Fantasmas de Lo Nuevo - Ray Bradbury

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Esta nueva colección de relatos de

Ray Bradbury, la primera luego decinco años, muestra una vez más lanotable versatilidad y el poder denvención que lo han caracterizado

siempre, y que le ganaron laadmiración de Graham GreeneBertrand Russell, Jorge Luis Borges

Christopher Isherwood, BernardBerenson, Thorton Wilder, IngmaBergman, Clifton Fadiman, NelsoAigren, Gilbert Highet. En dieciochocuentos, poblados de abuelamecánicas, niños de cuatrodimensiones y humanoides ilustres

Bradbury lleva al lector de viaje po

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el espacio y el tiempo, adimensiones ilimitadas del futuro, a territorios no explorados depasado.

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Ray Bradbury

Fantasmas de lonuevo

ePub r1.0

Titivillus 08.02.16

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Título original: I sing the electric body

Ray Bradbury, 1948Traducción: Aurora Bernárdez

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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 Este libro, un poco avanzado

el día,

 pero con admiración, afecto y

amistad,

es para NORMAN CORWIN.

Yo canto el

Cuerpo Eléctrico;los ejércitos de

los que amo me

rodean,

y yo los rodeo;

no me perdonarán

hasta que no vaya

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con ellos,

les responda,

y los purifique y 

los cargue con toda

la carga del Alma.

WALT WHITMAN 

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El inventoKilimanjaro

LLEGUÉ EN EL CAMIÓN a la mañanmuy temprano. Había conducido toda lnoche, pues no había podido dormir e

el motel, y entonces pensé que biepodía seguir viaje y llegué a lamontañas y colinas cerca de Ketchum

Sun Valley justo cuando salía el sol y malegré de haber pasado el tiempconduciendo.

Llegué hasta el pueblo mismo si

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echar siquiera una mirada a ninguna das colinas. Tenía miedo de mirar

equivocarme. Era muy importante n

mirar la tumba. Por lo menos yo lsentía así. Y tenía que seguir espresentimiento.

Estacioné el camión frente a unvieja taberna y di una vuelta por epueblo y hablé con unas pocas persona

  respiré el aire que era dulce y claroEncontré a un joven cazador pero no erése; lo supe después de hablar con éunos minutos. Encontré a un hombre mu

viejo, pero no resultó mejor. Despuéme topé con un cazador de unocincuenta años y di en la tecla, porqu

supo o sintió todo lo que yo andab

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buscando.Le pagué una cerveza y charlamos d

una cantidad de cosas, y le pagué otra

levé la conversación a lo que yo habído a hacer allí y por qué querí

hablarle. Estuvimos callados durante u

rato y esperé, sin mostrar impaciencia, que el cazador, por su cuenta, sacara relucir el pasado, hablara de otro

iempos, de tres años atrás, y de ir haciSun Valley en ese momento o en otro, de lo que había visto y sabido sobre uhombre que alguna vez había estad

sentado y había bebido una cervezconversando de caza o de ir a cazar máejos.

Y al final, mirando la pared como s

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fuera la carretera y las montañas, ecazador tomó aliento y se mostrdispuesto a hablar.

 —Aquel viejo —dijo la tranquilvoz—. Ah, aquel viejo en el camino. Ahaquel pobre viejo.

Yo esperaba. —No pude ganarle a aquel viejo e

el camino —dijo, mirando ahora e

vaso.Bebí algo más de cerveza, no msentía bien, me sentía yo mismo muviejo y muy cansado.

Como el silencio se prolongabasaqué un mapa local y lo extendí sobra mesa de madera. El bar estab

ranquilo. Era media mañana

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estábamos absolutamente solos. —¿Aquí es donde lo vio más

menudo? —le pregunté.

El cazador tocó el mapa tres veces. —Solía verlo caminando por aquí.

por allá. Después cruzaba por aquí

Pobre viejo. Yo quería decirle que no ssaliera del camino. No quería ofenderlni insultarlo. A un hombre como ése un

no le habla de caminos, porque puedofenderse. Si algo lo ofende, es esoUsted se da cuenta de que son cosas dél, y no le hace caso. Ah, pero al fina

estaba viejo. —Así es —dije, y doblé el mapa

me lo metí en el bolsillo.

 —¿Usted es otro de eso

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periodistas? —dijo el cazador. —No de ésos, precisamente. —No quise meterlo en el mism

saco. —No necesita pedir disculpas

Digamos que yo era uno de sus lectores

 —Ah, tenía muchos lectores, todclase de lectores. Hasta yo. No toco uibro de un otoño hasta el otro. Pero lo

de él sí. Creo que lo que más me gustfueron los cuentos de Michigan. Sobrpesca. Creo que los cuentos de pescson buenos. Creo que nadie escribi

nunca de esa manera sobre pesca y quiznadie volverá a escribir. Claro, lo de lacorridas de toros también está bien

Pero es un poco lejano. Algunos de lo

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vaqueros los aprecian; se han pasadoda la vida con los animales. Un tor

de aquí, un toro de allá, sospecho que d

o mismo. Conozco a un vaquero queyó lo de los toros en los cuento

españoles del viejo como cuarent

veces. Supongo que no podía ir allá orear.

 —Creo que todos hemos pensado —

dije— por lo menos una vez en la vidacuando éramos jóvenes, que podíamos iallá, después de leer lo de los toros eos cuentos españoles, que podíamos i

allá a torear. O por lo menos arrimar ehombro en la corrida, desde la mañanemprano, con un buen trago esperand

al final y la mejor de las chica

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conocidas durante todo el largo fin dsemana.

Me detuve. Me reí en silencio

Porque mi voz, sin darme cuenta, habíomado el ritmo de la manera de deci

del cazador, ya le saliera de la boca

de la mano. Sacudí la cabeza y me callé —¿Ya ha subido a ver la tumba? —

preguntó el cazador, como si supiera qu

o contestaría que sí. —No.Eso le sorprendió de veras. Trató d

que no se le notara.

 —Todos suben a ver la tumba —dijo.

 —Yo no.

Se exploró la cabeza buscando un

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manera cortés de preguntar. —Quiero decir… —dijo—, ¿po

qué no?

 —Porque no es la tumba verdadera. —Ninguna tumba es verdadera s

vamos al caso.

 —No. Hay tumbas verdaderas umbas que no lo son, así como par

morir hay el buen momento y el ma

momento.El hombre asintió. Yo había vuelto algo que él sabía, o por lo menoentendió que era cierto.

 —Claro, he conocido hombres-dijoque se murieron justo en el momentperfecto. Uno se daba cuenta, sí, de qu

así era. Conocí a un hombre que estab

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sentado a la mesa esperando la comidamientras la mujer se atareaba en lcocina; cuando ella llegó con un gra

plato de sopa, el hombre estaba allsentado a la mesa, muerto y limpio. Parella estuvo mal, pero, me digo, ¿no fu

bueno para él? Ni enfermedad, ni nadasentado allí esperando la comida y sisaber si había llegado o no. Como otr

amigo. Tenía un perro viejo. Catorcaños. El perro se quedó ciego, estabcansado. Al final mi amigo decide llevaal perro al estanque y acabar con él

Carga al viejo perro ciego en el asientdelantero del coche. El perro le lame lmano una vez. El hombre se siente mu

mal. Va hacia el estanque. En el camino

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sin un ruido, el perro se va, se muere eel asiento delantero, como si supiera sabiendo, eligiera la mejor manera; just

estira la pata y listo. ¿Es lo que ustequiere decir, no es cierto?

Asentí.

 —Y entonces piensa que esa tumben la colina no está bien para un hombrcomo él, ¿no es cierto?

 —Eso mismo —dije. —¿Usted cree que hay toda clase dumbas a lo largo del camino para cad

uno de nosotros?

 —Puede ser —dije. —¿Y que si de alguna maner

pudiéramos ver toda nuestra vida

elegiríamos mejor? Al final, mirand

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hacia atrás —dijo el cazador—diríamos, «diablos, ése era el año y eugar, no el otro año y el otro lugar sin

ese año, ese lugar». ¿Diríamos eso? —Puesto que tenemos que elegir

nos vemos obligados al fin, sí.

 —Es una linda idea —dijo ecazador—. ¿Pero a cuántos de nosotrose nos ocurre esa sensatez? La mayorí

no tenemos bastante juicio como parabandonar la fiesta cuando todavía corra cerveza. Nos plantamos ahí.

 —Nos plantamos ahí y qu

vergüenza.Pedimos más cerveza.El cazador bebió la mitad del vaso

se enjugó la boca.

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 —Entonces ¿qué se puede hacer coas tumbas que no están bien? —dijo.

 —Tratarlas como si no existieran. Y

al vez desaparezcan, como un masueño.

El cazador lanzó una sola carcajada

una especie de grito desamparado. —Cristo, usted está loco. Pero m

gusta escuchar a los locos. Cuente alg

más. —Eso es todo —dije. —¿Es usted la Resurrección y l

Vida? —dijo el cazador.

 —No. —¿Me va a decir que Lázar

volvió?

 —No.

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 —¿Y entonces qué? —Lo único que quiero, ya bie

avanzado el día, es elegir el lugar justo

el tiempo justo, la tumba justa. —Tómese eso —dijo el cazador—

Lo necesita. ¿Quién diablos lo mandó?

 —Yo. Y algunos amigos. Tiramos suertes para elegir uno entre diezCompramos ese camión que está en l

calle y crucé el país. En el camino cac pesqué bastante, para ponerme bien ono. Estuve en Cuba el año pasado, e

España el verano anterior, en África e

otro verano. Tengo mucho en que pensarPor eso me eligieron a mí.

 —Pero para hacer qué, para hace

qué diablos —dijo el cazador

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apremiante, con cierta vehemenciasacudiendo la cabeza—. Usted no puedhacer nada. Todo está terminado.

 —La mayor parte. Venga.Caminé hacia la puerta. El cazado

seguía sentado. Al final, mirándome l

cara encendida por la conversacióngruñó, se puso de pie, echó a andar salió conmigo.

Señalé la curva. Miramos juntos ecamión estacionado allí. —Ya los he visto —dijo—. U

camión así, en una película. ¿No caza

el rinoceronte con un camión así? ¿Yeones y cosas por el estilo? ¿O por l

menos no viajan en eso por África?

 —Tiene buena memoria.

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 —No hay leones por aquí —dijo—i rinocerontes, ni búfalos acuáticos, n

nada.

 —¿Ah? —pregunté. No me contestó.Seguí caminando y llegué al camió

abierto. —¿Usted sabe qué es esto? —A partir de ahora cierro la boc

—dijo el cazador—. ¿Qué es?Golpeé el paragolpes largo rato. —Una Máquina del Tiempo —dije.El hombre abrió los ojos, luego lo

entornó y tomó un trago de la cervezque llevaba en una de las manazasAsintió.

 —Una Máquina del Tiempo —

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repetí. —Le he oído —dijo.Dio la vuelta alrededor del camió

para safaris y se quedó en la callmirándolo. A mí no me miraba. Dio unvuelta completa al camión y se paró e

a curva y miró la tapa del tanque dgasolina.

 —¿Qué kilometraje?

 —Todavía no lo sé. —No sabe nada. —Este es el primer viaje. No l

sabré hasta que termine.

 —¿Qué clase de combustible lpone a un cachivache como éste? —dijo

Me callé.

 —¿Qué clase de cosa le pone? —

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preguntó.Podía haber dicho: Lecturas tarde e

a noche, muchas noches de lecturas a l

argo de los años casi hasta la mañanaecturas en las montañas, en la nieve, o

mediodía en Pamplona, o junto a lo

arroyos o en un bote, en algún lugar da costa de Florida. O pude haber dicho

Todos metimos mano en esta Máquina

odos pensamos en ella y la compramo  la tocamos y depositamos en ellnuestro amor y nuestro recuerdo de lque fueron para nosotros las palabras d

ese hombre hace veinte, veinticincoreinta años. Hay un montón de vida, d

recuerdos, de amor depositados aquí,

eso es la gasolina y el combustible

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como usted quiera llamarle: la lluvia eParís, el sol en Madrid, la nieve en loaltos Alpes, el humo de las pistolas e

el Tirol, el resplandor de la Corrientdel Golfo, la explosión de las bombas as explosiones de los peces voladores

eso es la gasolina y el combustible y lque va aquí. Debería haberlo dicho; lpensé, y no dije nada.

El cazador debió de habermolfateado el pensamiento, pues me mirde soslayo, y ayudado por el podeelepático de tantos años en el bosque

rumió lo que yo pensaba.Entonces echó a andar e hizo un

cosa inesperada. Se estiró y… tocó…

mi Máquina.

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Apoyó en ella la mano y la dejó allcomo sintiendo la vida, y aprobando lque sentía debajo de la mano. Se qued

así largo rato.Después se volvió sin decir un

palabra, sin mirarme, y regresó al bar

se sentó a beber solo, de espaldas a lpuerta.

Yo no quería romper el silencio

Parecía un buen momento para ir, parntentar.Subí al vehículo y puse en marcha e

motor.

¿Qué tipo de kilometraje? ¿Quclase de combustible? Pensé. Yarranqué.

Seguí por el camino sin mirar ni

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derecha ni a izquierda y anduve algo ascomo una hora, primero en una direcció después en otra, parte del tiempo co

os ojos cerrados segundos enteros, coa posibilidad de salirme del camino astimarme o matarme.

Y entonces, justo antes de mediodíacon las nubes tapando el sol, supe dpronto que estaba muy bien.

Miré a la colina y casi grito.La tumba había desaparecido.Bajé a un pequeño hueco just

entonces y arriba en el camino

vagabundeando a pie, había un viejo coun pesado pulóver.

Disminuí la velocidad del camió

safari hasta ponerlo al ritmo de s

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marcha. Vi que usaba anteojos darmazón metálico y durante largo ratavanzamos juntos, cada uno ignorando a

otro hasta que lo llamé por su nombre.Vaciló y después siguió caminando.Lo alcancé y le dije de nuevo:

 —Papá.Se detuvo y esperó.Frené y me quedé en el asient

delantero. —Papá —dije.Se acercó y se detuvo cerca de l

puerta.

 —¿Lo conozco? —No. Pero yo sí lo conozco a ustedMe miró a los ojos y me estudió l

cara y la boca.

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 —Sí. Creo que sí. —Lo vi en la carretera. Creo qu

seguimos el mismo camino. ¿Quiere qu

o lleve? —Está bien para caminar a esta hor

del día. Gracias.

 —Permítame que le diga a dóndvoy.

Había echado a andar pero ahora s

detuvo y sin mirarme dijo: —¿Dónde? —Es un largo camino. —Parece largo por la forma en qu

o dice. ¿No puede acortarlo? —No. Un largo camino. Unos do

mil seiscientos días, día más día menos

 media tarde.

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Volvió y miró el camión. —¿Tan lejos va? —Tan lejos.

 —¿En qué dirección? ¿Adelante? —¿No quiere ir adelante?Miró el cielo.

 —No sé. No estoy seguro. —No es adelante —dije—. Es haci

atrás.

Los ojos del viejo cambiaron dcolor. Fue un cambio sutil, unrasmutación, como un hombre qu

saliera de debajo de la sombra de u

árbol a la luz, un día nublado. —Hacia atrás. —Algo así como unos dos mi

rescientos días, más la mitad de uno

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hora más hora menos, póngalo o quítelun minuto, regatee un segundo.

 —Mire que habla usted.

 —Es algo compulsivo. —Ha de ser un escritor d

porquería. Hasta ahora nunca h

conocido a un escritor que fuera un bueconversador.

 —Es mi albatros.

 —¿Hacia atrás? —sopesó lapalabras. —Voy a dar vuelta con el camión —

dije—. Y me vuelvo camino abajo.

 —¿No kilómetros sino días? —No kilómetros sino días. —¿Este es el tipo de camión?

 —Así es como los hacen.

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 —¿Entonces usted es el inventor? —Un lector que a veces inventa. —Si el camión funciona, es algú

camión que usted consiguió allá. —A sus órdenes. —Y cuando llegue a donde va —

dijo el viejo, poniendo su mano en lpuerta e inclinándose, y entonces al veo que había hecho, sacando la mano

rguiéndose para hablarme—, ¿dóndestará? —Enero 10 de 1954. —Toda una fecha —dijo.

 —Lo es, lo fue. Puede ser más quuna fecha.

Sin moverse, los ojos del hombr

dieron otro paso hacia una luz má

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ntensa. —¿Y dónde estará usted ese día? —En África —dije.

El viejo guardó silencio. La boca nse le movió. Los ojos no le cambiaron.

 —No lejos de Nairobi —dije.

Asintió una vez, lentamente. —África, no lejos de Nairobi.Esperé.

 —¿Y cuando lleguemos allí, svamos? —dijo el viejo. —Lo dejo a usted allí. —¿Y entonces?

 —Eso es todo. —¿Eso es todo? —Para siempre —dije.

El viejo aspiró aire, lo dejó salir

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dejó correr la mano por el borde deestribo.

 —Este camión —dijo— en algú

punto del camino, ¿se convierte en uaeroplano?

 —No sé.

 —¿En algún punto del camino ustese convierte en mi piloto?

 —Puede ser. Nunca lo he hech

hasta ahora. —¿Pero está dispuesto a probar?Asentí. —¿Por qué? —dijo, y se inclinó

me miró directamente a la cara con unntensidad terrible, con una apacibl

vehemencia—, ¿por qué?

Viejo, pensé, no te puedo decir po

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qué, no me lo preguntes.El hombre se retiró, dándose cuent

de que había ido demasiado lejos.

 —No he dicho eso —dijo. —No lo ha dicho. —¿Y cuando tenga que hacer u

aterrizaje forzoso con el aeroplano —dijo—, aterrizará de una manera un pocdiferente esta vez?

 —Diferente, sí. —¿Un poco más difícil? —Veré lo que se puede hacer. —¿Y yo seré despedido fuera y tod

o demás muy bien? —Las posibilidades son a favor.Miró la colina donde no habí

umba. Miré la misma colina. Y quiz

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pensó cavarla allí.Contempló hacia atrás el camino, la

montañas y el mar que no se podía ve

más allá de las montañas y un continentmás allá del mar.

 —Usted está hablando de un bue

día. —El mejor. —Y una buena hora y un bue

segundo. —Realmente, nada mejor. —Vale la pena pensarlo.Dejó la mano en el estribo, si

nclinarse, aunque probando, sintiendoocando, trémulo, indeciso. Pero lo

ojos se le movieron pasando a la plen

uz de la luna africana.

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 —Sí. —¿Sí? —dije. —Creo que voy a aprovechar qu

usted me lleva.Esperé a que el corazón me latier

una vez, después me estiré y abrí l

puerta.Silenciosamente se subió al asient

delantero y se sentó y cerró con calma l

puerta sin golpearla. Se sentó allí, muviejo y muy cansado. Esperé. —Póngalo en marcha —dijo.Puse el motor en marcha y l

moderé. —Hágale dar la vuelta —dijo.Di la vuelta de modo que el camió

retrocedió.

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 —¿Es realmente —dijo— un camióde esa clase?

 —Sí, es un camión de esa clase.

Miró la tierra y las montañas y lcasa distante.

Esperé, aminorando la marcha.

 —Cuando lleguemos allí —dijo—¿se acordará usted de algo…?

 —Trataré.

 —Hay una montaña —dijo, y sdetuvo y allí se quedó sentado, la bocquieta, y no siguió.

Pero yo seguí por él. Hay un

montaña en África llamada Kilimanjaropensé. Y en la ladera occidental de esmontaña apareció una vez el cuerp

seco y congelado de un leopardo. Nadi

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explicó nunca qué buscaba el leopardo esa altura.

Lo subiremos a usted a la mism

adera del Kilimanjaro, pensé, cerca deeopardo, y escribiremos su nombre

debajo de él pondremos que nadie sup

o que andaba haciendo allá arriba, perque ahí está. Y las fechas de nacimient  muerte, y bajaremos hacia la hierb

del caliente verano y sólo dejaremoque los guerreros negros y los cazadoreblancos y los veloces okapis conozcaa tumba.

El viejo se protegió los ojos parmirar el camino que caracoleaba en lacolinas. Asintió.

 —Vamos —dijo.

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 —Sí, Papá —dije.Y arrancamos, yo en el volante

conduciendo despacio, y el viejo a m

ado, y mientras bajábamos la primercolina y llegábamos a lo alto de lsiguiente, el sol terminó de salir y e

viento olía a fuego. Corrimos como ueón por el pasto alto. Ríos y arroyo

salpicaban. Yo hubiera querid

detenerme una hora y vadear un arroyopescar, tenderme a la orilla mientras epescado se freía y hablar o no. Pero snos deteníamos quizá no siguiéramos d

nuevo. Le metí al motor. Se oyó uenorme, salvaje, pasmoso rugido animaEl viejo sonrió, burlón.

 —¡Va a ser un gran día! —gritó.

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 —Un gran día.De vuelta en el camino, pensé

¿cómo será entonces, cuando hayamo

desaparecido? ¿Y cuando nos hayamodo? Y el camino vacío. Sun Valleranquilo al sol. ¿Cómo será cuando no

hayamos ido?Aceleré hasta noventa.Los dos chillábamos como chicos.

Después ya no supe nada. —Santo Dios —dijo el hombrhacia el final—. ¿Sabe? Creo questamos… volando.

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Terribleconflagración en la

casa

LOS HOMBRES HABÍAN ESTADO

escondidos junto al pabellón del porterdurante algo así como una horapasándose una excelente botella, después que hubieron arrastrado a

portero a la cama, anduvieroocultándose por el sendero a las seis da tarde y miraron la casona con la

cálidas luces encendidas en todas la

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ventanas. —Esta es la casa —dijo Riordan. —Diablos, ¿qué quieres decir co

eso de que ésta es la casa? —gritCasey, y luego añadió suavemente—: Lhemos visto toda la vida.

 —Claro —dijo Kelly—, pero coos problemas que hemos tenido, d

pronto un lugar parece diferente. E

como un juguete, ahí puesto en la nieve.Y es lo que les pareció a los catorchombres: una gran casa de muñecas aaire libre, bajo las plumas que caía

suavemente en una noche de primavera. —¿Trajiste las cerillas? —pregunt

Kelly.

 —Si traje las… ¿pero qué crees qu

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soy? —Bueno, ¿las trajiste? Es todo l

que pregunto.

Casey buscó en los bolsillos, lovolvió hacia afuera, largó una palabrot dijo:

 —No. —Ah, demonios —dijo Nolan—

Allá tendrán cerillas. Las pediremos

Vamos.En el camino, Timulty tropezó y scayó.

 —Por el amor de Dios, Timulty —

dijo Nolan—, ¿dónde está tu sentido da aventura? En medio de una gra

Rebelión queremos hacerlo todo as

Hace años que queremos ir a un

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aberna y hablar de la TerriblConflagración en la Casa, ¿no es ciertoSi todo queda estropeado por la visió

de tu trasero aterrizando en la nieve, nendremos el cuadro adecuado de l

Rebelión en que ahora andamos, ¿no e

cierto?Timulty, levantándose, enfocó e

cuadro y asintió.

 —Cuidaré mis modales. —¡Silencio! ¡Hemos llegado! —gritó Riordan.

 —Cristo, basta de decir cosas com

«ésta es la casa» y «hemos llegado» —dijo Casey—. Estamos viendo lcondenada casa. ¿Qué haremos ahora?

 —¿Destruirla? —sugirió Murph

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vacilando. —Uf, eres tan estúpido que das asc

—dijo Casey—. Claro que l

destruimos, pero primero… planos planes.

 —Parecía bastante sencillo allá e

a Taberna de Rickey —dijo Murphy—Vendríamos simplemente a demoler lcasa de porquería. Teniendo en cuent

cómo soporto a mi mujer, tengo  qudemoler algo. —Me parece —dijo Timult

bebiendo de la botella— que vamos

lamar a la puerta y a pedir permiso. —¡Permiso! —dijo Murphy— ¡Serí

espantoso que mandaras en el infierno

Las almas de los condenados n

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acabarían de freírse! Nosotros…Pero las hojas de la puerta d

entrada se abrieron de pronto de par e

par, interrumpiéndolo.Un hombre escudriñó la obscuridad —Yo digo —dijo una voz suave

razonable—, ¿no les molestaría bajar lvoz? La señora de la casa estdurmiendo, pues mañana tenemos que i

a Dublin y…Los hombres, descubiertos aresplandor del fuego que asomaba por lpuerta, pestañearon y retrocedieron

quitándose las gorras. —¿Es usted, Lord Kilgotten? —El mismo —dijo el hombre en l

puerta.

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 —Bajaremos la voz-dijo Timultsonriendo, todo amabilidad.

 —Discúlpenos, Su Señoría-dij

Casey. —Son ustedes muy amables-dijo S

Señoría. Y la puerta se cerr

suavemente.Todos los hombres boquearon. —«Discúlpenos, Su Señoría»

«Bajaremos la voz, Su Señoría». —Casey se golpeó la cabeza—. ¿Qudijimos? ¿Por qué ninguno sujetó lpuerta mientras estaba ahí?

 —Nos quedamos confundidos, fupor eso; nos tomó de sorpresa, comodas esas malditas altezas y señorías

Quiero decir que no estábamos haciend

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nada, ¿verdad? —Hablábamos un poco fuerte —

admitió Timulty.

 —Qué fuerte ni qué diablos —dijCasey—. ¡Ese condenado Lord viene o dejamos escapar!

 —Shh, no tan fuerte —dijo Timulty.Casey bajó la voz. —Vamos, ahora forzamos la puert

… —A mí me parece innecesario —dijo Nolan—. El sabe ahora questamos aquí.

 —Forcemos la puerta —repitiCasey, rechinando los dientes— echémosla abajo…

La puerta se abrió de nuevo.

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El Lord, una sombra, se asomó escudriñarlos y la vieja voz suavepaciente, frágil, preguntó:

 —Yo digo, ¿qué están haciendo ahí? —Bueno, es el camino, Su Señorí

—empezó a decir Casey, y se detuvo

palideciendo. —Venimos —estalló Murphy—

venimos… a quemar la Casa!

Su Señoría se quedó un momentmirando a los hombres, contemplando lnieve, con la mano en el picaporteCerró los ojos un instante, pensó, venci

un tic en los dos párpados después duna lucha silenciosa y dijo:

 —Hum, en ese caso es mejor qu

entren.

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Los hombres dijeron que erformidable, magnífico, grandioso arrancaron, cuando Casey gritó:

 —¡Esperen!Después, al viejo en el vano de l

puerta:

 —Entraremos cuando nos parezcbueno y oportuno.

 —Muy bien —dijo el viejo—

Dejaré la puerta abierta, y cuando estépreparados, entren. Me encontrarán en lbiblioteca.

Dejando la puerta abierta unos cinc

centímetros, el viejo echó a andacuando Timulty exclamó:

 —¿Cuando estemos preparados

Jesucristo, por Dios, ¿cuándo estaremo

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más preparados que ahora? ¡Vía libreCasey!

Y todos corrieron a la galería.

Al oír esto, Su Señoría se volvipara mirarlos con una cara blanda y sienemistad, la cara de un viejo sabues

que ha visto matar muchos zorros escapar a otros tantos, que ha corridbien, y ahora, en los últimos años, v

moderando el paso, arrastrandsuavemente los pies. —Límpiense los zapatos, por favor

señores.

Todos se quitaron cuidadosamente ebarro y la nieve de los zapatos.

 —Están limpios.

 —Por aquí —dijo Su Señorí

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omando la delantera, con los ojoclaros, pálidos, metidos entre líneasbolsas y arrugas de muchos años d

beber brandy, las mejillas brillantecomo jerez—. Les serviré a todos urago y veremos qué se puede hace

con… ¿cómo dicen ustedes?… con esde quemar la Casa.

 —Habla usted como un libro abiert

—admitió Timulty, siguiendo a LorKilgotten que los llevaba a la bibliotecaAllí el Lord les sirvió una vuelta dwhisky.

 —Señores —dijo, hundiendo lohuesos en un sillón con orejeras—Beban.

 —No aceptamos —dijo Casey.

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 —¡No aceptamos! —boquearoodos, con las bebidas en la mano.

 —Estamos haciendo algo sobrio

enemos que estar sobrios —dijo Caseitubeando ante las miradas de los otros

 —¿A quién escuchamos? —pregunt

Riordan—. ¿A Su Señoría o a Casey?En respuesta todos los hombre

pegaron un bajón a sus bebidas

empezaron a toser y a resoplar. Ecoraje asomó inmediatamente como ucolor rojo en las caras, que cambiaron, Casey pudo ver la diferencia. Bebi

para ponerse a la par.Entretanto, el viejo saboreaba e

whisky y algo en su manera tranquila

suelta de beber los llevó lejos, a l

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bahía de Dublín, y los hundió de nuevoHasta que Casey dijo:

 —Su Señoría, ¿ha oído usted habla

de los Líos? Quiero decir, no la guerrdel Kaiser que se está haciendo del otrado del mar, sino nuestros propios

grandes Líos y la Rebelión que hlegado tan lejos, a nuestro pueblo, a laberna y ahora a su Casa.

 —Una cantidad alarmante dpruebas me convence de que son estoiempos infelices —dijo Su Señoría—

Supongo que lo que ha de ser ha de ser

Yo los conozco a todos ustedes. Harabajado para mí. Pienso que les h

pagado bastante bien en su momento.

 —No cabe ninguna duda, Su Señorí

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—Casey dio un paso adelante—. Sólque el viejo orden cambia y hemos oídhablar de las grandes casas allá, cerc

de Tara, y de las grandes fincas, máallá de Killashandra, que arden parcelebrar la libertad y…

 —¿La libertad de quién? —preguntel viejo suavemente—. ¿La mía? ¿De lcarga de ocuparme de esta casa en l

que mi mujer y yo nos zangoloteamocomo un par de dados en un cubilete?…Bueno, vamos. ¿Cuándo les gustaríquemar la casa?

 —Si no es demasiada molestiaseñor —dijo Timulty—, ahora.

El viejo pareció hundirse aún más e

su sillón.

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 —Ay, Dios —dijo. —Desde luego —dijo Nola

rápidamente—, si hay algú

nconveniente, podemos volver máarde…

 —¡Más tarde! ¿Qué clase de charl

es ésta? —preguntó Casey. —Lo siento muchísimo —dijo e

viejo—. Permítanme que les explique

por favor. Lady Kilgotten estdurmiendo, tenemos huéspedes quvienen para llevarnos a Dublín aestreno de una obra de Synge…

 —Un escritor formidable —dijRiordan.

 —Yo vi una de sus obras hace u

año —dijo Nolan—, y…

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 —¡Atrás! —dijo Casey.Los hombres retrocedieron. S

Señoría prosiguió con su quebradiza vo

de polilla. —Tenemos planeada una cena

medianoche, para diez personas, a

volver. ¿No podrían dejarnos hastmañana por la noche para prepararnos?

 —No —dijo Casey.

 —Espera —dijeron todos lodemás. —Un incendio —dijo Timulty— e

una cosa, las entradas son otras. Quier

decir: hay lo del teatro, es un despilfarrhorrible no ver la obra, y toda escomida preparada bien podrí

aprovecharse. Y todos los invitados qu

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vienen. Sería difícil avisarles. —Es exactamente lo que yo pensab

—dijo Su Señoría.

 —¡Sí, ya sé! —gritó Casey, cerrandos ojos, pasándose las manos por la

mejillas, la mandíbula y la boca

apretando los puños y dando vueltasfrustrado—. ¡Pero uno no posterga loncendios, no los va dejando como la

reuniones para tomar el té, carajo! —Sí, cuando uno se acuerda de traeas cerillas —dijo Riordan en voz baja.

Casey giró como un remolino y l

miró como si fuera a pegarle, pero empacto de la verdad lo calmó.

 —Y encima de todo —dijo Nolan—

a patrona es una buena señora qu

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necesita una última noche de diversión descanso.

Su Señoría volvió a llenar el vas

del hombre. —Es usted muy amable. —Votemos —dijo Nolan.

 —Al demonio. —Casey miró a salrededor, ceñudo—. Ya veo cuál serel resultado de la votación. Mañana po

a noche lo haremos, qué tanto. —Dios los bendiga —dijo el viejLord Kilgotten—. Habrá restos en lcocina, podrían ir a ver primero

probablemente tendrán hambre porquserá un trabajo pesado. ¿Digamomañana a las ocho de la noche? A es

hora ya habré puesto a salvo a Lad

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Kilgotten en un hotel de Dublin. Nquisiera que ella lo supiese hastdespués, cuando la casa ya no exista.

 —Dios, usted es un cristiano —murmuró Riordan.

 —Bueno, no sigamos rumiando esa

cosas —dijo el viejo—. Ya lo considerpasado y nunca pienso en el pasadoSeñores.

Se puso de pie. Y como un santpastor viejo y ciego, erró hacia evestíbulo con el rebaño de ovejas que sextraviaban y andaban despacio

ropezaban levemente entre sí.En mitad del vestíbulo, casi junto

a puerta, Lord Kilgotten vio algo con e

rabillo de un ojo legañoso y se detuvo

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Se volvió y se puso a cavilar delante degran retrato de un noble italiano.

Cuanto más miraba más se l

lenaban de tics los ojos y en la boca se movía una cosa sin nombre.

Por último Nolan dijo:

 —Su Señoría, ¿qué pasa? —Estaba pensando —dijo el Lor

por fin—, que ustedes aman a Irlanda

¿no es cierto? —¡Por Dios, sí! —dijeron todos—¿Hacía falta preguntarlo?

 —Lo mismo que yo —dijo e

anciano suavemente—. ¿Y ustedes amaodo lo que hay en Irlanda, en la tierra

en su patrimonio?

 —¡También eso —dijeron todos—

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va sin decirlo! —Por eso me preocupan —dijo e

Lord— cosas como ésta. Este retrato d

Van Dyck. Es muy antiguo y muhermoso y muy importante y muy caroEs, señores, un Tesoro Artístico de l

ación! —¡Eso es lo que es! —dijero

odos, más o menos, y se juntaro

alrededor para verlo. —Ah, Dios, es una obra hermosa —dijo Timulty.

 —Parece de carne y hueso —dij

olan. —Observen —dijo Riordan— l

manera en que esos ojitos parece

seguirnos.

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 —Inquietante —dijeron todos.Y estaban a punto de seguir, cuand

Su Señoría dijo:

 —¿Se dan ustedes cuenta de que estTeatro, que en realidad no me perteneca mí, ni tampoco a ustedes, sino a tod

el pueblo como precioso patrimonioeste cuadro se habrá perdido parsiempre mañana a la noche?

Todo el mundo abrió la boca. No shabían dado cuenta. —¡Dios nos proteja —dijo Timult

—, no podemos permitirlo!

 —Lo sacaremos de la casa primer—dijo Riordan.

 —¡Esperen! —gritó Casey.

 —Gracias —dijo Su Señoría—

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¿pero dónde lo pondrán? Afuera, a lntemperie, el viento lo hará triza

enseguida, la lluvia lo empapará, l

perforará el granizo; no, no, quizá semejor que arda rápidamente…

 —¡Nada de eso! —dijo Timulty—

Me lo llevo a mi propia casa. —Y cuando la gran lucha hay

erminado —dijo Su Señoría—

¿entregarán en las manos del nuevgobierno este precioso don de Arte Belleza del pasado?

 —Bueno… con cada una de esa

cosas, así lo haré —dijo Timulty.Pero Casey estaba mirando l

nmensa tela y dijo:

 —¿Cuánto pesa el monstruo?

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 —Yo diría —dijo el ancianodébilmente— que entre cuarenta cincuenta kilos, con ese marco.

 —Entonces, ¿cómo diablos llevamos a casa de Timulty? —pregunt

Casey.

 —Brannahan y yo llevaremos emaldito tesoro —dijo Timulty—, y shace falta, Nolan, tú nos darás una mano

 —La posteridad se los agradecer—dijo Su Señoría.Siguieron avanzando por e

vestíbulo y Su Señoría volvió

detenerse delante de otros dos cuadros. —Estos son dos desnudos… —¡Así es! —dijeron todos.

 —De Renoir —terminó el anciano.

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 —¿Fue ese tipo, el francés, el quos hizo? —preguntó Rooney—. Si m

perdona la expresión.

Parecía absolutamente francésdijeron todos.

Y numerosas costillas recibiero

numerosos codazos. —Valen varios miles de libras —

dijo el anciano.

 —No seré yo quien lo discuta —dijolan apuntando con un dedo que Casee bajó de un manotazo.

 —Yo… —dijo Blinky Watts, cuyo

ojos de pescado estaban continuamentanegados en lágrimas detrás de logruesos anteojos—, yo me presentarí

como voluntario para llevarme a cas

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as dos señoras francesas. Creo que mpodría meter los dos Tesoros Artísticouno debajo de cada brazo y colgarlos e

a casita. —Aceptado —dijo el Lord co

gratitud.

Siguiendo por el vestíbulo llegaron otro, un paisaje más vasto, con todclase de monstruos y hombres bestiale

que retozaban entre frutas maduras estrujaban mujeres con pechos commelones. Todo el mundo empujó pareer la chapa de bronce que decía:  E

ocaso de los dioses. —¡De qué ocaso me están habland

—dijo Rooney—, si parece más bien e

comienzo de una tarde formidable!

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 —Creo —dijo el suave anciano—que hay una ironía intencional tanto en eítulo como en el tema. Observen e

cielo encendido, las horribles figuraocultas en las nubes. Los dioses no sdan cuenta, en medio de la bacanal, d

que la Perdición está por caer sobrellos.

 —Yo no veo —dijo Blinky Watts—

ni a la Iglesia ni a ninguno de esos curamaricones entre las nubes. —En aquellos días la Perdición er

una cosa diferente —dijo Nolan—. Tod

el mundo lo sabe. —Tuohy y yo —dijo Flannery— no

levaremos a esos dioses del demonio

mi casa. ¿De acuerdo, Tuohy?

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 —¡De acuerdo!Y así continuaron, a lo largo de

vestíbulo. La banda se detenía aquí

allá como en una larga visita a umuseo, y cada uno a su vez se ofrecípara escapar a su casa bajo la nevada

en la noche con un Degas o un esbozo dRembrandt o un gran óleo de uno de lomaestros holandeses, hasta que llegaro

a un óleo bastante espantoso colgado eun nicho obscuro, que representaba a uhombre.

 —Mi retrato —murmuró el ancian

— pintado por Lady Kilgotten. Déjenlahí, por favor.

 —¿Quiere decir —boqueó Nolan—

que quiere que desaparezca en l

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Conflagración? —La pintura siguiente es… —dij

el anciano, avanzando.

Y por último la visita llegó a su fin. —Desde luego —dijo Su Señoría—

si realmente quieren salvarlos, hay un

docena de exquisitos vasos Ming en lcasa…

 —Toda una colección —dijo Nolan

 —Una alfombra persa en erellano… —La enrollaremos y entregaremos a

Museo de Dublín.

 —Y aquel exquisito candelabro eel comedor principal.

 —Habrá que esconderlo hasta qu

os líos terminen —suspiró Casey

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cansado ya. —Bueno, entonces —dijo el ancian

estrechando la mano de cada uno a

pasar—, quizá podrían empezar ahora¿no les parece? Creo que van a tener urabajo bastante grande para proteger lo

Tesoros Nacionales. Voy a echar unsiestita de cinco minutos antes dvestirme.

Y el anciano subió lentamente laescaleras.Los hombres se quedaron pasmado

  solos, agrupados en el vestíbul

nferior, y lo vieron desaparecer. —Casey —dijo Blinky Watts—, ¿n

e ha pasado por la cabeza la idea d

que si te hubieses acordado de traer la

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cerillas no tendríamos ahora por delantuna noche de trabajo tan larga?

 —¡Cristo! ¿Dónde están tus gusto

estéticos? —exclamó Riordan. —¡Silencio! —dijo Casey—. Est

bien, Flannery, tú toma un extremo d

ese Ocaso de los dioses, y tú, Tuohyoma el otro extremo donde la muchach

está recibiendo lo que le gusta. ¡Vamos

Arriba!Y locamente los dioses remontarovuelo por los aires.

A eso de las siete casi todos locuadros estaban fuera de la casa arrimados unos contra otros en la nieve

esperando a que los llevaran en varia

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direcciones hacia diversas cabañas. Aas siete y cuarto, Lord y Lady Kilgotte

salieron y se fueron, y Casey agrupó

os hombres rápidamente frente a locuadros amontonados para que lencantadora anciana no los viera. Lo

muchachos saludaron cuando el cochomó por el sendero. Lady Kilgotte

respondió agitando una mano frágil.

Desde las siete y media hasta ladiez las otras pinturas fueron saliendde a una y de a dos.

Cuando todos los cuadros estuviero

fuera salvo uno, Kelly se quedó frente anicho obscuro preocupado por el retratdel anciano Lord que Lady Kilgotte

había pintado los domingos. S

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estremeció, optó por un humanitarismsupremo y puso a salvo el retrato en lnoche.

A medianoche, Lord y LadKilgotten, de vuelta con sus invitadosencontraron sólo grandes huellas de pie

arrastrados en la nieve, allí dondFlannery y Tuohy habían abierto ucamino con la querida bacanal; dond

Casey, gruñendo, había encabezado udesfile de Van Dycks, RembrandtBoucher y Piranesi; y donde, al final dodo, Blinky Watts, loco de alegría

había trotado dichoso, internándose eel bosque con los desnudos de Renoir.

La cena terminó a eso de las dos

Lady Kilgotten se fue a la cam

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satisfecha de que todos los cuadros, emasa, hubiesen sido retirados parimpiarlos.

A las tres de la mañana LorKilgotten estaba en la bibliotecansomne, solo entre las paredes vacías

delante de un hogar sin fuego, unbufanda en torno al cuello delgado y uvaso de coñac en la mano que temblab

débilmente.A eso de las tres y cuarto eentarimado crujió furtivamente, pasarounas sombras, y al cabo de un rato, l

gorra en la mano, estaba Casey a lpuerta de la biblioteca.

 —¡Chist! —llamó despacito.

El Lord, que había estad

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dormitando, parpadeó y abrió los ojos. —Oh, santo cielo —dijo—, ¿ya e

hora de que salgamos?

 —Mañana a la noche —dijo Case—. Y de todas maneras, no es usted eque se va, son ellos los que vuelven.

 —¿Ellos? ¿Sus amigos? —No, los suyos.Casey hizo una seña.

El viejo se dejó llevar al vestíbulo miró por la puerta de entrada eprofundo pozo de la noche.

Allí, como un entumecido ejército d

nfantería cansado, indeciso desmoralizado, estaba la banda confuspero familiar, las manos llenas d

cuadros, cuadros apoyados contra la

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piernas, cuadros en las espaldascuadros apoyados en el suelo sostenidos por manos temblorosas

pálidas de terror, en la nievremolineante. Un terrible silencireinaba entre los hombres. Parecía

desamparados, como si un enemigo shubiera ido a luchar en guerras muchmejores, mientras otro enemigo, todaví

sin nombre, se preparaba, ocultosigiloso. Miraban por encima dehombro las colinas y el pueblo como sen cualquier momento el Caos mism

pudiera soltar allí sus perros. Sólo ellooían, en la noche insidiosa, el lejanadrido de congoja y desesperación qu

operaba como un conjuro.

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 —¿Eres tú, Riordan? —llamCasey, nervioso.

 —¿Y quién diablos quieres que sea

—exclamó una voz más allá. —¿Qué es lo que quieren? —

preguntó el viejo.

 —No es tanto lo que nosotroqueremos como lo que quizá ustequiera ahora de nosotros —dijo una voz

 —Comprenda —dijo otroadelantándose hasta que todos pudierover a la luz que era Hannahan—considerando todos los aspectos de l

cuestión, Excelencia, hemos decididque usted es un hombre tan magníficoque nosotros…

 —¡No le incendiaremos la casa! —

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gritó Blinky Watts. —¡Cállate y déjalo hablar! —

dijeron varias voces.

Hannahan asintió: —Así es. No le incendiaremos l

casa.

 —Pero advierta —dijo el otro—que estoy perfectamente preparadoTodo se puede sacar fácilmente.

 —Usted lo toma todo demasiado a ligera, si me permite decirlo, Excelenci—dijo Kelly—. Lo que es fácil parusted no es fácil para nosotros.

 —Ya veo —dijo el anciano, que nveía absolutamente nada.

 —Al parecer —dijo Tuohy— todo

nosotros, en las últimas horas, hemo

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enido problemas. Que tienen que vecon la casa y el transporte y el acarreosi pesca lo que quiero decir. ¿Quié

explicará primero? ¿Kelly? ¿No¿Casey? ¿Riordan?

 Nadie hablaba.

Por último, con un suspiro, Flanneravanzó un poco.

 —Fue así… —dijo.

 —¿Sí? —dijo el anciansuavemente. —Bueno —dijo Flannery—, Tuohy

o anduvimos por el bosque, como uno

estúpidos, y habíamos cruzado doercios del pantano con el gran cuadr

del Ocaso de los dioses, cuand

empezamos a hundirnos.

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 —¿Les fallaron las fuerzas? —preguntó el Lord amablemente.

 —Nos hundíamos, Excelencia, no

hundíamos lisa y llanamente en el cien—explicó Tuohy.

 —Dios mío —dijo el Lord.

 —Ha hablado bien, Su Señoría —dijo Tuohy—. Los dos juntos, Flannery o y los malditos dioses debíamos d

pesar unos trescientos kilos, y espantano es más que blando, y cuanto máavanzábamos más nos hundíamos, y ugrito se me estranguló en la garganta

porque yo pensaba en aquellas escenadel viejo cuento en que el Mastín de loBaskerville o algún villano por el estil

persigue a la heroína por la ciénaga

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allí se hunde ella, en un pozo aguanosodeseando haberse mantenido a dietapero es demasiado tarde y las burbuja

suben hasta estallar en la superficieTodo eso se me amontonaba en lcabeza, Excelencia.

 —¿Y entonces? —dijo el Lordcomprendiendo que eso era lo que sesperaba.

 —Y entonces —dijo Flannery—salimos de allí y dejamos a los malditodioses en su crepúsculo.

 —¿En medio del pantano? —

preguntó el anciano, un poco inquieto. —Ah, los tapamos, quiero decir

cubrimos la escena con las bufandas

Los dioses no morirán dos veces

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Excelencia. ¿Oyeron eso, muchachosLos dioses…

 —Ah, cállate —gritó Kelly—. ¿Po

qué no trajeron el maldito retrato desdel pantano?

 —Pensamos que podíamos encontra

a otros dos muchachos que noayudaran…

 —¡Otros dos! —exclamó Nolan—

Serían cuatro hombres, más un montóde dioses, que se hundirían dos veceantes, y las burbujas subiendo, especide idiotas.

 —¡Ah! —dijo Tuohy—, nunca lpensé.

 —Ya está pensado —dijo el ancian

— y quizá varios de ustedes, juntos e

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un equipo, puedan rescatar… —Claro, Excelencia —dijo Case

—. Bob, tú y Tim vayan como flechas

salvar a las deidades paganas. —¿No se lo dirás al Padre Leary? —Al diablo con el Padre Leary

Vayan!Y Tim y Bob salieron pitando.Su Señoría se volvió entonces haci

olan y Kelly. —Veo que también ustedes haraído de vuelta ese cuadro bastant

grande.

 —Por lo menos lo hicimos cuandestábamos a unos cien metros de lpuerta, señor —dijo Kelly—. Supong

que usted se está preguntando por qué l

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hemos traído de vuelta, ¿verdadExcelencia?

 —Una acumulación de coincidencia

—dijo el anciano, volviendo a buscar eabrigo y poniéndose la gorra de tweepara poder permanecer a la intemperie

erminar lo que parecía ser una largconversación—, sí, me lo he estadpreguntando.

 —Es mi espalda —dijo Kelly—. Sdio por vencida antes de haber avanzadquinientos metros por el caminprincipal. Hace cinco años que l

espalda se me dobla para adentro y parafuera y paso las angustias de Cristo. Sestornudo caigo de rodillas, Excelencia

 —Yo he sufrido del mismísimo ma

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—dijo el anciano—. Es como si alguiee hubiera plantado a uno un clavo en e

espinazo.

El anciano se tocó la espaldcuidadosamente, recordando, y todosuspiraron y asintieron.

 —Las angustias de Cristo, como dij—repitió Kelly.

 —Es más que comprensibl

entonces que no hubiera podido terminael recorrido con ese marco pesado —dijo el anciano— y muy de elogiar quhaya vuelto hasta aquí con ese pes

horroroso.Kelly se enderezó inmediatamente

en cuanto oyó describir su trance

Resplandecía.

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 —No fue nada. Y lo haría de nuevosi no fuera por la ristra de huesos qucorona mis asentaderas. Con perdón d

Su Señoría.Pero Su Señoría había puesto ya un

mirada amable aunque desenfocada y d

un gris azulado trémulo en Blinky Wattsque tenía debajo de cada brazo, como umalabarista, las dos mujeres parecidas

duraznos, de Renoir. —Ah, Dios, no fue el caso de qume hundiera en los pantanos o mdescalabrara el espinazo —dijo Watts

moviendo los pies, mostrando cómhabía ido a la casa—. Me llevó dieminutos justos volverme, meterme en m

casa y empezar a colgar los cuadros e

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a pared, cuando mi mujer apareció podetrás. ¿Alguna vez su mujer ha entradpor detrás de usted, Excelencia, y se h

quedado ahí en un silencio cavernoso? —Me parece recordar un

circunstancia similar —dijo el anciano

ratando de recordar, y asintiendo luegcomo si varios recuerdos lrelampaguearan en la vacilante ment

nfantil. —Bueno, Su Señoría, no hasilencio como el silencio de una mujer¿no le parece? Y no hay manera d

quedarse ahí de pie como la de unmujer, una especie de monumentmegalítico. La temperatura bajó en l

habitación tan rápido que tuve un

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conmoción polar, como decimos ecasa. No me atreví a volverme parenfrentar a la Bestia, o la hija de l

Bestia, como la llamo por consideracióa su mamá. Pero al fin le oí dar un fuertrespingo y soltar fría y tranquila com

un general prusiano: «Esa mujer estdesnuda como un gusano» y «Esa otrmujer está en cueros como una almeja e

a marea baja». —Pero —dije yo—, éstos soestudios del natural hechos por ufamoso artista francés.

 —Un francés del que Dios nos libr—exclamó—, un francés de los qumuestran culos. Un francés de los qu

suben las faldas hasta el ombligo

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Francés como esas sucias novelafrancesas llenas de ruidos y sofocos, ahora vienes y cuelgas algo de u

francés en las paredes. ¿Por qué, ya questás, no bajas el crucifijo y pones a ungorda?

 —Bueno, Excelencia, cerré los ojo deseé que me tragara la tierra. «¿Est

es lo que quieres que nuestros hijo

miren por las noches, antes de irse dormir?», dijo ella. Sólo sé que continuación me puse en camino y aquvengo con los desnudos en cueros com

gusanos, Excelencia, con perdón y muagradecido.

 —Parece que están desvestidas —

dijo el anciano mirando los dos cuadros

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uno en cada mano, como si quisierencontrar en ellos todo lo que la mujedel hombre había dicho—. Siempre h

pensado en el verano, mirándolas. —Después de haber cumplido lo

setenta, Su Señoría, quizá. ¿Pero antes?

 —Ah, sí, sí —dijo el ancianocomprobando que una mota de marecordada lujuria se le metía en un ojo.

Cuando el ojo quedó libre de lmota, descubrió a Bannock y a Tooleren el borde más alejado del incómodrebaño allí reunido. Detrás de ellos

empequeñeciéndolos, había un cuadrgigantesco.

Bannock se había llevado e

condenado cuadro a casa para descubri

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que no podía meterlo por la puerta npor ninguna ventana.

Toolery había hecho entrar el cuadr

por la puerta cuando su mujer le dijque serían el hazmerreír de todo emundo, la única familia del pueblo qu

enía un Rubens de medio millón dibras y ni siquiera una vaca par

ordeñar.

De modo que ésa era la suma, eotal y la esencia de la larga nocheCada hombre tenía una historia análogque contar, desalentadora, espantosa

errible, y las contaron todas, y cuanderminaron empezó a caer una nieve frí

sobre esos bravos miembros de

aguerrido Ejército Republican

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rlandés.El anciano no dijo nada, porqu

realmente no había nada que decir qu

no fuera evidente mientras los alientopálidos llenaban de fantasmas el aireEntonces, en silencio, abrió de par e

par la puerta de entrada y tuvo ldecencia de no indicarla ni señalarlcon un ademán.

Lenta y silenciosamente empezaron desfilar, como delante de un maestrfamiliar en una vieja escuela, y despuése apresuraron. Así crecido volvió e

río, el Arca se vació antes, no despuédel Diluvio, y pasó una marea danimales y ángeles desnudos qu

lameaban y humeaban en las manos,

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de nobles dioses que hacían cabriolacon alas y cascos, y los ojos del ancianse desplazaron suavemente y la boc

nombró en silencio a cada uno, loRenoir, los Van Dyck, el Lautrec, y ashasta que Kelly, al pasar, sintió que l

ocaban el brazo. Sorprendido, Kellmiró.

Y vio que el anciano contemplaba e

cuadrito que tenía bajo el brazo. —¿El retrato que me hizo mi mujer? —El mismo —dijo Kelly.El anciano contempló a Kelly y e

cuadro que tenía debajo del brazo uego la noche nevada.

Kelly sonrió apenas.

Caminando levemente como u

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adrón, se desvaneció en la soledadlevándose el cuadro. Un moment

después, se lo oyó reír mientras corrí

de vuelta, las manos vacías.El anciano estrechó la mano d

Kelly, una vez, tembloroso, y cerró l

puerta.Luego se volvió, como si el hecho y

se le hubiera perdido en la distraíd

mente infantil, y caminó titubeando poel vestíbulo, llevando la pañoleta comun delicado cansancio sobre lohombros delgados, y el grupo lo sigui

hasta el lugar donde se encontraron cobebidas en las manazas, y vieron quLord Kilgotten pestañeaba delante de

cuadro que estaba sobre la chimene

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como si tratara de recordar si era eSaqueo de Roma, allá en otros tiemposo la Caída de Troya. Después bajó l

mirada y miró de frente al ejército dalrededor y dijo:

 —Y ahora, ¿por quién beberemos?

Los hombres arrastraron los pies.Entonces Flannery exclamó: —¡Por Su Señoría, no faltaba más!

 —¡Por Su Señoría! —exclamaroodos, vehementes, y bebieron y tosiero  se ahogaron y estornudaron y e

anciano sintió que le brillaban los ojo

de un modo especial, y no bebimientras no reinó la calma, y entoncedijo:

 —Por Irlanda —y bebió y todo

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dijeron Ah, Dios y Amén, y el ancianmiró el cuadro que estaba sobre lchimenea y entonces observ

ímidamente—: No quisiera decirlopero… ese cuadro…

 —¿Señor?

 —Me parece —dijo el anciancomo pidiendo disculpas— que está upoco desviado, torcido. No podrían…

 —¡Sí, podemos, muchachos! —exclamó Casey.Y catorce hombres se apresuraron

enderezarlo.

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El niño de mañana

O QUERÍA SER EL PADRE de un

pequeña pirámide azul. Peter Horn no lhabía planeado para nada de esmanera. Ni él ni su mujer imaginaroque podía ocurrirles una cosa semejanteHabían hablado tranquilamente durantdías del nacimiento del niño, habíacomido alimentos normales, dormid

mucho, asistido a unos pocoespectáculos, y cuando llegó el momentde que ella volara en el helicóptero a

hospital, Peter la abrazó y la besó.

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 —Tesoro, estarás en casa dentro dseis días —dijo—. Esas nuevamáquinas de partos, excepto engendrar

o hacen todo por ti.Ella recordó una canción de lo

viejos tiempos. «¡No, no, eso no puede

quitármelo!», y la cantó y se reíamientras el helicóptero los llevabsobre el verde camino del campo a l

ciudad.El médico, un señor tranquillamado Wolcott, tenía gran confianza

Polly Ann, la mujer, estaba preparad

para la tarea que la aguardaba y el padrfue instalado, como de costumbre, en lsala de espera donde podía fumar

omar bebidas de la debida batidora. S

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sentía muy bien. Era su primer hijo, perno había por qué preocuparse. Polly Anestaba en buenas manos.

El doctor Wolcott entró en la sala despera una hora más tarde. Tenía el airde un hombre que ha visto la muerte

Peter Horn, que estaba en el tercer vasono se movió. Apretó el vaso y murmuró

 —Ha muerto.

 —No —dijo Wolcott despacio—o, no, ella está bien. Es el niño. —Entonces ha muerto el niño. —El niño vive también, pero…

ómese el resto de esa bebida y vengconmigo. Ha pasado algo.

Sí, en realidad algo había pasado

Ese «algo» había hecho salir a lo

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pasillos a todo el hospital. La gente ib venía de una habitación a otra. Cuand

Peter Horn atravesó una antesala dond

el personal de uniforme blanco, de piese miraba y murmuraba, se sintirealmente mal.

 —¡Eh, miren! ¡El hijo de PeteHorn! ¡Increíble!

Entraron en un cuartito limpio

Había allí una multitud que miraba unmesa baja. Había algo en la mesa.Una pequeña pirámide azul. —¿Por qué me ha traído aquí? —

dijo Horn, volviéndose hacia el médicoLa pequeña pirámide azul se movió

Empezó a llorar.

Peter Horn se acercó a empujones

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miró intensamente. Estaba muy blanco respiraba rápidamente.

 —No me va a decir que mi hijo e

esto, doctor.El doctor llamado Wolcott asintió.La pirámide azul tenía sei

apéndices serpentinos y tres ojos qupestañeaban en los extremos de treestructuras.

Horn no se movió. —Pesa tres kilos doscientos —dijalguien.

Horn pensó: me están tomando e

pelo. Es una broma. Detrás de todo estestá Charlie Ruscoll. En una de esaasoma por una puerta y grita: «¡Que l

nocencia te valga!», y todo el mundo s

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reirá. Eso no es mi hijo. ¡Ah, horribleMe están tomando el pelo.

Horn se quedó allí y el sudor l

corría por la cara. —Llévenme de aquí.Horn se volvió y las manos se l

abrían y cerraban sin objeto, y lpestañeaban los ojos.

Wolcott lo tomó del codo

calmándolo. —Es su hijo. Comprenda, señoHorn.

 —No. No, no es. —La mente d

Horn no tocaría la cosa. —Es una pesadilla. ¡Destrúyalo! —No se puede matar a un se

humano.

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 —¿Humano? —Horn disimulaba laágrimas—. ¡Eso no es humano! ¡Es u

crimen contra Dios!

El médico continuó, rápidamente. —Hemos examinado a ese… niño…

 hemos decidido que no es un mutante

el resultado de una destrucción reordenación genética. No es umonstruo. Tampoco es un enfermo

Escuche, por favor, todo lo que voy decirle.Horn contemplaba la pared, con lo

ojos muy abiertos, enfermo. S

balanceaba. El médico le hablabadistante, seguro.

 —El niño ha sido afectado en ciert

modo por la urgencia del parto. Hub

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una distorsión de la estructurdimensional causada por locortocircuitos y el mal funcionamient

simultáneo de la nueva máquina dpartos y la máquina de hipnosis. Buenode todas maneras —concluyó el docto

desgarbadamente—, el niño ha naciden… otra dimensión.

Horn ni siquiera asintió. Se qued

allí, esperando. El doctor Wolcotadoptó un tono enfático. —El niño está vivo, sano y feliz

Ahí lo tiene, sobre la mesa. Pero com

ha nacido en otra dimensión, la formnos es ajena. Nuestros ojos, adaptados una concepción tridimensional, n

pueden reconocerlo como niño. Pero l

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es. Debajo de ese camuflaje, la extrañforma piramidal y los apéndices, está ehijo de usted. Horn cerró la boca y lo

ojos. —¿Puede darme un trago? —Por supuesto.

Le pusieron un vaso en las manos. —Ahora, permítame que me siente

que me siente en alguna parte un rato.

Horn se hundió cansadamente en unsilla. Todo se iba aclarando, se poníentamente en su lugar. Aquello, lo qu

fuese, era su hijo. Se estremeció. Po

horrible que pareciera, era su primehijo.

Al fin levantó la mirada y trató d

ver al médico.

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 —¿Qué le diremos a Polly?La voz de Horn era apenas u

susurro.

 —Lo prepararemos esta mañana, ecuanto usted se sienta en condiciones.

 —¿Qué pasa después? ¿Hay algun

manera de… cambiarlo? —Trataremos. Es decir si usted no

autoriza. Después de todo, es su hijo

Usted puede hacer lo que quiera de él. —¿Él? —Horn se rió con ironíacerrando los ojos—. ¿Cómo sabe que eél?

Se hundió en la obscuridad. Lestallaban los oídos. Wolcott estabvisiblemente perturbado.

 —Bueno, nosotros… este… bueno

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claro no lo sabemos.Horn tomó otro trago. —¿Qué pasa si no puede

cambiarlo? —Comprendo el golpe que es par

usted, señor Horn. Si no puede soporta

a vista de su hijo, lo criaremos aquí, eel Instituto.

Horn lo pensó.

 —Gracias. Pero siguperteneciéndonos a Polly y a mí. Le darun hogar. Lo criaré como se cría cualquier chico. Le daré una vid

hogareña normal. Procuraré aprender quererlo. Lo trataré bien.

Horn tenía los labios entumecidos

no podía pensar.

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 —¿Se da cuenta de la tarea que va asumir, señor Horn? Este niño no podrener camaradas normales; l

molestarían hasta matarlo en pociempo. Usted sabe cómo son los niños

Si decide criarlo en la casa, la vida d

usted estará estrictamente regimentadanunca deberá verlo nadie. ¿Comprende?

 —Sí. Sí, comprendo. Doctor, doctor

¿es mentalmente normal? —Sí. Hemos probado las distintareacciones. Es un niño perfectamentsaludable en lo que se refiere

estímulos nerviosos y cosas por eestilo.

 —Sólo quería estar seguro. Ahora e

único problema es Polly.

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Wolcott frunció el entrecejo. —Confieso que en eso esto

desconcertado. Usted sabe lo difícil qu

es para una mujer enterarse de que shijo ha nacido muerto. Pero esto, decirla una mujer que ha dado a luz algo qu

no se puede considerar humano… No ean neto como la muerte. Hay mucha

posibilidades de que sea una gra

sacudida. Pero tengo que decirle lverdad. El médico no va a ninguna partsi le miente al paciente.

Horn se quitó los anteojos.

 —No quiero perder a Pollyambién. Si usted destruye al niño, y

estaría dispuesto a aceptarlo. Pero n

quiero matar a Polly con este golpe.

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 —Creo que podremos cambiar aniño. Es lo que me hace vacilar. Si ypensara que el caso no tiene remedio

haría enseguida un certificado deutanasia. Pero queda una posibilidad.

Horn estaba muy cansado. Temblab

silenciosa, profundamente. —Muy bien, doctor. Necesit

alimento, leche y cariño mientras uste

decide. Hasta ahora ha sido un marago, no hay razón para que sigsiéndolo. ¿Cuándo se lo decimos Polly?

 —Mañana por la tarde, cuanddespierte.

Horn se puso de pie y caminó hast

a mesa calentada desde arriba por un

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uz suave. La pirámide azul se sentó ea mesa cuando Horn extendió la mano.

 —¿Qué tal, nene? —dijo Horn.

La pirámide azul miró con trebrillantes ojos azules. Tendió upequeño zarcillo azul con el que toc

os dedos de Horn.Horn se estremeció. —Hola, nene.

El doctor sacó un biberón especial. —Leche de mujer. Adelante.El nene miraba arriba, a través d

nieblas que se despejaban. El nene vi

formas que se movían sobre él y supque eran amistosas. El nene acababa dnacer, pero ya estaba alerta

extrañamente alerta. El nene tení

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conciencia.Había objetos que se movían po

encima y alrededor del nene. Seis cubo

de color blanco grisáceo, que snclinaban. Seis cubos con apéndice

hexagonales y tres ojos en cada cubo

Además había otros dos cubos quvenían desde lejos sobre una superficicristalina. Uno de los cubos era blanco

Tenía también tres ojos. Algo había eese Cubo Blanco que le gustaba al nene  lo atraía. Alguna relación. El Cub

Blanco tenía un cierto olor, y el nene s

acordaba de sí mismo.De los seis cubos de un blanc

grisáceo que se inclinaban salía

sonidos penetrantes. Sonidos d

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curiosidad y maravilla. Era como unespecie de música de flautas, todaocando al mismo tiempo.

Ahora los dos cubos recién llegadosel Cubo Blanco y el Cubo Gris, estabasilbando. Al cabo de un rato el Cub

Blanco extendió un apéndice hexagonapara tocar al nene. El nene respondisacando los zarcillos del cuerp

piramidal. Al nene le gustaba el CubBlanco. Al nene le gustaba. El nene teníhambre. Al nene le gustaba. Quizá eCubo Blanco le diera de comer…

El Cubo Gris sacó un globo rospara el nene. Ahora le iban a dar dcomer. Bueno. Bueno. El nene aceptó e

alimento ansiosamente.

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El alimento era bueno. Todos locubos de color blanco grisáceo sretiraron, dejando sólo al bonito Cub

Blanco que se quedó mirando al nene silbando, silbando. Silbando, silbando.

Al día siguiente se lo dijeron Polly. Sólo lo necesario. Apenas unparte. Le dijeron que el nene no estabbien, en cierto sentido. Le hablaroentamente, en círculos que se iba

estrechando. Entonces el doctor Wolcopronunció una larga conferencia sobr

as máquinas de partos, cómo ayudabaa las mujeres en el trance, y cómo estvez se había producido un cortocircuito

Estaba presente otro hombre de cienci

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que dio una breve y concisa charla sobras dimensiones, extendiendo los dedos

así, una, dos, tres, y cuatro. Otro hombr

más habló de energía y materia. Otro srefirió a los niños desamparados.

Al final Polly se sentó en la cama

dijo: —¿A qué vienen tantas palabras

¿Qué le pasa a mi hijo que habla

ustedes tanto?Wolcott se lo dijo. —Desde luego, usted puede espera

una semana antes de verlo —dijo—. O

puede ceder la tutoría del niño anstituto.

 —Hay una sola cosa que quier

saber —dijo Polly.

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El doctor Wolcott alzó las cejas. —¿Yo hice así al niño? —pregunt

Polly.

 —¡Claro que no! —¿El niño no es un monstruo

genéticamente? —preguntó Polly.

 —El niño ha sido proyectado en otrcamino. Aparte de eso, es perfectamentnormal.

La delineada boca apretada de Pollse aflojó. Sencillamente dijo: —Entonces, tráiganme a mi nene

Quiero verlo. Por favor, ahora mismo.

Le llevaron al «niño».Los Horn salieron del hospital al dí

siguiente. Polly anduvo por sus propio

medios, Peter Horn la seguía, mirándol

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con tranquilo asombro. No llevaban al niño. Eso serí

después. Horn ayudó a su mujer a subi

al helicóptero y se sentó al lado. Lnave se remontó, girando, en el aircálido.

 —Eres una maravilla —dijo Horn. —¿Ah sí? —dijo Polly, encendiend

un cigarrillo.

 —Sí. No lloraste. No hiciste nada. —No está tan mal, sabes —dijPolly—. Una vez que uno lo conoceHasta puedo… tenerlo en brazos. E

caliente y llora y hasta necesita lopañales triangulares-aquí se rió. PerHorn notó un temblor nervioso en la ris

—. No, no lloré, Pete, porque es mi hijo

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O lo será. No ha muerto, gracias a DiosTodavía… no sé cómo explicarlo… nha nacido. Me gusta pensar que todaví

no ha nacido. Estamos aguardando a quaparezca. Tengo esperanzas en el doctoWolcott. ¿Tú no?

 —Tienes razón. Tienes razón. —Horn se inclinó y le tocó la mano—¿Sabes una cosa? Eres un tesoro.

 —Puedo resistir —dijo Polly, allsentada y mirando cómo el campo verdse balanceaba debajo—. Mientras sepque ocurrirá algo bueno, no me dejar

mpresionar o afligir. Esperaré seimeses y entonces quizá me suicide.

 —¡Polly!

Polly lo miró como si Horn acabar

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de llegar. —Pete, lo siento. Pero estas cosa

no pasan. Una vez que terminen y el nen

haya nacido por fin, me lo olvidaré tarápido como si nunca hubiese ocurridoPero si el médico no puede ayudarnos

mi cabeza no podrá aceptarlo, la cabezsólo puede decirle al cuerpo que se subel tejado y salte.

 —Todo saldrá bien —dijo Horasiéndose al volante—. Tiene que salibien.

Polly no dijo nada, pero dejó que e

cigarrillo se le consumiera fuera de lboca, bajo el impacto del viento de lhélice.

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Pasaron tres semanas. Todos los díavolaban al Instituto para visitar a «Py»

Porque éste fue el tranquilo, calmosnombre que Polly le dio a la pirámidazul tendida en la cálida mesa de dormi

  que parpadeaba al verlos. El doctoWolcott tuvo cuidado en señalar que lohábitos del «niño» eran tan normalecomo los de cualquiera; las mismahoras de sueño, las mismas horadespierto, la misma atención, el mismaburrimiento, la misma comida, l

misma eliminación. Polly Horescuchaba, la cara se le suavizaba, y se iluminaban los ojos.

Al final de la tercera semana, e

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doctor Wolcott dijo: —¿Se sienten en condiciones d

levárselo ahora a casa? Ustedes vive

en el campo, ¿no es cierto? Muy bienienen un patio cerrado, pueden sacarl

allí al sol, llegado el momento. Necesit

cariño materno. Algo trillado, pero everdad. Habría que amamantarlo. Hsido alimentado aquí por primera ve

por la nueva máquina: voz arrulladoracalor, manos y todo —la voz del doctoWolcott era seca—. Pero creo que ahorestán lo bastante familiarizados com

para saber que es un chico muy sanito¿Se anima, señora Horn?

 —Sí, me animo.

 —Bueno. Tráiganlo cada tres día

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para la revisión. Esta es la fórmula deniño. Estamos trabajando ahora evarias soluciones, señora Horn. A fin d

año tendremos algún resultado parusted. No quiero decir nada definidopero tengo razones para creer qu

sacaremos al chico de la cuartdimensión, como a un conejo de usombrero de copa.

