Cementerio del cerro Panteón

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Voces en el Panteón Historias y Personajes del Cementerio Nº 1 de Valparaíso TEXTOS DE PATRICIA ŠTAMBUK M. Ediciones Universitarias de Valparaíso

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Voces en el PanteónHistorias y Personajes del Cementerio Nº 1 de Valparaíso

TexTos de PaTriCia ŠTambuk m.

Ediciones Universitarias de Valparaíso

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La importancia y atención que se está dando a los cementerios de Valparaíso, recuperándolos y promoviéndolos como otros

de sus espacios patrimoniales, despertó en la Corporación Municipal de Valparaíso la iniciativa de hacer un libro que trans-

mitiera la historia local a partir de las trayectorias de algunas atractivas personalidades sepultadas en el camposanto más

antiguo de Valparaíso, el Cementerio Nº 1.

La lectura que hoy queremos hacer de nuestros camposantos sobrepasa la dimensión íntima y personal que puede tener para

cada uno de nosotros la muerte. Hay en ellos un patrimonio histórico, artístico, arquitectónico y sobre todo humano, que no

podemos, literalmente, dejar morir. Es preciso conocerlos, cuidarlos, restaurarlos, mantenerlos, y promover que la comuni-

dad local y los visitantes foráneos aprecien en ellos las huellas elocuentes del pasado lejano y próximo de un pueblo.

En tal sentido, somos privilegiados. En el cerro Panteón de Valparaíso, desde donde se puede mirar nuestra ciudad en todas

sus direcciones, están ubicadas tres antiguas necrópolis y una parte importante de la historia de este puerto. El Cementerio

Nº 1 fue el segundo creado en Chile y es sin lugar a dudas un museo al aire libre de extraordinaria riqueza, que no se ha

librado de la azarosa vida de un país sísmico ni de la destrucción provocada por la desidia y la insensatez.

Al recorrer sus patios y avenidas se descubre el pasado pujante, pintoresco, multifacético, de nuestro singular Valparaíso.

Están sepultados en él muchos grandes personajes nacidos en esta tierra o que emigraron desde otros países. Ellos, con

espíritu emprendedor, talento y perseverancia, construyeron edificios, proyectaron avenidas, formaron sociedades de todo

orden, desarrollaron el intelecto, el arte y las instituciones para cultivarlo, ayudaron al necesitado, defendieron la patria y

los bienes del prójimo y dejaron una clara huella para sus herederos materiales y espirituales.

Sus obras perduran entre nosotros, aunque muchas veces ignoramos a sus creadores. Voces en el Panteón entrelaza el atrac-

tivo retrato gráfico de esta ciudadela de nuestros difuntos con el acertado retrato escrito de Patricia Stambuk. Las reseñas

contienen pormenores formales y ángulos desconocidos de las existencias de los personajes; despejan algunas dudas sobre

determinadas figuras; confrontan o respaldan los hechos con las valiosas y pintorescas crónicas del pasado y en definitiva

resaltan con amenidad y precisión algunos de los grandes valores humanos en que se ha gestado esta ciudad Patrimonio de

la Humanidad, que es Valparaíso.

Felicitamos a la Corporación Municipal de Valparaíso y a Ediciones Universitarias de Valparaíso, que hicieron realidad este

proyecto con el respaldo del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura. Es un paso más en el reconocimiento y

preservación de nuestro patrimonio.

Aldo CornejoAlcalde de Valparaíso

Prólogo

Réplica fiel de la escultura La Pietá de Miguel Angel.

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Aunque suene paradójico, un espacio privilegiado para encontrar la relación historia-memoria es la de los cementerios, antes camposantos. La historia es presente, la memoria es pasado en el presente. El evento central, la muerte. Por ello, tanto Phi-llipe Ariès como Michel Vovelle, historiadores franceses herederos de la historiografía de los Annales supieron redimensionar el fenómeno biológico y natural del deceso, proyectándolo históricamente tanto en términos de las percepciones, actitudes y significados individuales y colectivos sobre el particular como en términos de la especie de envolvimiento del acto a través de los ritos y solemnidades que han permitido a los vivos manejar las despedidas y los recuerdos.

