BRADBURY RAY - El Hombre Ilustrado

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Bradbury, Ray El Hombre Ilustrado El Hombre Ilustrado RAY BRADBURY - 1 -

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El Hombre Ilustrado. del escritor norteamericano de ciencia ficción Ray Bradbury

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El hombre ilustrado

Bradbury, Ray El Hombre Ilustrado

El Hombre Ilustrado

RAY BRADBURY

PRLOGO LA PRADERA CALIDOSCOPIO

EL OTRO PIE LA CARRETERA

EL HOMBRE

LA LLUVIA

EL HOMBRE DEL COHETE

LOS GLOBOS DE FUEGO

LA ULTIMA NOCHE DEL MUNDO

LOS DESTERRADOS UNA NOCHE O UNA MAANA CUALQUERA EL ZORRO Y EL BOSQUE EL VISITANTE LA MEZCLADORA DE CEMENTO MARIONETAS. S. A LA CIUDAD LA HORA CERO EL COHETE EPLOGODedico este libro, cariosamente, a mi padre, mi madre y Skip.

Prlogo:

El Hombre IlustradoEn una tarde calurosa de principios de setiembre me encontr por primera vez con el hombre ilustrado. Yo caminaba por una carretera asfaltada, recorriendo la ltima etapa de una excursin de quince das por el Estado de Wisconsin. Al atardecer me detuve, com un poco de carne de cerdo, unas habas y un bizcocho. Me preparaba a descansar y leer cuando el hombre ilustrado apareci sobre la colina. Su figura se recort brevemente contra el cielo.

Yo no sabia entonces que era ilustrado; slo vi que era alto, que alguna vez haba sido esbelto, y que ahora, por alguna razn, comenzaba a engordar. Recuerdo que tenia los brazos largos y las manos anchas, y un rostro infantil en lo alto de un cuerpo macizo.

Me hablo antes de verme, como si hubiese adivinado mi presencia.

-Seor, sabe usted dnde podra encontrar trabajo?

-Temo que no -le respond.

-Cuarenta aos y nunca he tenido un trabajo duradero -me dijo.

Aunque haca mucho calor, el hombre ilustrado llevaba una camisa de lana, cerrada hasta el cuello. Los puos de las mangas le ocultaban las anchas muecas. La transpiracin le corra por la cara. Y sin embargo no se abra la camisa.

-Bien -me dijo al fin-, este lugar es tan bueno como cualquiera para pasar la noche. No lo molesto?

-Si usted quiere, me sobra un poco de comida le invit.

Se sent pesadamente y lanz un gruido.

-Se arrepentir de haberme invitado -me dijo-. Todos se arrepienten. Por eso no paro en ningn sitio.

Aqu estamos, a principios de setiembre, en lo mejor de la temporada de las ferias. Tendra que estar ganando montones de dinero en el parque de diversiones de cualquier pueblo, y aqu me tiene, sin ninguna perspectiva.

El hombre ilustrado se sac un enorme zapato y lo examin con atencin.

-Comnmente conservo mi empleo diez das. Luego algo ocurre, y me despiden. Hoy ningn hombre, de ninguna feria del pas se atrevera a tocarme, ni con una prtiga de tres metros.

-Qu le pasa? -le pregunt.

El hombre me respondi desabotonndose lentamente el cuello apretado. Cerr los ojos, y con movimientos muy lentos se abri la camisa. Luego, con la punta de los dedos, se toc la piel.

-Es curioso -dijo con los ojos todava cerrados-. No se las siente, pero estn ah. No dejo de pensar que algn dia mirar y ya no estarn. Camino al sol durante horas, en los das ms calurosos, cocinndome y esperando que el sudor las borre, que el sol las queme; pero llega la noche, y estn todava ah.

El hombre ilustrado volvi hacia m la cabeza, mostrndome el pecho.

-Estn todava ah? -me pregunt.

Durante unos instantes no respir.

-Si -dije-, estn todava ah.

Las ilustraciones.

-Me cierro la camisa a causa de los nios -dijo el hombre abriendo los ojos-. Me siguen por el campo. Todo el mundo quiere ver las imgenes, y sin embargo nadie quiere verlas.

El hombre se sac la camisa y la apret entre las manos. Tenia el pecho cubierto de ilustraciones, desde el anillo azul, tatuado alrededor del cuello, hasta la lnea de la cintura.

-Y as en todas partes -me dijo adivinndome el pensamiento-. Estoy totalmente tatuado. Mire.

Abri 1a mano. En la mano se vea una rosa recin cortada, con unas gotas de agua cristalina entre los suaves ptalos rojizos. Extend la mano para tocarla, pero era slo una ilustracin.

En cuanto al resto, no s cmo pude quedarme quieto y mirar. El hombre ilustrado era una acumulacin de cohetes, y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno crea or las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Cuando la carne se estremeca, las manitas rosadas gesticulaban, los labios menudos se movan, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los prpados. Haba prados amarillos y ros azules, y montaas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del hombre ilustrado como una va lctea. Las gentes se dividan en veinte o ms grupos, instalados en los brazos, los hombros, las espaldas, los costados, las muecas y la parte alta del vientre. Se los vea en bosques de vello, escondidos en una constelacin de pecas, o hundidos en las cavernas de las axilas, con ojos resplandecientes como diamantes. Cada grupo pareca dedicado a su propia actividad; cada grupo era toda una galera de retratos.

-Oh! Son hermosas! -exclam.

Cmo podra describir las ilustraciones? Si en lo mejor de su carrera el Greco hubiese pintado miniaturas, no mayores que tu mano, infinitamente detalladas, con sus colores sulfurosos y sus deformaciones, quiz hubiera utilizado para su arte el cuerpo de este hombre. Los colores ardan en tres dimensiones. Eran como ventanas abiertas a mundos luminosos. Aqu, reunidas en un muro, estaban las ms hermosas escenas del universo. El hombre ilustrado era un museo ambulante. No era sta la obra de esos ordinarios tatuadores de feria que trabajan con tres colores y un aliento que

huele a alcohol. Era el trabajo de un genio; una obra vibrante, clara y hermosa.

-Ah, si -dijo el hombre ilustrado-, mis ilustraciones. Me siento tan orgulloso de ellas que me gustara destruirlas. He probado con papel de lija, con cidos, con un cuchillo...

El sol se pona. La luna se levantaba ya por el este.

-Pues estas ilustraciones -afirm el hombre-, predicen el futuro.

No dije nada.

-Todo est bien a la luz del sol -continu-. Puedo emplearme entonces en una feria. Pero de noche... Las pinturas se mueven. Las imgenes cambian.

Creo que sonre.

-Desde cundo est usted ilustrado?

-Desde el ao 1900. Yo tena entonces veinte aos y trabajaba en un parque de diversiones. Me romp una pierna. No poda moverme. Tenia que hacer algo para no perder el empleo, y entonces decid tatuarme.

-Pero quin lo tatu? Qu pas con el artista?

-La mujer volvi al futuro -dijo el hombre-. As es. Viva en una casita en el interior de Wisconsin, no muy lejos de aqu. Una vieja bruja que en un momento pareca tener cien aos y poco despus no ms de veinte. Me dijo que ella poda viajar por el tiempo. Yo me re. Pero ahora s que deca la verdad.

-Cmo la conoci?

El hombre ilustrado me lo dijo. Haba visto el letrero al lado del camino. ILUSTRACIONES EN LA PIEL! Ilustraciones, y no tatuajes! Ilustraciones artsticas! Y all haba estado, toda la noche, mientras las mgicas agujas lo mordan y picaban como avispas y abejas delicadas. A la maana pareca un hombre que hubiese cado bajo una prensa multicolor: tenia el cuerpo brillante y cubierto de figuras.

-He buscado a esa bruja todos los veranos, durante casi medio siglo -dijo el hombre extendiendo los brazos-. Cuando la encuentre, la matar.

El sol se haba ido. Brillaban ya las primeras estrellas y la luna iluminaba los pastos y las espigas. Las imgenes del hombre ilustrado resplandecan en la sombra como carbones encendidos, como esmeraldas y rubes con los colores de Rouault y de Picasso, y los cuerpos enjutos y alargados del Greco.

-Cuando las imgenes empiezan a moverse, me despiden. Ocurren cosas terribles en mis ilustraciones. Cada una es un cuento. Si usted las mira atentamente unos pocos minutos, le contarn una historia. Si las mira tres horas, las narraciones sern treinta o cuarenta, y usted oir voces, y pensamientos. Todo est aqu, en mi piel; no hay ms que mirar. Pero sobre todo, hay cierto lugar de mi espalda... -El hombre ilustrado se volvi-. Ve? Sobre mi omplato derecho no hay ningn dibujo. Slo una mancha de color.

-Si.

-Cuando he estado con alguien un rato, ese omplato se cubre de sombras, y se convierte en un dibujo. Si estoy con una mujer, al cabo de una hora su rostro aparece ah, en mi espalda, y ella ve toda su vida... cmo viviry cmo morir, qu parecer cuando tenga sesenta anos. Y si me encuentro con un hombre, una hora despus su retrato aparece tambin en mi espalda. Y el hombre se ve a si mismo cayendo en un precipicio, o aplastado por un tren... Entonces me despiden.

