi rme la resolución que ponga fi n al proceso en que se suponga causado el agravio. Tampoco se admitirán estas de-mandas si no se hubiera reclamado o re-currido oportunamente en el proceso contra el acto u omisión que se considere causante de los daños y perjuicios.

a) El Tribunal Supremo ha estableci-do que la base de la exigencia de la res-ponsabilidad judicial ha de descansar for-zosamente en esa actuación dolosa o cul-posa del juez o magistrado, que se capta cuando ha infringido una ley sustativa o procesal, siempre que esté sancionada en este caso su infracción por la nulidad de la actuación o trámite correspondiente. Pero esa infracción ha de ser califi cable como manifi esta para que sea cohonesta-ble con la voluntad negligente o la igno-rancia inexcusable, pues de otra suerte solamente podría conceptuarse como simple “error judicial” o “deficiente o anormal funcionamiento de la Adminis-tración de Justicia”, en cuyo supuesto es el Estado y no el juez y magistrado perso-nalmente el que asume la responsabilidad inherente, siempre sin perjuicio de la ac-ción de repetición o reembolso. Por lo que, en defi nitiva, se perfi la la razón de ser de este recurso extraordinario y espe-cial, ya que su promoción viene condi-cionada a la existencia de un acto inicial u omisión ilícitos del juez o magistrado, cuya previsión está constitucionalmente señalada en el artículo 117.1 de la Cons-titución de 1978.

b) Es propio de la naturaleza del re-curso acreditar que la negligencia o igno-rancia, que ha de ser manifi esta, lo haya sido infringiendo una norma de las deno-minadas “rígidas” y no “fl exibles” por la doctrina. En efecto, para infringir un precepto ha de establecerse en él una concreta y determinada forma de actuar (rigidez). Ahora bien, cuando un precep-to como el artículo 1786 de la Ley de Enjuiciamiento Civil no señala cuantía ni porcentaje, es evidente que su fi jación ha de atemperarse a las circunstancias obje-tivas y subjetivas del procedimiento, pon-deradas por el juez o magistrado (fl exibi-lidad) con arreglo a las reglas racionales de la sana crítica, cuyo fallo en caso con-creto podría jurídicamente constituir si acaso y todo lo más un error judicial, pe-ro nunca una negligencia o ignorancia inexcusable aparejadoras de actuación culposa o dolosa de quien interpretó una norma, que señala como “parámetro fl exible” “la fi anza bastante a juicio del mismo Tribunal”.

c) La existencia de un perjuicio eco-nómico evaluable como se especifi ca con ámbito general en el artículo 40.2 de la Ley de Régimen Jurídico de la Adminis-tración del Estado y se reproduce parti-cularmente en el artículo 903 de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y la ju-risprudencia de la Sala de lo Civil del Tri-

bunal Supremo, así como en la anterior y actual Ley Orgánica del Poder Judicial, precisando su individualización; lo que comporta la demostración de la relación de causa-efecto entre aquella negligencia o ignorancia inexcusable y el daño eco-nómico inferido al litigante.

d) Este daño o perjuicio económico requiere, para que sea proyectado sobre el patrimonio particular del juez o magis-trado, que no pueda ser reparado de otra forma, por lo que deviene responsable en último término como corresponde a la presumible objetividad en el ejercicio de su función.

Es decir, la responsabilidad civil de los jueces y magistrados se limita, en la interpretación del Tribunal Supremo, al caso en que se haya procedido con infrac-ción manifi esta de la ley o faltando a al-gún trámite o solemnidad mandado ob-servar bajo pena de nulidad; sólo por es-tos supuestos es dable predicar la negli-gencia o ignorancia inexcusables que el precepto legal exige como requisito sine qua non para la concurrencia de la res-ponsabilidad.

Ferrajoli señala el caracter problemá-tico del instituto de la responsabilidad ci-vil, en torno al cual se encendió en Italia la más áspera de las polémicas políticas, que desembocó en la celebración de un referéndum popular. Esta forma de res-ponsabilidad, al llevar consigo sanciones patrimoniales equivalentes a la medida del daño económico provocado, es, a jui-cio de Ferrajoli, la más inapropiada y perversa de todas. En efecto, la relación entre daño patrimonial y culpa es perti-nente en los negocios pero no para la Ad-ministración de Justicia. Y en un Estado de derecho basado en la igualdad esto de-bería ser cuidadosamente evitado; en el doble sentido de que los daños de los ciudadanos –todos los daños injustos, prescindiendo de la culpa– deberían ser resarcidos por el Estado y de que las cul-pas de los Jueces –todas las culpas, pres-cindiendo de los daños provocados– de-berían ser sancionadas. Al menos la justi-cia, con todas sus imperfecciones, debería permanecer a salvo de la lógica del mer-cado y no medir por el patrimonio su grado de responsabilidad frente a los ciu-dadanos.

No parece que la tesis de Ferrajoli deba ser admitida. Al menos en España está en contra de la nueva doctrina sobre responsabilidad objetiva o por riesgo. Por una parte, no podemos partir de la contraposición entre responsabilidad contractual y Administración de Justicia,

L A RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES

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pues la responsabilidad civil de jueces y magistrados se encuadra en la responsa-bilidad extracontractual del artículo 1902 del Código Civil, que no se men-ciona en la impugnación italiana. Y en orden a la responsabilidad extracontrac-tual no pueden encontrarse argumentos válidos para extraer de la misma el ejerci-cio de la función jurisdiccional en cuan-to ejercicio profesional que exige como otras labores el cumplimiento impecable de su lex artis. Más aún cuando la doctri-na y sobre todo la aplicación jurisdiccio-nal de la responsabilidad extracontrac-tual muestran la irrupción de una men-talidad colectiva más identifi cada con el designio de indemnizar a las víctimas de los daños que con el propósito de obser-var cuidadosamente la culpabilidad de quien los produce.

Referencia institucionalLas refl exiones sobre la responsabilidad ci-vil y penal de jueces y magistrados exige una comprensión referida a su marco ins-titucional y a su práctica efectiva. Hacia un Estado Judicial reza el título de una publicación alemana aparecida en 1979, que caracteriza muy acertadamente la evolución del inexcusable marco. Tal fe-nómeno se explica no sólo por el consi-derable aumento de jueces y la frecuencia del recurso a los tribunales. Estaba en ciernes en el omnicomprensivo sistema de nuestra jurisdicción, especialmente en la garantía de tutela del artículo 24 de la Constitución Española y en el desarrollo de la jurisdicción contencioso-adminis-trativa; la jurisdicción constitucional no es sino una pieza (por demás coherente) en este cuadro. La tendencia hacia lo que con razón peyorativamente se denomina “Estado de jueces” debe ser vista también como expresión de la defensa legítima de la función judicial de controlar a los po-deres públicos. En fi n, hay que valorar positivamente que la población deposite una gran confi anza en la justicia y que considere cada vez más a los tribunales contencioso-administrativos como resi-dencia de justicia y como garantes del buen orden de la “res pública”.

Por otra parte, es digno de especial consideración el creciente malestar sobre una excesiva dependencia de la Adminis-tración de una desbordante jurispruden-cia contencioso-administrativa como consecuencia de los nuevos márgenes de confi guración y valoración de los tribu-nales. El Derecho Administrativo del Me-dio Ambiente y de la Planifi cación, así como otros campos jurídicos vecinos, an-

dan en búsqueda de su propia posición entre el mandato de tutela y el progreso técnico. Se plantean problemas acerca de la extensión y la densidad de la actividad judicial de control. Se alzan voces que la-mentan la fatiga del Estado de derecho y advierten sobre los riesgos de una defor-mación del Estado de derecho como Esta-do judicial. En general, se aprecia un des-plazamiento demasiado fuerte hacia los tribunales de tareas de la Administración; y así lo ha estudiado Wolfgang Heyde. Friesenhahn ha acuñado el concepto de Estado de la tutela judicial y requerido enérgicamente que el ejercicio de la Ad-ministración no es tarea de los tribunales contencioso-administrativos.

Heyde bosqueja interrogantes y apunta a sus causas. Junto al problema de un control de medida y ponderación ca-da vez más estricto, se plantea la difi cul-tad de que el aumento de cláusulas gene-rales en las leyes convierte la competencia judicial de aplicación de la norma en creación de derecho; ello coloca a la Ad-ministración en una fuerte dependencia de los tribunales, y hace de la jurisdicción la fuente decisiva de conocimiento del derecho para la acción pública. Esta si-tuación sobrecarga a los tribunales, espe-cialmente cuando se trata de cuestiones políticamente controvertidas. Aquí se muestra la convergencia de legislación y Administración de Justicia en la realiza-ción del derecho. Cuanto menos derecho norme el legislador, más derecho se verá la jurisdicción forzada a crear a la hora de aplicar la ley. Y así vemos cómo, en últi-ma instancia, la competencia del juez vie-ne a ser determinada por la condición del derecho positivo que es llamado a aplicar.

Kissel ha intentado mostrar dónde es-tán los límites para acudir ante los tribu-nales y cuáles son los márgenes del Poder judicial a tenor del principio de separa-ción de poderes. Su conciencia de la judi-cialización de nuestra vida pública como un hecho se corresponde con las adver-tencias de otros ante la creciente juridifi -cación de la acción del Estado y una cierta inclinación al perfeccionismo jurídico. Legislador y tribunales, pero también el ciudadano que busca justicia, tienen que rendirse ante la evidencia de que nunca alcanzaremos una justicia perfecta a pesar de los esfuerzos por cumplir el mandato constitucional de garantía de amparo.

Otro círculo de problemas de la actual situación de la Administración de Justicia gira en torno a la relevancia de lo social para la actividad del juez. Se suele lamen-tar el escaso interés de la práctica judicial

por las aportaciones de la reciente Sociolo-gía del Derecho. Una mayor preocupación por estos problemas podría dar respuesta a la generalizada insatisfacción o desconfi an-za frente a la justicia. ¿Hasta dónde tene-mos derecho a esperar de una decisión ju-dicial la pacifi cación real de confl ictos? Las posibilidades de soluciones alternativas de composición de conflictos desempeñan ciertamente aquí un papel; pero junto con ellas también incide el curso del pro-ceso judicial. Sería necesario disponer de más tiempo para la discusión personal con las partes sobre el objeto del litigio. Pero la sobrecarga de los tribunales opera directamente en contra de ello. Así, en la actualidad, mucho depende de que quien acude a los tribunales en demanda de jus-ticia pueda ser convencido al menos de la esencial equidad del derecho a él aplicado, bien por la fundamentación de las deci-siones, bien por la inteligibilidad de la ar-gumentación.

Responsabilidad políticaEn el capítulo dedicado a ‘El Estado de derecho como arma política’ de su pers-picaz libro sobre El control de los políticos, José María Maravall expone su tesis, constitutiva de una extendida considera-ción sobre el problema entre los profesio-nales de la política. Esa postura no es considerada por la mayoría de los juris-tas, aunque pueda ser cercana a refl exio-nes de los sociólogos.

Maravall ha cuestionado la tesis de que la democracia y una judicatura inde-pendiente (un componente central del Estado de derecho) sean dos instituciones que se refuercen mutuamente. No ha ana-lizado sus desajustes institucionales sino las estrategias de los políticos. Sus argu-mentos se han apoyado en el viejo proble-ma de que la independencia de los jueces no garantiza su imparcialidad política o su neutralidad. Przeworski ha señalado que “tendemos a creer que una judicatura independiente es un árbitro fundamental en los confl ictos”. Sin embargo, no hay razones consistentes para concluir que los jueces estén más allá de los políticos. Los jueces son “semiguardianes no elegidos”–por citar las palabras de Dahl–, que li-mitan el proceso democrático: “estos ac-tores democráticos no mayoritarios, por sí mismos, no pueden evitar que una mino-ría utilice su posición invulnerable para causar daños a la mayoría”.

Para Maravall las estrategias las diri-gen los políticos, no los jueces. La excep-ción se produce cuando los políticos en-tran en connivencia, como fue el caso en

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Francia e Italia. Jueces independientes, pero no neutrales, pueden tener un papel crucial en las iniciativas de los políticos y ofrecer oportunidades para que se pro-duzca un confl icto entre los tribunales y la democracia. Dos de estas estrategias son bien conocidas. En una de ellas los políticos intentan gobernar sin restriccio-nes impuestas por los jueces, los tribuna-les y las normas: utilizan los votos contra las leyes y las togas. Estas estrategias no sólo corresponden al político populista y plebiscitario que conocemos bien; tam-bién al poscomunista que quiere liberarse de las restricciones de la judicatura en nombre de la democracia. Este último caso plantea la pregunta de qué clase de jueces pueden disponer de independen-cia. ¿Los controladores han de tener una determinada identidad antes de hacerse autónomos y comenzar a controlar a los políticos? La segunda estrategia en la que los políticos explotaron un confl icto en-tre la judicatura y la democracia fue la desestabilización de ciertos regímenes con ayuda fundamental de los jueces. En este caso, el problema no era la debilidad de las instituciones de “control horizontal ante poderosos ejecutivos”, sino justa-mente lo contrario.

El Estado de derecho también pro-porciona a los políticos recursos extraor-dinarios cuando la democracia constituye un equilibrio. Así ocurre sobre todo cuando reformas institucionales supri-men mecanismos de responsabilidad de una judicatura descentralizada e indepen-diente, y crean las condiciones para una acción judicial sin restricciones. Tales re-formas han sido introducidas tanto en países que se rigen por el Derecho con-suetudinario (introducción de un fi scal independiente en el sistema estadouni-dense) como en los que tienen un orde-namiento procedente de la tradición del Derecho Romano. En países en los que la judicatura no había sido independiente de los regímenes autoritarios del pasado, las reformas institucionales produjeron un Poder Judicial incontrolado. Si los go-bernantes rinden pocas cuentas desde el punto de vista político y reducen sus res-ponsabilidades a lo que dictamine el ám-bito jurídico se generarán muchos incen-tivos para que se produzca una judiciali-zación de la política. Si hay una oposi-ción que ha venido perdiendo las eleccio-nes durante mucho tiempo y sus perspec-tivas para el futuro no son esperanzado-ras, ésta tendrá incentivos para introducir esta judicialización en la competencia con el fi n de socavar el poder de su ad-

versario. Un Gobierno que quiere refor-zar su control del poder también puede judicializar la política y utilizar a jueces independientes y parciales para debilitar a sus oponentes.

Los políticos pueden transformar una judicatura descentralizada e independiente en un arma política contra sus adversarios si están ansiosos por llegar al poder inme-diatamente, si no tienen miedo a las repre-salias, si disponen de jueces parciales y si sus oponentes van a verse sustancialmente debilitados a causa de la estrategia. Esos oponentes acatarán la situación por razo-nes opuestas: si les importan los efectos duraderos sobre la democracia, aunque las reglas del juego no les favorezcan en ese momento; si no pueden recabar apoyos si-milares entre los jueces, pero esperan com-pensar ese desequilibrio con los votos en algún momento futuro; y si los votantes castigan la resistencia a las decisiones judi-

ciales. Es decir, Maravall analiza las dos es-trategias: en una de ellas la judicialización de la política se utilizó para desplazar a quien ocupaba el poder; en la otra, para silenciar a los oponentes. En ambas lo que al fi nal limitó el uso selectivo de la ley co-mo arma política fue la vinculación demo-crática del tribunal superior que había de emitir el veredicto (aunque esta afi rmación es errónea pues los tribunales superiores a los que parece referirse tenían el mismo origen y vinculación que los órganos juris-diccionales inferiores que denuncia).

Cuando el Estado de derecho se con-vierte en un arma política, algunos de sus principios acaban viéndose socavados. Así, el fi n justifi ca los medios; los casos se seleccionan por razones políticas; el “po-pulismo judicial” conduce a la violación de la presunción de inocencia y de las ga-rantías legales; los casos duran varios años

y se convierten en investigaciones genera-les en búsqueda de causas; las vistas secre-tas se hacen públicas (López Aguilar). Se desarrolla una red de complicidades entre jueces, medios de comunicación y políti-cos. La judicialización de la política no sólo tiene conclusiones políticas; también parte de intenciones políticas.

Raz ha expresado su escepticismo ha-cia el Estado de derecho y hacia “la pre-sunción de su abrumadora importancia” “Hay que tener cuidado al descalifi car la consecución legal de importantes objeti-vos sociales en nombre del Estado de de-recho. Sacrifi car demasiados objetos so-ciales en nombre del Estado de derecho puede convertir la ley en algo yermo y vacío”. Sin embargo, el escepticismo de Maravall no surge del predominio de la seguridad económica frente a las reformas sociales sino de la desconexión entre in-dependencia judicial e imparcialidad po-

lítica. Es decir, del riesgo que un arma tan formidable puede suponer para la de-mocracia como régimen o para las reglas de la competencia democrática. La res-puesta a este riesgo no radica en una judi-catura impotente, en mayorías abusivas o en políticos incontrolados; lo que defi en-de es que no deben eliminarse de forma imprudente limitaciones a la impunidad judicial, que existen tanto en los sistemas que se basan en la tradición del derecho consutudinario como en la tradición del derecho romano. Y también, que los polí-ticos deben aceptar el rendimiento de cuentas democrático si quieren evitar la judicialización de la política.

Esa razonable conclusión no elimina la necesidad de precisar las consideracio-nes anteriores, pues la conclusión no deja de ser un punto de ruptura con las mis-mas. Las consideraciones hay que estimar-

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las como comprensible memorial de agra-vios, producto de la observación de ano-malías en el funcionamiento del Estado de derecho; anomalías que realmente se han producido y que se pueden producir pero que no pueden concluir en la invo-luntaria toma de posición a favor de Carl Schimtt frente a Kelsen y en el olvido de que el Estado de derecho, conquista in-sustituible, no puede existir sin indepen-dencia judicial aunque proceda la denun-cia de su inadecuado ejercicio.

Por ello, el comprensible razonamien-to de Maravall debería ser completado con el pensamiento más elaborado sobre este problema de Ferrajoli al construir su teoría del garantismo penal.

Si bien, imparcialidad, independen-cia y naturalidad son condiciones indis-pensables de la sujeción de los jueces so-lamente a la ley, también hacen particu-larmente difícil y problemática la indivi-dualización de formas apropiadas de res-ponsabilidad por sus desviaciones de tal sujeción. Nos encontramos aquí frente a una aporía a la que la refl exión jurídica y política ha dedicado buena parte de su tiempo. Por una parte, existe un nexo in-disoluble entre sujeción a la ley, indepen-dencia y responsabilidad de los jueces, justifi cada por el hecho de que su fun-ción está sujeta sólo a la ley; sería ilógico que ese nexo no llevase consigo como co-rolario la más rigurosa responsabilidad por las violaciones de las leyes a las que están subordinados. Por otra parte, toda forma de responsabilidad por la falta de sujeción a la ley parece aludir a alguna forma de fi scalización sobre el contenido concreto de la función judicial y, por tan-to, a alguna forma de dependencia res-pecto a los órganos llamados a ejercitarla. Es el clásico problema planteado por la pregunta de Juvenal quis custodiet custo-des?, agravado por el carácter funcional que en este caso tiene la independencia de los custodes.

El modelo de juez electivo, responsa-ble políticamente frente al electorado, tiene su ejemplo en la elección directa por sufragio universal de los “jueces esta-tales” de Estados Unidos. Es claro que es-ta forma de responsabilidad contrasta con las particulares fuentes de legitima-ción de un sistema garantista. El juez, a diferencia de los órganos del Poder Legis-lativo y del Ejecutivo, no debe represen-tar mayorías ni minorías. Y el consenso del electorado no sólo no es necesario si-no que puede ser peligroso para el correc-to ejercicio de sus funciones de averigua-ción de la verdad y de tutela de derechos

fundamentales de las personas juzgadas por él. La sanción de la no reelección por la pérdida de la confi anza popular, en la que debería manifestarse la responsabili-dad política, está en contraste con la su-jeción del juez únicamente a la ley, que impone que él decida contra las orienta-ciones de la mayoría e incluso de la tota-lidad de sus electores cuando éstas entren en confl icto con las pruebas adquiridas y con los derechos de los justiciables con-fi ados a su tutela.

En países como Italia y España, don-de el monopolio de la representación po-lítica corresponde en exclusiva a los parti-dos políticos, un sistema semejante sería todavía más inadecuado para una efectiva responsabilidad. En efecto, los jueces electivos serían designados como candi-datos de las burocracias de partido, vin-culados de hecho a su confi anza, no ina-movibles pero revocables en cada vuelta electoral. Sin perjuicio de que esta consi-deración no rige para los órganos no ju-risdiccionales de gobierno de funciona-miento institucional de la jurisdicción (Consejo General del Poder Judicial, Consejo Superior de la Magistratura) que, a mi juicio, necesitan la legitimación externa, siendo la suprema legitimación la emanada de las Cortes Generales.

Todo esto vale con mayor fuerza para la responsabilidad política indirecta que caracteriza a otro tipo de juez: el nom-brado por órganos representativos del sis-tema político, sean parlamentarios o gu-bernativos, en virtud de una relación de confi anza política o profesional. Es el ca-so de los jueces ingleses de las altas ma-gistraturas, de los jueces federales ameri-canos, nombrados por el presidente con el consenso del Senado, así como de los jueces de casi todos los países de América Latina, que son nombrados conjunta o separadamente por las Cámaras y por el presidente. Es claro que en todos estos casos la integración en el sistema político y la lesión del principio de la división de poderes es todavía más patente que en el sistema del juez electivo. También en ellos la independencia del Poder Judicial resulta fuertemente comprometida por los vínculos ideológicos y de solidaridad política y cultural que ligan a los jueces con las clases del Gobierno.

El tercer modelo es el del juez nom-brado por concurso. Éste ha sido etiqueta-do injustamente como “burocrático”, has-ta el punto de que ha sido contrapuesto como tal al juez inglés nombrado por el Ejecutivo y caracterizado, en cambio, co-mo profesional. La califi cación de los jue-

ces como “funcionarios” (al margen de su integración en una carrera estatal) estaba ciertamente, del todo justifi cada en nues-tro ordenamiento preconstitucional. Pero no tiene fundamento cuando va referida a los actuales jueces, totalmente carentes de responsabilidad política ante los otros Po-deres del Estado y sobre todo cubiertos, como se ha visto, por las garantías de au-togobierno, inamovilidad, en principio ausencia de carrera y prohibición de con-trol sobre sus orientaciones políticas para el ingreso en la Magistratura.

Al margen de la impropiedad de una legitimación mayoritaria de la jurisdic-ción, es de hecho cada vez menos plausi-ble la asociación entre la posesión de una licenciatura en Derecho y la pertenencia a estratos sociales dominantes. Si acaso, el concurso y la escuela, con la garantía del anonimato de los candidatos y libre de cualquier fi ltro político sobre sus cua-lidades personales, se parece o se debía parecer cada vez más a una forma de sor-teo confi ada, antes que al azar, a la selec-ción de competencias; competencias, por los demás, no secundarias, dado que, en contra de lo imaginado por la utopía ilus-trada, de hecho se requiere un conjunto no simple de conocimientos técnicos para satisfacer la irrenunciable garantía de con-trol sobre las resoluciones judiciales que es la motivación.

Responsabilidad jurídicaExcluida la legitimidad de cualquier for-ma de responsabilidad política, el único tipo de responsabilidad institucional apropiada a las funciones judiciales que quedan es, pues, la responsabilidad jurí-dica: una responsabilidad que podrá ha-cerse valer con tanta mayor agilidad y efi -cacia cuanto mayores sean las garantías fuertes del sistema garantista y más pa-tentes por tanto las violaciones de la ley, es decir, de las obligaciones y las prohibi-ciones impuestas al juez.

Si se considera el problema en el pla-no teórico, las relaciones entre las formas de responsabilidad jurídica (penal, civil y disciplinaria) se plantean hoy en térmi-nos totalmente distintos que en la expe-riencia premoderna, debido a la distinta colocación del juez en la estructura del actual Estado de Derecho. Está claro que es justo que el magistrado responda pe-nalmente y que pueda ser expulsado del orden penal en caso de violaciones inten-cionales de la ley. Y esto debe valer no só-lo para los jueces sino también para los órganos del Ministerio Público, confor-me al principio, mantenido desde Mon-

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tesquieu a Filangieri, de que la más seve-ra responsabilidad por las acciones ca-lumniosas es una garantía esencial de la libertad de los ciudadanos. El único pro-blema será el de una rigurosa tipifi ca-ción de los ilícitos penales del juez más allá de las fórmulas excesivamente gené-ricas de los delitos de corrupción, omi-sión e interés privado en actos del ofi cio propios de cualquier funcionario públi-co: tanto para orientar la responsabilidad penal sobre todo hacia la tutela de los derechos fundamentales de los ciudada-nos cuando para impedir formas de con-trol carentes de estricta legalidad.

No creo que pueda estimarse proble-mático el instituto de la responsabilidad civil en atención a las consideraciones y forma ya expuestas; sobre todo al tener que atender a la consolidada construcción jurisprudencial que sobre el ejercicio de funciones de profesión o cargo ha hecho el Tribunal Supremo.

La responsabilidad disciplinaria con las adecuadas garantías es precisamente la que representa la forma más apropiada de responsabilidad jurídica de los jueces, por lo que habría que reforzarla. Sobre todo previendo como ilícitos disciplinarios hi-pótesis taxativas de violaciones judiciales de los derechos de defensa (omisión de interrogatorios dentro del plazo legal, ausen cia de careos, privaciones de liber-tad injustifi cada, ausencia de motivación, motivación absurda, irracional o ilógica, falta de resolución sobre pretensiones, ac-tuaciones determinantes de pérdida im-procedente de recursos, etcétera) y exclu-yendo, en cambio, tipos indeterminados de lesión del “prestigio” de la Magistratu-ra, lo que no contradice la necesidad de prestar la debida atención a la posible in-capacidad de ejercicio de la jurisdicción a cargo de la persona a la que se la enco-mienda. Un Consejo Superior debida-mente legitimado, del que formen parte personas ajenas a la carrera judicial, está menos expuesto a la solidaridad corpora-tiva de un juicio, civil o penal; es más pertinente porque no compromete el des-interés y la imparcialidad del juez y por-que es justo que el magistrado culpable, en el caso de infracciones graves, sea se-parado del ejercicio jurisdiccional.

Más allá de las formas de responsabi-lidad jurídica, desgraciadamente destina-das a padecer una debilidad intrínseca, aparece la garantía de control sobre el funcionamiento de la justicia que Ferrajo-li denomina responsabilidad social, que se expresa en la más amplia sujeción de las resoluciones judiciales a la crítica de la

opinión pública. Este control, expresado de forma general por la “prensa” y en par-ticular por la “vigilancia por parte de ju-ristas libres”, fue señalado por Carrara co-mo un factor esencial de responsabilidad democrática y a la vez de educación del juez en un hábito de independencia: “La curia y la prensa libre –afi rmó contra la costumbre de acatamiento de la jurispru-dencia dominante también entonces en el mundo de los juristas– al vigilar o al aplaudir la obra de los jueces, aumentan la fuerza de éstos y su independencia del poder ejecutivo”. La bondad de la Admi-nistración de Justicia, había escrito John Stuart Mill, “está en razón compuesta del valor moral de los jueces y del peso de la opinión pública que infl uye sobre ellos y puede residenciarlos”. Y antes aún Ben-tham había encontrado en el control de la opinión pública y en la sustitución de las miradas del soberano por las del público el principal factor de probidad, de res-ponsabilidad y de independencia de los jueces. La crítica pública de las activida-des judiciales (no la genérica de los males de la justicia sino la argumentada y docu-mentada dirigida a los jueces en particular y a sus concretas resoluciones) expresa, en efecto, el punto de vista de los ciudada-nos, externo al orden judicial y legitimado por el hecho de que su fuerza no se basa en el poder sino únicamente en la razón; y es tanto más efi caz si proviene también de otros magistrados por la ruptura que provoca de la solidaridad corporativa y de las apariencias técnico-jurídicas que en-vuelven siempre las decisiones.

Es obvio que esta forma de responsa-bilidad de los jueces requiere una serie de presupuestos sociales e institucionales. Los presupuestos sociales son los genera-les de la democracia: la maduración civil y política de los ciudadanos en torno a las cuestiones de la justicia; su atención y participación constante en la vida públi-ca; su confl ictividad social y su solidari-dad civil y política con los derechos lesio-nados; la plenitud, la independencia y la correc ción de la información judicial por parte de la prensa; el compromiso civil y el hábito de oposición de la cultura polí-tica. Los presupuestos institucionales son más simples pero no menos esenciales: sobre todo, la obligación de la motiva-ción analítica de toda resolución judicial, sin la que, como escribía Carrara, “esta vigilancia será del todo imposible”; en se-gundo lugar, la supresión de cualquier forma de penalización de la libertad de crítica y de censura en relación con los magistrados; en tercer lugar, la generali-

zación del principio de publicidad a to-das las fases de cualquier proceso y la abolición o al menos la máxima limita-ción del secreto sumarial.

De lo expuesto, resulta que esta for-ma de responsabilidad social es la única idónea para evidenciar los márgenes irre-ductibles de ilegitimación política que marcan la actividad del juez: no sólo por sus más o menos culpables desviaciones o errores, sino por el insuprimible poder de disposición de que está investido, en con-traste con su exclusiva sujeción a la ley, a causa de la imperfección estructural de todo sistema jurídico positivo. ■

[Santander, 22 a 25 de junio de 2004].

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Clemente Auger es magistrado.

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CINCO ACEPCIONESDE LA SOCIEDAD CIVIL GLOBAL

MARY KALDOR

En los años noventa, los términos “sociedad global” y “sociedad ci-vil” se convirtieron en nuevas

palabras de moda: ambos están rela-cionados y refl ejan una nueva realidad aunque su comprensión sea imperfec-ta. La reinvención de la sociedad civil en los años setenta y ochenta, simultá-neamente en Latinoamérica y en Euro-pa del Este, tuvo algo que ver con el contexto global: las transformaciones sociales, políticas y económicas que se produjeron en diferentes partes del mundo y que se pusieron en evidencia a partir de 1989. De hecho, aunque la expresión sociedad civil tiene una larga historia y sus sentidos contemporáneos derivan de ella, intentaré argumentar que las distintas maneras en que se usan son bastante diferentes a las del pasado.

Lo nuevo en el concepto de socie-dad civil desde 1989 es la globalización. La sociedad civil ya no se limita a las fronteras del Estado territorial. En la literatura sobre la sociedad civil siem-pre hubo un núcleo común de signifi -cado que todavía tiene relevancia. La sociedad civil se asociaba a una socie-dad gobernada por la ley, principal-mente basada en el consentimiento de los ciudadanos individuales más que en la coerción. Las diferentes defi niciones de la sociedad civil han reflejado las maneras en que se generaba, realizaba, nutría o conseguía el consenso, los dis-tintos derechos y obligaciones que for-maban la base del consenso y las varia-das interpretaciones de este proceso. Sin embargo, el hecho de que la socie-dad civil estuviera limitada territorial-mente signifi caba que siempre había un contraste entre las sociedades goberna-das por normas coercitivas y las que ca-recían de normas. En particular, la so-ciedad civil dentro de las fronteras terri-

toriales del Estado estaba limitada por la guerra.

Eso es lo que ha cambiado. El fi n de la guerra fría y la creciente interrela-ción global han socavado la distinción territorial entre sociedades civiles e in-civiles, entre el Occidente democrático y el Este y el Sur no democráticos, y han cuestionado el Estado centralizado y tradicional, promotor de la guerra. Y esa evolución, a su vez, ha abierto nue-vas posibilidades para la emancipación política, así como nuevos riesgos y ma-yor inseguridad. Tanto si hablamos de disidentes aislados en regímenes repre-sivos, trabajadores sin tierra en Centro-américa o Asia, campañas globales con-tra minas personales o la deuda del ter-cer mundo, o incluso fundamentalistas religiosos y nacionalistas fanáticos, lo que ha cambiado son las oportunidades de unirse con otros grupos similares en otras partes del mundo y de dirigir las reivindicaciones no sólo al Estado, sino a las instituciones globales e incluso a otros estados. Por un lado, la sociedad civil global está en proceso de ayudar a constituir y de ser constituida por un sistema global de normas, respaldadas por autoridades intergubernamentales, gubernamentales y globales parcial-mente superpuestas. Es decir, la nueva forma de política que evoca la sociedad civil, es tanto un resultado como un agente de la interrelación global. Y, por otro lado, también superan las fronte-ras nuevas formas de violencia, que li-mitan, suprimen y atacan a la sociedad civil, de modo que ya no es posible contener territorialmente la guerra o la ingobernabilidad.

En la época posterior a las revolucio-nes de 1989, la expresión “sociedad ci-vil” fue adoptada en círculos y circuns-tancias muy diferentes. Sin embargo, no existe una defi nición consensuada. En

realidad, la ambigüedad es una de sus atracciones. El hecho de que los neolibe-rales, islamistas o posmarxistas utilicen el mismo lenguaje proporciona una pla-taforma común mediante la que pueden resolverse ideas, proyectos y propuestas estratégicas. El debate sobre su signifi ca-do es parte de su cometido. Como sugie-re John Keane1, la expansión global del término, y la discusión sobre lo que ex-presa, es, en sí misma, señal de una so-ciedad civil global emergente.

Esta discusión global ha implicado la resurrección de un bloque de litera-tura sobre la sociedad civil. La búsque-da de textos clásicos ha proporcionado lo que pudiera llamarse un relato legiti-mador, que ha tenido la ventaja de conferir respeto al término, pero que a menudo también ha debilitado nuestra comprensión de los aspectos novedosos de su redescubrimiento. Al vestir el concepto con ropajes históricos, es po-sible que el pasado haya impuesto una especie de camisa de fuerza que oscure-ce o incluso desestima las implicaciones contemporáneas más radicales. Coma-roff y Comaroff hablan de la “arqueolo-gía” de la sociedad civil, “explicada nor-malmente, capa tras capa, como una epopeya cronológica de ideas y auto res” que empieza con una “historia del ori-gen” a fi nales del siglo xviii. Aducen que la expresión se ha convertido en un “mito neomoderno: consideremos has-ta qué punto un conjunto diverso de obras –algunas de ellas analíticas, otras pragmáticas y preceptivas, algunas sim-plemente filosóficas– ha empezado a hablar de la génesis y la genealogía del concepto, al mismo tiempo que tales obras discuten su interpretación, sus

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1 John Keane, Civil Society: Old Images, New Vi-sions, Polity, Cambridge, 1998.

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telos, sus virtudes teóricas y socio mo-rales”2.

El “mito neomoderno” oculta las implicaciones de la ruptura con la so-ciedad civil limitada territorialmente. Además, el acuerdo sobre la historia del concepto es parte de lo que proporcio-na una base común para un diálogo global. La literatura sobre la sociedad civil es tan diversa que permite ser se-lectivo; la elección de los textos puede utilizarse para justifi car mejor una de-terminada interpretación. Si bien el de-bate sobre la literatura anterior puede traer a colación signifi cados particula-res que ya no son aplicables, también puede ser útil para investigar la idea, explorar las respuestas a preguntas que fueron formuladas en periodos anterio-res y también en la actualidad, para descubrir qué preguntas eran diferentes y cómo se distinguían de la situación presente.

La sociedad civil es una idea políti-ca. Es una idea que expresa un fenóme-no real, aunque los límites de éste va-ríen según las distintas defi niciones y aunque la forma y dirección del fenó-

meno cambien constantemente. La in-vestigación de estas defi niciones, el es-tudio de antiguos debates, así como las acciones y argumentaciones del presen-te, son una manera de infl uir directa-mente en el fenómeno, de contribuir a una realidad cambiante; si es posible, para mejor.

El concepto de sociedad civil siem-pre ha estado ligado a la idea de redu-cir la violencia en las relaciones socia-les, al uso público de la razón como manera de gestionar los asuntos huma-nos, en lugar de la sumisión basada en el temor y la inseguridad, o la ideolo-gía y la superstición. La expresión ‘‘res-puesta a la guerra’’ no implica que la sociedad civil global sea una especie de fórmula mágica: una solución alterna-tiva a la guerra. Es más bien una mane-ra de abordar el problema de la guerra, de debatir, discutir, comentar y presio-nar para encontrar posibles soluciones o alternativas.

Empezaré recapitulando brevemen-te el contexto en el que se reinventó el término. Defi niré cinco signifi cados di-ferentes de sociedad civil global: dos históricos y tres contemporáneos.

ContextoLos fenómenos conocidos, según los casos, como globalización, posindus-

trialismo y sociedad de la información salieron a la luz después de la guerra fría. Dos aspectos de estos cambios tie-nen una importancia especial, porque proporcionan un contexto para la evo-lución del concepto de sociedad civil global.

En primer lugar, la preocupación por la autonomía personal, la auto-organización y el espacio privado desta-có no sólo en Europa del Este, como manera de sortear el Estado militarista totalitario, sino también en otras partes del mundo donde se cuestionó el pater-nalismo y la rigidez del Estado en el periodo de posguerra. En Estados Uni-dos y Europa occidental, estas preocu-paciones ya habían surgido en los años sesenta y setenta con la aparición de movimientos interesados por los dere-chos civiles, el feminismo o el medio ambiente. Giddens y Beck subrayan la importancia creciente de estas cuestio-nes en sociedades que son cada vez más complejas, vulnerables al riesgo de ma-nipulación y donde los sistemas exper-tos ya no ejercen un dominio incues-tionable3. Así pues, el redescubrimien-

2 John L. Comaroff y Jean Comaroff (eds.), Civil Society and the Political Imagination in Africa: Critical Perspectives, University of Chicago Press, Chicago, 1999, pág. 4.

3 Anthony Giddens, Runaway World: How Glo-balisation is Reshaping our Lives, Profile, London, 1999, y Ulrich Beck, World Risk Society, Polity, Cambridge, 1999.

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CINCO ACEPCIONES DE LA SOCIEDAD CIVIL GLOBAL

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to de la expresión “sociedad civil” en Europa del Este en los años ochenta tuvo resonancia en otras partes del mundo. Dicho término y otros relacio-nados, como “antipolítica” o “poder de los sin poder”, parecían aportar un dis-curso en el que podían enmarcarse asuntos paralelos sobre la capacidad de controlar las circunstancias en las que viven los individuos, sobre la sustantiva atribución de poder de los ciudadanos. En realidad, pensadores de Europa del Este como Václav Havel creían que sus ideas no sólo eran aplicables a esa zona; eran una respuesta a lo que Havel lla-mó la “civilización técnica global”4. Mientras las élites occidentales aprove-charon este lenguaje como prueba de la victoria de las democracias existentes, los herederos de los llamados nuevos movimientos sociales empezaron a uti-lizar la expresión para referirse a la rei-vindicación de una ampliación radical de la democracia hacia una emancipa-ción tanto política como económica5.

Aunque esas ideas se hacían eco de la preocupación del siglo xviii por las limitaciones del poder estatal, me pare-ce que eran respuestas a una situación totalmente nueva, caracterizada por la experiencia real de un Estado autorita-rio que llegaba a la vida cotidiana con mucha mayor amplitud que antes. En el caso de Europa del Este, se trataba de la experiencia de poder arbitrario y la extensión de la actuación del Estado a todos los ámbitos de la vida social e incluso, al menos durante el periodo estalinista, a la vida privada. En otros lugares, era la ampliación del poder del Estado junto a la rigidez y falta de res-puesta al cambio social, económico y cultural. En defi nitiva, el carácter del Estado debe entenderse en función de la herencia de la guerra y de la guerra fría. También era una época de trans-formaciones sociales, económicas, tec-nológicas y culturales en los estilos de vida, desde el trabajo (mayor inseguri-dad, mayor fl exibilidad y mayor des-igualdad) hasta las relaciones entre sexos y las familiares, que cuestionaban lealtades institucionales y presunciones sobre el comportamiento colectivo y tradicional.

En segundo lugar, la creciente in-terrelación y el fi n del último confl icto global interestatal han erosionado los límites de la sociedad civil. Fue esa mayor interrelación lo que permitió la formación de islas de compromiso cí-vico en Europa del Este y en los países latinoamericanos sometidos por dicta-duras militares. Los activistas de este periodo pudieron buscar aliados inter-nacionales tanto a escala gubernamen-tal como no gubernamental y penetrar en las sociedades cerradas en las que vivían, incluso antes que los grandes avances en las tecnologías de la infor-mación y las comunicaciones. Por un

lado, la extensión de las disposiciones legales transnacionales desde arriba, por ejemplo el Acuerdo de Helsinki de 1975, proporcionó un instrumento para abrir espacios autónomos en Euro-pa del Este y en todas partes. Por otro, los herederos de los nuevos movimien-tos sociales, los movimientos pacifi stas europeos y los movimientos por los derechos humanos en Estados Unidos pudieron unirse con grupos e indivi-duos de Europa del Este y Latino-américa para proporcionar algún tipo de apoyo y protección. Keck y Sikkink utilizan la expresión “efecto bumerán” para describir la manera en que los grupos de la sociedad evitaron al Esta-do y apelaron a redes transnacionales e instituciones, así como a gobiernos ex-tranjeros, de modo que sus demandas revirtieron, por así decirlo, en su pro-

pia situación6. En efecto, estos movi-mientos y los subsiguientes utilizaron las disposiciones políticas y legales glo-bales y contribuyeron a ellas; fueron una parte esencial del proceso de cons-trucción de un marco para el gobierno global.

El fi n de la guerra fría ha contri-buido a la descomposición de la clara distinción entre lo interno y lo exter-no, lo que en la literatura sobre las re-laciones internacionales se denomina a menudo la gran división7. Algunos ar-guyen que existe algo así como una so-ciedad civil global (sea cual sea su defi -nición) en la región del Atlántico Nor-

te, pero en ninguna otra parte8. Por lo tanto, los límites de la sociedad civil simplemente se han ampliado. Quizá pueda decirse que fue así durante la guerra fría, cuando las fronteras de Occidente se ensancharon para prote-ger a un grupo de naciones del Atlánti-co Norte. Pero yo diría que, después de la guerra fría, está ocurriendo algo di-ferente. Ya no es posible aislar un terri-torio de la anarquía y el desorden. Frente a formas de sociedad civil con

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6 Margaret Keck y Kathryn Sikkink, Activists Beyond Borders: Advocacy Networks in International Politics, Cornell University Press, Ithaca, 1998.

7 Véase Ian Clark, Globalisation and International Relations Theory, Oxford University Press, Oxford, 1999.

8 Chris Brown, ‘Cosmopolitanism, World Citi-zenship and Global Civil Society’, Critical Review of International Social and Political Philosophy, 3, 2000.

4 Václav Havel, ‘Th e Power of the Powerless’, en John Keane (ed.), Th e Power of the Powerless: Citizens against the State in Central-Eastern Europe, Hutchin-son, Londres, 1985.

5 Jean Cohen y Andrew Arato, Civil Society and Political Th eory, Verso, Londres, 1992.

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MARY KALDOR

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base territorial, somos testigos de la formación de redes globales transna-cionales horizontales, tanto civiles como inciviles. En el mismo espacio territorial, coexisten lo que podrían llamarse zonas de civilidad y zonas de incivilidad; el espacio del Atlántico Norte puede tener zonas más amplias de civilidad que otras partes del mun-do, pero ya no pueden hacerse distin-ciones geográfi cas tan claras. Los acon-tecimientos del 11 de septiembre fue-ron una expresión traumática del he-cho de que las fronteras territoriales ya no defi nen las zonas de civilidad. En defi nitiva, la reestructuración territo-rial de las relaciones sociales, económi-cas y políticas tiene profundas repercu-siones en lo que pensamos sobre la so-ciedad civil9.

