El Arbol de Las Brujas - Ray Bradbury

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El árbol de las brujas

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Un grupo de ocho muchachosse dispone a practicar premio oprenda en Halloween, sólo paradescubrir que un amigo, Pipkin,se ha lanzado a un viaje quepodría determinar si vive omuere. Con la ayuda de unmisterioso personaje llamadoMortajosario, persiguen a suamigo a través del tiempo y elespacio, pasando por el antiguoEgipto, antigua Grecia, antigua

Roma, los druidas celtas, laCatedral de Notre Dame enParís medieval y el Día deMuertos en México.

En el camino aprenden losorígenes de las fiestas que secelebran, y el papel del miedo ala muerte, los fantasmas yestos sitios jugaron en eldesarrollo de las civilizaciones.El mismo árbol de Halloween,con sus muchas ramas

cargadas de Jack-o'-lanternssirve como una metáfora de laconfluencia de estastradiciones.

Ray Bradbury

El árbol de lasbrujas

ePUB v1.0Petyr 01.08.13

Título original: The Halloween tree.Ray Bradbury, 1972.Traducción: Matilde Horne.Ilustraciones: Joseph Mugnaini.Diseño portada: Minotauro.Portadilla: Petyr.

Editor original: PetyrePub base v2.1

La Fiesta de las Brujas.Disimulo. Gatos caminando de

puntillas. Sigilo y cautela. Pero¿por qué? ¿Para qué? ¡Cómo!¿Quién? ¡Cuándo! ¿Dónde empezótodo?

—No lo sabéis ¿no? —preguntaCarapacho Clavícula Mortajosarioemergiendo de una pila de hojasbajo el Árbol de las Brujas—. ¡Enverdad no lo sabéis!

—Bueno —le responde Tom elEsqueleto— mmm… no.

Fue…

¿En Egipto cuatro milaños atrás, en el aniversariode la gran muerte del sol?

¿O un millón de añosantes, junto a las hoguerasnocturnas de los

hombres de lascavernas?

¿O en la Bretaña Druidaal son del Sssss-bummm dela guadaña de Samhain?

¿O entre las brujas, entoda Europa…

multitudes de arpías,hechiceras, magos,demonios, diablos?

¿O sobre los techos deParís, cuando criaturasextrañas se convertían

en piedra y alumbrabanlas gárgolas de NotreDame? ¿O en México,

en los cementeriosdesbordantes de velas

encendidas y de muñequitosde

caramelo en el Día delos Muertos? ¿O dónde?

Mil sonrisas calabaceras seasoman desde el Árbol de lasBrujas y dos veces mil miradastorvas y mordaces guiñan yparpadean con miradas frescasrecién cortadas mientrasMortajosario guía a los ochomuchachos —no, nueve, pero

¿dónde está Pipkin?— que llaman atodas las puertas diciendo prenda-o-premio en una travesía dearremolinada hojarasca, de cometavoladora, de escalamuros,cabalgando en un palo de escobapara descubrir el secreto de laNoche de las Brujas, la Víspera deTodos los Santos.

Y lo consiguen.—Bueno —pregunta

Mortajosario al final del viaje—.Qué fue: ¿una prenda o un premio?

—Premio y prenda— concuerdantodos.

Y tú también estarás deacuerdo.

Mortajosario[Mr. Moundshroud]

Con amor paraMADAME MAN'HA GARREAU-

DOMBASLE

a quien conocí veintisieteaños atrás a medianoche

en el cementerio de la Islade Janitzio en elLago Patzcuaro,

México, y recordadaen todos los aniversariosdel Día de los Muertos.

Era un pueblo pequeño junto a unrío pequeño y un lago pequeño en

un rincón septentrional de un estadodel Medio Oeste. No habíaalrededor tanta espesura como paraque no se viera el pueblo. Pero porotro lado tampoco había tantopueblo como para que no se viera ysintiera y palpara y oliera laespesura. El pueblo estaba lleno deárboles. Y pasto seco y floresmuertas ahora que había llegado elotoño. Y muchas cercas paracaminar por encima y aceras parapatinar y una cañada donde echarse

a rodar y llamar a gritos a los delotro lado. Y el pueblo estaba llenode…

Chicos.Y era la tarde de la Noche de

las Brujas.Y todas las casas cerradas

contra un viento frío. Y el pueblolleno de fríos rayos de sol. Pero depronto el día se fue.

De abajo de todos los árbolessalió la noche y tendió las alas.

Detrás de las puertas de todas

las casas hubo un correteo depatitas ratoniles, gritos ahogadosparpadeos de luz.

Detrás de una puerta, TomSkelton, de trece años, se detuvo yescuchó.

Afuera, el viento anidaba en losárboles, merodeaba por las acerascon pisadas invisibles de gatosinvisibles.

Tom Skelton se estremeció.Cualquiera podía saber que elviento de esa noche era un viento

especial, y que en las sombrashabía algo especial, pues era laVíspera del Día de Todos losSantos, la Noche de las Brujas.Todo parecía ser de suaveterciopelo negro, o terciopeloanaranjado o dorado.

El humo salía jadeando desdemiles de chimeneas como penachosde cortejos fúnebres. De lasventanas de las cocinas llegabanflotando dos aromas de calabazas:el de las calabazas huecas y el de

los pasteles en el horno.Los gritos detrás de las puertas

cerradas de las casas fueron másexasperados cuando sombras demuchachos volaron junto a lasventanas.

Chicos a medio vestir, lasmejillas empastadas de pintura;aquí un jorobado, allá un gigante demediana estatura. Continuaba elsaqueo de desvanes, el ataque aviejas cerraduras, eldespanzurramiento de vetustos

baúles en busca de disfraces.Tom Skelton se puso sus

huesos.Sonrió burlón al mirarse la

columna vertebral, las costillas, lasrótulas cosidas en blanco sobrelienzo negro.

¡Qué suerte!, pensó. ¡Vayanombre que te tocó! Tom Skelton.¡Fantástico para el Día de lasBrujas! ¡Todos te llaman Esqueleto!Y entonces ¿qué te pones?

Huesos.

Buuum. Ocho puertas de callecerradas de golpe. Ochomuchachitos ejecutaron una serie dehermosos saltos por encima detiestos, barandillas, helechosmuertos, arbustos, y aterrizaronsobre el césped seco y almidonadode los jardines. Galopando,atropellándose, se apoderaban deuna última sábana, ajustaban unaúltima máscara, tironeaban deextraños sombreros hongo opelucas, gritando por cómo los

llevaba el viento, cómo los ayudabaa correr; felices en el viento, osoltando maldiciones infantilescuando las máscaras se les caían ose les torcían o se les metían en lasnarices con un olor a muselina,como el aliento caliente de unperro; o sencillamente dejando quela pura alegría de vivir y de estarfuera de noche les colmara lospulmones y les formase en lasgargantas un grito y un grito y un…¡griiitooo!

Ocho muchachos chocaron enuna esquina.

—Aquí estoy yo: ¡Bruja!—¡Hombre-Mono!—¡Esqueleto! —dijo Tom,

muerto de risa dentro de sus huesos.—¡Gárgola!—¡Mendigo!—¡El Señor La Muerte en

Persona!¡Pum! Se sacudieron quitándose

de encima los golpes, confundidosen un alboroto de felicidad bajo el

farol de la esquina. La oscilantelamparilla eléctrica se mecía alviento como la campana de unacatedral. Los adoquines de la callese transformaron en el entarimadode un barco ebrio escorado yhundido en la sombra y la luz.

Detrás de cada máscara habíaun chico.

—¿Quién es ése? —señaló TomSkelton.

—No lo diré. ¡Secreto! —gritóla Bruja, disimulando la voz.

Todos se rieron.—¿Quién es ése?—¡La Momia! —gritó el niño

envuelto en viejos lienzosamarillentos, como un inmensocigarro que se paseaba por lascalles anochecidas.

–¿Y quién es…?—¡No hay tiempo! —dijo

Alguien Oculto Detrás de OtroMisterio de Muselina y Pintura—.¡Premio o prenda!

—¡Sí!

Chillando, gimoteando,desbordantes de una alegríamacabra, correteaban en todaspartes menos en las aceras, saltandopor encima de los arbustos casicayendo sobre perros queescapaban aullando.

Pero en mitad de las carreras,las risas, los ladridos, de pronto,como si una gran mano de noche,viento y olor de algo raro losdetuviese, todos se detuvieron.

—Seis, siete, ocho.

—¡No puede ser! Cuenta otravez.

—Cuatro, cinco, seis…—¡Tendríamos que ser nueve!

¡Falta alguien!Se husmearon unos a otros,

como bestias asustadas.—¡No está Pipkin!¿Cómo lo supieron? Todos

estaban escondidos detrás de lasmáscaras. Y sin embargo, y sinembargo…

Podían sentir la ausencia de

Pipkin.—¡Pipkin! En un zillión de años

nunca ha faltado a la Noche de lasBrujas. Qué horror. ¡Vamos!

En un amplio movimiento deabanico, un trotecito y un meneoperruno, dieron una vuelta entera yse alejaron por la calle empedrada,barridos como hojas en el principiode una tormenta.

—¡Aquí está la casa de Pipkin!Se detuvieron frenando. Allí

estaba la casa de Pipkin, pero no

había bastantes calabazas en lasventanas, ni bastantes barbas demaíz en el porche, ni bastantesfantasmones espiando por el vidriooscuro desde la alta buhardilla.

—Diantre —dijo uno—. ¿Y siPipkin está enfermo?

—No sería Noche de Brujas sinPipkin.

—No sería Noche de Brujas —gimieron a coro.

Y uno de ellos arrojó unamanzanita ácida a la puerta de

Pipkin. Se estrelló con un ruiditoapagado, como si un conejo patearala madera.

Esperaron, entristecidos sinrazón, perdidos sin razón. Pensabanen Pipkin y en una Noche de Brujasque podía convertirse en unacalabaza podrida con una velaapagada si, si, si… faltaba Pipkin.

Vamos, Pipkin, ¡ven y salva laNoche!

¿Por qué esperaban a un chiquillo,por qué temían por él?

Porque…Porque Joe Pipkin era el chico

más extraordinario que hubiera

existido jamás. El mejor; cuando secaía de un árbol se reía de labroma. El más generoso; cuandocorría alrededor de la pista e ibaganando, viendo a sus amigosrezagados allá lejos, a un kilómetrode distancia, trastabillaba y sedejaba caer, esperaba a que loalcanzasen, y luego todos juntos,codo con codo, rompían la cinta dellegada. El más divertido; siempredescubría las casas embrujadas delpueblo, difíciles de encontrar, y

regresaba a darles la noticia y allevarlos a todos a husmear por lossótanos y a trepar por los muroscubiertos de hiedra y a gritar porlos huecos de las chimeneas yorinar desde los tejados, ululando ybailando como chimpancés yaullando como orangutanes. El díaque nació Joe Pipkin toda laNaranja Crush y la soda Nehi delmundo burbujeó desbordando en lasbotellas, y enjambres de abejasalborozadas invadieron las

campiñas para picar a lassolteronas. En los cumpleaños dePipkin, el lago se alejaba de lacosta en pleno verano, y retornabacon una marea de chiquillos, uncorcovo de cuerpos y una rompientede carcajadas.

En los amaneceres, desde lacama, oías en la ventana el picoteode un pájaro. Pipkin.

Asomabas la cabeza al airematutino del estío, límpido comoaguanieve.

Allí sobre el césped húmedo derocío había huellas de conejo,donde un momento antes no unadocena de conejos sino sólo unconejo había corrido en círculos yzigzags, jubiloso, exultante,saltando setos, tronchandohelechos, aplastando tréboles.Parecía el campo de maniobras dela terminal ferroviaria. Un millónde huellas en el césped, pero no…

Pipkin.Y de pronto brotaba allí, en el

jardín, como un girasol silvestre,carirredondo, arrebolado por el solrecién nacido. Los ojos de Pipkinchisporroteaban mensajes secretosen Morse.

—¡Date prisa! ¡Está porterminar!

—¿Qué?—¡El día! ¡Ahora! ¡Seis de la

mañana! ¡Zambúllete! ¡Crúzalo!O:—¡El verano! ¡El verano! Antes

que te des cuenta, ¡bum!… ¡se ha

ido! ¡Pronto!Y desaparecía como girasol y

reaparecía todo cebollas.Pipkin, oh, querido Pipkin, el

mejor y el más adorable.Cómo podía ser tan rápido,

nadie lo sabía. Las zapatillas detenis de Pipkin eran viejísimas.Verdes de tanto andar por losbosques, parduscas por las viejascaminatas en la siega de setiembreun año atrás, manchadas dealquitrán por las carreras a lo largo

de los muelles y las playas dondeatracaban las barcazas carboneras,amarillentas por los perrosnegligentes, atravesadas de astillaspor trepar a los cercos de madera.Las ropas de Pipkin eran ropas deespantapájaro, que él prestaba a losperros para que pasearan de nochepor el pueblo, mordisqueadas enlos puños y con marcas de caídasen las asentaderas.

¿El cabello de Pipkin? Un granerizo de tiesas dagas de color

castaño claro que apuntaban entodas direcciones. Las orejas: purapelusilla de melocotón. Las manos,enguantadas de polvo y del buenolor de los airdales, y la menta, ylos duraznos robados en las huertaslejanas.

Pipkin. Una amalgama develocidades, olores, texturas; uncompendio de todos los chicos quealguna vez corrieron, se cayeron, selevantaron, y corrieron de nuevo.

Nadie, a lo largo de los años, lo

había visto quieto alguna vez. Eradifícil recordarlo en la escuela, enun banco, durante una hora. Era elúltimo en llegar y el primero ensalir como una tromba cuando acampana remataba el día.

Pipkin, encantador Pipkin.Cantaba muy alto con voz de

falsete y tocaba la chicharra yodiaba a las niñas más que toda lapandilla junta.

Pipkin, que al tomarte por elhombro, y al secretearte los grandes

proyectos del día, te protegía delmundo.

Pipkin.Dios madrugaba sólo para ver a

Pipkin salir de su casa, como unode esos personajes de losbarómetros. Y siempre hacía buentiempo donde estaba Pipkin.

Pipkin.Esperaban frente a la casa.Ahora, en cualquier momento,

las puertas se abrirían de par enpar.

Pipkin saltaría a la calle en unaráfaga de fuego y humo.

¡Y la Noche de las Brujasempezaría de verdad!

¡Vamos, Joe, oh, Pipkin,murmuraban, sal de una vez!

La puerta de calle se abrió.

Pipkin salió.No voló. No dio un portazo. No

estalló.Salió.Caminó por el sendero hacia

sus amigos.No corrió. ¡Y no llevaba

máscara! ¡Ninguna máscara!Caminaba como un viejo, casi.—¡Pipkin! —vociferaron los

amigos para ahuyentar la inquietudque sentían todos.

—Qué tal, chicos —dijo Pipkin.

Estaba pálido. Trató de sonreír,pero tenía algo extraño en los ojos.Se apretaba el costado derecho conuna mano, como si le molestara unforúnculo.

Todos le miraron la mano.Pipkin la retiró del costado.

—Bueno —dijodesganadamente—. ¿Listos paraempezar?

—Sí, pero tú no pareces listo—dijo Tom—. ¿Estás enfermo?

—¿En la Noche de Brujas? —

dijo Pipkin—. ¿Me tomas el pelo?—¿Dónde está tu disfraz?—Vosotros marchad, ya os

alcanzaré.—No, Pipkin, esperaremos a

que tú…—En marcha— repitió Pipkin,

hablando lentamente, mortalmentepálido ahora. Otra vez tenía lamano en el costado.

—¿Te duele la barriga? —lepreguntó Tom—. ¿Se lo dijiste a tuspadres?

—¡No, no, no puedo! Ellos…—Pipkin se interrumpió, los ojosllorosos—. No es nada, os aseguro.Mirad. Esperadme en la cañada. Enla casa ¿sí? La casa de losFantasmas ¿de acuerdo? Nosencontraremos allí.

—¿Lo juras?—Lo juro. ¡Ya veréis mi

disfraz!Los chicos empezaron a

retirarse. Al pasar junto a él letocaban el codo, le golpeaban

levemente el pecho, le pasaban losnudillos por la barbilla, en unasimulada pelea.

—Bueno, Pipkin. Siempre queestés seguro…

—Estoy seguro. —Pipkin sesacó la mano del costado. Por unmomento los colores le volvieron ala cara como si ya no sintieraningún dolor—. Cada uno a supuesto. Listos. ¡Ya!

Cuando Joe Pipkin decía «Ya»,era Ya.

Partieron a la carrera.Corrieron de espaldas hasta la

esquina para poder ver a Pipkinallí, de pie, saludándolos con lamano.

—¡Date prisa, Pipkin!—¡En seguida voy! —gritó

Pipkin, desde muy lejos.La noche lo devoró.Corrieron. Cuando se volvieron

a mirar, Pipkin ya no estaba allí.Golpeaban puertas, gritaban

«Prenda o Premio», y las bolsas de

papel empezaron a llenarse degolosinas increíbles. Galopabancon los dientes pegoteados por larosada goma de mascar. Corríancon labios de cera roja que lestrastornaban las caras.

Pero quienes les abrían laspuertas parecían réplicasacarameladas de las madres ypadres de todos ellos. Era como sinunca hubiesen salido de casa.

Las ventanas, los portales,irradiaban demasiada cordialidad.

Lo que ellos querían era oírdragones regurgitando en sótanos, ypuertas que se golpeaban encastillos.

Y así, siempre mirando haciaatrás para ver si venía Pipkin,llegaron a las afueras del pueblo yal sitio donde la civilización sehundía en la oscuridad.

La cañada.La cañada poblada de

innumerables ruidos nocturnos,guarida de corrientes y arroyos

negros como tinta, restos de otoñosataviados en fuego y en bronce yque habían muerto mil años atrás.En esa cañada pululaban los hongosy las setas y las ranas frías como lapiedra y las escolopendras y lasarañas. Allí, en el fondo, había unlargo túnel subterráneo de aguasenvenenadas que goteaban y cuyosecos no cesaban de llamar Ven VenVen y si vienes te quedarás aquípara siempre, para siempre,goteando, para siempre, susurrando,

fluyendo, precipitándote,cuchicheando, y nunca te irás, nuncate irás ras ras ras…

Los chicos se alinearon a laorilla de la oscuridad, y miraronabajo.

Y entonces Tom Skelton, confrío en los huesos, silbó entredientes como el viento nocturno quesopla entre las celosías de laalcoba. Señaló.

—Allí… ¡allí es donde dijoPipkin!

Tom Skelton desapareció.Todos miraron. Vieron la figura

pequeña que se precipitaba cuestaabajo por el sendero polvoriento,hundiéndose en cien millones detoneladas de noche acumuladas enese inmenso pozo, ese sótanohúmedo, esa gargantadeliciosamente aterradora.Aullando, se zambulleron tras él.

Desaparecieron.El pueblo quedó atrás

atosigándose de dulzura.

Se lanzaron barranca abajo enimpetuosa carrera, todos risas yempellones, todos codos y tobillos,todos resoplidos de vapor, para

detenerse atropellándose cuandoTom Skelton se detuvo y señaló elsendero cuesta arriba.

—Aquélla —cuchicheó—.¡Aquélla es la única casa delpueblo que vale la pena visitar enla Noche de las Brujas! ¡Aquélla!

—¡Sí! —dijeron todos.Porque era verdad. La casa era

muy especial y hermosa y alta yoscura. Había miles de ventanas enlos lados, todas centelleando conestrellas frías. Parecía haber sido

tallada en mármol negro, y noconstruida con maderas. ¿Y pordentro? Quién podría adivinarcuántos cuartos, cuántos salones,corredores rumorosos, buhardillas.Buhardillas superiores e inferiores,unas más altas que otras, y algunasmás polvorientas y más tapizadasde telarañas y hojas muertas o conmás oro escondido allá arriba en elcielo, aunque perdido a tal alturaque ninguna escalera del pueblopodía llevarte hasta allí.

La casa hacía señas con lastorres, invitaba con las puertascerradas a cal y canto. Los barcospiratas son un tónico. Las fortalezasantiguas son una bendición. Perouna casa, una casa encantada ¿y enla Víspera de Todos los Santos?Ocho pequeños corazones latieron ala vez en una tormenta de júbilo yaprobación.

—Vamos.Pero ya se atropellaban por el

sendero. Hasta que se detuvieron

por fin ante un muro derruido,mirando arriba y arriba y másarriba aún el gran cementerio quecoronaba la vieja casa. Porque esoparecía. El alto pico montañoso dela mansión estaba coronado conalgo así como huesos ennegrecidoso varillas de hierro, y chimeneassuficientes como para enviarseñales de humo desde tres docenasde fuegos encendidos en hogarestiznados de hollín ocultos allá abajoen las oscuras entrañas de este sitio

monstruoso. Con todas esaschimeneas, el tejado parecía unvasto cementerio, cada chimeneaera como la sepultura de un antiguodios de fuego, o de una hechicerade vapor, humo y destellos deluciérnagas. Y mientras miraban,una bocanada de renegrido hollínescapó de unas cuatro docenas dechimeneas altas, oscureciendo aúnmás el cielo, y apagando unas pocasestrellas.

—¡Diantre! —dijo Tom Skelton

—. ¡No hay duda de que Pipkinsabe lo que dice!

—¡Diantre! —dijeron todos,asintiendo.

Avanzaron con cautela por unsendero infestado de malezas quellevaba al ruinoso porche delantero.

Tom Skelton, y sólo Tom,plantó un pie huesudo en el primerescalón del porche. Los otroscontuvieron el aliento ante esaaudacia. Y luego, en tropel, unamasa compacta de muchachos

sudorosos invadió el porche entrelas protestas feroces de los tablonespisoteados y los temblores de loscuerpos. Todos querían retroceder,dar media vuelta, correr, pero seencontraban atrapados por elmuchacho de atrás, o el de adelanteo el del costado. Y así, con unempuje de seudópodo aquí y allá, laforma amebiana, la gran exudaciónde chiquillos se inclinó haciaadelante, y luego de una carrerita sedetuvo frente a la puerta principal

de la casa que era alta como unataúd y dos veces más estrecha.

Allí se quedaron un largo rato,extendiendo varias manos como laspatas de una inmensa araña que seadelantaban a tocar la fría perilla, oalcanzar el llamador de esa puerta.Mientras tanto, debajo de ellos lastablas del porche se hundían yondulaban, amenazando ceder encada movimiento un poco brusco,haciéndolos caer a un abismosubterráneo de cucarachas. Los

tablones, afinados todos en clavesdiferentes, La, Fa o Do, entonabanuna pavorosa música cuando lospesados zapatones raspaban lamadera. De haber tenido tiempo, sifuese mediodía, habrían bailado ladanza de los cadáveres o el rigodónde los esqueletos, pues ¿quiénpuede resistirse a un viejo porcheque como un xilofón gigantescosólo pide que le salten encima parahacer música?

Pero ellos no estaban pensando

en eso.Henry-Trampitas Smith (porque

era él), escondido en el negrodisfraz de Bruja gritó:

—¡Mirad!Y todos miraron el llamador de

la puerta. Tom le acercó una manotemblorosa.

