Aubrey y Maturin 09 - El Puerto de La Traicion - Ptrick O'Brien

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Aubrey y Maturin 09 -El puerto de la traición

Sobrecubierta

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El puerto de la traición

Patrick O'Brian

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Mariae sacrumEl agua se desliza lentamente por donde

el arroyo es profundo,y tras su aparente mansedumbre,se esconde la traición.William Shakespeare, Enrique vi

NOTA A LA EDICIÓNESPAÑOLA

Ésta es la novena novela de la másapasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo de

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indudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, se incluye un archivo adicional con unamplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg.1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib.1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPITULO 1Un suave viento soplaba del noreste después

de una noche de lluvia, y la luz que iluminaba elcielo de Malta tenía una cualidad especial quehacía resaltar las líneas de los nobles edificios,poniendo de relieve todos los atributos de laspiedras. Era un placer respirar el aire, y la ciudadde Valletta estaba muy animada, como si todosen ella estuvieran enamorados o de repentehubieran oído buenas noticias.

Esto se notaba particularmente en un grupode oficiales de marina sentados en el cenadordel hotel Searle. Miraban hacia el paseo UpperBaracca, bajo cuyos arcos caminaban muydespacio hacia un lado y hacia otro multitud desoldados, marineros y civiles bajo la brillante luzdel sol, tan brillante que hacía parecer alegres lasnegras capas con capucha de las mujeresmaltesas, y resplandecer como esplendorosasflores los uniformes de los oficiales. A pesar deque los uniformes que más se veían en la multituderan los de color escarlata y dorado de laArmada británica, era una multitud cosmopolita,en la que estaban representados muchos de lospaíses que hacían la guerra a Napoleón, ytambién se veían en ella, por ejemplo, losuniformes de color rosa claro de los croatas de

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Kresimir y los de color azul con galonesplateados de los húsares napolitanos, que hacíanun agradable contraste. Más allá del paseo ymucho más abajo estaba el gran puerto, hoy conlas aguas color zafiro, en las que formaban vetasblancas las velas de innumerables barcospequeños que iban y venían de Valletta a losgrandes cabos fortificados que estaban al otrolado, Sant'Angelo e Isola, y de los barcos deguerra, los transportes y los vivanderos, y todoesto constituía un espectáculo que deleitaba acualquier hombre de mar.

Todos esos caballeros eran capitanes sinbarcos. Los que estaban en su posición estabangeneralmente silenciosos y tristes, y mucho másen la actualidad, ya que la prolongada guerraparecía estar llegando a su clímax, lacompetencia era más dura que antes, y pararecibir distinciones y nombramientos que valieranla pena, por no hablar de conseguir botines yascensos, era preciso estar al mando de unbarco. Algunos se habían quedado sin barco,bien porque sus embarcaciones se habíanhundido, como en el caso de la antiquísimaAeolus, que estaba bajo el mando de EdwardLong, bien porque el ascenso había provocadoque se quedaran en tierra, bien porque unmaldito consejo de guerra había tenido esemismo resultado. Sin embargo, la mayoría deellos sólo se separaban temporalmente de susbarcos, a los que habían llevado a repararporque estaban estropeados por haber pasadoaños haciendo el bloqueo a Tolón en todas lascondiciones climatológicas posibles. Pero losastilleros estaban atestados, las reparacionessolían ser grandes y complicadas y siempre eranmuy lentas, y los capitanes tenían quepermanecer allí mientras transcurría el preciosotiempo que podían pasar en la mar, y maldecíanconstantemente el retraso. Aunque algunos delos más ricos habían mandado a buscar a susmujeres, que, sin duda, eran un consuelo para

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ellos, la mayoría de los capitanes estabancondenados al triste celibato o al solaz local quepudieran encontrar. El capitán Aubrey era uno deéstos, porque a pesar de que había capturadouna presa valiosa en el mar Jónico, elAlmirantazgo todavía no había decidido si erauna presa de ley, y sus negocios en Inglaterraiban tan mal que le habían causado problemaslegales de todo tipo. Por otra parte, como elalojamiento en Malta se había encarecido y él,por ser más viejo ahora, ya no se atrevía adesembolsar grandes sumas que aun no poseía,vivía como un soltero, con las pocas cosas conque un capitán de navío podía vivir con decoro,de modo que subía tres tramos de escalerahasta su habitación en el hotel Searle y la óperaera su único entretenimiento. En realidad, era elmás desafortunado de todos los capitanes cuyosbarcos estaban en manos de los hombres quedebían repararlos, ya que había tenido quemandar nada menos que dos embarcaciones alastillero, así que tenía que tratar con dos gruposdiferentes de empleados corruptos eincompetentes, artesanos lentos y estúpidos ycomerciantes taimados. Una de lasembarcaciones era el Worcester, undesvencijado navío de línea de setenta y cuatrocañones que casi se había despedazado en lalarga e inútil persecución de la escuadrafrancesa en un temporal, y la otra era la Surprise,una pequeña fragata que navegaba con facilidady que le había sido asignada temporalmente,mientras el Worcester era reparado, para quefuera al mar Jónico a realizar una misión en laque había atacado a dos embarcaciones turcas,la Torgud y el Kitabi, y había sostenido con ellasun encarnizado combate al final del cual laTorgud se había hundido, el Kitabi había sidoapresado y la Surprise estaba llena de agujerosentre el viento y el agua. El Worcester, ese barcomal diseñado y mal construido, ese ataúdflotante, hubiera sido más útil hecho pedazos y

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vendido como leña, pero era a su casco sin valoral que los empleados del astillero atendían, pueseso les producía beneficios, mientras la Surprisehabía sido arrinconada porque faltaban unascurvas[1] para la crujía, la columna de bauprés yla servioleta de estribor y placas de cobre paracubrir veinte yardas cuadradas. Mientras tanto,los marineros que integraban la tripulación de laSurprise, excelentes marineros seleccionados,no sólo eran cada vez más perezosos, viciosos ydisolutos, sino que se emborrachaban yenfermaban más, y a los mejores e incluso a lossuboficiales, se los llevaban los superiores deJack que no tenían escrúpulos. Además, elmagnífico primer oficial había dejado la fragata.El capitán Aubrey debería haber sido el mástriste de aquel grupo de hombres tristes; sinembargo, estaba muy animado, hablaba en vozmuy alta e incluso cantaba con entusiasmo, contanto entusiasmo que su amigo íntimo, el cirujanode la Surprise, Stephen Maturin, se había ido aun lugar del cenador más tranquilo, llevandoconsigo a un antiguo compañero de tripulación,el profesor Graham, un filósofo que viajaba conpermiso de la universidad escocesa dondetrabajaba, un hombre que dominaba la lenguaturca y era una autoridad en asuntos orientales.El entusiasmo del capitán Aubrey se debía enparte a la acción de aquel hermoso día en unapersona alegre por naturaleza, en parte a lacontagiosa alegría de sus compañeros, y enparte, sobre todo, a que al final de la mesaestaba sentado Thomas Pullings, hasta hacíapoco su primer teniente y ahora el capitán demenos antigüedad de la Armada, el hombre queocupaba el lugar más bajo en la lista de los quetenían derecho a ser designados con el nombrede capitán, aunque sólo fuera por cortesía. Elascenso le había costado al señor Pullingsalgunas pintas de sangre y una terrible herida (unturco le había asestado un sablazo y le habíacortado gran parte de la frente y la nariz), pero

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habría soportado con gusto un dolor diez vecesmás intenso y haber quedado más desfiguradocon tal de conseguir las charreteras doradas, alas que lanzaba miradas y tocabaconstantemente, sonriendo con disimulo. JackAubrey había intentado que le dieran eseascenso durante muchos años, y había perdido laesperanza de lograrlo, ya que Pullings, aunqueera un experto marino y un hombre simpático yvaliente, no tenía privilegios por su origen. Inclusoen la última ocasión, Aubrey no confiaba en quesu informe produjera el efecto deseado, pues elAlmirantazgo, siempre reacio a dar ascensos,podría dar la excusa de que el capitán de laTorgud era un rebelde y no el capitán de unbarco que pertenecía a un país hostil. Sinembargo, el nombramiento había sido enviadoenseguida en el Calliope, y el capitán Pullings lohabía recibido hacía tan poco tiempo que todavíasu alegría estaba mezclada con el asombro;hablaba muy poco y contestaba sin pensar, unasveces sonreía, otras se echaba a reír sin razónaparente.

El doctor Maturin también sentía afecto porThomas Pullings. Al igual que el capitán Aubrey,había navegado con él cuando eraguardiamarina, ayudante del oficial de derrota yteniente. Le estimaba mucho y le había cosido laherida de la frente y la nariz con más cuidado delque solía tener y había pasado la noche sentadojunto a su coy durante el período en que habíatenido fiebre. Pero el doctor Maturin no habíapodido conseguir el pez de San Pedro. Eraviernes y había esperado con ansia el pez deSan Pedro que habían prometido darle esemismo día; sin embargo, el gregal había sopladocon tanta fuerza durante el martes, el miércoles yel jueves que los barcos pesqueros no habíanpodido salir del puerto, y puesto que en Searleno estaban acostumbrados a ver oficiales demarina católicos (era raro encontrarles en laArmada, ya que en cuanto llegaban al grado de

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teniente les exigían declarar que no reconocían laautoridad del Papa), no habían incluido en lacomida ni un pedazo de pescado en salmuera, élhabía tenido que comer unas horribles verdurascocinadas al estilo inglés, demasiado cocidas ysin sabor a nada. Maturin no era ambicioso nitenía muy mal humor, pero esta decepción sesumaba a una serie de disgustos y molestias quehabía tenido y, además, llegaba cuando hacíados días que había dejado de fumar.

–Puede decirse que Duns Scotus tiene lamisma relación con Aquino que Kant con Leibniz-dijo Graham, continuando la conversación quemantenían antes.

–He oído eso a menudo en Ballinasloe -dijoMaturin-. Pero no aguanto a Immanuel Kant.Desde que descubrí que hace caso a ese ladrónde Rousseau, no le aguanto. El hecho de que unfilósofo dé crédito a lo que dice ese tipoextravagante hijo de un bandido suizo demuestraque tiene dos defectos: ligereza y credulidad.Las lágrimas abundantes y tan bien calculadas,las confesiones falsas, el entusiasmo, lospaisajes ideales… -dijo, acercando la mano a sutabaquera y luego apartándola con decepción-.¡Cuánto detesto el entusiasmo y los paisajesideales!

–David Hume opinaba igual que usted -dijoGraham-, quiero decir, opinaba igual sobremonsieur Rousseau. Le parecía que erasimplemente un crackit gaberlunzie.

–Pero Rousseau al menos no hacía ruido -dijo Maturin, mirando con rabia hacia el otro ladodel cenador, donde estaban sus amigos-. JeanJacques Rousseau era un hombre insensible, unapóstata, un fornicador y un embustero, pero nobramaba como un toro cuando estaba alegre.¡Mire cómo gritan a esas jóvenes! ¡Quévergüenza!

Las jóvenes, que cada noche danzaban ocantaban a coro en el escenario y a menudo ibande excursión con los oficiales más jóvenes a las

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islas Gozo y Camino, donde comían en alguno desus pequeños bosques, no parecían molestas.Todas les respondieron algo y les saludaron conla mano, y una de ellas incluso subió la escalera,se sentó en el brazo de la silla del capitán Pellew,se bebió su vaso de vino y dijo que todosdeberían ir a ver la ópera el sábado porque ellaiba a cantar la parte del jardinero quinto. En esemomento el capitán Aubrey hizo un comentariojocoso, que Maturin no pudo oír, pero lascarcajadas que lo siguieron probablemente seoyeron en Sant'Angelo.

–¡Jesús, María y José! – exclamó Maturin-. EnIrlanda, cuando un grupo de amigos bromean nose oye más que un murmullo, y creo que lomismo ocurre en Escocia.

Graham no lo creía, pero tenía una actitudbenévola hacia Maturin y se limitó a decir:«Heuch: ablins».

–Algunos de mis mejores amigos soningleses -continuó Maturin-, e incluso los másrespetables tienen esa horrible tendencia a hacerun ruido confuso cuando están alegres. Esocarece de importancia en su país, donde la dietaembota la sensibilidad, pero en otros, no, enotros es percibido como una muestra dearrogancia y causa más indignación que muchasfaltas peores. Los españoles son despreciables,son colonialistas, rapaces y crueles asesinos,pero nunca se les oye reír. Su arrogancia es untipo de arrogancia corriente, universal, y supresencia no causa tanta indignación como la delos ingleses. Tomemos como ejemplo el caso deesta isla: hace más o menos diez años que lamarina rescató a la población de la espantosatiranía francesa y llenó el lugar de riquezas en vezde cargar hasta el tope sus barcos con lostesoros de las iglesias y llevárselos, pero ahoracunde el descontento entre la población, y creoque la risa tiene algo que ver con ello. Aunquebien sabe Dios que también tiene algo que ver laarrogancia corriente. ¿Quiere echar un vistazo a

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esto?Graham cogió el papel, lo sostuvo delante de

él con el brazo estirado, y leyó: «El gobernadorcivil nombrado por el Rey lamenta que algunaspersonas débiles e irreflexivas, engañadas confalsos argumentos, se hayan convertido eninstrumentos de algunos revoltosos. Las hanconvencido para que suscriban una petición decambios en la actual forma de gobierno de estasislas que será presentada al Rey».

–Se nota en él el estilo pulido de sirHildebrand -dijo Maturin-. Ebenezer Graham,puesto que usted goza de su confianza, ¿nopodría aconsejarle que olvidara su orgullo y sujustificada indignación por un momento yreflexionara sobre la enorme importancia de labenevolencia de los malteses? ¿No podríapersuadirle de que se dirigiera a ellos concortesía y en su propia lengua o, al menos, enitaliano? ¿No podría…? ¿Qué pasa, muchacho?– preguntó a un niño que había logrado atravesarel seto, se había puesto a su lado y, sonriendotímidamente, esperaba el momento oportunopara decirle que su hermana, de apenas quinceaños de edad, era amable con los caballerosingleses, que sus honorarios eran moderados yque la plena satisfacción estaba garantizada.

La interrupción no había sido larga, peroimpidió a Maturin seguir hablando con fluidez, ycuando el niño se fue, Graham dijo:

–Y puesto que usted goza de la confianza delcapitán Aubrey, ¿no podría aconsejarle queevitara la compañía del señor Holden en vez desaludarle de esa manera en público?

El señor Holden había sido expulsado de laArmada por usar su barco para proteger a ungrupo de griegos que huían a causa de algunosactos de represión cometidos por los turcos yahora representaba a un pequeño, incipiente eineficaz Comité para la Independencia deGrecia, y como el gobierno inglés tenía quemantener sus buenas relaciones con el Sultán, no

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era una persona grata a las autoridades deMalta.

Pero era demasiado tarde para dar eseconsejo, pues Holden ya estaba sentado en lamesa de su viejo compañero de tripulación y conuna mano sostenía en alto un vaso de vino y conla otra señalaba un conjunto de espléndidosdiamantes que estaba en el sombrero de JackAubrey.

–¿Qué… qué es eso? – preguntó.–Es un chelengk -dijo Jack con orgullo.

¿Verdad que estoy elegante?–Dale vueltas otra vez. Dale vueltas para que

él lo vea -dijeron sus amigos.El capitán Aubrey puso su sombrero de dos

picos con un ribete dorado, su mejor sombrero,sobre la mesa. El magnífico broche (formado pordos hileras de pequeños diamantes unidas, cadauna de ellas de unas cuatro o cinco pulgadas delongitud y coronada por un diamante deconsiderable tamaño) estaba montado sobre unabase redonda salpicada de pequeñosdiamantes; Jack le dio varias vueltas en sentidocontrario a las manecillas del reloj, y cuando seponía el sombrero otra vez, la base redondaempezó a girar con un suave zumbido y lasramas empezaron a estremecerse como situvieran vida propia. El capitán se quedó allísentado, rodeado de luces que parecían brotarde fuegos artificiales, cuyos colores hacía másvivos la luz del sol.

–¿Dónde… dónde lo consiguió? – preguntóHolden, mirando a los demás, como si nodebiera dirigirse al capitán Aubrey mientras elresplandeciente broche se estremecía.

Los demás preguntaron extrañados si Holdenno lo sabía y le dijeron que se lo había regaladoel sultán de Turquía por haber capturado laTorgud, que estaba al mando de un capitánrebelde, y también el barco que la acompañaba.Luego preguntaron a Holden en qué lugar habíaestado que no había oído hablar de la batalla

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entre la Surprise y el Torgud, la batalla másimportante de los últimos tiempos.

–Conocía la Torgud, desde luego -dijoHolden-. Tenía cañones muy potentes y estababajo el mando del bey Mustafá, un cruel asesino.Dime, Jack, ¿cómo entablaste el combate conella?

–Pues entrábamos al canal de Corfú,¿sabes? – dijo Jack-, con viento entablado delsureste, un viento que permitía desplegar lasjuanetes. Y los barcos se encontraban así…

El cenador estaba ahora más tranquilo, y eldoctor Maturin estaba sentado con las piernascruzadas y los pantalones desabrochados en laparte de la rodilla. En ese momento sintió algomoviéndose por su pantorrilla, algo que parecíaun insecto, e instintivamente levantó la mano,pero debido a los años que llevaba dedicado alestudio de las ciencias naturales, que habíanaumentado su interés por conocer todas lascriaturas y su deseo de proteger desde unaabeja a una inocente mariposilla nocturna,retrasó el golpe. En el pasado, a menudo habíapagado caro por sus conocimientos, y ahoravolvió a pagar caro. Apenas había reconocido elgran tábano maltés, un tábano con doce motas,cuando el insecto clavó profundamente laprobóscide en su carne. Entonces golpeó alanimal, aplastándolo, y se quedó allí sentadomirando en silencio cómo la sangre se esparcíapor su media de seda blanca, con los labiosfruncidos a causa de la rabia.

–Decía usted que se había liberado deltabaco -dijo Graham-, pero, ¿no le parece que ladecisión de dejar de fumar le priva de libertad?¿No le parece que suprime el derecho aescoger, que es la verdadera esencia de lalibertad? ¿No le parece que un hombre sensatodebería ser libre de elegir entre fumar o no fumar,según las circunstancias? Somos animalessociales, pero pasar privacionesvoluntariamente, como los ascetas, en un

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momento inoportuno, nos causa irritación ypuede hacernos olvidar nuestra responsabilidadsocial y, por tanto, llegar a romper los vínculosque nos unen al resto de la sociedad.

–Estoy seguro de que dice esto con buenavoluntad -dijo Maturin-. Pero permítame decirleque me extraña que lo diga. Me extraña que unhombre tan inteligente como usted piense quealgo tan complejo como es el estado de ánimosólo tenga una causa. ¿Es posible que la únicacausa de mi malhumor sea no fumar? No, no. Enpsicología, como en historia, los fenómenostienen causas múltiples. Aunque fume unpequeño puro, o parte de un pequeño puro, paracomplacerle, verá usted que la diferencia, si lahay, será mínima. Los cambios de humor tienenmotivos oscuros, y a veces me quedosorprendido al encontrarme con lo que surge deellos, con los pensamientos y las actitudes queacuden a mi mente completamente formados.

Eso era cierto. Ni el pez de San Pedro ni elanhelo de fumar eran razones suficientes parajustificar el malhumor de Maturin, que desdehacía días aparecía cada mañana cuando selevantaba. Mientras meditaba sobre el asunto, sele ocurrió que al menos una de las muchasrazones era que estaba hambriento de placersexual y que recientemente habían excitado sudeseo. «El toro se vuelve resabiado cuando estáencerrado», dijo para sí, aspirandoprofundamente el agradable humo. Pero aún nohabía encontrado la explicación completa, deninguna manera. Entonces se pasó a la parte deljardín donde daba el sol, a la parte donde nohabía viento, para no llenar de humo al profesorGraham, y allí, parpadeando a causa de laintensidad de la luz, dio vueltas al asunto en lacabeza.

El lugar al que se había cambiado podíaverse desde la torre de la sede de la Orden deMalta, un edificio alto, sobrio, con unincongruente reloj en la parte superior de la

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fachada. La habitación más alta, una habitaciónlóbrega y desamueblada, no había sido ocupadadesde que se habían ido los caballeros, tenía elsuelo cubierto de polvo suave y gris y de losexcrementos de los murciélagos que se oíanvolar entre las oscuras vigas del techo yretumbaba con el grave sonido con que el relojmarcaba los segundos. Era la habitación másoscura e incómoda; sin embargo, desde ella losespías podían ver bien el paseo, el hotel Searle ysu jardín, aunque, obviamente, no su cenador.

–Ahí está uno de ellos -dijo uno de los espías-. Se acaba de pasar adonde da el sol.

–¿Ese hombre que está fumando un puro? –preguntó el otro-. ¿El cirujano naval?

–Es un cirujano naval, y muy inteligente, segúndicen, pero también un agente secreto. Sunombre es Stephen Maturin. Su padre esirlandés y su madre es española, y podría pasarpor un hombre de ambas nacionalidades o porfrancés. Nos ha hecho mucho daño: por su causahan muerto muchos de nuestros hombres.Estaba a bordo del Ocean cuando tu primo fueenvenenado.

–Le eliminaré esta noche.–No harás semejante cosa -dijo el primer

hombre secamente.Hablaba italiano con un marcado acento del

sur, pero, en realidad, era un espía francés, unode los espías franceses más importantes en laregión mediterránea, y los malteses que estabancon él bajaron la cabeza sumisamente. Lesueurera el apellido del francés, y parecía una versiónantigua del doctor Maturin, a quien miraba ahoraatentamente a través de un telescopio de bolsillo:un hombre de baja estatura, delgado, encorvado,de piel amarillenta, habitualmente con unaexpresión adusta, reservada y pedante, que raravez atraía la atención de los demás, pero que sila atraía, les demostraba enseguida que teníadominio de sí mismo y una gran inteligencia.Pero Lesueur, además, controlaba cuantiosas

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sumas y vestía como un próspero comerciante.–No, no, Giuseppe -dijo en tono más amable-.

Admiro tu determinación y sé que manejas muybien el cuchillo, pero esto no es Nápoles niRoma. Su repentina e inexplicable desapariciónlevantaría un revuelo y, obviamente, nosrelacionarían con ella, y es fundamental que nosospechen de nuestra presencia aquí. De todasformas, obtendríamos poca información de uncadáver, mientras que podríamos obtener muchadel doctor Maturin vivo. Le he encargado a laseñora Fielding que le vigile, y tú y Luigi levigilaréis cuando se reúna con otras personas.

–¿Quién es la señora Fielding?–Una dama que trabaja para nosotros. Nos

da la información a mí o a Carlos.Podría haber añadido que Laura Fielding era

napolitana y estaba casada con un teniente de laArmada real, un joven que había sido capturadopor los franceses cuando participaba en unaoperación que tenía como objetivo sacar unbarco de uno de sus puertos y que ahora estabaencerrado en la prisión de Bitche, una prisión decastigo, por haberse fugado de Verdún. Puestoque había matado a uno de los gendarmes que leperseguía, era probable que en el juicio lecondenaran a muerte. Pero el juicio había sidoaplazado una y otra vez, y la señora Fieldinghabía sido informada de manera indirecta de quepodía ser aplazado indefinidamente sicooperaba con una persona que estabainteresada en los movimientos del transportemarítimo. Le habían presentado el asunto comoalgo relacionado con los seguros internacionalesy con grandes compañías venecianas ygenovesas cuyos corresponsales francesestenían el apoyo del Gobierno. Ninguna personaque estuviera familiarizada con los negocioshabría dado crédito a esa historia, pero elhombre que se la había contado era un oradorconvincente y le dio una carta auténtica del señorFielding dirigida a su esposa y escrita menos de

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tres semanas antes, una carta en la que decíaque aprovechaba esa excepcional oportunidadpara enviar su amor a su «queridísima Laura» ydecirle que el juicio había sido aplazado denuevo, que en la prisión le trataban con menosseveridad y que era posible que no mantuvierantodas las acusaciones que le habían hecho.

La señora Fielding tenía una posiciónadecuada para conseguir información porqueera bien recibida en todas partes y, además,porque, para ganarse un poco de dinero quecomplementara sus modestos ingresos, dabaclases de italiano a las esposas y las hijas de losoficiales y a veces a los propios oficiales, lo quele permitía enterarse de fragmentos de noticias,en ocasiones sobre asuntos confidenciales, queno tenían sentido por sí solos, pero que unidospermitían hacerse una idea de la situación. Apesar de su pobreza, también daba fiestas en lasque se tocaba música y en las que brindaba asus invitados limonada procedente del prolíficoárbol de su propio jardín y galletas de Nápoles,aunque sólo una a cada uno. Lesueur pensabaque ella tenía aún más valor debido a eso, puescomo tocaba muy bien el piano y la mandolina ycantaba bastante bien, reunía a todos losmarinos y militares que eran músicos de afición yque tenían más talento en una atmósferadistendida y sin recelos; sin embargo, hastaahora no había aprovechado todo su potencial,porque prefería que se acostumbrara a la ideade que el bienestar de su marido dependía de sudiligencia. Lesueur no habría causado ningúndaño si hubiera dicho a Giuseppe todo esto,pero era un hombre tan circunspecto como sugesto y le gustaba reservar para sí lainformación, toda la información. Sin embargo,tenía que complacer en algo a Giuseppe y teníaque darle cierta información sobre la situaciónactual, ya que el maltes había estado ausentemucho tiempo.

–Da clases de italiano -dijo Lesueur de mala

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gana e hizo una pausa-. ¿Ve a ese hombre queestá al fondo del lado izquierdo del cenador?

–¿El capitán manco con la peluca corta?–No. Al otro lado de la mesa.–¿El capitán de navío gordo y rubio que tiene

un cosa brillante en el sombrero?–Exactamente. A ese hombre le gusta mucho

la ópera.–¿A ese hombre de cara roja que parece un

buey? Me sorprende usted. Hubiera pensadoque le gustaban la cerveza y los bolos. Mirecómo se ríe. Seguro que le oyen en Ricasoli.Probablemente esté borracho. Los inglesessiempre están borrachos. No saben lo que es ladecencia.

–Tal vez. De todas maneras, le gusta muchola ópera. Y de paso le diré que no debe permitirque su disgusto turbe su juicio y le hagasubestimar al enemigo: ese hombre con la cararoja que parece un buey es el capitán Aubrey, yaunque ahora no le parezca muy listo, fue elhombre que negoció con el bey Sciahan,destruyó a Mustafá y nos expulsó de Marga.Ningún necio podría haber hecho una de esascosas, y mucho menos las tres. Pero lo que iba adecir era que, por el hecho de que tendrá quepasarse aquí algún tiempo y le gusta la ópera,decidió tomar clases de italiano para poderentender lo que dicen en ella.

Giuseppe iba a hacer un comentario sobre lasimplicidad de esa idea, pero al ver la mirada deLesueur, cerró la boca.

–Su primer profesor fue el viejo Ambrogio -continuó-, pero tan pronto como Carlos se enteróde eso mandó a las personas adecuadas a decira Ambrogio que fingiera que estaba enfermo yrecomendara a la señora Fielding. No meinterrumpa, por favor -dijo, levantando la manocuando Giuseppe volvió a abrir la boca-. Ella yase ha retrasado doce minutos y quiero decir todolo que tengo que decir antes de que venga. Loimportante es esto: como Aubrey y Maturin

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siempre han navegado juntos y son íntimosamigos, si ponemos a esa mujer en contacto conAubrey también la ponemos en contacto conMaturin. Ella es joven, atractiva, muy inteligente ytiene buena reputación, pues no ha tenido ningúnamante, es decir, no ha tenido ninguno desdeque se casó. En estas circunstancias, no dudode que llegará a tener relaciones con ella, así queespero recibir información muy valiosa.

Cuando Lesueur decía estas palabras,Maturin se movió en su asiento y miró hacia latorre de la casa del boticario. A los dos hombresque estaban dentro les pareció que sus extrañosojos claros podían verles a través de los listonesde los postigos y dieron un paso atrás.

–Parece un asqueroso cocodrilo -susurróGiuseppe.

La inquietud de Stephen Maturin habíaaumentado por la sensación de que eraobservado, aunque esto no había llegado al nivelde la consciencia. Su inteligencia todavía nohabía captado lo que había percibido su instinto,y aunque sus ojos miraban en la direccióncorrecta, su mente consideraba la torre unaguarida de murciélagos. Sabía que la parteinferior la usaba un comerciante como almacéndesde que se habían marchado los caballeros yestaba casi seguro de que la superior no habíasido usada desde entonces; por tanto, pocoslugares podían ser más adecuados para losmurciélagos. Clusius había descrito buena partede la flora de la isla y Pozzo di Borgo, las aves,pero, lamentablemente, a los murciélagosmalteses no se les había prestado atención.

A pesar de que el doctor Maturin tenía interésen los murciélagos, y también en todo lorelacionado con las ciencias naturales,solamente la parte superficial de su mente seocupaba de ellos. El reconfortante puro habíaeliminado parte de su malhumor, pero todavíaestaba muy molesto. Como había dicho Lesueur,era un agente secreto además de ser un cirujano

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naval, y al regresar a Malta después de haberestado en Jonia se había encontrado con que lainquietante situación ahora era todavía másinquietante. Mucha información confidencialhabía sido divulgada, hasta tal extremo que unvinatero siciliano que él conocía había podidodarle información precisa sobre el LXXIIIRegimiento, había dicho que zarparía deGibraltar la semana siguiente con destino aCitera y Santa Maura. Pero, además, algunosplanes importantes habían sido revelados, almenos en parte, y podrían llegar a conocerse enTolón y París.

Desgraciadamente, había habido falta deautoridad. En Valletta, el popular gobernador, unoficial de marina que había luchado con losmalteses contra los franceses, un hombre quesimpatizaba con los malteses, hablaba su lenguay conocía bien a sus líderes, había sidoreemplazado, inexplicablemente, por un militarestúpido y arrogante que se refería a losmalteses en público como a «nativos papistas aquienes había que enseñar quién mandaba». Losfranceses no podían pedir nada mejor. Habíanreforzado las redes de espionaje que ya teníanen la isla con dinero y hombres, reclutando a grannúmero de descontentos.

Sin embargo, había tenido aún másimportancia el intervalo entre la muerte delalmirante sir John Thornton y el nombramiento deun nuevo comandante general. Sir John habíadirigido muy bien el servicio secreto naval y habíasido un hábil diplomático, un buen estratega y unexcelente marino; sin embargo, sus relacionescon la mayor parte de las personas queintegraban su improvisada organización no erande carácter oficial sino personal, y laorganización se había desintegrado en lasmanos del segundo al mando de la escuadra, suincompetente sucesor temporal, elcontraalmirante Harte. Muchos hombresinfluyentes y muchos funcionarios que

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desempeñaban cargos importantes en gobiernosde un lado a otro del Mediterráneo hacíanconfidencias a sir John o a su secretario, pero notenían nada que decir a un malhumorado,indiscreto, e ignorante sustituto temporal. Elpropio Maturin, que cooperaba con el serviciosecreto voluntariamente, impulsado nada másque por un profundo odio hacia la tiraníanapoleónica, había decidido no desempeñarmás que el cargo de cirujano naval mientrasHarte estuviera al mando de la escuadra.

Pero ese intervalo había llegado a su fin.Ahora el respetable sir Francis Ives, el nuevocomandante general, estaba con el grueso de laescuadra haciendo el bloqueo a Tolón, donde losfranceses tenían veintiún navíos de línea y sietefragatas y había mucha actividad, y a la veztrataba de desenredar los hilos de su mando,que controlaban los asuntos tácticos y políticos yla complementaria, pero necesaria, informaciónsecreta. Al mismo tiempo, el Almirantazgo habíaenviado a un funcionario para que resolviera losproblemas que había en Malta, nada menos queal vicesecretario interino, el señor Andrew Wray.Tenía fama de ser brillante, y, ciertamente, hizouna excelente labor en el Ministerio de Hacienda,a las órdenes de su primo lord Pelham. No cabíaduda de que era un funcionario competente. YMaturin no tenía la menor duda de que, aparte deluchar con los franceses, necesitaría usar toda suinteligencia para superar la animadversión delEjército y la obstrucción y los celos de otrosservicios secretos británicos que habíanpenetrado en la isla. Había allí misteriososcaballeros de varios departamentos, que dabanmalos consejos, se estorbaban unos a otros ycausaban confusión, y cuando Stephen Maturinanalizaba su situación, lo único que le consolabaera pensar que probablemente la de losfranceses era peor, pues sabía muy bien que enlos gobiernos autoritarios proliferaban los espíasy los delatores. Había indicios de que los

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miembros de al menos tres ministerios francesestrabajaban en Malta, cada grupo sin saber quelos demás estaban presentes, y de que todosestaban vigilados por un hombre de un cuartoministerio. El aparente objetivo de la visita delseñor Wray era acabar con la corrupción en elastillero, y a Maturin le parecía que tendría máséxito en esto que en el contraespionaje. Elespionaje requería la especialización en asuntosrelacionados con él, y ésta era la primeraconexión directa de Wray con estedepartamento, que Stephen supiera; en cambio,como la corrupción era universal, o sea, que seencontraba en toda la sociedad, y como Wray ensu juventud había vivido regaladamente en unacasa lujosa sólo con el sueldo de funcionario(pocos cientos de libras al año), sin ninguna rentade propiedades privadas, era probable que laconociera bien. Maturin había conocido a Wrayhacía algunos años, cuando Jack Aubrey estabaen tierra y tenía una extraordinaria cantidad dedinero, pues acababa de conseguir unimportante botín en la operación que habíallevado a cabo en Mauricio. Se habíanencontrado en un club de juego de Portsmouthdonde Jack estaba jugando con algunosconocidos y se habían limitado a saludarse conuna inclinación de cabeza y a decir «¿Cómo estáusted, señor?». Maturin no dio importancia a lapresentación, y nunca habría recordado a Wray sino hubiera sido porque unos días más tarde,cuando estaba en Londres, Jack había acusadoa Wray y a sus compañeros de hacer trampas enel juego de cartas, aunque en términos lobastante ambiguos para mantener la dignidad.Pero Wray no le había exigido una satisfacciónde la forma bárbara en que era corriente hacerloen casos como ese. Aunque Stephen no sabíade primera mano lo que había pasado, pensabaque posiblemente Wray había entendido que lasacusaciones de Jack iban dirigidas a otrojugador; sin embargo, había indicios de que en el

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Almirantazgo hubo una actitud hostil hacia éldurante algún tiempo, pues le habían denegadobarcos, habían dado buenos nombramientos ahombres con menos méritos de guerra, nohabían ascendido a los subordinados de Jack, yStephen había sospechado que Wray se estabavengando de esa manera. Pero eso tambiénpodría ser el resultado de otras causas; podríaser, por ejemplo, consecuencia de que a losministros les desagradaba el general Aubrey, elpadre de Jack, un eterno parlamentario miembrodel partido radical que era un tormento paraellos, y esta explicación estaba apoyada por elhecho de que la reputación de Wray no habíasufrido menoscabo. Generalmente, un hombreque no se batía en semejantes circunstancias eradespreciado por todos; sin embargo, cuandoAubrey y Maturin regresaron de una misión quetuvieron que realizar más allá de la IndiasOrientales poco después del desagradableincidente, Stephen se encontró con que todosdaban por sentado que hubo un duelo o queWray dio explicaciones a Jack, y que Wray erarecibido en todas partes. Stephen le había vistovarias veces en Londres. Y si la reputación deWray no había sufrido menoscabo, no teníamotivos para tomar venganza. De todasmaneras, su modo de vida había cambiado porcompleto desde aquellos días. Había hecho unbuen matrimonio, desde el punto de vistamaterial, porque, a pesar de que Fanny Hartetenía poca belleza y menos afecto que darle (ellaestaba en contra del matrimonio desde elprincipio, porque estaba enamorada de WilliamBabbington, capitán de la Armada real), sufortuna le permitía llevar una vida regalada, comoa él le gustaba, sin necesidad de valerse deotros recursos, y tenía la posibilidad de conseguiruna mayor riqueza, que esperaba con ansia,cuando el contraalmirante Harte muriera, ya queHarte había heredado una gran suma de unpariente suyo que era prestamista en la calle

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Lombard y Fanny era su única hija. Por otraparte, debido a que Jack Aubrey habíaconseguido una importante victoria en el marJónico, que había proporcionado a la Armada,entre otras cosas, una excelente base naval, yque había agradado al Sultán, un punto de granimportancia diplomática en esos momentos,estaba a salvo de insidiosos comentariosmarginales que aludieran a su mala conducta ode notas semioficiales que mencionaran lasindiscreciones de su juventud.