El doctor se quedó bastantsorprendido y agradado cuando Polly lbesó varias veces.

Peter Horn manejaba el helicópteren dirección a la casa, sobre los verdessuaves y ondulados prados de Griffith

De vez en cuando miraba a la pirámid

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en brazos de Polly. Ella la arrullaba y lpirámide respondía aproximándose de lmisma manera.

 —Me pregunto… —dijo Polly. —¿Qué? —¿Qué le pareceremos? —dij

Polly. —Se lo pregunté a Wolcott. Dic

que probablemente nosotros también l

parecemos cómicos. Él está en undimensión, nosotros en otra. —¿Quieres decir que no l

parecemos hombre y mujer?

 —Como podríamos vernos nosotrosno. Pero recuerda que el nene no sabnada de hombres y mujeres. Para e

nene, cualquiera que sea nuestra forma

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somos naturales. Está acostumbrado vernos como cubos, cuadrados pirámides, porque nos ve desde s

propia dimensión. No ha tenido otra experiencia, n

otra norma con que comparar lo que ve

osotros somos su norma. Además, enene nos parece raro porque lcomparamos con las formas y tamaño

de costumbre. —Sí, comprendo, comprendo.El nene tenía conciencia de

movimiento. Un Cubo Blanco lo sostení

en sus cálidos apéndices. Había otrCubo Blanco sentado más lejos, dentrde una figura oblonga color púrpura. L

figura oblonga se movía en el aire sobr

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una vasta y brillante llanura dpirámides, hexágonos, figuras oblongaspilares, burbujas y cubos multicolores.

Un Cubo Blanco emitió un silbidoEl otro Cubo Blanco contestó con otrsilbido. El Cubo Blanco que lo sostení

se desplazó. El nene observó a los doCubos Blancos y el mundo fugitivo de lburbuja viajera.

El nene sintió… sueño. Cerró loojos, acomodó su infancia piramidal eel regazo del Cubo Blanco y produjunos débiles ruiditos…

 —Está dormido —dijo Polly Horn.

Llegó el verano, Peter Horn andab

ocupado con sus negocios d

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mportación-exportación. Pero no estabnunca fuera de casa por la noche. Pollse sentía muy bien durante el día, pero

a noche, cuando tenía que quedarse solcon el niño, empezaba a fumademasiado, y una vez Horn la encontr

desvanecida en el escritorio, con unbotella de jerez vacía en la mesa vecinaDesde entonces, Horn misino s

ocupaba del niño por las nochesCuando lloraba, el niño producía uextraño silbido, como si fuese un animade la selva, perdido, que se quejaba. N

era el sonido propio de un nene.Peter Horn había aislado el cuart

del niño, con paneles a prueba d

ruidos.

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 —¿Así que su mujer no quiere oílorar al nene? —preguntó el obrero.

 —Sí —dijo Peter Horn—. N

quiere oírlo.Tenían pocas visitas. Temían qu

alguien pudiera tropezar con Py, e

pequeño Py, la dulce y queridpirámide.

 —¿Qué es ese ruido? —preguntó u

visitante una noche, mientras bebía ucóctel—. Suena como una especie dpájaro. Usted no me dijo que tenía unpajarera, Peter.

 —Ah, sí —dijo Horn, cerrando lpuerta de la habitación del niño—Sírvase otra copa. Bebamos todos.

Era como tener un perro o un gato e

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a casa. Por lo menos así lo considerabPolly. Peter Horn la examinaba observaba exactamente cómo le hablab

  mimaba al pequeño Py. Era Py poaquí Py por allá, pero como con ciertreserva, y a veces Polly echaba un

mirada por el cuarto y se tocaba a smisma y anudaba las manos y parecíperdida y temerosa, como si estuvier

esperando que llegara alguien.En setiembre Polly informó a smarido:

 —Sabe decir papá. Sí, sabe. ¡Anda

Py, di papá!Sostenía de pie la cálida pirámid

azul.

 —¡Quiujú! —silbó la pequeña

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cálida pirámide azul. —Otra vez —repitió Polly. —¡Quiujú! —silbó la pirámide.

 —¡Basta, por amor de Dios! —dijPeter Horn. Le quitó el niño y lo llevó su cuarto donde silbó una y otra vez es

nombre, ese nombre, ese nombre. Horsalió y se sirvió un trago fuerte. Polly sreía despacito.

 —¿No es terrible? —dijo—. Hastsu voz está en la cuarta dimensión. ¿Nserá lindo cuando aprenda a hablar, máadelante? Le daremos el monólogo d

Hamlet para que lo aprenda de memori  lo dirá; ¡pero saldrá como algo d

James Joyce! ¿No es cierto que tenemo

suerte? Dame un trago.

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 —Ya has bebido bastante —dijHorn.

 —Gracias, me serviré yo misma —

dijo Polly.

Octubre y luego noviembre. Ahor

Py estaba aprendiendo a hablar. Silbab  chillaba y emitía un sonido dcampanilla cuando tenía hambre. Edoctor Wolcott los visitó.

 —Cuando el color es de upermanente azul brillante —dijo emédico—, quiere decir que está sano

Cuando el color se pone pálido, tristónél chico se siente mal. Recuérdenlo.

 —Ah, sí, lo recordaré —dijo Poll

—. Azul de huevo de petirrojo cuand

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está sano, cobalto triste cuando estenfermo.

 —Señora —dijo Wolcott—. E

oportuno que se tome un par de estapíldoras y venga a verme mañana parcharlar un rato. No me gusta esa maner

de hablar. Saque la lengua. Ajá. ¿Hestado bebiendo? Mire las manchas quiene en los dedos. Baje los cigarrillos

a mitad. La veo mañana. —Usted no me anima mucho —dijPolly—. Ya ha pasado, casi un año.

 —Querida señora Horn, no quier

excitarla continuamente. Cuandhayamos puesto a punto el sistema, se lharé saber. Estamos trabajando todo e

iempo. Pronto haremos un ensayo. Tom

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ahora las píldoras y cierre esa lindboca —le hizo cosquillas a Py debajde la «barbilla»—. ¡Lindo nene sanito

diablos! ¡Unos diez kilos!El nene tenía conciencia de las ida

  venidas de los dos lindos Cubo

Blancos que lo acompañaban siemprmientras estaba despierto. Había otrcubo, gris, que los visitaba ciertos días

Pero la mayor parte del tiempo estabaos dos Cubos Blancos que lo querían o cuidaban. Miró al cálido Cub

Blanco más redondo, más suave,

emitió el bajo, suave gorjeo dcontentamiento. El Cubo Blanco lalimentaba. El nene estaba contento

Crecía. Todo era familiar y bueno. Lleg

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el Año Nuevo, el año 1989. Los cohetedel espacio relampaguearon en el cieloos helicópteros giraron y agitaron lo

vientos cálidos de California.Peter Horn llevó a la casa, e

secreto, grandes planchas de vidri

colado y polarizado, azul y gris. Aravés de esas planchas observaba a s

«hijo». Nada. La pirámide seguía siend

una pirámide, ya la mirara con rayos X a través de un celofán amarillo. Lbarrera era infranqueable. Horn volvisilenciosamente a la bebida.

El incidente ocurrió a principios dfebrero. Al llegar en el helicópteroHorn se quedó espantado viendo un

multitud de vecinos reunidos en el jardí

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de la casa. Algunos estaban sentadosotros de pie, otros circulaban con unexpresión aterrada en las caras.

Polly hacía caminar al «niño» por epatio.

Estaba absolutamente borracha

Llevaba a la pequeña pirámide azul da mano y la hacía caminar de una punt

a la otra. No vio aterrizar al helicóptero

ni prestó atención a Horn, que se acerccorriendo.Uno de los vecinos se volvió. —Oh, señor Horn, es muy bonito

¿Dónde lo encontró? Otro exclamó: —Oiga, usted es todo un viajero

Horn, ¿lo trajo de América del Sur?

Polly sostuvo a la pirámide.

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 —¡Di papá! —exclamó, tratando dque la pirámide mirara a Horn.

 —¡Juii! —exclamó la pirámide.

 —¡Polly! —dijo Peter Horn. —Es cariñoso como un perro o u

gato —dijo Polly paseando al niño—

Oh, no, no es peligroso. Es cariñoscomo un nene. Mi marido lo trajo dAfganistán.

Los vecinos empezaron a retroceder —¡Vengan! —Polly les hacía seña—. ¿No quieren ver a mi nene? ¿No eindísimo?

Peter le dio una bofetada. —Mi nene —decía Polly sin parar.Peter la abofeteó de nuevo y Poll

calló y se desvaneció. Peter la sostuvo

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a llevó a la casa. Luego salió y tomó Py, y se sentó y telefoneó al Instituto.

 —Doctor Wolcott, habla Horn

Conviene que tenga todo preparadoEsta noche o nunca.

Hubo una vacilación. Al fin Wolcot

suspiró. —Está bien. Traiga a su mujer y a

niño. Trataremos de tener tod

preparado.Colgaron.Horn se quedó allí sentad

estudiando la pirámide.

 —Los vecinos lo encontraroformidable-decía Polly, tendida en ediván, los ojos cerrados, los labio

emblorosos.

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El pasillo del Instituto olía a limpioEl doctor Wolcott lo recorrió seguidpor Peter Horn y su mujer, Polly, qu

enía a Py en brazos. Llegaron a unpuerta y entraron en una amplihabitación. En el centro de la habitació

había dos mesas y dos grandecampanas suspendidas encima.

Detrás de las mesas había máquina

con perillas y palancas. En la habitacióse oía un zumbido apenas perceptiblePeter Horn miró a Polly un momento.

Wolcott le dio a Polly un vaso co

un líquido. —Beba esto —Polly lo bebió—

Ahora siéntense.

Los dos se sentaron. El doctor junt

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as manos y los miró un momento. —Quiero contarles lo que he estad

haciendo estos últimos meses —dijo—

He tratado de sacar al nene de escondenada dimensión, cuarta, quintasexta, o lo que sea. Cada vez qu

ustedes dejaban al nene, noocupábamos del problema. Hemoencontrado la solución, pero no se trat

para nada de sacar al nene de ldimensión en que está ahora.Polly se hundió en el asiento. Hor

miró simplemente al médico atendiend

a todo lo que podía decir. Wolcott snclinó hacia adelante.

 —No puedo sacar a Py, pero pued

meterlos a ustedes. Esa es la cosa.

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Wolcott extendió las manos. Hormiró la máquina que estaba en el rincón

 —¿Quiere decir que pued

mandarnos a la dimensión de Py? —Si están dispuestos a pasar un ma

rago.

Polly no dijo nada. Sostenía muranquila a Py y lo miraba.

El doctor Wolcott explicó.

 —Conocemos la serie dmalfuncionamientos mecánicos eléctricos que llevaron a Py a su estadactual. Podemos reproducir eso

accidentes y tensiones. Pero traerlo dvuelta es otra cosa. Quizá sea necesariun millón de pruebas y fracasos antes d

conseguir la combinación. L

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combinación que lo proyectó en otrespacio fue un accidente, perafortunadamente lo vimos, l

observamos y lo registramos. Nunca srajo a nadie de vuelta. Tenemos qurabajar en la obscuridad. Por lo tanto

sería más fácil mandarlos a ustedes a lcuarta dimensión que traer a Py a lnuestra.

Polly preguntó simple ansiosamente: —¿Veré a mi nene como es de veras

si entro en esa dimensión?

Wolcott asintió.Polly dijo: —Entonces, quiero ir.

 —Espera —dijo Peter Horn—

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Hace sólo cinco minutos que llegamoaquí y ya estás comprometiendo el restde tu vida.

 —Estaré con mi verdadero nene. Nme importa.

 —Doctor Wolcott, ¿cómo será es

dimensión? —No notarán ningún cambio. Lo

dos se verán con la misma forma y e

mismo tamaño. Pero la pirámide sconvertirá en un nene. Ustedes tendráentonces un sentido extraordinariopodrán interpretar lo que ven de otr

manera. —¿Pero no nos convertiremos e

pirámides o formas oblongas? ¿Y usted

doctor, parecerá una forma geométric

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en lugar de un ser humano? —¿Acaso un ciego que ve po

primera vez pierde la capacidad de oír

gustar? —No. —Muy bien. Entonces no piense

más en términos de sustracción. Pienseen términos de adición. Ustedes ganaalgo. No pierden nada. Saben cómo e

un ser humano, ventaja que Py no tienporque mira desde su propia dimensiónCuando lleguen «allá», podrán ver adoctor Wolcott como ambas cosas: un

forma geométrica abstracta o un sehumano, eso depende de ustedesProbablemente se convertirán e

filósofos. Pero hay otra cosa.

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 —¿Qué? —Para todos los demás en el mundo

usted, su mujer y su hijo tendrán e

aspecto de formas abstractas. El nene eun triángulo. Su mujer quizá una formoblonga. Usted un sólido hexagona

Será el mundo el que se impresionaráno ustedes.

 —¿Seremos monstruos?

 —Serán monstruos. Pero no lsabrán. Tendrán que llevar una vidrecluida.

 —Hasta que usted encuentre un

manera de sacarnos a los tres… —Así es. Pueden pasar diez, veint

años. No se los recomendaría, los do

pueden volverse locos sintiéndose así

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separados, diferentes. Si hay en ustedeun atisbo de paranoia, se manifestaráUstedes son los que deciden, po

supuesto.Peter Horn miró a Polly, y ella l

miró a su vez gravemente.

 —Iremos —dijo Peter Horn. —¿A la dimensión de Py? —dij

Wolcott.

 —A la dimensión de Py.Se levantaron de las sillas. —¿Está seguro, doctor, de que n

perderemos ningún otro sentido? ¿Podr

usted entendernos cuando le hablemosEl habla de Py es incomprensible.

 —Py habla así porque así le llega l

que decimos a través de esa

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dimensiones. Py imita el sonido. Cuandustedes estén allí y me hablen, hablaráperfecto inglés, porque saben cómo. La

dimensiones tienen que ver con losentidos, el tiempo y el conocimiento.

 —¿Y qué pasará con Py, cuand

leguemos a esos estratos de existencia¿Nos verá enseguida como humanos recibirá un golpe? ¿No será peligroso?

 —Es tan pequeño. Las cosas todavíno están para él demasiado establecidasTendrá una pequeña impresión, pero loolores de ustedes serán los mismos,

as voces tendrán el mismo timbre altura y ustedes serán igualmentcordiales y afectuosos, que es lo má

mportante de todo. Se entenderán mu

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bien con él.Horn se rascó la cabeza lentamente. —Parece una vuelta tan larga par

legar a donde queremos ir —suspiró—Quisiera poder tener otro chico olvidar del todo a Py.

 —Este nene es el que cuenta. Matrevería a decir que Polly no quierningún otro, ¿no es cierto, Polly?

 —Este nene, este nene —decíPolly.Wolcott echó a Peter Horn un

mirada intencionada. Horn la interpret

correctamente. Este nene o no había máPolly. Este nene o Polly se pasaría eresto de la vida en una habitació

ranquila, contemplando el vacío.

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Avanzaron juntos hacia la máquina. —Supongo que lo puedo soportar, s

ella puede —dijo Horn, tomándola de l

mano—. Ya hace muchos años qurabajo duro y parejo, quizá se

divertido retirarme y convertirme en un

abstracción, para cambiar. —Les envidio el viaje, para deci

verdad —dijo Wolcott, ajustando l

vasta máquina obscura—. No les ocultque como resultado de haber ido «allá»muy bien pueden escribir un tomo dfilosofía que les moverá el piso

Dewey, Bergson, Hegel o cualquiera dos otros. Quizá «vaya» a visitarlos u

día.

 —Será bienvenido. ¿Qu

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necesitamos para el viaje? —Nada. Sólo acostarse en esa

mesas y quedarse quietos.

Un zumbido llenó la habitación. Usonido de potencia y energía y calor.

Tendidos sobre las mesas

eniéndose de las manos, estaban Polly Peter Horn. Una doble campana negrbajó sobre ellos. Los dos quedaron

obscuras. Desde algún punto lejano dehospital un reloj parlante daba la hora«Tictac, las siete, tictac, las siete», y lvoz se desvanecía en una dulce canción

El zumbido bajo se hizo más fuerteLa energía oculta, cambiantecomprimida, vibraba en la máquina.

 —¿Hay algún peligro? —gritó Pete

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Horn. —¡Ninguno!La energía chillaba. Los átomo

mismos de la habitación se dividierounos contra otros, en campos extranjero  enemigos. Horn abrió la boca par

gritar. El interior se le volvió piramidaloblongo, en medio de terriblenfluencias eléctricas. Sintió una energí

que empujaba, succionaba, exigíaaferrándose al cuerpo. La energía gemíase escondía y sufría en la habitaciónLas dimensiones de la campana negra s

e estiraban sobre el torso, empujándolen planos salvajes de incomprensión. Esudor que le brotaba de la cara no er

sudor sino una pura esenci

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dimensional. Sentía los miembrodislocados, descuartizados, golpeadossúbitamente presos. Empezó a derretirs

como cera fundida.Un sonido de golpeteo, d

deslizamiento.

Horn pensó rápidamente pero cocalma. ¿Cómo será en adelante, Pollyo y Py en casa, y la gente que viene

una fiesta? ¿Cómo será?De pronto supo cómo sería y la ideo llenó de pavor y de un sentimiento d

fe crédula y de tiempo. Vivirían en l

misma casa blanca sobre la mismranquila y verde colina, con un seto altodo alrededor para defenderlos de lo

curiosos. Y el doctor Wolcott iría

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visitarlos, dejaría el vehículo en el patinterior, subiría las escaleras, y en l

puerta lo recibiría un alto y delgad

Rectángulo Blanco con un martini secen la mano serpentina.

Y en una reposera, en medio de l

habitación, estaría sentado un OblongBlanco Sal con un libro de Nietzschabierto, leyéndolo y fumando en pipa. Y

en el suelo andaría dando vueltas Py. Yconversarían y llegarían otros amigos el Oblongo Blanco y el RectángulBlanco se reirían y bromearían

ofrecerían pequeños sandwiches y mábebidas y pasarían una buena noche drisas y charla.

Sería así.

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Clic.El zumbido se detuvo.La campana se levantó sobre Horn.

Todo había terminado.Estaban en otra dimensión.Oyó gritar a Polly. Había mucha luz

Horn se deslizó de la mesa, y se quedpestañeando. Polly corría; se detuvo evantó algo del suelo.

Era el hijo de Peter Horn. En lobrazos de Polly, un niño de cara rosad  ojos azules boqueaba, pestañeaba

gimoteaba.

La forma piramidal habídesaparecido. Polly lloraba dfelicidad.

Peter Horn atravesó la habitación

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emblando, tratando de sonreír éambién, de sostener a Polly y al niño

ambos al mismo tiempo, y de llorar co

ellos. —¡Bueno! —dijo Wolcot

retrocediendo. Durante un rato no s

movió. No hacía más que observar aOblongo Blanco y al delgadRectángulo Blanco que sostenía a l

Pirámide Azul en el extremo opuesto da habitación. Un ayudante entró por lpuerta.

 —Shhh —dijo Wolcott, la man

sobre los labios—. Querrán estar soloun rato. Venga.

Tomó del brazo al ayudante

cruzaron en puntas de pie la habitación

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La puerta se cerró y el RectángulBlanco y el Oblongo Blanco ni siquiermiraron.

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Las mujeres

ERA COMO SI UNA LUZ entrara en un

habitación verde.El océano ardía. Una fosforescenciblanca se agitaba como una bocanada dvapor en la mañana del mar otoñasubiendo. De la garganta de algún ocultabismo del mar subieron burbujas.

Como una luz en el invertido ciel

verde del mar, la criatura despertabaanimándose. Era vieja y hermosaLlegaba de las profundidades, indolente

Una caracola, una gavilla, una burbuja

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un resplandor, un murmullo, un arroyoSuspendidas en las profundidadeabisales había ramas de cora

escarchado, como cerebros, pepitacomo ojos de algas amarillas, hierbasueltas como cabellos. Crecida con la

mareas, crecida con las edades, juntad atesorada y acumulada en identidade

de sí misma y polvo antiguo, tinta d

calamar y todas las bagatelas del mar.Y ahora tenía conciencia.Era una resplandeciente inteligenci

verde, respirando en el mar otoñal. N

enía ojos pero veía, no tenía oídos peroía, no tenía cuerpo pero sentía. Era demar. Y por ser del mar era femenina.

 No se parecía nada a un hombre o

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una mujer. Pero tenía maneras de mujersedosas, astutas, escondidas maneras. Smovía con una gracia de mujer. Tení

odas las cosas malas de las mujerevanas.

Aguas obscuras pasaban a lo largo

a través y se mezclaban con extrañorecuerdos en su camino a las corrientedel golfo. En el agua había gorros d

carnaval, cornetas, serpentinas, confetpasaban a través de esa floreciente masde largo pelo verde como el viento ravés de un árbol viejo. Peladuras d

naranja, manteles, papeles, cáscaras dhuevo y restos quemados de hogueranocturnas en las playas: toda la resac

de gentes altas y descarnadas, a l

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espera en las arenas solitarias de laslas continentales, gentes de ciudade

de ladrillo, gentes que chillaban e

demonios de metal por carreteras dcemento, y desaparecían.

Se levantó suavemente, rielando

espumosa, en el aire frío de la mañanaHabía pasado mucho tiempo crecienden la obscuridad, y ahora se dejab

levar por la marejada.Vio la orilla.El hombre estaba allí.Era moreno, fuerte de piernas

corpulento.Hubiera debido ir todos los días a

agua, a bañarse, a nadar, Pero nunca s

había movido. Había una mujer en l

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arena con él, una mujer con traje dbaño negro, tendida a su lado charlandranquilamente, riendo. A veces s

omaban de las manos, a veceescuchaban una maquinita sonora qusintonizaban y de la que salía música.

La fosforescencia se quedranquilamente suspendida en las olas

Era el fin de la temporada. Todo estab

cerrándose.Cualquier día el hombre podía irse no volver más.

Hoy debía entrar en el agua.

Estaban tendidos en la arenasintiendo el calor. La radio funcionabsuavemente y la mujer del traje de bañ

negro se agitó espasmódicamente, co

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os ojos cerrados.El hombre no levantó la cabeza de

musculoso brazo izquierdo, que l

servía de almohada. Bebió el sol con lcara, la boca abierta, la nariz.

 —¿Qué pasa? —preguntó.

 —Un mal sueño —dijo la mujer deraje de baño negro.

 —¿Sueños de día?

 —¿Nunca sueñas por la tarde? —No sueño nunca. Nunca en mi vidhe tenido un sueño.

La mujer estaba tendida, los dedo

crispados. —Dios mío, un sueño horrible. —¿Qué era?

 —No sé —dijo ella, y realmente n

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o sabía. Era tan malo que lo habíolvidado. Ahora, con los ojos cerradosrataba de acordarse.

 —Era sobre mí —dijo éperezosamente, estirándose.

 —No.

 —Sí —el hombre sonreía—. Yo mhabía ido con otra mujer, era eso.

 —No.

 —Insisto. Yo me había ido con otrmujer, y tú nos descubrías. Todo un líoA mí me pegaban un tiro o algo por eestilo.

La mujer se estremecinvoluntariamente.

 —No hables así.

 —Vamos a ver. ¿Con qué clase d

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mujer estaba? Los caballeros laprefieren rubias, ¿no es así?

 —Por favor, no bromees. No m

siento bien.El hombre abrió los ojos. —¿Te ha afectado tanto?

Ella asintió. —Cuando sueño así de día, m

deprime terriblemente.

 —Lo lamento —el hombre le toma mano—. ¿Puedo traerte algo? —No. —¿Un helado de crema? ¿D

chocolate? ¿Un refresco? —Eres un encanto, pero no. Se m

pasará. Es que los últimos cuatro día

no me he sentido bien. No como

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comienzos del verano. Algo ha pasado. —No entre nosotros. —Oh, no, claro que no —dijo ell

rápidamente—. ¿Pero no sientes que veces los lugares cambian? Incluso algcomo el muelle cambia y los tiovivos

odo eso. Hasta las salchichas tieneotro gusto esta semana.

 —¿Qué quieres decir?

 —Tienen gusto a viejo. Es difícil dexplicar, pero he perdido el apetito desearía que estas vacaciones hubieraerminado. Lo que más quisiera e

volver a casa. —Mañana es el último día. Ya sabe

cuánto significa para mí esta seman

extra.

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 —Trataré. Si este lugar no estuvieran raro y cambiado. No sé. Pero d

pronto siento que quisiera levantarme

correr. —¿Por el sueño? De pronto yo y m

rubia muertos.

 —No. ¡No hables así de morir! —Lmujer estaba tendida muy cerca—. Spor lo menos supiera qué fue.

 —Vamos —el hombre la acarició—Yo te protegeré. —No soy yo, eres tú —le murmur

ella al oído—. Tuve la impresión de qu

estabas cansado de mí y te ibas. —No lo haría. Te quiero. —Soy una tonta —ella trató d

reírse—. Dios mío, qué tonta soy.

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Se quedaron quietos, el sol y el cielsobre ellos como una tapa.

 —Sabes —dijo él, pensativo—, y

ambién tuve un poco la mismmpresión de que hablas. Este lugar h

cambiado. Hay algo diferente.

 —Me alegra que tú también lo hayasentido.

El hombre sacudió la cabeza

soñoliento, sonriendo suavementecerrando los ojos, bebiendo el sol. —Los dos locos. Los dos locos —

murmuró—. Los dos.

El mar llegó a la orilla tres vecessuavemente.

Avanzaba la tarde. El sol daba a

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cielo un golpe de soslayo. Los yates sbamboleaban blancos de calor resolana en las olas del puerto. Olore

de carne frita y cebolla dorada llenabael aire. La arena susurraba y se movícomo una imagen en un vasto espej

derretido.La radio portátil murmurab

discretamente. El hombre y la muje

parecían flechas obscuras sobre la arenblanca. No se movían. Sólo lopárpados les temblaban, conscientessólo los oídos estaban alertas. Una

otra vez las lenguas se les deslizaropor los labios calcinados. Furtivagotitas de humedad les aparecían en l

frente, y el sol las hacía desaparecer.

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El hombre alzó la cabeza, ciegoatento al calor.

La radio suspiraba.

Apoyó la cabeza un minuto.La mujer lo sintió levantarse d

nuevo. Abrió un ojo y lo vi

descansando en un codo y mirandalrededor el muelle, el cielo, el agua, larena.

 —¿Qué pasa? —preguntó. —Nada —dijo él, tendiéndose dnuevo.

 —Algo pasa.

 —Me pareció oír algo. —La radio. —No, no en la radio. Otra cosa.

 —La radio de otro.

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El hombre no contestó. La mujesintió que el brazo de él se ponía tenso se aflojaba, se ponía tenso y se aflojaba

 —Diablos —dijo el hombre—. Ahestá de nuevo.

Los dos se quedaron escuchando.

 —No oigo nada… —¡Shhh! —hizo él—. Por el amo

de Dios…

En la orilla rompían las olasespejos silenciosos, montones de vidrifundido, susurrante.

 —Alguien está cantando.

 —¿Qué? —Juraría que había alguie

cantando.

 —Tonterías.

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 —No, escucha.Así estuvieron un rato. —No oigo nada —dijo ella

poniéndose muy fría.El hombre estaba de pie. No habí

nada en el cielo, nada en el muelle, nad

en la arena, nada en los puestos dsalchichas. El silencio crecía y el vientsilbaba en los oídos, un viento que s

peinaba en la luz, soplándoles el vellde los brazos y las piernas.El hombre dio un paso hacia el mar. —¡No! —dijo ella.

El hombre la miró de un modo rarocomo si ella no estuviera. Siguiescuchando.

La mujer se volvió hacia la radi

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portátil y la puso a todo volumen. Esonido estalló en palabras, ritmo melodía:

 —  Encontré una nena de un milló

de dólares…El hombre puso cara de enojo

evantó bruscamente una mano abierta. —Apágala. —¡No, me gusta! —dijo ella

Aumentó el volumen. Hizo chasquear lodedos, meciendo vagamente el cuerporatando de sonreír.

Eran las dos.El sol evaporaba las aguas. E

antiguo muelle se dilataba en el calo

con un fuerte gruñido. Los pájaros s

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sostenían en el cielo caliente, incapacede moverse. El sol golpeaba en loverdes licores que borboteaba

alrededor del muelle; golpeabaapresaba y bruñía una perezosa blancurque flotaba en las olitas de la orilla.

La blanca espuma, la rama de coraescarchado, la pepita de alga bronceadael polvo de la marea descansaban en e

agua, esparciéndose.El hombre moreno seguía tendido ea arena, junto a la mujer del traje d

baño negro.

La música se levantaba como brumdel agua. Era una música susurrante dondas profundas y años pasados, de sa

  viajes, de rarezas aceptadas

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familiares. La música sonaba como eagua en la orilla, la lluvia que cae, emovimiento de unos miembros suaves e

os abismos. Era una voz perdida en eiempo, cantando en una honda caracola

El silbido y el suspiro de las mareas e

as bodegas abandonadas de barcos desoros. El sonido del viento en u

cráneo vacío, sobre la arena calcinada.

Pero la radio sobre la manta, en lplaya, sonaba más alto.

La fosforescencia, liviana como un

mujer, se hundía, cansada, ocultándoseSólo unas pocas horas más. Podían irsen cualquier momento. Si por lo meno

él viniera, un instante, sólo un instante

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La bruma se agitó silenciosa en el aguamuy abajo, sintiendo aún la presencia da cara y el cuerpo del hombre

Sintiendo al hombre apresado, sujetomientras se hundían diez brazas, por ucanal que los llevaba caracoleando

girando con ademanes frenéticos a laprofundidades de un golfo oculto en emar.

El calor del cuerpo del hombre, eagua que se incendiaba con ese calor, a rama de coral escarchado, el polv

enjoyado, la bruma salada, alimentad

por el aliento cálido que le brotaba ahombre de los labios abiertos.

Las olas se llevaban los suaves

cambiantes pensamientos a las agua

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bajas, tibias como el agua del bañcalentado por el sol de las dos de larde.

 No debe irse. Si se va ahora, n

volverá.

 Ahora. La fría rama de coral flotaba

flotaba. Ahora. Llamaba a través de loespacios calientes, el aire inmóvil en ecomienzo de la tarde. Ven al agua

hora, decía la música. Ahora.La mujer del traje de baño negrmovió la perilla.

 —¡Atención! —exclamó la radio—

Ahora, hoy, usted puede comprar unuevo coche en…

 —¡Cristo! —El hombre se estiró

bajó el volumen estentóreo—. ¿E

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necesario que la pongas tan fuerte? —Me gusta fuerte —dijo la muje

del traje de baño negro, mirando el ma

por encima del hombro.

Las tres. El cielo era todo sol.

Transpirando, el hombre se puso dpie. —Voy a entrar —dijo. —¿Me traes una salchicha primero? —¿No puedes esperar hasta qu

salga? —Sé bueno. —La mujer hizo uno

pucheritos—. Ahora. —¿Con todo? —Sí, y trae tres.

 —¿Tres? ¡Dios, qué apetito!

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El hombre corrió al pequeño café.La mujer esperó a que se hubier

do. Entonces apagó la radio. Se qued

escuchando un largo rato. No oyó nadaMiró el agua hasta que los destellos reflejos le perforaron los ojos com

agujas.El mar se había tranquilizado. Habí

sólo una leve, lejana y fina red de olita

que devolvían el sol infinitamentrepetido. La mujer miró de soslayo emar, una y otra vez, con mala cara.

El hombre volvió saltando.

 —Maldita sea, qué caliente está larena, ¡me quema los pies! —Se echó ea manta—. ¡Cómelas!

Ella tomó las tres salchichas

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comió una lentamente. Cuando huberminado, le tendió al hombre las otra

dos.

 —Toma, termínalas. Como con loojos más que con la boca.

El hombre se tragó las salchichas e

silencio. —La próxima vez —dijo al termina

—, no pidas más de las que vas a comer

Qué desperdicio! —Toma —dijo ella, destapando uermo—, tendrás sed. Termina limonada.

 —Gracias. —El hombre bebióLuego se limpió las manos una con otr dijo—: Bueno, ahora me voy a dar un

zambullida.

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Miró ansiosamente el mar brillante. —Sólo una cosa más —dijo ella

recordándolo en ese momento—. ¿N

me comprarías un frasco de aceitbronceador? Se me acabó.

 —¿No te queda un poco en el saco?

 —Lo he gastado todo. —Preferiría que me lo hubiese

dicho cuando fui a comprar la

salchichas. Pero está bien. El hombrcorrió, dando saltos.

Cuando el hombre se fue, la muje

sacó el frasco de bronceador, medileno, destornilló la tapa, vertió eíquido en la arena, y lo cubri

subrepticiamente, mirando el mar

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sonriendo. Entonces se levantó y fue a lorilla del mar y miró, buscando lansignificantes, innumerables olitas.

 No lo tendrás, pensó. Quien quierque seas, o lo que seas, es mío y no lendrás. No sé qué está pasando; no s

nada, de veras. Todo lo que sé es questa noche a las siete nos vamos en uren. Y que no estaremos aquí mañana

De modo que te puedes quedaesperando, océano, mar, o lo qudiablos seas.

Por mucho que hagas, no puede

competir conmigo, pensó. Recogió unpiedra y la arrojó al mar.

 —¡Ahí tienes! —gritó.

El hombre estaba a su lado.

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La mujer retrocedió de un salto. —¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí

murmurando?

 —¿Ah sí? —Ella parecísorprendida de sí misma.

 —¿Dónde está el aceite bronceador

¿Me lo pones en la espalda?El hombre vertió un amarillo hilo d

aceite y le masajeó la espalda dorada

La mujer miraba el agua de vez ecuando, los ojos solapados, haciéndolgestos como si dijera: «¡Mira! ¿VesAjá!». Ronroneó como un gatito.

 —Ya está.El hombre le dio el frasco.Estaba ya metido hasta la mitad en e

agua cuando ella le gritó:

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 —¡A dónde vas! ¡Ven aquí!El hombre se volvió como si no l

conociera.

 —Por el amor de Dios, ¿qué pasa? —¡Acabas de comer las salchicha

con limonada, no puedes meterte ahor

en el mar, te darán calambres!El hombre se burló: —Cuentos de viejas.

 —Da lo mismo, vuelve a la arena espera una hora, ¿me oyes? No quierque tengas un calambre y te ahogues.

 —Ah —dijo el hombre, fastidiado.

 —Ven.La mujer se volvió y él la siguió

mirando el mar por encima del hombro.

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Las tres. Las cuatro.El cambio llegó a las cuatro y diez

Tendida en la arena, la mujer del trajde baño negro lo vio venir y sranquilizó. Las nubes había estad

agrupándose desde las tres. Ahora, euna súbita acometida, la niebla venía da bahía. Donde había hecho calor, ahor

estaba frío. Un viento sopló no se sabíde dónde. Aparecieron unas nubes máobscuras.

 —Va a llover —dijo ella.

 —Pareces encantada —observó ehombre, sentándose de brazos cruzado—. Quizá sea nuestro último día

pareces encantada porque se est

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nublando. —Los pronósticos dicen que habr

chaparrones esta noche y mañana. Quiz

sea una buena idea irse esta noche. —Nos quedaremos, por si aclara

Quiero nadar un día más, de todo

modos. Hoy aún no me metí en el agua. —Nos hemos divertido tant

charlando y comiendo, que el tiemp

pasa. —Sí —dijo él, mirándose lamanos.

La niebla se agitaba sobre la aren

en bandas suaves. —Ahí está —dijo la mujer—. ¡M

cayó una gota en la nariz!

Se rió ridículamente. Tenía los ojo

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brillantes y jóvenes otra vez. Parecícasi triunfante.

 —Linda lluvia.

 —¿Por qué estás tan encantadaEres un bicho raro.

 —Que llueva, que llueva —dijo ell

—. Bueno, ayúdame a doblar estamantas. ¡Es mejor que nos demos prisa!

El hombre recogió la manta

entamente, preocupado. —Ni siquiera he podido nadar poúltima vez. Me dan ganas de pegarmuna zambullida. —Le sonrió—. ¡U

minuto nada más! —No. —La cara de la muje

palideció—. ¡Tomarás frío y despué

endré que cuidarte!

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 —Está bien, está bien.El hombre se apartó del mar

Empezó a caer una lluvia fina. La muje

ba adelante, rumbo al hotel, cantandentre dientes.

 —¡Espera! —dijo el hombre.

La mujer se detuvo. No se volvióSólo escuchó la voz del hombre, muejos.

 —¡Hay alguien en el aguahogándose!Ella no se podía mover. Oyó los pie

del hombre que corrían.

 —¡Espérame aquí! —gritó él—Volveré enseguida! ¡Hay alguien allíMe parece que es una mujer!

 —¡Deja que los bañeros la saquen!

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 —¡No hay ninguno! ¡Terminaron lguardia, es tarde!

Corrió a la orilla, al mar, a las olas.

 —¡Vuelve! —chilló ella—. ¡No hanadie! ¡No, oh!

 —¡No te preocupes, volver

enseguida! Se está ahogando allí, ¿ves?La niebla llegó, la lluvia tamborileó

una luz blanca y relampagueante s

evantó sobre las olas. El hombre corri la mujer del traje de baño negro corridetrás, desparramando implementos dplaya, llorando, con lágrimas que l

brotaban a mares de los ojos. —¡No!Tendió las manos.

El hombre saltó dentro de una ol

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obscura que embestía.

La mujer del traje de baño negr

esperó bajo la lluvia.A las seis el sol se puso en algun

parte detrás de las nubes negras. L

luvia repiqueteaba suavemente en eagua, como un tambor distante. Debajdel mar, un luminoso movimientblanco.

La forma suave, la espuma, lhierba, las largas hebras de extraño pelverde flotaban en el agua. En e

resplandor agitado, muy abajo, estaba ehombre.

Frágil. La espuma burbujeaba

estallaba. El cerebro de cora

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escarchado golpeó un guijarro con upensamiento, que se desvanecienseguida. Hombres. Frágiles. S

rompen como muñecos. Nada, nada. Uminuto debajo del agua y se sienten mase distraen, vomitan, patalean y d

pronto se quedan ahí, sin hacer nada. Sihacer absolutamente nada. ExtrañoDecepcionante después de tantos días d

espera.¿Qué hacer con él ahora? Le cuelga cabeza, se le abre la boca, lo

párpados están flojos, los ojos mira

fijamente, la piel palidece. ¡Hombronto, despierta! ¡Despierta!

El mar se embraveció alrededor.

El hombre se mecía blandamente

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flojo, la boca abierta.La fosforescencia, la hierba de pel

verde se retiró.

El hombre se soltó. Una ola ldevolvió a la orilla silenciosa. A lmujer que lo estaba esperando bajo l

luvia fría.La lluvia caía como un diluvio sobr

as aguas negras.

A la distancia, bajo el cielo dplomo, desde la orilla crepuscular, unmujer gritó.

Ah —el antiguo polvo se agitab

perezosamente en el agua—. ¿No ecomo una mujer? ¡Ahora ella tampoco lquiere!

A las siete la lluvia caía densa. Er

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de noche y hacía mucho frío y lohoteles a orillas del mar tuvieron quencender la calefacción.

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El motel de la GallinaInspirada

FUE DURANTE LA DEPRESIÓN, bieen lo hondo del alma vacía de lDepresión, en 1932, camino al Oeste e

un Buick 1928, cuando mi madre, mpadre, mi hermano Skip y yo llegamos o que después llamamos siempre e

Motel de la Gallina Inspirada.Era, decía mi padre, un motel sacaddirectamente del Libro de laRevelaciones. Y la extraña gallina d

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aquel motel no podía menos quanunciar las Revelaciones, escritas ehuevos, de la misma manera que u

predicador energúmeno no puede dejade enloquecerse con palabras sobrDios, el Tiempo y la Eternidad que l

suben retorciéndose por las piernasbuscando salida a través de la boca.

Algunas criaturas reciben dones par

esto, otras para aquello. Pero lagallinas son el misterio máximo, mudo bruto. Especialmente las gallinas qupiensan o intuyen mensajes caligráfico

en la cal de las cáscaras, donde duermencogida la progenie.

Apenas sabíamos aquel largo otoñ

de 1932 —mientras reventábamo

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neumáticos y arrojábamos correas dventilador como ligas perdidas por lcarretera 66— que en algún lugar no

estaban esperando aquel motel y aquellespecialísima gallina.

Iba por el camino nuestra famili

como un maravilloso nido de amistosdesprecio. Mientras sosteníamos lomapas, mi hermano y yo sabíamos qu

éramos muchísimo más listos que papápapá sabía que era más listo que mamá mamá sabía que de todos modos podí

romperle la crisma a toda la banda e

cualquier momento.Eso contribuye a la perfección.Quiero decir, una familia donde la

partes se tratan con una adecuada falt

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de respeto, puede mantenerse unida. Ecuanto existe algo por qué pelear, lgente se reúne a comer. En cuanto es

falla, la familia se desintegra.Así saltábamos de la cama cada día

apenas capaces de esperar a la estupide

que alguno pudiera decir sobre el tocindemasiado frito y los huevos revueltodemasiado crudos. Las tostadas estaba

demasiado obscuras o demasiado clarasHabía mermelada para una sola personao era de una fruta que dos de los cuatrdetestaban. Dennos un juego d

campanillas y tocaremos siempre la quno corresponde. Si papá proclamaba quseguía creciendo, Skip y yo sacábamo

a cinta métrica para probar que se habí

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de nuestro viejo Buick. Al salir de lzanja, nos descargamos a nuestra vez eun gran motel de a dólar la noche, e

Bungalow Court, un refugio de asesinodetrás de un bosque, al borde de uncantera profunda donde nuestros cuerpo

quizá aparecieran años después en efondo de un lago perdido y sin origen, pasamos la noche escuchando la lluvi

que goteaba por el tejado como por uncriba y peleando acerca de quién tenímás mantas en el lado equivocado de lcama.

El día siguiente fue todavía mejorSalimos pitando de la lluvia para caeen un calor de cuarenta grados que no

quitó la savia y el coraje, salvo par

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unas cuantas bofetadas que papdestinaba a Skip pero que aterrizaron emi cara. Hacia mediodía habíamo

rasudado el despecho y estábamopasando por un período más bierefinado aunque exhausto del insult

familiar, cuando llegamos a la granjavícola, en las afueras de AmarilloTexas.

Instantáneamente decidimoquedarnos.¿Por qué?Porque descubrimos que las gallina

andan a golpes, como los miembros duna familia, para sacarse del medio.

Vimos a un viejo que le daba u

puntapié a un gallo y sonreí

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acercándose a la portezuela del autoTodos resplandecimos. Se inclinó pardecir que alquilaba habitaciones

medio dólar por noche y que el preciera bajo porque el olor era fuerte.

Papá había perdido la tiesura

estaba hundido en un abismo de buenvoluntad, y como el sitio no parecípeor que otro para rezongar, dio vuelt

a gorra de chófer y dejó caer medidólar en moneditas. Nuestra gran expectativa no qued

defraudada. El cuarto desfalleciente a

que nos trasladamos era una maravillao sólo todos los resortes punzaba

cualquier parte del cuerpo que un

apoyara, sino que el bungalow enter

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sufría de frecuentes convulsiones. Locimientos aún estaban impresionadopor el millar de míseros invasores qu

se habían desplomado en las camaempaladoras.

Por el olor se conocía que all

habían terminado más de cuatro juergasHabía un aroma de falsa sinceridad ujuria disfrazadas de amor. Entre la

ablas del piso soplaba un vientfuertemente perfumado por las gallinaque se pasaban las noches debajo debungalow, enfermas de diarrea por tant

picotear en el licor de la bañera que scolaba a través del linólepseudooriental.

De todos modos, una vez qu

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saliendo del sol entramos allí a codazo  nos despachamos un almuerzo d

cerdo frío y porotos, con margarin

blanca que engrasaba la bajada, mhermano y yo encontramos un arroydesierto allí cerca y nos apedreamo

para refrescarnos. Esa noche fuimos apueblo, encontramos cucharagrasientas, desciframos manchas d

moscas, y luchamos con los grillos quentraban en el café para zambullirse eel caldo. En un cine de diez centavos lentrada vimos una película de gangster

con James Cagney, y despuéenderezamos hacia la granja avícolencantados de la farra y olvidados de l

Gran Depresión.

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A las once de esa calurosa nochenadie dormía en Texas. La patrona, unendeble mujer cuyo retrato había vist

o en todos los periódicos de DusBowl, gastada hasta la trama pero couna especie de frágil luz de vela en e

fondo de los ojos, se sentó a charlar conosotros sobre los dieciocho millonede desocupados y lo que podía pasa

después y a dónde íbamos y qué noreservaría el año próximo.Y fue la primera pausa fresca de

día. Un viento frío soplaba del mañana

os pusimos inquietos. Miré a mhermano, él miró a mamá, mamá miró papá, y éramos una familia, a pesar d

odo, y estábamos juntos esa noche

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rumbo a alguna parte. —Bueno…Papá sacó un mapa caminero y l

desdobló y le mostró a la patrona lo quhabía marcado con tinta roja como sfuera el territorio de nuestras cuatr

vidas, cómo viviríamos los díasiguientes, cómo sobreviviríamos, cómo conseguiríamos, tanto para dormir

anto para comer, y un sueño sipesadillas, garantizado. —Mañana —pasó el dedo manchad

de nicotina por los caminos— estaremo

en Tombstone. Al día siguiente eTucson. Nos quedamos en Tucson buscar trabajo. Tenemos diner

suficiente para dos semanas, si no

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ajustamos el cinto. Si no hay trabajo, novamos a San Diego. Tengo allí un primen la Inspección de Aduanas, en lo

muelles. Imaginemos una semana en SaDiego, tres semanas en Los ÁngelesEntonces nos quedará el dinero just

para poner rumbo a Illinois, dondpodemos recurrir a la asistencipública, o, quién sabe, quizá consiga d

nuevo el trabajo que tenía en lCompañía de Luz y Fuerza donde mdespidieron hace seis meses.

 —Ya veo —dijo la patrona.

Y veía. Porque dieciocho millonede personas habían pasado por escamino y se habían detenido allí rumb

a alguna parte, a cualquiera, a ninguna

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para volver a esa parte cualquieraninguna, de donde se habían ido lprimera vez porque no los necesitaban.

 —¿Qué clase de trabajo buscan? —preguntó la patrona.

Era un chiste. Lo supo apenas l

dijo. Papá lo pensaba y se reía. Mamse reía. Mi hermano y yo nos reíamosTodos nos reíamos juntos.

Porque nadie, desde luegopreguntaba por la clase de trabajo; ersimplemente el trabajo que hubierarabajo sin nombre, trabajo para pode

comprar gasolina y llenarse la barriga quizá, llegado el caso, comprar ucucurucho de helado. ¿Cine? Había alg

que ver una vez por mes, quizá. Además

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mi hermano y yo rondábamos por lapuertas traseras y laterales de las salaso por el subsuelo, hasta llegar a lo

palcos pasando por el foso de lorquesta o la salida de incendios. Nadpodía quitarnos las matinées del sábado

salvo Adolph Menjou.Todos dejamos de reírnos. Notand

que éste era el momento adecuado par

un acto particular, la patrona pididisculpas, salió y volvió pocos minutodespués. Traía dos cajitas de cartón gris  las sostenía como si se tratara de l

herencia de la familia o de las cenizade un tío querido. Se sentó y tuvo uargo rato las dos cajitas sobre el regaz

cubierto por el delantal, protegiéndola

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en silencio. Esperó, con ese sentidnnato del drama que tiene mucha gent

cuando es preciso detene

acontecimientos rápidos y pequeñopara que parezcan grandes.

Y de un modo extraño, nos conmovi

el silencio de la mujer, la expresión dpérdida que le asomaba a la caraPorque era una cara en la que aparecí

oda una vida de pérdida. Era una caren que lloraban unos niños nuncnacidos. O era una cara en que los niñonacidos murieron y fueron enterrados

pero no en la tierra, sino en la carne della. O era una cara en que los niñosnacidos, criados, se habían ido por e

mundo y nunca habían escrito. Era un

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cara en la que su vida y la vida de smarido y el rancho en que vivíauchaban por sobrevivir y en ciert

modo lo conseguían. El soplo de Dioamenazaba con hacerle perder el juiciopero de alguna manera, sintiendo pavo

ante la propia supervivencia, el alma da mujer estaba aún encendida.

A una cara como ésa, con tant

sentimiento de pérdida, cuandencuentra algo a que aferrarse y mirar¿cómo es posible no prestarle atención?

Porque ahora la señora tendía la

cajas y abría la pequeña tapa de lprimera.

Y dentro de la primera caja…

 —Vaya —dijo Skip—, no es má

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que un huevo… —Miren de cerca —dijo ella.Y todos miramos de cerca el huev

fresco y blanco, posado en un pequeñecho de algodón de frasco de aspirinas

 —Miren —dijo Skip.

 —Oh, sí —susurré yo—, miren.Porque en el centro del huevo, com

hendido, golpeado y formado por un

naturaleza misteriosa, se veían las asta el cráneo de un ciervo.Era delicado y bello como si u

oyero hubiese trabajado en el huevo d

alguna manera mágica, alzando el calcien surcos obedientes que formarían ecráneo y los cuernos prodigiosos. Er

por lo tanto un huevo que cualquie

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chico hubiera llevado colgadorgullosamente del cuello, o hubiesquerido mostrarlo en la escuela, dejand

boquiabiertos a los amigos. —Este huevo —dijo la patrona—

fue puesto, así dibujado, hac

exactamente tres días. Nuestros corazones latieron una

dos veces. Abrimos la boca para hablar

 —Es…La señora cerró la caja. Con lo cuanosotros cerramos la boca. Respiró unvez profundamente, con los ojo

entornados, y luego abrió la tapa de lsegunda caja.

Skip exclamó:

 —Apuesto a que sé lo que…

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Las conjeturas de Skip hubieran sidcorrectas.

En la segunda caja, revelado ahora

había un segundo huevo grande sobralgodón.

 —Aquí tienen —dijo la patrona de

motel y del criadero de pollos, en medide las tierras, debajo de aquel cielo quseguía interminablemente y caía sobre e

horizonte en otras tierras que seguíanterminablemente con más cielencima.

Todos nos inclinamos hacia adelant

para mirar.Porque había en este huevo palabra

escritas con un trazo de calcio blanco

como si el sistema nervioso de l

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gallina, movido por extrañaconversaciones nocturnas que sólo ellpodía oír, hubiese estampado en l

cáscara, con dificultad, una inscripcióno muy clara.

Y las palabras que vimos en e

huevo decían:

DESCANSA EN PAZ. LA

PROSPERIDAD SE AVECINA.

Y de pronto hubo una gran calma.

Habíamos empezado a hacepreguntas sobre el primer huevouestras bocas se habían abierto par

preguntar: ¿Cómo puede un pollo, en s

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pequeño interior, hacer marcas en lcáscara? ¿La maquinaria de relopulsera de la gallina sufrió l

ntromisión de influencias exteriores¿Había usado Dios ese pequeño simple animalito como pizarrón d

espiritistas, deletreando formascontornos, reconvencionesrevelaciones?

Pero ahora, con el segundo huevahí delante, nos quedamos pasmadoscon las bocas cerradas.

DESCANSA EN PAZ. LAPROSPERIDAD SE AVECINA.

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Papá no podía sacar los ojos dehuevo.

 Ninguno podía.

 Nuestros labios se movieron por finpronunciando palabras sin sonido.

Papá miró una vez a la patrona. Ell

o contempló a su vez con una miradque era tan calma, tranquila y honradcomo eran largas, calientes, vacías

secas las llanuras de alrededor. La lude cincuenta años se consumió floreció allí; la mujer no se quejó nexplicó. Había encontrado un huev

debajo de una gallina. Aquí estaba ehuevo. Mírenlo, decía la cara de lmujer. Lean las palabras. Vamos… po

favor… léanlas de nuevo.

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Al fin papá se volvió lentamentealejándose. Desde la puerta de alambrmiró hacia atrás y los ojos l

pestañearon rápidamente. No se llevó lmano a los ojos, pero los tenía húmedosbrillantes y nerviosos. Luego salió po

a puerta y bajó los escalones y echó andar entre los viejos bungalows, coas manos metidas en los bolsillos.

Mi hermano y yo seguíamocontemplando ese huevo, cuando lpatrona cerró la tapa cuidadosamente, spuso de pie y fue hacia la puerta. L

seguimos en silencio.Afuera encontramos a papá de pie e

el último sol y la primera luna, junto a

cerco de alambre. Todos echamos un

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mirada a diez mil gallinas que virabapara aquí y para allá en olassúbitamente aterradas por el viento

desconcertadas por las sombras de lanubes o por los perros que ladraban allen la pradera o por un auto solitario qu

avanzaba por el alquitrán caliente decamino.

 —Miren —dijo la patrona—. Ah

está.Señaló el mar de aves errabundas.Vimos miles de gallina

atropellándose, oímos miles de voces d

aves que se alzaban de pronto, y sdesvanecían de pronto.

 —Allí está mi preferida, allí está m

preciosa. ¿La ven?

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Extendió la mano con calmamoviéndola lentamente para señalar ungallina especial entre las diez mil. Y e

alguna parte de todo aquel barullo… —¿No es magnífica? —dijo nuestr

patrona.

Miré, en puntas de pies, de soslayoMe quedé mirando intensamente.

 —¡Ahí! Me parece… —exclamó m

hermano. —La blanca —suplicó la patrona—con manchas jengibre.

La miré. La mujer parecía mu

serena; conocía a su gallina, conocía erostro de su amor. Aunque npudiéramos encontrarla y verla, l

gallina estaba allí, como el mundo y e

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cielo, un hecho pequeño que era bastantmportante.

 —Allí —dijo mi hermano y s

detuvo, confundido—. No, allí. ¡Noespera… más allá!

 —¡Sí —dije—, lo veo!

 —¡La, retardado! —¡La veo! —dije.Y por un breve instante creí que veí

a una gallina entre muchas, un avcorpulenta más blanca que el resto, márolliza que el resto, más feliz que eresto, más veloz, más juguetona y que s

pavoneaba con cierto orgullo. Era comsi el mar de criaturas se dividiera antnuestra mirada bíblica para mostrarnos

sola entre islas de sombra lunar sobre l

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hierba caliente, un ave únicnmovilizada, un instante antes que e

último ladrido de un perro y el escap

de un auto que sonó como un tiroaterraran y desparramaran a las aves. Lgallina había desaparecido.

 —¿La vieron? —preguntó lpatrona, asida al alambrado, buscandsu amor perdido en el desbande d

gallinas. —Sí. —No pude ver la cara de mpadre, si estaba serio o si sonreísecamente en secreto—. La vi. Mi

padres volvieron al bungalow. Pero lpatrona, Skip y yo nos quedamos junto aalambrado sin decir nada, sin señala

siquiera nada más, durante por lo meno

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otros diez minutos. Entonces fue emomento de irse a la cama.

Estuve totalmente despierto junt

con Skip. Porque recordaba todas laotras noches en que papá y mamcharlaban y a nosotros nos gustab

oírlos charlar de cosas de gente mayor de lugares de gente mayor, mamá qupreguntaba preocupada y papá qu

contestaba, preciso, seguro, tranquilo sereno. Vaso de Oro, Final de Arco IrisYo no creía en eso. Tierra de Miel Leche. Yo no creía en eso. Habíamo

do demasiado lejos y habíamos vistdemasiado como para que yo creyera…pero…

Algún Día Mi Barco Vendrá…

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Yo creía en eso.Cuando lo oía a papá decirlo, la

ágrimas me brotaban de los ojos. Y

había visto barcos como ése en el lagMichigan en las mañanas de veranolegando de las fiestas acuáticas

colmados de gente alegre, confeti en eaire, trompetas; y en mis sueñoprivados, proyectados en la pared de m

dormitorio durante noches incontablesallí estábamos en la cubierta, mamápapá, Skip y yo, y el barco enormeblanco como la nieve, llegaba co

millonarios en las cubiertas superiores  los millonarios no arrojaban confet

sino billetes y monedas de oro tod

alrededor en una lluvia repiqueteante

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así que bailábamos para atrapar esquivar y gritar «¡Ay!» cuando nogolpeaban en las orejas unas moneda

especialmente furiosas o nos reíamoamidos por una racha nevada d

dinero…

Mamá preguntaba, papá respondíaY en la noche, Skip y yo íbamos en emismo sueño a esperar en un muelle.

Y esa noche, acostado en la camadespués de un largo rato dije: —Papá, ¿qué significa? —¿Qué significa qué? —dijo papá

allí en la obscuridad con mamá. —El mensaje del huevo. ¿Signific

el Barco? ¿Llegará pronto?

Hubo un largo silencio.

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 —Sí —dijo papá—. Significa eso.dormir, Doug.

 —Sí, papá.

Y me volví llorando.

Salimos de Amarillo a las seis de l

mañana siguiente para esquivar el calora primera hora no dijimos nada porquno estábamos despiertos; la segundhora no dijimos nada porque estábamopensando en la noche pasada. Yentonces al fin el café de papá empezó evantarle el ánimo y dijo:

 —Diez mil.Esperamos a que siguiera y lo hizo

meneando la cabeza lentamente:

 —Diez mil gallinas estúpidas. Y

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una, a una cualquiera, se le ocurrgarabatearnos una nota.

 —Papá —dijo mamá.

Y la inflexión de su voz decía: «No crees de verdad, ¿no es cierto?».

 —Sí, papá —dijo mi hermano con l

misma voz, con la misma débil crítica. —Es como para pensarlo —dij

papá, los ojos clavados en el camino

conduciendo con soltura, las manos en evolante sin aferrarse a él, gobernandnuestra pequeña balsa en el desiertoDetrás de la colina había otra colina

detrás de ésa otra colina, ¿pero detráde ésta…?

Mamá miró a papá a la cara y n

uvo el coraje de llamarlo, como un rat

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antes. Miró al camino y dijo de modque apenas pudiéramos oírle:

 —¿Cómo era que decía?

Papá nos hizo dar una larga vuelta ea carretera desierta hacia White Sands después se aclaró la garganta y aclar

un espacio en el cielo de adelantemientras conducía, y dijo, recordando:

 —Descansa en paz. La prosperida

se avecina.Dejé pasar otro kilómetro antes ddecir:

 —¿Cuánto… eh… cuánto vale u

huevo así, papá? —No hay precio humano para un

cosa así —dijo papá, sin mirar haci

atrás, conduciendo hacia el horizonte

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endo sencillamente adelante—Muchacho, no puedes decir el precio dun huevo como ése, puesto por un

gallina inspirada en el Motel de lGallina Inspirada. Dentro de unos añoo llamaremos así: El Motel de l

Gallina Inspirada.Seguimos a un ritmo parejo d

sesenta kilómetros por hora en el calor

el polvo del día subsiguiente.Mi hermano no me pegó, yo no lpegué a mi hermano, cuidadosasecretamente, justo hasta antes d

mediodía en que nos bajamos a regar laflores al costado del camino.

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Viento de Gettysburg

AQUELLA NOCHE A LAS OCHO

media oyó desde el vestíbulo el fuertestampido que venía del teatro.Un petardo, pensó. Uno. Un disparoMomentos después oyó el ascenso

a caída de las voces como un océansorprendido a la vista de la tierra, quo detiene en seco. Una puerta se golpeó

Unos pies corrieron.Por la puerta de la oficina irrumpi

un acomodador que echó una velo

mirada en torno, como si estuvier

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ciego, la cara pálida, la boca ensayandpalabras que no salían.

 —Lincoln… Lincoln…

Bayes miró desde el escritorio. —¿Qué pasa con Lincoln? —Lo… lo han baleado.

 —Como chiste está bien. Vamos… —Baleado, ¿no entiende?, baleado

Baleado de verdad. ¡Baleado po

segunda vez!El acomodador salió tambaleándoseapoyándose en la pared.

Bayes se puso de pie.

 —Ah, Cristo…Salió corriendo y dejó atrás a

acomodador, que sintiéndolo pasar ech

ambién a correr.

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 —No, no —dijo Bayes—. No hocurrido. No. No es posible. No, npudo…

 —Baleado —dijo el acomodador.Cuando daban la vuelta por e

corredor, las puertas del teatro s

abrieron de par en par y una multituconvertida en tumulto gritaba, chillabaaullaba o simplemente aturdida decía:

 —¿Dónde está? —¡Ahí! —¿Es él? —¿Dónde?

 —¿Quién fue? —¿Fue él? ¿Él? —¡Sujétenlo!

 —¡Vigilen!

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 —¡Párenlo!Dos guardias de seguridad entraro

ropezando, empujados, atropellados

ironeados de aquí para allá, y entre lodos un hombre que luchaba por librarsde los cuerpos, de las manos que l

nmovilizaban, y ahora de los puños quse alzaban y caían. La gente lironeaba, lo punzaba, le pegaba, l

golpeaba con paquetes o frágilesombrillas que se astillaban comcometas de papel en una tormenta. Lamujeres giraban en círculos ciegos

buscando amigos perdidosloriqueando. Los hombres gritaba

empujándose para llegar al centro de lo

empujones y los tironeos y los guardia

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rechazados hacia atrás junto al hombrasaltado que ahora se cubría la carcortada con los dedos extendidos.

 —Ah, Dios, Dios —Bayes se quedhelado, empezó a creer. Contempló lescena. Después saltó hacia adelante—

Por aquí! ¡Por atrás! ¡Despejen! ¡AquíAquí!

Y de algún modo había ahora un

brecha en la multitud, una puerta sabrió crujiendo para dejar pasar lcarne, y luego se cerró de golpe.

Afuera el tropel martilleaba

amenazando con maldiciones calamidades nunca oídas antes. Toda lestructura del teatro se estremeció co

esos enmudecidos lamentos, gritos

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perspectivas de condenación.Bayes contempló un largo rato l

falleba de la puerta que se sacudía

giraba, la cerradura rechinante; luegopor encima de los guardias, miró ahombre hundido entre ellos.

De pronto, dio un salto atrás, comsi una verdad aún más reciente hubierestallado allí en el pasillo.

Obscuramente sintió que el zapatzquierdo golpeaba algo que se retorcíescurriéndose como una rata que spersigue la cola a lo largo de l

alfombra, debajo de los asientos. Sagachó para dejar que la mano buscara ciegas, a tientas, y encontrara la pistol

odavía tibia, y, después de mirarla

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ncrédulo, se la metió en el bolsillo da chaqueta mientras retrocedía por e

pasillo. Pasó medio minuto antes que s

obligara a volverse y a enfrentar enevitable escenario y a aquella figur

en el centro.

Abraham Lincoln estaba sentado ea silla tallada de alto respaldo, l

cabeza inclinada hacia adelante en u

ángulo insólito. Los ojos desorbitadomiraban la nada. Las grandes manos ldescansaban apenas en los brazos desillón, como si fuera a moverse e

cualquier momento, levantándose dando por terminada esta tristsituación.

Empujado como por una onda d

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agua fría, Bayes subió los escalones. —¡Las luces, maldición! ¡Más luz!En alguna parte un técnico invisibl

recordó para qué servían loconmutadores. Una especie de albalumbró el obscuro lugar.

Bayes, en la plataforma, dio unvuelta alrededor del hombre del sillón se detuvo.

Sí. Allí estaba. Un agujero neto dbala en la base del cráneo, detrás de loreja izquierda.

 — Sic semper tyrannis  —murmur

una voz en alguna parte.Bayes levantó la cabez

bruscamente.

El asesino, sentado ahora en l

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última fila del teatro, cabizbajo, persintiendo la preocupación de Bayeacerca de Lincoln, le habló al suelo, y s

habló a sí mismo: — Sic…Calló. Porque algo se sacudí

violentamente allá arriba. Uno de lopuños del guardia de seguridad subiócomo si su dueño no pudier

mpedírselo. El puño, apremiantebajaba para acallar al asesino cuando… —¡Deténgase! —dijo Bayes.El puño se detuvo a mitad d

camino, luego se retiró, coléricobuscando la protección del guardia.

 Nada, pensó Bayes, no creo nada d

esto. Ni ese hombre, ni los guardias ni…

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Se volvió de nuevo para ver el agujerde bala en el cráneo del jefe asesinado.

Del agujero goteaba aceite d

máquina.De la boca de Lincoln, una lent

exudación análoga bajaba por el mentó

 las patillas para caer gota a gota en lcamisa y la corbata.

Bayes se arrodilló y apoyó el oíd

en el pecho de la figura.En el interior gemían y zumbabadébilmente ruedas, engranajes circuitos todavía intactos pero qu

funcionaban mal.Por alguna razón este sonid

sobresaltó a Bayes, que se enderezó

alarmado.

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 —¡Phipps…!Los guardias pestañearon si

entender.

Bayes hizo chasquear los dedos. —¿Phipps viene esta noche? ¡Oh

Dios, no tiene que ver esto! ¡Hagan qu

se vaya! ¡Díganle que ha habido uaccidente, sí, un accidente en lnstalación mecánica de Glendale

Muévanse!Uno de los guardias salió corriendpor la puerta.

Y viéndolo correr, Bayes pensó: po

favor, Dios, haz que Phipps se quede ecasa, haz que se mantenga aparte…

En momentos como ése lo má

extraño no era la propia vida sino la

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vidas de los otros que pasaban comrelámpagos.

Recordó aquel día, hacía cinco años

en que Phipps arrojó por primera veos bocetos, las pinturas y acuarela

sobre una mesa y anunció el Gran Plan

Y cómo todos observaron los planesuego lo miraron a Phipps y dijeron co

voz entrecortada:

 —¿Lincoln?¡Sí! Phipps se había reído como upadre que acaba de llegar de la iglesidonde un extraño ángel de l

Anunciación, en visión dulce y elevadae ha prometido un hijo especialísimo.

Lincoln. Esa era la idea. Lincol

nacido de nuevo.

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¿Y Phipps? Engendraría y a la vecriaría a ese niño robot gigantefabuloso y siempre listo.

¿No sería bueno… que pudieraquedarse en las praderas de Gettysburga escuchar, aprender, ver, asentar com

navajas el filo de las almas, y vivir ?Bayes dio una vuelta alrededor de l

figura hundida en la silla, y enumeró lo

días y recordó los años.Phipps, una noche con un cóctel ea mano, como una lente que muestra a l

vez la luz del pasado y la iluminació

del futuro: —Siempre he querido hacer un

película sobre Gettysburg y la vast

multitud reunida allí y a lo lejos en e

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borde de aquella espesa, perdidampaciente multitud adormilada por e

sol, un granjero y su hijo tratando de oír

sin oír, tratando de pescar las palabrasque el viento se lleva, salidas del altorador allí en la tribuna distante, aque

hombre delgado con el sombrero dcopa, que ahora se quita, mirando enterior como si descifrara su propi

etra garabateada, y empieza a hablar."Y este granjero, queriendo sacar su hijo del apeñuscamiento, lo alza evilo y lo sienta sobre los hombros. All

el niño, de nueve años, frágil carga, svuelve oídos, pues en realidad ehombre no puede ver ni oír sino sól

conjeturar lo que el presidente est

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diciendo allá, a través de un mar dgente, en Gettysburg, y la voz dePresidente es alta y ahora llega clara

ahora se va, apresada y dispersa pobrisas y vientos contrarios. Y ha habiddemasiados oradores antes que él y l

multitud, es toda lana arrugada y sudorciegos apretujones de ganado y codazos el granjero le pregunta al hijo sentad

ahí arriba en un susurro anhelante¿Qué? ¿Qué está diciendo? Y el chicoadeando la cabeza, inclinando la orej

aterciopelada del lado del viento

responde:"—Hace cuatro veces veinte y siet

años…

"—¿Sí?

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"—… nuestros padres trajeron…"—¡Sí, sí!"—… a este continente…

"—¿Eh?"—¡Continente! Una nueva nación

concebida en libertad y guiada por l

dea de que todos los hombres son…"Y continúa así, el viento que sopl

contra las palabras frágiles, el hombr

ejano que habla, el granjero nunccansado de esa carga, y el hijobediente recogiendo, apresando diciéndolo todo en un susurro orgulloso

 el padre que escucha los trozos suelto  pierde algunas partes y pedazo

enteros, pero al final…

"—… del pueblo, por el pueblo

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para el pueblo, no desaparecerá de lfaz de la tierra.

"El chico deja de murmurar.

"Ya está."Y la multitud se dispersa en la

cuatro direcciones.

"Y Gettysburg es historia."Y durante largo rato el padre no s

decide a dejar descender a ese traducto

del viento depositándolo en tierra, perel muchacho, cambiado, baja al fin…Bayes estaba sentado mirando

Phipps.

Phipps bebía lentamente, arrepentidde pronto de su propia locuacidad, uego respondió:

 —Nunca haré la película. ¡Pero s

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esto!Y aquél fue el momento en que sac

  desdobló los bocetos de la Phipp

Eveready Salem, Illinois, y de lSpringfield Ghost Machine, el Lincolmecánico, el sueño lubricado, plástico

electrificado, acolchado, animado parlante.

Phipps y Lincoln nacido de cuerp

entero. Lincoln. Convocado a la viddesde la tumba de la tecnologíaengendrado por un romántico, sacado a luz por necesidad, reanimado co

pequeñas descargas, con la voz prestadde un actor desconocido, a fin de vivipara siempre en ese rincón lejano de

sudoeste, en la vieja y nueva América

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Phipps y Lincoln.Y aquel fue el día, sí, de lo

primeros estallidos salvajes de risa qu

Phipps ignoraba diciendo sencillamente —Tenemos, ah, tenemos que esta

odos allí donde baja el viento d

Gettysburg. Es el único lugar donde soye.

Y compartió el orgullo con ellos. A

este hombre le confió la estructura, aquél el espléndido cráneo, otro tendríque atrapar la palabra sonora como dsesión de espiritismo mientras otro

cultivarían la preciosa piel, el pelo y lahuellas dactilares. ¡Sí, hasta había quconseguir el mismísimo tacto  d

Lincoln!

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La irrisión era, pues, el estilo dvida de esos hombres.

Abe Lincoln, nunca hablarí

realmente, todos lo sabían, ni smovería. En resumidas cuentas, lompuestos quedarían como pérdida.

