Cuentos de Ray Bradbury

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La sabana -George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños. -¿Qué le pasa? -No lo sé. -Pues bien, ¿y entonces? -Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un sicólogo para que se la eche él. -¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un sicólogo? -Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes. -Muy bien, echémosle un vistazo. Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave. -Bien -dijo George Hadley. Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. "Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos", había dicho George.

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Cuentos de Ray Bradbury

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La sabana

-George, me gustara que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los nios.

-Qu le pasa?

-No lo s.

-Pues bien, y entonces?

-Slo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un siclogo para que se la eche l.

-Y qu necesidad tiene un cuarto de jugar de un siclogo?

-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempl uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Slo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.

-Muy bien, echmosle un vistazo.

Atravesaron el vestbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalacin les haba costado treinta mil dlares, una casa que los vesta y los alimentaba y los meca para que se durmieran, y tocaba msica y cantaba y era buena con ellos. Su aproximacin activ un interruptor en alguna parte y la luz de la habitacin de los nios parpade cuando llegaron a tres metros de ella. Simultneamente, en el vestbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.

-Bien -dijo George Hadley.

Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los nios. Tena doce metros de ancho por diez de largo; adems haba costado tanto como la mitad del resto de la casa. "Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos", haba dicho George.

La habitacin estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso medioda. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitacin, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso pareca, y pronto apareci un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducan hasta el ltimo guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirti en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.

George Hadley not que la frente le empezaba a sudar.

-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extrao.

-Espera un momento y vers -dijo su mujer.

Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en direccin a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antlopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorri el cielo y vacil sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.

-Alimaas asquerosas -le oy decir a su mujer.

-Los buitres.

-Ves? All estn los leones, a lo lejos, en aquella direccin. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No s qu.

-Algn animal -George Hadley alz la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cra de jirafa, a lo mejor.

-Ests seguro? -la voz de su mujer son especialmente tensa.

-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo l, divertido-. All lo nico que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.

-Has odo ese grito? -pregunt ella.

-No.

-Hace un momento!

-Lo siento, pero no.

Los leones se acercaban. Y George Hadley volvi a sentirse lleno de admiracin hacia el genio mecnico que haba concebido aquella habitacin. Un milagro de la eficacia que vendan por un precio ridculamente bajo. Todas las casas deberan tener algo as. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clnica, haca que te sobresaltases y te produca un estremecimiento, pero qu divertido era para todos en la mayora de las ocasiones; y no slo para su hijo y su hija, sino para l mismo cuando senta que daba un paseo por un pas lejano, y despus cambiaba rpidamente de escenario. Bien, pues all estaba! Y all estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel spera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicera de sus pieles calientes, y su color amarillo permaneca dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmaraados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del medioda, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.

Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.

-Cuidado! -grit Lydia.

Los leones venan corriendo hacia ellos.

Lydia se dio la vuelta y ech a correr. George se lanz tras ella. Fuera, en el vestbulo, despus de cerrar de un portazo, l se rea y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reaccin del otro.

-George!

-Lydia! Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!

-Casi nos atrapan!

-Unas paredes, Lydia, acurdate de ello; unas paredes de cristal, es lo nico que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... frica en tu saln, pero slo es una pelcula en color multidimensional de accin especial, supersensitiva, y una cinta cinematogrfica mental detrs de las paredes de cristal. Slo son olorificadores y acstica, Lydia. Toma mi pauelo.

-Estoy asustada -Lydia se le acerc, pego su cuerpo al de l y llor sin parar-. Has visto? Lo has notado? Es demasiado real.

-Vamos a ver, Lydia...

-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada ms sobre frica.

-Claro que s... Claro que s -le dio unos golpecitos con la mano.

-Lo prometes?

-Desde luego.

-Y mantn cerrada con llave esa habitacin durante unos das hasta que consiga que se me calmen los nervios.

-Ya sabes lo difcil que resulta Peter con eso. Cuando lo castigu hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitacin..., menuda rabieta cogi! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitacin.

-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.

-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerr con llave la enorme puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.

-No lo s... No lo s -dijo ella, sonndose la nariz y sentndose en una butaca que inmediatamente empez a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. Por qu no cerramos la casa durante unos cuantos das y nos vamos de vacaciones?

-Te refieres a que vas a tener que frer t los huevos?

-S -Lydia asinti con la cabeza.

-Y zurcirme los calcetines?

-S -un frentico asentimiento, y unos ojos que se humedecan.

-Y barrer la casa?

-S, s... , claro que s!

-Pero yo crea que por eso habamos comprado esta casa, para que no tuviramos que hacer ninguna de esas cosas.

-Justamente es eso. No siento como si sta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niera. Cmo podra competir yo con una sabana africana? Es que puedo baar a los nios y restregarles de modo tan eficiente o rpido como el bao que restriega automticamente? Es imposible. Y no slo me pasa a m. Tambin a ti. ltimamente has estado terriblemente nervioso.

-Supongo que porque he fumado en exceso.

-Tienes aspecto de que tampoco t sabes qu hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco ms por la maana y bebes un poco ms por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes ms por la noche. Tambin ests empezando a sentirte innecesario.

-Y no lo soy? -hizo una pausa y trat de notar lo que de verdad senta interiormente.

-Oh, George! -Lydia lanz una mirada ms all de l, a la puerta del cuarto de jugar de los nios-. Esos leones no pueden salir de ah, verdad que no pueden? l mir la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.

-Claro que no -dijo.

2

Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plstico en el otro extremo de la ciudad y haban televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sent abstrado viendo que la mesa del comedor produca platos calientes de comida desde su interior mecnico.

-Nos olvidamos del ketchup -dijo.

-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareci el ketchup. En cuanto a la habitacin, pens George Hadley, a sus hijos no les hara ningn dao que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos haban pasado un tiempo excesivo en frica. Aquel sol. Todava lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitacin captaba las emanaciones telepticas de las mentes de los nios y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los nios pensaban en leones, y aparecan leones. Los nios pensaban en cebras, y aparecan cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.

Aquello no se iba. Mastic sin saborearla la carne que les haba preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenas dos aos y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete. Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un len... Y repetido una y otra vez.

-Adnde vas?

No respondi a Lydia. Preocupado, dej que las luces se fueran encendiendo delante de l y apagando a sus espaldas segn caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los nios. Peg la oreja y escuch. A lo lejos rugi un len.

Hizo girar la llave y abri la puerta. Justo antes de entrar, oy un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apag rpidamente. Entr en frica. Cuntas veces haba abierto aquella puerta durante el ltimo ao encontrndose en el Pas de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lmpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del Pas de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Haba visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales autnticos, u odo voces de ngeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente frica, aquel horno con la muerte en su calor. Puede que Lydia tuviera razn. A lo mejor necesitaban unas pequeas vacaciones, alejarse de la fantasa que se haba vuelto excesivamente real para unos nios de diez aos. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasa, pero cuando la activa mente de un nio estableca un modelo... Ahora le pareca que, a lo lejos, durante el mes anterior, haba odo rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no haba prestado atencin. George Hadley se mantena quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observndolo. El nico defecto de la ilusin era la puerta abierta por la que poda ver a su mujer, al fondo, pasado el vestbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distradamente.

