Aubrey y Maturin 12 - La Patente de Corso - Ptrick O'Brien

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Aubrey y Maturin 12 -La patente de corso

Sobrecubierta

NoneTags: General Interest

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La patente de corsoPatrick O'Brian

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Mariae duodecies sacrumNOTA A LA EDICIÓN

ESPAÑOLAÉste es el decimosegundo relato de la más

apasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo deindudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, se incluye un archivo adicional con unamplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg.1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib.1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPÍTULO 1Desde que a Jack Aubrey lo habían

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expulsado de la Armada, desde que habíanborrado su nombre de la lista de capitanes denavío e invalidado su antigüedad, le parecía viviren un mundo completamente distinto. Aunquetodo le era familiar, desde los olores del agua demar y de la lona alquitranada de la jarcia hasta elsuave balanceo de la cubierta bajo sus pies, todohabía perdido su esencia y él tenía la impresiónde ser un extraño.

Otros oficiales expulsados por un consejo deguerra estaban peor que él, como, por ejemplo,los dos que habían subido a bordo con apenasun baúl para ambos. Comparado con ellosAubrey era muy afortunado y, aunque esto podíaproporcionarle sosiego, no contribuía a levantarleel ánimo. Tampoco contribuía a ello que nohubiera cometido el delito por el que le habíansentenciado.

A pesar de todo, era innegable que JackAubrey no estaba en una situación desesperada.La Armada había vendido su vieja pero hermosafragata Surprise, que Stephen Maturin habíacomprado para convertirla en un barco de guerraprivado (es decir, un barco corsario), para

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perseguir al enemigo, y él tenía el mando.La fragata estaba anclada con una sola ancla

en un puerto aislado que un gran banco de arenay los bruscos cambios de marea hacíanpeligroso. Los comerciantes y los oficiales de laArmada evitaban el lugar, mientras que lofrecuentaban los contrabandistas y los corsarios,muchos de cuyos rápidos barcos se alineaban alo largo del muelle. Jack se dio la vuelta al llegaral final de uno de los paseos que dabamecánicamente por el costado de estribor delalcázar, miró hacia el pueblo y volvió apreguntarse cuál era la causa de queShelmerston le resultara tan parecido a lospoblados de piratas y bucaneros que aúnquedaban en las Antillas y Madagascar, y que tanbien conoció cuando navegaba en la Surprisecomo guardiamarina. A pesar de que enShelmerston no había una playa de brillantearena coralina ni cimbreantes cocoteros, separecía a esos puertos; tal vez el parecidoconsistía en las llamativas tabernas, el ambienteen que predominaban el desorden y el dinerofácil, el gran número de prostitutas y el hecho de

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dar la impresión de que sólo una brigadareclutadora sumamente valiente y bien armadaintentaría actuar allí. Jack también vio que doslanchas zarpaban de la costa en dirección a laSurprise y que las dos competían por llegarprimero; sin embargo, en ninguna estaba eldoctor Maturin, el cirujano de la fragata (pocossabían que también era su dueño), que debíasubir a bordo ese día. En una la timonel era unabellísima joven pelirroja, recién llegada al pueblo,que se mostraba muy contenta de encontrarse allíy a quien los tripulantes admiraban mucho y acuyos agudos gritos respondían con talheroicidad que uno de ellos rompió un remo.Aunque no podía decirse que Jack Aubreyfrecuentara el trato con prostitutas, tampocoobservaba el celibato. Desde su tempranajuventud la belleza había sido para él fuente deplacer, y esa joven animosa y tan entusiasmadaera extremadamente hermosa; sin embargo, selimitó a considerar esto con objetividad y, en tonoinexpresivo, indicó a Tom Pullings:

–No dejes que esa mujer suba a bordo yadmite sólo a tres de los mejores.

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Volvió a dar paseos pensativo mientrasPullings, el contramaestre, el condestable yBonden, su propio timonel, hacían pruebas a losmarineros. Todos ellos tenían que subir a lajarcia, largar y aferrar una juanete mientras secontaba el tiempo con un reloj de arena, luegobajar y apuntar un cañón, después disparar conun mosquete a una botella colgada de un peñol y,por último, hacer un nudo de envergue frente auna multitud de excelentes marineros. Por logeneral, dotar de tripulación a un barco del reyera algo difícil que se conseguía con la ayuda delas brigadas reclutadoras, rogandohumildemente que los barcos reclutadorestrajeran un grupo de hombres, aunque fuerantorpes delincuentes, y enviando a marineros anavegar de un lado a otro del canal para sacartripulantes de los mercantes que iban de regresoa Inglaterra o reclutando hombres en los puebloscosteros; sin embargo, rara vez se tenía éxito yhabía que zarpar con cien tripulantes menos delos requeridos. Pero para el capitán de laSurprise armar la fragata en Shelmerston eracomo armarla en el paraíso, pues allí se recibían

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de inmediato los pertrechos que se encargabana los dispuestos y competitivos proveedorescuyos almacenes bien surtidos estaban junto almuelle y, además, no era necesario reclutarhombres forzosamente ni rogarles que seenrolaran después de reunidos con el toque deltambor. Desde hacía mucho tiempo losmarineros sabían que Jack Aubrey era un capitánaudaz y que tenía tanta suerte en conseguirbotines que le llamaban Jack Aubrey elAfortunado; y cuando se difundió la noticia deque su fragata, que navegaba de maneraextraordinaria cuando las maniobras se hacíanhábilmente, se convertiría en un barco corsarioque estaría bajo su mando, muchos tripulantes debarcos corsarios corrieron en tropel a ofrecerlesus servicios. Jack podía escoger a losmarineros, algo que nunca le había ocurridocuando estaba a bordo de los barcos del rey entiempo de guerra, y ahora le faltaban sólo trespara completar el número de tripulantes queestimaba adecuado. Muchos de los marineros ysuboficiales eran antiguos tripulantes de laSurprise que habían sido licenciados después

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de amarrar la fragata en la dársena y queprobablemente habían eludido a las brigadasreclutadoras desde entonces, aunque Jacksospechaba que varios habían desertado de losbarcos del rey y que, en algunos casos, lo habíanhecho con ayuda de íntimos amigos suyos (comoHeneage Dundas) al mando de ellos.Naturalmente, algunos tripulantes eran fielesseguidores suyos, como su repostero y sutimonel y unos cuantos hombres más que no lohabían abandonado nunca. Varios de losmarineros que no conocía procedían demercantes, pero la mayoría eran contrabandistasy tripulantes de barcos corsarios, curtidosmarineros de primera que no estaban habituadosa la disciplina y mucho menos al ceremonial quela rodeaba (aunque a casi todos los habíanreclutado forzosamente alguna vez), peroestaban dispuestos a servir a las órdenes de uncapitán a quien respetaban. En ese momento, aojos de los tripulantes de barcos corsarios Jackera más respetable de lo que él suponía. Aunquehabía bajado de peso, aún era muy ancho dehombros y parecía extremadamente alto; tenía un

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aspecto más viejo y su cara sonrosada y deexpresión alegre ahora estaba más delgada ytenía un gesto grave con un toque de fiereza, porlo que cualquiera que conociera bien la rudezade los marinos en cuanto le veía comprendía queno podía faltar al respeto a un hombre con unacara así, pues si alguien lo ofendía golpearía sinavisar y las consecuencias serían terribles.

Probablemente la Surprise era laembarcación en servicio de su categoría quetenía una tripulación más eficiente y profesional,lo que podía llenar de alegría a su capitán; sinembargo, aunque al observar esto Jack habíasentido cierta satisfacción y tanta alegría comopodía albergar su corazón, ninguno de estossentimientos era profundo. Parecía que elcorazón de Jack Aubrey se había endurecidopara poder soportar su desgracia sin romperse,y ese endurecimiento lo había transformado enun hombre tan poco capacitado paraexperimentar emociones como un eunuco. Talvez esta explicación era demasiado simple, perolo cierto era que en otro tiempo el capitánAubrey, como su héroe, Nelson, y muchos de sus

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contemporáneos, lloraba con facilidad (habíallorado de alegría en el tope de un palo del primerbarco que estuvo bajo su mando, humedecía consus lágrimas la parte inferior de su violín cuandotocaba fragmentos extremadamenteconmovedores y había sollozado en los funeralesde muchos de su compañeros de tripulación,tanto en el mar como en tierra) y ahora tenía tanpoca sensibilidad y los ojos tan secos como leera posible a un hombre. Cuando se despidió deSophie y los niños en Ashgrove Cottage sólo sele hizo un nudo en la garganta, por lo que sudespedida había parecido ruda y falta de afecto;y, por otro lado, desde que había subido a bordono había tocado el violín, que aún permanecía ensu estuche forrado de lona alquitranada.

–Éstos son los tres mejores marineros, señor,con su permiso -dijo el señor Pullings, quitándoseel sombrero-. Harvey, Fisher y Whitaker.

Los tres se tocaron la frente con la mano.Eran contrabandistas y excelentes marineros (delo contrario no hubieran pasado lasextremadamente duras pruebas) y, como eranprimos, tenían la misma larga nariz, la misma

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cara curtida por los elementos y el mismo gestoastuto. Aubrey les miró con cierta satisfacción ydijo:

–Harvey, Fisher y Whitaker, me alegro de quese encuentren a bordo, pero sepan que sólo sequedarán si son del agrado del cirujano yobtienen su aprobación. – Volvió a mirar hacia lacosta, pero no vio ninguna lancha con el cirujanoa bordo, y continuó-: Y ya conocen lascondiciones de pago y de división del botín, asícomo las normas de disciplina y los posiblescastigos, ¿verdad?

–Ciertamente, señor. El timonel nos las leyó.–Muy bien. Pueden subir sus baúles a bordo.Empezó a dar paseos otra vez mientras

repetía: «Harvey, Fisher, Whitaker». Un capitántenía el deber de saber los nombres de todos sushombres y conocer un poco su vida, lo que hastaahora a él no le había resultado difícil ni siquieraen navíos de línea con seiscientos o setecientostripulantes. Todavía, por supuesto, recordaba elnombre de los marineros de la Surprise, con losque había compartido el último viaje por elPacífico Sur, y, en algunos casos, muchos otros

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viajes años atrás; sin embargo,lamentablemente, se le olvidaban los nombres delos nuevos marineros e incluso tenía que hacer unesfuerzo para recordar el de sus oficiales. Estono le ocurría con Tom Pullings, quien habíaservido bajo sus órdenes como guardiamarina yahora era un capitán de la Armada real conmedia paga, un excelente capitán sin esperanzasde conseguir un barco, y actualmente era suprimer oficial; tampoco le ocurría con el segundoy el tercero, ambos antiguos oficiales del rey, aquienes conocía bastante bien y cuyos juiciosante un consejo de guerra recordaba claramente(a West le habían procesado por batirse en dueloy a Davidge por un complicado asuntorelacionado con la precipitada firma de los librosde un deshonesto contador sin haberlos mirado);pero sólo podía recordar el nombre delcontramaestre, Bulkeley, por asociación deideas. Por fortuna, ningún carpintero se oponía aque le llamaran Astillas ni ningún condestable aque le llamaran Maestro Condestable, y, por otrolado, estaba seguro de que, con el tiempo,recordaría los nombres de los suboficiales que

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apenas conocía.Caminaba de un lado al otro incesantemente,

y miraba hacia la orilla cada vez que giraba,hasta que la aparición de algas en la partesuperior de la cadena del ancla y el rumor delagua le hicieron comprender que debía zarpar ono podría aprovechar la marea.

–Señor Pullings, saldremos al exterior delbanco de arena -dijo.

–Sí, señor -respondió Pullings y luego gritó-:¡Señor Bulkeley, todos a levar el ancla!

Enseguida se oyeron las agudas notas de lallamada del contramaestre y el ruido de rápidospasos, lo que demostraba que los hombres deShelmerston conocían bien el peligroso banco dearena y el calado de la fragata. Los marinerosataron el virador y después colocaron,aseguraron y empezaron a mover las barras delcabrestante como si todos fueran veteranostripulantes de la Surprise. Y cuando elcabrestante empezó a girar y la fragata comenzóa deslizarse por el puerto en dirección a su ancla,algunos hombres empezaron a cantar: «Gírala yella girará, ¡oh, oh!» Eso nunca ocurría mientras

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era una embarcación del rey, ya que en laArmada no se permitía que los marineroscantaran durante el trabajo. Pullings mirófijamente a Jack, que negó con la cabeza y dijo:

–Déjales cantar.Hasta ese momento no se habían producido

incidentes entre los antiguos tripulantes de laSurprise y las nuevas incorporaciones, y Jackestaba dispuesto a hacer cualquier cosa paraevitar que se produjeran. Tanto él como Pullingshicieron cuanto pudieron mezclando a loshombres en las brigadas de artilleros y lasguardias, pero estaba seguro de que el factormás importante en aquella relación extrañamentepacífica entre dos grupos tan diferentes era lainusual situación. Todos, particularmente lostripulantes veteranos de la Surprise, estaban tandesconcertados que no sabían qué pensar ni quédecir, y no tenían a mano ninguna fórmulaadecuada. Si aquello duraba hasta que lesazotara una tormenta durante tres o cuatro díasen el canal o, mejor todavía, hasta que unabatalla les convirtiera en un solo grupo, habíaesperanzas de que en la fragata hubiera

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armonía.–¡Arriba y abajo, señor! – gritó Weld desde el

castillo.–¡Gavieros! – tronó la voz de Jack-. ¿Me oyen

allá arriba?Tenían que ser sordos para no oírle, pues se

oyó claramente llegar el eco de «allá arriba»desde las casas situadas al fondo de la bahía.

–¡Adelante! – continuó-. ¡Larguen la vela!¡Larguen la vela!

En ese momento los marineros corrieron porlos obenques del trinquete. La gavia sedesplegó; los marineros de la de babor cazaronlas escotas y luego, sin pronunciar palabra,corrieron a coger las drizas. La verga subió sindificultad; el velacho se hinchó; la Surprise ganóvelocidad suficiente para poder recoger el anclay después, describiendo una suave curva,empezó a moverse en dirección al banco dearena, que tenía un color amenazador en mediodel agua verde grisácea y el borde blanco.

–En el mismo centro del canalizo, Gillow -ordenó Jack al hombre que llevaba el timón.

–En el mismo centro, señor -dijo Gillow, un

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marinero de Shelmerston, moviendo un poco lascabillas mientras miraba a derecha e izquierda.

Cuando la Surprise llegó a alta mar volvió aplegar sus alas. Los marineros dejaron caer elancla del pescante y lentamente la fragata dio unamplio giro. La maniobra realizada era sencilla, yJack la había visto miles de veces en su vida,pero se sintió muy satisfecho de que se llevara acabo perfectamente, sin ninguna equivocación.Eso fue muy conveniente, pues desde hacíabastante tiempo estaba indignado por latardanza de Maturin y, si bien podía soportar sinquejarse su enorme desgracia (aunque no seresignara a ella), las pequeñas cosas le irritabansobremanera. Había dejado una escueta notapara Stephen en la costa en la que le citaba enotro lugar al cabo de quince días.

–Señor Davidge, me voy abajo -dijo-. Si ve alalmirante doblar el cabo, avísemeinmediatamente, por favor.

El almirante Russell, que vivía en Allacombe,la segunda ensenada al sur, había informado deque tendría el gusto de hacer una visita al señorAubrey durante la tarde, si el viento y el tiempo lo

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permitían, y esperaba que el señor Aubreypasara la noche en su casa en Allacombe.Además, enviaba saludos al doctor Maturin yanunciaba que le complacería verlo si estaba abordo.

–Inmediatamente, señor -dijo Davidge yluego, en tono vacilante, preguntó-: ¿Cómodebemos recibirlo, señor?

–Como al capitán de cualquier barco privado-respondió Jack-. Con guardamancebos, porsupuesto, pero nada más.

A Jack le horrorizaba la idea de que sehicieran las cosas como en la Armada real, puessiempre le había molestado ver la imitación desus costumbres en los barcos de la Compañía delas Indias Orientales, de otras importantescompañías y de corsarios ambiciosos y aún másimportantes; por eso vestía una chaqueta de frisay pantalones de lana. Pero, aunque la Surpriseya no tenía gallardete ni cintas doradas niinfantes de marina ni muchas otras cosas,estaba decidido a que las tareas básicas serealizaran como en un barco de guerra, yopinaba que las dos cosas no eran

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incompatibles.Hubiera dado un ojo de la cara por evitar

encontrarse con Russell, pero había servido a lasórdenes del almirante cuando era guardiamarina,le tenía un profundo respeto y le estaba muyagradecido porque ascendió al grado deteniente gracias a su influencia. Russell le hizo lainvitación tan amablemente y con tan buenaintención que hubiera sido una descortesíarechazarla, pero él deseaba con todas susfuerzas que Stephen estuviera allí para ayudarledurante la tarde. Puesto que no se sentíasuficientemente alegre para dedicarse al tratosocial, le asustaba tener invitados, sobre todomiembros de la Armada, y, además, lehorrorizaba el trato compasivo de cualquiera queno fuera íntimo amigo suyo y la cortesía teñida deindiferencia y arrogancia de quienes nosimpatizaban con él.

–¡Killick, Killick! – gritó en la gran cabina.–¿Qué pasa… -preguntó Killick en tono

malhumorado desde donde estaba colgado elcoy de Jack y luego, para guardar las formas,añadió-: señor?

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–Tráeme la chaqueta verde botella y un parde calzones decentes.

–La tengo aquí, pero no podrá ponérselaantes de diez minutos porque tengo queasegurarle los botones.

Ni Killick ni Bonden expresaron su pesarporque al capitán Aubrey lo hubieran procesadoy condenado. Tenían el buen tino de tratar losasuntos importantes con una delicadeza queJack, después de tantos años de experiencia ytrato con los marineros, sabía cómo interpretar.No mostraban su compasión abiertamente, sinocon su presencia y sus atenciones, y Killickaparentaba tener peor humor que nunca, si esoera posible, para demostrar que nada habíacambiado.

Ahora se le podía oír en el dormitorio de lacabina murmurando:

–Maldita aguja despuntada… Si me dieran unchelín por cada botón que esa estúpidamujerzuela de Ashgrove Cottage dejó flojo, seríaun hombre rico… No tiene idea de cómo se cosela parte trasera de los botones en los barcos deguerra… ¡Y el tono de verde del hilo es diferente!

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Poco tiempo después, el capitán Aubrey yatenía puesta su ropa recién planchada ycepillada. Entonces, completamente solo,empezó a dar sus habituales paseos por elalcázar, mirando unas veces hacia tierra y otrashacia el cabo que estaba al sur.

Desde que Stephen Maturin se habíaconvertido en un hombre rico, de vez en cuandotenía accesos de tacañería. Durante casi toda suvida había sido un hombre pobre, a vecesextremadamente pobre; pero, salvo en los casosen que la pobreza le había impedido satisfacersus necesidades básicas, nunca había dadoimportancia al dinero.

Pero ahora que había recibido una herenciade su padrino (el mejor amigo de su padre,después del primo tercero de su madre, y elúltimo miembro de una familia rica), ahora que lacaja fuerte de su banquero estaba tan llena decofres de hierro con el oro de don Ramón quecasi no podía cerrarse la puerta, contaba hastalos chelines y los peniques.

En ese momento atravesaba un extensoterreno llano con ligeras ondulaciones y sin

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vegetación, caminando apresuradamente por lacorta hierba en dirección al sol, que acababa desalir. Varios culiblancos de hermoso y brillanteplumaje pasaban por ambos lados einnumerables alondras volaban por encima de sucabeza: era un día espléndido. Había llegado deLondres en el coche lento y se había bajado enClotworthy para ir caminando por el campo hastaPolton Episcopi, donde le esperaba su amigo, elreverendo Nathaniel Martin. Allí ambos tomaríanla silla de posta para ir a Shelmerston, desdedonde esa tarde, cuando subiera la marea,zarparía la Surprise. De acuerdo con el cálculode Stephen, de este modo se ahorraría oncechelines y cuatro peniques; sin embargo, elcálculo era erróneo; Maturin era brillante enalgunos campos, como la medicina, la cirugía y laentomología, pero no era muy hábil con losnúmeros, y necesitaba un ángel guardián y unábaco para multiplicar por doce. El error no teníaimportancia, porque la cuestión no estabarelacionada con la avaricia sino con laconciencia. A Stephen le parecía que la riquezaera inmoral y que esa inmoralidad podía

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contrarrestarse un poco con gestos de ese tipo yllevando una vida modesta. Pero sólo un poco,como él mismo admitía. Los accesos eraninvoluntarios y, además, él no era coherente conesa idea: por ejemplo, hacía poco se había dadoel gusto de comprarse un par de ligeros botineshechos por un excelente artesano de la calleSaint James y se había permitido el lujo decomprarse medias de cachemira. Como por logeneral usaba pesados zapatos de punteracuadrada con suelas de plomo, que los hacíanaún más pesados, creía que sin plomo podríaandar más ágilmente. Sin duda, durante las tresprimeras millas caminó por la hierba con mucharapidez, y lleno de satisfacción porque se movíacon agilidad mientras sentía el olor de los verdescampos en primavera inundando el aire. Perofrente a él, a un estadio de distancia, había unhombre cuya figura erguida y oscura contrastabacon el terreno completamente horizontal y decolor claro donde sólo había amorfos rebaños deovejas y altas nubes moviéndose despaciodesde el oestesuroeste. También él iba por elancho camino que habían formado al pasar los

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rebaños y algún carromato de pastor que habíadejado su rastro, pero andaba mucho másdespacio y, además, de vez en cuando sedetenía y gesticulaba con vehemencia o daba unsalto. Cuando Maturin estuvo lo bastante cercapara oírlo, se dio cuenta de que hablaba unasveces con serenidad, otras con pasión y otrascon la aguda voz de una distinguida dama. Eraun hombre de moderados recursos, a juzgar porsus calzones azules y su chaqueta descolorida, ycon cierta educación, pues una vez dijo confluidez en griego: «¡Ojalá que esos malditosperros se ahoguen con su propio excremento!»Seguramente creía estar solo, y le molestaríamucho que lo adelantara alguien que llevabamedia hora escuchándolo. Pero era inevitable.Calzones Azules se detenía cada vez con másfrecuencia, y, si no se apartaba del camino,Stephen lo alcanzaría o tendría que seguirlo a sumismo paso lento arriesgándose a llegar tarde ala cita.

Stephen tosió e incluso entonó una cancióncon voz ronca, pero nada dio resultado, y habríaadelantado a Calzones Azules tan

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respetuosamente como pudiese si él no sehubiera detenido, hubiera escupido y lo hubieramirado.

–¿Trae algún mensaje para mí? – preguntócuando Stephen estaba a unas cien yardas dedistancia.

–No, señor -respondió Stephen.–Disculpe, señor -dijo Calzones Azules

cuando Stephen estuvo muy cerca-, peroesperaba un mensaje de Londres y, como dije encasa que iba hasta el valle, pensé… Pero, señor-añadió, sonrojándose-, creo que he hecho elridículo declamando mientras andaba.

–¡Oh, no! – exclamó Stephen-. He visto amuchos parlamentarios y abogados arengar alaire y nunca he pensado mal de ellos. ¿Y acasoDemóstenes no hablaba a las olas? Esto, sinduda, es un componente natural de muchasprofesiones.

–La verdad es que soy escritor -le contóCalzones Azules mientras avanzaban juntos.

Luego, en respuesta a las corteses preguntasde Stephen, explicó que escribía principalmentecuentos de estilo gótico que se desarrollaban en

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tiempos antiguos.–La cantidad por la que usted ha preguntado

es tan pequeña que me avergüenza decirla -añadió con una mirada triste-. Sólo he publicadouna veintena. No es que no haya escrito por lomenos diez veces esa cantidad. Aquí, sobre estamisma hierba, he creado excelentes cuentos -dijo, dando un salto-, estupendos cuentos que mehan hecho reír de satisfacción (aunque deboadmitir que no soy objetivo al juzgarlos). Perodebe usted saber, señor, que cada hombre tieneuna forma peculiar de escribir, y la mía requiereque diga en voz alta los fragmentos mientrascamino, pues, en mi opinión, el movimientodisipa los malos humores e incrementa el flujo deideas. Sin embargo, ahí es donde radica elpeligro, pues si se incrementa mucho, si puedocrear un fragmento que me satisface plenamente,como me acaba de ocurrir ahora con el capítuloen que Soonisba lleva a Rodrigo al garrote con elpretexto de que ha actuado maliciosamente yempieza a apretar la tuerca, entonces estoyperdido, porque mi imaginación, mejor dicho, mimente no quiere ocuparse más de ello, se resiste

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a ponerlo por escrito y tal vez por obligaciónescriba simplemente una serie de frases sosas.Sólo puedo tener éxito si logro establecer unabuena relación, es decir, y perdone la expresión,hacer un coitus interruptus con mi musa y correrluego a casa para tomar la pluma y consumar laacción; pero no puedo hacer comprender esto ami editor. Le dije que el trabajo intelectual eradiferente al manual, y que en el segundo casosólo con ingenio y aplicación se podía derribar unbosque y cargar el agua de un océano, pero en elprimero… Me mandó a decir que la imprentaestaba paralizada y necesitaba enseguida lasveinte páginas que le había prometido. CalzonesAzules repitió la cita en griego y luego agregó-:Aquí debemos separarnos, señor, a menos quele convenza de que venga a ver el valle.

–¿Es acaso un antiguo valle druida? –preguntó Stephen, sonriendo y moviendo lacabeza de un lado al otro.

–¿Druida? ¡Oh, no, en absoluto! Pero, segúnLa maldición de los druidas y El espectro de losmonumentos neolíticos, tal vez haya algo hechopor los druidas. El valle no es más que un lugar

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donde me siento a contemplar las avutardas.–¿Las avutardas? – preguntó Stephen,

escrutando el rostro del hombre con sus clarosojos-. ¿Las Otis tarda?

–Las mismas.–No he visto ninguna en Inglaterra -dijo

Stephen.–La verdad es que hoy en día son raras; sin

embargo, cuando era niño las veía en pequeñasbandadas muy parecidas a rebaños de ovejas.Pero todavía existen. Son criaturas decostumbres arraigadas y las observo desde queera muy joven, como mi padre y mi abuelo. En elvalle podré mostrarle una hembra echada, y esmuy probable que veamos dos o tres machos.

–¿Queda muy lejos?–A menos de una hora si caminamos

deprisa. Al fin y al cabo, he terminado el capítulo.Stephen miró su reloj. Martin tenía un

profundo conocimiento del zapapito de patasgruesas y le perdonaría por llegar tarde por esacausa, pero Jack Aubrey tenía la idea del tiempopropia de los marinos, y daba una enormeimportancia a la puntualidad. La perspectiva de

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enfrentarse a Jack Aubrey, que medía siete piesde altura y estaría lleno de rabia mal reprimidatras esperar dos largas horas, ciento veinteminutos, le hizo vacilar; pero no por muchotiempo. «Alquilaré un coche de cuatro caballosen Polton Episcopi y así ahorraré tiempo»,pensó.

El Marqués de Granby, la única posada dePolton, tenía un banco junto a la parte externa dela pared en el que daba el sol tarde, y en esebanco, flanqueado por un rosal trepador y unamadreselva, dormitaba Nathaniel Martin. Porencima de Martin, bajo el alero, las golondrinasconstruían sus nidos y de vez en cuando dejabancaer bolitas de barro que se depositaban sobreél; hacía tanto tiempo que se encontraba allí quetenía una gruesa capa sobre el hombro izquierdo.Percibía el ligero impacto, el sonido de sus alas,los cambios de tonalidad de sus trinos y lasgraves notas que llegaban desde un campo llenode cuervos situado a cierta distancia delabrevadero de la posada; sin embargo, no sedespertó del todo hasta que no oyó el grito:

–¡Hola, compañero de tripulación!

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–¡Querido Maturin! – exclamó-. ¡Cuánto mealegro de verle! Pero… -añadió, mirándole denuevo- espero que no haya tenido ningúnaccidente.

La cara de Maturin, que generalmente teníaun color amarillento, estaba ahora sonrosada y elsudor que corría por ella había hecho surcos en lacapa de polvo que la cubría.

–No, amigo mío. Lamento tanto… me apenatanto que usted haya tenido que esperar… Leruego que me perdone. – Se sentó jadeando ycontinuó-: Pero, ¿quiere que le cuente qué me haentretenido?

–Sí, por favor -respondió Martin y luego,dirigiendo la voz hacia el interior por la ventana,gritó-: ¡Posadero, por favor, traiga al caballerouna jarra de cerveza, una pinta de cerveza tan fríacomo le sea posible!

–Le costará creerme, pero estuve en un valledesde donde pude ver una avutarda echadasobre sus huevos a menos de cien yardas.Nosotros estábamos en el valle y mirábamoshacia afuera por entre las altas hierbas. Con eltelescopio de un caballero pude verle un ojo: es

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de un brillante color marrón amarillento. Cuandohacía un rato que estábamos allí, ella se levantó yse alejó para reunirse con dos machos enormesy una cigüeña; luego desapareció por lapendiente, y fuimos a ver el nido sin miedo. ¡Ah,Martin, oí cómo los polluelos decían «pío, pío,pío» dentro de aquellos hermosos y enormeshuevos. Le doy mi palabra de que parecían lospitidos de un contramaestre.

Martin juntó las manos, pero, antes de poderemitir algo más que un grito de asombro yadmiración, llegó la cerveza, y Stephen dijo:

–Posadero, por favor, prepare un coche paraque nos lleve a Shelmerston tan pronto comotermine de beber-me esta magnífica cerveza, yaque seguramente la silla de posta se habrá idohace tiempo.

–¡Oh, señor! – exclamó el posaderomofándose de su ingenuidad-. No hay ni hahabido nunca un coche de alquiler en PoltonEpiscopi. ¡Oh, no! Y la silla de posta ahora debede estar llegando a Wakeley.

–Entonces, un par de caballos, o una calesa,o una carreta.

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–Señor, olvida usted que hoy hay mercado enPlashett y no queda ninguna calesa ni ningunacarreta en el pueblo. Y dudo que quede algúncaballo, pero pueden montar ambos en la mulade Waites, aunque el herrero le dio una medicinaanoche. Le preguntaré a mi mujer, pues AnthonyWaites es como si fuera su primo.

Hubo una pausa durante la cual se oyó desdela escalera la voz de su mujer, que preguntaba:«¿Para qué quieren ir a Shelmerston?». Luego elposadero regresó con una expresión satisfecha,como la de alguien a quien le ha ocurrido lo quemás temía, y anunció:

–No, caballeros; no hay esperanzas deconseguir un caballo y la mula de Waites hamuerto.

Caminaron en silencio durante un rato hastaque Stephen comentó:

–Después de todo, sólo serán unas cuantashoras.

–Pero hay que tener en cuenta la marea -dijoMartin.

–¡Oh, Dios mío, me había olvidado de lamarea! – exclamó Stephen-. Y los marinos le dan

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mucha importancia.Cuando habían avanzado un cuarto de milla

más-, prosiguió:–Me parece que en las notas que le he

escrito recientemente no le he dado toda lainformación que deseaba.

Eso era cierto. Stephen Maturin estabarelacionado con los servicios secretos, tantoestatales como navales, y hacía tanto tiempo quesu vida dependía de que se mantuvieransecretos, que era reacio a escribir cualquiercosa. Además, no le gustaba mantenercorrespondencia.

–Nada de eso.–Si hubiera tenido buenas noticias que darle -

continuó Stephen-, con mucho gusto se las habríadado enseguida; pero debo decirle que suopúsculo, el excelente opúsculo en contra de laprostitución y los azotes en la Armada hace casiimposible que vuelvan a ofrecerle alguna vez elpuesto de capellán de un barco. Y lamentodecirle que he oído eso en Whitehall.

–Eso mismo le dijo el almirante Caley a miesposa hace unos días -dijo Martin, suspirando-.

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Que se asombraba de mi temeridad. A pesar detodo, creo que era mi deber hacer algún tipo deprotesta.

–Sin duda, fue un acto de valentía hacerlo -opinó Stephen-. Ahora quiero hablarle del señorAubrey. Se enteró usted de su juicio y sucondena, ¿verdad?

–Sí, y sentí una gran indignación. Le escribídos veces, pero rompí las dos cartas porquetemía entrometerme y herirle con mi inoportunacompasión. Fue un grave error de la justicia. Elseñor Aubrey está tan capacitado para idear unfraude a la bolsa como yo; o incluso menos,porque conoce muy poco el mundo del comercioy aún menos el de las finanzas.

–¿Y sabe usted que fue expulsado de laArmada?

–¡No me diga! – exclamó Martin sorprendido.Una carreta pasó por su lado y el que la

conducía les miró con la boca abierta, e inclusose volvió completamente para verles durante mástiempo.

–Borraron su nombre de la lista de capitanesde navío el viernes siguiente.

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–Seguro que eso estuvo a punto de matarle -afirmó Martin, mirando hacia un lado para ocultarsu emoción-. La Armada significaba todo para elseñor Aubrey. Expulsar a un hombre tan valientey honorable…

–Lo cierto es que acabó con su alegría devivir -confirmó Stephen mientras avanzabanlentamente-. Pero tiene una gran fortaleza y unaesposa admirable…

–Una esposa es un gran consuelo para unhombre -afirmó Martin, y en su cara graveapareció una sonrisa.

Diana, la esposa de Stephen, no era en esemomento un consuelo para él sino motivo dedolor, un dolor unas veces ligero y otras tanagudo que era casi insoportable, peropermanente.

–Pueden decirse muchas cosas en favor delmatrimonio. Además, tienen hijos en común.Tengo esperanzas de que le vaya bien, sobretodo porque a la vez que lo expulsaron de laArmada vendieron su fragata, la Surprise, y unosamigos suyos la compraron, la convirtieron en unbarco de guerra privado y le dieron el mando a

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él.–¡Dios mío! ¿La Surprise es ahora un barco

corsario, Maturin? Sabía que la Armada la iba avender, pero ignoraba que… Creía que losbarcos corsarios eran tan pequeños como lospiratas, generalmente bergantines o lugres dediez o doce cañones, y tan despreciables comoellos.

–Desde luego, la mayoría de los que operanen el canal responden a esa descripción, perohay barcos de guerra privados más importantesque hacen viajes al extranjero. En los añosnoventa había un barco corsario francés decincuenta cañones que causó graves daños alcomercio con Oriente y, sin duda, recordará esebarco tan veloz que perseguimos durante días ycasi capturamos cuando regresábamos deBarbados, un barco de treinta y dos cañones.

–¡Por supuesto, por supuesto! Era el Spartan.Pero era estadounidense, ¿no es cierto?

–¿Y qué tiene que ver?–Ese país es tan extenso que uno piensa que

todo lo de allí es más grande, incluso los barcoscorsarios.

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–Dígame, Martin, ¿puedo pedirle algo? –preguntó Stephen después de una breve pausa.

–Por favor.–Las connotaciones de la palabra «corsario»

desagradan a los marinos, y aplicada a laSurprise podría parecer ofensiva. De todasformas, no es un barco corsario corriente. En unocorriente los marineros se enrolan a sabiendasde que si no consiguen ningún botín, no recibirándinero; no se les da más que la comida y el únicodinero que obtienen es el de los botines. Por esoson rebeldes y violentos, se dedican al saqueo ydespojan de todo a sus infortunadas víctimas sinpiedad. Según dicen, algunos son tan malvados ycrueles que arrojan por la borda a los prisionerosque no pueden pagar su propio rescate ycometen muchos abusos y violaciones. En laSurprise, en cambio, todo se rige por las normasde la Armada: los marineros reciben una paga yel capitán Aubrey sólo acepta marineros deprimera que, en su opinión, tengan buen carácter,y rechaza a todos los que no prometansometerse a la disciplina naval. El capitánzarpará de inmediato con la actual tripulación

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para hacer dos cortos viajes, uno por el oeste yotro por el norte, probablemente por el Báltico, ydespués dejará en tierra a los hombres que nosean adecuados. Teniendo en cuenta todo eso,tal vez sea mejor que se refiera a ella como«barco de guerra privado» o, en caso de queesto le desagrade, como «barco con patente decorso».

–Le agradezco su advertencia e intentaré noofender a nadie. Pero no tendré muchasocasiones de referirme a ella de una manera nide otra, pues, aunque sea muy diferente a uno deesos barcos corrientes… quiero decir, una deesas despreciables embarcaciones, ni siquieraen el barco de guerra privado donde haya másorden necesitarán un capellán. ¿No es así?

Su deseo de que la respuesta fuera negativase reflejó en su delgada cara de sacerdote sinbeneficio eclesiástico con expresión angustiada,y a Stephen le dio tanta lástima que dijo:

–Desgraciadamente; como usted bien sabe,los marineros tienen una absurda superstición:que un pastor a bordo trae mala suerte, y en estetipo de viajes la suerte lo es todo. Ésa es la razón

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por la que tantos hombres quieren navegar conJack Aubrey el Afortunado. Sin embargo, le pedía usted que se viniera conmigo en Polton no porgusto sino porque quería saber si sus proyectos ysus deseos han variado desde que nos vimospor última vez, o si le gustaría que preguntara alseñor Aubrey si desea contratarlo comoayudante de cirujano. Después de estos viajespreliminares, la Surprise zarpará con destino aAmérica del Sur y, naturalmente, en un viaje tanlargo es preciso que haya dos hombres quepuedan prestar atención médica. Susconocimientos de medicina exceden los decualquier ayudante de cirujano, y prefiero milveces tener un ayudante que sea también uncompañero instruido y, además, un naturalista.Le ruego que piense en ello y le agradecería queme diera una respuesta dentro de dos semanas,al final del primer viaje.

–¿La designación depende sólo del señorAubrey? – inquirió el señor Martin con el rostroradiante.

–Sí.–Entonces, ¿por qué no corremos un poco?

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Como ve, el camino es descendente hastadonde alcanza la vista.

–¡Cubierta! – gritó el serviola desde el topede un palo de la Surprise-. ¡Tres… cuatro barcosa la vista por la amura de estribor!

No podían verse desde la cubierta porque losocultaba una colina al norte del cabo Penlea,pero el serviola, un hombre de la localidad, podíaverlos perfectamente y poco después añadió entono conversacional:

–Son navíos de guerra y me parece quepertenecen a la escuadra de Brest. Van a doblarel cabo, pero no hay que preocuparse porque nohay corbetas ni fragatas.

Eso significaba que no les acompañabancorbetas ni fragatas que podrían haberseseparado de ellos para reclutar a la fuerzamarineros de los barcos fondeados frente aShelmerston.

Momentos más tarde aparecieron por detrásde Penlea: primero dos navíos de setenta ycuatro cañones, luego uno de tres puentes,probablemente el Caledonia, que llevaba elestandarte de un vicealmirante de la Escuadra

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roja en el trinquete; después otros dos de setentay cuatro cañones y, por último, sin duda, elPompee. Viraron en sucesión y, con un vientoapropiado para desplegar las juanetes aveinticinco grados por la amura, avanzaron haciaalta mar formando una línea tan recta como si lahubieran trazado con regla, cada uno a doscables de distancia del precedente. Su sencillabelleza era capaz de conmover a cualquiermarino, y también de herir profundamente a unoexcluido de ese mundo. Eso tenía que pasartarde o temprano, y Jack se alegró de que elprimer golpe no hubiera sido más fuerte.

A su tristeza contribuyeron muchos factores, yuno de los más importantes fue la inmediataconstatación de que podía ser víctima de lainstitución a la que había pertenecido; sinembargo, no era propenso a analizar sussentimientos y, en cuanto la escuadradesapareció, siguió dando paseos de un lado alotro hasta que al hacer un giro vio en el puerto unlugre izando el velamen y a una pequeña figurasentada en la proa agitando en el aire algoblanco. Pidió prestado el telescopio a Davidge y

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vio que quien agitaba aquello era StephenMaturin. El lugre viró para atravesar el banco dearena con las velas amuradas a estribor yStephen se vio obligado a abandonar su sitio ysentarse en el medio de la embarcación, sobreuna trampa para coger langostas, pero, a pesarde todo, siguió dando agudos gritos y agitandosu pañuelo. Luego Jack observó con sorpresaque le acompañaba el pastor Martin y supusoque venía a hacerle una visita.

–Bonden -dijo-, el doctor llegará dentro depoco junto con el señor Martin. Avisa a Padeenpor si es necesario arreglar la cabina de su amoy prepáralo todo para que ambos suban a bordocon los pies secos, si es posible.

Aunque ambos caballeros estabanacostumbrados a la vida en el mar, tenían algúnproblema mental, cierta falta de desarrollo queles impedía aprender sus peculiaridades y, portanto, eran como eternos marineros de aguadulce. Sobre todo el doctor Maturin se habíacaído innumerables veces cuando intentaba subira un barco desde la lancha en que seencontraba; sin embargo, esta vez todos estaban

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preparados para ayudarle, y fuertes brazos losubieron a la cubierta, adonde llegó jadeando.Entonces Jack Aubrey exclamó:

–¡Ah, ya has llegado, doctor! ¡Cuánto mealegro de verte! – y, estrechando la mano alpastor, añadió-: ¡Mi querido señor Martin!Bienvenido de nuevo a bordo. Espero que seencuentre bien.

Martin parecía tener frío y estar exhausto, y,en realidad, la húmeda brisa marina habíaatravesado su delgada chaqueta durante el viajedesde la costa hasta allí y, aunque respondiósonriendo que estaba bien, no podía evitar que lecastañetearan los dientes.

–Vamos abajo -agregó Jack-. Permítamebrindarle algo caliente. Killick, trae una cafeterallena de café y date prisa.

–Jack -dijo Stephen-, te pido humildementeperdón por llegar tarde. La culpa es sólo mía, porpermitirme satisfacer el deseo de ver avutardas.Te estoy infinitamente agradecido poresperarnos.

–No tiene importancia -respondió Jack-.Tengo una cita esta tarde con el almirante

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Russell y no zarparé hasta que empiece labajamar. ¡Killick, Killick! Presenta mis respetos alcapitán Pullings, que está en la bodega, y dileque han subido a bordo algunos amigos suyos.

–Antes que venga nuestro querido Tom -anunció Stephen-, me gustaría resolver unasunto. En la Surprise hace falta un ayudante decirujano, sobre todo porque es probable que yome ausente durante la primera parte del viaje, y,como sabes, el señor Martin es muy competenteen ese campo. Si das tu consentimiento, él meacompañará en calidad de ayudante.

–¿Como ayudante de cirujano, en lugar decomo pastor?

–Exactamente.–Me gustaría volver a tener al señor Martin

entre nosotros, especialmente si va a ocuparsede cuestiones médicas. – Entonces se volvióhacia Martin y añadió-: Debo decirle, señor, queni siquiera a los tripulantes de un barco del reyles gusta la idea de que haya un pastor a bordo,y que a los de un barco con patente de corso,que prestan más atención a las supersticionespaganas, seguramente les disgustaría mucho,

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aunque no dudo de que en caso de accidente lesagradaría que les enterraran con dignidad. Acondición de que esté usted inscrito comoayudante de cirujano en el rol de la fragata, ellospodrán disfrutar de lo mejor de ambos mundos.

Pullings llegó corriendo y les dio una cordialbienvenida; Padeen, con su tosco inglés, trató deaveriguar si el doctor quería ponerse su chalecode franela, y Davidge mandó a decir que el cúterdel almirante se abordaría con la fragata al cabode cinco minutos.

El cúter del almirante se acercó por el lado debabor para evitar las ceremonias, y con la mismasencillez los marineros bajaron a Stephen por elcostado como si fuera un saco de patatas.

–Gracias por tener la amabilidad deinvitarme, señor -dijo-, pero me avergüenzapresentarme en público con esta ropa. No hetenido tiempo de cambiarme desde que llegué.

–Está muy bien así, doctor; muy bien. Sóloestaremos Polly mi pupila, a quien ya conoce, yel almirante Schank, a quien conoce mejor aún.Esperaba que nos acompañara el almiranteHenry, que sabe mucho de medicina, pues ahora

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tiene mucho tiempo libre, pero tenía uncompromiso. No obstante, le mandó muchossaludos y me dio su último libro, un estupendolibro, por cierto, para que se lo entregara.

El estupendo libro se titulaba An Account ofthe Means by which Admiral Henry has Curedthe Rheumatism, a Tendency to Gout, the TicDouloureux, the Cramp, and other Disorders;and by which a Cataract in the Eye wasremoved, y Stephen miraba los dibujos mientrasescuchaba las variaciones sobre un tema dePergolesi que tocaba Polly, una encantadorajoven cuyo pelo negro y cuyos ojos azules traían asu mente el vivido recuerdo de Diana. En esemomento el almirante Schank se despertó y dijo:

–¡Dios mío! Me parece que me quedétraspuesto. ¿De qué estábamos hablando,doctor?

–Estábamos hablando de globos, señor, yusted intentaba recordar los detalles del aparatoque ha ideado para eliminar el inconveniente, elfatal inconveniente de que suban demasiado.

–Sí, sí. Se lo dibujaré.El almirante era conocido por todos en la

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Armada como Polipasto porque había hecho uningenioso coy que podía inclinarse, subir y bajara voluntad de la persona que estaba acostada enél, aunque fuera un enfermo débil, con ayuda demotones de dos y tres roldanas, y habíainventado muchas otras cosas. Dibujó un globocon una red de cuerdas alrededor de la cubiertay explicó que estaba diseñada para disminuir elvolumen del gas por medio de un sistema depoleas y, por tanto, su capacidad de elevarse.

–Pero no funcionó -dijo-. La única forma deno subir demasiado, como el pobre Senhouse, aquien nadie volvió a ver, o Charlton, que. secongeló, es dejar escapar un poco de gas,aunque si hace frío durante el día es probableque uno descienda con tanta rapidez que choquefuertemente y se haga pedazos, como el pobreCrowle, su perro y su gato. ¿Ha montado englobo alguna vez, Maturin?

–Monté en uno; es decir, estuve dentro de labarquilla, pero era muy obstinado y no subía, asíque me bajé. Entonces se elevó impulsado por elviento, con sólo mi compañero dentro, y aterrizóen el condado de Roscommon después de

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cruzar tres campos. Como ahora están de modaotra vez, quiero hacer otro intento y espero ver decerca los buitres planeando.

–¿El globo era de aire caliente o estaba llenode gas?

–Era de aire caliente, pero la hierba noestaba tan seca como debería y una fina lluviacaía en ráfagas por todo el país, así que nohabríamos logrado que se mantuviera en el aireni soplando como el bóreas.

–Es mejor así. Si se hubiera elevado y labolsa se hubiera incendiado, como ocurre amenudo, usted habría pasado sus últimosminutos lamentando su temeridad. Son objetosmuy peligrosos, Maturin, y, aunque no niego queun globo bien amarrado y elevado a tres o cuatromil pies de altura puede ser un excelente puestode observación para un general, creo que sólolos delincuentes convictos deberían subir a ellos.

Después de una pausa, el almirante Schankpreguntó:

–¿Qué le ha pasado a Aubrey?–El almirante Russell lo llevó a la biblioteca

para enseñarle una maqueta del Santissima

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Trinidad.–Quisiera que lo trajera aquí de nuevo, pues

ya han pasado varios minutos desde la hora dela cena y Evans se ha asomado dos veces.Además, si no me sirven la comida a la horaacostumbrada, parece que tengo buitres dentro ysoy capaz de despedazar a mis compañeroscomo los leones de la Torre. Detesto laimpuntualidad, ¿y usted, Maturin? Polly, cariñomío, ¿crees que tu guardián ha tenido algúnproblema? El reloj sonó hace mucho tiempo.

En la biblioteca, los dos hombres observabanla maqueta.

–Todas las personas con las que he habladoopinan que el proceso llevado a cabo por elMinisterio contra usted -dijo el almirante Russell-,mejor dicho, contra su padre y sus socios, es lopeor que se ha visto en la Armada desde quemataron legalmente al pobre Byng. Tenga laseguridad de que mis amigos y yo haremos todolo posible para que sea readmitido.

Jack hizo una inclinación de cabeza, aunqueestaba seguro de que eso era lo peor que podíahacerse y que además de malo era inútil, ya que

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el almirante y sus amigos pertenecían a laoposición. En ese momento iba a expresar suagradecimiento como era debido, pero elalmirante, levantando la mano, dijo:

–Ni una palabra. Pero lo que realmente queríadecirle es que evite caer en el abatimiento. Y nose aleje de sus amigos, Aubrey, pues quienes nolo conocen bien podrían interpretarlo como unaprueba de que se siente culpable y, además,sólo le serviría para ponerse melancólico y tenermalos pensamientos. No se aleje de sus amigos.Conozco a algunos hombres que se hanmolestado por su rechazo, y he oído lo mismo dealgunos otros.

–Les agradezco que hayan tenido laamabilidad de invitarme -dijo Jack-, pero sihubiera aceptado, los habría comprometido.Actualmente hay una competición muy reñida porlos barcos y los ascensos, y no me gustaría quemis amigos tuvieran problemas de ningún tipocon el Almirantazgo. Con usted las cosas sondiferentes, señor, ya que usted no aspira almando de un barco y, además, un almirante de laEscuadra blanca que ya ha rechazado un título no

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debe temer a nadie, ni siquiera al Almirantazgo.Pero seguiré su consejo respecto a…

–¡Oh, señor, en la cocina hay un alboroto! –exclamó Polly desde la puerta-. La cena estabamedio servida cuando el reloj dio la hora, y yafalta la mitad otra vez. Además, Evans y laseñora Payne están discutiendo en el pasillo.

–¡Dios mío! – exclamó el almirante, mirandohacia el reloj de la biblioteca, un reguladorsilencioso-. Aubrey, debemos correr comoliebres.

La cena se desarrolló en un ambienteagradable y, aunque el soufflé había conocidotiempos mejores, el clarete, un Latour, era casiperfecto. En cuanto el reloj dio la siguientecampanada, Polly se despidió. La gracia conque hizo la reverencia e inclinó la cabeza trajo denuevo a la mente de Stephen la nítida imagen deDiana, en quien la gracia sustituía a la virtud,aunque ella era honorable según sus propiasnormas de conducta (que eran muy rigurosasrespecto a algunas cosas). Stephen notó conagrado que Polly se ruborizó cuando él le abrió lapuerta, algo que a ella todavía le parecía extraño

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porque era muy joven y tenía poca experiencia.Cuando todos los hombres volvieron a sentarse,el almirante Russell sacó una carta del bolsillo ydijo:

–Aubrey, sé que usted mantiene vivo elrecuerdo de Nelson y por eso quiero entregarleesta carta. Espero que le traiga buena suerte ensu viaje. Me la mandó en 1803, cuando yo estabacon lord Keith en el estrecho de la Sonda y él seencontraba en el Mediterráneo. Se la voy a leerprimero, no tanto por orgullo como porque laescribió con la mano izquierda, naturalmente, yes posible que usted no pueda entenderla.Después del habitual comienzo, dice así:

Aquí estoy, al albedrío de esos hombres deTolón, y todos deseamos con vehemencia vernosfrente a frente. Creo que sobrarán algunossombreros cuando lo hayamos conseguido. Esusted siempre una persona amable y, como dijoel comodoro Johnstone del general Meadows,«no dudo que el día de la batalla será usted unaagradable compañía para sus amigos, pero muydesagradable para sus enemigos». Deseo quesiempre me considere como uno de los mejores

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de los primeros, querido Russell.Entonces entregó la carta todavía abierta por

encima de la mesa.–¡Oh, qué-carta más hermosa! – exclamó

Jack, mirándola con sincera satisfacción-. Creoque nadie ha escrito nunca una carta tanhermosa. ¿Puedo realmente quedarme con ella,señor? Le estoy muy agradecido. La guardarécomo un tesoro. Gracias de nuevo, señor -añadió, dando un férreo apretón de manos alalmirante.

–Esos tipos que aseguran que pueden lanzarla primera piedra dirán lo que quieran de Nelson-comentó Polipasto-, pero incluso ellos tienenque admitir que él sabe cómo decir las cosas. Misobrino Cunningham era uno de losguardiamarinas del Agamemnon y Nelson ledijo: «Hay tres cosas en la vida que deberecordar siempre, joven: la primera es que debeobedecer las órdenes incondicionalmente, sintratar de juzgar si son apropiadas o no; lasegunda es que debe considerar enemigos atodos los hombres que hablen mal de su rey; latercera es que debe odiar a los franceses como

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al diablo».–¡Admirable! – exclamó Jack.–Pero seguramente no se refería a todos los

franceses -dijo Stephen, que admiraba la Franciano napoleónica.

–Creo que sí -replicó Schank.–Tal vez las implicaciones fueran demasiado

extensas -dijo Russell-, pero también lo eran susvictorias. Y verdaderamente, en general, losfranceses no tienen nada bueno. Dicen que unopuede aprender muchas cosas sobre un país porsus proverbios, y cuando los franceses quierendescribir algo muy sucio dicen «sucio como unpeine», lo que da una idea bastante clara de suhigiene personal; cuando tienen otras cosas enque pensar dicen que tienen «otros gatos queazotar», lo que es un acto inhumano, cuando vana virar un barco, la orden que dan es «à Dieuva», o sea, «tenemos que aventurarnos y confiaren Dios», lo que refleja sus rupestresconocimientos de navegación y es lo másabsurdo que he oído nunca.

Jack contó al almirante Schank que Nelson lehabía pedido una vez que le pasara la sal de la

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forma más cortés que podía imaginarse, y que enotra ocasión le había dicho: «No importan lasmaniobras, lo que importa es atacar condecisión». Stephen iba a decir que seguramentehabía franceses buenos, como, por ejemplo, losque habían hecho aquel sublime clarete, pero elalmirante Russell, después de estar absorto ensus meditaciones unos momentos, comentó:

–Es posible que haya excepciones, pero, engeneral, me parecen insoportables, ya sean declase alta o baja. Fue un capitán francés, unhombre de excelente familia, quien me hizo lapeor jugarreta que me han hecho en una guerra,una jugarreta tan sucia como un peine francés.

–Por favor, cuéntenosla -rogó Jack,acariciando la carta en secreto.

–Les haré un breve resumen, pues va azarpar cuando cambie la marea y no quieroentretenerlo. El suceso ocurrió al final de la últimaguerra con Estados Unidos, en 1783, cuandoestaba al mando de la Hussar (mi queridaHussar), una fragata muy parecida a su Surprise,aunque no navegaba de bolina con tanta rapidez.Nelson estaba en la misma base naval, al mando

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del Albemarle, y nos llevábamos muy bien. Yoestaba patrullando al norte del cabo Hatteras, enaguas de poca profundidad, en medio de un fríoviento del nortenoroeste y la niebla que suelehaber en el mes de febrero, y de repente, aloeste, vi un barco con las velas amuradas aestribor. Avancé en dirección a él y cuandoestaba muy cerca, a pesar de la espesa niebla,pude ver que tenía mástiles provisionales muybien colocados y algunos agujeros en la aleta; asíque, cuando apareció en el asta la banderainglesa por encima de la francesa, pensé queeso significaba que era una presa de uno denuestro navíos. Supuse que habría sufrido gravesdaños durante la captura, que estaría en peligro yque los tripulantes necesitarían ayuda.

–Eso no podía significar otra cosa.–¡Sí podía, amigo mío! – exclamó el

almirante-. Podía significar que el barco estabaal mando de un granuja, un despreciable granuja.Acerqué la fragata al costado de sotavento parapreguntar a gritos qué necesitaban y subí a labatayola con el altoparlante para que pudieranoírme pese al rumor del viento. Entonces vi que

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en la cubierta había muchísimos tripulantes, unosdoscientos o trescientos, no un pequeño número,como es habitual en las presas, y en esemomento sacaron los cañones y viraron para queel barco estuviera perpendicular a la fragata conla intención de derribar el bauprés, dispararle deproa a popa y luego abordarla. En el combéshabía montones de tripulantes sonrientes ysilenciosos que esperaban para saltar alabordaje. Con el altoparlante todavía en la manogrité: «¡Timón a barlovento!», y mis hombrestuvieron la sensatez de soltar las velas de proaantes que yo tuviera tiempo de dar la orden. LaHussar obedeció inmediatamente, y por eso nola alcanzaron la mayoría de los devastadoresdisparos, si bien dañaron el trinquete yarrancaron la mayor parte de los obenques deestribor. Ambas embarcaciones tenían la proa asotavento y los costados casi juntos, y mishombres dispararon con furia pesadas balas decañón contra los marineros que intentaronabordarnos, lo que dio un magnífico resultado, yentonces grité: «¡Al abordaje!». Al oírlo esegranuja movió el timón y el barco viró en redondo

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y empezó a navegar con el viento en popa. Loperseguimos disparándole constantemente, ydespués de una hora de encarnizado combate,disminuyó la frecuencia de sus disparos, viró aestribor y se alejó por barlovento con las velasamuradas a babor. Lo seguimos para forzarlo aaproximar más la proa al lugar de donde soplabael viento, pero, por desgracia, el trinquete estuvoa punto de caer por la borda y el baupréstambién, así que no podíamos orzar hasta que nolos aseguráramos. Pero lo conseguimos por fin y,cuando ya estábamos cerca del barco francés, laniebla se disipó y vimos a barlovento un navío degrandes dimensiones, que, según supimos mástarde, era el Centurión, y a sotavento una fragata,la Terrier. Seguimos avanzando a pesar de todoy dos horas después estábamos a su ladodisparándole una andanada. Ellos nosdispararon dos cañonazos, pero despuésarriaron la bandera. El barco resultó ser LaSybille, una embarcación de treinta y ochocañones, aunque sus hombres habían arrojadouna docena por la borda durante la persecución,y con trescientos cincuenta tripulantes más

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algunos marineros norteamericanossupernumerarios. El granuja que estaba almando era el conde de Kergariou, Kergariou deSocmaria, si no recuerdo mal.

–¿Y qué le hizo usted, señor? – preguntóJack.

–Silencio -dijo el almirante, volviendo la vistahacia Schank-. Polipasto se ha dormido.Salgamos de puntillas y luego los llevaré deregreso a la fragata. El viento es favorable y asíno desaprovecharán ni un minuto la marea.

CAPÍTULO 2El alba sorprendió a la Surprise muy lejos,

entre las grises y solitarias aguas que eran suhogar. Soplaba un fuerte viento del suroestefavorable para desplegar las juanetes; habíanubes bajas y la lluvia llegaba en ocasionalesráfagas; pero el día prometía ser bueno. A pesarde que era muy temprano, la fragata ya llevabalas juanetes desplegadas, pues Jack se proponíaalejarse de la ruta habitual de los barcos queiban o venían de las diferentes bases navales,porque no deseaba que reclutaran a la fuerza asus hombres, y sabía que ningún oficial del rey

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podría resistir la tentación ante tan gran númerode escogidos marineros de primera. Tampocodeseaba tener que presentarse en un barco delrey para mostrar sus documentos, hacer unresumen de su carrera y, posiblemente, recibir untrato desconsiderado, demasiado familiar uofensivo. Como en la Armada no sólo habíahombres con una gran delicadeza natural oadquirida, ya había tenido que soportar algunasdescortesías y, aunque confiaba acostumbrarsea ellas con el tiempo, en ese momento estaba,por decirlo así, excesivamente sensible.

–Muévete, Joe -dijo el suboficial encargadode las señales, mientras daba la vuelta al reloj dearena que indicaba las guardias.

Entonces una figura embozada avanzó unospasos y tocó las tres campanadas de la guardiade alba. El ayudante de oficial de derrota levantóla corredera e informó de que la velocidad era deseis nudos y dos brazas, una velocidad quepocos barcos podían igualar en esascondiciones y quizá ninguno podía superar.

–Señor West, me voy abajo un rato -dijo Jackal oficial de guardia-. Dudo que este viento se

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mantenga, pero parece que el día será muyagradable.

–Así es, señor -dijo West, agachando lacabeza para esquivar una ráfaga de espuma,pues las olas chocaban contra la amura deestribor de la Surprise, que navegaba de bolinacon rumbo sursureste, y avanzaban en direccióna la popa lanzando salpicaduras que semezclaban con la lluvia-. ¡Qué agradable es estaren alta mar otra vez!

Ahora, en la primera etapa del viaje, JackAubrey era tres personas en una. Era el capitánde la fragata, naturalmente; era el oficial dederrota, es decir, el responsable de lanavegación, entre otras cosas, porque no habíadado su aprobación a ninguno de los muchoscandidatos que se habían presentado; y tambiénera el contable. Generalmente, los oficiales almando de los barcos enviados a hacerexploraciones también desempeñaban la funciónde contable, pero Jack nunca lo había hecho y,aunque como capitán había tenido quesupervisar a los contadores y firmar sus libros, leasombraban el volumen y la complejidad de las

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cuentas ahora que debía hacerlasdetalladamente.

En la gran cabina entraba suficiente luz paratrabajar por las ventanas de popa, una serie deventanas de cristal que formaban una curva delado a lado de la fragata y que le producían ciertoplacer incluso en los momentos más tristes de suvida. Eso mismo le producía la propia cabina,una habitación extremadamente hermosa quetenía un solo ángulo recto (el suelo era curvo, eltecho era curvo y los costados eran inclinados) ymedía veinticuatro pies de ancho y catorce delargo, por lo que disponía de más espacio quetodos los oficiales juntos. Y eso no era todo, puesla gran cabina se comunicaba con otras dos máspequeñas, de las cuales una era un comedor yotra un dormitorio. Pero Jack había cedido lacabina-comedor a Stephen Maturin y en elmomento en que llegó el desayuno, tras revisar latercera parte de las facturas, comprobantes ynotas de embarque, señaló la puerta con lacabeza y preguntó:

–¿Está despierto el doctor?–No se oye ningún ruido, señor -respondió

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Killick-. Anoche estaba muerto de cansancio,como un caballo fustigado. Pero quizás estearoma lo despierte, como ha pasado a menudo.

El aroma, una mezcla del olor del café con elbeicon, salchichas y pan tostado, le habíadespertado en muchas latitudes, pues Jack,como la mayoría de los marinos, eraultraconservador en cuestiones culinarias ygeneralmente, incluso en viajes largos, habíallevado gallinas, cerdos, una cabra montaraz ysacos de café verde y había conseguido tenercasi el mismo desayuno (salvo las tostadas) enEcuador que en los círculos polares. Stephenconsideraba esa comida el principal signo decivilización de los ingleses, pero esta vez nisiquiera el olor del café logró despertarlo.Tampoco lo lograron los ruidos de la limpieza delalcázar justo por encima de su cabeza, ni lospitidos con que ordenaron a los marinerosguardar sus coyes cuando sonaron las sietecampanadas o con que los llamaron a desayunarcuando sonaron las ocho, a los que siguió, comosiempre, el ruido de gritos y pasos apresurados.Continuó durmiendo mientras el viento amainaba

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gradualmente y mientras la fragata viraba aestribor, una maniobra acompañada de muchosgritos y de los ruidos producidos al moverse lasbrazas y al hacer adujas. No fue hasta bienentrada la guardia de mañana que Stephenapareció, bostezando y estirándose, con loscalzones desabotonados en la rodilla y la pelucaen la mano.

–Que Dios y María lo bendigan, caballero -lesaludó Padeen, que estaba esperándolo.

–Que Dios, María y san Patricio te bendigan,Padeen -respondió Stephen.

–¿Quiere que le traiga una camisa limpia yagua para afeitarse?

Stephen reflexionó unos momentos mientrasse acariciaba la barbilla.

–Puedes traer el agua -respondió-, pues eltiempo es apacible, el movimiento ligero y elpeligro mínimo. Sin embargo, respecto a lacamisa -añadió, alzando la voz para que lo oyeraa pesar de la conversación de un grupo dehombres que trabajaban once pulgadas porencima de él-, respecto a la camisa, ya tengopuesta una y no pienso quitármela. Pero puedes

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decir a Killick que haga el favor de traerme unacafetera llena.

Esto último lo dijo aún más alto y en inglés,porque probablemente Killick, que erasumamente fisgón, lo oiría.

Poco tiempo después, afeitado y reanimado,el doctor Maturin subió a la cubierta, es decir,salió de su cabina por la puerta delantera,avanzó por el pasillo hasta el combés y luegosubió por la escala al alcázar, donde el capitán,el ayudante de oficial de derrota, elcontramaestre y el condestable conversabananimadamente. Fue hasta el coronamiento y,recostado en él, bajo la luz del sol, recorrió con lamirada toda la fragata hasta la proa, unascuarenta yardas, y luego miró más allá delbauprés. El día era realmente agradable, pero elviento era flojo, y a pesar de que la Surprise teníamucho velamen desplegado navegabaescasamente a dos o tres nudos y con la cubiertaapenas inclinada.

Le parecía todo igual que siempre, desde lostensos cabos de los aparejos hasta las curvas delas blancas velas iluminadas por el sol que desde

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lo alto proyectaban su oscura sombra, y tardóalgún tiempo en descubrir cuál era la principaldiferencia. No era la falta de uniformes, porque,excepto en los buques insignias y algunos otrosal mando de capitanes muy rigurosos, losoficiales se vestían usualmente con variopintaropa de trabajo salvo cuando el capitán lesinvitaba a comer en su cabina o tenían querealizar algún acto formal, y los marinerossiempre se vestían como querían; tampoco era lafalta del típico estandarte de un barco de guerraondeando en el tope de un mástil, lo que nuncahabría notado. La diferencia era que no había enel alcázar infantes de marina, con sus chaquetasde color escarlata formando un llamativorectángulo que contrastaba con la pálida cubiertay las distintas tonalidades del mar, y tampocoadolescentes, ni grumetes ni cadetes, quienesocupaban mucho sitio, eran difíciles de acallar yno siempre cumplían sus tareas peroproporcionaban alegría. Con todo, había alegría yse notaba mucho más que en un navío de laArmada real bajo el mando de un capitánigualmente estricto (los marineros reían en las

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cofas, en el pasamano y en el castillo), pero erauna alegría diferente. Stephen estabareflexionando sobre la diferencia cuando Bondenllegó a la popa para arreglar la bandera, unabandera roja que se había enredado.

–A los marineros les ha alegrado mucho lacarta de Nelson, señor -dijo Bonden trasintercambiar comentarios sobre el viento y laposibilidad de pescar bacalaos con un sedal y unanzuelo-. La consideran un buen signo.

En ese momento el contramaestre llamó conpitidos a Bonden y a todos los demás marinerospara que bajaran el cúter azul por el costado, yJack fue hasta la popa.

–Buenos días -le saludó Stephen-. Siento nohaberte visto a la hora del desayuno, pero dormícomo el hombre que, según Plutarco, corrió sinparar de Maratón a Atenas lo habría hecho de nocaer muerto, la pobre criatura. Martin duermetodavía, a pesar de las ampollas que tiene. ¡Diosmío, cómo corrimos! ¡Temíamos tanto perder lafragata! Y en las empinadas colinas a veces mellevaba de la mano.

–Buenos días, doctor -le saludó Jack-. Una

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hermosa mañana, ¿verdad? Así que el señorMartin está a bordo.

Creía que se había ido a su casa a arreglarsus asuntos, y que se reuniría con nosotroscuando volviéramos a Shelmerston.

–No tuve tiempo de hablar contigo ayer por latarde y por la noche me dormí antes que bajaras.Pero ni siquiera ahora, aunque no estamossentados a la mesa cenando con el almirante,podemos hablar confidencialmente -dijo en vozbaja, mirando hacia el timón de la Surprise,colocado justo delante del palo mesana, a diezpies de distancia de la popa; junto a él seencontraban el timonel y el suboficial quegobernaba la fragata y, próximos a ellos, ungrupo de marineros que subían rápido por losobenques del palo mesana para llevar las armasa la cofa, y el oficial de guardia, el cual seencontraba junto al cabrestante.

–Vamos abajo -propuso Jack.–Incluso aquí -dijo Stephen-, incluso en este

lugar de la fragata aparentemente impenetrable,se dicen pocas cosas que no lleguen aconocerse de una manera más o menos

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distorsionada en todos los rincones al caer lanoche. No digo que haya nadie malo omalintencionado a bordo, pero los marineros yahan oído hablar de la carta de Nelson. Saben, esdecir, creen saber que un grupo de sociosrepresentados por mí compraron la Surprise yque entre ellos se encuentra mi antiguo pacienteel príncipe William. Además, saben que Martindesempeñará las funciones de cirujano en vez delas de pastor, ya que lo obligaron a colgar loshábitos cuando lo acusaron de tener relacionescon una mujer. Conoces este tipo de asuntos,¿verdad, Jack?

–He oído hablar de ellos.–Fue la mujer del obispo. Y puesto que ya no

viste los hábitos es incapaz de traernos malasuerte. Respecto a su presencia aquí, le dije quele daría un anticipo de la paga, como túamablemente me diste hace mucho, muchotiempo, y que le sugería que fuera a su casa ysubiera a bordo con su baúl la próxima vez queestuviéramos en el puerto; sin embargo, prefirióenviar el anticipo a su esposa y quedarse abordo. Creo que está en una situación

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desesperada, pues no tiene ninguna forma deganarse la vida ni esperanzas de que lo nombrencapellán de ningún barco del rey desde queescribió el desafortunado opúsculo. Por otraparte, tiene un suegro antipático y si regresacorre el peligro de que lo arresten por no pagarlas deudas. Como sólo vamos a estarnavegando quince días, está dispuesto asoportar la incomodidad de no tener una camisapara cambiarse y llevar zapatos gastados, pueshay posibilidades de que consigamos un botín.Le expliqué el sistema de reparto, porque no loentendía, y dice que se contentaría con cuatropeniques. Pero estoy impaciente por decirteotras cosas más importantes. ¿Por qué nosubimos a la cofa cuando esos hombresterminen su trabajo?

–Tardarán un poco todavía -dijo Jack, quehabía subido otras veces a la cofa con Stephen-.Tal vez sea mejor dar una vuelta alrededor de lafragata en el esquife cuando terminen lasprácticas de tiro con los cañones; quiero vercómo está la jarcia.

–¿Piensas hacer prácticas de tiro con los

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cañones?–¡Oh, sí! ¿No viste cómo bajaban por el

costado el cúter azul con los objetivos? Ahoraque estamos en un lugar alejado de las rutas másfrecuentadas quiero ver cómo disparan losnuevos marineros con municiones de verdad.Quiero que hagan media docena de rondasantes de comer, compitiendo los marineros deestribor con los de babor. Indudablemente,reforzará la moral.

–Ya están colocados los objetivos, señor -dijodesde la puerta de la cabina Pullings, que encontraste con Jack Aubrey estaba realmenteanimado, como un perro terrier al que hubieranenseñado una rata.

Stephen tenía la impresión de que a su amigono le habría importado que los objetivos sehundieran por sí mismos, y durante la primeraparte de la práctica esa idea se confirmó. Hacíatiempo que había perdido la alegría provocadapor la carta de Nelson y la amabilidad delalmirante, y la melancolía volvió a invadirle. Perola melancolía no estaba acompañada de uncomportamiento desacertado, pues Jack Aubrey

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tenía un gran sentido del deber y siempre eraestricto y meticuloso en su barco. Stephen notóque ya no le conmovían el olor de la mecha decombustión lenta, ni el terrible estruendo quehacían los cañones al disparar, ni los chirridosque hacían al retroceder ni el humo de la pólvoraque se arremolinaba en la cubierta. Tambiénnotó que Pullings, quien estimaba a Jack Aubrey,le miraba con angustia.

Lo que Stephen no advirtió fue que lasprácticas de tiro con los cañones y losmosquetes fueron muy malas, pues esasactividades solían tener lugar por la tarde,cuando todos los tripulantes eran llamados aocupar su puesto de combate, y el suyo, por sercirujano, estaba abajo, donde atendía a losheridos. No sabía que anteriormente lostripulantes de la fragata manejaban los cañonesde forma extraordinaria ni sabía apreciarlo.Desde el comienzo de su carrera naval, y sobretodo desde que tomó por primera vez el mandode un barco, Jack Aubrey estaba convencido deque disparar los cañones con rapidez y precisióninfluía más en una victoria que tenerlos bruñidos,

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y siguió guiándose por ese principio en lassucesivas embarcaciones que tuvo bajo sumando. Puesto que había pasado más tiempo almando de la Surprise que de las demás, habíalogrado que sus tripulantes alcanzaran laexcelencia. En buenas condiciones, la fragatadisparaba tres certeras andanadas en tresminutos y ocho segundos, lo que, en su opinión,ningún otro barco de la Armada real podía igualary mucho menos superar.

Aunque la Surprise ya no era unaembarcación del rey, aún estaban a bordo todoslos antiguos cañones (Cruel Asesino, Billy elSaltarín, Escupefuego, Muerte Súbita, ToraCribb y los demás). También estaban muchos delos artilleros, pero con el fin de conseguir unatripulación unida, mejor dicho, evitar en lo posiblela enemistad y las divisiones que siempre seproducían, Jack y Pullings habían distribuido a losnuevos marineros entre los veteranos, y elresultado de eso era que disparaban de maneralenta e imprecisa. La mayoría de los corsariosestaban más acostumbrados a abordar losbarcos enemigos que a dispararles a distancia

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(especialmente porque los cañonazos dañabanla mercancía de la presa), y por esa razón muypocos podían apuntar con un mínimo deprecisión. Muchos antiguos tripulantes de laSurprise lanzaban furtivas miradas al capitán,porque solía ser un crítico implacable, pero nonotaban en su rostro ninguna reacción, sinoimpasibilidad.

Jack habló una sola vez y fue a un marineronuevo que estaba demasiado cerca de un cañón.

–¡El artillero que está junto al cañón númeroseis: James! ¡Sepárese o perderá un pie duranteel retroceso!

Los marineros dispararon el último cañonazo.Entonces limpiaron y volvieron a cargar el cañón,atacaron la carga y lo sacaron de nuevo.

–Bueno, señor… -dijo Davidge, vacilante.–Vamos a ver lo que hacen los de babor,

señor Davidge -ordenó Jack.–¡Guarden los cañones! – gritó Davidge y

luego añadió-: ¡Todos a virar!Los tripulantes recién llegados no eran

hábiles en el manejo de los cañones, pero eranexcelentes marineros y corrieron tan rápido como

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los de la Surprise para coger las escotas, lasamuras, las bolinas, las brazas y los brandalesque les correspondían. Enseguida se oyeron lasconocidas órdenes: «Timón a babor! ¡Soltaramuras y escotas!». Pero inmediatamentedespués de la orden «¡Girar la vela mayor!» seoyeron desde el tope de un palo los gritos:«¡Cubierta! ¡Barco a la vista a once grados por laamura de babor!».

Incluso desde la cubierta podía verse elbarco, que navegaba con el viento en popa agran velocidad. Resultaba obvio que el serviolaestaba mirando las prácticas de tiro en vez delhorizonte. La Surprise viró a sotavento y Jackordenó inclinar el velacho y después, con eltelescopio colgando, subió a la cofa. Desde allípodía verse el casco, y sin necesidad deltelescopio Jack podía identificarlo: era un grancúter, uno de los ligeros y veloces barcos dedoscientas o trescientas toneladas que usabanlos contrabandistas y quienes los perseguían.Jack pensó que estaba demasiado arregladopara ser un barco que hacía contrabando,demasiado elegante; poco después vio por el

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telescopio un estandarte de navío de guerrarecortándose sobre la vela mayor. El cúter seencontraba en una posición ventajosa, peroseguramente la Surprise lo adelantaríanavegando con el viento a la cuadra; sinembargo, eso significaría ir a parar a la ruta usualde los barcos, donde aumentaba la posibilidadde que algún capitán de un potente navío deguerra detuviera la fragata y se llevara muchosmás tripulantes que el de un cúter. Por otra parte,era imposible escapar navegando de bolina, yaque la quilla de una embarcación de jarcia decruz no podía formar con la dirección en quesoplaba el viento un ángulo más pequeño que laquilla de un cúter.

Regresó a la cubierta y habló con el oficial deguardia.

–Señor Davidge, estaremos en facha hastaque llegue el cúter y después continuaremos lasprácticas. Esté preparado para desplegar lasgavias e izar la bandera.

Entonces se oyó un murmullo dedesaprobación, mejor dicho, algo más fuerte queun murmullo cerca de las carronadas del alcázar,

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donde estaban los marineros nuevos, que nodeseaban que los reclutaran a la fuerza. Uno deellos dijo:

–Es el Viper, señor, la embarcación másveloz navegando con el viento en popa.

–¡Silencio! – gritó Davidge, dando al hombreun golpe en la cabeza con el altoparlante.

Jack se fue abajo y después de unosmomentos mandó a buscar a Davidge.

–¡Ah, señor Davidge! – exclamó-. Hecomunicado a West y a Bulkeley algo que no lehe dicho a usted: en este barco no se permitenlos azotes ni los insultos. No hay sitio paraoficiales con mano de hierro en un barco deguerra privado.