–Ahí está el otro -dijo Lesueur cuandoGraham salía de la sombra y se sentaba al ladode Stephen Maturin-. La información queteníamos sobre él era confusa. Al principiocreíamos que formaba parte de una organizacióntotalmente diferente, pero ahora nos parece queno es más que un lingüista que fue contratadopara traducir y redactar documentos en turco y enárabe y que pronto debe volver a su universidad.No obstante, lo vigilarás y anotarás quiénes sonsus conexiones. ¿Dónde se habrá metido esamujer? Tenía que estar ahí hace veintitrés, no,veinticuatro minutos, para dar la clase a Aubrey.No tendrá tiempo de dársela antes de su reunión.

Hubo una larga pausa, y Giuseppe, quemiraba por el postigo de la ventana de la esquinaademás de mirar por el de la ventana del frente,dijo:

–Una dama se acerca rápidamente por elcallejón del costado seguida de una sirvienta.

–¿Lleva un perro, un enorme mastín de Iliria?–No, señor, no lleva ningún perro.–Entonces no es la señora Fielding -dijo

Lesueur en tono malhumorado y con convicción.Pero estaba equivocado, y se dio cuenta de

ello en el momento en que la dama y su sirvienta,que llevaba una capa con capucha negra,doblaron la esquina y entraron precipitadamenteen el jardín del hotel Searle.

Todos los hombres que estaban sentados enla mesa de Aubrey se pusieron de pie, pues ella

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no era un solaz local ni interpretaba el papel deljardinero quinto. En realidad, el hecho de que elcapitán Pelham cayera de bruces, si fuera unacto voluntario, difícilmente habría sidoconsiderado un exagerado testimonio de surespeto en vez del efecto del exceso de vino deMarsala y una inoportuna pata de una silla.

Hubo un alboroto durante unos momentos,cuando la señora Fielding intentaba pedirdisculpas al capitán Aubrey y al mismo tiemporesponder a los oficiales que deseaban sabercómo estaba y si a Ponto le había ocurrido algo.Ponto era un perro hosco, receloso, torvo eimplacable, un mastín de Iliria, un animal deltamaño de un becerro mediano, y tenía un collarcon púas de acero. Siempre caminaba junto a laseñora Fielding, reduciendo sus largos pasospara igualarlos a los pequeños pasos de ella, ygeneralmente su presencia la protegía de losexcesos de confianza, pero si no bastaba, dabaun estruendoso ladrido. Por lo que ellos pudieronentender, la señora Fielding había dejado aPonto en su casa para castigarlo por habermatado un asno. Sabían que Ponto eraperfectamente capaz de hacer eso, pero, debidoa que algunas veces ella no pronunciaba bien elinglés y a la calma con que hablaba del incidente,pensaron que debía de haber un error.

–A fe mía que hoy están ustedes muyelegantes, caballeros -continuó después de unabreve pausa-. ¡Calzones blancos! ¡Medias deseda!

Ellos dijeron que sí y le preguntaron si no sehabía enterado de la noticia, de que el señorWray, el enviado del Almirantazgo, había llegadoen el Calliope la noche anterior. Añadieron que alcabo de veinte minutos irían al palacio delgobernador a presentarle sus respetos muyperipuestos, con sus mejores calzones y con laspelucas muy empolvadas, y que estaban segurosde que él se quedaría boquiabierto al ver suhermoso aspecto.

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Era divertido ver cómo los capitanes, algunosverdaderos déspotas en sus barcos, muchosacostumbrados a combatir y todos capaces deasumir grandes responsabilidades, hacían eltonto delante de una mujer.

–Hay un libro importantísimo, todavía porescribir, sobre la manifestación del deseo deapareamiento humano y todas sus absurdasvariedades -dijo el doctor Maturin-. Aunque estono es más que la sombra del principio de laceremonia. Aquí no hay rivalidad, no hayardientes pasiones, no hay esperanza -dijo,mirando fijamente a su amigo Aubrey-. Además,la dama no está libre.

Efectivamente, la señora Fielding no estabalibre, si se tomaba en cuenta el significado conque Maturin había usado esa palabra, aunquetambién era agradable ver cómo recibía lasmuestras de respetuosa admiración, las bromasy las frases ingeniosas: no actuaba como unamojigata ni se mostraba ofendida ni sonreía conafectación, pero tampoco daba demasiadasconfianzas. Les trataba con el grado deamabilidad justo, y Maturin la miraba conadmiración. Antes había notado que ella no habíadado importancia a la borrachera de Pelham, ypensó que estaba acostumbrada a tratar conmarinos, y en ese momento observó cómo ellarecuperó la serenidad inmediatamente despuésde recibir una fuerte impresión al ver la cara dePullings cuando Jack Aubrey le hizo salir de lasombra del cenador para presentárselo.También observó cómo felicitaba a Pullings porsu ascenso y le invitaba a su casa aquella nocheporque daba una pequeña fiesta, solamente paraoír ensayar un cuarteto. Notó su infantil regocijocuando el chelengk empezó a girar, y su miradacodiciosa cuando lo tenía en sus manos yadmiraba las grandes piedras que lo coronaban.La miraba con curiosidad… y con algo más queeso. Una de las razones era que ella lerecordaba a su primer amor. Tenía la misma

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constitución, no era muy alta, pero era delgadacomo un junco, y el pelo del mismo color, un colorrojo oscuro fuera de lo común, y se daba lacoincidencia de que también se había peinadode modo que podía verse su fina y graciosa nucay las suaves curvas de sus orejas. La otra razónera que ella había mostrado interés por él.

Los insectos todavía podían engañar aMaturin y perforar su piel, pero era difícil que lasmujeres pudieran engañarle en esta tardía etapade su vida. Sabía que nadie podía admirarle porsu apariencia; no tenía esperanza de inspirarsimpatía por su trato ni por su conversación; yaunque pensaba que algunos de sus mejoreslibros, Remarks on Pezophaps solitarius yModest Proposals for the Preservation of Healthin the Navy, no carecían de mérito, no creía queninguno impresionaría a una mujer. Ni siquiera suesposa había podido leer más de unas cuantaspáginas, a pesar de su buena voluntad. Por otraparte, su posición en la Armada no era muy alta,pues ni siquiera había sido nombrado oficial, y noera poderoso ni influyente ni rico.

Por tanto, la amabilidad y las invitaciones dela señora Fielding eran provocadas por cualquierotra cosa que no fuera la coquetería ni laambición, aunque no sabía qué era y sólo se lehabía ocurrido que tenía que ver con el espionaje.Si era así, entonces, obviamente, su deber eraser complaciente. No había otra manera deanalizar la cuestión, no había ninguna otramanera descubrir sus conexiones o inducirla arevelarlas o utilizarla para dar información falsa.Era posible que estuviera completamenteequivocado, ya que después de un tiempo losagentes secretos veían espías por todas partes,eran como los lunáticos a los que les parecía queestaban mencionados en todos los periódicos,pero tanto si era así como si no, jugaría su parteen el hipotético juego. Y se había convencido confacilidad a sí mismo de que esa era la estrategiacorrecta porque le gustaban su compañía y las

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veladas musicales en su casa. Además, estabaconvencido de que podía controlar cualquiersentimiento inoportuno que brotara en sucorazón. Se había puesto esas medias blancaspor la señora Fielding (pues por su rango noestaba obligado a asistir a la recepción ni teníadeseos de asistir), y era por la señora Fieldingque avanzó en ese momento, se quitó elsombrero, hizo una cortés reverencia con unagenuflexión y dijo:

–Buenos días, señora. ¿Se encuentra bien?–Mejor después de verle a usted, señor -

respondió ella, sonriendo y dándole la mano-.Querido doctor, ¿no podría convencer al capitánAubrey para que tome la lección? Sólo tenemosque repasar el traspassato remoto.

–Desgraciadamente, no. Es un marino, y yasabe usted que los marinos sienten devoción porlos relojes y las campanas.

El rostro de Laura Fielding se ensombreció,pues pensó que el único punto en que estaba endesacuerdo con su marido era la puntualidad, yluego, con una alegría artificial continuó:

–Sólo el traspassato remoto regular. Notardaremos ni diez minutos.

–Mire… -dijo Stephen, señalando el reloj dela torre.

Todos se volvieron hacia allí, y una vez máslos espías retrocedieron.

–Diez minutos es todo el tiempo que tienenestos señores para ir andando majestuosamentehasta el palacio del gobernador -continuó-, yaque no deben subir a toda prisa por la empinadacuesta porque se les desarreglarían las corbatas,se les caería el polvo de las pelucas y, comohace tanto calor, se sofocarían tanto que llegaríancomo si vinieran de una batalla. Será mejor quese siente conmigo a la sombra y se tome un vasode leche de vaca fría. La leche de cabra no se larecomiendo.

–No puedo -dijo ella cuando los capitanessalían uno tras otro, por orden de antigüedad-.

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Tengo una cita con la señorita Lumley y voy allegar tarde. ¡Capitán Aubrey! – exclamó-. Si porcualquier motivo se me hiciera tarde para elensayo de esta noche, le pido que entre y enseñeal capitán Pullings el limonero. Lo han regadohoy. Giovanna se irá a Notabile dentro de poco,pero la puerta no estará cerrada con llave.

–Con mucho gusto le enseñaré el limonero alcapitán Pullings -dijo Jack, y al decir «capitánPullings», había soltado una carcajada de nuevo-.Es el más hermoso limonero que he visto en mivida. Y dígame, señora, ¿Ponto también irá aNotabile?

–No. La última vez mató algunas cabras yalgunos cabritillos. Pero conoce el uniforme de laArmada. No le dirá nada a usted, a no ser quecoja limones.

–Parece que su plan da resultado, señor -dijoGiuseppe, observando a los oficiales y aGraham, que empezaban a subir la cuesta quellevaba al palacio, y a Stephen y a la señoraFielding, que estaban sentados tomando unhelado de café. Se habían sentado después decomentar que la señora Lumley no era un oficialde marina y que, por tanto, no tendría la morbosacostumbre de medir el tiempo constantemente.

–Creo que dará bastante buen resultado -dijoLesueur-. He descubierto, que, por lo general,mientras más feo es un hombre, más vanidosoes.

–Bien, señor -dijo Laura Fielding antes delamer la cuchara-, como usted ha sido tanamable y como me gustaría enviar a Giovanna aNotabile enseguida, quisiera pedirle que fueratodavía más amable y me acompañara hasta laiglesia de Santo Publius, porque siempre haymuchos soldados sinvergüenzas merodeandopor Porta Reale, y sin mi perro…

El doctor Maturin dijo que sería unasatisfacción para él hacer de escolta de unacriatura tan gentil. En verdad, parecía estar muycontento y satisfecho cuando salieron del jardín y

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atravesaron cogidos de la mano la plaza Regina,donde había multitud de soldados y dos rebañosde cabras, pero cuando pasaban por delante dela Posada de Castilla, ya una parte de su mentehabía vuelto a ocuparse del asunto del estado deánimo y sus causas. A pesar de eso, la otra partese ocupaba de lo que ocurría en el presente, y elsilencio de Stephen era deliberado. Pero no durómucho, si bien, como había previsto, molestó aLaura Fielding. Ella se sentía cohibida por algo,lo que él notaba cada vez con más claridad, y sutono alegre y su sonrisa eran artificiales cuandopreguntó:

–¿Le gustan los perros?–¿Los perros? – repitió, mirándola de reojo y

sonriendo-. Bueno, si fuera usted una mujercorriente, que entabla una conversación porcortesía, exclamaría: «¡Oh, señora, los adoro!»,con una sonrisa artificial y un gesto lo másgracioso posible. Pero puesto que es ustedcomo es, me limitaré a decirle que interpreto suspalabras como una petición de que diga algo.Me podría haber preguntado igualmente si megustan los hombres, las mujeres, los gatos, lasserpientes o los murciélagos.

–No, los murciélagos no -dijo la señoraFielding.

–Sí, los murciélagos -dijo el doctor Maturin-.Hay tantas variedades de ellos como de otrascriaturas. He conocido algunos muy alegres yenérgicos y otros hoscos, malhumorados ytercos. Naturalmente, lo mismo ocurre con losperros. La gama de perros va desde losmestizos cobardes y traicioneros hasta elheroico Ponto.

–¡Mi querido Ponto! – exclamó la señoraFielding-. Es un gran consuelo para mí, perodesearía que fuera más inteligente. Mi padretenía un perro de aguas que sabía multiplicar ydividir.

–No obstante -dijo Maturin, siguiendo suspropios pensamientos-, los perros tienen una

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característica que, tengo que reconocerlo, raravez se encuentra en otros animales, y es quesienten afecto. No me refiero al amor violento,posesivo y protector que sienten por sus amos,sino a ese tierno cariño que sienten hacia susamigos y que a menudo vemos en las mejoresespecies de perros. Y cuando uno piensa en lalamentable falta de afecto puro y desinteresadoen nuestra propia especie cuando llegamos aadultos, y piensa cuánto mejora la vida cotidianay cuánto enriquece nuestro pasado y nuestrofuturo, porque nos permite mirar hacia delante yhacia atrás con satisfacción, es un placerencontrarlo en un animal.

El afecto también podía encontrarse en loscapitanes: Pullings lo irradiaba cuando Aubrey lecondujo adonde estaban el gobernador y suinvitado. A Jack no le hacía gracia encontrarsecon Wray, pero como sabía que no podía evitarlosin que pareciera que le hacía un desaire, estabacontento de que el protocolo exigiera quepresentara a su antiguo teniente, pues lanecesaria formalidad haría menos difícil lasituación. Sin embargo, al mirar hacia dondeempezaba la fila, pensó que tal vez no seríadifícil. Wray estaba igual. Era un hombre alto,apuesto, simpático y caballeroso, y vestía unachaqueta negra con dos insignias de órdenesextranjeras. Había advertido que Jack se leacercaba, y su mirada se había cruzado con lade él, pero había seguido riendo con sirHildebrand y un civil con la cara roja,aparentemente sin alterarse, como si no tuvieraningún motivo para preocuparse ni parainquietarse.

La fila se movió. Llegó el turno de Jack yPullings. Jack le presentó al gobernador, querespondió con una inclinación de cabeza, unamirada indiferente, y la palabra «encantado».Entonces indicó a Pullings que diera un pasoadelante y dijo:

–Señor, permítame presentarle al capitán

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Pullings. Capitán Pullings, el señor vicesecretarioWray.

–Encantado de conocerle, capitán Pullings -dijo Wray, tendiéndole la mano-. Le felicito detodo corazón por haber contribuido a la granvictoria de la Surprise. En cuanto leí el informedel capitán Aubrey -dijo volviéndose hacia Jack yhaciendo una inclinación de cabeza- y lamagnífica descripción de sus esfuerzos sinparangón, me dije: «El señor Pullings debe serascendido». Algunos caballeros objetaron que laTorgud no estaba al servicio del Sultán en elmomento de su captura y que, por tanto, elascenso sería irregular y establecería unindeseable precedente, pero insistí en quedebíamos hacer caso de la recomendación delcapitán Aubrey y, aquí entre nosotros -añadió enun tono más bajo y mirando sonriente a Jack-, lediré que insistí más porque una vez el capitánAubrey fue injusto conmigo, y conceder elascenso a su teniente era la mejor manera dedemostrarle que obro de buena fe. Pocas cosasme han proporcionado tanto placer como dareste nombramiento, y lo único que lamento esque la victoria le costara esa terrible herida.

–Señor Wray, el coronel Manners, delCuadragésimo Tercer Regimiento -dijo el señorHildebrand, que pensaba que la presentaciónhabía durado demasiado.

Jack y Pullings hicieron una reverencia ydieron paso al coronel. Jack oyó al gobernadordecir: «Ese es Jack Aubrey, el que conquistóMarga», e inmediatamente después, larespuesta del militar: «¡Ah! ¿Estaba entoncesocupada por el enemigo, verdad?», pero estabamuy turbado. ¿Era posible que hubiera juzgadomal a Wray? ¿Era posible que un hombre tuvierael descaro de hablar de esa manera si laacusación era falsa? Indudablemente, Wraypodría haber denegado el ascenso si hubieraquerido, ya que tenía la excusa de que la Torgudestaba al mando de un rebelde. Jack intentó

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recordar todos los detalles de lo que habíasucedido aquella remota noche desafortunada yllena de ira en Portsmouth. Quería recordar elorden en que habían ocurrido losacontecimientos, quiénes eran los otros civilesque estaban en la mesa, y si había bebidomucho, pero desde entonces había pasadomuchas más situaciones difíciles y ya no podíarecordar cuál era la base de su certeza deentonces. Hubo trampas, sobre todo cuandohabía grandes sumas en juego, de eso todavíaestaba seguro, pero en la mesa había variosjugadores, no sólo estaba Andrew Wray.

En ese momento se dio cuenta de quePullings, desde hacía un rato, hablaba delvicesecretario con entusiasmo: «¡Quémagnanimidad! ¡Qué magnanimidad!…Ya sabea lo que me refiero, señor… ¡Qué benévolo!…Sin duda, es muy culto… Debería ser secretarioe incluso primer lord…». Y también se dio cuentade que estaban de pie frente a una mesa llena debotellas, garrafas, copas y jarras.

–¡Bebamos una jarra de flip a la salud delseñor Wray, señor! – dijo Pullings, cogiendo unajarra de plata, fría como el hielo.

-¿Flip a esta hora del día? – dijo Jack,mirando atentamente la cara redonda y alegredel capitán Pullings, donde la herida, ahora de unintenso color púrpura, se destacaba; la cara deun hombre que había bebido ya una pinta de vinode Marsala y que estaba turbado por la felicidad;la cara de un hombre que casi nunca bebía y noestaba ahora en condiciones de beber champánmezclado con coñac a partes iguales-. ¿No seríalo mismo brindar con un vaso de cerveza? Esbuenísima esta cerveza de las Indias Orientales.

–¡Vamos, señor! – dijo Pullings con reproche-. No brindo por un ascenso todos los días.

–Es cierto -dijo Jack, recordando la infinitaalegría que había sentido la primera vez que sehabía puesto la charretera de capitán y que enaquella época sólo daban una a los capitanes-.

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Es cierto. ¡A la salud del señor vicesecretario!¡Que pueda realizar todos sus proyectos!

El flip le hizo efecto al pobre Pullings antes delo esperado. Fueron separados por un grupo desedientos oficiales, muchos de los cualesfelicitaron a Pullings por su ascenso, y Jack habíahablado apenas cinco minutos con su viejoamigo Dundas cuando vio a dos de ellos llevarsea Pullings casi cargado en brazos. Les siguió yvio que le habían sentado en un banco, en untranquilo rincón del jardín, y que estaba pálido ycasi dormido, pero todavía sonreía.

–Tom, estás bien, ¿verdad?–¡Oh, sí, señor! – respondió Pullings como si

hablara a una gran distancia de allí-. Ahí dentro laatmósfera era sofocante, como la de la bodegade un barco negrero.

Luego añadió que estaba pensando en laseñora Pullings, la señora del capitán Pullings, yen lo que diría de una paga de dieciséis guineasal mes, de dieciséis preciosas guineas cadames lunar.

«Mejor sería pensar en lo que dirá de tucara», dijo Jack para sí contemplando al capitán,que ahora estaba silencioso e inmóvil. La heridatenía un aspecto realmente feo. Jack rara vezhabía visto una herida con un aspecto más feo,pero Stephen Maturin le había asegurado que elgran corte se cerraría bien y que el ojo no corríapeligro, y nunca había visto a Stephenequivocarse en cuestiones médicas. En esemomento recordó su cita y pensó: «¡Quéhermosa es la señora Fielding!». Luego volvió alpalacio y, abriéndose paso entre la multitud, llegóhasta el jardín del frente y allí gritó:

-¡Surprise!El grito llamó la atención de todos los marinos

e infantes de marina que estaban allí, y a lospocos segundos apareció el timonel de Jack,limpiándose la boca. Bonden estaba vestidoespléndidamente, ya que en ocasiones comoesa todos los capitanes orgullosos de sus barcos

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querían que su falúa y los hombres que latripulaban tuvieran un aspecto que beneficiara sureputación. Llevaba un sombrero de copa alta yredonda con el nombre Surprise, una chaquetaazul claro con cuello de terciopelo, calzones desatén y zapatos con hebilla de plata, todo ello(con excepción de los zapatos, que eran de unrenegado muerto) hecho por él y sus amigos consus agujas.

–Bonden -dijo Jack-, el señor… el capitánPullings no se encuentra bien.

–¿Está enfermo, señor? – preguntó Bondensólo por curiosidad, no porque intentara juzgarledesde el punto de vista moral.

–No, yo no diría que está enfermo -dijo Jack,pero los demás entendieron que esa era unafórmula para guardar las apariencias.

Bonden dijo que cogería una parihuela delmontón que siempre estaba preparado en lacaseta de los guardias cuando el gobernadordaba una fiesta, que llamaría a un par detripulantes de la falúa lo bastante fuertes paracogerla por una punta y saldría por la puerta deljardín para evitar un escándalo y que loschaquetas rojas se rieran.

–Muy bien, Bonden, muy bien -dijo Jack-. Nosencontraremos en la puerta del jardín dentro decinco minutos.

Diez minutos después ya había llegado a lamitad de la calle parecida a una escalera quellevaba a su hotel y caminaba al lado de laparihuela. El extremo anterior de la parihuela losostenían dos tripulantes de la falúa a la altura delhombro, y el posterior lo sostenía el corpulentotimonel a la altura de las rodillas, de modo queestaba bastante derecha, y habían atado a ella alcapitán dando a un cabo siete vueltas, las sietevueltas tradicionales, a su alrededor de modoque parecía estar en una hamaca. Ninguno delgrupo pensaba ya en que el hecho de que unoficial de marina estuviera borracho eravergonzoso, porque ahora los chaquetas rojas

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del palacio no les veían, y la única preocupaciónde Jack era no perder su sombrero. Las casas aambos lados de la calle tenían balcones cerradosy cada veinte yardas más o menos, donde,debido a la pendiente de la calle, los balconesestaban muy bajos, algunas manos salían dedetrás de los postigos e intentaban alcanzar sucabeza, acompañadas unas veces de una risacristalina y otras de la característica risa de unapersona ebria, y una invitación a entrar. Losoficiales tan importantes como los capitanes denavío rara vez eran tratados así, al menos duranteel día, pero ese día era la fiesta de San SimeónEstilita y se toleraban muchas confianzas. PeroJack, a quien desde antes que empezara aafeitarse, le habían arrebatado en muchospuertos el sombrero (que por admiración a lordNelson y por recordar los hábitos de su juventud,se ponía con los picos a los lados en vez dedelante y detrás), y tenía mucha habilidad paraconservarlo.

También pudo conservarlo esta vez, y, alllegar al patio del hotel, llamó a su repostero, queestaba subido en el tejado mirando en direccióncontraria.

–¡Eh, Killick, ven a echar una mano!Killick bajó corriendo.–¡Por fin ha llegado, señor! – exclamó,

cogiendo la parihuela distraídamente, con losojos fijos en el sombrero de Jack-. Le estoybuscando desde hace más de una hora.

Killick había sido un marinero simple que seocupaba de las velas del palo trinquete y erabastante más tosco que los demás. No se habíaconvertido en un hombre civilizado por trabajaren la cabina del capitán, era ignorante ytestarudo y estaba mal informado. Pero sabíaque «un diamante del tamaño de un guisante eratan valioso como el rescate de un rey», y sabíaque el chelengk estaba hecho de diamantesporque había escrito con él en una ventana«Preserved Killick, de la Surprise, es el mejor».

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Los dos diamantes de la parte superior eran tangrandes como los guisantes secos que habíacomido durante toda su vida en la Armada(nunca los había visto verdes), y había llegado apensar que el chelengk era tan valioso como lasjoyas de la corona o incluso más, ya que lasjoyas de la corona no podían girar. Desde que elregalo había llegado de Constantinopla, su vidahabía sido un constante sufrimiento, sobre todoporque estaban en tierra, donde había ladronespor todas partes. Cada noche escondía el brocheen un sitio distinto, generalmente envuelto en untrozo de vela que después rodeaba con trapossucios, y lo colocaba entre anzuelos y ratonerasque se cerrarían por un simple estornudo.

Killick y Bonden pusieron a Pullings en lacama cuidadosamente y con la destreza propiade los buenos marinos. Jack miró su reloj y sedio cuenta de que debía marcharse enseguida sino quería llegar tarde al ensayo en casa de laseñora Fielding, pero también se dio cuenta deque no había enviado su violín allí aquellamañana, lo que era un imperdonable descuido,ya que en esa ciudad todos los oficiales siempreiban vestidos de uniforme y no estaba bien vistoque llevaran paquetes por la calle, y muchomenos un instrumento musical.

–Bonden -dijo-, ve a la sala de estar deldoctor, coge el estuche de mi violín del asientoadosado a la ventana y acompáñame a casa dela señora Fielding. Me iré enseguida.

Bonden, sin responder, frunció el entrecejo,inclinó la cabeza hacia un lado y fingió queprestaba atención a las tiras del gorro de dormirdel capitán Pullings. Entonces Killick quitó elsombrero de Jack de la mesilla de noche contanta fuerza que el chelengk empezó a girar otravez y dijo:

–No con este sombrero.Los diamantes eran lo que más le

preocupaba, pero también le preocupaba elsombrero, el mejor sombrero del capitán Aubrey,

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pues detestaba ver buenos uniformesdesgastados o simplemente deslucidos. Aunqueera un hombre generoso (no había nadie másdadivoso que Preserved Killick cuando estabaen tierra con el sombrero lleno del dinero de unbotín) no le gustaba que los víveres y el vino delcapitán Aubrey los comieran o bebieranpersonas que no fueran almirantes, lores o muybuenos amigos suyos, y todos sabían que el vinoque daba a los oficiales con poca antigüedad y alos guardiamarinas era una mezcla del que habíaquedado en las botellas el día anterior. En esemomento regresó con un pequeño sombrero depeor calidad, que se había encogido yestropeado por el uso durante duros años deservicio en el Canal.

–¡Bah, al diablo el sombrero! – exclamó Jack,pensando que llevar el chelengk al ensayoestaría completamente fuera de lugar-. Bonden,¿qué estás haciendo?

–Tengo que cambiar mi atuendo primero -respondió Bonden, desviando la mirada.

–Quiere decir que si lleva un violín es posibleque los chaquetas rojas le griten: «Tócanos unacanción, marinero» -dijo Killick-. Y a usted no legustaría que eso pasara, Su Señoría, cuandollevara el sombrero con el nombre Surprisebordado en la cinta. Usted preferiría que yollamara a un pilluelo para que lo llevara y queBonden le vigilara, como es su deber.

El capitán Aubrey dijo que eso no teníasentido y que eran un par de malditos tontos,pero después, al recordar las veces que lehabían seguido a la cubierta de un barco deguerra enemigo, cuando no le preocupaba llevarel estuche de un violín ni ser víctima de burla, dijoque no había tiempo que perder y que hicieran loque quisieran, pero que si aquel violín no estabaen casa de la señora Fielding cinco minutosantes que él llegara, sería mejor que se buscaranotro barco.

El violín llegó antes que él. El muchacho

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descalzo que iba con Bonden conocía todos losatajos, y ambos ya estaban junto a la verja quedaba a la calle cuando llegó Jack, después deabrirse paso entre una adversa multitud demujeres con capas negras, hombres de mediadocena de países, algunos perfumados, ycabras.

–Muy bien -dijo, dando un chelín al muchacho-. He llegado justo a tiempo. Puedes retirarte,Bonden. Quiero que la falúa esté preparada a lasseis de la mañana.

Cogió el violín y avanzó apresuradamente porel largo sendero de piedra que atravesaba losjardines del frente a la parte posterior y llevaba ala pequeña casa de la señora Fielding, perocuando llegó a la puerta del jardín, se dio cuentade que se había dado prisa innecesariamente,pues no respondieron a su llamada. Después deesperar un tiempo prudente, empujó la puerta, ycuando la abrió, sintió el intenso aroma dellimonero. Era un árbol enorme, que tenía floresdurante todo el año y, sin duda, tan viejo comoValletta o aún más viejo. Jack se sentó en elmuro bajo que tenía alrededor, un muro parecidoal de un pozo, y estuvo jadeando durante unosmomentos. Ese mismo día habían regado elárbol con la enorme cantidad de agua que leechaban cada tres meses y la tierra húmedaproducía una agradable sensación de fresco.

Durante la caminata había recuperado subuen humor, que rara vez le abandonaba muchotiempo, y ahora, con la chaqueta desabrochada ysin sombrero, contemplaba los limones a la luzdel crepúsculo, acariciado por la fresca brisa. Yahabía dejado de jadear, y estaba a punto desacar el violín del estuche cuando notó que undébil sonido que oía desde hacía rato se hizomás fuerte, un gemido que parecía irreal y serepetía regularmente.

–No parece humano -dijo, aguzando el oído, ypensó en sus posibles causas: un molino singrasa en el eje dando vueltas, un torno de

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cualquier clase, un hombre que habíaenloquecido de melancolía y estaba encerradotras la pared de la izquierda-. Sin embargo, eleco de un sonido puede tener muy curiosasformas -dijo, poniéndose de pie.

Tras el limonero estaba la pequeña casa, ypegada a la esquina de la derecha había unamajestuosa arcada que era la entrada de otrojardín perpendicular al primero. Atravesó laarcada y notó que el sonido, que ahora eramucho más fuerte, venía de una ancha y profundacisterna que estaba junto a la esquina y en la quese recogía el agua de lluvia que caía del tejado.

–¡Dios mío! – exclamó Jack, corriendo haciala cisterna con el horrible presentimiento de queel loco se había arrojado a ella impulsado por ladesesperación.

Cuando se inclinó sobre el muro que lorodeaba y miró el agua oscura, que estaba aunos cuatro o cinco pies de profundidad, pensóque su presentimiento se había cumplido, ya queen ella nadaba una figura oscura y peluda queestiraba su enorme cabeza y, con voz ronca,repetía: «¡Auu! ¡Auu!». Pero cuando volvió amirar se dio cuenta de que era Ponto.

Habían sacado más de la mitad del agua dela cisterna para regar el limonero (aún habíacubos a su lado), y el desdichado perro, a causade su gran curiosidad y de que había cometidoun gran error, cayó dentro. Aunque todavíaquedaba suficiente agua para que no llegara alfondo, faltaba tanta agua que le era imposiblellegar al borde y salir por sí mismo. Había estadoen el agua durante un largo rato, y en los lugaresde las paredes donde había intentado agarrarsese veían las sangrientas marcas de sus patas.Parecía aterrorizado y desesperado, y alprincipio no advirtió la presencia y siguióaullando y aullando.

–Si está loco, me arrancará la mano -dijoJack, después de hablar con el perro sin obtenerningún resultado-. Tengo que cogerlo por el

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collar, pero la distancia es condenadamentelarga.

Se quitó la chaqueta y el sable y extendió elbrazo hacia el fondo, pero no se estiró losuficiente, aunque sus calzones crujieron.Entonces se enderezó, se quitó el chaleco, seaflojó la corbata, se desabrochó los calzones y,entre los aullidos que llenaban el aire, volvió ainclinarse y a bajar el brazo en la oscuridad, yesta vez pudo tocar el agua con la mano. Vio alperro acercarse y dijo:

–¡Eh, Ponto, dame el cogote!Jack abrió la mano para coger el collar, pero

vio con disgusto que el animal nadótrabajosamente hasta el otro lado, donde, sinparar de aullar, intentó en vano subir por la paredapoyando sus garras despellejadas y con lasuñas destrozadas.

–¡Condenado imbécil! – exclamó-. ¡Estúpido!¡Cabeza de becerro! ¡Dame el cogote! ¡Pon detu parte, maldito cabrón!

Los familiares sonidos marineros, que fueronpronunciados en alta voz y retumbaron en lacisterna, fueron un consuelo para el perro. Fuenadando hasta donde estaba Jack, y Jack pasóla mano por su peluda cabeza hasta encontrar elcollar, el horrible collar de púas, y lo agarró comopudo.

–¡Rápido! – dijo, deslizando sus dedos bajoel collar para agarrarlo más fuertemente-.¡Espera!

Entonces inspiró y, agarrándose al borde dela cisterna con la mano izquierda y sujetando elcollar con la derecha de tal modo que ambasmanos estuvieran lo más separadas posible,empezó a subir al perro. Ya lo tenía medio fueradel agua y estaba pensando que era demasiadopesado para estar sujeto tan débilmente, peroque era posible sacarlo, cuando el muro cedió yél cayó dentro de la cisterna. Mientras caía, dospensamientos brotaron en su mente: «Se mecaen los calzones» y «Tengo que mantenerme

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lejos de sus dientes». Unos momentos despuésestaba de pie en el fondo de la cisterna, con elagua a la altura del pecho, y oía justamente juntoa su oreja el jadeo del perro, que estabaagarrado a su cuello con las patas delanterascomo si estuviera dándole un abrazo. Pontoestaba jadeante, pero no demente. Habíarecuperado toda la sensatez que tenía. Jack soltóel collar, hizo girar al perro y lo cogió por elmedio del tronco y luego lo subió hasta el bordedel muro gritando:

–¡Arriba!Ponto apoyó las patas en él y después la

barbilla, y entonces Jack lo empujó con fuerzapor las ancas y él se alejó de allí. Ahora Jack sólopodía ver el claro cielo y tres estrellas por la bocade la cisterna.

CAPÍTULO 2En Malta se cotilleaba mucho, y el rumor de

que el capitán Aubrey tenía relaciones con laseñora Fielding se difundió con rapidez porValletta e incluso por los pueblos aledaños,donde vivían algunos militares que habían sidodestinados allí. Muchos oficiales envidiaban aJack por su buena suerte, pero no le tenían malavoluntad. Muchas veces Jack notaba que lemiraban con complacencia y que sonreíanmaliciosamente, pero no se explicaba por qué,pues, como solía ocurrir en esos casos, era unade las últimas personas que se enterarían de loque decían de él. Pero el rumor le habríacausado sorpresa, ya que consideraba sagradasa las esposas de sus compañeros, a no ser queellas hicieran señales que le indujeran a pensardiferente.

Por tanto, Jack sólo conocía las desventajasde la situación: las palabras recriminatorias dealgunos oficiales, las miradas furiosas y losgestos de enfado y de desprecio de algunasesposas de marinos que conocían a la señoraAubrey, y la ridícula persecución que habíamotivado el rumor.

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Jack, acompañado por el doctor Maturin yseguido por Killick, iba caminando por la calleReal bajo la deslumbrante luz del sol, y derepente se puso serio.

–Por favor, Stephen, entremos aquí unmomento -dijo a su amigo mientras le conducía ala tienda más cercana, una tienda donde sevendía cristal de Murano y que era propiedad deMoisés Maimónides. Pero era demasiado tarde.Jack todavía no había llegado al fondo de latienda cuando Ponto se echó sobre él ladrandoalegremente. Ponto era un perro grande y torpe,y ahora, con las botas de tela que le habíanpuesto para protegerle las patas heridas, eratodavía más torpe. Cuando había entrado, habíaderribado dos filas de frascos, y ahora queestaba delante de Jack, con las patas delanterasapoyadas en sus hombros, lamiéndole la cara ymoviendo la cola a un lado y a otro, estabatumbando candelabros, bomboneras ycampanas de cristal con la cola.