-Largo -les dijo a los leones.

No se fueron.

Conoca exactamente el funcionamiento de la habitacin. Emitas tus pensamientos. Y apareca lo que pensabas.

-Que aparezcan Aladino y su lmpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos. La sabana sigui all; los leones siguieron all.

-Venga, habitacin! Que aparezca Aladino! -repiti.

No pas nada. Los leones refunfuaron dentro de sus pieles recocidas.

-Aladino!

Volvi al comedor.

-Esa estpida habitacin est averiada -dijo-. No quiere funcionar.

-O...

-O qu?

-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los nios han pensado en frica y leones y muerte tantos das que la habitacin es vctima de la rutina.

-Podra ser.

-O que Peter la haya conectado para que siga siempre as.

-Conectado?

-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.

-Peter no conoce la maquinaria.

-Es un chico listo para sus diez aos. Su coeficiente de inteligencia es...

-A pesar de eso...

-Hola, mam. Hola, pap.

Los nios haban vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de gata azul. Sus monos de salto despedan un olor a ozono despus de su viaje en helicptero.

-Llegan justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.

-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los nios, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.

-S, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.

-El cuarto de jugar?

-De lo de frica y de todo lo dems -dijo el padre con una falsa jovialidad.

-No te entiendo -dijo Peter.

-Mam y yo hemos estado viajando por frica; Tom Swift y su len elctrico - explic George Hadley.

-En el cuarto no hay nada de frica -dijo sencillamente Peter.

-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.

-No me acuerdo de nada de frica -le coment Peter a Wendy-. Y t?

-No.

-Vayan corriendo a ver y vuelvan a contarnos.

La nia obedeci.

-Wendy, vuelve aqu! -dijo George Hadley, pero la nia ya se haba ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de lucirnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que haba olvidado cerrar con llave la puerta despus de su ltima inspeccin.

-Wendy mirar y vendr a contarnos -dijo Peter.

-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.

-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.

-No me he equivocado, Peter. Vamos

Pero Wendy volva ya.

-No es frica -dijo sin aliento.

-Ya lo veremos -coment George Hadley, y todos cruzaron el vestbulo juntos y abrieron la puerta de la habitacin.

Haba un bosque verde, un ro encantador, una montaa prpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los rboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en torno a su largo pelo. La sabana africana haba desaparecido. Los leones haban desaparecido. Ahora slo estaba Rima, entonando una cancin tan hermosa que llenaba los ojos de lgrimas. George Hadley contempl la escena que haba cambiado.

-Vayan a la cama -les dijo a los nios.

stos abrieron la boca.

-Ya me escucharon -dijo el padre.

Salieron a la toma de aire, donde un viento los empuj como a hojas secas hasta sus dormitorios.

George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarr algo que yaca en un rincn cerca de donde haban estado los leones. Volvi caminando lentamente hasta su mujer.

-Qu es eso? -pregunt ella.

-Una vieja cartera ma -dijo l.

Se la ense. Ola a hierba caliente y a len. Haba gotas de saliva en ella: la haban mordido, y tena manchas de sangre en los dos lados. Cerr la puerta de la habitacin y ech la llave.

En plena noche todava segua despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba tambin.

-Crees que Wendy la habr cambiado? -pregunt ella, por fin, en la habitacin a oscuras.

-Naturalmente.

-Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima all en lugar de los leones?

-S.

-Por qu?

-No lo s. Pero seguir cerrada con llave hasta que lo averige.

-Cmo ha llegado all tu cartera?

-Yo no s nada -dijo l-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitacin para los nios. Si los nios son neurticos, una habitacin como sa...

-Se supona que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.

-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clav la vista en el techo.

-Les hemos dado a los nios todo lo que quieren. Y sta es nuestra recompensa... Secretos, desobediencia!

-Quin fue el que dijo que los nios son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitmoslo. Van y vienen segn les apetece; nos tratan como si los hijos furamos nosotros. Estn echados a perder y nosotros estamos echados a perder tambin.

-Llevan comportndose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.

-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Lo expliqu.

-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fros con nosotros.

-Creo que deberamos hacer que maana viniera David McClean para que le echara un ojo a frica.

Unos momentos despus, oyeron los gritos.

Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.

-Wendy y Peter no estn en sus dormitorios -dijo su mujer. Sigui tumbado en la cama con el corazn latindole con fuerza.

-No -dijo l-. Han entrado en el cuarto de jugar.

-Esos gritos... suenan a conocidos.

-De verdad?

-S, muchsimo.

Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueo durante otra hora ms. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.

3

-Padre? -dijo Peter.

-Qu?

Peter se observ los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.

-Vas a cerrar con llave la habitacin para siempre, verdad?

-Eso depende.

-De qu? -solt Peter.

-De ti y de tu hermana. De que mezclen frica con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...

-Yo crea que tenamos libertad para jugar a lo que quisiramos.

-La tienen, con unos lmites razonables.

-Qu pasa de malo con frica, padre?

-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca frica, es as?

-No quiero que el cuarto de jugar est cerrado con llave -dijo framente Peter-. Nunca.

-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.

-Eso sera espantoso! Tendra que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? Y lavarme los dientes y peinarme y baarme?

-Sera divertido un pequeo cambio, no crees?

-No, sera horripilante. No me gust que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.

-Es porque quera que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.

-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y or y oler. Qu otra cosa se puede hacer?

-Muy bien, vete a jugar a frica.

-Cerrars la casa pronto?

-Lo estamos pensando.

-Creo que ser mejor que no lo piensen ms, padre.

-No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!

-Muy bien -y Peter penetr en el cuarto de jugar.

4

-Llego a tiempo? -dijo David McClean.

-Quieres desayunar? -pregunt George Hadley.

-Gracias, tomar algo. Cul es el problema?

-David, t eres siclogo.

-Eso espero.

-Bien, pues entonces chale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un ao cuando viniste por aqu. Entonces no notaste nada especial en esa habitacin?

-No podra decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia ac y all, lo normal en nios que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada. Cruzaron el vestbulo.

-Cerr la habitacin con llave -explico el padre-, y los nios entraron en ella por la noche. Dej que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y as t los pudieras ver.

De la habitacin salan gritos terribles.

-Ah lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues. Entraron sin llamar.

-Salgan afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambien la combinacin mental. Dejen las paredes como estn.

Con los nios fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que coman con deleite lo que haban cazado.

-Me gustara saber de qu se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver. Crees que si trajese unos prismticos potentes y...?

David McClean se ri.

-Difcilmente -se volvi para examinar las cuatro paredes-. Cunto hace que pasa esto?

-Algo ms de un mes.

-La verdad es que no me causa ninguna buena impresin.