—¡Un llamador Marley!—¿Cómo?—Tú sabes, Scrooge y Marley,

¡de Cuento de Navidad! —murmuróTom.

Y en verdad, la cara delllamador era la cara de un hombrecon un atroz dolor de muelas, lamandíbula atada con un pañuelo, elpelo revuelto, la boca abierta enuna mueca que mostraba losdientes, la mirada salvaje. Más-muerto-que-un-adoquín Marley,amigo de Scrooge, habitante decomarcas más allá del sepulcro,condenado a errar por esta tierraeternamente hasta que…

—Llama —dijo Henry-

Trampitas.Tom Skelton tomó la mandíbula

fría y siniestra del viejo Marley, lalevantó y la dejó caer.

¡Y todo trepidó con el golpe!La casa entera se estremeció, y

se le entrechocaron los huesos. Lascortinas se enrollaron y lasventanas parpadearon y abrieronmuy grandes los ojos pavorosos.

Tom Skelton saltó como un gatoa la barandilla del porche, y miróarriba, fascinado.

En el tejado giraban veletasmisteriosas. Un gallo bicéfalovolteaba en los estornudos delviento. En la cornisa occidental deltejado, los bufidos gemelos de unagárgola bajaban en compactaslluvias de polvo. Y desde loslargos, zigzagueantes y serpentinostubos de desagüe cuando losestornudos cesaban y las veletasdejaban de girar, una vaharada dehojas de otoño y telaraña caía enráfagas sobre el césped oscuro.

Tom dio media vuelta paramirar las ventanas ligeramenteestremecidas. Los reflejos de laluna temblaban en los cristalescomo inquietos cardúmenesplateados. De pronto, con unavuelta de la perilla, y una mueca delllamador Marley, la puerta deentrada se sacudió y se abrió de paren par.

El viento de la puerta que seabrió de pronto casi barre delporche a los chicos. Se tomaron por

los codos unos a otros, gritando.Entonces, dentro de la casa, laoscuridad inspiró. Un viento desucción entró por la puerta. Tironeóde los chicos, los arrastró por elporche. Tuvieron que echarse haciaatrás para que no los remolcara alinterior del vestíbulo negro. Sedebatieron, gritaron, se aferraron alas barandas del porche. Pero depronto el viento cesó.

La casa de Mortajosario[Mr. Moundshroud’s Home]

La oscuridad se movió en laoscuridad.

Dentro de la casa, muy lejos,alguien venía hacia la puerta.Quienquiera que fuese, debía deestar vestido totalmente de negro,porque sólo se veía un blancorostro pálido que flotaba en el aire.

Una sonrisa pérfida llegó y sequedó allí, suspendida en el vano,frente a ellos.

Detrás de la sonrisa, el hombrealto se escondía en la sombra.Ahora podían verle los ojos,diminutas cabezas de alfiler defuego verde en los pozos calcinadosde las órbitas, clavados en ellos.

—Bueno —dijo Tom—.Mmm… ¿Prenda o premio?

—¿Prenda? —dijo la sonrisa enla oscuridad—. ¿Premio?

—Sí, señor.En algún lugar, el viento tocó

una flauta en una chimenea, una

antigua canción del tiempo y laoscuridad y lugares remotos. Elhombre alto cerró su sonrisa comouna navaja reluciente.

—Nada de premios —dijo—.¡Sólo… prendas!

¡La puerta golpeó!En la casa resonaron aguaceros

de polvo.Nuevas fumaradas de polvo

brotaron en copos de los tubos dedesagüe, como una estampida degatos plumosos.

El polvo jadeaba en lasventanas abiertas. El polvoresoplaba bajo los pies de los niñosen los tablones del porche.

Los niños miraban comohipnotizados la puerta cerrada a caly canto. La mueca siniestra delllamador había desaparecido; ahoraMarley sonreía malignamente.

—¿Qué diantre quiso decir? —preguntó Tom—. ¿Nada depremios, solamente prendas?

Se replegaron a un costado, y

los sorprendió la variedad deruidos que venían de la casa. Todauna algarabía de cuchicheos,chirridos, crujidos, lamentos ymurmullos; y el viento nocturnocuidaba de que los niños los oyerantodos. A cada paso que daban, lagran casa se inclinaba gruñendo,detrás de los niños.

Llegaron al otro extremo de lacasa y se detuvieron.

Pues allí estaba el Árbol.Y nunca en la vida habían visto

un árbol semejante.Se alzaba en el centro de un

patio amplio, detrás de la mansiónterriblemente misteriosa. Y esteárbol tenía casi treinta metros dealtura, y era más alto que los altostejados, y exuberante y redondo yfrondoso, y estaba cubierto de unainfinita variedad de hojas otoñales,rojas, pardas y amarillas.

—Pero… mirad, oh —cuchicheó Tom—. ¿Qué es eso alláarriba, en ese árbol?

Porque del árbol colgaban todaclase de calabazas de las másdiversas formas y tamaños y demuchas tonalidades y matices deanaranjado brillante y amarillohumo.

—Un árbol calabacero —dijoalguien.

—No —dijo Tom.Entre las ramas altas sopló el

viento y agitó levemente elcargamento rutilante.

—Un Árbol de las Brujas —

dijo Tom. Y tenía razón.

Las calabazas del Árbol no eranmeras calabazas. Cada una de ellastenía una cara. Cada cara eradiferente. Cada ojo era el ojo másextraño. Cada nariz era la nariz más

fantasmagórica. Cada boca sonreíarepulsivamente de algún nuevomodo.

Debía de haber unas milcalabazas en aquel árbol, colgadasmuy arriba y en todas las ramas.Mil sonrisas. Mil muecas. Y dosveces mil miradas torvas y guiños yparpadeos de ojos recién cortados.

Y mientras los muchachosmiraban, ocurrió algo nuevo.

Las calabazas se animaron.Una por una, empezando por las

ramas mas bajas del Árbol y por lascalabazas más cercanas, seencendieron velas en los crudosinteriores. Ésta y luego aquélla yésta y otra más, y más arriba yalrededor, tres calabazas aquí, sietecalabazas todavía más arriba, unadocena arracimadas más allá; en uncentenar, quinientas, mil calabazasse encendieron velas, es decir, seiluminaron caras echando fuego porlos ojos cuadrados o redondos ocuriosamente oblicuos. Las llamas

chorreaban de las bocas dentadas, ysaltaban chispas de las orejas decorteza madura.

Y desde algún lugar dos voces,tres voces, o quizá cuatro,susurraban y canturreaban unaespecie de estribillo o de antiguacanción marinera que hablaba delcielo y el tiempo y la tierra quedaba media vuelta y se quedabadormida. Los tubos de desagüesoplaban polvo de araña:

Es grande, es ancho…

De la chimenea del tejadohumeó una voz:

Es luminoso y ancho.Cubre el cielo de la

Noche de Brujas…

Desde algún lugar, por lasventanas abiertas, las telarañasecharon a volar:

La cosa más rara queviste en tu vida.

El Árbol prodigioso delas Brujas…

Las candelas parpadearon yfulguraron. El viento entrótarareando y salió tarareando porlas bocas de las calabazas,entonando la canción:

Las hojas ardieron enoro y en rojo.

La hierba es fardaahora,

el año viejo ha muerto.Pero alta cuelga la

cosecha, oh, mira,las constelaciones de

juegosen el Árbol de la Noche

de Brujas.

Tom sintió que la boca se lemovía como un ratoncito, queriendocantar:

Las estrellas giran, lasvelas arden

y las hojas-ratón seescurren llevadas por el

viento fríoy para ti un enjambre

de sonrisas seenciende

en las cabezas quecuelgan del Árbol de las

Brujas.La sonrisa de la Bruja y

la sonrisa del Gato,

la sonrisa de la Bestia yla sonrisa del

Murciélago,la sonrisa del Segador

cosechando,brillan y cuelgan del

Árbol de Todas lasBrujas…

Una nubecilla de humo parecióescapar de la boca de Tom:

—Árbol de Todas las Brujas…Todos los chicos repitieron en

un murmullo:—Árbol… de Todas las Brujas.Y luego silencio.Y durante el silencio las últimas

triples y cuádruples velas del Árbolde Todas las Brujas se encendieronen constelaciones titánicas,entretejiéndose entre las ramasnegras y espiando a través de lostallos y las hojas crepitantes.

Y ahora el Árbol se habíaconvertido en una inmensa Sonrisasustancial.

Ahora, se había encendido hastala última calabaza. Alrededor delÁrbol el aire era templado como unveranillo de San Juan. El Árbolexhalaba sobre ellos un humotiznado y un olor a calabaza cruda.

—¡Carambolas! —dijo TomSkelton.

—¡Epa!, ¿qué clase de lugar eséste? —preguntó Henry-Trampitas,la Bruja—. Quiero decir, primerola casa, el hombre y eso de premiosno, sólo prendas y ahora… Nunca

en mi vida vi un árbol semejante.Como un árbol de Navidad peromás grande y todas esas velas ycalabazas. ¿Qué significa? ¿Quépretende celebrar?

—¡Celebrar! —susurró en algúnlugar una voz amplia, quizá en losfuelles tiznados de una chimenea, oquizá todas las ventanas de la casase abrieron a la vez como bocasdetrás de ellos, deslizándose haciaarriba, deslizándose hacia abajo,anunciando la palabra «¡Celebrar!»

con bocanadas de oscuridad—. Sí—dijo el susurro gigantesco queestremeció las velas dentro de lascalabazas—… celebración…

Los chicos se dieron vuelta deun salto.

Pero la casa no se movía. Lasventanas estaban cerradas y orladasde charcos de luna.

—¡El último es una viejasolterona! —gritó Tom de pronto.

Y un montículo de hojas losesperaba como viejos fuegos, como

viejo oro.Y corrieron y se zambulleron en

la inmensa y deliciosa parva dehojas otoñales.

Y en el momento dezambullirse, cuando estaban casi apunto de desaparecer bajo las hojasen enjambres crujientes, chillando,gritando, empujándose, cayéndose,se oyó una inmensa inspiración. Loschicos resollaron, retrocedieroncomo azotados por un látigoinvisible.

De la parva de hojas emergíauna mano blanca y descarnada, unamano flotante.

Y detrás, deshaciéndose ensonrisas, oculta por un momentopero ahora visible mientras sedeslizaba hacia arriba, una calaverablanca.

Y lo que fuera una deliciosapiscina de hojas de roble, olmo yálamo donde patalear y hundirse yesconderse, era ahora el lugardonde menos querían estar. Pues la

blanca mano descarnada volaba porel aire. Y la calavera blanca seelevaba revoloteando ante ellos.

Y los chicos cayeron haciaatrás, tropezando unos con otros,con jadeos de pánico, hasta que enuna masa informe y aterrorizadarodaron por tierra y se revolcaron ymanotearon la hierba para ponersea salvo, atropellándose, tratando deechar a correr.

—¡Auxilio! —gritaron.—Oh, sí, auxilio —dijo la

Calavera.Y entonces una catarata de

agudas carcajadas terminó deparalizarlos, pues de pronto lamano flotante, la mano esquelética,se extendió, tomó la cara blanca dela calavera y ¡la hundió otra vez enel montón de hojas!

Detrás de las máscaras, loschicos parpadearon. Lasmandíbulas de todos se aflojaron ala vez, aunque nadie pudo verlas.

El hombrón vestido de negro

subió saliendo de las hojas, másalto y todavía más alto. Crecíacomo un árbol. Le brotaban ramasque eran manos. La silueta negra serecortó contra el Árbol de lasBrujas, los brazos extendidos y loslargos dedos blancos y huesudosfestoneados por globos de fuegoanaranjados y sonrisasincandescentes. Tenía los ojoscerrados mientras rugía carcajadas.Abría la boca y dejaba escaparviolentas ráfagas de viento otoñal.

—¡Nada de premios,muchachos, no, nada de Premios!¡Prendas, muchachos, Prendas!¡Prendas!

Los chicos se quedarontendidos, inmóviles, esperando elterremoto. Y el terremoto llegó. Larisotada del hombre alto sacudió elsuelo, y el temblor les pasó por loshuesos y les salió por la boca. ¡Yles salió en forma de nuevascarcajadas!

Sorprendidos, se sentaron entre

las ruinas de la pisoteada parva dehojas. Se llevaron las manos a lasmáscaras para palpar el airecaliente que se les escapaba enpequeñas rachas de sonorascarcajadas.

Y entonces miraron al hombrecomo para confirmar la sorpresaque sentían.

—¡Sí, chicos, ésa, ésa fue unaPrenda! ¿Lo habíais olvidado? ¡No,nunca lo supisteis!

Y se apoyó contra el Árbol,

poniendo fin a su arranque dealborozo, sacudiendo el tronco,estremeciendo las mil calabazas;los fuegos danzaron y humearon.

Reanimados por la risa, loschicos se levantaron y se palparonlos huesos para ver si tenían algoroto. Nada. Se amontonaron debajodel Árbol de las Brujas, esperando,pues sabían que esto era sólo elcomienzo de algo nuevo y especialy grandioso y maravilloso.

—Bueno —dijo Tom Skelton.

—Bueno, Tom —dijo elhombre.

—¿Tom? —gritaron todos losdemás—. ¿Eres tú?

Tom, en la máscara deEsqueleto, se puso rígido.

—O eres Bob o Fred, no, no,tienes que ser Ralph —se apresuróa decir el hombre.

—¡Todos ésos! —suspiró Tom,ajustándose la máscara, aliviado.

—¡Eso, todos! —dijeron a corolos demás.

El hombre asintió, con unasonrisa.

—¡Bueno, ya está! Ahora sabéisalgo de la Noche de las Brujas queantes no sabíais. ¿Qué os pareciómi Prenda?

—Prenda, sí, prenda. —Loschicos estaban entusiasmándose conla idea. Les desagarrotaba lascoyunturas y les metía un polvillode pecado en la sangre. Sintieron lacomezón por todo el cuerpo hastaque se les subió a la cabeza y les

iluminó los ojos y les estiró loslabios descubriéndoles los dientesde perros felices—. Eso, seguro.

—¿Es esto lo que hace usted enla Noche de Brujas? —preguntó elchico Bruja.

—Esto y más. Pero permitidmeque me presente. Mortajosario esmi apellido. Carapacho ClavículaMortajosario. ¿Os dice algo,muchachos? ¿Os suena?

Suena, pensaron los chicos, oh,oh, como sonar…

Mortajosario.—Un nombre magnífico —dijo

el señor Mortajosario con una vozresonante y sepulcral como en unaiglesia en sombras—. Y unamagnífica noche. ¡Y toda la historialarga, profunda, oscura y salvaje dela Noche de las Brujas esperandopara devorarnos de un solo bocado!

—¿Devorarnos?—¡Sí! —gritó Mortajosario—.

Chicos, miraos un poco. ¿Por quétú, niño, te has puesto esa cara de

Calavera? ¿Y tú, muchacho, por quéllevas una guadaña, y tú, por qué tehas disfrazado de Bruja? ¡Y tú, tú,tú, tú! —El dedo huesudo señalócada una de las máscaras—. No losabéis ¿no? Os ponéis esas caretasy esas viejas ropas apolilladas yescapáis a los saltos, pero enverdad no sabéis ¿no?

—Bueno —dijo Tom, como unratón detrás de la cadavéricamuselina—. Mm… no.

—Verdad —dijo el chico

Diablo—. Ahora que lo pienso,¿por qué me puse esto? —Setoqueteó la capa roja y lospuntiagudos cuernos de goma y elprecioso tridente.

—¿Y yo, esto? —dijo elFantasma, arrastrando unas largas yblancas sábanas sepulcrales.

Y todos los muchachos sepusieron a pensar, y se tocaban losdisfraces y se acomodaban lasmáscaras.

—Pues entonces ¿no os

divertiría averiguarlo? —preguntóel señor Mortajosario—. ¡Yo os locontaré! ¡No, os lo mostraré! Si nosalcanza el tiempo…

—No son más que las seis ymedia de la tarde. ¡La Fiesta nisiquiera ha comenzado! —dijoTom-de-los-huesos-fríos.

—¡Es cierto! —dijo el señorMortajosario—. Muy bien,chicos… ¡venid conmigo!

El hombre caminó a grandespasos. Los niños corrieron.

En el borde de la profunda yoscura cañada envuelta en lassombras de la noche, el hombreseñaló un punto más arriba delperfil de las colinas y de la tierra,alejado del resplandor de la luna,bajo la tenue luz de unos astrosextraños. El viento agitó elalbornoz negro y el capuchón queocultaban a medias al hombre y ledescubrió a medias el rostro casidescarnado.

—Allí, muchachos ¿la veis?

—¿Qué?—La Comarca Ignota. Allá

lejos. Mirad largamente, miradintensamente, regocijaos. ElPasado, muchachos, el Pasado. Oh,sí, es oscuro, y está poblado depesadillas. Ahí yace enterrado todolo que fue una vez la Fiesta de lasBrujas. ¿Buscaréis los huesos,muchachos? ¿Tenéis agallas paraeso?

El hombre los miró con ojosardientes.

—¿Qué es la Fiesta de lasBrujas? ¿Cómo empezó? ¿Dónde?¿Por qué? ¿Para qué? Brujas, gatos,polvo de momias, fantasmas. Todoestá ahí, en esa comarca de la quenadie regresa. ¿Os hundiréis en eseoscuro océano, muchachos?¿Volaréis en ese cielo tenebroso?

Los muchachos tragaron salivacon dificultad. Uno de ellos pió:

—Nos gustaría, pero… Pipkin.Tenemos que esperar a Pipkin.

—Sí, Pipkin nos mandó a la

casa de usted. No podríamos ir sinél.

Como conjurado por el nombre,en ese preciso instante oyeron ungrito desde el extremo más lejanode la barranca.

—¡Eeeeh! ¡Aquí estoy! —gritóuna voz frágil. Y allí, en la otraorilla de la cañada, vieron lapequeña figura de Pipkin, de pie,con una calabaza encendida.

—¡Por aquí! —le gritaron acoro—. ¡Pipkin! ¡De prisa!

—¡Voy! —fue la respuesta—.No me siento muy bien. Pero…tenía que venir… ¡Esperadme!

Vieron la figura menuda que corríabarranca abajo por el sendero.

—Oh, esperadme, esperadmepor favor. —La voz flaqueaba—.

No me siento bien. No puedocorrer. No puedo… no puedo…

—¡Pipkin! —gritaron todos,haciendo señas desde el borde delrisco.

La figura de Pipkin erapequeña, pequeña, pequeña. Habíasombras confusas en todas partes.Los murciélagos volaban. Laslechuzas chistaban. Los cuervosnocturnos se apiñaban como hojasnegras en los árboles.

El chico, corriendo con la

calabaza encendida, cayó al suelo.—Oh —jadeó Mortajosario.La luz de la calabaza se apagó.—Oh —jadearon todos.—¡Enciende tu calabaza, Pip,

enciéndela! —chilló Tom.Le pareció ver a la pequeña

figura escarabajeando en el oscuropastizal allá abajo, tratando deencender una luz. Pero en eseinstante de oscuridad, cayó lanoche. Un ala inmensa se desplegósobre el abismo. Muchos búhos

ulularon. Muchos ratones escaparony se deslizaron en las sombras.

Un millón de asesinatosdiminutos ocurrieron en algún lugar.

—¡Enciende tu calabaza, Pip!—Auxilio… —gimió una

vocecita angustiada.Miles de alas remontaron vuelo.

En algún sitio una bestia enormebatió el aire como un tambor sordo.

Las nubes, como telones degasa, se corrieron despejando elcielo. Y allí estaba la luna, un ojo

enorme.Miró abajo…Un sendero desierto.No se veía a Pipkin en ninguna

parte.En lontananza, hacia el

horizonte, algo oscuro sedesmigajó, danzó y se escurrióalejándose en el frío aire estelar.

—Auxilio… auxilio… —gimióuna voz que se perdía a la distancia.

Y calló.—Oh —se lamentó el señor

Mortajosario—. Esto sí que esgrave. Me temo que algo se lo hayallevado.

—¿Adónde, adónde? —balbucearon estremeciéndose loschicos.

—A la Comarca Ignota. ElLugar que os quería mostrar. Peroahora…

—¿No querrá decir que esaCosa de la barranca, Eso, o Él, o loque sea, era… la Muerte? ¿Qué seapoderó de Pipkin y… huyó?

—Decir que lo tomó enpréstamo sería más correcto, quizápara pedir rescate —dijoMortajosario.

—¿Puede hacer eso la Muerte?—A veces, sí.—Oh, diantre. —Tom sintió que

se le humedecían los ojos—. Pip,esta noche, corriendo lentamente,tan pálido. ¡Pip, no tendrías quehaber salido! —gritó al cielo, peroallí sólo había viento y nubesblancas flotando como viejos

vellones espectrales, y un límpidorío de viento.

Se quedaron inmóviles, fríos,trémulos. Miraban hacia el sitiodonde la Cosa Oscura habíaraptado al amigo Pipkin.

—Justamente —dijoMortajosario—. Mayor razón paraque vengáis conmigo, muchachos.Si volamos rápido, quizá podamosalcanzar a Pipkin. Rescatar esaalma dulce de maíz acaramelado.Traerlo de vuelta, a meterlo en

cama, hacerlo entrar en calor,salvarle el aliento. ¿Qué opináis,muchachos? ¿Os gustaría resolverdos misterios en uno? ¿Buscar avuestro Pipkin desaparecido ydescubrir el secreto de la Noche delas Brujas, todo de una vez?

Los niños pensaron en la Nochede las Brujas y en los billones dealmas en pena que erraban poraquellos parajes solitarios entrevientos fríos y humos extraños.

Pensaron en Pipkin, no más que

un dedal de niño y puro goceestival, arrancado como una muelay arrastrado por un oleaje negro detelarañas y cuernos y hollín.

Y casi al unísono murmuraron:—Sí.Mortajosario saltó. Corrió.

Aporreó, empujó, bramó.—¡Rápido ahora, por este

sendero, subid la loma, ese camino!¡La granja abandonada! ¡Por encimade la cerca! ¡Allez-upa!

Corriendo saltaron el cerco y se

detuvieron junto a un granero queestaba cubierto de arriba abajo deviejos letreros circenses,estandartes deshilachados por elviento y pegados aquí, treinta,cuarenta, cincuenta años atrás. Elpaso de los circos había dejadosaldos y retazos de treintacentímetros de espesor.

—Una cometa, chicos. Haceduna cometa. ¡Pronto!

Ni bien hubo dado la orden, elpropio señor Mortajosario arrancóun gran trozo de papel del costadodel granero. El papel le revoloteóen las manos: ¡el ojo de un tigre!Otro tirón de otro viejo cartel y…

¡la boca de un león!Los chicos oyeron rugidos de

África traídos por el viento.Parpadearon. Corrieron.