La escena era horrible, y se repetía, enocasiones hasta tres veces al día, con una solacosa diferente, la tienda, la taberna, el club o elrestaurante donde Jack se refugiaba, y duraba losuficiente para que provocara serios daños. PeroJack, lógicamente, no podía amputar las patas alperro, y sólo una grave lesión sería efectiva, yaque Ponto era tan torpe de inteligencia como demovimientos. Al final, Killick y Maimónideshicieron salir a Ponto a la calle caminando haciaatrás, y al llegar allí, el perro condujo a Jackadonde estaba su dueña con orgullo, dandolargos pasos y saltando torpemente de vez encuando, y al verles reunidos mostró una gransatisfacción, que notaron muchos oficiales demarina, militares y civiles, y sus respectivasesposas.

–Espero que no le haya causado molestias -dijo la señora Fielding-. Le vio cuando estaba acien yardas de usted y nada fue capaz deimpedir que fuera a darle los buenos días otra

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vez. ¡Le está tan agradecido! Y yo también,desde luego -añadió, lanzándole una miradaafectuosa que hizo pensar a Jack que podría seruna de esas señales.

Esa mañana Jack era más propenso apensar eso porque había desayunado una o doslibras de sardinas frescas, que producían elefecto de un afrodisíaco en las personas decomplexión sanguínea.

–¡Oh, no, señora! – exclamó-. Me alegromucho de verles a los dos una vez más.

En ese momento se oyeron las voces deKillick y el vendedor de objetos de cristal, quehablaban en tono áspero. En ocasiones comoesa, Killick pagaba por los daños, pero nopagaba ni una sola moneda maltesa ni undécimo de penique más de lo que costaban, yahora insistía en que quería ver todos lospedazos y encajarlos unos con otros, y en pagarel precio de venta al por mayor. Jack separó deallí a la señora Fielding para que no pudieraoírles.

–Me alegro mucho de verles -repitió-, pero leruego que le sujete ahora, porque me estánesperando en el astillero y la verdad es que nopuedo perder tiempo. Estoy seguro que el doctorle ayudará con mucho gusto.

Le estaban esperando algunos carpinterosde barcos que estaban haciendo las costosasreparaciones del Worcester y otros que nohacían nada, pero que deberían estar haciendolas reparaciones de la Surprise, que ahora,completamente vacía y sin cañones, estabaapuntalada en un fétido lodazal. También leesperaba una parte de la tripulación de su barco.Había zarpado de Inglaterra en compañía deseiscientos hombres en el Worcester, y cuandole habían trasladado temporalmente a laSurprise, había llevado consigo a los doscientosmejores, y había pensado que regresaría conellos a Inglaterra, después de este breveparéntesis en el Mediterráneo, para llevar a la

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base naval de Norteamérica una de las nuevasfragatas de gran potencia. Sin embargo, en laescuadra del Mediterráneo siempre habíaescasez de marineros, y los almirantes y loscapitanes de más antigüedad no eranescrupulosos cuando intentaban conseguirlos, ypuesto que la Surprise sufrió muchos daños enuna batalla en el mar Jónico y había tenido queser llevada al astillero, su tripulación habíadisminuido considerablemente, porque ellos, conun pretexto u otro, habían reclutado forzosamentea sus miembros, a tantos miembros que Jackhabía tenido que luchar muy duro para que supropio timonel y los hombres en quienes másconfiaba se quedaran con él. Los tripulantes dela Surprise que quedaban estaban albergadosen pestilentes barracas de madera pintadas denegro, que ahora eran todavía más pestilentesporque ellos habían tapado todos los agujeroscon estopa y brea y en el interior había olor ahumo de tabaco y aire viciado, como el queestaban acostumbrados a respirar en laentrecubierta de los barcos. Puesto que lafragata estaba en manos de los empleados delastillero, ellos podían dedicar gran parte de sutiempo a gastar dinero y debilitar su salud, yambas cosas las hacían en compañía de un grannúmero de mujeres que se amontonaban en laspuertas, algunas de ellas prostitutas veteranas,que ejercían su oficio desde el tiempo de loscaballeros de la Orden de Malta, pero otrasmuchas extremadamente jóvenes, aunque todaseran mujeres muy bajas y gruesas, mujeres comolas que se encontraban pocas veces en lugaresque no fueran los alrededores de las barracasdonde se albergaban los soldados y losmarineros.

Este pequeño grupo de tripulantes sucios ymalolientes que llevaban una vida disoluta estabaesperando a Jack mientras él, tan pacientementecomo podía, escuchaba las falsas excusas de losque deberían haber estado reparando la fragata

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y, sin embargo, no la estaban reparando. Losmarineros se habían colocado comohabitualmente lo hacían para pasar revista en elbarco, con la punta de los pies pegada a laslíneas dibujadas con arcilla blanca querepresentaban las juntas de la cubierta de laSurprise, detrás de los guardiamarinas yoficiales al mando de la brigada a la quepertenecían. Los infantes de marina que iban enla fragata habían ido a sus barracas en cuanto laembarcación había sido llevada al astillero, portanto, no quedaba ningún chaqueta roja allí y nohubo la ritual presentación de armas con susgritos y sus chasquidos cuando Jack se acercóal grupo. En ese momento William Mowett, suprimer oficial, dio un paso adelante, se quitó elsombrero y, en tono conversacional y con vozmuy distinta al vozarrón de los oficiales, con lavoz propia de un hombre con un terrible dolor decabeza, dijo:

–Todos presentes y sobrios, señor, con supermiso.

Podía decirse que estaban sobrios si setenían en cuenta las borracheras que losmarineros solían coger, pero algunos setambaleaban y la mayoría apestaban a alcohol.«Puede decirse que están sobrios, pero esinnegable que están sucios y andrajosos», pensóJack mientras pasaba revista a los tripulantes.Conocía a todos, a algunos desde que habíatenido el mando de un barco por primera vez oincluso antes, y casi todos tenían la cara máspálida, más hinchada y con más pústulas quenunca. Cuando Jack navegaba por el mar Jónicoen la Surprise, había capturado una corbetafrancesa que tenía a bordo algunos cofres conmonedas de plata, y en vez de esperar largotiempo a que el tribunal competente decidieracómo distribuir el botín, había ordenado repartirloinmediatamente. Ese reparto no eraestrictamente legal, y él tenía la obligación dereponer todo el botín en caso de que la corbeta

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no fuera considerada una presa de ley, peroestaba convencido de que por tener ese rasgopirático que era la inmediatez, había animadomás a los tripulantes que la promesa de unacantidad de dinero mucho mayor en un futurolejano. Cada tripulante había recibido en elcabrestante el equivalente a la cuarta parte de supaga anual en coronas, y todos habían sentidouna gran satisfacción, pero esa suma,naturalmente, no les había durado mucho (losmarineros estaban tan ávidos de divertirse entierra que ninguna suma les duraba mucho), y eraevidente que algunos vendían su ropa. Jacksabía muy bien que si ahora mismo daba laorden «¡Vaciar las bolsas!», vería que lostripulantes de la Surprise no eran marineros conbuena ropa y cierta cantidad de dinero, sinopobres con ropa raída que no tenían másprendas decentes que las que usaban para bajara tierra (que nunca se ponían en el barco) yalgunas compradas al contador que sólo lesservían para protegerse del clima poco rigurosodel Mediterráneo. Había hecho lo posible paramantenerles ocupados, pero aparte de ordenar atodos hacer prácticas de tiro con armas ligeras yquitar la herrumbre de las balas de cañón, nopodía mandarles a muchas más tareas navales.

Y aunque les servían de diversión el críquet ylas excursiones a la isla frente a la cual habíanaufragado san Pablo, cuando su barco fueempujado hacia la costa a sotavento por elgregal, ninguna de las dos cosas podíacompararse con las diversiones de la ciudad.

–¡Atajo de libertinos y despilfarradores! –murmuró mientras pasaba por delante de la filade marineros con el ceño fruncido.

Pero los oficiales no estaban en condicionesmucho mejores. A Mowett y a Rowan, el otroteniente, les habían visto en el baile de Sappers,y era obvio que el uno había competido con elotro por ser el que más bebía, del mismo modoque competía en el barco por ser el mejor poeta,

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y ambos sufrían ahora las consecuencias.Adams, el contador, y los dos ayudantes deloficial de derrota, Honey y Maitland, habíanestado en la misma fiesta y, al igual que lostenientes, tenían aspecto de estar cansados;mientras que Gill, el oficial de derrota, tenía talexpresión que parecía que estaba a punto deahorcarse, aunque esa era su expresión habitual.Las únicas personas alegres y atentas de toda latripulación eran los dos guardiamarinas quequedaban, Williamson y Calamy, dos muchachosinútiles pero simpáticos y, cuando prestabanatención, cumplidores de su deber. Pullings teníauna expresión más bien triste, pero aunqueestaba presente no contaba, porque ya nopertenecía a la tripulación de la Surprise y estabaallí como visitante, como espectador. A pesar deque era obvio que sentía satisfacción por llevarlas charreteras, un buen observador podía notartras ella la nostalgia y la angustia. Parecía que elcapitán Pullings, un capitán sin barco y conpocas probabilidades de conseguirlo, se habíadado cuenta de que un viaje con esperanzaspodía ser mejor que la llegada, que nada ocurríacomo uno esperaba, y que las viejas costumbres,el viejo barco y los viejos amigos de uno teníanmucho valor.

–Muy bien, señor Mowett -dijo el capitánAubrey cuando la revista terminó, y luego,decepcionando a todos, añadió-: ¡Todos losmarineros irán a Gozo en las lanchasinmediatamente!

Entonces advirtió que Pullings estaba afligidoy desconcertado, y agregó:

–Capitán Pullings, si tiene tiempo libre, leagradecería que tomara el mando de la lanchagrande.

«Esto les hará desperezarse», pensó Jackcon satisfacción cuando las lanchas doblaron elcabo San Telmo y los tripulantes de todas (de lafalúa, la lancha grande, el esquife, los doscúteres y el chinchorro) empezaron a remar con

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mucha fuerza porque tenían que navegar contrala corriente y contra el moderado viento delnoroeste sin esperanza de izar ninguna vela a lolargo de las trece millas que les separaban deGozo. Los marineros pensaban que el capitánestaba de tan mal humor que, cuando llegaranallí, podría ordenarles dar una vuelta alrededor deGozo, Comino, Cominetto y los demás islotesque rodeaban Malta. Los que iban en la falúa,desde cuya popa les miraba atentamente elcapitán, que estaba sentado entre su timonel y unguardiamarina, no podían expresar su opiniónmás que con una mirada reprobatoria, y losremeros de las otras lanchas, sobre todo los queiban en la popa, tampoco podían expresar sussentimientos. Pero las lanchas estabanabarrotadas y los remeros se relevaban cadamedia hora, y los marineros de las lanchas queestaban bajo el mando de Pullings y los dostenientes lograron hablar mucho, aunque muybajo, del capitán, y siempre irrespetuosamente,mientras que los que iban a bordo de los cúteresy del chinchorro, que estaban bajo el mando delos guardiamarinas, parecían estar promoviendoun motín, y, a intervalos, se oía al señor Calamygritar: «¡Silencio de proa a popa! ¡Silencio!¡Apuntaré el nombre de todos los que están abordo!», y su voz iba subiendo de tono a medidaque lo repetía.

Pero aproximadamente al cabo de una hora,el mal humor de los marineros desapareció, ycuando llegaron a las tranquilas aguas querodeaban Comino, empezaron a perseguir unasperonara[2] y, dando gritos de alegría ygastando en vano sus energías, la persiguieronhasta la misma bahía de Megiarro, dondeestaba el puerto de Gozo. Allí desembarcaron, ymuchos gritaron frases jocosas a los tripulantesde las últimas lanchas que llegaron a la orilla.Entonces se enteraron de que el capitán habíaencargado refrescos para ellos en una largabolera cubierta por un emparrado que estaba

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cerca de la playa, y volvieron a mirarle con elafecto de siempre.

Los oficiales fueron al club Mocenigo, dondeencontraron a otros oficiales de la Armada quehabían ido a allí a disfrutar del hermoso día o avisitar a sus amigos del islote. También habíaalgunos chaquetas rojas, pero, por lo general, losmilitares y los marinos se mantenían separados.Los primeros se sentaban en la parte máspróxima a la fortaleza y los últimos, en lasterrazas que daban al mar, y en las más altas sereunían los capitanes. Jack guió a Pullings por laescalera y luego le presentó a Ball y Hanmer, doscapitanes de navío, y a Meares, un capitán decorbeta. Se le ocurrió un juego de palabras conese apellido, pero no lo dijo, porque poco tiempoantes, al enterarse de que el padre de un oficialera un canónigo de Windsor, había dicho quenadie podía ser mejor recibido en un barco enque se diera importancia a la artillería que el hijode un canón, y el oficial había sonreídoforzadamente.

–Estábamos hablando de la operaciónsecreta -dijo Ball después que se sentaron ypidieron algo de beber.

–¿Qué operación secreta? – preguntó Jack.–Pues la del mar Rojo, naturalmente -

respondió Ball.–¡Ah! – exclamó Jack.Desde hacía algún tiempo se hablaba de una

operación que iba a llevarse a cabo en esepeligroso mar, en parte para disminuir lainfluencia de los franceses allí, en parte paracomplacer al Sultán, que era quien gobernaba, almenos nominalmente, en todas los territorios dela costa de Arabia hasta Bab el Mandeb y enEgipto y hasta los territorios del Negus, y enparte para satisfacer a los comerciantes inglesesque padecían exacciones y abusos de Tallal ibnYahya, el gobernante de la pequeña isla deMubara y de una parte de la costa cercana,quien, al igual que sus antepasados, obligaba a

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pagar derechos de paso a los barcos quenavegaban por la zona y que no eran lo bastantepotentes para oponerse a ello ni lo bastanterápidos para dejar atrás a sus molestos faluchos.Sin embargo, la costumbre no podía compararsecon la verdadera piratería, y todos considerabanal jeque simplemente una persona molesta, perosu hijo, de carácter mucho más enérgico, habíaapoyado a Bonaparte en la invasión de Egipto yera considerado en París un valioso posiblealiado en la operación cuyos objetivos eranexpulsar a los ingleses de la India y acabar con elcomercio entre ellos y los países de Oriente. Losfranceses le habían proporcionado algunasembarcaciones europeas y carpinteros de barco,que habían construido las galeras que hoyformaban su pequeña escuadra. Aunque laoperación para apoderarse de la India parecíaremota, Tallal molestaba a los turcos cuandofavorecían demasiado a Inglaterra, y su crecienteinfluencia preocupaba al Sultán y a los dueños dela Compañía de Indias. Además, en un recienteacceso de fervor religioso, había hecho lacircuncisión a tres comerciantes ingleses a lafuerza, en represalia por el bautismo de tres desus antepasados a la fuerza (su familia, los BeniAdi, habían vivido setecientos años en Andalucía,casi siempre en Sevilla, donde eran muyconocidos, e Ibn Khaldun hablaba de ellos conrespeto). Pero esos comerciantes no eranmiembros de la Compañía, sino quecomerciaban sin licencia, y por tres traficantescircuncisos no merecía la pena realizar unaoperación con gran número de barcos ysoldados, así que el plan era que la Compañíallevaría hasta el golfo de Suez uno de sus barcospara prestárselo a las autoridades turcas, laArmada proporcionaría la tripulación del barco, ylos ingleses, en calidad de consejeros paraasuntos navales, llevarían a Mubara a algunastropas turcas y a un gobernante más adecuado,de la misma familia que el jeque, y se

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apoderarían de las galeras que el jeque poseía.Todo debía hacerse discretamente, para noofender a los gobernantes árabes de losterritorios que estaban más al sur y en el golfoPérsico (nada menos que tres de las mujeres deTallal eran de esa zona), y repentinamente, paracoger al enemigo por sorpresa, ya que así noopondría resistencia.

–Lowestoffe será el encargado de laoperación -dijo Ball-, y me parece muy bien,porque está acostumbrado a tratar con los turcosy los árabes, se encuentra en esa zona y no tienebarco. ¡Me lo imagino caminando sudoroso porel desierto, ja, ja, ja! Él y sus hombres tendránque ir andando hasta Suez. ¡Dios mío! – exclamóy volvió a reírse; y los demás sonrieron.

Lord Lowestoffe era uno de los marinos quemás simpatías despertaba en la Armada, perotenía las piernas cortas y era excesivamentegrueso (su cara redonda, roja y risueña siempreestaba brillante), y por eso imaginarse quecaminaba por la arena del desierto bajo el solafricano daba risa.

–Me da mucha lástima Lowestoffe -dijo Jack-.¡Se quejó del calor cuando estábamos en el marBáltico! Creo que sería mucho más feliz siestuviera en la base naval de Norteamérica,adonde espero llegar muy pronto. ¡Pobrehombre! Hace mucho tiempo que no le veo.

–Estuvo enfermo -dijo Hanmer-. Te aseguroque parecía un cadáver cuando vino a verme elotro día para hacerme algunas preguntas sobreel mar Rojo. Quería que le hablara de los vientosque soplan allí y de los bancos de arena, losarrecifes y otras cosas. Escribía todocuidadosamente mientras resollaba como unbulldog. ¡Pobre hombre!

–¿Entonces es usted un experto en lanavegación por el mar Rojo? – preguntó Pullings,que hablaba por primera vez.

Hizo la pregunta con buena fe, porque leinteresaba el asunto, pero su herida transformó

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su amable sonrisa en una mueca que expresabadesconfianza, y su tono nervioso no la desmintió.

–No creo que conozca esa zona tan biencomo usted, señor -respondió el capitán Hanmer-. No lo creo. Sin embargo, la conozco al menossuperficialmente, y tuve el honor de guiar nuestraescuadra de Barim a Suez en 1801, cuandointentábamos expulsar a los franceses de allí.

Hanmer era propenso a contar fantasías, peroen esta ocasión había dicho la verdad, por eso lemolestaba más que otras veces que alguien no lecreyera.

–Señor, yo nunca he estado en ese lugar,aunque he navegado por el océano índico. Loque sucede es que muchas veces he oído que essumamente difícil navegar por allí, que lasmareas y las corrientes del extremo norte sonengañosas y que el calor es, por decirlo así,extremadamente caliente, y me gustaría muchoconocer más detalles.

Hanmer escrutó el rostro de Pullings y estavez la herida no le impidió notar que el joven erasincero.

–En efecto, señor, es sumamente difícilnavegar por allí, sobre todo cuando se entra.Nosotros entramos por el endemoniado canaloriental, que bordea Barim. Es un canal que tienesólo dos millas de ancho y que en ningún puntomide más de dieciséis brazas de profundidad, yno hay en él ni una sola baliza, ni una sola. Peroeso no es nada comparado con el terrible calor,un calor que parece el fuego del infierno y vaacompañado de humedad. El maldito sol brillaperpetuamente, el aire nunca refresca, elalquitrán chorrea de la jarcia, la brea burbujea enlas juntas, los marineros enloquecen, lo que selimpia no se seca nunca. Aquí, Meares -dijo,señalando con la cabeza al oficial que estaba asu lado-, estuvo a punto de volverse loco. Teníanque meterle en el mar dos veces cada hora, peroencerrado en una cesta de hierro que le protegíade los tiburones. Hanmer miró atentamente a

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Meares y pensó que a pesar de que habíaestado trastornado, todavía podía darse cuentade si decía la verdad o no, así que siguiódescribiendo las cosas como realmente eran.Jack le prestaba muy poca atención, ya que lamayor parte de ella la dedicaba a su jarra delimonada helada con una pizca de vino deMarsala, pero le oyó hablar de los arrecifes decoral, que se encontraban incluso a veinte millasde la costa en la parte oriental, y más próximosen la parte septentrional, y también le oyó hablarde las islas volcánicas, los peligrosos bancos dearena en las inmediaciones de Hodeida, lastormentas de arena en el golfo de Suez y losvientos que soplaban con más frecuencia en laregión: el viento del norte, el del noroeste y unodenominado viento egipcio. Se alegró de queHanmer no hablara del fénix ni de las serpientesmarinas (a pesar de que Hanmer mentía desdehacía muchos años, no lo hacía muy bien, y amenudo su falta de habilidad resultabavergonzosa), pero lamentó oír hablar tanto dealgo que debía mantenerse en secreto,recordando que Stephen preconizaba ladiscreción absoluta, y pensó que Hanmer sehabía excedido mucho, tal vez demasiado. AhoraHanmer hablaba de los tiburones del mar Rojo.

–La mayoría de los tiburones son cobardes -dijo Jack en una de las raras pausas-. Parecenferoces y agresivos, pero en el fondo no lo son,¿saben? Mucho ruido y pocas nueces. Un día metiré al mar en la costa de Marruecos, al sur delbanco de arena Timgad, y caí justo encima de unenorme pez martillo, y lo único que hizo el pez fuepedirme perdón y salir huyendo. La mayoría delos tiburones son cobardes.

–Los del mar Rojo no -dijo Hanmer-. En mibarco había un grumete llamado Thwaites, unmuchacho un poco torpe que venía de laSociedad Naval[3], y un día, cuando estabasentado en el pescante de babor con los pies enel agua para refrescarse, el barco escoró una o

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dos tracas empujado por una ráfaga de viento yun tiburón le cercenó las piernas a la altura de larodilla en un santiamén.

Eso hizo reaccionar al capitán Ball, que habíadejado de prestarles atención hacía rato.

–¡Precisamente ese es el pescado que voy acomer hoy! – exclamó-. Me lo enseñaron cuandollegué. Me dijeron que es una lija y que se parecea la lubina. Aubrey, usted y el capitán Pullingspueden comer conmigo, pues la lija es lobastante grande para que puedan comer trespersonas.

–Es usted muy amable, Ball -dijo Jack-, y,verdaderamente, no hay nada como una lija, perotengo que irme enseguida. Voy a entrevistarmecon el almirante Hartley, y seguramente mepedirá que me quede a comer con él.

El capitán Hartley de otro tiempo tal vez noera uno de los marinos más destacados, perohabía tratado a Jack Aubrey con amabilidadcuando era guardiamarina y le había alabado enel informe oficial que había hecho sobre unaoperación en que los marineros del Fortitude, abordo de varias lanchas, habían logrado sacardel puerto una corbeta española protegida porlos cañones del castillo de San Felipe. Además,había sido uno de los miembros del tribunal queaquel espantoso miércoles había examinado enSomerset House a muchos guardiamarinas,entre ellos el guardiamarina Aubrey, que se habíapresentado al examen con varios documentosfalsos, uno en que se certificaba que teníadiecinueve años, y otros, firmados por losdiversos capitanes a cuyas órdenes habíaestado, en que se certificaba que había pasadoseis años navegando y que sabía aferrar, arrizar,llevar el timón, calcular los cambios de la marea ymedir la distancia angular. Y precisamente habíasido él quien había hablado cuando Jack, queestaba tan nervioso a causa de las preguntas dematemáticas de un capitán malvado, hambrientoy malhumorado que ya no distinguía la latitud de

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la longitud, se había quedado paralizado al oír lapregunta: «¿Por qué el capitán Douglas le rebajóde categoría, haciéndole pasar de guardiamarinaa marinero simple, cuando estaba en elResolution en la base naval de El Cabo?». Jackestaba demasiado aturdido para encontrar unarespuesta que le hiciera parecer inocente sinofender a su anterior capitán. Tenía que discurriry utilizar toda su astucia (esta vez no parecíaconveniente responder con la sinceridad con quesolía hacerlo), pero no podía, y había sentido ungran alivio cuando había oído al capitán Hartleydecir: «Porque escondió a una joven en elsollado, no porque cometiera ningún error alrealizar las tareas propias de un marino. Me locontó Douglas en el alcázar de mi barco cuandovino a visitarme. Bien, señor Aubrey,supongamos que está usted al mando de untransporte y que el transporte solamente llevalastre, es inestable, y navega con rumbo sur conlas juanetes desplegadas y con viento del oeste,y supongamos que una ráfaga de viento la hacevolcar. ¿Cómo resuelve la situación sin cortar losmástiles?».

El señor Aubrey había resuelto la situaciónlargando por la aleta de sotavento unaguindaleza de considerable longitud con algunosobjetos amarrados que sirvieran de apoyo en elagua, como por ejemplo, las vergas y losgallineros, usándola también como espía[4] paravirar el barco, y había ordenado a los marinerostirar con toda su fuerza hasta el momento en quela aleta que estaba a sotavento estuviera abarlovento, momento en que el barco tendría queenderezarse forzosamente, y recoger laguindaleza.

Poco después había salido de la sede de laJunta Naval resplandeciente de alegría y con otrocertificado, un hermoso documento en que sedecía que estaba preparado para desempeñarlas funciones de teniente de navío. Yprecisamente cuando tenía ese rango había ido a

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una misión en las Antillas con el capitán Hartley,pero la misión había sido interrumpida porque alcapitán le habían nombrado almirante. AunqueHartley no era popular en la Armada (era unavaro y un libertino, llevaba a bordo amantes debaja ralea a las que dejaba en puertos de paísesextranjeros sin preocuparse por lo que pudierapasarles y ofrecía pocos banquetes,generalmente muy malos y aburridos), Jack y élse avenían, en primer lugar porque ambos seconocían bien, en segundo, porque los dosdaban mucha importancia a la artillería, y entercero, porque Jack había sacado del mar aHartley cuando su esquife había volcado frente aSaint Kitts. Jack nadaba muy bien y habíasalvado a muchos marineros. Quienes habíanpodido darse cuenta de lo horrible que eraahogarse y dejar tantas cosas en este mundo ledaban constantes muestras de agradecimiento,aunque la mayoría habían estado tanpreocupados por respirar, salir a la superficiecuando se hundían y gritar, que no habían podidoreflexionar; y muchos de aquellos que, al igualque el capitán Hartley, habían sido sacados delmar enseguida, decían que podrían haber salidoellos solos, aunque no se sabía si pensaban quehabrían podido caminar por el agua o aprender anadar inmediatamente. Pero, Jack sentía afectopor todos los hombres que había salvado,aunque tuvieran una actitud hostil hacia él o no leestuvieran agradecidos, y Hartley no estaba enninguno de esos dos grupos.

Jack pensaba en él con afecto mientrascaminaba hacia el interior del islote por uncamino polvoriento flanqueado por olivos. No leveía desde hacía muchos años, aunque amenudo le había llevado muebles, libros y tonelesde vino, que había dejado en el puerto máspróximo al lugar donde se encontraba, ni habíaestado en su casa de Gozo. Pero recordaba muybien al almirante y tenía deseos de hablar con él.Evidentemente, aquel no era camino

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frecuentado, pues en media hora sólo había vistopasar a un campesino con una carreta y un asno.En realidad, no era frecuentado por personas,pero había cigarras en los olivos, que producíanun sonido chirriante que a veces era tan alto que,si alguien le acompañara, le habría impedidoconversar con él. Además, después que Jackdejó atrás los bosques y los campos cultivados yempezó a atravesar los terrenos rocosos dondepastaban las cabras, vio que había muchosreptiles en el camino. Había lagartos verdes deltamaño de su antebrazo que se apartabancuando él se aproximaba y lagartijas de colorpardo entre la reseca hierba de los bordes; y vioalgunas serpientes pasar de un lado a otro, yestuvo a punto de morirse de miedo, porque lestenía terror. Casi siempre que caminaba por lasislas del Mediterráneo veía tortugas, que no leresultaban desagradables, sino todo lo contrario,pero pensaba que en Gozo apenas había. Sinembargo, después de caminar durante un largorato, oyó un extraño toc-toc y vio a una pequeñatortuga atravesar corriendo, literalmentecorriendo, con las patas totalmente extendidas.La perseguía una tortuga más grande que,cuando logró alcanzarla, le dio tres topetazosseguidos, y Jack se dio cuenta de que el toc-toclo producían los caparazones al chocar.«¡Tirana!», pensó Jack decidido a intervenir,pero la tortuga, una tortuga hembra, se detuvo derepente, tal vez debilitada por los últimos golpeso tal vez porque pensaba que ya había ofrecidoresistencia durante el tiempo debido. Entonces latortuga macho se subió encima de ella, y,sosteniéndose precariamente sobre laredondeada coraza, con sus viejas patasdobladas apoyadas en ella, volvió la cabezahacia el sol, estiró el cuello, abrió mucho la bocay dio un extraño grito de agonía.

–¡Dios mío! – exclamó-. No tenía idea…¡Cuánto me gustaría que Stephen estuviera aquí!

Puesto que no deseaba interrumpirlas, pasó

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a considerable distancia de ellas y luego siguióavanzando por el camino, recordando algunosversos de Shakespeare que no hacían referenciaa tortugas sino a mujeres jóvenes, hasta quellegó a una ermita consagrada a San Sebastián,en la que la sangre del mártir había sidorepintada recientemente y tenía un brilloextraordinario. Más allá de la ermita había unmuro de piedra medio derrumbado, y en el centrodel muro había una verja de hierro forjado, en otrotiempo dorada, que se había salido de losgoznes y estaba apoyada contra él.

–Debe de ser esta casa -dijo, recordando ladirección que le habían dado.

Pero varios minutos después dijo:–Tal vez me haya equivocado.El inmenso jardín, que parecía un erial, el

sendero que lo atravesaba y la lúgubre casaamarillenta que se veía al final del sendero, noparecían tener nada que ver con la Armada. Jackhabía visto en Irlanda propiedades tandescuidadas como esa, con senderos cubiertosde mala hierba, contraventanas salidas de lamitad de sus goznes y cristales rotos, pero no senotaba tanto que estaban desastradas debido ala constante llovizna y al musgo. Aquí, en cambio,sí se notaba, pues el sol brillaba intensamente, elcielo estaba despejado y lo único que habíaverde era un pequeño grupo de encinaspolvorientas, y los chirridos de las innumerablescigarras hacían que se notara aún más. «Esetipo me dirá si lo es», pensó.

La lúgubre casa amarillenta estabaconstruida en torno a un patio al que se entrabapor una puerta con la parte superior en forma dearco, y en el pilar de la izquierda había recostadoun hombre que parecía un mozo de cuadra o uncampesino que se estaba hurgando la nariz.

–Por favor, ¿puede decirme si el almiranteHartley vive aquí? – preguntó Jack.

El hombre no respondió, sino que le mirómaliciosamente, se deslizó por la abertura de la

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puerta y entró en el patio. Jack le oyó hablar conuna mujer. Hablaban en italiano, no en maltes, yél pudo entender las palabras «oficial»,«pensión» y «cuidado». Tenía la impresión deque le estaban mirando desde una pequeñaventana. Al cabo de unos instantes salió la mujer,una mujer malcarada que vestía un sucio vestidoblanco y estaba desarreglada. Al verle, puso unaexpresión amable y dijo en correcto inglés queaquella era la casa del almirante, y preguntó si élhabía ido a tratar algún asunto oficial. Jack le dijoque era un amigo del almirante y le sorprendióver una sombra de incredulidad en sus ojospequeños y casi unidos. No obstante eso, ellaconservó la sonrisa, le mandó a entrar y dijo queiba a avisar al almirante de que estaba allí.Luego le guió por una escalera mal iluminadahasta una sala espléndida. Era espléndida porsus componentes, el suelo de mármol verde clarocon franjas blancas, el alto techo artesonado y lachimenea, con un hogar mucho más grande queel de las chimeneas de las cabinas en que Jackse había alojado cuando era teniente de navío;sin embargo, no lo era por sus muebles, unamesita redonda y un par de butacas con elasiento y el espaldar tapizado de cuero, queparecían más pequeñas en medio de aquel granespacio iluminado. Al principio a Jack le parecióque no había nada más dentro, pero después,cuando avanzó hacia la pared en que había sieteventanas, se acercó a la ventana del medio yvolvió la cabeza hacia la chimenea, vio un retratode su antiguo capitán a la edad de cuarenta ocuarenta y cinco años, un retrato excelente y conlos colores todavía muy vivos. Permaneció allí depie, con las manos tras la espalda,contemplándolo silenciosamente durante un rato.No conocía al pintor. No era Beechey, niLawrence, ni Abbott, ni ninguno de los pintoresque solían retratar a los miembros de la Armada.Probablemente no era inglés. Jack pensó queera un buen pintor, pues había reproducido

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fielmente la expresión altiva, voluntariosa yresuelta de Hartley, pero, después de observar elretrato largo rato, llegó a la conclusión de que nole había gustado su modelo. No había plasmadoningún sentimiento en aquella cara pintada, y, apesar de que el retrato era bastante fiel, en él nose reflejaba la bondad que, indudablemente,Hartley tenía, aunque la mostraba en rarasocasiones. A Jack le parecía que el cuadro eracomo la crítica de un enemigo, y recordó que uncompañero había dicho que el innegable valor deHartley tenía una extraña particularidad, puesHartley atacaba al enemigo movido por laindignación y el afán de venganza personal,como si pensara que el otro bando trataba dequitarle cosas ventajosas, como botines,alabanzas o categoría.

Pensaba en esto y en la verdadera función dela pintura cuando se abrió la puerta y entró unacaricatura del hombre que representaba elretrato. El almirante Hartley llevaba puesta unavieja bata amarilla con manchas de tabaco en laparte delantera, pantalones anchos y zapatos conel talón doblado en vez de zapatillas. Le habíancrecido la nariz y la mandíbula, y tenía la caramucho más grande. Había perdido la expresiónaltiva y voluntariosa, y, naturalmente, su piel ya notenía el color de bronce que adquirió mientrasestuvo expuesta al sol. Tenía un aspectodesagradable y ridículo, y su rostro pálido sóloreflejaba descontento. Dirigió a Jack una miradacarente de humanidad, que no expresaba interésni placer, y le preguntó por qué había ido allí.Jack dijo que, puesto que se encontraba enGozo, había pensado que podía presentar susrespetos a su antiguo capitán y preguntarle siquería enviar algún recado a Valletta. El almiranteno respondió, y los dos permanecieron allí de piemientras Jack hablaba del tiempo que habíahabido durante los últimos días, de los cambiosque se habían producido en Valletta y de suesperanza de que cambiara el viento, y su voz

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resonaba en la habitación vacía.–Bueno, siéntese un momento -dijo el

almirante Hartley y, haciendo un esfuerzo,preguntó si Aubrey tenía algún barco ahora, pero,sin esperar la respuesta, inquirió-: ¿Qué horaes? Es la hora de tomarme la leche de cabra. Esfundamental que tome la leche de cabra conregularidad.

Entonces miró con ansiedad hacia la puerta.–Espero que se encuentre bien en este clima,

señor. Dicen que es muy saludable.–No es posible tener salud cuando uno es

viejo. Además, ¿salud para qué?Un sirviente trajo la leche. Era un hombre que

se parecía en todo a la mujer que Jack habíavisto, menos en que tenía un poco de barba decolor negro azulado porque no se afeitaba desdehacía cinco días.

–¿Dónde está la signora? -preguntó Hartley.–Ahora viene -respondió el sirviente.En efecto, la mujer ya estaba en la puerta

cuando él se iba, y traía una bandeja con unabotella de vino, galletas y un vaso. Se habíacambiado el sucio vestido blanco por otrobastante más limpio y más escotado. Jack notóque Hartley puso una expresión alegre; sinembargo, a pesar de su alegría, sus primeraspalabras fueron una protesta:

–Aubrey no quiere vino a esta hora del día.Antes que se tomara una decisión respecto a

este asunto, se oyeron unos gritos en el patio y elalmirante y la mujer corrieron a la ventana. Elalmirante le acarició los pechos, pero ella leapartó con un manotazo y luego se asomó a laventana y se puso a gritar con una voz tanpotente que seguramente podía oírse a milla ymedia de distancia. Siguió gritando así algúntiempo. Jack no tenía más perspicacia que lamayoría de los hombres, pero habíacomprendido enseguida que el almirante habíacaído en desgracia, y que eso, mezclado con sulujuria, había provocado un sentimiento que podía

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ser amor, enamoramiento o cariño.–¡Qué temperamento! – exclamó el almirante

cuando la mujer salió corriendo de la habitaciónpara seguir discutiendo más de cerca-. Siemprese puede conocer el carácter de una mujer por laprominencia de sus nalgas -afirmó, enrojeciendo,y después, en un tono más humano, dijo-: Sírvaseun vaso de vino y luego sírvame uno a mí.Beberemos juntos. Lo único que me dejan beberes leche, ¿sabe?

