Aubrey y Maturin 01 - Capitan de Mar y Guerra - Ptrick O'Brien

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Aubrey y Maturin 01 -Capitan de Mar y Guerra

Sobrecubierta

NoneTags: General Interest

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Capitan de Mar y Guerra

Patrick O'Brian

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NOTA DEL AUTORCuando se escribe sobre la Armada real

inglesa del siglo XVIII y comienzos del XIX esdifícil no descuidar algún aspecto; es difícil tratarcon entera justicia el tema elegido, puesto que larealidad, casi siempre inverosímil, supera a laficción. Ni siquiera la imaginación más viva eingeniosa podría crear la figura del comodoroNelson saltando del Captain, navío armado consetenta y cuatro cañones, a la ventana de lagalería del San Nicolás, de ochenta cañones,apresándolo y atravesando rápidamente sucubierta para abordar el enorme San José, deciento doce cañones, de modo que «en lacubierta de un navío español de primera clase,por extravagante que pueda parecer el relato, losespañoles vencidos me entregaron sus sables; ya medida que me los entregaban los ibapasando a William Fearney, uno de mislancheros, que con la mayor sang froid se losponía bajo el brazo».

Las páginas de Beatson, James y las de TheNaval Chronicle (Crónica naval), las ActasOficiales del Almirantazgo, las biografías de

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Marshall y O'Byrne están llenas de acciones quequizás sean algo menos espectaculares (sólohubo un Nelson), pero no menos vigorosas,acciones que pocos hombres podrían inventar yprobablemente ninguno podría presentar conabsoluta convicción. Por eso, para la descripciónde las batallas he ido directamente a las fuentes.Entre la abundancia de brillantes combatesdescritos con precisión, he escogido los quemás admiro; así pues, que cuando describo unabatalla dispongo de diarios de a bordo, cartasoficiales, relatos de la época o las propiasmemorias de los protagonistas para poderfundamentar todos los cambios. Pero por otraparte, no me he sentido obligado a seguir unorden estrictamente cronológico; un historiadornaval se podrá dar cuenta, por ejemplo, de que laacción que protagonizó sir James Saumarez enel estrecho de Gibraltar la he pospuesto hastapasada la vendimia, y también verá que una delas batallas de la Sophie fue librada, en realidad,por otra corbeta, aunque la intensidad fuera lamisma. Desde luego, me he tomado grandeslibertades; me he valido de documentos, poemas

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y cartas; en resumen, j'ai pris mon bien lá où jel'ai trouvé, y en un contexto general de hechoshistóricos, he cambiado nombres, lugares yacontecimientos de menor importancia paraadaptarlos a mi relato.

Creo que a los admirables hombres deaquellos tiempos, los Cochranes, Byrons,Falconers, Seymours, Boscawens y la mayoríade marinos anónimos a partir de los cuales hecreado los personajes de mi obra, se les rindemayor tributo describiendo sus propias acciones,por otra parte espléndidas, en vez de atribuirlesotras imaginarias; esa autenticidad es una joya; yel eco de las voces de esos hombres tiene así unvalor perdurable.

Quisiera expresar mi reconocimiento a loseruditos y pacientes oficiales de los ArchivosNacionales y del Museo Marítimo de Greenwich,así como al comandante del Victory, buque deSu Majestad, por el asesoramiento y la ayudaque me han prestado; no podría haberencontrado mayor amabilidad ni cooperación.

PATRICK O'BRIANNOTA A LA EDICIÓN

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ESPAÑOLAEsta es la primera novela de la más

apasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo deindudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, ofrecemos al final de la obra un amplio ydetallado Glosario de términos marinos.

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib1 quintal = 112 libras = 50,802 kg

CAPÍTULO 1La sala de música de la casa del gobernador

en Puerto Mahón, una estancia octogonal conaltas columnas, amplia y elegante, se inundó conlos sonidos del primer movimiento del Cuarteto

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los sonidos del primer movimiento del Cuartetoen do mayor de Locatelli. Los músicos italianos,apretujados contra la pared por filas de doradassillas, pequeñas y redondas, tocaban conapasionada convicción al aproximarse alpenúltimo crescendo, la gran pausa y el profundoy liberador acorde final. Y sentados en lasdoradas sillas, al menos algunos asistentesseguían con igual entusiasmo la culminación dela melodía: dos de la tercera fila, a la izquierda; yestaban casualmente uno junto a otro. El de laizquierda era un hombre de entre veinte y treintaaños, tan corpulento que el asiento se lequedaba pequeño y sólo podía verse un filodorado de vez en cuando. Vestía su mejoruniforme: casaca azul con solapas blancas,chaleco blanco, calzones y medias de tenientede la Armada real inglesa, con la medalla deplata del Nilo en el ojal; y marcaba el compás conla mano, agitando el blanquísimo puño de sucamisa con botones dorados, mientras susluminosos ojos azules, sobre un rostro en otrotiempo blanco y sonrosado y ahora muybronceado, miraban fijamente el arco del primerviolín. Se escuchó el agudo, la pausa y el acorde

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final; y con el acorde final el marino golpeó confirmeza su rodilla con el puño. Se apoyó haciaatrás en la silla, ocupándola por completo,suspiró complacido y miró a su vecino de asientocon una sonrisa. A punto estaba de decir «Señor,me parece una magnífica interpretación», cuandoreparó en su mirada glacial y nada amistosa yoyó en un susurro: «Si realmente quiere marcarel compás, señor, permítame que le enseñe a nohacerlo a destiempo».

La expresión de Jack Aubrey cambiórápidamente de placentera, amigable ycomunicativa a frustrada y hostil. No podía negarque había estado marcando el compás, y aunqueen verdad lo había marcado con total precisión,era algo que no debía hacerse. Se puso rojo,miró fijamente por unos instantes a los ojosinexpresivos de su vecino y dijo: «Creo…» y lasprimeras notas del movimiento lento lo cortaronen seco.

El violoncelo ejecutó lánguidamente dosfrases solo, y luego empezó su diálogo con laviola. Jack sólo prestaba atención en parte, puessu mente seguía fija en el hombre de al lado. Con

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una mirada solapada notó que era bajito,moreno, de tez blanca, con un descolorido abrigonegro: un civil. Era difícil descifrar su edad, puesno sólo tenía ese tipo de expresión que no delatanada especial sino que llevaba peluca, unapeluca entrecana que parecía hecha de alambrey bastante desprovista de polvos: podía estarentre los veinte y los sesenta. «En realidad, esmás o menos de mi edad», pensó Jack. «Elmamarracho hijo de su madre, con los aires quese da». Después de pensar esto, casi toda suatención se concentró en la música; reconoció elfragmento de la partitura y siguió la ondulantemelodía y sus encantadores arabescos hasta suconclusión lógica y satisfactoria. No volvió aacordarse más de su vecino hasta el final delmovimiento, y aun entonces evitó mirar haciadonde él estaba.

Durante el minué Jack no paró de marcar elcompás con la cabeza, pero no era conscientede ello, y al darse cuenta de que estaba dándosepalmadas en la pierna y que la mano hacíaamago de alzarse en el aire, la colocó bajo surodilla. Era un sencillo minué, gracioso y

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agradable, pero curiosamente iba seguido de unúltimo movimiento difícil y un tanto estridente, unmotivo que parecía tratar de expresar algo muyimportante. El sonido disminuyó de volumenhasta que sólo se escuchaba el susurro de unviolín, y el continuo murmullo de los cuchicheos alfondo de la sala, que no habían cesado,amenazaba con ahogarlo. A un soldado se leescapó una carcajada que trató de acallar, yJack miró enfadado a su alrededor. Luego elresto del cuarteto se unió al violín y todosinterpretaron la pieza hasta el punto donde eltema aparecía de nuevo: era esencial que seincorporaran al curso de la melodía en elmomento justo, para que el violoncelo entrara,como era predecible, con su necesariacontribución de pom, pom-pom-pom, poom.Jack hundió la barbilla en el pecho y, al unísonocon el violoncelo, se le escapó pom, pom-pom-pom, poom. De repente sintió un codazo en lascostillas y un «¡shhh!» en la oreja. Se dio cuentade que tenía la mano alzada en el aire marcandoel compás; la bajó, apretó los labios y mantuvo lamirada baja hasta que se acabó la música.

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Escuchó el noble final y reconoció que era unaconclusión mucho más elaborada de lo que habíaprevisto; sin embargo, no había podidodisfrutarla. Durante los aplausos y el alborotogeneral, su vecino lo observaba con una miradadesafiante cargada de una total y rotundadesaprobación. No se hablaron, pero estuvieronmuy pendientes uno del otro mientras la señoraHarte, esposa del comandante, interpretaba alarpa una pieza larga y de técnica difícil. JackAubrey miraba la noche a través de los grandes yelegantes ventanales: Saturno aparecía por elsursureste, brillante y redondo, en el cielomenorquín. Un codazo, un golpe de esa clase,tan malintencionado y deliberado, era como unpuñetazo. Ni su forma de ser ni su códigoprofesional le permitían soportar una afrenta conpasividad, y ¿qué afrenta podía ser más graveque un puñetazo?

Como por el momento no podía exteriorizarlo,su malhumor se transformó en melancolía. Pensóen su situación de marino sin barco, en todas laspromesas, a veces firmes y otras a medias, quele hicieron y no cumplieron, y en los distintos

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planes que había hecho sobre una base irreal. Ledebía ciento veinte libras al agente que seocupaba de los botines que conseguía y de susnegocios; y el quince por ciento de interésestaba a punto de vencer; y su paga era de cincolibras y doce chelines mensuales. Pensó enalgunos conocidos, más jóvenes que él pero conmejor suerte o mayores beneficios, que ahoraeran tenientes de navío al mando de bergantineso cúters, o que habían sido ascendidos a capitánde corbeta; y todos ellos llevándose por delantetrabacolos en el Adriático, tartanas en el golfo deLeón, jabeques y saetías a lo largo de toda lacosta española. Gloria, ascenso profesional y eldinero del botín.

El estruendo de los aplausos le indicó que laactuación ya había terminado, y aplaudió conentusiasmo, con una expresión de supremodeleite en su rostro. Molly Harte saludó con unareverencia y sonrió; buscó su mirada y sonrió denuevo. Él aplaudió con más fuerza, pero ellacomprendió que a él no le había gustado o nohabía estado atendiendo, y su satisfaccióndisminuyó sensiblemente. Aunque ella continuó

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recibiendo felicitaciones de la audiencia con unasonrisa radiante, con un vestido de satén azulclaro, que le sentaba muy bien, y un collar deperlas de dos vueltas, perlas del Santa Brígida.

Jack Aubrey y su vecino del descoloridoabrigo negro se levantaron al mismo tiempo y semiraron. La cara de Jack volvió a adquirir unaexpresión de fría antipatía -las reminiscencias desu afectado entusiasmo, al desvanecerse, eranextraordinariamente desagradables- y dijo en vozbaja: «Mi nombre es Aubrey, señor, me alojo enel Crown».

«El mío, señor, es Maturin. Suelo estar por lasmañanas en el café Joselito. Le ruego que mepermita pasar.»

Por un momento Jack sintió unas ganasenormes de coger la silla dorada y estamparlacontra la cabeza de aquel hombre de tez blanca,pero dando muestras de tolerancia y civismo lodejó pasar -no tenía elección, a menos quequisiera chocar con él- y poco después se abriópaso entre la multitud de flamantes chaquetasazules y rojas con algunas negras de los civiles,hasta el círculo que rodeaba a la señora Harte, y

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por encima del bosque de cabezas le gritó:«¡Maravilloso, excelente! ¡Una hermosainterpretación!». La saludó con la mano yabandonó la sala. Al pasar por el vestíbulo saludóa otros dos oficiales de marina, uno de ellosantiguo compañero de rancho en la cámara deoficiales del Agamemnon, que le dijo: «Parecesmuy desanimado, Jack», y el otro, unguardiamarina alto, envarado como exigía elacontecimiento y el rigor de su camisaalmidonada y encañonada, que había sidonovato en su guardia en el Thunderer, y porúltimo saludó con la cabeza al secretario delcomandante, el cual respondió sonriendo,arqueando las cejas y con una mirada perspicaz.

«Me pregunto qué estará tramando ahora esabestia infame», pensó Jack mientras bajabahacia el puerto. En el camino, vinieron a su mentelos recuerdos de la doblez del secretario y de supropio e innoble servilismo hacia ese influyentepersonaje. Casi le habían prometido un pequeñoy gracioso barco corsario francés recientementecapturado y reparado; el hermano del secretariohabía llegado de Gibraltar y… adieu, besos de

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despedida a ese mando. «¡A tomar por el culo!»,dijo Jack en voz alta, recordando la políticasumisión con que recibió la noticia y lasrenovadas promesas de futuros cargos noespecificados, hechas de buena fe por elsecretario. Luego recordó su propiocomportamiento aquella tarde, en especial suretirada para dejar pasar al hombre bajito, y suincapacidad para encontrar la observaciónadecuada, cualquier réplica que hubiera sidocontundente y refinada a la vez. Se sentíaprofundamente molesto consigo mismo, con elhombre del abrigo negro y con la Marina. Y con lasuavidad aterciopelada de aquella noche deabril, y el coro de ruiseñores en los naranjos, y lamultitud de estrellas tan bajas que las palmerasparecían tocarlas.

El Crown, donde Jack se alojaba, tenía ciertoparecido con su famoso homónimo dePortsmouth: el mismo letrero inmenso, dorado yrojo, colgando en el exterior, una reliquia deantiguas ocupaciones británicas, y también elhaber sido construido alrededor del año 1750 almás puro gusto inglés y, a excepción de las tejas,

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sin concesiones al estilo mediterráneo; pero ahíterminaban las semejanzas. El propietario era deGibraltar y el personal era español, o mejordicho, menorquín; el lugar olía a aceite de oliva,sardinas y vino; y no había ni la más mínimaposibilidad de conseguir pastel de carne nibizcocho con pasas, ni siquiera un decentepudding de sebo. Aunque, por otra parte, ningunaposada inglesa podía ofrecer una monada dedoncella tan morenita como Mercedes. En esemomento ella irrumpió en el oscuro descansillollenándolo de vida y de un brillo especial, y gritópor la escalera: «¡Teniente, una carta, se lasubo…!». Un momento después ya estaba a sulado, sonriendo con inocente complacencia; peroJack estaba muy pendiente del contenido decualquier carta dirigida a él y sólo respondió conuna frase guasona y un ligero roce a su pecho.

«Y el capitán Allen quiere verlo», añadió.«¿Allen, Allen? ¿Qué diablos querrá de mí?»

El capitán Allen era un hombre mayor y apacible;Jack sabía únicamente que había luchado contralos revolucionarios americanos y se leconsideraba un hombre de gran determinación,

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que solía cambiar de rumbo virando a sotaventocon un giro repentino de timón y llevaba unacasaca larga con faldones. «¡Oh! Sin duda elfuneral, una firma».

«¿Triste, teniente, triste?», dijo Mercedessaliendo al pasillo. «¡Pobre teniente!».

Jack cogió la vela de la mesa y se dirigiódirectamente a su habitación. No se preocupó dela carta hasta que se quitó el abrigo y sedesprendió de sus armas; luego la examinó porfuera con recelo. Observó que estaba dirigida alcapitán Aubrey de la Armada real inglesa, conuna letra que no conocía. Frunció el ceño.«¡Demonios!», exclamó, y le dio la vuelta a lacarta. El sello negro estaba borroso, y aunque lotenía cerca de la vela y la luz le daba de lleno, nolograba distinguirlo bien.

«No puedo reconocerlo», dijo. «Pero almenos no es del viejo Hunks. Él siempre sellacon lacre». Hunks era su agente, su buitre, suacreedor.

Por fin se decidió a abrir la carta, que decía:* * *

«El muy honorable lord Keith, caballero de

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Bath, Admiral of the Blue,1 y comandante en jefede la flota de su majestad en el Mediterráneo,constituida y por constituir, etc., etc., etc.

1. Admiral of the Red/ Blue / White. Almirantede la escuadra roja / azul / blanca.

Considerando que el capitán Samuel Allen dela Sophie, corbeta de Su Majestad, ha sidodestinado a la fragata Pallas por el fallecimientodel capitán James Bradby:

Por la presente se le requiere para que subaa bordo de la Sophie y asuma el cargo decapitán al mando de la misma; con la obligaciónde ordenar a oficiales y compañías deguardiamarinas de la susodicha corbeta que seresponsabilicen de sus respectivas tareas con eldebido respeto y obediencia hacia usted, sucapitán; y del mismo modo deberá ustedobservar las instrucciones generales impresas,así como las órdenes e instrucciones de sumajestad que ocasionalmente reciba a través decualquier oficial superior. De lo expresadoanteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a sudeber, de lo contrario responderán por su cuentay riesgo.

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Esta es la orden para ser cumplida.A bordo del Foudroyant en alta mar, 1 de

abril de 1800.Para John Aubrey.Nombrado capitán de la Sophie, corbeta de

su majestad.Por orden del almirante Thos Walker».Sus ojos recorrieron todo el texto en un

instante, aunque su mente se negaba tanto aleerlo como a creerlo; enrojeció, y con unaexpresión seria y dura se obligó a sí mismo aleerlo línea por línea. En la segunda lecturaavanzaba cada vez más rápido: sintió en sucorazón una alegría y un placer inmensos.Enrojeció aún más y su boca se curvó en unasonrisa. Se reía dando palmaditas a la carta; ladobló, la desdobló y la leyó de nuevo con lamayor atención, ya que había olvidado porcompleto la bella frase del párrafo central. Sequedó helado cuando clavó la vista en ladesafortunada fecha, y sintió que iban adesmoronarse los cimientos de ese nuevomundo que de repente había llenado su vida deexpectativas. Acercó la carta a la luz y allí, firme,

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reconfortante e inamovible como el peñón deGibraltar, vio el sello del Almirantazgo, laeminente y respetable ancla de la esperanza.

No podía estarse quieto. Paseando nerviosode un lado a otro de la habitación se puso elabrigo y se lo volvió a quitar, mientras hacía unaserie de comentarios inconexos riendo entredientes. «Mira por dónde, yo preocupándome…¡ja, ja!… un bergantín tan gracioso, lo conozcobien… ¡ja, ja!… me hubiera sentido el más felizde los mortales al mando de cualquier carraca ode la corbeta Vulture… cualquier barco… conexcelente letra redondilla, papel de buenacalidad… casi el único bergantín en la Armadacon alcázar: una cabina encantadora, sin duda…un tiempo estupendo, tan cálido… ¡ja, ja!… si almenos pudiera conseguir una buena tripulación:eso es lo más importante…» Estaba muyhambriento y sediento; hizo sonar la campanillacon vehemencia, pero antes de que la cuerdadejara de balancearse ya estaba en el pasillollamando a la camarera. «¡Mercy, Mercy! ¡Ah,estás ahí, querida! ¿Puedes traerme algo decomer, manger, mangiare? Pollo. Pollo asado

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frío. Y una botella de vino, mejor dos botellas devino. Y… Mercy, ¿podrías hacerme un favor?Quiero, désire, que me hagas un favor. Coser,cosare, un botón».

«Sí, teniente», dijo Mercedes con ojosinquietos. Y sus blancos dientes brillaban a la luzde la vela.

«¡Teniente no!», exclamó Jack, dejándola sinaliento al estrechar su cuerpo rellenito y flexible.«¡Capitán, capitano, ja, ja, ja!»

* * *Por la mañana, después de un sueño muy,

muy profundo se despertó totalmente despejado,e incluso antes de abrir los ojos, la idea de habersido ascendido lo hacía sentirse eufórico.

«No es de primera clase, desde luego»,pensó, «pero, ¿quién diablos preferiría un grandey reluciente navío de primera clase sin la menorposibilidad de hacer un crucero independiente?¿Dónde está amarrada? Después del muelle delarsenal, en el atracadero siguiente al del Rattler.Bajaré enseguida, sin perder un instante, paradarle un vistazo. No, no. Eso no estaría bien,tengo que avisarles correctamente. No, lo

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primero que debo hacer es ir a dar las gracias alas dependencias apropiadas y pedir una citacon Allen, mi querido amigo Allen. Tengo quedarle la enhorabuena».

Lo primero que hizo, en realidad, fue cruzar lacalle y entrar en el almacén de suministrosnavales para ampliar su crédito y así adquirir unanoble, pesada y maciza charretera, distintivo desu rango actual, un símbolo que el vendedor lecolocó inmediatamente en el hombro izquierdo,situándose luego detrás de él, frente al granespejo. Y a través de éste, ambos lacontemplaron con satisfacción.

Al cerrarse la puerta tras él, Jack vio alhombre del abrigo negro al otro lado de la calle,cerca del café. El recuerdo de la noche anteriorvino a su mente, atravesó corriendo y exclamó:«¡Señor! ¡Señor Maturin! ¡Vaya, si está ustedaquí, señor! Le debo mil disculpas. Me temo quedebí de parecerle un pelmazo anoche, y esperoque me perdone. Nosotros los marinos tenemostan pocas ocasiones de escuchar música, yestamos tan poco acostumbrados a compañíadistinguida, que nos exaltamos fácilmente. Le

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ruego que me perdone».«Mi querido señor», dijo el hombre del abrigo

negro mientras su cara, de una palidezcadavérica, se sonrojaba. «Tenía usted toda larazón al estar exaltado. Nunca en mi vida habíaescuchado un cuarteto mejor, esa unidad, esapasión. ¿Le apetece una taza de chocolate o decafé? Me encantaría que me acompañara».

«Es usted muy amable, señor. Nada megustaría más. Para serle sincero, estaba tanatolondrado que me olvidé de desayunar. Meacaban de ascender», añadió riendo connaturalidad.

«¿Ah, sí? Mi más sincera enhorabuena.Entre, por favor». Cuando el camarero vio alseñor Maturin, hizo con el dedo índice esedesalentador gesto mediterráneo que indicanegación, un movimiento de péndulo invertido.Maturin levantó los hombros y le dijo a Jack: «Elcorreo es terriblemente lento hoy en día», y sedirigió al camarero en el catalán de la isla:«Tráenos una taza de chocolate, Jep, – muy bienbatido- y un poco de nata».

«¿Habla usted español, señor?», dijo Jack

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sentándose y separando aparatosamente losfaldones de su casaca para dejar el sable a lavista, dando así un toque de clase a la humildeestancia. «Debe de ser espléndido poder hablarespañol. Lo he intentado varias veces, y tambiéncon el francés y el italiano, pero no lo consigo. Engeneral, me hago entender, pero cuando ellos seponen a hablar lo hacen tan rápido que me dejandesconcertado. El fallo está aquí, creo», dijogolpeándose la frente. «Me pasaba lo mismo conel latín, cuando era chico. ¡Y cuan a menudo meazotaba el viejo Pagan!» Se rió tan a gusto alrecordarlo que el camarero, que llegaba con elchocolate, también se rió y dijo: «¡Magnífico día,capitán, señor, magnífico día!».

«¡Un día prodigiosamente bueno!», exclamóJack contemplando su cara de rata conbenevolencia, «bello soleil, desde luego. Pero»,añadió inclinándose y mirando el cielo por laventana, «no me sorprendería que soplaratramontana». Y volviéndose al señor Maturin dijo:«Esta mañana al levantarme, ya observé esetono verdoso al nornoroeste y me dije: Cuando labrisa marina se calme, no me sorprendería que

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soplara tramontana».«Es curioso que le resulten difíciles las

lenguas extranjeras, señor», dijo el señor Maturin,que era incapaz de opinar sobre el tiempo,«pues es razonable suponer que un buen oídomusical vaya acompañado de la facilidad paraaprender idiomas, es decir, que ambas cosasvayan necesariamente unidas».

«Seguramente está usted en lo cierto, desdeel punto de vista filosófico», dijo Jack. «Pero esasí como le digo. Aunque es posible que mi oídomusical tampoco sea tan bueno, a pesar de queamo muchísimo la música. Sólo Dios sabe lomucho que me cuesta dar la nota exacta,justamente en el centro».

«¿Toca usted algún instrumento, señor?»«Rasco el violín un poco, señor. Lo martirizo

de vez en cuando».«¡Yo también! ¡Yo también! Siempre que

dispongo de tiempo libre, hago mis pinitos con elvioloncelo».

«Un noble instrumento», dijo Jack, y hablaronde la música de Boccherini, arcos y resinas,copistas y el cuidado de las cuerdas, disfrutando

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de la mutua compañía hasta que el horrible relojde péndulo en forma de lira dio la hora; JackAubrey vació su taza y apartó la silla. «Esperoque pueda perdonarme. Tengo que hacer unaserie de visitas oficiales y entrevistarme con mipredecesor. Pero sería un honor para mí, mejordicho, un placer contar con su compañía paracomer».

«Con mucho gusto», dijo Maturin haciendouna inclinación.

Estaban junto a la puerta. «Entonces, ¿qué leparece a las tres en el Crown?», dijo Jack. «En laMarina no nos permitimos horarios elegantes, ycuando llega esa hora me pongo de muy malhumor porque estoy muerto de hambre, esperoque lo comprenda. Mojaremos los galones, ycuando estén generosamente mojados, tal vezpodamos interpretar algo de música, si leapetece».

«¿Ha visto la abubilla?», gritó el hombre delabrigo negro.

«¿Qué es una abubilla?», preguntó Jackmirando a todas partes.

«Un pájaro. Ese pájaro color canela con

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rayas negras. Upupa epops. ¡Allí, allí sobre eltejado! ¡Allí! ¡Allí!»

«¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está?»«Ya se ha ido. Desde que llegué estaba

esperando ver una abubilla. ¡En el centro de laciudad! Dichosa Mahón, por dar alojamiento aesos habitantes. Pero le ruego me disculpe,usted hablaba de mojar los galones.»

«¡Ah, sí! Es una expresión que usamos en laMarina. Esto es un galón», dijo señalando sucharretera, «y la primera vez que embarcamoslos mojamos, es decir, nos tomamos una o dosbotellas de vino».

«¡No me diga!», exclamó Maturin inclinandocortésmente la cabeza. «Es decorativo, unsímbolo de rango, no me cabe la menor duda. Unadorno muy elegante, a fe mía que lo es. Pero, miestimado señor, ¿no ha olvidado usted la otra?»

«Bien», dijo Jack sonriendo, «me parece quemás adelante me pondré las dos. Ahora le deseoun feliz día, y muchas gracias por el chocolate.Me alegro mucho de que haya podido ver elepop».

La primera visita que Jack debía hacer era al

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capitán de mayor rango, el comandante demarina de Puerto Mahón. El capitán Harte vivíaen una casa grande, de distribución irregular, conuna serie de dependencias oficiales al fondo delpatio, propiedad de un tal Martínez -uncomerciante español. Al cruzar el patio, porcuyos soleados muros corrían lassalamanquesas, Jack escuchó el sonido de unarpa, tan amortiguado que no era más que untintineo, porque los postigos estaban cerradospara evitar el sol de la mañana.

El capitán Harte era de pequeña estatura, conun cierto parecido a lord Saint Vincent que élintentaba acentuar encorvándose y tratando conviolencia y crueldad a sus subordinados, ytambién utilizando modos conservadores. Tal vezsentía antipatía hacia Jack porque éste era alto yél bajito, o porque sospechaba que tenía un líocon su mujer, daba lo mismo, la antipatía eramutua y había surgido mucho tiempo atrás. Susprimeras palabras fueron: «Bien, señor Aubrey,¿dónde diablos estaba usted? Lo esperaba ayerpor la tarde. Allen también lo esperaba ayer porla tarde. Me quedé sorprendido al saber que no

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pudo encontrarlo. Desde luego, me parece bienque se divierta», dijo sonriendo, «pero leaseguro que tiene usted una idea muy rara de loque significa asumir un mando. Allen debe deestar ya a veinte leguas de aquí, y la tripulaciónregular de la Sophie seguramente estará con él,y ya no hablemos de los oficiales. Y respecto alos diarios, garantías, listas y todo eso, lostuvimos que chapucear lo mejor que pudimos.Algo totalmente irregular. De una irregularidadpasmosa».

«¿Ha zarpado ya la Pallas, señor?»,preguntó Jack horrorizado.

«Zarpó a medianoche, señor», dijo el capitánHarte con expresión satisfecha. «Las exigenciasdel servicio no pueden subordinarse a nuestracomodidad, señor Aubrey. Y además, me hevisto obligado a reclutar a los marineros que dejópara servicios portuarios.»

«No me enteré hasta anoche, de hecho estamadrugada, entre la una y las dos.»

«¿Ah, sí? Me sorprende usted. Estoyasombrado. Sin duda la carta salió a tiempo. Laculpa la tienen los de su posada. No hay que

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esperar que colaboren con un forastero. Ledeseo que el mando que le han encomendado lollene de satisfacciones, se lo aseguro, pero leconfieso que no sé cómo va a hacerse a la mar,sin tripulación para salir del puerto. Allen se llevóa su primer oficial, y al cirujano, y a losguardiamarinas más prometedores; y porsupuesto, yo no puedo darle ni un solo hombreque sepa lo que se hace.»

«Bien, señor», dijo Jack. «Supongo que debosacar el máximo provecho de lo que queda.Desde luego, era comprensible que cualquieroficial que tuviera la oportunidad de pasar de unpequeño, lento y viejo bergantín a una afortunadafragata como la Pallas, lo hiciera. Y desdetiempos inmemoriales, un capitán que cambie denavío puede llevarse al contramaestre y a latripulación de los botes, junto con algunos de susseguidores, y si no se le vigilara de cerca, podríacometer barbaridades ampliando los límites desu tripulación».

«Puedo dejarle un capellán», dijo elcomandante ahondando más en la herida.

«¿Sabe aferrar, arrizar y llevar el timón?»,

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dijo Jack, dispuesto a mantenerse impávido. «Sino le importa, le ruego que me disculpe».

«Que pase un buen día, señor Aubrey. Estatarde le enviaré las órdenes.»

«Que tenga un buen día, señor. Supongo quela señora Harte estará en casa. Quisieraofrecerle mis respetos y felicitarla. Quiero darlelas gracias por la agradable velada de anoche».

«¿Así que estaba usted en casa delgobernador?», preguntó el capitán Harte, que losabía perfectamente, y cuya sucia jugarreta sebasaba en eso, en que lo sabía perfectamente.«Si no se hubiera ido de picos pardos, podríausted haber estado a bordo de su propiacorbeta, como corresponde a un oficial. ¡Que measpen si lo entiendo! ¡Que un joven prefiera lacompañía de violinistas y eunucos a tomarposesión del primer mando!».

Cuando Jack atravesó el patio para saludar ala señora Harte, sentía mucho calor con el abrigopuesto aunque el sol ya no parecía brillar tanto.Subió corriendo las escaleras con aquel pesoencantador y poco habitual saltando en suhombro izquierdo y se encontró en la casa con un

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teniente que no conocía y con el guardiamarinaenvarado de la noche anterior, porque en PuertoMahón era muy importante hacer una visitamatutina a la señora Harte. Ella estaba sentadafrente al arpa, muy acicalada, hablando con elteniente, pero al verlo entrar él se levantó, yofreciéndole ambas manos exclamó: «¡CapitánAubrey, qué alegría verlo! ¡Muchas, muchasfelicidades! Acerqúese, tenemos que mojar losgalones. Señor Parker, tire de la campanilla, porfavor».

«Le deseo mucha suerte, señor», dijo elteniente complacido, pues veía hecho realidad unanhelo que también él tenía. El guardiamarinarondaba por allí, pensando si debía hablar, porencontrarse en tan augusta compañía; yentonces, justo cuando la señora Harte sedisponía a hacer las presentaciones, dijo con vozgrave y sonrojándose: «Felicidades, señor».

«El señor Stapleton, tercero de a bordo delGuerrier», dijo la señora Harte, indicándolo conla mano. «Y el señor Burnet, del Isis. ¡Carmen,tráenos vino de Madeira!» Era una mujerelegante y refinada, y sin ser graciosa ni bella,

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daba la impresión de ser ambas cosas a la vez,sobre todo por su forma de llevar erguida lacabeza. Menospreciaba al canijo de su marido,que era servil con ella, y se había dedicado a lamúsica para evadirse. Pero no parecía que lamúsica le bastara, pues se había servido un vasolleno hasta el borde y se lo había bebido de untrago con mucha práctica.

Un poco más tarde, el señor Stapleton sedespidió, y después de cinco minutos de«delicioso… no muy caluroso, ni siquiera almediodía… calor atenuado por la brisa… vientodel norte un poco molesto… por otra parte,saludable… ya era verano… preferible al frío y ala lluvia del abril inglés… el calor, en general,más agradable que el frío» dijo: «Señor Burnet,¿puedo pedirle un favor? Me dejé mi retículo encasa del gobernador».

«¡Qué bien tocaste ayer, Molly!», dijo Jack alcerrarse la puerta.

«Jack, me siento tan feliz de que por fintengas barco!»

«Yo también. No creo haberme sentido tandichoso en toda mi vida. Ayer estaba tan

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malhumorado y en baja forma que estuve a puntode colgarme, y luego, al regresar al Crownencontré la carta. ¿No es maravilloso?» Juntos laleyeron en silencio.

«De lo contrario responderán por su cuenta yriesgo», repitió la señora Harte. «Jack, te ruego,te suplico que no captures presas neutrales. Esacorbeta de Ragusa que mandó el pobreWilloughby no ha sido condenada, y lospropietarios lo van a demandar».

«No te preocupes, querida Molly», dijo Jack.«No haré presas en bastante tiempo, te loaseguro. Esta carta se envió con retraso -unmaldito y extraño retraso- y Allen ha zarpado conlo mejor de la tripulación y ha sido enviado a altamar con muchas prisas antes de que yo pudieraverlo. Y el comandante tiene ocupados a lostripulantes que quedaban en servicios portuarios.Parece que no podemos salir del puerto; así queme temo que estaremos varados durante muchotiempo, sin olfatear siquiera un botín».

«¿Ah, sí?», dijo la señora Hartesonrojándose. Y en ese momento entraron ladyWarren y su hermano, un capitán de Infantería de

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Marina.«¡Queridísima Ana!», exclamó Molly Harte.

«Ven, acércate y ayúdame a remediar unaflagrante injusticia. Aquí está el capitán Aubrey.¿Se conocen ustedes?»

«Servidor de usted, señora», dijo Jackhaciéndole una respetuosa y profundareverencia, pues era la esposa nada menos quede un almirante.

«… un oficial de mérito y valiente, un tory atoda prueba, hijo del general Aubrey, y ha sidotratado de la forma más abominable».

Mientras estaba en la casa, el calor habíaaumentado, y al salir a la calle el aire caliente ledio en la cara como si se tratara de otroelemento; sin embargo, no era sofocante nibochornoso, y su brillantez eliminaba cualquiersensación de agobio. Después de un par devueltas llegó a la calle de tres vías dondedesembocaba la carretera de Ciudadela y quebajaba hasta la plaza con pórticos, o mejor dicho,terrazas que daban a los muelles. Cruzó del ladode la sombra, donde se alzaban las casasinglesas con ventanas de guillotina, montantes de

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abanico y adoquines en la entrada en asombrosaarmonía con sus vecinas: la iglesia barroca delos jesuitas y las aisladas mansiones españolascon grandes escudos de armas sobre la puerta.

Una cuadrilla de marineros pasó por la acerade enfrente, unos con amplios pantalones derayas, otros con pantalones de simple loneta;algunos con chalecos rojos y otros con chaquetasazules de fieltro; unos con sombreros de lonaalquitranada -a pesar del calor- y otros conamplios sombreros de paja, y el resto conpañuelos de lunares atados a la cabeza; perotodos con largas coletas que se balanceaban yese aire indefinible de tripulantes de un navío deguerra. Pertenecían al Bellerephon, iban riendo yhablando en voz alta en inglés y español, y a supaso, Jack los miró ansioso. Se acercaba a laplaza, y a través de las verdes hojas de losárboles en primavera pudo distinguir a lo lejos,del otro lado del puerto, las sobrejuanetes yjuanetes del Généreux titilando al sol, tendidaspara secarse. El bullicio de la calle, el verde delas hojas y el azul del cielo bastaban para quecualquier hombre se sintiera en las nubes como

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una alondra, y podía decirse que tres cuartaspartes de Jack volaban muy alto. Pero la parterestante estaba a ras de tierra, pensando conangustia en la tripulación. Desde sus primerostiempos en la Marina se había familiarizado conla pesadilla de la selección de tripulantes; y laprimera herida grave se la había infligido unamujer en Deal, con una plancha, junto al tablón,porque según ella su hombre no debía irse con laleva. Pero no se imaginaba que se enfrentaríatan pronto con el problema al asumir este mando,ni de esa forma, ni en el Mediterráneo.

Había llegado a la plaza, con sus magníficosárboles y las grandes escaleras gemelas, quedescendían describiendo curvas hasta el muelle,conocidas por los marineros británicos desdehacía cien años como Pigtail Steps 2 y dondeabundaban miembros rotos y cabezasgolpeadas. Cruzó hasta el muro bajo que unía laparte superior de las dos escaleras y observófrente a él la inmensa superficie de aguacercada, extendiéndose por la izquierda hasta ellejano final del puerto y por la derecha hasta laboca, vigilada por el castillo, más allá de la isla

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del hospital, a varias millas de distancia. A suizquierda estaban los comerciantes: docenas…cientos de faluchos, tartanas, jabeques, pingues,polacras, velacheros, heurs, y barcaslongas -todos los tipos de aparejo del Mediterráneo.También había gatas, bacaladeros y arenqueras-aparejos de los mares del norte. A su derecha,estaban los buques de guerra: dos navíos delínea, ambos de setenta y cuatro cañones; unahermosa fragata de veintiocho cañones, laNiobe, cuyos tripulantes estaban pintándole unafranja rojo bermellón bajo la franja cuadriculadade las portas y por encima del delicado espejode popa, imitando un barco español admiradopor su capitán; y numerosos buques detransporte y otras embarcaciones; y además, enel espacio comprendido entre ellos y losescalones del muelle, innumerables botes iban yvenían: chalupas, barcazas de los barcos delínea, lanchas, cúters, esquifes y yolas, y hasta elchinchorro perteneciente a la bombardaTartarus, que se arrastraba apenas a diezcentímetros del agua agobiado por el enormepeso del contador. Todavía más a la derecha el

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muelle giraba hacia el astillero, el servicio dematerial de guerra, el almacén de avituallamientoy la isla de la cuarentena, impidiendo ver muchosotros barcos. Jack puso el pie en el parapeto yestiró la cabeza con la esperanza de vislumbrarla causante de su felicidad, pero ésta no podíaverse. Se fue por el lado izquierdo de mala gana,hacia la oficina del señor Williams. El señorWilliams era el representante en Mahón delagente de Gibraltar que administraba los botinesde Jack, la eminente firma Johnstone y Graham,y su oficina era el segundo puerto al que eranecesario arribar, porque además de sentirseridículo por llevar oro en el hombro pero no en elbolsillo, Jack necesitaba en ese momento dinerocontante para una serie de gastos urgentes y losinevitables regalos de rigor, golosinas y cosassimilares, que no podían conseguirse a plazos.

2. Escaleras Pigtail «Escaleras de lascoletas». Se denominaban así porque losmarineros de la época, que solían llevar el pelorecogido en una coleta, debían pasar por estasescaleras para ir al muelle.

Entró con la mayor confianza, como si él

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personalmente acabara de ganar la batalla delNilo, y fue muy bien recibido. Cuando terminaronsus asuntos, el agente dijo: «Supongo que yahabrá visto al señor Baldick ¿no?».

«¿El primer oficial de la Sophie?»«Exactamente.»«Pero si se ha ido con el capitán Allen, si

está a bordo de la Pallas.»«En eso, señor, está usted equivocado, si me

permite decírselo. Está en el hospital.»«Me sorprende usted.»El agente sonrió, levantando los hombros y

alargando los brazos con gesto de desagrado: élestaba en lo cierto y Jack lo ponía en duda, peroera el agente quien pedía perdón, debido a ladiferencia de rango. «Desembarcó ayer, a últimahora de la tarde, y se lo llevaron al hospital con unpoco de fiebre -el pequeño hospital después depasar los capuchinos, no el de la isla. Para serlesincero -el agente se puso la mano junto a laboca como para contarle un secreto y habló entono bajo- él y el cirujano de la Sophie no sepueden ver, y la perspectiva de un crucero en susmanos era más de lo que el señor Baldick podía

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soportar. Volverá a subir a bordo en Gibraltar, tanpronto como se sienta mejor. Y ahora, capitán»,dijo el agente con afectada sonrisa y miradaastuta, «quisiera pedirle un favor, si es posible.La señora Williams tiene un primo que quierehacerse a la mar -quiere llegar a ser contador. Esun joven diligente y su escritura es clara; desdeNavidad ha trabajado aquí en la oficina y sé quees muy listo con los números. Por tanto, capitánAubrey, señor, si usted no ha pensado en nadieen particular como escribiente, le estaríaenormemente reconocido.» La sonrisa aparecíay desaparecía de los labios del agente. Noestaba acostumbrado a pedir favores, no cuandose trataba de oficiales de marina, y la posibilidadde una negativa lo hacía sentirse increíblementeinquieto.

«Bueno», dijo Jack reflexionando, «no hepensado en nadie en particular. Naturalmente,responde usted por él. Bien, hagamos una cosa,señor Williams, búsqueme un marinero deprimera para que me acompañe y contrataré a suchico».

«¿Lo dice en serio, señor?»

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«Sí… sí, claro. Desde luego que sí.»«Hecho, pues», dijo el agente extendiéndole

la mano. «No se arrepentirá, señor, le doy mipalabra».

«Estoy seguro de ello, señor Williams. Ahorame gustaría conocer al chico.»

David Richards era un joven sencillo ypaliducho -verdaderamente pálido, a excepciónde algunas pecas rosadas- pero había algoconmovedor en su intensa y reprimida emoción ysus tremendos deseos de gustar. Jack lo mirócon benevolencia y le dijo: «El señor Williams meha dicho que escribe usted con claridad, señor.¿Podría escribirme una nota? Va dirigida alsegundo oficial de la Sophie. ¿Cuál es el nombredel segundo oficial, señor Williams?».

«Marshall, señor, William Marshall. Unexcelente navegante, según he oído.»

«Tanto mejor», dijo Jack recordando susproblemas con las Tablas Náuticas y losresultados tan curiosos a los que a veces habíallegado. «Para el señor William Marshall,segundo oficial de la Sophie, corbeta de SuMajestad. El capitán Aubrey le transmite sus

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respetos y le comunica que subirá a bordo a launa del mediodía. Bien, ese será un avisoadecuado. Muy bien escrito, por lo demás.¿Podrá hacérselo llegar?»

«Lo llevaré yo mismo enseguida, señor»,exclamó el joven satisfecho, sonrojándoseligeramente.

«¡Dios mío!», se decía Jack camino delhospital, mirando a su alrededor la granextensión de tierra libre, totalmente despoblada,a ambos lados del poblado mar. «¡Dios mío!¡Qué maravilloso es interpretar el papel de granseñor de vez en cuando!»

«¿El señor Baldick?», dijo. «Mi nombre esAubrey. Ya que hemos estado a punto de sercompañeros de tripulación, he venido a visitarlopara saber cómo se encuentra. Espero que ya seesté recuperando, señor».

«Muy amable por su parte, señor», dijo elprimer oficial, un hombre de unos cincuenta años,muy agradable, de pelo negro, cara enrojecida ybarba con destellos plateados. Gracias, gracias,capitán. Estoy mucho mejor. Me alegro de poderdecir que ya estoy fuera de las garras de ese

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malintencionado matasanos. ¿Podrá ustedcreérselo, señor? Treinta y siete años deservicio, veintinueve como oficial, y tenía quecurarme a base de dieta blanda y agua. Dicenque las pastillas y las gotas preventivas no sonbuenas, que son muy poco recomendables; perome ayudaron a salir del apuro en la última guerra,en las Antillas, cuando perdimos dos tercios dela guardia de babor en diez días por la fiebreamarilla. Me protegieron de eso, señor, y nodigamos del escorbuto, la ciática, el reumatismoy la maldita sífilis; pero nos dicen que no sirvenpara nada. Bien, podrán decir lo que quieranesos jovenzuelos recién salidos de la escuela decirujanos, con la tinta todavía húmeda en suscertificados, pero yo sí que confío en las gotaspreventivas».

«Y en la botella», añadió Jack para sí, pues ellugar olía como la bodega de un navío de primeraclase. «¿Así que la Sophie ha perdido alcirujano», dijo en voz alta, «y a lo mejor de sutripulación?»

«No es una gran pérdida, se lo aseguro,señor. Aunque, desde luego, los marineros lo

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tenían en gran estima y confiaban enteramenteen él y en sus estúpidas panaceas, maldito atajode mentecatos; y estaban angustiados por sumarcha. Y no sé cómo lo va usted a reemplazaren el Mediterráneo, por cierto, pues son avesraras. Pero no es una gran pérdida, digan lo quedigan; y un cofre con frascos de gotaspreventivas servirá para lo mismo, o incluso serámejor. Y el carpintero para las amputaciones.¿Me permite ofrecerle un vaso de grog, señor?»Jack dijo que no con la cabeza. «Por lo demás»,continuó el primer teniente, «fuimos muymoderados. La Pallas tiene casi enteramente supropia tripulación. El capitán Allen sólo se llevó asu sobrino y al hijo de un amigo y al grupoamericano, aparte del timonel, el despensero y elcapellán».

«¿Son muchos los del grupo americano?»«¡Oh, no! No pasan de media docena. Todos

son de su misma región cerca de Halifax.»«Bien, eso ya es un descanso, se lo aseguro.

Me dijeron que el bergantín se había quedadovacío».

«¿Quién le dijo eso, señor?»

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«El capitán Harte.»El señor Baldick apretó la boca y respiró

hondo. Vaciló y cogió de nuevo su jarra. Luegodijo: «En estos treinta años he tenido ocasión deconocerlo a fondo. Es muy aficionado a poner aprueba a las personas con bromas pesadas».Mientras iban analizando el tortuoso sentido delhumor del capitán Harte, el señor Baldickvaciaba lentamente su jarra.

«Sí señor», respondió poniéndola a un lado,«le hemos dado lo que podríamos llamar unatripulación muy aceptable. Una veintena o dos demarineros de primera, y la mitad de los hombrescon la categoría de tripulantes de navío deguerra, que es más de lo que puede encontrarseen la mayoría de las dotaciones de los barcos deguerra actualmente. Hay algunos condenadoscabrones entre la otra mitad, pero los hay entodas las tripulaciones -por cierto, el capitánAllen le dejó una nota sobre uno de ellos, IsaacWilson, marinero de segunda- y por lo menos nolleva usted malditos picapleitos a bordo. Luegoestán los oficiales: la mayoría de ellos marinos ala antigua. Watt, el contramaestre, conoce su

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oficio mejor que nadie en la flota. Y Lamb, elcarpintero, es bueno y leal, aunque tal vez unpoco lento y tímido. George Day, el condestable,también es un buen hombre, cuando seencuentra bien, pero debido a la sífilis es un pocopeculiar. Y el contador, Ricketts, es bastantebueno como contador. Los ayudantes delsegundo oficial, Pullings y el joven Mowett,pueden hacerse responsables de una guardia.Pullings llegó a teniente ya hace años, peronunca ha recibido un nombramiento. Y en cuantoa los más jóvenes, sólo le hemos dejado dos: elhijo de Ricketts y Babbington, mentecatos losdos, pero no sinvergüenzas».

«¿Y qué hay del segundo oficial? He oídodecir que es un gran navegante.»

«¿Marshall? Sí que lo es». El señor Baldickvolvió a apretar la boca y a respirar hondo. Paraentonces ya se había bebido más de medio litrode grog, y se animó a decir: «No sé lo quepiensa usted de ese juerguista sodomita, señor;pero creo que es un pervertido».

«Bueno, tal vez tenga usted algo de razón,señor Baldick», dijo Jack. Luego, sintiendo

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todavía el peso de la interrogación, añadió: «Nome gusta, no lo apruebo en absoluto. Pero deboconfesar que no me gustaría ver a un hombrecolgado por ello. ¿Los grumetes del barco,supongo?»

El señor Baldick negó con la cabezarepetidamente. «No», dijo al fin. «No, no digoque haga nada. Por ahora no. Pero basta, no megusta hablar de nadie a sus espaldas».

«Lo bueno de la Marina», dijo Jackgesticulando. Y poco después se despidió, puesel primer oficial se había puesto pálido ysudoroso y había acabado en muy mal estado,borracho y melancólico.

La tramontana había refrescado y ahorasoplaba una brisa de dos rizos de gavia queagitaba las frondosas palmeras; el cielo estabacompletamente despejado. Fuera del puerto latrapisonda iba aumentando y ahora el airecaliente quedaba limitado, como la sal o el vino.Se caló el sombrero, se llenó de aire lospulmones y dijo en voz alta: «¡Dios mío, qué belloes vivir!».

Había calculado bien el tiempo. Pasaría por el

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Crown para asegurarse de que la comida fueramuy espléndida, cepillaría su abrigo, y quizástomaría un vaso de vino. No tenía que recoger sunombramiento, porque nunca se había separadode él -estaba ahí contra su pecho, crujiendosuavemente mientras respiraba.

A la una menos cuarto, cuando bajaba haciala orilla, con el Crown a sus espaldas, sintió quele faltaba el aliento, y al sentarse en el bote delbarquero sólo pudo pronunciar la palabraSophie, porque su corazón latía aceleradamentey tenía dificultad para tragar. «¿Estaréasustado?», se preguntó. Iba con la vista fija enla empuñadura de su sable, poco atento al suavedesplazamiento del bote entre los barcos ynavíos abarrotados, hasta que el costado de laSophie apareció frente a él y el barquero levantóel bichero.

Le lanzó una mirada instintiva y escrutadora.La vio titilar como plata al sol, con sus vergasbien alineadas y su costado engalanado.También vio a los grumetes con guantes blancosbajando con cabos de amurada forrados defieltro y al circunspecto contramaestre dando

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órdenes. Entonces el bote se detuvo, crujióligeramente al contacto con la corbeta, y él subiópor el costado y se dirigió hacia donde se oía larara estridencia de las órdenes. Cuando entrópor el portalón, una voz ronca dio la orden y losinfantes de marina presentaron sus armas entrefuertes pisadas y chasquidos, y los oficiales sequitaron el sombrero; y al subir al alcázar él sequitó el suyo. Los suboficiales y guardiamarinasse iban incorporando con su uniforme de gala,azul y blanco, a la reluciente cubierta, formandoun grupo menos envarado que el rectánguloescarlata de infantes de marina. Miraban conatención a su nuevo capitán. Jack adoptó un airegrave y ceremonioso, y después de una pausade segundos, en la que sólo se oía la voz delbarquero que llegaba desde fuera, musitó:«Señor Marshall, presénteme a los oficiales, porfavor».

Cada uno dio un paso adelante: el contador,los ayudantes del segundo oficial, losguardiamarinas, el condestable, el carpintero y elcontramaestre. Cada uno hizo una reverenciabajo la atenta mirada de la tripulación. Jack dijo:

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«Caballeros, me alegro de conocerlos. SeñorMarshall, todos a popa, por favor. Como no hayprimer oficial, yo mismo leeré mi nombramiento ala tripulación.»

No hubo necesidad de hacer subir a nadie,porque todos estaban allí, limpios,resplandecientes y expectantes. Sin embargo,durante medio minuto las voces delcontramaestre y sus ayudantes llamaron «¡Todosa popa!» a través de las escotillas. Los gritoscesaron. Jack se adelantó hasta el saltillo delalcázar y sacó su nombramiento. Al desdoblarlose oyó la orden «¡Descubrirse!», y él comenzó aleer mecánicamente con voz firme pero algoforzada.

«El muy honorable lord Keith…»Al leer aquellas líneas ya familiares, que

ahora estaban tan llenas de significado, sealegró de nuevo y los ojos se le llenaron delágrimas por la trascendencia del momento. Yconcluyó con sumo deleite: «De lo expresadoanteriormente ni usted ni ningún otro faltarán a sudeber, de lo contrario responderán por su cuentay riesgo». Luego dobló el documento y, tras

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saludar a los hombres con la cabeza, se loguardó en el bolsillo. «Muy bien», dijo. «Rompanfilas y echaremos un vistazo al bergantín».

En el recorrido que hicieron después enprocesión, solemne y silenciosamente, Jack vioni más ni menos lo que esperaba ver: un navíopreparado para la inspección donde todoscontenían la respiración por si acaso había algúnfallo en cualquiera de los aparejosprimorosamente tensados, con las adujasgeométricamente perfectas y los cabosperpendiculares. La Sophie no tenía su aspectohabitual, ni tampoco su contramaestre, que tiesoy sudoroso, enfundado en un abrigo que parecíacortado con una hachuela, no tenía ningúnparecido con aquel hombre que, en mangas decamisa, calzaba la verga de la gavia cuandohabía marejada. Sin embargo, entre amboshabía una relación fundamental, y la pulcritud dela cubierta, el brillo cegador de los dos cañonesde cuatro de bronce, la precisión con queestaban colocados los cilindros en la andana, elperfecto orden y limpieza de los pucheros ybarreños en la cocina, todo tenía un significado.

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Jack había dado demasiadas veces gato porliebre para que pudieran engañarlo con facilidad,pero se contentó con lo que vio. Vio y valoró todolo que querían que viera. Aparentó que no veía loque no debía ver: el trozo de jamón que un gatoentrometido en el castillo de proa sacó de detrásde un cubo y las chicas que los suboficialeshabían escondido en el pañol de velas, que lomiraban desde detrás del velamen. No hizo casode la cabra que había en el pesebre, que se lequedó mirando de forma insultante y diabólica,con las pupilas dilatadas, y defecó a propósito; nidel objeto dudoso, parecido a un trozo depudding, que alguien, con el pánico de últimahora, había apretujado bajo la trinca del bauprés.

Como experto marino que era -navegabadesde los nueve años, aunque, en realidad,formaba parte de la tripulación desde los doce-recogió además muchas otras impresiones. Elsegundo oficial no era en absoluto comoesperaba, sino un hombre de mediana edad,alto, guapo y muy capacitado -el cabrón delseñor Baldick seguramente estaba equivocado.El contramaestre era cauteloso, fiable,

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concienzudo y chapado a la antigua: los rasgosde su carácter estaban reflejados en la jarcia.Muy diferentes eran el contador y el condestable,aunque éste último estaba demasiado enfermopara poder juzgarlo, y a mitad de recorridodesapareció en silencio. Los guardiamarinaseran más presentables de lo que esperaba -losguardiamarinas de bergantines y cúters solíanser unos miserables. Pero a aquel chico, el jovenBabbington, no se le podía permitir bajar a tierracon esa ropa. Su madre debió pensar que iba acrecer y sin embargo no fue así. Y solamente porllevar aquel sombrero que casi lo tapaba deltodo, desacreditaría a la corbeta.

La principal impresión fue de ranciedad: laSophie tenía algo de arcaico, como si el fondo,en vez de estar revestido de cobre, hubiera sidoclavado con tachuelas, y los costadoscalafateados en vez de pintados. Los tripulantes,sin haber llegado a la madurez -en verdad lamayoría tenía entre veinte y treinta años-, teníanun aspecto anticuado; algunos llevaban zapatos ypantalones abombachados, una indumentariaque ya había pasado de moda cuando él era

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guardiamarina y tenía la edad de Babbington.Observó que se comportaban de forma natural yespontánea. Parecían bastante curiosos, pero nimalintencionados, ni resentidos, ni cobardes.

Sí: pasada de moda. Le gustaba muchísimo.Le había gustado desde el primer momento enque recorrió con la mirada la cubierta de suavescurvas. Pero pensando sosegadamentereconocía que era una corbeta lenta, una corbetavieja y una corbeta con la que probablemente noharía fortuna. A las órdenes de su antecesor, laSophie había llevado a cabo dos accionesdignas, una contra un navío corsario francés deTolón, de veinte cañones, y la otra en el estrechode Gibraltar, protegiendo un convoy contra unenjambre de cañoneras de Algeciras que loatacaban en plena bonanza; pero no recordabaque hubiera conseguido ningún botín de granvalor.

Regresaron al saltillo del pequeño alcázar -era más bien una simple toldilla- y Jack seagachó para entrar a la cabina. Así agachado sedirigió a las taquillas que estaban bajo lasventanas que iban de un lado a otro de proa, un

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marco curvilíneo y elegante para una vista dePuerto Mahón digna de Canaletto: el puertoiluminado por el silencioso sol de mediodía (vistoen contraste con la oscuridad de la cabina)formando parte de un mundo distinto. Se sentócon cautela, inclinándose hacia un lado, ycomprobó que podía levantar la cabeza sindificultad -aún le sobraban unas dieciochopulgadas- y dijo: «Bien, señor Marshall, yaestamos aquí. Quiero felicitarlo por el aspecto dela Sophie. Muy cuidado, muy ordenado». Pensóque no debía ir más allá mientras su voz tuvieraese tono oficial, pero en verdad no pensabadecir nada más; tampoco iba a dirigirse a latripulación ni a anunciar ningún tipo deindulgencia para celebrar la ocasión. Nosoportaba la idea de un capitán popular.

«Gracias, señor», dijo el segundo oficial.«Ahora voy a desembarcar, pero dormiré a

bordo, desde luego. Por favor, tenga laamabilidad de enviar un bote para recoger micofre y mis efectos personales. Me alojo en elCrown.»

Se sentó un momento, saboreando la gloria

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de estar en aquella cabina. Allí no había cañones,porque de ser así, debido a la construcciónespecial de la Sophie, se hubieran tenido quecolocar las bocas a seis pulgadas de lasuperficie, y los dos cañones de cuatro, quehubieran ocupado mucho espacio, estabansituados justo encima; pero aun así, no habíademasiado espacio, y lo único que cabía era unamesa colocada de través, aparte de las taquillas.A pesar de todo, era bastante más de lo quehabía tenido hasta ahora, en el mar, y loobservaba entusiasmado y satisfecho, enespecial las siete ventanas abatibles concuarterones de cristal, brillantes corno espejos,que formaban una perfecta curva, dando un toquede elegancia a la habitación.

Era más de lo que había tenido nunca y lellegaba antes de lo que esperaba en su carrera.¿Por qué había algo -todavía poco definido- trassu exaltación? ¿Serían los aliquid amari 3 de susaños escolares?

3. Aliquid aman: Momentos amargos.Mientras regresaba a la orilla en un bote, con

los tripulantes de su propio barco -vestidos con

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pantalones de dril y sombrero de paja con unacinta donde estaba bordado el nombre Sophie-,con un solemne guardiamarina sentado a su ladoen la popa, se dio cuenta de la verdaderanaturaleza de sus sentimientos. Ya no era uno denosotros, era uno de ellos. En verdad, acababade representar la encarnación de uno de ellos.Durante su visita al bergantín, se había sentidotratado con deferencia -un respeto distinto delque se le tenía a un oficial, distinto del que se letenía a un semejante- que lo había cubierto comouna campana de cristal, apartándolo de latripulación. Y a su marcha, los marineros de laSophie exhalaron un suspiro de alivio, un suspiroque él conocía muy bien: «Jehová ya no estáentre nosotros!».

«Es el precio que hay que pagar», pensó.«Gracias, señor Babbington», le dijo al chico, yse quedó en los escalones observando cómo elbote daba la vuelta y se alejaba remandomientras el señor Babbington decía: «¡Ahora,ciar! ¡Vamos! ¡No se duerma Simmons, borrachobribón!».

«Es el precio que hay que pagar», pensó, «y

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por Dios que vale la pena». Mientras estaspalabras tomaban forma en su mente, aparecíauna vez más en su rostro una expresión radiante,de profunda satisfacción, de gozo contenido. Sinembargo, cuando se dirigía a su cita en el Crown-a su cita con un igual- su paso era menos firmeque el del simple teniente Aubrey.

CAPÍTULO 2Se sentaron en la parte posterior de la

posada, en una mesa redonda del mirador, tancerca del agua que, con un ligero golpe demuñeca, devolvían las conchas de las ostras a suantiguo medio. Y desde una tartana aún pordescargar, a unos cinco metros por debajo deellos, llegaban aromas mezclados de alquitrán deEstocolmo, jarcias, lonas y trementina de China.

«Permítame que insista en que tome un pocomás de este guiso de cordero, señor», dijo Jack.

«Bien, si insiste», dijo Stephen Maturin. «Estámuy bueno».

«Es una de las cosas que hacen bien en elCrown», dijo Jack. «Aunque me cuestereconocerlo. Sin embargo, yo también habíaencargado pastel de pato, ternera con vegetales

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y cabeza de cerdo adobada, aparte de lospostres. Sin duda ese hombre se ha confundido.Sólo Dios sabe qué hay en ese plato que tiene allado, pero desde luego, cabeza de cerdo no es.Le repetí varias veces visage de porco y élasintió como un mandarín de la China. Leaseguro que es exasperante que uno les pidaque preparen cinco platos, y les explique lo quese quiere muy despacio en español, para queluego resulte que son sólo tres, y dos de ellosequivocados. Me avergüenza no poder ofrecerlenada mejor que esto, pero no ha sido por falta debuena voluntad, le doy mi palabra.»

«No había comido tan bien desde hacíadías», dijo Stephen con una breve inclinación decabeza, «ni en tan agradable compañía, se loaseguro. Es posible que el problema esté en quea pesar de explicarlo muy despacio, lo hace enespañol, en español de Castilla.»

«Bueno», dijo Jack mientras llenaba losvasos sonriendo y observaba la transparenciadel vino, «me pareció que para comunicarme conespañoles, era razonable usar el español quesabía».

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«Naturalmente, usted olvida que es el catalánla lengua que se habla en estas islas».

«¿Qué es el catalán?»«Pues la lengua de Cataluña, de las islas, de

toda la costa mediterránea hasta Alicante. DeBarcelona. De Lérida. De las zonas más ricas dela península».

«Me deja usted asombrado. No tenía ni idea.¿Otra lengua, señor? Pero yo diría que separecen mucho: putain, como dicen en Francia».

«¡Ah, no, nada de eso! No se parecen enabsoluto. Es una lengua mucho más bella. Máserudita, más literaria. Mucho más cercana al latín.Y por cierto, creo que la palabra es patois, señor,si me lo permite».

«Patois, eso es. Aunque le aseguro que laotra también es una palabra; la aprendí en algúnlugar», dijo Jack. «Pero creo que no debodármelas de erudito con usted, señor. Dígame,por favor, ¿suenan distintas al oído, al oídoignorante?»

«Tan distintas como el italiano y el portugués.Mutuamente incomprensibles, suenan distintaspor completo. La entonación de cada una está en

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una clave musical totalmente diferente. Tandiferente como Gluck y Mozart. Este excelenteplato, por ejemplo (y veo que han hecho loposible por cumplimentar su encargo), es jabalíen español, mientras que en catalán es senglar».

«¿Es carne de cerdo?»«Cerdo salvaje. Permítame…»«Usted sabe mucho. ¿Le importaría pasarme

la sal? Es un plato excelente; pero nunca hubieraadivinado que era carne de cerdo. ¿Qué sonesas cosas oscuras y blandas que saben tanbien?»

«Pues, la verdad… son bolets en catalán,pero no puedo decirle cómo se llaman enespañol. Probablemente no tienen nombre,nombre vulgar, me refiero, aunque el naturalistasabrá que corresponden al boletus edulis deLinneo.»

«¿Cómo…?», empezó a decir Jack, mirandoa Stephen con sincero afecto. Se había comidocasi un kilo de cordero y ahora el jabalí, y sehabía animado a hablar, como si el jabalí le dierala energía que el manso cordero no le habíadado. «¿Cómo…?» Pero dándose cuenta de

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que estaba a punto de interrogar a un invitado,salió del paso tosiendo y avisó al camarero conla campanilla, mientras juntaba las botellasvacías al borde de la mesa.

Sin embargo, la pregunta estaba en el aire ysólo alguien muy reservado, repelente omalhumorado hubiera tratado de ignorarla. «Yocrecí en esas tierras», observó Stephen. «Paségran parte de mi juventud en Barcelona con mi tíoy en Lérida con mi abuela, en el campo. Debo dehaber vivido más tiempo en Cataluña que enIrlanda; de modo que cuando regresé a mi paíspara ir a la universidad, los problemas dematemáticas los hacía en catalán, porque losnúmeros en esa lengua acudían a mi mente conmás naturalidad.»

«Así que seguramente lo habla como unnativo, señor», dijo Jack. «¡Qué maravilla! Eso eslo que yo llamo aprovechar los años de lainfancia. Quisiera poder decir lo mismo de mí».

«¡No, no!», dijo Stephen negando con lacabeza. «En realidad he aprovechado poco mitiempo. Llegué a conocer bastante bien lospájaros -es un país muy rico en aves de rapiña- y

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los reptiles; pero no los insectos, excepto loslepidópteros, ni las plantas, ¡qué desiertos deignorancia crasa, supina! Sólo después de haberpasado varios años en Irlanda y haber escrito mipequeña obra sobre las fanerógamas del nortede Ossory, constaté cuán lamentablemente habíaperdido el tiempo. Esa vasta región del país noha sido explorada desde que Willughby y Ray4

estuvieron allí, a finales del siglo pasado. Sinduda, usted recordará que el rey de Españainvitó a venir a Linneo, con absoluta libertad deacción, pero él no aceptó. Yo había tenido a mialcance todas esas desconocidas riquezasnaturales y las había ignorado. ¡Piense en lo quehubieran conseguido Pallas, el erudito Solandero los Gmelins, el joven y el viejo! Por esoaproveché la primera oportunidad que se mepresentó y accedí a acompañar al anciano señorBrowne; es cierto que Menorca no es como lapenínsula, pero por otra parte, una zona tanextensa de roca calcárea tiene su flora particulare insectos propios de ese tipo de hábitat».

4. Willughby y Ray: Francis Willughby y JohnRay, naturalistas ingleses que trabajaron juntos

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en la clasificación de animales y plantas. Entre1663 y 1666 estuvieron viajando por todaEuropa.

«¿El señor Brown, del astillero? ¿El oficial demarina? Lo conozco bien», dijo Jack. «Uncompañero excelente, le gusta cantar y escribemelodías deliciosas».

«No, mi paciente murió en alta mar y loenterramos cerca del castillo de San Felipe.¡Pobre hombre! Estaba en la última fase de unatisis. Esperaba traérmelo aquí, pues un cambiode aires y de dieta hace milagros en estoscasos, pero cuando el señor Florey y yo abrimossu cuerpo nos encontramos con un gran… Enresumen, resultó que sus consejeros (y eran losmejores de Dublín) fueron demasiado crueles.»

«¿Así que lo abrieron ustedes?», dijo Jackapartándose del plato.

«Sí; lo creímos necesario para satisfacer asus amigos. Aunque a fe mía que parecen muypoco afectados. Hace semanas que le escribí alúnico pariente que conozco, un caballero delcondado de Fermanagh, y no me ha contestadoni una sola letra.»

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Hubo un silencio. Jack llenó los vasos -que sellenaban y vaciaban igual que sube y baja lamarea- y observó: «De haber sabido que erausted cirujano, señor, creo que no hubiera podidoresistir la tentación de reclutarlo».

«Los cirujanos son unos colegas excelentes»,dijo Stephen Maturin en tono áspero. «¡Y quiénsabe dónde estaríamos si no fuera por ellos,Dios mío! Y, por supuesto, la destreza ydiligencia con que el señor Florey extrajo el árbolbronquial del señor Browne le hubieraasombrado y encantado. Pero no tengo el honorde ser uno de ellos, señor. Yo soy médico».

«Discúlpeme, por favor. ¡Dios mío, vayametedura de pata! Pero aun así, doctor, aun así,creo que debería llevarlo a bordo y mantenerlobajo las escotillas hasta que zarpemos. Miquerida Sophie no tiene cirujano y no hayninguna probabilidad de encontrarlo ¿Cómopodría convencerlo de que se hiciera a la mar?Un navío de guerra es lo más indicado para unfilósofo, sobre todo en el Mediterráneo; haypájaros, peces -le prometo algunos pecesextraños y monstruosos-, fenómenos naturales,

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meteoros y la posibilidad de conseguir el dinerode los botines. Hasta Aristóteles se hubierasentido atraído por el dinero de los botines.Doblones, señor, metidos en sacos de suavepiel, fíjese, de este tamaño, y es maravillososentir su peso en la mano. Un hombre sólo puedecon dos.»

Hablaba en broma, sin esperar siquiera unarespuesta formal, y se sorprendió al oír queStephen decía: «Pero es que no estoycualificado en absoluto para ser cirujano naval.Para serle sincero, he practicado muchasdisecciones anatómicas y conozco la mayoría delas operaciones quirúrgicas, pero no sé nada dehigiene naval, nada de las enfermedadesespecíficas de los hombres de mar…».

«¡Por Dios!», exclamó Jack. «No sepreocupe por esa clase de bichos. Piense en loque nos suelen enviar; no son más queayudantes de cirujano, miserables aprendicesimberbes que se han pasado en una farmacia losdías justos para que el Ministerio de Marina lesextienda un certificado. No saben nada decirugía, y ya no digamos de medicina; van

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aprendiendo de los hombres de mar, sobre lamarcha, y esperan encontrar entre la tripulaciónalgún ayudante de médico experimentado, o unahorrible sanguijuela, o un hombre taimado, o talvez un carnicero -la leva los produce de todo tipo.Y cuando han reunido unos conocimientoselementales de su oficio, adelante, se embarcanen fragatas y navíos de línea. No, no. Estaríamosencantados de tenerle a bordo. Más queencantados. Por favor, piénselo, aunque seaunos instantes. No necesito decirle», añadió conuna actitud muy formal, «cuánto me gustaría quellegáramos a ser compañeros de viaje».

El camarero abrió la puerta y dijo: «¡Uninfante de marina!». Inmediatamente apareciódetrás de él un casaca roja con un paquete.«¿Capitán Aubrey, señor?», preguntó en un tonobastante fuerte. «Con los saludos del capitánHarte», y desapareció con un giro de talones.Jack observó: «Deben de ser las órdenes».

«No se preocupe por mí», dijo Stephen.«Léalas enseguida». Cogió el violín de Jack, sedirigió al fondo de la habitación, y tocó unaescala grave y susurrante una y otra vez.

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Las órdenes eran más importantes de lo queesperaba: le requerían para completar aparejos yprovisiones con la mayor diligencia posible yescoltar doce barcos mercantes y de transporte(nombrados al margen) hasta Cagliari. Tenía quenavegar muy rápido, pero sin arriesgar bajoningún concepto los mástiles, vergas ni velas; nodebía temer el peligro, pero tampoco correrriesgos innecesarios. Luego, con el sello dereservado, estaban las instrucciones para elmensaje secreto. Se diferenciaba entre amigo yenemigo y entre bueno y malo por lo siguiente:«El navío que haga la señal primero, izará unabandera roja en el tope del mastelero de velachoy una blanca con gallardete por encima de labandera del mastelero mayor. Se responderácon una bandera blanca con gallardete sobre labandera del mastelero mayor y una bandera azulen el tope del mastelero de velacho. El navío quehaya hecho primero la señal, disparará uncañonazo por barlovento, y el otro navíoresponderá disparando tres cañonazos porsotavento a intervalos no muy cortos». Por últimohabía una nota diciendo que el teniente Dillon

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había sido destinado a la Sophie en sustitucióndel señor Baldick y que llegaría en breve, en elBurford.

«He aquí buenas noticias», dijo Jack. «Voy atener a un compañero magnífico como primeroficial. Sólo nos está permitido tener uno en laSophie ¿sabe?, así que es muy importante… Nolo conozco personalmente, pero será un tipoestupendo, estoy seguro. Se distinguiónotablemente en el Dart, un cúter alquilado, conel que atacó a tres navíos corsarios franceses enel canal de Sicilia, hundiendo a uno y apresandoa otro. Todo el mundo en la flota lo comentaba enaquel tiempo; pero su carta nunca fue publicadaen el Boletín de la Marina, y no fue ascendido.Tuvo una suerte infernal. Me extrañó mucho,porque no parecía que fuera por falta de interés;Fitzgerald, que conoce todo el asunto, mecomentó que era sobrino o primo de un noblecuyo nombre no recuerdo. Y en cualquier caso,fue un hecho loable; docenas de hombres hanconseguido un ascenso por mucho menos, porejemplo, yo mismo».

«¿Le importaría si le pregunto qué hizo

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usted? ¡Sé tan poco de temas navales!».«¡Oh! Simplemente me hirieron, una vez en el

Nilo y otra, cuando el Généreux apresó alLeander, se tuvieron que repartir recompensas y,como yo era el único teniente de lossupervivientes, por fin me tocó una. Tardó, se loaseguro, pero cuando llegó fue muy bienvenida,aunque lenta e inmerecida. ¿Qué le parece sitomáramos un té? ¿Y un panecillo? ¿O prefiereseguir con el oporto?»

«Un té me agradaría mucho», dijo Stephen.«Pero, dígame», preguntó dando un paso atrás ycolocándose el violín bajo la barbilla, «¿no leproducen sus nombramientos navales unosgastos enormes? Viaje a Londres, uniformes,juramentos, recepciones…»

«Juramentos? ¡Ah! Usted se refiere a la tomade posesión del cargo. No. Eso sólo afecta a losoficiales. Uno va al Almirantazgo y le leen algoacerca de la lealtad, la supremacía y el rechazoabsoluto al Papa; uno se pone muy solemne ydice "Lo juro" y el tipo del entarimado responde"eso le costará media guinea", lo cual le hace auno volver a la realidad, ¿me entiende? Pero

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sólo es para oficiales por nombramiento; losmédicos son designados mediante unaautorización. Pero usted no se opondría a prestarjuramento», dijo sonriendo; y luego, dándosecuenta de que esta alusión era poco delicada yalgo personal, continuó: «Yo tenía un compañerode tripulación que se negaba a prestarjuramento, cualquier juramento, por principio.Nunca me gustó, siempre se estaba tocando lacara. Creo que era nervioso, y eso lotranquilizaba; pero siempre que lo miraba desoslayo, ya se había puesto un dedo en la boca oestaba pellizcándose el cachete o tirándose de labarbilla. Naturalmente que no tiene importancia,pero cuando uno tiene que estar encerrado conalguien así en la misma cámara de oficiales, díatras día, a lo largo de toda una misión, acaba porhacerse aburrido. En la santabárbara o en lacaseta del timón uno puede decirle: "¡Deja ya detocarte la cara, por Dios!", pero en la cámara deoficiales hay que aguantarse. Un buen día, sepuso a leer la Biblia y sacó la conclusión de queno debía prestar juramento; y cuando hubo aquelestúpido consejo de guerra contra el pobre

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Bentham, lo llamaron como testigo y rehusó,rehusó rotundamente, prestar juramento. Le dijoal viejo Jarvie, es decir lord Saint Vincent, queiba contra algo que decían los Evangelios.Gambier o Saumarez o cualquiera dado a losmotetes se lo hubieran aceptado, pero no el viejoJarvie. ¡Dios mío!, se buscó la ruina. Sientodecirlo, pero nunca me gustó -para ser sincero,olía mal, además. Sin embargo, era muy buenmarino y no tenía vicios. A eso me refiero cuandodigo que usted no se negaría a prestarjuramento, que usted no es un fanático».

«Ciertamente que no», dijo Stephen. «No soyun fanático. Fui educado por un filósofo, o tal vezdebería decir un filósofo enciclopedista; y partede su filosofía ha calado en mí. A un juramento éllo llamaría una chiquillada: es inútil hacerlo si esvoluntario y se puede soslayar o ignorar si esimpuesto. Porque pocas personas en laactualidad, incluso entre los marineros, son tandébiles como para creerse lo del trozo de pandel conde Godwin5».

5. Conde Godwin: Francis Godwin (1562-1633), obispo e historiador inglés. Escribió la

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primera novela en lengua inglesa de un viajeespacial: The Man in the Moon or a Discourseof a voyage Thither by Domingo Gomales, thespeedy messenger. Novela utópica, donde elprotagonista, Domingo, llega a un paísantediluviano e imaginario en el cual habíacomida por todas partes y no era necesariotrabajar.

Hubo un largo silencio hasta que llegó el té.«¿Lo toma con leche, doctor?», preguntó Jack.

«Sí, por favor», dijo Stephen ensimismado,con la vista fija en el vacío y los labios fruncidoscomo si silbara.

«Quisiera…», dijo Jack.«Siempre se dice que es imprudente y propio

de débiles de carácter mostrar las propiasdificultades a los demás», dijo Stephenaproximándose a Jack. «Pero usted me hablacon tal franqueza que no puedo evitar hacer lomismo. Su oferta, su sugerencia, me tientamucho; porque aparte de esas consideracionesque usted tan amablemente ha hecho, no tengouna posición sólida aquí en Menorca. El pacienteque tenía que atender hasta el otoño ha muerto.

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Creía que él era un hombre de recursos -poseíauna casa en Merrion Square-, pero cuando elseñor Florey y yo revisamos sus efectospersonales, antes de sellarlos, no encontramosnada en absoluto, ni dinero, ni cartas de crédito.Su criado desapareció, lo que explicaría loanterior, y sus amigos no responden a miscartas. Por otra parte, la guerra me ha apartadode mi pequeño patrimonio en España. Y cuando,hace un momento, le dije que hacía muchos díasque no comía tan bien, no era en sentidofigurado».

«¡Oh, qué terrible!», exclamó Jack. «Lamentomuchísimo que tenga apuros, doctor, y si la resangusta6 lo apremia, espero que me permita…»Se llevó la mano al bolsillo de los calzones, peroStephen Maturin le dijo: «No, no, no»repetidamente, sonriendo y moviendo la cabeza.«Pero es usted muy amable».

6. Res angusta: necesidad económica.«Lamento muchísimo que tenga apuros,

doctor», repitió Jack, «y estoy casi avergonzadode sacar provecho de ellos, pero mi Sophienecesita un médico. No puede usted imaginarse

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lo hipocondriacos que son los marineros, lesencanta que los examine un médico. Y unatripulación sin alguien que la cuide, aunque setrate del más tosco e inexperto ayudante decirujano, no es una tripulación feliz. Además, asíresolvería de forma inmediata sus dificultades.La paga es miserable para un hombre instruido -cinco libras mensuales- y me avergüenza decirlo,pero hay la posibilidad de conseguir el dinero delos botines y recibir algunas gratificaciones,como el regalo de la reina Ana, y algo extra porcada enfermo de sífilis, que se les deduce de supaga».

«Bueno, por lo que se refiere al dinero, no mepreocupa mucho. Si el inmortal Linneo pudoatravesar ocho mil kilómetros en Laponiaviviendo con veinticinco libras, seguramente queyo también podré… Pero ¿cree usted que eseso factible? ¿No se necesitaría unnombramiento oficial? ¿Uniforme? ¿Instrumental,medicinas, material médico?»

«Ahora que me pregunta sobre todos esospuntos, es sorprendente comprobar lo poco queconozco el tema», dijo Jack con una sonrisa.

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«¡Vamos, doctor! No hay que preocuparse deesas tonterías. Necesita un certificado delMinisterio de Marina, eso es seguro; pero sé queel almirante le extenderá una orden provisionaltan pronto como yo se la pida, y lo haráencantado. En cuanto al uniforme, no existeninguno especial para cirujanos, aunque lohabitual es una casaca azul. Y del instrumental ytodo lo demás, de eso me encargo yo. Creo queel colegio de farmacéuticos envía un cofre abordo; Florey lo sabrá, o si no cualquier cirujano.Pero en cualquier caso, venga a bordo sindemora. Venga tan pronto como pueda, vengamañana mismo, ¿qué le parece?, y comeremosjuntos. Puesto que la orden provisional tardará unpoco, haga este viaje como invitado mío. No serácómodo -no hay mucho espacio en un bergantín,¿sabe?-, pero le ayudará a acostumbrarse a lavida en el mar; y si tiene un casero insolente, loburlará de inmediato. Permítame llenar su taza. Yseguro que le gustará, porque esasombrosamente filosófico».

«Cierto», dijo Stephen. «Para un filósofo, unestudioso de la naturaleza humana, ¿qué mejor

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que eso? Las personas objeto de suinvestigación encerradas juntas, sin que puedanescapar a su mirada observadora, y suspasiones intensificadas por los peligros de laguerra y los riesgos de su profesión, por elalejamiento de sus mujeres y la dieta correctapero invariable, y también por el ardiente fervorpatriótico, sin duda». Y al decir estas últimaspalabras hizo una inclinación de cabeza a Jack.Luego prosiguió: «Es cierto que durante algúntiempo he prestado más interés a loscriptogramas que a mis semejantes; pero aunasí, creo que un navío es un escenario donde unamente inquieta aprende continuamente».

«Sí, sí, continuamente, se lo aseguro, doctor»,dijo Jack. «Me siento muy feliz por tener a Dilloncomo primer oficial de la Sophie y a un médicodublinés de cirujano. Por cierto, ustedes soncompatriotas. Quizás conoce usted al señorDillon».

«¡Hay tantos Dillons!», dijo Stephen con unligero sobresalto. «¿Cuál es su nombre de pila?»

«James», respondió Jack mirando la nota.«No», dijo Stephen con decisión. «No

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recuerdo haber conocido a ningún JamesDillon».

* * *«Señor Marshall», dijo Jack, «avise al

carpintero, por favor. Espero a un huésped abordo. Tenemos que esmerarnos para que seencuentre cómodo. Es médico, un gran hombreen el campo de la filosofía».

«¿Un astrónomo, señor?», preguntó elsegundo oficial muy interesado. «Más bien creoque es un botánico», dijo Jack. «Pero tengograndes esperanzas de que se quede connosotros, como cirujano de la Sophie, si lehacemos la vida agradable. ¡Piense en lomagnífico que sería para la tripulación!»

«Desde luego que lo sería, señor. Estabanmuy compungidos cuando el señor Jackson sepasó a la Pallas, y reemplazarlo por un médicoserá una gran jugada. Hay uno a bordo del buqueinsignia y otro en Gibraltar, pero ninguno más entoda la flota, que yo sepa. En tierra cobran unaguinea por visita, eso he oído decir».

«Incluso más, señor Marshall, incluso más.¿Está ya el agua a bordo?»

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«Toda cargada y almacenada, señor, exceptolos dos últimos toneles».

«¡Ah, señor Lamb!, quisiera que le echara unvistazo al mamparo de mi cabina y que tratara dehacer más sitio para alojar a un amigo. Podríadesplazarlo unos cincuenta centímetros haciadelante. ¿Sí, señor Babbington, qué pasa?».

«Con su permiso, señor, el Burford haceseñales desde el cabo».

«Muy bien. Ahora dígales al contador, alcondestable y al contramaestre que quiero hablarcon ellos».

A partir de ese momento, el capitán de laSophie se sumergió a fondo en susresponsabilidades: el rol, el cuaderno de la ropa,los permisos, el registro de la enfermería, gastosgenerales, gastos del condestable, elcontramaestre y el carpintero, suministros ydevoluciones, contabilidad general de lasprovisiones recibidas y devueltas y contabilidadtrimestral de las mismas, junto con loscertificados de la cantidad de alcoholes, vino,cacao y té asignados, sin olvidar el diario denavegación, el libro copiador y el libro de

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pedidos. Y puesto que había comido en exceso ynunca había tenido facilidad para los números,pronto perdió la ecuanimidad. La mayoría de losasuntos los trataba con Ricketts, el contador; ycomo Jack se iba enfureciendo debido a suconfusión, le parecía que aquél le presentaba lainterminable lista de sumas y balances condemasiada ligereza. Además, el contador lehacía firmar documentos, facturas, acuses derecibo y recibos a sabiendas de que Jack nosabía lo que firmaba.

«Señor Ricketts», dijo al final de una largaexplicación sin ningún significado para él, «aquíen el rol, con el número 178 está CharlesStephen Ricketts».

«Sí, señor. Es mi hijo, señor.»«Así es. Veo que llegó el 30 de noviembre de

1797 procedente del Tonnant, el antiguoPrincess Royal. No figura la edad junto alnombre».

«¡Ah! Déjeme ver, Charlie debía tenerentonces casi doce años, señor».

«Se le clasificó como marinero de primera».«Sí, señor. ¡Ja, ja!»

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Era uno de los típicos pequeños fraudes quese cometían cotidianamente, pero era ilegal.Jack no se rió y continuó: «Marinero de primerahasta el 20 de septiembre de 1798, cuando fueclasificado como escribiente. Y más adelante, el10 de noviembre de 1799 se le clasificó comoguardiamarina».

«Sí, señor», dijo el contador. No sólo el señorRicketts notó aquella extrañeza ante el hecho deque un niño de once años fuera marinero deprimera, sino que captó con agudeza el ligeroénfasis de la palabra clasificado, que se repetíaun poco más de lo habitual. El mensaje quellevaban era el siguiente: «Puedo parecer unpésimo hombre de negocios, pero si ustedintenta cualquier truco de contable conmigo, locogeré por el cuello y lo arrastraré de proa apopa. Y aún más, la clasificación que ha hechoun capitán puede cambiarla otro, y si usted seatreve a turbar mi descanso, le juro por Dios querebajaré a su hijo de categoría y azotaré larosada piel de su espalda cada día, hasta el finde la misión». A Jack le dolía la cabeza, y en susojos, ligeramente enrojecidos por el alcohol, se

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advertía de modo tan claro una latente ferocidadque el contador tomó el mensaje muy en serio.«Sí, señor», repitió. «Aquí está la cuenta de lalista del astillero. ¿Quiere que le explique lasdistintas partidas con detalle, señor?»

«Por favor, señor Ricketts.»Esa fue la primera toma de contacto directa,

total y responsable con la contabilidad, y no lehacía ni pizca de gracia. Incluso unaembarcación pequeña (y la Sophie apenaspasaba de ciento cincuenta toneladas)necesitaba una gran cantidad de provisiones:barriles de buey, cerdo y mantequilla, todosnumerados y registrados, toneles, barriles ycubas de ron, toneladas de galletas de mar deOld Weevil, sopa deshidratada con la marca dela Marina, aparte de artículos para el condestablecomo pólvora (molida y de la mejor marca),escobillones, tornillos, mechas, hierros paraatacar los cañones, tacos y balas -de barra, decadenas, de metralla, enramadas o rasas- y delos incontables objetos necesarios para elcontramaestre (y tan a menudo malversados porél) como poleas, aparejo largo, simple y doble,

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racamentos, dados divididos en cuatro y en dos,dados planos, dados finos dobles y sencillos,grilletes simples con correas y motones gemelos,toda una letanía de cuaresma. Aquí Jack seencontraba como en su propia casa, porque ladiferencia entre una polea simple de dos canalesy una simple de talón era tan clara como la quehabía entre el día y la noche o entre lo bueno y lomalo, y en ocasiones todavía más clara. Pero enese momento su mente, acostumbradaúnicamente a enfrentarse a problemas físicos yconcretos, estaba por completo fatigada. Através de la ventana, bajo la cual los libros conlas páginas marcadas abombaban la superficiede la taquilla, observó el luminoso aire y elondulante mar. Se pasó la mano por la frente ydijo: «Señor Ricketts, repasaremos lo que quedaen otro momento. ¡Vaya endiablado montón depapeles! Me doy cuenta de que un escribiente esun miembro imprescindible en la tripulación de unbarco. Eso me recuerda que he citado a un jovenque subirá a bordo hoy mismo. Espero, señorRicketts, que le facilite usted la tarea. Parecevoluntarioso y competente, es sobrino del señor

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Williams, el agente de los botines. ¿No leparece, señor Ricketts, que será una ventajapara la Sophie que nos llevemos bien con elagente de los botines?»

«Por supuesto que sí, señor», dijo el contadortotalmente convencido.

«Ahora tengo que ir al astillero con elcontramaestre, antes del cañonazo de la tarde»,dijo Jack y salió escapado al aire libre. Al mismotiempo que él pisaba cubierta el joven Richardsllegaba por el costado de babor acompañadopor un negro muy alto. «Aquí está el joven dequien le he hablado, señor Ricketts. ¡Ah! ¿Eseste el marino que ha venido con usted, señorRichards? Tiene un aspecto muy robusto.¿Cómo se llama?»

«Alfred King, con su permiso, señor.»«¿Sabe aferrar, arrizar y llevar el timón,

King?»El negro asintió con su gran cabeza. Emitió

un gruñido y en su cara aparecieron destellosblancos. Jack frunció el ceño, pues aquella noera la forma de dirigirse a un capitán en supropio alcázar. «Acerqúese, señor», dijo

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secamente. «¿Acaso no hay una lenguacivilizada en esa cabeza?»

El negro, de repente sombrío y receloso,negó con la cabeza. «Si me disculpa, señor»,dijo el escribiente, «no tiene lengua, los moros sela cortaron».

«¡Oh!», exclamó Jack estupefacto. «¡Oh!Bien, llévelo a proa. Más tarde le leeré la cartilla.Señor Babbington, acompañe al señor Richardsabajo y enséñele la camareta de losguardiamarinas. Venga, señor Watt, tenemosque llegar al astillero antes de que esosholgazanes terminen de trabajar».

«Este es un hombre que le darásatisfacciones, señor Watt», dijo Jack mientras elcúter avanzaba por el puerto. «Desearía poderconseguir muchos como él. Parece que no legusta mucho la idea, señor Watt».

«Bien, señor, yo nunca rechazaría marinerosexpertos. Y seguramente que podríamoscambiarlos por algunos miembros de nuestratripulación que no son hombres de mar, aunqueno nos quedan muchos, teniendo en cuenta quehemos estado en una misión durante largo

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tiempo y ellos, como era de esperar, se fueron, yla mayoría de los que quedan están clasificadoscomo marineros de segunda, si no…» Elcontramaestre no podía encontrar las palabrasadecuadas, y después de una pausa concluyó:«Pero en cuanto a reclutarlos en grupo, porsupuesto que no, señor».

«¿Ni siquiera con la leva para los serviciosportuarios?»

«Bueno, si me permite, señor, allí nuncallegaron a media docena, y tuvimos buencuidado, eran todos unos sujetos raros ydesagradables. Y unos cabrones holgazanes,disculpe, señor. Así que como grupo no, señor.En una corbeta de tres guardias como la Sophiees un lío alojarlos a todos, como suele hacerse,entre cubiertas. Aunque es una embarcaciónacogedora, cuidada y confortable que no estámal, no es precisamente amplia.»

Jack no respondió, pero se le confirmaronmuchas de sus impresiones. Y reflexionó sobreellas mientras el cúter se acercaba al astillero.

«¡Capitán Aubrey!», exclamó el señor Brown,el oficial encargado del astillero. «Deje que le

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estreche la mano, señor, y le desee suerte. Mealegro mucho de verlo».

«Gracias, señor. Muchísimas gracias». Seestrecharon la mano. «Es la primera vez que loveo en sus dominios, señor».

«¿Espacioso, verdad?», dijo el oficial demarina. «La atarazana está allí. El almacén develas, detrás de su querido Généreux. Quisieraque hubiera un muro más alto rodeando eldepósito de madera. No puede imaginarsecuántos malditos ladrones hay en esta isla, sedeslizan de noche por el muro y se llevan lospalos, o lo intentan. Me parece que algunasveces son instigados por los mismos capitanes,pero capitanes o no, voy a crucificar al próximohijo de perra que encuentre aunque sólo seamirando un condenado trinquete».

«Señor Brown, en mi opinión, usted no estarárealmente satisfecho hasta que ya no haya aquí,en el Mediterráneo, ni un solo buque de guerrade la Armada y pueda usted pasearse por elastillero ordenando botes de pintura cada día dela semana, y suministrar nada más que unacabilla al año».

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«¡Hágame caso, jovencito!», dijo el señorBrown poniendo la mano sobre el brazo de Jack.«Escuche la voz de la experiencia y la edad. Elbuen capitán no necesita nunca nada delastillero. Se las arregla con lo que tiene. Cuidacon esmero lo que es del Rey. Nunca tira nada,calafatea el casco con su propio lodo, refuerza aconciencia los cables con doble cuerda y losenguilla y precinta para que no rocen en ningúnpunto del escobén. Cuida las velas mucho másque a su propia piel y nunca larga lassobrejuanetes, que son peligrosas, innecesariasy ostentosas pero inútiles. Y el resultado es elascenso, señor Aubrey, porque como ustedsabe, somos nosotros los que hacemos elinforme al Almirantazgo, y tiene mucho peso.¿Qué hizo de Trotter un capitán de navío? Elhecho de que fue el capitán de corbeta máseconómico de la base militar. Algunos sellevaban masteleros dos y tres veces al año,Trotter nunca. Ahí tiene usted, sin ir más lejos, alcapitán Allen. Nunca acudió a mí con una deesas horribles y largas listas de la altura delgallardete. Y mírelo ahora, al mando de la fragata

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más bella que se pueda desear. Pero ¿por quéle digo esto, capitán Aubrey? Sé muy bien queusted no es uno de esos jóvenes capitanesmanirrotos que mandan sus barcos al fondo delcanal, lo sé por lo bien cuidado que devolvió elGénéreux. Además, la Sophie está muy bienequipada. Tal vez lo único que le falta es un pocode pintura. Podría conseguirle pintura amarilla,aunque con gran irritación de otros capitanes».

«Bueno, señor, le agradecería que meconsiguiera uno o dos botes», dijo Jackpaseando despreocupadamente la mirada por ellugar donde se almacenaban los palos. «Pero hevenido, en realidad, para pedirle prestados susduetos. En esta travesía me llevo a un amigo, ydesea escuchar, muy en especial, su dueto en símenor».

«Los tendrá usted, capitán Aubrey», dijo elseñor Brown. «Claro que los tendrá. La señoraHarte está adaptando uno para arpa en estosmomentos, pero iré a recogérselos enseguida.¿Cuándo zarpa usted?»

«Tan pronto como haya cargado toda el aguay el convoy esté reunido.»

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«Será mañana al anochecer, si llega elFanny. Y no tardará mucho tiempo en cargar elagua, pues la Sophie sólo puede llevar dieztoneladas. Tendrá las partituras mañana almediodía, se lo prometo».

«Le estoy muy agradecido, señor Brown,infinitamente agradecido. Buenas noches, y missaludos a la señora Brown y la señorita Fanny».

* * *«¡Cielos!», exclamó Jack despertándose

sobresaltado de su profundo sueño, pues elcarpintero martilleaba incesantemente haciendoañicos el mamparo. Se aferraba a la oscuridad lomejor que podía, enterrando la cara en la blandaalmohada, porque su mente había estado tanactiva que no había podido conciliar el sueñohasta las seis. Precisamente, su aparición encubierta al amanecer, observando las vergas y lajarcia, había hecho correr el rumor de que ya sehabía despertado. Y esa era la razón de que elcarpintero hubiera comenzado su trabajo y eldespensero estuviera nervioso (el camarero delanterior capitán se había trasladado a la Pallas)e indeciso respecto a su desayuno, pues el

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capitán Allen siempre había desayunado lomismo: una jarra pequeña de cerveza, maíz amedio moler y carne de buey fría.

Desde luego, ya no podría seguir durmiendo;el eco del martillo casi en su oído, acompañadodel cuchicheo apenas perceptible del carpinteroy sus ayudantes, se lo acabaron de confirmar.Estaban en su cabina. A Jack, allí tumbado,aquellos golpes se le clavaban dolorosamente enla cabeza. «¡Basta con ese condenadomartillo!», exclamó. Y casi detrás de él se oyó lasorprendida respuesta: «Sí, sí, señor», y lospasos de los hombres que salían sigilosamente.

Tenía la voz ronca. «¿Qué fue lo que me pusoayer tan endiabladamente parlanchín?», dijoechado todavía en la litera. «Estoy ronco comoun cuervo de tanto hablar. ¿Quién me manda ameterme en invitaciones precipitadas? Uninvitado del que no sé nada, en un pequeñobergantín que apenas conozco». Meditabamelancólico sobre el sumo cuidado que habíaque tener con los compañeros de tripulación, conlos que se estaba cara a cara, como en unmatrimonio, y lo molesto que era tener

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compañeros dogmáticos, quisquillosos yarrogantes, temperamentos incompatiblesencerrados en una caja. En una caja: eso lerecordaba su manual de náutica y cómo lo habíamanejado de niño, estudiando detenidamente lasinaguantables ecuaciones.

Dado el ángulo YCB al que la verga seencuentra braceada, se pide la orientación delas velas y se expresa por el símbolo b. Es elcomplemento del ángulo DCI. Ahora CI:ID =rad.:tan. DCI =:tan. DCI = I: cotan, b. Por lo quefinalmente tenemos I: cotan, b =A1:B1: tan.2x,yA1. cotan, b = B tangent2, y tan. 1x = A/B cot.Esta ecuación evidentemente expresa la mutuarelación entre la orientación de las velas y laderiva…

«Está muy claro, ¿verdad, querido Jacky?»,dijo con voz alentadora una joven muy alta que seinclinaba sobre él con amabilidad (por que enesa fase de sus recuerdos era un chico de doceaños, alto y de buena planta, al que Queeney, unajoven casadera, hacía navegar muy lejos).

«Pues no, Queeney», dijo Jack niño. «Paraser sincero, no lo está».

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«Bien», dijo ella con una pacienciainagotable. «Intenta recordar qué es unacotangente y volvamos a empezar. Imaginemosque el barco es una caja rectangular…»

Por un momento consideró a la Sophie unacaja rectangular. No había visto más que unaparte, pero había dos o tres cosas fundamentalesque sabía con absoluta certeza: una, que la jarciaestaba por debajo de sus posibilidades -seguramente navegaría bien de bolina, pero conel viento en popa parecería una babosa; otra,que su predecesor era totalmente distinto a él; yla tercera, que su tripulación había terminado porparecerse a su capitán, un buen marino, formal,reservado, prudente y nada agresivo, que nuncaizó las sobrejuanetes, tan valiente como podíaesperarse al ser atacado, pero todo lo contrariode un corsario de Sallee.7 «Si hubieracombinado la disciplina con el arrojo de uncorsario de Sallee», dijo Jack, «hubiera barridoel océano por completo». Y su mente,descendiendo rápido a lo vulgar, pensó en losbotines que obtendría si barriera el océano,aunque sólo fuera moderadamente.

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7. Corsario de Salle René Robert Cavelier,señor de La Salle (1643-1687) Exploradorfrancés que en 1666 llego a Montreal, dondetomo posesión de unas tierras a orillas del lagoSan Lorenzo A lo largo de toda su vida pasó porun sinfín de fracasos que no le impidieron seguirluchando con ánimo para conquistar nuevosterritorios.

«La verga mayor no vale nada», dijo. «Porotra parte, como hay Dios que espero conseguirun par de cañones de doce, aunque no sé siaguantarán las cuadernas. Tanto si aguantancomo si no, puede conseguirse que esta cajarectangular se parezca más a una nave decombate y a un verdadero navío de guerra».

Mientras ordenaba sus pensamientos, lacabina se iba llenando de luz. Un bote de pescacargado de atún pasó por debajo de la popa dela Sophie, emitiendo un ruido ronco con unaconcha. Casi al mismo tiempo, el sol apareció derepente junto al castillo de San Felipe, como unlimón, en medio de la bruma matutina; en verdadpareció apartarse de la tierra de un salto. Enmenos de un minuto, la penumbra de la cabina

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desapareció por completo: en el techo se veíareflejado el movimiento ondulante del mariluminado por el sol, y un solo rayo, reflejado poralgún objeto fijo en el lejano muelle, entraba porla ventana de la cabina iluminando la casaca deJack y su resplandeciente charretera. Su menteparecía invadida por el sol, y su semblante ariscose había relajado en una sonrisa. Saltóenseguida de la litera.

* * *Al doctor Maturin el sol lo había alcanzado

diez minutos antes, porque estaba mucho másalto. También él se movió y volvió la cara, puestambién él había dormido intranquilo, pero labrillantez del día prevaleció. Abrió los ojos y miróa su alrededor medio atontado. Un momentoantes se sentía muy a gusto y feliz en Irlanda, conuna chica cogida del brazo, y todo le habíaparecido tan real que su mente, despierta amedias, no podía dar crédito a lo que veían susojos. Todavía sentía el contacto de su mano en elbrazo, e incluso su aroma; cogió con resoluciónlas hojas que crujían debajo de él: dianthusperfragrans. De nuevo clasificaba ese aroma -

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era una flor y nada más- y aquel contacto etéreo,la suave presión de aquellos dedos,desapareció. Su rostro reflejó la másdesgarradora infelicidad y se le empañaron losojos. Se había encariñado muchísimo; y ella, enaquel tiempo, estaba tan ligada a…

No estaba preparado para un golpe comoese, que atravesaría cualquier tipo de armadura,y durante unos minutos sintió un dolorinsoportable, pero se quedó allí sentado,haciendo guiños al sol.

«¡Dios bendito!», dijo finalmente. «¡Un díamás!» Al decir esto, su rostro comenzó arecomponerse. Se levantó, se limpió el polvo delos calzones y se quitó el abrigo para sacudirlo.Muy disgustado, constató que el trozo de carneque se había escondido en el bolsillo envuelto enun pañuelo, durante la comida del día anterior, lehabía manchado de grasa el pantalón. «Meresulta curioso», pensó, «estar contrariado poresa tontería; sin embargo, lo estoy». Se sentó yse comió el trozo de carne (el centro de unachuleta de cordero) y durante unos instantespensó en la teoría de la revulsión, Paracelso,

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Cardan, Rhazes. Estaba sentado en las ruinasdel ábside de la capilla de San Damián, al nortede la zona alta de Puerto Mahón, con la vistapuesta en la gran entrada serpenteante delpuerto y aún más lejos, en el inmenso mar azuljaspeado. Por el lado de África, el inmaculadosol comenzaba a alejarse del horizonte. Se habíarefugiado allí desde hacía unos días, cuando sucasero empezó a mostrarse descortés; no habíaesperado a que le hiciera una escena, porqueestaba demasiado agotado emocionalmentepara soportar una cosa así.

En ese momento se fijó en las hormigas quese llevaban las migajas. Tapinoma erraticum.Iban formando dos hileras paralelas, en sentidocontrario, a través del hueco o pequeño valle desu peluca vuelta hacia arriba, que allí en el sueloparecía un nido de pájaro abandonado, aunqueen su tiempo había sido la peluca de pelo naturalmás pulcra que se viera en Stephen's Green.Andaban deprisa, con sus abdómenes elevados,empujándose y chocando unas con otras, yStephen las seguía con la mirada; y mientrasobservaba a las pequeñas y aburridas criaturas,

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un sapo lo observaba a él. Sus ojos seencontraron y él sonrió. Un sapo enorme, de másde medio kilo, con ojos brillantes y rojizos.Stephen se preguntaba cómo se las arreglaríapara vivir con la hierba tan fina y escasa de aquelterreno árido y reseco, tan duramente castigadopor el sol, sin más refugio que las ruinas depiedra descolorida, algunos alcaparros quearrastraban sus espinosos tallos y un cisto cuyonombre no conocía. Un terreno mucho más áridoy reseco ahora, porque el invierno de 1799-1800había sido de una sequedad fuera de lo común.En marzo no había llovido y el calor había llegadoprematuramente. Alargó un dedo muy despacio yacarició la garganta del sapo; éste se hinchó unpoco, movió las patas delanteras y luego sesentó tranquilo devolviéndole la mirada.

El sol subía y subía. Aunque la noche no habíasido fría en ningún momento, se agradecía elcalor del ambiente. Águilas calzadas negras,seguramente habían nacido por allí cerca, seencontraban entre las especies de águilas máspequeñas. Había una camisa de serpiente en elarbusto donde orinó, y la parte que cubría los

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ojos era perfecta, totalmente cristalina.«¿Qué debo pensar de la invitación del

capitán Aubrey?», se preguntó en voz alta enaquel vasto espacio lleno de luz y aire, muchomás vasto que la zona habitada de allí abajo, tanactiva, y que los campos cultivados a sualrededor, formando perfectas cuadrículas yfundiéndose con las irregulares colinas de colorocre. «¿Jack será así sólo cuando está en tierra?¡Fue un compañero tan agradable e ingenioso!».Sonrió al recordarlo. «Con todo, ¿qué créditopuede dársele a…? Comimos maravillosamentebien, con cuatro botellas, o quizás cinco. Nodebo exponerme a una afrenta». Y le dabavueltas una y otra vez, argumentando en contrade sus esperanzas, pero al final llegó a laconclusión de que si podía conseguir que suabrigo quedara bastante pasable, y parecía queiba a poder quitarle el polvo, o por lo menosdisimularlo, visitaría al señor Florey en el hospitaly hablaría con él ampliamente de la profesión decirujano naval. Sacudió las hormigas de la pelucay se la puso; y mientras bajaba hasta el borde delcamino entre la hierba, donde asomaban las

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puntas color magenta de los gladiolos, el amargorecuerdo de aquel nombre lo hizo detenerse.¿Cómo había podido olvidarlo por completodurante el sueño? ¿Cómo era posible que, aldespertarse, lo primero en venirle a la mente nohubiera sido el nombre de James Dillon?

«Aunque es cierto que hay cientos deDillons», pensó. «Y hay muchísimos que sellaman James».

* * *«Christe, canturreaba James Dillon mientras

se afeitaba las erizadas puntas rojizas y doradasde su barba. «Christe eleison. Kyrie…» No esque James fuera muy piadoso, sino que de esaforma confiaba en que no se cortaría; pues, comomuchos papistas, era más bien dado a lablasfemia. Sin embargo, la dificultad de afeitarseel bigote le hizo quedarse callado, y cuando sulabio superior ya estuvo limpio, no pudo volver acoger el hilo de la melodía. De cualquier forma,tenía la mente muy ocupada para buscar unneuma escurridizo, porque estaba a punto depresentarse a un nuevo capitán, un hombre delque dependerían su tranquilidad y sosiego, y

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sobre todo su reputación, su carrera y susperspectivas de ascenso.

Acariciándose la barbilla lisa y brillante, salióde la cámara de oficiales y llamó a un infante demarina. «Por favor, ¿podría cepillarme el abrigopor la espalda, Curtis?. Mi cofre está listo, ytambién hay que llevarse un saco con libros»,dijo. «¿Está el capitán en cubierta?»

«¡Oh, no, señor!», dijo el infante de marina,«acaba de empezar a desayunar. Dos huevosduros y uno pasado por agua».

El huevo pasado por agua era para laseñorita Smith, para pagarle sus serviciosnocturnos, como sabían perfectamente tanto elinfante de marina como el señor Dillon; pero lamirada de complicidad de aquél no encontrórespuesta. James Dillon frunció los labios conexpresión airada que sólo duró un instante fugaz,y comenzó a subir la escala hacia el alcázarplenamente iluminado. Allí saludó al oficial deguardia y al primer oficial del Burford. «Buenosdías. Buenos días tenga usted. ¡Vaya! Está ustedmuy elegante», le dijeron. «Mire; está allí, justodespués del Généreux.»

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Recorrió el bullicioso puerto con la mirada. Laluz llegaba tan horizontalmente que los palos y lasvergas adquirían un peculiar relieve y las olassaltarinas despedían deslumbrantes destellos.

«¡No, no!», dijeron. «Por donde está lamachina flotante. El falucho acaba de taparla. Allí,¿la ve ahora?»

Naturalmente que la vio. Había miradodemasiado a lo lejos y había pasado de largo laSophie teniéndola allí mismo, tan sólo a un cablede distancia, más baja que las demásembarcaciones. Se apoyó en el pasamanos y lamiró concentrado, sin parpadear. Después de unmomento, pidió prestado el catalejo al oficial deguardia y volvió a observarla con mirada aguda yescrutadora. Vio el brillo de una charretera, cuyoportador sólo podía ser el capitán, y a sushombres, tan activos como abejas a punto desalir en enjambre. Estaba preparado paraencontrarse con un bergantín pequeño, pero nocon una embarcación tan minúscula como esa.La mayoría de las corbetas de catorce cañoneseran de doscientas o doscientas cincuentatoneladas de peso neto: la Sophie no debía de

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pesar ni ciento cincuenta.«Me gusta su pequeño alcázar», dijo el oficial

de guardia. «Era el Vencejo español, ¿verdad?Y respecto a que está tan baja, bueno, cualquiercosa que se mire desde un navío de setenta ycuatro cañones parece más baja».

Había cosas que todos sabían de la Sophie.Una, que a diferencia de casi todos losbergantines, tenía un alcázar de popa; otra, quehabía sido española; y la tercera, que tenía en elcastillo de proa una bomba de tronco de olmo, esdecir, un tronco perforado que comunicabadirectamente con el mar y que se utilizaba paralavar la cubierta. En realidad, era un accesorioinsignificante, pero como no le correspondía porsu categoría, no había marinero que pudieraolvidarla después de haberla visto o haber oídohablar de ella.

«Tal vez los hombres estén un poco apiñadosen el alojamiento», dijo el primer oficial, «peropor lo que a usted respecta, disfrutaría de unperíodo tranquilo y descansado, escoltando losmercantes de una parte a otra delMediterráneo».

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«Bien…», dijo James Dillon, incapaz deresponder con propiedad a su bienintencionadaamabilidad. «Bien…», dijo encogiéndose dehombros en señal de conformidad. «¿Podríaprestarme un bote, señor? Me gustaráincorporarme lo antes posible».

«¿Un bote? ¡Que baje Dios y lo vea!»,exclamó el primer oficial. «Si seguimos así,dentro de nada me pedirán una barcaza. Lospasajeros del Burford esperan a que unvivandero los lleve a la orilla, señor Dillon, y si no,se van a nado». Se quedó mirando a James conexpresión severa y fría hasta que la risa deltimonel lo delató; porque el señor Coffin era unperfecto guasón, un guasón incluso antes deldesayuno.

* * *«Con su permiso, señor, se presenta al

servicio Dillon», dijo James quitándose elsombrero y dejando al descubierto su pelo decolor rojo, que flameaba bajo el sol.

«Bienvenido a bordo, señor Dillon», dijo Jackllevándose la mano al sombrero y tendiéndoselaluego. Lo miró muy fijo, casi con ferocidad, con

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enormes deseos de descubrir qué clase dehombre era. «Sería usted bien venido encualquier caso, pero especialmente estamañana. Nos espera un día muy atareado.¡Serviola! ¿Hay alguna señal de vida en elembarcadero?»

«Todavía no, señor.»«El viento se mantiene exactamente como

deseo», dijo Jack observando por milésima vezel cielo despejado, donde se deslizaban unasextrañas nubes blancas. «Pero con latemperatura en aumento no me fío para nada».

«Su café está preparado, señor», dijo eldespensero.

«Gracias, Killick. ¿Qué pasa, señor Lamb?»«No encuentro cáncamos grandes en ninguna

parte, señor», dijo el carpintero. «Pero en elastillero sé que hay muchos. ¿Puedo mandar abuscarlos?»

«No, señor Lamb. No se acerque al astillerosi aprecia en algo su vida. Doble los pernos deque dispone; prepare la forja y forme anillas deltamaño que necesite. No tardará ni media hora.Bien, señor Dillon, cuando se haya instalado

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confortablemente en su camarote, venga atomarse una taza de café conmigo, si le apetece,y le explicaré lo que me propongo hacer.»

James bajó corriendo al camarote triangulardonde iba a alojarse, y volvió despojado deluniforme de presentación, llevando pantalones yuna vieja chaqueta azul, mientras Jack todavíasaboreaba su café con fruición. «Siéntese, señorDillon, siéntese», dijo. «Aparte esos papeles. Metemo que es una infusión desabrida, pero por lomenos está recién hecha, se lo aseguro.¿Azúcar?»

«Con permiso, señor», dijo el joven Ricketts,«el cúter del Généreux está abarloado a baborcon los hombres que fueron reclutados para losservicios portuarios».

«¿Están todos?»«Todos excepto dos que han sido

reemplazados.»Aún con la taza de café en la mano, Jack se

levantó de la mesa, inclinándose hacia delante, ysalió de la cabina. Enganchado a las cadenasprincipales de babor, estaba el bote delGénéreux, lleno de marineros que miraban hacia

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arriba, reían e intercambiaban frases jocosas osimplemente abucheos y silbidos con susantiguos compañeros. El guardiamarina delGénéreux saludó y dijo: «El capitán Harte leenvía sus saludos, señor, y le comunica que élpuede prescindir de estos hombres».

«¡Que dios te bendiga, queridísima Molly!»,se dijo Jack; y en voz alta: «Mis saludos yagradecimiento al capitán Harte. Tenga labondad de transmitírselos».

No eran nada del otro mundo, pensaba Jackmientras el aparejo del penol hacía subir susmíseras pertenencias: tres o cuatro erancategóricamente unos lerdos, y otros dos teníanese aire indefinible de personas de algún talento,cuya agudeza los distingue de los demás, perono tanto como ellos creen. Dos de los tontosestaban asquerosos, y uno había cambiado suropa barata por un traje rojo que aún conservabaoropeles. Sin embargo, todos tenían dos manos;todos podían atar un cabo; y sería muy raro queel contramaestre y sus ayudantes noconsiguieran que izaran.

«¡Cubierta!», gritó el guardiamarina desde el

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tope. «¡Cubierta! ¡Alguien se mueve en elembarcadero!»

«Muy bien, señor Babbington. Ahora puedebajar a desayunar. Seguramente seis tripulantesque dábamos por perdidos», le dijo Jack aJames Dillon con una sonrisa de satisfacción,volviendo a la cabina. «Puede que no sean nadadel otro mundo -en verdad creo que deberíamoshacer que se bañaran si no queremos tenerpicazón todos en el barco-, pero nos ayudarán alevar anclas. Y espero levar anclas no más tardede las nueve y media». Mientras daba golpecitosal tirador de latón de la taquilla continuó:«Embarcaremos dos cañones largos de docecomo piezas de tiro, si puedo conseguirlos delservicio de material de guerra. Pero de cualquiermodo, voy a zarpar con esta corbeta,aprovechando la brisa, para ponerla a prueba.Escoltaremos doce mercantes hasta Cagliari, ysi todos han llegado, partiremos al anochecer.Veremos cómo se porta. ¿Sí, señor… señor…?»

«Pullings, señor, ayudante de segundo oficial.La lancha del Burford está abordada con unatripulación.»

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«¿Una tripulación para nosotros? ¿Cuántoshay?»

«Dieciocho, señor», y habría añadido «…yvaya pinta de borrachines que traen algunos» sise hubiera atrevido.

«¿Sabe usted algo de este grupo, señorDillon?», preguntó Jack.

«Sabía que en el Burford había, muchosantiguos tripulantes del Charlotte y algunosprocedentes de los barcos reclutadores quevendrían enrolados a Mahón, señor, pero nohabía oído que fueran a mandar ninguno a laSophie».

Jack estaba a punto de decir: «Y yo que teníamiedo de quedarme en cueros…», pero sólo serió entre dientes. Se preguntaba cuál era lacausa de que este cuerno de la abundancia sehubiera derramado sobre él. «Lady Warren», larespuesta vino a su mente como una revelacióndivina. Se rió de nuevo y dijo: «Ahora, señorDillon, me voy a acercar al muelle. El señor Head,que es un hombre de palabra, me dirá si puedocontar con los cañones antes de media hora ono. En caso afirmativo, le haré una señal con el

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pañuelo para que empiece a tirar de lasestachas. ¿Qué pasa ahora, señor Richards?»

«Señor», dijo el pálido escribiente. «Dice elseñor contador que tengo que traerle todos losdías, a esta hora, los recibos y las cartas paraque los firme, y el libro de contabilidad pasado alimpio para que lo revise».

«Perfectamente», dijo Jack en tono amable.«Todos los días laborables. Pronto aprenderáusted los que son laborables y los que no lo son».Comprobó la hora. «Aquí tiene los recibos paralos hombres. El resto enséñemelo en otromomento».

