BG 7 Radin - El hombre primitivo como filósofo

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TEMAS DE EUDEBA / ANTROPOLOGÍA Paul Radin El hombre primitivo como filósofo EUDEBA EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES

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T E M A S DE E U D E B A / A N T R O P O L O G Í A

P a u l R a d i n

El hombre primitivo como filósofo

E U D E B A E D I T O R I A L U N I V E R S I T A R I A D E B U E N O S AIRES

T í t u l o de la obra original: Primitive man as philosopher. Dover Publications Inc., Nueva York, 1957.

Traducido de la tercera edición (1957) por ABELARDO MALJURI

Copyright 1960 Editorial Universitaria de Buenos Aires — Florida 656 Fundada por la Universidad de Buenos Aires Hecho el depósito de ley

IMPRESO EN L A ARGENTINA — PRINTED 1N ARGENTINA

PREFACIO

DE LA EDICIÓN DE 1956

La presente edición de E l hombre primitivo como filósofo no introduce cambio alguno en el texto original. Sin embargo, he añadido algún material complementario: un primer capítulo so­bre los principios metodológicos en el estudio de las filosofías abo­rígenes y un ensayo sobre nuevhs formulaciones religioso-filosóficas intentadas por un indígena americano. Este último trabajo se pu­blicó en el volumen XVIII del Eranos-Jahrbuch, págs. 249-290 (Ziu-rich, Rhein-Verlag, 1950). Se lo reimprime aquí, con ciertos cam­bios, por gentil autorización de la Bollingen Foundation de Nue­va York.

P A U L R A D I N

Lugano, 1956.

C A P Í T U L O I

INTRODUCCIÓN

E l estudio de los pueblos primitivos constituye una disciplina relativamente nueva. Puede decirse que la formuló adecuada y de­finitivamente Edward B. Tylor . *Hoy, luego de más de dos genera­ciones de desarrollo, se encuentra aún , comparada con disciplinas más antiguas, como la historia, apenas salida de los pañales. Son relativamente pocos los lugares donde se enseñan sus principios y, en consecuencia, es todavía en medida considerable el ameno cam­po libre por donde van de caza aficionados de buena voluntad. Gran injusticia sería subestimar los servicios por ellos prestados. Pero los aficionados son entusiastas y, en cuanto clase, propenden a mostrarse a la vez sentimentales y faltos de sentido crítico. Si la intolerancia que hacia ellos manifiestan los círculos académicos es a menudo ridicula y desleal, no es menos cierto que ninguna cien­cia puede considerarse mayor de edad hasta que el número de afi­cionados sea en ella razonablemente desdeñable comparado con el de los especialistas.

Juzgada según este criterio, la etnología está hoy aún en su ado­lescencia. Pero la adolescencia tiene sus encantos, entre ellos el optimismo y la fe. Optimismo es, en efecto, la tónica de la etno­logía actual. ¿Cómo, si no, explicar la despreocupación con que un etnólogo se arroja con sus solas fuerzas a la descripción del len­guaje, la religión, la mitología, la cultura material, el arte, la mú­sica y la organización social de un pueblo cuyo idioma rara vez sabe hablar, y que está mucho más alejado de él en modos de vida y pensamiento que un granjero de Illinois respecto de un hindú?

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EL HOMBRE PRIMITIVO COMO FILÓSOFO

Los fieles custodios de disciplinas más antiguas, en que la es-pecialización alcanza a menudo su apoteosis de aridez y futileza, se quedan mirando, entre estupefactos y desdeñosos, las travesuras ju­veniles del etnógrafo aventurero que sale a la conquista de un nuevo mundo. Acaso sean en definitiva los críticos quienes se conviertan en motivo de risa. Por el momento, empero, ha de admitirse que su incredulidad y estupefacción están ampliamente justificadas. Cada afirmación que hace, por ejemplo, un historiador, se supone corroborada por un vasto cuerpo de material probatorio. Sin duda, arguyen, el etnólogo no espera que le creamos simplemente bajo palabra, sin corroboración. Por desgracia es lo que espera el etnó­logo, y hay razones prácticas para aceptar esta situación, aun reco­nociendo su peligro, y sacarle el mejor partido posible.