Hizo una breve pausa, en la que inhaló unpoco de rapé que tenía envuelto en un papel, yluego dijo:

–Voy a Valletta de vez en cuando a buscar mimedia paga. Estuve allí hace dos semanas, yBrocas mencionó su nombre. Sí, sí, lo recuerdoperfectamente bien. Me habló de usted. Pareceque todavía usted no ha aprendido a sujetarsebien los calzones. ¡Tanto mejor! Uno debeportarse como un hombre mientras pueda, comodigo yo. Desearía no haber desaprovechadotantas oportunidades en el pasado. ¡Casi llorosangre cuando me acuerdo de algunas de esasmujeres, de esas espléndidas mujeres! Unodebe portarse como un hombre mientras pueda.Luego, en la tumba, uno pasa mucho tiempocomo un eunuco. Y algunos nos convertimos eneunucos antes de llegar a ella -dijo, soltando unarisotada mezclada con un sollozo.

Cuando Jack iba de regreso a la costa, elcalor era más intenso, el resplandor del blancocamino era cegador y los chirridos de lascigarras eran más fuertes. Rara vez se habíasentido tan triste. Por su mente pasaron uno trasotro negros pensamientos: el estado delalmirante, el eterno paso del tiempo, la inevitabledecadencia, la espantosa impotencia…Retrocedió de manera instintiva cuando le pasócerca de la cara un objeto que le recordó lostrozos de madera que caían de la jarcia en lasbatallas. El objeto cayó en el pedregoso camino,justamente delante de sus pies, y se rompió en

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pedazos. Era una tortuga, probablemente una delas dos tortugas enamoradas que había vistopoco antes, ya que ese era precisamente el lugardonde estaban. Miró hacia arriba y vio la enormeave de plumaje negro que la había dejado caer.El ave empezó a volar alrededor de su cabeza,mirándole fijamente.

–¡Dios mío! – gritó-. ¡Dios mío!Y después de estar pensativo unos

momentos, exclamó:–¡Cuánto me gustaría que Stephen estuviera

aquí!Stephen Maturin estaba sentado en un banco

de la iglesia de la abadía de San Simón, oyendoa los monjes cantar vísperas. Tampoco habíacomido, pero porque no había querido, parahacer penitencia por haber deseado a LauraFielding y (esperaba) hacer disminuir suconcupiscencia. Pero su estómago, que erapagano, había protestado por ese tratamiento alprincipio y había seguido refunfuñando hasta elfinal de la primera antífona. Sin embargo, desdehacía algún tiempo Stephen se encontraba en unestado que podría llamarse estado de gracia,pues se había olvidado de su estómago, delincómodo banco y del amor carnal, se habíaquedado arrobado oyendo aquel canto que le erafamiliar, el viejo canto gregoriano.

Durante la ocupación francesa de Valletta, losfranceses habían causado graves daños a laabadía. Se habían llevado sus tesoros, habíanvendido el claustro, habían roto sin motivo lasvidrieras de colores de las ventanas (que habíansido reemplazadas por esteras) y habíanarrancado las placas de mármol noble, lapislázuliy malaquita que recubrían las paredes. Pero estoúltimo había tenido una buena consecuencia: laacústica era mucho mejor. Y ahora que el coro demonjes cantaba entre las paredes de piedra y losarcos de ladrillo, parecía que estaba en unaiglesia más antigua, un lugar más adecuado paracantar que la iglesia renacentista que los

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franceses habían encontrado a su llegada. Elabad era un hombre muy viejo. Había conocido alos últimos tres maestres de campo generales,había visto llegar a los franceses y luego a losingleses. Ahora, por las ruinosas naves laterales,se expandía su voz débil pero melodiosa, una vozdiáfana, que no parecía pertenecer a un serterrenal. Enseguida los monjes le siguieron, y eltono de su canto subía y bajaba como las suavesolas.

Había pocas personas en la iglesia, y laspocas que había sólo podían verse cuandopasaban por delante de las velas de las capillaslaterales. La mayoría de ellas eran mujeres cuyasnegras capas se fundían con las sombras. Peroal final de la misa, cuando Stephen se volvió parahacer una reverencia como muestra de respetoal altar, justo al lado de la pila de agua benditaque estaba cerca de la puerta, vio a un hombresentado junto a uno de los pilares. El hombre sesecaba los ojos con el pañuelo, y su cara estabailuminada por la luz que entraba por una grieta dela pared que daba al claustro secularizado. Enese momento volvió la cabeza, y Stephendescubrió que era Andrew Wray.

Las mujeres se habían aglomerado frente a lapuerta y avanzaban hacia ella muy despacio,hablando animadamente unas con otras.Stephen tuvo que quedarse allí de pie durante untiempo. Le había sorprendido ver a Wray, puesaunque las leyes del código penal ya no eran loque eran, un católico no podía ser vicesecretariointerino del Almirantazgo. Stephen se habíaencontrado con Wray en algunos conciertos enLondres, pero pensaba que acudía a ellos porestar en compañía de gente importante en vez depor amor a la música. No obstante, notó que elvicesecretario se había emocionado de verdad,pues cuando ya se había serenado y habíaempezado a caminar hacia la puerta, estaba muyserio y su gesto traslucía su emoción. Lasmujeres echaron la cortina de cuero hacia un

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lado y abrieron la puerta, y, al mismo tiempo quesalieron, entró la luz del sol. Wray no dioimportancia al altar ni al agua bendita, y eso erauna prueba inequívoca que no era un papista.Entonces vio a Stephen, y su expresión seria setransformó en una sonriente.

–Es usted el doctor Maturin, ¿verdad?¿Cómo está, señor? Soy el señor Wray. Nosconocimos en casa de lady Jersey. Tambiéntengo el honor de conocer a la señora Maturin, aquien he visto precisamente poco antes dezarpar.

Hablaron un rato, parpadeando bajo laintensa luz del sol. Hablaron de Diana, a quienWray había visto en el Teatro de la Ópera en elpalco de los Columptons, y de amigos comunes,y luego Wray le invitó a tomar una taza dechocolate en una elegante pastelería que estabaal otro lado de la plaza;

–Voy a San Simón con tanta frecuencia comopuedo -dijo cuando se sentaron en una mesaverde en el cenador que estaba detrás de lapastelería-. ¿Le gusta el canto gregoriano,señor?

–Me gusta mucho, señor -respondió Stephen-, si no es empalagoso ni tiene brillantez ni escantado para causar efecto. Me gusta cuando essobrio, tiene frases uniformes y carece de notassuperfluas y de transición.

–Lo mismo que a mí -dijo Wray-. Tampocome gustan esos melismas modernos. Lasencillez angelical es lo que le confiere belleza. Yestos admirables monjes conocen el secreto.

Entonces hablaron de los modos, ydescubrieron que a los dos les gustaba más elcanto ambrosiano que cualquier modo plagal, yluego Wray dijo:

–Estuve en una de sus misas el otro día, undía que cantaron el Agnus de Mixolydian, y deboconfesarle que me emocioné tanto cuando elanciano cantó dona nobis pacem que estuve apunto de llorar.

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–Paz… -dijo Stephen-. ¿Volveremos a tenerpaz algún día?

–Por la forma en que se comporta elEmperador en la actualidad, lo dudo.

–La verdad es que acabo de salir de unaiglesia -dijo Stephen-, pero, así y todo, no puedodejar de desear que ese cerdo de Bonaparte,ese maldito tirano, sea condenado a pasar en elinfierno toda la eternidad.

Wray se rió y dijo:–Recuerdo a un francés que admitía que

Bonaparte tenía muchos defectos, incluido el decomportarse como un tirano, como ha dichousted muy acertadamente, y otro mucho peor,ignorar la gramática y las costumbres francesas.Pero dijo que, a pesar de eso, le apoyaba. Suargumento era el siguiente: las artes diferenciana los hombres de los animales y hacen la vidacasi soportable, y las artes florecen en tiempo depaz, y un gobierno universal es un requisitoindispensable para que haya paz en el universo.A propósito de esto, citó unas palabras deGibbon en las que expresaba su alegría por viviren la época de los emperadores Antoninos, y dijoque todos los emperadores romanosabsolutistas, incluso Marco Aurelio, eran tiranos,aunque sólo fuera in posse, pero que la paxromana justificaba ejercer un gobierno tirano.Dijo que consideraba a Napoleón el únicohombre, mejor dicho, semidiós capaz de formarun imperio universal, y que militaba en la guardiaimperial por su amor al arte y a las humanidades.

A Stephen se le ocurrió un montón deargumentos contundentes para oponerse a ese,pero hacía mucho tiempo que había dejado deexpresar su opinión a todos menos a sus amigosíntimos y, sonriendo, se limitó a decir:

–Bueno, es un punto de vista.–De todas formas -dijo Wray-, nuestro deber

es, si me permite la expresión, minar la fortalezadel imperio universal. Por mi parte -dijo,inclinándose hacia la mesa-, tengo que realizar

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una delicada misión dentro de poco y megustaría que me asesorara. El almirante me dijoque podía consultarle sobre ella. Tan prontocomo llegue, habrá una reunión general, yquisiera que tuviera la amabilidad de asistir.

Stephen dijo que estaba a la disposición delseñor Wray. En ese momento dieron la horanumerosos relojes cerca y lejos de allí, y Stephense dio cuenta de que se le había hecho tardepara la cita con Laura Fielding por lo que,poniéndose de pie de un salto, se despidió.

Wray vio cómo Stephen cruzaba la plazaapresuradamente y luego desaparecía en laconcurrida calle. Entonces regresó a la iglesia,que a esa hora estaba vacía, observó cómoestaban colocadas las velas de la capilla de SanRoque y fue hasta la nave lateral que miraba alsur. Allí había una pequeña puerta que ahora noestaba cerrada con llave, como habitualmenteestaba; Wray la abrió y pasó al claustro, queestaba lleno de barriles de distinto tamaño, y, alllegar a una esquina, atravesó un pasillo quellevaba a un almacén, también lleno de barriles, yentre ellos estaba Lesueur, que tenía uncuaderno y una pluma en la mano, y un cuernoque servía de tintero enganchado en el ojal.

–Ha llegado muy tarde, señor Wray -dijo-. Essorprendente que las velas no se hayan apagadotodavía.

–Sí. Estaba hablando con un hombre que meencontré en la iglesia.

–Eso me dijeron. ¿Y qué tenía usted quedecir al doctor Maturin?

–Hablamos del canto gregoriano. ¿Por qué lopregunta?

–¿Sabe que es un espía?–¿Para quién trabaja?–Para usted, naturalmente. Para el

Almirantazgo.–He oído que le han consultado sobre

algunos asuntos. Sé que le han pedido queexaminara algunos informes sobre la situación

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política de Cataluña porque él la conoce bien, yque ha asesorado al secretario del almirantesobre los asuntos relacionados con España,pero de ahí a que sea un espía… No, no creoque sea un espía. Además, su nombre noaparece en la lista de órdenes de pago.

–¿No sabe que fue él quien mató a Dubreuil yPontet-Canet en Boston, quien destruyó casi porcompleto la organización de Joliot introduciendofalsa información en el Ministerio de Guerra,quien arruinó nuestras relaciones con losnorteamericanos?

–¡No! – gritó Wray.–Entonces, el señor Blaine no ha sido franco

con usted. Tal vez no lo ha sido porque es muyastuto, o tal vez porque alguien, en algún lugar,vio algo que le infundió sospechas. Debe ustedvigilar los canales de información, amigo mío.

–Me sé la lista de pagos casi de memoria -dijo Wray-, y puedo asegurarle que el nombre deMaturin no está en ninguna de ellas.

–Estoy seguro de que es cierto -dijo Lesueur-. Es un idealista, como usted, y precisamente poreso es tan peligroso. Pero es mejor así, porquesi lo hubiera sabido, no habría podido hablar connaturalidad con él. Si sospechan algo, y si él losabe, es probable que les diga que sussospechas son infundadas. ¿Le habló de lamisión?

–La mencioné y le dije que quería queasistiera a la reunión cuando el comandantegeneral llegara.

–Muy bien. Pero es mejor guardar lasdistancias. Trátele como a un consejero político,como a un experto en algunos asuntos, peronada más. Aparte de la vigilancia ordinaria, hayun agente vigilándole sólo a él. No hay duda deque tiene una red de informadores, algunos enFrancia, y el nombre de al menos uno de ellospodría llevarnos a los demás y luego a París…Pero es como un animal peligroso y con una duracoraza, y si este agente no tiene éxito pronto, es

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improbable que consigamos nuestro objetivo, asíque tendré que pedirle que busque una maneraplausible de quitarle de en medio sin quecomprometa su posición.

–Ya veo -dijo Wray y, después de reflexionardurante unos momentos, añadió-: Eso se puedearreglar. Si no se presenta una oportunidadantes, el dey de Mascara resolverá el problema.Verdaderamente -agregó después de pensar unminuto-, el dey nos será muy útil. Podremosmatar dos pájaros de un tiro.

Lesueur se quedó mirándole pensativo ydespués dijo:

–Por favor, cuente los barriles que están alotro lado del pilar, porque no puedo verlos todosdesde aquí.

–Veintiocho -dijo Wray.–Gracias -dijo Lesueur, anotando la cifra en

su cuaderno-. Me devuelven siete francos ymedio por cada uno, lo que es una cantidadapreciable.

Era obvio que Wray estaba pensando en loque iba a decir a continuación mientras Lesueurmultiplicaba esas cifras con satisfacción. Ycuando las dijo, se notaba que carecían deespontaneidad, lo mismo que un elaboradodiscurso, y que expresaban una indignaciónmayor de la que razonablemente podía sentir.

–Acaba de decir que soy un idealista -dijo-, yes cierto que lo soy. Ninguna suma podríacomprar mi apoyo; ninguna suma ha compradomi apoyo nunca. Pero solamente de ideales nopuedo vivir. Hasta que mi esposa no herede, misingresos serán muy reducidos, y mientraspermanezca aquí, estoy obligado a mantener miposición. El señor Hildebrand y todos los quepueden sacar tajada del astillero y elavituallamiento hacen apuestas muy altas, y yoestoy obligado a seguirles.

–Ya añadió usted una gran cantidad extra a lahabitual… ayuda antes de salir de Londres -dijoLesueur-. No puede pretender que la rue Villars

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pague por sus deudas de juego.–Sí puedo, si incurro en ellas por una razón

como ésta -dijo Wray.–Se lo diré a mi jefe -dijo Lesueur-, aunque no

puedo prometerle nada. Pero, indudablemente,puede usted ganarse la confianza de esoshombres sin hacer apuestas tan altas, ¿verdad?– dijo en tono impaciente-. Me parece que eseprocedimiento no es bueno.

–Con esos hombres es fundamental -dijoWray tercamente.

CAPÍTULO 3El malhumor que le había producido a Jack

Aubrey su visita al almirante Hartley fue atenuadopor una avalancha de pensamientos y unaintensa actividad física. El tribunal delAlmirantazgo había examinado las circunstanciasen que él había capturado una corbeta francesaen el mar Jónico y la había considerado unapresa de ley. Esto, a pesar de haber tenido quepagar los elevados honorarios de su apoderado,le proporcionó una considerable cantidad dedinero, no tanta como la que necesitaba parasolucionar los complicados problemas que teníaen Inglaterra, pero sí suficiente para enviar aSophie la paga de diez años, rogándole que nose privara de nada, para mudarse a unalojamiento más digno, al hotel Searle, y, comoenseguida le habían indicado los canales por losque podía conseguir que empezaran lasreparaciones de la Surprise, para hacer losadecuados sobornos. Pero en el fondo todavíasentía tristeza, que ni la compañía de otros ni lamúsica hacían desaparecer y que llevabaaparejada la determinación de vivir sincontención mientras pudiera.

Por eso cuando Laura Fielding fue a darle laclase de italiano en su nueva habitación, muchomás cómoda, encontró a Jack de excelentehumor, a pesar de que había pasado un mal díaen el astillero y estaba muy preocupado por lascurvas de la fragata. Puesto que Jack nunca en

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su vida había intentado seducir a una mujer conmalicia, no trataba de conquistarla de la manerausual, intentando minar su fortaleza yacercándose por tortuosos caminos, sino que suestrategia (si a algo no premeditado, fruto delinstinto, podía llamarse estrategia) era sonreír,ser tan agradable como podía y acercar cada vezmás su silla a la de ella.

Al principio del repaso del imperfecto desubjuntivo del verbo irregular stare, la señoraFielding se alarmó al ver que el comportamientode su alumno era más irregular que el verbo. Sedio cuenta de su intención incluso antes de que élmismo la advirtiera, porque se había criado en lacorte napolitana, donde había costumbresdisolutas, y se había acostumbrado a losgalanteos desde muy temprana edad. Ancianosconsejeros, pajes lampiños y numerososcaballeros de distintas edades habían intentadominar su virtud, pero ella había rechazado a lamayoría de ellos. El asunto había terminado porinteresarle, y era capaz de detectar los primerossignos de una pasión amorosa, que, por lo quehabía visto, no se diferenciaban mucho de unhombre a otro. Pero ninguno de susgalanteadores era tan robusto como éste, ni teníalos ojos tan brillantes, ni suspiraba tanto, ni reíade una manera tan desconcertante. La pobredama, preocupada por no haber llegado a unacuerdo con el doctor Maturin y molesta por losrumores de que cometía adulterio con el capitánAubrey, no estaba de humor para bromear ylamentaba la ausencia de su doncella, ya quePonto, su fiel guardián, no podía protegerla enestas circunstancias. Ponto estaba echado allí yles miraba con expresión risueña y golpeaba elsuelo con la cola cada vez que el capitán Aubreyacercaba su silla un poco más.

Ambos dejaron el imperfecto de subjuntivocon indiferencia, y Jack, a quien se le habíadespertado la imaginación, hablaba ahora de loque se rumoreaba sobre ellos. Ella, a pesar de

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que no conocía bien el inglés y de que él no eracoherente, comprendió el sentido general de suspalabras y antes de que llegara a expresar sudeseo de hacer algo para que ese rumor tuvierafundamento y a decir que era justo que así fueraporque ambos habían sufrido sin tener culpa, leinterrumpió.

–¡Ah, capitán Aubrey! – exclamó-. Tengo quepedirle un favor.

Jack, sonriendo y mirando afectuosamente ala señora Fielding, dijo que podía pedirle lo quequisiera, que él estaba a su disposición y que leencantaría servirla.

–Muy bien -dijo ella-. Ya sabe que soyhabladora, y que a menudo el doctor me lo hadicho y me ha pedido que no hable tanto, pero nose me da bien escribir, al menos, escribir eninglés. Si le dicto un texto para que usted loescriba en buen inglés, podré usar las palabrasque escriba cuando envíe cartas a mi esposo.

–Muy bien -dijo Jack, dejando de sonreír.Era exactamente como Jack se temía y le

hizo comprender que había interpretado mal lasseñales. Decía que el señor Fielding debía saberque el admirable capitán Aubrey había evitadoque Ponto se ahogara y que ahora Pontoadoraba al capitán y corría a su encuentrocuando le veía en la calle y que por eso la gentemaliciosa decía que el capitán Aubrey y ella eranamantes, y que si ese rumor llegaba a sus oídosno debía hacerle caso. Después decía que elcapitán Aubrey era un hombre honorable y nuncaofendería a la esposa de un compañero conproposiciones deshonestas, que ella estaba tansegura de que era un hombre recto que levisitaba incluso sin su doncella. Y terminabadiciendo que el capitán Aubrey sabíaperfectamente que ella no era una mengana.

–¿Mengana? – preguntó Jack, alzando lavista y dejando de mover la pluma.

–¿No es correcta esa palabra? ¡Estaba tanorgullosa de que la sabía!

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–¡Oh, sí! – exclamó Jack-. Pero es difícil deescribir, ¿sabe?

Entonces, riendo para sus adentros, escribió«no soy una fulana» con mucho cuidado, paraque las letras no pudieran confundirse, y sintiómás vergüenza por haber hecho el ridículo queamargura por haber sufrido una decepción.

Se despidieron amistosamente, y entoncesella, mirándole con afecto, dijo:

–No olvidará usted mi fiesta, ¿verdad? Heinvitado al conde Muratori, que toca la flautamagníficamente.

–Nada me impediría asistir, a no ser queperdiera las dos piernas -dijo Jack-. Y aun así,iría en una parihuela.

–¿Se la recordará al doctor? – preguntó.–Estoy seguro de que se acordará de ella él

solo -dijo Jack, manteniendo la puerta abiertapara que ella pasara-. Y si no… Pero ahí está -dijo, volviendo la cabeza para escuchar unospasos en la escalera-. Cuando tiene prisa,muchas veces sube como un rebaño de ovejasdescarriadas y no como un cristiano.

Era el doctor Maturin, pero ahora no estabapálido y serio, como era habitual, sino sonrosadoy risueño.

–¡Está empapado! – gritaron los dos.Era cierto, y cuando se detuvo frente a ellos,

se empezó a formar un charco bajo sus pies.Jack estuvo a punto de preguntarle «¿Te caísteal agua?», pero no quería poner en ridículo a suamigo, porque la respuesta tenía que sernecesariamente «Sí». El doctor Maturin era torpeen la mar, y a menudo, al pasar de una lancha aun barco o al bajar de un firme muelle de piedra auna embarcación inmóvil, incluso a una especiede góndola típica de aquella regiónespecialmente diseñada para transportar de unmodo seguro a hombres de tierra adentro, perdíael equilibrio y caía al mar. Eso le había ocurridotantas veces que su ropa interior y el faldón de suchaqueta casi siempre tenían manchas blancas

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formadas por la sal seca.Sin embargo, a Laura Fielding no la cohibía

eso, y, con naturalidad, preguntó:–¿Se cayó al agua?–A sus pies, señora -dijo Stephen

distraídamente, besando su mano-. ¡Jack, quéalegría, ha llegado el Dromedary!

–¿Y qué? – preguntó Jack, que había visto altransporte de costados rectos acercarse dandobordadas desde el amanecer.

–¡A bordo está mi campana de buzo!–¿Qué campana de buzo?–Mi ansiada campana de buzo diseñada por

Halley. Casi había perdido las esperanzas derecibirla. ¡Tiene una ventana de cristal en la partesuperior! Estoy ansioso por sumergirme en elmar. Tienes que venir a verla enseguida. Unaembarcación me está esperando en el muelle.

–Adiós, caballeros -dijo la señora Fielding,que no estaba acostumbrada a que dejaran deprestarle atención por ocuparse de unacampana.

Ambos le pidieron perdón y le dijeron quesentían mucho lo ocurrido y que su intención nohabía sido faltarle el respeto. Stephen la ayudó abajar las escaleras, y detrás de ellos bajaronparsimoniosamente Jack y Ponto.

–Es el modelo de Halley, ¿sabes? – dijoStephen cuando la típica embarcación maltesa,una embarcación larga y estrecha parecida a unagóndola, zarpó y sus tripulantes empezaron aremar con gran rapidez para atravesar el puertoen dirección al Dromedary, ya que él habíaprometido pagarles doble cantidad de dinero porel viaje-. ¡Qué rápido reman estos hombres! ¿Yte has dado cuenta de que reman de pie y decara al punto al que se dirigen, como losgondoleros de Venecia? Me parece unacostumbre digna de elogio y deberían adoptarlaen la Armada.

Con frecuencia Stephen hacía propuestaspara mejorar la Armada. Había recomendado

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que se entregara gratuitamente a los marinerosun uniforme de tela resistente, sobre todo a losnuevos y a los grumetes, que se redujera sumonstruosa ración de grog y que se les diera unapequeña cantidad de jabón, y también que seabolieran varios castigos, como por ejemplo,azotar a un hombre delante de cada uno de losbarcos de una escuadra, pero todas estaspropuestas habían tenido poco éxito, tan pococomo la actual sugerencia de que los miembrosde la Armada, en contra de la tradición, miraranadonde iban. Jack, sin hacerle caso, preguntó:

–¿Halley? ¿El del cometa Halley? ¿Elastrónomo real?

–Exactamente.–Sabía que era capitán del pingue Paramour

cuando estudiaba las estrellas del hemisferioaustral y trazaba la carta marina del Atlántico, y leadmiro mucho por su gran capacidad paraobservar y hacer cálculos; sin embargo, ignorabaque tuviera algo que ver con las campanas debuzo.

–Pero yo te hablé de su artículo Art of Livingunder Water, que apareció en PhilosophicalTransactions, y tú alabaste mi idea de caminarpor el fondo del mar, dijiste que sería una formade encontrar cadenas y anclas perdidas mejorque tratar de cogerlas con rezones.

–Lo recuerdo perfectamente, pero nomencionaste el nombre de Halley. Además, de loque hablaste fue de una especie de casco contubos.

–Estoy seguro de que mencioné el nombrede Halley y de que describí la campana conbastantes detalles, pero tú no me prestasteatención. Estabas jugando a críquet, y en unmomento de descanso, me acerqué a ti y te lodije.

–Eso fue en otra ocasión, cuando jugábamoscon varios caballeros de Hampshire. Tuve quedecirle a Babbington que te alejara de allí. Nuncahe podido hacerte comprender que en Inglaterra

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nos tomamos muy en serio ese juego. Pero, porfavor, cuéntamelo todo otra vez. ¿Cómo es lacampana de buzo?

–Es bella por su simplicidad. Imagínate uncono truncado, abierto por la parte de abajo, conuna ventana de cristal grueso en la parte superiory con pesos repartidos de manera que aldescender en el mar se mueveperpendicularmente al fondo. Es amplia, y suocupante puede sentarse cómodamente en unbanco del tamaño de su diámetro, colocado acierta distancia del borde, mientras disfrutacontemplando las maravillas de lasprofundidades, aprovechando la luz que entra porel cristal de la parte superior. Podrás objetar quea medida que la campana se hunde el aire quehay en su interior se comprime y el agua subeproporcionalmente -dijo Stephen, subiendo lamano-, y, en circunstancias normales sería así, yla campana estaría medio llena cuando hubieradescendido treinta y tres pies. Pero tambiéntienes que imaginarte un barril con pesosrepartidos también y con un agujero en el fondo yotro en la parte superior. En el agujero de la partesuperior está metida una manguera de cuero,untada con aceite y cera de abeja, en la que noentran ni el aire ni el agua, y el agujero del fondoestá abierto para que el agua entre en el barril amedida que se hunda.

–¿Qué ventaja tiene eso?–¿No te das cuenta? El barril mantiene la

campana llena de aire.–No. El aire se ha ido por la manguera de

cuero.Stephen se quedó perplejo al oír el

comentario. Abrió la boca, luego la cerró y sequedó pensando en el problema durante unosminutos, mientras la ligera embarcaciónnavegaba velozmente por entre los barcos ybotes que llenaban el puerto, con el macizo TresCiudades por proa y Valletta por popa. Entoncessonrió y, sintiendo satisfacción de nuevo, dijo:

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–Desde luego, desde luego. ¡Qué tonto soy!Olvidé decirte que a la manguera de cuero se lecuelga un peso para que permanezca por debajodel agujero más bajo. Se mantiene así mientrasel barril desciende, lo que es fundamental, y elhombre que va dentro de la campana tiene quecogerla, introducirla en la campana y subirla. Encuanto la sube por encima del nivel del agua quehay dentro del barril, el aire sale con fuerza y seexpande en la campana, permitiendo al hombrerespirar mejor y empujando el agua a la parteinferior de la campana. Entonces el hombre haceuna señal para que saquen el barril del agua ybajen otro. El doctor Halley dice, y usaré suspropias palabras, Jack, que «esa sucesiónpuede abastecer la campana con tanto aire y tanrápidamente que a veces otras cuatro personas yyo hemos estado durante una hora y media juntosen el fondo, en aguas de nueve o diez brazas,durante una hora y media y no hemos sentidoningún malestar».

–¡Cinco personas! – exclamó Jack-. ¡Diosmío! Seguro que es enorme. Dime, por favor,¿cuáles son sus dimensiones?

–Mi campana es pequeña, muy pequeña -dijoStephen-. Dudo que quepas en ella.

–¿Cuánto pesa?–No me acuerdo del peso exacto, pero es

muy pequeño, apenas el suficiente para hundirse,y no muy rápido. ¿Ves esa ave que está ahídelante a unos treinta y cinco grados deelevación? Creo que es un hangi, un ave típicade esta isla.

Era evidente que los tripulantes delDromedary ya conocían al doctor, pues bajaronuna escala en cuanto la embarcación se abordócon el transporte y, después que subiótrabajosamente por el costado, le alzaronsujetándole por los brazos y le hicieron pasar porencima de la borda. También era evidente que letenían simpatía, pues a pesar de que debíanrealizar urgentes tareas, habían sacado su

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campana y los instrumentos que iban en ella. Yfue el propio capitán, acompañado de un grupode sonrientes tripulantes, quien llevó a losvisitantes a verla.

–Aquí está -dijo el capitán, señalando con lacabeza la escotilla central-, preparada para serizada. Como verá, señor, he seguido lasinstrucciones del doctor Halley al pie de la letra:ahí está la botavara, unida por estayes al tope, yahí están las brazas, para poder sacar o meter lacampana, según se quiera. Aquí, Joe, la hapulido un poco para que no parezca una cosainsignificante.

En realidad, estaba muy lejos de parecerinsignificante. El cerco de latón que rodeaba laparte de cristal tenía más de una yarda dediámetro y parecía el ojo de un dios gigantesco,ingenuo y alegre que les miraba atentamente.Jack, lleno de angustia, desvió la vista.

–Parece muy grande porque está en unespacio pequeño -dijo Stephen-, pero eso es unailusión óptica. Cuando la levanten, verás que esmuy pequeña.

–Tiene ocho pies de altura, la parte superiortiene un diámetro de tres pies y seis pulgadas yla inferior, de cinco pies -dijo el capitán con gransatisfacción-. Tiene una capacidad de casisesenta pies cúbicos y pesa aproximadamentecuatro mil trescientas libras.

Jack tenía pensado llamar aparte a Stephenpara decirle que esa máquina tendría quequedarse en tierra o ser enviada a Inglaterra yque, puesto que no había nacido el día anterior,sabía perfectamente que trataba de hacerleaceptar un fait accompli; sin embargo, laselevadas cifras le causaron tal sorpresa quegritó:

–¡Dios mío! ¡Cinco pies de ancho y ocho deprofundidad y casi dos toneladas de peso!¿Cómo pudiste pensar que en la cubierta de unafragata cabía una cosa monstruosa como ésta?

Los sonrientes tripulantes del Dromedary que

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estaban a su alrededor se pusieron serios, y porsu expresión Jack comprendió quedesaprobaban su conducta y estaban de partede Stephen.

–A decir verdad -dijo Stephen-, la encarguécuando estábamos en el Worcester.

–Pero ¿en qué parte de un navío de setenta ycuatro cañones podría caber?

Stephen dijo que había pensado colocarla enla toldilla, porque desde allí sería fácil pasarla porencima de la borda si quería bajarla al marcuando el barco no estaba navegando, y que leparecía que incluso serviría de adorno.

–La toldilla, la toldilla… -empezó a decir Jack,pero ese no era momento para hablar de losdesastrosos efectos que produciría un objeto dedos toneladas que estuviera colocado en la popay muy por encima del centro de gravedad delbarco, y ofreciera resistencia al viento, así quedijo-: Pero no estamos hablando ahora de unnavío de línea sino de una fragata, y muypequeña. Además, permíteme que te diga queninguna de las fragatas que se han construidohasta ahora tiene toldilla.

–Siendo así -dijo Stephen-, ¿qué te parececolocarla en el pequeño espacio que hay entre elpalo trinquete y el cabillero?

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–¿Colocar un objeto de dos toneladas sobrela roda, justo sobre el pie de la roda? ¡Eso seríahorrible! ¡Haría disminuir la velocidad de lafragata dos nudos cuando navegara de bolina!Además, ahí están el estay del mayor y lastrapas. ¿Y cómo voy a subir el ancla? No, no,doctor, no es posible. Lo siento mucho. Sihubieras hablado de esto antes, te habríadesaconsejado que la trajeras, te habría dichoque no cabía en ningún barco de guerra a no serque fuera un navío de primera clase[5], en el quese podía colocar sobre los calzos.

–Es el modelo diseñado por el doctor Halley -dijo Stephen en voz baja.

–Sin embargo, piensa en lo bien que estaríaen cualquier lugar de la costa -dijo Jack en untono alegre poco convincente-. Servirá parabuscar guindalezas, cadenas y anclas perdidas,y estoy seguro de que el comandante del puertote prestará de vez en cuando una chalana paraque puedas ver el fondo del mar.

–Siempre que mido la altitud de un astro,pienso que tengo una gran deuda de gratitud conel doctor Halley -dijo el capitán del Dromedary.

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–Todos los marinos debemos estaragradecidos al doctor Halley -dijo el primeroficial, y esa parecía ser la opinión general en eltransporte.

–Entonces, señor -dijo el capitán, mirandocompasivamente a Stephen-, ¿qué tengo quehacer con esta campana, con la campana deldoctor Halley? ¿La llevo a la costa tal como estáo la desmonto y la guardo en la bodega hastaque decida usted qué hacer con ella? Tengo quehacer una de esas dos cosas para dejar libre laescotilla, y muy rápido, ¿sabe?, porque de unmomento a otro vendrá el inspector del astillero apasar revista a la tripulación. ¡Ahí está, ahí juntoal Edinburgh, conversando con su capitán!

–Por favor, desmóntela, capitán, si no esmucha molestia -dijo Stephen-. Tengo algunosamigos en Malta en cuya ayuda confío.

–No es ninguna molestia, señor. Quito unadocena de pernos y asunto terminado.

–Si se desmonta -dijo Jack-, la cosa cambia.Si se desmonta se puede llevar en la fragata. Sepuede guardar en la bodega y montar en elmomento oportuno, cuando haya calma chicha o

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cuando la fragata esté al pairo o en un puerto.Enviaré mi falúa enseguida.

Mientras la ligera embarcación les llevaba alastillero, Jack pensó: «Aunque parezca extraño,si hubiéramos estado en el alcázar de mi propiobarco, ellos no se habrían atrevido a hablar asídel doctor Halley. Me sentí como Juliano elApóstata frente a un montón de obispos… Leshabría cortado si hubiera estado en mi propiobarco… La autoridad depende en buena medidadel lugar… Yo soy dócil en casa de mi padre,como la mayoría de la gente…». Entoncesrecordó que sus hijas no eran muy dóciles y queuna vez le habían gritado: «¡Vamos, papá! ¡Aeste paso no llegaremos a la cumbre de lamontaña! ¡Pareces una babosa!». Antes deentonces probablemente habrían dicho «malditababosa», pues se habían acostumbrado a decirexpresiones soeces con los marineros quetrabajaban de sirvientes en su casa, pero cuandoJack había regresado allí después de su últimoviaje, ya Sophie se había encargado del asunto, yahora sólo se oían voces femeninas gritar«¡Condenado imbécil!» y «¡Maldito cabrón!» en

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remotos rincones del bosque que rodeabaAshgrove.

–Me pregunto qué nos dará Graham -dijoStephen, rompiendo el silencio.

–Estoy seguro de que nos dará algo bueno -dijo Jack, sonriendo.