La escena en cubierta no era diferente a la deCheapside8 en obras: dos cuadrillas bajo lasórdenes del carpintero estaban preparando elsitio donde hipotéticamente se colocarían loscañones a proa y a popa, y grupos decampesinos y vagabundos varios esperaban depie, junto a su equipaje. Algunos observaban lostrabajos con interés y hacían comentarios, otrosbostezaban distraídamente y miraban al cielocomo si nunca lo hubieran visto. Uno o dosincluso habían llegado hasta el sagrado alcázar.

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8. Cheapside: Cruce de cinco calles ycarreteras al norte de Londres.

«¡Santo cielo! ¿Qué es toda estaconfusión?», preguntó Jack. «Señor Watt, estoes un barco del Rey, no Margate.9 ¡Eh! ¡Usted,señor, váyase a proa!»

9. Margate: Zona de la costa sur inglesaconocida por sus playas y centros de veraneo.

Por unos instantes, antes de que el pocodisimulado arranque de indignación transformaraa aquellos patanes en gente activa, lossuboficiales observaron a Jack con tristeza, y élalcanzó a oír las palabras «toda esa gente…»

«Voy a desembarcar», dijo. «Cuandoregrese, esta cubierta tiene que tener unaapariencia muy distinta».

Todavía estaba enrojecido por la ira cuandobajó al bote detrás del guardiamarina. «¿Es quese piensan que voy a dejar un solo marinero deprimera en tierra mientras pueda apretujarlo abordo?», se dijo. «Naturalmente, aunque a ellosles guste, no podrá haber tres guardias. Y aun asíserá difícil conseguir catorce pulgadas.»

El sistema de tres guardias era ventajoso

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porque los hombres podían dormir toda la nochede vez en cuando, mientras que el de dosguardias les permitía dormir cuatro horasseguidas todo lo más; pero por otra parte, coneste último la mitad de los hombres disponía detodo el espacio para colgar sus coyes, en tantoque la otra mitad estaba en cubierta. «Dieciochoy seis son veinticuatro», dijo Jack, «máscincuenta aproximadamente, digamos setenta ycinco. ¿Y con cuántos haré la guardia?». Calculóesta cifra para multiplicarla por catorce, porquecatorce pulgadas era el espacio que cada coytenía asignado, según las reglas. Le parecíabastante improbable que la Sophie dispusierade ese espacio, fuera cual fuera su tripulaciónoficial. Todavía pensaba en ello cuando elguardiamarina exclamó: «¡Parar! ¡Alzar remos!»y chocaron levemente con el embarcadero.

«Regrese al barco ahora, señor Ricketts»,dijo Jack. «No creo que vaya a tardar mucho, yasí ahorraremos tiempo».

Pero con la tripulación del Burford habíaperdido su oportunidad. Había otros capitanesantes que él, y tuvo que guardar turno. Se paseó

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bajo el brillante sol matutino con su colegaMiddleton, con una charretera similar a la suya,pero con un galón de mayor categoría que lehabía permitido llevarse el mando del Vertueuse,el adorable navío corsario francés que habríasido de Jack si hubiera justicia en el mundo.Después de haberse contado los chismorreosnavales del Mediterráneo, Jack señaló que habíaido a buscar un par de cañones de doce.

«Y crees que los soportará?», le preguntóMiddleton.

«Espero que sí. Sus cañones de cuatro sonde pena, aunque debo confesarte que estoyansioso por ver qué ocurre con los baos de labatería.» «Bien, yo también lo espero», dijoMiddleton asintiendo con la cabeza. «Encualquier caso, has venido el día más indicado.Parece que van a poner a Head por debajo deBrown y se le ha despertado tal rencor que estásaldando las existencias, igual que unapescadera al terminar el mercado».

Jack ya había oído algo sobre este nuevo giroen la larguísima disputa entre la Junta militar y laJunta naval, y ansiaba ampliar su información,

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pero en aquel momento apareció el capitánHalliwell muy sonriente, y Middleton, a quien lequedaba algún resto de buena conciencia, ledijo: «Te cedo mi turno, porque voy a tardar unsiglo con todos los detalles de mis carronadas».

«Buenos días, señor», dijo Jack. «SoyAubrey, de la Sophie, y me gustaría probar unpar de largos de doce, por favor.»

Sin cambiar su melancólica expresión lo másmínimo, dijo el señor Head: «¿Ya sabe lo quepesan?».

«Alrededor de treinta y tres quintales, creo.»«Treinta y tres quintales, tres libras y tres

onzas. Llévese una docena, capitán, si cree quesu corbeta puede soportarlos.»

«Muchas gracias, con dos será suficiente»,dijo Jack mirándolo con agudeza, tratando dedescubrir si se estaba burlando.

«Suyos son, pues, y que le presten buenservicio», dijo el señor Head con un suspiro,haciendo signos secretos sobre un trozo gastadode pergamino que luego enrolló. «Entregúeseloal encargado del arsenal y él le dará el par másbonito que cualquier hombre pueda desear.

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También me quedan algunos morteros en muybuen estado, si es que le caben.»

«Señor Head, le estoy sumamenteagradecido», dijo Jack y rió satisfecho. «Ya megustaría que el resto del servicio estuvieraorganizado de esta misma forma.»

«Y a mí también, capitán, y a mí también»,exclamó el señor Head, y de repente suexpresión se volvió iracunda. «Hay algunoshombres holgazanes y mal intencionados,malditos canallas soplagaitas, rascatripas,buscavidas y soplones que le harían esperar unmes, pero yo no soy uno de esos. CapitánMiddleton, señor, ¿carronadas para usted,verdad?»

Jack estaba otra vez al sol. Entonces hizo unaseñal. Miró con atención por entre los palos yvergas entrecruzadas y vio una figura en el topede la Sophie que se inclinó como si saludara acubierta y después desapareció por un brandalcomo la cuenta de un collar deslizándose por unhilo.

Diligencia era la consigna del señor Head,pero el encargado del arsenal no parecía

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haberse enterado. Le mostró los dos cañones dedoce a Jack con muy buena voluntad. «El parmás bonito que cualquier hombre puedadesear», le dijo acariciando los cascabelesmientras Jack firmaba la entrega; pero despuéspareció cambiar de humor, había otros muchoscapitanes antes que Jack… lo justo era lo justo…vueltas y más vueltas… y había otros de treinta yseis que estaban delante y tenía que moverlosprimero… estaba angustiosamente falto deayuda.

La Sophie había atracado ya hacía rato yestaba cuidadosamente amarrada en elembarcadero bajo las grúas. Había más jaleo abordo que antes, más jaleo del normal, inclusopara la relajada disciplina del puerto, y estabaseguro de que algunos hombres ya se lashabrían arreglado para emborracharse. Rostrosexpectantes -ahora mucho menos expectantes-observaban por la borda cómo su capitán sepaseaba arriba y abajo, arriba y abajo, mirandoora su reloj ora el cielo.

«¡Por Dios!», exclamó dándose una palmadaen la frente. «¡Qué tonto he sido! Me he olvidado

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por completo del aceite». Se giró rápidamente ycorrió hacia el arsenal, donde se oían violentasprotestas, sin duda porque el encargado y susayudantes hacían rodar las resbaladeras de lascarronadas de Middleton hacia la ordenada filade barriles. «¡Encargado!», gritó Jack. «Venga aver mis cañones de doce. He pasado la mañanacon tantas prisas que me parece que he olvidadountarlos». Con estas palabras dejó caer condiscreción una moneda de oro en cada una delas bocas, y la expresión del encargado fuecambiando hasta mostrar claramente suaceptación. «Si el condestable no hubieraestado enfermo, ya me lo habría recordado»,añadió Jack.

«Bien, gracias, señor. Esa ha sido siempre lacostumbre, y no me gustaría que desaparecieranlas viejas costumbres, se lo confieso», dijo elencargado todavía con un resquicio de malhumor. Pero luego, poco a poco, se le iluminó elsemblante y dijo: «¿Mencionó la palabra prisa,capitán? Veamos qué podemos hacer».

Cinco minutos más tarde, el cañón de proa,colgado con esmero por las gualderas de la

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cureña, por la boca y por una de las teleras,flotaba suavemente sobre el castillo de proa dela Sophie a pocos centímetros de su posicióndefinitiva; Jack y el carpintero estaban a gatas,como sí estuvieran jugando, atentos al sonidoque harían los baos y las cuadernas cuando elcañón se soltara de la grúa. Jack hacía señalescon la mano diciendo: «¡Ahora, con delicadeza,con delicadeza!» Los tripulantes de la Sophieestaban muy atentos. Todos guardaban silencio,incluso la cuadrilla de aguadores, con los cubossuspendidos, y también la cadena humana quetiraba del cañón de doce desde la orilla parasubirlo por el costado del barco y bajarlo hasta elpañol de tiro, donde estaban los ayudantes delcondestable. El cañón llegó abajo y se asentófirme. Hubo un crujido profundo pero sinconsecuencias, y la proa de la Sophie descendióligeramente. «Excelente», dijo Jack mientrassupervisaba el cañón bien colocado en elespacio asignado. «Queda mucho espacio, unocéano de espacio, a fe mía», dijo dando unpaso atrás. En su prisa por evitar que Jack lopisara, el artillero que estaba detrás de él chocó

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con el compañero de al lado, que a su veztropezó con otro, estableciéndose una reacciónen cadena en aquel abarrotado espacio, más omenos triangular, entre el palo trinquete y la roda,que produjo la laceración de un grumete y casi elahogamiento de otro. «¿Dónde está elcontramaestre? Ahora, señor Watt, veamos elaparejo. Se necesita una vinatera de anilla rígidapara esta polea. ¿Dónde está la retranca?»

«Ya casi está, señor», dijo el contramaestresudoroso y agobiado. «Yo mismo estoytrabajando en ese empalme».

«Bien», dijo Jack corriendo hacia el alcázar,por encima del cual estaba suspendido el cañónde popa como preparado para atravesar el fondode la Sophie si la gravedad conseguía atraerlomás fuertemente, «algo tan simple como unempalme no le costará mucho al contramaestrede un buque de guerra, me imagino. Bien, señorLamb, ponga a estos hombres a trabajar, porfavor, que esto no es fiddler's green.10 Miró elreloj de nuevo. «Señor Mowett», le dijo alsonriente ayudante del segundo oficial. Y laexpresión sonriente del joven Mowett se volvió

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muy seria. «Señor Mowett, ¿conoce usted el caféJoselito?»

10. Fiddler's green: El paraíso al que se creíaque iban los hombres de mar al morir.

«Sí, señor.»«Bien, tenga la bondad de llegarse hasta allí y

preguntar por el doctor Maturin. Déle mis saludosy dígale que lamento mucho no poder regresar alpuerto a la hora de comer, pero que le enviaré unbote esta tarde a la hora que él prefiera.»

* * *No habían regresado al puerto a la hora de

comer. Desde luego, por lógica hubiera sidoimposible, pues ni siquiera habían salido de él,sino que iban deslizándose majestuosamente através de las apretujadas embarcaciones haciael canalizo. Disponer de un barco pequeño conuna tripulación numerosa tiene la ventaja, entreotras, de que se pueden hacer maniobras que leestán vedadas a un navío de línea, y Jack preferíadesplazarse con esfuerzo a ser remolcado o adeslizarse a vela con una tripulacióndesasosegada, con hábitos alterados, y formadapor una aglomeración de extraños.

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En el canal de salida bajó a un bote y,remando él mismo, dio una vuelta alrededor de laSophie. La observó desde todos los ángulos, ala vez que pensaba en las ventajas einconvenientes de mandar a todas las mujeres atierra. Sería fácil encontrar a la mayoría mientraslos hombres estuvieran comiendo. No sóloestaban allí las chicas del pueblo para divertirse ysacar propinas, sino también las amantes casipermanentes. Si daba una batida ahora y otrajusto antes de partir definitivamente, podría echara todas fuera de la corbeta. No quería mujeres abordo. Sólo causaban problemas, y con laafluencia de nuevos tripulantes todavía causaríanmás. Por otro lado, había una cierta falta de celoa bordo, una falta de auténtico empuje que él notenía intención de transformar en resentimiento,sobre todo aquella tarde. Los marineros eranconservadores en sus costumbres, lo mismo quelos gatos, él lo sabía muy bien. Podían soportaresfuerzos y dificultades increíbles, por no hablarde peligros, pero todo tenía que hacerse segúnsus costumbres, de lo contrario se convertían ensalvajes. La corbeta navegaba bastante

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sumergida en el agua; tenía la proa ligeramentehundida y escoraba hacia el puerto. Todo esepeso extra hubiera estado mejor por debajo de lalínea de flotación. No obstante, tendría quecomprobar si se dejaba gobernar.

«¿Quiere que dé la voz de rancho para latripulación, señor?», preguntó James Dillon al vera Jack de nuevo a bordo.

«No, señor Dillon. Tenemos que aprovechareste viento. Cuando hayamos pasado el cabo, esposible que amaine. ¿Están ya los cañonesbragados y atortorados?»

«Sí, señor.»«Entonces nos haremos a la vela. Guardar

remos. Que la tripulación se prepare para izar.»El contramaestre dio la orden y corrió hacia el

castillo de proa entre infinidad de pasosapresurados y rugidos.

«¡Esos recién llegados, ahí abajo, silencio!»Más pasos apresurados. La tripulación regularde la Sophie permanecía serena en sus puestoshabituales, en absoluto silencio. Una vozprocedente del Généreux, situado a un cable dedistancia, pudo oírse claramente: «La Sophie se

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hace a la vela».Y allí estaba, balanceándose suavemente,

saliendo de Puerto Mahón: por la aleta deestribor quedaban las embarcaciones, y detrás laluminosa ciudad. El viento del norte, que soplabapor babor, empujaba la popa virándolaligeramente. Jack hizo una pausa, y al darsecuenta de lo que pasaba exclamó: ¡Arriba deinmediato! Las voces repitieron la orden y alinstante los obenques se oscurecieron con loshombres que pasaban y subían corriendo comosi estuvieran en la escalera de su casa.

«¡Soltar! ¡Desplegar!» Otra vez las órdenes ylos gavieros se colocaron rápidamente en lasvergas. Destrincaron los tomadores, cabos quemantenían las velas aferradas a las vergas,recogieron el trapo bajo los brazos y esperaron.

«¡Largar velas!», fue la orden. Y laacompañaron los pitidos y los gritos delcontramaestre y sus ayudantes.

«¡Sujetar empuñiduras! ¡Sujetarempuñiduras! ¡Guinda suelta! ¡Con alegría, ahí enla cofa del trinquete, muévanse! ¡A las escotasde la juanete! ¡Bracear! ¡Amarrar!»

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Un suave empujón desde arriba hizo escorarla Sophie, y luego otro y otro, sucediéndose cadavez más rápido, convirtiéndose en un impulsoconstante. Estaba avanzando, y las intensasráfagas de agua canturreaban en sus costados.Jack y el primer oficial intercambiaron unamirada: no había estado mal. Pero la juanete deproa había llevado tiempo, a causa delmalentendido sobre la definición de reciénllegado y si había que incluir bajo esta injuriosadenominación a los seis tripulantes de la Sophieque se habían reincorporado los últimos. Estohabía desembocado en una violenta aunquesilenciosa disputa en las vergas, y las velashabían sido aferradas de una forma un tantoespasmódica que, sin embargo, no llegó a servergonzosa, así que no tendrían que soportar lamofa de los otros barcos de guerra del puerto.

Hubo momentos, con la confusión de lamañana, en que todos habían temidoprecisamente eso.

La Sophie había desplegado sus alas, máscomo una mansa paloma que como un furiosohalcón, pero no tanto que mereciera la

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desaprobación de los ojos expertos que laobservaban desde tierra. Y por lo que se refería alos lugareños, tenían ya la vista tan saturada porel ir y venir de todo tipo de embarcaciones quemostraron una glacial indiferencia ante sumarcha.

* * *«Perdón, señor», dijo Stephen tocándose el

sombrero, dirigiéndose a un marino en el muelle,«¿puede decirme si conoce un barco llamadoSophia?».

«¿Un barco del Rey, señor?», dijo el oficialdevolviéndole el saludo. «¿Un navío de guerra?Aquí no hay ningún barco con ese nombre, perotal vez se refiera usted a la corbeta, señor, lacorbeta Sophie».

«Esa debe de ser, señor. No existe nadie tanignorante como yo en cuestiones navales. Elbarco al que me refiero está al mando delcapitán Aubrey.»

«Exactamente, la corbeta, la corbeta decatorce cañones. Está casi justo frente a usted,señor, en línea con la casita blanca que se ve enel cabo.»

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«¿El barco con velas triangulares?»«No. Ese es un velachero. Algo más a la

izquierda.»«¿Ese rechoncho barco mercante con dos

palos?»«Bien», dijo el marino riendo, «está un poco

hundido, pero es un barco de guerra. Se loaseguro. Y creo que están a punto de zarpar. Sí.Ahí van las gavias, ya están atadas lasempuñiduras. Están subiendo las vergas. Ahoralargan las juanetes. ¿Qué pasa? ¡Ah, ahí están!No han sido muy rápidos que digamos, perodaremos por bueno lo que termina bien.Además, la Sophie nunca fue rápida en lasmaniobras. Mire, está ganando velocidad. Coneste viento, llegará a la boca del puerto sin tenerque tocar ni una braza».

«¿Se está haciendo a la mar?»«Desde luego. Debe de estar navegando a

tres nudos ya, tal vez a cuatro.»«Le estoy muy agradecido, señor», dijo

Stephen levantando su sombrero.«Servidor de usted, señor», dijo el oficial

levantando el suyo. Observó a Stephen por unos

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instantes. «Quizás debía haberle preguntado sise sentía bien. He reaccionado demasiado tarde.Aunque ahora parece estar más tranquilo».

Stephen había bajado caminando hasta elmuelle para averiguar si podía llegar hasta laSophie andando o si tenía que procurarse unbote para asistir a su cita para comer. Laconversación con el señor Florey lo habíapersuadido de que no sólo la cita iba en serio,sino que la invitación de carácter más generalera también fiable, una propuesta perfectamentefactible que sin duda debía aceptarse. ¡Quécortés, más que cortés había sido el señorFlorey! Le había explicado los pormenores delservicio médico de la Armada real, lo habíallevado a ver cómo el señor Edwardes, delCentaur, procedía a una amputación de graninterés. Le había quitado sus escrúpulos de quecarecía de experiencia estrictamente quirúrgica;le había prestado el «Blane», sobre lasenfermedades que afectan a los marineros, elLibellus de Natura Scorbuti de Hulme, elEffectual Means (Medios eficaces) de Lind yMarine Practice (Tratado de medicina naval) de

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Northcote, y había prometido buscarle al menoslos instrumentos más indispensables hasta querecibiera su permiso y el cofre oficial. «En elhospital hay trocares, tenáculos y legras pordocenas, sin contar las sierras y raspadores dehuesos», le había dicho.

Stephen se había convencido totalmente. Y alver la Sophie, con sus velas blancas y su cascobajo haciéndose cada vez más pequeño sobre elbrillante mar, su emoción fue tan fuerte quecomprendió lo ansioso que estaba ante laperspectiva de un nuevo puesto y nuevoshorizontes, y también de una relación másintensa y estrecha con ese amigo que ahoranavegaba con rapidez hacia la isla de lacuarentena y que pronto desaparecería detrás deella.

Atravesó la ciudad en un extraño estado deánimo.

Había sufrido tantas desilusiones últimamenteque le parecía imposible poder soportar otra.Más aún, desarmado, había dejado que todassus defensas se dispersaran. Cuando estabareuniéndolas de nuevo y afloraban las reservas,

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sus pasos se aproximaron al café Joselito y oyóunas voces gritar: «¡Ahí está! ¡Llámelo! ¡Corratras él! Si corre lo alcanzará.»

Aquella mañana no había ido al café Joselito,porque era cuestión de pagar una taza de café opagar un bote que lo condujera hasta la Sophie, ypor eso el guardiamarina que ahora corría tras élno había podido encontrarlo. «¿DoctorMaturin?», preguntó el joven Mowett, y se paró enseco ante aquella mirada viperina que reflejabauna profunda antipatía. No obstante, transmitió elmensaje, y se sintió aliviado al ver que eraacogido con una mirada mucho más humana.

«Muy amable», dijo Stephen. «¿A qué hora leparece a usted conveniente, señor?»

«Pues, creo que en torno a las seis, señor»,dijo Mowett.

«Entonces, a las seis estaré en las escalerasdel Crown», dijo Stephen.

«Le estoy muy agradecido, señor, por lasmolestias que se ha tomado por encontrarme».Se despidieron con una ligera inclinación decabeza, y Stephen se dijo: «Iré al hospital y leofreceré mi ayuda al señor Florey. Tiene un caso

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de fractura combinada por encima del codo queexigirá una resección básica de la articulación.Hace mucho tiempo que no siento el chirrido delhueso bajo la sierra», añadió sonriendoanticipadamente.

* * *Por la aleta de babor tenían la punta de la

Mola. Ya no los zarandeaban las turbulentasráfagas, alternadas con la calma, que seformaban en las colinas y valles de la sinuosaorilla norte del gran puerto. Con una tramontanacasi estable del norte cuarta al este, la Sophienavegaba velozmente en dirección a Italia, bajolas mayores, con un rizo en las juanetes y lasgavias.

«Hágala orzar tanto como pueda», dijo Jack.«¿Qué velocidad alcanzará, señor Marshall?¿Seis nudos?»

«No creo que llegue a alcanzar seis, señor»,dijo el segundo oficial negando con la cabeza.«Va un poco lenta hoy con ese exceso de peso aproa».

«Jack cogió el timón, y enseguida la últimaráfaga de la isla sacudió la corbeta, haciendo

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saltar la blanca espuma por encima delpasamanos, por sotavento, y arrancándole elsombrero. Su dorada cabellera quedó flotando alviento en dirección sursuroeste. El segundooficial corrió detrás del sombrero, se lo arrebatóal marinero que lo había recogido en la batayola,le limpió la escarapela con su pañuelo y secolocó junto a Jack sosteniéndolo entre susmanos.

John Lane, gaviero del mayor, murmuró a suamigo Thomas Gross: «Sodoma y Gomorra escariñosa con Ricitos de oro». Thomas guiñó elojo y sacudió la cabeza, pero no había censuraen su gesto -estaban preocupados por elfenómeno, no por el juicio moral. «Bien,compañero, lo único que espero es que no noscanse demasiado», replicó.

Jack la dejó abatirse a sotavento hasta que laborrasca pasó, y fue entonces, al ponerla denuevo en su rumbo con las manos firmes en lascabillas de la rueda del timón, cuando entró encontacto directo con la parte vital de la corbeta.Sentía en las palmas de las manos vibracionessimilares a las producidas por un sonido o una

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corriente de agua, que venían directamente de lacaña y se unían a otros innumerables ritmos, alcrujido de su casco y al zumbido de su jarcia. Ellímpido aire le azotaba con fuerza la mejillaizquierda, y a medida que iba girando el timón, laSophie respondía, con más rapidez ysensibilidad de lo que esperaba. Cada vez lacorbeta iba orzando más. Todos miraban orahacia arriba, ora hacia delante. Por fin, a pesarde que la bolina estaba tensa como la cuerda deun violín, la juanete de proa comenzó a flamear.Jack aminoró la marcha. «Estenoroeste», dijocon satisfacción. «Manténgala así», le indicó altimonel, y dio la orden, la tan esperada y muybien recibida orden de llamar a rancho.

Entretanto, la Sophie, lo más ceñida posiblea babor, salía a las solitarias aguas de alta mar,donde las balas de los cañones de doce nopodrían hacer daño y cualquier desastre pasaríadesapercibido. Atrás iba dejando muchas millasy una larga y tensa estela blanca, ligeramentedesviada al suroeste, que Jack miraba desde laventana de popa con aprobación: la corbeta teníamuy poco abatimiento. Sin duda hacía falta ser

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un timonel muy experimentado para manteneruna estela tan perfecta en el mar. Estabacomiendo solo, una comida espartana queconsistía en cabrito mal cocido mezclado con col,y cuando se dio cuenta de que no tenía a nadiecon quien compartir las innumerables ideas queburbujeaban en su mente, recordó que aquellaera su primera comida formal como capitán.Estuvo a punto de hacer un comentario jocososobre esto con el despensero (porque, además,estaba de muy buen humor) pero se reprimió. Noestaría bien. «Ya me acostumbraré con eltiempo», dijo volviendo a mirar el mar con sumodeleite.

* * *Los cañones no habían sido un éxito. Incluso

con sólo la mitad de la carga, el cañón de proaretrocedía con tal brusquedad que al tercerdisparo el carpintero cayó rodando por cubierta,tan pálido y asustado que toda su disciplina sefue por la borda. «No lo haga, señor», dijocubriendo la boca del cañón con la mano. «Siviera lo mal que están los baos de la batería, y elsobretrancanil se soltó en cinco lugares distintos.

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¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!» El pobre hombre corrióhacia los cáncamos de la retranca. «¡Ahí! ¡Losabía! Están a medio apretar en ese delgado yviejo madero. ¿Por qué no me lo dijiste, Tom?»,preguntó con una mirada de reproche a suayudante.

«No me atrevía», dijo Tom bajando la cabeza.«Esto no irá bien, señor», dijo el carpintero,

«no con esta madera. Ni con esta cubierta».Jack sentía que su cólera iba en aumento.

Estaba en una situación ridícula en el castillo deproa, lleno a rebosar, con el carpintero de rodillasa sus pies, como en actitud suplicante, mirandolas grietas. Y esa no era manera de dirigirse a uncapitán. Pero no había modo de resistirse a laprofunda sinceridad del señor Lamb, sobre todoporque Jack, en el fondo, estaba de acuerdo conél. La fuerza del retroceso, toda aquella mole demetal saliendo disparada hacia atrás ylevantándose de la retranca con un vibrantesonido era demasiado, demasiado para laSophie. Además, no quedaba realmente sitiopara maniobrar, pues los cañones de doce y susaparejos ocupaban gran parte del poco espacio

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que había. Estaba amargamente desilusionado.Una bala de doce libras podía acertaraproximadamente a quinientos metros, podíadesparramar una lluvia letal de metralla, llevarsepor delante una verga, causar grandes destrozos.Mientras reflexionaba, jugaba con una de ellas,lanzándola hacia arriba y cogiéndola en el aire.En cambio, una de cuatro libras, por muy lejosque llegara…

«¿Va usted a disparar el otro?», preguntó elseñor Lamb, todavía a gatas, con valentía ydesesperación. «Su visitante se empapará,porque se han abierto grietas tremendas».

William Jevons, ayudante del carpintero,subió a cubierta y dijo en voz baja pero queretumbaba y podía oírse desde el palo mayor:«Hay unos treinta centímetros de agua en lasentina».

El carpintero se levantó, se puso el sombreroe informó: «Hay unos treinta centímetros de aguaen la sentina, señor».

«Muy bien, señor Lamb», dijo Jacktranquilamente, «la bombearemos». «Bien, señorDay», dijo girándose hacia el condestable que se

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había arrastrado hasta cubierta para disparar loscañones de doce (se habría arrastrado desde latumba de haber estado en ella). «Señor Day,desmonte los cañones y póngalos a resguardo,por favor. Y usted, contramaestre, ponga a loshombres en la bomba de cangilones».

Jack, apenado, dio unas palmaditas al cañónaún caliente y se dirigió a popa. No lepreocupaba el agua de forma especial. Por otraparte, la Sophie había correteado con viveza conla marejadilla que venía de proa y, teniendo encuenta sus características específicas, ya habíahecho bastante. Pero estaba enfadado a causade los cañones, profundamente enfadado, y miróaún con más indignación la verga mayor.

«Pronto tendremos que arriar las juanetes,señor Dillon», observó cogiendo la carta denavegación. La consultaba como puraformalidad, más que por otra cosa, pues sabíamuy bien dónde se encontraban. Por ese sentidoque desarrollan los auténticos marinos, sabía quetenía detrás -por detrás de su hombro derecho- lasilueta de la costa, una forma oscura más allá delhorizonte. Habían navegado siempre contra el

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viento, y las clavijas de los punteos indicabanbordadas paralelas, estenoreste y despuésoestenoroeste. Habían dado cinco bordadas (laSophie no era tan rápida al virar como esperaba)y una de las veces habían virado en redondo.Habían navegado a siete nudos. Estos cálculosiban abriéndose paso en su mente, y enseguidatuvo la solución: «Mantener el rumbo durantemedia hora y luego colocarnos con el viento enpopa; dos grados menos. Esto nos llevará apuerto».

«Daría lo mismo reducir el trapo ahora»,observó. «Mantendremos el rumbo durantemedia hora más». Después bajó a la cabina,pensando en el mejor modo de ocuparse de laenorme cantidad de papeles que requería suatención. Aparte del inventario de las bodegas yde los libros de contabilidad, estaba el diario dea bordo de la Sophie, que le proporcionaríadatos sobre el pasado del barco, y el rol, que leinformaría sobre su tripulación. Hojeó el diario:

Domingo, 22 de septiembre 1799, vientosNO, O, S. Rumbo N40 O, distancia navegada:49 millas, situación: latitud 37° 59'N, longitud 9 °

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38' O, situación por demora: cabo San VicenteS27E 64 millas. Anocheció fresquito yaturbonado con lluvia. En ocasioneslargábamos o reducíamos trapo. Amaneció confuertes vendavales y a las 4 pusimos la velacuadra mayor. A las 6 avistamos una navedesconocida por el sur. A las 8 mas moderado,rizamos la vela cuadra mayor. A las 9 seidentificó. Era un bergantín sueco en dirección aBarcelona, en lastre. Al mediodía el temporalamainó. Giro completo de proa.

Docenas de entradas de este tipo de tareas ysobre la escolta de convoyes, el sencillo y nadaespectacular trabajo cotidiano que conformaba elnoventa por ciento de la vida en la Marina, o aúnmás.

Hombres empleados en distintos oficios,lectura de las Ordenanzas Militares… viaje enconvoy, con las juanetes y las gavias con dosrizos. A las 6 señal secreta a dos líneas navíosde guerra, los cuales respondieron. Con todaslas velas desplegadas, la tripulaciónpreparando cabos… dando bordadasocasionalmente, la gavia mayor con tres rizos…

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ventolinas pasando a bonanza… limpieza decoyes. Formación en divisiones, lectura deOrdenanzas Militares y castigo a Joseph Wood,John Lakey, Matthew Johnson y WilliamMusgrave con doce latigazos por borrachera…Anocheció con tiempo bonancible peronebuloso, a las 5 abajo remos y botes parallegar a la orilla, lo que tuvo lugar a las 6:30 conla corriente, ancla en la punta de la Mola S 6Odistancia de cinco leguas marinas. A las 8:30con la perspectiva de entrada de viento,rápidamente obligados a cortar la estacha yhacernos a la vela… lectura de las OrdenanzasMilitares y servicio religioso… castigadoGeoffrey Sennet con 24 latigazos pordesacato… Francis Bechell, Robert Wilkinson yJoseph Wood por borrachera.

Muchísimas entradas de esta clase;bastantes flagelaciones, pero nada serio,ninguna sentencia como las suyas, de cienlatigazos. Esto contradecía la primera impresiónque tuvo de laxitud. Tendría que leerlo másdetenidamente. Ahora el rol.

Geoffrey Williams, marinero, nacido en

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Bengala, voluntario en Lisboa 24 de agosto1797, salió 27 marzo 1798 en Lisboa. FortunatoCarneglia, guardiamarina, 21, nacido enGénova, expulsado 1 junio 1797 por orden delcontralmirante Nelson, libertad condicional.Samuel Willsea, marinero de primera, nacidoen Long Island, enrolado como voluntario enOporto 10 octubre 1797, cayó del bote 8 febrero1799 en Lisboa. Patrick Wade, campesino, 21,nacido en el condado de Fermanagh, enroladoen Porto Ferraio el 20 de noviembre 1796, dadode baja 11 noviembre 1799 para pasar alBulldog, por orden del capitán Darley. RichardSutton, teniente, enrolado 31 diciembre 1796por orden del comodoro Nelson, dado de bajapor fallecimiento 2 febrero 1798, muerto enacción de guerra contra un corsario francés.Richard William Baldick, teniente, enrolado 28febrero 1798 por encargo del conde SaintVincent, dado de baja 18 abril 1800 paraenrolarse en la Pallas por orden del capitánKeith.

En la columna ropa fallecidos había la sumade 8 libras y 10 chelines junto al nombre de

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Sutton. Sin duda habían subastado su equipajeen el palo mayor.

Pero Jack no podía mantener la mente fija enaquella columna de enrolamiento tanceremoniosa. El brillante mar, de un azul másoscuro que el cielo, y la blanca estela que losurcaba, atraían sus ojos por la ventana de popa.Terminó por cerrar el libro y se permitió el lujo dequedarse mirando el mar. Si quería, podía irse adormir, pensaba; pero prefirió seguir allí gozandode aquella espléndida intimidad, que en el marera el más escaso de los bienes. Como tenienteen el Leander y en otros barcos de buen tamañopodía asomarse a las ventanas de la cámara deoficiales, por supuesto, pero nunca solo, nuncasin que faltara la presencia y la actividad de otrosseres humanos. Ahora era maravilloso, sinembargo echaba de menos esa presencia y esaactividad. Su mente estaba demasiadoanhelante e inquieta para saborear todo elencanto de aquella soledad, y tan pronto sonó eltan-tan, tan-tan de las cuatro campanadas subióa cubierta.

Dillon y el segundo oficial se encontraban a

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estribor, junto al cañón de bronce de cuatro, y eraobvio que comentaban algo sobre la parte de lajarcia visible desde aquel punto. Tan prontovieron a Jack se fueron a babor, como eracostumbre, respetando su zona de privilegio enel alcázar. Era la primera vez que le ocurría, nose lo esperaba, no lo había pensado, y sintió unextraño estremecimiento de placer. Pero a la vez,esto lo privaba de compañía, a menos quellamara a James Dillon. Dio dos o tres vueltascon la mirada puesta en las vergas: estabanagarrochadas tan fuertemente como lo permitíanlos obenques de los palos mayor y trinquete,pero no tanto como estarían en una situaciónideal, y tomó nota mentalmente para decirle alcontramaestre que pusiera jaretas transversalesque permitieran ganar de tres a cinco grados.

«Señor Dillon», dijo, «tenga la amabilidad dearribar un poco y dar la vela cuadra mayor. Surcuarta al oeste medio sur».

«Sí, sí, señor», dijo. «¿Con dos rizos?»«No, señor Dillon, ningún rizo», dijo Jack con

una sonrisa y reanudó su recorrido. A sualrededor todo eran órdenes, ruido de pasos y

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gritos del contramaestre. Sus ojos siguieron todala operación con una rara indiferencia, raraporque precisamente se sentía eufórico.

La Sophie se abatía suavemente. «¡Así,así!», exclamó el oficial de derrota, y el timonel lamantuvo firme. Cuando empezaba a virar paraponerse viento en popa, desapareció la vela decuchillo de la mayor, desplomándose como unanube ondulada sobre un montón gris e inanimadode velas enrolladas. Enseguida apareció la velacuadra mayor, hinchándose y agitándose duranteunos segundos, para quedar después bien tensa.Entonces la corbeta se precipitó hacia delante, ycuando Dillon gritó «¡Amarrar!» ya habíaaumentado su velocidad por lo menos dosnudos, clavando la proa y levantando la popa,como cogida por sorpresa por el timonel, lo queen realidad podría haber sucedido. Dillon mandóa otro hombre más al timón, para evitar que unaráfaga de viento la virara a barlovento. La velacuadra mayor estaba tensa como un tambor.

«Avise al velero», dijo Jack. «Señor Henry,¿podría ocuparse de añadir otro trozo de trapo aesta vela? ¿No le pondría una gran nesga en el

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grátil?»«No, señor», respondió el velero con

seguridad. «Ni aunque la hubiera llevado antes.No con esta verga, señor. Mire el horrible senoque forma ahora, lo que llamaríamos una vejigade cerdo, hablando con propiedad».

Jack se acercó al pasamanos y mirófijamente la estela que dejaban en el mar, la largacurva que se formaba a sotavento cuando lacorbeta ascendía desde la hondonada bajo suproa. Gruñó y volvió a su punto de observaciónjunto a la verga mayor, una percha de madera detreinta pies de largo aproximadamente, que seestrecha desde unas siete pulgadas en la partecentral, entre los estrobos, hasta unas tres en lasextremidades, los penoles.

«Se parece más a un palo de mesanaredonda que a una verga mayor», pensódespués de mirar detenidamente la verga másde veinte veces. Observaba atento cómoactuaba sobre ella la fuerza del viento: no sepodía forzar menos, pues la Sophie no navegabatan rápido ahora. La verga aguantaba y a Jack lepareció que la oía quejarse. Las brazas de la

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Sophie tiraban hacia delante, desde luego,puesto que era un bergantín, y la tensión erasuperior en los penoles, lo cual irritaba a Jack;sin embargo, el grado de escora era constante.Jack se quedó allí con las manos a la espalda yla mirada vigilante, y los demás oficiales queestaban en el alcázar, Dillon, Marshall, Pullings yel joven Ricketts, permanecían atentos, sin decirpalabra, mirando unas veces a su nuevo capitány otras a la verga mayor. No eran los únicos queobservaban inquisitivamente, pues la mayoría delos marineros experimentados de cubierta sehabían unido a este doble escudriñamiento: mirarhacia arriba primero y luego de soslayo a Jack.Había una extraña atmósfera. Ahora que casinavegaban viento en popa, es decir, ahora queiban casi en la misma dirección del viento,apenas se oía algún rumor. La lenta pero largacabezada de la Sophie (sin mar de través que lahiciera moverse rápido) casi no hacía ruido, yademás, había una calma tensa entre lostripulantes, que murmuraban procurando no seroídos. Pero a pesar de su cuidado, una voz llegóhasta el alcázar: «Va a arrancarlo todo si la sigue

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forzando de esa forma».Jack no la oyó. No era consciente de la

tensión que había a su alrededor; su menteestaba muy lejos, ocupada en los cálculos de lasfuerzas opuestas. No cálculos matemáticos sinomás bien subjetivos, los mismos de un jinetemontado en su nuevo caballo y frente a un setodifícil de franquear. Bajó a la cabina, y despuésde estar mirando un rato por la ventana de popa,observó la carta de navegación. La punta de laMola debía de estar ahora a estribor; muy prontosería avistado y entonces el viento aumentaríaconsiderablemente, desviándose a lo largo de lacosta. Muy bajito Jack silbaba Deh vieni yreflexionaba: «Si tengo éxito con esto y me hagocon un montón de dinero, digamos… varioscientos de guineas, lo primero que haré, despuésde haber saldado las cuentas, será ir a Viena, ala ópera».

James Dillon llamó a la puerta. «Señor, elviento está refrescando», dijo. «¿Puedo aferrarlao por lo menos hacer un rizo?»

«No, no, señor Dillon, no», dijo Jacksonriendo. Luego, pensando que no era muy

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justo dejar esto a cargo del primer oficial añadió:«Dentro de dos minutos subiré a cubierta».

En realidad, llegó allí en menos de uno, justoa tiempo para oír el penetrante crujido que noauguraba nada bueno. «¡Soltar escotas!», gritó.

«¡A los motones! ¡Chafaldetes de las gavias!¡Estrechar amantillos! ¡Arriar suavemente! ¡Eh,allí, muévanse rápidamente!»

Todos se movían rápidamente. La vergamayor quedó suelta y pronto estuvo sobrecubierta desaparejada, con la vela desenvergaday todo adujado.

«Lamentablemente, se desprendió por losestrobos, señor», dijo el carpintero con tristeza.Tenía un día desgraciado. «Si usted quiere,trataré de ponerle una jimelga, pero nunca seráfiable».

Jack, inexpresivo, asintió con la cabeza. Fuehasta el pasamanos, y colocando un pie en élsubió al primer flechaste. La Sophie se levantósobre las olas y, efectivamente, allí estaba lapunta de la Mola, una barra oscura a tres gradosa estribor. «Creo que debemos finalizar ladescubierta», observó. «Ponga rumbo al puerto,

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señor Dillon, por favor.Haga izar la cangreja y todo su aparejo. No

hay un minuto que perder».Cuarenta y cinco minutos más tarde, la

Sophie recogía sus amarras, y antes de habersedetenido del todo, el cúter ya estaba abajo.Cuando la verga que se había desprendidoestuvo en el agua, el cúter se dirigió con urgenciahacia el muelle, llevándola a remolque como unagraciosa cola.

«¡Mirad, ahí va sonriente el reptil másdesvergonzado de la flota!», observó un remerode proa cuando Jack subía al embarcadero.«Arriesga nuestra pobre Sophie la primera vezque sube a bordo y la deja casi con una solaverga y las cuadernas desvencijadas, tiene a lamitad de la tripulación bombeandodesesperadamente y al resto en cubierta todo elsanto día, Dios lo sabe, sin una pausa ni paraoler la pipa. Y él, sonriente, sube corriendo laescalera como si arriba lo esperara el rey Jorgepara armarlo caballero».

«Y poco tiempo para comer, sin quepodamos recuperar el tiempo perdido», dijo otra

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voz desde el centro del bote.«¡Silencio!», gritó el señor Babbington

sumamente indignado.«Señor Brown», dijo Jack con una expresión

grave, «usted podría prestarme un valiosísimoservicio si quisiera. Desgraciadamente, se hadesprendido la verga mayor de la corbeta,lamento decírselo, y a pesar de todo tengo quepartir al anochecer, el Fanny ya ha llegado. Portanto, le ruego que la declare inservible y me déotra. Nunca me he visto en una situación tanespantosa, querido amigo», dijo cogiendo alseñor Brown por el brazo y dirigiéndose al cúter.«Le devuelvo los dos cañones de doce pues metemo que con ellos la corbeta estarásobrecargada. Según tengo entendido, ahora elservicio de material de guerra está bajo sucompetencia».

«De mil amores», dijo el señor Brownmirando la horrorosa cavidad de la verga quesostenían los tripulantes del cúter para que lainspeccionara. «Pero no hay en el astilleroninguna percha tan pequeña como la que ustednecesita».

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«Vamos, señor, se olvida usted delGénéreux. Tenía tres vergas de recambio para lajuanete de proa y muchas otras perchas. Y ustedsería el primero en admitir que tengo derecho auna.»

«Bien, puede probarla si quiere; puedeguindarla para que podamos ver cómo queda.Pero no le prometo nada.»

«Permita que mis hombres la saquen, señor.Recuerdo exactamente dónde estabaalmacenada. Señor Babbington, cuatro hombres.¡Vamos! ¡Muévanse!»

«Se la doy a prueba, recuérdelo, capitánAubrey», dijo el señor Brown. «Observaré cómola guindan».

«Esto es lo que yo llamo una verdaderapercha», dijo el señor Lamb mirando la vergaensimismado. «Ni un nudo, ni un bucle, creo quees una percha francesa, casi 43 pies tan finoscomo un silbido. Con ella extenderá la vela mayorcomo corresponde a una vela mayor».

«Sí, sí», dijo Jack con impaciencia.«¿Todavía no está introducida esa guindaleza enel cabrestante?»

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«La guindaleza está lista, señor». Larespuesta llegó tras una breve pausa.

«Entonces súbala.»La guindaleza estaba fijada en el centro de la

verga y desde allí seguía hasta su extremoderecho, atada en media docena de puntos,desde los estrobos hasta el penol con estopores-tiras de filástica hiladas. La guindaleza ibadesde el penol hasta la polea en la punta del palomayor, bajaba pasando a través de otra poleaque había en cubierta y de allí al cabrestante, detal forma que, cuando el cabrestante giraba, laverga subía desde el agua, inclinándose cadavez más hacia la vertical, hasta llegar a bordototalmente recta. Allí sería conducidacuidadosamente por entre la jarcia hasta suposición final.

«Corte el estopor exterior», dijo Jack. Alcaerse la meollar, la verga se inclinó ligeramentey quedó sujeta por el siguiente estopor, y amedida que ascendía se iban quitando losdemás. Cuando cayó el último de ellos, la vergase balanceó justo por debajo de la cofa.

«No le servirá, capitán Aubrey», gritó el señor

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Brown a través de su bocina en medio de latranquila brisa de la tarde. «Es demasiadogrande y, con toda seguridad, se soltará. Tendráque serrar los penoles y la mitad del tercercuarterón».

Allí colocada, tiesa y desnuda, la vergaextendía sus brazos como los de una enormebalanza, y parecía en verdad excesivamentegrande.

«¡Enganchar los amantillos!», dijo Jack. «No,más hacia afuera. A mitad de distancia delsegundo cuarterón. Largar la guindaleza yarriarla». La verga bajó a cubierta y el carpinterocorrió a buscar sus herramientas.

«Señor Watt», dijo Jack al contramaestre.«Quiero que prepare solamente los brazalotes».El contramaestre abrió la boca, la volvió a cerrar,y lentamente reanudó su trabajo mientraspensaba que en cualquier lugar, menos enBedlam,11 los brazalotes se preparaban despuésde los escoteros, los estribos y las coronas delaparejo de la verga (o un guardacabo para elgancho del aparejo, si se prefería), y no sepreparaba ninguno de ellos, nunca, hasta que en

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el extremo cortado se hubiera colocado el tojino,la parte estrecha sobre la cual se apoyabantodos, y se le hubiera puesto una abrazaderapara evitar que todos ellos se desplazaran haciael centro. El carpintero reapareció con una sierray una regla. «Señor Lamb, ¿tiene usted uncepillo?», preguntó Jack. «Su ayudante le irá abuscar uno. Quite los herrajes del botalón de alay retoque los extremos de los tojinos, señorLamb, por favor». Lamb lo miró asombrado, perofinalmente comprendió lo que Jack quería hacer ycepilló despacio las puntas de la verga y les sacóvirutas hasta que quedaron blancas, comonuevas, y del tamaño de un panecillo. «Con estobastará», dijo Jack. «Guíndela otra vez, y braceecon cuidado para que siempre estéperpendicular al muelle. Señor Dillon, voy adesembarcar. Devuelva los cañones al arsenal yespéreme alejado de la costa, en el canal.Tenemos que hacernos a la vela antes delcañonazo de la noche. ¡Ah, señor Dillon! Todaslas mujeres a tierra».

11. Bedlam: Bethlehem Royal Hospital.Primer manicomio inglés y el primero de Europa.

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Famoso por el brutal tratamiento que daban a loslocos. Con este nombre se designa en general atodos los manicomios.

«¿Todas sin excepción, señor?»«Todas las que no tengan certificado de

matrimonio. Todas las rameras. Las rameras sonmuy importantes en los puertos, pero en alta marno son apropiadas». Hizo una pausa, bajó a sucabina y regresó dos minutos más tardemetiéndose un sobre en el bolsillo. «¡Al astillerootra vez!», dijo saltando al bote.

«Se alegrará de haber seguido mi consejo»,dijo el señor Brown al recibirlo al pie de lasescaleras. «La primera ráfaga de viento la habríaarrancado».

«¿Puedo llevarme los duetos ahora, señor?»,preguntó Jack con cierta impaciencia. «Voy arecoger al amigo del que le hablé, un granmúsico, señor. Tiene que conocerlo. La próximavez que vengamos a Mahón debe permitirme quese lo presente a la señora Brown».

«Será un honor. Estaremos encantados», dijoel señor Brown.

«¡A la escalera del Crown ahora, y a ciar

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como héroes!», dijo Jack al regresar al botellevando consigo el libro y arrastrando los pies.Estaba bastante gordo, como muchos marinos, ysudaba fácilmente cuando bajaba a tierra.«Faltan seis minutos», dijo mirando su reloj a laluz del crepúsculo cuando llegaban al muelle.«¡Ah, está usted ahí, doctor! Espero que meperdone por haberlo traicionado esta tarde.¡Shannahan, Bussell! ¡Vengan conmigo!¡Vosotros permaneced en el bote! SeñorRicketts, es mejor que espere a unas veinteyardas del embarcadero, así evitará tentacionesa los hombres. ¿Le importaría esperar mientrashago algunas compras, señor? No tuve tiempode mandar a buscar nada, ni siquiera un corderoni un jamón ni una botella de vino, así que metemo que la mayor parte del viaje comeremosbasura: carne de caballo y pastel de boda de OldWeebil, que mojaremos con grog preparado concuatro partes de agua. Pero en Cagliaripodremos abastecernos de víveres. ¿Quiere quelos marineros le lleven su equipaje al bote? Porcierto», añadió mientras caminaban seguidospor los dos marineros, «antes de que se me

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olvide, es costumbre en la Marina dar un anticipode la paga al contratar a alguien, así quepensando que no querría usted ser distinto de losdemás, le he puesto unas guineas en estesobre».

«¡Qué norma tan humana!», dijo Stephen conaire satisfecho. «¿Se cumple a menudo?»

«Invariablemente», dijo Jack. «Es unacostumbre general en la Marina».

«En ese caso», dijo Stephen cogiendo elsobre, «la seguiré sin dudarlo. En verdad, noquiero parecer raro. Le estoy muy agradecido.¿Entonces, puedo disponer de uno de sushombres? Sólo tengo un cofre pequeño y algunoslibros, pero el violoncelo, ya sabe usted, es unobjeto voluminoso».

«Entonces nos encontraremos en la escaleraal sonar el primer cuarto después de la hora»,dijo Jack. «No pierda ni un solo instante, se loruego, doctor, porque tenemos muchísima prisa.¡Shannahan, cuide del doctor y trate su equipajecon cuidado! ¡Bussell, usted acompáñeme!»

Cuando el reloj dio el cuarto y la última notaquedó suspendida en el aire como esperando

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que sonara la media, Jack dijo: «Estiben el cofreentre las escotas de proa. Señor Ricketts,siéntese encima del cofre. Doctor, siéntese allí ycuide del violoncelo. Estupendo. ¡Desatracar!¡Ciar! ¡Remar con firmeza! ¡Ahora!»

Alcanzaron la Sophie y Stephen y suspertenencias fueron impelidos a bordo por elcostado, concretamente por el de babor, paraevitar ceremonias y para asegurarse de que eldoctor subía realmente a bordo, pues losmarineros tenían un mal concepto de loshombres de tierra adentro, y si Jack lo dejabasolo, correría un riesgo, aun siendo tan baja laaltura de la Sophie. Así que Jack lo acompañóhasta la cabina. «Cuidado con la cabeza», ledijo. «Esa pequeña guarida es suya. Póngasecómodo, se lo ruego, y disculpe mi falta deceremonia. Tengo que subir a cubierta».

«Señor Dillon», dijo. «¿Está todo en orden?»«Todo en orden, señor. Los doce mercantes

ya han hecho la señal.»«Muy bien. Dispare un cañonazo para

avisarles y hágase a la vela, por favor. Creo quetendremos que salir del puerto sólo con las

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juanetes, si se mantiene esa coletilla de brisa, yluego, lejos del abrigo del cabo, podremos haceruna respetable salida a alta mar. Hágase a lavela y después será el momento de organizar lasguardias. Un día muy largo, ¿verdad señorDillon?»

«Un día larguísimo, señor.»«Por un instante pensé que no se acabaría

nunca.»CAPÍTULO 3

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Al sonar las dos campanadas de la guardiade mañana, la Sophie navegaba a velocidadconstante rumbo al este, a lo largo del paralelotreinta y nueve, con el viento en popa; noescoraba más de dos tracas bajo las juanetes, yhabría podido llevar izadas las sobrejuanetes, siel grupo amorfo de barcos mercantes bajo suprotección no hubiera decidido navegar muydespacio hasta que amaneciera del todo, sinduda por temor a equivocarse en la longitud.

El cielo todavía tenía un color gris, y eraimposible saber si estaba despejado o cubiertocon nubes muy altas, pero el mar ya tenía unatonalidad nacarada, más propia del día que de lanoche, cuyos reflejos iluminaban las abultadasgavias haciéndolas brillar como perlas grises.

«Buenos días», dijo Jack al centinela de lapuerta.

«Buenos días, señor», dijo el centinelaadoptando la posición de atención.

«Buenos días, señor Dillon.»«Buenos días, señor», respondió éste

llevándose la mano al sombrero.Jack comprobó el estado del tiempo y la

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orientación de las velas, y advirtió la posibilidadde un buen amanecer, mientras aspirabaprofundamente el aire puro, pues acababa desalir de la atmósfera cargada de la cabina. Sevolvió y fue hasta la batayola, vacía de coyes aaquella hora del día, y observó los barcosmercantes. Allí estaban todos, dispersos en unazona no muy amplia, y enredado en su jarciaestaba Saturno, tan bajo en el horizonte que él,en un principio, lo había tornado por un lejanofanal de popa o una luz del palo mayorextraordinariamente grande. Miró a barlovento yvio una hilera de gaviotas adormiladas que, sinmucho ánimo, se disputaban sobre una olasardinas o anchoas o tal vez pequeños arenques.El crujir de las poleas al tirar suavemente de loscabos y las velas, la actividad de cubierta y lalínea curva que formaban los cañones delante deél, inundaron su corazón de felicidad y estuvo apunto de dar un salto allí mismo.

«Señor Dillon», dijo sobreponiéndose aldeseo de estrecharle la mano al primer oficial,«después del desayuno tendremos que pasarrevista a la tripulación y organizar las guardias y

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el alojamiento».«Sí, señor. Ahora hay desorden porque la

nueva dotación está aún por clasificar.»«Al menos tenemos muchos tripulantes y

podríamos luchar fácilmente por ambos lados ala vez, lo cual es más de lo que tiene cualquiernavío de guerra. Aunque me temo que nos handejado lo peor de la dotación del Burford. Mepareció que había una cantidaddesproporcionada de hombres de lord Mayorentre ellos. Supongo que no habrá antiguostripulantes del Charlotte.»

«Sí, señor, tenemos uno: ese hombre sin peloy con un pañuelo rojo en el cuello. Era un gavierode proa, pero parece estar todavía muy aturdidoy azorado.»

«Un suceso muy triste», dijo Jack sacudiendola cabeza.

«Sí», dijo James Dillon mirando al vacío yviendo cómo una lengua de fuego ascendía en elaire y enormes llamas se extendían desde laperilla de los mástiles hasta la línea de flotación,en un navío con ochocientos hombres a bordo.«El crujir de las llamas se podía oír a una milla o

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más de distancia. Y a veces brotaba unallamarada que se elevaba en el aire crepitando yondeando como una gran bandera. Era unamañana como ésta, tal vez un poco másavanzado el día».

«Si no recuerdo mal, usted lo presenció.¿Tiene alguna idea de cuál fue la causa? Lagente habla de una máquina infernal que subió abordo un italiano al servicio de Boney.»12

12. Boney: Napoleón Bonaparte.«Por lo que he oído, algún estúpido almacenó

paja en la entrecubierta, junto al tubo con lamecha retardada para los cañonazos de señales.La paja ardió y una llamarada alcanzóinmediatamente la vela mayor. Fue tan derepente que no pudieron llegar a lospalanquines.»

«¿Pudo usted salvar a algún tripulante?»«Sí, a algunos. Recogimos a dos marineros y

a un artillero de popa que estaba terriblementequemado. Se salvaron muy pocos, alrededor decien, me parece. No fue nada digno en absoluto.Se hubieran podido salvar muchos más, pero losbotes se resistían a avanzar.»

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«Seguramente estaban pensando en labatalla del Boyne.»13

13. Batalla del Boyne (1690): librada entrelas tropas de Guillermo III y Jacobo II. Se saldócon la derrota de este último, que se vio obligadoa huir a Francia. Los protestantes del Ulsterresultaron victoriosos.

«Sí. Los cañones del Charlotte se disparabanal ser alcanzados por el fuego, y todos sabíanque en cualquier momento la santabárbarapodría explotar; pero aun así… Todos losoficiales con los que hablé me dijeron lo mismo:no había modo de hacer que los botes seaproximaran. Lo mismo ocurría con mitripulación, íbamos en un cúter alquilado, elDart.»

«Sí, sí, ya lo sabía», dijo Jack con unaexpresiva sonrisa.

«… tres o cuatro millas con el viento en popa,y tuvimos que arribar para acercarnos. Pero nohubo forma de inducir a los hombres a queremaran enérgicamente. No podía decirse queninguno de los marineros ni de los grumetes letemiera al fuego de los cañones, sino que era un

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grupo que tenía un comportamiento inmejorableen el abordaje, o respondiendo a una bateríacostera, o en cualquier cosa que se le mandara.Y los cañones del Charlotte no nos apuntaban,desde luego, sino que disparaban al azar. Perono, el sentimiento que había en el cúter era porcompleto diferente, muy distinto delexperimentado en una acción de guerra o alpasar una horrible noche en peligro. Y poco sepuede conseguir con una tripulación tan maldispuesta.»

«Nada», dijo Jack. «Ni se puede forzar unamente dispuesta». Se acordó de suconversación con Stephen Maturin y añadió: «Esuna contradicción». Podría haber añadido queuna tripulación con sus hábitos totalmentealterados, con el sueño interrumpido y privada desus rameras, tampoco era la mejor de las armas,pero sabía que cualquier comentario en un barcode setenta y ocho pies y tres pulgadas de esloraera como una declaración pública. Además, eloficial de derrota y el timonel estaban muy cerca.El oficial de derrota dio la vuelta al reloj de arena,y cuando los primeros granos iniciaron su

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aburrido descenso hacia la ampolleta de la queapenas habían acabado de salir, llamó con vozgrave, como de guardia nocturna, «¡George!», yel infante de marina que estaba de centinela seadelantó y dio tres campanadas.

Ahora ya no había dudas sobre el cielo, teníaun purísimo color azul de norte a sur, tan sólo conuna ligera sombra violeta al oeste.

Jack se encaramó al pasamanos debarlovento, se colgó de los obenques y subió porlos flechastes. «Esto puede no parecer muydigno de un capitán», pensó deteniéndosedebajo del aparejo de la cofa para ver quéholgura se podría dar a la verga con jaretascruzadas y bien zalladas. «Quizás debería subirpor la boca de lobo». Desde la invención deestas plataformas llamadas cofas que secolocaban en la parte superior del palo, losmarineros, por pundonor, han tratado de llegarhasta ellas por un camino raro y tortuoso,subiéndose por las arraigadas, que van desdelas jaretas en el cuello del palo macho hasta laschapetas en el canto de la cofa. Se agarran aéstas y trepan como arañas, colgando de

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espaldas a unos veinticinco grados de la vertical,hasta que alcanzan la cercha de la cofa y sesuben a ella, ignorando totalmente el orificiocuadrado, junto al palo mayor, más práctico, quees la culminación natural del camino por losobenques: un camino directo, seguro, consencillos peldaños, desde la cubierta hasta lacofa. Este orificio, esta boca de lobo, puededecirse que no la usa nadie, excepto quienesnunca han navegado o personas de alto rango, ycuando Jack pasó a través de ella le dio un sustotan tremendo al marinero Jan Jackruski que ésteprofirió un débil grito. «Pensé que era usted eldemonio del barco», dijo en polaco.

«¿Cómo se llama usted?», dijo Jack.«Jackruski, señor. Por favor, gracias», dijo el

polaco.«Tenga cuidado, Jackruski», dijo Jack

subiendo con facilidad por los obenques delmastelero. Se detuvo en el tope, pasó un brazopor los obenques de la juanete y se apoyócómodamente en las crucetas. Muchas horashabía pasado allí castigado cuando era joven, dehecho había empezado a subir allí siendo tan

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pequeño que podía sentarse fácilmente en lacruceta central con las piernas colgando;entonces se inclinaba hacia delante, se apoyabaen el palo con los brazos doblados y se dormía,quedando bien encajado a pesar de los girosviolentos del asiento. ¡Cómo dormía en aqueltiempo! Siempre tenía sueño o hambre o ambascosas a la vez. ¡Y qué peligrosa le parecíaaquella altura! El tope estaba más alto, muchomás alto en su querido Theseus -alrededor deciento cincuenta pies- ¡y cómo se balanceaba enel cielo! Se mareó una vez en el tope delTheseus, y su cena desapareció rápidamentepor los aires, y nunca más se supo de ella. Contodo, esta altura era cómoda. Ochenta y sietepies menos la profundidad de la sobrequilla, osea, algo más de setenta y cinco. Desde allípodía observar el horizonte hasta una distanciade diez u once millas. Recorrió con la miradatodas esas millas a barlovento. Estabantotalmente desiertas. Ni una vela, ni la másmínima grieta en la tensa línea del horizonte. Lajuanete que estaba por encima de él de prontotomó un color dorado. Luego, a dos grados por la

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amura de babor, apareció el sol naciente con elborde brillante y su radiante luz. Por unosmomentos, sólo Jack quedó iluminado, como unelegido. Después la luz alcanzó la gavia, sedeslizó a lo largo de ella hasta llegar al pico de lavela cangreja y por último a cubierta, inundándolade proa a popa. A Jack se le nublaron los ojospor las lágrimas, y éstas comenzaron a rodar porsus mejillas. Pero no bajaban una tras otra, sinodesordenadamente, dos, cuatro, seis, ocho,gotas redondas que volaban hacia sotavento através del luminoso aire.

Inclinándose para ver por debajo de lajuanete, observó a sus protegidos, los barcosmercantes: dos pingues, dos paquebotes, unagata del Báltico y el resto barcaslongas. Todosestaban allí y el último empezaba a hacerse a lavela. Ya el sol había empezado a calentar, y unadeliciosa pereza invadió sus miembros.

«Esto no saldrá bien», dijo. Habíademasiadas cosas de las que ocuparse allíabajo. Se sonó la nariz, y con los ojos fijos en lagata cargada de espato, estiró la mano hacia laburda de barlovento. Se agarró a ella

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mecánicamente, sin pensarlo, como si se trataradel pomo de la puerta de su casa, y se deslizósuavemente hasta cubierta mientras pensaba:«Uno de los campesinos recién llegados en cadabrigada de artilleros podría dar buen resultado».

Cuatro campanadas. Mowett levantó lacorredera, esperó a que la marca roja sedesplazara hacia atrás y gritó: «¡Girar!». El oficialde derrota gritó «¡Parar!» veintiocho segundosmás tarde, sin perder de vista la pequeñaampolleta. Mowett hizo una baga en el cordel,casi en el tercer nudo, de una sacudida levantó elespiche y apuntó con tiza en la tablilla «tresnudos». El oficial de derrota corrió hacia el relojgrande de las guardias, le dio la vuelta y gritó convoz firme y rotunda: «¡George!». El centinela seadelantó y tocó enérgicamente cuatrocampanadas. Un instante después se armó labarahúnda, es decir, la barahúnda para StephenMaturin, que se despertaba en ese momento yoía por primera vez en su vida los extrañosaullidos del contramaestre y sus ayudantesrepitiendo a intervalos completamente arbitrarios«¡Plegar los coyes!». Oyó un ruido de pasos

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apresurados y una voz fuerte y terrible que decía:«¡Todos arriba, todos arriba! ¡Fuera o abajo!¡Fuera o abajo! ¡A despertarse y levantarse!¡Levantarse y lavarse! ¡Levantarse! ¡Fuera oabajo! ¡Allá voy, con un cuchillo afilado y laconciencia tranquila!» Oyó tres golpes secos,pues a tres de los campesinos, profundamentedormidos, les habían cortado el coy. Oyójuramentos, risas, y el impacto de un cabocuando un ayudante del contramaestre laemprendió con un tripulante adormecido ydesconcertado, y luego un estrépito aún mayorcuando cincuenta o sesenta hombres corrían porlas escotillas con sus coyes para estibarlos en labatayola.

En cubierta, los gavieros de proa habíancolocado la bomba de tronco de olmo, con susonido jadeante. Y con el agua que ellosbombeaban, los hombres del castillo de proalimpiaban el propio castillo, los de la cofa delmayor limpiaban la parte de estribor del alcázar,y los hombres del alcázar limpiaban el resto. Y lopulían todo con piedra arenisca hasta que elagua tomaba un aspecto lechoso por la mezcla

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de diminutas astillas de madera, estopa y brea.Los grumetes y los desocupados -hombres queapenas realizaban trabajos en todo el día-trabajaban en la bomba de cangilones paraeliminar el agua acumulada durante la noche enlas sentinas, y la brigada de artilleros mimaba loscatorce cañones de cuatro. Pero ninguno de elloshabía sentido el impresionante efecto deaquellos pasos en tropel.

«¿Habrá alguna emergencia?», se preguntóStephen saliendo rápidamente, aunque concautela, de su litera colgante. «¿Una batalla?¿Fuego? ¿Una vía de agua incontrolada?¿Estarán demasiado ocupados para advertirmeo se habrán olvidado de que estoy aquí?». Sepuso los calzones lo más rápido que pudo y, alenderezarse con un movimiento brusco, chocócontra un bao con tal fuerza que se tambaleó yllevándose las manos a la cabeza cayó sobreuna taquilla.

Alguien le hablaba. «¿Qué ha dicho usted?»,preguntó observándolo en medio del dolor.

«Le he preguntado si se había dado un golpeen la cabeza, señor.»

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«Sí», respondió Stephen mirándose la mano.Para su sorpresa, no estaba cubierta de sangre,no había ni la más mínima mancha.

«Son estos viejos baos, señor», respondió elhombre en ese tono extraordinariamente llano,didáctico, que se usa en el mar con los de tierraadentro y en tierra con los imbéciles. «Debetener cuidado, porque están muy bajos».Stephen lo miró con tanta malevolencia que eldespensero recordó que debía darle un mensajey le dijo: «¿Le apetecería una o dos chuletaspara desayunar, señor? ¿Un buen filete?Matamos un buey en Mahón y hay unos filetesexcelentes».

«¡Ah, está usted ahí, doctor!», exclamó Jack.«Buenos días tenga usted. Espero que hayadormido».

«Muy bien, por cierto, se lo agradezco. A femía que estas literas colgantes son un inventoestupendo.»

«¿Qué le apetecería para desayunar?»Desde cubierta he sentido el olor del bacon de lacámara de oficiales y estaba pensando que es elaroma más fino que he olido en mi vida; y los

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árabes, que tienen prohibido catar el cerdo, quese fastidien. ¿Qué me dice de unos huevos conbacon y después un filete y café?»

«Piensa usted completamente igual que yo»,dijo Stephen, que tenía grandes atrasos querecuperar en materia de víveres. «Y me imaginoque también habrá cebollas, ideales paracombatir el escorbuto». La palabra cebollas letrajo al olfato su aroma al freírse y al paladar suespecial textura, fuerte pero untosa. Tragó condificultad. «¿Qué está pasando?», preguntó,porque los aullidos y el terrible estrépito, comode animales enloquecidos, habían vuelto aempezar.

«Están llamando a la tripulación adesayunar», dijo Jack sin darle importancia.«Dése prisa con ese bacon, Killick. Y con el café.Estoy muerto de hambre».

«¡Qué bien he dormido!», dijo Stephen. «Unsueño profundo, profundo, reparador ytonificante. Ningún hipnótico ni tintura de láudanopodrían igualarlo. Pero me avergüenzo de miaspecto tan desagradable. He dormido hasta tantarde que no me he afeitado todavía, y en cambio

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usted va arreglado como un novio. Discúlpemeun momento».

«Fue un cirujano naval, en Haslar», dijo alvolver bien afeitado, «el que inventó esasmodernas ligaduras arteriales cortas. Pensé enél cuando me pasaba la hoja de afeitar cerca dela carótida externa. Cuando hay marejada,seguramente se producirán muchas horriblesincisiones».

«Bueno, no, yo no diría que es así», dijo Jack.«Es cuestión de práctica, me imagino. ¿Café?Lo que sí tenemos son montones de abdómenesa punto de reventar -¿cuál es la palabracientífica?– y sífilis.»

«Hernia. Me sorprende usted.»«Hernia, exactamente. Muy común. Creo que

la mitad de los desocupados deben estarherniados en mayor o menor medida, por eso lesdamos las tareas más ligeras.»

«Bien, no es tan sorprendente ahora quepienso en la naturaleza del trabajo de unmarinero. Y la naturaleza de sus diversionesexplica la incidencia de la sífilis, desde luego.Recuerdo haber visto cuadrillas de marineros en

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Mahón, llenos de gran regocijo, bailando ycantando con deplorables mujerzuelas. Meacuerdo de hombres del Audacious, y delPhaëton, pero no recuerdo a ninguno de laSophie.»

«No. Los hombres de la Sophie eran ungrupo tranquilo en tierra. Pero, de todos modos,no tenían nada de qué o con qué regocijarse.Ninguna presa, por lo tanto ningún dinero. Sólo eldinero del botín permite al marinero levantar unapolvareda en tierra, porque su paga es muyescasa. ¿Qué me dice ahora de un filete y deotra taza de café?»

«Con muchísimo gusto.»«Espero tener el placer de presentarle al

primer oficial durante la cena. Parece ser unbuen marino y un caballero. Él y yo tendremosuna mañana muy ocupada: hay que clasificar a latripulación y asignarle sus obligaciones; comonosotros decimos, distribuir y alojar. Y tengo quebuscar un repostero para usted y otro para mí, ytambién un timonel. El cocinero de la cámara deoficiales podrá servir.»

«Vamos a pasar revista a la tripulación, por

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favor, señor Dillon», dijo Jack.«¡Señor Watt!», dijo James Dillon. «¡Todos a

pasar revista!»El contramaestre pasó la orden y sus

ayudantes bajaron corriendo mientras gritaban:«¡Todos a cubierta!» Inmediatamente, la cubiertade la Sophie, entre el palo mayor y el castillo deproa, parecía un hormiguero. Acudió toda ladotación, incluso el cocinero secándose lasmanos en el delantal, con el que hizo una bolaque se metió debajo de la camisa. Sentíanbastante incertidumbre, allí colocados a babor,pensando en la doble guardia, con los reciénllegados amontonándose inseguros entre ellos,con aspecto andrajoso, miserable y afligido.

«Todos preparados para pasar revista,señor, cuando usted quiera», dijo James Dillondescubriéndose.

«Muy bien, señor Dillon», dijo Jack.«Adelante».

Requerido por el contador, el escribiente seacercó con el rol, y el primer oficial de la Sophiecomenzó a decir los nombres: «CharlesStallard».

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«Aquí, señor», dijo Charles Stallard, marinerode primera, voluntario del San Fiorenzo,enrolado en la Sophie el 6 de mayo de 1795,cuando contaba veinte años. Ninguna anotaciónbajo «Desorden», ninguna bajo «Venéreas»,ninguna bajo «Enfermería». Había enviado diezlibras desde el extranjero. Sin duda era unhombre valioso. Pasó a estribor.

«Thomas Murphy.»«Aquí, señor», dijo Thomas Murphy. Y

mientras se colocaba junto a Stallard se llevó elnudillo del dedo índice a la frente, un gesto quehacían todos los hombres en Assei y Assou,donde nunca habían visto a un cristiano hasta lallegada de James Dillon. Era uno de esosmarineros de primera nacidos en Bengala yempujados hasta aquí quién sabe por quéextraños vientos. Y todos ellos, a pesar de haberpermanecido muchos años en la Armada real,seguían llevándose la mano a la frente y luego alcorazón, con una breve inclinación de cabeza.

«John Codlin. William Witsover. ThomasJones. Francis Lacanfra. Joseph Bussell.Abraham Vilheim. James Courser. Peter

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Peterssen. John Smith. Giuseppe Laleso. WilliamCozens. Lewis Dupont. Andrew Karouski.Richard Henry…», y la lista continuó, dejando decontestar solamente el condestable, que estabaenfermo, y un tal Isaac Wilson, hasta terminar conlos recién llegados y los grumetes. Ochenta ynueve almas, contando oficiales, marineros,grumetes e infantes de marina.

Luego empezó la lectura de las OrdenanzasMilitares, que a menudo iba seguida de unservicio religioso, y puesto que en la mente de lamayoría de los tripulantes ambas ceremoniasestaban íntimamente relacionadas, sus rostrosadoptaban una expresión profundamente devotaal escuchar las palabras «para el mejor gobiernode las naves, los navíos de guerra y las fuerzasnavales de Su Majestad, de las cuales, bajo laprovidencia divina, depende la salud, seguridad yfortaleza de su reino. Habiendo sidopromulgadas las ordenanzas por SuExcelentísima Majestad el Rey, por y con elconsejo espiritual y temporal y el consentimientode los lores y comunes reunidos, hoy, en esteParlamento, y por la autoridad de los mismos,

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que en y a partir del veinticinco de diciembre demil setecientos cuarenta y nueve, se cumplirán yejecutarán los artículos y órdenes que aparecen acontinuación, tanto en la paz como en la guerra,en la forma que a continuación se describe», unaexpresión que mantuvieron durante toda lalectura, que no cambió al oír «todos los oficialesde la corona, y todos cuantos, estando operteneciendo a las naves o navíos de guerra deSu Majestad, siendo culpables de blasfemias,insultos, maledicencia, embriaguez, falta de aseou otras acciones vergonzosas, recibirán elcastigo que el consejo de guerra considereadecuado imponerles». Ni cambió al repetir eleco «sufrirán pena de muerte». «Todo oficial dela corona, capitán y comandante de la flota queno… anime a los oficiales y demás inferiores aluchar valientemente sufrirá pena de muerte… Sialgún miembro de la flota pide tregua o se rindecobardemente y es hallado culpable en consejode guerra, sufrirá pena de muerte. Todo el quepor cobardía, negligencia o descontento seabstenga de perseguir a los enemigos, piratas orebeldes, vencidos o fugados… sufrirá pena de

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muerte… Todo oficial, marinero, soldado u otrapersona perteneciente a la flota que golpee,desenvaine o haga el gesto de hacerlo, oempuñe cualquier arma contra un oficial superior,sufrirá pena de muerte… Toda persona de laflota que cometiera el detestable y pervertidoacto de sodomía con hombre o animal serácastigado con la pena de muerte». La muertefiguraba en todos los artículos; e incluso cuandolas palabras eran totalmente incomprensibles, lamuerte tenía un tono claramente conminatorio ylevítico, y la tripulación sentía un hondo placer.Era a lo que estaban acostumbrados, lo queescuchaban cada primer domingo de mes y enacontecimientos extraordinarios como éste.Sentían que les reconfortaba el espíritu, y al llegarel cambio de guardia estaban más calmados.

«Muy bien», dijo Jack. «¡Haga la señalveintitrés con dos cañonazos por sotavento!Señor Marshall, izaremos la carbonera y latrinquetilla, y tan pronto como vea que el pinguese acerca con el resto del convoy, largue lassobrejuanetes. Señor Watt, encargúese de que elvelero y sus ayudantes se pongan enseguida a

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trabajar en la vela cuadra mayor y que los nuevostripulantes pasen a popa uno a uno. ¿Dónde estáel escribiente? Señor Dillon, vamos a preparar elreparto de las guardias. Doctor Maturin,permítame que le presente a los oficiales…» Esafue la primera vez que Stephen y James seencontraron frente a frente en la Sophie, peroStephen ya había visto aquella flameante coletaroja con una cinta negra, y estaba preparado. Apesar de ello, sintió un impacto tan fuerte alreconocerlo que, automáticamente, su rostroreflejó una fría reserva y una velada agresividad.Para James Dillon, el impacto fue mucho mayor.Con las prisas y la actividad de las veinticuatrohoras anteriores no había tenido la oportunidadde oír el nombre del nuevo cirujano. Pero apartede un ligero cambio de color, su rostro no dejótraslucir ninguna emoción. «Estaba pensando»,le dijo Jack a Stephen después de laspresentaciones, «si le divertiría dar una ojeada ala corbeta, mientras el señor Dillon y yo hacemosnuestro trabajo, o si preferiría quedarse en lacabina».

«Le aseguro que nada me proporcionaría

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mayor placer que echarle un vistazo a laembarcación», dijo Stephen. «Un complejo muyelegante de…» y su voz se desvaneció.

«Señor Mowett, tenga la bondad de mostrarleal doctor Maturin todo lo que le interese ver.Acompáñelo a la cofa del mayor, que ofrece unavista espléndida. Supongo que no le temerá a unpoco de altura, mi querido amigo».

«¡Oh, no!», dijo Stephen mirando vagamentea su alrededor.

James Mowett era un joven delgado, de unosveinte años. Iba vestido con pantalones de lonetay una camiseta rayada de Guernesey, unaprenda de punto que le daba el aspecto de unaoruga; y llevaba un cable con un pasadoralrededor del cuello, porque estaba a punto detomar parte en el aparejo de la vela cuadramayor. Observó a Stephen con atención, tratandode saber qué clase de hombre era, y con esamezcla de fácil gracejo y amable deferencia quemuestran espontáneamente tantos marineros,hizo una breve inclinación de cabeza y dijo:«Bien, señor, ¿por dónde prefiere empezar?¿Quiere que vayamos directamente a la cofa?

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Desde allí podrá divisar toda la actividad decubierta».

Toda la actividad de cubierta se concentrabaen unas diez yardas a popa y dieciséis en laparte anterior de la corbeta, y era perfectamentevisible desde donde estaban. Sin embargo,Stephen dijo: «Vamos a subir de todasmaneras». Pase usted delante y yo imitaré susmovimientos lo mejor que pueda».

Observó atento cómo Mowett subía ágilmentelos flechastes y luego, con la mente lejos de allí,subió muy despacio tras él. James Dillon y élhabían pertenecido a Irlandeses Unidos, unasociedad que en los últimos nueve años habíapasado por diferentes fases: de ser unaasociación pública y abierta que reclamaba laemancipación de presbiterianos, disidentes ycatólicos y, además, un gobierno representativopara Irlanda, había pasado a ser una sociedadsecreta y proscrita, luego un cuerpo armado enabierta rebelión, y finalmente una reserva deacorralados y vencidos. El levantamiento habíasido reprimido entre los horrores acostumbrados,y a pesar del perdón general, las vidas de los

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cabecillas más importantes estaban en peligro.Muchos habían sido traicionados ya desde elcomienzo, como el propio lord EdwardFitzgerald, y muchos se habían retirado,sospechando incluso de sus propias familias,porque los sucesos habían dividido de formaespantosa a la sociedad y a la nación. StephenMaturin no temía a la traición, ni tampoco temíapor su vida, porque no la valoraba. Pero habíapadecido tanto, debido a las innumerablestensiones, rencores y odios que provoca unarebelión frustrada, que no podía soportar ningúnotro desengaño, ni la confrontación, la hostilidadni la recriminación, ni tampoco la frialdad de unamigo o algo peor. Siempre hubo grandesdesacuerdos en el seno de la asociación, yahora, cuando sólo quedaban sus ruinas, eraimposible saber qué pensaba cada uno, pues sehabía perdido el contacto diario.

No temía por su vida, no conscientemente.Pero ahora su cuerpo estaba en lo alto, a mitadde camino entre los obenques, y le comunicó asu mente una sensación de enorme terror.Cuarenta pies no son una gran altura, pero

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parecen mucho más altos, etéreos y precarioscuando no hay nada más bajo los pies que unainconsistente escalerilla de cuerdas, flexible ymovediza. Y cuando Stephen había recorrido lastres cuartas partes del camino, los gritos de«¡Amarrar!» en cubierta indicaron que lacarbonera y la trinquetilla ya estaban izadas y lasescotas cazadas. Las velas se hincharon y laSophie escoró una traca o dos, al tiempo queguiñaba a sotavento. Stephen bajó la mirada yvio el pasamanos pasando lentamente bajo suspies y luego, justo debajo de él, las aguascristalinas del inmenso mar. Se agarró a losflechastes con fuerza cataléptica y no continuó elascenso; permaneció allí, con los miembrosextendidos, mientras la fuerza de gravedad y lacentrífuga, el pánico irracional y el terror racionalactuaban sobre su cuerpo inmóvil y agarrotado,ora empujándolo hacia el frente, de modo que elentramado cuadriculado que formaban losobenques y flechastes se le marcaba pordelante, ora empujándolo hacia atrás haciéndolobalancearse como una camisa tendida al solpara secarse.

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A su izquierda, una figura descendió por laburda y unas manos lo sujetaron suavemente porlos tobillos. Era Mowett, que le decía con su vozalegre y juvenil: «Siga subiendo, señor. Agárresea los obenques, a los superiores, y mire haciaarriba. Vamos allá». Su pie derecho fuecolocado firmemente en el siguiente flechaste yluego el izquierdo; y después de sentir otro tirónhacia atrás, más espantoso todavía, y debalancearse cerrando los ojos y conteniendo larespiración, la boca de lobo recibió su segundovisitante del día. Mowett había subidorápidamente por las arraigadas y estaba allí en lacofa esperándolo para tirar de él.

«Esta es la cofa del mayor, señor», dijopretendiendo no darse cuenta de la expresiónagotada de Stephen. «La otra de allí es la cofadel trinquete».

«Aprecio mucho su amabilidad al ayudarme asubir hasta aquí», dijo Stephen. «Muchasgracias».

«¡Oh, señor!», dijo Mowett. «Le ruego… Yesta vela es la carbonera, la que acaban de izardebajo de nosotros. Y esa de delante es la

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trinquetilla, sólo podrá verla en un navío deguerra».

«¿Esos triángulos? ¿Cómo les llaman,trinquetillas?», preguntó Stephen, hablando porhablar.

«Sí, señor. Están aparejadas en los estayes yse deslizan por ellos como cortinas con esasanillas que nosotros en el mar llamamosgarruchos. Antes teníamos aros, pero el añopasado, cuando estuvimos en Cádiz,aparejamos con garruchos y van mucho mejor.Los estayes son esos cabos gruesos que bajanoblicuamente, en dirección a proa.»

«Y su función es extender estas velas, yaveo.»

«Bien, señor, para serle sincero, sí lasextienden. Pero, en realidad, sirven para sujetarlos palos y mantenerlos hacia delante, o sea,impedir que caigan hacia atrás cuando lacorbeta cabecea.»

«¿Así que los palos necesitan estarsujetos?», preguntó Stephen caminando concuidado por la plataforma y acariciando la puntacuadrada del palo macho y la base redondeada

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del mastelero: dos robustos pilares paralelos,unidos longitudinalmente en un tramo de trespies, contando la hendidura. «No se me hubieraocurrido».

«¡Dios mío, señor! Si no, darían vueltas ycaerían por la borda. Los obenques los sujetanlateralmente y las burdas por detrás.»

«Ya comprendo. Y dígame», dijo Stephentratando de que el joven siguiera hablando alprecio que fuera, «dígame, ¿para qué sirve estaplataforma, y por qué el palo es doble a partir deeste punto? ¿Y para qué sirve este martillo?»

«¿La cofa, señor? Bien, aparte de servir parael aparejo y para subir cosas, es muy prácticapara los soldados con armas ligeras, enacciones cuerpo a cuerpo. Pueden disparar a lacubierta del enemigo y lanzarle botes fétidos ygranadas. Y luego, estas placas para obenquesen las cercha aguantan las vigotas para losobenques del mastelero. La cofa proporcionauna base amplia para asegurar los obenques,pues tiene un diámetro de diez piesaproximadamente. Y arriba es igual. Están lascrucetas, que distribuyen los obenques de la

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juanete. ¿Las ve allí, señor? Allí arriba, dondeestá el serviola, después de la verga de lagavia.»

«Supongo que todo este lío de cuerdas,maderas y lonas no se puede describir sin usartérminos náuticos. Sería imposible hacerlo deotra forma.»

«¿Sin usar términos náuticos? Me pareceríararo, señor, pero si usted lo prefiere, lointentaré.»

«No; porque a la mayoría sólo se les conocepor esos nombres, me imagino». Las cofas de laSophie tenían candeleros de hierro para losbarandales que protegían a sus ocupantesdurante las batallas. Stephen se sentó entre dosde ellos con un brazo alrededor de cada uno y laspiernas colgando; le reconfortaba sentirseanclado, allí aferrado al metal y con sólidamadera bajo su trasero. Ahora el sol ya estabamuy alto en el cielo y trazaba sobre la blancacubierta un claroscuro con líneas geométricas ycurvas únicamente quebradas por la masaamorfa de la vela cuadra mayor que el velero ysus hombres habían desplegado sobre el castillo

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de proa. «Imaginemos que hubiera que sacareste palo», dijo estirando la cabeza haciadelante, porque aparentemente Mowett temíahablar demasiado, aburrirlo o instruirlo más de lorequerido por su posición, «e imaginemos quehay que nombrar las cosas principales desde labase a la cabeza».

«Este es el palo trinquete, señor. A la base lallamamos palo macho del trinquete osimplemente palo trinquete. Tiene unos cuarentay nueve pies de altura y está apoyado en lasobrequilla. A ambos lados está sujeto porobenques, tres pares a cada lado, y por delantepor el estay del trinquete, que baja hasta elbauprés. Además, por si el estay del trinquete serompe, está el otro cabo que baja paralelo a él, elcontraestay. Luego, aproximadamente a un terciode la altura total del palo, está la collera del estaymayor. El estay mayor parte de ahí y sirve desostén al palo mayor, que tenemos justo aquídebajo.»

«Así que esto es el estay mayor», dijoStephen, echándole un vistazo. «Lo he oídomencionar a menudo. Un cabo bien macizo, sin

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duda».«Mide diez pulgadas, señor», dijo Mowett con

orgullo. «Y el contraestay siete. Luego viene laverga del trinquete, pero quizás sería mejor queacabara con los palos antes de empezar con lasvergas. ¿Ve la cofa del trinquete, similar a éstadonde nos encontramos ahora? Descansa sobrelos palos de caballetes y crucetas próximos alextremo del palo trinquete. El último trozo deltrinquete es doble, porque se junta con elmastelero, igual que estos dos de aquí. Elmastelero es ese palo de arriba empalmado altrinquete, ese trozo más delgado que sube porencima de la cofa. Se guinda desde abajo y sefija al palo macho, del mismo modo que uninfante de marina ajusta la bayoneta a su fusil; sesube por entre los palos de los caballetes ycuando está lo bastante alto se mete en el orificiodonde va encajado y se le pone una cuña que seajusta dándole golpes con la maza, que es aquelmartillo, por el que me preguntó antes, ycantamos "¡Eh, calzado!" y…», la explicacióncontinuó con viveza.

«Castlereagh colgando de un palo y

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Fitzgibbon del otro», pensaba Stephenprofundamente abatido.

«… y se sujeta por delante también albauprés. Si estira la cabeza por este lado, podráver una punta de la trinquetilla del palo trinquete».

Su voz le llegaba a Stephen como unaagradable melodía de fondo mientras trataba deponer en orden sus pensamientos. EntoncesStephen notó una pausa expectante: las palabras«palo trinquete» y «estire la cabeza» la habíanprecedido.

«¡Aja!», dijo. «¿Y cuánto mide el palotrinquete?»

«Treinta y un pies, señor, lo mismo que éstede aquí. Bien, justo por encima de la cofa deltrinquete está la collera del estay del palo mayor,que soporta este mastelero justo encima denosotros. Luego vienen los caballetes y crucetasdel mastelero, donde se sitúa el otro serviola, ydespués el mastelerillo. Se guinda y se fija de lamisma forma que el mastelero, sólo que losobenques son menos gruesos, naturalmente. Sesujeta por delante al botalón, esa percha quesobresale del bauprés, ¿la ve? Podría decirse

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que es el mastelero del bauprés. Mide veintitréspies y seis pulgadas. El mastelerillo, me refiero,no el botalón, que mide veinticuatro pies.»

«Es una delicia escuchar a un hombre queconoce su profesión tan a conciencia. Es ustedmuy preciso, señor.»

«¡Ah, ya me gustaría que los capitanesopinaran como usted, señor!», exclamó Mowett.«La próxima vez que atraquemos en Gibraltar,volveré a pasar el examen de teniente de navío.Tres capitanes de navío formulan las preguntas alos candidatos. La última vez, un capitándiabólico me preguntó cuántas brazasnecesitaría para la araña de la vela mayor y quélongitud tenía la telera. Ahora podría responderle:hacen falta cincuenta brazas de un cabo de trescuartos de pulgada, aunque nadie lo creería, y latelera mide catorce pulgadas. Creo que seríacapaz de decirle las medidas de cualquier cosaque pudiera medirse, menos las de la nuevaverga mayor, que mediré con mi cinta antes de lacena. ¿Desearía saber otras medidas, señor?»

«Quisiera saber la medida de todas lascosas.»

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«Bien, señor, la quilla de la Sophie midecincuenta y nueve pies de longitud; la bateríamide setenta y ocho pies y tres pulgadas; y elcalado es de diez pies y diez pulgadas. Elbauprés mide treinta y cuatro pies, y ya le hedescrito todos los palos excepto el palo mayor,que mide cincuenta y seis pies. La verga de lagavia mayor, la que tenemos encima, señor,mide treinta y un pies y seis pulgadas; la de lajuanete mayor, que está encima de aquella,veintitrés pies y seis pulgadas; y la sobre mayor,arriba del todo, quince pies y nueve pulgadas. Ylas velas escandalosas… pero debería hablarleantes de las vergas, señor ¿no le parece?»

«Quizás sí.»«En realidad, son muy sencillas.»«Me alegra saberlo.»«Empezaremos por el bauprés. Hay una

verga que lo cruza, con la vela cebaderaaferrada. Esa es la verga cebadera,naturalmente. Luego, pasando al palo trinquete,la de abajo es la verga trinquete y la gran velacuadra aferrada a ella es la trinquete; por encimade ésta cruza la verga del velacho, luego la verga

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de la juanete de proa y por último la verga de lapequeña sobrejuanete con la vela aferrada. En elpalo mayor es lo mismo, sólo que la verga mayor,la que está debajo de nosotros, no tiene ningunavela envergada; si la tuviera se llamaría velacuadra mayor, porque con este tipo de jarcia sepueden izar dos velas mayores: la vela cuadramayor, que se coloca en la verga, y la velacangreja, allí detrás de nosotros, una vela decuchillo envergada en un cangrejo por arriba yuna botavara por abajo. La botavara tienecuarenta y dos pies y nueve pulgadas, señor, ydiez pies y media pulgada de grosor.»

«¿Ah, sí? ¿Diez pies y media pulgada?»¡Qué absurdo fue aparentar que no conocía aJames Dillon! Una reacción muy infantil; la máscorriente y peligrosa de todas.

«Ahora, para acabar con las velas cuadras,tenemos las escandalosas, señor. Sólo sedespliegan cuando el viento viene de través, y secolocan por fuera de los grátiles, es decir, losbordes de las velas cuadras, y se extienden porlos botalones que sobresalen de la verga,mediante zunchos de hierro. Puede verlo desde

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aquí con toda claridad.»«¿Qué es eso?»«El contramaestre llamando a la tripulación a

izar velas. Van a desplegar las sobrejuanetes.Por favor, señor, venga aquí, si no los gavieros loaplastarán.»

A Stephen apenas le había dado tiempo aapartarse cuando un enjambre de marineros ygrumetes saltaron rápidamente por el borde de lacofa y treparon hasta los obenques del palomayor.

«Ahora, señor, cuando den la orden, los verádesplegar la vela, y los hombres en cubiertacazarán primero la escota de sotavento, porqueel viento sopla de ese lado y la vela se colocacon facilidad. Luego la escota de barlovento. Ytan pronto como los hombres hayan salido de laverga, moverán las drizas y la vela se izará. Esasson las escotas, las primeras junto a la polea conuna marca blanca; y esas son las drizas.»

Después de unos instantes las sobrejuanetesya estaban hinchadas, la Sophie escoró otratraca y el canturreo de la brisa en la jarciaaumentó medio tono. Los hombres bajaron

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menos apresurados de lo que habían subido, y lacampana de la Sophie tocó cinco veces.

«Dígame», dijo Stephen preparándose paraseguirlos. «¿Qué es un bergantín?»

«Esto es un bergantín, señor, aunque lollamamos corbeta.»

«Gracias. ¿Y qué es un…? Ya tenemos otravez esos aullidos.»

«No es más que el contramaestre, señor. Lavela cuadra mayor debe estar ya lista y él quiereque los hombres la enverguen.

Por el barco el atento contramaestrerevolotea,

chilla como un mastín ladrando en medio dela tormenta.

A los torpes muy dispuesto enseña,a los expertos alaba y a los tímidos anima

de veras».«Parece que se le escapa la mano con esa

vara. Me extraña que no le peguen. ¿Así que esusted poeta, señor?», dijo Stephen con unasonrisa. Empezaba a sentir que podía afrontar lasituación.

Mowett rió con ganas y dijo: «Le será más

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fácil por este lado, señor, al estar escorada deesta forma la corbeta. Iré un poco más abajo queusted. Dicen que lo mejor es no mirar haciaabajo, señor. Despacio ahora. Baje despacio.Con paciencia se gana el cielo. Ya está, señor.»

«¡Por Dios!», exclamó Stephensacudiéndose las manos. «Me alegro de estarde nuevo en cubierta». Miró hacia la cofa y luegode nuevo a cubierta. «No creía ser tantemeroso», se dijo y continuó en voz alta: «Yahora, ¿podríamos seguir dando una ojeada porabajo?»

* * *«Tal vez encontremos un cocinero en esta

nueva dotación», dijo Jack. «Eso me recuerda…espero disfrutar de su compañía a la hora de lacomida».

«Con mucho gusto, señor», dijo James Dillonhaciendo una ligera inclinación. Estabansentados en la cabina, con el escribiente a sulado, y ante ellos, sobre la mesa, estabanesparcidos el rol de la Sophie, el libro de gastosgenerales, el de las descripciones y distintaslistas. «Cuidado con ese frasco, señor

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Richards», dijo Jack cuando la Sophie dio unbandazo caprichoso por sotavento al aumentar labrisa. «Será mejor que lo tape y sostenga lapluma en la mano. Señor Ricketts, veamos esoshombres».

Era un grupo apático, comparado con latripulación regular de la Sophie. Pero es que lostripulantes de la Sophie estaban en casa. Todosiban vestidos con la misma ropa barata queRicketts el viejo, lo que les daba una aparienciabastante uniforme, y durante los últimos años sehabían alimentado bastante bien, por lo menos lacomida había sido adecuada en general. Losrecién llegados, excepto tres de ellos, eranhombres reclutados en los condados del interior,la mayoría enviados por los propios municipios.Había siete tipos achispados de Westmeath14

que habían sido detenidos en Liverpool porprovocar una reyerta, y sabían tan poco de la vida(habían ido solamente para recoger la cosecha)que cuando se les dio a elegir entre las húmedasceldas de la cárcel o la Marina, eligieron estaúltima como lugar más seco. Había un apicultorcon una cara enorme y horrible y una gran barba

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en forma de pico, cuyas abejas habían muerto; unconstructor de tejados de paja sin trabajo;algunos padres solteros; dos sastres muertos dehambre y un loco pacífico. Los más harapientoshabían recibido ropa en los barcos reclutadores,pero los demás todavía vestían su ajada ropa depana o viejos abrigos de segunda mano. Uncampesino todavía llevaba puesto elguardapolvo. Las excepciones eran tresmarineros de mediana edad: uno era un danésllamado Christian Pram, segundo ayudante en unmercante de Levante, y los otros eran dospescadores de esponjas griegos que decíanllamarse Apollo y Turbid, hechos prisioneros encircunstancias aún sin aclarar.

14. Westmeath: Condado de Irlanda. En1757 se fabricó whisky por primera vez.

«¡Excelente, excelente!», dijo Jack frotándoselas manos. «Creo que debemos nombrar oficialde derrota a Pram enseguida, estamos faltos deun oficial de derrota, y a los hermanos Esponja,apenas entiendan un poco de inglés, marinerosde primera. Por lo que se refiere al resto, todosson de tierra adentro. Bien, señor Richards, tan

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pronto como termine con las descripciones, vayaa decirle al señor Marshall que quiero verlo».

«Creo que tendremos que organizar laguardia casi exactamente con cincuentahombres, señor», dijo James levantando la vistade sus cálculos.

«Ocho en el castillo de proa, ocho en la cofadel trinquete… ¡Señor Marshall! Venga ysiéntese, y permítanos beneficiarnos de suconsejo. Tenemos que confeccionar la lista deguardias y distribuir a los hombres antes de lacomida. No hay ni un minuto que perder.»

* * *«Y aquí, señor, es donde vivimos», dijo

Mowett acercando el farol a la camareta deguardiamarinas. «Le ruego que tenga cuidadocon el bao. Tengo que pedirle disculpas por elolor, seguramente es de Babbington, que estáahí».

«¡Oh, no, no lo es!», exclamó Babbingtonsoltando rápidamente el libro.

«Eres cruel, Mowett», murmuró con profundaindignación.

«Es un camarote bastante lujoso, señor,

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teniendo en cuenta los demás», dijo Mowett.«Entra algo de luz por el enjaretado, como ve, ytambién entra un poco de aire cuando loscuarteles están quitados. Recuerdo que en labañera de proa del Namur, las velas seapagaban por la falta de aire, y no teníamos nadatan oloroso como Babbington».

«Me lo imagino», dijo Stephen, y se sentómirando hacia Babbington en la penumbra.«¿Cuántos se alojan aquí?»

«Ahora sólo tres, señor, pues faltan dosguardiamarinas. Los grumetes cuelgan los coyesjunto a la bodega de cereales. Solían comer elrancho con el condestable antes de que éste sepusiera tan malo, pero ahora vienen aquí, secomen nuestra comida y nos manchan los libroscon los dedos grasientos.»

«¿Estudia usted trigonometría, señor?», dijoStephen, cuya vista, habituada ya a la oscuridad,podía distinguir ahora un triángulo dibujado continta».

«Sí, señor, sí», dijo Babbington. «Y creo quecasi tengo la solución». (Y ya la tendría si estegrandísimo animal no se hubiera entrometido,

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añadió para sí.)«En litera de lona, meditando

profundamente,Con la mente ocupada en senos y

tangentes,Un guardiamarina yace en el cálculo

perdido,Pero su esfuerzo interrumpe un

entrometido», dijo Mowett.«Le doy mi palabra de honor, señor, de que

estoy muy orgulloso de esto.»«¡Ya lo creo que puede estarlo!», dijo

Stephen con los ojos fijos en los pequeños navíosdibujados alrededor del triángulo. «Y ¿podríadecirme qué se entiende por navío en lenguajenáutico?»

«Tiene que tener tres palos con velascuadras, señor», le dijeron amablemente, «y unbauprés, y los palos tienen que estar divididos entres: macho, mastelero y mastelerillo; porquenosotros nunca llamamos navío a una polacra».

«¿Ah, no?», dijo Stephen.«¡Oh, no, señor!», exclamaron con la mayor

seriedad. «Ni a una gata, ni a un jabeque; porque

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aunque usted crea que los jabeques tienenbauprés, en realidad se trata de una especie deservioleta arriostrada».

«Me fijaré en eso muy especialmente», dijoStephen. «Supongo que usted ya estaráacostumbrado a vivir aquí», observó poniéndosede pie con cuidado. «Al principio debe deparecer un poco reducido».

«¡Oh, señor!», dijo Mowett.«No menosprecie este humilde lugar,en el que los guardianes de la flota inglesa

moran.Respete este sagrado lugar, aunque altura

tenga poca,donde un Hawkey un Howe se formaron para

la acciónmilitar».«No le haga caso, señor», exclamó

Babbington ansioso. «No es que seairrespetuoso, se lo aseguro, señor. Essimplemente su repelente manera de ser».

«¡Bah, bah!», dijo Stephen. «Veamos el restodel barco, lo que transporta».

Siguieron adelante y pasaron junto a otro

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infante de marina que estaba de centinela. Yandando a tientas por aquel oscuro espacioentre dos enjaretados, Stephen tropezó con algoblando e inmediatamente se oyó un ruidometálico seguido de un furioso grito: «¿Es queno ve por dónde va, maricón de mierda?»

«¡Vamos, Wilson, cállese la boca!», exclamóMowett.

«Es uno de los hombres atados con grilletes,encadenados», explicó. «No se preocupe por él,señor».

«¿Por qué está encadenado?»«Por ser indecente, señor», dijo Mowett con

cierto remilgo.«¡Vaya! Esta es una habitación de buen

tamaño, aunque sea baja. Será para lossuboficiales, me imagino.»

«No, señor. Aquí es donde los marineroscomen el rancho y duermen.»

«Y el resto de los hombres, más abajo,supongo.»

«Más abajo ya no hay habitaciones, señor.Debajo de nosotros está la bodega, sólo con unapequeña plataforma como sollado.»

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«¿Cuántos hombres hay?»«Contando los infantes de marina, setenta y

siete, señor.»«Entonces, todos no pueden dormir aquí: es

materialmente imposible.»«Con todos mis respetos, señor, duermen

todos. Los coyes se cuelgan de proa a popa, ycada hombre dispone de catorce pulgadas paracolgar el suyo. El bao de la crujía mide veinticincopies y diez pulgadas, lo que permite veintidósplazas, puede ver las cifras escritas aquí.»

«Un hombre no puede descansar en catorcepulgadas.»

«No, señor, no es muy cómodo. Pero puedehacerlo en veintiocho; porque, mire, en un navíocon el sistema de dos guardias, siempre estánen cubierta haciendo guardia casi la mitad de loshombres, de modo que sus plazas quedanlibres.»

«Incluso en veintiocho pulgadas un hombredebe de estar tocando a su vecino.»

«Bueno, señor, le aseguro que es unaproximidad tolerable; caben todos y quedanresguardados de la intemperie. Se hacen cuatro

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hileras: desde el mamparo hasta este bao; y deahí hasta este otro; luego hasta el bao que tieneel farol colgado delante; y la última entre éste y elmamparo de proa, junto a la cocina. El carpinteroy el contramaestre tienen sus camarotes allí. Laprimera hilera, y parte de la siguiente, es para losinfantes de marina; luego están los marineros,que ocupan dos hileras y media. Y de esa forma,con un promedio de veinte coyes en cada una,caben todos, a pesar de ese mástil.»

«Pero esto parecerá una alfombra decuerpos, aunque sólo haya la mitad de loshombres.»

«Desde luego, señor, así es.»«¿Dónde están las ventanas?»«No tenemos nada parecido a lo que usted

conoce por ventanas», dijo Mowett moviendo lacabeza. «Hay escotillas y enjaretados en eltecho, pero, desde luego, casi todos estántapados cuando hay viento».

«¿Y la enfermería?»«Tampoco tenemos nada de eso, señor, en

honor a la verdad. Pero los enfermos disponende literas colgadas arriba, a estribor, frente al

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mamparo de proa y junto a la cocina, y se lespermite utilizar la chupeta.»

«¿Y eso qué es?»«Bien, no es exactamente una chupeta, se

parece más a una portañuela. No es como enuna fragata o en un navío de línea. Pero sirve dealgo.»

«¿Para qué?»«Me cuesta explicárselo, señor», dijo Mowett

sonrojándose. «Es un lugar necesario».«¿Un excusado? ¿Un retrete?»«Eso mismo, señor.»«¿Y qué hacen los demás, usan orinales?»«¡Oh, no, señor! ¡Por Dios! Salen por aquella

escotilla, y van hasta la proa; hay unos sitios aambos lados de la roda.»

«¿Al aire libre?»«Sí, señor.»«¿Y qué sucede si el tiempo es inclemente?»«Aun así, van a proa.»«¿Y duermen cuarenta o cincuenta juntos aquí

abajo, sin ventanas? Bien, si alguna vez pone elpie en esta habitación alguien que tenga fiebrede Malta, o la peste, o el cólera morbo ¡que Dios

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se apiade de todos ustedes!»«Amén, señor», dijo Mowett absolutamente

horrorizado ante la firme y segura convicción deStephen.

* * *«Ese sí que es un joven simpático», dijo

Stephen cuando entraba en la cabina.«¿El joven Mowett? Me alegro de oírselo

decir», dijo Jack, que parecía muy cansado yagobiado. «No hay nada mejor que tener buenoscompañeros de navegación. ¿Le apetece unacopa? De la bebida de los hombres de mar, lallamamos grog, ¿la conoce? Es muyreconfortante en el mar. ¡Simpkin, tráiganos unpoco de grog! Maldito sujeto, es lento comoBelcebú… ¡Simpkin, dése prisa con ese grog!¡Que Dios castigue a ese condenado hijo de sumadre! ¡Ah, por fin ha llegado! ¡Lo necesitaba!»,exclamó dejando el vaso. «¡Qué mañana máscondenadamente tediosa! Cada guardia debetener la misma proporción de tripulantescualificados en los distintos puestos, y otrosdetalles. Una discusión interminable. Y además»,dijo aproximándose más a Stephen, «metí la

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pata hasta el fondo… Tomé la lista y leí en vozalta "Flaherty, Lynch, Sullivan, Michael Kelly,Joseph Kelly, Sheridan y Aloysius Burke", esostipos que cogieron una subvención en Liverpool,y dije: "Más condenados papistas irlandeses; sicontinuamos así, la mitad de la guardia deestribor estará formada por ellos, y no podremoslibrarnos del rosario". Lo dije bromeando, yasabe. Pero entonces sentí un frío glacial y medije: "¡Vaya, Jack, qué tonto has sido! Dillon esde Irlanda, y se lo toma como una crítica a sunación". Pero yo no intentaba mostrarintolerancia haciendo una crítica a una nación,sino mi odio hacia los papistas. Así que traté deaclararlo, lanzando sarcásticos pero bienelaborados ataques contra el Papa, aunquequizás no fueron tan ingeniosos como yo creía,pues no parecieron ser satisfactorios».

«¿Así que usted odia a los papistas?»,preguntó Stephen.

«¡Oh, sí! Y odio la monserga. Pero lospapistas forman una banda perversa, usted yasabe, con la confesión y todo eso», dijo Jack. «Ytrataron de volar el Parlamento. ¡Dios mío, cómo

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solíamos recordar el cinco de noviembre!15 Unade mis mejores amigas, no puede imaginarse loamable que era, se entristeció tanto cuando sumadre se casó con un papista que enseguida sededicó a las matemáticas y al hebreo -aleph,beth- a pesar de ser la chica más guapa de todala región. Me enseñó navegación, tenía un grantalento, Dios la bendiga. Me contó montones decosas sobre los papistas. Ahora no las recuerdo,pero ciertamente son una banda perversa. Nohay que fiarse de ellos. Fíjese en la rebelión queacaban de promover».

15. Cinco de noviembre: El cinco denoviembre de 1605 los católicos trataron de volarel Parlamento inglés, en respuesta a las leyesdictadas contra ellos y como parte de un complot(Conspiración de la pólvora) para acabar conJacobo I. Fracasaron en su intento, y sucabecilla, Guy Fawkes, fue capturado yejecutado. Desde entonces los protestantesconmemoran ese día (llamado Guy Fawkes Day)quemando un muñeco de paja que lo representa.

«Pero mi querido amigo, los IrlandesesUnidos eran principalmente protestantes, sus

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jefes eran protestantes. Wolfe Tone y NapperTandy eran protestantes. Los Emmet, losO'Connors, Simón Butler, Hamilton Rowan, LordEdward Fitzgerald, eran protestantes. Y la ideabásica de la asociación era unir a irlandesesprotestantes, católicos y presbiterianos. Fueronlos protestantes los que tomaron la iniciativa.»

«¿Ah, sí? Bien, no conozco el tema a fondo,como puede ver. Pensaba que habían sido lospapistas. Yo estaba en las Antillas cuandoocurrió todo. Pero después de tanta malditamonserga, estoy bien preparado para odiar a lospapistas y también a los protestantes, y a losanabaptistas y los metodistas. Y a los judíos. Metraen sin cuidado. Pero lo que en realidad mefastidia es haber herido la sensibilidad de Dillon,pues como le decía, no hay nada más agradableque tener buenos compañeros a bordo. Él estápasándolo mal, realizando su tarea de primeroficial y además haciendo guardias en un nuevobarco, con nueva tripulación y nuevo capitán; y yodeseaba muy especialmente facilitarle suincorporación. Sin un buen entendimiento entrelos oficiales, la tripulación de un navío no puede

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sentirse satisfecha; y sólo un navío cuyatripulación esté satisfecha puede ser un buennavío de guerra. Tendría que haber oído a Nelsonal respecto, y le aseguro que es una gran verdad.Dillon va a cenar con nosotros y le agradeceríamucho que usted, como si fuera… ¡Ah, SeñorDillon, venga a tomar un vaso de grog connosotros!»

En parte por razones profesionales, y enparte por su natural capacidad de abstraersetotalmente, Stephen hacía tiempo que habíaasumido un papel silencioso en la mesa, y ahora,desde el refugio de su silencio, observaba aJames Dillon con especial atención. Jamesseguía irguiendo del mismo modo su pequeñacabeza; el rojo oscuro de su pelo no habíacambiado, ni tampoco el verde de sus ojos.Tenía la misma piel fina y la misma maladentadura, ahora con más dientes cariados, y elmismo aire de buena cuna. Y aunque eradelgado y bastante alto, parecía ocupar el mismoespacio que Jack Aubrey con sus ciento noventay cinco libras. El principal cambio que apreciabaen Dillon era que su expresión como de estar a

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punto de reír o de saber algún chiste secreto sehabía esfumado, había desaparecido sin dejarrastro. Ahora su expresión era grave y adusta,típicamente irlandesa. Tenía una actitudreservada, pero era muy atento y cortés, sin elmás mínimo asomo de resentimiento nimalhumor.

Comieron un rodaballo aceptable -aceptabledespués de haberle quitado la pasta de agua yharina que lo cubría- y luego el despensero trajoun jamón. Era un jamón que sin duda provenía deun cerdo que había padecido una parálisisprogresiva, el tipo de jamón que se reservaba alos oficiales que compraban sus propiasprovisiones y que sólo un hombre versado enanatomía patológica podía trinchar conelegancia. Mientras Jack se esforzaba porcumplir con sus deberes de anfitrión y le gritabaen tono amenazador al despensero «¡Lo ataré albeque!» y «¡Dése prisa!», James se volvió haciaStephen con sonrisa de contertulio y le dijo: «Meparece que ya he tenido el placer de estar en sucompañía anteriormente, señor. En Dublín, o talvez en Naas».

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«No creo haber tenido ese honor, señor. Amenudo me confunden con mi primo, que sellama como yo. Me han dicho que nosparecemos muchísimo, lo que me produce uncierto malestar, debo admitirlo, porque es un tipode aspecto siniestro y astuta mirada de delator alservicio del Castle.16 Y la condición de delator esmás despreciable en nuestro país que encualquier otro lugar, ¿verdad? Al menos yo locreo así. Aunque naturalmente, allí pululanejemplares de este tipo». Estas palabras laspronunció en un tono conversacional, lo bastantealto como para que Dillon, que estaba junto a él,las oyera por encima de las de Jack: «Concalma, ahora… espero que no estéendiabladamente duro… agárrelo por el anca,Killick; no importa que lo toque con los dedos…»

16. Castle: Castillo de Dublín, antiguamentecentro del poder inglés en Irlanda. Residenciaoficial del delegado y lugarteniente de la Corona.Sede de los consejos de estado yocasionalmente del Parlamento y de losTribunales de Justicia.

«Pienso exactamente como usted», dijo

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James con una mirada de absoluta comprensión.«¿Quiere tomar un vaso de vino conmigo,señor?»

«Con mucho gusto.»Ambos brindaron con el jugo de endrino,

vinagre y azúcar de plomo que le habían vendidoa Jack como vino, y luego, uno con interésprofesional y el otro con estoicismo profesional,prestaron atención a cómo Jack deshuesaba eljamón.

El oporto, en cambio, era decente. Y despuésde que retiraran el mantel, la atmósfera de lacabina ya era mucho más relajada y agradable.

«Le ruego que nos hable de la acción quellevó a cabo el Dart», dijo Jack llenando el vasode Dillon. «¡He oído contar tantas versionesdistintas…!»

«Sí, se lo suplico, cuéntenosla», dijo Stephen.«Lo consideraré un favor especial».

«¡Oh, no tuvo gran importancia!», dijo JamesDillon. «Fue simplemente contra un grupo dedespreciables corsarios, una disputa entrebarcos pequeños. Yo tenía el mando temporal deun cúter alquilado, una embarcación no muy

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grande, de un solo palo y con aparejo de velasaúricas, señor». Stephen asintió con la cabeza.«Su nombre era Dart y llevaba ocho cañones decuatro, lo que estaba muy bien, pero yo sólodisponía de trece hombres y un grumete paradispararlos. Sin embargo, llegaron órdenes dellevar a un mensajero del Rey y diez mil libras enmetálico hasta Malta; y el capitán Dockray mepidió que llevara a su mujer y a su cuñada».

«Lo recuerdo como primer oficial en elThunderer», dijo Jack. «Un hombre bueno,amable y apreciado».

«Así era», dijo James, haciendo un gestoafirmativo con la cabeza. «Un viento entabladodel suroeste hinchaba las gavias, salimos a altamar, viramos a tres o cuatro leguas al oeste deEgadi y nos mantuvimos un poco al suroeste. Selevantó viento al anochecer, y como llevabaseñoras a bordo además de estar escaso detripulantes, pensé que deberíamos situarnos alabrigo de Pantelleria. Durante la noche el vientoamainó y el mar se calmó. Y entonces, a lascuatro y media de la mañana, cuando me estabaafeitando, como recuerdo muy bien, porque me

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corté la barbilla…»«¡Aja!», dijo Stephen con satisfacción.«… se oyó el grito de "¡Barco a la vista!" y

corrí a cubierta…»«Seguro que subió corriendo», dijo Jack

riendo.«… y allí estaban tres barcos corsarios

franceses con jarcia latina. Había suficienteclaridad para distinguirlos, y por su proximidadya podían verse sus cascos. Inmediatamenteobservé los dos más cercanos con el catalejo. Enla proa, cada uno llevaba un cañón largo debronce de seis y cuatro cañones giratorios debalas de una libra. Los reconocí: ya habíamostenido una refriega con ellos cuando íbamos en elEuryalus y nos seguían de cerca».

«¿Cuántos hombres llevaban?»«Pues, entre cuarenta y cincuenta por barco,

señor, y además cada uno llevaba alrededor deuna docena de mosquetones a ambos lados. Yno tengo ninguna duda de que el tercero eraigual. Habían estado buscando presas en elcanal de Sicilia durante un tiempo y habíanatracado en Lampione y Lampedusa para

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repostar. Y ahora los tenía a sotavento,colocados así…», derramó el vino sobre lamesa, «… y el viento soplaba desde donde estála jarra». Podían haberme adelantado ciñendo,pero estaba claro que tenían un plan mejor:entablar combate por ambos lados yabordarme».

«Exactamente», dijo Jack.«Así que tomando todo en consideración, los

pasajeros, el mensajero real, el dinero enmetálico y la costa berberisca frente a mí, por sitenía que arribar, pensé que lo mejor seríaatacarlos por separado, mientras estaba abarlovento y antes de que los dos más cercanosunieran sus fuerzas; el tercero todavía estaba atres o cuatro millas, virando a barlovento contodas las velas desplegadas. Ocho tripulantesdel cúter eran marineros de primera, y el capitánDockray había mandado a su timonel junto conlas señoras, un tipo estupendo y muy fuertellamado William Brown. Enseguida hicimoszafarrancho de combate y disparamos tres veceslos cañones. Y tengo que decir que las damasdemostraron grandeza de ánimo, mucha más de

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la que yo hubiera deseado. Les hice saber quesu lugar estaba abajo, en la bodega. Sinembargo, la Señora Dockray no permitiría que unjovenzuelo imberbe únicamente con unacharretera añadida a su nombre le dijera cuál erasu deber, ¿o acaso yo me creía que la esposade un capitán de navío con nueve años deantigüedad iba a arruinar su encaje de muselinaen la sentina de mi cascarón de nuez? Se lo ibaa contar a mi tía y mi primo Ellis, lord delAlmirantazgo, me iba a llevar a un consejo deguerra por cobarde, por temerario, y por nosaber hacer mi trabajo. Entendía de disciplina ysubordinación igual o más que la mujer queestaba a su lado, la señorita Jones, y volviéndosehacia ella le dijo: "Ven querida, tú repartes lapólvora y llenas los cartuchos, yo los llevaréarriba en mi delantal". En aquel momento, lasposiciones eran…» y volvió a trazar el plano. «Elcorsario más cercano estaba a dos cables dedistancia y a sotavento del siguiente, y los doshabían estado disparando los cañones de proadurante diez minutos».