En resumen, quiero sugerir que la discusión sobre la sociedad civil debe entenderse a partir de lo que podría llamarse profundización y ampliación: un alejamiento de las aproximaciones basadas en el Estado que combina una mayor preocupación por la atribución de poder individual con la autonomía de la persona, así como una reestructu-ración territorial de relaciones sociales y políticas en diferentes ámbitos.

Definiciones de la sociedad civil globalPropongo plantear cinco acepciones diferentes en el uso común del concep-to de sociedad civil y comentar lo que implican en un contexto global. Se tra-ta de una lista no exhaustiva, sino re-sumida (aunque no del todo arbitra-ria). La literatura sobre la sociedad ci-vil es mucho más rica y compleja de lo que sugiere este resumen; su objetivo es establecer algunos parámetros.

Las dos primeras acepciones deri-van de versiones anteriores del concep-to; las tres últimas son contemporá-neas, con ecos del uso histórico. La transposición del concepto de sociedad civil al de sociedad civil global no es directa, ya que, como he dicho, la cla-ve para entender lo nuevo en los signi-fi cados contemporáneos es precisamen-te su carácter global. Sin embargo, el ejercicio puede ser esclarecedor, por-que creo que hay un núcleo común de signifi cado y podemos investigar la na-turaleza del fenómeno contemporáneo

intentando entender la importancia de los signifi cados anteriores.

1. ‘Societas civilis’Me refi ero aquí a lo que pudiera descri-birse como la versión original del tér-mino: sociedad civil como sociedad de derecho y comunidad política, un or-den pacífico basado en el consenti-miento implícito o explícito de los in-dividuos, una zona de “civilidad”. La civilidad se defi ne no sólo como socie-dad de buenas maneras o sociedad edu-cada, sino como una situación en la que se ha minimizado la violencia como manera de organizar las relacio-nes sociales. La seguridad pública es lo que crea la base de procedimientos más civiles para resolver confl ictos: dispo-siciones legales, por ejemplo, o delibe-ración pública. La mayoría de las defi -niciones recientes de sociedad civil se basan en la presunción de una sociedad de derecho y en la ausencia relativa de coerción en los asuntos humanos, al menos dentro de las fronteras del Esta-do. De esta manera, se parte de la base de que una societas civilis así requiere un Estado, con un monopolio público de la violencia legítima. Estas defi nicio-nes asocian al signifi cado de sociedad civil la existencia previa de un Estado. La sociedad civil no se diferencia del Estado, sino de las sociedades no civiles –el estado de naturaleza o imperios ab-solutistas– y de la guerra.

Una de las principales objeciones a la idea de sociedad civil global es la ausen cia de un Estado mundial10. Sin embargo, puede argüirse que la con-junción de la ley humanitaria y de de-rechos humanos, el establecimiento de un tribunal penal internacional y la ex-pansión del mantenimiento de la paz internacional apuntan un marco de go-bierno global emergente, lo que Imma-nuel Kant describió como una sociedad civil universal, en el sentido de una so-ciedad de derecho cosmopolita, ampa-rada en una serie de tratados e institu-ciones internacionales.

2. Sociedad burguesa (‘Bürgerliche Gesellschaft’)Para Hegel y Marx, la sociedad civil se situaba en el centro de la vida pública, entre el Estado y la familia. Era un fe-nómeno histórico vinculado a la apari-

ción del capitalismo. Se inspiraron en las ideas de la Ilustración escocesa, es-pecialmente de Adam Smith y Adam Ferguson, que sostenían que la llegada de la sociedad comercial creó el tipo de individuos que constituían la condi-ción necesaria para la sociedad civil. Los mercados, las clases sociales, la ley civil y las organizaciones para el bienes-tar formaban parte de la sociedad civil. Por primera vez, la sociedad civil se comparaba con el Estado. Para Hegel, la sociedad civil era el “logro de la era moderna”. Y para Marx, la sociedad ci-vil era el “teatro de la historia”11.

A escala global, la sociedad civil podría ser más o menos equiparada a la globalización desde abajo: con todos los aspectos de desarrollo global por debajo del Estado, y más allá de sus lí-mites, y de las instituciones políticas internacionales, incluyendo las corpo-raciones transnacionales, la inversión exterior, las migraciones, la cultura glo-bal, etcétera12.

3. La versión activistaProbablemente la perspectiva activista es la más cercana a la versión de la so-ciedad civil que surgió de los movi-mientos de oposición en Europa cen-tral en los años setenta y ochenta. A veces se describe como la versión pos-marxista o utópica del concepto. Es una defi nición que presupone un Esta-do o sociedad de derecho, pero insiste no sólo en las limitaciones al poder es-tatal, sino en una redistribución del poder. Es una radicalización de la de-mocracia y apuesta por un incremento de la participación y la autonomía. En esta acepción, la sociedad civil se refi ere a la ciudadanía activa, a la organización que crece fuera de los círculos políticos formales, así como al espacio ampliado en el que los ciudadanos individuales pueden influir en las condiciones en que viven, tanto directamente, median-te la autoorganización, como ejercien-do presión política.

Según esta defi nición, lo importan-

Nº 149■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

10 Brown, ‘Cosmopolitanism’; David Rieff , ‘Th e False Dawn of Civil Society’, Nation, 22 de febrero de 1999.

11 Véase cap. 2.12 Esta versión de la sociedad civil global queda

ejemplifi cada en el ensayo ‘Global Civil Society?’, de John Keane, en Helmut Anheier, Marlies Glasius y Mary Kaldor (eds.), Global Civil Society 2001, Oxford University Press, Oxford, 2001. El término “globaliza-ción desde abajo” se utiliza a veces en un sentido más estricto para referirse a los movimientos sociales, ONG y redes. Véase Mario Piantia, Globalizzazione dal Basso: Economía Mondiale e Movimenti Sociali, Manifestolibri, Roma, 2001.

9 Saskia Sassen, Globalisation and its Discontents, New Press, Nueva York, 1998.

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CINCO ACEPCIONES DE LA SOCIEDAD CIVIL GLOBAL

34 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

te a escala transnacional es la existencia de un ámbito público global, un espa-cio global donde pueda tener lugar la comunicación no instrumental, con or-ganizaciones transnacionales que abo-guen por los derechos como Greenpea-ce o Amnistía Internacional, movi-mientos sociales globales como los con-formados por manifestantes de Seattle, Praga y Génova, medios de comunica-ción internacionales a través de cuyas campañas puedan alcanzar una aten-ción global, nuevas religiones cívicas globales como los derechos humanos o el ecologismo.

4. La versión neoliberalEn el periodo posterior a 1989, los neo-liberales proclamaron su victoria y em-pezaron a popularizar la expresión socie-dad civil como algo propio de Occiden-te, o incluso de Estados Unidos. Esta versión podría asociarse a una política de laissez-faire, una especie de mercado de la política. Según esta defi nición, la sociedad civil surge de la vida asociativa –un tercer sector sin ánimo de lucro y de voluntariado– que no sólo limita el poder del Estado, sino que realmente proporciona un sustituto a muchas de sus funciones. Así, las asociaciones de voluntarios y de benefi cencia desarro llan funciones en el campo del bienestar, que el Estado ya no puede permitirse reali-zar. Esta concepción quizá sea más fácil de transponer al ámbito global; se consi-dera una contrapartida política o social del proceso de globalización, entendido como globalización económica, liberali-zación, privatización, desregulación y progresiva circulación de bienes y de ca-pitales. En ausencia de un Estado glo-bal, un buen número de ONG realiza las funciones necesarias para allanar el camino de la globalización económica. Las ONG humanitarias proporcionan la red de seguridad para ocuparse de las víctimas de las estrategias de liberaliza-ción y privatización en el campo econó-mico. Se supone que la fi nanciación de las ONG que promueven la democracia y los derechos humanos ayuda de algún modo a construir una sociedad de dere-cho y respeto hacia los derechos huma-nos. Por eso los críticos han dicho que el término es reaccionario y alude a una manera de evadir las responsabilidades de los Estados en relación con el bienes-tar o la seguridad13.

5. La versión posmodernaLa defi nición posmoderna de sociedad civil parte del universalismo de las ver-siones activista y neoliberal, si bien esta versión también exige un principio universal: el de la tolerancia14. La so-ciedad civil es un ámbito de pluralismo y contestación, una fuente tanto de in-civilidad como de civilidad. Algunos posmodernos critican el concepto de sociedad civil por considerarlo euro-

céntrico, producto de una cultura occi-dental específi ca que se impone al resto del mundo. Otros sugieren una refor-mulación que englobe otras interpreta-ciones más extendidas en la cultura po-lítica. En particular, se argumenta que la sociedad islámica clásica representa-ba una forma de sociedad civil por el equilibrio entre religión, comercio y gobierno.

Para la versión activista, los miem-bros de la sociedad civil pueden ser equiparados, en mayor o menor medi-da, a grupos de mentalidad cívica o de vocación pública. Los elementos acti-vos en la sociedad civil serían los que se preocupan por los asuntos públicos y el debate público, mientras que para los posmodernos, los grupos de mentali-dad cívica son sólo un componente de la sociedad civil. En particular, los pos-modernos subrayan la importancia de las identidades nacionales y religiosas, así como las identidades múltiples como condición previa a la sociedad ci-vil; en cambio, para los activistas, es más importante un cosmopolitismo compartido. Queda abierta la pregunta de si debieran incluirse o no los grupos que abogan por la violencia.

Desde esta perspectiva, es posible hablar de la sociedad civil global en el sentido de la extensión global de los ámbitos de contestación. De hecho, podría hablarse de una pluralidad de sociedades civiles globales en un entra-mado de distintas redes globalmente organizadas. Entre ellas podría incluirse el islam, las redes nacionalistas de la Diáspora, así como las redes de dere-chos humanos, etcétera.

Estas cinco acepciones se resumen en la tabla. Mi propia manera de en-tender la sociedad civil global incorpo-ra buena parte de esos significados. Creo que las dos primeras versiones, una sociedad de derecho y una socie-dad de mercado, o al menos la aspira-ción a una sociedad de derecho y a la autonomía económica, constituyen y están constituidas por lo que ahora tendemos a llamar sociedad civil; para que exista la sociedad civil tiene que haber una relación entre mercados que asegure la autonomía económica y una sociedad de derecho que proporcione seguridad. También pienso que todos los actores que confi guran las versiones contemporáneas de sociedad civil se in-tegran en la sociedad civil global: los movimientos sociales y las redes cívicas de la versión activista; las asociaciones benéfi cas de voluntarios y lo que po-dríamos llamar las ONG “amansadas” de la versión neoliberal; así como los grupos nacionalistas y fundamentalistas incluidos en la versión posmoderna.

Sin embargo, en cuanto a conside-raciones normativas, estoy más cerca de la versión activista. Todas las defi nicio-nes de sociedad civil son normativas y descriptivas. Describen un proyecto político, es decir, un objetivo, y al mis-mo tiempo una realidad que ya existe,

Las cinco acepciones de la sociedad civil

Tipo de sociedad Limitada territorialmente Global

Societas civilis Sociedad de derecho / civilidad Orden cosmopolita

Bürgerliche Toda la vida social organizada entre el Globalización económica, socialGesellschaft Estado y la familia y cultural

Activista Movimientos sociales, activistas cívicos Un ámbito público global

Neoliberal Benefi cencia, asociaciones de Privatización de construcción de voluntarios, sector terciario la democracia, humanitarismo

Posmoderna Nacionalista, fundamentalistas, así Pluralidad de redes globales de como los anteriores contestación

13 Rieff , Th e False Dawn.14 Keane, Global Civil Society?

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que no puede medirse a partir de ese objetivo. La societas civilis expresaba el objetivo de seguridad pública, de una sociedad civilizada, es decir, no violen-ta. La Bürgerliche Gesellschaft se basaba en el surgimiento de una sociedad de mercado como condición para la liber-tad individual, y el equilibrio entre el Estado y el mercado. Para Hegel, eso era el telos (objetivo fi nal) de la histo-ria; para Marx, la sociedad civil era simplemente un estadio hacia el telos del comunismo.

Todas las versiones contemporáneas de la sociedad civil tienen objetivos normativos que sólo pueden explicarse plenamente en el contexto de la globa-lización. La neoliberal expresa los bene-fi cios de la sociedad occidental, espe-cialmente la estadounidense, de modo que el objetivo es la expansión de este tipo de sociedad al resto del mundo. La globalización, la extensión del capitalis-mo global, se considera una evolución positiva: el vehículo, con el suplemento de la sociedad civil global, para alcan-zar la occidentalización global o el fi n de la historia.

La versión posmoderna debe rela-cionarse con la ruptura con la moder-nidad, de la que un componente clave era el Estado-nación. Aunque los pos-modernos son antiteleológicos, verían la contestación que tiene lugar actual-mente a escala global como una mane-ra de romper con grandes proyectos políticos de narración teleológica, que se asociaban con los Estados. La propa-gación de Internet permite la irrupción de lo virtual y la negación de la existen-cia de lo considerado real.

La versión activista trata de la emancipación política. Se refi ere a la atribución de poder a los individuos y la extensión de la democracia. Yo de-fi endo que la guerra y la amenaza de guerra siempre han representado una limitación de la democracia. La globa-lización ofrece la posibilidad de superar esta limitación; al mismo tiempo, la universalización de la democracia, como consecuencia de la globalización, se ha convertido en la condición nece-saria para la emancipación política. Para los activistas, la globalización no es un benefi cio sin califi cativos; ofrece posibilidades de emancipación a escala global, pero en la práctica implica una desigualdad e inseguridad crecientes y nuevas formas de violencia. Por tanto, para los activistas, la sociedad civil glo-bal consiste en una globalización civili-

zadora o democratizadora, el proceso mediante el que grupos, movimientos e individuos pueden reclamar una socie-dad de derecho global, justicia global y una atribución de poder global. Desde luego, la sociedad civil global, en mi propia acepción, incluye a los que se oponen a la globalización y a los que no ven la necesidad de una regulación. Es decir, mi versión de la sociedad civil global se basa en el convencimiento de que un intercambio de opiniones real-mente libre, un diálogo crítico racio-nal, favorecerá la opción civilizadora.

Una de las principales objeciones al concepto de sociedad civil global es que representa una nueva ideología o utopía y que, en particular, representa un proyecto individualista-liberal occi-dental. Hann y Dunn sugieren que el concepto se basa en una “etnocentrici-dad fundamental”, que implica una “impresión empobrecida de las relacio-nes sociales”15. Brown apunta que la consecución de una sociedad civil glo-bal es improbable, porque en muchas partes del mundo la prosperidad y el orden se valoran por encima de la li-bertad16.

Podrían darse dos posibles respues-tas para contrarrestar esta objeción. Una, frívola, es que las sociedades hu-manas necesitan utopías para evitar caer en la anomia o incluso en el nihi-lismo. En cierto sentido, pudiéramos decir que estamos cautivos entre la bar-barie de las pasadas utopías (fascismo y comunismo) y la barbarie asociada a la ausencia de utopías: el descenso a la in-civilidad.

El otro argumento relacionado con lo anterior se basa en algunos de los ele-mentos de la versión posmoderna, en particular el carácter refl exivo de la ex-presión sociedad civil global. La socie-dad civil es un proceso, no un objetivo. Además, es un proceso cuestionado. In-cluso en la versión activista, no es un proyecto o modelo utópico. Es mejor describirlo como “horizonte”17. Fue re-inventada no en Occidente sino en

Euro pa del Este y Latinoamérica. Y aunque las voces occidentales a menudo son dominantes, la idea general es de apertura a diferentes perspectivas y di-versos modos de emancipación. Es ver-dad que muchos activistas se ven tenta-dos a abandonar la idea por el hecho de que los neoliberales se hayan aprovecha-do de ella y la hayan rebajado18. Tam-bién es verdad que la versión posmo-derna de la idea permite un refugio en el comunitarismo, que a menudo puede ser patriarcal y represivo. Pero el con-cepto de sociedad civil parte de la pre-sunción de que la libertad individual es una condición para la emancipación tanto política como económica y, quizá por la manera en que esta idea se ha aprovechado, ofrece al individuo la po-sibilidad de acceder a los centros globa-les de poder. En cierto sentido, la ex-presión deja abierta una dirección futu-ra que no viene impuesta. ■

[Versión abreviada del capítulo 1 del libro La sociedad civil global, de Mary Kaldor, Tusquets, 2005].

Mary Kaldor dirige el Programa para la Socie-dad Civil Global en la London School of Eco-nomics. Autora de Las nuevas guerras.

15 Chris Hann y Elizabeth Dunn (eds.), Civil So-ciety: Challenging Western Models, Routledge, Londres y Nueva York, 1996, págs. 1 y 4.

16 Brown, Cosmopolitanism.17 Th omas Dietz, ‘International Ethics and Eu-

ropean Integration: Federal State or Network Hori-zon?’, Alternatives, 22, 1997.

18 Neera Chandhoke, ‘Th e Limits of Global Ci-vil Society’, en Marlies Glasius, Mary Kaldor y Hel-mut Anheier (eds.), Global Civil Society 2002, Oxford University Press, Oxford, 2002.

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En este artículo estudiamos las conse-cuencias de los atentados perpetra-dos el 11 de marzo de 2004 (11-M)

sobre las elecciones generales que tuvieron lugar tres días después. Considerando el trágico balance de 191 muertos y a la vista de las innumerables repercusiones que se les han atribuido, parece obvio que se trata de una cuestión tan polémica como com-plicada. Tiene razón Santamaría cuando señala que “resulta muy difícil admitir que un acontecimiento de esa naturaleza no tuviera efecto alguno sobre los resultados y muy fácil suponerle un impacto decisivo. Pero una cosa es considerarlo como un factor añadido al marco contextual y otra muy distinta convertirlo en la explicación de los resultados”1. Si los Gobiernos per-dedores en las urnas suelen justifi car sus derrotas acudiendo a motivos a veces pin-torescos e incluso extravagantes, es lógico que cuando ocurre algún acontecimiento relevante de última hora (como fueron los atentados del 11-M) lo conviertan en la única razón explicativa de su derrota. De esta forma, los malos perdedores acaban transformándose en deslegitimadores de los resultados electorales, una estrategia mucho más grave e irresponsable para los supuestos de la vida democrática. En estos casos, los partidos suelen enrocarse en dos posiciones complementarias. De un lado, eliminan cualquier atisbo de responsabili-dad a lo ocurrido durante su etapa al fren-te del Gobierno; de otro, eliminan todo atisbo de decisión razonable a los votantes a la hora de valorar con sus votos la ges-tión del Gobierno.

En lo que sigue pretendemos dejar fuera las disputas pro parte y abordar las consecuencias electorales del 11-M me-diante análisis cuantitativos de algunos de sus mecanismos causales. Esto es, de

los procesos a través de los cuales los ac-tores políticos transformaron sus reaccio-nes a los atentados en un comportamien-to electoral determinado. Nuestro punto de partida es que en los días anteriores a los atentados el PSOE había logrado re-cortar drásticamente la distancia que le separaba del PP a principios de año2. Co-mo puede comprobarse en la tabla 1, el

crecimiento del PSOE era tan paulatino como sostenido. En el peor de los casos para el PSOE, la situación era de empate técnico; es decir, sus diferencias en la in-tención o estimación de voto eran meno-res que los márgenes de error de las en-cuestas. Eso signifi caba que cualquier re-sultado era posible: ciertamente el PP podía haber ganado (en votos y sobre to-do en escaños, dados los sesgos conserva-dores del sistema electoral), pero también cabía prever la victoria del PSOE. Ade-más, en el mejor de los supuestos, otras encuestas, realizadas entre los días 10 y 12 de marzo, reducían las diferencias en-tre PP y PSOE a menos de un punto

36 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

1 Julián Santamaría, El azar y el contexto. Las elecciones generales de 2004, en Claves de Razón Práctica, núm. 146, octubre de 2004, pág. 39; subrayado en el original.

LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL

Del 11-M al 14-M

IGNACIO LAGO PEÑAS / JOSÉ RAMÓN MONTERO

Pronósticos de las encuestas preelectorales, 2004

Instituto / Medio de comunicación Fecha % PP % PSOE Diferencia PP-PSOE

Sigma-Dos / El Mundo Enero 44,6 33,9 10,7Noxa / La Vanguardia Enero 42,6 36,5 6,1Opina / El País Enero 42,5 37,0 5,5Vox Pública / El Periódico Enero 43,0 38,0 5,0Gallup Enero 41,9 36,2 5,7Sigma-Dos / El Mundo Febrero 44,3 34,8 9,5Celeste-Tel / La Razón Febrero 43,9 35,8 8,1Noxa / La Vanguardia Febrero 42,6 38,6 4,0Metra-Seis / Las Provincias Febrero 42,0 36,2 5,8Gallup Febrero 43,9 35,1 8,8Citigate Sanchís / La Gaceta Febrero 44,4 36,8 7,6Demoscopia / Las Provincias y Abc Febrero 42,2 37,2 5,0Celeste-Tel / La Razón Febrero 42,2 36,1 6,1CIS Febrero 42,2 35,5 6,7Ipsos-Eco Consulting / Levante Febrero 41,3 37,4 3,9Opina / El País Marzo 42,0 38,0 4,0Sigma-Dos / El Mundo Marzo 42,8 36,6 6,2Noxa / La Vanguardia Marzo 41,4 39,2 2,2Vox Pública / El Periódico Marzo 42,5 37,3 5,2Citigate Sanchís / La Gaceta Marzo 42,8 37,3 5,5Celeste-Tel / La Razón Marzo 42,9 37,2 5,7Sigma-Dos / El Mundo Marzo 42,1 37,6 4,5Demoscopia / Tele 5 Marzo 40,6 38,3 2,3Elecciones legislativas 14 de marzo 37,7 42,6 -4,9

Fuente: Generalitat Valenciana, www.pre.gva.es/argos/demoscopia/11.htm

Tabla 1

2 Sobre la campaña pueden verse los trabajos de Santamaría, El azar y el contexto, cit, págs. 37-38; Belén Barreiro, 14-M: elecciones a la sombra del terrorismo, en Claves de Razón Práctica, núm. 141, abril, 2004, págs. 15-19, y Mariano Torcal y Guillem Rico, ‘Th e Spanish general election: in the shadow of Al-Qaeda’, en Southern European Society and Politics, 9/3, págs. 107-121.

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37

porcentual3, o situaban incluso al PSOE 2,6 puntos porcentuales sobre censo por delante del PP4.

Los atentados reforzaron la dinámi-ca de la campaña al intensifi car a la vez la tendencia creciente del PSOE y el de-clive del PP. Pero no lo hicieron por convertir a los votantes en criaturas irra-cionales, irrefl exivas o irresponsables; ni tampoco porque éstos resultaran presas fáciles de manipulaciones, engaños o conspiraciones. En realidad, la explica-ción es mucho más sencilla. Nuestro ar-gumento básico es que las ganancias so-cialistas de cerca de tres millones de vo-tos con respecto a las elecciones de 2000 y las pérdidas de del PP en algo más de un millón doscientos mil votos depen-dieron fundamentalmente de 1. La atri-bución de la responsabilidad al Gobier-no de los atentados como consecuencia de su activo apoyo a la intervención en

Irak; 2. La acusación al Gobierno de rea-lizar una política de comunicación opaca e interesada sobre la posible autoría de los atentados, y 3. Sobre ambos mecanis-mos, la valoración negativa de práctica-mente todos los ámbitos de su gestión gubernamental durante los últimos cua-tro años. El voto se convirtió así en el instrumento decisivo con el que los ciu-dadanos controlan y en su caso castigan a los gobiernos. Sobre todo cuando estos gobiernos han desarrollado políticas que son evaluadas mayoritariamente de for-ma negativa por los ciudadanos, han desoído reiteradamente sus preferencias en temas relevantes y han tratado de eludir sistemáticamente sus responsabili-dades.

En última instancia, la derrota electo-ral del PP residió en el funcionamiento regular del proceso democrático a través de la rendición de cuentas de los gobier-nos ante los ciudadanos. Es cierto que los juicios retrospectivos que hacen los votan-tes sobre la gestión política de los gobier-nos son a veces confusos por las difi culta-des para determinar qué políticas sean las más acertadas o qué proporciones corres-pondan a los gobiernos en determinados resultados políticos o económicos. Pero los acontecimientos del 11-M ayudaron a muchos españoles a realizar esos juicios sobre la gestión del Gobierno del PP. Y,

como intentaremos comprobar en este ar-tículo, lo hicieron de forma perfectamen-te razonable, y en base a criterios sencilla-mente democráticos.

La incidencia de los atentados del 11-M: una estimación cuantitativaPara estimar la infl uencia de los atenta-dos del 11-M en los resultados de las elecciones generales del 14-M hemos utilizado la encuesta poselectoral elabo-rada por Demoscopia5. Al igual que la realizada por el Centro de Investigacio-nes Sociológicas (CIS), esta encuesta presenta un problema importante: la in-frarrepresentación de los votantes del PP es notable. Es sabido que una caracterís-tica habitual de las encuestas poselecto-rales consiste precisamente en que el partido ganador aparece con más apoyos de los que tuvo en realidad: numerosos votantes de otros partidos competidores se hacen pasar por seguidores del gana-dor para demostrar también ellos su res-p a la opción más valorada y de paso

5 Con una muestra representativa de 2.929 espa-ñoles mayores de edad, la encuesta fue fi nanciada por un consorcio de investigadores pertenecientes a la Ohio State University, Universidad Autónoma de Madrid, Universi-dad Autónoma de Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, Universidad de Santiago de Compostela y el Instituto de Estudios Sociales de Andalucía-Consejo Superior de Inves-tigaciones Científi cas..

Nº 149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

3 Se trata de la encuesta realizada por Sigma-Dos el día 12 de marzo, y no publicada; cf. Carlos Malo de Molina, ‘La matriz de transferencia de voto’, comuni-cación presentada en el XIII Seminario de Investiga-ciones Políticas y Sociológicas, AEDEMO, Madrid, noviembre de 2004.

4 Se trata de la encuesta realizada por NOXA los días 10 y 12 de marzo, y tampoco publicada; cf. Julián Santamaría, ‘Los idus de marzo’, comunicación pre-sentada en el XIII Seminario de Investigaciones Políti-cas y Sociológicas, AEDEMO, Madrid, noviembre de 2004.

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LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL

38 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

6 La pregunta que se formuló sólo a los que votaron fue: “¿Cuándo tomó la decisión de votar a su partido?”.

7 La pregunta que se formuló a todos los individuos fue: “¿Qué infl uencia tuvo el atentado del 11 de marzo en Madrid en su decisión de votar?”.

8 La pregunta que se formuló a todos los individuos fue: “¿Y cómo infl uyó el atentado de Madrid en su voto?”.

9 La pregunta que se formuló a todos los individuos fue: “¿Cuál es el motivo que más infl uyó en su decisión?.”

Consecuencias electorales del 11-M ª

Voto 14-MConsecuencias

PSOE PP IU Total

Decidió votar a su partido 82 17 7 124después de los atentados (4%) (1%) (0,3%) (6%)No pensaba votar, pero votó 93 16 5 151tras los atentados (2%) (0,5%) (0,2%) (5%)Cambió el voto del partido al que 55 7 4 122pensaba votar tras los atentados (2%) (0,3%) (0,2%) (5%)Los atentados fueron el resultado 316 29 28 545de la política del gobierno del PP (11%) (1%) (1%) (19%)Lo más decisivo en mi voto fue la gestión del Gobierno 259 40 23 465de la información sobre la autoría de los atentados (9%) (1%) (1%) (16%)a Aparece en primer lugar el número de individuos, y entre paréntesis su porcentaje redondeado (cuando superaba el 0,5%) sobre el total de la muestra. El total de cada categoría (fi la) no es idéntico.Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 2agradar al entrevistador. Pero en este ca-so la infraestimación de los votantes po-pulares es particularmente intensa. Si la relación entre los votantes del PSOE y del PP en las elecciones del 14-M fue de 1,13, en la encuesta de Demoscopia este cociente asciende a 1,93, y en la del CIS a 1,65. De este modo, el efecto de los atentados del 11-M sobre los resultados electorales se estima a la baja, puesto que la posición relativa del PSOE en las encuestas es mejor que la existente en la realidad. Por lo tanto, los resultados de los análisis que realizamos a continua-ción son más fi ables para mostrar cómo ha influido el 11-M en las elecciones que para determinar cuánto ha contado. Pero, dado que el debate político se ha centrado en esta primera cuestión y que además conocemos bastante bien cuál ha sido la intensidad de esta infl uencia, la encuesta de Demoscopia vale perfec-tamente para responder a las preguntas que nos interesan.

En la tabla 2 se presenta la relación entre la intensidad y motivaciones de la infl uencia del 11-M declaradas por los entrevistados y el voto a partidos en las pasadas elecciones generales. Un 6% de los votantes (o 124 entrevistados) reco-noce que tomó la decisión de votar a su partido tras los atentados; la mayoría, más del 65%, votó fi nalmente al PSOE6. Al desagregar este dato, encontramos dos procesos complementarios. Por un lado, un 5% de los encuestados se movilizó como consecuencia directa de los atenta-dos (en caso contrario se habría absteni-do); de ellos, el 65% acabó votando al PSOE7. Por otro, un similar 5% de los encuestados cambió su voto; de ellos, un 45% pasó también a engrosar el electo-rado socialista. El PP e IU apenas suma-ron el 11% y 3% de los votos de los mo-vilizados y el 6% y el 3% de los transfe-ridos, respectivamente8. Cabe añadir que un 19% y un 16% de los individuos ma-nifestaron que la política del Gobierno del PP en Irak y la gestión del Gobierno a la hora de informar de la autoría de los atentados, respectivamente, fueron las cuestiones que más infl uyeron en sus de-cisiones electorales9. De nuevo, y sobre

todo si tenemos en cuenta que muchos se decantan por el “no contesta”, el PSOE fue el gran benefi ciado: cerca del 60% en ambos casos votó a los socialis-tas, pero sólo entre el 5% y el 9% lo hi-zo al PP o a IU.

Pero en estas relaciones bivariables sólo observamos quiénes ganan votos, pero no quiénes los pierden. Para conocer la volatilidad o los cambios electorales que tuvieron lugar tras los atentados, en la tabla 3 se recogen las transferencias de voto entre los partidos antes y después del 11-M. Para ello nos fi jamos sólo en el ya mencionado 5% de los entrevistados (o 122 individuos) que en la tabla 2 declara-ba que cambió un partido por otro tras los atentados. El PSOE es el más benefi -ciado, puesto que perdió 9 votantes, pero ganó 55. Es decir, consiguió un 4% de sus votos después de los atentados terro-ristas como consecuencia de la volatilidad electoral. Por el contrario, las tres restan-tes fuerzas políticas seleccionadas en la tabla 3 (el PP, IU y el BNG en Galicia) cedieron votos después del 11-M. De acuerdo con sus resultados fi nales, el PP e IU perdieron más del 5% y 3% de sus votantes, respectivamente, mientras que el BNG cedió más del 70%.

Estos datos son relevantes, pero re-sultan todavía insufi cientes. La explica-ción del comportamiento electoral no es determinista: no cabe decir que “dado x, luego y”. O, en otras palabras, un votan-te que se declare católico practicante, por ejemplo, no tiene por qué votar ne-cesariamente al PP. Debemos acudir, pues, a criterios probabilísticos (dados x, z y a, es probable que y), ya que los ele-mentos que tiene en cuenta un votante son numerosos, y cada uno de ellos inci-de con una intensidad variable en su de-cisión electoral. Dicho de otro modo, la

relación de cada uno de esos elementos con el voto no es mecánica, sino contin-gente. Esto signifi ca que para conocer si los atentados del 11-M incidieron efec-tivamente en el comportamiento electo-ral de los españoles a través de los dos mecanismos que hemos presentado, y estimar además en qué medida lo hicie-ron, es necesario pasar de los análisis bi-variables a los multivariables, ya que es-tos últimos permiten integrar todos los criterios de decisión que pudieron haber manejado los votantes en las elecciones del 14-M.

El modelo de toma de decisiones de los votantes que planteamos en la tabla 4 controla simultáneamente todas las pers-pectivas del comportamiento electoral en España. En general, la utilidad u opinión que tienen los votantes suele ser una función de sus propias identidades socia-les y de sus valoraciones políticas sobre cada partido, sobre sus líderes o sobre sus resultados en la gestión del Gobier-no. Un primer bloque de variables in-cluye así las relativas a las características sociodemográfi cas de los electores, como su género, edad, estado civil, nivel de

Volatilidad electoral individual antes y después de los atentados del 11-

M(en número de individuos)

Voto antes del 11-M Partidos PP PSOE IU BNG Total PP − 4 − − 7 PSOE 23 − 8 8 55 IU − 2 − − 4 BNG 1 − − − 1 NC 9 1 − 21 45 Otros / 10 3 − 1 15 Blanco / No votó

Total 38 9 8 30 122a Para el cálculo de los porcentajes debe tenerse en cuenta que los resultados fi nales según la encuesta eran los siguientes: PP, 589; PSOE, 1.139; IU, 121; BNG, 12; y no contesta, 365.Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 3

Voto

el 1

4-M

a

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IGNACIO LAGO PEÑAS / JOSÉ RAMÓN MONTERO

39Nº 149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

estudios, situación laboral y religiosidad. En segundo lugar, el modelo contiene variables referidas a dos temas políticos básicos durante la legislatura: la decisión del Gobierno de apoyar la invasión de Irak y una evaluación general de la ges-tión gubernamental durante los últimos cuatro años. En tercer lugar, se recogen asimismo dos variables concernientes a la oferta de cada partido: los sentimien-tos hacia los líderes de cada partido y la autoubicación de los votantes en el espa-cio ideológico de izquierda-derecha. Da-da la conocida importancia que las per-cepciones sobre la marcha de la econo-mía tienen sobre la decisión electoral10, en el modelo de voto hemos incorpora-do, en tercer lugar, la valoración de la situación económica española. Tampoco podían faltar, en cuarto lugar, las opi-niones sobre los atentados del 11-M. Fi-nalmente, se han incluido también dos variables políticas tan clásicas como el interés por la política o el grado de satis-facción con el funcionamiento de la de-mocracia española para tratar de explicar la decisión de abstenerse o de votar a al-gún partido11. De acuerdo con los datos ya examinados, planteamos dos hipóte-sis. Queremos así comprobar si los indi-viduos que 1. Opinan que la gestión de la información del Gobierno sobre la autoría de los atentados fue interesada y/o 2. Responsabilizan a la política exte-rior del Gobierno de los atentados tie-nen una probabilidad mayor que los de-más de votar al PSOE (y menor de ha-cerlo por el PP, IU o abstenerse).

La variable dependiente (es decir, la que queremos explicar) en los análisis estadísticos contenidos en la tabla 4 es el voto al PSOE, al PP, a IU y la absten-ción. Como se trata de una variable de-pendiente binaria, desarrollaremos tres modelos. Cada uno de ellos tratará de explicar sucesivamente la decisión de votar al PSOE (valor 1) frente al PP (va-lor 0), por una parte, al PSOE frente a IU (valor 0), por otra, y del PSOE fren-te a la abstención (valor 0), por último. Dada esta naturaleza dicotómica de la variable dependiente, el modelo de esti-

mación que hemos seleccionado es lo-gístico12. Un modelo de regresión logís-tica permite predecir o explicar la pro-babilidad de que un individuo tenga un determinado comportamiento (votar a un partido, por ejemplo) en función de determinadas características agregadas (como la zona rural o urbana donde se vive) o individuales (como su edad, ni-vel de estudios, ideología, valoración del Gobierno o sentimientos hacia los diri-gentes partidistas); las variables que he-mos seleccionado están medidas a nivel individual, y todas ellas proceden de la encuesta de Demoscopia ya citada.

En términos generales, en una regre-sión logística hay que fi jarse fundamen-talmente en tres datos: el coefi ciente de cada variable, su signifi catividad estadís-tica y el denominado ajuste del modelo, o cuánto es capaz de explicar. Al igual que ocurre con las apuestas en los países anglosajones, el valor de un coefi ciente indica la propensión de que se dé una opción (votar al PSOE, por ejemplo) en términos de la propensión a la otra op-ción (en nuestro caso, votar al PP, o a IU, o abstenerse). Si el coefi ciente, tam-bién por ejemplo, de la variable de gé-nero (en la que el valor 1 corresponde a los hombres y el 0 a las mujeres) es 0,17, esto signifi ca que el logaritmo de razón entre la probabilidad de votar al PSOE (el valor 1 de la variable depen-diente) y la probabilidad de votar al PP (el valor 0 de la variable dependiente) es 0,17 veces mayor para un hombre en comparación con una mujer. El aumen-to del logaritmo de esta razón de proba-bilidades se traduce, pues, en un incre-mento de la probabilidad de que un es-pañol vote al PSOE frente al PP si es hombre respecto a si es mujer. Por su-puesto, cuanto mayor es el coefi ciente, más intensa es la infl uencia de una va-riable. A su vez, este impacto puede ser negativo o positivo. En segundo lugar, la signifi catividad estadística del coefi -ciente de una variable nos dice si es rele-vante o no para explicar los valores de la variable dependiente. Se trata de con-trastar, de nuevo con el ejemplo ante-rior, si el voto al PSOE es independiente del género, es decir, de confi rmar o re-chazar que el hecho de que un indivi-duo sea hombre o mujer no cuenta en la probabilidad de votar al PSOE. Cuando

puede rechazarse esta hipótesis de no infl uencia, se acepta que una variable es estadísticamente signifi cativa, y que por lo tanto importa; si no se puede recha-zar esta hipótesis nula, se acepta que una variable no es relevante. Finalmen-te, el ajuste de un modelo (expresado en el pseudo R2) nos indica en qué medida la especifi cación de las variables explica o predice los valores de la variable de-pendiente. Cuando mayor sea ese pseudo R2 (que oscila entre 0 y 1) o el porcen-taje de casos correctamente predichos (que varía entre 0 y 100), mayor es la capacidad explicativa del modelo.

En la tabla 4 presentamos, pues, los resultados de la estimación de los tres modelos. Los referidos a los efectos de los factores sociodemográfi cos, la oferta partidista y las percepciones económicas son muy similares a los contenidos en otros trabajos sobre elecciones anterio-res, por lo que remitimos a los lectores interesados a ellos13. Y aunque tienen desde luego interés, no podemos dete-nernos ahora en ellos. Baste señalar que el signo de la mayoría de las variables es el esperado teóricamente, que muchas son estadísticamente significativas (es decir, importan) y que, en fi n, permiten predecir correctamente el comporta-miento electoral de casi todos los indi-viduos de cada muestra. Por lo que hace en primer lugar a la explicación de la decisión de votar al PSOE en lugar de al PP, estar casado o convivir en pareja, la condición de trabajador por cuenta ajena y la de jubilado, la práctica reli-giosa frecuente, la edad, una valoración buena o muy buena de la decisión de invadir Irak, las evaluaciones positivas de la gestión del Gobierno del PP, las valoraciones de los líderes de ambos partidos y la autoubicación ideológica de los votantes son estadísticamente sig-nifi cativas. A excepción de la edad y de los sentimientos positivos hacia José Luis Rodríguez Zapatero, todas estas variables infl uyen negativamente en la probabilidad de votar al PSOE o, por supuesto, lo hacen positivamente en la probabilidad de votar al PP.

Cuando se trata de explicar el voto al PSOE frente a IU, sólo la práctica re-

10 Puede verse, por ejemplo, la tesis de Marta Fraile Does the economy enter the ballot-box? A study of the Spanish voters’ decisions (Madrid: Instituto Juan March, 2001).

11 Pese a utilizar un modelo tan bien especifi cado, cabe subrayar que el número de casos que se pierde como consecuencia de que algunos individuos no responden a alguna de las cuestiones incluidas en la tabla 4 es nota-blemente bajo. En este sentido, la nueva muestra resul-tante de votantes es casi idéntica a la encuesta de la que se ha derivado.

12 Para una introducción sencilla a los fundamentos del análisis de regresión logística, puede verse el libro de Albert Jovell, Análisis de regresión logística (Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1995).

13 Puede verse, por ejemplo, la tesis de Ignacio Lago, El voto estratégico en las elecciones generales en España (1977-2000): efectos y mecanismos causales en la explicación del comportamiento electoral (Madrid, Instituto Juan March, 2003), así como los artículos recogidos en el número 6, 2002, de la Revista Española de Ciencia Política, coordinado por Julián Santamaría y J. R. Montero, y dedicado mono-gráfi camente a las elecciones de marzo de 2000.

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LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL

40 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

ligiosa, una evaluación regular de la ges-tión del gobierno del PP, las valoraciones de los líderes de cada partido y las ubi-caciones ideológicas de los votantes son estadísticamente signifi cativas. Con la excepción de la práctica religiosa fre-cuente, las opiniones favorables sobre Gaspar Llamazares y la propia constan-te, las variables referidas infl uyen positi-vamente en la probabilidad de votar al PSOE. No debemos olvidar, además, que los votantes de IU suelen compor-tarse estratégicamente cuando las elec-ciones son competidas: muchos seguido-res de IU recurren al “voto útil” y apo-yan así al PSOE cuando el margen que separa a los socialistas del PP es reduci-do, como ocurrió en las elecciones del

14-M14. Finalmente, la probabilidad de votar al PSOE en lugar de abstenerse aumenta de un modo estadísticamente signifi cativo cuando un individuo acude a la iglesia con cierta asiduidad, tiene mayor edad, valora favorablemente a Rodríguez Zapatero y considera que la situación económica es regular. Por el contrario, esta probabilidad se reduce cuando, además de la propia constante, una persona convive con su pareja, está jubilado, valora bien o muy bien la ges-tión del Gobierno del PP y se posiciona más a la derecha. De este modo, la reli-

giosidad, la edad, la situación laboral y el estado civil tienen efectos relevantes sobre la propensión de votar al PSOE frente al PP y frente a la abstención. El peso de los líderes políticos vuelve a ser destacado, pero en este caso en los tres modelos, como lo es asimismo la ideolo-gía declarada por los votantes. Las eva-luaciones del Gobierno arrojan altos va-lores y de signo negativo, como cabía es-perar, para el voto al PSOE frente al PP, y algo menos frente a la abstención. La situación económica, en cambio, parece haber perdido en estas elecciones la im-portancia alcanzada en las anteriores.

Pero los coefi cientes que más nos in-teresan son obviamente los de las dos variables sobre el 11-M. Como puede comprobarse, ambos coeficientes son positivos y estadísticamente signifi cati-vos en todas las regresiones, a excepción de la valoración de la gestión de la in-formación sobre la autoría de los atenta-dos en la explicación del voto al PSOE frente a IU. De este modo, la probabili-dad de votar al PSOE frente al PP y frente a la abstención es mayor para los individuos que consideran que los aten-tados de Madrid fueron el resultado de la política del Gobierno del PP en Irak y/o que valoran negativamente la ges-tión del Gobierno del PP en la informa-ción sobre la autoría de los atentados. Pero la probabilidad de votar al PSOE frente a IU sólo es mayor en el primer caso. Y debe recordarse que esa probabi-lidad surge una vez hemos tenido en cuenta de forma simultánea a todas las demás variables relevantes.

Mecanismos causales y consecuencias electoralesLo anterior quiere decir que las conse-cuencias electorales de los atentados del 11-M tuvieron lugar simultáneamente a través de dos mecanismos. Primero, me-diante la atribución de la responsabili-dad al Gobierno en los atentados como consecuencia de su activo apoyo a la in-tervención de Irak. Segundo, mediante la acusación al Gobierno de haber reali-zado tras los atentados una gestión in-formativa opaca e interesada. Ambos mecanismos se reforzaron sucesivamen-te. Si una proporción signifi cativa de los españoles responsabilizaba al Gobierno de la masacre por su política sobre Irak, su gestión informativa terminó por cata-lizar el descontento que muchos más es-pañoles habían ido madurando a lo lar-go de los cuatro años anteriores.