-Yo quiero hechos, no impresiones.

-Mira, George querido, un siclogo nunca ve un hecho en toda su vida. Slo presta atencin a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresin, te lo repito. Confa en mis corazonadas y mi intuicin. Me huelo las cosas malas. Y sta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los das para someterlos a tratamiento durante un ao entero.

-Es tan mala?

-Me temo que s. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiramos estudiar los modelos que dejaba la mente del nio en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al nio. En este caso, sin embargo, la habitacin se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberacin de ellas.

-Ya has notado esto con anterioridad?

-Lo nico que he notado es que has echado a perder a tus hijos ms que la mayora. Y ahora los has degradado de algn modo. De qu modo?

-No les dej que fueran a Nueva York.

-Y qu ms?

-He quitado algunos de los aparatos de la casa y los amenac, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos das para que aprendieran.

-Vaya, vaya.

-Significa algo eso?

-Todo. Donde antes tenan a un Pap Noel, ahora tienen a un ogro. Los nios prefieren a Pap Noel. Dejaste que esta casa los reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de sus hijos. Esta habitacin es su madre y su padre, y es mucho ms importante en sus vidas que sus padres autnticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraa que aqu haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Maana te moriras de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberas saber cascar un huevo. Sin embargo, desconctalo todo. Empieza de nuevo. Llevar tiempo. Pero conseguiremos obtener unos nios buenos a partir de los malos dentro de un ao, espera y vers.

-Pero no ser un choque excesivo para los nios cerrar la habitacin bruscamente, para siempre?

-Lo que yo no quiero es que profundicen ms en esto, eso es todo.

Los leones estaban terminando su festn rojo. Se mantenan al borde del claro observando a los dos hombres.

-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aqu. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.

-Los leones no son reales, verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habr ningn modo de...

-De qu?

-... De que se vuelvan reales!

-No, que yo sepa.

-Algn fallo en la maquinaria, una avera o algo?

-No.

Se dirigieron a la puerta.

-No creo que a la habitacin le guste que la desconecten -dijo el padre.

-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitacin.

-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.

-La paranoia abunda por aqu hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como pista. Mira -se agach y recogi un pauelo de cuello ensangrentado-. Es tuyo?

-No -la cara de George Hadley estaba rgida-. Pertenece a Lydia. Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.

Los dos nios estaban histricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.

-No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!

-Vamos a ver, chicos.

Los nios se arrojaron en un sof, llorando.

-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, slo unos momentos. No puedes ser tan brusco.

-No.

-No seas tan cruel.

-Lydia, est desconectada y seguir desconectada. Y toda la maldita casa morir dentro de poco. Cuanto ms veo el lo que nos ha originado, ms enfermo me pone. Llevamos contemplndonos nuestros ombligos electrnicos, mecnicos, demasiado tiempo. Dios santo, cunto necesitamos una rfaga de aire puro!

Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefaccin, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los dems aparatos a los que pudo echar mano. La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso pareca. Daba la sensacin de un cementerio mecnico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energa de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botn.

-No los dejes hacerlo! -grit Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvi hacia su padre-. Te odio!

-Los insultos no te van a servir de nada.

-Quisiera que estuvieses muerto!

-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.

Wendy todava segua llorando y Peter se uni a ella.

-Slo un momento, slo un momento, slo otro momento en el cuarto de jugar -gritaban.

-Oh, George -dijo la mujer-. No les har dao.

-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tnganlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.

-Pap, pap, pap -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lgrimas.

-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volver dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitacin durante un minuto. Lydia, slo un minuto, tenlo en cuenta.

Y los tres se pusieron a parlotear mientras l dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por s mismo. Un minuto despus, apareci Lydia.

-Me sentir muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.

-Los has dejado en el cuarto?

-Tambin yo me quera vestir. Oh, esa espantosa frica. Qu le pueden encontrar?

-Bueno, dentro de cinco minutos y pico estaremos camino de Iowa. Seor, cmo se nos ocurri tener esta casa? Qu nos impuls a comprar una pesadilla?

-El orgullo, el dinero, la estupidez.

-Creo que ser mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.

Precisamente entonces oyeron que llamaban los nios.

-Pap, mam, vengan enseguida... enseguida!

Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestbulo. Los nios no estaban a la vista.

-Wendy? Peter!

Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no haba nadie a no ser los leones, que los miraban.

-Peter, Wendy?

La puerta se cerr dando un portazo.

-Wendy, Peter!

George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.

-Abran esta puerta! -grit George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. Han cerrado por fuera! Peter! -golpe la puerta-. Abran!

Oy la voz de Peter afuera, pegada a la puerta.

-No los dejen desconectar la habitacin y la casa -estaba diciendo.

George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.

-No sean absurdos, chicos. Es hora de irse. El seor McClean llegar en un momento y...

Y entonces oyeron los sonidos.

Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.

Los leones.

George Hadley mir a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogindose, con el rabo tieso. George Hadley y su mujer gritaron.

Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les haban sonado tan conocidos.

5

-Muy bien, aqu estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola -mir fijamente a los nios, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Ms all de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima haba un sol abrasador. Empez a sudar-. Dnde estn sus padres?

Los nios alzaron la vista y sonrieron.

-Oh, estarn aqu enseguida.

-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distingui a los leones pelendose. Luego vio cmo se tranquilizaban y se ponan a comer en silencio, a la sombra de los rboles.

Lo observ con la mano encima de los ojos entrecerrados.

Ahora los leones haban terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.

Una sombra parpade por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.

-Una taza de t? -pregunt Wendy en medio del silencio.

La sirena del faro

Ray BradburyAll afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperbamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitbamos la maquinaria de bronce, y encendamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pjaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzbamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no vean nuestra luz, oan siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y haca crecer las olas y las cubra de espuma.

-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, no es cierto? -pregunt McDunn.

-S -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.

-Bueno, maana irs a tierra -agreg McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.

-En qu piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?

-En los misterios del mar.

McDunn encendi su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz mova su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilmetros de costa no haba poblaciones; slo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilmetros de fras aguas, y unos pocos barcos.

-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace aos, todos los peces del mar salieron ah a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caa sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo poda verles los ojitos. Me qued helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ah hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un milln de peces desapareci. Imagin que quizs, de algn modo, vinieron en peregrinacin. Raro, pero piensa en qu debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a s misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

Me estremec. Mir las grandes y grises praderas del mar que se extendan hacia ninguna parte, hacia la nada.

-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chup su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el da y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras mquinas y los llamados submarinos, pasarn diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Pinsalo, all abajo es todava el ao 300,000 antes de Cristo. Cuando nos pasebamos con trompetas arrancndonos pases y cabezas, ellos vivan ya bajo las aguas, a dieciocho kilmetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.

-S, es un mundo viejo.

-Ven. Te reserv algo especial.

Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apag las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.