Con muy pocas excepciones, la descripción de pueblos primi­tivos no puede someterse a control de la manera habitual en dis­ciplinas como la historia. E l observador no sólo reúne los datos, sino que es dueño de determinar, a menudo definitivamente, cuáles datos deben ser. Es evidentemente peligroso confiar a cualquiera semejante facultad de discriminación, pero razones prácticas perti­nentes a la recolección de datos etnográficos hacen algo difícil evi­tar esa condición fundamentalmente irracional e indeseable. Ahora bien: desde que el trabajo del observador está sujeto a tales condi­ciones, su enfoque intelectual y afectivo, sus presupuestos confesos o tácitos, los muchos imponderables que influyen hasta sobre la más crítica y cautelosa de las mentalidades asumen, desde luego, mayor significación para el etnólogo que para el historiador.

N o puede decirse que la mayoría de los etnólogos tenga clara noción de cómo se hacen sentir ciertas actitudes explícitas o implí­citas, n i de hasta qué punto tales actitudes propenden de modo decisivo a teñir sus observaciones. Hay sólo una manera de evitar este peligro: la vieja manera, única en auge durante siglos en el campo histórico, de recoger los datos en su forma original y abste-tenerse de toda clase de manipuleos y reordenaciones. Cualquier interpretación que sea necesario introducir debe separarse por com­pleto de los datos originales. Este procedimiento, casi obvio, sólo actualmente se está haciendo corriente en etnología. Algunas de las más célebres monografías escritas por europeos y americanos, por ejemplo, pecan de modo flagrante contra esa regla elemental.

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• INTRODUCCIÓN

Pero, si el historiador de hoy difiere marcadamente del etnó­logo en cuanto al grado de confianza que está dispuesto a conceder a las informaciones incontroladas de un individuo, por idóneo que sea, igualmente difiere en otro punto aún más importante: la se­lección del aspecto cultural en que ha de ponerse el acento. E n to­dos los estudios recientes, la historia se ha convertido en la de la clase intelectual; y en todo tiempo ha sido1 la del hombre de ex­cepción. E n etnología, al contrario, debido en parte a su origen, en parte a la escasez del material, la orientación general ha sid > exactamente la opuesta, y lo que se describe son las creencias del grupo en cuanto grupo. Los etnólogos no siempre han tenido con­ciencia de este hecho, pero, aun cuando la tuvieran bien clara de las marcadas diferencias individuales existentes entre los primiti­vos, las desdeñaban con la sumaria acotación de que no represen­tan el consenso de la opinión general.

En conjunto, está justificada el afirmar que la gran mayoría de las descripciones de pueblos primitivos presentan las creencias y costumbres de la clase intelectual o, cuando mucho, una insalva­ble confusión, inextricable para el lego, de los puntos de vista de la clase intelectual y del resto del grupo. Así, quedaría siempre por considerar un uno por ciento de la población aborigen, para el cual las descripciones con que contamos son tan inadecuadas y defor­mantes como lo sería una descripción de la clase intelectual euro­pea que le adjudicara las creencias y costumbres reunidas por Fra-zer en La rama dorada.

Este libro parte de un supuesto: el de que entre los primitivos existe la misma distribución de temperamentos y capacidades que entre nosotros. Considero que ello es verdad, pese a las manifies­tas diferencias en la configuración y orientación de sus culturas. Para hacerme justicia, debo añadir que la tesis de la distribución idéntica de temperamentos y capacidades entre civilizados y pri­mitivos no resulta de alguna teoría general por mí sustentada; es una convicción que me han impuesto paulatinamente la observa­ción y el contacto directo con varias tribus aborígenes.

Repetiré, pues, que mi objeto es la descripción de las culturas aborígenes en los términos de su clase intelectual, desde el punto de vista de sus pensadores. Los pensadores primitivos, empero, no están aislados de la vida del grupo ni pueden ser aislados de ella,

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como se ha hecho repetidamente entre nosotros; ni tampoco, pro­bablemente, ejercen el mismo grado de influencia sobre sus seme­jantes. Por eso, intentar el enfoque de la cultura primitiva desde el punto de vista de sus intelectuales significa mirarla a través de una lente en extremo limitada. Tengo plena conciencia de ello. E l resultado será sólo una descripción parcial, que, forzosamente, sólo tendrá validez para un número muy restringido de individuos dentro de cada grupo; y no debe tomársela por otra cosa, so pena de incurrir en un error opuesto pero análogo al de los que nie­gan la existencia de una clase intelectual en las culturas primitivas.