Pero a medida que los meses salargaban en años, los gritos y lhilaridad se convirtieron en sonrisas d

aceptación y sonrisas que mostrabaconstantemente los dientes.Eran una banda de muchachos

miembros de una furtiva per

rritablemente alegre sociedad mortuorique se reunía a medianoche en bóvedade mármol y se dispersaba al alba en lo

cementerios.

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La Brigada de la Resurrección dLincoln fermentó y prosperó. En lugade un loco de remate, una docena d

maniáticos empezaron a saquear viejoficheros momificados y polvorientosmendigando y robando mascarilla

mortuorias, enterrando y desenterrandnuevos huesos de plástico.

Algunos recorrieron los campos d

batalla de la Guerra Civil, esperandque la historia, llevada por algún vientmatinal, les sacudiera los capotes combanderas. Algunos rondaron por lo

campos de Salem en octubre, tiesos ostados en la despedida del verano

husmeando el aire, prestando oídos

alertas a la voz no registrada de algú

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enteco abogado, anhelando oír ecosnvocando ayuda.

Y nadie más ansioso ni má

preocupado por el propio orgullpaterno que el mismo Phipps, hasta emes en que las piezas del robot fuero

dispuestas sobre unas mesas, y armada  articuladas, y se cerró la caja de l

voz, y se levantaron los párpados d

goma para meter allí los profundos ojoristes que, mirando, habían vistdemasiado. Se pusieron luego lagenerosas orejas que sólo podían oír e

iempo perdido. Las grandes manonudosas quedaron suspendidas compéndulos, para que conjeturaran es

iempo. Y después, sobre la desnude

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del hombre alto, pusieron la ropaabotonaron los botones, ataron lcorbata, todos alrededor como sastres

o, discípulos, ahora en una brillante gloriosa mañana oriental, en las colinade Jerusalén dispuestos a apartar l

piedra.Y a la última hora del último dí

Phipps los dejó afuera encerrándose co

lave mientras daba los toques finales a carne y al espíritu yacentes, y al fiabrió la puerta y no literalmente, nosino en algún sentido metafórico, le

pidió que lo alzaran sobre los hombropor última vez.

Y vio en silencio cómo Phipp

lamaba a través del viejo campo d

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batalla y más allá, diciendo que la tumbno era el lugar apropiado: levántate.

Y Lincoln, hundido en el frío

marmóreo torreón de Springfield, svolvió en sueños y soñó que despertaba

Y se levantó.

Y habló.Sonó un teléfono.Bayes se sobresaltó.

Los recuerdos desaparecieron.El teléfono del teatro zumbaba euna pared alejada del escenario.

Oh, Dios, pensó, y corrió

descolgar el teléfono. —¿Bayes? Habla Phipps. ¡Buc

acaba de llamar y me dijo que fuera par

allá! Dijo algo sobre Lincoln…

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 —No —dijo Bayes—. Ya lconoces a Buck. Debe de haber llamaddel bar más cercano. Estoy aquí en e

eatro. Todo anda bien. Uno de logeneradores se detuvo. Acabamoustamente de arreglarlo…

 —¿Entonces Lincoln está bien? —Magnífico.Bayes no podía sacar los ojos de

cuerpo hundido. Oh Cristo. Oh DiosAbsurdo. —Voy… voy para allá. —¡No, no vengas!

 —Diablos, ¿por qué gritas?Bayes se mordió la lengua, respir

hondo, cerró los ojos para no ver lo qu

había en la silla y dijo lentamente:

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 —No estoy gritando, Phipps. BuenoLas luces acaban de encenderse. Npuedo tener a la gente esperando. T

uro… —Estás mintiendo. —¡Phipps!

Pero Phipps había colgado.Diez minutos, pensó Baye

desesperado, oh Dios, estará aquí dentr

de diez minutos. Diez minutos antes quel hombre que sacó a Lincoln de lumba se encuentre con el hombre que l

ha devuelto a la tumba…

Se movió. Tuvo la idea insensata dvolver a bambalinas, poner en marchas cintas, ver qué parte de la criatur

caída reaccionaba, qué miembros s

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agitaban, qué parte permanecídormida… Más locura. Habría tiemppara eso mañana.

Ahora sólo había tiempo para emisterio.

Y el misterio era el hombre sentad

en la tercera butaca de la última fila.El asesino… porque era un asesino

¿no lo era acaso? El asesino, ¿qué air

enía?Le había visto la cara unomomentos antes, ¿no? ¿Y no era una carsalida de un viejo, familiar, desvaído

arrumbado daguerrotipo? ¿Bigotpoblado, ojos obscuros y arrogantes?

Lentamente Bayes bajó de

escenario. Lentamente avanzó por e

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pasillo y se detuvo, mirando a aquehombre que apoyaba la cabeza en unodedos como garras.

Bayes inhaló y luego exhalentamente una pregunta en tre

palabras:

 —¿El señor… Booth?El hombre extraño y distraído s

puso rígido, luego se estremeció y dej

salir un susurro terrible: —Sí…Bayes esperó, y al fin se atrevió

preguntar:

 —¿El señor… John Wilkes Booth?Al oír esto el asesino rió entr

dientes. La sonrisa se apagó en un

especie de graznido seco.

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 —¿Qué? —… nada. —¡Atrévase a decirlo de nuevo!

 —Porque —dijo Booth, la cabezgacha, medio escondida, ya iluminadaa obscura, sacudido por emociones qu

entraban y salían, y que Booth sentísólo cuando venían, se iban, se alzabanse desvanecían en ladridos de risas

uego silencio—. Porque… es la verda—despavorido, susurró, frotándose lamejillas—. Lo hice. En realidad lo hice

 —¡Canalla!

Bayes tenía que seguir caminandodando vueltas, bajando por los pasilloscirculando, temeroso de detenerse

emeroso de correr y golpear y golpear

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ese genio estúpido, a ese brillantasesino…

Booth lo vio y dijo:

 —¿Qué está esperandoTerminemos.

 —¡No, seré…! —Bayes se contuv

 el aullido descendió hasta convertirsen una calma monótona—. No seruzgado como asesino por haber matad

a un hombre que mató a otro hombre quno era en realidad un hombre sino unmáquina. Ya es bastante haber baleaduna cosa que parece viva. No quiero qu

un juez o un jurado traten de imaginauna ley para un hombre que mata porquhan disparado contra una computador

humanoide. No repetiré la estupidez d

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usted. —Lástima —gimió el hombr

lamado Booth, y al decirlo, la luz se l

fue de la cara. —Hable —dijo Bayes, mirando

ravés de la pared, imaginando lo

caminos nocturnos, Phipps en el coche el tiempo corriendo—. Tiene cincminutos, quizá más, quizá menos. ¿Po

qué lo hizo, por qué? Empiece por algoEmpiece por el hecho de que es usted ucobarde.

Esperó. El guardia de segurida

esperaba detrás de Booth, moviendncómodo los pies y haciendo crujir lo

zapatos.

 —Cobarde, sí —dijo Booth—

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¿Cómo lo supo? —Lo sé. —Cobarde —dijo Booth—. Eso soy

Siempre asustado. Usted lo dijo. CosasPersonas. Lugares. Asustado. Personas as que quería pegarles, y nunca le

pegué. Cosas que deseé siempre y qununca tuve. Lugares donde quise ir, donde nunca fui. Siempre quise se

grande, famoso, ¿por qué no? Tampocfuncionó. De modo que, pensé, si npuedes encontrar algo que te dé alegríabusca algo que te dé tristeza. Ha

muchos modos de disfrutar de la tristeza¿Por qué? ¿Quién sabe? Sólo tenía quhacer una cosa horrible y después llora

por lo que había hecho. De ese mod

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uno siente que ha conseguido algo dveras. De modo que me lancé a hacealgo malo.

 —Lo ha conseguido.Booth se contempló las manos que l

colgaban entre las rodillas como s

sostuvieran un arma sencilla y vieja, recordada de pronto.

 —¿Alguna vez mató una tortuga?

 —¿Qué? —Cuando yo tenía diez añodescubrí la muerte. Descubrí que lortuga, esa cosa pesada y muda com

una piedra, seguiría viviendo muchdespués de que yo hubiera muerto. Pensque si yo tenía que desaparecer, l

ortuga desaparecería primero. Entonce

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omé un ladrillo y le golpeé el lomhasta que le rompí el caparazón y lortuga murió…

Bayes aminoró el paso y dijo: —Por la misma razón, una vez dej

vivir a una mariposa.

 —No —dijo Booth rápidamente, uego añadió—, no, no por la mism

razón. Una vez una mariposa se me pos

en la mano. La mariposa abría y cerrabas alas, sin moverse de allí. Yo sabíque podía aplastarla. Pero no lo hiceporque sabía que diez minutos o un

hora más tarde se la comería un pájaroDe modo que dejé que se fuera. ¿Pero, as tortugas? Andan por los patios

viven siempre. Así que fui, conseguí u

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adrillo y lo lamenté durante mesesQuizá todavía lo lamento. Mire…

Le temblaban las manos extendidas.

 —¿Y qué tiene que ver todo esto coque esté usted aquí esta noche? —dijBayes.

 —¿Cómo? ¡Qué! —exclamó Bootmirándolo, como si Bayes estuviera loc—. ¿No ha escuchado? Dios bendito

engo celos. Celos de todo lo qufunciona bien, de todo lo que eperfecto, de todo lo que es hermoso esí mismo, ¡de todo lo que dura y no m

mporta lo que sea! ¡Celos! —No se tienen celos de la

máquinas.

 —¿Por qué no, demonios? —Boot

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se aferró al borde del asiento que tenídelante y se inclinó lentamentcontemplando la figura hundida en e

sillón de respaldo alto, en el centro da escena—. ¿No son las máquinas má

perfectas, el noventa y nueve por cient

de las veces, que la mayoría de la gentque usted conoce? ¿No hacen bien lacosas? ¿Cuántas personas pued

nombrar usted que no se equivoquen uercio, una mitad? Esa maldita cosa, esmáquina, no sólo tiene un aspectperfecto, sino que habla y actúa de u

modo perfecto. Más aún, si usted lmantiene aceitada y le da cuerda y lajusta, mirará, hablará, actuar

correctamente, magníficamente, cien

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doscientos años después que me hayaenterrado. ¡Celos! ¡Vaya que los tengo!

 —Una máquina no sabe qué es.

 —¡Pero yo sí sé, yo siento! —dijBooth—. Yo estoy fuera mirándolaSiempre estoy fuera de estas cosas

unca he estado dentro. La máquina sYo no. La construyeron para que hicieruna o dos cosas a la perfección. Po

mucho que yo haya aprendido o sabido ntentado el resto de mi vida, por muchque haya hecho, nunca podría ser algan perfecto, tan hermoso, ta

perturbador, tan digno de destrucciócomo eso que está ahí, ese hombre, escosa, esa criatura, ese presidente…

Estaba ahora de pie, gritando a

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escenario a veinte metros de distancia.Lincoln no decía nada. El aceite d

máquina se juntaba en el suelo, brilland

debajo de la silla. —Ese presidente… —murmur

Booth, como si hubiera llegado por fin

a verdad última—. Ese presidente. SLincoln. ¿No lo ve? Murió hace muchiempo. No puede estar vivo

Sencillamente no puede. No es justoHace cien años y sin embargo está ahFue baleado una vez, enterrado una vez  sin embargo ahí está dale que da

Mañana y pasado mañana y todos lodías siguientes. Entonces, como slamaba Lincoln y yo Booth… bastab

que yo viniera…

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La voz se le apagó. Tenía los ojovidriosos.

 —Siéntese —dijo Bayes

calmosamente.Booth se sentó y Bayes le hizo un

seña al guardia de seguridad.

 —Espere afuera, por favor.Cuando el guardia se fue, y se qued

solo con Booth, y esa cosa quieta qu

esperaba allá en la silla, Bayes svolvió lentamente y miró al asesino, dijo pesando cuidadosamente lapalabras:

 —Está bien, pero no es bastante. —¿Qué? —Usted no me ha dado todas la

razones por las que vino aquí est

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noche. —¡Se las he dado! —Usted cree que sí. Se engaña

Como todos los románticos. De una o dotra manera. Phipps cuando inventó estmáquina. Usted cuando la destruyó est

noche. Pero todo termina en esto… musimple y muy sencillo: a usted lgustaría mucho aparecer en los diarios

¿no es cierto?Booth no contestó, pero enderezó lohombros, imperceptiblemente.

 —¿Le gustaría verse en las tapas d

as revistas, de una punta a otra depaís?

 —No.

 —¿Aparecer todo el tiempo en l

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TV? —No. —¿Que lo entrevisten en la radio?

 —¡No! —Le gustaría que hubiera proceso

  abogados y que discutieran si u

nombre puede ser acusado de asesinatpor procuración…

 —¡No!

 —… es decir, por atacar, podisparar contra una máquinhumanoide…

 —¡No!

Booth respiraba ahoraceleradamente; los ojos acosados se lmovían en la cara. Bayes sigui

diciendo:

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 —¡Una maravilla que haydoscientos millones de personahablando de usted mañana por l

mañana, la semana próxima, el mepróximo, el año próximo!

Silencio.

En la comisura de la boca de Bootapareció una sonrisa con una mínimgota de saliva. Booth alzó una man

secándose la boca. —Formidable venderle a la prensnternacional y por una bonita suma l

verídica historia del señor Booth, ¿eh?

Booth sintió que el sudor le bajabpor la cara y le mojaba las palmas das manos.

 —¿Quiere que le dé la respuesta

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odas, todas estas preguntas? ¿Eh? ¿Eh—dijo Bayes—. Bueno, la respuestes…

Alguien golpeó vivamente en unpuerta alejada.

Bayes dio un salto. Booth se volvi

a mirar.El golpe llegó, más fuerte. —¡Bayes, déjame entrar, soy Phipps

—gritó una voz afuera, en la noche.Martilleos, golpes, luego silencioEn el silencio Booth y Bayes se mirarocomo conspiradores.

 —¡Déjame entrar, por Cristodéjame entrar!

Más golpes, luego una pausa y d

nuevo el asalto insistente, un tambor, u

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am tam enloquecido; luego el silencide nuevo, el hombre afuera jadeandodando vueltas quizá y buscando otr

puerta. —¿Dónde estaba? —dijo Bayes—

o. Sí. ¿La respuesta a todas la

preguntas? ¿Hablará todo el mundo dusted por la TV, la radio, en el cine, lodiarios, las revistas…?

Una pausa. —No.La boca le tembló a Booth, pero e

hombre no dijo nada.

 —No —deletreó Bayes—, N.O.Se inclinó, encontró la cartera d

Booth, sacó a tirones todos lo

documentos de identidad, se los meti

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en el bolsillo y le tendió de vuelta aasesino la cartera vacía.

 —¿No? —dijo Booth pasmado.

 —No, señor Booth. Nada de fotosada de TV de una punta a otra del paísada de revistas. Nada de columnas

ada de artículos. Nada de publicidadada de fama. Nada de diversión. Nad

de autocompasión. Nada de resignación

ada de inmortalidad. Nada de tonteríaacerca de la deshumanización dehombre por obra de las máquinas. Nadde martirio. Nada de treguas para l

propia mediocridad. Nada despléndido sufrimiento. Nada dágrimas sensibleras. Nada d

renunciamiento a posibles futuros. Nad

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de procesos. Nada de abogados. Nadde analistas animándolo a usted estmes, este año, dentro de treinta, d

sesenta, de noventa años, nada dhistorias a doble página, nada de dineronada.

Booth se puso de pie como si uncuerda lo hubiera levantado en toda sestatura, alargándolo y quitándole e

color. —No comprendo. Yo… —¿Usted se metió en todo este lío

Sí. Y yo le estropeo el juego. Porque a

fin de cuentas, señor Booth, enumeradaodas las razones, sumado todo, usted s

ha venido abajo sin haber estado arriba

Y así se va a quedar, arruinado

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mezquino, insignificante y perverso. Eusted un pobre diablo y tengo lntención de aplastarlo, exprimirlo

estrujarlo y apalearlo para que sea mápobre diablo todavía, en vez dagrandarlo y de ayudarlo a alcanzar un

gloriosa estatura. —¡No puede hacerlo! —gritó Booth —Ah, señor Booth —dijo Bayes a

nstante, casi feliz—. Claro que puedoPuedo hacer cualquier cosa, y ndenunciarlo. Más aún, señor Booth, estno ha sucedido nunca.

El martilleo llegó de nuevo, esta veen una puerta cerrada con llave en lalto del escenario.

 —¡Bayes, por el amor de Dios

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déjame entrar! ¡Soy Phipps! ¡BayesBayes!

Booth contemplaba la puert

estremecida, sacudida, aporreada, Bayes dijo con mucha calma y unsoltura maravillosa:

 —Un momento.Sabía que en pocos minutos es

serenidad desaparecería, que algo iba

romperse; pero por ahora estabhaciendo eso, espléndidamente ecalma, y tenía que jugar hasta el fin. Lhablaba firmemente al asesino y veí

cómo se encogía, le hablaba un pocmás y veía cómo iba consumiéndose.

 —Nunca ocurrió, señor Booth

Cuente la historia, nosotros l

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negaremos. Usted nunca estuvo aquí, nhubo arma, ni tiro, ni crimen, nviolencia, ni pánico, ni tumulto. Y ahora

míreme la cara. ¿Por qué retrocede¿Por qué se sienta? ¿Por qué tiembla¿Se siente decepcionado? ¿Le he echad

a perder la diversión? Muy bien. —Extendió la mano señalando el pasill—: Y ahora, señor Booth, váyase.

 —Usted no puede… —Lamento lo que ha dicho, señoBooth.

Bayes avanzó un paso con suavidad

se agachó, tomó al hombre por lcorbata y lentamente lo obligó a ponersde pie hasta echarle el aliento en la cara

 —Si alguna vez le cuenta a su mujer

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a un amigo, a un empleado, a un niño, uhombre, una joven, un extranjero, un tíouna tía, un primo, si alguna vez se cuent

a usted mismo en voz alta, cuando va dormir, una noche, algo de todo esto¿sabe qué le haré, señor Booth? Si oig

un rumor, una palabra, un murmullo, ira buscarlo, lo seguiré doce, ciendoscientos días, y usted nunca sabrá qu

día, qué noche, qué mediodía, dóndecuándo o cómo, pero de pronto estarallí cuando usted menos se lo espere, entonces ¿sabe qué le voy a hacer, seño

Booth? No se lo voy a decir, señoBooth, no puedo decírselo. Pero serespantoso, terrible, y usted deseará n

haber nacido nunca, tan espantoso

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errible será.Bayes notó un temblor en la car

pálida de Booth. Booth tenía los ojo

desorbitados, la boca abierta, y se lbamboleaba la cabeza, como alguien qucamina bajo una lluvia abrumadora.

 —¿Qué le he dicho, señor BoothRepita!

 —¿Me matará?

 —¡Dígalo de nuevo!Sacudió a Booth hasta que lapalabras salieron al fin entre los dienterechinantes:

 —¡Me matará!Bayes apretaba al hombre

sacudiéndolo con firmeza, sin soltarlo

sosteniéndolo y masajeando la camisa

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a carne debajo de la camisa, haciendcorrer el pánico debajo de la tela.

 —Adiós, don Nadie, y no habr

cuentos en las revistas, ni festejos, nTV, ni fama; una tumba sin nombre, ninguna mención en los libros d

historia, no; fuera de aquí, fuera, corracorra antes que lo mate.

Le dio un empujón. Booth corrió

cayó, se levantó y se abalanzó a unpuerta que en ese momento, desdafuera, era sacudida, aporreada, rajada.

Allí estaba Phipps, llamando en l

obscuridad. —La otra puerta —dijo Bayes.La señaló y Booth giró para correr

ropezones en otra dirección,

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ambaleándose, tendió una mano hacia lpuerta…

 —Espere —dijo Bayes.

Atravesó el teatro y cuando llegó Booth alzó la mano abierta y lo golpeuna vez, con fuerza, una bofetada que l

cruzó la cara. El sudor saltó por el aircomo una lluvia.

 —Tenía que hacerlo —dijo Baye

—. Sólo una vez.Se miró la mano, y luego se volvió abrir la puerta.

Los dos miraron el mundo de l

noche y las estrellas frías, y no habínadie.

Booth retrocedió, y aquellos ojo

grandes, líquidos y obscuros, eran com

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os ojos de un niño eternamente herido sorprendido, con la mirada del ciervque se ha disparado a sí mismo y seguir

astimándose, disparándose a sí mismpara siempre.

 —Váyase —dijo Bayes.

Booth escapó. La puerta se cerró dgolpe. Bayes cayó contra la puertarespirando entrecortadamente.

En otra puerta cerrada, lejana, emartilleo, los golpes, los gritoempezaron de nuevo. Bayecontemplaba la puerta estremecida per

remota. Phipps. Phipps tendría quesperar. Ahora…

El teatro era tan grande y estaba ta

vacío como Gettysburg al final del día

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as gentes habían vuelto a sus casas, esol se había ocultado. La multitud habíestado y ya no estaba, el padre habí

alzado al niño a hombros y el niño habíhablado repitiendo las palabras, y ahorambién las palabras había

desaparecido…En el escenario, después de un larg

momento, Bayes extendió la mano.

Los dedos de Bayes rozaron ehombro de Lincoln.Tonto, pensó, de pie allí en l

obscuridad. No. Ahora, no. Cálmate

¿Por qué lo haces? Basta de boberíasCálmate. Cálmate.

Encontró lo que había ido a buscar

Hizo lo que necesitaba hacer.

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Porque las lágrimas le corrían por lcara.

Lloró. Los sollozos se l

estrangulaban en la garganta. No podídetenerlos. No pararían.

El señor Lincoln estaba muerto. ¡E

señor Lincoln estaba muerto!Y él había, dejado escapar a

asesino.

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Sí, nos reuniremos enel Río

A LAS NUEVE MENOS UN MINUTOhubiera debido llevar rodando el indide madera, de vuelta a la calient

obscuridad de tabaco, cerrando colave. Pero de algún modo esper

porque había tantos hombres perdido

caminando en cualquier dirección, siningún motivo especial. Unos pocovagabundeaban clavando la mirada eos cigarros tribales, ordenados en la

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netas cajas de madera, y de prontevantaban los ojos descubriend

sorprendidos dónde estaban, y decían

evasivos: —Buenas, Charlie. —Buenas —decía Charlie Moore.

Algunos erraban con las manovacías, otros con un cigarro de cinccentavos apagado en la boca.

De modo que ya habían dado lanueve y media de la noche de un díueves cuando Charlie Moore tomó a

fin del codo al indio de madera, como s

mportunara a un amigo, y sintiéndosculpable. Llevó al salvaje al lugadonde se convertía en vigilant

nocturno, y la cara cincelada, tosca

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ciega, se quedó mirando fijamente desdas sombras, más allá de la puerta.

 —Bueno, Jefe, ¿qué ves?

Charlie siguió la silenciosa miradavuelta a la carretera que atravesaba ecentro mismo de la vida del pueblo.

Los autos venían rugiendo desde LoÁngeles, como mangas de langostasrritados, bajaban allí la velocidad

cincuenta kilómetros por horaSerpeaban entre unas tres docenas diendas, almacenes y viejas caballerizas

convertidas en puestos de gasolina

rumbo al norte. Allí los autos volvían dpronto a los ciento veinte, corriendcomo furias a San Francisco,

enseñarle violencia.

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Charlie resopló suavemente.Pasó un hombre, lo vio con e

silencioso amigo de madera, y dijo:

 —La última noche, ¿eh? —y se fueLa última noche.

Así es. Alguien se había atrevido

decirlo. Charlie se volvió para apagaas luces y cerrar la puerta, y ya en l

acera, con los ojos bajos, se quedó mu

quieto.Como hipnotizado, sintió que lmirada se alzaba de nuevo a la viejcarretera barrida por vientos que olían

un billón de años atrás. Llegaban allí loestallidos de luz de los farosnterrumpidos por unas fugaces luce

rojas, como cardúmenes de pececito

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pronto en aquí-ahora-esta noche.Fred Ferguson, el taxidermista

emparentado con una familia de lechuza

montaraces y de ciervos espantados quietos para siempre en una vitrina, vipasar a Charlie y le habló al aire de l

noche: —Difícil creerlo, ¿no es cierto? No esperaba una respuesta, pue

continuó enseguida: —Hay que seguir pensandosimplemente no puede ser. Mañana lcarretera estará muerta y nosotro

ambién. —Oh, no será para tanto —dij

Charlie.

Ferguson le echó una mirad

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escandalizada. —Espera. ¿No chillaste hace do

años, no quisiste poner una bomba en l

egislatura, balear a los contratistas dcaminos, robar las mezcladoras dcemento y las excavadoras cuand

empezaron la nueva carretera rescientos metros de aquí, al oeste

¿Qué quieres decir con eso de que n

será para tanto? Será, y tú lo sabes. —Lo sé —dijo Charlie Moore al finFerguson rumiaba allí cerca. —Trescientos metros de nada. Poc

cosa, ¿eh? Pero considerando que epueblo tiene cien de ancho, eso nopone, lo quieras o no, a dosciento

metros del nuevo supercamino. A

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doscientos metros de gente que necesitnueces, flechas o pintura de paredes. Adoscientos metros de chistosos qu

bajan volando de las montañas cociervos o gatos de albañal reciécazados y necesitan los servicios de

único taxidermista de primera en toda lCosta. A doscientos metros de señoraque necesitan aspirina… —Le echó u

vistazo a la farmacia. «Peluquería»Miró el palo rayado que giraba al finade la calle. «Refrescos». Señaló lcervecería con un ademán—. Ahí lo

ienes, tú mismo podrías nombrarlos.Los nombraron en silencio

deslizando la mirada a lo largo de la

iendas, los almacenes, las galerías.

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 —Quizá no sea demasiado tarde. —¿Tarde, Charlie? Diablos. E

cemento ha sido mezclado, vertido

fraguado. Al alba van a sacar labarreras en las dos puntas del nuevcamino. El gobernador cortará una cint

para que pase el primer cocheDespués… quizá la gente se acuerde dOak Lane la primera semana, claro. L

segunda semana no tanto. ¿Dentro de umes? Seremos unos rastros de pinturvieja a la derecha cuando vayan hacia enorte, a la izquierda cuando vayan haci

el sur, quemando gomas. ¡Ahí estabOak Lane! ¿Te acuerdas? Un verdaderpueblo fantasma. ¡Zumm! Desapareció.

Charlie dejó que el corazón l

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atiera dos o tres veces. —Fred… ¿qué vas a hacer? —Seguir un tiempo. Embalsama

unos pocos pájaros que los muchachodel lugar traigan. Después poner emarcha la vieja cafetera y manejar po

a nueva super-autorruta para ir cualquier parte, a ninguna, y hasta lvista, Charlie Moore.

 —Buenas, Fred. Que duermas bien. —¡Cómo! ¿Y me perderé la llegadde Año Nuevo a mediados de julio…?

Charlie echó a andar, alejándose d

a voz, y llegó a la barbería donde trehombres, tendidos a todo lo largo, eraenérgicamente afeitados detrás de

vidrio. El tránsito de la carretera s

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deslizaba sobre ellos en reflejobrillantes, y parecía que los hombres sestaban ahogando bajo una corriente d

enormes luciérnagas. Charlie entróTodos alzaron los ojos.

 —¿Alguien tiene alguna idea?

 —El progreso, Charlie —dijo FranMariano mientras peinaba y cortaba—es una idea que no se para con ningun

otra idea. Arranquemos de cuajo estpueblo maldito, carguemos nuestracosas, y vayamos junto al nuevo camino

 —Calculamos el costo el añ

pasado. Cuatro docenas de tiendas a tremil dólares término medio parlevarlas trescientos metros al oeste.

 —Y ahí se acabó el plan —murmur

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alguien debajo de una toalla calientesepultado bajo un hecho ineludible.

 —Un buen huracán haría el trabajo

ransporte gratis.Todos rieron en silencio. —Habría que festejarlo esta noch

—dijo el hombre de la toalla calienteSe sentó, y era Hank Summers, ealmacenero—. Nos zampamos uno

ragos y nos preguntamos dónde diabloestaremos todos el año próximo en estfecha.

 —No peleamos bastante —dij

Charlie—. No los enfrentamos cuandempezó.

 —Maldita sea —Frank vio un pel

que salía de una oreja de considerabl

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amaño, y le dio un tijeretazo—, eiempo pasa, y no hay día sin algú

contuso. Este mes, este año, nos toca

nosotros. La próxima vez que nosotroquerramos algo, algún otro resultarpisoteado, todo en nombre del Levántat

  Anda. Oye, Charlie, organiza ucomité de vigilancia. Mina el nuevcamino. Pero cuidado. Cuando cruce

as pistas, para poner la bomba, mirbien, que no te aplaste un camión destiércol destinado a Salinas.

Más carcajadas, que s

desvanecieron rápidamente. —Mira —dijo Hank Summers,

odos miraron. Le hablaba a la image

sucia de moscas que aparecía en e

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antiguo espejo, como si tratara drampear a un hermano melliz

valiéndose de una lógica compartida—

Hace ya treinta años que vivimos aquustedes, yo, todos nosotros. No nos vaa matar si nos mudamos. Santo Dios

somos todo raíz. Terminaron los días dcolegio. La escuela de los golpes duronos está echando sin un «No es nada»

sin un «Gracias». Yo estoy dispuesto, ¿ú, Charlie? —Yo, ahora —dijo Frank Marian

—. ¡El lunes a las seis de la mañan

cargo mi peluquería en un camión y a lcaza de clientes, a ciento veintkilómetros por hora!

Hubo una carcajada que sonó com

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a última del día, de modo que Charlise volvió con un soberbio y negligentmpulso y salió a la calle.

Y las tiendas seguían atendiendo, lauces encendidas, las puertas abiertas d

par en par, como si todos lo

propietarios se resistieran a irse dormir mientras aquel río de allí afuercontinuara fluyendo y hubiese much

movimiento y brillo y ruido de gente metal y luz en una ola a la que se habíaacostumbrado tanto que era difícil creeque el fondo mismo del río conocerí

alguna vez una estación seca.Charlie se demoró, vagando d

ienda en tienda, tomando un chocolat

en la lechería, comprando en e

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drugstore algunos artículos de escritorique no podría usar, debajo del suave vibrante ventilador de madera qu

susurraba en el cielo raso. Holgazanecomo un criminal común, robandescenas. Se detuvo en callejones dond

os sábados por la tarde buhoneroambulantes o vendedores de trastos dcocina instalaban sus mundos de valija

para embaucar a los transeúntes. Por filegó al puesto de gasolina donde PetBritz, metido en el fondo del pozoarreglaba el silencioso y burdo envés d

un Ford 1947, muerto sin una queja.A las diez, como por secreto y mutu

acuerdo, todas las tiendas apagaron la

uces, toda la gente se fue a sus casas

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Charlie Moore entre ellos.Charlie se topó con Hank Summers

cuya cara seguía rosada y brillante po

a afeitada que no había necesitadoCaminaron lentamente durante un ratdelante de las casas; parecía que toda l

población estaba sentada afuerfumando o tejiendo, meciéndose en losillones o abanicándose para protegers

de un calor imaginario.Hank se rió de pronto de algúpensamiento íntimo. Pocos pasodespués, decidió hacerlo público:

Sí, nos reuniremos en el Río,

en el Río, en el Río.

Sí, nos reuniremos en el Río

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que fluye junto al Trono de

 Dios.

Hank canturreó y Charlie asintió coun gesto.

 —Primera Iglesia Bautista, yo tení

dos años… —El Señor nos da y el Ministro d

Vialidad nos quita —dijo Hank

secamente—. Divertido. Nunca penshasta qué punto un pueblo es gente. Quhace cosas, eso. Allá, debajo de loalla caliente, pensé: ¿qué es este luga

para mí? Una vez afeitado, tuve lrespuesta. ¿Russ Newell haciendo sonaun carburador en el garaje  El búh

nocturno? Sí. Allie Mae Simpson…

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Hank calló, incómodo.Allie Mae Simpson… Charli

continuó el relato en silencio… Alli

Mae poniendo viradores húmedos en epelo de las viejas, en la vitrina deSalón Vogue… Doc Knith amontonand

frascos de píldoras en la sección dartículos farmacéuticos…, lquincallería instalada al sol caliente de

mediodía, Clint Simpson en mediopasando las manos por encimaordenando el millón de reflejos destellos de bronce, plata y oro, todo

os clavos, bisagras, perillas, todas lasierras, martillos, y alambre de cobrserpenteante y pilas de chapas d

aluminio como esas chucherías qu

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brotan de los bolsillos de miles de niñodurante miles de veranos… y además…

… además estaba su propia casa

obscura y cálida, de color castañoconfortable, almizclada como lmadriguera de un oso fumador… con lo

olores espesos de familias enteras dcigarros de tamaño extra, cigarrillomportados, perfumes que aguardaban e

momento justo de estallar en el aire…Sáquese todo eso, pensó Charlie, no quedará nada, Los edificios, claroCualquiera puede levantar un

estructura, pintar un signo indicando lque podría pasar adentro. Pero era lgente lo que hacía marchar la cosa. Han

emergió de estos largos pensamientos.

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 —Me doy cuenta ahora de que estoriste. Me gustaría que todos volvieran

abrir las tiendas para ver, poder ver d

qué son capaces. ¿Por qué no presté máatención, todos estos años? Caramba¿qué te ha pasado, Hank Summers? Ha

otro Oak Lane río abajo o río arriba coa gente atareada como aqu

Dondequiera que aterrice, la próxim

vez prestaré más atención, lo juro dveras. Adiós, Charlie. —Qué adiós ni qué diablos. —Está bien, buenas noche

entonces.Y Hank se fue y Charlie se encamin

a la casa donde Clara estab

esperándolo en la puerta de alambre co

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un vaso de agua helada. —¿Te sientas un rato? —¿Como todo el mundo? ¿Por qu

no?Se sentaron en la obscuridad de l

galería en el columpio de madera

miraron la carretera que se llenaba y svaciaba, se llenaba y se vaciaba con llegada de los faros y la partida de la

coléricas luces rojas, como carbones dun inmenso brasero que sdesparramaba en los campos.

Charlie bebió lentamente el agua

pensaba mientras bebía: En los viejoiempos veíamos morir los caminos. S

en cama, de noche, sentíamos cómo s

desvanecían poco a poco, sí, y quiz

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pescábamos un síntoma, un empujón conmoción que le advertía a uno que ecamino se estaba hundiendo. Pero u

camino tardaba años y años edesvanecerse como un fantasmpolvoriento antes que otro empezara

vivir. Así eran las cosas, lentalegaban, lentas desaparecían. As

habían sido siempre las cosas…

Pero ya no. Ahora, era cuestión dhoras.Se detuvo.Se volvió hacia sí mismo y encontr

algo nuevo. —Ya no estoy loco. —Muy bien —dijo su mujer.

Se mecieron un rato, dos mitades d

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son o no, la gente piensa que sí y lo qumporta es lo que piensa. Si l

hubiéramos visto venir, si lo hubiésemo

pensado desde todos los puntos de vistahabríamos tomado una aplanadora dvapor, destruyendo el pueblo y diciendo

«¡Pasen por el medio!» en vez dhacerles trazar el condenado camino eese campo de tréboles cercano. Así, e

pueblo se muere bruscamenteestrangulado con un pedazo de cordel dcarnicero en lugar de que lo arrojedesde lo alto de un acantilado. Así es

—Encendió la pipa y exhaló grandenubes de humo y buscó allí pasadoerrores y revelaciones presentes—

Como somos humanos, creo que n

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podíamos hacer otra cosa…Oyeron dar las once en el reloj de

drugstore y las once y media en el de l

Sociedad de Socorros Mutuos, y a ladoce estaban en cama, en la obscuridadcada uno con un cielo raso d

pensamientos allá arriba. —Terminaron los días de colegio. —¿Qué?

 —Frank, el peluquero, lo dijo, enía razón. Toda esta semana fue comos últimos días de clase, hace años

Recuerdo cómo me sentía, el miedo qu

enía, cómo estaba a punto de llorar, cómo me prometía a mí mismo vivicada momento último hasta el instant

usto en que me dieran el diploma

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porque sólo Dios sabía lo que podídeparar el mañana. DesempleoDepresión. Guerra. Y cuando llegó e

día, y el mañana dio unas vueltas y vinal fin, y me encontré todavía vivo, poDios, y todavía entero, y las cosa

empezaban a marchar, como siempreodo fue formidable. De modo que ést

es otro último día de clase. Frank l

dijo, y no seré yo quien lo ponga eduda. —Escucha —dijo su mujer much

más tarde—. Escucha.

En la noche, el río pasaba a travéde la ciudad, el río de metal quietahora, pero trayendo y llevando antiguo

olores de mareas y mares obscuros d

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aceite. El resplandor de las aguarielaba en el cielo raso sobre los lechoumbales, junto con el brillo de la

anchas pequeñas que se deslizabacorriente arriba y corriente abajo medida que a Clara y a Charlie se le

cerraban los párpados, lenta, lentamente  los dos respiraban cada vez má

regularmente, como el movimiento d

esas mareas, hasta que al fin sdurmieron.A la primera luz del alba, un costad

de la cama estaba vacío.

Clara se incorporó, casi asustada.Charlie no salía nunca tan tempranoLuego la asustó otra cosa. Escuch

sentada, sin saber muy bien por qu

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había sentido ese estremecimiento, perantes de llegar a averiguar qué era, oyunas pisadas.

Venían de muy lejos y pasó largrato, antes que llegaran al senderosubieran los escalones y entraran en l

casa. Luego, silencio. Oyó que Charlise quedaba en la sala y entonces llamó:

 —Charlie, ¿dónde has estado?

Charlie entró en la habitación a ldébil luz del alba y se sentó en la camal lado de la mujer, pensando en dóndhabía estado y lo que había hecho.

 —Anduve un kilómetro por la cost  volví. Llegué hasta esas barrera

donde empieza la carretera nueva. Pens

que era lo menos que podía hacer

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participar en esa cosa maldita. —¿El nuevo camino está abierto? —Abierto y funcionando. ¿L

hubieras dicho? —Sí. —Clara se incorpor

entamente en la cama, inclinando l

cabeza, cerrando los ojos un momentoescuchando—. ¿Así que era eso? Lo qume molestaba. El viejo camino. Est

realmente muerto.Escucharon el silencio fuera de lcasa. El viejo camino se vaciaba, ssecaba, se ahuecaba como el fondo d

un río en una extraña temporada dverano que no se detendría nunca, quseguiría siempre. La corriente se habí

desplazado y cambiado de curso

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moviendo los bancos, y el sitio deecho, durante la noche. Ahora todo l

que se podía oír eran los árboles en e

viento que soplaba fuera de la casa y lopájaros que empezaban a cantar locoros del alba justo poco antes que e

sol apareciera sobre las colinas. —Quédate bien quieta.Escucharon de nuevo.

Y allá lejos, a unos doscientocincuenta o trescientos metros del otrado del prado, más cerca del mar

escucharon el viejo sonido, familia

pero más débil, el río que seguía ahorun nuevo curso, corría y fluía —y no sdetendría nunca— a través d

extensiones de tierra, hacia el norte

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uego hacia el sur en la luz mitigada. Ymás allá, el sonido del agua verdaderael mar que casi hubiera podido atrae

as aguas del río, y hacerlo correr a largo de la orilla…

Charlie Moore y su mujer estuviero

sentados un rato, oyendo el débil soniddel río a través de los campos, usonido que seguía y seguía.

 —Fred Ferguson estuvo allí antedel alba —dijo Charlie con una voz qua describía el pasado—. Multitudes

Altos funcionarios y demás. Todo

arrimaron el hombro. Fred, bueno, sadelantó y abrió un extremo. Yo tomé eotro. Sacamos juntos la barrera. Lueg

retrocedimos… y dejamos pasar lo

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autos.

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El viento frío y elviento caliente

—DIOS BENDITO, ¿qué es eso? —¿Eso qué? —¿Estás ciego, hombre? ¡Mira!

Y Garrity, el ascensorista, se asomunto con el camarero.

En la mañana de Dublin, un hombr

alto y cimbreño, de unos cuarenta añosentró por la puerta del Royal HiberniaHotel, cruzó el zaguán hasta emostrador del registro, seguido po

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cinco donceles bajos y cimbreños dunos veinte años, todos estallando ecantos de pájaros, revoloteando la

manos en el aire, echando miradas dreojo, entre pestañeos y parpadeosfrunciendo las bocas, el semblante y

uminoso, ya ceñudo, ¿o ambas cosas amismo tiempo?, las voces, ya un piccolmpecable, y una flauta, ya un obo

melodioso, pero siempre afinadas. Seimonólogos, todos rociándose unos otros, en una verdadera nube dautocompasión, piando y gorjeando lo

desalientos del viaje y las inclemenciadel tiempo. En pocas palabras, el corp

de ballet   volaba, saltaba, fluía co

elocuencia, envuelto en agua coloni

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ante el pasmado camarero y eascensorista petrificado. Tropezándosdeliciosamente se detuvieron delante de

mostrador donde el gerente levantó lmirada, y fue asaltado por aqueenjambre de la música. Los ojos de

gerente se convirtieron en oes bieredondas y sin centro.

 —Pero —murmuró Garrity—, ¿qu

es eso? —Bien puedes preguntarlo —dijo eportero.

En ese momento las luces de

ascensor se encendieron y el timbrzumbó. Garrity tuvo que despegar loojos de la estival multitud y se fue haci

arriba.

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 —Quisiéramos —dijo el hombralto, esbelto, con un toque de gris en lasienes—, quisiéramos una habitación.

El gerente recordó dónde estaba y soyó responder:

 —¿Ha hecho usted la reserva

señor? —Ay, no —dijo el hombre mayo

mientras los otros cacareaban una

risitas—. Salimos inesperadamente dTaormina —continuó el hombre alto drasgos cincelados y de boca húmedcomo una flor—. Nos aburríamo

atrozmente después de un largo verano  alguien dijo: Busquemos un cambi

completo, hagamos algo disparatado

¿Qué?, pregunté. Bueno, ¿cuál es e

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ugar más improbable del mundoombrémoslo y vayamos. Alguien dijo

el Polo Norte, pero era una tontería

Entonces yo grité: ¡Irlanda! Todo emundo se cayó sentado. Cuando terminel pandemonio, corrimos al aeropuerto

Ahora el sol y las costas sicilianas socomo un sorbete de lima de ayer, se haderretido del todo. ¡Y aquí estamos par

hacer… algo misterioso! —¿Misterioso? —preguntó egerente.

 —No sabemos qué —dijo el hombr

alto—, pero lo sabremos cuando lveamos o cuando ocurra, o quizharemos que ocurra, ¿no es cierto

cohorte? La cohorte respondió con uno

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gritos excitados. —Quizá —dijo el gerente, co

buena voluntad—, si me da usted algun

dea de lo que busca en Irlanda, ypodría indicarle…

 —No, por Dios —dijo el hombr

alto—. Iremos nosotros mismolevando nuestras intuiciones com

bufandas alrededor del cuello

dejándonos ir para donde sopla eviento, y mirando lo que puedagradarnos. Cuando resolvamos emisterio y encontremos lo que hemo

venido a buscar, usted se enterará poos aullidos y los gritos de maravilla

espanto que proferirá entonces est

pequeño grupo de turistas.

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 —No diga —dijo el portero entrdientes—. Bueno, camaradas, una firma

El jefe del campamento tomó l

pluma gastada del hotel, la miró coasco, y sacó a relucir una lapicera doro puro y sólido, 14 quilates, con l

que trazó con una letra confusa, colocereza pero bastante elegante, el nombrde David seguido por Snell, guión

Orkney. Debajo añadió «y amigos».El gerente miró la lapicerafascinado, y recordó una vez más spropio papel en la historia.

 —Pero señor, no le he dicho aún senemos habitación…

 —Oh, seguro que sí, para sei

desdichados vagabundos que tant

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necesitan descansar, luego de loexcesos amistosos de las azafatas…bastará una habitación.

 —¿Una? —preguntó el gerenteestupefacto.

 —No nos importa estar apretados

¿no es cierto, chicos? —preguntó ehombre mayor sin mirar a los otros.

 No, no les importaba.

 —Bueno —dijo el gerentemanipulando desmañadamente eregistro—. Tenemos justo docontiguas…

 —¡ Perfecto! —exclamó DaviSnell-Orkney.

Registraron las habitaciones, y e

gerente detrás del mostrador y lo

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visitantes apartados se miraron en uprolongado silencio. Al fin el gerentprorrumpió:

 —¡Camarero! Tome el equipaje dos señores…

Justo en ese momento el camarer

corría a mirar el suelo.Donde no había equipaje. —No, no, nada. —David Snell

Orkney agitó levemente la mano—Viajamos livianos. Nos quedaremosólo veinticuatro horas, o quizá sóldoce, tenemos una muda de ropa interio

en los bolsillos de los abrigos. Despuésvuelta a Sicilia y a los crepúsculocalientes. Si quiere que le pague po

adelantado…

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 —No es necesario —dijo el gerenteendiendo las llaves al camarero—

Cuarenta y seis y cuarenta y siete.

 —De acuerdo —dijo el portero.Y como un perro pastor qu

silenciosamente mordisquea las patas d

unas pocas ovejas lanudas que balan sonríen tontamente, el portero llevó a lencantadora manada al ascensor, qu

bajaba en ese preciso instante.En el mostrador apareció la mujedel gerente, que lo miró con ojos duros.

 —¿Estás loco? —murmuró, airad

—. ¿Por qué? ¿Por qué? —Toda mi vida —dijo el gerente

con una voz que apenas se oía—, h

deseado ver no un comunista sino die

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de cerca, no dos nigerianos sino veintde cuerpo presente, no tres cowboy

norteamericanos sino toda una band

recién apeada del caballo. De modo qucuando esas seis rosas de invernaderlegaron en un ramillete, no pud

resistirme y las puse en un florero. Envierno de Dublin es largo, Meg; quiz

ésta sea la única luz en todo el año

Espera y verás qué sacudidencantadora. —Insensato —dijo la mujer.Mientras miraban, el ascensor

cargado apenas con el plumón suelto duna flor de diente de león, arrancó de uirón, alejándose.

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Era exactamente mediodía cuanduna serie de coincidencias fuero

desviándose y titubeando hacia emilagro.

El Royal Hibernian Hotel está entr

Trinity College, si se permite lmención, y el parque de St. Stephen, por allí detrás está Grafton Street, dondse pueden comprar artículos de platavidrio y lino, chaquetas de montar, bota  gorras para seguir a los maldito

sabuesos, o mejor aún correrse a l

aberna de Heeber Finn para compartiun buen trago y un poco dconversación; la mejor dosis es una hor

de trago contra dos de conversación.

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Los muchachos que más frecuentaa taberna de Finn son: Nolan, ustede

conocen a Nolan; Timulty, quién pued

olvidar a Timulty; Mike MaGuire, eamigo de todo el mundo; después estáHannahan, Flaherty, Kilpatrick y, e

algunos casos, cuando Dios parece upoco inquieto y Job vuelve a lmemoria, el Padre Liam Leary e

persona, que entra a zancadas como lJusticia y pasa deslizándose como lMisericordia.

Bueno, así están las cosas, e

mediodía y quién sale del HiberniaHotel ahora sino Snell-Orkney y locinco canarios.

Lo cual dio por resultado la primer

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de una serie de desconcertanteconfrontaciones.

Porque por allí, en ese instante

cruelmente indeciso entre las tiendas dgolosinas y la taberna de Finn, pasabTimulty en persona.

Como ustedes recordarán, cuando lRuina, el Hambre, la Consunción y otromalvados Jinetes lo acosaban de veras

Timulty trabajaba uno que otro día en loficina de correos. Ahora, yendo de uado a otro, vagabundeando entr

espantosos empleos, olió de pronto u

perfume como si las puertas del Edén shubieran abierto de nuevo de par en pa  lo invitaran a volver después de cie

millones de años. De modo que Timult

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se asomó a ver qué era lo que hacísoplar el viento en el Jardín.

Y desde luego el viento se agitab

umultuosamente alrededor de SnellOrkney y los pichones.

 —Lo juro —decía Timulty año

después—, sentí que se me salían loojos, como si me hubieran dado un buegolpe en el cráneo. Se me abrió un

nueva raya en mitad de la cabeza.Timulty, paralizado, vio que ldelegación de Snell-Orkney bajaba lopeldaños y daba vuelta la esquina. E

ese momento se decidió por algo mádulce que los caramelos y corrió larga distancia que lo separaba de l

aberna de Finn.

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En ese momento, del otro lado de lesquina, el señor David Snell-Orkney os otros cinco pasaban junto a un

mendiga que tocaba el arpa en la calleY allí, bailando sólo para pasar el ratoestaba Mike MaGuire en persona

sacudiendo los pies en un intrincadrigodón, al compás de  Lightly o’er th

ea. Mientras bailaba, Mike MaGuir

oyó un sonido que era como el paso deviento cálido de las Hébridas. No erexactamente un gorjeo ni un zumbidoera como una pajarería cuando tintine

a campanilla de la puertdesencadenando un coro de cotorras palomas que arrullan y chillan. Pero oí

oyó, por encima del ruido de su

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odo lo que se le ponía delante, Miksiguió la banda calle abajo.

En lo que empleaba ahora do

sentidos: el sentido del olfato y el deoído.

En la esquina siguiente, Nolan, qu

salía de la taberna luego de discutir coFinn, tomó la curva a toda velocidad se topó con David Snell-Orkney. Lo

dos se tambalearon y se tomaron de lobrazos para no caer. —¡Culminación de la tarde! —dij

David Snell-Orkney.

 —¡El lado negro de Algo! —replicolan, y se apartó, dejando pasar a

circo. No pensaba ahora en otra cos

que en precipitarse de vuelta a l

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aberna. La pelea con Finn habíquedado olvidada. Quería informarle deste fiero encuentro con un plumero, u

gato siamés, un pekinés mimado, y otrores de fragilidad cadavérica por e

poco comer y el mucho lavarse.

Los seis se detuvieron junto a laberna y miraron el cartel.

Ah, Dios, pensó Nolan. Van a entrar

¿Qué pasará? ¿A quién le avisprimero? ¿A ellos o a Finn?Entonces se abrió la puerta. E

propio Finn se asomó. ¡Maldita sea

pensó Nolan, esto lo arruina todo! Ahorno se nos permitirá hablar de estaventura. Todo será Finn esto, Fin

aquello, ¡y los demás a cerrar la boca

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Durante un largo momento Snell-Orkne su cohorte miraron a Finn. Los ojos d

Finn no se detuvieron en ellos. Miraba

por encima. Miraban más arribaMiraban más allá.

Pero los había visto, Nolan lo sabía

Porque entonces ocurrió algo divertido.Todos los colores desaparecieron d

a cara de Finn.

Y entonces ocurrió algo todavía mádivertido.Cómo, gritó Nolan en silencio, ¡s

está… ruborizando!

Pero Finn seguía negándose a miranada que no fuera el cielo, los faroles, lcalle, hasta que Snell-Orkney trinó:

 —Señor, ¿por dónde se va al parqu

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St. Stephen? —Jesús —dijo Finn, volviéndose—

Quién sabe dónde lo han puesto est

semana— y cerró de golpe la puerta.Los seis siguieron calle arriba, todo

sonrisas y encanto, y Nolan estaba po

precipitarse dentro de la taberna cuandocurrió algo peor.

Garrity, el ascensorista del Roya

Hibernian Hotel, se le cruzbruscamente en la acera, como si salierde la nada. Excitado, la cara encendidaentró corriendo en la taberna a difundi

a nueva.Mientras Nolan estaba adentro

Timulty se apresuraba a seguirlo

Garrity caminaba de una punta a otra, e

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anto Finn, de pie detrás del mostradorno conseguía reponerse.

 —¡Es una lástima que se lo haya

perdido! —les gritaba Garrity a todo—. ¡Nunca vi nada más parecido a esapelículas de ciencia-ficción que dan e

el Gayety! —¿Qué quieres decir? —pregunt

Finn, sacudiéndose y saliendo de

rance. —¡No pesan nada! —les dijGarrity—. ¡Subirlos en el ascensor fucomo echar un puñado de paja a un

chimenea! Y tendrían que haberlos oídoEstán en Irlanda por… —bajó la voz

miró de soslayo— por razone

misteriosas!

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Todo el mundo se inclinó haciGarrity.

 —¡Misteriosas!

 —¡No dijeron de qué se tratabpero, no lo olviden: por nada bueno¿Vieron alguna vez algo parecido?

 —No, desde el gran incendio deconvento —dijo Finn—. Creo…

Pero la palabra convento fue comotro toque mágico. Las puertas sabrieron de par en par. El padre Learentró caminando hacia atrás. Es decir

retrocedió a la taberna con una mano ea mejilla como si el destino le hubies

asestado un buen golpe imprevisto.

Los hombres miraron la espin

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dorsal del padre Leary, y hundieron lanarices en los vasos hasta que el cura sechó al coleto un largo trago, mirand

siempre la puerta como si fuese lentrada del Infierno.

 —Hace apenas dos minutos —dij

por fin el cura— vi un espectáculnaudito. Después de haber acumuladantos agravios, ¿Irlanda se habrá vuelt

oca?Finn volvió a llenar el vaso desacerdote.

 —¿Estaba usted ahí cuando llegaroos invasores del planeta Venus, padre

 —¿Así que tú los viste, Finn? —dijel padre.

 —Si, ¿y le causaron mala impresión

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padre? —No tanto mala o buena com

extraña y outré, Finn, algo así com

rococó, me imagino, y barroco si mentiendes, ¿no?

 —Le entiendo muy bien, señor.

 —La última vez que los vio¿adónde iban? —preguntó Timulty.

 —Estaban llegando al parque —dij

el sacerdote—. ¿Te parece que en estmomento habrá allí una bacanal? —El tiempo no lo permitiría, co

perdón de usted, padre —dijo Nolan—

pero lo que me sorprende es que eugar de tanto jarabe de pico, no estemo

allá espiando…

 —Lo que propones es contrario a l

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ética —dijo el sacerdote. —El hombre que se ahoga se agarr

a lo que puede —dijo Nolan—, y l

ética puede hundirse también. Usalvavidas es más seguro.

 —Bajemos de las alturas, Nolan —

dijo el sacerdote—, basta de sermón¿Cuál es tu idea?

 —Mi idea es, padre, que no hemo

visto por aquí a muchos sicilianohonorarios, pues si no lorecordaríamos. De acuerdo con lo pocque sabemos, quizá estén leyendo ahor

mismo y en voz alta para la señorMurphy, la señorita Glancy o la señorO’Hanlan en medio del parque. ¿Y

eyendo en voz alta qué, pregunto?

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 —¿ La Balada de la Cárcel d

eading ? —preguntó Finn. —Acertaste y hundiste el barco —

dijo Nolan, medianamente irritado, puee habían arruinado el discurso—

¿Cómo sabemos que esos duendes qu

escaparon de una botella no estávendiendo terrenos de un sitio llamadFire Island? ¿Ha oído hablar, padre?

 —Los periódicos norteamericanolegan a veces a mi mesa, joven. —Bueno, ¿recuerda usted el huracá

de mil novecientos cincuenta y seis

cuando las olas barrieron Fire Islandallá en Nueva York? Un tío mío, Dios lproteja, estaba con el guardacostas qu

evacuó la población. Dice que era peo

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que los desfiles de modelos que se veen Fennelly dos veces por año. Fue máerrible que una convención bautista

Diez mil hombres llegaron en tropel a lorilla tempestuosa cargando piezas delas, jaulas pobladas de cotorras

chaquetas de color tomate y mandarinazapatos amarillos. Fue la escena máumultuosa que se haya visto desde qu

Jerónimo Bosch pintó el Infierno paredificación de todas las generacionevenideras. No es fácil evacuar a diemil alfeñiques de parpadeantes ojos d

vaca, discos sinfónicos en la mano aros en las orejas sin entrar a repartipuntapiés. Poco después, mi tío se dio

a bebida.

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 —Cuéntanos más sobre esa noche —dijo Kilpatrick arrobado.

 —Qué más ni qué diablos —

nterrumpió el sacerdote—. Afueradigo. Rodeen el parque. Mantengan loojos bien abiertos. Y vuelvan aqu

dentro de una hora. —Eso sí que está bien —exclam

Kelly—. ¡Veamos realmente de qu

cosas horribles son capaces! Las puertase abrieron de par en par.

En la acera, el sacerdote di

nstrucciones. —Kelly, Murphy, ustedes den l

vuelta por el lado norte del parque

Timulty, tú al sur, Nolan y Garrity, por e

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este; Moran, MaGuire y Kilpatrick, poel oeste. ¡Adelante!

Pero en la confusión, por uno u otr

motivo, Kelly y Murphy entraron en laberna de los Cuatro Tréboles Blancos

a mitad de camino, y se reconfortaro

para la caza; Nolan y Moran encontraroa sus respectivas mujeres en la calle uvieron que tomar la dirección opuesta

 MaGuire y Kilpatrick, cuando pasaropor el cine Elite y escucharon el cantde Lawrence Tibbett, canjearon doentradas por algunas colillas d

cigarrillos.De modo que quedaron sólo dos

Garrity por el este y Timulty por el lad

sur del parque, mirando a los visitante

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que venían de otro mundo.Después de una helada media hora

Garrity tropezó con Timulty y le dijo:

 —¿Qué pasa con los malditos? Estáahí, en mitad del parque. No se hamovido en horas. Y a mí se me ha

congelado los dedos de los pies. Corral hotel, me caliento y vuelvo enseguida montar guardia contigo, Tim.

 —No corras demasiado —le pidiTimulty con una extraña, triste y vagvoz de filósofo, mientras el otrdesaparecía.

Una vez solo, Timulty se sentdurante una hora vigilando a los seihombres que, como antes, no s

movieron. Viendo a Timulty allí, con lo

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ojos pensativos y una mueca trágica ea boca, se hubiera dicho que era algú

secuaz irlandés de Kant o Schopenhauer

o que acababa de leer algo de un poeta había recordado una canción que ldeprimía el ánimo. Y cuando hub

pasado la hora y recogió supensamientos como un puñado dguijarros fríos, se volvió y fue a l

salida del parque. Garrity estaba allgolpeando los pies contra el suelo restregándose las manos, y antes de qupudiera estallar en preguntas, Timult

hizo un gesto y le dijo: —Vé a sentarte. Mira. Piensa

Después me cuentas.

En la taberna de Finn todo el mund

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observó aprensivo la entrada de TimultyEl sacerdote seguía en sus diligenciapor la ciudad, y después de unos poco

pasos por el Green para tranquilizar laconciencias, todos habían vueltoperplejos, al centro de información.

 —¡Timulty! —exclamaron—Cuéntanos! ¿Qué, qué pasó?

Timulty se tomó su tiempo para i

hasta el mostrador y zamparse un tragoObservó en silencio su propia imageremotamente enterrada bajo el hielunar del espejo. Dio vuelta el tema

Sacó fuera lo de dentro. Lo puso dnuevo como antes.

Luego cerró los ojos y dijo:

 —Lo que me sorprende es cómo…

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Sí, dijeron todos en silencioalrededor.

 —Al cabo de toda una vida d

viajes y reflexiones, llego a lconclusión —prosiguió Timulty— dque entre las gentes como ellos y la

gentes como nosotros hay una rarsemejanza.

Hubo un grito ahogado, y la lu

osciló en los candelabros del mostradorCuando se calmó el aire y locardúmenes de peces-luz dejaron dbullir, Nolan exclamó:

 —¿No te molestaría ponerte esombrero para que yo te lo baje de upuñetazo?

 —Piensen —dijo Timulty, sereno—

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¿somos o no somos grandes para epoema y la canción?

La multitud ahogó otro grito, esta ve

de cálida aprobación. —¡Pero claro que lo somos! —Dios mío, ¿eso es todo lo qu

ienes que decirnos? —Temíamos que…Timulty alzó una mano, los ojo

siempre cerrados. —¡Esperen!Y todos callaron. —Si no cantamos las canciones, la

escribimos, y si no las escribimos, labailamos, y ellos son perdidoadmiradores de la canción y también d

quienes las escriben y quienes la

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bailan. Acabo de escucharlos a ldistancia recitando poemas y cantandosolos en el parque.

Timulty se traía algo. Los hombrese dieron codazos, admitiéndolo.

 —¿Encuentras algún otro parecido

—preguntó Finn, pesadamente, ceñudo. —Sí, lo encuentro —dijo Timulty,

a manera de un juez.

Los presentes contuvieron el alientofascinados, y se acercaron otro poco. —No tienen inconveniente e

mandarse un trago de vez en cuando —

dijo Timulty. —¡Santo Dios, tiene razón! —

exclamó Murphy.

 —Además-salmodió Timulty —n

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se casan hasta muy tarde, si es que scasan. Y…

El desorden creció y Timulty tuv

que esperar a que se calmara para podeerminar:

 —Y tienen… ah… muy poco trat

con las mujeres.

Luego de esto hubo clamores, grito  empujones, se pidieron bebidas,

alguien invitó a Timulty a salir a lcalle. Pero Timulty no movió ni siquierun párpado, algunos sujetaron a

camorrista y cuando todos tomaron otrrago, y los puños cercanos empezaron

alejarse, una voz clara y fuerte, la d

Finn, declaró:

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 —¿Quisieras explicar ahora lcriminal comparación que has lanzado aaire puro de mi honorable taberna?

Timulty bebió lentamente y por fiabrió los ojos, miró tranquilo a Finn dijo en el tono de una clara trompeta

con una maravillosa articulación: —¿Dónde en toda Irlanda puede u

hombre acostarse con una mujer?

Timulty dejó que la frase cayera. —Llueve trescientos veintinuevdías del maldito año. El resto es tahúmedo que no hay un pedazo, una pizc

de tierra donde uno se atreva a tender una mujer por miedo a que eche raíces hojas. ¿Me lo van a negar?

El silencio no se lo negó.

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 —De modo que cuando llega emomento de incurrir en pecaminosadepravaciones y cometer ultrajante

actos carnales, el pobre e infelirlandés tiene que irse a Arabia. Lo quenemos son sueños árabes, de noche

cálidas, tierra seca y un lugar decente nsólo para sentarse sino para echarse, no sólo para echarse sino para retoza

alegremente entre apretones revolcones de placer desenfrenado. —Ah, Cristo —dijo Flynn—, no t

o puedo negar.

 —Ah, Cristo —dijeron todosmeneando la cabeza.

 —Eso es lo primero. —Timult

levó la cuenta con los dedos—: Falta e

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sitio. Segundo: el tiempo y lacircunstancias. Digamos que estácortejando a una linda chica en e

campo, eh, ella con las botas, empermeable, el pañuelo en la cabeza

encima un paraguas, y tú haciend

ruidos, como un cerdo atascado a lentrada del chiquero, pues le has puestuna mano en el pecho y la otra luch

ahora con las botas, que es todo lo qupuedes conseguir, y entonces ¿a quién tencuentras allí, detrás, echándote edulce aliento mentolado en el cuello?

 —¿Al cura de la parroquia? —propuso Carrity.

 —Al cura de la parroquia —dijero

odos, desalentados.

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 —Son los clavos número dos y trede la cruz donde están crucificadoodos los varones de Irlanda —dij

Timulty. —Sigue, Timulty, sigue. —Esos hombres que vienen

visitarnos desde Sicilia corren eequipo. Nosotros también corremos eequipo. Aquí estamos, toda la banda, e

a taberna de Finn, ¿no es así? —¡Claro que sí, maldita sea! —Parecen tristes y melancólicos l

mitad del tiempo, y la otra mita

escupen como demonios hacia arriba hacia abajo, nunca entre ellos. ¿Y esqué nos recuerda?

Todo el mundo miró el espejo

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asintió. —Si pudiéramos elegir —dij

Timulty— entre ir a casa con l

horrenda mujer y la suegra terrible y lhermana solterona, toda agrios sudores emores, o quedarnos aquí en la tabern

de Finn a escuchar otra canción o tomaotra copa o escuchar otro cuento, ¿quelegiríamos todos nosotros?

Silencio. —Piénsenlo —dijo Timulty—Digan la verdad. Parecidos. AnalogíasLa lista es tan larga que se lleva lo

dedos de una mano y hay que pasar a lotra. Y hay que pensarlo bien antes dsaltar gritando Cristo y María y llamar

os guardias.

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Silencio. —A mí —dijo alguien, después d

un largo rato, extraña, curiosamente—

me gustaría… verlos de cerca. —¡Creo que se cumplirá tu deseo!¡Silencio!

Todos quedaron petrificados comen un cuadro.

Y a la distancia oyeron un débil

frágil sonido. Era como la maravillosmañana en que uno se despierta y desda cama sabe por un sentido especial qua primera nevada está en el aire

bajando, empujando a un lado esilencio para luego dejarlo caer sobre lnada.

 —Ah, Dios —dijo Finn por últim

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—, es el primer día de primavera…Y era eso, también. Primero la débi

nevada de los pies arrastrándose sobr

os guijarros, y luego un coro de cantode pájaros.

Y desde la acera y la calle, fuera d

a taberna, llegaban sonidos que eran envierno y la primavera. Las puertas s

abrían de par en par. Los hombre

itubeaban ante el impacto del encuentrpróximo. Tenían los nervios tensosRedondeaban los puños. Apretaban lodientes en las bocas ansiosas, y com

niños de Navidad que han ido en buscde una chuchería o un juguete, de uregalo especial o de un color, estaba

allí en la taberna el hombre mayor alto

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delgado que parecía joven y lohombres más jóvenes bajos y delgadoque tenían cosas viejas en los ojos.

El rumor de la nevada se detuvo. Ecanto de los pájaros primaverales cesde pronto.

Los extraños niños guiados por eextraño pastor se encontraron entoncedetenidos, como si sintieran el rechaz

de una marea humana, aunque a lohombres en el bar no se les habímovido ni siquiera un pelo.

Los niños de una isla cálida miraro

a los hombres achaparrados de aquellierra fría, que les devolvieron la mirad

en una recíproca tasación.

Timulty y los hombres que estaba

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en el mostrador respiraron larga entamente. Se podía oler el terrible impio olor de la estela de los niños

Había en él demasiada primavera.Snell-Orkney y sus viejos-jóvene

hombres-niños respiraban rápidament

como latidos de pájaros atrapados eunos puños crueles. Se podía oler epolvoriento, apretado, prolongado olo

de los hombrecitos que estaban allí: uolor a ropa obscura. Había en édemasiado invierno.

Cada uno de los grupos podía habe

comentado el perfume elegido por eotro, pero…

En ese momento las dobles puerta

aterales se abrieron de par en par

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Garrity irrumpió como una trombadando la voz de alarma:

 —¡Cristo, lo he visto todo! ¿Sabe

ustedes dónde están y qué hacen ahora?En el bar todas las manos s

evantaron pidiendo silencio.

Por la expresión espantada de loojos de los hombres del bar, los intrusosupieron que se hablaba de ellos.

 —¡Todavía están en el parque SStephen! —En la excitación, Garrity nveía nada de lo que tenía delante—. Mdetuve en el hotel para dar la noticia

Ahora les toca a ustedes. Esondividuos…

 —Esos individuos —dijo Davi

Snell-Orkney— están aquí, en…

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El hombre vaciló. —En la taberna de Heeber Finn —

dijo Heeber Finn, mirándose lo

zapatos. —En la taberna de Heeber Finn —

dijo Snell-Orkney, agradeciendo con u

gesto. —Donde —dijo Garrity, sintiéndos

culpable— todos tomaremos un trag

enseguida.Se precipitó hacia el bar.Pero los seis intrusos también s

movieron. Se agruparon amables a cad

ado de Garrity y el irlandés se achicdiez centímetros.

 —Buenas tardes —dijo Snell

Orkney.

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 —Buenas y no buenas —dijo Fincautelosamente, esperando.

 —Parece —dijo el hombre alt

rodeado por los hombres-niños— que shabla mucho de lo que estamos hacienden Irlanda.

 —Esa sería la interpretación mábenigna —dijo Finn.

 —Permítanme explicarlo —dijo e

extranjero—. ¿Han oído hablar algunvez de la Reina de las Nieves y el Redel Invierno?

Varias mandíbulas se soltaron, una

bocas se abrieron.Algunos boquearon como si hubiera

recibido un puntapié en el estómago.

Finn, después de un momento en qu

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pensó dónde podía haberle caído egolpe, se sirvió un buen vaso coceñuda precisión. Tomó un trago, mu

ieso, y con la boca hecha fuegrespondió cuidadosamente, dejando quel calor le saliera por la lengua:

 —Ah… ¿qué es eso de la Reina del Rey?

 —Bueno —dijo el hombre alto

pálido—, había una Reina que vivía ea Isla del Hielo y nunca había visto everano, y un Rey que vivía en las Isladel Sol y nunca había visto el invierno

El pueblo del Rey se moría de calor eel verano, y el pueblo de la Reina de la

ieves se moría congelado en invierno

Pero lo pueblos de los dos países s

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salvaron de los rigores del clima. LReina de las Nieves y el Rey del Sol sconocieron y se enamoraron y todos lo

veranos cuando el sol mataba a lagentes de las islas, viajaban al norte, as tierras de hielo y vivía

agradablemente. Y todos los inviernoscuando la nieve mataba a las gentes denorte, todo el pueblo de la Reina de la

ieves se trasladaba al sur y vivía bajel templado sol de la isla. De modo qua no hubo dos naciones, dos pueblos

sino una sola raza que se trasladaba d

una tierra a otra con su tiempo extraño sus violentas estaciones. Fin.

Hubo una salva de aplausos, no d

os muchachos canarios sino de lo

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hombres alineados en el mostrador quparecían hechizados.

Finn vio sus propias mano

palmoteando en el aire y las bajó. Lootros se vieron también las manos y ladejaron caer.

Pero Timulty recapituló: —¡Dios, si tuviera acento irlandés

qué bien contaría los cuentos!

 —Gracias, muchas gracias —dijSnell-Orkney. —Todo lo cual nos lleva a l

mportante de la historia —dijo Finn—

quiero decir, a lo del Rey y la Reina odo eso.

 —El caso es —dijo Snell-Orkney—

que hacía cinco años que no veíamo

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caer una hoja. Apenas reconocíamos unnube, cuando la veíamos. No hemoenido nieve en diez años y apenas un

gota de lluvia. Nuestra historia es lcontrario. O conseguimos lluvia perecemos, ¿no es cierto, muchachos?

 —Ah, sí, claro —dijeron los cincoen un dulce gorjeo.