En los desarrollos historiográficos que han seguido tres temáticas se inter-relacionan para dar historicidad y representación a las formas como las sociedades, a través del tiempo, han vivido y han sentido la muerte: en primer lugar, el propio acto de morir; en segundo lugar, el sujeto que la actúa y los sujetos que le acompañan; y, en tercer lugar, la escenificación de todo el proceso, lo cual implica no sólo acciones, comportamientos y sentimientos, sino también espacios físicos como el lecho, el hospital, la iglesia, el recorrido y el cementerio. Efectivamente, a través del conjunto de todos estos elementos, se puede visualizar muchas dicotomías: el individuo-la familia; la familia-la comunidad; la vida privada-la vida pública. El funeral suele ser síntesis de todo aquello; la sepultura, la muestra material a través de las cuales los individuos se proyectan en el tiempo. Los monumentos son más bien artificios ajenos a esta única y concreta realidad humana propiamente tal.

Es por todo lo anterior que los cementerios son también historia viva de las ciudades. En ellos está depositado, humanamente, el paso de los individuos por sus calles, sus instituciones, sus oficios, sus ocios y entretenciones, sus festejos y sus dramas, su industria y su comercio, sus artes y su ciencia. Es cierto que, igualmente, los cementerios replican las distinciones sociales y las desiguales condiciones de los vecinos; pero ello es hacia la superficie, a la inversa todo es igual. Es por ello también que el rescate del pasado urbano se vivifica en las lápidas, los epitafios, las figuras, las ornamentaciones, los pequeños y los grandes mausoleos. Es el encuentro con individuos y con familias y, a través de ellos, con las organizaciones, instituciones, clubes, cuer-pos sociales y con la comunidad a la cual pertenecieron.

Este libro no es sólo un recuento o galería de personajes que surgen desde tiempos pasados a través de la búsqueda de los datos de cada uno de ellos que hace la autora a partir de un recorrido inicial por los patios y avenidas del Cementerio Nº 1 de Valparaí-so. El primer momento ha sido el del encuentro con el testimonio, el segundo el de la indagación, el tercero el del conocimiento. Por ello es que el libro no es sólo ejercicio intelectual o confección de un objeto, es también sensibilidad, rescate y memoria. Cuando hablamos del Valparaíso patrimonial y cuando se precisa que hay patrimonios tangibles e intangibles, en este libro se entrecruzan precisamente todos los patrimonios.

La memoria es también tiempo largo, y en ese tiempo, los que vivieron en el pasado, pero que todavía pueden provocar algún tipo de recuerdo, son capaces también de contarnos la historia de ese pasado. Los historiadores sólo les han prestado sus voces.

Eduardo Cavieres F.Historiador

Introducción

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La memoria dormidaEl Cementerio Nº1 es una necrópolis fundacional en la historia de Chile y un museo abierto de

obras de arte funerario, que se adscribe de modo natural a las características patrimoniales

reconocidas por UNESCO a Valparaíso. Sin embargo, hemos emprendido la realización de este

libro desde la perspectiva que consideramos más valiosa: la memoria dormida, el patrimonio

humano, el origen real −y muchas veces olvidado o ignorado− de las creaciones materiales e

intangibles que singularizan a este puerto del Pacífico Sur. En esa memoria reposan también la

identidad y el reconocimiento de lo propio.

La impronta porteña, enriquecida tempranamente con el internacionalismo de sus orígenes,

proviene de múltiples personajes, pero fue ineludible realizar una selección. Y a pesar de los

archivos perdidos y los registros dudosos, fueron más fuertes las voces que nos hablaron desde

el fondo de su tiempo.

La presente investigación se enlaza con los trabajos de restauración del camposanto, que de-

vuelven lozanía y prestancia a su pórtico de ingreso. Es un homenaje a los habitantes de este

barrio silencioso de Valparaíso, donde yacen los antepasados de tantas y tan antiguas familias

del puerto, forjadores de esta ciudad única en nuestra América.