E l libro se divide en dos partes, de las cuales la primera trata sobre las relaciones del hombre con la sociedad y con sus seme­jantes, y la segunda sobre lo que he llamado los aspectos superiores del pensamiento primitivo. De este modo, según espero, será posi­ble indicar hasta qué punto cada pensador compartía las ideas del hombre del grupo y participaba de ellas, y en qué manera las trascendía.

H a sido mi preocupación constante dejar hablar a los natu­rales mismos, interpretando sus pensamientos sólo en los casos en que parecía necesario y de valor. Acaso se me critique el citar de­masiado, dando así al l ibro más bien la apariencia de una antolo­gía que la de un estudio del pensamiento primitivo. Pero, en cier­to sentido, el papel que realmente he tratado de asignarme ha sido el de comentador. Huelga decir que a veces este papel se m u d ó en el de intérprete.

De haber sido posible, habría preferido reunir todas las fuen­tes disponibles en un volumen aparte y restringir el presente a su estudio y análisis. Pero la hora de aplicar este procedimiento no ha sonado aún, bien que evidentemente no esté lejos. E n las con­diciones actuales, y en vista de la ignorancia, la incredulidad y los prejuicios todavía prevalecientes en cuanto a las culturas primiti­vas aun entre legos bien informados sobre otras materias, acaso es mejor traer siempre la prueba al canto y fundamentar cada afir­mación insólita apenas se la formula.

Permítaseme repetir, antes de comenzar nuestro estudio, que, en las presentes condiciones del conocimiento, toda tentativa de des­cribir la concepción intelectual de la vida entre los pueblos primi­tivos está destinada a constituir un ensayo que sugiera nuevas in-

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INTRODUCCIÓN

ves'tigaciones e interpretaciones, más bien que una exposición defi­nitiva y permanente. Sólo puedo decir, con un desconocido poeta hawaiano:

E l día de revelación verá lo que ve: un ver los hechos, un [dis]cernir rumores.

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C A P Í T U L O II

LA VISIÓN PRIMITIVA DE LA VIDA

Por mucho que pueda resultar paradójico, es innegable, ha­blando en general, que hay poca gente tan inepta por tempera­mento para estudiar los aspectos «nás simples de la vida de los pri­mitivos, y por consiguiente sus manifestaciones afectivas e intelec­tuales, como el término medio de investigadores cultivados y etnó­logos de formación universitaria. E n realidad, maravilla que se hayan desempeñado tan bien. Unos y otros llevan una v ida bien resguardada y ven el mundo según la perspectiva de una alta espe-cialización. Dependen en gran medida de los libros como acicate para su labor y por ello, al igual que la generalidad de los histo­riadores, se inclinan a otorgar valor excesivo al papel del pensa­miento en la cultura. Esto es particularmente cierto en lo que se refiere 'a los etnógrafos y etnólogos ingleses, de Tylor a Frazer, siempre con Ja excepción de Andrew Lang. Pero, cuando sienten el peligro y se guardan conscientemente de la posible sobrevalora-ción del aspecto intelectual, suelen caer en el error opuesto: el de reducir la mayoría de los valores espirituales de las civilizaciones primitivas a las del mero placer sensorial y a respuestas simples y mal integradas frente a las solicitaciones de un medio incontrolable. Esta úl t ima es la tendencia que nos muestran no pocas veces las obras sobre culturas aborígenes escritas por etnólogos profesionales.

Se comprende que sea demasiado pedir a un hombre en quien los placeres de la vida están en gran medida ligados a lo contem­plativo y para quien la introspección y el análisis son los más na­turales prerrequisitos de una adecuada comprensión del mundo,

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exigirle apreciar debidamente expresiones comunitarias e indivi­duales que son en gran medida de orden no intelectual, y en las cuales la vida parece ser, predominantemente, una descarga de vi­talidad física, una simple e ingenua l iquidación de emociones o un goce de la sensación por la sensación misma. T a l inagotable pla­cer en pasar largas horas sin haca' aparentemente nada es difícil de entender para un hombre de intereses intelectuales. Y no me­nos difícil de comprender para el hombre de acción. Los etnólogos son, definitivamente, una u otra cosa. Y, sin embargo, precisamente esa absorción en una vida de sensaciones es, en gran parte, la ca­racterística externa de los pueblos primitivos.