Rascaron con las uñas. Tironearon.Sacaron tiras y trozos y grandesrollos de carne animal, decolmillos, de ojos penetrantes, deflancos heridos, de, garrasensangrentadas, de colas, de salto ybrinco y grito. Todo el costado delgranero era un antiguo desfilesuspendido en el tiempo. Lo

arrancaron a pedazos, quitando unagarra, una lengua, un iracundo ojofelino. Debajo esperaban capa trascapa de pesadilla selvática,encuentros deliciosos con osospolares, cebras despavoridas,orgullos menguados de leones,embestidas de rinocerontes, gorilasvolatineros que apoyaban la pata enel filo de la medianoche paralanzarse hacia el amanecer. Milanimales confedera dos rugían quelos pusieran en libertad. Libres

luego en puños, manos y dedos,silbando en el viento del otoño, losmuchachos corrieron por la hierba.

Mortajosario arrancó unavarilla de la vieja cerca y armó unarústica cruz de cometa y la sujetócon alambre, y luego retrocediópara recibir las ofrendas de papelque los muchachos arrojaban apuñados.

Y las fue colocando en su sitiosobre el marco, y echando chispasde pedernal las soldó con

quemaduras de las manos córneas.—¡Paaa! —Los chicos gritaban

maravillados—. ¡Mira eso!Nunca habían visto nada

semejante, ni habían sabido quehombres como Mortajosario, con unpellizco, un apretón, una presión delos dedos, pudiesen soldar un ojo aun diente, un diente a una boca, unaboca a la cola felina de un gatomontes. Todo, todomaravillosamente amalgamado enuna sola cosa, un indómito

rompecabezas de zoo selváticotumultuoso y atrapado, empastado yatado, creciendo, creciendo,tomando color y sonido y forma a laluz de la luna en ascenso. Ahoraotro ojo caníbal. Ahora otras fauceshambrientas. Un chimpancédemente. Un mandril loco de atar.¡Un desaforado pájaro carnicero!Los chicos corrían llevando losúltimos espantajos y la cometaquedó terminada, la antigua carnetensa, soldada por las córneas

manos todavía incandescentes quedespedían volutas de humo azul.Con la última chispa de fuego quele brotó del pulgar, el señorMortajosario encendió un cigarro ysonrió. Y el resplandor de esasonrisa mostró la cometa tal cualera, una cometa de destrucciones,de animales tan ominosos y ferocesque el griterío ahogaba el viento yasesinaba el corazón.

Mortajosario estaba satisfecho,los chicos estaban satisfechos.

Porque de alguna manera laCometa se parecía…

—¡Carambolas —dijo Tom,perplejo—, un pterodáctilo!

—¿Un qué?—Un pterodáctilo, esos

antiguos reptiles voladores,desaparecidos hace millones deaños, y que nunca volvieron a verse—replicó el señor Mortajosario—.Bien dicho, muchacho. Pterodáctiloparece y es, y nos llevará volandoen alas del viento hasta Perdición o

el Confín de las Tierras o algunaotra comarca de nombre melodioso.Pero ahora ¡soga, bramante, cuerda,pronto! ¡Arrebatad y traed!

Soltaron la cuerda de un viejotendedero de ropa que iba desde elgranero hasta la granja abandonada.Unos buenos treinta metros o másde cuerda le llevaron aMortajosario, quien la hizo correrpor el puño hasta que despidió elmás sacrílego de los humos. La atóal centro de la enorme Cometa que

aleteó como una raya-manta perdiday fuera del agua en esta playaextrañísima. Luchaba con el vientotratando de vivir. Aleteaba y sedebatía en las crestas de la mareade aire, tendida sobre la hierba.

Cometa de Otoño[The Hallowe'en Kite]

Mortajosario dio un paso atrás,pegó un tirón y ¡mirad!, la Cometasaltó en el aire.

Flotó casi a ras de tierra en elextremo de la cuerda de ropa,arrastrada por un viento torpe,virando para este lado, lanzándosehacia aquél, brincando de prontopara enfrentarlos con una pared deojos, una sólida pulpa de dientes,una tempestad de gritos.

—¡No va a remontar, se tuerce!¡Una cola, necesitamos una cola!

Y en un impulso instintivo Tomse adelantó y se aferró a la Cometa.La Cometa se estabilizó. Empezó asubir.

—Sí —gritó el hombre oscuro—. Oh, chico, tú eres único.¡Muchacho listo! ¡Tú serás la cola!¡Y más, y más!

Y mientras la Cometa ascendíalentamente por la corriente fría develoces ráfagas de aire, cada chico

a su turno, seducido por lafantástica idea, acicateado por supropia imaginación, setransformaba en más y más cola. Esdecir, que Henry-Trampitas,disfrazado de Bruja, se tomó de lostobillos de Tom, ¡y ahora la Cometatenía por magnífica cola a dos delos chicos!

Y Ralph Bengstrum, envuelto entrapos de momia, tropezando conlos vendajes, ahogado en haraposmortuorios, avanzó trastabillando,

dio un salto y se aferró a lostobillos de Henry-Trampitas.

¡Y ahora tres chicos colgabanen una Cola!

—¡Esperadme! ¡Ahí voy! —gritó el Mendigo, que bajo la mugrey los andrajos no era otro que FredFryer.

Saltó y alcanzó las pantorrillasde Ralph.

La Cometa subía. ¡Los cuatromuchachos de la cola gritabanpidiendo más cola!

La consiguieron cuando el chicodisfrazado de Hombre-Monomanoteó y se aferró a un par detobillos seguido por el chicodisfrazado de Muerte con unaGuadaña que hizo peligrosamentelo mismo.

—¡Cuidado con la guadaña!La guadaña cayó y allí quedó,

sobre la hierba, como una sonrisaolvidada.

Pero ahora los dos últimoschicos colgaban de todos aquellos

tobillos mal lavados, y la Cometasubía, más y más arriba, agregandomuchacho a muchacho y muchacho,hasta que con un alarido y un gritoocho chiquillos se menearon en unamagnífica cola; los dos últimos eranFantasma, en realidad George Smithy Wally Babb, que en un rapto deinspiración habían logrado pareceruna Gárgola caída de la cúpula deuna catedral.

Los chicos aullaban de júbilo.La Cometa saltó otra vez, y…

¡despegó!—¡Epa!¡Brrrr! La Cometa ronroneó con

mil susurros animales. ¡Taaannn! Lacuerda de la Cometa tañó al viento.

¡Shhhh!, cuchicheó todo.Y llevados por el viento

volaron entre las estrellas.Dejando a Mortajosario que

miraba con asombro a losmuchachos, la Cometa, el invento.

—¡Esperad! —gritó.—¡No se quede atrás, dese

prisa! —le gritaron los chicos.Mortajosario corrió por el

pastizal para recoger la guadaña. Elalbornoz flotó en el aire y se abrióen dos alas hasta que también él, sinningún esfuerzo, subió y voló.

La Cometa volaba.Los chicos colgaban de la

Cometa como la preciosa cola deuna lagartija, ora meneándose, oraenroscándose, ora chasqueando, oraplaneando.

Chillaban de alegría. Gritabanaspirando y espirando bocanadasde miedo. Recorrieron la luna en unsigno de admiración. Volaron sobrelas colinas, las praderas y lasgranjas. Se vieron reflejados encorrientes, arroyos y ríospenumbrosos a la luz de la luna.Rozaron árboles milenarios. El

viento que levantaban al pasarderramaba verdaderos tesoros demonedas recién acuñadas, hojas,aguaceros deslumbrantes para latierra de pastos ennegrecidos.Volaron sobre el pueblo ypensaron…

¡Oh, mirad para arriba! ¡Ved!¡Henos aquí! ¡Vuestros hijos!

Y pensaron: ¡Oh, miremos paraabajo, allí en alguna parte estánnuestras madres, padres, hermanos,hermanas, maestros! ¡Eh, estamos

aquí! ¡Oh, alguno, vednos, o nuncalo creeréis!

Y en un planeo final la Cometasilbó, tarareó, tamborileó junto conlos vientos para flotar sobre lavieja casa y el Árbol de las Brujasdonde por primera vez seencontraran con Mortajosario.

¡Caídas, revoloteos,deslizamientos, precipitaciones,siseos!

La succión de los cuerpososcilantes llegó a miles de velas,

que titilaron, parpadearon,tartamudearon luz, sisearon tratandode encenderse otra vez; las muescasy guiños y sonrisas salvajes de lascalabazas colgadas menguaron ensombras entristecidas. El Árbolestuvo muerto durante todo unlatido. Luego, cuando la Cometacanturreó subiendo… ¡el Árbol seencendió de golpe con mil nuevosvisajes de calabaza, miradas torvas,muecas, sonrisas burlonas!

Las ventanas de la casa, espejos

negros, vieron cómo la Cometa sealejaba y alejaba, hasta que loschicos y la Cometa y el señorMortajosario fueron muy pequeñossobre el horizonte.

Y así navegaron rumbo alugares remotos, hacia la ComarcaIgnota de la Vieja Muerte y losAños Desconocidos del TenebrosoPasado…

—¿Adónde vamos? —gritóTom, colgado de la cola de laCometa.

—¡Sí!, ¿adónde, adónde? —gritaron todos los chicos, uno trasotro, abajo, abajo.

—¡No adónde sino cuándo! —dijo Mortajosario, que volabadetrás, el amplio albornoz veladohenchido de tiempo y viento lunar—. ¡Dos mil, contadlos, años antesde Cristo! ¡Pipkin está allí,esperando! ¡Lo huelo! ¡Volad!

De pronto la luna parpadeó.Cerró el ojo, y fue noche oscura.Luego, más y más rápido, centelleó,

creció, menguó, creció otra vez.Hasta que titiló más de mil vecescambiando el paisaje allá abajo, yluego cincuenta mil veces, tanrápido que no podían verla,extinguiéndose y encendiéndoseotra vez.

Y la luna dejó de titilar y sequedó muy quieta.

Y la tierra había cambiado.—Mirad —dijo Mortajosario,

suspendido en el aire por encima deellos.

Y los millones de ojos de tigre-león-leopardo-pantera de la Cometaotoñal miraron hacia abajo, comolos ojos de los chicos.

Y salió el sol mostrándoles…Egipto. El Nilo. La Esfinge. Las

Pirámides.—Pero —dijo Mortajosario—,

¿notáis algo… diferente?—Bueno —boqueó Tom—,

todo es nuevo. Está reciénconstruido. ¡Entonces hemosretrocedido de veras cuatro mil

años en el Tiempo!Y sin duda alguna, el Egipto que

se extendía allá abajo era arenaantigua pero piedra recién tallada.La Esfinge, que posaba las grandesgarras de león en la doradasuperficie del desierto, era deperfiles nítidos, recién nacida delvientre de las montañas pétreas; uninmenso cachorro en el claro ydesierto resplandor del mediodía.Si el sol le hubiese caído entre laspatas, lo habría palmoteado como

una pelota de fuego.¿Las Pirámides? Estaban allí

como bloques de extrañas formas,también ellas rompecabezas paraarmar, juguetes de la Esfinge mujer-leona.

La Cometa bajó de golpe ybordeó las dunas de arena,coqueteó sobre una pirámide y fueatraída, como succionada, por laboca abierta de una tumba en unpequeño risco.

—¡Epa, Presto! —gritó

Mortajosario.Aleteó y le dio a la Cometa

semejante puntapié que los chicosrepicaron como clamorosascampanas.

—¡Epa, no! —gritaron.La Cometa tembló, descendió,

planeó a unos treinta metros porencima de la arena, y se sacudiócomo un perro salvaje que se quitalas pulgas.

Sanos y salvos, los chicoscayeron sobre arenas doradas.

La Cometa se despedazó en miljirones de ojos, colmillos, alaridos,rugidos, bramidos de elefante. Laboca abierta de la tumba egipcia losabsorbió, y con ellos aMortajosario, muerto de risa.

—¡Señor Mortajosario, espere!Los chicos se levantaron de un

salto y corrieron hasta la entradaoscura de la tumba. Entoncesmiraron arriba y vieron dóndeestaban.

El Valle de los Reyes, donde se

erguían unos inmensos dioses depiedra. Una extraña lluvia delágrimas de polvo les brotaba delos ojos, lágrimas de arena y deroca pulverizada.

Los chicos se asomaron a laoscuridad. Como el lecho seco deun río, los corredores descendían alas bóvedas profundas donde yacíanlos muertos amortajados en vendasde lienzo. Manantiales de polvorumoreaban y reverberaban enextraños patios, un kilómetro más

abajo. Los chicos se estiraban paraescuchar. La tumba exhalaba unaliento repulsivo de pimentón,canela y estiércol pulverizado decamello. En algún lugar, una momiasoñaba, tosía en sueños, sedeshilachaba un vendaje, movía lalengua polvorienta y se volvía paraotra siesta de mil años…

—¡Señor Mortajosario! —llamó Tom Skelton.

Y desde las profundidades de latierra reseca una voz perdidamurmuró:

—Mortajo-saaaa-rio.Y desde la oscuridad algo rodó,

se precipitó, sacudiéndose.Una larga tira de vendaje de

momia chasqueó a la luz del sol.Era como si la tumba misma les

hubiera sacado la vieja lengua seca,que ahora yacía a los pies de loschicos.

Los chicos la mirabanfascinados. La tira de lienzo teníacientos de metros de largo, y si asílo deseaban podía conducirloshacia abajo, a las misteriosasprofundidades de la tierra egipcia.

Tom Skelton, tembloroso,adelantó un pie para tocar la vendaamarilla.

Un viento sopló desde lastumbas, diciendo:

—Sííííí…—Allá voy —dijo Tom.Y en equilibrio sobre la tensa

cuerda de lienzo, entró a tientas ydesapareció en la oscuridad de lascámaras mortuorias.

—¡Sííííí…! —susurró el vientoque venía de abajo—. Todos

vosotros. Venid. El siguiente. Y elsiguiente. Y otro y otro. Rápido.

Los chicos corrieron en laoscuridad por el sendero de lienzo.

—¡Atentos al crimen,muchachos! ¡Muerte!

Los pilares a ambos lados delcorredor se animaron de pronto.Unas figuras se estremecieron y semovieron.

El sol dorado bañaba lospilares.

Pero era un sol con brazos y

piernas, envuelto en ceñidosvendajes de momia.

—¡Muerte!Una criatura tenebrosa le asentó

al sol un golpe terrible.El sol murió. Los fuegos se

extinguieron.Los chicos corrieron a ciegas en

la oscuridad.Sí, pensó Tom, siempre

corriendo, seguro, quiero decir, yalo sé, todas las noches el sol semuere. Se va a dormir, y me

pregunto ¿volverá? ¿Estará todavíamuerto mañana a la mañana?

Los chicos corrían. En nuevospilares, a lo lejos, el sol brillaba denuevo, salía del eclipse.

¡Fantástico!, pensó Tom. ¡Esoes! ¡Amanece!

Pero con idéntica celeridad, elsol fue asesinado otra vez. Sobrecada pilar que iban dejando atrás,el sol moría en otoño y eraenterrado en el frío invierno.

A mediados de diciembre,

caviló Tom, pienso a menudo: ¡elsol nunca volverá! ¡Siempre seráinvierno! ¡Esta vez el sol ha muertode veras!

Pero a medida que los chicosmoderaban la marcha al final dellargo corredor, el sol renacía.Llegaba la primavera de cuernosdorados. La luz inundaba de fuegoel corredor.

El Dios extraño aparecíaincandescente en todos los muros,el rostro un inmenso fuego triunfal,

envuelto en cintas áureas.—¡Huy, demonios, yo sé quién

es ése! —resolló Henry-Trampitas—. ¡Lo vi una vez en una películacon horribles momias egipcias!

—¡Osiris! —dijo Tom.—¡Sssííííí…! —siseó desde las

profundidades de las tumbas la vozde Mortajosario—. LecciónNúmero Uno de la Noche de lasBrujas. Osiris. Hijo de la Tierra ydel Cielo, muerto cada noche por unhermano, Tinieblas. Osiris,

sacrificado por Otoño, víctima deun pariente nocturno.

»Así sucede en todas lascomarcas, muchachos. Todas tienenuna fiesta de la muerte, en relacióncon las estaciones. Calaveras yhuesos, muchachos, esqueletos yespectros. En Egipto, hijos,presenciad la Muerte de Osiris, Reyde los Muertos. Mirad largamente.

Miraron largamente.Habían llegado a un enorme

agujero en la caverna subterránea, y

por ese agujero podían ver unaaldea egipcia al anochecer; en losumbrales y los antepechos de lasventanas, la gente dejaba comida enplatos de barro y cobre.

—Para los espectros quevuelven a caaasssaaaa —susurróMortajosario desde las sombras.

Hileras de lámparas de aceitecolgaban de las fachadas de lascasas y los humos tenues seelevaban en el aire crepuscularcomo almas en pena.

Casi podía verse a losfantasmas que se arrastraban por lascallejuelas empedradas.

Las sombras se alejaban de losúltimos rayos de sol en el ponientey trataban de entrar en las casas.Pero las sombras rondaban ymerodeaban la comida caliente, quehumeaba en los umbrales.

Un ligero olor a incienso y apolvo de momia alcanzó a losmuchachos asomados a esa arcaicaNoche de Brujas y a los «premios»

preparados no para chiquillosvagabundos sino para fantasmas sinhogar.

—Demonios —murmurarontodos los muchachos.

—No os extraviéis en laoscuridad —cantaban voces entodas las casas al son de arpas ylaúdes—. Oh muertos, bienamados,volved, volved al hogar. Perdidosen la oscuridad pero queridossiempre. No erréis, no osextraviéis, que aquí seréis

bienvenidos.De las lámparas mortecinas

brotaban volutas de humo.Y las sombras subían a los

umbrales y con delicadeza rozabanapenas las ofrendas de comida.

Y en una de las casas vieronque sacaban de un armario lamomia de un viejo abuelo y laponían en el sitio de honor a lacabecera de la mesa, con un platoya servido.

Y los miembros de la familia se

sentaron a cenar y levantaron lascopas y bebieron por el muerto allísentado, todo polvo y secosilencio…

—¡Pronto, ahora, buscadme!

La voz risueña de Mortajosariolos llamaba.

—¡Por aquí! ¡No, aquí! ¡Aquí!Corrieron por la estrecha cinta

de lienzo, hacia las profundidadesde la tierra.

—Sí. Aquí estoy.Volvieron un recodo y se

detuvieron en seco, pues la largacinta de lienzo zigzagueaba por elpiso de la tumba y trepaba por unmuro, yendo a enroscarse al pie deuna antigua momia de color pardo,

instalada en un nicho alumbradocon velas.

—¡Es…! —tartamudeó RalphBengstrum, ataviado también comoMomia—. ¿Es… una momia deveras?

—Sí. —Por debajo de lamáscara dorada que cubría la carade la momia, caía polvo—. Deveras.

—¡Señor Mortajosario! ¡Usted!La máscara dorada cayó al

suelo resonando como una campana

cristalina.Donde antes estuviera la

máscara apareció el rostro de unamomia, una ciénaga de tarroparduzco resquebrajado por elhálito candente del sol. Uno de susojos estaba cerrado, pegoteado contela de araña. En las grietas del otroojo asomaban lágrimas de polvo, yun centelleo de brillante vidrioazul.

—¿Hay aquí algún niñodisfrazado de momia? —preguntó

una voz ahogada bajo la mortaja.—¡Sí, yo, señor! —chirrió

Ralph, mostrando los brazos, laspiernas, el pecho, los vendajes enque había pasado la tarde enteraenvolviéndose, momificándose.

—Bien —suspiró Mortajosario—. Toma la cinta de lienzo. ¡Tira!

Ralph se agachó, asió losvendajes de la antigua momia y…¡zas!

La cinta empezó adesenroscarse de arriba abajo, de

arriba abajo, hasta descubrir lanariz picuda de antiguo reptil, labarbilla escamosa y la sonrisareseca y polvorienta deMortajosario. Los brazos cruzadossobre el pecho cayeron flojos a loslados.

—¡Gracias, hijo! ¡Libre! ¡No esbroma estar envuelto como un viejoregalo funerario en la Comarca delos Muertos! Pero… ¡chitón!Rápido, muchachos, saltad a losnichos, quedaos duros. Alguien se

acerca. ¡Haceos las momias, haceoslos muertos!

Los chicos saltaron a los nichosy se quedaron muy erguidos, con losbrazos cruzados sobre el pecho, losojos cerrados, conteniendo elaliento, un friso de pequeñasmomias talladas en la antigua roca.

—Tranquilos —susurróMortajosario—. Aquí viene…

Un cortejo fúnebre.Un ejército de dolientes

ataviados en oro y finísimas sedas

trayendo en las manos barquitos dejuguete y recipientes de cobrerepletos de comida.

Y en el centro, un sarcófagoliviano como un rayo de sol,llevado en andas por seis hombres.Y detrás de ellos, una momia reciénembalsamada, con pinturas frescassobre los lienzos y una mascarillade oro que le ocultaba el rostro.

—Mirad la comida, muchachos,mirad los juguetes —cuchicheóMortajosario—. Ponen juguetes en

las tumbas, chicos. Para que losdioses vengan a jugar, a retozar, ajaranear y se lleven niños felices ala Comarca de los Muertos. Miradlos barcos, las cometas, las cuerdasde saltar, los cuchillos de juguete…

—Pero mirad el tamaño de esamomia —dijo Ralph, dentro de lossofocantes vendajes—. ¡Es un chicode doce años! ¡Como yo! Y esamascarilla de oro que le cubre lacara… ¿no os parece familiar?

—¡Pipkin! —gritaron todos,

roncamente.—¡Sss! —siseó Mortajosario.El cortejo se había detenido, los

sumos sacerdotes escudriñabanalrededor entre las móvilessombras de las antorchas.

Los chicos, en los altos nichos,cerraron los ojos con fuerza,contuvieron el aliento.

—Ni un susurro —dijoMortajosario, un mosquito en eloído de Tom—. Ni un murmullo.

La música de las arpas empezó

otra vez.Arrastrando los pies, el cortejo

se puso de nuevo en marcha.Y allí, en medio de todo el oro

y los juguetes, las cometas de losmuertos, iba la pequeña momiareciente de un niño de doce añoscuya mascarilla de oro era idénticaa…

Pipkin.«¡No, no, no, no, no!», pensó

Tom.—¡Sí! —gritó una vocecita de

ratón, tenue, perdida, sofocada,contenida, atrapada, angustiada—.¡Soy yo! ¡Estoy aquí! ¡Debajo de lamáscara! Debajo de los vendajes.¡No puedo moverme! ¡No puedogritar! ¡No puedo hacer nada.

«¡Pipkin!», pensó Tom.«¡Espera!».

—¡No puedo escapar! ¡Estoyatrapado! —gritó la vocecitaenvuelta en lienzos de color—.¡Seguidme! ¡Buscadme! Meencontraréis en…

La voz se desvaneció; el cortejofúnebre había desaparecido en unavuelta del oscuro laberinto:

—¿Seguirte adónde, Pipkin? —Tom Skelton saltó del nicho y chillóen la oscuridad—. ¿Buscartedónde?

Pero en ese preciso momento,Mortajosario cayó del nicho comoun árbol talado, ¡pum!, golpeandocontra el suelo.

—¡Espera! —le advirtió a Tom,mirándolo desde el suelo con un ojo

que parecía una araña enredada ensu propia tela—. Todavíarescataremos al viejo Pipkin. Conmaña. ¡Sigilo y cautela, muchachos!¡Ssst!