Al ver la expresión de Jack, Davidge reprimiósus deseos de responder. En ese momento JackAubrey le parecía un oficial con mano de hierrodispuesto a descargar un fuerte golpe a cualquierpersona.

Killick trajo silenciosamente una respetablechaqueta azul sin los galones, las cintas y losbotones que se usaban en la Armada. Jack se lapuso y empezó a ordenar los documentos que

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tendría que presentar en caso de que leordenaran subir a bordo del cúter. Alzó la vistacuando Stephen entró y, con una sonrisa forzada,dijo:

–Por lo que veo, también traes papeles.–Escúchame, amigo mío -dijo Stephen,

acercándolo al mirador de popa-. He tenido queluchar con mi conciencia para traer esto, porquese sobreentendía que fue redactado para usarsesólo en el viaje a Suramérica. Pero el carpinterome dijo que el Foresta bajo el mando de unhombre que acaba de ser nombrado teniente, untipo pretencioso, rudo y tiránico, y creo que si teprovoca, como me temo que hará, vas acomprometerte y no podremos hacer el viaje aSuramérica ni a ninguna parte.

–¡Oh, Stephen! – exclamó Jack, leyendo eldocumento, que era una carta del Almirantazgoen que se prohibía reclutar a la fuerza a lostripulantes de la fragata-. Admiro tu buen juicio.Busqué en el Boletín Oficial de la Armada y vique quien está al mando del Viper es el hijo deDixon, aquel granuja de Puerto Mahón. Creo queme habría sido difícil no romperle la cara en caso

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de que mostrara una actitud arrogante. ¡Diosmío, qué tranquilo me quedo!

A pesar de eso, Jack tuvo que usar toda sucapacidad de controlarse, que era mayor de loque pensaba, para evitar abofetear al joven.Había perdido la sensación de placer, pero lasusceptibilidad, la irritabilidad y la rabiapermanecían intactas o se acentuaban a veces,excepto en los períodos de apatía, y ése no erauno de ellos. Cuando el Viper estaba muy cercade la Surprise, el teniente ordenó que seaproximara por sotavento y que el capitánsubiera a bordo con sus documentos rápidocomo un rayo. Después disparó un cañonazo pordelante de la proa para reforzar la orden.

Jack cruzó la distancia que los separaba enla lancha que remolcaba los objetivos y luegosubió a bordo del Viper (sólo tuvo que subir dosescalones por el costado, porque ese tipo debarcos se hundía mucho en el agua). Saludó alos que estaban en el alcázar y el jovenencargado de la guardia, un ayudante de oficialde derrota, se tocó el sombrero con la manomecánicamente, dijo que el capitán estaba

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ocupado y que recibiría al capitán Aubrey mástarde; después reanudó la conversación con elescribiente del capitán. Entonces se puso acaminar de un lado a otro mientras hablaba conafectada parsimonia.

En la Armada los guardiamarinas de loscúteres eran famosos por sus malos modales, ylos del Viper eran ejemplares en ese sentido;recostados en la borda con las manos en losbolsillos y mirándolo fijamente, murmuraban y sereían entre dientes. Más adelante estabanagrupados los suboficiales del cúter, que lomiraban con silencioso desprecio; también habíaun marinero que navegó con él durante muchosaños y que permanecía inmóvil, con un caboadujado en la mano y una expresión de horror.

Un rato después el capitán del Viper lerecibió en el cubículo que hacía la función decabina. Dixon estaba sentado tras un escritorio yno le ofreció una silla a Jack. Le odiaba desdelos remotos días pasados en Menorca, y encuanto avistó la Surprise empezó a prepararfrases sarcásticas y sumamente hirientes. Pero,al ver que Jack llenaba el reducido espacio con

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su robusto cuerpo (que parecía aún más grandeporque tuvo que agacharse para pasar por lapuerta) y al notar su expresión grave y laautoridad que emanaba de él, el joven Dixon nocumplió su resolución. Cuando Jack quitóalgunos objetos de encima de una taquilla y sesentó en ella, no dijo nada. Luego, tras hojear losdocumentos, se limitó a decir:

–Veo que tiene una tripulación muy grande,señor Aubrey. Tendré que quitarle una veintenade hombres más o menos.

–Están protegidos.–¡Tonterías! No pueden estar protegidos. Los

marineros de los barcos corsarios no estánprotegidos.

–Lea esto -dijo Jack, poniéndose de piefrente a él y recogiendo los otros documentos.

Dixon lo leyó, volvió a leerlo y lo puso acontraluz para ver la filigrana, mientras Jackmiraba por el escotillón cómo se movían lossombreros de lona alquitranada de los tripulantesde su lancha.

–Bueno -dijo Dixon finalmente-, creo que nohay nada más que hablar. Puede irse.

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–¿Cómo ha dicho? – preguntó Jack,inclinándose hacia él.

–Dije que no hay nada más que hablar.–Adiós, señor.–Adiós, señor.Los tripulantes de la lancha lo recibieron con

amplias sonrisas, y cuando estaban cerca de laSurprise uno de los hombres de Shelmerstongritó a los compañeros que los miraban porencima de los coyes:

–¡Compañeros, estamos protegidos!–¡Silencio en la lancha! – gritó con tono

imperativo el timonel.–¡Silencio de proa a popa! – gritó el oficial de

guardia cuando empezaron a propagarse losgritos de alegría.

Jack todavía dedicaba tanta atención aldocumento de Stephen y sus posiblesimplicaciones que casi no notó la algarabía. Bajórápidamente a la cabina y, apenas colocó losdocumentos en el lugar correspondiente, oyó unalboroto aún mayor, pues todos los marineros deShelmerston y los antiguos tripulantes de laSurprise que eran desertores subieron corriendo

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a los obenques de barlovento para ver el Viper,que había cambiado de orientación las velas yempezaba a ganar velocidad.

Un suboficial gritó–¡Un, dos, tres!Entonces todos exclamaron:–¡Ja, ja, ja!Luego empezaron a reírse como locos

dándose palmadas en el trasero.–¡Basta! – gritó Jack con una voz apropiada

para el cabo de Hornos-. ¡Maldito atajo detontos! ¿Acaso es esto un lupanar? ¡Al próximomarinero que se dé una palmada en el trasero selo despedazaré a azotes! Señor Pullings, baje elesquife del doctor por el costadoinmediatamente, por favor, y prepare tresobjetivos más.

–Stephen -dijo, dejando de mover los remos,cuando estaban a unas doscientas yardas de lafragata-. Me faltan palabras para expresar miagradecimiento por esa prohibición. Si ese jovenmezquino se hubiera llevado a alguno denuestros viejos compañeros de tripulación queson desertores, y estoy convencido de que no los

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hubiera dejado a todos, habrían corrido el riesgode que los ahorcaran, o al menos de que lesdieran varios cientos de azotes. Además,tendríamos que estar jugando siempre al gato yal ratón con los navíos del rey, porque, a pesar deque, por sentido común, uno generalmente semantiene fuera de la ruta de las escuadras, nopuede estar seguro de que esquivará los barcosque patrullan. Creo que no debo preguntartecómo lo conseguiste.

–Pero te lo contaré de todas maneras porquecuando se requiere discreción tú eres como unatumba -replicó Stephen-. En el viaje aSuramérica espero establecer algunasrelaciones que sean útiles para el Gobierno, y elAlmirantazgo sabe esto semioficialmente ytambién que no puedo llegar allí en un barco alque le quitan los tripulantes; por eso me dieronesa protección. Te habría contado muchas cosasque debía decirte si no fuera porque estábamoslejos y no eran adecuadas para escribirlas enuna carta. – Stephen hizo una pausa, miró haciauna distante gaviota y luego continuó-: Ahoraescúchame bien, Jack, porque voy a usar toda mi

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capacidad mental para intentar explicarte cómoestán las cosas actualmente. Es difícil, pues notengo total control sobre lo que puedo decir nisobre lo que me han dicho confidencialmente y,por otra parte, no recuerdo todo lo que te contédurante ese horrible período, pues tengo muchosdetalles confusos en la mente. No obstante eso,incluyendo lo que obviamente sabes, te diré cuáles la situación grosso modo. El argumento parademostrar tu inocencia era que Palmer te estabamuy agradecido y para corresponder a tu favor tecontó que se había firmado un tratado de paz,que subiría el precio de las acciones en la bolsay que era aconsejable que comprarasdeterminados títulos antes de la subida. Elargumento para demostrar tu culpabilidad eraque no existía nadie llamado Palmer y que túmismo difundiste ese rumor; en resumen, que túmanipulaste fraudulentamente el mercado devalores. En aquel momento no pudimospresentar a Palmer y, por otra parte, no eraposible ganar el caso con el juez que lo instruía.Pero más tarde, y ahora he llegado a una partede la que creo que sabes poco o nada, algunos

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de mis colegas y yo, con ayuda de uncazaladrones sumamente inteligente,encontramos el cadáver de Palmer.

–Pero entonces…–Jack, te ruego que no me pidas que sea

más explícito ni interrumpas el hilo de mipensamiento. Como he dicho, no soy un agentesecreto libre y tengo que avanzar con muchocuidado por mi camino. – Hizo otra pausa y sequedó pensativo unos momentos mientras lalancha se movía lentamente entre las olas-. APalmer lo mataron sus jefes, los hombres que lehabían encargado que te engañara, porque uncadáver, sobre todo un cadáver mutilado, nopuede comprometerlos. Sus jefes son inglesesque ocupan altos cargos en la administracióninglesa y espías al servicio de Francia, pero eneste caso su propósito era hacer dinero. Queríanmanipular fraudulentamente el mercado devalores y que pareciera que era otra personaquien lo había hecho. Uno de esos hombres eraWray… No me interrumpas, Jack, te lo ruego.Puesto que él conocía perfectamente tusmovimientos y sabía que estabas a bordo del

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barco con bandera blanca, trazó un plan en quese sucedían varios acontecimientos y lo llevó acabo con asombroso éxito. Pero, a pesar de queeso era obvio después de lo ocurrido, nuncahabríamos averiguado que Wray y su amigo eranlos principales promotores si un ofendido espíaal servicio de Francia, en este caso un francés,no los hubiera delatado.

Stephen estuvo reflexionando un rato,después se sacó del bolsillo un gran diamanteazul que ocupaba la mitad de la palma de sumano y, muy despacio, le dio vueltas para quedespidiera destellos a la luz del sol. Luegocontinuó:

–Jack, voy a decirte una cosa: el francés eraDuhamel, ese hombre que vimos en París. Dianaintentó que nos liberaran usando este hermosoobjeto, y parte del acuerdo al que llegamoscuando nos marchamos fue que se lodevolverían. Duhamel lo trajo y, además, en pagode un servicio que le presté, no sólo me reveló elnombre de Wray y el de su colega Ledward,Edward Ledward, sino que también les tendióuna trampa tan buena como la que Wray te

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tendió a ti. Como ambos eran miembros deButton's, él se reunió con ellos en la calle SaintJames, justo frente al club, y mientras yo losobservaba desde la ventana del Black's, lesentregó un fajo de billetes y recibió un informesobre los movimientos de la Armada y el Ejércitoingleses y sobre las relaciones de Inglaterra conel reino de Suecia. Mis colegas y yo cruzamos lacalle poco tiempo después, pero lamento,lamento profundamente tener que confesar queestropeamos el asunto. Cuando preguntamospor Wray y su amigo nos negaron la entradaporque ellos no querían recibir visitas. Pordesgracia, uno de mis acompañantes trató deentrar a la fuerza y provocó un alboroto, así quecuando conseguimos la apropiada orden judicial,se habían escapado; aunque no salieron por lacocina ni por la puerta que daba al establo, yaque teníamos hombres apostados allí, sino poruna pequeña claraboya que había en el techo.Luego fueron caminando por los antepechos delos balcones hasta Mother Abbott's, donde unade las chicas les dejó entrar pensando queestaban jugando. Se escondieron y, hasta el

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momento, ninguno de los que están encargadosdel caso ha podido descubrir dónde. Esprobable que Ledward sospechara que estabaen peligro, pues mis colegas no encontraronnada revelador entre sus documentos. Ellospiensan que, posiblemente, tenía desde hacetiempo un ingenioso plan para escapar. Wray, encambio, no fue tan cauteloso, y por losdocumentos que encontraron en su casa esevidente que estaba implicado en el asunto de labolsa y que se benefició mucho de él. El informeque le entregaron a Duhamel es sumamentecomprometedor, porque contiene algunos datosque sólo pueden proceder del interior delAlmirantazgo. Bueno, creo que te he dicho todolo que puedo. Está de más añadir que miscolegas, que siempre pensaron que habíascometido una indiscreción respecto a esoscondenados títulos y acciones, ahora estánconvencidos de tu inocencia.

Durante los últimos diez minutos el corazónde Jack había latido con fuerza y rapidezcrecientes y ahora parecía que le llenaba elpecho. Jack respiró hondo y, controlando hasta

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cierto punto el tono de su voz, preguntó:–¿Eso significa que es posible que me

rehabiliten?–Si hubiera justicia en este mundo, estoy

seguro de que lo harían, amigo mío -respondióStephen-. Pero no debes pensar que esoocurrirá realmente ni concebir muchasesperanzas, pues Ledward y Wray aún no hansido capturados y no los pueden juzgar.Posiblemente alguien que ocupa un cargo másalto que ellos los está protegiendo, pues esextraño que algunos sean reacios a mover… Elcaso es que los ministros no quieren que laoposición se entere de ese espantosoescándalo, y tal vez consideren más importanteuna raison d'état que una acción injusta contra unindividuo, especialmente si ese individuo notiene influencia política; aunque también esposible todo lo contrario. Y respecto a eso,permíteme decirte que la influencia del generalAubrey es nefasta. Además, quien tieneautoridad es reacio a admitir los errores que hacometido. Por otro lado, cualquier amigo teaconsejaría que no te desesperaras y, sobre

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todo, que no te dejaras vencer por el desánimo.Como dijo nuestro querido Burton, no debespermanecer inactivo ni estar solo. La solución, sila hay, es la actividad, la actividad en el mar.

–Lamento haber estado tan triste estamañana -dijo Jack-. La verdad es que… No esque me queje, Stephen, pero la verdad es quetuve un sueño que parecía tan real que aún ahoratengo la impresión de que es algo tangible. En elsueño tenía un sueño en que veía todo lorelacionado con el asunto, el juicio y lo que siguiódespués, y luego me daba cuenta de que estabasoñando, lo que me produjo un enorme regocijo yun gran alivio. Creo que fue mi inmensa alegría laque me despertó, pero incluso entonces meparecía que aún estaba en el sueño y busquéesperanzado mi vieja chaqueta de uniforme.

Subió los remos y terminó de dar la vueltaalrededor de la fragata mientras observaba lajarcia. Reconocía que Stephen tenía razón entodo lo que había dicho, y en la parte irracionalde su ser una suave luz disipó su infelicidad.

Cuando remaba en dirección a la fragata dijo:–Me alegro de que hayas visto a Duhamel

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otra vez. Me era simpático.–Era un buen hombre -observó Stephen-. Y la

devolución del diamante, cuando estabacortando los lazos que lo unían a su país parairse a Canadá, es uno de los actos degenerosidad más asombrosos que he visto. Meda mucha lástima.

–El pobre hombre no estará muerto,¿verdad?

–No hubiera mencionado su nombre siestuviera vivo. A petición mía Heneage Dundasiba a llevarle a Norteamérica, donde se pensabaquedar para establecerse en la provincia deQuebec, junto a un río en el que abundan lastruchas. Transformó su nada despreciable fortunaen oro y la colocó en una banda que llevabaceñida a la cintura. Cuando fue a subir al navío enSpithead, donde las aguas eran turbulentas, secayó entre él y la lancha, como me ha ocurrido amí algunas veces. Su fortuna lo hundió y no fueposible rescatarlo.

–Lo siento mucho -dijo Jack, y empezó aremar un poco más fuerte.

Reflexionó sobre si debía hablar de Diana y el

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diamante o no, pues le parecía que dejar dehacerlo no era una reacción humana normal, peropensó que el asunto era demasiado delicado,que podría cometer un desacierto y que eramejor guardar silencio hasta que Stephenvolviera a mencionarlo.

Cuando ambos estaban de nuevo a bordo dela fragata, ordenó que sacaran los otrosobjetivos. Ahora le tocaba a la guardia de babordisparar los cañones; los disparos fueron unpoco mejores y los acompañaron duras críticas,consejos e incluso alabanzas desde el alcázar.Luego Jack consintió en que la Surprisedisparara otra vez las dos baterías a unadistancia mucho menor, pero fueron disparos aintervalos, en sucesión desde la proa a la popa,porque las cuadernas eran demasiado viejaspara soportar el impacto del fuego simultáneo ysólo lo harían en caso de emergencia. Como enlos barcos de guerra privados había que ahorrarla pólvora porque era una sustancia muy cara, enla mayoría de ellos el fuego de las baterías, tantoa intervalos como de otra manera, era algoextremadamente raro, y los tripulantes pensaron

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que se hacía para celebrar su triunfo sobre elViper. El capitán y el condestable pusieron fin ala celebración disparando los cañones de proa,dos cañones largos de nueve libras con el calibreperfecto, hechos de bronce y asombrosamenteprecisos, propiedad de Jack Aubrey. Ambosdispararon a los restos de los objetivos que lasbaterías habían destrozado y que todavía semantenían a flote, y aunque ninguno lo hizoadmirablemente, los dos provocaron calurososgritos de júbilo. Cuando Jack se acercaba a lapopa, Martin dijo a Stephen:

–El capitán se parece cada vez más alhombre que era, ¿no cree? Ayer por la tarde mesorprendió mucho.

La infelicidad de Jack había desaparecido,pero aún estaba preocupado y angustiado.Aparte de las tediosas y necesarias reflexionesque había hecho sobre los problemas de tipolocal y legal que podía originar el reclutamientode la tripulación (no era tan resistente y optimistacomo apenas un año atrás), no había advertidoque era difícil, casi imposible, conseguir unatripulación homogénea. Tampoco había

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advertido que los años que los tripulantes de laSurprise habían trabajado en equipo y habíanmanejado el mismo cañón con los mismoscompañeros los habían situado por encima delnivel normal. Los marineros procedentes debarcos corsarios eran muy fuertes y teníanempuje, y era probable que en las prácticas detiro sin disparos reales (las que hacíangeneralmente porque la pólvora era muy cara)sacaran y guardaran los cañones con brío; sinembargo, era evidente que necesitarían meses oincluso años para tener la rapidez, lacoordinación y la capacidad de reducir elesfuerzo al mínimo que habían convertido a lostripulantes de la Surprise en el terror de susenemigos. Entretanto, él tendría que encomendarlos cañones a las antiguas brigadas que losmanejaban o cambiar su estrategia. En vez deintentar debilitar a su oponente a distancia,procurando derribar uno de sus masteleros paradespués situarse frente a la proa o la popa yhacer una devastadora descarga y finalmente, sifuera necesario, abordarlo, podría seguir elconsejo de Nelson: «Atacar con decisión». Pero

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Nelson había dado ese consejo al principio de laúltima guerra, cuando los franceses y losespañoles eran muy inferiores en el manejo delos cañones y en la ejecución de maniobras. Sinembargo, actualmente, si una embarcacióntrataba de acercarse a un barco enemigo porbarlovento cuando el viento era flojo y el marestaba en calma, se exponía a que ésteacribillara su proa con los disparos de unabatería durante veinte o treinta minutos sinpermitirle responder, por lo que cuando llegara aabordarse con él tendría tantos daños que podríaser capturada, es decir, el cazador sería cazado.Por otra parte, Jack había hecho las prácticas detiro cuando estaba al mando de barcos del rey yaunque, naturalmente, le complacía capturarmercantes y barcos corsarios del enemigo, suobjetivo principal era apresar, quemar, hundir odestrozar sus barcos de guerra. Ahora lasituación era distinta; ahora sus presas máscodiciadas eran mercantes o barcos corsarios,intactos si era posible, y eso requería un enfoquediferente. Por supuesto, sin ninguna duda, legustaría entablar un combate con un barco

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francés o norteamericano de similar potencia, unduro combate que no tuviera como móvil laobtención de ganancias, ya que si un barcocorsario apresaba una fragata enemigaalcanzaría la gloria. Pero, desgraciadamente,aunque la Surprise era veloz, sobre todonavegando de bolina, tenía pocas posibilidadesde alcanzar la gloria porque pertenecía a otraera. Sólo quedaban cinco fragatas de veintiochocañones en la Armada real, y de esas cinco,cuatro ya no estaban en servicio. La mayoría delas fragatas actuales desplazaban más de miltoneladas de agua y llevaban treinta y ochocañones de dieciocho libras y, además,carronadas; así que la Surprise tenía unapotencia tan poco adecuada para luchar contraellas como para luchar contra un navío de línea.Llevaba cañones de doce libras (y si no hubieranreforzado los baos de batería para soportarloshabría tenido que llevar cañones de nueve libras)y, a pesar de que su dotación estaba completa,según lo estipulado por la Armada real, teníamenos de doscientos tripulantes, mientras quelas grandes fragatas norteamericanas tenían más

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de cuatrocientos. Pero, al fin y al cabo, era unafragata y su capitán no alcanzaría la gloria sicapturaba una embarcación de clase inferior,como un barco correo, aunque fuera el máspotente, o una corbeta, tanto si llevaba aparejode navío como si no. – Quizá sería mejor volver aponer las carronadas -dijo.

En otro tiempo, aparte de los cañones deproa, la Surprise sólo tenía carronadas, unosobjetos pequeños, anchos y cortos que separecían más a un mortero que a un cañón y eranligeros y fáciles de manejar (una carronada quepodía disparar una bala de treinta y dos librassólo pesaba diecisiete quintales, mientras que uncañón de treinta y dos libras pesaba treinta ycuatro). Eso permitía a la fragata lanzar en cadaandanada balas que pesaban conjuntamente 456libras. No obstante, no podía disparar conprecisión ese conjunto de balas que pesaba 456libras, y tampoco muy lejos, porque eran armasde corto alcance. Pero el manejo de unacarronada no requería mucha habilidad y, aunquesi lanzaban grandes balas producían un terribleefecto y podían destruir o hundir una presa, si

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disparaban botes de metralla podían cortar lajarcia del enemigo y despejar eficientemente lacubierta, sobre todo si estaba llena de marinerosdispuestos a abordarla. Considerando que encada bote había cuatrocientos fragmentos dehierro, una batería de catorce carronadas podíadisparar más de cuatro mil, y cuatro milpequeñas balas cruzando la cubierta de un barcoa 1674 pies por segundo producían un efectoterrible, aun cuando los marineros que lasdispararan fueran inexpertos. Tal vez ésa era lamejor solución, aunque significaría descartar losaspectos más importantes de un combate entredos barcos: colocar con gran habilidad las armasen la posición correcta, disparar los cañonesmás precisos por separado y a gran distancia,aumentar la frecuencia de los disparos a medidaque el enemigo se aproximaba y acribillarlo en elparoxismo de la batalla, cuando ambasembarcaciones luchaban penol a penol entreespesas nubes de humo e incesantes gritos.

«Pero eso forma parte de un mundocompletamente diferente -se dijo-, y no creo quetenga la fortuna de volverlo a ver; sin embargo,

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comunicaré a Stephen lo que pienso.»Cuando era capitán de barcos del rey, Jack

Aubrey nunca había hablado con nadie de estetipo de asuntos. Siempre había guardadosilencio sobre las cuestiones estratégicas y lastácticas adecuadas para sostener un combate,aunque no porque siguiera ninguna teoría, sinoporque le parecía obvio que un capitán estaba almando de un barco para mandar y no para pedirconsejo o presidir un comité. Conocía capitanesque habían formado consejos para consultarlesasuntos de guerra, y el resultado casi siemprehabía sido una prudente retirada o la falta de unataque decisivo. Pero ahora las cosas erandiferentes: ya no estaba al mando de un barcodel rey sino de uno que pertenecía al doctorMaturin. En toda su mente, salvo en la parte mássuperficial, tenía la idea de que era imposibleque Stephen pudiera ser el dueño de la Surprise;pero eso era un hecho, y aunque desde elprincipio ambos habían acordado que él obraríacomo antes, es decir, que sólo el capitán tendríala autoridad, le parecía justo consultar algunascosas con el dueño.

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–Sé muy poco de batallas navales -dijoStephen después de haber escuchadoatentamente los argumentos en contra y a favorde las carronadas-, pues a pesar de haberparticipado en Dios sabe cuántas, casi siemprelo he hecho en un lugar apartado, por debajo dela línea de flotación, esperando a los pobresheridos o atendiéndolos, así que no merece lapena que exprese mi opinión. Pero en este casote preguntaría: ¿Por qué no intentas repicar yestar en la procesión? ¿Por qué no adiestras alos nuevos tripulantes en el manejo de losgrandes cañones durante más tiempo y luegousas las carronadas si ves que eso no daresultado? Lo sugiero porque, si no te heentendido mal, no quieres que unas brigadasestén formadas sólo por antiguos tripulantes dela Surprise y otras sólo por nuevos tripulantes.

–Exactamente. Ésa sería la mejor manera dehacer una inadecuada división entre lostripulantes, pues de un lado estarían los buenosartilleros y del otro, los torpes. Seguramentetendrán celos unos de otros, aunque,asombrosamente, apenas lo han demostrado

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hasta ahora, y tengo que hacer cualquier cosapara evitar que aumenten, pues sólo un barco enarmonía es un barco de guerra eficiente. Perohacer disparos alegremente, sin tener nada encuenta, sólo para que los artilleros torpes lleguena ser buenos sería demasiado caro.

–Escúchame, amigo mío -dijo Stephen-.Admiro tu afán por ahorrar incluso un penique anuestra sociedad; pero también lo deploro,porque en ocasiones el dinero ahorrado esmenos importante que el fin al que se destina. Aveces me parece que intentas ahorrar más de lodebido, más de lo conveniente para nuestracausa. No voy a enseñarte nada sobre tuprofesión, pero si gastar una docena de barrilesde pólvora diarios puede ayudarte a tomar unadecisión respecto a una cuestión tan importante,te pido por favor que los gastes. Por una parte,muy a menudo has comprado pólvora para tusbarcos con el dinero obtenido por las presas; porotra, cualquier observador imparcial estimaríaque ese gasto es insignificante. Además, alpensar en los cañones y las otras piezas deartillería, debes considerar que ahorramos

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mucho gracias a la picardía de Pullings, pues notuvimos que comprar las carronadas.

Tom Pullings tenía tanta picardía en tierracomo su capitán, y, como a él, lo habíanengañado vilmente. Pero conocía muy bien loque podría llamarse el mundo soterrado, el de losmediocres oficiales de baja graduación, comolos ayudantes de contramaestre y sus asistentes,que siempre estaban con un pie en la costa yotro en el mar, y aunque en todos los asuntosordinarios era muy honesto pensaba, comomuchos de sus amigos, que las propiedades delGobierno eran un mundo aparte. Habíaacompañado a Stephen cuando la Armadavendió la Surprise, comió opíparamente conmuchos amigos en el puerto y, en cuanto supocon certeza cuál era el destino de la fragata,habló en privado con quienes estaban al cargode ella y les dijo que los cañones erananticuados, que tanto el segundo refuerzo comoel astrágalo de la boca eran diferentes de loestablecido por la regulación actual y, además,que no le sorprendería que después de unconsiderable desgaste estuvieran en tan malas

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condiciones que sólo pudieran lanzar virutas demetal o tal vez no pudieran usarse nunca más.Sus amigos lo entendieron perfectamente y, apesar de que el dueño de la Surprise no recibiódinero a cambio de que la fragata llevara suspropios cañones hasta Shelmerston, leentregaron como gratificación un conjunto decarronadas también defectuosas que ahora eranuna pequeña parte de las ciento sesentatoneladas de lastre y estaban almacenadas en laparte anterior y posterior del sollado, en un lugarrelativamente alto con el fin de que le dieranestabilidad.

–La verdad es que no -dijo Jack, sonriendo, ydespués de un momento continuó-: El conceptode moral de los miembros de la Armada es raro,y en algunos casos me costaría definirlo. Noobstante eso, creo que casi todos los marinerossaben dónde trazar la línea entre un acto alevosoy un tradicional acuerdo amistoso. Además, Tomse marchó con algo, pero no dejó sin nada a losdemás, al menos no sin virutas de metal, y, en miopinión, ese no es un acto delictivo. Eso merecuerda otra cosa: los castigos en un barco de

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guerra privado. Ya sabes lo que pienso acercade los azotes y que odio tener que ordenar quelos den. Se me ocurrió poner en práctica lo quesuele hacerse en este tipo de barcos, que lospropios marineros dicten sentencia.

–Me imagino que no serán muy duros con suscompañeros -apostilló Stephen.

–Pero sí lo son, ¿sabes? En los grandesmotines de 1797, los marineros mantuvieron elorden en sus barcos, y si alguno tenía malaconducta, quiero decir, mala conducta deacuerdo con su criterio, preparaban un enrejadopara azotarle. No era raro que la sentencia fueradoscientos, trescientos o cuatrocientos latigazos.

–Pero me parece que decidiste no hacerlo.–Sí. Es muy difícil, como bien sabes, que una

tripulación combinada se lleve bien al principio, ypienso que si hay discordia entre los marinerosveteranos y los nuevos, en caso de que tenganque dictar sentencia contra uno de los antiguostripulantes de la Surprise podrían imponerle uncastigo excesivamente duro, y no me gustaría vera ninguno de mis hombres azotado de una formaasí.

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–Confiemos en que el hecho de dispararjuntos los cañones constantemente les conviertaen amigos. A menudo he observado que losactos violentos y el ruido atronador fomentan lacamaradería y levantan los ánimos.

En cuanto a los actos violentos y el ruidoatronador, el cirujano de la Surprise y suayudante tuvieron ocasión de sentirlos en los díassiguientes. Jack tomó la palabra a Stephen y nosólo los tripulantes dedicaron la última parte de laguardia de mañana a hacer fuego de verdad,sino que cuando todos recibían la orden deocupar sus puestos hacían zafarrancho decombate y algunas veces disparaban a la vez lasbaterías de ambos costados, cuyas llamasatravesaban una densa nube de humo queparecía un volcán dormido.

Martin era un hombre tranquilo y Maturin eracasi igual. Ambos detestaban aquel ruidoensordecedor, no sólo el que hacían lasrepetidas explosiones sino también el producidopor las cureñas cuando rodaban rápidamentepara sacar o guardar los cañones y el ruido delos pasos apresurados de los marineros que

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iban y venían a la santabárbara y los pañoles delas balas. También detestaban las letales piezasde artillería y les molestaba mucho que todo esodurara hasta bien entrada la guardia de segundocuartillo, en un momento en que la fragataentraba en aguas que tenían mucho interés parael naturalista. El ruido a bordo de la Surprise eratan fuerte que ninguna ave, ninguna medusa niningún cangrejo de mar permanecía en las aguasrodeadas por la misma línea del horizonte queella; y, además, ellos tenían que quedarse en elsollado, en el puesto que debían ocupar durantelas batallas y también en las prácticas, ya que amuchos desafortunados marineros los llevabanallí con hematomas, quemaduras, dedos de lasmanos y los pies machacados y, a veces, inclusocon alguna pierna rota.

En ocasiones Stephen subía por la escalahasta la escotilla de popa y dirigía la vista haciaproa y hacia popa para observar la actividad dela cubierta. Le producía satisfacción ver a Jackcorriendo de un cañón a otro entre el humo, unasveces iluminado por las grandes lenguas defuego y otras con el aspecto de un enorme

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fantasma. Jack daba a gritos muchos consejos alos artilleros o indicaba a los más torpes laposición correcta o sujetaba una estrellera parasacar un cañón o movía una palanca paraapuntar otro, siempre con mirada atenta, y poníauna expresión satisfecha cuando la balaalcanzaba el blanco y los artilleros lo festejaban.

Las prácticas provocaban mucha tensión,pues eran una excelente imitación de una batallareal. Los cañones disparaban con tanta rapidezque enseguida empezaban a moversecaprichosamente, a dar grandes saltos y aretroceder con gran violencia. En una ocasión, aBilly el Saltarín se le rompió una retranca y laestrellera que lo sostenía por un lado y, comohabía fuerte marejada y soplaba el viento delsuroeste, la mole letal que formaban el cañón y lacureña hubiera rodado sin control por la cubiertasi Padeen, que era extraordinariamente fuerte,no lo hubiera calzado con un espeque hasta quesus compañeros lograron amarrarlo. Trabajarontan rápido como pudieron, pero Padeen tuvo queestar todo el tiempo haciendo fuerza con la manodesollada sobre el cañón caliente, tan caliente

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que la sangre hacía un sonido sibilante al correrpor el metal.

Bonden, el jefe de la brigada, lo llevó abajollorando de dolor, y mientras avanzaban se oíacómo lo consolaba con la voz fuerte y clara quesuele usarse con los enfermos, los extranjeros(Padeen en ese momento entraba en ambasclasificaciones) y otras personas que no sonexactamente lo uno ni lo otro.

–No te preocupes, compañero -intentótranquilizarlo-. El doctor te curará enseguida.¡Qué aspecto más raro tienes! Hueles a filete a laplancha, compañero. Estoy seguro de que tesalvará la mano y te calmará el dolor.

Luego, extendiendo el brazo hacia arribaporque Padeen era mucho más alto, enjugósuavemente las lágrimas que corrían por susmejillas.

El doctor combatió el dolor, un dolor terrible,dándole una considerable dosis de láudano, latintura de opio, una de sus medicinas máspreciadas.

–Aquí tiene la substancia más parecida a lapanacea que existe -dijo en latín a su ayudante,

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mientras sostenía en el aire un frasco con unlíquido ambarino-. A veces yo mismo la tomo y hecomprobado que tiene un admirable efecto encasos de insomnio, ansiedad morbosa, heridasdolorosas, dolor de muelas y de cabeza e inclusomigraña.

–Podría haber añadido «en caso de tener elcorazón partido», pero continuó-: Comoseguramente habrá notado, he administrado alpaciente una dosis de acuerdo con su peso y laintensidad del dolor. Dentro de poco, si Diosquiere, verá cómo el rostro de Padeen recobrasu habitual gesto benévolo y luego, unos minutosdespués, cómo cae sin darse cuenta en unestado de inconsciencia producido por el opio.Éste es el componente de la farmacopea quetiene más valor.

–Estoy seguro de que lo es -dijo Martin-.Pero, ¿no es censurable tomar opio? ¿No hayprobabilidades de que cree adicción?

–La censura solamente la hacen unoscuantos hombres descontentos, sobre todo losjansenistas, que también condenan el vino, labuena comida, la música y la compañía

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femenina. ¡Incluso están en contra del café, porDios! Sus objeciones sólo son válidas en el casode algunas pobres almas que tienen poca fuerzade voluntad, las cuales también puedenconvertirse con facilidad en víctimas de lasbebidas alcohólicas, prácticamente carecen demoral y a menudo tienen otros vicios. En losdemás casos no es más dañino que fumar. –Colocó la tapa de corcho al frasco, comprobóque tenía almacenadas dos garrafas de lascuales podría volver a llenarlo y prosiguió-: Haceun rato que dejaron de dar esos horribles golpes,así que podríamos subir al alcázar a fumarnos unpuro. Creo que allí no pondrán reparos a un pocomás de humo. ¿Cómo te sientes ahora, Padeen?

Padeen, a quien el latín había apaciguado sumente y la medicina, su dolor, sonrió, pero no dijonada. Cuando Stephen repitió la pregunta enirlandés sin mejores resultados, pidió a Bondenque le amarrara el brazo al coy para que no se lemoviera y luego se encaminó al alcázar.

Se asombró de que estuviera vacío, pero porfin vio a West en los obenques del palo mesanamirando fijamente la cofa del mayor, donde el

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capitán y Pullings tenían sus telescopios dirigidosa barlovento.

–Tal vez hayan visto una golondrina del marCaspio -dijo Martin-. El señor Pullings vio sudibujo en el libro de Buffon, pues lo tenía abiertoen la cámara de oficiales, y dijo que le parecíahaberlas visto con frecuencia en estas latitudes.

–Vamos a subir a la jarcia y les daremos unasorpresa -propuso Stephen, sintiendo de repenteuna extraordinaria alegría.

La tarde era muy agradable y fresca, el cieloestaba dorado por el oeste, se formaban olas deintenso color azul y blanca espuma en loscostados de la fragata y en su estela. Variosantiguos tripulantes de la Surprise, que habíansido pacientes suyos durante muchos años, seacercaron a la popa corriendo por el pasamano ygritando:

–¡No mire hacia abajo, señor!–¡No se agarre a los flechastes! ¡Agárrese

con las dos manos a los obenques, los cabosgruesos!

–¡Despacio, señor!–¡Haga lo que haga, no se suelte durante el

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balanceo!Poco después algunos angustiados

marineros agarraron sus pies por debajo y loscolocaron cada vez más arriba hasta situarlos auna gran altura, ya que el palo mayor de laSurprise era el de un navío de treinta y seiscañones. Enseguida dos rostros radiantesasomaron por la boca de lobo de la cofa.

–¡No se apresuren; sus piernas todavía no sehan adaptado al movimiento del mar! Éste no esmomento para juegos. Denme la mano.

Entonces subió a Stephen a la plataforma yluego a Martin. Stephen se asombró una vez másde la fortaleza de Jack, pues aunque su peso erarazonable, 125 libras escasas, Martin era muchomás robusto y, a pesar de eso, Jack le habíasubido de un tirón y sin esfuerzo, como si cogierapor el cogote un perro de mediano tamaño,pasándolo por la boca de lobo y luego dejándolode pie en el suelo.

Lo que miraban no era una golondrina delmar Caspio, sino un barco que no estaba muydistante.

–¡Qué presumidos son los capitanes de las

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corbetas de dieciocho cañones! – exclamóPullings en tono molesto-. ¡Miren cómo navegaésa a toda vela! ¡Sólo le falta desplegar lasmonterillas! Apuesto media corona a que encinco minutos pierde las alas de la juanete deproa.

–¿Le gustaría verla, señor? – preguntó Jack,ofreciendo el catalejo a Martin.

Martin se lo acercó a su único ojo yenseguida vio un petrel, pero guardó silencio.Después de una pausa, exclamó:

–¡Ha disparado un cañón! ¡Puedo ver elhumo! Pero no se atreverá a atacarnos,¿verdad?

–No, no. Es uno de los nuestros -afirmó, y enese momento oyeron el cañonazo-. Es una señalpara que nos detengamos.

–¿No sería posible fingir que somos sordos yempezar a navegar en dirección contraria? –inquirió Stephen, que temía otro encuentro.

–La mayoría de los capitanes de barcos deguerra privados esquivan a los que realizan unservicio público -respondió Jack-, y se meocurrió hacer eso mismo cuando la avistamos.

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Pero como enseguida viró cincuenta grados abarlovento y cambió de rumbo, pensé queseguramente nos había reconocido, y si no nosdetenemos después de oír un cañonazo, y éstees el segundo, es posible que dé un mal informesobre nosotros, y entonces podríamos perder lapatente de corso. La Surprise es muy fácil dereconocer por su palo mayor. Se puedereconocer a diez millas de distancia, como a unoso con un dedo pulgar hinchado. Tom, meparece que deberíamos usar el pequeñomastelerillo de repuesto para navegarregularmente y colocar éste para hacerdeterminadas persecuciones.

Pullings no respondió. Se inclinó más y máshacia delante con el telescopio hasta que loapoyó en la barandilla de la cofa para poderenfocarlo mejor, y enseguida gritó:

–¡Señor, señor, es la Tartarus!Jack cogió su telescopio y después de un

momento, en el tono que empleaba cuandoexpresaba su alegría, exclamó:

–¡Así es! Puedo ver el llamativo color azul desu ser-violeta -añadió y, después de oír otro

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cañonazo, prosiguió-: Ya se ha identificado, ydentro de poco empezará a hacer señales.William siempre ha tenido habilidad para usar lasbanderas.

Entonces, proyectando la voz hacia abajo,gritó:

–¡Señor West, por favor, vamos a acercarnosa la corbeta con las mayores desplegadas! ¡Ydiga al encargado de las señales que seprepare!

Luego, cuando vio aparecer una lejana hilerade banderas, siguió hablando con quienesestaban en la cofa.

–Sí, ahí está. ¡Qué hilera! Seguramentepodrás leerla sin el libro, Tom.

Pullings había sido el teniente encargado delas señales bajo el mando de Jack y recordabagran parte de la lista de memoria.

–Lo intentaré, señor -dijo y en voz alta,lentamente, leyó-: «Bienvenidos…». Repito:«Bienvenidos… Me alegro verles… Ruegocapitán cenar… Tengo mensaje… Espero…».Ahora está deletreando algo: «DOT». Elguardiamarina que hace las señales no sabe

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ortografía…En el alcázar, el ayudante del suboficial

encargado de las señales, un marinero deShelmerston, preguntó:

–¿Qué quieren decir los de la corbeta conDOT?

–Se refieren a nuestro médico, que no es unbarbero-cirujano corriente sino un auténticodoctor con peluca y bastón de empuñadura deoro.

–No lo sabía -dijo el marinero deShelmerston, fijando la mirada en la cofa.

–No sabes mucho, compañero -dijo elsuboficial, pero no en tono despectivo.

–La corbeta que se acerca está bajo elmando del señor Babbington -dijo Stephen aMartin-. ¿Recuerda al señor Babbington de aquelpartido de críquet?

–¡Oh, sí! – respondió Martin-. Hizo algunoscortes muy oportunos, y usted me dijo que habíajugado con el equipo de Hambledon. Meencantará volver a verlo.

Poco después volvió a verlo. Las dosembarcaciones se pusieron en facha, pero no

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muy cerca una de otra porque había marejada. Elcapitán de la Tartarus, muy cortésmente, la situóa sotavento de la fragata y, con la caraenrojecida por la alegría y los esfuerzos, gritó aJack que no bajara las lanchas de los botalonesporque la Tartarus tenía en las aletas gavietesque bajarían el cúter en una fracción de segundo.

–¡Muy bien, William! – gritó Jack en tonotranquilo, con una voz que pudo oírse al otro ladode la franja de agua de cien yardas que lesseparaba-. ¡Pero mi visita será corta porquetengo que recorrer una larga ruta hacia el sur y esprobable que haga mal tiempo!

El cúter bajó, produciendo salpicaduras, ytransportó a los invitados por la franja de agua.Jack olvidó que no estaba en situación de darórdenes y, para evitar las ceremonias, dijo alguardiamarina que lo gobernaba:

–Por el costado de babor, por favor.Pero se corrigió cuando engancharon el

bichero del cúter y dio preferencia a Stephen yPullings, que eran oficiales del rey Lamomentánea situación extraña fue olvidadadebido a los gritos del doctor Maturin, que

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protestaba con indignación porque habíanpreparado una guindola para que subiera abordo seco y sin angustia.

–¡Esto es una injuria! ¿Por qué han hechodistinción conmigo? ¿Acaso no soy un veteranonavegante, un curtido hombre de mar?

Pero su tono cambió por completo cuando lodejaron sobre la cubierta y vio que su antiguocompañero de tripulación James Mowett estabaallí para recibirle.

–¡Ah, James Mowett, cuánto me alegro deverte! Pero, ¿qué haces aquí? Creía que erasprimer oficial de la Illustrious.

–Lo soy, señor. William Babbington va allevarme a Gibraltar.

–¡Claro, claro! Dime, ¿cómo va tu libro?La alegría que se reflejaba en la cara de

Mowett disminuyó ligeramente de intensidad.–Bueno, señor, los editores son unos

malditos… -empezó a decir.En ese momento Babbington lo interrumpió

para dar la bienvenida al doctor, y luego condujoa todos a la cabina mientras hablaba y reía. Allíencontraron a la señora Wray, una joven

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rechoncha y de piernas cortas que ahora parecíamuy hermosa porque había enrojecido al sentiruna mezcla de sentimientos, alegría por verlos aellos y vergüenza porque ellos la habían visto.Ninguno de los presentes se sorprendió, puestodos se conocían muy bien, especialmente lostres más jóvenes, que habían viajado con Jackcomo guardiamarinas cuando estaba al mandode su primer barco, y sabían que Babbingtonquería a Fanny Harte (que era el nombre de ellaantes de casarse con el señor Wray), más que acualquier otra de sus innumerables amadas. Eraposible que les pareciera un poco arriesgadoque Babbington navegara por alta mar con laesposa del vicesecretario interino delAlmirantazgo, pero sabían que era rico en tierra yque los votos de sus familiares en el Parlamentoeran suficientes para protegerlo y conseguir quesólo lo amonestaran por mala conductaprofesional. Además, todos sabían más o menosqué reputación tenía Wray. Allí la única personasorprendida, preocupada y molesta era Fanny.Como Jack Aubrey la aterrorizaba, se sentó lomás lejos posible de él, entre Stephen y un

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rincón. Entre el ruido de las potentes vocesStephen la oyó murmurar:

–… Parece una situación extraña, ¿verdad?,y casi comprometedora, porque estoy muy lejosde tierra… Me siento incómoda… He venido porrazones de salud… El doctor Gordon insistió enque debía hacer un corto viaje por mar…Naturalmente, me acompaña mi sirvienta… ¡Oh,sí! Me alegro de ver al capitán Aubrey bastantebien después de lo que el pobre hombre debe dehaber pasado… Parece un poco más viejo, perode eso nadie se asombraría, y huraño… ¿Tendréque sentarme junto a él durante la cena? Bueno,William tiene una carta de su esposa y tal vezeso suavice su actitud.

–Mi querida Fanny -dijo Stephen-, él nonecesita suavizar su actitud. Siempre ha sentidosimpatía hacia usted, y aunque alguien pudieralanzar la primera piedra, nunca sería él quien lohiciera. Pero, dígame una cosa: la última vez quehablamos del capitán Babbington usted se refirióa él como Charles, lo que me asombró a pesarde saber que tiene varios nombres y que prefiereése a los demás.

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–¡No, no! – exclamó Fanny, enrojeciendo otravez-. Ese día estaba turbada y mi mente era, porasí decirlo, un mar de confusiones. Habíamosasistido al baile de disfraces en casa de laseñora Graham, yo disfrazada de ovejaescocesa y William de heredero al trono. ¡Oh,Dios mío, cómo se reía! Por eso seguíllamándole Charles después. ¡Tenía un aspectotan hermoso con sus enagüillas! Creo quepensará usted que soy muy tonta y simple, perome alegro de que me haya dicho que el capitánme tiene simpatía. Ahora me sentaré junto a élcon gusto. Espero que el pudín de sebo no estépoco cocinado. William insistió en que loprepararan para él y asegura que se puedehacer en un dos por tres en una olla a presión,pero cuando yo era niña, los pudines tardabanhoras en hacerse.

La cena fue muy alegre, y en ella abundaronlas risas y las anécdotas. Además, desde elpunto de vista puramente culinario, a quienesvenían de la Surprise les pareció sumamenteoportuna. En ese momento ni el capitán ni losoficiales de la fragata tenían cocinero; Jack con

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el fin de ahorrar, Stephen por distracción y losoficiales porque estaban en la miseria no habíansubido a bordo sus propias provisiones, así quetenían que vivir de las de la fragata, y como aúnestaba en aguas británicas, no bebían grog sinocerveza de mala calidad, que cada día estabapeor. En la gran cabina la única comidaabundante era el desayuno, lo que Killick habíaconseguido gracias a su autoridad. Durante lacena Babbington contó que la Tartarus habíaperseguido dos días y dos noches una goletanorteamericana muy veloz que seguramenteintentaba violar el bloqueo y llegar a Brest oLorient.

–Mandé amarrar a los topes guindalezas ycabos delgados como usted solía hacer, señor -relató-. Y realmente creo que la habríamosalcanzado si la gavia mayor y el velacho no sehubieran soltado de las relingas al mismotiempo. Pero al menos la obligamos a desviarsede su ruta trescientas o cuatrocientas millas alsur, y tendrá que volver a pasar las mismaspenalidades antes de avistar la costa francesa.

–Señor Mowett, ¿qué iba a decirme de los

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editores? – preguntó Stephen durante una pausaen la que hacían sitio en la mesa para el pudín yse pasaban unos a otros el vino que loacompañaría (vino de Fontignan y Canary).

–Iba a decirle que son unos malditosremolones.

–¡Qué horror! – exclamó Fanny-. ¿Y van alocales especiales o…?

–Quiere decir que son impuntuales -dijoBabbington.

–¡Oh!–Sí. Se suponía que el libro iba a salir el

glorioso uno de junio, pero pospusieron la salidapara el día de Trafalgar, y ahora dicen queatraerá más al público si se publica en elaniversario de Camperdown. Sin embargo, estotiene la ventaja de que puedo pulir lo que heescrito y añadir un nuevo poema.

–Recita algún fragmento del nuevo poema,Mowett -rogó Pullings.

–¡Sí, por favor! – pidieron Babbington yFanny.

–Bueno -dijo Mowett con una mezcla demodestia y satisfacción-. Es bastante largo. Con

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su permiso, señora -añadió, haciendo unainclinación de cabeza a Fanny-, sólo recitaré losversos del final. El poema hace referencia a unabatalla y estos versos narran el momento en queempieza la matanza:

Rápido se deslizan por la mar las aladasescuadras

Y ambas, mirándose con desaprobación,ahora muy

[cerca están«Rápido, hagan zafarrancho de combate»,

grita el[contramaestre con su chillona voz.«Rápido, hagan zafarrancho de combate»,

replicauna voz en cada uno de los navíos huecos.Las mejillas se tornan pálidas por el

extraordinario[miedo.Todo se detiene un momento en medio de un[gran asombro, de un sepulcral silencio y de[inconscientes miradas.Un estruendo que se produjo en algún lugar

de la proa y se parecía a un disparo de un cañón

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de doce libras le interrumpió, pero sólo unmomento.

La muerte va de un navío a otro con su letal[guadaña.En todas las toldillas los demonios de la

muerte[se retuerceny los demonios de la matanza se deslizan por

la[masa de agua teñida de púrpura,abren sus destructoras mandíbulas y beben

con[fruición la sangre que corre…–¡Señor, con su permiso! – irrumpió un

asustado guardia-marina alto y pálido desde lapuerta de la cabina-. El señor Cornwallis meordenó decirle que la máquina a presión estalló.

–¿Hay alguien herido? – preguntóBabbington, poniéndose de pie.

–Creo que nadie ha muerto, señor, pero…–Discúlpenme -dijo Babbington a sus

invitados-. Tengo que ir a echar un vistazo.–Detesto los inventos extranjeros -intervino

Fanny durante la angustiosa pausa.

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–No ha muerto nadie -explico Babbington alregresar-. Además, el cirujano dice que lasquemaduras que tienen los hombres no sonimportantes y que se curarán dentro de un mes,más o menos. Pero lamento tener que decirle,señor, que el pudín se esparció uniformementepor encima del cocinero, sus ayudantes y lacubierta. Ellos pensaron que se cocinaría másrápido si ponían una tapa de hierro en la válvulade seguridad.

–Fue una lástima lo que ocurrió con el pudín -dijo Jack cuando estaban de nuevo en la cabinade la Surprise-. Pero la cena, en conjunto, hasido una de las que más he disfrutado en mi vida.Y aunque Fanny Harte no es Escila ni Caribdis,ambos se quieren mucho, y al fin y al cabo esoes lo que importa. Cuando William se dirigía aPompey, pasó por Ashgrove Cottage parapreguntar a Sophie cómo estaba y ella le dio unanota para que me la entregara en caso de quenos encontráramos. En casa todos están bien ymi suegra es menos fastidiosa de lo que podríasimaginarte. Dice que me han maltratado y quetanto Sophie como yo merecemos su

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benevolencia. No es que haya pensado ni por unmomento que soy inocente, sino que aprueba loque cree que hice. Dice que haría lo mismo situviera la ocasión, como cualquier otra mujer quemire por su capital… Eso que estás tocando noes La marsellesa, ¿verdad?

Desde hacía un rato, Stephen estaba tocandosuavemente dos o tres frases musicales convariaciones, de una forma seminconsciente queno obstaculizaba su capacidad de hablar ni deescuchar.

–Es, o intenta ser, el pasaje de la obra deMozart que tenía en mente el músico francéscuando la compuso. Pero algo se me olvida…

–Stephen, no toques ni una nota más, te loruego -le pidió Jack-. Si no se me escapa, podréinterpretarlo exactamente.

Quitó de un tirón el paño que cubría el estuchede su violín, lo afinó con rapidez y empezó ainterpretar justamente ese fragmento. Despuésde unos momentos, Stephen lo acompañó y,cuando los dos se sintieron totalmentesatisfechos, dejaron de tocar. Después de afinarbien los instrumentos y frotar las cuerdas con

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colofonia, interpretaron de nuevo el pasaje, lotocaron al revés, hicieron variaciones y floreos ya veces uno improvisaba una melodía y el otro loseguía, y viceversa. Estuvieron tocando hastaque un bandazo a sotavento casi hizo caer aStephen del asiento, lo que provocó que suviolonchelo emitiera un chirrido.

Aunque Stephen se repuso enseguida y lascuerdas y el arco no sufrieron daños,desapareció la fluidez rítmica y dejaron de tocar.

–Es mejor así -sentenció Jack-. Dentro depoco iba a empezar a desafinar. Estoy agotadoporque durante las prácticas con los cañonescorrí de un lado a otro sin parar, haciendo eltrabajo que generalmente realizan media docenade guardiamarinas, cada uno al cargo de ungrupo de cañones. Nunca me había dado cuentade que esas pequeñas bestias eran tan útiles.¡Agárrate fuerte! – añadió mientras sujetaba aStephen, que iba a caerse de nuevo, aunqueesta vez estaba de pie-. ¿Tus piernas aún no sehan adaptado al movimiento del mar?

–No es una cuestión de que las piernas seadapten al movimiento del mar -respondió

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Stephen-. Los movimientos de la fragata sonbruscos y violentos. En estas circunstancias,hasta un cocodrilo se caería si no tuviera alas.

–Predije que iba a hacer mal tiempo estanoche -dijo Jack, caminando hacia el barómetro-,pero tal vez sea peor de lo que pensé. Esconveniente que nos preparemos para latormenta también aquí abajo. ¡Killick, Killick!

–¿Señor? – dijo Killick, asomándoseinmediatamente con un trozo de tela enguatadabajo el brazo.

–Guarda en el pañol del pan el violonchelo deldoctor y mi violín junto con ese artículo.

–Sí, señor. Guardar en el pañol del pan elvioloncelo del doctor y su violín junto con el«objeto».

Al principio de su matrimonio, Diana habíaregalado a Stephen una magnífica muestra delarte y el ingenio de los fabricantes dearquimesas. Podía ser un atril para las partituras,y generalmente se usaba como tal, pero tambiénpodía convertirse, por medio de varias palancasy tableros abatibles, en un palanganero, en unpequeño pero útil escritorio, un botiquín o una

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estantería. Además, tenía en total siete cajones ycompartimientos secretos y contenía unastrolabio, un reloj de sol, un calendarioperpetuo, muchos frascos de cristal labrado ycepillos y peines de marfil. Pero lo que más legustaba a Killick era que las bisagras, losadornos de las cerraduras, las molduras ychapas de protección de las puertas, las tapasde los frascos y todos los demás accesorioseran de oro macizo. Killick lo veneraba (el trozode tela enguatada era la primera de las tresenvolturas con que lo protegía del mal tiempo) ypensaba que el nombre que le daba el capitánera inapropiado y tenía connotacionesdespectivas. Le parecía que «objeto» era elnombre adecuado, ya que no tenía ningunarelación con los orinales pero tenía mucha con lasantidad, por ejemplo en «objeto sagrado», ydesde hacía años trataba de imponerla.

Jack permaneció allí unos momentos,meciéndose ligeramente con el balanceo y elcabeceo. Tenía los labios fruncidos como si fueraa silbar, pero no tenía en su mente ningunamelodía sino sólo un conjunto de cálculos

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relativos a la posición, las corrientes, la fuerza delviento y la cambiante presión barométrica, y loscomparaba con los del pasado inmediato y conmuchos otros de similar naturaleza hechos enesa parte del Atlántico. Se puso una chaquetacorta, subió al alcázar y volvió a hacer cálculos,de manera más bien instintiva, en contactodirecto con el viento y el mar. Los marineros yahabían bajado los mastelerillos, las escotillas yaestaban tapadas con listones, los faroles conportezuela colocados y las lanchas aseguradascon cabos dobles. Entonces dijo a Davidge:

–Cuando llamen a los hombres de la guardiade babor, ordéneles arrizar las gavias. Avísemesi cambia el viento. El capitán Pullings va arelevarlo, ¿no es así?

–Sí, señor.–Entonces, comuníquele lo que he dicho.

Buenas noches, señor Davidge.–Buenas noches, señor.Cuando regresó a la cabina, comentó:–Probablemente es ésta la tempestad a que

me refería cuando dije que una batalla o unatormenta unían fuertemente a una tripulación

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mixta. Quisiera no haber hablado como un tonto.Quisiera que nadie hubiera creído que deseabauna tormenta realmente violenta.

–La tatarabuela de mi padrino, que vivía enÁvila, en una casa que os enseñaré a ti y aSophie cuando acabe la guerra, conoció a santaTeresa, y la santa le dijo que se derramaban máslágrimas por los dones concedidos que por losnegados.

CAPÍTULO 3

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Era realmente la tormenta que había pedidoen sus ruegos. Durante tres días el vientoaumentó de intensidad y cambió de orientaciónhasta que por fin se entabló al llegar alestenoreste y estuvo soplando sin variar un sologrado durante dos guardias. Después empezó arolar de forma errática al este y al oeste,ganando más fuerza cada vez, mientras laSurprise avanzaba con el velacho aferrado y conuna vela de mal tiempo desplegada en el estaydel palo mesana. Fue entonces, poco despuésde las tres de la madrugada, muy avanzada laguardia de media y cuando la lluvia caía como ungrueso manto sobre la cubierta, cuando ThomasPullings salió del coy, se puso la capa de lonaalquitranada y subió la escala para ver cómoDavidge capeaba el temporal. La mayoría de losmarineros de guardia estaban en el combés,bajo el saltillo del castillo, protegiéndose de lalluvia, los chorros de agua de mar y la espuma,pero a los cuatro hombres que llevaban el timón yal oficial que estaba situado detrás de ellosrodeando con un brazo el palo mesana, las trescosas asfixiantes les daban de frente y tenían

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que mantener alta la cabeza para poder respirar.Davidge era un marino experimentado ycompetente que había visto algunas marejadasterribles durante su vida, pero, a pesar de eso,poniéndose las manos alrededor de la boca ypegándolas a su oreja, gritó:

–¡Bastante bien, gracias! Pero pensaballamar al capitán porque cada vez que vira unpoco, el timón se estremece como si los cabosque sujetan el tablón se deslizaran por él orozaran algo.

Pullings se colocó entre los marineros quellevaban el timón, todos ellos de Shelmerston,agarró las cabillas y esperó hasta que una granola hizo virar la fragata al chocar contra ella porsotavento. Entonces sintió el conocidoestremecimiento, sonrió y gritó:

–Ésta es una de las triquiñuelas que hacecuando el tiempo es así. Siempre la hace.Podemos dejarle descansar en paz.

En ese momento una larga serie de brillantesrelámpagos iluminó la parte inferior de las negrasnubes y la fragata; se oyeron ensordecedorestruenos; y el viento roló bruscamente, hinchando

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la vela de estay y haciendo virar la Surprisecincuenta grados y avanzar hacia una parte delmar donde las olas eran mucho más grandes yrápidas. Cuando la fragata hundió la proa porprimera vez las verdes aguas llegaron al castillo.Descendió con tanta fuerza y se inclinó tanto queJack, profundamente dormido en el coy trastreinta y seis horas en la cubierta, fue lanzadoviolentamente contra los baos que estaban porencima de su cabeza.

«Dudo que vuelva a estabilizarse», pensóPullings. A la luz de la bitácora podía verse lamisma triste expectación en los rostros de losmarineros que llevaban el timón. Todo lo quesiguió pareció ocurrir muy despacio: el bauprés yparte del castillo emergieron como una negraballena en medio del remolino de espuma, y laenorme masa de agua que estaba en el combésse abalanzó hacia la popa, inundando el alcázary haciendo caer el mamparo de la cabina haciael interior. A la luz de los relámpagos casicontinuos podían verse grupos de marineros deguardia agarrados a los andariveles, que desdehacía tiempo estaban colocados de proa a popa

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entre los cañones. Antes de que el aguaterminara de salir por los imbornales del alcázar,Jack Aubrey subió la escala en camisa dedormir.

–¿Puede virar? – preguntó, y sin esperarrespuesta cogió el timón.

Por las ligeras vibraciones que se producíanentre los impactos de las sucesivas olas contra eltablón, supo enseguida que la fragata respondíacomo siempre lo había hecho. Bajó la vista paramirar el compás y vio que la sangre que corríapor el cristal de la bitácora la había teñido derojo.

–Está herido, señor -dijo Pullings.–¡Maldita sea! – exclamó Jack, virando el

timón para esquivar el viento-. ¡Larguen elvelacho! ¡Eh, los de proa, muévanse! ¡Tiren delos palanquines de la trinquete!

Ése fue el último de los terribles ycaprichosos azotes de la tormenta. Cuando laguardia cambió, el viento volvió a rolar hasta elestenoreste y se llevó las nubes que ocultaban laluna. Entonces pudo verse un horribleespectáculo: la verga de la cebadera, el botalón

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del foque y otros habían caído, la botavara y laverga trinquete estaban desprendidas y elbotalón de la cangreja, así como numerososcabos, estaban rotos. La situación eradeprimente pero no desesperada, pues no habíamuerto ningún marinero y había entrado pocaagua abajo, aunque la cabina estaba húmeda ycasi vacía y carecía de intimidad, pues elmamparo se había caído. Pero a la hora deldesayuno la fragata navegaba a unos cinconudos sólo con las gavias desplegadas y con unviento entre flojo y moderado. Los fuegos de lacocina estaban de nuevo encendidos y Killickhabía recuperado el molinillo de café, queseguramente alguna absurda ráfaga de vientoarrastró a la bodega cuando el ayudante delcarpintero bajó a ver la sentina.

Jack Aubrey tenía alrededor de la cabeza unasangrienta venda que le tapaba un ojo.Generalmente llevaba su largo y rubio pelorecogido tras la nuca con una ancha cinta, perohasta ahora no había tenido tiempo de quitarle lasangre coagulada y los mechones endurecidosapuntaban en todas direcciones, lo que le daba

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un aspecto inhumano. Sin embargo, se sentíasatisfecho de la manera en que se habíancomportado los tripulantes, pues no protestaronpor la escasez, de provisiones ni por pasar tresdías comiendo sólo galletas y queso y bebiendocerveza de mala calidad; no vacilaron al recibir laorden de subir a la jarcia; no trataron deesconderse abajo, y nunca pusieron mala cara.Por eso el ojo que le quedaba destapado teníauna mirada benévola.

–Es asombroso que en tantos años en el marnunca haya visto a ningún carpinteroincompetente -dijo durante el desayuno-. Aalgunos contramaestres sí, porque a menudo secomportan como tiranos y vuelven malos a losmarineros. Incluso a algunos condestables aquienes no siempre se puede convencer de queacepten cambios aunque sean mínimos. Pero aningún carpintero. Parece que han nacido con eloficio aprendido. El señor Bentley ya reparó labotavara y casi ha terminado de colocar elbotalón de babor, así que podemos… ¿Quédemonios están gritando los marineros en elcombés?

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Se inclinó para mirar hacia delante pordebajo del alcázar y vio que todos los marinerosencargados de reparar las trapas estaban de piey gritaban al serviola que estaba en el tope.

–Le pido disculpas por no haber tocado,señor -dijo Pullings, pero no hay nada dondetocar. Hay un barco por sotavento, señor, y aúnno se le ve el casco.

–¿No se le ve el casco? – preguntó Jack-.Entonces tendremos tiempo para terminar detomar el café. Siéntate, Tom, y permítemeservirte una taza. Sabe un poco extraño, pero almenos está caliente.

–Sí, está caliente, señor -dijo Pullings y luego,volviéndose hacia Stephen, añadió-: Supongoque habrá pasado una noche horrible, doctor,pues su cabina está desecha, si me permitedecirlo.

–Admito que hubo un momento en que lleguéa sentirme muy mal -confesó Stephen-, cuandome pareció ver en sueños a un malvado quehabía dejado la puerta abierta y que estabaexpuesto a que me alcanzara la humedad. Peroluego me di cuenta de que no había puerta y me

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preparé mentalmente para dormir.En cuanto terminó el desayuno, los tripulantes

de la Surprise guindaron los mastelerillos. Muypronto se dieron cuenta de que la presa no eraimportante, pero, a pesar de eso, Jack ordenómetódicamente desplegar velas hasta que laSurprise hizo aparecer olas de proa deconsiderable tamaño y el agua que pasabasusurrando por sus costados describió una largacurva y formó una estela profunda y recta como sila fragata persiguiera a un galeón de Manila.Tenía el viento por la aleta de estribor y ahorasólo podía llevar desplegadas las alas bajas. Esaera la primera vez que Jack la gobernaba desdeque habían salido de Shelmerston y la primeravez que los nuevos tripulantes habían visto lo queella era capaz de hacer. A todos los que estabana bordo les gustaba su rapidez, pero no sólo esosino también su audacia, la forma en que lanzabalejos el agua que pasaba bajo la proa. El vientoera más flojo, pero soplaba perpendicularmentea la corriente y a las olas, provocando que elagua hiciera extraños movimientos; a pesar deeso, la fragata se movía por las agitadas aguas

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con más ligereza que ninguna otra embarcación.Cuando sonaron las cuatro campanadas de laguardia de mañana, un tripulante tiró la barquillade la corredera y comprobó que la velocidad erade diez nudos y todos lanzaron vítores. Aunqueera poco probable que hubiera problemas, Jackordenó que llamaran a los marineros a comertemprano, pero a un grupo después del otro, ymuchos de ellos regresaron a sus puestos contoda la comida que podían para no perdersenada. Sabían desde el principio que la presa erauna embarcación que estaba en malascondiciones con velas de cuchillo, y a medidaque se acercaba a todos les parecía másprobable que fuera la corbeta de Babbington. Enel trinquete, que estaba intacto, estabandesplegadas la vela trinquete, el velacho, ynumerosos foques, y los tripulantes seesforzaban por poner un mástil provisional,aunque eso no serviría de nada, pues aunquecolocaran en él una vela mayor, la fragata notardaría en poder adelantar al barco.Probablemente había adelantado a la Tartaruscuando aún estaba intacto, pero así, en tan malas

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condiciones y, sobre todo, navegando a lacuadra, no podía competir con la Surprise.

–Así que eso es una goleta -dijo Martincuando él y Stephen la observaban desde elcastillo-. Pero, ¿cómo lo sabe?

–Porque tiene dos mástiles. Están tratandode colocar el segundo.

–Pero los bergantines, los queches, lasbalandras, las galeotas y los dogres tambiéntienen dos mástiles. ¿Cuál es la diferencia?

–El zarapito real y el común tienen algunassemejanzas, y los dos tienen dos alas, pero losbuenos observadores perciben la diferencia quehay entre ellos.

–Se diferencian en el tamaño, el canto y lafranja alrededor del ojo.

–Esas mismas diferencias, a excepción de lavoz, se encuentran entre las embarcaciones dedos palos. Una persona familiarizada con ellosdistingue enseguida el equivalente de la franjaalrededor del ojo, las líneas de las alas y losdedos semipalmeados -añadió Stephen no sincierta satisfacción.

–Tal vez llegaré a distinguirlas con el tiempo -

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dijo Martin-. Pero también son parecidos loslugres y los barcos destinados a la pesca delbacalao y el arenque -añadió y, después demeditarlo, continuó-: Es muy extraño que entantos días sólo hayamos encontrado este barco,sin contar los dos navíos de guerra que vimos ylos sardineros que encontramos frente al caboLizard. Recuerdo que el canal estaba abarrotadode barcos. Había enormes convoyes que a vecesocupaban varias millas, pequeños grupos deembarcaciones y barcos aislados.

–Creo que hay rutas marinas establecidas deacuerdo con los vientos y el tiempo de un lado aotro del océano -dijo Maturin-. Esas rutas puedenseguirse sin preocupación, como un cristianopuede caminar por la calle Sackville, atravesar elpuente Carlisle, pasar por Trinity College y llegara Stephen Green, morada de dríadas querivalizan en belleza; sin embargo, el capitánAubrey ha procurado evitarlas, como han hecho,sin duda, los barcos dedicados al contrabandoque el desagradable capitán del cúter buscaba. Yapuesto a que esa goleta es uno de ellos.

Maturin se equivocaba en eso. La goleta era

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una embarcación veloz y podría hacercontrabando, pero alguien que la observara conmás atención advertiría que parecía una presarecuperada, o a punto de ser recuperada, puesmientras los escasos tripulantes se esforzabanpor colocar las burdas y la verga de la gaviamayor, varios hombres más y tres mujeres queestaban junto al coronamiento gritaban yagitaban la mano en el aire.

La Surprise se acercó a la goleta, se detuvojunto a ella de manera que impedía que le vientohinchara sus velas y disparó un cañonazo porbarlovento. Entonces la goleta arrió la bandera.

–¡Compañeros de tripulación! – gritó Jack-.¡Todos saben los términos de nuestro acuerdo: elhombre que robe o maltrate a algún prisionero osaquee la goleta será sacado de la fragata yllevado al cúter azul.

Pero la goleta, la Merlin, no era una presarecuperada, y tampoco un barco corsarioindependiente a pesar de lo que dijera sucapitán, un estadounidense de Luisiana quehablaba francés. De los relatos prolijos yconcordantes de los prisioneros liberados se

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desprendía que la goleta era la compañera deuna embarcación mucho mayor, el Spartan, unbarco armado por un consorcio franco-estadounidense que intentaba minar el comerciode los aliados con las Antillas.

Jack conocía muy bien el Spartan, pues lohabía perseguido durante dos días y dos noches,con buen tiempo y también con muy mal tiempo.La opinión que tenía de su capitán como marinoera excelente, y, sin embargo, se sorprendió alenterarse de que durante su último viaje habíacapturado nada menos que cinco presas: dosbarcos de Port Royal cargados de azúcar, quepor su lentitud se habían separado del convoy alque pertenecían durante la noche, y tres barcosque hacían el comercio con las Antillas concargamentos aún más valiosos, de añil, café,palo campeche, ébano, madera tintórea ycueros, los cuales se habían aventurado anavegar solos confiando en su velocidad. Y sesorprendió aún más al saber que habíanamarrado los cinco en el puerto Horta, en Faial, yhabían embarcado en la goleta a sus capitanes,a los comerciantes que representaban a la

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compañía y a las esposas de algunos de ellosque los acompañaban en el viaje, para que losllevara a Francia, donde deberían hacer lasdiligencias necesarias para conseguir el rescate,tanto de los barcos como de los cargamentos.

–¿Por qué no regresó a su país rápidamentecon un botín tan estupendo? – preguntó Jack-.Nunca había visto a un barco privado tener tantoéxito en un viaje corto… y tampoco en uno largo.

La respuesta era obvia, pero nadie laencontró hasta esa tarde. El capitán de la goletano daba ninguna información y sus pocostripulantes tampoco podían hacerlo porquedesconocían el plan general. Por otra parte, Jacky Pullings estaban demasiado ocupados con losantiguos y los nuevos prisioneros y elaprovisionamiento de la presa.

El capitán estadounidense, los comerciantesy sus esposas habían subido a bordo de lafragata enseguida, y lo correcto era que Jack losinvitara a comer; y, por otra parte, se acercaba lahora en que los oficiales solían comer. Sinembargo, Jack no disponía de una cabina dondepoder agasajarlos y, aunque la tuviera, no tenía

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nada que poner en la mesa.–Señor Dupont, le agradecería que me

hiciera un favor -dijo Jack al capitánnorteamericano cuando fue llevadodiscretamente a popa para que le enseñara ladocumentación de la Merlin.

–Con mucho gusto haré lo que esté en mimano, señor -respondió Dupont, mirando condesconfianza la figura que tenía ante él-. Harétodo lo que pueda, dentro de mis escasasposibilidades.

Los capitanes de barcos corsarios teníanfama de crueles y rapaces, y Jack,extremadamente delgado y alto, sin lavarse, conpelos hirsutos de color rubio brillando en su carasin afeitar, con la venda aún más ensangrentadadebido a la reciente actividad y con mechonesde pelo endurecidos por la sangre colgandoalrededor de la cara como si fueran de unapeluca de mujer mal teñida, era una figuraimponente, ante la cual habían retrocedido lasesposas de los comerciantes a pesar de estaracostumbradas a la vida en el mar.

–La verdad es que tenemos escasez de

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provisiones y sería un descrédito para la fragatay para mí tener que ofrecerles a usted y a esasdamas una comida consistente en carne de vacasalada, guisantes secos y una cerveza de tanmala calidad que apenas puede beberse.

–Pídame lo que quiera, señor, se lo ruego -dijo Dupont, que se temía algo mucho másdesagradable-. Dispongo de muchasprovisiones, aunque el té casi se ha acabado. Apesar de que mi cocinero es negro, no carece dehabilidad. Se lo compré a un hombre que rendíaculto a su estómago.

Ese era un extraño culto, pero el capitán y losoficiales de la Surprise, después de habersoportado una tormenta tantos días y habercomido poco más que el pan de la fragatadurante ese tiempo, pensaron que tal vez teníafundamento. Incluso los invitados tuvieron unaagradable sorpresa, pues, a pesar de que elcocinero negro siempre les había hecho cosasbuenas, ahora se había esmerado y la tarta demanzana era digna de elogio y el vol au vent hizoentornar los ojos a las damas.

Los oficiales de la Surprise atribuyeron esto a

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su alegría y su gratitud hacia Killick. En cuantosubió a bordo, Killick, que era quien se ocupabade ese tipo de asuntos por ser el repostero delcapitán, lo había cogido por el brazo y, a la vezque hacía un gesto que indicaba que a unhombre le quitaban las esposas, por si no lecomprendía bien, le había dicho lentamente:

–Usted, libre. – Quería darle a entender queen el momento que había puesto un pie en unbarco británico había dejado de ser un esclavo ytocándole el pecho repitió-: Usted, libre.

El cocinero negro respondió:–Disculpe, señor, pero mi apellido es Smith.Pero habló tan bajo por miedo a ofenderlo

que sus palabras, en medio del alboroto, apenasse oyeron.

La comida tuvo lugar en la cámara deoficiales y Jack Aubrey, ahora presentable, sesentó a un extremo de la larga mesa y Pullings enel otro. Cuando por fin terminó, Stephen y elhombre que estaba sentado a su derecha fueronhasta el lado de sotavento del alcázar, dondefumaron cigarrillos hechos al estilo español yconversaron en esa lengua, pues el hombre,

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Jaime Guzmán, era un español originario deÁvila, es decir, de Castilla la Vieja y, además,socio de la compañía gaditana propietaria de lamayor parte del cargamento de madera tintóreaque llevaba uno de los barcos capturados, elWilliam and Mary. Chapurreaba un poco deinglés, pero desde hacía mucho tiempo no secomunicaba de ningún modo con sus captores.Era un hombre comunicativo, y tras semanas sinhablar, ahora su locuacidad era casi alarmante.

–Esas mujeres, esas odiosas mujeres, no medejaron disfrutar de esto ni siquiera en el viaje deida -dijo, expeliendo el humo por la boca y lanariz-. Son como voluptuosas civetas, pero meparecen muy desagradables. Una vez tuve laintención de ayudarlas a mejorar, pero luegopensé que quien da pan a perro ajeno pierde elpan y pierde el perro. Ninguna de esas personashubiera sido bien recibida en Ávila; la tatarabuelade su padrino nunca hubiera consentido enrecibirlas. – Guzmán habló de la Ávila de sujuventud y eso lo llevó a hacer comentarios sobrela ciudad de Almadén, donde su hermano seocupaba de la parte comercial de la explotación

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de minas de mercurio, y sobre Cádiz, la ciudaddescuidada y depravada donde Guzmán sehabía establecido.

–Don Esteban -prosiguió-, yo soy cristianoviejo, como usted, y me gusta mucho el jamón,pero en Cádiz no se puede encontrar jamón.¿Por qué? Porque allí todos son cristianosnuevos, mitad moros o mitad judíos. No esposible llevarse bien con ellos, como mi hermanoha comprobado. Son deshonestos, tienen doscaras y, como la mayoría de los andaluces,tienen una desmedida ambición de dinero.

–Dicen que quien desea hacerse rico en unaño morirá ahorcado a los seis meses -comentóStephen.