El profesor Graham tenía fama de tacaño, ymuchos le llamaban tacaño, avaro, mezquino,miserable o ruin, pero estaban equivocados. Elprofesor era generoso cuando daba unbanquete, sobre todo uno como éste, unbanquete con que iba a despedirse de susantiguos compañeros de tripulación delWorcester y de la Surprise, de algunos amigos yde varios oficiales de los regimientos de laregión montañosa de Escocia.

–Sería extraño que en el banquete no hubieraun perro con manchas[6] porque él me preguntócuáles eran tus platos favoritos.

–Me encantaría… -dijo-. ¡Si te atraviesas enmi camino te pasaré por encima, condenado hijobastardo de un maldito egipcio! – añadió,alzando sin esfuerzo la voz de tal modo quepodía oírse en la orilla y volviendo la cabeza

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hacia un chinchorro cuya tripulación parecíadistraída-. Pero ahora que me acuerdo, teníapensado subir a bordo del Edinburgh y pedirleprestada a Dundas su falúa, pues es másadecuada que la mía porque es más ancha.Además, puesto que su barco está anclado enaguas de diez brazas de profundidad, un lugarmucho más apropiado para la campana que elfétido lodazal donde se encuentra la Surprise,estoy seguro de que la amarrará con el cabo deuna polea y te bajará en ella hasta el fondo delmar, aunque sería conveniente que bajaraprimero algún grumete o algún guardiamarinapara asegurarnos de que funciona.

–Buenas tardes, profesor Graham -dijo eldoctor Maturin, entrando en la habitación de sucolega-. Vengo del fondo del mar.

–Sí, ya sé que estaba allí -dijo Graham,apartando la vista de sus documentos ymirándole-. Desde las barracas algunos pudieronver con prismáticos cómo bajaba en su caldero, yel coronel Véale apostó dos y media contra una aque usted nunca volvería a subir.

–Espero que ese hombre malvado e

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inhumano haya perdido.–Naturalmente que ha perdido, puesto que

está usted aquí -dijo Graham con impaciencia-.Pero, sin duda, hablaba usted en broma otra vez.A juzgar por sus zapatos y sus medias, el fondodel mar está cubierto de lodo maloliente.

–Sí, está cubierto de una capa ondulada delodo gris amarillento que tiene un extraño brillo,pero… ¡hay tantos anélidos allí, estimadoGraham! Hay cientos de miles de anélidos de almenos treinta y seis clases diferentes, unos confilamentos y otros sin ellos. Y espere a que lecuente lo que he aprendido de los holotúridos, lasbabosas de mar, los cohombros de mar…

–¿Cohombros de mar? – preguntó Graham,anotando algo, y por fin hizo una pausa-. Eche unvistazo a esta lista y dígame su opinión. Estoycasi completamente satisfecho del conjunto deplatos que he escogido, pero no de los puestosque he asignado a los invitados. Además de losoficiales de marina de diferentes rangos, vendráncaballeros de la región montañosa de Escociaque pertenecen a diferentes clanes, y debo teneren cuenta quién tiene primacía sobre los otros

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miembros de su clan y qué clan tiene la primacíasobre los demás, de lo contrario habráproblemas. ¿Se imagina lo que pasaría si sediera más importancia a un McWhirter que a unMacAlpine? En una reunión informal como ésta,nosotros no tenemos en cuenta la categoría delos militares, aunque, indudablemente, losoficiales del Cuadragésimo Segundo Regimientono querrán que se antepongan a ellos los deningún otro regimiento escocés.

–Lo que debe hacer es numerar los asientos,echar los números en un sombrero y dejar quecada uno saque uno. Puede pasar el sombrerodiciendo algo gracioso.

–¿Algo gracioso? ¡Uf, cuánto me gustaría queya hubiera acabado!

–Estoy seguro de que le gustará el banqueteen cuanto empiece -dijo Stephen, mirando elmenú-. ¿Cómo son estos nabos?

–Son nabos con salsa. No sólo me gustaríaque hubiera acabado el banquete, sino tambiéntodo lo demás. Quisiera volver a mi país y llevaruna vida tranquila, estudiando y dando clases.Echaré de menos su compañía, Maturin, pero me

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alegro de irme. Me huele mal la situación deMalta, mejor dicho, la organización de losservicios secretos en Malta. Hay demasiadoshombres trabajando aquí y hay demasiados quetienen la lengua suelta. Hay algunos planes quese pondrán en ejecución en Berbería que no megustan, y si se tiene en cuenta lo que MehemetAlí opina realmente del Sultán, el asunto del marRojo parece una empresa de dudoso resultado.Hay muchas cosas que no me gustan en absoluto-dijo y, después de una pausa, mirando fijamentea Stephen, preguntó-: ¿Ha oído hablar de unhombre llamado André Lesueur?

Stephen estuvo pensativo unos momentos.–Creo que es un agente secreto y que

pertenece al grupo de Thévenot, pero no sé nadasobre él ni le he visto nunca.

–Le vi en París durante la paz. Supe quién eraporque uno de nuestros agentes me lo dijo. Puesbien, estoy casi seguro de que le he visto hoy enla calle Real, caminando como si estuviera en supaís, cuando usted estaba en su embarcación. Dila vuelta discretamente y traté de seguirle, perohabía demasiada gente.

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–¿Cómo es?–Es un hombre bajo, estrecho de hombros, un

poco encorvado, pálido, y tiene un gesto triste.Llevaba una chaqueta negra con botones de telay calzones de color pardo claro. Tendráalrededor de cuarenta y cinco años y parece unhombre de negocios o un comercianteimportante. Puesto que usted no estaba y noconfío en la discreción del secretario, fui a ver alseñor Wray.

–¿Ah, sí? ¿Y qué le dijo?–Me escuchó con mucha atención y me

recomendó que no se lo dijera a nadie. Esmucho más inteligente de lo que suponía. Estátratando de atar cabos para hacer un coup defilet…

–¡Ojalá tenga éxito! Tengo la impresión deque los franceses están tan afianzados en Maltacomo lo estábamos nosotros en Tolón en 1803.Entonces nos enterábamos de cualquiermovimiento de barcos, tropas y armas apenasveinticuatro horas después que ocurría.

–¡Ojalá! Pero eso no pondrá fin a la rivalidadentre los militares y los marinos que se

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encuentran en la isla, ni a la división entre losconsejeros, ni a las indiscreciones, ni alconstante ir y venir de extranjeros y nativosdescontentos. Tampoco pondrá fin al inoportunocelo del nuevo comandante general y suscolaboradores.

–Probablemente tendremos más informaciónsobre eso y sobre la situación en general cuandoconvoque una reunión. Como usted sabe, sunavío ha sido divisado al oeste de Gozo, y si elviento cambia, podrá llegar aquí mañana opasado mañana.

–Dudo que nos diga muchas cosas. En unareunión de esa clase, en la que estaránpresentes el señor Hildebrand y los militares y,además, habrá varios asistentes que verán a losotros por primera vez, es probable que no sedigan más que tópicos. ¿Quién va a decir lo quesabe sobre asuntos confidenciales delante deextraños? Estoy seguro de que el señor Wray selimitará a hablar en general de los asuntos, y yono voy a decir nada. No diría nada aunque noestuviera presente Figgins Pocock, ese patánorejudo.

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Stephen sabía que el señor Pocock, undistinguido orientalista que acompañaba alalmirante sir Francis Ives como consejero paraasuntos árabes y turcos, había discutido con elprofesor Graham sobre una edición de un librode Abulfeda, y que ambos habían escritoartículos atacando duramente a su oponente, ypensaba que eso podía influir en la opinión deGraham sobre la manera en que el comandantegeneral trataba los asuntos orientales. Noobstante eso, admitió que Graham tenía razóncuando dijo:

–La atmósfera que hay en Valletta no esbuena. Aunque el señor Wray solucionara lasdificultades actuales, no mejorará, porque haydivisión entre los altos cargos y rivalidad yanimadversión a todos los niveles, y los quetienen el mando son tontos. Por eso, en vista deque se quedará usted aquí durante un tiempo,creo que sería mejor que se mantuviera adistancia de los demás y que se ocupara de lamedicina, de las ciencias naturales y de sucampana.

–Sí, eso es lo mejor -dijo Stephen,

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poniéndose de pie-. Pero ahora tengo queocuparme de las medias y, sobre todo, de loszapatos. Estoy invitado a una elegante soirée, ala fiesta-concierto que se celebra en casa de laseñora Fielding, y tengo que ir enseguida, perome parece que despedirán un olor horriblecuando se sequen. ¿Cree que podré limpiarlosfrotándolos con algo?

–Lo dudo -dijo Graham, examinándolos másde cerca-. Las partes que aún están mojadastienen adheridas una sustancia untuosa quehacen suponer que esa medida no es efectiva.

–Puedo cambiarme la chaqueta, la camisa ylas medias -dijo Stephen-, pero éste es el únicopar de zapatos que tengo.

–Debería haberse puesto un par viejo parabucear -dijo el profesor Graham, que no habíaestudiado ética inútilmente-. O tal vez botas demedia caña. No me importaría prestarle un par,aunque tienen hebillas de plata, pero tienen quevenirle grandes por fuerza.

–Eso no importa -dijo Stephen-. Se puedenrellenar con pañuelos, papel o hilas. Mientras lostalones y los dedos de los pies hagan presión

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sobre algo que sirva de sostén, las dimensionesexternas del zapato no tienen importancia.

–Eran de mi abuelo -dijo el profesor Graham,sacando los zapatos de una bolsa de tela-, y ensu época era corriente que los hombres losusaran con tacones de corcho de dos pulgadaspara parecer más altos.

El violoncelo de Stephen, que ahora estabametido en el estuche almohadillado donde él loguardaba cuando hacía viajes por mar, eravoluminoso, pero no pesado, y a él no le dabavergüenza llevarlo por la calle. No eran el pesodel instrumento ni la vergüenza las causas de quejadeara y se detuviera a menudo para descansarsentado en un escalón, sino un dolor atroz. Suteoría sobre el tamaño de los zapatos eraerrónea, y había tardado poco tiempo encomprobarlo. La tarde era extremadamentecalurosa, y las medias que llevaba puestas, lasúnicas que tenía limpias, no eran de seda sino delana, y los pies, además de dolerle por estartorcidos debido a los tacones, se le habíanhinchado apenas había recorrido las primerasdoscientas yardas, y se le habían llenado de

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ampollas y rozaduras antes de que llegara a lacalle Vescovo. Como caminaba tambaleándose,parecía que estaba borracho, y un pequeñogrupo de prostitutas y niños callejeros leacompañaban con la esperanza de sacarprovecho de las circunstancias.

Se volvió a sentar en una esquina, bajo laimagen mal iluminada de San Roque, y se dijo:«Calor, rubor, dolor… Esto no puede continuar;sin embargo, si me quito los zapatos, no puedollevarlos en las manos junto con el violonchelo y,además, cualquiera de estos pilluelos podríacogerlos y huir con ellos, y entonces, ¿qué le diríayo a Graham? Por otra parte, no me atrevo aconfiarles mi instrumento porque me parece queson torpes y que no lo cogerán como es debido,entre los dos brazos, como si fuera un niño débily enfermo. Si alguna de estas prostitutas baratasfuera amable… Pero todas tienen cara de pocosamigos. Me encuentro en un dilema».

Analizó las dos soluciones, pero no sedecidió a recurrir a ninguna, y en ese momentoun grupo de tripulantes de la Surprise queestaban de permiso doblaron la esquina de la

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calle San Roque y se toparon con él. Enseguidase ofrecieron a llevar sus zapatos, y uno de ellos,un marinero del castillo de mirada siniestra, queprobablemente había sido pirata en su juventud,dijo que llevaría el gran violín y que el cabrón quese atreviera a reírse de él o a pedirle que tocaraalgo lo iba a lamentar.

Podía decirse que los tripulantes de laSurprise no estaban borrachos ni siquieraalegres si se comparaba su embriaguez con lasborracheras que los marineros solían coger, perocaminaban tambaleándose y dando tropezones yse detenían de vez en cuando para reírse odiscutir, y cuando dejaron al fin a Stephen en laverja de la casa de Laura Fielding, era tarde; tantarde que cuando empezó a recorrer el pasillocojeando, oyó en el patio, que aún no podía ver,las notas que salían del violín de Jack Aubreyseguidas por las de una quejumbrosa flauta.

«La próxima vez dejaré el violonchelo en casade la hermosa criatura», se dijo mientrasesperaba tras la puerta a que la música cesara.Entonces, escuchando con atención el nítidosonido de la flauta, pensó: «Creo que ese sonido

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es de un flauto d'amore. Hacía tiempo que no looía».

El movimiento terminó con un floreoconvencional. Stephen entró al patiodeslizándose por entre las hojas de la puerta,bajó la cabeza para indicar que se excusaba, sesentó en un frío banco de piedra y puso elvioloncelo a su lado. Laura Fielding, que estabasentada al piano, le sonrió amablemente, elcapitán Aubrey le lanzó una furiosa mirada y elconde Muratori, que en ese momento seacercaba la flauta a los labios, le miró conindiferencia. No podía ver a la mayoría de lasdemás personas porque quedaban ocultas por ellimonero.

La composición musical no era importante,pero cuando Stephen se quitó los zapatos, sintióuna gran satisfacción oyendo las caprichosascombinaciones de sonidos en medio de la cáliday suave brisa, aspirando el aroma del limonero,un aroma fuerte, aunque no demasiado, y tanbien conocido, y observando las luciérnagas queestaban más allá de los faroles, en el rincón másoscuro del patio. Éstas formaban caprichosas

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combinaciones de luces, y Stephen pensó quecon ayuda de la imaginación podían dejar detenerse en cuenta algunas notas y algunasluciérnagas innecesarias y hacerse coincidir lasdos clases de combinaciones.

Ponto atravesó el patio despacio, se acercóa él y le olfateó. Entonces hizo un gesto dedesaprobación, esquivó su caricia, se alejó de élotra vez y, dando un suspiro de descontento, seechó entre las luciérnagas. Poco después selamió sus partes pudendas, haciendo tanto ruidoque casi no se pudo oír un fragmento pianissimointerpretado por la flauta y Stephen dejó deseguir el desarrollo de la composición. Entoncespensó en las luciérnagas que había visto, inclusoen las que había en América, y en lo que unentomólogo de Boston le había contado sobreellas. Según aquel caballero, las luciérnagas dediferentes especies hacían diferentes señalesluminosas para expresar su deseo de unirsesexualmente unas con otras. Esa manera deobrar era lógica y, sin duda, loable, pero lo queno era loable era que las hembras de unaespecie, por ejemplo, la A, no impulsadas por la

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pasión amorosa sino por la voracidad, imitabanlas señales de las de otra especie, por ejemplo,la B, y los machos de esta última, sin sospecharnada, en vez de caer en un fosforescente lechonupcial caían en un horrible tajador.

La música terminó y se oyeron unos brevesaplausos. La señora Fielding se levantó delpiano y fue al encuentro de Stephen, que lepresentó sus excusas.

–¡Oh! – exclamó ella al bajar la vista y ver queStephen estaba en calcetines-. ¡Se le hanolvidado los zapatos!

–Señora Fielding -dijo Stephen-, amiga mía,no me olvidaré de ellos mientras viva, porque mehan hecho mucho daño. Pero pensaba que noera preciso que yo observara rigurosamente laetiqueta porque teníamos mucha confianza.

–¡Naturalmente que tenemos muchaconfianza! – dijo ella, apretándole el brazoafectuosamente-. Yo también me quitaría loszapatos en su casa si me hicieran daño.¿Conoce a todo el mundo? ¿Al conde Muratori?¿Al coronel O'Hará? Venga a beber un vaso deponche frío. Traiga los zapatos y los llevaré a mi

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dormitorio.Ella le condujo a la casa, y cuando Stephen

entró, vio que la ponchera estaba colocadadonde solían estar las jarras de limonada. Perolos cambios no terminaban allí, porque lasgalletas de Nápoles habían sido sustituidas poranchoas y rebanaditas de pan untadas con unapasta picante. Además, la señora Fielding habíapasado varias horas en la peluquería y habíatratado de mejorar el aspecto de su cutis,hermoso por naturaleza, delante de un espejobien iluminado, si bien Stephen, que estabapensando en sus pies y en la sonata que iba atocar y que apenas había ensayado, no se diocuenta de eso, aunque se fijó en que se habíaperfumado y llevaba un vestido rojo muyescotado. A Stephen no le gustó el vestido.Pensó que los pechos hermosos mediodescubiertos atraían a muchos hombres, entrelos que se encontraba Jack Aubrey, quien sehabía quedado desconcertado muchas veces alverlos, y que no era justo que una mujerprovocara deseos que no tenía intención desatisfacer. Tampoco le gustó el ponche, porque

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estaba muy fuerte, demasiado fuerte. Luego, almorder el pan con la pasta roja, volvió a jadear.Bajo el sabor picante notó el de algo conocidode cuyo nombre no podía acordarse en pocosminutos, así que le fue imposible recordarlo, yaque, por cortesía, enseguida tuvo que felicitar aLaura Fielding por el ponche que habíapreparado, asegurarle que aquellas cosaspicantes eran ambrosía y comerse otra parademostrarlo, e intercambiar frases corteses conlos otros invitados. Le parecía que la atmósferaen que se celebraba la fiesta era distinta a la quehabía cuando se habían celebrado otras, y eso leentristeció. Probablemente no era tan alegrecomo otras fiestas porque Laura Fielding seesforzaba demasiado porque lo fuera, tanto quetenía los nervios de punta, y porque al menosalgunos hombres tenían más interés en ella queen la música que tocaba. Pero cuando JackAubrey se le acercó y le dijo «¡Ah, ya hasllegado, Stephen! ¡Por fin has llegado! ¿Fue bienla inmersión?», recuperó la alegría porquerecordó aquella maravillosa tarde y contestó:

–¡Oh, Jack, te aseguro que la campana es

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maravillosa! Tan pronto como la lancha que latransportaba se abordó con el Edinburgh, elcapitán Dundas, ese hombre admirable, me dijoa gritos que si quería descender al fondo del maren ese momento que no permitiría de ningunamanera que bajara solo y que él mismo meacompañaría y…

–¿Le he interrumpido, querido doctor? –preguntó Laura Fielding, entregándole unapartitura.

–No tiene importancia, señora -dijo Stephen-.Sólo estaba hablando con el capitán Aubrey demi campana de buzo, mi nueva campana debuzo.

–¡Ah, sí, su campana de buzo! – exclamó ella-. Me gustaría mucho que me hablara de ella.Vamos a interpretar enseguida esta pieza yluego podrá hablarme de ella con tranquilidad.Me imagino las perlas y las sirenas…

La pieza era una sonata para violoncelo deContarini con un solo bajo cifrado, y LauraFielding siempre había tocado muy bien la parteque le correspondía. Para ella producir sonidosarmoniosos era tan natural como respirar, y la

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música brotaba de sus manos como el agua deun manantial. Pero en esta ocasión, apenashabían tocado juntos diez compases, tocó unacorde disonante, y al oírlo, Stephen hizo unamueca, Jack, Muratori y el coronel O'Haraenarcaron las cejas y fruncieron los labios, y unviejo commendatore, en voz bastante alta,exclamó: «¡Tu-tu-tu!».

Después del primer tropezón, ella seconcentró en ejecutar la pieza. Stephen la vioinclinar su hermosa cabeza hacia el teclado, ynotó que tenía una expresión grave y que semordía el labio inferior. Pero la aplicación noestaba acorde con su estilo, y terminó deinterpretar el movimiento con poca brillantez,unas veces haciendo a Stephen perder el ritmo yotras dando notas discordantes.

–Lo siento mucho -dijo-. Trataré de hacerlomejor ahora.

Desgraciadamente, no fue así. Para expresarcon nitidez las frases del adagio, había queinterpretarlo con delicadeza, pero ella no lo hizo.De vez en cuando imploraba perdón a Stephencon la mirada, y una vez cometió un error tan

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grave que él se quedó paralizado, con el arco enel aire. Entonces ella, poniéndose las manos enel regazo, preguntó:

–¿Empezamos desde el principio?–¡No faltaba más! – exclamó Stephen.Pero la prueba no dio buen resultado, y entre

los dos mataron lentamente al pobre Contarini,porque Maturin tocó tan mal como su compañera,tan mal que cuando la cuerda que daba la nota lase rompió con un solemne chasquido, en elmomento en que terminaban de ejecutar las dosterceras partes del adagio, todos sintieron alivio.

Después de esto, el coronel O'Hara interpretóalgunas composiciones para piano con brío ypasión, pero desde aquel percance la fiesta novolvió a tener animación.

–La señora Fielding no se encuentra en buenestado de ánimo -dijo Stephen a Jack, queestaba junto con él al lado del limonero-. Merefiero a su estado de ánimo real -añadió,porque la había visto hablando y riendo mucho.

–No -dijo Jack-. Sin duda, está preocupadapor su esposo. Me habló de él esta tarde.

Estaba mirando a Laura Fielding por entre las

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hojas del limonero con admiración y afecto,porque ella, aunque estaba atormentada, tenía unmagnífico aspecto con aquel vestido de nocherojo, y porque él llegaba a estimar a las mujeresque le rechazaban amablemente.

–Creo que le gustaría que nos fuéramos -dijoStephen-. Me iré cuando pase cierto tiempo y yano parezca una descortesía marcharse. Aunquetambién podría coger ahora mis zapatos, esdecir, los zapatos de Graham, y mi violonchelo yescabullirme.

Sus últimas palabras casi no pudieron oírse acausa de las risas de un grupo de hombres queestaban del otro lado del limonero y la voz delcapitán Wagstaff, que se acercó a Jack y en untono agudo y con familiaridad, le preguntó sihabía comido muchas de esas cosas rojaspicantes.

Stephen entró en la casa y allí encontró a laseñora Fielding, que llenaba cuidadosamentevarios vasos de ponche con una jarra. Ella pusouna expresión risueña y dijo:

–Sea bueno y ayúdeme a llevar las bandejas.Luego se acercó más a él y le susurró al oído:

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–Estoy tratando de deshacerme de ellos,pero no se van. Dígales que ya es hora de irse adormir.

–Iba a irme ahora -dijo Stephen.–¡Ah, no, usted no se va! – exclamó ella en

tono alegre-. Usted se queda porque tengo queconsultarle sobre un asunto. Bébase un vaso deponche y cómase uno de estos mazapanes quehe guardado para usted.

–A decir verdad, amiga mía, creo que hecomido todo lo que podía comer en un día.

–Cómase sólo la mitad, y yo me comeré laotra.

Llevaron las bandejas al patio. Stephensostenía la más grande, en la que estaban losvasos, y ella, la otra, en la que él pudo ver susviejas amigas, las galletas de Nápoles. Cuandohacían la ronda, la señora Fielding conversabacon los invitados, les agradecía que hubieran idoa la fiesta y les felicitaba por haber tocado tanbien; sin embargo, los invitados no se fueron,sino que permanecieron allí riendo más yhablando con mayor libertad. Al principio de lanoche ella había fingido que coqueteaba y ahora

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estaba arrepentida de ello, pero la seriedad y laactitud reservada que tenía ahora no bastabanpara anular el efecto de aquel comportamiento. Ypuesto que la libertad tiende a convertirse enlibertinaje, el capitán Wagstaff, apartando la vistadel rostro de Jack y dirigiéndola hacia Stephen,dijo:

–Es usted un hombre afortunado, doctor.Muchos darían cualquier cosa por sustituirle en elpuesto de mayordomo.

Hasta que ella no habló aparte con elcommendatore, los invitados no empezaron adespedirse. Se marcharon poco a poco, enpequeños grupos, pero Wagstaff se quedó untiempo interminable en la puerta contando unaanécdota de la que acababa de acordarse, unaanécdota cuyo final, evidentemente, eraimpropio, y obligó a sus amigos a interrumpirle ya sacarle de allí. La risa de Wagstaff retumbó enel pasillo abovedado hasta que el grupo llegó a lacalle, y en ese momento un observador ocultotachó sus nombres en una lista.

Al final sólo quedaban Maturin y Aubrey, queesperaba a su amigo para acompañarle al hotel

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porque aún cojeaba. Jack no dejaba de pensaren que él era un hombre y Laura Fielding era unamujer, pero la consideraba una mujer pura, casiun ángel, hasta que ella le pidió que encerrara aPonto en el jardín trasero, diciendo «No le gustair, pero hará lo que usted le pida», y que cerrarala verja para que no entraran gatos, y él lasorprendió diciendo al doctor que no se fueratodavía, que le agradecería que se quedara conella un rato. Jack pudo ver que sonreía al decireso y tuvo la sensación de que le habíandisparado un tiro, pues, a pesar de que podíaconfundir las señales que una mujer le hacía a él,no confundía las que hacía a otro hombre.

Logró ocultar sus sentimientos y mantenersesereno haciendo un gran esfuerzo. Dio lasgracias a la señora Fielding por la agradablevelada y dijo que esperaba tener el honor devisitarla otra vez muy pronto. Pero no pudoengañar a Ponto, que alzó sus bondadosos ojosy escrutó su rostro y luego le siguió mansamentesin decir nada, con las orejas gachas, hasta eljardín donde estaba la cisterna, aunquedetestaba dormir en cualquier otro lugar que no

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fuera junto a la cama de su dueña.–Para que no entraran gatos -murmuró

cuando cerraba la verja tras él-. Nunca hubieracreído que Stephen hiciera una cosa así.

Stephen estaba de pie en medio de unmontón de vasos y platitos esparcidos por elpatio, sin saber qué hacer, cuando reaparecióLaura, equipada con lo necesario para acabarcon el desorden.

–Sólo voy a recoger lo que más estorba -dijoLaura-. Entre en casa y vaya a mi habitación. Allíencontrará fiamme y una botella de vino.

–¿Dónde está Giovanna? – preguntóStephen.

–No duerme aquí esta noche -dijo Laura,sonriendo-. No tardaré.

Era usual recibir visitas en el dormitorio enFrancia y en la mayoría de los países que habíanadoptado costumbres francesas, y Stephenhabía estado otras veces en la habitación de laseñora Fielding (cuando hacía mal tiempo,celebraba las fiestas en la pequeña sala, y losinvitados también pasaban al dormitorio), peronunca le había parecido tan acogedor. Frente al

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sofá que estaba en un rincón, en posiciónoblicua, estaba colocada una resplandecientemesita baja de latón, sobre la que había unalámpara que formaba un luminoso círculo blancoen el suelo y otro más pequeño en el techo, y desu traslúcida pantalla roja salía un resplandorrosáceo que armonizaba con las desnudasparedes encaladas. Más allá del sofá no se veíanada con claridad (a la izquierda se veía lasilueta de la cama con dosel y cerca de ella unassillas con algunas cajas encima), pero cuandoStephen se sentó advirtió que había sidodescolgado un enorme y horrible retrato delseñor Fielding. Recordaba muy bien el retrato. Elteniente (era entonces primer oficial interino delPhoenix) estaba vestido con un pantalón derayas y un sombrero hongo, y tenía en una manouna bocina, y en la otra, la braza de estribor de laverga trinquete, y conducía su barco por unarrecife en las Antillas, en medio de un huracán.La mayor parte del cuadro había sido pintada porun compañero de tripulación, y Jack había dichoque no había ni un solo cabo que no estuvieraexactamente en la posición en que se encontraría

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en medio de un huracán así; sin embargo, la carala había pintado un pintor profesional. La caraparecía la de un hombre real, un hombreanimoso, pero preocupado, y contrastaba con elcuerpo, rígido como si fuera de madera y congestos teatrales. A una mujer de tan buen gustocomo la señora Fielding, sólo la devoción por suesposo podía haberla hecho colgar ese cuadroen su casa. La bandeja que estaba junto a labotella de vino de Marsala, encima de la mesitade latón, revelaba su verdadero gusto. Era unabandeja griega comprada en Sicilia con ninfasvestidas de rojo, y aunque estaba desconchada yhabía sido reparada varias veces, las ninfastodavía seguían bailando graciosamente bajo elárbol como hacía dos mil años. EntoncesStephen, apartando la vista de las ninfas yfijándola en las rebanaditas de pan con pastapicante, se preguntó: «¿Cómo es posible quepusiera dos rojos juntos? ¡Qué contraste tandesagradable hacen!».

Estuvo mirándose los pies un rato y despuésvolvió a pensar en la pasta y en sus probablesingredientes y se dijo: «¡A veces es tan difícil

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recordar un olor! Uno lo conoce muy bien, perono puede identificarlo». Volvió a acercar la nariza la bandeja e inspiró con los ojos entrecerrados,y de inmediato ocurrió algo que contradijo suspalabras: identificó el olor. Era el olor de lacantárida o mosca española, un insecto de colorverde amarillento brillante, conocido por todoslos naturalistas del hemisferio sur, que tenía enlos élitros una sustancia de olor penetrante. Seempleaba en preparados de uso externo, que seusaban como vejigatorios o irritantes, y enpreparados que se ingerían, que se usaban paraexcitar el apetito sexual, y, además, era elingrediente más potente de los filtros de amor.

Entonces pensó: «Sí, es pasta de moscaespañola. ¡Pobrecilla!». Después de reflexionarsobre las implicaciones que eso tenía, se dijo:«Es probable que se la haya comprado aAnigoni, ese boticario famoso por adulterar lamercancía, pero, así y todo, me horroriza pensaren esos hombres que ahora estarán recorriendoValletta como toros hambrientos. Yo mismo notoperfectamente los efectos, y estoy seguro de quedentro de poco aumentarán de intensidad».

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Laura Fielding llegó por fin. No se habíademorado solamente por haber recogido elpatio, ya que se había puesto un fajín azul, quehacía parecer aún más pequeña su cintura, y sehabía arreglado el peinado. Fue a sentarse juntoa Stephen visiblemente nerviosa, mucho másnerviosa que en el patio lleno de invitados.

–¡Pero si no ha bebido nada! – dijo en tonoenfático-. Le serviré un vaso de vino mientras setermina de comer esto -dijo, ofreciéndole labandeja con las rebanaditas de pan con pastaroja.

–Acepto con gusto un vaso de vino -dijoStephen-, pero prefiero comerme uno de esosexcelentes mazapanes.

–No puedo negarle nada -dijo ella-, así que selos traeré enseguida.

–¡Y ya que está de pie, traiga la tiza, porfavor! – gritó Stephen cuando ella salió,refiriéndose a una tiza con que Laura Fieldingapuntaba las citas que tenía cada día paraacordarse de ellas.

También él estaba nervioso. Los pocoscontactos con mujeres que había tenido a lo largo

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de su vida profesional resultarondecepcionantes. Sabía que debía andar concuidado, pero no sabía con seguridad haciadónde debía encaminar sus pasos.

–Aquí tiene: mazapanes y la tiza -dijo ella alvolver y, cogiendo la botella, añadió-: Tendremosque compartir el vaso, porque es el único quequeda limpio. ¿Le molesta beber en el mismovaso que yo?

–No -respondió Stephen.Los dos permanecieron un rato silenciosos,

comiendo mazapanes y pasándose el uno al otroel vaso de vino, y se sintieron muy a gustodurante la pausa, a pesar de que los dos estabanen tensión.

–Dígame, ¿quería usted que le diera miopinión como médico?

–Sí, es decir, no -respondió-. Deseabahablarle de… Pero primero quería pedirledisculpas por haber tocado tan mal.

Le contó que el primer error había conducidoa los otros, pues había empezado a pensar en loque hacía y pensar perjudicaba el movimiento desus dedos, y entonces, poniéndole la mano en la

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rodilla y sonrojándose, le preguntó:–¿Qué puedo hacer para que me perdone?–Ya la he perdonado, amiga mía.–Entonces tiene que darme un beso.Stephen le dio un beso, que fue realmente

una caricia abstracta porque estaba pensandoen otra cosa. Sabía muy bien que a pesar dehaber intentado reforzar su voluntad pensandoque ella era una paciente, su voluntad flaqueaba.Y lo que le había llevado casi a abandonar lacastidad era que detestaba comportarse comoun hombre insensible, y ese insulto, provocadopor su aparente indiferencia, se percibía cadavez con más claridad. A pesar de eso, extendióel brazo para coger la tiza y preguntó:

–¿Quiere que le cuente cómo es micampana?

–¡Oh, sí! – respondió ella-. Me encantaríasaber cómo es su campana.

–Ésta es la campana vista de lado, ¿sabe? –dijo, dibujando la campana en la parte del sueloque estaba alumbrada-. Tiene una altura de ochopies. La ventana de la parte superior mide nadamenos que una yarda. Aquí, donde está el banco,

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tiene un ancho de unos cuatro pies y seispulgadas. ¡Y puede contener cincuenta y nuevepies cúbicos de aire!

–¡Cincuenta y nueve pies cúbicos! – exclamóLaura Fielding.

Había pasado un día muy malo, y alguien másatento que él habría notado su desesperacióntras su gran interés.

–Desde luego, cincuenta y nueve piescúbicos al principio -dijo Stephen, dibujando dosfiguras pequeñísimas en el banco y poniendo allado, entre paréntesis: «Aquí estaba sentado eladmirable capitán Dundas» y «Aquí estaba yo»-.Como puede ver, es muy espaciosa.Naturalmente, cuando la campana se hundió, esdecir, descendió dos brazas, el agua subió,comprimiendo el aire, y sentimos una detonaciónen los oídos. Cuando el agua llegó hasta elbanco, subimos los pies así -dijo, poniendo lospies en el sofá- y tiramos de un cabo para hacerla señal para que mandaran el barril.

Dibujó el barril con los dos agujeros y lamanguera de cuero e indicó su recorrido hasta elborde de la campana con una línea discontinua, y

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dijo que no era un dibujo a escala.–El barril bajó -continuó-, y a medida que

bajaba, el aire que había en su interior secomprimía, ¿comprende? Entonces cogimos lamanguera, y en el momento en que la subimospor encima de la superficie, la superficie delagua dentro del barril, ya sabe, el airecomprimido penetró en la campana con unafuerza increíble y el agua descendió hasta elborde. Los barriles bajaban unos tras otros y lacampana se hundía cada vez más y la luzdisminuía, aunque no llegó a disminuir tanto quefuera imposible leer y escribir. Teníamos placasde plomo y escribíamos con un punzón de hierroy las mandábamos para arriba con una cuerda. Ypara dejar salir el aire viciado, con el fin de tenersiempre aire puro, hay una pequeña llave en laparte superior. ¿Quiere que dibuje la llave?

Finalmente, llevó la campana hasta el fondodel mar, y ella, haciendo el último esfuerzo, dijo:

–¡Oh, Dios mío, en el fondo del mar! ¿Y quéencontró allí?

–¡Gusanos! – exclamó él-. ¡Gusanos marinosen abundancia! Y no tuve reparo en caminar por

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una fétida capa de lodo de siglos, aunque esosólo produjo un ligero cambio en su superficie.Había algunos con filamentos conocido por elnombre de…

Cuando había comenzado a hablarle de losanélidos malteses, había notado que su pechopalpitaba. Sabía perfectamente que la causa noera él, pero no se dio cuenta de que era elsufrimiento hasta que empezó a hablarle delextraño comportamiento de la Polychaeta rubraen la cópula, cuando vio, apenado yavergonzado, que las lágrimas resbalaban porsus mejillas, y entonces se interrumpió. Susmiradas se encontraron, y ella sonrióforzadamente, pero le empezó a temblar labarbilla y prorrumpió en sollozos.

Stephen le cogió la mano, diciendo frases deconsuelo que no sirvieron de nada. Laura estuvoa punto de retirar la mano, pero luego agarrófuertemente la de él y, entre sollozos, preguntó:

–¿Tengo que ponerme de rodillas? ¿Cómopuede ser tan duro? ¿Cómo podré lograr que meame?

Stephen no contestó hasta que ella se calmó.