«¿Cuál es la equivalencia de un cable?»,

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preguntó Stephen.«Unas doscientas yardas, señor», dijo

James. «Así que bajé el timón -el cúter navegabamaravillosamente rápido con la trinquetilla- ymaniobré para atacar al navío francés por elcentro. Con el viento por la aleta, el Dart cubrió ladistancia en poco más de un minuto, lo que noestuvo nada mal, puesto que ellos nos estabanacribillando. Lo goberné hasta que estuvimos atiro de pistola, y luego corrí a proa a dirigir elabordaje, dejándole el timón al grumete.Desgraciadamente, él no me entendió y dejó queel barco corsario desplazara la proa demasiadohacia delante, de modo que lo alcanzamos pordetrás del palo de mesana y nuestro bauprés sellevó por delante los obenques de babor del paloy un buen trozo del pasamanos de la toldilla y dela jarcia de popa. Así que en vez de abordarlo,pasamos por debajo de la popa. El palo demesana cayó por la borda con el choque, ynosotros corrimos a los cañones y disparamosuna certera andanada. Éramos apenassuficientes para disparar cuatro cañones, elmensajero real y yo manipulábamos uno y Brown

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nos ayudaba a dispararlo después de hacerruego con el suyo. Orzé para acercarme porsotavento y cruzar ante su proa para impedirlemaniobrar, pero ellos tenían tanto velamendesplegado que el Dart estuvo casi detenidodurante unos momentos, y estuvimosintercambiando disparos con la mayor intensidady rapidez que nos fue posible. Pero por finavanzamos, encontramos viento de nuevo yviramos colocándonos perpendicularmente a laroda del navío francés tan rápidamente comopudimos, incluso demasiado rápidamente,porque sólo pudimos disponer de dos tripulantespara cazar las escotas y nuestra botavara chocócontra la verga trinquete de ellos, llevándoselapor delante. La vela trinquete cayó inutilizando elcañón largo de proa y los giratorios. Y cuandoviramos, ya estaba preparada nuestra batería deestribor y les disparamos tan de cerca que lostacos incendiaron la vela trinquete y los restos delpalo de mesana esparcidos por toda la cubierta.Entonces pidieron tregua y enseguida serindieron».

«¡Bien hecho, bien hecho!», exclamó Jack.

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«En buen momento», dijo James, «porque elotro corsario se acercaba rápidamente. Sólo pormilagro, nuestro bauprés y nuestra botavaratodavía se aguantaban, así que le dije al capitándel navío corsario que lo hundiría si intentaba huiry me dirigí inmediatamente a donde estaba sucompañero. No iba a tomar posesión, pues nopodía prescindir ni de un solo marinero nidisponía de tiempo».

«Desde luego que no.»«Así que nos acercábamos navegando en

direcciones opuestas, y dispararon a su antojotodo lo que tenían. Cuando nos encontrábamos aunas cincuenta yardas, el cúter cayó cuatrogrados a sotavento para apuntarles con loscañones de estribor, les disparamos unaandanada y luego orzamos rápidamente y lesdisparamos otra desde una distancia de unosveinte metros. La segunda fue verdaderamenteextraordinaria, señor. Nunca hubiera pensadoque los cañones de cuatro dieran semejanteresultado. Aprovechamos el momento en que elbarco bajaba, en su balanceo, y disparamos,aunque un poquito más tarde de lo que yo

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consideraba adecuado. Los cuatro cañonazos ledieron en la línea de flotación, a la altura de laarrufadura, los vi hacer blanco todos en la mismatraca. Unos momentos después, los hombresdejaron las armas y empezaron a correr de unlado a otro gritando. En cuanto a nosotros,desgraciadamente Brown tropezó con nuestrocañón cuando éste retrocedía, y la cureña ledestrozó el pie horriblemente. Lo mandé abajo,pero no quiso ir de ninguna forma, quisoquedarse allí sentado y usar el mosquetón, yluego dio un viva y dijo que el navío francés sehundía. Y así fue, primero se quedó a flor de aguay después se hundió hasta el fondo, con las velasdesplegadas.»

«¡Dios mío!», exclamó Jack.«Así que me quedé esperando al tercero, con

la tripulación haciendo nudos y ayustando, puesnuestra jarcia estaba hecha pedazos. Además, elpalo mayor y la botavara estaban tan dañadosque no me atrevía a forzarlos con las velas.Tenían profundas hendiduras y al palo le habíadado de lleno una bala de seis libras. Peromucho me temo que el tercero huyó de nosotros

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y no había más remedio que retroceder hastadonde estaba el primer corsario.Afortunadamente, sus hombres habían estadomuy ocupados con el incendio todo ese tiempo,si no se habrían escabullido. Llevamos seishombres a bordo para bombear, tiramos a losmuertos por la borda, cubrimos con listones lasescotillas y lo pusimos a remolque. Entonces nosdirigimos a Malta, adonde llegamos dos díasmás tarde, lo que me sorprendió, porque lasvelas eran un montón de agujeros unidos entre sípor hilos y el casco no es que estuviera muchomejor.»

«¿Rescató a los hombres del que sehundió?», preguntó Stephen.

«No, señor», dijo James.«Nada de corsarios», dijo Jack. «No con

trece hombres y un grumete a bordo. ¿Y ustedescuántas bajas tuvieron?»

«Aparte de la lesión del pie de Brown yalgunos rasguños, no hubo heridos, señor, ni unsolo hombre muerto. Fue algo sorprendente,pero es que tampoco éramos muchos.»

«¿Y ellos?»

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«Treinta muertos, señor y veintinueveprisioneros.»

«¿Y el navío corsario que hundieron?»«Cincuenta y seis, señor.»«¿Y el que se fugó?»«Bien, cuarenta y ocho, según nos dijeron,

señor. Pero apenas cuenta, puesto que sólorecibimos algunos disparos al azar antes de quese fuera asustado.»

«Bien, señor», dijo Jack, «lo felicito de todocorazón. Fue una gran hazaña».

«Lo mismo digo», afirmó Stephen. «Lomismo digo. Brindemos, señor Dillon», dijohaciendo una inclinación de cabeza y levantandoel vaso.

«¡Vamos!», exclamó Jack con repentinainspiración. «Brindemos por el éxito renovado delas tropas irlandesas y por la perdición delPapa».

«Por la primera parte bebería más de diezveces», dijo Stephen riendo. «Pero por lasegunda no beberé ni una sola gota, por muyvolteriano que me sienta. Ese pobre caballero,que es un benedictino muy culto, está a la

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merced de Boney, y en conciencia, eso ya esbastante perdición».

«Entonces ¡por la perdición de Boney!»«¡Por la perdición de Boney!», exclamaron, y

se bebieron hasta la última gota.«Espero que me perdone, señor», dijo Dillon,

«pero dentro de media hora tomo el relevo encubierta, y quisiera comprobar primero el repartode la guardia. Le agradezco esta comida tanagradable».

«¡Dios mío, qué acción tan memorable fueesa!», dijo Jack cuando se cerró la puerta.«Ciento cuarenta y seis contra catorce, o quince,si contamos a la señora Dockray. Es la clase deacción de guerra que Nelson hubiera llevado acabo, rápida, directa al enemigo».

«¿Conoce usted a lord Nelson, señor?»«Tuve el honor de servir bajo su mando en el

Nilo», dijo Jack, «y de cenar dos veces en sucompañía». Su expresión se volvió sonriente alrecordarlo.

«Le rogaría que me contara cómo es.»«¡Oh! Simpatizaría con él enseguida, estoy

seguro. Es muy delgado, incluso frágil; yo podría

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levantarlo con una mano, lo digo sin pretenderfaltarle al respeto. Pero es un gran hombre en sutrato personal. En filosofía hay algo denominadopartícula eléctrica, ¿verdad? Un átomo cargado,¿me entiende? Él se dirigió a mí en esas dosocasiones. La primera vez fue para decirme:"¿Le importaría pasarme la sal?" Y desdeentonces trato de pedir la sal como él, no sé siusted se ha dado cuenta. Pero la segunda vez,yo estaba junto a un soldado tratando deexplicarle las tácticas navales, posición abarlovento, romper la línea y otras, y en una delas pausas se inclinó hacia nosotros y con unasonrisa dijo: "No se preocupe por las maniobras,vaya siempre a por ellos". Nunca olvidaré suspalabras "No se preocupe por las maniobras,vaya siempre a por ellos". Y en esa misma cena,nos contó que en una noche fría alguien le habíaofrecido un capote de barco y que él no lo habíaaceptado, porque no tenía frío; su fervor por suRey y su país hacían que conservara el calor.Parece absurdo tal como lo cuento ahora,¿verdad? Y si se hubiera tratado de otro hombre,de cualquier otro hombre, uno hubiera exclamado

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"¡Oh, qué tontería!" y lo hubiera tomadosimplemente como una manifestación deentusiasmo, pero con él uno se sentíaenardecido y… ¿qué diablos pasa, señorRichards? Entre o salga, aquí hay buena gente.No se quede en la puerta como un maldito gallode cuaresma.»

«Señor», dijo el pobre escribiente, «usteddijo que le podía traer los papeles que quedabanantes del té, y su té ya está en camino».

«Bien, bien. Eso dije, sí», replicó Jack.«¡Dios mío, es un montón infernal! Déjelos aquí,señor Richards. Me ocuparé de ellos antes dellegar a Cagliari».

«Los de encima son los que dejó el capitánAllen para pasar a limpio, sólo tiene quefirmarlos, señor», dijo el escribiente saliendo deespaldas.

Jack echó un vistazo a algunos papeles, hizouna pausa y exclamó: «¡Aquí, aquí lo tiene! Esoes exactamente. En eso consiste nuestra tareade proa a popa en la Armada real: unas vecesseguridad y otras rachas de suerte. Se sienteuno arrastrado por una gran corriente de fervor

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patriótico y dispuesto a lanzarse en lo más reñidode la batalla y entonces le piden que firme unacosa como ésta». Le pasó a Stephen la hojacuidadosamente escrita.

A bordo de la Sophie, corbeta de SuMajestad,

en alta marSeñor,Le ruego tenga a bien formar consejo de

guerra contra Isaac Wilson (marinero),perteneciente a la corbeta de la cual tengo elhonor de ostentar el mando, por haber cometidoel perverso delito de sodomía con una cabra, enel establo, la noche del 16 de marzo.

Con gran honor queda de usted, señor, sumás obediente y humilde servidor

Para el Excelentísimo lord Keith…Admiral of the Blue.«Es extraño cómo la ley siempre insiste en la

perversidad de la sodomía», observó Stephen.«Aunque conozco por lo menos dos jueces queson pederastas, y también, por supuesto,abogados… ¿Qué le pasará?»

«¡Oh! Lo colgarán, sin duda. Lo colgarán de

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un penol, y asistirán botes de todos los barcos dela flota.»

«Esto parece un poco excesivo.»«¡Oh, desde luego que lo es! Un aburrimiento

infernal, testigos a docenas pasando por elbuque insignia, días perdidos… La tripulación dela Sophie convertida en el hazmerreír de todos.¿Por qué denuncian algo así? A la cabra hay quedegollarla, eso es normal, y se les servirá aquienes lo han delatado.»

«¿No podría usted desembarcar a los dos, encostas distintas si así se lo exigen sus valoresmorales, y luego seguir navegandotranquilamente?»

«Bien», dijo Jack, cuya ira se había aplacado.«Tal vez no sea mala idea lo que usted mepropone. ¿Un poco de té? ¿Con leche?»

«¿Leche de cabra, señor?»«Bueno, supongo que sí.»«Entonces mejor sin leche, gracias. Me dijo,

si no me equivoco, que el condestable estabaenfermo. ¿Sería éste un buen momento para verqué puedo hacer por él? Por favor, dígamedónde está la cámara de oficiales.»

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«Se supone que debería estar allí, ¿verdad?Pero, en realidad, su camarote está en otro sitio.Killick se lo indicará. La cámara de oficiales enuna corbeta se utiliza como lugar donde comenlos oficiales.»

En la cámara de oficiales, el segundo oficialse desperezaba y le decía al contador: «Ahoratenemos mucha libertad de acción, señorRicketts».

«Muy cierto, señor Marshall», dijo el contador.«Se ven grandes cambios en estos días. Y no sécuál será el resultado».

«Bueno, pienso que el resultado serátotalmente satisfactorio», dijo el señor Marshallsacudiendo lentamente las migajas del chaleco.

«Todas estas locuras», prosiguió receloso elcontador en voz baja. «La verga de la vela mayor.Los cañones. Las levas de las que pretendía nosaber nada. Todos esos tripulantes nuevos, sinespacio para alojarlos. El sistema de dosguardias. Charlie me ha dicho que abundan lasmurmuraciones». Señaló con la cabeza el lugardonde se alojaban los marineros.

«Tal vez las haya. Tal vez la haya. Todo el

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sistema anterior cambiado, los viejoscompañeros de rancho separados. Pero creoque también nosotros seríamos un poco frívolossi nos viéramos tan jóvenes con una maravillosacharretera recién estrenada. Pero si los rectosoficiales lo apoyan, entonces creo que todopuede salir bastante bien. Al carpintero le gusta.También a Watt, porque es un buen marino, y deeso no hay ninguna duda. Y el señor Dillontambién parece conocer bien su profesión.»

«Puede ser, puede ser», dijo el contador, queconocía las pasiones del segundo oficial desdehacía tiempo.

«Además», continuó el señor Marshall, «lascosas pueden animarse algo más bajo la nuevaautoridad. A los hombres les gustará, una vezque se hayan acostumbrado; y también a losoficiales, estoy seguro. Lo que hace falta es quelos oficiales lo apoyen, y todo irá viento enpopa».

«¿Cómo dice?», preguntó el contadoraplicando el oído, porque el señor Dillon hacíamover los cañones, y en medio del ruidoatronador que acompañaba esa operación hubo

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de repente un fuerte estallido que acalló laconversación.

Paradójicamente, aquel ruido atronador habíahecho posible la conversación, porque, engeneral, no podía mantenerse una conversaciónprivada en un barco de veintiséis yardas deeslora con noventa y un hombres a bordo, dondela cámara de oficiales tenía incluso otroscompartimientos más pequeños separados pordelgadas planchas de madera o simplementepor trozos de lona.

«Viento en popa. Decía que si los oficiales loapoyan todo irá viento en popa.»

«Seguramente. Pero si no lo apoyan»,prosiguió el señor Ricketts, «si no lo apoyan, ypersiste en locuras como esas, que me pareceque son propias de su carácter, entonces metemo que va a salir de la Sophie tan pronto comolo hizo el señor Harvey. Porque un bergantín noes una fragata, y mucho menos un navío de línea;puedes gozar del favor de tu gente, pero visto yno visto pueden hacértelas pasar moradas ocausarte la ruina».

«Señor Ricketts», dijo el segundo oficial, «a

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mí no tiene que recordarme que un bergantín noes ni una fragata ni un navío de línea».

«Tal vez no tenga que recordarle que unbergantín no es una fragata ni un navío de línea,señor Marshall», dijo el contador cordialmente,«pero cuando usted se haya pasado en el martanto tiempo como yo, señor Marshall, sabrá quese necesita bastante más que ser un marinoexperto para ser un buen capitán. Cualquiermaldito marinero puede gobernar un barco en latormenta», continuó en tono despectivo, «ycualquier ama de casa en calzones puedemantener limpias las cubiertas, e incluso lasentrecubiertas, pero se necesita tener cabeza» -se daba golpecitos en la suya- «y gran sensatezy estabilidad, así como dotes de mando, para serel capitán de un navío de guerra. Y esascualidades no se encuentran en el primero quepasa», y añadió como para sí: «ni en cualquierlistillo. «No sé, eso creo yo».

CAPÍTULO 4El tambor redoblaba y su sonido retumbaba

en la escotilla de la Sophie. Los hombres subíancorriendo atropelladamente y el ruido atronador

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de sus pisadas hacía parecer más apremiante elenérgico redoble. Pero a excepción de loscampesinos de la nueva leva, los demástripulantes tenían una expresión tranquila, porquepara ellos ese redoble era la llamada a suspuestos, el rito de la tarde que muchos ya habíancelebrado miles de veces, corriendo cada uno aun lugar determinado, a un cañón asignado deantemano o a un específico grupo de cabos queya conocía de memoria.

Sin embargo, a nadie le habría parecido quesu actuación era digna de elogio. ¡Habíancambiado tantas cosas en la cómoda rutina deantaño! El manejo de los cañones era distinto,una veintena de inquietos campesinos tenían queser empujados como borregos hacia dondedebía ser su lugar, y como a la mayoría de losrecién llegados sólo les estaba permitido izarbajo supervisión, el combés de la corbeta estabatan abarrotado que los marineros se pisoteabanunos a otros.

Durante diez minutos la dotación de laSophie estuvo hormigueando por la cubiertasuperior y las cofas. Jack observaba tranquilo

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desde detrás del timón, mientras Dillon lanzabaórdenes y los oficiales y guardiamarinas seprecipitaban a cumplirlas con vehemencia,atentos a la mirada del capitán y conscientes deque su ansiedad no mejoraba las cosas. Jackesperaba que habría confusión, aunque no tanterrible como aquella, pero su innato sentido delhumor e incluso el placer de sentir el revuelo quese había formado en aquella máquina bajo sucontrol, a causa de la inexperiencia, superaronotras emociones más justificadas. «¿Por qué secomportan así?», preguntó Stephen junto a él.«¿Por qué corren de un lado a otro con tantoafán?»

«El objetivo es que cada hombre sepaexactamente adonde debe dirigirse en caso deacción de guerra o en una emergencia», dijoJack. «No saldrían bien las cosas si tuvieran quequedarse pensando. Las brigadas de artillerosya están ocupando sus posiciones allí ¿las ve?; ytambién los infantes de marina al mando delsargento Quinn, a este lado. Todos los marinerosdel castillo de proa, por lo que puedo distinguirdesde aquí, ya están colocados; y los del

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combés también deben de estar ya en suspuestos. Hay un capitán para cada cañón, comopuede ver, y a su lado hay un artillero que seocupa de limpiar y cebar el cañón, el sirviente, yotro con cinturón y alfanje que pertenece aldestacamento de abordaje. Hay también unvelero, que deja el cañón si, por ejemplo,tenemos que cambiar las vergas durante laacción de guerra; y un bombero, aquel con elcubo, cuya tarea consiste en apagar cualquierfuego que pueda producirse. Allí está Pullings,presentando su división a Dillon. No tardaremosmucho».

El pequeño alcázar estaba lleno. Seencontraban allí el segundo oficial ocupándosedel gobierno de la corbeta, el piloto al timón, elsargento de infantería con su grupo de armasligeras, el señalero, parte de la guardia de popa,los artilleros, James Dillon, el escribiente, y otros.Pero Jack y Stephen paseaban de un lado a otrocomo si estuvieran solos; Jack altivo, rodeado dela majestuosa aureola de capitán, y Stephenatrapado en ella. Todo era muy natural para Jack,que conocía la marcha de estos acontecimientos

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desde que era niño, pero Stephen se encontrabaen esa situación por primera vez yexperimentaba una sensación no del tododesagradable, como si estuviera muerto en vida.Aquellos hombres atentos y absortos parecíanestar del otro lado de una pared de cristal, yStephen se preguntaba si estaban muertos, y noeran más que fantasmas, o si lo estaba él.Aunque en ese caso era una extraña muerte,pues él, que ya estaba acostumbrado a sentirseaislado, a ser una pálida sombra en un mundosilencioso y privado, ahora tenía un compañero,un compañero al que podía oír.

«… su puesto, por ejemplo, estaría abajo, enlo que llamamos la bañera -no es que sea unaverdadera bañera, igual que el castillo de proa noes un verdadero castillo, en el estricto sentido dela palabra, pero la llamamos la bañera- con losbaúles de los guardiamarinas como mesa deoperaciones, y tendría que tener a punto todo elinstrumental.»

«¿Tendré que vivir allí?»«No, no. Le daremos algo mejor. Incluso

cuando ya esté bajo la disciplina de las

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Ordenanzas», dijo Jack sonriendo, «se darácuenta de que nosotros todavía honramos laerudición, por lo menos hasta el punto deconcederle un espacio privado de diez piescuadrados, y tanto aire fresco en el alcázar comoquiera respirar».

Stephen asintió con la cabeza y luego dijo envoz baja: «Y dígame, ¿si estuviera bajo ladisciplina naval podría azotarme ese hombre?» Yseñaló con la cabeza al señor Marshall.

«¿El segundo oficial?», exclamó Jack congran sorpresa.

«Sí», respondió Stephen mirándolo conatención, inclinando la cabeza ligeramente a laizquierda.

«Pero si él es el segundo oficial…», dijoJack. Si Stephen hubiera llamado popa a la proade la Sophie o quilla a la perilla, le hubiera sidofácil de comprender. Pero que Stephenconfundiera la cadena de mando, la relaciónentre la posición de un capitán y su segundooficial, de un oficial por nombramiento y un oficialasimilado, cambiaba de tal forma el ordennatural, socavaba de tal manera el eterno

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universo que la mente de Jack no pudo captarlodesde el principio. Se quedó boquiabierto un parde segundos, y a pesar de que no había sido unalumno extraordinario y no sabía lo que era unhexámetro, reaccionó bastante rápido y dijo: «Miquerido amigo, creo que usted se ha confundido.El segundo oficial está subordinado al capitán.Espero que me permita explicarle el orden de losrangos en la Marina en alguna ocasión. Pero encualquier caso, a usted nunca lo azotarán, no, no;usted no será azotado», añadió mirándolo congran afecto y cierto asombro, porque laignorancia de Stephen en esta materia era tanenorme, tan increíble, que ni siquiera la ampliamentalidad de Jack había podido concebir algosemejante.

James Dillon atravesó la pared de cristal.«Todos en sus puestos, señor, con su permiso»,dijo levantando ligeramente su tricornio.

«Muy bien señor Dillon», dijo Jack. «Vamos ahacer prácticas con los cañones».

Un cañón de cuatro libras puede no lanzaruna gran cantidad de metal, ni atravesar dos piesde roble a media milla de distancia, como lo

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hace uno de treinta y dos libras, pero lanza unasólida bala de hierro colado de tres pulgadas ymedia a mil pies por segundo, lo que es algodesagradable de recibir. Y el propio cañón esuna máquina formidable. Tiene un cilindro deseis pies de largo, pesa doce quintales y seapoya en un carro de roble macizo. Y aldispararlo se desplaza hacia atrás con violenciacomo si tuviera vida.

La Sophie llevaba catorce de estos cañonesde bronce, siete a cada banda; y los dos depopa, en el alcázar, estaban relucientes. Paracada cañón había una brigada de cuatrohombres, y un marinero, o un grumete, que traíala pólvora de la santabárbara. Cada grupo decañones estaba a cargo de un guardiamarina ode un suboficial: Pullings tenía a su cargo los seiscañones de proa, Ricketts los cuatro del combésy Babbington los cuatro de popa.

«¡Señor Babbington! ¿Dónde está el cuernode la pólvora de este cañón?», preguntó Jackcon frialdad.

«No lo sé, señor», balbuceó Babbington muysonrojado. «Parece que se ha extraviado».

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«¡Sargento de artillería!», dijo Jack. «Pídaleotro al señor Day, o mejor dicho, a su ayudante,porque él está enfermo.» En su inspección noadvirtió ninguna otra deficiencia, pero cuando yahabía hecho preparar los cañones unas seisveces, es decir, cuando los hombres ya habíandado todos los pasos hasta estar a punto dedispararlos, su rostro se ensombreció. Todoseran extraordinariamente lentos. Desde luego, sehabían entrenado para disparar descargascompletas y todos a la vez, y en muy pocasocasiones habían disparado de forma aislada.Tenían una expresión bastante satisfecha alcolocar cuidadosamente los cañones en la portaal ritmo del más lento del grupo, pero toda lapráctica parecía inútil y artificial. En una corbetaque realizaba el servicio ordinario de escolta deconvoyes, la dotación no tenía, en verdad, unprofundo conocimiento de la realidad vital de loscañones, pero aun así… «¡Cuánto me gustaríapoder comprar algunos barriles de pólvora!»,pensó teniendo en su mente la clara imagen delas cuentas del condestable: cuarenta y nuevemedios barriles en total, siete menos de lo que

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tenía concedido la Sophie, de los cualescuarenta y uno eran de grano rojo largo, siete degrano blanco largo -pólvora recuperada depotencia dudosa- y uno de grano fino para cebo.En cada barril había cuarenta y cinco libras depólvora, así que la Sophie gastaría uno enteropara disparar las dos baterías. «Así y todo»,continuó, «creo que podemos hacer dosdescargas. ¡Dios sabe cuánto tiempo llevan esascargas en los cañones! Además», añadió parasí, para lo más recóndito de su ser, «su aroma esdelicioso».

«Muy bien», dijo en voz alta. «Señor Mowett,tenga la amabilidad de ir a mi cabina. Siéntesejunto al reloj de mesa y tome nota del tiempoexacto que pase entre la primera y la segundadescarga de cada cañón. Señor Pullings,empezaremos con su división. Con el númerouno. ¡Silencio de proa a popa!»

Un silencio absoluto se hizo en la Sophie. Abarlovento, el viento silbaba en la tensa jarcia yse mantenía a dos grados de través. La brigadadel cañón número uno se mojaba los labios connerviosismo. Su cañón se encontraba en la

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posición normal de reposo, fuertemente zalladoen su porta y trincado como si estuvieraencarcelado.

«¡Destrincar el cañón!»Los artilleros desataron las trincas que

sujetaban el cañón contra el costado de lacorbeta y cortaron la filástica atortorada queaguantaba la retranca para mantenerlo más firmeaún. El suave chirrido del carro indicó que ya elcañón estaba suelto, y dos hombres aguantaronlas trincas laterales, de lo contrario, la escora dela Sophie (que hacía innecesarias las trincasposteriores) habría hecho rodar el cañón hacia elinterior de la corbeta antes de que se hubieradado la siguiente orden.

«¡Nivelar el cañón!»El sirviente empujó con fuerza el espeque

bajo la gruesa retranca de éste y lo levantórápidamente, mientras el condestable metíadebajo la cuña de madera hasta la mitad de labase, con el fin de colocar el cilindro apuntandoen posición horizontal.

«¡Quitar el tapabocas!»La brigada dejó correr el cañón con rapidez.

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La retranca detuvo su recorrido interior cuando laboca estaba a un pie de la porta. Entonces elvelero quitó el tapabocas tallado y pintado.

«¡Sacar la boca por la porta!»Sujetándolo por trincas laterales, los hombres

levantaron el cañón rápidamente, empujando confuerza el carro hacia el costado y adujando loscabos, adujándolos con esmero en pequeñoscírculos.

«¡Cebar el cañón!»El capitán de brigada cogió la aguja de

cebar, la introdujo en el fogón y perforó elcartucho de franela que había dentro. Luegocogió el cuerno y vertió la fina pólvora en el fogóny en la cazoleta, apretándola cuidadosamentecon el mango. El sirviente puso la palma de lamano por encima de la pólvora para impedir quese la llevara el aire, y el bombero se colgó elcuerno de pólvora a la espalda.

«¡Apunten!» Y a esta orden Jack añadió:«¡En esa misma posición!» Porque en esta faseno quería añadir la complicación de elevar ocambiar la dirección en la que apuntaba el cañónpara variar su alcance. Dos miembros de la

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brigada sostenían las trincas laterales, y elsirviente se arrodilló junto a éste apartando lacabeza y soplando con suavidad la mecharetardada, que ardía sin llama, recién sacada desu estuche (porque en la Sophie no se utilizaballave de chispa). El grumete servidor de pólvorase mantenía a estribor con el siguiente cartuchoen la cartuchera de piel, justamente detrás delcañón. Entonces el capitán de brigada,sosteniendo la aguja de cebar y protegiendo elcebo, se inclinó sobre el cañón mirando fijamentepor encima del cilindro.

«¡Fuego!»A sus manos llegó de repente la mecha

retardada, y rozó con ella el cebo con firmeza.Hubo un silbido y un fogonazo que duraron unamilésima de segundo, y luego el cañón sedisparó con un detonación fuerte y satisfactoria,resultado de la explosión de más de una libra depólvora fuertemente atacada en un espacioreducido. Una roja llamarada en medio del humo,fragmentos de tacos saltando por el aire, elretroceso del cañón bajo el cuerpo arqueado delcapitán y los demás miembros de la brigada,

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desplazándose una distancia de ocho pies, trasdispararse, el vibrante sonido de la retranca aldetener el retroceso; todo esto ocurría casi almismo tiempo, y antes de que hubiera acabadose oyó la siguiente orden.

«¡Taponar el fogón!», exclamó Jackobservando la trayectoria de la bala, mientras elhumo blanco se desplazaba a sotavento. Elcapitán de brigada introdujo la aguja de cebar enel fogón. La bala envió un penacho de metralla acuatrocientas yardas a barlovento, en medio dela trapisonda, y luego otro, y otro, en las últimascincuenta yardas antes de hundirse, comojugando a cabrillas. La brigada fijó la trincatrasera para sujetar el cañón firmemente y evitarque rodara.

«¡Limpiar el cañón!»El sirviente metió rápidamente el escobillón

de piel de oveja en el cubo del bombero, ypasando la cabeza por el angosto espacio entrela boca y el costado sacó la manilla de la porta eintrodujo el escobillón en el ánima del cañón. Ledio vueltas cuidadosamente y lo sacóennegrecido y con un trozo quemado.

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«¡Cargar con el cartucho!»El grumete servidor de pólvora ya tenía

preparado el cartucho de tela. Su compañero locolocó atacándolo con fuerza. El capitán debrigada, introduciendo la aguja de cebar en elfogón para comprobar cuándo llegaba abajo,dijo: «¡Colocado!»

«¡Disparen!»La bala estaba en la eslinga, a punto de ser

entregada, y el taco en su estopilla, pero undesafortunado resbalón hizo rodar la bala porcubierta hacia la escotilla de proa, y tras sucaprichoso recorrido iban ansiosos elcondestable, el sirviente y el paje de la pólvora.Finalmente la pusieron con el cartucho, sobre elcual estaba atacado el taco, y Jack exclamó:«¡Sacar la boca por la porta! ¡Cebar! ¡Apunten!¡Fuego!» Luego, asomándose al tragaluz de lacabina preguntó: «Señor Mowett, ¿cuánto tiempohan tardado?»

«Tres minutos y tres cuartos, señor.»«¡Dios mío!, ¡Dios mío!», dijo Jack para sí.

No había palabras en el vocabulario del quedisponía para describir su disgusto. Los

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miembros de la división de Pullings parecíaninquietos y avergonzados. Los artilleros de labrigada del número tres se habían desnudadohasta la cintura y se habían puesto el pañuelo enla cabeza para protegerse de los fogonazos y elruido atronador. Ahora se escupían las manos,mientras el señor Pullings, nervioso, iba de unlado a otro con topes, espeques y escobillones.

«¡Silencio! ¡Destrincar el cañón! ¡Nivelar elcañón! ¡Quitar el tapabocas! ¡Sacar la boca porla porta…!»

Esta vez fue bastante mejor, poco más detres minutos. Pero la segunda vez la bala no salióy, además, el señor Pullings los había ayudado aelevar el cañón y a subir la trinca trasera, aunquemientras lo hacía miraba al cielo con aire ausentepara que pareciera que no estaba allí enrealidad.

A medida que fueron disparando un cañóntras otro, fue aumentando la melancolía de Jack.Los artilleros del uno y el tres no habían tenidomala suerte ni eran una pandilla de necios, sinoque en realidad era ese el ritmo medio al que sedisparaban los cañones en la Sophie. Arcaico.

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Antediluviano. Y si hubieran tenido que cambiarla dirección en la que apuntaban, levantándoloscon cuñas y espeques, habrían sido todavía máslentos. El cañón número cinco no pudo dispararporque se le había humedecido la pólvora, y huboque arrastrarlo y trasladarlo. Eso podía sucederen cualquier barco, pero era lamentable queprecisamente ocurriera dos veces en la bateríade estribor.

La Sophie había orzado para disparar loscañones de estribor, pues de esta maneracuidaba del convoy al evitar que por azar susdisparos lo alcanzaran. Estaba allí, cabeceandotranquilamente, casi sin moverse, y los artillerosextraían la última carga humedecida. EntoncesStephen, pensando que en ese momento decalma no sería inapropiado dirigirse al capitán, ledijo a Jack: «Por favor, ¿podría decirme por quéestán tan juntos esos barcos? ¿Están hablando oayudándose mutuamente?» Y señaló endirección a la aleta, por encima del perfecto murode coyes en la batayola. Jack siguió la direcciónde su dedo y por un instante observó incrédulo laembarcación que estaba al final del convoy, la

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Dorthe Engelbrechtsdatter, la gata noruega.«¡A las brazas!», gritó. «Caña a babor!

¡Acuartelar a proa! ¡Muévanse! ¡Cargar la velamayor!»

Lentamente al principio, y luego cada vezmás rápido, con todo el viento en las velas deproa agarrochadas, la Sophie cayó a sotavento.Ahora estaba amurada a babor. Unos momentosmás tarde tenía el viento de popa, y enseguidatomó el rumbo fijado, con el viento a tres gradospor la aleta de estribor. Hubo muchas carrerasde un lado para otro, y el señor Watt y susayudantes rugían y tocaban el silbato con furia.Pero los tripulantes de la Sophie eran mejorescon la vela que con los cañones, por lo que Jackpudo ordenar muy pronto: «¡Velas cuadras delmayor! ¡Alas del mastelero! Señor Watt, lascadenas y las defensas, aunque ya veo que notengo que decirle lo que hay que hacer».

«Sí, sí, señor», dijo el contramaestre,subiendo a la arboladura con un ruido metálico,pues ya estaba cargado con las cadenas queevitaban que las vergas cayeran durante laacción.

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«Mowett, suba con el catalejo y dígame lo queve. Señor Dillon, no se olvide de ese serviola.Mañana lo cambiaremos de puesto, si vive paracontarlo. Señor Lamb, ¿tiene listos lostapabalazos?»

«Listos, sí, señor, listos», dijo el carpinterosonriendo, porque eso no era un gran problema.

«¡Cubierta!», gritó Mowett desde lo alto deltenso y rígido velamen. «¡Cubierta! ¡Una galeraargelina! Ha abordado la gata. Todavía no se laha llevado. Creo que los noruegos les oponenresistencia peleando cuerpo a cuerpo».

«¿Se ve algo a barlovento?» preguntó Jack.En la pausa que siguió, podía oírse el

incesante chasquido de las pistolas traído por elviento desde la gata de los noruegos, queluchaban débilmente. «Sí, señor. Unaembarcación. De aparejo latino. Aún no puedeverse su casco, pero está navegando contra elviento. No la puedo distinguir con claridad. Sedirige hacia el este… derecho hacia el este, meparece».

Jack asentía con la cabeza mientras mirabade arriba abajo ambas baterías. Él, que era un

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hombre grande, ahora parecía tener el doble desu tamaño. Sus ojos, azules como el mar, teníanun brillo especial, y en su rostro sonrosado yanimado resplandecía una sonrisa. Un cambioparecido había experimentado la Sophie, queahora iba a toda velocidad; con su inmensa velacuadra nueva y las gavias ampliadasenormemente por las alas de ambos costados,parecía tener el doble de su tamaño, lo mismoque su capitán. «Bueno, señor Dillon», dijo,«tenemos suerte, ¿no le parece?»

Stephen los observó con curiosidad y advirtióque aquella extraordinaria animación también sehabía apoderado de James Dillon; en realidad,toda la tripulación tenía una extraña exaltación.Muy cerca de él, los infantes de marinacomprobaban el disparador de sus mosquetes, yuno de ellos sacaba brillo a la hebilla de sucinturón proyectando sobre ella el aliento yfrotándola, riendo entre una vaharada y otra.

«Sí, señor», dijo James Dillon. «No podíamoshaber tenido una suerte mejor».

«Haga señales al convoy de que vire dosgrados a babor y reduzca trapo. Señor Richards,

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¿ha anotado la hora? Tiene que anotar la horaexacta en que ocurren todas las cosas. Pero,Dillon, ¿en que estará pensando ese tipo?¿Suponía que estábamos ocupados… queéramos ciegos? Aunque éste no es el momentode… Los vamos a abordar, desde luego, si losnoruegos pueden resistir lo bastante, pues no megusta disparar contra una galera bajo ningunacircunstancia. Creo que debe ocuparse de quetodas las pistolas y alfanjes estén distribuidos.Bien, señor Marshall», dijo mirando al segundooficial, que estaba en su puesto de combate juntoal timón y ahora era responsable del gobierno dela Sophie. «Quiero que nos sitúe abordados conese maldito moro. Puede largar las velasrastreras, si la corbeta las aguanta». En esemomento el condestable terminaba de subirpenosamente la escala. «Bien, señor Day», dijoJack, «me alegro de verlo en cubierta. ¿Seencuentra un poco mejor?»

«Mucho mejor, señor, se lo agradezco», dijoel señor Day, «gracias al caballero», indicando aStephen con la cabeza. «Ha dado buenresultado», dijo dirigiendo la voz hacia el

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coronamiento. «Pensé que debía comunicarleque voy a ocupar mi puesto, señor».

«Me alegro. Me alegro mucho. Ha tenidosuerte, condestable, ¿no cree?», dijo Jack.

«Desde luego que sí señor. Ha dadoresultado, doctor. Ha dado resultado, señor, escomo un maravilloso sueño. Así es», dijo elcondestable mirando complacido la DortheEngelbrechtsdatter y el barco corsario, situadosa una milla de distancia de la Sophie, y luego lapropia corbeta, donde los cañones, aúncalientes, estaban recién cargados, con lasbocas fuera de las portas, preparados paradisparar, y en cuyas cubiertas se había hechozafarrancho de combate y la dotación se movíacon sigilo.

«Estuvimos haciendo prácticas», continuóJack como para sí mismo. «Y ese cerdo seacercó remando contra el viento hasta el extremoposterior del convoy e intentó apoderarse de lagata, el muy atrevido -¿qué se ha creído?– yestaría huyendo con ella ahora si nuestro buendoctor no nos hubiera hecho reaccionar».

«Estoy convencido de que no hay ningún

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doctor como él», dijo el condestable. «Bien, creoque será mejor que me vaya a la santabárbara,señor. Todavía no están todos los cartuchosllenos, y apuesto a que usted pedirá un granpaquete ¡ja, ja, ja!»

«Mi querido amigo», dijo Jack a Stephenmidiendo la creciente velocidad de la Sophie y ladistancia que la separaba de la gata enzarzadaen la batalla. Se encontraba en un estado en quesu vitalidad era tres veces superior a la habitual,y podía calcular ambas cosas perfectamente,hablar con Stephen y a la vez dar vueltas en lacabeza a miles de variables. «Mi querido amigo,¿prefiere irse abajo o quedarse en cubierta? Talvez le divierta subir a la cofa del mayor con unmosquete, junto con los tiradores de primera ydispararles a esos canallas».

«No, no, no», dijo Stephen. «Desapruebo laviolencia. Lo mío es curar, no matar; o en todocaso matar involuntariamente tratando deperseguir un buen fin. Le ruego que me permitaocupar mi lugar, mi puesto, en la bañera».

«Esperaba que me respondiera así», dijoJack estrechándole la mano. «Porque no me

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habría gustado tener que indicarle a mi invitadolo que debía hacer. Eso animará mucho a loshombres, en fin, a todos nosotros. SeñorRicketts, indíquele la bañera al doctor Maturin yéchele una mano a su ayudante con los cofres».

Una corbeta con tan sólo diez pies y diezpulgadas de calado es mucho más oscura,húmeda y mal ventilada en su interior que unnavío de línea, pero en la Sophie se lasarreglaban extraordinariamente bien. Stephen sevio obligado a pedir otro farol para examinar ycolocar los instrumentos y las poquísimasvendas, hilas, torniquetes y gasas. Estabasentado cerca de la luz, leyendo cuidadosamenteel Marine practice (Tratado de medicina naval)…«tras haber cortado la piel, pedir al propioayudante que tire de ella lo máximo posible;luego cortar la carne y los huesos circularmente».Cuando Jack bajó, éste calzaba botas dearpillera, se había ceñido la espada y llevaba dospistolas.

«¿Puedo utilizar la habitación de al lado?»,preguntó Stephen, y añadió en latín, para que suayudante no lo entendiera: «Podría ser

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desalentador para los pacientes ver que consultoestos libros que son la autoridad para mí».

«Naturalmente, naturalmente», dijo Jackdejando de lado el latín. «Todo lo que necesite.Le dejaré estas cosas. Vamos a abordarlos, sies que podemos llegar hasta ellos; y luego, yasabe, tal vez ellos intenten abordarnos -nunca sesabe- pues las naves argelinas generalmente vanabarrotadas de tripulantes. Son todos unossalvajes sanguinarios», añadió riendo acarcajadas mientras desaparecía en lapenumbra.

A pesar de que Jack estuvo abajo pocotiempo, cuando regresó al alcázar la situaciónhabía cambiado por completo. Los argelinos yase habían hecho con el mando de la gata, que seabatía para colocarse a favor del viento quesoplaba del norte. Estaban largando la mesanaredonda y era evidente que esperaban llevarse lagata consigo. Por la aleta de estribor de la gata,en la misma longitud, estaba la galera, bastantealejada. No movía los remos, ninguno de loscatorce enormes remos que tenía en cadacostado; su proa estaba dirigida hacia la Sophie

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y sus inmensas velas latinas cargadas y atadassin apretar a las vergas. Era una embarcaciónbaja, larga y esbelta, más larga que la Sophie,mucho más ligera de peso y estrecha, yobviamente muy rápida y con una dotación muyhábil. Tenía un aire peculiar, de reptil venenoso.Sus intenciones eran claras: o entablar combatecon la Sophie o por lo menos retrasarla hastaque la tripulación que se había apoderado de lagata se la hubiera llevado con el viento en popa auna milla de distancia aproximadamente, enbusca del refugio de la noche.

La distancia era ahora de un cuarto de millamás o menos, y con el suave y constantemovimiento de las olas, las posiciones relativascambiaban continuamente. La velocidad de lagata iba en aumento, y después de cuatro ocinco minutos estaba ya a sotavento de la galera,a un cable de distancia, mientras éstapermanecía inmóvil.

Una ligera nube de humo apareció en la proade la galera. Se oyó el zumbido de una bala quepasó por encima de la proa, a la altura de lascrucetas del mastelero, y casi instantáneamente

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el fuerte estampido del cañón que la habíadisparado. «Anote la hora, señor Richards», dijoJack al pálido escribiente -ahora la razón de supalidez era otra-, que tenía los ojos fuera de lasórbitas. Jack corrió hacia proa, justo a tiempo dever el fogonazo del segundo cañón de la galera.Con un enorme chasquido la bala golpeó la uñade la mejor ancla de proa que tenía la Sophie, ladobló por la mitad, rebotó y cayó en el mar.

«Un cañón de dieciocho», le dijo Jack alcontramaestre, que estaba ocupando su puestoen el castillo de proa. «Es posible que seaincluso de veinticuatro». Y añadió para sí: «¡Oh,si tuviera mis cañones largos de doce!» Lagalera no tenía baterías en los costados, desdeluego, pero tenía cañones a proa y a popa. Através del catalejo, Jack pudo ver que la bateríade proa estaba formada por dos cañonespesados, uno más pequeño y algunos giratorios,y sin duda la Sophie estaría expuesta a susdevastadores disparos a medida que seaproximara. Ahora disparaban los giratorios, conun ruido atronador.

Jack regresó al alcázar. «¡Silencio de proa a

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popa!», gritó en medio del insistente murmullo.«¡Silencio! ¡Destrincar los cañones! ¡Nivelar loscañones! ¡Sacar los tapabocas! ¡Sacar lasbocas por las portas! Señor Dillon, hay quecolocarlos lo más adelante posible. SeñorBabbington, dígale al condestable quedispararemos en cadena». Una bala dedieciocho libras dio de lleno en el costado de laSophie, entre los cañones uno y tres de babor,despidiendo una lluvia de grandes y puntiagudasastillas, algunas de medio metro de largo. Labala continuó su trayectoria a través de laabarrotada cubierta, derribó a un infante demarina y chocó contra el palo mayor, ya casi sinfuerza. Unos ayes de dolor demostraron quealgunos fragmentos de metralla habían cumplidosu cometido, y poco después, apresuradamente,dos marineros llevaban abajo a un compañero,dejando a su paso un rastro de sangre.

«¿Están bien preparados esos cañones?»,exclamó Jack.

«Todos preparados, señor», fue la jadeanterespuesta tras una pausa.

«Primero la batería de estribor. Disparen en

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esa misma dirección. Disparen alto, a los palos.Bien, señor Marshall, vire la corbeta.»

La Sophie dio una guiñada de cuarenta ycinco grados, colocándose con el costado deestribor de cara a la galera, que al instantedisparó otra de sus balas de dieciocho libras alcentro de la corbeta, justo por encima de la líneade flotación. El enorme estruendo del impactosorprendió a Stephen Maturin mientras le hacíauna sutura en la arteria femoral a WilliamMusgrave, que sangraba a chorros, y poco faltópara que no pudiera hacer el nudo. Los cañonesde la Sophie ya estaban apuntando a la galera, einmediatamente la batería de estribor disparódos andanadas seguidas. El agua saltó enblancos penachos alrededor de la galera, y lacubierta de la Sophie se llenó de remolinos dehumo, del humo acre y penetrante de la pólvora.Cuando disparó el séptimo cañón, Jack exclamó:«¡Otra vez!» y la Sophie comenzó a virar enredondo para colocarse con el costado de baborfrente a la galera. Los remolinos de humodesaparecieron por sotavento y Jack vio cómo lagalera disparaba toda su batería delantera y

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comenzaba a remar para evitar los disparos dela Sophie. La galera disparó alto, cuando lasolas hacían su movimiento ascendente, y una delas balas dio en el estay del mastelero mayorarrancando un gran pedazo de madera deltamborete. El pedazo de madera, rebotandodesde arriba, cayó sobre la cabeza delcondestable, que en ese mismo momentoasomaba por la escotilla principal.

«¡Rápido con los cañones de estribor!»,exclamó Jack. «¡Virar timón!» Quería hacervolver la corbeta a su anterior posición, porque siconseguía disparar otra andanada desdeestribor alcanzaría la galera de izquierda aderecha mientras ésta se movía. Hubo un sordoestrépito en el cañón número cuatro, y luego unasacudida tremenda. El sirviente, con las prisas,no lo había limpiado bien, y cuando introdujo lanueva carga ésta le explotó en la cara. Suscompañeros se lo llevaron de allí, volvieron alimpiar y cargar el cañón y dispararon deinmediato. Pero toda la operación había sidodemasiado lenta. A decir verdad, toda la bateríade estribor había sido demasiado lenta. La

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galera dio la vuelta de nuevo -podía girar comouna peonza, ciando con todos aquellos remos- yse alejó velozmente hacia el suroeste, con elviento por la aleta de estribor y sus enormesvelas latinas desplegadas a ambos lados, conuna disposición que llamaban «orejas de burro».La gata ya se había alejado media milla y estabaahora situada al sureste, y su rumbo y el de laSophie eran cada vez más divergentes. Éstahabía empleado mucho tiempo en las guiñadas yno había avanzado mucho.

«¡Medio grado a estribor!», dijo Jack subidoal pasamanos de sotavento, mirando fijamente ala galera, que se encontraba casi a proa de laSophie, a poco más de cien yardas, y avanzaba.«¡Desplegar las alas de las juanetes! SeñorDillon, ponga un cañón en la proa, por favor.Todavía tenemos los pernos de los cañones dedoce».

Por lo que podía apreciar, no le habíancausado ningún daño a la galera. Pero dispararbajo habría significado disparar directamente alos bancos donde se apiñaban los remeroscristianos encadenados a los remos, y disparar

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alto… Ladeó la cabeza y su sombrero se fuevolando por cubierta. Una bala de mosqueteprocedente del barco corsario le había hecho unrasguño en la oreja. Se la palpó con la mano ynotó que estaba totalmente entumecida ysangraba mucho. Bajó del pasamanos y estiró lacabeza de modo que la sangre goteara haciabarlovento, mientras con la mano derechaprotegía de las gotas su preciosa charretera.«¡Killick!», gritó inclinándose por debajo de latensa vela cuadra mayor para no perder de vistala galera. «¡Tráigame un abrigo viejo y otropañuelo!» Mientras se cambiaba mirabaatentamente la galera, que ya había disparadodos veces con su único cañón de popa. Ambosdisparos habían errado por muy poco. «¡Diosmío, con qué facilidad disparan ese cañón dedoce!», pensó. Las alas de las juanetes estabanempuñidas y la Sophie aumentó la velocidad.Ahora avanzaba de forma apreciable. Jack nofue el único en notarlo, y se oyó un viva en elcastillo de proa que fue repitiéndose por elcostado de babor a medida que la tripulación seenteraba de la noticia.

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«El cañón de proa está listo, señor», dijoJames Dillon sonriendo. «¿Se encuentra ustedbien, señor?», preguntó al ver a Jack con lamano y el cuello ensangrentados.

«Un rasguño, nada importante», dijo Jack.«¿Qué piensa usted de la galera?»

«La estamos alcanzando, señor», dijo Dillon,y aunque hablaba serenamente, se le notaba enla voz que estaba exultante. Lo habíadesconcertado la repentina aparición deStephen, y aunque las innumerables obligacionesdel momento le habían impedido reflexionar, sumente estaba llena de preocupaciones noexpresadas, angustia y oscuras sombras deincoherentes pesadillas. Miró anhelante hacia lagalera, en cuya cubierta reinaba la confusión.«Está apagando sus velas», dijo Jack. «Mire aese astuto bribón junto a la escota de la mayor.Aquí tiene mi catalejo».

«No, señor. De ninguna manera», dijo Dillon,cerrando airadamente el catalejo.

«Bien», dijo Jack, «bien…» Una bala dedoce libras pasó zumbando a través de las alasde estribor de la Sophie haciendo dos agujeros,

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uno justamente detrás del otro, provocando unagran humareda, y cayó a un metro de ellas,rozando ligeramente los coyes. «Me contentaríacon tener uno o dos de sus artilleros», observóJack. «¡Serviola!», gritó.

«¿Sí, señor?», se oyó la voz en la distancia.«¿Qué ocurre con la embarcación a

barlovento?»«Está arribando señor, y se dirige a la punta

del convoy.»Jack asintió con la cabeza. «Que los

capitanes de los cañones de los costados deproa y los sargentos de artillería se ocupen decolocar y cargar el cañón de proa. Yo mismo lodispararé».

«Pring ha muerto, señor. ¿Mando a otro,capitán?»

«Sí, señor Dillon.»Se dirigió a proa. «¿La alcanzaremos,

señor?», preguntó un marinero canoso deldestacamento de abordaje con esa familiaridadcaracterística de una situación de crisis.

«Eso espero, Cundall, eso espero», dijoJack. «Al menos la alcanzaremos con nuestros

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disparos».«¡Ese cerdo!», dijo para sí observando la

cubierta de la galera argelina por la mira. Sintióbajo la punta de la quilla el comienzo delmovimiento ascendente del oleaje, bajórápidamente la mecha hasta el fogón; oyó susilbido, un terrible estallido y después el chirriardel carro al retroceder el cañón.

«¡Hurra, hurra!», gritaron los hombres en elcastillo de proa. El disparo sólo había hecho unagujero en la vela mayor de la galera, en la partecentral, pero era el primero que daba en elblanco. Tres cañonazos más. Y se oyó un ruidometálico en la popa de la galera.

«Continúe, señor Dillon», dijo Jackirguiéndose. «Alcánceme mi catalejo.»

El sol ya estaba tan bajo que a Jack leresultaba difícil ver a través de su catalejo, demodo que se inclinó sobre el mar, alargó la manopara hacer sombra sobre aquel y concentró todasu atención en las dos figuras con turbantes rojosque estaban detrás del cañón de popa de lagalera. Una bala de mosquete dio en elguardabauprés de estribor de la Sophie y se oyó

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a un marinero soltar furiosamente un retahíla deobscenidades. «¡Menudo golpe le han dado aJohn Lakey!», dijo alguien en voz baja a susespaldas. «En las pelotas». A su lado el cañóndisparó de nuevo, pero antes de que el humo leimpidiera ver la galera, ya había tomado unadecisión. La galera argelina estaba apagandosus velas, es decir, aflojando las escotas paraque las velas, en apariencia totalmentehinchadas, en realidad no tiraran con toda sufuerza. Eso hacía posible que la pobre Sophie,vieja, panzuda y con el fondo sucio, navegandocon un tremendo esfuerzo y a punto de perdertoda la arboladura, se aproximara poco a poco ala esbelta, bellísima y mortífera galera. Estapodía huir en cualquier momento, pero lo estabaengañando. ¿Por qué? Para que la Sophie sealejara de su posición a sotavento de la gata, poresa razón, y además, para poder desarbolarla,dispararle por todas partes con tranquilidad (alquedar a la deriva) y apresarla. También parallevarla a sotavento del convoy, de tal forma queaquella embarcación a barlovento pudieraapoderarse rápidamente de media docena de

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sus miembros. Volvió la cabeza hacia laizquierda para echar una mirada a la gata.Aunque ésta virara, la cogerían dando tan sólouna bordada, de ceñida, porque era muy lenta -no llevaba gavias ni, desde luego, juanetes-mucho más lenta que la Sophie. Pero no podríaalcanzarla en poco tiempo con este rumbo y aesta velocidad, excepto si arribaba y dababordadas aprovechando la inminente oscuridad.No daría resultado. Tenía muy claro cuál era sudeber: elegir la opción más desagradable, comosiempre. Y había llegado el momento dedecidirse.

«¡Fuego graneado!», dijo cuando el cañón seponía en movimiento. «¡Batería de estribor!¡Preparados! Sargento Quinn, ocúpese de loshombres con armas ligeras. Cuando estécompletamente de través, apuntar a la cabina,detrás de los bancos de los remeros, muy abajo.¡Disparen a la voz de mando!» Al volverse pararegresar al alcázar, observó en el rostro deJames Dillon, ennegrecido por la pólvora, unaexpresión que no podía definir, de rabia o tal vezalgo peor, o cuando menos de amargo disgusto.

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«¡A las brazas!», exclamó pensando en dilucidaresto otro día. «¡Señor Marshall, ponga la corbetaen dirección a la gata!» Hasta él llegaron losgruñidos de la dotación, expresando elsentimiento general de decepción, y dijo: «¡Viraren redondo!»

«Cogeremos la galera por sorpresa y ledaremos algo que la hará acordarse de laSophie», añadió para sí, situado justamentedetrás de un cañón de cuatro de estribor. A esavelocidad la Sophie viraba con rapidez. Jack seagachó un poco y se inclinó hacia delante,conteniendo la respiración y mirando fijamentepor encima del reluciente cilindro de acero y delinmenso mar. La Sophie viraba y viraba; losremos de la galera empezaron a moverse confuria, agitando el mar, pero ya era demasiadotarde. Una décima de segundo antes de que lagalera estuviera de través, y justo antes de que laSophie, en su balanceo, estuviera a la mitad delmovimiento descendente, Jack ordenó«¡Fuego!» y la batería de la Sophie disparó conla misma determinación que un navío de línea, almismo tiempo que todos los mosquetes que

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había a bordo. El humo se disipó y la tripulacióndio gritos de alegría, porque en el costado de lagalera había un enorme agujero y los moros,espantados, corrían atropelladamente de un ladoa otro. A través del catalejo, Jack vio el cañón depopa desmontado y varios cuerpos que yacíanen cubierta, pero no se había producido elmilagro, no le habían arrancado el timón ni lehabían hecho agujeros de importancia pordebajo de la línea de flotación. Sin embargo, élno esperaba que la galera causara ya másproblemas en el futuro, y su atención pasó deésta a la gata.

* * *«Bueno, doctor», dijo al llegar a la bañera,

«¿cómo le va?»«Bastante bien, gracias. ¿Ha empezado de

nuevo la batalla?»«¡Oh, no! Sólo ha sido un disparo que cruzó

por la proa de la gata. La galera se fue por elsursureste y se encuentra ya tan lejos que no seve su casco. Dillon acaba de subir a un bote parair a liberar a los noruegos, pues los moros hancolgado una camisa blanca rindiéndose.

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¡Malditos granujas!»«Me alegro de oírlo. Es totalmente imposible

coser bien una herida con las sacudidas queprovocan los cañones. ¿Puedo verle la oreja?»

«Sólo ha sido el roce de una bala. ¿Cómoestán sus pacientes?»

«Creo que puedo responder de cuatro ocinco. El hombre con esa terrible incisión en elmuslo… me han dicho que se la causó una astillade madera. ¿Es posible eso?»

«Sí, sin duda. Un trozo grande y puntiagudode roble macizo saltando por el aire puede cortarde manera asombrosa. Ocurre a menudo.»

«… ha respondido extraordinariamente bien.Y también he atendido a ese pobre hombre quese quemó. ¿Sabe que la aguja de cebar se lehabía clavado en la parte superior del bíceps yfaltó muy poco para que le afectara el nerviocubital? Sin embargo, al condestable no puedotratarlo aquí abajo, con tan poca luz.»

«¿El condestable? ¿Qué le sucede alcondestable? Creía que ya lo había curado.»

«Y lo hice. Lo curé de un fuerte estreñimientoautoinducido -el caso de estreñimiento mas serio

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que he visto en los días de mi vida- por beberquina de forma desmedida, quina que seadministraba él mismo. Pero ahora se trata deuna fractura en la parte baja del cráneo, señor, ytengo que usar el trépano. Está tumbado aquí -¿nota usted el característico estertor?– y creoque aguantará hasta por la mañana. Pero tanpronto amanezca tendré que abrirle el cráneocon mi pequeña sierra. Podrá ver el cerebro delcondestable, mi querido amigo», añadió con unasonrisa. «O por lo menos su duramáter».

«¡Dios mío, Dios mío!», murmuró Jack.Comenzaba a sentir una profunda depresión, elanticlímax. Una batalla tan insignificante y, sinembargo, tan sangrienta, por tan poca cosa. Dosbuenos marineros muertos, el condestable casicon seguridad muerto, pues ningún hombre podíasobrevivir después de abrirle el cerebro, eso eraevidente; y los otros posiblemente moriríantambién, como solía pasar. Si no hubiera sidopor ese maldito convoy, habría alcanzado a lagalera; dos podían entrar en aquel juego. «¿Quépasa ahora?», preguntó al oír un clamor quevenía de la cubierta.

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«A bordo de la gata se comportan de formamuy extraña, señor», le dijo el segundo oficial aJack cuando éste llegaba al alcázar al ponerse elsol. El segundo oficial era de algún lugar delnorte, tal vez de Orkney o Shetland, y tenía unacento peculiar que se hacía más marcado enlos momentos de tensión. «Parece como si esosendemoniados sodomitas estuvieran haciendode las suyas de nuevo, señor».

«Señor Marshall, aborde la corbeta con lagata. ¡Abordadores, vengan conmigo!»

La Sophie agarrochó las vergas para evitarmás daños, puso en facha la gavia de proa y sedeslizó suavemente aproximando su costado alde la gata. Jack se agarró de las cadenasprincipales del costado de la gata noruega, secolgó de la destrozada red de abordaje y subiópor ella, seguido por un grupo de aspecto feroz yagresivo. Sangre en la cubierta, tres cadáveres,cinco moros muy pálidos aprisionados contra elmamparo del depósito de mercancías, queestaba bajo la protección de James Dillon, yAlfred King, el negro mudo, con una hacha deabordaje en la mano.

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«Llevaos a estos prisioneros», dijo Jack.«Encerradlos en la bodega de proa. ¿Qué hapasado, señor Dillon?»

«No acabo de entender a King, señor, perocreo que los prisioneros deben de haberloatacado en el entrepuente.»

«¿Es eso lo que ha pasado, King?»El negro todavía miraba a su alrededor,

mientras sus compañeros lo tenían sujeto por losbrazos. Su respuesta podría haber significadocualquier cosa.

«¿Es eso lo que ha pasado, Williams?»,preguntó Jack.

«No lo sé, señor», dijo Williams con unamirada inexpresiva, llevándose la mano a susombrero.

«¿Es eso lo que ha pasado, Kelly?»«No lo sé señor», dijo Kelly exactamente con

la misma mirada, llevándose un nudillo a la frente.«¿Dónde está el capitán de la gata, señor

Dillon?»«Señor, parece que los moros los arrojaron a

todos por la borda.»«¡Dios santo!», exclamó Jack. Y sin embargo,

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se trataba de un hecho corriente. Por los gritosenfurecidos a sus espaldas, Jack comprendióque la noticia ya había llegado a la Sophie.«Señor Marshall», dijo acercándose alpasamanos, «ocúpese de los prisioneros. Notoleraré ninguna tontería». Observódetenidamente de una punta a otra la cubierta yla jarcia. Había muy pocos daños. «Señor Dillon,usted la llevará hasta Cagliari», dijo en voz baja,muy impresionado por el salvajismo de aquelhecho. «Puede llevarse a todos los hombres quenecesite».

Y regresó a la Sophie muy, muy serio. Peroapenas había pasado un minuto desde sullegada al alcázar, cuando una mezquina vozinterior le dijo: «En ese caso la gata es unapresa, ¿te das cuenta? La operación no ha sidoun simple rescate», y él hizo un gesto dedesaprobación. Llamó al contramaestre einspeccionó con él el bergantín, decidiendo enqué orden se harían las reparaciones másurgentes. La Sophie había sufrido muchosdaños, a pesar de la brevedad del combate, enel que no se habían intercambiado más de

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cincuenta disparos; era un ejemplo de lo que unapotente artillería podía hacer en el mar. Elcarpintero y dos de sus ayudantes trabajaban enun andamio por la parte exterior del costado parataponar un agujero muy próximo a la línea deflotación.

«No puedo colocarlo bien, señor», respondióel señor Lamb a la pregunta de Jack. «Casi nosestamos ahogando y, sin embargo, no podemoscolocarlo bien, no con la corbeta en estaposición».

«Viraré para que pueda trabajar, señor Lamb,y avíseme en cuanto esté taponado el agujero».A través de la penumbra miró hacia la gata, queahora ocupaba de nuevo su lugar en el convoy.Virar significaría alejarse de ella, quecuriosamente se había convertido en algo muyquerido para él. «Cargada de palos, roble deStettin, estopa, alquitrán de Estocolmo,cuerdas», dijo ansiosa aquella voz interna, ycontinuó: «Podría llegar a valer dos o tres mil… oincluso cuatro…» «Sí, claro, señor Watt», dijo envoz alta. Ambos subieron a la cofa del mayor yexaminaron el tamborete dañado.

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«Ese trozo fue el que dejó al pobre señor Dayfuera de combate», dijo el contramaestre.

«¡Ah… fue ese! Desde luego, un trozocondenadamente grande. Pero no debemosperder las esperanzas. El doctor Maturin va ahacerle… a hacerle con suma habilidad algoextraordinario con una sierra, tan prontoamanezca. Necesita luz para hacerlo. Es algopara lo que se necesita una gran pericia, creoyo.»

«¡Oh sí! Estoy seguro, señor», dijo elcontramaestre vivamente. «Debe de ser uncaballero muy hábil, sin duda. Los hombres estánmuy satisfechos porque le ha amputado la piernaa Ned Evans con gran precisión y le ha cosidomuy bien a John Lakey sus partes íntimas, y portodo lo demás. Ellos dicen que es muy amablepor su parte hacer todo eso sin estar de servicio,es decir, siendo un invitado».

«Es muy generoso por su parte», dijo Jack.«Muy generoso. Estoy de acuerdo con ellos.Necesitaremos una especie de trinca, señorWatt, hasta que el carpintero pueda arreglar eltamborete. Las guindalezas deben de estar lo

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más tensas posible, y que Dios nos ayude sitenemos que calar los masteleros».

Examinaron una media docena de puntosmás y luego Jack bajó a su cabina, deteniéndoseun momento en el descenso para contar elconvoy, muy ordenado y compacto ahora,después del susto. Al hundirse en los cojines quehabía sobre el largo cofre, dijoinconscientemente «Llevo tres», pues su menteestaba enfrascada en el cálculo de tres octavosde tres mil quinientas libras, el precio quefinalmente había fijado a la mercancía de laDorthe Engelbrechtsdatter. Porque tres octavos(después de dar uno al almirante) era la parteque le correspondía de las ganancias. Pero sumente no era la única que estaba ocupada conlos números, ni mucho menos, pues todos lostripulantes que figuraran inscritos en los libros dela Sophie tenían derecho a una parte. Un octavoera para Dillon y el segundo oficial, otro serepartía entre el médico (si la Sophie llevaba unoinscrito oficialmente en sus libros), elcontramaestre, el carpintero y los suboficiales,otro era para los guardiamarinas y el sargento de

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Infantería de Marina, y el octavo restante sedividía entre los demás tripulantes. Y eraasombroso ver con qué agilidad aquellas mentesno acostumbradas a pensar en conceptosabstractos daban vueltas a esos números, aesos símbolos, una y otra vez, obteniendo elmismo resultado que el oficial de marinaencargado del reparto, exactamente hasta elúltimo penique. Cogió un lápiz para hacercorrectamente la suma, se sintió avergonzado, lodejó, dudó, lo volvió a coger y por fin escribió losnúmeros muy pequeños, diagonalmente en lapunta de una hoja, pero al oír que llamaban a lapuerta tiró el papel enseguida. Era el carpintero,aún mojado, que venía a informarle de que losagujeros ya estaban taponados y en la sentina nohabía más de dieciocho pulgadas de agua, «queno es ni la mitad de lo que yo esperaba, con esehorrible y brutal cañonazo que nos disparó lagalera tan abajo». Hizo una pausa y de soslayomiró a Jack de un modo extraño.

«Bien, eso es magnífico señor Lamb», dijoJack después de algunos instantes.

Pero el carpintero no se movió. Se mantuvo

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allí de pie, goteando sobre los cuadrados de lalona pintada, donde terminó por dejar unpequeño charco. Y de repente dijo: «Así que, si lode la gata es cierto y los pobres noruegos fueronarrojados por la borda, tal vez incluso losheridos… lo cual lo saca a uno de quicio porquees pura crueldad… ¿Qué daño podían haberhecho si se les encerraba abajo y se poníanlistones en las escotillas…? De todas formas, lossuboficiales de la Sophie desearían que elcaballero», señaló con la cabeza el camarotedonde provisionalmente se había instaladoStephen Maturin, «compartiera con ellos la parteque les corresponde, como es justo, en señal dereconocimiento, porque toda la tripulaciónconsidera que ha sido muy generoso».

«Si me permite, señor», dijo Babbington, «lagata está haciendo señales».

Ya en el alcázar, Jack vio la banderamulticolor que había izado Dillon -seguramenteera la única que tenía la DortheEngelbrechtsdatter- y que, entre otras cosas,indicaba que a bordo tenían la peste y queestaban a punto de zarpar.

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«¡Todos a virar en redondo!», exclamó. Ycuando la Sophie se había desplazado a lo largode todo el convoy, a un cable de distancia deéste, gritó «¡Ah, la gata!»

«Señor», se oía distante la voz de Dillon, «lealegrará saber que todos los noruegos están asalvo».

«¿Cómo?»«Los noruegos, señor, están todos a salvo».

Las dos naves se acercaron más. «Estabanescondidos en la bodega de proa». Y repitió «…en la bodega de proa».

«¡Ah… la bodega de proa!», murmuró elpiloto al timón, que se había enterado de lanoticia porque en la Sophie, que era toda oídos,había un silencio sepulcral.

«¡Ceñir!», exclamó Jack enfadado cuando lasgavias flamearon a causa de la emoción delpiloto. «¡Manténgala ceñida!»

«Está ceñida, señor.»«Y dice el capitán», continuó la lejana voz de

Dillon, «que si podrían enviar un médico, porqueuno de sus hombres se lastimó el dedo del piemientras bajaba por la escala».

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«Dígale al capitán de mi parte», exclamóJack con un vozarrón que casi llegó hastaCagliari y con la cara roja por el esfuerzo al gritary la profunda indignación, «dígale al capitán quepuede coger el dedo de ese hombre y…»

Llegó abajo a trompicones. Había perdido875 libras y su rostro tenía una expresión deamargo descontento.

* * *Sin embargo, esa no era una expresión

frecuente ni que durara mucho tiempo en la carade Jack. Y cuando él subió al cúter que lo llevaríahasta el buque insignia en la rada de Génova, yahabía recuperado su natural alegría. Su rostro, apesar de esto, tenía un aire solemne, porque unavisita al formidable lord Keith, Admiral of theBlue y comandante en jefe de la Armada realinglesa en el Mediterráneo, no era cosa debroma. Y su propia solemnidad, cuando él sesentó en la popa del cúter cuidadosamenteaseado, afeitado y vestido, influyó en el timonel ylos tripulantes, que remaban despacio,manteniendo la vista fija en el interior del barco.De cualquier manera, iban a llegar al buque

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insignia con anticipación, y Jack, tras mirar elreloj, les pidió que viraran a la altura delAudacious y luego se detuvieran. Desde allípodía verse toda la bahía, con cuatro fragatas ycinco navíos de línea a dos o tres millas dedistancia de la costa, y por detrás de ellos, máscerca de tierra, había un enjambre de cañonerasy naves con morteros. Estaban bombardeandosin cesar la espléndida ciudad, que se alzabaescalonada al fondo de la bahía, formando unaamplia curva, y se encontraban rodeados por unanube de humo que ellos mismos habíanproducido al lanzar bombas contra los apiñadosedificios en la parte opuesta al lejano muelle.

Los barcos se veían pequeños en ladistancia, y las casas, las iglesias y los palaciosaún más pequeños (aunque con nitidez en aquelaire suave y transparente), como si fueranjuguetes. Pero curiosamente, el incesante fragorde los disparos y la contundente respuesta de laartillería francesa desde tierra estaban al alcancede la mano y eran reales y amenazadores.

Pasaron los diez minutos que faltaban para lahora de su visita. El cúter de la Sophie se acercó

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al buque insignia, y al grito «¡ah del barco!» eltimonel respondió «¡Sophie!», lo cual significabaque su capitán iba a bordo. Jack subió por elcostado como era debido, saludó a los oficialesdel alcázar, estrechó la mano del capitán Louis yfue conducido a la cabina del almirante.

Tenía un sinfín de razones para sentirsesatisfecho. Había llevado el convoy hasta Cagliarisin pérdidas, había acompañado otro hastaLivorno y ahora estaba allí, a la hora exacta de sucita, a pesar de que el viento había estadoencalmado a la altura de Montecristo. Con todo,estaba muy nervioso y no hacía más que pensaren lord Keith; por eso al ver que no había ningúnalmirante en aquella bellísima y espaciosacabina llena de luz, sino sólo una joven con uncuerpo de redondeadas curvas de espaldas a laventana, se quedó boquiabierto.

«¡Jacky querido!», dijo la joven. «Estásguapísimo con ese uniforme. Déjameenderezarte la corbata, así. Jacky, estásasustado como si yo fuera un francés.»

«¡Queeney! ¡Querida Queeney!», exclamóJack estrechándola y dándole un cariñoso y

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sonoro beso.«¡Que Dios los maldiga y los condene al

infierno…!», exclamó una furiosa voz con acentoescocés y el almirante entró desde la galería.Lord Keith era un hombre alto, de pelo gris yaspecto leonino, y sus ojos echaban chispas derabia.

«Este es el joven del que te hablé, almirante»,dijo Queeney colocándole bien la negra corbataal pobre Jack, que se había puesto pálido ymiraba el anillo que ella lucía en su mano. «Yosolía bañarlo y llevármelo a mi cama cuando teníapesadillas».

Esta no parecía ser la mejor de lasrecomendaciones para un almirante de casisesenta años recién casado, pero dio resultado.«¡Oh, sí, se me había olvidado! Perdóneme. Sonmuchos los capitanes, y algunos de ellos unoslibertinos redomados…»

* * *«"Y algunos de ellos unos libertinos

redomados", me dijo observándomedetenidamente con su fría mirada», dijo Jackllenándole el vaso a Stephen mientras se

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acomodaba sobre el cofre. «Y yo estaba casiconvencido de que me había reconocido, puesme había visto en tres ocasiones y cada vez enuna situación más difícil que la anterior. Laprimera fue en el cabo de Buena Esperanza, abordo del Reso, cuando yo era guardiamarina;por entonces él era capitán, el capitánElphinstone. Llegó a bordo apenas dos minutosdespués de que el capitán Douglas me hubierarebajado de categoría y dijo: "¿Por qué llora tandesconsoladamente este chico?" Y el capitánDouglas le respondió: "Este condenado chico esun perfecto chulo, lo he rebajado de categoríapara que aprenda cuál es su deber"».

«¿Es ese el modo más adecuado deaprenderlo?», preguntó Stephen.

«Bueno, esa es la forma más fácil para ellosde enseñarle a uno a tener respeto», dijo Jacksonriendo, «porque también a uno lo puedenamarrar a un enjaretado en el portalón y azotarlohasta arrancarle la piel. De esa forma degradanal guardiamarina, es decir, éste ya no esconsiderado un cadete sino un marinero desegunda. Se convierte en un marinero de

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segunda, duerme y come con ellos, puede sergolpeado por cualquier superior que lleve en lamano una vara y además ser azotado. Nuncapensé que fuera capaz de degradarme, a pesarde que ya me había amenazado varias veces,porque era amigo de mi padre y yo pensaba quesería benevolente conmigo… y en realidad lo fue.Sin embargo, lo hizo, y hasta seis mesesdespués no me restituyó el rango deguardiamarina. Pero al final se lo agradecí,porque llegué a conocer la cubierta inferior decabo a rabo, y allí fueron muy amables conmigo,en general. Recuerdo que en aquel tiempo yoberreaba como un becerro, o mejor dicho, llorabacomo una mujer. ¡Ja, ja, ja!»

«¿Qué lo hizo decidirse a dar ese paso?»«Bueno, fue un asunto con una chica

probablemente, una chica negra llamada Sally»,dijo Jack. «Llegó hasta allí en un chinchorro y laescondí en el pañol de cuerdas. Pero el capitánDouglas me había reñido por muchas otrascosas, por la obediencia principalmente y portardar en salir de la litera por la mañana, por elrespeto al maestro (llevábamos un maestro a

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bordo, un borracho empedernido llamado Pitt) ypor otras tonterías. Entonces, la segunda vez quelord Keith y yo nos vimos fue en el Hannibal,cuando yo era el quinto de a bordo y el primerteniente era ese maldito imbécil de Carrol. Si hayalgo que odie más que estar en tierra es estar alas órdenes de un maldito imbécil que ademásno sea buen marino. Me ofendió tanto, tandeliberadamente, por una cuestión trivial dedisciplina, que me vi obligado a preguntarle siquería que nos encontráramos en otra parte. Yeso era exactamente lo que estaba esperando.Corrió a decirle al capitán que yo lo habíadesafiado. El capitán Newman dijo que era unatontería, pero que yo debía disculparme. Sinembargo, no podía hacerlo, porque no habíanada de qué disculparse, yo tenía la razón,¿comprende? Así que me vi frente a mediadocena de capitanes de navío y dos almirantes,uno de los cuales era lord Keith».

«¿Y qué pasó?»«Insolencia. Fui reprendido oficialmente por

insolencia. Y la tercera vez… pero no voy a entraren detalles», dijo Jack. «Es muy curioso

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¿sabe?», prosiguió mirando a través de laventana de popa con expresión de sinceroasombro, «extraordinariamente curioso, pero nodebe de haber muchos hombres que siendounos malditos imbéciles y malos marinos, esdecir, hombres sin ningún valor en absoluto,lleguen a tener una alta graduación en la Armadareal. Y sin embargo, da la casualidad de que yohe servido a las órdenes de dos de ellos almenos. Esa vez realmente pensé que estabaarruinado, con la carrera truncada y tan sólomedia paga. Me pasé ocho meses en tierra, muymelancólico, yendo a la ciudad cada vez que melo podía permitir, que no era a menudo, yperdiendo el tiempo en esa condenada sala deespera del Almirantazgo. Sí, realmente penséque nunca más me embarcaría, que sería unteniente con media paga para el resto de misdías. Si no hubiera sido por mi violín y la caza delzorro, cuando podía conseguir un caballo, creoque hubiera acabado ahorcándome. Fue aquellaNavidad cuando vi a Queeney por última vez, meparece. O quizás la vi después en Londres otravez».

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«¿Es su tía o su prima?»«No, no. No somos parientes. Pero casi nos

criamos juntos, o mejor dicho, ella casi me crió amí. Siempre la recuerdo como una chica, nocomo una niña, aunque seguro que no nosllevamos ni diez años. Una criatura maravillosa.Vivía en una propiedad llamada Damplow, allado de la nuestra. La casa estaba casi junto anuestros jardines, y después de la muerte de mimadre me pasaba casi tanto tiempo en su casacomo en la mía. Más aún», dijo. Levantó la vistahacia el compás soplón con aire pensativo.«¿Conoce al doctor Johnson,17 el autor deldiccionario Johnson?»

17. Doctor Johnson (1709-1784). Escritor,poeta y lexicógrafo inglés. En 1744 publicó sulibro Life of Savage, biografía de su amigoRichard Savage, con el que alcanzó granreputación. En 1755 publicó su Dictionary of theEnglish Language.

«¡Por supuesto!», exclamó Stephenmirándolo extrañado. «El más respetable, el másacertado de los diccionarios modernos.Discrepo de todo lo que Johnson dice, a

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excepción de lo que se refiere a Irlanda, pero loadmiro; y me encanta la biografía de Savage queha escrito. Es más, él estuvo en un sueño quetuve no hace ni una semana, el sueño más vivoque he tenido en mi vida. ¡Qué extraño que ustedlo haya mencionado hoy!»

«Sí, así es. Pues era muy amigo de la familiade Queeney hasta que su madre se fugó paracasarse con un italiano, un papista. A ella ledisgustaba tener a un papista como padrastro,ya se lo puede imaginar. Y nunca quisoconocerlo. "Cualquiera antes que un papista",decía. "Te aseguro que hubiera preferido milveces al negro Frank".18 Y aquel año quemamostrece muñecos de paja representando a GuyFawkes; debió de ser en 1783 o 1784, pocodespués de la Batalla de los Santos. Después deesto se quedaron en Damplow más o menosdefinitivamente, las chicas, me refiero, y unaprima mayor. ¡Mi querida Queeney! Me pareceque ya le había hablado de ella anteriormente¿verdad? Fue quien me enseñó matemáticas».

18. El negro Frank: Francis Barber, el criadonegro del doctor Johnson.

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«Creo que sí. Estudiaba hebreo, si norecuerdo mal.»

«Exactamente. Las secciones cónicas y elPentateuco me resultaban facilísimos con ella.¡Mi querida Queeney! Yo creía que se quedaríasolterona, a pesar de ser tan bella, porque eradifícil que un hombre le propusiera matrimonio auna chica que sabía hebreo. Y era una pena,porque pensaba que una persona tan dulcedebía tener muchos hijos. Sin embargo, se hacasado con el almirante, así que todo ha tenidoun final feliz, aunque… ¿sabe una cosa?, él esmuy viejo, tiene el pelo gris y casi sesenta años.¿Cree usted, como médico, es decir, esposible…?»

«Possibilissima.»«¿Ah, sí?»«Possibile è la cosa, e naturale», cantó

Stephen con voz chillona y quebradiza,totalmente distinta a la que tenía al hablar, que noera desagradable. «E se Susanna vuol,possibilissima», continuó en un tono desafinado,aunque no tanto que el fragmento de Fígaro nopudiera reconocerse.

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«¿De verdad? ¿De verdad?», preguntó Jackcon gran interés. Y luego, tras reflexionar unosmomentos, añadió: «Podríamos tratar de cantareso a dúo, improvisando… Ella se reunió con élen Livorno. Y yo pensando que eran mis propiosméritos, reconocidos al fin, y las honrosasheridas» -se rió con ganas- «la causa de miascenso». Ahora, sin embargo, no tengo ningunaduda de que todo se lo debo a mi queridaQueeney, ¿sabe? Pero aún no le he contado lomejor, y esto, naturalmente, se lo debo a ella.¡Vamos a iniciar un crucero de seis semanas endirección sur, por la costa francesa y española,hasta el cabo de la Nao!»

«¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno?»«¡Sí, sí! Muy bueno. Eso significa no escoltar

más convoyes, no estar atados a un atajo demalditos granujas, a torpes mercantes que vanarrastrándose lentamente por el mar. Significatener a nuestro alcance el comercio, los puertos ylos suministros de franceses y españoles; esosserán nuestros objetivos. Lord Keith destacó laenorme importancia de aniquilar su comercio.Puso mucho énfasis en esto, dijo que era tan

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importante como cualquier gran acción de la flotay, además, mucho más provechosa. El almiranteme llevó aparte y me habló largamente de ello;posee una gran agudeza. No es un Nelson,desde luego, pero sin duda es brillante. Mealegro de que le pertenezca a Queeney. Y noestamos bajo las órdenes de nadie, lo cual esestupendo. Ningún estúpido payaso me dirá:"Jack Aubrey, debe seguir hacia Livorno y llevaresos cerdos para la flota", acabando con todaslas esperanzas de conseguir un botín. ¡El dinerodel botín!», exclamó sonriendo y dándosepalmadas en el muslo a la altura del bolsillo. Y elcentinela a la puerta de la cabina, que habíaestado escuchando la conversación, tambiénsonrió asintiendo con la cabeza.

«¿Le tiene mucho apego al dinero?»,preguntó Stephen.

«Lo amo apasionadamente», dijo Jack. Y ensu voz se notaba su sinceridad. «Siempre hesido pobre, y anhelo ser rico».

«Eso es justo», dijo el infante de marina queestaba de centinela.

«Mi querido padre también fue siempre

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pobre», prosiguió Jack, «pero muy generoso. Medaba como asignación cincuenta libras al añocuando yo era guardiamarina, y en aquel tiempoera una suma considerable… o lo habría sido siél hubiera podido persuadir al señor Hoare deque me la diera, después del primer trimestre.¡Dios mío, lo que tuve que sufrir en el viejo Reso!Cuentas del rancho y la lavandería, los uniformesque se me quedaban pequeños… naturalmenteque amo el dinero. Pero creo que ya deberíamosirnos; acaban de sonar dos campanadas».

Jack y Stephen iban a ser los invitados de lacámara de oficiales, donde degustarían elcochinillo comprado en Livorno. Se sumergieronen aquella penumbra y James Dillon les dio labienvenida, junto con el segundo oficial, elcontador y Mowett. La cámara de oficiales notenía ventanas a popa, ni portas correderas, sinosolamente una pequeña claraboya justo delantede ella. La peculiaridad de la construcción de laSophie hacía que, por un lado, la cabina delcapitán fuera bastante amplia (inclusoespléndida, si al capitán se le hubieran podidocortar un poco las piernas), al no llevar la corbeta

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los cañones habituales, pero por otro, que lacámara de oficiales estuviera a un nivel más bajoque la cubierta de palos y reposara sobre unaespecie de plataforma parecida a un sollado.

Al principio la cena fue ceremoniosa y falta deanimación, aunque estaban alumbrados por unamagnífica lámpara colgante bizantina que Dillonse había llevado de una galera turca, y aunquebebían un vino extraordinariamente bueno traídopor éste, pues era un hombre de buena posición,incluso rico en relación con el nivel económicogeneral en la Armada. Todos tenían una actitudformal, exenta de naturalidad. Jack debía dar eltono de la conversación, como sabía muy bien;era lo que se esperaba de él y, además, suprivilegio. Pero esa clase de deferencia, eseinterés con que todos escuchaban cadacomentario suyo, requería que las palabras quepronunciara fueran dignas de la atención que seles prestaba. Y esto era fatigoso para él, queestaba acostumbrado a un tipo de conversaciónnormal, despreocupada, con sus continuasinterrupciones y sus contradicciones. Aquí todo loque él decía se daba por bueno; y pronto su

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ánimo empezó a decaer, agobiado bajo aquelpeso. Marshall y el contador Rickettspermanecían en silencio la mayor parte deltiempo, diciendo sólo «por favor» y «gracias», ycomían con enorme meticulosidad. El jovenMowett (uno de los invitados) tambiénpermanecía en silencio, desde luego; Dillonseguía insistiendo en una conversaciónintrascendente y, en cambio, Stephen Maturin sehabía sumergido en un profundo ensueño.

Fue el cochinillo el que salvó aquelmelancólico festín. Al entrar a la cámara deoficiales, el despensero dio un traspiés debido aun repentino bandazo de la Sophie, y el cochinillosalió despedido de la fuente y fue a aterrizar enel regazo de Mowett. Con el alboroto y las risasque siguieron, todos volvieron a comportarsecomo seres humanos, manteniendo sunaturalidad durante mucho tiempo, de modo quela situación alcanzó el punto que Jack deseabadesde el principio de la cena.

«Bien, caballeros», dijo después de beber ala salud del Rey. «Tengo noticias que, en miopinión, les van a alegrar mucho, aunque debo

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pedirle perdón al señor Dillon por tratar deasuntos del servicio a su mesa. El almirante nospermite realizar un crucero en solitario hasta elcabo de la Nao. Y he convencido al doctorMaturin para que permanezca a bordo connosotros y cierre nuestras heridas cuando laviolencia de los enemigos del Rey nos dejemaltrechos».

«¡Hurra!… ¡Qué bien!… ¡Escuchad,escuchad!… ¡Noticias estupendas!… ¡Bien!…¡Escuchadle!», exclamaron unos y otros casi a lavez. Y sus rostros reflejaban tanta alegría y tansincera satisfacción que Stephen se emocionóprofundamente.

«A lord Keith le encantó cuando se lo dije»,continuó Jack. «Me dijo que nos envidiabaenormemente, pues él no tiene médico en elbuque insignia. Se quedó maravillado cuando leconté lo del cerebro del condestable y luegopidió su catalejo para ver al señor Day tomandoel sol en cubierta. Al instante redactó la orden desu puño y letra, lo cual me asombró, porquenunca había oído que una orden se hubiera dadode esa forma».

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Tampoco lo había oído ninguno de los allípresentes. Tenían que brindar por la orden -«tresbotellas de oporto, vamos Killick»… «llena losvasos»- y mientras Stephen permanecía sentadoa la mesa mirando con humildad hacia abajo,todos se levantaron y con las cabezasagachadas bajo los baos cantaron:

«¡Hurra, hurra, hurra,Hurra, hurra, hurra,Hurra, hurra, hurra,Hurra!»«No obstante, sólo hay una cosa que no me

gusta», dijo Stephen mientras la orden pasabarigurosamente por toda la mesa. «La absurda einsistente repetición de la palabra médico. "Porla presente lo nombro cirujano… se haga cargodel puesto de cirujano… junto con unaasignación para su paga y el avituallamiento parasu uso particular, como corresponde al cirujanode la citada corbeta". Es una definición falsa; yuna definición falsa es anatema para quienaplica un razonamiento filosófico».

«Por supuesto que es anatema para quienaplica un razonamiento filosófico», dijo James

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Dillon. «Pero no es ese tipo de mentalidad el queexiste en la Marina, sino otro que gusta de lasdefiniciones falsas. Tomemos la palabra corbeta,por ejemplo».

«Sí», dijo Stephen cerrando los ojos a causadel intenso aroma del oporto e intentandorecordar las definiciones que había escuchado.

«Bien, una corbeta, como usted sabe, es enrealidad una embarcación de un palo conaparejo de velas de cuchillo. Pero en la Armada,una corbeta puede estar aparejada como unnavío, es decir, puede tener tres palos.»

«O tomemos la Sophie», dijo el segundooficial ansioso por hacer su modestacontribución. «Exactamente es un bergantín,¿sabe doctor?, pues tiene dos palos». Y levantódos dedos, por si Stephen, al no ser hombre demar, no pudiera aprehender un número tangrande. «Pero en el mismo momento en que elcapitán Aubrey subió a ella se convirtió en unacorbeta, porque un bergantín está al mando de unteniente».

«O tomemos mi caso», dijo Jack. «Me llamancapitán, pero en realidad soy capitán de

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corbeta».«O el lugar donde duermen los hombres, justo

a proa», dijo el contador señalándolo. «Hablandocon propiedad, oficialmente, es la cubierta debatería, aunque nunca ha habido cañones allí. Yunos la llamamos cubierta de palos -aunquenunca ha habido palos en ella tampoco- y otros lallaman cubierta de batería y a la auténticacubierta de batería la llaman cubierta superior. Otomemos este bergantín, que no es un verdaderobergantín, ni siquiera con esa vela cuadra mayor,sino una especie de paquebote, o unhermafrodita».

«No, no, querido amigo», dijo James Dillon,«no deje nunca que una simple palabra aflija sucorazón. Nominalmente son sirvientes del capitánquienes, en realidad, son guardiamarinas;tenemos inscritos en nuestros libros comomarineros de primera a chicos jovencísimos queestán a millas de distancia, todavía en la escuela;afirmamos que no hemos cambiado ningúnbrandal, cuando los estamos cambiandocontinuamente; y juramos muchas otras cosasque nadie cree. No, no, puede usted llamarse a sí

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mismo como quiera, mientras cumpla con sudeber. La Armada se expresa por medio desímbolos, y a las palabras puede usted darles elsignificado que prefiera».

CAPÍTULO 5

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El diario de navegación de la Sophie teníasus páginas pasadas en limpio con la bellísimaletra redondilla de David Richards, pero por lodemás, era como cualquier otro diario denavegación de la Marina. Su estilo semiliterario,oficial e inevitablemente pesado no variabanunca. Hablaba en el mismo tono de la aperturadel barril de carne de buey número 271 y de lamuerte del ayudante de médico, y en ningúnmomento utilizaba una prosa amena, máshumanizada; no lo hizo ni siquiera cuando lacorbeta capturó la primera presa.

Jueves, 28 de junio, vientos variables, SErolando a S, rumbo S50O, distancia 63 millas.Latitud 42°32'N, longitud4° 17'E, cabo de CreusS76°O 12 leguas. Brisas moderadas y nubosoal atardecer, a las 7 primer rizo en juanetes.Amaneció tiempo d°. Prácticas con los cañonesgrandes. La tripulación intervieneocasionalmente.

Viernes, 29 de junio S y rolando a E…Vientos ligeros y tiempo despejado. Prácticascon los cañones grandes. Al atardecer sereforzó el cable. Amaneció con brisa moderada

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y nublado, tercer rizo a la gavia mayor,envergamos otro velacho y se arriza muycompacto, a las 4 fuerte borrasca, aferrando lavela cuadra mayor, a las 8 más moderado seriza, la vela, cuadra mayor y se larga. Almediodía calma. Fallecimiento de HenryGouges, ayudante de médico. Maniobras conlos cañones grandes.

Sábado, 30 de junio, vientos ligerostendiendo a calma. Prácticas con los cañonesgrandes. Castigados Shannahan y Yates con12 latigazos por embriaguez. Se mata un bueyde 530 libras. Reserva de aguada: 3 toneles.

Domingo, 1 de julio… Se pasa revista a latripulación por divisiones, se leen lasOrdenanzas Militares, se celebra un servicioreligioso y se lanza al mar el cuerpo de HenryGouges. Al mediodía tiempo d°.

El mismo tiempo. Sin embargo, el sol sehundió entre un grupo de espesas nubes detonalidades grises y violeta que se habíanformado al oeste, y para todos los marinerosestaba bien claro que el tiempo no seguiríasiendo el mismo por mucho tiempo. Los

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marineros, tumbados por todo el castillo de proa,se peinaban su largo pelo o se lo trenzaban unosa otros, explicándoles amablemente a loscampesinos que aquella marejada que venía delsureste, el calor pegajoso y extraño que proveníatanto del cielo como de la cristalina superficie delondulante mar, y el hecho de que el sol apenasasomara por entre aquellas nubes indicaban queera inminente la disolución de todos los vínculosnaturales, un cambio apocalíptico, es decir, queles esperaba una noche de perros. Losmarineros disponían de mucho tiempo parabajarles la moral a sus oyentes, que ya estabanbastante abatidos por la muerte tan poco naturalde Henry Gouges (que había dicho: «¡Ja, ja!¡Compañeros, hoy cumplo cincuenta años! ¡Diosmío!» Y se había muerto sentado allí mismo, conel vaso de grog en la mano, sin haberlo probadosiquiera); disponían de mucho tiempo porque eradomingo por la tarde, cuando descansaban,como era habitual, en el castillo de proa, con suscoletas deshechas. Algunos de ellos tenían unamelena tan larga que les llegaba a la cintura, yahora que se habían soltado las coletas que les

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servían de adorno, unos con el pelo lacio porqueaún estaba mojado y otros con el peloencrespado porque ya estaba seco, suapariencia era extraña, terrible, y sus palabraseran como un presagio, como un oráculo, yaumentaban la desazón de los campesinos.

Los marineros cargaron las tintas, pero apesar de sus esfuerzos, apenas pudieronexagerar lo que iba a ocurrir, ya que latempestad que venía del sureste no dejó deaumentar desde las primeras ráfagas, al final dela segunda guardia de cuartillo, hasta lasrugientes corrientes de viento, al final de laguardia de media, y estaba cargada de cálidalluvia, que caía torrencialmente haciendo que loshombres al timón hundieran la cabeza entre loshombros y torcieran la boca para poder respirar.Las olas eran cada vez más grandes; no tenían laaltura de las olas del Atlántico, pero eran másencrespadas y aterradoras; lanzaban sus crestashacia delante con furia, como si trataran de pasarentre las cofas de la Sophie, y eran losuficientemente altas para detener sumovimiento mientras ella intentaba capear el

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temporal con un treo. Esto podía hacerlo muybien la Sophie, quizás no fuera muy rápida;quizás no tuviera aspecto de ser peligrosa ni deprimera clase, pero con los mastelerillosquitados y colocados sobre cubierta, los cañonesasegurados con doble retranca, las escotillastapadas con listones -quedando sólo un pequeñoespacio resguardado para acceder a la escalade popa- y teniendo a sotavento cientos de millasdel inmenso mar, se mantenía al pairo, tantranquila y tan preparada para hacer frente a latempestad como un pato de flojel. Además, erauna embarcación estanca, pensó Jack mientrasla Sophie subía por la pendiente de una rugienteola, pasaba por su cresta apoyando tan sólo laproa y bajaba hasta la gran oquedad que aquellaformaba. Jack rodeaba un brandal con su brazo yvestía chaqueta de lona alquitranada y calzonesde percal. Su cabello rubio, que llevaba largo ysuelto en honor a lord Nelson, se le retiraba haciaatrás en la cresta de las olas y volvía a caersobre sus hombros en las oquedades, como unanemómetro natural, mientras él observaba laregular sucesión de las olas, como en un

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ensueño, a la pálida luz de la luna. Muy satisfechoconstataba que su valoración de las cualidadesde la Sophie como embarcación no sólo seconfirmaba, sino que era incluso superada. «Esnotablemente estanca», le dijo a Stephen, aquien habían atado a un puntal detrás de él, pueshabía subido a cubierta prefiriendo morir al airelibre, y permanecía mudo, empapado yhorrorizado.

«¿Cómo dice?»«Que la Sophie es notablemente estanca.»Stephen se impacientó y lo miró ceñudo; ese

no era momento de frivolidades.Pero el sol, al salir, hizo desaparecer el

viento, y a las siete y media de la mañanasiguiente, todo lo que quedaba de la tormentaera la marejada y una hilera de nubes bajassobre el lejano golfo de León, al noreste. El cieloestaba clarísimo y la atmósfera se habíapurificado de tal forma que Stephen pudodistinguir el color de las patas de un petrel quepasó sobre la estela de la Sophie, a unas veinteyardas de distancia. «Recuerdo aquel suceso deextremo y espantoso terror», dijo, sin perder de

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vista al pajarillo, «pero no conozco la naturalezaprofunda de aquella emoción».

El timonel y el oficial de derrota quegobernaba la corbeta intercambiaron una miradade asombro.

«Es parecida a la que siente una mujer en elparto», prosiguió Stephen elevando un poco lavoz y dirigiéndose al coronamiento para noperder de vista el petrel. El timonel y el oficial dederrota apartaron la vista rápidamente uno delotro pensando en que alguien podría oírlo y esoera terrible. El médico de la Sophie, eltrepanador del cráneo del condestable (a plenaluz del día y en la cubierta principal con toda latripulación extasiada) -a quien todos llamabanahora Lázaro Day- era muy apreciado, pero eraimposible saber hasta qué punto podría serimpropio su lenguaje.

«Recuerdo un ejemplo…»«¡Barco a la vista!», exclamó el serviola, para

alivio de todos los que estaban en el alcázar dela Sophie.

«¿Por dónde?»«Por sotavento. A dos grados, tres grados de

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través. Un falucho. Está en apuros y con lasescotas tremolando.»

La Sophie viró, y quienes estaban en cubiertaenseguida pudieron ver cómo el lejano faluchosubía y bajaba con el fuerte oleaje. Éste no hizoningún intento de escapar, ni de cambiar elrumbo, ni de fachear, sino que permaneció conlos jirones de sus velas ondeando debido a lasráfagas irregulares del viento ya mortecino.Tampoco respondió con ninguna bandera, ni deotra forma, a la llamada de la Sophie. No habíanadie al timón, y cuando la corbeta estuvo máscerca, los que tenían catalejo vieron la barramoviéndose de un lado a otro con las guiñadasdel falucho.

«En la cubierta hay un cadáver», dijoBabbington contento por haberlo distinguido.

«Será difícil bajar un bote al agua en estascondiciones», dijo Jack como para sí. «Williams,nos abordaremos con el falucho. Señor Watts,prepare a algunos hombres para que lo sujeten.¿Y usted qué opina de él, señor Marshall?»

«Bueno, señor, me parece que es de Tángero quizás de Tetuán, del extremo oeste de la

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costa, en todo caso…»«Ese hombre que está en el orificio cuadrado

murió de peste», dijo Stephen Maturin mientrascerraba el telescopio.

Un silencio siguió a esta afirmación, y pudoescucharse el viento al pasar entre los obenquesde barlovento. La distancia entre los barcos cadavez era más corta, y ahora todos podían ver uncuerpo inanimado medio metido en la escotillade popa, con dos o más debajo de él, y otro casidesnudo entre la maraña del engranaje del timón.

«¡Manténgala así!», dijo Jack. «Doctor, ¿estáusted bien seguro de lo que ha dicho? Coja micatalejo».

Stephen miró a través de éste por unosinstantes y se lo devolvió. «No hay ningunaduda», dijo. «Prepararé mis cosas para subir abordo; podría haber supervivientes».

La corbeta estaba casi tocando el faluchoahora. En el pasamanos de éste, una jinetadomesticada -un animal que llevabanfrecuentemente las naves berberiscas para cazarratas- estaba en el pasamanos mirandoansiosamente y a punto de saltar. Un sueco viejo

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llamado Volgardson, un hombre amabilísimo, lelanzó un lampazo y le hizo perder el equilibrio, ylos hombres alineados en el costado laabucheaban y chillaban para ahuyentarla.

«Señor Dillon», dijo Jack. «Daremos unabordada a estribor».

Súbitamente la Sophie cobró vida, con lasllamadas estridentes del contramaestre, lascarreras de los tripulantes hacia sus puestos, y elalboroto general. Y en medio del jaleo Stephengritó: «¡Insisto en que se mande un bote!¡Protesto…!»

Jack lo cogió por el codo y, con un gesto algobrusco pero afectuoso, lo llevó hasta la cabina.«Apreciado amigo», le dijo. «Lo siento, perousted no debe insistir ni protestar, pues seríarebelión, ¿sabe usted?, y lo colgarían por ello. Siusted sube al falucho, aunque no nos contagie laenfermedad, tendríamos que navegar conbandera amarilla hasta Mahón, y usted sabe loque eso significa. Significa, ni más ni menos,pasar cuarenta condenados días en la isla de lacuarentena y recibir un disparo si uno intentasaltar la empalizada. Además, tanto si usted trae

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a bordo la enfermedad como si no, la mitad de latripulación se moriría de miedo».

«¿Tiene la intención de abandonar a esebarco sin ofrecerle ningún tipo de ayuda?»

«Sí, señor.»«Bien, entonces esto es enteramente

responsabilidad suya.»«Por supuesto.»En el diario de navegación apenas quedó

constancia del incidente; de todas formas eradifícil encontrar el lenguaje oficial adecuado paraexpresar que el médico de la Sophie habíaamenazado con el puño al capitán de la propiaSophie. Y respecto a lo ocurrido con el falucho,se limitaron a escribir en él la falsedad noscomunicamos con el falucho y a continuación ya las 11 menos cuarto viramos, pues estabandeseosos de anotar el acontecimiento más felizque hubiera figurado en él durante años (elcapitán Allen había sido poco afortunadomientras había estado al mando de la Sophie,pues no sólo su tarea había sido casi siempreescoltar convoyes, sino que cada vez queiniciaba un crucero parecía que el mar se hubiera

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quedado vacío antes de pasar él, porque nuncapudo coger ni una sola presa)…

Al atardecer moderado y claro, se suben losmastelerillos, se abre el barril de cerdo número113, parcialmente podrido. A las 7 se avistó unavela, desconocida al oeste, nos preparamospara la persecución.

Al oeste significaba, en esta situación, casiexactamente a sotavento de la Sophie, yprepararse significaba desplegar casi todas lasvelas que llevaba, incluso las rastreras, las alasde las juanetes y las gavias, las sobrejuanetes,naturalmente, y las bonetas, ya que habíancomprobado que la presa era una polacra deconsiderable tamaño, con velas latinas en el palotrinquete y el palo de mesana y velas cuadras enel palo mayor, y por tanto debía de ser francesa oespañola; si podían capturarla sería sin duda unbuen botín. Lo mismo debían de pensar lostripulantes de la polacra, sin duda, porque ésta,cuando ambas embarcaciones se habíanavistado, se encontraba al pairo, aparentementereparando el palo mayor dañado por la tormenta,pero cuando la Sophie apenas había acabado

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de atar las empuñaduras de las juanetes, lapolacra ya se había colocado a favor del viento yhuía llevando desplegadas todas las velas quehabía podido largar en tan poco tiempo. Era unapolacra muy suspicaz, y no se había dejadosorprender.

La Sophie, teniendo tantísimos tripulantesadiestrados en largar velas hábilmente, navegóal doble de la velocidad de la polacra durante elprimer cuarto de hora, pero tan pronto la presadesplegó todo el velamen posible, susvelocidades fueron muy semejantes. A pesar detodo, con el viento a dos grados por la aleta y lagran vela cuadra mayor en la mejor posición, laSophie seguía siendo la más rápida. Y cuandoambas alcanzaron la velocidad máxima, laSophie navegaba a más de siete nudos y lapolacra tan sólo a seis. Pero aún las separabancuatro millas y únicamente faltaban tres horaspara que estuviera oscuro como boca de lobo, yademás la luna no saldría hasta las dos y media.Tenían la esperanza, la razonable esperanza, deque a aquella velocidad se rompiera algo en lajarcia de la presa, que ya había pasado una

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noche muy dura; por esa razón muchos catalejosla observaban desde el castillo de proa de laSophie.

Jack permanecía junto al guardabauprés deestribor, deseando con todas sus fuerzas que lacorbeta adelantara y pensando que daría subrazo derecho por un eficaz cañón de proa; y nole parecía un precio excesivamente alto a pagar.Miró hacia atrás para ver lo hinchadas queestaban las velas y luego fijó la mirada en lasolas de proa, que subían y después sedeslizaban suavemente por el oscuro costado.Le parecía que la extremada presión de las velasde popa, al estar orientadas de aquella forma,provocaba que el pie de la roda bajarademasiado; también le parecía que aquellapresión dificultaba el avance de la corbeta, y poreso ordenó cargar la sobrejuanete del mayor.Pocas veces había dado una orden que hubierasido obedecida con más desgana, pero lacorredera demostró que él tenía razón: la Sophie,con el impulso del viento en la parte delantera,era más ágil y un poco más rápida.

El sol se puso por la amura de estribor, el

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viento comenzó a rolar al norte, con fuertesráfagas, y desde detrás de ellos la oscuridad fuecubriendo el firmamento. Todavía iban casi unamilla por detrás de la polacra, que mantenía surumbo hacia el oeste. Cuando el viento llegabade través, izaron las trinquetillas y la vela decuchillo del mayor. Jack levantó la vista hacia lasobrejuanete de proa y dio orden de orientarlacon mayor precisión. Pudo ver toda la maniobraclaramente, pero al mirar de nuevo a la cubierta,ya ésta se encontraba envuelta en penumbra.

Ahora con las alas desplegadas, la presapodía verse desde el alcázar. Parecía unfantasma, una blanquecina mancha que aparecíade vez en cuando en medio de las altas olas.Jack, desde su puesto en el alcázar, laobservaba con el catalejo de noche a través de laoscuridad, cada vez más profunda, y daba de vezen cuando una orden en un tono bajo,confidencial.

La noche se hacía más y más oscura. Y ya noestaba la presa. De repente ya no estaba. En elcuadrante del horizonte donde se veíabalancearse la borrosa mancha blanquecina que

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tanto los atraía, ahora sólo estaba el mar agitadoy desierto, y Régulo comenzando a asomar.

«¡Serviola!», gritó. «¿Puede verla?»Una gran pausa. «No, señor. No está».Así era ni más ni menos. ¿Qué harían ahora?

Necesitaba pensar. Necesitaba pensar allí, en lacubierta, donde tenía un contacto más directocon los acontecimientos, con el viento inestabledándole en el rostro, la bitácora al alcance de lamano y sin la más mínima interrupción. Estoúltimo era posible gracias a las convenciones y ladisciplina de la Marina. Jack disfrutaba de lainviolabilidad propia de un capitán (tan absurda aveces, tan tentadora para caer en la ridículapompa) y podía pensar libremente. Mientraspensaba se fijó en que Dillon alejaba de allí aStephen rápidamente, pero su mente continuóbuscando incansable la solución del problema.La polacra o bien había cambiado el rumbo o loharía muy pronto, y la cuestión era saber adondela llevaría este nuevo rumbo al amanecer. Larespuesta dependía de varios factores: si eranfranceses o españoles, si regresaban a su país ose alejaban de él, si eran astutos o tontos y,

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sobre todo, de las cualidades de la polacra parala navegación. Él tenía una noción muy clara deestos factores, pues había seguido todos losmovimientos de la nave con la máxima atencióndurante las últimas horas, de modo queestructurando su razonamiento (si un procesopuramente instintivo podía llamarse de esaforma) sobre los datos constatados y unacorrecta estimación de los demás, llegó a unaconclusión. La polacra había virado,posiblemente se había detenido y estaba por allísin velas en los mástiles para no ser descubierta,mientras la Sophie pasaba por su lado en laoscuridad, en dirección norte. Pero tanto si eraasí como si no, pronto se haría a la vela ynavegaría de ceñida hacia Agde o Séte,cruzando la estela de la Sophie y confiando en lacapacidad de arrumbamiento de sus velaslatinas para poder huir hacia barlovento y asíponerse a salvo antes del amanecer. Si esto eracierto, la Sophie debería virar de bordoenseguida y dirigirse a barlovento con pocasvelas. Y así, al rayar la luz del día, tendría a lapolacra a sotavento, pues era probable que su

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capitán confiara solamente en los palos trinquetey de mesana, ya que ni siquiera durante lapersecución había utilizado el dañado palomayor.

Jack entró en la cabina del segundo oficial, yentrecerrando sus ojos deslumbrados comprobóla posición de la Sophie, la confrontó con elcálculo de Dillon y se dirigió a cubierta para darórdenes.

«Señor Watt», dijo, «voy a virar y quiero quetoda la operación se haga en absoluto silencio.Nada de órdenes en voz alta, ni sobresaltos, nigritos».

«No habrá órdenes en voz alta, señor», dijo elcontramaestre. Y se fue corriendo y susurrandocon su voz ronca: «¡Todos a virar!», lo queresultaba muy raro al oído.

La orden y la forma de darla tuvieron unefecto curiosamente poderoso. Con tanta certezacomo si se tratara de una expresa revelación,Jack supo que los hombres estabanincondicionalmente con él, pero enseguida unavoz interna le dijo que sería mejor que tuvierarazón, de lo contrario nunca más podría disfrutar

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de esa ilimitada confianza.«Muy bien, Assou», le dijo al marinero hindú

que llevaba el timón, y la Sophie orzó consuavidad.

«¡Timón a sotavento!», dijo. Ahora era unsusurro lo que generalmente era un grito que seoía en los confines del horizonte. Y luego, «¡largaramuras y escotas!». Oyó correr a los hombresdescalzos y las escotas de la trinquetilla chirriaren los estayes: esperó y esperó hasta que elviento estaba a un grado por la amura debarlovento, y luego dijo un poco más alto: «¡Halarla mayor!» Estaba en los estayes y ahora seelevaba con rapidez. Jack empezó a sentir elviento contra la otra mejilla. «¡Soltar y halar!»,dijo, y los tripulantes del combés halaron lasbrazas de estribor como veteranos marineros delcastillo de proa. Las bolinas de barlovento setensaron y la Sophie ganó velocidad.

Ahora estaba navegando rumbo estenoreste,de ceñida, con las gavias rizadas. Jack bajó decubierta. No quería que se viera ninguna luz porlas ventanas de popa, y no valía la pena prepararlos faroles con ventanas, así que se dirigió a la

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cámara de oficiales y entró en ella agachando lacabeza. Para su sorpresa, encontró allí a Dillon(en realidad al grupo de la guardia de Dillon lestocaba ahora estar abajo, pero Jack en su lugarnunca se hubiera ido de cubierta) jugando alajedrez con Stephen, mientras el contador les ibaleyendo y comentando fragmentos delGentleman's Magazine (Revista del caballero).

«No se muevan señores», exclamó al ver quetodos empezaban a levantarse rápidamente.«Sólo he venido a disfrutar de su compañía unosmomentos».

Lo recibieron con los brazos abiertos -seapresuraron a ofrecerle vino, galletas, el últimonúmero del Boletín Oficial de la Armada- pero élse sentía un intruso. Había turbado aqueltranquilo encuentro social, había cortado en secola crítica literaria del contador e interrumpido lapartida de ajedrez tan drásticamente como lohubiera hecho un rayo del Olimpo. Stephencomía en esa cámara -su cabina era aquellaespecie de armario pequeño con entarimadoque estaba detrás del farol colgante- y ya parecíaformar parte de aquella comunidad. Jack se

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sintió herido en lo más recóndito de su ser, ydespués de conversar un rato (le pareció unintercambio seco y forzado, excesivamenteeducado) regresó de nuevo a cubierta. Tanpronto lo vieron aparecer por la escotillapálidamente iluminada, el segundo oficial y eljoven Ricketts se fueron en silencio a babor, yJack reanudó su solitario paseo desde elcoronamiento hasta la vigota más cercana apopa.

Al principio de la guardia de media el cielo seencapotó. Luego cayó un chubasco casi al sonarlas dos campanadas, y las gotas caíantransversalmente produciendo un silbido al rozarla bitácora. La luna salió, pero apenas podíadistinguirse en el firmamento su borrosa siluetainclinada hacia un lado. A Jack se le retorcía elestómago por el hambre, pero continuabapaseándose de un lado a otro, mirandomecánicamente a sotavento, hacia la inmensaoscuridad, cada vez que se daba la vuelta.

Tres campanadas. En voz baja el cabo deguardia informó que no había novedad. Cuatrocampanadas. ¡Había tantas otras posibilidades,

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tantas otras cosas, miles de cosas que la presapodía haber hecho en vez de arribar y luegonavegar de bolina hasta Séte…!

«Pero ¿qué hace? ¿Andando bajo la lluvia enmangas de camisa? Eso es una locura», dijoStephen detrás de él.

«¡Silencio!», exclamó Mowett, en esemomento el oficial de guardia, que no lo habíainterceptado.

«¡Es una locura! Piense en el aire de lanoche, en la humedad que hay, en la acumulaciónde humores. Si el deber requiere que se paseeusted en la noche, tiene que ponerse unachaqueta de lana. ¡Una chaqueta de lana,enseguida, para el capitán! ¡Yo mismo iré acogerla!»

Cinco campanadas. Otro ligero chubasco. Elrelevo del timón, y en tono susurrante laindicación del rumbo repetidamente y losinformes de rutina. Seis campanadas. Laoscuridad comenzaba a ser menos densa aleste. El encanto del silencio no parecía haberseroto; los hombres iban sigilosamente a orientarlas vergas. Y un poco antes de las siete

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campanadas, el serviola tosió y llamó en tono dedisculpa, apenas lo suficientemente alto para seroído: «¡Cubierta! ¡Cubierta! ¡Señor! Creo queestá ahí, a estribor. Creo…»

Jack se metió el catalejo en el bolsillo de lachaqueta que Stephen le había traído, subiócorriendo hasta el tope, se colocó firmementeentre la jarcia y dirigió el telescopio hacia dondele señalaban con el dedo. Las tonalidades grisesque anunciaban el amanecer ya comenzaban averse a través de la lluvia y las nubes bajas yrasgadas a sotavento. Y allí, más o menos a unamilla de distancia, con sus velas latinas brillandocasi imperceptiblemente, había una polacra.Luego la lluvia volvió a ocultarla, pero no antes deque Jack se diera cuenta de que era, en efecto,su presa, y de que había perdido el masteleromayor al doblar el cabo.

«Anderssen, es usted realmente excelente»,dijo dándole una palmada en el hombro.

A la muda interrogación que le hacían Mowetty todos los hombres de guardia en cubierta, élrespondió con una sonrisa que intentabamantener dentro de unos límites discretos y las

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palabras: «Está justamente a sotavento. Al este,cuarta al sur. Puede iluminar la corbeta, señorMowett, para que vean la potencia que tenemos.No quiero que ellos hagan ninguna tontería, comopor ejemplo, disparar un cañón, pudiendo herir aalguno de nosotros. Avíseme cuando estemosabordados con ellos». Después de decir estaspalabras, se retiró, y pidió una luz y algo calientede beber. Y desde su cabina oía la aguda voz deMowett, quebrada por la emoción de tener aquelprodigioso mando (con gusto habría dado suvida por Jack), mientras la Sophie, a las órdenesde éste, arribaba y desplegaba sus alas.

Jack se recostó contra la curva pared dondeestaban las ventanas de popa, y a pequeñossorbos iba echando aquello que Killick llamabacafé en su estómago, que se lo agradecíamucho. Al mismo tiempo que se sentía invadidopor el calor del café, sentía una oleada defelicidad, una serena y dulce felicidad quecualquier otro capitán (al recordar la captura desu primera presa) podría haber percibido en elresumen que figuraba en el diario de navegación,aunque no se mencionara específicamente:

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A las 10:30 viramos, a las 11 con lasmayores, gavia rizada. Amaneció nublado y conlluvia. A las 4:30 observada la presa al estecuarta al sur, a media milla de distancia.Arribamos y tomamos posesión de lamencionada presa, que resultó ser la AimableLouise, polacra francesa cargada de cereales ydiversas clases de mercancía que se dirigíahacia Sète, con un arqueo aproximado dedoscientas toneladas, seis cañones ydiecinueve hombres. Enviada con un oficial yocho tripulantes a Mahón.

«Permítame que le llene el vaso», dijo Jackcon gran benevolencia. «Es bastante mejor queel que bebemos a diario, ¿no le parece?»

«Mejor, delicioso, y mucho más robusto, unabebida sana, reconstituyente», dijo StephenMaturin. «Es un excelente priorato. Del Priorato,una zona cercana a Tarragona».

«Sí que lo es. Realmente extraordinario.Pero, volviendo al botín, la principal razón por laque estoy contento es que éste sirve, digamos,de cebo para la tripulación y a mí me da másmargen de maniobra. Tenemos un agente de

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botines extraordinario -me está muy agradecido-y estoy seguro de que nos adelantará cienguineas. Repartiré sesenta o setenta entre latripulación y con el resto compraré pólvora. Nopuede haber nada mejor para esos hombres quearmar un poco de jaleo en tierra, y para ellodeben disponer de dinero.»