–No es frecuente que ahorquen a esaspersonas tan pronto -siguió Guzmán-. Pero voy acontarle el caso de mi hermano. Obviamente, hayque mandar mercurio al Nuevo Mundo, pues sinél no se puede extraer oro, y cuando Inglaterra yEspaña estaban en guerra se enviaba enfragatas. Las fragatas eran apresadas confrecuencia debido a la traición de los malvadosfuncionarios de Cádiz, que comunicaban a los

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judíos de Gibraltar la fecha en que zarpaban eincluso la cantidad de bolsas que llevaban, puesdebe usted saber, don Esteban, que el mercuriose transporta en bolsas de piel de oveja demedio quintal. Ahora que la guerra ha cambiado,no podemos prescindir de las fragatas, y muchomenos de los navíos de línea; así que mihermano, presionado por todos lados, despuésde esperar durante años decidió fletar el máspotente y fiable barco corsario de la costa, unbarco que tiene por nombre Azul, dedimensiones similares a esta fragata, para llevarciento cincuenta toneladas a Cartagena. ¡Cientocincuenta toneladas, don Esteban! ¡Seis milbolsas! ¿Puede usted imaginarse seis mil bolsasde mercurio? – Ambos estuvieron algunosmomentos tratando de imaginarse seis milbolsas de mercurio y luego Guzmán continuó-:Pero me parece que esos hombres han actuadoahora con la misma mala fe. El capitán delSpartan sabe muy bien que el Azul iba a zarparhace ocho días y que va a hacer escala en lasAzores. Tal vez la haya atrapado ya. Pero loimportante es otra cosa, algo que sé porque los

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oficiales del Spartan son menos discretos que elseñor Dupont: que a final de mes la fragatanorteamericana Constitution y una corbetallegarán a las Azores desde el sur y el Spartan ysu flotilla de presas se unirá a ellas para regresara Estados Unidos bajo su protección.

Jack Aubrey tenía la rara virtud de escucharlos relatos sin interrumpir, y en esta ocasiónincluso esperó a oír los comentarios.

–Te he contado esto tal como me lo relataron,Jack. Tengo razones para creer que Guzmán,que desea ansiosamente la reinstaruración delSanto Oficio, está equivocado respecto a losjudíos de Gibraltar; sin embargo, no esimprobable que el consorcio franco-estadounidense conozca la existencia de esecargamento de mercurio. Por otra parte, creoque la buena fe de Guzmán está fuera de todaduda. ¿Qué opinas de lo que dijo sobre laConstitution?

–Si el señor Hull todavía está al mando, esprobable que llegue en la fecha prevista. Esfamoso por su puntualidad. Por supuesto, nopodemos luchar contra ella, pues lleva cuarenta y

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cuatro cañones de veinticuatro libras y disparauna andanada de 768 libras. Sus escantillonesson como los de un navío de línea y la llaman LaInvencible. No obstante…

Continuó hablando mientras cruzaba por sumente la carta marina de la zona del Atlánticocomprendida entre los treinta y cinco y loscincuenta grados de latitud norte, con las Azoresen el centro. El Spartan patrullaría el área situadaentre San Miguel y Santa María por la parte dedonde venía el viento, pues así tendría ventajarespecto al Azul cuando apareciera, y en esaépoca del año el viento soplaba del oeste o elnoroeste. Era posible que la reciente borrascahubiera detenido al Azul o que lo hubiera hechoavanzar, pero seguramente habría retrasado a laConstitution, lo que era un factor fundamental delplan que estaba ideando; el plan para hacercreer al capitán del Spartan que la Surprise erael Azul, al menos el tiempo suficiente antes deentablar combate. Pensó sucesivamente en lasfechas, el reciente temporal, la probablevelocidad del Azul, que navegaba sin prisaaunque la tripulación era eficiente, y la posición

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actual de la Surprise, y le pareció que si lafragata avanzaba ciento veinticinco millas diariashabía posibilidades de que llegara allí a tiempo.No muchas, pero valía la pena hacer el esfuerzopor las que había.

«Si el viento sigue soplando con fuerza»,pensó. Últimamente el barómetro había tenidosubidas y bajadas erráticas y era imposiblehacer una previsión del tiempo, así que lo únicoque podía hacer era continuar navegando sinella.

Una vez más, Stephen oyó las palabras «nohay ni un momento que perder» y después Jackcorrió a la cubierta para ordenar a Pullings quepusiera inmediatamente a todos los marineros ahacer los trabajos de reparación de la Merlin.Cuando regresó, preguntó a Stephen:

–¿Tendrías la amabilidad de hacer deintérprete, si hago preguntas sobre el Azul a esecaballero?

Por sus relaciones y su profesión, Guzmánsabía mucho más de barcos que un hombre detierra adentro corriente, y la información que dioacerca del Azul fue convincente: que tenía tres

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mástiles, aparejo de bricbarca y un calado dequinientas toneladas. También lo fue ladescripción que hizo: estaba pintado de unhermoso color azul y tenía las portas negras,como las de un barco de guerra. Jack meditósobre ello. Si bien poner jarcia de bricbarca a laSurprise no presentaba dificultad, porque casi loúnico necesario era substituir las vergas de lamesana y la sobremesana por velas de cuchilloen el palo mesana, ese viaje era sólo una pruebay la fragata llevaba muy pocas provisiones. Encuanto a las portas negras, era una suerte, puesla fragata ya las tenía, nunca había dejado deestar pintada al estilo de Nelson, a cuadrosblancos y negros; sin embargo, los costadosazules eran harina de otro costal.

–Llamen al señor Bentley -ordenó.Luego, cuando llegó el carpintero, preguntó:–¿Cuánta pintura azul tenemos, señor

Bentley?–¿Pintura azul, señor? Apenas tenemos

suficiente para dar al cúter dos capas finas, muyfinas.

Jack permaneció pensativo un momento y

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luego dijo:–Stephen, por favor, pregúntale si el azul es

oscuro o claro.Cuando supo que el Azul era de color claro,

tan claro como el cielo al alba, se volvió hacia elcarpintero para preguntarle de cuánta pinturablanca disponían. La respuesta fue casi tandesalentadora como la anterior: apenas unquintal.

–Bueno, bueno -dijo Jack-. Haremos lo quepodamos. Dígame, señor Bentley, ¿cómo está lagoleta?

–¡Oh, señor! – exclamó el carpintero, y surostro se iluminó-. Logramos ponerle unestupendo palo mayor usando casi el mejormastelero que teníamos con un dado colocadoen la base y dando algún que otro retoque a lafogonadura.

–Usted y sus ayudantes han trabajado mucho,señor Bentley.

–¿Trabajado? Más que las abejas.Al otro día también trabajaron como las

abejas, porque mientras Jack daba su paseonocturno por la cubierta, había encontrado la

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solución al problema de cambiar el aspectoexterno de la Surprise. Se necesitaban variascapas de pintura blanca para tapar las franjasnegras que estaban por encima y por debajo dela banda blanca con las portas negras, y con lapintura que tenían sólo podían dar una capa a lamitad de un costado, lo que no sería suficientepara cubrir el negro. Pero se podía extender lapintura sobre lona… Se podía extender muy biensobre lona blanca, y alguien con buena voluntadpodía conseguir que muy poca cantidad cundieramucho.

En cuanto se hizo de día y llamaron a loshombres que limpiaban la cubierta, Jack tuvo unalarga conversación con el velero para averiguarcuál era la lona más fina y más blanca y si eraabundante. Tuvieron que sacrificar ciertacantidad de lona del número 8, pero la mayorparte de la que escogieron estaba casi pasada ysólo servía para reparar juanetes ysobrejuanetes, pues la Surprise se había vendidocon todos su pertrechos y en su última misión porla zona tropical del Pacífico la lona para las velasse había desteñido con el sol y gastado.

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Cuando la cubierta estaba seca (puessolamente se suspendía la limpieza de la fragataen caso de una inminente batalla), los marinerosdesenrollaron la lona, la midieron, la volvieron amedir, la extendieron de una punta a otra delcasco por la parte exterior, la marcaron conprecisión, volvieron a extenderla, la cortaron y lapintaron. Hicieron el trabajo en el alcázar, quecubrieron por completo, ya que a la velocidad elela fragata y con el mar tan agitado no podíanpintar la lona amarrada fuera del casco. Por otraparte, el castillo estaba demasiado lleno y en elcombés, además de que las lanchas y lasplataformas en que estaban apoyadas dejabanpoco espacio libre, siempre había hombres en elpasamano, porque el tiempo era muy variable yel bendito viento del nornoreste, aunque aún erafuerte, había rolado tanto durante la noche quesoplaba en una dirección que hacía necesariotirar constantemente de las brazas y las bolinas ymover el timón con sumo cuidado para que lafragata navegara lo mejor posible.

Por tanto, cuando Stephen subió a la cubiertase encontró la popa de la fragata muy llena y a

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los tripulantes muy ocupados. Como ocurría amenudo, había pasado buena parte de la nochedespierto, pensando en Diana a la vez que veíanítidas imágenes de ella, entre las cualesdestacaba una en que conducía su caballo a unaenorme valla ante la que habían retrocedidomuchos hombres y saltaba por encima de ella sinpensarlo dos veces. Había tomado su medicinahabitual a las dos de la madrugada, habíadormido hasta muy tarde y se despertó atontado.El café lo despabiló, y se habría quedadosentado un rato más para beberlo si no hubieramirado su reloj y se hubiera dado cuenta de quetendría que estar cumpliendo con su obligación,que era atender a los enfermos con Martin;Padeen, su ayudante temporal, no tardaría engolpear una palangana de cobre junto al palomayor cantando: «¡Que los enfermos se reúnanen este lugar si quieren a nuestro querido doctorconsultar!». Y lo diría cantando porquetartamudeaba al hablar, pero podía cantar muybien.

No obstante eso, primero Stephen quería verel cielo, dar los buenos días a sus compañeros y

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saber si la Merlin todavía los acompañaba.Cuando terminó de subir la escala, mientrasnotaba una sensación de calor y miraba labrillante luz del sol, el luminoso cielo y una torrede velas de un blanco resplandeciente que casillegaba hasta él, se le borró la sonrisa del rostroal oír frases en tono desaprobatorio:

–¡Señor, apártese, señor!–¡Retroceda, doctor! ¡Retroceda, por el amor

de Dios!–¡Va a tropezar con la lata!Los marineros nuevos eran tan vehementes

como los antiguos tripulantes y mucho másgroseros (uno le llamó asno), pues muy prontocomprendieron lo que estaba en juego; teníanenormes deseos de combatir con el Spartan yhacían diligentemente los preparativos para lalucha, aunque no fuera más que una hipótesis.

–¡Quieto! – gritó Jack, cogiéndolo por loscodos-. ¡No te muevas! ¡Padeen, Padeen, traeotros zapatos a tu amo! ¿Me oyes?

Cuando los zapatos llegaron, Stephen se lospuso. Entonces miró las bandas pintadas de azulque se extendían hasta el coronamiento y luego

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los rostros de expresión malhumorada ycompasiva a la vez que estaban vueltos hacia ély exclamó:

–¡Oh, cuánto lo siento, Jack! ¡No deberíahaber mirado hacia el cielo! – y añadió-: Padeen,por lo que veo, se te ha hinchado la cara otra vez.

En efecto, se le había hinchado la cara. Elpobre hombre, que tenía la mejilla tan abultadaque la piel estaba brillante, se limitó a respondercon un gruñido.

Sonaron las cinco campanadas y Padeenempezó a golpear la palangana y a cantar lacancioncilla con voz apagada. A pesar de que enla Surprise, como en todos los barcos, habíacierto número de hipocondríacos, los hombresestaban tan atentos a su trabajo y lo hacían contanto afán que Padeen fue el único paciente queacudió a la enfermería.

Stephen y Martin le miraron con lástimaporque hacía tiempo que sospechaban que teníaincrustada la muela del juicio y sabían que en esecaso no podían hacer nada. Entonces el doctorMaturin le tomó el pulso, volvió a mirarle elinterior de la boca y la garganta, le echó una

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generosa dosis de su medicina habitual, leamarró un pañuelo alrededor de la cara y lorelevó de sus tareas.

–Eso es casi la panacea -dijo Martin,refiriéndose al láudano.

–Al menos hace algo -dijo Stephen,encogiéndose de hombros y abriendo losbrazos-. No podemos hacer nada más… -añadióy después de una pausa continuó-: El otro díaencontré una palabra que no conocía y que meencantó: psychopannychia. Significa el sueñodel alma durante la noche. Seguramente usted laconoce desde hace tiempo por sus estudios dereligión.

–Asocio la palabra con el nombre de Gauden-dijo Martin-, que pensaba que eso era erróneo.

–Yo la asocio con la idea de bienestar -dijoStephen, acariciando la botella-, un bienestarprofundo y duradero, aunque no sé si algunadoctrina aprueba ese estado. ¿Le apetece quevayamos al castillo? No creo que allí nosmolesten.

Estaban todos demasiado ocupados paramolestarlos. Pintaban la lona y la banda blanca

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en la parte posterior de la serviola en el costadode barlovento, inclinados peligrosamente porfuera de las portas. La cubierta del castilloestaba ladeada once o doce grados hacia el sol,y la temperatura allí era muy agradable, encontraste con el largo invierno inglés queacababa de pasar.

–El mar es azul, el cielo es azul, las nubes sonblancas y todo brilla -dijo Stephen-. ¿Qué otracosa puede ser más agradable? Un poco deespuma de las olas de proa no tiene importancia,es más, es refrescante. Además, el calor del solpenetra hasta los huesos.

Después de la comida, que fue frugal y rápiday que todos abordaron sin mucho apetito, losmarineros volvieron a su trabajo, y esta vez sesentaron cómodamente en cojines de filástica.La Merlin, que hasta entonces había navegadocomo debía hacerlo, en la estela de la fragata y aun cable de distancia, la adelantó, pues era másrápida que ella navegando de bolina y alcanzóocho nudos de velocidad, mientras la Surprisenavegaba a seis. Cuando pasó junto a la fragatael capitán informó a gritos de que pescaban

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tantas caballas como querían, pero ni siquieraeso, que era el pasatiempo preferido de losmarineros (y algo muy conveniente cuando lacomida era escasa) logró apartar su atención deltrabajo. Algunos de los nuevos marineros teníanconocimientos de navegación y la mayoría de losantiguos tripulantes de la Surprise sabían dóndedebía situarse la fragata para tener posibilidadesde encontrarse con el Spartan a tiempo, y poresa razón habían visto con satisfacción que losoficiales medían la altura del sol a mediodía, queDavidge decía: «Las doce en punto, señor, consu permiso. Cuarenta y tres grados y cincuenta ycinco minutos de latitud norte» y que el capitánreplicaba: «Gracias, señor Davidge».

Eso significaba que debían avanzar seisgrados de latitud en tres días. Aunque quizá fueranecesario virar un poco hacia el oeste, selograría si la fragata navegaba a una velocidadmedia de cinco nudos, y hasta ahora, siempreque se había medido la velocidad, el resultadohabía sido superior a seis. Seguramenteentablarían combate, un combate provechoso, eljueves, y todos pensaban que era una estupidez

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perder la oportunidad de luchar contra el Spartanpor pescar un puñado de caballas, sobre todo sieran españolas.

Sin embargo, entre dos manos de pintura,Bonden corrió a la proa con una cesta llena decabos y Stephen y Martin, sosteniendo en mediode los dos una serie de tiras de un pañuelo rojo amodo de cebo, empezaron a sacar las caballasdel mar. Ya tenían la cesta medio llena cuandoconcibieron esperanzas de pescar bonitos al vervarios perseguir a las caballas, y en esemomento se oyó un grito:

–¡Hombre al agua!–¡Muevan las escotas! – gritó Jack, saltando

por encima de las bandas pintadas y subiéndosea la batayola llena de coyes.

Los marineros fueron a coger los cabos queles correspondían con rapidez pero con muchocuidado, y un minuto después se oyó elensordecedor ruido de los gualdrapazos de lasvelas cuando el viento dejó de hincharlas. Jackmiró atentamente al hombre, uno de los pintores,que se había inclinado demasiado hacia afuera,y vio que estaba nadando. También vio que la

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Merlin viraba a babor y que sus hombreslanzaban una lancha al agua desde la popa, asíque volvió a abrocharse la chaqueta que estabaa punto de quitarse.

–¡Giren el velacho! – gritó.La Surprise empezó a ganar velocidad

inmediatamente, lo que a todos les parecióextraño después de haberse acostumbrado a surápido y rítmico movimiento.

La lancha de la Merlin, con el hombrerescatado a bordo, se acercó a la fragata y losmarineros les advirtieron a gritos que no tocaransus costados, así que los tripulantesengancharon el bichero en la proa. Pullings subióla escala seguido de algunos hombres conbolsas y del hombre empapado objeto de lapreocupación de todos, un antiguo tripulante dela Surprise llamado Joe Plaice. Pero el hombreno fue bien recibido a pesar de tener muchosamigos e incluso parientes a bordo ni nadie lefelicitó por estar vivo.

–Me parece que este marinero de agua dulcetambién dejó caer la maldita brocha -dijo uno desus compañeros de tripulación cuando pasó por

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su lado.–Es conveniente que vaya a cambiarse,

Plaice -dijo Jack fríamente-. Espero que, a pesarde sus imprudentes costumbres, tenga aún ropaseca.

Luego, alzando la voz, dio una serie deórdenes para que la fragata volviera a ponerseen movimiento. Parecía que algo imprevistohabía dañado las juanetes, pero lo que ocurríaera que el viento había amainado.

–¿Cómo va, Tom? – preguntó, señalando laMerlin con la cabeza.

–Suave como la seda, señor -respondióPullings-. Es estanca, navega de bolina conrapidez y vira con facilidad.

Pero, señor, las mujeres han creado un graveproblema, pues insisten en que las llevemos aInglaterra enseguida. Han amenazado conquejarse de nosotros para que nos juzguen y nosdeporten a Botany Bay.

–Me pareció oírlas gritar cuando nos avisastede que había caballas -dijo Jack-. Puedesdecirles que todo terminará pronto. No podemosquedarnos en alta mar ni un día más después del

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jueves o tendremos que comernos los cinturonesy las suelas de los zapatos. De todas maneras,tendré que reducir las raciones de los marineros.Pero, aunque nos quedáramos, creo que notendríamos oportunidad de encontrar a nuestrohombre después del jueves. Es más, creo que elúltimo día que podríamos encontrarlo es eljueves, o tal vez antes.

–Respecto a los cinturones y los zapatos,señor -explicó Pullings-, le diré que me hetomado la libertad de traerle algunas provisionesen esas bolsas. Me las dieron voluntariamente -añadió al ver que Jack lo miraba con recelo,pensando que había acudido a su mente lapalabra «pillaje».

–Gracias, Tom -respondió Jack, pensativo, yenseguida dio un paso hacia delante y arañó unaburda mientras silbaba-. Si el viento vuelve arolar al norte y a soplar con fuerza, y espero yruego que así sea…

–Amén, señor -dijo Pullings arañando éltambién la burda.

–Probablemente te dejaremos atrás, pero noavances a una velocidad demasiado alta para

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mantenerte junto a nosotros, es decir, que seasuperior a la que las gavias pueden soportar.Nos encontraremos en los 37° 30' N y 25° 30' O.Y gracias por las provisiones.

–En los 37° 30' N y 25° 30' O, señor -dijoPullings y pasó por encima del coronamiento.

A pesar de los silbidos y los arañazos a laburda (no hubo ningún marinero que no siguierael ejemplo de su capitán), el viento amainódurante el día y la noche, así que la Merlin nosólo no se quedó atrás sino que sus tripulantestuvieron que arriar todas las velas, excepto latrinquete, a la que hicieron dos rizos para que semantuviera en su posición.

–Avanzamos con dificultad -anunció Davidgeen la cámara de oficiales-, aunque, por elaspecto que tenía el día, hubiera jurado que elviento iba a rolar al norte. El capitán opinó lomismo, a pesar de las extrañas oscilaciones delbarómetro. Quizás un brindis por Bóreas nosayudaría.

Vertió ponche en las copas (entre lasprovisiones que había traído Pullings había unabotella de coñac para cada oficial) y exclamó:

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–Caballeros, ¡por Bóreas!–¡Por Bóreas! – repitió West-. Pero que

sople con moderada intensidad, no con tanta quesea necesario llevar las gavias aferradas en laguardia de alba.

–¡Por Bóreas! – exclamó Stephen-. Pero megustaría que no soplara durante una hora más omenos por la mañana, pues así el señor Aubreypodría darse el gusto de nadar y el señor Martin yyo el de coger especímenes en la lancha. Estatarde hemos atravesado por una auténtica flotillade medusas no descritas todavía y ninguna podíacocerse con la red.

–Le agradecemos mucho las caballas y losbonitos -intervino de nuevo West-, pero creo quelos hombres que están a bordo de esta fragatano dejarían de avanzar una milla hacia el sur nipor todas las medusas del mundo. No, nodejarían de avanzar ni cien yardas aunque lespusieran un barril de ostras en cada mesa.

Sin embargo, el martes apareció el sol sobreel mar opalescente, cuya superficie sólo semovía donde la lancha formaba una pequeñaestela, e iluminó a los cirujanos, que miraban el

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fondo del mar a través de las traslúcidas aguas yrecogían pequeños organismos y algas flotantes.Jack Aubrey no se dio el gusto de nadar, aunquedeseaba mucho hacerlo porque había pasado lanoche sin dormir, tratando de forzar la fragata aavanzar a pesar de que el viento era flojo y quecada media hora, cuando se medía la velocidad,se desenrollaba menos cuerda de la corredera,hasta que llegó un momento en que ni un solonudo se separó del carretel, pese a los esfuerzosdel suboficial encargado de los instrumentos.

Jack no nadó y en cuanto hubo luz suficienteempezó a organizar la colocación de plataformasen los costados. Poco después del desayuno, lafragata aún tenía todas las velas fláccidas, peroparecía una colmena otra vez.

–¡Esto es perfecto! – gritó Jack para quePullings pudiera oírle desde la Merlin, que seencontraba paralela a la fragata a un cuarto demilla de distancia y viraba un poco para evitarapartarse-. ¡Esto es lo que pedí en mis ruegos!

–¡Que Dios lo perdone! – murmuró Killick enla reconstruida cabina, a pocos pies por debajode él.

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–Ahora podremos terminar de cubrir la franjanegra superior y empezar a tapar la inferior.Podremos llegar hasta las placas de cobre.

Esas palabras podían engañar a algunos delos más tontos marineros de Shelmerston, perono a los que navegaban desde hacía tiempo conel capitán Aubrey, que se hicieron señas con lacabeza o se sonrieron unos a otros porquesabían muy bien que, a veces, un capitán teníaque hablar así, lo mismo que un pastor tenía quepredicar los domingos. Aunque ellos no lecreyeron, no dejaron de perseguir su objetivo, y apesar de que la calma les había hecho perder elentusiasmo que tenían al principio, siguierontrabajando con tesón. Pensaban que si la fragatatenía la posibilidad, aunque fuera remota, dellegar a las Azores el jueves, no sería culpa suyaque no estuviera preparada para lograrlo. Amediodía la lona ya estaba colocada sobre lasbandas negras superior e inferior, tensada yasegurada con clavos de cobre por encima y pordebajo de la línea de flotación, y para conseguirlohabía sido necesario mover los cañonesalternativamente a un lado y a otro de la cubierta

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para inclinar la fragata. Los marineros usaronhasta la última gota de pintura azul y laextendieron parsimoniosamente con el fin decubrir la mayor parte de la superficie posible.Aunque la pintura azul no la cubría toda, eso notenía importancia, porque por debajo se veían lasuciedad y las manchas formadas por la grasade la cocina, como era habitual en los barcos.Guzmán, desde la lancha de Stephen, dijo que lafragata y el Azul se parecían como dos gotas deagua.

Ahora lo único que faltaba era ponerleaparejo de bricbarca y quitarle el mastelerillo depopa, que era muy alto y fácilmente reconocible,pero Jack tenía pensado dejar esa operaciónpara el último momento porque ese aparejo haríadisminuir la velocidad, que en aquel momentoera lo más importante.

Sin duda era lo más importante; sin embargo,a mediodía la fragata estaba inmóvil y apenashabía avanzado ochenta millas desde la últimamedición. Y la situación fue peor, mucho peor,cuando el viento empezó a soplar por fin, porquevenía desde el sur y por proa, y además

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aumentaba de intensidad hora a hora.La Surprise, como era su deber, avanzaba

con el viento en contra dando bordadas, pero losmarineros hacían girar las pesadas vergas yajustaban las velas lo mejor posible sinentusiasmo.

Stephen y Martin subieron a la cubiertacuando oyeron por segunda vez el grito «¡Todosa virar!» después de haber pasado largo tiempoobservando los crustáceos pelágicos, algunos deellos aún no descritos y, por tanto, desconocidospara la ciencia.

–¡Qué agradable es estar en movimiento otravez! – exclamó Stephen-. ¡Qué saltos da lafragata!

Entonces notó que Jack Aubrey tenía unamirada sombría y fruncía la boca tratando decontener su rabia. También se dio cuenta de quelos marineros que estaban en el combés y en lapopa tenían una expresión triste y que el silencioera general. Cuando oyó el grito «¡Timón ababor!», murmuró:

–Volvamos abajo.Se sentaron a la luz que entraba por las

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grandes ventanas de popa, y cuando Killick entróStephen le dijo:

–Por favor, Killick, cuéntame cuál es lasituación.

–Bueno, señor; por lo que yo veo -empezóKillick-, sería mejor que recogiéramos todo yregresáramos a casa. Aquí estamos, intentandoavanzar por barlovento tan rápido comopodemos. Trabajamos durísimo y los marinerosviran la fragata cada media hora, ¿y cuántoavanzamos? No más de una milla por hora haciael sur. Y si el viento aumenta mucho deintensidad y tenemos que quitar las juanetes,perderemos terreno. Aunque la fragata navegamuy rápido de bolina, a veces deriva un poco, ysi el viento llega a ser muy fuerte, retrocederáparte de lo que ha avanzado hacia el sur.

–Pero si el viento nos retrasa a nosotros,también retrasará al Azul, ¿no es así? – preguntóMartin.

–¡Oh! – gritó Killick de tal modo que parecíaaullar-. Pero, ¿no ve usted que el Azul navegacon rumbo oeste, que va de Cádiz a San Miguel?Por lo tanto, tiene el viento por el través. Por el

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través -recalcó, señalando el costado de lafragata para que la explicación fuera más clara-.Y ahí están esos cabrones que van con las velasaferradas. Tienen los brazos cruzados, escupenpor sotavento como si fueran dioses y hacennavegar su barco, nuestra presa de ley, a seis osiete nudos como si tal cosa…

Entonces la indignación ahogó sus palabras.Fue el mismo Killick quien, con la cara

sonriente, se acercó al coy de Stephen lamañana siguiente, la mañana del miércoles, ysacudió las cuerdas que lo sujetaban mientrasrepetía:

–El capitán le manda saludos y pregunta siquiere ver…

Cuando Stephen bajó del coy notó que lacubierta estaba inclinada al menos veinticincogrados. Después de ponerse los calzones y unahorrible y vieja chaqueta verde apoyándosecontra el mamparo, emergió, y la brillante luz deldía le hizo parpadear.

La Surprise estaba abatida, la borda desotavento cubierta de espuma y el agua caía achorros desde el pescante de proa. Como el

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viento era demasiado fuerte y llegaba justamentepor la proa, no se podían desplegar las alas,pero, gracias a la vieja costumbre de Jack deamarrar a la cofa guindalezas y cabos delgadoscomo contraestayes, la fragata podía llevardesplegadas las juanetes y navegaba a granvelocidad. Los marineros, muy alegres, estabanagrupados en el pasamano de barlovento y en elcastillo, donde se oían risas.

–¡Ah, ya estás aquí, doctor! – exclamó Jack-.Buenos días. ¿No te parece maravilloso? Elviento roló llevándose un negro chubasco pocodespués de que te acostaras, empezó a soplardel suroeste en la guardia de alba y creo querolará otra vez al noroeste. Pero ven conmigo.Cuidado con el escalón.

Llevó a Stephen, que todavía parpadeaba yestaba aturdido, hasta el coronamiento.

–Allí está -dijo-. Por eso te desperté.Al principio Stephen no podía distinguir nada,

pero después se dio cuenta de que las aguasmás cercanas por sotavento estabancompletamente plagadas de ballenas. Había unagran bandada de ballenas azules que las

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atravesaban en una dirección, pasando porencima, por debajo y por entre las ballenasgrises de otra bandada que las cruzaban endirección contraria. Dondequiera que mirabaveía figuras gigantescas y oscuras que salían delagua resoplando y unas veces se quedabanflotando a flor de agua y otras, la mayoría, volvíana zambullirse enseguida, y al hacerlo podíanverse sus enormes aletas por encima de lasuperficie. Algunas pasaron tan cerca que élpudo oír su respiración: la exhalación que parecíauna explosión y la fuerte inhalación.

–¡Dios mío! – exclamó-. ¡Dios mío! ¡Quémaravilla de la creación!

–Me alegro mucho de que las hayas visto -dijo Jack-. Dentro de cinco minutos hubiera sidodemasiado tarde.

–Quisiera haber avisado a Martin.–Ya está aquí, en la cofa del mesana, como

puedes ver.Efectivamente, allí estaba el intrépido Martin,

y ambos agitaron los pañuelos para saludarse.Cuando Stephen fue a guardar el suyo, miró desoslayo hacia el sol, que se encontraba a la

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izquierda, no muy lejos del horizonte, lo quesignificaba que la fragata navegaba hacia el sur,como todos deseaban ansiosamente. Sin temora equivocarse dijo:

–Te felicito porque conseguiste el vientofavorable.

–Muchas gracias -dijo Jack, sonriendo peronegando con la cabeza-. Bueno, más vale tardeque nunca. Vamos a tomar café.

–Me parece que no tienes muchasesperanzas -dijo Stephen en la cabina, tratandode mantener en equilibrio la taza.

–Confieso que no muchas -confirmó-. Perocreo que podremos recorrer la distancia que nosfalta si el viento rola hacia el norte y se entabla.Bueno, si no se desprende nada -añadió tocandoel tablero de la mesa.

Nada se había desprendido cuando hicieronlas mediciones de mediodía y comprobaron quela Surprise había avanzado ochenta y siete millashacia el sur, la mayoría de ellas desde elprincipio de la guardia de alba. Aunque el vientoera un poco más flojo, seguía rolando, y pocodespués de la comida se desplegaron las

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primeras alas. Todos los marineros observaroncon atención cómo se hinchaban, y pocodespués, cuando se hizo la medición con lacorredera y oyeron informar: «Diez nudos y tresbrazas, señor con su permiso», todos rieronsatisfechos en el pasamano de barlovento y en elcastillo.

En la fragata, todos menos Padeen volvierona estar alegres y a albergar esperanzas. Por lamañana Stephen le había puesto una cataplasmacon el fin de que expulsara el pus queposiblemente tenía; a mediodía le había dadosopa a cucharadas y le había puesto otra; peroahora, en la guardia de tarde, el dolor era másintenso. Padeen se levantó del coy, se acercó albotiquín y se administró láudano él mismo. Sequedó pensativo mirando el frasco, un frasco altoy delgado con marcas a un lado, y, después dereflexionar entre un acceso de dolor y otro, se lometió en la chaqueta y fue hasta la cabina deMartin. No había nadie en aquella parte de lafragata, pero, aunque hubiera habido alguien,hubiera pasado desapercibido, porque servía aMartin además de al doctor. Al llegar allí cogió la

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botella de coñac de Martin, llenó el frasco deláudano con una mezcla de coñac y agua hasta lamarca donde la medicina llegaba anteriormente,volvió a poner la botella y el frasco en su lugar yse metió de nuevo en el coy Estaba solo porquela mayoría de los marineros se encontrabanarriba observando con satisfacción el avance dela fragata y además, acababa de oírse el grito«¡Barco a la vista!» procedente del tope de unmástil y todos los que estaban ocupados en labodega, la parte del sollado donde se guardabanlas cadenas del ancla y la bodega de proatambién habían subido.

El barco se encontraba a unas cinco millaspor sotavento y ya se veía desde la cubierta; sinembargo, la Surprise tenía tanto velamendesplegado y el agua del mar barría el castillocon tanta frecuencia que no era fácil verlo, nisiquiera desde las cofas. Pero Jack, sentado enla cruceta del mayor, por encima de la juanete,(un lugar que conocía desde su juventud, desdeque era un guardiamarina en esa misma fragata),podía ver todo el horizonte. Aunque el barco teníaaparejo de navío, estaba seguro de que no era el

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Spartan, sobre todo porque navegabademasiado al norte. A pesar de que portababandera española, lo más probable es que fuerabritánico, pues estaba construido al estilobritánico, con la proa cuadrada. Seguramenteera un barco que hacía el comercio con lasAntillas. Había empezado a desplegar velasdesde que ambas embarcaciones se habíanavistado una a otra, y en ese momento Jack lovio virar repentinamente a sotavento con elvelamen gualdrapeando porque se habíadesprendido el mastelero de sobremesana.

Si quería, la Surprise podía virar y llegar a sulado en media hora, pero, aunque era posibleque fuera una presa de ley, esa media hora erademasiado valiosa para desperdiciarla. Movió lacabeza a un lado y a otro, cambió de posición enla cruceta y dirigió el telescopio hacia el norte. LaMerlin podía verse bien en la guardia demañana, pero ahora no era más que un punto enel horizonte.

Regresó a la cubierta apoyando los pies enlos delgados obenques, que se curvaban bajo supeso, y luego saltó de la batayola a una

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carronada y de ésta al alcázar. Se acercó a labitácora mientras los tripulantes lo observabanen silencio, miró la brújula y dijo:

–Muy bien. No cambiaremos.No iban a cambiar el rumbo y los marineros,

al enterarse, sufrieron una decepción. Algunossuspiraron de tristeza y enseguida se oyó unrumor general que parecía el resoplido de dos otres ballenas cercanas, pero no era un rumor dedesaprobación ni de descontento.

Cuando terminó la tarde, el viento disminuyómás de intensidad, volvió a rolar y se entabló enel oestenoroeste, casi por la aleta de la fragata.A medida que amainaba, los tripulantes de laSurprise desplegaban más velas, y aparecieronsucesivamente las alas superiores e inferiores,las sobrejuanetes, la sobrecebadera, que raravez se usaba, todos los foques y una nube develas de estay. Era digna de contemplarse y enese momento todos los marineros la admiraronpor su hermosura, no sólo por ser un medio paraalcanzar un fin. Pero Jack, que observaba lasmonterillas, comprendió que eso no serviría denada cuando el sol, moviéndose hacia el oeste,

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se metiera detrás de un gran banco de nubesque había por estribor. Incluso se dio cuenta deque antes de cambiar de guardia tendrían quearriar muchas velas para evitar tener que llamar alos marineros en mitad de la noche si seproducía un brusco cambio del viento, pues, apesar de que el viento se había fijado endirección noroeste, podría cambiar deintensidad. Era importante que todos losmarineros pasaran una noche tranquila, pueshabían trabajado muy duro desde que les habíaazotado la terrible borrasca la semana anterior, yaunque, en general, tenían muchos ánimos, no sesentían igual que si llevaran tres díaspersiguiendo a un enemigo que pudieran ver,pues en tal caso podrían seguir trabajando sincomer ni descansar. Además, Jack vio quealgunos estaban exhaustos. Su propio timonelestaba demacrado y parecía más viejo.Generalmente, los marineros no dormían mucho yno era conveniente despertarlos por la nochemientras descansaban, especialmente antes deuna batalla.

Siempre tuvieron pocas posibilidades de

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entablar un combate al día siguiente, y ahoratenían aún menos, pero sólo un tonto provocaríaque disminuyeran más o las eliminaría despuésde tonto trabajo y de haber adelantado tanto. Porotra parte, tampoco era conveniente serdemasiado precavido, pues eso sólo podríallevarse a cabo si la Surprise llegaba a situarseen algún punto entre San Miguel y Santa Maríapor barlovento. «Tengo que tomar enconsideración todas estas cosas», pensó Jackcaminando de un lado a otro. El resultado de sureflexión fue que durante la noche la Surprise, envez de navegar con las juanetes aferradas y conun rizo en las gavias como era lo habitual, debíahacerlo con las juanetes desplegadas. La fragatahabía hecho un notable avance durante el día y, sinavegaba aunque fuera a cinco nudos por lanoche, aún podría recorrer un total de doscientasmillas desde las mediciones de mediodía de esedía hasta las del día siguiente, y, por tanto,avistarían el peñón situado en la parte este deSan Miguel.

–Jack, acabo de hacer una adaptación de undúo de Sammartini para violín y violoncelo -dijo

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Stephen, levantado la vista del papel pautado-.¿Te gustaría tocarlo después de cenar? Killicknos ha prometido que traerá puré de guisantesde la cocina y tostadas con queso hechas por élmismo.

–¿Es largo?–No.–Entonces, con mucho gusto. Pero quiero

acostarme temprano. Tom está en la goleta, y meharé cargo de la guardia de media.

Como muchos marinos, Jack Aubrey habíaadquirido desde muy pronto el hábito dedormirse casi en cuanto ponía la cabeza en laalmohada, pero esa noche no fue así. El motivono era que lo torturara otra vez el recuerdo de sudesgracia o el de los juicios que tenía pendientesdesde hacía tiempo y que podrían causarle laruina; el motivo era que, a pesar de su cansanciofísico y mental, se deslizaba por la superficie desu presente inmediato escuchando el sonido delagua al pasar por los costados de la fragata, loscrujidos del casco y la omnipresente voz delviento al pasar por entre los tensos cabos de lajarcia. Al mismo tiempo, seguía mentalmente los

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pasajes de la pieza musical que había tocado,aunque en ocasiones se distraía y oía lascampanadas, y en todo momento sabía cómosoplaba el viento. Se encontraba en un estadoextraño, muy extraño, descansando tanto como siestuviera dormido y más tranquilo y alegre queen ningún otro momento desde del juicio.

Ya estaba levantado y vestido cuandoBonden fue a llamarlo y enseguida subió a lacubierta.

–Buenos días, señor West -saludó, mirandohacia la gibosa luna, que se destacabanítidamente en el cielo.

–Buenos días, señor -dijo West-. Todo vabien, pero el viento ha amainado un poco. Es unalivio que haya llegado, señor.

–¡Dad la vuelta al reloj! – ordenó el suboficialque estaba al gobierno de la fragata.

Entonces Plaice, reconocible por su jadeo,avanzó y tocó ocho campanadas.

Mientras cambiaba la guardia, Jack observóla tablilla de navegación. El viento no habíacambiado de dirección ni un solo grado, aunque,como él sabía muy bien, había amainado, y el

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resultado de la medición de la velocidad era conmás frecuencia inferior a seis nudos.

Aunque el viento soplaba del noroeste, lanoche era cálida y cuando Jack fue hasta elcoronamiento vio con satisfacción que la estelaera larga y luminosa. Aquella era la primeraestela fosforescente que veía ese año.

Escuchó los habituales informes: en la sentinahabía seis pulgadas de agua (muy poca, a pesarde la fuerte tempestad, porque la fragata eraestanca) y la velocidad, según la última medicióncon la corredera, era casi de siete nudos.Entonces pensó que el viento iba a aumentar deintensidad.

La guardia no pudo transcurrir mástranquilamente. No fue necesario ordenar quemovieran las escotas y las brazas. Sólo semovieron los hombres que llevaban el timón y lossuboficiales que se ocupaban de losinstrumentos y sólo se oyeron los serviolashablándose unos a otros, la medición hecha conla corredera y las campanadas. De vez encuando algún marinero iba hasta la proa, pero lamayoría de ellos se quedaron agrupados en el

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combés, unos hablando en voz baja y otrosdormitando sobre una plancha de madera nomuy dura.

Jack pasó la mayor parte de ella mirando elhipnótico movimiento de la estela, milla tras milla,o mirando pasar las bien conocidas estrellas. Devez en cuando aumentaba la fuerza del viento, yen una ocasión pudo apuntar en la tablilla «sietenudos», pero su aumento nunca fue tan grandecomo para hacer cambios en el velamen ni alteróel placentero movimiento de la fragata, por lasoscuras aguas bajo la noche débilmenteiluminada por la luna y las estrellas, salvo parahacerlo aún más agradable.

A las cuatro de la madrugada lo relevóDavidge, a quien acompañaba el grupo demarineros de la guardia de estribor, y, despuésde dar orden de que lo llamaran a la vez que alos hombres que limpiaban la cubierta, bajó yenseguida cayó en un profundo sueño.

Cuando amaneció subió a la cubierta otravez. El viento seguía casi igual que lo habíadejado, sólo había rolado un poco al oeste, y lamayor parte del cielo estaba despejado y sólo

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por estribor se veían nubes y niebla. Loshombres que limpiaban la cubierta, malolientes ysin lavarse ni peinarse, ya estaban agrupadosalrededor de las bombas, y Venus, que acababade aparecer encima del horizonte sobre el cieloazul claro, parecía más nítida en comparacióncon ellos. Después de dar los buenos días a losoficiales que estaban en el alcázar, Jack dijo:

–Señor Davidge, hoy limpiaremos la cubiertasólo con lampazos y luego la secaremos.Después, aprovechando que los incapacitadosaún estarán aquí, pues seguramente no tardaránmás de diez minutos en bombear el agua,empezaremos a desplegar más velas.

Esa era una de las ventajas de una tripulaciónde esa clase: con las únicas excepciones delcirujano y su ayudante, todos, incluso loshombres que limpiaban la cubierta, que estabanexentos de hacer guardia, eran marineros deprimera y conocían a la perfección sus oficios.Entre estos hombres estaban el velero y susayudantes, el armero, el condestable y susayudantes, el carpintero y sus ayudantes, eltonelero y todos los demás que realizaban

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trabajos especializados. Mientras Jack subía sinprisa por la jarcia de barlovento a la cofa delmayor o incluso más arriba, con tanta facilidad ydespreocupación por la altura como un hombreque subía la escalera del ático de su casa, pensóque otra ventaja era que los tripulantes estabandeseosos de complacerle, pero no forzados porla disciplina sino por miedo a ser rechazados,algo que no había visto nunca durante los añospasados en el mar. Faltaba aproximadamenteuna hora para que los marineros subieran loscoyes a la cubierta y, sin necesidad deempujarlos, insultarlos ni azotarlos, los pondríanen la batayola debidamente enrollados en cincominutos, y en muchos de los barcos del rey esoera impensable.

–Buenos días, Webster -dijo Jack al serviolaque estaba en la cruceta de la juanete.

–Buenos días, señor -respondió Webster,moviéndose hacia los obenques de sotaventopara dejar la cruceta libre-. No he visto nada porel oeste, pero quizá con su telescopio…

Era un buen telescopio, un Dollandacromático. Jack se sentó en la cruceta, lo dirigió

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cuidadosamente hacia el oeste y recorrió con lavista el semicírculo limitado por el horizonte, perodonde debía estar San Miguel había un banco denubes amenazadoras, nubes negras con vetasmoradas y grises que parecían impenetrables.Después de un rato bajó el telescopio, se locolgó al hombro, saludó con la cabeza al serviolay regresó a la cubierta.

Allí, mientras repasaba mentalmente las cifrasobtenidas durante el recorrido nocturno, mandódesplegar más velas. Mucho antes que losmarineros subieran los coyes, la Surprisesobrepasó los ocho nudos de velocidad, ycuando Jack bajó para hacer nuevamente loscálculos en un papel y extrapolarlos a la cartamarina, teniendo en cuenta el abatimiento y elmargen de error, se dijo: «Es absurdo que estétan ansioso. Parezco una vieja».

–¡Cubierta! – gritó Webster desde el tope delmástil-. ¡Tierra a treinta y cinco grados por laamura de estribor!

Su aguda voz, después de atravesar el ruidoque hacían los marineros moviéndose de un ladoa otro y hablando más de lo que era habitual en

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un barco del rey, entró por la puerta abierta a lacabina de Jack, quien, por la carta marina quetenía delante y el compás soplón que colgaba deun bao justo por encima de su cabeza, supo queel cabo Ribeira de San Miguel estaba situado alsursuroeste, exactamente a treinta y cincogrados por la amura de estribor.

En ese momento oyó que golpeaban una delas jambas de la puerta y enseguida entró West.

–Tierra a la vista, señor -anunció-. A treinta ycinco grados por la amura de estribor. Pude verlaun momento desde la cubierta porque la nieblase está disipando. Me pareció que está a unasdiez leguas de distancia.

–Gracias, señor West -dijo Jack-. Iré a verladentro de un momento.

Poco después el contramaestre tocó elsilbato para llamar a todos los marineros adesayunar, y en el mismo momento entrócorriendo Stephen, como si hubiera esperado aoír ese sonido.

–¡Por Dios, Jack dime qué tierra es ésa! –gritó para que su voz pudiera oírse a pesar delatronador ruido de pasos-. Espero que no sea el

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cabo Fly-Away.–A menos que el cabo Fly-Away se encuentre

exactamente diez leguas al sursuroeste. Estecabo está en la parte nororiental de San Miguel -explicó Jack, mostrándole la carta marina con lasreglas paralelas sobre las líneas que acotaban laposición.

–Sin embargo, no pareces entusiasmado.–Estoy contento, pero no entusiasmado. Mis

sentimientos son muy extraños, van y vienen. Detodos modos, éste es sólo un pequeño paso yaún nos queda mucho por recorrer.

–Con su permiso, caballeros -interrumpióKillick-. Aquí les traigo un par de peces voladoresrecién pescados que deben comerse calientes.

–Los peces voladores frescos tienen unasuave textura -dijo Stephen, empezando acomer-. ¿Te importaría pasarme la barra de pan,Jack? Dime una cosa, ¿dijiste que este caboestá en la parte nororiental de la isla?

–Sí. Se llama Ribeira y hay una gran cruzcolocada en él que espero que veamos dentrode una o dos horas.

–Suponía que, si teníamos suerte y

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llegábamos a San Miguel (que no es más que unpunto en el vasto océano), bordearíamos la costaoccidental y nos situaríamos en un lugar a mediocamino entre San Miguel y Santa María porbarlovento.

–Indudablemente, ese es el lugar en quequeremos situarnos, pero debemos llegar a éldesde el este, como si viniéramos de Cádiz. Míidea es llegar hasta los 37° 30' N o un poco másallá; después, esquivando Formigas, virar haciael oeste; y luego, con la esperanza de encontraral Spartan esperándonos, mejor dicho,esperando al Azul, virar a barlovento como siquisiéramos hacer escala en Horta.

–¿Cuáles son nuestras posibilidades ahora?–Casi todo depende del viento del sur que

nos retrasó el martes. Si soplaba aquí también,pero no con tanta fuerza como para obligar alAzul a ponerse al pairo, lo habrá hecho avanzarrápidamente hacia el oeste y, por tanto,llegaremos demasiado tarde. Si no soplaba aquío si soplaba del suroeste procedente de lasislas, es posible que encontremos al Spartanesperando. Pero tanto si lo encontramos como si

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no, podrás ver San Miguel, y si bordeamos losislotes y los arrecifes de Formigas podrás veralgas y criaturas muy curiosas. – Hizo una pausay luego prosiguió-: Dime, Stephen…

Iba a continuar preguntando: «¿Has tenidoalguna vez la impresión de que lo que haces noes real, de que estás representando a unpersonaje y que lo que parece ser el presenterealmente no tiene importancia? ¿Esto ocurrecon frecuencia o es un signo de mala salud oacaso el principio la locura?». Sin embargo,pensó que eso parecería una queja y lo cambiópor:

–¿Cómo está Padeen?–Todavía tiene la cara muy hinchada, pero su

fortaleza es asombrosa.–¿Quieren otro pez volador? – preguntó

Killick-. Están cayendo a montones en lacubierta.

Durante la guardia de mañana, la mayor partede los tripulantes miraron hacia San Miguelcuando no estaban ajustando las velas ohaciendo silenciosas prácticas de tiro con loscañones sin balas. La isla de San Miguel estaba

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cada vez más cerca y se veía cada vez másclaramente, y a mediodía, justo por el través,todos pudieron ver la gran cruz recortándosesobre el cielo.

El viento había rolado hacia el oeste y habíaamainado, por lo que el resultado de la últimamedición con la corredera indicó sólo cinconudos; sin embargo, eso no los desanimó, pueslas mediciones de mediodía (cuyo resultadotodos oyeron muy bien) indicaron que habíanrecorrido doscientas diez millas desde elmediodía de un día al del siguiente. Una vez más,todos dieron vítores y, una vez más, Padeen nopudo escucharlos, ya que estaba en el solladoguardando el frasco de láudano, que esta vezhabía rellenado con más cantidad de líquido.

–El señor Bulkeley se ha ocupado depreparar los cabos y los motones, así que nocreo que nos lleve mucho tiempo.

También debían cambiar el mastelerillo dejuanete mayor, y tan pronto como los marinerosterminaron de comer empezaron la tediosa tareade subir las vergas necesarias; una dura tarea,porque las lanchas estaban colocadas encima

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de ellas y antes había que colgarlas de lasvergas del palo mayor y el trinquete y luegobajarlas. Stephen y Martin, que tenían unaespecial habilidad para estar en el medio cuandose hacían maniobras de ese tipo, pero seresistían a quedarse bajo la cubierta en un díacomo aquél (especialmente ahora que podíanverse muchas de las aves que suelen anidar enlos arrecifes), decidieron irse al castillo con suscojines y sus cabos para pescar.

–Ahora vamos mucho más despacio -observó Martin.

–Le hice al capitán ese mismo comentario -explicó Stephen-, pero me dijo que no mepreocupara; esto se debe a que estamos asotavento de la isla y dentro de una hora más omenos estaremos navegando tan rápido comosiempre.

Cuando la Surprise empezó a remolcar elesquife, la pinaza y el chinchorro, ya habíadoblado el cabo de Madrugada, y cerca de ahí,siguiendo una ruta que pronto cruzaría la suya,navegaba un atunero de San Miguel pintado decolores chillones.

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–¡Cambien de orientación el velacho! – gritóJack.

La Surprise perdió velocidadconsiderablemente y el atunero cambió el rumbopara corresponder a la obvia invitación delcapitán.

–Digan al doctor que venga -ordenó y luego,cuando el doctor llegó, le preguntó-: Doctor,sabes hablar portugués, ¿verdad?

–Lo hablo bastante bien -confirmó Stephen.–Entonces, por favor, cómprales pescado si

tienen y pregúntales qué vientos han soplado poraquí esta semana. Si lo consideras oportuno,pregúntales también por el Spartan, pero lo querealmente es importante saber es si el viento,sobre todo el que soplaba el martes, venía delsur y si era fuerte.

El barco se abordó con la fragata. Subieronlas cestas con pescado (plateados bonitos decasi tres pies de largo) y bajaron con monedascontadas cuidadosamente y en voz alta paraevitar errores. Entonces el doctor Maturin sepuso a conversar con el capitán del barco ymientras tanto West y Davidge bajaron la falúa y

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los dos cúteres.Jack se fue a su cabina, y allí Stephen le dio

las malas noticias: el martes soplaba el viento delsur y era muy fuerte, y, el día anterior, el tío delcapitán del atunero había visto pasar unabricbarca con rumbo oeste, como si fuera deCádiz a Faial. Pero el viejo caballero nomencionó el nombre de la embarcación y, apartede decir que llevaba bandera española, no habíadado más detalles de ella.

–Bueno, bueno… -dijo Jack-. Al menoshicimos lo posible por conseguirlo. Pero vamos abeber una cerveza para celebrar que comemospescado. No hay nada mejor que una rodaja debonito a la parrilla. ¡Killick, Killick! Tráenos doslatas de cerveza y galletas para que baje mejor.

A esa hora del día la cerveza fría no lesresultó desagradable, y mientras la bebían Jackdijo:

–Si fuera supersticioso, diría que yo mismohe provocado esto por alabar tanto el recorridode ayer, el hecho de haber avistado tierraexactamente donde había previsto y el tiempoexcepcionalmente bueno.

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–No te oí alabar nada.–Pero el destino sí. Créeme, Stephen, ese

tipo de cosas no son simplemente cuentos deviejas viudas ni una tontería como pasar pordebajo de una escalera. Creo que hay que trataral destino o a la fortuna, o como quiera que sellame, con el debido respeto. Los hombres nodebemos alardear y tampoco desesperarnos,porque eso no estaría bien; así que puedes reírtesi quieres, pero pienso continuar el cambio delaparejo y patrullar la zona comprendida entreSan Miguel y Santa María durante el resto del día.Mañana, después de haber hecho el cambio a laperfección, podremos irnos a casa y, si quieres,pasaremos por Formigas y te dejaremos entierra entre un cambio de marea y otro.

La Surprise, convertida ahora en unabricbarca de color azul claro, navegabalentamente con el viento en contra entre las dosislas. A media guardia de primer cuartillo llegó ala posición que el capitán consideraba ideal,pero el Spartan no apareció. En realidad, nadietenía esperanzas de encontrarlo, pues muchosmarineros entendían un poco el portugués y,

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combinando unos con otros lo que habíancomprendido, llegaron a la conclusión acertada.Su respeto hacia Jack Aubrey hizo quecambiaran el aparejo de la fragata con granrapidez y precisión y no protestaran ni dejaran dehacer las cosas con prontitud, mientras la fragatanavegaba de un lado al otro, dandotrabajosamente muchas vueltas, unas más lentasy otras más rápidas. Esas vueltas no eran muydiferentes a las que daba el capitán, que recorríamillas caminando desde el coronamiento hastaun perno que estaba al otro lado del pasamano,un perno plateado al que el tacón de su zapato lehabía sacado brillo al girar.

Esa tarde no pasaron revista. En los casoscomo ése, los marineros pasaban la guardia desegundo cuartillo tocando música y cantando enel castillo, pero ese día la pasaron conversandotranquilamente y disfrutando de la cálida tarde.

El sol se puso, creando una luz rosáceadurante un rato; los marineros bajaron los coyes;la guardia cambió, y empezaron las tareasnocturnas de rutina en la fragata, que navegabaalternativamente hacia el norte y hacia el sur con

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las lanchas a remolque. De acuerdo con lasnormas de Jack, los tripulantes deberían habersubido a bordo las lanchas; pero estabancansados y desalentados y al día siguiente, parael viaje de regreso, tendrían que poner todo loque habían cambiado como estaba antes,tendrían que hacer ese pesado trabajo dosveces, así que Jack dejó las cosas comoestaban.

Cuando estaba sentado en su escritorio en lagran cabina empezó una nueva página de unacarta que escribía a Sophie, una especie dediario que ella también podría leer:

Mi querida Sophie:Aquí estamos, al sur de San Miguel,

navegando por aguas calientes como la leche.Quisiera que allí el tiempo fuera la mitad debueno que aquí. Si es así, el rosal amarillo delmuro que da al sur estará floreciendo. Esperoverte dentro de más o menos una semana,porque iniciamos el viaje de regreso mañana. Nohemos tenido tanta suerte como pensábamos enel viaje, pero, como te dije, hemos capturado unavaliosa presa, la Merlin, y los nuevos tripulantes

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se han acoplado muy bien.Stephen dice que rara vez ha visto a una

tripulación más sana (en la lista de enfermos sólofigura Padeen, que tiene dolor de muelas) yatribuye eso a que tienen muy poco que comer ysólo toman cerveza. En estos momentos él yMartin están en las lanchas que van a remolquecogiendo insectos fosforescentes con una red yun cedazo y tengo que confesar que…

Interrumpió la carta y dejó a un lado la plumaal oír algo parecido a un cañonazo. Un instantedespués volvió a oírse el ruido y Jack subiócorriendo a la cubierta, donde se encontrabanDavidge y West con los telescopios apoyados enla borda de sotavento.

–justo por el través, señor -informó West-.Ahora disparan de nuevo.

–Están a diez millas de distancia -afirmóDavidge cuando el ruido llegó por fin hastadonde se encontraban.

–Y por lo menos a media milla de distancia eluno del otro -añadió West.

Hubo una larga pausa en la que observaroncon gran atención el horizonte al este, una pausa

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durante la cual el barco que estaba a la izquierdadisparó dos veces y el de la derecha, que estabaal sur, tres.

–Señor Davidge, sitúe la fragata con el vientoen popa -ordenó Jack.

–¿Quiere que suba las lanchas a bordo,señor? – presumió Davidge.

–Todavía no, pero, por favor, suba al doctor -respondió Jack antes de bajar corriendo abuscar su catalejo.

La fragata viró despacio con la suave brisa ydirigió la proa al este. Jack podía ver una granextensión de mar desde la verga trinquete y, almirar por el catalejo de noche, comprobó que eracierto lo que antes le parecía casi seguro: aquelloera un combate entre dos barcos. El perseguidornavegaba en la estela del perseguido, a mediamilla de distancia, y ambos disparaban con granprecisión; el primero con los dos cañones deproa y el segundo con los dos de popa yprobablemente uno del alcázar. La luna no saldríahasta pasadas algunas horas, pero su luz ya sedifundía alrededor del cénit y, cuando Jack, quetenía enfocado el primer barco con el catalejo, vio

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un fogonazo, notó que el perseguido era unabricbarca. El fogonazo del cañón del alcázar(realmente había un cañón en el alcázar) iluminóla cangreja y pudo verse que el barco no teníasobremesana. Jack comprobó eso otra vez yluego gritó:

–¡Cubierta! ¡Cubierta! ¡Todos a virar!Era posible que los barcos fueran de

nacionalidad francesa y británica, oestadounidense y británica, o francesa yespañola, y que su certeza de que el perseguidoera el Azul y el perseguidor el Spartan no tuvieramás fundamento que su deseo de que así fuera;sin embargo, casi ningún barco de guerra de laArmada real llevaba aparejo de bricbarca, y raravez lo llevaban los de otras armadas. De todosmodos, aunque estuviera equivocado, sóloperderían una noche de descanso.

Desde abajo oyó entonces los chillidos delcontramaestre y los gritos: «¡Arriba, arriba!¡Levántense, dormilones!».

Bajó de la verga y tomó el gobierno de lafragata. Sabía perfectamente cómo navegabamejor con ese viento, el único viento que no era

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desfavorable para ella en su actual estado, sinuna sobremesana. Ahora navegaba con el vientoen popa y llevaba desplegadas la cebadera, latrinquete con las alas de ambos lados, la gavia yla juanete mayores con sus alas y la sobrejuanetemayor.

–¿Y las lanchas, señor? – preguntó Davidgeen tono ansioso-. ¿Quiere que las subamos abordo?

–No. Con el viento en popa, perderíamos mástiempo que el que ahorraríamos. Pero ya veo queha traído al doctor. Doctor, ¿quieres venirconmigo a la cofa del trinquete para ver lo quepasa? Bonden, ayuda al doctor y tráeme elestuche con el telescopio especial.

Puesto que el velacho estaba aferrado,desde la cofa del trinquete había buena vista.

–¡Allí! – exclamó Jack-. ¿Lo viste? No tienesobremesana y eso significa que su aparejo esde bricbarca, ya que con este viento por el travésel capitán habría desplegado la sobremesana sila tuviera. Eso es lo lógico. Si quieres te digo loque pienso que ocurrió y espero que misuposición sea acertada.

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–Sí, por favor.–Pienso que el Azul se puso al pairo el

martes, que el Spartan, aunque navegaba conrumbo este para encontrarlo, derivó hacia elnorte más de lo que debía, y que se avistaron eluno al otro a última hora de esta tarde. Supongoque el Azul orzó para huir porque en esaposición navega con más rapidez, pero que elSpartan es más veloz y ha logrado llegar a unaposición desde la que sus cañones puedenalcanzarlo. Creo que desde entonces han estadodisparando los cañones casi continuamente conla esperanza de derribar algo.

–¿Qué crees que ocurrirá?–Si el Azul no consigue derribar algo del

Spartan, el barco lo alcanzará y ambosempezarán a dispararse con las baterías.Entonces todo dependerá principalmente de lahabilidad que tenga cada uno para manejar lasarmas, aunque si el Spartan puede acercarse losuficiente sin perder ningún palo importante, nohay duda de que sus carronadas de cuarenta ydos libras sacarán las tripas al Azul.

–No vamos a ser meros espectadores,

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¿verdad?–Pienso que no, pero dudo que podamos

darles alcance antes de que el Spartan, pues asíle llamo, alcance al Azul, porque navegamos conel viento en popa y ninguna embarcación, nisiquiera la Surprise, puede avanzar muy rápidoen estas condiciones. Con un poco de suerte,podremos entablar combate con él pocodespués, ¿sabes?, pues como debemosavanzar hacia el sur para seguirlos, tendremos elviento por la aleta y podremos desplegar másvelas. Es posible que entablemos combate conél y que lo capturemos.

Hubo una pausa.–Me alegro de no haber cambiado los

cañones largos por carronadas, como penséhacer una vez -añadió-, porque así podremosdispararle a distancia en vez de acercarnos asus carronadas de cuarenta y dos libras. Sitenemos que perseguirlo, soltaré las lanchas ydejaré a Bonden y a un puñado de buenosmarineros en la pinaza. Pero, naturalmente, haycientos de posibilidades. El Azul puede orzar ycruzar por delante del Spartan disparándole de

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proa a popa y luego abordarlo en medio delhumo. Pueden suceder cientos de cosas.

En ese momento guardaron silencio y lomismo hicieron los marineros que abarrotaban elcastillo, justo debajo de ellos, y quecontemplaban la distante batalla mientras losbarcos avanzaban lentamente hacia el oeste enla oscura noche, que parecía aún más oscura encontraste con los fogonazos de los cañones. Elperseguidor dio una guiñada para disparar labatería y con el resplandor todos vieron que teníaaparejo de navío.

–Apuesto cien libras a que es el Spartan.–¿Por qué es especial ese catalejo? –

preguntó Stephen.–Porque tiene la lente dividida en dos y, por

tanto, se ven dos imágenes. Si las imágenes seseparan, eso quiere decir que el barco se estáalejando, y si se superponen, eso significa quese acerca.

Pasó una hora, una hora y media, y muylentamente el perseguidor recorrió el tramo quehabía dejado de avanzar al dar la guiñada,empezó a acortar la distancia que lo separaba

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del otro barco. Ahora disparaba con los cañonesde proa y desde la Surprise se veía a mediocamino del horizonte.

El estruendo de los cañones y su eco se oíancasi continuamente desde que los dos barcosllegaron a estar casi paralelos y se formó unaespesa nube de humo justo detrás del Azul. Erarealmente el Azul, pues Jack había visto por eltelescopio sus costados de color azul claro con elresplandor de la andanada del Spartan, unadevastadora andanada. Cuando el Spartan seencontraba a media milla por barlovento, el Azulviró bruscamente como si fuera a situarse con elviento en popa y después volvió a dirigir la proahacia el otro lado. Entonces el Spartan disparócontra la desprotegida popa. A Jack le parecióque la distancia era demasiado grande para quelos disparos de las carronadas fueran efectivos yque el Spartan no estaba tan bien gobernadocomo la última vez que lo había visto, ya queavanzó un tramo demasiado grande antes deorientar las velas para seguir persiguiendo alAzul.

–Tal vez logre escapar -dijo Jack, alzando la

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voz-. Es posible que el Spartan haya perdido unpalo.

Pero algo extraño había ocurrido. Parecía queel Azul no se movía y Jack dirigió hacia él sutelescopio especial. La imagen no cambiaba,luego el barco estaba inmóvil. Además, se veíanluces moviéndose de un lado a otro de lacubierta, y aunque el Spartan se estabaacercando por fin, los tripulantes del Azulestaban bajando no una lancha, sino dos.

–¡Dios mío! – exclamó Jack-. ¡Ha encalladoen Formigas!

Hasta ahora la presa había navegado hacia elsur, y Jack había cambiado el rumbo de acuerdocon eso; sin embargo, ahora mandó arriar velasde modo que sólo quedaran desplegadas latrinquete y la mayor, la mínima cantidad develamen desplegado que la fragata debía llevar, ycambió el rumbo cinco grados.

Siguió observando la batalla de pie en lacofa, con las manos apoyadas en la barandilla, yla veía cada vez más de cerca. La luna salió eiluminó las blancas y enormes nubes de humo, yJack vio con asombro que el Spartan se

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acercaba al costado del Azul más lejano de laSurprise, el costado de estribor, y sus tripulantesenganchaban a él los rezones y lo abordaban.

Bajó a la cubierta rápidamente, ordenó quesubieran los baúles con las armas y los pocosfaroles que quedaban y luego fue corriendo a laproa. En las lejanas aguas la batalla alcanzó supunto culminante: cada barco disparó tresensordecedoras andanadas seguidas, las dosúltimas casi simultáneas. Luego se oyeronalgunos cañonazos y tiros de mosquete ydespués se hizo el silencio. Jack vio entoncesque muchos hombres saltaban desde las portasiluminadas del Azul a las lanchas situadas juntoal costado de babor y se alejaban remando,aparentemente tratando de ocultarse delSpartan.

Al volver al alcázar gritó:–¡Todos los marineros a popa!Cuando los hombres se reunieron allí, explicó:–¡Compañeros de tripulación, el Azul ha

encallado en Formigas! El Spartan tieneenganchados los rezones en su costado ynosotros vamos a capturarlos a él y a su presa en

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las lanchas. Señor West, ordene al armero queentregue a todos pistolas, sables y hachas deabordaje según su gusto. Yo iré delante en lafalúa y me seguirán el señor Smith en el cúterazul y el señor Bulkeley en el rojo. Abordaremosel Azul, recuerden, el Azul, por el pescante deproa. El señor Davidge irá en la pinaza, el señorBentley en el esquife y el señor Kane en elchinchorro, y los tres lo abordarán por elpescante de popa. Todas las lanchas estaránunidas de proa a popa por un cabo.Abordaremos el Azul, atravesaremos la cubierta,como el puente de Nelson, ¿recuerdan?, ydespués atacaremos a los tripulantes delSpartan por la proa y por la popa. No profieran niun solo sonido, ni uno solo, mientras nosacerquemos, pero griten cuando aborden elbarco, y cuando estén a bordo la contraseña será«¡Surprise!». Atención -añadió, alzando la voz, aloír el primer murmullo-: que no se oiga ningúnsonido hasta que estemos allí. Señor West,lamento decirle que usted deberá quedarse en lafragata con diez hombres. Tendrá que acercarsea nosotros cuando hagamos una señal con tres

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faroles, pero nunca a menos de media milla.Partiremos dentro de cinco minutos.

Fue a la cabina a buscar su sable, puso porescrito las órdenes que había dado a West por sia él lo mataban o la expedición era un desastre yluego bajó a la falúa. La oscuridad se llenó desusurros que confirmaron su idea de que loshombres que lo rodeaban tenían muchos bríos.Había participado en muchos ataques porsorpresa, pero en ninguno había visto tanta furiani tan gran expectación, aunque tal vez «furia» nofuera la palabra más apropiada.

–¿Listos? – preguntó con voz suave a cadaembarcación.

Y desde cada una llegó la respuesta: «Listos,señor».

–Adelante -ordenó.Había pequeñas olas que venían del sur y el

viento soplaba por popa. Las lanchas sedeslizaban con rapidez por el mar sin más ruidoque los crujidos de la bancada y el tolete y elmurmullo de los remos. Se acercaban cada vezmás y se mantenían juntas. Cuando recorrían lasúltimas cien yardas, Jack estaba casi seguro de

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que un montón de metralla iba a salir de repentede la cubierta inferior del Azul, en la que habíamucha luz y se veían marineros caminado de unlado al otro. Se inclinó hacia delante y dijo en vozbaja:

–Más rápido ahora. Más rápido.Entonces desenvainó el sable y, cuando

Bonden situó la falúa debajo del pescante deproa del Azul, subió a él de un salto. Luego saltópor encima de la borda y, dando un fuerte grito,cayó en el castillo, ocupado sólo por trescadáveres. Inmediatamente la multitud dehombres que venía tras él lo empujó haciadelante y, al mismo tiempo, oyó los vítores de loshombres del otro grupo al subir a bordo y losgritos: «¡Surprise! ¡Surprise!».

Algunos marineros con expresión horrorizadase asomaron por las tres escotillas iluminadas yenseguida desaparecieron.

–¡Vamos, vamos, ayúdenme! – gritó Jackechando a correr por el pasamano y saltando porencima de los rezones para pasar al Spartan.

Aunque el ataque era totalmente inesperado,veinticinco o treinta tripulantes del Spartan

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opusieron resistencia en el alcázar, tomandotodas las armas que pudieron encontrar yformando una masa compacta. Uno arrancó aJack el sable de la mano con una bala demosquete; otro le hizo una hendidura en un ladodel cuello con una pica y otro muy bajo y robustole dio un puñetazo en la barbilla, tumbándolohacia atrás sobre un cadáver. Jack se volvióhacia un lado y disparó con la pistola al hombrerobusto. Luego cogió un trozo de ladespedazada borda de unos seis pies de largo yarremetió contra el grupo con inusitada furia. Loshombres retrocedieron, tropezando unos conotros, y enseguida Jack les asestó un fuertegolpe y los derribó a los tres. Estaba a punto dedarles otro golpe, un revés, cuando Davidge lecogió el brazo y le dijo:

–Señor, señor, se han rendido, señor.–¿Ah, sí? – preguntó Jack, jadeando. Su

rostro perdió la expresión feroz-. Tanto mejor.¡Alto! ¡Dejen de luchar! – añadió, mirando a ungrupo de hombres que estaban en el castillo, yluego, dejando caer su arma, que parecía unagran jamba de roble, inquirió-: ¿Dónde está el

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capitán?–Ha muerto, señor. Lo mató el Azul. Éste es

el único oficial que queda.–¿Responde usted de sus hombres, señor? –

preguntó Jack al hombre de cara pálida que teníaenfrente.

–Sí, señor.–Todos excepto los heridos bajarán

inmediatamente a la bodega. ¿Dónde están lostripulantes del Azul?

–Escaparon en las lanchas antes quenosotros lo abordáramos, señor. Pero noquedaban muchos.

–Señor Davidge, traiga tres faroles de lacubierta inferior y cuélguelos de los obenques.

A la luz de los faroles pudo verse un desoladoescenario. Sin duda, el Azul había disparado congran precisión y las potentes balas del Spartan,disparadas a corta distancia, habían destruidotodo cuanto tocaron. Las bajas tenían que serforzosamente cuantiosas, sobre todo en laentrecubierta; sin embargo, por lo que Jack pudover al caminar por entre los cadáveres, ningunode sus hombres había muerto, aunque Webster,

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que estaba doblado sobre sí mismo, tenía unaherida en el estómago, y el condestable tenía unbrazo ensangrentado y sus ayudantes se loestaban poniendo en un cabestrillo.

–Señor -dijo el joven-, le ruego que corte loscabos del barco, pues no podrá mantenerse aflote más de cinco minutos. Estábamosesperando a terminar de sacar las últimas bolsasde mercurio.

–Siento mucho que te lo hayas perdido, Tom -dijo Jack Aubrey cuando desayunaba en lacabina con Pullings, que, tal como habíanacordado, acudió a la cita poco antes de quesaliera el sol-. Fue la mejor surprise que tepuedas imaginar. Y no había otra manera dehacer las cosas porque, naturalmente, yo no ibameter la fragata entre esos escollos durante lanoche. Esos arrecifes son terribles. El Azul sehundió en un lugar de diez brazas de profundidadpoco después de que sacáramos a los heridos.Nunca comprenderé cómo ese joven insensatopudo acercarse a él sin sufrir daños.

–Lamento que lo hayan herido, señor -respondió Pullings-. Espero que la herida no sea

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tan grave como parece.–No tiene importancia. Incluso el doctor dice

que no tiene importancia, y cuando me la hicieronno sentí nada. No fue más que una rozadura conla pica. Apenas sufrimos daños, pero el Spartany el Azul se destruyeron el uno al otro. Ha sido labatalla corta más sangrienta que he visto. Lascubiertas estaban llenas de sangre,completamente llenas. En el Azul sólo había unpequeño grupo de hombres capaces de caminar,un grupo que cabía en dos lanchas; y en elSpartan, aparte de los heridos, había dosveintenas de hombres. Es cierto que a muchoshombres los habían enviado a tripular las cincograndes presas, pero, a pesar de todo, hubo unacarnicería.

–Aquí está el contramaestre, señor-informóKillick.

–Siéntese, señor Bulkeley -ordenó Jack-. Loque quería preguntarle era si tenemos muchasbanderas francesas.

–Sólo tres o cuatro, señor.–Entonces, si le parece, podría hacer algunas

más. No digo que tenga que hacerlas, señor

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Bulkeley, porque eso supondría ser demasiadopresumido, sólo digo que piense en laposibilidad de hacerlas.

–Sí, señor. Pensaré en esa posibilidad -dijoel contramaestre y pidió permiso para retirarse.

–Bueno, Tom -continuó Jack-, volviendo a laspresas, no tenemos ni un minuto que perder. Séque el doctor proferirá juramentos -añadió,mirando por la ventana el islote, por el cualStephen y Martin andaban a gatas después dehaber dejado a los heridos con los cirujanos-,pero zarparemos con rumbo a Faial tan prontocomo el Spartan esté en condiciones denavegar, y lo cierto es que tiene muchos cabos yprovisiones de todo tipo. Avanzaremos tanrápido como podamos, a toda vela, porque elfinal del mes y la Constitution están más cercacada día. Navegaremos con rumbo a Faial,porque las cinco presas del Spartan están allí,amarradas en el puerto de Horta. El Spartanaparecerá frente al puerto acompañado de unbarco que se parece mucho al Azul, y, porsupuesto, no entrará a la larga bahía porqueperdería mucho tiempo maniobrando; sin

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embargo, la Merlin, que todos conocen muy bien,entrará, disparará dos salvas y dará la señal desalida. Las presas levarán anclas y se reuniráncon nosotros en alta mar, donde substituiremos asus tripulantes, y entonces nos las llevaremos aInglaterra con una bandera francesa izada encada una para engañar a la Constitution si nosencontramos con ella. ¿Entiendes lo que quierohacer, Tom?

CAPÍTULO 4El doctor Maturin y su ayudante estaban en

una botica y revisaron lo que habían compradopara el botiquín de la Surprise.

–Creo que esto es todo, aparte de la sopa enpolvo, los retractores dobles y un par desacabalas para extraer balas de mosquete, quepodremos encontrar en la tienda de Ramsden.

–¿No se olvida del láudano? – preguntóMartin.

–No. Hay una razonable cantidad a bordo.Pero le agradezco que me lo haya recordado.

La razonable cantidad estaba distribuida engarrafas de once galones protegidas por untejido de mimbre y el contenido de cada una

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equivalía a quince mil dosis como las queadministraban normalmente en los hospitales.Stephen pensó en ellas con satisfacción.

–La tintura de opio, administradaadecuadamente, es una de las medicinas másefectivas que tenemos -afirmó-, y por esoprocuro no quedarme nunca sin ella. A veces lauso yo mismo como sedante. Pero, ¿sabe unacosa, Martin? – preguntó después acercar la listaa la luz y revisarla de nuevo-. Creo que su efectodisminuye. ¿Cómo está, señor Cooper?

–¿Cómo está usted, señor? – preguntó eldesdentado boticario, y en su tono y su pálidacara se notaba una gran satisfacción-. Seguroque está sorprendentemente bien, ¡ja, ja, ja!Cuando la señora Cooper me dijo que el cirujanode la Surprise estaba en la botica le dije: «Voy abajar a felicitar al doctor Maturin por susorprendente viaje». Entonces ella me dijo:«Cooper, no creo que vayas a tomarte la libertadde bromear con el doctor». Y yo le repliqué:«Querida mía, nosotros nos conocemos desdehace muchos años, y a él no le importará que lehaga una broma». Le felicito, señor, le felicito de

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todo corazón.–Gracias, señor Cooper -dijo Stephen,

estrechando su mano-. Le agradezco mucho suamabilidad.

Cuando ambos estaban de nuevo en la calle,Stephen continuó:

–Su efecto disminuye considerablemente,aunque no sé el motivo. El señor Cooper es unhombre fiable y he usado la tintura que preparaen muchos viajes. Siempre la ha preparado igual,siempre. Está hecha con buen coñac en lugar dealcohol, así que ése no es el problema. Laexplicación tiene que ser otra, pero no sé cuál, ycomo estoy decidido a tomar sólo una dosismoderada, salvo en caso de emergencia, tengoque resignarme a pasar una noche sin dormir devez en cuando.

–¿Qué dosis considera usted moderada? –inquirió Martin por curiosidad.

Sabía que la dosis normal era de veinticincogotas y había visto a Stephen dar a Padeensesenta para poder calmar su terrible dolor, perotambién sabía que tomarlo habitualmente podíaprovocar cierto grado de tolerancia y quería

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averiguar si el grado era muy alto.–Una dosis que no le parece muy grande a

alguien acostumbrado a tomarlo. No más de…no más de mil gotas, más o menos.