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–No puede -dijo-. ¿Cómo es posible que seatan ingenua, amiga mía? Seguramente sabrá queuna cosa como ésta no tiene valor si no esrecíproca. Usted no está enamorada de mí. Talvez sienta afecto por mí, y espero que así sea,pero no siente amor ni deseo ni ningún otrosentimiento de esa clase.

–¡Oh, sí, sí! Se lo demostraré.–Soy médico, y sé perfectamente que no

siente nada -dijo en un tono convincente, quedemostraba su autoridad, dándole palmaditas enla rodilla.

–¿Cómo puede saberlo? – preguntó ella,sonrojándose.

–No importa. El caso es que es un hecho, ypor la magnitud de mi propio deseo puedocalcular la de su indiferencia. Deseoardientemente gozar de su favor y poseerla,como dicen muchos incomprensiblemente, peronunca lo haría en estas condiciones.

–¿No? – preguntó ella.Stephen negó con la cabeza. Entonces ella

empezó a llorar con una amargura más profundaque antes, apretando su mano como si fuera su

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única tabla de salvación. Pero respondió conincoherencias cuando él le dijo:

–Es evidente que desea que yo haga algoextraordinario. Tiene que ser algo muyimportante y que debe guardarse en secreto,pues una mujer como usted no estaría dispuestaa hacer un sacrificio como éste si no fuera poralgo así. ¿Quiere decirme qué es?

Sólo respondió con algunas frasesincoherentes. Primero dijo que no podíadecírselo, luego que no se atrevía porque eramuy peligroso y después que no tenía nada quedecirle.

La señora Fielding estaba apoyada contraStephen, que estaba sentado con las piernascruzadas en un rincón del sofá, y de vez encuando su cuerpo hacía un movimientoconvulsivo. A Stephen le dolían las rodillas portener las piernas dobladas y deseaba coger elvaso de vino, pero pensó que ella podría tenerotra crisis en los próximos minutos, y lo único quehizo fue seguir intentado averiguar qué favor leiba a pedir ella. Le habló de los certificadosmédicos y de hombres reclutados forzosamente

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que habían sido dejados en libertad gracias aellos, pero simplemente por hacer un murmulloque produjera la misma sensación detranquilidad que un bajo cifrado o un bajocontinuo, pues sólo se preocupaba de averiguarcuáles eran realmente el estado mental y el físicode su paciente. Y le parecía que había deducidola respuesta, aunque no solamente delcomentario de Jack y la ausencia del cuadro. Elladejó de sollozar, inspiró profundamente ydespués empezó a respirar con más facilidad,aunque no con normalidad.

–¿Es algo relacionado con su esposo, amigamía? – preguntó.

–¡Oh, sí! – exclamó desesperada y llorando.Le contó que su esposo estaba en la prisión y

que le matarían si ella no tenía éxito en su misión.Además, le dijo que no se atrevía a decir aaquellos hombres que había fracasado y que lahabían presionado para que actuara con rapidez.Finalmente, le rogó que fuera amable con ella,pues de lo contrario, matarían a su esposo.

–¡Tonterías! – exclamó Stephen, poniéndosede pie-. No harán semejante cosa. La han

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engañado. ¿Le queda café en la cocina?Mientras tomaban café y comían pan con

aceite de oliva rancio, ella le contó todos losdetalles de la horrible historia. Habló de la difícilsituación en que se encontraba Charles Fielding,lo que decía en sus cartas, la información queella recogía (nada malo, sólo informaciónrelacionada con los seguros marítimos, peroconfidencial), la delicada misión que le habíanencomendado inesperadamente, de la quedependía la vida de su esposo. Añadió que ellosle habían dicho que el doctor Maturin y lasconexiones que tenía en Francia se escribíancartas en clave en que hablaban de asuntosrelacionados con las finanzas y, posiblemente, elcontrabando, y que ella debía ganarse suconfianza y averiguar las direcciones de esaspersonas y la clave. Luego respondió a Stephenque sabía el nombre del hombre que había traídola última carta de su esposo, y le dijo que eraPablo Moroni, un veneciano que había visto devez en cuando en Valletta, y que le parecía queera un comerciante. Sin embargo, dijo que noconocía el nombre de los otros hombres que

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tenían contacto con ella ni los había visto nunca yagregó que eran tres o cuatro y que se turnaban.Agregó que la mandaban a buscar y que ella lescontestaba dejando un papel con la horaapuntada en casa de un vinatero y que siempretenía que ir a la iglesia de San Simón yarrodillarse en el tercer confesionario de laizquierda, donde se encontraba uno de loshombres, que no abría la ventana, como solíanhacer los curas, sino que hablaba oculto tras lacelosía, por lo que ella nunca le veía la cara, yentonces ella daba la información que tenía yrecibía sus cartas, si había llegado alguna. Noobstante, confesó que conocía a uno de loshombres, porque le había visto hablando con elseñor Moroni, y dijo que hablaba bastante bien elitaliano, aunque con un fuerte acento napolitano,que podía describirlo, pero que no lo haríamientras Charles estuviera en sus manos, porquetal vez eso le perjudicaría y ella nunca haría nadaque pudiera perjudicar a Charles. Finalmente,dijo que estaba preocupada por él porque en lasúltimas semanas había escrito cartas muyextrañas, de las que había deducido que estaba

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enfermo o triste, y que, puesto que no eran cartasíntimas, porque él tenía que enviarlas sin cerrar, aella no le importaba enseñárselas al doctorMaturin para que le diera su opinión.

El señor Fielding escribía con letra clara y enun estilo sencillo. Aunque sus cartas tenían queser forzosamente discretas, reflejaban un amorpuro y profundo, y Stephen sintió simpatía por élantes de terminar de leer la segunda. Las cartasmás recientes, como Laura había dicho, eranmás cortas, y pese a que contenían muchas delas palabras y frases que había en las otras,tenían un estilo recargado. Stephen se preguntó:«¿Habrá escrito en contra de su voluntad, aldictado? ¿No fue él mismo quien escribió?».Sabía que si había muerto o le habían matado, lavida de Laura Fielding no valdría ni cuatropeniques de «Brummagem»[7] cuando ella losupiera con certeza. Pensó que ningún jefe de unservicio secreto la dejaría pasearse por Malta sino tuviera un medio efectivo para evitar quedijera lo que sabía, y que era muy fácil matar auna mujer sin que los demás sospecharan quehabía un motivo oculto, pues su muerte siempre

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se podía asociar a una violación.–Naturalmente -dijo en voz alta-, no le

conozco como usted, pero un catarro o cualquierindisposición o el desánimo podrían ser lascausas de algo así o incluso peor.

–Me alegro de que sea esa su opinión -dijoella-. Estoy segura de que tiene razón: esto sedebe a un catarro o a una indisposición.

Después de una larga pausa, Stephen dijo:–Quiero que sepa que Moroni y sus amigos

están equivocados, porque yo no tengo nada quever con las finanzas, ni con el contrabando, ni conlos seguros, ni terrestres ni marítimos. Le doy mipalabra de honor de que no habría encontrado niuna clave ni la dirección de ninguna persona queviva en Francia si hubiera registrado misdocumentos. Se lo juro por los Evangelios y pormi esperanza de salvación.

–¡Oh! – exclamó ella.Stephen comprendió que a pesar de que sus

palabras eran ciertas, ella había notado que nodecía toda la verdad y no le había creído.

–Sin embargo -continuó-, me parece queconozco la causa de la equivocación. Tengo un

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amigo que, por su profesión, se relaciona con losservicios secretos, y muchas veces nos han vistojuntos. Esos hombres, o quizá sus informadores,nos han confundido al uno con el otro. Pero,puesto que una dama que sufre por su esposo esdigna de compasión y puesto que su esposoestá prisionero, estoy seguro de que mi amigonos proporcionará la información necesaria parasatisfacer a Moroni. Yo no digo que le serárealmente útil a Moroni, sino que lograrásatisfacer su curiosidad y demostrará que ustedha tenido éxito. Además, a Moroni le complaceráque yo sea su amante, así que vendré a verlacuando esté sola y usted vendrá a mi habitaciónusando la faldetta[8] de su doncella, si esposible, y le hará creer que los documentos sonel fruto de sus esfuerzos.

Ya había llegado la luz del alba al pequeñopatio cuando Stephen se fue, pero estabaabstraído en sus meditaciones y no lo notó.Tampoco notó el cambio del viento. Mientrascaminaba por el oscuro pasillo con los zapatosde Graham en la mano, pensó: «Si Wray es lapersona que pienso que es, todo esto será

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innecesario. Pero si no lo es o si ésta es unaorganización diferente y sin conexiones con lasdemás, no sé hasta dónde podré llegar sincomprometer a Laura Fielding». Mil formas defalsear información de manera que fuerarealmente perniciosa habían pasado por sumente antes de que llegara a la verja, y cuando laabrió, el cansado observador que estaba al otrolado de la calle le vio sonreír a la luz matinal y,calándose el sombrero, pensó: «¡Qué afortunadoes este libertino!». En ese mismo momentoestremecieron el aire las salvas para dar labienvenida al comandante general, y mil palomassubieron volando al cielo azul claro.

CAPÍTULO 4Jack Aubrey, que no era vengativo, ya había

perdonado a Stephen su buena fortuna a lamañana siguiente a la hora del desayuno, cuandolos empleados del hotel le dijeron que no habíanlogrado que el doctor Maturin se levantara apesar de haberle anunciado la llegada de unmensajero para pedirle que acudiera a unareunión convocada por el comandante general,por lo que se puso de pie de un salto y subió

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corriendo la escalera para recordarle cuál era sudeber. Pero no obtuvo ninguna respuesta cuandotocó en la puerta con los nudillos ni cuando lellamó.

–¡Qué desgracia! ¡El pobre caballero estámuerto! – gritó la camarera-. ¡Se ha degolladocomo el de la número diecisiete! ¡Oh, no puedosoportarlo! ¡Me voy corriendo!

–Pero antes déme la llave maestra -dijo Jack,y enseguida abrió la puerta, entró en lahabitación y gritó-: ¡Levántate! ¡O sales de ahí ote tiro al suelo! ¡Levántate!

Tampoco obtuvo respuesta después de deciresto, así que cogió a Stephen por los hombros yle sacudió con fuerza. Stephen abrió susenrojecidos ojos y, a pesar de que no podía verbien a Jack porque tenía la vista nublada aconsecuencia del somnífero que había tomado, lelanzó una mirada de odio, pues su amigo lehabía sacado de un agradable sueño que leproducía emociones tan intensas que parecíareal, un sueño en el cual la señora Fielding sentíapor él una pasión tan intensa como la que ellahabía despertado en él. Entonces se sacó los

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tapones de cera de los oídos y, con voz áspera yquejumbrosa, preguntó:

–¿Qué hora es?–Las tres y media de la madrugada, y llovizna

y hace mucho frío -dijo Jack mientras descorríalas cortinas y abría los postigos para que pudieraentrar el sol-. Vamos, no debes quedarte ahí.

–¿Qué pasa, señor? – preguntó Bondendesde la puerta.

Bonden y Killick habían entrado en la cocinaal mismo tiempo que la camarera, quien habíacontado que la sangre salía por debajo de lapuerta de esa habitación, como había ocurridoen la número diecisiete, que costaría trabajolimpiarla, y que seguramente el pobre caballerose había dado un corte tan profundo que lacabeza se le había separado casi por completodel cuerpo.

–Dentro de siete minutos el doctor debepresentarse en el palacio afeitado, aseado y consu mejor uniforme -dijo el capitán Aubrey.

Stephen, en tono malhumorado, dijo que noles necesitaba, que la reunión podía celebrarseperfectamente sin que él estuviera presente, y

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que la nota que le habían enviado del buqueinsignia no era una orden sino una simpleinvitación, la cual podía aceptar o rechazarsegún… Pero Jack salió de la habitaciónmientras Stephen hacía estos comentarios, yStephen, que sabía que Killick y Bonden notendrían piedad ni atenderían a razones, no dijonada más hasta que se sentó en la abarrotadasala de reuniones, poco antes de que llegara elgran hombre. Su cara, a causa de las fricciones,había tomado un intenso color rosa que rara veztenía, su uniforme y sus zapatos estaban comodebían estar, y su peluca estaba perfectamenteajustada a su cabeza, pero aún tenía enturbiadala vista por falta de sueño, y saludó a Graham,que estaba a su lado, con una especie degruñido. Sin embargo, Graham no se sintiócohibido por eso, y, sin vacilar un momento y sinreservas, le susurró al oído:

–¿Sabe lo que me han hecho? Me hanarruinado la comida. No tengo que regresar en elDromedary el jueves, no señor. Tengo queembarcar en el Sylph hoy a las doce y media. Mehan arruinado la comida, y el que tiene la culpa

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es Figgings Pocock, ese patán orejudo, estúpidoy analfabeto. Mire, está sentado ahí, junto alsecretario del almirante. ¿Ha visto alguna vez aalguien con una cara tan fea como esa?

Stephen pensó que había visto caras másfeas que esa, y a menudo, y que, en realidad, apesar de que el señor Pocock tenía la piel de lasmejillas amarillenta y reseca y cierta cantidad depelo en las orejas y la nariz, su aspecto eracomparable al de Graham. Aunque el señorPocock distaba mucho de ser guapo, parecíamás fuerte, serio e inteligente que el secretariodel almirante, un hombre demasiado joven paradesempeñar un cargo tan importante. Sinembargo, el señor Yarrow no parecía estúpidosino inexperto, ansioso y abrumado. Ahora teníaagarrado un enorme montón de papeles y estabainclinado hacia el señor Wray, a quien escuchabaatentamente.

El comandante general, sir Francis Ives, llegópor fin, y la reunión comenzó. Como Grahamhabía previsto, el almirante habló mucho sin decirnada. Stephen observó durante un rato a sirFrancis, que era un hombre bajo, de cierta edad,

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enérgico y con autoridad innata, a quien suespléndido uniforme le daba un aspectomajestuoso. Aunque pertenecía a una conocidafamilia vinculada a la Armada y había adquiridogran prestigio durante el tiempo que habíaservido en ella, hacía años que no tenía el mandode una operación naval, y todos decían que seproponía mandar la flota del Mediterráneo paraque le fuera otorgado al fin el título de par, y queno escatimaría esfuerzos para superar a sus doshermanos, que eran lores. Mientras hablabamiraba a los oficiales y a los consejeros que lerodeaban para tratar de deducir de susexpresiones lo que pensaban, pero sin revelarnada, lo que hacía patente que estabaacostumbrado a dirigirse a un comité. El señorWray tenía la capacidad de escuchar largosdiscursos sin demostrar ningún sentimiento, adiferencia de su suegro, el contraalmirante Harte(un oficial famoso por su fortuna, que habíaheredado recientemente, y por no ser un buenmarino), quien miraba con rabia al gobernador, elseñor Hildebrand, que ahora tenía la palabra ydecía que era posible que algunas personas no

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autorizadas hubieran obtenido informaciónsecreta, pero que no se podía culpar de ello aninguno de los departamentos que estaban bajosu mando y que tenía plena confianza en susoficiales, su secretario y todos los miembros dela administración pública.

Cuando Stephen hubo observado a sirFrancis el tiempo suficiente para estar seguro deque mantendría su actitud reservada y norevelaría nada hasta más tarde, cuando sereuniera con un grupo más pequeño, habíadejado de prestarle atención y se había quedadosentado allí, con la cabeza gacha, dormitando aratos o comiendo trocitos de una tostada que sehabía metido en el bolsillo cuando Bonden no leestaba mirando.

De vez en cuando oía a algunos caballerosdecir que la guerra debía continuar y que teníanque luchar con todas sus fuerzas, y a otros, quetodos los organismos debían mantener ladisciplina y tener buenas relaciones y cooperarcon los demás. Una vez le pareció oír que elsoldado de mirada inteligente que suministrabadatos y cifras al señor Hildebrand decía que

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estaba en contra de la tiranía y de que Franciadominara el mundo, pero era posible que lohubiera soñado. Ni a él ni a Graham les pidieronque expresaran su opinión, y ambosdesaprovecharon todas las oportunidades deintervenir que se presentaron. Además, durantetodo el tiempo Graham dejó ver que estabaobstinado en permanecer en silencio.

Stephen esperaba que Wray, quien le habíasaludado cortésmente con una inclinación decabeza, se entrevistaría con él al terminar lareunión para hablar más ampliamente del«delicado asunto» al que había hecho referenciaen un encuentro anterior. «Tengo que averiguar loque piensa sobre muchas más cosas y si esdiscreto antes de hablarle de Laura Fielding»,pensó. En su opinión, Laura estaba con la sogaal cuello, y aunque seguramente podría salvarsesi delataba a un cómplice, las autoridades latratarían con dureza y le causarían un sufrimientoindecible. Por otra parte, quería engañar a losagentes franceses sin interferencias, porquepensaba que esa era una labor muy delicada quedebía llevar a cabo una persona con gran

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experiencia y completamente sola. «Hoy no voy ahablarle abiertamente, pero quiero enterarme delo que sabe acerca de André Lesueur, el amigode Graham», se dijo.

No se vio obligado a hablar abiertamente niobtuvo ninguna información sobre Lesueur, yaque Wray se marchó de allí hablando con elsecretario del almirante y se limitó a despedirsecon otra inclinación de cabeza y una mirada conla que parecía decir: «Como puede ver, estoymuy ocupado y no tengo tiempo disponible».

Jack Aubrey pasó esas horas de la mañanaen el astillero, hablando con varios carpinteros debarcos en el interior de su querida Surprise. Loscarpinteros de barcos, lo mismo que quienes lescontrolaban, eran corruptos, pero pensaban quehabía gran diferencia entre el dinero delGobierno y el de un particular y que un capitándebía recibir a cambio de su dinero algo cuyovalor realmente correspondiera a la cantidad quegastaba. Además, tenían gran destreza, y Jackestaba muy satisfecho porque habían puesto a lafragata curvas y trancaniles de roble de Dalmaciaen la parte de la crujía posterior al pescante

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central, donde había sufrido graves daños. Jackles había creído cuando le habían dicho que,aparte de los días festivos por ser días desantos, todavía tardarían una semana en terminarel trabajo. Pero los carpinteros no habían dichoexactamente cuántos días festivos habíancontado, y cuando Jack subía con ellos a ladestrozada cubierta por la escala provisional,sacudiéndose las virutas de madera de lachaqueta y los calzones, mandaron a buscar uncalendario, y luego empezaron a discutiracaloradamente sobre cuáles eran los díasfestivos y si debían dejar de trabajar un total dedoce horas entre los días de San Aniceto y SanCucufate o sólo una tarde, como los calafates.Jack escribió todo esto. Conocía a sir Francisdesde hacía mucho tiempo y sabía que no erauno de los almirantes de la Armada que exigía asus hombres hacer su trabajo corriendo, pero síuno de los más enérgicos y persistentes, quedetestaba que los oficiales estuvieran inactivosen el alcázar y en cualquier otra parte, y quecuando pedía que tomaran una decisión o leentregaran un informe sobre cualquier asunto o

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sobre el estado de un barco, le gustaba quecumplieran su orden inmediatamente. A vecesesas decisiones tomadas con rapidez no erantan acertadas como las que seguían a unaprofunda reflexión y esos informes no eran tanprecisos como los que se hacían condetenimiento, pero el almirante decía: «Si unopiensa qué pierna mete primero en los calzones,es probable que desaproveche una ocasión, yentretanto, los calzones siguen vacíos». En suopinión, la rapidez era fundamental en un ataque,y esto había resultado cierto en las batallas enque había participado.

–Señor Ward -dijo Jack a su escribiente, quele estaba esperando en el alcázar con la lista delo que necesitaba la fragata bajo el brazo-, tengala amabilidad de hacer un informe sobre elestado de la Surprise y haga constar en él quedentro de trece días estará lista para zarpar,pues ya estarán colocados los cañones y losobenques y se encontrarán a bordo todos losbarriles de agua potable. Quiero verlo en cuantotermine de pasar revista.

Ambos fueron hasta las negras barracas

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donde se alojaban los tripulantes de la Surprise,pasando de una vertiente a otra de una colina através de la cima. Todos esperaban al capitánAubrey, y los oficiales le dieron la bienvenida.También estaba allí el pobre Thomas Pullings, unpoco apartado para que no pareciera quetrataba de invadir el territorio de su sucesor,William Mowett. En la flota del Mediterráneohabían sido ascendidos a capitanes cuatrooficiales, los cuales habían recibido orden depermanecer en el puerto de la capital de Malta, yen el improbable caso de que un barco sequedara sin capitán, podría ser asignado acualquiera de los cuatro, pues todos teníanmuchas influencias. Ahora Jack tenía unachaqueta corriente en vez de su espléndidachaqueta con galones dorados, y un sombreroviejo, y los demás oficiales también vestían ropade trabajo, a excepción del señor Gill, el oficialde derrota, y el señor Adams, el contador, quetenían una misión que cumplir en Valletta, puestan pronto como terminaran de pasar revista, lostripulantes de la fragata irían a hacer prácticas detiro, en las que podrían conseguir un codiciado

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premio que ofrecía el capitán Pullings parademostrar que aún estaba unido a la tripulaciónde la fragata, aunque fuera débilmente, y queconsistía en una enorme tarta helada en forma deblanco. Irían a un lugar lo más lejano posible deallí, pero en lanchas, porque los oficiales estabanconvencidos de que no conseguirían que llevaranel paso ni que se mantuvieran alineados si ibanmarchando, y no deseaban conducirles hasta allípor las calles llenas de chaquetas rojas. Ahoratodos estaban relajados, en posturas cómodas, ysostenían los mosquetes como les parecíaadecuado. Cuando Jack terminó de inspeccionarel lugar, dijo:

–Señor Mowett, pasaremos revista a lostripulantes nombrándoles según el orden de lalista.

Entonces Mowett dijo al contramaestre:–Todos a pasar revista.El contramaestre empezó a dar los gritos y

los agudos pitidos con que solía llamar a losmarineros para que le oyeran incluso en elsollado y la bodega de proa, y los marinerosdejaron los mosquetes en el suelo, apilándolos

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de una forma que hubiera hecho ruborizarse acualquier soldado, y luego se agruparon en lafranja de tierra que representaba el lado debabor del alcázar. El escribiente fue diciendo losnombres de los tripulantes, y uno tras otropasaron al lado de estribor por detrás delimaginario palo mayor, saludando al capitántocándose la frente con la mano y diciendo envoz alta: «Presente, señor».

El número de miembros de la tripulaciónhabía disminuido mucho. Algunos estaban en elhospital, otros en prisiones navales o militares, ymuchos habían sido incorporados a otrastripulaciones. Pero Jack había luchado conahínco para que se quedaran con él suscompañeros de tripulación más antiguos y losmejores marineros, y con tal de conseguirlo,había recurrido a la sustitución de unosmarineros por otros e incluso al engaño cuandole habían obligado a ceder cierto número detripulantes. Ahora, cuando observaba cómopasaban de un lado a otro, se dio cuenta de queconocía a casi todos desde hacía años. Algunosde ellos habían sido tripulantes del primer barco

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que había tenido bajo su mando, la corbetaSophie, de catorce cañones, y entre los restanteshabía pocos grumetes y no había ningúncampesino ni ningún marinero de segunda.Todos eran marineros de primera, y, por sudestreza, muchos podrían ser clasificados comosuboficiales en un buque insignia. Miraban aJack con afecto cuando pasaban de un lado alotro, pero él les miraba con repugnancia, puesnunca en su vida había visto a una tripulación enque hubiera tantos hombres borrachos,desaliñados y malolientes. Mowett, Rowan y losayudantes del oficial de derrota hacían heroicosesfuerzos para mantenerles ocupados durantebuena parte del día, pero negarles unas horas depermiso habría sido inhumano y contrario a lacostumbre.

Acababan de repetir el nombre de Davis,pero Davis no había contestado.

–¿Davis ha desertado? – preguntó Jack,ansioso.

Davis era un marinero que navegaba conJack desde hacía tiempo. Era un hombremoreno, corpulento y agresivo que solía pedir

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traslado para cualquier barco que estuviera almando del capitán Aubrey u ofrecerse comovoluntario para tripularlo, y nada, nada, leinduciría a desertar.

–Me temo que no, señor -dijo Mowett-. Lesquitó la falda a varios soldados escoceses, yellos le encerraron en la prisión de la guarnición.

Otros tres tripulantes de la Surprise queestaban ausentes habían corrido la mismasuerte. Pero lo peor era la diferencia entre la listaactual y la que había la última vez que habíapasado revista. Nada menos que once marineroshabían sido llevados al hospital, cuatro con fiebrede Malta, cuatro con sífilis, dos con miembrosrotos debido a que se habían caído cuandoestaban borrachos, y uno con una heridacausada por un puñal maltes; y otro, acusado deviolación, estaba en prisión en espera de serjuzgado. Sin embargo, ninguno de los tripulantesde la Surprise había desertado, a pesar de quevarios mercantes habían entrado y salido delpuerto, pues eran felices en la fragata y lamayoría de ellos preferían tripular barcos deguerra.

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–Bien, al menos tengo todas las cifras -dijoJack, suspirando y sacudiendo la cabeza.

Afortunadamente, las había anotado, pues encuanto acabó de escribir y expresar su deseo dellevar a bordo de la fragata a un pastor («alguienque pueda reformar a los marineros, queposiblemente tengan más miedo al fuego delinfierno que al látigo, y que ponga fin a estadegeneración») llegó un guardiamarina con laorden de que se presentara inmediatamente anteel comandante general.

Después de dar gracias al cielo porque habíadecidido ponerse un buen uniforme para pasarrevista, Jack dijo:

–Capitán Pullings, ¿tendría la amabilidad deocupar mi lugar? Ahora iba a visitar a lostripulantes que están en el hospital. Continúe,señor Mowett. ¡Bonden, mi falúa!

Entonces se volvió hacia el guardiamarina delbuque insignia, que había ido hasta la costa enuna lancha de alquiler, y añadió:

–Venga conmigo. Así se ahorrará cuatropeniques.

Y cuando la falúa cruzaba el puerto a gran

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velocidad, dijo:–Creía que el almirante estaba en tierra.–Está en tierra, señor -dijo el joven con voz

clara y aguda-, pero dijo que estaría a bordo desu barco otra vez antes que yo le encontrara austed y mucho antes que usted se pusiera loscalzones.

Todos los tripulantes de la falúa sonrieron, y elremero de proa apenas pudo reprimir unarisotada.

–Pero no fui a casa de la señora -prosiguió eljoven inocentemente-, porque uno de lostripulantes de nuestro barco dijo que le habíavisto alejarse de Nix Mangiare y dirigirse alastillero. ¡Y le encontré enseguida!

Cuando Jack subió por el costado delCaledonia, notó con satisfacción que en elalcázar había más oficiales de los que solíanreunirse allí para recibir a un simple capitán denavío. Era obvio que el almirante no habíaregresado todavía. Y cuando hablaba con elcapitán del Caledonia pudo oír la campana delnavío sonar dos veces antes que la falúa delalmirante zarpara del puerto y comenzara a

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acercarse con sus dos hileras de remosmoviéndose con gran rapidez, como si sutripulación quisiera ganar una apuesta. Todos losoficiales se irguieron; los ayudantes delcontramaestre suavizaron la voz al dar lasórdenes; los infantes de marina enderezaron lasculatas de sus armas; los grumetes se pusieronguantes blancos. El almirante fue recibido abordo con una espléndida ceremonia, en la quelos tripulantes lanzaron al aire sus sombreros, losinfantes de marina presentaron armas dando ungolpe en el suelo con el pie y produciendo unchasquido todos a la vez, y los oficialesblandieron sus sables, cuyas curvadas hojasbrillaron al sol, mientras se oían las órdenes delcontramaestre. Sir Francis saludó tocándose elsombrero, miró hacia el alcázar y, al ver loscabellos dorados de Jack, exclamó:

–¡Aubrey! ¡Eso es lo que yo llamo rapidez!¡Bien, muy bien! No le esperaba hasta dentro demás de una hora. Venga conmigo.

Condujo a Jack a la gran cabina, indicó aJack con la mano que se sentara en una silla conbrazos, se sentó tras un gran escritorio lleno de

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papeles y dijo:–En primer lugar, quiero decirle que el

Worcester ha sido declarado inservible. Nuncadebieron hacerle reparaciones, pues sólosirvieron para malgastar el dinero del Gobierno.Los inspectores que han venido conmigo dicenque a menos que sea reconstruido, no podrávolver a estar en la línea de batalla, y que no valela pena hacer la reconstrucción. Ya hemosgastado demasiado dinero en ese navío. Heordenado que lo transformen en una machinaflotante, porque nos hace falta una.

Jack esperaba que esto sucedería, pero no leapenaba porque actualmente tenía el mando dela Surprise y habían prometido darle el mando dela Blackwater en el futuro y, además, porquesabía que el Worcester era uno de los pocosbarcos por los que nunca llegaría a sentir afecto.Entonces, haciendo una inclinación de cabeza,dijo:

–Sí, señor.El almirante le dirigió una mirada de

aprobación y luego preguntó:–¿Cómo van las reparaciones de la

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Surprise?–Muy bien, señor. Fui a verla esta mañana y,

salvo imprevistos, estará lista para zarpar dentrode trece días. Sin embargo, señor, a menos queme proporcionen gran cantidad de marineros, notendré un grupo de hombres lo bastante grandepara tripularla. Han esquilmado a la tripulación.

–¿Tiene un grupo lo bastante grande paratripular un barco de mediano tamaño?

–¡Oh, sí, señor! Lo bastante grande paratripular y manejar los cañones de una corbeta.

–Apuesto a que la mayoría de ellos sonmarineros de primera y a que ha procurado quese queden con usted todos los que le hanacompañado en anteriores misiones -dijo elalmirante, cogiendo la lista que Jack se habíasacado del bolsillo-. Sí, hay muy pocos que noestán clasificados como marineros de primera -dijo, sosteniendo la lista con el brazo extendido-.Esto es exactamente lo que necesito.

Buscó entre las carpetas que tenía encimadel escritorio, cogió una y la abrió, y entonces,con su extraña sonrisa, dijo:

–Creo que podré ayudarle a conseguir un

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buen botín. Se lo merece por haber expulsado alos franceses de Marga.

Estuvo hojeando los papeles unos minutos,mientras Jack miraba por la ventana de popa elgran puerto iluminado por el sol, por donde elThunderer, un navío de setenta y cuatro cañones,se deslizaba en dirección al cabo San Telmo conlas gavias desplegadas, con el viento deloestenoroeste en popa y con la bandera rojaondeando en el palo mesana. Era el navío quellevaría al contraalmirante Harte a reunirse con laescuadra que hacía el eterno bloqueo al puertofrancés de Tolón. Jack pensó: «¿Un botín? Meencantaría conseguir un botín, pero quedan muypocos en el Mediterráneo. ¿Será una ironía loque ha dicho?».

–Sí, expulsar a los franceses de Marga fueuna gran hazaña -dijo el almirante-. Bien, acerquela silla y mire esto -dijo, cogiendo una cartamarina de la carpeta, y luego, en un tonodiferente, un tono entusiasta y apremiante queusaba espontáneamente siempre que hablabade una misión naval que había que realizar-. ¿Hanavegado por el mar Rojo?

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–Hasta Barim, señor.–Bien. Aquí está Mubara. El gobernante de la

isla, que posee varias galeras y uno o dosbergantines armados, es odiado por el sultán deTurquía y por los propietarios de la Compañía deIndias, y todos piensan que puede ser depuestofácilmente si un pequeño grupo de soldadosataca la isla inesperadamente. La Compañíaparticipará en la operación aportando unacorbeta de dieciocho cañones con aparejo denavío, y los turcos, enviando allí a un adecuadonúmero de soldados y al nuevo gobernante. Lacorbeta se encuentra en el puerto de Suez y estátripulada por marineros de las Indias Orientales,que la hacen parecer un mercante, y los turcos yahan preparado a sus soldados. Al principiopensaron ordenar a lord Lowestoffe que fuerahasta allí con una brigada de marineros,avanzara por tierra hasta el lugar apropiado yllevara a cabo la operación el mes próximo, perolord Lowestoffe está enfermo. Además, lasituación ha cambiado, pues los francesesquieren tener una base naval donde puedanpertrecharse todas las fragatas que han enviado

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y piensan enviar al océano índico, y aunqueMubara está muy al norte, es mejor tener unabase allí que no tener ninguna. El gobernante dela isla, que se llama Tallal, siempre ha sidoamigo de los franceses, y ellos le han ofrecidocañones, la ayuda de varios ingenieros parafortificar el puerto y chucherías; sin embargo, élno quiere chucherías sino dinero, mucho dinero.Les pide más dinero cada vez que habla conellos. Como le he dicho, les pide más dinerocada vez que habla con ellos.

–Por favor, señor, ¿puede decirme por qué?–Porque Mehemet Alí se propone conquistar

todos los estados de Arabia hasta el golfoPérsico y dejar de rendir vasallaje y luego unirsea los franceses para expulsarnos de la India.Mubara es muy importante para él porque aún notiene una escuadra en el mar Rojo, y para losfranceses porque desde allí pueden vigilar a sualiado. Por otra parte, Tallal tiene buenasrelaciones con todos los estados de la costa, ylos franceses le ofrecieron dinero para queconsiguiera que se pasaran a su bando también.Han llegado a un acuerdo por fin, y Tallal ha

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enviado una de sus galeras a Kassawa pararecoger a los franceses y el tesoro prometido. Nosé cuánto dinero le darán. Unos dicen que cincomil bolsas, y otros, que la mitad de esa cantidad,pero todos coinciden en que contienen lasmonedas de plata que Decaen sacó de la islaMauricio en un bergantín cargado hasta los topesjusto antes que fuera conquistada… Pero ustedsabe todo esto, naturalmente.

Naturalmente que sí, pues había sido Jack, alfrente de una pequeña escuadra, quien habíaconquistado la isla Mauricio, aunque no habíaparticipado en las últimas fases de la operación,cuando el almirante asumía el mando y secumplían las formalidades.

–Sí, señor -dijo-. Oí hablar del malditobergantín e incluso llegué a verlo al norte, pero nopude perseguirlo porque se encontraba a grandistancia de la escuadra, y lo lamenté mucho.

–No me cabe duda. Pues bien, eso ocurrió alprincipio del ramadán, y cuando termine, lagalera regresará. ¿Quiere que le diga qué es elramadán, Aubrey?

–Sí, por favor, señor.

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–Es parecido a la cuaresma, pero másriguroso. Dura desde una luna nueva hasta lasiguiente, y durante ese tiempo está prohibidocomer, beber y tener relaciones con mujeres delamanecer al ocaso. Algunos dicen que a losviajeros se les dispensa de someterse a esaprohibición, pero esos hombres, los mubaritas,son beatos y dicen que eso es una tontería y quequien no ayune, se condenará. Es improbableque los remeros de una galera puedan remar a lolargo de cientos y cientos de millas por el marRojo bajo un sol abrasador sin beber una solagota de agua ni comer nada, sobre todo en estaépoca del año, en que sopla el viento del norte, ytendrían que remar durante todo el trayectoporque las galeras no navegan bien de bolina.Por esa razón se quedarán en Kussawa hastaque termine el ramadán. A mí no me gustan lasgaleras porque son tan frágiles que no puedensoportar un temporal y tan inestables que nopueden llevar desplegadas muchas velas si notienen el viento justamente en popa. Además,son peligrosas, pues si se acercan a un barcocuando hay calma chicha, sus tripulantes,

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generalmente varios cientos de hombres, puedendispararle continuamente durante cierto tiempo yluego abordarlo por los dos costados. No megustan las galeras, pero todos los oficiales queconocen esa zona y otras personas que nosproporcionan información dicen que cruzan esasaguas con la misma regularidad que el correo yque suelen navegar durante doce horas ypermanecen inmóviles y con las velas recogidastoda la noche. Así que por lo menos sabemosdónde encontrarlas. Si un barco va a Mubara porel canal que está al sur de la isla, manteniéndosea considerable distancia de estos bancos dearena y estos islotes que hay aquí, ¿los ve?, seríararo que no pudiera interceptar la galera cargadacon las monedas aproximadamente quince díasdespués de la luna nueva. Luego el barco llevaríaa los turcos a Mubara para que depusieran a sugobernante, lo cual no es asunto nuestro.