Panteón: un cerro fúnebre y alegreSituado en la meseta de una colina, sobre el corazón de la ciudad, este original camposanto

parece una fortaleza más que una necrópolis, aunque en vez de troneras tiene unos singulares

balcones almenados que parecen conectar la bulliciosa ciudad de los vivos con aquella silen-

ciosa de los que ya partieron. Desde esta ciudadela, la vista domina con amplitud el océano

Pacifico y alcanza en días claros hasta la cima del monte Aconcagua, la más elevada de las

cumbres de los Andes.

Aquí, en medio de hermosos y refinados ángeles, columnas de mármol itálico, vitrales y mau-

soleos neogóticos, reposan personajes públicos cuyos nombres hoy identifican a calles, plazas

y edificios de la ciudad, junto a ciudadanos que si bien no alcanzaron tal notoriedad o recono-

cimiento, se inscriben igualmente entre los pioneros del puerto principal.

Presentación

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Su fecha de fundación −1825− es en realidad el año en que se formalizó su uso. El proyecto de

su creación consta en las actas municipales de 1821 y la viajera inglesa Mary Graham lo visita

en 1822. Según su relato, ya tenía las características de una necrópolis pública:

“...a unos 80 o 100 pies sobre la ciudad, se halla el nuevo cementerio o panteón; el

gobierno ha tomado algunas medidas muy prudentes, para evitar que se continúen

haciendo inhumaciones en la ciudad o en sus alrededores”.

Diario De mi resiDencia en chile, 1822

La cronista precisa, sin embargo, que los prejuicios no permiten que se ocupe y que “sepa-

rado de él solamente por una muralla, se halla el sitio que la superstición católico-romana

ha asignado por fin a los herejes para sus sepulturas, o más bien dicho, que se ha permitido

que compren los herejes”. La proximidad con aquella parte del cerro Panteón destinado a los

disidentes era al parecer la causa principal de las dilaciones.

Había razones urgentes para apurar su puesta en marcha y regularizar el capítulo funerario

del poblado, porque las costumbres porteñas sobrepasaban la imaginación: los cadáveres eran

lanzados al mar o arrojados en las quebradas. Con suerte, los sepultaban en esas tierras de

nadie, entre cerro y cerro, donde el suelo fértil se ocuparía de cubrir con rapidez los rastros.

Las personas de linaje u otros méritos especiales, podían ser inhumados en las iglesias, según

las usanzas coloniales.

Su ubicación al borde del acantilado, donde a principios del siglo XIX “se escuchaba los flujos

incesantes de la mareas”, se explica no solo por los requisitos sanitarios, porque así como

en Santiago se había escogido unos años antes el llano de Recoleta para Cementerio General

(1819), en Valparaíso prevaleció la tendencia que se hizo marca y estilo en el puerto: la necró-

polis estaría arriba de un cerro, con suficiente ventilación natural y prudentemente distante

de las viviendas. Los asentamientos familiares comenzaban a llegar a la extensa cadena de

colinas y los difuntos no tenían por qué ser una excepción.

Max Radiguet, secretario del almirante Dupetit-Thouars, quien comandaba las fuerzas navales

francesas en el océano Pacífico, registra en sus notas:

“Entre los cerros del puerto, dos merecen nuestra detención. Los dos están cubiertos

de flores y moradas silenciosas. Una sociedad aparte vive en el primero, llamado cerro

Alegre; el segundo, necrópolis de Valparaíso, se llama Panteón”.

max raDiguet, 1841-1845

Pocos casos similares de camposantos en altura hay en el país y ninguno de sus características.

Evoca quizás a algunos antiguos, curiosos y encumbrados cementerios europeos, como los hay

en Sicilia y la costa amalfitana.