Los presupuestos de ambos mecanis-14 Véase Lago, El voto estratégico en las elecciones gene-

rales en España, cit., cap. 9.

Sociodemográfi cas

Estado civil b

Casado/conviviendo -1,21** 0,17 -0,44***con su pareja (0,54) (0,33) (0,25)Situación laboral c

Por cuenta propia -1,56*** -0,32 -0,03 (0,82) (0,52) (0,42)Parado 0,87 -0,08 -0,59 (0,93) (0,52) (0,36)Jubilado -2,62* -0,65 -0,83*** (0,88) (0,69) (0,49)Ama de casa -0,15 -0,44 0,29 (0,78) (0,60) (0,38)Estudiante 1,16 0,20 0,17 (1,14) (0,64) (0,50)Nivel de estudios d

Primarios -1,61 1,16 -0,86 (4,12) (1,31) (1,24)Secundarios -1,37 1,84 0,02 (4,15) (1,36) (1,27)Superiores -1,80 0,70 -0,66 (4,16) (1,35) (1,28)Asistencia a la Iglesia e

Sólo fi estas religiosas -0,38 0,84** 0,69*o menos (0,64) (0,33) (0,24)Al menos una vez -0,96 1,32* 0,91**al mes / semana (0,72) (0,68) (0,37)Más de una vez -1,83*** -1,56** -0,59a la semana (1,02) (0,78) (0,63)

Género f -0,54 0,17 -0,20 (0,54) (0,33) (0,25)

Edad (en años) 0,07* 0,02 0,05* (0,02) (0,01) (0,01)Evaluaciones de temaspolíticos básicos

Decisión del Gobiernosobre Irak g

Regular -0,40 -0,47 (0,55) (0,37)Buena o muy buena -3,48** -1,23 (1,52) (0,84)Gestión del Gobierno del PP g

Regular -1,95** 1,09** -0,31

(0,84) (0,44) (0,25)Buena o muy buena -5,11* -0,41 -1,31* (0,95) (0,65) (0,35)Valoraciones de los líderesy autoubicación de los votantes h

J. L. Rodríguez Zapatero 1,22* 0,91* 0,51* (0,17) (0,10) (0,06)Mariano Rajoy -0,50* (0,13)Gaspar Llamazares -0,77* (0,10)Autoubicación -1,05* 0,46* -0,47*de los votantes (0,17) (0,13) (0,08)Valoración de la situación económica en España g

Regular 0,30 -0,02 0,50*** (0,94) (0,37) (0,28)Buena o muy buena -0,88 0,45 -0,13 (0,92) (0,49) (0,30)Infl uencia de los atentadosdel 11-M i

Fue resultado de 2,73* 0,96** 1,18*la política del (0,76) (0,40) (0,28)Gobierno del PPFue la gestión del 1,71* 0,07 1,44*Gobierno sobre la autoría (0,59) (0,37) (0,31)de los atentadosOtras variables políticasInterés por la política j

Poco 0,71* (0,27)Bastante o mucho 1,34* (0,31)Satisfacción con el funcionamientode la democracia k

Poco 1,10** (0,45)Bastante o mucho 2,00* (0,45)Constante 4,87 -4,13** -3,77** (4,47) (1,66) (1,49)Observaciones 1.381 917 1.132% casos correctamentepredichos 97,8 91,7 87,1Pseudo R2 0,90 0,46 0,43

Resultados de la estimación de tres modelos logísticos binomiales en las elecciones de 2004 a

Modelos

Variables independientes PSOE (1) vs PSOE (1) vs PSOE (1) vs PP (0) IU (0) abstención (0)

Modelos

Variables independientes PSOE (1) vs PSOE (1) vs PSOE (1) vs PP (0) IU (0) abstención (0)

a Entre paréntesis, las desviaciones típicas robustas. Ordenados de menores a mayores, los niveles de signifi catividad son los siguientes: ***p < 0,1; **p < 0,05; *p < 0,01.b La categoría de referencia (es decir, con la que se comparan los coefi cientes de los distintos modelos) es la de soltero / divorciado / viudo.c La categoría de referencia es la de trabajador por cuenta ajena.d La categoría de referencia es la de ser analfabeto y carecer de estudios.e La categoría de referencia es la de no asistir nunca a la iglesia.f La categoría de referencia es la de ser mujer.g La categoría de referencia es una valoración mala o muy mala. La variable de la valoración de la decisión del Gobierno sobre Irak no ha podido incluirse en la regresión que explica la decisión de votar al PSOE frente a IU debido a que no tiene ninguna variabilidad entre los votantes de IU.h Las opiniones sobre los líderes políticos se contienen en una escala que va desde 0 (opinión muy desfavorable) a 10 (muy favorable); la autoubicación de los electores se realiza en una escala que va desde 1 (izquierda) a 10 (derecha).i La categoría de referencia es que no ha tenido infl uencia. En ambos casos se han operacionalizado como dos variables dicotómicas que adoptan el valor 1 cuando el entrevistado está de acuerdo con las afi rmaciones recogidas en la tabla, y 0 cuando no lo está.j La categoría de referencia es la de ningún interés.k La categoría de referencia es la de no tener ninguna satisfacción con el funcionamiento de la democracia.Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 4

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IGNACIO LAGO PEÑAS / JOSÉ RAMÓN MONTERO

41Nº 149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

mos podrían ser cuestionados con distin-tos argumentos. Así, cabría descartar que los ciudadanos responsabilizaran al Go-bierno de lo ocurrido el 11-M en base a la evidencia empírica que muestra las es-casas repercusiones electorales que los atentados de ETA han tenido sobre los Gobiernos de UCD, PSOE o PP15. Si los españoles no han culpado a tantos Gobiernos anteriores del terrorismo eta-rra, ¿por qué habrían de hacerlo ahora al PP con el islamista? La respuesta refuerza una vez más el argumento de que, para los españoles, no todos los terrorismos son iguales. Hay dos diferencias notables entre el terrorismo de ETA y el islamista que se han pasado por alto. La primera consiste en que no cabe establecer causalidad alguna entre las decisiones de los Gobiernos españoles y las acciones de ETA, como se demuestra por el hecho de que todos los Gobiernos democráti-cos españoles hayan tenido que enfren-tarse a la misma amenaza. Pero muchos españoles han dado por sentada la rela-ción entre la política exterior del Go-bierno del PP y los atentados de Al Qaeda. La segunda diferencia radica en la circunstancia de que, salvo los años anteriores a la llegada del PP al Gobier-no, en 1996, la actuación de los Go-biernos ante el terrorismo de ETA no ha sido cuestionada ni por los dirigentes partidistas ni por los ciudadanos. Pero es obvio que los españoles han disentido frontal y masivamente de las justifi ca-ciones aducidas por el Gobierno del PP para apoyar la invasión de Irak, desde las armas de destrucción masiva hasta las vinculaciones terroristas de la dicta-dura iraquí.

En otras palabras, mientras que el terro rismo de ETA podría caracterizarse como un valence issue (es decir, se trata de un tema en el que todo el mundo com-parte la misma visión), la participación en la guerra de Irak se habría convertido en un position issue (esto es, se trata de un tema en el que la visión que se maneja depende de la ideología de cada uno)16. Otra cosa muy distinta es que, por su-

puesto, los únicos y verdaderos culpables de las acciones terroristas son quienes las realizan. En la tabla 5 hemos recogido al-gunas opiniones sobre terrorismo de ETA que avalan tanto aquella diferenciación con el terrorismo islamista a los ojos de los ciudadanos cuanto esta caracteriza-ción como un valence issue17. En compa-ración con las proporciones masivas de rechazo a la decisión del Gobierno con-servador de apoyar la guerra de Irak (co-mo en seguida comprobaremos), sólo un 26% de los españoles desaprobaba en 1988 la actuación del Gobierno socialis-ta en relación con el terrorismo. Aunque con algunas diferencias, las valoraciones negativas eran considerablemente bajas: 16% en 1988 para el Gobierno del PSOE y 34% en 2000 para el del PP. La consideración del terrorismo de ETA como un valence issue parece evidente cuando se constata que los ciudadanos insatisfechos con la política antiterrorista del Gobierno socialista se distribuían en 1988 mucho más aleatoriamente entre los partidos que, como asimismo vere-mos, cuando se trata de la invasión de Irak: un 17% votaría al PP, un 11% al PSOE y un 5% a IU. De modo similar, apenas un 35% de entrevistados en 2000 pensaba que un Gobierno socialis-ta en lugar de uno del PP habría supues-to algún cambio (positivo o negativo) en la política antiterrorista.

La situación es radicalmente distinta cuando abordamos el caso de Irak. Co-mo puede comprobarse en la tabla 6, ca-si ocho de cada diez españoles valoraban negativamente la decisión del Gobierno en relación a Irak, y al menos siete de cada diez coincidían en señalar que la actuación del Gobierno no ha respondi-do a la opinión de la mayoría de los es-pañoles. Las evaluaciones de las decisio-nes del Gobierno sobre la invasión de Irak se dividían nítidamente entre los partidos de izquierda y el PP (aunque una tercera parte de los votantes del PP tenga una opinión negativa). Además, el Gobierno incumplió las demandas de los ciudadanos: nada menos que el 87% de los españoles así lo creía en 2004. Y tampoco ha resultado representativo. Desde la teoría analítica de la democra-cia, un gobierno es representativo cuan-

do sus acciones constituyen la mejor manera de satisfacer los intereses de los ciudadanos, aun cuando ello pueda ir en contra de las preferencias de algunos ciudadanos o de la mayoría de ellos en el corto plazo18. En el mejor de los ca-sos, la política exterior del Gobierno conservador en lo que atañe a Irak se basaba precisamente en la asimetría de información existente: en la medida que la gente no sabía que en Irak había ar-mas de destrucción masiva, cuando se encontraran se demostraría que la inva-sión era la mejor estrategia para salva-guardar los intereses de los españoles. Pero después de la guerra, y constatada la ausencia de estas armas de destrucción masiva, los ciudadanos siguen rechazan-do la actuación del Gobierno: sólo un 5% de los españoles cree que la guerra ha valido la pena, y un aplastante 86%

15 Puede verse, por ejemplo, el trabajo de Ignacio Sánchez-Cuenca y Belén Barreiro, Los efectos de la acción de Gobierno en el voto durante la etapa socialista (Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2000).

16 De acuerdo con las defi niciones clásicas de Donald E. Stokes (“Spatial models of party competition”, American Political Science Review 57, 1966, pág. 372), los position is-sues se refi eren a cuestiones que implican la defensa de las acciones del Gobierno de entre el conjunto de alternativas sobre las que se defi ne una distribución de las preferencias de los votantes. Los valence issues implican simplemente la conexión de los partidos con algunas condiciones que son

Opiniones y valoraciones sobre los Gobiernos en relación con elterrorismo de ETA, 1988 y 2000

Opiniones y valoraciones Porcentajes

Sobre si aprueba la actuación del Gobierno [PSOE] en relación con el terrorismo (1988) Sí 54 No 26 No respuesta 19

Sobre la valoración del Gobierno [PSOE] en la lucha contra la violencia (1988) Muy buena y buena 38 Regular 31 Mala y muy mala 16 No respuesta 15

Sobre la valoración del Gobierno [PP] en relación con el terrorismo (2000) Muy buena y buena 28 Regular 28 Mala y muy mala 34 No respuesta 9

Sobre cómo lo habría hecho el PSOE en la lucha contra el terrorismo si hubiera gobernado (2000) Mejor 12 Igual 45 Peor 23 No respuesta 20Fuente: Banco de Datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), encuestas 1.729, realizada en febrero de 1988, y 2.382, realizada en febrero de 2000.

Tabla 5

18 Puede verse el libro de Adam Przeworski, Susan C. Stokes y Bernard Manin, eds., Democracy, accountabi-lity and representation (Cambridge, Cambridge Universi-ty Press, 1999).

positiva o negativamente valoradas por el electorado de forma generalizada.

17 Los datos relativos al terrorismo de ETA son sor-prendentemente escasos; los que hemos utilizado proceden del Banco de Datos del Centro de Investigaciones Socioló-gicas (CIS), y se refi eren a las encuestas 1.729, realizada en febrero de 1988, y 2.382, realizada en febrero de 2000.

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LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL

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opina lo contrario. En otras palabras, el Gobierno no ha sido representativo. Y cuando no actúa representativamente la consecuencia última es el castigo electo-ral a través del control del gobierno por los ciudadanos: el 21% de los entrevista-dos declaraba tras las elecciones del 14-M que la invasión de Irak ha conta-do mucho o bastante en su voto, mien-tras que el 16% manifestaba que le ha infl uido en alguna medida.

El círculo parece así cerrarse con el rechazo masivo a las decisiones políticas del Gobierno sobre Irak, la atribución indirecta de la culpa al Gobierno por unos atentados vinculados a esas deci-siones y la existencia de muchos electo-res para quienes la gestión gubernamen-tal de la guerra de Irak ha pesado en su decisión de voto. Pero todavía hay algo más. Y es que, con esta distribución de opiniones y valoraciones, y tras la in-mensa conmoción sufrida por los aten-tados, las percepciones de los intentos del Gobierno para adjudicar la masacre a ETA no hicieron sino potenciar el dis-tanciamiento e incluso el rechazo radical de muchos electores hacia el Gobierno. En realidad, la gestión informativa del Gobierno debió contribuir todavía con mayor fuerza a que muchos electores re-cordaran de forma traumática, y en los momentos inmediatamente anteriores a la jornada electoral, las evaluaciones que les habían merecido las distintas políti-cas del Gobierno a lo largo de la legisla-tura. De esta forma, la atribución de la

culpa fue probablemente seguida por el cuestionamiento radical de la idoneidad del PP para seguir en el Gobierno. Las respuestas que tenían a mano suponían simplemente cambiar de partido si antes habían votado al PP, o movilizarse y vo-tar si antes se habían abstenido, o hacer-lo por un partido que rentabilizara sus preferencias si antes lo habían hecho por otros pequeños o marginales.

Debe tenerse en cuenta que la gene-ralizada insatisfacción existente con su gestión gubernamental impidió que el PP pudiera aparecer, pese a sus éxitos en materias de terrorismo etarra, como el destinatario natural de los votos de una ciudadanía conmocionada tras los aten-tados del 11-M. Sus efectos fueron en la dirección inversa. Como pudo compro-barse en la explicación del voto conteni-da en la tabla 4, la evaluación de la ges-tión del Gobierno conservador PP en los últimos cuatro años se convirtió en una variable fundamental para explicar el voto al PSOE frente al PP, frente a IU e incluso frente a la abstención. Y como puede ratifi carse en la tabla 7, esa insa-tisfacción se proyectaba sobre todas las políticas públicas protagonizadas por el PP (con la excepción de la económica y de empleo19), y en algunos casos además con una especial intensidad. Si la atribu-

ción de responsabilidades al Gobierno por los atentados del 11-M y su sesgada información posterior fue la condición necesaria para el castigo electoral infrin-gido al PP, la extendida valoración nega-tiva en prácticamente todos los ámbitos de su gestión gubernamental se convir-tió en condición sufi ciente más que so-brada para que el PSOE recibiera anti-guos votantes del PP o de IU, conven-ciera a antiguos abstencionistas para que dejaran de serlo o atrajera a jóvenes vo-tantes. O, dicho todavía de otra forma, los atentados terroristas y la gestión in-formativa posterior actuaron como un catalizador de los cambios electorales que habían venido desarrollándose a lo largo de las semanas de campaña electo-ral y que tenían su origen en las acciones del Gobierno conservador durante los cuatro años de la última legislatura20.

Del qué al cuánto: tres simulaciones contrafácticasUna vez demostrado que los atentados del 11-M contaron a través de estos dos mecanismos causales, la siguiente pre-gunta que debemos abordar consiste en determinar su importancia en los resul-tados electorales. Para formularla pode-mos acudir al ejercicio de las simulacio-nes contrafácticas. ¿Qué habría pasado si no hubiesen tenido lugar los atenta-dos? Como es sabido, los análisis con-trafácticos hacen posible la revisión de hipótesis causales cuando los diseños de investigación no son experimentales o cuando, en otras palabras, no permiten reproducir la situación estudiada. En es-te sentido, los contrafácticos realizan in-ferencias sobre eventos que en realidad no se han producido21. De acuerdo con ello, en la tabla 8 hemos calculado los resultados electorales que se alcanzarían en distintos escenarios electorales, simu-lados de acuerdo con las estimaciones de las regresiones anteriores. En las compa-raciones PSOE / PP, PSOE / IU y PSOE / abstención hemos calculado los porcentajes de modo que sumen el 100% en cada par. En la primera co-lumna de la tabla 8 presentamos sin más

Opiniones y valoraciones sobre la guerra de Irak, según partido votadoen las elecciones de 2004 a (en porcentajes)

Partido votado

Opiniones y valoraciones IU PSOE PP Total

Sobre la decisión del Gobierno de apoyar la invasión de Irak Positivas - 1 28 7 Neutras 13 4 33 12 Negativas 87 94 34 76Sobre si la actuación del Gobierno en la guerra de Irak ha respondido a la opinión de la mayoría de los españoles Sí - 2 12 4 No 100 95 72 87Sobre si la guerra de Irak ha valido la pena Sí - 1 19 5 No 97 97 63 86Sobre si la valoración de la actuación del Gobierno en la guerra de Irak ha infl uido en su voto Mucho 12 10 2 7 Bastante 11 24 6 14 Poco 17 21 19 16 Nada 60 43 70 56

(N) (119) (1.053) (469) (2.929)

a Los porcentajes no suman 100 porque no se ha incluido la no respuesta. Las opiniones positivas incluyen la suma de “muy bien” y “bien”; las neutras, “ni bien ni mal”; las negativas, “mal” y “muy mal”.Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 6

19 Pese a esta excepción, debe recordarse que en la tabla 4 la política económica era sólo relevante para expli-car el voto al PSOE frente a la abstención, y en medida reducida.

20 Cf. Torcal y Rico, ‘Th e Spanish general election’, p. 108.

21 Cf. James D. Fearon, ‘Counterfactuals and hypo-thesis testing in Political Science’, en World Politics, 43, 1991, págs. 169-195. Para una aplicación empírica de refe-rencia de los análisis contrafácticos en el estudio del com-portamiento electoral, puede verse Michael R. Álvarez y Jonathan Nagler, ‘A new approach for modelling strategic voting in multiparty elections’, en British Journal of Political Science, 30, 2000, págs. 57-75.

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IGNACIO LAGO PEÑAS / JOSÉ RAMÓN MONTERO

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los resultados que asigna la encuesta22. En la siguiente columna se recogen los resultados electorales que se derivan de la estimación de los tres modelos de re-gresión. Para ello hemos utilizado los coefi cientes estadísticamente signifi cati-vos (es decir, los que importan) estima-dos en la tabla 4 para calcular por sepa-rado la probabilidad de cada votante de votar al PSOE y al PP, de votar al PSOE y a IU, y de votar al PSOE y abstenerse. En cada caso hemos atribuido a cada in-dividuo el comportamiento electoral en el que alcanza la probabilidad más alta, teniendo siempre como umbral el del 50%. Por ejemplo, si un entrevistado tiene una probabilidad de votar al PSOE del 46% y de votar al PP del 54%, le imputamos un voto al PP. De este mo-do, y tras los oportunos cálculos, resulta

que el PSOE cuenta con el 64,9% de los votos y el PP con el 35,1%; el PSOE al-canza el 76,4% de los votos e IU el 23,6%; y, fi nalmente, el PSOE suma el 92,5% de los votos y la abstención el 7,5%.

A continuación hemos realizado tres simulaciones. ¿Qué habría ocurrido en cada par de comparaciones si a) nadie hubiera pensado que los atentados del 11-M fuesen el resultado de la política del Gobierno del PP? ¿Y qué si b) a na-die le hubiera influido la gestión del Gobierno del PP a la hora de informar sobre la autoría de los atentados? ¿Y qué si c) los dos anteriores escenarios se die-ran simultáneamente? Para conseguir es-tos resultados hemos utilizado de nuevo los coefi cientes estimados en la tabla 4 para calcular la probabilidad de cada comportamiento electoral, pero fi jando primero en el valor 0 la variable que ci-fraba la infl uencia de los atentados del 11-M en la política del gobierno del PP; luego hemos hecho lo mismo con la va-riable relativa a la gestión del Gobierno sobre la autoría de los atentados, y, por último, hemos repetido la operación con ambas variables. Según puede compro-barse en la tabla 8, en la primera simula-ción el voto al PSOE cae 1,4 puntos porcentuales y el voto al PP sube, evi-dentemente, otro tanto; el voto al PSOE disminuye 1,6 puntos porcentuales y la abstención crece otros 1,6 puntos; el vo-to al PSOE y a IU no cambia. En la se-gunda simulación, el voto al PSOE cae 1,3 puntos porcentuales y al PP sube otro tanto; el voto al PSOE disminuye 0,9 puntos porcentuales y la abstención crece 0,9 puntos porcentuales, y el voto a IU aumenta 3,5 puntos porcentuales y al PSOE desciende otros 3,5 puntos porcentuales. Por último, en la tercera simulación el voto al PSOE cae 2,7 pun-tos porcentuales y al PP sube, evidente-

mente, otro tanto; el voto al PSOE dis-minuye 1,9 puntos porcentuales y la abstención crece 1,9 puntos, y el voto a IU aumenta 3,5 puntos porcentuales y al PSOE desciende 3,5 puntos porcen-tuales.

En defi nitiva, los resultados de estas simulaciones demuestran que los atenta-dos del 11-M tuvieron un efecto signifi -cativo a través de los dos mecanismos apuntados. Y sus efectos fueron particu-larmente importantes en lo que hace a la movilización de los abstencionistas y a las transferencias de votantes de IU al PSOE. Para los seguidores de IU, la va-loración de la política exterior del Go-bierno del PP fue más relevante que la opinión sobre su gestión informativa tras los atentados. Los votantes del PP y, sobre todo, los abstencionistas respon-dieron en mayor medida a la gestión de la información sobre la autoría de los atentados.

Si proyectamos estas estimaciones sobre los resultados reales del 14-M, el PSOE perdería 3,5 puntos porcentuales del 42,6% de los votos a candidaturas que obtuvo para sumar entonces el 39,1%: 1,5 puntos porcentuales de sus votos pasarían a IU, 1,2 puntos al PP (que pasaría a tener 38,9%) y 0,8 pun-tos a la abstención. Se tratan, pues, de proporciones en todo caso reducidas, que documentan las intuiciones de quie-nes pensaban que la incidencia del aten-tado era limitado y se producía en línea con las preferencias previas de los votan-tes23. La situación de los principales partidos competidores hubiera vuelto a ser, así, la de una cierta ventaja del PSOE sobre el PP. Pero, evidentemente, la interpretación de estas conclusiones

Evaluaciones de la gestión del Gobierno en distintas políticas

según partido votado en las elecciones de 2004 a (en porcentajes)

Partido votado

Evaluaciones IU PSOE PP Total

Economía y empleo Positivas 30 41 96 56 Negativas 58 55 3 39Educación Positivas 16 19 79 35 Negativas 81 72 14 45Políticas sociales Positivas 16 21 73 39 Negativas 82 73 15 54Vivienda Positivas 3 7 54 20 Negativas 93 89 42 73Terrorismo Positivas 15 18 78 33 Negativas 85 77 20 61Emigración Positivas 9 12 61 26 Negativas 86 80 33 65Impuestos Positivas 23 23 75 37 Negativas 69 72 20 54Política exterior Positivas 7 13 76 31 Negativas 84 78 18 57 (N) (119) (1.053) (469) (2.929)a Los porcentajes no suman cien porque no se ha incluido la no respuesta. Las opiniones positivas incluyen la suma de “muy buena” y “buena”; las negativas, “mala” y “muy mala”.Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 7

22 Debe recordarse que la infrarrepresentación de vo-tantes del PP es considerable. La relación entre los votantes del PSOE y el PP es prácticamente de 2 a 1, muy lejana de la que hubo en realidad. Sin embargo, la relación entre los votantes del PSOE y los de IU (9 a 1) y entre los del PSOE y los abstencionistas (7 a 3) es bastante parecida a los resul-tados del 14-M. De ahí que sean más fi ables los datos de las simulaciones en estos dos últimos casos que en el primero.

23 Por ejemplo, Santamaría, ‘El azar y el contexto’, pág. 39.

Simulaciones de los resultados electorales del 14-M en distintos escenarios (en porcentajes)

Partidos Datos de la encuesta Predicciones de voto Simulación 1 Simulación 2 Simulación 3 de acuerdo con modelos (no infl uencia (no infl uencia (agregación de regresión incluidos de la gestión de la política de las en la tabla 4 de la información del Gobierno simulaciones sobre los en Irak) 1 y 2) 50 atentados)

PSOE 65,9 64,9 63,5 63,6 62,2 PP 34,1 35,1 36,5 36,4 37,8 PSOE 73,4 92,5 90,9 91,6 90,6 Abst. 26,6 7,5 9,1 8,4 9,9 PSOE 90,4 76,4 76,4 72,9 72,9 IU 9,6 23,6 23,6 27,1 27,1Fuente: Encuesta Demoscopia, 2004.

Tabla 8

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LOS MECANISMOS DEL CAMBIO ELECTORAL

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exige una prudencia elemental. Como ya advertía Heráclito, uno no puede zambullirse dos veces en las aguas de un mismo río: el supuesto de todo lo demás igual que se asume en las simulaciones nunca se satisface perfectamente. Ade-más, las encuestas no dejan ser aproxi-maciones a la realidad con ciertas impre-cisiones. Finalmente, la reconstrucción del comportamiento electoral el 14-M es imperfecta, sobre todo en lo que con-cierne a la abstención. Las conclusiones de este análisis empírico deben verse, pues, más como un intento de mostrar los mecanismos a través de los que el 11-M infl uyó en las elecciones generales que como una cuantifi cación precisa de ese efecto.

Conclusiones: responsabilidad política y control democráticoLas consecuencias electorales del 11-M han hecho correr ríos de tinta. Pero las explicaciones que se aducen con mayor frecuencia resultan, a nuestro juicio, marcadamente partidistas. En este tra-bajo hemos pretendido analizar esas consecuencias con mayor objetividad. Para ello hemos intentado determinar cuál ha sido el efecto causal de los aten-tados sobre el comportamiento electoral de los españoles el 14-M, y aclarar cómo se ha producido este efecto o, en otras palabras, cuáles han sido los mecanis-mos causales en juego.

De acuerdo con los análisis estadísti-cos realizados a partir de la encuesta postelectoral de Demoscopia, cabría es-timar que los atentados habrían supues-to alrededor de 3,5 puntos porcentuales de voto más para el PSOE. Aun con la prudencia elemental que merecen esos análisis, se trata de una proporción mu-cho más modesta que las (por lo demás, absolutamente imprecisas) magnitudes que reclaman los voceros de algunos partidos. No es cierto, según se ha repe-tido con tanta insistencia como falta de fundamento, que el PP fuera el ganador claro de las elecciones antes del 11 de marzo. Numerosas encuestas han docu-mentado la notable disminución de las diferencias existentes entre PP y PSOE antes de y durante la propia campaña electoral; y algunas otras han certifi cado que poco antes de los atentados el PSOE superaba en algunos pocos puntos por-centuales al PP. Si no se hubieran produ-cido los atentados, es posible que el PP hubiera podido haber ganado. Pero re-sultaba mucho más probable que el PSOE se hubiera hecho fi nalmente con

la victoria electoral. En cualquier caso, la reacción de los españoles a los atenta-dos modifi có esa situación. Pero no lo hizo en base únicamente a la intensa emoción de unos ciudadanos horroriza-dos por la tragedia, ni mucho menos por la supuesta manipulación en la jor-nada de refl exión de millones de votan-tes por unos pocos miles de manifes-tantes y un puñado de medios de comu-nicación. En realidad, los españoles decantaron su voto entre el 11-M o el 14-M a través de dos procesos comple-mentarios. Situaron en un primerísimo plano, acaso el único, sus opiniones so-bre la política exterior del Gobierno, en particular su decisión de apoyar la inva-sión de Irak; y a ellas añadieron sus per-cepciones sobre la gestión informativa del Gobierno hasta el mismo 14-M. La valoración negativa de la política exte-rior del Gobierno del PP fue particular-mente importante para movilizar a los abstencionistas y para convertir en so-cialistas a algunos antiguos votantes de IU y en menor medida del PP. Por su la-do, las opiniones acerca de la gestión de la información sobre la autoría de los atentados explicarían también el voto al PSOE de antiguos abstencionistas, pero no contaría para los votantes de IU.

Además, estas reacciones no se pro-dujeron en el aire. Como es lógico, estu-vieron condicionadas por la evaluación de la gestión del Gobierno a lo largo de sus cuatro años de mayoría absoluta. Sus resultados eran concluyentes. Todas las políticas públicas protagonizadas por el Gobierno, excepto la economía y el em-pleo, merecían una valoración negativa. Estos juicios retrospectivos se convirtie-ron así en una condición necesaria para que, tras la terrible conmoción de unos atentados de los que se responsabilizaba a la política exterior conservadora, el PSOE recibiera a antiguos votantes de IU o del PP, convenciera a antiguos abs-tencionistas para que dejaran de serlo o atrajera a jóvenes votantes.

De este modo, la reacción de los es-pañoles a los atentados ha supuesto un reforzamiento de los mecanismos de la democracia representativa. En las demo-cracias, los gobiernos son representativos porque son elegidos. De acuerdo con la conocida como teoría del control, las elecciones sirven para hacer responsables a los gobiernos de los resultados de sus acciones pasadas. Como anticipan la evaluación de los votantes, los gobiernos tienen un fuerte incentivo para desarro-llar las políticas que suponen serán me-

jor valoradas por los ciudadanos. Al fi nal de cada legislatura, los gobiernos rinden cuentas al electorado por su gestión de los asuntos públicos. El electorado valo-ra su actuación y vota en consecuencia. Dado que para la mayoría de los espa-ñoles el Gobierno no siguió las políticas que demandaban y que tampoco fue ca-paz de convencerles de la idoneidad de las que había adoptado, su respuesta fue de manual: castigarlo en las urnas. En fi n, el problema de la derrota del PP no radicó, pues, en los terribles atentados del 11-M, sino en el funcionamiento de los mecanismos básicos de control y res-ponsabilidad de nuestro sistema demo-crático. ■

[Queremos agradecer los comentarios de Belén Barreiro, Marta Fraile, Ferran Martínez, Ignacio Molina, Francesc Pallarès, Santiago Pérez-Nievas, Albeto Sanz y Mariano Torcal].

Ignacio Lago Peñas es profesor de Ciencia Polí-tica en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.José Ramón Montero es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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S E M B L A N Z A

ELFRIEDE JELINEKPatrona de los demonios y de los fantasmas

SIGRID LÖFFLER

R amos de júbilo o sepelio estatal? La pequeña casa que habita Elfriede Jelinek

a las orillas de Viena, su ciudad natal, se encuentra colmada de fl ores. Apenas puede uno subir los escalones fl anqueados por ra-mos de todos los tamaños posi-bles. Una vez en la estancia, en cuyo centro se encuentra un ele-gante piano de cola, nos topamos con incontables fl oreros apiña-dos alrededor de un enorme ra-mo de orquídeas. Un espeso ar-busto de gigantescas hojas color verde lima produce cierta extra-ñeza al entrar. Hay que decirlo, el Premio Nobel para Elfriede Jelinek, el primer Nobel a la lite-ratura austriaca, ha sido también un buen negocio para las fl ore-rías de la ciudad.

A las doce y media de la tar-de de aquel jueves de octubre llegó la famosa llamada de Esto-colmo. Media hora más tarde, la noticia era cosa sabida en el mundo entero. Poco después de haber recibido la llamada, impe-raba el estado de sitio en la Gar-tenstraße, la estrecha calle en la que vive la novelista y drama-turga austriaca. Periodistas, equipos de radio y televisión bloqueaban en cantidades signi-fi cativas el acceso a la casa de Je-linek. “No podía salir”, dice, “por fortuna, alcancé a llamar a un amigo para pedirle su ayuda. Nos dedicamos a atender las lla-madas desde la una de la tarde hasta entrada la noche. Más tar-de, fue por algo para comer al centro. Comimos pizza y toma-mos agua del grifo, terminamos agotados”.

Elfriede Jelinek ha llegado a controlar el trato con la gente con el rigor de un ritual. Es di-fícil acercarse a ella, lo que sin

embargo ha de entenderse de varias formas. Quizá deba co-menzar por contar aquí la histo-ria de sus éxitos; ésta sería más o menos la siguiente:

En 1946, en un sanatorio privado de la provincia estirea, Mürzzuschlag, llega al mundo la hija única de un químico vienés y de una jefa de personal de la Siemens, esta última, una mujer proveniente de una adinerada familia rumanoalemana. Ya des-de los primeros años, la madre educa a la niña como un ser sin-gular y extraordinario. Esta ta-rea no es la más difícil, pues la pequeña Elfriede se muestra do-tada de un conjunto de talentos intelectuales y artísticos. En el jardín de niños y en la escuela primaria Nôtre Dame de Sion aprende francés y con cuatro años de edad toma su primera clase de ballet. Con excelencia y facilidad termina el bachillerato. De paso aprende en el conserva-torio musical vienés cinco ins-trumentos (piano, órgano, fl au-ta dulce, violín, viola), además de estudiar composición.

La adolescente de 13 años comienza a cultivar y a pulir su extravagante apariencia. Su pri-mer honorario –lo gana escri-biendo piezas para radio– se lo gasta en un traje de popelina de Yves Saint Laurent que se pon-drá sólo tres veces. Elfriede es-tudia lenguas extranjeras, arte dramático e historia del arte. En 1971 presenta su examen fi nal de órgano en el conservatorio, obteniendo la nota de sobresa-liente. Simultáneamente se de-dica con disciplina a lo que co-mienza a verse como una pro-metedora carrera de escritora: desde sus comienzos los medios le conceden gran atención, de

ahí que tempranamente obtenga reconocimiento público. Sus sa-lidas a escena, digámoslo así, son una suerte de escenificaciones ejemplares de sí misma, a través de las cuales Jelinek recrea y en-grandece constantemente su pro pia imagen. Cada acto pú-blico signifi ca para ella ejercitar el estilo, ya sea que se trate de imitar una época de exquisita moda o de armar todo un mon-taje de excéntricos y afamados diseñadores franceses.

Ya con la publicación de sus primeros poemas, Jelinek es ga-lardonada con el Premio a la lí-rica para bachilleratos austria-cos. Poco después recibirá tam-bién el premio otorgado a jóvenes talentos en el Festival Juvenil de Innsbruck por su no-vela experimental en estilo pop, Wir sind lockvögel baby! (¡Somos carnada, baby!). Sus primeras obras para radio (Wien-West –Viena-Este– y Wenn die Sonne sinkt ist für manche auch noch Büroschluss –Cuando el sol des-ciende, también acaba la jornada para algunos–) son transmitidas varias veces por las más impor-tantes estaciones radiofónicas. La joven de 26 años recibirá la beca estatal austriaca para la li-teratura.

Vivir o escribir, la disyuntivaA partir de este momento pode-mos hablar de una cadena inin-terrum pida de éxitos y homena-jes. Sus novelas y piezas teatrales serán una y otra vez galardona-das. La joven escritora obtiene el Premio alemán al mejor guión de cine por la versión ci-nematográfi ca de su novela Die Ausgesperrten en 1979 (Los ex-cluidos); en 1983 y 1989 recibi-rá el llamado Reconocimiento

Literario Austriaco; el prestigio-so premio alemán Heinrich Böll lo obtendrá en 1986; el Premio Literario Steiermark en 1987; el Premio Peter Weiss en 1994; el Premio Büchner en 1998, y el Premio Grazer en el año 2000. El Premio Berlinés de Teatro, el Premio al Arte Dramático Mül-heimer y el Premio Heinrich Heine, todos ellos los recibirá en el año 2002. Finalmente, en 2004 Jelinek es galardonada con el Premio Praguense Kafka y el Premio Nobel de Literatura.

En 1974 Elfriede se casa con Gottfried Hüngsberg, un técni-co en informática de Múnich; un amor a primera vista y, hasta la fecha, una relación afortuna-da, si bien poco convencional. La novela Die Klavierspielerin (La pianista, 1983) se converti-ría en un rotundo éxito al cabo de su publicación. La apuesta cinematográfica realizada por Michael Haneke –Isabell Hu-pert desempeña el papel princi-pal– será triplemente premiada en 2001 en el Festival de Can nes. La novela Lust (Deseo, 1989) se convierte rápidamente en best seller. Los teatros alema-nes de máximo renombre y sus más prestigiados directores –Frank Castorf, Claus Peymann y George Tabori, entre otros– se pelean por la obtención del es-treno de sus obras.

Las producciones de Elfriede Jelinek son presentadas conti-nuamente en el renombrado Festival de Teatro berlinés. Las más sobresalientes son Wolken. Heim, 1993 (Nubes. Hogar) y Ein Sportstück de 1998 (Una pie-za de deportes). En 1998 Jelinek es invitada en calidad de hués-ped a participar en el Festival de Teatro de Salzburgo. El resulta-

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do de su participación es un re-fi nado minifestival à la Jelinek, comprendido a su vez en el pro-grama general del festival salz-burgués. No solamente estrena allí la pequeña obra, er nicht als er (él no como él) sino que tam-bién serán llevados a escena sus autores favoritos, sus películas favoritas de terror, sus diseños favoritos de alta costura.

“Cada vez que se trata de un relato coronado por el éxito –dice Elfriede Je-linek–, sucede malgré moi. Lo que no quieres, lo recibes, y lo que deseas fer-vorosamente, eso nunca se obtiene. Yo hubiera deseado vivir más, poder salir más, ir al cine cada vez que me apetece y viajar, precisamente, cada vez que ten-go ganas de hacerlo. Hubiera deseado tener más libertad; como Peter Handke, hacer largas caminatas a pie a través de Japón y a través de la Sierra de Gredos. Los hombres pueden lograr esto, ellos tienen el estatus de sujeto, tienen el po-der defi nitorio en sus manos. Yo he te-nido que pagar el alto precio del retiro para poder acceder al estatus de sujeto escritor. No podía aspirar a tener ambas cosas: la vida y la escritura”.

Pero, ¿no es el premio una forma de obtener poder defi ni-torio?, ¿no la inmuniza el cre-ciente prestigio contra las inju-rias y ofensas que ha tenido que sufrir desde siempre por parte de la burguesía conservadora austriaca?

“El premio tiene el efecto de un ca-talizador. Ha hecho que la gente se desenmascare; quiénes son mis críticos, quiénes son más bien compañeros. Sin embargo, la adquisición de estatus allí contenida me da miedo. Si ya de por sí uno tiene difi cultades en el trato con los demás, debería salir sobrando un estrado desde el que uno resulte toda-vía más destacado. Más bien, yo necesi-taría a alguien que me tomara de la mano y me guiara por la vida”.

¿Alguien que la hubiera lle-

vado hasta Estocolmo para re-coger su premio, con todo, in-cluidos sus miedos?

“No puedo viajar. Desde hace un par de años me resulta imposible. An-tes podía incluso salir a escena, aunque tenía que atiborrarme de tranquilizan-tes y antidepresivos. Un mosquito hu-biera caído fulminado con tan sólo ha-ber probado de mi sangre. Basta con la fantasía de que en Estocolmo se cierren las puertas tras de mí y yo me quede encerrada en una habitación llena de eminencias para saberme presa del mie-do. Lo más molesto que puede haber es ser mirado. Las miradas son lo peor pa-ra mí. No quiero, por ningún motivo, ni siquiera por el plazo de un día, aban-donar mi vida de retiro y, hasta cierto punto, bastante pacífi ca; no podría vi-vir si tuviera que ser de otra manera. Si no quieren que me mate, entonces tie-nen que dejarme esta libertad”.

Si la historia de sus éxitos aquí relatada no le dice nada al lector, bien podemos intentar otra forma de acercamiento a El-friede Jelinek: en lugar de enfo-

carla como una vida colmada de homenajes y como una artista coronada por el éxito, puede contarse su vida también como la crónica de sus fracasos; desde esta lente, la vida de Jelinek no es otra cosa que una mera se-cuencia de enfermedades y catás-trofes familiares. Esta segunda versión, hay que decirlo, se basa en declaraciones que ella misma ha hecho en innumerables entre-vistas. Y aún cuando la imagen y las producciones de Jelinek están sujetas a un cuidadoso control editorial –téngase en cuenta su tendencia a la estilización de sí misma–, quizá salga sobrando tal control si se toma en cuenta que la misma Jelinek relativiza toda afi rmación respecto a su persona, al decir de sí misma que es “in-quietantemente mentirosa”.

De acuerdo a esta segunda versión, nos encontramos con el siguiente panorama: Elfriede es la hija única de padres de edad

bastante avanzada. La madre tie-ne 42 años y el padre 46 cuando la niña nace.

“Mi padre era judío y había ascendi-do del proletariado; mi madre era católi-ca, venida a menos de la alta burguesía”.

La madre, dominante, ambi-ciosa y de férrea voluntad, adies-tra a su hija hasta convertirla en una niña prodigio; le impone ta-reas que la forman con dureza; la hace consciente de la estilización, queriéndola ver como su obra de arte; por otra parte, la niña es para ella una especie de sustituto de marido. La madre vigila y controla su vida social por com-pleto, las prohibiciones y exigen-cias son excesivas. El padre, una especie de genio despistado, pro-veniente, según Jelinek, del “gru-po étnico judío, eslavo-depresi-vo”, no puede ver en la hija más que a un ser pasivo y débil, inca-pacitado para la vida. Elfriede tiene que experimentar en su adolescencia la paulatina degene-ración mental de su padre. En 1969, completamente demente, muere éste en una clínica psi-quiátrica.

“A través de su enfermedad deja de ser el hombre increíblemente inteligente que realmente fue, pasando a ser un ab-soluto idiota. Eso no se lo puede perdo-nar una hija al padre”.

Friedrich Jelinek deja como legado a su hija no sólo senti-mientos de culpa sino también el miedo a la locura, lo que Jelinek vivirá como amenaza existencial. Desde la infancia, la psiquiatría juega un importante papel en la vida de Jelinek.

“En realidad, siempre he estado ba-jo tratamiento. En total he tenido cua-tro psiquiatras. El primer psiquiatra

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Elfriede Jelinek

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que tuve me lo desgasté a la edad de sie-te años. Fui la hija única de relaciones familiares en extremo enrarecidas; pro-vengo de una patología paternal y del matrimonio fracasado de mis padres”.

A la edad de 18 años, Elfrie-de sufre un colapso mental, le sobrevienen ataques de pánico y estados claustrofóbicos de an-gustia que más tarde ella misma entenderá como momentos de un ataque esquizoide.

El odio como un disparo creativoDespués de pocos semestres universitarios, Jelinek se ve obli-gada a abandonar los estudios: a causa de extremas crisis de mie-do es incapaz de salir a la calle durante un año. En la casa pa-terna, a orillas del bosque vienés –hoy en día aún vive allí–, Ol-ga, la madre, tiene que atender a dos pacientes mentales, el ma-rido y la hija. En su aislamiento social, la hija comienza a escri-bir, esto le sirve de terapia ocu-pacional. En ese tiempo lee con gran obsesión, se dedica a fondo a la literatura trivial y ve televi-sión en exceso. En pocas pala-bras, Elfriede se ocupa crítica-mente en esta fase de su vida con el mundanal trash transmi-tido a manera de imagen y pala-bra. En este tiempo descubrirá también las tesis de Roland Bar-thes sobre los “mitos de la vida cotidiana”.