 —Hemos seguido el verano por e

mundo durante seis o siete años. Hemovivido en Jamaica y Nassau, en Port-auPrince y Calcuta, en Madagascar y Balen Taormina, pero al fin, justo hoy, no

dijimos que debíamos ir al norte, qudebíamos tener frío otra vez. Nsabíamos bien qué buscábamos, pero l

encontramos en St. Stephen’s Green.

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 —¿Esa cosa misteriosa? —estallolan—. Quiero decir…

 —El amigo de usted se lo dirá —

dijo el hombre alto—. ¿Mi amigo¿Quiere decir… Garrity? Todos miraroa Garrity.

 —Como iba a decir —explicGarrity— cuando llegué a la puertaEstaban en el parque, de pie… mirand

cómo cambiaba el color de las hojas. —¿Eso es todo? —dijo Noladesalentado.

 —Parecía suficiente hasta es

momento —dijo Snell-Orkney. —¿Las hojas están cambiando d

color en St. Stephen? —pregunt

Kilpatrick.

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 —Sabes —dijo Timulty comatontado—, hace veinte años que no lamiro.

 —El espectáculo más hermoso demundo —dijo David Snell-Orkney— sve en el centro de St. Stephen en est

mismo momento. —Habla profundamente —murmur

olan.

 —Es la bebida —dijo David SnellOrkney. —¡Ha tocado fondo! —dij

MaGuire.

 —¡Champán para todos! —¡No digo que no!Y diez minutos después estaba

odos en el parque.

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Y entonces, como decía Timultaños después, ¿alguna vez habían vistantas malditas hojas como las que habí

en el primero de los árboles, junto a lapuertas de St. Stephen’s Green? Noexclamaron todos. ¿Y qué tal el segund

árbol? Bueno, ése tenía mil millones dhojas. Y cuanto más miraban, más veíaque era una maravilla. Y Nolan anduv

evantando tanto la cabeza que se cayde espaldas y dos o tres tuvieron quayudarlo y hubo exclamacionegenerales de pasmo y proclamaciones d

fervorosa inspiración, pues nrecordaban entonces que hubiera habidamás, ante todo, ninguna hoja maldit

en los árboles, y sin embargo ahor

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estaban allí. O si las había habidonunca habían tenido ningún color, y si lhabían tenido, bueno, era hacía tant

iempo… Ah, diablos, cállense, dijeroodos, ¡y miren!

Que es exactamente lo que Nolan

Timulty, Kelly, Kilpatrick, GarritySnell-Orkney y sus amigos hicieron eresto de la tarde declinante. Porque e

realidad, el otoño había invadido eugar y había en el parque millones dbrillantes espadañas.

Allí los encontró exactamente e

padre Leary.Pero antes que pudiera decir nada

res de los seis invasores estivales l

preguntaron si quería confesarlos.

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Y lo que se vio a continuación coojos doloridos y tristes fue cómo epadre se llevaba a Snell-Orkney

Compañía a conocer los vitrales de lglesia y la forma del ábside, obra de u

arquitecto magistral, y la iglesia le

gustó tanto y lo dijeron expresamentantas veces que el cura tuvo que pone

coto a los Ave María y las efusione

consiguientes.Pero la culminación del día llegcuando uno de los viejos-jóvenehombres-niños, de vuelta en la tabern

preguntó qué cantaría, si  Mothe

achree o My Buddy.Hubo discusiones, se procedió

votación y anunciados los resultados

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cantó las dos.Tenía una bonita voz, dijeron todos

os ojos brillantes. Una voz dulce, alta

clara.Y como dijo Nolan: —No sería gran cosa com

muchacho. ¡Pero como chica, vaya si lsería!

Y todos respondieron que sí.

Y de pronto fue hora de irse. —¡Pero santo Dios —dijo Finn—, sacaban de llegar!

 —Hemos encontrado lo qu

veníamos a buscar, no es necesariquedarse —anunció el hombre jovenviejo alto, triste, feliz—. Tenemos qu

volver al invernadero y a las flores…

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se marchitarán durante la noche. Nuncnos quedamos. Siempre estamovolando, saltando, corriendo. Siempr

en movimiento.Como la niebla cubría el aeropuerto

no hubo otro remedio que enjaular a lo

pájaros en el barco de Dun Laoghairque iba a Inglaterra, y desde luego lohabitantes de la taberna de Finn s

nstalaron en el muelle para verlos irsen medio del atardecer. Allí estaban loseis en la cubierta superior, agitando ladelgadas manos mientras Timulty

olan, Garrity y los demás agitaban lagruesas manos. Y cuando la sirenempezó a sonar y el barco a alejarse, e

pasajero movió la cabeza, levantó l

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mano en el aire y todos cantaron«Mientras caminaba por la ciudad d

ublin, a eso de las doce de la noche

vi a una muchacha, qué bonita era

einándose a la luz de una vela». —¡Cristo! —dijo Timulty—, ¿oye

ustedes eso? —¡Sopranos, todos sopranos! —

exclamó Nolan.

 —¡Y no sopranos irlandeses sinsopranos de verdad! —dijo Kelly—Maldita sea, ¿por qué no lo dijeron? Dhaberlo sabido, hubiéramos pasado un

buena hora con ellos antes que tomarael barco.

Timulty asintió y añadió, escuchand

a música que flotaba sobre el agua:

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 —Extraño. Extraño. Lamento que svayan. Pienso. Durante cien años por lmenos la gente ha dicho que no teníamo

nada. Pero ahora han vuelto, aunque sepor poco tiempo.

 —¿Que no teníamos nada de qué? —

preguntó Garrity—. ¿Y qué es lo que hvuelto?

 —Bueno —dijo Timulty—, la

hadas, naturalmente, las hadas qualguna vez vivieron en Irlanda y que yno viven aquí, pero que vivieron hoy cambiaron el clima y ahora se van otr

vez, y que en alguna ocasión squedaron todo el tiempo.

 —¡Ah, cállate! —exclam

Kilpatrick—. ¡Y escucha!

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Y escucharon, nueve hombres en lpunta de un muelle mientras el barczarpaba y las voces cantaban y la niebl

venía, y no se movieron durante largrato hasta que el barco estuvo muy lejo  las voces se desvanecieron como e

perfume de la papaya, en la bruma.Cuando volvían a la taberna de Finn

empezaba a llover.

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Llamada nocturna

O SABÍA QUÉ LE RECORDABA e

viejo poema, pero allí estaba:

Supongamos, supongamos, y

 supongamos,que los cables en los postes

lejanos del teléfono

 se empapen de los millones

de palabras escuchadas

todas las noches,

conservando el sentido

 y el significado de todo.

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Se detuvo. ¿Qué seguía? Ah, sí…

Que luego como un

rompecabezas en la noche,

 junten todas las partes,

 y en fase filosófica

 prueben palabras como unniño atrasado.

Hizo de nuevo una pausa. ¿Cómerminaba la cosa? Espera…

 Así, bestia necia,todo el tesoro de vocales y

consonantes

conserva el milagro de una

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advertencia errónea,

deja filtrar a la vez un

 susurro, un latido,

un balbuceante murmullo.

Temprano entonces una

noche alguien se sienta,

oye una brusca campanilla,levanta el tubo

 y escucha una Voz como el 

 Espíritu Santoallá lejos, en una nebulosa,

la Bestia, en el cable,

que entre silbidos y

 gozosamente

a través de enloquecidos

continentes de tiempo

repite Hola, Hola.

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Tomó aliento y terminó:

 Para semejante Creación,

 semejante Bestia Eléctrica,

torpe, bruta, perdida,

¿qué respuesta tienes?

Estaba sentado, en silencio.Estaba sentado, tenía ochenta años

Estaba sentado en una habitación vacíde una casa vacía en una calle vacía duna ciudad vacía del vacío planet

Marte.Hacía cincuenta años que estaba assentado, esperando.

En la mesa que tenía delante habí

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un teléfono que no sonaba desde hacímucho, mucho tiempo.

El teléfono temblaba ahor

preparando algo secreto. Quizá esemblor había evocado el poema…

Se le estremecieron las aletas de l

nariz. Los ojos se abrieron, brillantes.El teléfono seguía vibrando, apenasEl viejo se inclinó hacia adelante

mirándolo fijo.El teléfono… sonó.El viejo se levantó de un salto

retrocedió, haciendo caer la silla. Gritó

gritó: —¡No!El teléfono sonó de nuevo.

 —¡No!

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El viejo quería acercarse, se acerc de un golpe tiró el aparato de la mesa

El tubo se salió de la horquilla en e

preciso instante en que el timbre sonabpor tercera vez.

 —No… oh, no, no —dij

suavemente, cubriéndose el pecho coas manos, meneando la cabeza, eeléfono a sus pies—. No puede ser…

no puede ser…Porque después de todo, estaba solen la habitación de una casa vacía euna ciudad vacía del planeta Mart

donde no había nada con vida, exceptél mismo, el Rey de la Colina Árida…

Y sin embargo…

 —… Barton…

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Alguien pronunciaba ese nombre. No. Algo zumbaba, como un ruid

de grillos y cigarras de lejanas tierra

desiertas.¿Barton?, pensó ¡Pero… pero si so

o!

Hacía tanto tiempo que no oía spropio nombre, y ya casi lo habíolvidado. Nunca había tenido l

costumbre de nombrarse a sí mismo evoz alta. Nunca había… —Barton —dijo el teléfono—

Barton. Barton. Barton.

 —¡Cállate! —gritó Barton.Y le dio un puntapié al auricular y s

agachó sudando, jadeando, y colgó e

ubo en la horquilla. En seguida, e

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maldito aparato sonó de nuevo. Esta veBarton lo rodeó con el puño, lo apretcomo para estrangular el sonido, pero a

fin, viendo que los nudillos se le poníablancos, aflojó los dedos y levantó eubo.

 —Barton —dijo una voz lejana, mil millones de kilómetros de distancia

Barton esperó a que el corazón l

atiera otras tres veces y luego dijo: —Habla Barton. —Vaya, vaya —dijo la voz, ahora

sólo un millón de kilómetros d

distancia—. ¿Sabes quién habla? —Cristo —dijo el viejo—. L

primera llamada que recibo en medi

vida y me viene con adivinanzas.

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 —Perdón. Qué estúpido soy. Clarouno no reconoce su propia voz en eeléfono. Nadie la reconoce nunca

Estamos acostumbrados a la voz que nolega a través de los huesos del cráneo

Barton, habla Barton.

 —¿Qué? —¿Quién creíste que era? —dijo l

voz—. ¿El capitán de un cohete

¿Pensaste que habían venido rescatarte? —No. —¿Qué fecha es hoy?

 —20 de julio de 2097. —Dios bendito. ¡Cincuenta años

¿Has estado ahí sentado todo el tiemp

esperando un cohete de la Tierra? E

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viejo asintió. —Vamos, viejo, ¿sabes quién soy? —Sí —Barton tembló—. Recuerdo

Somos uno. Yo soy Emil Barton y tú ereEmil Barton.

 —Con una diferencia. Tú tien

ochenta años, yo tengo sólo veinteToda la vida por delante!

El viejo empezó a reírse y después

lorar. Se sentó con el teléfono en lodedos como un niño tonto y perdido. Lconversación era imposible, y siembargo continuó. Cuando Barto

consiguió dominarse, se acercó aeléfono y dijo:

 —¡Escucha, por Dios, tú que está

ahí, quisiera prevenirte! ¿Pero cóm

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podría? Eres sólo una voz. Si pudiermostrarte qué solitarios son los añosTermina, mátate! ¡No esperes! S

supieras lo que es cambiar de lo queres tú a lo que soy yo, hoy, aquí, ahoraen este extremo.

 —¡Imposible! —la voz del joveBarton reía, muy lejos—. No tengmanera de saber si recibes esta llamada

Todo es mecánico. Estás hablando couna grabación nada más. Estamos e2037. Sesenta años de tu pasado. Hoempezó la guerra atómica en la Tierra

os convocaron a todos los colonialepara volver de Marte, en Cohete. ¡A mme dejaron atrás!

 —Recuerdo —susurró el viejo.

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 —Solo en Marte —rió la voz juveni—. Un mes, un año, ¿qué importa? Hacomida y libros. En los ratos libres h

grabado textos de diez mil palabrasrespuestas, mi voz, conectadas entre sautomáticamente. Llamaré en los último

meses, para poder hablar con alguien. —Sí. —Dentro de sesenta años m

lamarán las bandas que grabé ymismo. No creo realmente que pase aquen Marte tantos años, sólo una idedivertida que se me ha ocurrido, alg

para matar el tiempo. ¿Pero eres túBarton? ¿Soy realmente yo?

Las lágrimas caían de los ojos de

viejo.

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 —Sí. —He grabado mil Bartons, cinta

sensibles a todas las preguntas, en mi

ciudades marcianas. Un ejército dBartons en Marte, mientras espero lvuelta de los cohetes.

 —Insensato —el viejo meneó lcabeza, cansado—. Esperaste sesentaños. Has envejecido esperando

siempre solo. Y ahora has llegado a seo y sigues solo en las ciudades vacías. —No esperes mi simpatía. Ere

como un extranjero que está en otro país

o puedo ponerme triste. Ahora qugrabo estas cintas estoy vivo. Y tú estávivo mientras escuchas. Los dos, el un

para el otro, incomprensibles. Ningun

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puede prevenir al otro, aunque sresponden, uno automáticamente, el otrcálida y humanamente. Yo soy human

ahora. Tú eres humano después. Es unocura. No puedo llorar, porque como n

conozco el futuro no puedo ser sin

optimista. Estas cintas escondidas sólreaccionan a cierto número de estímulouyos. ¿Pueden pedirle a un hombr

muerto que llore? —¡Basta! —gritó el viejo. Sintió loaccesos familiares de dolor. Lo invadia náusea y la obscuridad—. Ah, Dios

eras despiadado. ¡Vete! —¿Eras, viejo? Yo soy. Mientras la

cintas se deslicen, mientras los rollos

os ocultos ojos electrónicos lean, elija

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  traduzcan palabras para ti, seré jove  cruel. Seguiré siendo joven y crue

mucho después que hayas muerto. Adiós

 —¡Espera! —gritó el viejo.Clic.

Barton se quedó sentado sosteniendel tubo largo rato. El corazón le dolíerriblemente.

Qué locura había sido. En suventud, qué tontos, qué inspirado

aquellos primeros años de aislamientomientras preparaba los cerebro

elefónicos, las cintas, los circuitosconectando las llamadas mediantrelevadores temporales.

Sonó el teléfono.

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 —Buenos días, Barton. HablBarton. Las siete. Levántate y brilla.

¡Otra vez!

 —¿Barton? Habla Barton. Vas a ir a Ciudad de Marte a mediodía. Anstalar un cerebro telefónico. Se m

ocurrió recordártelo. —Gracias.¡La campanilla del teléfono!

 —¿Barton? Barton. ¿Quierealmorzar conmigo? ¿En la Posada deCohete?

 —De acuerdo.

 —¡Hasta luego, entonces!¡Rrrrrrinnng!

 —¿Eres tú, B.? Pensé que t

alegraría. Arriba la cabeza y todo l

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demás. El cohete salvador puede llegamañana.

 —Sí, mañana, mañana, mañana

mañana.Clic.

Pero los años se habían quemado

eran humo ahora.Barton había silenciado lo

nsidiosos teléfonos y las astutas, astuta

respuestas. Sólo lo llamarían después dos ochenta años, si todavía estaba covida. Y ahora, hoy, el teléfono qusuena, el pasado que alienta en el oído

susurrando, recordando.¡El teléfono!Lo dejó sonar.

 No contestaré, pensó.

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¡La campanilla! No hay absolutamente nadie, pensó.¡La campanilla!

Es como hablar con uno mismopensó. Pero distinto. Ah, Dios, qudistinto.

Las manos del viejo levantaron eubo.

 —¡Hola, viejo Barton, habla e

oven Barton! ¡Hoy cumplo veintiúaños! El año pasado instalé cerebroparlantes en otras doscientas ciudadesHe poblado a Marte de Bartons!

El viejo recordó aquellas noches dseis decenios atrás, cuando corría pocolinas azules y valles de hierro, en u

camión colmado de aparatos, silbando

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feliz. Otro teléfono, otro relevador. Algque hacer. Algo inteligente, maravillosoriste. Voces ocultas. Ocultas, ocultas

En aquellos días juveniles en que lmuerte no era muerte, el tiempo no eriempo, la vejez un eco débil salido d

a larga caverna de los años próximosJoven idiota, loco sádico, no pensnunca que algún día la siembra darí

frutos. —Anoche —dijo Barton, cuandcumplió veintidós años—, estuvsentado solo en el cine de una ciuda

vacía. Pasé una de Laurel y HardyDiablos, cómo me reí.

 —Sí.

 —Se me ocurrió una idea. Registr

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mi voz mil veces en una cintaTransmitida desde la ciudad, suencomo mil personas. Un ruid

reconfortante, el ruido de una multitudLo grabé de manera que se oyeportazos, los niños cantan, lo

gramófonos suenan, todo mediante usistema de relojería. Si no miro por lventana, si me limito a escuchar, est

muy bien. Pero si miro, la ilusión sdesvanece. Me parece que me estoquedando solo.

El viejo dijo:

 —La primera señal. —¿Qué? —La primera vez que admitiste qu

estabas solo.

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 —He experimentado con oloresMientras caminaba por las calles vacíassentía los olores del tocino, los huevos

el jamón, los filetes, que salían de lacasas. Todo con aparatos ocultos.

 —Locura.

 —¡Autoprotección! —Estoy cansado.El viejo colgó. Era demasiado. E

pasado lo ahogaba…Vacilando, bajó las escaleras de lorre y salió a las calles de la ciudad.

La ciudad estaba a obscuras. Nadi

encendía las señales rojas de neónnadie hacía sonar música, nadie difundíolores de cocina. Hacía mucho qu

había abandonado la fantasía de l

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mentira mecánica. ¡Escucha! ¿Sopisadas? ¡Huele! ¿No es pastel dfresas? Lo había detenido todo.

Fue hacia el canal donde laestrellas brillaban en las aguas trémulas

Debajo del agua, fila tras fila, s

oxidaba la población robot de Marte quhabía construido a lo largo de los años que cuando Barton entendió su propi

 enajenada inadaptación, había enviada paso redoblado, ¡uno dos tres cuatroa las profundidades del canal. Allí lorobots se hundieron, burbujeando com

botellas. Barton los había matado simostrar ningún remordimiento.

Un teléfono sonó débilmente en u

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cottage sin luz.Barton siguió caminando. El teléfon

calló.

En otro cottage  el teléfono sonó dpronto como si supiera que Bartopasaba por la calle. Barton echó

correr. La campanilla quedó atrás. Sólpara que lo alcanzara la de esta casahora, ahora la de aquélla, ¡ahora aquí

allá! Corrió más rápido. ¡Otro teléfono! —¡Está bien! —chilló, exhausto—Ya voy!

 —Hola, Barton.

 —¿Qué quieres? —Estoy solo. No vivo más qu

cuando hablo. Así que tengo que hablar

o pueden ignorarme tanto tiempo.

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 —¡Déjame en paz! —dijo el viejohorrorizado—. ¡Ay, mi corazón!

 —Habla Barton, veinticuatro años

Otro par de años que se han idoEsperando. Un poco más solo. He leíd

a guerra y la paz , me he emborrachad

con jerez, he recorrido los restaurantes he sido camarero, cocinero, animadorEsta noche protagonizo un film en e

Tivoli: ¡Emil Barton en  Penas de amoerdidas, en todos los papeles, algunocon peluca!

 —¡Deja de llamarme o te mato!

 —No puedes matarme. ¡Tienes quencontrarme, primero!

 —¡Te encontraré!

 —Has olvidado dónde m

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escondiste. ¡Estoy en todas partes, ecajas, casas, cables, postes, bajo tierraAnda, inténtalo! ¿Cómo le llamarás

¿Telecidio? ¿Suicidio? ¿Me tieneenvidia? ¿Envidia de mí aquí, con sólveinticuatro años, ojos brillantes, joven

fuerte? ¡Muy bien, viejo, será la guerraEntre los dos. ¡Entre yo y yo! Todo uregimiento de yos, todas las edade

contra ti, el verdadero. ¡Adelantedeclara la guerra! —¡Te mataré!Clic. Silencio.

Barton arrojó el teléfono por lventana.

En el frío de la medianoche, e

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automóvil avanzó por valles profundosBajo los pies de Barton, en el piso decoche, había revólveres, rifles

dinamita. Sentía el rugido del motor eos delgados, cansados huesos.

Los encontraré, pensaba, y lo

destruiré a todos. Ah, Dios, ¿cómpuede hacerme esto?

Detuvo el coche. Bajo las luna

postreras yacía una ciudad extraña. Nhabía viento.Sostuvo el rifle con las manos frías

Escudriñó los agujeros, los postes, la

cajas. ¿Dónde estaba escondida la vode esta ciudad? ¿En ese poste? ¿O eaquél? Hacía tantos años. Barton volví

a cabeza, para este lado, para aqué

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enloquecido.Levantó el rifle.El poste cayó con la primera bala.

Todos, pensó. Habría que tronchaodos los postes de esta ciudad. Me h

olvidado. Demasiado tiempo.

El auto avanzó por la callsilenciosa.

Sonó un teléfono.

Barton miró el drugstore vacío.Un teléfono.Pistola en mano, disparó a l

cerradura de la puerta y entró.Clic.

 —Hola, ¿Barton? Una advertencisolamente. No trates de bajar todos lo

postes, de volarlo todo. Mejor que t

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abras la garganta. Piénsalo…Clic.

Barton salió lentamente de la cabin

elefónica, avanzó por la calle, escuchos postes telefónicos que zumbaban all

arriba, todavía vivos, todavía intactos

Los miró y entonces entendió. No podía destruir los postes. S

legaba un cohete de la Tierra, ide

mposible, pero si llegaba esa nochemañana, la semana próxima, y descendídel otro lado del planeta, utilizaríaquizá los teléfonos para tratar de llama

a Barton, y descubrirían que locircuitos estaban muertos.

Barton dejó caer el arma.

 —No llegará ningún cohete —s

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dijo—, estoy viejo. Es demasiado tardePero si llega y nunca lo sabes

pensó. No, tienes que mantener la

íneas en buen estado.De nuevo sonó el teléfono.

Barton se volvió torpemente. Entrropezando en el drugstore y manoteó eubo.

 —¡Hola! —Una voz extraña. —Por favor —dijo el viejo—, n

me molestes. —¿Qué es eso, quién había? ¿Qu

pasa? ¿Dónde está usted? —exclamó lvoz, sorprendida.

 —Espere un minuto —el viejo s

ambaleó—. Habla Emil Barton, ¿quié

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habla? —Habla el capitán Rockwell, cohet

Apolo 48. Acabamos de llegar de l

Tierra. —No, no, no. —¿Está usted ahí, señor Barton?

 —No, no, no puede ser. —¿Dónde está usted? —¡Me estás engañando! —el viej

se apoyó ciegamente en la cabina—Eres tú, Barton, te burlas de mí, mienteotra vez!

 —Habla el capitán Rockwell

Acabamos de desembarcar. En NuevChicago. ¿Dónde está usted?

 —En Villa Verde —boqueó Barto

—. A rail kilómetros de usted.

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 —Escuche, Barton, ¿puede veniaquí?

 —¿Qué?

 —Tenemos que reparar el coheteEstarnos agotados por el vuelo. ¿Puedvenir a ayudarnos?

 —Sí, sí. —Estamos en la pista fuera de l

ciudad. ¿Puede venir mañana?

 —Sí, pero… —¿Qué?El viejo acariciaba el teléfono. —¿Cómo está la Tierra? ¿Cómo est

ueva York? ¿Terminó la guerra¿Quién es el presidente ahora? ¿Qupasó?

 —Habrá tiempo de sobra par

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charlar cuando venga. —¿Todo está bien? —Muy bien.

 —Gracias a Dios —el viejesperaba la voz lejana—. ¿Está usteseguro de que es el capitán Rockwell?

 —¡Váyase al diablo! —Discúlpeme.Barton colgó y salió corriendo.

Allí estaban, después de tantos añosncreíble; ahora lo llevarían de vuelta os mares, los cielos, las montañas de l

Tierra.

Puso en marcha el auto. Viajaríoda la noche. Valía la pena correr e

riesgo para ver gente, estrechar manos

oírlos de nuevo.

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El coche tronaba en las colinas.Esa voz. El capitán Rockwell. N

podía ser él, Barton, hacía cuarent

años. Nunca había grabado nadparecido. ¿O sí? En un acceso ddepresión, en un momento de cinismo

borracho, ¿no habría preparado la falsgrabación de un falso desembarco eMarte, con un capitán sintético y un

ripulación imaginaria? Barton sacudia cabeza. No. Tanta suspicacia, ontería. Este no era el momento d

dudar. Tenía que correr con las lunas d

Marte, toda la noche. ¡Qué fiestcelebrarían!

Salió el sol. El viejo estaba mu

cansado, con punzadas y calambres e

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odo el cuerpo, el corazón acelerado, os dedos agarrotados en el volante. L

que más le gustaba, sin embargo, era l

dea de una última telefoneada. Holaoven Barton, habla el viejo BartonHoy voy a la Tierra! ¡Me han rescatado

Sonrió débilmente.Llegó a los vagos límites de Nuev

Chicago al atardecer. Se apeó del coch

  se quedó mirando la pista ddesembarco del cohete, y se frotó loojos enrojecidos.

La pista estaba vacía. Nadie corrió

su encuentro. Nadie le estrechó la manonadie gritó o se rió.

Barton sintió que le estallaba e

corazón. El mundo se le obscureció

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alrededor, y Barton tuvo la sensación dcaer a través de un cielo abiertoCaminó tropezando hacia una oficina.

Dentro, había una prolija hilera dseis teléfonos. Barton esperó, jadeandoAl fin, la campanilla. Levantó el tub

pesado. —Estaba preguntándome si habría

legado vivo. El viejo no habló y s

quedó con el teléfono en la mano.La voz continuó. —El capitán Rockwell informa

¿Cuáles son sus órdenes, señor?

 —Tú —gimió el viejo. —¿Cómo está tu corazón, viejo? —¡No!

 —Tengo que eliminarte de algun

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manera para poder vivir, si se pueddecir eso de una grabación.

 —No importa ya —respondió e

viejo—. ¡Haré volar todo esto hasta questés muerto!

 —No tendrás fuerzas. ¿Por qué cree

que te hice viajar tanto y tavelozmente? ¡Es tu último viaje!

El viejo sintió que le fallaba e

corazón. Nunca llegaría a las otraciudades.Había perdido la guerra. Se desliz

en una silla y unos sonidos bajos

astimeros, le salieron de la boca. Lootros cinco teléfonos, como ante unseñal, estallaron en coro. ¡Un nido d

horribles pájaros, que chillaban todos

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boca se le marchitó. Los lóbulos de laorejas se le derritieron como si fuerade cera. Barton se apretó el pecho co

as manos y cayó de bruces. Se quedquieto. Dejó de respirar. El corazón sdetuvo.

Después de un largo rato, los otrodos teléfonos sonaron.

Un relevador restalló en algun

parte. Las dos voces telefónicas estabaconectadas, una con otra. —Hola, ¿Barton? —Sí, ¿Barton?

 —Veinticuatro años. —Yo tengo veintiséis. Los do

somos jóvenes. ¿Qué ha pasado?

 —No sé. Escucha.

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La habitación silenciosa. En esuelo, el viejo no se movía. El vientsoplaba por la ventana rota. El aire er

frío. —¡Felicítame, Barton, hoy cumpl

veintiséis años!

 —¡Felicitaciones!Las voces cantaron juntas el salud

de cumpleaños y la canción voló por l

ventana, débil, débilmente, en la ciudamuerta.

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Fantasmas de lonuevo

HACÍA AÑOS QUE NO IBA a DublinHabía andado por todo el mundoexcepto Irlanda, pero ahora no habí

pasado una hora desde mi llegada aRoyal Hibernian Hotel, cuando sonó eeléfono, y ¿quién estaba en el teléfono

Nora en persona, Dios bendito! —¿Charles? ¿Charlie? ¿Chuck¿Eres rico por fin? ¿Y los escritorericos compran fabulosas propiedades?

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 —¡Nora! —dije riendo—. ¿Nuncdices hola?

 —La vida es demasiado corta par

holas, y ahora no hay tiempo paradioses decentes. ¿Podrían compraGrynwood?

 —¡Nora, Nora, tu casa familiar, ddoscientos poblados años! ¿Quocurriría con la disparatada vida socia

rlandesa, las fiestas, las bebidas, lochismes? ¡No puedes tirar todo por lborda!

 —Puedo y lo haré. Oh, tengo baúle

lenos de dinero esperando afuera baja lluvia en este momento. Pero Charlie

Charles, estoy sola en la casa. Lo

criados han volado a ayudar al Aga. E

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esta noche final, Chuck, necesito uescritor que vea el Fantasma. ¿No tpica la curiosidad? Ven. Tengo una cas

 misterios para dar al mundo. Charlieoh, Chuck, oh Charles.

Clic. Silencio.

Diez minutos después yo ibrugiendo por el camino serpenteante quentre verdes colinas lleva al lago azul

a las lozanas praderas de la oculta fabulosa casa llamada Grynwood.Me reí de nuevo. ¡Querida Nora! A

uzgar por su parloteo, en ese moment

se estaba preparando una fiesta qulevaría a una maravillosa destrucción

Berie quizá llegara volando desd

Londres, Nick de París, Alicia vendrí

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seguramente en coche de Galway. Algúdirector de cine, llamado por cable esa misma hora, bajaría en paracaídas

helicóptero, maná de anteojos negromás bien andrajoso. Marion spresentaría con su troupe de perro

pekineses que siempre semborrachaban y se mareaban más quél mismo.

Aceleré mi hilaridad mientraaceleraba el motor.Estarás bastante achispado a eso d

as ocho, pensé, empujado al sueño po

cuerpos contundentes antes dmedianoche, amodorrado hastmediodía y luego con una lind

borrachera el domingo a la hora del té

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Y en el medio, el raro juego de lacamas musicales con condesarlandesas y francesas, damas, y simple

bestias locales licenciadas en arte, despachadas por la Sorbona, algunacon bigotes masticables, otras no, y e

unes habrían pasado diez millones daños. El martes manejaría, oh, cocuánto cuidado, de vuelta a Dublin

protegiéndome el cuerpo como una gramuela del juicio afectada, mucho máprudente con las mujeres, sintiendrelámpagos de dolor cada vez que m

acordaba de algo.Temblando, recordé la primera ve

que llegué con bombos y platillos a cas

de Nora, cuando yo tenía veintiún años.

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Una vieja duquesa loca con mejillaentalcadas y dientes de barracuda nohabía metido a mí y un coche sport po

ese camino quince años atrás ladrandal viento:

 —¡Te encantarán el zoológico y e

botánico! Los amigos de Nora sobestias y guardianes, tigres y gatitosrododendros y atrapamoscas. En lo

arroyos de Nora nadan peces fríosruchas calientes. Todo es un vastnvernáculo donde los animales alcanza

un tamaño excepcional, alimentados a l

fuerza por aires contra natura. Entran ecasa de Nora el viernes con la ropimpia, se van el lunes dejando la

sábanas mojadas y sucias, ¡sintiéndos

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como si entretanto hubieran inspiradopintado y vivido todas las Tentacionedel Bosco, el Infierno, el Juicio Final

a Condenación! Vive en casa de Nora es como si estuvieras en la boca calientde un gigante, deliciosamente pegotead

  mordisqueado a cada momentoPasarás por esa casa como vituallasCuando te haya sido extraída la últim

gota de salsa agridulce y te hayasorbido el tuétano de esos azucaradohuesos de muchacho, te descubriráarrumbado en una fría estació

pueblerina de zinc, solo en la lluvia. —¿Estoy recubierto de enzimas? —

grité para tapar el rugido del motor—

o hay casa que pueda destrozar lo

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elementos o alimentos de mi PecadOriginal.

 —¡Loco! —dijo riendo la duques

—. ¡Ya te veremos parte del esqueleto edomingo a la mañana!

Dejé los recuerdos atrás cuando sal

del bosque entre los chirridos de unpatinada, y aminoré la velocidad porqua fricción misma de la bellez

ranquilizaba el corazón, la mente, lsangre, y por lo tanto el pie en eacelerador.

Allí debajo de un cielo azul como u

ago junto a un lago azul como el cielestaba la querida casa de Nora, la gramansión llamada Grynwood. Anidaba e

as colinas más redondas junto a lo

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árboles más altos del bosque máprofundo del Eire. Tenía torreenigmáticas, construidas mil años atrá

por gentes no recordadas y arquitectodesconocidos. Los jardines habíaflorecido por primera vez quiniento

años atrás y entre viejas tumbas criptas había edificios desparramadodoscientos años antes en una explosió

creadora. Aquello era el refectorio dun convento que los hacendadoconvirtieron en caballeriza, nuevas alaconstruidas noventa años atrás. Por e

ado del lago se alzaba un pabellón dcaza en ruinas donde los caballosalvajes se sumergían en la verd

sombra mentolada para hundirse lueg

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en la hierba verde agua junto a estanqueodavía más fríos y tumbas aisladas d

muchachas cuyos pecados habían sid

an enormes que aun en la muertestaban reducidas a la soledad, ocultaen la obscuridad de la fronda.

Como en una brillante bienvenida, esol encendió unos vastos tintineos edecenas de ventanas. Enceguecido, fren

bruscamente. Entornando los ojos, mpasé la lengua por los labios.Recordé mi primera noche e

Grynwood. La propia Nora abrió l

puerta principal. De pie, completamentdesnuda, anunció:

 —Llegas demasiado tarde. ¡Todo h

erminado!

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 —Tonterías. Ten esto, muchacho, esto. Tras de lo cual la duquesa, en trerápidos movimientos, se quedó e

cueros como un gusano en el umbraventoso.

Yo estaba despavorido, teniéndole l

ropa. —Entra muchacho, te vas a queda

duro.

Y la duquesa desnuda caminserenamente entre la gente bien vestida. —Vencida en mi propio juego —

exclamó Nora—. Ahora, para competir

engo que volver a vestirme. Y yo ququería escandalizarte.

 —No te preocupes —dije—. Lo ha

conseguido.

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 —Ayúdame a vestirme.En la alcoba nos enredamos en la

ropas de Nora, tiradas en montones co

perfume a musgo sobre el piso dparquet.

 —Sostén los calzones mientras m

meto en ellos. Tú eres Charles, ¿no? —Mucho gusto —me ruboricé,

enseguida estallé en un ataque de ris

ncontenible—. Perdóname —dije al finabrochándole el corpiño por detrás—pero comienza la noche y estovistiéndote. Yo…

Una puerta se golpeó en algunparte. Eché una mirada alrededobuscando a la duquesa.

 —No está —murmuré—. La casa y

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se la comió.Cierto. No volví a ver a la duques

hasta la lluviosa mañana del martes qu

ella había predicho. Para ese entonceo me había olvidado de mi nombre, m

cara, y el alma detrás de la cara.

 —Dios mío —dije—. ¿Qué es eso, eso?

Siempre vistiendo a Nora habíamo

legado a la puerta de la bibliotecaDentro, como un brillante laberinto despejos, giraban los invitados del fin dsemana.

 —Eso —señaló Nora—, el BalleCívico de Manhattan electropropulsadsobre hielo. A la izquierda, lo

Bailarines de Hamburgo

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electropropulsados en direccióopuesta. Divino reparto. Gentes dballets enemigos, incapaces de mostra

por dificultades del lenguaje todo edesprecio y el vitriolo que hay en ellosTienen que mimar una pelea de gatos

Apártate, Charlie. La Valkiria ha dconvertirse en Doncella del Rin. Y esomuchachos  son  Doncellas del Rin

Cuida el flanco! Nora tenía razón.Se libró la batalla.Los lirios atigrados saltaron uno

sobre otros, balbuceando idiomas. Eseguida se apartaron, frustradosavergonzados. En un bombardeo d

puertas que se golpeaban, los enemigo

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se precipitaron en innúmerahabitaciones. Lo que era horror sconvirtió en horrible amistad y lo qu

era amistad se convirtió en hornadahumeantes de un afecto desvergonzado ygracias a Dios, oculto.

Después de esto hubo un alud dcandelabro de cristal: poetascoreógrafos-artistas-escritores qu

bajaron la cuesta empinada y veloz defin de semana.En algún lugar quedé preso y fu

barrido por el montón de carne que s

encaminaba derecho a un choque con lrealidad de tía solterona del lunes mediodía.

Ahora, después de muchas pasada

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fiestas, después de muchos pasadoaños, allí estaba yo.

Y allí estaba la residencia d

Grynwood, muy tranquila. No habímúsica. No llegaban coches.

Hola, pensé. Una nueva estatu

sentada junto a la orilla. Hola de nuevoo era una estatua… sino Nora e

persona, sentada sola, las pierna

recogidas bajo el vestido, la carpálida, contemplando a Grynwood comsi yo no hubiera llegado, como si yo nfuera visible.

 —¿Nora…?La mirada de Nora estaba ta

clavada en las alas de la casa, en lo

musgosos tejados y en las ventana

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lenas de cielo vacío, que yo también mvolví a mirar.

Había algo que no andaba bien. ¿S

había hundido la casa medio metro en lierra? ¿O la tierra se había hundidodo alrededor, dejándola encallada

perdida en el aire vivo y desapacible?La puerta principal de Grynwoo

estaba abierta de par en par. Desde es

puerta me llegaba el aliento de la casa.Sutil. Como despertar de noche parsentir el aire caliente que sale de lnariz de la mujer de uno, pero aterrad

de pronto porque el perfume del alientha cambiado, ¡huele a otra personaQueremos despertarla, llamarla por e

nombre. ¿Quién es, cómo, qué? Per

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sintiendo los golpes del corazón, noquedamos allí, insomnes, acostadounto a una extraña.

Caminé. Sentí mi imagen presa emil ventanas: se acercaba por la hierba la silenciosa Nora.

Mil yos se sentaron calmosamente. Nora, pensé. Dios querido, aqu

estamos de nuevo.

Aquella primera visita Grynwood…Y luego nos habíamos encontrad

aquí y allá a lo largo de los años com

gentes que se rozan en una multitudcomo amantes en un pasillo y extrañoen un tren, y cuando el silbato anunciab

a próxima y rápida parada no

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ocábamos las manos o dejábamos qunuestros cuerpos fueran rozados por lmultitud que salía empujándose a

abrirse de par en par las puertas; lgente nos arrastraba, y luego no mácontactos, no más palabras, nada durant

años.O era como si a mediodía en plen

verano todos los años huyéramos de

camino de la vida, sin soñar jamás qupudiéramos volver y chocar atraídos pouna mutua necesidad. Y entonces dalgún modo terminaba otro verano, u

sol se ponía y allí llegaba Norarrastrando un vacío cubo de arena aquí llegaba yo con costras en la

rodillas, y la playa estaba vacía y un

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estación rara había concluido, y sólnosotros quedábamos para decir Hol

ora, Hola Charles, mientras el vient

se levantaba y el mar se obscurecícomo si de pronto pasara nadando ugran cardumen de calamares envuelto

en tinta.Muchas veces me pregunté s

legaría el día en que habiendo dad

oda la vuelta nos quedáramos quietosQuizá doce años atrás, en alguna partehabía habido un momento, inestablcomo una pluma en la punta de un dedo

en que con nuestro aliento soplando dcada lado habíamos mantenido el amoencendido y en perfecto equilibrio.

Pero eso fue porque me había topad

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con Nora en Venecia, con las raíceempaquetadas, lejos de su casa, lejos dGrynwood, donde pertenecía realment

a algún otro, quizá a mí.Pero en cierto modo nuestras boca

habían estado demasiado ocupadas l

una con la otra como para pedipermanencia. Al día siguiente, mientranos curábamos los labios hinchados po

os mutuos asaltos, no tuvimos fuerzapara decir siempre como ahora, mámañanas así, una casa en cualquieparte, no Grynwood, nunca má

Grynwood, ¡quédate!Quizá la luz del mediodía era crue

quizá revelaba los poros excesivos de l

gente.

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O quizá, con más exactitud, los niñomalcriados se aburrían de nuevo. ¡O leaterraba una prisión de dos! Cualquier

que fuese la razón, la pluma, una veevantada brevemente por el aliento de

champán, se vino abajo.

 Nadie supo quién dejó de soplaprimero. Nora alegó un telegramurgente y voló a Grynwood.

El contacto se había interrumpidoLos niños mimados nunca escribierono supe qué castillos de arena habí

derribado Nora. Nora no supo qu

madras de la India había sangrado colocon el sudor de la pasión que me mojaba espalda. Me casé. Me divorcié. Viajé

Y allí estábamos de nuevo, venido

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de direcciones opuestas al final de udía extraño junto a un lago familiarlamándonos el uno al otro si

lamarnos, corriendo el uno hacia el otrsin movernos, como si no hubiésemoestado separados durante años.

 —Nora —le tomé la mano. Estabfría—. ¿Qué ha pasado?

 —¡¿Pasado?! —Nora se rió, lueg

calló, mirando a otra parte. De prontvolvió a reírse, con esa risa difícil qupodía instantáneamente mudarse eágrimas—. Oh, mi querido Charles

piensa de veras, piénsalo todo, salta earo y vuelve a sueños maníacos. ¿Qué hpasado, Charlie, qué ha pasado?

 Nora se quedó terriblemente quieta.

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 —¿Dónde están los criados, lohuéspedes…?

 —La fiesta —dijo Nora-fue anoche.

 —¡Imposible! Tus fiestas nempiezan y terminan la noche deviernes. Los domingos siempre han vist

u césped sembrado de pobres diabloenvueltos en sábanas. ¿Por qué?

 —¿Por qué te invité hoy, quiere

decir, Charles? —Nora seguía miranda casa—. Para darte Grynwood. Uregalo, Charlie, si puedes obligarla que te deje quedarte, si te aguanta…

 —¡No quiero la casa! —estallé. —Ah, no se trata de que la quieras

sino de que ella te quiera a ti. Nos h

echado a todos, Charlie.

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 —¿Anoche…? —Anoche la última gran fiesta e

Grynwood no resultó. El Aga mandó

una chica fabulosa desde Niza. RogerPercy, Evelyn, Vivian, Jon estaban aquAquel torero que casi mató a

dramaturgo por la bailarina estaba aquEl dramaturgo irlandés que se caborracho del escenario estaba aquí

oventa y siete invitados hormigueabaen esa puerta entre las cinco y las sietde ayer. A medianoche se habían ido.

Crucé el césped.

Sí, todavía frescas en la hierba lamarcas de neumáticos de tres docenade automóviles.

 —No nos hubiera permitido hacer l

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fiesta, Charles —dijo Nora débilmente.Me volví desconcertado. —¿Quién? ¿La casa?

 —Oh, la música era espléndida perlegaba hueca arriba. Escuchamo

nuestras carcajadas que volvían com

fantasmas desde los salones más altosLa fiesta falló. Los  petits fours  se noquedaban atravesados en la garganta. E

vino nos chorreaba por la barbillaadie se fue a la cama ni siquiera treminutos. ¿No parece mentira? Perodos recibieron el Premio de

Merengue Blando y se fueron y yo dorma la intemperie toda la noche. ¿Sabepor qué? Ve a mirar, Charlie.

Caminamos hasta la puerta abiert

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de Grynwood. —¿Qué tengo que mirar? —Todo. Todas las habitaciones. L

casa misma. El misterio. Adivina. Ycuando hayas imaginado mil cosas, tdiré por qué no puedo volver a vivi

aquí de nuevo, por qué debo irme, poqué Grynwood es tuya si la quieresEntra, solo.

Avancé despacio por el hermosparquet de madera dura color amarilleonado del gran vestíbulo. Contempl

en la pared el tapiz de Aubusson

Examiné en una vitrina los antiguomedallones griegos de mármol blancsobre fondo de terciopelo azul.

 —Nada —grité a Nora allí afuera e

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as últimas horas de la tarde, cada vemás frías.

 —No. Todo —gritó—. Sigue.

La biblioteca era un profundo macálido de olor a cuero donde cinco miibros hacían centellear su

encuadernaciones de sobado color jerezima y limón. Los ojos dorados, loítulos brillantes resplandecían e

hileras. Sobre la chimenea que podíhaber albergado una docena de pilas deña, colgaban las exquisita

uchachas y flores  de Gainsborough

que habían calentado a la familidurante generaciones. Era un portaabierto al tiempo estival. Uno hubies

querido asomarse y oler los mares d

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flores silvestres, tocar las cosechas dmuchachas como duraznos, escuchar lmaquinaria de las abejas dando puntada

brillantes en el aire encantado. —¿Qué tal? —dijo una voz lejana. —¡Nora! —grité—. Ven. ¡No ha

nada que temer! ¡Todavía entra la luz dedía!

 —No —dijo tristemente la vo

ejana—. El sol se está poniendo. ¿Ques lo que ves, Charlie? —De nuevo en el vestíbulo, l

escalera de caracol. La sala. Ni un

mota de polvo en el aire. Estoy abrienda puerta de la bodega. Un millón d

barriles y botellas. Ahora la cocina

Nora, esto es cosa de locos!

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 —¿Ah, sí? —gimió la voz lejana—Vuelve a la biblioteca. Párate en ecentro de la habitación. ¿Ves el cuadr

de Gainsborough  Muchachas y flores

que siempre te gustó? —Ahí está.

 —No, no está. ¿Ves el humidificadoflorentino?

 —Lo veo.

 —No lo ves. ¿Ves el sillón de cuerdonde te sentabas a tomar jerez copapá?

 —Sí.

 —No —suspiró la voz. —Sí, ¿no? ¡Basta ya, Nora! —Vaya si basta, Charlie. ¿N

adivinas? ¿No  sientes  lo que le h

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pasado a Grynwood?Sentí un dolor al volverme. Husme

el aire extraño.

 —Charlie —dijo Nora, lejos, junto a puerta abierta—… hace cuatro año

—añadió débilmente— Grynwood ardi

hasta los cimientos.Corrí. Encontré a Nora pálida junt

a la puerta.

 —¿Qué ocurrió? —Se quemó hasta los cimientos —dijo Nora—. Toda. Hace cuatro años.

Di tres largos pasos hacia afuera

miré las paredes y las ventanas. —¡Nora, ahí está todo, en pie! —No, Charlie, no. Eso no e

Grynwood.

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Toqué la piedra gris, el ladrillo rojoa hiedra verde. Pasé la mano por l

puerta española tallada.

 —No puede ser. —Sí —dijo Nora—. Todo nuevo

Todo, desde las piedras del sótano

uevo, Charles. Nuevo. —¿Esta puerta? —Enviada desde Madrid, el añ

pasado. —¿Este pavimento? —Tallado cerca de Dublin, hace do

años. Las ventanas vinieron d

Waterford esta primavera.Entré por la puerta principal. —¿Y el parquet?

 —Terminado en Francia y enviad

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el otoño último. —Pero ¿y ese tapiz? —Tejido cerca de París, colgado e

abril. —¡Pero es absolutamente idéntico

ora!

 —Sí, ¿verdad? Viajé a Grecia parconseguir duplicados de los mármolesLa vitrina la mandé hacer en Rheims.

 —¡La biblioteca! —Todos los libros encuadernadode la misma manera, con el mismafilete de oro, puestos en anaquele

guales. Sólo la reproducción de lbiblioteca costó cien mil libras.

 —Igual, igual, Nora —exclamé

maravillado—, santo Dios, igual —

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estábamos en la biblioteca y señalé ehumidificador de plata florentina—¿Esto, naturalmente, se salvó de

ncendio? —No, no, soy una artista

Recuérdalo. Hice bocetos, llevé lo

dibujos a Florencia. Terminaron lfalsificación en julio.

 —¿Las  Muchachas y flores, d

Gainsborough? —¡Mira de cerca! Es obra de FritziFritzi, aquel horrible pintor beatnik, dMontmartre, ¿recuerdas? ¿El qu

arrojaba pintura sobre la tela y la hacívolar sobre París como un barrilete parque el viento y la lluvia l

embellecieran, y luego la vendía

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precios exorbitantes? Bueno, Fritziresultó ser un fanático vergonzante dGainsborough. Me mataría si supier

que te lo he dicho. Pintó estauchachas de memoria, ¿no están bien? —Muy bien, oh Dios, Nora, ¿m

dices la verdad? —Ojalá no fuera así. ¿Crees que h

estado enferma de la cabeza, Charles

Claro que podrías pensarlo. ¿Crees en ebien y en el mal, Charlie? Yo no creíaPero ahora, de pronto, me siento vieja como llovida. He chocado con lo

cuarenta, los cuarenta han chocadconmigo, como una locomotora. ¿Sabeo que pienso?… que la casa se destruy

a sí misma.

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 —¿Qué? Nora se fue a atisbar en los salone

donde las sombras se juntaban ahora

naciendo de la última luz. —La primera vez que dispuse de m

dinero, a los dieciocho años, cuando l

gente decía Culpa yo decía TonteríaEllos gritaban Conciencia. ¡Yo gritabDisparate Crapuloso! Pero en aquello

días el barril de la lluvia estaba vacíoMucha lluvia extraña ha caído desdentonces y se ha juntado en mí, y para mfría sorpresa me encuentro al borde de

viejo pecado y sé que hay conciencia hay culpa.

"Hay mil manchas en mí, Charles.

"Esos muchachos empujaron y s

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enterraron allí. Cuando se retirabanCharles, yo creía que se retiraban. Perno, no, ahora estoy segura de que no ha

uno solo cuya barba, cuya envenenada encantadora espina no se me hayquedado clavada en la carne, en un luga

o en otro. Dios, Dios, como amé esabarbas, esas espinas. Dios, cómo mgustaba que me pincharan y magullaran

Pensé que las medicinas del tiempo y eviaje podían curar las marcas de loapretones. Pero ahora sé que soy todmpresiones digitales. No hay un

pulgada de mi carne, Chuck, que no seuna muestra de impresiones palmares de huellas digitales. He sido apuñalad

por un millar de muchacho

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encantadores y pensé que no sangrabapero Dios mío, sangro ahora. He estadsangrando en toda esta casa. Y mi

amigos, que negaban la culpa y lconciencia, mediante un esfuerzsubterráneo de la carne han quedad

entrampados aquí y se han sacudido nsultado unos a otros y han sudad

sobre los pisos y han baleado la

paredes con angustias descendimientos, cargando todos lacruces de los otros. La casa ha sidatacada por asesinos, Charlie, cada un

ratando de matar la soledad del otrcon las cortas espadas, sin que nadiencontrara tregua, sólo el gemido de u

breve aflojamiento.

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"No creo que nunca haya habido unpersona feliz en esta casa, Charlesahora lo veo.

"Oh, todo  parecía  feliz. Cuando soyen tantas risas, se bebe tanto, sencuentran sandwiches humanos e

odas las camas, sabrosos bocadorosados y blancos, uno piensa: ¡qualegría, qué felicidad!

"Pero es mentira, Charlie, tú y yo lsabemos, y la casa bebió la mentira dmi generación y antes la de mi padre antes la de mi abuelo. Fue siempre un

casa feliz, es decir, una propiedaerrible. Aquí los asesinos se han herid

entre sí durante doscientos años. La

paredes chorreaban. Había alg

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pegajoso en las fallebas de las puertasEl verano envejeció en el marco dGainsborough. De modo que lo

asesinos venían y se iban, Charlie, dejaban pecados y memorias de pecadoque la casa conservaba.

"Y cuando uno ha percibido tantobscuridad, Charlie, tiene quvomitarla, ¿no es cierto?

"Mi vida es mi emético. Me ahogen mi propio pasado."Lo mismo le ocurrió a la casa."Y por último, libre de culpa

erriblemente triste, una noche oí el rocde viejos pecados que se restregabaentre sí en las camas del desván. Y co

esa combustión espontánea, la cas

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ardió. Escuché el fuego primero en lbiblioteca, donde devoraba volúmenesDespués lo escuché en la bodeg

bebiéndose el vino. En ese momento yestaba del lado de afuera de la ventanbajo la hiedra, con los criados

Comimos a la orilla del lago a las cuatrde la mañana con champán y bizcochoraídos del pabellón del guardián. Lo

bomberos llegaron del pueblo a lacinco y vieron cómo se hundían loejados y unos surtidores de chispa

subían a las nubes y a la luna que s

ocultaba. Les dimos champán y vimomorir a Grynwood, de modo que al albno había nada.

"Tenía que destruirse a sí misma, ¿n

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es cierto, Charlie? Había tantdepravación de mi gente y mía.

 Nos quedamos en el vestíbulo frío

Por último me puse en movimiento dije:

 —Me imagino que sí, Nora.

Entramos en la biblioteca, dondora sacó unos planos y una veintena d

cuadernos.

 —Fue entonces, Charlie, cuanduve esa inspiración. ConstruiGrynwood de nuevo. ¡Un rompecabezagris! Fénix renacido de un tacho d

basura. De modo que nadie supiese quhabía muerto enferma. Ni tú, Charlie, nningún amigo del mundo; que todo

siguieran ignorando. Mi culpa por l

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destrucción de la casa era inmensa. Qusuerte ser rica. Una puede comprar ucuerpo de bomberos con champán y lo

diarios del pueblo con cuatro cajones dginebra. A un kilómetro de distancia nse supo que Grynwood había quedad

reducida a trapos y cenizas. Ya habríiempo más adelante para anunciarlo a

mundo. ¡Ahora, a trabajar! Y corrí a m

abogado de Dublin, donde mi padrhabía archivado planes arquitectónicos detalles de interiores. Estuve sentaddurante meses con un secretario

untando palabras y convocandámparas griegas, tejas romanas. Entornos ojos para recordar cada afelpad

centímetro de alfombra, cada fleco, cad

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adorno de cielo raso rococó, todo, loornamentos de bronce, los morillos, lalaves de luz, los cerrojos, las fallebas

Y cuando completamos la lista de treintmil artículos, volé en busca dcarpinteros a Edimburgo, de tejadores

Siena, de picapedreros a Perugia, qumartillaron, clavaron, armaroncincelaron e instalaron durante cuatr

años, y yo, Charlie, visité la fábrica dos alrededores de París para vigilar as arañas que tejían los tapices y la

alfombras. Anduve de caza en Taterfor

mientras miraba cómo soplaban mividrios.

"Oh, Charles, no creo que hay

ocurrido nunca, ¿figura en la historia?

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que alguien devolviese a su aparienciprimera, punto por punto, algo questaba destruido del todo. ¡Olvida e

pasado, deja los huesos en paz! Buenoo no, pensé, no: Grynwood sevantaría y sería como siempre habí

sido. Pero, con la apariencia de la viejGrynwood, tendría la ventaja de serealmente nueva. Un nuevo comienzo

pensé, y mientras la construía llevé unvida tan tranquila, Charles. El trabajera bastante como aventura.

"Cuando la casa estuvo terminad

pensé que yo misma estaba terminadaMientras contribuía a su renacimientocontribuía a mi propia alegría. Al fin

pensé, viene una persona feliz

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Grynwood."Y hace dos semanas qued

erminada y acabada, tallada la últim

piedra, colocada la última teja."Y mandé invitaciones por el mund

entero, Charlie, y anoche llegaron todos

un puñado de celebridades de NuevYork, que olían al árbol del pan, efundamento de la vida. Un equipo d

muchachos atenienses de pies ligerosUn Corps de ballet   negro dJohannesburgo. Tres bandidosicilianos, ¿o eran actores? Diecisiet

señoras violinistas que podían sevioladas cuando dejaban los violines se alzaban las faldas. Cuatro campeone

de polo. Un tenista para cambiarme la

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cuerdas de las tripas. Y un poeta francéencantador. Dios mío, Charles, iba a seuna magnífica, grandiosa reapertura d

a Mansión del Fénix, Nora Gryndonpropietaria. ¿Cómo iba yo a saber maginar que la casa no nos quería aquí

 —¿Puede una casa querer o nquerer?

 —Sí, cuando es muy nueva y todo

os demás, no importa qué edad tenganson muy viejos. Ella era recién nacidaosotros viejos y moribundos. Ella er

buena. Nosotros malos. Quería segui

siendo inocente. Por eso nos echó. —¿Cómo? —Justamente, siendo ella misma

Aquietaba tanto el aire, Charlie, que n

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o hubieras creído. Todos sentimos qualguien había muerto.

Al cabo de un rato, sin que nadi

dijera nada, la gente se metió en locoches y se fue. La orquesta dejó dhacer música y se escapó en die

imousinas. Todos los invitados salieropor la avenida del lago, como para upicnic nocturno, pero no, iban a

aeropuerto o a los barcos o a Galwayodos helados, sin hablar, y la casvacía, y los sirvientes mismos yéndosepedaleando en las bicicletas y yo sola e

a casa, terminada la última fiesta, lfiesta que no se hizo, que nunca podríempezar. Como dije, dormí en el céspe

oda la noche, sola con mis viejo

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pensamientos y supe que ése había sidel fin de todos los años, porque yo erceniza y la ceniza no puede edificar. E

pájaro nuevo, grande, hermoso, estabposado en la sombra, ensimismado. Lcasa odiaba mi respiración en la puert

de atrás. Yo había terminado. La casempezaba.

 Nora había concluido la historia.

Estuvimos sentados largo rato esilencio al final de la tarde mientras lobscuridad se juntaba llenando lahabitaciones y asomando los ojos po

as ventanas. Un viento rizó el lago. —No puede ser todo cierto —dij

—. Seguramente puedes quedarte aquí.

 —Una prueba final, para que no m

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discutas de nuevo. Trataremos de pasaaquí la noche.

 —¿Trataremos?

 —No conseguiremos llegar al albaFriamos unos huevos, tomemos un pocde vino y vayámonos a la cam

emprano. Pero acuéstate sobre la mantavestido. Me imagino que necesitarás lropa rápidamente.

Comimos casi en silencio. Bebimovino. Escuchamos las nuevas horas qudaban los nuevos relojes de bronce eodos los lugares de la nueva casa.

A las diez Nora me envió a mhabitación.

 —No tengas miedo —me dijo en e

rellano—. La casa no quiere hacerno

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daño. Teme simplemente que nosotros lhagamos daño a ella. Me quedareyendo en la biblioteca. Cuando esté

dispuesto a irte, a cualquier hora qusea, ven a buscarme.

 —Dormiré a pata suelta.

 —¿Ah sí? —dijo Nora.Y me fui a la nueva cama y me tend

en la obscuridad fumando, sin sentirm

asustado o envalentonado, esperandque ocurriera algo, si es que ocurríalgo.

A medianoche yo no dormía.

A la una seguía despierto.A las tres no había pegado los ojos.La casa no crujía, no suspiraba, n

murmuraba. Esperaba, como esperab

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o, respirando junto conmigo.A las tres y media de la mañana l

puerta de mi habitación se abri

entamente.Era un simple movimiento de l

obscuridad en la obscuridad. Sentí e

paso del viento por las manos y la cara.Me senté lentamente en l

obscuridad.

Pasaron cinco minutos. El corazóme latía más despacio.Y después, abajo, muy lejos, oí qu

se abría la puerta de entrada.

De nuevo, ni un crujido, ni ususurro. Sólo el chasquido y el pasenebroso del viento en los corredores.

Me levanté y salí al vestíbulo.

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Desde lo alto de la escalera vi lque esperaba: la puerta de entradabierta. La luz de la luna anegaba e

parquet y brillaba en el nuevo reloj deabuelo que marchaba con un tic tabrillante, recién aceitado.

Bajé y salí por la puerta de entrada. —Aquí estás —dijo Nora, de pi

unto a mi coche en el sendero.

Me acerqué. —No oíste nada —dijo Nora— y siembargo oíste algo, ¿no es cierto?

 —Es cierto.

 —¿Estás dispuesto a irte ahoraCharles?

Miré la casa.

 —Casi.

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 —Ahora sabes, ¿verdad?, que todha terminado. ¿Sientes, seguramente, ques el alba de un nuevo día? Y siente m

corazón, mi alma latiendo pálida mohosa dentro de mi corazón, mi sangran negra, Charlie, muchas veces la ha

sentido bajo tu propio cuerpo, tú sabeo vieja que soy. Tú sabes lo llena qu

estoy de mazmorras y suplicios y tarde

 horas azules de crepúsculos francesesBueno… Nora miró la casa. —Anoche, mientras estaba en l

cama a las dos de la mañana, sentí qua puerta principal se abría. Supe quoda la casa se inclinaba para soltar e

picaporte y mover la puerta. Me paré e

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o alto de las, escaleras. Y mirandhacia abajo vi el lago de luna reciéformado en el vestíbulo. Y era como s

a casa dijese: éste es el camino que hade seguir, pisa la luz, camina por enuevo sendero de leche y fuera, vete

vieja, vete con tu obscuridad. Estápreñada. Tienes en el vientre ufantasma de goma agria. Nunca nacerá

Y como no puedes dejarlo caer, un díserá tu muerte. ¿Qué estás esperando?"Bueno, Charles, tuve miedo d

bajar y de cerrar aquella puerta. Y sabí

que era cierto, no volvería a dormimás. De modo que bajé y salí.

"Tengo en Ginebra una casa vieja

obscura y pecadora. Allí iré a vivir

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Pero tú eres más joven y más nuevoCharlie, por eso quiero que esta cassea tuya.

 —No tan joven. —Más joven que yo. —No tan nuevo. La casa quiere qu

o me vaya, Nora. La puerta de mcuarto, justo ahora. Se abrió también.

 —Oh, Charlie —susurró Nora y m

ocó la mejilla—. Oh, Charlie —uego, suavemente—, lo siento. —No lo sientas. Nos iremos juntos. Nora abrió la puerta del coche.

 —Déjame conducir. He de conduciahora, muy rápido, todo el camino Dublin. ¿No te importa?

 —No. ¿Pero y tu equipaje?

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 —Está allí, la casa puedguardárselo. ¿Dónde vas?

Me detuve.

 —Tengo que cerrar la puertprincipal.

 —No —dijo Nora—. Déjal

abierta. —Pero… entrará la gente. Nora rió en silencio.

 —Sí. Pero sólo gente buena. Dmodo que está bien, ¿no es cierto?Finalmente asentí. —Sí. Está bien.

Volví junto a mi coche, pocdispuesto a irme. Se estaban juntandnubes. Empezaba a nevar. Una

delicadas hojas sueltas caían del ciel

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luminado por la luna, tan inocentementsuaves como la charla de los ángeles.

Subimos al coche y cerramos la

puertas de golpe. Nora puso en marchel motor.

 —¿Listo? —dijo.

 —Listo. —¿Charlie? —dijo Nora—. Cuand

leguemos a Dublin, ¿dormirás conmigo

o que se dice dormir, los próximodías? Necesitaré a alguien los próximodías, ¿sí?

 —Desde luego.

 —Quisiera —dijo Nora, y se llenaron los ojos de lágrimas—. O

Dios, cómo quisiera quemarme de arrib

abajo y empezar de nuevo. Quemarm

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de manera que yo pudiese ir a la casahora y vivir para siempre como uncampesina colmada de fresas y crema

Ah, diablos, cuántas palabras. —Vamos, Nora —dije, suavemente.Y aceleró el motor y salimos de

valle a lo largo del lago, y los pedruscosaltaban atrás, y subimos por las colina cruzamos el profundo bosque nevado

cuando llegábamos a la última cuestaas lágrimas de Nora habíadesaparecido, no miraba hacia atrás anduvimos a cien por la nieve densa y l

noche cerrada hacia un horizonte máobscuro y una fría ciudad de piedra, odo el tiempo, sin abandonarla una sol

vez, le tuve apretada una mano, e

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silencio.

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Canto el cuerpoeléctrico

ABUELA!Recuerdo su nacimiento.Espera, dices, ningún hombr

recuerda el nacimiento de su propiabuela.

Sí, pero nosotros recordamos el dí

en que nació.Porque nosotros, los nietos, le dimoa bofetada que la trajo a la vidaTimothy, Agatha y yo, Tom, alzamos l

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mano y la bajamos con un enormchasquido! Sacudimos los fragmentos pedazos, las partes y muestras, la

exturas y sabores, los humores destilaciones que moverían la aguja da brújula hacia el norte par

refrescarnos, hacia el sur parcalentarnos y confortarnos, hacia el est  el oeste para dar la vuelta al mund

nterminable, que le animaría los ojopara que nos conociera, la boca parque nos cantara hasta que noquedáramos dormidos en la noche, la

manos para que nos tocara y nodespertara al alba.

Abuela, querido y maravilloso sueñ

eléctrico…

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Cuando los relámpagos de lormenta corren en circuitos por el cielo

entre las nubes, el nombre de la abuel

centellea en el interior de mis párpadosA veces la oigo todavía con su tictaccanturreando sobre nuestras camas en l

penumbra. Pasa como un fantasmpuntual por los largos aposentos de lmemoria, como una colmena de abeja

ntelectuales que bullen tras el Espíritde los Veranos Perdidos. A veceodavía siento la sonrisa que aprendí d

ella, y que me imprimió en la mejilla

as tres de la madrugada…¡Muy bien, muy bien! exclamas

¿cómo fue el día en que nació tu maldit

  maravillosa abuela, tu terrible

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adorable abuela?Fue la semana del fin del mundo… Nuestra madre había muerto.

Un día, al final de la tarde, un cochnegro nos dejó a papá y a nosotros tredesamparados delante de casa

contemplando el césped, pensando: No es nuestro césped. Ahí están lo

mazos de croquet, las pelotas, los aros

sí, tal como cayeron y quedaron tres díaatrás, cuando papá salió tambaleándoselorando con las noticias. Están lo

patines que pertenecieron a un niño, yo

que nunca volverá a ser niño. Sí, y ecolumpio neumático en el viejo roblepero Agatha tiene miedo d

columpiarse. Seguramente el columpi

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se rompería, se caería.¿Y la casa? Dios mío…Espiamos por la puerta principa

preocupados por los ecos confusos qupodríamos encontrar en los pasillos; esespecie de clamor que se levanta cuand

se han sacado todos los muebles y nqueda nada para suavizar el río dpalabras que fluye continuamente en un

casa. Y ahora la pieza cálida y principade un delicioso mobiliario se había idpara siempre.

La puerta se abrió de par en par.

El silencio salió a la calle. Ealguna parte una puerta de sótano habíquedado abierta y un viento desapacibl

con olor a tierra húmeda venía d

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debajo de la casa.¡Pero, pensé, nosotros no tenemos u

sótano!

 —Bueno —dijo papá. No nos movimos.Tía Clara llegó por el sendero en s

gran limousine color canario.Entramos por la puerta de un salto

Corrimos a nuestras habitaciones.

Los oímos gritar y hablar y gritar hablar: ¡Deja que los niños vivaconmigo!, decía tía Clara. ¡Prefiero qu

se mueran!, decía papá.Un portazo. Tía Clara se había ido.Bailábamos casi. Despué

recordamos lo que había pasado

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bajamos.Papá estaba sentado solo habland

consigo mismo o con el fantasma, qu

venía de los tiempos anteriores a lenfermedad de mamá, y que ahora shabía soltado al golpearse la puerta. Le

hablaba en voz baja a las manos, a lapalmas vacías:

 —Los chicos necesitan a alguien. Y

os quiero, pero miremos la cosa dfrente: tengo que trabajar para qucomamos todos. Tú los quieres, Annpero te has ido. ¿Y Clara? Imposible

Los quiere pero los ahoga. ¿Y lacriadas, las niñeras…?

Aquí papá suspiró y nosotro

suspiramos con él, recordando.

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 Nuestra suerte con las criadasnstitutrices o niñeras había sido má

que intolerable. Ni una que no anduvier

a contrapelo. No había nada mejor pardescribirlas que las hachas de mano os huracanes, cuando no eran alicaídas

desinfladas como un buñuelo fríoosotros los chicos éramos mueble

nvisibles para sentarse o sacarles e

polvo o retapizarlos en primavera otoño, con una limpieza anual en lplaya.

 —Lo que necesitamos —dijo pap

— es una…Todos nos inclinamos para oír e

murmullo.

 —… abuela.

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 —Pero —dijo Timothy con la lógicde los nueve años—, todas nuestraabuelas están muertas.

 —En cierto sentido sí, en otro no.Qué palabras bonitas y misteriosa

as que había dicho papá.

 —Mirad —dijo al fin. Nos tendió un folleto plegado

multicolor. Se lo habíamos visto en la

manos, de vez en cuando, durante variasemanas, y muy a menudo en los últimodías. Ahora, de una ojeada, mientras nopasábamos el papel de mano en mano

supimos por qué tía Clara, insultadaofendida, había salido bramando de lcasa.

Timothy fue el primero en leer e

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ndivisible, con Libertad y Justicia parodos».

 —¿Dónde dice eso? —exclamamos

 —No lo dice. —Timothy sonrió poprimera vez en muchos días.

 —Tuve que meterlo yo. Esperen

Siguió leyendo: —«Para usted que ha padecid

sitters  desatentas, niñeras a las que n

se pueden confiar botellas de licor, íos y tías de buenas intenciones…». —¡De buenas intenciones, pero!…

—dijo Agatha, y yo le hice eco.

 —«… hemos perfeccionado lprimera Abuela Eléctrica humanoideminicircuito recargable AC-DC marc

V…».

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 —¿¡Abuela!?El papel se deslizó al suelo. —¿Papá?…

 —No me miren de esa manera —dijo papá—. Estoy medio loco de penamedio loco cuando pienso en el día d

mañana y en el de pasado mañana. Qualguno recoja el papel. Termínenlo.

 —Yo lo haré —dije, y leí—: «E

Juguete es más que un Juguete; la AbuelEléctrica Fantoccini está construida coamorosa precisión para dar un amor dncreíble precisión a los hijos de usted

uestro objetivo es el niño a sus anchaen la realidad del mundo y en lrealidad todavía mayor de l

maginación».

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«Un sistema de calculadoras que lpermite dar lecciones en doce lenguasimultáneamente, y pasar de una lengua

otra en un milésimo de segundo, sihacer una pausa, y un conocimientcompleto de la historia religiosa

artística y sociopolítica del mundsembrado en la colmena del amo…».