El hombre hablaba y al mismo tiempo mova las manos sobre las ilustraciones, como para ajustar los marcos y sacarles el polvo, con los ademanes de un conocedor, de un aficionado al arte. Al fin se tendi de espaldas, a la luz de la luna. Era una noche calurosa, serena y sofocante. Nos habamos sacado la camisa.

-Y nunca encontr a la vieja?

-Nunca.

-Y cree usted que vena del futuro?

-Cmo, si no, podra conocer estas historias que me pint sobre la piel?

El hombre, fatigado, cerro los ojos.

-A veces, de noche -dijo dbi1mente-, siento las figuras. como hormigas sobre 1a piel. S lo que pasa entonces y lo que tiene que pasar. Yo nunca 1as miro. Trato de olvidarme. No debemos mirarlas. No las mire usted tampoco, se lo advierto. Vulvame la espalda cuando se vaya a dormir.

Yo estaba acostado no muy lejos. El hombre no tena, aparentemente, un carcter violento, v las ilustraciones eran tan hermosas... Yo me hubiese ido lejos de toda esa charla. Pero las ilustraciones... Dej que los ojos se me llenaran de imgenes. Con esos cuadros sobre el cuerpo, cualquiera poda perder la cabeza.

La noche era serena. Yo poda or la respiracin del hombre ilustrado, baado por la luna. Los grillos cantaban dulcemente en las hondonadas lejanas. Me puse de costado para ver mejor las ilustraciones. Pas, quiz, una media hora. Yo no saba si el hombre ilustrado se haba dormido, pero de pronto lo o respirar:

-Se mueven, no es cierto?

Esper un minuto. Y luego dije:

-S.

Las imgenes se movan, Una por vez, uno o dos minutos. All, a la luz de la luna, con el menudo tintineo de los pensamientos y las voces distantes como voces del mar, se desarrollaron los dramas. No s si esos dramas duraron una hora o dos. Slo s que me qued all, inmvil, fascinado, mientras las estrellas giraban en el cielo.

Dieciocho ilustraciones, dieciocho cuentos. los cont uno a uno.

Primero, mis ojos se posaron en una escena, una casa grande con dos personas. Vi unos buitres que volaban en un cielo rosado y ardiente. Vi leones amarillos, y o voces.

La primera ilustracin tembl y se anim.

La Pradera

1

George, me gustara que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los nios.

Qu le pasa?

No lo s.

Pues bien, y entonces?

Slo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psiclogo para que se la eche l.

Y qu necesidad tiene un cuarto de jugar de un psiclogo?

Lo sabes perfectamente su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempl uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas. Slo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.

Muy bien, echmosle un vistazo.

Atravesaron el vestbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalacin les haba costado treinta mil dlares, una casa que los vesta y los alimentaba y los meca para que se durmieran, y tocaba msica y cantaba y era buena con ellos. Su aproximacin activ un interruptor en alguna parte y la luz de la habitacin de los nios parpade cuando llegaron a tres metros de ella. Simultneamente, en el vestbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.

Bien dijo George Hadley.

Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los nios. Tena doce metros de ancho por diez de largo; adems haba costado tanto como la mitad del resto de la casa. Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos, haba dicho George.

La habitacin estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso medioda. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitacin, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso pareca, y pronto apareci un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducan hasta el ltimo guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirti en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.

George Hadley not que la frente le empezaba a sudar.

Vamos a quitarnos del sol dijo. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extrao.

Espera un momento y vers dijo su mujer.

Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en direccin a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antlopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorri el cielo y vacil sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.

Unos bichos asquerosos le oy decir a su mujer.

Los buitres.

Ves? all estn los leones, a lo lejos, en aquella direccin. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo dijo Lydia. No s el qu.

Algn animal George Hadley alz la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente. Una cebra o una cra de jirafa, a lo mejor.

Ests seguro? la voz de su mujer son especialmente tensa.

--No, ya es un poco tarde para estar seguro dijo l, divertido. All lo nico que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.

Has odo ese grito? pregunt ella.

No.

Hace un momento!

Lo siento, pero no.

Los leones se acercaban. Y George Hadley volvi a sentirse lleno de admiracin hacia el genio mecnico que haba concebido aquella habitacin. Un milagro de la eficacia que vendan por un precio ridculamente bajo. Todas las casas deberan tener algo as. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clnica, haca que te sobresaltases y te produca un estremecimiento, pero qu divertido era para todos en la mayora de las ocasiones; y no slo para su hijo y su hija, sino para l mismo cuando senta que daba un paseo por un pas lejano, y despus cambiaba rpidamente de escenario. Bien, pues all estaba!

Y all estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel spera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicera de sus pieles calientes, y su color amarillo permaneca dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmaraados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del medioda, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.

Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.

Cuidado! grit Lydia.

Los leones venan corriendo hacia ellos.

Lydia se dio la vuelta y ech a correr. George se lanz tras ella. Fuera, en el vestbulo, despus de cerrar de un portazo, l se rea y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reaccin del otro.

George!

Lydia! Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!

Casi nos atrapan!

Unas paredes, Lydia, acurdate de ello; unas paredes de cristal, es lo nico que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... frica en tu saln, pero slo es una pelcula en color multidimensional de accin especial, supersensitiva, y una cinta cinematogrfica mental detrs de las paredes de cristal. Slo son olorificadores y acstica, Lydia. Toma mi pauelo.

Estoy asustada Lydia se le acerc, pego su cuerpo al de l y llor sin parar. Has visto? Lo has notado? Es demasiado real.

Vamos a ver, Lydia...

Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada ms sobre frica.

Claro que s... Claro que s le dio unos golpecitos con la mano.

Lo prometes?

Desde luego.

Y mantn cerrada con llave esa habitacin durante unos das hasta que consiga que se me calmen los nervios.

Ya sabes lo difcil que resulta Peter con eso. Cuando le castigu hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitacin..., menuda rabieta cogi! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitacin.

Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.

Muy bien de mala gana, George Hadley cerr con llave la enorme puerta. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.

No lo s... No lo s dijo ella, sonndose la nariz y sentndose en una butaca que inmediatamente empez a mecerse para tranquilizarla. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. Por qu no cerramos la casa durante unos cuantos das y nos vamos de vacaciones?

Te refieres a que vas a tener que frer t los huevos?

S Lydia asinti con la cabeza.

Y zurzirme los calcetines?

S un frentico asentimiento, y unos ojos que se humedecan.

Y barrer la casa?

S, s... , claro que s!

Pero yo crea que por eso habamos comprado esta casa, para que no tuviramos que hacer ninguna de esas cosas.

Justamente es eso. No siento como si sta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niera. Cmo podra competir yo con una sabana africana? Es que puedo baar a los nios y restregarles de modo tan eficiente o rpido como el bao que restriega automticamente? Es imposible. Y no slo me pasa a m. Tambin a ti. ltimamente has estado terriblemente nervioso.

Supongo que porque he fumado en exceso.

Tienes aspecto de que tampoco t sabes qu hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco ms por la maana y bebes un poco ms por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes ms por la noche. Tambin ests empezando a sentirte innecesario.

Y no lo soy? hizo una pausa y trat de notar lo que de verdad senta interiormente.

Oh, George! Lydia lanzo una mirada ms all de l, a la puerta del cuarto de jugar de los nios. Esos leones no pueden salir de ah, verdad que no pueden?

l mir la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.

Claro que no dijo.

2

Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plstico en el otro extremo de la ciudad y haban televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sent abstrado viendo que la mesa del comedor produca platos calientes de comida desde su interior mecnico.

Nos olvidamos del ketchup dijo.

Lo siento dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareci el ketchup.

En cuanto a la habitacin, pens George Hadley, a sus hijos no les hara ningn dao que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos haban pasado un tiempo excesivo en frica. Aquel sol. Todava lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitacin captaba las emanaciones telepticas de las mentes de los nios y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los nios pensaban en leones, y aparecan leones. Los nios pensaban en cebras, y aparecan cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.

Aquello no se iba. Mastic sin saborearla la carne que les haba preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenas dos aos y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete.

Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un len... Y repetido una y otra vez.

Adnde vas?

No respondi a Lydia. Preocupado, dej que las luces se fueran encendiendo delante de l y apagando a sus espaldas segn caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los nios. Peg la oreja y escuch. A lo lejos rugi un len.

Hizo girar la llave y abri la puerta. Justo antes de entrar, oy un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apag rpidamente.

Entr en frica. Cuntas veces haba abierto aquella puerta durante el ltimo ao encontrndose en el Pas de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lmpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del Pas de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado. Haba visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales autnticos, u odo voces de ngeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente frica, aquel horno con la muerte en su calor.

Puede que Lydia tuviera razn. A lo mejor necesitaban unas pequeas vacaciones, alejarse de la fantasa que se haba vuelto excesivamente real para unos nios de diez aos. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasa, pero cuando la activa mente de un nio estableca un modelo... Ahora le pareca que, a lo lejos, durante el mes anterior, haba odo rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no haba prestado atencin.

George Hadley se mantena quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observndole. El nico defecto de la ilusin era la puerta abierta por la que poda ver a su mujer, al fondo, pasado el vestbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distradamente.

Largo les dijo a los leones.

No se fueron.

Conoca exactamente el funcionamiento de la habitacin. Emitas tus pensamientos. Y apareca lo que pensabas.

Que aparezcan Aladino y su lmpara maravillosa dijo chasqueando los dedos.

La sabana sigui all; los leones siguieron all.