-Es como la voz de un animal, no es cierto? -McDunn se asinti a s mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aqu, al borde de diez billones de aos, y llamando hacia los abismos. Estoy aqu, estoy aqu, estoy aqu. Y los abismos le responden, s, le responden. Ya llevas aqu tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta poca del ao -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.

-Los cardmenes de peces?

-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creeras loco, pero no puedo callar ms. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No dir mucho, lo vers t mismo. Sintate aqu. Maana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpn del muelle, y escapas hasta algn pueblito del mediterrneo y vives all sin apagar nunca las luces de noche. No te acusar. Ha ocurrido en los ltimos tres aos y slo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.

Pas media hora y slo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explic algunas de sus ideas sobre la sirena.

-Un da, hace muchos aos, vino un hombre y escuch el sonido del ocano en la costa fra y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; har esa voz. Har una voz que ser como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vaca junto a ti toda la noche, y como una casa vaca cuando abres la puerta, y como otoales rboles desnudos. Un sonido de pjaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fra. Har un sonido tan desolado que alcanzar a todos y al orlo gemirn las almas, y los hogares parecern ms tibios, y en las distantes ciudades todos pensarn que es bueno estar en casa. Har un sonido y un aparato y lo llamarn la sirena, y quienes lo oigan conocern la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".

La sirena llam.

-Imagin esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qu esta criatura visita el faro todos los aos. La sirena la llama, pienso, y ella viene...

-Pero... -interrump.

-Chist... -orden McDunn-. All!

-Seal los abismos.

-Algo se acercaba al faro, nadando.

Era una noche helada, como ya dije. El fro entraba en el faro, la luz iba y vena, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no poda ver muy lejos, ni muy claro, pero all estaba el mar profundo movindose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aqu estbamos nosotros dos, solos en la torre, y all, lejos al principio, se elev una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar fro sali una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino ms cuello, y ms. La cabeza se alz doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Slo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgi el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudi sobre las aguas. Me pareci que el monstruo tena unos veinte o treinta metros de largo.

No s qu dije entonces, pero algo dije.

-Calma, muchacho, calma -murmur McDunn.

-Es imposible! -exclam.

-No, Johnny, nosotros somos imposibles. l es lo que era hace diez millones de aos. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.

El monstruo nad lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas fras. La niebla iba y vena a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflej nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un cdigo primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.

Yo me agach, sostenindome en la barandilla de la escalera.

-Parece un dinosaurio!

-S, uno de la tribu.

-Pero murieron todos!

-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los ms abismales de los abismos. Es sta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.

-Qu haremos?

-Qu podemos hacer? Es nuestro trabajo. Adems, estamos aqu ms seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rpido.

-Pero por qu viene aqu?

En seguida tuve la respuesta.

La sirena llam.

Y el monstruo respondi.

Un grito que atraves un milln de aos, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembl dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le grit a la torre. La sirena llam. El monstruo rugi otra vez. La sirena llam. El monstruo abri su enorme boca dentada, y de la boca sali un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches fras. Eso era el sonido.

-Entiendes ahora -susurr McDunn- por qu viene aqu?

Asent con un movimiento de cabeza.

-Todo el ao, Johnny, ese monstruo estuvo all, mil kilmetros mar adentro, y a treinta kilmetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizs esta solitaria criatura tiene un milln de aos. Pinsalo, esperar un milln de aos. Esperaras tanto? Quizs es el ltimo de su especie. Yo as lo creo. De todos modos, hace cinco aos vinieron aqu unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llam y llam y su voz lleg hasta donde t estabas, hundido en el sueo y en recuerdos de un mundo donde haba miles como t. Pero ahora ests solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cmara de cincuenta milmetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del ocano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilmetros de agua, dbil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardmenes de bacalaos y de ros de medusas, y subes lentamente por los meses de otoo, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con ms niebla, y la sirena todava llama, y luego, en los ltimos das de noviembre, luego de ascender da a da, unos pocos metros por hora, ests cerca de la superficie, y todava vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. As que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos das ms para nadar por las fras aguas hasta el faro. Y ah ests, ah, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aqu est el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. Entiendes ahora, Johnny, entiendes?

La sirena llam.

El monstruo respondi.

Lo vi todo... lo supe todo. En solitario un milln de aos, esperando a alguien que nunca volvera. El milln de aos de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo all, mientras los cielos se limpiaban de pjaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullan en pozos de alquitrn, y los hombres corran como hormigas blancas por las lomas.

La sirena llam.

-El ao pasado -dijo McDunn-, esta criatura nad alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, dira yo. Temerosa, quizs. Pero al otro da, inesperadamente, se levant la niebla, brill el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huy del calor, y el silencio, y no regres. Imagino que estuvo pensndolo todo el ao, pensndolo de todas las formas posibles.

El monstruo estaba ahora a no ms de cien metros, y l y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caa sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.

-As es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algn otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algn otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime ms.

El monstruo se acercaba al faro.

La sirena llam.

-Veamos qu ocurre -dijo McDunn.

Apag la sirena.

El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podamos or nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.

El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abri la boca. Emiti una especie de ruido sordo, como un volcn. Movi la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdan en la niebla. Mir el faro. Algo retumb otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorpor, azotando el agua, y se acerc a la torre con ojos furiosos y atormentados.

-McDunn! -grit-. La sirena!

McDunn busc a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se haba incorporado. Vislumbr un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brill ante m como un caldero en el que poda caer, gritando. La torre se sacudi. La sirena grit; el monstruo grit. Abraz el faro y ara los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.

McDunn me tom por el brazo.

-Abajo! -grit.

La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugan. Trastabillamos y casi camos por la escalera.

-Rpido!

Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeo stano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena call bruscamente. El monstruo cay sobre la torre, y la torre se derrumb. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.

Todo termin de pronto, y no hubo ms que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.

Eso y el otro sonido.

-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.

Esperamos un momento. Y entonces comenc a escucharlo. Al principio fue como una gran succin de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el stano. El monstruo jade y grit. La torre haba desaparecido. La luz haba desaparecido. La criatura que llam a travs de un milln de aos haba desaparecido. Y el monstruo abra la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, deban de pensar: ah est, el sonido solitario, la sirena de la baha Solitaria. Todo est bien. Hemos doblado el cabo.

Y as pasamos aquella noche.

A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del stano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.

-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumb.

Me pellizc el brazo.

No haba nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubra las piedras cadas y las rocas de la isla olan a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.

Al ao siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo haba conseguido trabajo en un pueblito, y me haba casado, y viva en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoo, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.

-Por si acaso -dijo McDunn.

Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegu hasta all y detuve el coche y mir las aguas grises y escuch la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, all en el mar, sola.

El monstruo?

No volvi.

-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendi que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los ms abismales de los abismos a esperar otro milln de aos. Ah, pobre criatura! Esperando all, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mnimo planeta. Esperando y esperando.

Sentado en mi coche, no poda ver el faro o la luz que barra la baha Solitaria. Slo oa la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.

Me qued as, inmvil, deseando poder decir algo.