“Estaba realmente acabada. Yo era una especie de catalizador de relaciones familiares desastrosas, pero al fi n y al cabo pude convertirlo todo esto en algo productivo al comenzar a escribir. Esta conversión en trabajo productivo no me hubiera resultado si el arte no hu-biera sido algo que me fue brindado permanentemente. La espantosa niñez que tuve me hizo acumular tal cantidad de odio que se ha convertido para el resto de mi vida en una especie de dis-paro que me lanza una y otra vez hacia la escritura”.

Con ayuda de un psicoana-lista y de la mano de la madre, la joven de 22 años aprenderá de nuevo a salir de la casa, a to-mar el tranvía, a tratar con los demás. Sin embargo, los miedos y temores no desaparecen: el miedo a volar y, en general, a

viajar; el miedo a los extraños y a los cambios repentinos; el miedo a leer en público su pro-pia obra, a discutir sus piezas desde un estrado; miedo a estar de pie en un escenario, a hablar en público y, sobre todo, miedo a saberse objeto de la mirada de desconocidos. Tan sólo el pen-samiento de que tenía que reci-bir el Premio Nobel en Estocol-mo la puso en estado de pánico.

Después de la crisis, Elfriede depende permanentemente de la madre. Su relación con la ma-dre queda obsesivamente fi jada en sentimientos coexistentes de amor y odio que la llevan al ex-tremo de querer negar la vida. El despotismo de la madre, re-fl ejado por ejemplo en mante-ner bajo rígido control la sexua-lidad de la hija, será lo que la empuje a la rebelión. Sin em-bargo, un desprendimiento total de la madre fracasa.

“No logré irme. Soy como un ani-mal clavado a este lugar y que se arras-tra de regreso al amo que lo maltrata”.

Durante décadas, la hija va y viene todos los meses de la cue-va materna en Viena al piso del marido en Múnich. Madre e hi-ja, una criatura demoniaca de dos cabezas.

Olga Jelinek muere en el año 2000, a la edad de 96 años. Para este entonces, la hija forma par-te desde hace tiempo de la lite-ratura universal. La novela La pianista puede ser leída como ajuste de cuentas con la madre.

Esta novela es la perfecta vivi-sección de una relación simbió-tica entre madre e hija; el relato de una extrema dependencia re-cíproca. La novela es también la imagen por excelencia del fraca-sado intento de cortar el cordón umbilical; es la historia de una sexualidad femenina sujeta a un proceso destructivo: la madre que en su ansia de posesión y control no es capaz de liberar a la hija, y la hija, en una inagota-ble lucha por poder surgir ella misma; ambas constituyendo una especie de criatura demo-niaca de dos cabezas.

“Quizá aparece en mí realmente un síndrome narcisista, tomando en cuen-ta que fui educada por mi madre como una criatura genial y, sin embargo, co-mo un ser que retrocede de miedo fren-te a su cuerpo desnudo al momento de vivir su sexualidad. Ahora, el que una mujer sea ganadora de un Premio Nobel o sea una sencilla vendedora –de todas formas, tiene que atenerse al mer-cado del cuerpo, y allí no cuenta el sa-ber que se tenga, pues una es reducida una y otra vez a su ser biológico. Me desespera que la mujer, en su determi-nación sexual, desprecie las capacidades creativas e intelectuales, mientras que éstas sean de valor para los hombres. Ya de por sí constituye una increíble injus-ticia el que las mujeres, cuanta más edad, menos valor tengan, mientras que tal depreciación extrema no tiene lugar en los hombres al envejecer”.

Desde sus primeros experi-mentos, Elfriede Jelinek escribe textos sumamente artificiales: por mucho que vivan de la interacción entre partículas de lo real en el lenguaje y partícu-las del lenguaje en la realidad, sus textos resultan irreductibles a una lectura psicologizante de ella misma; irreductibles asimis-mo a las circunstancias mera-mente biográfi cas de la autora. Sus textos constituyen más bien un montaje en el que se mezcla tanto una jerga propia de anun-cios y revistas como un lenguaje bíblico; mezcla de literatura de alto nivel con literatura trivial, de aliteraciones, de obscenida-des, de albures, juegos de pala-bras y citas falsas. La autora ex-pone en sus textos registros lin-guales extremos cuya última intención es deconstruir, defor-

mar y desmontar las palabras; forzar el lenguaje de tal forma que pueda manifestarse el fondo ideológico, oculto tras esas en-volturas que son las palabras mismas. A la vez, la autora su-giere constantemente al público una lectura biográfi ca, juega con la capacidad del lector de acer-carse a sus modelos íntimos de explicación, al hacer referencias a su singular situación familiar, por cierto, a la que se debe en última instancia su obra.

Entre el partido comunista y la alta costura… una de las mu-chas contradicciones tras las que Jelinek se atrinchera. De la mis-ma forma hace de feminista ra-dical que de extrema individua-lista; lo mismo da todo de sí pa-ra ayudar a otros compañeros artistas que para mantenerse alejada de camarillas y grupús-culos de intelectuales en el po-der. A lo largo de 17 años so-porta la aparente contradicción entre la adopción de un actitud elitista y la afi liación al Partido Comunista Austriaco (KPÖ); sólo en 1991 se da de baja de este partido. En los círculos más exclusivos del Partido Comunis-ta Elfriede podía a la vez solida-rizarse en la teoría con las ma-yorías y, en la práctica, brillar como ilustre y único ejemplar, como la dama cosmopolita por excelencia. A tales ambivalen-cias, hay que decirlo, se debe también la fecunda tensión con-tenida en su obra.

Sin embargo, se trata tam-bién de contradicciones que no escapan a ninguno de sus ene-migos naturales, cuyo número es bastante copioso. A propósito del tema, habría que hacer en este lugar una mínima digresión sobre el quién contra quién en el juego de poder hombre-mujer. No sólo en Austria sucede que los hombres sufren una genero-sa derrota cuando una mujer se toma la libertad de competir fá-licamente contra ellos o, para decirlo en pocas palabras: de poner en tela de juicio las pre-tensiones masculinas de poder para ridiculizarlos; o bien, lo que a Jelinek le sale muy bien, escribir textos femeninos en un

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lenguaje masculino sumamente desarrollado y, de esta suerte, arrebatarles el Premio Nobel.

De cómo hacerse enemigos“Es grotesco que a mi prosa se le califi -que de vacía y carente de experiencia al serme imputado que conozco la vida sólo a través de la televisión. El mundo también puede ser deducido del Show de Harald Schmidt*. La literatura es su-blimación de la realidad. La creencia errónea en un realismo narrativo pla-no, en proporción de uno a uno, está ya pasada de moda y, por lo demás, no me interesa para nada. El debate del realismo llegó a su culminación con Brecht y Lukács. Mi enfoque estético viene de otra parte. Yo no me ocupo de la realidad sino de la segunda natu-raleza; de cómo la realidad se plasma en fenómenos que se manifi estan a tra-vés de los medios. Juego con fenóme-nos en la superfi cie y los fuerzo a que manifi esten y revelen esa segunda ver-dad subyacente”.

Mientras tanto, Austria –no sin tener que morderse la len-gua– tiene que reconocer el ga-lardón sueco para una figura pública que a muchos les es hos-til, aunque parece ser que a la nación no le es tan difícil recla-mar este Nobel para sí. Nuevos enemigos surgen ante la noticia de la galardonada: todas esas vo-ces que alguna vez le habían concedido el califi cativo de des-vergonzada planta exótica aus-triaca se dan cuenta de repente de que Elfriede, desfilándoles por delante, es reconocida por la Academia Sueca como “auto-ra mundial”, inalcanzable pues a las acusaciones provinciales de sus enemigos.

Baste con ello. Elfriede Jeli-nek es una pesimista. Muestra que a las mujeres les irá mal mientras que los hombres sean dueños de la palabra y de la es-critura, toda vez que éstos domi-nen el mercado, establezcan el discurso y fi jen sus reglas. Jelinek escribe una literatura de la nega-ción total, lo que se le imputa como negatividad total. Lo extre-mo de sus caracterizaciones y el uso vulgar del lenguaje –incluso,

el reconocer que su trabajo se debe en parte a autores masculi-nos como Heiner Müller, Michel Houellebecq, Henry Miller o Jean Genet– se le toman como agravios personales. Sus enemi-gos no saben empuñar otra arma contra ella que no sea la de de-ducir erróneamente de la malicia de lo escrito la maldad de la es-critora. Una mujer que se atreve a describir con tal cinismo lo in-humano, dicen, tiene que ser ella misma inhumana, no podría ser de otra manera. A la vez, su lite-ratura de la negación total se convierte para ella en su más fuerte defensa: desde su perspec-tiva elegida, de la radicalidad, to-da crítica le resbala, rebota sobre los mismos críticos para hacerlos quedar en ridículo. Ciertamente, esto es lo que más les enoja.

“Mi problema es el uso fonético con el que también trabajo. Mis textos re-quieren del efecto sonoro del alemán. Cuando se quieren trasladar mis textos a otra lengua, tienen que encontrarse jue-gos de palabras correspondientes. El tra-ductor tiene que ser él mismo un poeta. Los alemanes sencillamente no entien-den que lo que escribo esté car gado de comicidad y extrañeza. Peter Handke y yo somos an típodas. Handke busca en lo cotidiano de la vida inspirarse profa-namente, mientras que yo sé que esta cotidianidad está destinada a convertirse en cenizas. Pero tanto mi desesperada búsqueda de lo negativo como su deseo de expresar lo positivo, ambos fi nes son quizá sólo dos momen tos complemen-tarios del ser aus triaco. Nos falta a los dos el poder usurpador propio de los dominadores. Estamos más descuartiza-dos que los demás, ya que ambos somos una mezcla de todo. Handke es una mezcla eslovena-alemana, yo soy una mezcla checo-judía y balcana. Esto pro-duce otra forma de literatura, otra con-ciencia de inferioridad”.

La subyugante fuerza de los estereotiposTambién podemos hacer una tercera lectura en torno a la ca-rre ra de Elfriede Jelinek, una vez que hemos contado la historia de sus éxitos, la de sus desgra-cias y las de sus enemigos. Esta vez, enfocada desde la narración de sus persecuciones y proscrip-ciones. Al menos de oídas, es conocida la política nacionalista austriaca contra artistas, intelec-tuales y otros enemigos de Esta-

do. Esta hostilidad al arte ha si-do paradójicamente la que em-puja a Jelinek constantemente a la productividad literaria y hacia la fama. Sus obras son producto de una inteligencia despierta y valiente, de su obsesión por la forma y un incansable trabajo comprometido; de su furor lite-rario y, no en última instancia, de su sufrimiento a causa del país del que proviene. Valiéndo-se como único medio de la críti-ca sarcástica del lenguaje, Jeli-nek ha llevado en forma de de-nuncia al escenario, al igual que Karl Kraus**, la pereza mental, el abuso del poder y la barbarie. Ha usado la palabra como nadie para señalar acusatoriamente el olvido de la historia y las estruc-turas de poder reinantes en la sociedad. La Academia Sueca elogia en las novelas y obras de teatro de Jelinek el que “con el más singular y apasionado uso del lenguaje ponga al descubier-to lo absurdo de los estereotipos sociales y su poder ineludible, su fuerza subyugante”.

Nada de esto puede obtener-se sin pagar cierto precio. Gra-cias a ello ha tenido que sopor-tar en Austria durante décadas

la designación de ser “la que mancha el nido” (“die Nestbesch-mutzerin”)***; ha tenido que mantener la cabeza en alto y so-portar los ataques de rabia de la burguesía que –la mayoría de la veces, sin conocimiento de sus textos– se ha dedicado a difa-marla y a injuriarla acusándola de “comunista”, denunciándola de “pornográfi ca” y califi cando toscamente a su obra de “tele-diagnosis”. Sin embargo, Elfrie-de Jelinek ejecuta también el negocio de la crítica contra sí misma, esta vez bajo dirección propia y como ejercicio de auto-denuncia desesperada. En su obra de teatro Una pieza de de-portes los personajes se pasan simplemente de tono, de tanto odio que guardan contra su pro-genitora. “Debería de estrellarse contra sus propias palabras, esta tía extravagante que sólo sabe producir tormentas”, grita lleno de rabia uno de los personajes. “Esta aburrida gallina acalam-brada de posición erguida, sí, pero en la que no funciona ni una sola bombilla… ¡esta bruja caprichosa!”.

“Jörg Heider se ha derrotado a sí mismo”.La farsa de Jelinek El Burgthea-ter, puesta en escena en Bonn en 1985, nunca ha sido escenifi -cada en el teatro para el que fue escrita, precisamente, el Burg-theater****. Más bien, desde que la obra fue escenificada en Bonn, todo aquel que se cuente como elector del ultraderechista Jörg Haider se siente con el de-recho de descargar sus odios y agresiones sobre la dramaturga. Sin embargo, no debe asom-brarle esta reacción a quien se ha dedicado en tono de farsa a remover viejas historias de nazis

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* Comediante alemán, cuyo programa televisivo goza de enorme popularidad en los países germanohablantes. [N. de la T.].

** Karl Kraus (1874-1936), escritor austriaco que escribió sobre todo aforis-mos satíricos y ensayos en términos de crítica cultural lingüística. Jelinek y Kraus tendrían un referente común en la crítica al lenguaje como un instrumento del que puede valerse la corrupción y la falsedad de la sociedad. [N. de la T.].

l

*** “La que ensucia el nido”, o bien, la que mancha la buena reputación de su propia nación. Jelinek es conocida con este califi cativo despectivo sobre todo en círculos austriacos conservadores y nacio-nalistas. Para esta relación, véase Pia Janke: Die Nestbeschmutzerin. Jelinek & Austria, Salzburgo, 2002. [N. de la T.].

**** Así se llama la casa de teatro aus-triaca más famosa, en Viena. [N. de la T.].

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e, incluso, a acusar de nazis a ciertos artistas favoritos del Burgtheater; no debe asombrar-le tampoco el haber sido denun-ciada públicamente como fi gura aborrecible en un cartel electo-ral que el FPÖ colgó de la fa-chada del mismo teatro. Un obispo austriaco de rígidos mo-dales vituperó contra ella duran-te mucho tiempo en cartas abiertas, e incluso le dio a en-tender que podía contar con un próximo exilio de Austria. Así las cosas, hasta que surgió otro bando que arrancó de la fachada del Burgtheater el enorme cartel con el aborrecido símbolo.

Bien pueden intentar rebe-larse contra ella tanto sus viejos y maliciosos enemigos como sus propios personajes teatrales. Pe-ro habría que preguntarse: ¿no contribuyó Elfriede Jelinek, con su mordaz crítica al neofascismo austriaco, a que cayera el popu-lista de extrema derecha?

“Jörg Haider se ha derrotado a sí mismo. Los de derecha siempre se eje-cutan a sí mismos, pues son absoluta-mente limitados en cuanto a la solida-ridad con los demás. Son como las aves de rapiña: sólo se incorporan para sal-tarle a uno en el gaznate. Se burlaron de nosotros llamándonos fanáticos de la political correctness y terroristas de la virtud. Pero fi nalmente hemos produ-cido una norma y la hemos mantenido, una norma que nos está prohibido pi-sotear, es la norma de la civilización”.

El que casi nadie haya leído su Opus magnum, mucho me-nos aquellos críticos que son los que más la injurian diciendo que en el Nobel hubo un mal reparto de papeles, resulta casi evidente. En esta obra están fe-lizmente reunidos, como en un cajón de venenillos, todos los personajes objeto de su burla y de desprecio: el imbécil trajeado nacionalmente, el energúmeno deportista, el macho falománi-co, el retador de derecha… To-dos los temas provocativos que constituyen desde siempre su imaginario literario (o mejor, su bestiario), aparecen de nuevo en humorística derrota: así, la arro-gancia folclorista, que tan bien se compagina con la tendencia al olvido histórico y con los re-

gistros neofascistas que se encar-gan de predicar el odio a los ex-tranjeros. En su novela de fan-tasmas Los hijos de los muertos Jelinek condensa y radicaliza su catálogo temático, que es a la vez un registro de sufrimientos y de penas y un fervoroso índice de odios.

La resurrección de la carneen los hijos de los muertosLos fantasmas de Jelinek no co-nocen otros límites que sus pro-pios deseos y obsesiones. No co-nocen ni un antes ni un des-pués, se dedican más bien a pudrirse en un ahora indetermi-nado, un tiempo en el que el presente, el pasado y el futuro se mezclan de manera irritante. “Lo único que hago es sincroni-zar lo que hoy ha pasado”, co-menta la autora sobre su propia estrategia narrativa: “Mañana será de otra manera, semejante a este ahora o quizá a la inversa”.

Estos fantasmas han muerto por lo menos una vez. Sin em-bargo, todavía no están muertos, o mejor dicho, aparecen de nue-vo en vida. Se parten en dos o se duplican; hacen payasadas y an-dan por allí de cadáveres, se en-cuentran a sí mismos como re-sucitados, en forma de zom bies o de vampiros, viven como los lemures, como adoradores de la sangre y gourmets de cadáveres. No tienen memoria: de sí mis-mos no saben nada pero tampo-co les interesa saberlo. Se dedi-can a celebrar su resurrec ción haciendo orgías y cometiendo crímenes.

El lugar donde estos espíritus malignos llevan a cabo sus fe-chorías es la pensión Alpenrose, en la provincia de Mürztal. Esta pensión es un acceso al infra-mundo del hampa; aquí cele-bran los resurrectos obscena y orgiásticamente su retorno al mundo de los vivos: viven en la tierra patria, en lo que es la tie-rra y la sangre que palpita bajo esta “tierra tan bonita, con sus casitas y sus arbolitos arrejunta-dos y con sus torrecitas redondas que coronan más de una iglesia”. Los fantasmas de Alpenrose sur-gen regurgitando por entre la

tierra, repleta de sangre y de ca-dáveres, y se mezclan con los zombies de los Alpes, ansiosos de cobrarse unas cuantas vícti-mas, formando todos una coreo-grafía bastante demoniaca. Un conjuro cabalístico que como epígrafe hace de lema de la no-vela: “Los espíritus de los muer-tos, que por tanto tiempo esta-ban desaparecidos, han de volver y saludar a sus hijos”.

El reino de los espíritus como metáfora de AustriaNunca nadie ha representado de forma más horrenda a Austria, como el reino de los muertos y de los asesinos. La imagen apo-calíptica de la tierra que se abre y que devuelve a la vida de nue-vo a sus muertos se vincula en la escritura de Jelinek con la ima-gen de la misma tierra: una in-mensa masa de lodo que se pre-cipita sobre los vivos y los entie-rra. La imagen doble de los muertos que resucitan y escupen lava, y los vivos que son engulli-dos, forma el tensor que da uni-dad a esta novela tan especial: toda una fuga barroca de la muerte, una alegoría sobre la pa-tria en la que son incorporados sobre todo elementos de la no-vela negra, del Gothic Horror. La fría vidriosidad que caracteriza ante todo la obra de Jelinek cede su lugar aquí a una desolación igualmente fría. Eso hace que la novela sea bastante voluminosa y que nos topemos con un len-guaje bastante inaccesible.

Mientras tanto, y precisa-mente una vez obtenido el Nobel, Austria deja de ser un tema que le ocupe a Elfriede Jelinek.

“El premio me da la libertad de es-cribir solamente lo que quiero. En Los hijos de los muertos se trataba para mí de un imperativo categórico; el único libro que tenía realmente que escribir. Sin embargo, la rabia sigue siendo la fuerza impulsora de mi literatura. Para escribir cualquier cosa, lo que sea, ten-go que ponerme en un estado de inten-sa concentración forzada, como si fuera un rayo láser. Probablemente, Austria seguirá siendo mi escenario, pero los temas serán otros. Lo fantasmal y de-moniaco es evidentemente una metáfo-ra de Austria, pero en lo consiguiente

dejaré de referirme a mi país de esta manera, en lo que toca a contextuali-zarlo políticamente”.

El cambio resulta claro. Tam-bién el hecho de que Jelinek es-criba historias de fantasmas, si se toma en cuenta que vive en una casa de fantasmas. Por cier-to, en este último tiempo ha re-novado su mobiliario en estilo de Bauhaus y art déco; pero no deja de ser la casa en la que su padre demente se arrastraba achacosamente y en la que toda-vía puede sentirse la presencia de su demoniaca madre.

“Después de la muerte de mi madre tiré todo lo que me recordaba el pasado. Lo único que guardé fue la butaca en la que mi padre siempre se sentaba a leer su periódico. Mi psicoanalista me hizo caer en la cuenta de que el báculo que la madre entrega a la hija no es otra co-sa que un falo. Ahora me siento yo en la butaca a leer el diario: el falo se sienta ahora en la silla del antiguo falo desapa-recido. Todo esto me parece bastante cargado de extrañeza y comicidad”. ■

Traducción de Jimena A. Prieto.

[El texto original fue publicado en la revista Literaturen, diciembre, 2004.]

Sigrid Löffler dirige la sección cultu-ral del semanario alemán Die Zeit (Hamburgo) y la nueva revista alemana Literaturen.

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Deriva populista, ética laica, política de-mocrática: más allá de la cháchara intere-sada (italiana), si hay que tomar en serio “las modestas verdades de hecho” de la reelección de Bush, habría que llegar a conclusiones ineludibles: que no se puede ganar si uno se transforma en una versión suavizada del adversario y que los valores son tan concretos o más que las cuentas de nuestro bolsillo.

1. ¿Los Estados Unidos de Bush siguen siendo una democracia? El pensamiento único considera un ultraje incluso la formulación de la pregunta, que sin embargo es necesaria. Un poco de fi losofía política no hace daño, y nos la impone.

En el núcleo: existe una demo-cracia jacobina para la que el con-senso lo es todo y la mayoría es ley, sin problemas. Lo impone el principio (soberano) de la sobera-nía popular: la voluntad del pue-blo es la que decide. ¿Y quién si no, una vez apeada la soberanía de Dios, que la ejercitaba a través de su “ungido”? Sin embargo, se trataría de una democracia con riesgo de deriva plebiscitaria, y más aún: sería un incunable de totalitarismo, como ya lo había advertido a menudo el pensa-miento liberal (cuando todavía pensaba). La voluntad popular es una abstracción muy parecida al “es voluntad de Dios” de los mo-narcas absolutos: igualmente pe-rentoria e infalible. Dicho pueblo, para ser soberano, tiene que pagar el precio de cualquier sucedáneo de Dios: ser imaginado como Uno. En cambio, la realidad em-pírica está constituida por “mu-chos”, aunque imaginados como un único cuerpo político, una rea-lidad orgánica, un Sujeto. El cuerpo político se debate dentro de sí mismo, indeciso entre las distintas opiniones, pero al fi nal

se pronuncia: afi rma una volun-tad individida. Y soberana.

Se corre el riesgo de que todo ello sea a expensas del pueblo de carne y hueso: los innumerables individuos que lo componen. Por ello a la versión jacobina de la de-mocracia (el consenso lo es todo y la mayoría es ley) se contrapone la versión de la democracia liberal, que tiene esto que objetar: el pue-blo es una abstracción orgánica, las decisiones son sólo de mayo-rías contingentes y mutables, a menos que caigamos en el misti-cismo (el cuerpo político como cuerpo místico: no es casual que en el cónclave, una vez realizada la elección, se quemen las papeletas: los cardenales eran –todos, sea cual fuere el sentido de su voto– meros instrumentos de una única voluntad, la del Espíritu Santo. Entonces, la decisión aparente-mente (empíricamente) mayorita-ria se manifi esta por lo que es real-mente (metafísicamente): volun-tad unánime, de todos y cada uno, y la apariencia empírica (las pape-letas disidentes) se consume en fuego para dar lugar a lo esencial de la voluntad una: ¡todos han querido ese papa!).

Los liberales son laicos, secula-rizados y pragmáticos. Saben que una mayoría, si es de verdad sobe-rana, puede perseguir y oprimir a las minorías y a los individuos, po-ner en peligro sus libertades e in-cluso sus vidas. Puede que luego a lo mejor se arrepienta, pero mien-tras tanto ha obligado a Sócrates a tomar cicuta. He aquí por qué la democracia liberal impone a la so-beranía límites y ataduras (infi ni-tamente más fuertes que lacitos y cordones): para garantizar las li-bertades de cada componente in-dividual del pueblo real, de cada disidente contra el soberano, y de

cada mayoría contra sí misma (ya que si una mayoría, en nombre de la soberanía indivisible, puede mandar al ostracismo a una mino-ría, el día de mañana una mayoría de esa mayoría puede hacer lo mis-mo con la minoría de esa mayo-ría... hasta la “soberanía” totalitaria de unos pocos sobre casi todos: ya ha ocurrido, incluso sin mala fe).

En resumen: la democracia, en cuanto poder del pueblo real, em-píricamente dado, es decir, de to-dos los individuos que lo compo-nen, debe ser un instrumento de las libertades de cada uno, de auto-nomía omnidireccional y difusa de los ciudadanos. Ése es el poder de-mocrático: por su naturaleza y co-herencia es pues limitado, restrin-gido, dividido, fragmentado. De lo contrario, allí donde el consenso lo es todo y la mayoría es sin duda ley, la democracia se pervierte y sus mecanismos se aplican contra las libertades.

Hemos perdido la costumbre de pensar en esta espada de Da-mocles: democracia vs. libertad. Sin embargo, las democracias constitucionales nacen de ahí. La Constitución es el horizonte de las restricciones aplicadas al poder, incluso de su división y fragmen-tación forzosas, que limita por dos veces el poder de la mayoría: por-que delimita el ámbito de los po-deres ejercidos por vía electoral (es decir, porque crea también pode-res de legitimación no electiva), y porque limita el radio de acción de los poderes de legitimación popu-lar (Parlamento y Gobierno).

La Constitución protege a cada cual: existen libertades individua-les tuteladas como derechos, y por lo tanto no hay representante o mayoría por aplastante que sea, es decir, no hay política que pueda lesionarlas, conculcarlas o violar-

las. Son derechos inalienables por-que no se pueden ceder ni subastar aunque uno quiera (contrariamen-te a las primogenituras o las lente-jas). Son libertades intangibles.

¿Cuáles? Porque también las constituciones son obra de mayo-rías, y las garantías ante el riesgo totalitario parecen tan sólidas co-mo las palabras de amor de Lesbia a Catulo: escritas sobre el agua y en el viento.

Es inútil recurrir al derecho na-tural. Quien lo hace, curiosa e ine-vitablemente, “descubre” que los derechos “naturales” como siem-pre en estos casos (y a menudo únicamente) son los que personal-mente más le preocupan: por ejemplo, la propiedad para el pro-pietario, la vida del embrión para el integrista católico...

Pero en materia de deber ser la naturaleza no habla nunca con la perentoriedad intersubjetiva de la ciencia experimental. El derecho natural es imposible de encontrar. Es el nombre metafísico con que alguien intenta enrolar a Dios y/o a la Naturaleza como estandarte de sus propias opciones. O tam-bién quizá a la historia. Y a cual-quier otro sucedáneo terrenal de Dios. Incluido el pueblo, uno y orgánico.

Sólo falta entonces tomar en serio al pueblo real, es decir a los conflictivos individuos que lo componen. Y reconocer como in-tangibles sólo aquellas libertades que son irrenunciables en lo que respecta a la participación autóno-ma de cada cual en la decisión co-mún y revisable.

El primero, incluso histórica-mente, fue el derecho a la herejía. Y hasta que la tolerancia hacia to-da fe (y no-fe) no se consolida en las leyes y en los usos, y hasta que fi nalmente no arraiga como dere-

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P O L Í T I C A

EL VOTO AMERICANOUna lección de filosofía política

PAOLO FLORES D’ARCAIS

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cho a la libre opinión (en cualquier campo, no sólo el religioso), falta tierra para que pueda brotar la elección autónoma, ya que el cam-po está monopolizado por la pre-tensión de una verdad (y sus con-siguientes autos de fe).

Una condición preliminar pa-ra las libertades democráticas es, por tanto, la liberación de la esfe-ra pública de cualquier pretensión de verdad acerca del deber ser. Dicho de otra manera, es vital e irrenunciable la neutralización de la religión (que enarbola a Dios como sostén de dicha pretensión de verdad: “Dios está con noso-tros”). La religión (las religiones) debe por lo tanto estar garantiza-da, faltaría más, pero como algo privado: es inviolable en el templo y junto al hogar, pero debe re-nunciar a ocupar el espacio públi-co, a imponerse en la decisión política (que es vinculante erga omnes, y no puede por ello some-terse –¡someter a los ciudadanos!– a la verdad de una fe).

¿Qué otras libertades deberán estar garantizadas por la Constitu-ción, a salvo de la voluntad de las mayorías? Desde luego no cual-quier libertad, porque si tuviéra-mos que garantizar a priori todas las libertades de cada uno (sean los que fueren sus efectos en la li-bertad de los demás) estaríamos sin duda en la abrogación de la soberanía popular (y de los poten-ciales riesgos de despotismo que entraña), pero a benefi cio exclusi-vo de la colisión entre voluntades de poder, de la supremacía natu-ral-hob besiana, de la ley del más fuerte. Y eso no se soluciona con la letanía de las “libertades que no vulneren las de los demás”: crite-rio vago, lecho de Procusto exten-sible entre el todo y la nada.

El problema era y es: ¿Qué li-

bertades (individuales) hay que proteger del arbitrio de la decisión (colectiva) para que la decisión autónoma (de cada cual) siga sien-do el criterio de las decisiones fu-turas y de veredictos siempre revi-sables? Sólo se puede tomar como punto de partida la democracia mínima, es decir, el mínimo de-nominador común de esa demo-cracia mínima que es la democra-cia procedimental. No debería resultar difícil. Un voto libre e igual: en esto están todos de acuer-do. Sin un voto libre e igual no se puede hablar de democracia.

No obstante, dicho mínimo, tomado en serio, es bastante exi-gente. De hecho, el hilo conduc-tor para defi nirlo no puede ser más que el carácter autónomo del voto libre/igual. Se trata, por lo tanto, de neutralizar en la medida de lo posible cualquier elemento de “otro” poder, ajeno, heteróno-mo, que pueda condicionar la elección.

En primer lugar, obviamente, está la violencia. Allí donde la fuerza puede intimidar, no votan los votos sino las balas, incluso cuando son virtuales. Ello implica que el poder represivo no pude ser confi ado a una parte política (la mayoría) sino a un poder neutro (por ejemplo: el magistrado que dirige las investigaciones).

En segundo lugar está la corrup-ción, violencia soft, poción mortal invasiva a cuyos efectos nos hemos acostumbrado (y que por otra par-te frecuentemente está asociada con la anterior). Allí donde el po-lítico puede obtener votos a cam-bio de favores, la regla de oro “un hombre, un voto” ha dejado paso a una ecuación devastadora (para el voto libre e igual): so bor nos = votos. He aquí por qué un poder sustraído a la legitimación electo-

ral incluso de forma indirecta (la magistratura) debe tener a su dis-posición –y de forma constitu-cional– los instrumentos nece-sarios para suprimir la corrupción de raíz.

A continuación están la igno-rancia y la falta de información, ya que se vota para delegar en al-guien que tome las decisiones. Y para decidir hace falta saber, es decir tener datos para poder pro-nunciarse en un sentido o en otro (¿determinado dictador posee o no armas de destrucción masiva?; ¿determinado bombardeo ha cau-sado o no determinado número de víctimas civiles?). Y son preci-sos instrumentos críticos para no dejarse “seducir” (por ejemplo, para no pensar que un magistrado de tendencia conservadora se haya vuelto comunista por haber descu-bierto los delitos de un gobernan-te reaccionario). Por ello, un siste-ma informativo (hoy en día sobre todo radiotelevisivo) imparcial no es un extra, y nunca se generará espontáneamente por la “mano invisible” del mercado (y cuando el mercado se convierte en mono-polio nos encontramos en el puro y simple totalitarismo de la desi-formacija).

Dar forma constitucional a normas que promuevan un siste-ma informativo que se aproxime a la imparcialidad, en la medida que ésta sea compatible con la maldad humana (y sobre todo política) –su pulsión manipuladora y mentiro-sa–, es por lo tanto una tarea im-perativa (y tanto más necesaria cuanto más abandonada haya esta-do. Por ello, chapeau a Zapatero, que lo está intentando). Y una en-señanza pública, bastante más allá de la obligatoria, y un cuidado ob-sesivo por todo aquello que pueda difundir la cultura crítica a nivel

de masas (y, en consecuencia, total desincentivación de todo lo que pueda aturdir y sumir a la inteli-gencia en el conformismo).

Finalmente, la indigencia. Por-que la pobreza (la vieja y la nueva) genera desesperación y vasallaje, compromete todas nuestras ener-gías en los afanes de la superviven-cia, y deja nuestra voluntad a mer-ced de cualquier promesa y de cualquier engaño.

Todo esto, años ha, lo sabían precisamente los liberales conser-vadores; quienes, en nombre de un voto libre e igual porque autó-nomo, querían limitar ese derecho según la renta y la educación, puesto que sólo la disponibilidad de recursos económicos y cultura-les adecuados puede liberarnos de la servidumbre voluntaria e invo-luntaria que niega de raíz toda posible autonomía de elección (y/o de delegación). Diagnóstico ló-gicamente irrefutable. Sin embar-go, se podía salir de dos formas: limitando el voto a aquéllos que ya disponían de dichos recursos, o “revolucionando” progresivamen-te la sociedad de modo que esos privilegios –riqueza y cultura– pa-saran a ser derechos garantizados para todos. Es lo que, muy par-cialmente, ha llevado a cabo la democracia del bienestar: la mis-ma que están dispuestas a redi-mensionar e incluso a borrar del mapa también hoy las izquierdas en un calentón (subalterno) de “modernización” (¡regresiva!).

Ésta es la razón de que un Es-tado del bienestar muy marcado –cuestionable, sin duda, pero por la necesidad de llevarlo incluso más allá del mítico modelo es-candinavo– debería ser parte in-tegrante de cualquier horizonte democrático: tutelado constitu-cionalmente.

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No es sufi ciente. El voto autó-nomo se esfuma, hemos visto, en cuanto existe la mínima tolerancia con la corrupción. Pero incluso adelantando la hipótesis (del tercer tipo, el de la irrealidad) de un edén de honestidad político-empresa-rial, el voto no puede ser autóno-mo si no está libre del “peso” del dinero (incluso del más legítimo). De hecho, el ciudadano lo es sólo porque es igual que los demás en abstracción de todas las circuns-tancias que le hacen distinto en la sociedad civil (diferencias de raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera, y renta). Ninguno de es-tos factores debe decidir en el mo-mento de la elección (o de la dele-gación). El ciudadano como abs-tracción, la bestia negra de Marx, es precisamente el rasgo que carac-teriza a la democracia y que hay que proteger con celo (es decir, ga-rantizar constitucionalmente). Lo que signifi ca, por lógica elemental, que la disparidad de recursos fi -nancieros es ya una vulneración infl igida a la competición electoral democrática. Para que ésta lo sea es imprescindible que todos los candidatos tengan los mismos re-cursos: exclusivamente públicos, por lo tanto (y “en especie”: espa-cios televisivos, lugares de reunión, papel, sellos, etcétera).

La lista de los derechos y debe-res implicados en el mínimo de-nominador común del voto libre e igual es, pues, extensa y laborio-sa. Acabamos de esbozarla. La ló-gica que la produce es aplastante: neutralización en la esfera pública (el abstracto “cielo de la política” de la invectiva marxiana) de Dios padre y del dios dinero, y de todo aquello que merma o vacía de contenido el carácter autónomo de la decisión.

2. Volvamos al asunto. Si asu-mimos estos criterios, derivados de la crítica liberal a la democra-cia jacobina y a sus riesgos popu-listas y/o totalitarios, ¿los Estados Unidos de Bush siguen siendo una democracia?

Ciñámonos a los hechos. Bush ha vencido gracias a la moviliza-ción del voto fundamentalista pro-testante. Que ha proclamado, por ejemplo por boca de Jerry Falwell:

“Nos habían dicho una falsedad: que América iba a votar sobre la economía y sobre el terrorismo: en cambio, ha votado según la volun-tad de Dios, sobre nosotros (los creyentes), sobre la fe...”. No les faltan motivos para presumir a es-tos pastores. Bush ha repetido va-rias veces que las decisiones más cruciales le han sido inspiradas por Jesucristo en persona, su gurú elec-toral ha basado toda la campaña en los “moral values” fundamenta-listas, y el programa electoral ínte-gro del presidente se resume en un eslogan repetido hasta la saciedad: “Dios está con nosotros”. Que tra-ducido en alemán suena Gott mit uns, y que reproduce al pie de la letra la tesis del fundamentalismo islámico: el Corán es nuestra Constitución.

Es más, del “contrato” con el extremismo protestante (que no tiene nada de envangélico, y de he-cho ya está pasando factura) son ingredientes irrenunciables la ora-ción escolar obligatoria y la equi-paración –bajo un perfi l científi co y en las mismas escuelas– de la ex-plicación darwiniana y de la bíbli-ca literal (además de una nueva cruzada federal contra el aborto).

Bueno, es evidente que el re-chazo al matrimonio gay puede esgrimirse como argumento aun prescindiendo de argumentos reli-giosos (más difícil es justifi car las discriminaciones respecto al welfa-re que afectan a las parejas de he-cho, sean hetero u homosexuales: pero en EE UU el welfare es para todo el mundo un puro espejis-mo). En cambio, la oración obli-gatoria coloca fuera de la comuni-dad nacional al no creyente y al que profesa una fe distinta. Hace de él un paria por el perfi l de su identidad, le manda al ostracismo en su patria. Anula el abc de la de-mocracia.

Y no sólo: la libertad de religión (y de ateísmo) implica que ningu-na fe puede imponer sus valores. Que no hay nada que pueda estar prohibido si no lesiona a otro. Afi rmación repetida una y otra vez siempre que su generalidad no im-plique un coste. Pero en cuanto se plantean las consecuencias laico–liberales de esta afi rmación, queda inmediatamente repudiada. Efec-

tivamente, aun prescindiendo del argumento “Dios” (“Etsi Deus non daretur” es el principio irrenuncia-ble que neutraliza las pretensiones de verdad de las religiones), pue-den darse argumentos contra el aborto, desde el momento que exista en el feto una estructura ce-rebral vagamente análoga a la del ser humano (y no durante el pe-riodo en el que no existe aún algo similiar: de hecho, si un encefalo-grama plano permite declarar la muerte sobrevenida, y de extraer órganos, una ausencia análoga de actividad cerebral permite consta-tar la no existencia embrional hu-mana). Pero sin recurrir a la reli-gión, por ejemplo, cualquier argu-mento contra la eutanasia se debilita: ¿por qué razón el derecho a decidir sobre la continuación de la vida recaería no ya sobre el indi-viduo que la vive (y que ya sólo la considera una tortura) sino sobre un extraño?

Volveremos sobre el “laicismo’ de América” más adelante. Pues son muchos los estándares demo-cráticos mínimos que no cumplen los EE UU de Bush.

Hasta hace muy poco parecía que EE UU de todos modos se-guía siendo la tierra prometida de una prensa libre, “contrapoder” de control, y de una correspondiente obligación a la transparencia por parte del poder. Que quede claro: la obra maestra de Orson Welles (El ciudadano Kane) describió has-ta qué punto es capaz el periodis-mo de renegar de su tarea; y con cuánta indecencia es capaz de mentir un gobierno queda procla-mado en los archivos por los cua-renta y siete volúmenes de los Pen-tagon papers dedicados a la guerra del Vietnam. Quedaba una cir-cunstancia, aunque atenuada: que la prensa al fi nal llevaba a cabo su tarea y que la opinión pública, al descubrirse fi nalmente la mentira, no la toleraba.

Y en cambio: por asuntillos pri-vadísimos de sexo, Clinton estuvo seis meses en la picota, acusado por un fi scal hostil (que segura-mente había nombrado el propio Clinton): por mentir o, en cual-quier caso, por mostrarse reticente. En cambio Bush ha podido men-tir impunemente, de viva voz y

sistemáticamente, sobre las moti-vaciones de una guerra que le ha costado a EE UU más de 1.200 muertos (hasta hoy), y miles y mi-les a las poblaciones civiles ira-quíes: y ha podido ser reelegido triunfalmente. La mentira ya no provoca el refl ejo condicionado de la indignación. La América purita-na, en este sentido, ya no es más que un recuerdo: ha triunfado el jesuitismo sin jesuitas.

En cuanto a la prensa: el New York Times y alguna otra gran ca-becera han reconocido abierta-mente que se hicieron portavoces acríticos de las tesis del Gobierno en perjuicio de la verdad de los he-chos. Y han pedido disculpas a los lectores. Pero esos diarios, aunque “fi abilísimos” por defi nición, sólo tienen ya un peso insignifi cante en el mercado a granel de la informa-ción, que para la inmensa mayoría de la población procede en su to-talidad de la televisión. Y la infor-mación televisiva americana está cada vez más embedded: súcubo del defecto que el New York Times promete y desea evitar. La compe-tencia del mercado es tal que in-cluso tiende a la represión (en sen-tido freudiano), a la censura, la manipulación descarada, la men-tira sin más, en vez de hacia el res-peto de las que Hannah Arendt llamaba “modestas verdades de hecho”: a falta de las cuales la de-mocracia entra en un eclipse.

Más grave aún es la rastrera le-galización de la tortura, que fue incluso teorizada de forma pre-ventiva por la primera Adminis-tración Bush (cfr. el artículo de Cinzia Sciuto en MicroMega, núm. 4/2004, págs. 245-75) y que ha llevado a la revista conser-vadora Commentary (julio-agosto 2004) a publicar un ensayo del jurista Andrew McCarthy con el elocuente título Torture: Th inking About the Unthinkable, donde lo que era “impensable” (cualquier concesión, por mínima que fuese, en el uso de la tortura) deviene pensabilísimo e incluso necesario (“Se dan tristes circunstancias que quizá exigen algo prohibido por las leyes americanas y por el dere-cho internacional” es el sentido del ensayo en palabras de la pro-pia redacción). El mainstream de

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la opinión pública (el centro mo-derado, diríamos en “italo-politi-qués”) lo aprueba y abunda, pre-miando con millones de votos a un Commander in chief que –si no se ha roto la cadena de man-do– es el primer responsable (el segundo es Rumsfeld) de las tor-turas, todo menos esporádicas, de Guantánamo y Abu Ghraib (la teoría de unas poca manzanas po-dridas sólo vale para quienes to-davía creen en los Reyes Magos).

La única medida adoptada por Rumsfeld para evitar que en lo sucesivo siga practicándose la tortura a los prisioneros ha sido quitarles a los militares los teléfo-nos móviles con cámara de fotos: para que desaparezca no ya la tortura sino la documentabilidad de la misma. Y mientras procesa-ban a la torturadora Lynndie En-gland, su país se echaba a la calle con velas (las mismas que se uti-lizan en las vigilias contra las condenas a muerte) para mani-festar su indignación por la “per-secución” de que era víctima. Por las auténticas víctimas, en cam-bio, en el mejor de los casos ha-bía indiferencia (al igual que por las decenas de miles de niños, mujeres, ancianos y otros civiles masacrados por las bombas “inte-ligentes”). Camus escribió una vez algo parecido: que las vícti-mas al fi nal se vuelven un fastidio y por ello se intenta hacerlas pa-sar por culpables.