Martin reprimió una exclamación de horror ypara ocultar su expresión llamó a un coche quepasaba.

–Teniendo en cuenta que la lluvia ha cesado,el cielo está despejado y sólo tenemos quecaminar una milla inglesa, ¿no le parece queesto es innecesario, colega? – preguntóStephen.

–Querido Maturin, si usted hubiera sido tanpobre como yo y durante tan largo tiempo, alhacer por fin fortuna disfrutaría de los lujos de labuena vida. Sólo los mezquinos son incapacesde sentir gozo.

–Bueno -dijo Stephen; puso el paquete en elcoche y luego subió a él-. Pero espero que no sevuelva usted orgulloso.

Se detuvieron en Ramsden, ordenaron lasprovisiones que les faltaban y se separaron.Martin fue a buscar una tela que combinara conun trozo de seda pintada de su esposa y Stephen

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se fue a su club.Los porteros del Black's eran muy discretos,

pero resultaban inconfundibles sus expresivassonrisas y reverencias, el tono complacido conque le dieron los buenos días y le entregaron unanota de sir Joseph Blaine, que era otra vez el jefedel Servicio secreto naval. En ella sir Joseph ledaba la bienvenida a Londres y confirmaba lacita de esa tarde.

«A las seis y media -pensó Stephen, mirandode reojo el reloj Tompion que había en elvestíbulo-. Tendré tiempo para ir a ver cómo estála señora Broad.»

Entonces miró al portero del vestíbulo y dijo:–Ben, por favor, guárdeme este paquete

hasta que regrese, y no deje que me reúna consir Joseph sin él.

Luego preguntó al cochero:–¿Conoce el Grapes, en el distrito de Savoy?–¿El hostal que se quemó y que están

reconstruyendo?–El mismo.Si hubiera habido niebla, como solía ocurrir

en las riberas del río, o la tarde hubiera estado

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avanzada, el Grapes habría sido el mismo lugar,porque lo estaban reconstruyendo sin introducirningún cambio y Stephen podría haberencontrado su habitación con los ojos vendados;sin embargo, los ladrillos nuevos no habíantenido tiempo de recubrirse de una capa desuciedad londinense y las ventanas sin cristalesde los pisos superiores daban al lugar unaspecto siniestro que no merecía. Hasta queStephen no entró en la sala de estar no se sintiócomo en su casa. Allí todo estaba siempre muylimpio y, aparte del olor a yeso fresco, no seobservaba ninguna diferencia. Conocía el hostalperfectamente bien y había mantenido reservadauna habitación permanentemente durante años.Era muy tranquilo y conveniente para losmiembros de la Royal Society, la Sociedad deEntomólogos y otras organizaciones deintelectuales, y además él sentía gran estimaciónpor la dueña.

En ese momento disminuyó un poco suestimación por la señora Broad, pues desde unode los pisos superiores llegó su voz chillona enuna profusión de frases en tono furioso. Los

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gritos de las mujeres siempre lo ponían nervioso,y se quedó allí de pie con la cabeza baja, lasmanos tras la espalda y una expresión dedisgusto. Aparentemente tenían el mismo efectoen los dos cristaleros que bajaron la escalera enese momento respondiendo en tono sumiso altorrente de palabras que caía desde arriba: «Sí,señora. Desde luego, señora. Enseguida,señora. Sin falta, señora». Al llegar a la puerta,ambos se colocaron bien los sombreros depapel en la cabeza, se miraron con angustia y sealejaron rápidamente.

Se podía oír cómo la señora Broadrezongaba mientras bajaba la escalera:

–¡Malditos perezosos! ¡Radicales!Jacobinos! ¡Granujas! ¡Canallas!

Llegó a la sala de estar y su voz aún subiómás de tono cuando dijo:

–¡No, señor, no podemos servirle! El hostalno está abierto todavía ni lo estará nunca porculpa de esos malditos monstruos. ¡Oh, Diosmío! ¡Pero si es el doctor! Dios le bendiga,señor. Siéntese, se lo ruego.

En ese momento su habitual expresión alegre

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apareció en su cara como el sol asomando pordetrás de una nube morada y ella apoyó susgruesos brazos en el brazo de una butaca.

–Así que está usted en la ciudad, señor.Leímos cosas sobre usted en los periódicos, y enel escaparate de Gosling había dibujos y ungrabado… ¡Dios mío, qué sucesos! Espero quenadie haya resultado herido. ¿Y cómo está elcapitán? Creo que voy a llorar de rabia porqueese sinvergüenza me prometió instalar lasventanas de los pisos superiores, entre las quese encuentran las de su habitación, hace tressemanas. Tres semanas, y ya ve, aún no hayventanas. La lluvia entró y estropeó los suelosque las chicas pulieron, y eso es suficiente parahacer llorar a una mujer. Pero no trae usted nadaen las manos. ¿A qué ha venido, señor? ¿Abrindar por el nuevo Grapes?

–A bendecir el hostal y a su dueña, señoraBroad -respondió Stephen-. Y me gustaría tomaruna copa de whisky.

La señora Broad, más tranquila, regresó conuna bandeja sobre la que había una tarta y vasos(ella iba a tomar licor de uva roja porque estaba

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un poco ronca) y un paquete de servilletas depapel bajo el brazo. Se sentaron, uno a cadalado de la chimenea; el doctor Maturin hizo labendición, y la señora Broad preguntó si teníanoticias del norte.

Ella y Diana habían intentado que Stephenestuviera saludable, bien alimentado, vestido deacuerdo con la estación, con prendas interioreslimpias y con ropa bien cepillada, y duranteaquella larga e infructuosa campaña habíanllegado a ser amigas, aunque ya desde elprincipio habían simpatizado. La señora Broadsabía bastante bien lo que ocurría entre el doctory la señora Maturin, pero admitía tácitamentecomo cierta la falsa afirmación de que Diana sehabía ido al norte por problemas de saludmientras Stephen viajaba por los mares.

–No -respondió Stephen-, pero es posibleque vaya allí dentro de poco.

–Yo tuve noticias el día de la Anunciación -dijo la señora Broad-. Un caballero de la legaciónme dio esto -añadió, desenvolviendo unamuñeca sueca con una pelliza de martacebellina-. Ella decía en la nota que comunicara

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al doctor que le estaban haciendo una capa aprueba de agua en Swainton y que habíaolvidado decírselo. También decía que tuvo quetejerla de forma especial, pero que seguramenteya estará terminada. La pelliza es de auténticamarta cebellina -agregó, alisando la ropa de lamuñeca y su rubio pelo.

–¿Ah, sí? – preguntó Stephen, poniéndose depie y mirando la calle por la ventana-. ¿Deauténtica marta cebellina?

Habría sido mejor romper definitivamente conDiana que andar de un lado a otro con su enormediamante en el bolsillo, como si fuera un talismán,y temblando al oír su nombre. Había amputadomuchos miembros en el pasado, y no sóloliteralmente. Al otro lado de la calle vio a su viejoamigo, el perro del carnicero, sentado en elumbral y rascándose la oreja con perseveranciacanina.

Cogió un pedazo de tarta y salió del hostal. Elperro hizo una pausa, miró a derecha e izquierdacon sus ojos miopes mientras retorcía la nariz y levio. Entonces cruzó la calle subiendo y bajando lacabeza y moviendo la cola. Stephen le acarició la

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cabeza, observó su horrible sonrisa y notó conpena la capa con que los años habían cubiertosus ojos. Luego le dio palmadas en las ancasabigarradas y gruesas y le ofreció el pedazo detarta, que cogió despacio por el extremo.Enseguida se separaron. El perro regresó a lacarnicería, donde, después de mirar a sualrededor, colocó el pedazo de tarta intactodebajo de un montón de basura y se echó en elsuelo. Stephen volvió al Grapes y dijo a la señoraBroad:

–Por lo que se refiere a mi habitación, no sepreocupe lo más mínimo. No he venido a buscaruna habitación para mí sino para Padeen, misirviente. Le van a operar mañana en Guy's.Desgraciadamente, será una extracción difícil, yno quiero que se quede en una sala común.Seguramente tendrá usted alguna habitación enla planta baja.

–¿Van a sacarle una muela? ¡Pobrecito!Desde luego, ya está preparada una pequeñahabitación que se encuentra debajo de la suya,pero también Deb puede quedarse con Lucy; loque quizá sea mejor, porque su habitación está

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mejor ventilada.–Padeen es un buen hombre, señora Broad.

Es del condado de Clare, en Irlanda. No hablamucho inglés y cuando habla el poco que sabetartamudea y tarda cinco minutos antes de decircada palabra, que con frecuencia no es lacorrecta. Sin embargo, es obediente como uncordero y siempre está sobrio. Ahora tengo quedejarla, porque tengo una cita al otro lado delparque.

En su recorrido tenía que pasar por la calleStrand, que estaba llena de gente, y también porCharing Cross, que estaba aún más lleno, puesademás de que allí confluían tres calles de muchotráfico, se había caído un caballo que tiraba de uncarro, obligando a detenerse a su alrededorcarruajes, calesas y diligencias, y entre ellos y lospasajeros que se habían bajado pasaban jinetes,sillas de manos y coches pequeños. El cocherodel cario permanecía sentado sobre la cabezadel animal esperando a que el muchacho que leayudaba desatara todas las hebillasinnecesarias. La muchedumbre, entre la queStephen pasó lentamente, estaba de buen

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humor, y quienes rodeaban al muchacho y alcaballo daban al primero muchos consejos entono humorístico. Estaba compuesta porpersonas muy diversas, que se diferenciabansobre todo por los uniformes, mayoritariamenterojos. Aquella marea humana producía unaagradable sensación, sobre todo a quien acabade regresar del mar; sin embargo, había queesforzarse y empujar mucho para pasar entreella, y Stephen sintió alivio al volver a entrar en elparque. Recogió su paquete en Black's y fuehasta el mercado Shepherd, cerca del cual vivíasir Joseph en una casa que tenía la puerta verde,un curioso apagavelas doble y un aldabón enforma de delfín que parecía de oro bruñido.

Levantó la mano para coger la cola delanimal, pero, antes que pudiera hacerlo, la puertase abrió de par en par y apareció sir Joseph, encuyo ancho y pálido rostro se reflejó una alegríamayor de la que muchos de sus colegas lehubieran creído capaz de expresar.

–¡Bienvenido, bienvenido otra vez a casa! –exclamó-. He estado mirando por la ventana delsalón para verle llegar. Pase, mi querido Maturin,

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pase.Lo condujo por la escalera hasta la biblioteca,

la habitación más agradable de la casa, quetenía las paredes tapizadas de libros y depequeños armarios con cajoncitos para guardarinsectos, le ofreció una cómoda silla que puso aun lado de la chimenea y se sentó al otro lado.Estuvo mirando a Stephen con expresiónsatisfecha hasta que su primera pregunta laborró de su cara:

–¿Tiene noticias de Wray y Ledward?–Los han visto en París -contestó-. Me

avergüenza decir que lograron escapar. Puedeusted decir que, a pesar de todos los serviciossecretos que tenemos, somos un atajo deestúpidos, porque los hemos dejado salir delpaís. Y no negaré que la primera operación, laque hicimos en Button's, estuvo muy mal dirigida.Ya ve usted: cuando algo concierne a todos losservicios secretos, cualquier cosa es posible,además de cometer estupideces.

Stephen miró a Blaine unos momentos.Conocía a su jefe lo bastante bien paracomprender que no sólo quería decir que no

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confiaba en la discreción y la competencia dealgunos de los servicios secretos del reino, sinotambién que estaba convencido de que Ledwardy Wray tenían al menos un compinche y protectorque ocupaba un alto cargo en la administración.Dio eso por sobreentendido y se limitó a decir:

–Pero usted tiene de nuevo la autoridad en supropia casa, ¿no es así?

–Eso creo -respondió sir Joseph, sonriendo-,pero, como usted sabe muy bien, la organizaciónestaba casi en ruinas y hay que rehacerla dearriba abajo. Además, aunque ahora mi posiciónen el Almirantazgo es más sólida que nunca, noestoy muy contento con algunos de nuestroscolegas y corresponsales y… Bueno, en estosmomentos no voy a proponerle ninguna misión enel continente. Me parece que tiene mucho másvalor su información sobre las posibilidades quetenemos en América del Sur.

–Le he hecho estas preguntas indiscretasporque me preocupan y porque tienen estrecharelación con la rehabilitación del capitán Aubrey.

–Jack Aubrey el Afortunado -dijo Blaine,sonriendo otra vez con gran satisfacción-. ¡Dios

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mío, nunca se ha visto un golpe semejante!¿Cómo lo ha dejado usted?

–En el seno de su familia y muy contentorespecto a las cuestiones monetarias; pero,como usted sabe, eso le importa muy poco encomparación con aparecer de nuevo en elBoletín Oficial de la Armada.

–En cuanto al proceso formal,indudablemente, no puede empezar hasta que untribunal haya condenado a Wray y a Ledward yAubrey obtenga el perdón por lo que no hizo, esdecir, que el veredicto de culpabilidad searevocado. También hay procesos informales y,por lo que se refiere a ellos, él cuenta con todomi apoyo, naturalmente; sin embargo, incluso enasuntos en que las influencias cuentan, mi apoyotiene poca importancia, y en uno de este tipo, notiene ninguna. Él tiene el apoyo de otroshombres, y si bien algunos pueden favorecerlomucho más, otros, como el duque y varios de losalmirantes que más simpatizan con los radicales,pueden hacerle más daño que bien. En laArmada y entre los ciudadanos la opinión generales que fue vejado, y el hecho de que tanta gente

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se regocije de su éxito es una clara prueba deello. A propósito de eso, ¿sabía usted que elcomité no aceptó su renuncia a ser miembro delclub?

–No. Pero, dígame, ¿no cree que su éxitoactual tendrá algún efecto? ¿No cree queayudará a cambiar la opinión de lasautoridades? Por el amor de Dios, es un éxitoasombroso, como usted mismo ha reconocido.

–¿Un cambio? ¡Oh, no! Según lasautoridades, tener éxito haciendo el corso notiene importancia para el país ni para la Armadareal. Cometieron un error, como todo el mundosabe, y cuando pasen veinte años y hayanmuerto todos los funcionarios de la actualgeneración y, por supuesto, todos los ministrosactuales, es probable que alguien haga algúngesto. Pero, por ahora no es posible someterajuicio a Wray, algo que en caso de ocurrir seríavergonzoso para los ministros debido a la seriede escándalos que se han producido; por eso laculpa no puede recaer sobre otra persona y, portanto, los funcionarios sólo podrían salvar la carasi él hiciera algún acto cuya importancia para la

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nación fuera evidente y justificara el perdón delrey, la revisión del caso o la rehabilitación. Si, porejemplo, el capitán Aubrey entablara un combatecon un navío de la Armada francesa o de laestadounidense que ellos pudieran hacer pasarpor embarcaciones de igual o mayor potenciaque la suya, y si él los capturara o su barcosufriera muchos daños, o ambas cosas, lopodrían rehabilitar dentro de un año en vez, deesperar a la próxima coronación. De lo contrariono lo harán. Pero, como ya dije o quise decir,hacer el corso tiene sus propias recompensas. ¡Yqué recompensa ha tenido en este caso! Segúnel precio a que está el mercurio hoy, Maturin, éldebe de ser uno de los más ricos marinos enactivo, y eso sin contar el resto del botín.Además, dicen que al que tiene le dan, y he oídoque los hombres que hacen el comercio con lasAntillas le han regalado una vajilla de plata enagradecimiento por haber capturado el Spartan.-Indudablemente, él nunca más temerá que loarresten por no pagar deudas -dijo Stephen-.Además, en cuanto regresó a su casa supo queel tribunal de apelaciones había fallado en su

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favor en un caso muy grave cuyas costas sóloDios sabe a cuánto ascienden. En ese caso haestado enfrentado a los herederos y cesionariosde un malvado ladrón durante años, desde que…

–¡Dios mío, qué golpe! – exclamó de nuevosir Joseph sin prestarle atención y mirandofijamente el fuego-. En la Armada y en la ciudadno se hablaba de otra cosa. Decían que JackAubrey hizo un viaje de prueba con pocasprovisiones por donde durante meses sólo sehan capturado algunos haloques yquechemarines y volvió con siete pingues presasy el valioso cargamento de la octava saliéndosepor los costados de su barco. ¡Ja, ja, ja! Mealegro cuando pienso en eso.

Blaine pensó en eso unos momentos,riéndose para sus adentros, y luego preguntó:

–Dígame, Maturin, ¿cómo indujeron a laspresas del Spartan a salir de Horta?

–Interrogué a los prisioneros franceses de laforma habitual y me enteré de que uno era elencargado de las señales del Spartan -respondió Stephen-. Entonces lo llamé aparte yle propuse que a cambio de la libertad y de una

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recompensa me dijera con qué banderas habíanacordado hacer las señales, pues, como ustedsabe, Horta está situado al fondo de unaprofunda e intrincada bahía y era obvio que losbarcos iban a comunicarse a gran distancia.Además, le advertí que si no me lo decía, teníaque atenerse a las consecuencias de sunegativa, aunque no especifiqué cuáles eran. Élse rió y dijo que con mucho gusto mecomplacería a cambio de eso y que ganaríamucho por muy poco. Eso era cierto, porque laseñal consistía en desplegar la bandera desalida y hacer una salva por barlovento, lo queindudablemente hubiéramos hecho nosotros detodos modos. Sí, esa era la señal, y la goletaentró en la bahía con el viento en contra, izó labandera, hizo la salva y las presas salieron tanrápido como pudieron.

–Seguro que eso los llenó de regocijo, ¡ja, ja,ja!

–Nos llenó de regocijo, pero nos esforzamospor ser discretos porque teníamos miedo a deciralguna palabra o hacer algún gesto inapropiado.Actuamos con cautela, pues cabía la posibilidad

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de que todo se echara a perder; la situación eraprecaria como una fina capa de hielo. Había quetomar el control de una presa después de otra yteníamos que mandar a un grupo de tripulantes abordo de cada una de ellas; cada vez teníamosun mayor número de descontentos prisioneros ymenos hombres para mantenerlos bajo cubierta ymaniobrar al mismo tiempo. Por otra parte, dosde las presas, la John Busby y la Pretty Anne,eran tan pesadas y lentas que tuvimos queremolcarlas y temíamos que la Constitutionapareciera en cualquier momento. Fueronmomentos horribles, aunque el viento casisiempre fue favorable. No pudimos respirar hastaque atravesamos el banco de arena deShelmerston, cortamos los cabos de remolcar,hicimos salvas con todos los cañones ymandarnos a los marineros a tierra para celebrarel éxito.

–Los marineros deben de estar muycontentos con el capitán Aubrey.

–Sí, lo están. Engalanaron la fragata ydedicaron vítores al capitán hasta que llegó a laplaya. A excepción de unos cuantos hombres

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que él expulsó por pillaje y mala conducta, enShelmerston todos lo veneran.

–También aquí habrían dado vítores en suhonor en las calles si hubiera venido -dijo Blaine-.Había docenas de octavillas y carteles por todaspartes. Guardé algunos para usted.

Se acercó a una mesa baja sobre la quehabía un montón de papeles, y mientrasrebuscaba en ellos Stephen vio caer un anuncioimpreso en color con un globo dibujado. Stephentenía en mente los globos desde que pasara porPall Mall en su recorrido, pues allí había visto avarios trabajadores reparando los conductos quellevaban el maloliente gas obtenido del carbón alas farolas de las calles y pensó que tal vezpodría usarse en lugar del hidrógeno, que eramucho más peligroso. Habría comentado esto asir Joseph si él no se hubiera apresurado a taparel anuncio y a meterlo bajo el tablero de la mesa.En lugar de eso, Stephen se puso de pie y cogióel paquete.

–Aubrey no quiso venir a la ciudad, pero medijo que le presentara sus respetos y me dio estopara que se lo entregara. Es el diario de

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navegación del Spartan, y me parece que ustedencontrará en él valiosa información sobre losespías franceses y estadounidenses, ya queambos iban a bordo de él a menudo. Cuando loestaba envolviendo, incluí los interrogatorios quehice a los prisioneros, que no carecen de interés.

–Le estoy muy agradecido al señor Aubrey -dijo Blaine, cogiendo el paquete enseguida-.Dígale que le doy las gracias de todo corazón y,si le parece adecuado, presente mis respetos asu esposa, a quien recuerdo de Bath y considerouna de las jóvenes más hermosas que heconocido. Discúlpeme un momento; quiero ver loque dice el diario en el mes de julio del añopasado, cuando creo que…

Sir Joseph no dijo lo que creía, pero eraevidente que era algo malo. Cuando empezó apasar las páginas, Stephen apoyó la espalda enel respaldo de la silla y se puso a observar losdibujos que la lumbre formaba en la pantalla delatón, la alfombra turca y los librosencuadernados en tafilete que formaban largasfilas bajo la brillante luz, oculta tras las elegantesmolduras de yeso del techo. En su juventud había

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visto techos de estilo románico y gótico quepodían retener la humedad del invierno durante elcaluroso verano catalán, y durante su brevematrimonio con Diana, en la calle Half Moon, amenos de un estadio de distancia, había vistotechos con pinturas de estilo elaborado bajo loscuales sería apropiado distribuir pequeñas sillasdoradas y celebrar muchas fiestas; sin embargo,la mayoría de su vida la había pasado enextraños alojamientos y barcos, y nunca tuvo unahabitación tan tranquila, cómoda y elegantecomo ésa. Ni siquiera la había tenido en MelburyLodge, la casa que compartió con Jack duranteel período de paz. Estaba pensando en cuáleseran las condiciones necesarias para tenerlacuando entró el ama de llaves y comunicó a sirJoseph que la cena estaría servida al cabo decinco minutos.

La cena fue exquisita y sobria: langostahervida, el plato favorito de Blaine, con una copade moscatel, seguida de mollejas y espárragoscon una copa de excelente clarete y despuéstarta de fresa. Mientras comían, Stephenescenificó ante sir Joseph la batalla al estilo de la

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Armada, con pedacitos de pan sobre el mantel, yvolvió a hablar de la inmensa alegría de lostripulantes de la Surprise cuando vieron por lostelescopios que las presas salían de Horta«como ovejas que iban al matadero», segúnpalabras de Aubrey.

–¡Dios mío, qué golpe! – volvió a exclamar sirJoseph-. Sólo con el mercurio puede obtener unacantidad diez veces superior al valor de lafragata. ¡Además, no tiene que dar una parte alalmirante! Discúlpeme, Maturin, porque pensaren semejante fortuna y en la alegría que producehaberla conseguido me hace olvidar las normasde educación. Confío en que este golpe desuerte no interferirá en el plan para Suramérica.

–¡Por supuesto que no! Aubrey no podrá serfeliz en tierra, aunque sea rico, a menos que lorehabiliten. Y a pesar de que eso no fuera así, élha prometido cumplir el compromiso de hacerese viaje en la fragata y piensa hacerlo pase loque pase. También me ha pedido que despuésse la venda. Mi ayudante, el señor Martin, a quienusted recordará…

–¿El pastor que escribió ese desafortunado

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opúsculo sobre los excesos en la Armada?–El mismo, que es además un experto

ornitólogo. También él dijo que cumpliría elcompromiso, aunque está recién casado y ahoratiene lo que llama una fortuna, una cantidadsuficiente para vivir cómodamente. Me complacemucho la actitud de ambos.

–No lo dudo. Pero, querido Maturin, le ruegoque me disculpe otra vez por tener la pocadelicadeza de hablar de dinero. Sé muy bien queése es un tema inapropiado, pero me parecemuy interesante y me gustaría saber quécantidad de dinero considera el señor Martin unafortuna.

–No sé cuánto es, pero mi banquero deLondres, a quien él consultó, le dijo que si loinvertía todo en títulos de la deuda pública,menos unos cientos de libras para equipamientoy menus plaisirs, le produciría un beneficio dedoscientas veinticinco libras al año.

–Bueno, creo que eso es más de lo que gananormalmente un pastor de parroquia rural, eindudablemente es mucho más de lo que uncoadjutor espera recibir. ¡Y lo ganó en quince

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días haciendo el corso! ¡Que Dios le bendiga! Aese paso, pronto será arzobispo.

–Creo que no le entiendo, Blaine.–Estoy tan contento que me permito bromear.

Tal vez no debería hablar así de un cargosagrado, pero es un hecho que el doctorBlackburne, que era arzobispo de York entiempos de mi padre, anteriormente hacía elcorso en las costas de los territorios españolesde América, y el señor Martin y usted estarán enesas mismas latitudes. ¿Quiere que volvamos ala biblioteca? Tengo una botella de vino de Tokayy quisiera que lo probara después del café. Laseñora Barlow nos servirá algunos dulces.

Durante la ausencia de ambos, la señoraBarlow o el corpulento negro que era el únicosirviente que residía allí aparte de ella, habíanencendido el fuego. La conversación se habíainterrumpido, Stephen y Blaine se sentaron amirarlo como si fueran dos gatos y así pasaronun buen rato. Luego Stephen dijo:

–Lamento mucho la muerte de Duhamel.–Yo también -repuso Blaine-. Era un hombre

extraordinariamente hábil.

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–Y recto -añadió Stephen-. No le he dicho queme devolvió el diamante que Diana tuvo quedejar en París, el diamante azul.

Entonces sacó el diamante del bolsillo.–Recuerdo que una noche que usted tuvo la

amabilidad de invitarme a su casa de Half Moon,ella lo usó como colgante. Además, recuerdomuy bien las circunstancias que la obligaron adejarlo en París. No esperaba volver a verlo. Esuna maravillosa joya y tal vez estaría mejor en lacaja fuerte de un banco, ¿no le parece, Maturin?

–Tal vez -respondió Stephen y, después deuna pausa, añadió-: Pero he dado vueltas alasunto y he pensado que, si fuera posibleprolongar el período en que los tripulantes de lafragata no pueden ser reclutados forzosamente,iría a Suecia para devolver la piedra preciosaantes de zarpar hacia América del Sur.

–Naturalmente que sí.–Dígame, Blaine -pidió Stephen, clavando en

él sus claros ojos-, ¿tiene alguna informaciónsobre la actual situación allí?

–No he hecho ninguna pregunta sobre laseñora Maturin a través de la red de espionaje,

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absolutamente ninguna pregunta comoprofesional -respondió Blaine en tono grave-.Absolutamente ninguna. Pero, extraoficialmente,como un hombre corriente, he oído los rumoresque corren por la ciudad, y a veces algo más.

–Según esos rumores, ella huyó con Jagielloporque le fui infiel en el Mediterráneo, ¿no esasí?

–Sí -respondió Blaine, mirándoloatentamente.

–¿Puede decirme algo sobre Jagiello?–Sí -contestó sir Joseph-. Según los servicios

secretos, es una persona fiable y, aunque suinfluencia política es mínima, como puedeimaginar, está a favor de la alianza con nosotros.Pero sé algo más importante para el asunto quenos ocupa, algo que no tiene nada que ver conesos rumores, sino que supe por un hombre de lalegación: parece ser que Jagiello va a casarsecon una joven dama de Suecia. También meenteré de algo más, aunque no me lo dijerondirectamente sino que lo deduje, así que nopuedo afirmar que sea cierto, e incluso esposible que sea totalmente falso. Me enteré de

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que las relaciones entre él y la señora Maturín noeran de naturaleza… no eran como las quegeneralmente los demás suponían que eran. Porotra parte, no creo que me equivoque mucho aldecir que actualmente ella está muy lejos de serrica, aunque también es posible que laspersonas suban en globo sólo por su espírituaventurero.

Se acercó a la mesa baja, metió la mano bajoel tablero y sacó el anuncio impreso que anteshabía ocultado. En él se veía un globo azul entreenormes nubes rodeadas de grandes pájarosrojos que parecían águilas, y en la barquilla habíauna mujer de pelo rubio y mejillas rosadasmontada en un caballo que sostenía una banderabritánica y una sueca. En el texto escrito en tonoexclamatorio que había debajo resaltaba elnombre Diana Villiers, que estaba repetido tresveces en letras mayúsculas y entre signos deexclamación. Ese era el nombre de Dianacuando él la conoció y también el quegeneralmente recordaba al pensar en ella, ya quesu matrimonio, celebrado a bordo de un barco deguerra y sin la presencia de un sacerdote, no

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convenció a ninguno de los dos.Durante un rato observó el dibujo. Los cabos

que rodeaban el globo y sostenían la barquillaestaban cuidadosamente dibujados; la figura,que parecía de madera, tenía el rostroinexpresivo y una postura teatral, pero, aunqueparecía absurdo, tenía algo de Diana. Ella erauna magnífica amazona y, aunque nunca sehubiera sentado así, ni siquiera sobre un animalque parecía un cruce entre un asno y una muía, ytampoco hubiera adoptado una posturahistriónica, la improbable existencia del dibujo, laconsideración del caballo como símbolo y laindiferencia de la figura tenían mucha relacióncon ella.

–Gracias, Blaine -dijo después de un rato-. Leestoy muy agradecido por esta información.¿Tiene algo que añadir, aunque seainsignificante?

–No, nada. Pero, ¿no le parece significativala ausencia de rumores por un lugar como laSuecia actual?

Stephen asintió con la cabeza, observó denuevo el dibujo e intentó comprender el

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comportamiento de los suecos.–Me gustaría subir en globo -dijo.–Mientras estaba en Francia, antes de la

guerra, vi cómo subían Pilâtre de Rozier y unamigo suyo -contó Blaine-. Tenían dos globos, unMongolfier que estaba justo encima de labarquilla y otro más grande lleno de gas encima.Subieron a gran velocidad, pero cuando llegarona tres o cuatro mil pies de altura todo el conjuntose incendió. No creo que Ícaro se hicierapedazos con tanta rapidez.

Sir Joseph lamentó haber dicho aquellaspalabras en cuanto las pronunció, pero pensóque cualquier explicación y cualquier fraseatenuante sólo servirían para empeorar lascosas, así que fue a un rincón a buscar el vino ysirvió un vaso a cada uno.

Hablaron del vino en general y del de Tokayhasta que se tomaron la mitad de la botella, yentonces Stephen dijo:

–Habló usted de la Suecia actual como de unlugar lleno de rumores.

–Si uno lo piensa, no es sorprendente que asísea. Bernadotte fue elegido heredero de la

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Corona y se rebeló contra Napoleón, pero nodeja de ser un francés, y los franceses norenuncian a lograr que cambie de nuevo. Esposible que le ofrezcan Finlandia y Pomerania, osea, gran cantidad de tierra, y también puedeninfluir en él porque tiene media docena de hijosnaturales en Pau, Marsella y París. Y si eso no daresultado, pueden utilizar a los numerososseguidores de la legítima familia real apartadadel trono, los Vasas, para que provoquen ungolpe de estado. Además, los mejores suecosdesaprueban el Tratado de Abo. Naturalmente,los rusos y los daneses también están muypreocupados, lo mismo que los estados del nortede Alemania; así que, a pesar de las alianzas,Estocolmo está lleno de agentes secretos de unpaís o de otro que intentan influir en Bernadotte,su corte, sus consejeros y sus opositoresactuales o potenciales, y lo que hacen o lo que sesupone que hacen da mucho que hablar. Nuestrodepartamento no toma parte en eso, gracias aDios, pues he visto a Castlereagh con la cabezaoculta por el montón de informes, pero,naturalmente, algo oímos.

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El pequeño reloj con el borde de la esferaplateado dio la una, y Stephen se puso de pie.

–No abandone nunca una botella cuando aúnqueda la mitad -le amonestó Blaine-. ¡Quévergüenza! Siéntese otra vez, por favor.

Stephen se sentó, aunque le daba lo mismotomar aquel vino que chocolate, y cuando sesirvieron el último vaso, preguntó:

–¿Quiere que le ponga un curioso ejemplodel poder del dinero?

–Sí, por favor -respondió Blaine.–Mi sirviente, Padeen, a quien usted conoce,

tiene una muela del juicio incrustada y estásufriendo terriblemente por ello. Yo no estoypreparado para hacer la operación que necesita,así que lo llevé al mejor sacamuelas de Plymouth,pero nada lo convenció de que abriera la boca yprefirió soportar el dolor. Sin embargo, ahora quelo he traído a Londres para que le atienda elseñor Cullis, de Guy's, la situación ha cambiado.Ahora abre la boca de buena gana y soporta sinproferir una queja que le pinchen con lancetas yagujas y le metan una sonda en la boca, pero noporque el señor Cullis sea el dentista del príncipe

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regente, lo que no significa nada en el condadode Clare, sino porque la operación cuesta sieteguineas y además hay que dar media guinea alayudante, y esa suma, que es mayor que todaslas que Padeen había visto antes del golpe de laSurprise, no sólo da cierta categoría a un hombresino que implica que debe sentir bienestar.

–¿Quiere decir que no lo está esperandoabajo? – inquirió Blaine-. ¿Quiere decir quevolverá al club andando y con el gran diamanteen el bolsillo? Supongo que la compañía deseguros declinará toda responsabilidad en estoscasos.

–¿Qué compañía de seguros?–¡No me diga que no está asegurado!–No.–Y seguro que lo que me va a decir a

continuación es que el barco tampoco estáasegurado.

–¡Ah! – exclamó Stephen al pensar en ello-.Sí, también hay un seguro marítimo. A menudo heoído hablar de él. Quizá debería contratar uno.

Sir Joseph juntó las manos, pero se limitó adecir:

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–Vamos, le acompañaré hasta la esquina dePicadilly. Allí siempre hay un montón demuchachos con antorchas. Dos de ellos puedenacompañarlo al club y dos pueden venir conmigohasta aquí.

Cuando ambos estaban caminando, explicó:–Cuando hablé de la posibilidad de que el

señor Aubrey combatiera con un barco de otropaís de potencia similar a la de su fragata nohablaba al azar, aunque lo pareciera. Si no meequivoco, él conoce bien el puerto de SaintMartin.

–Lo inspeccionó dos veces y participó en elbloqueo durante mucho tiempo.

–Hay posibilidades… ¿Puede quedarse en laciudad una semana?

–Sí, por supuesto, y siempre podráencontrarme en Black's. Pero, de todos modos,nos encontraremos en la comida de la RoyalSociety el jueves, antes de mi conferencia. Meacompañará el señor Martin.

–Será un placer encontrarle allí.Para ambos fue un placer encontrarse.

Stephen sentó a Martin entre él y sir Joseph, y los

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dos hablaron sin parar hasta que empezaron losbrindis. Martin admitió que no prestó muchaatención a los coleópteros, pero aseguró quehabía aprendido mucho sobre los hábitos y lasformas de las especies de América del Surporque las había observado atentamente en suhábitat, y los dos hablaron sólo de losescarabajos, sobre todo de los luminosos, yBlaine propuso una nueva clasificación basadaen principios científicos.

En la reunión de la Royal Society, Stephenleyó su trabajo sobre la osteología de las avesacuáticas con voz apagada y su habitual tonobajo. Después, los colegas que pudieron oírle yentenderlo lo felicitaron, Blaine lo acompañó algran patio y, en un aparte, le preguntó porPadeen.

–¡Oh, la operación fue terrible! Me alegro deno haber intentado hacerla yo. Hubo que partirlela muela y sacar los pedazos de nervio, quepodían verse uno a uno. La soportó mejor de loque me imaginaba, pero aún tiene mucho dolor,aunque he conseguido que disminuyera contintura de opio. Además, tiene una gran fortaleza.

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–Entonces, valió la pena que el pobre hombregastara siete guineas -dijo Blaine y luego,cambiando de tono, añadió-: Hablando demarinos, sería conveniente que su amigo sepreparara para hacer un viaje corto que lepropondrán con poca antelación.

–¿Quiere que le mande una carta urgente?–Sí, con tal que le haga saber que no es

realmente un compromiso. Es posible que yohaya malinterpretado algo y que todo sea falso,pero sería una lástima que no estuvierapreparado si fuera cierto.

Nadie elegiría Ashgrove Cottage comoresidencia, pues estaba situada en una colinadespoblada, árida muy húmeda y encarada alnorte. Además, la única vía de acceso era unaprofunda zanja, la mayor parte del año cubiertade barro, que se volvía intransitable después deun aguacero. Sin embargo, desde la cima, dondeestaba el observatorio, se podían verPortsmouth, Spithead, la isla de Wight, la partedel Canal al otro lado de la isla y una grancantidad de barcos. Por otra parte, cuando aJack Aubrey le sonrió la fortuna, plantó muchas

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cosas y duplicó el tamaño de la casa. En elterreno donde antes se levantaban arbustosraquíticos destacaba ahora un bosque deárboles jóvenes, y aunque la casa no podíacompararse con la noble cuadra, que tenía ungaraje para dos coches y varias filas de amplioscompartimientos, tenía varias habitacionesconfortables. En una de ellas, la sala donde setomaba el desayuno, Jack Aubrey y Sophieestaban sentados compartiendo una cafeteragrande. Habían pasado algunos años desde quesir Joseph viera a Sophie en Bath, pero todavíapodía describirla como una de las jóvenes máshermosas que conocía. A pesar de convivir conun hombre de carácter un poco difícil, intrépido,hiperactivo y sin idea de los negocios como suesposo, un hombre que podía estar ausentedurante años, haciendo lo posible por arriesgarsu vida y sus miembros en mares lejanos, y apesar de que traer al mundo a sus tres hijos lahabía afectado y de que el horrible proceso alque la habían sometido y su desgracia habíanacabado con su lozanía, ni la hermosa forma desu cuerpo ni sus ojos ni su pelo habían

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cambiado. Además, su enorme esfuerzo mental yespiritual para mantener en orden la casa en suausencia y para tratar con hombres de negocios,a veces poco escrupulosos, había borrado de sucara todo rastro de expresión insípida o candida.Y la reciente marea de oro, que volvía a llenar devida la casa (ahora parecía difícil creer que pocoantes esa cálida, luminosa y alegre habitaciónestaba cerrada con llave y tenía los postigosechados y los muebles tapados con sábanas)también había hecho maravillas con su piel, queahora parecía la de una niña.

Pero Sophie Aubrey no era tonta, y aunquesabía que sólo la derrota en la eterna guerra y labancarrota del Estado podrían causarle gravesproblemas económicos, también sabía que Jackno sería realmente feliz hasta que su nombrevolviera a estar en el Boletín Oficial de laArmada. Jack estaba contento y se alegraba deestar con ella y los niños, y, naturalmente, ladesaparición de la angustia que sentía por aquelaparentemente interminable pleito habían influidomucho en él; sin embargo, ella sabíaperfectamente bien que él tenía muchas menos

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ganas de vivir que antes (lo percibió, entre otrascosas, en que evitaba ir de caza y en que en lacuadra sólo había dos caballos y eran de tiro) yque con respecto a los diferentes aspectos de suvida podía decirse que estaba desolado.Invitaban a comer a muy pocas personas y casinunca comían fuera, en parte debido a que lamayoría de sus compañeros de tripulaciónestaban navegando, pero en parte porquerechazaba todas las invitaciones excepto las quele hacían personas a las que estaba muyagradecido o que le habían dado pruebas deamistad durante el proceso.

Era muy sensible, y muy poco tiempo atrásSophie había pasado unos momentos difícilescon los miembros del comité de loscomerciantes que se dedicaban al comercio conlas Antillas. Le habían hablado del regalo queiban a hacerle a Jack o, mejor dicho, del escudoy la inscripción que iban a grabar en él, que yaestaba en el taller de Storr. Ella les rogó queomitieran «antiguo miembro de la Armada real»,«antiguo barco de su majestad» y la palabra«corsario», que aparecía repetidas veces, pero

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los caballeros parecían muy satisfechos de loque habían escrito y convencidos de que no eraposible mejorarlo, así que ella dudaba quehicieran ningún cambio.

Un grupo de marineros pasó por delante de laventana cuando se dirigía al salón para limpiarloal estilo de la Armada, es decir, quitando todo loque había dentro, frotando y puliendo todo lo queestaba a la visto y volviendo a colocarlo todo,sillas, mesas y estanterías, en perfecto orden.Cuando estaba en el mar, normalmente hacíaneso en la cabina del capitán, y les parecía normalhacer lo mismo en su casa cuando estaba entierra. Además, desde el fin de semana depermiso que pasaron en Shelmerstonentregados a los placeres, habían repintado todolo que era de madera en el interior de AshgroveCottage y habían blanqueado todas las piedrasque bordeaban el camino de entrada y lossenderos del jardín.

Apenas pasaron, un mirlo que estaba posadoen un árbol al otro lado del terreno cubierto decésped empezó a cantar. Aunque estaba muylejos podía oírse bien su hermoso canto, pues la

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casa, a pesar de sus inconvenientes, tenía laventaja de ser un lugar muy tranquilo.

–¡Cuánto me gustaría poder cantar así! –murmuró Jack, lleno de admiración.

–Amor mío -dijo Sophie, apretándole lamano-, tú cantas muchísimo mejor.

El pájaro interrumpió su canto y entoncesoyeron a los niños que se acercaban gritando.

–¡Vamos, George, culo gordo! Echa unamano, Charlotte, ¿quieres?

–¡Ya voy! – replicó George, y su voz parecíamás débil y lejana-. Y verás como tienes queesperarme.

–Charlotte, no debes hablar así cerca de lacasa porque no es correcto y pueden oírte -dijoFanny tan alto como si soplara un viento fuerteque obligara a arrizar las gavias.

A cualquier observador le habría parecidoque hablaban demasiado alto y que sus palabraseran rudas y su tono agresivo, pero lo que ocurríaera que cuando estaban solos hablaban comolos marineros, en parte porque les habían criadohombres de mar, que reemplazaban a lossirvientes en Ashgrove Cottage. Pero sus

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insultos eran puramente convencionales, puestodos se querían mucho, lo que se hizo evidentecuando desde la ventana pudieron ver a los tressaltando alegremente, las dos niñas llevando dela mano a su hermano pequeño.

–¡Ya ha llegado! – gritaron, pero no a la vez,produciendo un conjunto de sonidosdiscordantes-. ¡Ya ha llegado!

–Ya ha llegado, señor -dijo Killick abriendo lapuerta bruscamente-. Ya ha llegado, señora.

Killick desempeñaba la función demayordomo en Ashgrove, y en su opinión losmayordomos podían sonreír y hacer señas con elpulgar hacia arriba.

–Está en un coche cerrado que el cocherollevó a la cuadra y lo vigilan dos tipos conarcabuces -continuó-. Había un caballeroencargado de pronunciar un discurso, peroempinó el codo, y perdón por la expresión, enGodalming, así que ellos llegaron solos. Eldiscurso está escrito en un papel y usted mismopodrá leerlo. Me han preguntado si quiere quetraigan los baúles aquí, señor.

–No. Llévalos a la cocina, pero diles que

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tienen que descargar los arcabuces antes deponer un pie en la casa. Dales cerveza, pan,queso, jamón y pastel de cerdo. Tú y Bondentraeréis los baúles y también un destornillador yuna palanca.

Llegaron los baúles, escoltados por los niños,y en el pasillo que daba a la cocina se les oyógritar:

–¿Nos dejas abrirlos, papá?–George -dijo su padre, observando los

baúles sellados y asegurados con tiras de cueroque tenían pintado en la tapa: Señor JohnAubrey, Ashgrove Cottage, Hants Muy Frágil-, tenla amabilidad de ir a la habitación de tu abuela ydile que ha llegado algo de Londres.

Antes que la señora Williams se peinara y sevistiera adecuadamente y bajara despacio laescalera, ya habían abierto la tapa del primerbaúl y una extraordinaria cantidad de paja yvirutas de madera habían cubierto las trescuartas partes de la habitación. Gritó horrorizaday su potente voz recorrió la sala de desayuno.Jack Aubrey acababa de tocar las hojas depapel de seda que envolvían el contenido

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importante del baúl y buscaba una separaciónentre los amontonados paquetes. Sophie, con elcorazón encogido, observó cómo levantaba,sacaba y desenvolvía el voluminoso paquete queestaba en el medio, dejando a la vista de todosuna brillante sopera.

–Espere un momento, señora -dijo Jack, enun tono capaz de ahogar las palabras deindignación de la señora Williams y entregó lasopera a su esposa.

La sopera, labrada según el estilo moderno,era tan pesada que a Sophie casi se le cayó. Encuanto cogió la otra asa miró el fondo y, antes deponerla horizontal, vio que la inscripción decía loque ella deseaba y entonces la leyó en voz alta:

Al capitán de marina másdistinguido,

el señor John Aubrey, laAsociación

de Comerciantes que hacen elcomercio

con las Antillas le obsequia

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con estavajilla

en agradecimiento por laincalculable

ayuda

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y la protección que ha dado alcomercio

del país,que es su savia, en todas las

latitudesy en ambas guerras, y sobre

todo por lacaptura

del spartan, el barco corsariomásgrande,

temible y rapaz de los de suclase.

Debajo de la inscripción estaba la frase«Debellare superbos», a cuyos lados habíagrabados dos leones que miraban hacia ella.

–Muy bien dicho: la savia -dijo la señoraWilliams-. Muy bien dicho. Lo felicito, señorAubrey -añadió estrechándole la mano comomuestra de su sincero afecto y, quitándole la

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sopera de las manos a su hija, añadió:- Debe depesar unas ciento cincuenta onzas.

–¡Oh, señor, creo que hay otra igual! –exclamó Charlotte, poniéndose de puntillas-. Porfavor, por favor, déjeme sacarla.

–Puedes sacarla, cariño -concedió Jack.–Es demasiado pesada y delicada para que

la coja una niña -intervino la señora Williamsinclinándose rápidamente hacia delante parasacar la segunda sopera-, pero ella puede sacarla tapa, que está al lado.

–¿Puedo sacar algo yo también, papá? –susurró Fanny, tirando de la manga a Jack.

Era justo que también lo hiciera, y pocodespués la tarea de abrir los paquetes seconvirtió en una especie de juego, pues todossacaban por turnos una cosa y decían su nombre:salsera, cucharón pequeño, cucharón grande,platillo, tapa, frutero enorme… Sacaronmontones de platos grandes y pequeños ycontinuaron sacando cosas hasta que llenaroncon ellas las mesas y sobre la alfombra no quedóningún lugar en que no hubiera paja, virutas,papel de seda o algodón. La habitación parecía

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la cueva de un bandido, ya que los hombres quehacían el comercio con las Antillas habían sidomuy generosos, extremadamente generosos.

–Tendrás que buscarte un ayudante o dospara pulir -dijo Jack a Killick, que miraba a sualrededor asombrado de la cantidad desuperficies que iba a tener que frotar con creta yun pedazo de gamuza.

Como todos los marinos, Killick tenía laobsesión de hacer brillar los metales, y ya habíareducido las viejas bandejas de plata de Jackcasi a una laminilla de metal.

–Ahora hay que lavarla toda con aguacaliente y jabón, porque los niños tenían lasmanos sucias -dijo la señora Williams-. Y cuandoesté completamente seca hay que envolverla enpedazos de fieltro y guardarla en el trastero bajollave. Es demasiado buena para usarla.

–Charlotte -dijo Jack-, esta cuchara es para ti.Y esta para ti, Fanny.

–¡Oh, gracias, señor! – exclamaron, haciendouna reverencia y enrojeciendo de satisfacción.

Como eran gemelas, pusieron la mismaexpresión y enrojecieron, hablaron e hicieron los

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mismos movimientos a la vez. La coincidenciade todas esas cosas parecía absurda y teníaalgo de conmovedor.

–Y ésta para ti, George. Necesitarás unacuando te enroles por primera vez en un barco.

La señora Williams expresó su opinión sobrela educación naval. Jack la conocía porque ella lahabía repetido frecuentemente desde queGeorge se ponía calzones y la oyó sin prestarleatención.

–Mamá, omitiste la frase final: Debellaresuperbos -observó Fanny, mirando la inscripcióndel fondo. ¿Qué significa?

–Está en latín, cariño -respondió Sophie-. Esoes todo lo que sé. Tendrás que esperar a quevengan el doctor Maturin o la señorita O'Mara.

La señorita O'Mara, la hija de un oficialmuerto en el Nilo, era la futura institutriz, y sunombre generalmente ensombrecía el día de lasniñas, pero esta vez apenas influyó en Fanny.

–Le preguntaré a papá -añadió.–¡Eh, los del salón! – gritó Dray, que había

tenido que quedarse en la cocina porque su botaestaba llena de barro (llevaba una sola porque la

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otra pierna era de madera).–¿Qué? – preguntó Killick.–¡Carta urgente para el capitán!–Ha llegado una carta urgente para usted,

señor -anunció Killick.–¿Una carta urgente? ¿Qué podrá ser? –

preguntó la señora Williams, llevándose elpañuelo a la boca.

–Ve a la cocina a buscarla, George, por favor-pidió Jack.

–El muchacho se cayó del caballo en elcamino y está cubierto de sangre -dijo Georgecon cierta satisfacción cuando regresó-. Y lacarta también.

Jack fue hasta el mirador y, en medio delsilencio que había producido el asombro (unacarta urgente en Ashgrove Cottage era algo muyraro), oyó a su suegra susurrar a Sophie:

–Esto es de mal agüero. Espero que la cartano diga que el banco del señor Aubrey está enquiebra, pero estoy casi segura de que la sangreen el sobre significa que el banco del señorAubrey está en quiebra. Ningún banco estáseguro hoy en día. Quiebran por todas partes.

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Jack se quedó pensativo unos momentos.Pensó que faltaba poco para terminar de armarla Surprise y que si Tom Pullings, un marino tanfiable y diligente, se hubiera quedado a bordo,estaría lista para zarpar en cuestión de horas; sinembargo, Tom no tendría que presentarse allíhasta el martes. También pensó que Davidge yWest eran oficiales competentes yexperimentados, pero, como no los conocía bien,no podía dejar que decidieran según su criterio lapreparación para el combate, un combate queprobablemente se entablaría al final del viaje queStephen le proponía con tan poca antelación,pues no lo habría llamado viaje corto si nohubiera esa probabilidad.

Mientras contemplaba todas lasposibilidades se dio cuenta de que su silencio ylos murmullos de la señora Williams estabanempañando la escena y que los niños lo mirabanmuy serios.

–Sophie -dijo, metiéndose la nota en elbolsillo-, me parece que tendré que ir a ver lafragata mañana por la mañana en vez de esperaral martes. Pero vamos a llevar estas cosas al

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comedor y a ponerlas como si fuéramos a dar unbanquete.

Añadiendo dos hojas a la mesa del comedor,podían sentarse cómodamente en ella catorcepersonas, y para servir a catorce personas hacíafalta una gran cantidad de platos. La vajilla eramás voluminosa, retorcida y recargada quecualquiera de las que Jack y Sophie hubieranelegido, y cuando apenas estaba colocada lamitad, la mesa parecía muy lujosa, sobre todoporque las cortinas estaban corridas y las velasencendidas para hacerla brillar más. Aún losniños iban de un lado a otro como hormigascuando oyeron un ruido fuera. Entonces miraronpor entre las cortinas y vieron un coche tirado porcuatro caballos.

Stephen bajó del coche con la espaldaencorvada y calambres provocados por un viajetan largo y luego bajó Padeen con una bolsa enla mano. Los niños, llenos de emoción, echaronajuntos gritando con todas sus fuerzas:

–¡El doctor Maturin ha venido en un coche concuatro caballos y uno está echando muchaespuma, y Padeen tiene la cara vendada!

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–¡Stephen! – exclamó Jack, bajando laescalera-. ¡Cuánto me alegro de verte! Nopodrías haber escogido un momento másoportuno. Estamos a punto de celebrar unbanquete. Padeen, espero que te encuentresmejor. Killick te ayudará a subir el equipaje deldoctor a su habitación.

El coche se fue a Goat and Compasses,donde el cochero esperaría a que volvieran allamarlo. Stephen entró en la casa, besó aSophie y a los dos pequeños rostros de miradaexpectante inclinados hacia arriba, y luego él yGeorge se saludaron con una inclinación decabeza.

–Me alegro de encontrarte aquí -dijo a Jacken el pasillo-. Temía que te hubieras ido aShelmerston ayer o anteayer.

–He recibido tu carta urgente hace sólo unahora.

–Buenas tardes, señora -saludó Stephen,haciendo una inclinación de cabeza a la señoraWilliams en el salón-. ¿Puede usted creer esto,señora? Mandé hace dos días una carta urgentedesde la ciudad de Londres, no desde el remoto

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Ballymahon ni desde los pantanos deCambridge, y llegó apenas dos horas antes queyo. He malgastado dieciséis chelines y ochopeniques y, además, la media corona que le di alrecadero.

–¡Por supuesto que lo creo, señor! – exclamóla señora Williams-. Eso forma parte del plan delgobierno para arruinar el país. Hoy en día nosgobiernan demonios, señor, demonios.

–Tengo una cuchara de plata, señor -intervinoGeorge, sonriéndole-. ¿Le gustaría verla?

–Sophie, ésta es la mejor oportunidad dehacer el bautismo de la vajilla -dijo Jack-.Stephen no ha comido y nosotros tampoco. Todoestá preparado o casi preparado como si unalmirante fuera a pasar inspección. ¿Nopodríamos cocinar uno o dos platos sencillos ycomer suntuosamente? Hay cabeza de jabalíconservado en vinagre…

–¡Naturalmente que podemos, cariño! –exclamó Sophie sin vacilar-. Dame una hora y almenos pondré algo bajo cada tapa.

–Stephen, entretanto nosotros iremos a lasala de fumar y nos tomaremos un vaso de vino

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de Madeira. Seguramente querrás fumar un purodespués del viaje.

Luego, cuando estaban en la sala de fumar,dijo:

–Parece que Padeen haya ido a la guerra.¿Fue muy dolorosa la operación?

–Sí. Muy dolorosa y muy larga. Pero loschichones y morados que tiene se los hizo en unapelea en Black's. En la habitación donde sereúnen los sirvientes de los miembros, treshombres se burlaron de su venda y lepreguntaron si su padre era un asno o un conejoy él los destrozó. A uno le rompió la pierna, lefracturó la tibia y el peroné; a otro lo tiró sobreuna gran estufa de gas antigua y lo mantuvosobre ella un buen rato, y al tercero lo persiguióhasta que se tiró al lago del parque Saint Jamesy no lo siguió porque tenía puesta ropa negramuy elegante. Afortunadamente, hay algunosmiembros que son magistrados de Middlesex ypude sacarlo de allí.

–Uno no puede meterse con él. Es como unleón; mejor dicho, como un lobo con piel decordero. Le vi abordar el Spartan y se comportó

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como un auténtico héroe.–Sí -dijo Stephen y luego se acercó al fuego,

encendió el puro y añadió-: Jack, tenemos laposibilidad de tomar parte en una batalla naval,de atacar un fragata de la Armada francesa. Mehan asegurado que una victoria o una derrotadigna en un combate así podrían influirfavorablemente en las autoridades para que teincluyan de nuevo en el Boletín Oficial de laArmada.

–Te juro por Dios que daría mi brazo derechopor eso -replicó Jack.

–Por favor, amigo mío, no digas esas cosas -le pidió Stephen-. Eso es desafiar al destino. Porsupuesto, mi amigo no me garantiza nada, peroes un hecho que un combate con un barco deguerra de un país tiene valor para lasautoridades, mientras que un combate de lamisma magnitud con un barco de guerra privadono tiene ninguno. En pocas palabras, la situaciónes la siguiente: entre los barcos amarrados enSaint Martin hay una fragata de treinta cañonesllamada Diane, a la cual van a preparar yaprovisionar para hacer un viaje muy parecido al

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nuestro a Suramérica, y concretamente a Chile yPerú, pero tal vez cruce también el Pacífico surpara atacar a nuestros balleneros. Ya están abordo casi todas las provisiones y casi todos losrepresentantes de Francia, tanto oficiales comono oficiales, y zarpará el día trece con la bajamar,cuando aún no haya salido la luna, para atravesarel Canal antes que se haga de día. Durante algúntiempo la fragata y varios de los otros barcos quese encuentran en Saint Martin han tenido quepermanecer allí porque el puerto ha estadobloqueado por una pequeña escuadra entre lasque se encontraban la Nymph, que podríaenfrentarse con ella y con cualquiera de losbergantines o las cañoneras que salieran aayudarla; sin embargo, la situación actual escrítica y ni la Nymph ni su habitual acompañante,la Bacchante, pueden dejar otras operacionesmás importantes en otra parte y la escuadra seha reducido a la Tartarus y a la desvencijadaDolphin. Han tratado de ocultar esa debilidadenviando el barco avituallador Carriel y otraembarcación a la zona, pero el enemigo conocenuestros movimientos y piensa llevar a cabo su

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plan. Mi amigo cree que si la Surprise puedeintervenir, se beneficiarán todos los que tenganrelación con el asunto.

–¡Oh, Stephen, no podrías haberme traídomejores noticias! – exclamó Jack, estrechándolela mano-. ¿Puedo decírselo a Sophie?

–No, no puedes decírselo ni a ella ni a nadiehasta que estemos navegando, o por lo menos apunto de levar anclas. Quiero que demos unasurprise. Ahora escúchame: me he tomado lalibertad de dar tu consentimiento…

–Has hecho bien. ¡Ja, ja, ja!–… a la operación, a la operación propuesta,

y también al carácter oficial que debe tener.Hemos prestado, mejor dicho, alquilado lafragata a la Corona, y el Almirantazgo nos hadado un documento por si encontramos a algúnoficial de servicio de carácter difícil o legalista.Puesto que nuestro querido amigo WilliamBabbington es ahora el oficial de másantigüedad, las posibilidades de desacuerdo sonremotas, pero es conveniente tener el documentoy creo que es el mejor modo de protegernos ennuestro viaje a Suramérica. El documento

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empieza: «Los comisionados para ejecutar lasórdenes del lord almirante supremo de GranBretaña, etcétera». Está dirigido a: «los oficialesde los buques insignia, los capitanes de corbetay de navío de los barcos de su majestad, a loscuales se debe presentar». Y el texto es:«Hemos enviado al señor Jack Aubrey a cumpliruna misión en la fragata Surprise, alquilada porsu majestad, y por la presente se le ordena noexigirle que le enseñe las instrucciones que lehemos dado para realizar dicha misión nidemorarlo por ningún motivo sino, por elcontrario, prestarle la ayuda que necesite paraque pueda seguir fielmente las instrucciones».Está firmado por Melville y otros dos lores delAlmirantazgo y también, por orden suya, porCroker, ese maldito ladrón. Como ves, llevafecha y sello.

Jack cogió el papel con la solemnidad conque hubiera cogido algo sagrado y las lágrimasasomaron a sus ojos. Como Stephen sabía quelos ingleses eran muy propensos a ponerse enuna situación embarazosa por exteriorizar susemociones, dijo en tono áspero:

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–Pero debo decirte que la Diane está bajo elmando de un capitán excepcional, el hermano deJean-Jaques Lucas, el que luchó tanvalientemente en la Redoutable en Trafalgar. Lepermitieron elegir a los tripulantes y él los entrenósegún los métodos de su hermano. A muchosobservadores entendidos en la materia, laagilidad con que esos hombres cambian lasvelas y hacen otras operaciones les parecesorprendente, y aún más la rapidez y la precisióncon que disparan los cañones y las armasligeras. Es muy probable que haya a bordoalgunos civiles con ciertos documentos que esimportante conseguir intactos. ¿Tienes algúnmapa o alguna carta marina que represente eselugar que podamos estudiar?

–Tengo la segunda y la hice yo mismo -dijoJack-. Vamos a lo que yo llamo, quizáequivocadamente, la biblioteca. Coge tu copa devino.

Jack Aubrey era meticuloso y metódico enasuntos de ese tipo y en menos de dos minutosabrió un pliego de papel amarillento en la mesade la biblioteca. Dijo que había hecho la carta

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marina en 1797 con el señor Donaldson, el oficialde derrota del Bellerophon, el mejor hidrógrafode la Armada y luego añadió:

–La medición con la brújula ha variado treintay un segundos hacia el este desde entonces yhay que comprobar la profundidad de algunoslugares, pero me atrevería a entrar en el puerto yamarrar la fragata cerca de las baterías sinayuda de un piloto.

En la carta marina aparecía un puerto largo yestrecho, un puerto que medía menos de uncuarto de milla de ancho en la entrada y dosmillas de largo. Tenía una batería con seiscañones al fondo y un rompeolas había reducidola entrada. Los dos lados eran escarpados, peroel lado sur, que terminaba en un amplio cabo, loera mucho más, excepto en la parte en que elcabo se unía a la isla. En el cabo había un faro yel istmo estaba protegido por una enormefortaleza. La ciudad se extendía por la parte delcabo situada al este del faro y por el otro lado delpuerto; los barcos de guerra estaban amarradosen un magnífico muelle de piedra en la parte surdel puerto y los mercantes, por lo general, en la

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otra parte. En la ciudad habitaban cuatro o cincomil personas más la guarnición y había tresiglesias, varios almacenes de material de guerray un astillero de mucha fama.

–Aquí fue donde desembarcamos al principiode la guerra -indicó Jack, señalando el istmo-.Los atacamos por detrás e incendiamos elastillero y un barco de veinte cañones que estabaen construcción. ¡Dios mío, qué llamas! Soplabael viento del sur y la brea, la pintura, la madera yla lona ardieron enseguida. Incluso se hubierapodido leer con facilidad. Después de esajugarreta ellos colocaron esta batería. Como ves,los bancos de arena dificultan que un barco detan gran calado como una fragata entre y salgadel puerto moviéndose en línea recta, y puestoque el capitán de la Diane no quiere encontrarsecon la escuadra, que está más al norte, y tendráque hacer rumbo al suroeste dentro de poco, lasacará por aquí con la bajamar -añadió mientrasseñalaba un escarpado cabo-, y aquí es dondevamos a esperarla con todas las lucesapagadas. A ese cabo lo llamamos Bowhead.

Hizo algunos comentarios sobre la marea y

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sobre el modo en que los vientos que soplaríanallí la afectarían.

Cuando Stephen grabó en su memoria dóndeestaban el puerto y las montañas que lorodeaban y cuáles eran sus accesos, Jackguardó la carta marina y miró por la ventanahacia la cuesta que llevaba a su pequeñoobservatorio rematado por una cúpula dorada.Le importaba mucho la opinión que sus hijostenían de él y pensaba que mostrarles la vajilla deplata que los comerciantes con las Antillas lehabían regalado había influido en ella mucho másde lo que podía imaginar. Ellos sabían que algohabía ocurrido, aunque él ignoraba qué eraexactamente lo que sabían y qué pensaban deello. Aunque sólo fuera por ellos, daría el brazoderecho por volver a aparecer en el BoletínOficial de la Armada, y la idea de que esaposibilidad terminara siendo una realidad lotrastornaba. Se disponía a hablar de susreflexiones de forma general e impersonal,cuando Killick, vestido con una chaqueta de gala,abrió la puerta y anunció:

–La comida está servida, señor, con su

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permiso.La señora Williams no estaba dotada de un

alto grado de observación, pero se asombrótanto como su hija cuando vio entrar a Jackdespués de Stephen y le susurró:

–Si no logras que Killick mantenga lasbotellas lejos del señor Aubrey, tendremos quedejar solos a los caballeros al principio de lacomida.

CAPÍTULO 5A Jack Aubrey nunca le gustó la costumbre

que tenían muchos hombres de la Armada desubir a bordo sin avisar para cogerdesprevenidos a los tripulantes; sin embargo,esta vez no tuvo más remedio que hacer eso, yaque ni su falúa ni su timonel estaban en el puerto.Pero se alegró de hacerlo, pues cuando se alejóde allí junto con Stephen en un esquife vio que laSurprise era un modelo de laboriosidad. Todavíacolgaban de los costados algunos andamios ylas últimas trazas de pintura azul habíandesaparecido bajo una capa de pintura blancatodavía fresca. El señor Bulkeley y sus ayudantescaminaban por la jarcia como enormes arañas

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reponiendo los pasacabos y asegurando contiras de piel roja las vinateras más grandes, queadquirían un hermoso aspecto. Aunque elvelamen no estaba desplegado exactamentecomo deseaba (pues la proa estaba un pocomás hundida), era evidente que ya tenía dentro lamayor parte de los barriles de agua. El agua deShelmerston era la mejor que había al sur delTámesis para llevarla en un viaje al extranjero,pero no era fácil cogerla; por tanto, en suausencia los tripulantes de la Surprise debían dehaber hecho muchos viajes en los botes.

Mientras contemplaba la fragata escuchaba amedias al barquero, cuyo hijo (como muchosotros habitantes de la pequeña ciudad) estabadeseoso de navegar con el capitán Aubrey. Elmuchacho era un buen navegante y había hechotres viajes a Cantón y uno a Botany Bay, y desdeel principio había sido calificado de marinero deprimera. Tocaba muy bien el violín, siempreestaba sobrio y sólo peleaba cuando estaba enla cubierta de un barco enemigo. Pertenecía a laIglesia anglicana y (con énfasis) siempreobedecía las órdenes.

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–Estoy seguro de que es un joven bueno -dijoJack-, pero ya tenemos todos los marineros quenecesitamos, ¿sabe? No obstante, es posibleque haya vacantes cuando llegue el resto delbotín y lo hayamos repartido, pues me pareceque algunos quieren poner un negocio o compraruna taberna.

–¿Yesos tipos torpes que usted rechazó, suseñoría?

–Buen hombre, otros los reemplazaron esamisma tarde. Diga a su hijo que venga a verme amí o al capitán Pullings cuando todo hayaterminado, aproximadamente dentro de dossemanas, y le echaremos un vistazo. ¿Cómo sellama?

–Abel Hayes, señor, con su permiso -respondió-. Abel, no Set -añadió el barquerolanzándole una mirada significativa, pero Jack nocomprendió a qué se refería.

–Dé una vuelta alrededor de la fragata antesde abordarse con ella.

El esquife pasó frente a la popa de la fragataa un cable de distancia y luego por delante delinmaculado costado de estribor, donde se veía

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claramente el nombre Set pintado en la crujíasobre la franja blanca, justo entre las negrasportas de los cañones doce y catorce. Jack nohizo ningún comentario, pero su rostrosonrosado, que durante el viaje al puerto habíaadquirido una expresión casi tan alegre como laque habitualmente tenía, se puso gris y tenso yuna expresión de enfado sustituyó la alegre unavez más.

–¡Al pescante central de babor! – ordenódespués de una pausa.

Al llegar allí subió rápidamente por el costadoy fue hasta el alcázar, uno de tantos alcázaresdonde hacía menos de trescientos años habíancolocado un crucifijo. Entonces hizo el obligadosaludo a los oficiales y le respondieron Davidge,West y Martin, que se habían presentado allí elsábado para evitar tener que viajar el domingo,algo que no molestaba a Jack ni a Stephen. Lostres estaban mucho mejor vestidos que en elmomento en que se enrolaron en la fragata y,evidentemente, eran más ricos; sin embargo,tenían una expresión angustiada y preocupada.

–Buenas tardes, caballeros -les saludó Jack-.

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Voy abajo, señor Davidge, y me gustaríaescuchar su informe dentro de cinco minutos.

En la cabina lo esperaban varios mensajes ycartas. En la mayoría de éstas había peticionesde admisión en la fragata, pero algunascontenían felicitaciones y buenos augurios deantiguos compañeros de tripulación, algunos delos cuales se encontraban en un lugar tan lejanocomo el hospital de Greenwich. Cuando aúnestaba leyendo una de ellas, entró Davidge ydijo:

–Señor, lamento sinceramente tener queinformarle de un motín a bordo.

–¿Un motín? Por el aspecto de la fragatadeduzco que no ha sido general. ¿Quiénes hanparticipado en él?

Había advertido que no había oído risas niconversaciones alegres y había visto a muchoshombres con expresión triste y preocupada,aunque no resentida. Tanto de niño como deadulto había presenciado varios motines y sabíaque se habían producido muchos más (eran muyfrecuentes en la Armada) aparte de los grandesdisturbios de Spithead y Nore, pero nunca había

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oído que se produjera uno a bordo de un barcopróspero y activo y cuyos tripulantes podíandisfrutar de un largo período de permiso y detodos los placeres que el dinero podía comprar.

–Slade, los hermanos Brampton, Mould,Hinckley, Auden y Vaggers, señor.

–¡Oh, Dios mío!Esos marineros estaban entre los mejores de

Shelmerston. Dos de ellos eran timoneles, unoera ayudante del condestable y los otros eranmarineros de primera. Eran hombres tranquilos yfiables, y excelentes navegantes.

–Siéntese, señor Davidge, y resuma loocurrido -añadió.

Pero la mente de Davidge funcionaba de unamanera que le impedía hacer un resumencompleto, en orden cronológico y coherente. Eraun oficial competente, que no vacilaba en darórdenes con rapidez para actuar en una situaciónpeligrosa provocada por una tempestad o por laproximidad a una costa a sotavento, perodivagaba tanto al hacer una narración que Jackno estaba seguro de haberse enterado de todocuando terminó de forma brusca las numerosas

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repeticiones y paréntesis. Lo que entendió fueque el domingo por la mañana los siete hombres,que eran seguidores de Set («¿Qué significa"seguidores de Set", señor Davidge?», preguntó,y él respondió: «Creo que son tiposextravagantes parecidos a los metodistas, señor,pero no indagué mucho sobre ello».), habían idotodos al local donde se reunían en su pueblo deorigen, el antiguo Shelmerston, que estabasituado en el interior de la región. Luegocomieron en la costa y regresaron a la fragata,donde algunos, o todos, subieron al andamio queaún colgaba del costado de estribor y pintaron laofensiva palabra.

Davidge no la vio enseguida, pues estaba enla cámara de oficiales donde se celebraba unbanquete en honor a la señora Martin, porque erala primera vez que visitaba la fragata; sinembargo, la vio claramente a una gran distanciacuando regresó a la Surprise después deacompañar a los Martin a la costa, ya que lafragata había virado al cambiar la marea, yordenó borrarla de inmediato. Aparentemente,nadie sabía quién la había pintado. Además,

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nadie quería borrarla ni taparla con pinturaporque todos dieron innumerables excusas, entreotras que las brochas ya estaban limpias, quetenían puesta su mejor ropa, la ropa del domingo,y que iban en ese momento a la proa porquetenían el estómago revuelto de tanto comercangrejos. Finalmente, Auden admitió que habíapintado el nombre pero se negó a borrarloalegando que su conciencia no se lo permitía, ylos otros seis hombres lo apoyaron. No estababorracho ni usó un tono violento ni blasfemó, perotanto él como los otros aseguraron que si unmarinero intentaba borrar el nombre, el primermovimiento que hiciera sería el último. Davidge yWest no contaron con el apoyo del contramaestreni del condestable ni del carpintero, y muchomenos con el de los marineros, que aunque noquerían tener una actitud rebelde decían que noharían nada que trajera mala suerte a la fragata.Davidge no dio órdenes terminantes para nocomplicar la situación ni puso grilletes a los sietehombres porque no había infantes de marina abordo. Además, la fragata no estaba navegandoni se regían por el Código Naval, y ni él ni West

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estaban seguros de lo que debían hacer. Noobstante, relevó a los hombres de sus tareashasta que llegara el capitán y les prohibió subir ala cubierta. Dijo que tal vez debía haberlosmandado a tierra inmediatamente, que si sehabía equivocado pedía disculpas por ello y queapelaba a la benevolencia del capitán Aubrey.

–¿Consultó al señor Martin? – inquirió Jack.–No, señor, porque regresó apenas unos

minutos antes que usted.–Comprendo. Creo que actuó bastante bien

en esta difícil situación. Por favor, pregunte a losdoctores si tienen un momento para hablarconmigo.

Durante el corto período que los esperópasaron por su mente varias posibilidades, perolos argumentos en contra y a favor de cada unaestaban casi en equilibrio cuando se abrió lapuerta de la cabina.

–Señor Martin -dijo-, seguramente se habráenterado del actual problema. Por favor, dígametodo lo que sepa de los seguidores de Set. Nohe oído hablar de ellos.

–Bueno, señor, provienen de los gnósticos

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valentinianos, pero la vinculación es tan remota yconfusa que sería inútil tratar de encontrarla. Enla actualidad están agrupados en pequeñascomunidades que, según creo, sonindependientes; es decir, no están gobernadaspor ningún organismo, aunque es difícil saberlocon seguridad, porque fueron perseguidos comoherejes durante tanto tiempo que son muyreservados y respecto a muchas cosas aún secomportan como miembros de una sociedadsecreta. Creen que Caín y Abel nacieron pordesignio de los ángeles y que Set, quien, comousted recordará, nació después del asesinato deAbel, fue creado por el propio Todopoderoso yno sólo es antepasado de Abrahán y de todoslos hombres vivos, sino la viva imagen de nuestroSeñor. Veneran a Set y creen que cuida mucho asus seguidores; sin embargo, tienen una malaopinión de los ángeles porque piensan queellos… ¿cómo le diría?, que ellos, a causa desus impurezas, provocaron el diluvio en tiemposde Noé. Creen que eso podría haber acabadocon sus descendientes, pero que algunos sesalvaron en el arca y que son ellos, no Set, los

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antepasados de los malos.–Es extraño que nunca haya oído hablar de

ellos. ¿Se hacen a la mar con frecuencia?–Me parece que no. La mayoría de los pocos

que he encontrado y de los pocos de que he oídohablar viven en pequeños grupos aislados enremotos lugares, en el interior de la regiónoccidental del país. A veces graban el nombre deSet en sus casas y están divididos en dosescuelas diferentes enemistadas entre sí: la viejaescuela, que escribe la s al revés, y la nueva, quela escribe como nosotros. Aparte de esto y de suresistencia a pagar el diezmo, tienen fama de sersobrios, honestos y fiables, a diferencia de loscuáqueros. También difieren de éstos en que notienen aversión a la guerra.

–Pero son cristianos, ¿verdad?–En cuanto a eso -respondió Martin mirando

a Stephen-, debo decir que algunos gnósticosasombrarían a san Pedro.

–Los valentinianos tuvieron la bondad dedecir que los cristianos podrían salvarse -intervino Stephen-, así que deberíamosdevolverles el amable gesto.

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–De todas formas -continuó Martin-, estagente dejó muy atrás el gnosticismo de Valentín,y casi lo ha olvidado. Sus libros sagrados son losnuestros y creo que podemos considerarloscristianos, aunque están en desacuerdo conalgunos puntos de la doctrina.

–Me alegra saberlo. Le agradezco susexplicaciones, señor. Maturin, ¿tienes algúncomentario que hacer?

–No. No puedo enseñar nada sobre teologíaa Martin, que conoce tan bien a la Divinidad.

–Entonces iré a dar un paseo por la cubierta ydespués hablaré con los seguidores de Set.

Dio el paseo disfrutando de la agradabletarde y cuando regresó a la cabina, aunquetodavía no había decido cómo iba a enfocar elproblema, mandó llamar a los amotinados. En lasrelaciones públicas no era un Maquiavelo, asíque con total sinceridad les dijo:

–Les aseguro que tenemos un graveproblema. ¿Qué demonios… es decir, qué lesindujo a pintar el nombre Set en el costado de lafragata?

Los siete hombres permanecieron allí, de

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espaldas a la fragata, formando una perfectalínea recta sobre la lona de cuadros blancos ynegros que cubría el suelo. Les daba de lleno laluz que entraba por la amplia ventana de popa, yJack, de espaldas a ella, podía verlos muy bien.Tenían el semblante grave y estaban nerviosos yun poco asustados por encontrarse allí, pero noparecían enfadados ni mucho menos resentidos.

–Vamos, Slade -dijo Jack-, usted que es elmás viejo, cuénteme cómo se les ocurrió.

Slade miró alternativamente a loscompañeros que tenía a derecha e izquierda ytodos asintieron con la cabeza. Entonces, con elfuerte acento de la región occidental, respondió:

–Bueno, señor, nosotros pertenecemos algrupo de seguidores de Set.

–Sí. El señor Martin acaba de hablarme deellos y dice que constituyen un respetable grupocristiano.

–Así es, señor. El domingo acudimos al localdonde celebramos nuestras reuniones en el viejoShelmerston…

–Justo después de pasar la herrería -intervinoel más tonto de los hermanos Brampton.

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–… y allí nos recordaron que Set -continuó y,cuando dijo su nombre, él y todos los demásmovieron el pulgar de la mano derecha arriba y aun lado- había sido muy generoso con nosotrosen nuestro último viaje.

–Así es -asintieron sus compañeros.–Y cuando estábamos comiendo en el

William pensamos que si desde tiemposinmemoriales nuestra gente ha grabado sunombre en sus casas como prueba deagradecimiento por los dones recibidos,nosotros debíamos grabarlo en la fragata cuandoregresáramos.

–Comprendo. Pero cuando les ordenaron quelo borraran, ustedes no lo hicieron.

–No, señor. Para nosotros el nombre essagrado y no se debe borrar nunca. Ninguno denosotros levantará la mano para hacerlo.