Lo ayudaron a levantarse y lequitaron algunas envolturas demomia, y avanzaron en puntillas porel largo corredor y llegaron alrecodo.

—Caracoles —cuchicheó Tom—. Mirad. Están poniendo lamomia de Pipkin en el féretro y el

féretro adentro del… del…—Sarcófago. —Mortajosario lo

sacó del apuro—. Un ataúd dentrode un ataúd dentro de un ataúd, hijo.Cada uno más grande que elanterior, todos cubiertos dejeroglíficos que narran la vida deldifunto…

—¿La vida de Pipkin? —dijeron todos.

—O quienquiera que fuesePipkin esta vez, este año, cuatro milaños atrás.

—Sí —murmuró Ralph—.Mirad las figuras a los lados delataúd. Pipkin cuando tenía un año.Pipkin a los cinco. Pipkin a los diezy corriendo. Pipkin trepado a unmanzano. Pipkin simulando que seahoga en el lago. Pipkin saqueandoun huerto de melocotones. Esperad¿qué es eso?

Mortajosario seguía con lamirada los ajetreos del funeral.

—Están poniendo muebles en latumba para que los use en la

Comarca de los Muertos. Barcas.Cometas. Peonzas. Frutas frescaspor si Pipkin despierta muerto dehambre dentro de cien años.

—Claro que estará muerto dehambre. ¡Demontres, mirad, semarchan! ¡Están cerrando la tumba!—Mortajosario tuvo que asir yretener a Tom, que saltabadesesperado de un lado a otro—.¡Pipkin está todavía allí, enterrado!¿Cuándo lo salvamos?

—Más tarde. La Larga Noche

es todavía joven. Volveremos a vera Pipkin, no temas. Y entonces…

De pronto, la puerta de la tumbase cerró con estrépito.

Los chicos gimotearon ygritaron. Podían oír en la oscuridadel rasqueteo de la trulla querellenaba con argamasa fresca lasgrietas y juntas a medida que poníanlas últimas piedras.

Luego los dolientes se alejaroncon arpas silenciosas.

Ralph, disfrazado de Momia,

petrificado, miró cómo se iban lasúltimas sombras.

—¿Es por eso que me disfracéde momia? —Se palpó losvendajes. Tocó la arcilla rugosa dela vieja careta—. ¿Es eso todo loque soy en la Noche de las Brujas?

—Todo, hijo, todo —murmuróMortajosario—. Los egipcios,muchacho, edificaban para durar.Hacían planes de diez mil años.Tumbas, muchachos, tumbas.Sepulcros. Momias. Huesos.

Muerte, muerte. ¡La muerte era elcorazón mismo, el meollo, la luz, elalma y el cuerpo de estas vidas!Tumbas y más tumbas conpasadizos secretos, para que nuncalos descubrieran, para que losvioladores de sepulcros nopudieran robar las almas y losjuguetes y el oro. Tú eres unamomia, muchacho, porque así sevestían ellos para la Eternidad.Envueltos en un capullo de hebras,esperaban renacer transformados en

bonitas mariposas en algún mundoremoto, un mundo hermoso yacogedor. Conoce tu capullo,muchacho. Palpa los extrañoslienzos.

—¡Pero cómo! —dijo Ralph laMomia, pestañeando ante los murostiznados y los viejos jeroglíficos—,¡para ellos todos los días eran elDía de los Muertos!

—¡Todos los días! —jadearonlos otros, admirados.

—Todos los días eran el Día de

los Muertos también para ellos —señaló Mortajosario.

Los chicos dieron media vuelta.Una especie de tormenta

eléctrica verde burbujeó en lamazmorra sepulcral. El suelo seestremeció como sacudido por unterremoto arcaico. En algún lugarun volcán se agitó en sueños,iluminando los muros con un flancofogoso.

Y en los muros más alejadoshabía dibujos prehistóricos de

hombres cavernícolas, muyanteriores a los egipcios.

—Ahora —dijo Mortajosario.Cayó un rayo.Tigres de dientes de sable se

abalanzaron sobre los cavernícolas,que gritaban aterrorizados. Caían enpozos de brea, y allí se hundían,gimiendo.

—Esperad. Salvemos a unospocos con el fuego.

Mortajosario parpadeó. El rayocentelleó e incendió los bosques.

Un hombre-mono tomó a la carrerauna rama ardiendo y la clavó enunas fauces de dientes afilados. Eltigre aulló de dolor y escapó. Elhombre-mono, con un resoplidotriunfal, arrojó la rama llameante aun montón de hojas otoñalesacumuladas en la caverna. Otroshombres se acercaron a calentarselas manos al fuego, riéndose de lanoche donde acechaban los ojosamarillos de las bestias,atemorizadas.

—¿Veis, muchachos? —Lasllamas se reflejaban, inquietas, enel rostro de Mortajosario—. Losdías del Largo Frío han concluido.Gracias a este valiente, a estehombre que piensa por primera vez,el estío habita en la caverna delinvierno.

—Pero —dijo Tom— ¿quétiene que ver esto con el Día de losMuertos?

—¿Qué tiene que ver? Bueno,por mis huesos, todo. Cuando tú y

tus amigos os morís todos, los días,no hay tiempo para pensar en laMuerte ¿verdad? Sólo tiempo paracorrer. Pero cuando ya por últimodejáis de correr…

Tocó los muros.Los hombres-monos quedaron

paralizados en mitad de unmovimiento.

—… ahora tenéis tiempo depensar de dónde venís, adonde vais.Y el fuego alumbra el camino,muchachos. El fuego y el

relámpago. Los luceros que brillanal alba. Un fuego protector envuestra propia caverna. Sólo a laluz de las hogueras nocturnas pudopor fin el cavernícola, el hombre-bestia, ensartar pensamientos en unavara y ponerlos al fuegoaderezándolos con un zumo deinquietud. El sol moría en el cielo.El invierno llegaba como una granbestia blanca, sacudiendo lapelambre, y enterraba al sol.¿Regresaría alguna vez la

primavera? ¿Renacería el sol con elnuevo año o seguiría muerto? Losegipcios se lo preguntaron. Loscavernícolas se lo preguntaron unmillón de años antes. ¿Saldrá el solmañana cuando amanezca?

—¿Y es ése el origen de laNoche de las Brujas?

—Esas largas meditacionesnocturnas, muchachos. Y siempreallí, en el centro, el fuego. El sol.El sol sucumbiendo para siemprebajo el cielo frío, aterrorizando al

hombre primitivo. Aquélla era laGran Muerte. Si el sol desaparecíapara siempre, entonces ¿qué?

»Y a mediados del otoño,mientras todo moría, los hombres-monos se agitaban en sueños,recordaban a los muertos del añoanterior. Los espectros llamabandesde dentro de las cabezas.Recuerdos, eso son los espectros,pero los hombres-monos no losabían. Detrás de los párpados, enlas horas tardías de la noche,aparecían los espectros de lamemoria, saludaban, bailaban, yentonces los hombres-monos

despertaban, echaban ramitas alfuego, lloraban, se estremecían.Podían ahuyentar a los lobos, perono a los recuerdos, no a losfantasmas. Entonces se acurrucaban,rezaban pidiendo que llegase laprimavera, vigilaban el fuego,agradecían a dioses invisibles lascosechas de frutos y bayas.

»¡Noche de Brujas, en verdad!Hace un millón de años, en elotoño, en una caverna, con lascabezas pobladas de fantasmas, y el

sol perdido.La voz de Mortajosario se

apagó en un susurro.El hombre se desenroscó otro

par de metros de vendas de momia,se las colgó del brazomajestuosamente y dijo:

—Más cosas para ver. Venidconmigo, muchachos.

Y salieron de las catacumbas ala penumbra crepuscular de unantiguo día egipcio.

Una gran pirámide se levantaba

ante ellos, expectante.—El último en llegar a la

cúspide —dijo Mortajosario— estío de mono.

Y el tío de mono fue Tom.

Llegaron jadeando a la cúspide dela pirámide donde había una granlente de cristal, un catalejo que

giraba lentamente con el vientosobre un trípode dorado, un ojogigantesco que acercaba los lugaresdistantes.

El sol, ahogado y moribundoentre nubes, se hundía en elponiente. Mortajosario lanzó ungrito de júbilo:

—Allá va, chicos. El corazón,el alma, la carne de la Noche de lasBrujas. ¡El Sol! Allí asesinan otravez a Osiris. Allí se hunde Mitra, elfuego persa. Allí sucumbe Febo

Apolo, pura luz griega. Sol y llama,muchachos. Mirad y parpadead.Moved ese catalejo, que recorramil kilómetros de costamediterránea. ¿Veis las IslasGriegas?

—Seguro —dijo el simpleGeorge Smith, disfrazado deinsólito y pálido fantasma—.Ciudades, pueblos, calles, casas.¡La gente sale presurosa por lospórticos llevando comida!

—Sí. —Mortajosario irradiaba

felicidad—. Otro Festival de losMuertos: la Fiesta de las Vasijas .Prenda-o-Premio a la antiguausanza. Pero prendas a pagar a losmuertos si no les das de comer.¡Por eso ponen los premios, en losumbrales, como platos de banquete!

A lo lejos, en la penumbrasuave, flotaban en volutas de vaporlos aromas de carnes cocidas, sepreparaban manjares para losespíritus que humeaban a lo largode la comarca de los vivos. Las

mujeres y los niños de los hogaresgriegos iban y venían cargados deinnumerables vituallas especiadas ydeliciosas.

De pronto, en todas las IslasGriegas, las puertas se cerraron conestrépito. El golpe reverberó en elviento oscuro.

—Los templos se cierranherméticamente —dijoMortajosario—. Todos lossantuarios de Grecia tendrán doblevuelta de llave esta noche.

—¡Mirad! —Ralph-que-era-una-Momia movió la lente. La luzfulguró por encima de las máscarasde los chicos—. Esa gente ¿por quépinta con melaza negra las jambasde las puertas?

—Brea —corrigió Mortajosario—. Alquitrán para que losfantasmas se queden pegados y nopuedan entrar en las casas.

—¡Cómo no se nos ocurrió! —dijo Tom.

La oscuridad avanzaba por las

playas mediterráneas. De lastumbas salían flotando como unaniebla los espíritus de los muertosen penachos de hollín; y recorríanlas calles y quedaban atrapados enel negro alquitrán que embadurnabalos umbrales. El viento selamentaba, como hablando de laangustia de los muertos.

—Ahora, Italia, Roma. —Mortajosario apuntó el catalejo alos cementerios romanos donde lagente ponía comida sobre las

tumbas y se alejaba rápidamente.El viento azotó la capa de

Mortajosario. Le ahuecó la voz:

Oh viento del otoño quecalcinas y quemas,

ensombreciendo elmundo entero,

sopla ahora como unhuracán, alcánzame y

transfórmame¡en un enjambre de

hojas del Árbol del

Otoño!

Mortajosario saltó elevándoseverticalmente. Los chicos gritaronalborozados, mientras veían cómolas ropas, el albornoz, el pelo, lapiel, el cuerpo, los huesos de maízacaramelado de Mortajosariovolaban en pedazos.

… hojas… quema…… cambia… lleva…

El viento lo dispersó como unpuñado de confetti; un millón dehojas otoñales, oro, rojo sangre,pardo, herrumbre, todas indómitas,susurrantes, burbujeantes; un nidode hojas de roble y arce, unacascada de hojas de nogal, undeleznable remolino de susurros,murmullos, que crepitaban hacia eloscuro manantial del cielo.Mortajosario estalló, no en unacometa, sino en miles de millaresde diminutas cometas de escamas

de momia:

¡Que el mundo gire, yardan las hojas,

que el pasto muera… ylos árboles vuelen!

Y de mil millones de otrosárboles en tierras otoñales, lashojas se precipitaron para unirse alos batallones remolineantes departículas resecas en que se habíaconvertido Mortajosario, desde

donde ahora atronaba su voz:—Chicos ¿veis los fuegos a lo

largo de la costa mediterránea?¿Los fuegos encendidos por todo elnorte de Europa? Hogueras deterror. Llamas de celebración. ¿Osgustaría espiar, muchachos?¡Arriba, entonces, a volar!

Y las hojas cayeron en aluviónsobre los chicos como aleteantes yterribles polillas y los llevaron porel aire. Sobre las arenas del Egiptocantaron y rieron, con una risa

nerviosa a veces. Sobre el mardesconocido se remontaron,extasiados e histéricos.

—¡Feliz Año Nuevo! —gritóuna voz, a lo lejos.

—¿Feliz qué? —preguntó Tom.—¡Feliz Año Nuevo! —

Mortajosario, una nevisca de hojasherrumbrosas, enronqueció la voz—. En tiempos remotos, el primerode noviembre era el Día de AñoNuevo. El verdadero fin del verano,el frío comienzo del invierno. No

exactamente feliz, pero bueno, ¡felizAño Nuevo!

Atravesaron Europa y alláabajo vieron un nuevo mar.

—Las Islas Británicas —murmuró Mortajosario—. ¿Osgustaría echarle un vistazo al Diosdruida de los Muertos, que seadoraba en Inglaterra?

—¡Claro que nos gustaría!—¡Mudos como piedras,

entonces, silenciosos como lanieve, dejaos caer, bajad como

ráfagas, todos y cada uno!Bajaron.Como un saco de castañas, los

pies de los niños llovieron sobre latierra.

Y bien, los chicos que acababan deaterrizar como un chaparrón derutilante hojarasca otoñal iban en

este orden:Tom Skelton, ataviado con

deliciosos Huesos.Henry-Trampitas,

aproximadamente una Bruja.Ralph Bengstrum, una Momia

desenvuelta, que minuto a minutoperdía más vendas.

Un Fantasma llamado GeorgeSmith.

J. J. (no hace falta más), un muybuen Hombre-Mono.

Wally Babb; afirmaba que era

una Gárgola, pero todos decían quemás se parecía a Quasimodo.

Fred Fryer, qué otra cosa sinoun mendigo recién salido de unaalcantarilla.

Y al fin, pero no menosimportante, Cepillo Nibley que aúltimo momento se habíaimprovisado un disfraz poniéndosesimplemente una blanca caretaterrorífica y descolgando de lapared del garaje la guadaña delabuelo.

Una vez que los muchachosaterrizaron sanos y salvos en tierrainglesa, los miles de millones dehojas se les desprendieron yecharon a volar.

Estaban en el centro de un trigalinmenso.

—Aquí, Maese Nibley, te trajetu guadaña. ¡Tómala! ¡Ahora cuerpoa tierra! —ordenó Mortajosario—.¡El Dios Druida de los Muertos!¡Samhain! ¡Al suelo!

Se tiraron al suelo.

Pues una enorme guadañabajaba rozando la tierra. El largofilo de la hoja cortaba el viento. Elsibilante contrafilo rebanaba nubes.Descabezaba árboles. Rasuraba lamejilla de la colina. Afeitabapulcramente el trigal. Unaverdadera ventisca de espigasrevoloteaba en el aire.

Y con cada golpe de cuchilla,cada tajo, cada guadañazo, el cielose poblaba de lamentos, chillidos yaullidos.

La guadaña siseó en lo alto.Los muchachos se acurrucaron.—¡Haanh! —gruñó un vozarrón.—Señor Mortajosario, ¡es

usted! —gritó Tom.Porque en el cielo, cerniéndose

amenazante a doce metros de altura,acababa de aparecer una figuraencapuchada que blandía unaenorme guadaña, el rostro envueltoen las brumas de la medianoche.

La hoja afilada bajó de golpe:¡hissssssss!

—¡Señor Mortajosario,apiádese de nosotros!

—¡Cállate! —Alguien le dio aTom un golpecito en el codo. Elseñor Mortajosario estaba echadojunto a él—. Ése no soy yo. Es…

¡Samhain! —gritó la voz desdela niebla—. ¡El Dios de losMuertos! ¡Así cosecho, y así!

¡Sssssshuuussshhhhhh!—¡Todos los que han muerto

este año están aquí! ¡Y por suspecados, esta noche, son

convertidos en bestias!¡Ssssssbummmmmm!—Piedad —lloriqueó Ralph-la-

Momia.¡Sssssstttttt! La guadaña rozó la

espalda de Cepillo Nibley,desgarrándole el disfraz,arrancándole la guadañita de lasmanos.

—¡Bestias!Y las espigas de trigo, lanzadas

al aire, giraron con el viento, y lasalmas escaparon en alaridos; todos

los muertos de los últimos docemeses llovieron sobre la tierra. Yal caer, al tocar el suelo, lasespigas de trigo se convertían enasnos, gallinas, serpientes queroznaban, cacareaban y seescurrían; en perros, gatos y vacasque ladraban, maullaban y mugían.Pero todos eran miniaturas. Todoseran diminutos, pequeñísimos, nomás grandes que gusanos, no másque pulgares, no más que la puntarebanada de una nariz. Por

centenares y millares las espigassaltaban como copos de nieve ycaían como arañas que no pudiendogritar, suplicar o implorarmisericordia, se deslizaban ensilencio por la hierba, se volcabansobre los chicos. Un centenar deciempiés recorrió de puntillas laespalda de Ralph. Doscientassanguijuelas se aferraron a laguadaña de Cepillo Nibley, hastaque el chico bramó y sacudió laguadaña, como despertando de una

pesadilla.Por todas partes caían viudas

negras y diminutas boas.—¡Por vuestros pecados!

¡Vuestros pecados! ¡Tomad! ¡Esto!¡Y esto! —la voz retumbó en elcielo sibilante.

La guadaña centelleó. El viento,mutilado, cayó en truenos rutilantes.Las mieses zarandeadas serindieron y entregaron un millón decabezas. Las cabezas rodaron. Lospecadores golpeaban como piedras

sobre el suelo. Y al golpear seconvertían en ranas y sapos y enverrugas escamosas con patas y enmedusas pestilentes a la luz.

—¡Seré bueno! —prometióTom Skelton.

—¡Déjame vivir! —agregóHenry-Trampitas.

Todo esto lo dijeron en voz muyalta, pues el ruido de la guadaña eraaterrador. Parecía que una ola delocéano cayese del cielo, barrieseuna playa, y subiera nuevamente a

segar más nubes… Hasta las nubesparecían musitar plegariaspresurosas y fervientes. ¡A mí no!¡A mí no!

—¡Por todo el mal que habéishecho! —decía Samhain.

Y la guadaña cortaba y lasalmas cosechadas caíantransformadas en salamandrasciegas, chinches repulsivas ycucarachas horrorosas que seescabullían, renqueaban, searrastraban, escarabajeaban.

—¡Por todos los demontres! ¡Esun hacedor de bichos!

—¡Un aplastador de pulgas!—¡Un triturador de serpientes!—¡Un transformador de

cucarachas!—¡Un guardamoscas!—¡No! ¡Samhain! El Dios de

Octubre. ¡El Dios de los Muertos!Samhain plantó un pie

descomunal que aplastó mil bichosen el pasto y pulverizó las almasdiminutas de diez mil bestias.

—Creo —dijo Tom— que eshora…

—¿De escapar? —sugirióRalph, seriamente.

—¿Votamos?La guadaña siseó. Samhain

retumbó.—¡Que vote el demonio! —dijo

Mortajosario.Todos se levantaron de un salto.—¡Eh, volved! —tronó una voz

allá arriba.—No, señor, gracias —dijeron

uno tras otro.Y echaron a correr.—Supongo —dijo Ralph,

jadeando, saltando, con lágrimas enlas mejillas— que he sido bastantebueno casi toda mi vida. Nomerezco morir.

—¡Hah-hnnh! —grito Samhain.La guadaña bajó como una

guillotina descabezando un roble ytalando un arce. En algún lugar, unhuerto de manzanos otoñales cayóen una cantera. Resonó como si

toda una escuela de párvulos seprecipitara escaleras abajo.

—No creo que te haya oído,Ralph —dijo Tom.

Se zambulleron. Rodaron entrerocas y malezas.

La guadaña rebotó contra laspiedras.

Samhain lanzó un alarido queprovocó un desprendimiento detierra en una ladera cercana.

—Caramba —dijo Ralph,replegado como un caracol, las

rodillas contra el pecho, los ojosbien cerrados—. Inglaterra no essitio para pecadores.

Y mientras tanto una lluviaFinal, un chaparrón, un aguacero dealmas-histéricas-convertidas-en-escarabajos, en pulgas, en chinchesde mal olor, en arañas zancudas, sedeslizaba por encima de losmuchachos.

—Eh, mirad. ¡Ese perro!Un perro salvaje, despavorido,

trepaba por las rocas a toda

carrera.Y la cara del perro, los ojos,

algo en los ojos…—¿No será…?—¿Pipkin? —dijeron todos.—Pip… —gritó Tom—. ¿Aquí

nos encontramos? Entonces…Pero ¡funnm! La guadaña cayó.Y lloriqueando de terror, el

perro rodó sobre sí mismo yresbaló cuesta abajo.

—Aguántate, Pipkin. ¡Tereconocemos, te vemos! ¡No te

asustes! No… —Tom silbó.Pero el perro, que gemía con la

dulce y adorada y asustada voz dePipkin, ya no estaba allí.

Pero ¿no devolvían las colinasun eco de aquel gañido?

—Encontradme. Encontradme.Encontraaaaadme…

«¿Dónde?», pensó Tom.«Cuernos ¿dónde?»

Samhain, guadaña en alto, echó unamirada alrededor, feliz con susjuegos.

Rió entre dientes la másdeliciosa de las carcajadas, escupióun feroz salivazo en sus manazascórneas, apretó la guadaña con másfuerza, la blandió y se quedópetrificado…

Porque en alguna parte alguiencantaba.

En alguna parte cerca de lacresta de una colina entre unospocos árboles, chisporroteaba unapequeña hoguera.

Allí unos hombres que parecían

sombras elevaban los brazos alcielo y entonaban cánticos.

Samhain escuchó, la guadaña enlos brazos como una gran sonrisa.

¡Oh Samhain, Dios delos Muertos!

¡Escúchanos!En esta Arboleda de

grandes Robles,nosotros los Sagrados

Sacerdotes Druidas,¡te imploramos por las

Almas de losMuertos!

Allá a lo lejos, esos hombresextraños junto a la hogueracrepitante alzaban cuchillos demetal, alzaban gatos y cabras en lasmanos, cantando:

Oramos por las almasde aquellos

que transformaste enBestias.

Oh Dios de losMuertos, sacrificamos

estas bestiaspara que liberes las

almasde los seres queridosque han muerto este

año.

Los cuchillos centellearon.Samhain sonrió con una sonrisa

aún más amplia. Los animaleschillaron.

Alrededor de los chicos, pordoquier, sobre la tierra, la hierba,las rocas, las almas prisioneras,perdidas en arañas, encerradas encucarachas, relegadas en pulgas yescolopendras, boqueaban yplañían silenciosos gemidos y seretorcían y agitaban.

Tom dio un respingo. Lepareció oír un millón de pequeños,oh muy microscópicos balidos dedolor y alivio alrededor, allí dondebailoteaban los ciempiés y

danzaban las arañas.—¡Libéralos! ¡Déjalos en paz!