–En esta operación es necesario actuarcoordinadamente y con rapidez, señor -dijo Jacktras la pausa expectante que había hecho elalmirante.

–Sin duda, la rapidez es fundamental en un

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ataque -dijo el almirante-. Pero esta operacióntambién requiere que esté al mando de ella unhombre decidido y acostumbrado a tratar conturcos y, además, con albaneses, pues MehemetAlí es albanés, ¿sabe?, y muchos de sushombres y sus aliados también lo son. Por esopensé en usted. ¿Qué le parece?

–Acepto con mucho gusto, señor, y leagradezco que tenga tan buena opinión de mí.

–Eso esperaba. Sin duda, es usted lapersona más adecuada, pues tiene unaexcelente relación con el Sultán, y, gracias alchelengk, tendrá una gran autoridad en esaregión. Entonces embarcará con sus hombres enel transporte Dromedary y zarpará esta tarde conrumbo al extremo oriental del delta del Nilo, luegodesembarcará en un pueblo apartado llamadoTina, en la boca del río donde está Pelusio, parano molestar a los egipcios, que no nos tienensimpatía desde que ocurrió aquel lamentablesuceso en Alejandría en 1807, y después irá conalgunos de sus hombres hasta Suez por tierra,escoltado por los turcos. Quisiera mandar conusted a mi consejero para asuntos orientales, el

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señor Pocock, pero no puedo. No obstante, leacompañará un intérprete, un excelente intérpretearmenio recomendado por el señor Wray. Sellama Hairabedian y es un hombre docto.Después de la comida, el señor Pocock leinformará sobre la situación política de la zona.¿Le gustaría que el doctor Maturin asistieratambién?

–Sí, señor.El almirante miró a Jack unos momentos y

luego dijo:–Me sugirieron que insistiera en que llevara

usted a otro cirujano para que Maturin sequedara aquí y fuera nuestro consejero endiversos asuntos, pero después de pensarlobien, decidí no hacer caso de esa sugerencia. Enuna operación de esta clase, es convenientedisponer de toda la información posible sobreasuntos políticos, y aunque la buena opinión quetiene el señor Wray de Hairabedian esjustificada, no hay que olvidar que, después detodo, el pobre hombre es un extranjero. No le voya cansar con los detalles del plan que tiene queejecutar. Los encontrará junto con una serie de

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recomendaciones y las órdenes que se pondránpor escrito mientras comemos. Como norecibimos la noticia hasta esta mañana, no sepudieron redactar antes. Desearía que ya fuera lahora de comer, pues no he desayunado. Si nofuera porque vendrán algunos invitados,mandaría poner la mesa ahora mismo. Pero almenos podemos beber algo. Por favor, toque lacampanilla.

Jack estaba un poco cansado por causa dela locuacidad del almirante, el entusiasmo conque hablaba y los paréntesis que hacía, que nosiempre eran aclaratorios, y tenía muchas ganasde tomarse una copa de ginebra de Plymouth.Mientras se la tomaba y el almirante se bebía unajarra de cerveza, trataba de serenarse paravalorar objetivamente el plan que le brindaba laoportunidad de obtener un botín. Su emoción,que hacía latir aceleradamente su corazón, y suvehemente deseo de que el plan tuviera éxito, nole impedían darse cuenta de que su resultadodependía del viento, pues no podría llevarse acabo si el viento se encalmaba o eradesfavorable algunos días cuando el barco se

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encontraba en algún punto de la ruta de cientosde millas que debía recorrer por el Mediterráneoy el mar Rojo. Además, debía tomar enconsideración que tendría que tratar con turcos ynavegar en un barco desconocido. El planparecía quimérico, pero no era irrealizable, apesar de que era preciso que todas las etapassalieran bien. Pero una cosa era indudable: nohabía que perder ni un minuto.

–Con su permiso, señor -dijo, dejando a unlado la copa-, escribiré una nota al primer oficialpara que ordene a los hombres que se preparenpara zarpar enseguida. Ahora están haciendoprácticas de tiro con las armas ligeras cerca deSliema.

–¿Todos?–Todos, incluso el cocinero y los dos únicos

guardiamarinas que están bajo mi mando, señor.Estoy muy orgulloso de que mis hombresdisparen los mosquetes con mayor precisión quetodos los que se encuentran en esta base.Compitieron con éxito con los del 63 Regimiento,y creo que podrían competir satisfactoriamentecon los de cualquier navío de línea. Todos están

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allí.–Bueno -dijo el almirante-, al menos no tendrá

que registrar las prisiones civiles y militares ni losburdeles ni las tabernas de esta condenadaciudad donde abunda la inmoralidad, como enSodoma y Gomorra. Pero espero que no leshaya cambiado tanto que sean como lossoldados. No hay nada que me guste menos quever a un tipo tieso como un huso con unachaqueta roja, polainas blancas como la cal y elpelo empolvado disparando un arma como sifuera una maldita máquina -dijo con malhumorpor el hambre que tenía y luego miró el reloj ypidió a Jack que volviera a tocar la campanilla.

El almirante era más amable cuando tenía elestómago lleno que cuando estaba en ayunas.Había invitado a comer a varias personas más:su secretario, un monseñor, un par inglés queestaba de paso en la isla, tres militares y tresmarinos, uno de los cuales era el guardiamarinaque había ido a buscar a Jack, un guadiamarinavoluntario que se llamaba George Harvey y erasobrino nieto del almirante. Sir Francis era unbuen anfitrión, pues ofrecía a sus invitados

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excelente comida y mucho vino, y, tanto si habíapaz como si había guerra, nunca aburría nidesconcertaba a quienes no eran marinoscontándoles lo que había ocurrido a tal o cualbarco. En realidad, la comida no se parecía a lasque se daban en los barcos más que por laausteridad del entorno, el movimiento de lacubierta, la especial forma de brindar por el Reyy un pequeño detalle en la manera de servirla.

Jack notó que el almirante sentía un granafecto por su sobrino nieto y que deseaba quesiguiera el mejor camino, sobre todo en laArmada. Le parecía bien que el almirante guiaraal guardiamarina por el buen camino, y él mismotrataba de guiar a otros cuando tenía tiempo,pero pensaba que exageraba un poco, tal vezporque no tenía hijos, y se molestó cuando se diocuenta de que le había puesto a él de ejemplo.No le molestó que el almirante dijera que losjóvenes tenían la mala costumbre de inclinarligeramente la cabeza hacia abajo en vez deagacharla cuando bebían junto con otro hombre,y tampoco le molestó que poco después dirigieraa George una mirada llena de rabia, una mirada

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que habría traspasado un tablón de nuevepulgadas de grosor, cuando el joven levantó sucopa y, rojo de vergüenza, le dijo: «Concédameel honor de beber una copa de vino con usted,señor», y agachó la cabeza hasta que su narizrozó el mantel. Sin embargo, le disgustó muchoque le tomara como ejemplo de dinamismo, ymucho más que dijera que algunos oficialesponían en sus tarjetas de visita las siglas de«Armada real» en vez del nombre completo de lainstitución, lo que le parecía una impertinencia, yque el capitán Aubrey, en cambio, no ponía lassiglas sino el nombre completo en su tarjeta devisita y al final de las cartas oficiales. Sir Francistambién dijo que el capitán Aubrey usaba elsombrero correctamente, de modo que lequedaba un pico a cada lado de la cabeza envez de uno delante y otro detrás. Había hechoestos comentarios de pasada durante laconversación, en la que participaban el par inglésy el prelado sin sentirse cohibidos por ladiferencia de rango, pues el primero era muy ricoy el segundo gozaba del favor del rey de las DosSicilias, pero no habían pasado inadvertidos

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para los oficiales sentados a ambos lados deJack, dos capitanes de navío de la mismaantigüedad que él, a quienes les habían hechomucha gracia.

Por tanto, Jack Aubrey no lamentó que lacomida terminara. Entonces fue conducido a unapequeña cabina donde el señor Pocock yStephen hablaban desde hacía rato de lacomplicada situación política de los estados delMediterráneo oriental. Ambos le informaronsobre las cuestiones más importantes de quehabían tratado, y luego el señor Pocock dijo:

–La situación actual es muy delicada, enparte porque Mehemet Alí está haciendo todo loposible por ganarse la confianza del pachaOsmán, pero no creo que tenga dificultades paraviajar por tierra, pues las autoridades de Tina sehan ofrecido a proporcionarle un considerablenúmero de animales de carga, especialmentecamellos y asnos, y, además, tendrá usted elaspecto de una persona muy importante, quierodecir, mucho más importante, con esosdiamantes turcos que lleva de adorno. Noobstante eso, debe mantenerse lejos del

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territorio gobernado por Ibrahim, un tipo agresivo,rebelde y ambicioso de poder. Además, debeevitar encontrarse con los árabes nómadas, losbeduinos, aunque no es probable que ataquen aun grupo de hombres tan grande como el suyo,sobre todo si los hombres están bien armados,por lo que conviene que lleven las armas demodo que puedan verse bien.

Entonces volvió a hacer comentarios sobre elfortalecimiento de Mehemet Alí y deldebilitamiento de los beyes, a los que elGobierno inglés no ayudaba mucho, y cuandoterminó de hablar de la última matanza demamelucos, entró sir Francis.

–Aquí tiene las órdenes, capitán Aubrey -dijo-.Son concisas, porque detesto las palabrassuperfluas. No quisiera apremiarle a que semarchara, pero los marineros terminarán dedescargar el Dromedary dentro de media hora,mucho antes de lo previsto. Su primer oficial…¿Cómo se llama?

–William Mowett, señor. Es un marino hábil ydiligente.

–¡Ah, sí, Mowett! Pues bien, mandó a los

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tripulantes de la Surprise a vaciar la bodega deproa y colocar dos pares de obenques nuevos,así que si tiene usted que despedirse de alguienen tierra, éste es el momento adecuado parahacerlo.

–Gracias, señor -dijo Jack-, pero no medespediré de nadie, sino que iré directamente albarco porque no hay ni un minuto que perder.

–Así es, Aubrey -dijo el almirante-. Y larapidez es fundamental en un ataque. Adiós,Aubrey. Espero verle otra vez dentro de un mesmás o menos, después de haber conquistado lagloria y tal vez algo material también. Doctor, sedespide de usted su humilde servidor.

Una vez más la falúa cruzó el puerto a granvelocidad, y durante el recorrido, Stephen dijo:

–Esta mañana, al salir del palacio, tuve lasatisfacción de encontrarme con un amigo. ¿Teacuerdas del señor Martin, el pastor?

–¿El clérigo tuerto, mejor dicho, el quepronunció en el Worcester aquel estupendosermón en que hablaba de las codornices? Porsupuesto que me acuerdo. Es un pastor digno deestar en un navío de línea y, si no recuerdo mal,

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un naturalista también.–Exactamente. Me encontré con él al llegar a

la calle Real, y me invitó a comer en Rizzio. Lacomida fue excelente y consistió en una granvariedad de octópodos y cefalópodos. Su barcoha navegado por las inmediaciones de las islasgriegas, y como él tiene especial interés en loscefalópodos, aprendió a bucear con lospescadores de esponjas de Lesina. Cuenta quese untaba el cuerpo con el mejor aceite de oliva,se ponía trozos de lana empapados en aceite enlos oídos, se metía en la boca un gran pedazo deesponja también empapado en aceite y luego seataba una piedra pesada para llegar al fondo delmar, pero, a pesar de que había muchoscefalópodos allí, no podía permanecer sumergidomás de cuarenta y tres segundos, un tiempoinsuficiente para ganarse su confianza y tambiénpara estudiar su modo de vida, aun en el caso deque los hubiera visto bien, lo que no era así, pueslas aguas circundantes estaban turbias. Siemprele salía sangre por los oídos, la nariz y la boca;algunas veces perdía el conocimiento, y lesacaban del agua y lograban que lo recobrara

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con alcohol alcanforado. Como puedesimaginarte, cuando le hablé de mi campana debuzo, mostró gran interés por ella.

–No lo dudo. Me gustaría volver a verla algúndía.

–Seguro que la verás, porque está en elDromedary. El señor Martin está en el barcotambién, contemplándola. Después de comer lellevé allí para enseñarle las partes másimportantes, y allí recibí tu mensaje.

–¿Qué diablos hace ese artefacto en elDromedary? -preguntó Jack.

–No podía cargar al capitán Dundas con mipreciada campana de buzo y tampoco iba adejarla al cuidado de esos ladrones del astillero.El capitán del Dromedary me dijo que conocíalas campanas de buzo y que estaba encantadode que subiera la mía a bordo. Si tenemostiempo libre…

–¿Tiempo libre? – gritó Jack-. Dispondremosde muy poco tiempo libre, porque tenemos queestar al sur de Hameda cuando haya luna llena oantes. ¡Tiempo libre! ¡Vamos, remar con fuerza!– ordenó a los tripulantes de la falúa.

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El Dromedary había sido llevado a remolquehasta el astillero y ahora estaba amarrado conlos costados paralelos al muelle, y parecía quenadie estaba inactivo en la cubierta ni en laentrecubierta. Unos marineros caminaban comohormigas por la plancha, con bolsas, jergones ycoyes, y bajaban por la escotilla de proa;mientras que otros, que estaban encargados delimpiar la bodega, salían por la escotilla de popacon montones de basura (pacas de pajaempapadas de agua de la sentina, muy grandes,pero ligeras, y cabos rotos mezclados con polvoy harina en mal estado) y los tiraban por la borda.Al mismo tiempo otros marineros subían a bordobarriles de agua, de vino y de carne de vaca y decerdo, paquetes de galletas y bolsas quecontenían ropa y otros artículos que eranvendidos a la tripulación por el contador,vigiladas por el señor Adams, su ayudante y elayudante del despensero. Por otra parte, losverdaderos tripulantes del Dromedary seocupaban de sus tareas ordinarias, y en la proase oían los martillazos del carpintero y subrigada. La campana de buzo, situada frente a la

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escotilla principal, parecía un ídolo de laantigüedad; sin embargo, el señor Martin noestaba junto a ella. Stephen dio una vuelta a sualrededor esforzándose por abrirse paso entre lamultitud de marineros que pasabanapresuradamente por allí, y cuando empezaba adar otra, se topó con Edward Calamy, un jovenque pertenecía a la tripulación de la Surprise. Elseñor Calamy, un muchacho rubio y nervioso, eraun cadete y sólo había navegado durante unosmeses, desde que había embarcado en elWorcester en Plymouth, aunque por su actituddecidida y la gran cantidad de términos náuticosque empleaba, nadie lo hubiera creído. Desdehacía algún tiempo tenía una actitud amable yprotectora hacia Stephen, y ahora, al verle, dijo:

–¡Ah, está usted ahí, señor! Estababuscándole. He conseguido una cabina parausted en el costado de babor. Apartémonos parano estorbar. ¡Cuidado con esos cabos! Ya pusesu equipaje abajo, y también llevé allí al señorMartin. El equipaje de Stephen no era muygrande, ya que vestía con sencillez, pero incluíaun herbario que contenía las plantas más raras

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de Malta y un ejemplar de PhilosophicalTransactions, en el cual el doctor Halleydescribía lo que había observado en el fondo delmar. El señor Martin y Stephen estaban leyendoel libro, apartados del mundo agitado y ruidosoque les rodeaba, cuando el Dromedarydesatracó y, con el velacho desplegado, empezóa atravesar el puerto mientras el desoladocapitán Pullings, de pie en el muelle, agitaba lamano en el aire para despedirse de los pocosamigos que no estaban demasiado ocupadospara advertir que se encontraba allí. Aún nohabían llegado a la parte que trataba de laesponja ni siquiera habían terminado de leer laque trataba del coral cuando el Dromedary, yacon todas las mayores desplegadas, dobló elcabo Ricasoli y empezó a navegar con rumboestesureste con un fuerte viento que permitíadesplegar las juanetes.

–He visto muchos corales en el océano índicoy también en el Pacífico -dijo Stephen-, pero sólolos he estudiado superficialmente, en un espacioy un tiempo limitados, pues me apartaban deellos muy rápido. A menudo he lamentado haber

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desperdiciado tantas oportunidades. A alguiendotado de un espíritu curioso, pocas cosaspueden hacerle más feliz que caminar por unarrecife de coral y ver pasar por encima delarrecife aves desconocidas y por debajo pecesdesconocidos y observar en el fondo del mar unaincreíble cantidad de babosas de mar,cefalópodos y otros moluscos y también denemertinos.

–Indudablemente, no puede haber un lugarmás placentero que ese fuera del Paraíso -dijoMartin, juntando las manos-. Sin embargo, en elmar Rojo volverá a ver corales, ¿no cree?

–¿Por qué ha dicho eso, amigo mío?–¿No es su destino el mar Rojo? ¿Estoy

equivocado? En Valletta muchos decían que unaexpedición partiría hacia allí para llevar a cabouna misión secreta, y el cadete que me condujohasta aquí daba por sentado que al capitánAubrey le habían dado el mando, así que supuseque usted había traído su campana de buzo parasumergirse entre los arrecifes durante su tiempolibre. Pero le ruego que me disculpe si hecometido una indiscreción.

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–No, no. Si pudiera sumergirme en el marRojo en mi tiempo libre, tendría una alegríaindescriptible, pero, desafortunadamente, losmarinos no quieren ni oír hablar del tiempo libre.Salvo en una ocasión, cuando estuvimos a puntode naufragar frente a la isla Desolación, un lugarbendecido por Dios, siempre se me ha impedidohacer las cosas a mi ritmo y a mi gusto. Losmarinos creen que siempre hay que estarocupado, y tienen la obsesión de que hay quehacerlo todo deprisa, que no hay que perder ni unminuto, como si el tiempo sólo debieraemplearse en seguir avanzando con rapidez y noimportara adonde uno se dirige con tal que sigaadelante.

–Es cierto. Además, su preocupación por lalimpieza es casi una obsesión. Lo primero que oícuando subí a bordo de un barco de guerra fue elgrito «¡Barrenderos!», y desde entonces lo heoído alrededor de veinte veces diarias, aunquecomo los marineros están restregando el barcoconstantemente, no hay nada que barrer, así queno es necesario emplear una escoba paralimpiarlo, y mucho menos doce. Ahora tengo que

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irme, señor, porque he oído decir que el barcozarpa al atardecer, y ya ha empezado adebilitarse la luz.

–Podríamos dar un paseo por la cubierta,porque parece que ahora hay menos ruido y lostripulantes no tienen tanta prisa -dijo Stephen-.Además, el capitán Aubrey se alegrará de verle.

Avanzaron hasta la escala de toldillaatravesando por una serie de lugares que no leseran familiares, y antes de llegar a la cubierta, aStephen le asaltó una preocupación, pues notóque el transporte estaba más escorado de lo quesolía estarlo un barco cuando estaba amarradojunto a un muelle y oyó el grito «¡Destrincar loscañones!», un grito que no tenía nada que vercon los preparativos para zarpar que él conocía.Pero esa preocupación era insignificantecomparada con la consternación que sintieronlos dos cuando sus cabezas asomaron porencima de la brazola y vieron que lo único quehabía a su alrededor era el mar, coloreado de unintenso azul por el atardecer, que el majestuososol estaba a punto de ocultarse a lo lejos, porpopa, y que a ambos lados de la cubierta los

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tripulantes realizaban las tareas quehabitualmente se hacían en los barcos converdadero afán, como si la tierra ya no existiera,y se enteraron de que el barco navegaba a seisnudos y medio. El capitán Aubrey había pedidoprestados los cañones de seis libras delDromedary, y para que los tripulantes de laSurprise volvieran a tener dignidad y disciplina,les mandaba a hacer todas las operacionesnecesarias para dispararlos, y parecía querepresentaban una pantomima con rapidísimosmovimientos.

–¡Guardar los cañones! – ordenó al final-. Elresultado de la práctica de tiro ha sido muy malo,señor Mowett. Tardar dos minutos y cincosegundos con cañones de ciento noventa librasde peso es un mal resultado.

Entonces se volvió, y su expresiónmalhumorada se trocó en una sonriente cuandovio a Stephen y a Martin. Ambos estaban todavíaen el penúltimo escalón de la escala, con elcuerpo visible solamente hasta las rodillas, ymiraban a su alrededor con la boca abierta,perplejos como dos hombres que nunca hubieran

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estado en un barco. «Y estos pobres hombres noestán mucho mejor», pensó, y luego dijo:

–¡Señor Martin, cuánto me alegro de verle!¿Cómo está?

–¡Oh, señor! – exclamó Martin mirando entorno suyo como si la tierra fuera a aparecermilagrosamente-. Creo que estoy viajando, queno bajé del barco a tiempo.

–No se preocupe. Seguramenteencontraremos algún barco pesquero que vaya aValletta y podrá regresar en él, a menos queprefiera acompañarnos durante un tiempo.Navegamos con rumbo a la boca del Nilo dondeestá Pelusio…

En ese momento empezó una acaloradadiscusión entre el carpintero del Dromedary yHollar, el contramaestre de la Surprise, y elcapitán Aubrey tuvo que intervenir, pero invitó acenar al señor Martin. Durante la cena, el pastordijo:

–Tal vez no hablaba usted en serio cuandosugirió que les acompañara, pero si no era así,permítame decirle que me encantaría. Tengo unmes de permiso, y el capitán Bennet tuvo la

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amabilidad de decir que no opondría reparos aque prolongara el período de permiso un mes odos, o incluso más.

Jack sabía que Harry Bennet había aceptadollevar un pastor a bordo porque el comandantegeneral le había presionado. Bennet no teníaanimadversión contra el clero, pero le encantabaestar acompañado de mujeres, y como leordenaban llevar a cabo misiones solo muy amenudo, podía hacer su voluntad. No obstante,respetaba mucho a los clérigos y no llevaba ensu barco a su amante y a uno de ellos a la vezporque le parecía que así les ofendía.

–Naturalmente, pagaré por el alojamiento y lacomida -prosiguió-. Además, como poseoalgunas nociones de anatomía, tal vez puedaayudar al doctor Maturin, pues no tiene ningúnayudante en estos momentos.

–Muy bien -dijo Jack-. Pero le advierto que novamos a quedarnos en Tina sino queavanzaremos por un desierto lleno de serpientesde diversos grados de nocividad, como dice eldoctor, hasta…

–Me limité a repetir las palabras de

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Goldsmith -dijo Stephen adormecido a causa deque había dormido poco esa noche y estabaagotado por las fuertes emociones del díaanterior, y luego murmuró-: Sopor… coma…letargo…

–… llegar al mar Rojo, donde realizaremosuna misión que requiere mucho esfuerzo y queprobablemente sea peligrosa, soportando unterrible calor y muchas incomodidades.

Mientras hablaba, había notado un brillo dealegría en los ojos del señor Martin, a pesar deque el pastor hacía grandes esfuerzos pormantener una expresión grave.

–Por otra parte -continuó Jack-, debo decirleque la Armada no fue creada para los quequieren recoger insectos y beleño en lejanasplayas coralinas y que se irritan cuando se lespide que cumplan con su deber. Rezongar yfruncir el entrecejo… -dijo, alzando la voz, pero seinterrumpió al darse cuenta de que Stephen noiba a responder-. Será un placer para mí estar ensu compañía, y estoy seguro de que también loserá para los marineros que fueron compañerosde tripulación suyos en el Worcester. Ni ellos ni

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yo hemos olvidado cuánto trabajó usted parapreparar el oratorio. Tal vez podríamos oír un parde cánticos una tarde, ya que algunos de susantiguos discípulos están a bordo.

El señor Martin dijo que si las serpientes, elesfuerzo, el peligro, el calor y las incomodidadeseran el precio que había que pagar por ver unarrecife de coral, aunque fuera brevemente, leparecía muy bajo, y que cumpliría con su debersin rezongar, y añadió que se alegraba de estarcon sus antiguos compañeros de tripulación otravez.

–Ahora que me acuerdo, esta misma mañaname lamentaba de la falta de un pastor -dijo Jack-.Los marineros tienen una conducta licenciosa, yse me ocurrió que…

Estuvo a punto de decir: «un buen sermón enque les amenazara con el fuego del infierno lesasustaría tanto que se comportarían bien», peropensó que no era correcto decir a un pastor loque debía hacer y terminó diciendo:

–… sería conveniente celebrar oficiosreligiosos, pues oirían palabras sensatas, o sea,condenando el vicio y el libertinaje. ¿Qué pasa,

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Killick?–El señor Mowett me ha pedido que le

molestara, señor… -dijo Killick, y puesto que legustaba ser el primero en dar las noticias,añadió-: Es que no sabe dónde alojar alcaballero extranjero.

–Dile que pase y trae otra silla y otra copa.El caballero extranjero era el intérprete, y

Mowett, después de sentarse y beber una copade oporto, preguntó dónde debía comer y sidebía colgar su coy en la proa o en la popa.

–No sé dónde deben comer los intérpretes -dijo Jack-, pero el comandante general dijo queéste era un hombre docto y tenía recomendacióndel señor Wray, así que debería comer en lacámara de oficiales. Le vi cuando subió a bordo,y me pareció bastante alegre a pesar de sersabio, por lo que creo que a usted no lemolestará que coma allí, y aunque así fuera,espero que sólo tenga que hacerlo una semana,o incluso menos, si continúa soplando este vientofavorable, el viento que acompañó a Nelson.Recuerdo que en el año 1798, cuandobuscábamos la flota francesa, fuimos del

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estrecho de Mesina a Alejandría en siete días…Recordaba claramente aquellos largos días

de verano en que quince barcos de guerranavegaban por las aguas azules jaspeadas deblanco con rumbo este y a gran velocidad, conlas alas superiores e inferiores, lassobrejuanetes y las monterillas desplegadas,mientras el contraalmirante Nelson caminaba deun lado a otro del alcázar del Vanguard desde elamanecer al ocaso. Recordaba el fragor de labatalla en medio de la noche, las llamaradas delos cañonazos rasgando una y otra vez laoscuridad, el impresionante estampido de laexplosión de L'Orient, después de la cual,durante unos minutos hubo completa oscuridad ysilencio. Contó cómo habían hecho la búsquedade la flota francesa y después hicieron regresarsu escuadra de Alejandría a Sicilia y llevarla otravez de Siracusa a Alejandría, y dijo:

–… y al final la encontramos allí, amarrada enla bahía de Abukir.

En ese momento el Dromedary dio unbandazo, haciendo caer a Stephen de la silla.Jack dio un salto con mucha agilidad para ser un

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hombre tan pesado, pero no con la suficientepara evitar que Stephen se diera un golpe con lacabeza en el borde de la mesa que le causó unaherida de un palmo de largo de un lado a otro dela frente, una herida casi igual y casi tansangrienta como la que sufrió Nelson en el Nilo.

–¿A qué viene hacer tantos aspavientos? –preguntó Stephen, malhumorado-. Cualquierapensaría que no habían visto sangre nunca, loque es imposible, pues sois asesinos a sueldo.¡Zoquete, pedazo de alcornoque, inútil, mantén lapalangana derecha! – gritó, mirando a Killick-.Señor Mowett, en el cajón izquierdo de mibotiquín hay agujas curvas enhebradas con hilode tripa, y quisiera que me trajera un par de ellas,y también un frasco de estíptico que está en elestante central y un puñado de hilas. En lugar deuna venda podemos usar mi corbata, porque yaestá sucia.

–¿No sería mejor que estuvieras tumbado? –preguntó Jack-. La pérdida de sangre…

–¡Tonterías! La herida es superficial, unsimple corte en la piel, como te he dicho. SeñorMartin, le agradecería que me echara estíptico y

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que uniera los bordes de la herida con docepuntos mientras los sujeto.

–No sé cómo puede soportar hacer esto -dijoJack, apartando la vista cuando la aguja seintrodujo en la piel.

–Estoy acostumbrado a disecar pájaros -dijoMartin sin parar de coser-, y también a coser supiel… Todos la tienen mucho más delicada queésta… excepto los cisnes machos viejos… ¡Yaestá! Creo que es una costura bastante bienhecha.

–El pastor dice que ya está usted bien, señor-dijo Killick a Stephen en voz alta y tono solemne.

–Muchas gracias, señor -dijo Stephen aMartin-. Ahora voy a acostarme. Anoche dormípoco. Buenas noches, caballeros. Señor Mowett,le ruego que suelte mi brazo, porque no estoyborracho ni decrépito.

También durmió poco esa noche, ya quepoco antes del alba oyó a menos de seispulgadas del escotillón de su cabina una vozdesconocida que, en tono malhumorado, tan altoque le rompió el sueño, gritó:

–¿No sabes cómo hacer un cornudo, maldito

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marinero de agua dulce? ¿Dónde está elcondenado nudo?

Le dolía la cabeza, pero no mucho, ypermaneció acostado en su coy, que se mecía alritmo del balanceo del barco, pensando en loscornudos y en la costumbre casi universal dehacer burla de ellos. Cuando estaba en Malta, enuna de las pocas cartas que había recibido deInglaterra (durante los dos meses anterioresapenas habían llegado cartas a la escuadra delMediterráneo) le decían que era un cornudoporque su mujer le engañaba con un agregadode la embajada sueca, pero él no lo creyó. En lamisma saca había llegado una nota de Diana,una nota muy breve y escrita con mala letra y conborrones, pero muy afectuosa; y aunque él nocreía que ella dejaría de hacer lo que deseabapor razones morales, sabía que era incapaz decometer acciones que la hicieran despreciable yque eso le impediría escribirle una notaafectuosa a la vez que le ponía los cuernos.Estaba convencido de que ella no le deshonraríasi no la incitaban a hacerlo. Además, Diana iba amuchas fiestas de sociedad en Londres y tenía

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muchos amigos ricos y distinguidos, y como no leimportaba la opinión de los demás, seguramentehabía dado motivos para que la censuraran o ladifamaran.

Su prima Sophie, la esposa de Jack Aubrey,era completamente diferente, y a pesar de quedistaba mucho de ser una mojigata y daba tanpoca importancia a la opinión de la señoraGrundy como Diana, sólo un loco hubiera escritoa Jack para decirle que era un cornudo, aunquesi las acciones de ambos hubieran sidorecíprocas, ella le hubiera puesto unacornamenta de gran tamaño. Stephenreflexionaba sobre el asunto y se preguntaba siestaba motivado por el apetito sexual, que aunsiendo potencial y, por tanto, no ostensible, podíaser percibido claramente por los demás. Pensóen el apetito sexual de las mujeres distinguidas ylo comparó con el de las vulgares, y aún pensabaen esto cuando la puerta de la cabina se abriómuy despacio y la cabeza de Jack asomó pordetrás de ella.

–¡Dios te bendiga, Jack! – dijo-.¡Precisamente ahora estaba pensando en ti! ¿A

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qué llaman cornudo en un barco?–Para amarrar un cabo a un palo, se doblan

los dos extremos de modo que uno quede sobreel otro y luego se hace un nudo con ellos, yllamamos cornudo a ese nudo.

–Muy bien, gracias.–¿Quieres tomar un poco de té y un huevo

pasado por agua?–No -respondió Stephen en tono decidido-.

Tomaré una gran taza de café fuerte, como uncristiano, y arenques ahumados.

Jack estuvo pensativo unos momentos ydespués, frunciendo el entrecejo, preguntó:

–¿Qué demonios significa que me hayasdicho: «Precisamente ahora estaba pensando enti. ¿A qué llaman cornudo en un barco?».

–Oí que alguien decía esa palabra cerca de laventana de mi cabina y quería saber lo quesignificaba, así que te pregunté a ti, que eres unaautoridad en náutica. No debes comportartecomo si fueras Otelo, amigo mío. Deberíasavergonzarte de ello. Si un hombre tuviera elatrevimiento de hacer una proposicióndeshonesta a Sophie, ella no le entendería hasta

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una semana después, y entonces le mataría contu escopeta de dos cañones.

–Te agradezco que digas que soy unaautoridad en náutica -dijo Jack, sonriendo alimaginarse a Sophie en el momento en quecomprendía la hipotética proposición y en que suamabilidad se trocaba en rabia-. Y tambiénpuedes llamarme diplomático, si quieres. Tuveuna entrevista muy satisfactoria con el capitán delDromedary anoche. Es un asunto muy delicadotener que decir a un hombre cómo debegobernar su barco o sugerirle que haga mejorasen él, ¿sabes?, especialmente en este caso,pues el señor Alien no es mi subordinado.Además, los capitanes de barcos mercantes, engeneral, tienen una actitud hostil hacia la Armadaporque recluta a sus hombres a la fuerza, y lesmolesta la arrogancia de algunos de susoficiales. Si yo hubiera ofendido a Alien, él podríahaber disminuido velamen sólo por llevarme lacontraria. Pero bajó precisamente cuando tefuiste a dormir, pues le habían dicho que estabasborracho y nos habías atacado y que nosotros tehabíamos golpeado casi hasta matarte, y se

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quedó para tomar una copa de vino, y mientrasbebía, terminé de contar a Mowett y al pastorcómo nuestra escuadra navegaba más rápidoque el humo por estas mismas aguas antes de labatalla del Nilo.

–Me parece que mencionaste alguna vez labatalla del Nilo -dijo Stephen.

–Seguro que sí -dijo Jack en tono amable-.Pues bien, demostró que era un tipo estupendoen cuanto supo que no queríamos interferir en loque hace ni darle órdenes en su propio barco.Cuando Mowett y el pastor se fueron, le hablé deeso con franqueza, de forma espontánea, sinpremeditación. Le dije que no era mi intencióncriticar cómo gobernaba el Dromedary y que élconocía mejor que nadie sus defectos y suscualidades, pero que con mucho gusto leproporcionaría dos veintenas de marineros y quetal vez cuando él tuviera muchos más tripulantesdecidiría desplegar más velamen, y añadí que sia consecuencia de ello se desprendía algún palo,yo indemnizaría a los dueños del barcoinmediatamente. Dijo que nada le hubieraparecido mejor y que sabía que yo estaba

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preocupado pero que no me había hablado deeso porque temía que le cortara. Sin embargo,añadió que yo no debía esperar demasiado deesta carraca aunque hubiera en ella hombressuficientes para sostener la escala de Jacob oconstruir la torre de Babel, porque los fondosestaban sucios, todos los mástiles y las vergastenían más empalmes que madera, y la jarciaestaba hecha de fragmentos de cabos usados,aunque pensaba que, a pesar de todo, unabuena tripulación podía hacerlo navegar aconsiderable velocidad con el viento a la cuadra,pues tenía las mismas líneas curvas que un cisne,las más hermosas que había visto. Entonces nosdimos la mano para sellar el acuerdo. Cuandosubas a la cubierta, verás que allí todo esdiferente.

Cualquier marino podía apreciar que allí todoera muy diferente, ya que ahora el Dromedarytenía desplegadas las alas de barlovento, lacebadera y la sobrecebadera, pero lo que aStephen le sorprendió realmente fue ver una filade bultos rojos. Todavía no habían extendido lostoldos en el Dromedary, y la brillante luz del sol

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hacía el color rojo tan intenso que era una deliciaverlo. Stephen se puso a mirar con atención lacubierta, colocándose el gorro de dormir demodo que no oprimiera los puntos de la herida, yenseguida comprendió lo que ocurría. Estabaninspeccionando las bolsas de ropa y la armas dela tripulación de la Surprise. Habían dado laorden: «¡Sacar la ropa!», y ahora cada marinerotenía delante un montón de ropa, un montónpequeño, y arriba de casi todos había variasprendas bien lavadas y planchadas: un pantalónde dril blanco, una chaqueta azul oscuro conbotones dorados y un chaleco bordado de colorescarlata (pues había hecho escalarecientemente en Santa Maura, famosa porqueen ella se fabricaban piezas de vestir de esecolor). Los marineros habían extendido estasprendas, las que usaban para bajar a tierra, enun intento por ocultar que debajo de ellas habíamuy poca ropa de trabajo, pero el intento eravano, porque así no podrían engañar ni a unguardiamarina recién llegado, y mucho menos aun capitán de navío que había pasado toda suvida en la mar, aunque casi todos pensaran que

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podrían lograrlo. Jack, visiblemente irritado,registró los andrajos mal escondidos bajo laelegante ropa y leyó en voz alta la lista de ropaque era obligatorio tener a los oficiales de lasbrigadas. La situación era peor de lo queesperaba. La ropa estaba en pésimascondiciones, si bien las armas estaban enexcelente estado, pues los marineros, temiendorecibir una furiosa reprimenda, habían pulido losmosquetes, las bayonetas, las pistolas, lossables e incluso las cananas hasta que habíanbrillado más que las armas de los militares.