–Así es -afirmaron sus compañeros.–Comprendo su punto de vista -dijo Jack-.

Pero, díganme, ¿qué bebieron durante lacomida?

–No estábamos borrachos, señor -replicótranquilamente Slade.

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–Eso me han dicho; sin embargo, ustedes nocomieron sin beber nada y es lógico que con oroen el bolsillo no bebieran agua ni suero de leche.¿Qué bebieron?

La respuesta, que dieron con una precisiónreligiosa, fue que todos habían tomado poco másde un cuarto de galón de cerveza o de sidraexcepto Slade y Auden, que habían compartidouna botella de vino.

–Eso es beber moderadamente, sin duda -dijo Jack-, pero es asombroso cómo un par decopas de vino pueden afectar la capacidad dejuzgar de un hombre sin que él se dé cuenta. Siustedes no hubieran tomado alcohol, habríanpensado que la Surprise es un barco de guerraprivado y que es necesario que pasedesapercibida y engañe al enemigo. Pero no esposible que pase desapercibida ni que engañeal enemigo si tiene ese nombre claramentepintado en la crujía. Además, todos los cristianossabemos que debemos tratar a los demás comonos gustaría que nos trataran. Ustedes tienenmás de un centenar de compañeros detripulación: ¿les parece bien privarlos de la

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oportunidad de conseguir un botín por su peculiarcostumbre? Eso no sería justo. Hay que quitar elnombre. No, no -añadió al ver que los hombresponían un gesto adusto y bajaban los ojos-, noquiero decir que hay que tocarlo ni borrarlo nitaparlo con pintura. Lo cubriremos con un pedazode excelente lona, como la que pusimos cuandonos dirigíamos a San Miguel, y tal vez volveremosa pintarla si hace mal tiempo, pero el nombretodavía estará allí.

Vio que la mayoría de los marineros hicieronun gesto afirmativo y después, cuando Slademiró a derecha e izquierda, asintieron con lacabeza.

–Bien, señor -intervino de nuevo Slade-,puesto que va a ser así, estamos satisfechos. Yle agradecemos mucho que nos hayaescuchado, señor.

–Lamentaría tener que despedir a buenosmarineros -dijo Jack-. Pero aún queda una cosapor hacer. Ustedes replicaron al señor Davidge yrezongaron, así que deben disculparse.

Dudaron unos momentos y se miraron unos aotros inquisitivamente. Pero Auden dijo:

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–La verdad es que él es un caballero muyfino, señor, y nosotros somos unos palurdos y nosabemos qué decir.

–Todos deben presentarse ante él y quitarselos sombreros, que es lo correcto -respondióJack-. Uno de ustedes debe decir: «Le pedimosperdón, señor, por replicarle y por rezongar».

–Es extraño que Killick no esté aquí y que nollegue hasta mañana -dijo Jack a Stephencuando le servía un gran pedazo de pastel deternera y jamón que Sophie les había entregadopara la cena-, pero precisamente esta tarde nome hubiera gustado tenerlo aquí ni por cienlibras. Le encanta escuchar, ¿sabes?, y aunquehablé sinceramente a los seguidores de Set, nopodría haberles dado una lección de moral si élhubiera estado escuchando.

–¿Cuándo llegarán los hombres deAshgrove? – inquirió Stephen.

–Alrededor de las cuatro de la tarde, si todova bien y el coche no vuelca. Más o menos a lamisma hora que Pullings.

–Esa es una mala noticia. Olvidé ponermeuna camisa limpia y cambiarme ésta la semana

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pasada, y los oficiales, que ahora estánhenchidos de orgullo y tienen un par de guineas,van a invitarnos a comer mañana para queconozcas a la señora Martin. Siento un granrespeto por ella y no quisiera parecer un tiposacado del presidio.

Observó los puños de la camisa, que estabanun poco sucios antes de hacer aquel largo viajedurante la noche en el cochambroso coche yahora eran la vergüenza de la fragata.

–¡Qué tipo más raro eres, Stephen! –exclamó Jack-. Después de tantos años en elmar todavía no sabes nada de la vida a bordo deun barco. Dale la camisa a cualquiera de losantiguos tripulantes de la Surprise que hascurado de la sífilis o la gripe, a cualquiera deellos, a Warren, a Hurst, a Farrell o a cualquierotro, y ya verás cómo la lava con agua dulce delbarril de donde beben todos, la seca en la cocinay te la da limpia mañana por la mañana.Entretanto puedes ponerte una camisa dedormir. Tengo ganas de conocer a la señora,sobre todo porque es raro que alabes a unamujer. ¿Cómo es?

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–No presume de ser bella ni culta ni de tenerdisposición para el arte o el trato social. A vecesusa gafas y no es alta ni delgada. Pero tiene uncarácter tan dulce y tan buen humor que resultauna agradable compañía.

–Recuerdo que me dijiste que cuidó a Martindevotamente cuando le abriste la barriga. Mealegro de conocerla a la hora de la comidaporque varias horas después sería demasiadotarde, y no quisiera que pensara que no le prestoatención. En cuanto lleguen Pullings, Bonden,Killick y los demás nos haremos a la mar, aunquees posible que antes carguemos las pocasprovisiones que faltan y escoja a un cocinero.Entraremos en el Canal durante el próximocambio de la marea o el siguiente.

–Me sorprendes, amigo mío. Estoy realmenteasombrado. La Diane no zarpará hasta el díatrece y hoy es cuatro, y en un período más cortoque ése podríamos ir hasta Saint Martin, mejordicho, hasta el lugar del océano donde piensesinterceptarla.

Jack descorchó otra botella de vino ydespués de unos momentos explicó:

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–Por la noche, mientras veníamos, le divueltas a ese asunto, y desde entonces heseguido pensando en él y he recordado lo queme dijiste sobre su capitán y su escogidatripulación. Creo que es mejor ir a su encuentroque esperar frente al cabo a que llegue,expuestos a los temporales, a los fuertes vientosy arriesgándonos a perder la posición ventajosa.Además, es muy probable que una corbeta o unbergantín la acompañen hasta la salida delCanal. La artillería francesa es muy buena y,aunque los antiguos tripulantes de la Surprisepodrían luchar contra ella, con el actualcomplemento de la tripulación no podríamosdisparar a la vez las baterías de los dos costadoscon la rapidez necesaria.

–Entonces, ¿por qué no contratas a máshombres, por el amor de Dios? ¿Acaso no haymarineros que nos persiguen por las callesrogándonos que los admitamos?

–Stephen, créeme que eso no serviría denada. No se puede convertir a un hombre enartillero en una semana ni en muchas. Por otraparte, no podemos salir a la calle y llamar a los

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infantes de marina con un silbato. Podrás decirque son simples soldados, y es cierto, pero sonhombres fuertes, adiestrados y disciplinados, ylos treinta y tantos que solían acompañarnos enlas batallas proporcionaban una valiosa ayuda.No tienes más que recordar cómo disparabanlas armas ligeras.

Stephen pensó preguntar a Jack por qué elcomplemento de la tripulación de la Surprise noera similar al de antes y por qué no incluíahombres comparables a los infantes de marina,fuera cual fuera el nombre que se les diera alsubir a bordo, pero la respuesta era obvia, puestanto en esto como en muchas otras cosas Jackintentaba ahorrar.

–¡Dios mío! – exclamó Jack-. Te dije quehabía hablado con sinceridad a los seguidoresde Set y les dije exactamente lo que pensaba,pero mi afán por no perder a siete marineros deprimera provocó que actuara con menos durezaque si todo el complemento de la tripulaciónhubiera estado respaldado por el Código Naval.Pero, por otra parte, debo decir que adoptar unapostura muy dura en un caso como éste molesta

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más, mucho más a la tripulación que los oficialesdéspotas, los azotes excesivos o la suspensióndel permiso para bajar a tierra.

–Estoy seguro de que hiciste lo adecuado -dijo Stephen-. Los hombres están dispuestos a irla hoguera por nombres menos respetables queSet. Así que piensas zarpar enseguida.

–Sí, porque me parece que lo mejor es sacaro tratar de sacar esa fragata del puerto durante lanoche. A pesar de que uno patrulle una zonadurante largo tiempo y muy cerca de la costapara encontrarse con un barco, es posible que alfinal no lo encuentre, lo que es imprescindible sise quiere entablar batalla con él.

–No puedo negarlo, amigo mío.–Me propongo levar anclas mañana como

máximo, ¿sabes? Entonces diré a los tripulanteslo que vamos a hacer y dibujaré una gran cartamarina para mostrarles cuál es la posición, laforma de Saint Martin y la profundidad de lasaguas que la rodean. Además marcaré en elladónde estará situada la Diane y dóndeestaremos nosotros. Luego iremos hastaPolcombe u otra de esas calas solitarias,

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dependiendo del tiempo, y amarraremos lafragata. Entonces practicaremos cómo sacarlade allí usando las lanchas noche tras noche,hasta que todos los hombres sepan exactamentedónde deben colocarse y qué deben hacer.

–Aplaudo tu plan -dijo Stephen-. Y seríaestupendo que durante ese tiempo la fragata noestableciera comunicación con la costa, pues losplanes de este tipo se descubren fácilmente,sobre todo en un litoral donde hay muchosbarcos haciendo contrabando. Por otra parte, tesugiero que contrates a algunos de esos tiposforzudos y desalmados para esta operación, si loconsideras oportuno.

–Estoy de acuerdo en lo que dices sobre lacomunicación, y yo también había pensado enello; sin embargo, respecto a esos rufianes, creoque no son necesarios porque William y suscompañeros nos proporcionarán todos losvoluntarios que quepan en sus lanchas y esoshombres están acostumbrados a observar ladisciplina naval. Lo que temo es que… -Jack seinterrumpió y tosió- que haya demasiadoshombres, y también que hablen o hagan ruido.

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Como había dicho antes ese día, incluso unpoco de vino era capaz de afectar la capacidadde juzgar de un hombre. Estuvo a punto de decirque le horrorizaba que Babbington, por serdiligente y por demostrar su amistad (aunque eneste caso demostrar su amistad eraterriblemente perjudicial) se uniera a laexpedición, porque, entonces, todos creerían quea la Diane la había sacado del puerto el capitánBabbington, que gobernaba la corbeta Tartarus,de la Armada real, con ayuda de las lanchas delos barcos de guerra que tenía bajo su mando yde un barco corsario. Tampoco podía rechazar elofrecimiento que temía, pues la captura de laDiane convertiría a William Babbington, ahora unsimple capitán de corbeta, en un capitán denavío, lo que era un paso fundamental para llegara ser un almirante y tener un alto mando. Jackestuvo a punto de decir esto a Stephen, pero nohubiera servido de nada hacerlo. Si Williamllegaba a comprenderlo, tenía que comprenderlopor sí mismo. Jack no dudaba del afecto y lalealtad de William, que habían quedadodemostrados tantas veces, pero pensaba que su

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buen corazón no iba acompañado de unainteligencia brillante, una inteligencia que lepermitiera dar un valor relativo a la probabilidadde un ascenso y a la remota posibilidad de larehabilitación. Pero Babbington estaba muy bienrelacionado y contaba con el apoyo de muchosparlamentarios, por lo que estaba seguro de queconseguiría un ascenso pronto, y Jack, encambio, tal vez no volvería a tener unaoportunidad como ésa en toda su vida. Jackdirigió la mirada al otro lado de la mesa y la fijóen Stephen, quien dijo:

–Hacer prácticas por la noche es unaexcelente idea.

–Espero que sean útiles. Al menos es mejorque perseguir un toro en una cacharrería sin unplan. Luchar con el Spartan era diferente, porqueen ese caso sólo teníamos que derrotar alenemigo; mientras que en éste tenemos quederrotarlo y, además, sacar su barco del puertobajo el fuego de las baterías y de los barcos deguerra que haya allí. Si no se hace muy bien esmejor no hacerlo. Dime, Stephen, ¿crees queBabbington tiene una inteligencia aguda?

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Stephen estuvo a punto de echarse a reír y entono alegre respondió:

–Aprecio a William Babbington, pero creoque nadie más que la señora Wray se atrevería adecir que tiene una inteligencia, una mente o unentendimiento agudo. No hay duda de que essagaz en las duras acciones de guerra y cuandose enfrenta a los peligros del océano; sinembargo, no tiene reflejos para percibir conrapidez los asuntos más complejos. Estáperfectamente capacitado para las prácticasnocturnas que te propones hacer, que requierenir de un punto establecido a otro entre lahumedad y la oscuridad con un claro propósito. Ycomo te dije, me parece una estupenda ideahacerlas.

Todos los marineros compartían la opinióndel doctor Maturin y todos, mientras la fragataavanzaba hacia Polcombe con pocas velasdesplegadas, observaron con gran atención lagran carta marina que Jack dibujó con tiza entreel palo de mesana y el coronamiento. Algunoshabían estado en Saint Martin durante la paz ycorroboraron que, en general, el puerto, el

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astillero y los canales navegables no habíancambiado. Al igual que sus compañeros, estabande acuerdo con Jack en que la parte más difícilde la entrada era donde se encontraba elrompeolas, un rompeolas situado en el lado surdel puerto, junto al acantilado donde estaba elfaro, y que protegía el lugar de las olas del oestey por cuya rampa patrullaban varios centinelas.Las lanchas tenían que pasar forzosamente muycerca de él, pero, por fortuna, en la tripulación dela Surprise había dos hombres de Jersey,Duchamp y Chevènement, y Jack sugirió quedijeran rápido algo breve como «marineros yprovisiones para la Diane» en caso de que lespidieran que se identificaran.

Cuando llegaron a Polcombe el vientoamainó y tuvieron que remolcar la fragata poraguas poco profundas. La llevaron hasta un lugartan recóndito que seguramente también tendríanque sacarla a remolque, pues allí no llegaba niuna pizca de viento que pudiera hinchar susvelas, porque el alto acantilado le impedía pasar.Además, durante la pleamar las olas chocabancon fuerza contra el arrecife de Old Scratch, un

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islote rocoso que protegía la entrada de la cala(que podía considerarse una pequeña bahía) delas fuertes olas del sur y el suroeste. Allí,observados por un millar de curiosas ovejasdesde el borde superior del acantilado, queestaba cubierto de hierba corta y espesa, y porun asombrado pastor, los marineros la amarraroncon cabos a las cadenas del ancla y empezarona poner boyas para acotar un espacio como elpuerto de Saint Martin, de acuerdo con lasdistancias y los ángulos que el teniente Aubreyhabía medido con tanta exactitud años atrás.También colocaron marcas que representaban lapunta del cabo donde estaba el faro y elrompeolas con su pronunciada rampa. Cuandoterminaron ya estaba muy avanzada la tarde,pero todos estaban tan animados que rodearoncon sus lanchas la de Jack y, dejándose llevarpor su buen humor y alentados porque losrodeaba la oscuridad y estaban lejos de lafragata, se tomaron la libertad de pedir permisoa Jack para remar hasta un punto de alta marque distara de esa costa tanto como el lugar enque se situaría la fragata del cabo y luego «hacer

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un intento».–Muy bien -dijo Jack-, pero tenemos que

hacer la operación completa. Formaremos unalínea colocando la proa de una lancha tras lapopa de otra. Todos deben remar despacio ycon suavidad para no mojar la pólvora de lasarmas de sus compañeros. No pueden hablar nisiquiera emitir un maldito murmullo, porque noestamos en Bartholomew Fair. El primer hombreque hable tendrá que volver a su casa a nado.

Las lanchas avanzaron hacia alta mar hastaque a Jack le pareció que habían llegado al lugarindicado para amarrar la Surprise frente al caboBowhead. Allí les repitió tres veces sin la másmínima variación dónde debía colocarse cadalancha para que sus tripulantes abordaran lafragata y qué debía hacer cada grupo. Luegorepitió con mayor énfasis la petición de silencio.Ya las estrellas asomaban en el claro cielo, yguiándose por Vega, Arturo y la brújula, condujola hilera de lanchas hasta la baliza que indicabael cabo, después hasta la del rompeolas, dondedescribieron una pronunciada curva y Duchampgritó: «Nuevos marineros para la Diane», y luego

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hasta el desprevenido barco. Los marinerosremaron suavemente milla tras milla mientras lamarea subía y por fin Jack murmuró: «Cortad yapartaos». Las lanchas, ya sueltas del cabo quelas mantenía unidas, se acercaron rápidamente alos puntos de ataque: el beque, los pescantes deproa, centrales y de popa y la escala de popa.Entonces los tripulantes invadieron la fragatasimultáneamente haciendo un ruidoensordecedor. Algunos de los gavieros másjóvenes y ágiles subieron rápidamente a la jarciay soltaron las mayores y las gavias; Padeen y unnegro tan fuerte como él corrieron a las cadenasdel ancla y se subieron a ellas simulando quetenían un hacha en la mano; dos timonelescogieron el timón; y Jack Aubrey bajó corriendo ala cabina, aunque esto no sólo lo hizo para darlos pasos necesarios para apresar al capitán y alos civiles y apoderarse de sus documentos, sinotambién para saber la hora. – Creo quetardamos una hora y cuarenta y tres minutos -anunció-, pero no estoy seguro de cuándoempezamos. La próxima vez me llevaré un farolcon portezuela. ¿Los sorprendió el griterío?

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–Mucho -respondió Stephen.–Fue realmente una sorpresa -dijo Martin.–¿Los asustó?–Tal vez nos hubiera asustado más si se

hubieran reído menos. La áspera risa de Plaicepodía reconocerse a gran distancia.

–¿No sería más desconcertante un ataquesilencioso? – preguntó Martin-. ¿No creen que laviolencia sin nada que la inicie o la anuncie escontraria al contrato social, según el cual debeprecederla al menos un reto? Pero el ataque, talcomo se hizo, aterrorizó a su nuevo cocinero,señor. Estábamos hablando con él para que lepreparara pilaff para, la cena cuando empezó elvocerío y entonces gritó algo, probablemente enarmenio, salió corriendo de la cabina y seagachó más de lo humanamente posible en unrincón.

-¡Pilaff. ¡Qué buena idea! Me encanta comerun buen pilaff. Espero que podamos disfrutar desu compañía, señor Martin.

Los siguientes días fueron muy alegres. Lastareas de rutina se redujeron al mínimo, y losmarineros, además de atacar la fragata dos

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veces por la noche, se esforzaban por adquirirdestreza en el manejo de los sables, las hachasde abordaje y las pistolas. El resto del tiempo,puesto que los días eran soleados, los pasabantumbados en el castillo o en los pasamanos conuna despreocupación que rara vez se veía en unbarco de guerra, tanto público como privado. Losobservadores que se habían unido al rebaño deovejas en lo alto del acantilado se asombraronde eso, y por las aldeas cercanas corrió el rumorde que un barco pirata estaba amarrado en lacala Polcombe y que sus hombres iban a destruirlos campos y a llevarse a las doncellas aBerbería. Al oír eso, las jóvenes que habitaban envarias millas a la redonda corrieron al borde delprecipicio con la intención de ver a sus raptoresy, si era posible, implorar piedad. Además, elcapitán de un cúter que perseguía el contrabandose acercó allí sospechando que llevaban artículossin declarar y tuvo que soportar la humillación deque le ayudaran a desencallar el cúter de la puntadel arrecife situado frente a Old Scratch con doscadenas sujetas al cabrestante de la Surprise.

Jack estaba muy activo, lo que le convenía

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mucho. Durante los ataques nocturnos solíaacompañar la hilera de lanchas en el esquife deStephen y observaba atentamente cómoremaban los hombres de cada una y medía conexactitud, hasta el último segundo, el tiempo decada una de las fases de la operación. Despuésdel primer ataque, que llevaron a caboprincipalmente para entretenerse, organizó unaespecie de resistencia. Sólo consentía a losdefensores llevar como armas los lampazos,pero el retraso que causaban le permitía hacer uncálculo más exacto de la probable duración.Como era justo, hacía que se turnaran los dosgrupos de guardia y mezclaba a suscomponentes, de modo que cada hombre erauna noche atacante y la siguiente un defensor.Todos los marineros gastaban gran cantidad deenergía, y su capitán, como debe ser, gastabaaún más. Nadaba muy bien, y durante su carreraen la Armada rara vez había llevado a cabo unamisión en que no salvara a algún marinero o aalgún infante de marina de morir ahogado. Almenos media docena de los antiguos tripulantesde la Surprise que estaban a bordo estarían

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muertos si no hubiera sido por él. Pero duranteestas maniobras Jack se superó a sí mismo,pues cuando él y sus compañeros repelían a loshombres que abordaban la fragata losempujaban hacia atrás, hacia el mar, y sólo enuna noche sacó del agua a cinco. Los sacaba sinesfuerzo, sólo estirando su brazo de orangutándesde los pescantes o desde la borda de unalancha y levantándolos a pulso.

La intensa actividad física hizo mucho bien asu cuerpo (su robusto cuerpo necesitaba másejercicio del que la vida rutinaria de un barco leofrecía la oportunidad de hacer), pero aún más asu corazón herido y a su mente, ya que no ledejaba tiempo para la triste retrospección ni paralas fantasías relacionadas con un hipotético éxitoque a menudo pugnaban por encontrar una formade expresión.

Esa combinación le devolvió el apetito quetenía antes del proceso, y hubiera sido una penaque no fuera así, porque Killick compró a sucapitán una cantidad de provisiones acorde a surecién adquirida fortuna y el cocinero del capitán,Adi, merecía haber estado en el buque insignia

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de Lúculo. Adi era un hombrecillo rechoncho, depelo entrecano, dulce, tímido y propenso a llorar.Era inútil como combatiente, ya que no habíamodo de inducirlo a que atacara o defendiera lafragata, pero conocía todos los tipos de cocinanaval desde Constantinopla a Gibraltar. Hacíabastante bien el pudín de sebo y aunque susmaids of honor recordaban más la bahía deRosia que Richmond Hill, estaban muy buenas.

En opinión de Maturin, esos días tambiénfueron dichosos. No podía hacer nada acerca desus planes futuros, puesto que no tenía másrelación con Londres que cuando estaba en elPacífico, y aunque nunca dejaba de pensar enDiana (llevaba su talismán en el bolsillo de suscalzones) ahora se dedicaba a tomar tanto solcomo su pequeño cuerpo pudiera absorber.Estuvo privado de él durante el largo inviernoinglés y en esos brillantes días detestaba hasta elúltimo momento que pasaba entre las cubiertas oen la sombra.

Él y Martin, que no formaban parte de lasbrigadas que abordaban o defendían la fragata,se habrían muerto de aburrimiento si no hubiera

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estado cerca Old Scratch, un lugar capaz dedeleitar a cualquier naturalista o amante del sol.Tiempo atrás habían llegado allí ovejas y conejos,y las ovejas habían desaparecido desde hacíamucho tiempo, pero los conejos aún estaban allí.Justamente en los terrenos cubiertos de hierbahabitados por ellos, en la parte sur, era dondeStephen tomaba el sol cuando él y Martin noestaban deleitándose con muchas otras cosas,como, por ejemplo los charcos que formaba lamarea, las focas que vivían en cuevas en la costanorte, plantas raras como la biznaga, las fárdelasque anidaban en madrigueras de conejos y lospetreles, cuyos amigables chillidos llegabandesde los agujeros con olor a almizcle.

Una de esas tardes perfectas, cuando laslargas olas del suroeste golpeaban suave yrítmicamente la parte de Old Scratch máscercana al mar abierto, se sentaron en la hierbapara observar las series de pequeñas olas quese originaban después de cada impacto yllegaban a la cala en forma de sucesivossemicírculos que iban disminuyendoregularmente hasta que llegaban a acariciar la

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fragata. Formaban un dibujo de rara belleza.–En la fragata hay un sorprendente número

de creencias -observó Martin-. No dudo que enotros barcos de su tamaño haya muchas, peroseguramente en ninguno serán tan variadas.Confieso que estaba preparado paraencontrarme allí a judíos y musulmanes, ytambién a gnósticos, anabaptistas y seguidoresde Set, Muggleton e incluso de Joana Southcott,pero me sorprendió encontrar a un devoto deSatanás.

–¿Un auténtico devoto de Satanás?–Sí. Sólo menciona el nombre del demonio

susurrando y con la boca rodeada por la manoarqueada, y se refiere a él como el pavo real.Sus devotos tienen un pavo real dibujado en lostemplos.

–¿Sería una indiscreción preguntarle cuál denuestros compañeros de tripulación tiene unacreencia tan excéntrica?

–No, en absoluto. Él no me dijo que fuera unsecreto. Es Adi, el cocinero del capitán.

–Creía que por ser armenio era un cristianogregoriano.

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–Yo también. La verdad es que él es undasni, es decir, del territorio que se encuentraentre Armenia y el Kurdistán.

–Pero, ¿cree en Dios, esa criatura?–¡Oh, sí! El y su pueblo creen que Dios hizo el

mundo y que Nuestro Señor es de naturalezadivina y, además, reconocen a Mahoma comoprofeta y a Abraham y a los demás patriarcas;sin embargo, creen que Dios perdonó a Satanásy volvió a ponerlo en su lugar. Según ellos, esSatanás quien controla los asuntos mundanos ysería una pérdida de tiempo rendir culto a otroser.

–Sin embargo, parece un hombre afable yapacible. Y, sin duda, es un gran cocinero.

–Muy amablemente me estaba enseñando ahacer los auténticos caramelos turcos, por losque Deborah siente debilidad, cuando me lo dijo.También me habló de las montañas peladas deDasni, donde se encuentran las casas mediosubterráneas donde viven sus habitantes, queviven perseguidos por armenios y kurdos.Parece que las familias se quieren mucho yestán muy unidas y conservan incluso los lazos

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de afecto que las unen a los parientes máslejanos, pero es evidente que los dasnis nopractican lo que predican.

–¿Y quién lo hace? Si Adi conociera a fondoel credo que decimos profesar y lo compararacon nuestro modo de vida nos miraría con tantoasombro como nosotros a él.

Stephen pensó preguntar a Martin si no habíanotado cierta analogía entre la opinión que losdasnis y los seguidores de Set tenían de losángeles, pero la sensación de bienestar y el calordel sol habían embotado su mente y se limitó adecir:

–Veo una fárdela volando con tres peces enel pico, y me pregunto cómo pudo coger elsegundo y el tercero.

Martin tampoco tenía ninguna explicación, ylos dos permanecieron sentados en silencioobservando el sol hasta que se ocultó detrás dellejano cabo. Entonces los dos a la vez dirigieronla mirada hacia la fragata, donde los marineroshacían una de las maniobras más extrañas quese realizaban en los barcos: bajar las lanchas porel costado. Primero se apartaban de los calzos

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subiéndolos, luego se pasaban por encima de laborda y después se bajaban con motones fijos alos penoles de la verga mayor y la vergatrinquete. Era un proceso laborioso que desdetiempo inmemorial iba acompañado de gritos,sonidos retumbantes y chapoteos y, en estaocasión, además, de los gritos que los marinerosde Shelmerston emitían cada vez que cogían unabeta. En las noches tranquilas, cuando soplaba elterral, era posible que se oyera en tierra aquelruido aunque se produjera en alta mar, y quefracasara la operación tan bien planeada ysilenciosa excepto en esa fase. Jack Aubreytrató de que los marineros realizaran la maniobrasin hacer ruido; sin embargo, eso suponía ircontracorriente, contra las viejas costumbres, ylos marineros se pusieron nerviosos y susmovimientos se volvieron lentos y torpes, tantorpes que la popa de una lancha chocó conestruendo contra la superficie del agua cuando laproa todavía se encontraba a una braza dedistancia de ella. Entonces el espantoso grito delcapitán «¡Atención los de proa! ¡Suelten esamaldita beta!» llenó la cala hasta que fue

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ahogado por el ruido aún más fuerte queprodujeron las risas, al principio reprimidas ydespués incontroladas, que entorpecieron denuevo a todos los marineros.

Esos rayos de sol fueron casi los últimos queStephen vio en la cala Polcombe y esas risascasi las últimas que oyó. El mal tiempo llegó delsuroeste y trajo consigo lluvias que a veces eranfuertes y otras extremadamente fuertes, casicegadoras, y también grandes olas que llegabana ser gigantescas en la pleamar y setransformaban en horribles olas pequeñas yentrecruzadas en la bajamar. Durante ese tiempolos marineros y oficiales de la Surprisecontinuaron atacando y defendiendo la fragatados veces cada noche, pero no era una tareafácil hacer el abordaje vestidos con trajes ocapas de lona alquitranada y casi sin luz despuésde alejarse de la fragata y acercarse de nuevo aella remando entre las agitadas aguas. Despuésde varios accidentes y de que un hombreestuviera a punto de ahogarse, Jack tuvo quesuspender el viaje a alta mar y la defensa.

Sin embargo, las bajas aumentaron. Muchos

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marineros sufrieron dislocaciones, sedespellejaron las espinillas o se rompieron lascostillas al caer de los resbalosos costados a laslanchas, y algunos incluso se rompieron huesos,como Thomas Edwards, que sufrió una fracturacomplicada de fémur que causó granpreocupación a Stephen y a Martin. Thomas erauno de los gavieros encargados de subirinmediatamente después del abordaje hasta lasvergas de las gavias para soltarlas, peroignoraba que los defensores habían amarradolos marchapiés y cayó de espaldas. Iba cayendocon la cabeza hacia abajo, pero cambió deposición cuando tropezó con el estay del palomesana, justo por encima del alcázar, yconsiguió salvar la vida, pero se rompió lapierna.

Stephen y Martin se turnaban en laenfermería, y noche tras noche llegaban losaccidentados a aquel lugar húmedo y lleno deaire fétido (pues las escotillas estaban cerradasla mayor parte del tiempo), y, aunque no huboningún caso tan grave como el de Edwards, cuyapierna habría que cortar al menor signo de

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gangrena, ninguno fue trivial.Llegó un momento en que Maturin se hartó de

las prácticas y pensó que, aunque arriesgabatanto, tal vez Jack no debería dejar quecontinuaran entre la humedad, el frío, los peligrosy las terribles incomodidades, ya que todos losmarineros ya habían repetido varias veces todaslas fases en todas sus variantes. También pensóque los marineros, que ya no mostraban alegría,pero aún conservaban sus fuerzas, y puesto quesólo iban a ganar dinero y probablemente nomucho (mucho menos que el que habían ganadocon la gloriosa captura reciente), tal vez nodebían poner tanto celo en lo que hacían.

Comentó eso a Martin cuando estabansentados uno a cada lado de Tom Edwards ymientras palpaba su herida con su manoizquierda para ver si notaba el frío que indicabala gangrena y le tomaba el pulso, que, porfortuna, era rápido y regular. Lo hizo en latín, yMartin, en la misma lengua, mejor dicho, en unacómica variante de esa lengua con influenciainglesa, respondió:

–Tal vez usted está tan familiarizado con su

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amigo que no se da cuenta de que los marinerosle consideran un gran hombre. Si él puedemoverse con rapidez bajo la lluvia torrencial,desafiando los elementos, y ellos no puedenhacer lo mismo, se sentirían avergonzados.Aunque he visto a algunos casi llorar en elsegundo ataque o cuando les han ordenado quevuelvan a practicar el uso de los sables. Dudoque hicieran lo mismo por ninguna otra persona.Esa cualidad sólo la tienen algunos hombres.

–Creo que tiene razón -dijo Stephen-, pero siél me pidiera que subiera a una lancha en unanoche como ésta, aunque llevara ropa a pruebade humedad y usara una chaqueta de corcho, menegaría.

–Yo nunca tendría el valor moral de hacerlo.¿Qué le parece esta pierna?

–Tengo muchas esperanzas -respondióStephen, inclinándose sobre ella y oliéndola-.Muchas esperanzas.

Entonces, en inglés, dijo a Edwards:–Está mejorando, amigo mío. Hasta ahora

estoy muy satisfecho. Señor Martin, me voy a micabina. Si hay más accidentados en el segundo

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ataque, no dude en llamarme. No voy adormirme.

El doctor Maturin estaba satisfecho delestado de la fractura complicada y de muy pocascosas más. El mal tiempo, que ahora era casi tanmalo como el que hacía en el cabo de Hornospero no ofrecía la posibilidad de ver un albatros,le había impedido ir a Old Scratch justo cuandoun ostrero hembra iba a poner huevos; el láudanole hacía cada vez menos efecto y, puesto queestaba decidido a no aumentar su dosis habitual,pasaba gran parte de la noche pensando, y raravez en cosas alegres; y además estaba molestocon Padeen. Veía poco a su sirviente, quededicaba mucho tiempo a ensayar su papel dehombre que pasa al abordaje con un hacha, perole disgustaba cómo lo veía. No hacía mucho sehabía encontrado con Padeen, que regresaba dela bodega donde guardaba su baúl llevando unabotella de coñac bajo la chaqueta. A pesar de latartamudez de Padeen, entendió que le dijo queera una botella vacía, pero por el rubor que cubriósu rostro, supo que era culpable y que estaballena.

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En los barcos del rey no estaba permitidotomar bebidas alcohólicas a excepción del grog,que estaba autorizado oficialmente, y Stephen nosabía cuál era la norma en un barco corsariorespecto a eso ni le importaba. Lo que sí sabíaera cómo el alcohol podía afectar a sus paisanosy desde entonces trataba de encontrar la manerade alejar de él a Padeen, que hasta esemomento era abstemio. El comportamiento deljoven había cambiado, y aunque su conductatodavía era correcta, tenía tendencia a tomarsedemasiadas confianzas (un comportamiento nomuy bien visto por los irlandeses) y a veces hacíasorprendentes manifestaciones de alegría.

Lo cierto era que Padeen se había convertidoen un bebedor de opio y tomaba sesenta gotasdiarias. Cuando estaba en tierra intentócomprarlo varias veces, pero no tuvo éxito, puessólo recordaba haber oído la palabra «tintura» yno sabía leer ni escribir. Los farmacéuticos ledijeron: «Hay cientos de tinturas, marinero. ¿Cuálquiere?», pero él no tenía ninguna respuesta. Elalcohol fue más fácil de conseguir. Desde queempezó a tomar la tintura había oído decir al

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doctor Maturin que estaba compuesta de buencoñac, y diluía regularmente la que Stephentomaba con el mejor coñac producido en lasdestilerías. La diluía regularmente, pero, puestoque lo hacía de forma gradual, Stephen ni losospechaba. Tampoco sospechaba que abría subotiquín y, sin embargo, con su extraordinariafuerza, nada podía resultarle más fácil. LaSurprise había empezado su vida siendo lafragata francesa Unité, y su botiquín estabaempotrado y tenía una puerta de madera macizasujeta por goznes de estilo francés, y un hombrefuerte podía sacarla de ellos moviéndola haciaarriba en línea recta.

Pero a la mañana siguiente ya no estabainsatisfecho. Se levantó muy temprano y con lacabeza despejada, algo raro en él, aunque cadavez menos porque el efecto de la dosis quetomaba por las noches había disminuido mucho.Hizo una rápida ronda por la enfermería ycomprobó que, casi con toda seguridad, Edwardpodría conservar la pierna y que ninguno de losdemás casos necesitaba nada urgente. Subió ala cubierta y notó que el aire era cálido. En el

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cielo despejado observó los restos de la nochepor encima de la isla y vio que la parte oriental dela bóveda celeste tenía un delicado color violetacon diversos matices, que eran cada vez máspálidos hasta llegar al azul claro en el horizonte.Los marineros encargados de la limpiezaestaban muy ocupados y avanzaban hacia él. Yahabían llegado a la barandilla del alcázar y TomPullings, el oficial de guardia, estaba sentadosobre el cabrestante con los pantalonesremangados para protegerlos de la inminenteinundación.

–Buenos días, doctor -le saludó-. Venga asentarse conmigo en terreno neutral.

–Buenos días, estimado capitán Pullings -respondió Stephen-. Veo que mi pequeñoesquife está amarrado a esas grúas de la popa ydesde hace tiempo pienso…

Por su forma, la Surprise no podía llevargavietes como los que se usaban generalmenteen esa época y que sí empleaban todas lasembarcaciones modernas de su tamaño; sinembargo, llevaba otros dos en la popa y eranésos los que sostenían el esquife del doctor.

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–¡Dejen la limpieza y bajen el esquife deldoctor! – ordenó Pullings-. Doctor, suba a él porel centro, siéntese y quédese quieto. ¡Despacio,despacio!

Los marineros lo bajaron lentamente hasta lastranquilas aguas y él empezó a remar endirección a Old Scratch. Remaba a su extrañoestilo, de frente hacia el lugar adonde quería ir yempujando los remos, y justificaba su estilodiciendo que era mucho mejor mirarconstantemente hacia el futuro que ver siempre elpasado, pero la verdad era que ese era el únicomodo de evitar dar vueltas.

A la isla no le había perjudicado el maltiempo, sino todo lo contrario. Aunque nuncapodría decirse que fuera polvorienta ni quenecesitara una limpieza, ahora estabaespecialmente limpia y brillante. La hierba habíaadquirido un color verde mucho más intenso, yahora que el sol estaba lo bastante alto para quesus rayos pasaran por encima del acantilado dela parte más cercana al mar abierto, miles demargaritas descubrían sus inocentes rostrosbuscando su primera aventura, y eran un deleite

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para los sentidos. Stephen subió por la rocosapendiente hasta el borde del acantilado, ydelante de él, extendiéndose hacia ambos lados,contempló el inmenso mar en calma. No seencontraba muy por encima de su nivel, peroestaba sentado entre las armerías con los piescolgando en el vacío, a una altura desde la cual leparecían muy pequeñas las fárdelas que estabanpor debajo de él y que volaban con rapidez haciael mar o regresaban con sus presas.

Durante algún tiempo contempló las aves: lasfárdelas, unos cuantos pájaros bobos y alcas,muy pocas gaviotas, aunque de varias clases,algunas tórtolas, una bandada de chovas y lospadres de los ostreros, que, a juzgar por lasbuenas condiciones en que se encontraban loscascarones de los que habían salido, seencontraban bien. Luego observó el mar, dondepudo distinguir los diversos senderos quecruzaban su enorme superficie y que no parecíanseguir ningún modelo ni llevar a ninguna parte, yvolvió a sentir la alegría que experimentaba tan amenudo cuando era niño y que ahora sentía detarde en tarde, y sólo al amanecer. No la

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causaba el azul nacarado del mar (aunque sentíaplacer al verlo) ni un millar de circunstancias másque podía mencionar, sino que era algoinexplicable. Una parte de su mente lo apremió aque averiguara el origen de ese sentimiento,pero él no quería hacerlo, en parte por miedo a lablasfemia, ya que la frase «estado de gracia» leparecía grotesca si se aplicaba a un hombre desu condición, y sobre todo porque no deseabahacer nada que pudiera alterar ese estado.

Aquella inoportuna idea desapareció tanpronto como apareció. Una tórtola que volabadespacio por delante de él cambió deorientación de repente y empezó a volar másrápido y en dirección norte; un halcón peregrinodescendió desde lo alto con estruendo, arrancóun montón de plumas a la tórtola y se la llevóhasta el acantilado de la isla grande, más allá dedonde se encontraba la Surprise. CuandoStephen observaba el halcón, que aún volabacon rapidez a pesar de la carga, oyó tocar lasocho campanadas en la fragata. Las siguieronlos pitidos con que llamaban a los marineros adesayunar, apenas perceptibles, y los gritos de

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los hambrientos marineros, mucho más fuertes.Un momento después Stephen vio a Jack Aubreytirarse al mar desde el coronamiento como sumadre lo trajo al mundo y empezar a nadar endirección a Old Scratch, con su pelo rubioflotando a su espalda. Cuando Jack estaba amitad de camino, se unieron a él dos focas, dosde esos animales extremadamente curiosos, y aveces se zambullían y salían a la superficiedelante de él, casi al alcance de la mano, paramirarlo a la cara.

–Te felicito por haber venido con las focas,amigo mío -dijo Stephen cuando Jack caminabapor la dorada arena de la pequeña playa dondese encontraba el esquife, ahora seco e inmóvil-.Los buenos y los sabios opinan que nada traemejor suerte que la compañía de las focas.

–Siempre me han gustado -dijo Jacksentándose en la borda chorreando-. Si pudieranhablar, estoy seguro de que dirían algoagradable. Pero, Stephen, ¿has olvidado eldesayuno?

–No. Desde hace algún tiempo acaricio laidea de tomar café, mucho café, y de comer

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gachas de avena, pudín, beicon y tostadas conmermelada.

–Sin embargo, no podrías haber tenido nadade eso hasta mucho después de la hora decomer, ¿sabes?, porque tu esquife está varado.

–¡El mar se ha retirado! – exclamó Stephen-.¡Estoy sorprendido!

–Dicen que en esta zona hace eso dos vecesal día -le contó Jack-. Ya eso se le conoce con elnombre de marea.

–¡Vete al diablo, Jack Aubrey! – exclamóStephen, que se había criado en las playas delMediterráneo, un mar donde no bajaba la marea,y luego, golpeándose la frente con la mano,añadió-: Algo me debe de fallar aquí, pero algúndía me acostumbraré a pensar en la marea.Dime, Jack, ¿notaste que el esquife estaba, pordecirlo así, encallado, y por eso te tiraste alagua?

–Creo que lo notaron casi todos a bordo.Vamos, agárralo por la borda y entre los dos lobajaremos. Casi puedo oler el café desde aquí.

Cuando estaban terminando la segundacafetera, Stephen oyó el estridente sonido de un

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violín en un lugar de la proa poco distante, ydespués de las primeras notas oyó las gravesvoces de los marineros de Shelmerstoncantando: «Dale la vuelta y dale la vuelta así.Dale la vuelta. Dale la vuelta y dale la vuelta así. Yél la vuelta da».

Probablemente al filo de la memoriaquedaron el grito «¡Todos a desamarrar lafragata!» y los familiares pitidos que había oído,pues en ese momento dijo:

–Creo que esas criaturas están levando elancla.

–¡Oh, Stephen, te ruego que me perdones! –exclamó Jack-. Quería hablarte de esto en cuantosubiéramos a bordo, pero la avaricia metrastornó. Lo que vamos a hacer ahora es levar elancla, sacar a remolque la fragata al final de labajamar y avanzar hacia el este con el pocoviento que sopla. ¿Qué te parece?

–Mi opinión sobre ese asunto vale tanto comola tuya sobre la amputación de la pierna del jovenEdwards, que, a propósito, seguramenteconservará, si Dios quiere; sin embargo, sé queme hablas así sólo porque quieres ser amable

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conmigo. El único comentario que tengo quehacer es que esperaba y temía que, puesto quela Diane zarpará el día trece, aún tuviéramos quepasar al menos otras dos noches infernales.

–Sí, va a zarpar el día trece -confirmó Jack-;pero ya sabes que a este lado del Canal muchasveces nos hemos detenido porque el vientosoplaba en una dirección inadecuada o muyfuerte, sobre todo en Plymouth, y me partiría elcorazón llegar demasiado tarde. Además, se meocurrió en la guardia de media que si losoficiales y los guardiamarinas de másantigüedad de la Diane son como los nuestros,pasarán la noche del doce en tierra con susamigos, por lo que será un poco menos difícilsacarla del puerto. Y se derramará menossangre, mucha menos sangre.

–Tanto mejor. ¿Has pensado cómo vas allevar a cabo el ataque?

–Apenas he hecho otra cosa desde quesalimos de Shelmerston. Como seguramentesabrás, la escuadra se acerca a la isla por lamañana y se aleja de ella por la noche, y esperoreunirme con ella en alta mar el día once por la

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noche para hablar con Babbington. Si llegamos aun acuerdo, la escuadra se acercará alamanecer, como siempre, y nosotros nosquedaremos lejos y pasaremos el día cambiandolos cañones por carronadas. El día doce por lanoche ellos se retirarán con todos los farolesencendidos y nosotros nos reuniremos otra vezcon ellos, y cuando los voluntarios estén a bordonos acercaremos a la isla con todos los farolesapagados y anclaremos en aguas de veintebrazas de profundidad a un lado del faro, muycerca de la costa pero fuera del alcance de loscañones de la fortaleza. La hilera de lanchas yahabrá avanzado en la oscuridad, y en cuantotengamos noticias de ellas empezaremos adisparar contra el extremo oriental de la ciudadcomo si quisiéramos desembarcar en el istmo,tal como hicimos en otra ocasión, y quemaremosel astillero. Los hombres de las lanchas harán sutrabajo mientras nosotros disparamos tan rápidocomo podamos cargar las armas, aunque no aun objetivo, porque así evitaremos derribar lascasas de la gente, que siempre me ha parecidoun acto mezquino. Éste es el plan a grandes

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rasgos, pero no me ocuparé de los detalles hastaconocer la opinión de Babbington. Incluso esposible que no esté de acuerdo con el plangeneral.

–Nunca dudarás de la buena voluntad deBabbington, ¿verdad?

–No -respondió Jack, y después de unapausa añadió-: No, pero la situación no es igualque cuando él era mi subordinado.

En medio del silencio Stephen oyó un gritó enla proa:

–Arriba y abajo, señor.Luego oyó a otro hombre responder desde el

cabrestante mucho más alto:–Listos para levar el ancla.Poco después apareció Tom Pullings

sonriendo e informó de que la fragata estabadesamarrada, que la lancha y los dos cúteresestaban delante tirando del cabo para remolcar yque, aparentemente, en alta mar soplaba elviento del oeste.

–Muy bien -dijo Jack-. Continúe con sutrabajo, señor Pullings, por favor. – Entonces, conuna tímida sonrisa y en tono vacilante, añadió-: El

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viento es favorable para ir a Francia.CAPÍTULO 6

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Durante la brumosa noche del jueves, unserviola de la Surprise permanecía en lo alto dela jarcia y de pronto, desde la verga velacho,gritó:

–¡Cubierta! ¡Creo que ya los veo!–¿Dónde están? – preguntó Jack.–A diez grados por la amura de babor y a no

más de dos o tres millas.La fragata navegaba con todas las velas

desplegadas, con un viento flojo e inestable, cuyadirección, la mayor parte del tiempo, formaba unángulo de veinticinco grados con la aleta; por lotanto, desde las cofas gran parte de lo que teníadelante quedaba oculto. Debido a eso, Jacksubió con su telescopio de noche por losobenques tensos y húmedos por el rocío hasta lacruceta del palo mayor. Estuvo mirando haciadelante un rato, pero no pudo ver nada hasta quede repente se hizo un claro en la niebla, y allí,mucho más cerca de lo que esperaba, vio cuatrobarcos alineados, equidistantes unos de otros ycon las velas amuradas a babor que,indudablemente, formaban la escuadra de SaintMartin. Como el mar estaba en calma y la noche

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era cálida, la mayoría de las portas estabanabiertas y la luz salía por ellas. Jack contó lasportas y tuvo tiempo para darse cuenta de que latercera embarcación era la corbeta Tartarus, dedieciocho cañones, antes que la niebla losenvolviera de nuevo y las convirtiera en cuatrobarras amarillas que parecían cada vez máspequeñas y finalmente desaparecieron. Cuandoreaparecieron, todas las portas de la proaestaban oscuras, ya que acababan de sonar lasocho campanadas, y en la Tartarus sólo se veíaluz en algunos escotillones, en la porta de lacabina y en el fanal de popa. La vieja ymagullada campana de la Surprise dio ochocampanadas y Jack oyó a los ayudantes delcontramaestre ordenar desde la escotilla queapagaran las luces. Llegó a la cubierta cuandocambiaban la guardia.

–Alguien debe de haber dado la vuelta al relojmuy rápido en la Tartarus -dijo a Pullingsdespués de indicarle el rumbo-, pues nos llevandos o tres minutos de adelanto.

Fue a la cabina y al entrar exclamó:–¡Oh, Stephen, qué alivio! Los barcos de la

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escuadra están situados al noroeste y ya puedenverse sus cascos, así que podremos hablar conellos dentro de una hora.

–Me alegro mucho -dijo Stephen, levantandola vista de la partitura que estaba arreglando-.Ahora creo que podrías sentarte y comer la cenaen paz, a menos que prefieras invitar a cenar aBabbington y a la señora Wray. Adi ha preparadouna magnífica bouillabaisse y hay suficiente paracuatro o incluso seis comensales.

–No. La junta de guerra debe celebrarse abordo de la Tartarus.

–Es cierto. Además, tomar algún alimento teayudará a tranquilizarte. Estabas muy nervioso,amigo mío, y pocas veces te había visto tanimpaciente.

–Bueno, creo que hoy hubiera sido un díaagotador para cualquier capitán -dijo, sonriendoy dejándose caer en su butaca.

Pensó en intentar explicar a Stephen cuáleseran las dificultades a que la Surprise habíatenido que hacer frente: la falta de viento durantela mayor parte del día y la corrientes contrarias.Como la primavera estaba próxima, las

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corrientes que se habían formado en aquellasaguas eran contrarias a su movimiento y, aunqueaparentemente la fragata había avanzado a unavelocidad razonable cuando la remolcaban todaslas lanchas y los tripulantes remaban comohéroes, sólo se había deslizado hacia delantecon respecto a la superficie, y toda la masa deagua que formaba el mar, con la fragata y laslanchas en ella, durante interminables horasrealmente se había movido hacia atrás, hacia latierra que no era visible. En la mente de Jack,además de esta preocupación, daba vueltascomo un torbellino el miedo a que el capitán de laDiane se hubiera enterado de que la escuadraera muy débil y hubiera zarpado varios díasantes. Por otro lado, la niebla y la lluvia habíanimpedido hacer las mediciones de mediodía, ycomo no se veía el litoral no se pudo averiguar laposición exacta de la fragata, lo que eranecesario para llegar al punto de reunión esanoche. Sólo se pudo hacer una estima, aunquefue muy complicado debido a las corrientes y alos frecuentes cambios de rumbo que ordenópara aprovechar los vientos flojos y variables.

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Aparte de eso, Jack no sabía con seguridad cuálera el rumbo que seguía Babbington esa noche, ysi la Surprise no se hubiera encontrado con laescuadra, hubiera tenido que buscarla la mañanasiguiente cerca de la costa de Saint Martin,observada por todos los franceses que tuvieranun telescopio, tanto los marineros como lossoldados como los civiles, lo que eliminaría unfactor que a él le parecía decisivo, el factorsorpresa. Pero Stephen no podía adentrarse conél en esas profundidades. Nadie que noconociera a fondo la náutica podría entender lafrustración que él tenía que superar; nadie que noconociera bien el mar podría saber cuáles eranlas innumerables cosas que podían salir mal enun viaje tan sencillo como ése y la enormeimportancia que tenía lograr que salieran bien (eneste caso, haber logrado que todas esas cosassalieran bien y encontrarse con la escuadra enalta mar no era un triunfo en sí mismo, sino unacondición necesaria para el triunfo). Sólo unhombre que arriesgara tanto como él podríaentender por qué sentía alivio al haber cumplidoal menos ese objetivo.

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Lamentaba haberse mostrado impaciente, yahora, mientras cogía la botella de vino deMadeira, dijo:

–Stephen, te propongo que comamos labouillabaisse después de un aperitivo. Y luegopodremos tocar tu obra hasta que hablemos conla Tartarus.

–Muy bien -murmuró Maturin, y en su rostro,que generalmente tenía un gesto difícil deinterpretar, apareció una expresión satisfecha-.¡Killick! ¡Eh! Que empiece el festín en cuanto Adifría los croûtons.

La obra era una serie de variaciones queStephen había escrito sobre un tema de Haydn, yaunque era armoniosa y fluida no eraparticularmente interesante hasta la últimapágina, en que la creación de Stephen y la deHaydn se unían para formar una curiosa frasemusical cuyos dos suaves compases eran muyconmovedores. Primero tocó el violín, y mientrasel violoncelo le respondía ambos oyeron a pocadistancia de ellos el grito:

–¡Eh, el barco! ¿Qué barco va?Enseguida, justo por encima de ellos, oyeron

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una potente voz responder:-¡Surprise!El violoncelo hizo una pausa y luego terminó

la frase. Entonces ambos combinaron su trabajopara acercarse al final. La puerta se abrió yapareció Pullings, que se quedó inmóvil de pie.Jack asintió con la cabeza y siguió tocando conStephen hasta llegar al enormementesatisfactorio final.

–La Tartarus se encuentra a barlovento,señor -informó Pullings cuando ellos bajaron losarcos.

–Me alegro mucho de oírlo. Por favor, baje elesquife del doctor. Stephen, me prestarás tuesquife, ¿verdad? Y Bonden me llevará hastaella. Killick, trae mi mejor chaqueta azul.

Sacó de la taquilla la carta marina querepresentaba la zona donde estaba Saint Martiny en un aparte preguntó:

–¿No crees que deberías venir tú también,Stephen?

–No lo creo, pues no debo dar a conocer lasutil relación que tengo con el espionaje -respondió Stephen-. Respecto a los detalles del

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ataque que tengan que ver con él, podremosponernos de acuerdo nosotros solos. Pero estavez me gustaría participar en el ataque, si por findeciden llevarlo a cabo.

–¡Bienvenido a bordo otra vez, señor! –exclamó Babbington-. Sea doblementebienvenido, pues no esperaba verle antes quecambiara la marea.

–Verdaderamente, estuviste a punto de noverme -repuso Jack Aubrey-. Buscarte en unanoche brumosa como ésta puede compararse abuscar una aguja en un pajar, pero un remiendo atiempo ahorra ciento, como muy bien sabes, yzarpamos con bastante antelación. ¿Podemosbajar?

Al llegar a la pequeña cabina de Babbingtonbuscó con la vista algún signo de la presencia deFanny Wray y lo único que vio fue un pedazo delona con la frase «Que el cielo proteja a nuestrosmarineros» bordada con punto de cruz.

–Así que me estabas esperando -dijo Jack.–Sí, señor. El capitán de un cúter me informó

de parte del almirante que posiblemente, si eltiempo y el viento lo permitían, usted vendría el

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día trece y que yo tenía que ayudarlo en cualquierataque que planeara emprender contra la Diane,que actualmente está anclada en el puerto deSaint Martin.

–Todavía sigue anclada allí, ¿verdad? No hazarpado todavía, ¿no es cierto?

–¡Oh, no, señor! Todavía está junto al muelle,amarrada a los bolardos por la proa y la popa.No va a zarpar hasta que haya luna nueva, el díatrece.

–¿Estás seguro de eso, William? Quierodecir, de que todavía está anclada allí.

–¡Oh, sí, señor! Cuando nos acercamos a lacosta por la mañana, subo con frecuencia a lajarcia para observarla. Desde hace más de unasemana tiene las vergas colocadas. Y en cuantoal día trece… Bueno, nunca molestamos a losbarcos pesqueros y algunos nos traen cangrejos,langostas y excelentes lenguados cuando vuelvena la costa al atardecer, antes de alejarnos parapasar la noche en alta mar. Sus hombres sabenmuy bien lo que vale la pobre Dolphin a pesar deque la han enmasillado, pintado y adornado conguirnaldas recientemente, y también qué

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armamento llevan el transporte Carriel y elbergantín Vulture, y nos han rogado que el díatrece nos quedemos en alta mar lo más lejosposible y no prestemos atención a la Diane.Dicen que es nueva y rápida, que tieneescantillones como los de un navío de cuarentacañones y que lleva piezas de artillería tanpotentes que podría hundir a cualquiera denuestros barcos con una sola andanada. Cuentanque los tripulantes manejan con gran destreza loscañones y las armas ligeras y que las cofas estánllenas de tiradores como los de la Redoutable,que acabó con Nelson. Además, aseguran queuna potente corbeta la va a esperar frente alcabo y la protegerá hasta que salga de las aguaspoco profundas porque podría encontrarse con laEuryalus, que regresa de Gibraltar a mediadosde mes. Es posible que exageren un poco ladesgracia que nos puede ocurrir, pero creo quelo hacen con buena voluntad. Simpatizan muchocon Fanny, que es quien ha hablado con ellos enfrancés casi siempre, y, según dicen, su acentoes magnífico, muy parecido al de los parisienses.

–¿Voy a tener el placer de verla esta noche?

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–¡Oh, no, señor! La mandé a casa en el cúter.No es correcto que la lleve conmigo a unabatalla, ¿verdad, señor? Recuerdo claramente,aunque lo oí hace casi un siglo, que el doctor medijo que no había nada peor para el cuerpofemenino que el fuego de artillería. Lamento queél no haya venido.

–Pensó que estaría fuera de lugar en unajunta de guerra.

–Me hubiera gustado comunicarles a los dosuna buena noticia que tengo, pero seguramenteusted tendrá la amabilidad de dársela por mí.

–Lo haré con mucho gusto, si me dices cuáles.

–Bueno, señor… Me daba vergüenzacomunicársela antes de hablarle de cosas muchomás importantes, pero la verdad es que van anombrarme capitán de navío. – Entonces se rióalegremente y añadió-: Y la antigüedad lacontarán desde el día uno de este mes.

Jack se puso de pie de un salto (por pasartoda la vida en la mar, incluso ahora su cabezaestaba protegida contra los baos), le estrechó lamano a Babbington y dijo:

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–Te felicito de todo corazón, William. Durantemuchos días no he oído nada que me hayaproducido mayor placer. ¿No te parece quedeberíamos brindar por tu ascenso?

Mientras bebían, Babbington explicó:–Sé muy bien que esto se debe

principalmente a las relaciones que tengo en elParlamento. ¿Se enteró usted de que a mi tíoGardner lo nombraron par la semana pasada?¡Dios mío, el Gobierno debe de necesitar muchodinero! A pesar de todo, me alegro mucho. Y miquerida Fanny también se alegra.

–Estoy seguro de ello. Pero no sigasatribuyéndolo a tus relaciones. Eres mejor que almenos la mitad de los que están en la lista comonavegantes y como oficiales de marina.

–Es usted demasiado amable, señor,demasiado amable. Pero no voy a hablareternamente de mis propios asuntos. ¿Podríadecirme si piensa emprender un ataque contra laDiane y, si es así, cómo puedo ayudarle mejor?

–Sí, pienso emprender un ataque y hereflexionado sobre él durante algún tiempo. Tecontaré a grandes rasgos mi plan, y puedo

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hablarte sin reservas porque te van a nombrarcapitán de navío. Pero quiero añadir esto,William: eres el oficial de más antigüedad en laescuadra y si no te gusta que tus barcos y tushombres hagan algo de lo que está en mi plan,dímelo abiertamente. Podemos resolverlo antesde la junta general.

–Muy bien, señor, pero me extrañaría muchoque no estuviéramos de acuerdo.

Jack lo miró con afecto. Lo que Babbingtondecía era cierto, especialmente ahora, porque suascenso era seguro.

–Bueno… -empezó a decir-. Mi idea essacarla del puerto, y ahora está justificada porotra razón, ya que me has dicho que una corbetase va a reunir con ella frente al cabo. – Desplególa carta marina-. Si hay un oficial de derrotainteligente en la escuadra, William, pídele quecompruebe las medidas de la profundidad delagua, pues son las únicas que podrían habercambiado. La Surprise echará el ancla aquí -añadió, señalando el lado sur del cabo Bowhead-y amarraremos un cabo de la aleta a la cadena.Si logramos situarla en la posición adecuada…

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Cuando hablemos de los detalles tienes quedecirme exactamente qué corrientes habrá cercade la costa el día doce…

–¿El doce, señor?–Si. Espero que la noche antes de zarpar la

mayoría de los oficiales esté mojándose elgaznate en tierra, y eso evitará que mueran y queanimen a sus hombres a adoptar una posturaextrema.

–Brillante -apostilló Babbington, que sabíaque ningún hombre, ni siquiera en el puerto deMargate, pasaba de otra manera la noche antesde hacerse a la mar.

–Como te decía, si logramos situarla en laposición adecuada, esta elevación del terreno laresguardará de la fortaleza que protege el istmo.Echaremos el ancla cuando hayan transcurridotres cuartos del período de la pleamar y entonceslas lanchas doblarán el cabo. Es probable quetengan dificultades en el rompeolas, pero confíoen que lo pasen. En caso de que no puedan, nosavisarán con un tiro de mosquete, y al oírloempezaremos a disparar los cañones contra elistmo. En realidad, disparará Tom Pullings, pues

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yo pienso encabezar el grupo que va a hacer elabordaje. Hará lo mismo si lanzamos unabengala azul desde las lanchas, ya que esoquerrá decir que estamos a punto de abordar.Disparará muy seguido, lo que seguramentedistraerá al enemigo, pues, como recordarás, fuepor el istmo por donde les invadimos una vez, ydará tiempo a los botes para sacar la Diane delpuerto esquivando las baterías del fondo de labahía, ya sea navegando, si el viento esfavorable, ya sea a remolque, si no lo es. Creoque, de todas formas, habrá que remolcarla,porque este tipo de cosas tienen que hacerserápido. En ese momento la marea estarábajando, y eso será una gran ayuda. Quisieraque los barcos de tu escuadra estuvieran cercade la costa en caso de emergencia y que meproporcionaras cuatro lanchas para ayudar aremolcar la fragata.

–¿No cree que también deberíamosabordarla?

–No, William. Al menos no en el primer asalto.Casi desde tiempo inmemorial los tripulantes dela Surprise han practicado todos los pasos del

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abordaje de una fragata dos veces cada noche;saben exactamente qué hacer y tienen asignadauna tarea cada uno, así que la presencia de otroshombres lo único que haría sería distraerlos.Pero, naturalmente, si los tripulantes de la Dianeresultan ser muy rebeldes, pediremos ayuda.

Babbington estuvo pensativo unos momentosy de vez en cuando miraba a su antiguo capitán.

–Bueno, señor -dijo-, el plan me pareceexcelente y no tengo ninguna sugerencia quepueda mejorarlo. ¿Quiere que haga la señal paraque vengan todos los capitanes ahora?

–Sí, William, por favor. Pero hay un detalleque casi se me había olvidado: mañana, cuandote acerques a la costa, yo me quedaré en altamar. Por la noche, cuando regreses a alta mar,debes encargarte de que todos los barcos esténmuy bien iluminados, porque cuando estés allípasaré por tu lado sin encender ninguna luz y mellevaré a remolque tus lanchas. De más estádecirte que si los tripulantes de algún barcopesquero se enteran de que la Surprise estáaquí, es preferible que regresemos a casa aavanzar hacia la costa con las mayores

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desplegadas con la esperanza de cogerdesprevenidos a los hombres de la Diane.

–Yo me ocuparé de eso, señor.–Pero discretamente, William, discretamente.

No los trates mal ni les hagas señales para quese vayan, porque sospecharían que pasa algo.

–Yo mismo conversaré con ellos y nopermitiré hablar a nadie más.

Subió a cubierta para dar órdenes para quehicieran la señal y cuando regresó, Jack le dijo:

–Recuerdo cuando el doctor habló de lasmujeres y el fuego de artillería. Fue en la últimaguerra, cuando estábamos frente al cabo deCreus y apresamos una corbeta francesa con uncargamento de pólvora. El capitán había llevadoa su esposa a navegar con él y ella estaba dandoa luz. El doctor ayudó a nacer al niño. ¡Dios mío,qué felices eran aquellos días! El almirante nosencargaba una misión tras otra.

–Y nosotros capturábamos una presa trasotra. ¡Qué maravilla! ¡Capturamos el Cacafuego!¿Recuerda que nos tiznamos la cara en la cocinay lo abordamos gritando como locos? Mowettescribió un poema sobre ello.

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Todavía estaban hablando animadamente dela última guerra cuando la primera de las lanchasse abordó con la corbeta, y las demás lasiguieron casi inmediatamente.

–Señor -dijo Babbington cuando cesaron losruidos de la obligada recepción, elguardiamarina hizo los pertinentes anuncios y laprocesión por la escala terminó-, permítamepresentarle al capitán Griffiths, de la Dolphin, elseñor Leigh, capitán del Carnet, y el señorStrype, capitán del Vulture.

–Buenas noches, caballeros -los saludó Jack,mirándolos atentamente.

Griffiths era un hombre bajo, de cabezaredonda y ojos brillantes. Era un capitán joven yhacía poco que le habían dado el mando deaquella vieja corbeta que no debería seguirnavegando. Leigh era un hombre alto y viejo ytenía un solo brazo. Era teniente y no teníaesperanzas de conseguir un ascenso, pero sealegraba de estar al mando de un transporte envez de tener que vivir en tierra con una familianumerosa y con menos de cien libras de sueldoal año. Strype, el capitán del bergantín Vulture,

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estaba tan pálido y silencioso que era casiinexistente y tenía un aspecto extraño con eluniforme de la Armada real.

–Bien, caballeros -dijo Babbington, y Jack seasombró al notar que empleaba con naturalidadun tono autoritario, pues su conversación le habíarecordado a aquel muchacho de la camareta deguardiamarinas de la Sophie a quien todavíatenía que decir que se sonara la nariz-, tengoorden de cooperar con el señor Aubrey, capitánde la Surprise, en un ataque que se proponeemprender contra la Diane. Voy a pedirle quehaga un bosquejo de su plan para que ustedesestén bien informados, pero antes debo decirlesque él y yo estamos totalmente de acuerdo conlos aspectos generales de la estrategia. Tenganla amabilidad de escucharlo sin hacer ningúncomentario hasta que él les pregunte cuáles sonsus observaciones, que sólo harán referencia aaspectos concretos sobre los que tenganespecial información, tales como las corrientes,la profundidad de las aguas o la posición delenemigo.

Jack volvió a describir su plan, señalando al

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mismo tiempo los diversos puntos de la cartamarina, y terminó diciendo:

–Si algún oficial tiene alguna pregunta oalguna observación que hacer, lo escucharé conmucho gusto.

Hubo un largo silencio, que sólo rompían lasolas al acariciar los costados de la Tartarus,hasta que el canoso teniente se puso de pie y,colocando su garfio sobre el rompeolas, explicó:

–La única observación que tengo que haceres que cuando sube o baja la marea se formauna corriente en dirección contraria a la rampa.Muchas veces he visto pequeñas embarcacionestratando de esquivarla o rozándola cuandoentraban al puerto. Creo que debería tener encuenta esto, señor, si quiere que las lanchaspasen desapercibidas.

–Gracias, señor -dijo Jack-. Ese es un detallemuy importante. Capitán Griffiths, ¿quería deciralgo?

–Sólo que, si el capitán Babbington me lopermitiera, dirigiría el grupo de lanchas, señor.

Inmediatamente intervino Babbington:–El señor Aubrey y yo hemos acordado que

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los capitanes se quedarán en sus barcos. Laescuadra se acercará a la costa cuando laoperación empiece y es posible que tengamosque tomar decisiones importantes en caso deque… si no sale todo bien.

Jack pensó: «Dios te bendiga, William. Nosabía que eras tan listo». Y luego, en voz alta y enrespuesta a la pregunta que flotaba en el aire,dijo:

–El capitán Pullings, que me acompaña comovoluntario y es el oficial de la Armada real demás antigüedad en estas aguas, tomará elmando de la Surprise en mi ausencia. ¿Quierehacer algún comentario, señor Strype?

–Sí -respondió, y por primera vez se notó queestaba borracho, borracho como una cuba deginebra-. ¿Qué parte nos corresponde del botín?

Dijo eso con una mirada maliciosa y losdemás se sonrojaron de vergüenza. Jack le mirócon indiferencia y replicó:

–Eso es vender el oso… Eso es vender lapiel del oso… -Vaciló un momento y luegocontinuó-: Bueno, creo que es prematuro hablarde este asunto y que puede traer mala suerte.

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Por supuesto, se repartirá de acuerdo con loacostumbrado en el mar. Los que ayudanobtienen lo mismo que los que capturan.

–Es lo justo -intervino Leigh-. Fue así en laúltima guerra y anteriormente, en la guerra conEstados Unidos.

–Ahora, volviendo al tema de las lanchas -prosiguió Jack-, quiero precisar algo. El capitánBabbington y yo estamos de acuerdo en que lasmayores de cada barco, y sobre todo las pinazasy las barcaslongas, serán las mejores. Tienenque tener la tripulación completa y remerossuplentes porque hay que recorrer un tramo muylargo remando, y todos los hombres deben irbien armados para abordar la fragata, aunqueespero que no haya que pedirles que lo hagan.También deben llevar cabos con rezones y todoslos pertrechos necesarios, y es conveniente queun contramaestre o un ayudante de oficial dederrota de cierta antigüedad esté al mando deellos. Y más importante que todo esto es que loshombres comprendan que el silencio esfundamental. Naturalmente, deben forrar losescálamos, pero sobre todo no deben hablar, no

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deben decir ni una palabra. Detendrán laslanchas cuando yo las suelte y no se moverán nihablarán hasta que las llamen por su nombre,tanto para remolcar como para ayudar a vencerla resistencia. Ya que es posible que tengan queabordar la fragata, deberían llevar una bandablanca para ponérsela en el brazo en el últimomomento, igual que los tripulantes de la Surprise.La contraseña es «Feliz Navidad» y la respuesta«Próspero Año Nuevo». Creo que eso es todo,caballeros.

Jack se levantó. Había visto demasiadasreuniones de esa clase en que el resultado habíaquedado oscurecido por interminablesdiscusiones sobre detalles sin relación con elasunto principal y le parecía que era mejor dejarel esbozo de su plan en la forma más simpleposible. Pero cuando los capitanes se fueron, sesentó con Babbington y el oficial de derrota de laTartarus para comprobar las medidas de laprofundidad de las aguas y la posición de loslugares, y para saber en qué orden estabanamarrados en el puerto los barcos franceses: uninservible bergantín, dos cañoneras con cañones

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de treinta y dos libras, la Diane y dos mercantesde considerable tamaño que hacía poco habíanabandonado el fondo de la bahía, probablementecon la intención de escabullirse detrás de lafragata. Hicieron tres copias de un dibujo de losbarcos y de los bancos de arena que había queevitar a la salida del puerto y, además, de laexplicación de las sucesivas fases de laoperación en el lenguaje más concreto y simpleque pudieron encontrar. Cuando terminaron lascopias, dijo Jack Aubrey:

–Bueno, creo que hemos hecho todo lo quepodíamos. William, me harás un gran favor si lasentregas a los capitanes y les ordenas que lasexaminen mañana durante todo el día para quelas retengan en la memoria y se las haganaprender bien a los tripulantes. Ahora me iré yapartaré aún más la fragata de la costa.Recogeré las lanchas mañana cuando meacerque a ella. Espero verte mañana amedianoche o poco después si todo va bien.Pero si no nos vemos, William, si me va mal, nodebes, repito, no debes seguirme ni dejar que lohaga ninguno de tus barcos. Si la operación

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tarda tanto que los franceses se dan cuenta deque no estamos invadiendo la isla por el istmo,dispararán tanto al estrecho paso que ningúnbarco podría salir indemne. A Tom Pullings le dijelo mismo y estuvo de acuerdo.

–Bueno, señor, haré lo que usted diga -respondió Babbington de mala gana-. Perodesearía ir con usted.

Durante el corto trayecto que recorrió pararegresar a la fragata, Jack escrutó el cielo. Laniebla, como un velo, lo cubría todavía, pero sedisipaba con rapidez y en la parte más alta seveían algunos cirros que venían deloestesuroeste pasando despacio entre lasestrellas.

–Quisiera que no hiciera mal tiempo antesque llegue el día -dijo a Bonden con el propósitode alejar la mala suerte.

–No lo hará, señor -le tranquilizó Bonden-.Nunca he visto una noche tan hermosa.

Después de dar las órdenes necesarias paraque la Surprise avanzara un poco hacia elnoroeste y permaneciera allí dos horas,navegando hacia un lado y hacia el otro, Jack se

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fue abajo. La cabina estaba iluminada perovacía. Stephen ya se había ido a la cama y habíadejado allí algunas notas sobre cuestionesmédicas, tres libros con una página marcada,una partitura a medio escribir, una lupa y cercade ella tres galletas de Nápoles que las ratas yahabían atacado. Jack tiró las galletas por elescotillón, observó el barómetro colgante y notóque había subido un décimo de pulgada y que elborde de la columna de mercurio tenía unaprofunda convexidad, lo que confirmaba suspronósticos. Abrió la tapa de su escritorio, dondese encontraba todavía desplegada la carta queescribía a Sophie. Se sentó y escribió:

Cariño mío:Acabo de llegar de la Tartarus. A William lo

han nombrado capitán de navío y está tancontento como yo. Esta noche es una de las másbellas que he visto. El viento sopla del OSO o unpoco más al S y el barómetro ha subido un poco.Dios te bendiga, cariño mío. Estoy a punto deacostarme. He estado muy ocupado hoy yespero estarlo aún más mañana.

Después encendió su farol de mano y se fue

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a la cama. Colgó el farol en una hendidura quetenía al alcance de la mano. Al estar la portezuelacasi completamente cerrada, sólo salía de él undébil rayo de luz que alumbraba dos pies deltecho. Observó tranquilamente el rayo de luzdurante unos dos minutos. Pensó que habíacumplido con su deber, que si el tiempo erabueno al día siguiente tendría muchasposibilidades de triunfar, que la operaciónestaba justificada aun cuando dependiera de ellaalgo mucho menos importante y que la habríallevado a cabo en cualesquiera circunstancias.Sabía que sus compañeros no eran infalibles,que podían malinterpretar o desobedecer laorden más sencilla y que la mala fortuna siemprepodía intervenir, pero ahora la suerte estabaechada y tenía que esperar el resultado.

A la vez que miraba el rayo de luz percibía loslejanos sonidos de la fragata mientras navegabahacia el noreste con el viento en popa, elmurmullo de la jarcia (tensa, pero no demasiado)y los ocasionales crujidos del timón, y también lamezcla del olor de la madera restregada, la brisamarina, el agua de la sentina, los cabos

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alquitranados y la lona húmeda de las velas.La última parte de la mañana del día doce, un

día gris y apacible en que el viento soplaba flojodel oestesuroeste, el único lugar cómodo de laSurprise era la cofa del palo mesana. La cubiertaestaba llena de grupos de marineros quebajaban los cañones a la bodega, subían lasúltimas carronadas y las aseguraban para queestuvieran preparadas para disparar por lanoche. Las carronadas podían disparar másrápido que los cañones y, por tanto, harían másruido en el ataque, y, por otra parte, paramanejarlas bastaban dos hombres, mientras quepara manejar los cañones hacía falta un grupo deseis u ocho. En la cabina estaban el capitán, losoficiales y los timoneles de las lanchas ultimandolos detalles. Por todo eso, los doctoresdecidieron subir a la jarcia muy temprano conlibros, telescopios y fichas de ajedrez. Sobre untablero tallado en el suelo de la cofa jugaron unapartida no muy agresiva que terminó en tablas yahora estaban recostados en las alas plegadas.

En una bandada de gaviotas que volabandespacio contra el viento y con las alas

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inclinadas, Stephen distinguió la Larus canus,que abundaba en el oeste de Irlanda, dondehabía pasado parte de su juventud. Allí anidabaun gran número de ellas en el arrecife y lasplayas solitarias, pero era extraño encontrarlasen estas aguas, y cuando estaba a punto dedecir: «He visto una gaviota común», Martin lepreguntó:

–¿Cómo traduciría peripeteia?–Como «revés». Pero seguramente se

refiere a su significado en la dramática. ¿No creeque pude usar la palabra peripety? Losfranceses tienen la palabra péripétie, aunque nola usan con propiedad, sino con el significado de«vicisitud ordinaria».

–Me parece que he visto la palabra peripety,pero casi no se usa en el lenguaje corriente, y nocreo que le aclare nada a Mowett.

Entregó a Stephen un delgado libro, laPoética de Aristóteles, diciendo:

–Prometí traducírselo.–Es usted muy generoso.–Sería realmente generoso si me hubiera

dado cuenta de que era difícil hacerlo. Lo había

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leído en la universidad con mi tutor, a quien Diosbendiga. Era un hombre excelente, un intelectualcon una gran capacidad para hacer a los menosagudos entender todo, e incluso amar un texto.Con su ayuda comprendí lo esencial del libro y lorecuerdo, pero me parece que hacer unatraducción fiel y en un tipo de lenguaje bastantecorriente, que comprenda cualquier cristiano, esuna tarea que está por encima de misposibilidades.

–Por lo que recuerdo de la extraña naturalezadel libro y sus numerosos tecnicismos, tambiénestaría por encima de las mías.