—oraban los druidas en la colina.La hoguera se inflamó.Un viento marino rugió sobre

los prados, acarició las rocas, tocóa las arañas, puso patas arriba a lascucarachas. Las arañas diminutas,los insectos, los perros y vacas enminiatura echaron a volar como unmillón de copos de nieve. Lasalmas aprisionadas en cuerpos deinsectos se dispersaron.

Liberadas, con un vasto ycavernoso susurro, subieron alcielo como una exhalación.

—¡Al Cielo! —clamaron lossacerdotes druidas—. ¡Libres alfin! ¡Subid!

Las almas volaron. Sedesvanecieron en el aire con unprofundo suspiro de alivio y muchagratitud.

Samhain, el Dios de losMuertos, se encogió de hombros ylas dejó partir. Y de pronto, como

antes, se quedó petrificado.Al igual que los chicos

escondidos y el señor Mortajosario,acurrucados entre las rocas.

Desde el valle y a través de lacolina avanzaba un ejército desoldados romanos, a pasoredoblado. El jefe corría al frentede la columna, y gritaba:

—¡Soldados de Roma!¡Destruid a los paganos!! ¡Destruidla religión sacrílega! ¡Así lo ordenaSuetonio!

—¡Por Suetonio!Samhain, en el cielo, alzó la

guadaña demasiado tarde.Blandiendo hachas y espadas,

los soldados se ensañaron con lossagrados robles druidas.

Samhain aulló de dolor como silas hachas le hubiesen arrancadolas piernas.

Los árboles sagrados gimieron,silbaron, y con una sacudida finalse desplomaron atronando el suelo.

En el aire alto Samhain se

estremeció.Los sacerdotes druidas dejaron

de correr y temblaron de pies acabeza.

Los árboles cayeron.Talados a la altura de los

tobillos, las rodillas, lo sacerdotescayeron, como robles en unhuracán.

—¡No! —rugió Samhain en elaire alto.

—¡Pero sí! —gritaron losromanos—. ¡Ahora!

Los soldados asestaron unúltimo y poderoso golpe.

Y Samhain, Dios de losMuertos, arrancado de raíz, taladopor los tobillos, empezó a caer.

Los chicos, que miraban haciaarriba, saltaron para ponerse asalvo. Porque era como si una selvagigantesca se desplomase depronto. La inmensa caída los sumióen una oscuridad de medianoche. Eltrueno de la muerte precedió alárbol. Era el roble más alto que

alguna vez se desplomara paramorir; y a plomo cayó por el aireenfurecido, gritando, aleteando.

Samhain golpeó el suelo.Cayó con un rugido que

estremeció los huesos de lascolinas y extinguió las hoguerassagradas.

Y junto con Samhain, mutilado yderribado y muerto, cayó el últimode los robles druidas, como trigosegado con una guadaña final. Laenorme guadaña de Samhain, una

vasta sonrisa perdida en loscampos, se disolvió en un charco deplata y se hundió en la hierba.

Silencio. Rescoldos humeantes.Un remolino de hojas.

Repentinamente se puso el sol.Los sacerdotes druidas se

desangraban sobre la hierba a lavista de los muchachos, y el capitánromano iba de una a otra hoguera ypateaba las sagradas cenizas.

—¡Aquí levantaremos lostemplos a nuestros dioses!

Los soldados encendieronnuevos fuegos y quemaron inciensoante los nuevos ídolos dorados.

Pero casi en seguida unaestrella brilló en el este. Por laslejanas arenas del desierto, al sonde las campanillas de los camellos,avanzaban Tres Reyes Magos.

Los soldados romanos alzaronlos escudos de bronce paraprotegerse del resplandor de laEstrella. Pero los escudos se lesfundían. Los ídolos romanos se

fundían transformándose enimágenes de María y su Hijo.

Las armaduras de los soldadosse fundían, goteaban, cambiaban.Vestían ahora el ropaje desacerdotes que entonaban letaníasen latín ante altares todavía másnuevos, mientras Mortajosario,acurrucado, entornando los ojos,contemplaba la escena, ymurmuraba a los pequeñosenmascarados:

—Así es, muchachos, ¿lo veis?

Dioses tras dioses. Los romanosabatieron a los druidas, los robles,al Dios de los Muertos, ¡pum!,¡abajo! Y los reemplazaron porotros dioses ¿eh? ¡Ahora llegan loscristianos y vencen a los romanos!Nuevos altares, muchachos, nuevoincienso, nuevos nombres…

El viento apagó los cirios delaltar.

En la oscuridad, Tom gritó. Latierra se estremeció y giró,vertiginosa. La lluvia los caló hasta

los huesos.—¿Qué es lo que pasa, señor

Mortajosario? ¿Dónde estamos?Mortajosario encendió un

pulgar de yesca y lo sostuvo en alto.—Válgame el cielo, muchachos.

Es la Edad del Oscurantismo. Lanoche más larga y oscura de toda lahistoria. Tiempo ha que Cristo llegóy abandonó este mundo y…

—¿Dónde está Pipkin?—¡Aquí! —gritó una voz desde

el cielo en tinieblas—. ¡Creo que

estoy montado en una escoba! ¡Melleva… lejos!

—Epa, yo también —dijoRalph, y a continuación J. J. y luegoCepillo Nibley, y Wally Babb, ytodos los demás.

Se oyó un inmenso murmullo,como si un gato gigantesco seatusara los bigotes en la oscuridad.

—Escobas —cuchicheóMortajosario—. El cónclave de lasEscobas. El Festival de Escobas deOctubre. La Migración Anual.

—¿Adónde? —preguntó Tom, alos gritos, pues ahora todosandaban por el aire escobando ychillando.

—¡A la Casa de las Escobas,por supuesto!

—¡Socorro! ¡Estoy volando! —dijo Henry-Trampitas.

Un movimiento rápido. Unaescoba lo levantó por el aire.

Un gran gato erizado rozó lamejilla de Tom. Sintió que un palode madera le saltaba entre las

piernas.—¡No te sueltes! —le dijo

Mortajosario—. ¡Cuando te atacauna escoba, lo único que puedeshacer es no soltarte!

—¡No me soltaré! —gritó Tom,y voló alejándose.

El cielo fue barrido de nuevo porlas escobas.

Los chicos que ocupaban almenos ocho de estas escobaslimpiaron a gritos el cielo.

Y en medio del desconcierto,

mientras los alaridos de terror setransformaban en gritos dealborozo, los chicos casi olvidarona Pipkin que, como ellos, navegabaentre islas de nubes.

—¡Por aquí! —anunció Pipkin.—¡Tan rápido como podamos!

—dijo Tom Skelton—. ¡Pero Pip,qué difícil es cabalgar en el mangode una escoba!

—Curioso que digas eso —dijoHenry-Trampitas—. Estoy deacuerdo.

Todos estuvieron de acuerdo,resbalando, colgando, y volviendoa trepar.

Los niños vuelan en busca de su perdidomejor amigo Pip

[The children fly in search of their lost bestfriend Pip]

Había ahora tal ajetreo deescobas que no quedaba lugar paranubes, ni para brumas y menos aúnpara nieblas y chiquillos. Había unterrible atascamiento de escobas,como si en todos los bosques de latierra se hubiesen soltado a la veztodas las ramas que devastando losprados otoñales habían cortadolimpiamente y habían apretado enmanojos todas aquellas gramíneascapaces de convertirse en buenasbarrenderas, limpiadoras y

golpeadoras, echando luego a volar.Allá iban todos los palos que

apuntalaban los tendederos de ropade todos los patios del mundo. Ycon ellos, gavillas de hierbas,brazadas de malezas, matorrales dezarzas para arriar los rebaños denubes, limpiar las estrellas ytransportar a los chicos.

Muchachos que cada uno a lomode un esquelético rocín, recibían undiluvio de palos y bofetadas. Se loscastigaba severamente por ocupar

el cielo. Les tocaron unos cienmoretones a cada uno, una docenade tajos, y exactamente cuarenta ynueve chichones en los cráneostiernos.

—¡Epa, me sale sangre de lanariz! —boqueó Tom, feliz,mirando el rojo que le embadurnabalos dedos.

—¡Pamplinas! —gritó Pipkin,entrando seco en una nube yvolviendo mojado—. Eso no esnada. ¡Yo tengo un ojo en compota,

una oreja lastimada y he perdido undiente!

—¡Pipkin! —llamó Tom—. ¡Nosigas diciendo que vayamoscontigo! ¡No sabemos dónde estás!¿Dónde?

—¡En el aire! —dijo Pipkin.—¡Uf! —murmuró Henry-

Trampitas—, hay dos zillones, cienbillones, noventa y nueve millonesde acres de aire alrededor delmundo. ¿A qué medio acre serefiere Pip?

—Me refiero… —jadeó Pipkin.Pero toda una gavilla de palos

de escoba se soltó de golpebailando frente a él con los brazosen jarras como una lanzadera decañas de maíz, o la cerca de unagranja que de pronto se pusiera adar brincos y saltos mortales.

Una nube de cara demoníacaabrió la boca. Se tragó a Pipkin,con escoba y todo, y luego contrajosus vapores y tronó con unaindigestión de Pipkin.

—¡Ábrete paso a puntapiés,Pipkin! ¡Dale una patada en elestómago! —sugirió alguien.

Pero nada pateó y la nube partiósatisfecha de la Bahía Para Siemprerumbo al Alba de la Eternidad,rumiando una deliciosa cena deniño bueno.

—¿Encontrarlo en el aire? —resopló Tom—. Córcholis,horribles direcciones a la nada.

—¡Mira direcciones todavíamás horribles! —dijo Mortajosario,

navegando junto a él en una escobaque parecía un gato mojado yfuribundo en el extremo de uncepillo de piso—. ¿Queréis verbrujas, muchachos? ¿Hechiceras,arpías, adivinas, magos,nigromantes, demonios, diablos?Allí estarán, muchachos, entropeles, en tumultos. Abrid bienlos ojos.

Y allá abajo, por toda Europa, através de Francia y Alemania yEspaña, en los caminos

anochecidos había en verdadracimos y multitudes y procesionesde extraños pecadores que huían alnorte, una turbamulta que se alejabade los Mares del Sur.

—¡Eso es! ¡Saltad, corred! Poraquí hacia la noche. ¡Por aquí haciala oscuridad! —Mortajosariovolaba a escasa altura, gritandosobre las multitudes como ungeneral que diera órdenes a unamagnífica tropa de criaturasmaléficas—. ¡Rápido, escondeos!

¡Cuerpo a tierra! ¡Esperad unossiglos!

—¿Esconderse de qué? —inquirió Tom.

—¡Aquí vienen los cristianos!—gritaban las voces allá abajo, enlos caminos.

Y esa era la respuesta.Tom parpadeó, subió, y

observó.Y desde todos los caminos las

turbas corrían para dispersarse enlas granjas, en las encrucijadas, en

los labrantíos, en los poblados.Hombres viejos. Mujeres viejas.Desdentados y enfurecidos,aullando al cielo mientras lasescobas barrían y barrían.

—Caramba —dijo Henry-Trampitas azorado—. ¡Son brujas!

—¡Que me limpien a seco elalma y la cuelguen a secar si notienes razón, muchacho! —asintióMortajosario.

—Hay brujas que saltanhogueras —dijo J. J.

—Y brujas que revuelvencalderos —dijo Tom.

—Y brujas que dibujansímbolos en el polvo de las granjas—dijo Ralph—. ¿Son reales?Quiero decir, yo siempre pensé…

—¿Reales? —Mortajosario,ofendido, estuvo a punto de caersede su escoba gato-erizado—. ¡Sí,inocentes pajarillos, sí, criaturas!,todos los pueblos tienen una brujaresidente. Todos los pueblosesconden a algún sacerdote pagano

de la antigua Grecia, a algúnadorador romano de diosesminúsculos que corren por loscaminos, se esconden en lasalcantarillas, se entierran encavernas para escapar de loscristianos. En todos los villorrios,chico, en todas las granjas de malamuerte que puedas encontrar seocultan antiguas religiones. Habéisvisto cómo fueron mutilados ytalados los druidas ¿eh? Ellos seocultaban de los romanos. Y ahora

son los romanos, que alimentabancon cristianos a los leones, quienescorren a esconderse. Así es comotodos esos descoyuntados cultosmenores de todos los gustos y tipos,luchan por sobrevivir. ¡Ved cómocorren, muchachos!

Y era verdad.Por toda Europa ardían

hogueras. En cada encrucijada,junto a cada parva de heno unasformas oscuras saltaban a través delas llamas transformadas en gatos.

Los calderos burbujeaban. Lasviejas arpías maldecían. Los perrosretozaban con carbones al rojo.

—Brujas, brujas por todoslados —dijo Tom sorprendido—.¡Nunca pensé que hubiese tantas!

—Legiones y multitudes, Tom.Europa estaba inundada hasta lostopes. Brujas bajo los pies, debajode las camas, en los sótanos y enlas buhardillas.

—Caramba caramba —dijoHenry-Trampitas orgulloso en su

disfraz de Bruja—. ¡Brujas deverdad! ¿Podían hablar con losmuertos?

—No —dijo Mortajosario.—¿Engañar a los diablos?—No.—¿Meter a los demonios en las

bisagras de las puertas y hacerloschirriar a medianoche?

—No.—¿Cabalgar en palos de

escoba?—Nopo.

—¿Hacer estornudar a la gente?—Lástima, pero no.—¿Matar a personas clavando

alfileres en muñecos?—No.—Bueno, diantre ¿qué podían

hacer?—Nada.—¡Nada! —gritaron todos,

ultrajados.—¡Ah, pero ellas creían que

podían, muchachos!Mortajosario guió a los jinetes

montados en escobas hasta lasgranjas donde las brujas echabanranas en los calderos y pisoteabansapos y aspiraban polvo de momiasy retozaban cacareando.

—Pero, deteneos a pensar.¿Qué significa en verdad la palabra«Bruja»?

—Bueno… —dijo Tom,cohibido.

—Ingenio —dijo Mortajosario—. Inteligencia. Eso quiere decir.Conocimiento. De modo que

cualquier hombre, cualquier mujer,con medio cerebro y ganas de saberalgo tenía aptitudes, ¿eh? Y así acualquiera demasiado despierto,que no se ocultaba bastante, lollamaban…

—¡Brujo! —dijeron los niños acoro.

—Y algunos de los más listos,los realmente ingeniosos, decíanque eran magos, o imaginaban soñarcon fantasmas y almas en pena ymomias errantes. Y si por

casualidad un enemigo caíafulminado, se le atribuían todas lasglorias. Les gustaba creersepoderosos, pero no lo eran,muchachos, lo siento, pero es latriste verdad. Pero escuchad. Allá,del otro lado de la colina. De allívienen las escobas. Y hacia allávan.

Los chicos escucharon yoyeron:

Este Taller de Escobas

fabricala escoba que asomaen el cielo lóbrego y a

la salida de la luna,el palafrén de brujas

que vuela muy altosobre cosechas de

huracanes de hierbasy se mueve con gritos y

suspirosen océanos de nubes, a

veces ruidosa,a veces callada…

Abajo, una fábrica de escobaspara brujas trabajaba sacudiéndose,a toda máquina: se cortaban losmangos, y ni bien les ataban losmanojos de paja, las escobastrepaban por las chimeneas entrelluvias de chispas. En los tejados,las arpías las montaban de un saltoy cabalgaban por el cieloestrellado.

O así parecía, mientras losmuchachos miraban y las vocescantaban:

¿Las Brujas oían desdela cama el viento

nocturnoy salían a retozar y a

danzar con diablos ymuertos?

¡No!Eso decían, aseguraban

y escribíanhasta que continentes

enteros llamaron«brujas» endemoniadas

a gente inocente,

y conspiraron,y a viejas, infantas y

vírgenes echaron a lahoguera.

El populacho recorríaenfurecido las aldeas y las granjascon antorchas, maldiciendo. Losfuegos ardían desde el Canal de laMancha hasta las costas delMediterráneo.

Diez mil de esas brujas

demoníacasfueron colgadas en

Francia y Alemaniapara que zapatearan

una última danza.No quedó aldea sin un

aquelarre privadopues cada lado acusaba

al otro de cerdo delinfierno,

marrana de Luzbel,verraco demoníaco.

Cerdos salvajes, con brujaspegadas a los lomos, trotaban porlos techos de tejas, arrancandochispas, los hocicos humeantes:

Toda Europa era unanube de humo de

brujas.A menudo los jueces

ardían junto con ellas.¿Por qué? ¡Una simple

broma!Hasta que al fin:

¡Todos los hombres estánmanchados por la

culpa!¡Todos pecan, todos

mienten!¿Qué hacer entonces?¡Y bien: que todos

mueran!

El humo se arremolinaba en elcielo. En las encrucijadas habíabrujas colgadas, cuervos apretadosen la plumosa oscuridad.

Arriba los chicos colgaban delas escobas, los ojos fuera de lasórbitas, estupefactos.

—¿Alguno quiere ser bruja? —preguntó por último Mortajosario.

—Humm… —dijo Henry-Trampitas estremeciéndose en susharapos de bruja—. ¡Y yo no!

—No es broma ¿en, muchacho?—No es broma.Las escobas los llevaron lejos

de las carnes carbonizadas y elhumo.

Aterrizaron en una calledesierta, en un lugar abierto, enParís.

Las escobas se lesdesplomaron, muertas.

Y bien, muchachos ¿qué haremosahora para espantar a losespantosos, aterrorizar a losterroríficos, horripilar a loshorripilantes? —gritó Mortajosario

desde dentro de una nube—. ¿Quées más grande que los demonios ylas brujas?

—¿Los dioses más grandes?—¿Las brujas más grandes?—¿Las iglesias más grandes?

—aventuró Tom Skelton.—¡Bendito Tom, has acertado!

Una idea crece ¿sí? ¡Una religióncrece! ¿Cómo? Con edificiosbastante monumentales como paraechar sombras sobre todo un país:levantad construcciones que puedan

verse en cien kilómetros a laredonda. Construid un edificio tanalto y famoso que hasta tenga uncampanero jorobado. Así queahora, muchachos, ayudadme aedificarlo, ladrillo sobre ladrillo,arbotante sobre arbotante.Edifiquemos…

—¡Notre Dame! —gritaronocho muchachos.

—Y hay una razón más paraedificar Notre Dame… —dijoMortajosario—. Escuchad…

¡Bammm!Una campana tañó en el cielo.¡Bammm!— …¡Socorro…! —murmuró

una voz cuando los ecos seapagaron.

¡Bammm!Los chicos miraron y vieron una

especie de andamio levantadosobre la luna con un campanario amedio construir. En la cúpulamisma pendía una gran campana debronce, y esa campana repicaba.

Y dentro de esa campana, concada tañido, redoble y volteo,gritaba una vocecita:

—¡Socorro!Los chicos miraron a

Mortajosario.En los ojos de todos fulguraba

una pregunta:—¿Pipkin?¡Encontradme en el aire!,

pensó Tom. ¡Y allí está!Allí, sobre los techos de París,

colgado de los pies, la cabeza por

badajo, estaba Pipkin en unacampana. O en todo caso la sombra,el espectro, el espíritu perdido dePipkin.

Es decir, que había unacampana, y cuando esa campanadaba la hora, tañía con un badajo decarne y hueso. La cabeza de Pipkingolpeaba contra los bordes, y lacampana resonaba. ¡Bammm! Y otravez: ¡Bammm!

—Se le van a saltar los sesos—jadeó Henry-Trampitas.

—¡Socorro! —gritó Pipkin, unasombra en la campana, un espectroencadenado cabeza abajo para tocarlos cuartos y las horas.

—¡Volad! —ordenaron loschicos a las escobas, que yacíanmuertas sobre las piedras de París.

—Ya no tienen vida —secondolió Mortajosario—. Savia,sustancia y fuego, todo perdido.Bueno, ahora —se restregó labarbilla, que chisporroteó—,¿cómo subimos a ayudar a Pipkin

sin escobas?— V u e l e usted, señor

Mortajosario.—Ah, no, ése no es el trato.

Vosotros tenéis que salvarlo,siempre y para siempre, una y otravez, esta noche, hasta la últimasalvación. Esperad. ¡Ah!Inspiración. Íbamos a edificarNotre Dame ¿no es cierto? Bueno,entonces edifiquémosla ahoramismo y aquí, y trepemos hastaPipkin, el cabeza-dura-aldaba-

carillón. ¡Arriba, hijos! ¡Trepad poresas escaleras!

—¿Qué escaleras?—¡Éstas! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Y aquí!Los ladrillos se fueron

colocando. Los muchachos saltaron.Y a medida que levantaban un pie,lo mantenían en el aire y volvían aapoyarlo, una escalera ibaapareciendo, piedra tras piedra.

¡Bammm!, dijo la campana.—¡Socorro! —dijo Pipkin.Y los pies que galopaban en el

aire descendían golpeteando,taconeando, pisando con fuerza…Un peldaño. Otro peldaño.

Y más arriba otro y otroespacio vacío.

—¡Socorro! —dijo Pipkin.¡Bammm!, resonó una vez más

la campana hueca.Y así corrieron por el vacío,

mientras detrás Mortajosario losazuzaba, los empujaba. Corrían enuna ráfaga de viento luminoso ydebajo de ellos los ladrillos y las

piedras y la argamasa se ordenabancomo naipes, se solidificaban bajolas punteras y tacones.

Era como subir por un pastelque se fuera construyendo a símismo, capa de piedra sobre capade piedra, mientras la loca campanay el triste Pipkin gritaban ysuplicaban arriba.

—¡Nuestra sombra, allá está!—dijo Tom.

Y en verdad la sombra de esacatedral, de esa espléndida Notre

Dame a la luz de la luna, cubríatoda Francia y la mitad de Europa.

—¡Arriba, chicos, arriba; sinpausa ni descanso, corred!

¡Bum!¡Socorro!Todos corrieron. Empezaban a

caerse a cada paso, pero otra vez yotra y otra aparecían los peldaños,y los salvaban y los llevaban másalto, y las sombras de las cúpulascruzaban ríos y campiñas yapagaban las últimas hogueras de

brujas en los cruces de caminos.Arpías, hechiceras, magos, íncubos,a mil kilómetros de distancia, seapagaban como velas, sedispersaban en humo, gemían y seescondían enterrándose a medidaque la iglesia se elevaba, crecía enel cielo.

—Y tal como los romanostalaron los árboles druidas ymutilaron al Dios de la Muertehasta derribarlo, ahora nosotros conesta iglesia, chicos, proyectamos

una sombra que voltea los zancosde todas las brujas, y pone en fuga alos hechiceros zaparrastrosos y alos magos de tres por cuatro. Nomás hogueras de brujas. Sólo estegran cirio encendido, Notre Dame.¡Presto!

Los chicos reían alborozados.Porque el último escalón

acababa de ponerse en su lugar.Jadeantes, habían llegado a la

cúspide.La catedral de Notre Dame

estaba terminada y construida.¡Bum!La última y dulce campanada de

la hora.La gran campana de bronce se

estremeció.Y colgó vacía.Los muchachos se asomaron a

la boca cavernosa.Ya no tenía un badajo que

parecía Pipkin.—¿Pipkin? —susurraron.—… kin —repitió con un leve

eco la campana.—Está aquí en alguna parte.