Venga, habitacin! Que aparezca Aladino! repiti.

No pas nada. Los leones refunfuaron dentro de sus pieles recocidas.

Aladino!

Volvi al comedor.

Esa estpida habitacin est averiada dijo. No quiere funcionar.

O...

O qu?

O no puede funcionar dijo Lydia, porque los nios han pensado en frica y leones y muerte tantos das que la habitacin es vctima de la rutina.

Podra ser.

O que Peter la haya conectado para que siga siempre as.

Conectado?

Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.

Peter no conoce la maquinaria.

Es un chico listo para sus diez aos. Su coeficiente de inteligencia es...

A pesar de eso...

Hola, mam. Hola, pap.

Los nios haban vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de gata azul. Sus monos de salto despedan un olor a ozono despus de su viaje en helicptero.

Llegis justo a tiempo de cenar dijeron los padres.

Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes dijeron los nios, cogidos de la mano. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.

S, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar dijo George Hadley.

Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.

El cuarto de jugar?

De lo de frica y de todo lo dems dijo el padre con una falsa jovialidad.

No te entiendo dijo Peter.

Vuestra madre y yo hemos estado viajando por frica; Tomswift y su len elctrico explic George Hadley.

En el cuarto no hay nada de frica dijo sencillamente Peter.

Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.

No me acuerdo de nada de frica le coment Peter a Wendy. Y t?

No.

Id corriendo a ver y volved a contrnoslo.

La nia obedeci.

Wendy, vuelve aqu! dijo George Hadley, pero la nia ya se haba ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de lucirnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que haba olvidado cerrar con llave la puerta despus de su ltima inspeccin.

Wendy mirar y vendr a contrnoslo dijo Peter.

Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.

Estoy seguro de que te has equivocado, padre.

No me he equivocado, Peter. Vamos

Pero Wendy volva ya.

No es frica dijo sin aliento.

Ya lo veremos coment George Hadley, y todos cruzaron el vestbulo juntos y abrieron la puerta de la habitacin.

Haba un bosque verde, un ro encantador, una montaa prpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los rboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en trono a su largo pelo. La sabana africana haba desaparecido. Los leones haban desaparecido. Ahora slo estaba Rima, entonando una cancin tan hermosa que llenaba los ojos de lgrimas.

George Hadley contempl la escena que haba cambiado.

Id a la cama les dijo a los nios.

stos abrieron la boca.

Ya me habis odo dijo su padre.

Salieron a la toma de aire, donde un viento los empuj como a hojas secas hasta sus dormitorios.

George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarr algo que yaca en un rincn cerca de donde haban estado los leones. Volvi caminando lentamente hasta su mujer.

Qu es eso? pregunt ella.

Una vieja cartera ma dijo l.

Se la ense. Ola a hierba caliente y a len. Haba gotas de saliva en ella: la haban mordido, y tena manchas de sangre en los dos lados.

Cerr la puerta de la habitacin y ech la llave.

En plena noche todava segua despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba tambin.

Crees que Wendy la habr cambiado? pregunt ella, por fin, en la habitacin a oscuras.

Naturalmente.

Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima all en lugar de los leones?

S.

Por qu?

No lo s. Pero seguir cerrada con llave hasta que lo averige.

Cmo ha llegado all tu cartera?

Yo no s nada dijo l, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitacin para los nios. Si los nios son neurticos, una habitacin como sa...

Se supona que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.

Es lo que me estoy empezando a preguntar George Hadley clav la vista en el techo.

Les hemos dado a los nios todo lo que quieren. Y sta es nuestra recompensa... Secretos, desobediencia!

Quin fue el que dijo que los nios son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitmoslo. Van y vienen segn les apetece; nos tratan como si los hijos furamos nosotros. Estn echados a perder y nosotros estamos echados a perder tambin.

Llevan comportndose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.

No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqu.

Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fros con nosotros.

Creo que deberamos hacer que maana viniera David McClean para que le echara un ojo a frica.

Unos momentos despus, oyeron los gritos.

Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.

Wendy y Peter no estn en sus dormitorios dijo su mujer.

Sigui tumbado en la cama con el corazn latindole con fuerza.

No dijo l. Han entrado en el cuarto de jugar.

Esos gritos... suenan a conocidos.

De verdad?

S, muchsimo.

Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueo durante otra hora ms. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.

3

Padre? dijo Peter.

Qu?

Peter se observ los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.

Vas a cerrar con llave la habitacin para siempre, verdad?

Eso depende.

De qu? solt Peter.

De ti y de tu hermana. De que mezclis frica con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...

Yo crea que tenamos libertad para jugar a lo que quisiramos.

La tenis, con unos lmites razonables.

Qu pasa de malo con frica, padre?

Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca frica, es as?

No quiero que el cuarto de jugar est cerrado con llave dijo framente Peter. Nunca.

En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.

Eso sera espantoso! Tendra que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? Y lavarme los dientes y peinarme y baarme?

Sera divertido un pequeo cambio, no crees?

No, sera horripilante. No me gust que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.

Es porque quera que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.

Yo no quiero hacer nada excepto mirar y or y oler. Qu otra cosa se puede hacer?

Muy bien, vete a jugar a frica.

Cerrars la casa pronto?

Lo estamos pensando.

Creo que ser mejor que no lo pensis ms, padre.

No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!

Muy bien y Peter penetr en el cuarto de jugar.

4

Llego a tiempo? dijo David McClean.

Quieres desayunar? pregunt George Hadley.

Gracias, tomar algo. Cul es el problema?

David, t eres psiclogo.

Eso espero.

Bien, pues entonces chale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un ao cuando viniste por aqu. Entonces no notaste nada especial en esa habitacin?

No podra decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia ac y all, lo normal en nios que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada.

Cruzaron el vestbulo.

Cerr la habitacin con llave explico el padre, y los nios entraron en ella por la noche. Dej que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y as t los pudieras ver.

De la habitacin salan gritos terribles.

Ah lo tienes dijo George Hadley. Veamos lo que consigues.

Entraron sin llamar.

Salid afuera un momento, chicos dijo George Hadley. No, no cambiis la combinacin mental. Dejad las paredes como estn.

Con los nios fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que coman con deleite lo que haban cazado.

Me gustara saber de qu se trata dijo George Hadley. A veces casi lo consigo ver. Crees que si trajese unos prismticos potentes y...?

David McClean se ri.

Difcilmente se volvi para examinar las cuatro paredes. Cunto hace que pasa esto?

Algo ms de un mes.

La verdad es que no me causa ninguna buena impresin.

Yo quiero hechos, no impresiones.

Mira, George querido, un psiclogo nunca ve un hecho en toda su vida. Slo presta atencin a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresin, te lo repito. Confa en mis corazonadas y mi intuicin. Me huelo las cosas malas. Y sta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los das para someterlos a tratamiento durante un ao entero.

Es tan mala?

Me temo que s. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiramos estudiar los modelos que dejaba la mente del nio en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al nio. En este caso, sin embargo, la habitacin se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberacin de ellas.

Ya has notado esto con anterioridad?

Lo nico que he notado es que has echado a perder a tus hijos ms que la mayora. Y ahora los has degradado de algn modo. De qu modo?

No les dej que fueran a Nueva York.

Y qu ms?

He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenac, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos das para que aprendieran.

Vaya, vaya.

Significa algo eso?

Todo. Donde antes tenan a un Pap Noel, ahora tienen a un ogro. Los nios prefieren a Pap Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitacin es su madre y su padre, y es mucho ms importante en sus vidas que sus padres autnticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraa que aqu haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Maana te moriras de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberas saber cascar un huevo. Sin embargo, desconctalo todo. Empieza de nuevo. Llevar tiempo. Pero conseguiremos obtener unos nios buenos a partir de los malos dentro de un ao, espera y vers.

Pero no ser un choque excesivo para los nios cerrar la habitacin bruscamente, para siempre?

Lo que yo no quiero es que profundicen ms en esto, eso es todo.

Los leones estaban terminando su festn rojo.

Los leones se mantenan al borde del claro observando a los dos hombres.

Ahora estoy sintiendo que me persiguen dijo McClean. Salgamos de aqu. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.

Los leones no son reales, verdad? dijo George Hadley. Supongo que no habr ningn modo de...

De qu?

... De que se vuelvan reales!

No, que yo sepa.

Algn fallo en la maquinaria, una avera o algo?

No.

Se dirigieron a la puerta.

No creo que a la habitacin le guste que la desconecten dijo el padre.

A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitacin.

Me pregunto si me odia por querer desconectarla.

La paranoia abunda por aqu hoy dijo David McClean. Puedes utilizar esto como pista. Mira se agach y recogi un pauelo de cuello ensangrentado. Es tuyo?

No la cara de George Hadley estaba rgida. Pertenece a Lydia.

Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.

Los dos nios estaban histricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.

No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!

Vamos a ver, chicos.

Los nios se arrojaron en un sof, llorando.

George dijo Lydia Hadley, vuelve a conectarla, slo unos momentos. No puedes ser tan brusco.

No.

No seas tan cruel.

Lydia, est desconectada y seguir desconectada. Y toda la maldita casa morir dentro de poco. Cuanto ms veo el lo que nos ha originado, ms enfermo me pone. Llevamos contemplndonos nuestros ombligos electrnicos, mecnicos, demasiado tiempo. Dios santo, cunto necesitamos una rfaga de aire puro!

Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefaccin, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los dems aparatos a los que pudo echar mano.

La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso pareca. Daba la sensacin de un cementerio mecnico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energa de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botn.

No les dejes hacerlo! grit Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar. No dejes que mi padre lo mate todo se volvi hacia su padre. Te odio!

Los insultos no te van a servir de nada.

Quisiera que estuvieses muerto!

Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.

Wendy todava segua llorando y Peter se uni a ella.

Slo un momento, slo un momento, slo otro momento en el cuarto de jugar gritaban.

Oh, George dijo la mujer. No les har dao.

Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.

Pap, pap, pap dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lgrimas.

Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volver dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitacin durante un minuto. Lydia, slo un minuto, tenlo en cuenta.

Y los tres se pusieron a parlotear mientras l dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por s mismo. Un minuto despus, apareci Lydia.

Me sentir muy contenta cuando nos vayamos dijo suspirando.

Los has dejado en el cuarto?

Tambin yo me quera vestir. Oh, esa espantosa frica. Qu le pueden encontrar?

Bueno, dentro de cinco minutos o as estaremos camino de Iowa. Seor, cmo se nos ocurri tener esta casa? Qu nos impuls a comprar una pesadilla?

El orgullo, el dinero, la estupidez.

Creo que ser mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.

Precisamente entonces oyeron que llamaban los nios.

Pap, mam, venid enseguida... enseguida!

Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestbulo. Los nios no estaban a la vista.

Wendy? Peter!

Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no haba nadie a no ser los leones, que los miraban.

Peter, Wendy?

La puerta se cerro dando un portazo.

Wendy, Peter!

George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.

Abrid esta puerta! grit George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte. Han cerrado por fuera! Peter! golpe la puerta. Abrid!

Oy la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.

No les dejis desconectar la habitacin y la casa estaba diciendo.

George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.

No seis absurdos, chicos. Es hora de irse. El seor McClean llegar en un momento y...

Y entonces oyeron los sonidos.

Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.

Los leones.

George Hadley mir a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogindose, con el rabo tieso.

George Hadley y su mujer gritaron.

Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les haban sonado tan conocidos.

5

Muy bien, aqu estoy dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar. Oh, hola mir fijamente a los nios, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Ms all de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima haba un sol abrasador. Empez a sudar. Dnde estn vuestros padres?

Los nios alzaron la vista y sonrieron.

Oh, estarn aqu enseguida.

Bien, porque nos tenemos que ir a lo lejos, McClean distingui a los leones pelendose. Luego vio cmo se tranquilizaban y se ponan a comer en silencio, a la sombra de los rboles.

Lo observ con la mano encima de los ojos entrecerrados.

Ahora los leones haban terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.

Una sombra parpade por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.

Una taza de t? pregunt Wendy en medio del silencio

******************************

El hombre ilustrado se mova en sueos. Se volva a un lado y a otro, y con cada movimiento una escena nueva comenzaba a animarse, y le coloreaba la espalda, el brazo, la mueca. El hombre ilustrado alz una mano sobre la oscura hierba de la noche. Los dedos se abrieron y all, en su palma, otra ilustracin naci a la vida. El hombre ilustrado se volvi hacia m y all en su pecho haba un espacio vaco, negro y estrellado, profundo, y algo se mova entre esas mismas estrellas, algo que caa en la oscuridad, que caa, mientras yo lo miraba . . .

Calidoscopio

El primer impacto raj la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorcindose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un milln de fragmentos, prosegua su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.

Barkley, Barkley, dnde ests?

Voces aterrorizadas, nios perdidos en una noche fra.

Woode, Woode!

Capitn!

Hollis, Hollis, aqu Stone.

Stone, soy Hollis. Dnde ests?

Cmo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. Dios mo, estoy cayendo!

Caan. Caan, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran slo voces.

Voces de todos los tipos, incorpreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignacin.

Nos alejamos unos de otros.

Era cierto. Hollis, rodando sobre s mismo, saba que lo era y, de alguna forma, lo acept. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podra reunirles de nuevo. Vestan sus trajes espaciales, hermticamente cerrados, sus plidos rostros ocultos tras las placas faciales. No haban tenido tiempo de acoplarse las unidades energticas. Con ellas, habran sido pequeos botes salvavidas flotando en el espacio. Se habran salvado, habran salvado a otros, habran encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminndose hacia destinos diversos e inevitables.

Pasaron diez minutos. E1 terror inicial se apag, dando paso a una calma metlica. Sus voces extraas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzndose y volvindose a cruzar hasta formar el tejido final.

Stone a Hollis. Cunto tiempo podremos hablar por radio?

Depende de tu velocidad y la ma.

Una hora, supongo.

Algo as dijo Hollis, pensativo y tranquilo.

Qu sucedi? pregunt Hollis al cabo de un minuto.

El cohete estall, eso es todo. Los cohetes estallan, sabes?

Hacia dnde caes?

Creo que me estrellar en el Sol.

Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilmetros por hora, Arder como una cerilla.

Hollis pens en ello con una sorprendente serenidad. Le pareca estar separado de su cuerpo, vindolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que haba visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.

Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les haba llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitn callaba, porque no haba orden o plan que pudiera arreglarlo todo.

Oh, esto es interminable! Interminable, interminable! exclam una voz. No quiero morir, no quiero morir! Esto es interminable!

Quin habla?

No lo s.

Creo que es Stimson. Stimson, eres t?

Esto es interminable y no me gusta. Dios mo, no me gusta nada!

Stimson, aqu Hollis. Stimson, me oyes?

Una pausa. Seguan separndose unos de otros.

Stimson?

S replic por fin.

Stimson, tranquilzate. Todos tenemos el mismo problema.

No quiero estar aqu. Me gustara estar en cualquier otro sitio.

Hay una posibilidad de que nos encuentren.

Si, s, seguro dijo Stimson. No creo en esto, no creo que est sucediendo realmente.

Es una pesadilla dijo alguien.

Cllate! orden Hollis.

Ven y hazme callar contest la voz. Era Applegate. Se rea con toda tranquilidad, sin histeria. Ven y hazme callar.

Por primera vez, Hollis sinti su impotencia. La clera se adue de l porque en aquel momento deseaba, ms que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Haba esperado muchos aos para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era nicamente una voz radiofnica.

Y seguan cayendo y cayendo!

Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situacin. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de l, chillando y chillando.

Basta!

El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callara. Seguira chillando durante un milln de kilmetros, mientras se encontrara en el campo de accin de la radio. Fastidiara a todos los dems e impedira que hablaran entre s.

Hollis alarg la mano. Era mejor as. Hizo un ltimo esfuerzo y toc al hombre. Se agarr a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chill y se retorci como si estuviera ahogndose. Sus gritos llenaron el universo.

"Da lo mismo pens Hollis. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarn igualmente. Por qu no ahora?"

Hollis aplast la placa facial del hombre con su puo metlico. Los gritos cesaron. Se apart del cadver y lo dej alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.

Hollis y los dems seguan cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.

Hollis, sigues ah?

Hollis no contest. Una oleada de calor inund su rostro.

Aqu Applegate otra vez.

Qu hay, Applegate?

Hablemos. No podemos hacer otra cosa.

El capitn intervino.

Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solucin.

Capitn, por qu no se calla?

Qu?

Ya me ha odo, capitn. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilmetros y no tenemos que engaarnos. Tal como dijo Stimson, la cada es interminable.

Comprtese, Applegate!

No quiero. Esto es un motn de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitn, y espero que se ase cuando llegue al Sol.

Le ordeno que se calle!

Adelante, vuelva a ordenarlo. Applegate sonri a quince mil kilmetros de distancia. El capitn no dijo nada ms. Dnde estabamos, Hollis? Ah, s ya recuerdo. Tambin te odio a ti. Pero t ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.

Hollis, desesperado, cerr los puos.

Quiero confesarte algo prosigui Applegate. Algo que te har feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco aos.

Un meteorito surc el espacio. Hollis mir hacia abajo y vio que no tena mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirti la falta de aire en su traje. El oxgeno que conservaba en los pulmones le permiti, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa poda sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvi a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que haba brotado con tanta facilidad, qued comprimida cuando Hollis apret an ms el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.

Todo esto haba sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de si mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Jpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su aficin al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caan. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.

Todo era tan raro! Espacio, miles de kilmetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningn hombre al alcance de la vista, slo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.

Ests enfadado, Hollis?

No.

Y no lo estaba. Haba recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.

Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo imped. Siempre quisiste saber lo que haba ocurrido. Bien, vot contra ti antes de que me despidieran a m tambin.

No tiene importancia.

Y no la tena. Todo haba terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un da feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.

Hollis pens en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, nicamente por ella, deseaba seguir viviendo. Sentiran lo mismo sus compaeros de agona? Tendran aquella sensacin de no haber vivido nunca? Pensaran, como l, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? Les parecera a todos tan abrupta e imposible, o slo a l, aqu, ahora, con escasas horas para meditar?

Uno de los otros hombros estaba hablando.

Bueno, yo viv bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Jpiter. Todas tenan dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gan veinte mil dlares en el juego.

"Pero ahora ests aqu pens Hollis. Yo no tuve nada de eso. Tena celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y hua al espacio, siempre desendolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podas conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acab todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca."

Hollis levant el rostro y grit por la radio:

Todo ha terminado, Lespere!

Silencio.

Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!