–El orgullo y la precipitación me pierden.Cuando Mowett me dijo que quería escribir unaambiciosa obra titulada La tragedia del oficial demarina basada en la vida del capitán Aubrey, susvictorias y sus desgracias, le dije que confiabaen que le pusiera un final feliz. Entonces mereplicó: «Eso no es posible, porque si es unatragedia tiene que terminar con una desgracia».Le dije que lamentaba estar en desacuerdo conél y que me respaldaba la máxima autoridad enla materia en el mundo civilizado, el propio

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Aristóteles, quien decía que a pesar de que latragedia debía tener necesariamente un asuntoserio y relacionado con las acciones de hombresy mujeres de ideas elevadas, no debía tenerforzosamente un final triste. Luego cité unfragmento que me atreví a traducir: «Lanaturaleza de la trama de la tragedia requiereque el ámbito en que se desarrolla alcance lamayor amplitud posible sin oscurecerla, y laprobable o necesaria sucesión deacontecimientos que cambian el estado de unapersona de triste a alegre o de alegre a tristedebe estar formada por el menor número posiblede ellos» y después le dije que se fijara en queno sólo es posible el cambio de lo malo a lobueno en la tragedias, sino que Aristóteles lomencionaba en primer lugar. Dos campanadas.En la Surprise se había relajadoconsiderablemente la disciplina naval. Losoficiales y los contramaestres ya no golpeaban alos marineros con varas o cabos con nudos paraque se movieran rápido; la colocación de loscoyes en la batayola cada mañana ya no era unadesenfrenada carrera; a ningún marinero se le

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castigaba con azotes por bajar el último de unaverga y todos caminaban por la fragatatranquilamente, hablando o masticando tabaco.Pero aún perduraba el obsesivo afán por lalimpieza y se respetaban las guardias y las horasde relevo como si fueran sagradas, así como elritual de las comidas. Durante la última parte dela partida de ajedrez habían perdido laconcentración al oír debajo de ellos un alborotocuando a los marineros los llamaron a comer, unalboroto en que el estruendo de las bandejas ylas fuentes que iban de la cocina a la popa con lacarne de vaca salada se sumó al ruido sordo delas jarras de cuero cuando llegó la cerveza desdeel tonel que estaba junto a la escotilla (la Surprisetodavía no había llegado a las aguas dondeestaba permitido servir grog y los marinerostenían que contentarse con un galón de cervezaal día repartido en dos raciones, y, respetandolas tradiciones, la servían en jarras de cuero).Ahora el hombre que tocaba el tambor (ya no eraun infante de marina, sino un marinero conbastante talento que trabajaba en el palotrinquete) le dio un fuerte golpe y empezó a tocar

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su particular versión de Roast Beef of OldEngland, el equivalente de las campanadas queanunciaban la comida de los oficiales, paraavisar de que la comida no tardaría en estarservida.

Los dos se pusieron de pie de un salto y,mientras recogían los libros, los papeles y lasfichas de ajedrez, Stephen dijo:

–Me alegro de que me haya contado lo queescribió Aristóteles. Había olvidado o pasadopor alto esas palabras. Leí el librosuperficialmente y muy molesto porque enaquella época le tenía antipatía por los trivialescomentarios que había hecho sobre las aves yporque había educado a Alejandro, ese bárbaroarrogante tan dañino para la sociedad comoBonaparte. Pero no cabe duda de que era unhombre extremadamente instruido.

Pasó los pies por la boca de lobo y, apoyadoen el borde con los codos, buscó con ellos losobenques que estaban debajo de él mientraspensaba: «Tal vez a Jack le ocurra unaimportante peripecia esta noche. ¡Dios mío,cuánto me gustaría que esta tragedia tuviera un

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final feliz y que…». En ese momento variosamables marineros lo agarraron por los tobillos yguiaron sus pies hasta donde podía apoyarlosfirmemente.

Al llegar a la cabina le sorprendió ver queJack Aubrey lo estaba esperando allí de pie, muyserio. Parecía enfadado y mucho más altovestido con una chaqueta de color verde botella yuna reluciente corbata recién anudada.

–¡Cómo eres, Stephen! – exclamó-. Estamosinvitados a comer en la cámara de oficiales y túte comportas como alguien recién enviado de unbarco reclutador. ¡Padeen! ¡Que venga Padeen!

–Afeita y peina a tu amo enseguida -ordenó aPadeen cuando éste asomó la cabeza-, y luegosaca del baúl su mejor chaqueta, sus calzones desatén negro, sus medias de seda y sus zapatoscon hebillas plateadas. Tiene que estar aquídentro de cinco minutos.

Cinco minutos después estaba allí,sangrando por tres pequeños cortes y un pocoturbado. Jack enjugó la sangre a Stephen con unpañuelo, le enderezó la peluca y el chaleco y locondujo hasta la cámara de oficiales, donde sus

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anfitriones lo dieron la bienvenida en el momentoen que sonaban las tres campanadas de laguardia de tarde.

En realidad, era la primera vez que el capitánde la Surprise era invitado a comer con losoficiales desde que la fragata se convirtiera enun barco de guerra privado. Antes de capturar elSpartan y sus presas, los oficiales erandemasiado pobres para invitarle, y durante losagotadores días que pasaron en la calaPolcombe no les fue posible agasajarlo. Lacomida fue magnífica, porque el cocinero de losoficiales estaba decidido a superar a Adi.Aunque la mesa estaba llena de langostas,cangrejos de río y de mar, lenguados ymejillones, todo conseguido en la Tartarusmediante sobornos y preparado de tres manerasdiferentes, hubo irritantes esperas entre losplatos. Jack conocía esa mesa desde hacíamuchos años y con frecuencia había visto amuchos comensales a su alrededor, e incluso aveces codo con codo; sin embargo, ahora nohabía allí ni un oficial de derrota, ni un contable, niun capellán, ni oficiales de Infantería de Marina ni

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invitados de la camareta de guardiamarinas o deotros barcos, y él solo ocupaba un lado entero, ala derecha de Pullings, mientras que Stephen yDavidge estaban sentados en el otro y Martin enuna cabecera, y al principio eso les pareció atodos extraño. Aunque Jack Aubrey conocía aWest y a Davidge y sabía que eran excelentesprofesionales, nunca los había visto fuera deservicio y no se sentía a gusto con ellos (ni concualquier otro extraño, después de su proceso).A ellos Jack los intimidaba y estaban afligidosporque los habían despojado de su cargo, de susustento y de su futuro. Eran conscientes (másconscientes que los que iban a participar) de quedentro de unas horas los otros tendrían quezarpar y les parecía que las muestras de alegríaestaban fuera de lugar. También los que iban atomar parte en la operación se sentían tensos, yJack Aubrey, aunque había participado en másbatallas que cualquier marino de su edad,tampoco estaba tranquilo. Notó con asombro quetemblaba el pedazo de langosta que sosteníacon su tenedor mientras esperaba a queDavidge terminara una frase, y se lo comió

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rápido. Luego, con la cabeza inclinada y unasonrisa de cortesía, siguió escuchando lainconexa historia que lentamente avanzaba haciael desastroso final. Davidge había viajado porFrancia durante la paz y en una ocasión quisocomer en una famosa posada situada entre Lyony Aviñón, pero estaba llena y le recomendaronuna de la misma calidad cerca de la catedral.Habló con el posadero sobre esa catedral y otrasy comentó que le había sorprendido la belleza deuno de los niños del coro, y el hombre, que era unpederasta, malinterpretó sus palabras y le hizouna proposición apenas velada. Davidge, sindarse por ofendido, la rechazó, y él, que lo tomóa bien, se negó a cobrarle la espléndida comiday ambos se despidieron amistosamente. Perocuando Davidge llegó por fin al Ródano, despuésde hacer innumerables paréntesis, pensó que lasodomía, que era algo divertido en sí mismo yjustificaba la narración de una anécdota por largaque fuera, no agradaría al solemne y atentocapitán. Entonces intentó cambiar la historia paraque no pareciera demasiado estúpida, un vanointento del que lo rescató el siguiente plato,

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consistente en morro de cerdo encurtido (el platofavorito de Jack) y pierna de cuarto de cordero,que encargaron a Martin que trinchara. ComoMartin, hasta su reciente matrimonio, solía comeren casas de comidas especializadas en chuletasy bistecs, nunca había trinchado ninguna;tampoco ahora la trinchó, pues empujó el tenedorcon tanta fuerza que lanzó el cordero al regazode Davidge. De ese modo, Davidge salió de ladifícil situación, aunque al precio de ensuciarselos calzones; un precio bajo, en su opinión, ypasó silenciosamente la pierna de cordero aStephen, que la cortó adecuadamente al modode los cirujanos.

El cordero estaba bueno, pues estaba biencondimentado y cocinado a la perfección, y loacompañaron con un magnífico clarete deFombrauges que a Jack le gustó tanto quedespués de la primera copa dijo una de laspocas cosas que recordaba del corto período deaprendizaje en tierra.

-Nunc est bibendum -dijo, lanzando unatriunfante mirada a Stephen y a Martin-. Estoyseguro de que no podríamos pedir un vino mejor.

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Después de esto, la comida se animó,aunque la tensión no desapareció por completo,ya que se oían los chirridos de dos piedras deamolar que habían colocado en la cubiertacuando el armero y sus ayudantes afilabansables y hachas de abordaje, lo que lesrecordaba el futuro inmediato. A pesar de todo,la comida no fue armoniosa, pues loscomensales se dividieron en dos grupos, unoformado por Aubrey y Pullings, que hablaron deantiguos compañeros de tripulación y de viajesanteriores, y otro por Stephen y Davidge, quehablaron de lo difícil que era para un estudiantedel Trinity College de Dublín mantenerse vivo.Davidge tenía allí un primo al que habían heridotres veces, dos con espada y la otra con pistola.

–No soy un pendenciero ni tengo inclinación amostrarme ofendido y, sin embargo, me batí unaveintena de veces el primer año -decía Stephen-.Creo que ahora la situación es mejor, pero enaquella época era desesperante.

–Eso dice mi primo. Cuando vino a visitarnosa Inglaterra, mi padre y yo le dimos algunaslecciones. Estuvimos todo el verano rebatiendo,

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haciendo contras y quites y ganando los terciosde la espada, y al menos ha sobrevivido.

–Por lo que veo, es usted un excelenteespadachín.

–Yo no, pero mi padre sí, y logró que fuerabastante competente. Eso me fue útil después,cuando, desgraciadamente, tuve que dejar laArmada y Angelo me contrató para trabajar en susalle d 'armes.

–¿Ah, sí? Le agradecería mucho quehiciéramos algunos lances con la espadadespués de comer. Estoy desentrenado y noquisiera que me mataran como a un estúpidoesta noche.

Stephen no era el único que pensaba eso enla Surprise: cuando la comida terminó y ambosfueron a tomar el aire en el alcázar, oyeron unasucesión de estampidos en la proa, donde losmarineros disparaban con sus pistolas contrabotellas colocadas a corta distancia. Ya todas lascarronadas estaban a punto, las lanchas,situadas paralelas una a otras, iban a remolqueamarradas a la popa y las armas estabanpreparadas. El mar, el viento y el cielo estaban

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casi igual que habían estado hasta entonces:tranquilo el primero, estable el segundo y gris eltercero. El día parecía no evolucionar.

Jack observó las tablillas de navegaciónmientras silbaba casi para sí y luego se volvióhacia el oficial de guardia y le indicó:

–Señor West, cuando suenen las ochocampanadas viraremos y pondremos rumbo alestesureste con las velas de estay desplegadas.

Tras dar un par de vueltas fue a la cabina acoger su pesado sable de caballería, y despuésde hendir el aire con él durante un rato fue a laproa para que el armero lo afilara como unanavaja de afeitar.

–Bueno, doctor, ¿quiere practicar un poco? –preguntó Davidge.

–Con mucho gusto -respondió Stephen,arrojando al mar la colilla, que durante unosmomentos hizo un sonido sibilante.

–Éstas eran el orgullo de Angelo -dijo cuandose desanudaron la corbata y pusieron suschaquetas dobladas encima del cabrestante-. Seamarran a la punta de las espadas para que nohagan daño, de manera que uno no tiene que

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cambiar de espada. Son mejores que cualquiertipo de botón.

–¡Gloria a Dios! – exclamó Stephen.Ambos se saludaron y estuvieron unos

momentos en una postura apropiada, haciendomovimientos amenazantes casi imperceptiblescon la muñeca y la punta de la espada. EntoncesStephen golpeó el suelo dos veces con el pie,como un torero, y se abalanzó sobre Davidgecon ferocidad. Davidge hizo un quite y los dosempezaron a dar vueltas alrededor de sucontrario chocando las espadas, unas vecesarriba y otras abajo, y unas veces con loscuerpos casi rozándose y otras tan distantes quetenían que extender los brazos.

–¡Espere! – gritó Stephen, saltando haciaatrás y levantando la mano-. Se me handesabrochado los calzones. Por favor, Martin,abrócheme la hebilla.

Cuando la hebilla ya estaba abrochada, sesaludaron otra vez, y de nuevo Stephen, despuésde quedarse unos momentos inmóvil y con lamirada fija como un reptil, avanzó gritando:

–¡Aaah!

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El mismo quite, las mismas vueltas y elmismo choque de espadas, cuyos movimientoseran tan rápidos que sólo los dos espadachinespodían seguirlos. De nuevo los mismos golpesen el suelo con los pies, el mismo jadeo en lasestocadas, la misma agilidad… Pero de repentecambió el ritmo y un ligero error provocó que laespada de Davidge cayera en la batayola.

Davidge se miró con asombro la mano vacíaun instante y enseguida, poniendo la mejorexpresión que pudo, en medio de los vítores,gritó:

–¡Bien hecho, bien hecho! Soy un hombremuerto, soy un cadáver más, no hay duda-.Luego recogió su espada y cuando comprobóque no se había roto preguntó-: ¿Puedo ver lasuya?

Stephen se la entregó y Davidge le diovueltas examinando la empuñadura y elguardamano.

–El guardamano es flexible, ¿verdad?–Exactamente. Recibo la hoja de la espada

de mi adversario aquí y todo es cuestión decontrolar el tiempo y hacer palanca.

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–Es un arma letal.–Al fin y al cabo, las espadas son para matar.

Pero le doy las gracias de todo corazón por estecombate, señor. Es usted la amabilidadpersonificada.

Sonaron las ocho campanadas y enseguidase oyó el grito: «¡Todos a virar!»

La Surprise viró describiendo una gran curvahasta que la proa quedó situada en direcciónestesureste y luego empezó a avanzar despaciohacia el lugar donde su rumbo convergería con elde la escuadra de Babbington, que navegaba endirección a alta mar. El sol iba a ponerse en laguardia de segundo cuartillo, y todos sabían queése era el último tramo que recorrerían antes desubir a las lanchas para emprender la larga rutaque bordeaba el cabo Bowhead. A bordo laatmósfera era tensa, aunque algunos de losgavieros más jóvenes, poco más que niños,jugaban en lo alto de la jarcia a seguir a uncompañero saltando del tope de un palo al deotro y bajando hasta la cruceta y luego hasta elestrobo de los botalones. Jack y Stephenarreglaron sus cosas, como hacían usualmente

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antes de las batallas, y entregaron susdocumentos a Pullings. Todos los oficialeshabían hecho eso muy a menudo (era unapráctica habitual antes de los combates) y, sinembargo, hoy les parecía algo más que unaconcienzuda precaución, algo más que unareverencia al destino.

Las campanadas se sucedieron; el sol sepuso cuando se veía por debajo de la vergatrinquete; llamaron a los marineros a cenar.

«Al menos no hay que guardarlo todo en labodega», pensó Stephen, colocando unapartitura en el mueble de Diana, que era a la vezun atril y un escritorio. Tocó algunas notasestridentes que hicieron vibrar las ventanas depopa y luego empezó a interpretar una piezamusical nueva para él, una sonata de Duport.Todavía estaba en el andante, con la nariz casirozando la partitura, cuando Jack entróexclamando:

–¡Pero si estás sentado en la oscuridad,Stephen! Si sigues así te estropearás la vista.¡Killick, Killick! Enciende un farol.

–Supongo que el sol ya se habrá puesto.

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–Según dicen, hace eso de vez en cuando. Elviento ha aumentado de intensidad y estamosnavegando sólo con las velas de estaydesplegadas.

–¿Eso es bueno?–Lo hacemos para que si algún tipo, mientras

pasea por el cabo Bowhead, ve la silueta de lafragata en la oscuridad, piense que es unaembarcación de velas de cuchillo sinimportancia. Voy a cambiarme de ropa.

–Quizá debería hacer lo mismo -dijo Stephen-. Tengo que preparar el revólver de Duhamel, unarma realmente mortífera. Aún estoy apenadopor Duhamel. Era un hombre muy afable… ¡Diosmío, casi me olvido de esto! – exclamó,tocándose el bolsillo de los calzones.

Corrió a la cabina de Pullings y le dijo:–Tom, por favor, junta esto al pequeño

paquete que te di en caso de que tengas queentregarlo, que Dios no lo quiera. Es unamagnífica y valiosísima joya, así que te ruego quela cuides y nunca te la saques del bolsillo.

–La guardaré en el bolsillo del reloj -dijoPullings-, pero estoy seguro de que mañana

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volverá a estar en su poder.–Eso espero, amigo mío, eso espero. Ahora,

dime, ¿qué se debe poner uno para una ocasiónasí?

–Botas hessianas, pantalones anchos, unachaqueta de frisa, una bandolera para colgar elsable y un cabo alrededor de la cintura paracolgar las pistolas. ¡Oh, doctor, cuánto megustaría ir con usted!

Cuando regresó a su cabina, Stephenrevolvió la poca ropa que tenía tratando deencontrar piezas equivalentes a ésas y sin muybuen resultado. Además, pero con mejorresultado, reflexionó sobre si en esascircunstancias debía saltarse la regla relativa a ladosis de láudano y aumentarla. No quería usarlocomo soporífero (nada más lejos de eso), sinocomo un medio para eliminar la angustia ilógica,casi instintiva, que podría turbarle y teneragudeza mental suficiente para enfrentarse a lascontingencias que podrían presentarse en lanueva situación. Si en vez de la tintura de opiotuviera las benditas hojas de coca que habíaencontrado en América del Sur, no habría tenido

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dudas, pues era incuestionable que estimulabanel organismo, aumentaban su resistencia ytranquilizaban los nervios, mientras que la tinturatenía cierta tendencia a inducir a lacontemplación. Pero hacía mucho tiempo quehabía comido, mejor dicho, mascado, todas lashojas de coca y, por otra parte, era innegableque la tintura siempre hacía efecto en lasemergencias y sus virtudes compensaban suspequeñas desventajas. Además, los estímulosque forzosamente habría en un combate de esetipo contrarrestarían la ligera somnolencia quepudiera producir. A juzgar por el destino de laDiane, seguramente habría a bordo unimportante agente secreto y, puesto que era muyimportante apresarle, sería un errordesaprovechar cualquier factor que contribuyeraa conseguirlo. Nada era peor que suponer quehabía una contradicción entre el deber y lainclinación.

Terminó de beber el vaso de láudano, perosin mucha satisfacción, y se sentó a hacer lametódica operación de cargar su revólvermientras Killick y sus compañeros colocaban

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ruidosamente los cuarterones en la gran cabina.Cuando subió a la cubierta estaba ya oscuro. Alsureste se veían los barcos de la escuadra, quecon sus portas iluminadas y sus fanales de popabrillando avanzaban hacia alta mar formando unahilera. Y más allá de los barcos, mucho más allá,se veía el oscilante rayo de luz del faro Bowhead.

Todos los oficiales estaban en el alcázarmirando silenciosamente los barcos. Jackestaba solo junto al costado de barlovento conlas manos tras la espalda y se inclinaba paracontrarrestar el balanceo y el cabeceo. No habíaninguna luz a bordo aparte del resplandor de labitácora y había poca en el cielo, pues la viejaluna, que estaba en su último día, ya se habíaocultado y la niebla había oscurecido todas lasestrellas excepto las más brillantes, que ahora noeran más que manchas borrosas. Era una nochemuy oscura. Aunque la costa estaba muy lejos, alos pocos hombres que hablaban les parecíalógico hacerlo en voz baja. La desagradable voznasal de Killick podía oírse mientras discutía conel cocinero del capitán abajo, en las entrañas dela fragata.

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–Tú haces la maldita empanada ahora y yoharé las tostadas con queso en el últimomomento, mientras tú bates un huevo en un vasode vino de Marsala. El doctor dice que hay queprotegerlo de lo que llamamos la humedad de lanoche, pero él no quiere bajar hasta quehayamos recogido las lanchas.

Killick tenía razón, porque nada aparte de lallegada del día del juicio final podría apartar aJack Aubrey del costado antes que llevara aremolque las lanchas de la escuadra. De vez encuando Jack gritaba al serviola que estaba en lacruceta:

–¡Atento, serviola!Y al fin el hombre gritó:–¡Cubierta! ¡Creo que he visto una luz bajar

por el costado de la Tartarus!Pasó media hora. La fila de barcos estaba

cada vez más cerca. Por fin Jack se llenó lospulmones de aire y gritó:

–¿Tartarus?-¿Surprise?-gritó alguien en respuesta-.

Soltaremos las lanchas enseguida y se dirigiránal suroeste. ¿Pueden encender una luz?

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Jack abrió la portezuela de su farol unmomento y oyó la orden:

–¡Soltad las lanchas!Luego, cuando las embarcaciones se

cruzaban, oyó otra voz, la de Babbington, quedecía:

–¡Dios lo bendiga, señor!La escuadra siguió avanzando y poco

después pudo percibirse la luz de los faroles delas lanchas, que estaban cubiertos para que nose vieran desde el lejano litoral. Luego se oyerongritos no muy altos cuando los marineros quecuidaban la hilera de seis lanchas de la Surpriseamarraron las de los recién llegados. Jack,inclinado sobre el coronamiento, gritó:

–¡Que suban a bordo los capitanes de laslanchas!

Sus ojos se habían acostumbrado a laoscuridad y pudo verlos muy bien a la luz que sereflejaba en la brújula: el robusto oficial dederrota de la Tartarus y los contramaestres delos otros tres barcos. Todos ellos eran marinosexperimentados, marinos de la clase que élapreciaba. Cada uno dijo el nombre de su barco

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y el número de tripulantes que había en su lancha;y de las respuestas a las preguntas de Jack sededucía que sabían lo que debían a hacer allí, yde su mirada, que era muy probable que lohicieran.

–¿Todos los marineros cenaron antes de salirde los barcos? – preguntó Jack-. Si no es así,pueden cenar ahora. En asuntos como éste tenerla barriga llena es tener ganada la mitad de labatalla.

–¡Oh, sí, señor! – respondieron.Les habían dado carne de cerdo fresca y en

la Tartarus les sirvieron pudín de pasas.–Señor, por favor -intervino Killick en su

habitual tono quejumbroso justo detrás de él-, laempanada está lista y las tostadas con queso seestropearán si no se las come calientes.

Jack miró hacia la distante costa, asintió conla cabeza y bajó. Stephen ya estaba allí, sentadojunto a una vela.

–Esto no es muy diferente a estar en unescenario esperando a que se levante el telón -observó Stephen-. Me pregunto si a los actorestambién les parece distorsionado el tiempo, si

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les parece que el presente realmente avanza,pero casi de forma imperceptible, como lasombra del vástago en un reloj de sol, y quepuede incluso volver atrás.

–Tal vez sí -opinó Jack-. Cuentan que lacomida de los banquetes que hay en elescenario está hecha de cartón: salchichas decartón, piernas de cordero de cartón, jamón decartón. Y dicen que también las copas en queaparentan beber están hechas de cartón.Stephen, te juro por Dios que este pastel deEstrasburgo es excelente. ¿Lo has probado?

–No.–Déjame servirte un pedazo.Generalmente el opio reducía tanto el apetito

de Stephen que después de una considerabledosis no disfrutaba de la comida; sin embargo,esta vez dio el plato a Jack para que le diera otropedazo diciendo:

–Está realmente muy bueno.Luego llegaron las tostadas con queso y se

las comieron acompañadas de una botella devino de Hermitage. Ambos eran muy aficionadosal vino y ambos sabían que esa botella podría ser

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la última que bebieran. En caso de que fuera así,al menos habrían tenido un digno final, porqueaquel era un vino generoso que se encontraba ensu mejor momento, un vino que soportaba elconstante movimiento del mar. Lo bebieronlentamente, sentados a la luz de la vela sin hablarapenas, pues preferían estar en silencio,simplemente haciéndose compañía, mientras lafragata se acercaba al litoral a una velocidadconstante.

Desde hacía más de una hora no sonabaninguna campanada, pero Jack oyó que eltimonel fue relevado al final de la guardia.

Terminó de beberse la copa de vino y,todavía con su sabor en la boca, sacó un compáspara medir el azimut que él mismo habíadiseñado.

–Voy a calcular nuestra posición -le dijo aStephen.

Los barcos de la escuadra aún podían versemuy lejos por popa, aunque menos claramenteahora porque habían apagado los faroles pocodespués del encuentro. Por proa se veía lasilueta del cabo Bowhead, una masa más oscura

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que la propia oscuridad a unas tres millas dedistancia. Cada dos minutos, los que observabanel litoral dejaban de verlo, pues les daba de llenola luz del faro y los cegaba. Cuando el rayo de luzse alejaba, todos volvían a ver en la oscuridad, ypodían distinguir las luces de tierra y la forma dellitoral al nortenoreste del cabo Bowhead. Notardarían en verse las grandes olas rompiendo enla costa, especialmente alrededor del cabo,porque había fuerte marejada y la marea estabacambiando. Jack conocía bien la configuracióndel litoral, pues tenía una excelente memoriavisual y la había visto muchas veces en la cartamarina, y sabía que al cabo de media horapodría hacer rumbo al lugar donde pensabaanclar, un lugar en cuyo fondo el ancla agarraríabien y la fragata estaría protegida del fuego delos cañones que defendían el vulnerable istmo.

–Señor Pullings, ¿ya está el ancla preparadaen el pescante? – preguntó.

–Sí, señor, y también una codera en la popa.–Entonces bájela pulgada a pulgada hasta el

escobén para echarla sin que se produzca unchapoteo. Voy a echar un vistazo a las lanchas.

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Entregó el compás al suboficial encargado delos aparatos de navegación y se dirigió a lapopa. Estaba tan familiarizado con la Surprisecomo con Ashgrove o incluso más, y saltó porencima del coronamiento y bajó por la escala depopa sin pensarlo un segundo. Pasó por la hilerade lanchas hasta que llegó a la de la Tartarus.

–¡Animo, tripulantes de la Tartarus! -dijo envoz baja.

–¡Animo, señor! – replicaron todos en elmismo tono suave.

Jack palpó los escálamos forrados.–Bien, muy bien -dijo-. Zarparemos dentro de

poco. Y recuerden: ni una palabra, ni una solapalabra, y remen suavemente. Cuando sueltenlas lanchas, dejen de mover los remos, pónganselas bandas alrededor del brazo y prepárensepara luchar como héroes cuando los llame, ni unmomento antes.

–Estaremos preparados, señor -murmuraron.Dio el mismo saludo y el mismo mensaje a

los tripulantes de la Dolphin, el Camel y elVulture, y a todos pareció impresionarlos muchoque fuera necesario guardar silencio. Cuando

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regresó a bordo de la fragata empezó a hacermediciones para determinar la posición. Yapodían verse las grandes olas rompiendo en lacosta, y ahora el oscilante rayo de luz le era muyútil porque el ala del sombrero le protegía losojos. Se detuvo junto al timón y, en voz baja, dioalgunas instrucciones al timonel. Luego, cuandosupo exactamente la latitud y la longitud, ordenódisminuir el velamen, y el avance deja fragataentre las olas, sólo con las velas de estay mayory de proa desplegadas y el viento por la aleta deestribor, se hizo casi imperceptible. Pasaronsilenciosamente por delante del alto acantiladodonde estaba el faro, muy cerca de los escollosdonde rompían las olas, tan cerca que losmarineros contuvieron el aliento. Cuandodoblaron el voluminoso cabo, los escollos donderompían las olas estaban a babor a un tiro depistola. Estaban a la sombra del acantilado y nisiquiera llegaban a ellos los dispersos destellosdel rayo de luz, pero el rayo iluminaba la colinaque les servía de escudo a este lado de lafortaleza. Aflojó las escotas y murmuró:

–Preparados para echar el ancla.

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La Surprise se movía a un lado y otro con lacorriente; el rayo de luz dio la vuelta y alumbró lacolina; la fragata se encontraba exactamente enel lugar que él deseaba. Entonces, en voz muyalta, ordenó:

–¡Echad el ancla!El ancla se hundió silenciosamente en aguas

de dieciocho brazas de profundidad; losmarineros desenrollaron un largo tramo de lacadena hablando bajo y comunicándose congestos. Cuando quedó agarrada al fondo,movieron la codera hasta que el costado estuvosituado frente al istmo, donde podían versealgunas luces de la parte sur de la ciudad.

Jack miró su reloj a la luz de la bitácora yordenó:

–Que bajen los tripulantes del cúter azul.Los tripulantes, reunidos en el pasamano de

estribor desde hacía más de media hora,pasaron en fila por su lado con el contramaestre.Después pasaron los tripulantes del cúter rojo,que estaban en el pasamano de babor, con elcondestable, y luego, desde un pasamano y otroalternativamente, pasaron los tripulantes de la

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pinaza con Davidge, los del esquife con West,los del chinchorro con Beattey, el carpintero, ypor último los de su falúa. Cuando Bonden pasó,Jack lo cogió por un brazo y le susurró:

–Mantente muy cerca del doctor cuandoabordemos.

Luego bajó a la cabina, donde Stephenestaba jugando al ajedrez con Martin, a la luz dela vela, y con el sable frente a él encima de lamesa.

–¿Quieres venir conmigo? – preguntó Jack-.Ya nos vamos.

Stephen, sonriendo, se puso de pie y se pusola bandolera, y Martin, con una expresiónpreocupada, se la abrochó por detrás. Jack leguió hasta el alcázar y luego hasta elcoronamiento, y Pullings y Martin fueron hasta allípara desearles que Dios los protegiera y esperara que bajaran la escala de popa. Las lanchas yaestaban colocadas formando una larga cadenaque la falúa del capitán precedería, y cuandosubió a ella Jack, el único miembro de laexpedición que faltaba por llegar, Bonden ladesamarró y Jack murmuró:

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–Ciad.Al principio tuvieron que remar contra la

corriente, las olas y el moderado viento, pero sucelo contrarrestó todo eso durante los primerostres cuartos de hora. Se situaron frente al caboBowhead, lejos de los escollos donde rompíanlas olas, remando con fuerza y a un ritmoconstante, y hasta entonces los escalamos nohabían crujido ni se había oído ningún ruidoaparte de una tos reprimida. Después de mirarhacia Bowhead, Jack dirigió la vista a alta mar yno vio la escuadra, aunque seguramenteBabbington avanzaba despacio hacia la costa.

Frente al cabo y sobre todo cuando hicieronrumbo al este, la corriente estaba a su favor.Jack ordenó que disminuyeran la velocidad, quehabía llegado a ser excesiva, y mandó pasar laorden de cambiar de remeros hasta la últimalancha de la fila.

Pasaron otros veinte minutos y entoncesvieron una parte del lado más lejano del puerto,que estaba muy alumbrada. Enseguida pudieronver una parte mayor y luego todo el lado norte,con el fondo de la bahía muy bien iluminado, y, lo

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que era más importante, pudieron ver elrompeolas. Más cerca, cada vez más cerca.Remaban suavemente. Cuando pasaron elrompeolas vieron una débil luz que oscilaba y seacercaba con rapidez a ellos, Era posible quesólo fuera la de un barco pesquero que salía apescar de noche. Jack abrió la portezuela delfarol.

-Ohé du bâteau! -dijo una voz desde laembarcación.

-Ohé -contestó Stephen, a quien Jack puso lamano en el hombro-. La Diane, où est-ce-que'elle se trouve à présent?

-Au quai toujours, nom de Dieu! T'esGuillaume?

-Non, Etienne.-Bien, je m'en vais. Qu'est-ce que tu as là?-Des galériens.-Ah, les bougres! Bon. Au plaisir, eh?-Au plaisir, et je te souhaite merde, eh?Siguieron remando, aunque no tan

regularmente. Ahora podía verse el rompeolas,con luces en los alféizares que remataban larampa de la parte más próxima a tierra. Era

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evidente que en la rampa se celebraba unafiesta, pues se oían música y voces cantando yriendo. Jack quitó el timón de las manos aBonden y notó la corriente (estaba empezando abajar la marea). Entonces lo viró para pasar lomás lejos del rompeolas que fuera posible sinchocar con el banco de arena del otro lado. Lafalúa no tuvo dificultades. La segundaembarcación no tuvo dificultades y tampoco latercera… Ninguna tuvo dificultades. Todashabían logrado entrar en el puerto, o tal vez enuna trampa. Jack, alzando la voz para que se leoyera a pesar de la algarabía de la rampa, dijo aBonden:

–Prepara la bengala azul.Estaba de pie y en la difusa luz distinguió una

parte del muelle donde había barcos amarrados.Se acercaron un poco más y los vieron casiclaramente: un bergantín, unas embarcacionesde otro tipo, la Diane y dos mercantes. Ahoraestaban más próximos, apenas moviendo losremos, y pudo ver que los objetos que estabandelante de la Diane eran cañoneras amarradasen paralelo.

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–Muy bien -dijo Jack-. Tartarus, Dolphin,Camel y Vulture, deténganse. Bonden, lanza labengala azul.

Bonden acercó a la mecha del cohete layesca encendida. El cohete se elevó con unmovimiento ondulante y luego empezó a subir enlínea recta, y siguió subiendo hasta que estalló yformó una estrella azul que avanzó por sotaventoseguida por su propio humo. Un segundodespués pudo verse en la parte sur del cielo elresplandor que produjeron los disparos de labatería de la Surprise.

–Suelten las lanchas y sepárense -ordenóJack.

Cuando las lanchas empezaron a moverse,llegó hasta ellos el ruido atronador de lascarronadas, cuyo eco iba de un lado a otro delpuerto y volvía atrás de nuevo.

Las lanchas fueron rápidamente a ocupar suspuestos. La falúa se abordó con estruendo con elpescante central; se oyó el grito: «Mais que'est-ce qui se passe?» y un hombre se asomó porencima de la borda, pero inmediatamente loderribaron los marineros que subieron por el

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costado para hacer el abordaje. A los pocoshombres más que formaban la guardia del puertoy estaban charlando con sus amigos del muelle,los bajaron por las escotillas los grupos dehombres que llegaron por la proa y la popa.Stephen, seguido de Bonden, fue corriendo no ala gran cabina sino a la que él ocuparía siestuviera en esas mismas circunstancias, y allíencontró a un hombre de mediana edad queestaba sentado escribiendo en una mesa. Elhombre levantó la vista y lo miró con una mezclade rabia y sorpresa.

–Sujétalo, Bonden -ordenó Stephen,apuntando con la pistola a la cabeza del hombre-. Átale las manos y mételo en una lancha. Nodejes que grite ni que se escape.

Entretanto Padeen y Johnson el Morenocorrieron por los tablones colocados en la proa yla popa para bajar al muelle y cortaron lascadenas de las anclas; los gavieros subieron a lajarcia y cortaron los brioles y los chafaldetes paralargar el velacho; los tripulantes de tres lanchascorrieron a la cubierta inferior y sacaron de loscoyes a los marineros que estaban descansando

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y los llevaron a la bodega junto con las mujeresque estaban con ellos. La Surprise seguíadisparando y haciendo un ruido atronador, comoun barco de línea; las campanas de la iglesiasonaban y sonaban; se oían tambores ytrompetas en una docena de puntos diferentes yse veían hileras de antorchas aproximándose alistmo.

Finalmente, los hombres que abordaron laDiane juntaron a todos los tripulantes aisladosque encontraron en la cubierta superior y en lainferior, los condujeron también a la bodega ylevantaron el enrejado para dejarlos pasar.

–Usted, señor Bulkeley, y usted, condestable -ordenó Jack, que estaba junto a los hombreselegidos para llevar el timón-, suban a los cúteresy tiren de la proa con una cuerda para virarlahacia afuera.

Los tripulantes de los cúteres bajaroninmediatamente por el costado, extendieron uncabo y empezaron a remar con brío, pero debidoa su diligencia y a que una inoportuna ráfaga deviento hinchó el velacho, la proa de la Diane semetió entre las cañoneras que estaban

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amarradas delante. Jack fue corriendo hasta laproa y miró hacia las negruzcas aguas queestaban justo abajo.

–Señor West -dijo-, vaya con un grupo dehombres a desamarrar la cañonera de afuerapara que se mueva hacia donde fluye el agua.

–Señor, está amarrada con una cadena en laproa y otra en la popa -informó West al regresarempapado, jadeante y con la cara negra.

–Muy bien -dijo Jack y notó que Davidgeestaba junto a él y que había marineros de unapunta a otra de los pasamanos-. Ustedes dosvayan con los tripulantes de sus lanchas ymuevan esos dos mercantes que están detrás.No creo que tengan muchas dificultades parahacerlo.

No las tuvieron, pero cuando los barcos semovían hacia donde fluía el agua el panoramacambió por completo. Por una calle que iba de lacolina al centro del muelle venía un grupo demarinos a caballo que eran los oficiales de laDiane. Corrían a galope, golpeando con furia losadoquines, y los seguían los marineros queestaban de permiso y un grupo de soldados.

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Jack se inclinó sobre la borda de estribor ygritó con fuerza:

–¡Davidge! ¡West! ¡Viren la popa haciaafuera! ¡Echen una mano! ¿Me oyen?

No había tiempo para más. En la Dianetodavía estaban colocadas las planchas y,aunque no tenía obstáculos detrás, tenía la partede babor de la proa metida entre las cañoneras,que estaban amarradas al muelle. Además, labajamar contribuía a que se metiera más haciadentro.

El oficial que iba en cabeza hizo saltar sucaballo hasta el alcázar de la fragata y apuntócon su pistola al timonel, pero el caballo perdió elequilibrio y se cayó. Jack agarró al hombre, loarrastró por la cubierta y lo arrojó al mar. Perootros oficiales a caballo lo siguieron (al menoscinco) y muchos marineros subieron a bordo porlas planchas de proa y de popa. Algunosmarineros tiraron de los brioles y los chafaldetesporque maniobrar las velas les permitiría hacersecon el mando, pero se encontraron con queestaban cortados; otros corrieron por elpasamano para tomar parte en la violenta lucha

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que había en el alcázar. Allí los caballos que sehabían caído pateaban como locos y formabanuna barrera, pero dos de ellos lograron ponerseen pie, y en el espacio que dejaron se produjo unferoz ataque encabezado por el capitán de laDiane. Jack, acorralado por la multitud junto alcabrestante, vio cómo Stephen le disparaba enel hombro y lo atravesaba con la espada asangre fría. Luego la lucha se volvió más violentay los marineros se apretaron aún más unoscontra otros; los golpes se oían pero no se veían.Desde abajo y desde las lanchas llegaronmuchos tripulantes de la Surprise gritando:«¡Feliz Navidad!», que se unieron al grupoblandiendo sus sables y sus hachas de abordaje.Ahora había mucha más gente en el muelle.Parecía que las cosas se volvían contra lostripulantes de la Surprise, pues sus adversarios,que los superaban en número, intentabanacorralarlos entre el timón, el palo mesaría y elcostado.

Jack logró llegar hasta el centro de la primerafila, donde no había espacio para la esgrima. Loshombres se atacaban furiosamente con armas

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ligeras y los sables chocaban produciendo elmismo ruido que el de una herrería, y asísiguieron hasta que un caballo enloquecido pasópor entre los dos bandos. En el amplio espacio,un soldado francés que intentaba levantarse de lacubierta, donde había caído al tropezar, movió laespada hacia arriba e hirió accidentalmente aJack en una pierna por encima de la rodilla. Susamigos, que avanzaban a empujones haciadelante, lo derribaron de nuevo y uno de ellos seabalanzó hacia Jack, y, aunque éste dio un quite,lo hizo un poco tarde y la punta de la espada lehizo un surco en el antebrazo. Al hacer laembestida, el hombre se acercó mucho a Jack, yél lo cogió con la mano izquierda, le dio un golpecon la empuñadura del sable que lo dejó aturdidoy lo lanzó contra sus compañeros con tanta fuerzaque tres de ellos cayeron. En el breve descanso,cuando se había vuelto a medias para llamar alas lanchas de la escuadra, recibió un golpe pordetrás que le pareció una patada. «Un caballo»,pensó y se llenó los pulmones para gritar, peroen ese momento los tripulantes de la Diane y lossoldados dejaron de dar los furiosos gritos de

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guerra para lanzar una amenaza gritando contodas sus fuerzas: «¡Corran, corran mientraspuedan!». Pero era demasiado tarde. AhoraDavidge y West tenían fuertemente sujeta la popade la fragata y, cuando tiraron de ella, la planchade popa primero y la de proa después sedespegaron del muelle y cayeron por el costado.Algunos de los tripulantes de la Diane saltaron almuelle cuando la separación no era muy grande;otros saltaron, pero no llegaron a él; otrossiguieron luchando de espaldas al coronamientohasta que por fin, al quedar en desventaja,arrojaron sus armas.

Pero aún les disparaban con pistolas ymosquetes desde el muelle y Jack corrió a lascarronadas del castillo gritando:

–¡Vamos, Plaice! ¡Vamos Killick!Comprobó las llaves, movió una carronada

para apuntar a los soldados y, aunque su brazochorreaba sangre, tiró de la rabiza. Estabacargada con balas, no con un bote de metralla,que causaba más daño, pero la bala destrozó losadoquines y la fachada de una casa y provocó ladispersión de los soldados.

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–Y, ya que estamos aquí -dijo Jack-, apuestoa que podemos apresar las cañoneras también.

Mientras decía eso, los enemigos hicieronfuego con la batería del fondo del puerto, perosus propios barcos dificultaban que alcanzaransu objetivo, y las balas sólo destruyeron lacomandancia del puerto y parte del muelle. Elobjetivo de Jack era muy claro.

–¡Deténganse! – gritó a los que halaban lapopa y apuntó con la siguiente carronada a unnoray.

Volvió a tirar de la rabiza y, con granestruendo, salió de la carronada una lengua defuego que casi rozó el objetivo. Cuando el humose disipó, el noray había desaparecido, lascañoneras habían empezado a moverse con lamarea y sus cadenas estaban rotas.

–Señor Bentley, vaya con sus hombres en elchinchorro a hacerse cargo de las cañoneras.

La Diane se estaba moviendo. Los hombresque se encontraban en el alcázar habían logradotomar el timón y otros habían desplegado lasgavias y la vela de estay de proa, y con elmovimiento de la marea, los tirones de los

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cúteres y el moderado viento empezó asepararse lentamente del muelle. En esemomento Jack llamó a los tripulantes de laTartarus, la Dolphin, el Camel y el Vulture, puestenía cinco presas y necesitaba sacarlas delpuerto antes que los franceses llevaran piezas deartillería al muelle.

No llevaron piezas de artillería y ellosavanzaron como una solemne procesión, cadavez más rápido, mientras la marea bajaba y elviento aumentaba de intensidad. En el estrechopaso los enemigos los atacaron repentinamentecon mosquetes, pero una andanada de la Dianelos hizo desistir, y consiguieron salir enseguida aalta mar. Navegaban entre las familiares olasmientras el impasible rayo de luz del faro hendíael aire por encima de sus cabezas, y allí, amenos de una milla de distancia, con los farolesde las cofas encendidos, se encontraban laSurprise y los barcos de la escuadra.

CAPÍTULO 7Jack Aubrey logró subir la escala de popa

con ayuda de Bonden, que lo empujaba pordetrás, pero a Tom Pullings lo sorprendió la

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palidez marmórea de su cara cuando le dio la luzdel farol. Al tiempo que desaparecía su expresiónalegre y triunfal, Pullings se adelantó paracogerlo del brazo preguntándole:

–¿Se encuentra bien, señor?–Sólo son unos cortes -respondió Jack

cuando avanzaba por el alcázar, donde sus botasempapadas de sangre dejaban una marca acada paso-. ¿Qué es esto? – preguntó al ver unenorme agujero que había en el costado debabor, justo al final de la popa.

–Una bomba, señor. Los franceses lograronsubir un mortero a la colina cuando estábamoslevando el ancla. Pero sólo causó daños en eljardín, no abajo.

–Entonces podremos poner… -empezó adecir Jack y se volvió para ver mejor la partedañada, pero el desafortunado giro le causótanto dolor que tuvo que agarrarse a una burdapara no caer y pasaron unos momentos antesque pudiera continuar-: poner gavietes modernospor fin.

–Venga, señor, tiene que bajar enseguida -dijo Pullings, sujetándolo fuertemente-. Desde

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hace más de media hora el doctor subió a bordoy está en el sollado con el señor Martin. Échameuna mano, Bonden.

Jack no pudo resistirse y sólo murmuró:–Nos aproximaremos a la Tartarus con las

mayores desplegadas.Luego dejó que ellos lo llevaran hasta el

iluminado sollado, donde Stephen y Martinestaban atendiendo a sendos heridos. Se sentóen un coy enrollado y se puso doblado yencogido, pues era la única posición en quesentía alivio. Probablemente perdió elconocimiento, pues cuando volvió a tener plenaconsciencia de lo que lo rodeaba, se encontródesnudo encima de los baúles cubiertos con unalona ensangrentada y Stephen y Martinexaminaban la parte de abajo de su espalda.

–No es ahí donde me duele -dijo con una vozasombrosamente fuerte-. Me duele la malditapierna.

–Tonterías, amigo mío -replicó Stephen-. Esees un dolor reflejado por el nervio ciático.Estamos en el punto correcto. Tienes una bala depistola alojada entre las dos vértebras -añadió

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palpando la región.–¿Ahí? Pensé que un caballo me había dado

una patada. Apenas noté nada en ese momento.–Todos somos falibles. Ahora quiero que me

escuches, Jack, por favor. Tenemos que sacarlainmediatamente y, si Dios quiere y todo va bien,sólo tendrás que pasarte una semana rígido,nada más. Pero cuando logre coger la bala conel sacabalas y empiece a moverla, sentirásmucho dolor, más del que podrás soportar sinmoverte, así que tengo que atarte. Aquí tienesuna almohadilla de cuero para que te la pongasentre los dientes. Bueno, ya estás atado. Muerdeduro y relaja la espalda todo lo posible. El dolorno durará mucho. Martin, ¿le importaríaalcanzarme el sacabalas largo?

A Jack le pareció que el hecho de que fueralargo o corto no tenía ninguna relación con laagonía que siguió a esas palabras. El dolor fuetan grande que, a pesar de su fortaleza, seretorció debajo de las cadenas forradas de cueroy oyó salir de su boca un bramido semejante alde un animal, y luego otro, y otro… Pero laagonía terminó por fin y Martin soltó las cadenas

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mientras Stephen le sacaba la almohadilla de laboca y le secaba el sudor que cubría su frente. Eldolor aún estaba allí y se extendía en oleadas porsu cuerpo, pero era sólo una sombra de lo quehabía sido y cada vez las oleadas tenían menoralcance; eran como la bajamar.

–Bueno, amigo mío, ya todo terminó -dijoStephen-. La bala salió bien y, de no ser así, tupierna no habría valido mucho.

–Gracias, Stephen -murmuró Jack, todavíajadeando como un perro cuando ellos le pusieronuna faja y le dieron la vuelta para curarle las otrasheridas: la del antebrazo derecho, superficialpero espectacular, y la del muslo, un tajobastante profundo. No había notado casi nadacuando se las hicieron, aunque le provocaron unagran pérdida de sangre. Ahora tenía tan pocasensibilidad como entonces, y aunque notabacómo Stephen hurgaba en ellas y los pinchazosque le daba con la aguja al coserlas, o sea, queveía, oía y notaba a Stephen trabajando, apenassentía nada.

–¿Cual fue el saldo de heridos? – preguntó.–Muy alto para una batalla tan corta -

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respondió Stephen-. No hubo muertos, pero treshombres tienen heridas abdominales que no megustan nada y el señor Bentley tiene todo elcuerpo magullado porque tropezó con un cubo ycayó por la escotilla central. Y hay muchos,muchos más de lo que parecería razonable enuna batalla naval, que sufrieron lesiones por laspatadas y las mordidas de los caballos. Toma unsorbo de esto.

–¿Qué es?–Una medicina.–Sabe a coñac.–Tanto mejor. Padeen, tú y Bonden sacarán

al capitán de aquí en esta sábana. No lo doblen.Tienen que ponerlo extendido en el coy. Elsiguiente caso.

Stephen estaba acostumbrado a ver a suamigo caer en la melancolía después de laeuforia de la batalla y cuando fue a ver cómoestaba en la guardia de media, después dehacer la ronda con un farol en la mano, v leencontró despierto, dijo:

–Jack, es posible que la angustia que sentíashace poco, la pérdida de sangre, el dolor que

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tienes y la molestia que te producen las suturashayan hecho decaer tu ánimo; pero debespensar que has apresado una fragata delGobierno francés más potente que la tuya juntocon dos de sus cañoneras, que poseen valiososcañones, y también dos mercantes quepertenecen a nuestros enemigos.

–Querido Stephen -empezó Jack, y susdientes brillaron en la penumbra-. He estadopensando precisamente en eso desde que mecosiste y por eso no he conseguido dormirme. –Hizo una pausa y después añadió-: La verdad esque pensé que había perdido el pellejo en esabatalla. Apenas noté nada allí y cuando lleguéaquí me estaba muriendo, o al menos esopensaba.

–Indudablemente, el dolor tiene que habersido muy intenso, pero no tienes nada que temerporque la bala salió. No tenía fragmentos de telay había entrado en línea recta y sin producirlaceraciones, y salió exactamente igual queentró. También salió un considerable flujo desangre, pero la herida es mínima. En cuanto a lasotras, son dos cortes horribles, pero has tenido

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una docena de ellos mucho peores y ninguno teha causado perjuicios permanentemente. Si tebebes esto, te serenas y te duermes, te sentirásun poco mejor mañana por la mañana. Podrásvolver a trabajar, aunque con moderación, tanpronto como te quite las suturas, y ya sabes quecasi siempre la cicatrización de tus heridas esbuena.

Rara vez el doctor Maturin había hecho unapredicción tan acertada. El día trece por lamañana subieron a Jack Aubrey en una butaca alalcázar, y allí sentado, bajo los suaves rayos delsol, contempló la hilera de presas y recibiófelicitaciones.

–¡Oh, señor, esto es comparable a la capturadel Cacafuego! -exclamó Babbington-. No podríahaber conseguido mayor éxito, pero confío enque no haya pagado un precio demasiado alto.

–No, no. El propio doctor dice que esto no esnada.

–Bueno, si él llama a esto nada -observóBabbington, señalando con la cabeza su brazoen cabestrillo, su pierna vendada y luego su cara,que estaba blanca como la cera-, que Dios nos

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ayude cuando nos diga que tenemos heridasgraves.

–Amén -dijo Jack-. William, ¿has examinadola Diane?

–Sí, señor. Es una embarcación muyhermosa, de elegantes líneas, y tiene la proa muyestrecha, aunque está tan hundida en el aguaque parece que no avance.

–Es que tiene provisiones para doce o trecemeses porque iba a ir lejos, muy lejos. Pero merefería a todas esas jóvenes que estáncaminando por la cubierta. ¿Las has observado?

–¡Oh, sí, señor! – respondió Babbington, queera un hombre lascivo y las estaba mirando porel catalejo desde que aparecieran-. Hay unavestida de verde justo detrás de la barandilla delalcázar que es singularmente hermosa.

–Siempre has sido un putero, William -sentenció Jack.

Todos en la Armada sabían que lo habíandegradado siendo joven, cuando estaba frente aEl Cabo a bordo del navío Resolution, porquetenía escondida a una joven negra en la parte delsollado donde se guardaban las cadenas del

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ancla. Además, siendo teniente, capitán ycapitán de navío, nunca se había comportadocomo un modelo de castidad.

–Recuerdo que en el mar Jónico, cuandoestabas al mando de la Dryad, llevabas a bordoun harén de jóvenes griegas -añadió-. Pero miintención era sugerirte que las mandaras aInglaterra junto con los heridos en un barco conbandera blanca.

–Es una buena idea, señor -dijo, apartandocon desgana la vista de la joven vestida deverde-. Seguramente el doctor me dirá cuándopueden moverse los heridos. Pero ahora que lopienso, no lo he visto en toda la mañana.

–Ni creo que lo veas hasta alrededor demediodía. El pobre luchó anoche como un héroeen el ataque, donde, por cierto, mató al capitánfrancés limpiamente. Y luego pasó el resto de lanoche cosiendo a los franceses que habíapinchado y a nuestros hombres. Justo despuésde a mí, operó a un oficial francés a quien le salíasangre a borbotones de los pulmones.

–¿Qué le hizo a usted, señor?–Bueno, me avergüenza decir que me sacó

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una bala de la parte baja de la espalda.Probablemente me la dispararon cuando me volvípara llamar a más marineros, lo que no hice,gracias a Dios. En ese momento pensé que mehabía atacado uno de los pencos que andabanpor detrás del timón.

–Pero, señor, no es posible que un caballohaya disparado una pistola.

–Sin embargo, alguien la disparó. Dice eldoctor que la bala estaba alojada junto al nerviociático.

–¿Qué es el nervio ciático?–No tengo idea, pero en cuanto dejó de estar,

por decirlo así, paralizado y yo, con un torpemovimiento, hice que la bala se acercara aúnmás, la cuestión… No podría describirte elmalestar que sentí hasta que el doctor la sacó.

Babbington, con una expresión grave, negócon la cabeza y después de unos momentos dijo:

–Los norteamericanos llaman estay ciático alque va del palo mayor al tope del trinquete.

–Sí, lo recuerdo. Seguramente es porque lescausa una verdadera agonía colocarlo.

–Aquí viene el señor Martin, él nos podrá

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decir qué heridos franceses pueden moverse.Media hora después el conjunto de barcos

con sus presas, un impresionante conjunto dediez embarcaciones que ocupaban una granextensión de mar, estaba situado a unas dosmillas al suroeste del cabo Bowhead con lasvelas amuradas a babor, en medio del viento delnornoreste, y se movía sólo lo suficiente parapoder maniobrar. Las lanchas iban de un lado aotro. A los heridos los bajaron con cuidado a lalancha de la Tartarus y a las jóvenes, junto conuna vieja desagradable que aparentemente erauna alcahueta, a la pinaza de la Surprise. Ambasembarcaciones colocaron los mástiles,desplegaron las velas y se dirigieron a SaintMartin con una bandera blanca.

La escuadra había virado dos veces y alpasar otra vez por delante de la entrada delpuerto pudieron ver a la altura del rompeolas laslanchas que regresaban. En ese momento eldoctor Maturin subió a la cubierta con una tazade café en la mano. Después de dar los buenosdías a sus compañeros de tripulación, depreguntar a Jack cómo se encontraba y de oírle

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decir: «Muy bien, mientras estoy sentado. Teagradezco mucho tus cuidados. ¿Quieres echarun vistazo a la hermosa popa de la Diane?», sevolvió hacia Tom Pullings y dijo:

–Capitán Pullings, amigo mío, ¿podríafacilitarme una lancha para ir a la Diane a ver ami prisionero? Dije a Bonden que lo metiera enla bodega con los demás para que no estorbaramientras remolcábamos la fragata.

–El propio Bonden lo llevará, señor. Llamen aBonden.

Una vez más Stephen fue en coche desde elGrapes al mercado Shepherd y una vez más sirJoseph abrió la puerta y le dio la bienvenida,pero esta vez ambos tuvieron que llevardocumentos y paquetes de papeles a labiblioteca.

–Siéntese, querido Maturin, y bebamos unacopa de vino de Madeira mientras recobramos elaliento. Pero antes quiero felicitarlos a usted y aAubrey por su gran victoria. Sólo he visto elescueto informe que él envió al Almirantazgo,pero, por lo que leí entre líneas, supe que ése fueuno de los brillantes ataques sorpresa en los que

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nuestro amigo es un experto, y, desde luego,también oí el estrepitoso aplauso del público. Sinembargo, a juzgar por su expresión grave y,perdóneme que lo diga, melancólica, me pareceque a pesar de que la operación permitió aAubrey lograr sus fines, no le ha permitido austed hacer lo mismo. ¿Acaso no era cierto todolo que sabía de la Diane?

–¡Oh, sí! En efecto, tenía la misión de ir a lascolonias españolas y de interceptarnos, y enestos papeles están los nombres de todas laspersonas con quienes los agentes secretosfranceses podrían haberse puesto en contacto,así como gran cantidad de información sobreotras cosas; por ejemplo, las sumas entregadasa distintos oficiales. Además hay carpetas conpapeles que aún no he descifrado y queprobablemente contengan comentarios de losresidentes de las poblaciones sobre la situaciónactual en ellas.

–Bueno, mi angelical doctor, ¿qué máspuede usted pedir? – preguntó sir Joseph,deslizando con enorme placer su mano por losdocumentos y leyendo rápidamente el

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encabezamiento-. Aquí está todo el trabajo hechopor nosotros: todos sus agentes y sus planesdescubiertos. ¿Cómo es posible que esté tantriste?

–Porque debería haber traído también alAlmirante Rojo, el autor de la mitad de estasnotas.

El Almirante Rojo era un oficial de marinafrancés apellidado Segura que era famoso porsu participación en las masacres que sucedierona la evacuación de los aliados de Tolón, y quehabía ingresado en uno de los servicios secretosfranceses. No era un almirante de verdad, peroera cruel y sanguinario y uno de los miembrosmás importantes de su organización.

–Lo tenía atado de pies y manos en el fondode la lancha al principio del ataque, perodespués, como había que remolcar la Diane,ordené que lo metieran en la bodega con losotros prisioneros. Cometí la imperdonableligereza de dejarlo allí hasta el día siguiente, peroel maldito cerdo se puso un condenado trapo enla cabeza y una falda y bajó a tierra con lasmujeres y los hombres con heridas leves.

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Buscamos y buscamos y por fin encontramos suscalzones, que tenían en la cintura la inscripción:Paul Segura.

–¡Cuántas maldiciones habrá proferido,querido Maturin! Eso debe de haberle dolido enel alma. Creo que yo habría estado a punto decortarme el cuello o pagar a alguien para que meahorcara. Pero seguramente, cuando tuvo tiempode reflexionar, no dejó de advertir que supresencia no era realmente importante y que suausencia no desmerece en absoluto su triunfo. Nisiquiera bajo una gran presión nos habría dichomás de lo que está escrito en estos papeles,porque, o mucho me equivoco, o contienen lasconsideraciones de todos los miembros de sudepartamento sobre este asunto y lasinstrucciones de los agentes secretos.

–Tal vez hubiéramos podido inducirlo adecirnos dónde escondió la cantidad de dinerocon que iba a convencer a los funcionarios enAmérica del Sur, una cantidad equivalente a laenorme suma que recuperamos en el últimoviaje. Creo que equivale al valor de uno de susnavíos de línea de primera clase, según un

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cálculo muy prudente, y quisiera poder decir quehabía añadido una embarcación así a los barcosde la Armada. Jack Aubrey hundió uno cuandoestaba al mando del horrible Leopard, que esalgo muy similar, aunque al contrario.

–Respecto a eso puede estar tranquilo. Sinduda, la Armada comprará la Diane, y loscarpinteros la repararán toda con su varitamágica. Hay dos que son particularmente hábilesen asuntos de este tipo, y me extrañaría que supensamiento no siguiera la misma pauta del delos franceses.

–Eso es un alivio, querido sir Joseph. ¡Quétonto fui al no darme cuenta de eso antes! –Entonces sonrió mientras asentía con la cabeza,bebió un sorbo de vino de Madeira y dijo-: Deesa varita mágica, de la varita mágica queusarán los loables carpinteros navales, oímoshablar todos los días y, sin embargo, no he vistoa nadie con una, ni hoy ni ningún otro día.

–Es posible que por ser mágica no se vea.–¡Por supuesto, por supuesto! – exclamó

Stephen y se dio un golpe en la frente-. Veo queésta no es mi hora más brillante. Le confieso que

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sé tan poco de la actual situación de Jack Aubreycomo él mismo, y le rogaría que me hablara deella.

–Si aún estuviera en la lista, le habrían dadoel título de caballero o incluso el de barón poresto. Ya sabe que hubiera logrado lo mismo conel Waakzamheid si su viejo padre,lamentablemente, no hubiera molestado coninsistencia a los ministros en la Cámara de losComunes. A pesar de todo, esta hazaña, queviene a sumarse al golpe que dio en las Azores,ha sido aplaudida con entusiasmo por losmiembros de la Armada y, lo que es másimportante para nuestros objetivos, por elpúblico. Ya se oyen baladas en las callesreferentes a ello. Aquí tengo una que compréayer. El poeta dice que a Aubrey deberían darleel título de duque. ¿O acaso las hojas de fresarepresentan un título inferior al de duque?

–Creo que representan a simples condes,pero no estoy muy seguro de ello -dijo Stephen,cogiendo la hoja que decía:

La capa de armiño, la corona de oro,y las hojas de fresa.

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¿Quién es el marino que está en la ciudad?Es el capitán Aubrey, no hay duda ya.¿Quién les golpeó por arriba y por abajo?¡Ah, el de las hojas de fresa!¿Quién a los franceses dio una tunda?El capitán Aubrey, sin duda.En el puerto de Saint Martin la otra noche¡Ah, el de las hojas de fresa!¿Quién los despertó con un fragor horrible?¿Quién sino el capitán Aubrey?–Bueno -dijo Stephen tras leerla-, uno no

puede hacer otra cosa que compartir sussentimientos. Pero permítame apartarme deltema y preguntarle por el general Aubrey.

–No se sabe nada con certeza, pero esehombre pertinaz, inteligente y sagaz que ustedcontrató, Pratt, cree que ahora ha encontrado deverdad su pista en el norte del país.

–Tanto mejor. Ahora quisiera volver a laactual situación. Comprendo perfectamente queJack Aubrey por ser un simple civil, no puedaaspirar a un título, y de pasada le diré queprobablemente él no lo desee, pero, ¿hayposibilidades de que lo rehabiliten, que es lo que

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desea de todo corazón?–Maturin -dijo sir Joseph después de estar

pensativo unos momentos-, quisiera poder decir:«Sí, y muy pronto, sin esperar a la coronación delrey». Sin embargo, la situación es muy rara. –Movió su silla hacia delante y, en voz más baja,continuó-. Le dije hace algún tiempo que noestaba satisfecho con el modo en que Wray yLedward fueron perseguidos después quenosotros metimos la pata al tratar de atraparlos.Debería haberles sido imposible salir del país,pero salieron del país, por lo que sospecho quetienen un aliado en una posición muy alta.Naturalmente, ese aliado está en contra de JackAubrey y su existencia explicaría la inveteradaanimosidad hacia nuestro amigo, unaanimosidad cuyos motivos van más allá de laantipatía que sienten los ministros hacia él porhaberlos tratado mal, más allá de su odio por losamigos radicales de su padre y más allá de suresistencia a admitir que cometieron un error.Pero, por otra parte, aquí hay personas que antestenían una actitud hostil hacia él y ahora tienenuna benévola, como, por ejemplo, Melville,

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algunos de los lores más jóvenes y variosmiembros muy respetables de la Cámara. Y, porsupuesto, ahí está la gran fuerza que tiene laopinión pública. Tengo la impresión de que eneste momento hay un equilibrio y que si… -Elpequeño reloj de esfera plateada dio la hora y sirJoseph se puso de pie-. Perdóneme, Maturin -seinterrumpió-, pero no he comido y me muero dehambre. Además, le dije a Charles que nosreservara la mesa que está en la esquina, junto ala ventana, y si no vamos pronto se laarrebatarán. Fueron anclando hasta el club, y unavez más Stephen notó que los discretos gestos einclinaciones de cabeza y con la frase «Lefelicito, señor» dicha en voz baja con que fuerecibido eran los que hubieran usado para recibira alguien que hubiera conseguido un gran triunfo.La mesa, situada junto a la ventana en el rincóndel comedor y bastante apartada, estabaesperándolos, y durante los pocos minutos quepasaron antes de que apareciera el pollo hervidocon salsa de ostras, el plato que generalmentetomaban para cenar, sir Joseph comió convoracidad varios pedazos de pan.

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–Como usted indudablemente sabrá -empezó-, el despacho, mejor dicho, el informeoficial, fue conciso. Sólo decía que la Surprisefue hasta Saint Martin después de recibirinstrucciones de interceptar a la Diane, y el díadoce de este mes por la noche desamarró lafragata y otras embarcaciones citadas al margeny que, con la ayuda de las lanchas de los barcosde su majestad, las sacó del puerto a remolque yque luego las entregó al comandante del puertode Plymouth. Por supuesto, en todos losperiódicos han aparecido versiones no oficiales,en muchos en tono sensacionalista, junto con laconfirmación de que esas embarcaciones fueronrecibidas en Plymouth, pero le alegrará saberque…

En ese momento trajeron el pollo a la mesa.Blaine sirvió a Stephen y cuando fue a comerseun muslo, el duque de Clarence, aparentementemás robusto que nunca, con una chaqueta azulbrillante y la estrella de Garter colgando en suancho pecho, cruzó rápidamente el comedor y seacercó a ellos. Ambos se pusieron de piecuando oyeron que con su potente voz

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preguntaba:–Maturin, ¿cómo está? – Entonces estrechó

la mano de Stephen y añadió-: Sir Joseph,buenas tardes. Cuando ya me iba Joe me dijoque el doctor estaba aquí y decidí acercarme apreguntarle cómo estaba, aunque no tengo ni unminuto que perder.

Blaine miró con desesperación el muslo depollo y se secó un poco de saliva de la comisurade los labios.

–¿Estuvo usted allí, Maturin? ¿Estuvo enSaint Martin con Aubrey?

–Sí, señor.–¡Así que estuvo allí! ¡Una silla! ¡Tráeme una

silla, Arthur! Siéntense, caballeros. Cuéntemelotodo mientras come, Maturin. ¡Cuánto megustaría haber estado con usted! Por lo quedicen, fue algo extraordinario, aunque no creoque usted viera muchas cosas, si estaba en elsollado.

Un hombre vestido de negro se acercó desdela puerta y le murmuró algo al oído. El duque selevantó diciendo:

–Me están esperando. Tengo que ir a

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Windsor mañana por la mañana, doctor, perodígale a Aubrey que la próxima vez que venga ala ciudad me gustaría verlo. Felicítelo de mi partey dígale que me gustaría oír el relato de suspropios labios la próxima vez que venga a laciudad.

–Otros cinco minutos y me hubiera enfurecidotanto que hubiera cometido un delito de lesamajestad -dijo poco después sir Joseph,limpiándose la boca-. Pero, Maturin, si ya hacalmado su apetito, le agradecería que mehiciera un relato completo de lo ocurrido,teniendo en cuenta que no soy un buen marino.

Escuchó atentamente mientras observaba lospedacitos de pan que ayudaban a lasexplicaciones y al final suspiró y, moviendo lacabeza de un lado al otro, comentó:

–Como dijo el duque, fue algo extraordinario.–Creo que la operación hubiera salido a la

perfección de no ser por las malditas cañonerasy la bajamar. Si no se hubieran perdido esospocos minutos que permitieron a los tripulantesde la Diane y a los soldados subir a bordo,habríamos podido sacarla sin derramamiento de

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sangre.–El combate debe de haber sido terrible

hasta que las planchas se separaron. Pero nomencionó el número de bajas ni yo se lopregunté, porque la alegría que sentí por el triunfome hizo olvidarme de preguntárselo.

–Ninguno de nuestros hombres murió, peromuchos resultaron heridos, algunos gravemente.

–Espero que no lo hayan herido a ustedtampoco.

–No tuve ni un rasguño, gracias. Sinembargo, a Aubrey le llegó una bala de pistola auna pulgada de la columna, muy cerca del nerviociático.

–¡Dios mío! No me había dicho que estuvieraherido.

–Bueno, la herida ya no tiene importancia,pero por poco es la última que recibe en su vida.Extrajimos muy bien la bala y el pequeño orificiose está curando como esperaba. Además ledieron dos sablazos, uno en el muslo y otro en elantebrazo, y le hicieron perder mucha sangreporque se movía mucho cuando se los hicieron.

–¡Qué me cuenta, Maturin! ¡Pobre hombre!

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Supongo que habrá tenido muchos dolores.–Durante la extracción de la bala y en el

período justamente anterior fue espantoso. Perodurante la batalla uno no siente casi nada,¿sabe? He visto pacientes con horribles heridasque no habían advertido.

–Bueno, bueno -dijo sir Joseph pensativo-.Eso es un consuelo; sin embargo, supongo queestará muy pálido tras perder tanta sangre.

–Tiene la cara como un pergamino.–Tanto mejor. No crea que soy un desalmado,

Maturin. Lo que ocurre es que un héroe pálidotiene mucha más importancia que un sonrosado.¿Puede moverse?

–¡Por supuesto que puede moverse! Lo llevéa Ashgrove Cottage y está caminando entre susrosas y echando jabón líquido a los pulgones.

–¿Cree usted que podría venir hasta Londresen una diligencia? Se lo pregunto porque meparece que éste es el mejor momento para queel público, y sobre todo los hombres que tomanlas decisiones, lo vean. Pero tal vez le parezcaque el viaje es demasiado largo.

–¡Oh, no! En una diligencia que tenga buena

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suspensión y venga despacio y por los caminosmás modernos, cualquier hombre podría viajarcómodamente. Pero no sé si se encontrará bienentre una muchedumbre, porque le ordené quesólo comiera gachas y que no tomara cerveza nivino, sólo una cucharada de oporto antes de irsea la cama. Y además, a veces se irrita confacilidad, como generalmente le ocurre a losconvalecientes.

–Limitaré el número de personas a doce.–Podría darle una buena dosis de una

medicina que lo tranquilizara e incluso leproporcionara brillantez a su discurso, pero mepregunto si un médico debe manipular a supaciente por causas ajenas a las estrictamenterelacionadas con la medicina. Permítamereflexionar durante un tiempo.

Tomaron el café en la biblioteca y, mientrasestaban allí sentados, Stephen dijo:

–La irritabilidad de los convalecientes puedeempezar muy pronto. Un ejemplo de ello es loque ocurrió en Shelmerston. Cuando los barcoscapturados se fueron a Plymouth para que eltribunal que entiende en materia de presas

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decidiera si eran de ley o no y la Surprise estabasola, una corbeta de la Armada real con unatripulación muy numerosa entró en el puerto. Sucapitán tenía intención de escoltar la Surprisehasta Dock, donde el comandante del puertoquería que la repararan en el astillero de laArmada real a expensas del rey; sin embargo,los tripulantes de la Surprise, muchos de loscuales tenían la posibilidad de ser condenadospor diferentes causas, especialmente pordeserción, no lo sabían y se propusieron lograrque la corbeta se alejara, aprovechando que nohabía oficiales en el alcázar porque se habían idoen las presas. El capitán Aubrey estabaescribiendo su informe en ese momento, perotan pronto como oyó sus voces, subió a lacubierta hecho una furia y les hizo callardiciéndoles que eran un atajo de marineros deagua dulce, que no servían ni para tripular un yatede Margate, que no iban a navegar más con él yque les iba a dar cien latigazos. Los maldijo, losllamó sodomitas y les ordenó que dejaran que lalancha donde venían varios guardiamarinas seabordara con la fragata y que colocaran

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guardamancebos para que subieran a bordo.Después de preguntarles si no sabían cómodebían tratar a los oficiales del rey, los llamóinútiles y los amenazó con dejarlos a todos entierra en menos de una hora.

–¿Y ellos estaban muy abatidos?–No. Sabían que debían fingir que su

expulsión los había sorprendido hasta el punto dequedarse sin palabras y eso fue lo que hicieron lomejor que pudieron. Pero al final él los perdonó ysugirió a los que no querían que los vieran enPlymouth que bajaran a tierra enseguida.

–Así que van a repararla en Dock. Fanshaweha sido muy generoso. ¿Sufrió muchos daños?

–Una bomba destruyó el pequeño jardín delcostado de babor, pero nada más. Eso no tieneimportancia porque hay otro en estribor yprecisamente en su lugar pondrán una especiede grúa muy conveniente.

Sir Joseph asintió con la cabeza y despuésde un momento dijo:

–Pero pienso que si Jack Aubrey se va aSuramérica ahora… Bueno, supongo que ustedle autorizará navegar otra vez muy pronto.

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–En cuanto hagan las reparaciones y esté abordo la enorme cantidad de provisiones, élpodrá hacerse a la mar sin preocupaciones,sobre todo con un segundo de a bordo comoTom Pullings.

–Muy bien, pero si se va ahora a Suramérica,donde la gente no puede verlo, es como si sefuera al olvido. Aunque derrotara todos losbarcos franceses y norteamericanos que hay porallí al precio de perder su brazo derecho y un ojo,no podría volver a su país a tiempo para sacarventaja de su gloria; es decir, no recibiría laaclamación del público ni se beneficiaría de lainfluencia de eso en las autoridades, y en dos otres meses su gloria sería olvidada. No seencontraría en unas circunstancias tan favorablescomo éstas, así que habría desaprovechado lamarea.

–Indudablemente -repuso Stephen-, ésa esuna observación muy importante. – Durante todasu carrera naval había oído esas palabras,usadas tanto en sentido propio como en sentidofigurado y a veces en un tono tan grave queparecían hacer referencia a un pecado

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imperdonable, por lo que habían adquirido unsignificado funesto, como el de las que seusaban al hacer un conjuro o una maldición-.Sería horrible que desaprovechara la marea.

El largo comedor de la casa de sir Joseph,que rara vez se usaba, estaba impecable. Eraanticuado, pues tenía las paredes forradas denogal en vez de satín o caoba, pero la arpía másexigente del mundo no hubiera podido encontrarni una mota de polvo en él. Las doce relucientessillas de fondo ancho estaban muy bienalineadas y el mantel era tan blanco como lanieve recién caída y estaba completamente liso,ya que la señora Barlow no dejaba que seformaran las arrugas que impedían la perfectacaída de la tela, y, naturalmente, la plata brillabaotra vez. Sin embargo, sir Joseph iba de un ladoa otro, moviendo ora un tenedor ora un cuchillo, ypreguntaba a la señora Barlow si estaba segurade que los diferentes platos estarían calientes ysi habría suficiente pudín porque le gustabamucho «al caballero y a lord Panmure también»,y las respuestas eran cada vez más cortas.Luego dijo:

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–Tal vez deberíamos cambiar todo. Elcaballero está herido en la pierna y podríaextenderla en el alzapiés de la biblioteca, peropara que pueda hacerlo tendría que estarsentado en la punta de la mesa, pero ¿quépierna y qué punta?

La señora Barlow se dijo: «Si esto continúacinco minutos más, echaré por la ventana toda lacena, la sopa de tortuga, las langostas, los platosque acompañan al principal, el pudín y todo».

Pero antes que pasaran cinco minutos, antesque Blaine moviera de lugar más de un par desillas, empezaron a llegar los invitados. Era uninteresante grupo de hombres: dos colegas deBlaine de Whitehall, cuatro miembros de la RoyalSociety, un arzobispo que participaba en lapolítica, varios respetables terratenientes, unosdueños de sus distritos electorales y otrosrepresentantes de sus condados, y dos hombresde la City, uno de los cuales era un eminenteastrónomo. Aunque ninguno pertenecía a laoposición, ninguno tenía un cargo en laadministración ni deseaba una condecoración nidependía de los ministros. Todos los que

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ocupaban un escaño en la Cámara de los Loreso la de los Comunes podían abstenerse de darsu voto o votar en contra del Gobierno en asuntosen que estaban en franco desacuerdo con lapolítica oficial, mientras que los que no ocupabanningún escaño eran hombres cuyasrecomendaciones tenían peso en laadministración.

En ocasiones de este tipo sir Josephcontrataba sirvientes de Gunter's, y el espléndidomayordomo anunció a nueve caballeros antes dedecir: «El doctor Maturin y el señor Aubrey».Todo el grupo miró con interés hacia la puerta, yallí, junto a la frágil figura del doctor Maturin,apareció un hombre extremadamente alto,delgado y ancho de hombros que estaba pálido yserio. La seriedad y la palidez se debían en partea la terrible hambre (su estómago estabaacostumbrado a la hora de la comida de laArmada, que era varias horas antes que la deLondres), pero la primera era, sobre todo, unaarmadura que le protegía de posibles gestosirrespetuosos y la segunda era principalmenteconsecuencia de sus heridas.

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Blaine avanzo apresuradamente y felicito alseñor Aubrey, le agradeció su presencia, le dijoque esperaba que sus heridas no le molestaranmucho y le preguntó si quería un alzapiés. Antesde lo que mandaba la etiqueta le siguió unhombrecillo sonrosado con una chaqueta decolor cereza que tenía una expresión alegre ybondadosa.

–Seguramente no se acordará de mí, señor -dijo, haciendo una profunda reverencia-. Tuve elhonor de conocerlo junto a la cabecera de misobrino William, el hijo de una hermana míacasada con el señor Babbington, cuando lohirieron en la victoriosa batalla en que tomó parteen 1804, una de las victoriosas batallas de aquelaño. Hasta hace poco me llamaba Gardner, peroahora me llamo Meyrick.

–Le recuerdo perfectamente, milord -respondió Jack-. William y yo hablamos de ustedhace apenas dos semanas. Permítame felicitarlo.