«¿Y no escaparán? A menudo ha habladousted de deserción considerándola un malterrible.»

«Cuando les queda por cobrar dinero delbotín y tienen casi la seguridad de que obtendránmás, no desertan. Y en todo caso, no en Mahón.Además, volverán a hacer prácticas con loscañones grandes con mejor estado de ánimo¿sabe?, pues no creerá usted que no sé que hanestado refunfuñando; en verdad los he hechotrabajar muy duro. Pero ahora pensarán que hasido por una buena razón… Si puedo conseguirpólvora (no me atrevo a gastar toda la asignada)haremos que compitan, por un premioconsiderable, la batería de babor con la deestribor y una guardia con la otra; y tanto si losmueve el deseo del premio como el amor propio,

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no pierdo la esperanza de hacer que nuestraartillería sea al menos tan peligrosa para losdemás como lo es para nosotros. Y luego -¡Diosmío, qué sueño tengo!– podremos emprender elcrucero. Tengo un plan para las noches, nosquedaremos cerca de la costa… pero, en primerlugar, quiero explicarle cómo vamos a dividir eltiempo. Una semana en los alrededores de CaboCreus, luego de vuelta a Mahón para reponerprovisiones y agua, sobre todo agua. Despuésestar en las proximidades de Barcelona, y seguirbordeando la costa… bordeando la costa…» Dioun gran bostezo; dos noches sin dormir y mediolitro del priorato de la Aimable Louise leprovocaban una cálida, suave y deliciosasomnolencia que no podía resistir. «¿Por dóndeiba? ¡Ah, sí, Barcelona! Luego los alrededoresde Tarragona, Valencia… Valencia… desdeluego, la aguada es el problema principal». Sequedó pensativo, y allí sentado cómodamente,parpadeando por la luz, oía la distante voz deStephen hablándole de la costa española,contándole lo bien que la conocía hasta Denia,que le podía enseñar restos muy interesantes de

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la ocupación fenicia, griega, romana, visigótica yárabe, que existían dos clases de garcetas en lasmarismas cercanas a Valencia, que losvalencianos hablaban un extraño dialecto y teníanun carácter terrible, que era muy probableencontrar flamencos allí…

* * *La adversidad de la Aimable Louise había

alterado el transporte en todo el Mediterráneooccidental, alejándolo de las rutas trazadas; peroaún no habían pasado dos horas de habermandado la primera presa de la Sophie haciaMahón, su primera presa de importancia, cuandofueron avistados dos barcos más. Uno era unabarcalonga que navegaba hacia el oeste y elotro, por el norte, era un bergantín que parecíadirigirse directamente hacia el sur. El bergantínera la opción obvia y la Sophie fijó el rumbo parainterrumpir su ruta, sin dejar de mantenerloestrechamente vigilado. Éste navegabaplácidamente con las mayores y las gavias,mientras la Sophie izaba las sobrejuanetes y lasjuanetes y viraba a babor, con el viento a favor, yescorando de tal forma que las mesas de

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guarnición de sotavento quedaban bajo el agua.Y a medida que las rutas de ambos se hacíanconvergentes, los tripulantes de la Sophiecomprobaban asombrados que el desconocidoera extraordinariamente parecido a su propiobarco, incluso en la exagerada inclinación delbauprés.

«Ese es un bergantín, sin duda», dijoStephen, de pie junto al pasamanos y muy cercade Pullings, un corpulento, tímido y silenciososuboficial.

«Sí señor, sí que lo es; y mucho más parecidoa nosotros de lo que alguien pudiera creer sinhaberlo visto. ¿Le gustaría mirar con mi catalejo,señor?», le preguntó limpiándolo con su pañuelo.

«Gracias. Un catalejo excelente, permite vermuy claro. Pero voy a permitirme contradecirlo.Este barco, este bergantín, es de un horriblecolor amarillo, mientras que el nuestro es decolor negro con una franja blanca.»

«¡Oh! Sólo es una cuestión de pintura, señor.Fíjese en su alcázar, con ese anticuado saltillo depopa, igual que el nuestro; no se ven muchos deese tipo, ni siquiera en estas aguas. Fíjese en la

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inclinación del bauprés. Y seguramente tiene unarqueo igual al nuestro, unas diez toneladas omenos. Deben de haber salido del mismoastillero. Pero lleva tres bandas de rizos en susgavias de proa, lo cual quiere decir que es unmercante y no un navío de guerra como elnuestro.»

«¿Vamos a capturarlo?»«Sería demasiado bueno para ser cierto,

señor, pero tal vez lo consigamos.»«La bandera española, señor Babbington»,

dijo Jack. Y al volverse, Stephen vio la banderaroja y amarilla ondeando en la punta del mástil.

«¡Estamos navegando bajo bandera falsa!»,susurró Stephen. «Pero…¡eso es atroz!»

«¿Cómo?»«¡Es perverso, moralmente indefendible!»«Bueno, señor, en el mar siempre hacemos

esto. Pero en el último minuto enseñaremos lanuestra, puede estar seguro, antes incluso dedisparar un cañón. Eso es lo justo. Mire albergantín, está izando una bandera danesa, yseguro que es tan danés como mi abuela.»

Pero los acontecimientos demostraron que

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Pullings estaba equivocado. «El patache danésClomer, señor», dijo su capitán, un viejoborrachín danés, pálido y con los ojosenrojecidos, que le mostraba a Jack susdocumentos en la cabina. «Capitán Ole Bugge.Pieles y cera de abejas de Drípoli a Parcelona».

«Bien, capitán», dijo Jack mirandodetenidamente los documentos -absolutamentelegítimos-, «espero que me perdone pormolestarlo. Tenemos que hacerlo así, comousted sabe. Permítame ofrecerle un vaso depriorato; me han dicho que es muy bueno».

«Es más que bueno, señor», dijo el danés.«Capitán ¿me permite pedirle que me diga, porfavor, cómo determina su posición?»

«Capitán, ha venido al mejor lugar parapreguntar por la posición. Tenemos a bordo elmejor navegante del Mediterráneo. ¡Killick, aviseal señor Marshall! Señor Marshall, el capitán¿B…?, el caballero desea saber cómodeterminamos nuestra posición.»

En cubierta, los tripulantes del Clomer y losde la Sophie observaban recíprocamente susbarcos con profunda satisfacción, como si se

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miraran en un espejo. Al principio, los tripulantesde la Sophie veían aquel parecido como unaimpertinencia por parte de los daneses, perocambiaron de opinión cuando el guardián y supropio compañero Anderssen llamaron por laborda a sus paisanos y les hablaron en lenguaextranjera con suma facilidad, ante la admiraciónde todos ellos, que permanecieron comosilenciosos espectadores.

Jack acompañó al capitán Bugge hasta elcostado del barco con gran amabilidad. Una cajade priorato fue depositada en el bote danés. Ydespués, inclinándose sobre el pasamanos, Jackle dijo al capitán: «Se lo haré saber la próximavez que nos veamos».

Tan pronto el capitán del Clomer llegó a subarco, las vergas de la Sophie, con un crujido,cambiaron de orientación para conducirla, lo másceñida posible, a su nuevo rumbo, nordestecuarta al norte. «Señor Watt», dijo Jackmirándolo fijamente, «tan pronto dispongamosde un momento, hay que poner jaretas cruzadasa proa y a popa; no estamos navegando tanceñidos como yo quisiera».

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«¿Qué están planeando?», se preguntabanlos tripulantes cuando todas las velas estuvieronizadas y muy hinchadas, y todo en cubiertaadujado, para satisfacción del señor Dillon. Pocodespués se supo la noticia, que había pasadodel despensero de la cámara de oficiales alayudante del contador, hasta llegar al último de lacadena, que la contó en la cocina, y de allí seextendió al resto del barco. La noticia no era otraque el danés, por simpatía hacia la Sophie porsu parecido con su propio barco y agradecidopor el comportamiento cortés de Jack, habíainformado a éste de que no muy lejos hacia elnorte había una corbeta francesa muy cargada,con parches en la vela mayor, dirigiéndose haciaAgde.

* * *La Sophie, dando bordadas, navegaba

contra el viento que refrescaba paulatinamente. Yal hacer la quinta bordada, pudo verse un puntoblanco al nornoreste, demasiado distante ydemasiado fijo para ser una lejana gaviota.Seguramente era la corbeta francesa; y mediahora después ya no había duda de ello, gracias a

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la descripción que el danés había dado de sujarcia. Sin embargo, se comportaba de unaforma tan rara que fue imposible la totalseguridad hasta que estuvo allí, cabeceando, conlos cañones de la Sophie apuntándola, y losbotes comenzaron a cruzar el mar trasladando alos sombríos prisioneros. En primer lugar, lacorbeta francesa no tenía ningún vigíaaparentemente, y no se dio cuenta de lapresencia de sus perseguidores hasta que seencontraban poco más o menos a una milla; yaun entonces se mostró indecisa, vacilante,confió en la garantía de la bandera tricolor yluego la rechazó, huyendo con excesiva lentitud ydemasiado tarde, y diez minutos después lanzóuna ráfaga de señales de rendición que sehicieron más vehementes al primer disparo deadvertencia.

La razón de aquel comportamiento fuesuficientemente clara para James Dillon tanpronto la abordó para tomar posesión de ella. LaCitoyen Durand iba cargada de pólvora; llevabatanta que no cabía en la bodega y hasta en lacubierta había barriles tapados con lona

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alquitranada. Además, su joven capitán llevaba asu mujer a bordo. Ella esperaba un hijo, su primerhijo, y la espantosa noche, la persecución y eltemor a la explosión le habían provocado elparto. James era tan valiente como el que más,pero se sintió aterrorizado por aquellosconstantes gemidos que salían de detrás delmamparo de la cabina y los horribles gritosroncos y penetrantes, parecidos a los de unanimal, que a veces se escuchaban entre losgemidos. Observó al marido, con la cara pálida ybañada de lágrimas y la mirada ausente, tanaterrorizado como él.

Dejando a Babbington solo al mando,regresó apresuradamente a la Sophie, dondeexplicó cuál era la situación. Cuando Jack oyó lapalabra pólvora, su rostro se iluminó, perocuando oyó la palabra niño, su expresión reflejóun gran desconcierto.

«Me temo que la pobre mujer se estámuriendo», dijo James.

«Bueno, el caso es que no sé…», dijo Jacktitubeando. Y ahora que podía identificar aquelremoto y espantoso sonido lo oía con bastante

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más claridad. «¡Dígale al doctor que venga!», ledijo a un infante de marina.

Ahora que la excitación de la persecución yahabía pasado, Stephen estaba en su lugar decostumbre, junto a la bomba de tronco de olmo,mirando a través de ésta las soleadas capas dela superficie del Mediterráneo. Al oír que habíauna mujer dando a luz a bordo de la presa, dijo:«¿Ah sí? Ya me parecía que ese sonido no meera desconocido», e hizo ademán de volver alsitio donde estaba.

«¿No podría usted hacer algo?», dijo Jack.«Estoy seguro de que la pobre mujer se está

muriendo», dijo James.Stephen los miró con una rara e inexpresiva

mirada, y dijo: «Iré al otro barco». Bajó y Jackdijo: «Bien, está en buenas manos, gracias aDios. ¿Y dice usted que toda la mercancía queva en cubierta también es pólvora?»

«Sí señor. Es una locura.»«¡Señor Day! ¡Venga aquí, señor Day!

¿Conoce usted las marcas francesas, señorDay?»

«Desde luego que sí, señor. Se parecen

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mucho a las nuestras, sólo que el mejor granopara cilindro grande tiene un anillo blancoalrededor del rojo; y todo está repartido enbarriles de treinta y cinco libras.»

«¿Para cuántos barriles tiene espacio, señorDay?»

El condestable meditó. «Apretando la andanadel fondo, podría almacenar treinta y cinco otreinta y seis, señor».

«¡Adelante, entonces, señor Day! Haymuchas cosas dañadas a bordo de esa corbeta -puedo verlo desde aquí- que tendremos quesacar para prevenir daños mayores. Lo mejorserá que suba a bordo de ella y seleccione lomejor. Y tampoco nos viene mal su lancha. SeñorDillon, no podemos confiar este arsenal flotante aun guardiamarina, así que tendrá que llevárselousted a Mahón tan pronto hayamos trasladado lapólvora. Elija los hombres que le parezcanadecuados y envíe al doctor Maturin de regresocon la lancha francesa, que nos vendrá muy bienporque necesitamos una. ¡Dios mío, qué grito tanhorrible! Lamento mucho dejar todo esto a sucargo, Dillon, pero ya sabe usted cómo son estas

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cosas.»«Por supuesto, señor. Supongo que tengo

que llevarme al capitán francés conmigo. Seríainhumano sacarlo de la corbeta.»

«¡Oh! Desde luego, desde luego. ¡Pobrehombre! ¡En menudo berenjenal se ha metido!»

Los pequeños barriles con su mortífera cargallegaron a la Sophie cruzando el mar, fueronsubidos a ella y luego desaparecieron en suvientre; y lo mismo ocurrió con media docena demelancólicos franceses con sus bolsas y suscofres. Sin embargo, no había aquella atmósferafestiva habitual; los tripulantes de la Sophie,incluso los padres de familia, se sentíanculpables, preocupados, inquietos. Losespantosos chillidos no cesaban de repetirseuna y otra vez. Y cuando Stephen se acercó alpasamanos para gritar que debía permanecer abordo, Jack hizo en la oscuridad una inclinaciónde cabeza consintiendo aquella ausenciajustificada.

* * *La Citoyen Durand navegaba suavemente

hacia Menorca en la oscuridad, empujada por

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una brisa constante. Ahora que habían cesadolos gritos, Dillon colocó a un hombre de confianzaal timón, visitó la guardia de la cocina y bajó a lacabina. Stephen se estaba lavando, y el marido,consternado y destrozado, aguantaba la toallacon sus manos temblorosas.

«Espero…», dijo James.«¡Oh, sí!», dijo Stephen interrumpiéndolo

deliberadamente y volviéndose para mirarlo. «Hasido un parto perfectamente normal, tal vez unpoco lento, pero nada extraordinario. Amigomío», le dijo al capitán, «sería mejor echar estoscubos por el costado. Y ahora le recomiendo quese tumbe un rato. Monsieur tiene un hijo»,añadió.

«Mi más sincera felicitación, señor», dijoJames. «Y mis mejores deseos por la prontarecuperación de Madame».

«Muchas gracias, señor, gracias», dijo elcapitán, de nuevo con los ojos llenos de lágrimas.«Les ruego que tomen algo. Y póngansecómodos, como si estuvieran en su casa».

Eso fue lo que hicieron. Se sentaroncómodamente en sendas sillas y comieron de la

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montaña de pasteles preparada para celebrar elbautizo del impaciente niño, en Agde, lasiguiente semana. Se sentían muy a gusto. Y alotro lado del mamparo la pobre mujer dormía alfin, mientras su marido le cogía la mano y susonrosado hijo respiraba profundamente junto asu pecho. Allí abajo había tranquilidad, muchatranquilidad y paz; y en cubierta también estabatodo tranquilo, con el viento estable que hacíanavegar la corbeta a seis nudos, y la potenciarigurosamente precisa de un navío de guerrareducida como lo requería la ocasión. Habíatranquilidad en la noche, y navegaban en aquellacaja poco iluminada, mecidos por las suavesolas. Después de permanecer un tiempo enaquel silencio y con aquel rítmico balanceo, lentoe ininterrumpido, podrían tener la sensación deestar en cualquier lugar de la tierra, solos en elmundo, en otro mundo completamente diferente.El pensamiento de ellos estaba muy lejos, y almenos a Stephen ya no le parecía que venía niiba a ningún lugar, y era apenas consciente deestar en movimiento y menos aún del presenteinmediato.

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«Hasta ahora», dijo en voz baja, «nohabíamos tenido la oportunidad de hablar.«Esperaba impaciente este momento, y ahoraque ha llegado siento que en realidad hay pocoque decir».

«Tal vez no haya absolutamente nada quedecir», dijo James. «Creo que nos entendemos ala perfección».

Esto era cierto; era cierto por lo que se referíaal fondo de la cuestión. Sin embargo, hablaronde otras cosas durante las horas quepermanecieron refugiados en aquella intimidad.

«Creo que la última vez que nos vimos fue encasa del doctor Emmet», dijo James después deuna larga y reflexiva pausa.

«No, fue en Rathfarnham, con EdwardFitzgerald. Yo salía de la glorieta cuandoKenmare y tú entrabais.»

«¿Rathfarnham? Sí, sí, claro. Ahora recuerdo.Fue justo después de la reunión del comité.Recuerdo… Eras íntimo amigo de lord Edward,según creo.»

«Teníamos una estrecha relación en España.En Irlanda, fuimos distanciándonos con el paso

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del tiempo; él tenía amigos que ni me gustaban,ni se podía confiar en ellos, y siempre meconsideró moderado, demasiado moderado.Aunque Dios sabe que en aquel tiempo yo era unardiente defensor de toda la humanidad, y un fielseguidor del republicanismo. ¿Recuerdas laprueba?»

«¿Cuál de ellas?»«La que empieza ¿Es usted justo y recto?»«Lo soy.»«¿Cómo?»«Recto como un junco.»«Continúe, pues.»«En la verdad, la confianza, la unidad y la

libertad.»«¿Qué lleva en su mano?»«Una rama verde.»«¿Dónde creció?»«En América.»«¿Dónde ha florecido?»«En Francia.»«¿Dónde va usted a plantarla?»«No sé más. Olvidé lo que sigue. No fue ésta

la prueba que me hicieron ¿sabes? Pasé otra

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muy distinta.»«Seguro que no fue ésta. Sin embargo, fue la

que me hicieron a mí. La palabra libertad enaquel tiempo estaba cargada de significado paramí. Pero aún entonces era escéptico respecto ala unidad, porque nuestra sociedad estabaformada por miembros muy diversos:sacerdotes, deístas, ateos y presbiterianos, yademás republicanos visionarios, utopistas yhombres a quienes simplemente no les gustanlos Beresford.19 Tú y tus amigos defendíanprincipalmente la emancipación, segúnrecuerdo.»

19. Beresford: Familia patricia irlandesainvolucrada en la política de la época.

«Emancipación y reforma. Por lo menos yono pensaba en una república; ni tampoco misamigos del comité, naturalmente. En la situaciónactual de Irlanda, convertirse en una repúblicasería tan sólo un poco mejor que ser unademocracia. Por su carácter, el país estotalmente contrario a una república. ¡Unarepública católica! ¡Qué absurdo!»

«¿Es de brandy la botella que está en esa

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caja?»«Sí.»«Por cierto, la respuesta a la última parte de

la prueba era En la Corona de Gran Bretaña.Los vasos están detrás de ti. Sé que fue enRathfarnham», prosiguió Stephen, «porque pasétoda la tarde intentando convencerlo de que nollevara adelante su descabellado plan para ellevantamiento. Le dije que era contrario a laviolencia -siempre lo había sido- y que aunque nolo fuera, me retiraría si persistía en llevar adelanteaquel plan insensato y visionario que sería supropia ruina y también la ruina de Pamela, la desu causa y la de Dios sabe cuántos hombresvalientes y devotos. Me miró con expresiónamable y preocupada a la vez, como si yo lediera pena, y me dijo que tenía que encontrarsecontigo y Kenmare. No me había entendido enabsoluto.»

«¿Tienes noticias de lady Edward, dePamela?»

«Sólo sé que se encuentra en Hamburgo yque su familia cuida de ella.»

«Es la mujer más bella que he conocido, y la

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más agradable. Y no hay ninguna tan valiente.»«Sí», pensó Stephen, y fijó su mirada en el

brandy. «Aquella tarde derroché más energíaque nunca en mi vida. Por entonces ya no megustaba ninguna teoría para gobernar ni ningunacausa en el mundo; no hubiera movido ni un solodedo por la independencia de ninguna nación, nireal ni imaginaria. Y sin embargo, tenía queargumentar con vehemencia, como si sintiera elmismo entusiasmo de los primeros días de larevolución, cuando todos nosotros rebosábamosde bondad y amor».

«¿Y por qué? ¿Por qué tenías que hablar deesa forma?»

«Porque tenía que convencerlo de que suplan era una terrible locura, pues ya lo conocíanen el Castle, y de que estaba rodeado detraidores y espías. Nunca antes había hecho unaargumentación tan lógica y convincente, mejor delo que esperaba hacerla, pero él no me seguía.Estaba distraído. "Mira", dijo, "hay un petirrojo enaquel tejo junto al sendero". Lo único que veía esque yo me oponía a su plan, así que no me prestóatención aun siendo capaz de seguirme y

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entenderme; aunque que tal vez no lo fuera.¡Pobre Edward! Recto como un junco; y sinembargo, muchos de los hombres que lorodeaban eran deshonestos, tanto como puedenllegar a serlo los seres humanos: Reynolds,Corrigan, Davis… ¡Oh, fue una lástima!»

«¿Y tampoco moverías un solo dedo por finesmoderados?»

«No. Cuando la revolución en Francia acabóen un absoluto fracaso, yo ya me sentía tandecepcionado como nadie es capaz deimaginar. Y ahora, después de lo que he visto enel 98, en las dos partes, la de los malos fuera dejuicio y la de los malos crueles y brutales, mequedé tan harto de las acciones que los hombresrealizan en masa y de las causas, que no daría niun paso para reformar el Parlamento ni paraevitar la unión ni para provocar que llegara elmilenario.20 A mí personalmente -ésta es sólo miverdad- el hombre como parte de un movimientoo de una multitud me es totalmente indiferente; esinhumano. Y no me siento atado a las naciones nia los nacionalismos. Sólo experimentosentimientos -cualesquiera que sean- hacia los

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hombres como individuos; mi lealtad, toda la quepuedo ofrecer, sólo es hacia personasconcretas.»

20. Milenario: Según cierta creencia, período(mil años) durante el cual Jesucristo y sus santosreinarían sobre la tierra, en una nueva Jerusalén,antes del juicio final.

«¿Y no das valor al patriotismo?»«Querido amigo, ya he acabado con la

discusión. Pero sabes tan bien como yo quepatriotismo es sólo una palabra. Y generalmenteacaba significando o bien mi país, con razón osin ella, lo cual es odioso, o bien mi paíssiempre tiene la razón, lo cual es unaimbecilidad.»

«Sin embargo, interrumpiste al capitánAubrey el otro día, cuando tocaba Croppies liedown.»21

21. Croppies lie down: Canción que evoca larebelión de los agricultores irlandeses frente alos gobernantes ingleses debido a las Corn Laws(leyes que garantizaban el precio alto de loscereales porque impedían la importación de trigoextranjero).

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«Bueno, no soy consecuente, desde luego,sobre todo cuando se trata de pequeñas cosas.¿Quién lo es? El no conocía el significado de lacanción ¿sabes? Nunca ha estado en Irlanda, ydurante el levantamiento se encontraba en elCaribe.»

«Y yo estaba en el cabo de BuenaEsperanza, a Dios gracias. Creo que fueterrible.»

«¿Terrible? No puedo expresar con palabras,por mucho esfuerzo que haga, los errores, lasindecisiones, la confusión, las muertes y lainsensatez que provocó. No consiguió nada.Retrasó cien años la independencia, sembróodio y violencia, produjo una raza vil de delatorescomo el mayor Sirr. Y de paso nos convirtió enposibles víctimas de delatores chantajistas».Hizo una pausa. «Pero, por lo que se refiere aesa canción, me comporté así en parte porqueme resulta desagradable oírla, y en parte porquehabía varios marineros irlandeses que estabanescuchando y ninguno de ellos era orangista;22

hubiera sido una lástima que sintieran odio porél, que no tenía ni la más mínima intención de

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insultar a nadie».22. Orangista: Miembro de una sociedad

secreta que surgió en el norte de Irlanda en 1795cuyo objetivo era mantener el protestantismo y suinfluencia en la política irlandesa. Esta sociedadcolaboró con el ejército inglés en la represión delos católicos rebeldes.

«Tú lo aprecias mucho, sin duda.»«¿Eso crees? Sí, tal vez. No diría que es un

amigo íntimo -no hace mucho tiempo que loconozco-, pero me siento muy unido a él.Lamento que a ti no te ocurra lo mismo.»

«Yo también lo lamento. Vine con el deseo deque me fuera simpático. Había oído de él que eraalocado y caprichoso, pero buen marino, ydeseaba mucho que me fuera simpático. Pero enlos sentimientos no se puede mandar.»

«No. Pero resulta curioso, o al menos meresulta curioso a mí, que estoy en medio devosotros y os tengo aprecio -en realidad, másque aprecio- a los dos. ¿Hay algunas faltas enparticular que tengas que reprocharle? Si aúntuviéramos dieciocho años, yo te preguntaría:"¿Qué tiene de malo Jack Aubrey?"»

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«Y quizás yo respondería "todo", porque éltiene un mando y yo no», dijo James, sonriendo.«Pero ya basta, no puedo criticar a tu amigodelante de ti».

«Bueno, tiene defectos, no cabe duda. Séque es muy ambicioso por lo que respecta a suprofesión e impaciente ante cualquier traba. Mepreocupaba saber qué era lo que te molestabade él. O si simplemente has dicho non amo te,Sabidi.»

«Tal vez sí; es difícil de saber. Puede ser uncompañero muy agradable, desde luego, pero aveces muestra esa enorme arrogancia y esainsensibilidad características de los ingleses… yhay algo que realmente me irrita: su ansia porconseguir botines. La disciplina y eladiestramiento en la corbeta se parecen más alas de un hambriento corsario que a las de unnavío del Rey. Cuando perseguíamos a esapobre polacra, no se permitió ni un momento dedescanso en toda la noche. Cualquiera habríapensado que íbamos tras un navío de guerra, yque conseguiríamos honores al final de lapersecución. Y apenas la presa capturada se

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había separado de la Sophie, comenzaron denuevo las prácticas con los cañones, con lasbaterías de ambos costados rugiendo.»

«¿Es indigno ser un corsario? Te lo preguntoporque ignoro absolutamente todo respecto aellos.»

«Bien, un corsario tiene una motivacióndiferente a la de un marino. Un corsario no luchapor honor, sino por obtener ganancias. Es unmercenario. Los beneficios son su raison d'être.»

«¿No es posible que las maniobras de loscañones tengan un fin más honorable?»

«¡Oh, naturalmente! Tal vez yo sea injusto,celoso, falto de generosidad; te ruego medisculpes si te he molestado. Y reconozco que esun excelente marino.»

«¡Por Dios, James! Nos conocemos desdehace suficiente tiempo para poder decir conlibertad lo que pensamos sin molestarnos. ¿Mepuedes pasar la botella?»

«Bien, entonces», dijo James, «si puedohablar con tanta libertad como si estuviera en unahabitación vacía, te diré una cosa: creo que esindecente cómo hace concebir esperanzas a ese

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tipo, Marshall, por no usar una palabra másgrosera».

«¿A qué te refieres?»«¿Sabes lo que pasa con ese hombre?»«¿Qué pasa con ese hombre?»«Que es un pederasta.»«Es posible.»«Tengo pruebas. Las tenía en Cagliari, por si

hubieran sido necesarias. Y se ha enamoradodel capitán Aubrey; por eso trabaja como unesclavo de galera y persigue a los hombres conmás celo que el contramaestre. Sería capaz delimpiar con piedra arenisca el alcázar; haríacualquier cosa por obtener una sonrisa delcapitán.»

Stephen asintió. «Sí», dijo. «Pero nopensarás que Jack comparte sus gustos, claro».

«No. Pero creo que los conoce y haceconcebir esperanzas a ese hombre. ¡Oh! Esrepugnante y grosero por mi parte hablar así…Llego demasiado lejos. Tal vez esté borracho.Casi hemos vaciado la botella.»

Stephen se encogió de hombros. «No. Peroestás muy equivocado, ¿sabes? Puedo

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asegurarte, y te lo digo sobrio y con seriedad,que él no tiene ni idea del asunto. En algunascosas no es muy agudo; según su visiónsimplista del mundo, los pederastas sólo sonpeligrosos para los grumetes servidores depólvora y los chicos del coro de la iglesia, o paraesas criaturas hermafroditas que puedenencontrarse en los burdeles del Mediterráneo.Traté indirectamente de instruirlo un poco en eltema, pero con una mirada expresiva me dijo:"No me cuente nada de partes traseras ni deperversión; toda mi vida la he pasado en laMarina".»

«Entonces debe de estar un poco falto depenetración, no cabe duda.»

«James, espero que no haya ninguna mensrea23 en ese comentario».

«Tengo que subir a cubierta», dijo Jamesmirando el reloj. Regresó un poco más tarde,después de haber supervisado el relevo deltimón y comprobado el rumbo de la corbeta.Trajo consigo una ráfaga del aire fresco de lanoche y se sentó en silencio hasta que ésta sedispersó en el cálido ambiente a la luz de la

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lámpara. Stephen había abierto otra botella.23. Mens rea: intento de inculpación.«Hay ocasiones en las que no soy totalmente

justo», dijo James cogiendo su vaso. «Soydemasiado susceptible, lo sé; pero cuando estásrodeado de protestantes y los oyes hablar conhipocresía y decir vulgaridades y estupideces, aveces saltas. Y si no puedes descargarte por unlado, te descargas por el otro. Esto provoca unatensión continua, como tú debes de saber mejorque nadie».

Stephen lo miró atentamente, pero no dijonada.

«¿Sabías que yo era católico?», dijo James.«No», dijo Stephen. «Sabía que parte de tu

familia lo era, desde luego, pero en cuanto a ti…¿No crees que esto te coloca en una situacióndifícil?», le preguntó con indecisión. «¿Con esejuramento… las leyes penales…?»

«En absoluto», dijo James. «Me siento muytranquilo, por lo que se refiere a esas cosas».

«Eso es lo que tú crees, mi pobre amigo»,dijo Stephen para sí mientras se servía otro vasopara ocultar su expresión.

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Por un momento pareció que James Dilloniba a seguir hablando de ese tema, pero no dijonada. Hubo un ligero cambio en el buenentendimiento entre ellos. Continuaron hablando,pero ahora sobre los amigos comunes y losdeliciosos días que habían pasado juntos en unpasado que les parecía ya muy distante.¡Conocían a tantas personas! ¡Tan respetablesmuchas de ellas, tan valiosas algunas, tandivertidas otras! Al terminar la conversaciónhabían vaciado la segunda botella, y Jamesvolvió a cubierta.

Regresó al cabo de media hora, y al entrar enla cabina dijo como si reanudara unaconversación interrumpida: «Y además, porsupuesto, está la cuestión del ascenso. Te diréalgo que quiero que mantengas en secreto:aunque esté mal decirlo, creo que merecía queme hubieran dado un mando después de laacción del Dart; y duele atrozmente ver que a unolo pasan por alto». Hizo una pausa. Luegopreguntó: «¿Quién era ese que decían que habíaganado más con su polla que con el ejercicio desu profesión?»

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«Selden. Pero en este caso, creo que esecomentario está completamente fuera de lugar; ami entender, ha sido un proceso normal dondehabía unos intereses. Cuidado, no afirmo que lacastidad haya tenido un papel excepcional,simplemente digo que su consideración no espertinente en el caso de Jack Aubrey.»

«Bien, sea como fuere, yo trato de obtener elascenso. Te lo digo con franqueza: comocualquier otro marino, doy mucho valor alascenso. Y servir a las órdenes de un capitánque se dedica a cazar botines no lo lleva a unopor el camino más rápido para alcanzarlo.»

«En verdad, no sé nada de temas navales.Sin embargo, James, pienso que quizás seademasiado fácil para un hombre ricomenospreciar el dinero, confundir los motivosreales… prestar demasiada atención a simplespalabras, y…»

«¡Por Dios! No creerás que soy rico.»«He cabalgado en tus tierras.»«Tres cuartas partes son montañas, y el resto

pantano. Y aunque me pagaran renta poralgunas, sólo serían unos cientos de libras al año,

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quizás unas mil.»«Me duele oírte hablar así. Hasta ahora no he

conocido a nadie que admita que es rico o quese ha quedado dormido; tal vez los pobres y losque están despiertos tengan moralmente unagran ventaja. ¿Cuál es la causa de esto? Perovolviendo al tema… No cabe duda de que es uncapitán tan valiente como podrías desear y unhombre tan capaz como cualquier otro deconducirte a acciones de guerra gloriosas yadmirables.»

«¿Darías fe de que es valiente?»«Así que es ese, en el fondo, el motivo de su

queja», pensó Stephen, y dijo: «No. No loconozco lo suficiente. Pero me quedaría muysorprendido, sorprendido, si se demostrara quees un cobarde. ¿Qué te hace pensar que losea?»

«No digo que lo es. Me pesaría mucho decirque alguien no es valiente sin tener pruebas.Pero deberíamos haber apresado aquella galera.En veinte minutos podríamos haberla abordado ycapturado.»

«¿Ah, sí? No sé nada de estas cosas, y

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además estaba abajo en aquel momento, perotengo entendido que lo más prudente era dar lavuelta para proteger al resto del convoy.»

«La prudencia es una gran virtud, desdeluego», dijo James.

«Sí. Así que el ascenso significa mucho parati.»

«Por supuesto que sí. No ha habido nuncaningún oficial, por poca que fuera su valía, que nodeseara ardientemente alcanzar el éxito y recibirel mando de un navío. Pero puedo leer en tumirada que me tienes por inconsecuente.Entiende mi postura: no estoy a favor de larepública, sino que apoyo las institucionesestablecidas, consolidadas, y también laautoridad, con tal que no sea tiránica. Todo loque pido es un parlamento independiente dondeestén representados los hombres responsablesque hay en el reino, no simplemente un puñadode arribistas y oportunistas. Por todo esto, estoymuy contento de la unión con Inglaterra, muycontento con los dos reinos; puedo hacer unbrindis por la lealtad sin atragantarme, te loaseguro.»

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«¿Por qué apagas la luz?»James sonrió. «Está amaneciendo», dijo

señalando con la cabeza la ventana de popa, porla que se veía una intensa luz grisácea.«¿Subimos a cubierta? Posiblemente yapodamos avistar las montañas de Menorca, ofaltará muy poco. Te prometo que podrás veralgunos de esos pájaros que los marinerosllaman pardelas, si nos acercamos al acantiladode Fornells».

Con un pie ya en la escala de toldilla se volvióy miró a Stephen a los ojos. «No puedocomprender qué me impulsó a hablar con tantorencor», dijo con una expresión triste ydesconcertada a la vez, pasándose la mano porla frente. «Creo que no había hecho nunca algoasí. Me he expresado mal, con torpeza, conambigüedad; no he dicho lo que pensaba ni loque realmente quería decir. Nos comprendíamosmejor cuando todavía yo no había dicho ni unapalabra».

CAPÍTULO 6El señor Florey, el cirujano, era soltero; su

casa era grande y estaba situada en una zona

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alta, cerca de la iglesia de Santa María; y con latotal libertad de que disponía por no estarcasado, invitó al doctor Maturin a quedarse en sucasa siempre que la Sophie volviera paraaprovisionarse o ser reparada, y puso a sudisposición, para que dejara su equipaje y suscolecciones, una habitación que ya albergaba elhortus siccus24 que el señor Cleghorn, cirujanode la guarnición, había reunido durante casitreinta años en una infinidad de volúmenespolvorientos.

24. Hortus siccus: herbario.Era una casa estupenda para la meditación,

tenía el acantilado de Mahón detrás y sobresalíapor encima del muelle de los comerciantes a unaaltura de vértigo, tanto que el bullicio del puertollegaba de forma imprecisa, corno simpleacompañamiento al pensamiento. La habitaciónde Stephen quedaba en la parte posterior, y noera calurosa porque estaba orientada al norte ydaba al mar. El estaba sentado junto a la ventanaabierta, con los pies metidos en un recipientecon agua, escribiendo su diario, mientras fuera,en el aire tórrido y reverberante, los vencejos

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(comunes, blancos y europeos) revoloteabanchillando y la Sophie parecía un juguete allá lejos,al otro lado del puerto, amarrada en el muelle deavituallamiento.

«Así que James Dillon es católico», escribiósecretamente con su letra pequeña. «Antes no loera. Es decir, el ser católico no influía de formaapreciable en su comportamiento, ni le hacíaconsiderar una blasfemia como algo doloroso eintolerable. No se tomaba la religión tan en serio.¿Acaso ha experimentado una conversión, uncambio hacia la doctrina de Loyola? Espero queno. ¿Cuántos católicos habrá en la Armada queocultan su condición? Me gustaría preguntarle,pero eso sería una indiscreción. Recuerdo que elcoronel Despard me dijo que, en Inglaterra, elobispo Challoner daba doce dispensas al añopara recibir los sacramentos de acuerdo con elrito de la iglesia anglicana. El coronel T…, el delos disturbios de Gordon, era católico. ¿Elcomentario de Despard se referiría sólo a laArmada? Nunca pensé en preguntarle entonces.¿Será esa la causa de la turbación de JamesDillon? Sí, creo que sí. Sin duda está bajo una

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fuerte presión. Además, me parece queatraviesa un período crítico, un climaterio menor,un período que lo situará en una ruta diferente porla que seguirá el resto de su vida, sin apartarsejamás de ella. Siempre me ha parecido que enesta etapa (en la que más o menos nosencontramos los tres) algunos rasgoscaracterísticos del individuo se borran o, por elcontrario, se fijan definitivamente. Predominan laalegría y el entusiasmo antes de esta etapa;después, debido a hechos casuales o a algunaíntima preferencia (o más bien una tendenciainherente) el hombre se sitúa en un camino queya no puede dejar, y seguirá por él haciéndolocada vez más profundo (un surco o un canal),hasta perder su humanidad y convertirsesimplemente en una máscara de sí mismo, en uncúmulo de atributos que integran supersonalidad. James era una personaencantadora, pero se está endureciendo. Esextraño -y hasta diría descorazonador- cómo sepierde la alegría, ese sentimiento natural yespontáneo. La autoridad es su gran enemigo:tener autoridad. De los hombres mayores de

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cincuenta que conozco, son pocos los quetodavía me parecen completamente humanos, yde los que han ejercido mucho tiempo laautoridad, casi ninguno. Son un ejemplo losoficiales superiores que hay aquí, y también elalmirante Warne. Su talla humana se ha vistomenguada (no así la de sus vientres,desgraciadamente). A ello han contribuido losexcesos, una dieta desequilibrada, algún motivode rabia y algún placer por el que pagan muytarde, pero a un precio muy alto, como acostarsecon una amante demasiado fogosa. Sinembargo, el almirante Nelson, por lo que cuentaJack Aubrey, es un hombre amable, sumamentefranco y sencillo. También lo es en muchosaspectos el propio Jack; aunque a veces,inconscientemente, muestra cierta arrogancia delpoder. Sin duda, todavía conserva su alegría.¿Cuánto tiempo le durará? ¡Quién sabe quémujer, causa política, decepción, herida,enfermedad, hijo rebelde, derrota, qué sucesoimprevisto, extraño o asombroso, hará que lapierda del todo! Pero me preocupa James. Estan voluble como antes o aún más, aunque su

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tono se ha hecho más grave, o musicalmentehablando, ha descendido diez octavas. Y a vecestemo que en un momento de mal humor puedabuscarse problemas. ¡Daría tanto por conseguirque él y Jack fueran amigos afectuosos! ¡Son tanparecidos en tantos aspectos! Y James estáhecho para la amistad; cuando se dé cuenta deque se equivoca al juzgar la conducta de Jack,seguro que empezará a estimarlo. Pero ¿locomprenderá algún día o seguirá viéndolo comoel causante de su descontento? Si ocurre estoúltimo, hay pocas esperanzas, porque eldescontento, el rechazo interior, puede ser aveces violento en un hombre tan falto de humor(en ocasiones) y tan exigente desde el punto devista del honor. Él se ve obligado a reconciliar loirreconciliable con mucha más frecuencia que lamayoría de los hombres, y está menoscapacitado para hacerlo. Y diga lo que diga, élsabe como yo que corre el peligro de un terribleenfrentamiento. ¿Y si hubiera sido él quienacompañó a Wolfe Tone25 a Lough Swilly? ¿Quépasaría si Emmet persuadiera a los franceses deque invadieran de nuevo? ¿Y qué ocurriría si

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Bonaparte se reconciliara con el Papa? No esimposible. Pero, por otra parte, James es un servoluble, y cuando en uno de sus momentos deanimación comience a apreciar a Jack comodebería, ya no cambiará; no será posibleencontrar mayor afecto y lealtad. ¡Daría loindecible por conseguir que fueran amigos!»

25. Wolfe Tone: (1763-1798). Políticoirlandés fundador de Irlandeses Unidos. En 1795fue desterrado a América por sus ideasindependentistas. Regresó a Francia y allípreparó una invasión de Irlanda, con fuerzasfrancesas, que fracasó. Fue capturado en LoughSwilly, donde había entrado con 3.000 hombres.

Suspiró y dejó a un lado la pluma. La pusosobre la tapa de un frasco con alcohol donde seconservaba, enroscado, el mejor áspid quejamás había visto, grueso y venenoso, de narizchata y ojos rasgados que lo miraban a travésdel cristal. El áspid era fruto de su estancia enMahón antes de que llegara la Sophie trayendo ala cola su tercera presa, una tartana española demediano tamaño. Y junto al áspid había doscosas relacionadas con la Sophie: un reloj y un

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catalejo. En el reloj faltaban veinte minutos parala hora en punto, así que Stephen enfocó elcatalejo y observó la corbeta. Jack estabatodavía a bordo, resplandeciente con su mejoruniforme, y en medio del barco discutía conJames y el contramaestre sobre algún problemaen la parte superior de la jarcia. Señalaban haciaarriba y se inclinaban juntos a un lado y a otro, locual les daba un aire cómico.

Por encima de la barandilla del pequeñobalcón, observó a través del telescopio el muelley la entrada del puerto. Casi de inmediatoreconoció la cara colorada del marinero GeorgePearce, tumbado de espaldas como en éxtasis;sus compañeros formaban un pequeño grupojunto a él, delante de un montón de tabernas quellegaba hasta las curtidurías, y pasaban el tiempojugando a cabrillas26 en el agua. Eran tripulantesde la Sophie que habían llevado las dos presas yse les había permitido quedarse en tierra, entanto que el resto de la tripulación estaba todavíaa bordo de la corbeta. Pero todos habíanparticipado en el primer reparto del dinero delbotín. Y observando más atentamente a aquellos

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hombres, por los destellos plateados de losobjetos que lanzaban al agua, a modo deproyectiles, y las frenéticas zambullidas de loschiquillos desnudos en las aguas malolientes dela orilla, Stephen comprendió que estabandilapidando su riqueza de la forma más rápidaque pudiera imaginarse.

26. Cabrillas: Juego consistente en lanzarpiedras planas sobre la superficie del agua demodo que reboten en ella.

En ese momento un bote se alejaba de laSophie, y a través del catalejo Stephen vio altimonel cuidando del estuche del violín de Jackcon aire digno y ceremonioso. Se echó haciaatrás, sacó un pie del agua -templada ahora- y lomiró durante unos instantes, reflexionando sobrelas diferencias anatómicas entre lasextremidades inferiores de los mamíferossuperiores -caballos, monos- y sobre el Pongoque habían visto en África los viajeros y el Jockode M. de Buffon, seres sociables y juguetones enla juventud, pero huraños, taciturnos y retraídosen la vejez. ¿Cuál será el auténtico modo de serdel Pongo? «¿Quién soy yo», pensó, «para

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afirmar que el mono joven y alegre es tan sólo lacrisálida, por así decirlo, de aquel otro viejo,solitario y feroz? ¿Quién soy yo para afirmar queese diferente modo de ser no es una culminaciónnormal e inevitable, la verdadera naturaleza delPongo, desgraciadamente?»

«Estaba reflexionando sobre el Pongo», dijoen alta voz cuando se abrió la puerta y Jack entrócon un rollo de partituras musicales y una miradaansiosa.

«No lo dudo», dijo Jack. «Me parece un temamuy respetable sobre el cual meditar. Pero ahorasea buen chico, saque el pie de ese recipiente,que no sé por qué diablos lo ha metido ahí, ypóngase las medias, por favor. No tenemos ni unminuto que perder. No, las medias azules no;vamos a la fiesta de la señora Harte, o mejordicho a su recepción».

«¿Debo llevar medias de seda?»«Claro que debe llevar medias de seda. Pero

muévase, hombre. Llegaremos tarde si nodespliega un poco más las velas.»

«Siempre tiene mucha prisa», dijo Stephenirritado, rebuscando entre sus cosas. Una

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serpiente de Montpellier se escurrió de allí con unligero crujido y atravesó la habitacióndescribiendo curvas con gran elegancia y con lacabeza levantada a unas dieciocho pulgadas delsuelo.

«¡Ah…!», gritó Jack encaramándose a unasilla. «¡Una serpiente!»

«¿Servirán éstas?», preguntó Stephen.«Tienen un agujero».

«¿Es venenosa?»«Muchísimo. Creo que va directa a atacarlo.

Estoy casi seguro. Si me pusiera las medias deseda encima de las de estambre, el agujero nose vería, pero me ahogaría de calor. ¿No leparece que hace un calor tremendo?»

«Debe medir dos brazas de largo. Perodígame, ¿de verdad es venenosa? ¿Me da supalabra de honor?»

«Si se metiera la mano hasta su garganta, sí,pues podría tener un poco de veneno en losdientes posteriores; de lo contrario no. LaMalpolon monspessulanus es una serpienteinofensiva. Estoy pensando en llevarme unadocena a bordo, para las ratas. ¡Ah, si tuviera

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más tiempo y si no fuera por esa estúpida eintolerante persecución a los reptiles…! ¡Quéaspecto más lamentable tiene subido a esa silla!Barney, Barney, alguien me impidió pasar aChannel Row», le cantó a la serpiente, y aunqueésta era sorda como todas las víboras, lo mirabaalegremente mientras él se la llevaba.

Primero visitaron al señor Brown, del astillero,y después de los saludos, las presentaciones ylas felicitaciones por la buena suerte de Jack,interpretaron el Cuarteto en si bemol de Mozart,siguiéndolo con gran aplicación y entusiasmo; yla señorita, en un tono melodioso, tocabadébilmente la viola. Nunca antes habían tocadojuntos, ni habían ensayado esa pieza, por lo quelas notas eran muy discordantes; pero ellos sesentían inmensamente satisfechos en plenaejecución, y su público, formado por la señoraBrown, que tejía tranquilamente, y un gato blanco,estaba muy complacido con la interpretación.

Jack estaba muy animado y excitado, pero sugran respeto por la música le hizo controlarsedurante todo el cuarteto. Fue durante la colaciónque siguió -un par de gallinas, lengua glaseada,

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ponche, flan y tartaletas- cuando él empezó asoltarse. Como tenía sed, se bebió dos vasos deSillery sin darse ni cuenta; su cara se ponía cadavez más roja y más alegre, su voz se hacía másmasculina y sus risas más frecuentes. Hizo unrelato lleno de colorido de cómo Stephen habíaserrado la cabeza del condestable y se la habíarecompuesto dejándosela mejor que antes. Y devez en cuando fijaba sus brillantes ojos azules enel pecho de la señorita que, según la moda deese año (exagerada por la distancia que losseparaba de París), sólo estaba cubierto por unpedacito de gasa.

Stephen salió de su abstracción y observóque la señora Brown estaba seria, la señoritamiraba recatadamente hacia su plato y el señorBrown, que también había bebido mucho,empezaba una historia que no podría terminarbien. La señora Brown era muy indulgente conlos oficiales que habían pasado largo tiemponavegando, especialmente con aquellos quevolvían triunfantes de un crucero y estabandispuestos a divertirse; pero lo era menos con sumarido, y conocía aquella historia desde hacía

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mucho tiempo, y también aquella miradavidriosa. «Ven, querida», le dijo a su hija. «Creoque debemos dejar ahora a los caballeros».

La recepción de Molly Harte era unacontecimiento multitudinario y misceláneo, concasi todos los oficiales, clérigos, civiles,comerciantes y personalidades destacadas deMenorca. Eran tantos invitados que, para darlescabida, se puso un toldo en el patio de la casadel señor Martínez, y la banda militar del castilloSan Felipe tocaba para ellos desde el despachodel comandante.

«Permítame que le presente a mi amigo -miíntimo amigo- y médico el doctor Maturin», dijoJack tras conducir a Stephen hasta la anfitriona.«La señora Harte».

«A sus pies, señora», dijo Stephen haciendouna inclinación.

«Me complace mucho contar con supresencia, señor», dijo la señora Hartepercibiendo al instante que Stephen le sería muyantipático.

«Doctor Maturin, capitán Harte», continuóJack.

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«Encantado», dijo el capitán Harte sintiendoya antipatía hacia Stephen, pero por una razónmuy distinta. Y mirando por encima de la cabezade éste, extendió dos dedos a la altura de su fofovientre. Stephen los miró deliberadamente y allíquedaron, balanceándose, mientras él hacía coninsolencia una inclinación de cabeza,correspondiendo tan bien al recibimiento queMolly se dijo: «Puede que llegue a sermesimpático». Siguieron adelante para dejar sitio aotros, pues la marea de gente se movía rápida,sobre todo empujada por los oficiales de marina,que llegaban todos a escasos segundos de lahora fijada.

«¡Aquí está Jack el afortunado!», gritó Bennetde la Aurore. «¡Válgame Dios! Vosotros losjóvenes trabajáis en vuestro provecho. Casi nopodía entrar a Mahón por la cantidad de presasque habéis traído. Os doy mi enhorabuena, perodebéis dejarnos algo a los vejetes parajubilarnos. ¿No?»

«¡Ah, señor», dijo Jack riéndose yponiéndose todavía más colorado, «no es másque la suerte de los novatos! Pronto se acabará,

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estoy seguro, y volveremos a estar chupándonosel dedo».

Había una media docena de oficiales demarina a su alrededor, coetáneos y mayores, quelo felicitaban: unos con tristeza, otros con un pocode envidia, pero todos con la franqueza y labuena intención que Stephen había visto tanfrecuentemente en la Marina. Y mientras sedirigían apiñados hacia una mesa con tresenormes cuencos de ponche de aguardiente depalma y un regimiento de vasos, Jack les contó,sin escatimar términos de la jerga marinera,cómo había sido cada captura exactamente.Ellos lo escuchaban en silencio, muy atentos, aveces asintiendo con la cabeza y entrecerrandolos ojos; y Stephen pensó que a ciertos nivelesera posible la comunicación perfecta entre loshombres. Luego, sin prestarles más atención, sepaseó con un vaso de ponche en la mano hastadetenerse junto a un naranjo, y desde allí, conexpresión alegre, observaba de un lado el grupouniformado y del otro, a través de las ramas delárbol, los sofás y sillas bajas donde se sentabanlas mujeres esperando que sus hombres les

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llevaran helados y sorbetes; y esperando envano, por lo que se refería a aquellos marinos asu izquierda. Ellas suspiraban pacientemente,con la esperanza de que sus maridos, hermanos,padres o amantes no se pusieran demasiadoborrachos, y sobre todo de que no se volvieranpendencieros.

Pasó el tiempo; la lenta corriente de la fiesta,en uno de sus remolinos, aproximó el grupo deJack al naranjo, y Stephen oyó que Jack decía:«Esta noche el mar estará terriblementeencrespado».

«Me parece muy bien, Aubrey», dijo uncapitán de navío poco después, «pero lostripulantes de la Sophie solían ser hombrestranquilos y formales en tierra. Ahora que se hanvisto con dos peniques juntos despilfarran eldinero, me parece a mí. Se comportan como ungrupo de babuinos locos. Pegaron brutalmente ala tripulación de la gabarra de mi primo Oaks,pues tenían la absurda pretensión de llevar abordo un doctor en medicina y por eso teníanderecho a amarrar delante de una gabarraperteneciente a un navío de línea, que lleva un

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simple cirujano; realmente era una absurdapretensión. Esos dos peniques los han sacadode sus cabales».

«Siento que los hombres del capitán Oakshayan sido golpeados, señor», dijo Jacksinceramente disgustado. «Pero lo que dicen esverdad. Tenemos a bordo un doctor en medicina.Es un experto lo mismo con la sierra que con elclistel». Jack miró a su alrededor con expresiónamable. «Estaba conmigo no hace mucho. Abrióel cráneo del condestable, le extrajo los sesos,los arregló y los colocó dentro de nuevo -yo nome atrevía a mirar, creedme, caballeros-, mandóal armero a que cogiera una moneda, la hicieramás delgada con el martillo y le diera forma debóveda, ¿comprenden?, o de cuenco, y entoncesla colocó en el cráneo y le dio varias vueltas, ycosió el cuero cabelludo tan hábilmente como unvelero. Eso es lo que yo llamo un verdaderodoctor; ni condenadas píldoras ni dilaciones.¡Vaya! Ahí está…»

Lo saludaron amablemente, insistieron enque tomara un vaso de ponche, otro vaso deponche. Todos habían bebido mucho; era un

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ponche muy bueno, excelente, precisamente loque se necesitaba en un día tan caluroso. Laconversación se animó, pero Stephen y uncapitán llamado Nevin se quedaron máscallados. Stephen notó que Nevin parecíaabsorto y tenía una mirada profunda -una miradaque le era muy familiar- y no le resultó extrañoque éste lo apartara hasta quedar detrás delnaranjo, y le contara en voz baja y en tono grave yconfidencial, pero con soltura, que teníadificultades para digerir incluso las comidas mássencillas. La dispepsia del capitán Nevin habíadesconcertado a los médicos durante años,durante años, señor, pero él estaba seguro deque no se resistiría a las facultades superioresde Stephen; sería mejor que él le diera al doctorMaturin todos los detalles que pudiera recordar,porque se trataba de un caso muy singular einteresante, según le había dicho sir John Abel;¿conocía Stephen a sir John? No obstante, paraserle del todo franco (bajó la voz y mirófurtivamente a su alrededor) debía admitir quetenía ciertas dificultades para… para evacuartambién… Continuó hablando en voz baja y

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apremiante, y Stephen permanecía con lasmanos a la espalda, la cabeza inclinada haciaabajo en actitud atenta y una expresión seria ensu rostro. Ciertamente Stephen le estabaprestando atención, pero no hasta el punto de nooír a Jack exclamar: «¡Sí, sí! Sin duda el restobajará a tierra -están en fila a lo largo delpasamanos, con los trajes apropiados parabajar, dinero en los bolsillos, los ojos casi fuerade las órbitas y la polla muy larga». Fue casiimposible no escucharlo, pues Jack tenía una vozaguda y clara e hizo ese comentario en uno deesos curiosos momentos de silencio que seproducen incluso en los grupos muy numerosos.

A Stephen le desagradó aquel comentario; yle desagradó el efecto que le hizo a las señorassentadas del otro lado del naranjo, quienescomenzaron a alejarse de allí, en muchos casoscon una mirada llena de indignación; pero ledesagradó mucho más que Jack, con la caraenrojecida, exaltado y con sus brillantes ojosllenos de regocijo, dijera triunfante: «No hacefalta darse prisa, señoras, no se les permitirábajar de la corbeta hasta después del cañonazo

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de la noche».La conversación aumentó de intensidad

sofocando otros posibles comentarios de esetipo. El capitán Nevin volvía otra vez a hablar desu colon cuando Stephen sintió una mano en subrazo: era la señora Harte, que sonrió al capitánNevin de tal manera que éste retrocedióperdiéndose detrás de los cuencos de ponche.

«Doctor Maturin, por favor, llévese a suamigo», dijo Molly Harte en tono bajo yapremiante. «Dígale que se quema su barco,dígale cualquier cosa. Pero lléveselo, si no puedeperjudicarse mucho».

Stephen asintió en silencio, y con la cabezabaja se dirigió directamente al grupo dondeestaba Jack, lo cogió por el codo y le dijo:«Venga conmigo, venga conmigo», en un extrañotono, susurrante e imperativo a la vez, mientrassaludaba con la cabeza a quienes habíainterrumpido en su conversación. «No hay unmomento que perder».

* * *«Cuanto antes nos hagamos a la mar,

mejor», murmuró Jack mirando ansiosamente

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hacia el muelle de Mahón, envuelto en unalánguida luz. ¿Era aquel bote su propia lanchacon el resto de los hombres de permiso o unmensajero del despacho del encolerizado yofendido comandante con órdenes queinterrumpirían el crucero de la Sophie? Todavíaestaba un poco trastornado por los excesos de lanoche anterior, pero la parte más sensata de sumente, de vez en cuando, le aseguraba que nose había hecho ningún favor, que podrían tomarmedidas disciplinarias contra él sin que nadie loconsiderara injusto ni abusivo, y que se sentíamuy reacio a cualquier reunión inmediata con elcapitán Harte.

El escaso viento que soplaba venía del oeste-un viento peculiar, húmedo, que traía el horribletufo de las curtidurías y lo propagaba a su paso.Pero servía para ayudar a la Sophie a salir dellargo puerto y alejarse hacia alta mar. Alta mar,donde no podría ser traicionado por su propialengua, donde Stephen no podría ser mal vistopor la autoridad y donde Babbington, eseendemoniado chiquillo, no tendría que serrescatado de las mujeres mayores de la ciudad.

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Y donde James Dillon no podría batirse en duelo.Sólo le había llegado el rumor, pero era uno deesos incidentes tan insignificantes que ocurrenen las guarniciones después de la cena y quepodía haberle costado a Dillon el cargo de primeroficial. Y era el más valioso de los oficiales quehabían navegado con él, a pesar de ser estiradoy voluble.

El bote reapareció tras la popa de la Aurore.Era la lancha y venía llena de hombres depermiso. Todavía uno o dos seguían alegrespero, en general, los que podían andar eranahora muy distintos de los tripulantes que habíanbajado a tierra, porque no les quedaba dinero yademás estaban silenciosos, tristes y abatidos.A los que no podían andar los tumbaron en filajunto a otros que habían llegado antes, y Jackdijo: «¿Cómo va el punteo de la lista, señorRicketts?»

«Todos a bordo, señor», dijo elguardiamarina con tono cansado, «exceptoJessup, el ayudante del cocinero, que se rompióuna pierna al bajar las escaleras Pigtail, ySennet, Richards y Chambers, de la cofa del

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trinquete, que salieron para Penang con algunossoldados».

«¡Sargento Quinn!»Pero no se podía obtener contestación del

sargento Quinn. Podía mantenerse en pie,erguido, pero su única respuesta a todo lo que sele preguntaba era «Sí, señor» y un saludo militar.

«Todos los marineros, a excepción de tres,están a bordo, señor», le dijo Jamesreservadamente.

«Gracias, señor Dillon», dijo Jack, mirandode nuevo hacia la ciudad. Se veían algunaspálidas luces moviéndose en la oscuridad delacantilado. «Entonces creo que nos haremos a lamar».

«¿Sin esperar por el resto del agua, señor?«¿Qué cantidad es? Me parece que dos

toneladas. Sí; la recogeremos en otra ocasión,junto con los rezagados. Entonces, señor Watt,toda la tripulación a soltar amarras; y que lohagan en silencio, por favor.»

Dijo esto en parte porque sentía terriblespunzadas en la cabeza y la perspectiva de oírlosvociferar no le agradaba en lo más mínimo, y en

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parte porque deseaba que la Sophie zarpara sinllamar la atención. Por fortuna, la corbeta estabaamarrada con simples espías a proa y popa, asíque no se realizaría la lenta leva de anclas, nohabría pateo ni empujones en el cabrestante, niásperos chirridos del motón. De todas maneras,los miembros de la tripulación relativamentesobrios estaban demasiado agotados parahacer otra cosa que soltar amarras de formaexpeditiva, silenciosos y malhumorados, puescuando empezaba a amanecer ya no habíamarineros alegres, ni valientes, ni mucho menosauténticos británicos, sino apestosos borrachos.También por fortuna, Jack se había ocupado delas reparaciones, los pertrechos y elaprovisionamiento (a excepción de aquel malditoúltimo viaje para completar la aguada) aun antesde que él mismo o cualquiera de los otroshubiera puesto pie en tierra; y raras veces habíaapreciado más las compensaciones de tenerventaja que al ver cómo la Sophie, con el foquehinchado, virando por avante en dirección este,una vez reatada y aprovisionada, y habiendorepostado agua, emprendía el viaje de vuelta a la

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independencia.Una hora después estaban en la bocana. La

ciudad con sus horribles olores quedaba detrássumida en la neblina, y ante ellos se extendía elmar con sus cristalinas aguas. El bauprés de laSophie apuntaba, casi exactamente, al pálidoresplandor que indicaba en el horizonte la salidadel sol, y la brisa viraba cada vez más hacia elnorte, haciéndose más fresca a medida quecambiaba de dirección. Algunos de los queparecían muertos la noche anterior se movíanahora torpemente. Dentro de poco les regaríancon la manguera, la cubierta volvería a estarcomo debía y la rutina cotidiana de la corbetacomenzaría de nuevo.

* * *Una atmósfera de hosca reserva reinaba en

la Sophie mientras se dirigía tediosamente alsuroeste en un frustrado intento de llegar a suzona de crucero, entre bonanza, brisasinestables, y vientos en contra; vientos que leresultaron tan adversos cuando llegó a alta marque la pequeña isla de Aire, cercana a la puntaeste de Menorca, había permanecido

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obstinadamente al norte en el horizonte, unasveces más grande, otras más pequeña, perosiempre allí.

Era jueves. Toda la tripulación fue convocadaa presenciar los castigos. Las dos brigadas deguardia se situaron a ambos lados de la cubiertaprincipal con la balandra y la lancha detrás paradejar más espacio; los infantes de marina habíanformado con su precisión habitual, desde eltercer cañón de popa, y el pequeño alcázarestaba lleno de oficiales.

«Señor Ricketts, ¿dónde está su puñal?»,dijo James con aspereza.

«Se me olvidó, señor. Lo siento, señor»,susurró el guardiamarina.

«Póngaselo de inmediato, y no se atreva asubir a cubierta vestido incorrectamente.»

El joven Ricketts dirigió una mirada culpableal capitán mientras se precipitaba hacia abajo, yno encontró más que aprobación a aquellaspalabras en el grave rostro de Jack. En verdad,Jack tenía la misma opinión que Dillon: esosdesdichados iban a ser azotados y teníanderecho a que todo se hiciera con la debida

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ceremonia, con toda la tripulación presente enactitud solemne, los oficiales con sus sombrerosde lazo dorado y sus espadas y el tamborhaciendo un redoble.

Henry Andrews, uno de los cabos, presentólos cargos uno a uno: John Harden, JosephBussel, Thomas Cross, Timothy Bryant, IsaacIsaacs, Peter Edwards y John Surel, todosacusados de embriaguez. Nadie tenía nada quedecir en defensa de ellos; ninguno de ellos teníanada que decir en defensa propia. «Una docenaa cada uno», dijo Jack. «Y si hubiera justicia enel mundo, usted recibiría dos docenas, Cross.Una persona tan responsable como usted, unayudante del condestable, ¡qué vergüenza!»

Era costumbre en la Sophie dar los azotes enel cabrestante, no en el enjaretado. Los hombresavanzaron con aire triste, se quitaron la camisalentamente y se colocaron contra el gruesocilindro; y los ayudantes del contramaestre, JohnBell y John Morgan, les ataron por las muñecas,más por formalidad que por otra cosa. EntoncesJohn Bell se adelantó, balanceando el látigosuavemente en la mano derecha y mirando a

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Jack. Y Jack asintió con la cabeza y dijo«Adelante».

«Uno», dijo con solemnidad el contramaestrecuando las nueve cuerdas con nudos en losextremos silbaron en el aire y golpearon laespalda desnuda y tensa del marinero. «Dos,tres, cuatro…»

Y así continuó; y una vez más Jack, con su fríay aguda mirada, se dio cuenta de que elayudante del contramaestre, astutamente,golpeaba en realidad el cabrestante con losnudos de las cuerdas, sin que se notara quefavorecía a su compañero. «Está muy bien»,pensó, «sin embargo, o entran en la bodega o esque algún hijo de puta ha almacenado licor abordo. Si pudiera encontrarlo, montaría unverdadero enjaretado y se acabaría estaengañifa». Esa cantidad de borrachos ya sepasaba de la raya: siete en un día. No tenía nadaque ver con los excitantes placeres de que losmarineros habían disfrutado en tierra, aquello sehabía terminado, era sólo un recuerdo; y respectoal estado de parálisis de los que estaban ebriosen los imbornales cuando la corbeta se hacía a la

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mar, eso también estaba olvidado, se habíaresuelto de acuerdo con las normas tolerantesdel puerto, de acuerdo con su relajada disciplina,y nunca fue tomado en cuenta. Esto era diferente.El día anterior, precisamente, él había dudado enhacer prácticas con los cañones después de lacomida porque sospechaba que eran muchos losque habían bebido demasiado; era muy fácil quecualquier marinero achispado metieratontamente el pie debajo de una cureña enretroceso, o la cara en la boca de un cañón. Y alfinal, sólo les hizo moverlos de un lado a otro, sindisparar.

En cada barco, los marineros acostumbrabana reaccionar de forma diferente ante el castigo.Los tripulantes de la Sophie permanecíancallados, pero Edwards (uno de los nuevos), queprocedía del King's Fisher, donde no era así,lanzó un tremendo y clamoroso «¡Ah!» al primerlatigazo, trastornando tanto al ayudante delcontramaestre que éste vaciló al darle los dos otres siguientes.

«¡Vamos, John Bell!», dijo el contramaestreen tono de reproche, no porque tuviera nada en

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contra de Edwards, a quien miraba sereno eimparcial, con la misma consideración que uncarnicero a un cordero, sino porque el trabajotenía que hacerse bien; y el resto de los azotes almenos le dieron a Edwards una excusa para suinquietante crescendo. Inquietante para el pobreJohn Surel, un hombrecillo delgado de Exeter, delos que hacían el cupo de la leva, que nuncahabía sido azotado y que añadía ahora el delitode la incontinencia al de la embriaguez. Pero loazotaron a pesar de todo, tan asqueroso comoestaba; y lloraba y daba alaridos lastimerosmientras Bell, nervioso, le pegaba duro, confirmeza, para terminar rápido.

«¡Qué tremendamente bárbaro pareceríaesto a un espectador que no estuviera habituadoa verlo!», pensó Stephen. «¡Y qué poco importaal que lo está! Aunque a ese chico pareceafectarle». En efecto, Babbington estaba un pocopálido y ansioso al terminar el indecoroso asunto,cuando Surel, aún gimiendo, fue entregado a susavergonzados compañeros y luego alejado de allíapresuradamente.

Sin embargo, ¡qué pasajeras eran la palidez y

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la ansiedad de aquel joven! Apenas diez minutosdespués de que los lampaceros borraran todovestigio de aquella escena, Babbington se movíapor la parte superior de la jarcia persiguiendo aRicketts a gran distancia, y aunque sedesplazaba con esfuerzo estaba muy contento.

«¿Quiénes están haciendo esas tonterías?»,preguntó Jack al ver vagamente sus siluetas através del delgado lienzo de la sobrejuanete delmayor. «¿Los grumetes?»

«Los cadetes, señoría», dijo el oficial dederrota.

«Eso me recuerda que quería verlos», dijoJack.

Poco después volvían a aquella palidez yaquella ansiedad, y por un buen motivo. Sesuponía que los guardiamarinas, al mediodía,debían tomar datos para calcular la posición delbarco y después debían escribirlos en un trozode papel. Estos trozos de papel se denominabaninformes de los cadetes y el centinela se losentregaba al capitán diciendo: «Los informes delos cadetes, señor». A esto el capitán Allen(indolente y descuidado) solía responder: «Los

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informes de los cadetes» arrojándolos por laventana.

Hasta entonces Jack había estadodemasiado ocupado preparando a la tripulacióny no había podido atender debidamente a laeducación de los guardiamarinas, pero habíavisto los informes del día anterior, y consospechosa unanimidad situaban a la Sophie a39°21'N, lo cual era bastante exacto, pero en unalongitud que sólo podría haber alcanzadoatravesando la cadena montañosa que separabaValencia del interior y adentrándose unossesenta kilómetros.

«¿Cómo me mandáis este disparate?», lespreguntó. No era una pregunta de fácil respuestaverdaderamente, ni lo eran muchas de las otrasque formuló; y ellos, en realidad, no intentaronresponderlas, pero estuvieron de acuerdo en queno estaban allí para divertirse, ni por su bellezamasculina, sino para aprender su profesión, y enque los diarios de a bordo (que ellos mismosllevaban) no eran exactos, ni completos, niactualizados, y que el gato del barco los hubieraescrito mejor. En el futuro deberían prestar la

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mayor atención a los datos y cálculos del señorMarshall y marcarían la carta náutica con él cadadía; nadie estaba preparado para pasar a alférezde navío, y mucho menos para tener un mando(«Dios me perdone», dijo Jack para susadentros), si no podía calcular en cualquiermomento la posición de su barco en un minuto,mejor dicho, en treinta segundos. Además, ellosle presentarían los diarios de a bordo todos losdomingos, pasados en limpio y con letra legible.

«Espero que sepáis escribir decentemente.De lo contrario tendréis que aprender con elescribiente». Ellos pensaban que sí, que sabían,estaban seguros; harían todo lo que pudieran.Pero Jack no parecía convencido y quería que sesentaran sobre aquella taquilla y tomaran pluma ypapel y le pasaran aquel libro que sería deprovecho que él les leyera.

Stephen hizo una pausa para analizar el casodel paciente que estaba junto a él, con el pulsomuy débil. Y en medio de la quietud de laenfermería pudo oír la voz de Jack, grave yprofunda, con cierta afectación, que llegaba conel aire fresco por la manguera de ventilación. El

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alcázar de un barco de guerra podíaconsiderarse, con razón, una escuela nacionalque instruía a gran número de jóvenes; allíaprendían a tener disciplina y los pequeñosdetalles de la Marina. Puntualidad, limpieza,diligencia y prontitud eran normalmenteinculcados, y también sobriedad e inclusoabnegación, cualidades que en todo momentotienen un gran valor. Aprendiendo a obedecertambién aprendían a mandar.

«¡Vaya, vaya!», se dijo Stephen, y su mentevolvió a ocuparse sólo de aquella pobre yconsumida criatura de labio leporino que yacíaen el coy junto a él, un hombre que era marinerodesde hacía muy poco y que pertenecía a laguardia de estribor. «¿Qué edad tienesCheslin?», le preguntó.

«¡Oh, no puedo decírselo, señor!», dijoCheslin con cierta inquietud en medio de suapatía. «Calculo que debo tener unos treintaaños, más o menos». Hubo una larga pausa.«Tenía quince cuando mi padre murió; y podríacontar las cosechas desde entonces, si hago unesfuerzo. Pero no puedo hacer un esfuerzo,

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señor».«No. Escúchame, Cheslin, te pondrás muy

enfermo si no comes. Mandaré que te hagan unasopa y tendrás que tomártela.»

«Gracias, señor, de verdad, pero no hay nadaque pueda comer, y dudo que ellos me dejenllevarme algo a la boca, no hay salida.»

«¿Por qué les dijiste cuál era tu ocupación?»Cheslin permaneció sin contestar unos

instantes, con sus apagados ojosdesmesuradamente abiertos. «Creo que estababorracho. Es muy fuerte ese grog que preparan.Sin embargo, nunca creí que fueran tanaprensivos. Aunque, para ser sincero, a la gentede Carborough y sus alrededores tampoco lesgusta nada mencionarlo».

En ese momento llamaban a la tripulación acomer, y el rancho, aquel espacio alargadodetrás del lienzo que Stephen había puesto paraproteger un poco la enfermería, se llenó demarineros alborotados y hambrientos.Alborotados pero con orden; cada grupo de ochohombres se dirigía a su sitio, aparecían mesasabatibles que caían rápidamente desde los baos,

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y llegaban de la cocina fuentes de madera llenasde cerdo salado (también eso indicaba que erajueves) y guisantes. El ponche, que el señorPullings acababa de mezclar en una cuba junto alpalo mayor, era traído cuidadosamente, y todo elmundo se apartaba a su paso porque no debíacaerse ni una gota.

En un instante, Stephen vio abrirse ante sí uncamino, y pasó por él observando carassonrientes y miradas amables a ambos lados.Notó que algunos de los hombres cuyasespaldas había untado con aceite estaban muycontentos, sobre todo Edwards, pues siendonegro su sonrisa lucía mucho más blanca en laoscuridad; amablemente unos marinerosapartaron un banco de su camino, y a un grumetele hicieron dar un brusco giro en redondodiciéndole que «no diera la espalda al doctor» yque «¿dónde demonios estaban sus modales?»Seres bondadosos; rostros amables; peroestaban matando a Cheslin.

* * *«Tengo un caso curioso en la enfermería», le

dijo a James cuando se sentaron para tomarse

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un vaso de oporto y así digerir mejor la tarta dehigos. «Es un hombre que se está muriendo deinanición; mejor dicho, que se morirá si no logrosacarlo de su apatía».

«¿Cómo se llama?»«Cheslin. Tiene el labio leporino.»«Lo conozco. Es un centinela del combés, de

la guardia de estribor, un inútil.»«¿Ah, sí? Sin embargo, prestó un gran

servicio a hombres y mujeres, en su momento.»«¿De qué forma?»«Era un come-pecados.»«¡Dios santo!»«Has derramado el oporto.»«Me gustaría que me hablaras de él», dijo

James secando el vino.«Bueno, se trata de una costumbre muy

parecida a las nuestras. Cuando alguien semoría mandaban a buscar a Cheslin; poníansobre el pecho del muerto un trozo de pan yCheslin se lo comía y cargaba así con lospecados de éste. Entonces a Cheslin le echabanen la mano una moneda de plata y lo sacaban aempujones de la casa, y lo ofendían y le lanzaban

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piedras mientras se alejaba.»«Pensaba que sólo era un cuento, que eso no

existía hoy en día», dijo James.«No, no. Es bastante corriente, aunque no se

hable de ello. No obstante, parece que losmarineros lo consideran más espantoso queotras personas. Un día a Cheslin se le escapó einmediatamente todos se volvieron contra él. Suscompañeros de rancho lo echaron de la mesa;los otros no le hablan ni le dejan comer ni dormircerca de ellos. No tiene nada físicamente, perose morirá dentro de una semana, más o menos,si no soy capaz de hacer algo.»

«Sería mejor atarlo a la plancha y darle cienlatigazos, doctor», dijo el contador desde lacabina donde estaba haciendo las cuentas.«Cuando estuve en Guinea, en el período entreguerras, los negros que pertenecían a la tribu delos Whydaws, o Whydoos, se morían a docenasen la travesía del Atlántico sólo por ladesesperación que sentían al haber sidoalejados de su país y sus amigos. Salvamosmuchísimos azotándolos con una fusta por lasmañanas. Sin embargo, no serviría de nada

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proteger a ese tipo, doctor; la gente lo asfixiaría,o le retorcería el pescuezo, o terminaría tirándolopor la borda. Los marineros aguantan muchascosas, pero a un gafe no. Lo mismo pasa con uncuervo blanco, los otros le dan picotazos hastaque lo matan. O con el albatros. Si uno coge unalbatros -es fácil con una cuerda- y le pinta unacruz roja en el pecho, los otros lo despedazan enmenos de lo que se echa un trago. Nosdivertíamos mucho con ellos cerca del cabo deBuena Esperanza. Pero los marineros nodejarían nunca a ese tipo comer con ellos,aunque esta misión durara cincuenta años; ¿noes así, señor Dillon?»

«Nunca», dijo James. «¿Cómo diablos llegóa la Marina? Era un voluntario, no vino obligado».

«Creo que estaba cansado de ser un cuervoblanco», dijo Stephen. «Pero no dejaré desalvarle la vida a un paciente por los prejuiciosde los marineros. Debemos ponerlo donde lamaldad de éstos no pueda alcanzarlo y, si serecupera, será mi ayudante, así estará en unpuesto aislado. Tanto más cuanto que mi actualayudante…»

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«Disculpe, señor, pero el capitán le presentasus saludos y quisiera que viera algo sumamenteinteresante», gritó Babbington entrando comouna flecha.

Al pasar de la oscuridad de la cámara deoficiales a la clara luminosidad de cubierta eracasi imposible ver, pero Stephen pudo distinguira estribor, a través de sus párpadosentrecerrados, al más alto de los griegosEsponja, que permanecía de pie a estribor,desnudo, todavía chorreando en medio de uncharco de agua, y sostenía un trozo de una placade cobre con gran satisfacción. A su derechaestaba Jack, con las manos tras la espalda y unaexpresión triunfante en el rostro; a su izquierda lamayoría de los hombres de guardia, estirando lacabeza y observando con atención. El griegoextendió más la mano que sujetaba la corroídaplaca de cobre, y mirando fijamente a Stephen ledio la vuelta con lentitud. Del otro lado había unpececillo negro que tenía detrás de la cabezauna ventosa con la que se adhería fuertemente almetal.

«¡Una rémora!», gritó Stephen expresando

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tanto asombro y deleite como el griego y Jackesperaban, o aún más. «¡Un cubo, por favor!Tenga cuidado con la rémora, Esponja, amigomío. ¡Oh, qué alegría ver la auténtica rémora!»

Los griegos Esponja, como el mar estaba encalma, habían estado sumergiéndose para quitardel casco las algas que reducían la velocidad dela Sophie. Se les podía ver a través del aguatransparente; se deslizaban por cuerdas quetenían en sus extremos balas de cañón envueltasen una red y aguantaban la respiración dosminutos seguidos; a veces se sumergían hastadebajo de la quilla y salían incluso por el otro ladodel barco cuando ya su corazón latía débilmente.Los ojos expertos del mayor de los Esponjahabían detectado al astuto enemigo escondidobajo el tablón de aparadura. La rémora era tanfuerte que había desprendido la placa, leexplicaron a Stephen. Y eso no era nada. ¡Eratan fuerte que podría inmovilizar la corbeta, ocasi, en un fuerte vendaval! Pero la habíancogido -era el fin de sus trastadas, la muy cerda-y la Sophie se movería como un cisne. Por unmomento, Stephen estuvo tentado de hacerles

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razonar, de apelar a su sentido común y señalarque el pez medía nueve pulgadas y sus aletaseran pequeñísimas; pero era demasiado sensatoy tenía demasiada alegría como para ceder a latentación, así que llevó cuidadosamente el cuboa su cabina, donde conviviría con la rémora enpaz.

Y puesto que se tomaba las cosas condemasiada filosofía, no se sintió molesto cuandouna fuerte brisa que rizaba el mar llegó por baborpoco después y la Sophie (ya liberada de lamalvada rémora) escoró y estuvo navegando asiete nudos hasta el ocaso, cuando el serviolagritó: «¡Tierra a la vista! ¡Tierra por la amura deestribor!»

CAPÍTULO 7

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La tierra avistada era el cabo de la Nao, límitede su zona de crucero por el sur; podíadistinguirse al oeste en el horizonte, a pesar deque su contorno aparecía desdibujado sobre eloscuro cielo.

«¡Qué gran agudeza, señor Marshall!», dijoJack bajando de la cofa, donde había estadoescrutando el cabo con su catalejo. «Elastrónomo real no lo hubiera hecho mejor».

«Gracias, señor, gracias», dijo elcontramaestre que, en efecto, había tomadocuidadosamente numerosos datos sobre la luna,además de anotar los de rutina, para calcular laposición de la corbeta. «Muy contento por…aprobación». Le faltaban las palabras y terminópor expresarse tan sólo moviendo la cabeza yfrotándose las manos nerviosamente. Eracurioso ver a aquel hombre fuerte, de faccionesduras y gran corpulencia, conmovido por unsentimiento que necesitaba una forma deexpresión dulce y delicada; y muchos tripulantesintercambiaron miradas de complicidad con suscompañeros. Sin embargo, Jack no tenía ni ideade lo que pasaba; siempre había pensado que el

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singular esmero del señor Marshall en todos losaspectos de la navegación y su celo como oficialse debían a su buena disposición natural y a sucondición de marino íntegro; y en cualquier caso,su mente estaba muy ocupada en ese momentocon la idea de probar los cañones en laoscuridad. Estaban suficientemente alejados detierra para que no pudiera escucharse su sonido,llevado por el viento; y aunque la artillería de laSophie había mejorado mucho, él no podía estartranquilo si no intentaba cada día alcanzar laperfección. «Señor Dillon», dijo, «quiero que laguardia de estribor y la de babor se enfrenten enla oscuridad. Sí, lo sé», prosiguió al observarcierto reparo en la expresión adusta del primeroficial, «pero si la práctica se realiza desde la luzhacia la oscuridad, ni siquiera la peor tripulaciónse caería bajo los cañones ni se precipitaríadesde los costados. De modo que prepararemosun par de toneles, si le parece bien, para lapráctica de día, y otro par y un farol o unaantorcha, o algo similar, para la noche».

Desde la primera vez que vio aquella prácticarepetitiva (le parecía que había pasado mucho

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tiempo desde entonces), Stephen evitabapresenciarla; no le gustaban ni el estampido delos cañones, ni el olor de la pólvora, ni laposibilidad de que los marineros sufrierandolorosas heridas, ni la certeza de un cielo sinpájaros, así que pasaba el tiempo abajo leyendo,pero con el oído atento por si se producía unaccidente; era muy fácil que algo saliera mal,pues los cañones se desplazaban rápidamentesobre la cubierta y ésta se movía con el balanceoy el cabeceo del barco. Esa tarde, sin embargo,ignorando el jaleo que se preparaba, subió paradirigirse a proa, hasta la bomba de tronco deolmo, la bomba de madera cuya parte superior,por orden suya, era desmontada dos veces al díapor diligentes marineros para que la parte inferiordel barco estuviera iluminada, aprovechando laluz que llegaba hasta allí oblicuamente. Al verlo,Jack dijo: «¡Vaya, si está aquí el doctor! Seguroque ha venido a cubierta a ver los progresos quehemos hecho. Es un bonito espectáculo vercómo disparan los cañones, ¿no es cierto? Yesta noche lo verá en la oscuridad, que es aúnmejor. ¡Oh Dios, tenía que haber visto la batalla

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del Nilo! ¡Y haberla oído! ¡Qué feliz se hubierasentido!»

El aumento de la potencia de fuego de laSophie era verdaderamente sorprendente,incluso para un espectador tan ajeno a lo militarcomo Stephen. Jack había establecido unsistema que no era agresivo con las cuadernasde la corbeta (que realmente no podrían soportaruna sacudida provocada por toda la batería deun costado), y propiciaba la emulación y laregularidad: primero disparaba el cañón desotavento de la batería, y cuando éste seencontraba en pleno retroceso disparaba elsiguiente, produciéndose una sucesión dedisparos en la cual el último artillero todavíapodía ver a través del humo. Jack explicaba todoesto mientras el cúter se alejaba en la penumbracon los toneles a bordo. «Naturalmente», añadió,«no hacemos un recorrido de gran distancia -sólo lo suficiente para hacer tres descargas.¡Cuánto me gustaría que fueran cuatro!»

Los artilleros estaban desnudos hasta lacintura y llevaban un pañuelo de seda negra en lacabeza; parecían muy preparados y atentos, se

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diría que estaban en su elemento. Habría unpremio, por supuesto, para los cañones quealcanzaran el objetivo, pero el mejor premio seríapara la guardia que disparara más rápido, sindisparar al azar ni errar tiros.

El cúter estaba lejos, a popa y por sotavento,y el tonel se balanceaba con las olas. A Stephenle resultaba asombroso el hecho de que dossiluetas que navegaban por el mar en calma, quese veían juntas en un momento dado, luegocuando uno volvía la cabeza parecían estar amillas de distancia una de otra, aparentementesin hacer esfuerzos ni acelerar. La corbeta viró yse desplazó suavemente bajo las gaviaspasando a un cable de distancia del tonel porbarlovento. «No tiene sentido alejarnos más»,observó Jack sosteniendo el reloj en una mano yun trozo de tiza en la otra. «No podemos dispararcon la fuerza suficiente.»

Pasaron unos momentos. El tonel se veía aproa cada vez más grande. «¡Destrincar loscañones!», gritó James Dillon. Ya se sentía encubierta el olor de las mechas retardadas.«¡Nivelar los cañones… sacar los tapabocas…

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sacar las bocas por las portas… cebar… apuntarlos cañones… fuego!»

Fue como si un gran martillo hubieragolpeado una piedra a intervalos de mediosegundo, con asombrosa regularidad; el humoformó una gran columna que se alejabarápidamente de la fragata. Había disparado labatería de babor, y la guardia de estriborestiraba la cabeza y se ponía de puntillas en loslugares desde donde podía observar mejordónde caían las balas. Cayeron demasiado lejos,casi un metro más lejos, pero estaban bienagrupadas. La guardia de babor trabajaba conímpetu y concentración, lampaceando, atacando,empujando y tirando de los cañones; los chorrosde sudor hacían brillar sus espaldas.

El tonel no estaba muy transversal cuando fuedestrozado completamente por la siguientedescarga. «Dos minutos cinco», dijo Jack riendoentre dientes. Sin detenerse siquiera para darvivas, la guardia de babor continuó su carrera;inclinaron hacia arriba los cañones y el granmartillo repitió sus siete golpes, mientras el aguasalpicaba las duelas rotas. Los lampazos y

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pisones brillaron, y los marineros, entre gruñidos,colocaron violentamente los cañones cargadoscontra las portas y los subieron con aparejos yespeques lo más que pudieron; pero losdisparos sobrepasaron el objetivo, así que nopodrían disparar la cuarta andanada.

«No importa», dijo Jack. «Casi lo habéisconseguido. Seis minutos y diez segundos». Laguardia de babor lanzó un suspiro colectivo.Habían puesto todo su afán en hacer la cuartadescarga y en no pasar de seis minutos, puessabían muy bien que la guardia de estribortardaría menos.

En verdad, la guardia de estribor consiguiócinco minutos y cincuenta y siete segundos; pero,por otra parte, no dieron en el tonel, y en lapenumbra se escucharon críticas anónimas a loscabrones manazas sin escrúpulos quedispararon a ciegas, imprudentemente, cualquiercosa para ganar. Y con pólvora de treinta y cincopeniques el kilo.

Se había hecho de noche y, para gransatisfacción de Jack, casi nada cambió encubierta. La corbeta orzó, cambió de bordo y

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luego se dirigió con el viento a favor hacia aquelondulante resplandor en el tercer tonel. Lasdescargas se sucedían una tras otra, como rojaslenguas que penetraban a través del humo; losgrumetes servidores de pólvora iban de un lado aotro de cubierta, bajaban hasta la santabárbaraentre los tabiques acorazados situados detrásdel centinela y volvían con la carga; los artillerosjadeaban y gruñían; el ritmo apenas cambiaba.«Seis minutos y cuarenta y dos segundos», dijoJack después de observar atentamente su relojjunto al farol. «La guardia de babor se lleva lacampanada. No estuvo mal la práctica, ¿verdadseñor Dillon?»

«Mucho mejor de lo que esperaba, señor,para ser sincero.»

«Y ahora, amigo mío», dijo Jack a Stephen,«¿qué me dice de un poco de música, si no tienelos oídos embotados? ¿Le gustaríaacompañarnos, Dillon? El señor Marshall seocupa ahora de cubierta, ¿no es así?»

«Gracias, señor, muchas gracias, pero ustedsabe que, por desgracia, la música esdemasiado elevada para mí, no se ha hecho la

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miel para la boca del asno.»«Estoy muy satisfecho de la práctica de esta

noche», dijo Jack tensando su violín. «Ahora creoque podemos costear con más tranquilidad, sinarriesgar demasiado nuestra querida corbeta».

«Me alegro de que esté satisfecho; y enverdad los marineros parecían manejar loscañones con gran destreza, pero permítame queinsista en que esa nota no es la.»

«¿Ah, no?», dijo Jack ansioso. «¿Está mejorasí?»

Stephen asintió con la cabeza, golpeó elsuelo con el pie tres veces y ambosemprendieron el divertimento menorquín delseñor Brown.

«¿Se dio cuenta de que he acompañado elpom-pom-pom con la cabeza?», preguntó Jack.

«Sí, claro. Con mucha energía y muchaagilidad. Me fijé en que no golpeó ni la balda ni lalámpara. Yo sólo rocé la taquilla una vez.»

«Creo que lo importante es no pensárselo.Esos marineros, cuando movíanestruendosamente los cañones, no se lopensaban. Dar socolladas a los aparejos, limpiar

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con escobillones, lampacear, recalcar: todo seha vuelto muy mecánico. Su comportamiento hasido muy satisfactorio, sobre todo el del tres y elcinco de la batería de babor. No eran más que unpuñado de zoquetes al principio, se lo aseguro.»

«Usted tiene suficiente tesón paraconvertirlos en expertos.»

«Bueno, sí: no hay que perder ni unmomento.»

«Bien, pero ¿no cree que esa prisa constanteproduce una sensación de agobio, deagotamiento?»

«¡No, por Dios! Forma parte de nuestra vida,lo mismo que el cerdo salado, especialmentecuando estamos en aguas donde cambia tanto lamarea. Puede pasar cualquier cosa en el mar encinco minutos. ¡Ja, ja! ¡Debería usted oír a lordNelson! Con este tipo de artillería, una solaandanada puede derribar un mástil y hacer ganarla batalla; y es imposible saber lo que va a pasaruna hora después, cuando tal vez haya quedisparar. En el mar es imposible saber lo que vaa pasar.»

Era una gran verdad. Un ojo que lo viera todo,

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que pudiera penetrar la oscuridad con la mirada,habría visto la estela de la fragata españolaCacafuego, navegando rumbo a Cartagena, quehabría cortado la estela de la Sophie si lacorbeta no hubiera permanecido quince minutostirando agua a los toneles incendiados; sinembargo, la Cacafuego pasó silenciosamente aloeste de la Sophie, a una milla y media dedistancia, sin que ninguna de ellas divisara laotra. El mismo ojo habría visto muchas otrasembarcaciones en las proximidades del cabo dela Nao porque, como Jack sabía muy bien, todoslos barcos que salieran de Almería, Alicante oMálaga, deberían bordear aquella punta; sobretodo habría divisado un pequeño convoy que sedirigía a Valencia bajo la protección de un navíocorsario; y habría visto que el rumbo de la Sophie(si no cambiaba) la acercaría a la costa y abarlovento del convoy una media hora antes derayar el alba.

* * *«¡Señor, señor!», le dijo Babbington al oído a

Jack.«¡Chsss, cariño!», murmuró Jack, que

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soñaba con alguien de muy distinto sexo.«¿Eh?»

«El señor Dillon dice que se ven luces de cofaen alta mar, señor.»

«¡Aja!», dijo Jack, que se había despertadoinmediatamente, y corrió en camisón a cubierta,donde todavía estaba oscuro.

«Buenos días, señor», dijo James haciendoun saludo y ofreciéndole su catalejo.

«Buenos días, señor Dillon», dijo Jacktocándose el gorro de dormir en respuesta ycogiendo el catalejo. «¿Por dónde se ven?»

«Justo a babor, señor.»«¡Por Dios que tiene usted buena vista!», dijo

Jack bajando el catalejo; lo limpió y volvió aescrutar la inconstante neblina. «Dos. Tres. Meparece que cuatro».

La Sophie estaba facheando, con el velachoizado y la gavia mayor casi totalmentedesplegada, uno contrarrestando a la otra, y seencontraba al abrigo del oscuro acantilado. Elviento, el poco que soplaba, era débil, inestable ycálido, venía del norte noroeste y traía el olor delas montañas; pero a medida que la tierra se

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caldeara viraría sin duda hacia el nordeste ototalmente al este. Jack se agarró a losobenques. «Analicemos las posiciones desdearriba», dijo. «¡Malditos faldones de losdemonios!»

Se hizo más claro; la bruma se disipabadejando al descubierto cinco embarcacionesformando una fila desordenada, o más bienamontonadas; estaban tan cerca que se podíanver sus cascos, y la más próxima no distaba másde un milla.

De norte a sur iba primero el Gloire, un barcocorsario de Tolón aparejado como navío, muyrápido, con doce cañones de ocho, contratadopor un rico comerciante de Barcelona llamadoJaume Mateu para proteger sus dos saetías,Pardal y Xaloc. Las dos saetías eran de seiscañones, y la segunda llevaba un valioso (eilegal) cargamento de mercurio, y por añadiduracamuflado; la Pardal estaba situada en elcuadrante de sotavento del navío corsario; y casial mismo nivel de la Pardal, pero a barlovento ysólo a cuatrocientas o quinientas yardas de laSophie, estaba el Santa Lucía, un paquebote

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napolitano lleno de desconsolados monárquicosfranceses, capturado en su travesía haciaGibraltar por el Gloire; luego estaba la segundasaetía, la Xaloc; y por último una tartana que sehabía unido al grupo cerca de Alicante, contentade estar amparada contra piratas bereberes,navíos corsarios menorquines y crucerosbritánicos. Todas eran embarcaciones más bienpequeñas; todas esperaban que el peligroviniera de alta mar (por eso iban costeando: unaforma incómoda y arriesgada de navegar,comparada con viajar por las largas rutas de altamar, pero que les permitía correr a buscar laprotección de las baterías costeras); y si algunade ellas divisaba la Sophie cuando hubiera másluz, diría: «¡Vaya! Una pequeña corbeta vadeslizándose despacio cerca de la costa, haciaDenia seguramente».

«¿Qué opina del navío?», preguntó Jack.«No puedo contar sus portas con esta luz.

Parece un poco pequeño para ser una corbetade dieciocho cañones. Pero de todos modostiene cierta potencia; y no hay duda de que es elguardián.»

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«Sí». Eso era cierto. Se situaba a barloventodel convoy a medida que viraba el viento,mientras doblaban el cabo. Jack comenzó apensar con rapidez. Una larga serie deposibilidades pasó por su mente sometiéndosea su juicio: él era a la vez el capitán de aquelnavío y de la corbeta que tenía bajo sus pies.

«¿Puedo hacer una sugerencia, señor?»«Sí», dijo Jack secamente. «Mientras que no

tengamos un consejo de guerra; ellos nuncadeciden nada». Le había pedido a Dillon quesubiera como una atención por haber divisado elconvoy; pero, en realidad, no deseabaconsultarlo a él ni a nadie, y esperaba que Dillonno interrumpiera la rápida sucesión de sus ideascon ninguna observación, por muy sensata quefuera. Sólo una persona debía ocuparse de esto:el capitán de la Sophie.

«Tal vez debería llamar a todos a suspuestos, ¿no cree, señor?», dijo Dillon muy serio,pues la indirecta había sido muy clara.

«¿Ve aquel pequeño y desastradopaquebote entre nosotros y el navío?», dijo Jackvolviéndose hacia él. «Si giramos despacio la

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verga trinquete para navegar viento en popa, endiez minutos estaremos a unas cien yardas pordetrás de él, ocultándonos así del navío. ¿Mecomprende?»

«Sí, señor.»«Con la lancha y el cúter llenos de hombres

podemos capturarla desprevenidamente. Sihacemos ruido, el navío arribará para protegerla:no puede dar bordadas, debe virar en redondo; ysi ponemos el paquebote viento en popa, puedopasar entre los dos, disparar una o dos veces alnavío mientras se da la vuelta y quizás derribar unpalo de las saetías al mismo tiempo. ¡A ver, encubierta!», dijo subiendo ligeramente la voz.«¡Silencio en cubierta! ¡Mande abajo a esoshombres!» Ya se había difundido la noticia y loshombres subían corriendo por la escotilla deproa. «Mandaremos el destacamento deabordaje; deberíamos mandar a todos losnegros, porque son hombres muy robustos yademás temidos por los españoles. Luegoharemos zafarrancho de combate lo másdiscretamente posible y los hombres estaránpreparados para volar a sus puestos. Pero todos

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deben permanecer abajo sin ser vistos; todos aexcepción de una docena. Debemos parecer unbarco mercante». Se balanceaba al borde de lacofa con el camisón inflado alrededor de lacabeza. «Se pueden quitar los tortores, pero nodebe verse ningún otro preparativo».

«¿Y los coyes, señor?»«¡Sí, por Dios bendito!», dijo Jack e hizo una

pausa. «Tendremos que hacerlos subir muyrápidamente, si no queremos luchar sin ellos, unasituación bastante incómoda. Pero no deje quenadie suba a cubierta hasta que se vaya eldestacamento de abordaje. La sorpresa lo estodo».

Sorpresa, sorpresa. Sorpresa la de Stephencuando lo despertaron dándole sacudidas ydiciéndole: «Todos a sus puestos, señor, todos asus puestos», y cuando se encontró en medio deuna extraordinaria actividad, intensa si biensilenciosa; los hombres corrían de un lado a otroaunque estaba oscuro como boca de lobo -ni unrayo de luz- y se escuchaba el suave choque delas armas entregadas sigilosamente; loshombres elegidos para el abordaje se

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deslizaban por el costado más próximo a tierrahasta los botes, en tandas de dos o tres, losayudantes del contramaestre siseaban:«Preparados, preparados para ocupar suspuestos, todos los hombres preparados»; enalgo muy parecido a un grito susurrado; lossuboficiales y sus ayudantes controlaban a susbrigadas, tranquilizando a todos los majaderosque había en la tripulación de la Sophie (y eranbastantes), que querían saber con urgencia elcómo y el por qué; y la voz de Jack llegabadesde arriba en la oscuridad: «Señor Ricketts,señor Babbington». «¿Señor?» «Cuando lesavise, ustedes y los gavieros deben subirenseguida; las juanetes y las velas mayoresserán desplegadas inmediatamente». «Sí,señor».

Sorpresa. La sorpresa de la soñolientaguardia del Santa Lucia fue aumentando poco apoco, al contemplar cómo aquel bergantín seacercaba cada vez más; ¿querría unirse a sugrupo? «Es ese barco danés que siempre vieney va bordeando la costa», afirmó Jean Wiseacre.Su asombro fue total cuando vieron que dos

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botes salían de detrás del bergantín navegando atoda velocidad. Después de un primer momentode incredulidad, hicieron todo lo que pudieron:corrieron a buscar sus mosquetes, sacaron susalfanjes y comenzaron a destrincar un cañón.Pero los siete actuaron por su cuenta y tuvieronmenos de un minuto para decidirse, de maneraque cuando los vociferantes marineros de laSophie se colgaron a la cadena principal y a lade proa y se deslizaron en tropel por la amurada,la tripulación del paquebote los recibió tan sólocon un disparo de mosquete, dos de pistola y unchoque de espadas sin mucho entusiasmo.Instantes después, los cuatro más ágiles serefugiaron en el aparejo, uno corrió hacia abajo ydos se quedaron en cubierta.

Dillon abrió de una patada la puerta de lacabina, miró ferozmente al joven corsario queestaba al timón por encima de su gran pistola ydijo «¿Se rinde?»

«Oui, monsieur», dijo el joven con voztrémula.

«A cubierta», dijo Dillon moviendo la cabeza.«Murphy, Busell, Thompson, King, tapad las

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escotillas con los cuarteles. ¡Vamos, echad unamano! Davies, Chambers, Wood, rebujad lasescotas. Andrew, acuartele el foque». Corrióhacia el timón y lo levantó, tras apartar un cuerpode su camino, y el Santa Lucía fue abatiéndose asotavento, primero lentamente y luego cada vezmás rápidamente. Miró por encima del hombro yvio cómo se desplegaban las juanetes en laSophie y, casi simultáneamente, la trinquete, lacarbonera y la cangreja; se agachó para ver pordebajo de la trinquete del paquebote y allí delanteestaba el navío empezando a virar en redondo, osea a girar con el viento en popa y volver endirección contraria para rescatar la presa. Habíagran actividad a bordo del navío; había granactividad también a bordo de las otras tresembarcaciones que componían el convoy -hombres corriendo de un lado a otro, gritos,silbidos, el lejano retumbar de un tambor-; perocon aquella brisa ligera y tan poco velamendesplegado, se movían despacio, comoaletargados, siguiendo tranquilamente suavescurvas predeterminadas. Por todas partes selargaban velas, pero todavía las embarcaciones

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no ganaban velocidad, y debido a esa lentitudDillon notaba un silencio muy extraño: un silencioque se rompió un momento después, cuando laSophie pasó a babor rozando la proa delpaquebote, luciendo su bandera y haciéndole unestruendoso saludo. Era la única de lasembarcaciones cuya proa cabeceabaconsiderablemente, y James, de repente, sesintió orgulloso al ver que ya todas sus velashabían sido tensadas y cazadas y estabanhinchadas. Los coyes eran apilados a unavelocidad increíble -James vio caer dos por laborda- y desde el alcázar, inclinándose porencima de la batayola y sosteniendo en alto susombrero, Jack dijo al pasar: «¡Muy bien, señor!»El destacamento de abordaje devolvió el saludoa sus compañeros, y al hacerlo, aquellaatmósfera de terrible y feroz matanza que habíaen la cubierta del paquebote cambió porcompleto. De nuevo se escuchó un saludo, ydesde el interior del paquebote, bajo lasescotillas, salió un grito colectivo en respuesta.

La Sophie, con todas las velas desplegadas,navegaba a unos cuatro nudos. El Gloire iba a

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una velocidad apenas superior a la necesariapara maniobrar, y ya había empezado unamaniobra, moviendo el timón para describirgradualmente una curva a babor que dejaría lapopa sin protección contra el fuego de la Sophie.Estaban a menos de un cuarto de milla uno deotro, y esa distancia iba acortándoserápidamente. Pero el francés no era tonto; y Jackvio desplegar la sobremesana y girar las vergastrinquete y mayor para conseguir que el vientoempujara la popa a sotavento e invirtiera elmovimiento, pues el timón no tenía ningún agarre.

«Demasiado tarde, me parece, amigo mío»,dijo Jack. La distancia se hacía menor.Trescientas yardas. Doscientas cincuenta.«¡Edwards!», le dijo al capitán del cañón depopa, «¡dispare a la proa de la saetía!». Eldisparo atravesó la trinquete. La saetía rebujó lasdrizas, las velas bajaron en picado, y unanerviosa figura corrió hasta popa para agitarvehementemente arriba y abajo su bandera. Sinembargo, no había tiempo de ocuparse de lasaetía. «¡Orzar!», gritó. La Sophie dirigió la proahacia donde venía el viento y la trinquete flameó y

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volvió a hincharse. El Gloire estaba al alcance delos cañones de proa. «Así, así», dijo Jack, yescuchó por toda la fila los gruñidos y el jadeo delos hombres al girar ligeramente los cañonespara mantenerlos apuntando. Los marinerosestaban silenciosos, colocados en el lugarexacto y tensos. Los sirvientes estaban derodillas, vueltos hacia el interior de la corbeta,sosteniendo las mechas encendidas ysoplándolas suavemente para que no seapagaran; los capitanes estaban agachadosmirando por encima de los cilindros de loscañones la popa y la aleta indefensas del navío.

«¡Fuego!» La palabra quedó cortada en secopor el rugido; una nube de humo ocultó el mar, yla Sophie tembló hasta la quilla. Jack estabametiéndose inconscientemente el camisón pordentro de los calzones cuando notó que algo noiba bien, que algo pasaba con el humo. Enefecto, un repentino cambio en el viento, unarepentina ráfaga del nordeste lo empujaba haciapopa. Al mismo tiempo la corbeta quedó enfacha y la proa viró a estribor.

«¡Marineros, a las brazas!», gritó Marshall

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subiendo el timón para hacer que la corbetavolviera a su posición. Volvió, aunquelentamente, y tronó la segunda andanada, pero laráfaga de viento había virado también la popa delGloire, que respondió al disiparse el humo. Enlos breves segundos transcurridos, Jack habíavisto que habían alcanzado la popa y la aleta -sehabían roto algunas ventanas de las cabinas y lapequeña galería- y que el Gloire llevaba docecañones y su bandera era francesa.

La Sophie había perdido mucha velocidad, yel Gloire, que estaba de nuevo amurado a baborcomo al principio, ganaba velocidadrápidamente; ambos iban por rutas paralelas,navegando de bolina en aquella inestable brisa,pero la Sophie iba un poco rezagada. Nodejaban de dispararse el uno al otro en medio deun estrépito casi continuo y del espeso humo grisnegruzco jaspeado de blanco por el queasomaban rojas lenguas de fuego. Una y otravez; el tiempo pasó, la campana sonó, el humose hizo muy denso; el convoy desapareció apopa.

No había nada que decir, nada que hacer.

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Los capitanes tenían órdenes y las estabancumpliendo con gran ímpetu, disparando alcasco, disparando lo más rápido posible; losguardiamarinas al mando de las divisionescorrían de una punta a otra de la fila echando unamano a los hombres y evitando que se armaraconfusión; la pólvora y las balas de cañónllegaban de la santabárbara con puntualregularidad; el contramaestre y sus ayudantesdaban vueltas por el barco comprobando si losaparejos habían sufrido daños. En las cofas, loscerteros mosquetes crepitaban con furia. Jackpermanecía allí reflexionando y muy cerca; a suizquierda, sin inmutarse apenas cuando las balasazotaban la cubierta o perforaban el casco (conun tremendo y desgarrador estrépito), estaban elescribiente y Ricketts, el guardiamarina delalcázar. Una bala atravesó la batayola, pasófrente a Jack a corta distancia, dio en unpescante de hierro y perdió impulso en los coyesdel otro lado. «Un cañón de ocho», pensómientras la bala rodaba hacia él.

El francés disparaba alto, como siempre, ybastante al azar; en la zona tranquila, azul y sin

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humo, a barlovento, Jack había vistosalpicaduras de agua a unas cincuenta yardasde distancia, a proa y a popa, sobre todo a proa.Avanzaba. Estaba claro que el Gloire avanzabarápidamente, por los destellos que iluminaban laparte más lejana de la nube de humo y por ladiferencia de sonido. Eso no le serviría. «SeñorMarshall», dijo cogiendo la bocina, «pasaremosbajo su popa». Cuando levantaba la bocina huboun tumulto y gritos en la proa: un cañón se habíavolcado, tal vez dos. «¡Dejar de disparar allí!»,gritó con fuerza. «¡Cañones de babor, esperar!»

El humo era menos denso. La Sophieempezó a virar a estribor para cruzar la estela delenemigo y hacer que la batería de baborapuntara a la popa de éste, abarcándola en todasu extensión. Pero el Gloire no iba a permitirlo;como si una voz interior le hubiera advertido, elcapitán del navío había subido el timón apenascinco segundos después que la Sophie. Enaquel momento, el humo se hizo aún menosespeso, y Jack, desde su posición junto a loscoyes de babor, pudo ver a unas ciento cincuentayardas el coronamiento del Gloire, y en él a su

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capitán, un hombre bajito, canoso, de buenapresencia, que miraba hacia atrás fijamente. Elfrancés estiró la mano tras la espalda y cogió unmosquete, y apoyando los codos en elcoronamiento apuntó deliberadamente haciaJack. Era un asunto muy personal. Jack sintióque, de forma involuntaria, se le tensaban losmúsculos de la cara y el pecho, como si fuera acontener la respiración.

«¡Las sobrejuanetes, señor Marshall!», dijo.«¡Se está alejando de nosotros!» El fuego de loscañones había cesado y el ruido de los disparosse había desvanecido, y en aquella calma Jackoyó disparar el mosquete como si lo tuviera juntoa su oído. Un segundo después, Christian Pram,el timonel, lanzó un agudo alarido, se balanceósin llegar a caer, dando sacudidas al timón, y ensu antebrazo se abrió una herida desde lamuñeca hasta el codo. La proa de la Sophie sesituó rápidamente contra el viento, y aunque Jacky Marshall cogieron el timón de inmediato, habíanperdido la ventaja. Para que la batería de baborapuntara a la popa de nuevo, la corbeta tendríaque dar un gran giro que la haría perder aún más

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velocidad; y no debían perder velocidad. LaSophie estaba ahora unas doscientas yardas pordetrás del Gloire, por la aleta de estribor, y laúnica esperanza era ganar velocidad, alcanzarloy reanudar el combate. Él y el contramaestre semiraron; habían desplegado todo el velamenposible, pero el viento era demasiado fuerte paradesplegar las alas.

Tenía la vista fija en su presa, esperando unmovimiento a bordo de ésta, o un ligero cambioen su estela, que indicaran el comienzo de ungiro a estribor; el Gloire viraría y cortaría la proade la Sophie disparándole de proa a popa aldirigirse a proteger el desperdigado convoy.Pero Jack miraba en vano. El Gloire mantenía surumbo. Le había sacado ventaja a la Sophieincluso sin las sobrejuanetes, que ahora estabaizando, y también la brisa le era más favorable.Jack esperaba con los ojos entrecerrados yllenos de lágrimas, pues el sol le daba de frente.Un cambio de viento hizo alejarse al navío y elagua se arremolinó a sotavento; su estela eracada vez más larga. Su capitán disparabapertinazmente -un marinero junto a él le pasaba

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los mosquetes cargados- y una bala arrancó unflechaste a medio metro de la cabeza de Jack;sin embargo, poco después la Sophie quedabacasi fuera del alcance de los mosquetes y, encualquier caso, se había cruzado la fronteraindefinible entre la animadversión personal y laguerra contra desconocidos; eso no lo afectaba.

«¡Señor Marshall!», dijo. «Vire poco a pocohasta que podamos hacerle un saludo. ¡SeñorPullings! ¡Señor Pullings, dispáreles como semerecen!» La Sophie se desvió dos, tres, cuatrogrados de su rumbo. El cañón de proa disparó, yel resto de la batería de babor lo siguió en unasecuencia regular. Demasiado impacientes,lamentablemente. Estaban bien colocados, perose observaron las salpicaduras a veinte e inclusotreinta yardas de popa. El Gloire, atendiendomás a su seguridad que a su honor, olvidandocompletamente su deber con el señor Mateu, elmagnánimo Gloire, orzó en vez de dar guiñadaspara responder. Puesto que era un navío, podíanavegar de bolina mejor que la Sophie, y no tuvoescrúpulos en hacerlo, aprovechando al máximola brisa favorable. Estaba sencillamente huyendo.

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De la siguiente andanada, dos balas parecierondarle, y de hecho una pasó a través de lasobremesana. Pero el blanco se alejaba minutoa minuto, a medida que sus rumbos se hacíandivergentes, y con él se alejaba la esperanza.

Después de otras ocho descargas, Jackmandó cesar el fuego. Le habían dado al navíocon astucia, habían arruinado su aspecto, perono habían destrozado su aparejo como parahacerlo ingobernable, ni habían arrancado ningúnmástil o verga importante. Y en verdad no habíanconseguido persuadirlo de que regresara yluchara penol a penol. Mientras miraba cómo elGloire huía rápidamente, Jack decidió lo queharía y dijo: «Nos dirigiremos hacia el cabo denuevo, señor Marshall, sursuroeste.»

La Sophie había sufrido escasos daños.«¿Hay alguna reparación que no pueda esperarmedia hora, señor Watt?», dijo atandodistraídamente un briolín suelto alrededor de unachaveta.

«No, señor. El velero tendrá trabajo para unrato, pero el navío no nos lanzó balas de cadenani de barras, y en ningún momento rozó nuestra

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jarcia, ni la rozó. Poca práctica, señor. No comoaquel turco malvado y despreciable, que nosaporreó.»

«Entonces, llamaremos a la tripulación adesayunar y anudaremos y empalmaremosdespués. Señor Lamb, ¿qué daños haapreciado?»

«Ninguno por debajo de la línea de flotación,señor. Cuatro huecos bastante considerables enla zona central y las portas dos y cuatro casireducidas a una: ese es el peor. Nadacomparado con lo que le hicimos a él… esesodomita», añadió en voz muy baja.

Jack avanzó hacia el cañón desmontado. Unabala del Gloire había destrozado la parte de laborda donde se fijaban los cáncamos de popa,justamente cuando el cañón número cuatroretrocedía. El cañón, sujeto en parte al otro lado,había girado en redondo chocando con violenciacontra el que estaba a su lado destrincado, y sehabía volcado. Por una gran suerte, los doshombres que hubieran quedado aplastados entrelos cañones no estaban allí en ese momento: unose limpiaba la sangre de las rozaduras de la cara

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en el cubo de agua para apagar incendios, y elotro corría a buscar más mechas; también fueuna gran suerte que el cañón se volcara en vezde seguir su mortífera carrera por cubierta.

«Bien, señor Day», dijo, «tuvimos suerte porun lado, pero por otro no. El cañón puedetrasladarse a proa hasta que el señor Lambponga cáncamos nuevos».

Mientras se dirigía a popa iba quitándose elabrigo -de repente el calor se había hechoinsoportable- mirando hacia el suroeste yrecorriendo el horizonte con la vista. No sedivisaba el cabo de la Nao, ni se veía ningunaembarcación entre la neblina que se disipaba.No había notado la salida del sol, pero allíestaba, en lo alto del cielo; debían de haberhecho un recorrido asombrosamente largo.«¡Voto a Dios que no me vendría mal un café!»,dijo volviendo de repente a la realidad, donde eltranscurrir del tiempo era de nuevo normal y elapetito contaba. «Pero, por otra parte»,reflexionó, «tengo que bajar». Ese era el ladonegativo; allí se veía lo que pasaba cuando unabala de hierro golpeaba la cara de un hombre.

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«¡Capitán Aubrey!», dijo Stephen cerrandode golpe el libro, al ver a Jack en la enfermería.Tengo una terrible queja que darle».

«Le escucho con atención», dijo Jack,tratando de distinguir en la oscuridad de lacámara lo que temía ver.

«Han tocado mi áspid. Se lo aseguro, señor,han tocado mi áspid. Fui a mi cabina a buscar unlibro no hace ni tres minutos y he visto algoincreíble. Habían vaciado el tarro donde está eláspid, vaciado, como lo oye.»

«Cuénteme cuál es el saldo de estacarnicería; entonces yo me ocuparé de suáspid.»

«¡Bah! Algunos arañazos, un hombre con unaherida poco profunda en el antebrazo, un par deastillas que sacar: nada grave, simplementeponer vendas. Los únicos casos para laenfermería son uno de gonorrea crónica conpoca fiebre y uno de hernia inguinal; y elantebrazo. Ahora mi áspid…»

«¿No hay muertos? ¿No hay heridos?», gritóJack sintiendo que su corazón se le salía delpecho.

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«No, no, no. Ahora mi áspid…» Stephen lohabía traído a bordo metido en un tarro conalcohol de vino. Algún marinero había cogido eltarro y se había bebido todo el alcohol dejando eláspid seco, varado, cuarteado.

«Lo siento de veras», dijo Jack. «Pero… ¿nose morirá ese hombre? ¿No debería hacerse unlavado?»

«No se morirá: eso es lo que molesta. Esecondenado, ese ladrón borracho, más bárbaroque los hunos, no se morirá. Era un inmejorablealcohol de doble destilación.»

«Por favor, venga a desayunar conmigo en lacabina; un tazón de café y una chuleta asada a laparrilla le quitarán ese escozor por lo que hanhecho con el áspid, lo aplacarán…» Con aquelregocijo en su corazón, Jack estuvo a punto deencontrar una frase graciosa; la sentía flotar, casia su alcance, pero se le escapó y se limitó areírse tan alegremente como el disgustadoStephen podía con decoro tolerar. Luegocomentó: «El condenado bribón huyó denosotros y me temo que nuestro regreso serámuy aburrido. Me pregunto si Dillon pudo

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capturar la saetía o si ésta también huyó».Era natural su curiosidad, una curiosidad

compartida por todos los hombres a bordo de laSophie, excepto por Stephen; pero no seríasatisfecha esa mañana, ni mucho después de lameridiana. A mediodía, el viento amainó casihasta la calma; las velas recién envergadasgualdrapeaban y colgaban abultadas y fláccidasde las vergas, y los hombres que trabajaban enlas velas rasgadas tenían que ser protegidos porun toldo. Era uno de aquellos díastremendamente húmedos en que no corría elaire, y hacía tanto calor que, a pesar de su granimpaciencia por recuperar al destacamento deabordaje, asegurarse el botín y seguir hacia elnorte bordeando la costa, Jack no era capaz demandar que emplearan los remos. Los hombreshabían luchado contra el navío bastante bien(aunque los cañones eran todavía demasiadolentos) y habían estado muy ocupados reparandolos daños causados por el Gloire. «Los dejarétranquilos hasta la guardia de cuartillo», pensó.