 —¡Es grandioso! —dijo Timothy—

Parece que hablaran del cuidado de laabejas! ¡Abejas educadas! —¡Cállate! —dijo Agatha. —«Sobre todo —leí—, este se

humano, porque parece humano, estencarnación de la humanidad en ufacsímil electro-inteligente, escuchará

sabrá, hablará, reaccionará y amará

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sus hijos en la medida en que pueddecirse que estos Objetos grandiososestos Juguetes fantásticos Aman o s

Preocupan. La Compañera Milagrosapreparada para enfrentarse con el mundgrande y el pequeño, con el Mar Interio

o el Universo Exterior, transmitirá por eacto y la palabra, ¡hará Milagros a loecesitados!».

 —Los necesitados —murmurAgatha.Bueno, pensamos todos, tristemente

somos nosotros, oh, sí, somos nosotros.

Terminé: —«No vendemos nuestra Creación

familias completas donde hay padre

que pueden criar, modelar, cambiar

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amar a sus propios hijos. Nada puedsustituir a los padres en el hogar. Perhay familias en que la muerte, la mal

salud o la invalidez minan el bienestade los niños. Los orfanatos nsolucionan nada. Las niñera

acostumbran a ser descuidadas, egoístaso padecen de terribles enfermedadenerviosas».

«Así pues, con la mayor humildad reconociendo la necesidad de rehacerrepensar y renovar nuestraconcepciones de un mes a otro, de u

año a otro, ofrecemos la cosa máparecida a la Relación Ideal MaestroAmigo-Compañero-Pariente. Se pued

convenir un período de prueba…».

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 —Basta —dijo papá—. No sigas. Nsiquiera yo puedo soportarlo.

 —¿Por qué? —dijo Timothy—. A m

ustamente empezaba a interesarme.Doblé el folleto. —¿Es cierto todo lo que dice?

 —No se hable más del asunto —dijpapá, tapándose los ojos con la mano—Era una idea absurda…

 —No tan absurda —dije, echanduna mirada a Tim—. Quiero deciraunque lo intentaran, cualquier cosa qufabricasen no podría ser peor que la tí

Clara, ¿no?Hubo un rugido. Hacía meses que n

nos reíamos. Y bastaba ahora mi

palabras para que todos aullaran

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bramaran y estallaran. Abrí la boca grité también alegremente.

Cuando dejamos de reírnos

miramos el folleto y yo dije: —¿Entonces?Agatha frunció el ceño

resistiéndose. —Yo… —Necesitamos algo, ahora mism

—dijo Timothy. —Yo tengo una mente amplia —dijecon mi mejor estilo pontifical.

 —Hay una sola cosa —dijo Agath

—. Podemos probarla. Claro. Pero, pofavor, ¿cuándo acabamos con toda estcharla y nuestra verdadera madr

vuelve, y se queda?

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Toda la familia contuvo "el alientocomo si Agatha, con un solo tiro, nohubiera acertado a todos en el corazón.

Creo que ninguno de nosotros parde llorar en toda la noche.

Era un día claro y brillante. E

helicóptero nos balanceó ligeramente darriba abajo entre los rascacielos y nodejó salir, para una carrerita y una

cabriolas, en lo alto del edificio donden grandes letras podía leerse desde ecielo: FANTOCCINI.

 —¿Qué son los Fantoccini? —dij

Agatha. —Es la palabra italiana par

marionetas, creo, o los personaje

maginarios —dijo papá.

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 —Pero anticiparnos, ¿qué significa —TRATAMOS DE ADIVINAR S

SUEÑO —dije.

 —Bravo —dijo papá—Sobresaliente.

Resplandecí.

El helicóptero sacudió unas sombraestrepitosas sobre nosotros y se fue.

Bajamos en un ascensor mientras s

nos levantaba el estómago. Salimos una alfombra mecánica que nos llevó eun río de lana azul delante de umostrador sobre el que colgaban vario

carteles:

LA TIENDA DEL RELOJ

 Nuestra especialidad: los

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Fantoccini

Los conejos en las paredes no

son un problema

 —¿Los conejos en las paredes?

Extendí los dedos de perfil comdelante de una vela encendida y movas «orejas».

 —Esto es un conejo, esto es un lobo

esto es un cocodrilo. —Por supuesto —dijo Agatha.Y llegamos al mostrador, envuelto

en una música suave. Detrás de laparedes había un mecanismo de cascadque fluía suavemente. Cuando llegamoal mostrador la luz cambió para darno

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un aspecto más cálido, más feliz, aunquodavía tuviéramos frío.

A nuestro alrededor, en nichos

cajones, colgando del cielo rasosuspendidos de alambres y cordeleshabía títeres, marionetas, muñecas

cometas, balinesas translúcidas coesqueleto de bambú, y que expuestas a luz de la luna podían mimar com

acróbatas los sueños o las pesadillamás secretos. Pasábamos, y la brisprovocada por nuestros cuerpos movías diversas almas colgadas e

patíbulos. Era como un inmensinchamiento en un día de fiesta, e

alguna encrucijada inglesa

cuatrocientos años atrás.

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¿Ves? Conozco la historia.Agatha echó una ojeada incrédul

que después se volvió un poc

atemorizada y al fin fue una mirada dasco.

 —Bueno, si es esto, vámonos.

 —De ningún modo —dijo papá. —Tú me regalaste una de esa

onterías con cordeles hace dos años

protestó Agatha —y los cordeles teníamillones de nudos a la hora de la cenaLo tiré todo por la ventana.

 —Paciencia —dijo papá.

 —Veremos qué se puede hacer parsuprimir los cordeles.

Había hablado el hombre que estab

detrás del mostrador.

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 Nos volvimos todos para echarluna mirada.

Como un empleado de pompa

fúnebres, tenía la astucia de no sonreírLos niños rechazan a las personamayores que sonríen demasiado. Huele

una trampa, directamente.Sin sonreír, pero ni tétrico n

pontificante, el hombre dijo:

 —Guido Fantoccini, a las órdenede usted. Aquí verá cómo funcionaseñorita Agatha Simmons, once años.

Este sí que era un golpe maestro.

El hombre sabía que Agatha sólenía diez años. Añada un año, y habr

recorrido la mitad del camino. Agath

creció varios centímetros. El hombr

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continuó: —Aquí está.Y puso una llave dorada en la man

de Agatha. —¿Para darles cuerda en lugar d

cordeles?

El hombre asintió. —Para darles cuerda. —¡Puah! —dijo Agatha.

Que era su manera cortés de deci«una basura». —Santa verdad. Aquí está la llav

para Hágala usted mismo, Elija sólo l

Mejor, la Abuela Eléctrica. Todas lamañanas usted le da cuerda. Por lanoches deja que se le termine. Se l

recomiendo. Usted es la guardiana de l

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lave.El hombre apretó la llave en l

palma de Agatha que lo miraba de reojo

Yo lo observaba. Me hizo un guiñfurtivo que significaba: ¿no es cierto quas llaves son divertidas?

Le devolví la guiñada antes quAgatha levantara la cabeza.

 —¿Dónde se pone?

 —Ya lo verá cuando llegue emomento. En medio de la barriga, quizáo en la ventanilla izquierda de la nariz, en la oreja derecha.

Esto se prestaba para una sonrismientras el hombre se ponía de pie.

 —Por aquí, por favor. Un pas

igero. A la corriente móvil. Camine

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sobre el agua, por favor. Sí. Así. Nos ayudó a flotar. Dimos un pas

de la alfombra siempre helada a l

alfombra que se movía murmurando. Erun río sumamente agradable, flotábamos sobre un tapete rodante qu

atravesaba los salones y nos llevaba cavernas maravillosamente secretas misteriosas donde las voces no

devolvían el eco de nuestra respiracióo cantaban como Oráculos a nuestrapreguntas.

 —Escuchen —dijo el vendedor—

as voces de toda clase de mujeresComparen y busquen la adecuada…

Y las escuchamos, escuchamos toda

as voces altas, suaves, fuertes

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ntermedias, medio regañonas, medicariñosas que venían de tiempoanteriores a nuestro nacimiento.

Y detrás de nosotros, Agathcaminaba hacia atrás, luchando siemprcon el río, sin alcanzarnos nunca, nunc

con nosotros, alejándose. —Hablen —dijo el vendedor—

Griten.

Y hablamos y gritamos. —Hola. ¡Eh, tú! ¡Soy Timothy, ji! —¿Qué diré? —grité—. ¡Socorro!Agatha caminaba hacia atrás, con l

boca apretada. Papá la tomó de la manoAgatha gritó.

 —¡Vamonos! ¡No, no! ¡No quier

que usen mi voz! ¡No quiero!

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El vendedor movió tres diales de uaparatito que llevaba en la mano.

 —¡Excelente!

En el lado del aparatito vimos treondas oscilográficas que se mezclabanse fundían, y repetían nuestros gritos.

El vendedor tocó otro dial y oímonuestras voces que volaban en lacavernas deificas y colgaban en el aire

se arracimaban, repetían palabras eodas partes, chillaban, y el vendedorozaba otro botón para añadir quizá uoque de esto o una pizca de aquello, e

hálito de una voz materna, o la vopaterna: un empalme de furia ante ediario de la mañana o la apacible voz d

un solo trago al atardecer. No importa l

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que hiciera el vendedor, los susurrobailaban alrededor de nosotros, comfrenéticos mosquitos de vinagre

chisporroteando al encenderseposándose aquí y allá, hasta que al fincuando apretaron un último conmutador

una voz habló desde una lejanprofundidad electrónica:

 —Nefertiti —dijo.

Timothy se quedó paralizado. Yo mquedé paralizado. Agatha dejó de andapor el agua.

 —¿Nefertiti? —preguntó Tim.

 —¿Qué es eso? —preguntó Agatha. —Yo sé.El vendedor me indicó que hablara.

 —Nefertiti —murmuró— quier

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decir en egipcio la Bella está Aquí. —La Bella está Aquí —repiti

Timothy.

 —Nefer —dijo Agatha-titi.Y todos nos volvimos para mirar e

aquella suave media luz, el luga

profundo del que venía la buena, cálidasuave voz.

Y en efecto, estaba allí.

Y una mujer con esa voz tenía quser muy hermosa…Así fue.Así fue, por lo menos, casi todo. L

voz parecía más importante qucualquier otra cosa.

 No es que no discutiéramos sobr

pesas y medidas.

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 No tenía que ser demasiado huesud  afilada, ni tan gorda que no

perdiéramos para el mundo cada vez qu

nos abrazaba.Las manos, cuando nos apretaran la

nuestras o nos acariciaran la frente e

as noches de fiebre, no tenían que sefrías como el mármol, temibles, calientes como hornos, opresivas, sin

un término medio. La deliciosemperatura de un pollito en el hueco da mano luego de un largo sueñ

nocturno, y que acabamos de sacar d

debajo de una contemplativa gallinaeso, eso era.

Oh, estuvimos magníficos en lo

detalles. Peleamos y discutimos

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Franklin y la Compañía de PantomimFantoccini, en Tiffany.

Y la corriente del río incesante dej

de fluir y nos depositó en una lejanorilla al final de la tarde…

Fue muy astuto por parte de loFantoccini, al fin y al cabo.¿Por qué?Porque nos hicieron esperar.Sabían que no nos había

conquistado. No del todo, no, ni siquiera medias.

Especialmente Agatha, que se poníde cara a la pared y veía allí la pena extendía los dedos una y otra vez y l

ocaba. Todas las mañana

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encontrábamos las marcas de las uñade Agatha en la pared, y eran siluetapequeñas y raras, mitad hermosas, mita

de pesadilla. Algunas se borraban de usoplo, como flores de hielo en el vidride una ventana. Otras no desaparecían n

con un trapo, por mucho que frotáramosY entretanto nos hicieron esperar.Así pasamos junio corroyéndonos.

Así esperamos todo julio.Así nos quejamos en agosto y el 2Timothy dijo:

 —Tengo un presentimiento —

después del desayuno salimos a esperaen el jardín.

Quizá habíamos husmeado algo en l

conversación de papá la noche anterior

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o le habíamos pescado una miradfurtiva al cielo o a la carretera; unmirada que se asomaba rápidamente

uego se le perdía en los ojos. O quizsólo fue porque el viento movía de aquemodo las cortinas fantasmales sobre la

camas, trasmitiendo pálidos mensajeoda la noche.

Porque de pronto allí estábamos, e

medio del césped, Timothy y yo, coAgatha, con aire de despreocupados, dpie en la galería, escondidos detrás dos tiestos de geranios.

 No nos hicimos notar. Si nomostrábamos impacientes, sabíamos quse nos escaparía, de modo que no

sentamos a observar el cielo donde n

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se movía nada excepto los pájaros y loets en lo alto, y miramos la carreter

donde un millar de automóviles podía

entregarnos de pronto el RegalEspecial… pero… nada.

A mediodía masticábamos la hierba

cabizbajos…A la una, Timothy pestañeó.Y entonces, con precisión increíble

ocurrió aquello. Fue como si la gente dFantoccini hubiese estado midiendnuestra tensión superficial.

A todos los niños les gusta andar e

el agua. Patinábamos en la piesuperficial del estanque todos los díasamenazando siempre con romperla

hundirnos, desvanecernos para siempr

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en nosotros mismos.¡Bueno, como si supieran qu

nuestra larga espera debía termina

absolutamente en el plazo de un minutoen ese mismo segundo, no más, mi Dios

En ese instante, repito, las nube

amontonadas sobre nuestra casa sabrieron de pronto y dejaron aparecer uhelicóptero que era como el carro d

Apolo en los cielos de la mitología.Y la máquina de Apolo bajdeslizándose en una brisa de veranorefrescando los vientos calientes

entrelazándonos nuevamente el peloarreglándonos las cejas, aplaudiéndonoas piernas de los pantalones contra lo

obillos, haciendo una bandera del pel

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de Agatha, de pie en la entrada, y asaposentado en el césped como uenorme hibisco frenético, el helicópter

abrió un cajón del fondo, dejando sobra hierba un paquete de considerablamaño, y en ese mismo momento, si

una bendición y ni siquiera undespedida, se elevó bruscamenteperturbando la calma del aire con mi

enloquecidos floreos y luego, como uderviche celestial, se ladeó, se alejó fue a enloquecerse en algún otro lugar.

Timothy y yo nos quedamos alelado

argo rato mirando el cajón de embalaje después vimos la palanca sujeta en l

alto de la tapa de pino blanco y no

pusimos a trabajar y las tablas crujiero

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  fueron saltando una a una, y mientraanto, Agatha se deslizó hasta allí par

vigilarnos, y yo pensé, gracias, Dio

mío, te doy gracias porque Agatha nuncvio un ataúd, cuando mamá se fue, ncajón, ni cementerio, ni tierra, sól

palabras en una iglesia, no un cajón, ucajón como éste…

La última tabla de pino saltó y cayó

Timothy y yo nos quedamos con lboca abierta, y lo mismo Agatha, ahorentre nosotros dos.

Porque dentro del enorme cajón d

pino blanco había la idea más hermosque nadie jamás hubiera soñado realizado.

El regalo perfecto para cualquie

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niño de siete a setenta y siete años dedad.

Contuvimos la respiración. L

dejamos salir en gritos de deleite adoración.

Dentro del cajón abierto había…

Una momia.O primero, en todo caso, ¡la caja d

una momia, un sarcófago!

Los ojos de Timothy se llenaron dágrimas de felicidad. —¡Oh, oh! —¡No puede ser! —dijo Agatha.

 —¿Es, es? —¿La nuestra? —¡La nuestra!

 —¡Debe de haber un error!

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 —¡Seguro, querrán que ldevolvamos!

 —¡No, ya no pueden llevársela!

 —¡Señor, Señor, es oro verdaderoJeroglíficos verdaderos! ¡Pasa lo

dedos por encima!

 —¡Déjame! —¡Igual que en los museos

Museos!

Todos parloteábamos a la vez. Creque algunas lágrimas me cayeron de loojos como una lluvia, sobre el cajón.

 —¡Oh, se desteñirán los colores!

Agatha secó la lluvia.Y la máscara de oro de la muje

allada en el sarcófago nos miró con l

más leve de las sonrisas, aludiendo

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nuestra alegría que aceptaba labrumadora irrupción de un amor eapariencia ahogado para siempre per

que ahora salía a la superficie, a la ludel sol.

 No sólo tenía una cara de meta

solar cincelada y batida en oro puro, couna delicada nariz y una boca que erfirme y suave a la vez, sino que los ojos

fijos en las órbitas, eran cerúleos o damatista o de lapislázuli, o las trecosas, mezcladas y fundidas; el cuerpestaba cubierto de leones y ojos

cuervos, y las manos se cruzaban sobrel pecho esculpido y en un guante de orenía un látigo de cuero para l

obediencia, y en el otro un ranúncul

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fantástico que obtiene la obediencia deamor, de manera que el látigo no susa…

Y mientras nuestros ojos recorríaos jeroglíficos, se nos ocurrió a los tre

en el mismo instante:

 —¡Oh, esos signos! ¡Sí, las huellade la gallina! ¡Los pájaros, laserpientes!

 No contaban cuentos del Pasado.Eran jeroglíficos del Futuro.¡Esta era la primera momia de reina

de todos los tiempos, y los papiro

grabados mostraban las escenas depróximo mes, la próxima estación, epróximo año, la próxima vida!

La momia no lloraba el tiemp

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pasado. No.Celebraba la moneda por venir

depositada en el banco, esperando, listpara ser retirada y usada.

Caímos de rodillas para adora

aquel tiempo posible.Primero una mano, luego la otr

anduvieron a tientas, recorrieron

omaron, tocaron, acariciaron los signos —¡Aquí estoy yo, sí, miren! ¡Yo equinto grado! —dijo Agatha, que ahorestaba en cuarto—. ¿Ven la chica con e

pelo de mi color y mi traje amarillo? —Aquí estoy yo en cuarto año —

dijo Timothy, tan joven ahora pero qu

daba zancos cada vez más largos cad

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semana y taconeaba en el patio. —Aquí estoy yo —dije despacito

con calor— en la universidad. Llev

anteojos y me estoy poniendo un pocgordo. Seguro. Cuernos.—Resoplé.

 —Soy yo.

El sarcófago enumeraba inviernopróximos, primaveras todavía ndespilfarradas, otoños venideros d

hojas doradas, oxidadas, cobrizas commonedas, y sobre todo eso, el brillantsímbolo solar, la eterna cara de la hijde Ra siempre sobre nuestro horizonte

siempre iluminándonos para llevanuestras sombras a un destino mejor.

 —¡Viva! —exclamamos todos a l

vez, habiendo leído y releído lo

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garabatos de la buenaventura, despuéde ver las líneas de la vida y del amornadmisibles, que giraban

caracoleaban alrededor y bajaban—Viva!

Y como en una sesión d

espiritismo, sin una palabra, todos a lvez, levantamos la brillante tapa desarcófago que se alzaba, como una cop

sobre una copa.¡Y dentro del sarcófagonaturalmente, estaba la momiverdadera!

Y era como la imagen tallada en lapa, pero más aún, más hermosa, má

conmovedora, de forma humana, y tod

amortajada en nuevas y frescas venda

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de hilo, que daban varias vueltas, en vedel viejo y polvoriento sudario.

Y sobre la cara oculta había un

máscara de oro idéntica, más joven qua primera, pero en cierto modo

extrañamente, más sabia.

Y en la tela que envolvía lomiembros había tres clases de símbolosuna niña de diez años, un niño de nuev

 otro de trece.¡Distintas vendas para cada uno dnosotros! Nos miramos alarmados y drepente nos echamos a reír.

 Nadie lo dijo, pero todos pensamosEstá toda envuelta en nosotros!

Y no nos importó. Nos gustaba e

chiste. ¡Nos gustaba que alguien hubies

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pensado que fuéramos parte de lceremonia que ahora cumplíamosdesenvolviendo cada uno una serpentin

particular de deliciosa tela!El césped fue enseguida una montañ

de género. La mujer cubierta por la

vendas yacía allí, esperando. —Oh, no —exclamó Agatha—

También está muerta!

Echó a correr. La detuve. —Idiota. No está ni muerta ni viva¿Dónde tienes la llave?

 —¿La llave?

 —¡Tonta —dijo Tim—, la llave que dio el hombre para darle cuerda!

La mano de Agatha había corrid

como una araña tocándose la blusa hast

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encontrar el símbolo de alguna nuevreligión posible. Se la había colgado decuello refunfuñando, escéptica, y ahor

a tendía en la palma transpirada. —Vamos —dijo Timothy—

Métela!

 —¿Pero dónde? —¡Dios! Como dijo el hombre, en l

axila derecha o en la oreja izquierda

Dame!Y Timothy atrapó la llave gimiendo impulsivamente dmpaciencia, incapaz de encontrar l

ranura adecuada, anduvo a tientas por lcabeza y el pecho del personaje, y afinal, por puro instinto, quizá por broma

quizá renunciando simplemente a tant

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maldita confusión, metió la llave ravés de un último pedazo de venda, e

el ombligo.

Al instante: ¡pannn!

¡Los ojos de la Abuela Eléctricpestañearon y se abrieron!

Algo empezó a zumbar y agitarseEra como si Tim hubiese metido un palcualquiera en un avispero.

 —¡Oh —dijo Agatha sin alientoviendo que Tim le había quitado ldiversión—, déjame a mí!

Le arrebató la llave.

¡Las aletas de la nariz de la abuelse ensancharon! ¡Podía echar vapobufando, despedir fuego!

 —¡Yo! —grité y tomé la llave y d

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una gran… ¡vuelta!

La boca de la hermosa mujer sabrió con un chasquido.

 —¡Yo! —¡Yo! —¡Yo!

De pronto la abuela se sentó.Dimos un salto atrás.Sabíamos que, en cierto sentido, l

habíamos pegado la bofetada que lraía a la vida.¡Había nacido, había nacido!La cabeza de la abuela giraba

Bostezó. Movió la boca. Y lo primerque hizo fue:

Reírse.

Así como en un momento habíamo

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retrocedido, ahora el descabelladsonido nos acercó a atisbar como saquello fuera un pozo de víboras dond

se metía a los locos para curarlos.Era una buena carcajada, plena, ric

  franca, y no se burlaba, aceptaba

Decía que el mundo es un lugar salvajeextraño, increíble, absurdo si se quierepero en conjunto, un buen lugar. Abuel

ni soñaba con buscar otro. No querívolver a dormir.Ahora estaba despierta. La habíamo

despertado. Con un grito alegre, saldrí

adelante.Y así fue; salió del sarcófago, de l

mortaja, avanzando, apresurándose

mirando alrededor como si buscara u

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espejo.Lo encontró.Los reflejos en nuestros ojos.

La abuela estaba ahora más contentque desconcertada. La carcajada se lconvirtió en una sonrisa divertida.

Porque Agatha, en el instante denacimiento, había saltado a escondersen el porche.

La Persona Eléctrica hizo como quno se daba cuenta.Se volvió lentamente en el céspe

verde cerca de la calle sombreada

contemplándolo todo con ojos nuevosmoviendo las aletas de la nariz como srespirara de veras y esa fuera la primer

mañana del delicioso Jardín, y ella n

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ntentaba de ningún modo arruinar euego mordiendo la manzana…

Clavó los ojos en mi hermano.

 —¿Tú debes de ser…? —Timothy, Tim —dijo Timoth

presentándose.

 —¿Y tú debes de ser…? —Tom —dije.Qué astutos, una vez más, los de l

Compañía Fantoccini. Ellos sabían. Ellsabía, Pero le habían enseñado a fingique no sabía. ¡De esa manera podíamosentirnos importantes, éramos maestros

e enseñábamos lo que ya sabía!¡Qué sutiles, qué inteligentes! —¿Y no hay otro chico? —dijo l

mujer.

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 —¡Una chica! —gritó con desagraduna voz desde algún lugar de la galería.

 —¿Que se llama Alicia…?

La voz lejana, que había empezadcon humillación, terminó con verdadercólera.

 —¡Agatha! —Algernon, naturalmente. Nuestra hermana apareció d

sopetón, y volvió a retroceder de usalto escondiendo una cara sonrojada. —¡Agatha! —Agatha. —La mujer dijo e

nombre con peculiar afecto—. BuenoAgatha, Timothy, Thomas, déjenme quos mire.

 —No —dije yo.

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 —Deja que nosotros te miremosEh… —dijo Tim.

La voz se nos deslizó para atrás e

a garganta. Nos acercamos.Caminábamos en grandes círculo

alrededor, orillando los bordes deerritorio de la abuela. Y ese territori

se extendía hasta donde podíamos oír e

zumbido de una colmena en el cálidverano. Pues así sonaba exactamenteEsa era la melodía característica de labuela, el sonido de toda una estació

allí dentro, una mañana de comienzos dunio en que el mundo despierta

encuentra que todo es absolutament

perfecto, bello, delicadament

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acordado, todo en equilibrio, sininguna desproporción. Aun antes dabrir los ojos ya se sabía que iba a se

uno de esos días. Decimos de qué coloha de ser el cielo, y así es realmente. Ldecimos al sol cómo ha de tejer s

camino, abriéndose paso entre las hojapara tender alfombras de brillo sombra en el césped fresco, y así s

abre paso y tiende. Las abejas hadespertado antes que nadie, ya han ido venido, ido y venido de nuevo a loprados y han vuelto todas pelusa dorad

en el aire, todas decoradas con polencharreteras hasta arriba, goteandnéctar. ¿No las oyes pasar, revolotear

bailando y diciendo dónde están la

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gomas dulces, los jarabes que poneretozones a los osos y los obligan moverse pesadamente en corpulento

éxtasis, que sacuden a los muchachocon jugos indecibles, que hacen saltar as muchachas de la cam

descubriéndose el cuerpo de reojo, udelfín desnudo y resplandeciente en eaire cálido, suspendido para siempre e

una eterna ola de vidrio?Eso parecía nuestra amiga eléctricsobre el césped nuevo en medio de udía especial.

Y era una materia que noarrastraba, nos atraía, nos hechizaba

os acercábamos bailando par

recordar lo que no podía ser recordado

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sabiendo que necesitábamos laatenciones de la abuela.

Es decir, Timothy y yo, Tom. Agath

seguía en la galería.Pero asomaba la cabeza por encim

de la baranda, siguiendo todo lo que s

hacía y decía.Y lo que se dijo e hizo fue Timoth

exhalando al fin: —Eh… tus ojos…

Los ojos. Los espléndidos ojos.Aún más espléndidos que eapislázuli en la tapa del sarcófago y ea máscara que había cubierto la car

vendada. Esos ojos, los más hermosodel mundo, nos miraban con calmabrillantes.

 —Tus ojos —suspiró Tim— so

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perro loco por ladrar pero con caramelblando en los dientes. ¿Alguna vez lhas dado caramelo blando a un perro

Es tan triste y tan cómico al mismiempo. Uno se ríe y se avergüenza d

reírse. Uno grita y corre a ayudarlo, y s

ríe de nuevo cuando empiezan a saliotra vez los primeros ladridos.

Ladré una risita recordando a u

perro, un día, y un caramelo blando.Abuela se volvió y allí estaba mvieja cometa tirada en el césped.

 —El cordel está roto —dijo ella—

o. Se ha perdido el ovillo. No spuede remontar una cometa de esmodo. Vamos.

Se inclinó. No sabíamos qu

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ocurriría. ¿Cómo podía una abuela roboremontar una cometa para nosotros? Labuela se levantó con la cometa en la

manos. —Vuela —le dijo, como a un pájaroY la cometa voló.

Es decir: con un gran sacudón sdejó levantar en el aire.

Y ella y la cometa eran una mism

cosa.Porque de la punta del dedo índicde la abuela brotaba una hebra fina brillante de tela de araña, toda una líne

de pescar sutil y casi invisible, y lcometa se elevó tres metros, no, treintano, trescientos en los vapores de

verano.

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Timothy gritó. Agatha, desgarradentre venir e irse, dejó escapar un gritdesde la galería. Y yo, en toda l

madurez de mis trece años, aunque ngrité ni me mostré impresionado, crecmás y más y sentí que un grito simila

rrumpía en mis pulmones y al fin salióParloteé y chillé cantidades de cosasobre cómo desearía tener un ded

carrete que me permitiera tocar a la veel cielo, las nubes, y una cometa loca. —¡Si eso les parece alto —dijo l

Criatura Eléctrica— miren ahora!

La línea de pesca salió con un siseoun silbido, un zumbido. La cometa subiotros trescientos metros hundiéndose e

el cielo. Y otros trescientos hasta qu

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finalmente fue un confeti rojo bailanden los vientos que saltaban alrededodel mundo o cambiaban los clima

futuros. —¡No puede ser! —exclamé. —Sí, es. —La abuela se mir

serenamente el dedo que desovillabmaterial sólido—. Lo hago a medida quo necesito. Adentro un líquido, com

una araña. Se endurece en contacto coel aire, cordel instantáneo…Y cuando la cometa no fue más qu

un reflejo, una partícula que s

desvanecía en la visión periférica de lodioses, para citar a los más antiguosabios, entonces la abuela, sin volverse

sin mirar, sin dejar que la mirad

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ofendiera con el contacto, dijo: —¿Y Abigail…? —¡Agatha! —fue la brusc

respuesta.Oh sabia mujer, que sojuzgaba co

rápidas, pequeñas cóleras.

 —Agatha —dijo la abuela, sidemasiada blandura, sin demasiadigereza, con un cierto equilibrio—, ¿

cómo vamos a hacer?Rompió el hilo y me lo envolvió treveces alrededor de la muñeca, de modque quedé atado al cielo por el corde

de cometa más largo, repito, más largode toda la historia del mundo. Espera que lo muestre a mis amigos, pensé

Verdes! ¡Se pondrán verdes com

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manzanas ácidas! —¡Agatha! —¡No! —dijo Agatha.

 —No —dijo un eco. —Tiene que haber algún… —¡Nunca seremos amigas! —dij

Agatha. —¡Amigas! —dijo el eco.Timothy y yo nos sobresaltamos. ¿D

dónde venía el eco? La misma Agathasorprendida, mostró el ceño por encimde la baranda.

Entonces miramos y vimos.

La abuela había ahuecado las manocomo una caracola y el eco sonaba en enterior.

 —Amigas…

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Y de nuevo, muriendo débilmente—Amigas…

Todos nos inclinamos para oír.

Es decir, nosotros dos, los varonesnos inclinamos para oír.

 —¡No! —gritó Agatha.

Y corrió a la casa y dio un portazo. —Amigas —dijo el eco de l

caracola—. No.

Y muy lejos, en la orilla de algúmar interior, oímos una puertita que scerraba.

Y aquél fue el primer día.

Y hubo un segundo día, desde luego  un tercero y un cuarto, y la abuel

giraba en círculos y nosotros lo

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planetas dábamos vueltas alrededor da luz central, y Agatha lenta, lentamente

venía a reunirse, a caminar si no

correr con nosotros, a escuchar, si no oír, a mirar si no a ver, a rozar si no ocar.

Al cabo de los diez primeros díassin embargo, Agatha ya no huía y squedaba cerca de las puertas, o s

sentaba lejos en una silla debajo de loárboles, o si salíamos a caminar, noseguía diez pasos más atrás.

¿Y la abuela? Esperaba. Nunc

rataba de apresurar las cosas o dobligarnos. Seguía preparando horneando pasteles de damasco y dejab

a comida al descuido aquí y allá por l

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casa en bandejas cazarratones para qua niña de nariz fruncida olisqueara

escamoteara. Una hora más tarde, lo

platos estaban vacíos, los pasteles bollos habían desaparecido, y sin daas gracias, allí estaba Agath

deslizándose por el pasamanos, con ubigote de migas sobre el labio.

En cuanto a Tim y a mí, nuestr

abuela eléctrica siempre estabncitándonos a que subiéramos a laomas, y cuando llegábamos arriba, noncitaba a bajar por el otro lado.

Y lo más característico y hermosoo más extraño y encantador era l

atención completa que parecí

prestarnos a todos nosotros.

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La abuela escuchaba, realmentescuchaba todo lo que decíamos, sabía recordaba cada sílaba, palabra, frase

puntuación, pensamiento e idedescabellada. Sabíamos que todonuestros días estaban almacenados e

ella, y si en cualquier momentqueríamos saber lo que habíamos dichen la hora X de la tarde X, nos bastab

nombrar esa X y con amistosa prontitud  si así lo deseábamos, la abuela nocantaba una aria humorísticacontándonos el incidente X.

A veces teníamos ganas de ponerla prueba. Un día, en medio de un parloteparticularmente afiebrado, me detuve d

pronto. Clavé la vista en la abuela

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pregunté: —¿Qué acabo de decir? —Oh, eh…

 —Vamos, habla. —Me parece… —La abuel

exploraba su cartera—. Lo tengo aquí.

Sacó algo de las profundidades debolso y me lo tendió:

 —¡Diablos! ¡Un bollito chino de l

suerte! —Recién horneado, todavícaliente, ábrelo.

Estaba casi demasiado caliente par

ocarlo. Rompí la corteza del bollosaqué el rollito caliente de papel, y leí:

 —… «campeón de bicicleta de tod

el Oeste! ¿Qué acabo de decir? ¡Vamos

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habla!».Se me cayó la mandíbula. —¿Cómo lo hiciste?

 —Tenemos otros secretitos. El únicbollito chino de la suerte que dice ePasado Inmediato. ¿Quieres otro?

Abrí la segunda corteza y leí: —«¿Cómo lo hiciste?».Guardé los mensajes y me metí la

cortezas calientes y desmenuzadas en lboca y las mastiqué mientracaminábamos.

 —¿Entonces?

 —Eres una gran cocinera —dije.Y riendo, echamos a correr.Y eso también era magnífico.

La abuela podía correr tan bie

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como cualquiera. Nunca iba delante. Nunca ganab

una carrera, pero corría siempre en bue

estilo, cosa que a un chico no le importaUna chica delante de él o al lado edemasiado. Pero una chica uno o do

pasos atrás, es algo digno y permitido.De modo que abuela y yo corríamo

grandes carreras, yo adelante, y los do

hablando a un kilómetro por minuto.Pero ahora tengo que contarles lmejor de abuela.

Yo podía no haber sabido nada s

Timothy no hubiese tomado algunafotos y yo otras, comparándolas luego.

Cuando revelamos las fotos d

nuestras Brownies instantáneas, mandé

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Agatha, contra su voluntad, a qufotografiara disimuladamente a labuela, por tercera vez.

Después tomé las tres series de foto  me las llevé para consultar a sola

conmigo mismo. Nunca les dije

Timothy y a Agatha lo que habídescubierto. No quería echarlo a perder

Pero cuando desplegué las fotos e

mi cuarto, esto es lo que pensé y dije: —¡En cada foto la abuela parecdistinta!

 —¿Distinta? —me pregunté a m

mismo. —Claro. Espera. Sólo un seg…Volví a ordenar las fotos.

 —Aquí hay una de abuela junto

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Agatha. ¡Y en ésta abuela se parece a…Agatha!

 —¡Y en esta en que está co

Timothy, se parece a Timothy! —¡Y esta última, Santo Dios! ¡A lo

empujones conmigo, parece fea com

o!Me senté, perplejo. Las foto

cayeron al suelo.

Me agaché a recogerlasreordenándolas, poniéndolas con lo darriba para abajo y de costado. SíSanto Dios, otra vez, sí!

Oh astuta abuela.Oh Fantoccinis, hacedores de gentesAstutos más allá de la astucia

humanos más allá de lo humano, cálido

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más allá de lo cálido…Y en silencio me levanté y bajé la

escaleras y encontré a Agatha y a l

abuela en el mismo cuarto, estudiando lección de álgebra en la más apacibl

comunión. Por lo menos no había guerr

abierta. Abuela seguía esperando a quAgatha cediera. Y nadie sabía qué díde qué año ocurriría, o cómo era posibl

acelerarlo. Entretanto…Cuando entré en el cuarto, la abuelse volvió. Le observé la cara lentamentmientras ella me reconocía. ¿Y no habí

habido un levísimo cambio de color eaquellos ojos? ¿Acaso la fina películde sangre debajo de la piel translúcida

o cualquiera que fuese el líquido que l

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habían puesto para que pulsara y latieren las formas humanoides, no florecía dpronto brillando en las mejillas y en l

boca? Soy un poco coloradote. ¿No shabía puesto ahora la abuela de un colomás parecido al mío? ¿Y los ojos

Mientras vigilaba a Agatha-AbigailAlgernon en sus lecciones, ¿no eran loojos de un azul como el de ella más qu

como el mío, que es más profundo?Y en los momentos en que ella mhablaba, diciéndome: «Buenas tardes»«¿Cómo andan tus lecciones

muchacho?», y cosas por el estilo, ¿nse le movían sutilmente los huesos de lcara debajo de la piel adoptando u

nuevo tipo racial?

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Porque digámoslo con franqueza: enuestra familia hay tres tipos. Agathiene los largos huesos de caballo de un

niñita inglesa que cuando sea grandcazará zorros, y la mirada equina, loresoplidos, los pataleos y los huesos d

papá. La cabeza y los dientes songleses puros, o tan puros como l

permite la abigarrada historia de la isla

Timothy es algo más, un toque dtaliano por el lado de mamá, ungeneración antes. El apellido de mamera Mariano, y así se explica esa cos

obscura que arde en ellos y esestructura ósea pequeña y esos ojos quun día incendiarán a las mujeres.

En cuanto a mí, soy el eslavo, y n

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hay otra explicación que el abuelpaterno de mi madre que trajo desdViena un par de pómulos relucientes

sienes de las que se podría sacar vino, una nariz de perfil extraño que olía máa tártaro que a targán, escondida detrá

del apellido.Como ven, me fascinaba observar

a abuela y descubrir esos cambios

cuando hablaba con Agatha, y lopómulos se le fundían con los pómulode caballo, con Timothy, y se volvídelicada como un cuervo florentino qu

picotea voluble el aire, conmigo, y se lderretían las materias plásticas ocultaponiéndome por delante a Catalina l

Grande.

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Eso sí, nunca sabré, ni preguntaré, ndeseo descubrir cómo lograron loFantoccini estas raras y sutile

ransformaciones. Era suficiente que ecada movimiento tranquilo, al volversaquí, al inclinarme allá, al fijar l

mirada, los segmentos, las seccionesecretas de la abuela, la inserción de lnariz, el mentón esculpido, el meta

plástico recubierto de cera se calentarhaciéndose susceptible de amoroscambio. La suya era una máscara que erodo máscara, pero sólo una cara par

una persona a la vez. De modo que acruzar una habitación, al tocar a un niñode paso, debajo de la piel se producía e

cambio maravilloso, y en el momento e

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que llegaba al otro niño era la verdadermadre, contemplando al niño o a la niñdesde el parapeto de los delicado

huesos de ellos mismos.¿Y cuando los tres estábamo

presentes y parloteábamos a la vez

Bueno, entonces los cambios eramilagrosamente leves, pequeños misteriosos. Nada tan formidable que s

pudiera ver y notar, salvo en el caso deste muchacho mayor, yo mismo, que sadmiraba observando, se exaltaba, sarrobaba.

 Nunca quise estar detrás deescenario del mago. Basta que la ilusiófuncione. Basta con que el amor sea e

resultado químico. Basta que la

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mejillas frotadas tomen colores felicesque los ojos chisporroteen de luz, quos brazos se abran para aceptar y ceñi

 estrechar suavemente…Todos nosotros, es decir, salv

Agatha que se negó hasta el amarg

final. —Agamenón…Se había convertido ahora en u

uego divertido. Incluso a Agatha no lmportaba, pero fingía la contrario. Ldaba un agradable sentimiento dsuperioridad sobre una máquin

presuntamente superior. —¡Agamenón! —resopló Agatha—

eres una t…

 —¿Tonta? —dijo abuela.

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 —Yo no dije eso. —Piénsalo entonces, mi querid

Agatha Agonista… soy muy defectuosa

  en los nombres se revelan mis fallasTom es Tim la mitad del tiempoTimothy es Tobías o Timulty o a l

nversa…Agatha se rió, y la abuela cometi

uno de sus raros errores. Tendió la man

para dar a mi hermana una simplpalmada. De un salto Agatha-AgibailAlicia se puso de pie.

Agatha-Agamenón-Alcibíades-

Adegra-Alexandra se retiró velozmenta su cuarto.

 —Sospecho —dijo Timothy má

arde— que es porque la abuela empiez

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a gustarle. —¡Cáspita! —dije. —¿De dónde sacas palabras com

cáspita? —Anoche la abuela me leyó algo d

Dickens. Cáspita. Recórcholis. Pardiez

Eres bastante listo para tu edad, Tim. —Listo un cuerno. Es evidente qu

cuanto más le gusta la abuela a Agatha

más se detesta a sí misma, más se asustde toda la historia, más detesta a labuela, finalmente.

 —¿Puede alguien querer tanto qu

odie? —Tonto. Claro. —Supongo que odias a la gent

cuando hacen que te sientas desnudo

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quiero decir, cuando te ponen eevidencia o al descubierto. Es la manerde jugar el juego, sí. Quiero decir qu

uno no quiere a la gente a la que tienque querer  con signos de admiración.

 —Eres bastante inteligente, siend

an estúpido —dijo Tim. —Muchas gracias.Y me fui a observar cómo la abuel

retrocedía lentamente en la batalla dngenios y estratagemas con la cómo-selama…

¡Qué cenas las de nuestra casa!

¡Qué digo, cenas; qué almuerzos, qudesayunos!

Siempre algo nuevo y que si

embargo, prudentemente, parecía o tení

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un aire viejo y familiar. Nunca se nopreguntaba, porque si se pregunta a loniños qué quieren, no lo saben, y si s

es dice lo que se les va a dar, lrechazan. Todos los padres lo saben. Euna guerra tranquila que hay que gana

cada día. Y abuela sabía cómo ganar sicantar victoria.

 —Aquí está el Misterioso Desayun

úmero Nueve —decía, presentándol—. Perfectamente horrible, no vale lpena molestarse. Tuve náuseas mientrao preparaba.

Aunque nos preguntábamos cómpodía sentirse mal un robot, estábamompacientes por servirnos.

 —Aquí está el Abominabl

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Almuerzo Número Setenta y Siete —anunciaba la abuela—. Hecho de sacoplásticos para alimentos, perejil y gom

de las butacas de los cines. Lávense lodientes después o tendrán gusto a venenoda la tarde.

 Nos peleábamos por servirnos más.Hasta Abigail-Agamenón-Agatha s

acercaba a la mesa y daba vuelta

alrededor en esas ocasiones, mientrapapá se ponía en el cuerpo los cinckilos que estaba necesitando y se lruborizaban las mejillas.

Cuando A. A. Agatha no venía comer, le dejaban la comida junto a lpuerta del cuarto al lado de una calaver

 unas tibias y una banderita clavada e

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una manzana asada. Un momentdespués, la bandeja había desaparecido

Otras veces Abigail A. Agatha vení

como un pájaro durante la cenapicoteaba unas migajas, y se ibvolando.

 —¡Agatha! —la llamaba papá. —No, espera —decía abuela

suavemente—. Ya vendrá, ya se sentará

Es cuestión de tiempo. —¿Qué le pasa? —preguntaba yo. —Es una chiflada —decía Timothy. —No, tiene miedo —decía l

abuela. —¿De ti? —decía yo, pestañeando. —No tanto de mí como de lo que y

podría hacer.

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 —Tú no harías nada que lastimase.

 —No, pero ella cree que sí

Tenemos que esperar a que descubra quesos temores no tienen fundamento. Sfracaso, me iré yo misma al baño y m

oxidaré tranquilamente.Se oía una risita sofocada. Agath

estaba escondida en el vestíbulo.

La abuela terminaba de servir odos y luego se sentaba del otro lado da mesa, frente a papá, y hacía como qu

comía. Nunca descubrí, nunca pregunté

nunca quise saber qué hacía ella con lcomida. Era una hechicera. La comiddesaparecía, simplemente.

Y mientras desaparecía, pap

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comentaba: —Este plato. Yo lo había comido

En un pequeño restaurante francés cerc

de los Deux Magots, en París, hacveinte, o veinticinco años —los ojos se llenaban de lágrimas, de pronto—

¿Cómo lo haces? —preguntaba al findejando los cubiertos y mirando poencima de la mesa a esa notabl

criatura, a ese invento, a esa ¿qué¿Mujer?La abuela tomaba esa mirada y la

nuestras y las sostenía sencillamente e

as manos vacías, como regalos, contestaba con la misma gentileza:

 —Me dan cosas que les doy

ustedes. No sé qué doy, pero sigo dando

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¿Me preguntan qué soy? Bueno, unmáquina. Pero a pesar de esta respuestsabemos, ¿no es cierto? Más que un

máquina. Soy todas las personas qupensaron en mí y me planearon y mconstruyeron y me hicieron funcionar

De modo que soy persona. Soy todas lacosas que ellos quisieron que fuera que quizá no podían ser, por es

construyeron un niño grande, un juguetportentoso que representara esas cosas. —Extraño —dijo papá—. Cuand

o era chico, había muchas protesta

contra las máquinas. Las máquinas eramalas, dañinas, deshumanizaban…

 —Algunas máquinas sí. Tod

depende de la manera en que so

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construidas. Todo depende de la maneren que se las usa. Una trampa para osoes una simple máquina que atrapa

retiene y desgarra. Un rifle es unmáquina que hiere y mata. Bueno, no souna trampa para osos, no soy un rifle

Soy una máquina abuela, es decir, máque una máquina.

 —¿Cómo puedes ser más de lo qu

pareces? —No hay hombre tan grande comsus propias ideal. En consecuenciacualquier máquina que encarne una ide

es más grande que el hombre que lhizo. ¿Y qué hay de malo en eso?

 —Me he quedado atrás y esto

perdido —dijo Timothy—. ¿Me l

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repites? —Ay —dijo la abuela—. Cóm

detesto las discusiones filosóficas y la

ncursiones en la estética. Lo explicarasí. Los hombres proyectan enormesombras en el césped, ¿no es cierto

Entonces, durante toda la vida tratan dcorrer para adecuarse a las sombrasPero las sombras son siempre má

argas. Sólo a mediodía puede ehombre adecuarse a sus zapatos, a smejor traje, unos breves minutos. Perahora estamos en una nueva era en qu

podemos concebir una Gran Idea echarla a andar en una máquina. Eshace que la máquina sea más que un

máquina, ¿no es así?

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 —Hasta ahora va bien —dijo Ti—. Me parece.

 —Bueno, ¿una cámara de cine y u

proyector no son más que una máquinaEs algo que sueña, ¿verdad? A vecesueños felices, a veces pesadillas. Per

lamarlos una máquina y despreciarloes ridículo.

 —¡Ahora lo veo! —dijo Tim, y a

verlo se rió. —Entonces —dijo papá— quien tnventó amaba las máquinas y odiaba

quienes decían que todas las máquina

son dañinas o malas. —Exactamente —dijo abuela—

Guido Fantoccini, que era su verdader

nombre, creció entre las máquinas. Y n

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podía seguir soportando los clisés. —¿Los clisés? —Sí, esas mentiras que la gente dic

pretendiendo que son verdadeabsolutas. El hombre nunca volará. Esfue una verdad clisé durante miles

miles de años y al fin fue una mentirhace sólo unos pocos años. La tierra eplana, te caerás del borde, los dragone

e comerán; la gran mentira que scontaba y que Colón socavó. Bueno, ¿cuántas veces han oído ustedes hablar do inhumanas que son las máquinas? ¿A

cuántas personas excelentes y brillantees han oído soltar las mismas fatigada

verdades que son en realidad mentiras

que todas las máquinas destruyen, qu

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odas las máquinas son frías sipensamiento y temibles?

"Hay en eso un fondo de verdad

Pero sólo un fondo.Guido Fantoccini lo sabía. Y esto

como a la mayoría de los hombres de s

especie, lo volvía loco. Y pudo seguioco y loco para siempre, pero e

cambio hizo lo que tenía que hacer

empezó a inventar máquinas qudesmintieran la antigua verdamentirosa.

"Sabía que la mayoría de la

máquinas son amorales, ni malas nbuenas. Pero del modo como uno laconstruyera o las modelara, se modelab

a la vez a hombres, mujeres y niños par

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que fueran malos o buenos. Un auto, poejemplo, bestia inerte, sin pensamientomasa sin plan, no programada, es e

mayor destructor de almas de la historiaHace a los hombres ávidos de poder, ddestrucción y más destrucción. Nunc

fue pensado para eso. Pero así resultó—La abuela dio una vuelta alrededor da mesa, llenándonos los vasos con clar

 fría agua mineral que le brotaba de lválvula que tenía en el índice izquierd—. Entretanto, vosotros tenéis que usaotras máquinas compensadoras

Máquinas que arrojan sombras sobre lierra y os incitan a salir y ajustarse

ese fabuloso molde. Máquinas qu

recortan las almas como un par d

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hermosas cizallas, podando las zarzarústicas, las crueles durezas protuberancias y dejando un perfil má

delicado."Y para eso se necesitan ejemplos. —¿Ejemplos? —pregunté.

 —Otras personas que se comportebien, y que uno pueda imitar. Y si nocomportamos bastante bien durant

bastante tiempo, todos los pelos se cae dejamos de ser un mono malvado. Labuela se sentó de nuevo.

 —Así, durante miles de años

vosotros los humanos necesitasteireyes, sacerdotes, filósofos, ejemplohermosos para mirar y decir: «Ellos so

buenos, quisiera ser como ellos. Ello

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encarnan el gran estilo». Pero comambién son humanos, los mejore

sacerdotes, los filósofos má

compasivos cometen errores, pierden lgracia, y la humanidad se desilusiona cae en un escepticismo indiferente o

peor aún, en un cinismo inmóvil, y emundo bueno se detiene rechinandmientras el mal avanza a grande

zancadas. —¡Y tú, qué, tú nunca cometeerrores, eres perfecta, eres siemprmejor que nadie!

La voz venía del vestíbulo entre lcocina y el comedor donde Agathacomo todos sabíamos, estaba junto a l

pared escuchando y ahora estallaba.

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La abuela ni siquiera se volvió hacia voz, y continuó hablándoles co

calma a la familia sentada a la mesa.

 —No, perfecta no, porque ¿qué es lperfección? Pero lo que sé es estocomo soy mecánica no puedo pecar, n

puedo ser sobornada, no puedo secodiciosa ni celosa ni mezquina npequeña. No saboreo el poder por e

poder mismo. La velocidad no mempuja a la locura. El sexo no me lleva la rastra por el mundo. Tengo tiempmás que suficiente para recoger l

nformación que necesito, ¿cómmantener limpio, íntegro, intactcualquier ideal? Nombrad cualquie

valor, decidme qué Ideal queréis y y

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veré, recogeré y recordaré lo bueno qupueda beneficiar a todos. Decidme cómquisierais ser: buenos, amables

considerados, equilibrados, humanos…  dejad que me adelante y explore lo

caminos que llevan exactamente a eso

En la obscuridad que tenéis delantehacedme girar como una lámpara haciaquí y hacia allá. Yo puedo guiaros lo

pies. —Así que —dijo papá llevándose lservilleta a la boca —en el momento eque todos nosotros estemos dedicados

decir mentiras—. Yo diré la verdad. —En el momento en que odiemos… —Yo seguiré dando amor, es decir

atención, es decir, que lo sabré tod

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acerca de vosotros, todo, todo, todacerca de vosotros, vosotros sabréis quo sé pero también que nunca se lo dir

a nadie, que quedará como un afectuossecreto entre vosotros, y que por esnunca temeréis mi complet

conocimiento.Y ahora la abuela estaba ocupada e

despejar la mesa, dando vueltas

evantando los platos, estudiando cadcara al pasar, tocando la mejilla dTimothy, rozándome el hombro con lmano libre que flotaba allá arriba

hablando con una voz que era un quietrío de certidumbre, y ese río corría ponuestra casa y nuestras vida

necesitadas.

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 —Pero —dijo papá, deteniéndolamirándola de frente. Contuvo el alientoLa cara se le obscureció. Al final dij

—: Tanta charla sobre el amor, latención, todas patrañas. ¡Santo Diosmujer no sabes qué hablas! Papá señal

a cabeza de la abuela, la cara, los ojosas células sensibles ocultas detrás dos ojos, las minúsculas criptas d

almacenamiento, los mínimos torreones —¡No sabes de qué hablas!Abuela esperó uno, dos, tre

silenciosos compases. Luego respondió

 —Yo no. Pero vosotros sí. TúThomas, Timothy, Agatha.

"Todo lo que digáis, todo lo qu

hagáis, lo guardaré, apartaré, atesoraré

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Seré todas esas cosas que una familia e  olvida, pero que siente, y recuerda

medias. Mejor que los viejos álbume

de familia que hojeabais diciendo: estfue en invierno, eso aquella primaverarecordaré lo que olvidáis. Y aunque e

os próximos cien mil años sigamopreguntándonos qué es el amor, quizdescubramos al fin que el amor e

alguien capaz de devolvernos a nosotromismos. Quizá el amor sea alguien quve y se acuerda de devolvernos nosotros mismos, mostrándonos qu

somos un poco mejores que en nuestramismas esperanzas y en nuestrosueños…

"Soy la memoria de la familia y u

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día quizá, la memoria de la razambién, pero en la palestra, y a vuestr

pedido. No me conozco a mí misma. N

puedo ni tocar ni gustar ni sentir eningún plano. Sin embargo existo. Y mexistencia no es otra cosa que l

exaltación de vuestras posibilidades docar, gustar y sentir.

"¿No hay amor en alguna parte d

ese intercambio?Bueno…La abuela siguió dando vuelta

alrededor de la mesa, limpiando

ordenando y apilando, ni groseramenthumilde ni rígidamente orgullosa.

 —¿Qué es lo que sé?

"Por encima de todo, esto: el mayo

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nconveniente para casi todas lafamilias con muchos niños es qualguien sale perdiendo. Parecería que n

hay tiempo para todos. Bueno, yo odaré por igual a todos vosotrosCompartiré mi conocimiento y m

atención con cada uno. Quiero ser ugran pastel caliente recién salido dehorno, dividido en porciones iguales

adie se quedará con hambre. ¡Miragrita alguien y yo miro. ¡Escucha!, gritalguien y yo corro. Y al atardecer nestoy ni cansada ni irritada, así que n

rezongo ni me quejo. Mi mirada siguclara, mi voz fuerte, mi mano firme, matención constante.

 —Pero —dijo papá, la voz má

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débil, a medias convencido peradelantando un último argumento—: nsabes de qué hablas. En cuanto a

amor… —Si prestar atención es amor, so

amor.

"Si conocer es amor, soy amor."Si ayudaros a que no o

equivoquéis y que seáis buenos es amor

soy amor."Y de nuevo, repitiéndome, vosotrosois cuatro. Cada uno, de una manerque hasta ahora nunca había sid

posible, tendrá mi atención totalAunque todos hablen a la vez, soy capade encauzar y oír a éste, a aquél y al otr

claramente. Nadie se quedará co

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hambre. Si me dais permiso y aceptáia extraña palabra, os 'amaré' a todos.

 —¡Yo no acepto! —dijo Agatha, d

pie en la puerta.Incluso la abuela se volvió par

mirarla.

 —¡No te doy permiso, no puedes, ndebes! —dijo Agatha—. ¡No te dejaréSon mentiras! Mientes. Nadie m

quiere. Ella decía que sí, pero mentíaLo decía pero mentía! —¡Agatha! —exclamó papá

poniéndose de pie.

 —¿Ella? —dijo la abuela—¿Quién?

 —¡Mamá! —fue el chillido qu

legó—. Dijo: ¡Te quiero! ¡Mentiras! ¡T

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quiero! ¡Mentiras! ¡Y tú eres como ellaMientes. Pero estás vacía, de todomodos, y entonces es una mentira doble

La odié a ella. ¡Ahora te odio a ti!Agatha dio media vuelta y de u

salto desapareció en el vestíbulo.

Se oyó un portazo en la entrada.Papá se puso de pie, pero la abuel

e tocó el brazo.

 —Déjame a mí.Y la abuela echó a andar y después moverse rápidamente, deslizándose poel vestíbulo y de pronto, con tod

soltura, corrió, sí, corrió muy rápido, salió de la casa.

Cuando llegamos gritando al jardín

al sendero, era una carrera d

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velocidad.Agatha, ciega, viéndonos cerca

odos gritando, corrió a la calle. L

abuela iba adelante, dando voceambién, y Agatha se lanzó a la calle,

un costado, luego por el centro, y d

pronto un auto que nadie vio, de frenorechinantes, tocando la bocina, y Agathque se bambolea para ver y la abuel

que la empuja a un lado mientras el autcon una energía y un brío fantásticoelige a la abuela de entre nosotrosgolpea nuestro maravilloso sueñ

eléctrico producido por GuidFantoccini, lo proyecta por el aire, lamanos en alto para protegerse, como e

una débil protesta, tratando de decidi

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aún qué le diría a esa máquina bestialque la hace girar una y otra vez y ldespide a un lado y lejos, y el auto s

detiene con una sacudida y veo a Agatha salvo más allá y la abuela, al parecerodavía cae y se desliza a cincuent

metros de distancia y al fin golpea epavimento y rebota y queda allí tendida todos nosotros petrificados, en fila d

pronto en mitad de la calle, y un únicgrito que nos sale de la garganta en esmismísimo instante.

Luego silencio, y sólo Agath

endida en el asfalto, intactapreparándose a llorar.

Y todavía no nos movimos

petrificados en el umbral de la muerte

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emerosos de aventurarnos en cualquiedirección, temerosos de ir a ver lo quhabía del otro lado del auto y de Agatha

  entonces empezamos a gemir y, mparece, a rezar para adentro cuandpapá se juntó con nosotros: O, no, no

nos lamentábamos, oh no, Dios, no, no…Agatha alzó la cara ya golpeada po

a pena y era la cara de alguien que h

predicho desgracias y ha vivido parver, y ahora no quiere ver o vivir másMientras mirábamos, ella se volvihacia el cuerpo sacudido de la abuela

as lágrimas le cayeron de los ojos. Locerró, se los tapó y se tendió de nuevo lorar eternamente…

Di un paso y luego otro y lueg

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rápido otros cinco, y cuando llegué junta mi hermana ella había escondido lcabeza y los sollozos le salían de u

ugar tan profundo que temí no podeencontrarla de nuevo, temí que nuncsaliera, por más que yo rogase

argumentara o prometiera o amenazara simplemente hablara. Y lo poco qupodíamos oír de Agatha hundida allí e

su propia desventura, lo dijo una y otrvez, lamentándose, herida, convencidde la verdad de la vieja amenazaconocida y nombrada y ahora allí par

siempre.—… como dije… les dije…mentiras… mentiras, mentirosa…mentiras, todas mentiras… como l

otra… la otra… igual que… igual…

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gual que la otra… la otra… ¡la otra…!Yo estaba de rodillas sosteniéndol

con las dos manos, tratando de juntar lo

pedazos, aunque Agatha no se había rotde un modo que pudiera verse aunque ssentirse, pues yo sabía que de nada valí

acercarse a la abuela, de nada valía, dmodo que me limité a tocar a Agatha y calmarla y a llorar mientras venía papá

se quedaba allí y se arrodillaba conmig  éramos como un grupo de orantes emitad de la calle, y suerte que no veníamás autos y dije, ahogándome:

 —¿Qué otra, Ag, qué otra?Agatha hizo estallar dos palabras. —¡Otra muerta!

 —¿Quieres decir mamá?

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 —Oh, mamá —sollozó Agathaemblando, tendida, acurrucándose com

un bebé—. Oh mamá, muerta, oh mamá

ahora la abuela muerta, prometió qusiempre, siempre nos querría, noquerría, prometió ser distinta, prometió

prometió y ahora mira, mira… ¡La odioodio a mamá, la odio a ella, las odio as dos!

 —Claro —dijo una voz—. Es munatural. Qué tonta no haber sabido, nhaber visto.

Y la voz era tan familiar que todo

nos estremecimos. Todos dimos un saltoAgatha miró de costado, abri

grandes los ojos, pestañeó y s

ncorporó a medias, la mirada fija.

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 —Qué boba he sido —dijo labuela, de pie en el borde de nuestrcírculo, nuestra plegaria, nuestr

velorio. —¡Abuela! —dijimos todos.Y allí estaba, mucho más alta en es

momento que ninguno de nosotros, drodillas, llorando en medio de la calle.

Sólo podíamos contemplarla

ncrédulos. —¡Estás muerta! —exclamó Agath—. El auto…

 —Me atropello —dijo la abuela

con calma—. Sí. Y me arrojó por el air me tumbó y por un momento hubo un

grave conmoción en los circuitos. Tuv

miedo de una posible desconexión, s

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miedo es la palabra. Pero me senté, mdi un sacudón y las pocas moléculas dpintura, flojas en una que otra ví

mpresa, volvieron a magnetizarsocupando la posición normal, y comsoy una criatura elástica, como soy un

cosa irrompible, aquí me tienen. —Pensé que estabas… —dij

Agatha.

 —Y es muy natural —dijo la abuel—. Quiero decir, cualquieraatropellado así, tumbado de esa maneraPero yo no, querida Agatha. Y ahora ve

por qué tenías miedo y nunca confiasten mí. Tú no sabías. Y yo todavía nhabía probado mi excepcional poder d

supervivencia. Tonta de mí, no habe

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pensado en mostrártelo. Un segundo —en alguna parte de la cabeza, del cuerpodel ser, la abuela ajustó algunas banda

nvisibles, alguna vieja información quahora parecía nueva. Asintió—. Sí. Aquestá. Un libro de crianza de niños, de

que se rieron algunas pocas personaaños atrás cuando la mujer escribicomo advertencia final a los padres

«Hagan lo que se les antoje, pero no smueran. Esto es algo que los hijos nperdonan».

 —No perdonan —murmuró algun

de nosotros—. Porque, ¿cómo puedentender un niño que uno se levanta y svaya y no vuelva nunca, sin presenta

disculpas, excusas, sin decir que l

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amenta, nada? —No pueden —dije. —Entonces —dijo la abuela

nclinándose con nosotros junto a Agathque ahora se sentó, con lágrimas nuevaen los ojos, pero lágrimas diferentes, n

ágrimas que anegaban sino lágrimas quimpiaban—, entonces tu madre huyó a muerte. Luego, ¿cómo podrías confia

en nadie? Si todos se van, sdesaparecen definitivamente, ¿en quiése puede confiar? De modo que cuandlegué, a medias sabia, a media

gnorante, debería haber sabido, pero nsabía, no sabía por qué no me aceptabasPorque, con toda simpleza y honradez

emías que no me quedara, que mintiera

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que yo fuese vulnerable también. Y doabandonos, dos muertes, eran demasiaden un solo año. ¿Pero ahora, entiendes

Abigail? —Agatha —dijo Agatha, sin dars

cuenta de la corrección.

 —¿Entiendes que siempre, siemprestaré aquí?

 —Oh, sí —exclamó Agatha,

rompió en un sólido llanto al que todonos unimos, arracimados, y los autos sacercaban y se detenían a ver cuántoheridos había y cuántos ilesos.

Final de la historia. Bueno, nprecisamente el final. Vivimos felices.

O más bien, vivimos juntos, l

abuela, Agatha-Agamenón-Abigai

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Timothy y yo, Tom, y papá, y la abuelnos llevaba a retozar en grandes fuentede latín y español y francés, en grande

coágulos marinos de poesía como Moby

ick , que salpicaba las profundidadecon un surtidor versallesco en ciert

modo perdido en las almas y encontraden las tormentas; Abuela una constanteun reloj, un péndulo, una cara que da

odos la hora a mediodía, o en medio das noches de enfermedad cuanddelirábamos de fiebre y ella estaba ahunto a nuestra cama, nunca ausente

nunca en otra parte, siempre esperandosiempre diciendo palabras amableshelándonos la frente caliente con un

mano fría, la válvula del índic

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evantado abriéndose y dejando salir uhilo de agua de montaña para mojarnoa lengua de trapo. Diez mil amanecere

según nuestro prado silvestre, diez minoches erró, recordando las moléculade polvo que caían en las horas quieta

anteriores al alba, o se sentsusurrándoles alguna lección a nuestrooídos mientras dormíamos arropados.

Hasta que al fin, uno por uno, nolegó el tiempo de ir a la Universidad cuando la más joven, Agatha, hizo lavalijas, entonces abuela hizo también la

suyas.El último día de aquel últim

verano, encontramos a la abuela en e

cuarto de adelante con paquetes

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valijas, tejiendo, esperando, y aunque lhabíamos hablado a menudo, ahora quhabía llegado el momento estábamo

mpresionados y sorprendidos. —¡Abuela! —dijimos todos—. ¿Qu

haces?

 —Bueno, me voy a la Universidaden cierto modo, como vosotros —dij—. Vuelvo a lo de Guido Fantoccini,

a familia. —¿La familia? —De los Pinochos, así nos llamab

bromeando, al principio. Los Pinochos

 a sí mismo, Gepetto. Y más tarde nodio su propio nombre: los FantoccinDe todas maneras vosotros habéis sid

mi familia aquí. Ahora vuelvo a m

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familia de allá, aún más numerosa, a mihermanos, hermanas, tías, primos, todorobots que…

 —¿Que hacen qué? —preguntAgatha.

 —Depende —dijo la abuela—

Algunos se quedan, algunos se demoranAlgunos son despedazados descuartizados, si así puede decirse,

as partes se distribuyen a otramáquinas que necesitan reparacionesAllí me evaluarán y verán si me quiereo no me quieren. Puede ser que sea just

o que necesitan mañana y saldré a criaotra hornada de chicos y a sacar otrhornada de dulces.

 —¡Oh, no puede ser que t

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despedacen y descuarticen! —exclamAgatha.

 —¡No! —grité junto con Timothy.

 —Mi mensualidad —dijo Agatha—pagaré todo… La abuela dejó dmecerse y miró las agujas y el dibujo d

os hilos brillantes. —Bueno, yo no lo hubiera dicho

pero me preguntasteis y lo diré. Por un

cantidad muy pequeña hay unhabitación, la habitación de la Familiauna vasta sala obscura, muy tranquila bien decorada, donde treinta o cuarent

de las Mujeres Eléctricas se sientan mecerse y charlar, cada una en smomento. No he estado allí. Después d

odo, soy una recién nacida

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comparativamente nueva. Por uncantidad pequeña, muy pequeña, pomes y por año, estaré allí, con las otra

como yo, escuchando lo que haaprendido del mundo, y a mi vez lecontaré cómo se vivía con Tom y co

Tim y con Agatha y qué hacíamos y qufelices éramos. Y les contaré todo lo quaprendí de vosotros.

 —¡Pero… tú nos enseñaste! —¿De veras lo pensáis así? —dija abuela—. No, era una ida y vuelta, u

círculo, se aprendía por las dos puntas

Y todo está aquí, todo lo que se resolvien lágrimas o en risas, todo lo tengaquí. Y se lo contaré a las otras, as

como ellas les hablarán de sus niños

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sus niñas y de sus vidas. Nos sentaremoallí, cada vez más sabias y tranquilas mejores, durante diez, veinte, treint

años. El conocimiento de la Familia sduplicará, se cuadruplicará, la sabiduríno se perderá. Y allí estaremo

esperando en aquella sala, por si algunvez nos necesitáis para vuestros hijos emomentos de enfermedad o, Dios no l

quiera, de pérdida o muerte. Allestaremos, envejeciendo y sin envejeceracercándonos al momento quizá en qualgún día vivamos de acuerdo co

nuestro extraño nombre en broma. —¿Los Pinochos? —preguntó Tim.La abuela asintió.

Yo sabía lo que quería decir. El dí

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en que como en el viejo cuento dPinocho llegó a ser tan meritorio y tabueno que le fue concedido el don de l

vida. Así vi, en los años futuros, a toda familia Fantoccini, los Pinochos

cambiando e intercambiando

murmurando y susurrando conocimientoen las grandes salas de filosofíaesperando el día. El día que no llegarí

nunca.La abuela debió de leerlo enuestros ojos.

 —Ya veremos —dijo—. Esperemo

 se verá. —Oh abuela —exclamó Agatha,

loraba como había llorado tantos año

antes—. ¡No tienes por qué esperar! T

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estás viva. ¡Tú siempre has estado vivpara nosotros!

Y abrazó a la anciana y no

abrazamos todos un largo momento uego volamos a lejanas universidades

años, y las últimas palabras de la abuel

antes que el helicóptero nos precipitaren el otoño fueron éstas:

 —Cuando seáis muy viejos, com

niños otra vez, cuando recuperéis lamaneras infantiles y las ansias infantiles necesitados de alimento extrañéis a l

vieja maestra niñera, la compañera tont

pero sabia, mandadme buscar. VolveréVolveremos de nuevo al cuarto de loniños, no tengáis miedo.

 —¡Nunca seremos viejos! —

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exclamamos—. ¡Eso no ocurrirá nunca! —¡Nunca! ¡Nunca!Y nos fuimos.

Y pasaron los años.Y ahora somos viejos, Tim y Agath

 yo.

 Nuestros hijos han crecido y se hado, nuestras mujeres y maridos ha

desaparecido de la tierra, y ahora, po

una coincidencia dickensiananverosímil o no, estamos de vuelta en lvieja casa, nosotros tres.

Yo estoy aquí en el dormitorio qu

fue mi cuarto infantil hace setentasetenta, créanlo, años. Debajo del papede la pared hay otra capa y luego otra

res hasta llegar al que estaba all

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cuando yo tenía nueve años. El papeestá descascarado. Veo asomar podebajo viejos elefantes, tigre

familiares, bellas y amistosas cebrasrascibles cocodrilos. He mandad

buscar a los empapeladores para qu

quiten cuidadosamente todas las capasalvo la última. Los viejos animalevivirán de nuevo en las paredes, a

descubierto.Y hemos mandado buscar a alguiemás. Los tres llamamos:

¡Abuela! Dijiste que volvería

cuando te necesitáramos. La edad, eiempo nos han sorprendido. Somo

viejos. Necesitamos.

Y en tres habitaciones de una cas

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de verano, muy avanzado el tiempo, treniños viejos se levantan gritando esilencio: ¡Te queremos! ¡Te queremos!

Allí, allí, en el cielo, pensamosdespertando a la mañana. ¿Esa es lmáquina del reparto? ¿Se posa en e

césped?Allí, allí en la hierba, junto a

pórtico delantero. ¿Llega la caja de l

momia?¿Están nuestros nombres escritos einta, en las cintas que envuelven l

forma adorable, bajo la máscar

dorada?¿Y la llave de oro, que cuelg

siempre sobre el pecho de Agatha

caliente y esperando? ¿Oh Dios

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funcionará, después de tantos añosfuncionará, se ajustará, se ajustariernamente?