El otro pie

Cuando oyeron las noticias salieron de los restaurantes y los cafs y los hoteles y observaron el cielo. Las manos oscuras protegieron los ojos en blanco. Las bocas se abrieron. A lo largo de miles de kilmetros, bajo la luz del medioda, se extendan unos pueblitos donde unas gentes oscuras, de pie sobre sus sombras, alzaban los ojos. Hattie Johnson tap la olla donde herva la sopa, se sec los dedos con un trapo, y fue lentamente hacia el fondo de la casa. -Ven, Ma! -Eh, Ma, ven! -Te lo vas a perder! -Eh, Ma! Los tres negritos bailaban chillando en el patio polvoriento. De cuando en cuando miraban ansiosamente hacia la casa. -Ya voy -dijo Hattie, y abri la puerta de tela de alambre-. Dnde osteis la noticia? -En casa de Jones, Ma. Dicen que viene un cohete. Por primera vez despus de veinte aos. -Y con un hombre blanco dentro! -Cmo es un hombre blanco, Ma? Nunca vi ninguno. -Ya sabrs cmo es -dijo Hattie-. S, ya lo sabrs, de veras. -Dinos cmo es, Ma. Cuntanos, por favor. Hattie frunci el ceo. -Bueno, han pasado muchos aos. Yo era slo una niita, sabis? Fue en 1965. -Cuntanos del hombre blanco, Ma! Hattie sali al patio, y mir el cielo marciano, claro y azul, con las tenues nubes blancas marcianas, y ms all, a lo lejos, las colinas marcianas que se tostaban al sol. Y dijo al fin: -Bueno, ante todo tienen manos blancas. -Manos blancas! Los chicos se rieron lanzndose manotones. -Y tienen brazos blancos. -Brazos blancos! -Y caras blancas. -Caras blancas! De veras? -Blanca como sta, Ma? -El ms pequeo de los negritos se arroj un puado de polvo a la cara y lanz un estornudo-. As de blanca? -Ms blanca an -dijo la negra gravemente, y se volvi otra vez hacia el cielo. Tena como una sombra de inquietud en los ojos, como si esperara una tormenta y no pudiese verla-. Ser mejor que entris, chicos. -Oh, Ma! -Los negritos la miraron asombrados-. Tenemos que verlo, Ma. No va a pasar nada, no? -No s. Tengo un mal presentimiento. -Slo queremos ver el cohete, e ir al aerdromo, y ver al hombre blanco. Cmo es el hombre blanco, Ma? -No lo s. No lo s de veras -murmur la mujer, sacudiendo la cabeza. -Cuntanos algo ms! -Bueno, los blancos viven en la Tierra, el lugar de donde vinimos todos nosotros hace veinte aos. Salimos de all y nos vinimos a Marte y construimos las ciudades, y aqu estamos. Ahora somos marcianos y no terrestres. Y ningn hombre blanco vino a Marte en todo este tiempo. Eso es todo. -Por qu no vinieron, Ma? -Bueno, porque... Apenas llegamos, estall en la Tierra una guerra atmica. Pelearon entre ellos, de un modo terrible. Se olvidaron de nosotros. Cuando terminaron de pelear, no tenan ms cohetes. Slo hace poco pudieron construir algunos. Y ahora vienen a visitarnos despus de tanto tiempo. -La mujer mir distradamente a sus hijos, y se alej unos metros-. Esperad aqu. Voy a ver a Elizabeth Brown. -Bueno, Ma. La mujer se alej calle abajo. Lleg a la casa de los Brown en el momento en que todos se suban al coche. -Eh, Hattie, ven con nosotros! -A dnde van? -dijo la mujer, sin aliento, corriendo hacia ellos. -A ver al hombre blanco! -Eso es -dijo el seor Brown, muy serio-. Mis chicos nunca vieron uno, y yo casi no me acuerdo. -Qu van a hacer con el hombre blanco? -les pregunt Hattie. -A hacer? Vamos a verlo, nada ms. -Seguro? -Y qu podamos hacer? -No s -dijo Hattie vagamente, algo avergonzada-. No van a lincharlo? -A lincharlo? -Todos se rieron. El seor Brown se palme una rodilla-. Dios te bendiga, criatura! Vamos a estrecharle la mano. No es cierto? Todos nosotros. -Claro, claro! Otro coche se acerc corriendo. Hattie lanz un grito: -Willie! -A dnde piensan ir? Dnde estn los chicos? -les grit agriamente el marido de Hattie, mirndolos con furia-. Se van como idiotas a ver a ese blanco... -Exactamente -asinti el seor Brown, sonriendo. -Bueno, llvense sus armas -dijo Willie-. Yo voy a buscar la ma ahora mismo. -Willie! -Entra en este coche, Hattie. -El negro abri la puerta, y as la sostuvo, hasta que la mujer obedeci. Sin volver a hablar con los otros, se lanz por el camino polvoriento. -Willie, no tan rpido! -No tan rpido, eh? Ya lo veremos. -Willie mir el camino que se precipitaba bajo el coche-. Con qu derecho vienen aqu despus de tantos aos? Por qu no nos dejan tranquilos? Por qu no se habrn matado unos a otros en ese viejo mundo, permitindonos vivir en paz? -Willie, no hablas como un cristiano. -No me siento como un cristiano -dijo Willie furiosamente, asiendo con fuerza el volante-. Me siento malvado. Despus de hacernos, durante tantos aos, todo lo que nos hicieron... A mis padres y a los tuyos... Recuerdas? Recuerdas cmo colgaron a mi padre en Knockwood Hill, y cmo mataron a mam? Recuerdas? O tienes tan poca memoria como los otros? -Recuerdo -dijo la mujer. -Recuerdas al doctor Phillips, y al seor Burton, y sus casas enormes, y la cabaa de mi madre, y a mi viejo padre que segua trabajando a pesar de sus aos? El doctor Phillips y el seor Burton le dieron las gracias ponindole una soga al cuello. Bueno -dijo Willie-, todo ha cambiado. El zapato aprieta ahora en el otro pie. Veremos quin dicta leyes contra quin, quin lincha, quin viaja en el fondo de los coches, quin sirve de espectculo en las ferias. Vamos a verlo. -Oh, Willie, no hables as. Nos traer mala suerte. -Todo el mundo habla as. Todo el mundo ha pensado en este da, creyendo que nunca iba a llegar. Todos pensbamos: Qu pasar el da que un hombre blanco venga a Marte? Pues bien, el da ha llegado, y ya no podemos retroceder. -No vamos a dejar que los blancos vivan aqu en Marte? -S, seguro. -Willie sonri, pero con una ancha sonrisa de maldad. Haba furia en sus ojos-. Pueden venir y trabajar aqu. Por qu no? Pero para merecerlo tendrn que vivir en los barrios bajos, y lustrarnos los zapatos, y barrernos los pisos, y sentarse en la ltima fila de butacas. Slo eso les pedimos. Y una vez por semana colgaremos a uno o dos. Nada ms. -No hablas como un ser humano, y no me gusta. -Tendrs que acostumbrarte -dijo Willie. Se detuvo frente a la casa y salt fuera del coche-. Voy a buscar mis armas y un trozo de cuerda. Respetaremos el reglamento. -Oh, Willie! -gimi la mujer, y all se qued, sentada en el coche, mientras su marido suba de prisa las escaleras