–¡De ningún modo, de ningún modo! –exclamó lord Meyrick-. Es al revés. Creo quecambiar de una cámara a otra no puedecompararse a sacar del puerto una fragata.

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Dijo unas cuantas frases halagadoras más y,aunque la mayoría de sus palabras fueronahogadas por los saludos de los hombres queJack ya conocía y por lo que decía sir Joseph alpresentarle a los demás, su sinceridad no podíaproducirle otra cosa que placer. Ninguno de losdemás invitados llegó a expresarse como lordMeyrick (les faltaba su sencillez) y, sin embargo,sus sinceras felicitaciones habrían satisfecho acualquier hombre mucho más orgulloso de símismo que Aubrey. Su reserva y su seriedad(que no solía tener antes) se desvanecieron, y eljerez de sir Joseph, que se extendió por suestómago reducido y falto de vino, contribuyó aello.

El tío de Babbington insistió en dar laprecedencia a Jack, quien se sentó al ladoderecho de Blaine muy alegre y deseoso deingerir la sopa de tortuga que su nariz habíadetectado hacía rato. El arzobispo bendijo lamesa y la promesa se convirtió en realidad: laparte verdosa y la parte ambarina del interior delcaparazón nadaban en su propio jugo. Despuésde unos momentos, Jack comentó a Blaine:

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–Los clásicos hablan sin parar de laambrosía, pero no saben lo que se dicen. Nuncacomieron sopa de tortuga.

–¿No hay tortugas en el Mediterráneo?–¡Oh, sí! Pero sólo tortugas marinas, las

tortugas de las que se saca el carey. Laverdadera, la que contiene la ambrosía, es laverde, y para encontrarla hay que ir a las Antillaso a la isla de Ascensión.

–¡La isla de Ascensión! – exclamó lordMeyrick-. ¡Qué recuerdos me trae a la memoria!¡Qué océano de vasta eternidad! Cuando erajoven ansiaba viajar, señor. Ansiaba ver la GranMuralla china, el venenoso antiar, el flujo y reflujodel fabuloso Nilo y las lágrimas del cocodrilo,pero cuando llegué a Calais comprendí que nopodría, que mi cuerpo no soportaba elmovimiento. Esperé en esa maldita ciudad hastaque hubiera un día tranquilo, un día de calmachicha, y entonces me trajeron despacio, todavíamedio muerto y lleno de melancolía. Desdeentonces sólo he viajado, luchado, sufrido,conquistado y sobrevivido en la persona deWilliam. ¡Qué cosas me cuenta, señor! Cómo

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usted y él, en la Sophie, un barco de catorcecañones, apresaron el Cacafuego, de treinta ydos…

Siguió contando con todo detalle las batallasen que había participado Aubrey y dijo que habíatenido mucha suerte en ellas. Los dosterratenientes, que estaban al otro lado de lamesa, sintieron más respeto por Jack y lomiraron sorprendidos porque su carrera, contadafielmente, era realmente extraordinaria.

–Señor Aubrey -murmuró Blaine,interrumpiendo el relato justo cuando la Surpriseestaba hundiendo un barco turco en el marJónico-, creo que el arzobispo quiere brindar porusted.

Jack miró hacia la punta de la mesa y allí vioal arzobispo sonriéndole y con una copa en lamano.

–Brindo por usted, señor Aubrey -sentenció.–Muchas gracias, milord -respondió Jack,

asintiendo con la cabeza-. Brindo por sufelicidad.

A este brindis siguieron otros con otroscaballeros, y Stephen, sentado en el centro del

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otro lado de la mesa, notó que el color volvía a lacara de Jack, aunque más rápido de lodeseable. Poco después notó también que suamigo iba a empezar a contar una anécdota. Lasanécdotas de Jack Aubrey rara vez terminabanbien, porque no tenía talento para contarlas, perocomo sabía desempeñar el papel de invitado,miró alegremente al hombre que estaba a sulado y empezó el relato.

–Cuando era niño había un obispo en nuestraregión, el obispo anterior al doctor Taylor, quecuando fue nombrado para el cargo recorrió todala diócesis. Fue a muchos lugares y cuando llegóa Trotton no podía creer que aquel lugar solitario,donde sólo había algunas cabañas depescadores en la costa, fuera una parroquia.Entonces preguntó al pastor West, que era unexcelente pescador también, y por cierto que meenseñó a pescar anguilas… Preguntó al pastorWest…

Jack frunció el entrecejo y Stephen juntó lasmanos. En ese punto era donde la anécdotapodría echarse a perder, dependiendo de lapalabra que incluyera en la pregunta del

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arzobispo.–Preguntó al pastor West: «¿Hay muchas

almas aquí?»–Stephen se relajó-. Y el pastor West

respondió: «No, milord, sólo peces».Jack Aubrey, complacido por la buena

acogida que había tenido su relato, por haberlohecho casi de un tirón y porque de momentohabía cumplido con las normas sociales, se pusoa comer el excelente cordero, y a su alrededorempezó una conversación. Alguien sentadocerca del arzobispo dijo que los francesesdesconocían las costumbres y los títulos ingleses,y uno de los hombres de Whitehall dijo:

–Así es. Cuando Andréossy, el enviado deBonaparte, estaba aquí, se dirigió a mi jefe enuna carta como don sir Williamson. Pero,además, hizo algo peor. Intrigaba con la esposade uno de nuestros colegas, una mujer francesa,y cuando oyó que los Devonshire estaban enmala situación económica, la mandó a ver a laduquesa y a ofrecerle abiertamente diez millibras por secretos del Consejo de Ministros. Laduquesa se lo comunicó a Fox.

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–La ignorancia será la causa de que losfranceses pierdan esta guerra -dijo el hombreque estaba a su lado-. Empezaron por cortar lacabeza a Lavoisier alegando que la República nonecesita científicos.

–¿Cree que puede decirse que los francesesson ignorantes si se compara su actitud hacia losglobos con la nuestra? – preguntó el hombre queestaba sentado enfrente de él-. Sin duda ustedrecordará que muy pronto tuvieron una divisiónaerostática y que ganaron la batalla de Fleurus,en gran parte por la detallada informaciónprecisa conseguida con los globos aerostáticosque tenían colocados a una altura considerablepor encima del enemigo. Vieron cuántos eran,cómo estaban distribuidos y cuáles eran susmovimientos. Y nosotros, en cambio, ¿quésabemos de globos? Nada.

–La Royal Society los condenó -intervino elarzobispo-. Recuerdo muy bien la respuesta quedio al Rey orando se ofreció a pagar algunaspruebas porque entonces estaba haciendo retiro.La sociedad dijo: «No se puede esperar nadabueno de estos experimentos».

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–Una parte de la sociedad -dijo uno de losmiembros secamente-. Una pequeñísima partede la sociedad, un comité formadoprincipalmente por matemáticos y anticuarios.

El otro miembro de la sociedad presente dijoque estaba en desacuerdo con él y con los otrosdos hombres; sin embargo, Aubrey y Maturin noparticiparon en la discusión, pues aunqueestaban estrechamente relacionados con laRoyal Society, pasaban mucho tiempo fuera delpaís y sabían muy poco de los frecuentes yapasionados debates internos y las maniobraspolíticas, y les interesaban aún menos. Stephendedicó toda su atención al hombre que estaba asu derecha, que había viajado en globo, y conéxito, antes de la guerra, en la época en queempezó el entusiasmo por ellos. El hombre dijoque era tan joven y tan tonto entonces que nohabía apuntado ningún detalle técnico, pero teníaun vivido recuerdo de la sorpresa y el placer queexperimentó cuando el globo, después de pasarpor una masa de niebla gris durante unosmomentos angustiosos, subió por entre los rayosdel sol. Entonces pudo ver debajo, por todos

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lados, blancas montañas de nubes con crestas ypináculos, y por encima el inmenso cielo, quetenía un color azul más oscuro, mucho másoscuro que el que había visto desde tierra. Aquélera un mundo completamente diferente ysilencioso. El globo se elevaba rápido, cada vezmás rápido, bajo el sol, y él veía su sombraproyectarse sobre el mar de nubes.

–¡Dios mío, puedo verlo todo ahora! –exclamó-. ¡Cuánto me gustaría poder describirlo!Arriba, aquella enorme piedra preciosa y abajo,aquel extraordinario mundo por encima del cualyo pasaba rápidamente con la sensación de serun intruso.

Quitaron el mantel. El momento de los brindisse acercaba y Jack lo temía. Sus heridas, lareciente dieta de agua y leche y la falta deejercicio habían disminuido su resistencia, eincluso una moderada cantidad de alcohol comola que había bebido bastaba para hacer que sucabeza no estuviera tan despejada comodesearía. Pero no había nada que temer.Después de brindar por el rey, sir Joseph estuvopensativo unos momentos mientras intentaba

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juntar las dos partes de una cáscara de nuez, ylord Panmure, sentado a su izquierda, dijo:

–Poco tiempo atrás, a un gran número, a unextraordinario número de personas se les habríaquedado el vino en la garganta al hacer estebrindis. Justamente ayer la princesa Augusta dijoa mi esposa que nunca creyó que tuvieraverdaderamente ese título hasta que el cardenalde York murió.

–Pobre señora -intervino Blaine-. Susescrúpulos la honran, aunque me parece queestaban estrechamente relacionados con latraición. Pero ahora puede estar tranquila. Austed nunca se le hubiera quedado el vino en lagarganta, ¿verdad, señor? – preguntó,volviéndose hacia Jack.

Jack estaba escuchando a Babbington, quecontaba cómo el Leopard había chocado con uniceberg en la Antártida y cómo lo habíanreparado en la isla Desolación, pero sir Josephreclamó su atención y repitió la pregunta.

–¡Oh, no! – respondió-. Siempre he seguidoel consejo de Nelson en eso y en todo lo demás,en la medida de lo posible. Brindo por el rey con

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plena convicción.Blaine sonrió y asintió con la cabeza. Luego

se volvió otra vez hacia lord Panmure y preguntó:–¿Le parece bien que tomemos café en el

salón? Por una parte, allí podremos movernosmejor, y por otra, muchos caballeros deseanhablar con Aubrey.

Efectivamente, muchos de ellos hablaron conAubrey, y Stephen notó que se ponía más pálidoa medida que avanzaba la tarde.

–Sir Joseph, amigo mío -dijo por fin-. Debollevarme a mi paciente para que se acueste.Diga a su sirviente que consiga una silla demanos, por favor.

Su sirviente, Preserved Killick, podíaconsiderarse borracho incluso si era juzgado porpatrones navales, y era incapaz de moverse;pero Padeen, que se encontraba cerca, estabasobrio y al cabo de un rato trajo dos sillastransportadas por irlandeses, las únicaspersonas que podían entenderle. Durante laespera uno de los hombres de Whitehall, el señorSoames, llamó aparte a Jack y le preguntódónde se hospedaba y si le permitiría tener el

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honor de visitarlo para hablarle de doscuestiones.

–¡Por supuesto! – exclamó Jack-. Con muchogusto.

Al día siguiente había olvidado casicompletamente a Soames cuando la señoraBroad, la dueña del Grapes, dijo:

–El señor Soames desea verlo, señor.Jack lo recibió cortésmente, aunque todavía

tenía dentro medio descompuestas la comida yla bebida del día anterior, a las que ya no estabaacostumbrado, tenía picores en la pierna yacababa de mantener una conversación con elmalhumorado y tozudo Killick, quien, entre otrascosas, había perdido o dejado de meter en elbaúl un libro que le había prometido a HeneageDundas y que ahora tendría que mandarle con unamigo que iba a la base naval de Norteamérica.

Hicieron algunos comentarios sobre la tardeanterior, alabaron el excelente vino de sir Josephy hablaron de la probabilidad de que lloviera mástarde.

–No sé cómo dar comienzo a mi encargo -empezó luego el señor Soames, mirando

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atentamente a la alta figura que se encontrabafrente a él-. Y no quisiera parecer impertinente.

–No lo es en absoluto -dijo Jack en voz baja.–La verdad es que me han pedido que

hablara con usted extraoficialmente paraaveriguar si usted estaría de acuerdo en quesolicitáramos el perdón para usted.

–No le comprendo, señor-respondió Jack-.¿Perdón por qué?

–Bueno, señor, por el desafortunado asuntode Guildhall, el asunto de la Bolsa.

–Pero, señor, indudablemente ustedrecordará que yo me declaré inocente, que jurépor mi honor que era inocente.

–Sí, lo recuerdo perfectamente.–Entonces, ¿cómo me van a perdonar por

algo que no he hecho? ¿Cómo puedo pedirperdón si soy inocente? – Al empezar laentrevista Jack se sentía bastante irritado y ahoraestaba rojo de rabia-. ¿No comprende que sipidiera perdón reconocería que he mentido? ¿Nocomprende que declararía que hay algo quedeben perdonarme?

–No es más que una formalidad o, por decirlo

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así, una ficción legal, y puede influir en surehabilitación.

–No, señor-sentenció Jack, poniéndose depie-. No puedo ver eso como una formalidad. Séque ni usted ni los caballeros que le pidieron quehablara conmigo tienen la intención deofenderme, pero le ruego que les presente misrespetos y les comunique que veo el asuntodesde otro punto de vista.

–Señor, ¿no quiere pensarlo un rato ni pedirconsejo?

–No, señor. Las cosas como ésta las debedecidir un hombre por sí mismo.

–Lo lamento muchísimo. Entonces, ¿debodecir que usted no va a considerar lasugerencia?

–Me temo que sí, señor.CAPITULO 8

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–Ha desaprovechado la marea -dijo sirJoseph-. Rara vez he tenido un disgusto mayor.

–Soames abordó el asunto como un imbécil -sentenció Stephen-. Si lo hubiera tratado conligereza, si hubiera empezado con las mentirasque se dicen habitualmente, como, por ejemplo«No estoy en casa» o «Soy su humilde servidor»,y después con las fórmulas que se dicen o hacenpara salvar la cara, dándoles la poca importanciaque merecen, y finalmente le hubiera pedido aAubrey que firmara la petición ya preparada, esposible que él la hubiera firmado lleno deagradecimiento y de felicidad.

–Es terrible… -suspiró sir Joseph, siguiendoel hilo de sus propios pensamientos-. Inclusodespués de haber convencido a los susceptibles,como Quinborough y sus aliados, por citaralgunos, la balanza sólo se había inclinadoligeramente en favor de Jack Aubrey; sólo losuficiente para dar el paso decisivo. ¿No podríapersuadirlo de que diga a Soames que despuésde reflexionar…? Al fin y al cabo él, como todoslos marinos, aprendieron a no juzgar mal lacorrupción a pequeña escala, cuyo resultado es,

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por ejemplo, la desaparición de grandescantidades de provisiones o el hecho de quemarineros muertos y sirvientes inexistentes sigancobrando su paga. Además, sé muy bien que fuedeclarado culpable de tener al menos tres rolesfalsos porque había inscrito en ellos a los hijos desus amigos para que constara que habíanpasado en la mar un tiempo durante el cual enrealidad estuvieron en tierra asistiendo a laescuela. Incluso su propio medio hermanoestaba a bordo como un fantasma la última vezque ustedes hicieron un viaje al Pacífico.

–Corrupción a pequeña escala, sí. Si elenfoque del asunto hubiera sido ése, podríahaber mordido el anzuelo, como dicen losmarinos, pero ahora que el factor predominanteen él es la moral, y no a pequeña escala, nopodría hacerle cambiar de opinión ni creo quedeba intentarlo.

–Bueno, como he dicho, es terrible que hayaestado tan cerca del éxito y luego…

Después de una pausa Stephen dijo en tonovacilante:

–Supongo que no es posible que haya gracia

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para él si no la solicita formalmente.–No. Actualmente Aubrey tiene muchos

aliados, y por tanto muchas influencias, pero noson suficientes para eso. Hacen falta muchasmás.

–¿Y esto no cambia nada? – preguntóStephen, señalando las hojas cuidadosamenteescritas en las cuales Pratt informaba que habíaencontrado al general Aubrey muerto en un pozocercano a la taberna donde vivía con el titulo de«capitán Woolcombe».

Blaine negó con la cabeza.–No -respondió-. Por lo que respecta a su

influencia sobre los ministros, el general y susamigos radicales perdieron su poder al nodepositar una fianza; es decir, dejaron de existirpolíticamente, e incluso los periódicos de peorreputación de la oposición dejaron de hablar deellos. Daría lo mismo que el general hubieramuerto entonces que ahora. Además, esotampoco supone un cambio para lo que nosinteresa, pues Pratt y sus colaboradores hanmirado y remirado los papeles del general y nohan encontrado ni el más mínimo rastro de que

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haya estado en contacto con Wray y Ledward.–Por supuesto que no. No es posible que

hayan tenido contacto.–Sin embargo -dijo Blaine-, podría decirse

que la muerte del general ha favorecido un pocoel caso de Aubrey, porque con ella quedadescartada su posible conexión con losradicales, aunque ese poco no es bastante,desgraciadamente. ¿Qué sugiere que hagamosahora?

–Le enviaré a Pratt las instruccionesnecesarias para que se ocupe del cadáver y lomande a casa de Aubrey mañana. Después,puesto que todavía hay que preparar la Surprisey subir a bordo las provisiones necesarias parael viaje a Suramérica, pienso irme a Suecia yesperarlo allí. Tomaré el paquebote de Leith.

–¿No cree que esta muerte hará cambiar losplanes de Aubrey?

–Me sorprendería que le afectara mucho,pues el general no era un hombre quedespertaba simpatía ni afecto.

–No, pero, según dicen, deja tierras demucho valor.

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–Sé muy poco de esas tierras aparte de quetienen una considerable carga fiscal, pero,aunque abarcaran la mitad del condado, JackAubrey no dejaría de hacerse a la mar por ellas.Se ha comprometido a hacer este viaje y,además, ha oído el rumor de que losnorteamericanos han enviado una o dos fragatasde la misma potencia que la nuestra a bordear elcabo de Hornos.

Desde hacía muchas generaciones, a losAubrey los enterraban en Woolhampton. Laiglesia estaba llena de gente y Jack sesorprendió y se emocionó al ver a tantaspersonas asistir al funeral, pues no era frecuentever en Woolcombe House a ninguna de aquellasfamilias de rancio abolengo que tan a menudocomía allí cuando su madre vivía. Naturalmente,faltaban algunos rostros, pero muchos menos delos que pensaba. Por otra parte, en el grupo nohabía sólo viejos amigos o conocidos de losAubrey, sino también arrendatarios, habitantesdel pueblo y hombres y mujeres de casas de losalrededores, todos los cuales habían olvidado losmalos tratos, las rentas exorbitantes y la

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atmósfera opresiva de la iglesia deWoolhampton. Otra cosa que emocionó mucho aJack fue que muchas mujeres del pueblo quehabían sido sirvientas de su madre e incluso desu abuela habían ido a Woolcombe enseguidapara preparar la casa para recibir a tantosinvitados. La casa tenía un aspecto descuidadodesde antes del largo período en que el generalAubrey estuvo huyendo por el norte del país pormiedo a ser arrestado, pero ahora el camino deentrada estaba en tan buenas condiciones comoantes, las habitaciones para recibir visitasestaban barridas, fregadas y enceradas con cerade abejas y las mesas estaban servidas paraque comieran los que llegaban de lejos. En elcomedor estaba una de las mesas, que teníatodas las alas abiertas, y en la biblioteca estabala otra, montada sobre caballetes, que iba aestar presidida por Harry Charnock, un primo deJack de Tarrant Gussage.

La viuda del general no tomó parte en nadade eso, pues en cuanto se enteró de que elcoche fúnebre había llegado a Shaftesbury semetió en la cama y desde entonces no se había

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movido de allí. Se sugirieron varias razones quepodrían justificar su comportamiento, peroninguna de ellas fue una profunda aflicción. Fueracual fuera la causa, Jack se alegraba mucho deello. Era una mujer de hermosos ojos negros quehabía sido lechera en Woolcombe y solíaregresar a su casa muy tarde de los bailes y lasferias, una mujer muy bien conocida por todos losjóvenes de la localidad, incluido Jack. Aunque élse indignó cuando su padre se casó con ella, suindignación no tardó en desaparecer. Nopensaba que fuera una mala mujer ni creía elrumor de que se había quedado en la camaporque los objetos de plata de la familia estabandebajo, pero tampoco olvidaba las noches quehabían pasado juntos en el henil, y por eso susencuentros eran embarazosos. Pero tenía queadmitir que, en las raras ocasiones en que élhabía vuelto allí, le había dolido verla sentada enel lugar que ocupaba su madre.

Así pues, la señora Aubrey estaba en lacama, y Sophie, que no quería perturbar susmomentos de dolor ni actuar tan pronto como laactual dueña de la casa se hospedo en

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Hampshire. El hijo de la segunda señora Aubrey,Philip, había vuelto del colegio. Era un niñopequeño, demasiado joven para sentir pena, y alprincipio no estaba seguro de si eso era unafiesta o no, pero pronto adoptó la misma actitudque Jack y, con su ropa negra nueva, fue de unlado a otro con su medio hermano paraagradecer a los invitados la amabilidad de veniry repitiendo su «Gracias, señor, por el honor quenos hace».

Hablaba bien, sin demasiada confianza nidemasiada timidez, y Jack se sintió satisfechode él. Apenas se habían visto media docena deveces desde que Philip se había puestocalzones, pero a Jack le parecía que, en ciertomodo, era responsable de él y, por si queríahacer carrera en la Armada en vez de en elEjército, durante los últimos años había logradoque algunos capitanes escribieran su nombre enel rol de sus barcos y había acordado conHeneage Dundas (que pronto llegaría deNorteamérica) que lo llevaría a navegar tanpronto como tuviera edad suficiente. Jacksuponía que el muchacho le daría motivos de

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satisfacción.Sin embargo tuvo poco tiempo para pensar

en el futuro de Philip, porque cuando intentabaconvencer a los invitados de que se sentaran vioa un hombre viejo, muy viejo, que parecía alto apesar de estar encorvado por la edad, entrardespacio en el abarrotado comedor y mirar a sualrededor. Era el señor Norton, uno de los rostrosque lamentaba que hubieran faltado(comprensiblemente) en la iglesia. Era un ricoterrateniente del otro lado de Stour y, aunque suparentesco con los Aubrey era remoto, porrelación y por la amistad que existía entre ellos ysu familia, desde niño Jack se habíaacostumbrado a llamarle tío Edward. Fue el tíoEdward quien propuso al padre de Jack comorepresentante del distrito de Milport en elParlamento. Ese distrito estaba situado en unade sus propiedades y el general lo representósegún le convenía, primero como un tory y luegocomo un radical. Los rumores de la furiosa luchaoriginados por este cambio y el comportamientodel propio general llegaron a oídos de Jack enlos confines del mundo y le causaron una gran

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pena, y después, al regresar a Inglaterra ycomprobar que los rumores eran ciertos, pensóque nunca volvería a ver al señor Norton enWoolcombe.

–Tío Edward -dijo, avanzando hacia élapresuradamente-. Gracias por tener la bondadde venir.

–Lamento llegar tarde, Jack-respondióNorton, estrechándole la mano y mirándolo conangustia-, pero el estúpido de mi cochero volcóal otro lado de Barton.

–Lo lamento, señor -dijo Jack-. Señoras, porfavor, siéntense sin ceremonia. Caballeros, lesruego que se sienten.

Entonces condujo al señor Norton hasta unasilla, le sirvió un vaso de vino y por fin la comidaempezó.

Fue una comida larga y tediosa y no exentade los momentos embarazosos que solíanproducirse en ocasiones de ese tipo, pero al finterminó y, en general, fue mejor de lo que Jackesperaba. Después de acompañar a todos losinvitados a sus coches, volvió a la salita de estar,donde encontró al tío Edward dormitando en una

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butaca, uno de los pocos muebles que se habíanescapado de la modernización de WoolcombeHouse. Salió de puntillas y en el pasillo seencontró con Philip, quien le preguntó:

–¿No debería despedirme de tío Edward?–No, porque se va a quedar aquí esta noche.

Es muy viejo y se golpeó cuando su coche volcóal otro lado de Barton.

–Creo que es más viejo que mi padre, quierodecir, nuestro padre.

–Mucho más viejo. Mi abuelo y él erancontemporáneos.

–¿Qué quiere decir «contemporáneos»?–Personas de la misma edad. Sin embargo,

generalmente la palabra se usa para indicar apersonas que uno conoció cuando era joven,como los amigos del colegio y otros. Con esesentido la he usado. Cuando eran jóvenes teníanuna jauría en común y cazaban liebres.

–¿Tiene usted muchos contemporáneos,señor?

–No en tierra. Cuando estaba aquí no conocíabien a ningún muchacho de mi edad, aparte deHarry Charnock. Empecé a navegar muy pronto,

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cuando era apenas un poco mayor que tú.–Pero usted se siente aquí como en su casa,

señor, ¿verdad? – preguntó el muchacho concuriosidad, ansiedad y tristeza a la vez-. Sienteque éste es un lugar que nada podrá hacerleolvidar, ¿no es así?

–Sí -respondió Jack, y no sólo paracomplacerlo-. Ahora voy a ver la pérgola y elhuerto. Cuando era niño jugaba detrás al frontóncon la mano derecha contra la izquierda. Peroahora que lo pienso, puesto que somoshermanos, deberías llamarme Jack, aunque yosea mucho mayor que tú.

–Sí -dijo Philip, ruborizándose, y no hablómás hasta que llegaron a la pérgola.

En la pérgola Jack le mostró la ranadomesticada del estanque de piedra,perpetuamente desbordado, de donde goteabael agua con un sonido cantarín. El huerto habíacambiado aún menos, si era posible. Allí estabanlas mismas filas de vegetales, plantasleguminosas, groselleros rojos y negros, elmismo marco formado por pepinos y melones,que eran tan vulnerables a las pelotas, y los

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mismos setos malolientes, y en el propio muro deladrillos rojos los albaricoques y los melocotonescambiaban de color. Jack todavía recordaba muybien toda la parte posterior de la casa, toda laparte que no se había modificado, dondeestaban el establo, el lavadero y la cochera, yvinieron a su mente las primeras cosas que habíaconocido, como el canto del gallo, y durante unosmomentos se sintió como si fuera más pequeñoque el niño que corría por allí con su inadecuadotraje negro.

Cuando regresaron a la casa, losmurciélagos revoloteaban junto con lasgolondrinas por encima del abrevadero y el señorNorton ya se había acostado. Jack no volvió averlo hasta bien entrada la mañana siguiente.

El abogado de Dorchester acababa de irsecon su cartera llena de documentos cuando tíoEdward apareció.

–Buenos días, Jack -lo saludó-. Vi a Whitersllegar cuando me estaba afeitando. Parece quehas tenido una larga reunión, y espero que esosignifique que has tenido disputas.

–No, señor -dijo Jack-. Todo terminó bien,

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aunque tuvimos que discutir muchos detalles.En verdad, la demora se debió en gran parte

a que su madrastra no quería revelar que nosabía firmar, pero Jack no quiso hablar de ello yse limitó a preguntar:

–¿Quiere que tomemos café en la sala dedesayuno?

–Ya no puedo encontrar ninguna parte de lacasa -dijo Norton mientras caminaban-. Apartede mi habitación y la biblioteca, todo hacambiado desde que estuve aquí por última vez,incluso la escalera.

–Sí, pero pienso poner al menos el vestíbulo ylas habitaciones de mi madre como estabanantes -dijo Jack-. He encontrado todos los viejospaneles en el granero, detrás de donde están losalmiares.

–¿Vas a vivir aquí?–No lo sé. Eso depende de Sophie. Nuestra

casa de Hampshire es muy incómoda, pero ellaha vivido allí desde que nos casamos y tienemuchos amigos en la zona. Me gustaría queWoolcombe estuviera más o menos comoestaba cuando yo era niño. Mi madrastra no

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quiere quedarse aquí porque la casa esdemasiado grande para ella y teme que sesentiría muy sola. Piensa vivir en Bath, dondetiene familia.

–Bueno, me alegro de que vayas a tener almenos un pie en el condado -dijo tío Edward,mirándolo significativamente; y cuando llegó elcafé, añadió-: Jack, me alegro de que estemossolos.

Hizo una pausa y después siguió hablando enun tono muy diferente, como si recitara undiscurso que hubiera escrito con mucho cuidadoe incluso cambiado varias veces, y con evidentenerviosismo.

–Supongo que te sorprendió verme aquí ayer-empezó-. Sé que a Carolina sí y también a HarryCharnock y a algunos otros. Y, hablando consinceridad, no debería haber venido -agregó y,después de otra pausa, continuó-: No es miintención hablar mal de tu padre, pero tú sabesmuy bien cómo me trató.

Jack hizo un movimiento con la cabeza quepodía significar cualquier cosa.

–Una de las razones por las que he venido es

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hacer lo que es correcto por la familia -continuó-,porque, después de todo, tu abuelo y yo éramosíntimos amigos y yo quería mucho a tu madre.Pero la razón principal es darte mi opinión sobrelo que mereces por la hazaña que llevaste a caboen Saint Martin y sobre la injusticia de que fuistevíctima en Londres.

La puerta se abrió y Philip irrumpió en lahabitación. Se detuvo al ver al tío Edward ydespués siguió avanzando con paso vacilante.

–Buenos días, señor -dijo, ruborizándose, yluego añadió-: Hermano Jack, el coche ha venidoa buscarme y ya me he despedido de mamá.

–Iré a despedirte -dijo Jack, y cuandocaminaban por el pasillo le dio una guinea-. Aquítienes una guinea.

–¡Oh, muchas gracias, señor! Pero esperoque no sea una descortesía decirle que megustaría más tener algo suyo como, por ejemplo,un lápiz usado, un viejo pañuelo o un pedazo depapel con su nombre para enseñárselo a misamigos del colegio.

Jack metió la mano en el bolsillo del chaleco ydijo:

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–Puedes enseñarles esto. Es la bala depistola que el doctor Maturin me sacó de laespalda.

Subió al niño al coche y continuó:–Las próximas vacaciones, si tu mamá te

deja, puedes venir a Hampshire a conocer a tussobrinos. Algunos son mayores que tú, ¡ja, ja, ja!

Ambos se dijeron adiós con la mano hastaque el coche dobló la esquina. Entonces Jackregresó a la sala de desayuno. La turbación detío Edward había desaparecido, y ahora elanciano, muy tranquilamente, preguntó:

–¿Vas a quedarte algún tiempo? Espero quesí, al menos porque lo necesitas por tus heridas.

–Respecto a ellas, le diré que me molestaronun tiempo, pero me curé tan rápido como uncachorro y, ahora que me han quitado los puntos,casi no me acuerdo de ellas. Me iré tan prontocomo haya dado las gracias a todos en el puebloy en las casas de los alrededores. La Surprisese está aprovisionando para hacer un viaje alextranjero y tengo que ocuparme de mil cosasaparte de las reparaciones. Mi médico apruebael viaje, a condición de que lo haga en coche.

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–¿No podrías pasarte una tarde en Milportpara conocer a los electores? No son muchos ylos pocos que hay son arrendatarios míos, asíque será sólo una formalidad, pero convienehacer las cosas decentemente. La orden realllegará muy pronto.

Al ver la expresión de asombro de Jack,añadió:

–Quiero ofrecerte el escaño.–¿Ah, sí? – preguntó Jack, y al darse cuenta

de la importancia, las implicaciones y lasconsecuencias de lo que Edward acababa dedecir, le dijo-: Creo que es ustedextremadamente amable, señor. No encuentropalabras para expresar mi agradecimiento.

Estrechó la vieja y delgada mano de Norton ylo miró fijamente unos momentos mientraspasaban por su mente, como los destellos deuna flota en una batalla, numerosas posibilidadesque no se atrevía a nombrar.

–Pensé que eso haría que tuvieras másfuerzas cuando trataras algún asunto con elGobierno -explicó Edward-. Un miembro delParlamento no tiene otro mérito que el de

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representar a su condado, pero un miembro quetenga sus propios méritos puede lograr que selos reconozcan, es decir, además de ladrarpuede morder.

–Exactamente. Tiene armas. El otro día unhombre que tiene cierta relación con losministros vino a hacerme una visita extraoficial yme dijo que si yo me arrastraba y suplicaba queme perdonaran, podría lograr que me otorgaranel perdón. Además, dijo o sugirió, ya no meacuerdo, que si me lo otorgaban me pondríanotra vez en la lista, es decir, que merehabilitarían. Sin embargo, le dije que cuandouno pide perdón por un delito es porque lo hacometido, y yo sé muy bien que no he cometidoningún delito. Le dije que el hambre echa al loboal monte, pero que yo no soy un lobo ni tengohambre y le pedí que me disculpara. Por tanto,todo quedó así y pensé que ya había perdidotodas las posibilidades. Pero si yo hubiera sidoun miembro del Parlamento, dudo que él hubieraabordado el asunto de esa manera y que encaso de que lo hubiera abordado, lo hubieradejado así.

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–Estoy seguro de que no, sobre todo si túfueras un miembro moderado que cumplieraestrictamente las normas de la Iglesia y el Estadoy que no vociferara, como estoy seguro de que loserás. Yo no pongo condiciones, Jack. Puedesvotar como quieras a condición de que no votesa favor de la abolición de la monarquía.

–¡Dios me libre! ¡Dios me libre!–Pero ni siquiera en la actual situación es ésa

la forma en que debería hablar a un hombre de tureputación.

–No creo que tuviera mala intención, perotrabaja en Whitehall y me he dado cuenta de quetodos los que trabajan allí se creen de muy altacategoría, tan alta como si estuvieran en la listade los oficiales de los buques insignia desde quenacieron.

El mayordomo entró y, mirando al señorNorton, dijo:

–Señor, Andrew me pidió que le presentarasus respetos y le dijera que ya arregló la rueda ytiene el coche en el patio. También quiere sabersi prefiere que lo traiga ahora o que dejedescansar a los caballos.

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–Que lo traiga ahora -dijo el señor Norton y,en cuanto la puerta se cerró, añadió-: Vamos,Jack, hazme el favor de pasar conmigo un díasolicitando votos. Disfrutaremos de unaexcelente comida en el Stag, en Milport, ydespués podremos tomarnos un bol de ponchecon los habitantes del distrito. Desde luego, esono será más que una formalidad, pero a ellos lesagradará. Seguramente hablarán de la situaciónpolítica más de lo deseable, pero debesprestarles atención. Podrás estar en tu casa deregreso el miércoles. ¿Crees que es un sacrificiodemasiado grande? La política de un país puedeser muy aburrida, lo sé.

–¿Un sacrificio, tío Edward? – preguntó Jack,poniéndose en pie-. Podría pedirme mucho,mucho más que eso, se lo aseguro. Daría mibrazo derecho por volver a estar en el BoletínOficial de la Armada o a medio camino de él.

En la habitación del doctor Maturin en elGrapes, una habitación cómoda y tapizada delibros, él y Padeen observaban el equipaje consatisfacción. Les fue fácil preparar una de laspiezas, una bolsa rellena como una salchicha de

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Leadenhall que contenía lo que Stephennecesitaba para hacer el viaje a Edimburgo(Stephen solo, pues Padeen iría hacia el norte enla Surprise); sin embargo, su verdadera hazañafue preparar el baúl del doctor. Padeen se habíabeneficiado mucho de su amistad con Bonden yhacía prodigios con los cabos, y ahora el baúlestaba en medio de la habitación con cabos quecruzaban sus lados diagonalmente y formabanuna intrincada red que admiraría a cualquiermarinero, pues los extremos de las rabizasestaban rematados con hermosos nudos deMatthew Walker, y el conjunto, con un nudo deballestrinque.

–No te has olvidado de mi poción, ¿verdad,Padeen? – preguntó Stephen.

No quiso ser más específico, pero con pociónquería decir láudano, el tranquilizante quehabitualmente tomaba por las noches, y quePadeen conocía muy bien porque ahora tambiénél lo tomaba, y se habría olvidado antes de sucamisa que de él (aunque después que Padeen,que lo diluía constantemente con coñac, lo habíadiluido aún más tras su temporal separación,

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tomarlo se había reducido a poco más que unacto de fe).

–No, caballero -respondió Padeen-. ¿No estájusto bajo la tapa y envuelto en tela acolchada?

Sonaron fuertes pasos en la escalera y luegola señora Broad abrió la puerta con el codo yentró. Sostenía dos montones de ropa interiorlimpia en sus brazos extendidos y los sujetabacon la barbilla.

–Aquí tiene -dijo-. Todas sus camisas conchorrera han quedado estupendas, pues las heencañonado como nunca.

Entonces, en un aparte, le contó a Stephen:–A la señora Maturin siempre le gustaba que

las arreglaran en Cecil Court.Después, alzando la voz como si estuviera en

el tope de un mástil, ordenó:–En el medio, Padeen, entre las sábanas y

los calzones de lana.Padeen se tocó la frente repetidamente en

señal de sumisión, y tan pronto como ella se fue,él y Stephen echaron un vistazo a la habitación yacercaron unas sillas al alto baúl armario. Puestoque Stephen no podía alcanzar la parte superior

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ni siquiera con una silla, tuvo que limitarse aalcanzar a Padeen alternativamente páginas deThe Times y camisas y a decirle cómo tenía quecolocarlas. Estaba en esa postura y decía: «Noimportan las chorreras ni el cuello» cuando Lucy,una joven delgada y de pasos ligeros, irrumpióen la habitación gritando:

–¡Una carta urgente para el doctor! ¡Oh,señor!

Comprendió inmediatamente lo que hacían yprimero les lanzó una mirada horrorizada y luegouna desaprobatoria. Los dos se avergonzaron yse sintieron culpables y no encontraron nada quedecir hasta que Stephen murmuró:

–Sólo las estábamos poniendo ahímomentáneamente.

Lucy frunció los labios.–Aquí tiene su carta, señor -dijo, poniéndola

sobre la mesa.Entonces Stephen le pidió:–No es necesario que hable de esto a la

señora Broad -le pidió Stephen.–Nunca he sido una soplona-replicó Lucy-.

¡Oh, Padeen, qué vergüenza, tienes las manos

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llenas de polvo!Stephen cogió la carta y su nerviosismo y su

sentimiento de culpabilidad desaparecieroncuando reconoció la letra de Jack Aubrey.

–Padeen, lávate las manos, por favor, y luegove al bar y di que me preparen un hordiate conlimón.

Acercó la butaca a la ventana y rompió elconocido sello:

Ashgrove CottageQuerido Stephen:¡Felicítame! Tío Edward ha tenido la

generosidad de ofrecerme el escaño que ocupael representante del distrito de Milport, que es desu propiedad. Fuimos allí y pasamos un día entresus habitantes, hombres amables que tuvieron labondad de decir que, debido a lo ocurrido enSaint Martin y las Azores, hubieran votado por míde todas maneras, aunque el primo Edward noles hubiera aconsejado que lo hicieran.

Cuando estábamos allí llegó el coche de unmensajero enviado por los ministros conpropuestas para mi tío, pero él le dijo que nopodía aceptarlas porque ya estaba

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comprometido conmigo. El mensajero le miróasombrado y se fue.

Regresé a casa después de pasar otro día encasa de tío Edward, porque quería que viera susrosas. No podía hacer menos. Cuando daba lanoticia y todo lo que espero que se derive de ellaa Sophie por vigésima vez, llegó HeneageDundas.

Sabía que la Eurydice iba a regresar, pero notuve tiempo para ir a Pompey a darle labienvenida y, cuando le mandé un mensajeinvitándolo a comer, la respuesta fue que sehabía ido a la ciudad, así que no nos sorprendióverlo. Supusimos que regresaba a su barco yque había doblado en el Jericho para visitarnos.

Pero sí nos sorprendió que después de haberelogiado la captura de la Diane y habermepedido que describiera la operación con todolujo de detalles, adoptara una actitud extraña y sepusiera muy serio. Al cabo de un rato dijo quehabía ido a visitarme como amigo y comoemisario. Me dijo que los ministros habían oídoque yo iba a ser el representante de Milport y quesu hermano se alegraba mucho porque ese

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apoyo adicional le permitiría presionar másintensamente a sus colegas para que merehabilitaran sin condiciones, es decir, sin tenerque pedir perdón. Añadió que para hacer esoMelville tenía que asegurarles cuál sería mipostura en el Parlamento y que no me pedía queapoyara a los ministros siempre, dijeran lo quedijeran, pero que al menos esperaba poderdecirles que yo no me opondría a ellos violenta ysistemáticamente, es decir, que no actuaría convehemencia ni entusiasmo. Miré a Sophie, quesabía perfectamente bien lo que yo quería, yasintió con la cabeza. Entonces dije a Heneageque era improbable que alguna vez hablara en elParlamento de otra cosa que no fuerancuestiones navales, pues he visto a muchosoficiales de marina perder el norte por meterseen política, y que, en general, votaría con muchogusto por las medidas propuestas por lordMelville, a quien estimo mucho y con cuyo padretengo una deuda de gratitud. En cuanto a actuarcon vehemencia y entusiasmo, ni siquiera misenemigos pueden acusarme de actuar así.Heneage estuvo de acuerdo en eso y dijo que

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nada podía hacerlo más feliz que llevar esemensaje, que Melville le había dicho que si larespuesta era favorable, empezarían a revisarmis documentos enseguida, y que a pesar deque tardarían varios meses en pasar por losadecuados canales y que no harían público elacuerdo oficial hasta que no pudieran hacerlocoincidir con alguna victoria en la Penínsulaibérica o, mejor aún, en el mar, se encargaría deque incluyeran mi nombre y mi cargo actual enuna lista especial para que consideraran laantigüedad que realmente tengo. ¡Oh, Stephen,que contentos estamos! Sophie va cantando portoda la casa. Dice que daría cualquier cosa porque compartieras nuestra alegría, así que te hagoestos garabatos con la esperanza de que telleguen antes que salgas para Leith. Pero si noes así, tendré el gusto de decirte esto cuandonos reunamos en Suecia. Quisiera hacer sólo uncambio en el plan que tenemos, y es que cuandoestemos en el Báltico iré a Riga para comprarcabos, palos y lona para nuestro viaje. La mejorlona que he visto en mi vida es la de Riga. QueDios te bendiga, Stephen. Sophie me encarga

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que te mande un cariñoso saludo.Afectuosamente,

John Aubrey–¿Qué pasa? – preguntó Stephen, poniendo

rápidamente la carta debajo de un libro.–Con su permiso, señor -dijo la señora

Broad, quien a juzgar por su expresión dulcedesconocía lo que había ocurrido con el baúlarmario-. Sir Joseph está abajo y pregunta sipuede hablarle ahora.

–Por supuesto que puede. Por favor, dígaleque suba.

–¡Oh, Maturin, cuánto me alegro deencontrarlo! – exclamó Blaine-. Temía que ya sehubiera ido.

–La silla de posta no sale hasta las seis ymedia.

–¿La silla de posta? Creía que se iría en uncoche.

–¿A catorce peniques la milla? – preguntóStephen con una expresión de asombro-. No,señor.

–Bueno -dijo Sir Joseph, sonriendo-, puedoahorrarle no sólo el enorme gasto de tomar un

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coche sino también estar sentado día y noche enun compartimiento mal ventilado, abarrotado degente desconocida y más o menos limpio que daconstantes sacudidas, comer comidas rápidas yoír constantemente: «No olvide al cochero,señor», hacer el aburrido viaje de Edimburgo aLeith y tener que subir a bordo del paquebote, loque le costaría mucho más material yespiritualmente, y llegar agotado.

–¿Cómo se propone conseguir esa maravilla,mi querido amigo?

–Llevándolo a bordo del cúter Netley mañanaa primera hora de la mañana. El cúter llevarámensajes y mensajeros a diversos barcos que seencuentran en Nore, Maturin, entre ellos, segúnsupe por telégrafo hace una horaaproximadamente, está el Leopard, que se dirigea Gefle.

–¿No será el horrible Leopard en que fuimosa Nueva Holanda y en el que constantementecorríamos el riesgo de naufragar y morir dehambre o ahogados? – preguntó Stephen.

–El mismo, pero ya le han quitado la mayoríade los cañones y navega con la bandera del

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Ministerio de Transportes. Ahora tiene una tareade poca importancia consistente en recogerpertrechos navales en Gefle. Va a reemplazar aun transporte capturado por un par de barcosnorteamericanos en el Skager Rack. Lo supeesta misma tarde, cuando llegó el informe delcomisionado en el que decía que el Leoparddebía prepararse para zarpar mañana. Yo estabaallí por casualidad y en cuanto oí que su destinoera Gefle me dije: «Voy a comunicárselo aMaturin inmediatamente, porque pueden dejarloen Estocolmo sin perder un minuto y así él seahorrará el viaje agotador, una gran cantidad dedinero, la pésima comida y estar en malacompañía. Salí corriendo y lo busqué en Black,en el Museo Británico, en Somerset House y alfinal lo encontré aquí, por donde debía haberempezado a buscarlo. Eso me hubiera ahorradomucha angustia y muchos enfados cuando meabría paso por entre una horda de paletos que semovían con lentitud. En esta época del añoLondres está llena de paletos, y no hacen másque mirar a su alrededor como bueyes.

–Le honra haberse tomado tanto interés, sir

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Joseph, y le agradezco infinitamente su ayuda.¿Quiere tomar un vaso de hordiate con limón oprefiere una jarra de cerveza de maíz?

–Una cerveza, por favor. Ninguna cantidadserá demasiada para mí, pues debo de haberperdido unas quince libras en la difícil carrera.Pero valió la pena. ¡Me alegro tanto de haberloencontrado! Sí no hubiera podido darle elmensaje, habría estado enfadado un mes.

Bebió la mitad de la cerveza, abrió la boca yluego continuó:

–Además, eso me hubiera impedido invitarloa ver una magnífica representación de Figaroesta noche. El joven que interpreta a Cherubinoparece un perfecto andrógino en calzones ¡ytiene una voz!

Siguió hablando del resto del elenco, sobretodo de una extraordinaria Contessa, peroStephen, que lo observaba atentamente, notóque pensaba en algo que mantenía en secreto, ypor fin lo reveló:

–Aunque escuchar música y hablarle del viajeen el. Leopard era importante -dijo Blaine-, lo eramucho más conseguir que se fuera con

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tranquilidad de espíritu.Blaine no estaba casado ni tenía familia y

aunque conocía a muchas personas casi no teníaamigos íntimos. Por otra parte, en su profesiónno había muchas posibilidades de ejercitar losafectos. Ésta era una de las raras ocasiones enque la amistad y el interés de la Armada iban dela mano. Estuvo mirando a Stephen durante untiempo y después comentó:

–Jack Aubrey va a representar a Milport ¡ja,ja, ja!

Entonces se levantó, dio unas palmadas aStephen en el hombro y empezó a pasear por lahabitación diciendo:

–¡Por Milport! ¿No está sorprendido? Yo sí,se lo aseguro. ¡El distrito de su padre! Nuncahabía conocido a un dueño de distrito tanmagnánimo. ¡Precisamente ese distrito! Es unpariente lejano, según tengo entendido. ¿Conoceal señor Norton, Maturin?

–Sólo lo vi en la boda de Jack. Es uncaballero alto y delgado.

–Eso cambia las cosas -dijo Blaine yenseguida continuó-: Llega justo a tiempo.

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Naturalmente, yo había pensado en que larepresentación de un distrito privado leproporcionaría el peso que necesita para inclinarla balanza a su favor. Sé que esos distritoscuestan mucho, pero, dadas las circunstancias,le hubiera sugerido comprarlo si alguno de losescaños que le corresponden hubiera estado enventa, pero no es así. No se me ocurrió que laúnica vacante, por decirlo así, se la pusieran enel regazo.

–Esa expresión no es muy correcta, Blaine.–Por supuesto que no, pero viene bien en

esta ocasión. Melville mandó a su hermanoHeneage a verlo, y estoy seguro de que él trataráel asunto mejor que Soames. Son viejos amigosy, aparte de eso, la propuesta será discreta y noincluirá ninguna clase de condiciones explícitas.Creo que, como Heneage Dundas hablará con élde marino a marino, podrá convencerlo de queno sea demasiado duro con Melville y suscolegas.

–Me alegro mucho de oír esto, Blaine -dijoStephen-. No dudo que Heneage Dundas sea elnegociador perfecto y, de acuerdo con las ideas

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del Jack Aubrey que yo conozco, no creo quefracase. Pero tal vez valga la pena indicar a lospolíticos amigos suyos que el único modo deasegurarse de que un marino no hable en elParlamento durante un período interminablesobre problemas navales o sobre cualquier otrotema que no conozca en profundidad, esmandarlo a hacer un largo viaje. Hay queocuparse de los problemas de Suramérica,indudablemente, pero también de los que larivalidad entre los sultanes malayos causa a laCompañía de Indias, los que no pudo resolver elpobre capitán Cook, ni Vancouver, menosafortunado que él. ¡Y piense en los desconocidosinsectos que habitan en Célebes! Brindemos conuna botella de champán.

El champán y la agradable excitación queproducía habían desaparecido hacía mucho,mucho tiempo el viernes, cuando el Leopardpasó por delante de Swin durante la guardia demedia. A cada minuto sus hombres disparabanun cañonazo por barlovento entre la niebla; eltambor sonaba constantemente, aunque lahumedad impedía la resonancia; en el pescante

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el sondador, sin pausa, sostenía el cordel con labarquilla y, con voz ronca, decía la letanía:«Marca siete, marca siete. Marca seis, seis ymedio». A veces, cuando el banco de arena queestaba por sotavento se encontraba más cerca,decía en tono angustiado: «Marca cinco, cinco ymedio». El barco navegaba apenas a dos nudosde velocidad entre la niebla, pero la profundidadvariaba mucho. Alrededor, en los mercantes y losbarcos de guerra situados a distancias difícilesde calcular que entraban o salían del río deLondres, se oían otros cañonazos, gritos y elruido de otros tambores, y sus mortecinas lucesaparecían cuando se acercaban mucho y luegodesaparecían en la espesa niebla.

Era fastidioso navegar por aguas pocoprofundas y muy transitadas, y el capitán, el pilotoy los oficiales más responsables estaban todavíaen la cubierta, donde habían permanecido salvoen escasos intervalos, desde que Stephen habíasubido a bordo, durante la última hora de buentiempo. El Leopard tuvo que zarpar con granrapidez, con pocos tripulantes, mal preparado ycon la cubierta desordenada. La recepción que

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le hicieron a Stephen no fue digna de elogio,pero, indudablemente, él no podía elegir unmomento peor, ya que en ese momento estabanlevando el ancla. Pero se había entristecidomucho antes de eso, mucho antes de haber oídodecir en tono irritado: «Váyase abajo, señor,váyase abajo. ¡Quiten este maldito baúl delmedio!». No había reconocido el barco desdemedia milla de distancia y supuso que elguardiamarina del cúter se burlaba de él; sinembargo, después de juntar curvas, volúmenes yproporciones que tenía almacenadas en algunaparte de la desordenada biblioteca que era sumente, comprendió que ese viejo transporte eraen realidad el Leopard. Tenía el casco menosarqueado, lo que le daba el aspecto de un perrode orejas gachas; llevaba el mástilcorrespondiente a una fragata de treinta y doscañones, que le habían puesto para aligerar supeso y que había modificado toda su estructuraquitándole su belleza, y el estado de la pinturaera lamentable.

Sintió tristeza al ver eso y sintió tristeza alsubir a bordo, pero hasta que no bajó a la

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cámara de oficiales, en la que le eran familiaresincluso el roce de la puerta en el umbral y lapequeña inclinación de la escotilla del jardín conun cierre de latón gastado, no se dio cuenta deque guardaba muy gratos recuerdos del viejobarco y lamentaba que lo hubieran degradado.En todas partes encontró negligencia y suciedad;en todas partes las cosas habían cambiado apeor. Era indudable que no podía juzgarse deacuerdo con el estado en que se encontrabacuando era un barco de guerra, cuando unsevero capitán y un diligente primer oficialdisponían de trescientos cuarenta tripulantespara mantenerlo en buen estado; sin embargo,incluso comparándolo con barcos donde habíamenos exigencias, como los que hacían elcomercio en las costas, era un barco sucio. Eraun barco sucio y sin armonía.

Mucho antes de que Stephen subiera por elcostado ayudado por el guardiamarina del cúter,tuvo el presentimiento de que sucedería undesastre, y aunque el hecho de que hubiera o noarmonía no tenía relación con la idea de queocurriría una catástrofe, ésta se afianzó cuando

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vio por primera vez al capitán del Leoparddiscutir con el piloto y a tres oficiales azotar a losmarineros que movían las barras del cabrestantemientras blasfemaban tan alto como podían.

La cena no fue muy alegre. Debido a laniebla, la llovizna, el viento flojo e inestable, laspeligrosas corrientes, los bancos de arena y elpeligro de colisión, la cena hubiera sidoangustiosa incluso en el viejo Leopard; en elactual fue espantosa. Los oficiales estabandivididos en dos grupos hostiles, el del oficial dederrota y sus amigos y el del contable y susamigos, y por lo que Stephen pudo ver, ambosestaban decididos a mostrar que no respetabanal capitán, un hombre viejo, alto, delgado,malhumorado y con aspecto de empleado que seasomaba de vez en cuando. También había allíotros pasajeros que iban a Suecia, todos elloshombres dedicados al comercio de pertrechosnavales. Cada uno de esos tres gruposmantenían una conversación aparte en voz muybaja. El grupo de los pasajeros (el másadecuado para Stephen, ahora que el cirujanodel Leopard estaba en su cabina borracho como

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una cuba) no tenía interés para los marinos. Paraellos eran simples hombres de tierra adentro queestaban de paso, y como se mareaban amenudo y siempre estaban estorbando, lesparecían molestos, pero servían deintermediarios entre los dos grupos. Laspalabras dirigidas a un hombre de Austin Friarsque se dedicaba al comercio del cáñamorebotaron en él y llegaron al final de la mesa, y asíStephen se enteró de que el capitán de otrobarco carbonero había dicho a gritos que alguienhabía visto cerca de Overfalls algunos barcosnorteamericanos navegando con rumbo sur y quepor eso el viejo pasaría por entre los bancosOwer y Haddock.

Poco después de esto llamaron a todos losmarineros a apartar un buzo holandés que habíachocado contra la aleta del Leopard a pesar delos gritos y los cañonazos. Stephen siguió a loscomerciantes a la oscura, húmeda y resbaladizacubierta, y al darse cuenta de que no podía ver nihacer nada, se alejó de allí, oyendo cada vez conmenor intensidad los gritos: «¡Cabezas dechorlito! ¡Sodomitas!» hasta que llegó a su

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cabina y cerró la puerta.Desde entonces estaba tumbado con los

brazos detrás de la cabeza en el coy dondedormía Babbington durante el viaje del Leopard alas islas Molucas, pasando por la Antártida, y semovía con el balanceo del barco. A lo largo demuchos años, imperceptiblemente, había llegadoa ser casi un marino, y le parecía que esapostura era la más cómoda y ese movimiento elmás agradable y que eran los mejores paradormir y reflexionar, a pesar del ruido de lostrabajos en el barco, los gritos y las pisadas queoía por encima de su cabeza y, en esta ocasión,además, el estampido del cañón que hacía lasseñales.

Durante la primera parte de la noche,mientras esperaba a que su medicina le hicieraefecto, se preparó mentalmente para ayudar alsueño a llegar. Hubo un largo período en quepensó en cosas agradables. Pensó que losasuntos de jack Aubrey no podían ir mejor y que,a menos que ocurriera una desgracia (sacó lamano y se persignó), tenía muchas posibilidadesde que no tardaran en rehabilitarlo. También

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pensó que era probable que le dieran el mandode un barco después del viaje a Suramérica y leencomendaran otra misión para llevar a caboindependientemente, ya que tenía talento paraello, y que tal vez podrían explorar juntos las altaslatitudes norte, lo que, sin duda, sería muyinteresante, aunque allí no esperaba encontrartanta riqueza como en el sur. Su pensamientovolvió entonces a la isla Desolación, adonde lehabía llevado ese mismo barco con esas mismascuadernas que ahora estaban deterioradas ydescuidadas, y recordó los elefantes marinos, losinnumerables pingüinos, los petreles de todas lasespecies y los extraordinarios albatros que lepermitían cogerlos y, aunque no eran muyamables, al menos no eran hostiles. Recordótambién los falaropos, los cormoranes de ojosazules, las focas fraile, las focas manchadas y lasotarias.

Tal vez porque perseguía tenazmente lafelicidad, su pensamiento volvió a la tarde quehabía pasado con Blaine. Durante un rato estuvopensando en la excelente comida y la botella deLatour, una botella lisa, redonda y alta. Luego

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recordó las confidencias que sir Joseph le hizocuando terminaron de beber: «El retiro al campopara dedicarme a la jardinería y la entomologíafue un fracaso. Lo intenté una vez y nunca volveréa hacerlo. A esta edad, con la experienciaadquirida en mi profesión a mis espaldas, lasideas que acudían por la noche a mi desocupadamente eran desagradables. Me sentía culpablede todo, aunque podía dar una explicaciónsatisfactoria en cada caso, y la única justificaciónera la actual actividad encaminada a perseguirsin tregua al enemigo». Después vino a su menteel recuerdo de la ópera, donde había visto unabrillante interpretación de Le nozze di Figaro,brillante desde las primeras notas de la oberturahasta el fragmento que siempre le habíaparecido el verdadero final, el momento previo alalboroto de los jóvenes campesinos, la parte enque en medio de un silencio absoluto elasombrado Conte cantaba con infinita dulzura:«Contessa, perdono, perdono, perdono».Repitió esto para sí varias veces y también laexquisita respuesta de la Contessa y laspalabras de la multitud anunciando que todos

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serían felices: «Ah tutti contenti saremo cosí»,pero ninguna vez satisfactoriamente.

En algún momento debía de haberseadormecido, pues de repente se dio cuenta deque la guardia había cambiado y de que lavelocidad del barco había aumentado más omenos un nudo. El tambor había dejado de tocaren el castillo, pero el cañón seguía disparandoaproximadamente cada minuto y su voz interioraún cantaba: «Ah tutti contenti saremo cosí…».Aunque ahora la cadencia era casi la correcta,repetía las palabras con mucha menosconvicción, las repetía mecánicamente, sinpensar, porque en su sueño había vuelto aaparecer el presentimiento de que ocurriría unadesgracia y ocupaba por completo su mente.

Ahora le parecía obvio que el viaje a Sueciapodía ser inoportuno. Era cierto que iba a llevar aDiana el diamante azul que ella apreciaba tanto,pero se lo podía haber mandado con unmensajero o a través de la legación. Ella podríainterpretar el hecho de que se lo llevarapersonalmente como una mezquina exigencia degratitud, que por su propia esencia estaba

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necesariamente condenada al fracaso. Eraprobable que Blaine tuviera razón al decir queDiana no quería o ya no quería a Jagiello, y él sealegraba porque el hermoso joven le erasimpático y no deseaba entablar con él unsangriento combate por convencionalismo. Peroeso no significaba que Diana no quisiera a otrohombre, tal vez mucho más pobre, más discreto ymás alejado de la vida pública. Diana era unamujer apasionada y cuando amaba, amaba conpasión. Él sabía muy bien que de lossentimientos que los unían sólo los suyos eranprofundos, pues ella simplemente sentía hacia élsimpatía y el afecto propio de los amigos, perono lo amaba con pasión. Tal vez su odio haciaStephen debido a su supuesta infidelidad eraapasionado, pero nada más lo era.

Había amplias e importantes zonas de lamente de Diana que ella conocía tan poco comoél, pero estaba seguro de una cosa: su amor porla vida lujosa era más falso que real. Sin duda,detestaba pasar estrecheces y estar encerrada,pero detestaba aún más que le dieran órdenes.Le gustaban las excentricidades, pero hacía

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poco o nada por buscar el medio de llegar aellas, y en cualquier caso, nada en contra de suvoluntad. Nada tenía más valor para ella que laindependencia.

¿Y qué podía ofrecerle él, por la entrega de almenos una pequeña parte de ella? Dinero,desde luego, pero, naturalmente, en estecontexto el dinero no tenía importancia. Sialguien no besaba desinteresadamente, eso noera besar. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle?Podría ganar diez mil libras al año y tener un cotode caza, pero no podía considerarse guapo, nisiquiera medianamente guapo. Además, no eraun buen conversador, carecía de encanto y lahabía ofendido públicamente, o al menos esopensaban ella y sus amigas, lo que era lo mismo.

Cuanto más pensaba en eso, tumbado allí ybalanceándose con las olas mientras el Leopardavanzaba en dirección a Suecia, másfundamento le parecía que tenía supresentimiento y que el viaje no podría ser otracosa que un fracaso exquisitamente doloroso. Almismo tiempo, en la parte de su mente menosracional se arraigó con tal fuerza el deseo de que

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fuera un éxito que sintió un gran cansancio y sucuerpo se puso tan rígido que tuvo que haceresfuerzos para respirar. Se sentó, juntó lasmanos y empezó a mecerse en el coy. Pocodespués, en contra de su sentido común y sufortaleza, y olvidando su resolución, abrió su baúl,buscó a tientas el frasco de la poción quetomaba por la noche y se tomó otra dosis.

No le costó despertarse porque el sueñoestuviera inducido por el láudano, ya que ahora latintura apenas hubiera hecho efecto a un adulto,sino porque su mente había alcanzado un inusualgrado de agotamiento. Sin embargo, todavíaestaba tan aturdido que parecía que habíatomado jugo de adormidera, mandrágora ynepente y tardó unos momentos en comprendercabalmente lo que decía el sirviente.

–¡Vamos, señor! ¡Nos hundimos!El hombre repitió sus palabras mientras

sacudía los cabos que sostenían el coy y Stephenreconoció el áspero sonido que se oía pordebajo de él: el barco había encallado, pero noen una roca sino en un banco de arena.

–¿Nos hundimos? – preguntó Stephen,

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sentándose.–Bueno, no, señor -respondió el sirviente-. Le

dije eso en broma para que se levantara. Peroese maldito estúpido hizo encallar el barco en lapunta del banco Grab y el señor Roke va a bajara tierra para pedir ayuda. El capitán cree que lospasajeros deben irse con él, por si acaso elbarco se hace pedazos.

–Gracias -dijo Stephen y se levantó, se anudóel corbatín, la única cosa que se había quitado, ycerró el baúl-. Por favor, entregue esto a unmarinero para que baje mi equipaje a la lancha -añadió, dándole media corona-. Y le agradeceríaque me trajera a la cubierta una taza de café. Encubierta vio que el día era gris y lloviznaba, perono había viento y el barco se movía menosporque estaba bajando la marea. Elcontramaestre tenía al piloto acorralado en elpasamano, y entre insultos el capitán le golpeabacon un cabo anudado. Los otros miembros de latripulación bajaban cuidadosamente la lanchapor el costado sin hacer caso de los gritos delpiloto. No se veía tierra sino solamente la lloviznagris cayendo sobre el mar gris, pero parecía que

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todos sabían dónde se encontraban y nopensaban que estuvieran en una situación deemergencia.

Cuando la lancha ya estaba abajo y lostripulantes se encontraban a bordo, se dieroncuenta de que le entraba agua, y apenas habíaavanzado cinco minutos cuando el agua lescubrió los pies.

–¡Mueva la palanca! – gritó el señor Roke aStephen-. ¡He dicho que mueva la palanca!

Un joven ayudante, que Stephen no habíavisto hasta ese momento, se inclinó hacia él yempezó a mover la palanca con rapidez. Era muyamable y dijo a Stephen que llegarían a Mantónantes que cambiara la marea y que si queríaestar en un hostal cómodo le recomendaba quefuera al Feathers, que su tía tenía a su cargo.Añadió que, de todas formas, no era probableque estuvieran allí mucho tiempo porque, a pesarde que el barco había perdido el tablón del timóny un pedazo de la falsa quilla, Joe Harris, unhombre de Mantón, lo remolcaría y en cuantovolviera a estar a flote todos subirían otra vez abordo. Y agregó que habían mandado a los

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pasajeros a tierra debido al seguro, pero que élno tenía nada que temer.

–¡Mueva la palanca! – gritó de nuevo el señorRoke.

–¡Ahí está Mantón, justo delante de nosotros!– exclamó el joven cuando Stephen había sacadocasi toda el agua de la lancha.

El terreno era llano, era el característico deleste de Inglaterra. Los elementos se unían casiimperceptiblemente en los derruidos rompeolas ylos carrizales bajo la luz mortecina y el olor delgas de los pantanos se mezclaba con el de lasalgas.

–¿Conoce al reverendo Heath, de Mantón? –preguntó Stephen.

–¿El reverendo Heath? Todo el mundoconoce al reverendo Heath. Siempre le llevamostodo lo raro que encontramos, tanto un pequeñopez como un arenque.

El señor Roke se puso de pie y empezó abalancearse al compás del movimiento del bote.

–¡Oiga, señor, si no mueve la maldita palancacambie de puesto conmigo y yo la moveré! –gritó.

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En Shelmerston, en una habitación del primerpiso del William's Head situada en el frente,Sophie leyó:

–«Pan en bolsas, 21.226 libras; lo mismo enbarriles, 13.440 libras; harina para pan enbarriles, 9.000 libras; cerveza en toneles, 1.200galones; ron, 1.600 galones; carne, 4.000unidades; harina en vez de carne en barrilesmedianos, 1.400 libras; sebo, 800 libras; pasas,2.500 libras; guisantes en toneles, 187celemines; avena, 10 celemines; trigo, 120celemines; aceite, 120 galones; azúcar, 1500libras; vinagre, 500 galones; sauerkraut, 7.860libras; malta en toneles, 40 celemines; sal, 20celemines; cerdo, 6.000 unidades; semillas demostaza, 160 libras; zumo de lima concentrado,10 barriletes; zumo de limón, 15 barriletes.»

–Los precios se encuentran en la lista queestá junto al tintero -dijo-. He sumado todas lascantidades excepto las dos últimas, pues eldoctor Maturin ya las ha pagado. Tal vezpodríamos comparar nuestros resultados.

Entretanto el señor Standish, el nuevo einexperto contable de la Surprise multiplicaba y

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dividía, Sophie miraba por la ventana hacia lasoleada bahía. La Surprise estaba amarrada enel muelle Boulter y sus hombres estabancargándola con la enorme cantidad deprovisiones de la lista que se encontraba sobrela mesa. No tenía muy buen aspecto porque lasescotillas estaban abiertas y las grúas bajabanhasta su parte más profunda y, además, no lehabían dado la última capa de pintura porquehabría sido descabellado hacerlo antes deacabar de cargarla. Pero cualquier marinoadvertiría los cabos nuevos de cáñamo de Manilaque había en la jarcia y que provocarían laenvidia a cualquiera que navegara en un barcodel rey, así como el reluciente pan de oro delmascarón de proa y las volutas que estabandetrás. Durante su vida, la fragata se habíallamado L'Unité, Retaliation y Retribución, y lafigura de expresión indefinida parecía bastanteadecuada para cada una de los nombres; sinembargo, ahora alguien con mucho talento lehabía elevado las cejas y le había fruncido laboca, de modo que su expresión era desorpresa, y con su notable pecho y sus rizos de

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oro tenía un aspecto muy agradable.Mientras Sophie miraba hacia allí vio a sus

hijos pasar corriendo por abajo y, sobre todo,oyó sus gritos. Los niños no podían calificarse derefinados, pues los habían criado variosmarineros que vociferaban, usaban un lenguajevulgar los consentían demasiado y, después dehaber pasado un tiempo entre un grupo decorsarios que sentían adoración por ellos y losatiborraban de caramelos, les daban tragos deginebra azucarada, y les regalaban navajas ycabezas reducidas de lugares remotos, estabana punto de estropearse. Ahora Bonden y Killickestaban encargados de cuidarlos, pero, comoambos estaban tan preocupados por el traje degala de Jack Aubrey (esa noche los Aubrey ibana cenar con el almirante Russell), ellos los habíandejado detrás. En respuesta a susamenazadores gritos, las dos niñas sedetuvieron y se subieron al muro de cuatro piesde altura que bordeaba la rampa. Justo en esemomento su pequeño hermano las empujó y ellascayeron a la playa. Entonces él corrió endirección a la fragata tan rápido como le

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permitían sus cortas piernas y tres mujeres delpueblo levantaron a sus hermanas de losguijarros que estaban descubiertos porque lamarea había bajado. Las mujeres las sacudierony las consolaron lo mejor que pudieron, sobretodo a Charlotte, que tenía el delantal roto.Además les dijeron que no debían correr detrásde su hermano gritando «sodomita», «torpe» o«hijo de puta» porque a su mamá no le gustaría.

A su mamá no le gustaba, pero aunque no legustaba sabía que podían pasar de un lenguajeal otro sin ninguna dificultad. No obstante eso, sevolvió hacia la señora Martin, que remendabaunas medias de su esposo, y dijo:

–Mi querida señora Martin, se me partirá elcorazón cuando zarpe la fragata, pero si estosniños siguen aquí mucho más tiempo, me temoque se convertirán en salvajes.

–Dos días más no les perjudicarán -replicó laseñora Martin tranquilamente-, y me parece quesólo faltan dos días más.

–Eso creo -dijo Sophie-. Han prometido quetraerán la sauerkraut mañana, ¿verdad, señorStandish?

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–Sí, señora -respondió el contable, quetodavía sumaba-. Y confío en que así sea.

Ella suspiró. Naturalmente, sentía mucho,muchísimo separarse de su esposo, y la idea desu partida, a pesar de que era algo previsto einevitable, algo por lo que incluso había rogadocon todas sus fuerzas, le causaba una profundatristeza. Pero una pequeñísima parte de sutristeza se debía a que tenía que abandonarShelmerston. Había vivido retirada y a pesar deque había estado dos veces en Bath, dos enLondres y varias en Brighton, Sherlmerston eramuy distinto a los lugares que había visto oimaginado. Era lo más parecido a un refugio depiratas del Caribe, especialmente en esos días,ya que el sol brillaba desde el día de su llegada.Pero era un refugio habitado por los piratas másamables, y ella podía ir sin miedo de un lado aotro paseando por sus calles de arena, donde lasaludaban y le sonreían porque era la esposa delhombre más respetado y admirado del puerto, elcapitán de la Surprise, esa inmensa mina de oro.

Al principio la sorprendieron las prostitutas,pues, aunque sabía que había algunas muy raras

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en Portsmouth, nunca había visto a tantas juntas.Allí constituían una considerable parte de lapoblación y eran aceptadas. En el grupo habíaalgunas viejas amargadas, pero la mayoría deellas eran jóvenes, guapas y alegres y se vestíande colores llamativos. Bailaban y reían y sedivertían mucho, sobre todo por las noches.

Fascinaban a Sophie, y como ella les habíadado las gracias sincera y abiertamente variasveces por ser amables con sus hijos, no le teníanaversión por ser virtuosa. En realidad, toda laciudad la fascinaba, porque allí siempre ocurríaalgo, y, si no hubiera sido porque se habíacomprometido a ayudar al joven señor Standishcon las cuentas, no se hubiera apartado casinunca del mirador, desde el que se abarcabacon la mirada todo el paseo marítimo, losmuelles, los barcos y la bahía, y que era como elpalco real de un teatro donde la función erainterminable.

El principal evento de esa tarde era laaparición del carruaje del William, un vehículoconstruido para el capitán general de Guatemalay profusamente decorado para impresionar a los

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nativos de ese lugar. Un corsario de Shelmerstonse había apoderado de él en la Guerra de losSiete Años y lo había entregado al William parasaldar una deuda contraída unos cincuenta añosatrás. Lo habían construido para ser tirado porseis u ocho mulas, pero ahora, en las rarasocasiones en que salía, tiraban de él cuatrocaballos percherones del viejo Shelmerston. Enese momento los caballos pasaron al trote pordebajo del arco del patio y se dirigieron al muelleBoulter, y los niños de la ciudad empezaron acorrer a ambos lados del carruaje dando gritos.Entonces Sophie subió apresuradamente paraponerse su vestido de muselina bordada.

Desde hacía algún tiempo, era un secreto avoces que a Jack Aubrey iban a incluirlo denuevo en la lista de capitanes de navío, y él norechazaba invitaciones (además ofrecíabanquetes a grandes grupos de viejos amigos, loque agotaba las provisiones del William). Ahoraestaba deseoso de cenar con el almiranteRussell.

–Lo único que lamento es que Stephen noesté aquí -dijo cuando el carruaje avanzaba por el

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amplio camino que pasaba por detrás deAllacombe-. El almirante ha invitado al médicojefe de la escuadra y seguramente amboshubieran simpatizado.

–¡Pobre Stephen! – exclamó Sophie,moviendo la cabeza a un lado y otro-. Supongoque ahora estará en Suecia.

–Sí, allí estará, si el viaje ha sido rápido -dijoJack.

El viaje no fue rápido. En realidad, en esemomento Stephen no había avanzado haciaEstocolmo más de treinta millas, y cuando laSurprise zarpó dos días después, desde elLeopard, con su falsa quilla y su timón nuevos porfin, apenas se había dejado de divisar la iglesiade Mantón. Después de los primeros días deespera, Stephen pensó que era inútil continuar elviaje hacia el norte por tierra, porque no podríacoger el paquebote, así que se quedó dondeestaba, alojado en el Feathers, y pasaba lamayor parte del día con su amigo el pastorHeath. Reconoció que no le importaba que elviaje se retrasara, ya fuera por un naufragio, porun caso de fuerza mayor o por cualquier otra

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cosa que estuviera fuera de su control, y ademásse alegró de poder familiarizarse con los pavosmarinos.

Los había visto a menudo cuando pasaba porlas lagunas de la costa mediterránea en la épocade la migración y le parecieron aves sinimportancia, pero Heath lo llevaba cada día a unlugar donde anidaban aves salvajes y allí pudover cientos de ellos. Estaban en la época decelo, y los machos danzaban abriendo el plumajey después avanzaban hacia sus adversariosestremeciéndose y, aparentemente en un estadode exacerbado apetito sexual, entablaban uncombate ritual mostrando la extraordinariavariedad de plumas de su collarín.

–Su instinto es muy fuerte, Maturin -dijo elseñor Heath.

–Sí, es muy fuerte, señor, muy fuerte.Pero el instinto de las hembras era aún más

fuerte, aunque no tan evidente. A pesar de la faltade atención de sus compañeros, del afán de losdepredadores cuyas vidas dependían de sueficacia y el pésimo tiempo, Stephen y Heathpudieron ver a tres de los polluelos más valientes

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sacar las garras del cascarón y a otro empezar aromperlo en el momento en que un mensajerocon voz de niño de coro llegó para decirle que elLeopard estaba saliendo del astillero.

Los tripulantes del Leopard empezaron atratarlo un poco mejor. Eso se debía en parte aque todos, incluido el huraño señor Roke,estaban contentos, porque en cuanto el barcosalió del puerto de Mantón sus velas sehincharon con un fuerte viento y alcanzó seis eincluso siete nudos, una magnífica velocidad ensu estado actual. También se debía en parte aque un marinero lisiado que había sido tripulantede la Boadicea y ahora trabajaba en el astillerode Mantón lo reconoció y, además, a que la lonaque cubría su baúl, en la que estaba escrito S.Maturin, pasajero del Leopard, se rompió cuandolo subieron a bordo y pudieron verse los nombresde todos los barcos en que había navegado,pues, según la costumbre naval, se pintaban enel frente y se tachaban con una fina línea roja alfinal de la misión.

Stephen había notado que los hombres demar, a pesar de ser crédulos e ignorar muchas

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cosas del mundo, generalmente erandesconfiados y prudentes en el momento menosoportuno, pero los dos testimoniosindependientes eran irresistibles. El primer díaque estuvieron en alta mar, después de unsilencio general durante la comida, el señor Rokedijo:

–Así que fue usted un tripulante de laBoadicea, señor.

–Efectivamente -respondió Stephen.–¿Por qué no nos lo dijo cuando subió a

bordo?–Porque nunca me lo preguntaron.–Es que no le gusta presumir -observó el

contable.Los oficiales hicieron otras suposiciones y

luego el cirujano dijo:–Usted debe de ser el doctor Maturin que

escribió Las enfermedades de los marineros.Stephen asintió con la cabeza. El contable

suspiró y, moviendo la cabeza de un lado a otro,dijo que la culpa era del Almirantazgo, que selimitaba a mandar una nota diciendo: «Admitan abordo a esta persona que va a Estocolmo y

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denle de comer», sin decir una palabra de sucategoría, y que podía ser Agamenón oNabucodonosor y uno no lo sabía.

–Pensamos que usted era un comerciantecorriente que iba al Báltico por negocios, comoestos caballeros -dijo, señalando a loscomerciantes, que bajaron la vista y miraronfijamente el mantel manchado.

–Todavía era un barco de guerra cuandousted estaba a bordo, ¿verdad, señor? –preguntó el señor Rolke.