L a reacción del etnólogo no profesional o del lego, cuando des­cubre que en ello consiste uno de los rasgos característicos de la cultura primitiva, es por lo común una irritada perplejidad, a la cual se asocia la sospecha de que, al fin y al cabo, verosímilmente los pueblos primitivos están regidos por una mentalidad inferior que les es inherente. Como lo muestra con claridad un pasaje de su correspondencia, el mismo Wi l l i am James no logró, pese a toda la cordial simpatía con que encaraba la vida y al hombre, librarse por completo de ese sentimiento.

No cabía esperar otra cosa. E n efecto, constantemente nos permitimos juicios e inferencias semejantes. ¿Acaso la mentalidad popular del Norte europeo no considera con despectivo asombro esa encantadora capacidad de tantos países mediterráneos para gozar de su dolce far rúente? ¿No hemos oído con frecuencia que, por pintorescos, espontáneos y artísticamente dotados que los la­tinos puedan ser, resultan inútiles para las realidades más austeras de la vida e inferiores en los altos dominios del pensamiento ló­gico e integrado? ¿Y no sería exacto decir que esta últ ima conclusión se funda en el incontaminado goce y estima de la sensación entre esos pueblos?

E n grado considerable, y a menudo sin darse cuenta, el etnó­logo cultivado formula juicios análogos al esforzarse por valorar culturas primitivas. N o incurre, cierto es, en generalizaciones tan desoladoras, pero muestra marcada tendencia a ver toda cultura como constituida por dos tipos de actividad: la intelectual y la práctica, adjudicando mayor valor a la primera que a la úl t ima. E l hombre común: el hombre de la calle, el mozo de granja, que

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es tan predominantemente hombre de acción, está muy en lo cierto cuando sonríe con indulgencia ante la ingenuidad y falta de ver­dadera comprensión del mundo que el hombre de estudio mani­fiesta. Pero, a la postre, es el estudioso el que ríe úl t imo, pues, como el hombre de acción no tiene ganas ni aptitud para escribir, es el otro quien por lo común escribe las historias. Y el hombre de estudio, como es natural, hace de la historia una selección de los hechos que a él le parecen de interés y de importancia, es decir, hechos de orden predominantemente intelectual, por más que el lado práctico no se descuide en absoluto. L o que se descuida es el aspecto sensorial. E n verdad, este aspecto de la vida no queda meramente descuidado: se lo deforma y subestima decididamente; y tan mal se lo trata cuando el que efectúa la valoración es un estudioso profesional como cuando es un distinguido viajero.

Nos hemos referido antes a la oposición entre septentrionales y meridionales. Para el común de fbs septentrionales —y la inmensa mayoría de los etnólogos lo es—, el goce de las sensaciones como tal sigue siendo indicio de inferioridad en cuanto a las funciones mentales. Ahora bien; el etnólogo no es simplemente un septen­trional: es un septentrional especialmente seleccionado, un hombre de formación universitaria o un viajero, individuos uno y otro en quienes el aspecto sensorial suele hallarse marcadamente reprimi­do. A este tipo especialmente seleccionado de investigador, un hado adverso ha confiado la tarea de registrar para siempre los hechos de civilizaciones que acentúan en grado superlativo el aspecto sen­sorial. L o que complica todavía más la situación y carga aún la balanza en contra de una comprensión exacta de los pueblos pri­mitivos, es que la visión sensorial de la vida se acompaña de apa­rentes contradicciones en el orden del pensamiento lógico elemen­tal y de los hechos palpables. Todos los factores del caso concu­rren, pues, para corroborar al etnólogo —aunque hay, por supuesto, excepciones notables— en su creencia de que la mentalidad de los primitivos es por esencia inferior a la suya.