Allí en alta mar el calor era aplastante; elhumo que había salido por la chimenea de la

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cocina flotaba en cubierta, junto con el olor delponche y del quintal de carne salada que latripulación había devorado en la comida; elregular tan-tan de la campana llegaba aintervalos tan largos que, mucho antes de que elpaquebote fuera divisado, a Jack le parecía queel encarnizado combate de aquella mañanapertenecía a otra época, a otra vida, o incluso (sino fuera por el persistente olor a pólvora delalmohadón que tenía bajo la cabeza) a otro tipode experiencia, a un cuento que hubiera leído.Reclinado sobre el cofre bajo la ventana depopa, Jack dio vueltas a esto en su cabeza, ledio vueltas otra vez, más lentamente, y otra vez, yasí cayó en un profundo sueño.

Se despertó de repente, renovado, fresco yplenamente consciente de que la Sophie habíaestado navegando suavemente durante bastantetiempo, con una brisa que la inclinaba un par detracas, haciendo que la popa estuviera mas altaque la proa.

«Me temo que esos jovenzuelos lo handespertado, señor», dijo contrariado el solícitoseñor Marshall. «Los mandé arriba, pero me

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parece que ya era demasiado tarde. Gritando yalborotando como una manada de babuinos.Con esos malditos correteos».

Jack, tan abierto y sincero por lo general,respondió, sin embargo: «¡Oh, yo no estabadormido!» En cubierta, alzó la vista hacia lostopes de los palos, desde donde losguardiamarinas miraban hacia abajo paracomprobar si se daba el parte de su falta. Susojos se cruzaron con los de ellos, que parademostrar que cumplían cabalmente con sudeber, desviaron la mirada hacia el paquebote yla saetía que se aproximaban a la Sophie con labrisa que soplaba del este.

«¡Allí está!», pensó muy satisfecho. «Ycapturó la saetía. Es un hombre competente yenérgico, un formidable marino». Sintió simpatíahacia Dillon; hubiera sido fácil dejar escapar lasegunda presa mientras controlaba a latripulación del paquebote. En realidad, debía dehaber hecho un gran esfuerzo para traerlas a lasdos, pues la saetía no habría respetado ni unmomento la rendición.

«¡Muy bien, señor Dillon!», gritó cuando

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James, seguido por una figura con undesconocido uniforme hecho jirones, subía abordo por el costado del barco. «¿Intentó huir lasaetía?»

«Lo intentó, señor», dijo James. «Permítamepresentarle al capitán La Hire, de la artillería realfrancesa». Se quitaron el sombrero, se saludaroncon una inclinación de cabeza y se dieron lamano. «Mis respetos», dijo La Hire con voz bajay penetrante. Jack respondió: «Servidor,monsieur».

«El paquebote era una presa napolitana,señor; el capitán La Hire tuvo la amabilidad dehacerse cargo de los monárquicos franceses queiban como pasajeros y de los marinerositalianos, manteniendo a la tripulación controladamientras nosotros íbamos a apoderarnos de lasaetía. Lamento que cuando ya la teníamoscontrolada, la tartana y la otra saetía estuvierantan lejos a barlovento. Ambas huyeron bordeandola costa, y ahora están bajo la protección de loscañones de la batería de Moraira.»

«¡Ah! Miraremos con detenimiento esa bahíadespués de ocuparnos de los prisioneros. ¿Hay

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muchos, señor Dillon?»«Sólo una veintena, señor, pues los

tripulantes del paquebote son aliados. Ibancamino de Gibraltar.»

«¿Cuándo fue apresado?»«Bueno, hace muy poco: alrededor de ocho

días.»«Tanto mejor. Dígame, ¿hubo algún

problema?»«No, señor. O quizá uno muy pequeño.

Golpeamos a dos tripulantes del paquebote en lacabeza y además hubo una estúpida pelea abordo de la saetía en la que un hombre sufrió unaherida de pistola. Espero que a usted le haya idobien, señor.»

«Sí, sí; no hubo muertos ni heridos graves. Elnavío huyó de nosotros demasiado rápidamentepara que pudiera causarnos un gran daño;navegaba a cuatro millas, sin haber desplegadolas sobrejuanetes, y nosotros a tres. Unaextraordinaria embarcación.»

Jack creyó advertir una sombra fugaz dedesconfianza en la expresión de James, y en suvoz, que le molestó, aunque no se detuvo a

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pensar en ello, ya que andaba con prisas porhacer cosas, inspeccionar las presas y ocuparsede los prisioneros; pero dos o tres horasdespués, aquella impresión se hizo más nítida yllegó casi a confirmarse.

Estaba en su cabina. Sobre la mesa habíadesplegado un mapa donde figuraba el cabo dela Nao, y sobresaliendo por debajo de éste elcabo de Moraira y el peñón de Ifach, entre loscuales quedaba el pueblecito de Moraira, alfondo de la bahía. James estaba sentado a suderecha, Stephen a su izquierda y el señorMarshall frente a él.

«… es más», decía, «el doctor dice que,según los españoles, la otra saetía lleva uncargamento de mercurio escondido en sacos deharina, así que debemos tratarla con sumocuidado».

«Sí, desde luego», dijo James Dillon. Jack lelanzó una feroz mirada y luego volvió a fijar susojos en el mapa y en el dibujo de Stephen, en elque se veía una pequeña bahía con un pueblo yuna torre cuadrada al fondo. Un malecón de pocaaltura se adentraba en el mar unas veinte o

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treinta yardas y continuaba ligeramente hacia laizquierda otras cincuenta yardas, hasta terminaren un montículo rocoso, encerrando el puerto,que así quedaba protegido de todo, excepto delviento del suroeste. Desde el pueblo hasta elextremo nordeste de la bahía se extendía elacantilado. De la otra parte había una playa dearena que iba desde la torre hasta el extremosuroeste, donde comenzaba de nuevo elacantilado. «¿Creerá que soy cobarde?», pensóJack. «¿O que dejé de perseguir al navío porqueno quería sufrir ningún daño y que volví de prisapara coger un botín?» La torre dominaba laentrada del puerto; estaba situada a unas veinteyardas al sur del pueblo y de la playa de guijarrosdonde estaban varados los botes de pesca.«Bien, ese montículo al final del malecón», dijoen voz alta, «¿qué altura tendrá, unos diez pies?»

«Tal vez más. Hace ocho o nueve años queestuve allí», dijo Stephen, «así que no puedoestar seguro; pero la capilla que está sobre élresiste las olas altas durante las tormentas deinvierno».

«Entonces, sin duda protegerá nuestro casco.

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Bien, si anclamos la corbeta con una codera enla cadena», dijo describiendo una línea con eldedo desde la batería a la roca y hasta el punto,«estaría bastante segura. Podrá abrir fuego lomás intensamente posible, disparando hacia elmalecón y la torre. Los botes del paquebote y lasaetía atracan en la cala del doctor», señaló unapequeña hendidura en la costa muy cerca delextremo suroeste, «y nosotros vamos por la orillalo más rápido posible y tomamos la torre desdeatrás. Cuando estemos a unas veinte yardas,lanzamos la bengala y usted apunta los cañoneslejos de la batería, pero sin dejar de disparar».

«¿Yo, señor?», dijo James.«Sí, usted, señor; yo voy a tierra». No hubo

réplica a estas palabras con las que Jackcomunicaba su decisión. Después de una pausacontinuó con los detalles del plan.

«Digamos diez minutos para desplazarnosdesde la cala hasta la torre, y…»

«Que sean veinte, por favor», dijo Stephen.«Ustedes los hombres corpulentos, decomplexión sanguínea, es probable que muerande repente al hacer esfuerzos desmedidos

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cuando hace calor. Apoplejía, congestión».«Quisiera… quisiera que no dijera esas

cosas, doctor», dijo Jack con tono grave; todosmiraron a Stephen con cierto reproche y Jackañadió: «Además, yo no soy corpulento».

«El capitán tiene una figuraextraordinariamente apuesta», dijo el señorMarshall.

* * *Las condiciones eran perfectas para el

ataque. Los últimos soplos del viento del esteacercarían la Sophie a tierra y, al salir la luna, elviento que soplaría desde tierra la empujaríahacia alta mar junto con todo aquello queconsiguiera llevarse. Durante la prolongadaobservación del puerto desde el tope, Jackdivisó la saetía y numerosas embarcacionesamarradas en la parte interna del malecón, y unahilera de botes de pesca fondeados a lo largo dela costa. La saetía se encontraba cerca delextremo del malecón próximo a la capilla,justamente enfrente de los cañones de la torre,que se encontraban a unas cien yardas al otrolado del puerto.

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«Puede que yo no sea perfecto», pensó Jack,«pero por Dios que no soy cobarde; y si nopuedo sacar la saetía, por Dios que le prenderéfuego donde está». Pero estas reflexiones noduraron mucho. Desde la cubierta del paquebotenapolitano, observó en la oscuridad casi totalcómo la Sophie doblaba el cabo de Moraira y sedisponía a entrar en la bahía, mientras las dospresas, con los botes a remolque, navegabanhacia la otra punta. Puesto que la saetía estabaya en el puerto, no habría ninguna sorpresa parala Sophie: antes de que anclara recibiría losdisparos de la batería. Si había alguna sorpresala darían los botes. La noche era ya

demasiado oscura para que se vieran las dospresas cruzando por fuera de la bahía ydirigiéndose a la cala de Stephen, del otro ladode la punta, donde los botes atracarían, una cala«de las pocas en que los vencejos de pechoblanco construyen su nido». Jack observó lacorbeta con ternura y a la vez con gran ansiedad,atormentado por el deseo de estar en los doslugares al mismo tiempo. Las posibilidades deun horrible fracaso afluían a su mente: los

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cañonazos de la batería costera (¿qué potenciatendrían? Stephen no había podido precisarlo)que atravesarían el casco de la Sophieincesantemente, el intenso fuego que cruzaría porambos lados, el viento que amainaría o selevantaría para luego calmarse en la costa, elhecho de no haber dejado suficientes marinerosa bordo de la corbeta para ponerla fuera delalcance de las balas, el extravío de los botes. Erauna tentativa temeraria, absurda, imprudente.«¡Silencio a proa y a popa!», gritó con aspereza.«¿Quieren despertar a toda la costa?»

No tenía idea de que sus sentimientos haciala corbeta fueran tan profundos; sabíaexactamente cómo se estaba moviendo, cómoeran el peculiar crujido de la verga de la mayoren su racamento y el susurro del timón,amplificado por la tabla de armonía de la popa; ysu paso a través de la bahía le parecióinterminable.

«Señor», dijo Pullings, «creo que la punta nosqueda a babor ahora».

«Tiene razón, señor Pullings», dijo Jackmirando a través de su catalejo. «Se están

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apagando una tras otras las luces del pueblo.Caña a babor, Algren. Señor Pullings, mande unbuen marinero a las cadenas: deberíamos tenerveinte brazas enseguida». Fue hasta elpasamanos y gritó dirigiendo la voz hacia lasnegras aguas: «Señor Marshall, nosaproximamos».

La alta y negra franja de tierra se destacabasobre el cielo estrellado. Cada vez se veía máspróxima, y poco a poco eclipsó a Arturo, luego atoda la Corona boreal, e incluso a Vega, quebrillaba en lo alto del cielo. Se oía el regularchasquido del plomo en el agua y la monótonacantinela del marinero en las cadenas debarlovento: «Profundidad nueve; profundidadnueve; marca siete; y un cuarto y cinco; un cuartomenos cinco…»

Frente a ellos estaba la cala formando unapálida franja bajo el acantilado, y las olas quechocaban suavemente contra ella formaban unribete de blanca espuma. «¡A estribor!», dijoJack, y el paquebote orzó y la vela trinquete semovió como si fuera una criatura sensible,poniéndose en facha. «¡Señor Pullings, su grupo

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a la lancha!» Catorce hombres pasaron en filajunto a él y se deslizaron silenciosamente por elcostado del barco hasta la lancha, que crujió bajosu peso. Todos llevaban una banda blanca en elbrazo. «¡Sargento Quinn!» Pasaron los infantesde marina, con el brillo apenas perceptible desus mosquetes y el ruido de sus botas sobre lacubierta.

Alguien hizo un movimiento a la altura de sucintura. Era el capitán La Hire, que se habíaunido como voluntario a los soldados, buscandosu mano para estrechársela. Buen suerte.

«Muchas merci», dijo Jack, y añadió «moncapitán». En ese momento el cielo se iluminó yse escuchó el terrible estrépito de un cañonazo.

«¿Está ahí ese cúter?», preguntó Jack,medio cegado por el fogonazo.

«¡Aquí, señor!» La voz del timonel se oyójusto debajo de él. Jack pasó por encima de laborda y se dejó caer. «Señor Ricketts, ¿dóndeestá la linterna sorda?»

«Debajo de mi chaqueta, señor.»«Colóquela a popa. ¡Ciar!» El cañón bramó

de nuevo y lo siguieron, casi inmediatamente,

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otros dos juntos; estaban tratando de acertar, nohabía duda; y lanzaban formidables rugidos losmalditos. ¿Serían cañones de treinta y seis? Miróhacia atrás y observó que los cuatro botesformaban una línea imprecisa frente a lasborrosas siluetas del paquebote y la saetía.Mecánicamente, tentó sus pistolas y su espada;nunca había estado tan nervioso. Y con todo suser se concentraba para escuchar con el oídoderecho la batería de la Sophie.

El cúter navegaba velozmente y los remoscrujían cuando tiraban de ellos los marinerosdando gruñidos -¡uf, uf!– por el gran esfuerzo.«¡Dejad de remar!», dijo el timonel quedamente,y unos segundos más tarde el cúter pasabacomo un rayo por encima de los guijarros. Losmarineros se habían bajado y lo habían alzadoantes de que quedara varado, y lo siguieron albote del paquebote con Mowett, el chinchorrocon el contramaestre y la lancha de la saetía conMarshall.

La pequeña playa estaba llena de hombres.«La cuerda, señor Watt», dijo Jack.

«Ahí va la corbeta», dijo una voz cuando se

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oyeron débilmente siete cañonazos por detrásdel acantilado.

«Aquí tiene, señor», dijo el contramaestresacándose de alrededor del hombro dos adujasde una cuerda de una pulgada de grosor.

Jack cogió un chicote y dijo: «Señor Marshall,sujete el otro chicote, y que cada hombre coja unnudo. Ordenadamente, como si estuvieranformados para pasar revista a bordo de laSophie, cada uno en su sitio. ¿Preparados?¿Preparados ahí? Entonces adelante. ¡A todamarcha!»

Se encaminó a la punta, donde la playa seestrechaba hasta tener sólo unas pocas yardas, ydetrás de él, cogidos a la cuerda con nudos, ibala mitad del destacamento de desembarco.Sentía crecer en su pecho la excitación; laespera había terminado, ahora había llegado elmomento. Al doblar la punta, vieron destelloscegadores y el ruido se hizo diez veces másintenso; la torre disparaba tres, cuatro potentesproyectiles que pasaban como rojas lanzas amuy poca altura del suelo, y la Sophie, que podíaverse con claridad entre los intermitentes

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fogonazos que iluminaban todo el cielo,disparaba pertinazmente atronadores y precisoscañonazos. Disparaba

contra el malecón para provocar una lluvia defragmentos de piedra y así disuadir a losespañoles de cualquier intento de remolcar lasaetía hasta la orilla. Según podía juzgar desdeaquel ángulo, la Sophie estaba situadaexactamente en la posición que ellos habíanindicado en el mapa, con la imponente masarocosa donde estaba la capilla a babor. Sinembargo, la torre estaba más lejos de lo queesperaba. Su deleite -o más bien casi su éxtasis-no le impedía sentir el balanceo de su cuerpocuando se le hundían las botas en la blandaarena y las sacaba levantando lentamente laspiernas. No podía, no podía caerse, pensó al darun tropezón, y después otra vez al sentir que secaía uno de los hombres sujetos cerca delextremo que llevaba Marshall. Se protegió losojos de los fogonazos y, haciendo un increíbleesfuerzo, los apartó de la batalla; seguíahundiéndose, los latidos de su corazón parecíanresonar en su mente, apenas podía avanzar.

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Pero de repente, el suelo se hizo más duro, ycomo si hubiera soltado una carga de cientocuarenta libras, ahora caminaba con ligereza,corría, literalmente corría. Era arena compacta yno hacía ruido cuando se caminaba sobre ella,por lo que Jack podía escuchar detrás de él elronco jadeo del exhausto destacamento dedesembarco. La batería respondía por fin,apresuradamente, y a través de las almenas dela muralla se veían las siluetas de los españolesaccionando los cañones. Un disparo de laSophie, que rebotó contra la roca de la capilla,pasó silbando por encima de sus cabezas; y enese momento la brisa se arremolinó trayendodesde la torre una asfixiante ráfaga del humo dela pólvora.

Tal vez era éste el momento de lanzar labengala. La fortaleza estaba muy cerca, sepodían oír las voces y las carretillas. Pero losespañoles estaban completamente absortos enresponder al fuego de la Sophie y ellos podíanacercarse un poco más, un poco más, aún más.Ahora todos se movían muy despacio,conjuntamente, pues podían verse unos a otros

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por el resplandor de los fogonazos. «La bengala,Bonden», dijo Jack en voz baja. «Señor Watt, losrezones. Comprueben sus armas. Todos».

El contramaestre fijó los rezones de tres uñasa las cuerdas; el timonel plantó las bengalas,encendió una yesca y se quedó protegiendo lallama; en medio del clamor de la batería seescuchó un leve chasquido, el ruido metálico delos cinturones al soltarse de la cuerda; elprofundo jadeo disminuyó.

«¿Listos?», susurró Jack.«Listos, señor», susurraron los oficiales.Jack se inclinó. La mecha silbaba. La

bengala salió disparada dejando una estela rojay lanzando destellos azules desde lo alto.«¡Adelante!» gritó, y su voz fue ahogada poralborozados gritos: «¡Hurra! ¡Hurra!»

De prisa, de prisa. Se tiraron al foso sin agua,treparon por las cuerdas a lo largo de la muralla yal pasar por las troneras podía oírse el chasquidode sus pistolas. Iban gritando, gritando, en uncreciente clamor. Oyó que el timonel le decía:«Déme la mano, compañero». Sintió la punzanterugosidad de la piedra y de repente ya estaba

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arriba, con la espada desenvainada en una manoy la pistola en la otra, pero no había nadie contraquien luchar. Los artilleros -a excepción de dosque estaban en el suelo y otro que estabaarrodillado junto al gran farol detrás de loscañones e inclinado hacia delante por la heridaque había recibido- se deslizaban uno tras otropor la muralla y corrían hacia el pueblo.

«¡Johnson! Johnson!», gritó. «¡Desclavadesos cañones! ¡Sargento Quinn, dispare sincesar! ¡Iluminad esas chavetas!»

El capitán La Hire trataba de sacar los topesde los cañones de veinticuatro, aún calientes, conuna palanca. «Es mejor hacerlo saltar», dijo,«hacer saltar todo por los aires».

«¿Vous savez hacer saltar por los aires?»«¡Claro que sí!», dijo La Hire sonriendo

convencido.«Señor Marshall, usted y su grupo vayan

rápidamente al malecón. Que los infantes demarina formen en la parte más próxima a tierra,sargento, sin dejar de disparar, tanto si ven aalguien como si no. Vire en redondo la saetía ylargue las velas, señor Marshall. El capitán La

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Hire y yo volaremos la fortaleza.»* * *

«¡Voto a Dios!», dijo Jack. «¡Odio las cartasoficiales!» En sus oídos todavía resonaba laenorme explosión (había un segundo polvorín enotro sótano debajo del primero, lo que desvirtuólos cálculos del capitán La Hire), y en sus ojosaún flotaban formas amarillas a causa de laincandescencia de la enorme columna de luz quehabía salido proyectada; le dolíantremendamente la cabeza y el cuello, porque ellado izquierdo de su larga cabellera había ardidoy tenía horribles quemaduras y magulladuras enel cuero cabelludo y el rostro. En la mesa frente aél estaba el resultado insatisfactorio de otroscuatro intentos. Y custodiadas por la Sophieestaban las tres presas, que saldrían conurgencia para Mahón con viento favorable,mientras a lo lejos el humo seguía elevándosesobre Moraira.

«Ahora escuche esto, por favor», dijo, «ydígame si la gramática es correcta y el lenguajees adecuado. Empieza como las otras:

Tengo el honor de comunicarle que

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siguiendo las órdenes recibidas, me dirigí alcabo de la Nao, donde encontré un convoy detres embarcaciones custodiadas por unacorbeta francesa de doce cañones.

Y continúo hablando del paquebote -hago unabreve referencia al combate con el navío ycomento sarcásticamente su presteza- y luegopaso a hablar del destacamento de desembarco.

Como aparentemente el resto del convoyhabía huido para buscar la protección de loscañones de la batería de Moraira, decidimostratar de eliminarlos, lo que conseguimos conéxito, volando la batería (compuesta por cuatrocañones de hierro de veinticuatro situados enuna torre cuadrada) a las dos y veintisiete, traslo cual los botes se desplazaron hasta elextremo sursuroeste de la bahía. Habíaancladas tres tartanas que incendiamos, perosacamos la saetía cuando comprobamos queera la Xaloc, con un valioso cargamento demercurio camuflado en sacos de harina.

Muy escueta ¿no cree? Pero sigo.Al primer oficial Dillon, que se hizo cargo de

la corbeta de Su Majestad que me honro en

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tener bajo mi mando y mantuvo un incesantefuego sobre el malecón y la batería, le estoyprofundamente agradecido por su celo y susacciones. Todos los oficiales y los marinerostuvieron tan buen comportamiento que seríaodioso entrar en detalles; pero debo agradecerla amabilidad de monsieur La Hire, quienvoluntariamente ofreció sus servicios para llevara cabo la voladura del polvorín, y que tambiénsufrió magulladuras y embotamiento de losoídos. Adjunto una lista de muertos y heridos:John Hayter, infante de marina, muerto; JamesNightingale, marinero, y Thomas Thompson,marinero, heridos. Tengo el honor, milord, de…

–y así sucesivamente. ¿Qué le parece?»«Me parece bien, es un poco más clara que

la última», dijo Stephen. «Aunque creo que lapalabra ocioso es más adecuada que odioso».

«Ocioso, eso es. Sabía que algo no quedababien. Ocioso, estupenda palabra. Me parece quese escribe con c ¿verdad?»

La Sophie permanecía a la altura de la puntade San Pedro. Había estado muy activa la últimasemana, perfeccionando rápidamente su técnica:

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de día se alejaba hacia alta mar, mientras lasfuerzas militares españolas recorrían la costaarriba y abajo buscándola, y de noche seaproximaba a la costa para obstaculizar elcomercio en ésta y en los pequeños puertosantes de rayar el alba. Era una forma de actuarpeligrosa y muy peculiar, y requería una granpreparación y mucha suerte en todo momento;pero había tenido mucho éxito. También requeríaun gran esfuerzo por parte de los tripulantes de laSophie, porque en alta mar Jack los adiestrabasin piedad en el manejo de los cañones y Jamesen algo más fuerte todavía, en largar las velas.James era un oficial estricto como ninguno en elservicio; no había ninguna expedición breve niescaramuza al alba tras las cuales se dejara desacar brillo a las cubiertas o de hacerresplandecer el bronce. Él era especial, comoellos decían; se ocupaba con celo de la pintura,de que las velas estuvieran perfectamentecazadas, las vergas orientadas, las cofas libres ylos cabos adujados al estilo flamenco; peromayor que su celo era su placer al enfrentarse alos enemigos del Rey en aquella delicada y

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hermosa embarcación, aunque la expusiera aque la hicieran pedazos, la destrozaran, laquemaran o la hundieran. Pero los tripulantes dela Sophie, agotados, enjutos y ansiosos, resistíantodo esto con un excelente estado de ánimo,pensando en lo que harían nada másdesembarcar de los botes que los llevarían atierra de permiso, y pensando también en elcambio de relaciones, bastante apreciable, quese había producido en el alcázar; la atención y elprofundo respeto de Dillon hacia el capitándesde los acontecimientos de Moraira, así comolos paseos que daban juntos y sus frecuentesintercambios de opiniones, no habían pasadodesapercibidos; y, por supuesto, los comentariosque el primer oficial había hecho en la mesa de lacámara de oficiales, elogiando la actuación deldestacamento de desembarco, inmediatamentese habían repetido por toda la corbeta.

«A menos que me haya equivocado en lasuma», dijo Jack levantando la vista del papel,«hemos aprehendido, quemado o hundido unequivalente a veintisiete veces nuestro propiopeso desde que comenzamos el crucero, y

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considerando las naves en conjunto, podríanhabernos disparado con cuarenta y dos cañones,contando los giratorios. Eso es lo que elalmirante quería decir cuando hablaba dearrancar las velas al tercio de los españoles» -riendo de buena gana- «y si eso nos mete en elbolsillo dos mil guineas, pues, mucho mejor».

«¿Puedo entrar, señor?», preguntó elcontador, apareciendo ante la puerta abierta.

«Buenos días, señor Ricketts. Adelante,adelante, siéntese. ¿Son esas las cifras dehoy?»

«Sí, señor. Me temo que no le gustarán. Elsegundo tonel de la andana inferior se soltó deun extremo y debe de haber perdido cerca dedoscientos cincuenta litros.»

«Entonces debemos rezar para que llueva,señor Ricketts», dijo Jack. Pero cuando elcontador se fue, se volvió hacia Stephen con unaexpresión triste. «Sería completamente feliz, sino fuera por la maldita agua, pues todo esmagnífico: la tripulación se comporta bien, elcrucero es formidable, no hay enfermedades. ¡Sihubiera completado la aguada en Mahón! Incluso

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racionándola, incluso limpiando con agua demar, gastamos media tonelada al día, con tantosprisioneros y este calor, y hay que remojar lacarne y diluir el grog». Había puesto todo su afánen quedarse en las rutas marítimas que confluíana la altura de Barcelona, formando el cruceprobablemente más transitado del Mediterráneo;esa hubiera sido la culminación del crucero.Ahora, sin embargo, tendría que navegar hastaMenorca, y no estaba ni siquiera seguro de quérecibimiento le harían ni de las órdenes que ledarían. Además, no faltaba mucho para que seacabara el tiempo autorizado para el crucero, ylos caprichosos vientos o un caprichosocomandante podrían darlo por terminado; casiseguro que sería así.

«Si lo que necesita es agua dulce, puedoindicarle una ensenada no muy lejos de aquídonde puede llenar todos los barriles quequiera.»

«¿Por qué no me lo había dicho?», gritó Jackestrechando la mano de Stephen con unaexpresión complacida que no mejoraba suaspecto desagradable. Tenía la parte izquierda

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de la cabeza, la cara y el cuello, aún conquemaduras, de color rojo y azul como unmandril, y le brillaba por el ungüento medicinalprescrito por Stephen y a través del cualasomaban nuevos rizos rubios; en el otro lado, encambio, su rostro estaba moreno y bien afeitado,y todo esto le daba un aire de malvado,degenerado y pervertido.

«Nunca me lo preguntó.»«¿Es un lugar desprotegido? ¿Sin baterías?»«No hay ni una casa, y mucho menos

cañones. No obstante, una vez estuvo habitado,porque en lo alto del promontorio hay ruinas deuna villa romana, y desde allí se divisa el caminoque pasa entre los árboles y la maleza, concistos y lentiscos. Sin duda sus habitantesusaban el manantial, por otra parte bastantegrande. En mi opinión, el agua puede tenerpropiedades curativas. Los campesinos la usanen casos de impotencia.»

«¿Y cree que podrá encontrarla?»«Sí», dijo Stephen. Se sentó un momento con

la cabeza baja y luego preguntó: «Podríahacerme un favor?»

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«Con mil amores.»«Tengo un amigo que vive a cuatro o cinco

kilómetros hacia el interior. Me gustaría queusted me dejara allí y me recogiera, digamos,doce horas más tarde.»

«Muy bien», dijo Jack. Era bastanterazonable. «Muy bien», repitió volviendo lacabeza para ocultar la perspicaz sonrisa que sedibujaba en su cara. «Y sería la noche la quequerría pasar en tierra, me imagino. Nosacercaremos esta tarde… Usted está seguro deque no seremos sorprendidos, ¿verdad?»

«Completamente seguro.»«… y enviaré el cúter de nuevo poco después

de la salida del sol. Pero ¿qué pasaría si meviera obligado a alejarme de la costa? ¿Quéharía usted entonces?»

«Volvería allí la mañana siguiente, o lasiguiente a esa, muchas mañanas seguidas, sifuera preciso. Debo irme», dijo levantándose aloír el sonido de la campana que su nuevoayudante tocaba, aún débilmente, para avisar alos enfermos. «No me fío de dejar a ese chicosolo con los medicamentos». El come-pecados

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había descubierto cómo hacer una maldad a suscompañeros; lo habían sorprendido triturandocreta en sus gachas, persuadido de que era unasustancia mucho más activa, mucho mássiniestra, y si la mala voluntad hubiera bastado, laenfermería se habría quedado vacía algún tiempoatrás.

* * *El cúter remaba cautelosamente a través de

la cálida oscuridad seguido de la lancha,mientras Dillon y el sargento Quinn observaban elenorme bosque a ambos lados de la ensenada; ycuando las embarcaciones estaban a unasdoscientas yardas del acantilado, podíaaspirarse el aroma de los pinos de las rocasmezclado con el olor de la resina de los cistos;era como respirar otro elemento.

«Si reman un poco más a estribor», dijoStephen, «evitarán pasar junto a las rocas dondehabitan los cangrejos de río». A pesar del calor,él llevaba su capa negra sobre los hombros, yacurrucado entre los cabos de popa mirabafijamente, pálido como un muerto, hacia elestrechamiento de la ensenada.

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El riachuelo que desembocaba allí, durantelas crecidas, había formado una pequeña barra, yel cúter se quedó varado en ella; todos saltaronfuera para ponerlo a flote y dos marinerosllevaron a Stephen a la orilla. Lo pusieron en elsuelo delicadamente, muy por encima de lamarca de la marea alta, le advirtieron que tuvieracuidado, pues podía hacerse daño con los palosesparcidos por allí, y regresaron rápidamente abuscarle la capa. El agua, al caerincesantemente, había formado un charco en lasrocas de la parte alta de la playa, y allí losmarineros llenaron los barriles mientras losinfantes de marina montaban guardia en losextremos de la cala.

«¡Ha sido una comida estupenda!», comentóDillon sentándose con Stephen en una roca lisa,caliente a más no poder y cómoda para susnalgas.

«Raras veces he comido mejor», dijoStephen. «Y nunca en el mar». Jack tenía ahoraun cocinero francés, un monárquico del SantaLucía que se había ofrecido como voluntario, yestaba engordando como un buey que fuera a

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llevarse el premio en la feria. «Además, túestabas muy animado».

«Eso fue completamente en contra de lasnormas de la Marina. En la mesa de un capitánuno habla cuando le hablan, y siempre está deacuerdo; no resulta demasiado divertido, peroesa es la costumbre. Al fin y al cabo, élrepresenta al Rey, en mi opinión. Pero pensé quedebía saltarme las normas y hacer un esfuerzoespecial, tratar de ser mucho más cortés de lohabitual. No he sido del todo justo con él¿sabes? ni mucho menos», añadió señalando laSophie con la cabeza, «y fue muy generoso porsu parte invitarme».

«A él le gustan los botines. Pero conseguirbotines no es su principal interés.»

«Así es. Pero de paso puedo decirte que notodos lo conocen; él no se hace justicia. Losmarineros, por ejemplo, no creo que lo conozcan.Y si no estuvieran controlados con mucha firmezapor los oficiales, el contramaestre y elcondestable, y debo admitir que también porMarshall, creo que habría problemas con ellos.Puede haberlos todavía; el dinero de los botines

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es algo embriagador. Del dinero de los botines aldesorden y el pillaje no hay un gran trecho, algode esto ha habido ya. Y del pillaje y la borracheraa la franca rebeldía, e incluso el amotinamiento,no hay demasiado camino.»

«Estoy seguro de que te equivocas al decirque los marineros no lo conocen; los hombresincultos tienen una tremenda perspicacia en estamateria. ¿Conoces algún juicio popular erróneo?Cuando se adquiere un poco de educación, esaperspicacia se desvanece, en cierto modo, comose pierde la capacidad de recordar poesía. Heconocido campesinos que podían recitar dos otres mil versos. Pero ¿crees de verdad quenuestra disciplina es relajada? Me sorprende,pero es que sé muy poco de cuestionesnavales.»

«No. La disciplina, en sentido general, es muyestricta entre nosotros. Me refiero a otra cosa, alo que podría llamarse relaciones intermedias.Alguien que manda es obedecido porque éltambién obedece, y así sucesivamente; no esalgo de carácter individual. Si él no obedece, lacadena se rompe. ¡Qué serio me he puesto, por

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Dios! Estaba pensando en aquel pobredesafortunado soldado de Mahón y me vinieron ala mente estas reflexiones morales. ¿No creesque ocurre muy frecuentemente que a la hora dela comida uno está contento como Garrick27 ycuando llega la hora de la cena uno se preguntapor qué Dios hizo el universo?»

27. Garrick: Comediógrafo y actor inglés dela época.

«Sí, pero ¿cuál es la relación con elsoldado?»

«Discutíamos sobre el dinero del botín. Eldecía que todo eso era injusto; estaba muyenfadado y era muy pobre. Afirmaba que losoficiales servíamos en la Marina sólo por esarazón. Le dije que estaba equivocado y él mereplicó que yo mentía. Caminábamos hacia esosextensos jardines que hay por encima del muelle-Jevons, del Implacable iba conmigo- y en unsantiamén se acabó la discusión. El pobre chico,torpe y estúpido, admitió enseguida que yo teníarazón. ¿Qué quiere, Shannahan?»

«Señor, los toneles están llenos.»«Entonces tápelos bien y los bajaremos de

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nuevo al mar.»«Adiós», dijo Stephen poniéndose de pie.«Así que nos dejas ¿eh?», dijo James.«Sí, voy a subir antes de que esté demasiado

oscuro.»No obstante, habría sido extraño que en la

oscuridad sus pies se desviaran de aquelsendero que subía serpenteando, cruzando yvolviendo a cruzar el riachuelo, y que sólo eratransitado por algunos pescadores de cangrejos,los hombres impotentes que iban a bañarse en elcharco y algún que otro viajero. En un gestomecánico, Stephen se agarró con la mano a larama que servía de apoyo para atravesar unlugar profundo -una rama pulida por el roce demuchas manos.

Subiendo, subiendo; y la cálida brisasusurraba entre los pinos. En un determinadopunto, Stephen salió del sendero y se subió auna roca lisa; desde allí pudo ver los botes aremo, afortunadamente ya muy alejados, con sucola de barriles casi hundidos, separados lomismo que los huevos de la rana común. A partirde ese punto el sendero pasaba de nuevo bajo

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los árboles y él no volvió a dejarlo hasta llegar auna zona cubierta de tomillo y turba, donde lapunta redondeada del promontorio sobresalíaentre el mar de pinos. A excepción del violeta dela bruma sobre las lejanas montañas y de un hazde luz amarillo intenso en el cielo, los colores sehabían desvanecido; sin embargo, vio alejarseunos rabillos blancos, y tal como esperaba, allíestaban las chotacabras, apenas distinguibles enla penumbra, revoloteando y descendiendorápidamente, dando vueltas sobre su cabezacomo fantasmas. Se sentó junto a una gran rocay dijo Non fui non sum non curo.28 Poco a pocofueron regresando los conejos, acercándosecada vez más, y por el lado de donde venía elviento, él pudo oírlos royendo en el tomillar.Quería quedarse sentado allí hasta el amanecer ydar coherencia a sus ideas, si eso era posible.Su amigo (aunque en realidad existía) era unmero pretexto. El silencio, la oscuridad, esosinnumerables aromas tan familiares y el calor dela tierra se habían convertido (a su manera) enalgo tan necesario para él como el aire.

28. Non fui non sum non curo: No fui, no soy,

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no me preocupo.* * *

«Creo que podemos acercarnos ahora», dijoJack. «No nos perjudicará en nada llegar antesde tiempo y, además, quisiera estirar un poco laspiernas. De todas formas, quisiera verlo lo antesposible; me siento intranquilo estando él entierra. A veces pienso que no debía dejar quebajara solo y otras, en cambio, creo que él casipodría estar al mando de una flota».

La Sophie se había alejado de la costa y seacercaba ahora siguiendo el mismo recorrido, alfinalizar la guardia de media, cuando JamesDillon debía relevar al segundo oficial. Podríanaprovechar que todos los marineros estaban encubierta para virar, pensó Jack, y quitando lasgotas de rocío del pasamanos se inclinó sobreéste para ver cómo el cúter era remolcado apopa, perfectamente visible por la fosforecenciade aquellas cálidas aguas de un blanco lechoso.

«Allí fue donde llenamos los barriles, señor»,dijo Babbington señalando la playa envuelta ensombras. «Y si no estuviera tan oscuro, ustedpodría ver esa especie de sendero por el que

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subió el doctor».Jack se dirigió allí para ver el sendero y el

charco; andaba con fuertes pisadas, pues nopodía lograr inmediatamente que sus piernas seadaptaran a caminar por tierra. El suelo no selevantaba ni cedía al pisarlo, como la cubierta;pero paseando de un lado a otro en la penumbra,su cuerpo se fue acostumbrando a la rigidez dela tierra, y con el tiempo pudo caminar con másfacilidad, con menos movimientos bruscos ytropezones. Reflexionaba sobre la composicióndel suelo, sobre cómo llegaba la luz del día -pocoa poco, a tirones- sobre el agradable cambio delprimer oficial desde la escaramuza de Moraira ysobre la curiosa transformación del segundooficial, que a veces estaba muy malhumorado.Dillon tenía una jauría, treinta y cinco parejas deperros de caza… había participado en algunascacerías estupendas… aquel debía de ser unpaís extraordinario, y los zorros tremendamentefuertes para resistir tanto tiempo… Jack sentía ungran respeto por alguien que mostraba tanbuenos sentimientos hacia una jauría. Dillon, porsupuesto, sabía mucho sobre la caza y los

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caballos; sin embargo, era extraño que le tuvierasin cuidado el ruido que hacían sus perros,porque los sonoros ladridos de una jauría…

El cañonazo de aviso de la Sophie lo sacó deestas plácidas reflexiones. Se volvióbruscamente y vio el humo expandiéndose poruno de sus lados. Rápidamente fueron izadas lasbanderas de señales, pero sin el catalejo Jack nopodía distinguirlas con aquella luz. La corbetaviró en redondo y, como si en ella hubieranintuido su perplejidad, recurrieron a la más viejade todas las señales: las juanetes desplegadascon las escotas agitándose en el aire, con elsignificado embarcaciones extrañas a la vista; yesta señal fue reforzada con un segundocañonazo.

Jack miró su reloj y luego observó conansiedad los inmóviles y silenciosos pinos.«Déjeme su cuchillo, Bonden», dijo, y recogióuna piedra grande, bastante plana. Grabó en ellaRegrediar (el recuerdo de un secreto pasaba porsu mente), la hora y sus iniciales. La colocó en lapunta de un pequeño montón de piedras, ydespués de echar una última mirada al bosque,

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sin esperanza, subió al cúter.Al abordarse el cúter con la corbeta, las

vergas crujieron, las velas se hincharon, y éstapuso rumbo a alta mar.

«Navíos de guerra, señor, estoy casi seguro»,dijo James. «Pensé que usted querría que nosdirigiéramos a alta mar».

«Así es, señor Dillon», dijo Jack. «¿Me prestasu catalejo?»

Desde el tope, mientras iba recobrando elaliento, podía distinguirlos claramente, pues yaera pleno día y la bruma se había disipado. Dosbarcos a barlovento, que venían del sur,navegando velozmente con todas las velasdesplegadas: navíos de guerra de categoría.¿Serían ingleses? ¿Franceses? ¿Acasoespañoles? En aquella parte había más viento ydebían de llevar una velocidad de diez nudos.Miró por encima del hombro izquierdo hacia ellugar del desembarco, mientras se dirigían aleste, hacia alta mar. A la Sophie le costaríamuchísimo trabajo doblar aquel cabo antes deque los navíos le dieran alcance; pero debíahacerlo, si no se encontraría rodeada. Sí, eran

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navíos de guerra. Ahora se veía su casco, yaunque Jack no podía contar las portas, con todaprobabilidad se trataba de grandes fragatas, detreinta y seis cañones; seguro eran fragatas.

Si la Sophie doblaba el cabo primero, podríatener una oportunidad; y si navegaba por lasaguas poco profundas desde la punta hasta elarrecife situado después de ésta, ganaría mediamilla, pues ninguna fragata de gran calado podríaseguirla allí.

«Mandaremos a los hombres a desayunar,señor Dillon», dijo. «Y después haremoszafarrancho de combate. Si va a haber pelea,que al menos tengamos el estómago lleno».

Sin embargo, había pocos estómagos que sellenaran con ganas en la Sophie aquellaresplandeciente mañana; la impaciencia habíaprovocado una especie de rigidez que impedía ala harina de avena y las galletas bajarsuavemente y con continuidad; e incluso el aromadel café recién tostado y molido sedesperdiciaba en el alcázar, donde los oficialesanalizaban los respectivos rumbos y velocidadesy los posibles puntos de convergencia: dos

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fragatas a barlovento, una costa hostil asotavento y la posibilidad de abrigarse en unaensenada. Eso era suficiente para acallarcualquier apetito.

«¡Cubierta!», dijo el serviola desde dentro dela pirámide formada por el velamen desplegadoy tenso. «Está izando su insignia, señor. Unabandera azul».

«Sí», dijo Jack, «eso creo. Señor Ricketts,responda con lo mismo».

Ahora todos los catalejos de la Sophieestaban enfocados hacia la juanete de proa de lafragata más próxima, para ver la señal secreta,pues aunque cualquiera podía izar una banderaazul, sólo una nave del Rey podía hacer la señalsecreta de reconocimiento. Allí estaba: unabandera roja en el trinquete, seguida un momentodespués por una bandera blanca y un gallardeteen el palo mayor y por el débil estruendo de uncañonazo a barlovento.

Toda la tensión se relajó inmediatamente.«Muy bien», dijo Jack. «Responda y délesnuestro número. Señor Day, tres cañonazos ababor a ritmo lento».

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«Es la San Fiorenzo, señor», dijo Jamesayudando al nervioso guardiamarina con el librode señales, pues con aquella fresca brisa, laspáginas bellamente coloreadas pasaban rápidosin que aquél pudiera controlarlas. «Y con susseñales está llamando al capitán de la Sophie».

«¡Por Dios!», dijo Jack para sus adentros. Elcapitán de la San Fiorenzo era sir Harry Neale,primer oficial en la Resolution cuando él era elguardiamarina más joven, y capitán de laSuccess siendo él miembro de su tripulación; ledaba mucha importancia a la prontitud, lalimpieza, la perfección en el vestir y la jerarquía.Jack estaba sin afeitarse, con los pelos que lequedaban en completo desorden y el ungüentoazulado de Stephen cubriéndole la mitad de lacara. «En ese caso, viraremos para abordarnoscon ella», dijo, y se precipitó hacia su cabina.

* * *«¡Por fin ha llegado!», dijo sir Harry mirándolo

con notoria aversión. «¡Dios santo, capitánAubrey, se toma usted su tiempo!»

La fragata parecía enorme; comparados conlos de la Sophie, sus mástiles parecían los de un

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navío de línea de primera clase; acres de maderase extendían a ambos lados formando lacubierta. El tenía la absurda y a la vez angustiosasensación de que lo habían aplastadoreduciéndolo a un tamaño mucho más pequeño,y de que había pasado inmediatamente desdeuna posición de total autoridad a otra de totalsubordinación.

«Mis disculpas, señor.»«Bien. Venga a mi cabina. Su aspecto no

cambia mucho, Aubrey», dijo indicándole unasilla. «Sin embargo, me alegra que nos hayamosencontrado. Tenemos exceso de prisioneros yquiero pasar cincuenta a su corbeta».

«Lo siento, señor, siento muchísimo no podercomplacerlo, pero la corbeta está ya llena deprisioneros.»

«¿Complacerme, dice? Usted mecomplacerá, señor, obedeciendo mis órdenes.¿Se da cuenta de que yo soy aquí el capitán másveterano? Además, sé muy bien que usted haenviado parte de la tripulación con las presas aMahón, así que estos prisioneros pueden ocuparsu lugar. Y en cualquier caso, podrá

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desembarcarlos en pocos días, así que no sehable más.»

«Pero, ¿qué pasará con mi crucero, señor?»«Me preocupa menos su crucero que el bien

de la Marina. Debemos hacer el traslado lo másrápido posible, pues tengo nuevas órdenes parausted. Estamos buscando un barco americano, elJohn B. Christopher, que está realizando latravesía de Marsella a Estados Unidos conescala en Barcelona, y esperamos encontrarloentre Mallorca y la península. Entre sus pasajeroses posible que se encuentren dos rebeldes, delgrupo Irlandeses Unidos, uno es un sacerdotecatólico llamado Mangan y el otro un tipo llamadoRoche, Patrick Roche. Debemos sacarlos delbarco, por la fuerza si fuera necesario.Probablemente usarán nombre y pasaportefrancés; hablan francés. La descripción delsacerdote es: de unos cuarenta años, delgado,de mediana estatura; tiene la tez morena y elpelo castaño oscuro, pero usa peluca; tiene lanariz ganchuda, la barbilla puntiaguda, los ojosgrises y un gran lunar cerca de la boca. El otrotiene unos treinta y cinco años, es robusto, de

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un metro ochenta de estatura; tiene el pelonegro y ojos azules, le falta el dedo meñique dela mano izquierda y camina con una piernarígida por una herida que sufrió. Deberíaquedarse con estas hojas impresas».

* * *«Señor Dillon, prepárese para recibir a

veinticinco prisioneros de la San Fiorenzo y aveinticinco de la Amelia», dijo Jack. «Y luego nosuniremos a ellas en la búsqueda de unosrebeldes».

«¿Rebeldes?», dijo James.«Sí», contestó Jack ausente mientras miraba

por detrás de James la bolina del velacho, queestaba floja, e interrumpió sus palabras para daruna orden. «Sí. Le ruego que eche un vistazo alas escotas cuando tenga tiempo libre, si es quele queda».

«Cincuenta bocas más», dijo el contador.«¿Qué le parece, señor Marshall? Un montón deraciones completas. ¡Dios santo! ¿De dónde sesupone que las voy a sacar?»

«Tendremos que poner rumbo a Mahónenseguida, señor Ricketts, eso es lo que yo creo,

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y adiós al crucero. Cincuenta es imposible, nodigo más. Nunca se han visto dos oficiales másapesadumbrados. ¡Cincuenta!»

«Cincuenta cabrones más», dijo JamesSheehan, «y todo porque les da la real gana.¡Jesús, María y José!»

«Y pensad en el pobre doctor, solo entreaquellos malditos árboles, podría haber lechuzasy todo. ¡Maldita sea la Marina, la San Fiorenzo ytambién la condenada Amelia!»

«¿Solo? No lo creas, compañero. Peromaldita sea la Marina de los demonios, comobien has dicho.»

Así estaban los ánimos en la Sophie cuandoésta navegaba hacia el noroeste, formando conlas fragatas una línea horizontal para barrer lazona y colocada en la parte exterior, es decir, enel extremo derecho de esa línea. La Ameliaestaba a babor, con las gavias medio arriadas, yla San Fiorenzo estaba a la misma distancia deésta por la parte más cercana a la costa, sin quepudiera verse desde la Sophie, en la mejorposición para capturar cualquier embarcaciónrezagada que apareciera. Entre todas podían

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vigilar sesenta millas del Mediterráneo bajo aquelcielo despejado. Estuvieron navegando durantetodo el día.

Fue en verdad un largo día, ocupado ycomplicado. Hubo que desalojar la bodega deproa, encerrar y mantener vigilados a losprisioneros (muchos de ellos tripulantes de navescorsarias, hombres peligrosos), corrieron detrásde tres pesados mercantes (los muy estúpidoseran neutrales y reacios a fachear; pero uno deellos informó sobre un navío, al pareceramericano, que estaba reparando el mastelerode velacho a unos dos días de navegación abarlovento) y, para mantenerse a la velocidad delas fragatas, cambiaron sin cesar la orientaciónde las velas, debido a la inestabilidad del viento ya sus peligrosas ráfagas; y aun haciendo elmáximo esfuerzo, la Sophie apenas consiguióevitar la deshonra. Y estaba falta de tripulantes;Mowett, Pullings y Alexander, un excelente piloto,se habían ido en las embarcaciones capturadas,junto con casi un tercio de los mejores hombres,de modo que James Dillon y el segundo oficialtenían que alternarse en el sistema de dos

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guardias. El buen talante había desaparecidotambién, y la lista de quienes cometían faltashabía aumentado a medida que pasaba el día.

«No creí que Dillon pudiera ser tan cruel»,pensó Jack cuando el primer teniente le chillabaal lloroso Babbington y a un pequeño grupo degavieros que estaban en la cofa del trinquete,haciéndoles largar nuevamente, por tercera vez,el ala de babor de la gavia. Verdaderamente lacorbeta navegaba a una formidable velocidad(para sus posibilidades), pero hasta cierto puntoera una lástima forzarla tanto y acosar a loshombres; era demasiado alto el precio quepagaban. No obstante, así era la Marina y él nodebía intervenir. Su mente volvió a centrarse ensus muchos problemas y a preocuparse deStephen. Había sido una completa locura esaincursión en una costa hostil. Y además, estabaprofundamente insatisfecho consigo mismo porsu comportamiento en la San Fiorenzo. Fue unflagrante abuso de poder; él debería haberlehecho frente con firmeza. Pero allí estaba, atadode pies y manos por aquellas instruccionesimpresas y las Ordenanzas. Y también estaba el

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problema de los guardiamarinas. La corbetanecesitaba por lo menos dos más, uno joven yotro mayor. Le preguntaría a Dillon si queríaproponer a alguien, tal vez a un primo, un sobrino,o un ahijado; era una atención con la cual loscapitanes compensaban al primer oficial,bastante frecuente cuando ambos se teníansimpatía. Respecto al mayor, quería a alguiencon experiencia, sobre todo alguien que pudieraser nombrado ayudante de segundo oficial casienseguida. Pensó en el timonel, un excelentemarinero, capitán de la cofa del mayor, y luegoen los marineros más jóvenes de la cubiertainferior. Prefería, con mucho, a alguien quehubiera pasado por el escobén, un marinerocompleto como Pullings, a la mayoría de losjóvenes cuyas familias podían permitirseenviarlos a la Marina… Si los españolescapturaban a Stephen Maturin, lo consideraríanun espía y lo matarían.

Era casi de noche cuando terminaron deocuparse del tercer mercante, y Jack estabamuerto de cansancio. Sus ojos estaban muyirritados, su oído era cuatro veces más agudo y

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tenía la sensación de tener una cinta alrededorde la cabeza apretándole las sienes. Habíapasado en cubierta todo el día, un angustioso díaque había empezado dos horas antes delamanecer, por eso se quedó dormido casi antesde recostar la cabeza. Sin embargo, en esebreve intervalo en que su mente se ensombrecíalo asaltó el presentimiento de que a StephenMaturin todo le iba bien y, en cambio, a Jamesno. «No tenía ni idea de que a James leimportara tanto el crucero… por otra parte, eraobvio que había llegado a simpatizar mucho conMaturin… un tipo extraño», pensó, y enseguidacayó en un profundo sueño.

Profundo, profundo y plácido: el sueño de unhombre joven, regordete, bien alimentado ysaludable que estaba exhausto, un sueño colorde rosa; pero no tan profundo para que leimpidiera despertarse bruscamente pocas horasdespués molesto e inquieto. El inoportunomurmullo de unas voces que discutían llegaba através de la ventana de popa. Por un momentopensó en un ataque sorpresa en que los boteshacían el abordaje de noche; pero luego, ya más

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despierto, se dio cuenta de que eran las vocesde Dillon y Marshall y volvió a dormirse. Muchomás tarde, todavía en sueños, se preguntabacómo era posible que ambos se encontraran enel alcázar a esa hora de la noche, si debíanalternarse en el sistema de dos guardias.Todavía no habían sonado ocho campanadas.Como para corroborar esta afirmación, seoyeron tres campanadas, y desde varios puntosde la Sophie llegaron los gritos de «¡Todo bien!»Pero todo no iba bien. La corbeta ya no iba agran velocidad. ¿Qué pasaría? Se pusoatropelladamente su bata y subió a cubierta. Nosólo la velocidad se había reducido sino que laproa estaba en dirección estenoreste cuarta aleste.

«Señor», dijo Dillon, dando un paso al frente,«asumo toda la responsabilidad. He anulado lasórdenes del segundo oficial y he mandado subirel timón. Creo que hay un barco por la amura deestribor».

Jack miró a través de la plateada niebla;había luna, el cielo estaba cubierto y el oleajehabía aumentado. No vio ningún barco, ninguna

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luz, pero eso no demostraba nada. Cogió la cartanáutica y observó el cambio realizado. «Vamosdirectamente a la costa de Mallorca», dijobostezando.

«Sí, señor, por eso me tomé la libertad dereducir trapo.»

Era una enorme falta de disciplina. PeroDillon lo sabía tan bien como él, así que no teníasentido decírselo públicamente.

«¿A quién correspondía el mando en estaguardia?»

«A mí», dijo el segundo oficial. Hablabatranquilamente, pero su voz era casi tan chillona yafectada como la de Dillon. Había algo extrañoen el ambiente, algo mucho más profundo que unsimple desacuerdo sobre la luz de un barco.

«¿Quién está arriba?»«Assei, señor.»Assei era un marinero hindú, inteligente y de

fiar. «¡Eh, Assei!»«Bip», se oyó débilmente el silbato desde

arriba, donde todo era oscuridad.«¿Ves algo?»«Nada, señor. Veo estrellas, nada más.»

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Luego entonces no había ninguna evidenciade aquella fugaz visión. Probablemente Dillontendría razón, de lo contrario no hubiera hechoalgo tan tremendo. Sin embargo, era un rumboextrañísimo. «¿Está convencido de que vio unaluz?»

«Completamente convencido, señor, y muycontento.»

Contento era una palabra que sonaba muyraro en aquella voz áspera. Jack permanecióunos momentos sin responder; luego cambió elrumbo un grado y medio al norte y comenzó a darsu paseo habitual. Cuando sonaron cuatrocampanadas el día comenzaba a nacer por eleste, y por la amura de estribor se divisabatierra; pero a pesar de la claridad de la bóvedaceleste, que pasaba paulatinamente del negro alazul, sólo podía verse una forma oscura y borrosaa través de la bruma. Bajó para vestirse, ycuando estaba metiéndose la camisa por lacabeza oyó gritar que había un barco a la vista.

El barco emergía de un banco de nieblaapenas dos millas a sotavento. Jack limpió elcatalejo y pudo ver el mastelero de velacho

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reparado, solamente con una gavia arrizada.Estaba bien claro: Dillon tenía toda la razón delmundo. Allí estaba su presa, aunqueextrañamente desviada de su rumbo normal;debía de haber virado hacía poco tiempo a laaltura de la isla Dragonera, y ahora se abría pasolentamente por el amplio canal hacia el sur. Enuna hora más o menos él habría terminado sudesagradable misión y sabía muy bien lo queestaría haciendo a mediodía.

«¡Muy bien, señor Dillon!», exclamó. «¡Muybien, sí señor! No podríamos haberlo encontradomejor; nunca hubiera creído que estuviera tanalejado hacia el este en el canal. Ice nuestrabandera y dispare un cañonazo de aviso».

El John B. Christopher tenía un poco demiedo de aquel navío de guerra que podríamostrarse ostentoso y tratar de intimidar a todoslos ingleses de su tripulación (o a cualquier otrotripulante que el destacamento de abordajeconsiderara inglés), pero no tenía ni la másremota posibilidad de huir, sobre todo con unmastelero en malas condiciones y losmastelerillos tumbados sobre cubierta; de modo

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que después de algunos movimientos en elvelamen y un intento de desviarse, cambió deorientación las gavias, izó la bandera americanay esperó el bote de la Sophie.

«Irá usted», le dijo Jack a Dillon, todavíainclinado hacia delante y mirando absorto por elcatalejo la jarcia del barco americano. «Ustedhabla francés mejor que cualquiera de nosotros,y ahora el doctor no está; después de todo, ustedlo descubrió en este extraño lugar, es sudescubrimiento. ¿Quiere ver de nuevo las hojasimpresas o…?» Jack se interrumpió. Había vistomuchas borracheras en la Marina, había vistoalmirantes, capitanes de navío, comandantes yhasta grumetes de diez años borrachos, eincluso a él mismo, en otro tiempo, lo habíanllevado a bordo metido en una carretilla; pero ledisgustaban las borracheras durante el servicio,en verdad le disgustaban mucho, sobre todo aesas horas de la mañana. «Tal vez sea mejorque vaya el señor Marshall», dijo secamente.«Avísele al señor Marshall».

«¡Oh, no, señor!», exclamó Dillonrecobrándose. «Perdóneme, fue un

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momentáneo… estoy perfectamente bien». Y asíera, ya no estaba ni sudoroso ni pálido, ni teníaaquella expresión perpleja y algo espantada.Ahora un intenso rubor cubría su rostro.

«Bueno», dijo Jack dubitativo. Un momentodespués, James Dillon llamaba a los tripulantesdel cúter y desplegaba una gran actividadcorriendo de un lado a otro, comprobando lasarmas de éstos y martillando los gatillos de suspropias pistolas, mostrando que era dueño de símismo lo más claramente posible. Cuando elcúter estuvo abordado, listo para zarpar, dijo:«Le rogaría que me diera esas hojas, señor, asírefrescaré mi memoria mientras nosacercamos».

La Sophie facheó lentamente y se mantuvopor la amura de babor del John B. Christopher,preparada para dispararle y atravesar su roda alprimer indicio de que había problemas. Pero nohubo ninguno. Desde el castillo de proa del JohnB. Christopher llegaban algunas voces quedecían con cierta mofa «¡Paul Jones!»29 y«¿Cómo está el rey Jorge?», y los artilleros,preparados para hacer pasar a sus primos a

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mejor vida sin la menor vacilación pero tambiénsin rencor, con una sonrisa burlona, les hubierancontestado gustosos en el mismo tono, pero sucapitán no se lo consentía; aquella era unamisión odiosa y no había lugar para la diversión.

29. John Paul Jones (1747-1792). Marinoescocés, considerado el fundador de la Armadade los Estados Unidos. Su vida ha inspiradomuchas novelas.

Y al oír el grito «¡mamarrachos de Boston!»,Jack dijo con acritud: «¡Silencio de proa a popa!Señor Ricketts, anote el nombre de esemarinero.»

El tiempo pasaba. En el tubo, la mecharetardada se consumía poco a poco. En toda lacubierta la atención había disminuido. Un alcatrazde blanquísimas alas pasó volando sobre ellos, ysin darse cuenta Jack comenzó a pensar enStephen, olvidándose por completo de su deber.El sol subía y subía.

Ahora por fin el destacamento de abordajeaparecía en el portalón del barco americano ydescendía al cúter. Y allí estaba Dillon, pero solo.Estaba respondiendo cortésmente al saludo del

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segundo oficial y los pasajeros desde elpasamanos. El John B. Christopher estababraceando -el primer oficial gritó con aquelextraño gangueo típico de la colonia: «¡Atad esacondenada braza!», apremiando a los hombres,y la frase resonó en la inmensidad del mar- y sedesplazaba hacia el sur. El cúter de la Sophieatravesaba el espacio que los separaba.

Cuando James se dirigía al barco americanono sabía lo que iba a hacer. Durante todo el día,desde que se había enterado de cuál era lamisión de la escuadra, se había sentidoabrumado por una idea de fatalidad; y en esemomento, aunque había tenido mucho tiempopara pensarlo, todavía no sabía lo que iba ahacer. Le parecía vivir una pesadilla cuandosubía por el costado del barco totalmente encontra de su voluntad; y él sabía que allíencontraría al padre Mangan, desde luego. Apesar de haber hecho todo lo posible porevitarlo, menos sublevarse abiertamente y hundirla Sophie; a pesar de que había desviado elrumbo y reducido el trapo, chantajeando alsegundo oficial para conseguirlo, él sabía que lo

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encontraría. Pero lo que no sabía, lo que no habíaprevisto, era que el sacerdote lo amenazaría condenunciarlo si no hacía la vista gorda. A James lehabía desagradado desde el momento en que sereconocieron, pero precisamente entonces tomóla decisión: no haría el papel de policía y no losapresaría. Entonces vino la amenaza. Peroinmediatamente supo con certeza que ésta no loafectaría en lo más mínimo; y apenas consiguiótener de nuevo un respiro cuando la situación seagravó, haciéndose insostenible. Se vio obligadoa fingir que revisaba con detenimiento lospasaportes del resto de las personas a bordoantes de que recuperara el dominio de sí mismo.Supo que no había salida, que cualquier caminoque tomara sería deshonroso; pero nunca habíaimaginado que el deshonor fuera tan doloroso. Éltenía orgullo; la mirada satisfecha que el padreMangan le había lanzado de soslayo le habíadolido como ninguna otra cosa en el mundo, yademás del dolor de la herida sentía la angustiade las dudas que lo asaltaban.

El bote tocó el costado de la Sophie. «Esospasajeros no estaban a bordo, señor», informó

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James.«Tanto mejor», dijo Jack alegremente y agitó

en el aire su sombrero como saludo al capitánamericano. «Oeste medio punto al sur, señorMarshall; y guarde de nuevo esos cañones, porfavor». La exquisita fragancia del café ibapropagándose a través de la escotilla de popa.«Dillon, venga a desayunar conmigo», dijocogiendo a James con familiaridad por el brazo.«Tiene usted todavía una palidez cadavérica».

«Tendrá que disculparme, señor», murmuróJames soltándose, con un profundo odioreflejado en su mirada. «No me siento bien».

CAPÍTULO 8«Estoy totalmente desconcertado, se lo

aseguro; por eso le expongo la situación,confiando en su buen juicio… Estoy totalmentedesconcertado; por mas que lo intento noalcanzo a comprender qué clase de ofensa… Nofue el hecho de que yo desembarcara a esosprisioneros pérfidos y abominables en la islaDragonera (aunque él lo desaprobó, desdeluego) porque el problema había comenzadoantes, por la mañana muy temprano». Stephen

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escuchaba muy serio y atento, sin interrumpir,mientras Jack, muy despacio, volviendo atráspara dar detalles pasados por alto yprosiguiendo luego en orden cronológico, lecontaba la historia de sus relaciones con JamesDillon -buenas y luego malas; buenas y luegomalas- y cómo habían sufrido hacía poco unfuerte resquebrajamiento que no sólo era extrañoe inexplicable, sino también doloroso, ya queentre ellos existía una auténtica simpatía ademásde la estima. Además, Jack se mostrabapreocupado por la incomprensible conducta delseñor Marshall; pero eso era mucho menosimportante.

Con sumo cuidado, Jack expuso de nuevosus argumentos sobre la importancia de laarmonía en un barco si uno quería gobernarlocomo una eficiente máquina de combate, y citódiferentes casos como ejemplo. Y la audienciaescuchaba y asentía. Sin embargo, Stephen nopodía aplicar sus conocimientos para resolverese tipo de problemas, ni tampoco (como Jack,abusando de su confianza hubiera querido)ofrecerle sus buenos oficios, ya que era un

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interlocutor que sólo existía en la mente de Jack,y su ser pensante estaba a treinta leguas alsuroeste, al otro lado del desolado mar.Desolado y enfurecido. El viento había rolado aleste por la noche y durante todo el día habíaestado rizando el mar, después de días defrustrante calma y vientos flojos alternados confuertes rachas del suroeste. Ahora soplaba unvendaval y había marejada, y la Sophie se movíapesadamente con las mayores y las gavias condos rizos. Las grandes olas rompían contra suproa por barlovento, empapando al serviola delcastillo de proa y llegando hasta los pies deJames Dillon, que allí en el alcázar, comulgandocon el diablo, mecía la hamaca de Jack mientraséste dirigía su alocución a la oscuridad.

Jack solía estar muy ocupado. Sin embargo,al encontrarse en la inviolable soledad de sucabina, desde el momento en que pasaba juntoal centinela de la puerta, tenía mucho tiempopara la reflexión, pues ya no lo empleaba encambiar impresiones, ni en escuchar una escalaincompleta interpretada por una trémula flautagermánica, ni en hacer comentarios sobre la

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Marina o la política. «Hablaré con él en cuanto lorecoja. Le hablaré de forma general de loreconfortante que es para un hombre contar conun amigo íntimo a bordo y de lo singular que es lavida de un capitán, que se encuentra tan porencima de sus compañeros de tripulación,encerrados todos en la cámara de oficiales, quea veces no tiene casi tiempo de descansar, ymucho menos de tocar otra cosa que no sea unagiga en el violín, y en cambio otras veces sehunde en una especie de hermética soledaddesconocida hasta entonces».

Cuando Jack Aubrey estaba en un estado detensión, tenía dos formas principales dereaccionar: se ponía agresivo o se poníacariñoso. Y entonces o bien añoraba la violentacatarsis de la acción o bien la de hacer el amor.Le gustaba muchísimo estar en una batalla ytambién le gustaba muchísimo estar con unamujer.

«Comprendo muy bien que algunos capitaneslleven mujeres con ellos en sus viajes», pensó.«Aparte del placer, se encuentra refugio alhundirse en un cálido, vibrante, amoroso…»

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Inmensa paz. «Desearía que hubiera unamujer en mi cabina», añadió tras una pausa.

Su confusión, su abierto reconocimiento deque no comprendía la situación, sólo losexpresaba en su cabina, ante su compañeroirreal; externamente, la expresión del capitán dela Sophie no dejaba traslucir nada sobre esto, ysólo un observador muy agudo hubiera podidoafirmar que la incipiente amistad entre él y elprimer oficial había quedado truncada. Elsegundo oficial era precisamente un observadorde ese tipo. Durante un tiempo, la horribleapariencia de Jack con aquellas quemaduras ymagulladuras le había provocado repulsión, peroa la vez la obvia simpatía de éste hacia JamesDillon había despertado sus celos, que actuabanen sentido contrario. Además, había recibido unaamenaza en términos bastante claros, de unmodo casi tajante, y por eso observaba alcapitán y al primer oficial con una terribleansiedad.

«Señor Marshall», dijo Jack en medio de laoscuridad. Y el pobre hombre saltó como sihubieran disparado una pistola detrás de él,

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«¿cuándo cree usted que avistaremos tierra?»«Dentro de unas dos horas, señor, si se

mantiene este viento.»«Sí, lo mismo pensaba yo», dijo Jack

levantando la mirada hacia la jarcia. «Creo quepuede soltar un rizo ahora, y en cuanto amaine unpoco más, largue juanetes; navegaremos contodo el trapo que sea posible. Y avíseme cuandoavistemos tierra, por favor, señor Marshall».

Antes de transcurridas dos horas reapareció,y pudo ver una remota línea irregular por la amurade estribor. Era España, con la ensenada dondeestaba el manantial justamente frente a la proade la Sophie y aquella característica montañapuntiaguda, conocida por los ingleses como lamontaña del huevo, perfectamente alineada conel ancla de proa.

«¡Dios santo! Es usted un excelentenavegante, señor Marshall», dijo bajando elcatalejo. «Se merece ser el segundo oficial almando de toda la flota».

Sin embargo, aún tardaron más de una horaen llegar a ella, y ahora que aquel acontecimientoestaba tan cercano, que había dejado de ser

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algo teórico, Jack se daba cuenta realmente delo ansioso que estaba y de lo mucho que leimportaba que todo saliera bien.

«Mande venir al timonel, por favor», dijovolviendo a su cabina después de pasearsenervioso de un lado a otro media docena deveces.

Barret Bonden, el timonel, que también eracapitán de la cofa del mayor, era muy joven parael puesto que ocupaba. Era apuesto, de miradafranca, fuerte pero no violento, alegre, correcto y,por supuesto, un experto marinero, pues habíaestado navegando desde la infancia. «Siéntese,Bonden», dijo Jack serio, consciente de que ibaa ofrecerle ni más ni menos que el alcázar y laposibilidad de ascender al pináculo de lajerarquía naval. «He estado pensando… si legustaría ser clasificado como guardiamarina».

«¡Oh no, señor, en absoluto!», contestóBonden inmediatamente, y sus dientes brillaronen la oscuridad. «Pero le agradezco mucho labuena opinión que tiene de mí, señor».

«¡Oh!», dijo Jack sorprendido. «¿Por quéno?»

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«Porque no tengo suficientes conocimientos,señor. Créame», dijo riendo alegremente, «loúnico que sé leer es la lista de la guardia,deletreándola despacio. Y estoy demasiado viejopara empezar desde abajo ahora. Además,señor, ¿qué aspecto tendría ataviado como unoficial de marina? Parecería una mona vestidade seda, y todos mis compañeros de ranchoestarían riéndose para su capote y diciendo "¡Eh!¡Mirad el escobén del ancla!"».

«Muchos excelentes oficiales empezaron enla cubierta inferior», dijo Jack. «Yo mismo estuveen la cubierta inferior hace tiempo», añadió, einmediatamente se arrepintió de haberpronunciado estas palabras.

«Lo sé, señor», dijo Bonden, y de nuevo brillósu sonrisa.

«¿Cómo lo sabía usted?»«Hay un tipo en la guardia de estribor que fue

compañero suyo de tripulación en el Reso,cuando estaban en las proximidades del cabo deBuena Esperanza.»

«¡Dios mío! ¡Dios mío!», dijo Jack para sí. «¡Yyo sin advertir su presencia! Mandando a las

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mujeres a tierra yo hacía justicia como PoncioPilatos, y ellos lo sabían… ¡Vaya, vaya…!» Y envoz alta, con tono severo, dijo: «Bien, Bonden,piense en lo que le he dicho. Sería una lástimaque se quedara estancado».

«Si me permite, señor», dijo Bondenponiéndose de pie torpemente y mostrándose derepente turbado y vergonzoso, «está también elhijo de mi tía Sloper, George Lucock, gaviero deproa, de la guardia de babor. Sabe mucho yescribe con una letra tan pequeña que apenasuno puede verla. Es más joven que yo y más listo,señor, mucho más listo».

«¿Lucock?», dijo Jack dubitativo. «Pero si noes más que un crío. ¿No lo azotaron la semanapasada?»

«Sí, señor, pero es que su cañón habíaganado otra vez y él no pudo reprimirse de echarun trago, en consideración a quien se lo ofrecía.»

«Bien», dijo Jack pensando que tal vez seríamás sensato dar otros premios en vez de unabotella (aunque ninguno sería tan apreciado), «loobservaré a partir de ahora».

* * *

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Mientras se llevaban a cabo las tediosasmaniobras estuvo pensando en losguardiamarinas. «Señor Babbington», dijodeteniéndose de repente en su paseo, «saqúeselas manos de los bolsillos. ¿Cuándo escribió asu familia por última vez?»

El señor Babbington tenía una edad en la cualcasi cualquier pregunta provocaba unsentimiento de culpa, y esta pregunta era, dehecho, una acusación. Se sonrojó y dijo: «No losé, señor».

«Haga memoria, señor, haga memoria», dijoJack, y su rostro afable se ensombreciósúbitamente. «¿Desde qué puerto la envió?¿Mahón? ¿Livorno? ¿Génova? ¿Gibraltar?Bueno, no importa». No se distinguía ningunasilueta en la lejana y oscura playa. «No importa.Escriba una hermosa carta, por lo menos de dospáginas, y entréguemela mañana con lospapeles que me trae a diario. Transmítale missaludos a su padre y dígale que mi banquero esHoares». Pues Jack, como la mayoría de loscapitanes, administraba la asignación que lospadres daban a los jóvenes cadetes. «Hoares»,

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repitió ausente varias veces, «mi banquero esHoares». Un ruido desagradable, como unahogado gorjeo, lo hizo volverse. El jovenRicketts se aferraba a la beta de la estrellera dela vela mayor intentando controlarse, sin muchoéxito. Pero la fría mirada de Jack cortó en secosu risa, lo que le permitió contestar a la pregunta«¿y usted, señor Ricketts, ha escrito a suspadres últimamente?» con un audible «no,señor» casi sin que le temblara la voz.

«Entonces, hará usted lo mismo: dospáginas, letra pequeña, y nada de pedir nuevoscuadrantes, ni sombreros con lazos, nicolgadores», dijo Jack. Y algo le decía alguardiamarina que aquel no era momento paraprotestar ni para señalar que el único de suspadres que aún vivía, su querido padre, secomunicaba con él cada día, incluso cada hora.En efecto, Jack tenía un estado de tensión quetodo el bergantín había advertido. «Ricitos de oroestá muy ansioso y preocupado por el doctor»,decían. «¡Tened cuidado, que os puede chillar!»Y cuando los marineros recogían los coyes, losque debían pasar junto a él para estibarlos en la

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batayola a estribor, cerca del alcázar, lo mirabannerviosos. Uno de ellos, tratando de estarpendiente al mismo tiempo del oficial de derrota,del desnivel de cubierta, y del capitán, se cayóde bruces.

Pero Ricitos de oro no era el único queestaba ansioso, ni mucho menos, y cuandofinalmente pudo verse a Stephen Maturin salir deentre los árboles y cruzar la playa para subir albote, la exclamación «¡allí está!» fue general,desde el combés hasta el castillo de proa,desafiando toda disciplina.

«¡Cuánto me alegro de verlo!», exclamó Jackcuando Stephen subía a bordo torpemente,empujado y halado por bien intencionadasmanos. «¿Cómo está usted, querido amigo?Venga a desayunar conmigo. He retrasado eldesayuno a propósito. ¿Cómo se encuentra?Espero que bastante animado; sí, bastanteanimado».

«Estoy muy bien, gracias», dijo Stephen, conun aspecto un poco menos cadavérico, pues sehabía ruborizado por la satisfacción de habertenido aquella franca y amable bienvenida.

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«Echaré un vistazo a la enfermería y despuéscompartiré con usted el bacon con muchísimogusto. Buenos días, señor Day. Quítese elsombrero, por favor. Muy bien, muy bien: estodice mucho en nuestro favor, señor Day. Pero nodebe darle el sol todavía; le recomiendo usar unapeluca galesa bien ajustada. Buenos días,Cheslin. Espero que tenga un buen informe sobrelos pacientes».

* * *«Ese», dijo con la boca un poco grasienta por

el bacon, «ese era un punto que me preocupabadurante mi ausencia. ¿Pagaría mi ayudante a losmarineros con su propia moneda? ¿Seríaperseguido de nuevo por ellos? ¿Con quérapidez podría conseguir una nueva identidad?».

«¿Identidad?», preguntó Jack sirviéndosetranquilamente más café. «¿Acaso la identidadno es algo con lo que uno nace?»

«La identidad a que yo me refiero es algovariable que existe entre el hombre y el resto deluniverso, un punto medio entre el concepto queéste tiene de sí mismo y el que tienen los demásde él, pues influyen el uno sobre el otro

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constantemente. Se trata de un flujo recíproco,señor. La identidad de que le hablo no es algoabsoluto. Usted mismo, si pasara ahora unosdías en España, se encontraría con que la suyacambia, porque allí la opinión general es queusted es un canalla asesino, cruel, violento ytraidor, un hombre odioso.»

«Creo que están enfadados», dijo Jack conuna sonrisa. «Y creo que me llaman Belcebú.Pero eso no me convierte en Belcebú».

«¿Ah, no? ¿Ah, no? Bueno, aunque así sea,usted los ha encolerizado, ha perjudicadoenormemente los intereses mercantiles en todala costa. Hay un hombre muy rico llamado Mateuque está muy indignado con usted. El mercurioera suyo, y como iba de contrabando no estabaasegurado. También era suyo el barco que usteddestruyó en Moraira, y la mitad del cargamentode la tartana que quemó a la altura de Tortosa.Tiene buenas relaciones con los ministros. Losha hecho salir de su indolencia y ha sidoautorizado a fletar uno de sus navíos deguerra…»

«Fletar no, amigo mío. Ningún particular

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puede fletar un navío de guerra, un navío de lanación, que pertenece al Rey, ni siquiera enEspaña.»

«¡Oh! Tal vez no he usado el término correcto;casi nunca uso el término correcto cuando hablode cuestiones navales. El caso es que se tratade un potente navío que no sólo protegerá elcomercio de la costa sino que, sobre todo,perseguirá a la Sophie, ahora perfectamenteconocida tanto por su nombre como por sudescripción. Me lo contó la prima de Mateumientras bailábamos.»

«¿Usted bailó?», preguntó Jack mucho másasombrado que si Stephen hubiera dicho«mientras comíamos niño asado frío».

«Claro que bailé. ¿Por qué no iba a bailar, aver?»

«Claro que puede bailar, y estoy seguro deque lo hará con mucha gracia. Sólo que mepreguntaba… si iba usted por allí bailando.»

«Sí. Usted no ha viajado por Cataluña¿verdad?»

«No.»«Entonces le diré que en esa región, los

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domingos por la mañana, es costumbre quetodas las personas, de cualquier edad ycondición, bailen al salir de la iglesia. Así fuecómo bailé con Ramón Mateu y Cadafalch en laplaza que hay delante de la catedral deTarragona, adonde había ido a escuchar la Misabreve de Palestrina. Se baila una danza peculiar,en un corro, llamada sardana. Y si me alcanzausted su violín, tocaré la melodía de una querecuerdo, aunque pueda parecerle, por mi formade tocar, un desagradable rebuzno.» Y la tocó.

«Es una melodía encantadora, sin duda. Unpoco al gusto árabe, ¿no cree? Pero le aseguroque se me pone la carne de gallina de pensarque usted se paseaba por el campo, los puertosy las ciudades. Yo creía que al bajar a tierrausted permanecería junto a su amiga, escondidoen su habitación… es decir…»

«Pero yo le había dicho que podía recorrertoda la región sin ser interrogado ni sentirmeintranquilo en ningún momento, ¿no es cierto?»

«Sí, sí, me lo había dicho. Me lo había dicho».Jack estuvo pensando unos instantes. «Ytambién, por supuesto, si quería, podía averiguar

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qué barcos y convoyes estaban por llegar,cuándo los esperaban, qué cargamento traían yotros detalles. Tal vez incluso informarse sobrelos propios galeones».

«Naturalmente que podía», dijo Stephen, «siquería hacer el papel de espía. Una serie deconceptos, extraños y aparentemente ilógicos,hacen considerar correcto y natural hablar de losenemigos de la Sophie, pero incorrecto ydeshonroso, sin lugar a dudas, hablar de supresa».

«Sí», dijo Jack desilusionado. «Hay que darventaja a la liebre en la cacería, no cabe duda.Pero, ¿qué me dice de ese potente navío? ¿Dequé clase es? ¿Cuántos cañones tiene? ¿En quélugar se encuentra?»

«Se llama Cacafuego.»«¿Cacafuego? ¿Cacafuego? Nunca he oído

hablar de él. Así que al menos no es un barco delínea. ¿Qué jarcia lleva?»

Stephen guardó silencio unos instantes. «Meda vergüenza decirle que no lo pregunté», dijo.«Pero a juzgar por la satisfacción con quepronunciaban su nombre, creo que debe de ser

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un enorme y potente navío».«Bien, trataremos de mantenernos fuera de

su camino. Y puesto que él sabe cómo somosintentaremos cambiar de aspecto. Esmaravilloso lo que pueden conseguir una manode pintura y una empavesada, o un foque conextraños remiendos, o un mastelero con unajimelga. Por cierto, supongo que en el bote lehabrán dicho por qué nos vimos obligados aabandonarlo.»

«Me hablaron de las fragatas y de queustedes abordaron a los americanos.»

«Sí. Y fue además una soberana tontería.Dillon registró el barco durante casi una hora,pero esos hombres no estaban a bordo. Mealegré mucho, pues recordaba que usted mehabía dicho que los miembros de IrlandesesUnidos eran buenas personas en general, muchomejores que esos otros de los que siempreolvido el nombre. ¿Los irlandeses de la espada,los blancos, los orangistas?»

«¿Irlandeses Unidos? Había entendido queeran franceses. Me dijeron que habían registradoel barco americano buscando a unos franceses.»

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«Se hacían pasar por franceses. Es decir, sihubieran estado en el barco se habrían hechopasar por franceses. Por eso envié a Dillon, quehabla tan bien el francés. Pero allí no estaban; yen mi opinión todo el asunto fue unabravuconada. Me alegré mucho, como le digo;pero Dillon, extrañamente, parecía disgustado.Supongo que estaba muy ansioso poraprehenderlos o muy enfadado porque nuestrocrucero fue interrumpido bruscamente. Desdeentonces… pero no debo molestarlo a usted contodo esto. ¿Le han hablado de los prisioneros?»

«Me dijeron que las fragatas habían sido tanbuenas que les habían dado a ustedes cincuentade los suyos.»

«Únicamente por su propia conveniencia. Nofue en absoluto por el bien de la Marina. ¡Unaacción mezquina y despreciable!», gritó Jack conlos ojos fuera de las órbitas. «Pero yo vencí. Tanpronto como terminamos con el barcoamericano, nos aproximamos a la Amelianavegando con el viento, comunicamos que noshabíamos llevado un chasco e hicimos la señalque indicaba que nos separábamos; y un par de

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horas más tarde, con viento favorable,desembarcamos a todos esos tipos en la islaDragonera».

«¿Cerca de Mallorca?»«Exactamente.»«Pero ¿no es eso incorrecto? ¿No será usted

censurado, llevado a un consejo de guerra?»Jack hizo una mueca, y tocando madera dijo:

«Por favor, no pronuncie nunca esa horriblepalabra. Basta oírla para que a uno se leestropee el día».

«Pero ¿no tendrá problemas?»«No, si arribamos a Mahón llevando a la cola

una enorme presa», dijo Jack riendo. «Puesprecisamente ahora tal vez tengamos tiempo dellegar hasta la altura de Barcelona y quedarnosen los alrededores ¿comprende?, si el viento esfavorable. Yo había puesto en ello todo mi afán.Sólo tendremos tiempo de hacer el recorrido unao dos veces y luego nos dirigiremos a Mahón conlo que hayamos capturado, pues el número detripulantes es tan reducido que ya no podemosenviar ninguno más con las presas. Y porsupuesto, si navegamos mucho más tiempo, lo

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único de comer que tendremos serán las botas».«Aun así…»«No se preocupe tanto, doctor. No había

ninguna orden precisa de dónde debíamosdesembarcarlos, ninguna orden; y naturalmente,haré un ajuste con el dinero de la recompensa.Además tengo las espaldas cubiertas. Todos losoficiales reconocieron formalmente que nosveíamos obligados a desembarcarlos por laescasez de agua y provisiones: Marshall,Ricketts e incluso Dillon, aunque éste mostró unaactitud altiva como si fuera una autoridadeclesiástica.»

* * *La Sophie apestaba a sardinas asadas y

pintura fresca. Se encontraba a quince millas delcabo de Tortosa en calma chicha, invadida por elolor a grasa. Había comprado a un pesquero,una barcalonga, toda la captura de la noche; ymedia hora después de la comida, el humo azulde las sardinas, con su olor repugnante, flotabatodavía entre las velas y los aparejos.

Siguiendo las órdenes del contramaestre, unanumerosa brigada de trabajo pintaba los

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costados de la corbeta de amarillo, cubriendo elblanco y el negro que le habían dado en elastillero; el velero y una docena de hombres conpunzones y rempujos trabajaban en un trozo delona largo y estrecho que se utilizaría para ocultarsu condición de navío de guerra. El primer oficialiba remando en un bote alrededor de ella parajuzgar el resultado. No había nadie con él, aexcepción del doctor, a quien le decía: «… todo.Hice todo cuanto estaba a mi alcance paraevitarlo. Todo, saltarme todas las normas.Cambié el rumbo, reduje velamen -algoimpensable en la Marina- teniendo quechantajear al segundo oficial para hacerlo. Noobstante, a la mañana siguiente lo teníamos ados millas a sotavento, donde era inconcebibleque estuviera. ¡Ah, señor Watt! ¡Bajar seispulgadas más todo alrededor!»

«¡Menos mal! Si cualquier otro hombrehubiera subido a bordo los habría apresado.»

Tras una pausa James dijo: «Se inclinó sobrela mesa y se acercó tanto a mí que podía oler suasqueroso aliento, y con una cobarde expresiónen su rostro me salió con esa majadería. Yo

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había tomado ya una decisión, como te he dicho,pero parecía que realmente estaba cediendoante una vulgar amenaza. Y poco despuésestaba seguro de que había sido así».

«Pero no fue así; te has obsesionado con esaidea. Parece como si sintieras un amargo placeral recordar lo sucedido; debes tener muchocuidado con ese pecado, James. Por lo demás,es una lástima que le des tanta importancia.¿Qué valor tiene, después de todo?»

«Un hombre tendría que estar casi muertopara no darle tanta importancia; y tenerembotado el sentido del deber, por no decir…¡Señor Watt, así quedará muy bien!»

Stephen estaba allí sentado, ponderando laconveniencia de decirle: «No debes odiar a JackAubrey por ello. No bebas tanto. No te destruyasa ti mismo por algo que no durará», y lainconveniencia de provocar con ello que Jamesestallara, pues éste, a pesar de su calmaaparente, estaba en el disparadero, en unlamentable estado de exacerbación. No sedecidió a decírselo. Se encogió de hombros ylevantó la mano derecha con la palma hacia

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arriba en un gesto que significaba «¡bah! Esmejor dejarlo» y se dijo: «No obstante, lo obligaréa tomar un colagogo esta noche, al menos puedohacer eso, y un poco de mandrágora comotranquilizante; y en mi diario escribiré "J.D.,obligado a hacer el papel de Judas Iscariote,tanto por una parte como por la otra, y dado querechaza el determinismo (el determinismoabsoluto), concentra todo su odio en el pobreJ.A., lo cual es un clarísimo ejemplo del procesomental humano, pues J.D., de hecho, no sienteantipatía por J.A., ni mucho menos"».

«Bien», dijo James mientras remaba deregreso a la Sophie, «espero que después deconseguir salir de esa vergonzosa situación, almenos podamos llevar a cabo alguna acción. Esuna estupenda manera de que un hombre sereconcilie consigo mismo, y a veces también conlos demás».

«¿Qué hace ese tipo con una chaqueta colorde ante en el alcázar?»

«Ese es Pram. El capitán Aubrey lo vistecomo un oficial danés; es parte de nuestro planpara que no nos reconozcan. ¿Te acuerdas de la

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chaqueta amarilla que usaba el segundo oficialdel Clomer? Los daneses suelen llevarlas así.»

«No me acuerdo. Dime, ¿ocurren confrecuencia estas cosas en el mar?»

«¡Oh, sí! Es una ruse de guerre totalmentelegítima. También a menudo engañamos alenemigo con falsas señales, con cualesquieramenos las de socorro. Ten mucho cuidado con lapintura.»

En ese momento Stephen se cayó al mar, enel espacio que quedó entre el bote y la corbeta,al separarse las dos embarcaciones. Cayó degolpe, emergió cuando ambas se juntaban otravez, chocando con la cabeza contra ellas, y sehundió de nuevo haciendo burbujas. La mayoríade los tripulantes de la Sophie que sabían nadarsaltaron al agua, entre ellos Jack, y otroscorrieron con bicheros, un arpón para delfines,dos rezones pequeños, un horrible gancho conlengüeta sujeto a una cadena. Pero fueron loshermanos Esponja quienes lo encontraron acinco brazas de profundidad (sus huesos eranpesados, a pesar de su pequeña estatura, notenía nada de grasa y sus botines eran de suela

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de plomo) y lo sacaron con su ropa más negra delo habitual y su cara más pálida, chorreandoagua, furioso e indignado.

No fue un suceso de los que hacen época,pero tampoco careció de importancia, puessirvió de tema de conversación en la cámara deoficiales en un momento en que, para mantenerla apariencia de una comunidad civilizada, eranecesario un gran esfuerzo. Buena parte deltiempo James Dillon estaba abatido, distraído ysilencioso, y tenía los ojos enrojecidos de bebertanto grog, aunque con él no conseguíaemborracharse ni alegrarse. El segundo oficialtenía casi la misma actitud reservada, y desde suasiento lanzaba miradas furtivas a James de vezen cuando. Así que cuando todos se sentaban ala mesa, el tema que trataban, hasta agotarlo,era saber nadar: lo raro que era encontrarmarineros que supieran, sus ventajas (salvar lavida, el placer que proporcionaba, en climasidóneos, poder llevar un cabo hasta la orilla enuna emergencia), sus desventajas (entre otras, laprolongación de la agonía de la muerte en casode naufragio, o de caída por la borda sin ser

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visto, y el hecho de que fuera una burla para lanaturaleza, porque ¿era voluntad de Dios que elhombre nadara?), la extraña incapacidad paranadar que tenían las crías de foca, el uso deflotadores, la mejor manera de ejercitarse en elarte de nadar…

«La única forma correcta de nadar», dijo elcontador por enésima vez, «es juntar las manoscomo si uno estuviera rezando», y entrecerró losojos y juntó las manos exactamente de esamanera, «y moverlas rápidamente así». Esta vezle dio a la botella, que cayó en la fuente delpicadillo de carne con melaza al estilo escocés yluego, llena de espesa salsa, sobre las piernasde Marshall.

«Sabía que lo haría», gritó el segundo oficialdando un salto y limpiándose. «Se lo dije. Dije,"tarde o temprano tirará esa condenada botella".Además, usted no sabe dar ni una brazada, yhabla como si nadara igual que una malditanutria. Me ha estropeado mis mejores pantalonesde nanquín».

«No lo hice intencionadamente», dijo elcontador apenado. Y la tarde volvió a sumirse en

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una tremenda tristeza.En verdad, mientras la Sophie navegaba de

ceñida hacia el norte, bordada tras bordada, nopodía decirse que el ambiente a bordo fueraalegre. Jack estaba sentado en su hermosacabina leyendo el Boletín Oficial de la Armada.

Se sentía deprimido, no tanto porque habíavuelto a comer demasiado, ni porque en elescalafón estaban incluidos los nombres demuchos marinos de más alto rango que él, comoporque se había dado cuenta del sentimiento quehabía a bordo. No podía determinar cuál era lanaturaleza de la extraña aflicción que embargabaa Dillon y a Marshall. No podía saber que Dillon,muy cerca de él, trataba de vencer ladesesperación con una serie de invocaciones yun difícil intento de resignarse, mientras la partede su mente que no rezaba, cada vez másmecánicamente, transformaba su confusión y sudesdicha en odio contra el orden establecido,contra los capitanes y contra todos aquellos que,sin haberse visto en ningún momento de su vidaen un conflicto entre el deber y el honor, podíancondenarlo sin vacilación. Por otro lado, aunque

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Jack oía el crujido de las pisadas del segundooficial en cubierta, a pocas pulgadas por encimade su cabeza, tampoco podía adivinar que elpobre hombre estaba trastornadoemocionalmente y sentía en su tierno corazón laangustia y el miedo de que se conociera susecreto. Jack sabía muy bien que su mundohermético y autónomo, lamentablemente, noestaba en sintonía con el de ellos. Estabaatormentado por un deprimente sentimiento defracaso, de no haber logrado lo que se habíapropuesto. Le habría gustado mucho preguntarlea Stephen Maturin por las razones de su fracaso;le habría gustado mucho hablar con él sobrediferentes temas y tocar un poco de música; perosabía que una invitación a la cabina del capitánpodía considerarse casi una orden, aunque sólofuera porque rechazarla era algo excepcional. Eneso había estado pensando mucho hacía unosdías, cuando se había sentido tan sorprendidopor el rechazo de Dillon. Donde no habíaigualdad, no había compañerismo; cuando unhombre se sentía obligado a decir «sí, señor», suasentimiento no valía nada, aunque fuera sincero.

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Todas esas cosas las había aprendido en susmuchos años de servicio en la Marina, leresultaban evidentes; pero nunca había creídoque fueran tan reales ni que le pasarían a él.

Un poco mas abajo, en la camareta deguardiamarinas, casi desierta, la melancolía eraaún más profunda y allí sentados los cadetesestaban llorando. Desde que Mowett y Pullingsse habían ido como tripulantes de las presas, losdos guardiamarinas se habían alternado en elsistema de dos guardias, y consecuentementeninguno de ellos dormía más de cuatro horas.Esto les resultaba duro, porque les gustabaquedarse abrigados en el coy y estaban en unaedad en que se duerme como un lirón y se deseaestar siempre en la cama. Además, al escribirlas cartas que les habían ordenado, se habíanmanchado tanto de tinta que los habíanreprendido por su aspecto. Por otra parte,Babbington, a quien no se le ocurría nada queponer, había llenado las páginas preguntando portoda la familia y toda la gente del pueblo, porseres humanos, perros, caballos, gatos, pájarose incluso el gran reloj del vestíbulo, de manera

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que ahora sentía una abrumadora nostalgia.Tenía, además, llagas y manchas cubriéndole lacara y el cuerpo, resultado inevitable de susencuentros con rameras, y sentía el temor de quese le cayeran los dientes y el pelo, como le habíadicho el escribiente Richards, tan mayor yexperimentado y con tantos conocimientos. Lapesadumbre del joven Ricketts tenía otra causa.Su padre le había dicho que pensaba trasladarsea una urca o a un barco de transporte porque leparecían más seguros y acogedores, y él habíamostrado gran entereza ante la perspectiva de laseparación. Pero ahora parecía que no iban asepararse, sino que él también debíatrasladarse, y de esa forma sería arrancado de laSophie y de aquella vida que amaba tanapasionadamente. Marshall, viendo que se caíade cansancio, lo había mandado abajo; y allíestaba, sentado sobre su cofre con la cara entrelas manos y las lágrimas deslizándose entre susdedos, a las tres y media de la madrugada,demasiado cansado incluso para meterse en sucoy.

Delante del palo mayor había mucha menos

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tristeza, aunque algunos hombres -muchos másde lo habitual- esperaban con disgusto lamañana del jueves, cuando serían azotados. Y encuanto a los restantes tripulantes, en su mayoríano tenían otros motivos para estar tristes que eltrabajo duro y la media ración, pero puesto que laSophie era ya casi una comunidad, todos loshombres a bordo se habían percatado de quealgo iba mal, algo más que la irritación de losoficiales, algo que no sabían precisar pero quehabía acabado con la habitual corriente deafabilidad entre ellos. La tristeza del alcázar fueimpregnando toda la corbeta y llegó hasta elestablo, el pesebre e incluso los escobenes.

Así pues, la Sophie, considerada comocolectividad, no estaba en plena forma cuandose abría paso en medio de la noche entre lasráfagas de la tramontana que amainaba; nitampoco cuando el viento del norte, al amanecer,dejó paso (como es frecuente en esas aguas) aespirales de niebla que venían del suroesteanunciando un resplandeciente día,encantadoras para quienes no tienen quenavegar a través de ellas cerca de la costa. Pero

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esto no era nada en comparación con el estadode tensión y la inquietud, por no hablar delabatimiento e incluso el miedo que Stephen pudoobservar cuando se dirigía al alcázar alamanecer.

Lo había despertado el tambor llamando atodos a sus puestos. Inmediatamente había ido ala enfermería, y allí, con ayuda de Cheslin, habíapreparado su instrumental. Con el rostro radiantey ansioso, un marinero de las tierras altas habíaanunciado «un enorme jabeque cerca del cabo,muy próximo a la costa». El recibió la noticia conun ligero asentimiento y poco después se puso aafilar el bisturí; luego afiló las lancetas y la sierradentada con una pequeña piedra de afilar quecon esa finalidad había comprado en Tortosa. Eltiempo pasó y aquel marinero fue reemplazadopor otro de rostro pálido y muy nervioso, que letransmitió los saludos del capitán y sus deseosde que subiera a cubierta.

«Buenos días, doctor», dijo Jack. Y Stephennotó que su sonrisa era forzada y su mirada duray recelosa. «Parece que estamos metidos en unlío». Hizo una indicación con la cabeza hacia una

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hermosísima embarcación larga y puntiaguda, decolor rojo vivo, que se destacaba contra el oscuroacantilado. Estaba bastante hundida en el aguaconsiderando su tamaño (cuatro veces el de laSophie), pero llevaba colocada a popa unaespecie de plataforma volante que sobresalíamucho de la bovedilla, y desde la proa salíaproyectada una extraña pieza en forma de pico,unas seis yardas por delante de la roda. El palomayor y el de mesana tenían inmensas vergaslatinas curvas de doble rabisaco, cuyas velasatrapaban el viento del sureste para esperar aque la Sophie se acercara. Y las vergas tambiéneran rojas, como pudo notar Stephen a aquelladistancia. El costado de estribor, de cara a laSophie, tenía por lo menos dieciséis portas, y lascubiertas estaban abarrotadas de hombres.

«Es un jabeque-fragata de treinta y doscañones», dijo Jack, «y sólo puede ser español.Las portas abatibles nos engañaron porcompleto, y hasta el último momento pensamosque era un mercante; además, casi todos loshombres estaban abajo. Señor Dillon, haga quese oculten unos cuantos hombres más, sin llamar

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la atención. Señor Marshall, envíe tres o cuatrohombres, no más, a quitar el rizo de la gavia deltrinquete, y que lo hagan despacio, como sifueran marineros inexpertos. Anderssen, gritealgo en danés otra vez y deje ese cubobalanceándose en el costado». En voz más bajale dijo a Stephen: «¿Lo ve al muy zorro? Esasportas se abrieron hace dos minutos; estabanocultas por la condenada pintura. Y aunqueestaban pensando en guindar las vergas paravelas cuadras -fíjese en el palo trinquete- puedenponer de nuevo la jarcia latina en un momento yapresarnos enseguida. Debemos seguir nuestrorumbo, no tenemos alternativa, y veremos si esposible no llamar su atención. Señor Ricketts,¿tiene las banderas a mano? Quítese lachaqueta inmediatamente y guárdela en lataquilla. Sí, allá va». Sonó un disparo de aviso enel alcázar de la fragata, la bala saltó por delantede la proa de la Sophie, y cuando el humo sehabía dispersado, apareció la bandera española.«Adelante, señor Ricketts», dijo Jack. Labandera danesa lució de repente en el extremode un cangrejo, seguida de la bandera de

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cuarentena en el palo trinquete. «Pram, vengaaquí y salude moviendo los brazos. Dé órdenesen danés. Señor Marshall, vamos a facheartorpemente a medio cable de distancia, nomenos».

Más y más cerca. Silencio absoluto a bordode la Sophie; se podía escuchar el parloteo deljabeque. Justo detrás de Pram, en calzones ymangas de camisa, sin el abrigo de uniforme,estaba Jack al timón. «¡Mire a toda esa gente!»,le dijo a Stephen casi como si hablara para sí.«Debe de haber trescientas personas o más.Dentro de un par de minutos se dirigirán anosotros. Bueno, señor, Pram va a decirles quesomos daneses y que venimos de Argel, y leruego que usted lo apoye hablando en español, oen cualquier otra lengua que estime conveniente,cuando se presente la ocasión».

La pregunta se oyó claramente en la quietudde la mañana. «¿Qué bergantín?»

«Claro y en voz alta, Pram», dijo Jack.«¡Clomer!», gritó el oficial de derrota con la

chaqueta color de ante. Y desde el acantiladoretornó muy débil el grito «¡Clomer!» con el

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mismo matiz desafiante, aunque algo menosperceptible.

«Ponga en facha la gavia del trinquete, señorMarshall», murmuró Jack, «y haga permanecer alos marineros junto a las brazas». Murmurabaporque sabía muy bien que los oficiales de lafragata observaban el alcázar con sus catalejos ytenía la falaz idea de que el cristal de aumentotambién amplificaría su voz.

El bergantín comenzó a moverse y, al mismotiempo, los apretados grupos a bordo deljabeque, sus brigadas de artilleros, comenzarona dispersarse. Por un momento Jack creyó quetodo había terminado, y su corazón, hastaentonces tranquilo, comenzó a latir con fuerza yparecía saltarle en el pecho. Pero no. Un boteestaba desatracando.

«Tal vez no podamos evitar esteenfrentamiento», dijo. «Señor Dillon, los cañonesson de doble carga, me parece».

«Triple, señor», dijo James. Y cuandoStephen lo miró, advirtió aquella mirada alocaday feliz que había visto tan frecuentemente en añosanteriores, la fría mirada que tiene un zorro

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cuando está a punto de hacer algo terrible.La brisa y la corriente seguían llevando la

Sophie hacia la fragata. Los tripulantes de éstavolvían a su tarea de cambiar el aparejo latinopor el aparejo en cruz, y subían en enjambre a losobenques observando con curiosidad el dócilbergantín que estaba a punto de ser abordadopor su lancha.

«Salude al oficial, Pram», dijo Jack. Pram fuehasta el pasamanos, y en voz alta hizo en danésun enfático relato de su travesía, propio de unexperto marinero. Pero ocurrió algo absurdo:había empleado un danés macarrónico y noapareció la palabra Argel bajo ninguna formareconocible, sino que fue reemplazada por laspalabras costa berberisca, repetidas en vano.

El barquero español estaba a punto deenganchar el bichero cuando Stephen, hablandocon acento escandinavo un español fácilmentecomprensible, gritó: «¿Tienen ustedes uncirujano que conozca la epidemia que tenemos abordo?»

El barquero bajó entonces el bichero. Eloficial español preguntó: «¿Por qué?»

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«Algunos de nuestros hombres se pusieronmuy enfermos en Argel y tenemos miedo. Nosabemos qué es.»

«¡Ciar!», dijo el oficial a sus hombres.«¿Dónde han dicho que atracaron?»

«En Algiers, Alger, Argel. Fue allí donde losmarineros bajaron a tierra. Por favor, ¿sabeusted cómo es la peste? ¿Produce hinchazón ypústulas? Le ruego que venga a ver a esoshombres. Por favor, señor, coja este cabo.»

«¡Ciar!», dijo el oficial de nuevo. «¿Y bajarona tierra en Argel?»

«¿Nos mandará usted a su médico?»«No. ¡Pobre gente! ¡Que Dios y la Virgen os

protejan!»«¿Podemos ir a buscar medicinas? Por

favor, déjeme subir a su bote.»«No», respondió el oficial molesto. «No, no.

Manténganse alejados o les dispararemos.Váyanse a alta mar, el mar curará a esoshombres. ¡Vayan con Dios! ¡Y que tengan buenviaje!» Se vio al oficial ordenar al barquero quetirara el bichero al mar, y la lancha se alejóremando rápidamente para regresar al jabeque-

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fragata.Estaban a una distancia que les permitía

hablarse con facilidad, y desde la fragata una vozgritó algunas palabras en danés. Pram lecontestó y una figura alta y delgada apareció enel alcázar, sin duda el capitán, y preguntó sihabían visto un barco de guerra inglés, unbergantín.

«No», contestaron. Y cuando las dosembarcaciones comenzaban a separarse Jacksusurró: «Pregúntenle su nombre».

«¡Cacafuego!» La respuesta aún pudo oírsecon claridad, aunque cada vez los separaba unamayor superficie de agua. «¡Buen viaje!»

«¡Buen viaje tengan ustedes!»* * *

«Así que esa es una fragata», dijo Stephenmirando el Cacafuego.

«Un jabeque-fragata», dijo Jack. «Despaciocon esas brazas, señor Marshall, que no parezcaque tenemos prisa. Un jabeque-fragata. Unajarcia muy extraña, ¿verdad? Me parece que nohay nada más rápido. Tiene los baos anchospara poder soportar una gran presión de las

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velas, pero las varengas estrechas. Sin embargo,necesita una tripulación muy numerosa, puescuando navega de bolina tiene aparejo latino,¿sabe?, y cuando el viento es favorable, o seaque viene de popa o por las aletas, ese aparejose quita y se deja sobre cubierta, y en su lugar secolocan vergas para velas cuadras; muchísimotrabajo. Debe de tener trescientos hombres porlo menos. Ahora están poniendo el aparejo encruz, lo que significa que seguirán bordeando lacosta hacia el norte. Así que nosotros debemos irrumbo al sur, pues ya estamos muy hartos de sucompañía. Señor Dillon, vamos a echar unvistazo a la carta náutica».

«¡Dios mío!», dijo ya en la cabina juntando lasmanos y riéndose entre dientes. «Creí queestábamos perdidos esta vez: la corbetaquemada, hundida o destruida, y nosotroscolgados, ahogados o descuartizados. ¡Estedoctor es una joya! ¿Y qué me dice de cuandoagitaba el cabo y rogaba tan serio al oficial quesubiera a bordo? Yo lo entendí, aunque hablabamuy rápido. ¡Ja, ja, ja! ¿No le pareció la cosamás divertida del mundo?»

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«Muy divertida sin duda, señor.»«"Le ruego que venga", decía

lastimosamente agitando el cabo, y elloscomenzaron a retroceder serios y solemnescomo una bandada de búhos. "¡Le ruego quevenga!" Ja, ja, ja…! ¡Dios mío! Pero usted noparece muy divertido.»

«Para serle sincero, señor, yo estaba tanasombrado de que lográramos evadirnos queapenas tuve tiempo de reírme con la broma.»

«Bueno», dijo Jack sonriendo, «¿qué queríausted que hiciéramos? ¿Atacarlos?»

«Estaba convencido de que íbamos aatacarlos», dijo James con vehemencia. «Estabaconvencido de que esa era su intención. Yestaba encantado».

«¿Un bergantín de catorce cañones contrauna fragata de treinta y dos? Usted no hablará enserio ¿verdad?»

«Naturalmente que sí. Cuando ellos estabansubiendo la lancha y la mitad de la tripulaciónestaba ocupada con la jarcia, nuestra batería ynuestras armas ligeras los habrían hechopedazos, y con esta brisa los habríamos

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abordado antes de que se hubieran repuesto.»«¡Vamos, hombre! Tampoco habría sido un

acto muy honorable.»«Tal vez yo no esté muy capacitado para

juzgar lo que es honorable, señor», dijo Dillon.«Hablo simplemente como un hombre deacción».

* * *Mahón. La Sophie estaba rodeada por su

propio humo, pues disparaba sus dos baterías yun cañonazo de más como saludo a la banderadel almirante izada en el Foudroyant, el navíocuya masa imponente podía verse entre lasescaleras Pigtail y el muelle del arsenal.

Mahón. Los tripulantes de la Sophie queestaban de permiso se atiborraban de cerdorecién asado y dulces, con mucho alboroto,animados y contentos; había habido una granmatanza de cerdos, los tapones de los barrilesde vino saltaban, y las mujeres llegaban de todaspartes.

Jack estaba rígido en la silla. Las manos lesudaban y tenía la garganta seca y agarrotada.Las cejas de lord Keith eran negras y espesas,

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con algunos reflejos plateados, y desde debajode ellas lanzaba una mirada fría y penetrante alotro lado de la mesa. «¿Así que tuvo que hacerlopor necesidad?», dijo.

Hablaba del desembarco de los prisionerosen la isla Dragonera. Se había ocupado de estetema casi desde el principio de la entrevista.

«Sí, milord.»El almirante tardó unos instantes en

responder. «Si lo hubiera hecho por indisciplina,por no querer subordinarse al juicio de sussuperiores, me habría visto obligado aconsiderar más grave el asunto. Lady Keith loestima mucho, capitán Aubrey, usted lo sabe, y amí me entristecería que usted mismoobstaculizara el logro de sus expectativas. Poreso permítame que le hable con todafranqueza…»

Jack sabía que iba a ser desagradable encuanto vio la cara seria del secretario, pero estoera mucho más duro de lo que esperaba. Elalmirante estaba sumamente bien informado,conocía todos los detalles sobre él: reprimendaoficial por insolencia, incumplimiento de las

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órdenes en determinadas ocasiones, fama deser demasiado independiente, de temerario eincluso de insubordinado, rumores de malcomportamiento en tierra, borrachera, y otros. Elalmirante no veía ni la más mínima posibilidad depromoción a un empleo superior, aunque él nodebía tomárselo demasiado a pecho, puesmuchos marinos ni siquiera llegaban nunca acapitán y, por otra parte, los capitanes constituíanun cuerpo respetable. Pero un barco de línea nopodía ser confiado a un hombre obstinado que,formando parte de una flota, pudiera entablar unabatalla según sus propias nociones deestrategia. No, no había ni la más mínimaposibilidad, a menos que ocurriera algoextraordinario. El historial del capitán Aubreydejaba mucho que desear. Lord Keith hablabatranquilamente, con gran rigor, citando hechoscon mucha precisión y empleando las palabrasjustas. Al principio Jack había sufrido y se sentíaavergonzado y desasosegado, pero despuéssintió un ardor cerca de su corazón o un pocomás abajo, el inicio de una sensación de rabiaque iba en aumento y podría apoderarse de él.

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Bajó la cabeza, porque estaba seguro de que sele notaría en los ojos.

«Pero por otra parte», dijo lord Keith, «ustedtiene la principal cualidad que debe tener uncapitán. Es usted afortunado. Ninguno de losotros navíos que envié de crucero ha hecho tantodaño al comercio del enemigo. Ninguno ha hechoni la mitad de las presas que usted. Así que a suregreso de Alejandría lo enviaré otra vez decrucero».

«Gracias, milord.»«Esto provocará celos y algunas críticas, pero

la suerte es algo que raramente dura -al menoseso creo yo, por experiencia personal- y se debeaprovechar cuando se tiene.»

Jack expresó su reconocimiento, agradecióal almirante cortésmente su amabilidad al darleconsejos, le envió saludos respetuosos -afectuosos, si se le permitía- a lady Keith, y seretiró. Pero a pesar del crucero prometido, en sucorazón ardía un intenso fuego, y aunqueconsiguió hablar con serenidad, tenía aún unamirada tan terrible al salir que la expresiónirónica del centinela de la puerta se volvió de

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inmediato seria e impenetrable.«Si ese retaco de Harte piensa usar ese tono

conmigo», se dijo Jack saliendo a la calle yaplastando a un hombre contra una pared, «uotro parecido, le parto la cabeza, y a la mierda laMarina».

«Mercy, cariño», gritó al entrar en el Crown,«tráeme un vaso de vino. Eso es, buena chica. Yuna copita de aguardiente». Luego dijo: «Aldemonio todos los almirantes» y el vino joven, desuave fragancia, refrescó su garganta.

«Pero él es un almirante muy bueno, queridocapitán», dijo Mercedes sacudiéndole el polvode las solapas de su uniforme azul. «Él lo enviaráde crucero cuando usted vuelva de Alejandría».

Jack le dirigió una sagaz mirada y le dijo:«Mercy, querida, si supieras de las travesías delos españoles la mitad de lo que sabes de lasnuestras, no sabes qué feliz me harías». Sebebió de un trago el aguardiente y pidió otrovaso de aquel vino, un caldo excelente yrelajante. «Tengo una tía», dijo Mercedes, «quesabe muchas cosas». «¿Ah, sí, cariño? ¿Deverdad?», preguntó Jack. «Háblame de ella esta

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noche». La besó ausente, se caló el sombrerosobre su nueva peluca y dijo: «Ahora a ver a eseretaco».

Pero dio la casualidad de que el capitánHarte lo recibió con mucha más cortesía de lohabitual, lo felicitó por los sucesos de Moraira -«esa condenada batería nos causabaproblemas. Perforó el casco de la Pallas tresveces y derribó uno de los masteleros de laEsmeralda. Debíamos habernos ocupado de ellahace mucho tiempo»- y lo invitó a cenar. «Ytraiga también al médico, por favor. Mi esposame pidió muy especialmente que lo invitara».

«Estoy seguro de que estará encantado de ir,si no tiene ya un compromiso. Espero que laseñora Harte esté bien. Debo presentarle misrespetos.»

«¡Oh, sí! Está muy bien, gracias. Pero no semoleste en visitarla esta mañana porque ha ido amontar a caballo con el coronel Pitt; aunque nosé cómo se le ocurre ir con este calor. Por cierto,usted puede hacerme un favor». Jack lo miróatentamente, con rostro inexpresivo. «Mi asesorfinanciero quiere que su hijo salga a navegar, y

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usted tiene una plaza de guardiamarina vacante,así de sencillo. Es un hombre respetable y suesposa fue al colegio con Molly. Los conocerá enla cena».

* * *De rodillas, con la barbilla a la altura de la

mesa, Stephen observaba la mantis religiosamacho aproximarse a la hembra. Ella era un belloy robusto ejemplar de color verde. Estabaapoyada en sus cuatro patas traseras y manteníaen alto las dos delanteras, juntándolas enademán devoto. De vez en cuando unestremecimiento hacía inclinarse su cuerpo hacialas delgadas extremidades suspendidas en elaire, y entonces el macho, un ejemplar de colormarrón, retrocedía. Este avanzaba en línea recta,con el cuerpo paralelo a la mesa, estirando susdepredadoras patas delanteras, largas ydentadas, y con las antenas dirigidas haciadelante. Aunque había mucha luz, Stephen podíaver un curioso brillo interior en sus ojos grandes yovalados.

Deliberadamente, el macho volvió la cabezaunos cuarenta y cinco grados, como para mirarlo.

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«¿Trata de reconocerme?», se preguntóStephen subiendo la lupa para ver si detectabaalgún movimiento en las antenas. «¿Expresaconsentimiento?»

Así era sin duda, pues el macho llegó en treszancadas hasta donde estaba la hembra y se lesubió encima. Se agarró a los élitros de ésta consus patas. Luego juntó sus antenas con las deella y comenzó a darles sacudidas. Aparte de unmovimiento vibratorio, como el de un muelle, poraquel peso adicional, no hubo aparentementeninguna otra respuesta por parte de ella. Y pocodespués comenzó la vehemente cópula de losortópteros. Stephen puso su reloj exactamente enla hora y la anotó en un libro que estaba abiertoen el suelo.

Pasaron unos minutos. El macho cambió unpoco la forma de agarrar a la hembra. Ellacomenzó a mover ligeramente su cabezatriangular de izquierda a derecha. A través de lalupa, Stephen podía ver cómo abría y cerraba susmandíbulas. Entonces hubo una serie demovimientos que no pudo distinguir bien, tanrápidos que, a pesar de prestarles la máxima

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atención, no fue capaz de seguirlos. Y de repentela cabeza del macho se separó del cuerpo yquedó atrapada, como si fuera un limóndesgajado, entre las verdes patas de la hembra,todavía unidas en actitud orante. La hembramordió la cabeza y el brillo interior de aquellosojos desapareció. Sobre ella, el macho continuóla cópula aún con más vehemencia que antes,una vez eliminadas todas sus inhibiciones.«¡Ahí», dijo Stephen con gran satisfacción yapuntó la hora de nuevo.

Diez minutos después la hembra arrancó trespedazos del largo tórax de su pareja, de la partesuperior de éste, por encima de lasarticulaciones de las patas, y se los comióaparentemente con apetito, dejando caer trocitosquitinosos de caparazón. El macho seguía sobreella, sostenido firmemente por las patas traseras.

«¡Ah, está usted ahí!», exclamó Jack. «Lo heestado esperando un cuarto de hora».

«¡Oh!», dijo Stephen levantándose.«Perdóneme. Perdóneme. Sé que para usted lapuntualidad tiene mucha importancia, que lepreocupa mucho, y yo había atrasado el reloj

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para poner la hora exacta al principio de lacópula», dijo cubriendo despacio la mantisreligiosa y su almuerzo con una caja ventilada poragujeros. «Ya puedo irme con usted».