y entraba en la casa dando un portazo. Al fin Hattie sigui a su marido. No quera seguirlo, pero all estaba Willie, agitndose en la buhardilla, maldiciendo como un loco, buscando las cuatro armas. Hattie vea el salvaje metal de los caos que brillaba en la oscura bohardilla, pero no poda ver a Willie. Era tan negro! Slo oa sus juramentos. Al fin las piernas de Willie aparecieron en la escalera, envueltas en una nube de polvo. Willie amonton los cartuchos de cpsulas amarillas, y sopl en los cargadores, y meti en ellos las balas, con un rostro serio y grave, como ocultando una amargura interior. -Djennos solos -murmuraba, abriendo mecnicamente los brazos-. Djennos solos. Por qu no nos dejan? -Willie, Willie. -T tambin... t tambin. Y Willie mir a su mujer con la misma mirada, y Hattie se sinti tocada por todo ese odio. A travs de la ventana se vea a los nios que hablaban entre ellos. -Blanco como la leche, dijo Ma. Blanco como la leche. -Blanco como esta flor vieja, ves? -Blanco como una piedra como la tiza del colegio. Willie sali de la casa. -Chicos, adentro. Os encerrar. No habr hombre blanco para vosotros. No hablaris de l. Nada. -Pero, pap El hombre los empuj al interior de la casa, y fue a buscar una lata de pintura y un pincel, y sac del garaje una cuerda peluda y gruesa, en la que hizo un nudo corredizo, con manos torpes, mientras examinaba cuidadosamente el cielo. Y luego se metieron en el coche, y se alejaron sembrando a lo largo de la carretera unas apretadas nubes de polvo. -Despacio, Willie. -No es tiempo de ir despacio -dijo Willie-. Es tiempo de ir de prisa, y yo tengo prisa. Las gentes miraban el cielo desde los bordes del camino, o subidas a los coches, o llevadas por los coches, y las armas asomaban como telescopios orientados hacia los males de un mundo en agona. Hattie mir las armas. -Has estado hablando -dijo acusando a su marido. -S, eso he hecho -gru Willie, y observ orgullosamente el camino-. Me detuve en todas las casas, y les dije que deban hacer: sacar las armas, buscar la pintura, traer las cuerdas, y estar preparados. Y aqu estamos ahora: el comit de bienvenida, para entregarles las llaves de la ciudad. S, seor! La mujer junt las manos delgadas y oscuras, como para rechazar el terror que estaba invadindola. El coche saltaba y se sacuda entre los otros coches. Hattie oa las voces que gritaban: -Eh, Willie! Mira! -y vea pasar rpidamente las manos que alzaban las cuerdas y las armas, y las bocas que sonrean. -Hemos llegado -dijo Willie, y detuvo el automvil en el polvo y el silencio. Abri la puerta de un puntapi, sali cargado con sus armas, y se meti en los campos del aerdromo. -Lo has pensado, Willie? -No he hecho otra cosa en veinte aos. Tena diecisis aos cuando dej la Tierra. Y muy contento. No haba nada all para m, ni para ti, ni para ninguno de nosotros. Jams me he arrepentido. Aqu vivimos en paz. Por primera vez respiramos a gusto. Vamos, adelante. Willie se abri paso entre la oscura multitud que vena a su encuentro. -Willie, Willie, qu vamos a hacer? -decan los hombres. -Aqu tienen un fusil -les dijo Willie-. Aqu otro fusil. Y otro. -Les entregaba las armas con bruscos movimientos-. Aqu tienen. Una pistola. Un rifle. La gente estaba tan apretada que semejaba un solo cuerpo oscuro, con mil brazos extendidos hacia las armas. -Willie, Willie. Hattie, erguida y silenciosa, apretaba los labios, con los grandes ojos trgicos y hmedos. -Trae la pintura -le dijo Willie. Y la mujer cruz el campo con una lata de pintura, hasta el lugar donde en ese momento se detena un mnibus con un letrero recin pintado en el frente: A LA PISTA DE ATERRIZAJE DEL HOMBRE BLANCO. El mnibus traa un grupo de gente armada que sali de un salto y corri trastabillando por el aerdromo, con los ojos fijos en el cielo. Mujeres con canastas de comida; hombres con sombreros de paja, en mangas de camisa. El mnibus se qued all, vaco, zumbando. Willie se meci en el coche, instal las latas, las abri, revolvi la pintura, prob un pincel, y se subi a un asiento. -Eh, oiga! -El conductor se acerc por detrs, con su tintineante cambiador de monedas-. Qu hace? Fuera de aqu! -Vas a ver lo que hago. Espera un poco. Y Willie moj el pincel en la pintura amarilla. Pint una B y una L y una A y una N y una C y una O y una S con una minuciosa y terrible aplicacin. Y cuando Willie termin su trabajo, el conductor arrug los prpados y ley: BLANCOS: ASIENTOS DE ATRS. Ley otra vez: BLANCOS. Gui un ojo. ASIENTOS DE ATRS. El conductor mir a Willie y sonri. -Te gusta? -le pregunt Willie descendiendo. Y el conductor respondi: -Mucho, seor. Me gusta mucho. Hattie miraba el letrero desde afuera, con las manos apretadas contra el pecho. Willie volvi a reunirse con la multitud. Esta aumentaba con cada coche que se detena gruendo, y con cada mnibus que llegaba tambalendose desde el pueblo cercano. Willie se subi a un cajn. -Nombremos a unos delegados para que pinten todos los mnibus en la hora prxima. Hay voluntarios? Las manos se alzaron. -Adelante! Los hombres se fueron a pintar. -Nombremos a unos delegados para separar con cuerdas los asientos de los cines. Las dos ltimas filas para los blancos. Ms manos. -Adelante! Los hombres corrieron. Willie mir a su alrededor, transpirado, fatigado por el esfuerzo, orgulloso de su energa, con la mano en el hombro de su mujer. Hattie miraba el suelo con los ojos bajos. -Veamos -anunci Willie-. Ah, s. Tenemos que votar una ley esta misma tarde. Se prohben los matrimonios entre razas de distinto color! -Eso es -dijeron algunos. -Todos los lustrabotas dejan hoy su empleo. -Ahora mismo! Algunos de los hombres arrojaron al suelo unos trapos que haban trado del pueblo, aturdidos por la excitacin. -Votaremos una ley sobre salarios mnimos, no es cierto? -Seguro! -Se les pagar, por lo menos, diez centavos por hora. -Eso es! El alcalde de la ciudad se acerc corriendo. -Oye, Willie Johnson. Bjate de ese cajn! -Alcalde, nada podr sacarme de aqu. -Ests provocando un tumulto, Willie Johnson. -Justo. -Cuando eras chico, odiabas todo esto. No eres mejor que esos blancos que ahora atacas. -Las cosas han cambiado, alcalde -dijo Willie, desviando la vista y mirando los rostros que se extendan ante l: algunos sonrientes, otros titubeantes, otros asombrados, y otros que se alejaban disgustados y temerosos. -Te arrepentirs, Willie -dijo el alcalde. -Haremos una eleccin y tendremos otro alcalde -dijo Willie, y volvi los ojos hacia el pueblo, donde, calles abajo y calles arriba, se colgaban unos letreros recin pintados: EL ESTABLECIMIENTO SE RESERVA EL DERECHO DE NO ACEPTAR A ALGN CLIENTE. Willie mostr los dientes y golpe las manos. Seor! Y se detuvo a los mnibus y se pintaron de blanco los ltimos asientos, como para sugerir quines seran los futuros ocupantes. Y unos hombres alegres invadieron los teatros y tendieron unas cuerdas, mientras sus mujeres los miraban desde las aceras, sin saber qu hacer. Y algunos encerraron a sus nios en las casas, para apartarlos de esas horas terribles. -Todos listos? -pregunt Willie Johnson, alzando una soga bien anudada. -Listos! -grit media multitud. La otra mitad murmur y se movi como figuras de una pesadilla de la que deseaban huir. -Ah viene! -dijo un nio. Como cabezas de tteres, movidas por una sola cuerda, las cabezas de la multitud se volvieron hacia arriba. En lo ms alto del cielo, un hermoso cohete lanzaba un ardiente penacho anaranjado. El cohete describi un crculo amplio y descendi, y todos lo miraron con la boca abierta. El campo ardi, aqu y all, y luego el fuego se fue apagando. El cohete inmvil descans unos instantes. Y al fin, mientras la multitud esperaba en silencio, en un costado de la nave se abri una puerta y dej escapar una bocanada de oxgeno. Un hombre viejo apareci en el umbral. -Un blanco, un blanco, un blanco... Las palabras corrieron por la expectante multitud. Los nios se hablaron al odo, empujndose suavemente; las palabras retrocedieron en ondas hasta los ltimos hombres y hasta los mnibus baados por la luz y golpeados por el viento. De las abiertas ventanillas sala un olor a pintura fresca. El murmullo se alej lentamente, y al fin dej de orse. Nadie se movi. El hombre blanco era alto y esbelto, pero llevaba en el rostro las huellas de un profundo cansancio. No se haba afeitado ese da, y sus ojos eran tan viejos como pueden serlo los ojos de un hombre todava vivo. Eran ojos incoloros, casi blancos. Las cosas que haba visto en su vida haban destruido la mirada. El hombre era delgado como un arbusto en invierno. Le temblaban las manos, y mientras miraba a la multitud busc apoyo en los quicios de la puerta. El hombre blanco sonri dbilmente, y extendi una mano, y la dej caer. Nadie se movi. El hombre observ atentamente los rostros, y quiz vio, sin verlos, los fusiles y las cuerdas, y quiz oli la pintura. Nadie lleg a preguntrselo. El hombre blanco comenz a hablar. Comenz lentamente, dulcemente, como si no esperase ninguna interrupcin. Nadie lo interrumpi Su voz era una voz fatigada, vieja y uniforme. -No importa quin soy -les dijo-. De todos modos, no sera ms que un nombre para vosotros. Yo tampoco s vuestros nombres. Eso vendr ms tarde. -Se detuvo, cerr los ojos un momento, y luego continu-: Hace veinte aos dejasteis la Tierra. Han sido aos tan largos, tan largos... Pasaron tantas cosas... Son ms de veinte siglos. Cuando os fuisteis estall la guerra. -El hombre asinti con un lento movimiento de cabeza-. S, la gran guerra, la tercera. Dur mucho. Hasta el ao pasado. Bombardeamos todas las ciudades. Destruimos Nueva York y Londres, y Mosc, y Pars, y Shanghai, y Bombay, y Alejandra. Lo arruinamos todo. Y cuando terminamos con las grandes ciudades, nos volvimos hacia las ms pequeas, y lanzamos sobre ellas nuestras bombas atmicas... Y el hombre nombr ciudades y lugares y calles. Y mientras los nombraba un murmullo se elev de la multitud. -Destruimos Natchez... Un murmullo. -Y Columbus, Georgia... Otro murmullo. -Quemamos Nueva Orleans... Un suspiro. -Y Atlanta... Un nuevo suspiro. -Y no qued nada de Greenwater, Alabama. Willie Johnson alz la cabeza y abri la boca. Hattie vio el gesto de Willie y los recuerdos que le venan a los ojos. -No qued nada -dijo el viejo, hablando lentamente-. Ardieron los algodonales. -Oh! -dijeron todos. -Los molinos de algodn cayeron bajo las bombas... -Oh! -Y las fbricas, radiactivas; todo radiactivo. Los caminos y las granjas y los alimentos, radiactivos. Todo. El hombre nombr otras ciudades y pueblos. -Tampa. -Mi pueblo -dijo alguien. -Fulton. -El mo -murmur otro. -Memphis. Una voz indignada: -Memphis? Quemaron Memphis? -Memphis salt en pedazos. -La calle Cuatro de Memphis? -Toda la ciudad -dijo el viejo. La multitud comenz a agitarse. Una ola los llevaba al pasado. Veinte aos. Los pueblos y las plazas, los rboles y los edificios de ladrillo, los carteles y las iglesias y las tiendas familiares. Todo volva a la superficie entre las gentes del aerdromo. Cada nombre despertaba un recuerdo, y todos pensaban en algn otro da. Todos eran, excepto los nios, suficientemente viejos. -Laredo. -Recuerdo Laredo. -Nueva York. -Yo tena una tienda en Harlem. -Harlem, bombardeado. Las palabras siniestras. Los lugares familiares. El esfuerzo de imaginar todo en ruinas. Willie Johnson murmur: -Greenwater. Alabama. El pueblo donde nac. Lo veo an. -Destruido. Todo. Destruido. Todo. As deca el hombre. Y el hombre continu: -Destruimos todo y arruinamos todo, como estpidos que ramos y somos todava. Matamos a millones. No creo que los sobrevivientes pasen de quinientos mil. Y de todo ese desastre salvamos un poco de metal, construimos este nico cohete, y vinimos a Marte, a pediros ayuda. El hombre se detuvo y mir hacia abajo, y escrut los rostros como para ver qu poda esperar. Pero no estaba seguro. Hattie Johnson sinti que el brazo de su marido se endureca y vio que sus dedos apretaban la cuerda. -Hemos sido unos insensatos -dijo el hombre serenamente-. Destruimos la Tierra y su civilizacin. No vale ya la pena reconstruir las ciudades. La radiactividad durar todo un siglo. La Tierra ha muerto. Su vida ha terminado. Vosotros tenis cohetes. Cohetes que no habis intentado usar, pues no querais volver a la Tierra. Yo ahora os pido que los usis. Que vayis a la Tierra a recoger a los sobrevivientes y traerlos a Marte. Os pido vuestra ayuda. Hemos sido unos estpidos. Confesamos ante Dios nuestra estupidez y nuestra maldad. Chinos, hindes, y