Con un periodismo dimisiona-rio y una opinión pública encana-llada, subsiste no obstante en América la garantía y el contrapeso de la magistratura. Pero, ¿sigue de verdad desempeñando su papel aún con Bush, como era deseo de los padres fundadores? Acudamos a esa “biblia” que son Th e Federa-list Papers (Penguin Classic, Lon-dres-Nueva York, 1987).

Así escribe James Madison:

“La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mis-mas manos, no importa si de uno, de po-cos o de muchos, y no importa si heredi-tario, autocrático o electivo, puede consi-derarse la defi nición más exacta de la tiranía’’ (paper XLVII, pág. 303).

Puntualiza Alexander Hamil-ton:

“La libertad no tiene nada que temer del poder judicial por sí solo, pero tiene todo que temer de su unión con uno de los otros poderes. Y todos los efectos de tal unión nacerían igualmente de la de-pendencia del primero respecto al segun-do, aunque fuese disfrazada de una sepa-ración nominal y aparente, ya que por su debilidad natural el poder judicial está constantemente en peligro de ser arrolla-do, intimidado o infl uenciado por los otros” (paper LXXVIII, págs. 437-8),

y concluye:

“Aplaudimos por ello la sabiduría de los Estados que han confi ado el poder judicial, en última instancia, no ya a una parte del legislativo, sino a organismos (bodies of men) separados e independien-tes” (paper LXXXI, pág. 452).

En cuanto a Th omas Jeff erson, expresiones como éstas se pueden encontrar continuamente en todas sus obras (y en su ejercicio como hombre de Estado):

‘‘No es a través del reforzamiento o la concentración de los poderes, sino me-diante su distribución como se alcanza el buen gobierno” (Th omas Jeff erson, Wri-tings, Th e Library of America, New York 1984, pág. 74).

Por otra parte, Alexis de Tocqueville (ese Marx del mode-rantismo, como se le defi nió no sin razón) ya había observado: “Lo que más me repugna de EE UU no es la extrema libertad im perante, sino la escasez de ga-rantías que se dan contra la tira-nía”, desde el momento que “los mismos jueces, en determinados Estados, son elegidos por la mayo-ría”. Aunque añadía: “No digo que en la actualidad en EE UU se haga uso frecuente de la tiranía, digo que no pueden encontrarse en absoluto garantías contra ella”, como serían, en primer lugar, “un poder judicial independiente de los otros dos poderes” (Oeuvres II, Gallimard-Pléiade, París, 1992, págs. 290-1).

De hecho, su liberalismo mo-derado y más que “centrista” se basaba en estos dos presupuestos:

“Considero vacía y detestable la máxi-ma según la cual en materia de gobierno la mayoría de un pueblo tiene el derecho de hacer lo que quiera” (íbid., pág. 287). “Considero que la libertad está en peligro en el momento que ese poder no encuen-

tre ante sí ningún obstáculo que pueda entorpecer su marcha” (íbid., pág. 289).

Ahora bien, Bush debe su pri-mera presidencia no sólo a la deci-sión jurídicamente claudicante (por usar el eufemismo más suave) de un Tribunal Supremo politiza-do en sumo grado en sentido reac-cionario por Reagan y por Bush padre, sino que su segundo man-dato se dedicará de lleno a la “par-tidización” pura y simple de la magistratura. Como escribe Ro-nald Dworkin (uno de los máxi-mos juristas y constitucionalistas americanos) en la New York Review of Books (pág. 10, 4 de noviembre de 2004, cuando aún podía espe-rarse una victoria de Kerry), “los fundamentalistas religiosos quie-ren sobre todo copar los tribunales con jueces que compartan sus puntos de vista, y Bush ya ha se-cundado este deseo nombrando para los tribunales federales exclu-sivamente magistrados conocidos por su maximalismo (de derechas) en materia de aborto, racismo, de-rechos civiles, tutela de los trabaja-dores, derechos de los homosexua-les, religión, medio ambiente, muchos de los cuales son incom-petentes de forma sonrojante des-de el punto de vista profesional”. Y concluye: “Un Tribunal con nombramientos de Bush dispon-drá probablemente del tiempo de toda una generación para destruir los derechos constitucionales que ese mismo Tribunal ha sostenido durante décadas (...). Aunque con-siguiésemos aprender la lección tras el segundo mandato de Bush, ya se habría hecho un daño terri-ble y éste no podría reparase en breve plazo”. Además apuntaba: “La Administración defi ende sus acciones militares en términos teo-lógicos (...) y EE UU suele tratar a sus prisioneros con la crueldad y las humillaciones típicas de la In-quisición española”.

Por lo tanto, y por enésima vez: ¿la América de Bush es aún una democracia? La pregunta no nace precisamente de furores ideológicos o de prejuicios extre-mistas (¡Madison, Hamilton, Je-ff erson, Tocqueville!): nace de la “cosa misma”, de un rosario pe-rentorio e inquietante de hechos.

Quien quiera seguir reprimiéndo-los es que está embebido de ideo-logía. Y esos hechos nos dicen, siendo optimistas, que en EE UU está teniendo lugar un enfrenta-miento dramático entre democra-cia y populismo, entre los que apoyan a la democracia y los indi-ferentes (o enemigos) de la misma. Está produciéndose una cruzada del populismo contra la democra-cia. Cruzada que por el momento va ganando, y que empuja a la democracia americana a un oscu-ro eclipse.

3. ¿De quién es la culpa? De Michael Moore y de los giroton-di, más o menos, es lo que res-pondería inefable el provincialis-mo demente de la cháchara poli-tológica italiana, que sin embargo “crea opinión”, dado el monopo-lio de que goza en la televisión y en el papel de casi todos los dia-rios. Entonces, hagámosle frente. Que la victoria de Bush haya sido consecuencia del maximalismo y del radicalismo de la izquierda se postula reafi rmando el dogma de la vulgata politológica: las elec-ciones se ganan en el centro. A pesar de ello, para mantener el dogma habría que establecer que la campaña electoral de Kerry ha sido extremista (y no sufrir con-vulsiones de risa al hacerlo); y que ha sido moderada la del Commander in chief. Para el culto y para el villano está bien claro, en cambio, cómo han ido las co-sas: exactamente al revés. La defi -nición más amable y moderada que Bush ha dado de su retador es la de “traidor”, y traidor de una patria en guerra. Mientras, Kerry ha sido elegido (frente a Howard Dean y al mismo Edwards) precisamente por su “centrismo”, por su “modera-ción”, por su espanto ante cual-quier tímido radicalismo (¡no es un oxímoron!), lo que ha permi-tido a los propagandistas de Bush descalifi car a Kerry por fl ip fl op.

Entonces: es perfectamente legítimo, invocando la diferencia de las circunstancias históricas y de las tradiciones políticas, con-cluir que de las elecciones ameri-canas no se puede extraer ningu-na “lección” válida para Europa

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(y menos aún para Italia). Pero si uno se decide a aventurar una, que sea sin sacársela de la manga. Porque, de haber una lección, se trata de una lección extremada-mente “clara y nítida”.

En primer lugar, nos dice que se gana más fácilmente con la re-cuperación de la abstención que con la conquista de votos que se fueron en el pasado al bando con-trario. Con los “renuentes” a la política, con los votantes desafec-tos de los partidos ofi ciales en los que dicha política se articula: por-que aquéllos consideran a éstos bonnet blanc et blanc bonnet: de-masiado parecidos como para que valga la pena invertir pasión, tiem-po, a lo mejor hasta dinero, o aunque sólo sea el esfuerzo de re-gistrarse y de hacer cola ante las urnas, en primar una opción fren-te a la otra. Es la desafección del ciudadano, que pase lo que pase se siente expropiado de la política, algo que ya no es sino “cosa de ellos”, es decir, de los que han he-cho de la política una profesión, una clase corporativa, auténtico gremio de intereses autorre ferentes (o supeditados a los intereses de quienes lo fi nancian) y que han ocupado la esfera pública de for-ma monopolística y blindada.

Nos dice, en segundo lugar y coherentemente, que la absten-ción se convierte en voto sólo con mensajes fuertes, que impliquen opciones radicales, con una alta valencia existencial, que pongan en juego valores de fondo, no cláusulas y codicilos de farragosos programas electorales que nadie lee. Zapatero ha ganado por un movimiento popular de indigna-ción contra las mentiras del Go-bierno, que ha llevado a las urnas a un 10% más de ciudadanos de lo que entraba en las previsiones. Y 10 millones más han sido los votantes americanos que han he-cho colas interminables ante los lugares de ballot. De ellos, seis mi-llones y medio han votado a Bush porque deseaban optar por la “po-lítica de Dios”. ¡Menos centristas y menos moderados que ésos...!

Nos dice, en tercer lugar y evi-dentemente, que no se enfrenta uno a la política del oponente si-guiéndole hasta su terreno, prodi-

gándose en concesiones y distin-gos, sugiriendo que uno hará, sí, esa política, pero mejor que el otro (más moderadamente que él). En EE UU hay problemas co-losales incluso en la esfera concre-ta de lo cotidiano: decenas y de-cenas de millones de ciudadanos del país más rico del mundo no pueden disfrutar de un servicio sanitario nacional (por inexisten-te), por ejemplo. Una política que pretenda refl ejar el consenso de quienes se “buscan la vida” en una lucha cotidiana producida por las colosales asimetrías socia-les (las injusticias, en suma, que claman venganza ante Dios –por-que uno puede recurrir al Evan-gelio sin e incluso contra funda-mentalismos y clericalismos), de-be proponerse como estandarte y línea divisoria de lo radical, de reformas en sentido etimológico, que afi rmen una nueva confi gura-ción social, no vagos paños ca-lientes (cuando conviene) y siem-pre en plan “ya veremos”.

Nos dice, pues, en cuarto lugar, que la diferencia no tiene que ver con la concreción o lo ideológico de los programas, sino con su nú-mero de quilates existenciales y de valores, y la coherencia y la intran-sigencia que transmiten. Porque esa misma contraposición entre la concreción de la economía y la abstracción de los valores (éste es el último legado de un marxismo de pacotilla) es la que ha quedado ridiculizada en las elecciones ame-ricanas. Y sin embargo precisa-mente ése es el gran fetiche al que la izquierda italiana sigue “llevan-do ofrendas”. Los valores, en la vida cotidiana y en las opciones políticas, son tan concretos como las cuentas de nuestro bolsillo: y a veces mucho más. Esto debería ser por fi n el descubrimiento materia-lista de unos políticos de aparato que evidentemente tienen mala conciencia por un pasado ideoló-gico demasiado indulgente hacia el totalitarismo soviético.

Por lo tanto, el problema no es si los valores, sino qué valores. Antes de arriesgar una respuesta útil para la izquierda (o el cen-troizquierda, como se dice púdi-camente sólo en Italia) vamos a intentar comprender sobre qué

superstición se basa la jaculatoria de “se gana por el centro”; y por qué, hasta en el corazón de Occi-dente, el choque de valores se está radicalizando.

Las elecciones se ganan “por el centro” sólo cuando en el centro de la discusión, en un clima de bienestar generalizado y de porve-nir sin nubes, campan prevalente-mente cuestiones e intereses eco-nómicos. Cuando faltan otros y dramáticos motivos de división o confl icto. Cuando funciona, en suma, un sereno y tranquilizante tono gris. Cuando la gran mayoría se reconoce en un mismo y con-formista horizonte de ideas “respe-tables” pero también de compro-metidos valores civiles “fundacio-nales”, sin imaginar que puedan llegar a entrar en confl icto: y cuan-do hipócritamente reconoce éstos últimos, aunque los deteste.

Es decir: en tanto resulte previ-sible que el bienestar del hijo se vea tranquilamente aumentado respecto al del padre, no existe (o casi) pequeño burgués que no alar-dee de execrar el racismo, que no esté encantado consigo mismo por su tolerancia hacia los homosexua-les, que no proclame la “dignidad igual” de la mujer, que no condene la injusticia social (que además ha-ce que disfrutar de los privilegios resulte estéticamente fastidioso)...

En suma, hasta que la identi-dad conformista no se ve amena-zada en su bienestar de masas (pre-sente y sobre todo futuro) por la libertad y los derechos de los de-más, dedicará a esa libertad y a esos derechos himnos y pedestales. Pero si esas libertades dejasen de ser inocuas y de papel (incluso constitucional), y buscasen hacerse valer, exigiendo para ello cambios en la distribución de los recursos sociales (materiales y simbólicos) y de poder, entonces las cosas se pre-cipitan rápidamente: los demonios de las ideologías revanchistas y dis-criminatorias se despiertan más arrogantes que nunca.

Efectivamente, se puede pro-clamar el derecho a la felicidad de todo el mundo, que todos somos libres e iguales sin distinción algu-na, hasta que el chico negro inten-ta cortejar a la joven blanca, o, más modestamente, pretende su-

birse a su mismo autobús, hasta que el trabajador intenta organi-zarse contra el patrón (por no ha-blar del piel roja que se empeñaba en vivir en su propia tierra). “Con-sideramos estas verdades como evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por su crea-dor de derechos innatos e ina-lienables; entre los cuales, la vida, la libertad y la búsqueda de la fe-licidad (...) que cuando una forma cualquiera de gobierno se vuelva destructiva respecto de tales fi nes, es derecho del pueblo cambiarla o abrogarla” (Jeff erson, ob. cit. pág. 19). Pero en cuanto uno intenta tomar en serio estas verdades evi-dentes en sí mismas...

La mayor democracia del mun-do ha visto la luz gracias a un ge-nocidio, ha linchado a los negros (¡emancipados de la esclavitud!) que se comportaban como blan-cos, ha destruido los sindicatos obreros con las ráfagas de las mafi as y la violencia y la corrup-ción de las policías, y acaso ha ase-sinado presidentes o candidatos partidarios de reformas (aún hoy no sabemos quién mató a John Kennedy ni a Bob). El macartismo no fue un episodio, sino el enésimo (¿y hemos olvidado el Ku Klux Klan o el homicidio de Estado de Sacco y Vanzetti?).

Además, entre una falta de li-bertad y otra, entre una opresión y otra, entre una ilegalidad y otra, ha habido periodos “normales”. En los que una sociedad normali-zada ha podido admirar un esta-blishment que respeta, más o me-nos, sus propias normas. Las res-peta en su casa, claro. Porque en política exterior es realmente difí-cil encontrar una Administración americana posterior a la Segunda Guerra Mundial (¿tal vez Jimmy Carter?) que haya renunciado a fomentar, sostener y planear crí-menes (casi siempre de masa) con-tra la democracia de los demás (incluso cuando era conato o espe-ranza): desde el Irán de Mossadeq hasta el Chile de Allende.

No es sólo una cuestión de EE UU. Afecta a todo Occidente. Constituye su “corazón de las ti-nieblas”. El auténtico tema que la politología y la fi losofía política se

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cuidan generalmente de abordar es, en suma, precisamente éste: en las democracias liberales la derecha es democrática, muy a menudo y regularmente, sólo obtorto collo (de mala gana). Instrumentalmente, no por convicción; en tanto que el procedimiento democrático fun-ciona como vehículo (incluso más seguro) del privilegio (de su man-tenimiento sustancial). En cambio, en cuanto la democracia es toma-da en serio y pone en peligro los privilegios (materiales y/o simbóli-cos), los equilibrios y los poderes del establishment, el precipitado latente del populismo antidemo-crático rápidamente vuelve a cris-talizar: llamando a fi las también a Dios, como es natural.

Un liberal coherente, Pietro Gobetti, lamentaba hace aproxi-madamente ochenta años que faltara en Italia “un partido con-servador digno de ese nombre”. Es decir, una derecha estructural-mente liberal democrática. Y en efecto, a día de hoy ése es el pro-blema histórico del retraso italia-no, de su permanente défi cit de-mocrático, aunque sea invisible y esté “dormido” (y que en tiempos de Gobetti cristalizó en el fascis-mo). Pero la pregunta a la que no podemos substraernos es si un partido conservador digno de ese nombre, una derecha estructural-mente liberal democrática, no es –considerando a Occidente en su conjunto– una contradictio in adiecto, un wishful thinking. La excepción –aunque afortunada-mente ha ido extendiéndose, ocasionalmente, en el espacio y en el tiempo–: no la norma.

Por otra parte, ésa es la tesis político-fi losófi ca con la que na-cía MicroMega hace casi veinte años: que la contraposición entre socialismo y capitalismo era sólo aparente teniendo en cuenta que de socialismo, es decir, de eman-cipación real de los trabajadores, no podía encontrarse una sola onza en la URSS y sus satélites del “socialismo real”. Mientras que en Occidente había sólo dos “partidos” efectivamente destina-dos a enfrentarse: el partido de la hipocresía y el partido de la cohe-rencia, es decir, de los valores de la democracia en palabras claras

para todos (y grabados solemne-mente en las constituciones), pero adoptados o abandonados (y va-ciados y pisoteados) a convenien-cia en la práctica concreta de go-bierno, o por el contrario, la de-mocracia tomada en serio, en toda la extensión de sus implica-ciones lógicas.

En resumen: cuando la demo-cracia real se expande y deviene experiencia cotidiana (reduciéndo-se las tasas de privilegio y de asi-metría de los poderes), los variados intereses del establishment, amena-zados, acaban amenazando a su vez los fundamentos de la demo-cracia liberal: desde la autonomía de los magistrados hasta el perio-dismo libre y crítico, desde el lai-cismo del Estado a la igualdad de oportunidades electorales.

En esta “llamada a las armas” de los demonios populistas el ar-ma ganadora suele ser la “llamada a las armas” de verdad, sin metá-fora: la guerra. El populismo ne-cesita un enemigo exterior para poder trastocar la lógica liberal democrática y convierte a los ad-versarios internos, tenazmente encariñados con las libertades de-mocráticas, en “traidores”. La guerra cierra y consagra el círculo antidemocrático del populismo santifi cando sus ingredientes: la comunidad política queda redu-cida a una “gran familia” (o tal vez “empresa”) con sus correspon-dientes “pater” y lógica de la obe-diencia (criminalizando así la di-sidencia, que, antes al contrario, “funda” la convivencia democrá-tica). Y el conformismo como suprema virtud cívica, alimenta-do con el desprecio por el conoci-miento científi co y por cualquier espíritu crítico.

(Se impone un inciso: según una reciente Gallup poll –utilizada por Alexander Stille en su artículo publicado en La Repubblica el 9 de noviembre 2004– el 45% de los estadounidenses cree en los oríge-nes del hombre según la versión de la Biblia antes que en la “hipótesis” de Darwin; el 89% cree en los mi-lagros; el 61% en la existencia real del diablo (pero no hay que alar-marse: sólo el 51% cree en los fan-tasmas); y un tercio de los ameri-canos cree que la Biblia es la pala-

bra de Dios y que hay que tomarla siempre al pie de la letra. En cuan-to a las modestas “verdades de he-cho” ligadas a la política, el 70% de los votantes de Bush cree que Sadam estaba implicado con Al Qaeda; un tercio cree que se en-contraron efectivamente las armas de destrucción masiva, y más de un tercio cree que la mayoría de la opinión pública mundial apoyó la guerra de Bush).

Volvamos al conformismo. Ese conformismo escalofriante del mundo rural profundo, que bajo la pretensión totalitaria de los mo-ral values (en la que cualquier mi-noría es sinónimo de exclusión y que obliga a todos a pertenecer al “grupo”, porque precisamente re-chazar la manada es lo que resulta imperdonable, precisamente verse como individuo es sospechoso, es una desviación, y garantía de os-tracismo) alberga un nido de ho-rrores y perversiones, tantas veces descrito por el gran Hollywood (es decir, por Hollywood cuando es grande de verdad).

Pero había síntomas ab ovo. “No conozco otro país donde rei-ne, en general, menos indepen-dencia de espíritu y menos autén-tica libertad de discusión que en EE UU” (Tocqueville, ob. cit., pág. 292) porque “en América, la ma-yoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento. Dentro de esos límites uno es libre de es-cribir. Pero ay de él si se atreve a salir de ellos” (ibíd., pág. 293), pa-ra concluir que “la Inquisición ja-más pudo impedir que circulasen en España libros contrarios a la religión de los más. El dominio de la mayoría en EE UU ha conse-guido algo mejor: ha eliminado incluso la idea de que se publiquen (ibíd., pág. 294).

De la nación como familia a la nación como auténtico “ejército”, comprometida obviamente con la defensa de la civilización, y de-bidamente unida bajo su Com-mander in chief, autorizado a in-vocar en nombre de todos el “Dios está con nosotros” (repeti-mos para los desmemoriados: en alemán, Gott mit uns, o “el Corán es nuestra constitución”, si se prefi ere). Sin embargo, con ello se subvierte enteramente la vo-

luntad de los padres de la Cons-titución que alumbraron. Tomas Jeff erson escribía entonces:

“Donde el preámbulo declara que la coerción (a pertenecer a los ritos de una iglesia) constituiría una desviación del pro-yecto del santo artífi ce de nuestra religión, una enmienda quería insertar la palabra ‘Jesucristo’, para que rezara así: ‘una des-viación del proyecto de Jesucristo, el santo artífi ce de nuestra religión’. La enmienda fue rechazada por una gran mayoría que quiso dejar bien clara su voluntad de in-cluir bajo el manto de la protección (del preámbulo) a los judíos y a los gentiles, a los cristianos y a los musulmanes, a los hindúes y a los infi eles de cualquier deno-minación” (Jeff erson, ob. cit., pág. 40).

Por estas razones cada vez más las que llamamos democracias son en realidad democracias en eclipse. Y no es una pesadilla de visionario avanzar la hipótesis de que lo que llamábamos Occiden-te y Oriente, Primer Mundo y Segundo Mundo, están (¿lenta-mente?) convergiendo hacia un nuevo y escalofriante “modelo de desarrollo”: el capitalismo sin de-mocracia (pero también sin un mercado de libre competencia –cfr. Raghuram G. Rajan y Luigi Zingales, Salvare il capitalismo dai capitalisti, Einaudi, Turín, 2004). China y Rusia ya están encamina-dos (de distintas formas, también por lo que se refi ere a su efi cien-cia) en esa dirección; y la América de los fundamentalistas y de los petroleros de Bush (por no hablar de la Italia pequeña del régimen berlusconiano) podría haber em-prendido ya, del modo más soft, una tercera vía. ■

Traducción de Alejandro Pradera

Paolo Flores D’Arcais coeditor de la revista MicroMega. Autor de El desafío oscurantista.

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Rafael del ÁguilaSócrates furioso. El pensador y la ciudadAnagrama. Barcelona.

La verdad por delanteLa herida de Sócrates es el título de un cuento de Bertolt Brecht. Narra la turbación de Sócrates ante el pueblo de Atenas y su mujer Jantipa por tener que re-velarles la causa mediocre que le dispuso a ser reconocido como héroe de la batalla de los griegos contra los persas. Incapaz de re-sistir la primera embestida del enemigo, sólo las efi caces heri-das de las zarzas pudieron rete-nerle en el campo de batalla y obligarle a arengar a sus compa-triotas, más por problemas de inmovilidad, localizados en la planta del pie, que por amor a la patria brotado del corazón. Al sobrio Sócrates le sobraban las celebraciones como héroe, pero es la propia ciudad –su ruda mujer, unos magistrados, sus propios discípulos, o el general Alcibíades...– la que le obliga, según el autor de El círculo de tiza caucasiano (1948), a salir de su íntima vivencia y a tener que decir la verdad o buscar una jus-tifi cación a su postrada imposi-bilidad para recibir honores en el Areópago.

La verdadera victoria de Só-crates, por la que el bello, sabio y valiente Alcibíades hubiera es-tado dispuesto a cederle su coro-na, es haber sido capaz de since-rarse acerca de sus limitaciones como guerrero –cuan do la ciu-dad le ensalza– y obtener así el reconocimiento merecido de va-leroso sabio1. Sócrates va con la verdad por delante y el prístino

ejemplo que ofrece es su mayor aportación a la ciudad. Es un deshacedor de artifi cios, vanida-des, sofi smas y demás habilida-des de la personalidad que sus-traigan a los sujetos del recto conocer. Frente a los largos y brillantes discursos, que difi cul-tan la búsqueda de la verdad, Sócrates pide a sus interlocuto-res la “brevelocuencia”. Ni con-sigo ni con los otros, permitía los subterfugios de la vida social. De ahí que los estoicos le consi-deraran tan ejemplar como a Hércules y tan sabio que supu-sieron que sólo cada quinientos años cabía esperar otro compa-rable. Buena parte del diálogo Gorgias se emplea en criticar la inutilidad de la retórica jurídica y política por servir de instru-mento de persuasión que escon-de la verdad. El consabido argu-mento sostiene que es peor oca-sionar injusticia que sufrirla, pero que es peor aún causarla sin cumplir el castigo expiatorio. Luego es mejor confesar la cul-pabilidad de nuestros injustos actos que persuadir de una falsa inocencia. La búsqueda de la verdad, para Sócrates, no sólo supone la coherencia de los pro-pios y los ajenos argumentos si-no el cuidado de una vida autén tica2. La refutación y el análisis a que Sócrates invita son, en el diálogo Cármides,

ejercicios para hacerse trasparen-te al otro a través del análisis de la palabra empleada.

Lo que no entraba dentro de las concepciones de Sócrates es que las organizaciones humanas modernas requieran para su buena marcha tanto de la verdad como del secreto y la mentira. El fatuo fasto del Areópago, conmemorativo del valor de Sócrates, su ascenso por sus ru-tilantes escaleras, hubiera servi-do al encuentro de los ciudada-nos y a la revitalización de la mitomanía de la ciudad antigua. Un sociólogo tan fuera de toda sospecha como Georg Simmel recuerda que las relaciones per-sonales y el entramado social requieren tanto de la confi anza y la trasparencia como del secreto y las cortinas de humo que pre-servan la intimidad. Para el so-ciólogo judío, la Ilustración tiende a abolir la ocultación, pe-ro el secreto y el engaño forman parte necesaria de la estructura social y de las relaciones perso-nales3. Sin embargo, Sócrates encarna al sabio que considera a la verdad, al amor, al bien y al conocimiento como el único ca-mino que engrandece a la ciu-dad. “No hay nada agradable para mí”, dice Só crates en el Eu-tifrón, “si no es verdad”. El bien de los hombres tiene así una so-la dirección: la verdad. Sin ver, de esta forma, la doble dirección que lleva del bien al mal y del mal al bien en las decisiones de la política. Sin valorar, así, que

el secreto (de Estado) puede ser el entramado político impres-cindible para hacer factible la publicidad deseable de la vida pública.

Charles Baudelaire atribuyó el no reconocimiento del mal en las relaciones humanas a la ob-cecación de los “fi losofastros”. No es que el hombre actúe al dictado del Diablo; el hombre mismo, señala, es diabólico y só-lo la consideración de la perver-sidad natural del hombre puede explicar muchas acciones, de otra forma, inexplicables: el mal es una “fuerza misteriosa” que la fi losofía moderna no quiere re-conocer4. Weber es un lector de Las fl ores del mal (1851-1868) que conduce decididamente es-ta perspicaz refl exión a la com-prensión de las entrañas mismas de la acción política. La ense-ñanza de Max Weber acerca de que es políticamente un niño o un ingenuo quien considere que el bien sólo procede del bien y el mal sólo proviene del mal5 abre un campo de refl exión práctica sobre el juicio político no subsu-mible bajo el modelo del sabio encarnado en Sócrates. En reali-dad, el genocidio de Auschwitz,

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E N S A Y O

LA HERIDA DE SÓCRATESEl juicio político y la responsabilidad cívica

JULIÁN SAUQUILLO

1 Bertolt Brecht, Kalendergeschichten,

3 Georg Simmel, Soziologie. Unter-suchungen über die Formen der Verge-sellschaftung, 1908 Sociología. Estudios sobre las formas de socialización, I, Re-vista de Occidente, Madrid, 1977, 424 págs.).

4 Charles Baudelaire, ‘Notes nuove-lles sur Edgar Poe’, Oeuvres completes, II, (texto establecido, presentado y anotado Claude Pichois), Gallimard. París, 1976, 1691 págs., págs. 322, 323 (traducción Carmen Santos, ‘Nuevas notas sobre Edgar Poe’, Edgar Allan Poe, Visor, La Balsa de la Medusa. Madrid, 1988, 124 págs., págs. 88-89)

5 Max Weber, Politik als Beruf, Wissenschaft als Beruf, Verlag Duncker & Humblot. Berlin-Munich (tra-ducción de Francisco Rubio Llorente, introducción de Raymond Aron, ‘La política como vocación’, El político y el científi co, Alianza Editorial. Madrid, 1967, 233 págs., págs. 81-179, págs. 167, 168.).

Gebruder Weiss. Berlín, 1949 (traduc-ción Joaquín Rábago, ‘La herida de Sócrates’, Historias de almanaque, Ma-drid, 1975, 138 págs.)

2 Para los diálogos mencionados, Vid. Platón, Diálogos I (introducción general Emilio Lledó, traducción J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo, C. Carlos García Gual), Biblioteca clásica Gredos. Madrid, 1981 (1ª reimpresión 1982), 588 págs. Antonio Tovar, Vida de Sócrates, Alianza Editorial. Madrid, 1986, 498 págs.

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tal como señala George Steiner, esclarece que la Historia es un entretejido de crímenes muy conscientes que ratifi ca que el “mal está ahí y complace”. Que se sigan quemando cereales mientras a pocos kilómetros se mueren las poblaciones de ham-bre ratifi ca, para el escritor ju-dío, la hipótesis del pecado ori-ginal. Así que “el hombre que quiera hacer el bien se ve con-frontado con el mal demonia-co”. Ha de saber que las “buenas intenciones” se pueden trasfor-mar en “resultados decepcionan-tes” y que los mejores deseos de mejorar la condición humana pueden conducirle al peor de los infi ernos6.

Consciente de esta ra di calidad del mal, Rafael del Águila sitúa su refl exión sobre el ámbito de la política de los ciu dadanos entre la “herida de Sócrates” y la “heri-

da de Ma quiavelo”. Prosigue ahora una investigación más am-plia y muy sugerente, no cerrada, ya propuesta, inicialmente, en La senda del mal. Política y razón de Estado (2000)7. Su último li-bro guarda un estilo premedita-damente ágil y ameno, propio del ensayo abierto. Una ocurren-cia de Noel Coward, muy bien traída por el autor, sobre el uso de las notas, el sexo y las escale-ras, indica oportunamente aquí cómo procura que la escritura discurra. Efectivamente, hacer leer múltiples notas al lector en un texto puede ser como estar haciendo el amor y tener que ba-jar las escaleras para abrir la puerta de la calle. Cree que el placer de la lectura no debe interrumpir se con hojarasca bi-bliográfi ca. Aquí, en esta estimu-lante refl exión, la prevención a la “lectura interruptus” viene al ca-so, no así en sesudos tratados, donde no conviene subir ni al descansillo de las escaleras.

Además, más allá de la forma, el contenido es original y evita efectismos. Si atendiéramos a la interpretación cristiana –o agus-tiniana– predominante de Sócrates y de sus admiradores, los estoicos, se les haría aparecer de nuevo a todos como meli-fl uos, resignados, apartados del mundo, indiferentes, y no como enérgicos, tempestuosos o aira-dos. Sócrates furioso, en cambio, ofrece una visión del sabio irrita-do, iracundo, vehemente ante la cortedad de sus conciudadanos. Su lectura deja la impresión de que la latencia de la refl exión de Maquiavelo sobre el mal, en Sócrates furioso, no vela la apor-tación fi nal de Sócrates, aún problematizada, a través de las dos imágenes fundamentales del fi lósofo expresadas en los Diálo-gos de Platón: Sócrates como partera y como tábano, acicate e impulsor inapreciable de la ciu-dad. Aunque esta visión de Sócrates como trasgresor de las leyes de la ciudad es clásica, la perspectiva es nueva y construc-tiva de una ética de la responsa-bilidad de los ciudadanos. F. M. Cornford ha descrito cuáles fue-ron las bases del “giro socrático” que va de una indagación sobre las leyes de la Naturaleza a la re-fl exión sobre la forma de vivir una vida justa. Si las leyes de la ciudad no son divinas, cabe re-belarse contra las leyes y cos-tumbres de los hombres. Ser autónomo consiste en saber afrontar que sólo cada uno es capaz de juzgar la bondad de su conducta. Sócrates abre la sensi-bilidad moral de los jóvenes a la vez que los indispone moral-mente con la ciudad: educar a los jóvenes requiere desmorali-zarlos. Pero si Cornford observa

con cómplice simpatía el discur-so de Sócrates como el Sermón de la Montaña contra el decálo-go dictado por Yahveh a Moisés en el monte Sinaí8, Rafael del Águila critica esos ampulosos discursos exclusivamente mora-lizadores de toda laya de profetas –los intelectuales de ‘‘hoy en día’’– que expresan sus convic-ciones sin atenerse a las conse-cuencias de sus discursos entre sus conciudadanos.

La primera parte del libro es una elaboración de un modelo de fi lósofo que, in nuce, avanza todas las aportaciones pero también los límites de la ima-gen social dejada por el “inte-lectual” en el siglo xx. El inte-lectual ha buscado su prestigio a través de la aportación de cla-ridad en el entendimiento de la trama social como un explora-dor que avanza en una sociedad secularizada. Ha sido tanto un líder expresivo de la comunidad como un monopolizador de la legitimidad en los límites del escenario de la política. Pero su crepúsculo declinó durante el siglo xx hasta ser una fi gura más que polémica9. El razona-miento de Sócrates furioso avan-za en un tono de desengaño acerca de que exista un vínculo cierto entre sabiduría y juicio político. La ambigua posición de Ber trand Russell en torno a la utilización de la guerra; la

6 George Steiner, George Steiner–Ramin Johanbegloo. Entretiens. Éditions du Felin. París, 1992 (traducción Ma-nuel Serrat Crespo, George Steiner en diálogo con Ramin Johanbegloo, Anaya & Mario Muchnik. Madrid, 1994, 225 págs., págs. 109-111).

8 F. M. Cornford, Before and after So-crates, Cambridge University Press. Lon-dres, 1926 (traducción Antonio Pérez-Ramos, Antes y después de Sócrates, Ariel. Barcelona, 1980, 247 págs., pág. 43).

9 Emilio Lamo de Espinosa, ‘La socie-dad de los intelectuales’, Sociedades de cultura, sociedades de ciencia, Ediciones Nobel. Oviedo, 1996, 261 págs., págs. 187-218, págs. 202–206.

7 Rafael del Águila, La senda del mal. Política y razón de Estado. Taurus, Ma-drid, 2000, 445 págs.

Nº149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

Sócrates y Maquiavelo

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LA HERIDA DE SÓCRATES

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fascinación de Martin Heidegger por el nacionalsocialismo como si se tratara de un renacimiento nuevo; la muy morosa desafec-ción de Jean-Paul Sartre por la Unión Soviética, ciego al Goulag; Miguel de Unamuno, apoyando, en última instancia, el ilegítimo golpe de Estado, le sirven a Rafael del Águila para ejemplarizar la equívoca relación del conocimiento con la política hasta propugnar una “docta ig-norancia”. Si Sócrates defi ende en el diálogo Laques aceptar la opinión del experto en vez de la opinión de la mayoría, Rafael del Águila desconfía de la infali-bilidad del docto y advierte de la superioridad del diálogo públi-co. No se trata de postular el desconocimiento político o el desentendimiento de los asuntos públicos sino de propugnar una reconstrucción del diálogo exen-to de las hipotecas y falsas segu-ridades aportadas por las ideolo-gías. Todo el libro trasmite una inequívoca crítica a las ideolo-gías que, fi nalizado el siglo xx, ocasionaron las mayores purgas, los más completos genocidios o las más extensas persecuciones bajo el ideal de estar constru-yendo un Hombre Nuevo que justifi có la eliminación del opo-nente político.

La falacia del “hombre teórico” El Nietzsche de El origen de la tragedia (1872) es el más lúci-do demoledor de Sócrates co-mo “hombre teórico”. Un hombre estereotipo que pre-tende conocer la existencia a través de la ciencia y cree ser capaz de justifi carla. Para el fi -lósofo de Sils-Maria, Sócrates es un rotundo caso de optimis-mo, convencido de que cabe conocer el mundo y así sanarlo. El conocimiento es el bien y el error el mal. Conocer, por sal-vífi co, es lo más noble que cabe hacer. Nietzsche critica en Sócrates está convicción en la “virtud curativa” del saber y de la ciencia. Una virtud científi ca que se arroga la justifi cación para postular metas de validez universal. Para el fi lósofo ale-

mán, tanto optimismo en la bondad del conocimiento no podía ocasionar sino la extirpa-ción de la tragedia que confor-ma la vida. Tanta fe en el papel de guía del conocimiento evitó encarar la visión abismal que confi gura el mundo. El conoci-miento vendría a ser un bálsa-mo del inevitable dolor que encierra la vida10.

Desde luego, hay buenas ra-zones para suponer que en los diálogos socráticos de Platón existe una desorbitada confi an-za en la armonía del conoci-miento con la belleza y el bien. Una vez más, Nietzs che no em-prende el canto del loco. Sócrates tiene tal confi anza en la bondad del conocimiento que supone al sabio mortal pe-ro invulnerable al mal. La ciu-dad persigue siempre a quien busca la verdad pero –dentro del argumento socrático– no hay que temer al poderoso. La justicia y la dignidad son valo-res muy superiores a la propia vida. Pagado de la fuerza veni-da de la virtud, el sabio –nos dice Sócrates en el Criton– de-be hacer caso omiso de las opi-niones mayoritarias cuando son infundadas. La Apología de Sócrates ya avisa de la persecu-ción venida de desengañar al presuntuoso de su supuesta sa-biduría; y el Eutifrón advierte de que no importa sufrir la risa y la envidia si se es sabio. La mayor confrontación con la ecuanimidad y ponderación del sabio no se da en los diálo-gos socráticos con el tirano si-no con el hombre fuerte repre-sentado por Calicles, auténtico avance del superhombre nietzs-cheano. Cuando Calicles parti-cipa en el diálogo Gorgias, irrumpen los fueros del pode-roso. Para Calicles es inconce-bible que la ley de la mayoría se implante en perjuicio de la naturaleza del más fuerte.

Quien está dotado de fuerza, en el argumento del más fuer-te, debe romper cualquier es-crito que afi rme los derechos de la mayoría, los más débiles. El discurso de Calicles fi ja los límites de la reflexión de Sócrates: el mal forma parte de este mundo y la propia existen-cia de una ciudad que proteja la ley de la mayoría requiere la utilización de la fuerza con los que prefi eren el injusto domi-nio de los omnipotentes.

¿Por qué la reivindicación de Sócrates, hoy, tras Auschwitz? Porque Sócrates, nos indica Ra-fael del Águila, permite recons-truir un “juicio político” que no incurra en los grandes errores del pasado siglo si se le somete a la experiencia política del hu-manismo cívico de Maquiavelo. Sócrates es reivindicado como el primer intelectual de nuestra historia con sus aciertos y sus equivocaciones. El argumento seguido es consciente de que la crítica ha de ser combinada con el compromiso prudente con la ciudad y con la lucha contra el mal que corrompe el espacio de la discusión pública. La “falacia socrática” conlleva, en Sócrates furioso, una visión metafísica de la moral y la po-lítica: si somos buenos, produ-ciremos buenos efectos socia-les; si somos malos, incremen-taremos el mal en nuestro contexto social. La “falacia so-crática” supone que “conoci-miento, acierto, bondad y feli-cidad caminan juntos” (pág. 86). Albert Camus, en El hom-bre rebelde (1952), previno acerca de que el bien absoluto, representado por Saint-Just, es el anverso del mal absurdo en-carnado por Sade. La virtud practicada en su extremo como sacerdocio es tan terrorista co-mo la mayor trasgresión del li-bertino. Los “crímenes de la pasión” y los “crímenes de la lógica” tienen, para Camus, una frontera incierta. Sócrates, Jesús, Descartes y Hegel están entre los artífi ces más destaca-bles de una búsqueda del abso-luto entre fi lósofos y sacerdotes que acabe con el mal pero no

garantizan la cruenta e indis-criminada inmolación de la justicia11.

Sin embargo, la historia del siglo xx es la de los mayores atropellos políticos en aras de la justicia política. Del Águila va a enfrentar dos furias: la del inte-lectual socrático, que se indigna porque el mundo no se ciñe a su pensamiento; y la de la ciudad, que brama por preservar el orden establecido. Un pensamiento político que comprenda el mal como elemento propio puede considerar que quizás sólo el mal pueda combatir el mal y que de-bamos ahondar en las condicio-nes en que el empleo del mal es legítimo. John Stuart Mill apun-tó en su breve Diario un razona-miento semejante. Maquiavelo –nos dice–, era perfecto hasta en la villanía, pues sabía que cuan-do la maldad se presenta a nava-jazos no cabe andarse con fl ori-turas con el fl orete (4-2-1854). El mal no sólo es requisito para la evaluación de otras acciones como buenas sino el elemento imprescindible de la libertad del hombre y la materia de su res-ponsabilidad12. Si la considera-ción del mal es fi rme, habrá que fi jar las condiciones públicas de un instrumento –la política– controvertido en la lucha contra el mal. Pero debemos ser cons-cientes de que bien y mal se en-cuentran entrelazados y de que el remedio contra el mal debe tener un pie en el mundo. La política no metafísica genera, desvanecido el sueño de un mundo perfecto, una justicia imperfecta, única capaz de con-trarrestar el mal en el mundo.

La autenticidaden vez del disimulo Pero, ¿qué tipología asienta Ra-fael del Águila de Sócrates como intelectual? En primer lugar, la del hombre rodeado del orden mundano, sencillo, bueno y ver-

10 Friedrich Nietzsche, Die Geburt der Tragödie. Oder: Griechentum und Pessimismus (traducción e introducción Andrés Sánchez Pascual, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo, Alianza Editorial. Madrid, 1973, 278 págs., págs. 108-149).

11 Albert Camus, L´homme révolté . Gallimard, París 1951, (traducción Luis Echávarri, El hombre rebelde, Losada. Argentina, 8ª ed. 1975, 283 págs.

12 Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel. Barcelona, 2003, 193 págs., págs. 68-69, 74-75.

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JULIÁN SAUQUILLO

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dadero, que compromete los fundamentos dogmáticos de la ciudad con sus preguntas. No le hizo falta escribir para granjearse la enemistad de la ciudad. A Sócrates le parecía que escribir suponía abandonar la selección de quienes eran capaces de se-guirle. Sócrates es el fi lósofo que busca la verdad y que la dice de frente. Descarta el “disimulo po-lítico” presumido por el conser-vador Leo Strauss en todo pensa-dor político13. Le parece –en el Protágoras–, que esconderse le puede granjear aún más odios de la muchedumbre y de los pode-rosos. Así que, pese al juicio con-denatorio fi nal, su actitud abierta y cercana a la calle no cambia. Del Águila establece una clara diferencia entre la disposición aristocrática y partidaria del go-bierno de los sabios, porque po-seen conocimientos estables, y la disposición mundana de Sócrates, partidario del razonamiento y di-solutivo de los saberes sólidos por dogmáticos. Sócrates furioso no pretende elaborar un razona-miento útil a los políticos en aras de una política de los políticos. Si el entrelazamiento de bien y mal, así como la consideración de los efectos de las decisiones políticas en la ciudad, se manifi esta muy weberiano, su búsqueda de un nuevo “juicio político” no lo es, ya que considera claramente que la política no tiene por qué ser una actividad profesional en el futuro.