«No», dijo Jack. «No con esos horriblesbotines. A propósito, ¿por qué les ha puestosuela de plomo?»

En cualquier otro momento Jack hubieraobtenido una áspera respuesta, pero Stephen sedaba perfecta cuenta de que él no había pasadouna mañana agradable con el almirante y tan sólorespondió, mientras se cambiaba los botines porlos zapatos: «No hace falta tener una cabeza, nisiquiera un corazón, para darle a una hembratodo lo que necesita».

«Eso me recuerda…», dijo Jack, «¿tieneusted algo para que mi peluca se mantenga fija?Me he visto en una situación sumamente ridículacuando atravesaba la plaza. Dillon estaba delotro lado, con una mujer del brazo -creo que erala hermana del gobernador Wall- y yo le devolví elsaludo muy cortésmente. Me quité el sombrero yjunto con él se me quitó la condenada peluca.Puede usted reírse, y desde luego es algo muy

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gracioso, pero habría dado un billete decincuenta libras por no hacer el ridículo ante élallí».

«Aquí tengo un emplasto», dijo Stephen. «Lodoblaré y se lo pegaré en la cabeza. Lamentomuchísimo que tuviera este… contratiempo enpresencia de Dillon».

«Yo también», dijo Jack inclinándose paraque Stephen le pusiera el emplasto. Y entoncessintió el impulso de hacerle una confidencia,pues estaban en tierra y la relación entre ellosera muy diferente a la que tenían en el mar.«Nunca en mi vida había estado tandesconcertado, no sabía qué hacer.Prácticamente me acusó -me cuesta decir esapalabra- de comportamiento indebido despuésde nuestro encuentro con el Cacafuego. Primeropensé en pedirle explicaciones y unasatisfacción, naturalmente. Pero la situación esmuy peculiar, él siempre saldrá perdiendo. Si yoquisiera hundirlo, desde luego que lo conseguiría,y si él quisiera hundirme a mí, lo expulsarían de laMarina en un decir amén, así que ambas cosastendrían el mismo resultado para él».

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«Y la Marina es su pasión, no cabe duda.»«Y en cualquier caso, la Sophie se quedaría

en un estado lamentable… si cometiera undisparate. Además, es el mejor primer oficial queun capitán pueda desear. Es exigente pero no unnegrero, y un excelente marino; teniéndolo a él,uno no tiene que pensar siquiera un momento enla rutina diaria de la corbeta. Quiero creer que nofue esa su intención.»

«Claro que no lo fue. Él nunca pondría enduda su valor», dijo Stephen.

«¿No lo haría?», preguntó Jack mirandofijamente a Stephen mientras daba vueltas a lapeluca en la mano. «¿Le gustaría cenar con losHarte?», preguntó tras una pausa. «Yo tengo queir y quisiera que me acompañara, si no estácomprometido».

«¿Cenar?», preguntó Stephen como siacabaran de inventar la comida. «¿Cenar? ¡Oh,sí! Iré con mucho gusto, encantado».

«¿No tendrá por casualidad un espejo?»,preguntó Jack.

«No. No. Pero hay uno en la habitación delseñor Florey. Podemos entrar en ella cuando

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bajemos.»A pesar de que sentía un auténtico placer por

encontrarse bien, por llevar su mejor uniforme ysu dorada charretera, Jack no había escuchadoninguna opinión sobre su apariencia, y hasta esemomento apenas había pensado en ella más dedos minutos. Pero ahora, después de habersemirado detenidamente en el espejo durante largotiempo, dijo: «Creo que este lado lo tengohorroroso».

«Sí», dijo Stephen. «Sí, así es».Jack se había cortado muy corto el pelo que

le quedaba y había comprado aquella pelucapara cubrirlo. Pero no podía taparse con nada lacara quemada, la cual, además, se habíaenrojecido un poco por el sol, a pesar delungüento que le había dado Stephen Maturin;tampoco podía taparse el ojo hinchado, que traspasar por las diversas fases de una magulladura,ahora estaba amarillo y circundado por una franjaazul, de modo el lado izquierdo de su cara teníaun aspecto semejante al de un mandril.

Cuando terminaron de tratar sus asuntos conel agente que se ocupaba de las presas (tuvieron

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un amable recibimiento, con muchasinclinaciones de cabeza y sonrisas) fueronandando a su cita para cenar. Mientras Stephense quedó contemplando una rana de zarzal quehabía junto a la fuente del patio, Jack pudo estara solas con Molly Harte unos momentos en lafresca antesala.

«¡Por Dios, Jack!», exclamó mirándoloatentamente. «¿Llevas peluca?»

«Sólo por un tiempo», dijo Jackaproximándose a ella.

«Ten cuidado», murmuró ella poniéndosedetrás de una mesa de jaspe, ónix y cornalina detres pies de ancho por siete y medio de largo,que pesaba diecinueve quintales. «Laservidumbre…»

«¿En la glorieta esta noche?», susurró él.Ella negó con la cabeza, y sin palabras, con

un expresivo gesto de su cara, le dijo:«Indispuesta». Y luego, en un tono bajo peroperfectamente audible, un tono sensato, le dijo:«Permíteme que te cuente algo sobre esaspersonas que vienen a cenar, los Ellis. Ella erade buena familia, según tenía entendido. Iba a la

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escuela de la señora Capell conmigo, pero eramucho mayor que yo, desde luego; era una delas chicas mayores. Y se casó con el señor Ellis,de la City. Él es un hombre respetable, educado,muy rico, y se ocupa con habilidad de nuestrodinero. El capitán Harte le está sumamenteagradecido, lo sé. Y yo conozco a Leticia desdemuy pequeña, así que existe un doble… ¿cómollamarlo?… lazo de unión. Ellos quieren que suhijo sea marino, por eso me complacería muchoque…»

«Haré todo lo que esté a mi alcance paracomplacerte», dijo Jack con desánimo. Laspalabras nuestro dinero lo habían heridoprofundamente.

«Doctor Maturin, me alegro mucho de quehaya podido venir», dijo Molly Harte volviéndosehacia la puerta. «Le presentaré a una señora muyinstruida».

«¿De veras, señora? Me alegra saberlo. Ydígame, ¿en qué materia es instruida?»

«¡Oh, en todas!», dijo la señora Hartealegremente. Y ésta también parecía ser laopinión de Leticia, porque enseguida le dijo a

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Stephen qué era, según ella, lo más indicadopara tratar el cáncer y para los aliados en laguerra: la oración, el amor y seguir la doctrina deJesucristo. Era una rara criatura, pequeña y derostro inexpresivo, que parecía una muñeca; eratímida y a la vez satisfecha de sí misma, yademás extraordinariamente joven; hablabadespacio, moviendo el torso de un modo extraño,como si se retorciera, mirando al estómago o alcodo de su interlocutor, y por eso su exposiciónse hacía larga. Su marido era alto, de ojoshúmedos y manos sudorosas, con expresiónapacible y comedida, y patizambo; de no habertenido así las piernas, su aspecto habría sidoexactamente igual al de un mayordomo. «Si esehombre vive mucho tiempo», pensaba Stephencuando Leticia hablaba sin parar de Platón, «seconvertirá en un avaro. Pero lo más probable esque termine ahorcándose. Estreñimiento yalmorranas, y también pies planos».

Se sentaron a la mesa. Eran diez invitados entotal. A la izquierda de Stephen estaba la señoraEllis y a su derecha la señorita Wade, una chicasencilla y amable, con un excelente apetito que

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no se veía afectado por el húmedo calor, quealcanzaba los treinta grados, ni por los dictadosde la moda. Luego estaba Jack, después laseñora Harte, y a la derecha de ésta el coronelPitt. Mientras Stephen estaba enzarzado en unadiscusión con la señorita Wade comparando lascualidades del cangrejo de río y la langosta, lainsistente voz a su izquierda se fue haciendo másfuerte, hasta que fue imposible ignorarla. «No loentiendo. Usted es médico, según me han dicho,entonces ¿por qué está en la Marina? ¿Por quéestá en la Marina si es usted médico?»

«Por ser pobre, señora, por ser pobre.Porque en tierra no es oro todo lo que reluce. Yademás, desde luego, por el ferviente deseo demorir por mi patria.»

«El caballero bromea, querida», dijo sumarido al otro lado de la mesa. «Con todos esosbotines está forrado, como decimos en la City».

«¡Oh!», dijo Leticia sorprendida. «Es unapersona muy ingeniosa. Debo tener cuidado conél, ciertamente. Pero aun así, doctor Maturin,usted tiene que cuidar también a simplesmarineros, no sólo a guardiamarinas y oficiales, y

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eso debe de ser horrible».«Bueno, señora», dijo Stephen mirándola con

curiosidad. Para ser una mujer tan pequeña ycomedida había bebido una considerablecantidad de vino y la cara se le estaba llenandode manchas rojas. «Bueno, señora, yo lesencuentro un remedio rápidamente. Les sueloadministrar aceite de látigo de nueve cuerdas».

«¡Así se hace!», dijo el coronel Pitt, quehablaba por primera vez. «En mi regimiento notolero las quejas».

«El doctor Maturin es muy estricto», dijo Jack.«A menudo me pide que azote a los hombrespara quitarles la apatía y dilatarles las venas,todo a un tiempo. Cien latigazos en el portalóntienen el mismo efecto que quince libras desulfuro y melaza, se suele decir».

«Eso es disciplina», dijo el señor Ellisasintiendo con la cabeza.

Stephen notó que ya no tenía la servilletasobre las piernas y pensó que sin duda se habíacaído al suelo. Se agachó debajo de la mesapara recogerla, y en aquel espacio cubierto,semejante al interior de una tienda, vio las cuatro

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patas de la mesa y las dieciocho piernas de loscomensales. La señorita Wade se había quitadolos zapatos; a la mujer sentada frente a él se lehabía caído un pañuelo arrugado; la relucientebota militar del coronel Pitt estaba apoyadacontra el pie derecho de la señora Harte, y contrael pie izquierdo de ésta -a bastante distancia delderecho- se apoyaba el no menos voluminosozapato de hebilla de Jack Aubrey.

Se sucedieron los platos uno tras otro, conmediocres productos menorquines cocinadoscon agua inglesa; el vino también era mediocre,adulterado con agraz menorquín. Stephen oyóque su vecina de asiento decía: «Creo que tieneusted una gran autoridad moral en el barco»,pero en ese momento la señora Harte se levantóy, cojeando ligeramente, se dirigió al salón. Loshombres se agruparon entonces en la punta de lamesa y el turbio oporto pasó de mano en manouna y otra vez.

El vino había logrado animar al señor Ellis,desvaneciendo su inseguridad y su timidez. Éste,sintiéndose respaldado por su riqueza, hablabaahora a sus interlocutores de disciplina -de la

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importancia primordial del orden y la disciplina- yde la familia, la familia disciplinada, que era lapiedra angular de la civilización cristiana. Losoficiales con mando eran (así los llamaba él)padres de familias numerosas y demostraban suamor mediante el rigor. Rigor. Su amigoBentham, el caballero que había escrito Defenceof Usury (Defensa de la usura; un libro quemerecía estar impreso en letras de oro), habíacreado un instrumento de castigo. Rigor y temor;porque las dos fuerzas que movían el mundo eranla avaricia y el miedo. No había más que pensaren la Revolución francesa y en la infortunadarebelión que había tenido lugar en Irlanda, por nohablar -miraba maliciosamente a aquellos rostrospetrificados- de los desagradables incidentes deSpithead y Nore: todos provocados por laavaricia y reprimidos mediante el miedo.

El señor Ellis estaba muy familiarizado con lacasa del capitán Harte, porque sin preguntarnada fue hasta un mueble con una puertaemplomada, abrió la puerta y sacó un orinal; ymirando por encima del hombro siguió hablando.

Afirmaba que afortunadamente las clases

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más bajas, de un modo natural, respetaban yadmiraban a los caballeros desde su humildad; ysólo los caballeros estaban preparados para seroficiales. Dios lo había ordenado así, dijoabrochándose los botones de la portañuela desus calzones. Y sentándose de nuevo a la mesadijo que conocía una familia donde la disciplinaera sólida como la plata. La familia era algobueno; brindaría por la disciplina de ésta. Elcastigo físico era también algo bueno; brindaríapor el castigo físico, en todas sus formas. Quienbien te quiere te hará llorar, eso era cierto; ibanunidos amor y castigo.

«Debería usted hacernos una visita un juevespor la mañana y ver cómo el ayudante delcontramaestre demuestra su amor a quienescometen faltas», dijo Jack.

El coronel Pitt, que sin reparo había estadomirando al banquero fijamente con indisimuladodesprecio, soltó una carcajada y luego se fue,con el pretexto de resolver asuntos relacionadoscon su regimiento. Jack estaba a punto deseguirlo cuando el señor Ellis le pidió que sequedara y le permitiera decirle unas palabras.

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«Soy asesor financiero de la señora Jordán ytengo el honor de haber sido presentado alduque de Clarence», comenzó diciendo paraimpresionarlo. «¿Lo conoce?»

«Sí, conozco a Su Alteza», dijo Jack, quehabía sido compañero de tripulación de aquelmiembro de la casa de Hannover muy pocodestacado, irascible, falto de sensibilidad yarrogante.

«Me tomé la libertad de hablarle de nuestroHenry y le expresé nuestro deseo de que llegaraa ser un oficial, y él tuvo la amabilidad deaconsejarnos que ingresara en la Marina. Miesposa y yo hemos pensado mucho en ello ycreemos que es preferible para él un barcopequeño a un navío de línea, porque en éste haya veces bastante mezcla, usted ya me entiende,y mi esposa es muy especial, es descendientede la casa de Plantagenet; además, algunoscapitanes de este tipo de navío quieren que loscadetes tengan una asignación de cincuentalibras al año.»

«Siempre insisto en que a losguardiamarinas bajo mi mando se les garantice

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una asignación de cincuenta libras comomínimo.»

«¡Oh!», dijo el señor Ellis con ciertodesánimo. «Bien, pero creo que muchas cosaspueden conseguirse de segunda mano. Aunqueno es que me importe; al principio de la guerralos que estamos en la City le enviamos unmensaje a Su Majestad diciéndole que loapoyaríamos con nuestras vidas y nuestrasfortunas. Cincuenta libras, o incluso más, notienen importancia para mí si el barco es debuena categoría. La señora Harte, amiga de lainfancia de mi esposa, nos habló muy bien deusted, señor; y además, es usted un perfectoTory, exactamente como yo. Y ayer vimos alteniente Dillon, que es sobrino de lord Kenmare,según creo, y tiene una pequeña fortuna; nospareció un caballero. Así que, para noextenderme, señor, si usted acepta a mi hijo leestaré muy agradecido. Y permítame añadir»,dijo con una jocosidad que resultó embarazosa,claramente en contra de su propio buen juicio,«que con mi experiencia y mi profundoconocimiento del mercado de valores usted no

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se arrepentirá. Tendrá ventajas, se lo aseguro ¡ja,ja!»

«Creo que debemos reunimos con lasseñoras», dijo el capitán Harte sonrojándose porlo que había dicho su invitado.

«Lo mejor es que esté navegando un mesaproximadamente», dijo Jack poniéndose depie. «Entonces podrá saber si le gusta la Marinay si ha nacido para ser un hombre de mar, ydespués hablaremos de nuevo sobre el asunto».

«Siento haberlo metido en esto», dijo Jackcogiendo a Stephen por el brazo mientras ambosbajaban las escaleras Pigtail, por cuyas tórridaspiedras corrían las lagartijas. «No podía imaginarque Molly Harte fuera capaz de ofrecernos unacena tan horrible. ¿Se fijó en aquel soldado?»

¿El hombre vestido de escarlata y dorado,con botas?

«Sí. Es un perfecto ejemplo de lo que yo ledecía, de que en el ejército hay dos clases depersonas, unas sumamente amables y corteses,como mi querido tío, y otras estúpidas, torpes ybárbaras como ese tipo. Muy distinto que en laMarina. Lo he visto muchas veces y aún no

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puedo entenderlo. ¿Cómo pueden convivir esasdos clases? Espero que no moleste a la señoraHarte; ella a veces es tan franca y abierta, tanconfiada, que pueden engañarla.»

«Ese hombre, no me acuerdo de su nombre,el asesor financiero, es un caso digno deestudio.»

«¡Ah, ese!», dijo Jack sin ningún interés.«¿Qué se puede esperar de un hombre que sepasa el día sentado pensando en el dinero? Y elvino enseguida se le sube a la cabeza a ese tipode personas. Harte debe de tener mucho queagradecerle para invitarlo a su casa».

«Bueno, sin duda es un estúpido charlatán,superficial, ignorante y anodino, pero loencuentro fascinante. Es el perfecto burgués enun estado de fermentación social. Tiene la faciestípica de quien padece de estreñimiento y tienehemorroides, es patizambo y encorvado dehombros, tiene pies planos y torcidos haciaafuera, mal aliento, ojos desorbitados, y en suactitud hay una mezcla de sumisión y vanidad; y,por supuesto, se fijaría usted en esa afeminadainsistencia en la autoridad y el castigo físico

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cuando ya estaba completamente borracho.Apostaría a que es casi impotente. Esoexplicaría la imparable locuacidad de su mujer ysu deseo de dominar, combinados de modoabsurdo con sus gestos infantiles; y tambiénexplicaría la caída de su cabello: se quedarácalva en un año más o menos.»

«Entonces, si todo el mundo fueraimpotente», dijo Jack muy serio, «se evitaríanmuchos problemas».

«Y después de ver a los padres estoyimpaciente por ver al hijo, al fruto de la extraña einsípida unión de sus partes pudendas. ¿Será uncondenado sabelotodo? ¿Un autoritario? ¿Oacaso la resistencia de la infancia…?»

«Será el típico niño pesado, me parece a mí;pero al menos sabremos si puede sacarse algode él cuando regresemos de Alejandría. Así notendremos que cargar forzosamente con éldurante el resto de nuestra misión.»

«¿Ha dicho Alejandría?»«Sí.»«¿En el bajo Egipto?»«Sí. ¿No se lo había dicho? Debemos llevar

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un mensaje al batallón de sir Sidney Smith antesde emprender el próximo crucero. Él vigila a losfranceses, ¿sabe?»

«¡Alejandría!», exclamó Stephendeteniéndose en medio del muelle. «¡Quéalegría! No entiendo cómo es posible que no melo dijera lleno de satisfacción en cuanto me vio.¡Qué almirante más benévolo, pater classis!¡Cuánto aprecio su nobleza!»

«Bueno, no es más que un recorrido en línearecta desde un lado al otro del Mediterráneo, dealrededor de seiscientas leguas para cada lado,con escasísimas posibilidades de encontrarpresas tanto a la ida como a la vuelta.»

«¡No creía que usted pudiera ser tanmaterialista!», gritó Stephen. «¡Qué vergüenza!Alejandría es un lugar histórico».

«Así es», dijo Jack recuperando su habitualbuen humor y alegría de vivir al ver a Stephen tancontento. «Y si tenemos suerte también veremoslas montañas de Creta. Pero vamos, tenemosque subir a bordo; si nos quedamos aquíparados nos van a atropellar».

CAPÍTULO 9

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«Es ingrato por mi parte quejarme», escribióStephen, «pero cuando pienso que podría habercaminado por la ardiente arena del desierto deLibia, donde abundan (como nos cuentaGoldsmith) serpientes de diversa peligrosidad,que podría haber recorrido la costa de Canope,haber visto los ibis, los cuervos del lago Mareotisy tal vez incluso los cocodrilos, y que, sinembargo, pasé como un remolino por la costanorte de Creta, teniendo todo el día a la vista elmonte Ida; cuando pienso que llegamos a estarapenas a media hora de Citera y que a pesar demis ruegos no nos detuvimos, no facheamos,como dicen los hombres de mar; cuando piensoen las maravillas que se encontraban a tan cortadistancia de nuestra ruta -las Cícladas, elPeloponeso, la gran Atenas- y que no nosdesviamos de ella ni siquiera medio día; cuandopienso todo esto, tengo que hacer un esfuerzopara no desear que Jack Aubrey se vaya aldiablo. Pero, por otra parte, si en vez de ver estasituación negativamente, considerando las cosasposibles que no pude alcanzar, la veopositivamente, teniendo en cuenta lo que

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conseguí, ¡tengo tantos y tan fundamentadosmotivos para estar exultante! He visto el mar deHornero (aunque no vi su tierra), los pelícanos,los enormes tiburones blancos que los marinerosno perdieron la oportunidad de pescar, lasholoturias, las euspongia mollisima (las mismascon las que Aquiles llenó su casco, segúnPoggio), las indescriptibles gaviotas y lastortugas. Además, esos días de travesía puedencontarse entre los más tranquilos que he pasadoen mi vida; y podrían contarse entre los másfelices, si yo no me hubiera dado cuenta de queJ. A. y J. D. podrían matarse, de la forma máscivilizada posible, en la primera escala en tierraque hiciéramos, ya que en el mar no puede haberduelos, según parece. J. A. todavía estáprofundamente herido por algunos comentariossobre el Cacafuego, pues cree que con ellos seha cuestionado su valor; no puede soportar estaidea que ha hecho presa en él. Y en cuanto a J.D., aunque está más tranquilo, sus reaccionesson imprevisibles, pues siente una graninfelicidad y una inmensa rabia contenida; esarabia estallará de alguna forma, aunque no sé de

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cuál. Es como si él estuviera sentado en un barrilde pólvora, en una forja en plena actividad, conchispas saltando por todas partes (las chispasen mi metáfora serían los motivos de ofensa)».

En verdad, si no hubiera sido por esa tensión,por esa nube pasajera, habría resultado difícilimaginar una forma más agradable de pasar losúltimos días del verano que navegando por elMediterráneo a la máxima velocidad de lacorbeta. Ahora ésta navegaba mucho másrápido, pues Jack había encontrado su mejorpunto de equilibrio, redistribuyendo el peso en labodega para que se levantara la popa yhaciendo que los mástiles tuvieran la inclinaciónque los constructores españoles habíanproyectado. Además, los hermanos Esponja, conuna docena de los marineros que sabían nadar asus órdenes, habían pasado los largos períodosde calma en aguas griegas (su elemento natural)limpiando el casco de la corbeta. Stephenincluso recordaba una cálida tarde en que estabasentado mirando el mar envuelto en penumbra y,aunque la superficie sólo estaba algo rizada, laSophie atrapaba bastante viento en las juanetes,

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dejando en el agua una susurrante estela larga yrecta, una brillante franja de fosforescenciasobrenatural que se extendía un cuarto de milladetrás de ella. Días y noches de increíbleperfección. Noches en que la brisa jónica eraestable y abombaba la vela cuadra mayor -sesucedían las guardias sin que hubiera que tocarni una braza- y Jack y él permanecían en cubiertarascando sin parar sus instrumentos, entregadosa la música, hasta que las gotas de rocíodesafinaban las cuerdas. Y días en que elamanecer era tan hermoso y había tanta quietudque los hombres casi no se atrevían a hablar.

Había sido un viaje cuyos dos objetivos sehabían perdido de vista; un viaje que había validola pena en sí mismo. Por lo que se refería a lanavegación, la corbeta estaba bien gobernada,pues estaba a bordo de nuevo toda la tripulaciónque se había ido con las presas; no había muchotrabajo ni tampoco demasiada prisa; día tras díala rutina era la misma; día tras día se hacíanprácticas con los cañones, tratando cada vez dereducir en segundos el tiempo que se tardaba enhacer las descargas, y hubo un día, cuando la

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corbeta se encontraba situada a 16°31 'E, enque la guardia de babor consiguió hacer tresexactamente en cinco minutos. Y sobre todo, eltiempo había sido excelente y los vientosfavorables (excepto una semana más o menosen la que había habido calma, cuando estabanen la parte más oriental del Mediterráneo, pocodespués de haberse separado del escuadrón desir Sidney); tanto había sido así, que cuandocomenzó a soplar un levante moderado, en elmomento en que la escasez de agua habíaalcanzado un nivel tal que hacía realmentenecesario dirigirse a Malta, Jack dijopreocupado: «Es demasiado bueno para quedure. Me temo que cambiará enseguida».

Él estaba especialmente interesado en hacerun viaje rápido, un viaje extraordinariamenterápido que persuadiera a lord Keith de suconstante atención al cumplimiento del deber yde su seriedad. No había escuchado en su vidade adulto nada que lo hubiera desanimado más(después de darle vueltas) que los comentariosdel almirante sobre la promoción a un rangosuperior; eran comentarios hechos en tono

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amable, pero muy convincente, y se sentíaobsesionado por ellos.

«No creo que debiera usted preocuparse porun simple título, por un título que es casipuramente formal», dijo Stephen. «De todasmaneras, ya lo llaman capitán Aubrey, y despuésde ese ascenso lo seguirán llamando capitánAubrey, porque no creo que nadie le diga"capitán de navío tal y tal". ¿Acaso no será queusted se obstina en conseguir la simetría, queanhela llevar dos charreteras?»

«Ese anhelo ocupa un importante lugar en micorazón, desde luego, junto con el deseo deganar dieciocho peniques más cada día. Peropermítame puntualizar, señor, que se equivocapor completo en la afirmación que ha hecho.Actualmente me llaman capitán sólo por cortesía-dependo de la cortesía de un montón depersonas insignificantes- lo mismo que a uncirujano lo llaman por cortesía doctor. ¿Legustaría que cualquier maldito zoquete lo llamaraseñor Maturin cuando quisiera ser descortés? Encambio, si llego a ser capitán de navío algún día,seré capitán por derecho; pero tan sólo

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cambiaría mi charretera de un hombro al otro. Notendría derecho a llevar dos charreteras hastapasados tres años desde mi nombramiento. No.La razón por la que todo oficial de marina en susano juicio desea ardientemente ser nombradocapitán de navío es la siguiente: una vez que unopasa al otro lado de la barrera, pues, ¡ya está!¡Sí, ya está, mi querido amigo! Es decir, a partirde ese momento lo único que uno tiene quehacer para llegar a almirante es seguir vivo.»

«Y sin duda ese es el punto culminante de lafelicidad humana.»

«Desde luego que lo es», dijo Jack mirándolofijamente. «¿No le parece algo evidente?»

«Sí, claro.»«Entonces», dijo Jack sonriendo al pensar en

ello, «entonces, una vez incluido en el escalafón,uno va subiendo, tenga o no tenga barco, porantigüedad, en perfecto orden -de rear-admiralof the blue, rear-admiral of the white, rear-admiral of the red,30 vice-admiral of the Blue yasí sucesivamente… hasta arriba- no por méritosni por selección. Eso es lo que yo quiero. Hastallegar a ese punto uno está a merced del interés,

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de la suerte o de la aprobación de lossuperiores, viejos cascarrabias en su mayoría.Uno debe tener una actitud servil ante ellos yrepetir: "Sí, señor", "no, señor", "con su permiso,señor", "su más humilde servidor…" ¿Sienteusted ese olor a cordero asado? Vendrá a comerconmigo ¿verdad? He invitado al oficial y alguardiamarina de esta guardia».

30. Rear-admiral: Contraalmirante. Oficialgeneral de la Armada, inmediatamente inferior avicealmirante.

El oficial en cuestión resultó ser Dillon, y elguardiamarina el joven Ellis. Jack había decididodesde el principio que no debía notarse la rupturade sus relaciones ni debía cambiardrásticamente una costumbre arraigada, demodo que una vez por semana invitaba a comeral oficial (y a veces al guardiamarina) de laguardia de mañana, quienquiera que fuera; ytambién, una vez por semana, era invitado acomer con los oficiales. Dillon, por su parte,había aceptado tácitamente esta situación; portanto, él y Jack parecían estar en perfectaarmonía, y el hecho de que en su vida cotidiana

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se encontraran, por lo general, ante la presenciade otras personas, les ayudaba a guardar lasapariencias.

En aquella ocasión, la presencia de HenryEllis les servía de protección. Éste habíaresultado ser un chico normal y más agradablede lo que se esperaba. Aunque al principio erasumamente tímido y reservado, y Babbington yRicketts se burlaban de él de forma terrible,ahora que ya no era considerado un extraño,hablaba bastante. Pero no a la mesa del capitán;estaba sentado a ella callado y rígido, con loscodos pegados al cuerpo y las puntas de losdedos y los bordes de las orejasresplandecientes, y devoraba el cordero aenormes bocados que se tragaba enteros. Jacksiempre había sentido simpatía por los jóvenes, yen cualquier caso, pensaba que un invitadomerecía consideración a su mesa, así quedespués de invitar a Ellis a beber con él un vasode vino, le sonrió afablemente y le dijo: «Ustedesestaban recitando algunos versos en la cofa deltrinquete esta mañana. Unos versos excelentes,en mi opinión. ¿Eran del señor Mowett? El señor

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Mowett compone bonitos poemas». Y así era. Supoema dedicado a la nueva vela cuadra mayorrecién envergada había sido admirado por todosen la corbeta; pero su inspiración también lohabía llevado a escribir, con poco acierto, comoparte de una descripción general:

Blanca como las nubes en laresplandeciente luz del mediodía, su culo en lastraslúcidas aguas brilla.

Para entonces este pareado había acabadocon la fama que Mowett tenía entre los cadetes; yéstos lo habían recitado en la cofa para provocaraún más al joven.

«Por favor, ¿sería tan amable de recitarnosesos versos? Seguro que al doctor le gustaráescucharlos.»

«¡Oh, sí! Por favor, recítelos», dijo Stephen.El infeliz muchacho metió bruscamente un

gran trozo de cordero en uno de sus carrillos, sepuso muy pálido, y haciendo acopio de todas susfuerzas dijo: «Sí, señor». Fijó la vista en laventana de popa y comenzó:

«Blanca como las nubes en laresplandeciente luz del mediodía…

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¡Oh, Dios mío, no me abandones!Blanca como las nubes en la

resplandeciente luz del mediodía su c…»La voz le tembló, se extinguió y surgió de

nuevo débilmente, como un desesperadoespectro. Y por fin el joven logró decir en tonochillón «su culo»; pero no pudo continuar.

«Un verso muy bonito, ya lo creo», dijo Jackdespués de una breve pausa. «Y tambiénedificante. Doctor Maturin, ¿le apetece un pocomás de vino?»

Mowett apareció como un actor que entra enescena un poco después de la indicaciónconvenida. «Perdone que lo interrumpa, señor,pero hay un navío con las gavias izadas a tresgrados por la amura de estribor.»

En este maravilloso viaje no habían visto casininguna embarcación en alta mar, a excepciónde algunos caiques en aguas griegas y un barcode transporte que hacía su recorrido de Sicilia aMalta. Por eso, cuando finalmente eldesconocido estuvo lo bastante cerca para quepudieran verse desde cubierta sus gavias y unapequeñísima parte de sus mayores, todos lo

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miraban fijamente, con más intensidad de lohabitual. La Sophie había franqueado el canal deSicilia aquella mañana y viraba hacia el oestenoroeste con una brisa moderada del noroeste,teniendo el cabo de Teulada, en Cerdeña, aveintitrés leguas al norte cuarta al este, y PuertoMahón tan sólo a unas doscientas cincuentamillas. El desconocido viraba aparentemente alsursuroeste o al sur, como si se dirigiera aGibraltar, o tal vez a Orán, y estaba situado alnoroeste cuarta al norte de la corbeta. Si ambasembarcaciones mantenían su rumbo llegarían acruzarse, pero por el momento no era posibledecir cuál de ellas cortaría la estela de la otra.

Alguien que observara la Sophie desde fuerala habría visto escorar ligeramente cuando latripulación se agrupó en el costado de estribor,habría notado que en el castillo de proa cesabala excitada conversación y habría sonreído al vera dos tercios de la tripulación y a todos losoficiales fruncir los labios cuando el lejano navíolargó las juanetes. Eso significaba que aquél eracasi seguro un navío de guerra; casi seguro unafragata, o bien un navío de línea. Pero las

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juanetes no habían sido aferradas con lahabilidad propia de buenos marinos, y muchomenos con la que era característica en laArmada real.

«Haga la señal secreta, señor Pullings. SeñorMarshall, comience a alejarse. Señor Day,prepare el cañón.»

La bandera roja, formando una gran bola, seelevó por el palo trinquete, y al llegar arriba sedesplegó bruscamente y comenzó a ondear; ycuando la bandera blanca y el gallardeteestuvieron colocados en el tope del palo mayor,un cañonazo fue disparado por barlovento.

«Una bandera azul en el palo trinquete,señor», dijo Pullings, pegado a su telescopio. «Yun gallardete rojo en el palo mayor. La deltrinquete es la bandera de salida del puerto».

«¡A las brazas!», gritó Jack. «Suroeste cuartaal sur medio sur», le dijo al timonel, porqueaquella señal era la respuesta que se habíaquedado esperando seis meses antes. «¡Largadlas sobrejuanetes, las rastreras y las alas de lasgavias! Señor Dillon, le ruego que me diga suopinión».

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James se subió a las crucetas y dirigió elcatalejo hacia el distante navío; tan pronto comola Sophie cambió de rumbo, cabeceando entrelas olas que venían del sur, James contrarrestóaquel cambio de posición moviendo como unpéndulo el brazo que tenía libre y enfocó aldesconocido con su telescopio. Observó elcañón de bronce de proa, que lanzaba destellosbajo el sol de la tarde. Estaba seguro de que erauna fragata; todavía no podía contar sus portas,pero sin duda era una fragata muy potente. Yrefinada. También a bordo de ella estabanizando las rastreras y tenían dificultades en lamaniobra con una botavara.

«Señor», dijo el guardiamarina de la cofa delmayor al descender de ésta con un marinero.«Andrews cree que es la Dédaigneuse».

«Mírela de nuevo con mi telescopio», dijoDillon pasándole a Andrews su telescopio, elmejor de la corbeta.

«Sí. Es la Dédaigneuse», dijo el marinero, unhombre de mediana edad que cubría subronceado torso únicamente con un grasientochaleco rojo. «Observe la curva de su proa de

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moderno diseño. Fui prisionero a bordo de ellamás de tres semanas; me sacaron de un barcocarbonero».

«¿Cuántos cañones tiene?»«Veintiséis cañones de dieciocho en la

cubierta superior, señor, dieciocho largos deocho en el alcázar y el castillo de proa, y unolargo de doce, hecho de bronce, a proa. Meobligaban a sacarle brillo a ese cañón.»

«Es una fragata, señor, no cabe duda»,informó James. «Y Andrews, de la cofa delmayor, un hombre sensato, dice que es laDédaigneuse. Estuvo prisionero en ella».

«Bien», dijo Jack sonriendo, «es una suerteque ahora los días sean más cortos». Faltaban,en realidad, alrededor de cuatro horas para queel sol se pusiera; el crepúsculo no duraba muchoen esas latitudes y pronto habría total oscuridad.La Dédaigneuse, para alcanzar a la Sophie,tendría que navegar a una velocidad casi dosnudos superior a la de ésta, pero Jack no creíaque pudiera hacerlo; si bien estaba muy bienarmada, no se distinguía por su habilidad paranavegar como la Astrée o la Pomone. El puso

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entonces toda su atención en conseguir que suquerida corbeta alcanzara cuanto antes lamáxima velocidad. Podría suceder que nolograra escabullirse durante la noche -cuando élestaba en la guarnición de las Antillas, habíatomado parte en una persecución a lo largo demás de doscientas millas que había duradotreinta y dos horas- y cada yarda podría contar.Ahora el viento soplaba casi por la aleta debabor de la Sophie, no lejos del punto por dondeera más favorable y permitía navegar de maneraóptima, y la velocidad de ésta era de más desiete nudos; la tripulación, numerosa y bienadiestrada, había largado tan ágilmente lassobrejuanetes y las alas que durante los primerosquince minutos la corbeta parecía aventajar a lafragata.

«Quisiera que esto durara», dijo Jackmirando hacia el sol a través de la delgada ygastada lona de la gavia. Las prodigiosas lluviasde primavera en el Mediterráneo occidental, elsol griego y los fuertes vientos habían eliminadohasta la última partícula del acabado que elconstructor había dado a las velas, haciendo que

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éstas perdieran gran parte de su consistencia ycolgaran por la parte central y los rizos; no habíaproblema si navegaban con el viento en popa,pero si debían dar bordadas en suenfrentamiento con la fragata, el aparejoterminaría destrozado; nunca habían estado tancerca de que esto ocurriera.

Sin embargo, aquello no duró. Cuando en elcasco de la fragata se notó la presión de lasvelas que habían sido desplegadas lentamente,ésta trató de recuperar el tiempo perdido ycomenzó a dar caza a la Sophie. Al principio fuedifícil estar seguro de esto -en el horizonte, por laarrufadura, hubo relámpagos, y por debajo deellos apareció una oscura sombra- pero cuandopasaron cuarenta y cinco minutos su casco eravisible desde el alcázar de la Sophie; y Jackordenó largar la anticuada sobrecebadera,haciendo caer la corbeta otro medio grado.

Junto al coronamiento, Mowett le dabadetalles a Stephen sobre la vela que acababande largar en la Sophie; era una vela volante queiba sujeta por un nervio al extremo del botalón ytenía una raca de hierro y, desde luego,

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raramente se encontraba en un navío de guerra.Jack permanecía junto al último cañón de popade la batería de estribor con los ojos fijos en lafragata, tratando de no pasar por alto ninguno delos movimientos a bordo de ésta, y estabaabstraído en el cálculo de los riesgos quecorrerían al largar las alas de las juanetes conaquella brisa cada vez más intensa. Entonces seoyó un confuso rumor a proa y el grito «¡hombreal agua!» Casi al mismo tiempo, Jack vio pasara Henry Ellis arrastrado por la suave y ondulantecorriente, con expresión de asombro, haciendoun gran esfuerzo por sacar la cabeza del agua.Mowett le tiró la beta de un pescante. Henry sacólos brazos del agua y los extendió para agarrarsea ella, pero su cabeza se hundió y sus manos nopudieron alcanzarla. Enseguida quedó atrás,balanceándose en la estela.

Todos los rostros se volvieron hacia Jack,que tenía una expresión muy grave. Éste miróhacia el chico y luego hacia la fragata, que seacercaba navegando a ocho nudos. En diezminutos perderían una milla o más de ventaja; alfachear se destrozarían las alas; luego tardarían

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en ganar velocidad de nuevo. Noventa hombresestaban en peligro. Estas consideraciones seagolparon en su mente en breves instantes,mientras él se quedaba sin respiración; perotambién pensó en lo intensas que eran lasmiradas dirigidas hacia él y se acordó de losodiosos padres del chico y de que éste eraconsiderado casi un invitado, pues era unprotegido de Molly Harte.

«¡Desatracar el chinchorro!», dijo con vozáspera. «¡Preparados! ¡Todos preparados!Señor Marshall, ponga la corbeta en facha».

La Sophie viró rápidamente colocándosecontra el viento; el chinchorro saltó al agua. Nofue necesario dar muchas órdenes. Latripulación, casi sin decir ni una palabra, cambióla orientación de las vergas y redujo trapohaciendo pasar rápidamente por las poleas lasdrizas, los brioles y los chafaldetes; y Jack, apesar de su amargura y su rabia, admiró lahabilidad demostrada en la maniobra.

El chinchorro se deslizaba por el mar condificultad, tratando de atravesar de nuevo laestela de la Sophie lentamente, lentamente. Sus

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tripulantes miraban atentos por ambos lados dela embarcación, con el bichero metido en elagua, sin parar de moverlo. Una búsquedainterminable. Ahora por fin habían virado. Ycuando sólo les faltaba la cuarta parte delrecorrido para llegar a la corbeta, Jack vio através del catalejo cómo todos los remeros caíanviolentamente al fondo del bote, pues el primerode ellos remaba con tanta fuerza que su remo sehabía roto y él había caído hacia atrás.

«¡Jesús, María…!», murmuró Dillon a su lado.La Sophie había virado y se movía un poco

cuando el chinchorro llegó junto a ella. El jovenahogado fue subido a bordo. «Está muerto»,dijeron los hombres. «¡Nos haremos a la vela!»,dijo Jack. De nuevo se sucedieron lassilenciosas maniobras con asombrosa rapidez.Con demasiada rapidez; pues cuando aún lacorbeta no se había situado en su rumbo, nihabía alcanzado siquiera la mitad de la velocidadque tenía anteriormente, se oyó un horriblecrujido y la verga de la juanete de proa seresquebrajó por la parte sujeta por las eslingas.

Ahora se daban órdenes rápidamente.

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Stephen, al levantar la vista del cuerpo de Ellis,vio a Jack dando órdenes a Dillon, soltando unasarta de vocablos técnicos; luego éste, traselaborarlas, las transmitió a través de la bocina alcontramaestre y a los gavieros de proa, que seapresuraron a subir a lo alto de la jarcia. Jack diotambién instrucciones al carpintero y su brigada,calculó los cambios de las fuerzas que actuabanen la corbeta y le dio al timonel las indicacionespara seguir un rumbo apropiado. Por encima delhombro, dirigió la vista hacia la fragata, ydespués miró hacia abajo con mucha atención.«¿Puede usted hacer algo por él? ¿Necesitausted ayuda?»

«Su corazón ha dejado de latir», dijoStephen. «Pero me gustaría intentar… ¿podríacolgarlo por los pies en cubierta? No hay sitioabajo».

«Shannahan. Thomas. Echad una mano.Usad la estrellera y esa meollar. Haced lo que eldoctor os indique. Señor Lamb, esareparación…»

Stephen mandó a Cheslin a buscar lancetas,cigarros y el fuelle de la cocina. Y cuando el

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cuerpo inerte de Henry Ellis quedó suspendidosobre cubierta, lo dobló por la cintura dos o tresveces con la cara hacia abajo y la lengua afuera,sacándole un poco de agua. «Manténgalo así»,dijo, y lo pinchó con una lanceta detrás de lasorejas. «Señor Ricketts, tenga la amabilidad deencenderme ese cigarro». Los tripulantes de laSophie que no estaban ocupados en reparar laagrietada verga, ni en envergar de nuevo la vela yguindarla, ni en cambiar la orientación de lasvelas constantemente, ni en lanzar miradasfurtivas a la fragata, tuvieron la enormesatisfacción de observar lo que hacía el doctorMaturin. Con el humo del cigarro, Stephen llenó elfuelle y luego metió la punta de éste en uno de losagujeros de la nariz del paciente, mientras suayudante le mantenía cerrada la boca y el otroagujero de la nariz. Entonces insufló el humo acreen los pulmones de Ellis y dobló su cuerpo demodo que el vientre oprimiera el diafragma.Boqueadas, ahogo, una fuerte presión del vientresobre el diafragma, más humo, boqueadas másregulares, y finalmente Ellis tosió. «Ya puedenbajarlo», dijo Stephen a los fascinados

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marineros. «Los hay que nacen para sercolgados».

La fragata había recorrido una gran distanciaen ese tiempo, y ahora podían contarse susportas sin usar el catalejo. Era una potentefragata -cada una de sus baterías podía lanzar untotal de trescientas libras de metal, mientras quela Sophie sólo veintiocho- pero iba muy cargada,e incluso con aquel viento moderado teníadificultad para avanzar. Parecía estar haciendoun esfuerzo por navegar entre las olas querompían regularmente bajo la proa, salpicando lacubierta. Todavía continuaba acercándose a laSophie perceptiblemente. «Pero», dijo Jack parasí, «apuesto a que con esa tripulación arriará lassobrejuanetes antes de que oscurezca del todo».Por su atenta observación del modo de navegarde la Dédaigneuse, estaba convencido de quegran parte de los marineros eran inexpertos;incluso era posible que toda la tripulación fueranovata, ya que esto no era raro en los navíosfranceses. «Pero tal vez haga antes un tiro depunto en blanco».

Levantó la vista hacia el sol, que aún estaba a

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bastante distancia del horizonte. Y después de iry venir cien veces del coronamiento al cañón ydel cañón al coronamiento, observó que el solaún estaba a bastante distancia del horizonte,justo en el mismo lugar, brillando con absurdaviveza en el espacio entre el pujamen de la gaviay la verga, mientras que la fragata habíaavanzado ostensiblemente. Entretanto, la rutinadiaria de la corbeta continuaba casimecánicamente. Se dio la voz de rancho alcomenzar la guardia del primer cuartillo; y alsonar dos campanadas, cuando Mowettlevantaba la corredera, James Dillon preguntó:«¿Llamo a todos a sus puestos, señor?» Estabaun poco indeciso, pues no sabía cuáles eran lasintenciones de Jack, y por encima del hombro deéste miraba fijamente la Dédaigneuse, que seaproximaba brillando bajo el sol, con un aspectoimpresionante por todo el velamen que teníadesplegado y aquella especie de bigote blancoque la hacía parecer más veloz.

«¡Oh, sí, por supuesto! Veamos el resultadode la medición de Mowett y después, por favor,llame a todos a sus puestos.»

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«Siete nudos y cuatro brazas, señor, con supermiso», le dijo Mowett al primer oficial, que sedio la vuelta, se llevó la mano al sombrero y lerepitió el resultado al capitán.

Se oyó el redoble del tambor y retumbó encubierta el ruido ensordecedor de los pasos delos hombres, con sus pies descalzos, en elinterior del barco; todos ocuparon sus puestos.Luego se llevó a cabo el largo proceso de atarbonetas a las gavias y las juanetes, la colocaciónde contraestayes adicionales en los mastelerillos(pues Jack había decidido largar más velasdurante la noche), y cientos de pequeñoscambios de la tensión y la orientación de lasvelas. Todo esto llevó tiempo; pero el sol aúnbrillaba, y la Dédaigneuse se acercaba cada vezmás, y más, y más. Ésta llevaba demasiadovelamen desplegado en la parte superior de lajarcia y a popa, pero todo a bordo parecía hechode acero; nada se había roto ni se habíadesprendido (Jack precisamente tenía puestassus mayores esperanzas en ello) a pesar de quehabía dado dos bruscas guiñadas en la guardiadel segundo cuartillo que debían de haber dejado

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a su capitán paralizado. «¿Por qué no amollarála vela mayor por barlovento para que la fragatano soporte tanta presión?», se preguntó Jack.«Es muy práctico el condenado».

A bordo de la Sophie, se había hecho todo loque se podía hacer. Las dos embarcaciones,silenciosas, navegaban a gran velocidad por lascálidas aguas bajo el sol de la tarde; y la fragatase aproximaba a un ritmo constante.

«Señor Mowett», llamó Jack al terminar supaseo. Mowett se separó del grupo de oficialesque, desde el costado de babor del alcázar,miraban atentos la Dédaigneuse. «SeñorMowett…» Hizo una pausa. Desde abajo, medioapagados por el canto del viento que soplabapor la aleta y el crujido del aparejo, llegabanfragmentos de una suite para violoncelo. Ellarguirucho guardiamarina lo miró atento,dispuesto a servirlo, y por deferencia se inclinóhacia delante y trató de mantenerse así unosinstantes, adaptándose al rápido movimientoserpenteante de la corbeta. «Señor Mowett,¿sería tan amable de recitarme su poemadedicado a la nueva vela mayor?», dijo. «Me

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gusta mucho la poesía», añadió sonriendo al verla expresión tímida y asustada de Mowett,resultado de su tendencia a negarlo todo.

«Bueno, señor», dijo indeciso en tono afable.Luego tosió, y en un tono muy diferente,ceremonioso, dijo: «La nueva vela mayor», yprosiguió:

La vela mayor, por la ráfaga de vientorasgada,

con sus pedazos ondeando comogallardetes,

fue desenvergada.Con candalizas sujeta, otra nueva

enseguida espreparada,sube y se despliega bajo la verga,hasta los penoles se extiende el cabo

principal,y enseguida los puños altos y los envergues

hay que ayustar.Acabada esa tarea, primero las brazas hay

que filar,y luego hasta la castañuela el puño de

amura halar.

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Y mientras se baja el palanquín desotavento,

se tensan las escotas y se ajustan y amarrancon tiento.

«¡Excelente! ¡Estupendo!», exclamó Jackdándole palmadas en el hombro. «Merecepublicarse en la Gentleman’s Magazine, se loaseguro. Recite otros versos, por favor».

Mowett bajó los ojos con humildad, tomóaliento y comenzó de nuevo. «Poema ocasional:

¡Ah! Si yo tuviera el arte sagrado de Marotpara despertar en los corazones sensibles

lossentimientos,entonces expresaría, con palabras

insuperables,el espantoso horror de la costa a sotavento».«Sí, la costa a sotavento», murmuró Jack

asintiendo con la cabeza. Y en ese momento seoyó el primer cañonazo de la fragata. LaDédaigneuse había disparado el cañón de proa,y el ruido sordo del disparo había interrumpido elpoema de Mowett cuando aún faltaban cientoveinte versos. Sin embargo, no se vio caer

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ninguna bala hasta que el borde inferior del solestuvo sobre el horizonte; entonces una bala dedoce libras pasó junto al costado de estribor dela corbeta, rebotando a unas veinte yardas, justocuando Mowett llegaba al desafortunado dueto:

Aterrorizados por la inminencia de la muerte,tan sólo lástima de sí mismos en el pecho

sienten.Y él consideró que debía hacer una pausa

para explicar que «desde luego, señor, no eranmás que marinos mercantes».

«Bueno, esa es una interesante reflexión»,dijo Jack. «Pero me temo que ahora debointerrumpirlo. Dígale al contador quenecesitamos tres barriles de los más grandes yencargúese de que los suban al castillo de proa.¡Señor Dillon! ¡Señor Dillon! Construiremos unabalsa para colocar en ella un fanal de popa y treso cuatro faroles más pequeños; pero el trabajose debe hacer detrás de la trinquete, para no servistos».

Jack mandó encender el fanal de popa unpoco antes de lo habitual, y él mismo bajó a lacabina para comprobar si las ventanas de popa

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quedaban tan iluminadas como quería. Cuandoempezó a oscurecer, a bordo de la Dédaigneusetambién aparecieron luces, y poco despuésdesaparecieron las sobrejuanetes. Y así, con lassobrejuanetes aferradas, su oscura silueta serecortaba sobre el cielo violeta, mientras sucañón de proa, aproximadamente cada tresminutos, lanzaba rojas lenguas de fuego quepodían verse mucho antes de que su sonidollegara a la corbeta.

Venus se ocultó por la amura de estribor, ysin su presencia el firmamento quedó muchomenos iluminado. Desde hacía media hora, lafragata no disparaba, y sólo se podía calcular suposición por las luces. Parecía mantenerse a lamisma distancia; era casi seguro que semantenía a la misma distancia.

«Llevad la balsa a popa», dijo Jack.Entonces, el extraño artefacto, chocando con losbotalones de las alas y todo lo que quedaba a sualcance, fue llevado hasta el costado, y luego,balanceándose, fue bajado por él; tenía un fanalde popa colgado de un palo de la misma alturaque el coronamiento de la Sophie, y debajo

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cuatro faroles más pequeños formando una fila.«Necesito a un marinero que sea muy ágil yhabilidoso», dijo Jack. «¡Lucock!»

«¿Señor?»«Quiero que baje a la balsa y encienda los

faroles a medida que se apaguen a bordo losfaroles correspondientes.»

«Sí, señor. Encenderlos cuando se apaguenlos de a bordo.»

«Lleve esta linterna sorda y átese una cuerdaa la cintura.»

Era una operación difícil, con el mar agitado yla corbeta salpicando tanta agua al moverse. Yexistía la posibilidad de que alguno de loshombres de la Dédaigneuse, mirando a travésde su catalejo, descubriera a una figura actuandode modo extraño detrás de la popa de la Sophie.Pero ahora ya estaba hecho, y Lucock pasó porencima del coronamiento y se dirigió al alcázarenvuelto en sombras.

«Muy bien», dijo Jack en voz muy baja.«Soltad la balsa».

La balsa se alejó de la popa y Jack sintiócómo la Sophie hizo un movimiento brusco

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cuando fue liberada de la carga que arrastraba.Llevaba una loable imitación de las luces de lacorbeta, aunque cabeceaba demasiado, y elcontramaestre le había colocado cuerdasentrecruzadas simulando marcos de ventanas.

Jack la miró unos instantes y luego dijo:«Largad las alas de las juanetes». Los gavierossubieron, perdiéndose de vista inmediatamente,mientras todos en cubierta estaban muy atentos,inmóviles, mirándose unos a otros. El vientohabía amainado un poco, pero la vergaresquebrajada suponía un problema; y encualquier caso, el velamen desplegado hacía unagran presión…

Se ataron las empuñiduras de las alas reciéndesplegadas, se tensaron los contraestayesadicionales, y el rumor de la jarcia aumentó uncuarto de tono; la Sophie se movía másvelozmente. Los gavieros reaparecieron encubierta y se quedaron junto a sus atentoscompañeros, volviendo la vista hacia atrás paraobservar las luces cada vez más lejanas. No sedesprendió nada en el aparejo; la presióndisminuyó un poco. Y de repente, todos miraron

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hacia la Dédaigneuse, que había comenzado adisparar de nuevo. La fragata disparó una y otravez, una y otra vez; y de pronto se vio su costadoiluminado, pues había dado una guiñada paradispararle una andanada a la balsa; era unamagnífica visión, una larga hilera de brillantesfogonazos acompañados de un terribleestruendo. Sin embargo, la balsa no sufriódaños, y en la cubierta de la Sophie los hombresse reían entre dientes. Una andanada tras otra; lafragata parecía furiosa. Y finalmente se apagaronlas luces de la balsa, todas a un tiempo.

«¿Pensarán que nos hemos hundido?…», sepreguntaba Jack mirando el costado de la lejanafragata, «… o habrán descubierto el engaño?¿Se habrán detenido? En todo caso, estoyseguro de que no pensarán que hemos seguidorecto».

Pero una cosa era decir que estaba segurode ello y otra muy distinta era estar en el fondorealmente convencido, así que subió al tope ycomenzó a recorrer el horizonte con sutelescopio de noche, desde el nornoroeste alestenordeste; allí estaba cuando las Pléyades

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aparecieron en el cielo, y allí seguía al rayar elalba, e incluso al salir el sol; aunque ya paraentonces era evidente que, o bien habían dejadoatrás la fragata, o bien ésta, tratando de darlescaza, había tomado un nuevo rumbo, hacia eleste o el oeste.

«Nornordeste es el rumbo más probable»,pensó Jack entrecerrando los ojos a causa delbrillo cegador del sol que comenzaba a salir,mientras se apoyaba el catalejo contra el pechopara cerrarlo. «Eso es lo que yo habría hecho».Descendió del tope con dificultad, pasandorígido entre los aparejos, y fue hasta su cabinacaminando pesadamente. Mandó buscar alsegundo oficial para calcular cuál era la posiciónde la corbeta en esos momentos y, con los ojoscerrados, esperó a que él llegara.

Debían de estar ahora a cinco leguas delcabo Bougaroun, en la costa africana, pueshabían recorrido más de cien millas durante lapersecución, y buena parte de ellas desviándosede su rumbo. «Tendremos que navegar con elviento en contra, si volviera a soplar» -habíaestado rolando y amainando durante la guardia

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de media- «y mantenernos de ceñida lo más quepodamos. Pero aún así, adiós a una travesíarápida». Jack se echó hacia atrás y cerró denuevo los ojos, pensando en decir que eraestupendo que África no se hubiera movidohacia el norte medio grado durante la noche, ysonriendo por esta idea se durmió enseguida.

El señor Marshall hizo algunas observacionesque no obtuvieron respuesta. Contempló a Jackunos instantes y luego, con infinita delicadeza, lecolocó los pies sobre el baúl, lo tumbó y le pusoun cojín bajo la cabeza. Entonces enrolló lascartas náuticas y salió sigilosamente de lacabina.

Adiós a una travesía rápida, en efecto. LaSophie se dirigía hacia el nornoroeste, y elviento, cuando soplaba, venía precisamente delnornoroeste. Además, éste dejó de soplar variosdías consecutivos, y al final, hasta llegar aMenorca, los hombres tuvieron que remardurante doce horas seguidas, y atravesaron elgran puerto trabajosamente, llevando la lenguafuera, pues en los últimos cuatro días sólo habíanrecibido un cuarto de su ración de agua.

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* * *También salieron trabajosamente del puerto.

La lancha y el cúter remolcaban la corbeta y loshombres levantaban los pesados remos,mientras el hedor de las curtidurías, queimpregnaba el aire, los iba siguiendo.

«¡Qué lugar tan deprimente!», dijo Jackdesviando los ojos de la isla de la cuarentena.

«¿Piensa de verdad que lo es?», dijoStephen. Había subido a bordo con una piernaenvuelta en un trozo de lona que le habíaregalado el señor Florey. «A mí me parece quetiene sus encantos».

«Es que a usted le gustan mucho losreptiles», dijo Jack. «Señor Watt, se supone queesos hombres tienen que levantar los remos¿no?»

La más reciente decepción, o mejor dicho,humillación que había sufrido -insignificante perodolorosa- no tenía justificación. Él se habíaofrecido a llevar en su bote a Evans, de labombarda Aetna, aunque tenía que desviarse desu camino y pasar entre los navíosabastecedores y de transporte que componían el

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convoy que salía para Malta;Y Evans, mirando su charretera con su

habitual insolencia, había dicho «¿Dónde hascomprado ese galón?»

«En Paunch.»«Eso me parecía. En Paunch tienen nueve

partes de bronce; casi no les ponen oro puro.Enseguida se nota.»

Envidia y mala voluntad. Lamentablemente,Jack había oído varios comentarios de ese tipo,todos provocados por los mismos condenadosmotivos. En cambio, él nunca había sido groserocon nadie porque lo hubieran autorizado a hacerun crucero, ni porque hubiera tenido suerte conlas presas. Y por otra parte, tampoco habíatenido tanta suerte con las presas, no tanta comolos demás pensaban. El señor Williams lo habíarecibido con cara larga, y la causa era que partedel cargamento del San Carlo no había podidoconfiscarse, ya que había sido consignado por uncomerciante de Ragusa bajo protecciónbritánica; y los gastos del juicio ante el tribunaldel Almirantazgo habían sido muy altos. Y talcomo estaban las cosas en esos momentos,

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realmente casi no había valido la pena enviar laspresas más pequeñas. Por otro lado, en elastillero lo habían reprendido como a un niño porla rotura de la verga de la juanete, que despuésde todo era una simple vara y se había gastadomuy justificadamente. Y también por losbrandales. Pero sobre todo, se sentíadecepcionado porque Molly Harte, durante suestancia, sólo había estado allí una tarde y luegose había ido a pasar unos días con lady Warrenen Ciudadela; según había dicho, estabacomprometida hacía tiempo. Y Jack no habíaimaginado que esto tuviera tanta importanciapara él ni que lo hiciera tan infeliz.

Una serie de decepciones. Se sentíabastante satisfecho con Mercy y las cosas queésta le había contado, pero eso era todo. LordKeith se había hecho a la vela dos días antes deque él llegara y había dicho que era extraño queel capitán Aubrey no hubiera regresado en elplazo fijado, según le refirió el capitán Harte sintardar. En cambio, los horribles padres de Ellisno habían abandonado aún la isla, y él y Stephense vieron obligados a soportar su hospitalidad;

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había sido la única vez en su vida que Jack habíavisto compartir media botella de vino blancoentre cuatro. Decepciones. Los propiostripulantes de la Sophie, desenfrenados porhaber recibido un anticipo del dinero del botín, sehabían comportado mal, muy mal, inclusojuzgándolos según los patrones decomportamiento del puerto. Cuatro estaban enprisión por violación; otros cuatro se habíanquedado en los burdeles, pues no los habíanencontrado antes de que la Sophie zarpara; unose había roto la clavícula y una muñeca.«Estúpidos borrachos», dijo Jack mirandofurioso a los tripulantes que estaban en cubierta.Por otra parte, muchos de los marineros quellevaban los remos en el combés remaban condesgana y estaban todavía sucios, sin afeitarse yalgo desconcertados; algunos vestían aún sumejor ropa, la que usaban para bajar a tierra,toda manchada y baboseada. Había olor arancio, a tabaco de mascar, a sudor y aprostíbulo. «Ellos no hacen caso de los castigos.Nombraré a ese negro mudo, a King, ayudantedel contramaestre. Y prepararé un verdadero

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enjaretado; eso les ayudará a recordar lo quedeben hacer». Decepciones. Los rollos de lonanúmero tres y cuatro, de excelente calidad, quehabía encargado y pagado personalmente, no lehabían sido entregados. En las tiendas se habíanagotado las cuerdas de violín. Su padre le habíaenviado un carta en la que hablaba convehemencia, casi con entusiasmo, de lasventajas de volverse a casar, de la convenienciade tener una mujer que se ocupara del gobiernode la casa, de lo importante que era estarcasado, desde todos los puntos de vista,especialmente desde el social, pues la sociedadexigía al hombre ciertos requisitos. El rango,decía el general Aubrey, no tenía ningunaimportancia; la bondad del alma era lo quecontaba; y podían encontrarse personas de buencorazón y, sin duda, mujeres buenas incluso enuna choza; la diferencia de edad entre unapersona de sesenta y cuatro años y otra deveinte y tantos tenía muy poca importancia. Laspalabras «un viejo semental para una joven…»estaban tachadas, y había una flecha señalandola frase «que se ocupara del gobierno de la

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casa» con una anotación al lado: «sería casicomo un primer oficial de marina, creo yo».

Jack miró hacia su primer oficial que, al otrolado del alcázar, enseñaba al joven Lucock cómocolocar el sextante para medir la altura del solsobre el horizonte. Notaba que Lucock, aunquetrataba de contenerse, estaba muy entusiasmadopor conocer aquel misterio que le explicabancuidadosamente y (de forma más general) por suascenso; y eso fue causa de que su horriblehumor comenzara a mejorar. En ese momento,decidió que virarían hacia el sur y que bordeandola isla irían hasta Ciudadela. Quería ver a Molly.Quizás había algún malentendido que él aclararíaenseguida; y pasarían juntos una horamaravillosa en el jardín rodeado de altos murosque daba a la bahía.

Por detrás del castillo de San Felipe, unaoscura línea sobre el mar indicaba la formaciónde ráfagas de viento, posiblemente del oeste. Ydespués de dos horas con aquel calor queaumentaba por momentos, llegaron sudorosos ala altura del castillo, subieron la lancha y el cúter yse prepararon para hacerse a la vela.

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«Ponga rumbo a la isla del Aire», señorMarshall.

«¿Al sur, señor?», preguntó el segundo oficialasombrado, pues virar hacia el norte bordeandoMenorca era la forma más directa de llegar aBarcelona, y el viento les sería favorable.

«Sí, señor», dijo Jack secamente.«Sur cuarta al oeste», le dijo el segundo

oficial al timonel.«Sur cuarta al oeste, señor», replicó éste. Y

las velas de proa se hincharon rápidamente.Desde alta mar soplaba un fuerte viento,

cargado de salitre, llevándose consigo lasuciedad del ambiente. La Sophie escoró unpoco, animándose de vida nuevamente. Jack vioa Stephen alejarse de la bomba de tronco deolmo y dirigirse hacia popa, y cuando éste pasójunto a él le dijo: «¡Dios mío, es estupendo estaren el mar de nuevo! ¿No se siente usted en tierracomo una fiera enjaulada?».

«¿Como una fiera enjaulada?», repitióStephen. «No».

Hablaron despreocupadamente de variostemas, saltando de uno a otro. Hablaron de

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tejones, nutrias y zorros, de la caza del zorro, dealgunos casos de zorros de asombrosa astucia yperfidia y también de gran resistencia y buenamemoria. De la caza del ciervo y el jabalí. Ymientras ellos conversaban, la corbeta bordeabala costa menorquina.

«Recuerdo que una vez comí jabalí», dijoJack, que había recuperado su buen humor casipor completo. «Recuerdo que comí estofado dejabalí cuando tuve el placer de comer con ustedpor primera vez; usted me dijo lo que era. ¡Ja, ja!¿Se acuerda de aquello?»

«Sí. Y me acuerdo también de que hablamosde la lengua catalana, lo cual me trae a lamemoria algo que quería decirle ayer por latarde. James Dillon y yo fuimos hasta Ulla paraver sus monumentos prehistóricos -hechos porlos druidas, no cabe duda- y había doscampesinos separados por una cierta distanciaque se hablaban a gritos e hicieron comentariossobre nosotros. Le relataré la conversación. Elprimer campesino dijo: "¿Ves a esos herejespaseando tan satisfechos de sí mismos? Elpelirrojo es un descendiente de Judas Iscariote,

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no hay duda". El segundo campesino contestó:"Por donde pasan los ingleses, las ovejas tienenpartos prematuros o abortan; todos son iguales.¡Malditos sean! ¿Dónde van? ¿De dóndevienen?" El primer campesino dijo: "Van a ver lanaveta 31 y la taula d'en Xart.32 Vienen del navíode dos palos camuflado que está frente alalmacén de Pep Ventura. Zarpan el martes alalba para un crucero de seis semanas a lo largode la costa, desde Castellón al cabo de Creus.Han pagado los cerdos a cuatro dólares laveintena. Lo mismo digo. ¡Malditos sean!"».

31. Naveta: Monumento megalíticocaracterístico de Baleares. Es una sepultura paraincineraciones colectivas u osarios. Su plantarecuerda la forma de una nave rectangular otrapezoidal.

32. Taula. Monumento megalíticocaracterístico de Baleares. Está constituido poruna piedra vertical y otra plana horizontal queforman una T.

«El segundo campesino no era muy original»,dijo Jack. Y añadió pensativo y con un gesto deasombro: «No parece que los ingleses les gusten

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mucho. Y eso que, usted ya sabe, en los últimoscien años han estado bajo nuestra proteccióncasi en todo momento».

«Es sorprendente ¿no?», dijo StephenMaturin. «Pero lo que yo quería indicar es quenuestra aparición quizás ya no resultaráinesperada en la península, como usted supone.El comercio de pescadores y contrabandistas esfluido entre esta isla y Mallorca. En la mesa delgobernador español no faltan los cangrejos de ríode Fornells, la mantequilla de Xambo y el quesode Mahón».

«Sí, entiendo lo que quiere decir, y leagradezco mucho la atención que…»

Una oscura figura se alejó del acantilado quetenían a estribor; una figura de puntiagudas alas yenorme envergadura, siniestra como la muerte.Stephen dio un gruñido y le arrebató a Jack eltelescopio que llevaba debajo del brazo. Luego,apartando a Jack de su camino, se agachó juntoal pasamanos y apoyó sobre él el telescopio,enfocándolo con mucho cuidado.

«¡Un buitre leonado! ¡Es un buitre leonado!»,gritó. «Una cría de buitre leonado.»

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«Bueno», dijo Jack, y continuó sin dudarlo niun segundo: «parece que se le olvidó peinarse lamelena esta mañana». Trató de reprimir unacarcajada, enrojeciendo y arrugando la cara, yentrecerrando sus brillantes ojos azules, ydándose una palmada en el muslo se doblóhacia delante, alegre y divertido hasta elparoxismo. Y a pesar de la estricta disciplina dela Sophie, el timonel no pudo evitar contagiarse,y se le escapó un ahogado Jo, jo, jo! que fuecortado inmediatamente por el oficial de derrotaque gobernaba la corbeta.

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* * *«A veces», dijo James en tono confidencial,

«comprendo que sientas simpatía por tu amigo.Nunca he conocido a nadie que fuera capaz dedisfrutar tanto con una insignificante ocurrencia».

El segundo oficial estaba de guardia; elcontador estaba a proa haciendo cuentas con elcontramaestre. Jack estaba en su cabina,todavía risueño, ideando un nuevo camuflaje parala Sophie y pensando con deleite en lo feliz quesería su encuentro con Molly Harte esa tarde.Seguro que ella se sorprendería mucho de verloen Ciudadela y se pondría muy contenta. ¡Seríantan felices! En la cámara de oficiales, Stephen yJames jugaban ajedrez. James había lanzado unfurioso ataque, basado en el sacrificio de uncaballo, un alfil y dos peones, que casi habíaalcanzado el máximo nivel de error; y Stephenhabía estado pensando largamente cómo evitardarle jaque mate en tres o cuatro jugadas de unaforma más discreta que tirando al suelo eltablero. Finalmente decidió (por la granimportancia que daba James a estas cosas)quedarse allí sentado hasta que el tambor

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llamara a todos a sus puestos; y mientrasesperaba movía la reina en el airepensativamente, tarareando una melodía.

«Por lo que parece», dijo James rompiendoel silencio con sus palabras,«desafortunadamente, existe la posibilidad de unacuerdo de paz». Stephen frunció los labios ycerró un ojo. Él también había oído ese rumor enPuerto Mahón. «Así que espero, con la ayuda deDios, que podamos tomar parte en alguna batallaantes de que sea demasiado tarde. Tengocuriosidad por saber lo que pensarás de unaacción de guerra cuando participes en ella; lamayoría de los hombres la encuentran porcompleto distinta a lo que esperaban; pasa lomismo con el amor. Y es muy decepcionante,porque no es posible volver atrás. Ahora te tocaa ti».

«Lo sé perfectamente bien», dijo Stephencon aspereza. Miró a James y se sorprendió alver reflejada en su rostro la más absolutadesolación. El tiempo no había hecho lo queStephen esperaba, ni mucho menos. El barcoamericano seguía allí en el horizonte. Y añadió:

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«Entonces, ¿tú no crees que hemos tomadoparte en batallas?»

«Fueron simples peleas. Yo pensaba en algoa una escala mucho mayor.»

* * *«No, señor Watt», dijo el contador marcando

el último punto de su acuerdo privado con elcontramaestre, según el cual ambos obtenían eltrece y medio por ciento de una serie deprovisiones que pertenecían por igual a susrespectivos reinos, «usted puede decir lo quequiera, pero este jovencito terminará perdiendola Sophie, más aún, conseguirá que resultemosheridos o caigamos prisioneros. Y yo no quieropasar el resto de mis días en una prisiónfrancesa o española, y no digamos encadenadoa un remo en una galera argelina, soportando lalluvia y el sol y sentado sobre mi propioexcremento. Tampoco quiero que hieran a miCharlie. Por eso me traslado. Esta es unaprofesión que tiene sus riesgos, lo admito; yacepto que él corra riesgos. Pero, entiéndame,señor Watt, acepto que corra los riesgosnormales de la profesión, no éstos. No hacer

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locuras como la de aquella enorme batería de losdemonios; ni adentrarse en la costa de nochecomo si fuera el dueño del lugar; ni repostar aguaen cualquier parte con tal de seguir navegandoun poco más de tiempo; ni atacar todo lo que veindependientemente de su tamaño o su número.Velar por el propio interés me parece muy bien;pero no debemos pensar solamente en el propiointerés, señor Watt».

«Es cierto, señor Ricketts», dijo elcontramaestre. «Y le diré que a mí nunca me hangustado esas jaretas cruzadas. Pero se equivocausted al decir que únicamente vela por su propiointerés. Mire esa guindaleza acalabrotada, noexiste un cabo de mejor calidad. Y no tienefilástica dentro», dijo abriendo uno de loschicotes con un pasador. «Mírelo usted mismo,señor Ricketts. ¿Y sabe por qué no tiene filastica,señor Ricketts? Porque no es del astillero delRey, por eso; ¡ya quisiera ese maldito tacaño deBrown tener cabos así! Ricitos de oro lo comprócon su propio dinero, como el bote de pinturasobre el que está usted sentado». Y habríaañadido: «Para que vea, mezquino y avaro hijo

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de perra», si él no hubiera sido un hombrepacífico y callado y si el tambor no hubieraempezado a llamar a todos a sus puestos.

* * *«Que venga mi timonel», dijo Jack después

de que el tambor tocara la retirada. El mensajepasó -¡El timonel del capitán! ¡El timonel delcapitán! ¡Vamos! ¡Date prisa! ¡Ven corriendo!¡Te meterás en un lío! ¡Te van a linchar! ¡Ja, ja,ja!– y Barret Bonden apareció. «Bonden, quieroque los tripulantes del bote tengan un aspectoimpecable, que estén limpios y afeitados, y bienarreglados, con sombrero de paja, jersey deGuernesey y cintas».

«Sí, señor», dijo Bonden con rostroinexpresivo, a pesar de que en su interior seagolpaban las preguntas. ¿Afeitados?¿Arreglados? ¿Un martes? Ellos se lavaban losjueves y los domingos, cuando formaban pordivisiones; pero afeitarse un martes, en el mar,eso sí que era raro. Corrió a avisar al barbero dela corbeta. Y cuando ya la mitad de la tripulacióndel cúter, gracias a su arte, tenía la piel tersa ysonrosada, Bonden obtuvo respuesta a sus

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preguntas. Doblaban el cabo de Artrutx y, por laamura de estribor, había aparecido Ciudadela;pero en vez de seguir navegando hacia elnoroeste, viraron en dirección a la ciudad y, conla gavia del trinquete en facha, se detuvieron enaguas de quince brazas de profundidad, a uncuarto de milla del muelle.

«¿Dónde está Simmons?», preguntó James,pasando revista rápidamente a la tripulación delcúter.

«Está enfermo, señor», dijo Bonden. Y añadióen voz más baja: «Es su cumpleaños, señor».

James asintió con la cabeza. Sin embargo,haberlo sustituido por Davies no era muyacertado, pues aunque éste era de su mismaestatura y le servía su sombrero de paja con lacinta bordada con el nombre de Sophie, tenía lapiel de color negro azulado y no pasaríadesapercibido. De todas maneras, no habíatiempo de hacer nada al respecto, pues ya elcapitán se aproximaba luciendo su mejoruniforme, con su mejor sable y su sombrero delazo dorado.

«No creo que tarde más de una hora, señor

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Dillon», dijo Jack tratando de adoptar un tonosolemne y ocultar su excitación. Y cuando elcontramaestre daba las órdenes, bajó alinmaculado y reluciente cúter. Bonden habíacomprendido la situación mejor que Dillon;aunque la tripulación del cúter hubiera sido detodos los colores del arco iris, o inclusototalmente negra, al capitán Aubrey eso no lehabría importado en aquel momento.

El sol se puso en el cielo nuboso. Lascampanas de Ciudadela tocaban llamando alángelus, y las de la Sophie a la guardia delsegundo cuartillo. La luna, casi en plenilunio,atravesó las nubes hasta aparecer radiante en elcielo detrás del cabo Negre. Los marineroscolgaron los coyes. La guardia cambió. Todoslos guardiamarinas, contagiados de la pasión deLucock por la navegación, hicieron cálculos de laposición de la luna en su ascenso y de todas lasestrellas fijas. Ocho campanadas; la guardia demedia. Las luces de Ciudadela se apagaban.

«El cúter a lo lejos, señor», dijo el serviola porfin. Y diez minutos después Jack subía por elcostado de la corbeta. Estaba muy pálido, y a la

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luz intensa de la luna tenía el aspecto de unacalavera, pues parecía que su boca era unagujero negro y que las cuencas de los ojosestaban vacías. «¡Ah, si aún está usted encubierta, señor Dillon!», dijo intentando sonreír.«Nos haremos a la vela; los coletazos de la brisamarina nos alejarán de aquí», dijo, y con pasovacilante se dirigió a su cabina.

CAPÍTULO 10«Maimónides relata una anécdota sobre un

intérprete de laúd que, en una ocasión señalada,cuando se disponía a interpretar una pieza, seencontró con que no sólo se había olvidado deella sino también de la forma de tocar elinstrumento, la digitación, todo», escribióStephen. «A veces siento el temor de que puedapasarme lo mismo; y no es un miedo irracional,pues siendo niño tuve una experiencia similar, ami regreso a Aghamore tras ocho años deausencia, cuando fui a visitar a Bridie Coolan yella me habló en irlandés. Su voz me era muyfamiliar (ninguna podría serlo más, ella había sidomi nodriza) y también lo eran las propiaspalabras y la entonación; sin embargo, no podía

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entender nada, sus palabras no tenían ningúnsignificado para mí. Me quedé sin habla,desconcertado. Esto ha venido a mi memoria alhaber descubierto que ya no sé lo que sienten opretenden mis amigos, ni siquiera lo quepiensan. Está claro que J. A. tuvo una grandecepción en Ciudadela y sufre profundamentepor ello, más de lo que yo le creía capaz; y estáclaro que J. D. todavía se siente muy infeliz. Noobstante, fuera de eso no sé nada más; no mehablan y no los puedo seguir escudriñando. Y sinduda, mi irritabilidad no facilita las cosas. Deboimpedir que persista esta fuerte tendencia amostrar obstinación y hostilidad, a actuar conresentimiento (fomentada en gran manera por lafalta de actividad); pero también debo confesarque aunque los aprecio mucho, los mandaría alos dos al diablo, con sus ínfulas, suegocentrismo, su amor propio desmesurado y lainsistente incitación del uno al otro a realizarnotables proezas que podrían provocarinnecesariamente su muerte. Y no solamente lasuya, que es cosa de ellos, sino también la mía,e incluso la del resto de la dotación. Para ellos, la

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masacre de la tripulación, el hundimiento de lacorbeta y la destrucción de mis colecciones notiene ninguna importancia, sólo la tiene supundonor. Me indigna que sistemáticamenteconsideren los restantes aspectos de laexistencia insignificantes, sin valor,despreciables. Me paso la mitad del tiempoocupándome de purgarlos, hacerles sangrías, yprescribirles dietas blandas y somníferos. Losdos comen demasiado, y también bebendemasiado, sobre todo J. D. A veces pienso quese muestran reservados conmigo porque hanacordado batirse en cuanto bajen a tierra y estánseguros de que, si yo lo supiera, trataría deimpedirlo. ¡Qué aflicción tan grande provocan enmi alma! Si ellos tuvieran que restregar lascubiertas, izar las velas o limpiar el fondo de lacorbeta, no dirían tantas fanfarronadas. No losaguanto. Son sumamente inmaduros para suedad y su rango; aunque, en realidad, cabesuponer que si no lo fueran no estarían aquí. Loshombres maduros, los de mente equilibrada, nose embarcan en un navío de guerra, no vannavegando a la ventura por el océano en busca

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de violencia. Porque J. A., a pesar de susensibilidad (y lo cierto es que tocó suadaptación del Deh vieni con una delicadezaverdaderamente exquisita, justo antes de llegar aCiudadela), tiene una personalidad más propiade un capitán pirata del Caribe del siglo pasado.Y J. D., a pesar de su perspicacia, corre elpeligro de convertirse en un fanático, en unLoyola de nuestros días, si es que no recibeantes una herida de bala o un sablazo. Estoy muypreocupado por ese desafortunadocomentario…» Para sorpresa de la tripulación dela Sophie, al partir de Ciudadela no pusieronrumbo a Barcelona, sino al oeste noroeste; y alalba, cuando doblaban el cabo de Salou, a muycorta distancia de la costa, habían apresado unbarco de cabotaje español cargado enabundancia, de unas doscientas toneladas dearqueo y armado (pero sin disparar) con seiscañones de seis libras. Lo habían apresado porel lado más próximo a tierra, tan sencillamentecomo si se hubieran dado cita varias semanasantes y el capitán español hubiera acudidopuntual a ella. «Una acción muy rentable», dijo

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James observando la presa alejarse por el estecon viento favorable, rumbo a Puerto Mahón,mientras ellos se dirigían, dando bordadas, haciael norte de su zona de crucero, una de las rutasmarítimas más concurridas del mundo. Pero noera ese el comentario de James (aunquedesafortunado también) en que Stephenpensaba.

No. Aquello había pasado más tarde,después de la comida, cuando él y Jamesestaban en el alcázar hablando en tono cordial,con naturalidad, sobre las diferencias entre lascostumbres de los países. Habían citadoalgunas: los españoles eran trasnochadores; losfranceses se levantaban de la mesa y pasaban alsalón todos juntos, hombres y mujeres; losirlandeses permanecían sentados a la mesabebiendo vino hasta que uno de los invitadossugería pasar al salón; entre los ingleses, era elanfitrión quien sugería pasar al salón; todostenían una forma de batirse muy diferente.

«Los duelos son muy raros en Inglaterra»,observó James.

«Ya lo creo», dijo Stephen. «La primera vez

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que estuve en Londres, me sorprendió el hechode que allí un hombre podía pasarse un año sinreunirse con otros».

«Sí», dijo James. «Y las ideas sobrecuestiones de honor también son muy distintasen los dos reinos. Hasta ahora he provocado alos ingleses, sin obtener respuesta, de un modoque en Irlanda necesariamente hubiera dadolugar a un duelo. Nosotros los llamaríamostimoratos o, tal vez mejor, cobardes». Seencogió de hombros, y estaba a punto decontinuar cuando se abrió la claraboya de lacabina empotrada en el suelo del alcázar, yasomaron por ella la cabeza y los anchoshombros de Jack. «Nunca hubiera imaginadoque una expresión tan afable pudiera volverse tanairada y malévola», pensó Stephen.

«¿Dijo esto J. D. a propósito?», escribió.«No estoy seguro, pero sospecho que sí. Es uncomentario similar a los que ha hechoúltimamente, tal vez sin mala intención pero conevidente falta de tacto, que tienden a provocarrecelo, e incluso odio y desprecio. Antes losentendía a los dos, ahora no. Sólo sé que cuando

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J. A. está furioso con sus superiores, irritado porla subordinación que exige la Marina, excitadopor su temperamento nervioso e inquieto (ocomo ahora), lastimado por la infidelidad de suamante, recurre a la violencia y a la acción paradesahogarse. Y J. D., aunque empujado porsentimientos muy distintos, hace lo mismo. Sinembargo, creo que hay una diferencia entre ellos,pues mientras J. A. sólo añora el ruidoensordecedor de la batalla, la gran actividadmental y física que conlleva, y la sensación deestar viviendo intensamente el momentopresente, mucho me temo que J. D. desea algomás». Cerró el libro y permaneció con los ojosfijos en la tapa mucho tiempo y con elpensamiento lejos, muy lejos de allí, hasta queuna llamada a la puerta lo hizo volver a la Sophie.

«Señor Ricketts», dijo, «¿en qué puedoayudarlo?»

«Señor», dijo el guardiamarina, «dice elcapitán que si le gustaría subir a cubierta paraver la costa».

* * *«A la izquierda del humo, hacia el sur, está la

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montaña de Montjuich, con el gran castillo; y esesaliente a la derecha es la Barceloneta», dijoStephen. «Y a lo lejos puede verse el Tibidabo,elevándose detrás de la ciudad; allí vi porprimera vez el halcón de patas rojizas, cuandoera niño. Luego, si seguimos una línea que partadel Tibidabo, pase por la catedral y llegue hastael mar, nos encontramos con el Moll de la SantaCreu y el gran puerto comercial y, a la izquierda,con la dársena donde están atracados los barcosdel Rey y las cañoneras».

«¿Muchas cañoneras?», preguntó Jack.«Creo que sí, aunque nunca me preocupé por

saberlo.»Jack asintió con la cabeza. Observó de nuevo

la bahía atentamente para retener en la memoriatodos sus detalles, y después, inclinándose haciacubierta exclamó: «¡Cubierta! ¡Bajarlo ahora,lentamente! ¡Babbington, mueva ese cabo!»

Stephen se elevó unas seis pulgadas porencima del tope en que se encontraba. Tenía lasmanos cruzadas para evitar agarrarseinconscientemente a cabos, vergas y poleas, alpasar junto a ellos mientras Babbington lo hacía

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subir, con la agilidad de un simio, hasta elbrandal de barlovento. Luego, desde aquellaaltura vertiginosa, descendió en el vacío hastacubierta, y allí fue sacado de la canasta en quehabía subido; lo habían metido en ella porquetodos a bordo pensaban que no tenía en absolutola destreza de un hombre de mar.

Les dio las gracias con la mirada ausente yse dirigió abajo, donde los ayudantes del velerocerraban con una costura el coy en que reposabael cuerpo de Tom Simmons.

«Estamos esperando a que suene el disparo,señor», dijeron. Y en ese momento, apareció elseñor Day con balas de cañón de la Sophiemetidas en una red.

«Pensé que debía ocuparme de él», dijo elcondestable disponiéndolas a los pies del jovencon mano experta. Y añadió inmediatamente:«Fue compañero mío en la Phoebe, aunque yadesde entonces no gozaba de buena salud».

«¡Oh, sí! Tom siempre fue enfermizo», dijouno de los ayudantes del velero cortando el hilocon su colmillo roto.

Sus palabras y la extraordinaria benevolencia

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de su mirada tenían por objeto consolar aStephen por haber perdido a su paciente, pues apesar de todos los esfuerzos de éste, su estadode coma se había agravado los últimos cuatrodías hasta llegar al desenlace fatal.

«Dígame, señor Day», dijo cuando los velerosse habían ido, «¿cuánto bebía al día? Les hepreguntado a sus amigos, pero me respondencon evasivas; sin duda, me mienten».

«Naturalmente que sí, señor, porque la leyprohibe beber alcohol. ¿Cuánto bebía al día?Bueno, Tom era un tipo de buen comportamiento,así que probablemente tendría la racióncompleta, y bebería tal vez uno o dos sorbospara acompañar las comidas. En total debía deser casi un litro.»

«Así que un litro. Es mucho, pero mesorprende que esa cantidad le cause la muerte aalguien. En una mezcla de tres partes por una,equivale a ciento cincuenta gramos más omenos, y puede provocar una borrachera, perono es letal.»

«¡Dios mío!, dijo el condestable mirándolocon afecto y lástima a la vez. «Esa cantidad no

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es de mezcla, doctor. Es de ron».«¿Un litro de ron? ¿De ron puro?», gritó

Stephen.«Eso mismo, señor. A cada hombre se le da

medio litro dos veces al día, de modo quedispone de un litro para la comida y la cena, y aesa cantidad se le añade el agua. ¡Oh Diosmío!», dijo riéndose y dándole palmaditas alcadáver que estaba junto a ellos. «Si a latripulación se le diera grog sólo con un cuarto delitro de ron y tres partes de agua, pronto estallaríaun sangriento motín. Y además, con toda larazón».

«¿Un litro de alcohol por día, para cadahombre?», dijo Stephen rojo de ira. «¿Un vasogrande? Hablaré con el capitán; insistiré en quelo tire por la borda».

* * *«Y así entregamos su cuerpo al mar», dijo

Jack cerrando el libro. Los compañeros derancho de Tom Simmons inclinaron el enjaretado;se oyó el sonido de la lona al resbalar por él yluego un suave impacto, e inmediatamente lasburbujas ascendieron en el agua transparente

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formando una gran columna.«Ahora, señor Dillon», dijo sin haber perdido

totalmente el tono formal con el que había hechola lectura, «creo que podemos seguir con lasarmas y la pintura».

La corbeta estaba al pairo, tan lejos deBarcelona que ésta ya no podía verse en elhorizonte. Y poco después de que Tom Simmonsllegara al fondo, a cuatrocientas brazas deprofundidad, estaba terminando detransformarse en un paquebote blanco con laborda negra, con un guindaste -en realidad, untrozo de cabo que se mantenía vertical con unaestrellera- representando el palo que lleva esetipo de embarcación para la vela de capa. Ymientras tanto, la piedra de amolar colocada enel castillo de proa giraba sin parar, afilando elborde y la punta de alfanjes, picas y hachas deabordaje, y también de las bayonetas de losinfantes de marina, las dagas de losguardiamarinas y los sables de los oficiales.

Todos en la Sophie estaban muy ocupados,pero tenían, extrañamente, una expresión grave.Era natural que, después de enterrar a un

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hombre, sus compañeros de rancho, e inclusosus compañeros de guardia, se sintieranabatidos (porque Tom Simmons era muyapreciado; de lo contrario, estando moribundo,no le habrían regalado nada en su cumpleaños).Sin embargo, esa gravedad afectaba a toda latripulación; ya no se oía cantar de repente unamelodía en el castillo de proa, ni hacer en alta vozlos chistes de costumbre. Había una atmósferatranquila, cargada de melancolía, sin el menorasomo de ira o rabia; y Stephen, tumbado en sulitera (había pasado toda la noche en vela con elpobre Simmons) trataba de encontrar unapalabra que la definiera ¿Era sofocante?…¿Espantosa?… ¿Premonitoria? Pero a pesardel terrible ruido que hacían el señor Day y subrigada en el pañol de tiro, apartando las balasque tenían óxido u otra irregularidad, cientos ycientos de balas de cañón de cuatro libras, yhaciéndolas rodar con estruendo detrás de elloshasta un nivel más bajo, donde chocabanestrepitosamente unas contra otras al caer, apesar de todo eso, Stephen se durmió sinhaberla encontrado.

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Se despertó al oír su nombre. «¿El doctorMaturin? No, por supuesto que no puede ver aldoctor Maturin», decía el segundo oficial en lasala de oficiales. «Puede dejarme el mensaje yyo se lo daré a la hora de comer, si paraentonces se ha despertado».

«Quería preguntarle qué remedio iría bienpara un guardainfante», dijo Ellis con voztemblorosa y ahora lleno de dudas.

«¿Y quién le dijo que se lo preguntara?Seguro que ha sido ese bribón de Babbington.¡Qué vergüenza! ¿Cómo puede ser tan tontodespués de todas estas semanas en el mar?¿No sabe usted que el guardainfante es unapieza del cabrestante?»

Sin duda, en la camareta de guardiamarinasaún no había aquella atmósfera de tristeza, o talvez la hubo y ya había desaparecido. Pensó en loaislada que era la vida interior de los jóvenes; sufelicidad era completamente independiente delas circunstancias. Recordó su propia infancia;vivía con intensidad el presente, pues la felicidad,entonces, no estaba en mirar retrospectivamenteni hacia el futuro… En ese momento, al oír el

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pitido del contramaestre llamando a comer, sintióde repente un agudo pinchazo en el estómago ysacó las piernas de la litera para bajarse.«Comienzo a actuar por instinto, como loshombres de mar», pensó.

Aquellos días eran estupendos, comosiempre lo eran los primeros de un crucero;todavía todos tenían un comportamiento amableen la mesa. Dillon estaba de pie, con la cabezainclinada bajo los baos, cortando una excelentepierna de cordero. «Cuando suba a cubierta seencontrará con una prodigiosa transformación.Ya no somos un bergantín, sino un paquebote»,le dijo a Stephen.

«Con un palo de más», dijo el segundo oficiallevantando tres dedos.

«¿Ah sí?», dijo Stephen pasando su plato conimpaciencia. «¿Podrían decirme por qué se hahecho el cambio? ¿Para lograr mayor velocidad,por conveniencia, para mejorar la apariencia?»

«Para despistar al enemigo.»La comida transcurrió entre comentarios

sobre los diferentes aspectos de la guerra, lascualidades del queso de Mahón y el de Cheshire,

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y la sorprendente profundidad que tenía elMediterráneo a muy corta distancia de la costa. Yuna vez más, Stephen observó aquella curiosahabilidad de los marinos (sin duda, resultado depasar muchos años en el mar y de seguir latradición de generaciones que habían vividoencerradas juntas en una embarcación) por laque incluso un hombre tan tosco como elcontador contribuía a que la conversación no seinterrumpiera y a suavizar posturas encontradas ytensiones, recurriendo generalmente a tópicos,pero proporcionándole la suficiente fluidez paraconseguir que la comida resultara no sóloagradable sino también bastante amena.

«¡Tenga cuidado doctor!», dijo el segundooficial sujetándolo por detrás en la escala detoldilla. «La corbeta empieza a balancearse».

Era cierto; y aunque la cubierta de la Sophieestaba a muy poca distancia por encima de loque podría llamarse la sala de oficialessubmarina, en ella el movimiento se notabamucho más. Stephen se tambaleó, se agarró aun candelero y miró ansioso al segundo oficial.

«¿Dónde está esa prodigiosa

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transformación?», preguntó. «¿Dónde está esetercer palo que va a despistar al enemigo?¿Dónde está la gracia de burlarse de un hombrede tierra adentro, qué broma es ésta? Leaseguro, señor bufón, que cualquier miserableborracho de poteen33 sería más consideradoque usted. ¿No se da cuenta de que eso estámuy mal?»

33. Poteen: Whisky irlandés de destilacióncasera, elaborado de forma ilegal.

«¡Oh, señor!», exclamó el señor Marshallimpresionado por la mirada de Stephen, en laque una extraordinaria ferocidad había aparecidosúbitamente. «Le doy mi palabra… Señor Dillon,se lo ruego…»

«Querido compañero de tripulación,cálmese», dijo James. Y acompañó a Stephenhasta el guindaste, es decir, el cabo tenso quebajaba paralelo al palo mayor, unos quincecentímetros por detrás de él. «Puedo asegurarleque para cualquier marinero esto es un palo, esel tercer palo; y enseguida verá usted colocar enél una vela de capa, muy parecida a la vela decuchillo, al mismo tiempo que se coloca una

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mesana redonda en la verga situada justoencima de nosotros. En alta mar, ningúnmarinero nos tomaría por un bergantín».

«Bien», dijo Stephen. «Tengo que creerle.Señor Marshall, le ruego que me perdone porhablar a la ligera».

«No tiene importancia, señor. Tendría ustedque hablar mucho más a la ligera paraincomodarme», dijo el segundo oficial, que eraconsciente del aprecio que Stephen sentía por ély lo valoraba mucho.

La marejada se extendía desde la lejanacosta africana, y aunque las pequeñas olas de lasuperficie la ocultaban, se notaban sus largos yuniformes intervalos cuando desde la corbeta seveía subir y bajar el horizonte. Stephen podíaimaginarse muy bien las grandes olas rompiendocontra las rocas de la costa catalana yabalanzándose sobre las playas de guijarrospara luego retroceder, arrastrándolos con unensordecedor estrépito. «Ojalá que no llueva»,dijo. Muchas veces, al principio del otoño, habíavisto cómo en aquel mar en calma se formabamarejada; luego se levantaba viento del sureste,

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el cielo tomaba un color amarillento y la cálidalluvia caía torrencialmente sobre la uva, justocuando estaba lo bastante madura pararecogerla.

«¡Barco a la vista!», exclamó el serviola.Era una tartana de mediano tamaño, bastante

hundida en el agua, que navegaba contra la brisafresca del este, seguramente procedente deBarcelona. Se encontraba a dos grados por laamura de babor de la corbeta.

«¡Qué suerte que esto no sucediera una horaantes!», dijo James. «Señor Pullings, presentemis respetos al capitán y comuníquele que hayuna embarcación desconocida a dos grados porla amura de babor». Antes de que acabara dehablar, Jack había subido a cubierta, con supluma en la mano y un intenso brillo en los ojosque reflejaba su gran excitación.

«¿Sería tan amable…?», le dijo Jack aStephen dándole la pluma. Y subió corriendohasta el tope como un niño. La cubierta estaballena de marineros realizando las tareas de lamañana, cambiando la orientación de las velascuando la corbeta tomaba discretamente un

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nuevo rumbo para aislar a la tartana de la costa,y corriendo de un lado a otro con pesadascargas. Stephen, después de haber chocado doso tres veces con ellos y de oír con frecuencia quele susurraban «con su permiso, señor» y «¿mepermite pasar? ¡Oh, perdón, señor!», se dirigiótranquilamente a la cabina, se sentó sobre el baúlde Jack y se puso a reflexionar sobre lanaturaleza de una comunidad; su realidad, lasdiferencias entre ella y cada uno de losindividuos que la componen y el modo en que seestablece la comunicación dentro de ella.

«¡Vaya, está usted aquí!», dijo Jack alregresar a la cabina. «Me temo que no es másque la tartana de un navío mercante. Esperabaque fuera algo mejor».

«¿Cree que podrá atraparla?»«¡Oh, sí! Creo que sí, incluso aunque virara en

este momento. Pero yo esperaba una pelea,como decimos nosotros. No sé cómoexplicárselo, pero una pelea despierta la mente;sus negras pócimas de ruibarbo y sen y sussangrías no son nada comparadas con ella.Dígame, si no surge ningún impedimento,

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¿podríamos interpretar alguna pieza musical estanoche?»

«Me complacería muchísimo», dijo Stephen.Miró a Jack e imaginó cómo sería cuando seapagara la llama de su juventud: grueso, de pelocano y autoritario, o cuando menos, violento ymalhumorado.

«Sí», dijo Jack, y vaciló como si fuera a decirmuchas más cosas. Pero no las dijo, y pasadosunos instantes regresó a cubierta.

La Sophie se deslizaba velozmente por elagua, sin haber largado más velas y sin mostrarninguna intención de acercarse a la tartana;parecía un paquebote que seguía tranquilamenteuna ruta mercantil fija en dirección a Barcelona.Pasada media hora, pudieron ver que la tartanallevaba cuatro cañones y la tripulación eraescasa (el cocinero ayudaba en las maniobras),y que tenía un aire terriblemente despreocupado,de embarcación neutral. No obstante, cuando latartana se preparaba para virar hacia el sur,después de dar una bordada, la Sophie izó lastrinquetillas en un momento, largó las juanetes yarribó con asombrosa rapidez; la tartana,

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realmente sorprendida, no pudo virar y se abatióde nuevo sobre el bordo de babor.

Cuando estaban a media milla de distancia,el señor Day (a quien le encantaba apuntar conun cañón) le disparó cerca del pie de la roda, y latartana se mantuvo al pairo con la verga bajahasta que la Sophie se situó paralela a ella yJack le ordenó a su capitán que subiera a bordo.

«Caballero, él lo sentía mucho, pero no podía;si pudiera lo haría con gusto, caballero, pero sele había roto el casco de la lancha», decía con laayuda de una jovencita encantadora,seguramente su amante o algo parecido. «Y entodo caso, él era de Ragusa y, por tanto, neutral;era neutral y se dirigía a Ragusa en lastre». Elhombrecillo moreno golpeó la lancha parareforzar sus palabras; y, en efecto, ésta tenía unagujero.

«¿Qué tartana?», preguntó Jack.«Pola», respondió la jovencita.Se quedó pensativo; estaba de mal humor.

Las dos embarcaciones subían y bajaban, ycuando el movimiento del oleaje era ascendente,aparecía la costa por detrás de la tartana. Para

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colmo de su irritación, vio al sur un barcopesquero navegando rápidamente con el vientoen popa, y luego otro detrás, dos barcas longasvigilantes. Los tripulantes de la Sophiepermanecían silenciosos observando a la mujer;se lamían los labios y tragaban.

Esa tartana no iba en lastre; se trataba deuna estúpida mentira. También dudaba quehubiera sido construida en Ragusa. Y Pola tal vezno fuera su verdadero nombre. «Bajar el cúter yabordarlo al costado», dijo. «Señor Dillon, ¿aquién tenemos a bordo que hable italiano? JohnBaptist es italiano».

«Y Abram Codpiece, señor; tiene nombre decontador.»

«Señor Marshall, llévese a Baptist y aCodpiece y compruebe todos los detallesrespecto a la tartana, revise su documentación yregistre la bodega e incluso la cabina si lo creenecesario.»

El cúter se abordó con la corbeta; el barquerotenía mucho cuidado de mantenerse apartadodel costado recién pintado. Los hombres,armados hasta los dientes, saltaron a bordo de

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éste por un cabo que pendía del penol de laverga principal, prefiriendo romperse la cabeza oahogarse antes que estropear la pintura negra,aún fresca, de la borda tan primorosamentepintada.

Remaron hasta la tartana y la abordaron.Marshall, Codpiece y John Baptist entraron a lacabina. Se oyó una voz femenina que subía detono, encolerizada, y luego un agudo grito. Loshombres del castillo empezaron a dar saltos,mirándose con rostros resplandecientes.

Marshall reapareció en cubierta. «¿Qué le hahecho usted a esa mujer?», gritó Jack.

«Le di un puñetazo, señor», respondióMarshall flemático. «La tartana es tan raguseacomo yo. El capitán sólo habla francés, diceCodpiece, no italiano. La señorita llevadocumentos españoles en su delantal, y labodega está llena de fardos destinados aGénova».

«¡Bruto infame! ¡Qué vileza golpear a unamujer!», dijo James en voz alta. «¡Y pensar quetengo que compartir el rancho con un individuoasí!»

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«Ya verá cuando se case, señor Dillon», dijoel contador riéndose entre dientes.

«Muy bien hecho, señor Marshall», dijo Jack.«Muy bien hecho. ¿Cuántos tripulantes hay?¿Qué aspecto tienen?»

«Hay ocho personas, señor, contando lospasajeros; parecen tipos rebeldes y peligrosos.»

«¡Entonces, mándelos para acá! SeñorDillon, por favor, elija los hombres que integraránla tripulación de la presa». Mientras hablabaempezó a llover, y con las primeras gotas llegóun sonido que les hizo volver la cabeza; uninstante después todos miraban fijamente haciael noroeste. No eran truenos, eran disparos.

«¡Deprisa con esos prisioneros!», gritó Jack.«¡Señor Marshall, venga con ellos! No lemolestará encargarse de la mujer ¿verdad?»

«No me importa, señor», dijo Marshall.Cinco minutos más tarde ya estaban

navegando de nuevo, desplazándosediagonalmente a la dirección de la marejada, conun rápido movimiento serpenteante. Ahora teníanel viento de través, y aunque habían aferrado lasjuanetes muy rápido, tardaron media hora en

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dejar atrás la tartana.Stephen estaba observando la larga estela

apoyado en el coronamiento, con el pensamientoa mil millas de allí, cuando notó que una mano letiraba suavemente del abrigo. Se volvió y vio aMowett, que le sonreía, y a Ellis, a ciertadistancia detrás de éste, que a gatas,terriblemente mareado, vomitaba por un pequeñoagujero cuadrado de la amurada, un escotillón.«¡Señor, señor», dijo Mowett, «se estáempapando!».

«Sí», dijo Stephen. Y tras una pausa añadió:«Es por la lluvia».

«Así es, señor», dijo Mowett. «¿No preferiríabajar para no mojarse? ¿O quiere que le traigauna capa aguadera?»

«No, no, no. Es usted muy amable. No…»,dijo Stephen con aire distraído. Y Mowett, que nohabía tenido éxito con la primera parte de sumisión, pasó animadamente a la segunda, queconsistía en hacer que Stephen dejara de silbar,porque ponía muy nerviosos e intranquilos a loshombres que estaban en el alcázar y los quehacían guardia a popa, y a la tripulación en

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general. «¿Me permite que le explique algo denáutica, señor…? ¿Oye usted otra vez esoscañones?»

«Por favor», dijo Stephen dejando de fruncirlos labios.

«Bien, señor», dijo Mowett señalando hacia laderecha, en dirección a Barcelona, con el brazoextendido sobre el mar grisáceo y embravecido.«Eso es lo que nosotros llamamos costa asotavento».

«¿Ah, sí?», dijo Stephen con un brillo en lamirada que denotaba cierto interés. «Es esasituación que a ustedes les desagrada tanto,¿verdad? ¿No será un simple prejuicio; unacreencia impuesta por la tradición, una merasuperstición?»

«¡Oh, no, señor!», exclamó Mowett. Y leexplicó lo que significaba navegar con la costa asotavento; se perdía barlovento al virar enredondo, era imposible virar si el viento erafuerte, era inevitable derivar a sotavento en casode estar en medio de un vendaval que soplarajusto en dirección a la costa, y en esa situaciónse sentía un tremendo pavor. Sus palabras

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habían tenido como fondo el intenso ruido de loscañones, a veces en forma de roncos rugidosque se sucedían durante medio minuto, y otrascomo una sorda detonación. «¡Oh, cuánto megustaría saber qué está ocurriendo!», exclamóinterrumpiendo su explicación, poniéndose depuntillas y estirando la cabeza.

«No tiene por qué temer», le dijo Stephen.«Pronto el viento soplará en la dirección de lasolas; esto pasa muy a menudo en lasanmiguelada. ¡Si se pudieran proteger las viñascon un inmenso paraguas!»

Mowett no era el único que se preguntabaqué estaría ocurriendo. El capitán y el primeroficial de la Sophie, anhelando escuchar el fragorde una batalla y experimentar en ella unsentimiento de liberación, un sentimientoprofundamente humano, permanecían en elalcázar uno junto a otro pero a la vezinfinitamente distantes, mirando fijamente haciael noroeste y escuchando con atención lossonidos que llegaban desde allí. Casi todos losrestantes miembros de la tripulación estabanigualmente atentos; y también los hombres del

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Felipe V, un navío corsario español de sietecañones.

Apareció en medio de la torrencial lluvia,como una amenazadora ráfaga, por la aleta delcostado más próximo a tierra, y se dirigía haciadonde se escuchaba el estruendo del combate.Ambas embarcaciones se vieron al mismotiempo; el Felipe V disparó e izó su bandera, yenseguida recibió la andanada de la Sophie enrespuesta. Pero comprendió su equivocación ydio vuelta al timón poniendo rumbo directo aBarcelona, con el fuerte viento por la aleta debabor y sus grandes velas latinas hinchadas ybalanceándose violentamente con el oleaje.

El timón de la Sophie giró un segundodespués que el del navío corsario; se quitaron lostapabocas de los cañones de estribor; loshombres protegían con las manos ahuecadas elcebo y las mechas retardadas quechisporroteaban.

«¡Disparen todos a la proa!», gritó Jack; ycon palancas y espeques los cañones fueronlevantados cinco grados. «¡Adelante! ¡Dispararcuando viremos!» Viró el timón dos cabillas y los

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cañones dispararon. Inmediatamente, el navíocorsario dio una guiñada, como si intentara virara barlovento, pero entonces su vela de mesana,que daba gualdrapazos, cayó sobre cubierta.Guiñó de nuevo y comenzó a alejarse viento enpopa. Sin embargo, uno de los disparos habíadado en la parte superior del timón, y sin él nopodía llevar velas a popa. Sacaron un remo paravirar y trataron de ajustar la verga del palo demesana. Dispararon sus dos cañones de babor yuno de los disparos alcanzó la Sophie haciendoun extraño ruido. Pero la siguiente andanada dela corbeta, disparada a un mismo tiempo y a muycorta distancia, junto con una descarga demosquetes, puso fin a toda resistencia. Doceminutos después del primer disparo, el navíoarrió su bandera, y en la corbeta estalló un fuertey alegre viva y los hombres se daban palmadasen la espalda, se estrechaban las manos y reían.

La lluvia se había desplazado en direcciónoeste y formaba una amplia franja grisácea queocultaba el puerto, ahora mucho más cercano.«Señor Dillon, tome usted posesión del navío,por favor», dijo Jack mirando el cataviento. El

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viento estaba cambiando, como ocurría amenudo en esas aguas después de la lluvia, ypronto soplaría del sureste.

«¿Ha habido daños, señor Lamb?», preguntócuando el carpintero subió a informarle.

«Lo felicito por la captura, señor», dijo elcarpintero. «No ha habido daños, hablando conpropiedad; no ha habido ninguno en la estructura,pero esa bala que nos alcanzó ha desmontado elmambrú y ha provocado un terrible desorden enla cocina volcando todos los peroles».

«Ahora echaremos un vistazo», dijo Jack.«Señor Pullings, esos cañones de proa no estánbien asegurados. ¿Qué diablos pasa?», dijo.Los artilleros tenían un aspecto muy extraño,estaban completamente negros. Por la mente deJack pasaron ideas horribles, hasta que se diocuenta de que estaban cubiertos de pintura y dehollín de la cocina; y ahora, con gran regocijo, loshombres que estaban a proa embadurnaban asus compañeros. «¡Basta con esa maldita…tontería! ¡Que Dios os… confunda!», exclamócon voz de trueno. Pocas veces juraba, apartedel habitual condenado o una blasfemia sin

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sentido; y los hombres, que incluso esperabanverlo bastante más satisfecho por elapresamiento de un estupendo navío corsario,enmudecieron, pero siguieron expresando sualegría y comunicándose secretamente con lamirada y con guiños.

«¡Cubierta!», gritó Lucock desde la cofa. «Seacercan cañoneras desde Barcelona. Seis. Ydetrás vienen más. Ocho… nueve… once. Talvez más».

«¡Bajad la lancha y el chinchorro!», gritó Jack.«Señor Lamb, suba a bordo del navío corsario,por favor, y mire si puede repararse el timón».

Con aquel oleaje, no era tarea fácil llevar losbotes hasta los penoles y bajarlos al agua, perolos hombres estaban excitados y los subían conímpetu; era como si hubieran bebido mucho ronpero no hubieran perdido su destreza enabsoluto. Se oían sus risas apagadas; y en esemomento éstas fueron cortadas por el grito«¡barco a barlovento!» Era un barco que podríasituarlos entre dos fuegos. Luego volvieron a reír,cuando supieron que se trataba de su propiapresa, la tartana.

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Los botes iban y venían; los prisioneros, unostaciturnos y otros huraños, bajaban a la bodegade proa con el pecho abultado por sus objetospersonales. Desde el navío llegaba el ruido delas azuelas del carpintero y su brigada, quehacían una nueva caña para el timón. Stephen vioa Ellis pasar apresuradamente y le preguntó:«¿Cuándo se le pasó el mareo?» «En cuanto loscañones empezaron a disparar, señor», dijo Ellis.Stephen asintió con la cabeza. «Eso meparecía», dijo. «Lo estaba observando».

El primer cañonazo hizo saltar un blancopenacho de agua, de la altura de un mastelero,entre las dos embarcaciones. Era un tiro depunto en blanco hecho con extraordinariapráctica, pensó Jack, y la bala eracondenadamente grande y potente.

Las cañoneras todavía estaban a más de unamilla de distancia, pero se acercaban conasombrosa rapidez, navegando con el viento encontra.

Las tres primeras llevaban un cañón largo detreinta y seis libras y tenían treinta remos. Inclusoa una milla era posible que un disparo de

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aquellos cañones traspasara la Sophie de lado alado. Tuvo que contener aquel deseo vehementede decirle al carpintero que se diera prisa. «Si uncañón de treinta y seis libras no lo haceapresurarse, nada de lo que yo le diga lo hará»,pensó mientras paseaba de un lado a otro,mirando en cada vuelta el cataviento y lascañoneras. Las siete delanteras habíancomprobado el alcance de sus cañonazos yahora hacían disparos intermitentes que en sumayoría no llegaban a la corbeta, aunque algunoque otro pasaba silbando por encima de ella.

«¡Señor Dillon!», dijo dirigiendo la voz haciael navío, después de dar media docena devueltas. Una bala que cayó en ese momentocerca de popa le salpicó de agua el cuello.«Señor Dillon, trasladaremos al resto de losprisioneros más tarde y nos haremos a la velatan pronto como usted pueda. ¿O prefiere que lepasemos un cabo de remolque?»

«No, gracias, señor. La caña del timón estarámontada en dos minutos.»

«Mientras tanto, también nosotros podríamosacribillarlos, no perderíamos nada», pensó Jack

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observando que los tripulantes de la Sophieestaban silenciosos y bastante tensos. «Por lomenos, quedaremos bastante ocultos por elhumo. Señor Pullings, la batería de babordisparará a discreción».

Esta situación era mucho más agradable; elestallido de los disparos, el estruendo, el humo yla enorme e incesante actividad. Sonrió al ver alos artilleros del cañón de bronce más cercanosiguiendo atentamente con la mirada la bala quehabían disparado, ansiosos por saber dóndecaía. Los disparos de la Sophie provocaron quelas cañoneras intensificaran el fuego, y el mar,turbio y grisáceo, brilló con sus fogonazos a lolargo de un cuarto de milla.

Babbington estaba frente a él y le señalabaalgo. Jack se volvió y vio a Dillon, que en mediola barabúnda le decía a gritos que ya estabamontada la nueva caña del timón.

«¡Nos hacemos a la vela!», gritó Jack, y elvelacho de la Sophie, que estaba en facha,cambió de dirección y se hinchó. Aunque iban aorzar rumbo al nornoroeste, antes tenían queganar velocidad, de modo que comenzaron a

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navegar con todas las velas de proadesplegadas y con el viento en popa. Esto hizoque la corbeta se acercara más a las cañonerasy tuviera que pasar frente a ellas. Los cañones debabor no cesaban de disparar; los cañonazosenemigos caían al agua o les pasaban porencima. Por un momento, Jack se sintióembargado por una placentera sensación ante laalocada idea de pasar rápidamente entre lascañoneras; pensaba en lo torpes que erancuando el objetivo estaba muy cerca. Pero luegopensó en que llevaban con ellos las presas yDillon todavía tenía a bordo un buen número depeligrosos prisioneros, así que dio la orden deagarrochar las vergas.

Las presas orzaron al mismo tiempo que lacorbeta, y todos juntos se alejaron hacia alta mara cuatro o cinco nudos. Las cañoneras lossiguieron durante media hora, pero cuandoempezó a oscurecer y era ya imposiblealcanzarlos con los disparos porque estabandemasiado alejados, viraron una a una yregresaron a Barcelona.

«He tocado muy mal», dijo Jack bajando el

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arco.«Sin entusiasmo», dijo Stephen. «Ha sido un

día muy activo, realmente agotador, pero tambiénsatisfactorio».

«¡Ya lo creo!», dijo Jack con unaresplandeciente mirada. «Sí, sin lugar a dudas.Estoy sumamente complacido». Hubo unapausa. ¿Recuerda a un tipo llamado Pitt con elque cenamos una vez en Mahón?»

«¿Un soldado?»«Sí. ¿Diría usted que es guapo, que es

atractivo?»«No. No, no.»«Me alegra oírle decir eso. Su opinión es muy

importante para mí. Dígame», añadió tras unalarga pausa, «¿se ha fijado en que las cosasvuelven a la mente cuando uno está melancólico?Lo mismo que las viejas heridas se le abren aquien está enfermo de escorbuto. No me heolvidado ni por un momento de lo que me dijoDillon el otro día, sino que, por el contrario, me haseguido lastimando y le he estado dando vueltasúltimamente. Creo que debo pedirleexplicaciones; ya hace tiempo que debí

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pedírselas. Lo haré tan pronto como lleguemos apuerto, a menos que en los próximos días ocurraalgo que me haga considerarlo innecesario».

«Pom, pom, pom, pom», dijo Stephen alunísono con su violoncelo mirando a Jack. Teníaun aire melancólico y abatido, y su miradareflejaba una gran tristeza. «He llegado a laconvicción de que las leyes son la principalcausa de infelicidad. No se trata simplemente deque uno haya nacido al amparo de una ley y debaobedecer otra; usted recordará unos versos quehablan de ello, yo no tengo memoria para lapoesía. No, señor; uno nace al amparo de mediadocena de leyes y debe obedecer otrascincuenta. Además, hay grupos paralelos deleyes, en claves diferentes, que no tienen nadaque ver unos con otros y, a veces, son inclusocompletamente contradictorios. Usted mismo,ahora quiere hacer algo que las Ordenanzasmilitares y (según me explicó) las reglas decaballerosidad prohiben, pero que su idea actualde la moral y su sentido del honor requieren. Estono es más que un ejemplo de algo tan corrientecomo respirar. El asno de Buridan murió de

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hambre entre dos pesebres equidistantes, sindecidirse a ir a ninguno de los dos. Además,aunque con una ligera diferencia, tenemos ladoble lealtad, otra gran fuente de tormento».

«Le aseguro que no entiendo lo que quieredecir con doble lealtad. Uno sólo puede tener unrey. Y el corazón de un hombre sólo puede estaratado a un lugar a la vez, a menos que sea unmiserable.»

«Eso que ha dicho es una soberana tontería»,dijo Stephen. «Es algo sabido que un hombrepuede sentirse profundamente unido a dosmujeres a la vez, incluso a tres, a cuatro, o a unsorprendente número de ellas. Aunque», dijo,«sin duda, sabe usted más que yo de esascosas. No; yo me refería a la lealtad en sentidomás amplio, a conflictos más generales. Porejemplo, los americanos leales antes de queprevalecieran sentimientos emponzoñados; losdesapasionados jacobitas en el 45; lossacerdotes católicos en la Francia actual y losfranceses de muy diversas ideas que viven enFrancia y fuera de ella. ¡Cuánto sufrimiento! Ymientras más honesta es la persona más grande

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es el sufrimiento. Pero en estos casos, al menosel conflicto es evidente; en mi opinión, producenmayor confusión y angustia las divergenciasmenos claras entre distintas reglas y leyes: lasreglas de la moral, el derecho civil, el códigomilitar, el derecho consuetudinario, el código dehonor, las costumbres y las reglas de la vidacotidiana, de la cortesía, del diálogo amoroso yde la galantería, por no hablar de las reglas delcristianismo, para quienes lo profesan. Todas, enmayor o menor medida, son contradictorias;ninguna está en completa armonía con lasdemás. Y, sin embargo, un hombre debe siempreelegir entre ellas y, a veces (como en su caso),elige las que están en franca contradicción. Escomo si cada una de nuestras cuerdasestuvieran afinadas según un sistemacompletamente diferente, es como si el pobreasno estuviera rodeado de veinticuatropesebres».