Allí arriba en el aire, nos prometióque lo encontraríamos. Y Pipkinnunca olvida una promesa —dijoMortajosario—. Mirad en torno,muchachos. Hermosa obra artesanal¿eh? Siglos de trabajo resueltos¿verdad? Pero, ah, ah, falta algoademás de Pipkin. ¿Qué? Miradpara arriba. Escudriñad alrededor.¿Eh?

Los chicos miraron con

curiosidad. Estabandesconcertados.

—Humm…—¿No os parece que el lugar

está demasiado desnudo?¿Demasiado intacto y pobre deornamentos?

—¡Gárgolas!Todos se volvieron a mirar a…Wally Babb, que se había

disfrazado de Gárgola para laFiesta de las Brujas. La revoluciónle iluminaba la cara.

—Gárgolas. No hay una solagárgola en todo el lugar.

—Gárgolas. —Mortajosariovocalizó la palabra, la embelleciócon las ricas sonoridades de sulengua de lagartija—. Gárgolas.¿Las ponemos, muchachos?

—¿Cómo?—Bueno, yo diría que con un

silbido. Llamad con silbidos a losdemonios, muchachos, a losespíritus del mal, convocad con unprofundo y vibrante resoplido a las

alimañas y a las feroces ysanguinarias criaturas de lassombras.

Wally Babb aspiróprofundamente.

—¡Aquí va el mío!Silbó.Todos silbaron.¿Y las Gárgolas?Acudieron al galope.

Los desocupados de la Europa demedianoche se estremecieron, ydespertaron, saliendo de un sueñode piedra.

Es decir, todas las viejasbestias, todas las viejas

supersticiones, todas las viejaspesadillas, todos los viejosdemonios relegados, las brujasabandonadas en algún aprieto, sesobrecogieron al oír el llamado, seirguieron al escuchar el silbido,temblaron ante la intimación, ylevantando remolinos de polvo sedeslizaron por los caminos,revolotearon por los cielos,sacudieron los árboles, vadearonarroyos, cruzaron a nado los ríos,perforaron las nubes, y llegaron,

llegaron, llegaron.Es decir, también todas las

estatuas e ídolos y dioses y geniosmuertos de Europa que yacían pordoquier como un terrorífico mantode nieve, abandonados, en ruinas,parpadearon y echaron a andar, yaparecieron como salamandras porlos caminos, o como murciélagos enel cielo o como perros salvajes enlas malezas. Volaban, galopaban,saltimbanquiaban.

Ante la excitación general y el

asombro y la algarabía de la hilerade muchachos asomados,Mortajosario se asomaba con ellosmientras desde el norte, el sur, eleste, el oeste llegaban lasmultitudes de extrañas bestias y searremolinaban asustadas en laspuertas a esperar los silbidos.

—¿Les arrojaremos plomohirviente?

Los chicos vieron la sonrisa deMortajosario.

—Diantre, no —dijo Tom—.

¡El Jorobado ya hizo eso hacemuchos años!

—Entonces, lava ardiente no.¿Le s silbamos ordenándoles quesuban?

Todos silbaron.Y obedientes a la llamada, las

turbamultas, los tropeles, elaluvión, la muchedumbre, elfuribundo torrente de monstruos,bestias, vicios desenfrenados,virtudes trasnochadas, santosdescartados, orgullos mal

entendidos, pompas huecas sefiltraban, se escurrían, sedeslizaban, acometían, corríantemerarios y escalaban los murosde Notre Dame. En una marejada depesadilla, en un tumultuoso oleajede alaridos y trastabillonesinundaron la catedral paraincrustarse en todos los piñones yvoladizos.

Y por aquí corrían marranos ypor allá trepaban machos cabríos yotro de los muros conocía diablos

que se remodelaban en camino,dejaban caer un par de cuernos paraque les creciera otro nuevo, seafeitaban las barbas para que lesbrotaran retorcidos mostachos delombrices.

A veces era sólo un enjambrede máscaras y caretas lo quecorreteaba muro arriba y ocupabalos altos contrafuertes, transportadopor un ejército de cangrejos y debamboleantes langostas ganchudas.Allá iban las caras de gorilas,

llenas de pecado y dientes. Alláiban cabezas humanas consalchichas en las bocas. Más allábailaba la máscara de un Bufón queuna araña experta en ballet llevabaen alto.

Pasaban tantas cosas que Tomdijo:

—¡Caramba, cuántas cosasestán pasando!

—¡Y más habrán de pasar, allí!—dijo Mortajosario.

Pues ahora Notre Dame estaba

infestada de bestias y de telarañas,de miradas maléficas y lucessiniestras y máscaras, y por aquívenían dragones persiguiendo aniños, y ballenas tragándose aJonases, y carretas desbordantes decalaveras-y-huesos. Acróbatas ysaltimbanquis, tironeados pordemiurgos, cojeaban y caían enextrañas posturas para petrificarseen el tejado.

Todo acompañado por cerdosarpistas y marranas que tocaban

flautines, y perros gaiteros, y lamúsica misma hechizaba y atraía alos muros a nuevas multitudes deseres grotescos que seríanatrapados y retenidos para siempreen los nichos de piedra.

Aquí un orangután tañía unalira; allá trastabillaba una mujercon cola de pescado. Ahora unaesfinge brotaba volando de lanoche, dejaba caer las alas y setransformaba en mujer y león, mitady mitad, y se echaba a dormitar por

los siglos de los siglos a la sombray al tañido de agudas campanas.

—Epa ¿y ésos qué son? —gritóTom.

Mortajosario, asomándose,resopló:

—Pues son los Pecados, chicos.Y los seres Innominados. Allí reptala Carcoma de la Conciencia.

La miraron para verla reptar.Reptaba maravillosamente bien.

—Ahora —murmuróMortajosario en voz muy queda—.

Echaos. Dormitad. Dormid.Y las manadas de criaturas

extrañas dieron tres vueltas enredondo como perrosendemoniados y se tumbaron en elsuelo. Todas las bestias echaronraíces. Todas las muecas sepetrificaron.

Todos los gritos se fueronacallando.

La luna proyectaba sombras yluces sobre las gárgolas de NotreDame.

—¿Entiendes esto, Tom?—Seguro. Todos los viejos

dioses, todos los viejos sueños,todas las viejas pesadillas, todaslas viejas ideas sin nada que hacer,desocupadas, nosotros les dimostrabajo. ¡Las llamamos aquí!

—Y aquí se quedarán por lossiglos de los siglos ¿verdad?

—¡Verdad!Se asomaron por el parapeto.Había una turba de bestias en la

muralla oriental.

Una muchedumbre de pecadosen la occidental.

Una marejada de pesadillas enel sur.

Un remolino de viciosinnombrables y virtudes malguardadas hacia el norte.

—A mí —dijo Tom, orgullosodel trabajo de esa noche— no memolestaría vivir aquí.

El viento canturreó en las bocasde las bestias. Los colmillossisearon y silbaron:

—Muchas gracias.

—Josafat —dijo Tom Skelton,sobre el parapeto—. Silbamos atodos los grifos y demonios depiedra para que vinieran aquí. Y

ahora Pipkin ha vuelto a perderse.Estaba pensando ¿por qué no lesilbamos a él?

Mortajosario se rió tanto que lacapa oscura retumbó en el vientonocturno y los huesos resecos lecastañetearon dentro de la piel.

—¡Muchachos! ¡Miradalrededor! ¡Todavía está aquí!

—¿Dónde?—Aquí —se condolió una

vocecita muy lejana.Los chicos retorcieron las

columnas vertebrales para mirarpor encima del parapeto, sedesnucaron mirando hacia arriba.

—¡Al escondite, hijos,busquemos!

Y aun buscando, no podíandejar de gozar una vez más de losturbulentos tejados de la catedralbordeados de horrores, ydeliciosamente afeados con bestiasprisioneras.

¿Dónde estaba Pipkin entretodas aquellas oscuras criaturas

marinas de branquias abiertas comobocas en un jadeo y un suspiroeternos? ¿Dónde entre todasaquellas pesadillasmaravillosamente cinceladas ytalladas en los cálculos biliares demerodeadores nocturnos ymonstruos nacidos de viejosterremotos, vomitados por volcanesenloquecidos que se enfriaban enterrores y delirios?

—Aquí —gimió otra vez unavocecita lejana y familiar.

Y allá abajo, en un salidizo, amitad de camino entre ellos y latierra, les pareció ver, aguzando lamirada, una hermosa carita redondaangelical-demoníaca con unaexpresión familiar, una narizfamiliar, una boca afectuosa yfamiliar.

—¡Pipkin!A los gritos, bajaron de prisa

las escaleras por los oscuroscorredores hasta que llegaron alsalidizo. Allá a lo lejos, en el aire

ventoso, encima de un pasadizo muyestrecho, se veía la carita, hermosaen medio de tanta fealdad.

Tom se adelantó, sin mirarabajo, extendiendo los brazos comoalas. Ralph lo siguió. El restoavanzó con cautela en fila india.

—¡Cuidado, Tom, no te caigas!—No me caigo. Aquí está Pip.Y allí estaba.Desde el salidizo, justo debajo

de la máscara de piedra asomada alvacío, el busto, la cabeza de

gárgola, miraron arriba y vieron elmagnífico perfil, la soberbia narizrespingada, la mejilla imberbe, elensortijado casco de pelomarmóreo.

Pipkin.—Pip, por todos los diablos

¿qué haces aquí? —gritó Tom.Pip no dijo nada.La boca de Pip era de piedra.—Uff, es sólo roca —dijo

Ralph—. Es sólo una gárgolatallada aquí hace mucho tiempo,

que se parece a Pipkin.—No, yo lo oí llamar.—Pero, cómo…Y entonces el viento les trajo la

respuesta. Sopló alrededor de losaltos muros de Notre Dame. Tocóla flauta en los oídos y el caramilloen las bocas abiertas de lasgárgolas.

—Ahhh… —suspiró la voz dePipkin.

Los cabellos se les erizaron enlas nucas

—Oooooo —murmuró la bocade piedra.

—¡Escuchad! ¡Es él! —dijoRalph, excitado.

—¡Silencio! —gritó Tom—.¿Pip? La próxima vez que sople elviento dinos cómo podemosayudarte. ¿Qué te trajo aquí? ¿Cómote llevamos abajo?

Silencio. Los chicos seaferraron a la cara rocosa de lagran catedral.

De pronto sopló otra ráfaga, les

cortó el aliento, y silbó entre losdientes tallados en piedra delchiquillo.

—Una… —dijo la voz de Pip—… pregunta —susurrónuevamente la voz de Pip luego deuna pausa.

Silencio. Más viento.—Por…Los chicos esperaron.—… vez.—¡Una pregunta por vez! —

tradujo Tom.

Los muchachos estallaron enrisas. Ése sí que era Pipkin.

—De acuerdo. —Tom juntósaliva—. ¿Qué haces aquí arriba?

El viento sopló tristemente y lavoz habló como sí estuviera en lasprofundidades de un viejo pozo:

—He visto… tantos…lugares… en apenas… unaspocas… horas.

Los muchachos esperaron,rechinando los dientes.

El viento regresó para gemir en

la abierta boca de piedra.—¡Habla, Pipkin!Pero el viento había muerto.Empezó a llover.Y esto fue lo mejor. Porque las

gotas de lluvia corrieron, frías, porlas pétreas orejas de Pipkin y lesalieron por la nariz y le brotaroncomo un manantial de la boca demármol, y Pipkin empezó apronunciar sílabas en lenguaslíquidas, con palabras límpidas yfrías como agua de lluvia:

—Eh… ¡esto es mejor!Escupía niebla, esparcía rocío:—¡Tendríais que haber estado

donde yo estuve! ¡Diantre! ¡Meenterraron como a una momia! ¡Meencerraron como a un perro!

—¡Nos imaginamos que eras tú,Pipkin!

—Y ahora aquí —dijo la lluviaen la oreja, la lluvia en la nariz, lalluvia en la boca de mármol quegoteaba agua clara—. Demontres,raro, rarísimo estar metido en la

piedra con todos estos demonios ydiablos por compañeros. Y dentrode diez minutos, ¡quién sabe dóndeestaré! ¿Más arriba? ¡O enterradoen lo más profundo!

—¿Dónde, Pipkin?Los chicos se apretujaban. La

lluvia venía en ráfagas y losazotaba, inclinándolos yamenazando hacerlos caer.

—¿Estás muerto, Pipkin?—No, todavía no —dijo la

lluvia fría en la boca—. Parte de mí

está en un hospital, allá, muy lejos,en casa. Parte de mí en esa viejatumba egipcia. Parte de mí en lospastizales de Inglaterra. Parte de míaquí. Parte de mí en un lugar muchopeor…

—¿Dónde?—No sé, no sé, oh diantre, de

pronto me río a carcajadas, y depronto tengo miedo. Ahora, justoahora, en este preciso instante,sospecho, sé que estoy asustado.¡Ayudadme, amigos! ¡Ayudadme,

por favor!La lluvia le brotó de los ojos

como lágrimas.Los muchachos levantaron las

manos como para tocar la barbillade Pipkin, Pero antes quealcanzaran a tocarla…

Un rayo cayó del cielo.Restalló en azul y blanco.La catedral entera se conmovió.

Los chicos tuvieron que aferrarsecon ambas manos a cuernos dedemonios y alas de ángeles para

que no los derribaran.Trueno y humo. Y un gran alud

de roca y piedra.La cara de Pipkin desapareció.

Arrancada por el rayo, cayó en elespacio y se hizo añicos contra elsuelo.

—¡Pipkin!Pero allí abajo, sobre las

piedras del pórtico de la catedral,sólo había chispas que el vientodispersaba, y un polvillo degárgolas. La nariz, la barbilla, los

labios pétreos, la dura mejilla, losojos brillantes, la oreja cincelada,todo, todo barrido por el viento enfragmentos de metralla y polvo.

Vieron algo que parecía unespíritu de humo, una nubecilla depólvora que flotaba hacia el sur yhacia el oeste.

—México… —Mortajosario,uno de los pocos hombres delmundo que sabía cómo pronunciar,pronunció la palabra.

—¿México? —preguntó Tom.

—El último gran viaje de estanoche —dijo Mortajosario, todavíavocalizando, saboreando las sílabas—. ¡Silbad, muchachos, bramadcomo tigres, rugid como panteras,aullad como carnívoros!

—¿Bramar, rugir, aullar?—Volved a armar la Cometa,

chicos, la Cometa de Otoño.Volved a empastar los colmillos ylos ojos feroces y las garrasensangrentadas. Gritad al vientoque la cosa y que nos lleve por los

aires en un largo y último viaje.¡Ronzad, muchachos, gañid, tronad,gritad!

Los chicos vacilaron.Mortajosario corría por el salidizocomo si pasara un palo por losbarrotes de una cerca. Ibagolpeando a cada uno de losmuchachos con el codo y la rodilla.Los chicos caían, y al caer dejabanescapar un gañido, un chillido, o ungrito particular.

Cayendo a plomo por el espacio

helado, sintieron florecer allá abajola cola de un pavo real asesino, ungran ojo inyectado en sangre. Diezmil ojos enardecidos asomaron depronto.

En seguida, revoloteandoalrededor de una ventosa esquinade gárgolas, apareció la Cometa deOtoño, recién armada,interrumpiendo la caída.

Manotearon, se aferraron al aro,a los bordes, a los brazos de lacruz, a los tensos papeles

tamborileantes, a restos, jirones ehilachas de antiguas bocas leoninasde aliento carnívoro y sangre ranciade fauces felinas.

Mortajosario saltó también.Esta vez él era la cola.

La Cometa de Otoño planeó,esperó, con ocho chicos sobre unaondulante marejada de dientes yojos.

Mortajosario afinó el oído.A centenares de kilómetros de

distancia, los mendigos recorrían,

hambrientos, los caminosirlandeses, pidiendo comida depuerta en puerta. Los lamentosresonaban en la noche.

Fred Fryer, disfrazado demendigo, oyó los gritos.

—¡Por allí! ¡Volemos allí!—No. No hay tiempo.

¡Escuchad!A miles de kilómetros de

distancia se oía, apagado, el rítmicomartilleo nocturno de losescarabajos que anunciaban la

muerte.—Los fabricantes de ataúdes de

México —sonrió Mortajosario—.En las calles, con los largoscajones y los clavos y los pequeñosmartillos, golpeteando ygolpeteando.

—¿Pipkin? —murmuraron loschicos.

—Escuchemos —dijoMortajosario—. Y a Méxicovamos.

La Cometa de Otoño los

transportó en una ola de viento detrescientos metros.

Las gárgolas, tocando la flautaen las fosas nasales de piedra,abriendo muy grandes los labios demármol, aprovecharon ese mismoviento para gemirles feliz viaje.

Estaban suspendidos sobre México.Estaban suspendidos sobre una

isla en ese lago de México.Allá abajo oyeron ladridos de

perros en la noche.

En el lago iluminado por la lunavieron unos pocos botes que semovían como insectos acuáticos.Oyeron tocar una guitarra y unhombre cantó con una vozmelancólica y aguda.

Muy lejos de allí, del otro ladode las oscuras fronteras, en losEstados Unidos, jaurías de chicos,pandillas de perros corrían riendo,ladrando, llamando de puerta enpuerta, las manos cargadas dedulces tesoros, locos de alegría en

la Noche de las Brujas.—Pero aquí… —susurró Tom.—¿Aquí qué? —preguntó

Mortajosario, planeando a la alturade su codo.

—Oh, bueno, aquí…—Y a lo largo de toda

Sudamérica…—Sí, en el sur. Aquí y en el sur.

Todos los cementerios.Todos los camposantos están…… llenos de cirios encendidos,

pensó Tom. Mil cirios en este

cementerio, cien en aquelcamposanto, cien kilómetros másallá, diez mil lucecitas titilantes,cinco mil kilómetros más abajohasta la punta misma de laArgentina.

—Es así como celebran…—El Día de los Muertos[1].

¿Qué tal andas en español, Tom?Tom tradujo la frase

correctamente.—¡Caramba, sí![2] ¡Cometa,

desármate!

La Cometa bajó y se desmenuzópor última vez.

Los chicos rodaron por la orillapedregosa del plácido lago.

Sobre las aguas flotabannieblas.

Del otro lado del lago, lejos,había un cementerio a oscuras.Todavía no habían encendido loscirios.

De la niebla salió una barca queavanzaba silenciosa, sin remos,como si la marea la impulsara a

través del agua.Una figura alta, envuelta en un

sudario gris, iba de pie, inmóvil, enun extremo de la embarcación.

La barca rozó suavemente lashierbas de la orilla.

Los chicos contuvieron elaliento. Pues, por lo que alcanzabana ver, en el hueco de la capucha dela figura amortajada sólo habíaoscuridad.

—¿Señor… señorMortajosario?

Sabían que tenía que ser él.Pero él no respondió. Sólo la

casi imperceptible luciérnaga deuna sonrisa brilló un instante bajola capucha. Una mano descarnadase movió llamando.

Los chicos se abalanzaron a labarca.

—¡Ss! —musitó una voz desdela capucha vacía. La figura hizootro ademán, y el viento los tocó, yse deslizaron raudos por las aguasoscuras bajo un cielo nocturno

tachonado con un billón de fuegosestelares nunca vistos.

Lejos, en la isla oscura, se oyóel rasguido de una guitarra.

Una vela se encendió en elcementerio.

En algún lugar alguien soplóuna flauta.

Otra vela se encendió entre laslosas de mármol.

Alguien cantó sólo una palabrade una canción.

La llama de una cerilla animó

una tercera vela.Y cuanto más veloz se deslizaba

la barca, más notas brotaban de laguitarra y más velas se encendíanentre los túmulos sobre las colinaspedregosas. Una docena, uncentenar, mil bujías se encendieron,y al fin parecía que la granconstelación de Andrómeda hubiesecaído del cielo y se hubiera echadoaquí a descansar en el corazón de lacasi medianoche mexicana.

La barca golpeó contra la orilla.

Los chicos cayeron a tierra.Miraron en torno, peroMortajosario había desaparecido.Sólo quedaba el sudario vacío en elfondo de la barca.

Una guitarra los llamó. Una vozles cantó.

Un camino que parecía un río depiedras blancas y rocas blancas losllevó a la ciudad que parecía uncementerio, a un cementerio queparecía… ¡una ciudad!

Porque no había gente en el

pueblo.Los chicos llegaron al muro

bajo del cementerio y luego a lasenormes puertas de hierro labrado.Se tomaron de los barrotes yespiaron dentro.

—¡Caramba! —jadeó Tom—.¡Nunca vi nada igual!

Ahora comprendían por qué elpueblo estaba vacío. Porque elcementerio estaba lleno.

Junto a cada tumba una mujer searrodillaba a colocar arcos de

gardenias, azaleas o caléndulassobre la lápida.

Junto a cada tumba una hija searrodillaba a encender una nuevavela o alguna que se acababa deapagar.

Junto a cada tumba un niñocallado de brillantes ojos castaños,que llevaba en una mano unaminiatura de cortejo fúnebre depapel maché pegado a un tejamanil,y en la otra mano una calavera depapel maché que contenía arroz o

nueces y sonaba como una matraca.—Mirad —cuchicheó Tom.Había centenares de tumbas.

Había centenares de mujeres. Habíacentenares de hijas. Habíacentenares de hijos. Y centenares ymillares de candelas. El cementerioentero era un enjambre de destelloscomo si todo un pueblo deluciérnagas hubiese oído hablar deuna Gran Convocatoria y hubiesevolado aquí a quedarse y llamearsobre las lápidas e iluminar los

rostros morenos, los ojos oscuros,las negras cabelleras.

—Caramba —dijo Tom casientre dientes—. En nuestro paísnunca vamos al cementerio, exceptoquizá el Día de los Muertos por laPatria, una vez por año, y siempre amediodía, a pleno sol, nadadivertido. Esto en cambio, esto síque es… ¡divertido!

—¡Seguro! —suspiraron,chillaron todos.

¡El Día de las Brujas mexicano

es mejor que el nuestro!Pues sobre cada tumba había

fuentes de bizcochos que parecíansacerdotes funerarios, o esqueletoso fantasmas, esperando sermordidos por… ¿los vivos? ¿O porfantasmas que acaso acudirían alamanecer, solitarios y hambrientos?Nadie lo sabía. Nadie lo dijo.

Y cada niño dentro delcementerio, junto a la hermana y lamadre, depositaba sobre la tumba laminiatura de cortejo fúnebre. Y

todos veían la diminuta criatura debizcocho en el diminuto ataúd demadera ante un altar diminuto concirios diminutos. Y alrededor deldiminuto ataúd estaban losdiminutos monaguillos con cabezade cacahuete y ojos pintados en lascascaras. Y frente al altar un curacon una cabeza de grano de maíz, yvientre de nuez. Y sobre el altar unafotografía de la persona del ataúd,antes una persona real; ahorarecordada.

—Mejor y más que mejor —susurró Ralph.

—¡Cuevos! —cantó una vozlejana en lo alto de la loma.

En el cementerio, las vocescorearon la canción.

Recostados contra los murosdel cementerio, algunos conguitarras en las manos o botellas,estaban los hombres de la aldea.