–Hizo su último viaje como un barco decincuenta cañones. En ese viaje hundió elWaakzaamheid, un barco holandés de setenta ycuatro cañones, en las altas latitudes del sur. Esaacción de guerra apenas se conoce porque enesas aguas era imposible que quedaran restosde la embarcación o prisioneros. Creo que nuncasalió en ningún periódico.

–Háblenos de ella, doctor, por favor -rogó elseñor Roke, con el rostro radiante como sicompartiera la gloria conseguida en ella; losotros marinos acercaron más sus sillas.

–¡Un barco de cincuenta cañones hundiendo

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uno de setenta y cuatro!–Tengan en cuenta que yo estaba abajo y que

a pesar de que oí los cañonazos no vi nada.Todo lo que puedo contarles es lo que me dijeronlos que tomaron parte en el combate.

Todos dijeron que no les importaba y loescucharon con mucha atención. Le pedían queles diera detalles y que repitiera algunosepisodios para poder recordarlos mejor, puesaunque el Leopard estaba lejos de encontrarseen su mejor momento, aún era su barco. Ése fueel principal tema y, aunque también hablaronrespetuosamente de las recientes hazañas deJack Aubrey y expresaron su indignación porquelo habían atropellado, lo hicieron brevemente,como si todo eso estuviera en otro plano. Era elLeopard, el tangible Leopard el que lesimportaba.

Durante los siguientes días contó una y otravez toda la historia o algunos de sus episodios.Unas veces los contó en la cabina del capitán,adonde había ido a comer con él, y señaló ellugar exacto en que estaban colocados loscañones de popa, donde todavía se veía su

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rastro; otras, en el alcázar, donde sus oyentes locorregían cuando cambiaba ligeramente el ordeno cualquier epíteto. Y mientras tanto el vientosoplaba con fuerza y hacía navegar el barcohacia el nortenoreste muy rápido, más rápido delo que Stephen deseaba. Vio en el Skagerrakalgunas aves del norte, algunos patos de flojel, yse le partió el corazón cuando vio que una rachade viento del oeste los empujaba hacia elKattegat y el Gran Belt. Avanzaron sin pausahasta que el mastelero de proa se rompió alnorte de Oland, y navegaron muy lentamentedesde entonces y todos perdieron la esperanzade hacer un excelente viaje, lo que provocó quemuchos se irritaran y blasfemaran. Pero aStephen el avance no le parecía demasiadolento, y en esas largas horas se disipó la grantensión que sentía.

A pesar de eso, cuando avistaron la Surpriseel jueves por la mañana, subió a bordo a todaprisa.

Había subido a cubierta muy temprano, pueshabía dormido mal y no podía soportar oír otroestornudo forzado en la cámara de oficiales. Su

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joven colega, el actual cirujano del Leopard, noera un hombre malo, pero pensaba que eragracioso exagerar el sonido de los estornudos ytenía la costumbre de hacerlo. Y cada vez quehacía ese ruido, lo que ocurría con frecuencia,miraba a un lado y a otro de la mesa paracompartir su regocijo.

Stephen, por tanto, subió a cubierta muytemprano, y vio al capitán y a la mayoría de susoficiales mirando ansiosamente hacia un barcoque se aproximaba por barlovento por la aleta deestribor y cuyo casco ya podía verse.

–No tiene estandarte -observó el capitán-, asíque no puede ser un barco de guerra.

–No. Estoy seguro de que es un barcocorsario, un barco corsario norteamericano -dijoel oficial de derrota.

–Si hubiera colocado el mastelero anoche,podríamos refugiarnos en Verstervik, pero ahorano tenemos esperanzas de hacerlo. Mire cuántaespuma forma.

En efecto, formaba mucha espuma. Teníadesplegadas las juanetes y las alas debarlovento y navegaba a más de diez nudos y su

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proa formaba grandes franjas de espuma aambos lados.

Mientras el capitán y el joven oficial dederrota se hacían reproches (pues, naturalmente,el oficial de derrota había culpado también alcapitán), este último, Francis, pidió prestado eltelescopio al señor Roke. Estuvo mirando elbarco con atención durante largo rato y despuésle dio el telescopio a Stephen.

–Tranquilícese, señor Francis -dijo Stephendespués de asegurarse bien de lo que veía-. Esla Surprise y está al mando del señor Aubrey,quien iba a reunirse conmigo en Estocolmo.Capitán Worlidge, le ruego que detenga el barcoe ice una bandera para indicar que nos gustaríacomunicarnos con él. Creo que podré a ir aEstocolmo en la fragata y ahorrar así muchotiempo.

Había ganado autoridad por ser el tripulantedel Leopard de más antigüedad y había habladocon seguridad de lo que quería, y la petición eratan poco importante que Worlidge respondió quesiempre estaba dispuesto a complacer a unoficial del rey. Entonces los tripulantes del

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Leopard acercaron la gavia mayor al mástil.Nadie hubiera podido mirar al nuevo

representante de Milport en el Parlamento sinanimarse. Pero eso no se debía a que JackAubrey estuviera exultante o a que tuviera unaexpresión satisfecha (en verdad, tuvo unaexpresión sombría hasta algún tiempo despuésde abordar la fragata con el Leopard), pero senotaba que tenía en su interior alegría y paz y quehabía desaparecido el desencanto que las habíaocultado durante meses llevándolo casi a lainsensibilidad. Tenía el semblante risueño hastaque le arrebataron la alegría, y la risa y lassonrisas habían formado las arrugas en susonrosado rostro. Su semblante volvió a ser elmismo, pero su cara tomó un color rosado másfuerte y sus azules ojos adquirieron un brillo másintenso.

Stephen notó que su tristeza y sudesesperación disminuyeron y casi llegaron adesaparecer mientras hablaba con Jack de lagenerosa acción de su primo Edward Norton yde la Cámara de los Comunes. Amboscoincidían en que lo mejor que Jack podía hacer

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era guardar silencio excepto en casos quetuvieran mucha relación con los asuntos navales yen general, aunque no incondicionalmente, dar suapoyo a los ministros o al menos a lord Melville.Después que Jack escuchó un relato bastantedetallado de cómo había encallado el Leopard,en compañía de Pullings y Martin enseñó aStephen los nuevos cabos de cáñamo de Manilaque habían puesto en la jarcia y el palo trinquete,que habían colocado un poco más inclinado.

–Creo que así podrá adelantar una braza máspor nudo -dijo Jack.

–Se mueve tan rápido como un caballo altrote -aseguró Stephen, mirando por encima delcostado hacia las tranquilas aguas que bajabanpoco a poco y permitían ver las placas de cobreque cubrían la parte central del costado.

Mientras decía eso se dio cuenta de quecada hora estaba diez millas más cerca deEstocolmo y que probablemente bajaría a tierraal día siguiente.

–No confío en este viento, porque ha estadocambiando de dirección durante toda la guardia,y dudo que las alas puedan estar desplegadas

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hasta las ocho campanadas.La idea de que aquel rápido avance daba

inmediatez a su futuro permaneció en la mentede Stephen mientras ambos comían, y, despuésde decir todo lo que podían decir sobre elParlamento, Ashgrove, Woolcombe, los niños,Philip Aubrey y los nuevos toneles de hierrodonde llevaban el agua de la Surprise, supensamiento se apartó de allí. A pesar de la gransatisfacción que le producía ver al Jack Aubreyde antaño al otro lado de la mesa, volvió a sentirangustia.

Jack sabía por qué Stephen había ido alBáltico, desde luego, y al final de la comida notóque su amigo parecía diez años más viejo y teníauna expresión triste; sin embargo, ése era unterreno en el que no se podía meter si no lollamaban. Después de un largo silencio, algoinusual entre ellos, pensó que no podía volver ahablar de sus propios asuntos porque se habíacomportado como un egocéntrico y undesconsiderado durante demasiado tiempo, asíque pidió otra cafetera llena de café y habló deStandish y la música.

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–Tengo la satisfacción de decirte que desdeque nos encontramos por última vez la fragata haincorporado un contable -anunció-. No hanavegado nunca y, como no es un contableexperimentado, Sophie le ha ayudado a hacerlas sumas; pero es un caballero, es amigo deMartin y toca el violín asombrosamente bien.

Standish procedía de una familia de marinos,pero no de renombre (su padre había muertosiendo teniente). Siempre había deseadohacerse a la mar, pero sus amigos estaban encontra de eso y para complacerlos decidióestudiar para ser un pastor, pensando quetendría la protección de un eclesiástico primosuyo. Sin embargo, estudió más materiasrelacionadas con la navegación y la antigüedadclásica que con la teología. No se le ocurrió leeratentamente los Treinta y Nueve Artículos hasta elmomento en que tuvo que adherirse a ellos, yentonces comprendió con angustia que no podíahacerlo, pero si no lo hacía no podía llegar a serpastor. Dadas las circunstancias, podía elegirhacerse a la mar, lo que en realidad habíadeseado siempre, pero, obviamente, ya era

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mayor para formar parte por primera vez delgrupo de oficiales de un barco de guerra. Laúnica forma de entrar en la Armada era comocontable y, a pesar de su inexperiencia (lamayoría de los contables empezaban su carreramuy pronto como escribientes del capitán), unantiguo compañero de tripulación de su padreusó la influencia que tenía con la Junta Naval yconsiguió que le dieran ese cargo; sin embargo,incluso al contable de un barco de sexta clase sele exigía como garantía la prueba de que poseíacuatrocientas libras, y como Standish habíaofendido a su familia, no poseía ni cuatrocientospeniques.

–Pensé que podía olvidar la garantía en vistade que traía un violín -dijo Jack-. Te aseguro quetiene un excelente oído y que toca con grandelicadeza, ni con demasiada dulzura ni condemasiada sequedad, ¿me comprendes? Y,puesto que Martin toca bastante bien la viola, seme ocurrió que podríamos tocar un cuarteto.¿Qué te parece si preparamos un bol de ponchey los invitamos a tomarlo con nosotros? Tambiénpodríamos invitar a Tom y a Martin.

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–Me encantaría reunirme con esos caballeros-dijo Stephen-, pero hace mucho tiempo que notoco el violoncelo y antes tengo que tocarlo solo.

Se fue a su cabina y mientras trataba deafinar el violoncelo se oyeron varios sonidoschirriantes y roncos. Después tocó algunasfrases musicales muy despacio y luego preguntóa Jack:

–¿Reconoces esto?–¡Por supuesto! – respondió Jack-. El final de

Figaro, es muy hermoso.–No puedo cantarlo bien y se oye mejor

cuando lo toco con el violoncelo -dijo Stephen.Entonces cerró la puerta y poco después la

popa del barco, que generalmente estabasilenciosa cuando el viento soplaba por popa yhabía olas de moderado tamaño, se llenó de lasagudas notas del Dies Irae, que se repitieron unay otra vez y provocaron el asombro de losoficiales.

Más tarde, mucho más tarde, después de lapresentación, el ponche y una largaconversación, la cabina volvió a llenarse demúsica; pero esta vez de una con menos

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convicción y más suave, pues los cuatro hombresinterpretaron el Concierto en re mayor deMozart.

Stephen se fue a dormir muy tarde esa noche,con los ojos húmedos y enrojecidos por elesfuerzo de leer una partitura poco conocida a laluz de la lámpara, pero con la mente fresca, tanfresca que cuando llegó a dormirse se sumergióen un sueño profundo y extraordinariamentevivido del que no salió hasta que Jack le dijo:

–Disculpa que te despierte, Stephen, pero elviento ha rolado noventa grados y no podemosllegar a Estocolmo. El barco de un práctico decosta está abordado con la fragata y podrállevarte hasta allí, o puedes venir conmigo hastaRiga e ir cuando regresemos. ¿Qué prefieres?

–El barco del práctico de costa, por favor.–Muy bien -dijo Jack-. Le diré a Padeen que

traiga agua caliente.Mientras esperaba a que el agua llegara,

Stephen afiló la navaja, pero cuando tenía todolisto se dio cuenta de que la mano le temblabademasiado para afeitarse.

–Me encuentro en un estado horrible -

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murmuró.Entonces, con la intención de mejorarlo, cogió

su medicina, pero se le cayó antes que pudieraechar al menos una gota en el vaso. Enseguidase notó en la cabina el olor del láudano y aúnmás el del coñac, y Stephen se quedó mirandolos pedazos del frasco roto unos momentos yadvirtió el contratiempo, pero no tenía la energíamental ni el tiempo necesarios para resolverlo.Pensó que si bajaba a la enfermería y traía unabombona grande y un pequeño frasco podríareemplazar lo que había perdido.

–¡Al diablo! – exclamó-. Compraré más enEstocolmo y, además, me afeitaré en unabarbería.

–¡Ah, estás ahí, Stephen! – exclamó Jack,mirándolo con ansiedad-. Me temo que harás unlargo viaje. ¿No te llevas a Padeen?

Stephen negó con la cabeza.–Sólo quería decirte, antes de subir a

cubierta… Sólo quería decirte que le dieras unafectuoso saludo a la prima Diana de nuestraparte.

–Gracias, Jack-dijo Stephen-. No lo olvidaré.

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Ambos subieron por la escala.–Este viento nunca se mantiene así -

sentenció Jack mientras lo pasaba a la parte deexterior del costado, donde Bonden y Plaice leayudaron a bajar al barco-. Regresaremos deRiga dentro de muy poco tiempo.

CAPÍTULO 9Aunque la Surprise, pasando por entre

innumerables islas, se había acercado a la costatodo lo que podía, el práctico de costa tuvo querecorrer una larga distancia antes de poder dejara Stephen en el amplio muelle situado en elcorazón de la ciudad.

Cuando salió el sol el día fue más fresco ybrillante, y el viento, aunque desfavorable, sellenó de vida. Al bajar a tierra, Stephen se habíaseparado casi por completo de otro mundo, delmundo de sus sueños, con su extraordinariabelleza, sus posibles peligros y la veladaamenaza de un gran peligro inminente.

El práctico de costa, un hombre serio yrespetable que hablaba el inglés con soltura, lollevó a un respetable hotel donde también sehablaba inglés. Stephen pidió café y panecillos y

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después, ya reanimado, fue a ver alrepresentante de su banco. El banquero lorecibió con el respeto del que ahora empezaba asentirse merecedor (o, al menos, ya no le parecíarisible) y le entregó moneda sueca y la direccióndel mejor boticario de la capital. Dijo que era «unhombre instruido, con conocimientos de todaslas ciencias, un discípulo del gran Linneo» cuyabotica estaba a menos de cien yardas dedistancia, y que el doctor Maturin sólo tenía quedoblar dos veces a la derecha para encontrarla.

El doctor Maturin dobló dos veces a laderecha, y allí estaba. El escaparate erainconfundible, pues no sólo estaba lleno de loshabituales botes con un líquido transparente decolor verde o rojo o azul de aspecto parecido alde las piedras preciosas y ramilletes de hierbassecas, sino también de gran variedad demonstruos y animales raros conservados enalcohol y de esqueletos, uno de los cuales era elde un cerdo hormiguero. Stephen entró.Aparentemente, no había nadie en la tienda, peromientras miraba atentamente el feto de uncanguro (había extendido el brazo para dar la

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vuelta al bote) un hombrecillo salió de detrás delmostrador y, con una voz que parecía de gnomo yen tono áspero, le preguntó qué se le ofrecía.

Stephen tuvo la certeza de que, a pesar deque tenía conocimientos de todas las ciencias,no sabía inglés ni francés, por eso dijo en latín:

–Quisiera un frasco de láudano de moderadotamaño.

–¡Por supuesto! – contestó el boticario enlatín con un tono más amable.

Mientras él preparaba la tintura Stepheninquirió:

–Por favor, ¿está a la venta el cerdohormiguero que hay en el escaparate?

–No, señor -respondió el boticario-. Es de micolección.

Y después de una pausa añadió:–Veo que ha reconocido el animal.–Hace algún tiempo, cuando estaba en El

Cabo, estudié muy bien un cerdo hormiguero -explicó Stephen-. Es una criatura afectuosa, perotímida. Además, vi un esqueleto que pertenecía amonsieur Cuvier en París.

–Veo que es usted un viajero, señor -dijo el

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boticario mientras cogía la botella con ambasmanos y la subía a la altura de los ojos.

–Soy un cirujano naval y por mi profesión heestado en muchas partes del mundo.

–Siempre soñé con viajar -confesó elboticario-, pero estoy atado a mi botica. Sinembargo, animo a los marineros a que metraigan todo lo que encuentren y encargo a losayudantes de cirujano más inteligentes que metraigan determinadas especies de plantas,medicamentos extranjeros, diversos tipos de té yotras infusiones, así que viajo indirectamente.

–Tal vez usted viaje más que yo -dijo-. Hastaque uno no tiene la experimenta, no puedeconcebir la frustración que siente un naturalistaen un barco. Apenas empieza a ver un ordenentre, digamos, las termitas, le dicen que elviento roló o que hay que aprovechar la marea yque si no sube a bordo se quedará atrás. Unavez estuve en Nueva Holanda y vi a estascriaturas saltando en una verde pradera-añadió,señalando al canguro-. ¿Y cree usted que mepermitieron acercarme a ellos a caballo o almenos me prestaron un telescopio para verlos?

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No, señor. Me dijeron que si no estaba en laplaya al cabo de diez minutos, mandarían a ungrupo de infantes de marina a buscarme. Yusted, señor, en cambio, tiene cien ojos y suúnico inconveniente es que permanece aquífísicamente mientras su mente viaja por otroslugares. Tiene usted una notable colección -observó, mirando las paredes.

–Aquí está el verdadero bálsamo de Gilead -dijo el boticario-. Aquí, el asbesto; aquí, lamandrágora negra de Kamchatka.

Le enseñó muchas más rarezas, en sumayoría relacionadas con la medicina, y despuésde un rato Stephen preguntó:

–¿Algunos de esos jóvenes le ha traído hojasde coca de Perú?

–¡Oh, sí! – respondió el boticario-. Están enuna pequeña bolsa detrás de la manzanilla.Dicen que diluye los humores espesos y quequita el apetito.

–Tenga la amabilidad de darme una libra -pidió Stephen-. Y por último, ¿puede decirmedónde está el distrito de Christenberg? Megustaría ir andando hasta allí, si no queda muy

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lejos.–No tardará más de una hora. Le dibujaré un

mapa. Esta pradera está llena de Irispseudocorus y en la playa que está justo detrás,cerca del puente, podrá ver el nido de un cisnetrompeta.

–El nombre de la casa que quiero encontrares Koningsby.

–Está aquí, donde pongo esta cruz.Stephen tenía la intención de ir a ver el lugar

donde vivía Diana y sus alrededores y despuésregresar al hotel, solicitar los servicios de unbarbero, cambiarse la camisa (había traído tres,un corbatín de recambio y un chaleco), comer yenviar allí a un mensajero a preguntar si podíavisitarla.

Atravesó los puentes que tenía que cruzar,pasó por delante del hospital Serafimermirándolo atentamente y muy pronto empezó aver casas más espaciadas. Poco después llegóa un ancho camino con bosques a ambos ladosque atravesaba un terreno ondulado abundanteen pastos, y aquel conjunto predominantementeverde le produjo una agradable sensación. Vio

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pequeñas granjas, varias casitas de campo yalguna que otra grande y rodeada de árboles.

A pesar de que el camino era ancho y estabaen buenas condiciones, no había mucho tráfico.Vio dos coches, algunos carros y carretas,alrededor de una docena de hombres a caballo ya algunos hombres a pie. Todos lo saludaron alpasar por su lado, y él, impresionado por ver elverde de los campos y los cuervos, contestó enirlandés:

–¡Que Dios, María y san Patricio estén conusted!

No había mucho tráfico en el camino principaly aún menos en el que Stephen tomó al doblar ala derecha después de consultar de nuevo elmapa del boticario. El camino era muy estrecho ypasaba por entre praderas que tenían cercas demadera desvencijadas y aparentementeformaban parte de una sola propiedad muygrande pero abandonada, lo que parecíaconfirmar la presencia de un muro alrededor deun parque en la parte sur, hacia donde Stephenmiraba de vez en cuando.

Encontró el terreno pantanoso cubierto de

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lirios y cuando vio el cisne en su nido oyó el ruidode los cascos de unos caballos delante de él y,aunque estaban ocultos por una aliseda, tuvo lacerteza de que estaban cerca y de que tirabande un coche que avanzaba muy rápido. Miró a sualrededor en busca de un lugar donde metersepara poder salir del camino, que allí era másestrecho y flanqueado por cunetas, profundascunetas que en el borde del lado interior tenían unmontículo sobre el que estaba colocada la cerca.Escogió la parte menos ancha de la cuneta de laderecha, se puso entre los dientes la cuerda conque estaba atado el paquete, cruzó la cuneta deun salto, se agarró a la cerca y se quedó de pieencima del montículo. Cuando apareció el coche,vio que era un faetón tirado por un par decaballos alazanes, y un momento después elcorazón le dio un vuelco porque era Diana quienlo conducía.

–¡Oh, Maturin, bendito seas! – exclamóDiana, tirando con fuerza de las riendas-.¡Cuánto me alegro de verte, cariño!

El mozo corrió a sujetar a los caballos y ellafue hasta la franja de hierba que bordeaba el

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camino.–Si das un gran salto podrás cruzar la cuneta

-dijo, tendiéndole la mano.Lo sujetó en cuanto él cruzó, cogió el paquete

y lo besó en las mejillas.–¡Cuánto me alegro de verte! – repitió-. Sube

y te llevaré a mi casa. No has cambiado nada -añadió mientras hacía moverse a los caballos.

–Tú sí, cariño mío -dijo Stephen en tonosuave-. El aspecto de tu piel ha mejoradoinfinitamente. Pareces una jeune fille en fleur.

Era cierto. El clima del norte, un clima máshúmedo y más frío que el de Inglaterra y lacomida sueca habían hecho maravillas en su piel.Para que la belleza de alguien como Diana, conel pelo negro y los ojos azul oscuro, alcanzara elgrado máximo, su piel debía tener una excelenteapariencia, y ahora ella tenía un aspecto muchomás hermoso que nunca.

Llegaron al portalón de acceso a un campo yella dio la vuelta al faetón con la habilidad que lacaracterizaba y empezó a recorrer el camino endirección contraria a gran velocidad. En algunaspartes las ruedas distaban escasamente seis

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pulgadas del borde y, puesto que uno de loscaballos tenía tendencia a sacudir la cabeza y ahacer tonterías, era necesario conducir con manofirme y mucha atención, lo que impedía manteneruna conversación. El faetón volvió a pasar por laaliseda y luego tomó un camino más ancho.

–Este es el camino a Stadhagen -le explicóDiana.

Entonces abrió las hojas de una reja de hierroy los caballos pasaron por allí por su propiavoluntad. El camino estaba cubierto de malashierbas y formaba un par de curvas entre losárboles, después de los cuales se bifurcaba. Unramal atravesaba el parque y llegaba hasta unacasa enorme y hermosa que parecía sin vida,pues estaba casi toda cerrada.

–Ésa es la casa de la condesa Tessin, laabuela de Jagiello -anunció Diana-. Yo vivo allí -añadió, señalando un extremo del parque, dondeStephen vio una casa aún más vieja con unatorre.

Stephen pensó que era la casa que solíadestinarse a la madre viuda del dueño de lapropiedad, pero no hizo ninguna observación.

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El faetón se detuvo. El mozo bajó de un saltoy se lo llevó.

–¿Ese hombre es finés? – inquirió Stephen.–¡Oh, no! – respondió Diana, sonriendo-. Es

un lapón, uno de los lapones de Jagiello. Poseeuna docena, más o menos.

–¿Son esclavos?–No, no exactamente. Creo que son como

siervos. Pasa, Stephen, por favor.La puerta se abrió y tras ella había una

sirvienta vieja y alta que hizo una reverenciamientras les sonreía. Diana le gritó algo en suecomuy cerca de la oreja y condujo a Stephen por elpasillo. Abrió una puerta y enseguida la cerródiciendo:

–Demasiado sucia.Luego abrió otra que daba acceso a una

agradable habitación cuadrada donde había unpiano, estanterías, una estufa de porcelana, doso tres butacas y un sofá y desde la cual se veíaun limero. Diana cogió una de las butacas y dijo:

–Siéntate donde pueda verte bien. Siéntateen el sofá.

Lo miró afectuosamente y exclamó:

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–¡Dios mío, hace tanto tiempo que no te veo ytenemos tantas cosas de qué hablar!

Hizo una pausa y en tono amable continuó:–Sólo voy a decirte algo sobre Jagiello, no

porque tenga que darte explicaciones, ¿sabes,Maturin?, sino porque llegará de un momento aotro y no quiero que te veas obligado a cortarle elcuello. ¡Pobrecito! Eso sería cruel. Cuando le dijeque quería ponerme bajo su protección paravenir a Suecia quise decir justamente eso:protección contra cualquier insulto o abuso. Noquería nada más y se lo dije claramente. Añadíque yo me pagaría mis gastos, naturalmente. Loque yo quería era protección en el sentido propiode la palabra, no un amante, pero él no lo creyó.Dijo que no podía respetarme ni quererme comoun hermano y otras cosas, aunque sonreíaafectadamente, como hacen todos los hombres.Tardó mucho tiempo en convencerse de que yohablaba en serio, pero al final tuvo que admitirlo.Le dije que era inútil que insistiera, pues habíajurado que nunca volvería a someterme a laautoridad de ningún hombre porque así ningunopodría lastimarme. Pareces muy catastrophé,

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pero no debes estarlo, ya todo pasó, te lo digocon sinceridad, y espero que Dios nos ayude ano cometer la estupidez de dejar que eso nosimpida sentir afecto mutuo. Pero como te decía,él tuvo que creerlo, y ahora somos amigos otravez aunque insiste en impedirme que suba englobo. Va a casarse con una dulce y hermosajoven que lo adora. No es muy lista, pero es debuena familia y tiene una espléndida dote. Ayudéa concertar el matrimonio y su abuela me tienetanto aprecio… bueno, cuando recuerda, lo queno ocurre siempre.

–Me alegro de oír eso, querida Villiers… -empezó a decir Stephen, pero se interrumpió alver entrar a la sirvienta.

Diana le habló tan alto como le era posible ydespués, con voz ronca, dijo:

–Ulrika dice que sólo tenemos huevos ytrucha ahumada en la casa… Iba a comprarcuando nos encontramos. Además me hapreguntado si al caballero le apetece un poco decarne de reno salada y conservada seca que hatraído el lapón.

Ulrika observó el rostro de Stephen y al ver su

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expresión complacida salió riéndose.–Bueno, eso es todo acerca de Gedymin

Jagiello -dijo Diana-. A propósito, cuando ellosvengan tendremos que hablar en francés, porqueella habla el inglés peor que él. Pero ahoraempecemos por el principio. ¿De dónde vienes?

–He venido desde Inglaterra con Jack Aubreyen la Surprise.

–¿Está en Estocolmo?–Fue hasta Riga, pero regresará dentro de

uno o dos días. Te manda, es decir, te mandanun afectuoso saludo. Me dijo: «Dale un afectuososaludo a la prima Diana de nuestra parte».

–El bueno de Jack. ¡Nos dio tanta rabia aJagiello y a mí ese espantoso proceso! Como élestá constantemente en la legación tiene todoslos periódicos ingleses. ¿Se lo tomó muy mal?

–Muy mal. Durante el viaje anterior al último,cuando fuimos a las Azores, no parecía el mismohombre. No tenía entusiasmo ni sonreía. Noestableció relaciones humanas con los oficiales ymarineros nuevos y apenas lo hizo con losantiguos. Les hizo temer realmente a Dios. Henotado que en los barcos nadie puede

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representar un papel durante largo tiempoporque los hombres detectan enseguida lafalsedad. Pero, además, los hombres reconocenlos verdaderos sentimientos, y en este casotodos llegaron a tenerle mucho miedo.

–Sin embargo, fue en las Azores dondeconsiguió todas esas presas, y seguramente suhumor habrá mejorado por ello.

–Se alegró de eso por Sophie y los niños,pues creo que las cosas no iban bien enAshgrove, pero el dinero de los botines, aunquellegó como una avalancha, no cambió la partefundamental del problema. Fue el combate deSaint Martin el que lo hizo.

–¡Ah, sí, sí! ¡Cómo lo celebramos! El capitánFanshawe, que estaba en la legación, dijo queera la mejor batalla de ese tipo que había vistoen esta guerra. Va a rehabilitarlo, ¿verdad?

–Creo que existe la posibilidad, sobre todoporque su primo Norton le ha dado el escaño delParlamento que corresponde a Milport, un distritodel oeste que es de su propiedad.

–Eso la convierte en una certeza, ya que laselecciones están muy próximas. Me alegro por

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los dos porque siento mucho cariño por Sophie.Stephen, discúlpame un momento; tengo que ir aver qué pasa con el reno. Es posible que Ulrikatenga problemas con el lapón. Él no pertenece aesta casa, ¿sabes? Jagiello me lo prestó juntocon el faetón y los caballos para que llevara a suabuela a la iglesia y a veces a la ciudad, pero selleva bien conmigo.

Cuando Stephen se quedó solo, se puso areflexionar. En una ocasión había pensado queDiana subía en globo para divertirse, pero ahoraparecía mucho más probable que su primeraidea, que coincidía con la de Blaine, fuera laacertada. Aunque ella no vivía en la pobreza, locierto era que estaba muy lejos de vivir con lujo.Trataba de aplacar su ímpetu y su agitación parapoder encontrar una forma de expresar sus ideascon coherencia y convicción. Se sacó del bolsilloel frasco que le había dado el boticario y cuandoestaba rompiendo el sello de cera de la envolturaella entró con su paquete en las manos.

–Stephen -dijo-, Dejaste esto en el coche.Pishan lo llevó a la cocina.

–¡Oh, gracias! – exclamó, guardando el

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frasco-. Son las hojas de coca que compré enEstocolmo.

–¿Para qué son?–Quitan el cansancio y lo vuelven a uno muy

inteligente e incluso ingenioso cuando las tomaadecuadamente. Te mandé algunas desdeSuramérica.

–Por desgracia, nunca las recibí. Me hubieragustado ser muy inteligente e ingeniosa.

–Lo siento. A veces las cosas se pierden.Dime, ¿recibiste una carta que te mandé desdeGibraltar justo antes de emprender el viaje aSuramérica? Se la di a Andrew Wray, que iba ahacer parte del viaje de regreso a Inglaterra portierra.

–¿No habrás confiado realmente en esemaldito sinvergüenza, verdad? Lo vi una vez odos después que regresó y me dijo que te habíavisto en Malta y que había escuchado músicacontigo. Por lo que dijo, te divertías mucho conuna campana de buzo y otros encantos deValletta. No me habló de ninguna carta ni deningún mensaje. Espero que no dijera nadaconfidencial.

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–Ningún extraño pudiera haber entendidonada -dijo Stephen y se puso de pie, pues en esemomento una anciana abrió la puerta.

Era la condesa Tessin. Diana le presentó enfrancés a Stephen como monsieur Maturin yDomanova, lo cual era en parte correcto y enparte falso, y añadió que era un amigo deGedymin. No tenía que haberse preocupado,porque la anciana tenía la mente confusa ydecidió irse al saber que Jagiello no llegaríahasta después de comer, pese a que le rogaronque se quedara.

–¿Puedo ofrecerle mi brazo, señora? –preguntó Stephen.

–Es usted muy amable, señor, muy amable,pero Axel me está esperando y él estáacostumbrado a mi paso.

–Si llego a vieja, espero adaptarme a loscambios del dinero.

–No muchas personas se adaptan.–No. La condesa Tessin no lo ha hecho, y el

cambio la ha asustado tanto que la ha llevadoa… bueno, yo no diría que a la avaricia, porque,en realidad, es muy generosa. Sin embargo, dice

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que hay que ahorrar hasta el último penique y hadespedido a casi todos los sirvientes. Además,me cobra una cantidad astronómica de alquiler yme ha dejado sólo un pequeño potrero porquepermite usar prácticamente todo el parque comoterreno de pastoreo. Pensaba criar caballosárabes, pero no hay espacio. Stephen, no estáscomiendo. Tengo una pareja, y quiero enseñartela yegua después de comer porque es preciosa,pero si dispusiera de un terreno cubierto dehierba corta y espesa como el que tiene JackAubrey en lo alto de una colina de su finca, podríacriar una veintena.

«Creo que mi agitación la ha afectado. Ellano se comporta así», pensó Stephen. Se esforzópor comer y fingió lo mejor que pudo que teníamucho apetito y mientras tanto la escuchaba.Diana habló de las lecciones de inglés, en lasque no tenía que hacer un gran esfuerzo porquemuchos suecos hablaban un poco de inglés, y delabsurdo organizador de espectáculos que lepagó una cuantiosa suma por subir en globo.

–Quiere que la próxima vez use un vestidocon lentejuelas -dijo.

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Rara vez Stephen había podido controlarmenos sus emociones y tolerar menos unaconversación trivial. Notó que su irritaciónaumentaba y bendijo el momento en que Dianahizo un torpe movimiento e hizo caer la botella alsuelo.

–Ése era el último vino que quedaba -dijo,sonriendo-. Pero al menos puedo hacerte unataza de café decente. Una de las pocas laboresdel hogar que sé hacer.

El café era excelente. Lo bebieron sentadosen la terraza del lado sur de la casa y la yeguaárabe se acercó a ellos dando pasos cortos yvacilantes hasta que estuvo segura de que larecibirían con amabilidad. Se detuvo junto aDiana y pasó la cabeza por encima de suhombro y la miró fijamente con sus brillantes ojos.Entonces Diana dijo:

–Me sigue a todas partes como un perrocuando la dejo entrar en la casa e incluso sube ybaja la escalera. Es el único caballo que meatrevería a meter en la barquilla del globo.

–Dudo que haya visto un animal máshermoso y simpático -dijo Stephen.

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La belleza de la yegua era equiparable a lade Diana, y sintió un gran placer al verlas juntas.

Después de ver la cuadra y el otro caballoárabe, del que Diana dijo que estaba castrado, ydespués de criticar duramente el pequeñopotrero, volvieron a la casa. La tensión entre elloshabía disminuido y hablaron con calma de lasprimas de Diana, los hijos de Sophie, lareconstrucción del Grapes y la prosperidad de laseñora Broad. Cuando llegaron al vestíbuloStephen dijo:

–Permíteme retirarme un momento, cariñomío. Tengo que tomar un medicamento. ¿Podríasdarme un vaso?

Sentado allí midió la dosis de láudano, unadosis apropiada para la ocasión, como solíahacer, poniendo el pulgar en la boca del frasco.

–¡Jesús, María y José! – exclamó-. El gnomodebe de usar aquavit.

Enseguida se acostumbró al nuevo sabor delláudano, y atribuyó la diferencia con el otro al usode una bebida alcohólica distinta para hacer latintura. Cuando terminó se bajó los pantalones y,no sin dolor, arrancó el esparadrapo que

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mantenía el diamante azul pegado a su cuerpo.Limpió la piedra preciosa, la miró conadmiración nuevamente y se la guardó en elbolsillo del chaleco.

Cuando bajó la escalera notó que elmedicamento ya estaba haciendo efecto, ycuando entró en la pequeña habitación cuadradaestaba bastante tranquilo y decidido a jugarse sufelicidad a una sola carta.

Diana miró a su alrededor sonriendo.–Tengo que afinar el piano -dijo, tocando

algunas notas con la mano derecha mientras élpermanecía allí de pie-. ¿Recuerdas esa piezade Hummel que Sophie practicaba tanto hacemucho, mucho tiempo? Me vino a la memoria,pero hay alguna nota falsa que la estropea -añadió mientras la tocaba.

–Esa nota se parece a Judas -dijo Stephen.Sus manos se deslizaron por el teclado y

tocaron algunas frases de la pieza de Hummel,variaciones, melodías improvisadas y finalmenteel aria de Almaviva que comenzaba: «Comtessaperdono…». No se atrevió a cantarla por temor aque su voz fuera desagradable o a que

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desentonara, o a ambas cosas, pero cuandocerró el piano dijo:

–Diana, he venido a pedirte perdón.–Pero cariño mío, ya estás perdonado desde

hace mucho tiempo. Siento un gran cariño por ti yno te guardo rencor ni te deseo ningún mal, te lojuro.

–No era eso a lo que me refería, cariño.–¡Oh! Respecto a lo demás, Stephen, te diré

que nuestro matrimonio fue absurdo. Nunca pudeser una buena esposa para ti. Te quiero mucho,pero no hacemos otra cosa que herirnosmutuamente. No estamos hechos el uno para elotro y somos independientes como los gatos.

–Sólo te pido que me hagas compañía. Heobtenido mucho dinero con los botines y heheredado más. Te digo esto sólo porquesignifica que podrás tener espacio para criar loscaballos árabes, podrás disponer de la mitad delCurragh en el condado de Kildare, y además unagran extensión de tierra en el sur de Inglaterra.

–Stephen, ya sabes lo que le dije a Jagiello:nunca volveré a someterme a la autoridad deningún hombre. Pero si alguna vez un hombre y

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yo viviéramos como marido y mujer, ese hombreserías tú, nadie más. Te ruego que aceptes esocomo respuesta.

–No te importunaré más, cariño mío -dijoStephen.

Se acercó a la ventana y observó las hojasdel limero, de un perfecto color verde. Despuésde unos momentos se volvió y, con una sonrisaforzada, preguntó:

–¿Quieres que te cuente el sueño que tuveesta mañana, Villiers? Tenía que ver con unglobo.

–¿Propulsado por fuego o por aire?–Creo que por aire, porque si no, me

acordaría del fuego. Yo estaba en la barquilla yvolaba por encima de las nubes, una gran masade nubes blancas con inmensos picos que dabanvueltas, pero que se mantenían en un mismoplano por debajo de mí. Y por encima de ellas seextendía el cielo, increíblemente puro y de colorazul oscuro.

–¡Oh, sí! – exclamó Diana.–Todo eso lo supe por un hombre que había

subido en globo, pues yo nunca me he separado

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de la tierra. Pero lo que no tomé de su relato fuela extraordinaria sensación de estar vivo, lapalpable profundidad del silencio del universo yla brillantez de la luz y el color que hay en esemundo, otro mundo cuya existencia era cada vezmás evidente porque a través de los claros en lasnubes podía ver muy por debajo de él nuestromundo ordinario, con plateados ríos y nítidoscaminos. Después de un tiempo todo setransformó en hielo y roca, incluso lo que habíaallí debajo, y yo sentía al mismo tiempo placer yun miedo terrible, tan grande como el propiocielo. No era miedo a ser destruido sino a algopeor, tal vez a que me perdiera para siempre, aque se perdieran mi cuerpo y mi alma.

–¿Cómo terminó?–No terminó. Jack me llamó para decirme

que había un barco abordado con la fragata.–Jagiello solía contarme horribles historias de

personas que subían más y más y se alejabanmás y más hasta que llegaban a lugares muylejanos y nunca volvían a verse y morían de frío ode hambre. Pero yo sólo subo en un globopropulsado por aire, que tiene una válvula que

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permite sacarlo para poder bajar y, además,lleva un ancla amarrada a una larga cuerda.Nunca me alejo mucho y siempre va conmigoGustav, que tiene mucha experiencia y es muyfuerte.

–Querida Villiers, no he tratado de asustarteni de hacerte desistir de tu intención. ¡Dios melibre! Esto era sólo un sueño, no una conferenciani una parábola. Me impresionó mucho, sobretodo la intensidad de los colores, como porejemplo, el rojo del balón. Te lo conté en partepor eso, aunque bien sabe Dios que mi relato hasido demasiado sencillo y no ha llegado a suesencia, y en parte para dejar un espacio entre loque estábamos hablando y lo que voy a decirteahora, un espacio que simbolice la totalindependencia de ambas conversaciones.¿Recuerdas a D'Anglars, el amigo de La Motheque viste en París?

–Sí -respondió ella, y su expresión distraídase transformó en inquisitiva.

–Te prometió que te devolvería tu grandiamante azul, que te lo enviaría cuando nosfuéramos, y cumplió su palabra. Un mensajero lo

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trajo justo después del proceso de Jack. Aquíestá.

Nunca la había visto perder la composturahasta tal punto. Cuando le entregó la piedra, quebrillaba a la luz del sol, en su rostro se reflejaronsucesivamente la desconfianza, el asombro, lasatisfacción y el miedo, que desapareció porcompleto cuando estalló en lágrimas.

Stephen volvió a mirar por la ventana y sequedó allí hasta que la oyó moquear y suspirar.Ella estaba sentada con el diamante en el huecode las manos y él notó que tenía las pupilasdilatadas, tan dilatadas que sus ojos parecíannegros.

–Nunca pensé que volvería a verlo -dijo ellacon voz trémula-. ¡Le tenía tanto cariño! ¡Le teníaun cariño rayano en el pecado! Y todavía le tengoun cariño rayano en el pecado -agregó, dándolevueltas hacia un lado y hacia el otro bajo un rayode sol-. No tengo palabras para expresarte miagradecimiento. ¡He sido tan dura contigo,Stephen! Perdóname.

Desde fuera alguien gritó: «¡Diana!». Y ellaexclamó:

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–¡Oh, Dios mío, ahí están los Jagiello!Miró enseguida a su alrededor, pero ya no

era posible escapar. Un momento más tarde seabrió la puerta, pero fue la yegua la que entró, yunos instantes después la siguieron los Jagiello.

Aunque Stephen estaba de espaldas a la luz,Jagiello lo reconoció enseguida y mostró unaexpresión de asombro y satisfacción a la vez,que después indicó preocupación. Entonces vioque su potencial enemigo se le acercaba, leestrechaba la mano, le agradecía la amabilidadque había tenido con Diana y lo felicitaba por suascenso, pues él tenía ahora en su hermosachaqueta de color malva los galones de coronel yusaba espuelas de oro.

Diana cumplía estrictamente las normassociales, y después de sacar la yegua de allí yhacer lo que pudo por arreglarse la cara, queestaba muy hinchada por el llanto (lloriqueo erauna palabra demasiado fuerte, pues ella nolloraba con facilidad ni sin que sus lágrimasdejaran huella), hizo todo lo posible por atenderbien a sus visitantes. Lovisa, la novia de Jagiello,era muy joven y veneraba a Diana, a quien

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Jagiello consideraba un modelo, y su juventud, surespeto y su innata estupidez combinados con sudesconocimiento del francés y su suposición deque la situación era delicada, la convertían enuna pesada carga para él. Jagiello seencontraba en una posición mejor, pero sabíaque su habitual conversación alegre estaba fuerade lugar en ese contexto, y como le habíasorprendido ver aquella situación no se le ocurríaninguna alternativa. Stephen, cuyo cumplimientode las normas sociales no le servirían paraconseguir una recomendación en ninguna parte,dijo algunas frases corteses a Lovisa, que eraverdaderamente hermosa, y después, al oír queDiana contaba a Jagiello las últimas noticiassobre Jack Aubrey, también guardó silencio.Tenía una extraña sensación desde hacía untiempo que atribuía a la intensidad de suemoción, aunque no sabía qué la causaba,aparte de la desesperación por su fracaso.Pensó que había una analogía entre eso y lasheridas en un combate, pues uno sabía que lehabían herido y más o menos dónde, pero nosabía si la herida la había causado la hoja o la

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punta de una espada, una bala o un trozo demadera puntiagudo, ni si era grave hasta que selas examinaban y les daban nombre. Perodeseaba con ansias que esa gente se fuera parapoder tomarse otra dosis del medicamento, unadosis que le proporcionara serenidad y lepermitiera regresar a Estocolmo al menos conaparente serenidad.

Por fin a Diana se le ocurrió decirle a Jagielloque su abuela la había visitado antes de lacomida. Además, le sugirió que fuera a la grancasa para evitar que ella volviera a salir, lo queera probable que hiciera porque seguramente loshabía visto pasar, y que caminar dos veces hastaallí sería demasiado para la condesa Tessin.

Jagiello se lo agradeció mucho, porque sesentía como un estorbo desde que había llegado,pero no se le había ocurrido ninguna excusaplausible para marcharse. Pero después de lasprimeras frases de despedida, Lovisa empezó ahablarle a Diana de su vestido de novia. Y siguióhablando durante mucho rato, la mayoría deltiempo en sueco, y Stephen retrocedió poco apoco y finalmente hizo una inclinación de cabeza

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y subió la escalera.Volvió a asombrarse de la fuerza del

medicamento, y esta vez pensó que la diferenciapodía deberse al opio en vez de al disolvente.Mientras bajaba la escalera pensó: «Sinembargo, nunca he oído hablar de ningunadiferencia notable entre la farmacopea de un paísy la de cualquier otro respecto a eso. La tinturaes la misma, con un margen de variación de unoscuantos escrúpulos, cuando está preparada porun respetable boticario, tanto si es de París o deDublín, de Boston o de Barcelona».

–¡Oh, Maturin, creí que no se irían nunca! –exclamó Diana-. Esa estúpida niña mona todavíaestaba hablando del encaje de su vestido cuandola condesa Tessin se asomó, pero le di uncodazo a Jagiello y por fin se la llevó.

–Jagiello vale mucho.–Sí. Y esta vez no dijo nada en contra de los

globos, aunque sabe muy bien que voy a subir enuno el sábado.

–¿El próximo sábado?–Sí. Ya han empezado a llenarlo.–¿Podría subir yo también?

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–¡Por supuesto que sí! Esta vez subiré en elbalón rojo, así que habrá mucho espacio en labarquilla. ¿Quieres verlo?

Stephen no contestó hasta que ella preguntóotra vez:

–¿Quieres verlo?Entonces él miró hacia arriba con una

expresión de asombro y respondió:–Me encantaría. ¿Lo guardas aquí?–¡Oh, no, no! Es enormemente grande. Lo

están llenando en la fundición, porque usan hierroy vitriolo para producir el gas inflamable,¿sabes? Puede verse desde la torre. ¿Teencuentras bien, Stephen?

–Debo confesar que tengo una sensaciónextraña, cariño mío, pero es que me levantéantes del amanecer. Sin embargo, soyperfectamente capaz de subir a la torrecorriendo.

–Iremos despacio. Hay un catalejo encima delarmario que tienes detrás.

Lo guió por un pasillo abovedado que habíadetrás del vestíbulo y luego por la oscura torreque estaba al final y que era mucho más vieja

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que la casa.–Ten mucho cuidado, Stephen -advirtió,

volviendo la cabeza hacia atrás cuando subía porla escalera de caracol-. Mantente pegado a lapared, porque no hay barandilla en la mitadsuperior.

Dieron vueltas y más vueltas entre lassombras y por fin llegaron a una puerta diminutaque estaba en lo alto y salieron a la brillante luz.Se encontraban a una sorprendente altura desdela que podían ver toda la isla a sus pies.

–Por aquí -indicó Diana llevándolo hasta elmuro del lado este.

Desde allí se veía la antigua Estocolmo,situada a una hora de camino, y a un lado de ella,las altas chimeneas de las industrias. Dianallevaba en la mano el diamante azul, pero ahoralo envolvió en un pañuelo, se lo guardó en elbolsillo y enfocó el catalejo.

–¡Allí! – exclamó-. Localiza la que echamucho humo y luego mueve el catalejo a laizquierda. En un patio verás la mitad superior deuna gran bola roja. ¡Ése es mi globo!

–¡Que Dios lo bendiga! – dijo Stephen,

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devolviéndole el catalejo.–Creo que deberíamos bajar y tomar una taza

de té -dijo Diana, escrutando su rostro-. Estásmuy pálido. Baja primero y yo te seguiré; séexactamente dónde están los pernos.

Stephen abrió la puerta, dijo algo ininteligiblesobre el sábado y cayó de cabeza en el vacío.

Aparentemente, a pesar del retraso y losproblemas, no habían cancelado sino pospuestoel ascenso. Si era un espectáculo público, habíanacudido muy pocas personas, pues norecordaba haber visto a una multitud ni haberoído ruido. Tenía recuerdos confusos de unacaída, de heridas indeterminadas y de unalboroto, y eso nublaba el pasado inmediato.Pero ellos habían subido hasta encontrarse porencima de las nubes, algo que podía compararsea lo que él había hecho en su nebulosa mente, yestaban rodeados de aire puro y por encima yalrededor de ellos estaba el cielo, de un azul muyoscuro que ya le era familiar. Cuando mirabahacia abajo por encima del borde de la barquilla,veía los rápidos cambios de la geografía delmundo de nubes que estaba debajo y sus

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fantásticas circunvoluciones. Todo era más puroy más brillante que en su sueño, que recordabaperfectamente. Y aunque en su sueño los coloreseran vivos, no alcanzaron la extraordinariaintensidad que tenían ahora. Incluso el mimbreque formaba la barquilla tenía infinidad de bellastonalidades, desde el marrón oscuro hasta uncolor más claro que la paja. Por otra parte, lascuerdas que salían de la red que envolvía elglobo tenían gracia propia, y las miraba como sinunca hubiera visto ninguna o hubierarecuperado la vista después de estar ciegodurante muchos años. En ese momento miróhacia Diana y se quedó sin aliento al ver laperfección de sus mejillas. Diana vestía un trajede montar verde. Estaba sentada y tenía lasmanos juntas sobre el regazo, sosteniendo eldiamante, que miraba con los ojos entrecerradosy medio ocultos tras sus largas pestañas.

Los dos estaban en silencio (aquel era unmundo de silencio), pero él sabía que seentendían perfectamente y que por mucho queconversaran no podrían comprenderse mejor.Entonces pensó en la altura y su efecto y se

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preguntó si era sólo la altura la que hacía másfuerte la sensación de estar vivo. Recordó sulenta subida a la Maladeta, el punto más alto alque había llegado en tierra. Había salido deBenasque en una mula antes del amanecer yhabía subido y subido hasta llegar a mediodía alterreno más alto en que pastaba el ganado,donde salían chorros de agua anchos como unbarril de las rocas que flanqueaban el camino.Después de hacer una pausa en el refugio siguiósubiendo a pie, atravesó vastos camposcubiertos de rododendros y luego otros coninnumerables gencianas entre la hierba espesa ycorta. Luego subió hasta el borde rocoso delglaciar, donde había multitud de altas primaverassituadas de forma perfecta, como si todos losjardineros del rey hubieran estado trabajando allí.Pudo ver bien todas esas cosas y también unamanada de gamuzas que corrían y dos águilasque daban vueltas y vueltas por encima de sucabeza porque el aire era puro y había muchaclaridad, pero esa claridad no podía compararsecon la que lo rodeaba ahora. Además, amboslugares eran de distinta índole. Durante aquel

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largo día él estaba preocupado por el tiempopues no quería que le cogiera la noche en laladera de la montaña, pero aquí el tiempo noexistía, es decir, aquí había sucesión en eltiempo, pues un gesto o un pensamiento seguíana los que los precedían, pero se había perdido lanoción de duración. Diana y él podrían haberestado flotando allí desde hacía horas o desdehacía días. Por otra parte, aunque en la Maladetahabía peligros, no podían compararse con lasindefinibles amenazas que había ahora enaquella inmensidad.

Estaba casi seguro de que Diana se habíadormido y no le contó nada. Tampoco le habló dela capa de niebla que veló el cielo y aconsecuencia de la cual el sol parecía tener doshalos y aparecieron dos parhelios en forma deprisma. Pero él también tenía mucho sueño ypoco después también cerró los ojos.

Al principio de su sueño podía decir: «Estoysoñando», pero casi inmediatamente dejó depercibirlo y sintió tanta angustia como si nohubiera sabido que sólo era la alteración de unamente adormecida. Ahora se dio cuenta de que,

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con viento favorable, habían emprendido un viajea Spitzbergen, donde descenderían paraencontrarse con los balleneros que secongregaban allí en esa época del año y veríanlas maravillas del Ártico, que tan bien habíadescrito Mulgrave, y el muro de hielo del norteque le había impedido llegar al polo Norte. Perono habían llegado a un acuerdo, y aunque en undeterminado momento vio un terreno rocosodebajo, no intentaron descender. Ahora sólo seveía el gris océano extenderse de un lado al otrodel cielo.

Era un sueño dentro de otro sueño, y cuandoterminó apareció una habitación desconocida.Diana estaba allí, pero no vestía el traje demontar verde sino un sencillo vestido gris, ytambién estaba Jagiello en compañía de doshombres con chaqueta negra y peluca que,obviamente, eran médicos, uno tonto y otrointeligente. Ambos hablaban con Diana en suecoy Jagiello traducía sus palabras, pues losconocimientos que ella tenía de esa lenguaapenas eran suficientes para gobernar una casa;y hablaban del caso entre ellos en latín. Muy

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pronto se reunió con ellos otro médico, quellevaba la estrella de alguna orden y a quientrataron con gran respeto. Recomendó aplicarventosas porque la pierna no presentaba ningúnproblema especial. Luego dijo que había vistomuchas fracturas de esa clase y que siemprerespondían bien al tratamiento del método deAndersen Basra a condición de que el pacientetuviera bastante buena salud. Añadió que en estecaso el paciente tenía malos hábitos, estaba malnutrido y se encontraba en un estado que nodudaba en llamar «de incipiente melancolía»,pero que debían tener en cuenta que, a pesar deno ser corpulento, era de constitución fuerte ytodavía había en él vestigios de juventud.

Stephen los observó mucho tiempo mientrasellos hacían los gestos inherentes a la consultade unos médicos a otros y hablaban en tonograve, en parte por la audiencia y en parte porellos mismos, pero él estaba demasiadoacostumbrado a esas reuniones para tenerinterés en ella y dedicó su atención a lo queestaba a su alrededor y a Diana y Jagiello.Gracias a la intuición que proporcionaban los

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sueños supo que se encontraba en la habitaciónde Diana, en su cama, y que ella había pasadoalgún tiempo tumbada en el diván que estaba allado y cuidándolo con ternura. También supo queJagiello había llamado al médico del rey, elhombre que tenía la estrella y que ahorarecomendaba que cuando el paciente pudieracomer alimentos sólidos, no le dieran carne decordero ni de vaca y mucho menos de cerdo,sino urogallo hervido con un poquito de cebada.

Stephen pensó: «Urogallo… Nunca he vistoun urogallo, pero si siguen el consejo de estebuen hombre pronto incorporaré uno a mi cuerpoy seré en parte un urogallo, y tendré las virtudesque él posea». Luego pensó en Finn MacCoul ysu salmón, y mientras pensaba en la penumbraencendieron las lámparas. Aún estaba pensandoen él cuando apagaron todas menos una cuya luzhicieron disminuir de intensidad. Ahora la mayorparte de la luz de la habitación procedía delfuego de una chimenea que estaba a ciertadistancia a su derecha, un fuego cuyo vibranteresplandor se veía en el techo. No había duda deque todos se habían despedido con discreción y

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seguramente alguien había prescrito algo, peroahora Diana se encontraba sola y sentada en eldiván situado junto a la cama. Posó su manosobre la de él y en voz muy baja dijo:

–¡Oh, Stephen, Stephen, cuánto me gustaríaque pudieras oírme, cariño mío!

Pero Stephen vio otra vez el maldito globo yvolvió a vivir en el tiempo con la noción deduración, pues tenía la espantosa certeza de quehabían ascendido durante interminables horas yde que todavía ascendían, y mucho más rápido.Mientras subían y se acercaban al cieloabsolutamente puro, la inminente amenaza, quesólo percibía a medias al principio, le produjo elmás profundo horror que había sentido en suvida. Diana vestía de nuevo el traje verde yseguramente se había subido el cuello en ciertomomento, porque ahora tenía junto a la cara laparte de abajo, que era roja y contrastaba con supalidez, con el color blanco de la punta de sunariz y con el azul de sus labios helados. Sumirada era inexpresiva y parecía que estabacompletamente sola. Al igual que antes, tenía lacabeza baja y miraba hacia su regazo, sobre el

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cual tenía puestas las manos, ahora menosapretadas, y en ellas sostenía el diamante, queparecía un pedacito del brillante cielo.

Mientras ella respiraba con tranquilidad y casien silencio, subían cada vez más alto y el aireque los rodeaba era cada vez más enrarecido.Seguía respirando casi imperceptiblemente,haciendo un ligerísimo movimiento. Pero elmovimiento cesó y ella perdió el sentido e inclinóla cabeza hacia delante, y entonces el diamantese le cayó. Stephen se levantó protestandofuriosamente:

–¡No, no, no!–Tranquilo, Stephen -dijo ella, cogiéndolo

entre los brazos y tratando de acostarlo denuevo-. Tranquilo -repitió como si se dirigiera aun caballo y luego, como si hablara a un hombre,añadió-: Tienes que cuidarte la pierna, cariño.

Él confió en sus cálidas palabras y pasaronpor su mente una serie de hechos reales hastallegar a la realidad actual, aunque no estaba muyconvencido de su existencia. Pero su convicciónaumentaba a medida que pasaba la noche,mientras él permanecía tumbado, mirando el

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resplandor del fuego en el techo y oyendo un relojdar las horas. A veces ella se movía por lahabitación para reavivar el fuego o ayudarle acumplir sus necesidades, lo que hacía con muchaeficiencia y con una ternura que lo conmovíaprofundamente. Durante esos cortosintercambios de palabras, él empezó a decircosas inteligibles y relevantes.

Se conocían desde hacía muchos años, peroen la relación que habían mantenido ella nunca lotrató tiernamente y a él le parecía que la ternurano formaba parte de su carácter. Sí formabanparte la valentía, el empuje y la determinación,pero ninguna otra cosa más próxima a la ternuraque la generosidad y la bondad. Estaba débil,porque había recibido duros golpes en su caídafísica y en la metafísica y no había comido nadadesde entonces; estaba débil y demasiadosentimental, y al pensar en la nueva situaciónlloró silenciosamente en la oscuridad.

Por la mañana, al oír que ella se movía,preguntó:

–¿Estás despierta, Diana, mi cielo? Ella se leacercó, lo miró a la cara, lo besó y dijo:

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–Estás en tu sano juicio otra vez gracias aDios, amor mío. ¡Tenía tanto miedo de quevolvieras a tener pesadillas con el globo!

–¿Hablé mucho?–Sí, pobrecito mío. No había manera de

tranquilizarte. ¡Era tan deprimente todo! ¡Y durótanto tiempo!

–¿Horas?–Días, Stephen.El se quedó pensativo y sintió un dolor terrible

en la pierna.–Por favor, ¿queda café en la casa? –

preguntó-. ¿Y alguna galleta? Me muero dehambre. Y dime, ¿se salvó el frasco que tenía enel bolsillo?

–No. Se rompió y por poco te causa lamuerte. Te hizo un profundo tajo en el costado.

Cuando ella se fue, él se miró la pierna, queestaba enyesada de acuerdo con el método deBasra, y miró debajo de la venda que le rodeabael cuerpo a la altura del estómago. Seguramenteel cristal roto había llegado muy cerca delperitoneo. Entonces pensó: «Si estuviera en peorestado, consideraría eso un mal presagio».

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Terminaron de desayunar y, mientrashablaban amigablemente, el doctor Mersennius,el más inteligente de los médicos, vino apreguntar cómo estaba el paciente y a cambiarlela venda de la herida. Stephen le habló del doloren la pierna.

–Confío en que no me pedirá que le prescribaláudano, colega -dijo Mersennius, mirándolo a losojos-. Conozco casos en que unas cuantasgotas, tomadas después de haber bebido unadosis masiva, accidentalmente o no, hancausado una turbación mental extrema yduradera, semejante a la que acaba de sufrirusted, pero aún más larga, que en ocasiones hadesembocado en la locura o la muerte.

–¿Tiene usted algún motivo para suponer queyo he tomado láudano?

–Sus pupilas, desde luego, y además, laetiqueta del boticario, que aún estaba en elfrasco roto. Un médico inteligente no añadiría niuna gota más de láudano a un organismo yasaturado de él, del mismo modo que un artillerono entraría en una santabárbara con un farol queno tuviera la llama resguardada.

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–Muchos médicos usan la tintura contra eldolor y los trastornos emocionales.

–¡Por supuesto! Pero estoy convencido deque en este caso es mejor soportar el dolor yaplacar la agitación con una moderada dosis deeléboro.

Stephen tuvo la intención de felicitar aMersennius por su firmeza, pero no lo hizo yambos se despidieron cortésmente. De acuerdocon la limitada información que Mersenniusposeía, tenía razón. Obviamente, pensaba que élera adicto al láudano y no tenía forma de saber,como Stephen sabía, que aunque lo tomaba confrecuencia o casi de manera habitual, eso no erapropiamente adicción sino el aspecto positivo deella. El límite entre ellos era difícil de establecer yno culpaba a Mersennius por su error,especialmente ahora, porque sentía ese deseoirresistible que era el signo de que un hombrehabía ido demasiado lejos. No obstante, teníaque acabar con su falta de equilibrio emocional.Podía soportar el dolor, pero nunca seperdonaría llorar delante de Diana o mostraralguna flaqueza.

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–Está muy contento contigo y con la herida -dijo Diana al regresar-, pero dice que no debodarte láudano.

–Lo sé. Piensa que en este caso podríaperjudicarme y es posible que tenga razón.

–Jagiello me ha preguntado si quieres que sucriado venga a afeitarte y que si te sientes lobastante fuerte para recibirlo.

–Me encantaría. ¡Qué amable es Jagiello!Diana, cariño mío, ¿puedes darme el paqueteque traje?

–¿Las hojas que te vuelven inteligente eingenioso? Stephen, ¿estás seguro de que no teharán daño?

–Ninguno en absoluto, alma mía. Losperuanos y sus vecinos mascan coca día ynoche. Para ellos es tan corriente como eltabaco.

Cuando el criado de Jagiello terminó deafeitar a Stephen, él ya sentía en la boca elagradable hormigueo que producían las hojas decoca al mascarlas, y cuando Jagiello le hizo unavisita breve pero llena de cordialidad, las hojashabían anulado su sentido del gusto, un

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insignificante precio que tenía que pagar portranquilizar y fortalecer su mente. La pérdida delsentido del gusto no podía haber sido másoportuna, pues después que Stephen estuvieraprestando atención durante un rato al indudableefecto de la coca en la pierna, Diana le trajo unfrasco con la medicina recetada por Mersennius,una emulsión sumamente desagradable.

Tampoco podía haber sido más oportuno elfortalecimiento de su mente, ahora con toda sucapacidad de razonar, porque tres días después,tres días en que Diana lo trató con una invariableternura que le hizo sentirse más unido a ella quenunca, cuando dieron las diez, ella vino a darle lamedicina con el frasco y la cuchara en la mano. Ydespués de dársela y de ir de un lado a otro de lahabitación se sentó en el diván y, en tonoavergonzado, dijo:

–Maturin, no sé qué pasó con mi razón el díaque nos encontramos. Nunca he tenido facilidadpara recordar la historia ni las fechas ni el ordende los acontecimientos, pero esto va más allá…Y no ha sido hasta ahora, cuando bajabacorriendo la escalera, que he recuperado el

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sentido común y me he dicho: «Oye, Diana, tonta,aquélla podría haber sido su respuesta».

Stephen no quería demostrar que habíacomprendido enseguida. Movió la bola de hojasde coca hacia el interior de su mejilla, estuvopensativo un momento y dijo:

–La carta que le entregué a Wray era larespuesta a una tuya en la que decías que noestabas muy contenta y me pedías explicacionesporque habías oído el rumor de que iba de unlado al otro del Mediterráneo con mi amante, unaitaliana pelirroja.

–Entonces aquélla era tu respuesta. Túrespondiste. Stephen, no quería molestartehaciéndote recordar una historia pasada en unmomento como éste, pero como tienes tan buenaspecto, comes tan bien y el doctor Mersenniusestá tan satisfecho del eléboro, pensé que podíahablarte de ella para demostrarte que no erainsensible ni estúpida.

–Nunca pensé que lo fueras, alma mía -dijoStephen-, aunque sabía que tú recordabas unpoco mejor que yo la cronología. Yo no puedosaber mi edad si no hago una resta con papel y

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pluma. La carta era, en efecto, mi respuesta, yuna respuesta muy difícil de escribir. En primerlugar, tenía que escribirla rápido porque teníamosorden de zarpar y quería que tú la recibieras lomás pronto posible y, además, porque unmensajero me esperaba para llevarla; ensegundo lugar, tenía que ir de un lado al otro delMediterráneo con una dama pelirroja, o al menosa un lado solamente, desde Valletta a Gibraltarsiguiendo la costa africana, y las aparienciasindicaban que ella era mi amante; sin embargo,no lo era. Lo cierto es que…, pero esto debequedar entre nosotros, Diana. Lo cierto es queella tenía relación con el servicio secreto de laArmada, pero los franceses tenían en Maltaalgunos agentes secretos muy peligrosos, y,además, en la propia ciudad había un nido detraidores, y hubo una crisis y fue necesariosacarla de allí enseguida. Su salida de allí lesalvó la vida, pero dañó la reputación que teníaentre quienes no están relacionados con elespionaje. Incluso Jack lo creyó, lo cual mesorprendió mucho, pues pensaba que meconocía mejor.

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–Así que fue Wray. Y también muchas otraspersonas. Lo oí por todos lados. ¡Es tan irritanteque te traten diplomáticamente! Y nunca recibí niuna palabra de ti. La Theseus, la Andromache yla Naiad regresaron a Inglaterra y trajeron cartasy mensajes para Sophie, pero ni una palabrapara mí. Estaba furiosa.

–No me extraña. Pero escribí la carta y, comote he dicho, fue difícil escribirla, porque hubierasido una temeridad hablar de asuntosrelacionados con el espionaje en una carta quepodría caer en manos enemigas; y si no hablabaera casi imposible disculparme, pues, como notécon asombro, mi afirmación sin ningún apoyo notenía validez. La gente me miraba con malicia ysonreía. Tal vez todo se debía a que era pelirroja,ya que en el extranjero piensan muchas cosasobscenas acerca de las mujeres pelirrojas. Deboañadir que su esposo, un oficial tan lejos de serun mari complaisant como eres capaz deimaginar, no lo creyó, pues sabía que el pelorojizo y la castidad son perfectamentecompatibles.

–Stephen, ¿has dicho que ella no era tu

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amante?–Lo he dicho y volveré a decirlo frente a la

santa cruz si lo deseas.–¡Oh, no hagas eso! Pero, ¿por qué dijiste

que habías venido a pedirme perdón?–Porque había hecho tan mal las cosas que tú

pensabas que yo necesitaba tu perdón; porquete causé pena; porque fui lo bastante estúpidopara no mandar una copia de la carta en laTheseus; porque fui lo bastante idiota para nosospechar que Wray era un traidor.

–¡Oh, Stephen, te he tratado tan mal, tan mal!– exclamó y después de una pausa continuó-:Pero te compensaré por ello, si puedo. Tecompensaré por ello de la forma que quieras.

Ambos levantaron la cabeza al oír el ruido deun coche.

–Ése debe de ser Mersennius -dijo ella-.Tengo que abrirle, porque Ulrika no lo oirá y ellapón está cortando madera.

Era Mersennius. Estaba muy contento conStephen porque era un paciente agradecido yresponsable y un perfecto ejemplo de lo que eleléboro podía conseguir. Volvió a hablar de sus

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virtudes y Stephen dijo:–¡Por supuesto! Yo mismo lo recetaré.

Dígame, estimado colega, ¿tendría algúninconveniente en que yo dejara de estar a sucuidado dentro de un día o dos? Viene abuscarme un barco, que seguramente ya está enEstocolmo en estos momentos, y no quisierahacerlo esperar.

–¿Algún inconveniente? – preguntóMersennius-. No, ninguno, con este vendaje conyeso según el método de Basra -dijo, dándolepalmaditas a Stephen en la pierna-, a condiciónde que viaje en coche y luego se metainmediatamente en su coy. Le traeré eléboropara el viaje. ¿El barco viene de Inglaterra?

–No, de Riga.–Entonces puede estar tranquilo, porque a

pesar de que hoy el viento es favorable, durantemuchos días ha sido desfavorable y ningún barcohabrá podido salir del golfo de Riga a menos quese haya atrevido a atravesar el Suur Väin. Tengoun pequeño barco de recreo y observo el tiempoatentamente.

–Al menos tendré tiempo para hacer el

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equipaje -dijo Diana y después, en un tonomucho más alegre, añadió-: Stephen, ¿qué voy ahacer mientras estés en Suramérica?

–Quedarte en casa de Sophie hasta queencuentres un lugar con buenos pastos para loscaballos árabes y una casa en Londres. Meparece que la de Half Moon está en venta.

–¿Crees que tardarás mucho?–Espero que no. Pero te advierto, cariño mío,

que hasta que la guerra no termine y Bonapartesea derrotado, tendré que estar en el mar lamayor parte del tiempo.

–Desde luego -dijo Diana, que procedía deuna familia de militares-. Preferiría quedarme conSophie hasta entonces, si ella me deja. Tal vezpueda usar la cuadra de Jack, porque está vacía.Stephen, ¿de verdad podemos comprar unacasa en la ciudad? Son tremendamente caras.

–Eso tengo entendido, pero mi padrino, queen paz descanse, me dejó muchísimo dinero. Heolvidado cuál es la cantidad equivalente en librasinglesas, pero la parte que está invertida generauna cantidad mayor que la paga de un almirantede la escuadra. Cuando llegue la paz, también

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podremos tener una casa en París.–¡Oh, qué alegría! ¿De verdad, Stephen? Me

va a encantar. ¡Qué persona tan materialista soy!Me da brincos el corazón. Estaba muy contentaporque mi esposo había regresado, pero cuandodescubrí que estaba cubierto de oro de pies acabeza caí en un éxtasis. ¡Qué vulgaridad!

Se levantó de un salto del asiento, caminó deun lado al otro de la habitación con pasosrápidos y luego miró por la ventana.

–Ahí está Jagiello en su coche. ¡Dios mío! –gritó-. ¡Jack Aubrey está sentado a su lado en elpescante!

Jack entró en la habitación de puntillas, conuna expresión ansiosa y temerosa a la vez, y losiguieron Martin y Jagiello. Besó a Diana comoes propio entre primos, sin prestarle muchaatención, y cogió con afecto y delicadeza lamano de Stephen.

–Pobre amigo mío -dijo-. ¿Cómo estás?–Muy bien, gracias, Jack. ¿Cómo está la

fragata? ¿Ya tiene la lona?–Está muy bien. Atravesó el Suur Väin tan

veloz como un caballo de carreras, con las

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juanetes y las alas superiores e inferioresdesplegadas y las velas amuradas a estribor. Ypasó por el estrecho canal Wormsi casirozándolo, de tal modo que uno podía lanzar unagalleta a la costa a sotavento. Y tiene una docenade rollos de la luna que usan en el cielo.

Stephen soltó la risa chillona con queexpresaba su satisfacción y dijo:

–Diana, permíteme presentarte a mi íntimoamigo el reverendo Martin, de quien tanto hasoído hablar. Señor Martin, mi esposa.

Diana le tendió la mano con una amablesonrisa y dijo:

–Creo que es usted el único de nuestrosamigos a quien ha mordido un mono nocturno.

Hablaron durante mucho rato del mononocturno, la capibara y el tití. Ulrika y el lapóntrajeron café y, en una pausa, Stephen preguntó:

–Jack, ¿tienes la fragata junto al elegantemuelle de la vieja ciudad?

–Sí. Está amarrada por proa y por popa abolardos y ya ha virado en redondo.

–¿Crees que sería conveniente que subiera abordo esta noche?

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–Me gustaría mucho -dijo Jack-. No creo queel viento se mantenga así otras veinticuatrohoras.

–¿Puede usted viajar con una pierna rota? –inquirió Jagiello.

–Mersennius dijo que podía si iba hasta lafragata en coche. Jagiello, ¿tendría la amabilidadde llevarme?

–¡Por supuesto! ¡Por supuesto! Sacaremosuna puerta de las bisagras, lo bajaremostumbado en ella y lo meteremos en el coche,donde el señor Martin lo sujetará. Conduciré elcoche muy despacio. Y mi regimiento loescoltará como a un coronel.

–Diana, cariño mío, ¿a ti te conviene opreferirías disponer de uno o dos días para hacerel equipaje?

–Dame un par de horas y estaré lista -respondió Diana con los ojos brillantes-. No semuevan, caballeros, se lo ruego, y terminen elcafé. Mandaré a Pishan a traerles unossándwiches.

Poco después los caballeros se movieron, almenos Aubrey y Jagiello. Ambos fueron a ver si

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servía una puerta que Jagiello recordaba quehabía en el granero de su abuela y a ver si una delas sirvientas que le quedaban podía ayudar apreparar el equipaje.

–He oído a Bonden abajo -dijo Stephencuando él y Martín se quedaron solos-. ¿Padeentambién está aquí?

–A decir verdad, Maturin, no -respondióMartin-. Desgraciadamente, tuvimos unadiscusión esta mañana y el capitán Pullings loencadenó. Siento decírselo -continuó-, pero, sinla menor intención de encontrarlo haciendo algoindebido, lo sorprendí sacando láudano de unagarrafa con un sifón y sustituyendo la tintura porcoñac.

–Claro, claro, claro -murmuró-. ¡Qué tonto hesido! ¿Cómo no me di cuenta de eso?

Cuando Martin terminó de contarle quePadeen había reaccionado violentamentecuando le quitaron el frasco, Stephen dijo:

–Yo tengo gran parte de la culpa por dejaresa clase de cosas a su alcance. Tendremosque analizar seriamente la cuestión. No podemosdejar que se convierta en un adicto al opio.

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Estuvieron silenciosos y pensativos duranteun rato. Después Martin le contó a Stephendetalladamente lo que habían hecho en Riga y lehabló de las costumbres de los letones y de susamos rusos. Iba a hablar de los colimbos que leparecía haber visto a lo lejos sobre la ampliaLetonia cuando entró Diana. Diana le causó unaimpresión tan fuerte a Stephen que parasoportarla fue necesaria toda la fortaleza quehabía recuperado y las hojas que estabamascando, pues llevaba el traje de montar verdeque vestía en el sueño.

–Stephen -dijo, con los ojos aún másbrillantes-, he metido en un par de baúles todo loque necesito por el momento. El resto puedeenviarse por mar después. El coche llegarádentro de cinco minutos con la puerta de lacondesa Tessin, pero yo no iré contigo.Necesitas que un hombre te sujete y con él y lapuerta no queda espacio para mí, así que me iréa caballo -añadió y rió alegremente-. Recogerétus cosas en el hotel y pondré flores en nuestrocamarote…

–Cariño, ¿sabes dónde queda la botica que

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está cerca del hotel y tiene en el escaparatemonstruos y un armadillo embalsamado?

–¿La de un boticario muy bajito?–Esa misma. Por favor ve allí… ¿Alguien

podrá sujetarte el caballo?–El lapón irá conmigo.–Cómprame todas las hojas de coca que le

queden. Éstas son sólo las del fondo de un saco.–Stephen, necesitaré un poco de dinero.Cuando él se volvió hacia su chaqueta, ella

preguntó:–¿Se da cuenta de que las esposas nos

convertimos en sanguijuelas, señor Martin?La Surprise, como Jack había dicho, estaba

amarrada al muelle por la proa y la popa. Lacubierta estaba desierta, ya que Tom Pullings yel contable estaban en tierra tratando dedescifrar las cuentas de los comerciantes deRiga y un gran número de tripulantes estaban depermiso hasta la seis. West era el único oficialque se encontraba en el alcázar y todos losmarineros que tejían esteras y bandas paraproteger los mástiles en el castillo eran deShelmerston. Bostezaba y miraba distraídamente

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por encima del coronamiento cuando vio a unamujer, extremadamente hermosa, corriendo acaballo por el muelle seguida por un mozo. Elladesmontó frente a la fragata, entregó las riendasal mozo, subió rápidamente a bordo por la proa yse fue abajo.

–¡Eh, un momento! – gritó, corriendo detrásde ella-, éste es el camarote del doctor Maturin.

–Soy su esposa, señor -dijo ella-. Le ruegoque mande al carpintero a colgar un coy para míaquí -añadió señalando el lugar.

Luego se inclinó hacia delante y asomó lacabeza por el escotillón.

–¡Ahí están! – gritó-. Por favor, ordene a losmarineros que se preparen para ayudarlo a subira bordo.

Apremió a West a salir de la cabina y subir ala cubierta y allí él y los asombrados marinerosdel castillo vieron un coche azul y dorado tiradopor cuatro caballos y escoltado por soldados deun regimiento de caballería con chaquetas decolor malva con las vueltas plateadas. El cocheavanzaba lentamente por el muelle y el capitán yun oficial del Ejército sueco estaban sentados en

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el pescante, mientras que el cirujano y suayudante estaban asomados a la ventanilla. Ytodos ellos, acompañados ahora por la damaque estaba en la cubierta, cantaban: «Ah tutticontenti saremo cosí, ah tutti contenti saremo,saremo cosí…» con voz potente pero melodiosay con una inmensa alegría.

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15/03/2010LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-

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