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El día de las tumbas

ERA EL DÍA DE LAS TUMBAS y tod

el pueblo había subido por el caminestival, incluyendo a la abuela Loblilly  estaban ahora a la luz verde del día

bajo el cielo alto de Missouri, y habíun olor de estaciones que cambiaban de hierba florecida.

 —Bien —dijo la abuela Loblill

apoyada en el bastón, y les echó a todouna mirada centelleante castañoamarillenta y escupió en el polvo.

El cementerio estaba junto a un

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ranquila colina. Era un lugar dmontículos hundidos y placas dmadera; las abejas zumbaban alrededo

en una calma de sonido y las mariposase agostaban y florecían en el aire clar  azul. Los hombres altos y atezados

as mujeres de percal estuvieron un raten silencio mirando a los parienteprofundamente enterrados.

 —¡Bueno, manos a la obra! —dija abuela, y cojeó por la hierba húmedadando aquí y allá unos rápidobastonazos.

Los otros trajeron las palas y locajones especiales, adornados comargaritas y lilas. El gobierno abriría u

camino allí en agosto, y como e

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cementerio no se usaba desde hacícincuenta años los parientes habíadecidido sacar aquellos huesos viejos

acomodarlos en otra parte.La abuela Loblilly se puso d

rodillas moviendo la pala. Los otro

estaban ya en sus respectivos lugares. —Abuela —dijo Joseph Pikes

proyectando una sombra larga sobre l

abor de la vieja—. Abuela, no deberíestar trabajando aquí. Esa es la tumba dWilliam Simmons, abuela.

Todo el mundo dejó de trabajar

escuchando, y sólo se oyó el rumor das mariposas en el aire fresco de larde.

La abuela levantó los ojos haci

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Pikes. —¿Crees que no lo sé? Hace sesent

años que no lo veo a William Simmons

pero pienso visitarlo hoy.Sacó palada tras palada de tierr

fértil y se tranquilizó, y reflexionand

es dijo cosas al día y a quienepudieran escucharla.

 —Hace sesenta años, y William er

un hombre guapo, de sólo veintitrés. Yo tenía veinte, la cabeza toda dorada, eche en los brazos y el cuello,

nísperos en las mejillas. Sesenta años

a boda proyectada y después lenfermedad y él que se muere. Y ysola, y recuerdo cómo el montón d

ierra que lo cubría se hundió con l

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luvia…Todos contemplaban a la abuela. —Pero tranquilícese, abuela… —

dijo Joseph Pikes.El foso estaba hecho. La abuel

legó enseguida a la larga caja de metal

 —¡Denme una mano! —gimió. Nueve hombres ayudaron a sacar d

a tierra la caja de metal; la abuela lo

atizaba con el bastón. —¡Cuidado! —gritaba—Despacio! —gemía—. Así.

La apoyaron en el suelo.

 —Ahora —dijo—, si fueran taamables, ustedes, caballeros podríalevar un rato al señor Simmons a m

casa.

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 —Lo llevaremos al nuevcementerio —dijo Joseph Pikes.

La abuela le clavó un ojo de aguja.

 —Me llevarán ahora mismo la caja mi casa. Muy agradecida.

Los hombres vieron cómo la abuel

se empequeñeció, alejándose por ecamino. Miraron la caja, se mirarounos a otros y se escupieron las manos.

Cinco minutos después metían empujones el ataúd por la puertprincipal de la casita blanca y ldejaban junto a la estufa panzona.

La abuela les sirvió un trago a todos —Ahora, levantemos la tapa —dij

—. No vemos todos los días a los viejo

amigos.

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Los hombres no se movieron. —Bueno, si ustedes no quieren, l

haré yo.

La abuela empujó la tapa con ebastón una y otra vez, rompiendo lcostra de tierra. Las arañas cayeron e

el piso. Había un olor denso, como dierra arada en primavera. Ahora lo

hombres manoteaban la tapa. La abuel

se quedó atrás. —¡Arriba! —dijo.Hizo un ademán con el bastón, com

una diosa antigua. Y la tapa saltó por e

aire. Los hombres la depositaron en esuelo y se volvieron.

Un sonido salió de todas las bocas

como un viento de octubre.

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Allí yacía William Simmonmientras el aire filtraba el polvbrillante y dorado. Allí dormía, con un

igera sonrisa en los labios, las manoentrelazadas, todo vestido para no ir ninguna parte.

La abuela Loblilly se quejó con unvoz ahogada.

 —¡Está tal cual!

Y así era. Intacto como uescarabajo dentro del caparazón, la pieoda delicada y blanca, los pequeño

párpados puestos sobre los hermoso

ojos como pétalos de flor, los labios aúcoloreados, el pelo peinadcuidadosamente, la corbata anudada, la

uñas limpias. Estaba tal como el día qu

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palearan la tierra sobre el cajósilencioso.

La abuela se quedó con los ojo

apretados, las manos en alto atrapandel aliento que le salía de la boca.

 —¿Dónde están mis anteojos? —

preguntó.La gente buscaba. —¿No los encuentran? —gritó. Mir

de reojo el cuerpo. —No importa —dijo, acercándose.La habitación se asentó. La abuel

suspiró y gorjeó y arrulló sobre la caj

abierta. —Está entero —dijo una de la

mujeres—. No se ha desmoronado.

 —Cosas así no ocurren —dij

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Joseph Pikes. —  Ha ocurrido —dijo la mujer. —Sesenta años bajo tierra. No e

ógico que un hombre dure tanto.La luz del sol poniente entraba po

as ventanas; las últimas mariposas s

posaban entre las flores, y parecíasimplemente otras flores.

La abuela Loblilly extendió un

mano arrugada, temblando. —La tierra lo ha conservado bienComo si fuera aire. Era un suelo secoadecuado.

 —Es joven —se lamentó una de lamujeres, suavemente—. Tan joven.

 —Sí —dijo la abuela Loblilly

mirando el cadáver—. William tendid

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ahí, a los veintitrés años. ¡Y yo, aquí dpie, acercándome a los ochenta!

Cerró los ojos.

Joseph Pikes le tocó el hombro. —Vamos, abuela. —Sí, William tendido ahí, d

veintitrés años, guapo y robusto, y yo…—la abuela apretó fuertemente los ojo—. Yo inclinada sobre él, ya nunca má

oven, toda vieja y flaca, sin ningunposibilidad de ser joven otra vez. ¡OhSeñor! La muerte conserva joven a lgente. Miren qué buena ha sido con él l

muerte. —Se pasó lentamente las manopor el cuerpo y la cara, volviéndoshacia los otros—. La muerte es má

piadosa que la vida. ¿Por qué no m

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habré muerto yo también ese año? Lodos seríamos jóvenes ahora, juntos. Yen mi caja, con mi vestido blanco d

novia todo de encaje, y los ojocerrados, toda intimidada por la muerteY las manos cruzadas en oración sobr

el pecho. —Abuela, no siga. —¡Tengo el derecho de seguir! ¿Po

qué no me habré muerto, yo también? ¡Ycuando William volviera, como hvuelto hoy, para verme, yo no estaríasí!

Las manos de la abuela anduvierofrenéticas palpándose la cara arrugadapellizcándose la piel floja

manoseándose la boca vacía

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ironeándose el pelo gris y observándolcon ojos espantados.

 —¡Qué bien ha vuelto William! —l

abuela se miraba los brazos huesudos—¿Creen que a un hombre de veintitréaños le va a gustar el aspecto de un

vieja de setenta y nueve, con sangrestancada en las venas? ¡Me haestafado! La muerte lo ha conservad

oven para siempre. Mírenme a mí; ¿qume hizo la vida? —Hay compensaciones —dij

Joseph Pikes—. William no es joven

abuela. Hace mucho que pasó loochenta.

 —Eres un tonto, Joseph Pikes

William es hermoso como una piedra

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as lluvias no lo tocan. Y ha vuelto parverme y ahora elegirá a una de lamuchachas más jóvenes. ¿Qué pued

querer de una vieja? —No está en condiciones de busca

nada de nadie —dijo Joseph Pikes.

La abuela lo empujó hacia atrás. —¡Ahora váyanse todos! ¡No es e

cajón de ustedes, no es la tapa d

ustedes, y no es el casi marido dustedes! Dejen aquí el cajón, por lmenos esta noche, y mañana cavarán unnueva fosa.

 —Está bien, abuela; era el novio dusted. Vendré mañana temprano. Nlore, vamos.

 —Hago lo que mis ojos má

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necesitan. La abuela Loblilly se quedrígida en mitad del cuarto hasta qusalió el último de los hombres. Al cab

de un rato buscó una vela y la encendi observó que había alguien afuera, en l

colina. Era Joseph Pikes. Pasaría allí e

resto de la noche, calculó la abuela, ella no le gritaría que se fuese. Nvolvió a mirar por la ventana, per

sabía que Pikes estaba allí, y se sentirímucho mejor en las horas próximas.Se acercó al ataúd y miró a Willia

Simmons. Estuvo contemplándolo tod

entero. Mirarle las manos era comverlas actuar. Vio cómo esas manohabían sostenido las riendas de u

caballo, subiendo y bajando. Record

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cómo William chasqueaba los labiocuando el caballo trotaba y el coche ibdeslizándose por las praderas, entre la

sombras de la luz de la luna. Sabía cómera cuando las manos de William lsujetaban a una el cuerpo.

Le tocó el traje. —¡No es el traje con que l

enterraron! —gritó de pronto.

Y sin embargo sabía que era emismo. Sesenta años no habíacambiado el traje, pero sí los recuerdos

Asustada, la abuela, anduvo de u

ado a otro hasta que encontró loanteojos y se los puso.

 —¡Pero si no es William Simmons

—exclamó. Pero sabía que eso tampoc

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enía sentido. Era William Simmons. —¡La barbilla no iba tan hacia atrás

—exclamó suave, lógicamente—. ¿O sí

Y el pelo. ¡Era de un maravilloso colorojizo! Este pelo es simplementcastaño. ¡Y la nariz, no recuerdo qu

fuera tan puntuda!La abuela estuvo allí inclinada sobr

aquel hombre extraño y gradualmente,

medida que lo miraba, fue sabiendo quera de veras William Simmons. Sabíahora algo que debía de haber sabidodo el tiempo: que los muertos so

como recuerdos de cera; uno los lleven la mente, los modela y los aprietapone aquí una saliente, suprime otr

allá, estira el cuerpo, lo modela

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remodela, lo maneja, lo esculpe, y le dun adecuado toque final.

La abuela se sentía ahora com

perdida y azorada. Deseó no habeabierto nunca el cajón. O por lo menoshaber tenido la sensatez de no poners

os anteojos. Al principio no lo habívisto claramente, y había completado lorasgos ayudada por la memoria. Ahora

con los anteojos puestos…Miró una y otra vez aquella caraLentamente, iba volviéndose familiar. Erecuerdo que ella había dividido

untado durante sesenta años ersustituido ahora por el hombre que habíconocido realmente. Y era agradabl

mirarlo. El sentimiento de pérdida s

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desvaneció. Era el mismo hombre, nmás ni menos. Así ocurre siemprcuando nos encontramos con gentes qu

no hemos visto desde hace añosDurante un momento estamos taurbados como los otros, pero al fina

nos sentimos cómodos. —Sí, eres tú —rió la abuel

Loblilly—. Te veo asomando desd

detrás de tanta extrañeza. Te veo dnuevo rápido y astuto aquí y allá alrededor.

Se echó a llorar otra vez. Si por l

menos pudiera mentirse a sí misma, spor lo menos pudiera decir: «¡Mírenlono se parece nada, no es aquel hombr

que me fascinaba tanto!», entonces s

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sentiría mejor. Pero todas esas figuritaque tenía sentadas en la cabeza smecerían en las minúsculas mecedoras

e dirían farfullando: «No puedeengañarnos, abuela».

Sí, qué fácil negar a William. Y as

sentirse mejor. Pero no lo negó. Sintió lgran tristeza depresiva porque allestaba él, joven como el agua de u

arroyo, y allí estaba ella, vieja como emar. —¡William Simmons! —gritó—

No me mires! ¡Sé que todavía m

quieres, así que voy a emperifollarme!La abuela removió el fuego, pus

rápidamente las tenacillas a calentar, s

as aplicó en el pelo, y lo cambió e

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rizos grises. Tomó una pizca de polvo dhornear y se blanqueó las mejillasMordió una cereza para colorearse lo

abios, se pellizcó los cachetes pardarles un poco de rubor. Metió lamanos en un baúl y tironeó de una

viejas telas hasta encontrar un vestiddescolorido de terciopelo azul.

Se puso el vestido y se contempl

ansiosamente en el espejo. —No, no —gimió y cerró los ojo—. ¡No puedo hacer nada que me vuelvmás joven que tú, William Simmons

Aunque muriera hoy no me curaría desta cosa vieja que me ha venido, desta enfermedad…

Tenía ganas ahora de correr par

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siempre al bosque, de dejarse caer euna pila de hojas y desmoronarse coellas en una ruina humeante. Atraves

corriendo la habitación. No volverínunca más. Pero cuando abrió la puertaun viento frío que venía de afuera l

estalló encima. Se oyó un ruido, y labuela vaciló.

El viento se precipitó por el cuarto

forcejeó con el ataúd y se metió dentro.William Simmons parecía moversen el cajón.

La abuela cerró con un golpe l

puerta.Retrocedió lentamente, espiando.William Simmons era diez años má

viejo.

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Tenía arrugas y marcas en las mano en la cara.

 —¡William Simmons!

Durante la hora siguiente, los añopasaron por la cara de WilliaSimmons. Se le hundieron las mejilla

como un puño cerrado, como unmanzana que envejece en una lata. Lcara modelada en pura y blanca nieve

se fundía al calor del cuarto, comcarbonizándose. El aire le fruncía loojos y la boca. De pronto, como shubiera recibido un martillazo, la car

se le astilló en un millón de arrugas, ecuerpo se le retorció en una agonía diempo. ¡William Simmons tení

cuarenta, cincuenta, sesenta años! ¡Tení

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setenta, ochenta, cien años! Había levesusurros y crujidos de hojas en la cara as manos de William, quemadas por l

edad. ¡Ciento diez, ciento veinte añograbados en líneas, como en uaguafuerte!

La abuela Loblilly estuvo allí toda lnoche, sintiendo que le dolían los huesode pájaro, observando al hombre qu

cambiaba, asistiendo a todas lamprobabilidades. Al fin sintió que algse le soltaba en el corazón. Ya no ssentía triste.

Se durmió apaciblemente, apoyaden una silla.

La luz del sol llegó amarilla a travé

del bosque; los pájaros y las hormigas

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as aguas del arroyo se movíanranquilos, rumbo a alguna parte.

Era la mañana.

La abuela despertó y miró a WilliaSimmons.

 —Ah —dijo.

El aliento de la abuela se movió movió los huesos de William, que sdeshicieron en copos como un

crisálida, como un caramelo que sreduce y desaparece, ardiendo en ufuego invisible. Los huesos cenicientovolaron, livianos como partículas d

polvo a la luz del sol, y cada vez que labuela gritaba, caían desmoronándose, una herrumbre descascarada y seca salí

del cajón.

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¡Si todavía había viento y ella abría puerta, William Simmons se volarí

como un montón de hojas crepitantes!

La abuela estuvo inclinada un largrato, mirando el cajón. De pronto lanzun grito, un sonido de descubrimiento,

retrocedió, llevándose primero lamanos a la cara y luego al pechdescarnado, y después moviéndolas d

arriba abajo por los brazos y las pierna tocándose la boca vacía.Joseph Pikes acudió corriendo.Empujó la puerta y alcanzó a ver a l

abuela Loblilly que bailaba, saltabacalzada con unos zapatos amarillos dacones altos, y dando vuelta

desenfrenadas.

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Palmoteaba, se reía, revoloteaba evestido, giraba y bailaba un valsecito, erostro cubierto de lágrimas. Y ante la lu

del sol y la imagen de ella misma qucentelleaba en el espejo de la paredexclamó:

 —¡Soy joven! ¡Tengo ochenta añospero soy más joven que él!

Brincaba, saltaba y hací

reverencias. —¡Hay compensaciones, JosepPikes, tienes razón! —dijo sofocándosde risa—. ¡Soy más joven que todos lo

muertos del mundo entero!Y la abuela valseó con tant

violencia que el remolino del vestid

empujó el cajón y unos susurros d

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crisálidas doradas y polvorientasaltaron y quedaron suspendidos en eaire, entre los gritos.

 —¡Hurra! —gritaba la abuela—Hurra!

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Los amigos deNicholas Nickleby

MAGÍNENSE UN VERANOnacabable.

Mil novecientos veintinueve.

Imagínense un niño que nuncerminaba de crecer.

Yo.

Imagínense un peluquero que nuncfue joven.El señor Wyneski.Imagínense un perro inmortal.

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El mío.Imagínense una de esas ciudade

pequeñas en las que ya no vive nadie.

¿Listos?Comencemos…Green Town, Illinois… Fines d

unio.Un perro que ladra en una peluquerí

con un solo sillón.

Adentro, el señor Wyneski, dandvueltas alrededor de su víctima, ucliente amodorrado en el baño de vapodel mediodía.

Adentro, yo, Ralph Spaulding, umuchacho de unos doce años, de pienmóvil como una estatua de hierro de l

Guerra Civil, escuchando el sonido de

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viento cálido, sintiendo todo el polvo dese verano caluroso, un mundo de horndonde nadie podía ser ni malo ni bueno

donde los muchachos yacían pegados os perros y los perros apoyaban l

cabeza en los cuerpos de los muchachos

bajo árboles perezosos, de hojas qususurraban desesperadas: «Ya nuncvolverá a ocurrir algo».

Lo único que se movía era el agufresca que goteaba del enorme bloque dhielo del tamaño de un ataúd, expuesten el escaparate de la ferretería. L

única persona que no sufría el calor ekilómetros a la redonda era la señoritFrostbite, la ayudante del mago viajero

que desde hacía tres días yacía acostad

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en la cavidad de forma de mujer debloque de hielo, donde —se decía— nrespiraba, no comía, no hablaba. Est

último, pensé, tenía que ser terrible paruna mujer.

En la calle todo estaba inmóvi

excepto la insignia de franjas de lpeluquería que giraba lentamentmostrando colores: rojo, blanco

nuevamente rojo, deslizándose desde lnada para desaparecer otra vez en lnada: un movimiento entre domisterios.

 —… ¡Qué!…Agucé el oído. —Sólo el tren del mediodía, Ralph

—El señor Wyneski movió las tijeras d

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cola de pájaro al mismo tiempo quobservaba con atención la oreja decliente—. Sólo el tren del mediodía.

 —No… —dije dificultosamente, coos ojos cerrados, buscando dond

apoyarme—. Algo llega de veras…

Oí a lo lejos el gemido del silbatsolitario y triste, que bastaba pararrancarle a uno el alma del cuerpo.

 —Tú lo sientes. ¿No es ciertoPerro?Perro ladró. —¿Qué puede sentir un perro? —

resopló el señor Wyneski. —Las cosas grandes. Las cosa

mportantes. Las coincidencia

circunstanciales. Los choque

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nevitables. Lo dice Perro. Lo digo yoosotros lo decimos.

 —Pues así son ustedes cuatro. ¡Vay

equipo! —El señor Wyneski dio lespalda a la víctima del verano, sentaden el blanco sillón de porcelana—

Vamos, Ralph, mi problema es el peloBarre.

Barrí una tonelada de pelo.

 —¡Dios mío! Se diría que crece eel piso.El señor Wyneski miró la escoba. —Cierto. Yo no he cortado tanto

Esta maldición crece ahí tirada. Déjaluna semana, vuelve, y necesitarás botaargas para abrirte camino. —Señal

con las tijeras. —¿Has visto alguna ve

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antos matices, tonalidades y tintes dmechones, y pelusas de barbas? Ahí estel pelo ralo del señor Tompkins; allí e

opo de Charlie Smith. Y aquí, todo lque queda del señor Harry Joe Flynn.

Miré al señor Wyneski, como si m

hubiera leído el Libro de laRevelaciones.

 —Caramba, señor Wyneski, parec

que sabe todo lo que se puede saber eel mundo. —Casi. —¡Cuando crezca seré peluquero!

El señor Wyneski, secretamentsatisfecho, se movió de un lado a otro.

 —Entonces mira este puercoespín

Ralph. Abre bien los ojos. Los codos e

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esta posición, las muñecas así. Haz quas tijeras hablen. Los clientes l

aprecian. Estás trabajando, pues bien

que las tijeras suenen el doble. ¡Tácatac, muchacho, tácate tac! ¡Esto l

aprendí de los franceses! ¡De lo

franceses! ¡Ellos sí que saben rondar eorno del sillón en puntas de pie

haciendo sonar y triscar las tijeras, un

vez y otra! —Caramba —dije, acercándome abrazo del señor Wyneski, en medio dos susurros y la trisca de las tijeras,

deteniéndome, pues a lo lejos, en ecampo estival, el viento lanzó uamento muy triste, muy extraño.

 —Ahí está otra vez. El tren. Y alg

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que viene en ese tren. —El tren del mediodía no para aquí —Pero tengo la impresión…

 —El pelo me va a cubrir, Ralph…Barrí el pelo.Después de largo rato dije:

 —Estoy pensando en cambiarme enombre.

El señor Wyneski suspiró. El cliente

víctima del verano, estaba todavímuerto. —¿Qué es lo que te pasa hoy

muchacho?

 —No soy yo. Es el nombre lo que nestá bien. Escuche. Ralph.

 —Hice sonar las erres.

 —Rrralph.

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 —No es por cierto música celestial —Suena como el gruñido de u

perro furioso.

 —Me contuve. —No te ofendas, Perro.El señor Wyneski miró hacia abajo.

 —Parece tomarse el asunto comucha calma.

 —Ralph es un nombre tonto. Voy

cambiármelo antes que caiga la noche.El señor Wyneski meditó. —¿Julio por César? ¿Alejandro po

el Grande?

 —No me importa cuál. Ayúdeme¿quiere, señor Wyneski? Encuéntreme unombre…

El perro se irguió. Yo solté l

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escoba.A lo lejos, un tren a toda marcha

con resoplidos de fuego y rítmic

movimiento, entraba triunfalmente en lcalcinada estación ferroviaria, con uverano en el vientre de hierro más fero

que el verano de afuera. —¡Aquí viene! —Ahí se va —dijo el señor Wynesk

—. No, ahí no se va. —El señor Wyneski casi dejó caeas tijeras.

 —¡Vaya, el condenado tren de

mediodía está frenando!Oímos detenerse el tren. —¿Cuántas personas bajan del tren

Perro?

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Perro ladró una vez. El señoWyneski se movió incómodo.

 —Las bolsas de correspondencia.

 —No… ¡un hombre! Camina copaso ligero, sin mucho equipaje. Vhacia nuestra casa. Apuesto a que es u

nuevo pensionista de la abuela. Yocupará el cuarto vacío al lado del suyoseñor Wyneski. ¿No es cierto, Perro?

Perro ladró. —Ese perro habla demasiado —dijel señor Wyneski.

 —Tengo que ir a ver qué pasa, seño

Wyneski. ¿Puedo ir?Los pasos lejanos se perdieron e

as calles silenciosas y cálidas.

El señor Wyneski se estremeció,

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dijo casi con tristeza: —Vete, Ralph. —Mi nombre no es Ralph.

 —Como te llames… corre a ver… vuelve a decirme lo peor.

 —¡Gracias, señor, gracias!

Corrí. Perro corrió. Calle arribaomamos por un callejón, dimos l

vuelta por el fondo y nos hundimos e

unos helechos, cerca de la casa de labuela. —Abajo, muchacho —susurré—

Ahí viene el Gran Acontecimiento, se

o que sea.Y por la calle primero, por e

camino de entrada después, vi a es

hombre, que venía y subía la escalinat

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de la casa con paso vivo, blandía ubastón y llevaba un maletín y tenía epelo largo y castaño y unos bigotes y un

barbilla sedosos, y estaba envuelto ecortesía como una bandada de pájaroodo alrededor.

Desde la galería, junto a la oxidadhamaca de cadenas, entre tiestos dgeranios, el hombre se puso a mirar l

ciudad.Tal vez oyera a la distancia ezumbido de insecto de la peluquerídonde el señor Wyneski, que muy pront

sería un enemigo, leía el destino de laprotuberancias de las cabezas que lcaían en las manos mientras movía l

cortadora eléctrica. Tal vez oyera a l

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distancia los rumores de la bibliotecsolitaria, donde el polvo dorado sdeslizaba en la cruda luz solar, y e

algún rincón, alguien, una mujer serenagarrapateaba incesantemente con unapicera de pluma, como una lauch

melancólica y solitaria, oculta en efondo de la cueva. Una mujer qulegaría a ser parte de la vida de es

hombre, pero que ahora…El desconocido se quitó el altsombrero verde musgo, se enjugó lfrente y sin mirar a otra parte que a

cielo cálido y enceguecedor, dijo: —Hola, muchacho. Hola, perro.Perro y yo emergimos de entre lo

helechos.

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 —Vaya, vaya. ¿Cómo sabía usteque estábamos escondidos?

El desconocido escudriñó s

sombrero en busca de una respuesta. —En una encarnación anterior, fui u

muchacho. Un tiempo antes, si l

memoria no me falla, fui un perrexcepcionalmente feliz. Pero… —Ebastón de caña golpeó el anuncio d

cartón clavado con tachuelas en lbaranda donde se leía CASA YCOMIDA—. ¿Es cierto lo que dice eanuncio, muchacho?

 —Los mejores cuartos de lmanzana.

 —¿Y las camas?

 —Colchones tan profundos que un

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Y se metió adentro, y hablaba y labuela también hablaba, y él escribíblandiendo la lapicera sobre el libro d

registros y yo y Perro entramos, sialiento, observándolo, deletreando: —G… H…

 —¿Puedes leer al revés, muchacho—dijo el desconocido alegremente, amismo tiempo que hacía una pausa co

a lapicera. —Sí, señor.Siguió escribiendo. Y yo

deletreando. —A.R.L.E. ¡Charles!—

Correcto. —¡Qué hermosa letra! —dijo l

abuela observando la caligrafía.

 —Gracias, señora.

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La lapicera siguió corriendo. Y yseguí cantando.

 —D.I.C.K.E.N.S.

Vacilé y me detuve. La lapicera sdetuvo.

El desconocido inclinó la cabeza

cerró un ojo, y me observó. —¿Sí? —me desafió—. ¿Qué, qué? —¡Dickens! —exclamé.

 —¡Así es! —¡Charles Dickens, abuela! —Sé leer, Ralph. Un bonito nombre —¿Bonito? —dije boquiabierto—

Es grandioso! Pero… yo creía quusted había…

 —¿Muerto? —El desconocido se ri

—. No. ¡Estoy vivo, en muy buen estad

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físico y contento de encontrarme coalguien que me reconoce, admira y lee!

Y subimos por las escaleras. L

abuela llevando toallas y fundas limpia yo, jadeante, portando el maletín. No

encontramos con el abuelo, especie d

hombre-barco que navegaba en sentidcontrario.

 —Abuelo —dije espiándolo

buscándole en el rostro signos dconmoción—. Te presento al… señoCharles Dickens.

El abuelo se detuvo a tomar aliento

miró al nuevo pensionista de arribabajo, estiró la mano, tomó la dehombre, y se la estrechó con fuerz

diciendo:

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 —¡Los amigos de Nicholas Nicklebson mis amigos!

 —Gracias, señor —dijo el seño

Dickens y retrocedió ante tademostración de efusión.

En seguida se recobró, se inclinó

continuó escaleras arriba, mientras eabuelo con los ojos entrecerrados mpellizcaba una mejilla y me dejaba allí

colmado de asombro.En la habitación abovedada de lorre, donde las brillantes ventana

estaban abiertas y el viento entraba e

muchas corrientes, el señor Dickendejó el abrigo pesado y señaló con lcabeza el maletín.

 —Ponlo en cualquier parte, Pip. ¿N

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e importa que te llame Pip, no? —¿Pip? —Se me encendieron la

mejillas, la cara resplandeciente d

ncrédula felicidad. —¡Oh, no, señor, Pip está muy bien!La abuela se interpuso entr

nosotros. —Aquí tiene la ropa limpia, señor… —Dickens, señora —nuestr

pensionista se palmeó los bolsillos, unras otro—. Dios mío. Pip, parece qume he quedado sin lápiz ni papel. ¿Serposible?

Me contempló mientras yo mlevaba una mano subrepticiament

detrás de la oreja.

 —¡Caramba —dije—, un lápi

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amarillo Ticonderoga número 2! —Motra mano se me deslizó hacia ebolsillo trasero del pantalón—. ¡Y u

bloc de notas Iron-Fase Ring-Bacnúmero 12!

 —¡Extraordinario!

 —¡Extraordinario!El señor Dickens comenzó a da

vueltas, contemplando el mundo desd

odas y cada una de las ventanas hablando por momentos al norte, pomomentos al nordeste, después al esteuego al sur:

 —He viajado dos largas semanacon una idea. El día de la Bastilla, ¿tdice algo?

 —¿El cuatro de julio de lo

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franceses? —¡Notable muchachito! El día de l

Bastilla este libro ha de estar en plen

curso. ¿Me ayudarás a franquear lacompuertas de la Revolución, Pip?

 —¿Con esto? —dije, mirando e

bloc de papel y el lápiz que tenía en lmano.

 —¡Moja la punta del lápiz

muchacho!Mojé el lápiz. —En el margen superior de l

página: el título. Título —el seño

Dickens reflexionó, la cabeza gachamientras se mesaba la barbilla—. Pip¿cuál puede ser un título fuera de l

común y adecuado para una novela qu

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sucede mitad en Londres, mitad eParís?

 —  Historia — aventuré.

 —¿Sí? —  Historia de… dos ciudades. —Señora —la abuela levantó l

vista—. ¡Este chico es un genio! —Leí acerca de este día en la Bibli

—dijo la abuela—. Todo termina a

mediodía. —Anótalo, Pip —el señor Dickendio unos golpes en mi bloc—. Rápido

istoria de dos ciudades. Sigue. En e

centro de la página, Libro PrimeroVuelto a la vida. Capítulo I: La época.

Yo garrapateaba. La abuel

rabajaba. El señor Dickens miraba e

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cielo de soslayo y por último recitó: —Eran los tiempos mejores, era

os tiempos peores; la era de l

sabiduría, la era de la tontería; la épocde la fe, la época del descreimiento; lestación de la Luz, la estación de l

Obscuridad; la primavera de lesperanza, el invierno…

 —Vaya —dijo la abuela—, ¡qu

bien habla usted! —Señora —el autor hizo unnclinación de cabeza, luego entornó lo

ojos y chasqueó los dedos en el air

ratando de recordar—. ¿Dónde estabaPip?

 —El invierno —dije— de l

desesperanza.

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Ya tarde oí a mi abuela que desdabajo reclamaba a alguien llamad

Ralph, Ralph. No supe de quién srataba: yo estaba escribiend

afanosamente.

Un minuto después, el abuelo llamó: —¡Pip!Di un salto. —Sí, señor.

 —Es hora de comer, Pip —dijo eabuelo desde la escalera.

Me senté a la mesa, el pelo mojado

as manos húmedas. Miré a mi abuelo—¿Cómo supiste… lo de Pip? —Hace una hora que me llega es

nombre por la ventana abierta.

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 —Caramba —dije—. He estado poodas partes esta tarde. En diligencia

por el camino de Dover. En París. H

viajado tanto que tengo el calambre dos escritores. Yo…

 —¿Pip? —repitió el señor Wyneski

El abuelo, afectuoso y complacientevino en mi ayuda—. Cuando yo tenídoce años, cambié de nombre varia

veces-contó las veces con el tenedor—Dick, por Dead-Eye Dick, y John, poLong John Silver. Y después Hyde, poa otra mitad de Jekyll.

 —Yo nunca tuve otro nombre quBernard Samuel Wyneski —dijo eseñor Wyneski con los ojos todavía fijo

en mí.

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 —¿Ninguno? —preguntó el abuelosorprendido.

 —Ninguno.

 —¿Entonces, tiene usted algunprueba de haber sido niño, señor? —lpreguntó el abuelo—. ¿O es usted u

fenómeno natural, como un barcdetenido en medio del océano?

 —¿Qué? —dijo el señor Wyneski

El abuelo renunció y le pasó el plato couna generosa porción. —Comprenda, Bernard Samuel

comprenda.

El señor Wyneski no tocó el plato dijo:

 —¿La diligencia de Dover…?

 —Con el señor Dickens, po

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supuesto —contribuyó el abuelo—Bernard Samuel, tenemos un nuevpensionista, un escritor, que h

comenzado un nuevo libro y ha elegido Pip, Ralph, como secretario.

 —Trabajé toda la tarde —dije—

Gané veinticinco centavos!Me cubrí la boca con la mano. Un

nube fugaz obscureció el rostro de

señor Wyneski. —¿Un novelista llamado DickensSeguramente ustedes no creerán…

 —Creo lo que la gente me dice hast

que me dice otra cosa. Entonces creeso. Pásenme la manteca —dijo eabuelo.

Le pasaron la manteca en silencio.

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 —¡Fuegos del Infierno! —mascullel señor Wyneski. Me hundí en la silla.

El abuelo, que cortaba el pollo

servía abundantes porciones, dijo: —Un hombre al parecer de buena

ntenciones ha ingresado en nuestra casa

Afirma que se llama Dickens. En lo qua mí respecta, ése es su nombre. Da entender que está escribiendo un libro

Paso delante de su puerta, miro hacia enterior, y en efecto está escribiendo¿He de decirle acaso que no lo haga? Eobvio que necesita escribir ese libro.

 —  Historia de dos ciudades —dije. —  Historia  —gimió el seño

Wyneski, ofendido— de dos…

 —Silencio —dijo la abuela.

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Bajando las escaleras y ahora en lpuerta del comedor se encontraba ehombre de largos cabellos y fina barba

bigotes, saludando con la cabezasonriendo, escudriñándonos.

 —¿Amigos?… —preguntó.

 —Señor Dickens —dije, tratando dsalvar la situación—. Le presento aseñor Wyneski, el mejor peluquero de

mundo.Los dos hombres se miraron largrato.

 —Señor Dickens —pidió el abuel

—. ¿Nos haría partícipe de su talentodiciendo usted la oración de gracias?

 —Es un honor, señor.

Inclinamos la cabeza. No así e

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señor Wyneski.El señor Dickens lo mir

amablemente.

El barbero murmuró algo y clavó lvista en el piso.

El señor Dickens rezó:

 —«Oh Señor de la mesa dadivosaoh Señor que brindas una cosechnfinita para beneficio de tus mu

respetuosos siervos reunidos aquí eamante humillación, oh Señor que ornanuestras fiestas con rábanos brillantes resplandeciente pollo, que pones ant

nosotros el vino de la estación estivaa limonada, y que nos haces humilde

ante los simples placeres de las patatas

a modesta cebolla y, como final, segú

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me indica el olfato, la magnífica tarta dfrutillas, maravillosamente cubierta dfrutas de nuestro propio jardín; por tod

esto y por la buena compañía, muchagracias. Amén».

 —Amén —respondieron todo

excepto el señor Wyneski.Esperamos. —Amén, supongo —dijo el barbero

¡Qué verano! Ninguno como ése eoda la historia de Green Town. Nuncen mi vida me levanté tan temprano, tafeliz. Saltaba de la cama cinco minuto

antes de la hora; un minuto después eParís, a las seis de la mañana en lembarcación que cruzaba el Estrech

desde Calais, los blancos acantilados, e

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cielo como una ventisca de gaviotasDover, luego la diligencia de Londres, el puente de Londres al mediodía. E

almuerzo con limonada bajo los árbolescon el señor Dickens, el perro que noamía las mejillas refrescándonos, lueg

de vuelta a París para el té de las cuatr…

 —¡Acerca el cañón, Pip!

 —¡Sí, señor! —¡Arremete contra la Bastilla! —Sí, señor!

Y los cañones disparaban y l

chusma corría, y en medio de todo esoo, el secretario principal del seño

Dickens, de Green Town, Illinois, co

os ojos fuera de las órbitas, lo

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ímpanos a punto de estallar y el pechque me bullía de alegría, pues yo soñabser también un escritor, y ahí estab

armando una historia con el mejor dodos.

 —La señora Defarge se pasaba la

horas tejiendo. Yo alzaba los ojos y veía mi abuela que tejía cerca de lventana.

 —¿Quién era y qué hacía SidneCarton? Un hombre de sensibilidad, uhombre de muchas lecturas, reflexivo activo a la vez.

El abuelo se paseaba, cortando ecésped. Detrás de las colinas se oyerounos tambores y unos disparos: un

ormenta de verano estallaba y derribab

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murallas invisibles… El señor Wyneski No sé cómo lo descuidé. De algú

modo me olvidé de la misterios

nsignia giratoria de la peluquería, quvenía de la nada y desaparecía, eespiral, en la nada, y del pelo de fábul

que crecía en el piso de blancabaldosas. El señor Wyneski tenía quvolver a casa todas las noches

enfrentarse con ese escritor de largcabellera a la que le hacía falta un buecorte, siempre de pie ante la mismmesa, dándole gracias al Señor por est

 por aquello, y el señor Wyneski que nagradecía nada. Y ahí estaba  yo

mirando fijamente al señor Dicken

como si él fuera Dios, hasta que un

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noche se oyó la voz de la abuela: —¿Decimos la acción de gracias? —El señor Wyneski está caviland

en el patio —dijo el abuelo.Eché una ojeada culpable a través d

a ventana.

 —¿Cavilando?El abuelo reclinó la silla hacia atrá

para poder ver.

 —Cavilando es la palabra. Le hdado un puntapié al rosal, otro a loverdes helechos al pie de la galería, y hperdonado al manzano. Dios lo hiz

demasiado duro. Ahí está, acaba de daun salto sobre el macizo de dientes deón. Aquí viene, Moisés atravesando e

Mar Negro de hiel.

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Se oyó un portazo. El señor Wyneskestaba de pie a la cabecera de la mesa.

 —¡Yo diré la oración de gracias est

noche!Echó una mirada feroz al seño

Dickens.

 —Pues, sí, claro —dijo la abuela—Sí, por favor.

El señor Wyneski cerró con fuerz

os ojos y entonó una oraciódestructiva: —Oh Señor que me diste u

hermoso mes de junio y un meno

hermoso julio, ayúdame a sobrevivir agosto de algún modo.

»Oh Señor, líbrame de la chusma

de los motines en las calles de Londre

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 París que atraviesan mi cuarto noche día, siendo los principales miembros ddichos motines un niño que camina e

sueños, un hombre de apellido extraño un Perro que ladra a la gentuza y a loperros rabones.

»Dame fuerzas para resistir logritos de fraude, ladrón, truhán y artistde pacotilla que me vienen a la boca.

»Ayúdame para que no eche a corresin detenerme hasta la jefatura dpolicía y les informe a gritos que muprobablemente el nombre verdadero de

hombre que comparte nuestro modestpan es Joe Pike, de Wilkesboro, buscadpor falsificador, o Bull Hammer, d

Hornbill, Arkansas, reclamado po

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maldad sórdida y raterías en Oskaloosa»Señor, salva a los niños inocente

de este mundo de las garras crueles d

os burladores.»Y, Señor, ayúdame a decir co

serenidad y con toda deferencia por l

señora aquí presente, que si un taCharles Dickens no está mañana en eren del mediodía con destino a Potter

Grave, Lands End o Kankakee, yo, comDalila, con toda malicia, le esquilmaros bigotes a la oveja negra y los freir

como chuletas para cenas crepusculare

o refrigerios de medianoche.»Pido, Señor, no misericordia par

el indigno, sino simple justicia para e

perverso.

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»Todos los que estén de acuerdodigan “Amén”».

El señor Wyneski se sentó y apuñal

una patata.Durante un largo rato todos no

quedamos petrificados.

Luego, el señor Dickens, con loojos cerrados, dejó escapar un gemido.

 —¡Ohhhhhhhh…!

Fue un lamento, un quejido, unmuestra de desesperación taprolongada y profunda que parecía eren en el campo, el día de la llegada de

señor Dickens. —Señor Dickens —dije.El señor Dickens se puso de pie

enceguecido, dio vueltas, tocó lo

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muebles, se sostuvo en las paredes, saferró al marco de la puerta, equivocó ecamino y subió a tientas las escaleras.

 —¡Ohhhhh…!Era el largo quejido de un hombr

que hubiese dado un salto desde u

acantilado a la eternidad.Parecía como si estuviéramo

esperando a que tocase fondo.

A la distancia, en las colinas, en lparte superior de la casa, una puerta scerró con estrépito. Mi alma dio uvuelco y sentí que moría.

 —Charlie —dije—. ¡Oh, Charlie!

Esa noche, muy tarde, Perro aulló.

Y la causa era ese sonido, ese grit

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similar, aunque contenido, que venía decuarto de la torre.

 —¡Dios me libre! —dije—. Llame

al plomero. Todo cae por el desagüe.El señor Wyneski se paseaba por l

calzada, de aquí para allí, sin ir

ninguna parte.El abuelo encendió la pipa con un

cerilla.

 —Esta es la cuarta vuelta que da a lmanzana. —¡Señor Wyneski! —grité. Ninguna respuesta. Los pasos s

alejaron. —Dios mío. Me siento como s

hubiese perdido una guerra —dije.

 —No, Ralph. Perdón, Pip —m

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contestó el abuelo, sentándose en loescalones junto a mí—. Cambiaste dgenerales en mitad de la batalla. Eso e

odo. Y ahora uno de esos generales ssiente tan afligido que se ha vueltmalvado.

 —¿El señor Wyneski? ¡Casi lo odioEl abuelo dio unas pitadas a la pipa —No creo que sepa siquiera por qu

se siente tan afligido y malvado. Udentista misterioso le ha arrancado udiente durante la noche, y ahora tienta edolor con la lengua en el espacio hueco

 —No estamos en la iglesia, abuelo. —Que suprima las parábolas ¿eh

En palabras simples, Ralph, tú barrías e

pelo en el negocio de ese hombre. Y e

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un hombre sin mujer, sin familia, qusólo tiene su trabajo. Un hombre sifamilia necesita tener a alguien e

alguna parte del mundo, lo sepa o no. —Mañana lavaré los vidrios de l

peluquería —dije yo—. Aceitaré l

nsignia de franjas blancas y rojas parque gire como loca.

 —Estoy seguro de que lo harás.

Un tren resonó en el silencio de lnoche.El perro ladró.El señor Dickens contestó con u

extraño gemido desde el cuarto alto.Me fui a la cama y oí el reloj de

municipio dar la una, después las dos

por último las tres.

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Fue entonces cuando oí un llantapagado. Salí al pasillo y me puse escuchar a la puerta de nuestr

pensionista. —¿Señor Dickens?El débil sonido cesó.

La puerta estaba sin llave. Me atreva abrirla.

 —¿Señor Dickens?

 —Aquí no hay nadie de ese nombr—me contestó el señor Dickens.Estaba acostado, a la luz de la luna

de los ojos, fijos en el cielo raso

corrían abundantes lágrimas. —¿Señor Dickens? —Aquí no hay nadie de ese nombr

—me repitió el señor Dickens. Movió l

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cabeza de un lado a otro—. Nadie dese nombre en este cuarto, en esta camaen este mundo.

 —Usted —le dije—. Usted eCharles Dickens.

 —Deberías saber que no es así —

me respondió el hombre codesconsuelo—. Ya pasó la medianoche está por llegar la claridad.

 —Lo único que sé —dije— es quo he visto escribir todos los días. Le hoído hablar todas las noches.

 —Es verdad, es verdad.

 —Y apenas termina un librcomienza otro. Y además tiene usted unetra muy hermosa.

 —También es cierto. —El seño

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Dickens movió afirmativamente lcabeza.

 —¡Sí, por todos los diablos, e

cierto! —¡Entonces! —Di una vuelt

alrededor de la mesa—. ¿Qué razone

hay para que usted, un escritomundialmente famoso, sienta tanta penpor sí mismo?

 —Tú sabes y yo sé que soy un donadie venido de ninguna parte, ecamino hacia la eternidad con uninterna apagada, y sin velas.

 —Pamplinas —dije.Fui hacia la puerta. Yo estab

furioso con el señor Dickens porque n

era capaz de resistir hasta el fin

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estropeaba un verano maravilloso. —¡Buenas noches! —sacudí co

fuerza la perilla de la puerta—. ¡Espera

Fue un grito de pena tan pocperentorio, tan sordo que dejé caer lmano, pero no me volví.

 —Pip —llamó el anciano en lcama.

 —¿Sí? —le contesté malhumorado.

 —Quedémonos en paz los dos. Vensiéntate. Sin apuro, me senté en la sillde madera al lado de la mesa de noche.

 —Háblame, Pip.

 —Dios bendito, a las tres… —… de la mañana, sí. Es una hor

espantosa. El atardecer está muy lejan

 para el alba faltan diez mil kilómetros

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Tenemos necesidad de amigos en esthora. Y puesto que tú eres mi amigopregúntame cosas.

 —¿Como qué? —Tú sabes. Me quedé pensativo u

momento y suspiré.

 —Bueno, muy bien. ¿Quién es ustedDurante un rato el hombre se qued

en silencio tirado en la cama y lueg

razó las palabras en el cielo raso con lpunta invisible de la nariz y dijo: —Soy un hombre que nunca pud

cumplir un sueño.

 —¿Qué? —Quiero decir, Pip, que nunc

legué a ser lo que quería. Yo tambié

me quedé en silencio.

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 —¿Qué quería ser? —Un escritor. —¿Trató de serlo?

 —¡Traté! —exclamó el hombreperdiendo casi el aliento en un ataque drisa incontenible—. Traté-dij

recobrándose—. Dios de misericordiahijo, nunca habrás visto emplear tantsaliva, tinta y sudor. Agoté una fábric

de tinta, arruiné una compañía papeleraestropeé para siempre seis docenas dmáquinas de escribir, consumí diez miápices Ticonderoga de mina suave.

 —¡Oh! —exclamé. —Ya puedes decir ¡oh! —¿Qué escribió?

 —¡Qué no  escribí! Poesía. Ensayo

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Drama. Farsa. Cuento corto. NovelaMil palabras por día, muchacho, todoos días durante treinta años, pues n

pasó un día sin que escribiera y atacarel papel. Millones de palabras pasarode mis dedos al papel y todo era malo.

 —¡Imposible! —¡Sí! No mediocre, no regular. Pur

 sencillamente un espanto de malo. Mi

amigos lo sabían, los editores lo sabíanos maestros lo sabían y a las cuatro da tarde de un día hermoso y extraño, yambién lo supe.

 —Pero no se puede escribir durantreinta años sin…

 —¿Tropezar con lo bueno? ¿Sin da

en la tecla? Mírame bien, Pip. Observ

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a un hombre de talento singular habilidad reconocida, el único hombrde la historia que escribió cinc

millones de palabras sin dar vida al mámínimo trozo de cuento que permitiesexclamar: ¡Eureka, por fin algo bueno!

 —¿Nunca vendió un cuento? —Ni un chiste de dos renglones. N

un soneto para los diarios. Ni un aviso

ni una nota necrológica. Ni siquiera unreceta de conservas. ¿No es extrañoSer tan notablemente aburrido, taridículamente inepto. Nada de lo que y

escribí provocó nunca una sonrisa, unágrima, un enojo o un golpe. ¿Y sabeo que hice el día que descubrí qu

nunca sería escritor? Acabé con mi vida

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 —¿Acabó con su vida? —Terminé conmigo, me destruí

¿Cómo? Pues hice las valijas y m

obligué a emprender un largo viaje poren. Una noche me senté durante larg

rato en la plataforma del último vagón

una noche eché a volar, a lo largo de lorieles, como pájaros asustados, mipáginas manuscritas. Desparramé un

novela a través de Nebraska, mieyendas homéricas por el norte, misonetos de amor por Dakota del SurAbandoné mis ensayos en el baño d

hombres de Harvey House, en CleaSprings, Idaho. Los campos de trigo definal del verano conocieron mi prosa

Excelente abono que segurament

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produjo copiosas cosechas muchdespués de mi paso. Llevé conmigo dobaúles de mi alma en ese largo viaj

estival. Así celebraba yo a mi pocagraciada persona. Y uno a unodespacio al principio, rápido después

arrojé cuento tras cuento. Los saqué dmi vida, de mi cabeza, de mis manos, se hundieron en ríos nocturnos de polvo

en praderas de continentes perdidoentre arenas y rocas solitarias. Y el trese arrastró por una curva con un terribl  lóbrego quejido que algo tenía d

alivio. Y abrí las manos y dejé caer miúltimos amados engendros.

"Cuando llegué a la distante termina

de la línea, los baúles estaban vacíos

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Había bebido mucho, comido pocolorado a veces, en la soledad de m

camarote, pero me había desprendido d

as amarras, de los pesos muertos y losueños y, al final del viaje, habíconseguido (¡Dios sea loado!) cierta pa

digna y una gran certeza. Me sentrenacer. Me dije a mí mismo: ¿Qupasa? Soy un hombre nuevo.

El hombre hablaba y veía todo estpintado en el cielo raso, y también yo lvi, a la luz de la luna, como una películcinematográfica.

 —Soy un hombre nuevo, me dije, cuando bajé del tren al concluir esargo verano de limpieza y de repentin

renacimiento me miré en el espej

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manchado de moscas y de gotas dluvia de una de esas máquinas qu

venden goma de mascar, en una estació

perdida de Peachgum, Missouri, y me va barba crecida en dos meses de viaje el pelo que el viento me había revuelt

a tontas y a locas, y dije entonces en vobaja: «Cómo, Charles Dickens, ¿eusted?».

El hombre, recostado en la cama, risuavemente. —«¿Cómo, Charlie, dije, seño

Dickens, es usted?».

Y la imagen reflejada en el espejme contestó: «¡Diablos, señor! ¿Y quiéotro habría de ser? Déjeme pasar. Voy

dar una conferencia muy importante».

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 —Realmente, ¿dijo usted eso, señoDickens?

 —Por los pilares y templos de l

verdad divina, Pip.Y me aparté, y eché a andar por un

ciudad desconocida y al fin supe quié

era yo, y padecí fiebres al pensar eodo lo que podría hacer en mi vid

renacida y en todo el trabaj

maravilloso que me esperaba. Pues, Pipesto debió de haber estado creciendodurante todos esos años de producción de aceptación de la derrota, m

subconsciente anterior debe de habeestado susurrándome: «Espera tranquiloLas cosas se pondrán negras como noch

sin luna pero en el momento preciso y

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e salvaré»."Y tal vez lo que me salvó fu

precisamente lo mismo que causó m

ruina: el respeto por mis mayores; lopersonajes importantes y los grandefantoches que yo contemplaba en la

espléndidas cumbres literarias desde mcanoa en el cauce de un río seco.

"Pues, no sabes, Pip, cómo devoré

Tolstoi, me abrevé en Dostoievsky, gusta Maupassant, me nutrí de Flaubert Moliere. Puse los ojos en diosedemasiado elevados. Leí demasiado. D

modo que cuando mi obra sdesvaneció, la de ellos se afianzó. Drepente advertí que no podía olvidar su

ibros, Pip.

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 —¿No podía? —Quiero decir que no podía olvida

ni una letra de cualquier palabra d

cualquier oración de cualquier párrafde cualquiera de los libros que hubiesepasado bajo estos hambrientos

omnívoros ojos. —¡Memoria fotográfica! —Exacto. Todo Dickens, Hardy

Austen, Poe, Hawthorne, conservados eesta vieja cámara fotográfica, esperanda que mi lengua los diese a la imprentaDurante todos esos años nunca supe

nunca sospeché que yo tenía todo estoculto. Pídeme que hable distintaenguas. Kipling es una de ellas

Thackeray, otra. Si alguien pesa un troz

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de carne, soy Shylock. Si alguien sopluna vela, soy Otelo. ¡Todo, todo, Pipodo!

 —¿Y entonces, qué pasó? —Y entonces, Pip, pasó que volví

mirar ese espejo marcado por la

moscas y dije: «Señor Dickens, puestque todo esto es cierto, ¿cuándo escribusted su primer libro?». «¡Ahora!»

exclamé. Y compré papel y tinta y desdentonces he conocido el delirio y lalegría, la locura y el feliz frenesescribiendo, unos tras otro, todos eso

ibros de Charles Dickens, es decirmíos, de mi propio ser, de mí mismo. Hrecorrido la vastedad continental de lo

Estados Unidos de Norteamérica y m

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he establecido para escribir y actuaractuar y escribir. He pronunciadconferencias aquí, reflexionado allá, u

poco dentro y un poco fuera de mocura, reconocido y desconocido

demorándome aquí para conclui

Copperfield , vagando por allá mientrapensaba en  Dombey e Hijo

presentándome a tomar el té con e

fantasma de Marley en algún pálidatardecer navideño. A veces mquedaba inviernos enteros detenido poa nieve en pequeños pueblos que n

aparecen en ningún mapa, sin que nadisospechara que Charles Dickensoportaba allí la hibernación. Lueg

reaparecía súbitamente como la nutri

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en la primavera y seguía mi camino. Aveces me quedaba veranos enteros en lmisma ciudad antes que me obligaran

partir. Porque, tal como tu señoWyneski, hay muchos que no puedeperdonar lo fantástico, Pip, aunque es

fantástico sea eminentemente prácticoEl señor Wyneski carece de humormuchacho, no ve que todos hacemos l

que necesitamos para sobrevivirAlgunos ríen, otros lloran, unos golpeael mundo con los puños, otros correnpero todo se reduce a lo mismo: hace

algo."En el mundo hay mucha gente qu

se está ahogando. Cada uno intent

legar a la orilla de una manera distinta.

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"¿Y el señor Wyneski? El hace algcon un par de tijeras, pero no entiendmi pluma entintada ni mis hoja

garrapateadas con las que intentapresar el alma inglesa que tengo epréstamo.

El señor Dickens sacó los pies de lcama y alargó la mano para alcanzar emaletín. Yo lo tomé antes.

 —¡No, usted no se puede irTodavía no ha terminado el libro! —Pip, querido muchacho, no ha

estado escuchándome.

 —¡El mundo entero está esperandoNo puede marcharse y dejar  Histori

de dos ciudades por la mitad!

El señor Dickens me quitó la valija.

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 —Pip… Pip… —¡No puede, Charlie!El hombre me miró a la cara, y m

vio tan arrebatado que retrocedió. —¡Yo espero —exclamé—, y ello

esperan!

 —¿Ellos? —Las multitudes en la Bastilla

París. Londres. El mar de Dover. ¡L

guillotina!Corrí a abrir aún más las ventanacomo si el viento nocturno y la luz de luna pudiesen arrastrar los sonidos y la

sombras para que se deslizaran por lalfombra y se le metiesen dentro de loojos. Las cortinas flamearon com

fantasmas y yo juro que oí, que Charli

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oyó, traídos por los quejidos de esviento, el tumulto de las multitudes, laruedas de los carruajes, el agud

chirrido de las cuchillas filosas qucaían golpeando, las cabezas qurodaban parecidas a repollos, los canto

de guerra… —¡Oh, Pip… Pip…!Las lágrimas brotaban de los ojo

del señor Dickens. Yo había sacadápiz y papel. —Bien… —dije. —¿Dónde estábamos esta tarde

Pip? —Con la señora Defarge, que tejíaEl señor Dickens dejó caer el maletínSe sentó en el borde de la cama y la

manos empezaron a movérsele, tejiend

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 destejiendo, atando y desatando; clava vista en esas manos y comenzó

hablar. Yo escribía y él siguió habland

con ímpetu creciente durante el resto da noche.

 —La señora Defarge. Sí… bien

Anota esto, Pip:Ella…

 —Buenos días, señor Dickens.Me dejé caer en la silla de

comedor.El señor Dickens ya había terminad

a mitad de su pila de panqueques.Tomé un bocado y reparé entonce

en la pila aún más alta de páginas qu

había sobre la mesa.

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 —Señor Dickens —le pregunté—¿Ha terminado ya  Historia de do

ciudades?

 —He terminado —el señor Dickensiguió comiendo con los ojos bajos—Me levanté a las seis; he trabajado si

nterrupción. Está terminada, concluidaista.

 —¡Vaya! —exclamé.

Se oyó el silbato de un tren. Charlise irguió, y abandonando el desayuno, spuso súbitamente de pie y fue hacia lsalida. Oí el portazo de la puert

principal y salí corriendo a la galerídesde donde lo vi cuando ya estaba poalcanzar la calle, con el maletín en un

mano.

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Caminaba tan rápido que tuve qucorrer. Me puse a dar vueltas alrededode Charlie mientras él seguía caminand

hacia la estación ferroviaria. —¡Señor Dickens, el libro estar

erminado, es cierto, pero todavía n

está publicado! —Encárgate tú, Pip.Charlie huía. Yo lo seguía jadeante.

 —¿Y David Copperfield? ¿Y lpequeña Dorrit? —¿Amigos tuyos, Pip? —Suyos, señor Dickens, Charlie…

Oh, Dios mío, si usted no los escribenunca vivirán!

 —Se las arreglarán de algún modo.

El señor Dickens desapareció a l

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vuelta de una esquina. Lo seguí de usalto.

 —Charlie, espere. Le daré un nuev

ítulo: Los papeles…, sí, Los papeles d

ickwick .El tren llegaba en ese momento a l

estación.Charlie corrió. —¡Y después Casa desolada

Charlie, y Tiempos difíciles, Grandes… señor Dickens, escúcheme…lusiones. ¡Oh, mi Dios!

Charlie se había alejado mucho

sólo le pude gritar: —¡Está bien, diablos, siga! ¡Dej

odo y váyase! ¿Sabe lo que yo voy

hacer? ¡No merece que lo lea! ¡No l

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merece! Así que ahora ni siquiera mmolestaré en terminar de leer  Histori

de dos ciudades. ¡Ni pienso hacerlo

No, por cierto!Ya se oía la campana de la estación

El tren estaba envuelto en humo. Pero e

señor Dickens caminaba más despacio.Al fin se detuvo en medio de l

calle. Yo me acerqué y me qued

mirándole la espalda. —Pip —dijo suavemente—, ¿everdad lo que acabas de decir?

 —Usted —exclamé—, usted no e

más que…— Me devané los sesopensando qué decirle y se me ocurrió.—… Una pizca de mostaza, un pedazo d

patata cruda que nadie ha digerid

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odavía. —¿Qué? ¿Un impostor? —¡Un impostor! ¡Me importa u

comino lo que le ocurra a SidneCarton!

 —Es de lejos lo mejor que he hecho

Pip. Tienes que leerlo. —¿Por qué? —Porque lo escribí para ti.

Tuve que recurrir a todas mis fuerzapara responderle a los gritos: —¿Y qué hay? —Y —dijo el señor Dickens—, qu

acabo de perder el tren. Faltan cuarentminutos para el próximo.

 —Entonces tiene usted tiempo —l

contesté.

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 —¿Tiempo para qué? —Para conocer a alguien. Venga

Charlie, y le prometo que terminaré d

eer ese libro. Es allí, allí no másCharlie.

 —¿Dónde? ¿En la biblioteca?

 —Diez minutos, señor Dickensdéme sólo diez minutos, Charlie, pofavor.

 —¿Diez?Y el señor Dickens dejó al fin quo lo guiara como a un ciego hasta l

escalinata de la biblioteca, y entr

desganado en el edificio.

La biblioteca era como una canter

de piedra en la que no hubiera llovid

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durante diez mil años.De un lado, lejos, el silencio.Más allá, del otro lado, la quietud.

Era como ese instante que hay entralgo que ha terminado y algo qucomienza. Nadie moría allí. Nadi

nacía. La biblioteca y todos aquelloibros simplemente estaban.

El señor Dickens y yo esperamos e

un extremo del silencio. Él temblabaRecordé de pronto que nunca lo habívisto allí durante todo el verano. Temíque yo lo acercara a los anaqueles d

obras de ficción y verse así obligado enfrentarse con todos esos libroescritos, acabados, concluidos

mpresos, sellados, prestados, leídos

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reparados y archivados. Pero yo no iba ser tan necio. De todos modos, eseñor Dickens me tomó del brazo

susurró: —Pip, ¿qué diablos estamo

haciendo aquí? Vayámonos. Hay…

 —Escuche… —murmuré.De lejos, desde algún rincón de l

biblioteca, llegaba un ruido parecido a

de una polilla que se mueve en sueños. —¡Bendito sea! —Los ojos se lagrandaron al señor Dickens—. Yconozco ese sonido.

 —¡Claro que sí! —Es el sonido —dijo el seño

Dickens conteniendo la respiración

nclinando la cabeza— de alguien qu

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escribe. —Sí, señor. —De alguien que escribe con un

apicera. Y… escribe… —¿Qué? —Poesía —murmuró el seño

Dickens—. Eso es. Alguien, en algúcuarto perdido, vaya a saber en qurecónditas profundidades, Pip, juro qu

está escribiendo un poema. ¿Lo oyes¿Oyes el rasgueo y el garrapatear de lpluma? Esas no son cifras, Pip, nnúmeros, ni hechos escuetos. ¿N

adviertes cómo se desliza, cómo correUn poema, Dios mío, sí, no cabe duda

un poema!

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 —Señora —dije en voz alta.El ruido de polilla cesó.

 —No la obligues a detenerse —murmuró el señor Dickens—. No lcortes la inspiración. ¡Déjala seguir!

El ruido de polilla continuó dnuevo.La pluma susurró deslizándose, y s

detuvo, y susurró otra vez. Sacudí lcabeza y moví los labios, lo mismo quel señor Dickens, ambos pendientes, esuspenso, envueltos en un aire frío com

el mármol, escuchando unos ecos rasguidos en profundidades distantes.

La pluma continuó deslizándose

susurrando.

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De pronto, silencio.El señor Dickens me tocó apena

con el codo.

 —¡Listo! Nunca llamé con tanta urgencia, e

voz baja.

 —¡Señora!Algo murmuró en los corredores. L

bibliotecaria apareció ante nosotros

Una señora de edad indefinida, ni joveni vieja; de color indefinido, ni mumorena ni muy pálida; de estaturndefinida, ni alta ni baja, pero un tant

frágil. Una mujer acostumbrada a hablaconsigo misma en un susurro parecido ade unas páginas que se vuelven. Un

mujer que se deslizaba como caminand

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sobre ruedas ocultas.Llegó con un suave rostro d

ámpara, iluminando el camino con lo

ojos.Los labios se le movían y la

palabras le bullían detrás de la mirad

ensimismada.Charlie le leyó los labios co

avidez. Asintió. Esperó a que la muje

se detuviera y nos enfocara con lmirada, cosa que hizo repentinamenteRetomó el aliento y se rió de sí misma.

 —Oh, Ralph, eres tú y —una mirad

de reconocimiento le dulcificó el rostr— usted es el amigo de Ralph, el señoDickens, ¿no es cierto?

Charlie la miró fijamente con un

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devoción tranquila y casi alarmante. —Señor Dickens —dije—, quier

presentarle…

 —«Porque no pude detenerme esperar la Muerte». —Charlie citaba dmemoria, con los ojos cerrados.

La bibliotecaria parpadeó corapidez y la frente se le iluminó comuna lámpara y tomó un colo

blanquecino. —Señorita Emily —dijo el señoDickens.

 —La señora se llama… —intervine

El señor Dickens se adelantó a tocar lmano de la mujer.

 —La señorita Emily.

 —Encantada —contestó la mujer—

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¿Pero cómo…? —¿Adiviné el nombre? ¡Bendit

Dios, señora, la oí garrapatear a lo lejo

a toda prisa; sólo los poetas hacen eso! —No es nada… —La cabeza erguida, alto el mentó

—dijo Charlie con dulzura—. «Porquno pude detenerme a esperar la Muertees un hermoso poema, de primer

categoría. —Mis propios poemas son tamalos… —le contestó la mujenerviosamente—. Copio los de ella par

aprender. —¿Copia a quién? —dij

abruptamente.

 —Excelente manera de aprender.

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 —¿De verdad le parece? —La mujemiró a Charlie con detenimiento—. ¿Nestá usted…?

 —¿Bromeando? No. No con EmilDickinson, señora.

 —¿Emily Dickinson? —pregunté yo

 —Viniendo de usted eso significmucho, señor Dickens —La mujer ssonrojó—. He leído todos los libros d

usted. —¿Todos? —el señor Dickenretrocedió.

 —Todos —se apresuró a agregar l

señorita Emily— los que lleva ustepublicados hasta ahora, señor.

 —Acaba de escribir uno —intervin

— excepcional.  Historia de do

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ciudades. —¿Y usted, señora? —le pregunt

Charlie bondadosamente.

Ella abrió las manos delicadascomo para que escapara un pájaro.

 —¿Yo? Ni siquiera he mandado u

poema a nuestro periódico local. —¡Pues tiene que hacerlo! —

exclamó Charlie con verdadera pasió

—. No mañana, ¡hoy mismo! —Pero —la voz de la señoritEmily era apenas audible—, no tengnadie a quien leérselos antes.

 —Vamos —dijo Charlie quedament—. Lo tiene a Pip y acepte mi tarjeta…Charles Dickens… Que vendrá

visitarla de cuando en cuando, si uste

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o permite, a ver si todo marcha bien eeste celestial depósito de libros.

 —No podría… —dijo ella, y tom

a tarjeta. —Vamos. Tiene que hacerlo. Y

sólo ofrezco rebanadas calientes de pa

blanco, pero las palabras de usted hade ser mermelada y miel de verano. Yeeré textos largos y sencillos. Usted

breves éxtasis que exaltan la vidaentada por momentos por esa extraña deliciosa Muerte en la que tantas vecebusca apoyo. Basta ya. Allí —señal

algo—, al final del largo corredor, esta lámpara encendida, lista para guiarla mano… la Musa espera. Cuídela

aliméntela bien. Adiós.

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 —¿Adiós? —preguntó la mujer—¿No significa eso «a Dios lencomiendo»?

 —Eso he oído, querida señora, eshe oído.

Y de repente nos encontramos otr

vez a la luz del sol. El señor Dickencasi tropezó con el maletín que allí laguardaba.

En la mitad del prado, el señoDickens se quedó muy quieto y dijo: —El cielo es azul, muchacho. —Sí, señor.

 —Y el césped verde. —Claro. —Me detuve y mir

alrededor—. Quiero decir, s

verdaderamente.

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 —Y el viento… ¿hueles la dulzurdel viento?

Los dos aspiramos el soplo de

viento. El señor Dickens prosiguió: —Y en el mundo hay niños notable

de imaginación sorprendente y qu

conocen los secretos de la salvación.Me palmeó el hombro. La cabez

gacha, yo no sabía qué hacer. Y entonce

me salvó un silbato. —¡Ah! ¡El tren! ¡Ahí viene! —Ahí se va. Y nosotros vamos

casa, muchacho.

 —¡A casa! —exclamé con alegríapero enseguida me detuve—. ¿Pero quva a pasar con el señor Wyneski?

 —Oh, al fin y al cabo te tengo much

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confianza, Pip. Todas las tardesmientras yo tomo el té y descanso lcabeza, tú correrás a la peluquería y…

 —Barreré el pelo… —Bravo, muchachito. Es bien poco

Un préstamo de amistad del Banco d

nglaterra al Primer Banco Nacional dGreen Town, Illinois. ¡Y ahora, Pip, uápiz!

 —¿Papel? —Papel. Caminamos bajo losuaves y verdes árboles del verano.

 —Título, Pip.

El señor Dickens alzó el bastón parescribir un misterio en el cielo. Yentorné los ojos ante esa invisibl

caligrafía.

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 —  Almacén…Escribió una segunda palabra en e

aire.

 — de… —traduje. —¿Qué tal suena como titulo, Pip? —No parece, bueno… —titubeé—

erminado del todo, señor. —¡Qué buen cristiano eres! ¡Sigo

Escribió una última palabra, al sol:

 —De… an… ti…  Almacén dantigüedades. ¡Empezamos una novelaPip!

 —Sí, señor —exclamé—. ¡Capítul

Primero!

Una ráfaga de nieve sopló entre lo

árboles.

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 —¿Qué es eso? —pregunté, contesté:

Bueno, el verano ha pasado. La

páginas del calendario, todas las horas os días, igual que en el cine, se han id

esparciendo detrás de las colinas

Charlie y yo ya no trabajamos juntosTerminaron los muchos días en lbiblioteca. Las innumerables noches d

ectura en voz alta con la señorita Emilypertenecen al pasado. Los trenelegaron y partieron. Muchas luna

crecieron y menguaron. Vienen nuevo

renes, y nuevas vidas vacilan en lorilla. Y de repente la señorita Emily dpie, allí, y Charlie aquí con todo e

equipaje, me entregan una bolsa d

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papel. —¿Qué es esto? —Arroz, Pip, arroz blanco comú

para el rito de la fertilidad. Arrójanos earroz, muchacho. Despídenos coalegría. ¿Oyes esas campanas, Pip

Aquí parten el señor y la señorDickens. ¡Tira, muchacho! ¡Tira! ¡Tira!

Y tiré arroz y corrí. Corrí y tir

arroz de nuevo, y ellos montados en lplataforma del último vagón hacíaseñas hasta que se perdieron de vistmientras yo les gritaba:

 —¡Adiós, feliz matrimonioCharlie…! ¡Felices años! ¡RegresenFelices… Felices…

Y supongo que entonces me puse

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lorar y el perro empezó a morderme lozapatos, celoso pero feliz de tenermpara él solo de nuevo, y el seño

Wyneski me esperaba en la peluquerípara entregarme la escoba y hablarmcomo a un hijo.

Y el otoño vino y se demoró y al filegó una carta del matrimonio viajero.

La guardé sin abrir todo el día y, a

atardecer, mientras el abuelo rastrillabas hojas, cerca de la galería, salí mirarlo, y sostuve la carta esperando que alzara los ojos y la viera, cosa qu

por fin hizo, y entonces la abrí y la leí evoz alta en el crepúsculo de octubre:

 —«Querido Pip» —leí, y cuando v

mi antiguo nombre me detuve, pues la

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ágrimas me nublaban los ojos. —«Querido Pip: Esta noche estamo

en Aurora, mañana estaremos en Felicit

 pasado mañana en Elgin».Charles tiene seis meses d

conferencias por delante. Charlie y y

rabajamos sin descanso y somos mufelices… extremadamente felices…¿Hace falta que lo diga? «Charlie m

lama Emily».«Pip, no creo que tú sepas quién erEmily, pero hubo una vez una poetisa dese nombre y espero que algún día pida

os libros de ella en la biblioteca».«Bueno, Charlie me mira y dice

«Esta es mi Emily», y yo casi lo creo

o. Lo creo en serio».