—Cuevos de los Muertos —cantó la voz lejana.

—Cuevos de los Muertos —

cantaron los hombres en lassombras del camposanto.

—Calaveras —tradujo Tom—.Las calaveras de los muertos.

—Calaveras, dulces calaverasde azúcar, dulces calaveras decaramelo, calaveras de los muertos—cantó la voz, ahora más cercana.

Y por la colina, caminandosuavemente entre las sombras,bajaba un jorobado Vendedor deCalaveras.

—No, no jorobado —dijo Tom,

casi en voz alta.—Trae todo un cargamento de

calaveras —gritó Ralph.—Calaveras dulces, dulces

calaveras blancas de cristal deazúcar —pregonaba el Vendedor, lacara oculta bajo un anchosombrero. Pero la voz quecanturreaba dulcemente era la deMortajosario.

Y de una larga caña de bambúque llevaba sobre los hombros,colgadas de hilos negros, docenas y

veintenas de calaveras de azúcartan grandes como las cabezas de losmuchachos. Y todas las calaverastenían una inscripción.

—¡Nombres! ¡Nombres! —canturreaba el viejo Vendedor—.¡Dime tu nombre y te daré tucalavera!

—Tom —dijo Tom.El viejo arrancó una calavera.

Sobre ella, con grandes letras,estaba escrito:

TOM.Tom la recibió y sostuvo entre

los dedos su propio nombre, supropia calavera dulce y comestible.

—Ralph.Una calavera con el nombre

RALPH voló por el aire. Ralph laatajó muerto de risa.

En un rápido juego, la manodescarnada arrancaba y lanzabadulcemente al aire fresco calaveratras calavera:

¡HENRY-TRAMPITAS! ¡FRED!¡GEORGE! ¡CEPILLO! ¡J. J.! ¡WALLY!

Los chicos, bombardeados,chillaban y bailaban alrededor bajo

la pedrea de sus propias calaverasy sus propios ufanos nombresincrustados en azúcar sobre lasblancas frentes de estas calaveras.Atraparon al vuelo las espléndidasbombas y casi las dejaron caer.

Se quedaron inmóviles,boquiabiertos, mirando losazucarados dulces mortuorios en lasmanos pegajosas.

Y en el interior del cementerio,unas voces masculinas de sopranocantaron:

Roberto… María…Conchita… Tomás.

Calavera, Calavera,dulces huesos de

caramelo.Tu nombre en la nívea y

dulce calaverabusca corriendo calle

abajo.Cómprala en las

blancas pilasde la plaza. ¡Compra y

come!

¡Muerde el nombre!

Los chicos alzaron las dulcescalaveras.

Muerde la T y la O y laM. ¡Tom!

Masca la Tra, traga laM, digiere la Pi, y

escupe la Tas.¡Trampitas!

Se les hacía la boca agua. Pero

¿era veneno lo que tenían en lasmanos?

¿Lo imaginas? Tantafelicidad, tanta alegría

cuando los niños comenoscuridad, devoran

noche.¡Qué delicia! ¡Pega un

mordisco!¡Mastica esa bonita

cabeza de caramelo!

Los chicos se llevaron a loslabios los dulces nombres decaramelo y ya iban a hincarles eldiente cuando…

—¡Olé!Una pandilla de chiquillos

mexicanos apareció corriendo yllamándolos, arrebatandocalaveras.

—¡Tomás!Y Tom vio a Tomás huir con la

calavera que decía Tom.—¡Caramba! —dijo Tom—.

¡Se parecía a… mí!—¿De veras? —dijo el

Vendedor de Calaveras.—¡Enrique! —gritó un

indiecito, apoderándose de lacalavera de Henry-Trampitas.

Enrique echó a correr colinaabajo.

—¡Se parecía a mí! —dijoHenry-Trampitas.

—Claro que sí —dijoMortajosario—. De prisa,muchachos, a ver qué están

tramando. ¡No perdáis de vistavuestros dulces cráneos!

Los chicos dieron un salto.Pues en ese mismo momento una

explosión estremeció allá abajo lascalles del pueblo. Luego otraexplosión, y otra, ruegosartificiales.

Los chicos echaron una últimamirada a las flores, las tumbas, losbizcochos, la comida, las calaverassobre las tumbas, los funerales enminiatura con cuerpos, ataúdes y

cirios en miniatura, mujereshincadas, niños solitarios, niñas,hombres, y luego dieron mediavuelta y se lanzaron colina abajohacia los petardos.

Tom y Ralph y todos los otroschicos disfrazados llegaroncorriendo a la plaza, jadeantes.Miles de diminutos petardosestallaron alrededor de los niños,que se detuvieron en seco ybailotearon un rato. Las lucesestaban encendidas. De pronto las

tiendas se abrieron.Y Tomás y José Juan y Enrique,

a los gritos, encendían y arrojabanpetardos.

—¡Eh, Tom, de mi parte, deTomás!

Tom vio que sus propios ojoschisporroteaban en la cara de aquelhuraño muchacho.

—¡Eh, Henry, esto de parte deEnrique! ¡Pum!

—J. J., esto… ¡Pum! ¡De JoséJuan!

—¡Oh, esta es la mejor de todaslas Noches de Brujas! —dijo Tom.

Y lo era.Pues en ninguna de aquellas

salvajes correrías habían ocurridotantas cosas que pudieran verse,olerse y tocarse.

En todos los callejones, puertasy ventanas había montañas decalaveras de azúcar con hermososnombres.

De todos los callejones llegabael tap-tap de los escarabajos

fabricantes de ataúdes, queclavaban, martillaban. Las tapas delos ataúdes redoblaban comotambores de madera en la noche.

En todas las esquinas habíapilas de periódicos con la foto delalcalde pintado como un esqueleto,o del Presidente todo huesos, o dela más hermosa de las doncellasdisfrazada de xilofón, y la Muertetocaba una melodía en las costillasmusicales.

—Calavera, Calavera,

Calavera… —la canción bajabaflotando desde la colina—. Ved alos políticos enterrados en lasnoticias, DESCANSA EN PAZ debajode los nombres. ¡Así es la fama!

¡Ved los esqueletosacróbatas, encaramados

en los hombros de otrosesqueletos!

¡Predican sermones,practican atletismo!

Pequeños futbolistas,

pequeños luchadores,pequeños esqueletos

que saltan y se caen.¿Soñaste alguna vez

que la muertepudiese ser tan

pequeña?

Y la canción decía la verdad.En dondequiera que los muchachosmirasen había acróbatas,trapecistas, jugadores debaloncesto, sacerdotes,

malabaristas, volatineros enminiatura, pero todos eranesqueletos mano a mano, hombro ahombro huesudos y todos eranbastante pequeños como parallevarlos en los dedos.

Y allá en una ventana había todauna orquesta de jazz microscópicacon un esqueleto trompetista y unesqueleto baterista y un esqueletoque tocaba una tuba no más grandeque una cuchara sopera y unesqueleto director con un brillante

birrete en la cabeza y una batuta enla mano, y de los cornos diminutosbrotaba una música diminuta.

Nunca en la vida los chicoshabían visto tantos… ¡huesos!

—¡Huesos! —todo el mundo sereía—. ¡Oh, preciosos huesos!

La canción empezó a apagarse:

Sostiene en tus palmasla fiesta oscura,

muérdela, trágala ysobrevive,

emerge del lejano túnelnegro del Día de

Muertey regocíjate, ah,

regocíjate de estar… ¡vivo!Calavera… Calavera…

Los periódicos, orlados denegro, volaron con el viento enfunerales blancos.

Los chicos mexicanos corrieroncolina arriba a reunirse con susfamilias.

—Oh, qué extraño, qué cosa tanrara —murmuró Tom.

—¿Qué? —le dijo Ralph, juntoa él.

—Allá, en Illinois, hemosolvidado de qué se trata. Quierodecir los muertos, allá en nuestropueblo, esta noche, diantre, nadiepiensa en ellos. Nadie los recuerda.A nadie le importan. Nadie va asentarse a conversar con ellos. Esosí que es soledad.

»Eso es verdaderamente triste.

Mientras que aquí, bueno… Esalegre y triste al mismo tiempo.Aquí en la plaza todo son petardosy esqueletos de juguete, y alláarriba en el cementerio todos losmexicanos muertos reciben lasvisitas de los parientes, y flores yvelas y cantos y dulces. Quierodecir que es casi como el Día deGracias ¿no? Y todos se sientan acomer, pero sólo la mitad puedecomer, pero eso no tieneimportancia, están allí. Es como

tomarse de las manos con losamigos en una sesión deespiritismo, sólo que algunos de losamigos ya no están. Oh, diantre,Ralph.

—Sí, sí —dijo Ralph asintiendodetrás de su máscara—. Diantre.

—Mirad, oh, mirad allí —dijoJ. J.

Los chicos miraron.En lo alto de un montículo de

calaveras de azúcar blanca habíauna con el nombre de PIPKIN.

La dulce calavera de Pipkin,pero… en ninguna parte, entre lasexplosiones y los huesos bailarinesy las calaveras volantes había nisiquiera una mota de polvo o ungañido o una sombra de Pip.

Se habían acostumbrado tanto aque Pipkin les deparase fantásticassorpresas, apareciendo en losmuros de Notre Dame, o apretujadoen un sarcófago de oro, y habíanesperado que Pipkin, como unmuñeco de resorte, saltara de

pronto de una montaña de calaverasde azúcar, les sacudiera unamortaja en las caras y se pusiera acantar.

Pero no. De pronto, nada dePip. Ni rastros de Pip.

Y tal vez nada de Pip nuncamás.

Los muchachos seestremecieron. Un viento frío soplóuna niebla desde el lago.

Por la oscura calle nocturna, a lavuelta de una esquina, apareció unamujer que llevaba sobre losHombros dos vasijas gemelasrepletas de carbones encendidos.

De esos montones de ascuasencarnadas brotaban unasluciérnagas de chispas que volabancon el viento. Por donde pasaba conlos pies desnudos dejaba una estelade chispas que pronto se extinguían.Sin una palabra, arrastrando lospies, dobló en otra esquina, seinternó en un callejón, ydesapareció.

Tras ella iba un hombrellevando sobre la cabeza, ligero,ligero como una pluma, un pequeño

ataúd.Era una caja de madera blanca

común y cerraba con clavos. A loscostados y sobre la tapa de la cajahabía baratas rosetas de plata,flores de seda y de papel hechas amano.

Dentro del cajón estaba…Los muchachos tenían los ojos

fijos en ese cortejo fúnebre de dos.Dos, pensó Tom. El hombre y elcajón, sí, y lo que iba dentro delcajón.

El hombre, solemne el rostro,balanceando el ataúd en lo alto dela cabeza, entró muy erguido en laiglesia cercana.

—Era… —tartamudeó Tom—¿era otra vez Pipkin el que estabadentro de ese cajón?

—¿Qué te parece a ti, hijo? —preguntó Mortajosario.

—No sé —lloriqueó Tom—.Sólo sé que ya he tenido bastante.La noche ha sido demasiado larga.He visto demasiado. Lo sé todo,

diantre, ¡todo!—Sí —dijeron los otros,

apeñuscándose, tiritando.—Y tenemos que volver a casa

¿no? ¿Y qué pasa con Pipkin, dóndeanda? ¿Está vivo o está muerto?¿Podemos salvarlo? ¿Se haperdido? ¿Hemos llegadodemasiado tarde? ¿Qué hacemos?

—¡Qué! —gritaron todos y lasmismas preguntas les volaban delas bocas, estallaban, y les manabande los ojos. Todos se aferraron a

Mortajosario como si quisieranobligarlo a contestar, arrancarle larespuesta de los huesos.

—¿Qué hacemos?—¿Para salvar a Pipkin? Una

última cosa. ¡Mirad ese árbol!Del Árbol de las Brujas

colgaba una docena de piñatas[3]:diablos, fantasmas, calaveras,brujas que se mecían con el viento.

—¡Romped vuestra piñata,chicos!

Les pusieron palos en las

manos.—¡Golpead!Gritando, golpearon. Las

piñatas se hicieron pedazos.Y de la piñata Esqueleto cayó

una lluvia de mil hojas-esqueletos.Revolotearon en enjambre sobreTom. El viento se llevó consigo losesqueletos, las hojas y a Tom.

Y de la piñata Momia cayeroncentenares de frágiles momiasegipcias que levantaron vuelo haciael cielo, y Ralph con ellas.

Y así cada chico golpeó,rompió, y dejó en libertad infinidadde imágenes de ellos mismos quedanzaban como las mosquitas delvinagre, y así los diablos, lasbrujas, los fantasmas gritaron y seaferraron y todos los chicos y lashojas rodaron por el cielo, y trasellos Mortajosario riendo acarcajadas.

Rebotaron en los últimoscallejones del pueblo. Retumbarony patinaron como piedras en las

aguas del lago…… para aterrizar rodando en

una confusión de rodillas y codossobre una colina todavía máslejana. Por fin consiguieronsentarse.

Se encontraban en uncementerio abandonado sin gente niluces. Sólo piedras como inmensastortas de bodas, recubiertas deantigua luz lunar.

Y mientras observaban,Mortajosario, aterrizando con

ligereza sobre sus pies, con unmovimiento rápido y silencioso, seagachó. Tomó un barrote de hierroque asomaba de la tierra. Tiró.

Unos goznes rechinaron y unapuerta trampa se abrió en el suelo.

Los chicos se aproximaron alborde de la gran caverna.

—Cat… —tartamudeó Tom—.¿Catacumbas?

—Catacumbas. —Mortajosarioseñaló.

Las escaleras descendían en la

seca tierra polvorienta.Los muchachos tragaron saliva.—¿Pip está ahí abajo?—Id a buscarlo, muchachos.—¿Está solo ahí abajo?—No. Hay cosas con él. Cosas.—¿Quién va primero?—¡Yo no!Silencio.—Yo —dijo Tom al fin.Puso el pie en el primer

escalón. Se hundió en la tierra. Diootro paso. Y de repente

desapareció.Los otros lo siguieron.Bajaron los peldaños en fila

india y con cada escalón quebajaban la oscuridad era másoscura y con cada escalón quebajaban el silencio era mássilencioso y con cada escalón quebajaban la noche se ahondaba comoun pozo muy negro y con cadaescalón que bajaban los acechabanlas sombras y parecíanabalanzárseles desde los muros y

con cada escalón que bajaban unascriaturas extrañas parecíansonreírles desde la gran cavernaque los esperaba allá abajo.Racimos de murciélagos parecíancolgar apenas por encima de lascabezas de los niños, con chillidostan altos que no se oían. Sólo losperros alcanzaban a oírlos, seponían histéricos, abandonaban allílos pellejos de perro, y huíandespavoridos. Con cada escalónque bajaban el pueblo se alejaba y

la tierra y toda la buena gente de latierra. Hasta el cementerio de lacolina parecía distante. Se sentíanabandonados. Se sentían tan solosque tenían ganas de llorar.

Porque cada escalón quebajaban los separaba un billón dekilómetros de la vida y las camastibias y la buena luz de las velas ylas voces maternas y el humo de lapipa de papá que carraspeaba denoche de modo que uno se sentíabien sabiendo que estaba allí en

algún lugar de la oscuridad, vivo ydándose vuelta en sueños y capazde golpear con los puños cualquiercosa que fuera necesario golpear.

Escalón tras escalón y porúltimo al pie de la escalera,escudriñaron la larga caverna, ellargo recinto.

Y allí estaba toda la gente, ymuy callada.

Habían estado callados durantelargo tiempo.

Algunos de ellos habían estado

callados durante treinta años.Algunos habían permanecido en

silencio desde hacía cuarenta años.Algunos se habían quedado

mudos durante setenta años.—Ahí están —dijo Tom.—¿Las momias? —susurró

alguien.—Las momias.Una larga fila de momias, de

pie contra los muros. Cincuentamomias contra el muro derecho.Cincuenta momias contra el muro

izquierdo. Y cuatro momiasesperando en la oscuridad contra elmuro del fondo. Ciento cuatromomias secas como polvo, mássolitarias que ellos, más solas de loque ellos pudieran sentirse jamás enla vida, aquí abandonadas,olvidadas, lejos de los ladridos delos perros y de las luciérnagas y delas dulces canciones de loshombres y las guitarras en la noche.

—Caramba —dijo Tom—.Toda esta pobre gente. Oí hablar

de ellos.—¿Cómo?—Los familiares no pudieron

pagar el arrendamiento de lastumbas, y entonces el sepulturerolos desenterró y los puso aquíabajo. La tierra es tan seca que losmomifica. Y mirad, observad cómoestán vestidos.

Los chicos miraron yadvirtieron que algunas momiasviejas vestían ropas de labriegos, ode muchachas campesinas, o trajes

oscuros de comerciantes, y hastahabía un torero en polvoriento trajede luces. Pero dentro de los trajestodo era huesos frágiles y piel ytelas de araña y polvo que caía ensacudidas entre las costillas si unoestornudaba estremeciéndolos.

—¿Qué es eso?—¿Qué, qué?—¡Sssst!Todos escucharon.Escudriñaron la larga bóveda.Todas las momias los miraron

con ojos vacíos. Todas las momiasesperaron con las manos vacías.

Alguien estaba llorando en elfondo del recinto largo y oscuro.

—Ahhh… —llegaba el sonido.—Oh… —llegaba el llanto.—Iiii… —lloraba la vocecita.—Es… pero si es Pip. Lo oí

llorar una sola vez, pero es él,Pipkin. Y está prisionero allí, en lacatacumba.

Los chicos miraron.Y vieron, treinta metros más

allá, acurrucada en un rincón,atrapada en la parte más distante dela catacumba, una pequeña figuraque… se movía. Se le sacudían loshombros. Agachaba la cabeza y sela cubría con manos trémulas. Ydetrás de las manos la boca gemía,asustada.

—¿Pipkin…?El llanto cesó.—¿Eres tú? —susurró Tom.Una larga pausa, un suspiro

tembloroso, y luego:

— …sí.—Cuernos, Pip ¿qué haces

aquí?—¡No sé!—¿Puedes salir?—N… no puedo. ¡Tengo miedo!—Pero, Pip, si te quedas allí…Tom se interrumpió.Pip, pensó, si te quedas, te

quedas para siempre. Te quedascon todo el silencio y con lossolitarios. Te sumas a la largahilera y los turistas vienen a mirarte

y compran entradas para mirarte unpoco más. Tú…

—¡Pip! —dijo Ralph detrás desu máscara—. Tienes que salir.

—No puedo —sollozó Pipkin—. Ellos no me dejarán.

—¿Ellos?Pero sabían que hablaba de la

larga hilera de momias. Para podersalir tendría que abrirse paso entrela doble fila de pesadillas,misterios, terrores, horrores yespectros.

—Ellos no pueden detenerte,Pip.

Pip dijo:—Oh, sí, pueden.—… pueden… —repitieron los

ecos en lo más profundo de lacatacumba.

—Tengo miedo de salir.—Y nosotros tenemos… —dijo

Ralph.Miedo de entrar, pensaron

todos.—Tal vez si eligiésemos un

valiente… —dijo Tom, y seinterrumpió.

Porque Pipkin estaba llorandootra vez, y las momias esperaban yla noche era tan oscura en el largorecinto de la tumba que te hundiríasdirectamente a través del suelo sidabas un paso adelante, y nuncamás volverías a moverte. El suelote tomaría por los tobillos conmármol de huesos sujetándote hastaque el frío glacial te congelase parasiempre en una estatua de polvo

seco.—A lo mejor si entramos todos

juntos, todos de golpe… —dijoRalph.

Lo intentaron.Como una gran araña de muchas

patas, trataron de cruzar juntos lapuerta. Dos pasos adelante, un pasoatrás. Un paso adelante, dos pasosatrás.

—¡Ahhhhh! —lloró Pipkin.Los chicos tropezaron unos con

otros, y retrocedieron confusamente

hasta la puerta, aullando terrores ypavores. Los niños oyeron un aludde dolorosos latidos que les golpeódentro del pecho.

—Oh, diantre, ¿qué vamos ahacer, él tiene miedo de salir,nosotros miedo de entrar, qué, qué?—gimió Tom.

Detrás de ellos, recostadocontra la pared, estabaMortajosario, olvidado. La llamitade una sonrisa titiló y se leextinguió entre los dientes.

—Aquí, muchachos. Salvadlocon esto.

Mortajosario metió la mano enel albornoz negro, y sacó la yafamiliar calavera de azúcar blanca,en cuya frente estaba escrito:

¡PIPKIN!—Salvad a Pipkin, chicos.

Hagamos un pacto.—¿Con quién?—Conmigo y otros

innominados. Aquí la tenéis.Romped esta calavera en ocho

deliciosos trocitos, muchachos, ydistribuidlos entre vosotros. La Ppara ti, Tom y la I para ti, Ralph, yla mitad de la otra P para ti,Trampitas, y la otra mitad para ti, J.J., y un pedacito de la K para ti,muchacho, y otro para ti, y aquíestán la I y la N final. Tocad losdulces trocitos, hijos. Escuchad.Éste es el pacto tenebroso. ¿Deverdad queréis que Pipkin viva?

La pregunta provocó unestallido de furiosas protestas, y

Mortajosario retrocedió. Los chicosladraban como perros sólo porqueMortajosario había preguntado sideseaban que Pipkin viviera.

—Está bien, está bien —losapaciguó—. Veo que sois sinceros.Bueno, entonces ¿cederéis, cadauno de vosotros, el último año devuestras vidas, muchachos?

—¿Qué? —dijo Tom.—En serio, muchachos, un año,

un precioso año del casi extinguidocabo de vela de vuestras vidas. Un

año por cabeza, y podréis rescataral muerto Pipkin.

—¡Un año! —el susurro, elmurmullo, la suma abrumadoracorrió entre ellos. Era difícil decomprender. Un año tan remoto enel tiempo no era para nada un año.Los chicos de once o doce nisiquiera pueden imaginarse ahombres de setenta—. ¿Un año?,¿un año?, seguro, ¡por qué no! Si…

—Pensad, muchachos, ¡pensad!Éste no es un pacto en el aire,

firmado con la Nada. Hablo enserio. Es real y concreto. Es unagrave decisión la que tomáis, y unpacto muy serio el que firmáis.

»Cada uno de vosotros ha deprometer que dará un año.Naturalmente, ahora no echaréis demenos un año, porque sois muyjóvenes, y tanteando vuestrasmentes puedo ver que ni siquieraadivináis la situación final. Sólomás tarde, cincuenta años a contarde esta noche, o a sesenta años de

este amanecer, cuando se os estéacabando el tiempo y deseéisfervientemente uno o dos días másde sol y felicidad, entonces serácuando el señor D por Destino o elseñor H por Huesos os presentaránla cuenta. O acaso venga yo mismo,el viejo Mortajosario en persona,un amigo de los niños, y os diga"pagad". Así que un año prometidoes un año perdido. Yo os diré "dad"y vosotros daréis.