N o cabe asombrarse de que el estudioso y el etnólogo queden desconcertados ante las culturas de los pueblos primitivos. Por desdichadas circunstancias vinculadas con la recolección de datos y por una definición demasiado rígida de lo que constituye el plano de la actividad práctica, muchas de las costumbres de los nativos

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quedan excluidas de este plano. Por otra parte, y en virtud de un evidente desgano para con los analistas, resulta claro que la men­talidad primitiva no corre por los que estamos habituados a mirar como los cauces prescritos. Por ejemplo, los pueblos primitivos aplicarán ritos mágicos para la consecución de fines puramente prácticos —como la caza del venado— en circunstancias en que de ninguna manera podr ían fracasar; y, al contrario, no buscarán sino la más leve de las sanciones religiosas para una azarosa empresa, como la determinación del curso de una expedición guerrera. In­terrogados directamente, nos dirán que una flecha enherbolada dis­parada a corto trecho en la pista de un venado causará la muerte de la pieza que cazarán al día siguiente. ¿Qué inferencia puede esperarse que establezca uno ante tal afirmación, sino la de que un rito mágico irracional ha logrado un resultado práctico de ca­pital importancia? ¿No hemos de insistir, pues, en que la men­talidad de gente que acepta tales creencias es diferente en grado, y probablemente en especie, de la nuestra? L a conclusión parece inex­cusable.

E l primer error aquí es el de esperar que la respuesta a una pregunta hecha directamente a un nativo sea completa o revela­dora. Análogamente, es error aun el suponer que tal pregunta haya tocado el núcleo del verdadero problema. Retomemos el úl­timo ejemplo. No hemos de imaginar que, una vez clavada la flecha en la pista, nuestro nativo vuelve junto a su familia y le informa que tiene potencialmente muerto un venado; n i tampoco que le dice haber cumplido la parte preliminar de la tarea. L o que ha hecho constituye un todo indisoluble: dispara la flecha del modo apropiado, aguarda la mañana y luego sigue la pista hasta haber dado muerte al animal. Toda pregunta en la cual se pre­suponga, consciente b inconscientemente, que una parte de esta serie de actividades es más importante que la otra o que existe entre ellas una relación causal es engañosa y suscita una respuesta engañosa también. Esto en cuanto a nuestro error inicial . Pero tampoco está justificado presumir que exista un principio general subyacente a las actividades del nativo en el caso particular dado: él no ha escogido cualquier pista en cualquier época del año, sino una pista particular en una época también particular. Hemos de suponer que, a través de ilimitadas experiencias prácticas, sabe que

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LA VISIÓN PRIMITIVA DE LA VIDA

escoge las condiciones apropiadas para su tarea. Cierta vez pre­gunté a un indio winnébago si el rito de disparar una flecha en una pista de la que él no tuviera conocimiento sería también efi­caz, y recibí una pronta y burlona negativa. Análogamente, se des­cubrió que, si bien en ciertas tribus la visión concedida por una deidad se consideraba sanción adecuada para embarcarse en una empresa guerrera, de hecho debían cumplirse ciertas condiciones sumamente prácticas antes de permitirse partir a un individuo.

Así, pues, cuando en etnografía se sostiene que nunca debe formularse una pregunta directa, queremos decir con ello que la respuesta inmediata no refleja un análisis necesariamente verda­dero o completo de la situación: no es sino una respuesta de sig­nificado restringido, relativo a un hecho individual momentánea­mente arrancado de su contexto propio. Pero, aun cuando le otor­guemos significado pleno, debemos averiguar con cuidado desde el punto de vista de quién está dada la respuesta. Las dos antes citadas provenían de individuos que tengo razones para creer fue­ran magos o sacerdotes: hombres cuya posición en la tribu corres­ponde grosso modo a la que ocupan entre nosotros los estudiosos y pensadores. Podemos suponer que, al responder a mi pregunta, esos individuos trataban de explicar algo. Pero muchos nativos, de haber sido interrogados, no habrían respondido absolutamente nada o, en caso de hacerlo, su respuesta habr ía sido puramente mecánica y prácticamente desprovista de significación.