Quin habla? pregunt Lespere temblorosamente.

Soy Hollis.

Se sinti miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le haba herido y l, Hollis, quera herir a otro. Applegate y el espacio le haban herido.

Ahora ests aqu, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, no es cierto?

No.

Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. Es mejor tu vida que la ma, ahora? Antes, s, y ahora? El presente es lo que cuenta. Es mejor? Lo es?

S, es mejor!

Por qu?

Porque conservo mis pensamientos, porque recuerdo! grit Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.

Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendi mientras una sensacin fra como el hielo flua por todo su cuerpo. Existan diferencias entre los recuerdos y los sueos. A l slo le quedaban los sueos de las cosas que haba deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empez a desgarrar a Hollis con una precisin lenta, temblorosa.

Y para qu te sirve eso? grit a Lespere. De qu te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No ests mejor que yo.

Estoy tranquilo contest Lespere. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como t.

Perverso?

Hollis medit. Nunca, en toda su vida, haba sido perverso. Nunca se haba atrevido a serlo. Durante muchos aos debi de haber estado guardando su perversidad para una ocasin como la actual. "Perverso". La palabra martille en su mente. Se le saltaron las lgrimas y resbalaron por su cara.

Clmate, Hollis.

Alguien haba escuchado su voz sofocada.

Era completamente ridculo. Tan slo un momento antes, haba estado aconsejando a otros, a Stimson... Haba sentido coraje y credo que era autntico. Pero, ahora lo comprenda, no se trataba ms que de conmocin, y de la "serenidad", que puede acompaarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.

S lo que sientes, Hollis dijo Lespere, ya a treinta mil kilmetros de distancia, con una voz cada vez ms apagada. No me has ofendido.

"Pero, no somos iguales? se pregunt un aturdido Hollis. Lespere y yo? Aqu, ahora? Si algo ha terminado, ya est hecho. Qu tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra."

Pero Hollis saba que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadver: uno posea una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.

Y lo mismo ocurra con Lespere y l. Lespere haba vivido enteramente, y ello le converta ahora en un hombre diferente. Y l, Hollis, haba estado muerto durante muchos aos. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo seran tan diferentes como la noche y el da. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, por qu preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo l ahora?

Un momento despus descubri que su pi derecho haba desaparecido. Estuvo a punto de rer. E1 aire por segunda vez haba escapado de su traje. Se inclin rpidamente y vio salir la sangre. El meteorito haba cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorstica: te despedaza poco a poco, cual ttrico e invisible carnicero. Hollis apret la vlvula de la rodilla. Senta dolor y mareo. Luch por no perder la conciencia, apret ms la vlvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderez y prosigui su cada. No poda hacer ms.

Hollis?

Hollis respondi cansinamente, harta de aguardar la muerte.

Aqu Applegate de nuevo dijo la voz.

S.

He estado pensando, y escuchndote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, me escuchas?

S

Te ment. Hace un momento. Te ment. No vot contra ti. No s por qu lo dije. Creo que deseaba hacerte dao. Parecas el ms indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintindome. Guando o que t eras un perverso me avergonc. Es igual, quiero que sepas que yo tambin fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.

Hollis sinti que su corazn volva a latir. Haba estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmocin haba terminado, y los sucesivos ataques de clera, terror y soledad iban disipndose. Era un hombre recin salido de una ducha fra matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo da.

Gracias, Applegate.

No hay de qu. Y anmate, bobo.

Dnde est Stimson? Cmo se encuentra?

Stimson?

Todos escuchaban atentamente:

Debe de haber muerto.

No lo creo. Stimson!

Volvieron a escuchar.

Y oyeron una respiracin dificultosa, lejana, lenta...

Es l. Escuchad.

Stimson!

Nadie respondi.

Slo podan or una respiracin lenta y bronca.

No contestar.

Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.

Es l, escuchad.

Una respiracin apenas audible, el silencio.

Est encerrado como una almeja. Encerrado en s mismo, haciendo una perla. Consideradlo as, todo tiene su poesa. l es ms feliz que nosotros.

Stimson flotaba en la lejana. Todas lo escucharon.

Eh! dijo Stone.

Qu?

Hollis haba contestado con toda su fuerza. Stone, ms que ningn otro, era un buen amigo.

Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeos asteroides.

Meteoritos?

Creo que es el grupo de Mirmidn, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien aos en recorrer su rbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaos de todos los tipos. Dios mo, que hermoso es todo esto!

Silencio.

Me voy con ellos prosigui Stone. Me llevan con ellos. Estoy condenado. Y se ri de buena gana.

Hollis trat de ver algo, pero sin conseguirlo. All slo haba las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundindose entre los resplandores cristalinos. Era algo increble y maravilloso pensar en Stone acompaando al enjambre de meteoritos. Ira ms all de Marte y volvera a la Tierra cada cinco aos. Entrara y saldra de las rbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de aos. Stone y el enjambre de Mirmidn, eternos e infinitos, giraran y se modelaran como los colores del calidoscopio de un nio cuando ste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.

Adis, Hollis. La voz de Stone, ya muy debilitada. Adis.

Buena suerte grit Hollis, a cincuenta mil kilmetros de distancia.

No te hagas el gracioso dijo Stone.

Silencio. Las estrellas se unan ms y ms entre ellas.

T odas las voces, iban apagndose. Todas y cada una seguan su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Mir hacia abajo. l, y slo l, volva solitario a la Tierra.

Adis.

Tmatelo con calma.

Adis, Hollis dijo Applegate.

Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que haban trabajado con eficiencia y perfeccin dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando sta an surcaba el espacio, moran uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho aicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espritu de la nave, todo el tiempo que haban pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso mora. Applegate ya no era ms que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca ms sera motivo de desprecio o intrigas. El cerebro haba estallado y sus fragmentos intiles, faltos de misin que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio qued en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.

Todos estaban solos. Sus voces se haban desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitn marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en s mismo. Applegate iba hacia Plutn. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcan por el espacio.

"Y yo? pens Hollis. Qu puedo hacer?. Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vaca? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos aos, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aqu. Estoy solo. Cmo hacer algo que valga la pena cuando se est solo? Es imposible. Maana por la noche me estrellar contra la atmsfera de la Tierra. Arder, y mis cenizas se esparcirn por todos los continentes. Ser til. Slo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarn con la tierra."

Caa rpidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metlica. Sereno, ni triste ni feliz... Lo nico que deseaba, cuando todos los dems se haban ido, era hacer algo vlido, algo que slo l sabra.

"Cuando entre en la atmsfera, arder como un meteoro."

Me pregunto si alguien me ver dijo en voz alta.

Desde un camino, un nio alz la vista hacia el cielo.

Mira, mam! Mira! grit. Una estrella fugaz!

La estrella blanca, resplandeciente, caa en el polvoriento cielo de Illinois.

Pide un deseo dijo la madre del nio. Pide un deseo.

******************************

El hombre ilustrado se dio la vuelta a la luz de la luna. Se dio la vuelta otra vez.. . y otra vez... y otra vez. . .

El Otro Pie

Cuando oyeron las noticias salieron de los restaurantes y los cafs y los hoteles y observaron el cielo.

Las manos oscuras protegieron los ojos en blanco. Las bocas se abrieron. A lo largo de miles de kilmetros, bajo la luz del medioda, se extendan unos pueblitos donde unas gentes oscuras, de pie sobre sus sombras, alzaban los ojos.

Hattie Johnson tap la olla donde herva la sopa, se sec los dedos con un trapo, y fue lentamente

hacia el fondo de la casa.

Ven, Ma!

Eh, Ma, ven!

Te lo vas a perder!

Eh, Ma!

Los tres negritos bailaban chillando en el patio polvoriento. De cuando en cuando miraban ansiosamente hacia la casa.

-Ya voy -dijo Hattie, y abri la puerta de tela de alambre-. Dnde osteis la noticia?

-En casa de Jones, Ma. Dicen que viene un cohete. Por primera vez despus de veinte aos.

Y con un hombre blanco dentro!

-Cmo es un hombre blanco, Ma? Nunca vi ninguno.

-Ya sabrs cmo es -dijo Hattie-. S, ya lo sabrs, de veras.

-Dinos cmo es, Ma. Cuntanos, por favor.

Hattie frunci el ceo.

-Bueno, han pasado muchos aos. Yo era slo una niita, sabeis? Fue en 1965.

Cuntanos del hombre blanco, Ma!

Hattie sali al patio, y mir el cielo marciano, claro y azul, con las tenues nubes blancas marcianas, y ms all, a lo lejos, las colinas marcianas que se tostaban al sol. Y dijo al fin:

-Bueno, ante todo tienen manos blancas.

Manos blancas!

Los chicos se rieron lanzndose manotones.

-Y tienen brazos blancos.

Brazos blancosl

-Y caras blancas.

Caras blancas! De veras?

-Blanca como sta, Ma? -El ms pequeo de los negritos se arroj un puado de polvo a la cara y lanz un estornudo-. As de blanca?

-Ms blanca an -dijo la negra gravemente, y se volvi otra vez hacia el cielo. Tena como una sombra de inquietud en los ojos, como si esperara una tormenta y no pudiese verla-. Ser mejor que entris, chicos.

Oh, Ma! -Los negritos la miraron asombrados-. Tenemos que verlo, Ma. No va a pasar nada,

no?

-No s. Tengo un mal presentimiento.