Nada menos maquiaveliano que un destino que nos arrastre, como a Sócrates, al decir recto por improcedente que resulte. En la teoría de la acción de Ma-quiavelo hay una refl exión sobre el propio carácter del actor, so-bre la base de tres conceptos fundamentales: fortuna, virtud y ocasión. El hombre virtuoso es no sólo el que previene los

acontecimientos que habrán de sobrevenir en el futuro sino quien sabe manejarse dentro del bien pero puede internarse en el mal con soltura cuando la situa-ción lo requiera. La fortuna, por azarosa y marcada por el desti-no, no depende del actor –se-gún la distinción de Epicteto entre “lo que pende y lo que no pende de nosotros”– y se ense-ñoreará aunque el más virtuoso haya dispuesto los mayores cui-dados y cautelas. Sin embargo, el eje fortuna-ocasión ha de considerar la ocasión particular y concreta, con su mayor casuís-tica posible y el carácter del ac-tor más variado que las hojas de un bosque entre sí.

A veces las ocasiones se ade-cuaron al carácter de un prínci-pe taimado y contenido que relentizó el momento de la de-cisión hasta que le resultara óp-timo y siempre ganó así los combates; otras ocasiones, en cambio, requirieron un príncipe arrojado que sin más miramien-tos arrebatara el poder al con-trario sin darle tregua para el cálculo de qué le resultara más conveniente. ¿Pero qué ocurrirá cuando al príncipe prudente se le presente una ocasión que exi-ja una rápida resolución y al príncipe intrépido una ocasión que le requiera moderar el im-pulso? Que sus vidas desgracia-damente ratifi carán la conso-nancia de sus diversos caracteres con el éxito social hasta enton-ces. Ambos fracasarán, por ello, sin que lleguen a dar crédito por no haber sabido adaptar y do-minar su carácter a lo más pe-culiar de cada ocasión. Para Maquiavelo, esta doma de la propia psicología es lo más difí-cil y, así, aconsejaba ser, mejor, temerario e impulsivo que reca-tado y moderado. Dominar la propia psicología es lo más difí-cil para el propio sabio14. Y, por supuesto, es lo que Sócrates ni consideraba, pues no pensaba que hubiera que ponderar la “verdad” a ningún cálculo pru-

dencial. El propio Mill, admira-dor de Maquiavelo, como vimos en su Diario, señala a Sócrates como quien mejor puede dispo-ner qué calidad o cuánta canti-dad de felicidad conviene a sus conciudadanos (24-3-1854).

¿Qué elementos recupera Rafael del Águila del programa refl exivo de Sócrates? Su acera-da ironía con las verdades esta-blecidas, dentro de una inten-ción educativa que propugna la búsqueda permanente en co-mún más que arribar al conoci-miento sólido y estable. De las cuatro metáforas empleadas por Platón para caracterizar la dis-posición fi losófi ca de su maestro –víbora, pez, partera y tábano–, Rafael del Águila se centra en las dos últimas, dentro de la ca-racterización positiva de la tarea fi losófi ca de Sócrates. La partera ayuda a engendrar lo que es via-ble y sano, como el fi lósofo está más empleado en ayudar a alumbrar los pensamientos a otros que los propios; y el tába-no aguijonea a los ciudadanos con el veneno de su órgano punzante. Son dos actividades de diferente signo: a nadie se le ocurriría, en su sano juicio, ino-cular al recién nacido el germen de la destrucción de sus instin-tos refl ejos. La disposición que Sócrates enseña es la opuesta a la aceptada por el liberalismo en la modernidad. La compulsión a emplear las mejores energías en el propio bienestar es el an-verso de la despreocupación por el espacio público, según la des-cripción y el vaticinio elaborado por Tocqueville para la moder-na democracia en La democracia en América (1835, 1840). Por ello, Rafael del Águila encuen-tra en la Antigüedad socrática los mimbres teóricos para vin-cular el cuidado de uno mismo con el cuidado de los otros, de la ciudad, dentro de un republi-canismo antiguo.

Este republicanismo antiguo es muy preciado a los fi nes de reconstrucción del espacio pú-blico que propone Rafael del Águila. Aunque se hace eco de la refl exión de Foucault y sinto-niza con el designio fi losófi co

que previene de considerar fi ló-sofo a quien procura que sus conciudadanos no sigan pen-sando igual, con los mismos tó-picos, después de que su activi-dad refl exiva se dé, la conclu-sión de Foucault es tanto más estratégica y política que la de Sócrates furioso. Desde luego, Rafael del Águila está más cerca de la crítica de las ideas fundan-tes de nuestra modernidad –en su extremo, favorecedoras de Auschwitz– que de la apelación y acopio de principios de justi-cia de Rawls o del ágape cristia-no de Taylor; pero su propuesta es más ética y menos política que la de Foucault. Comparte con el escritor de El cuidado de uno mismo y El uso de los placeres (1984) en la necesidad de volver a los antiguos para realizar una propuesta moral para nuestros días. Incluso, coincide en la crí-tica a los intelectuales de corte moderno. Foucault desdeña al “intelectual universal” que se erige en portavoz de la justicia universal de todos los deshere-dados de la tierra. Voltaire y Sartre son dignos representantes de este arquetipo público. Pero la propuesta fou caultiana de “intelectual específi co”15 reto-ma más la radicación de “quien habla y desde dónde habla”, de quien denuncia los desmanes (concretos) no de la Historia si-no de cada historia institucio-nal. La radicación del intelec-tual socrático en un topos más abierto y más amplio que las instituciones de poder –la ciu-dad– le permite a Rafael del Águila hacer una propuesta éti-ca a la ciudadanía. Mientras que Fou cault la dirige a sujetos con-cretos, los “intelectuales espe -cí ficos” (profesores, físicos

13 Leo Strauss, ‘Persecution and the art of writing’, Persecution and the art of writing, Th e University of Chicago Press, Londres y Chicago, 1952, 204 págs., págs. 22-37 (edición Antonio Lastra, Persecución y arte de la escritura y otros en-sayos de fi losofía política, Edicions Alfons el Magnànim, 1996, 166 págs., págs. 57-92).

14 Federico Chabod, Escritos sobre Maquiavelo, Fondo de Cultura Econó-mica. México, 1984, 424 págs.

15 Michel Foucault, ‘Entretien avec Michel Foucault’ (entrevista con A. Fon-tana y P. Pasquino, junio de 1976), Dits et écrits II, 1976-1988, (edición esta-blecida Daniel Defert y François Ewald con la colaboración de Jacques Lagran-ge), París, Gallimard, Quarto, 2001, 1735 págs., págs. 140-160, págs. 154-160 (traducción ‘Verdad y poder’, Sexo, Poder y Verdad. Conversaciones con Michel Foucault (Miguel Morey, ed.), Materia-les. Barcelona, 1978, 280 págs., págs. 215-237).

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LA HERIDA DE SÓCRATES

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nu cleares, periodistas, jueces, edu cadores sociales...) y a la ex-periencia de las luchas popula-res (trabajadores, locos, enfer-mos, niños inadaptados, ancia-nos, delincuentes...). Coinciden en el interés político de “tomar la palabra” para la libertad de la ciudad, pero se diferencian en el grado de importancia concedi-da a que en los juegos lingüísti-cos siempre hay un poderoso y otro que carece de poder. Para Foucault, la pregunta sobre quién habla y desde dónde ha-bla supone que los diálogos rea-les siempre sufren una ordena-ción del discurso por la que no todos tenemos el mismo poder en la ciudad y en las institucio-nes concretas.

La soberanía de la palabra y el malRafael del Águila no subraya en la práctica de Sócrates en la ciu-dad la emergencia de una con-ciencia moral individual inso-bornable sino la aparición de una nueva soberanía en la polis: la soberanía de la palabra, de la inteligencia, de la razón, del lo-gos. Sócrates representa el acata-miento de las leyes de la ciudad, con plena conciencia de que la refl exión continua genera du-das, incertidumbres, críticas, en vez de prejuicios, convenciones, tópicos y dogmas. El acatamien-to no borra la tensión heroica de la crítica en Sócrates. La obe-diencia y la prudencia para con la ciudad no supone el abando-no de la crítica y la rebeldía sino la conciencia de que no existe crítica sin la existencia de la ciu-dad, fuera de ella. Pero no todo pensamiento refuerza la ciudad, ni la solidez de la ciudad es in-vulnerable a cualquier crítica. Ante el vértigo que produjo la inconcilibialidad de dos bienes inconmensurables –la ciudad y la crítica–, la “falacia socrática” pretende, según Rafael del Águila, solventar una tensión verdaderamente irresoluble.

La falacia pretende convencer de que actuar bien siempre trae consecuencias positivas y que la crí tica siempre produce buenos efectos. Sócrates furioso revela que

el “Sócrates santo” ha impregna-do nuestra cultura en toda suerte de profetas e intelectuales que con sus buenas intenciones creen guiar al mundo al bien y apartar-lo del mal. No se ha asumido, entonces, que el mal es consus-tancial a la vida y a la actividad política sino que se ha invocado a toda suerte de divinidades para justifi car las guerras y las perse-cuciones bajo la forma de teodi-ceas. Uno de los aciertos de Ra-fael del Águila es prevenirnos también de las antropodiceas que, bajo la excusa de construir al hombre nuevo, justifi can todo autoritarismo en el lugar dejado libre por la divinidad. Nuestra tradición no es ajena a unos mar-cados orígenes maléfi cos que Sócrates furioso estudia en la mi-tología griega y cristiana. Una de las partes más cautivadora y esti-mulante del libro es esta incur-sión por la mitología de Adán y Eva, Caín, Crono y Urano, Zeus y Atenea... La lectura de estos mitos de suma violencia o la in-terpretación de fuentes trágicas o bíblicas, como La Orestiada de Esquilo o la Epístola a los Roma-nos de Pablo de Tarso dejan de ser conocimientos eruditos, más o menos mostrencos, para ser una convincente propuesta teó-rica sobre la pervivencia sustan-cial e ineluctable del mal en la política. La mitología muestra un origen social en el que predo-minó el caos y el mal, tan sólo contrarrestables con la violencia y el sacrifi cio o la pérdida.

Hobbes y Maquiavelo fun-dan la teoría política, dentro del argumento empleado en el li-bro, en la irrenunciabilidad de la aplicación de la violencia y la causación del dolor en aras de evitar sus peores consecuencias. Ambos representan los impera-tivos de la política en el contex-to de la vida atravesada por el dolor y el confl icto. No admi-ten que la moral pueda limpiar la malevolencia del poder o que la economía fi je las inocuas re-glas de juego de la política. Ra-fael del Águila se refi ere críti-camente a estas huidas de la política: las huidas moral y eco-nómica. Ambas no consideran

el gobierno de la ciudad como administración del mal necesa-rio para evitar males mayores. La crítica de Sócrates furioso a la huida económica y moral de la política es maléfi ca en grado su-mo. Tiene un precedente en la teoría política tan sagaz y astuto como diabólico. El tan denosta-do como perspicaz Carl Schmitt –se consideraba el Maquiavelo del siglo xx, él mismo– supone que la moral y la economía no eran sino formas de una misma sustancia política caracterizada por la fuerza y la dominación. Después de todo, sólo el sobera-no establece defi nitivamente qué es bueno y qué es malo. Además, sólo necesita imponer económicamente una política de precios para eliminar por ina-nición y hambre a su competi-dor menor sin necesitar decla-rarle “enemigo”. El diagnóstico de la política como un destino caracterizado por la división amigo/enemigo, expuesto en El concepto de la política (1920-1932), puede ser tan desagrada-ble como lúcido16. Sus conse-cuencias recorrieron la primera mitad del siglo xx, bajo forma de todo tipo de eliminaciones sistemáticas, purgas, persecucio-nes y confl ictos armados, pero subraya una raíz maléfi ca de la política que no sólo caracteriza a los gobiernos totalitarios sino también a los liberales.

El holocausto marca, en el ar-gumento de Sócrates furioso, el punto de infl exión del mal. El imperativo moral suscrito por su autor es el adorniano “obra de tal forma que Auschwitz no vuelva a ocurrir”. Pero las encar-nizadas raíces del holocausto desbordan el recinto del campo de concentración: atienden tanto a la malignidad de quienes lo producen (mal radical en Kant), como a la pasividad e indiferen-cia públicas de los ciudadanos

(mal banal en Arendt), o al puritanismo de pretender ajus-tar racionalmente el mundo a lo que debe ser (Bauman). Los peores efectos del mal en el pa-sado siglo indican, para Rafael del Águila, un imperativo teóri-co y práctico: encarar la consus-tancialidad del mal en el mundo para domarlo. O, lo que es igual, afrontar lo que la “falacia socrá-tica” impide. Los ciudadanos deben comprender que no hay una regla universal que resuelva todos los dilemas sino que he-mos de soportar la “carga del juicio”. La gran aportación de Sócrates es el rechazo de toda conclusión defi nitiva. La no me-nor aportación de Maquiavelo es la responsabilidad en el ejerci-cio del mal, de la fuerza, en aras de que exista un espacio público donde ejercer el juicio político público por los ciudadanos.

De ciudadanos, intelectuales y políticosLa propuesta de reconstruir un juicio político público encierra en Sócrates furioso una impor-tante confi anza en la ciudadanía. Coincide con un cierto crepús-culo de los intelectuales que, seguro, no tendrá una aurora como la del siglo xix. Cuanto menos dualización cultural exis-te de la sociedad, coincidente con la extensión social de la cul-tura, menos poseen los intelec-tuales el aura de profetas o cléri-gos que tuvieron cuando se tra-taba de esclarecer sociedades, como las de fi nales del siglo xix, tanto más fragmentadas cuanto complejas. El papel del intelec-tual languidece hoy tanto más cuanto el nivel cultural de las so-ciedades contemporáneas es más alto y mayor es el papel de me-diación de los medios de comu-nicación social entre los intelec-tuales y sus potenciales audien-cias. Aunque los intelectuales generan su propia sensación de crisis como condición de su existencia, puede hablarse de un cierto agotamiento del maître á penser, tal como señala Emilio Lamo de Espinosa. El intelec-tual ha perdido su decisivo papel como autoconciencia social que

16 Carl Schmitt, Der Begriff des Poli-tischen. Text von 1932 mit einem Vorwort und drei Corollarien, Berlín, Duncker & Humblot GmbH, 1987 (traducción Ra-fael Agapito, El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres coro-larios, Madrid, Alianza Editorial, 1991, 153 págs.).

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JULIÁN SAUQUILLO

devuelva a los ciudadanos una imagen unitaria de la totalidad que la especialización de tareas y la complejidad social impide17.

No ocurre así con la profesio-nalización de la política, en alza con la conversión de la agenda política en tanto más compleja cuanto más desarrolladas y glo-balizadas son las sociedades. Sócrates furioso desarrolla un te-ma clásico de la teoría política: la participación ciudadana. Co-incide con la sensibilización ac-tual de los ciudadanos con la esfera pública. Va a ser un muy buen antídoto contra la “des-afección” por los asuntos públi-cos. También conecta con la concepción humanista de la po-lítica como “vita política activa”, tan en boga a partir del sumo interés cobrado por el pensa-miento de Hanna Arendt. Un interés muy justifi cado18. Rafael

del Águila ha encarado ahora el compromiso republicano de los ciudadanos como elemento im-prescindible de una política de-mocrática en un sentido neto. Va a romper, entre los lectores, muchos de los equívocos de la ciudadanía cuando opina de las cuestiones públicas desde las pu-ras convicciones sin hacer aco-pio de otras consideraciones de “fuerza mayor”. A veces los ciu-dadanos se parecen a un grupo de pacifi stas protestando en ple-na guerra, sin consideración a la inminente invasión del enemigo que les va a hacer prisioneros. Insistir en una política de la que se hagan cargo los ciudadanos, y no sólo los políticos responsa-bles, es muy oportuno. El otro ingrediente imprescindible de la política en las “democracias de audiencia” es la inevitable profe-

sionalización de la política. En-tre unos y otros, los ciudadanos y los políticos, los intelectuales no saben si situarse dentro o fuera del Palacio19. Pero la acti-vidad de los políticos cuenta con una mayor defi nición que la de los intelectuales. Cada vez más los líderes políticos acarrean los “costes de información” que re-quiere la toma de decisiones rá-pida sobre asuntos complejos. Indudablemente, la política no sólo es una actividad de los polí-ticos pero lo es también de los políticos. Una lectura republica-na, como la aquí traída, y no autárquica, de Maquiavelo pue-de extender la responsabilidad política, más allá de las esferas de decisión política, a los ciuda-danos. Rafael del Águila, en La senda del mal –telón de fondo de

Sócrates furioso– y ahora, ha con-tribuido muy sugerentemente a disolver el muro socrático que separa a los ciudadanos y los po-líticos. En el futuro, puede que haya menos impecables y los implacables cabe que sean más reducidos en número. Quizá la política comience a ser menos utópica y más dilemática. El co-metido del ensayo de Rafael del Águila queda sólidamente fun-damentado y viene muy al caso. Es deseable que la actividad po-lítica no sea un monopolio y sea más juiciosa. Y, aquí, todos los esfuerzos de intelectuales, ciuda-danos y políticos no serán bal-díos en la reconstrucción de un discurso público. ¿O no? ■

Julián Sauquillo es profesor de Filo-sofía del Derecho. Autor de Para leer a Foucault.

17 Emilio Lamo de Espinosa, ‘La so-ciedad de los intelectuales’, op. cit., págs. 187-201 y 208-218.

18 Cristina Sánchez Muñoz, Hannah Arendt, El espacio de la política, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2003, 364 págs.

19 Pier Paolo Pasolini, ‘Fuera de Pa-lacio’, Cartas luteranas (traducción Josep T Antonio Giménez Merino y Juan Ramón Capella), Trotta. Madrid, 1997, 158 págs.

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De los restaurantes chinos a la cafetería ThyssenLos restaurantes chinos a veces producen una irreprimible apren-sión. En algo contribuye la deco-ración, que suele ser de un kitsch indescriptible, y la engañosa varie-dad de los menús, que no es tal, ya que difícilmente se encuentra un restaurante chino donde los platos no sean una simple combinatoria de los mismos ingredientes. Por no hablar de la sospecha de que el pato a la pequinesa, que –por su-puesto– no tiene nada de Pekín, probablemente tampoco tenga nada de pato. Pero lo más inquie-tante es el elevado número de ca-mareros que es común encontrar en estos restaurantes. Suelen ser casi siempre muy jóvenes y todos igualmente inexpresivos y efi caces mientras atienden a la clientela a todas horas, todos los días del año, los siete días de la semana. La aquiescencia absoluta de estos tra-bajadores exóticos resulta tanto más asombrosa cuanto que, en el trato con los clientes, nunca se de-ja ver en ellos ni asomo de descon-tento o de revancha por las condi-ciones laborales en que se desem-peñan, por mucho que sean claramente desfavorecidas, com-paradas con las de los demás tra-bajadores del ramo de la hostele-ría. En cierto modo, en los restau-rantes chinos parece consumarse el deseo inconfesado del patrón capitalista que sueña con dotarse de trabajadores lo mejor dispues-tos y más sumisos que pueda ima-ginarse. Pero aunque la inusitada sumisión de los trabajadores chi-nos suscita inquietud, lo más an-gustioso es pensar que muy pro-bablemente detrás o por debajo de ellos hay otros trabajadores chi-nos, aún más explotados, dedica-dos a tareas aún más exigentes y

quizá más crueles, trabajando a todas horas, todos los días del año: ya se trate de lavar los platos o de recoger los desperdicios que pro-duce el establecimiento o de lim-piar los retretes.

Una angustia muy parecida pe-ro de sentido inverso la produce la llamada Colección Th yssen que se expone en un palacete del Paseo de la Castellana, en Madrid. Cada vez que la visito –y tiendo a hacer-lo no muy a menudo, precisamen-te para evitar el pasmo– no puedo reprimir la idea de que una sola de estas obras extraordinarias, cual-quiera de ellas, vale una cantidad que yo no podría pagar aunque trabajase toda mi vida, todos los días del año, como un camarero chino, e incluso –si fuera posi-ble– durante varias vidas. La esca-la social tiene estos contrastes sor-prendentes. Cuando se mira hacia arriba o hacia abajo de la posición que ocupamos en ella la mayoría de nosotros, la impresión puede resultar a veces igualmente inson-dable. No parece que haya límite para la riqueza o la miseria posi-bles y no es preciso ir muy lejos para comprobarlo. Ningún Estado o sociedad del bienestar, por am-plio y generoso y racionalizado que sea, está en condiciones de evitarnos la experiencia abismal que producen la riqueza o la po-breza absolutas.

Sin embargo, una virtud indis-cutible en nuestras sociedades es que han sabido mitigar en parte las brutales diferencias de riqueza con infi nidad de paliativos y com-pensaciones simbólicas, unas más ilusorias que las otras. La tarjeta de crédito, por ejemplo, nos da la ilusión de poseer dinero en cual-quier momento, de modo que nunca nos sentimos en estado de indigencia; las llamadas “leyes so-

ciales” han dado carta legal al cris-tiano amor al prójimo y se hacen cargo de la caridad y la sanidad pública redistribuyendo los fon-dos que los propios trabajadores prevén para sus momentos de pe-nuria. De esta manera, nadie se siente del todo desamparado. Los hipermercados nos permiten sen-tirnos rodeados de un número incalculable de artículos que po-demos tocar, sopesar y oler sin sentirnos obligados a comprarlos. Los deportes de masas y la cultura pop dan a los humildes de origen la oportunidad de acariciar la fa-ma y convertirse en millonarios; y las grandes cadenas de indumen-taria, como Benetton o Zara, vis-ten a todo el mundo de un diseño igual y barato que nunca se desac-tualiza, porque los que manejan estas empresas se las arreglan para mantener el tono de sus coleccio-nes de acuerdo con la moda vi-gente que, como sabemos, cambia de manera vertiginosa. Y si se trata de comer, las hamburgueserías MacDonald’s –como apunta Enzensberger citando a un econo-mista– deberían fi gurar entre los baluartes del igualitarismo pos-moderno, ya que suministran la misma comida, al mismo precio y con la misma calidad a toda per-sona que traspasa la puerta del establecimiento sin distinción de clase, raza o religión en todas las regiones del planeta y en las más atractivas esquinas de todas las ciudades importantes.

Nunca seré tan rico como Th yssen, pero no me importa. Con todo, a veces me da por pre-guntarme ¿cómo es posible llegar a ser tan rico? Podría pensarse que mi asombro ante el tesoro de los señores Th yssen, amasado durante tres generaciones dedicadas al lu-crativo negocio de la industria del

armamento, es fruto de un sinies-tro odio de clase, pero no es así. La mayoría de los españoles y yo, atemperados como estamos por las mediaciones y las compensa-ciones más o menos reales o ima-ginarias que nos suministra la so-ciedad de consumo, no tenemos nada que achacar a los Th yssen y no experimentamos rencor alguno cuando los hemos visto aparecer innumerables veces, siempre son-rientes, retratados sobre el fondo de su abrumadora riqueza. La for-tuna, cuando es favorable –sobre todo si es, como en el caso de los Th yssen, muy favorable– es casi siempre fruto del azar, de ahí que estos señores puede que nos parez-can como unos que han acertado con la lotería con la salvedad de que no han tenido que comprar billete alguno.

Pobreza e inmigraciónEn cambio, cuando miramos ha-cia abajo, a algunos de nosotros no nos sucede lo mismo. Los más pobres, los miserables absolutos, sí que nos resultan escandalosos, no sólo porque no salen en las revistas frívolas o en los catálogos de arte sino porque se revelan además co-mo las víctimas inconfundibles e inconsolables, si no de la fortuna, de un destino cruel: el que depa-ra a millones de hombres y mu-jeres la división del trabajo desde el neolítico según una fórmula económica y social que –paradóji-camente– funda la posibilidad de una vida próspera.

La pobreza –más que la rique-za– absoluta es especialmente sig-nifi cativa hoy día ya que, junto con la marginalidad y la desespe-ración que conlleva, es el principal factor desencadenante de las mi-graciones. De modo que cuando se considera la cuestión de la in-

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S O C I O L O G Í A

LA NUEVA ESCLAVITUD Y SUS CÓMPLICES

ENRIQUE LYNCH

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migración, es decir, la incorpora-ción a una economía próspera y desarrollada de grandes contin-gentes de trabajadores foráneos, sin méritos específi cos ni acredi-taciones, más que de una fuerza de trabajo corriente se está ha-blando de un tipo de trabajador especial que mucho se aproxima a la condición de estos seres infeli-ces, los más desfavorecidos, abso-lutamente pobres o desguarneci-dos, que en nada se parecen a un trabajador corriente1. Aunque re-sulte tópico, merece la pena tener siempre presente que el inmigran-te no es un agente que concurre al mercado de trabajo en posición competitiva respecto de sus com-pañeros de clase sino que se trata de un trabajador en grado de ne-cesidad fi nal. Téngase en cuenta que la alternativa última que tiene un individuo para salvarse, antes de quitarse la vida o de salirse de la sociedad (lo que muchas veces viene a ser lo mismo), es recurrir a esa especie de huida vergonzan-te, de escapatoria, que es emigrar. Sin embargo, ningún individuo nace o se forma con el deseo de abandonar su tierra o su gente, tanto como tampoco se nace para ser extranjero.

Por otro lado, no está de más recordar que el nomadismo (por

cierto, también desde el neolítico) es visto por doquier como cos-tumbre sospechosa o escandalosa o repudiable, hecho que explica en parte la desconfi anza y la dis-criminación prejuiciada que susci-tan, desde tiempo inmemorial, los judíos y los gitanos. Así pues, mu-cho recelo aguarda al trasplantado; y aunque con suerte y mucho sa-crifi cio el emigrante –convertido en trabajador incondicionado e incondicional– logre implantarse al lado de los trabajadores autóc-tonos y, si acaso, llegue a una po-sición competitiva en el mercado de trabajo, no debemos engañar-nos respecto de su condición esen-cial. Siempre estará desamparado porque su presencia es tolerada a condición de mantenerse como fuerza de trabajo bruta y pura. Es decir, su existencia misma se legi-tima por la naturaleza de su ori-gen: absoluta disponibilidad, sin condiciones, como absoluta es la pobreza de la que procede. Puede trabajar, sí, pero sólo si admite sin rechistar que ha de hacerlo como un esclavo.

La sociología y la demografía al uso ponen el acento en la condi-ción de extranjería del que migra, pero el papel social de los inmi-grantes no se determina por el hecho de ser más o menos extran-jero sino por la función que cum-ple en la sociedad y la economía que lo recibe. Y ésta no requiere más trabajadores sino trabajadores dispuestos a esclavizarse.

Se ha comparado la condición de los inmigrantes con la de los numerosos contingentes de bár-baros que se incorporaban masi-vamente al sistema productivo del tardo Imperio Romano, trabaja-ban los campos y las canteras, en-señaban en las escuelas o se alista-ban en las legiones, muchas veces

para combatir a sus propios con-géneres. Y es evidente que esta comparación tiene algo de verosí-mil. Pocas cosas parecen haber cambiado en este terreno desde los tiempos de los emperadores fl avios: resulta harto elocuente que el jefe militar de las fuerzas norteamericanas e inglesas inva-soras de Irak se llame Sánchez. Pero de nuevo la casuística puede resultar un peligroso equívoco. Los wet backs que se infi ltran en EE UU, de los que quizá procede el general Sánchez, no lo tienen por representante, como los ne-gros americanos de los slums de Chicago no tienen nada en co-mún con el secretario de Estado Powell o con Condoleeza Ryce, salvo el color de la piel.

La disponibilidad absoluta del inmigrante se revela en la extraña docilidad de los camareros chinos y, todavía más, se manifi esta en la presencia fantasmal de esos otros trabajadores que no alcanzamos a ver justamente porque permanecen ocultos detrás de los paneles kitsch de laca brillante, dorada y carmesí. Son tan sumisos que se ocultan deliberadamente para que su con-dición abominable no llegue a ofendernos.

Otro equívoco harto habitual es el uso del argumento “antiglo-balizador” con relación a la inmi-gración. Se suele argumentar que la emigración está fomentada por la denominada “globalización” y, naturalmente, se presume un plan “global” para administrar los des-plazamientos de población. Aquí se confunde la causa con el efecto. No es la “globalización” la causa de la migración sino al revés: de pronto descubrimos que nuestro pequeño mundo se ha “globaliza-do” porque el barrio se llena de seres extraños. En la medida en

que se trata de una fuerza de tra-bajo elemental, de libre disponi-bilidad para el sistema de la ex-plotación del trabajo, la inmigra-ción no se moviliza por la llamada “globalización” sino por la espe-luznante diferencia de calidad y de perspectiva de vida que separa a las naciones centrales de las pe-riféricas. Su presencia y su fun-ción en la nueva economía “glo-balizada” no es la de una masa laboral corriente sino que tiene todas las trazas de lo que con más justicia habría que llamar forma posmoderna de la esclavitud, ya que los inmigrantes llegan a nues-tras sociedades empujados por la indigencia de sus respectivas con-diciones en sus lugares de origen y se muestran resignados a acep-tar lo que les echen. A diferencia de otras corrientes migratorias masivas del pasado, como las que ayudaron a poblar América o Australia, esta inmigración no só-lo está movida por la miseria ori-ginaria sino por la certeza de que las sociedades de “acogida” tienen tareas que los trabajadores locales se niegan a hacer porque son in-humanas o porque las condicio-nes en que se tienen que llevar a cabo son espantosas para los es-tándares vigentes en esas socieda-des. Son inmigrantes que no sólo huyen de su propia penuria sino que además acuden a un llamado. Lo más signifi cativo de esta op-ción fi nal por hacerse esclavo –lo mismo que en la decisión de pros-tituirse o de delinquir– es que viene acompañada por fuerza de una enorme esperanza de salva-ción. Contra lo que sostiene el samaritanismo sociológico, el de-lincuente social, la prostituta o el chapero, igual que el inmigrante-esclavo, no sólo son víctimas de sus propias necesidades insatisfe-

1 Me vienen a la memoria unos per-sonajes de cuya existencia me habló, hace algunos años, el escritor Rafael Sender, a la sazón director del Institu-to de Cooperación Iberoamericana en Lima. Según Sender, por los barrios más pobres de Lima se suele ver deambular, de vez en cuando, a unos individuos que van completamente desnudos. Son tan pobres, tan pobres, que han retrocedido a una especie de condición adánica y, quizá por eso mismo, gozan de trato reverencial por parte del pueblo limeño. Se los llama “calatos”, que en español clásico signifi ca “desnudos”.

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chas sino sobre todo son fi eles a sus respectivas esperanzas, lo que explica en parte que los fenóme-nos sociales que ejemplifi can sean endémicos y que haya sido impo-sible erradicarlos en todas las épo-cas y regiones del mundo donde se hayan manifestado. ¿Cómo se puede convencer a un individuo de que no tiene que abrigar espe-ranza alguna?

De modo, pues, que la cues-tión planteada por la condición de los inmigrantes pone en pri-mer plano no sólo la situación que aqueja a un determinado sec-tor social en relación con los de-más, sino la existencia en nuestras economías de grandes áreas don-de se reclama personal para tareas que –con razón– nadie quiere realizar. Tareas crueles y malsanas a las que corresponden bajísimos jornales, jornadas laborales inter-minables, y sus contrapartidas en la vivienda o la protección social. ¿Quién no ha visto las condicio-nes infrahumanas de vida en que sobreviven, hacinados en pisos o casas compartidas, semejantes a conventillos o falansterios, en los centros deprimidos o en la peri-feria de las grandes urbes, antros que muchas veces recuerdan a los galpones y quilombos donde los trafi cantes colocaban a los negros llevados a América para ser ex-plotados como mano de obra esclava?

Una economía necesitada de esclavosSe da por hecho que los inmi-grantes son requeridos por nues-tras economías pero no se exami-na para qué. Nuestras economías no requieren trabajadores, re-quieren esclavos. La existencia en nuestras sociedades de crecientes sectores de producción esclava, por cierto, no sólo suele ser pasa-da por alto por los tecnócratas neocapitalistas sino por la mayo-ría de los ideólogos de la social-democracia, que coinciden con los neocapitalistas en tratar la condición de los inmigrantes co-mo una situación urgente pero al fi n y al cabo, transitoria que se resolverá a largo plazo con el cre-cimiento natural de la economía y a la que, de momento, sólo ca-

be buscarle mitigación por la vía asistencial con vistas a la integra-ción social de los recién llegados. Por no hablar de los sindicatos, cuyas bases y afi liados, por otro lado, no se cuentan entre las más dispuestas a acoger de buena ga-na a los recién llegados. Poca, casi ninguna solidaridad se ma-nifi esta entre los trabajadores lo-cales hacia estos menesterosos que, como el ejército industrial de reserva de que hablaba Karl Marx, vienen a desmantelar las conquistas sociales conseguidas tras siglo y medio de luchas al aceptar ocupar puestos de traba-jo sin pretensión alguna o en condiciones claramente inferio-res a las aceptadas por los traba-jadores locales.

Igual que esos trabajadores que no vemos nunca en los res-taurantes chinos pero que tene-mos la certeza de que existen, los inmigrantes llegados a través del Estrecho de Gibraltar en las pa-teras o contrabandeados por las mafi as en contenedores de ca-miones venidos del Este o en las sentinas de los cargueros asiáti-cos, o simplemente por avión a Madrid desde Suramérica, des-aparecen en cuanto llegan y se diseminan por el aparato pro-ductivo local, de modo que sólo llegamos a saber algo de ellos cuando estalla, aquí o allá, algún episodio de xenofobia o cuando alguna catástrofe los trae a la luz: un falansterio que se incendia, un camión cargado de inmigran-tes que se estrella, una jauría neonazi apalea a algún inmigran-te magrebí desprevenido, etcéte-ra. Igual que los esclavos de la antigua Grecia, que no fi guran en los diálogos de Platón ni en los relamidos estudios sobre la antigüedad griega escritos por los helenistas alemanes2, los in-migrantes permanecen ocultos, denegados o soslayados por las

estadísticas por la simple razón de que representan nuestra fuer-za de trabajo esclavizada.

La pretensión de resolver este gravísimo problema por medio de una serie de medidas de lega-lización burocrática es a todas luces insufi ciente. Resulta fran-camente ilusorio pensar que un documento ofi cial, de la natura-leza que sea, pueda llegar a con-validar esta forma vergonzosa de esclavitud, recreada en pleno auge del neocapitalismo; y en realidad, la documentación o las leyes de inmigración o la exten-sión de unos pocos servicios so-ciales a los inmigrantes a menu-do recuerdan la función que ju-garon la mita y el yanaconazgo, dos sistemas de trabajo servil in-ventados por la Iglesia católica durante los tiempos del imperio español que sirvieron para explo-tar de forma salvaje a los indíge-nas de las Indias occidentales, eximiendo a la Iglesia del pecado de esclavismo.

El debate en torno a la condi-ción documentada o indocu-mentada de los inmigrantes, lo mismo que en su momento la mita y el yanaconazgo indianos, sirve para mitigar la mala con-ciencia de algunos pero sobre todo para ocultar la complicidad general de todos con una nueva modalidad de la esclavitud. Se hace ver que la legalización do-cumental, hecha con la pruden-cia y la razón, y la prolija meticu-losidad de unos funcionarios de migraciones, que siguen la con-sabida coartada de unas dispo-siciones sobre inmigración dic-tadas por las autoridades de Bruselas o Washington, demues-tra que los gobiernos pueden presentar una nueva imagen hu-manitaria y asistencial, por su-puesto dentro de las reglas con-sensuadas de la democracia re-presentativa en las naciones desarrolladas. La trasposición del problema a una fórmula buro-crática tiene además una función simbólica compensatoria adicio-nal ya que, curiosamente, satisfa-ce la conciencia de todos sin re-querir la precisión de defi nicio-nes políticas ni responsabilidades éticas de ninguna naturaleza. Las

derechas se sirven de la consigna de la “regularización” de los in-migrantes para redimirse de la acusación que desde siempre cae sobre sus políticas como dictadas por la xenofobia, el racismo y la discriminación social. Para éstos, la llamada “regularización” es claramente un eufemismo. Pero también sirve, por otro lado, pa-ra que cierto asistencialismo pro-gresista, localizado en la izquier-da, se reconforte en su inverosí-mil concepto de humanidad, según el estilo y la retórica al uso entre muchas ONG, que supues-tamente trabajan para curar las llagas de la miseria pero se cui-dan muy bien de no combatir contra sus causas y, por añadidu-ra, funcionan como prósperas empresas dedicadas al benevolis-mo. Las tesis de unos y otros se muestran muy enfrentadas pero, bien mirado, la derecha y la iz-quierda, al enfocar la cuestión de la inmigración, no disienten tan-to como parece, puesto que sus posiciones giran ambas en torno al mismo tópico: brindar como sea “hospitalidad” a los inmi-gran tes, gesto que unos interpre-tan como un intercambio de “papeles” por la esclavitud, y los otros como invocación “civiliza-da” al mestizaje y el multicultu-ralismo, que tiene por contrapar-tida también la esclavitud. A los inmigrantes sólo les cabe elegir entre ser esclavos documentados o esclavos amparados por la cali-dez humana multiculturalista.

En esta disputa de equivocida-des a veces resuena algún argu-mento siniestro. No hace mucho se argumentaba en Cataluña, des-de las autoridades locales y con evidente cinismo, que la inmigra-ción debía ser bienvenida porque por primera vez en varios lustros se había obtenido una tasa de na-talidad catalana positiva gracias a los inmigrantes. O sea que, ade-más de que el carácter foráneo y la miseria desprotegida de los re-cién llegados nos autoriza a escla-vizarlos, también hemos de pen-sar que su presencia nos reporta un benefi cio subsidiario en la me-dida en que, por una peculiar in-terpretación de una no sanciona-da ley de vientres, la reconocida

2 Merece la pena leer, por contraste con esta visión mistifi cada de la antigua Grecia, la descripción de la condición de los esclavos en la Hélade, enriquecida por la prosa expresionista de Gottfried Benn en una reciente traducción. Cfr. Gottfried Benn, El Yo moderno, trad. Enrique Ocaña (Valencia: Pre-Textos, 1999), págs. 116-120.

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ENRIQUE LYNCH

fertilidad de los nuevos esclavos nos asegura los contribuyentes que nos hacen falta para sostener nuestros retiros en el futuro3.

A estas formas de complicidad con la explotación de mano de obra esclava se añade el argumen-to de que los inmigrantes son “ne-cesarios” porque alguien debe rea-lizar las tareas que los trabajadores locales se niegan –pese a la todavía muy elevada tasa de desempleo– a ejecutar. Trasladado a quinientos años atrás el mismo argumento podría haber servido para justifi -

car el tráfi co de esclavos negros hacia la América española. En efecto, alguien tenía que trabajar en las plantaciones de algodón del sur de EE UU o en las minas de Brasil, alguien tenía que morir de malaria abriendo brechas en las selvas suramericanas. Y no faltará quien asegure que aquel terrible tráfi co de seres humanos, que du-ró trescientos años, también fue una “inmigración” cuyo saldo po-sitivo fue el mestizaje americano y la necesaria “fusión de las cultu-ras”, de la que nacieron entre mu-chos otros prodigios americanos, el jazz y el fútbol brasileño. La ideología multiculturalista revela aquí su papel cómplice con la nueva esclavitud.

En la época del mundo de la economía unificada no existe coartada razonable para el movi-miento forzoso de grandes contin-gentes de seres humanos de una región a otra del planeta como no sea la de encubrir la existencia de un sistema de producción necesi-

tado de explotación de mano de obra esclava y el propósito de las economías más poderosas de mantener su diferencia relativa fa-vorable incorporando a trabajado-res esclavos que mantengan inalte-rada la tasa de los benefi cios.

Ya no existe –¿pero existió algu-na vez?– el inmigrante feliz. No hay ni ha habido nunca auténticos “colonos”. Los Founding Fathers pertenecen al repertorio más míti-co de la historia de Norteamérica. Todo inmigrante lo es por penuria o necesidad, nunca por deseo o as-piración. Y hoy día la emigración es el síntoma incontrovertible del horror y de la profunda desigual-dad regional que separa a las eco-nomías periféricas respecto de las economías centrales desarrolladas, de modo que la verdadera lucha contra este urgente problema de nuestras sociedades, que conlleva, entre otros muchos asuntos no me-nos acuciantes, la reimplantación subrepticia de la esclavitud, debe enfocarse como una política man-

comunada dirigida a la supresión de las desigualdades que impulsan a los desdichados inmigrantes a ofrecerse de manera indefensa al abuso de quienes los explotan, ya sea con o sin papeles. Esto signifi ca rediseñar el sistema de la economía mundial, algo que –por desgra-cia– parece tan difícil como revertir las condiciones que han hecho a los Th yssen inmensamente ricos.

Para avalar esta posición sobran argumentos. Cabe hallarlos en cualquiera de las ideologías de la justicia social actualmente vigen-tes; pero, por extraño que parezca, no siento ninguna simpatía por ninguna de ellas, de manera que no me cabe si no reconocer que, al menos en esta ocasión, juzgo por puro resentimiento. Quizá por-que, al fi n y al cabo, yo también he sido inmigrante. ■[Barcelona, junio de 2004].

Enrique Lynch es escritor y profesor ti-tular de Estética en la Universidad de Barcelona.

3 Cabe consignar aquí una astucia más del Gobierno nacionalista de CiU encabezado por Jordi Pujol quien, al p pactó secretamente con las auto-ridades centrales en Madrid, distribuir a los inmigrantes de tal modo que Ca-taluña acogiese preferentemente a los que procedían del Asia y del África del Norte, de tal modo de desviar a los sur-americanos hacia otras regiones de Espa-ña. De este modo, Cataluña asumía su cuota de inmigración pero sin aumentar de forma peligrosa la proporción de his-panohablantes en su territorio.

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D E R E C H O P E N A L

LA PENA Y EL PENSAMIENTO PENAL

ANA MESSUTI

“Une nappe de déraison, d’absurdité, par l’intermédiaire du droit, a envahi l’existence de chaque homme. Aucun cer-veau ne résiste complètement à cette pres-sion de l’irrationnel juridique”1.

T al vez uno de los temas que más insatisfacción provo-can en el ámbito ético y

jurídico o ético-jurídico es el de la pena. Las críticas a los sistemas penitenciarios modernos y pos-modernos son muchas. Todas coinciden en su función negati-va, su medida excesiva, su intole-rable inhumanidad. Sin embar-go, a pesar de estos abismos en los que se mueve el sistema pe-nal, no se le dedica toda la re-fl exión que merece y reclama.

El sistema penal es uno de los territorios jurídicos que se han mantenido más cerrados a las innovaciones y menos tocados por las reformas y cambios que tienen lugar en el mundo econó-mico e internacional. Cartuyvels y Ost observan que si bien no escapa al viento de una cierta de-formalización “posmoderna” (en tanto va adquiriendo un carácter más “procesal” y fi nalidades más “de gestión”), lo penal es sin du-da también “el bastión de resis-tencia más potente del modelo de escritura tradicional propio del derecho ‘moderno’ que se impone en el siglo xix”. Y agre-gan que el nuevo modelo de es-critura de las relaciones sociales que se manifi esta en diversos campos del derecho no repercu-te con la misma intensidad en un derecho de incriminaciones

y de penas fundado aún sobre un “orden vertical de determi-naciones” y llamado, además, a “desempeñar el papel de una moral sustituta”2.