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Me detuve, tragué con fuerza y segueyendo: —«Estamos locos, Pip».

«La gente lo dice. Nosotros l

sabemos. Y, sin embargo, seguimos».«Estar locos juntos es muy hermoso

Lo que ya no podía soportar era esta

oca sola». «Charlie te manda cariñosorecuerdos y quiere que sepas que hcomenzado un nuevo libro, magnífico

al vez el mejor que haya escrito hastahora. Tú mismo le sugeriste el títuloCasa desolada».

«De modo, Pip, que escribimos

viajamos, viajamos y escribimos. Y unde estos años tal vez regresemos en eren que se detiene a cargar agua en t

pueblo. Y si tú estás allí y nos llama

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con los nombres que tenemos ahorabajaremos del tren. Pero quizá en esentonces hayas crecido demasiado. Y s

cuando el tren se detiene, Pip, tú nestás allí, comprenderemos y dejaremoque el tren nos lleve a otra ciudad,

uego a otra. “Firmado: EmilDickinson”».

«P.S. Charlie dice que tu abuelo e

el vivo retrato de Platón, pero que no so digas. “P.P.S. Charlie es mi amor”». —Charlie es mi amor —repitió e

abuelo, sentándose y tomando la cart

para volver a leerla—. Bueno, bueno…—suspiró—. Vaya, vaya…

 Nos quedamos sentados allí larg

rato mirando el cielo encendido d

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octubre y las estrellas recientes. Como un kilómetro ladró un perro. Akilómetros de distancia, en la línea de

horizonte, pasó un tren, y se oyó esilbato, y luego la campana una, dosres veces, y al fin desapareció.

 —Sabes —dije—, no creo que estéocos.

 —Tampoco yo, Pip —dijo el abuel

encendiendo la pipa y soplando lcerilla—. Tampoco yo.

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El Pesado

LA MUJER DIO UN PASO hacia l

ventana de la cocina y miró.Allí en el patio crepuscular había uhombre rodeado de barras y pesas dhierro obscuro y cuerdas tendidas resortes elásticos en espiral. Llevabuna tricota y zapatos de tenis y no decínada a nadie; estaba simplemente de pi

en el mundo que se obscurecía y nsabía que ella lo miraba.

Era el hijo de la mujer y todos l

lamaban el Pesado.

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El Pesado apretaba en las manazaos pequeños resortes de espiral. Se l

perdían entre los dedos, como trucos d

magia, y luego reaparecían. Loapretaba. Desaparecían. Los soltabaVolvían.

Hizo esto durante diez minutos, ecuerpo inmóvil.

Después se agachó y levantó la

barras de cincuenta kilos, sin haceruido, sin respirar. Las movió ciertnúmero de veces por encima de lcabeza, luego las dejó y fue al garaj

abierto donde había varios acuaplanoque él había cortado y pegado enarenado y pintado y encerado, y all

golpeó una bolsa de arena, co

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facilidad, regularmente, hasta que se lhumedeció el rizado pelo de oroEntonces se detuvo y llenó los pulmone

de aire y la circunferencia del pecho llegó a un metro y medio. Se quedó as

con los ojos cerrados, viéndose en u

espejo invisible, aplomado y tremendocien kilos de músculos, atezado por esol, salado por el viento marino y e

sudor que le mojaba el cuerpo.Exhaló el aire. Abrió los ojos.Fue hasta la casa, entró en la cocin

 no miró a la madre, esa mujer, y abri

a refrigeradora y dejó que el frío ártico saturara mientras bebía un cuarto litr

de leche directamente del cartón, de u

solo trago. Luego se sentó a la mesa d

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a cocina y acarició y examinó lacalabazas de la fiesta de Todos loSantos.

Ese día había salido temprano comprar las calabazas. Las había talladcasi todas y eran hermosas y se sentí

orgulloso. Ahora, con un aire infantiallí en la cocina, empezó a tallar lúltima. Nunca se hubiera dicho que tení

reinta años, seguía moviéndose coanta rapidez, con tanta calma, en lagrandes ocasiones como cuandgolpeaba una ola lanzándose e

acuaplano, o allí en el leve ir y venir dun cuchillo que abre un ojo en uncalabaza. La lamparilla eléctrica l

colmaba la turbulencia estival del pelo

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pero no mostraba ninguna emoción en erostro del hombre, excepto el propósitdeliberado de tallar las calabazas. Tod

era músculos en él, sin grasa alguna, esos músculos esperaban detrás de cadmovimiento del cuchillo.

La madre iba y venía en actividadepersonales alrededor de la casa después fue allí a mirar al hijo y a la

calabazas y a sonreír. Estabacostumbrada a su hijo. Lo oía todas lanoches golpeando afuera la bolsa darena, o apretando los pequeños resorte

de metal con las manos o gruñendcuando levantaba un mundo de pesas as sostenía en equilibrio sobre lo

hombros extrañamente quietos. Estab

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acostumbrada a todos esos sonidosaunque supiera que el océano llegaba a orilla más allá de la casa y allí s

quedaba, chato y brillante en la arenaAsí como se había acostumbrado, ahoraa oír al Pesado hablar todas las noche

por teléfono para decirles a las chicaque estaba cansado y que no, que esnoche tenía que lustrar el auto, o hace

ejercicio delante de los muchachos ddieciocho años. La madre se aclaró lgarganta.

 —¿Estuvo buena la cena esta noche?

 —Claro —dijo él. —Tuve que conseguir carn

especial. Compré los espárrago

frescos.

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 —Estuvo buena. —Me alegra que te haya gustado, m

gusta siempre que te guste.

 —Claro —dijo él trabajando.— ¿Aqué hora es la fiesta?

 —A las siete y media. —El Pesad

erminó la última de las sonrisas en lcalabaza y se apoyó en el respaldo—. Ses que aparecen todos; a lo mejor n

aparecen; compré dos jarras de sidra.Se puso de pie y fue al dormitoriocon una maciza tranquilidad, llenandsobradamente con los hombros el van

de la puerta. Dentro de la habitación, ea penumbra, imitó los movimientos d

un hombre que lucha seria

silenciosamente con un adversari

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nvisible mientras se ponía el disfrazLlegó a la puerta de la sala un minutdespués lamiendo un gigantesc

caramelo de menta, a rayas. Llevaba upar de pantalones cortos, negros, uncamisa de cuello fruncido y un sombrer

de niño. Lamía el caramelo y decía«¡Soy el nene malo!» y la mujer quhabía estado mirándolo se echó a reír

Moviéndose como un niño pequeñoamiendo el caramelo enorme, anduvpor toda la habitación mientras la mujese reía y él decía cosas y hacía com

que llevaba un perro grande atado a uncuerda.

 —¡Serás la estrella de la fiesta! —

exclamaba la mujer, la cara roja

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exhausta. El Pesado también se reíahora.

Sonó el teléfono.

El Pesado salió haciendo pininopara contestar desde el dormitorioHabló largo rato, y la madre le oy

decir «Oh por el amor de Dios» variaveces, y al fin entró lento y macizo en lsala, con un aire obstinado.

 —¿Qué pasa? —quiso saber lmujer. —Uf —dijo él—, la mitad de lo

muchachos no van a ir a la fiesta. Tiene

otros compromisos. Era Tommy el qulamaba. Tiene un compromiso con un

chica de no sé dónde. ¡Maldita sea!

 —Serán bastantes para una fiesta —

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dijo la mujer—. Tú vas. —Tendría que ir a tirar la

calabazas a la basura —dijo é

enfurruñado. —Tú vas y ya verás cómo t

diviertes —dijo la mujer—. Hac

semanas que no sales.Silencio.El Pesado se quedó allí retorciend

el enorme caramelo del tamaño de spropia cabeza, haciéndolo girar entros grandes dedos musculosos. Parecí

como si en cualquier momento fuera

hacer lo que había hecho otras nochesAlgunas noches se apretaba a sí mismde arriba abajo en el suelo, con lo

brazos, y otra jugaba un partido d

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básquetbol consigo mismo y llevaba loantos, equipo contra equipo, blanc

contra negro, en el patio. Alguna

noches andaba por ahí así y de prontdesaparecía y uno lo veía salir aocéano a nadar, largo y fuerte y calm

como una foca bajo la luna llena, podía no verlo las noches en que nhabía luna y sólo las estrellas brillaba

sobre el agua, pero se oía allí, eocasiones, un débil chasquido cuando smetía y se quedaba largo rato y subía, salía a veces con el acuaplano liso com

as mejillas de una muchacha, lijadhasta la tersura, y venía cabalgándoloenorme y solitario sobre una ola blanc

  fantasmal que se desnataba a lo larg

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de la orilla, y cuando el acuaplanocaba la arena el Pesado se apeab

como un visitante de otro mundo y s

quedaba largo rato sosteniendo el suaveiso acuaplano a la luz de la luna, u

hombre tranquilo y una suerte de lápid

de cementerio sin nada escrito encimaEn todas las noches parecidas de loaños pasados, había sacado a una chic

res veces en una semana y ella comímuchísimo y cada vez que la veía elldecía: «Vamos a comer», y entonces unnoche él la llevó en el coche a u

restaurante y abrió la portezuela y layudó a bajar y volvió a entrar y dijo«Ahí está el restaurante. Hasta luego». Y

se fue. Y volvió a nadar, solo. Much

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después, otra vez, una chica llegó medihora tarde, por tanto arreglarse, y él nvolvió a hablarle nunca más.

La madre lo miraba ahora pensanden todo eso, recordando todo eso.

 —No te quedes ahí —le dijo—. M

pones nerviosa. —Está bien —contestó él resentido. —¡Anda! —gritó la mujer. Pero n

gritó bastante fuerte. Incluso a ellmisma la voz le sonó débil. Y no supo ssu voz era naturalmente débil o si ellhablaba así ahora. No hubiera sid

distinto que dijese algo del inviernpróximo; todas las palabras tenían usonido solitario. Y oyó de nuevo la vo

que le salía de la boca, sin fuerzas—

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Anda!El Pesado fue a la cocina. —Me pregunto si habrá gent

suficiente —dijo. —Seguro que habrá —dijo la mujer

sonriendo de nuevo. Siempre sonreía d

nuevo. A veces cuando ella le hablabanoche tras noche, parecía como sambién estuviera levantando pesas

Cuando el Pesado caminaba por lahabitaciones era como si la mujecaminara ayudándolo. Y cuando él ssentaba a rumiar, como de costumbre, l

mujer buscaba alrededor algunocupación que podía ser quemar laostadas o dejar pasar la carne. Lanzó e

ese momento una risa breve y débi

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sofocada como un ladrido. —Anda, vas a pasarlo bien.Pero los ecos fueron de aquí a allá

como si la casa estuviera completamentvacía y fría. Los labios de la mujer smovieron:

 —Vete volando.El Pesado cargó la sidra y la

calabazas y se las llevó corriendo a

auto. Era nuevo y había estado sin usadurante casi un año. El Pesado lustraba, chamboneaba con el motor o s

metía debajo durante horas revolviend

odas las partes, o se sentabsimplemente en el asiento de adelanthojeando las revistas que hablaban d

salud y fuerza, pero rara vez manejab

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el auto. Puso la sidra y las calabazaalladas orgullosamente en el asient

delantero, y en ese momento estab

pensando en el buen rato que pasaríquizá esa noche, de modo que sambaleó como un nenito a punto d

dejar caer todo, y la madre se rió. EPesado lamió de nuevo el caramelosaltó al coche, lo hizo retroceder por e

sendero de casquijo, se desvió parseguir junto al océano, sin mirar a lmujer, y tomó el camino de la costa. Ellse quedó en el patio mirando cómo e

auto se iba. Leonard, hijo mío, pensó.Eran las siete y cuarto y estaba mu

obscuro ahora; los chicos se meneaba

a en las aceras envueltos en sábana

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blancas de fantasma y llevandmáscaras de albayalde, agitandcampanillas, chillando, sacudiendo la

flojas bolsas de papel que les golpeabaas rodillas. Leonard, pensó la mujer.

 No lo llamaban Leonard, l

lamaban el Pesado y Sammyabreviatura de Sansón. Lo llamabaButch, Atlas, Hércules. Los chicos de l

escuela secundaría estaban siempre ea playa rodeándolo, tanteándole lobíceps como si fuera un nuevo modelde coche sport, poniéndolo a prueba

admirándolo. Caminaba, dorado, entrellos. Todos los años era así. Y luegos de dieciocho cumplían diecinueve

a no venían tan a menudo, y veinte

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muy rara vez, y después veintiuno nunca más, se iban simplemente, y dpronto había otros nuevos de diecioch

para sustituirlos, sí, siempre los nuevoque ocupaban el lugar al sol dondhabían estado los otros, mientras lo

mayores iban a algún sitio para hacealgo y ver a alguien.

Leonard, mi buen muchacho, pens

a mujer. Vamos a los espectáculos losábados por la noche. El trabaja en locables de alta tensión todo el día, allí eel cielo, solo, y duerme solo en s

cuarto de noche, y nunca lee un libro un diario ni escucha la radio ni pone udisco, y este año cumplirá treinta y uno

¿Y cuándo exactamente, en tantos años

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ocurrió eso, y él se subió a aquel palsolitario, a cavilar y a trabajar solodas las noches? Desde luego habí

habido bastantes mujeres aquí y allá, un otra vez, a lo largo de los años. Una

pobres insignificantes, claro, tontas, sí,

uzgar por la apariencia, pero mujeres, muchachas, más bien, y ninguna digna dser mirada por segunda vez. Si

embargo, cuando un muchacho pasa loreinta… Suspiró. Pero si anoche mismhabía sonado el teléfono. El Pesadhabía contestado y ella pudo completa

a mitad no escuchada de lconversación, pues la había oído milede veces en doce años:

 —Sammy, habla Christine. —Un

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voz de mujer—. ¿Qué estás haciendo?Las pestañas doradas y corta

emblaron un momento, y el Pesad

arrugó el entrecejo, cansado y alerta. —¿Por qué? —Tom, Lu y yo vamos a ver un

película, ¿quieres venir? —¡Mejor que sea buena! —resopl

el Pesado.

Christine le dijo el nombre de lpelícula.El Pesado bufó. —¡Esa!

 —Es una buena película —dijo lmujer.

 —Esa no —dijo el Pesado—

Además, todavía no me afeité.

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 —Puedes afeitarte en cinco minutos —Necesito un baño y me llev

mucho tiempo.

Mucho tiempo, pensó la madre. Spasaba en el baño dos horas por día. Speinaba el pelo dos docenas de veces

revolviéndolo, peinándolo de nuevohablando consigo mismo.

 —Está bien. —La voz de la mujer e

el teléfono—. ¿Vas a ir a la playa estsemana? —El sábado —dijo el Pesado, ante

de pensarlo.

 —Entonces te veo —dijo la mujer. —Quise decir el domingo —dijo él

rápidamente.

 —Podría cambiar por el domingo.

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 —Si es que puedo —dijo él, todavímás rápido—. Algo anda mal en mcoche.

 —Claro, Sansón. Hasta pronto.Y el Pesado se había quedado all

argo rato, dándole vueltas al tub

silencioso.Bueno, pensó la madre, estar

pasándolo bien ahora. Una buena fiest

de Todos los Santos, con las manzanaque llevó, unas atadas en ristras, y otrasueltas para meterlas en una tina coagua, y las cajas de caramelos, el maí

dulce que tiene realmente el sabor deotoño. Anda por ahí como el nene malopensó, lamiendo el caramelo, y todo

gritan y hacen sonar las bocinas, riendo

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bailando.A las ocho, a las ocho y media, a la

nueve fue hasta la puerta de alambre

miró afuera y casi podía oír la fiestejos, en la playa obscura, los ruido

que traía el viento incisivo, furioso

salvaje, y deseó estar allá en la casitdel malecón, sobre las olas, tododisfrazados, girando, y las calabaza

alladas cada una de una manera distint  un concurso para elegir la mejomáscara casera o el mejor maquillaje, anto maíz tostado para comer y…

La mujer se apoyó en la falleba de lpuerta de alambre, la cara rosada excitada, y de pronto advirtió que lo

chicos ya no iban a pedir a las casas. L

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noche de Todos los Santos, para lochicos del vecindario, por lo menoshabía acabado ya.

Fue a mirar al patio.La casa y el patio estaban demasiad

ranquilos. Era extraño no oír los tiro

de básquetbol en el casquijo o ezumbido de los golpes en la bolsa darena, o el leve crujido de las manoplas

¿Qué pasaría, pensó, si el Pesadencontraba a alguien esta noche, sencontraba a alguien allí y simplementno volvía más, no volvía más a casa? N

una llamada telefónica. Ni una carta, aspodía ocurrir. Ni una palabra. Irsesimplemente, y no volver nunca más

¿Qué pasaría? ¿Qué pasaría?

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 No, pensó, no hay nadie, nadie allánadie en ninguna parte. Este es su sitioEste es el único sitio.

Pero el corazón le latía apresurado uvo que sentarse.

El viento soplaba apenas desde l

orilla. La mujer encendió la radio perno escuchó. Ahora, pensó, no hacen nadexcepto jugar a la gallina ciega, sí, es

es, y luego… Jadeó sobresaltándose.En las ventanas había estallado unuz cruda. El casquijo saltaba com

rocío de metralla proyectado por e

raqueteo del auto que veníacercándose. El auto frenó y se detuvocon el motor en marcha. Las luces s

apagaron en el patio, pero el moto

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seguía funcionando, más lento, márápido, más lento.

La mujer vio la figura obscura en e

asiento delantero del coche; mirabhacia delante, inmóvil.

 —Tú… —empezó a decir la mujer

abrió la puerta de alambre. Al fiencontró una sonrisa. La detuvo. Ecorazón le latía más lentamente ahora

Frunció el ceño. El Pesado apagó emotor. La mujer esperaba. El Pesadbajó del coche, arrojó las calabazas a lbasura y tapó la lata ruidosamente.

 —¿Qué pasó? —preguntó la muje—. ¿Por qué has vuelto tan temprano…?

 —Nada.

El Pesado entró rozándola con la

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dos jarras de sidra intactas. Las puso eel fregadero de la cocina.

 —Pero todavía no son las diez… E

Pesado entró en el dormitorio y se senten la obscuridad.

 —Así es.

La mujer esperó cinco minutosSiempre esperaba cinco minutos. Équería que ella fuera a preguntarle, s

hubiera vuelto loco si ella no le hablabade modo que al fin la mujer fue y miren el dormitorio obscuro.

 —Cuéntame —dijo.

 —Oh, estaban todos alrededor —dijo el Pesado—. Todos alrededor comun montón de idiotas, sin hacer nada.

 —Qué pecado.

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 —Estaban allí como estúpidos. —Oh, qué pecado. —Traté de conseguir que hiciera

algo, pero estaban ahí sin moverse. Sólaparecieron ocho, de veinte sólo ochoocho, y yo el único disfrazado. Como t

digo. El único. Qué banda de imbéciles —Después del trabajo que t

omaste, además.

 —Estaban con las chicas y squedaban allí con ellas y no hacíanada, ni juegos ni ninguna otra cosaAlgunos salieron con las chicas —dij

el Pesado en la obscuridad, sentado, simirar a la mujer—. Salieron a la playa no volvieron. Lo juro por Dios. —E

Pesado se puso de pie, y se apoyó contr

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el muro, y había una completdesproporción entre él mismo y lopantalones cortos que tenía puestos

Había olvidado que llevaba aún esombrero de chico. De pronto se acordóse lo quitó y lo arrojó al suelo—. Trat

de hacerles bromas. Jugué con un perrde juguete, hice algunos otros chistespero nadie se movía. Me sentía como u

onto, el único vestido así y todos ellodiferentes, y de veinte sólo ocho, y casodos se fueron a la media hora. Estab

Vi. Trató de que fuera con ella a l

playa, también. Yo ya me había puestfurioso. Realmente furioso. Le dije ngracias. Y aquí estoy. Te puedes queda

con el caramelo. ¿Dónde lo puse? Tir

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a sidra por el vertedero, tómatela, nme importa.

La mujer no se había movido u

centímetro mientras él hablaba. Abrió lboca.

Sonó el teléfono.

 —Si son ellos, no estoy en casa. —Es mejor que contestes —dijo l

mujer.

El Pesado tomó el teléfono y tiró deubo. —¿Sammy? —dijo una voz alta

clara. El Pesado sostenía el tubo en e

aire, contemplándolo en la obscurida—. ¿Eres tú? —El Pesado gruñó.

 —Habla Bob. —La voz d

dieciocho años siguió apresuradament

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—. Me alegro de que estés en casa. Nengo tiempo, pero… ¿qué pasa con e

partido de mañana?

 —¿Qué partido? —¿Qué partido? Vamos, está

bromeando. ¡Notre Dame y S. C!

 —Ah, fútbol. —No digas ah fútbol así, t

hablaste, hiciste lo posible, dijiste…

 —No hay partido-dijo el Pesado simirar el teléfono, el tubo, la mujer, lpared, nada.

 —¿Quieres decir que no vas a ir

Pesado, sin ti no habrá partido! —Tengo que regar el césped

impiar el coche…

 —¡Puedes hacerlo el domingo!

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 —Además, creo que viene mi tío verme. Hasta luego.

Colgó y fue al patio pasando delant

de la mujer. Ella oyó los ruidos que ePesado hacía afuera mientras spreparaba para acostarse.

Debió de sacudir la bolsa de arenhasta las tres de la mañana. Las trespensó la madre, completament

despierta, escuchando los golpes. Antesiempre paraba a las doce.A las tres y media el Pesado entró e

a casa.

La mujer oyó que sé detenía junto a puerta del dormitorio.

El Pesado no hizo nada sin

quedarse allí en la obscuridad

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respirando.La mujer tenía la impresión de qu

aún llevaba el traje de niño. Pero n

quería saber si era cierto.Al cabo de un rato la puerta se abri

entamente.

El Pesado entró en la habitacióobscura y se tendió en la cama, junto ella, sin tocarla. La mujer hizo como qu

dormía.El Pesado estaba tendido bocarriba, rígido.

La mujer no podía verlo. Pero sentí

que la cama se sacudía como si ePesado se estuviera riendo. No oíningún sonido que saliera de él, d

modo que no estaba segura.

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Y entonces oyó los chirridos de lopequeños resortes de acero que saplastaban y soltaban, aplastaban

soltaban en los puños del Pesado.La mujer hubiera querido sentarse

gritarle que arrojara esos horrible

objetos ruidosos. Hubiera queridsacárselos de las manos con un revés.

Pero entonces, pensó, ¿qué haría é

con las manos? ¿Qué metería en ellas¿Qué haría, sí, qué haría con las manos?De modo que la mujer hizo lo únic

que podía hacer; contuvo la respiración

cerró los ojos, escuchó y rezó: «ODios, que siga así, que siga apretandesos objetos, que siga apretando eso

objetos, que siga, que siga, oh, que siga

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que siga apretando… apretando…».Era como estar en la cama con u

enorme grillo obscuro.

Y faltaba mucho para el alba.

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El hombre de lacamisa Rorschach

BROKAW.¡Qué nombre!Escúchenlo ladrar, gruñir, gañir

escuchen la osada proclamaciónImmanuel Brokaw!

Un buen nombre para el más grand

psiquiatra que haya navegado nunca laaguas de la existencia sin habezozobrado.

Échense al aire las obras de Freu

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molidas como pimienta, y todos loestudiantes estornudarán:

¡Brokaw!

¿Qué le ocurrió?Un día, como en un excelent

número de variedades desapareció de

odo.La luz del proyector faltaba ahora,

os milagros de Brokaw corrían e

riesgo de invertirse.Los conejos psicóticos amenazabacon saltar de vuelta a los sombreros. Ehumo era reabsorbido por la boca d

unas armas de fuego de escaso calibreTodos esperábamos.

Silencio durante diez años. Y má

silencio. Brokaw había desaparecid

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como si se hubiera arrojado al mar entraccesos de risa, en medio del Atlántico¿Para qué? ¿Para zambullirse en busc

de Moby Dick? ¿Para psicoanalizar aquel demonio incoloro y ver qué tenírealmente en contra del Loco Ahab?

¿Quién sabe?La última vez que lo vi corría

omar un avión crepuscular; la mujer d

Brokaw y seis perros pomeraniadraban débilmente detrás, lejos, en lpista a media luz.

 —¡Adiós para siempre!

El grito feliz de Brokaw parecía unbroma. Pero al día siguiente encontré unos hombres que desclavaban la chap

dorada con el nombre de Brokaw de l

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puerta del consultorio, mientras sacabaa la calle, a empujones, los divanes parpacientes gordas, rumbo a algún remat

de la Tercera Avenida.El hombre de genio que había sid

Gandhi-Moisés-Cristo-Buda-Freud, e

estratos acumulados en algún increíbldesierto de Armenia, se había dejadcaer por un agujero en las nubes. ¿Par

morir? ¿Para vivir en secreto?Diez años más tarde yo iba en u

ómnibus californiano a lo largo de la

deliciosas costas de Newport.El ómnibus se detuvo. Un hombre d

más de unos setenta años entró de u

salto, haciendo tintinear las monedas d

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plata en la alcancía, como maná. Lmiré desde los últimos asientos deómnibus y me quedé sin aire.

 —¡Brokaw! ¡Por todos los santos! Ycon o sin santificación, allí estabBrokaw. Erguido como un

manifestación de Dios, barbudobenevolente, pontifical, erudito, alegreamable, generoso, mesiánico, tutelar

para siempre y eterno… ImmanueBrokaw. Pero no vestido de obscuro, noEn cambio, como si fueran lo

hábitos de alguna iglesia nueva

orgullosa, llevaba pantalones bermudasSandalias mejicanas de cuero negroUna gorra de béisbol de Los Ángele

Dodgers. Anteojos franceses para el so

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Y… ¡La camisa! ¡Ah, Dios! ¡La camisaUna camisa estrafalaria, tod

enredaderas rozagantes y planta

atrapamoscas, toda dilataciones contracciones Pop-Op, toda florecida atiborrada en los intersticios

entrecruzada de animales y símbolomitológicos!

Abierta en el cuello, aquella vast

camisa colgaba sacudida por el vientocomo un millar de banderas en udesfile de naciones unidas perneuróticas.

Pero ahora el doctor Brokaw ladea gorra de béisbol, y levantó lo

anteojos franceses buscando los asiento

ibres. Caminó lentamente por el pasillo

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giró, se detuvo, se demoró ahora aquahora allí. Susurró, murmuró, primero este hombre, después a esta mujer,

aquel niño. Yo estaba a punto dlamarlo, cuando le oí decir: —Bueno

¿qué te parece?

Un chico, pasmado por el efecto danuncio de circo que provocaba eviejo, pestañeó como si necesitara u

codazo. El viejo se lo dio: —¡Mi camisa, pequeño! ¿Qué ves? —¡Caballos! —saltó el chico, al fi

—. ¡Caballos que bailan!

 —¡Bravo! —El doctor resplandeciópalmeó al niño y siguió adelante.

 —¿Y usted, señor?

Un joven, bastante afectado por l

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desenvoltura de ese invasor que veníde algún mundo estival, dijo:

 —Bueno… nubes, desde luego.

 —¿Cúmulos o nimbos? —Eh… nubes de tormenta no, no

ubes lanudas, aborregadas.

 —¡Muy bien!El psiquiatra prosiguió: —¿Mademoiselle?

 —¡Acuaplanos! —Una chicquinceañera miraba con asombro—Hay olas, grandes. Acuaplanos. ¡Super!

Y así continuó Brokaw, recorriend

el ómnibus, y a medida que avanzababa dejando atrás abortadas carcajadas

sofocadas risitas que luego s

contagiaban convirtiéndose en rugido

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de hilaridad. En ese momento unos docpasajeros habían escuchado las primerarespuestas y entraron también en e

uego. ¡Esa mujer veía rascacielos! Edoctor frunció el ceño, suspicaz. Edoctor guiñó un ojo. Aquel hombre veí

crucigramas. El doctor le estrechó lmano. Este niño opinaba que las cebraeran todas ilusión óptica en un desiert

africano. ¡El doctor palmeó loanimales, y los animales saltaron! Esvieja veía vagos Adanes y brumosaEvas expulsadas de Jardine

vislumbrados apenas. El doctor snstaló junto a ella un rato; conversaro

en susurros animados y vehementes

Luego se levantó de un salto y sigui

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avanzando. ¡La vieja había visto unquilino expulsado! ¡Ese otro joven vi

a una pareja invitada a volver!

¡Perros, relámpagos, gatos, autosnubes fungiformes, hombres qudevoraban lirios atigrados!

Cada persona, cada respuestprovocaba gritos más altos. Noencontramos todos riéndonos juntos

Este viejo encantador era un fenómende la naturaleza, un capricho de lVoluntad turbulenta de Dios, que juntaben uno todos nuestros yos separados.

¡Elefantes! ¡AscensoresDespertadores! ¡Sentencias!

En el momento en que subimos a

ómnibus, ninguno de nosotros querí

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saber nada del otro. Pero ahora, comuna inmensa nevada que necesitábamocomentar, o un desperfecto eléctrico qu

dejaba a obscuras a dos millones dhogares y nos incitaba a todos a lcharla, risa, la carcajada compartida

sentíamos que las lágrimas noimpiaban el alma así como noimpiaban el rostro.

Cada respuesta parecía mádivertida que la anterior, y nadie sretorcía en carcajadas más sonoras quese alto y maravilloso médico qu

solicitaba, conseguía y curaba ahmismo nuestros peores entripadosBallenas. Algas marinas. Praderas

Ciudades perdidas. Hermosas mujeres

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El viejo se detenía. Giraba. Se sentabaSe levantaba. Sacudía la camisa dcolores delirantes hasta que al fin m

habló a mí desde arriba: —¿Usted quve, señor?— ¡Al doctor Brokawnaturalmente! La risa del viejo se detuv

como si lo hubieran baleado. Se quitos anteojos obscuros, volvió

encajárselos y me tomó de los hombro

como para enfocarme mejor. —¡Simon Wincelaus, es usted! —¡Yo, yo mismo! —reí—. Sant

cielo, doctor, yo lo hacía a usted muert

  enterrado años atrás. ¿En qué andusted?

 —¿En qué ando? —Brokaw m

apretó y sacudió las manos, me palme

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evemente los brazos y las mejillas. Eseguida estalló en una carcajadaperdonándose a sí mismo mientras s

miraba la vasta superficie de la ridículcamisa—. ¿En qué ando? Me retiré. Mfui. Viajé cinco mil kilómetros po

noche desde la última vez que usted mvio… —El aliento a menta me quemaba cara—. Y ahora soy más conocid

por aquí como… escuche… el Hombrde la Camisa Rorschach. —¿De qué? —exclamé. —De la Camisa Rorschach.

Brokaw, liviano como un globo dcarnaval, se posó en el asiento a mado.

Me quedé pasmado y en silencio

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Marchábamos junto al mar azul bajo ubrillante cielo de verano.

El doctor miraba hacia adelant

como si me leyera los pensamientoescritos en el cielo en grandes letrasentre las nubes.

 —¿Por qué, me pregunta usted, poqué? Le veo aún la cara, desconcertadaen el aeropuerto, hace años. El día e

que Me Fui para Siempre. Aquel aviópudo haberse llamado el Titanic FelizEn él me hundí para siempre en el cielsin huellas. Y sin embargo, aquí estoy

vivito y coleando, ¿no es cierto? Nborracho, ni loco, ni destruido por loaños y el aburrimiento de los que ya n

rabajan. ¿Dónde, qué, por qué, cóm

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ocurrió? —Sí —dije—, ¿por qué se retiró s

o tenía todo? Talento, reputación

dinero. Ni un atisbo de… —¿Escándalo? ¡Ninguno! ¿Por qué

entonces? Porque no fue una sino dos la

gotas que horadaron esta vieja piedraDos gotas extraordinarias. Gota númeruno…

Brokaw se detuvo. Desde loanteojos negros me echó una largmirada de soslayo.

 —Esto es una confesión —dije—

El santo y seña es: silencio. —Una confesión. Sí. Gracias.El ómnibus zumbaba suavemente po

el camino.

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La voz de Brokaw subía y bajabcon el zumbido del motor.

 —Usted conoce mi memori

fotográfica, ¿no es cierto? Bendecidomaldecido por el recuerdo total. Todo ldicho, visto, hecho, tocado, oído, y

podía evocarlo y enfocarlo de nuevcuarenta, cincuenta, sesenta años máarde. Y ni una vez verificaba yo mi

notas sobre cualquiera de aquellasesiones. Descubrí, muy pronto, qusólo necesitaba meterme en la cabeza lque había escuchado. Naturalmente

guardaba cintas grabadas, pero no laescuchaba nunca. Ahí tiene el escenario ahora viene la impresionante historia.

»Un día, a los sesenta años, un

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paciente dijo una sola palabra. Le pedque la repitiera. ¿Por qué? Habísentido de pronto un desplazamiento e

os canales semicirculares, como salgunas válvulas se hubieran abiertdejando entrar aire fresco en un plan

subterráneo.»Modestia, dijo la paciente.»Creí que había dicho bestia

comenté.»Oh, no, doctor, modestia.»Una palabra. Un guijarro que ca

desde el borde. Y entonces… el alud

Porque yo le había oído deciclaramente que él gustaba de la bestique había en ella, lo que suena como un

cazuela de sexo, cuando en realidad é

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e había alabado la modestia, lo que eun plato frío muy distinto, lo reconocerusted.

»Aquella noche no pude dormirFumaba, miraba por las ventanas. Mcerebro, mis oídos lo percibían todo co

una rara claridad, como si acabara dcurarme de un resfrío a los treinta añosSospeché de mí mismo, de mi pasado

de mis sentidos, de modo que a las trede la mañana me fui a la oficina descubrí lo peor:

»¡Las conversaciones de cientos d

casos que yo recordaba mentalmente, neran las registradas en las bandamagnetofónicas ni las transcritas por m

secretaria!».

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 —¿Quiere decir que…? —Quiero decir que cuando oí

bestia era en realidad modestia. Pav

era en verdad nabo. Zorro era gorro viceversa. Escuchaba cama y alguiehabía dicho rama. Sueño era dueño. Tí

era día. Zarpa era en realidad carpaRabadilla era simplemente zancadillaDiablo era sólo establo. Sexo era nexo

Sí-vi. No-oh. Jarana-pavanaEquivocado-enamorado. Lado-vadoDígame cualquier palabra, yo la habíoído mal. ¡Diez millones de docenas d

palabras mal oídas! ¡Recorrí con pánicos ficheros! ¡Santo Dios! ¡Crist

bendito!

"¡Todos aquellos años, aquella

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gentes! Venerable Moisés, Brokawexclamé, todos estos años bajando deMonte, trayendo la palabra de Dio

como una mosca en la oreja. Y ahora, yavanzado el día, oh sabio insigne, se tocurre consultar las piedras escritas po

el rayo. ¡Y descubres que tus Leyes, tuTablas son diferentes!

"Moisés huyó del consultori

aquella noche. Corrí en la obscuridaddesenredando mi desesperación. Me fua Far Rockaway, quizá por el tono damento de ese nombre.

"Caminé junto a un tumulto de olasólo comparable al tumulto de mi pecho¿Cómo, gemí, cómo puedes haber estad

medio sordo toda la vida sin saberlo? Y

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sólo ahora te enteras, y por casualidad¿cómo, cómo?

"Mi única respuesta fue una ola qu

cayó como un trueno sobre la arena."Esto para la gota número uno qu

horadó la vieja piedra.

Hubo un momento de silencio.Seguimos bamboleándonos en e

ómnibus. Avanzábamos a lo largo de l

dorada carretera de la costa, en unbrisa suave. —¿La gota número dos? —pregunt

al fin, suavemente.

El doctor Brokaw levantó loanteojos franceses y la luz del socentelleó como un cardumen de peces e

oda la caverna del autobús. Miramo

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as flotantes figuras irisadas, Brokawcon desapego y al fin con unpreocupación semidivertida.

 —Percepción. Visión. TexturaDetalle. ¿No es un milagro? Nos dejpasmados en el verdadero sentido de l

palabra. ¿Qué son los sentidos, lvisión, la percepción interior¿Queremos ver el mundo, queremo

verlo realmente? —Oh, sí —exclamé. —Respuesta irreflexiva de un joven

o, querido muchacho, no queremos. A

os veinte años, sí, pensamos qudeseamos ver, conocer, ser todo. Así lpensé yo una vez. Pero he tenido lo

ojos débiles casi toda la vida, me h

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pasado la mitad del tiempo yendo aoculista para que me diera anteojonuevos, ¿no? ¡Bueno, llega el amanece

de los lentes de contacto! ¡Por findecidí, me proveería de esas milagrosaágrimas pequeñas y brillantes, eso

discos invisibles! ¿Coincidencia¿Causa y efecto psicosomáticosPorque la misma semana que consegu

os lentes de contacto fue la semana eque se me despejó el oído! Debe dhaber alguna conexión fisiológicomental, pero no me aventuraré e

conjeturas."Todo lo que sé es que conseguí mi

pequeños lentes cristalinos de contacto

os instalé sobre los débiles ojos de u

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azul infantil y… voila!"¡Ahí estaba el mundo!"¡Ahí estaba la gente!

"Y ahí, Dios nos proteja, estaban losucios, los multitudinarios poros de lgente.

"Simon —continuó Brokawamentándose suavemente, cerrando lo

ojos un momento detrás de los anteojo

obscuros—, ¿alguna vez ha pensado, sha enterado usted de que la gente esobre todo poros?

Dejó que la idea me entrara en l

cabeza. Lo pensé. —¿Poros? —dije por fin. —¡Poros! ¿Pero quién piensa e

eso? ¿Quién se molesta en ir a mirar

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Yo, yo vi, con la visión restablecidaMil, un millón, diez billones… dporos. Poros grandes, pequeños

pálidos, carmesíes… Todos y en todosEn la gente que pasa. En la gente quatesta los ómnibus, los teatros, la

cabinas telefónicas, todos poros y pocsustancia. Poros pequeños en mujerechiquititas. Poros grandes en hombre

monstruosos. O viceversa. Poros tanumerosos como ese polvo que sdesliza hacia abajo, revuelto, en lorayos de sol de la tarde, en la nave de l

glesia. Poros. Llegaron a ser unfascinación obligada y absoluta para mLes miraba el cutis a las señora

bonitas, no los ojos, la boca o el lóbul

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de la oreja. ¿No debería un hombrobservar el esqueleto de una mujer quse enquicia y desquicia dentro de l

dulce almohadilla rosada de la carnePero no, yo veía sólo la piel como urallador, como una criba. Toda bellez

se convertía en algo grotesco y ácidoCuando yo volvía los ojos era como smoviera en mi cráneo el telescopio d

doscientas pulgadas del PalomarDondequiera que mirara veía la lunbombardeada por meteoros, en uespantoso y magnífico primer plano!

"¿Yo mismo? Dios, la afeitada de lmañana era una exquisita tortura. Npodía dejar de mirarme la cara, picad

como un campo de batalla perdida

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Maldición, Immanuel Brokaw, suspirabo, eres el Gran Cañón a pleno sol, un

naranja con un billón de ombligos, un

granada desnuda."En suma, los lentes de contacto m

devolvieron a los quince años. Es decir

a un enconado montón de dudas, ehorror y la absoluta imperfección. Lpeor edad de la vida había vuelto

obsesionarme, con un fantasmgranujiento y abollado."Me convertí en una sombr

nsomne. Ah, segunda adolescencia, te

piedad, exclamé. ¿Cómo pude habesido tan ciego durante años? Ciego, sí, o sabía, y siempre dije que no tení

mportancia. De modo que había ido

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ientas por el mundo como un miopascivo, dejando de ver los agujeros, loajos, las lágrimas e hinchazones de lo

demás, así como las mías. Ahora lRealidad me había alcanzado en lcalle. Y la Realidad era: Poros.

"Cerré los ojos y me metí en camvarios días. Al fin me incorporé proclamé, con los ojos bien abiertos

La Realidad no es todo! Rechazo esconocimiento. ¡Legislaré contra loPoros!

"Acepto en cambio las verdades qu

ntuimos o inventamos para poder vivir."Vendí los ojos."Es decir, le pasé los lentes d

contacto a un sobrino sádico que medr

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con desperdicios, gente granujienta cosas peludas.

"Me encajé de vuelta los viejo

anteojos, de graduación insuficienteDeambulé por un mundo de recobradas suaves brumas. Vi bastante pero n

demasiado. Encontré gentes fantasmalespercibidas a medias, a las que podíamar de nuevo. Vi en el espejo de l

mañana un 'yo' con el que podíacostarme otra vez, admirarlo, aceptarlcomo compinche. Me echaba a reíodos los días con una nueva felicidad

Bajo al principio. Después, muy fuerte."Qué broma, Simon, es la vida."¡Por vanidad compramos lente

para verlo todo y así lo perdemos todo!

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"¡Y cediendo un pedacito de llamada sabiduría, de la realidad, de l

verdad, recuperamos la totalidad de l

vida! ¿Quién no lo sabe? ¡Los escritoresí! ¡Las novelas imaginadas son máverdaderas' que todos los reportaje

con datos y hechos que ustedegarrapatean en la historia del mundo!

"Pero al final tuve que enfrentar la

grandes fracturas gemelas que matravesaban la conciencia. Mis ojosMis orejas. Dios me libre, dijeranquilo. ¡De los miles de personas qu

pisaban mi consultorio y se echaban emis divanes y buscaban ecos en mCaverna de Delfos, vamos, vamos

ridículo! ¡No había visto a ninguna, n

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había oído a ninguna claramente!"¿Quién era esa señorita Harbottle?"¿Qué pasaba con la vieja Dinsmuir

"¿Cuál era el verdadero color, lapariencia, el tamaño de la señoritGrimes?

"¿La señora Scrapwight era hablaba como el papiro de una momiegipcia que hubiera caído en m

escritorio?"No podía imaginarlo siquiera. Domil días de nieblas rodeaban mis añoperdidos; meras voces que llamaban, s

desvanecían, se iban."Dios mío, había errado por la plaz

del mercado con una señal invisible

ciego y sordo, y la gente había acudido

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lenar de monedas mi escudilla dmendigo y se habían ido curadosCurados! ¿No es raro eso, no e

milagroso? Curados por un viejo tullidcon un brazo amputado y una pierna dmenos. ¿Qué? ¿Qué les había dicho y

después de haberlos oído mal? ¿Quiéneeran en realidad esas personas? Nunco sabré.

"Y entonces pensé: hay, ciepsiquiatras en la ciudad que ven y oyecon más claridad que yo. Pero cuyopacientes se meten desnudos en el mar

saltan a medianoche por las pendientede los campos de juego o amarramujeres y fuman cigarros sentado

encima.

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"De modo que tuve que enfrentar ehecho irreductible de una carrerexitosa.

"El cojo no conduce al cojo, gemími razón, el ciego y el tullido no curaal tullido y al ciego. Pero una voz desd

as lejanas galerías de mi almreplicaba con inmensa ironía: ¡Túmmanuel Brokaw, eres un genio d

porcelana, lo que significresquebrajado pero brillante! Tus ojocerrados ven, tus oídos tapados oyenTus sentidos quebrantados curan e

algún nivel por debajo de la concienciaBravo!

"Pero no, no podía vivir con mi

perfectas imperfecciones. No podí

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entender ni tolerar ese secreto dcontrabando que ocultándose detrás dunas pantallas me ayudaba a trabajar d

veterinario, curando a animales."Tenía, pues, varias opciones

¿Ponerme de vuelta los lentes d

contacto? ¿Comprar un par de audífonopara que mi oído mejorara con mayorapidez? ¿Y luego? ¿Descubrir qu

había perdido contacto con la partoculta y mejor de mi mente, que se habíacostumbrado durante treinta años dver mal y oír peor? El caos tanto para e

que cura como para el curado."¿Seguir ciego y sordo y trabajar

Parecía un fraude espantoso, aunque m

egajo estaba recién lavado y planchado

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blanco y limpio."Entonces me retiré."Hice las valijas y huí al dorad

olvido para que la cera increíble se muntara en las orejas más extrañas erribles…

El ómnibus iba por la costa en larde cálida. Unas pocas nubes s

movían delante del sol. Las sombraempañaban la arena y la gente estabendida bajo los parasoles de colores.

Me aclaré la garganta.

 —¿Volverá a ejercer alguna vezdoctor?

 —Estoy ejerciendo.

 —Pero usted acaba de decir…

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 —Ah, oficialmente no, y no coconsultorio y honorarios, no, eso nuncmás —El doctor Brokaw reía e

silencio—. Estoy acosaddolorosamente por el misterio. Es decircómo curé a toda esa gente imponiend

as manos y teniendo los brazos cortadoa la altura del codo. Pero sigmponiendo las manos.

 —¿Cómo? —Esta camisa mía. Usted ha vistoUsted ha oído.

 —¿Cuando venía por el pasillo?

 —Exactamente. Los colores. Lodiseños. Una cosa para ese hombre, otrpara esa muchacha, una tercera para e

chico. Cebras, cabras, relámpagos

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amuletos egipcios. ¿Qué es, qué es, ques?, pregunto. Y contestan, contestancontestan. El Hombre de la Camis

Rorschach."Tengo una docena de camisas com

ésta en casa.

"De muchos colores, todas codibujos diferentes. Una me la diseñJackson Pollock antes de morir. Uso un

camisa por día, o por semana, si larespuestas son hondas, rápidas estimulantes. Entonces, afuera la vieja venga la nueva. ¡Diez millones d

miradas, diez millones de respuestasobrecogidas!

"¿No podría vender estas camisa

Rorschach a algún psicoanalista e

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vacaciones? ¿Probar con los amigos¿Sorprender a los vecinos? ¿Excitar a smujer? No, no. Ésta es mi brom

especial, la más privada y queridaadie debe compartirla. Yo y mi

camisas, el sol, el ómnibus y mil tarde

por delante. La playa espera. ¡Y en ellami gente!

"Así he andado por la costa de est

mundo estival. Aquí no hay inviernoasombroso, sí, no hay invierno ddescontento, parecería, y la muerte es urumor más allá de las dunas. H

caminado a mi ritmo y mi manera venga no más y deje que el viento msacuda la camisa como un velamen qu

ahora vira al norte, al sur o al sudoeste

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 mire cómo se les saltan los ojos, cómmiran de reojo, con malicia, de soslayomaravillados. Y cuando cierta person

dice cierta palabra sobre esos colorempresos en algodón, me paro. Charlo

Camino un rato con esa persona

Escudriñamos el vasto vidrio del marYo le escudriño a escondidas el alma. Aveces andamos horas enteras, una sesió

bastante larga al aire libre. Por lgeneral lleva sólo un día, y como nsaben con quién andan, impunes, se vaodos sin saber que han sido pacientes

Caminan por la orilla obscura hacia umañana más brillante. Detrás de ellos, ehombre ciego y sordo mueve la man

deseándoles bon voyage  y se vuelve

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su casa a devorar cenas felices, animadpor la buena labor realizada.

"O a veces me encuentro a alguie

medio dormido en la arena, y no eposible sacarle afuera los problemapara que mueran a la luz cruda de u

solo día. Entonces, como por accidenteropezamos una semana más tarde

caminamos por la orilla batida por l

marea haciendo lo de siempre; tenemonuestro confesionario ambulante. Porqumucho antes de los sacerdotes, losusurros y los arrepentimientos, lo

amigos caminaban, hablabanescuchaban y en el escuchar-hablar scuraban las respectivas y amarga

desesperaciones. Los buenos amigo

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ntercambian entripados todo el tiempose regalan mutuos desánimos y así sibran de ellos.

"Recolección de desperdicios en ecésped y en la mente. Con la camisbrillante y un bastón con un gancho en l

punta, me dispongo cada día a… limpiaas playas. Tantos, oh, tantos cuerpoendidos allí a la luz. Tantas mente

perdidas en la obscuridad. Trato dcaminar entre ellas sin… atropelladas.Por la ventanilla del ómnibu

entraba un viento fresco y reciente

moviendo un mar de onditas en lcamisa estampada del viejo.

El ómnibus se detuvo.

El doctor Brokaw vio de pront

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dónde estaba y se levantó de un salto. —¡Espere!En el ómnibus todos se volviero

como observando la salida de un astrdel espectáculo. Todos sonrieron.

El doctor Brokaw me sacudió l

mano y corrió. En el extremo delanterdel ómnibus se volvió, pensando cómse había olvidado, y se levantó lo

anteojos obscuros y me miró desdarriba con los débiles ojos de un azunfantil.

 —Usted… —dijo.

Para él era ya una bruma, un sueñpuntillista más allá del horizonte visual.

 —Usted… —dijo en aquell

fabulosa nube de existencia que l

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rodeaba y oprimía, cálida y cercana—usted nunca me dijo. ¿Qué es? ¿Qué es?

Se enderezó desplegando aquell

ncreíble camisa Rorschach en la quflotaban y bullían líneas y coloresiempre cambiantes.

Miré. Pestañeé. Respondí. —¡Un amanecer! —grité.El doctor giró ante este suave golp

amistoso. —¿Está seguro de que no es uatardecer? —preguntó, llevándose lmano a la oreja.

Miré de nuevo y sonreí. Tuve lesperanza de que Brokaw vería msonrisa a mil kilómetros de distanci

dentro del autobús.

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 —No —dije—. Un amanecer. Uhermoso amanecer.

El doctor Brokaw cerró los ojos

digiriendo las palabras. Las manazaocaron el borde de la camisa mecid

por el viento. Asintió con un movimient

de cabeza. Luego abrió los ojos pálidossaludó una vez, y bajó al mundo.

El ómnibus continuó. Miré atrás un

vez.Y allí iba el doctor Brokawavanzando por una playa donde había ufortuito muestrario del mundo, mi

bañistas a la luz cálida.Parecía ir caminando sobre un agu

de gente.

Lo último que vi de él fue que s

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mantenía gloriosamente a flote.

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Enrique Noveno

—¡AHÍ ESTÁ!

Los dos hombres se asomaron. Ehelicóptero se ladeó. Abajo serpenteaba línea de la costa.

 —No. Sólo unas rocas y un poco dmusgo…

El piloto levantó la cabeza, y ehelicóptero remontó vuelo, girando. Lo

blancos acantilados de Dovedesaparecieron. El helicópterdesembocó sobre unas praderas verde

 luego serpenteó hacia adelante y haci

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atrás como una libélula gigantesacudiéndose las sustancias invernalesque le escarchaban las aspas.

 —¡Espera! ¡Ahí! ¡Baja!La máquina descendió; la hierba s

acercó. El segundo hombre, gruñendo

apartó el parabrisas de plástico y comsi necesitara lubricante, bajó con muchcuidado al suelo. Corrió. Perdió e

aliento y aminoró instantáneamentegritando con una voz destempladacontra el viento:

 —¡Harry!

Al oír el grito una forma andrajosechó a correr a tumbos allá arriba.

 —¡No hice nada!

 —¡No es la ley, Harry! ¡Soy yo, Sa

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Welles!El viejo que huía aflojó la carrera,

al fin se detuvo, rígido, en el borde de

acantilado que dominaba el mareniéndose la larga barba con las mano

enguantadas.

Samuel Welles, jadeando, subidificultosamente detrás, pero no lo tocóemiendo que el otro escapase.

 —Harry, maldito tonto. Han pasadsemanas. Tenía miedo de no encontrarte —Y yo tenía miedo de que m

encontraras.

Harry, que había cerrado los ojosos abrió ahora, para mirarsemblorosamente la barba, los guantes

observar luego a su amigo Samuel. All

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estaban, dos viejos, muy grises, mufríos, sobre una elevación de piedrdesnuda en un día de diciembre. S

conocían desde hacía tanto tiempoantos años, que habían intercambiad

expresiones, pasándoselas de una cara

a otra. Las bocas y los ojos de los doeran, pues, similares. Podían haber sidviejos hermanos. La única diferencia s

manifestaba en el hombre que se habídescolgado del helicóptero. Debajo das ropas obscuras asomaba un

colorida camisa hawaiana de sport

Harry trató de no mirarla.De todos modos, ahora los ojos d

os dos estaban húmedos.

 —Harry, he venido a prevenirte.

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 —No es necesario. ¿Por qué creeque me he estado escondiendo? ¿Éste eel último día?

 —El último, sí.Allí se quedaron, inmóviles

pensándolo.

Mañana Navidad. Y ahora en lvíspera, durante la tarde, zarpaban loúltimos barcos. Inglaterra, una piedra e

un mar de niebla y de agua, sería umonumento de mármol erigido a smisma, escrito por la lluvia y enterraden la bruma. A partir de hoy, sólo la

gaviotas serían dueñas de la isla. Yeunio un millón de mariposas se alzarí

como en una celebración y desfilarí

hacia el mar.

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Harry, los ojos clavados en la marede la orilla, habló:

 —¿Al atardecer, todos los malditos

estúpidos, idiotas, locos abandonarán lsla?

 —Algo parecido.

 —Bastante espantoso. Y tú Samuel¿has venido a raptarme?

 —Sería mejor decir a persuadirte.

 —¿A persuadirme? Bendito DiosSam, ¿no hace cincuenta años que mconoces? ¿No puedes imaginar ququisiera ser el último hombre en tod

Bretaña, no, no suena como es debidoen toda Gran Bretaña?

El último hombre en Gran Bretaña

pensó Harry. Señor, escucha. Tocan

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muerto. Es la gran campana de Londreoída a través de todas las lloviznas quhan caído en el tiempo hasta este extrañ

día y esta extraña hora en que el últimoel ultimísimo excepto uno, abandoneste montículo de la raza, este fúnebr

oque de verde, engastado en un mar duz fría. El último. El último.

 —Samuel, escucha. Mi tumba est

cavada. Detesto dejarla atrás. —¿Quién te meterá en ella? —Yo, cuando llegue el momento. —¿Y quién quedará para taparla?

 —Bueno, ahí está el polvo parapar el polvo, Sam. El viento s

ocupará. ¡Sam, Dios! —No querí

hablar y las palabras le estallaban en l

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boca. Le asombraba ver esas lágrimaque saltaban al aire desde los ojopestañeantes—. ¿Qué hacemos aquí

¿Por qué todos los adioses? ¿Por questán los últimos barcos en el Canal y shan ido ya los últimos jets? ¿Dónde v

a gente, Sam? ¡Qué ha pasado, qué hpasado!

 —Bueno —dijo Samuel Welles, co

calma—, es sencillo, Harry. Aquí eiempo es malo. Siempre lo ha sidoadie se atrevía a decirlo porque no s

podía hacer nada. Pero ahora Inglaterr

se acabó. El futuro pertenece…Los ojos de los dos viejos s

movieron juntos hacia el sur.

 —¿A las malditas Islas Canarias?

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 —A Samoa. —¿A las costas brasileñas? —No te olvides de California

Harry.Los dos rieron despacio. —California. Qué lugar divertido. Y

sin embargo, ¿no hay este mediodía umillón de ingleses desde Sacramenthasta Los Ángeles?

 —Y otro millón en Florida. —Dos millones que han bajado eos últimos cuatro años.

Asintieron a las cantidades.

 —Bueno, Samuel, el hombre dicuna cosa. El sol dice otra. De modo quel hombre va hacia el lugar que l

sangre le indica a la piel. Y la sangr

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ahora dice: el Sur. Lo ha estaddiciendo durante dos mil años. Perhacíamos como que no lo oíamos. U

hombre con la primera quemadura de soes un hombre en medio de una nuevaventura amorosa, lo sepa o no. Al fin

se tiende bajo algún vasto cielextranjero y dice a la luz enceguecedoraEnséñame, oh Dios, poco a poco

enséñame.Samuel Welles sacudió la cabezsobrecogido.

 —¡Sigue hablando así y no tendr

que raptarte! —No, el sol puede haberte enseñad

a ti, Samuel, pero no puede enseñarme

mí. Ojalá pudiera. No será divertid

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quedarse aquí solo. ¿No puedconvencerte, Sam, de que te quedes, eviejo par, tú y yo, como cuando éramo

chicos?Harry rozó con aspereza, con afecto

el codo del otro.

 —Dios, me haces sentir como sestuviera abandonando al Rey y a lPatria.

 —No. Tú no abandonas nadaporque no hay nadie aquí. ¿Quiéhubiera soñado, en 1980, cuando éramochicos, que la promesa de un etern

verano haría derramarse un día a JohBull hacia los cuatro rincones demundo?

 —He tenido frío toda la vida, Harry

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Demasiados años poniéndomdemasiados suéteres y nunca bastantcarbón en la carbonera. Demasiado

años en que en el primer día de junio naparecía en el cielo ni siquiera unrendija de azul, ni un olor a heno e

ulio, ni un día seco, y el inviernempezaba el primero de agosto, año traaño. No lo puedo aguantar más, Harry

no puedo. —Ni tienes por qué. Nuestra raza hresistido bien. Todos ustedes se haganado, se merecen este largo retiro

Jamaica, Port-au-Prince y PasadenaDame la mano. ¡Estréchala otra vez! ¡Eun gran momento de la historia! ¡Tú y y

o estamos viviendo, ahora!

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 —Así es, por Dios. —De modo que cuando te hayas ido

Sam, y te hayas establecido en Sicilia

Sidney o Navel Orange, Californiacuéntales este «momento» a los nuevosQuizá te inscriban en una columna. ¿Y

os libros de historia? Bueno, ¿no habrallí media página para ti y para mí, eúltimo que se fue y el último que s

quedó? Sam, Sam, me rompes lohuesos, pero estréchala, fuerte, éste enuestro último apretón.

Se quedaron un rato apartados

adeando, los ojos húmedos. —Harry, ¿vendrás conmigo hasta e

helicóptero?

 —No. Le tengo miedo a ese maldit

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nvento. La idea del sol en este díobscuro puede hacerme subir y volar daquí contigo.

 —¿Qué hay de malo en eso? —¿De malo? Pero Samuel, teng

que defender nuestras costas de l

nvasión. Los normandos, los vikingosos sajones. En los próximos año

recorreré toda la isla a pie, montar

guardia de Dover al norte pasando poos arrecifes de vuelta a Folkestoneaquí de nuevo.

 —¿Hitler invadirá la isla

compadre? —Bien podrían, él y sus fantasma

de hierro.

 —¿Y cómo lucharás contra ellos

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Harry? —¿Crees que ando solo? No. Quiz

encuentre a César en la costa. Le gustab

a costa, de modo que dejó un camino dos. Tomaré esos caminos y ayudadpor los fantasmas de esos invasore

selectos rechazaré a los menos buenosDepende de mí, sí, confiar o desconfiade los fantasmas, elegir o no en toda l

maldita historia de la isla, ¿no es cierto —Así es. Así es.El último hombre giró hacia el norte

hacia el oeste, hacia el sur.

 —Y cuando haya visto que todo estbien, desde este castillo hasta ese faro, uego de escuchar las batallas de arma

de fuego en la embestida de Firth, y d

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ocar por toda Escocia una mísera ácida gaita, todas las semanas de Añ

uevo, navegaré Támesis abajo y all

cada 31 de diciembre, hasta el final dmi vida, el vigía nocturno de Londres, edecir yo, sí, yo, haré la ronda de lo

relojes y tocaré las campanas musicalede las viejas iglesias. Naranjas imones dicen las campanas de Sa

Clemente. Las de Santa Margarita. Lade San Pablo. Haré bailar para ti loextremos de las cuerdas, Sam, y esperque el viento frío que sopla hacia el sur

hacia el viento cálido, donde quiera questés, te mueva algunos pelitos grises eas orejas atezadas.

 —Estaré escuchando, Harry.

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 —¡Escucha algo más! Me sentaré eas cámaras de los Lores y los Comune  discutiré, perdiendo una hora par

ganar la siguiente. Y diré que nunchasta entonces en la historia, tantodebieron tanto a tan pocos, y escuchará

otra vez las sirenas en discos viejos, as cosas trasmitidas por radio antes quos dos hubiéramos nacido.

«Y pocos segundos antes deprimero de enero treparé a la torre deBig Ben y allí me instalaré con loratones mientras la campana anuncia e

cambio del año».«Y en algún sitio, sin duda, m

sentaré en la Piedra de Scone».

 —¡No lo harás!

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 —¿Que no? O en el lugar dondestaba, de todos modos, antes que ldespacharan al sur, a la Summer’s Bay

Y tendré en la mano alguna clase dcetro, una serpiente helada quizáatontada por la nieve en algún jardín d

diciembre. Y me acomodaré en lcabeza alguna corona de papel maché. Yme nombraré amigo de Ricardo, d

Enrique, pariente proscripto de Isabel e Isabel II. Solo en el desierto dWestminster con la momia de Kipling a historia bajo los pies, muy viejo

quizá loco, ¿no podría yo, gobernante gobernado, elegirme a mí mismo rey das islas brumosas?

 —Podrías, ¿y quién habría d

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criticarte? Samuel Welles se acarició lbarba de nuevo, y al fin echó a correhacia la máquina, que esperaba. A

medio camino se volvió para decir: —Santo Dios, acaba de ocurrírseme

Te llamas Harry. ¡Buen nombre para u

rey! —No está mal. —¿Me perdonas que me vaya?

 —El sol lo disculpa todo, SamuelVete a donde él quiere que vayas. —¿Pero perdonará Inglaterra? —Inglaterra está donde está e

pueblo inglés. Yo me quedo con lohuesos viejos. ¡Tú te vas con la carndulce, Sam, la hermosa piel quemad

por el sol, el cuerpo con sangre, vete!

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 —Adiós. —¡Dios sea contigo, también, oh tú

esa brillante camisa amarilla!

Y el viento se metió entre ellos, aunque los dos gritaron más, ningunoyó.

Se saludaron con un ademán Samuel se trepó a aquella máquina qusacudía el aire y flotaba como un

grande y blanca flor del verano.Y el último hombre que habíquedado atrás jadeando y sollozandogimió entre dientes:

 —¡Harry! ¿Odias el cambio? ¿Estácontra el progreso? Tú ves, ¿no everdad?, las razones de todo esto, qu

barcos y jets y aviones y una promesa d

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buen tiempo se lleven a toda la genteEntiendo, sí, entiendo. ¿Cómo puederesistirse cuando un verano etern

espera del otro lado del charco?¡Sí, sí! El viejo lloró y rechinó lo

dientes y se inclinó sobre el borde de

acantilado para sacudirle los puños aavión que desaparecía en el cielo.

 —¡Traidores! ¡Vuelvan!

¡No pueden dejar a la viejnglaterra, no pueden dejar a Pip y Humbug, a Iron Duke y Trafalgar, a lGuardia Montada bajo la lluvia,

Londres ardiendo, con bombas y sirenaque zumban, el nuevo bebé allá arriba eel balcón del palacio, el cortejo fúnebr

de Churchill todavía en la calle, hombre

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odavía en la calle, y César que no hdo al Senado, y unos extraño

acontecimientos esta noche e

Stonehenge! ¿Dejar todo esto, todo estoodo esto?

De rodillas, al borde del acantilado

el último rey de Inglaterra, Harry Smithloraba solo.

El helicóptero se había ido ya

lamado por las islas augustas donde lopájaros cantaban las dulzuras del estío.El viejo se volvió a mirar l

campiña y pensó: pero si es como hac

cien mil años. Un vasto silencio y unvasta soledad y ahora, muy tarde, lacáscaras vacías de las ciudades y el Re

Enrique Noveno, el Viejo Harry.

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Buscó casi a ciegas en la hierba encontró la valija de libros y unos trozode chocolate en un saco, y alzó la Bibli

 Shakespeare y un Johnson con muchahuellas de dedos y un Dickens comuchas huellas de saliva y Dryden

Pope, y se quedó allí, de pie, en ecamino que daba la vuelta a Inglaterra.

Mañana: Navidad. Le deseaba bie

al mundo. Las gentes ya se habíaobsequiado a sí mismas con el sol eodo el globo. Suecia estaba vacíaoruega se había inundado. Nadie viví

a en los climas fríos de Dios. Todos scalentaban en los fuegos continentalede las mejores tierras, con viento

agradables, bajo cielos lácteos. No má

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uchas sólo para sobrevivir. Lohombres, renaciendo mañana comCristo, en lugares meridionales, había

vuelto de veras a un eterno pesebre.Esta noche, en alguna iglesia

pediría perdón por haberlos llamad

raidores. —Una última cesa, Harry. Azul. —¿Azul? —se preguntó a sí mismo.

 —En alguna parte del camino busciza azul. ¿Los ingleses no se pintarocon eso algún día?

 —¡Hombres azules, sí, de la cabez

a los pies! —Nuestro fin es nuestro comienzo

¿eh?

Harry Smith se enjaretó la gorra

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sintiendo el viento frío. Saboreó loprimeros copos de nieve que caíarozándole los labios.

 —¡Oh niño notable! —dijoasomándose a una ventana imaginaria euna dorada mañana de Navidad, viej

renacido y jadeante de alegría—Delicioso niño, ¿cuelga todavía el grapájaro, el pavo, allá en la vitrina de

vendedor de aves? —Allí está ahora colgado —dijo eniño.

 —¡Ve a comprarlo! Vuelve con él

e daré un chelín. ¡Vuelve en menos dcinco minutos y te daré una corona!

Y el muchacho salió corriendo.

Y abotonándose la chaqueta, con lo

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ibros a cuestas, el viejo Harry EbanezeScrooge Julius Caesar Pickwick Pip otros quinientos echó a andar en e

iempo invernal. El camino era largo hermoso. Las olas sonaban comdisparos en la costa. El viento era un

gaita en el norte.Diez minutos después, cuando habí

dejado atrás una colina, cantando, toda

as tierras de Inglaterra parecíapreparadas para recibir a un pueblo qupodía llegar allí algún día próximo de lhistoria…

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La ciudad perdida deMarte

EL GRAN OJO FLOTABA en eespacio. Y detrás de ese ojo, escondiden algún lugar del metal y la maquinaria

había un ojo pequeño, el ojo de uhombre que miraba y no podía dejar dmirar todas las multitudes de estrellas

os aumentos y disminuciones de luz billones de billones de kilómetros ddistancia.

El ojo pequeño se cerró con fatiga

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El capitán John Wilder siguió junto asistema telescópico que sondeaba euniverso y al final murmuró:

 —¿Cuál?El astrónomo que estaba con él dijo —Puedes elegir.

 —Ojalá fuera tan fácil. —Wildeabrió los ojos—. ¿Qué sabemos de esestrella?

 —Alfa-Cisne II. Tamaño y espectrcomo nuestro sol. Sistema planetarioposible.

 —Posible. No seguro. Si elegimo

mal la estrella, Dios ayuda a la gentque enviemos en un viaje de doscientoaños para encontrar un planeta que quiz

no esté ahí. No, Dios me ayude, pues l

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elección final es mía, y bien puedenviarme a mí mismo en este viaje. Asque, ¿cómo podemos estar seguros?

 —No podemos. No nos queda otrcosa que decidirnos por lo máprobable, despachar la nave y rezar.

 —No eres muy alentador. BastaEstoy cansado.

Wilder tocó un conmutador qu

cerró herméticamente el gran ojo, lente-cohete del espacio qucontemplaba fríamente el abismo, veídemasiado y sabía poco, y que ahora n

sabía nada. El laboratorio invisible flota la deriva en una noche infinita.

 —A casa —dijo el capitán—

Volvamos.

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Y el ciego mendicante de estrellagiró en una exhalación de fuego, desapareció.

Las ciudades fronterizas de Martparecían muy hermosas desde arribaMientras descendía, Wilder vio lo

neones sobre las colinas azules y pensóEncenderemos esos mundos a billonede kilómetros de distancia, y los hijo

de las gentes que vivan bajo esas luceen este instante serán inmortales. Musencillo; si triunfamos, tendrán una videterna.

Una vida eterna. El cohetdescendió. Una vida eterna.

El viento que soplaba de la ciuda

fronteriza traía un olor a grasa. E

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alguna parte una máquina tragamonedade aluminio dentado funcionabestrepitosamente. La chatarra se oxidab

en un depósito junto al puerto dcohetes. Unos diarios viejos bailabasolos en la pista ventosa.

Wilder, inmóvil en lo alto deascensor-grúa, tuvo de pronto ganas dno bajar. Las luces se habían convertid

ahora en personas, y ya no eran esapalabras que parecen ocupar toda lmente y pueden ser manejadas coelegante facilidad.

Suspiró. La carga de la gente erdemasiado pesada. Las estrellas estabaambién demasiado lejos.

 —¿Capitán? —dijo alguien, detrás.

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Wilder dio un paso. El ascensobajó. Se hundieron con un chillido muden la tierra muy real con gente real, qu

estaba esperando para que Wildeeligiera.

A medianoche la caja del telegram

silbó y estalló en un mensajproyectado. Wilder, sentado aescritorio, rodeado de cintas y tarjeta

de calculadora, no lo tocó durante uargo rato. Cuando al final sacó emensaje, lo examinó, lo arrugóapretándolo en una mano, lo desarrugó

eyó otra vez:

ULTIMO CANAL LLENÁBASE

SEMANA PRÓXIMA.

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INVÍTASELE FIESTA YATE.HUÉSPEDES DISTINGUIDOS

VIAJE CUATRO DÍAS

BUSCANDO CIUDADPERDIDA. ROGAMOS

RESPUESTA.

I. V. AARONSON

Wilder pestañeó y rió en silencio

Aplastó el papel de nuevo, pero sdetuvo, levantó el tubo del teléfono, dijo:

 —Telegrama a I. V. AaronsonCiudad I, Marte. Respuesta afirmativa

o hay ninguna razón sensata, pergual… afirmativa.

Y colgó el tubo, y se puso

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contemplar esa noche que obscurecíodas las máquinas que susurraban

sonaban acompasadamente, se movían.

El canal seco esperaba.Había estado esperando veinte mi

años, y allí no había sino otra cosa qupolvo, que se filtraba en mareafantasmales.

Ahora, de pronto, el canamurmuraba.

Y ese murmullo se convirtió eaguas que se deslizan acometiendo

rebotando.Como si un enorme puño mecánic

hubiese golpeado las rocas en algun

parte, batiendo el aire y gritand

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«¡Milagro!», una muralla de agua avanzorgullosa y alta—, por los conductos se tendió en todos los lugares secos de

canal y fue hacia antiguos desiertoresecos, sorprendiendo viejos muelles evantando los esqueletos de barco

abandonados treinta siglos antes, cuandel agua se había desvanecido.