-Slo queremos ver el cohete, e ir al aerdromo, y ver al hombre blanco. Cmo es el hombre blanco, Ma?

-No lo s. No lo s de veras -murmur la mujer, sacudiendo la cabeza.

Cuntanos algo ms!

-Bueno, los blancos viven en la Tierra, el lugar de donde vinimos todos nosotros hace veinte aos. Salimos de all y nos vinimos a Marte y construimos las ciudades, y aqu estamos. Ahora somos marcianos y no terrestres. Y ningn hombre blanco vino a Marte en todo este tiempo. Eso es todo.

-Por qu no vinieron, Ma?

-Bueno, porque... Apenas llegamos, estall en la Tierra una guerra atmica. Pelearon entre ellos, de un modo terrible. Se olvidaron de nosotros. Cuando terminaron de pelear, no tenan ms cohetes. Slo hace poco pudieron construir algunos. Y ahora vienen a visitarnos despus de tanto tiempo.--La mujer mir distradamente a sus hijos, y se alej unos metros-. Esperad aqu. Voy a ver a Elizabeth Brown.

-Bueno, Ma.

La mujer se alej calle abajo.

Lleg a la casa de los Brown en el momento en que todos se suban al coche.

-Eh, Hattie, ven con nosotros!

-A dnde van? -dijo la mujer, sin aliento, corriendo hacia ellos.

A ver al hombre blanco!

-Eso es -dijo el seor Brown, muy serio-. Mis chicos nunca vieron uno, y yo casi no me acuerdo.

-Qu van a hacer con el hombre blanco? les pregunt Hattie.

-A hacer? Vamos a verlo, nada ms.

-Seguro?

-Y qu podamos hacer?

-No s -dijo Hattie vagamente, algo avergonzada-. No van a lincharlo?

-A lincharlo? -Todos se rieron. El seor Brown se palme una rodilla-. Dios te bendiga, criatura!

Vamos a estrecharle la mano. No es cierto? Todos nosotros.

Claro, claro!

Otro coche se acerc corriendo. Hattie lanz un grito:

Willie!

-A dnde piensan ir? Dnde estn los chicos? -les grit agriamente el marido de Hattie, mirndolos con furia-. Se van como idiotas a ver a ese blanco . . .

-Exactamente -asinti el seor Brown, sonriendo.

-Bueno, llvense sus armas -dijo Willie-. Yo voy a buscar la ma ahora mismo.

Williel

-Entra en este coche, Hattie. -El negro abri la puerta, y as la sostuvo, hasta que la mujer obedeci. Sin volver a hablar con los otros, se lanz por el camino polvoriento.

Willie, no tan rpido!

-No tan rpido, eh? Ya lo veremos. Willie mir el camino que se precipitaba bajo el coche-. Con qu derecho vienen aqu despus de tantos aos? Por qu no nos dejan tranquilos? Por qu no se habrn matado unos a otros en ese viejo mundo, permitindonos vivir en paz?

-Willie, no hablas como un cristiano.

-No me siento como un cristiano -dijo Willie furiosamente, asiendo con fuerza el volante-. Me siento malvado. Despus de hacernos, durante tantos aos, todo lo que nos hicieron... A mis padres y a los tuyos... Recuerdas? Recuerdas cmo colgaron a mi padre en Knockwood Hill, y cmo mataron a mam? Recuerdas? O tienes tan poca memoria como los otros?

-Recuerdo -dijo la mujer.

-Recuerdas al doctor Phillips, y al senor Burton, y sus casas enormes, y la cabaa de mi madre, y a mi viejo padre que segua trabajando a pesar de sus aos? El doctor Phillips y el seor Burton le dieron las gracias ponindole una soga al cuello. Bueno -dijo Willie-, todo ha cambiado. El zapato aprieta ahora en el otro pie. Veremos quin dicta leyes contra quin, quin lincha, quin viaja en el fondo de los coches, quin sirve de espectculo en las ferias. Vamos a verlo.

-Oh, Willie, no hables as. Nos traer mala suerte.

-Todo el mundo habla as. Todo el mundo ha pensado en este da, creyendo que nunca iba a llegar. Todos pensbamos: "Qu pasar el da que un hombre blanco venga a Marte?" Pues bien, el da ha llegado, y ya no podemos retroceder.

-No vamos a dejar que los blancos vivan aqu en Marte?

-S, seguro. -Willie sonri, pero con una ancha sonrisa de maldad. Haba furia en sus ojos-. Pueden

venir y trabajar aqu. Por qu no? Pero para merecerlo tendrn que vivir en los barrios bajos, y lustrarnos los zapatos, y barrernos los pisos, y sentarse en la ltima fila de butacas. Slo eso les pedimos. Y una vez por semana colgaremos a uno o dos. Nada ms.

-No hablas como un ser humano, y no me gusta.

-Tendrs que acostumbrarte -dijo Willie. Se detuvo frente a la casa y salt fuera del coche-. Voy a

buscar mis armas y un trozo de cuerda. Respetaremos el reglamento.

Oh, Willie! -gimi la mujer, y all se qued, sentada en el coche, mientras su marido suba de prisa las escaleras y entraba en la casa dando un portazo.

Al fin Hattie sigui a su marido. No quera seguirlo, pero all estaba Willie, agitndose en la buhardilla, maldiciendo como un loco, buscando las cuatro armas. Hattie vea el salvaje metal de los caos que brillaba en la oscura bohardilla, pero no poda ver a Willie. Era tan negro! Slo oa sus juramentos. Al fin las piernas de Willie aparecieron en la escalera, envueltas en una nube de polvo. Willie amonton los cartuchos de cpsulas amarillas, y sopl en los cargadores, y meti en ellos las balas, con un rostro serio y grave, como ocultando una amargura interior.

-Djennos solos -murmuraba, abriendo mecnicamente los brazos-. Djennos solos. Por qu no nos dejan?

-Willie, Willie.

-T tambin... t tambin.

Y Willie mir a su mujer con la misma mirada, y Hattie se sinti tocada por todo ese odio. A travs de la ventana se vea a los nios que hablaban entre ellos.

-Blanco como la leche, dijo Ma. Blanco como la leche.

-Blanco como esta flor vieja, ves?

-Blanco como una piedra como la tiza del colegio.

Willie sali de la casa.

-Chicos, adentro. Os encerrar. No habr hombre blanco para vosotros. No hablaris de l. Nada.

-Pero, pap

El hombre los empuj al interior de la casa, y fue a buscar una lata de pintura y un pincel, y sac del garaje una cuerda peluda y gruesa, en la que hizo un nudo corredizo, con manos torpes, mientras examinaba cuidadosamente el cielo.

Y luego se metieron en el coche, y se alejaron sembrando a lo largo de la carretera unas apretadas nubes de polvo.

-Despacio, Willie.

-No es tiempo de ir despacio -dijo Willie-. Es tiempo de ir de prisa, y yo tengo prisa.

Las gentes miraban el cielo desde los bordes del camino, o subidas a los coches, o llevadas por los coches, y las armas asomaban como telescopios orientados hacia los males de un mundo en agona.

Hattie mir las armas.

-Has estado hablando -dijo acusando a su marido.

-S, eso he hecho -grun Willie, y observ orgullosamente el camino-. Me detuve en todas las casas, y les dije que deban hacer: sacar las armas, buscar la pintura, traer las cuerdas, y estar preparados. Y aqu estamos ahora: el comit de bienvenida, para entregarles las llaves de la ciudad. S, seor!

La mujer junt las manos delgadas y oscuras, como para rechazar el terror que estaba invadindola.

El coche saltaba y se sacuda entre los otros coches.

Hattie oa las voces que gritaban:

Eh, Willie! Mira! -y vea pasar rpidamente las manos que alzaban las cuerdas y las armas, y las bocas que sonrean.

-Hemos llegado -dijo Willie, y detuvo el automvil en el polvo y el silencio. Abri la puerta de un puntapi, sali cargado con sus armas, y se meti en los campos del aerdromo.

-Lo has pensado, Willie?

-No he hecho otra cosa en veinte aos. Tena diecisis aos cuando dej la Tierra. Y muy contento.

No haba nada all para m, ni para ti, ni para ninguno de nosotros. Jams me he arrepentido. Aqu vivimos en paz. Por primera vez respiramos a gusto. Vamos, adelant.

Willie se abri paso entre la oscura multitud que vena a su encuentro

-Willie, Willie, qu vamos a hacer? -decan los hombres.

-Aqu tienen un fusil -les dijo Willie-. Aqu otro fusil. Y otro. -Les entregaba las armas con bruscos movimientos-. Aqu tienen. Una pistola. Un rifle.

La gente estaba tan apretada que semejaba un solo cuerpo oscuro, con mil brazos extendidos hacia las armas.

-Willie, Willie.

Hattie, erguida y silenciosa, apretaba los labios, con los grandes ojos trgicos y hmedos.

-Trae la pintura -le dijo Willie.

Y la mujer cruz el campo con una lata de pintura, hasta el lugar donde en ese momento se detena un mnibus con un letrero recin pintado en el frente: A LA PISTA DE ATERRIZAJE DEL HOMBRE BLANCO. El mnibus traa un grupo de gente armada que sali de un salto y corri trastabillando por el aerdromo, con los ojos fijos en el cielo. Mujeres con canastas de comida; hombres con sombreros de paja, en mangas de camisa. El mnibus se qued all, vaco, zumbando.