rusos, e ingleses y americanos. Os pedimos que nos dejis venir. El suelo marciano se mantiene casi virgen desde hace innumerables siglos. Hay sitio para todos. Es un buen suelo... Lo he visto desde el aire. Vendremos y trabajaremos la tierra para vosotros. S, hasta haremos eso. Merecemos cualquier castigo; pero no nos cerris las puertas. No podemos obligaros ahora. Si queris subir a mi nave y volver a la Tierra. Pero si no, vendremos y haremos todo lo que vosotros hacais... Limpiaremos las casas, cocinaremos, os lustraremos los zapatos, y nos humillaremos ante Dios por lo que hemos hecho durante siglos contra nosotros mismos, contra otras gentes, contra vosotros. El hombre call. Haba terminado. Se oy un silencio hecho de silencios. Un silencio que uno poda tomar con la mano, un silencio que cay sobre la multitud como la sensacin de una tormenta distante. Los largos brazos de los negros colgaban como pndulos oscuros a la luz del sol, y sus ojos se clavaban en el viejo. El viejo no se mova. Esperaba. Willie Johnson sostena an la cuerda entre las manos. Los hombres a su alrededor lo observaban atentamente. Su mujer Hattie esperaba, tomada de su brazo. Hattie Johnson hubiese querido entrar en el interior de aquel odio, y examinarlo hasta descubrir una grieta, una falla. Entonces podra sacar un guijarro o una piedra, o un ladrillo, y luego parte de una pared, y pronto todo el edificio se vendra abajo. Ahora mismo ya estaba tambalendose. Pero dnde estaba la piedra angular? Cmo llegar a ella? Cmo sacarla y convertir ese odio en un montn de ruinas? Hattie mir a su marido, hundido en el silencio. No entenda qu pasaba, pero conoca a su marido, conoca su vida, y de pronto comprendi que l, Willie, era la piedra angular. Comprendi que sin l todo caera en pedazos. -Seor... -Hattie dio un paso adelante. No saba cmo empezar. La multitud le clav los ojos en la espalda. Sinti esas miradas-. Seor... El hombre se volvi hacia Hattie con una dbil sonrisa. -Seor -dijo Hattie-, conoce usted Knockwood Hill en Greenwater, Alabama? El viejo le habl por encima del hombro a alguien que estaba dentro de la nave. Un momento despus le alcanzaban un mapa fotogrfico. El hombre esper. -Conoce el viejo roble en la cima de la colina, seor? El viejo roble. El sitio donde haban baleado al padre de Willie, donde lo haban colgado. El sitio donde lo haban descubierto, balanceado por el viento del alba. -S. -Todava est? -pregunt Hattie. -No -dijo el viejo-. Salt en pedazos. Toda la colina ha desaparecido, y el rbol tambin. Ve? -Seal el lugar en el mapa. -Djeme ver -dijo Willie adelantndose y mirando la fotografa. Hattie parpade ante el hombre blanco. El corazn se le sala del pecho. -Hbleme de Greenwater -dijo rpidamente. -Qu quiere saber? -El doctor Phillips, vive todava? Pas un momento. Encontraron la informacin en una mquina tintineante, en el interior del cohete... -Muerto en la guerra. -Y su hijo? -Muerto. -Qu pas con la casa? -Se incendi. Como todas las casas. -Y qu pas con aquel otro viejo rbol de Knockwood Hill? -Todos los rboles murieron. -Aquel rbol tambin? Est usted seguro? -pregunt Willie. -S. El cuerpo de Willie pareci aflojarse. -Y qu pas con la casa del seor Burton, y el seor Burton? -No qued en pie ninguna casa. Murieron todos los hombres. -Y la cabaa de la seora Johnson, mi madre? El sitio donde la haban matado. -Desapareci tambin. Todo desapareci. Aqu estn las fotografas. Usted mismo puede verlo. All estaban las fotografas. Poda tenerlas en la mano, mirarlas, pensar en ellas. El cohete estaba lleno de fotografas y respuestas. Cualquier pueblo, cualquier edificio, cualquier sitio. Willie se qued, all, inmvil, con la cuerda en las manos. Estaba recordando la Tierra, la Tierra verde y el pueblo verde donde haba nacido y crecido. Y pensaba en ese pueblo, hecho pedazos, destruido, arruinado, y en todos sus lugares, en todos aquellos lugares relacionados con algn mal, y en todos sus hombres muertos, y en los establos, y las herreras, y las tiendas de antigedades, los cafs, las tabernas, los puentes, los rboles con sus ahorcados, las colinas sembradas de balas, los senderos, las vacas, las mimosas, y su propia casa, y las casas de columnas a orillas del ro, esas tumbas blancas en donde mujeres delicadas como polillas revoloteaban a la luz del otoo, distantes, lejanas. Esas casas en donde los hombres fros se balanceaban en sus mecedoras, con los vasos de alcohol en la mano, y los fusiles apoyados en las balaustradas del porche, mientras aspiraban el aire del otoo y meditaban en la muerte. Ya no estaban all, ya nunca volveran. Slo quedaba, de toda aquella civilizacin, un poco de papel picado esparcido por el suelo. Nada, nada que l, Willie, pudiese odiar... ni la cpsula vaca de una bala, ni una cuerda de camo, ni un rbol, ni siquiera una colina. Nada sino unos desconocidos en un cohete, unos desconocidos que podan lustrarle los zapatos y viajar en los ltimos asientos de los mnibus o sentarse en las ltimas filas de los cines oscuros. -No tienen por qu hacer eso -murmur Willie Johnson. Su mujer le mir las manos. Los dedos de Willie estaban abrindose. La cuerda cay al suelo y se dobl sobre s misma. Los hombres corrieron por las calles del pueblo y arrancaron los letreros tan rpidamente dibujados y borraron la pintura amarilla de los mnibus, y cortaron los cordones que dividan los teatros, y descargaron los fusiles, y guardaron las cuerdas. -Un nuevo principio para todos -dijo Hattie, en el coche, al regresar. -S -dijo Willie al cabo de un rato-. El Seor ha salvado a algunos: unos pocos aqu y unos pocos all. Y el futuro est ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprend en seguida al or a ese hombre. Comprend que los blancos estn ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la tenamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez. Somos iguales. Willie detuvo el coche y se qued sentado, inmvil, mientras Hattie haca salir a los chicos. Los chicos corrieron hacia el padre. -Has visto al hombre blanco? Lo has visto? -gritaron. -S, seor -dijo Willie, sentado al volante, pasndose lentamente la mano por la cara-. Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he visto de veras, claramente.