«Usted es un antinomiano», dijo Jack.«En realidad, soy un pragmatista», dijo

Stephen. «¿Qué le parece si nos bebemos unvaso de vino? Le prepararé una poción; quizás

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mañana debería hacerle una sangría, pues yahan pasado tres semanas desde que le hice laúltima».

«Bueno, me tragaré la poción», dijo Jack.«Pero le diré una cosa, mañana por la noche memeteré entre esas cañoneras y seré yo quienhaga la sangría. Y no creo que a esos hombresles guste mucho».

En la Sophie estaba muy racionada el aguapara lavarse y no se les daba jabón a loshombres. Ni los marineros que accidentalmentese habían manchado de pintura negra, ni los quehabían sido embadurnados por sus compañeros,pudieron quitarse la pintura; su apariencia siguiósiendo muy desagradable. Y los que habíantrabajado en la destrozada cocina, que se habíanmanchado con la grasa de los peroles y el hollínde los fogones, siguieron teniendo un aspectoespantoso; parecían horribles monstruos, sobretodo los de cabello rubio.

«Los únicos que tienen un aspecto decenteson los negros», dijo Jack. «Están todos a bordotodavía ¿no?»

«Davies se fue con el señor Mowett en el

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navío corsario, señor», dijo James, «pero el restoaún sigue con nosotros».

«Contando los hombres que se quedaron enMahón y los tripulantes de las presas, ¿cuántosnos faltan ahora?»

«Treinta y seis, señor. Quedamos cincuenta ycuatro en total.»

«Muy bien. Entonces nos queda muchoespacio libre. Deje que los hombres duerman lomáximo posible, señor Dillon; nos acercaremos ala costa a medianoche.»

Tras la lluvia, el ambiente se había vuelto denuevo veraniego; soplaba una suave y cálidatramontana, la atmósfera era diáfana y el marestaba fosforescente. Las luces de Barcelonabrillaban con extraordinaria intensidad, y el centrode la ciudad estaba envuelto en una nubeluminosa. Contra este fondo, las cañoneras quevigilaban la entrada del puerto pudierondistinguirse claramente desde la Sophie muchoantes de que aquéllas la vieran a ella. Era obvioque estaban alerta, pues se habían alejado de lacosta más de lo habitual.

«Tan pronto como vengan por nosotros»,

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pensó Jack, «largaremos las juanetes, viraremosen dirección a la luz naranja, y luego, en el últimomomento, orzaremos y pasaremos entre las dosque están en el extremo norte de la formación».Su corazón latía con fuerza, un poco másrápidamente que de costumbre. Stephen le habíaextraído casi trescientos gramos de sangre y élpensaba que a causa de esto se encontrabamucho mejor. En cualquier caso, tenía la mentetan clara y aguda como era de desear.

La luna comenzó a destacarse en el cielo poralta mar. Una de las cañoneras disparó y unanota grave hirió el silencio, como el aullido de unperro viejo y solitario.

«La luz, señor Ellis», dijo Jack, y enseguidapudo verse el resplandor azulado con el quetratarían de confundir al enemigo. Los españolesrespondieron haciendo señales con luces decolores y con un lejano cañonazo por la derecha.«¡Juanetes!», dijo. «Jeffreys, vire hacia dondeestá esa luz naranja».

Era magnífico; la Sophie se acercaba a lascañoneras rápidamente, con gran decisión,confiada y feliz. Pero las cañoneras no venían

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hacia ella como Jack esperaba. Ora una ora otradisparaban; pero todas retrocedían. Con el fin deprovocarlas, la corbeta dio una guiñada y disparóuna andanada que cayó entre ellas y que, ajuzgar por el lejano estruendo que se escuchó,había surtido efecto. Sin embargo, las cañonerascontinuaban retirándose. «¡Maldita sea!», dijoJack. «Quieren hacernos entrar. ¡Señor Dillon,que larguen la vela mayor de capa y lastrinquetillas! ¡Iremos por esa que está másapartada del puerto!»

La Sophie viró con rapidez para colocarsecon el viento de través y se lanzó a todavelocidad contra la cañonera más próxima, tanescorada que las olas pasaban suavemente porencima de los batiportes. Entonces las demásdemostraron lo que eran capaces de hacer siquerían: todas dieron la vuelta rápidamente ycomenzaron a disparar. Mantuvieron un fuegonutrido mientras la cañonera elegida huía pararefugiarse en el puerto, dejando la popa de laSophie desprotegida frente a las demás. Undisparo lanzado oblicuamente hizo estremecersede nuevo el casco de la corbeta con un tintineo, y

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otro pasó justo por encima de sus cabezas a lolargo de toda la cubierta; dos brandales fueroncortados de cuajo, derribando al caer aBabbington, Pullings y el timonel, y una pesadapolea cayó sobre el timón en el momento en queJames saltaba para sujetarlo por las cabillas.

«Vamos a virar, señor Dillon», dijo Jack. Yminutos más tarde, la Sophie se alejabanavegando contra el viento.

Los tripulantes de la corbeta se movían porcubierta con la agilidad que habían alcanzadotras sus muchas horas de práctica, pero vistos ala luz de los fogonazos de los disparos quehacían las cañoneras, parecían moverse comomarionetas. Justo después de la orden «¡largar yhalar!» se sucedieron rápidamente seisdisparos; Jack, mientras tanto, observaba a losmarineros que ajustaban las escotas de lamayor, y los vio realizar una serie demovimientos como si recibieran una descargaeléctrica, moviéndose unos centímetros entre unoy otro fogonazo, sin dejar de estar atentos ni dehalar con todas sus fuerzas.

«¿De bolina, señor?», preguntó James.

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«Libre un grado», dijo Jack. «Pero despacio,despacio; vamos a ver si conseguimos que sealejen del puerto. Haga bajar la verga de la gaviamayor unos dos pies y afloje el amantillo deestribor; quiero que parezca que nos han dado.Señor Watt, hay que ocuparse de los brandalesde las juanetes antes de nada».

Y así, todos ellos se alejaron de la costanavegando por las mismas aguas que habíanrecorrido antes, la Sophie anudando yayustando, las cañoneras siguiéndola ydisparando regularmente, mientras la luna,indiferente, subía en el cielo como cada noche.

Sin embargo, la persecución se realizaba sindemasiado ímpetu. Y poco después de queJames Dillon informara a Jack de la terminaciónde las reparaciones más urgentes, éste dijo: «Siviramos y largamos todo el velamen como unrelámpago, creo que podremos aislar de la costaa esas dos condenadas».

«¡Todos a sus puestos!», dijo James. Elcontramaestre empezó a dar las órdenes; ymientras subía a su puesto junto a la bolina de lagavia mayor, Isaac Isaacs le comentó a John

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Lackey con inmensa satisfacción: «Vamos aaislar de la costa a esas dos hijas de puta».

Y lo habrían conseguido, si un desafortunadodisparo no hubiera dado en la verga de la juanetede proa de la Sophie. No perdieron la vela, perosu velocidad se redujo inmediatamente. Lascañoneras viraron en redondo y fueronalejándose hasta llegar al puerto y refugiarsedetrás del malecón.

«Bien, señor Ellis», dijo James cuando la luzdel amanecer permito ver los inumerables dañosque la jarcia de la corbeta había sufrido durantela noche, «ahora tiene usted una granoportunidad de aprender su profesión; creo queaquí hay suficiente trabajo para mantenerloocupado hasta el crepúsculo, o tal vez mástiempo, haciendo empalmes y nudos de todo tipoy aforrando y precintando». Estaba muy alegre, ymientras iba de un lado a otro de cubiertatarareaba o cantaba de vez en cuando unacancioncilla.

También había que guindar la nueva verga,reparar algunos agujeros hechos por losdisparos, y volver a trincar el bauprés, porque

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una bala, al rebotar, había rozado la trincacortando la mitad de las vueltas del nudo sintocar siquiera la madera, algo muy curioso quelos marineros más viejos no habían visto nunca,un milagro que merecía figurar en el diario de abordo. Durante todo aquel día agradable ysoleado, la Sophie permaneció allí al pairo, sinser importunada, mientras los tripulantes, comoen una colmena, trabajaban arduamente paraponer todo en orden, manteniéndose alerta,dispuestos para la acción, y con ánimo belicoso.Había un curioso ambiente a bordo, no sóloporque los hombres sabían muy bien que prontovolverían a aproximarse a la costa, tal vez parahacer una incursión en ella o llevar a cabo unarápida acción, sino también porque muchas otrascosas afectaban su estado de ánimo: lascapturas del día anterior y del último martes (laopinión unánime era que cada hombre ya teníacatorce guineas más que cuando había zarpado),la inmutable seriedad del capitán, la convicciónde que éste tenía información secreta sobre elmovimiento de las naves españolas y la extraña yrepentina alegría o, más bien, ligereza de espíritu

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del primer oficial. Esto último era patente, puesJames había sorprendido a Michael y JosephKelly, Matthew Johnson y John Melsom robandoen el entrepuente del Felipe V, lo cual constituíaun delito muy grave, que se juzgaba en consejode guerra (aunque era costumbre hacer la vistagorda si los hombres cogían algo que estuvierapor encima de las escotillas), y uno de los que élaborrecía más por considerarlo «un maldito ydespreciable acto de corsario», pero no habíadado parte. Ellos seguían mirándolo por detrásde los palos, las vergas y los botes con aireculpable, lo mismo que sus compañeros, porquelos tripulantes de la Sophie eran muy dados a larapiña. Como resultado de todos estos factores,a bordo había una alegría contenida y una granexpectación no exenta, sin embargo, de unaligera sensación de angustia.

Puesto que la tripulación estaba tan ocupada,Stephen tuvo reparo en pasar a proa hasta labomba de tronco de olmo como hacíadiariamente para, una vez desmontada la partesuperior, observar a través de ella las maravillasdel mar. Sin duda, su presencia allí se había

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convertido en algo tan normal que los tripulantesno se cohibían de hablar ante él; era como sipara ellos él formara parte de la propia bomba. Yaunque no había estado allí escuchando susconversaciones, había advertido aquella ligerasensación de angustia y la compartía.

James estuvo muy animado durante lacomida. Había invitado de manera informal aPullings y Babbington, y la presencia de éstos,coincidiendo con la ausencia de Marshall, dio ala comida un aire festivo, pese a que el contadorestaba pensativo y silencioso. Stephenobservaba a James mientras con gran estruendocantaba a coro con su potente voz la canción deBabbington:

Y esta es la ley, y mantengohasta el último de mis días, señor,que sea quien sea. el rey al gobiernoseré vicario de Bray, señor.«¡Muy bien!», exclamó dando golpes en la

mesa. «Ahora una ronda de vino para mojar losgaznates y luego tendremos que regresar acubierta, aunque está muy mal que un anfitrióndiga esto. ¡Qué reconfortante es volver a luchar

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contra navíos de una Armada real otra vez, enlugar de hacerlo contra esos malditos barcoscorsarios», dijo inesperadamente cuando ya sehabían ido los jóvenes y el contador.

«Eres un romántico, no cabe duda», dijoStephen. «Una bala disparada por el cañón deun corsario hace el mismo agujero que la delcañón de un rey».

«¿Romántico yo?», exclamó James converdadera indignación y un intenso brillo en susojos verdes.

«Sí, amigo mío», dijo Stephen. Y tras aspirarrapé dijo: «Seguro que me vas a hablar de sumandato divino».

«Bien, a pesar de tu entusiasmo por esasextravagantes ideas sobre la igualdad, no menegarás que el rey es la única fuente de honor.»

«No», dijo Stephen. «Ni por un momento».«La última vez que estuve en mi país», dijo

James llenando el vaso de Stephen, «fui alvelatorio del viejo Terence Healy, que había sidoarrendatario de mi abuelo. Allí cantaron unacanción que he tenido en la mente todo el día,pero no la puedo cantar porque no acabo de

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recordarla entera».«¿Era irlandesa o inglesa?»«También tenía palabras inglesas. Empezaba

con los versos:Oh, los gansos salvajes volando, volando,

volando.Los gansos salvajes nadando sobre el

grisáceo mar.»Stephen continuó la melodía silbando un

compás y luego, con su voz áspera ydesagradable, cantó:

«Nunca regresarán, porque el caballoblanco los

asustó,los asustó, los asustó.El caballo blanco en la verde pradera los

asustó.»«¡Eso es, eso es! ¡Que Dios te bendiga!»,

exclamó James y salió tarareando. Al llegar acubierta comprobó que la Sophie estabarecobrando toda su fuerza.

Al ponerse el sol, la corbeta se dirigió haciaalta mar, dando muestras visibles de que sualejamiento de la costa sería definitivo, y puso

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rumbo a Menorca a velocidad moderada. Sinembargo, poco antes del alba se acercó denuevo a la costa, con la misma brisa favorable,un poco al noroeste, tan fría y húmeda ahora queparecía otoñal; y esa humedad le recordaba aStephen las setas en los bosques de hayas. Yjustamente sobre el agua se extendía laimpalpable calina, de un color parduzco fuera delo común.

La Sophie, con rumbo nornoroeste, seaproximaba a la costa; los coyes ya se habíanestibado en la batayola; el aroma del café y el delbacon frito se mezclaban formando remolinosque subían por el lado de barlovento de la tensavela mayor de capa. A proa de la corbeta, laparduzca niebla ocultaba todavía el valle del ríoLlobregat y su desembocadura, pero más alnorte de la costa, donde la ciudad ya se dibujabaen el horizonte, se había disipado casi porcompleto con los primeros rayos del sol,quedando sólo algunos bancos que podrían sertomados por promontorios, islas o bancos dearena.

«Lo sé, lo sé, esas cañoneras trataban de

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tendernos una trampa», dijo Jack, «y tengocuriosidad por saber cuál era».

Jack no sabía fingir muy bien, y a pesar desus palabras Stephen tuvo la certeza de que élsabía perfectamente qué clase de trampa era o,por lo menos, tenía una idea bastanteaproximada de cuál podría ser.

El sol se reflejaba en la superficie del aguadándole muy diversas tonalidades, provocando laformación de bruma en unas zonas ydisolviéndola en otras, haciendo bellos dibujoscon la sombra de los tensos cabos de la jarcia ylas pronunciadas curvas de las velas sobre lablanca cubierta, que ahora los marinerosfrotaban con piedra arenisca dejándolaresplandeciente. De repente se disipó una capade niebla azul grisácea, haciendo visible unagran embarcación, a tres grados por la amura debabor, que bordeaba la costa en dirección sur. Elserviola anunció la presencia de la embarcacióncon voz monótona, por pura formalidad, porqueésta se encontraba tan cerca cuando habíadesaparecido la niebla que podía verse su cascodesde cubierta.

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«Muy bien», dijo Jack guardando el catalejodespués de una larga observación. «¿Quépiensa del navío, señor Dillon?»

«Creo que es nuestro viejo amigo, señor»,dijo James.

«Yo también. Largue la trinquetilla del mayor.Orzaremos para acercarnos a él. Dé orden delampacear la popa y secar la cubierta. Y llame adesayunar a la tripulación enseguida, señorDillon. ¿Por qué no viene a tomar una taza decafé con el doctor y conmigo? Sería una lástimadesperdiciarlo.»

«Con mucho gusto, señor.»Apenas conversaron durante el desayuno.

Jack dijo: «Doctor, supongo que preferirá quenos pongamos medias de seda».

«¿Por qué demonios medias de seda?»«Porque todo el mundo dice que así al

cirujano le resulta más fácil cortar, si tiene quehacerlo.»

«Sí. Sí, sin duda. Por favor, les ruego queusen medias de seda.»

Aunque no hablaban, podía advertirse elsincero compañerismo que había entre ellos; y

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cuando Jack se levantó para ponerse lachaqueta del uniforme, le dijo a James:«Indudablemente, tiene usted razón», como sihubieran estado hablando sobre la identidad delnavío desconocido durante todo el desayuno.

Al volver a cubierta, pudo comprobarlo: elnavío avistado era, en efecto, el Cacafuego. Éstehabía cambiado su rumbo para encontrarse conla Sophie, y en aquel instante estaba largandolas alas. A través del telescopio, Jack veía brillaral sol su costado rojo vivo.

«¡Todos a popa!», dijo. Y mientras latripulación se reunía, Stephen vio asomar alrostro de Jack una sonrisa que éste reprimió, congran esfuerzo, tratando de que su expresión fueragrave.

«¡Escuchadme!», dijo mirándolos a todos consatisfacción. «Tenemos el Cacafuego abarlovento. Ya sé que algunos de ustedes noquedaron contentos cuando lo dejamos ir sinhacerle un saludo; pero ahora que nuestraartillería es la mejor de la flota, eso ya es otracosa. Entonces, señor Dillon, por favor, haremoszafarrancho de combate».

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Cuando había empezado a hablar, la mitadde los tripulantes de la Sophie,aproximadamente, mostraban francoentusiasmo, la cuarta parte de ellos parecían unpoco preocupados, y los restantes tenían unaexpresión abatida y angustiada. Pero laserenidad que mostraban el capitán y el primeroficial y la felicidad que irradiaban sus rostros,así como los espontáneos vivas de la mitadentusiasta de la tripulación, hicieron cambiar porcompleto la situación. Y cuando empezaron ahacer zafarrancho de combate, sólo cuatro ocinco hombres tenían aspecto sombrío, losdemás parecían que iban a una verbena.

El Cacafuego, que llevaba ahora la jarcia encruz, descendía por la costa y estaba virandohacia el oeste para colocarse a barlovento de laSophie, por el lado de alta mar; la Sophie virabapara colocarse contra el viento. De ese modo,cuando ambas embarcaciones estuvieran aalrededor de una milla de distancia, la corbetaquedaría completamente desprotegida frente auna devastadora andanada de aquel jabeque-fragata de treinta y dos cañones.

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«Lo bueno de luchar contra los españoles,señor Ellis», dijo Jack con una sonrisa queiluminó su grave rostro y sus ojos grandes yredondos, «no es que son cobardes, puesto queno lo son, sino el hecho de que nunca, nunca,están preparados».

El Cacafuego casi había llegado a la posiciónindicada por su capitán; disparó un cañonazo eizó la bandera española.

«¡La bandera americana, señorBabbington!», dijo Jack. «Eso les dará quepensar. Anote la hora, señor Richards».

Ahora la distancia se acortaba con rapidez.No por minutos, sino por segundos. La Sophienavegaba con la proa dirigida a la popa delCacafuego, como si fuera a cortar su estela; y niun solo cañón asomaba. A bordo había uncompleto silencio, pues toda la tripulación estabapreparada para cuando dieran la orden de virar;y era probable que ésta no llegara antes que laandanada del navío.

«¡Preparados con la bandera!», dijo Jack envoz baja. Y luego más alto: «¡A la derecha, señorDillon!»

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«¡Virar a sotavento!» Y la voz delcontramaestre se oyó casi en el mismomomento; la Sophie viró sobre la popa einmediatamente fue izada la bandera inglesa.Entonces, tras cambiar de rumbo y con todas lasvelas hinchadas, se dirigió de ceñida hacia alcostado del jabeque español. Enseguida elCacafuego disparó una estrepitosa andanadaque pasó a la altura de las juanetes de la Sophie,haciendo tan sólo cuatro agujeros. Los tripulantesde la Sophie dieron un viva todos a una ypermanecieron tensos y ansiosos junto a loscañones.

«¡Subir al máximo! ¡No disparar hasta quetoquemos!», exclamó Jack con una potente vozmientras observaba los gallineros, cajas y trastosque eran arrojados por la borda de la fragata. Através del humo vio cómo se alejaban nadandounos patos que habían salido de una jaula, ytambién un gato en una caja, presa del pánico.Hasta ellos llegaba el olor de la pólvora y tambiénla bruma que se dispersaba. La corbeta seacercaba más y más; en el último momento,cuando se colocara a sotavento de la fragata

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española, la falta de viento le impediría moverse,pero iría a suficiente velocidad… Ahora Jackpodía ver las negras bocas de sus cañones, quejusto en aquel momento vomitaron fuego,provocando destellos en medio de una blancanube de humo que ocultó su costado. De nuevodemasiado alto, pensó Jack, pero no podíapermitirse divagar mientras trataba de ver elcostado de la fragata para dirigir la corbetaexactamente hacia sus cadenas principales.

«¡Adelante, rápido!», exclamó. Y cuando seoyó un estrepitoso chirrido, gritó: «¡Fuego!»

El jabeque-fragata estaba bastante hundidoen el agua, pero la Sophie lo estaba mástodavía. Ésta se había quedado con las vergastrabadas en la jarcia del Cacafuego y loscañones por debajo del nivel de sus portas.Entonces disparó directamente a la cubierta delCacafuego, y su primera andanada, a unadistancia de quince centímetros, produjo grandesdestrozos. Hubo un silencio momentáneodespués del viva de los tripulantes de la Sophie,y durante esa pausa de medio segundo, Jackpudo escuchar confusos gritos en el alcázar del

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jabeque-fragata. Luego, los cañones españolesvolvieron a disparar, de forma intermitente, perocon gran estruendo y los disparos pasaban a unmetro por encima de su cabeza.

La batería de la Sophie disparaba como sihiciera un espléndido redoble, uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete, con medio redoble alfinal y el estruendo de los carros; y en la cuarta oquinta pausa, James cogió a Jack del brazo ygritó: «¡Han dado la orden de abordar!»

«¡Señor Watt, separe la corbeta!», exclamóJack dirigiendo la bocina hacia proa. «¡Sargento,que todos estén preparados!» Un brandal delCacafuego había caído a bordo, chocando con elcarro de un cañón; él lo pasó alrededor de uncandelero y luego, al levantar la vista, vio unenjambre de españoles que aparecían por elcostado del Cacafuego. Los infantes de marina ylos hombres con armas ligeras les lanzaron unaimponente descarga que los hizo vacilar. Laseparación entre los navíos aumentaba a medidaque el contramaestre, a proa, y la brigada deDillon, a popa, empujaban las vergas. En mediode un ruido de pistolas, unos españoles

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intentaban saltar y otros lanzar rezones; algunoscayeron al agua y otros de espaldas. Loscañones de la Sophie, ahora a tres metros delcostado de la fragata, dispararon hacia dondeestaba el grupo de indecisos produciendo sieteespantosos agujeros.

El Cacafuego había abatido la proacolocándola casi en dirección sur, y la Sophiedisponía de todo el viento que necesitaba paravolver a abordarse con él. Otra vez volvió el ruidoatronador y retumbó en el cielo; los españolestrataban de inclinar hacia abajo sus cañones yhacían fuego con mosquetes y pistolas,disparando ciegamente por la borda, en unintento de matar a los artilleros de la corbeta. Susactos eran valerosos -uno de ellos, estandoherido, siguió disparando hasta que las balas loalcanzaron por tercera vez- pero ellos parecíanestar muy desorganizados. Intentaron abordardos veces más, y en las dos ocasiones lacorbeta se separó, estuvo cinco o diez minutosdisparando contra la obra muerta, desde unacierta distancia, provocando una terriblematanza, y luego volvió a acercarse para

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destrozar las entrañas de la fragata. Los cañonesseguían retrocediendo con violencia tras cadaandanada; ya estaban tan calientes que apenasse podían tocar, y los escobillones sechamuscaban y producían un siseo cuando seintroducían en ellos. Se estaban volviendo tanpeligrosos para los artilleros como para susenemigos.

Y durante todo ese tiempo, los españoleshabían continuado disparando de formaintermitente. La cofa del mayor de la Sophiehabía sido alcanzada por los disparosrepetidamente, y ahora desde ella caían sobre lacubierta grandes pedazos de madera,candeleros y coyes. La verga del trinquete sóloestaba sujeta por cadenas. Por todas partescolgaban los aparejos y las velas teníaninnumerables agujeros. Constantemente caían abordo tacos ardiendo, y las brigadas de estribor,que estaban desocupadas, corrían de un lado aotro con cubos de agua. Pero a pesar de laconfusión, en la cubierta de la Sophie losmovimientos se hacían con perfecto orden: elproceso de llevar la pólvora desde la

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santabárbara hasta la cubierta y luego hacerfuego, el constante subir-disparar-empujar de lasbrigadas de artilleros, la sustitución inmediata,sin cruzar palabra, de un hombre herido o muertoque enseguida era llevado abajo, el pasocauteloso entre el espeso humo, todo sinchoques, sin empujones, y casi sin órdenes.

«Mucho me temo que dentro de poco sólonos va a quedar el casco», pensó Jack. Parecíaincreíble que aún no hubiera caído ningún palo nininguna verga, pero eso no podía durar.Inclinándose hacia Ellis le dijo al oído: «Vayarápidamente a la cocina y dígale al cocinero queponga todas las sartenes y los peroles tiznadosboca abajo. ¡Pullings, Babbington! ¡Que cese elfuego! ¡Retroceder! ¡Retroceder! ¡Poner en fachalas gavias! Señor Dillon, después de que yohable con la tripulación, deje que la guardia deestribor vaya a la cocina a tiznarse la cara.¡Escuchadme todos! ¡Escuchadme todos!», gritómientras el Cacafuego avanzaba despacio.«Debemos abordarlo y apresarlo. Ahora es elmomento, ahora o nunca, ahora, sin cuartel,ahora mientras vacila. Cinco minutos luchando

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con todas nuestras fuerzas y será nuestro.¡Coged hachas y sables y adelante! ¡Que laguardia de estribor se tizne la cara en la cocina ysiga al señor Dillon! ¡El resto a popa conmigo!»

Bajó corriendo a la enfermería. Había allícuatro heridos de los que Stephen cuidabadiligente; y también había dos cadáveres.«Vamos a abordarlo», dijo Jack. «Necesito a suayudante, a todos los marineros a bordo.¿Vendrá usted?»

«No, yo no iré», dijo Stephen. «Si quiere,llevaré el timón».

«Está bien. Vamos», dijo Jack.Desde la cubierta llena de escombros, a

través del humo, Stephen vio la enorme toldilladel jabeque, a unos veinte metros por la amurade babor. También vio a los tripulantes de laSophie formando dos grupos; uno salía de lacocina y se dirigía a proa, con todos suscomponentes armados y con las caras tiznadas,y el otro se encontraba a popa, alineándose a lolargo del pasamanos. En este último estaban elcontador, pálido y con una mirada furiosa; elcondestable, que guiñaba los ojos, pues los tenía

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acostumbrados a la oscuridad del interior de lacorbeta; el cocinero con su cuchillo; el barberodel barco; e incluso su propio ayudante. Stephenvio que éste tenía una amplia sonrisa, en la quese destacaba su labio leporino, y acariciaba lapunta redondeada del hacha de abordajediciendo una y otra vez: «¡Atizaré a esoscabrones! ¡Atizaré a esos cabrones! ¡Atizaré aesos cabrones!» Algunos cañones españolestodavía disparaban al vacío.

«¡Bracear!», exclamó Jack, y las vergasempezaron a cambiar de dirección para que elviento hinchara las gavias. «Estimado doctor,¿sabe lo que hay que hacer?» Stephen asintiócon la cabeza, y cogiendo las cabillas del timónsintió su vitalidad. El timonel se alejó y cogió unalfanje con una expresión de macabro regocijo.«Doctor, recuerde las palabras "otroscincuenta"».

«Otros cincuenta.»«Otros cincuenta», dijo Jack mirándolo

sonriente. «Ahora aborde la corbeta con el navío,por favor», dijo Jack, y tras hacerle un saludo conla cabeza, se dirigió hacia la borda seguido del

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timonel, se subió a ella ágilmente, a pesar de sucorpulencia, y permaneció allí cogido a unobenque y blandiendo su sable, un sable largo ypesado de caballería.

No obstante sus agujeros, las gavias sehincharon; la Sophie se aproximó; Stephen viróel timón con rapidez; hubo un terrible crujido, elchasquido de algunos cabos al soltarse, unasacudida, y enseguida la corbeta quedó situadajunto a la fragata. Con un enorme clamor a proa ya popa, los tripulantes de la Sophie saltaron a sucostado.

Jack saltó por encima de la destrozada borday fue a caer sobre un cañón aún caliente yhumeante, y el artillero que estaba junto a él loempujó con una barra. En respuesta, Jack lelanzó lateralmente un sablazo, a la altura de lacabeza, que éste esquivó agachándose conrapidez, y luego saltó por encima de él hacia elcentro de la cubierta del Cacafuego. «¡Adelante!¡Adelante!», gritó con voz atronadora y avanzódescargando furiosos golpes contra los artillerosque huían y contra las picas y sables que se leoponían; había cientos, cientos de hombres en

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cubierta, observaba Jack; y gritaba sin parar:«¡Adelante!»

Los españoles se replegaban atónitosmientras todos los marineros y grumetes de laSophie subían a bordo por el centro y la proa deljabeque. Fueron retrocediendo desde atrás delpalo mayor hasta el combés, pero una vez allí serecobraron. Entonces se entabló un ferozcombate, y unos a otros comenzaron a asestarsegolpes atroces; la mayoría de los hombresluchaban entre los mástiles en una densa masa,tropezando unos con otros sin apenas espaciodonde caer, dándose golpes y hachazos ydisparándose, mientras que otros, en aisladosgrupos de dos o tres, peleaban junto a la bordaaullando como bestias. Por la parte menosdensa de la masa que sostenía el combateprincipal, Jack se había adentrado en ella unostres metros; ahora un soldado estaba frente a él,y cuando sus sables chocaron en lo alto, unpiquero le clavó la pica bajo el brazo derecho,levantándole la carne de las costillas, y la sacópara clavársela de nuevo. Justo por detrás deJack, Bonden hizo un disparo, arrancándole a él

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la parte inferior de la oreja y matando al piqueroallí mismo. Jack tiró rápidamente un doble tajo,confundiendo al soldado, y luego le dio unsablazo en el hombro con una fuerza terrible.Sintió que tras él la lucha se recrudecía; elsoldado se desplomó. Jack sacó su sable, quehabía llegado hasta el hueso, y echó una rápidamirada a su alrededor. «Esto no saldrá bien»,dijo.

En el castillo de proa, los españoles, ya casirecuperados de su sorpresa y con la fuerza, quesu elevado número les proporcionaba, hacíanretroceder hacia proa a los tripulantes de laSophie, rompiendo los vínculos entre eldestacamento de Jack y el de Dillon. Éste debíade estar retenido. Las cosas podrían cambiar encualquier momento. Jack se subió a un cañón ygritó destrozándose la garganta: «¡Dillon, Dillon!¡Al pasamanos de estribor! ¡Abrase paso haciael pasamanos de estribor!» Por un momento, enel límite de su campo de visión, pudo ver aStephen allí abajo, en la cubierta de la Sophie,que con el timón en sus manos mirabatranquilamente hacia arriba. «¡Otros cincuenta!»,

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le gritó y Stephen, asintiendo con la cabezarepitió las mismas palabras; él volvió al combate,con el sable en alto y la pistola preparada.

En ese momento se escucharon espantososgritos en el castillo de proa; la lucha por llegar alpasamanos se hizo más encarnizada,desesperada. Algo cedió detrás de la densamasa de españoles en el combés; éstos sevolvieron y vieron unas caras negras que seacercaban con rapidez. Se formó una confusaaglomeración en torno a la campana de lafragata; se oían los más diversos gritos; lostripulantes de la Sophie con la cara tiznadachillaban como locos al reunirse con suscompañeros; se oían tiros, el choque de lasarmas, pasos apresurados de retirada. Todoslos españoles apiñados en el combés sequedaron paralizados, incapaces de luchar. Lospocos que estaban en el alcázar corrieron haciaproa por el costado de babor para intentar reuniry organizar a los hombres y hacer que seretiraran los infantes de marina, que no podíanluchar en aquellas condiciones.

El oponente de Jack, un marino de baja

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estatura, se alejó retorciéndose hasta caerdetrás del cabrestante. Jack exhaló un suspiro dealivio y recorrió la cubierta con la mirada.«¡Bonden, arríe la bandera!»

Bonden corrió a popa saltando sobre elcadáver del capitán español. Jack gritó llamandola atención de todos y señaló la bandera. Milesde ojos, unos atentos, otros desconcertados, sevolvieron hacia ella; y sin que los hombresacabaran de comprender lo que estabapasando, vieron cómo bajaba rápidamente labandera del Cacafuego hasta quedar arriada.

Todo había terminado. «¡Cesad la lucha!»,gritó Jack, y la orden se extendió por toda lacubierta. Los tripulantes de la Sophie sesepararon de los hombres amontonados en elcombés, y éstos tiraron sus armas, súbitamentedesanimados, muy asustados y defraudados. Deaquella muchedumbre, abriéndose paso condificultad, salió el oficial de más rangosuperviviente y le ofreció su sable a Jack.

«¿Habla usted inglés, señor?», le preguntóJack.

«Lo entiendo, señor», dijo el oficial.

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«Los marineros deberán bajar a la bodega,señor, enseguida», dijo Jack. «Los oficiales sequedarán en cubierta. Los marineros irán abajo ala bodega, abajo a la bodega».

Los españoles dieron la orden. La tripulaciónde la fragata empezó a desfilar por las escotillas.Y al hacerlo, quedaron visibles los muertos yheridos -una masa enmarañada de cuerpos en elcentro del barco, muchos también a proa,cuerpos dispersos por todas partes- y tambiénse hizo patente cuál era el número real deatacantes.

«¡Rápido, rápido!», gritó Jack, y sus hombrescondujeron a los prisioneros más de prisa a labodega, agrupándolos con diligencia, porqueellos comprendían tan bien corno su capitán elpeligro que existía. «¡Señor Day! ¡Señor Watt!Apunten un par de esos cañones -esascarronadas- hacia las escotillas. Cárguenlos conbotes de metralla; hay muchos detrás de lasdefensas. ¿Dónde está el señor Dillon? Llamenal señor Dillon».

Lo llamaron, pero no hubo respuesta. Dillonestaba tendido cerca del pasamanos de estribor,

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donde había tenido lugar el combate másencarnizado, a pocos pasos del joven Ellis.Cuando iba a levantarlo, Jack creía que estabaherido, pero al darle la vuelta, vio la profundaherida en su corazón.

CAPÍTULO 11Sophie, corbeta de Su MajestadEn alta mar, frente a BarcelonaSeñor,Tengo el honor de comunicarle que la

corbeta que me honro en tener bajo mi mando,después de mutua persecución y de un intensocombate, ha capturado un jabeque-fragataespañol de 32 cañones -22 largos de docelibras, 8 de nueve y 2 potentes carronadas-cuyo nombre es Cacafuego, capitaneado pordon Martín de Lángara, con una dotación de319 hombres integrada por oficiales, marinerose infantes de marina. La disparidad de fuerzashizo necesario adoptar algunas medidas queresultarían decisivas. Decidí abordarlo, lo cualse llevó a cabo casi sin bajas, y después de unaviolenta lucha cuerpo a cuerpo, los españolesfueron obligados a arriar su bandera. Sin

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embargo, he de lamentar la pérdida del tenienteDillon, que cayó cuando la batalla era másencarnizada, mientras dirigía a sudestacamento de abordaje, y del señor Ellis, unsupernumerario. También lamento que elcontramaestre, señor Watt, y cinco marineroshayan sufrido graves heridas. No encuentropalabras para elogiar al señor Dillon como semerece por la valentía y el ímpetu con que selanzó al ataque.

«Lo vi un momento», había dicho Stephen,«lo vi a través del agujero que se abriócomunicando entre sí dos portas yconvirtiéndolas en una; él estaba luchando juntoal cañón. Y volví a verlo cuando usted gritó desdelo alto de aquella escala en el combés; él estabadelante, y los hombres con la cara tiznada detrás.Lo vi dispararle con la pistola a un hombre quellevaba una pica, luego atravesar con su sable aun tipo que había derribado al contramaestre yenseguida enfrentarse a otro con una chaquetaroja, un oficial. Después de un par de pasesrápidos, le quitó el sable de un disparo al oficial;arremetió contra él clavándole con fuerza su

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sable, pero éste chocó en la punta con elesternón o una placa de metal, se dobló y separtió; y con los quince centímetros de hoja quequedaron él acuchilló a aquel hombre en un abriry cerrar de ojos, con una fuerza y una rapidezinconcebibles. No puede usted imaginarse lainmensa felicidad de su rostro y el intenso brillode su mirada».

«Quisiera añadir que ninguna tripulaciónpodría tener mejor conducta ni mayordeterminación y serenidad que los hombres dela Sophie. Además, deseo expresar mi profundoagradecimiento, por su celo y su buencomportamiento, al timonel, al carpintero, alcondestable, a los suboficiales y al señorPullings, guardiamarina graduado y teniente enfunciones, que le ruego usted recomiende a SuSeñoría.

Tengo el honor de ser… etc.Fuerzas de la Sophie al comienzo de la

acción: 54 hombres, incluidos oficiales,marineros y grumetes. 14 cañones de 4 libras. 3muertos y 8 heridos.

Fuerzas del Cacafuego al comienzo de la

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acción: 274 hombres, incluidos oficiales,marineros y supernumerarios. 45 infantes demarina. 32 cañones.

El capitán, el timonel y 13 hombres muertos;41 heridos.Leyó la carta, cambió en la primera página

«Tengo el honor» por «Tengo la satisfacción», lafirmó como John Aubrey y la dirigió al señorHarte, no a lord Keith, pues desgraciadamente elalmirante estaba al otro extremo delMediterráneo y todo pasaba por las manos delcomandante.

Era una carta pasable; no muy buena, a pesarde sus esfuerzos y de todas las revisiones. Él noera muy hábil para escribir. Con todo, la cartarelataba los hechos -sólo algunos- y no conteníaninguna falsedad, a excepción de poner frente aBarcelona en la forma acostumbrada cuando, enrealidad, Jack la había escrito al día siguiente desu llegada a Puerto Mahón. Además, él pensabaque había hablado de todos como se merecían, omás bien de casi todos, pues Stephen habíainsistido en que no lo mencionara. Pero aunquela carta hubiera sido un modelo de elocuencia

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narrando acciones navales, habría sidoigualmente inadecuada, como podría comprobaral leerla cualquier oficial de marina. Por ejemplo,en ella se hablaba del combate como algopuntual, observado serenamente, desarrolladocon cierta lógica y recordado con claridad, y sinembargo, casi todos los hechos realmenteimportantes habían tenido lugar antes o despuésde que éste se desencadenara; y respecto aellos, Jack ni siquiera podía decir con exactituden qué orden habían ocurrido. En cuanto alperíodo después de la victoria, él no era capazde recordar toda la secuencia de hechos sin eldiario de a bordo. Sólo se acordababorrosamente de su esfuerzo, su cansancio y suansiedad; trescientos hombres furiosos debíanpermanecer en la bodega custodiados por dosdocenas que, además, tenían que llevar la presade seiscientas toneladas hasta Menorca con elmar embravecido y vientos horribles; se debíanrenovar casi todos los aparejos de la corbeta, sedebían reparar los mástiles, cambiar las vergas,envergar nuevas velas, y el contramaestre estabaentre los heridos graves; un viaje lleno de

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dificultades en que habían estado al borde deldesastre, casi sin ninguna ayuda del mar ni delcielo. Un recuerdo borroso y una sensación deagobio; un sentimiento más próximo a la derrotadel Cacafuego que a la victoria de la Sophie; yuna prisa constante, como si eso fuera loesencial en la vida. Su memoria estaba envueltaen una niebla por cuyos claros se veían algunasescenas.

Jack recordaba a Pullings, en la sangrientacubierta del Cacafuego, gritándole que lascañoneras se acercaban desde Barcelona, sinque él pudiera escucharlo bien por estarensordecido; y su propia decisión de dispararlescon la batería de la fragata que estaba intacta; yel gran alivio que había sentido al contemplarincrédulo cómo se daban la vuelta -¿por quésería?– y cada vez se veían más pequeñas en elamenazador horizonte.

También recordaba el sonido que lo habíadespertado en la guardia de media; un roncoquejido que aumentaba por cuartos de tono, a lavez que subía de volumen, hasta convertirse enun alarido; luego recitaciones y cantos, y otra vez

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el ronco quejido y después el alarido; losirlandeses velaban a James Dillon, que yacía conuna cruz entre las manos, y habían colocadofaroles a la cabeza y los pies de su cadáver.

Y los sepelios. El pequeño Ellis en su coy,cubierto por la bandera, parecía un trozo depudding. Ahora, al recordarlo, a Jack se le volvíana nublar los ojos. Él había llorado mucho; laslágrimas corrían por sus mejillas cuando loscuerpos fueron arrojados por la borda y losinfantes de marina dispararon una salva.

«¡Dios mío!», pensó. «¡Dios mío!» Alredactar la carta y traer a su memoria hechospasados, se sentía de nuevo invadido por unaprofunda tristeza. Aquella tristeza que lo habíaacompañado desde el final de la batalla hastaque la brisa se encalmó, haciéndolos detenerse,a algunas millas del cabo de la Mola, y él disparócañonazos indicando que necesitaba conurgencia un oficial de derrota y ayuda; aquellatristeza que, sin embargo, había perdido labatalla frente a la alegría que aumentaba pormomentos. Alzó los ojos, y mientras se dabagolpecitos en la oreja herida con la pluma,

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trataba de establecer el momento en que habíacomenzado a sentir alegría. Por la ventana de lacabina observaba la enorme prueba de suvictoria, amarrada junto al astillero, con la mismamajestuosidad del primer día que la había visto; yde cara a la Sophie estaba el costado de babor,aún intacto, rojo y dorado, reflejándose en lasaguas de un gris otoñal.

Tal vez fue cuando recibió inesperadamentelas primeras felicitaciones, por parte de Sennet,del Bellerephon, cuyo bote había sido el primeroen acercarse. Luego lo habían felicitado Butler,de la Naiad, y el joven Harvey, Tom Widdrington yalgunos guardiamarinas; y también Marshall yMowett, que aunque se sentían profundamenteafligidos por no haber tomado parte en la batalla,estaban resplandecientes por la gloria de suscompañeros. Sus botes habían llevado la Sophiey su presa a remolque, y sus tripulantes habíanrelevado a los exhaustos infantes de marina y alos desocupados que custodiaban a losprisioneros. Jack sentía el peso irresistible de lafatiga acumulada durante todos aquellos días yaquellas noches, y se quedó dormido mientras le

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hacían preguntas. Un sueño maravilloso, del cuallo despertaron en el silencioso puerto para darleuna breve nota cuidadosamente plegada ycerrada, sin firmar, de Molly Harte.

Tal vez fue entonces. Al despertarse ya sentíaalegría, o mejor dicho, inmenso placer.Lamentaba mucho, amargamente, la pérdida desus compañeros de tripulación, y habría dado sumano derecha por salvarlos; además, junto con lapena que sentía por Dillon experimentaba unsentimiento de culpa cuya causa y naturalezadesconocía; sin embargo, un oficial en activo, entiempo de guerra, siente una pena intensa perono duradera. Tras un sereno razonamiento llegóa la conclusión de que no existían muchos casosen que un navío, individualmente, se hubieraenfrentado con éxito a un oponente muy superior,y que a menos que él hiciera una gran locura, amenos que él saltara por los aires, como habíaocurrido con el Boyne, las próximas noticias querecibiría del Almirantazgo serían que su nombreestaba incluido en el Boletín Oficial, que habíasido nombrado capitán de navío.

Con un poco de suerte, le darían una fragata;

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y desfilaron por su mente esas bien construidas ygloriosas embarcaciones: Emerald, Seahorse,Terpsichore, Phaëton, Sibylle, Sirius, laafortunada Ethalion, Naiad, Alcmène y Triton, laveloz Thetis. Endymion, San Fiorenzo, Amelia…docenas y docenas, más de cien en servicio.¿Tenía algún derecho a una fragata? No; másbien le correspondía un navío de veinte cañones,de sexta categoría. No tenía derecho a unafragata. Ni tampoco a atacar al Cacafuego; ni ahacer el amor con Molly Harte. Y sin embargo, lohabía hecho en el coche de posta, en unaglorieta, en otra glorieta, toda la noche. Quizáspor eso ahora estaba tan soñoliento y dormitaba,parpadeando mientras pensaba ilusionado en elfuturo, como si estuviera frente a un fuego decarbón mineral. Y quizás por eso las heridas ledolían tanto. La herida que tenía en el hombroizquierdo se le había abierto por un extremo. Lahabía notado después de terminada la batalla,pero no podía recordar cómo se la había hecho;Stephen se la había cosido y se la había vendadojunto con la herida de pica que tenía en el pecho(una venda para las dos), y también le había

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puesto un vendaje en lo que le quedaba de oreja.Pero dormitar no valía. Era el momento de

navegar con la marea alta, de lanzarse aconseguir una fragata, de aprovechar la suertemientras estuviera a su alcance, mientras lallevara a bordo. Enseguida le escribiría aQueeney; y por la tarde, antes de la fiesta,escribiría otra media docena de cartas, tal vez asu padre también. Éste, quien no servía para laintriga, el enredo o el manejo de los pocosintereses que tenían en común con los miembrosmás ilustres de la familia, nunca habría llegado algrado de general por derecho. No obstante, elinforme oficial era lo primero; y Jack, con unadulce sonrisa, se puso de pie lentamente.

Era la primera vez que se sentía bien entierra, y aunque todavía era temprano, advertíacómo lo miraban, murmuraban y lo señalabancon el dedo al pasar. Llevó la carta al despachodel comandante; se sentía turbado por elremordimiento de conciencia y las dudas sobresu ética y su honorabilidad cuando se dirigía a laciudad, y más aún mientras esperaba en laantesala, pero con las primeras palabras del

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capitán Harte desapareció su turbación. «Bien,Aubrey», le dijo sin levantarse de su asiento,«supongo que tenemos que felicitarlo de nuevopor su extraordinaria suerte».

«Es usted muy amable, señor», dijo Jack.«Le traigo el informe oficial».

«¡Ah, sí!», dijo el capitán Harte,manteniéndolo a cierta distancia y mirándolo confingida indiferencia. «Lo expediré dentro depoco. Me ha dicho el señor Brown que el astillerono puede suministrarle ni la mitad de las cosasque usted necesita; parece que está muyasombrado de que quiera usted tantas. ¿Cómodiablos tiene tantas vergas y palos dañados? ¿Yesa absurda cantidad de aparejos? ¿Y los remosdestrozados? Aquí no hay remos. ¿No le pareceque su contramaestre está exagerando un poco?También dice el señor Brown que, en el puertomilitar, ninguna fragata ni ningún navío de líneahan pedido nunca ni la mitad de esa cantidad decabos».

«Si el señor Brown puede decirme la formade apresar una fragata de treinta y dos cañonessin que algunas vergas y palos resulten dañados,

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le estaré muy agradecido.»«¡Ah, claro! En esos ataques por sorpresa, ya

se sabe… pero lo único que puedo decirle esque tendrá usted que ir a Malta para conseguir lamayoría de las cosas que necesita. LaNorthumberland y el Superb se han llevado todolo que había aquí». Era tan evidente su malaintención que sobraban las palabras; pero elsiguiente golpe cogió a Jack desprevenido y ledio justo donde más dolía. «¿Le ha escrito ya ala familia de Ellis? Decir estas cosas» -dabapalmaditas al informe oficial- «es fácil; cualquierapuede nacerlo. En cambio, esa otra… No loenvidio, créame. Yo no sabría qué decirles…»Se mordía el nudillo del dedo pulgar y tenía unamirada furiosa. Jack tuvo la convicción de que lamala racha o los problemas o cualquier cosaperjudicial para su situación financiera loafectaban mucho más que la depravación de sumujer.

En realidad, Jack había escrito ya aquellacarta y las demás -al tío de Dillon, a las familiasde los marineros-, y pensaba en ellas mientrascruzaba el patio con expresión melancólica. Una

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figura se detuvo a la sombra de los arcos de laentrada y, sin duda, lo miraba a él. Mientras Jackatravesaba la galería que conducía a la calle,sólo podía distinguir una silueta y las doscharreteras de un capitán de navío o unalmirante; y aunque estaba preparado para elsaludo, su mente aún seguía en blanco cuando laotra persona salió apresuradamente de lasombra con la mano extendida. «¿Es usted elcapitán Aubrey, verdad? Soy Keats, del Superb.Permítame felicitarlo de todo corazón por suvictoria tan espléndida, señor. Acabo de pasarcon mi falúa junto a su captura, y estoyasombrado, señor, asombrado. ¿Ha sufridomuchos daños? Si puedo serle útil, si necesitalos servicios de mi contramaestre, mi carpinteroy mis veleros, no dude en decírmelo. ¿Me haríausted el honor de cenar a bordo conmigo o tieneya un compromiso? Seguro que sí; todas lasmujeres de Mahón desearán lucirse con usted.¡Qué gran victoria!»

«Bueno, señor, se lo agradezco muchísimo»,dijo Jack sonrojándose, invadido por una sinceray profunda satisfacción. Y le devolvió el apretón al

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capitán Keats con tal vehemencia que le produjoen la mano un leve crujido y luego una punzadade dolor. «Le estoy infinitamente agradecido porsus amables palabras. Tienen un inmenso valorpara mí, señor. A decir verdad, estoycomprometido para cenar con el gobernador yquedarme al concierto. Pero si usted pudieraprestarme a su contramaestre y a una pequeñabrigada -mis hombres se caen de cansancio,están rendidos- yo recibiría su ayuda con losbrazos abiertos, como un regalo llovido delcielo».

«¡Eso está hecho! Me alegra mucho poderayudarlo», dijo el capitán Keats. «¿Hacia dóndeva usted, señor? ¿Hacia arriba o hacia abajo?»

«Hacia abajo, señor. Estoy citado con unapersona en el Crown.»

«Entonces vamos en la misma dirección»,dijo el capitán Keats cogiendo a Jack del brazo.Y cuando cruzaron la calle para seguir por el ladode la sombra, Keats llamó a un amigo: «Tom,mira quién está conmigo. ¡Es el capitán Aubrey,de la Sophie! Usted conoce al capitán Greenville¿verdad?»

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«Esto me complace extraordinariamente»,dijo sonriendo Grenville, que tenía un solo ojo y unhorrible aspecto por las cicatrices de las heridasen combate. Le estrechó la mano a Jack yenseguida lo invitó a cenar.

Jack había rechazado cinco invitaciones máscuando él y Keats se separaron ante el Crown;en boca de personas que le merecían respetohabía oído las palabras «la acción llevada a cabocon mayor destreza de todas las que conozco»,«Nelson estará encantado» y «si hay justicia enel mundo, el gobierno comprará la fragata y ledará al capitán Aubrey el mando de ella». Élhabía advertido sincero respeto, buena voluntad yadmiración en las expresiones de los marinerosy oficiales más jóvenes que pasaban por la callellena de gente. Incluso dos capitanes de mayorrango que él, poco afortunados con las presas ya todas luces celosos, se habían apresurado acruzar la calle para expresarle su admiración yfelicitarlo cortésmente.

Entró y subió a su habitación. Se quitó elabrigo lo más rápidamente que pudo y se sentó.«Esto debe de ser lo que llaman hipocondría»,

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dijo tratando de definir lo que experimentaba ensu corazón y su pecho. Estaba tembloroso yconmovido, sentía alegría y a la vez ganas dellorar, algo muy parecido a un sentimientoreligioso. Permaneció allí sentado y aquelsentimiento fue haciéndose más intenso; ycuando Mercedes entró apresuradamente él lamiró con aire benevolente, afable y fraternal. Ellalo abrazó con pasión murmurándole al oído untorrente de palabras en catalán, y al final le dijo:«¡Valiente, valiente capitán! ¡Bueno, guapo yvaliente!»

«Gracias, gracias, Mercy, querida. Te estoyinfinitamente agradecido. Dime», dijo despuésde una pausa, intentando colocarse en unaposición más cómoda (ella era rellenita, debía depesar unas ciento quince libras), «dime, ¿seríastan buena chica, bona creatura, que me traeríasun poco de negus34 frío? ¿O sangría fría? Tengosed, soif, mucha sed, te lo aseguro, querida».

34. Negus: Oporto o jerez con agua, azúcar yespecias. Recibe ese nombre en honor alcoronel Negus, que fue el primero que lo preparó,durante el reinado de la reina Ana (1665-1714).

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«Tu tía tenía razón», dijo. Y se secó la bocamientras ponía a un lado la jarra, dejando caeralgunas gotas. «El barco de Vinaroz llegó a lahora exacta y encontramos al falso mercante deRagusa. Así que aquí, acqui, está la recompensade tua tía, querida», se sacó del bolsillo de loscalzones una bolsa de cuero, «y aquí», sacó unprimoroso paquete sellado, «hay un pequeñoregalo para vous, amor mío».

«¿Un regalo?», dijo Mercedes con ojoschispeantes al cogerlo. Y tras quitar hábilmente elpapel de seda y el algodón colocado por eljoyero, vio una pequeña cruz de diamantes conuna cadena. Dio un gritó, besó a Jack y corrió amirarse en el espejo. Volvió a gritar -¡oh! ¡oh!– yse le acercó con los diamantes centelleando unpoco más abajo del cuello. Se puso frente a él,oprimió el estómago y sacó el pecho como unapaloma buchona; luego se inclinó hacia delante,con la cruz de diamantes brillando entre sussenos, diciéndole: «¿Te gusta? ¿Te gusta? ¿Tegusta?»

La mirada de Jack era ahora menos fraternal,mucho menos fraternal. Se le hizo un nudo en la

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garganta y el corazón le empezó a latir confuerza. «¡Oh, sí, me gusta!», respondió con vozronca.

«¡Timely,35 señor, contramaestre delSuperb!.», se escuchó un vozarrón junto a lapuerta que se abría. «¡Oh! Disculpe, señor…»

35. Timely: Es el nombre del contramaestrey, además, significa oportuno. El juego depalabras se pierde en la traducción.

«No se preocupe, señor Timely», dijo Jack.«Me alegro mucho de verlo».

«¡Menos mal que llegó él!», pensó al subir denuevo las escaleras del muelle, dejando atrásuna numerosa brigada de hábiles tripulantes delSuperb muy ocupados, reforzandoestrepitosamente los obenques reciéncolocados. «¡Había tanto por hacer! Pero esachica es tan dulce…» Se dirigía ahora a la cenacon el gobernador, o por lo menos esa era suintención. Pero iba tan abstraído recordando elpasado y pensando en lo que le depararía elfuturo y tenía tan pocas ganas de desfilar por lacalle mayor, siempre tan llena de marineros, quesus pasos lo llevaron por oscuros callejones

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saturados del aroma del vino recién fermentado,con los canales de desagüe manchados depúrpura por el sedimento, hasta la iglesia de losfranciscanos, en la cima de la colina. Allírecuperó el sentido de la realidad y se orientó denuevo; entonces, mirando ansioso su reloj,comenzó a caminar rápidamente. Pasó por elarsenal, luego frente a la puerta verde de la casadel señor Florey, lanzándole una rápida mirada, yfinalmente se dirigió hacia la residencia delgobernador, en dirección noroeste cuarta alnorte.

Detrás de la puerta verde, en uno de los pisossuperiores, Stephen y el señor Florey todavíaestaban comiendo, de un modo muy informal,con la comida esparcida por las mesas y sillasdonde había algún espacio sobrante. Desde suregreso del hospital, habían estado haciendo ladisección de un delfín muy bien conservado queyacía sobre un banco junto a la ventana, cerca deun bulto cubierto con una sábana.

«Algunos capitanes creen que la mejorpolítica es incluir todos los casos en que haypérdida de sangre o incapacidad transitoria»,

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dijo el señor Florey, «porque una larga lista quedé la idea de una carnicería queda bien en elBoletín Oficial. Otros no admiten en ella a ningúnhombre que no esté prácticamente muerto,porque un número reducido de bajas indica queel capitán es prudente. Creo que su lista seacerca a la media, aunque peca de cautelosa; laha hecho considerando el ascenso de su amigo,desde luego».

«Exactamente.»«Sí… Permítame servirle un trozo de carne de

buey fría. Por favor, alcánceme un cuchilloafilado; la carne de buey, sobre todo, debecortarse muy fina para que tenga buen sabor.»

«Éste no tiene filo», dijo Stephen. «Pruebecon el bisturí». Se volvió hacia el delfín. «No»,dijo mirando debajo de una aleta. «¿Dónde lohabremos dejado? ¡Ah!» -levantó la sábana-«Aquí hay otro. Tiene una excelente hoja; seguroque es de acero sueco. Veo que empezó ustedla incisión en el punto hipocrático», dijolevantando un poco mas la sábana y mirando a lajoven que estaba debajo.

«Tal vez deberíamos lavarlo», dijo el señor

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Florey.«Creo que será suficiente limpiarlo con un

paño», dijo Stephen usando una punta de lasábana. «Por cierto, ¿cuál fue la causa de lamuerte?», preguntó dejándola caer.

«Ese es un punto delicado», dijo el señorFlorey. Cortó una loncha de carne y se la llevó aun buitre grifón que estaba atado por una pata enuna esquina de la habitación. «Ese es un puntodelicado, pero me inclinaría a creer que losgolpes acabaron con su vida, no el agua. Esasdebilidades en asuntos amorosos, esaslocuras… Sí. El ascenso de su amigo». El señorFlorey hizo una pausa mirando el largo bisturí dedoble filo y agitándolo con solemnidad porencima del trozo de carne de buey. «Si a unhombre le ponen cuernos, probablemente él ledará cornadas a quien se los puso», dijo con airedespreocupado, y con una mirada furtiva trató decomprobar el efecto que causaba su comentario.

«Muy cierto», dijo Stephen lanzándole albuitre un pedazo de cartílago. «En general,fenum habent in cornu.36 Pero, sin duda», le dijoal señor Florey sonriendo, «usted no ha soltado

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un comentario general sobre los cornudos.¿Puede ser más preciso? ¿Se refiere, tal vez, ala joven que hay bajo la sábana? Sé que ustedhabla de corazón, y le aseguro que por muyfranco que sea no me sentiré ofendido».

36. Fenum habent in cornu: En los cuernosse encuentra la riqueza.

«Bien», dijo el señor Florey, «el caso es quesu joven amigo -nuestro joven amigo, diría yo,porque lo aprecio de veras y considero que laacción que ha realizado le da prestigio a laMarina, a todos nosotros-, nuestro joven amigoha sido muy indiscreto; y la dama también. Ustedme entiende ¿verdad?»

«¡Oh, naturalmente!»«El marido se ha ofendido, y está en una

posición en que puede dar rienda suelta a surabia, a menos que nuestro amigo sea prudente,extremadamente prudente. El marido no lo retaráa duelo, porque ese no es en absoluto su estilo;es un individuo despreciable. Pero puede tratarde tenderle una trampa para que cometa un actode desobediencia y llevarlo a un consejo deguerra por ese motivo. Nuestro amigo es más

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conocido por su arrojo, su iniciativa y su buenasuerte que por su estricto sentido de lasubordinación; y algunos capitanes de másantigüedad están muy celosos y molestos por suéxito. Además, él es un Tory, o lo es su familia,mientras que el marido de la dama y el actualFirst Lord son Whigs, fanáticos, despreciables yviolentos Whigs. ¿Me entiende, doctorMaturin?».

«Desde luego que sí, señor. Le estoy muyagradecido por ser tan sincero y contarme todoesto que, por otra parte, confirma lo que yopensaba. Haré cuanto pueda para que él tengaconciencia de lo delicado de su situación.Aunque, para serle franco», añadió y exhaló unsuspiro, «me parece que este caso, como nosea con la ablación del miembro viril, no sesoluciona».

«Esa es, por lo general, la parte pecadora»,dijo el señor Florey.

El escribiente David Richards también estabacenando, pero en el seno de su familia. «Comotodo el mundo sabe», le dijo a la respetableconcurrencia, «uno de los puestos más

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peligrosos en un navío de guerra es el deescribiente del capitán; quien lo ocupa debeestar siempre en el alcázar, con la tablilla y elreloj, tomando nota de todas las indicacionesque hace el capitán, sobre el cual se concentra elfuego de todas las armas ligeras y de muchoscañones del enemigo. Sin embargo, elescribiente del capitán debe permanecer allí,manteniendo la serenidad y ayudando a éste consus consejos».

«¡Oh, Davy!», exclamó su tía. «¿Te ha pedidoconsejo?»

«¿Que si me ha pedido consejo, señora? Ja,ja! Bien lo sabe Dios.»

«No jures, Davy, querido», dijo su tía alinstante. «No es de buena educación».

«"¡Oh, bachiller Richards!", me dijo cuandocomenzaron a caer trozos de la cofa del mayorcerca del alcázar, con gran estrépito,desgarrando la batayola como si fuera de lanade Berlín. "No sé qué hacer. Estoycompletamente perdido, se lo aseguro". "Anteesta situación, sólo podemos hacer una cosa,señor", le dije. "Abordarlos. Abordarlos por proa

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y popa; y le doy mi palabra de que en cincominutos la fragata será nuestra". Bueno, señora,queridas primas, no me gusta presumir, y deboconfesar que tardamos diez; pero valió la pena,porque conseguimos un jabeque-fragata reciénrecubierto de cobre, el más hermoso que he vistoen mi vida. Y cuando llegué a popa, después deapuñalar al escribiente del capitán español, elcapitán Aubrey me estrechó la mano, y conlágrimas en los ojos me dijo: "Richards, todostenemos que estarle muy agradecidos". "Esusted muy amable, señor", le dije, "pero he hechoúnicamente lo que haría cualquier escribiente decapitán que sea responsable". "Bien", dijo. "Muybien"». Bebió un trago de cerveza negra yprosiguió: «Estuve a punto de decirle: "Mira,Ricitos de oro -porque en la Marina lo llamamosRicitos de oro ¿saben?, igual que a mí me llamanDavy fuego del infierno o Richards el trueno-, túme clasificas como guardiamarina en elCacafuego cuando lo compre el Gobierno yentonces estaremos en paz". Tal vez llegue aserlo el día de mañana, porque siento que tengodon de mando. La fragata debería alcanzar un

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precio entre doce libras y media y trece libras latonelada ¿no cree, señor?», le dijo a su tío. «Nohemos dañado mucho el casco».

«Sí», dijo el señor Williams con aire apacible.«Si la comprara el Gobierno, la fragataalcanzaría ese precio y el contenido de lasbodegas otro tanto; el capitán Aubrey sacaríacinco mil limpias, sin contar la recompensa, y tuparte ascendería a, digamos, doscientas sesentay tres libras, catorce chelines, dos peniques. Si lacomprara el Gobierno». «¿Qué quiere decir,querido tío, con ese si?»

«Pues quiero decir que cierta persona es laencargada de las compras que realiza elAlmirantazgo; y cierta persona tiene una esposaque no es ningún modelo de discreción; y ciertapersona está hecha una fiera. ¡Oh, Ricitos deoro, Ricitos de oro! ¿Por qué te comportas así,Ricitos de oro?», inquirió el señor Williamsdejando perplejas a sus sobrinas. «Si él sehubiera ocupado de asuntos de trabajo en vez deandar por ahí como si fuera el más macho dellugar, entonces…»

«¡Fue ella la que lo provocó!», exclamó la

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señora Williams, que no dejaba que su maridoterminara una frase desde que había dicho «síquiero» en la Trinity Church del puerto dePlymouth, en 1782.

«¡La muy lagarta!», gritó su hermana soltera;y sus sobrinas la miraron abriendo aún más losojos.

«¡Es una zorra!», exclamó la señora Thomas.«El primo de mi Paquita fue el cochero que lallevó en el calesín hasta el muelle, y no podránustedes creer…»

«Deberían atarla al carruaje y arrastrarla portoda la ciudad dándole latigazos, y no quisieraser yo quien tuviera el látigo.»

«Vamos, querida…»«Sé lo que estás pensando, señor W.», dijo

su mujer, «pero es mejor que lo olvides. ¡Esamala pécora! ¡Esa arpía!»

* * *Sin duda, en los últimos meses, la reputación

de la arpía había sufrido menoscabo, había sidomancillada, y por eso la esposa del gobernadorla recibió con toda la frialdad que las formaspermitían. En cambio, la apariencia de Molly

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Harte había mejorado tanto que ella estaba casiirreconocible; había sido una mujer graciosa,ahora era realmente hermosa. Ella y lady Warrenllegaron juntas al concierto, y fuera, esperando sucarruaje para darles la bienvenida, había unpequeño grupo de soldados y marinos; ahoraellos la rodeaban, resoplando y compitiendofuriosamente para captar su atención, mientrassus esposas, hermanas y novias, vestidas sinelegancia, estaban sentadas en sombríos gruposa cierta distancia, con los labios fruncidos,mirando el vestido escarlata casi oculto entre losapiñados uniformes.

Los hombres se apartaron cuando Jackapareció; algunos volvieron con sus mujeres, queles preguntaron si no encontraban a la señoraHarte muy vieja, mal vestida y anticuada. ¡Quépena, a su edad, pobrecita! Debía de tener por lomenos treinta, cuarenta, cuarenta y cinco. ¡Conmitones de encaje! A ellas no se les ocurriríallevar mitones de encaje. Aquella intensa luz no lafavorecía; y desde luego, era una extravaganciallevar esas enormes perlas.

Ella era como una prostituta en algunos

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aspectos, pensaba Jack observando con gransatisfacción cómo erguía la cabeza en actituddesafiante, teniendo plena conciencia de loscomentarios que hacían las mujeres; era comouna prostituta, y ante esta idea el deseo de Jackaumentaba. Ella sólo se entregaba a lostriunfadores; pero a Jack esto le parecía muybien, pues la prueba de su triunfo, el Cacafuego,estaba amarrado junto a la Sophie en el puertode Mahón.

Tras unos instantes de conversacióninsustancial -durante los cuales Jack creía haberdisimulado a la perfección, aunque no era así-todos ellos entraron en tropel en la sala demúsica. Molly Harte se sentó con elegancia juntoal arpa y los demás se acomodaron en laspequeñas sillas doradas.

«¿Qué vamos a escuchar?», preguntó unavoz detrás de Jack. Él volvió la cabeza y vio aStephen, empolvado, muy presentable a pesarde no llevar camisa, y ansioso por deleitarse conla música.

«Algo de Boccherini -una pieza paravioloncelo- y el arreglo que hicimos del trío de

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Haydn. Y la señora Harte tocará el arpa. Venga asentarse a mi lado.»

«Bien, me parece que no hay otro sitio», dijoStephen, «con la sala tan llena. Anhelaba poderdisfrutar de este concierto, pues no podremosescuchar otro en mucho tiempo».

«¡Tonterías!», dijo Jack sin hacer caso.«Vamos a asistir a la fiesta de la señora Brown».

«Para entonces, ya estaremos navegandorumbo a Malta. Se están poniendo por escrito lasórdenes en estos momentos.»

«¡Pero si la corbeta aún no está lista parahacerse a la mar!», dijo Jack. «Usted debe deestar confundido».

Stephen se encogió de hombros. «Me heenterado por el propio secretario».

«¡El condenado granuja…!», exclamó Jack.«¡Chsss!», dijeron los que estaban a su

alrededor. El primer violín dio la señal con lacabeza, luego bajó el arco, e inmediatamentetodos los instrumentos comenzaron a sonar,llenando la estancia de infinidad de deliciosossonidos y preparando la entrada del violoncelocon su evocadora melodía.

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* * *«En general», dijo Stephen, «Malta ha

resultado un lugar decepcionante. Pero al menosencontré una considerable cantidad de cebollasalbarranas en la orilla de la playa y las voy aconservar en una cesta».

«Sí que lo es», dijo Jack. «Aunque bien sabeDios que, aparte de lo ocurrido con el pobrePullings, no tengo por qué quejarme. Nos hanproporcionado todo lo que necesitábamos,excepto los remos -el encargado del astillero hasido muy atento-, y nos han tratado como aemperadores. ¿No cree usted que las cebollasalbarranas servirían para fortificar el organismo?Me siento muy decaído y estoy descompuesto».

Stephen lo miró atentamente, le tomó elpulso, le observó la lengua y luego lo reconoció, ala vez que le hacía algunas preguntas indiscretas.«¿Alguna herida no está bien?», preguntó Jackalarmado por la seriedad de su rostro.

«Una herida, si quiere llamarla así», dijoStephen. «Pero no se la hizo en la batalla con elCacafuego. Una dama amiga suya ha sidodemasiado generosa con sus favores,

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demasiado bondadosa».«¡Oh, Dios mío!», dijo Jack, a quien nunca le

había pasado nada semejante.«No se preocupe», dijo Stephen sintiendo

compasión al ver a Jack horrorizado. «Ya verácomo se recupera enseguida; si esto se ataca alprincipio, no habrá ningún problema. No le haráningún daño mantenerse en su cabina, bebersolamente agua de cebada, que es emoliente, ycomer gachas poco espesas; nada de carne devaca, ni de cordero, ni tampoco vino, ni licores.Si es cierto lo que dice Marshall de la travesíahacia el oeste en esta época del año, y además,con la escala que haremos en Palermo, cuandoestemos a la altura del cabo de la Mola ustedestará ya en condiciones de arruinar de nuevo susalud, su futuro, su fisonomía y de perder lasensatez y la felicidad».

Salió de la cabina de una forma que a Jack lepareció desconsiderada y poco humanitaria, ybajó rápidamente a la enfermería. Allí mezcló unapoción con un polvo que eligió entre los muydiversos tipos que, como todos los cirujanosnavales, tenía siempre a mano. Las ráfagas del

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gregal, que venían desde la punta Delimara,hicieron que la Sophie diera un bandazo asotavento y que cayera demasiado líquido en lamezcla.

«Es demasiado», pensó Stephenmanteniendo el equilibrio como un expertomarino y vertiendo el líquido sobrante en unfrasco de veinte dracmas. «No importa. Servirápara el joven Babbington». Tapó el frasco y locolocó en un anaquel con barandilla, despuéscontó los otros frascos, perfectamenteetiquetados, y regresó a la cabina. Sabía muybien que Jack actuaría según la antigua creenciamarinera de que más es mejor y tomaría dosisque lo llevarían al otro mundo si no se le vigilabade cerca. Por esa razón permaneció junto a Jackmientras se bebía, jadeando y sintiendo arcadas,la nauseabunda pócima que él le habíapreparado; y pensó en el paso de la autoridad deuno a otro en el tipo de relación que tenían(hipotéticamente, porque nunca se habíaproducido una colisión entre la autoridad deambos). Desde que Stephen se habíaenriquecido con el primer botín, compraba

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grandes cantidades de asa fétida, castóreo yotras sustancias para hacer que sus medicinastuvieran el aspecto, el gusto y el olor másrepugnantes de todas las de la flota, y habíacomprobado que esto le daba resultado, puessus resistentes pacientes tenían así la absolutacerteza de que él los estaba medicando.

«El capitán se siente mal a causa de lasheridas», dijo durante la comida, «de modo queno podrá aceptar la invitación para comer en lacámara de oficiales mañana. Bajo miprescripción, permanecerá en su cabina y sólocomerá gachas».

«¿Recibió muchas heridas?», preguntó elseñor Dalziel respetuosamente. El señor Dalzielera una de las decepciones de Malta; todos abordo esperaban que a Thomas Pullings lonombraran primer oficial, pero el almirante habíaenviado para ocupar ese cargo a un primo suyo,el señor Dalziel de Auchterbothie y Sodds. Elalmirante había tratado de suavizar la situaciónenviando una nota personal en la que prometía«tener presente al señor Pullings e informar muyfavorablemente sobre él al Almirantazgo», pero

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el caso era que Pullings seguía siendo suboficial,no había sido ascendido; y ese era el primeracontecimiento que ensombrecía su victoria. Elseñor Dalziel se daba cuenta de esto y semostraba en extremo conciliatorio, aunque, enrealidad, no era necesario, ya que Pullings era lapersona más modesta del mundo y sucomportamiento era sumamente tímido, exceptoen la cubierta del enemigo. «Sí», dijo Stephen,«recibió muchas: de sable, de pistola y de pica.Y cuando le estaba examinando la más profunda,encontré un trozo de metal, de una bala quehabía recibido en la batalla del Nilo».

«Es lo bastante para que cualquier hombrese sienta mal», dijo Dalziel, que no había estadoen ningún combate, aunque no por falta devoluntad, y eso lo mortificaba.

«Corríjame si me equivoco, doctor», dijo elsegundo oficial, «pero creo que la irritaciónpuede hacer que las heridas se abran. Y él debede estar muy irritado porque no nos encontramosen nuestra zona de crucero, y se nos estáacabando el tiempo concedido».

«Sí, sin duda», dijo Stephen. Y

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verdaderamente Jack tenía motivos para estarirritado, igual que los demás a bordo, pues habersido enviados a Malta, a pesar de tenerautorización para realizar un crucero por aguasllenas de posibles presas, resultaba muy duro.Además corría el insistente rumor, gracias aldestino y a la información secreta en poder deJack, de que por ellas navegaba un galeónreservado para la Sophie. Sin duda, podríahaber uno o incluso muchos galeones navegandocerca de la costa española en aquel mismomomento, y ellos estaban a quinientas millas dedistancia.

Estaban muy impacientes por regresar a sucrucero, por emplear los treinta y siete días queaún les quedaban, treinta y siete días que debíanaprovechar, pues aunque muchos de ellos habíanconseguido más guineas que chelines quehabían ganado en tierra en toda su vida, todosdeseaban ardientemente obtener más. Secalculaba, en general, que la parte que recibiríaun marinero de segunda estaría en torno a lascincuenta libras, e incluso aquellos que habíansufrido heridas, contusiones y quemaduras en la

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batalla pensaban que era una buena paga poruna mañana de trabajo y, por supuesto, muysuperior a la cantidad de chelines que ganaríanarando la tierra o en un telar, o a las ocho librasmensuales que, según decían, pagaban loscapitanes de los mercantes con pocos recursos.

El hecho de haber conseguido entre todos eléxito en la batalla, la férrea disciplina y la grandestreza adquirida (aparte de Willy el chiflado, elloco de la Sophie, y otros casos sin esperanza,todos los marineros y grumetes sabían aferrar,arrizar y llevar el timón) los habían convertido enun grupo de gran cohesión que conocíaperfectamente la embarcación y la forma degobernarla. Y menos mal que era así, porque elnuevo primer oficial no era un gran marino, y elloshabían evitado que cometiera graves errorescuando la corbeta hacía la travesía hacia eloeste, a gran velocidad y había sido sorprendidapor dos terribles temporales. Había sido azotadapor olas inmensas, estuvo detenida durantedesesperantes períodos en que el viento sehabía encalmado y en ocasiones fue zarandeadade tal modo por la fuerte marejada que su proa

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viraba como la aguja alrededor del compás yhasta el gato de a bordo se había mareado. LaSophie iba a la mayor velocidad posible no sóloporque sus tripulantes pensaban en aprovecharaquel mes de crucero cerca de la costa enemiga,sino también porque todos los oficiales estabanmuy ansiosos por tener noticias de Londres,saber lo que se había publicado en el BoletínOficial sobre su hazaña y conocer la reacción delas autoridades ante ella, que probablementesería nombrar a Jack capitán de navío yascender de categoría a los demás.

La travesía había hecho patente el buen hacerdel astillero de Malta y la gran habilidad de latripulación, ya que durante el segundo temporal,en aquellas mismas aguas y a menos de veintemillas al sur de la Sophie, la corbeta de dieciséiscañones Utile, se había hundido cuando viraba abarlovento buscando el viento de popa y todossus tripulantes habían perecido. Pero el últimodía el tiempo mejoró y sopló una tramontanafuerte y estable. Por la mañana avistaronMenorca, y poco después de la comida todosocuparon sus puestos; y antes de que el sol

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terminara su descenso hacia el horizonte,doblaron el cabo de la Mola.

Nuevamente animado, aunque menosbronceado por haber permanecido encerrado ensu cabina, Jack miraba con atención las nubesque empujadas por el viento pasaban sobre elmonte Toro, presagiando que se mantendría elviento del norte. Y dijo: «Tan pronto comolleguemos a la bocana del puerto, señor Dalziel,prepare los botes y comience a colocar lostoneles en cubierta. Tendremos que comenzar acargar el agua esta noche para zarpar lo antesposible por la mañana. No hay un minuto queperder. Pero veo que ya ha colocado losganchos en las vergas y también los estayes.Eso», añadió, «está muy bien». Y riendo entredientes se dirigió a su cabina.

Sin embargo, el señor Dalziel no los habíavisto hasta entonces; los silenciosos marineros,que conocían mejor la forma en que Jack hacíalas cosas, se habían anticipado a la orden. Elpobre hombre sacudió la cabeza con toda latranquilidad que le fue posible; se encontraba enuna posición difícil, pues aunque era un oficial

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respetable y concienzudo, no podía compararseni remotamente con James Dillon. El anteriorprimer oficial estaba muy presente en la mentede los tripulantes, a quienes había ayudado aformar, y era recordado por su dinamismo, suautoridad, sus amplios conocimientos técnicos,su habilidad y su vocación de marino. Jack lorecordaba cuando la Sophie se deslizaba por elgran puerto, pasando una tras otra las calas eislas que le eran familiares. Cuando pasabanjunto a la isla del hospital y Jack estabapensando que con James Dillon se hacían lasmaniobras con mucho menos ruido, se oyó elgrito de «¡bote a la vista!» en cubierta y el lejanogrito de respuesta indicando que se acercaba uncapitán. Jack no pudo oír el nombre, peroinstantes después Babbington, muy alarmado,llamó a su puerta y anunció: «La falúa delcomandante se acerca, señor».

En cubierta había bastante jaleo; Dalzielintentaba que se emprendieran a la vez trestareas diferentes y los hombres que debíanengalanar el costado de la corbeta tambiéntrataban de conseguir a toda prisa que su

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apariencia fuera decente. Pocos capitaneshabrían salido tan precipitadamente de detrás deuna isla, pocos habrían molestado a unaembarcación a punto de amarrar, y la mayoría deellos, incluso en una emergencia, habrían dado asu tripulación la oportunidad de prepararse, lehabrían concedido unos minutos de gracia; perono el capitán Harte, que subió por el costado lomás rápidamente que pudo. Se oyeron vocesgritando las órdenes en tono exasperado; lospocos oficiales vestidos correctamente, aunquecon la cabeza descubierta, se quedaron rígidos;los infantes de marina presentaron armas, y unode ellos dejó caer el mosquete.

«Bienvenido a bordo, señor», dijo Jack, queen esos momentos sentía una gran benevolenciahacia todos los que lo rodeaban, tanto que sealegraba incluso de ver aquel rostro huraño queya le resultaba familiar. «Creo que es la primeravez que tenemos el honor de recibirlo a bordo».

El capitán Harte se volvió hacia el alcázar ysaludó llevándose la mano al sombrero, pero sinllegar a tocarlo y observó con afectado gesto dedesagrado a los sucios grumetes que estaban en

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el costado y a los infantes de marina con lascananas en bandolera torcidas. Luego miró elmontón de toneles de agua y la regordeta ymansa perrita color crema del señor Dalziel, quehabía ido hasta allí porque era el único espaciolibre en cubierta y ahora estaba haciendo uninmenso charco, si bien pedía disculpas a todosagachando la cabeza y las orejas.

«¿Mantiene usted normalmente la cubierta enestas condiciones, capitán Aubrey?», preguntó.«¡Válgame Dios! Esto se parece más a unacasa de empeño de Wapping37 que a la cubiertade una corbeta del Rey».

37. Wapping: Barrio portuario de Londres.«¡Oh, no, señor!», dijo Jack todavía de

excelente humor, pues veía bajo el brazo delcapitán Harte un sobre encerado delAlmirantazgo, y éste no podía ser otra cosa queun nombramiento de capitán de navío para J. A.Aubrey enviado con gran rapidez. «Me temo queusted ha sorprendido a la Sophie mientras sehacían algunos cambios a bordo. ¿Quiere pasara la cabina, señor?»

Los tripulantes estaban muy atareados

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deslizando la corbeta a través de lasembarcaciones del puerto y preparándose paraamarrarla, y afortunadamente sabían manejarla ysoltar el ancla muy bien, porque tenían puestagran parte de su atención en escuchar las vocesque salían de la cabina.

«Es como el viejo Jarvie»38, susurró ThomasJones a William Witsover con una ampliasonrisa, una sonrisa que se hizo general desde elpalo mayor a la popa, pues quienes estabanescuchando allí supieron enseguida que a sucapitán le estaban echando una reprimenda.Ellos lo apreciaban mucho, lo habrían seguido alfin del mundo, pero les divertía pensar en cómose las arreglaría para soportar aquel rapapolvo,aquella tremenda bronca.

38. Old Jarvie: Es el mote que la marineríadaba a lord Saint Vincent, famoso almirante de laépoca.

«Cuando doy una orden espero que secumpla puntualmente», le dijo en tonorimbombante y en voz baja Robert Jessup aWilliam Agg, ayudante del oficial de derrota.

«Silencio», gritó el segundo oficial, que no

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podía oír las voces de la cabina.Pero ahora todos iban perdiendo la amplia

sonrisa. Primero la perdieron los hombres queestaban más cerca de la claraboya, luego losque se comunicaban con ellos con la mirada opor medio de significativos gestos y expresivasmuecas, y después los que estaban más cercade proa. Y cuando el ancla de leva cayó al mar,en un susurro se extendió el rumor: «No haycrucero».

El capitán Harte reapareció en cubierta. Se levio subir a su falúa muy ceremoniosamente,silencioso y receloso, mientras el rostro delcapitán Aubrey tenía una expresión fría yreservada.

El cúter y la lancha comenzaron a cargar elagua enseguida; el chinchorro llevó a tierra alcontador para comprar provisiones y ocuparsedel correo; los vivanderos se dispusieron aofrecer sus delicias de costumbre; y el señorWatt y los tripulantes de la Sophie que se habíancurado de sus heridas en el hospital seacercaron rápidamente a la corbeta para vercómo habían dejado la jarcia esos cabrones de

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Malta.A éstos, sus compañeros les dijeron: «¿Ya lo

sabéis?»«¿Qué, compañero?»«¿Entonces no lo sabéis?»«Dinos lo que ocurre, compañero.»«No vamos a seguir de crucero, eso es lo que

ocurre. Ya hemos terminado, dice ese malditohijo de puta, ya hemos agotado nuestro tiempo.Lo hemos empleado en ir a Malta. Hemosempleado nuestros treinta y siete días.Escoltaremos ese condenado y torpe paquebotehasta Gibraltar, eso es lo que haremos; y nosagradecen amablemente nuestros esfuerzos enel crucero. El Cacafuego no ha sido compradopor el Gobierno, sino vendido a los condenadosmoros por dieciocho peniques y una libra demierda. ¡Y era el jabeque másendemoniadamente veloz que haya navegadojamás! Nuestro regreso ha sido demasiado lento."No tiene que decírmelo, señor", dijo él, "porquelo sé mejor que nadie". No publicaron nada sobrenosotros en el Boletín Oficial, y el viejo pedorrono ha solicitado el ascenso de Ricitos de oro.

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Dice que hubo irregularidades en la captura yque su capitán no estaba en ninguna misión;mentira podrida. ¡Si pudiera le daría una patadaen los cojones y se las haría pagar todas juntas!»En ese momento fueron interrumpidos por unapremiante mensaje que el ayudante delcontramaestre, agitando el extremo de un cabo,les enviaba desde el alcázar. No obstante, ellossiguieron dando rienda suelta a su profundaindignación, aunque bajando un poco la voz. Y siel capitán Harte hubiera aparecido de nuevo enaquel momento, se habrían amotinado y lohabrían arrojado a las aguas del puerto. Estabanfuriosos por aquella reacción ante su victoria,furiosos por ellos mismos y por Jack, y sabíanmuy bien que los reproches de sus oficialescarecían de convicción. Aunque el mensaje se lohubieran dado agitando un pañuelo en vez delextremo de un cabo, ellos habrían hecho elmismo caso. Incluso Dalziel, que era un reciénllegado, estaba sorprendido del tratamiento quehabían recibido, al menos por lo que serumoreaba, lo que habían oído detrás de laspuertas y las noticias que traía el vivandero, y

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también por deducciones y sobre todo por laausencia en el puerto del hermoso Cacafuego.

El tratamiento que les dieron fue incluso peorde lo que se rumoreaba. El capitán seencontraba sentado en su cabina con el cirujanode la Sophie, ambos rodeados por un montón depapeles; Stephen Maturin había ayudado a Jacka ocuparse de ellos y había escrito sus propiascartas, y ahora eran ya las tres de la madrugada.La Sophie se mecía suavemente allí amarrada ysu apiñada tripulación dormía dando ronquidos(podía dormir toda la noche pues felizmentecontaba con la guardia del puerto). Jack no habíabajado a tierra y no tenía intención de hacerlo; yel silencio, la falta de movimiento y las largashoras pasadas con la pluma en la mano parecíanhaberlos aislado del mundo a él y a Stephen enla iluminada cabina. Por sentirse aislados,precisamente, su conversación, que en cualquierotro momento habría sido inaceptable, parecíacorriente y natural. «¿Conoce usted a ese talMartínez, el dueño de la casa donde viven losHarte?», preguntó Jack.

«He oído hablar de él», dijo Stephen. «Es un

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especulador y, según dicen, muy rico».«Bueno, el caso es que ha firmado un

contrato por el que se ocupa de transportar elcorreo; un condenado trabajo, sin duda. Y paratransportarlo ha comprado el Ventura, que másque un paquebote es una carraca, pues nunca hanavegado a más de seis millas por hora.Nosotros lo escoltaremos hasta el Peñón.Bastante razonable, pensará usted. Sí, pero loque haremos nosotros será coger la saca,llevarla a bordo del paquebote cuando estemosjusto a la entrada del puerto, y luego volver aquíenseguida, sin bajar a tierra ni comunicarnos conGibraltar. Y le diré algo más: él no ha enviado micarta oficial en el Superb, que inició un recorridopor el Mediterráneo dos días después de nuestrapartida, ni tampoco en el Phoebe, que ibadirectamente a Inglaterra, y le apuesto lo quequiera a que está aquí, en esta mugrienta saca.Es más, sé lo que dice en la carta que haadjuntado a la mía como si la hubiera leído,mencionará esas supuestas irregularidadessobre la captura del Cacafuego y esas sutilezassobre su carácter oficial. Desagradables

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insinuaciones y demora. Por eso no se hapublicado nada en el Boletín Oficial; por eso noha habido tampoco ningún ascenso. En aquelsobre del Almirantazgo sólo estaban sus propiasórdenes, por si yo insistía en que me lasentregara por escrito.»

«Naturalmente, hasta a un niño le pareceríanobvios sus motivos. Él espera provocarlo hasta elpunto de que usted se deje llevar por un arrebatode cólera. Espera que usted lo desobedezca yarruine su carrera. Le ruego que no se ofusquepor la ira.»

«¡Oh, no! No voy a hacer el tonto», dijo Jackcon una sonrisa algo forzada. «Pero en cuanto aprovocarme, le aseguro que lo ha conseguidoadmirablemente. Cuando pienso en todo esto, lamano me tiembla tanto que no creo que puedatocar ni una escala», dijo cogiendo su violín. Ymientras pasaba el violín por el espacio deapenas dos pies que había entre la taquilla y suhombro, se agolparon en su mente una serie depensamientos que lo afectaban en lo másprofundo de su ser: aquellas semanas, e inclusomeses, en que creía haber adelantado su camino

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hasta el escalafón se habían perdido. YaDouglas, del Phoebe, Evans, del destacamentomilitar de las Antillas, y un hombre que noconocía llamado Raitt habían sido ascendidos;sus nombramientos aparecían en el último BoletínOficial. Todos ellos estaban por encima de él,habían entrado en la inalterable lista de capitanesde navío; él tendría para siempre menosantigüedad que ellos. Tiempo perdido; y, paracolmo, esos insistentes rumores de que estabapróxima la paz. Y aunque no lo reconocíaabiertamente, tenía la fundada sospecha o, másbien, el temor de que todo le había salido mal yno había conseguido un ascenso; las palabras delord Keith habían sido proféticas. Levantó lacabeza para colocarse el violín bajo la barbilla, ymientras tanto apretaba los labios, descargandoasí buena parte de su tensión. Enrojeció y exhalóun profundo suspiro abriendo mucho los ojos,que parecían más azules por la contracción delas pupilas; apretó todavía más los labios y almismo tiempo la mano derecha. Las pupilas secontraen de forma simétrica hasta que sudiámetro llega a medir aproximadamente la

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décima parte de una pulgada, anotó Stephen enla esquina de una página. Hubo un fuerte crujido,un sonido de cuerdas confuso y melancólico, ycon una extraña expresión, mezcla de duda,sorpresa y dolor, Jack apartó de sí el violín conlas cuerdas dislocadas y el mango partido. «¡Seha roto!», gritó. «¡Se ha roto!» Juntó los dosextremos rotos con sumo cuidado colocándolosen su sitio. «Quisiera que esto nunca hubieraocurrido», dijo en tono grave. «Este violín haestado conmigo desde que era un adolescente,desde que comencé a llevar calzones».

* * *La indignación por el tratamiento que había

recibido la Sophie no se sentía tan sólo en lacorbeta, aunque, naturalmente, allí era mayor; ymientras la tripulación daba vueltas alcabrestante para soltar las amarras, cantaba unanueva canción que no había sido inspirada porlas castas musas del señor Mowett:

Viejo Harte, viejo Harte,despreciable hijo de un pedorro francés.¡Eh, pisa fuerte y adelante!¡Pisa fuerte y adelante! ¡Pisa fuerte y

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adelante!¡Eh, pisa fuerte y adelante!El que tocaba el silbato, sentado en el tope

del cabrestante con las piernas cruzadas, se loquitó de la boca y cantó solo:

El viejo Harte le dice a su mujer:¿Pero qué veo?¡Si es el osado capitán de la Sophietocando con su violín!Y de nuevo todos cantaron a voz en cuello el

estribillo:Viejo Harte, viejo Harte,hijo tuerto de un indecente y pedorro

francés.James Dillon nunca habría permitido aquello,

pero el señor Dalziel, que no entendía lasalusiones, los dejó cantar, y ellos continuaronhasta que enrollaron por completo el cable, con eldesagradable olor del cieno menorquín, ycomenzaron a izar los foques de la Sophie y abracear para hacer girar el velacho. Estabanfondeados junto a la Amelia, a la que no habíanvisto desde el combate con el Cacafuego, y derepente el señor Dalziel vio a los tripulantes de la

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fragata subirse a su jarcia y, con el sombrero enla mano, colocarse de cara a la Sophie.

«Señor Babbington», dijo en voz baja, por siacaso estaba equivocado, porque sólo en unaocasión había visto suceder esto, «dígale alcapitán, en cumplimiento de mi obligación, queme parece que la Amelia va a vitorearnos».

Jack, con expresión de sorpresa, llegó acubierta cuando se escuchó el primer viva, unaimpresionante onda sonora que llegó aveinticinco yardas de distancia. Después se oyóel silbato del contramaestre de la Amelia y elsegundo viva, con la misma precisión de susandanadas; y luego el tercero. Él y sus oficialespermanecieron en posición de firmes con lacabeza descubierta; y tan pronto como seapagaron en el puerto los ecos del último viva, élgritó: «¡Tres vivas por la Amelia!» Los tripulantesde la Sophie, aunque ocupados en las tareas dea bordo, respondieron como héroes, con el rostroenrojecido de satisfacción y la suficiente energíapara vitorear como era debido, en realidad, conuna gran energía, porque ellos sabían lo que eranbuenos modales. Entonces en la Amelia, que

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ahora quedaba atrás, gritaron «¡otro viva!» y loshombres bajaron a cubierta.

Fue un caluroso saludo, una magníficadespedida, y les produjo una gran satisfacción,pero no evitó que se sintieran muy apenados -noevitó que repitieran «¡que nos devuelvan nuestrostreinta y siete días!», a modo de consigna o decontraseña, en la entrecubierta y también,cuando se atrevían, por encima de las escotillas-ni que volvieran a sus tareas con escaso interés,ni que los días y semanas que siguieron lesresultaran mucho más tediosos de lo normal.

El breve tiempo que la corbeta había estadoamarrada en Puerto Mahón había afectadoconsiderablemente la disciplina. Los tripulantes,ante el mal trato recibido, tenían una actituddesafiante y habían formado un grupo muy unido,de manera que la jerarquía (en sus aspectos mássutiles) había desaparecido casi por completodurante un tiempo. Además, los hombres quevolvían al servicio, tras recuperarse de lasheridas, habían sido autorizados por el cabo dela corbeta a traer a bordo botas y odres de coñacespañol, anís, y un líquido incoloro que llamaban

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ginebra. Era vergonzoso ver cómo tantoshombres habían sucumbido a la tentación, entreellos el capitán de la cofa del trinquete (borrachocomo una cuba) y los dos ayudantes delcontramaestre. Jack degradó a Morgan yascendió a Alfred King, el negro mudo,cumpliendo la amenaza que había hecho. Sinduda, un ayudante de contramaestre mudo,especialmente alguien con un brazo tan fuerte,sería mucho más temible, más disuasorio.

«Además, señor Dalziel», dijo, «por finprepararemos un verdadero enjaretado en elportalón, pues a ellos les importa un comino quelos azoten en el cabrestante. Acabaré con esasborracheras infernales pase lo que pase».

«Sí señor», dijo el primer oficial. Y tras unabreve pausa continuó: «Wilson y Plimpton mehan dicho que sería muy ofensivo para ellos quefuera King el que los azotara».

«Naturalmente que será ofensivo. Por esovan a ser azotados. Estaban borrachos, ¿no?»

«Borrachos perdidos, señor. Dijeron que erael día de Acción de Gracias.»

«¡Voto a Dios! No sé de qué tienen que dar

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gracias, pues el Cacafuego fue vendido a losargelinos.»

«Son de las colonias, señor, y parece que allíese día es festivo. Sin embargo, no muestrandisconformidad con la azotaina, sino con el colordel que da los azotes.»

«¡Bah!», dijo Jack. «Hay alguien más que vaa ser azotado si esto continúa así», dijoinclinándose y mirando por la ventana de lacabina, «y no es otro que el capitán de esecondenado paquebote. Hágale una señal con uncañonazo, señor Dalziel, por favor. Un disparo nomuy lejos de popa le indicará que debemantenerse en su posición».

En el condenado paquebote lo pasaban muymal desde que habían salido de Puerto Mahón.Su capitán esperaba que la Sophie navegaríadirectamente hasta Gibraltar, manteniéndose enalta mar, para no encontrarse con corsarios y,sobre todo, estar fuera del alcance de losdisparos de las baterías costeras. La Sophie,que no era un caballo alado, a pesar de todas lasmejoras, podía navegar, sin embargo, al doblede la velocidad del paquebote, tanto de ceñida

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como con el viento en popa. Y mientrasdescendía bordeando la costa, aprovechaba almáximo su superioridad para aproximarse yescrutar todas las bahías y calas que encontrabaa su paso, de forma que el paquebote se veíaobligado a permanecer a babor, a muy pocadistancia, con su tripulación presa de un miedoespantoso.

Hasta entonces, esa ansiosa búsqueda, casicomo la de un perro de caza, sólo habíaprovocado pocos y muy breves intercambios dedisparos con las baterías costeras, pues lasórdenes tajantes y estrictas de Jack le impedíanperseguir embarcaciones y hacían prácticamenteimposible poder hacer presas. Pero estaconsideración era algo secundario, porqueverdaderamente él iba en busca de acción; y enaquel momento, pensaba, daría cualquier cosapor encontrarse de frente con una embarcaciónmás o menos de su tamaño y, de forma directa,sin complicaciones, poder entablar un combate.

Subió a cubierta pensando en todo esto. Labrisa marina, durante toda la tarde, había estadoamainando, y ahora estaba casi encalmada y

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sólo había rachas a intervalos; la Sophie aún laatrapaba y tenía algún movimiento, pero elpaquebote se había detenido casi por completo.A estribor tenían la oscura y extensa costarocosa, de la cual salía perpendicularmente unaprotuberancia, un pequeño cabo o punta dondehabía un castillo árabe en ruinas, más o menos auna milla de distancia.

«¿Ve usted ese cabo?», dijo Stephenmientras lo observaba con un libro abierto en lamano, marcando la página con el pulgar. «Es elcabo Roig, la frontera de la lengua catalana porla parte de la costa, y a muy poca distancia deéste se encuentra Orihuela, que es, por elinterior, el último pueblo donde se habla catalán;a partir de Orihuela comienza Murcia, donde sehabla la jerigonza bárbara de al Andalus. Inclusoen el pueblo que está al doblar el cabo hablancomo moriscos, o sea, algarabía, farfulla, comosi mascullaran las palabras». Aunque Stephenera muy liberal en todos los demás aspectos, nopodía soportar a los moros.

«De modo que hay un pueblo ahí», dijo Jackcon un intenso brillo en los ojos.

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«Bueno, es una aldea; enseguida la verá».Hizo una pausa; podía oírse el murmullo del aguamientras la corbeta se deslizaba suavemente, yel paisaje parecía girar de forma casiimperceptible. «Según Estrabón, los antiguosirlandeses consideraban un honor que suspropios familiares comieran sus restos, era unaforma de sepelio que mantenía el alma en lafamilia», dijo mientras agitaba el libro.

«Señor Mowett, tráigame mi catalejo, porfavor. Disculpe, doctor, creo que me decía ustedalgo sobre Estrabón.»

«Puede que usted piense que no son másque las teorías de Eratóstenes redivivas ¿o talvez debería decir renovadas?»

«¡Oh, sí! Puede decirlo así, por supuesto. Enla cumbre de la colina, por debajo del castillo, vaun hombre cabalgando como si se lo llevara eldiablo.»

«Se dirige al pueblo.»«Así es. Ahora veo el pueblo, extendiéndose

por detrás de la peña». Y añadió como para sí:«Además veo otra cosa». La corbeta navegabalentamente, y también lentamente aparecía la

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bahía de aguas poco profundas, en cuya orilla seamontonaban las casas blancas. A ciertadistancia de la costa y a un cuarto de milla al surdel pueblo, había anclados tres barcos, dosheurs y un pingue, mercantes no muy grandespero cargados hasta los topes.

Aun antes de que la corbeta comenzara aaproximarse, había mucha actividad en la orilla, ytodos los que disponían de un catalejo a bordopudieron ver cómo la gente corría por todaspartes y los botes remaban enérgicamente parallegar hasta los barcos anclados. Despuéspudieron ver a sus tripulantes ir apresuradamentede un lado a otro y, en el silencio de la tarde,oyeron sus acaloradas discusiones. Luego seescucharon los gritos de éstos mientrasaccionaban rítmicamente los molinetes para levaranclas; se les vio largar las velas y acercarse aúnmás a la costa.

Jack la estuvo observando durante un tiempocon mirada penetrante y calculadora; si el mar nose rizaba, sería fácil sacar de allí los barcos aremolque, sería fácil tanto para los españolescomo para él. Indudablemente, sus órdenes no

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dejaban margen para ninguna posible expediciónaislada; pero el enemigo vivía del comercio de lacosta -pues sus caminos eran abominables, elempleo de carros de mulas para cosas a granelera absurdo, y los carros de caballos nomerecían tenerse en cuenta; en este punto habíahecho hincapié lord Keith- y él tenía la obligaciónde apresar, quemar, hundir o destruir sus barcos.Mientras tanto los tripulantes de la Sophieestuvieron observando a Jack; sabían muy bienlo que pasaba por su mente, pero también teníanuna idea muy clara de lo que decían las órdenes,de que aquel no era un crucero sinoestrictamente un viaje de escolta. Lo habíanobservado con tanta atención que se habíaacabado la arena que marcaba el tiempo.Joseph Button, el centinela cuya función era darlela vuelta a la ampolleta de media hora en elmomento en que se quedaba vacía y tocar lacampana, miraba absorto al capitán Aubrey; suscompañeros trataron de sacarlo de suabstracción con empujones, pellizcos ydiciéndole en voz baja pero enérgica: «¡Joe, Joe,despierta Joe, gordo hijo de puta!» y finalmente

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el señor Pullings le dijo al oído: «¡Button, déle lavuelta a esa ampolleta!»

Cuando se extinguió el tañido de la campana,Jack dijo: «Vire en redondo, señor Pullings, porfavor».

Describiendo una curva casi perfecta y entredébiles pitidos y las órdenes apenas audibles,«¡Preparados! ¡Timón a sotavento! ¡Arriba puñosde amura y escotas! ¡Cazar la mayor!», laSophie viró, y con las velas hinchadas pusorumbo hacia la distante zona de aguas colorvioleta donde se encontraba aún detenido elpaquebote.

Después de haberse separado algunasmillas del pequeño cabo, también la Sophie sedetuvo por falta de viento y se quedó allí en lapenumbra, con las velas fláccidas y deformes,mientras el rocío iba cubriéndola.

«Señor Day», dijo Jack, «por favor, preparealgunos barriles para ser incendiados, digamosmedia docena. Señor Dalziel, a menos que selevante viento, creo que arriaremos los botes amedianoche. Doctor Maturin, podríamossolazarnos y pasar un buen rato».

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El modo en que pasaron un buen rato fuehaciendo pentagramas y copiando un dueto queles habían prestado, lleno de semifusas. «¡Voto aDios!», dijo Jack apartando del papel los ojosenrojecidos y llorosos, después de una hora máso menos. «Estoy demasiado viejo para haceresto». Hizo presión sobre los ojos con las manosy se mantuvo así unos instantes. Después dijocon un tono de voz muy distinto: «He estadopensando en Dillon todo el día. Durante todo eldía me he acordado de él. No puede imaginarsecuánto lo echo de menos. Cuando me contóusted lo que decía ese clásico, me lo recordó…seguramente porque hablaba de los irlandeses yDillon era irlandés. Aunque nadie lo hubieracreído, pues nunca se le vio borracho, casi nuncale gritó a nadie, hablaba como un cristiano, era elhombre más caballeroso del mundo, no era nadafanfarrón… ¡Oh, Dios mío! Mi querido amigo,querido Maturin, discúlpeme por haber dichoesas malditas cosas… Lo lamentoprofundamente».

«¡Bah!», dijo Stephen moviendo la mano deun lado al otro; luego aspiró rapé.

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Jack tiró de la campanilla y, entre los distintosruidos del barco, casi apagados en aquellacalma, pudo oír los ligeros pasos de sudespensero. «Killick», dijo, «tráigame un par deesas botellas de madeira que tienen el precintoamarillo y galletas Lewis». Y después le explicó aStephen: «No consigo que prepare un bizcochode semillas aromáticas decente. Por otra parte,esas galletitas se digieren muy bien y dan relieveal vino. Este vino», dijo mirando con atención labotella al trasluz, «me lo dio nuestro agente deMahón, y fue embotellado el año en que nació micaballo Eclipse. Se lo brindo como ofrenda paraque perdone mi falta, pues reconozco que lo heofendido. ¡A su salud, señor».

«¡A la suya, querido amigo! Es unextraordinario vino de solera. Seco pero deintenso sabor. Excelente.»

«Digo esas malditas cosas», prosiguió Jackmientras iban bebiéndose la botella, «y en elmomento en que las digo no tengo conciencia deello, aunque vea que la gente se pone colorada yme mira con reprobación, y oiga a mis amigosdiciendo "Pst, pst". Y entonces me digo: "Has

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vuelto a meter la pata, Jack". En general, terminopor darme cuenta de lo que he hecho mal, peropara entonces ya es demasiado tarde. Me temoque debido a esto le ocasioné disgustos a Dilloncon bastante frecuencia» -bajó la mirada con airetriste- «pero, ya sabe usted, no soy el único. Nocrea que pretendo desacreditarlo, ni muchomenos -cito esto sólo como ejemplo de queincluso un hombre muy bien educado puede, aveces, cometer errores de este tipo, porqueestoy convencido de que él no tenía malaintención- pero también Dillon me hirió mucho enuna ocasión. Empleó la palabra comercialcuando hablábamos con entusiasmo de hacerpresas. Estoy seguro de que él no tenía malaintención, como tampoco yo tenía intención ahorade que mi observación resultara ofensiva; perohe tenido esto atragantado desde entonces. Esaes una de las razones por las que estoy tancontento…»

Llamaron a la puerta. «Le ruego que medisculpe, su señoría. El ayudante del cirujanoestá en un apuro, señor. El joven Ricketts se hatragado una bala de mosquete y no se la pueden

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sacar. Se está asfixiando, señor».«Perdóneme», dijo Stephen, dejando con

cuidado el vaso sobre la mesa y cubriéndolo conun pañuelo rojo de lunares.

«¿Va todo bien? ¿Lo consiguió…?»,preguntó Jack cinco minutos más tarde.

«Tal vez no podamos hacer todo lo quequeremos en medicina», dijo Stephen consatisfacción, «pero creo que al menos podemosadministrar un emético que haga efecto. ¿Quéestaba usted diciendo?»

«La palabra que empleó fue comercial», dijoJack. «Comercial. Y por eso estoy tan contentode hacer esa expedición con los botes estanoche, pues aunque las órdenes que he recibidono me permiten llevarme a esos barcos, nada meimpide quemarlos. De ese modo no pierdo eltiempo, ya que tengo que esperar a que elpaquebote nos alcance. Y hasta la persona másescrupulosa reconocería que esta empresa notiene nada de comercial. Es demasiado tarde,desde luego -estas cosas siempre sucedendemasiado tarde-, pero llevarla a cabo meproduce una gran satisfacción. ¡Cómo le hubiera

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complacido a James Dillon! ¡La realizaré en suhonor! ¿Lo recuerda cuando iba en los botes enPalamós? ¿Y en Palafrugell?».

La luna ascendió a lo alto del cielo mientraséste, lleno de estrellas, giraba sobre su ejehaciendo subir las Pléyades. El cielo estabacomo en pleno invierno (aunque brillante ysereno) cuando la lancha, el cúter y el chinchorrose abordaron con la corbeta y el destacamentode desembarco descendió hasta ellos. Todosllevaban chaqueta azul y un brazalete blanco en elbrazo. Estaban a cinco millas de su presa, peroya no hablaban más que en susurros y tan sólose oían algunas risas ahogadas y el tintineo delas armas al bajarlas. Empezaron a remarsilenciosamente, pues los remos estabanforrados de tela, y fueron adentrándose en laoscuridad; y a los diez minutos, a pesar de forzarla vista, Stephen ya no podía distinguirlos.

«¿Los ve usted todavía?», le preguntó alcontramaestre, que ahora estaba al gobierno dela corbeta por estar cojo a consecuencia de unaherida.

«Sólo puedo distinguir la linterna sorda con la

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que el capitán mira el compás», dijo el señorWatt, «por detrás del pescante».

«Use mi catalejo de noche, señor», dijoLucock, el único guardiamarina que se habíaquedado a bordo.

«Quisiera que ya hubiera terminado todo»,dijo Stephen.

«Yo también, doctor», dijo el contramaestre.«Lo pasamos mucho peor quienes nosquedamos a bordo. Ellos están juntos, alegres, yel tiempo se les pasa como si estuvieran en laferia de Horndean, mientras que nosotros, lospocos que permanecemos aquí, pasamos un malrato y no podemos hacer otra cosa que esperar,teniendo la impresión de que se ha atascado laarena en el reloj. Nos va a parecer que pasanaños y años sin que sepamos nada de ellos,señor, ya verá usted».

Horas, días, semanas, años, e incluso siglosde espera. La oscuridad y el silencio eranabsolutos, tanto que, a veces, el tiempo parecíano existir. Sólo en una ocasión oyeron un granestrépito por encima de sus cabezas: eranflamencos volando hacia el mar Menor, o tal vez

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hacia las lejanas marismas del Guadalquivir.Los fogonazos de los mosquetes y el

subsiguiente ruido de disparos no provenían delpequeño círculo que Stephen observaba congran atención, sino de una zona mucho más a laderecha. ¿Se habrían extraviado los botes? ¿Sehabrían dirigido al lado opuesto? ¿O tal vez élhabía estado mirando en una direcciónequivocada? «Señor Watt», dijo, «¿están losbotes en el lugar correcto?»

«¡Oh, no, señor!», dijo el contramaestre muytranquilo. «Si no me equivoco, el capitán estátratando de despistar al enemigo».

El ruido de disparos continuó, y a intervalosse oían débiles gritos. Entonces, a la izquierda,apareció un intenso resplandor, luego unsegundo, y finalmente un tercero. De repente, eltercero se hizo enorme, y una roja lengua defuego se elevó en el aire, subiendo y subiendocada vez más, una gigantesca fuente de luz:estaba ardiendo un barco cargado de aceite deoliva.

«¡Dios todopoderoso!», murmuró elcontramaestre aterrorizado. Y se escuchó

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«amén» entre los silenciosos y atónitostripulantes.

A la luz de la enorme llamarada pudieronverse el humo y las llamas de los otros incendiosmenos intensos, el pueblo y toda la bahía con laspardas colinas recortándose al fondo enmarcado claroscuro; y también el cúter y lalancha alejándose de la orilla y el chinchorroatravesando la bahía para reunirse con ellos.

Al principio el fuego se elevaba formando unagran columna, alta como un ciprés, pero despuésde quince minutos las llamas comenzaron ainclinarse hacia el sur, hacia las montañas, y lanube de humo que flotaba sobre ellas fueextendiéndose como un manto. El brillo de lasllamas pareció hacerse más intenso, y Stephenobservó cómo éstas atraían las gaviotas querevoloteaban alrededor de la corbeta y cerca dela costa. «El fuego atraerá a todo ser viviente»,pensó con ansiedad. «¿Cómo se comportaránlos murciélagos?»

Ahora las llamas estaban muy inclinadas; lasolas que rompían contra el costado de babor dela Sophie la hicieron balancearse.

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El señor Watt salió entonces de su asombro ydio las órdenes pertinentes. Luego, al regresar alpasamanos, dijo: «Les resultará muy difícil remarsi esto continúa así».

«¿No podríamos acercarnos y recogerlos?»,preguntó Stephen.

«No, señor. El viento está rolando tres gradosy, además, hay bancos de arena en lasproximidades del cabo.»

Otro grupo de gaviotas pasó volando a rasdel agua. «El fuego está atrayendo a todos losseres vivientes en muchas millas alrededor», dijoStephen.

«No se preocupe, señor», dijo elcontramaestre. «Dentro de una o dos horashabrá amanecido y ya no le prestarán ningunaatención, ninguna en absoluto».

«Ilumina todo el cielo», dijo Stephen.También iluminaba la cubierta del

Formidable, un espléndido navío de línea deochenta cañones, de construcción francesa, almando del capitán Lalonde y con la insignia delcontralmirante Linois en el palo de mesana. Elnavío, que se encontraba a siete u ocho millas de

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la costa, hacía el recorrido de Tolón a Cádiz. Alfrente de él, en formación en línea, navegaba elresto de la escuadra: el Indomptable, de ochentacañones, bajo el mando del capitán Moncousu, elDesaix, de setenta y cuatro, bajo el del capitánChristy-Palliére (un gran marino), y la Muiron, unafragata de treinta y ocho cañones que hastafecha muy reciente había pertenecido a laRepública veneciana.

«Pondremos rumbo a la costa para ver quéocurre», dijo el almirante, un hombre de carácterenérgico y un excelente navegante, moreno y debaja estatura, que vestía calzones rojos.Momentos después se subían los faroles conluces de colores. Los navíos viraronordenadamente uno tras otro, y sus tripulantesdemostraron una eficiencia que hubieraenorgullecido a cualquier armada, pues lamayoría de ellos procedían de la escuadra deRochefort, muchos eran marineros de primeraclase y, además, estaban al mando demagníficos oficiales.

Habían virado a estribor y se acercaban a lacosta con el viento a un grado mientras iba

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amaneciendo, y cuando pudieron verse desde lacubierta de la Sophie fueron recibidos conalegría. Los botes habían acabado de llegar juntoa la corbeta después de un largo y difícilrecorrido, y aunque los hombres tardaron endivisar los navíos, en cuanto lo hicieron seolvidaron del hambre, la fatiga, el dolor de losbrazos, el frío y la humedad; y por la corbetacorrió enseguida el rumor: «¡Nuestros galeonesse acercan rápidamente!» La riqueza de lasAntillas, Nueva España y Perú: lingotes de orollevados como lastre. Desde que la tripulaciónsupo que Jack recibía información secreta sobrelos movimientos de los barcos españoles, corríael rumor de que encontrarían un galeón; y ahoraese rumor se confirmaba.

Frente a las colinas se alzaba todavía laimpresionante llama, aunque su contorno sehacía menos nítido a medida que la luz delamanecer aumentaba de intensidad. Pero loshombres dejaron de fijarse en ella, con el afánpor ponerlo todo en orden y preparar la corbetapara la persecución, y si en algún momentoapartaban la vista de su trabajo, miraban alegres

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y expectantes hacia el Desaix, que seencontraba a tres o cuatro millas, y hacia elFormidable, a bastante distancia por detrás deéste.

La alegría se desvaneció, aunque no se supoexactamente en qué momento. Tal vez comenzóa perderse cuando el despensero, todavíacalculando cuánto le costaría abrir un pub en lacalle Hunstanton, al llevarle una taza de café aJack al alcázar, oyó que éste le decía al señorDalziel: «Una horrible posición, señor Dalziel».En ese momento advirtió que la Sophie nonavegaba en dirección a los supuestos galeones,sino que se alejaba de ellos a la mayor velocidadposible, de ceñida, con todo el velamendesplegado, incluyendo las bonetas y lasbarrederas.

Para entonces ya se veía el casco del Desaix-en realidad, desde hacía algún tiempo- ytambién el del Formidable; por detrás del buqueinsignia se veían las juanetes y las gavias delIndomptable, y aproximadamente a dos millas abarlovento de éste, en alta mar, las velas de lafragata cortaban el cielo. La corbeta estaba en

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una horrible posición, pero tenía ventaja; el vientoera inestable, y además podrían tomarla por uninsignificante barco mercante al que unaescuadra ocupada en cumplir su misión no lededicaría su atención más de una hora. Sinembargo, no estaban en una situación grave,pensó Jack mientras bajaba el catalejo. Estabaconvencido de que el comportamiento de loshombres en el castillo de proa del Desaix, elmoderado despliegue de velamen y muchosotros detalles no eran propios de un navío quehubiera emprendido una persecución. Pero aunasí, éste navegaba con gran rapidez; su proa,alta y redondeada, de elegante estilo francés, ysus velas, de contorno perfecto, tensas y lisas, lahacían deslizarse suavemente por el agua, tansuavemente como el Victory. Además, estabamuy bien gobernada; parecía correr por unsendero trazado sobre el mar. Jack confiaba enque cortaría la proa del navío antes de que éstehubiera satisfecho su curiosidad acerca delincendio en la costa y lo llevaría de un lado a otrohasta que desistiera de su intento, hasta que elalmirante le hiciera señales para que se retirara.

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«¡Cubierta!», gritó Mowett desde el tope. «Lafragata ha apresado el paquebote».

Jack asintió con la cabeza y enfocó con sucatalejo al pobre Ventura y luego al buqueinsignia, situado detrás del navío de setenta ycuatro cañones. Esperó durante unos minutos, talvez cinco. Ese era el momento crucial. ElFormidable comenzó a hacer señales y disparóun cañonazo para darles más énfasis. Pero pordesgracia no eran señales de retirada.Inmediatamente el Desaix orzó, ya sin ningúninterés por lo que sucedía en la costa, y luegoaparecieron sus sobrejuanetes, que quedaronizadas y con las empuñiduras atadasrápidamente; Jack frunció los labios como sifuera a dar un silbido. También en el Formidablese largaban más velas; y el Indomptable seacercaba con rapidez, con todas las velasdesplegadas, aprovechando la suave brisa.