¿Qué es, pues, lo que significa para esa gente el rito de disparar la flecha? En el orden intelectual, e incluso hasta en el simbólico, puede no significar nada. Para el hombre común, es primaria y esencialmente una dentro de una serie de acciones que ha de cul­minar, en un futuro más o menos inmediato, en ciertos resultados prácticos. Todas sus energías, todos sus pensamientos, están fijos en ese único y confesado objeto. E l mago, el pensador o, en otras palabras, el hombre que se complace en el análisis y posee un enfoque intelectual de la vida, puede ciertamente decir al hombre práctico que su concentración en el fin propuesto le permit i rá al­canzarlo de modo más cabal y efectivo; y el hombre común, de men­talidad práctica, puede en efecto repetir mecánicamente esa afirma­ción, que sin embargo no tiene para él significado real. Para él, la acción es el único hecho importante, que absorbe la totalidad de

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su atención y energía. E n materia de explicaciones, cualquiera es buena. U n individuo que nos brinda detalle tras detalle sobre el método adecuado para acercarse a un venado durante la época de cría, pasará acto continuo a una requisitoria contra la estupidez de las leyes de caza de Norteamérica, que prohiben matar venados cuando a uno le dé la gana: ¡como si los venados se multiplicaran de la misma manera que los demás animales y no emergieran, en realidad, de los ojos de agua! Nunca se insistirá lo bastante en que no hay aquí contradicción lógica alguna n i se trata de lo que el estudioso francés Lévy-Bruhl ha llamado 'mentalidad prelógica'. L a cosa parece bastante sencilla. Algo que el mago, el pensador, ha formulado en términos intelectuales o simbólicos es repetido me­cánicamente por un hombre de mentalidad práctica. L a fórmula del pensador y la realidad de hecho se mantienen cada una por su lado. Ninguna de las dos puede contradecir a la otra, porque están situadas en planos diferentes.

Ahora bien: precisamente este encarar la vida en. términos de una serie de actividades de naturaleza práctica es lo que puede inducir a incomprensión al superintelectualizado estudioso y etnó­logo moderno. Quizá por ello tan a menudo tantas monografías etnográficas dan en semiáridas disertaciones, con exposiciones in­conscientemente deformadas de la cultura primitiva,, mientras que a veces a lgún individuo sin calificación ninguna desde el punto de vista de la formación especializada, pero con buen desarrollo del lado sensorial de su naturaleza, puede ofrecer una descripción in­trínsecamente más exacta.

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C A P Í T U L O X X

CONCLUSIÓN

Señalábamos en nuestra introducción que algunas presuposi­ciones corrientes en la literatura antropológica actual se habían fijado hace más de cincuenta años, en una época en que la vieja concepción del progreso evolutivo recorría en triunfo todo el mun­do intelectual y en que nuestro conocimiento de los primitivos era pobre, unilateral y en gran medida erróneo. En el curso de los últ imos treinta años nuestros materiales se han acumulado en tal proporción, que se hace no sólo urgente sino obligatoria una apreciación nueva. Se la ha intentado desde diversos puntos de vista. Los anteriores capítulos representan uno de tales intentos, realizado desde una perspectiva particular, poco corriente quizás en antropología pero bastante familiar a los estudiosos de filo­sofía e historia: la de la naturaleza y función de los intelectuales en la comunidad.

N ingún observador apto de las culturas primitivas ha negado jamás que existieran en ellas los pensadores. Puede haber pres­cindido de las opiniones de estos pensadores primitivos, desechán­dolas como carentes de importancia y de perceptible influjo en la actitud de la mayoría; pero nunca ha negado su presencia. Estoy persuadido, sin embargo, de que los anteriores capítulos habrán convencido hasta al más escéptico de que subestimar las contribuciones de esos pensadores constituye un serio error, capaz de deformar enteramente nuestra imagen de la mentalidad primi­tiva. Pero no es éste el único error nacido de actitud tan super­ficial hacia esas culturas. Va implicada en ello una cuestión mu-

no

CONCLUSIÓN

cho más amplia. ¿Cómo habríamos de seguir de manera adecuada el desarrollo del pensamiento y, específicamente, el de nuestras no­ciones filosóficas fundamentales, si partimos de premisas falsas? De poder mostrarse que los pensadores primitivos encaran la vida en términos filosóficos, que la experiencia humana y el mundo en torno han constituido objetos de su reflexión y que estas espe­culaciones e indagaciones se han concretado en literatura y ritual, es obvio que nuestro modo habitual de tratar la historia de la cul­tura, para no mencionar siquiera la de la filosofía, exigiría una completa revisión.