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Muchos cronistas mencionan que el mar no estaba más allá de cien metros desde el pie del

cerro, pero Max Radiguet se detiene además en la descripción sensorial de esos parajes taci-

turnos y los convierte casi en idílicos:

“Nada es menos fúnebre que este cementerio rozagante y florido donde gorjean, re-

volotean y retozan un mundo de pájaros, mariposas e insectos… Desde el ingreso,

una atmósfera cargada de suaves aromas sorprende y regocija el olfato. La ensenada

azulosa aparece cubierta de navíos y surcada de pequeñas embarcaciones; después, a

través de un rumor confuso, el oído distingue el canto alegre de los trabajadores y los

flujos incesantes de la marea”.

max raDiguet, 1841-1845

Algunos particulares, sin embargo, ya habían emprendido el retiro forzoso del bordemar, re-

llenando la orilla con rocas y piedras para ganar algo de superficie al océano. La villa florecía

con rapidez, alentada por el intenso tráfico marítimo que provenía del cruce de océanos

por el Cabo de Hornos, antes de la construcción del canal de Panamá. Entre 1822 y 1830, la

población de extranjeros se duplicó a 6.000 personas. Un entusiasta viajero norteamericano,

William Ruschemberg, describe sus personajes “paseando en direcciones contrarias por una

calle angosta”: el aguador, los comerciantes, el huaso, las damas, el dulcero, el mercachifle,

los marineros…

“…una muchedumbre llena de animación… imaginaos todo esto y tendréis una idea de

Valparaíso cerca del desembarcadero en día de trabajo por la mañana”

William ruschemberg, 1831-1832

En el censo de 1835, el primero de la República, el departamento de Valparaíso alcanzaba a

24.316 habitantes. Veinte años más tarde, la cifra se había doblado.Superaba holgadamente

en población, inmigración y servicios a la capital de Chile, aunque también eran evidentes sus

carencias.

“La primera impresión que produce esta ciudad, al penetrar en la bahía, no es favo-

rable… Las cabañas muestran las lacras de la miseria, lo que afecta de una manera

penosa la sensibilidad del viajero que viene de Europa y le angustia el corazón”.

Jacques antoine moerenhout, 1828

Aún así, los cambios urbanos eran objetivos.Solo un sendero angosto era en 1832 la calle

Esmeralda, ex del Cabo, que permitía llegar a la Plazuela del Orden, hoy Aníbal Pinto, en

el corazón urbano de la planicie, y proseguir hacia el Almendral. Un cabo rocoso fue dina-

mitado en las inmediaciones y hubo coincidencia entre los vecinos para insistir en desplazar

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el bordemar. En 1880, las olas rompían a la altura de la actual calle Blanco y ya no era

posible escuchar el ir y venir del océano en su costa que el viajero francés Radiguet

registraba en sus notas al recorrer “!os senderos arenosos y rastrillados con esmero”

del Cementerio Nº1.

En esos años, además, la vista no tenía interferencias. Un desgarbado edificio se inter-

pondría más tarde entre el cerro panteón y el panorama natural y urbano:

“Desde sus alturas se domina toda la bahía y los barrios del Puerto y el Almen-dral, casi en su totalidad”.

recareDo santos tornero, 1872

Se podía seguir con la mirada el curso de un barco por largo tiempo después de acom-

pañar los restos de un amigo a su morada final. Era el consuelo para la pena y también

para el esfuerzo de subir la escarpada senda del último viaje.

La ruta de los cortejosEl acceso a los tres cementerios que existen en el Cerro Panteón, el 1, 2 y Disidentes o

Inglés, se hacía originalmente por calle Elías, actual Cumming, que nace de la Plaza Aní-

bal Pinto. La subida es bastante larga y pronunciada y cobra sentido el sugerente nombre

de El descanso con que fue bautizada la pequeña plazuela donde el camino dobla hacia

la izquierda, en dirección a los camposantos.

Se reanudaba la marcha por el trayecto que entonces se conocía como la subida para el

Panteón y que es identificado como tal en el Plano de Valparaíso de 1884 de Recaredo

Santos Tornero.