»¿Qué significará esto para

cada uno de vosotros?»Significará que aquellos que

podrían vivir hasta los setenta y unotendrán que morir a los setenta.Aquél que podría vivir hasta losochenta y seis tendrá quedespedirse de su sombra a losochenta y cinco. Esos son muchosaños. Un año más o menos noparece gran cosa. Cuando llegue elmomento, muchachos, puede que lolamentéis. Pero podréis decir, esteaño lo pasé bien, lo di por Pip, se

lo presté a la vida para el queridoPipkin, da más hermosa de lasmanzanas que estuvo a punto decaer del árbol antes de tiempo.Alguno de vosotros a los cuarenta ynueve tendrá que tachar la vida alos cuarenta y ocho. Y algún otro alos cincuenta y cinco, se echará adormir el Sueño Eterno a loscincuenta y cuatro. ¿Entendéis ahoratodo el significado de este pacto,muchachos? ¿Sabéis sumar? ¿Esuna aritmética clara? ¡Un año!

¿Quién ofrece trescientos sesenta ycinco días enteros de su propiaalma, para rescatar al viejo Pipkin?Pensad, muchachos. Silencio.Luego, hablad.

Hubo un largo silenciomeditativo de estudiantes dearitmética haciendo sumasmentales.

Y en verdad, sumaronrápidamente. ¡No vacilaron, aunquesabían que con el correr de los añosquizá lamentaran esta aterradora

precipitación! Y sin embargo ¿quéotra cosa podían hacer? Sóloalejarse a nado de la orilla parasalvar al muchacho que se ahogabaantes que se hundiese una últimavez en un polvo tenebroso.

—Yo —dijo Tom—. Yo doy unaño.

—Y yo —dijo Ralph.—Yo también entro —dijo

Henry–Trampitas.—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! —dijeron

todos los demás.

—¿Sabéis lo que dais, chicos?Entonces, ¿queréis de veras aPipkin?

—¡Sí, sí!—Sea, chicos. Masticad y

comed, hijos, comed y masticad.Se metieron en la boca los

dulces trocitos de caramelo decalavera.

Masticaron. Comieron.—Tragad oscuridad, entregad

vuestro año.Tragaron con tanto empeño que

los ojos les centellearon, los oídosles retumbaron, y los corazones leslatieron con fuerza.

Tuvieron la sensación de quelos pechos y los cuerpos se lesabrían como una jaula echando avolar pájaros invisibles. Vieron sinver los años que habían dado comoaladas ofrendas que revoloteabanpor el mundo para posarse enalguna parte en buen pago dedeudas extrañas.

Oyeron un grito:

—¡Aquí!Y luego:—¡Yo!Y luego:—¡Voy!Pum, pum, pum, las tres

palabras y el eco de tres pisadasque golpeaban la piedra.

Y a lo largo del corredor, entrela doble hilera de momias que seinclinaban para detenerlo, pero nolo detenían, en medio desilenciosos gritos y alaridos,

endemoniado, veloz como el rayo, ala carrera, sacando chispas de laspiedras, braceando, hinchando loscarrillos, cerrando los ojos,dilatando las fosas nasales, ybatiendo, batiendo, batiendo elsuelo con pies que subían ybajaban, subían y bajaban, venía…

Pipkin.¡¡¡Oh, cómo corría!!!—Mira cómo viene. Vamos,

Pip.—¡Pip, estás por la mitad!

—¡Míralo correr! —decíantodos con el caramelo de azúcar enla boca, con el honorable nombrede Pipkin aprisionado entre losdulces dientes, con el sabor dePipkin entre las mandíbulas, con elhermoso nombre sobre las lenguas,Pip, Pip, ¡Pipkin!

—No te detengas ahora, Pipkin.¡No te des la vuelta!

—¡No te caigas!—Aquí viene, ¡ya ha recorrido

tres cuartos del camino!

Pip corría. Era bueno yfantástico y veloz y perfecto. Sinser tocado y sin volver la cabeza,corrió entre las cien momias… yganó la carrera.

—¡Pip, lo hiciste!—¡Estás a salvo!Pero Pipkin seguía corriendo,

no sólo entre los muertos sino entrelos amigos afectuosos, sudorosos yvivos, que aullaban de alegría.

Apartó a los muchachos ydesapareció escaleras arriba.

—¡Pip, todo va bien, vuelve!Corrieron tras él escaleras

arriba.—¿Adónde va, señor

Mortajosario?—Bueno, me imagino que

asustado como está —dijoMortajosario— se va a su casa.

—¿Pipkin está… a salvo?—Vamos a ver, chicos. ¡Arriba!Mortajosario giró como un

remolino. Los brazos extendidoscortaban el aire en copos y tajadas.

Tan rápidamente giraba queprovocó un vacío, una tormentapropia. Ese ciclón, ese gigantescopozo de aire, tomó entonces a loschicos por la nariz, la oreja, elcodo, los dedos de los pies.

Como otras tantas hojasarrancadas de un árbol, subieron alcielo a puro grito. Mortajosario seprecipitó hacia lo alto. Y ellos, sieso es posible, se lanzaron detráscomo plomadas. Chocaron contralas nubes con un estallido de

metralla. Seguían a Mortajosariocomo una bandada de pájaros quevolara al norte, volviendo al hogarantes de la estación propicia.

La tierra pareció dar una mediavuelta de norte a sur. Allá abajopasaban mil pequeñas aldeas ypueblos vertiginosos, velasencendidas en los cementerios detodo México, velas titilando encalabazas al norte de la frontera enTexas y luego Oklahoma y Kansas yIowa y por último Illinois y por

último:—¡En casa! —gritó Tom—.

Allí está el tribunal, allí está micasa, ¡allí está el Árbol de lasBrujas!

Volaron una vez alrededor deltribunal y dos veces alrededor delÁrbol de las mil calabazasencendidas, y por último alrededorde la alta casa del viejoMortajosario, con muchos aleros,muchos cuartos, muchas ventanasboquiabiertas, altos pararrayos,

barandillas, desvanes, volutas,donde gemía el viento. El polvo sealzaba en las ventanas dándoles labienvenida. En otras ventanas losvisillos aleteaban como antiguaslenguas que se exhibían para queunos doctorcillos en extrañasmedicinas traídos por el vientodiagnosticaran el mal. Unosfantasmas se marchitaban comoflores blancas, plegándose ydesplegándose en banderasenmohecidas que ahora caían en

jirones.Y la casa entera era como un

compendio de las Noches de Brujasde todos los Tiempos. Así lo gritóMortajosario, agitando los antiguosbrazos y telarañas y sedas negrasmientras se posaba en el tejado yles indicaba a los chicos quebajaran, señalando a través de unainmensa claraboya desde donde seveían todos los pisos de la mansión.

Los muchachos se reunieronalrededor de la lucerna y miraron el

pozo de una escalera que llevaba avarios pisos de distintos tiempos ehistorias de hombres y esqueletos ymúsicas escalofriantes tocadas enflautas de huesos.

—Allí está, chicos. ¿Queréismirar? ¿Lo veis? Allí está todonuestro vuelo de diez mil años, allíestá todo nuestro viaje en un sololugar, desde los cavernícolas a losegipcios, pasando por los pórticosromanos y las praderas inglesas deotoño hasta los osarios mexicanos.

Mortajosario levantó la tapa dela enorme claraboya.

—El pasamanos de la escalera,chicos. ¡Bajad por él! Cada uno asu propio tiempo, su propia edad,su propio nivel. Allí dondecorresponda a vuestro disfraz, allídonde os parezca que es vuestrositio, y también el sitio del disfraz yla máscara, ¡allí saltad! ¡Adelante!

Los muchachos saltaron. Sedejaron caer por el pozo de laescalera hasta el rellano superior.

Entonces, uno tras otro, montaron elpasamanos y resbalaron gritando através de todos los pisos, todos losniveles, todas las épocas de lahistoria guardadas en la increíblemansión de Mortajosario.

Vuelta tras vuelta, vuelta trasvuelta bajaban, veloces comorayos, resbalaban, se deslizabanpor el encerado pasamanos.

¡Rrruuum-pum! J. J. disfrazadode Hombre-Mono, aterrizó en elsótano. Miró alrededor. Vio

pinturas rupestres, humos tenues yfogatas, y sombras de torpeshombres-gorilas. Unos dientes desable le clavaban una mirada feroza la lumbre de los rescoldos.

Caracoleando bajaba Ralph, elNiño Egipcio Momificado, vendadopor toda la eternidad, para aterrizaren el primer rellano, dondejeroglíficos egipcios se pavoneabanen ejércitos de símbolos, conescuadrones de pájaros antiguos enlos cielos y manadas de dioses-

bestias y escurridizos escarabajosde oro que hacían rodar pelotillasde estiércol todo a lo largo de lahistoria.

¡Pum! Cepillo Nibley, con laguadaña que de algún modo aún lebrillaba en las manos, cayó y rodótransformándose casi en picadilloen el segundo piso, donde lasombra de Samhain, el Dios de losMuertos druida, ¡blandía unaguadaña sobre la pared de unacámara lejana!

¡Pum! George Smith, —¿fantasma griego, espectro erranteromano?—, aterrizó en el tercerpiso cerca de los pórticosembreados que retenían en losumbrales a las viejas almas enpena.

¡Pum! ¡Henry-Trampitas, laBruja, se zambulló en el cuartorellano, entre brujas que saltabanhogueras en las campiñas deInglaterra, Francia y Alemania!

¿Fred Fryer? El quinto piso

recibió el montón de harapos, y elMendigo aterrizó entre los lamentosde los mendigos que pedían limosnapor los caminos de la campiñairlandesa, muertos de hambre.

Wally Babb, la Gárgola, voló yse estrelló en el sexto piso, dondede las paredes brotaban codos ymiembros y jibas, muecas del mejorhumor gargoliano, y miradassocarronas.

Hasta que por último TomEsqueleto patinó saliendo de la

barandilla en el piso más alto ycayó rodando y volteando blancascalaveras de azúcar como en unatenebrosa partida de bolos entre lassombras de mujeres acuclilladasjunto a los túmulos, con diminutasbandas de esqueletos que tocabanmelodías de mosquito mientrasMortajosario, allá arriba, siempreen el tejado, gritaba:

—Bueno, muchachos ¿lo habéisvisto? Es todo uno, ¿sí?

—Sí —murmuró alguien.

—Siempre lo mismo perodiferente ¿eh?, cada época, cadatiempo. El día siempre acababa.Siempre caía la noche. ¿Y no esverdad que siempre teméis, tú,Hombre-Mono, tú, Momia, quenunca vuelva a salir el sol?

—Sssííí —susurraron variosmás.

Y miraron arriba todos losniveles de la casona, vieron todaslas épocas, todos los pisos, y atodos los hombres de la historia que

escudriñaban alrededor mientras elsol salía y se ponía. Los Hombres-Monos temblaban. Los egipciosgritaban quejumbrosos. Griegos yromanos paseaban a sus muertos.Moría el verano. El invierno lometía en la tumba. Un billón devoces lloraba. El viento de lostiempos estremecía la casa alta. Lasventanas trepidaban, y como losojos de los hombres, estallaban enlágrimas cristalinas.

De pronto, con gritos de júbilo,

¡diez mil veces un millón dehombres saludaron alborozados alos ardientes soles estivales quedespertaban incendiando ventanas!

—¿Veis, hijos? ¡Pensad! Lagente desaparecía para siempre.Morían, oh Señor, morían, perovolvían en sueños. A aquellossueños se los llamaba Fantasmas, yaterrorizaron a los hombres detodas las épocas…

—¡Ah! —gritó un billón devoces desde las buhardillas y los

sótanos.Las sombras trepaban por las

paredes como viejas películasreproyectadas en antiguos cines.Nubéculas de humo flotaban en laspuertas con ojos tristes y bocasbalbucientes.

—Noche y día. Invierno yverano, chicos. Tiempo de sembrary tiempo de recoger. Vida y muerte.Todo eso, sintetizado en una solanoche, es la Fiesta de las Brujas.Mediodía y medianoche. Nacer,

chicos. Revolcarse, hacerse losmuertos como los perros, hijos. Ylevantarse otra vez, ladrando,corriendo a través de miles de añosde muerte, todos los días y todas lasnoches una Noche de Brujas,chicos, todas las noches oscura yterrorífica hasta que por fin loconseguisteis y os ocultasteis enciudades y pueblos y descansasteisun poco y recuperasteis el aliento.

»Y empezasteis a vivir más y atener más tiempo y a distanciar las

muertes, y a desprenderos delmiedo, y a tener por fin sólo unosdías especiales cada año parapensar en la noche y el amanecer yen la primavera y el otoño y ennacer y morir.

»Todo se suma y secomplementa. Cuatro mil añosatrás, cien años atrás, este año, unlugar u otro, pero las celebracionesson siempre la misma…

—La Fiesta de Samhain…—El Día de los Muertos

Queridos…—Todas las Almas. Todos los

Santos.—El Día de los Muertos.—El Día de Todos los Santos.—La Fiesta de las Brujas.Los chicos alzaban las frágiles

voces, a través de los distintosniveles de tiempo, desde todos lospaíses y todas las épocas,nombrando las festividades queeran siempre la misma.

—Bien, hijos, bien.

A lo lejos, el reloj de la torredio las doce menos cuarto.

—Casi medianoche, muchachos.La Fiesta de las Brujas está porterminar.

—¡Pero! —gritó Tom—. ¿Quéhay de Pipkin? Lo hemos seguido alo largo de la historia, lo hemosenterrado y desenterrado, lo hemosacompañado en cortejos fúnebres yllorado. ¿Está o no está vivo?

—¡Sí! —gritaron todos—. ¿Lohemos salvado?

Tom Skelton y sus calaveras[Tom Skelton and his skulls]

—¿Lo habréis salvado, deverdad?

Mortajosario miraba fijamenteen lontananza. Los chicos miraroncon él, por encima de la cañada,hacia un edificio donde se estabanapagando las luces.

—Ése es el hospital de Pipkin,muchachos. Pero probad en la casa.La última visita de la noche, elúltimo gran «prenda o premio». Id

en busca de las respuestasdecisivas. ¡Señor Marley,acompáñelos a la puerta!

Las puertas de entrada seabrieron ¡pum!, de par en par.

El llamador Marley de la puertadejó caer la mandíbula vendada yles silbó buena suerte mientras loschicos resbalaban por el pasamanosy corrían hacia la puerta.

Los detuvo un último grito deMortajosario:

—¡Chicos! Bueno ¿qué rué?

Esta noche, conmigo: ¿prenda opremio?

Los chicos tomaron aliento, yestallaron a coro:

—¡Caramba, señorMortajosario… prenda y premio!

¡Tap!, resonó el llamadorMarley.

¡Bam!, golpeó la puerta.Y los muchachos se fueron

corriendo y corriendo, cruzando lacañada y a lo largo de las calles,inhalando calientes bocanadas de

aire, y las máscaras se les caían yellos pasaban por encima, y al finse detuvieron en la acera de la casade Pipkin y miraron el hospital a lolejos, y otra vez la puerta de la casade Pipkin.

—Ve tú, Tom, tú —dijo Ralph.Y Tom se acercó lentamente a

la casa y puso el pie en el primerescalón y luego en el segundo y seaproximó a la puerta, temiendollamar, temiendo encontrar larespuesta definitiva acerca del

viejo Pipkin. ¿Pipkin muerto?¿Pipkin en el último funeral?¿Pipkin, Pipkin desaparecido parasiempre? ¡No!

Golpeó a la puerta.Los chicos esperaban en la

acera.La puerta se abrió. Tom entró.

Los chicos aguardaron en la aceralargo rato sintiendo el frío ydejando que el viento les congelaselos más tristes pensamientos.

«¿Bueno?», gritaban en silencio

hacia la casa, hacia la puertacerrada, hacia las ventanas aoscuras, «¿bueno? ¿bueno? ¿Qué?»

Y luego, por fin, la puerta seabrió otra vez y Tom salió y sedetuvo en el porche, sin saberdónde estaba.

Entonces Tom alzó los ojos yvio a sus amigos que lo esperaban aun millón de kilómetros dedistancia.

Tom saltó desde el porchegritando:

—¡Oh diantre, diantre, diantre!Y corrió por la acera, gritando:—¡Está bien, está perfectamente

bien! ¡Pipkin está en el hospital! ¡Lesacaron el apéndice hoy a las nuevede la noche! ¡Justo a tiempo! ¡Eldoctor dice que está formidable!

—¿Pipkin…?—¿Hospital…?—¿Formidable…?Todos soltaron el aire como si

los hubiesen golpeado en elestómago. Luego volvieron a

aspirarlo y a exhalarlo en una granola, un alarido, un entrecortadogrito de triunfo.

—¡Pipkin, oh, Pipkin, Pip!Y se quedaron en el jardín y en

la acera frente al porche y la casade Pipkin mirándose unos a otroscon aturdida curiosidad, y lassonrisas se les ensanchaban y losojos se les llenaban de lágrimas ygritaban y las lágrimas de felicidadles corrían por las mejillas.

—Hurra, hurra, hurra, hurra,

hurra —dijo Tom, exhausto, yllorando de felicidad.

—Puedes decirlo otra vez —dijo una voz, y todos lo repitieron acoro.

Y allí, todos juntos, lloraron unbuen llanto de felicidad.

Y como toda la noche se estabaconvirtiendo en un mar de lágrimas,Tom miró en derredor y los animócon un grito.

—Mirad la casa de Pipkin. ¿Notiene un aspecto horrible? ¡Os diré

lo que haremos!Y todos corrieron y volvieron

trayendo cada uno una calabazailuminada y las alinearon sobre elbalaustre del porche, dondeesperando el regreso de Pipkinexhibían unas dulces sonrisasmaliciosas. Y se quedaron en eljardín contemplando el encantadorespectáculo de todas aquellassonrisas, los disfraces que colgabanen jirones de brazos y hombros ypiernas y la pintura pastosa que

goteaba y les corría por las caras, yun maravilloso cansancio feliz queles invadía los párpados, los brazosy los pies; pero no queríanmarcharse todavía.

Y el reloj de la torre dio lamedianoche… ¡BUMMM!

Y otra vez bummm, hasta contardoce campanadas.

Y la Fiesta de las Brujas habíaterminado.

Y en todo el pueblo retumbabanlas puertas al cerrarse y se

apagaban las luces.Los chicos empezaron a

dispersarse y a decir Noche yNoche y otra vez Noche y uno queotro Buenas Noches, pero casisiempre Noche, sí, Noche. Y eljardín quedó desierto, pero elporche de Pipkin rebosaba de lucesde candelas y de olor a calabazatostada y caliente.

Y el Fantasma y la Momia y elEsqueleto y la Bruja y todos losdemás estaban de vuelta en sus

casas, en sus propios porches, ycada uno se volvió para mirar elpueblo y recordar esta nocheespecial que ya nunca podríanolvidar, y a través del pueblomiraron hacia los porches de losamigos, pero especialmente hacia lacasa del otro lado de la cañada encuyo tejado el señor Mortajosarioestaba aún rodeado por una cercaerizada de escarpias.

Mortajosario[Mr. Moundshroud]

Los chicos saludaron, cada unodesde un porche.

El humo, saliendo en volutas dela alta chimenea gótica deMortajosario, flotó, se agitó, ydevolvió el saludo.

Y más puertas se cenaron degolpe en todas las casas del pueblo.

Y con cada golpe se apagabauna calabaza más y luego otra y otray otra en el inmenso Árbol de las

Brujas. Por docenas, porcentenares, por millares, golpeabanlas puertas, y las calabazascerraban los ojos, y las velasapagadas humeaban con deliciososhumos.

La Bruja titubeó, entró, y cerróla puerta.

Una calabaza con cara de Brujase apagó.

La Momia entró y cerró lapuerta.

La luz se extinguió en una

calabaza con cara de Momia.Y por último, el único chico de

todo el pueblo que aún estaba soloen un porche, Tom Skelton,disfrazado de calavera y huesos, singanas de entrar, queriendo extraerleuna última gota a esa fiesta favorita,envió sus pensamientos por el airenocturno hacia la extraña casa delotro lado de la cañada.

Señor Mortajosario ¿quién esUSTED?

Y el señor Mortajosario, allá

arriba, en el tejado, le envió larespuesta:

Creo que tú lo sabes,muchacho, creo que tú lo sabes.

¿Volveremos a encontrarnos,señor Mortajosario?

Dentro de muchos años sí,vendré por ti.

Y un último pensamiento deTom:

Oh, señor Mortajosario,¿dejaremos de tenerles miedoalguna vez a la noche y a la

muerte?Y el pensamiento volvió:Cuando lleguéis a las estrellas,

muchacho, si, y viváis parasiempre allí, todos los miedosdesaparecerán, y la Muerte mismamorirá.

Tom escuchó, oyó, y agitó lamano en silencio. A lo lejos, elseñor Mortajosario alzó una mano.

Clic. En la casa de Tom secerró la puerta.

En el gran Árbol, una calabaza-

calavera estornudó y se apagó.El viento sacudió el gran Árbol

de las Brujas, ahora con todas lasluces apagadas excepto unacalabaza en lo más alto de la copa.

Una calabaza con los ojos y lacara del señor Mortajosario.

En el tejado de la casa, el señorMortajosario se inclinó, aspiró unabocanada de aire, y sopló.

La vela en la cabeza-calabazavaciló y se extinguió.

Milagrosamente, de la boca, la

nariz, las orejas, los ojos del señorMortajosario, brotaron volutas dehumo, como si el alma se le hubieseextinguido en los pulmones en elmismo momento en que la dulcecalabaza dejaba escapar unperfumado espíritu de incienso.

El señor Mortajosario se hundióen su casa. La puerta trampa deltejado se cerró detrás.

Llegó el viento. Acunó todas lascalabazas humeantes del inmenso yhermoso Árbol de las Brujas.

Levantó un millar de hojas oscurasy las arrastró por el cielo y por latierra hacia el sol que sin dudasaldría otra vez.

Así como el pueblo, el Árbolapagó los rescoldos de las sonrisasy se durmió.

A las dos de la mañana, elviento volvió a buscar más hojas.

RAY DOUGLAS BRADBURY .(Waukegan, Illinois, 22 de agostode 1920 - Los Ángeles, California,5 de junio de 2012 ) fue un escritorestadounidense de misterio delgénero fantástico, terror y cienciaficción. Principalmente conocido

por su obra Crónicas marcianas(1950) y la novela distópicaFahrenheit 451 (1953).

Ha escrito cuentos y novelas dediversos géneros desde el policial,realista y costumbrista. Tambiéntrabajó como argumentista yguionista en numerosas películas yseries de televisión, entre las quecabe destacar su colaboración conJohn Huston en la adaptación deMoby Dick para la películahomónima que éste dirigió en 1956.

Además ha escrito poemas yensayos.

Junto a Leigh Brackett, se leconsidera como uno de losescritores más identificados con larevista pulp Planet Stories; ambosautores colaboraron en la novelacorta Lorelei of the Red Mist queapareció en 1946. Las obras queBradbury destinó a la revistaincluyen una de las primerashistorias de la serie Crónicasmarcianas.

Murió el 5 de junio de 2012 a laedad de 91 años en Los Ángeles,California. A petición suya, sulápida funeraria, en el CementerioWestwood Village Memorial Park,lleva el epitafio: «Autor deFahrenheit 451».

Notas

[1] En castellano en el original. <<

[2] En castellano en el original. <<

[3] En castellano en el original. <<