La marea dobló un recodo

evantó… un barco nuevo como lmañana misma, con tornillos de platrecién forjados y tuberías de bronce, brillantes banderas nuevas cosidas en l

Tierra. El barco, suspendido del costaddel canal, llevaba el nombre Aaronson I

Dentro del barco, un hombre qu

ambién se llamaba Aaronson sonreía

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El señor Aaronson estaba sentadescuchando las aguas que vivían debajdel barco.

El sonido de un planeador, cada vemás cerca, y de una bicicletmotorizada, cada vez más cerca

entrecortaban el sonido del agua, y en eaire, como convocados con una mágicsincronización, atraídos por e

resplandor de las olas en el viejo canalalgunos hombres-tábanos volaban sobras colinas en máquinas-cohetes,

colgaban suspendidos como si vacilara

ante este encuentro de vidas provocadpor un hombre rico.

Frunciendo el ceño y sonriendo, e

hombre rico llamó a sus hijos, les grit

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ofreciéndoles comida y bebida. —¡Capitán Wilder! ¡Señor Parkhill

Señor Beaumont!

El planeador de Wilder perdialtura.

Sam Parkhill dejó la biciclet

motorizada, pues se había enamoraddel yate a primera vista.

 —¡Dios mío! —exclamó Beaumon

el actor, parte del friso de personas qubailaban en el cielo como abejabrillantes al viento—. He medido mami entrada. Llego temprano. ¡No ha

público! —¡Lo aplaudiré al bajar! —gritó e

viejo, y así lo hizo; luego añadió—

Señor Aikens!

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 —¿Aikens? —dijo Parkhill—. ¿Egran cazador?

Y Aikens se zambulló como par

atraparlos con las asoladoras garras dun halcón. La vida veloz lo había pulid  asentado como una navaja y ahora e

filo de Aikens cortaba el aire, cayendocomo decidido a vengarse de las genteque estaban allá abajo y que no l

habían hecho nada. Un instante antes da destrucción, Aikens tomó altura, chillando apenas se deslizó hasta lpista de mármol. Aikens llevaba u

cinturón, de donde "colgaba un rifleTenía los bolsillos abultados, como uchico que acaba de salir de l

bombonería. Hacía pensar que los habí

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lenado de balas dulces y bombas rarasEn las manos, como un chico malosostenía un arma que parecía un ray

caído directamente del puño de Zeuspero con una marca: Made in U.S.A. Loojos de cristal azul-verde menta era

sorpresas frías en la carne arrugada ennegrecida por el sol. Lucía una blancsonrisa de porcelana, engastada e

endones africanos. El suelo no temblbastante cuando Aikens descendió. —¡El león merodea por las tierra

de Judá! —exclamó una voz desde e

cielo—. ¡Mirad ahora los corderolevados a la carnicería!

 —¡Por el amor de Dios, Harry

cállate! —dijo una voz de mujer.

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Y otros dos cometas agitaron lapropias almas, esa tremenda humanidaal viento.

El hombre rico se mostraba jubiloso —¡Harry Harpwell! —¡Mirad al Ángel de l

Anunciación que nos envía el Señor! —dijo el hombre suspendido en el cielo—Y lo que anuncia es…

 —Está otra vez borracho —suplica mujer, volando delante, sin volver lcabeza.

 —Megan Harpwell —dijo e

hombre rico, como un empresario qupresenta a su compañía.

 —El poeta —dijo Wilder.

 —Y la barracuda, la mujer del poet

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—murmuró Parkhill. —No estoy borracho —gritó e

poeta en el viento, hacia abajo—. Esto

simplemente volado.Y dejó caer tal diluvio de carcajada

que los de abajo casi alzaron las mano

para protegerse.Dejándose caer, como un dragó

gordo de papel de seda, el poeta, cuy

mujer había cerrado herméticamente lboca, se posó zumbando sobre el yateMovió las manos como bendiciendo, es guiñó el ojo a Wilder y a Parkhill.

 —Harpwell —proclamó—. No enombre adecuado para un poetmoderno que sufre en el presente, viv

en el pasado, roba huesos de las tumba

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de viejos dramaturgos, y vuela en estnuevo batidor de huevos y succionadode aire, para depositar sonetos en l

cabeza de ustedes. Compadezco a loviejos santos y ángeles eufóricos que nenían estas alas invisibles para lanzars

evoluciones como la oropéndola y econvulsiones extáticas en el airmientras cantaban versos o s

condenaban al infierno. Pobreespárragos confinados en la tierra, coas alas cortadas. Sólo los genio

volaban. Sólo las Musas conocían e

mareo… —Harry —dijo la mujer, los pies e

ierra, los ojos cerrados.

 —¡Cazador! —exclamó el poeta—

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Aikens! Aquí está la presa más grandde todo el mundo: un poeta en el aireMe desnudo el pecho. ¡Deje volar e

aguijón de la abeja mielera! Bájeme mí, Icaro, si las armas son los rayos desol encendidos en un tubo y liberados e

un solo fuego que escala el cielo convierte sebo, pringue, pabilo y lira esimple papilla. ¡Listo, apunten, fuego!

El cazador, de buen humor, levantel arma.Entonces el poeta lanzó un

carcajada mucho más poderosa

iteralmente expuso el pechdesgarrándose la camisa.

En ese momento llegó la calma, po

a orilla del canal.

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Apareció una mujer caminando. Lcriada iba detrás. No había vehículo a lvista, y parecía casi como si las do

hubieran andado mucho desde lacolinas de Marte y ahora se detuvieran.

La verdadera calma de esa entrad

confirió dignidad y atención a CarCorelli.

El poeta interrumpió el lirismo en e

cielo y aterrizó.Toda la compañía miraba a esactriz que les devolvía la mirada siverlos. Estaba vestida de negro; e

mismo color del pelo obscuroCaminaba como una mujer que hhablado poco en la vida y ahor

estuviera frente a ellos con el mism

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sosiego, como esperando que alguien sadelantara a moverse. El viento le soplel pelo que le caía sobre los hombros

La palidez de la cara era notable. Espalidez, más que los ojos, miraba odos fijamente.

Luego, sin decir una palabra, lmujer bajó al yate y se sentó adelantecomo un mascarón de proa que conoc

su sitio y allí va.El momento de silencio habíconcluido.

Aaronson recorrió con el dedo l

ista impresa de invitados. —Un actor, una hermosa mujer qu

por casualidad es actriz, un cazador, u

poeta, la mujer del poeta, el capitán d

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un cohete, un ex técnico. ¡Todos a bordoEn la popa de la enorme nave

Aaronson extendió los mapas.

 —Señoras y señores —dijo—, estes más que una juerga, una fiesta, unexcursión de cuatro días. ¡Esto es un

búsqueda!Esperó a que las caras de los otro

se iluminaran, como correspondía, y qu

pasaran la mirada de los ojos de él a lomapas, y entonces dijo: —Estamos buscando la fabulos

Ciudad Perdida de Marte, llamada en u

iempo Dia-Sao. La Ciudad Condenadaasí la llamaban. Tenía algo terrible. Lohabitantes huyeron de allí como de l

peste. La Ciudad quedó vacía. Aún sigu

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vacía, siglos después. —En los últimos quince años —dij

el capitán Wilder— hemos completad

as cartas, los mapas y los índiceabulados de cada metro del territorio dMarte. No se puede pasar por alto un

ciudad de ese tamaño. —Es cierto —dijo Aaronson—

ustedes han trazado mapas desde e

cielo, desde los campos, ¡pero desde eagua! ¡Pues los canales estuvierovacíos hasta ahora! De modo quomaremos las nuevas aguas que llena

este último canal e iremos a dondfueron alguna vez los barcos en loviejos tiempos, y veremos las última

cosas nuevas que han de ser vistas e

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Marte. —El hombre rico continuó—: Yen algún lugar de nuestro trayecto, taseguro como el aire que respiramos

encontraremos la más hermosa, la máfantástica, la más terrible ciudad de lhistoria de este viejo mundo. Y

caminando por esa ciudad, ¿quién sabe?descubriremos por qué motivo lomarcianos huyeron dando gritos, com

dice la leyenda, hace diez mil años.Silencio. Luego el poeta estrechó lmano del viejo.

 —¡Bravo! ¡Muy bien!

 —Y en esa ciudad —dijo Aikens, ecazador—, ¿podría haber armas nuncvistas?

 —Muy probable, señor.

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 —Bien —el cazador acunó edisparador de rayos—. Yo estababurrido de la Tierra, he disparado

odos los animales, he salido por faltde presas, y he venido aquí en busca dantropófagos más nuevos, mejores, má

peligrosos, de toda forma o tamañoAhora, además, nuevas armas! ¿Qu

otra cosa se puede pedir? ¡Formidable!

Y dejó caer por la borda el rayo dplata azul, que se hundió en el aguclara, burbujeando.

 —Salgamos de aquí.

 —Sí, es cierto —dijo Aaronson—salgamos de aquí.

Y apretó el botón que botaba el yate

Y el agua se llevó el yate.

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Y la nave avanzó hacia dondapuntaba la quieta palidez de CarCorelli: más allá.

Mientras tanto el poeta abría lprimera botella de champán. El corchsalió con un estampido. Sólo el cazado

no saltó.

El yate navegó regularmente durantel día hasta la noche. Encontraron unaruinas antiguas y cenaron allí y bebieroun buen vino importado a sesentmillones de kilómetros de la Tierra. S

señaló que había viajado bien.Luego del vino llegó el poeta, u

buen rato, y después el sueño a bord

del yate que se desplazaba en busca d

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una ciudad que nadie había encontradhasta entonces.

A las tres de la mañana, inquieto

poco acostumbrado a la gravedad de uplaneta que le tironeaba el cuerpo y no dejaba en libertad de soñar, Wilde

salió a la popa y encontró allí a lactriz.

La mujer estaba contemplando la

aguas que se deslizaban en obscurarevelaciones y apartamientos destrellas.

Wilder se sentó junto a la mujer

pensó una pregunta.En ese silencio, Cara Corelli se hiz

a misma pregunta y la contestó.

 —Estoy aquí en Marte porque n

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hace mucho, por primera vez en mi vidaun hombre me dijo la verdad.

Quizá la actriz esperaba sorprende

a Wilder. Wilder no dijo nada.El barco se movía como sobre un

corriente de aceite silencioso.

 —Soy una mujer hermosa. He sidhermosa toda mi vida. Lo cual significque desde el principio la gente minti

simplemente porque deseaba estaconmigo. Crecí rodeada por las mentirade hombres, mujeres y niños que npodían arriesgarse a desagradarme

Cuando la belleza asoma, el mundiembla.

"¿Ha visto alguna vez a una hermos

mujer rodeada de hombres, los ha vist

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asintiendo, asintiendo? ¿Ha escuchadesas risas? Los hombres ríen dcualquier tontería que diga una muje

hermosa. Se odiarán a sí mismos, spero se reirán, dirán sí cuando es no no cuando es sí.

"Bueno, así fue para mí todos lodías de todos los años. Entre mi person cualquier cosa desagradable había un

multitud de mentirosos. Las palabras desos hombres me vestían de seda."Pero de pronto, oh, no hace más d

seis semanas, ese hombre me dijo un

verdad. Era algo insignificante. No lrecuerdo ahora. Pero no se rió. Nsiquiera sonrió.

"Y cuando todo hubo terminado y la

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palabras estuvieron dichas, supe quhabía ocurrido una cosa terrible.

"Yo estaba envejeciendo.

El yate se mecía suavemente en laondas.

 —Oh, habría nuevos hombres qu

me mentirían sonriéndome otra vez. Pervi los años por delante, en que lBelleza de pies pequeños ya no podrí

golpear el suelo provocando terremotosni hacer de la cobardía una costumbrpara gentes que por lo demás erabuenas.

"¿El hombre? Retiró esa verdaenseguida, cuando vio que me habíchocado. Pero era demasiado tarde

Compré un billete de ida a Marte

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Cuando llegué, la invitación dAaronson me trajo a este nuevo viajque terminará… quién sabe dónde.

Wilder descubrió que mientraescuchaba se había acercado tomándola mano a la actriz.

 —No —dijo ella, apartando la man—. Nada de palabras. Nada dcontactos. Nada de compasión. Nada d

autocompasión-sonrió por primera ve—. ¿No es extraño? Siempre pensé qusería hermoso, un día, escuchar lverdad, quitarse la máscara. Qu

equivocada estaba. No es naddivertido.

La mujer se sentó a contemplar la

aguas negras y revueltas. Cuando se l

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ocurrió mirar de nuevo, unas horas máarde, el asiento de al lado estaba vacío

Wilder se había ido.

El segundo día, dejando que lanuevas aguas los llevaran a donde ella

quisieran, navegaron hacia una elevadhilera de montañas y almorzaron, dpaso, en un viejo santuario y cenaron esnoche en otra ruina. No se habló muchde la Ciudad Perdida. Estaban segurode que no aparecería nunca.

Pero el tercer día, sin que nadi

dijera nada, sintieron la cercanía de unvasta Presencia.

El poeta fue quien al fin lo expres

con palabras.

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 —¿Está Dios en alguna partcanturreando despacito?

 —Qué ridículo eres —le dijo s

mujer—. Parece que no pudieras hablacon naturalidad ni siquiera cuandchismeas.

 —¡Diablos, escuchen! —exclamó epoeta.

Entonces escucharon.

 —¿No sienten como si estuvieran as puertas del horno de una cocingigantesca, como si dentro, en algunparte, confortablemente caliente, con la

manazas enguantadas de harina, olienda maravillosas tripas y milagrosavísceras, ensangrentado y orgulloso d

a sangre, Dios cocinara en alguna part

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a cena de la Vida? En ese sol como uncaldera, borbotea un caldo para que lvida florezca en Venus; en esa cuba

bulle un caldo de huesos y corazónervioso para animales de planetadesaparecidos hace diez billones d

años-luz. ¿Y no está Dios contento dsus fabulosas obras en la gran cocina deUniverso, donde ha preparado el men

de una historia de festines, hambrunasmuertes y nuevas germinaciones durantun billón de billones de años? Tóquensos huesos. Este canturreo, ¿no le

sacude la médula? Por lo demás, Diono sólo canturrea: canta en loelementos. Danza en las moléculas. L

eterna celebración nos conmueve. Ha

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El yate entró en un túnel.El túnel entraba en una montaña.Y allí estaba la Ciudad.

Era una ciudad dentro de unmontaña con praderas alrededor y ucielo de piedra encima, extrañament

coloreado e iluminado. Y había estadperdida y había seguido perdida por lsimple razón de que la gente habí

ratado de descubrirla volando desenmarañando caminos, mientraodos los canales que llevaban a l

ciudad seguían esperando a que lo

simples caminantes los recorrieracomo alguna vez los había recorrido eagua.

Y ahora el yate lleno de gent

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extraña de otro planeta tocaba un antigumuelle.

Y la Ciudad se conmovió.

En los viejos tiempos, las ciudadeestaban vivas o muertas segúestuvieran habitadas o no. Era así d

sencillo. Pero en los últimos tiempos da vida de la Tierra o Marte, la

ciudades no morían. Dormían. Y e

fantasiosas cavilaciones y ovilladosueños, recordaban cómo habían sidantes o cómo podían ser otra vez.

Así, cuando uno por uno, lo

miembros del grupo bajaron adesembarcadero, sintieron la presencide un verdadero personaje: la oculta

aceitada, metálica y brillante alma de l

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ocultándose en la pared.Aaronson dio un paso adelante

Wilder se movió para detenerlo

Aaronson suspiró. —Capitán, nada de consejos, po

favor. Nada de advertencias. Nada d

patrullas de avanzada para espantar os villanos. La Ciudad quiere qu

entremos. Nos da la bienvenida. No va

maginarse usted que hay alguien vivahí dentro, ¿verdad? Es un lugar robotY no ponga cara de pensar que es unbomba de tiempo. ¿Hace cuánto? Veint

siglos, que no conoce juegos ndiversiones. ¿Lee usted los jeroglíficomarcianos? Esa piedra angular. L

Ciudad fue construida por lo menos hac

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mil novecientos años. —Y abandonada —dijo Wilder. —Lo dice como si hubiera caído un

peste sobre ella… —Una peste no —Wilder se agit

ncómodo, sintiendo que la balanza de

suelo se le movía bajo los piespesándolo—. Algo. Algo…

 —¡Vamos a buscarlo! ¡Adentr

odos! Solos y en parejas, los habitantede la Tierra franquearon el umbraWilder fue el último. Y la Ciudad tuvmás vida.

Los techos de metal de la ciudad sabrieron como pétalos.

Las ventanas temblaron abriéndos

como párpados, y miraron.

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Un río de aceras murmuró y les lavsuavemente los pies; arroyuelomecánicos que centelleaban por toda l

Ciudad.Aaronson observó complacido la

marcas metálicas.

 —¡Bueno, gracias a Dios, me hquitado un peso de encima! Yo iba nvitarlos a un picnic a todos ustedes

Pero ahora dejo el asunto en manos da Ciudad! ¡Los encuentro aquí de vueltdentro de dos horas y compararemonuestras notas! Adelante.

Y diciendo esto saltó a la móvialfombra de plata que se lo llevvelozmente.

Wilder, alarmado, se adelantó par

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seguirlo. Pero Aaronson, jovial, le gritó —¡Venga, el agua está deliciosa!Y el río de metal los arrebató

ondulando.Y uno a uno fueron entrando en l

acera móvil. Parkhill, el cazador, e

poeta y su mujer, el actor y luego lmujer hermosa y la criada. Flotabamisteriosamente como estatuas e

fluidos volcánicos, que los llevaban alguna parte, o a ninguna parte, npodían saberlo.

Wilder saltó. El río lo tom

suavemente por los zapatos, y Wildeanduvo por las avenidas y los recodode los parques y los fiordos de lo

edificios.

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Y detrás, el desembarcadero y lapuertas quedaron desiertos. No habíninguna huella. Era casi como si n

hubiesen estado nunca allí.Beaumont, el actor, fue el primero e

abandonar el sendero móvil. Le llamó l

atención un determinado edificio. Y, lsupo después, había saltado y se habíacercado, husmeando.

Sonrió.Porque ahora sabía dónde estaba, causa del olor que salía del edificio.

 —¡Lustrador de bronces, Dios mío

 esto significa una sola cosa!Un teatro.Puertas de bronce, barandillas d

bronce, aros de bronce en cortinas d

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erciopelo.Beaumont abrió la puerta de

edificio y entró. Husmeó y lanzó un

fuerte carcajada. Sí. Ni un cartel ni unuz, sólo el olor, la química especial dos metales y el polvo libre de un milló

de entradas rotas.Y sobre todo… escuchó. El silencio —El silencio que espera. No hay e

el mundo otro silencio así. Sólo en loeatros. Las partículas mismas del airse excitan ahí en la espera. Las sombrase sientan y contienen el aliento

Bueno… listo o no… allá voy…El vestíbulo era un fondo marino d

erciopelo verde.

El teatro mismo: un fondo marino d

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erciopelo rojo, sólo obscuramentpercibido cuando abrió las puertadobles. En algún lugar, más allá, habí

un escenario.Algo se estremeció como un

enorme bestia. La respiración del acto

a había soñado viva. El aire de la bocentreabierta movía el telón a treintmetros de distancia plegándolo

desplegándolo suavemente en lobscuridad, como alas inmensas.Vacilando, el actor dio un paso.Una luz empezó a aparecer en tod

el alto cielo raso donde un cardumen dmilagrosos peces prismáticos nadabasobre sí mismos.

La luz oceánica jugaba en toda

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partes. El actor se quedó de pronto sialiento.

El teatro estaba colmado de gente.

Había mil personas inmóvilessentadas en la falsa obscuridad. Ecierto, eran pequeñas, frágiles, más bie

obscuras, usaban máscaras plateadaspero eran… personas.

El actor supo, sin preguntarlo, qu

habían estado sentadas allí durante diemil años.Sin embargo no estaban muertas.Estaban… tendió una mano. Golpe

con la punta de los dedos la muñeca dun hombre sentado junto al pasillo.

La mano tintineó suavemente.

Tocó el hombro de una mujer

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Repicó. Como una campana.Sí, habían esperado algunos miles d

años. Pero las máquinas tienen l

propiedad de saber esperar.El actor dio otro paso y qued

petrificado.

Un suspiro había pasado por lmultitud.

Era como el sonido primero y lev

de un niño recién nacido poco antes dese momento en que realmente succionabala y se sacude la gimiente sorpresa destar vivo.

Mil suspiros semejantes sdesvanecieron en las cortinas derciopelo.

Debajo de las máscaras, ¿no habí

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mil bocas abiertas?Dos se movieron. Beaumont s

detuvo.

Dos mil ojos pestañearon en lobscuridad de terciopelo.

Beaumont se movió de nuevo.

Mil cabezas silenciosas giraron eos dientes de las ruedas, antiguas per

bien aceitadas.

Lo miraron.Un frío inextinguible invadió aactor.

Se volvió para correr.

Pero los ojos no lo soltaron.Y desde el foso de la orquesta

música.

El actor miró y vio, levantándos

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entamente, un enjambre de instrumentosodos extraños, todos de forma

grotescamente acrobáticas, que era

rasgueados, soplados, tocados masajeados afinadamente.

El público, con un movimiento

volvió la mirada al escenario.Una luz relampagueó. La orquest

anzó un sonoro acorde de fanfarrias.

El telón rojo se entreabrió. Ureflector se clavó en el centroresplandeciendo sobre un estrado vacídonde había una silla vacía.

Beaumont esperó. —No apareciningún actor.

Un movimiento. Varias manos s

evantaron a derecha e izquierda. La

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manos se juntaron, prorrumpiendo en uaplauso suave.

La luz del reflector salió entonce

del escenario y deambuló por el pasilloLas cabezas del público s

volvieron siguiendo el vacío fantasm

de la luz. Las máscaras centellearosuavemente. Los ojos resplandecierodetrás de las máscaras, con un cálid

color.Beaumont retrocedió.Pero la luz se acercab

constantemente. Pintaba en el piso u

cono romo de blanco puro.Y se detuvo, picoteando, a los pie

del actor.

El público se volvió, aplaudi

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odavía más. El teatro resonó, rugiórebotó en una marea incesante daprobación.

Todo se disolvía dentro dBeaumont, pasando del frío al calor. Ssentía como si lo hubieran echad

desnudo bajo un chaparrón de veranoLa tormenta lo lavaba con gratitud. Ecorazón le saltaba en grandes latido

compulsivos. Los puños se le ibasolos. El esqueleto se le aflojó. Esperun momento más largo, con la lluviempapándole las mejillas levantadas

agradecidas y martilleándole lopárpados hambrientos, que sestremecían cerrándose, y entonces s

vio a sí mismo, como un fantasma en u

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muro almenado, llevado por una lufantasmal, que se asomaba, caminaba, sdeslizaba, moviéndose por el declive

bajando hacia una hermosa ruina, ya ncaminando sino dando zancadas, ndando zancadas sino corriendo a tod

velocidad, y las máscaras que brillabanos ojos encendidos de deleite

fantástica acogida, las manos qu

volaban en el aire agitado en un vuelrecto de tiro de rifle con alas de palomaSintió que los zapatos le tropezaban coos escalones. El aplauso se cerr

apagándose.Beaumont sintió un nudo en l

garganta. Después subió lentamente lo

peldaños y se detuvo a la luz mientras u

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millar de máscaras se clavaban en él dos mil ojos observaban, y se sentó ea silla vacía, y el teatro se obscureci

odavía más y la inmensa respiración devientre-hogar salió suavemente por lagargantas de metal de lira, y sólo se oy

el sonido de una colmena mecánica qufuncionaba alimentada con almizclmecánico en la obscuridad.

Beaumont se tomó de las rodillas. Sdejó ir. Y al final dijo: —«Ser o no ser»… El silencio er

absoluto.

 Ni una tos. Ni un movimiento. Ni ususurro. Ni un parpadeo. Todo erespera. Perfección. El público perfecto

Perfecto, por siempre jamás. Perfecto

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Perfecto.Beaumont echó las palabra

entamente en aquel estanque perfecto

sintió cómo las olitas silenciosas sdispersaban y desaparecían. —… «éses el problema».

El actor hablaba. El públicescuchaba. Beaumont sabía que nunca ldejarían irse. Lo derrotaría

nsensiblemente con el aplauso. Sdormiría con el sueño de un niño y sevantaría para hablar de nuevo. Tod

Shakespeare, todo Shaw, todo Moliere

cada trozo, migaja, terrón, piezapedazo. ¡El mismo en el repertorio! Sevantó para terminar.

Entonces, pensó: ¡Entiérrenme

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Cúbranme! ¡Húndanme profundamente!Obediente, el alud bajó la montaña.

Cara Corelli encontró un palacio despejos.

La criada se quedó afuera.

Y Cara Corelli entró.Mientras caminaba por un laberintoos espejos le llevaron un día, luego un

semana, luego un mes, luego un añouego dos años de la cara.

Era un palacio de espléndidas consoladoras mentiras. Era como se

oven una vez más. Era estar rodeadpor todos aquellos altos y brillantehombres espejos que nunca más en l

vida le dirían la verdad.

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Cara caminó hasta el centro depalacio. En el momento en que se detuvse vio a sí misma a los veinticinco años

en cada uno de los altos y relucienteespejos.

Se sentó en el medio del brillant

aberinto. Resplandecía de felicidad.La criada esperó afuera, quizá un

hora. Y después se fue.

Aquel era un sitio obscuro coformas y tamaños aún no vistos. Olía ubricante, sangre de lagartos antiguo

con dientes de engranajes y ruedasendidos y silenciosos en la obscuridad

esperando.

Una puerta titánica se desliz

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ruidosamente como una cola blindadbarriendo el piso, y Parkhill se encontren el viento bien aceitado que soplab

alrededor. Se sintió como si alguien lhubiera aplastado una flor blanca sobra cara. Pero era sólo la súbita sorpres

de una sonrisa.Las manos vacías le colgaban a lo

ados y se adelantaban en ademane

mpulsivos y del todo inconscientesMendigaban el aire. Así, chapoteando esilencio, se dejó ir al Garaje, Depósitde Máquinas, Taller de Reparaciones,

o que fuera.Y lleno de santo deleite y de un

santa y no santa alegría infantil ante tod

o que veía ahora, dio unos pasos y s

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volvió lentamente.Porque hasta donde alcanzaban lo

ojos, había vehículos.

Vehículos que corrían por el sueloVehículos que volaban por el aireVehículos que tenían las rueda

preparadas para ir en cualquiedirección. Vehículos de dos ruedasVehículos de tres, cuatro, seis, och

ruedas. Vehículos que parecíamariposas. Vehículos que parecíaantiguas bicicletas motorizadas. Habíallí tres mil en hilera, cuatro mil qu

brillaban, preparados. Había otros mivolcados, las ruedas al aire, las vísceraexpuestas, esperando que los repararan

Otros mil encaramados en montacarga

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como arañas, los amados reversos a lvista, y los discos, tubos, engranajentrincados, delicados, necesitaban qu

os tocaran, los destornillaran, lepusieran válvulas nuevas, cablenuevos, los aceitaran, los lubricara

delicadamente…A Parkhill le picaban las palmas d

as manos.

Caminó a través del prístino olor dos charcos de aceite entre los muertos os que esperaban la resurrección

reptiles mecánicos blindados, antiguo

pero nuevos, y cuanto más los mirabmás le dolía la boca de tanto sonreír.

La Ciudad era una ciudad cabal,

hasta cierto punto se mantenía a s

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misma. Pero en algunos casos lamariposas más raras de telarañmetálica, aceite gaseoso y sueño

osados caían por tierra; las máquinaque reparaban las máquinas envejecíanenfermaban, se deterioraban. Allí estab

entonces el Garaje de las Bestias, esoñoliento Depósito de Huesos dElefante donde unos dragones d

aluminio arrastraban las almas oxidadasesperando que hubiese quedado algunpersona viva entre tanto metal activpero muerto, y que esa person

enderezara las cosas. Un Dios de lamáquinas que dijera: ¡Tú, ascensorLázaro, levántate! ¡Tú, planeador

resucita! Y ungiéndolos con aceite d

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eviatán, les diera unos golpecitos dlave inglesa y los enviara hacia un

vida casi eterna en el aire y los sendero

de mercurio.Parkhill anduvo entre noveciento

hombres y mujeres robots destruidos po

simple corrosión. Él los curaría deóxido.

Ahora. Si empezaba ahora, pens

Parkhill, enrollándose las mangas contemplando un corredor de un buekilómetro de largo, con máquinas quesperaban el taller, el montacargas, e

ascensor, el almacenamiento, el tanqude aceite y un manojo de herramientadesparramadas que brillaban listas par

que él las empuñara; si empezaba ahora

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podía abrirse camino hasta al final dreinta años de trabajo gigantesco

continuo, ¡de accidentes, choques

reparaciones!Un billón de pernos que ajustar. ¡U

billón de motores que reparar! Un billó

de tripas de hierro para meterse debajocomo un huérfano poderoso, chorreandaceite, solo, solo con los siempr

hermosos inventos, pertrechos milagrosos dispositivos que nuncrespondían, y se sacudían zumbandcomo pájaros.

Las manos de Parkhill quedaron esuspenso sobre las herramientas. Tomuna llave inglesa. Encontró un carrit

bajo de cuarenta ruedas. Se tendió en e

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carrito. Bogó por el garaje en una larg  silbante recorrida. El carrito s

precipitó hacia adelante.

Parkhill desapareció debajo de ugran coche de algún modelo antiguo.

Fuera de la vista, se lo podía oí

rabajar en las tripas de la máquinaTendido de espaldas, le hablabcontinuamente. Y cuando al fin l

palmeó despertándola a la vida, lmáquina le respondió.

Los senderos de plata corría

siempre a alguna parte.Hacía miles de años que corría

vacíos, llevando sólo polvo a destino

remotos, entre los edificios soñadores

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altos.Ahora, en una acera móvi

Aaronson viajaba como una estatu

envejecida.Y cuanto más lo impulsaba e

camino, más rápidamente se mostraba l

Ciudad, más edificios pasaban, máparques surgían a la vista, más se ldesvanecía la sonrisa a Aaronson. D

pronto le cambió el color de la cara. —Un juguete —se oyó murmurar. Emurmullo era antiguo—. Otro —y aqua voz de Aaronson era tan baja qu

desapareció—… sólo otro juguete.Un superjuguete, sí. Pero la vida d

Aaronson estaba llena de juguete

semejantes y siempre había sido así. S

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no era alguna máquina tragamonedas era que entregaba mercancías del tamañ

siguiente o un tocadiscos estereofónic

con altoparlantes elefantiásicos. Luegde toda una vida de manejar el papel dija metálico, sentía los brazos gastado

hasta el hueso, y los dedos eran simplebotones. No, no tenía manos ni muñecasAaronson, el Niño-Foca! Las tonta

aletas aplaudían a una ciudad que era, erealidad, nada más y nada menos quuna máquina tragamonedas de tamañeconómico, y que graznaba con un

respiración idiota. ¡Y él conocía lcanción! Que Dios los ayudara. Éconocía la canción.

Pestañeó sólo una vez.

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Un párpado interior bajó como acerfrío.

Se volvió y anduvo por las agua

plateadas de la acera.Encontró un río móvil de acero qu

o llevó de vuelta a las Grandes Puertas

En el camino se encontró con lcriada de la Corelli, que andaba perdiden su propia corriente de plata.

En cuanto al poeta y su mujer, lbatalla permanente que librabadespertaba ecos en todas partes

Gritaron por treinta avenidas, hicierocrujir los vidrios de doscientas tiendasbatieron las hojas de setenta variedade

de arbustos y árboles en los parques,

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sólo callaron ahogados por la cercaníde un estruendoso surtidor que lanzabal aire metropolitano una andanada d

claros fuegos artificiales. —La cosa es —dijo la mujer

puntuando una de las respuestas má

sucias del poeta— que sólo has venidpara meterle mano a la mujer mápróxima y rociarle los oídos con ma

aliento y peores versos.El poeta murmuró una palabrota. —Eres peor que el actor —dijo l

mujer—. Siempre lo mismo. ¿No puede

callarte nunca? —¿Y tú? —gritó el poeta—. Ah

Dios, estoy hecho una pasta por dentro

Cállate, mujer, o me arrojo a la fuente!

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 —No. Hace años que no te bañasEres el cerdo del siglo! ¡Tu retrat

adornará el mes próximo el Anuario de

Porquerizo! —¡Esto es ya lo último!Las puertas se golpearon en u

edificio.La mujer retrocedió y golpeó la

puertas con los puños. Las puerta

estaban cerradas. —¡Cobarde! —chilló—. ¡Abre!Una palabrota llegó rebotando

débil.

 —Ah, escucha este dulce silencio —susurró, en la obscuridad que era com

un caparazón.

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Harpwell se encontró en unconsoladora vastedad, en un edificiamplio como un vientre, sobre el qu

pendía una marquesina de purserenidad, un vacío sin estrellas.

En el centro de ese recinto que er

aproximadamente un círculo de sesentmetros, había un dispositivo, unmáquina. La máquina tenía diales

reóstatos, conmutadores, un asiento y uvolante. —¿Qué clase de vehículo es éste

—susurró el poeta, pero se acercó más

se inclinó para tocar—. Cristcrucificado y compasivo, ¿a qué huele¿A sangre y nuevas tripas? No, porqu

está limpia como la camisa de un

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virgen. Sin embargo me da en la narizViolencia. Simple destrucción. Sientque ese maldito esqueleto tiembla com

un nervioso mastín de raza. Está llena dcosas. Probemos un poco.

Se sentó en la máquina.

 —¿Qué es lo que toco primero¿Esto?

Movió un conmutador.

La máquina sabueso de loBaskerville gimió como un perrdormido.

 —Buena bestia.

 —El poeta tocó otro conmutador. —¿Cómo te va, animal? Cuando e

maldito invento está en plena marcha

¿adónde va? No tienes ruedas. Bueno

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sorpréndeme. Yo me atrevo.La máquina se estremeció.La máquina dio un salto.

Corrió. Se precipitó.El poeta se aferró al volante. —¡Santo Dios!

Porque estaba ahora en una carretercorriendo velozmente.

El aire lo inundaba. Arriba, el ciel

relampagueaba con colores fugitivos.El velocímetro marcaba cien, cientveinte.

Y la carretera extendía su cinta, se l

acercaba como un relámpago. Ruedanvisibles chasqueaban y resonaban e

un camino cada vez más irregular.

A lo lejos, adelante, apareció u

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coche.Corría velozmente. Y… —¡Viene por la mano que no l

corresponde! ¿Lo ves, mujer? La que ne corresponde.

Recordó entonces que su mujer no l

acompañaba esta vez.Estaba solo en un coche que corrí

—ahora a ciento cincuenta kilómetro

por hora— hacia otro coche que sacercaba a una velocidad parecida.Hizo girar el volante.El vehículo se desplazó a l

zquierda.Casi instantáneamente el otro coch

hizo un movimiento compensatorio y s

corrió a la derecha.

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 —Ese maldito estúpido, en quandará pensando… ¿dónde está econdenado freno?

Harpwell buscó con el pie en episo. No había freno. Extraña máquinarealmente. Corre todo lo rápido que un

quiera, ¿pero cómo se detiene¿Disminuye sola la velocidad? No habífrenos. Nada más que… aceleradores.

Toda una serie de botones redondoen el piso, que aumentaban la potencidel motor.

Ciento cincuenta, ciento ochenta

doscientos kilómetros por hora. —¡Santo Dios! —chilló Harpwel

—. ¡Vamos a chocar! ¿Qué te parece

muchacha?

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muerto.Estuvo muerto un largo rato.Después abrió un ojo.

Sintió el lento brasero debajo dealma. Sintió que el agua burbujeante salzaba, a las alturas de su propi

espíritu, como una infusión de té. —Estoy muerto —dijo—, pero vivo

¿Ves todo esto, mujer? Muerto per

vivo.Se encontró sentado en el vehículoieso.

Estuvo allí sentado durante die

minutos pensando en todo lo que habíocurrido.

 —Veamos —cavilaba—. ¿No fu

nteresante, por no decir, fascinante

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¿Por no decir casi regocijante? Mrefiero, desde luego, a que me sacó todde adentro, me hizo salir el alm

emerosa por una oreja para metérmelpor la otra, me cortó el aliento y mdesgarró las entrañas, me rompió lo

huesos y me sacudió el cerebro, peropero, pero, mujer, pero, pero, pero, mquerida y dulce Meg, Meggy, Megan, m

gustaría que hubieses estado, te hubiersacudido la nicotina de esos pulmoneuyos de burra y te hubiese molido en euétano el moho sepulcral de l

mezquindad. Veamos ahora, mujerechemos una mirada a Harpwell-mimarido-el poeta.

Movió las perillas.

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Aporreó el poderoso motor. —¿Probamos otra diversión

¿Probamos otra aguerrida excursión d

picnic? Vamos.Y puso el coche en marcha.Casi enseguida, el vehículo corría

ciento ochenta y luego a doscientoveinte kilómetros por hora.

Casi enseguida apareció adelante e

coche opuesto. —Muerte —dijo el poeta—. ¿Estásiempre ahí, entonces? ¿Andarondando? ¿Este es el lugar dond

buscas? ¡Probemos tu coraje!El coche corría a toda velocidad. E

otro coche se precipitaba como u

bólido.

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El poeta dobló a la otra pista.El otro coche lo siguió, avanzand

hacia la Destrucción.

 —Sí, ya veo, bueno, ahora así —dijo el poeta.

Y movió una perilla y apretó otr

acelerador.En el instante antes del choque, lo

dos coches se transformaron. Envuelto

en velos ilusorios, se convirtieron eets en el momento de despegar. Con uchillido, los dos  jets  arrojaron llamasdesgarraron el aire, gimieron al pasar l

barrera del sonido, en una sucesión dexplosiones que culminaron en otra, lmás poderosa de todas, cuando las do

balas chocaron, se fundieron, s

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entretejieron, entrelazaron sangre, ment negrura eterna, para caer luego en un

red de medianoche, extraña y apacible.

Estoy muerto, pensó Harpwell dnuevo.

Y es agradable, gracias.

Se despertó sintiendo una sonrisa ea cara.

Estaba sentado de nuevo en e

vehículo.Dos veces muerto, pensó, y cada vese sentía mejor. ¿Por qué? ¿No ecurioso? Raro y más que raro. Rarísimo

Aporreó de nuevo el motor.¿Qué sería esta vez?¿Una locomotora? se preguntó. ¿Po

qué no un tren negro y ruidoso de lo

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iempos primitivos?Y él, un maquinista, no se detenía. E

cielo vacilaba y las pantallas de cine

o que fuesen arremetían con rápidamágenes de humo y un silbato de vapo una rueda enorme dentro de una rued

en una vía tortuosa, y la vía que trepabpor las colinas y allá lejos, de lo alto da montaña, otro tren que llegaba, negr

como una manada de búfalos, arrojandvolutas de humo, por las mismas vías, emismo camino, viniendo al encuentro dun fantástico accidente.

 —Ya veo —dijo el poeta—Empiezo a ver. Empiezo a saber qué eesto y para qué les sirve a las gente

como yo, los pobres y errantes idiotas

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confusos y engañados quizá por sumadres apenas salieron al mundoabrumados por la culpa cristiana

enloquecidos por la necesidad ddestrucción, y recogiendo aquí un magrsalario de heridas y allá de cicatrices,

más allá un mayor agravio portátil eforma de mujer, pero hay algo seguroqueremos morir, queremos que no

maten y aquí está lo adecuado, en unforma de pago conveniente y rápido. ¡Dmodo que paga, máquina, distribuyedulce y encantador invento! ¡Arrebata

muerte! Soy tu hombre.Y las dos locomotoras s

encontraron y treparon una sobre otra

Subieron por una negra escala d

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explosión, movieron y entrecruzaron lopistones y se embadurnaron las lustrosabarrigas de negro y se frotaron la

calderas, y sacudieron bellamente lnoche en un solo remolino de metralla lamas. Luego las locomotoras, en un

pesada danza de rapto, se abrazaron fundieron con violencia y pasiónhicieron una monstruosa reverencia

cayeron de la montaña y tardaron miaños en llegar al fondo de los pozorocosos.

El poeta despertó e inmediatament

omó las palancas. Canturreaba entrdientes, aturdido. Entonaba cancionedisparatadas. Le relampagueaban lo

ojos. El corazón le latía rápidamente.

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 —¡Más, más, ahora lo veo, ahora so que debo hacer, más, más, por favor

oh Dios, más, pues la verdad m

iberará!Pisó tres, cuatro, cinco pedales.Manoteó seis conmutadores.

El vehículo era auto-el-locomotoradeslizador-proyectil-cohete.

El poeta corría, echaba vapor, rugía

se remontaba, volaba. Los cocheatropellaban. Las locomotoraacometían. Los  jets  atacaban. Locohetes silbaban.

Y en una descabellada orgía de trehoras, Harpwell chocó con trescientoautos, se encontró con veinte trenes, hiz

volar diez deslizadores, estalla

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cuarenta proyectiles, y en la lejanía deespacio, en una ceremonia final entregel alma gloriosa junto con un cohet

nterplanetario que iba a trescientos mikilómetros por hora, chocó con umeteoro de hierro, y se fue lindamente a

nfierno.En conjunto, Harpwell calculó qu

había sido destrozado y reconstituido e

unas escasas y breves horas poco menoque quinientas veces.Cuando todo terminó, se qued

sentado sin tocar el volante, los pie

ejos de los pedales.Luego de media hora de esta

sentado allí, Harpwell empezó a reírse

Echó la cabeza hacia atrás y lanzó grito

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de guerra indios. Se levantó, sacudienda cabeza, más borracho que nunca

verdaderamente borracho ahora, y sup

que así estaría siempre, y que nunca mánecesitaría beber.

He sido castigado, pensó, realment

castigado al final. Realmente herido afinal, y herido bastante, una y otra vezde modo que nunca más necesitaré qu

vuelvan a herirme, nunca más necesitarser destruido, nunca más tendré quaceptar otro insulto, ni recibir otrherida ni solicitar un agravio. Dio

bendiga el genio del hombre y a lonventores de estas máquinas, gracias as cuales el culpable puede pagar

quedar al fin libre del obscuro albatro

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 de la carga terrible. Gracias, Ciudadgracias, viejo planeador de almanecesitadas. Gracias. ¿Y cuál es l

salida?Una puerta se abrió.La mujer de Harpwell estab

esperándolo. —Bueno, aquí estás —le dijo—. Y

odavía borracho.

 —No —contestó el poeta—Muerto. —Borracho. —Muerto, bellamente muerto po

fin. Lo cual significa, libre. No tnecesito más, querida Meg, MeggyMegan. Tú también quedas liberada

como una espantosa conciencia. Vete

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perseguir a algún otro, muchacha. Ve destruir. Te perdono los pecados que hacometido conmigo, porque al fin yo m

he perdonado también. Me he soltaddel anzuelo cristiano. Soy el muertquerido y errante, que por fin pued

vivir. Ve y haz lo mismo, oh señoraDentro de ti. Sé castigada y libératePlasta la vista, Meg. Adiós.

Harpwell se alejó. —¿Adónde crees que vas? —gritó lmujer.

 —Bueno, salgo a la vida y a l

sangre de la vida, feliz al fin. —¡Vuelve aquí! —chilló la mujer. —No puedes detener a los muertos

pues van y vienen por el universo

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felices como niños en el campo obscuro —¡Harpwell! —rebuznó ella—

Harpwell!

Pero Harpwell se había metido en urío de metal plateado.

Y dejó que el amado río se l

levara riendo, hasta que las lágrimas lbrillaron en las mejillas, cada vez máejos del chillido y el rebuzno y el grit

de aquella mujer, ¿cómo era que slamaba?, no importa, que habíquedado allá atrás, que habídesaparecido.

Y cuando llegó a la Puerta caminó o largo del canal en el hermoso día

encaminándose a las ciudades lejanas.

En ese momento, iba cantando toda

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as viejas canciones que había oído a ledad de seis años.

Era una iglesia. No, no era una iglesia.Wilder dejó que la puerta se cerrara

Se quedó de pie en la obscuridad da catedral, esperando.El cielo raso, si había cielo raso

respiraba en un gran suspenso, flotaballá arriba, inalcanzable.

El piso, si había piso, era sólo algfirme, debajo. Era negro, también.

Y entonces aparecieron las estrellasEra como aquella primera noche de lnfancia, cuando su padre lo habí

sacado de la ciudad, llevándolo a un

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colina donde las luces eléctricas npodían empequeñecer el Universo. Yhabía mil, no, diez mil, no, diez millone

de billones de estrellas que colmaban lobscuridad. Las estrellas eramultifacéticas y brillantes, y era

ndiferentes. Ya entonces lo supo: erandiferentes. Si respiro o no respiro, s

vivo o muero, es indiferente para eso

ojos que miran desde todas partes.Y había tomado la mano del padre, a había apretado como si pudier

caerse en aquel abismo.

Ahora, en ese edificio, sentía dnuevo el viejo terror y el viejo sentidde la belleza y el viejo llamad

silencioso a la humanidad. Las estrella

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o llenaban de compasión; los hombreeran tan pequeños y estaban perdidos eanta grandeza.

Entonces ocurrió otra cosa.Debajo de los pies de Wilder e

espacio se abrió y dejó pasar otro billó

de chispas de luz.Quedó suspendido como una mosc

sobre un vasto lente telescópico

Caminó en un agua de espacio. Estabde pie en la córnea transparente de uojo enorme, y alrededor, como de nochen invierno, debajo de los pies y sobr

a cabeza, en todas direcciones, no habínada más que estrellas.

De modo que al fin era una iglesia

era una catedral, una multitud de vasto

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santuarios universales; aquí el culto da Nebulosa de la Cabeza de Caballo

allá la galaxia de Orion, y all

Andrómeda, como la cabeza de Dioscontemplada con vehemencia y lanzada través de las obscuras y cruda

sustancias de la noche para apuñalarlel alma, retorcerla, y clavársela en ereverso de la carne.

Dios, en todas partes, lo mirabfijamente con ojos que no se cerraban npestañeaban.

Y él, Wilder, como un fragment

bacteriano de la misma Carne, ldevolvía la mirada, y apenas retrocedía

Wilder esperaba. Y un planeta flot

en el vacío. Giró una vez con una car

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redonda, otoñal y madura. Dio unvuelta y se puso encima de Wilder.

Y Wilder estaba ahora de pie sobr

un lejano mundo de hierba verde y dgrandes árboles lujuriantes, donde eaire era fresco y corría un río como lo

ríos de la infancia, de reflejos de sol de peces saltarines.

 —¿Mío? —preguntó al aire simple

a la simple hierba, a la largsimplicidad del agua que corría en larena baja.

Y el mundo respondía sin palabras

uyo.Tuyo sin el largo viaje y el tedio

uyo sin noventa y nueve años de vuel

desde la Tierra, durmiendo en cámara

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de vidrio, alimentándose con un fluidque le metían en las venas, soñandpesadillas en que la Tierra se perdía

desaparecía. Tuyo sin tortura, sin doloruyo sin tanteos, fracasos y destrucción

Tuyo sin sudor y miedo. Tuyo si

ágrimas. Tuyo. Tuyo.Pero Wilder no tendió las manos

aceptando.

Y el sol se obscureció en el cielajeno.Y el mundo se borró debajo de lo

pies de Wilder.

Y sin embargo otro mundo emergió pasó en un largo desfile de gloriaodavía más brillantes.

Y este mundo giró también

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sopesándolo. Y allí los campos eran deverde más profuso, las montañas estabacoronadas por nieves derretidas, en lo

campos lejanos maduraban extrañacosechas y las guadañas esperaban aborde del camino a que Wilder la

evantara y moviera, segando, y viviera vida de algún modo.

Tuyo. Eso decía el más leve roce de

aire en el vello del interior de la orejaTuyo.Y Wilder, sin sacudir la cabeza

retrocedió. No dijo que no. Lo pens

solamente.Y la hierba se secó en los campos

Las montañas se desmoronaron.

Los vados de los ríos se volviero

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polvo.Y el mundo se apartó.Y Wilder se quedó de nuevo en e

espacio donde Dios había estado antede crear un mundo, a partir del Caos.

Y al final Wilder habló y se dijo a s

mismo: —Sería fácil. Oh Señor, sí, m

gustaría. Nada de trabajo, nada, sól

aceptar. Sin embargo… Tú no puededarme lo que quiero.Miró las estrellas. —Nada puede darse, nunca.

Las estrellas empezaron obscurecerse.

 —Es realmente muy sencillo. Teng

que pedir prestado, tengo que ganar

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Tengo que tomar.Las estrellas se estremecieron

murieron.

 —Muy amable, gracias, no.Todas las estrellas había

desaparecido.

Wilder se volvió y sin mirar haciatrás, caminó en la sombra. Golpeó lpuerta con la palma. Salió de la Ciudad

Se negó a escuchar si el universmaquinal gritaba detrás de él en un gracoro, todo gritos y heridas, como unmujer rechazada. Los cacharros de un

vasta cocina robot cayeron al sueloCuando se oyó el ruido, Wilder ya nestaba.

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Era un Museo de Armas.El cazador caminó entre las vitrinas

Abrió una vitrina y sacó un arma quparecía la antena de una araña.

El arma zumbó, y un vuelo de abeja

metálicas salió chisporroteando por lboca del rifle, voló y se clavó como uaguijón en el blanco de un maniquí unos cincuenta metros, y luego cayó sivida, repicando en el piso.

El cazador asintió con admiración, volvió a poner el rifle en la vitrina.

Anduvo de un lado a otrmerodeando, curioso como un niñoprobando armas aquí y allá, armas qu

disolvían el vidrio o fundían el metal e

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brillantes charcos de lava amarilla. —¡Excelente! ¡Magnífico

Absolutamente grandioso! La

exclamaciones del cazador resonabauna y otra vez a medida que ibabriendo y cerrando de golpe la

vitrinas. Al fin se decidió.Era un arma que, sin alboroto n

furia, destruía la materia. Uno apretab

el botón, había una breve descarga duz azul, y el blanco sencillamentdesaparecía. Nada de sangre. Ningunava. Ninguna huella.

 —Muy bien —anunció el cazadorabandonando la Casa de las Armas—enemos el arma. ¿Pero qué pasa con l

Presa, la Bestia Mayor en la Larg

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Cacería? Saltó a la acera móvil.Una hora después había dejado atrá

un millar de edificios, atisbando en u

millar de parques públicos sin mover ededo.

Se desplazó incómodo de un sender

a otro, cambiando las velocidades ahoren una dirección, luego en otra. Hastque al fin vio un río de metal que corrí

bajo tierra.Instintivamente saltó hacia el río.La corriente metálica lo llevó a

vientre secreto de la Ciudad.

Allí todo era caliente obscuridad dsangre. Allí extrañas bombas movían epulso de la Ciudad. Allí se destilaba

os humores que lubricaban los camino

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 movían los ascensores y animaban laoficinas y las tiendas.

El cazador se agazapó en el camino

Miraba de reojo. La transpiración se luntaba en las palmas de las manos. E

dedo aceitaba el gatillo, resbalando.

 —Sí —susurró—. Por Dios, ahoraEs ésta. La Ciudad misma… la GraBestia. ¿Por qué no lo pensé? La Ciuda

Animal, la terrible presa. Tiene hombrepara el desayuno, el almuerzo y la cenaLos mata con máquinas. Les mastica lohuesos como palitos de pan. Los escup

como palillos de dientes. Vive muchdespués de que han muerto. La Ciudadpor Dios, la Ciudad. Bueno, ahora…

El cazador se deslizó a través d

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sirena. Las luces relampagueaban. Lacampanas tocaron la alarma. El rímetálico se estremeció bajo los pies de

cazador, corrió más lentamente. Ecazador disparó a las pantallas delevisión, resplandecientes y blancas

allá arriba las pantallas pestañearon y sdesvanecieron.

La Ciudad chilló y chilló hasta qu

el cazador se enfureció, y de la médulde los huesos le salió un polvo negro ddemencia.

 No vio, hasta que fue demasiad

arde, que el camino lo llevaba a lacrujientes fauces de una máquina qucumplía alguna función ya olvidad

hacía siglos.

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El cazador pensó entonces quapretando el gatillo la boca terribldesaparecería. De hecho desapareció

Pero mientras el camino se aceleraba el cazador giraba y caía cada vez márápido, se dio cuenta al fin de que e

arma no había destruido nada. Sólhabía vuelto invisible lo que habíestado allí, y seguía estando allí.

Lanzó un grito tan terrible como egrito de la Ciudad. Arrojó el arma en uúltimo golpe. El arma se deshizo eengranajes y ruedas dentadas y cayó

retorciéndose.Lo último que vio el cazador fue u

profundo pozo de ascensor que quizá s

hundía un kilómetro en la tierra.

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Supo que tardaría un minuto y medien chocar con el fondo. Gritó.

Lo peor era que sería consciente…

durante toda la caída…

Los ríos se agitaron. Los ríos d

plata temblaron. Los senderossacudidos, convulsionaron las vecinaorillas de metal.

Wilder, que se iba, quedó tendidcasi por el impacto.

Ignoraba la causa. Quizá, muy lejoshubo un grito, un murmullo terrible qu

se desvaneció enseguida.Wilder siguió. La senda platead

continuaba avanzando. Pero la Ciuda

parecía suspendida, boquiabierta, tensa

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  apretaba los músculos enormes variados.

Wilder echó a caminar, mientras e

sendero se lo llevaba. —Gracias a Dios. Ahí está l

Puerta. Cuanto antes salga de este sitio

mejor que mejor…La Puerta estaba allí, en efecto,

menos de cien metros. Pero en es

nstante, como si hubiera oído ldeclaración de Wilder, el río se detuvose estremeció, y enseguida empezó retroceder, llevando a Wilder donde n

quería ir.Incrédulo, Wilder giró, y cayó. S

aferró a los bordes del sendero móvil.

La cara apretada contra la re

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vibrante del pavimento, que corría comun río veloz, Wilder oyó debajo loengranajes y poleas de unas máquina

que zumbaban y gruñían, siemprrezumando, siempre soñando viajes excursiones insensatas. Debajo de

metal tranquilo, avispas en línea dcombate clavaban los aguijones zumbaban, abejas perdidas murmuraba

  caían. Abrumado, Wilder vio que lPuerta se perdía detrás. Recordó al fiel peso extra que llevaba en laespaldas, el equipo de reacción qu

podía darle alas.Manoteó el conmutador que tenía e

el cinturón. Y justo antes que el sender

o arrastrara a los cobertizos y parede

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del museo, Wilder estaba en el aire.Volando, planeó, y nadó en el air

hasta quedar suspendido sobre Parkhil

que miraba hacia arriba, cubierto dgrasa y sonriendo con la cara sucia. Máallá de Parkhill, en la Puerta, estaba l

criada, asustada. Todavía más lejoscerca del yate en el muelle. Aaronsodaba las espaldas a la ciudad, deseand

rse. —¿Dónde están los otros? —gritWilder.

 —Oh, no volverán —dijo Parkhill

con naturalidad—. Así parece, ¿no ecierto? Quiero decir, es un sitiformidable.

 —¿Formidable? —dijo Wilder

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planeando hacia arriba, hacia abajodando vueltas lentamente, aprensivo—Tenemos que sacarlos! No es un siti

seguro. —Es seguro si a uno le gusta. A m

me gusta —dijo Parkhill.

Y entretanto se iba formando uerremoto en el suelo y en el aire, qu

Parkhill decidió ignorar.

 —Usted se va, naturalmente —dijocomo si no pasara nada malo—. Ysabía que iba a ocurrir. ¿Por qué?

 —¿Por qué? —Wilder giró com

una libélula en un estremecido viento dormenta. Sacudido hacia arriba, haci

abajo, lanzaba sus palabras a Parkhil

que no las esquivaba, y sonreía

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aceptándolas—. Santo Dios, Sam, essitio es el infierno. Los marcianos hasido bastante sensatos como para Irse

Vieron que se les había ido la mano. ¡LCiudad maldita lo hace todo, es decirdemasiado! ¡Sam!

Pero en ese instante, los dos miraroalrededor y arriba. El cielo se ibcubriendo con un caparazón. Com

flores inmensas, las cúspides de loedificios se cubrían de pétalos. Laventanas se cerraban. Se oían portazosEn las calles rebotaba el ruido de lo

cañones.La puerta se cerraba con un trueno.Las mandíbulas gemelas de la puert

se movían estremeciéndose.

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Wilder dio un grito, giró en redond bajó.

Oyó debajo a la criada, y vio que l

endía los brazos. Entonces, en picadaa alcanzó. Pateó el aire. El  jet   loevantó a los dos.

Como una bala que va hacia eblanco, Wilder aceleró hacia la PuertaPero un instante antes de llegar allí la

Puertas se juntaron ruidosamenteWilder apenas alcanzó a cambiar ddirección, subiendo a lo largo del metamientras toda la ciudad se sacudía co

el rugido del acero.Parkhill gritaba desde abajo. Y

Wilder volaba hacia arriba, a lo larg

de la pared, buscando por todos lados.

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El cielo se iba cerrando aquí y alláLos pétalos bajaban, bajaban. Sólquedaba un pequeño fragmento de ciel

pétreo, a la derecha. Allí fue Wildercomo una exhalación. Y dandpuntapiés, pasó al otro lado, volando

mientras la última plancha de acervolvía a su sitio, y la Ciudad quedabencerrada en sí misma.

Wilder quedó un momentsuspendido en el aire, y luego bajó a largo de la pared exterior hacia e

muelle donde estaba Aaronson, junto a

ate, contemplando las enormes Puertacerradas.

 —Parkhill —murmuró Wilder

mirando la Ciudad, las paredes, la

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Puertas—. Loco. Maldito loco. —Locos, todos ellos —dij

Aaronson y se apartó—. Locos. Locos.

Esperaron un momento más escucharon la Ciudad que zumbabaviviente, encerrada en sí misma, la boc

nmensa llena de unos pocos trozos dcalor, unas pocas personas perdidas ocultas allí en alguna parte. Las Puerta

permanecerían cerradas ahora, parsiempre. La Ciudad tenía lo necesaripara seguir un largo tiempo.

Wilder se volvió a mirar el lugar

mientras el yate los llevaba de vueltfuera de la montaña, canal arriba.

Un kilómetro más adelante, pasaro

unto al poeta que caminaba solo a l

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orilla del canal. Le hicieron señas parque subiera.

 —No. No, gracias. Tengo ganas d

caminar. Es un lindo día. Adiós. Sigan.Las ciudades estaban adelante

Pequeñas ciudades, que eran gobernada

por hombres. Wilder oyó una música dcobres. Vio las luces de neón en lobscuridad. Reconoció los depósitos d

chatarra en la noche nueva, bajo laestrellas.Más allá de las ciudades estaban lo

cohetes plateados, altos, esperando qu

os dispararan hacia el desiertestrellado.

 —Verdaderas —susurraban lo

cohetes—, cosas verdaderas

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Verdaderos viajes. Verdadero tiempoVerdadero espacio. Nada de regalos

ada gratis. Mucho trabajo duro.

El yate llegó al desembarcadero. —Cohetes, santo Dios —murmur

Wilder—. Esperen a que les ponga l

mano encima.Corrió en la noche, sólo para eso.

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Cristo Apolo

CANTATA CELEBRANDO EL

OCTAVO DÍA DE LA CREACIÓNY LA PROMESA DEL NOVENO

Una voz habló en la obscuridad

y se hizo la Luz.Y convocadas por la Luz sobre l

Tierra

las criaturas nadarony avanzaron hacia la orillay vivieron en la soledad del jardín.

Todo esto lo sabemos.

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Los Siete Días están escritos enuestra sangre

con mano de Fuego.

Y ahora nosotros, hijos de los sietdías eternos,

herederos de éste, el Octavo Día d

Dios,el Largo Octavo Día del Hombre,estamos de pie en el Tiempo,

en la nieve que cae,y oímos los pájaros de la mañana,y mucho deseamos alas,y miramos las señales de la

estrellasy necesitamos de ese fuego.

En este tiempo de Navidad

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celebramos el Octavo Día deHombre,

el Octavo Día de Dios,

dos mil millones de años sin findesde el primer amanecer sobre l

Tierra

hasta el último amanecer de nuestrSalida.

Y el Noveno Día de la Historia d

Diosy la carne de Dios que se llama a smisma Hombre

se consumirán en alas de fuego

reclamados por el sol y las lejanahogueras de la luz solar.

Y el amanecer del Noveno día

nos revelará en la luz y en audace

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conjeturassobre una orilla aún más lejana.

Buscamos allí nuevos Jardines parconocernos a nosotros mismos,

Buscamos nueva Soledad,

y nos lanzamos en una búsquederrante.Las misiones Apolo avanzan

Cristo busca,

y nos preguntamos mirando laestrellas:

¿las conoció Él?

¿En alguna lejana Profundidauniversal

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holló el Espacio,visitó mundos más allá de nuestr

sueño cálido como la sangre?

¿Bajó a la solitaria orilla de un mar semejante a Galilea,y hay Pesebres en mundos lejano

que conocieron Su luz?¿Y Vírgenes?¿Y dulces declaraciones?

¿Y Anunciaciones? ¿Y Visitacionede huéspedes angélicos?

Y, vasta luz estremecida entre die

mil millones de luces,¿hubo alguna Estrella muy parecid

a la estrella de Belén

que traspasó los ojos de reverenci

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 revelación,una mañana fría y muy extraña?

En mundos errantes y perdidos¿se reunieron los Hombres Sabios a

alba,

entre los vapores nebulosos de lBestia,en un lugar con paja ahor

convertido en Santuario, para contemplar a un Niño má

extraño que el nuestro?

¿Cuántas estrellas de Belén ardebrillantesmás allá de Orion y del arc

enceguecedor del Centauro?

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¿Cuántos milagros de nacimientnocente

han bendecido esos mundos?

¿Tiembla allí Herodesen temible facsímil de nuestr

obscuro y asesino Rey?Ese loco guardián de un reinmaginario,

¿envía a extraños soldadosa matar a los Inocentesde otras comarcas,más allá de la Nebulosa de l

Cabeza del Caballo?

Así ha de ser.Porque en este tiempo de Navidad,

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en el largo Día que totaliza Ocho,vemos la luz, conocemos l

obscuridad;

y las criaturas elevadas, nacidasiberadas de tanta noche,

de cualquier mundo o tiempo

circunstancia,deben amar la luz;así, los hijos de todos los sole

nnumerables y perdidosdeben temer la obscuridadque se funde ensombreciendo el airey estremece la sangre.

Qué importa el color, la forma o eamaño

de seres cuyas almas son com

carbones palpitantes;

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en largas medianochesnecesitan salvarse de sí mismos.

¡Así, en lejanos mundos, bajnevadas profundas y claras,

imaginad cómo el final de algún añ

obscuro puede celebrarse dando a luz un niñmilagroso!

¿Un niñonacido en los develados misterios d

Andrómeda?

¡Contad, pues, las manos, los dedoslos ojos, los miembroncreíblemente santos!

¿La suma de todos?

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 No importa. Basta.Dejad que el Niño sea un fuego ta

azul como el agua bajo la Luna.

Dejad que el Niño juegue librementen las olas con peces de apariencihumana.

Dejad que la tinta de los calamaree habite la sangre.

Dejad que la piel reciba las ácida

luvias de la química,cayendo en tormentas de pesadillque limpian quemando.

Cristo deambula por el Universo,carne de estrellas,asume formas de criatura

 para adecuarse a los más suave

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elementos,se viste de carne más allá de nuestr

vista.

Allí camina, se desliza, vuelaropezando extrañado.

Aquí conduce a los Hombres.

Entre los diez trillones de haceuminosos

hay un billón de rollos bíblicoscon jeroglíficos grabados en l

divina abundancia de los mundos;en alfabeto innumerable,

lenguas que no son del todo lenguassuspiran, silban, se maravillan

claman,

 pues Cristo se manifiesta en u

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onante cielo carmesí.

Camina El sobre las moléculas d

os mares,hirvientes viveros animales,caldo enloquecido y hervor

crecimiento de levadura.Allá Cristo es conocido con muchonombres.

 Nosotros lo llamamos así.Ellos lo llaman de otra manera.Su nombre en cualquier boca serí

una dulce sorpresa.

El viene con regalos para todos:aquí, pan y vino;allá, alimentos innombrables,

desayunos en que los bueno

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bocados caen de las estrellasy Ultimas Cenas provistas de l

materia de los sueños.

Y allí están en tiempos anteriores a crucifixión del Hpmbre.

Aquí hace mucho que ha muerto.

Allá todavía no ha muerto.

Sin embargo, aun en la inseguridad en la duda total,

el hombre asustado en la Tierra miralrededor 

y se viste de acero

y usa el fuegoy se admira a sí mismo en el gra

vidrio del Vacío indiferente.

El hombre construye cohetes

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y va a horcajadas en el truenoen humildes avancesy orgullos muy comprensibles.

Temiendo que todo lo demádormite,

que diez mil millones de mundo

azgan quietos,nosotros, agradecidos por el Premi

 beneficio de la vida,

vamos a ofrecer el pan y a vendimiael vino;queremos la sangre y la carne de Él para otras estrellas y los mundos d

alrededor.

Despachamos santa carne

 para visitaciones extrañas,

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enviamos huéspedes angélicosa vastos mundos para contar que caminamos sobre la

aguas del profundo Espacio,llegadas, veloces partidasdel hombre más milagroso

que llevando a Dios apretado ecada célula

hace palpitar la santa sangre

y camina por la marea crecientey la orilla oceánica del Universo.

Un milagro de pez

engendramos, reunimos, construimo desparramamos

en metales a los vientos

que circundan la Tierra y deambula

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en la Noche más allá de todas laoches.

 Nos elevamos, todos arcangélicos

alimentados de llamas,en vasta catedral, ábside aéreo

bóveda descubierta

de constelaciones, todas ciegdeslumbramiento.

Cristo no ha muertoni Dios duermemientras el Hombre despiertoavanza a zancadas en lo Profundo

 para nacer nosotros mismos dnuevo

y sacar el amor 

del miedo de extraviarnos

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en la Tierra desgastada.Recogida una cosecha, lanzamos l

simiente para una nueva maduración.

Terminando así la Muertey la Nochey la cesión del Tiempo

y el llanto sin sentido.

Buscamos pesebres en las Pléyadesdonde el hombre, errante niño d

carne divina, pueda yacer con aquellos semejante

a quienes

una vez rodearon y adoraron lnocencia.

¡Nuevos Pesebres están esperando!

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 Nuevos Sabios disciernennuestros huéspedes de maquinariasque escriben vida inmortal

y la firman Dios.Abajo, abajo, cielos remotos.

Y después de correr e irse, llegar acostarse a dormir en alguna mañana profunda d

nviernoa diez mil millones de años-luzde donde ahora estamos y cantamos,habrá tiempo de proclamar eterna

gratitudes,tiempo de conocer y ver y amar e

Don de la Vida misma,

siempre menoscabada,

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siempre restablecida,salida de una mano y vuelta a la otradel Señor.

Entonces despertaremos de aquellejana, perdida

 pesadilla del cuidado de la Bestia

y veremos nuestra estrella celebradde nuevo en un Oriente

más allá de todos los Orientes,

más allá de una cellisca tamizadpor las estrellas.¡En esta época de Navidad piensa en aquella Mañana que t

espera!¡Por eso, deja salir todos tu

emores, tus gritos,

tus lágrimas, tu sangre y tu

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plegarias!Todo abotagado e hirsuto un díavolverás a nacer 

y oirás la Trompeta que irrumpe eel aire tembloroso de cohetes,

todo humilde, todo despojado

de orgullo, pero libre ddesesperación.

¡Escucha ahora! ¡Oye ahora!

¡Es la mañana del Noveno Día!¡Cristo se levanta!¡Dios sobrevive!

¡Recógete, Universo!¡Mirad, estrellas!¡En los exultantes países de

Espacio,

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en una súbita, simple pradera,mucho más allá de Andrómeda!¡Oh Gloria, Gloria, una Nuev

avidadarrancada del pozo mismo y de l

orilla de la Muerte,

arrebatada a su garra universal,a sus dientes, a su más frío aliento!Bajo un sol muy extraño,

oh Cristo, oh Dios,oh hombre soplado en las materiamás increíbles,

eres el Salvador del Salvador,

el pulso de Dios y el compañero decorazón,

¡tú!, el Huésped que El levanta

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a lo alto en la consagración,su amada necesidad de conocer

ocar y decirse maravillas

a Él mismo.

¡En este Tiempo de Navidad

 prepárate,en este santo tiempohas de saber que tú mismo eres e

más raro!

¡Más allá del vasto Abismomira a los que han llegado a Sabios,

reunidos con sus donesque no son sino Vida!Y Vida que no conoce fin.Contempla los cohetes, más qu

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plumas, en el aire,todos semilla que salva una sant

semilla

y la esparce aquí y allá en lObscuridad indiferente.

¡En este tiempo de Navidad,en este santo tiempo de Navidad,como Él, tú eres el hijo de Dios!¿Un hijo? ¿Muchos?Todos están reunidos ahora en Unoy despertarán mecidos por el alient

de la Bestia del verano

que calienta al niño dormido para lvida eterna.

Has de ir allá,

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al largo invierno del Espacioy tenderte en agradecida inocencia para dormir al fin.

¡Oh Nueva Navidad,oh Dios que mueves lo lejano!¡Oh Cristo, de muchas carnes, hech

uno,abandona la Tierra!Dios mismo clama.

Él va a preparar el Camino para tu nuevo nacimientoen un nuevo tiempo de Navidad,en un sagrado tiempo de Navidad,

en este Nuevo Tiempo de Navidad.¿De todo esto te abstienes?

 No, Hombre. No cavilarás, ni t

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preguntarás. No, Cristo. No te detendrás.Ahora.

Ahora.Es el Momento de Irse.Levántate y anda.

 Nace. Nace.Bienvenida la mañana del Noven

Día.

Es el Momento de Irse.¡Alabado sea Dios por estAnunciación!

¡Canta alabanzas,

regocíjate!¡Porque es tiempo de Navidad,y el Noveno Día,