No obstante, sin ir más lejos, es la enunciación misma de la pena en los textos legales lo que exige una interpretación que se encamine por senderos nunca transitados por los cultores de una fi losofía analítica del dere-cho. Estos senderos cuyo tránsito es indispensable para un examen crítico de la pena están comuni-cados con un mundo subterrá-neo de sentimientos y emocio-nes, que sale muchas veces a la luz con una violencia y ferocidad propias de lo profundamente arraigado y reprimido. El pro-blema principal reside en que el sistema penal no solamente se hace eco de ese mundo sino que lo genera a través de su interven-ción directa y lo provoca me-diante su expresión más propia y exclusiva: la pena.

Por ello, el desarrollo de la fi -losofía hermenéutica en el ámbi-to jurídico no puede dejar de despertar esperanzas con respecto a la refl exión penal. En primer lugar, porque la fi losofía herme-néutica del derecho no reniega de una connotación ética, si-guiendo las pautas esenciales de la hermenéutica filosófica de Hans G. Gadamer, lo que le per-mitiría hacerse cargo de una re-fl exión sobre el sufrimiento, ele-mento indisociable de la pena. En segundo lugar, porque no ter-mina su análisis del derecho en la

formulación lingüística de las normas, en el enunciado norma-tivo, sino que abre el concepto del derecho a la praxis, negándo-se a separarlo y aislarlo del mun-do real:

“La hermenéutica jurídica no se li-mita solamente a la comprensión de los textos y los materiales jurídicos: no se limita a las relaciones entre la ley y la sentencia del juez, sino que, consideran-do el sistema jurídico como parte del mundo, es también teoría del compren-der las situaciones y el mundo”3.

Analizar lo que es más racional y más irracional a la vezRicoeur señala que la esfera del derecho penal es la esfera del de-recho en la que se ha invertido más racionalidad:

“Medir la pena, proporcionarla a la falta, equilibrar con creciente aproxima-ción la equivalencia entre las dos escalas de la culpa y la pena, todo ello es, sin duda, la obra del entendimiento. El en-tendimiento mide y lo hace mediante un razonamiento de proporcionalidad de este género: la pena A es a la pena B lo que el crimen A’ es al crimen B’’’4.

¿Qué expresión más estricta de racionalidad que la operación de medir? Sócrates habla de una me-tretike techne, ciencia de la medi-da, que sería la ciencia del exceso y del defecto y que permite esco-

ger entre el bien y el mal, entre el placer y el dolor, aplicando un criterio cuantitativo, con miras a una vida feliz5. Desde el talión la búsqueda de la equivalencia y co-rrespondencia entre los dos males ha sido el elemento clave que di-ferenciaba la pena de la vengan-za6. Se busca entre esos elemen-tos, cuya naturaleza se concibe deliberadamente igual, delito y pena, una pretendida igualdad cuantitativa, que se intenta lograr a través de un razonamiento de proporcionalidad.

“La tarea de la experiencia jurídica bajo su aspecto penal consiste en afi nar constantemente este razonamiento de proporcionalidad’’7.

Beccaria insistía en esta equi-valencia cuando decía que si la geometría pudiera adaptarse a las infi nitas y oscuras com binaciones de las acciones humanas, debería haber una escala correspondiente de penas que descendiese de la más fuerte a la más débil8. En efecto, los principales presupues-tos del derecho penal moderno son la calculabilidad y la mensu-rabilidad de las penas. Y en ese sentido, la pena de prisión facili-ta aparentemente el cálculo por la posibilidad de fragmentación y de medición de las unidades (abstractas) de tiempo que se es-tablecerán como pena. “El tiem-po, ope rador de la pena”9. La

1 “Un manto de sinrazón, de absurdo, por intermediación del derecho, ha in-vadido la existencia de cada ser humano. Ningún cerebro resiste completamente a esta presión de la irracionalidad jurídica”. J. Carbonnier, Flexible droit, L.G. D. J, Paris, 1992, pág. 359.

2 Y. Cartuyvels y F. Ost, ‘Crise du lien social et crise du temps juridique’, Rapport realisé à la demande de la Fondation Roi Baudouin, Facultés universitaires Saint-Louis, Bruxelles, 1998, pág. 92.

3 G. Zaccaria, ‘Questioni di Inter-pretazione’, CEDAM, Padova, 1997, Di-mensioni dell’ermeneutica e interpretazione giuridica, pág. 93. También en Rivista internazionale di fi losofi a del diritto, abril/junio, iv serie-LXXII-1995, pág. 89.

4 P. Ricoeur, Introducción a la simbólica del mal, Ediciones Megápolis, 1976, pág. 98. (Le confl it des interprétations, es sais d´herméneutique, Éditions du Seuil, Paris 1969, pág. 351). Con respecto a la herme-néutica jurídica de este autor, véase G. Zaccaria: Explicar y comprender. En torno a la fi losofía del derecho de Paul Ricoeur, en Doxa, 22, 1999, págs. 631- 642.

5 Platón, Protagora, a cura di G. Reale, Rusconi, Milano 1998, 357b.

6 B. Durand, J. Poirier, J. P. Royer, a cargo de, La douleur et le droit, puf, Paris 1997, la segunda parte, titulada ‘Utiliser la douleur’.

7 P. Ricoeur, op. cit., pág. 351.8 C. Beccaria, Dei delitti e delle pene,

Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 1984, pág. 74.

9 M. Foucault, Surveiller et punir, Ga-llimard, Paris, 1975, pág. 127.

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importancia asignada al pensa-miento calculante en el pensa-miento penal es tal que incluso se ha propuesto un derecho de cuantifi cación penal y se ha pre-tendido desarrollar un modelo lógico formal a ese efecto. No se-ría exagerado se ñalar una verda-dera exasperación de la racionali-dad en el pen samiento penal que tal vez po dría explicarse por la pre sencia de una irracionalidad no admitida.

Mito y razónEl mito indica que todo ultraje debe entrañar una tisis compen-satoria. “Es una ley que las gotas de sangre derramadas por el suelo exigen otra, otra sangre”10. No exige la sangre derramada otra cosa que sangre. El pensa-miento mítico “conduce toda relación de semejanza entre dos contenidos a una identidad ob-jetiva y logra comprenderlos solamente a partir de esta iden-tidad. Cada comportamiento similar de cosas y procesos cons-tituye para tal pensamiento la prueba inmediata… del hecho de que debe haber entre ambos alguna cosa en común”11. El pensamiento mítico, a diferen-cia del conocimiento científi co que busca sólo la unión de ele-mentos claramente diferencia-dos, “llega a fundir fi nalmente lo que enlaza”. Todas las cosas que entran en “contacto” en el sentido mítico (entendido no solamente como contigüidad espacial o temporal, sino como

similitud, incluso remota) “de-jan de ser múltiples y heterogé-neas para constituir una unidad substancial de esencia”12. En ese sentido, la racionalidad que ex-plica la compensación del mal causado por el delito con el mal infl igido por la pena puede te-ner sus raíces en esa tendencia del pensamiento mítico. Por un lado, el daño se ha de compen-sar con algo similar; por otro lado, a fi n de que la compensa-ción tenga efecto, a través de la búsqueda minuciosa de una equivalencia se pretende conver-tir la similitud en identidad. El mito puede ser útil para enten-der la racionalidad penal desde el momento en que esa raciona-lidad tiene mucho de mítico.

En la consideración del mito hay que superar la asociación corriente entre irracionalidad y mito. Según Cassirer, el pensa-miento mítico tiene sus propias categorías, y si bien la ley que lo rige tiene características muy es-peciales, no hay que presuponer que “la renuncia a la forma lógi-co-científi ca de la vinculación y de la interpretación… sea equi-valente al arbitrio absoluto y a la ausencia de leyes …”13. Lenoble y Ost reconocen la presencia de lo mítico en el pensamiento ju-rídico cuando presentan su “dé-rive mytho-logique” (derivación mito-lógica)14. Parten de la pre-misa que sostiene la pertenencia del orden lógico al orden de lo imaginario. Se refi eren a un pro-

ceso de cristalización dogmática donde lo racional se comunica con lo mítico. La racionalidad jurídica produce un discurso co-herente y cerrado, no por un funcionamiento técnico deter-minado, sino porque esa racio-nalidad está inscrita en un uni-verso predeterminado por el deseo y las creencias: el universo del mito.

La minimización y el olvido de lo imaginario, lo mítico, lo simbólico no son inocuos, co-mo estos mismos autores seña-lan: “La desimbolización va acompañada de una axiomati-zación unidimensional más constrictiva aún: formal, lógica, sin debate ni confl icto”15. Des-de el momento en que todo aquello que está presente se considera no presente adquiere la fuerza de lo oculto, y por consiguiente de lo no sometido a la discusión, la crítica, el diá-logo. La demitologización de la pena refuerza su carácter mítico, dado que éste ya no se analiza ni cuestiona. La pena se desvincula de su historia y se “juridiciza” en un plano que la pone fuera de todo debate. El discurso jurídico es un discurso eminentemente instituido y que más que cual-quier otro discurso postula su propia transparencia, así como su adecuación a objetivos socia-les conscientes. Sin embargo, es un discurso que está impregna-do de un “imaginario” que orga-niza su simbolismo y confi gura secretamente su lógica.

El rechazo de lo imaginario por el pensamiento jurídico se vincula con su aspiración a la certeza, como meta que consti-

tuye la razón misma de la pre-sencia de lo jurídico en la vida social. Es la búsqueda deses-perada de un anclaje en algo que no sea incierto y efímero lo que conduce a la negación de lo ima-ginario. Porque el derecho nace precisamente para vencer la in-certidumbre inherente a la con-tingencia de la vida hu ma na.

Un mal que no se deja medirEl pensamiento penal, encerrado en el pensamiento calculante que establece la ecuación penal, de-pende, para refl ejarse en la reali-dad, de una decisión que no pue-de ser sino accidental y arbitraria, dada la brecha que separa a este pensamiento de la praxis. Pero además de esta brecha entre pen-samiento y praxis, en cuanto pensamiento que no tiene en cuenta la diferencia, contingen-cia, variabilidad de circunstancias e individuos, también existe la brecha entre pensamiento y praxis originada en el mismo contenido de la pena “pensada” y de la pena “aplicada”. Las defi ni-ciones actuales de la pena siguen reconociendo que consiste en la irrogación de un mal: “La pena, por su carácter afl ictivo y coerci-tivo, es en todo caso un mal, que no cabe encubrir con fi nalidades fi lantrópicas de tipo reeducativo o resocializador y, de hecho, en último término afl ictivo”16. Y en cuanto mal, que se traduce en sufrimiento, no se deja medir. Como dice Husserl:

“Una determinación racional del quan-tum de un tal ‘sacrifi cio reactivo’… implica de cualquier modo algunas di-10 G. Pieri, ‘Remarques sur la peine

dans la mythologie grecque’, en Archives du Philosophie du droit, Tome 28, Philoso-phie penale, Sirey, 1983, pág. 71.

11 E. Cassirer, Mito e concetto, a cura di Riccardo Lazzari, Lezione 2, La Nuova Ita-lia, Firenze 1992, pág. 67.

12 E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas 2, Fondo de Cultura Económi-ca, México, 1998, págs. 92 y 93.

13 E. Cassirer, Mito e concetto, pág 15.14 J. Lenoble et F. Ost, Droit, mythe et

raison, essai sur la dérive mytho-logique de la rationalité juridique, Facultés universitaires Saint-Louis, Bruxelles, 1980, pág. 6. 15 Ibídem, pág. 546.

16 L. Ferrajoli, ‘Derecho y razón’. Teo-ría del garantismo penal, Editorial Trotta, Madrid, 1997, pág. 337.

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LA PENA Y EL PENSAMIENTO PENAL

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fi cultades. Un sufrimiento nunca pue-de ser determinado cuantitativamente según principios racionales. Todo sufri-miento… tiene la tendencia a ser ilimi-tado”17.

La pena en cuanto excede de la justa medida (¿y cuál es la justa medida?) es un mal injustifi cable. Esa parte excesiva de la pena no se encuentra amparada ni en la norma jurídica ni en la norma moral. Es pura infracción. Que-da sin embargo en un espacio “de nadie” en el que aparentemente todo lo que suceda dentro de la aplicación de la pena queda am-parado por la norma que la im-pone. Podría pensarse en el aná-lisis que hace Nabert de lo injus-tifi cable. Señala este autor que la diferenciación de las funciones del espíritu, acompañada por la especialización de sus respectivas normas, ha favorecido la progre-siva desaparición de un “senti-miento primitivo de lo injustifi -cable”18. Se refi ere a la “dictadu-ra de las normas” que se rehúsan a reconocer el mal y los males que no se dejan anexar por el pensamiento normativo. En cambio, el mal es más cercano a lo trágico.

La tragediaNo es sorprendente que la crimi-nología contemporánea se siga remitiendo a la tragedia griega pa-ra la interpretación de la relación entre delito y pena. La crisis social que provoca el delito es refl ejada como un eco amplifi cador por la opinión pública. Hay toda una gama de adjetivos que califi can los hechos delictivos como horren-dos, traumáticos, insoportables, intolerables. De esa realidad refl e-jada nace la reacción penal:

“De un modo similar a la situación que se produce en ciertas tragedias grie-gas, estas situaciones son vividas y repre-sentadas de manera tal que nadie llega ya a imaginar ninguna reacción moderada susceptible de restablecer una forma de paz social, o de restaurar el vínculo social roto por el acontecimiento”19.

La definición que da Aristóteles de la tragedia como imitación de sucesos que provo-can piedad y terror y que tiende a la purifi cación de esas emocio-nes (Poética, 6) es muy sugestiva por lo que se refi ere a la relación delito-pena-tragedia. El delito es un “suceso” que sin duda des-pierta terror, aunque puede tam-bién despertar piedad por la víctima del mismo. La pena co-rrespondería al intento de puri-fi car tales emociones. Es decir, de canalizar esas emociones, convertirlas en una respuesta ra-cional, no primitiva. Una res-puesta pensada, calculada. En ese sentido el paralelismo entre la tragedia y el “derecho penal mágico” es notable:

“El legislador recurre al instrumento penal en cuanto solución aparente de un problema social. Sufre a menudo la pre-sión de la opinión pública o de los gru-pos que lo empujan a reprimir ciertos fenómenos indeseables incluso cuando no dispone de ningún medio efi caz para hacerlo, o cuando no quiere hacer frente a los gastos necesarios. En estas condi-ciones, puede elevar a ilícito penal el fe-nómeno en cuestión con miras a calmar la opinión pública”20.

Delmas Marty señala que este fenómeno se ha ido transforman-do. Mientras que al principio su efecto simbólico se atribuía a las “tipifi caciones de delitos cuya previsión se presenta como el re-fl ejo de los temores que se desea exorcizar”, hoy la efi cacia mágica

se asocia más a la pena que a la tipifi cación de los delitos. En lu-gar de incriminar cada vez más conductas, se agravan las penas. Si el legislador recurre a la pena para reprimir ciertos comporta-mientos o fenómenos lo hace porque confía no tanto en la efi -cacia de esa respuesta para hacer frente a esos comportamientos o fenómenos sino en la efi cacia de esa respuesta para calmar la opi-nión pública que lo presiona. Su connotación mágica se confi gura como exorcismo. Así como el exorcista con sus ritos pretende expulsar el mal, el derecho penal con su respuesta punitiva preten-de provocar determinados senti-mientos o remover otros. En am-bos casos, exorcismo y derecho penal, se actúa “como si” esos ri-tos y procedimientos fuesen efi -caces, “como si” se diese en la realidad una relación de causalidad cuando no se trata de una relación de causalidad, “co-mo si” las cosas fuesen de deter-minada manera y se pudiese ha-cer “como si” fuesen de otra21. Pero la efi cacia de un discurso articulado sobre la lógica del “co-mo si” supone que su destinata-rio está dispuesto a aceptar esa lógica, o que se encuentra en una

situación emocional tal que esa lógica es la única que acepta. En ese sentido, Pavarini señala que

“en la democracia de opinión lo que se exalta es la percepción emocional del sujeto reducido a sus sentimientos más elementales; miedo y rencor: y el nuevo discurso político tiende cada vez más a articularse sobre la base de estas emocio-nes, de las cuales el sistema de justicia penal está en condiciones de dar una ex-presión coherente…”22.

Sin embargo, la pena no sólo reasegura frente al miedo que despiertan algunos delitos sino que ella misma provoca miedo, suscita terror. Muy sugestivas las refl exiones que hace Carbon-nier:

“De los dos fl agelos que el humanis-mo de Franklin D. Roo sevelt se propo-nía extirpar, el hambre y el miedo, la experiencia parece probar que el primero es más fácil de vencer que el segundo: ¿cómo deshacerse del miedo si su utiliza-ción es un mecanismo normal del dere-cho? Y se llega a comprender la absurda etimología del Digesto, territorium a te-rrere: el territorio es el espacio en que el Estado tiene competencia para imponer miedo”23.

El manto de legitimidad que ampara la pena se vincula con el ejercicio de una función, con el cumplimiento de un deber. El legislador se siente obligado a es-tablecerla; el juez, a imponerla; las autoridades encargadas de eje-cutarla, a aplicarla. Nabert dice que lo trágico, que nos acerca al mal, por un lado se sustrae a una conciencia normativa cuya auto-ridad lo podría someter o limitar, pero por otro se acentúa y pro-fundiza en la medida en que la conciencia, sensible a las normas, “cumple más escrupulosamente su deber”24. Ricoeur, analizando a Antígona, observa que la con-cepción que los protagonistas tienen de sus respectivos deberes los enceguece de tal forma que esa misma ceguera los conduce a la desmesura. La obligación que

17 G. Husserl, Diritto e tempo, Giu-ff ré, Milano, 1998, pág. 217.

18 J. Nabert, Essai sur le mal, Cerf, Paris 1997, “Sin embargo, la dictadura de las normas no es menos ambiciosa que la de lo inteligible ni siente menor repulsión a re-conocer el mal y los males”, pág. 26. Con respecto a este concepto abstracto de “lo trágico”, elaborado a fi nes del siglo xviii por la fi losofía idealista alemana, lo que permite las referencias actuales a la tragedia griega, en cuanto la universaliza, véase F. Dupont, L’in sig nifi ance tragique, Galli-mard, Paris 2001, pág.13.

19 C. Debuyst, F. Digneff e, D. Ka-minski, C. Parent, Essais sur le tragique et la rationalité pénale, De Boeck, Bruxelles 2002. pág. 7. Para la relación entre dere-cho y literatura, véase: R. A. Posner Law and literature, Harvard University Press, Harvard, 1998.

20 M. Delmas Marty, Dal codice penale ai diritti dell’uomo, Giuff ré editore, Milano 1992, pág. 35. La autora reproduce una cita del Consejo de Europa, en el informe del Comité Europeo para los problemas criminales en materia de despenalización (1980).

21 En realidad, todo el sistema jurí-dico se apoya en una lógica del “como si”: “Todo se expresa como si los textos de las leyes, múltiples y muy frecuentemen-te divergentes, constituyeran un orden completo, coherente y racional, como si emanaran de un autor único, constante y racional”. J. Lenoble y F. Ost, op. cit. pág. 119. El derecho penal parece parti-cularmente propenso a esta forma de pen-samiento. Gernet explica que la fl agrancia no se consideraba en la Grecia antigua un medio de prueba privilegiado, sino que pertenecía al concepto mismo de delito. El ideal del derecho penal era que la san-ción formase una unidad, sin intersticios, con el hecho delictivo. Esta continuidad es esencial, el delito debe formar con la pena una “unidad concentrada”. El dere-cho opera como si se desarrollaran todos los hechos al mismo tiempo, todos a la vez, en el presente, rechazando la idea de un pasado incluso reciente. Es notable el ejemplo en esta consideración del tiem-po en el derecho penal del concepto de furtum (la cosa robada): el hecho de en-contrar la cosa robada en el domicilio del reo se asimilaba a la fl agrancia, mediante una fi cción se consideraba inexistente el tiempo transcurrido entre el robo y el descubrimiento. L. Gernet, Anthropologie de la Grèce Antique, F. Maspero, Paris, 1968, pág. 268.

22 M. Pavarini, ‘Della penologia fonda-mentalista’, en Iride, 32, Anno XIV, abril, 2001, Il Mulino, págs. 98 y sigs.

23 J. Carbonnier, Flexible Droit,L. G. D. J., Paris, 1992, pág. 175.

24 J. Nabert, op. cit., pág. 43.

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ANA MESSUTI

71Nº 149 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

impone a Antígona asegurar a su hermano una sepultura confor-me a los ritos, a pesar de que se había hecho enemigo de la ciu-dad, hace prevalecer los derechos de la familia frente a los de la ciu-dad. Creonte, por su parte, su-bordina a la defensa de la ciudad los vínculos familiares, que son también suyos. Ricoeur recuerda que en la tragedia los personajes están al servicio de dimensiones espirituales que no solamente es-tán más allá de sus fuerzas sino que, a su vez, abren el camino a energías arcaicas y míticas25.

Aubenque, refi riéndose a la misma tragedia, ofrece otra pers-pectiva de interpretación. Creon-te incurre en desmesura, no por haber preferido la ciudad a sus afectos (lo que no fue nunca un crimen para los griegos), sino por haber sobrepasado los poderes del hombre, que se detienen ante las puertas de la muerte26. Y esa desmesura se atribuye a una “pre-sunción de saber”, simbolizada por Creonte, a la que Hemón, seguido por el coro27, opone la paciencia y la seriedad de la expe-riencia, así como opone a la “vio-lencia de los discursos ‘científi -cos” las lentas mediaciones de la

deliberación, que no extrae con-clusiones apresuradas sino que pondera los diversos discursos verosímiles antes de elegir, en la conciencia de la incertidumbre y el riesgo, el mal menor. Poco a poco –señala Aubenque– se va confi gurando en la tragedia una “prudencia” que reconoce que lo racional puede no ser razonable porque en el caso particular (y subraya: “Porque todos los casos son particulares”), la rebelde (An-tígona) tiene también sus buenas razones28.

Ricoeur vincula la sabiduría trágica, que nos orienta en los confl ictos, a la sabiduría práctica como “sabiduría en situación”, demostrando la infl uencia de lo trágico en lo ético29. Esta sabidu-ría revela la conciencia de la sin-gularidad de cada situación y, por consiguiente, de su contingencia, de su haber podido ser de otro modo. El hombre, como “un ser en situación”, no puede vivir los principios generales sino en el modo del acontecer y de lo sin-gular. Es el reconocimiento de que hay problemas que no se pueden resolver, es decir, la ad-misión de la impotencia huma-na, lo que, junto con la concien-cia de la incertidumbre y el riesgo que comporta, caracteriza esta phrónesis de la tragedia, que no es el saber socrático de no saber si-no un saber que desconfía de sus propios malefi cios y se recuerda constantemente la conciencia de sus propios límites.

La lectura del drama penal desde la perspectiva de la tragedia puede considerarse como una “invitación ética a vivir la expe-riencia de lo insostenible sin so-meterse a las extremidades de la interacción trágica”30. Pero tam-

bién es una invitación al pensa-miento penal para que desconfíe de sus propios “malefi cios”, para que supere su “visión empobreci-da y simplifi cada de la realidad”. Hay algo como un velo que cae en la tragedia, que libera la mira-da del enceguecimiento de las pasiones; y con ese desvelamien-to se abre la posibilidad de una nueva sabiduría, originada en la sabiduría trágica: la sabiduría práctica.

“Ser sabio no consiste en subsumir lo particular en lo universal, lo sensible en lo inteligible; consiste en penetrar con una razón más ‘razonable’ que ‘racional’ lo sensible y lo singular; consiste en, al vivir en un mundo impreciso, no inten-tar imponerle la justicia demasiado radi-cal de los números…”31.

Un mediopara el que se buscan fines

“Para dar al menos una idea de cuán in-seguro, cuán sobreñadido, cuán acciden-tal es ‘el sentido’ de la pena, y cómo un mismo e idéntico procedimiento se pue-de utilizar, interpretar, reajustar para propósitos radicalmente distintos, voy a dar aquí el esquema al que yo he llegado basándome en un material relativamente escaso tomado al azar. Pena como neu-tralización de la peligrosidad, como im-pedimento de un daño ulterior: pena como pago del daño al damnifi cado en alguna forma (también en la forma de una compensación afectiva). Pena como aislamiento de una perturbación del

equilibrio, para prevenir la propagación de la perturbación. Pena como inspira-ción de temor respecto a quienes deter-minan y ejecutan la pena…’’32.

Sin claridad en lo que res pecta a sus fi nes, la pena pierde senti-do. Incluso parecería que en el ámbito penal lo único claro son los medios, dado que se concen-tran en uno, la pena, mientras que los fi nes son múltiples, cam-biantes, im pre cisos. La enumera-ción de los fi nes de la pena que hace Nietzs che tal vez no agota, como él mismo dice, “el elenco” de fi na lidades que se le han atri-buido y se le siguen atribuyendo. La necesidad que se descubre a tra vés de las respuestas no es la de encontrar una solución para un problema, el delito, sino la de en-contrar una fi nalidad para un medio, la pena.

La pena de prisión está hasta tal punto arraigada en la es-tructura social y política que, a pesar de reconocerse su ina-decuación, intrínseca injusticia e inefi cacia, persiste. En cambio, lo que se va sucediendo según los momentos que atraviesa la dog-mática penal son los fi nes que se le atribuyen. Podría con siderarse que en lugar de ser un medio pa-ra determinado fi n, la pena es un medio para el que se buscan fi -nes. Incluso en la relación entre pena y fi n de la pena, parecería que en de ter minado momento se invirtiera la relación y el medio se con virtiera en fi n.

“La fórmula clásica del racionalismo mo derno, jus ti fi cación de los males pre-sentes por el bien que se ha de conseguir (el mundo mejor), hoy se ha convertido en otra: ‘Los medios justifi can los fi nes’’33.

25 P. Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo Veintiuno de España Editores, Ma-drid, 1996, pág. 261 (Soi-même comme un autre, Éditions du Seuil, Paris 1990, pág. 282).

26 P. Aubenque, La prudence chez Aris-tote, pág. 163. La vinculación de la ética con la tragedia aparece claramente explica-da en relación con la phrónesis. Este autor afi rma que el verdadero origen de la phró-nesis aristótelica no debía buscarse en la phrónesis platónica sino en la tradición. Quadrige, PUF, Paris, 1963, pág. 163. (El tema está tratado en la tercera parte, págs. 155 y ss).

27 Con respecto al papel que desempe-ña el coro (que en ciertos casos podría pa-rangonarse al de la opinión pública actual), ver G. Steiner, Antigones, Oxford 1986, pág. 166: “Su papel en la obra puede variar entre la implicación total y la indiferencia. Las opiniones expresadas por el coro pue-den desplegar todos los matices de la per-cepción o la miopía, de la agudeza psicoló-gica o una melifl ua ceguera”. En ese senti-do, también M. Grant, Myths of the Greeks and Romans, Phoenix, London, 1998, pág. 177: “El coro complementa, ilustra, uni-versaliza o justifi ca dramáticamente el cur-so de los acontecimientos; comenta o mo-raliza lo que sucede, o le da carácter mito-lógico, y revela la dimensión espiritual del tema o expone la reacción de la opinión pública”.

28 P. Aubenque, op. cit., pág. 163.29 P. Ricoeur, Sí mismo como otro, op.

cit., pág. 26730 F. Digneff e y D. Kaminski, Crime e

sagesse pratique: quelques enseignements éti-ques de láff aire Dutroux, en C. Debuyst, F. Digneff e, D. Kaminski, C. Parent, Essais sur le tragique et la rationalité pénale, op. cit., pág. 122. Los autores señalan que lo extremo e insostenible de los aconteci-mientos en el caso Dutroux provocó en la sociedad belga intensas manifestaciones de emoción colectiva y planteó cuestiones éti-cas importantes y que ellos mismos, como

criminólogos, se sintieron interpelados por la intensidad de las emociones vividas. En el ensayo citado, intentan demostrar cómo el trabajo de refl exión conducido a partir de una experiencia extrema obliga a adoptar un enfoque más complejo para abordar la cuestión penal. Y hacen notar que si esta situación extrema ha podido desencadenar reacciones desmesuradas vinculadas a su carácter trágico, también ha dado lugar a posiciones que demues-tran que esta desmesura no es inevitable, pág. 106.

31 P. Aubenque, op. cit., pág. 152. Se refi eren a la phrónesis en relación con lo jurídico J. Lenoble y F. Ost en op. cit., pág. 309 y sigs. “La phrónesis es la traducción en el campo de la experiencia moral y jurídica de una ontología de la contingencia, de una metafísica de la división. Es allí donde se encuentra el origen de las divisiones aris-totélicas entre los dominios ‘científi co’ y ‘calculante’ de la parte racional del alma, y, en consecuencia, entre la sophía (fi losofía concebida como la más alta de las ciencias) y la phrónesis (sagesse): esta última concier-ne al dominio de la acción, que se defi ne por la contingencia, es decir, por su poder de ser de otra manera”, pág. 404.

32 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág. 103.

33 E. Castelli, Il mito della pena, en Il mito della pena, Archivio di Filosofi a, Ce-dam, Padova, 1967, pág. 20.Vale la pena reproducir la cita de G. Anders que fi gura en la nota al pie. “El fi n de los fi nes consis-te hoy en ser medios. Esto es simplemente un dato de hecho. Especialmente eviden-te… en los fi nes que se atribuyen a las co-sas ex post, para procurarles un puesto legí-timo en la comunidad de medios… Si en un proceso químico se forma un derivado, se intenta encontrar un fi n para ese deriva-do, si es preciso inventarlo, para ofrecer al derivado la posibilidad de superar el rango de medio”.

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LA PENA Y EL PENSAMIENTO PENAL

72 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

La intención de separar los fi -nes de la pena, de la pena como medio para alcanzarlos, supone la pretensión de aislar la pena en el mundo racional que el derecho penal se ha cons truido, mante-niéndola incontaminada de los fi nes cambiantes que escapan a ese mundo. Resulta imposible, como señala Zaccaria, establecer una división “entre el ámbito ra-cional de los medios y el ámbito –expuesto al riesgo de caer en lo irracional– de los fi nes…”34. Es este ámbito “expuesto al riesgo de lo irracional” el ámbito del dere-cho penal cuando determina los fi nes de la pena. Cabe entonces preguntarse a qué racionalidad obedece la pena de prisión:

“¿Qué puede signifi car el término ‘ra-cionalidad’ cuando se refi ere a las institu-ciones penitenciarias? A qué racionalidad corresponden la cantidad y la calidad afl ictiva de la pena de prisión?”35.

La extensión de la pena en el tiempo, es decir, su duración, no es mero transcurso de las unidades temporales en las que se mide, si-no transcurso y vida en la contin-gencia, en el riesgo, por un lado comunes a todos los seres morta-les, pero por otro lado agravados por las condiciones del lugar en el que se cumple. El contenido real de la pena, los sufrimientos que comporta y el signifi cado que tie-ne para la vida individual quedan librados a lo contingente. Pero no hay que olvidar que la medida misma en que se expresa la pena, la duración temporal, es contin-gencia pura porque es duración de vida de un ser fi nito.

Todo el proceso de racionali-zación del castigo narrado por Foucault, que se refi ere a “une sorte d’esthétique raisonnable de la peine”36, traducido en la bu-rocratización del sistema penal, no lo ha podido liberar de las connotaciones irracionales, míti-cas y mágicas que lo acompañan desde su nacimiento. Garland

señala que se interpone un pro-ceso burocrático entre las emo-ciones reactivas de la sociedad y el castigo real del transgresor. La burocratización y las preocupa-ciones administrativas fueron dominando el discurso crimino-lógico transformando la fi losofía penal en una “ciencia peniten-ciaria”. Sin embargo, por más rutinaria y práctica, neutral y administrativa que sea la red de instituciones penales, en ellas si-guen vivos, y se alimentan cada día, el resentimiento, la indigna-ción, el odio37.

ConclusiónLa fi losofía penal pensada por los penalistas ha buscado infatigable-mente fundamentos que permi-tieran justifi car la pena. Su razo-namiento siempre ha seguido una vía ascendente, desentendiéndose en general de la posibilidad efecti-va de traducción de la norma pe-nal, concretamente de la pena, al mundo real. Ese desentenderse de lo que en la realidad la pena supo-ne obedecía a la necesidad de pre-servar como principios funda-mentales del derecho penal la certeza y la seguridad jurídicas.

La clara importancia que la hermenéutica jurídica asigna a la aplicación la conduce a seguir el camino inverso al del pensamien-to penal tradicional, preocupado mucho más por la justifi cación y fundamentación de la pena que por su aplicación, y a seguir una vía descendente: de la norma a los hechos. Y en ese sentido a tomar conciencia de que, como dice Ri-coeur, la sentencia pone fi n a una etapa, pero da comienzo a otra: la aplicación de la pena: “une nouvelle histoire commence…”38, y a no desentenderse de esta nue-va historia que comienza. Una de las premisas en las que se basa la

hermenéutica jurídica es el reco-nocimiento del carácter incom-pleto de la norma jurídica antes de su aplicación. Esta premisa su-pone completar el signifi cado de la norma, de los términos que emplea y de su sentido, ponién-dola en relación con los hechos. No signifi ca volver a un enfoque referencial del lenguaje, sino ob-servar los hechos que “hacemos con las palabras”39, y a dar a las palabras el signifi cado que ad-quieren con la realización de esos hechos. Esto podría tener graves consecuencias para la defi nición de pena40.

Este “hacer” genera una res-ponsabilidad para los jueces que prescriben la pena, pero también para los juristas y los fi lósofos del derecho. Asumir cabalmente esta responsabilidad no signifi caría únicamente intentar una nueva o perfeccionada “racionalización” del sistema penal, sino una re-fl exión verdaderamente crítica de su legitimidad, de su necesidad, de su existencia misma.

Para ello se debería renunciar a la pretensión de una racionalidad única, y por consiguiente absolu-ta. Dicha pretensión supone el

desconocimiento de la naturaleza fi nita de la existencia humana, de la contingencia e incertidumbre en que esta existencia transcurre. La hermenéutica supone la acep-tación de la incertidumbre, la contingencia y la fi nitud, no su negación, con la cual perdería su razón de ser. Pero tampoco es po-sible una ética sin reconocimiento de la incertidumbre y aceptación del riesgo. Esa aceptación y reco-nocimiento nos invita a tomar distancia de las soluciones aporta-das tradicionalmente a las situa-ciones problemáticas en la esfera penal. La correspondencia delito-pena es solamente posible en el plano del derecho abstracto. La medida de la pena, establecida en la norma, se convierte en desme-dida cuando se la aplica al caso. La ecuación penal no respeta la complejidad de la realidad, la di-versidad individual. Es necesario, como dicen Digneff e y Kaminski, superar la ecuación penal clásica y evitar caer en una forma de des-medida, justifi cada falsamente por la afi rmación de que uno está amparado por el derecho, de que uno defi ende valores esenciales.

Tal vez, por consiguiente, al referirnos a la tragedia griega, de-bamos referirnos a Prometeo, donde conmueve el exceso del castigo, la “naturaleza absoluta, cruel y sin medida de la pena” que se le infl ige y que sufre41. La his-toria de la pena es una historia de constante frustración en la bús-queda de la justicia; por eso cabe decir con Carbonnier que en el derecho penal hay “una mala con-ciencia jurídica que provoca el deseo, a veces la exigencia de re-formas. Es una inquietud activa respecto de un derecho en el que la inquietud estaría prohibida”42. Y un derecho en el que se prohíbe la inquietud es un derecho absur-do. Porque para eliminar la in-quietud habría que eliminar la conciencia. En realidad, se desea eliminar la conciencia en tanto se trata de una mala conciencia. ¿Acaso el mito de la pena es el mi-to de la mala conciencia? ■

Ana Messuti es funcionaria interna-cional en Ginebra. Autora de El tiempo como pena.

34 G. Zaccaria, Complessità della ragio-ne giuridica, en ‘‘Ragión pratica’’ (1993) nº 1, pág. 88.

35 D. Zolo, ‘Filosofi a della pena e isti-tuzioni penitenziarie’, en Iride 32, Anno XIV, abril, 2001, Il Mulino, pág. 53.

36 M. Foucault, op. cit., pág. 127.

37 D. Garland, Castigo y sociedad mo-derna, un estudio de teoría social, Siglo Veintiuno Editores, Madrid 1999, págs. 209 y sigs.

38 P. Ricoeur, “…la sentence devient le point de départ d’un nouveau processus, à savoir l’exécution de la sentence…la simple imposition d’une peine implique l’addition d’une souffrance supplémentaire à la souff rance antérieure imposée à la victime par l’acte criminel”, Le Juste 2, ,Esprit, Paris, 2001, pág. 264.

39 H. G. Gadamer, Verdad y Método. Ediciones Sígueme, Salamanca 2001, pág. 343.

40 Me permito remitir a mi ‘escrito, Derecho penal, derechos humanos. Los círculos hermenéuticos de la pena’, en El tiempo como pena, Campomanes, Buenos Aires, 2001.

41 G. Pieri, op. cit., pág. 76 y 77 señala que a partir del momento en que se instau-ra, “bajo la soberanía de Zeus, un orden distributivo de timai surge la idea de una pena cuya función no es simplemente la compensación de un ultraje personal para restablecer un equilibrio entre las partes, sino esencialmente la eliminación de todo elemento que perturbe el orden establecido con el objetivo de preservar este orden”. La pena deja de utilizarse como compensación entre fuerzas equivalentes y se convierte en una manifestación de poder que refl eja un orden jerárquico del mundo. La sanción pasa del terreno del intercambio, de la re-ciprocidad y de la compensación, al de la retribución penal pública. También en Platón se manifi esta este carácter de la pena como última palabra del soberano: “Con respecto a tus padres… no disponías de una igualdad de derechos que te permitiera tratarlos de igual forma que ellos a ti, ¿có-mo pues vas a disfrutar de esa igualdad con respecto a tu patria y sus leyes?”, Critón o del deber, 50 d. Obras completas, Aguilar, Madrid, 1969.

42 J. Carbonnier, op. cit. pág. 175.

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C uando en 1964 entrevisté a Alejo Carpentier para la revista Cuba, me confesó

que La Habana siempre había ejercido una intensa fascinación en él. “Cuanto más la miro, más me interesa como ciudad y como lugar de acción para una novela. Pienso que es un escenario fabu-loso para la creación novelística”. En realidad, ya por aquella épo-ca Carpentier había utilizado la capital cubana con bastante am-plitud en sus narraciones, pues desde su primera novela, Ecué-Yamba-O (1933), hasta su últi-ma producción literaria de en-tonces, El siglo de las luces, La Habana fi guraba casi puntual-mente en toda su obra. Con posterioridad siguió re curriendo a este marco, de suerte que la historia de La Habana se puede rastrear en la fi cción carpente-riana prácticamente desde sus orígenes hasta la década de los cincuenta del siglo pasado.

La Habana se funda a pocos años del descubrimiento de América, en 1519, con el nom-bre de Puerto Carenas, que pron-to se transforma en el de San Cristóbal con el añadido de La Habana, tomado del cacicazgo indio en que se asentara; y es pre-cisamente de mediados del siglo xvi la primera mención que ha-llamos de esta ciudad en los escri-tos del premio Cervantes 1975. Aparece en su cuento El camino de Santiago, cuando Juan de Amberes, que ha mutado su pe-regrinación al santuario compos-telano por la aventura americana, seducido por doradas leyendas, le oye gritar al vigía de la maltrecha nao en que viaja, una mañana, “que ya se divisa el morro del puerto de San Cristóbal de La Habana”. Y cuando la proa del

barco acuchilla las aguas de la bahía se torna contento “al mi-rar un campanario esbelto sobre el hacinamiento de tejados y chozas de lo que debe ser la ciu-dad”. Pero pronto su gozo se convierte en malestar, irritación, ya que la imagen primera era engañosa. Carpentier registra una Habana inicial nada hala-güeña. Asumiendo al protago-nista de su historia, comenta: “Allí, todo es chisme, insidias, comadreos, cartas que van, car-tas que vienen, odios mortales, envidias sin cuento, entre ocho calles hediondas, llenas de fango en todo el tiempo, donde unos cerdos negros, sin pelos, se albo-rozan la trompa en montones de basura”. Mucha culpa de esta in-curia, interna y externa, es quizá imputable al clima, al insultante calor “que envenena los humo-res”, así como a la humedad, que todo lo pudre. El caso es que “así se lleva, en este infi erno de San Cristóbal, entre indios naboríes [la casta labriega entre los taínos, los primitivos habitantes de Cuba] que apestan a manteca rancia y negros que huelen a gar-duña, la vida más perra que arras-trarse pueda en el reino de este mundo”.

Algo menos repelente –pero no mucho– es la estampa que Carpentier nos transmite de esta villa misma unos dos siglos des-pués en su Concierto barroco. Son también las pupilas de otro viaje-ro –un español que sí ha logrado adinerarse en el virreinato de Nueva España– las que captan una Habana “enlutada por una tremenda epidemia de fi ebres malignas”. Tan violento era el brote de cólera –mal temible que hasta mediados del siglo xix aso-ló de tiempo en tiempo La

Habana– que el velero que trans-porta al potentado rumbo a la Madre Patria no puede atracar en sus muelles y tiene que arrimarse a las tablas que hacen de tal en la aldea de Regla, al otro lado de la bahía. Se preparan allí para la lar-ga travesía, abasteciéndose de provisiones y coraje, tripulantes y pasajeros, “mientras frente a ellos continúa silenciosa una ciudad bien alzada sobre las aguas del puerto”, ciudad donde en otros momentos encontraba solaz la díscola marinería de Indias. Pero ahora todo está clausurado en ella: “Cerradas estaban las casas de baile, de guaracha y remeneo, con sus mulatas de carnes ofreci-das bajo el calado de los encajes almidonados. Cerradas las casas de las calles de los Mercaderes, de la Obrapía, de los Ofi cios, donde a menudo se presentaban, aun-que esto no fuese novedad muy notable, orquestas de gatos me-cánicos”. Tal vez su disipación –y Carpentier está anotando una constante de la vida ha banera– fuera la raíz del daño que padecía ahora, pues “como si el Señor, de tarde en tarde, quisiera castigar los muchos pecados de esa ciu-dad parlera, alardosa y despreo-cupada, sobre ella caían, repenti-namente, cuando menos se espe-raban, los alientos malditos que le venían (según opinaban algu-nos entendidos) de las podre-dumbres que infestaban las ma-rismas cercanas”.

Aproximadamente unos cien años después (fi nales del siglo xviii, arranque del xix), La Habana que Carpentier despliega en El siglo de las luces ya tiene los rasgos urbanísticos que la defi ni-rán en todo el periodo colonial. Cuando el joven Carlos atraviesa la bahía, “bajo un tórri do sol de

media tarde”, la ciudad que tiene ante sí es “extrañamente pareci-da, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas crista-lerías, verdes, rojas, anaranjadas, colorean una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persia-nas...”. El estudiante que fuera y el amante que no dejó de ser nunca Carpentier de la arquitec-tura se complace en detalles eru-ditos. Sin embargo, La Habana que entrega en esta novela mu-cho tiene que ver con la descrip-ción que de ella hace el científi co y viajero alemán Alejandro de Humboldt –segundo descubri-dor de Cuba en el decir del sabio cubano Fernando Ortiz–, quien la visitara justamente en 1800. Comentando el libro que sobre la isla escribiera este naturalista y sagaz observador, dice Car pen tier en su ensayo La ciudad de las co-lumnas: “Humboldt se quejaba, en su tiempo, del mal trazado de las calles habaneras. Pero llega uno a preguntarse, hoy, si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado, que aún parece dictado por la necesidad primor-dial [tropical] de jugar al escon-dite con el Sol”. Calles estrechas, cortas buena parte de ellas, si no sinuosas, curvadas, carentes de aceras, donde los vecinos de cho-zas y mansiones –hay de todo– se dan de boca al abrir sus puertas principales, excepto, claro está, los que habitan los palacios de arcadas, soportales y cristalerías que pechan las plazas y alamedas. Precisamente de la obra de Humboldt parece trasladada a El siglo esta pintura de la calle habanera: “Pasaba un carruaje y eran salpicaduras en mazo, dispa-radas a portones y enrejados, por

74 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº149

N A R R A T I V A

ALEJO CARPENTIERAcoso a La Habana

CÉSAR LEANTE

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75Nº 149■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

los charcos que se ahondaban en todas partes, socavando las pie-dras, derramándose unos en otros, con un renuevo de pesti-lencias”. Se insiste en la revista de las rúas invadidas de lodo en otro pasaje, pero ahora mezcla-do a los olores característicos de la ciudad: “Apenas el coche enfi ló la primera calle, arrojando lodo a diestro y siniestro, queda-ron atrás los olores marítimos, barrido por el respiro de vastas casonas repletas de cueros, sala-zones, panes de cera y azúcares prietas, con las cebollas de largo tiempo almacenadas junto al ca-fé verde y al cacao...”.