Willie se meci en el coche, instal las latas, las abri, revolvi la pintura, prob un pincel, y se subi a un asiento.

Eh, oiga! -El conductor se acerc por detrs, con su tintineante cambiador de monedas-. Qu ha-

ce? Fuera de aqu!

-Vas a ver lo que hago. Espera un poco.

Y Willie moj el pincel en la pintura amarilla. Pint una B y una L y una A y una N y una C y una O y una S con una minuciosa y terrible aplicacin. Y cuando Willie termin su trabajo, el conductor arrug los prpados y ley: BLANCOS: ASIENTOS DE ATRAS. Ley otra vez: BLANCOS. Gui un ojo. ASIENTOS DE ATRAS. El conductor mir a Willie y sonri.

-Te gusta? -le pregunt Willie descendiendo

Y el conductor respondi:

-Mucho, seor. Me gusta mucho.

Hattie miraba el letrero desde afuera, con las manos apretadas contra el pecho.

Willie volvi a reunirse con la multitud. Esta aumentaba con cada coche que se detena gruendo, y

con cada mnibus que llegaba tambalendose desde el pueblo cercano.

Willie se subi a un cajn.

-Nombremos a unos delegados para que pinten todos los mnibus en la hora prxima. Hay voluntarios?

Las manos se alzaron.

Adelante!

Los hombres se fueron a pintar.

-Nombremos a unos delegados para separar con cuerdas los asientos de los cines. Las dos ltimas filas para los blancos.

Ms manos.

Adelante!

Los hombres corrieron.

Willie mir a su alrededor, transpirado, fatigado por el esfuerzo, orgulloso de su energa, con la mano en el hombro de su mujer. Hattie miraba el suelo con los ojos bajos.

-Veamos -anunci Willie-. Ah, s. Tenemos que votar una ley esta misma tarde. Se prohben los

matrimonios entre razas de distinto color!

-Eso es -dijeron algunos.

-Todos los lustrabotas dejan hoy su empleo.

Ahora mismo!

Algunos de los hombres arrojaron al suelo unos trapos que haban trado del pueblo, aturdidos por la excitacin.

-Votaremos una ley sobre salarios mnimos, no es cierto?

Seguro!

-Se les pagar, por lo menos, diez centavos por hora.

-Eso es!

El alcalde de la ciudad se acerc corriendo.

-Oye, Willie Johnson. Bjate de ese cajn!

-Alcalde, nada podr sacarme de aqu.

-Ests provocando un tumulto, Willie Johnson.

-Justo.

-Cuando eras chico, odiabas todo esto. No eres mejor que esos blancos que ahora atacas.

-Las cosas han cambiado, alcalde -dijo Willie, desviando la vista y mirando los rostros que se extendan ante l: algunos sonrientes, otros titubeantes, otros asombrados, y otros que se alejaban disgustados y temerosos.

-Te arrepentirs, Willie -dijo el alcalde.

-Haremos una eleccin y tendremos otro alcalde -dijo Willie, y volvi los ojos hacia el pueblo, donde, calles abajo y calles arriba, se colgaban unos letreros recin pintados: EL ESTABLECIMIENTO SE RESERVA EL DERECHO DE NO ACEPTAR A ALGUN CLIENTE. Willie mostr los dientes y golpe las manos. Seor!

Y se detuvo a los mnibus y se pintaron de blanco los ltimos asientos, como para sugerir quines seran los futuros ocupantes. Y unos hombres alegres invadieron los teatros y tendieron unas cuerdas, mientras sus mujeres los miraban desde las aceras, sin saber qu hacer. Y algunos encerraron a sus nios en las casas, para apartarlos de esas horas terribles.

-Todos listos? -pregunt Willie Johnson, alzando una soga bien anudada.

Listos! --grit media multitud. La otra mitad murmur y se movi como figuras de una pesadilla

de la que deseaban huir.

Ah viene! -dijo un nio.

Como cabezas de tteres, movidas por una sola cuerda, las cabezas de la multitud se volvieron hacia arriba.

En lo ms alto del cielo, un hermoso cohete lanzaba un ardiente penacho anaranjado. El cohete describi un crculo amplio y descendi, y todos lo miraron con la boca abierta. El campo ardi, aqu y all, y luego el fuego se fue apagando. El cohete inmvil descans unos instantes. Y al fin, mientras la multitud esperaba en silencio, en un costado de la nave se abri una puerta y dej escapar una bocanada de oxgeno. Un hombre viejo apareci en el umbral.

-Un blanco, un blanco, un blanco...

Las palabras corrieron por la expectante multitud. Los nios se hablaron al odo, empujndose suavemente; las palabras retrocedieron en ondas hasta los ltimos hombres y hasta los mnibus baados por la luz y golpeados por el viento. De las abiertas ventanillas sala un olor a pintura fresca. El murmullo se alej lentamente, y al fin dej de orse.

Nadie se movi.

El hombre blanco era alto y esbelto, pero llevaba en el rostro las huellas de un profundo cansancio. No se haba afeitado ese da, y sus ojos eran tan viejos como pueden serlo los ojos de un hombre todava vivo. Eran ojos incoloros, casi blancos. Las cosas que haba visto en su vida haban destruido la mirada. El hombre era delgado como un arbusto en invierno. Le temblaban las manos, y mientras miraba a la multitud busc apoyo en los quicios de la puerta.

El hombre blanco sonri dbilmente, y extendi una mano, y la dej caer.

Nadie se movi.

El hombre observ atentamente los rostros, y quiz vio, sin verlos, los fusiles y las cuerdas, y quiz oli la pintura. Nadie lleg a preguntrselo. El hombre blanco comenz a hablar. Comenz lentamente, dulcemente, como si no esperase ninguna interrupcin. Nadie lo interrumpi Su voz era una voz fatigada, vieja y uniforme.

-No importa quin soy -les dijo-. De todos modos, no sera ms que un nombre para vosotros. Yo

tampoco s vuestros nombres. Eso vendr ms tarde. -Se detuvo, cerr los ojos un momento, y luego continu-: Hace veinte aos dejasteis la Tierra. Han sido aos tan largos, tan largos... Pasaron tantas cosas... Son ms de veinte siglos. Cuando os fuisteis estall la guerra. -El hombre asinti con un lento movimiento de cabeza-. S, la gran guerra, la tercera. Dur mucho. Hasta el ao pasado. Bombardeamos todas las ciudades. Destruimos Nueva York y Londres, y Mosc, y Pars, y Shanghai, y Bombay, y Alejandra. Lo arruinamos todo. Y cuando terminamos con las grandes ciudades, nos volvimos hacia las ms pequeas, y lanzamos sobre ellas nuestras bombas atmicas...

Y el hombre nombr ciudades y lugares y calles.

Y mientras los nombraba un murmullo se elev de la multitud.

-Destruimos Natchez...

Un murmullo.

-Y Columbus, Georgia...

Otro murmullo.

-Quemamos Nueva Orleans...

Un suspiro.

-Y Atlanta....

Un nuevo suspiro.

-Y no qued nada de Greenwater, Alabama.

Willie Johnson alz la cabeza y abri la boca. Hattie vio el gesto de Willie y los recuerdos que le venan a los ojos.

-No qued nada -dijo el viejo, hablando lentamente-. Ardieron los algodonales.

Oh! -dijeron todos.

-Los molinos de algodn cayeron bajo las bombas...

Oh!

-Y las fbricas, radiactivas; todo radiactivo. Los caminos y las granjas y los alimentos, radiactivos. Todo.

El hombre nombr otras ciudades y pueblos.

-Tampa.

-Mi pueblo -dijo alguien.

-Fulton.

-El mo -murmur otro.

-Memphis.

Una voz indignada:

-Memphis? Quemaron Memphis?

-Memphis salt en pedazos.

-La calle Cuatro de Memphis?

-Toda la ciudad -dijo el viejo.

La multitud comenz a agitarse. Una ola los llevaba al pasado. Veinte aos. Los pueblos y las plazas, los rboles y los edificios de ladrillo, los carteles y las iglesias y las tiendas familiares. Todo volva a la superficie entre las gentes del aerdromo. Cada nombre despertaba un recuerdo, y todos pensaban en algn otro da. Todos eran, excepto los nios, suficientemente viejos.

-Laredo.

-Recuerdo Laredo.

-Nueva York.

-Yo tena una tienda en Harlem.

-Harlem, bombardeado.

Las palabras siniestras. Los lugares familiares. El esfuerzo de imaginar todo en ruinas.

Willie Johnson murmur:

-Greenwater. Alabama. El pueblo donde nac. Lo veo an.

-Destruido. Todo.

Destruido. Todo. As deca el hombre.

Y el hombre continu:

-Destruimos todo y arruinamos todo, como estpidos que ramos y somos todava. Matamos a millones. No creo que los sobrevivientes pasen de quinientos mil. Y de todo ese desastre salvamos un poco de metal, construimos este nico cohete, y vinimos a Marte, a pediros ayuda.

El hombre se detuvo y mir hacia abajo, y escrut los rostros como para ver qu poda esperar. Pero no estaba seguro.

Hattie Johnson sinti que el brazo de su marido se endureca y vio que sus dedos apretaban la cuerda.