A l lector corresponde decidir si he demostrado o no mis afir­maciones. Personalmente, no me cabe la menor duda. N o es razo­nable n i concebible suponer que materiales obtenidos en su len­gua original y traducidos por estudiosos competentes puedan re­sultar erróneos, especialmente cuando se hallan corroborados por asertos contenidos en el ritual y» la literatura de los pueblos pri­mitivos. A los que sostengan que la filosofía sistemática de esos pueblos representa simplemente un influjo del contacto con euro­peos y orientales durante los cinco últ imos siglos, responderé que en muchos casos puede demostrarse que no es así y que, aun si fuera verdad, ello no significaría para lo esencial del problema más de lo que significa el influjo de la civilización griega sobre el resto de Occidente. En verdad, precisamente de los casos en que nos consta la presencia de influjos occidentales y cristianos de­rivan nuestras mejores pruebas de la existencia de pensadores y de la calidad filosófica de sus ideas. Así, en ninguno de los credos cristianos, que yo conozca —y, con seguridad, en ninguno con que hayan estado en contacto jamás los indígenas americanos—, se iden­tifica a Dios con el alma o se desarrolla una doctrina del alma del mundo o se identifica al hombre con su pensamiento; pero, como hemos visto en páginas anteriores, tal fue la filosofía ela­borada por un indio winnébago después de su conversión a una religión semicristiana.

Como lo hemos dicho, el material debe hablar por sí mismo. Tampoco hemos de olvidar que nuestros datos actuales sólo repre­sentan, evidentemente, una fracción de lo que otrora existía o de lo que aún podría obtenerse si la atención de los investigadores se dirigiera específicamente a lograrlo. Sólo cuando dispongamos

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de este material se advertirá cabalmente cuan errónea ha sido la vieja hipótesis, desdichadamente revivida por el profesor Lévy-Bruhl en su obra, tan célebre como descaminadora, Les fonctions mentales dans les sociétés injérieures, de que la mentalidad del primitivo difiere intrínsecamente de la nuestra; y sólo entonces se comprenderá netamente que lo que nos diferencia del primitivo es la palabra escrita y la técnica de pensamiento elaborada sobre la base de ella.

E n conclusión, y para evitar malas interpretaciones, permíta­seme insistir en que ni por un momento sostenemos que el con­tenido de este libro represente el punto de vista del hombre me­dio o de la inmensa mayoría en ninguna de las comunidades pri­mitivas. L o que hemos descrito es predominantemente la actitud del pensador y sólo la de él.

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t N D I C E

P R E F A C I O [de la edición de 1956] 7

P R E F A C I O [de la edición de 1927] * 9

P R Ó L O G O 15

N O T A D E L TRADUCTOR 1 9

P R E L I M I N A R Principios metodológicos 23

I: Introducción 37

P R I M E R A P A R T E : H O M B R E Y SOCIEDAD

II: L a visión primitiva de la vida 4 5 III: L a coerción del mundo 51 IV: Conservadurismo y platicidad 66 V : Libertad de pensamiento 7 4

V I : E l bien y el mal 81 V I I : E l ideal del hombre 9 0

VI I I : L a filosofía de la vida: destino muerte y re­signación 104

I X : Hombres y mujeres . X : Aforismos sobre la vida y el hombre 150

X I : E l sentido trágico de la vida 162 X I I : Misticismo y simbolismo 187

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EL HOMBRE PRIMITIVO COMO FILÓSOFO

SEGUNDA P A R T E : L O S ASPECTOS SUPERIORES D E L PENSAMIENTO PRIMITIVO

X I I I : Análisis de la realidad y del mundo exterior . . 205 X I V : L a naturaleza del yo y de la personalidad hu­

mana 224 X V : L a especulación pura 236

X V I : L a sistematización de las ideas 247

X V I I : L a naturaleza de Dios 272 X V I I I : Tendencias monoteístas 281

X I X : Escepticismo y crítica 303 X X : Conclusión 310

A P É N D I C E I : Fuentes de los poemas citados 313

A P É N D I C E I I : Formulación religiosa y filosófica de un indio norteamericano 357

ÍNDICE DE AUTORES, TRIBUS Y TEXTOS 357

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SE A C A B Ó D E IMPRIMIR E N DICIEMBRE D E 1960 E N A R T E S GRAFICAS B A R T O L O M É U. CHTESINO, S. A. A M E G H I N O 838 - A V E L L A N E D A BUENOS AIRES.