Era evidente que los hombres del paquebotehabían dicho cuál era en realidad la Sophie. Perotambién era evidente que cuando saliera el sol elviento sería más inestable o incluso seencalmaría. Jack observó el velamen de la

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Sophie; todo había sido desplegado, porsupuesto, y estaba tenso, a pesar del caprichosoviento. El segundo oficial gobernaba la corbeta, yPram, el oficial de derrota, llevaba el timón eintentaba que ésta, aunque era vieja y rechoncha,diera lo mejor de sí. Todos los hombres estabansilenciosos en sus puestos, preparados yatentos; Jack ya no tenía nada que decir ni quehacer, pero no apartaba los ojos de las raídas yfláccidas velas que pertenecían al Almirantazgo,y le remordía la conciencia por haber perdidotiempo, por no haber envergado las gavias delona de calidad que había comprado, aunque noestaba autorizado a hacerlo.

«Señor Watt», dijo después de transcurridoun cuarto de hora, mientras miraba hacia altamar, donde el aire encalmado parecía de cristal,«vamos a sacar los remos».

Pocos minutos después, el Desaix izó labandera y abrió fuego con los cañones de proa; ycomo si aquel doble estruendo hubieraestremecido el aire, las pronunciadas curvas delas velas desaparecieron y éstas ondearon, sehincharon momentáneamente y luego volvieron a

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ponerse fláccidas.La Sophie continuó atrapando el viento unos

minutos más, pero también entró en una zona decalma. Antes de que se detuviera por completo -mucho antes- los hombres sacaron todos losremos que habían conseguido en Malta (sólocuatro, desgraciadamente) y cinco de ellos secolocaron en cada uno. La corbeta avanzaba conlentitud, como si navegara en contra del viento, ylos remos se curvaban peligrosamente por lafuerza con que remaban los hombres. Era untrabajo duro, muy duro. De repente, Stephen notóque también había oficiales remando, y entoncesavanzó hasta uno de los puestos vacíos; cuarentaminutos después tenía las palmas de las manosen carne viva.

«Señor Dalziel, mande a la guardia deestribor a desayunar. ¡Ah, está usted ahí, señorRicketts! Creo que deberíamos dar doble raciónde queso, pues no habrá nada caliente enbastante tiempo.»

«Si me permite decirlo, señor», dijo elcontador con una mirada maliciosa, «me pareceque habrá algo muy caliente dentro de poco».

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La guardia de estribor, que habíadesayunado rápidamente, se hizo cargo de lospesados remos para que sus compañeroscomieran su ración de galletas queso y grog, ylos oficiales la suya de dos huevos con jamón. Eldesayuno tuvo que ser breve, pues el viento, quehabía rolado dos grados, estaba rizando el mar.Los navíos franceses fueron los primeros enatraparlo en sus enormes velas, y en unsantiamén ya estaban deslizándose conasombrosa rapidez. La Sophie perdió en veinteminutos la ventaja que con tanto esfuerzo habíaconseguido, y antes de que sus velas sehincharan, ya podían verse desde el alcázar losmostachos del Desaix, que se acercaba con unfuerte cabeceo. Ahora la Sophie tenía las velashinchadas, pero la escasa velocidad a la quenavegaba no mejoraría su situación.

«¡Guardar los remos!», dijo Jack. «SeñorDay, tire los cañones por la borda».

«Sí, sí, señor», dijo el condestable condecisión, pero al soltar las retrancas, susmovimientos eran sumamente lentos, faltos denaturalidad, forzados, como los de un hombre

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que caminara por el borde de un acantilado, tansólo movido por una gran fuerza de voluntad.

Stephen volvió a cubierta tras ponerse un parde guantes. Observó que, en el alcázar, losartilleros del cañón de bronce de estribor teníanen las manos barras y espeques, y una expresiónansiosa y a la vez preocupada, casi temerosa;ellos estaban esperando el redoble del tambor y,al escucharlo, empujaron despacio el brillantecañón, su querido cañón número catorce, y lotiraron por la borda. La caída de éste al marcoincidió con la de una bala del cañón de proadel Desaix, a unas diez yardas de distancia,cuyas salpicaduras se elevaron como el agua deuna fuente; por eso el siguiente cañón fuearrojado por la borda menos ceremoniosamente.Catorce impactos, cada uno producido al caer alagua una mole de media tonelada. Despuésfueron lanzados los pesados carros por encimadel pasamanos, y a ambos lados de las portasabiertas quedaron colgando las retrancas rotas ylos aparejos; era un espectáculo desolador.

Miró hacia proa, luego hacia popa, ycomprendió la situación; frunció los labios y se

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dirigió al coronamiento. La Sophie, ahora másligera, ganaba velocidad minuto a minuto, y portodo aquel peso que había perdido muy porencima de la línea de flotación, navegaba másadrizada y resistía mejor el embate del viento.

El primer cañonazo del Desaix atravesó lajuanete, pero los dos siguientes no alcanzaron lacorbeta. Todavía quedaba tiempo para hacermaniobras, muchas maniobras.

Para empezar, pensó Jack, le sorprenderíaque la Sophie no pudiera virar el doble de rápidoque el navío de setenta y cuatro cañones. «SeñorDalziel», dijo, «viraremos y luego volveremos a lamisma posición. Señor Marshall, la corbeta debellevar gran velocidad». Podía ser desastrosopara la Sophie que se colocaran mal los estayesen el segundo cambio de bordo; y por otra parte,aquel suave viento no era el más convenientepara ella, pues navegaba mejor cuando el marestaba un poco agitado y tenía al menos un rizoen las gavias.

«Preparados para virar». El silbato sonó, lacorbeta viró por babor, se colocó contra el vientoy luego se estabilizó; las bolinas estaban tensas

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como las cuerdas de un arpa antes de que elgran navío de setenta y cuatro cañones hubieraempezado a virar.

En ese momento, el Desaix inició el cambiode bordo, sus vergas giraron y su cuadriculadocostado comenzó a verse desde la corbeta. Encuanto Jack lo vio a través de su catalejo, dijo:«Será mejor que baje, doctor». Stephen bajó,aunque sólo hasta la cabina, y desde la ventanade popa logró ver el casco del Desaix envueltoen humo de proa a popa segundos después deque la Sophie empezara a virar de nuevo. De lacontundente andanada, novecientas veintiocholibras de hierro, casi todas las balas cayeron enuna amplia zona cerca de estribor, a excepciónde dos que pasaron silbando entre la jarciaocasionándole destrozos y dejando a su pasomuchos cabos colgando. Por unos instantespareció que la Sophie no iba a resistir y que ibaa abandonar impotente, a perder toda su ventajay a exponerse a otro saludo como aquel,disparado con mucha más puntería; sin embargo,la suave brisa atrapada en sus velas la hizo virary volver a su posición inicial. Y la Sophie ya

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ganaba velocidad cuando aún en el Desaix nohabían terminado de bracear, cuando aún laprimera maniobra no había concluido.

La corbeta había conseguido una ventaja deun cuarto de milla aproximadamente. «Pero nome dejará hacerlo otra vez», pensó Jack.

El Desaix se encontraba a estribor y, tratandode recuperar el tiempo perdido, viró sin dejar dedisparar los cañones de proa. Sus disparos,cuya precisión aumentaba a medida que ladistancia entre ambas embarcaciones era máscorta, pasaban rozando las velas de la corbeta olas rasgaban, provocando frecuentes sacudidasy haciéndola perder velocidad poco a poco. ElFormidable estaba situado en el lado opuestopara evitar que la Sophie escapara, y elIndomptable, a media milla de distancia, sedirigía hacia el oeste navegando contra el vientocon el mismo propósito. Los perseguidores de laSophie, casi alineados, iban acercándose a granvelocidad mientras ésta trataba de navegar másrápidamente. El buque insignia, de ochentacañones, estaba ahora más cerca, y después dedar una guiñada disparó una andanada; y el

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inflexible Desaix daba bordadas cortas ydisparaba también. El contramaestre y subrigada estaban muy atareados atando cabos, yen las velas había algunos agujeros horribles,pero hasta ese momento nada importante habíasido derribado ni ningún hombre había resultadoherido.

«Señor Dalziel», dijo Jack, «comience aarrojar las provisiones por la borda, por favor».

Se abrieron los cuarteles y fue lanzado al martodo lo que había en las bodegas: barriles decarne de buey salada y de carne de cerdo,montones de galletas, guisantes, harina deavena, mantequilla, queso y vinagre. Pólvora ybalas. Luego, con la bomba, los tripulantesecharon por la borda el agua. Una bala deveinticuatro libras perforó el casco por debajo dela bovedilla, y por ese motivo tuvieron quebombear agua salada además de agua dulce.

«Quiero que me informe cómo va el trabajodel carpintero, señor Ricketts», dijo Jack.

«Las provisiones han sido arrojadas por laborda», dijo el primer oficial.

«Muy bien, señor Dalziel. Ahora las anclas y

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las perchas. Deje sólo el anclote.»«El señor Lamb dice que en la sentina hay

dos pies y medio de agua», dijo jadeante elguardiamarina, «pero que el agujero hecho por elcañonazo está bien taponado».

Jack asintió y volvió la cabeza para observarla escuadra francesa; ya no había ningunaesperanza de poder escapar de ella navegandode bolina. Sin embargo, si arribaban muyrápidamente podrían pasar entre los navíos, puesla corbeta estaba ahora muy ligera y tenía elviento de uno o dos grados por la aleta y las olasde popa; podrían sobrevivir y llegar a Gibraltar.La Sophie ahora estaba tan ligera -como uncascarón de nuez- que podría aventajarlosnavegando viento en popa; y con suerte, si virabacon destreza, conseguiría una milla de ventajaantes de que los navíos ganaran velocidad en sunueva posición. Sin duda tendría que resistir dosandanadas mientras pasaba… Sin embargo,esa era la única esperanza; y el factor sorpresaera fundamental.

«Señor Dalziel», dijo, «vamos a arribar dentrode dos minutos. Largaremos las alas y

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pasaremos entre el buque insignia y el navío desetenta y cuatro cañones. Tenemos que hacerlotodo con rapidez, antes de que ellos adviertan lamaniobra». Estas palabras iban dirigidas alprimer oficial, pero toda la tripulación supoenseguida lo que debía hacer, así que losgavieros corrieron a sus puestos y se prepararonpara enjarciar los botalones de las alas. En laabarrotada cubierta todos estaban atentos y laactividad era intensa. «Espera… espera»,murmuró Jack observando cómo el Desaix seacercaba de través por estribor. Era el navío conel que debían tener más cuidado, pues estabaalerta y su capitán esperaba ansiosamente quela Sophie iniciara alguna maniobra antes de darlas órdenes. A babor estaba el Formidable, conun excesivo número de tripulantes, como todoslos buques insignia, lo que le restaba eficienciaen una situación de emergencia. «Espera…espera», dijo de nuevo con los ojos fijos en elDesaix, que continuaba acercándose. Contóhasta veinte y dijo: «¡Ahora!»

El timón giró y la Sophie viró ágilmente, comouna veleta, hacia el lado donde se encontraba el

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Formidable. El buque insignia hizo fuego deinmediato, pero sus cañones no estaban tanpreparados como los del Desaix, de modo quela apresurada andanada cayó en el mar, en ellugar que la corbeta había ocupado minutosantes. La ofrenda del Desaix fue lanzada conmayor precisión, aunque con cierta cautelaporque se temía que las balas llegaran de rebotehasta el navío del almirante; sólo media docenaprovocó daños, el resto no alcanzó la corbeta.

La Sophie había atravesado velozmente lalínea de navíos sin sufrir daños importantes niperder su capacidad para navegar, con las alasdesplegadas y el viento a favor. La sorpresahabía sido total, y la corbeta, alejándose conrapidez, ya se había separado de ellos una millaen los primeros cinco minutos. La segundaandanada del Desaix, disparada desde unadistancia de más de mil yardas, fue producto dela furia y la precipitación. Hubo un estrépito ysaltaron por los aires las astillas de la bomba detronco de olmo, que quedó completamentedestruida; pero eso fue todo. El buque insignia,obviamente, había dado una contraorden para

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que no se disparara la segunda andanada, ydurante un tiempo continuó navegando de bolinay mantuvo el mismo rumbo, como si la Sophie noexistiera.

«Tal vez lo hayamos conseguido», dijo Jackpara sí, apoyando sus manos en el coronamientoy observando la alargada estela de la Sophie. Elcorazón aún le latía con fuerza, pues habíasoportado una gran tensión esperando recibir lasandanadas y pensando en cómo éstas afectaríana su Sophie. Ahora, sin embargo, esos fuerteslatidos tenían un motivo muy diferente. «Tal vez lohayamos conseguido», se dijo de nuevo; peroapenas estas palabras habían acabado deformarse en su mente cuando vio aparecer unaseñal en el navío del almirante, y el Desaixcomenzó a virar para colocarse proa al viento.

El navío de setenta y cuatro cañones viró conla misma agilidad de una fragata; sus vergasgiraron como si las hubiera movido unmecanismo de relojería, y era evidente que todoa bordo estaba perfectamente colocado yamarrado, ya que la tripulación era experta y muynumerosa. La Sophie también tenía excelentes

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tripulantes, tan cumplidores del deber y tan bienadiestrados como Jack deseaba; pero ellos,hicieran lo que hicieran, no podrían conseguirque la corbeta navegara a más de siete nudoscon aquella brisa. El Desaix, en cambio, habíaalcanzado en los últimos quince minutos unavelocidad de más de ocho nudos sin las alas. Yno se iba a molestar en desplegarlas. Latripulación de la Sophie se dio cuenta de ello -eltiempo había pasado y estaba claro que el navíono tenía ni la más mínima intención dedesplegrarlas- y perdió las esperanzas.

Jack miró al cielo, el inmenso espacio que lodominaba todo y por el que cruzaban nubeserrantes. El viento no amainaría por la tarde, yaún faltaban muchas horas para que llegara lanoche.

¿Cuántas? Miró su reloj. Las diez y catorce.«Señor Dalziel», dijo, «me voy a mi cabina.Llámeme si ocurre algo. Señor Richards, tenga laamabilidad de decirle al doctor Maturin quequiero hablar con él. Señor Watt, déme un par debrazas del cordel para la corredera y tres ocuatro cabillas».

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En la cabina, Jack hizo un paquete con ellibro de señales, de tapas de plomo, y con otrosdocumentos secretos; luego metió las cabillas decobre en la bolsa del correo y la ató fuertemente.Pidió su mejor abrigo y guardó su nombramientoen el bolsillo interior. Las palabras «respecto a loexpresado anteriormente, ni usted ni ningún otrofaltarán a su deber, de lo contrario responderánpor su cuenta y riesgo» afloraron a su mente, y enese momento Stephen entró. «¡Ah, ya está ustedaquí, querido amigo! Me temo que, a menos quese produzca un milagro, en la próxima mediahora seremos apresados o hundidos». Stephendijo: «Exactamente» y Jack continuó: «Por tanto,si hay algo que tenga especial valor para usted,sería conveniente que me lo confiara».

«Así que roban a los prisioneros», dijoStephen.

«Sí, a veces. A mí me despojaron de todocuando apresaron al Leander. Y al cirujano lerobaron los instrumentos, por lo que no pudoatender a nuestros heridos.»

«Traeré mis instrumentos enseguida.»«Y su dinero.»

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«¡Oh, sí, mi dinero!»Jack volvió apresuradamente a cubierta y

enseguida miró hacia popa. No creía que el navíode setenta y cuatro cañones pudiera acercarsetanto. «¡Serviola!», gritó. «¿Qué ve usted?»

Tal vez veía siete navíos de línea. Tal vez lamitad de la flota del Mediterráneo. «Nada,señor», respondió el serviola después dereflexionar unos instantes.

«Señor Dalziel, en caso de que yo resultaraherido, debe tirar esto por la borda en el últimomomento», dijo dando palmaditas al paquete y ala bolsa.

Las estrictas normas de comportamiento dela corbeta ya se iban relajando. Los hombresestaban atentos y serenos; el reloj de lasguardias funcionaba con exactitud; las cuatrocampanadas de la guardia de tarde sonaron conprecisión. Sin embargo, muchos subían ybajaban por la escotilla de proa sin serreprendidos; estaban poniéndose su mejor ropa(dos o tres chalecos y encima una chaqueta parabajar a tierra) y pedían a los oficialescorrespondientes que cuidaran de su dinero o de

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sus curiosos tesoros, pues así tenían algunasesperanzas de conservarlos. Babbington tenía enla mano un diente de ballena tallado, y Lucock unvergajo de toro de Sicilia. Dos hombres ya sehabían emborrachado, seguramente con algunasreservas muy bien escondidas.

«¿Por qué no dispara?», pensó Jack.Durante veinte minutos los cañones de proa delDesaix habían permanecido en silencio, aunqueen la última milla que habían recorrido la Sophieestaba a su alcance. Ahora la corbeta estaba atiro de mosquete, y en la proa del navío podíandistinguirse muy bien los diferentes miembros desu tripulación: marineros, infantes de marina,oficiales. Había un hombre con una pata de palo.Estaba pensando en lo bien cortadas queestaban las velas y, de repente, vino a su mentela respuesta a su pregunta. «¡Dios mío! Nos vana acribillar con sus cañonazos». Por eso el navíose había acercado tan silenciosamente.

Jack se aproximó al costado de la corbeta einclinándose sobre la batayola echó al mar lospaquetes y observó cómo se hundían.

En la proa del Desaix hubo un rápido

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movimiento, la respuesta a una orden. Jack llegójunto al timón y agarró las cabillas, reemplazandoal timonel; luego miró hacia atrás por encima delhombro izquierdo. Sintió en sus manos elimpulso vital de la Sophie; y vio cómo el Desaixcomenzaba a dar una guiñada. Éste respondió algiro del timón con la rapidez de un cúter, y en unabrir y cerrar de ojos sus treinta y siete cañonesgiraron y apuntaron a la corbeta. Jack, queseguía al timón, dio un profundo suspiro. Elestruendo de la andanada y la caída delmastelerillo del mayor y de la verga del velachofueron casi simultáneos; una lluvia de poleas,trozos de cabos y astillas cayeron con granestrépito. Se oyó un impresionante chasquidocuando una bala le dio a la campana de laSophie; luego todo quedó en silencio. Lamayoría de las balas del navío de setenta ycuatro cañones habían pasado a pocos metrosde la roda; la metralla dispersa había hechojirones las velas y los aparejos, los habíadestrozado por completo.

«¡Cargar las velas!», gritó Jack mientrasviraba la Sophie para colocarla proa el viento.

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«Bonden, arríe la bandera».CAPÍTULO 12

La cabina de un navío de línea y la de unacorbeta de guerra se diferencian en el tamaño,pero tienen en común las mismas curvasarmoniosas, las mismas ventanas basculantesque se abren hacia el interior y, en el caso delDesaix y de la Sophie, el mismo ambientetranquilo y agradable. Jack estaba sentado en lacabina del navío de setenta y cuatro cañones y através de las ventanas de popa, rodeadas por lahermosa galería, contemplaba Isla Verde y PuntaCabrita. Mientras tanto, el capitán Christy-Palliére buscaba en su carpeta un dibujo quehabía hecho durante su última visita a Bath,cuando se encontraba en libertad condicional.

El almirante Linois tenía orden de unirse a laflota franco-española en Cádiz; y la habríacumplido cabalmente si, al llegar al estrecho, nose hubiera enterado de que en vez de uno o dosnavíos de línea y una fragata, sir JamesSaumarez tenía nada menos que seis navíos desetenta y cuatros cañones y uno de ochentavigilando la escuadra combinada. Esta situación

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hacía necesaria la reflexión, por lo que decidiópermanecer con sus navíos en la bahía deAlgeciras, frente al peñón de Gibraltar, protegidopor los grandes cañones de las bateríasespañolas.

Jack sabía todo esto; en realidad, era obvio.Y mientras el capitán Falliere murmuraba algosobre sus grabados y dibujos: «LandsdowneTerrace… otra panorámica… Clifton… el recintodonde se beben las aguas termales», él seimaginaba a los mensajeros cabalgandovelozmente entre Algeciras y Cádiz, porque losespañoles no disponían de semáforo. Sinembargo, sus ojos seguían fijos en PuntaCabrita, al otro extremo de la bahía. Y derepente, por detrás de la franja de tierra, Jack violos mastelerillos y el gallardete de un barco quenavegaba plácidamente. Lo observó uno o dossegundos, y el corazón le dio un vuelco al darsecuenta de que el gallardete era inglés, antesincluso de valorar el hecho.

Le lanzó una mirada furtiva al capitán Falliere,quien exclamó: «¡Ya la tengo! Laura Place. Elnúmero dieciséis de Laura Place. Aquí es donde

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siempre se alojan mis primos, los Christy,cuando van a Bath. Y aquí, detrás de este árbol -lo vería mejor si no estuviera el árbol- está laventana de mi dormitorio».

Entró un repostero y empezó a poner lamesa. El capitán Pallière no sólo tenía primosingleses y conocía la lengua inglesa casi a laperfección, sino que también poseía sólidosconocimientos sobre los elementos que debíancomponer el auténtico desayuno de un marino.Les traerían un par de patos, un plato de riñonesy un rodaballo a la plancha -casi del tamaño deuna rueda de carro- además de otros alimentoshabituales como jamón, huevos, pan tostado,mermelada de naranja amarga y café. Jackobservó la acuarela con la mayor atenciónposible y dijo: «¿La ventana de su dormitorio,señor? Me deja usted asombrado».

* * *El desayuno con el doctor Ramis era muy

distinto; era austero, casi de penitencia.Consistía en un tazón de cacao sin leche, untrozo de pan con muy poco aceite. «Tan pocoaceite no puede hacernos daño», dijo el doctor

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Ramis, que era un mártir de su hígado. Era unhombre delgado, de expresión adusta y rostrocetrino con profundas ojeras violáceas; aunqueno parecía capaz de experimentar placer, habíasonreído con afectación y se había sonrojadocuando Stephen, que estaba a su cargo comoprisionero e invitado a la vez, le habíapreguntado: «¿No será usted, por casualidad, elilustre doctor Juan Ramis, autor de SpecimenAnimalium?». Ahora regresaban de visitar laenfermería del Desaix, en la que había muypocos enfermos debido a la obsesión del doctorRamis por curar el hígado de los demás a basede dieta blanda y prohibiéndoles el vino. Sólohabía una docena y con las enfermedades decostumbre: algunos casos de sífilis, los cuatroenfermos de la Sophie y los franceses heridos encombate -tres hombres mordidos por la perritadel señor Dalziel cuando trataban de acariciarla-que estaban en observación porque podríantener hidrofobia. Según Stephen, el razonamientode su colega a este respecto era erróneo, puesel hecho de que un perro escocés mordiera a unmarinero francés no indicaba necesariamente

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que estuviera loco; aunque podría tratarse, eneste caso particular, de un juicio según criteriosfalsos. No obstante, se reservó su opinión y dijo:«He estado reflexionando sobre la emoción».

«¡La emoción!», dijo el doctor Ramis.«Sí», dijo Stephen. «La emoción y su

expresión. En su quinto libro y en parte del sexto,habla usted de la emoción que experimentan, porejemplo, el gato, el toro o la araña. Por mi parte,también he podido observar que, en ocasiones,hay destellos en los ojos de los licósidos. ¿Havisto usted el brillo que aparece en los de lamantis religiosa?»

«Nunca, estimado colega. AunqueBusbequius39 habla de ello», replicó el doctorRamis muy complacido.

39. Busbequius: Ghislain de Busbecq (1522,Comines, Flandes). Diplomático y hombre deletras que desde su cargo de embajador enConstantinopla (Estambul) escribió informandoacerca de la vida cotidiana de los turcos.También introdujo en Europa el cultivo de variostipos de plantas y determinadas especies deanimales. Por ejemplo: la lila, la tulipa y la cabra

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de angora.«A mí me parece que la emoción y sus

formas de expresión son casi una misma cosa.Tomemos el gato de su ejemplo; supongamosque le afeitamos la cola para que no puedaerizarla, que le atamos una tabla al lomo paraque no pueda arquearlo y que después lemostramos algo que le desagrade, por ejemplo,un perro de presa. El gato no podrá manifestardel todo sus emociones, pero ¿tendrá totalcapacidad para sentirlas? Seguramente lassentirá, porque lo único que habremos suprimidoserán las manifestaciones externas, pero ¿tendrátotal capacidad para sentirlas? ¿Serán acaso elerizamiento y el arqueo parte integral de laemoción y no simplemente un poderoso refuerzo,aunque también esto último?»

El doctor Ramis ladeó la cabezaentrecerrando los ojos y apretando los labios, yluego dijo: «¿Cómo podría medirse la emoción?No puede medirse. Es un concepto; un conceptomuy valioso, sin duda. Pero, querido amigo,¿cómo haría usted la medición? No puedemedirse. Y la ciencia es medida, no hay

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conocimiento sin medida».«Claro que puede medirse», replicó Stephen

con vehemencia. «Vamos a tomarnos el pulso».El doctor Ramis se quitó el reloj, un bonitoBréguet con un segundero en el centro, y ambosse sentaron, muy serios, para contar laspulsaciones. «Ahora, estimado colega, le ruegoque se imagine -que se imagine con viveza- quehe cogido su reloj y lo he tirado al suelo sinmotivo; y yo, por mi parte me imaginaré que esusted un malvado. Hagamos gestos violentoscomo si estuviéramos furiosos».

El doctor Ramis contrajo los músculos de lacara y sus ojos casi llegaron a desaparecer;luego echó la cabeza hacia delante temblando.Stephen retorció los labios, agitó el puño en elaire y farfulló algo. En ese momento entró uncriado con una jarra de agua caliente (no estabapermitido tomar más de una taza de cacao).

«Ahora», dijo Stephen Maturin, «tomémonosel pulso de nuevo».

«Ese peregrino de la corbeta inglesa estáloco», dijo el criado del cirujano al segundococinero. «Está loco y tiene la mente retorcida y

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atormentada. Y a nuestro cirujano poco le falta».«No me parece una prueba concluyente», dijo

el doctor Ramis, «pero es muy interesante.Tenemos que probar incluyendo palabrasreprobatorias, comentarios hirientes y burlascrueles, pero sin ningún movimiento, pues éstepodría ser, en parte, el causante del incrementode las pulsaciones. Si no me equivoco, ustedtrata de tomar esto como prueba per contra de loque había anticipado, es decir, hacer unademostración al revés, a la inversa. Muyinteresante».

«¿Verdad que sí?», dijo Stephen. «Laescena de nuestra rendición y otras que hepresenciado me han hecho pensar en estascosas. Seguramente usted, señor, con unaexperiencia naval mayor que la mía, habrápresenciado infinidad de escenas de ese tipo».

«Seguramente», dijo el doctor Ramis. «Porejemplo, yo mismo he tenido el honor de serprisionero de ustedes nada menos que cuatroveces. Esa», dijo sonriente, «es una de lasrazones por las que nos alegramos tanto detenerlos entre nosotros. Esto no ocurre tan a

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menudo como quisiéramos. Permítame que leofrezca otro trozo de pan, media rebanada. Esmuy bueno con ajo ligeramente pasado por lasuperficie, porque el ajo es saludable yantiflogístico».

«Es usted muy amable, estimado colega.Seguramente habrá observado que los hombrescapturados han permanecido con el rostroimpasible. Supongo que siempre será así.»

«Invariablemente. Como si todos fuerandiscípulos de Zenón.»

«¿Y no le parece que esa supresión, esanegación de signos externos que, en mi opinión,pueden ser refuerzos o tal vez auténticoscomponentes de la angustia…? ¿No le pareceque esa expresión indiferente y esa actitudestoica, en realidad, hacen menor elsufrimiento?»

«Sí. Es muy posible que sea así.»«Yo creo que es así. Había hombres a bordo

a quienes conocía íntimamente, y estoyconvencido de que sin eso que podría llamarseceremonia de rendición se les hubiera partidoel…»

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«¡Señor, señor, señor!», exclamó el criadodel doctor Ramis. «¡La bahía se está llenando deingleses!»

En la toldilla encontraron al capitán Falliere ysus oficiales, que observaban cómomaniobraban el Pompee, el Venerable, elAudacious y, un poco más lejos, el Caesar, elHannibal y el Spencer, tratando de atravesar conviento flojo e inestable del norte noroeste lascorrientes tan fuertes y cambiantes que pasandel Atlántico al Mediterráneo; todos eran desetenta y cuatro cañones, excepto el Caesar, conla insignia de sir James, que era de ochenta.Jack permanecía a cierta distancia de ellos conuna expresión indiferente en el rostro; y un pocomás lejos, junto al pasamanos, estaban losoficiales de la Sophie, que trataban de manteneruna actitud igualmente digna.

«¿Cree usted que atacarán?», preguntó elcapitán Falliere, volviéndose hacia Jack. «¿Ocree que fondearán frente a Gibraltar?»

«Para serle sincero, señor», dijo Jackmirando hacia el enorme Peñón, «estoycompletamente seguro de que atacarán. Y me

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perdonará si le digo que, teniendo en cuenta lasfuerzas presentes, me parece que esta nochedormiremos todos en Gibraltar. Le confieso queestoy muy contento, porque eso me permitirácorresponder en cierto modo al trato amable quehe recibido aquí».

Había recibido un trato amable, muy amable,desde el momento en que había intercambiadosaludos con el capitán Falliere en el alcázar delDesaix y había dado un paso al frente paraentregarle su sable. El capitán, rechazándolo,había insistido en que continuara llevándolo yhabía elogiado la resistencia de la Sophie.

«Bien», dijo el capitán Falliere, «en cualquiercaso, no permitiremos que esto nos estropee eldesayuno».

«Un mensaje del almirante, señor», dijo unteniente. «Acérquense lo más posible a lasbaterías».

«Recibido. Cumpla la orden, Dumanoir», dijoel capitán. «Venga, señor; disfrutemos de losplaceres de la vida mientras podamos».

Hicieron un extraordinario esfuerzo pormantener la conversación, subiendo la voz

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cuando las baterías de Isla Verde y de lapenínsula empezaron a rugir y el fragor de loscañonazos se escuchó en toda la bahía; peroJack, de repente, se dio cuenta de que estabauntando el rodaballo con mermelada de naranjaamarga y que estaba dando una respuesta sinton ni son. Hubo entonces un gran estrépito y lasventanas de popa del Desaix se hicieronpedazos; el mueble acolchado que estabadebajo de ellas, donde el capitán Falliereguardaba sus mejores vinos, salió disparadohacia el centro de la cabina lanzando chorros dechampán y madeira y trozos de vidrio; y en mediodel destrozo rodó agotada una bala del Pompee,uno de los navíos de Su Majestad.

«Quizás sería mejor que subiéramos acubierta», dijo el capitán Falliere.

La posición de los navíos era curiosa. Elviento se había encalmado. El Pompee se habíadeslizado por detrás del Desaix para fondear porla amura de estribor del Formidable, el buqueinsignia francés, y le disparaba con furia mientraséste era llevado hacia la costa con espías paraque pudiera sortear los traicioneros bancos de

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arena. El Venerable, por falta de viento, se habíadetenido a media milla del Formidable y elDesaix y los atacaba por babor enérgicamente,mientras el Audacious, según Jack podía ver através de la humareda, estaba paralelo alIndomptable, a unas trescientas o cuatrocientasyardas. El Caesar, el Hannibal y el Spencerhacían todo lo posible por atravesar la zonadonde la calma alternaba con rachas de vientodel oeste noroeste. Los navíos francesesdisparaban con regularidad; y al fondo de labahía, desde la Torre del Almirante, al norte,hasta Isla Verde, al sur, las baterías de la costadisparaban incesantemente con gran estrépito,mientras las grandes cañoneras españolas, devalor incalculable en esta calma por su movilidady su experto conocimiento de los arrecifes y lasfuertes corrientes, se acercaban a los navíosenemigos fondeados para acribillarlos.

Las columnas de humo se alejaban de tierramoviéndose ora hacia un lado ora hacia otro, y amenudo ocultaban el Peñón al fondo de la bahía,y los tres barcos que estaban en alta mar. Elviento se entabló y pudieron verse las

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sobrejuanetes y juanetes del Caesar por encimade la negra humareda. En el navío estaba izadala insignia del almirante Saumarez y ondeabanbanderas de señales que ordenaban Fondearpara apoyo mutuo. Jack vio que éste dejabaatrás al Audacious, viraba y pasaba muy cercadel Desaix. La nube de humo que lo rodeaba sehizo más densa, ocultándolo todo; hubo un granresplandor, como el de un relámpago, en mediode aquella masa oscura y una bala a la altura delas cabezas golpeó de lleno una fila de infantesde marina en la toldilla del Desaix; las cuadernasdel potente navío temblaron por la fuerza delimpacto de los cañonazos, pues al menos lamitad de la andanada lo había alcanzado.

«Este no es lugar para un prisionero», pensóJack. Miró con expresión respetuosa al capitánFalliere, a modo de despedida, y se fue alalcázar. Vio a Babbington y al joven Ricketts juntoal pasamanos con aire dubitativo y exclamó:«¡Abajo los dos! Este no es el momento dehacerse el valiente, es una tontería exponeros aque os maten nuestras propias balas decadenas». Y ya se escuchaba el silbido de una

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de ellas acercándose. Los condujo abajo, alpañol de cabos; luego se dirigió al jardín, esdecir, al retrete de los oficiales. Ese no era ellugar más seguro del mundo, pero no habíamucho sitio para un espectador en lasentrecubiertas de un navío de guerra en combate,y él deseaba ansiosamente seguir el desarrollode la batalla.

El Hannibal había fondeado delante delCaesar, atravesando la línea que formaban losnavíos franceses, aproados al norte, y lanzabasus descargas contra el Formidable y lasbaterías de Santiago; el Formidable apenasdisparaba ya, y esto era una suerte porque elPompee había borneado a causa de la corrientey ahora tenía la proa dirigida hacia el costado delFormidable, de tal forma que sólo podríadispararle con los cañones de estribor a lasbaterías de tierra y a las cañoneras. El Spencerestaba todavía lejos, a la entrada de la bahía;pero aun así, había cinco navíos de líneaatacando a los tres del enemigo y, a pesar de laartillería española, las cosas iban muy bien. Através de un claro que el viento del oeste

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noroeste había hecho en la humareda, Jack pudover el Hannibal. El navío levó anclas, se hizo a lavela en dirección a Gibraltar y luego, tan prontocomo alcanzó suficiente velocidad, viró y sedirigió hacia donde estaba el buque insigniafrancés para pasar entre éste y la costadisparando sin cesar. «Igual que en el Nilo»,pensó Jack. En ese momento, el Hannibalencalló y quedó situado justo frente a lospotentes cañones de la Torre del Almirante. Lanube de humo se hizo más densa; y luego,cuando por fin se disipó, pudieron verse losbotes que se acercaban desde los otros navíosingleses y un ancla bajando. El Hannibal, congran estrépito, disparaba furiosamente contratres baterías de tierra y contra las cañoneras, ycon los cañones delanteros de babor y loscañones de proa atacaba al Formidable. Jack sedio cuenta de que había juntado las manos contal fuerza que le resultaba muy difícil separarlas.La situación no era muy mala, ni mucho menosdesesperada. El viento del oeste habíaamainado y ahora una ligera brisa del nordestedividía en dos la nube de humo producida por la

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pólvora. El Caesar levó el ancla, y rodeando elVenerable y el Audacious se aproximó alIndomptable, que estaba detrás del Desaix, y ledisparó los más potentes cañonazos que sehabían oído hasta entonces. Jack no pudoaveriguar cuál era el mensaje de las banderas deseñales que llevaba izadas, pero seguramentese trataba de Levar anclas y virar, junto conAtacar al enemigo más de cerca. También habíauna señal a bordo del buque insignia francés,Levar anclas y encallar, ya que ahora el vientopermitía a los ingleses adentrarse más en labahía y era mejor arriesgarse a quedar varadosque el desastre total. Esta señal era más fácil deobedecer que la de sir James, pues el vientocontinuaba soplando en la zona donde seencontraban los franceses mientras que se habíaencalmado donde estaban los ingleses y,además, los franceses ya habían sacado todoslos cabos para ser remolcados y docenas debotes se acercaban a ellos desde tierra.

Jack oyó las órdenes y el estruendo de laspisadas justo encima de él; y cuando el Desaixviró para poner apresuradamente rumbo a tierra,

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pasó ante su vista toda la bahía llena de humo ycon restos de la batalla flotando. El navío encallóen un arrecife, justamente frente a la ciudad, conuna sacudida tan brusca que Jack perdió elequilibrio. El Indomptable, que había perdido elmastelero de velacho, ya estaba varado en IslaVerde o muy cerca y el buque insignia francés,aunque Jack no podía verlo desde donde seencontraba, seguramente también estabaencallado.

Sin embargo, la situación se complicó derepente. Los navíos ingleses no se adentraron enla bahía ni arremetieron contra los navíosfranceses varados, tampoco los incendiaron nilos destruyeron, y mucho menos pudieronsacarlos de allí a remolque, porque no sólo elviento se encalmó haciendo detenerse alCaesar, al Audacious, y al Venerable, sino quetodos los botes supervivientes de la escuadra seocupaban de remolcar al destrozado Pompee aGibraltar. Las baterías españolas disparabanfuriosamente desde hacía algún tiempo, y ahoralos navíos franceses enviaban a tierra acentenares de sus excelentes artilleros. En pocos

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minutos el fuego de los cañones de la costa sehizo mucho más intenso y preciso. Incluso elpobre Spencer, que se encontraba a la entradade la bahía y no había podido intervenir en elcombate, sufrió grandes destrozos; el Venerablehabía perdido el mastelero de sobremesana yparecía que el Caesar se había incendiado porsu parte central. Jack no pudo resistir más ycorrió a cubierta a tiempo de ver, por la amura deestribor, cómo la escuadra se hacía a la vela conel terral que se había levantado y ponía rumbo aleste, a Gibraltar, abandonando al desarbolado ydesvalido Hannibal a su suerte frente a loscañones de la Torre del Almirante. Éstedisparaba todavía, pero no podría hacerlodurante mucho más tiempo; cayó el mástil que lequedaba y poco después también su banderadescendía vacilante.

«Ha sido una mañana ajetreada, capitánAubrey», dijo el capitán Falliere, al verlo.

«Sí señor», dijo Jack. «Espero que nohayamos perdido a muchos amigos». El alcázardel Desaix estaba horrible y un río de sangrecorría por debajo de los restos de la escala de

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toldilla hacia el imbornal. La batayola estabahecha trizas; había cuatro cañones desmontadosdetrás del palo mayor, y la red que protegía elalcázar de las astillas estaba abombada por elpeso de los aparejos caídos. El navío estabaescorado tres o cuatro tracas sobre la roca ypodía romperse al más mínimo embate de lasolas.

«He perdido a muchos, a muchos más de loque hubiera deseado», dijo el capitán Falliere.«Pero el Formidable y el Indomptable hanquedado en peores condiciones y sus capitaneshan muerto. ¿Qué están haciendo a bordo delnavío capturado?»

El Hannibal izaba de nuevo la bandera. Erala suya, no la bandera francesa, pero estaba alrevés, con la unión hacia abajo. «Supongo quese habrán olvidado de coger una tricolor cuandofueron a abordarla y a tomar posesión», observóel capitán Falliere y luego se volvió para dirigir lamaniobra de desencallar su barco. Pocodespués regresó junto al destrozado pasamanos,y al ver la pequeña flota de botes que veníanremando con todas sus fuerzas desde Gibraltar y

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los que salían de la corbeta Calpe tratando deacercarse al Hannibal, le dijo a Jack: «¿Creeusted que intentan recuperar el navío? ¿Qué seproponen hacer?»

Jack sabía muy bien lo que se proponíanhacer. En la Armada real, izar la bandera al revésera una señal de socorro. Al verla, los hombresde la Calpe y del puerto de Gibraltar habíanpensado que el Hannibal indicaba que estabade nuevo a flote y pedía que lo remolcaran.Entonces habían llenado todas las lanchasdisponibles con todos los hombres disponibles,incluyendo marineros de reemplazo y, sobretodo, los mejores carpinteros de ribera y artíficesdel astillero. «Sí», dijo con toda la sinceridad conque un marino fanfarrón podía hablarle a otro.«Sin duda, intentan recuperarlo. Vienen porquecreen que todo ha terminado. Si usted ahoradisparara a la proa del cúter que va en cabeza,virarían en redondo».

«¡Ah!», dijo el capitán Falliere, y enseguidaun cañón de dieciocho giró con un gran chirrido yapuntó hacia el bote más próximo. «Aunque»,dijo poniendo la mano sobre la llave del cañón y

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sonriéndole a Jack, «tal vez sea mejor nodisparar». Anuló la orden de hacer fuego, y unotras otro los botes fueron llegando hasta elHannibal, donde los franceses, que estabanesperándolos tranquilamente, llevaban a lastripulaciones bajo las escotillas. «No sepreocupe», dijo el capitán Falliere dándolepalmaditas en la espalda. «El almirante ha dadola señal de desembarcar. Usted y sus hombresvendrán conmigo y trataremos de encontrarles unbuen alojamiento hasta que nuestro barco estéreparado y podamos hacernos a la mar».

El alojamiento asignado a los oficiales de laSophie era una casa en la parte alta deAlgeciras con una inmensa terraza que daba a labahía. A la izquierda de ésta se encontrabaGibraltar, a la derecha Punta Cabrita y de frenteel borroso perfil de África. La primera persona ala que Jack vio allí fue el capitán Ferris, delHannibal, que había sido compañero suyo detripulación en dos viajes. Ferris estaba de pie,con las manos tras la espalda, observando subarco desarbolado. Jack había comido con él enuna ocasión hacía tan sólo un año, pero apenas

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podía reconocerlo. El capitán de navío no parecíael mismo hombre, había envejecido muchísimo yhabía perdido vitalidad; y ahora hablabalentamente, en tono vacilante, sobre el desarrollode la batalla, indicando las distintas maniobrasrealizadas, las adversidades y los intentosfrustrados, como si relatara algo que no hubieraocurrido realmente o no le hubiera ocurrido a él.

«Así que usted, Aubrey, estaba a bordo delDesaix», dijo tras una pausa. «¿Sufrió muchosdaños?»

«Por lo que he podido deducir, no tan gravescomo para dejarlo incapacitado para navegar,señor. No recibió muchos disparos por debajode la línea de flotación ni los palos machosresultaron demasiado dañados; si no hace agua,enseguida estará reparado, pues tiene unaexcelente tripulación y sus oficiales son expertosmarinos.»

«¿Cuántos hombres cree usted que haperdido?»

«Muchos, seguramente. Pero aquí viene micirujano, que lo sabrá mejor que yo. Le presentoal doctor Maturin. El capitán Ferris. ¡Por Dios,

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Stephen!», exclamó dando un paso atrás.Aunque estaba bastante habituado a lasacciones cruentas, nunca había visto nada igual.Stephen parecía haber salido de un matadero.Las mangas, el cuello y todo el frente del abrigoestaban empapados de sangre y endurecidosporque ésta había comenzado a secarse, y loscalzones y la camisa habían tomado un color rojoparduzco.

«Discúlpenme», dijo, «debería habermecambiado de ropa, pero mi baúl ha quedadototalmente destrozado».

«Puedo dejarle una camisa y unos calzones»,dijo el capitán Ferris. «Tenemos más o menos lamisma talla». Stephen hizo una inclinación decabeza.

«¿Ha estado echándoles una mano a loscirujanos franceses?», preguntó Jack.

«Sí, así es.»«¿Tenían mucho trabajo?», le preguntó el

capitán Ferris.«Ha habido alrededor de cien muertos y cien

heridos», dijo Stephen.«Nosotros tuvimos setenta y cinco y cincuenta

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y dos», dijo el capitán Ferris.«¿Pertenece usted al Hannibal, señor?»,

preguntó Stephen.«Pertenecía a él, señor», dijo el capitán

Ferris. «Arrié mi bandera», continuó titubeante.Entonces empezó a sollozar, y con los ojosdesmesuradamente abiertos miraba ora a unoora al otro.

«Capitán Ferris», dijo Stephen, «dígame, porfavor, ¿cuántos ayudantes tiene su cirujano?¿Tienen todos sus instrumentos? Voy a ir alconvento a visitar a sus heridos en cuanto comaalgo».

«Dos ayudantes, señor», dijo el capitánFerris. «Y en cuanto a los instrumentos, me temoque no puedo responderle. Es usted muy bueno,señor, un verdadero cristiano. Pero le traeré lacamisa y los calzones; debe de estarterriblemente incómodo». Volvió con un bulto deropa limpia envuelta en una bata y le sugirió aldoctor Maturin que operara con la bata puesta,como él había visto hacer después de aquelprimero de junio, cuando hubo también escasezde ropa limpia. Poco después, bajo la vigilancia

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de centinelas de amarillo y rojo apostados a lapuerta, varias criadas con ojos asustados lessirvieron la comida, rara y bastante pobre, y ellosse sentaron a la mesa. Ferris dijo: «Cuando hayaatendido a mis pobres hombres, cuando hayaterminado de ocuparse de ellos, doctor Maturin,si le queda un poco de paciencia, sería muycaritativo por su parte que me recetara algúnpreparado de adormidera o mandrágora. Deboconfesarle que hoy he sentido una granpesadumbre, y necesito… ¿cómo diría?… ponerfin a esta tremenda angustia. Además, esprobable que dentro de unos días seamoscanjeados, así que, para colmo, pronto seréjuzgado en consejo de guerra».

«Bueno, respecto a eso, señor», dijo Jackechándose hacia atrás en la silla, «no debeinquietarse, nunca ha habido un caso más clarode…»

«No esté usted tan seguro, joven», dijo elcapitán Ferris. «Cualquier consejo de guerra esalgo peligroso, tanto si tiene la razón de su partecomo si no, la justicia no cuenta mucho.Recuerde al pobre Vincent, del Weymouth;

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recuerde a Byng, que cayó en la ruina por unjuicio equivocado y por ser impopular entre sugente. Y piense en el sentimiento de derrota queexperimentarán todos en Gibraltar y en nuestropaís; seis navíos de línea han sido derrotados portres barcos franceses y, además, otro barco y elHannibal capturados».

La aprensión del capitán Ferris le pareció aJack una especie de herida, el resultado dehaberse quedado encallado y haber tenido quesoportar durante horas, desarbolado y desvalido,el incesante fuego de tres baterías de tierra, unnavío de línea y una docena de potentescañoneras. Stephen tuvo el mismo pensamiento,aunque configurado de manera algo distinta.«¿Qué juicio es ese del que habla?», preguntómás tarde. «¿Es real o imaginario?»

«No es imaginario, es muy real», dijo Jack.«¡Pero si él no ha hecho nada mal! Nadie

puede decir que huyó o que no luchó lo másduramente que pudo.»

«Pero perdió su barco. Todo capitán de unbarco del Rey que pierde su barco debe serjuzgado en consejo de guerra.»

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«Comprendo. Sin duda, en su caso será unamera formalidad.»

«En su caso sí», dijo Jack. «Sus temores soninfundados; parece que tuviera una pesadillaestando despierto».

Pero al día siguiente, cuando Jack bajó con elseñor Dalziel para ver a los tripulantes de laSophie en aquella iglesia de culto diferente al deellos y decirles que en el Peñón ondeaba labandera en señal de tregua, los temores leparecieron más razonables, no algo producidopor la imaginación. Les dijo que tanto ellos comolos hombres del Hannibal iban a ser canjeados yque a la hora de cenar ya estarían en Gibraltar,así que comerían guisantes deshidratados ytasajo de caballo, no más comidas raras. Yaunque sonrió y agitó su sombrero paraacompañar los vivas con que acogían susnoticias, una preocupación comenzaba a turbarsu mente.

La preocupación aumentó mientras élcruzaba la bahía en la falúa del Caesar, y másaún cuando esperaba en la antecámara parainformar personalmente al almirante. A veces

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permanecía sentado, otras se levantaba, dabapaseos por la habitación y hablaba con otrosoficiales; y mientras tanto el secretario dejabapasar a otros que iban a tratar asuntos urgentes.Se sorprendió al recibir tantas felicitaciones porla batalla con el Cacafuego, que ahora le parecíatan lejana como si hubiera ocurrido en otra vida.Pero las felicitaciones (aunque numerosas yamables) eran un poco superficiales, porque enGibraltar había una actitud general de severacondena, un profundo abatimiento, grandedicación a la ardua tarea por realizar ydiscusiones estériles sobre lo que se debíahaber hecho.

Cuando por fin Jack fue recibido, encontró asir James tan viejo y cambiado como al capitánFerris. Y mientras él hizo su informe, el almiranteestuvo mirándolo inexpresivamente a través desus pesados párpados sin interrumpirlo, sinpronunciar ni una sola palabra de elogio o dereproche. Esto le produjo tal desasosiego que,de no haber sido por aquella tarjeta que ocultabaen la mano como un colegial, con la lista de lospuntos a mencionar, se habría desviado del tema

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dando explicaciones y excusas incoherentes. Eraobvio que el almirante estaba muy cansado, perosu aguda mente pudo discernir los hechos mássignificativos, que él anotó en un trozo de papel.«¿Según su opinión, en qué estado seencuentran los navíos franceses, capitánAubrey?», le preguntó.

«El Desaix está a flote, señor, y en buenestado, igual que el Indomptable. No sé nada delFormidable ni del Hannibal, pero no hay duda deque hacen agua; y en Algeciras corre el rumor deque el almirante Linois envió ayer a tres oficialesa Cádiz, y esta mañana temprano a otro, parapedir que los barcos españoles y franceses allífondeados vayan a recogerlo.»

El almirante Saumarez se puso la mano en lafrente. Él había pensado que ya no podrían salir aflote y así lo había expuesto en su informe. «Bien,gracias, capitán Aubrey», dijo después de unosinstantes, y Jack se levantó. «Veo que lleva susable», observó el almirante.

«Sí señor. El capitán francés tuvo laamabilidad de devolvérmelo.»

«Muy generoso por su parte, aunque creo que

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el cumplido era bien merecido; y no tengoninguna duda de que el consejo de guerra hará lomismo. Pero, ya sabe usted, no está bien que lolleve hasta que éste se haya celebrado. Nosocuparemos de su caso tan pronto como seaposible; el pobre Ferris tendrá que ir a nuestropaís, desde luego, pero a usted podremosjuzgarlo aquí. Está usted en libertad condicional,¿verdad?»

«Sí, señor, esperando un canje.»«¡Qué fastidio! No me hubiera venido mal su

ayuda, pues la escuadra está en un estado…Bien, que pase buen día, capitán Aubrey», dijoesbozando una sonrisa y adoptando unaexpresión amable. «Recuerde que está usted enlibertad condicional; le ruego que tengadiscreción».

Lo sabía perfectamente, aunque de un modoteórico, pero aquellas palabras lo enfrentaron conla realidad y se le encogió el corazón. Recorriólas abarrotadas calles de Gibraltar sintiéndosemuy infeliz y cuando llegó a la casa donde sealojaba, se quitó el sable, lo empaquetó decualquier manera y se lo envió al secretario del

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almirante con una nota. Luego salió a dar unpaseo; tenía la impresión de estar desnudo ydeseaba pasar desapercibido.

Los oficiales del Hannibal y de la Sophieestaban en libertad condicional. Esto significabaque habían dado palabra de honor de no atentarcontra España ni contra Francia mientrasesperaban ser canjeados por prisionerosfranceses de igual rango y que simplemente eranprisioneros en un entorno más agradable.

En los días que siguieron se sintiótremendamente triste y solo, aunque a vecessalía a dar un paseo con el capitán Ferris, consus guardiamarinas o con el señor Dalziel y superrita. Le resultaba muy raro estar apartado dela actividad del puerto y de la escuadra en unmomento como aquel, cuando todos los hombresen buen estado de salud y muchos que nodeberían haber dejado el lecho, trabajaban conahínco para reparar los navíos. El puerto, allíabajo, parecía una colmena, un hormiguero; encambio, en lo alto de aquella montaña rocosadonde crecía una finísima hierba, entre la murallamora y la torre cercana a la Cueva de los monos,

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él estaba solo, haciéndose reproches, y lleno dedudas y ansiedad. Había leído los últimosnúmeros del Boletín oficial, pero en ninguno semencionaba el triunfo de la Sophie ni su derrota;sólo había encontrado un par de referencias enlos periódicos, pero desvirtuando los hechos, yun párrafo en la Revista del caballero quepresentaba la acción como un ataque sorpresa,eso era todo. En los Boletines aparecían doceascensos, pero no estaban ni el suyo ni el dePullings, así que había acertado al apostar que lanoticia de la captura de la Sophie llegaría aLondres al mismo tiempo que la de la captura delCacafuego, si no antes, porque la buena noticia(suponiendo que se hubiera perdido su informe,suponiendo que éste hubiera estado en la bolsaque él mismo había hundido a noventa brazasfrente al cabo Roig) sólo podía haber llegado enun despacho de lord Keith, desde el otro extremodel Mediterráneo, cerca de Turquía. Así que noera posible que le dieran un ascenso hastadespués del consejo de guerra; nunca unprisionero había sido ascendido. ¿Y qué pasaríasi el juicio le era adverso?

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No se sentía muy tranquilo. Si Harte habíaorquestado todo esto, había tenido unendemoniado éxito, mientras que él se habíacomportado como un simplón, como un perfectoidiota. ¿Era posible que hubiera tanta maldad ytanto ingenio en aquel enano cornudo? Le habríagustado poder comentar esto con Stephen,porque Stephen era una persona de buen juicio;por primera vez en su vida, Jack dudaba de sucapacidad de razonamiento, su inteligencia y suagudeza. El almirante no lo había felicitado.¿Significaba eso que el criterio oficial era…?Por su parte, Stephen no creía que estar enlibertad condicional le impedía ayudar en elhospital naval; mas de doscientos hombres de laescuadra habían resultado heridos, y él pasabaen el hospital casi todo el tiempo. «Tiene ustedque andar», le había dicho a Jack. «Por lo quemás quiera, suba a esos empinados cerros,atraviese el Peñón de un extremo a otro, una yotra vez, con el estómago vacío. Está ustedobeso, le tiemblan las rodillas cuando anda.Debe usted de pesar doscientas veinticinco odoscientas treinta y cinco libras».

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«Desde luego, estoy sudando como unayegua de parto», pensó sentándose a la sombrade una enorme roca. Se secó el sudor, sedesabrochó el cinturón y luego, intentandodistraerse, cantó una balada que hablaba de labatalla del Nilo:

Anclamos junto a ellos, valientes y librescomo leones.¡Qué maravilloso fuever sus palos y obenques caer!Entonces el valiente Leander, de cincuentay cuatro cañonesa la proa del Franklin disparó con enorme

fragor.Una tremenda paliza, chicos, le dio,

causando grandestrucción,y el navío francés, implorando clemencia,su bandera arrió.La melodía era encantadora, pero la

inexactitud de la letra lo disgustaba; su queridoLeander tenía cincuenta y dos cañones, lo sabíamuy bien porque había dirigido el fuego de ochode ellos. Entonces cantó otra de sus canciones

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navales favoritas:Ocurrió no hace mucho una terrible refriega,fue el día de San Jaime, y todo empezódando un golpe con el puño, puño, puño,con el puño, puño, puño.De repente, un mono que estaba en una roca

no muy lejana le lanzó un mojón. Cuando éltrataba de levantarse para responderle, el monocomenzó a dar gritos y a agitar con furia suarrugada mano; entonces él, que se sentía muydesanimado, volvió a sentarse.

«¡Señor, señor!», gritó Babbington, que subíarápidamente por las rocas. Su cara estabaenrojecida por el esfuerzo de subir y gritar.«¡Mire el bergantín! ¡Señor, mire allí, al otro ladodel cabo!»

El bergantín era el Pasley; lo reconocieronenseguida. El bergantín de alquiler Pasley, unhermoso velero, se acercaba atagallando con elfuerte viento del noroeste.

«Eche un vistazo, señor», dijo Babbingtondejándose caer sobre la hierbaindisciplinadamente y pasándole un pequeñocatalejo de bronce. La lente no tenía mucho

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aumento, pero podía verse claramente labandera que ondeaba en uno de los palos delPasley, con el mensaje enemigo a la vista.

«Ahí están, señor», dijo Babbingtonseñalando las centelleantes gavias que serecortaban sobre la oscura curva de la costa, alfinal del estrecho.

«¡Adelante!», exclamó Jack y comenzó aascender, jadeando y gimiendo, para llegar a lacima, y se dirigió tan rápido como pudo hacia latorre, el punto más alto del Peñón. Había en ellaalgunos albañiles trabajando, un oficial deartillería de la guarnición con un espléndidotelescopio y algunos soldados. El oficial deartillería, muy cortésmente, le ofreció a Jack eltelescopio. Jack lo apoyó en el hombro deBabbington, lo enfocó con cuidado y, mirando através de él, dijo: «Ahí está el Superb. Y laThames. Luego dos navíos españoles de trespuentes; uno de ellos lleva la insignia delvicealmirante, es el Real Carlos, estoy casiseguro. Son de setenta y cuatro cañones. No,uno es de setenta y cuatro y el otroprobablemente de ochenta».

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«El Argonauta», dijo uno de los albañiles.«Otro de tres puentes. Y tres fragatas, dos

francesas.»Estaban sentados en silencio, observando la

tranquila procesión: el Superb y la Thamesmantenían su posición, justo a una milla pordelante de la escuadra combinada queatravesaba el estrecho, y los bellos y enormesnavíos españoles de primera clase avanzabaninexorablemente como el sol. Los albañiles sefueron a comer; el viento roló al oeste. La sombrade la torre se desplazó veinticinco grados.

Al doblar Punta Cabrita, el Superb y la fragatapusieron rumbo a Gibraltar, mientras que losnavíos españoles orzaron para entrar enAlgeciras; y ahora Jack pudo ver que el buqueinsignia era realmente el Real Carlos, de cientodoce cañones, uno de los más potentes navíosque surcaban los mares, y también que uno delos navíos de tres puentes tenía una potenciasimilar, y que el tercero era de noventa y seiscañones. Era una formidable escuadra, concuatrocientos setenta y cuatro cañones grandes,sin contar los ciento y tantos de las fragatas, y

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todos los navíos estaban asombrosamente biengobernados. Anclaron en una zona donde losprotegían los cañones de las baterías españolas,quedando tan bien dispuestos como si el Reyfuera a pasar revista.

«¡Hola, señor!», dijo Mowett. «Pensé queestaría aquí y le he traído un pastel».

«¡Oh, gracias, gracias!», exclamó Jack.«Estoy muerto de hambre, lo confieso». Yenseguida cortó un trozo y se lo comió. ¡Cómohabía cambiado la Armada!, pensaba mientrascortaba otro pedazo. Cuando él eraguardiamarina no se le hubiera ocurrido nuncahablarle a su capitán, ni mucho menos llevarlepasteles; y si se le hubiera ocurrido, no sehubiera atrevido a hacerlo.

«¿Puedo sentarme en la peña con usted,señor?», le preguntó Mowett sentándose. «Hanvenido para ayudar a salir a los franceses,supongo. ¿Cree usted que vamos a ir por ellos,señor?»

«El Pompee no estará listo para volver ahacerse a la mar hasta dentro de tres semanas»,dijo Jack dubitativo. «El Caesar ha sufrido

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muchos daños y tiene que ser arbolado denuevo; pero aunque estuvieran a punto antes deque el enemigo se hiciera a la vela, sólotendríamos cinco navíos de línea frente a diez, onueve si no contamos el Hannibal; es decir,nuestros trescientos setenta y seis cañonescontra más de setecientos de la escuadracombinada. Y también tenemos menostripulantes que ellos».

«Pero usted iría por ellos, ¿verdad señor?»,dijo Babbington. Y los dos guardiamarinas rieronalegremente.

Jack movió la cabeza meditabundo y Mowettdijo: «Como cuando los arponeros cercan yatacan, en hiperbóreos mares a la ballenaadormecida. ¡Qué enormes son esos navíosespañoles! Los tripulantes del Caesar hanpedido que se les permita trabajar día y noche,señor. El capitán Brenton dice que puedentrabajar todo el día, pero por la noche sólo lamitad que esté de guardia. Están preparandofogatas de enebro en el muelle para tener luz».

Y fue junto a una de esas fogatas que Jack seencontró con el capitán Keats del Superb, con

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dos de sus tenientes y un civil. Después de losprimeros instantes de sorpresa, los saludos y laspresentaciones, el capitán Keats lo invitó a cenara bordo; puesto que hacía un viaje de regreso, lacomida no sería demasiado variada, desdeluego, pero había coles de Hampshire, traídasdel propio huerto del capitán Keats por elAstraea.

«Es usted muy amable, señor; le estoy muyagradecido, pero le ruego me disculpe. Hetenido la desgracia de perder la Sophie yseguramente dentro de poco compareceré anteusted y muchos otros capitanes de navío.»

«¡Oh!», dijo el capitán Keats desconcertado.«El capitán Aubrey tiene toda la razón», dijo

el civil en tono sentencioso; y en ese momento unmensajero le dijo al capitán Keats que elalmirante quería verlo urgentemente.

«¿Quién era ese tipo con tan mala cara, esehijo de perra con el abrigo negro?», preguntóJack a su amigo Heneage Dundas de la Calpe,que bajaba las escaleras.

«¿Coke? Pues es el nuevo fiscal», dijoDundas con una extraña mirada. ¿Era en

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realidad una extraña mirada? El reflejo de lasllamas podía hacer que cualquier miradapareciera extraña. Las palabras del décimoartículo de las Ordenanzas vinieron a su mentede repente: Si algún miembro de la flota, pidetregua o se rinde cobardemente y es halladoculpable en consejo de guerra, sufrirá pena demuerte.

«Acompáñame al Blue Posts, Heneage, ynos tomaremos una botella de oporto», dijo Jackpasándose la mano por el rostro.

«Jack», dijo Dundas, «me encantaríaacompañarte, te lo aseguro, pero le he prometidoa Brenton que le echaría una mano. Ahora medirigía hacia allá, ahí está el resto de mi grupoesperándome». Se fue corriendo hacia una partedel muelle que estaba más iluminada y Jackempezó a caminar sin rumbo fijo, en laoscuridad, a través de empinados callejonesmalolientes, pasando frente a deplorablesburdeles y miserables tabernas.

A la mañana siguiente, al abrigo de la murallade Carlos V, con el telescopio apoyado sobreuna roca, y con la sensación de estar espiando o

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de ser indiscreto, contemplaba cómo situaban alCaesar (que ya no era el buque insignia) junto ala machina flotante para colocarle el nuevo palomacho mayor, de cien pies de largo y más deuna yarda de ancho. El trabajo iba tan rápido queantes del mediodía ya estaba colocada la cofa, yeran tantos los hombres que trabajaban en lajarcia que no se podía ver la cubierta.

Y al otro día, todavía melancólico y con unsentimiento de culpa por estar ocioso, mientrasallí abajo había una intensa actividad,especialmente en el Caesar, vio desde aquellaaltura que el San Antonio, un navío francés desetenta y cuatro cañones, llegaba retrasado,procedente de Cádiz, y fondeaba en Algecirasentre sus amigos.

Al día siguiente, había una gran actividad enla parte más distante de la bahía; numerososbotes iban y venían entre los doce navíos de laflota combinada, se envergaban nuevas velas, sesubían a bordo las provisiones, y se izaban unastras otras las banderas de señales en los buquesinsignia. En Gibraltar también había una granactividad, incluso más intensa. No había

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esperanzas para el Pompee, pero el Audaciousestaba casi preparado del todo, mientras que elVenerable, el Spencer y, desde luego, elSuperb, estaban listos para el combate, y elCaesar estaba ya en las últimas fases de sureparación y posiblemente en veinticuatro horasestaría listo para zarpar.

Durante la noche comenzó a soplar levante, elviento que los españoles tanto deseaban, elviento que los llevaría directamente fuera delestrecho, una vez hubieran doblado PuntaCabrita, y que los conduciría a Cádiz. Almediodía, el primero de los navíos de trespuentes largó el velacho y comenzó a separarsedel grupo; luego lo siguieron los demás. Levaronanclas y zarparon uno tras otro a intervalos dediez o quince minutos para reunirse despuésfrente a Punta Cabrita. El Caesar seguíaamarrado en el muelle; estaban cargándolo conpólvora y balas, y todos a bordo, oficiales,marineros, civiles y soldados de la guarnición,trabajaban afanosamente y en silencio.

Finalmente toda la flota combinada se pusoen camino; incluso su presa, el Hannibal, con

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una jarcia provisional, se dirigía hacia la puntaremolcado por la fragata francesa Indienne. Y abordo del Caesar se escucharon las agudasnotas del pífano y el violín cuando la tripulacióncomenzó a dar vueltas al cabrestante para sacardel muelle el navío, ya preparado para la guerra.Se escucharon clamorosos vivas en laabarrotada orilla, desde las baterías, las murallasy las laderas llenas de espectadores; y cuandolos vivas cesaron, la banda de la guarnición tocótan alto como pudo: «Vamos, animad a nuestroschicos, que enviamos en busca de gloria…», ylos infantes de marina del Caesar lesrespondieron con la canción Bretones a vencer.Como fondo a aquellas voces se oía el pífano;era algo extremadamente conmovedor.

Cuando el Caesar pasó bajo la popa delAudacious, izó de nuevo la insignia de sir Jamese inmediatamente después la bandera con laseñal: levar anclas y prepararse para la batalla.La ejecución de esta orden fue tal vez lamaniobra naval más hermosa que Jack vio en suvida. Todos esperaban la señal, todos estabanpreparados, moviendo arriba y abajo los cables;

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y en un espacio de tiempo increíblemente corto,se levaron las anclas y las velas desplegadasformaron enormes pirámides en los palos,mientras la escuadra -cinco navíos de línea, dosfragatas, una corbeta y un bergantín- se alejabadel Peñón para alinearse frente a él, por babor.Jack salió de aquella aglomeración y se dirigió alhospital pensando en convencer a Stephen paraque subiera a lo alto del Peñón con él. Cuandoestaba a medio camino, vio a su amigocorriendo por la calle desierta.

«¿Ya ha salido del muelle?», preguntóStephen desde lejos. «¿Ha empezado elcombate?» Luego, más tranquilo, dijo: «No me loperdería por nada del mundo. ¡Ese condenadotipo de la sala B es un inoportuno! ¡Vayamomento para cortarse el cuello! ¡Qué malasuerte!»

«No hay prisa, nadie tocará ningún cañónhasta dentro de muchas horas», dijo Jack. «Perosiento que no haya podido ver zarpar al Caesar,ha sido un grandioso espectáculo. Suba al cerroconmigo y veremos perfectamente las dosescuadras. Venga. Pasaré por la casa donde me

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alojo para coger un par de telescopios y unacapa; por la noche refresca».

«Muy bien», dijo Stephen después depensarlo un momento. «Puedo dejar una nota. Ynos llenaremos los bolsillos de jamón, así ustedno pondrá mala cara ni dará respuestastajantes».

* * *«Mírelos ahí», dijo Jack deteniéndose de

nuevo para tomar aliento. «Todavía por babor».«Los veo perfectamente bien», dijo Stephen,

que iba subiendo rápidamente a unos cienmetros por delante de él. «Por favor, no sedetenga tan a menudo. ¡Vamos!»

«¡Oh, Dios mío, Dios mío!», dijo Jack por fin,mientras se dejaba caer a la sombra de la rocaque ya le era familiar. «¡Qué rápido anda usted!Bien, ahí están».

«Sí, sí, ahí están; sin duda es un magníficoespectáculo. Pero ¿por qué están situados conla proa en dirección a África? ¿Y por qué sólollevan las mayores y las gavias con este vientosuave? Ese de ahí incluso está poniendo enfacha la gavia mayor.»

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«Es el Superb; lo hace para mantenerse ensu posición y no adelantar al almirante, porque esun velero excelente, ¿sabe?, el mejor de la flota.»

«¡Ah!»«Creo que ha sido una maniobra muy hábil y

acertada.»«¿Por qué no se hacen a la vela y arriban?»«¡Oh! No lucharán frente a frente;

probablemente no habrá ningún tipo de acción ala luz de día. Sería una completa locura atacar lalínea de batalla en este momento. El almirantequiere que el enemigo salga de la bahía y vayahacia el estrecho, así él tendrá espacio paramaniobrar y lanzarse sobre éste, que no podrávirar. Luego, si se mantiene este viento, intentaráaislar su retaguardia cuando éste se encuentreya en alta mar; y parece que sopla un auténticolevante de los que duran tres días. Mire, elHannibal no puede doblar el cabo. ¿Lo ve? Irá aparar a la costa directamente. La fragata estápasando mucho trabajo. Están virándole la proa.Con cuidado… así está bien… las velas sehinchan… largad el foque, vamos… así. Estáretrocediendo.»

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Permanecieron sentados en silencio, ypodían oír a su alrededor otros grupos, de losmuchos que estaban diseminados por el Peñón.Escuchaban comentarios sobre el cambio delviento, la probable estrategia a seguir, el pesoexacto del conjunto de cañones que había encada bando, la gran precisión de la bateríafrancesa y las corrientes que habría frente alcabo Trafalgar.

La flota combinada -ahora con nueve navíosde línea y tres fragatas- había facheado paraformar la línea de batalla, con los dos grandesnavíos españoles de primera clase en laretaguardia, y ahora navegaba derecho hacia eloeste con el viento en popa.

Un poco antes, todos lo barcos de laescuadra inglesa habían virado a la vezobedeciendo una señal, y ahora se deslizabanpor estribor con poco velamen. Jack mantenía eltelescopio dirigido hacia el navío insignia, y encuanto vio que en éste izaban una bandera deseñal murmuró: «¡Allá vamos!»

Y apareció la señal. De pronto, el velamendesplegado se duplicó, y unos minutos después

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la escuadra perseguía a franceses y españoles.Jack la veía alejarse y hacerse cada vez máspequeña.

«¡Oh, Dios mío, cuánto me gustaría estar conellos!», dijo Jack con desesperación. Y diezminutos más tarde gritó: «¡Mire, el Superb va encabeza! Debe de haberlo llamado el mismoalmirante». Las alas de las juanetes del Superbaparecieron como por arte de magia a babor yestribor. «¡Cómo vuela!», dijo Jack y bajó eltelescopio para limpiarlo, porque se veía borrosoa través de él; pero esto no era debido a suslágrimas ni a la suciedad, sino a que estabaoscureciendo. Allí abajo ya estaba oscuro; unrojizo anochecer inundaba la ciudad y por todaspartes se encendían luces. Ahora podían verseluces de faroles dirigiéndose a lo alto del Peñón,desde donde tal vez podría verse la batalla; y alotro lado de la bahía, los destellos de las lucesde Algeciras dibujaban una curva luminosa.

«¿Qué le parece si nos comemos un poco dejamón?», dijo Jack.

Stephen dijo que, en su opinión, el jamónpodía resultar bueno para combatir el desánimo;

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y cuando ya llevaban un buen rato comiendo en laoscuridad, con sus pañuelos extendidos sobrelas rodillas, dijo: «Me han dicho que voy a serjuzgado por la pérdida de la Sophie».

Jack no había pensado en el consejo deguerra hasta aquella mañana temprano, cuandose había comprobado que la escuadracombinada salía. Ahora éste volvía a su menteproduciéndole un sobresalto, y le hacía sentir unasensación muy desagradable y una punzada enel estómago. Sin embargo, sólo respondió:«¿Quién le ha dicho eso? Supongo que han sidolos médicos del hospital».

«Sí.»«En teoría tienen razón, desde luego. El

proceso, oficialmente, recibe el nombre de juiciodel capitán, los oficiales y tripulación del barco.Se les pregunta formalmente a los oficiales sitienen alguna acusación contra el capitán, y alcapitán si tiene alguna contra los oficiales; peroobviamente, lo que se juzga es mi conducta. Notiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro, ledoy mi palabra. Nada en absoluto.»

«¡Oh! Me declararé enseguida culpable», dijo

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Stephen. «Y añadiré que en aquel instanteestaba sentado en el depósito de la pólvora conun farol sin cristal, que deseaba la muerte delRey, dilapidaba los medicamentos, fumabatabaco y hacía un uso fraudulento de las racionesde la enfermería. ¡Qué absurda tontería!» -se rióa gusto- «Me sorprende que un hombre tansensato como usted le dé importancia a eseasunto».

«¡Oh, no me importa!», exclamó Jack. «¡Quémentiroso!», dijo Stephen afectuosamente parasus adentros. Después de una larga pausa Jackdijo: «Me parece que usted no considera a loscapitanes de navío y almirantes personas muyinteligentes. Le he oído decir cosas bastanteduras sobre los almirantes, y también sobre losgrandes hombres».

«Bueno, no hay duda de que algo lamentablesuele ocurrirles con la edad a los grandeshombres y a los almirantes, e incluso también alos capitanes de navío. Una especie de atrofia,un debilitamiento de la mente y el corazón. Creoque se debe a…»

«Bien», dijo Jack poniendo la mano sobre el

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hombro de su amigo, apenas visible a la luz delas estrellas, «¿Qué le parecería si su vida, sucarrera y su buen nombre estuvieran en manosde un puñado de oficiales de alta graduación?»

«¡Oh!», exclamó Stephen. Pero lo que teníaque decir no pudo escucharse, porque en unpunto del horizonte, en dirección a Tánger,apareció un intenso resplandor semejante a laráfaga de luz de un rayo. Ambos se levantaron deun salto y aguzando el oído trataron de escucharel lejano estruendo, pero no lo lograron, pues elviento era demasiado fuerte. Entonces volvierona sentarse y dirigieron los telescopios al oeste,hacia el mar. Pudieron distinguir dos fuentes deluz a unas veinte o veinticinco millas de distancia,apenas separadas un grado una de otra; luegovieron una tercera, una cuarta y una quinta, yfinalmente una enorme mancha roja que no semovía.

«Hay un barco incendiado», dijo Jack conhorror, y su corazón latía tan fuerte que apenaspodía mantener enfocado el rojo resplandor conel telescopio. «Quiera Dios que no sea uno delos nuestros. Quiera Dios que hayan mojado el

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pañol de municiones».Un enorme fogonazo iluminó el cielo

deslumbrándolos y apagando el brillo de lasestrellas; y casi dos minutos más tarde, llegóhasta ellos el ensordecedor estruendo de laexplosión, que fue prolongado largamente por supropio eco en la costa africana.

«¿Qué ha sido eso?», preguntó Stephen alfin.

«El barco explotó», dijo Jack, y vino a sumente con toda nitidez el recuerdo de la batalladel Nilo y del interminable momento en queL'Orient explotó, el recuerdo de miles de detallesque creía haber olvidado, algunos de ellosespantosos. Y aún estaba recordando todo estocuando una segunda explosión, que parecíamayor que la anterior, hirió la oscuridad.

Y después nada. Ni la más remota luz, ni elfogonazo de un cañón. El viento era cada vezmás fuerte y la luna subía en el cielo apagando elbrillo de las estrellas más pequeñas. Tras unosinstantes, algunas luces de faroles comenzaron adescender, otras permanecieron donde estabany otras incluso subieron más arriba; Jack y

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Stephen, sin embargo, se quedaron en el mismolugar. Al amanecer, estaban aún bajo la roca;Jack escudriñaba el estrecho -ahora desierto yen calma- con el catalejo y Stephen Maturindormía plácidamente.

Ni una palabra, ni una señal: un marsilencioso, un cielo silencioso y de nuevo unviento traicionero que hacía dar la vueltacompleta al compás. A las siete y media Jackacompañó a Stephen al hospital y, revitalizadocon un poco de café, volvió a subir al cerro.

En sus viajes de subida y bajada habíallegado a conocer todos los vientos que soplabanen el sendero, y la roca en la que se apoyaba sehabía convertido en algo tan familiar para élcomo un abrigo viejo. El jueves, después del té,cuando subía con su cena en una bolsa deloneta, vio a Dalziel, a Boughton, del Hannibal, ya Marshall bajando la empinada pendiente a todocorrer. Éstos, sin detenerse, le gritaron «¡Estállegando la Calpe, señor!», y a punto estuvieronde caer al tropezar con la perrita que corría a sualrededor muy contenta, ladrando sin parar.

Heneage Dundas, de la veloz corbeta Calpe,

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una persona afable, apreciada por sus buenascualidades y, sobre todo, por su habilidad con lasmatemáticas, era ahora el hombre más popularde Gibraltar. Jack se abrió paso entre la multitudque rodeaba a Dundas con toda su fuerza y deun modo poco escrupuloso, empujando con todoel peso de su cuerpo y dando codazos. Cincominutos más tarde salió de ella y corrió como unniño por las calles de la ciudad.

«¡Stephen!», gritó abriendo la puertaviolentamente y con el rostro radiante. «¡Victoria!¡Venga enseguida a brindar por la victoria!¡Deléitese con una extraordinaria victoria, amigomío!», exclamó dándole sacudidas mientras leestrechaba la mano. «¡Qué magnífica batalla!»

«Pero, ¿qué ha pasado?», preguntó Stephenlimpiando lentamente el bisturí y cubriendo lahiena africana.

«Venga y se lo explicaré mientras bebemos»,le dijo Jack conduciéndolo a la calle llena degente. Allí hablaban en tono vehemente, reían,intercambiaban saludos y se daban palmaditasen la espalda unos a otros; y allá abajo, en elnuevo malecón se oía el sonido de los vítores.

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«¡Vamos, estoy sediento como Aquiles, mejordicho, como Andrómaco. Es Keats quien hoy seha cubierto de gloria, Keats pasará a la historia.Ja, ja, ja! Un magnífico verso, ¿verdad? ¡Pedro,aquí! ¡Atiéndenos! ¡Pedro, champán! ¡Este por lavictoria!, ¡Y este por Keats y el Superb! ¡Este porel almirante Saumarez! ¡Pedro, trae otra botella!¡Este otra vez por la victoria! ¡Tres veces tres!¡Hurra!»

«Me haría usted un gran favor si me contara loque ha sucedido», dijo Stephen. «Con tododetalle».

«No conozco todos los detalles», dijo Jack,«pero sí lo esencial. El gran Keats -¿recuerdaque lo vimos tomar rápidamente la delantera?–alcanzó al enemigo por la retaguardia, formadapor los dos navíos españoles de primera clase,justo antes de media noche. Esperó el momentooportuno, viró a sotavento y pasó a toda velaentre ellos disparando por los dos costados. ¡Unnavío de setenta y cuatro enfrentándose a dos deprimera clase! Disparó incesantemente,provocando una humareda densa como puré deguisantes, y cuando en medio de ésta los navíos

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españoles abrieron fuego, los disparos del unoalcanzaron el otro; de ese modo el Real Carlos yel Hermenegildo se atacaron mutuamente confuria en la oscuridad. El mastelero de velacho delReal Carlos fue derribado, no se sabe si por elSuperb o el Hermenegildo, y su gavia cayósobre los cañones y ardió en llamas. Y despuésde unos minutos, la borda del Real Carlos y delHermenegildo se tocaron y éste también seincendió; esas fueron las dos explosiones quevimos. Pero mientras ambos se quemaban,Keats avanzó para entablar combate con el SanAntonio; éste orzó y se defendió conextraordinaria valentía, pero tuvo que rendirse ala media hora ¿sabe?, porque el Superbdisparaba tres andanadas en el tiempo en que éldisparaba dos, y con mucha precisión. EntoncesKeats tomó posesión de él; y el resto de laescuadra avanzó lo más rápido que pudo endirección nornoroeste aprovechando una ráfagade viento. Estuvieron a punto de apresar elFormidable, pero éste entró en Cádiz a tiempo; ynosotros por poco perdemos el Venerable, quequedó desarbolado y encallado. Pero han

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logrado desencallarlo y ahora está de regresocon una jarcia provisional, con un botalón de alacomo palo de mesana. Ja, ja, ja! Allí están Dalziely Marshall. ¡Eh! ¡Dalziel! ¡Marshall! ¡Eh, aquí!¡Vengan a brindar por la victoria!»

* * *A bordo del Pompee apareció la bandera; el

cañón disparó; los capitanes se reunieron para elconsejo de guerra.

Era una ocasión solemne, y a pesar de labrillantez del día, el enorme regocijo que había entierra y las sonrisas de todos a bordo, loscapitanes de navío olvidaron su alegría y, con lagravedad de los jueces, subieron por la bordapara ser saludados con la debida ceremonia yconducidos a la gran cabina por el primer oficial.

Jack ya estaba a bordo, desde luego; pero elsuyo no iba a ser el primer caso a juzgar. En laparte izquierda del comedor, separada del restode la habitación por un mamparo, había uncapellán. Tenía una expresión atribulada,caminaba de un lado a otro y a veces recitabajaculatorias muy bajito, juntando las manos. Erauna lástima que se hubiera arreglado tanto y se

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hubiera afeitado hasta sacarse sangre, porque sitan siquiera la mitad del informe general sobre sucomportamiento era cierta, no había ningunaesperanza para él.

En el momento en que se oyó el siguientecañonazo, el capitán de artillería se llevó alcapellán. Hubo una pausa, uno de esos largosperíodos en que el tiempo parece habersedetenido. Los demás oficiales hablaban en vozbaja; también ellos iban vestidos con esmero,todos con la misma elegancia que hacían posibleel cuantioso dinero de las presas y los mejorestenderos de Gibraltar. ¿Iban así por respeto alconsejo de guerra? ¿O porque la ocasión lorequería? ¿Acaso por sentirse un pococulpables, para aplacar al destino? Hablaban envoz muy baja, con ecuanimidad, y miraban a Jackde vez en cuando.

El día anterior, cada uno de ellos habíarecibido una notificación oficial y la habían traídodoblada o enrollada. Después de un rato,Babbington y Ricketts, en una de las esquinas,empezaron a cambiar por obscenidades laspalabras de la notificación, mientras Mowett

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escribía y tachaba algo al dorso de la suya,contando sílabas con los dedos y moviendo laboca como si articulara palabras. Lucock mirabaal frente, al vacío. Stephen se entretenía enbuscar con la vista, aunque infructuosamente, unapulga de rata color rojo oscuro sobre el suelo deloneta a cuadros.

La puerta se abrió y Jack volvió bruscamentea la realidad. Cogió su sombrero y, agachando lacabeza, entró en la gran cabina seguido por lafila de oficiales. Se detuvo en el centro de laestancia, se puso el sombrero bajo el brazo ysaludó con la cabeza al tribunal; primero alpresidente, luego a los capitanes que estaban asu derecha y finalmente a los que estaban a suizquierda. El presidente inclinó la cabezalevemente e invitó a tomar asiento al capitánAubrey y a los oficiales. Un infante de marinacolocó una silla para Jack algo más adelantadaque las de los oficiales; Jack se sentó haciendoun movimiento para echar hacia delante elinexistente sable, mientras el fiscal leía eldocumento que autorizaba la convocatoria delconsejo de guerra.

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Esto había durado bastante tiempo, yStephen, mientras tanto, había estadoobservando detenidamente la cabina de un ladoa otro. Ésta era como una versión ampliada de lacabina privada del Desaix (¡qué feliz se sentía deque el Desaix estuviera a salvo!), que tambiénera muy hermosa, estaba bien iluminada y teníalas mismas ventanas curvas de popa, la mismainclinación de las paredes hacia adentro (elrecogimiento de costados del barco) y arriba losmismos baos macizos pintados de blanco queiban de un lado a otro formando perfectas curvas;era una estancia cuya estructura no guardabarelación con la geometría de una casa. En elextremo opuesto a la puerta, paralela a lasventanas, había una mesa larga, a la cualestaban sentados los miembros del consejo, deespaldas a las ventanas: el presidente estaba enel centro y tres capitanes de navío a cada lado.En una mesa frente a éstos estaba el fiscal concasaca negra, y en otra más pequeña, a laizquierda, un escribiente. Y aún más a laizquierda había un espacio acordonado paraespectadores.

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Había un ambiente solemne; los capitanes,sentados a la iluminada mesa con sus uniformesazules y dorados, tenían en el rostro unaexpresión grave. El último juicio y la sentenciahabían sido terribles.

Eran precisamente sus rostros los queocupaban toda la atención de Jack. Al estar acontraluz, era difícil distinguirlos con exactitud;pero todos estaban sombríos y meditabundos.Conocía a Keats, Hood, Brenton, Grenville, ¿eraposible que Grenville le estuviera guiñando suúnico ojo o era un parpadeo involuntario? Desdeluego, era un parpadeo; cualquier otra señalhubiera sido una falta de respeto. El presidente,desde que se había obtenido la victoria, parecíatener veinte años menos; sin embargo, su rostropermanecía impasible y sus párpados caídosimpedían conocer qué expresaban sus ojos. Alos otros capitanes los conocía de nombre. Unode ellos, que era zurdo, hacía garabatos. Jackestaba cegado por la ira.

La voz del fiscal continuaba como unamonótona cantinela: «La Sophie, antigua corbetade Su Majestad, a la cual se le había ordenado

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proceder a… y considerando lo descrito, queaproximadamente a 40'O, 37° 40'N, cerca delcabo Roig…», dijo ante la absoluta indiferenciade los asistentes.

«Este hombre ama su trabajo», pensóStephen. «¡Pero qué voz más horrible tiene! Escasi imposible que lo entiendan. Farfulla, comotodos los abogados, por deformaciónprofesional». Y estaba reflexionando sobre lasenfermedades relacionadas con las profesiones,sobre los corrosivos efectos de la rectitud en losjueces, cuando de pronto observó que la posturade Jack, rígida al principio, era ahora másrelajada; y a medida que continuaron lasformalidades, la relajación se hizo más evidente.Jack tenía una expresión adusta, temible yextrañamente sosegada; su postura, con lacabeza inclinada ligeramente y los pies juntos,contrastaba con la perfección de su uniforme, yStephen tuvo el fuerte presentimiento de queestaba a punto de ocurrir un desastre.

El fiscal había llegado al «… para hacer unainvestigación sobre la conducta de John Aubrey,capitán de la Sophie, antigua corbeta de Su

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Majestad, así como la de sus oficiales y sutripulación, por la pérdida de la susodichacorbeta, que fue capturada el día tres delcorriente por una escuadra francesa al mandodel almirante Linois», y la cabeza de Jack estabaaún más baja. «¿Hasta qué punto tiene unoderecho a influir en sus amigos?», se preguntóStephen, y escribió en una esquina de un papel:Nada le proporcionaría mayor placer a H queusted explotara indignado en este instante y selo pasó al segundo oficial señalándole a Jack.Marshall se lo pasó a Dalziel y éste a Jack, quelo leyó y, volviéndose hacia Stephen conexpresión sombría, sin dar muestras de haberlocomprendido, sacudió la cabeza.

Inmediatamente después, Charles Stirling, elcapitán de más alto rango y presidente delconsejo de guerra, carraspeó y dijo: «Le ruego,capitán Aubrey, que explique las circunstanciasde la pérdida de la antigua corbeta de SuMajestad, la Sophie».

Jack se puso en pie, miró atentamente a todala fila de capitanes que lo juzgaban, tomó alientoy dijo con una voz más fuerte de lo normal, con

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fluidez, deteniéndose a pequeños intervalos, ycon un extraño tono -áspero, como el de quienmanda a alguien al diablo, como si se dirigiera aun grupo de hombres que fueran sus acérrimosenemigos-: «Alrededor de las seis de lamadrugada del día tres del corriente, vimos aleste, cerca del cabo Roig, tres navíos grandesque parecían franceses y una fragata, que pocodespués comenzaron a perseguir a la Sophie. LaSophie se encontraba entre la costa y los barcosque la perseguían, es decir, a barlovento de losbarcos franceses. Intentamos alejarnos a todavela y, empleando los remos -ya que el viento eramuy flojo- mantenernos a barlovento del enemigo;pero viendo que, a pesar de nuestros esfuerzospor navegar velozmente, los barcos franceses seacercaban con mucha rapidez y que habíanvirado en diferentes direcciones, de modo quecualquiera de ellos podría ganar distancia segúnrolara el viento, y dándonos cuenta de laimposibilidad de huir, debido a la falta de viento,a las nueve lanzamos por la borda los cañones yotros objetos que estaban en cubierta; y trasesperar el momento oportuno, cuando teníamos

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por la aleta al navío francés más cercano,arribamos y largamos las alas; perocomprobamos que los navíos franceses seguíannavegando a una velocidad mayor que la nuestra,a pesar de no haber largado las alas; y cuando elnavío más cercano estaba a tiro de mosquete, dila orden de arriar la bandera, aproximadamentea las once de la mañana, con viento que rolaba aleste y después de recibir varias andanadas delenemigo que arrancaron el mastelerillo dejuanete mayor y la verga del velacho y cortaronvarios cabos».

Luego, aunque era consciente de la falta dedetalle de su relato, cerró la boca y apretó loslabios dirigiendo la vista al frente, mientras lapluma del escribiente chirriaba al anotar susúltimas palabras: «y cortaron varios cabos».Hubo una breve pausa. El presidente miró a suderecha y a su izquierda, carraspeó y comenzó ahablar de nuevo. El escribiente hizo una rápidarúbrica después de cabos y se apresuró acontinuar:

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: CapitánAubrey ¿tiene usted algún motivo para censurar

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a sus oficiales o demás miembros de sutripulación?

RESPUESTA: No. Todos los hombres abordo se esforzaron al máximo.

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: Oficiales ymiembros de la tripulación de la Sophie,¿tienen ustedes algún motivo para censurar laconducta de su capitán?

RESPUESTA: No.«Que se retiren los testigos, excepto el

teniente Dalziel», dijo el fiscal. Inmediatamentelos guardiamarinas, el segundo oficial y Stephense encontraron de nuevo en el comedor y sesentaron cada uno en un rincón, en silencio; y porun lado llegaban desde la enfermería los gritosdel capellán (había intentado suicidarse),mientras por el otro continuaba escuchándose elrumor del juicio. Todos estaban profundamentepreocupados por la inquietud, la ansiedad y larabia de Jack. Lo habían visto tan imperturbableen circunstancias similares que la emoción queél sentía en ese momento los había sorprendidotremendamente y había alterado su capacidadde razonamiento. Ahora podían oír su voz, que en

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tono formal pero airado, y más potente que elresto de las voces en el juicio, decía: «¿Nosdisparó el enemigo varias andanadas, y a quédistancia estábamos cuando disparó la última?»La respuesta del señor Dalziel llegó a través delmamparo como un murmullo ininteligible.

«Es un miedo totalmente irracional», dijoStephen Maturin mirándose la palma de la mano,húmeda y pegajosa. «No es más que otroejemplo de… porque bien sabe Dios que sihubieran querido hundirlo, le habrían preguntado"¿Qué hacía usted allí?" Aunque, en realidad,entiendo muy poco de asuntos navales». Miró alsegundo oficial a los ojos en busca de consuelo,pero no lo encontró.

«Doctor Maturin», dijo el infante de marinaabriendo la puerta.

Stephen entró despacio y procuró tardar enprestar juramento para poder detectar laatmósfera de la sala, dando tiempo al escribientepara que terminara de anotar con su chirriantepluma la declaración de Dalziel.

PREGUNTA: ¿Se acercaba a la Sophie sinlas alas desplegadas?

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RESPUESTA: Sí.PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Parecía que

navegaba mucho más rápidamente queustedes?

RESPUESTA: Sí, los dos.Doctor Maturin, cirujano de la Sophie,

convocado y bajo juramento.PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Es cierta, a

su juicio, la declaración de su capitán respectoa la pérdida de la Sophie?

RESPUESTA: Sí, lo es.PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Sabe usted

lo bastante sobre asuntos navales parareconocer si se hicieron toda clase de esfuerzospara escapar de los perseguidores de laSophie?

RESPUESTA: Sé muy poco de asuntosnavales, pero me pareció que todas laspersonas que iban a bordo se esforzaron almáximo; vi al capitán al timón, y a los oficiales yla tripulación del barco remando.

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Estaba usteden cubierta cuando se arrió la bandera y a quédistancia estaba el enemigo en el momento de

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la rendición?RESPUESTA: Yo estaba en cubierta, y el

Desaix estaba a tiro de mosquete de la Sophie ynos disparaba en aquel momento.

Diez minutos más tarde la sala fuedesalojada. Otra vez el comedor; esta vez, en lapuerta no hubo dudas sobre quién debía pasarprimero, porque Jack y el señor Dalziel yaestaban allí; todos estaban allí, pero ningunopronunciaba palabra. ¿Era posible que en lahabitación de al lado se oyeran risas, o tal vez elsonido venía de la sala de oficiales del Caesar?

Una larga pausa. Una larguísima pausa.Luego el infante de marina en la puerta.

«Por favor, caballeros.»Entraron todos. A pesar de todos los años

que llevaba navegando, Jack olvidó agachar lacabeza y chocó con el dintel de la puerta con talfuerza que un mechón de pelo y un trocito decuero cabelludo quedaron incrustados en lamadera. Luego siguió caminando, medio aciegas, hasta colocarse de pie junto a la silla.

El escribiente, que en ese momento escribíala palabra Sentencia, levantó la vista

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sobresaltado por el golpe; luego volvió a bajarlapara poner por escrito las palabras del fiscal.«En el consejo de guerra reunido y celebrado abordo del Pompee, navío de Su Majestad… eltribunal (habiendo prestado juramento) procediósegún orden de sir James Saumarez Bart, Rear-Admiral of the blue y… habiendo analizadotodos los testimonios y habiendo consideradotodas las circunstancias,…

Jack apenas podía escuchar el murmullo deaquella inexpresiva voz, pues su tono era muyparecido al del zumbido que él tenía en lacabeza; y tampoco podía distinguir el rostro delfiscal, pues las lágrimas se lo impedían.

«… el tribunal es de la opinión que el capitánAubrey, sus oficiales y la tripulación hicieron elmáximo esfuerzo posible para evitar que lacorbeta del Rey cayera en manos enemigas y,por tanto, los absuelve. Y por la presente, comocorresponde, quedan absueltos», dijo el fiscal, yJack no se enteró de nada.

La voz inaudible cesó, y Jack, con la vistanublada, vio una forma negra que se sentaba.Sacudió la cabeza, aún sintiendo aquel zumbido,

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apretó las mandíbulas e hizo un esfuerzo porrecuperar sus facultades, porque ahora era elpresidente del tribunal quien se ponía de pie.Con la vista ya más clara, Jack vio que Keatssonreía y que el capitán Stirling cogía aquel viejosable que le era tan familiar y lo sosteníadirigiendo hacia él la empuñadura, mientras conla mano izquierda alisaba un trozo de papel juntoal tintero. El presidente carraspeó de nuevo enmedio de un sepulcral silencio y con voz clara, enel tono propio de los marinos, combinando laseriedad y la formalidad con la alegría, dijo:«Capitán Aubrey, es un gran placer para míhaber recibido del tribunal que tengo el honor depresidir la orden de hacerle entrega de su sable yde felicitarlo por haberle sido devuelto poramigos y enemigos, con la esperanza de quepronto tenga la ocasión de desenvainarlo denuevo en honrosa defensa de su país».

FIN.GLOSARIO

Abatir›Separarse un buque del rumbo al que

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tiene la proa por causa del viento, corrienteso de la mar.

Adrizar›Enderezar, poner derecho un objeto. Lo

contrario de escorar.Aduja›Vuelta o rosca circular u oblonga de todo

cabo.Aferrar›1. Enganchar en un sitio el bichero, ancla

u otro utensilio semejante.2. Agarrar el ancla en el fondo.3. Plegar y sujetar velas bajo las vergas

cuando no se iba a utilizar.Ala›Vela de fortuna que con buen tiempo se

larga por una o las dos bandas de las velasde cruz de gavias y juanetes, la baja deltrinquete se llama rastrera.

Alcázar›Espacio que media en la cubierta

superior de los barcos entre el palo mayor yla popa o la toldilla, donde está el puente de

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mando.Aduja›Maderas curvadas que forman la última

cuaderna de popa y van unidas a lasextremidades de los yugos.

Amantillo›Cada uno de los dos cabos que sirven

para mantener horizontal una verga.Ampolleta›Reloj de arena.Amura›Nombre o indicación de la dirección

media del casco entre la proa y el través.Amuras›Ancho del buque en la octava parte de la

eslora a partir de la proa y parte extrema delcostado en ese sitio.

Andana›Fila de cañones de una batería.Aparejar›Poner jarcias y velas a un barco.Aparejo›Conjunto de la arboladura, la jarcia y las

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velas de un buque; si tiene vergas y velascruzadas se llama de cruz, y si todas lasvelas están en el plano diametral es decuchillo.

Araña›Grupo de cabos delgados que parten de

un punto en donde están hechos firmes yabriendo en abanico van a terminar a variospuntos de un objeto: coy, vela (para labolina), cumbre de un toldo, estay, etc.

Arboladura›Conjunto de palos y vergas de un buque.Arbolar›Poner los palos a una embarcaciónArfar›Levantar la proa el buque impelido por

las olas, debiendo después bajarla, lo que escabecear.

Armada›Grupo de buques de guerra que en el

siglo XVI acompañaban a un convoy.Modernamente conjunto de las fuerzasnavales de un país.

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Arribar›Meter el timón a la banda conveniente

para que el navío gire a sotavento,aumentando el ángulo de la proa con elviento.

Arrizar›Tomar rizos. Colocar alguna cosa en el

barco de modo adecuado para que sesostenga a pesar del balanceo.

Atagallar›Navegar un barco muy forzado de vela.Atarazana›Desde el siglo XIII, lugar en donde se

construyen y reparan naves.Avante›Adelante; tomar por avante: dar el viento

por la cara de la proa de las velas de cruz.Babor›Banda o costado izquierdo de un barco,

mirando de popa a proa.Balas›En el siglo XVIII había los siguientes

tipos de munición:

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Rasa: esfera sólida de hierro rundido,bolaño (piedra).

Metralla: saquete con varias balaspequeñas.

Roja: esfera de hierro, calentada al rojo,usada desde 1613. Encadenada: eranpesadas balas unidas por una cadena. Seenredaban en el aparejo y lo destrozaban.

Bao›Cada una de las piezas que unen los

costados del barco y sirven de asiento a lascubiertas.

Barcalonga›Cierto barco de pesca.Barloventear›Avanzar contra la dirección del viento.Barlovento›Lado de donde viene el viento.Batayola›Caja cubierta con encerados que se

construye a lo largo del borde de los barcosen la que se recogen los coyes de latripulación. Barandilla de madera sobre las

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bordas del barco que servía para sostenerlos líos de ropa que se colocaban comodefensa al ir a entrar en combate.

Batería›Espacio interior entre dos cubiertas y la

fila o andana de cañones, que había en losnavíos en cubierta corrida de proa a popa.

Batiportar›Trincar el cañón contra el costado,

apoyando su boca en el borde alto de laporta.

Batiporte›Cada una de las piezas que forman los

cantos alto y bajo de las portas.Bauprés›Palo grueso que sale de proa con

inclinación de 30° a 50° según las épocas,que sirve para hacer firmes los estays detrinquete, para laborear las bolinas o montarlas cebaderas y foques; sobre él se monta elbotalón y a finales del siglo XVII el tormentín.

Bergantín›Buque de dos palos -mayor y trinquete-

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de velas cuadradas y de estay, foques, congran cangreja como vela mayor en el sigloXVIII.

Bergantina›Buque propio del Mediterráneo, mixto de

jabeque y polacra o bergantín con palostriples.

Bichero›Asta larga con un hierro con punta y

gancho en el extremo, que sirve en lasembarcaciones menores para ayudar aatracar y desatracar.

Bolaño›Bala de piedra esférica.Bolina›1. Cabo con que se cobra la relinga de

barlovento de una vela, hacia proa, cuandose ciñe el viento.

2. La disposición del buque ciñendo elviento.

Bombarda›Pequeño buque al que en lugar de palo

trinquete se monta uno o dos morteros en

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un pozo de cubierta muy reforzado, teniendoun palo mayor cruzado, y un mesana concangreja.

Bombero›Cañón corto y de grueso calibre, para

disparar bombas o granadas.Bordada›También bordo. La parte navegada por

un buque cuando va ciñendoalternativamente por cada banda.

Bornear›Girar el buque sobre sus amarras

estando fondeado.Botalón›Palo o percha redonda que se arma en

prolongación hacia afuera de las vergas,bauprés o costados.

Botavara›Palo redondo que asegurado por popa al

mesana sirve para cazar la cangreja.Bracear›Tirar de las brazas para hacer girar las

vergas y orientar las velas.

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Braguero›Cabo grueso o guindaleza, con sus

extremos afirmados en la amurada; envolvíaa la cureña y al cañón, y sujetaba a éste ensu retroceso.

Brandal›Cada uno de los cabos largos sobre los

que se forman las escalas de viento. Cabocon que se afirman los obenques.

Braza›1. Unidad de longitud igual a seis pies.2. Cabo que sirve para mantener fijas las

vergas y hacerlas girar horizontalmente.Brazalete›Cabo que une el pie de la verga con la

polea por la que pasa la braza doble.Brocal›El reborde alrededor de la boca del

cañón.Burda›Cabo o cable que hace el oficio de

obenque de un mastelero y se hace firme enla borda o en la mesa de guarnición.

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Cabecear›Bajar la proa el buque por las olas

después de arfar, y también al conjunto delos dos movimientos.

Cabo›Todas las cuerdas que se emplean a

bordo y en los arsenales; por eso hay eldicho de que en los buques sólo hay doscuerdas, la del reloj y la de la campana.

Calado›De un buque, medida desde la flotación a

la parte baja de la quilla.Calcés›Parte superior de los palos mayores

comprendida entre la cofa y el tamborete.Cangreja›Vela de cuchillo trapezoidal sujeta por

dos relingas que se iza en el palo mesana.Capear›Disponer el buque de forma que se

aguante sin retroceder; se emplea entemporales, si el buque es de vela; sin éstas,a palo seco.

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Carbonera›Nombre vulgar de la vela de estay mayor.Carraca›Antiguo barco de transporte, de hasta

dos mil toneladas, inventado por lositalianos.

Carronada›Cañón corto, de poco peso y mucho

calibre; nombre originario de Carron(Escocia).

Castillo›Parte de la cubierta superior desde el

palo trinquete hasta la roda, y también a laconstrucción por encima de dicha cubiertaen esa parte, y a veces también en la popa.

Cataviento›Pequeño cabo con rodajas de corcho

con plumas clavadas o pequeño embudo detela ligera para indicar el viento, sujeto en lajarcia o en el mastelerillo.

Cazar›Atirantar la escota hasta que el puño de

la vela quede lo más cerca posible de la

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borda.Cebadera›Vela que se envergaba en una percha

cruzada bajo el bauprés, fuera del buque.Ceñir›En un buque de vela, navegar en contra

de la dirección del viento en el menor ánguloposible.

Ciar›Ir hacia atrás el buque.Cofa›Plataforma colocada en algunos de los

palos de barco, que sirve para maniobrardesde ella las vergas altas y para vigilar, etc.

Combes›Espacio entre el palo trinquete y el

mayor, en la cubierta superior o de la bateríamás alta.

Compás soplón›O simplemente soplón. Aguja náutica de

techo o cámara. Antes fueron usadas paraque los capitanes pudieran conocer elrumbo que seguía el navío, sin necesidad de

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salir de la cámara.Condestable›Antiguo título de dignidad equivalente a

capitán general. Desde el siglo XVII,suboficial de marina, especialista en artillería.

Corbeta›Buque de guerra parecido a la fragata,

pero sólo con menos de 32 cañones (sigloXVIII). Las hubo mercantes de 150 y 300toneladas, con trinquete y mayor cruzados yel mesana sólo con cangreja, llamándoseentonces barca.

Corredera›Cordel sujeto por un extremo a un

carretel y por el otro a la bar-quilla, junto con la cual sirve para medir lo

que anda el barco.Coy›Hamaca que sirve de cama a la marinería.Cruceta›Meseta de los masteleros, semejante a la

cofa de los mayores.Cruz

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›Denominación de las velas cuadriláterasenvergadas a vergas simétricas. Aparejo decruz. Aparejo de un buque con vergas deuno o dos palos, e incluso cuatro.

Cuaderna›Cada una de las piezas curvas que

arrancando de la quilla forman la armaduradel barco.

Cuadra›Dirección del viento de través.Cuarta›Cada uno de los rumbos o vientos en

que está dividida la rosa náutica y vale360°/32 = 11° 25.

Cúter›Lancha; una de las que llevan a bordo

los barcos, menor que la chalupa y mayorque el chinchorro.

Chafaldete›Cabo que sirve para cargar los puños de

las gavias y juanetes llevándolos al centrode sus vergas.

Chinchorro

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›Pequeño bote de remos y la red debajodel bauprés para aferrar los foques.

Derivar›Caer a sotavento, cuando se produce

por la acción de una corriente.Derrota›Rumbo o distintos rumbos que hace un

buque para trasladarse de un puerto a otro.Descuartelar›A un…: navegar con el viento abierto a

78° 30' (siete cuartas) del rumbo.Descubierta›Reconocimiento que se hace del

horizonte desde lo alto de los palos alamanecer o anochecer. También el quehacen los gavieros y juaneteros del estadode la jarcia.

Driza›Cabo con que se suspenden o izan las

velas, vergas, picos.Efemérides›Almanaque náutico o tablas

astronómicas que dan día a día la situación

Page 878: Aubrey y Maturin 01 - Capitan de Mar y Guerra - Ptrick O'Brien

de los planetas y circunstancias de losmovimientos celestes.

Empuñidura›Cada uno de los cabos firmes en los

puños altos o grátil de las velas y en losextremos de las fojas de rizo con que sesujetan a las vergas.

Escobén›Agujero en la roda (proa) para dar paso a

los cables de un barco.Escorar›Inclinarse un barco hacia una de las

bandas. Lo contrario de adrizar.Escota›Cabo sujeto a los puños bajos de las

velas que permite cazarlas.Espejo de popaSuperficie exterior de la popa de un

barco.Espiche›Estaquilla que sirve para tapar un

agujero en una barca o en una cuba.Esquife

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›Barco pequeño de los que se llevan enlos grandes para saltar a tierra.

Estacha›Cable con que se sujeta un barco a otro

fondeado o a un objeto fijo.Estay›Cabo que sujeta un mástil para impedir

que éste caiga sobre popa.Estribor›Banda o costado derecho de un barco,

mirando de popa a proa.Estrobo›Pedazo de cabo que se emplea para

cualquier uso.Fachear›Mantener un buque casi parado, si es de

vela disponiendo éstas de forma que secontrarresten sus efectos.

Falúa›Pequeña embarcación usada en los

puertos por los jefes y autoridades demarina.

Falucho

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›Embarcación costera que lleva una velalatina.

Flechaste›Cada uno de los cordeles que, ligados a

los obenques, sirven de escalones parasubir a ejecutar maniobras en lo alto de lospalos.

Foque›Vela triangular que se larga a proa del

trinquete, amurándola en el bauprés.Fragata›Buque de guerra de los siglos XVII y XVIII

menor que el navío, pero con aparejo similarde tres palos cruzados con cofas y crucetasy una sola batería corrida, que es la delcombés, con 40 o 60 cañones. Las hubomercantes de más de 300 toneladas.

Fresco›Se dice del viento que en los veleros

permite llevar todas las velas.Galerna›Viento recio del SO al NO que se

desencadena inesperadamente en la costa N

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de España y el golfo de Vizcaya.Gata›Bote noruego.Gavia›Vela que va en el mastelero mayor de

una nave.Gaviero›Marinero a cuyo cuidado está la gavia y

el registrar cuanto se pueda alcanzar a verdesde ella.

Goleta›Pequeño buque raso y fino de dos palos,

con velas cangrejas.Grátil›Borde de la vela por donde se une al

palo.Guindola›Andamio que rodea un palo. Salvavidas

colgando de un cabo largo, colgando por lapopa de un barco.

Guiñada›Giro o desvío brusco de la proa del

buque con relación al rumbo que debe

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seguir.Heur›Barcaza o gabarra de carga.

Embarcación cubierta aparejada de balandraque en las costas del mar del Norte solíallevar correspondencia y carga a los grandesbuques.

Jabeque›Pequeño buque, en general de cabotaje,

de 30 a 60 toneladas, con tres palos: eltrinquete en latina, el mayor casi vertical y elmesana con cangreja.

Jarcia›Conjunto de todos los cabos de un

buque. Jarcia firme o muerta: la que estásiempre fija para sujetar los palos; según suposición y forma de trabajar se llaman:obenques, estáis, brandales, burdas obarbiquejos y mostachos del bauprés.

Jarciar›Poner la jarcia a una embarcación,

enjarciar.Jardín

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›Obra exterior en voladizo que sobresalíaa popa en cada banda, en forma de garita,muy decorada exteriormente y quealbergaba los retretes de los oficialessuperiores.

Juanete›Nombre del mastelero, verga y vela que

van por encima de las gavias en las fragatas,en palos trinquete y mayor; en el mesana sellama perico. La vela más alta.

Juanetero›Marinero especialmente encargado de la

maniobra de los juanetes.Largar›Aflojar o soltar un cabo, vela, etc.Largar velas›Para aumentar la velocidad del barco, los

gavieros y juaneteros (que eran quienessubían a los palos) desplegaban las velaspara que tomaran más viento. A la voz«¡Largar!» soltaban el paño, cuidando delargarlo primero por los penoles (extremosde la verga) y después por la cruz (centro).

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Largo›Aplícase al viento que recibe un buque,

cuya dirección abre con la quilla un ángulodesde la proa mayor de las seis cuartas deceñir.

Lastre›Peso formado por lingotes de hierro y

piedras que iban en el fondo del barco paraaumentar su estabilidad.

Laúd›Embarcación pesquera semejante al

falucho, sin foque, en el Mediterráneo.Levar›Arrancar y levantar el ancla del fondo.Mastelerillo›El palo menor que va sobre el mastelero

a partir de la cruceta.Mastelero›La percha o palo menor que va sobre los

palos machos desde la cofa.Mayor›El palo principal en los veleros de tres o

más palos, situado hacia el centro del buque.

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Las velas del citado palo, especialmente lamás baja.

Meollar›Cuerda fina que se emplea para hacer

otras más gruesas, para forrar cabos, etc.Mesa de guarnición›En los buques de vela, conjunto de

tablones unidos por sus cantos, y de estaforma con el costado, formando en elcostado una meseta horizontal, desde cadapalo hacia popa, para sujetar en ella losobenques, burdas y brandales, abriéndoloslo más posible del palo.

Mesana›Palo más próximo a la popa en una

buque de tres. Vela envergada en uncangrejo de este mástil.

Milla›Unidad de longitud marina equivalente a

1.852 metros.Mostacho›Cabo grueso o cadena que sujeta

lateralmente el bauprés a las amuras.

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Navío›Gran buque de guerra de la segunda

mitad del siglo XVII y del XVIII con más de 60cañones y con tres palos cruzados ybauprés; tenían dos o tres baterías y poparedonda con espejo plano.

Nudo›Unidad de velocidad de un barco que

equivale a una milla por hora. Lazo hecho deforma tal que, cuando más se hala de suschicotes, más se aprieta.

Obenque›Cabo o cable grueso con que se sujeta

un palo macho o mastelero desde su cabezaa la cubierta, mesa de guarnición o cofa abanda y banda; los del mastelero se llamanobenquillos.

Orzar›Hacer girar el buque, llevando su proa

desde sotavento hacia barlovento. Es locontrario de arribar. Orza: La posición de irel buque navegando ciñendo.

Palo

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›Cada uno de los principales de unbuque: trinquete, mayor, mesana y bauprés,a los cuales se agregan los masteleros,todos destinados a sostener las vergas, aque están unidas las velas. Se llama machoal trozo principal hasta la cofaespecialmente.

Penol›Cada una de las puntas o extremos de

toda verga o botalón.Percha›Cualquier palo cilíndrico de madera.Pingue›Cierto barco de carga que se ensancha

por la parte de la bodega para aumentar sucapacidad.

Polacra›Buque de dos o tres palos sin cofas.Popa›La parte trasera del barco donde se

coloca el timón y están las cámarasprincipales.

Porta

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›Abertura o tronera de las que hay en loscostados del buque para ventilar y dar luz ypara el juego de la artillería.

Proa›La parte delantera del barco.Quadra o cuadra›Parte del buque a un cuarto de la eslora;

viento por la cuadra: el recibido en dichadirección.

Rizo›Tomar rizos: disminuir la superficie de

las velas amarrando una parte de ellas a lasvergas.

Roda›Pieza robusta de madera colocada a

continuación y encima de la quilla que formala proa del barco.

Saetía›Cierto barco de tres palos y una sola

cubierta que se empleaba para corso ytransporte.

Santabárbara›Pañol destinado en los barcos a guardar

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la pólvora. Cámara por donde se pasa a él.Semáforo›Aparato instalado en las costas para

comunicarse con los barcos por medio deseñales hechas con banderas, según uncódigo internacional.

ServiolaRobusto pescante que sale de las bordas

del castillo, por fuera a ambas caras paramanejar anclas. Estar de serviola: marinerode guardia en el sitio de la serviola durante lanoche.

Singladura›Distancia recorrida por un buque en

veinticuatro horas, contadas desde unmediodía al siguiente.

Sirvientes de un cañón›Para simplificar las órdenes, a los

sirvientes se les numeraba. Eran seis. Elcapitán cebaba, apuntaba y disparaba elcañón. El primero embicaba y elevaba lacaña del cañón; el segundo lo cargaba; eltercero mojaba las pavesas antes de

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recargar; el cuarto ronzaba (movía) el cañóny pasaba munición; el quinto era elencargado de suministrar la pólvora.

Sobrejuanete›Verga cruzada sobre las juanetes. Vela

que se pone en ella.Sotaventear›Irse o inclinarse el barco a sotavento.Sotavento›Costado de la nave opuesto al

barlovento, o sea opuesto al lado de dondeviene el viento.

Tabla de jarcia›Conjunto de obenques de un palo con

sus flechastes.Tamborete›Trozo de madera con que se empalma

un palo con otro.Tartana›Barco de vela latina de un solo palo

perpendicular a la quilla en su centro,empleado para pesca y cabotaje.

Timonear

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›Manejar el timón.Traca›Hilada de tablas o planchas del fondo del

barco.Través›La dirección perpendicular al costado

del buque, y se dice de todos los objetosque se hallen en esa dirección.

Treo›Vela cuadra o redonda que se utiliza en

los barcos de vela latina para navegar enpopa con vientos fuertes.

Trincar›Amarrar o sujetar una cosa con cabo; en

el siglo XVII los cañones se trincaban en lamar batiportándolos o abretonándolos.

Trinquete›Palo inmediato a la proa en los barcos

que tienen más de uno. Verga mayor quecruza ese palo. Vela que se pone en esaverga.

Vela›Conjunto de varios paños de lona

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unidos por costuras, rebordeado por uncabo (relinga) y que se larga en una verga,palo o estay.

Velacho›La gavia del palo trinquete.Velas mayores›Las tres velas principales del navío y

otras embarcaciones, que son la mayor, eltrinquete y la mesana.

Verga›Elemento longitudinal de madera o

metálico que sirve para envergar una vela, secuelga y sujeta de cualquiera de los palos omasteleros, tomando el nombre del palo dela vela.

Virar›Cambiar el rumbo o lado por donde se

recibe el viento yendo ciñendo. Virar poravante cuando se cambia haciendo pasar elviento por la proa. Virar por redondo cuandose hace pasar el viento por la popa.Modernamente, cambiar de rumbo alopuesto.

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Yola›Barco muy ligero movido a remo y con

vela.Zafarrancho›Acción de desembarazar las cubiertas y

baterías en el siglo XVIII, colocando los coisen las batayolas para protección de ktripulación.

Agradecemos a la Editorial Sílex su gentilcolaboración al permitirnos reproducir aquíesta terminología naval que forma parte del«Glosario de términos navales» de la obra Elbuque en la Armada española.

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13/03/2010LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-

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