La calle Dinamarca, conformada en años posteriores, es la singular vía que al modo de

un circuito fúnebre nos permite llegar a las puertas de los tres cementerios. Es una larga

y angosta callejuela adoquinada, donde uno puede imaginar el sonido de los cascos de

los caballos de la antigua carroza fúnebre, en su trote suave por la pendiente.

Al parecer, no eran los únicos que trotaban. Es lo que nos cuenta Paul Treutler en los

años 50, después de ver una rápida y cimbreante procesión a la luz de los faroles. Los

portadores del féretro “se encontraban en estado de ebriedad y se podía temer que se

cayeran en cualquier momento”, lo que efectivamente ocurrió. Dejaron “caer el cata-

falco, de modo que el muerto quedó sobre el pavimento”. El viajero deja constancia de

los curiosos horarios que regían para los ritos fúnebres:

“…los cadáveres tienen que ser enterrados dentro de 24 horas, lo que sólo se hace entre las 12 de la noche y las 3 de la madrugada, comiéndose bien y tomán-

dose más en la casa del difunto”.

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anDanzas De un alemán en chile, 1851-1863

Otro antiguo acceso a los cementerios fue el ascensor Panteón, que se inauguró en 1901.

Unía la plazuela Ecuador con la calle Dinamarca, en el costado oriente del Cementerio

de Disidentes, y fue utilizado durante décadas, en especial para los días 1º de noviem-

bre; poco a poco decreció la demanda de sus servicios, hasta que se detuvo para siempre

en 1952.

Entierros de 1ª, 2ª y 3ªLa existencia de mausoleos de familias acaudaladas, ornamentados con refinadas escul-

turas, dio cierto carácter elitista al camposanto, sobre todo en sus primeros años; pero

según los testimonios existentes, ni siquiera estaban excluidos los llamados pobres de

solemnidad, es decir, aquellos compatriotas que literalmente no tenían dónde caerse

muertos. En sus crónicas, Max Radiguet aclara el tema y al mismo tiempo revela la du-

dosa vecindad que unía a protestantes y desposeídos:

“El Panteón de Valparaíso no es como pudiera creerse, un lugar de sepulturas exclusivamente reservadas a ciudadanos ilustres: es simplemente un cementerio donde la ciudad deposita sus muertos más corrientes, haciendo pagar a algunos un cierto derecho de inhumación, y dejando a los otros en fosas comunes, cerca

del lugar reservado a los protestantes”.

max raDiguet, 1841-1845

En la obra Chile Ilustrado, Santos Tornero menciona la preocupación por los meneste-

rosos:“Al costado sur se habilitó en 1856 un terreno cedido por el Cabildo, con el objeto de destinarlo al entierro de los pobres de solemnidad, pero habiéndose establecido en 1868 con este mismo fin, otro cementerio en el barrio de Playa Ancha, se destinó aquel a sepulturas por año”.

recareDo santos tornero 1872

Que las inhumaciones fuesen un tema para comentar, se comprende al saber que las

defunciones crecían considerablemente y que un alto porcentaje correspondía a despo-

seídos. Entre 1864 y 1869 murieron 29.640 personas, más de la tercera parte de la po-

blación del departamento. Y de 5.176 entierros, 3.913 cabían en esa incierta categoría

de pobres de solemnidad, que no estaba incluida en la clasificación que operaba para los

ritos fúnebres finales en Valparaíso:

“Para la conducción de los cadáveres se hace uso de carros mortuorios de 1ª, 2ª y 3ª clase. La de los cadáveres de los pobres de solemnidad se hace gratui-tamente”.

recareDo santos tornero 1872

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La ciudadela silenciosa

La entrada a la necrópolis adquirió otra prestancia a principios del siglo XX, cuando se

decidió construir un gran pórtico, diseñado por el arquitecto suizo Augusto Geiger. El

terremoto de 1906 que casi aniquiló a Valparaíso, también había causado estragos en

el cementerio y existía la intención de recuperarlo. En 1922 se inauguró el imponente

acceso actual, que se presenta como un voladizo columnado de estilo revival neoclásico,

con columnas de inspiración dórica, de fustes acanalados.