-Hemos sido unos insensatos -dijo el hombre serenamente-. Destruimos la Tierra y su civilizacin. No vale ya la pena reconstruir las ciudades. La radiactividad durar todo un siglo. La Tierra ha muerto. Su vida ha terminado. Vosotros tenis cohetes. Cohetes que no habis intentado usar, pues no querais volver a la Tierra. Yo ahora os pido que los usis. Que vayis a la Tierra a recoger a los sobrevivientes y traerlos a Marte. Os pido vuestra ayuda. Hemos sido unos estpidos. Confesamos ante Dios nuestra estupidez y nuestra maldad. Chinos, hindes, y rusos, e ingleses y americanos. Os pedimos que nos dejis venir. El suelo marciano se mantiene casi virgen desde hace innumerables siglos. Hay sitio para todos. Es un buen suelo... Lo he visto desde el aire. Vendremos y trabajaremos la tierra para vosotros. S, hasta haremos eso. Merecemos cualquier castigo; pero no nos cerris las puertas. No podemos obligaros ahora. Si queris subir a mi nave y volver a la Tierra. Pero si no, vendremos y haremos todo lo que vosotros hacais... Limpiaremos las casas, cocinaremos, os lustraremos los zapatos, y nos humillaremos ante Dios por lo que hemos hecho durante siglos contra nosotros mismos, contra otras gentes, contra vosotros.

El hombre call. Haba terminado.

Se oy un silencio hecho de silencios. Un silencio que uno poda tomar con la mano, un silencio que cay sobre la multitud como la sensacin de una tormenta distante. Los largos brazos de los negros colgaban como pndulos oscuros a la luz del sol, y sus ojos se clavaban en el viejo. El viejo no se mova. Esperaba.

Willie Johnson sostena an la cuerda entre las manos. Los hombres a su alrededor lo observaban atentamente. Su mujer Hattie esperaba, tomada de su brazo.

Hattie Johnson hubiese querido entrar en el interior de aquel odio, y examinarlo hasta descubrir una grieta, una falla. Entonces podra sacar un guijarro o una piedra, o un ladrillo, y luego parte de una pared, y pronto todo el edificio se vendra abajo. Ahora mismo ya estaba tambalendose. Pero dnde estaba la piedra angular? Cmo llegar a ella? Cmo sacarla y convertir ese odio en un montn de ruinas?

Hattie mir a su marido, hundido en el silencio. No entenda qu pasaba, pero conoca a su marido, conoca su vida, y de pronto comprendi que l, Willie, era la piedra angular. Comprendi que sin l todo caera en pedazos.

-Seor... -Hattie dio un paso adelante. No saba cmo empezar. La multitud le clav los ojos en la

espalda. Sinti esas miradas-. Seor...

El hombre se volvi hacia Hattie con una dbil sonrisa.

-Seor -dijo Hattie-, conoce usted Knockwood Hill en Greenwater, Alabama?

El viejo le habl por encima del hombro a alguien que estaba dentro de la nave. Un momento despus le alcanzaban un mapa fotogrfico. El hombre esper.

-Conoce el viejo roble en la cima de la colina, seor?

El viejo roble. El sitio donde haban baleado al padre de Willie, donde lo haban colgado. El sitio donde lo haban descubierto, balanceado por el viento del alba.

-S.

-Todava est? -pregunt Hattie.

-No -dijo el viejo-. Salt en pedazos. Toda la colina ha desaparecido, y el rbol tambin. Ve? -Seal el lugar en el mapa.

-Djeme ver -dijo Willie adelantndose y mirando la fotografa.

Hattie parpade ante el hombre blanco. El corazn se le sala del pecho.

-Hbleme de Greenwater -dijo rpidamente.

-Qu quiere saber?

-El doctor Phillips, vive todava?

Pas un momento. Encontraron la informacin en una mquina tintineante, en el interior del cohete...

-Muerto en la guerra.

-Y su hijo?

-Muerto.

-Qu pas con la casa?

-Se incendi. Como todas las casas.

-Y qu pas con aquel otro viejo rbol de Knockwood Hill?

-Todos los rboles murieron.

-Aquel rbol tambin? Est usted seguro? -pregunt Willie.

-S.

El cuerpo de Wlllle pareci aflojarse.

-Y qu pas con la casa del seor Burton, y el seor Burton?

-No qued en pie ninguna casa. Murieron todos los hombres.

-Y la cabaa de la seora Johnson, mi madre?

El sitio donde la haban matado.

-Desapareci tambin. Todo desapareci. Aqu estn las fotografas. Usted mismo puede verlo.

All estaban las fotografas. Poda tenerlas en la mano, mirarlas, pensar en ellas. El cohete estaba lleno de fotografas y respuestas. Cualquier pueblo, cualquier edificio, cualquier sitio.

Willie se qued, all, inmvil, con la cuerda en las manos.

Estaba recordando la Tierra, la Tierra verde y el pueblo verde donde haba nacido y crecido. Y pensaba en ese pueblo, hecho pedazos, destruido, arruinado, y en todos sus lugares, en todos aquellos lugares relacionados con algn mal, y en todos sus hombres muertos, y en los establos, y las herreras, y las tiendas de antigedades, los cafs, las tabernas, los puentes, los rboles con sus ahorcados, las colinas sembradas de balas, los senderos, las vacas, las mimosas, y su propia casa, y las casas de columnas a orillas del ro, esas tumbas blancas en donde mujeres delicadas como polillas revoloteaban a la luz del otoo, distantes, lejanas. Esas casas en donde los hombres fros se balanceaban en sus mecedoras, con los vasos de alcohol en la mano, y los fusiles apoyados en las balaustradas del porche, mientras aspiraban el aire del otoo y meditaban en la muerte. Ya no estaban all, ya nunca volveran. Slo quedaba, de toda aquella civilizacin, un poco de papel picado esparcido por el suelo. Nada, nada que l, Willie, pudiese odiar... ni la cpsula vaca de una bala, ni una cuerda de camo, ni un rbol, ni siquiera una colina. Nada sino unos desconocidos en un cohete, unos desconocidos que podan lustrarle los zapatos y viajar en los ltimos asientos de los mnibus o sentarse en las ltimas filas de los cines oscuros.

-No tienen por qu hacer eso--murmur Willie Johnson.

Su mujer le mir las manos.

Los dedos de Willie estaban abrindose.

La cuerda cay al suelo y se dobl sobre s misma.

Los hombres corrieron por las calles del pueblo y arrancaron los letreros tan rpidamente dibujados y borraron la pintura amarilla de los mnibus, y cortaron los cordones que dividan los teatros, y descargaron los fusiles, y guardaron las cuerdas.

-Un nuevo principio para todos -dijo Hattie, en el coche, al regresar.

-S -dijo Willie al cabo de un rato-. El Seor ha salvado a algunos: unos pocos aqu y unos pocos

all. Y el futuro est ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprend en seguida al or a ese hombre. Comprend que los blancos estn ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la tenamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez. Somos iguales.

Willie detuvo el coche y se qued sentado, inmvil, mientras Hattie haca salir a los chicos. Los chicos corrieron hacia el padre.

-Has visto al hombre blanco? Lo has visto? -gritaron.

-S, seor -dijo Willie, sentado al volante, pasndose lentamente la mano por la cara-. Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he visto de veras, claramente.

La Carretera

La Lluvia Fresca de la tarde haba cado sobre el valle, humedeciendo el maz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra hmeda, en alguna parte, lloraba un nio.

Hernando esperaba a que cesase la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle herva el ro, espeso y oscuro. La carretera de hormign -otro ro- yaca inmvil, brillante, vaca. Ningn auto haba pasado en esa ltima hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante aos no haba transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara:Eh, usted! Podemos sacarle una foto?. Alguien con una cmara de cajn, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decan:

-Oh, ser mejor con el sombrero puesto -Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decan la hora, o identificaban a sus dueos, o que no hacan nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. As que Hernando se volva a recoger el sombrero.

-Pasa algo, Hernando? -le dijo su mujer.

-S. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningn auto.

Hernando se alej de la cabaa, con movimientos lentos y fciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Record otra vez, claramente, el da en que consigui esos zapatos. La rueda se haba metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Haba venido sola, rodando rpidamente. El coche (de donde vena la rueda) sigui corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automvil an estaba all. Se lo poda ver en los das de buen tiempo, cuando el ro flua ms lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yaca en el fondo del ro con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro suba de nuevo, y ya no se lo poda ver.

Al da siguiente Hernando cort la rueda y se hizo un par de suelas de goma.

Hernando lleg al borde del camino. Se detuvo y escuch el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una seal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a l. Los coches, largos y negros, se dirigan hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, haba algo, algo que hundi a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrs para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y haba algo en todas las caras. Pero pasaban tan rpido que Hernando no poda saber qu era eso.

Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rpidos, se haban ido. Hernando oy a lo lejos el sonido de la ltima bocina.

La carretera estaba otra vez desierta.

Haba sido como un cortejo fnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que persegua a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. Por qu? Hernando sacudi la cabeza y se frot suavemente las manos contra los costados del cuerpo.

Y ahora, completamente solo, apareci el ltimo coche. Era verdaderamente algo ltimo. Desde la montaa, camino abajo, bajo la fra llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, vena un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando crey que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y xido. El radiador herva furiosamente.

-Nos da un poco de agua? Por favor, seor!

El conductor era un hombre joven de unos veinte aos de edad. Vesta un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caa sobre el coche sin capota, mojando al joven