La Habana es retornada en la novela años más tarde, cuando Esteban regresa a ella desilusio-nado de sus aventuras revolucio-narias. Entonces, la ciudad en que naciera y creciera es para el joven como un hallazgo. No an-sía sino recorrerla, fatigarla, co-mo a una hembra, con sus pier-nas andariegas. “Estaba impa-ciente por respirar los aires de una ciudad que, al desembarcar, le había parecido muy cambiada [La Habana que pilla los últimos años de la llamada centuria lu-minosa]... A poco de andar se halló ante la catedral, con sus so-brios entablamentos de piedra marina (ya rica en añejas calida-des al ser entregada a los tallado-res) coronados por los encrespa-mientos de un barroco mitigado. Ese templo, rodeado de palacios con rejas y balcones, era revela-dor de una evolución en los gus-tos de quienes regían los destinos arquitectónicos de la urbe. [La evolución se debe a que Cuba está en el despegue de su prospe-ridad, pues la rebelión de los es-clavos haitianos –1792– ha arruinado las otrora ricas planta-

ciones azucareras del Santo Domingo francés, pasando el comercio mundial de este pro-ducto mayoritariamente a manos cubanas]. Hasta el atardecer an-duvo errante por las calles de los Oficios, del In quisidor, de Mercaderes, yendo de la plaza del Cristo a la iglesia del Espíritu Santo, de la remozada alameda de Paula a la plaza de Armas...”. De un singular aprovechamiento de la servidumbre negra urbana somos informados también en este fragmento: “Prostituyéndose en provecho de alguna católica y muy honorable dama [el caso era frecuente en la ciudad], dos sa-brosas esclavas le hicieron ofertas al pasar”. Y asimismo de un atis-bo de su aldeana vida artística: “A veces, de regreso, entraba Esteban en el teatro del Coliseo, donde una compañía española animaba, en compás de tonadi-lla, un mundo de majos y chis-peros, evocador de Madrid”.

Con El recurso del método, el discurso carpenteriano aborda La Habana del primer cuarto del siglo xx, a pesar de no nombrar-la directamente y de amalgamar-la con otras ciudades latino-americanas. Uno de los edifi cios que identifi ca a la capital de Cuba es el Capitolio, donde fun-cionaban las cámaras de Representantes y Senadores cuando la democracia represen-tativa era el régimen de gobierno isleño. Carpentier, que fue testi-go de ello, narra pormenorizada-mente su construcción. En tono paródico, burlón, da noticia de

su gestación: “Des pués de mu-cho meditarlo, el primer magis-trado [encarnación en este capí-tulo del dictador Gerardo Machado, que sojuzgó a Cuba de 1925 a 1933] se entregó con remozada energía a la que había de ser su gran obra de edifi cador, materialización en piedra de su obra de gobierno: dotar al país de un Capitolio nacional”.

Vale la pena seguir en detalles su edifi cación, pues es como si asistiéramos a la representación de un grotesco, del ridículo a que conduce el delirio de gran-deza de un mandamás. “El Capitolio crecía. Su mole blan-ca, aún informe, enjaulada en andamios, se iba elevando sobre los techos de la ciudad...”. Dentro de él debía situarse una estatua de la Re pública, alegoría del escultor italiano Nardini, “una inmensa mujer, de robusto cuerpo vestido a la griega, apo-yada en una lanza (símbolo de vigilancia), de cara noble y seve-ra, como nacida de la famosa luna vaticana, con dos enormes pechos: uno, velado; el otro, desnudo”.

Dicha escultura es real, existe y aún se la puede ver en el anti-guo Congreso cubano, transfor-mado hoy en sobrante aposento de la Academia de Ciencias. Dorada, con un escudo esparta-no en el brazo izquierdo y su hermosa cabeza helénica tocada por un gorro frigio, se yergue en el medio de las dos alas capito-linas. Según Carpentier, “varios meses transcurrieron en la reali-

zación y fundición de la esta-tua... hasta que una mañana entró en la bahía de puerto Araguato [léase La Habana] un buque venido de Génova, tra-yendo a la inmensa mujer”. Una multitud ansiosa aguarda en los muelles, y Carpentier va a re-medar ahora el traslado de la estatua de la Libertad de Francia a los Estados al comentar que “hubo algún desencanto cuan-do se supo que la escultura no iba a salir así, completa, en pie, ya erguida, como había de vér-sela en el Capitolio, sino que era traída en trozos”. Era el año cubano de 1929.

De todas las novelas de Car-pentier, El acoso es la única que se desarrolla íntegramente en La Habana, en una época no muy distante a la construcción del Capitolio, posiblemente hacia el decenio cuarenta. Y si bien ni la ciudad, ni sus calles, ni sus dife-rentes sitios son nominados fran-camente, La Habana desempeña un papel protagónico en esta bre-ve pero intensa narra ción. Desde el tema que nos ocupa aquí, su momento más rico es cuando el estudiante (protagonista del rela-to) abandona su refugio en el Vedado y se encamina a la casa de la prostituta Estrella, en el centro de la ciudad. Una Habana inédita en la obra del novelista va a ser rastreada ahora. “Eran calza-das de columnas; avenidas, gale-rías, caminos de columnas, ilu-minadas a giorno, tan numerosas que ninguna población las tenía en tal reserva”. En el citado ensa-yo La ciudad de las columnas, el habanero Carpentier defi ne a su ciudad precisamente por esta profusión de columnas. Son ellas las que la caracterizan. Escribe el novelista que “… en La Habana

Alejo Carpentier

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ALEJO CARPENTIER

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podía un transeúnte salir del ám-bito de las fortalezas del puerto y andar hasta las afueras de la ciu-dad... recorriendo una misma y siempre renovada columnata”.

Por esa “selva de columnas” marcha el acosado, el antiguo re-volucionario condenado a muer-te por sus compañeros, acusado de delación, hasta arribar a un ámbito muy conocido por Carpentier en su juventud: una franja habanera fronteriza entre la colonia y la República: “Bajo las arcadas de un viejo palacio es-pañol [el de Aldama, aún exis-tente, diseñado por uno de los intelectuales criollos más valiosos del siglo xix, Domingo del Monte] yacían mendigos arropa-dos en papeles, entre latas y ense-res rotos, corriendo malos sueños sobre sus orines. Apre tando el paso, andaba el acosado de som-bra de columna a sombra de co-lumna, sabiéndose cerca del mer-cado, donde crecían a esta hora montones de calabazas, plátanos verdes y mazorcas amarillas... Por fi n alcanzó la esquina de una ca-lle oscura, cuyas ventanas llama-ban por quedas voces...”. El mer-cado es la ya desaparecida plaza del Vapor –réplica a escala anti-llana de la Mayor de Madrid–, y la “zona de tolerancia” donde se interna el protagonista de su no-vela se hallaba precisamente en el barrio en que nació Carpentier, que vino al mundo en una calle llamada Maloja.

Tras su frustrado lance carnal –porque la prostituta Estrella le rechaza por falso el billete con que iba a pagarle su ‘‘servicio’’: al fi nal, como una cruel novia, se comprobará que es válido–, el temeroso “hombre de acción” de antaño remonta arterias de gran circulación habane ra para regre-sar a su guarida: “De sembocó a la amplia avenida [Carlos III] de doble hilera de árboles, donde velaba la estatua del rey español, con peluca, toisón y terciopelo de mármol, entre columnas de gran época. [Carpentier exagera: en realidad se trata de una peque-ña estatua del monarca ilustrado, roída por el tiempo y la historia, sobre una sola columna de poco paramento; todavía está allí].

Pasó frente a la altísima fl echa gótica [la del Sagrado Corazón, la única y fraudulenta iglesia gó-tica que existe en La Habana], cuyos arbotantes se abrían sobre una tienda de caracoles y amule-tos para ritos negros [cierto alia-do del atrio católico continúa estando –hombreándose con él– el comercio de santería afri-cana, como muestra elocuente del sincretismo religioso cuba-no], y, cruzando por el portal de la Gran Logia, esquivó las hoces del partido, cuya central perma-necía iluminada por alguna re-unión de célula”. En efecto, la sede del partido, que por enton-ces había mutado el sustantivo comunista por el de socialista popular, se ubicaba en la aveni-da de Carlos III, ocupando las dos plantas de una vasta man-sión. Y no es en modo alguno fortuito que Carpentier sitúe conjuntamente estos cuatro ele-mentos: catolicismo, fetichismo, masonería y comunismo; en el trópico todo se amalgama, en el fondo quizá todas las creencias allí son una y la misma.

Sigue subiendo el antihéroe, pues Carlos III se eleva en suave pendiente hacia el oeste de La Habana, y pasa frente al Jardín Botánico o quinta de los Mo-linos, que alguna vez fuera resi-dencia de descanso de los Capitanes Generales de la isla. “De trás, pintada de negro, se al-zaba la prisión [llamada del Príncipe, y que hasta pocos años atrás continuó ejerciendo su fun-ción de ergástula represiva]. El fu gitivo se estremeció al recordar que era allí donde no hacía mu-cho tiempo su carne más irreem-plazable se había encogido atroz-mente”. Huye del lugar hasta que “se detuvo sin resuello al pie de la colina de la Uni versidad, en cu-yas luces bramaban los altavoces. La iluminación, inhabitual a esa hora [alrededor de la mediano-che], le recordó las representacio-nes dramáticas dadas por los de Li teratura, que se ofrecían, de tiempo en tiempo, en el patio de las Columnas. Centenares de es-pectadores asistían, sin duda, a alguna tragedia interpretada por estudiantes vestidos de men-

sajeros, de guardas y de héroes”. [Es una referencia al Teatro Universitario, que representaba tragedias griegas y dramas espa-ñoles del Siglo de Oro en espa-cios abiertos de su recinto].

Mas la Universidad no es pa-ra el hoy sentenciado estudiante de Arquitectura [Carpentier lo fue también] el eco de Medea, Dorotea o Mariana Pineda, sino la quemante memoria de su ini-ciación en la política, cosa muy típica, muy característica –casi tópica– de las universidades lati-noamericanas, donde la revuelta es una suerte de materia más a examinar, y las manifestaciones callejeras, aula en la que se ejer-citan los futuros gobernantes del país: la otra cátedra de esta ca-rrera, su antagonista, son los cuarteles. Con trazos expresio-nistas pinta Carpentier el bau-tismo político del estudiante: “Y una mañana se vio arrastrado por una manifestación que baja-ba, vociferante, las escalinatas de la Universidad. Un poco más lejos fue el choque, la turbamul-ta y el pánico, con piedras y tejas que volaban sobre los rostros; mujeres pisoteadas, cabezas he-ridas y balas que se encajaban en las carnes”.

Por supuesto, el estudiante es asesinado por quienes un día fue-ron sus camaradas en un acto de vendetta ya que, capturado, no pudo soportar las torturas de la policía y delató; y lo es en un am-biente habanero en el que parti-cipan, real y simbólicamente, la ciudad y la naturaleza. Veámoslo: “Llovía de nuevo, y el rumor del agua en los árboles cercanos, en las aceras, en el granito de la esca-linata [esta vez no de la Universidad, sino de la Sala de Conciertos, nombre genérico con el cual Carpentier disfraza el teatro especialmente dedicado a la música, que primero se llamó Auditorium; luego, con la revo-lución, Amadeo Roldán, y es hoy, tras un incendio que lo de-voró, escombros y cenizas], se confundió con el ruido de aplau-sos que se levantaba en el teatro”. Como se confunde con los dis-paros que ultiman al acosado –escondido en un palco–, al punto

de que los músicos, ya en plan de retirada, abrazados a sus instru-mentos, “creyeron que los estam-pidos pudieran haber sido un efecto singular de la tormenta”. Lluvia y sangre, relámpagos, truenos y tiros, ¿no es esto una imagen simbólica y real de la vio-lencia que siempre ha sacudido a los países latinoamericanos?

Aparte del Capitolio, el otro sitio que perfi la a La Habana, que imperiosamente se asocia a su esencia de ciudad porteña, es el Malecón –esto es, su borde marítimo–, a partir del cual co-mienza o termina. Es también una calzada de asfalto y un an-cho muro de escasa altura, que siguen la línea ondulada de la costa desde la entrada de la ba-hía hasta la desembocadura del río Almendares. A más de dique que contiene el mar, es una es-pecie de terraza desde la cual se contempla su inmensidad y que se puebla de paseantes y sentan-tes en el verano. He aquí cómo detalla el malecón Car pentier en la última novela que escribiera, La consagración de la primavera:

“Pero al bajar por el Prado, escoltados por sus pomposos leo-nes-pisapapeles de bronce, olvi-dábamos el teatro de piedra y artifi cio para asomamos al por-tentoso teatro del mar, anfi teatro de inmensidades, diorama de tormentas, panorama de crepús-culos jamás semejantes a los an-teriores, perennemente abierto a quien quisiera instalarse en su larguísimo palco con antepecho de piedra y dentículos de arrecife. Era aquel un lugar único, único lugar donde en todo momento podía asistirse a un siempre reno-vado espectáculo de furias oceánicas, juegos de olas, alza-miento de espumas o bien de aplacado oleaje...”.

En fi n, ésta es La Habana de Carpentier, rescatada de la ero-sión de los años y de las vicisitu-des históricas por su saber, su memoria y también por su por-tentosa imaginación. ■

César Leante es escritor cubano. Su último libro es Revive, la historia. Anatomía del castrismo.

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Lettres d´une vieGeorge SandEditions Gallimard

Biografía sumariaHija de un edecán del mariscal Murat, Aurora Dupin nace el 1 de julio de 1804 en París. Du-rante la ocupación de España, nace otro fugaz hermano en Madrid. También Víctor Hu-go niño estuvo en Madrid. El fogoso edecán Dupin muere en 1808 desnucado por su ca-ballo. La familia se refugia en la fi nca paterna de Nohant, región del Berry, que será el cuartel de invierno de la no-velista George Sand. En 1822 se casa con Casimir Dudevant. Pasa vacaciones en los Pirineos –Cauterets– (Sterne prefería Bagneres). El esposo se afi ciona a los amores ancilares (tenorio de criadas). El matrimonio se va a pique. Hacia 1830 comienza su carrera doble de mujer inde-pendiente y novelista bucólica. “Mi ofi cio”, llega a decir, “es ser una mujer libre”. Inicia su tour de amantes famosos: en 1834, el poeta Musset en Venecia; en 1838, el pianista Chopin en Mallorca. Se codea con Balzac, Delacroix, Dumas, Hugo. En 1849 su Champi es un éxito en el teatro Odeon. Conoce a Flaubert y Turguenev. Divide su tiempo entre París y su adora-do retiro campestre de Nohant, donde muere en 1876.

Las mocedades tormentosasNunca faltan pánfi los meapilas que se suben por las paredes cuando sus castos oídos se ven inmersos en el fragor libertino de los amores de George Sand. ¿Acaso ha existido, existe y exis-tirá un tipo de amor inmune a

la condición tormentosa? Sin tormentas –fugaces o de bron-ca tenaz y cotidiana– el amor es pura fi lfa. La escritura de Sand, sus centenares de cartas, pueden servirnos de pasto visual para lectores infatigables. La lista de amantes no tiene fi n. El aboga-do Bourges le sale vicioso. Al crítico Sainte-Beuve, primero lo encuentra angelical y naïf, y lue-go le da puerta. Liszt le conduce a Chopin. Heine le aburre con su monomanía del calembour. Colecciona escritores seducidos como quien cloroformiza ma-riposas. Su atuendo de dandi sáfi co hace correr ríos de tinta bífi da. Courage et fraternité. Su grafomanía epistolar es torren-cial. Divaga, especula sobre las variedades de amor, como si herborizase coles y orquídeas, rosas y nabos. Su talento verbal nos hechiza a rachas. Se expresa a veces con modismos patois, de moza del Berry convertida en reina de París.

De Venecia a MallorcaLa Venecia de Sand era todavía un lujo barato. Era una Venecia portuaria con tabernas de turcos y armenios. Las ostras se criaban en los canales. La ópera en la Fenice, los sabrosos helados, los cafés, los museos, le otorgaban el halo romántico de reina ajada del Adriático. George Sand fu-ma cigarrillos de Maryland, se deja estrangular por el chifl ado poeta Musset y se consuela con el doctor Pagello. La moneda es la libra austriaca; no olvidemos que Venecia era el puerto de Viena, era dominio de Austria, como se ve en Senso de Boito y Visconti.

La estampa de Mallorca, en contraste con Venecia, es brutal.

El barco que lleva a Chopin y Sand, desde Barcelona a Palma, es un barco de cochons. El pá-rrafo de Barcelona sitiada por los carlistas es fabuloso (carta a F. Rollinat, 8 marzo de 1839) L’Espagne est une odieuse nation!. Pinta a los isleños de Mallorca como apestosos y fanáticos hijos de fraile. El viaje fue una odisea. Nunca mejor dicho, pues en el barco George Sand es Circe ro-deada de puercos homéricos.

Un Rousseau con faldas:El estilo SandNietzsche lapidó a Sand como la vaca estilista –lactea uber-tas– la lechera preciosista. La batalla entre biógrafos dogmá-ticos a lo Sainte-Beuve y esti-listas cascarrabias a lo Nabokov está lejos de resolverse en uno u otro sentido. Parodiando a Kant diríamos que el estilo sin la intuición empírica es ciego y que la biografía sin el concurso de la razón lírica puede ser un tostón absoluto. Quizá siempre patinamos en el mismo sentido. Acaso estamos más en manos del azar y la espontaneidad de lo real de lo que solemos creer en nuestro soberbio siglo de la alta tecnología.

Proust, lector de Champi

“Travaillant comme un cheval pour réparer le temp perdu”1

Al inicio del primer tomo de su Recherche, Du côté de chez Swann, demuestra conocer al dedillo al Bastardillo o Champi de George Sand. Su abuela era una fan de Sand –le regala cua-

tro novelas por Navidad– y su madre le lee el Champi por las noches. Proust es un prodigio del análisis novelesco y hace una refl exión de entomólogo de la memoria al distinguir entre dos tipos de lagunas en la lectura. Su madre se salta los pasajes su-bidos de tono del Champi –el viaje en la yegua con la moli-nera rijosa– y el niño mimado Proust también se distrae a ratos de la lectura materna, cavilando sobre su egolatría de ojito dere-cho y niño mimado. El pasaje es precioso:

“Elle passait toutes les scenes d’amour. Aussi tous les change-ments bizarres qui se produisent dans l’attitude respective de la meuniere et de l’enfant...”2.

Su madre es una lectora ad-mirable por su tono de voz, pero poco fi able por no seguir al pie de la letra el texto. La lectura se convierte en música celestial, co-mo si Sand sonase a una sonata de Chopin, como si el peor libro pudiese ser salvado por una voz que lo traduce a rango sublime. Proust es así, un mago de la me-tamorfosis de lo banal o trivial en oro puro.

George Sand propende a una suerte de novela pastoral-jaco-bina. En François le Champi, explora la fábula del enfant sau-vage, el huérfano selvático, ju-gando con la paradoja del infi er-no urbano de París y la Arcadia lírica de Nohant.

Sand sabe sintetizar un per-sonaje:

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L I T E R A T U R A

LAS CARTAS DE GEORGE SAND (1804-1876)Centenario 1804-2004

CÉSAR PÉREZ GRACIA

1 “Trabajando como una bestia para recuperar el tiempo perdido”

2 “Se saltaba todas las escenas de amor y todos los curiosos cambios que experimentan en su humor, la molinera y el muchacho...”

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79Nº 149■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

“Cette femme-là s’appelait Sévère, et son nom n’était pas bien ajusté sur elle, car elle n’avait rien de pareil dans son idée”3.

Es una pava, una Madame Casquivana o ligera de cascos.

La prosa discurre con un so-siego verbal admirable. Como si Sand escribiese su Candide, una novela breve con prosa pimpan-te. Incluso se ve un lado Chau-cer, de gozo rural. Pero veamos cómo el mozo Champi encandi-la a la concubina del molinero.

“Pourtant il se trouva que le cham-pi entrait dans ses dix-sept ans, et que madame Sévère trouva qu’il était dia-blement beau garçon”4.

Sand juega con varios planos narrativos para distanciar el rela-to, la narradora es ahora la cria-da del cura. El capítulo VIII se abre como un cuento de hadas, Caperucito y la Loba. Vemos el humor picarón de la Severa. Hay algo de relato zumbón a lo Ster-ne –jument devote o yegua católi-ca– como esa vieja irlandesa que Fernando Savater dice que moría tranquila tras ver ganar el Derby a un caballo católico, como sinó-nimo de irlandés.

Llegan a un bosque de cas-taños. Es un placer ver cómo Champi gasta una jerga nueva de mozo ingenioso naïf, con doble sentido en las palabras.

Sand vuelve a jugar con el contraste entre narrador liber-tino y narrador puritano, juego

agudo que dobla o intensifi ca el picante relato:

“La Sévère chercha sous les pieds de la jument, tout à côté de François, et à cela il vit bien qu’ellen’avait rien perdu, si ce n’est l’esprit”5.

El humor guasón de Sand proviene acaso de la Inglaterra medieval de Chaucer y la diecio-chesca de Sterne. El diálogo es punzante, lleno de chispa:

“Ça charme, comme on dit, l’ennui du chemin. – Je n’ai pas besoin de charme, répliqua le champi; je n’ai po-int d’ennuis”6.

Es genial el uso narrativo del viaje nocturno en yegua, con la Madame Rijosa a sus lomos, y con el pobre Champi como ji-nete naïf. Es digno del mejor contrapunto de Flaubert o Mau-passant.

Flaubert o el bailaor de fandangoLa relación Sand-Flaubert per-tenece a la etapa madura de la escritora. Su fogosidad ha dado paso a una suerte de serenidad olímpica, de diosa Juno del Berry, la región campesina de Nohant. Flaubert la invitó a pa-sar temporadas en su retiro de Croisset, cerca de Ruán. En este sentido, Croisset es el Nohant de Flaubert. No imaginamos a Balzac o Stendhal fuera de Pa-rís o Milán. Sin embargo, Sand y Flaubert, pertenecen a otra generación, otro mundo. Qui-zá París se volvió hosco, agrio, bronco, con la Comuna. No olvidemos que hay una Francia reaccionaria que obligó a tres de sus genios al exilio: Hugo, Courbet, Baudelaire.

Sand era buena lectora de Flaubert; en abril de 1874, le su-giere mezclar sus dos querencias novelescas, Bovary y Salammbó, lograr un híbrido feliz de arcaís-mo lírico y realismo burgués. Su ojo de lince le hace ver en el eremita de Ruán al maestro del contrapunto novelesco. Incluso le da ánimos en la tarea de su

obra fi nal, Bouvard et Pécuchet. Su amistad era plena, y les per-mitía el tono de guasa coloquial y las bromas mutuas. Flaubert se pirraba por hacer el payaso ante Sand, bailar la cachucha, diga-mos una variante normanda del fandango. “In somma, un vrai tableau vivant”.

Colofón español: Paulina ViardotSand fue gran amiga de Paulina Viardot (1821-1910), la Callas de la época, hija de cantantes de ópera españoles, retratados por Goya –Manuel García–. Pauli-na fue retratada por Esquivel. Su fama libresca le viene de su infl ujo avasallador sobre el gran novelista ruso Turgueniev.

Paulina frecuentó Nohant cuando Chopin residía allí con Sand. La española espoleaba al polonés para acompañarla al piano. Las veladas musicales eran memorables. Sand se mue-re por volver a escuchar un aria de Haendel –carta de diciem-bre 1847– en la voz de Paulina. Una voz balsámica como la de Farinelli para el rey de España, Felipe V. Paulina le hacía olvidar su malos recuerdos españoles del viaje a Mallorca. Por cierto, en 1825 Sand residió en Burdeos como baronesa Dudevant. Goya llegó a Burdeos en septiembre de 1824. En el Museo de Zara-goza está la Dama de negro, cuya fi sonomía es muy George Sand. ¿No le habló Delacroix a Sand de su pasión por Goya? Resulta curioso que el anciano Goya y la joven Sand se cruzasen en los bulevares de Burdeos. ■

César Pérez Gracia es escritor.

George Sand

3 “Esta mujer se llamaba Severa, y su nombre no le pegaba ni con cola, porque era todo lo contrario, una zas-candila.”

4 “Un buen día, como de sopetón, sucedió que el bastardito rondaba los diecisiete años, y que Madame Sévère descubrió que el mocoso era un demo-nio de pajar.”

5 “La Severina fi ngía una búsqueda inútil entre las patas de la yegua, a dos pasos de François, y como no era bobo, se dio cuenta de que si algo había perdi-do ella, era la chaveta.”

6 “Es menester, como suele decirse, distraerse del aburrimiento del camino. –Yo no necesito cuentos, replicó el Bas-tardillo, no me aburro un pelo.”

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■ “Comenzar el día diciéndose: Hoy en-contraré sin duda un indiscreto, un in-grato, un insolente, un embustero, un envidioso, un insociable. Los desgracia-dos que tienen esos defectos es porque no conocen los verdaderos bienes y los verdaderos males. Pero yo, que he apren-dido que el bien verdadero consiste en lo que es honesto y que el mal verdadero está en lo vergonzoso; yo, que conozco la naturaleza de quien comete la falta, que sé que es hermano mío, no de sangre y de carne, sino por nuestra común parti-cipación en un mismo espíritu emanado de Dios, no puedo considerarme ofendi-do por su parte. En efecto, nadie podría despojar a mi alma de la honradez; es imposible que llegue a enfadarme con un hermano y que pueda odiarle”. ( II, 1)

■ “¿Cuál es la duración de la vida del hombre? Un punto en el espacio. ¿Su sustancia? Variable. ¿Las sensaciones? Confusas. ¿Qué es su cuerpo? Podre-dumbre. ¿Su alma? Un torbellino. ¿Su destino? Enigma. ¿Su reputación? Dudo-sa. En una palabra , todo lo que proviene de su cuerpo es como el agua de un to-

rrente, y lo que dimana de su alma, co-mo un sueño, como humo. Su vida es un combate perpetuo, un descanso en tierra extranjera, y su fama después de la muer-te un olvido absoluto. ¿Qué es lo único que puede facilitarle su viaje en este mundo? La fi losofía. Esta consiste, pues, en velar por el genio que reside en su in-terior, de suerte que no reciba ni afrenta ni heridas, que no se deje arrastrar por los placeres ni por los dolores, que no haga nada a la ventura, que no emplee los embustes ni la hipocresía, que no cuente nunca con lo que otro haga o de-je de hacer, que acepte todo lo que le su-ceda o que le corresponda, y, en fi n, que aguarde la muerte con paciencia, como una disolución de los elementos que constituyen el organismo de todo ser animado. “ (II, 17)

■ “Otra observación oportuna: todo lo que resulta de las obras de la naturaleza tiene su gracia y encanto. Examinemos el pan, por ejemplo: al cocerse, prodú-cense algunas grietas, y estas grietas pro-ducidas por tal causa y a disgusto sin duda del panadero no dejan de dar al

pan un aspecto agradable y apetitoso. El higo se arpa cuando ha llegado a su ple-na madurez; la oliva bien madura está casi podrida, y no obstante conserva un atractivo particular. La inclinación de las espigas hacia la tierra, las pobladas cejas del león, la baba que cae del hocico del jabalí y otras muchas cosas, conside-radas aisladamente, carecen del menor encanto, y, sin embargo, como partes integrantes de las obras de la naturaleza, la embellecen y agregan todavía un nue-vo atractivo.

Así pues, todo individuo que tenga un alma sencilla y que sea capaz de dis-cernir con claridad, no verá en todo lo que existe en el mundo nada que sea desagradable a su vista desde el momen-to que se halla ligado de algún modo al conjunto de las cosas. El hombre de sana inteligencia no verá con menor placer las fauces desmesuradas de las fi eras que las imágenes que de ellas hacen el pintor o el estatuario. En una mujer anciana o en un viejo, sólo verá la madurez, el ocaso de la vida; y sus miradas no estarán im-pregnadas de lascivia en contemplación de los encantos de la juventud”. (III, 2)

Pensamientos, Meditaciones, Refl exiones o Soliloquios son variaciones se-gún las versiones modernas del título de los apuntes personales que de-jó al morir el emperador Marco Aurelio Antonino (120-180) bajo el epígrafe griego de Para sí mismo ( Eis heautón), tal vez debido al propio autor o tal vez al secretario que cuidaba de sus libros. Se trata , pues, de un texto muy singular y sin paralelo en la literatura antigua, uno de los escritos más sinceros y más atractivos de toda la literatura helenística. No se presenta ni como unas confesiones ni como un diario, porque no ofrece datos precisos ni fechas concretas y está compuesto sólo para sí mismo, algo así como una especie de manual de “autoayuda” de uso ín-timo. Marco Aurelio fue a su manera muy personal un pensador estoi-co, pero no un riguroso profesional de la fi losofía ni un sabio predica-dor del Pórtico Pintado. De la enseñanza fi losófi ca recibida se sirvió pa-ra no “cesarizarse”. Se recordaba a sí mismo el deber de tratar con amor a los demás, aunque sin muchas ilusiones sobre la bondad de la gente. Era un racionalista y no tuvo en gran estima a los cristianos. Actuó co-mo un gran emperador y un valiente guerrero, largo tiempo ocupado en defender frente a los belicosos bárbaros la frontera del Danubio. Así como nos lo recuerda su imagen ecuestre del Campidoglio y la colum-na triunfal de su nombre en Roma. Fue allí, en la frontera danubiana, en la soledad de su campamento, a ratos perdidos, en la noche o al alba, ya viejo, con la muerte cercana, donde redactó, para darse ánimos en su tarea cotidiana, estos pensamientos melancólicos. Era un carácter extra-ñamente sincero (Verissimus lo llamaba Adriano, jugando con el nom-

bre de su familia), generoso y de una desesperada bondad, rasgos que Maquiavelo habría juzgado muy inadecuados en un político e inconve-nientes en un príncipe. Desde luego el talante estoico y esa bondad a toda prueba se refl ejan en estos soliloquios, así como en su actuación imperial. Este es un texto muy leído, desde que se descubrió tardíamen-te en el Renacimiento, aunque al castellano no se tradujo hasta fi nes del siglo xviii. Ahora, en cambio, tenemos varias traducciones españolas recientes, una media docena, muy asequibles, casi todas en libros de bolsillo. Pero para esta breve antología he utilizado una menos usual, la de Antonio Delgado, Pensamientos de Marco Aurelio Antonino o Conver-sación de este príncipe fi lósofo consigo mismo, editada en la editorial Gar-nier, en París, sin fecha. (Supongo que hacia 1920). El estilo de Marco Aurelio, que escribía en griego tal vez como homenaje a la tradición fi -losófi ca, o acaso para que no leyeran esos apuntes sus colaboradores más próximos, que, como Marco Aurelio, se expresaban en la lengua del Imperio, el latín, no alcanza la elegancia del sentencioso Séneca ni la agudeza de Epicteto. Estos apuntes están redactados con un cierto desaliño, sin pretensiones retóricas. Algunos traductores los trasladan con un lenguaje algo más pulido. Hay versiones recientes más exactas o más acicaladas, pero me gusta recordar ahora ésta , muy poco conoci-da, de Antonio Delgado que, con terso estilo castellano, suena un tanto añeja, un tono que no desdice del talante del austero emperador.

Carlos García Gual

C A S A D E C I T A S

APUNTES PERSONALES DE MARCO AURELIO

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149

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■ “Sé como un promontorio contra el cual vienen a estrellarse continuamente las olas del mar; siempre inmóvil, mien-tras a su alrededor la furia se hace impo-tente’’. ‘‘Soy desdichado, –dices–, porque me ha ocurrido tal accidente.” –Di, pues, al contrario: “Me considero feliz, porque a pesar de ese accidente, no experimento el menor contratiempo ni estoy agobiado por el presente ni atemorizado por el porvenir.” (IV, 49)

■ “La vivacidad de ingenio no es una cualidad que nos es dada a todos poseer. Conformes, pero hay otras muchas cosas acerca de las cuales no te está permitido decir: ‘‘No tengo aptitudes para eso’’. Procura, pues, hacer por lo menos todo lo que dependa de ti: sé sincero, formal, laborioso, comedido, resignado con tu suerte, bondadoso, libre, sencillo, enemi-go de frivolidades, y magnánimo. ¿No ves cuántas cosas puedes hacer de ahora en adelante sin alegar tu ineptitud o in-capacidad?” (V, 5)

■ “Hay individuos que, cuando hacen un favor a su prójimo, se apresuran a echár-selo en cara. Algunos no llegan a ese ex-tremo, pero en su fuero interno conside-ran a su favorecido como un deudor, y siempre tienen presente el servicio que le han hecho. Otros, en fi n, ignoran hasta el favor que han podido prestar; del mis-mo modo que la viña no exige nada por haber llevado la uva, y se halla por el contrario muy satisfecha de haber pro-ducido su fruto; como el caballo que ha dado una carrera, como el perro que ha levantado la caza, como las abejas que han elaborado la miel. El verdadero bienhechor no reclama nada, sino que se prepara a otra buena acción, como la vi-ña que, al llegar la estación, da otra vez fruto”. (V, 6)

■ “Semejante a la naturaleza de tus ideas será el fondo de tu alma, porque nuestra alma se impregna de nuestras ideas. Im-pregna pues continuamente la tuya de

reflexiones como éstas, por ejemplo: en cualquier parte se puede vivir y vivir bien. Se puede vivir en la corte; luego también en la corte se puede vivir bien”. (V, 16)

■ “Desear lo imposible es una locura, y es imposible que los perversos no hagan alguna perversidad”. (V, 17)

■ “No hacer el trágico ni la cortesana”. (V, 28)

■ “El mejor medio para vengarse de una mala persona es procurar no asemejarse a ella”. (VI, 6)

■ “Alejandro de Macedonia y su mulero han quedado reducidos al mismo estado después de su muerte. O han entrado en los mismos elementos de la razón del mundo, o se han dispersado de igual modo en átomos”. (VI, 24)

■ “Huye de tu alucinamiento y vuelve a tus facultades. Despierta y examina dete-nidamente lo que te distraía: sólo eran sueños. Y ahora que has despertado, con-sidera lo que te turba, como has conside-rado el objeto de tus ensueños”. (VI, 31)

■ “Acostúmbrate a lo que el destino te ha designado y quienes quiera que sean los hombres con los que tienes que vivir, ámalos, pero de verdad”. (VI, 39)

■ “Cuando quieras estar contento, piensa en las cualidades de los que viven conti-go. Por ejemplo, en la actividad de éste, en la modestia de aquél, en la generosi-dad del otro. No hay nada que alegre tanto el alma como la imagen de las vir-tudes que sobresalen en las costumbres de los que viven con nosotros. Procura, pues, tener siempre este cuadro ante los ojos”. (VI, 48)

■ “La miel tiene un gusto amargo para los que padecen de ictericia, los que han sido mordidos por un perro rabioso tie-

nen miedo al agua, y los niños encuen-tran linda la pelota más insignificante. ¿Por qué, pues, he de enfadarme? ¿Acaso te figuras que el error tiene menos in-fluencia en el hombre que la bilis en el que sufre de ictericia y el virus en el que está atacado de hidrofobia?” (VI, 58)

■ “¿Qué es la maldad? Lo que has visto muchas veces. Así, pues, siempre que la ocasión se presente, di para tu interior: “eso lo he visto muchas veces”. Por do-quier, arriba y abajo, encontrarás pareci-das maldades: abundan en las historias antiguas, modernas y contemporáneas, en las poblaciones y en las familias. No hay nada nuevo. Todo es muy conocido y de corta duración”. (VII,1)

■ “El placer de las representaciones pom-posas es un placer frívolo: el espectáculo de las comedias en el teatro, el de un desfi le de animales grandes y pequeños, el de los combates de gladiadores, ¿puede compararse al de los perros cuando se les arroja un hueso, al de los peces cuando se les echa un pedazo de pan y lo engu-llen, al de las hormigas transportando activamente su pesada carga, al de los movimientos ágiles de los ratones cuan-do se los espanta o al de los muñecos movidos por unas cuerdas? Luego, si es preciso que asistas a aquellas representa-ciones, procura comportarte en ellas bondadosamente y sin arrogancia: has de tener presente, sin embargo, que la esti-ma que merece cada individuo debe ser tal cual digno de estima sea el objeto de su afección”. (VII,3)

■ “Está en el deber del hombre el amar aún a los que le ofenden. Podrás amarlos si refl exionas que son para ti como her-manos; que si son culpables, no es a sa-biendas, sino por ignorancia; que sin tar-dar mucho tiempo habréis desaparecido unos y otros y, sobre todo, que no te han hecho ningún mal, puesto que no han vuelto a tu alma peor de lo que era an-tes”. (VII, 22)

Nº 149■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

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■ “La ciencia de la vida tiene más rela-ción con el arte de la lucha que con el de la danza”. (VII, 61)

■ “Considera con frecuencia lo que son las personas cuya aprobación tratas de obtener, y cuál es el espíritu que las guía; porque, penetrando hasta el origen de sus opiniones y deseos, o las perdonarás si se engañan por ignorancia o podrás pasarte sin su aprobación”. (VII, 62)

■ “La perfección de las costumbres con-siste en obrar cada día como si debiera ser el último, es decir, sin agitación, sin abandono y sin hipocresía.” (VII,69)

■ “¿Quiénes son Alejandro, Cayo César y Pompeyo, en comparación de Diógenes, de Heráclito, y de Sócrates? En efecto, éstos penetraban las cosas a fondo, en sus principios y su sustancia, y por nada se trastornaba el equilibrio de su alma. Por el contrario, los primeros, ¡cuántos cuidados! ¡qué esclavitud!” (VIII, 3)

■ “Hablar en el senado con más dignidad que elegancia, y lo mismo en las conver-saciones particulares; emplear un lengua-je sincero”. (VIII, 30)

■ “¿Que hago poco caso de esos mezqui-nos personajes políticos que tienen la pretensión de dirigir como filósofos to-dos los negocios? ¡ Qué prodigiosa inep-titud!¡ Oh, hombre! ¿qué haces? Confór-mate a lo que la naturaleza exige en la si-tuación presente. Prueba oportunamente a corregir a los otros con tal que lo hagas sin ostentación. Pero no esperes jamás poder establecer la república de Platón. Conténtate si consigues hacer a los hom-bres un poco mejores: esto ya no es po-co, puedes creerlo. Porque, en fi n, ¿quién les hace cambiar de opinión? Y sin este cambio, ¿qué harás? Esclavos que gemi-rán de su servidumbre, hipócritas bajo la máscara de la obediencia.

Y bien, háblame ahora de un Alejan-dro, de un Filipo, de un Demetrio de Falero. ¿Han conocido lo que exigía de ellos la naturaleza común? ¿Se han go-bernado a sí mismos? Esto es cosa suya.

La filosofía ejerce su influencia de una manera simple; no espera llevarme a una gravedad afectada”. (IX. 29)

■ “Contempla desde la altura esas innu-merables multitudes, esos millares de ce-remonias religiosas, esas navegaciones de todo género, bajo la tempestad o en la calma de los mares, esa diversidad de se-

res que nacen, viven juntos un poco y mueren. Piensa en los que vivieron antes que tú en otros reinos, en los que vivirán después y los que viven en las naciones bárbaras. ¡Cuántos de ellos ignoran hasta tu nombre! ¡Cuántos lo habrán olvidado bien pronto! ¡Cuántos que tal vez hoy te alaban te maldecirán mañana! ¡Ah! ¡Có-mo esta fama, esta gloria, todo cuanto es vanidad, es despreciable!’’. (IX, 30)

■ “La araña se enorgullece de haber caza-do una mosca. Lo mismo sucede entre los hombres, uno está orgulloso por ha-ber cogido un lebrato, otro un pececillo en la red, éste jabalíes, aquél osos, y el otro sármatas. Este último y sus congé-neres ¿no son acaso unos bandoleros? Examina bien sus principios’’. (X, 10)

■ “El hombre que se aflige o se indigna de un suceso cualquiera se asemeja al cerdito que, durante el sacrifi cio, patalea y gruñe. Y lo mismo sucede, créelo, con aquel que, extendido en su cama, deplo-ra allí solo el destino que nos subyuga. Piensa también que solamente al ser ra-cional se le ha dado el poder de aceptar voluntariamente todo cuanto le suceda. Porque el ceder a ello simplemente es para todos una cosa inevitable”. (X, 28)

■ “¿Alguien va a despreciarme? Esa es su ocupación, la mía es la de guardarme muy bien de que en mis acciones o pala-bras no se encuentre nada que justifi que su desprecio. ¿Va a odiarme? Esa es su ocupación. La mía es ser indulgente y benévolo con todo el mundo y la de es-tar preparado para desengañarle, no con insolencia ni fi ngiendo moderación, sino con noble franqueza y bondad”. (XI, 13)

■ “En la práctica de los buenos princi-pios es necesario ser como el atleta en el pugilato, y no como un gladiador. Si éste deja caer su espada, al punto puede ser muerto; pero el otro siempre tienen dis-puesta la mano y no tienen necesidad de otra arma para golpear”. (XII, 9)

■ “Todo en ti no es sino una opinión, y tu opinión depende de ti. Apártala de tu espíritu cuando lo tengas por convenien-te, y, como el navegante que ha doblado el cabo, encontrarás un mar tranquilo, completamente en calma y sin oleada ninguna”. (XII, 22)

■ “¡Oh, hombre! Has sido ciudadano de la gran ciudad. Que lo hayas sido duran-te cinco años o durante tres, ¿qué te im-

porta? Cada uno debe encontrar razona-ble lo que es conforme a las leyes. ¿Tie-nes algún motivo para molestarte si eres arrojado de la ciudad, no por un tirano, ni por la iniquidad de un juez, sino por la naturaleza que te había admitido? Es como si un actor fuera despedido del teatro por el mismo empresario que lo había contratado. Pero, tú dirás, yo no he representado los cinco actos, sino so-lamente tres. Tienes razón, pero, en la vida, tres actos componen la pieza ente-ra. El autor que determina la extensión de la misma es el que no ha mucho com-puso la intriga y que hoy termina el des-enlace; tú no eres el autor ni de la un a ni del otro. Retírate, pues, con alegría, porque aquél que te despide es la bondad misma”. (XII, 36)

Carlos García Gual es escritor y crítico literario. Autor de La antigüedad novelada y Apología de la novela histórica.

APUNTES PERSONALES DE MARCO AURELIO

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 149