En el sector derecho del atrio se instaló una réplica fiel de la escultura La Pietá de Mi-

guel Angel. La obra, que recrea el descendimiento de Jesús desde la cruz, fue tallada en

el estudio Gazzeri de Roma y donada por Juan Brown Caces, cuyos padres, John e Isabel,

habían sido sepultados allí en 1877 y 1916.

La puerta principal del cementerio fue uno de los cambios positivos después del pa-

voroso sismo que derribó incluso el mausoleo donde se guardaba el corazón de Diego

Portales. Otras construcciones y elementos ornamentales o de servicio que fueron de-

molidas por el movimiento telúrico, son desde entonces solo un recuerdo.Ya no están

“al medio del pasaje principal, un reloj de sol, provisto de un cañón de cobre”, la

sala de autopsia ni la capilla levantada en 1830, que constaba de una sola nave con

un altar y llevaba desde 1863 una “elegante torre” con un reloj de cuatro esferas.

No fueron los únicos desastres que provocaron escenas de terror en los alrededores de

la necrópolis. Ya a nivel de leyenda, se cuenta que a raíz de un terremoto se abrieron

varios mausoleos y esa noche llovieron huesos humanos sobre los techos de la Quebrada

Elías, hoy subida Cumming. Las fechas se extraviaron entre tanto movimiento telúrico,

pero consta que “una señora declaró al día siguiente que había hallado sobre unas matas

de fucsias un esqueleto vestido con el traje de soldado de la guerra del 79”.

Es “el tobogán de tumbas“ que menciona Lukas en sus Apuntes Porteños, donde confiesa

que “desde el plan, produce vértigos pensar que los muertos están allí, en el cerro,

como la pasa de un queque gigantesco, sobre nuestras cabezas”. No sabía entonces

Renzo Pecchenino que su tumba quedaría temblequeando justo en el borde oriental

del cementerio, a medias entre los vivos y los muertos. Mucho antes que llegara a esos

parajes, transcribió de las crónicas de la época los tétricos efectos de un temporal que

ablandó con sus aguaceros el terreno de la quebrada Elías en abril de 1855:

“…un sector que comprendía más de cincuenta tumbas, en gran parte recientes, se deslizó y cayó sobre las casas de la avenida Elías, situada 150 pies más abajo… ¡Qué espectáculo más terrible! Varias casas se encontraban totalmente destro-zadas, otras, enterradas”.

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“…pero lo que producía la impresión más terrible, eran los numerosos ataúdes despedazados y los cadáveres en putrefacción, que se encontraban diseminados y difundían un espantoso olor”.

Según la crónica, aunque muchos moradores de las casas sepultadas fueron salvados,

la mayoría fueron extraídos muertos o gravemente heridos. No se exagera entonces al

decir que en aquel abril de lluvias mil, los muertos mataron a los vivos en Valparaíso.

Un barrio para recordar

Estas y otras historias se entrelazan con la miríada de curiosidades que puede contener

un cementerio como éste, antiguo aunque nada de sombrío, porque el colorido de las

casas de sus cerros lo rodean durante todas las estaciones del año, como geométricas

flores urbanas.

Hay mausoleos saqueados, tapiados y hasta sin los difuntos que originalmente los ha-

bitaron; hay lápidas abandonadas, a la espera de encontrar los cuerpos que un día cu-

brieron, esculturas mutiladas por los sismos y libros de defunciones con curiosas causas

de muerte: el ingeniero Jorge Lyon, simplemente murió “de repente”. Hay numerosas

esculturas femeninas celestiales, en reflexión o plegaria, y una cantidad apreciable de

simbología que si no es masónica, tiene que haber obtenido inspiración de sus logias:

compases, escuadras, cinceles o plomadas.

Pero sobre todo, hay memoria resguardada; historias mayores y menores de los antepa-

sados remotos y recientes, entrelazados de un modo sorprendente, en una red de calles

y avenidas de la vida, que se extendió también a la muerte.

Patricia Štambuk M.

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