–Plaice -dijo a un marinero del castillo decierta edad y de pelo entrecano-, estoy segurode que tiene usted una camisa de reserva. Teníavarias con la pechera bordada cuandoinspeccionamos las bolsas de ropa por últimavez. ¿Qué les ha pasado?

Plaice, bajando la cabeza, dijo que no sabía,y sugirió sin mucha convicción que se las habíancomido las ratas.

–Dos camisas y dos jerseys de algodón paraPlaice, y también dos pares de medias y dospantalones cortos -dijo Jack a Rowan, quien

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anotó todo.Luego avanzaron hasta el siguiente marinero

sin ropa para cambiarse. Era un hombre que undía que estaba borracho había perdido suspertenencias y ahora todo su equipaje era unsolo zapato.

–Señor Calamy -dijo el capitán Aubrey alguardiamarina encargado de su brigada-,dígame cuál es, según el reglamento, la ropa queen las altas latitudes deben tener los marineros,es decir, los marineros sobrios y responsablesque tripulan los barcos del Rey, no losirresponsables, perezosos y borrachos quetripulan los barcos corsarios.

–Dos chaquetas azules, un chaquetón, dospantalones azules, dos pares de zapatos, seiscamisas, cuatro pares de medias, dos jerseys deGuernsey, dos sombreros, dos pañuelos negrosde Barcelona, una bufanda, varios… -seinterrumpió y entonces, bajando la voz yruborizándose, dijo-: calzoncillos de franela. Yademás, un jergón, una almohada, dos mantas ydos coyes. Eso es todo, señor.

–¿Y en las zonas de clima cálido?

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–Cuatro jerseys de algodón, cuatropantalones de dril, un sombrero de paja y unacapa de lona para las tempestades.

–Y si un marinero no tiene muchas de estascosas por despilfarro o negligencia, o simplepereza, debe ser incluido en la lista de los quecometen faltas, ser llevado al portalón, colocadoen un enjaretado y recibir doce azotes por cadacosa que le falte, ¿no es cierto?

–Sí, señor -dijo en voz muy baja.–Este hombre pertenece a su brigada. Es

uno de los tripulantes de su lancha. Usted sabíaque se había quedado solamente con un zapato yno hizo nada. ¿No cree que es responsable de loque hacen sus hombres? Es usted unavergüenza para la Armada. Se quedará sin suración de grog hasta que le avise. Ha obradomuy mal.

La situación era peor de lo que Jackesperaba, aunque estaba habituado a ver signosde pobreza extrema en la Armada. Sin embargo,el señor Adams y él habían traído tantossuministros como si a los tripulantes les faltaracasi todo, y el ayudante del contador estuvo

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vendiendo piezas de ropa toda la mañana. Por latarde los tripulantes de la Surprise que nopertenecían a la brigada que trabajaba en elDromedary se sentaron en la cubierta, formandopequeños grupos, y para evitar que les criticaranporque la ropa no les quedaba bien,descosieron, arreglaron y volvieron a coser laspiezas de vestir suministradas a la Junta Navalpor un proveedor.

Jack, que caminaba por la parte superior dela jarcia con el señor Alien, hablando de lasposibles formas de aumentar la velocidad delbarco cuando el viento viniera de proa, miróhacia abajo. La cubierta le pareció el taller de unsastre, pues sobre ella había trozos de tela y dehilo por todas partes, y los tripulantes estabansentados con las piernas cruzadas y la cabezainclinada sobre las prendas que cosían,levantando el brazo derecho y moviendo la agujarítmicamente. Estaba satisfecho no sólo porquelos marineros tenían menos pereza sino tambiénporque el Dromedary, ahora con el viento enpopa, que no era el viento con que él ni ningúnotro barco de jarcia de cruz navegaba más

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rápido, desplazaba mucha agua con la proa ynavegaba a una velocidad de cinco nudos ycuatro brazas, una velocidad suficiente parahacer el viaje en una semana, si el viento nocambiaba.

El viento siguió soplando en el mismocuadrante un día más y también a la mañanasiguiente a éste, y aún entonces la mayoría de lostripulantes de la Surprise estaban cosiendo.Habían terminado de arreglar la ropa de trabajo yahora arreglaban la ropa de vestir. Sabían que eldomingo se iba a celebrar el oficio religioso (losmarineros que tenían las mejores voces, reunidospor el señor Martin, ensayaban la canción OldHundredth bajo su dirección en la bodega deproa, y la cubierta vibraba como las paredes dela caja de resonancia de un enorme instrumento)y creían que los tripulantes del Dromedary iban aasistir a él muy bien vestidos, y como no queríanque los tripulantes de un mercante les superaranen elegancia, pero no les parecía adecuadoponerse la ropa de bajar a tierra porque erademasiado lujosa ni tenían tiempo para hacerfinos bordados, estaban cosiendo cintas en las

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costuras de la ropa.No obstante eso, algunos habían dedicado

algún tiempo a pulir la campana de buzo deldoctor, y ahora las grandes placas de plomo querecubrían la parte inferior tenían el brillo másintenso que el roce de la arena y la arcilla podíandarles, y las placas de latón de la parte superiorbrillaban más que el sol. Habían hecho esto parademostrar que sentían simpatía por Stephen,quien caminaba por el barco con un gorro dedormir ensangrentado y tenía un aspectolamentable, y ahora sentían más simpatía por élque antes porque estaban convencidos de queestaba borracho cuando sufrió la herida.

Pero hoy el doctor Maturin no iba a usar elgorro de dormir, pues todos le habían dicho quedebía ponerse una peluca, aunque le molestaramucho, porque el capitán de la Surprise y susoficiales habían invitado a comer al capitán delDromedary y a su primer oficial. Pero habíanañadido que, a pesar de que era tan necesariotener puesta la peluca como llevar calzonesdurante la comida, podría echársela un pocohacia atrás cuando quitaran la mesa e incluso

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quitársela si cantaban al final de la comida. Asípues, con la peluca puesta, Stephen fue a suenfermería provisional. Después de reconocer ados nuevos pacientes, confirmó que tenían sífilisy les reprendió por haber acudido a la enfermeríademasiado tarde, como solían hacer todos, y lesdijo que habían perdido la cabeza y queperderían los dientes, la nariz e incluso la vida sino seguían sus recomendaciones al pie de laletra. Les suprimió el grog, les prescribió unadieta ligera, inició el apropiado tratamiento y lesdijo que el coste de las medicinas se lesdescontaría de la paga. Luego examinó a untripulante del Dromedary, que tenía dolor demuelas, y llegó a la conclusión de que había quesacarle la muela inmediatamente; y entoncesmandó a buscar a dos compañeros suyos, paraque le sujetaran la cabeza, y al infante de marinaque tocaba el tambor.

–A bordo no hay nadie que toque el tambor,señor -dijo su ayudante-. Todos los infantes demarina se quedaron en Malta.

–Es cierto -dijo Stephen-. Pero necesito quealguien toque el tambor.

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No tenía mucha habilidad para sacar muelas,y por ese motivo quería que su paciente estuvieraaturdido y ensordecido por un ruido muy fuerte.

–¿En este barco no tocan un tambor cuandohay niebla? – añadió.

–No, señor -dijeron los compañeros delmarinero del Dromedary-. Usamos caracolas yun mosquete.

–Bueno, eso también podría servir -dijoStephen-. Presenten mis respetos al oficialencargado de la guardia y pregúntenle que si mepuede proporcionar caracolas y un mosquete.No. Esperen. Podremos golpear algunas ollas dela cocina.

Pero, puesto que pocos mensajes secomprenden perfectamente bien y pocos se dansin algo añadido, el doctor sacó la muela,laboriosamente y pedazo a pedazo, entre elsonido de las caracolas, el ruido de los golpes enlas ollas de cobre y los disparos de dosmosquetes.

–Les ruego que me disculpen por llegar tarde-dijo Stephen, sentándose en su puesto, puesJack y sus oficiales y los invitados ya se habían

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sentado a la mesa-. Me demoré porque fui a laenfermería.

–Parece que había una batalla allí.–No. Saqué una muela, una muela muy difícil

de extraer. He ayudado a echar al mundo amuchos niños causando menos molestias a mispacientes.

A todos les pareció que el comentario era demal gusto, y Stephen no lo habría hecho si no lehubieran apremiado para que hablara, pues encircunstancias normales, se hubiera acordado deque los marinos consideraban indelicado hablarde cualquier cosa relacionada con la ginecología.Guardó silencio y, después de tomar sopasuficiente para calmar su apetito, miró a sualrededor. Jack estaba sentado en la cabecerade la mesa, a su derecha estaba el capitán delDromedary y a su izquierda el señor Smith, elprimer oficial de éste. Al lado del señor Alien seencontraba Mowett, que tenía enfrente a Rowan.Stephen, que estaba junto a Mowett, teníaenfrente a Martin. El señor Gill, el oficial dederrota de la Surprise, estaba a la derecha deStephen, y frente a él estaba Hairabedian, el

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intérprete. Y Honey y Maitland, los dos ayudantesdel oficial de derrota, estaban uno a cada ladodel señor Adams, que se encontraba en el otroextremo de la mesa.

En presencia del capitán, estos dos jóveneseran ahora como cuerpos inertes, en la primeraparte de la comida, cuando todavía todosestaban sobrios, y el señor Gill, que era unhombre melancólico y no gustaba de conversarcon la gente, seguramente permanecería ensilencio desde el principio hasta el fin. En elcentro de la mesa, Martin y Hairabedian yahabían empezado a hablar, pues no tenían quesujetarse a las convenciones de la Armada, peroera Jack, desde la cabecera, quien hubieratenido que realizar la difícil tarea de mantener laconversación hasta que la comida se animara,de no haber sido porque poco antes de quellegara los dos tenientes casi habían llegado apegarse por estar en desacuerdo sobre elsignificado de la palabra «dromedario». Los doseran buenos marinos y buenos compañeros, y losdos cultivaban la poesía, pero Mowett escribíapoemas épicos en dísticos, y Rowan, en cambio,

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prefería escribir con tanta libertad como Píndaro.Sin embargo, cada uno pensaba que el otroescribía mal porque no tenía inspiración poética ydesconocía la gramática y el significado de laspalabras. Cuando habían sonado las doscampanadas de la guardia de tarde, la rivalidadentre ambos había llegado a su grado máximopor la palabra que el transporte tenía por nombre,aunque nadie comprendía bien por qué, puesparecía difícil encontrar otras que rimaran conella, y todavía estaban tan acalorados que, apesar de que ahora el capitán Aubrey comía ensilencio el cordero de Valletta, Rowan dijo:

–Doctor, usted que es un naturalista podráconfirmar que un dromedario es un animal peludoy con dos jorobas que camina despacio.

–¡Tonterías! El doctor sabe perfectamenteque el dromedario tiene una sola joroba y caminarápido. ¿Si no por qué iban a llamarlo el barcodel desierto?

Stephen lanzó una mirada a Martin, queestaba perplejo, y luego dijo:

–Si no me equivoco, el significado de lapalabra no es preciso, sino que varía de acuerdo

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con el criterio de quien la usa.Ocurre lo mismo con el nombre «corbeta»,

que los marinos asignan a embarcaciones deuno, dos e incluso tres mástiles. Y tenga encuenta que hay corbetas rápidas y lentas, así quees posible que haya dromedarios ágiles y torpes.No obstante, tomando como ejemplo el excelentebarco del capitán Alien, creo que el dromedarioideal sería uno que se moviera con rapidez y que,tuviera las jorobas que tuviera, pudiera dar unagradable paseo a quien montara en él.

–Algunos dicen drumedario -dijo el contador.Entonces Jack cambió de tema porque

pensó que ese podría parecer desagradable alos invitados, pero el señor Alien retuvo lapalabra en la mente y, después de un rato,mirando por delante de Mowett hacia dondeestaba Stephen, dijo:

–Señor, le agradezco que le haya sacado lamuela al pobre Polwhele. Pero, por favor, dígamepor qué le hacía falta un tambor para sacársela.

–Es un viejo truco de los sacamuelas -dijoStephen, sonriendo-, pero da buen resultado. Enlas ferias, el ayudante del sacamuelas toca el

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tambor no sólo para ahogar los gritos delpaciente, que podrían ahuyentar a otros clientes,sino también para provocar la pérdida parcial dela sensibilidad durante cierto tiempo, en el que suamo puede trabajar. Es un método empírico,pero muy bueno. Durante las batallas, a menudohe notado que los heridos que eran llevados a laenfermería durante una batalla no se habían dadocuenta de que tenían heridas, y muchas veces hecortado miembros destrozados sin oír casiningún quejido y he sondado profundas heridasmientras los pacientes seguían hablando con voznormal. Creo que esto se debe a la intensaactividad, la excitación y el aturdimientoprovocado por el fragor de la batalla.

–Estoy convencido de que tiene razón, doctor-dijo Alien-. El año pasado entablamos uncombate con un barco corsario en el Canal. Eraun lugre procedente de la isla Saint Malo ynavegaba a tres nudos, mientras que nuestrobarco navegaba a dos. Los tripulantes nosdispararon un par de andanadas y abordaronnuestro barco en medio del humo, y no exagerosi le digo que les forzamos a volver a su barco, el

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Víctor, tan rápido como habían venido, y aalejarse de allí inmediatamente después. Pero ledecía todo esto porque después que el combateacabó, cuando estaba sentado tomando una tazade té con el señor Smith, aquí presente -dijo,señalando con la cabeza a su primer oficial-,sentí una molestia en el hombro y, al quitarme lachaqueta, vi que tenía un agujero y que yo teníaotro en el hombro. Luego me di cuenta de quetenía alojada en el hombro una bala de pistola,que había penetrado tanto en la carne que casi lohabía traspasado. Sentí el golpe desde luego,pero pensé que me había caído encima unapolea que se había desprendido y no le diimportancia.

Muchos otros dijeron que a ellos y a susamigos les habían ocurrido cosas parecidas.Después de un breve silencio, el capitán Aubreycontó que una vez, cuando era ayudante deloficial de derrota, una bala le había entrado porun costado, pero que no había podido distinguirentre la sensación producida por la bala y laproducida por la punta de una pica que se lehabía clavado en ese mismo momento, y que la

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bala había estado moviéndose por el interior desu cuerpo hasta que había llegado a capitán, yque el doctor Maturin se la había sacadoentonces de entre los hombros. Luego otroscontaron varias anécdotas más, que, a pesar dereferirse a cosas un poco desagradables,hicieron amena la comida.

La conversación y las risas no cesaron desdeentonces hasta que quitaron la mesa, aunqueStephen, a quien últimamente le molestaba lacompañía de otras personas, permaneció ensilencio, pensando en la señora Fielding.Después, mientras comían higos y almendrasverdes, Stephen vio a Rowan inclinarse haciadelante para decir algo al intérprete.

–¿Dijo usted que conocía a lord Byron?Hairabedian respondió que sí le conocía. Dijo

que tenía el honor de haber comido dos vecescon él y con varios comerciantes armenios quevivían en Constantinopla, y que una vez le habíaalcanzado una toalla cuando salía temblando yamoratado de las aguas del Helesponto.Stephen escrutó su cara redonda y risueña parasaber si decía la verdad. En Valletta había

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hablado con muchísimas personas queafirmaban haber conocido a Byron. Las mujeresdecían que habían rechazado sus insinuaciones,y los hombres, que le habían bajado los humos.Stephen llegó a la conclusión de queHairabedian decía la verdad. No había tratadomucho al intérprete, pero le parecía que erarealmente un hombre instruido, pues habíahablado a Martin de la doctrina de losmonofisitas, que seguían la Iglesia armenia y lacopta, y la de los homusianos, de tal modo queera evidente que las conocía en profundidad.Además, se había ganado la simpatía de losoficiales, no por hablar mucho, aunque hablaba elinglés casi a la perfección, sino porque tenía unamirada viva y una risa contagiosa, les escuchabaatentamente y admiraba la Armada real.

En ese momento vinieron a buscar a Mowett,y el joven se fue en contra de su voluntad.Mientras Rowan, Martin, el contador y losayudantes del oficial de derrota hacían preguntasa Hairabedian, el señor Alien se inclinó haciaStephen y le preguntó:

–¿Quién es ese tal Byron del que la gente

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habla constantemente?–Es un poeta, señor -respondió Stephen-.

Escribe poemas muy malos con fragmentos conauténtica poesía intercalados, aunque no sé siparece que tienen auténtica poesía por elcontraste con los demás. No he leído muchoslibros suyos.

–A mí me gusta oír buenos poemas -dijo elseñor Alien.

Jack tosió y la conversación cesó. Entoncescogió una de las botellas de vino que acababande traer, llenó su copa y dijo:

–¡Señor Adams, brindemos por el Rey!–¡Caballeros, brindemos por el Rey! – dijo el

señor Adams.Después brindaron por el Dromedary, por la

Surprise y por sus novias y esposas, y entoncesJack, mirando al señor Alien, dijo:

–Si le gusta oír poemas, ha venido usted allugar indicado. Mis dos tenientes son excelentespoetas. Rowan, obsequie al capitán con elpoema que relata las hazañas de sir MichaelSeymour, es decir, el primero de ellos, peroempiece por la mitad para que no tarde mucho.

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–Bien, señor, éste es el combate con elThetis, ¿sabe? – dijo Rowan, mirando sonrienteal señor Alien, y luego, sin abandonar el tonoconversacional, continuó:

Doy testimonio de que no se ha visto desdehace

años una lucha tan feroz.A las siete de la tarde la batalla comenzó,y pasaron muchas horas hasta que terminó.Hubo muchos heridos y muchos muertostambién, y la sangre cubrió la cubiertay por los imbornales salió.Tres horas y veinte minutos el horrible

combatesostuvimos, y con trincas amarramossu barco al nuestro para que no pudieran huir.Muchas veces intentaron al abordaje pasar,

perocon rapidez les hicimos retroceder,y aunque eran muchos,al final les pudimos vencer.Entonces arriaron su bandera, porque lucharya no podían, y los marineros británicos,contemplando el admirable espectáculo,

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dieron tres vivas.Tomamos posesión del barco sin tardar,y a Plymouth lo mandamos, compañeros,sin esperar más.Tenía gran cantidad de cañonesmuniciones también,y mil toneles de harina que fueron para losmarineros un valioso botín.El barco venía de Martinica, esa es la verdady la tengo que decir,pero lo encontramos en medio de la nochey a su carrera pusimos fin.Mowett había llegado cuando el joven

recitaba los últimos versos, y Jack, notando sumal disimulada decepción, miró al señor Alien ydijo:

–Los poemas de mi primer oficial tambiénson excelentes, señor, pero quizá su estilo no leguste, porque es moderno.

–¡Oh, no, señor! – exclamó Alien con la cararoja y con gesto risueño-.¡Ja, ja, ja! ¡Me gustamucho!

–Entonces quisiera que recitara el poema deldelfín moribundo, señor Mowett -dijo Jack.

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–Bueno, si insiste, señor -dijo Mowett consatisfacción y, después de explicar que el poemanarraba la historia de unos pescadores en el marEgeo, en tono grave, recitó:

Ahora los marineros, para el barco aliviar,disminuyen las gavias con un rizo.Cada una de las altas vergas, con los cabos

flojos,se empieza a tambalear,y crujen los aparejos y chirrían sus ruedas.Por los altos mástiles bajan con rapidez las

gavias,y pronto, disminuidas, vuelven a ocupar su

lugar.Ahora, cerca de la alta popa, una manada dedelfines ven saltar.De sus bruñidas escamas salieron luminosos

rayoshasta que todo el océano parecía arder.Pronto los marineros empiezan la caza

mortal,y largos arpones y redes con cebo comienzan

aarrojar.

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Uno da vueltas y más vueltas asustadoy, ¡oh, desdichado!, al tridente se acerca

pocoa poco.Stephen dejó de prestarle atención y pensó

en Laura Fielding y en su propia castidad, suinoportuna, ilógica e inútil castidad, próxima a lagazmoñería, y volvió al presente al oír losaplausos dedicados a Mowett cuando terminó derecitar. Entonces habló el señor Alien, y suvozarrón, el característico vozarrón de losmarinos, ahora sin la débil oposición de algunasbotellas, se distinguió entre el ruido general. Dijoque el Dromedary no podía corresponderles conlo mismo, porque no tenía a bordo caballeros detanto talento, pero sí al menos con una canción,que él cantaría supliendo con buena voluntad laposible falta de armonía.

-Damas de España, William -dijo a su primeroficial.

Luego dio tres golpes en la mesa y ambosempezaron a cantar:

Adiós, adieu, hermosas damas españolas,adiós, adieu, damas de España.

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Recibimos órdenes de regresara nuestra querida Inglaterray tal vez no las volvamos a ver nunca más.Casi todos los marinos se sabían la canción,

y cantaron con ellos el coro:Gritaremos y reiremos como auténticosmarineros británicos,y por todos los mares navegaremoshasta llegar a la entrada del canal de nuestraquerida Inglaterra,donde están Ushant[9] y Scilly, separadas portreinta y cinco leguas.Entonces el capitán y su primer oficial

continuaron:Orzamos cuando el viento sopló del suroeste,compañeros,orzamos para acercarnos enseguida a la

entrada,y se hinchó la gavia mayor, compañeros, yavanzamos con rapidez,y pronto empezamos a navegar por el Canal.Abajo, en la camareta de guardiamarinas, los

cadetes que habían sido excluidos empezaron lasiguiente estrofa antes que los marinos que

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estaban en la sala de oficiales y, con voz fuerte,cantaron:

El primer cabo que divisamos fue Dodman,y luego el Rame, cerca de Plymouth,el Start y el Portland y la isla de Wight…Pero el mejor recuerdo que Stephen tuvo de

aquella comida fue la cara risueña deHairabedian y su viva mirada y su voz decontralto, con la que, en medio del ruidoatronador, decía que él, como los auténticosmarineros británicos, navegaría por todos losmares.

CAPITULO 5

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El Dromedary navegaba contra el viento, y suquilla estaba tan próxima a la dirección en quesoplaba que en la cubierta no había apenas airepara respirar ni se oía ningún murmullo en lajarcia. El silencio era casi absoluto, pues sólo seoía el crujido de las vergas y los mástiles cuandoel barco cabeceaba suavemente entre las olas yel rumor del agua al pasar por sus costados.Había silencio en el Dromedary a pesar de queel alcázar estaba abarrotado de marineros, puesse estaba celebrando un oficio religioso.

Los tripulantes del transporte estabanacostumbrados a esto, porque su barco solíallevar soldados de un lado a otro, y los soldadosiban acompañados de pastores con másfrecuencia que los marineros. El carpintero habíaconvertido el cabrestante, que se encontrabajusto detrás del palo mayor, en una mesaaceptable, y el velero había transformado un retalde lona del número ocho en una sobrepelliz queenorgullecería a un obispo. El señor Martin se lahabía quitado al prepararse para pronunciar elsermón, y ahora, en medio del respetuososilencio, miraba una hoja de papel con sus notas.

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Jack, sentado en una silla con brazos, se diocuenta de que iba a leer uno que había escrito élmismo en vez de los escritos por el deán Donneo por el arzobispo Tillotson, como tenía porcostumbre, y eso le causó ansiedad.

–Este fragmento lo he tomado delEclesiastés. Es el versículo ocho del capítulodoce: «Vanidad de vanidades, dijo el predicador,y todo vanidad» -dijo el pastor, e hizo una brevepausa.

Los marineros le miraban expectantes. Elviento era favorable y la velocidad media delbarco había sido de cinco o seis nudos desdeque había salido de Malta, y a veces habíallegado a ocho o nueve, y Jack, por la estimaciónque había hecho y que casi coincidía con la deAlien, creía que avistarían tierra esa mañana. Sufuerza de voluntad y el inexplicable encogimientode los músculos del estómago habían contribuidoa que dejara de intentar que el barco navegaramás rápido, y ahora, cuando se disponía aescuchar al señor Martin, se dio cuenta de queen el fondo de su mente bullían ideas que leprovocaban entusiasmo, como le ocurría en su

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juventud. Sus hombres también se sentíanalegres, pues estaban tan bien vestidos como lostripulantes del Dromedary, sabían que faltabauna hora más o menos para que les sirvieran lacarne de cerdo y el pudín de pasas de losdomingos, y, además, el grog, y pensaban quepodrían conseguir un valioso botín en el mar Rojo.

–Cuando subí a bordo del Worcester, alempezar a ejercer mi ministerio en la Armada -continuó el señor Martin-, lo primero que oí fue:«¡Barrenderos!».

Los fieles sonrieron y asintieron con lacabeza, pensando que nada era más corrienteque eso en un barco de guerra respetable, sobretodo si el primer oficial era el señor Pullings.

–Ya la mañana siguiente me despertó el ruidoque hacían los tripulantes al limpiar la cubiertacon la piedra arenisca y los lampazos, y por latarde vi que otros pintaban un gran pedazo de uncostado.

Siguió hablando de esta clase de cosasdurante un rato, y los marineros le miraban consatisfacción cuando hacía una descripcióntécnica exacta y también cuando se equivocaba

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en algún detalle, y le miraron con mássatisfacción aun cuando les contó que habíavisitado su fragata.

–… la «Alegre Surprise», como la llaman enla Armada. Todos me habían explicado que erala fragata más hermosa del Mediterráneo ytambién la más veloz, a pesar de ser pequeña.

Puesto que Stephen Maturin era un papista,no participaba en ese tipo de oficios religiosos;sin embargo, se había quedado tanto tiempo enla cofa del mesana, mirando al cielo por eltelescopio del capitán Aubrey por si aparecíaalguna golondrina del mar Caspio, que el oficioreligioso había empezado cuando aún estaba allí,por eso pudo oír todo lo que decían y cantabanen él. Mientras los tripulantes de la Surprise y losdel Dromedary cantaban los himnos y lossalmos, en los que había más vehemencia quemusicalidad debido a la rivalidad que había entreellos, Stephen dejó de prestarles atención yvolvió a pensar en Diana y en la carta anónima.Pensó en su peculiar fidelidad y en el rencor queguardaba por una leve ofensa, y le pareció quepodía compararse con un halcón que había visto

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cuando era niño en casa de su abuelo, enEspaña, un halcón común que habían cazado enel bosque y habían domesticado. Tenía unaaudacia y un valor extraordinarios, era enemigomortal de las garzas, los patos e incluso losgansos, y aunque era afectuoso con quienes leeran simpáticos, se volvía hostil e inclusopeligroso si ellos le ofendían. Una vez el niñoStephen había dado de comer a un azor delantedel halcón, y desde entonces el halcón le mirabafijamente, con sus grandes ojos negros muyabiertos, y no se había vuelto a acercar a él.«Nunca ofenderé a Diana», pensó. En esemomento los fieles dijeron «¡Amén!», y pocodespués el señor Martin empezó a pronunciar susermón. Stephen, que desconocía el modo enque predicaban los sacerdotes anglicanos desdeel pulpito, escuchó con atención. «¿Qué pasa?»,se preguntó al oír al pastor hablar tanto de lalimpieza y el mantenimiento de un barco deguerra.

–¿Y qué hay al final de tanta limpieza y tantapintura? – preguntó el señor Martin-. Eldesguace, eso es lo que hay al final. La Armada

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vende el barco, y tal vez el barco sea usadocomo mercante durante unos años, pero al final,a menos que se haya hundido o quemado antes,llega al desguace, convertido en un simplecasco. Incluso el barco más hermoso, incluso la«Alegre Surprise», terminará por convertirse enleña y chatarra.

Stephen miró a los oficiales de la Surprise, alcontador, al condestable y al carpintero. Todospertenecían a su tripulación desde hacía variosaños y habían estado a bordo más tiempo quemuchos capitanes, tenientes y cirujanos. Elcarpintero, un hombre apacible por naturaleza y,además, por su profesión, estaba perplejo,mientras que el señor Hollar y el señor Borrelltenían el entrecejo y los labios fruncidos ymiraban al pastor con una mezcla dedesconfianza y rabia. Stephen no podía ver lacara de Jack Aubrey desde la cofa del mesana,pero veía su espalda, y por lo erguida que latenía, supuso que su expresión eramalhumorada. Por otra parte, muchos de lostripulantes más antiguos distaban mucho deestar complacidos.

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Como si se hubiera percatado de la antipatíaque había despertado en quienes le rodeaban, elseñor Martin continuó el sermón hablando rápido.Invitó a los que le escuchaban a pensar en elviaje que el hombre hacía a través de la vida, y enque durante ese viaje cuidaba de su cuerpo,lavándose, vistiéndose y alimentándose, ycuidaba de su salud, a veces en extremo, conejercicio, paseos a caballo, abstinencia, bañosde mar, baños fríos, jubones de franela, sangrías,sudores, dietas y medicinas, pero que todo esono servía de nada, porque al final sería derrotadoinevitablemente, al final llegaría a la decrepitud ytal vez incluso a la imbecilidad. Añadió que si lamuerte no le derrotaba cuando era joven, podríanprovocar su derrota la vejez y la falta de salud, deamigos y de comodidades en un momento enque la mente y el cuerpo eran menos fuertes parasoportarlos, o quizá la insoportable separacióndel marido y la mujer, o muchas otras cosas. Yterminó diciendo que al final de la vida en estemundo no hay sorpresas, y mucho menossorpresas agradables, sino dos cosas seguras:la derrota y la muerte.

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–¡Cubierta! – gritó el serviola desde la vergajuanete de proa-. ¡Tierra por la amura de estribor!

El grito cambió por completo el ambiente einterrumpió el sermón del señor Martin. Despuésel pastor hizo cuanto pudo por aclarar que apesar de que la vida del hombre en la Tierrapodía compararse con la de un barco, el hombretenía una parte inmortal y el barco, en cambio, no,y que la limpieza y el mantenimiento de esa parteinmortal le permitiría encontrarse al final con unaagradable sorpresa, pero que la negligencia,tanto por falta de reflexión como por falta decontinencia, le llevaría a la muerte eterna. Sinembargo, muchos de los fieles habían dejado desentir simpatía por él y muchos más habíandejado de prestarle atención, y, además, él noera un buen orador y su seguridad y su poder deconvicción habían disminuido por el hecho deque había sido despreciado, así que sedesanimó y volvió a ponerse la sobrepelliz yterminó el oficio religioso en la forma tradicional.

Unos momentos después del último amén, elseñor Alien subió a la cofa del mayor seguido deJack.

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–Ahí está, señor -dijo en tono triunfal, dando eltelescopio a Jack-. En la colina de la derechaestá la fortaleza de Tina, y en la de la izquierda,la vieja ciudad de Pelusio. La recalada ha sidomuy rápida, aunque no debería decirlo yo.

–La más rápida que he visto en mi vida -dijoJack-. Le felicito, señor.

Estuvo observando la lejana costa, una costalisa y baja, durante un rato y luego preguntó:

–¿Ve una especie de nube al noroeste de lafortaleza?

–Seguramente son las aves acuáticas queviven en la boca del Nilo -respondió Alien-. Esaparte no es más que una inmensa ciénaga ahora,y las aves se crían allí a centenares. Hay grullas,cuervos marinos y otras aves parecidas. Sepasan la noche farfullando, y si uno pasa cercade allí cuando el viento sopla del suroeste, puedeoírlas y, además, ver que la cubierta se recubrede varias pulgadas de excrementos.

–Al doctor le encantará saber esto -dijo Jack-.Le gustan mucho las aves curiosas.

Poco después, mientras bebía una copa devino de Madeira en la cabina, dijo:

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–Tengo una sorpresa para ti, Stephen. Elseñor Alien me ha dicho que hay innumerablesaves acuáticas en la boca del Nilo.

–Lo sé perfectamente, amigo mío -dijoStephen-. Este extremo del delta es conocido entodo el mundo cristiano como la morada de lapolla de agua de plumaje púrpura y de otras milmaravillas de la creación. Y también séperfectamente que me obligarás a alejarme deaquí enseguida, sin sentir remordimientos, comohas hecho tantas veces antes. En verdad, mepregunto cómo es posible que hayas cometidoesta crueldad, que me hayas hablado de eselugar.

–No sin remordimientos -dijo Jack, volviendoa llenar la copa de Stephen-. Lo que ocurre esque no hay tiempo que perder, ya lo sabes.Hasta ahora hemos tenido mucha suerte, porqueel viento ha sido favorable en todo momento y larecalada ha sido más rápida de lo quecualquiera hubiera podido imaginar, y haymuchas probabilidades de que lleguemos aMubara mucho antes de la luna llena, así quesería una lástima estropearlo todo por ver la polla

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de agua de plumaje púrpura. Sin embargo, sitenemos éxito, repito, Stephen, si tenemos éxito -dijo Jack, tocando la pata de la mesa-, teprometo que a la vuelta Martin y tú podréis llenarel estómago de pollas de agua rojas, blancas yazules, y de águilas de dos cabezas en el marRojo y aquí.

Entonces hizo una pausa, luego estuvosilbando muy bajo unos momentos y, por fin,continuó:

–Dime, Stephen, ¿qué es una bolsa?–Es un saquillo en que las personas guardan

el dinero. Vi algunos e incluso tuve uno en mistiempos.

–Lo que debería haber preguntado es a quéllaman los turcos una bolsa.

–A quinientas piastras.–¡Dios mío! – exclamó Jack.No era un hombre codicioso ni avaro, pero

desde su juventud, mucho antes de que seenamorara de las matemáticas, podía calcularcon rapidez, como la mayoría de los hombres demar, el botín que le reportaría una presa. Ahorasu mente, acostumbrada desde hacía mucho

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tiempo a hacer cálculos astronómicos y náuticos,calculó en pocos segundos la parte de un botínde cinco mil bolsas que le correspondía a uncapitán y su equivalente en libras esterlinas, unaimpresionante suma que no sólo le permitiríaresolver los complicados problemas que tenía enInglaterra, sino también volver a tener una fortuna,pues había arriesgado la que había hechogracias a su habilidad como marino, sucombatividad y su buena suerte, y,desgraciadamente, había perdido gran parte deella porque había confiado demasiado en loshombres de tierra adentro, a quienesconsideraba más honestos de lo que en realidaderan, y había firmado documentos legales sinleerlos previamente porque le habían aseguradoque eran simples formalidades.

–Bueno, esa es una noticia muy buena, muybuena -dijo, llenando las copas otra vez-. Nohabía hablado de este asunto con nadie hastaahora, porque no era algo seguro sinosimplemente una hipótesis. Y aún lo es, desdeluego. Pero, dime, Stephen, ¿crees que tenemosposibilidades de tener éxito?

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–Respecto a este asunto, mi opinión tienemuy poco valor -dijo Stephen-, pero me pareceque, en general, cuando se habla tanto de unaexpedición como se ha hablado de ésta, no hayprobabilidades de coger al enemigo porsorpresa. Era un tema de conversación frecuenteen Malta, y no hay ningún hombre a bordo que nosepa adonde vamos. Por otra parte, hay quetener en cuenta esos elementos completamentenuevos, el acuerdo con los franceses y el envíode la galera para recoger a los ingenierosfranceses, los cañones y el dinero. Naturalmente,no sé de qué fuente procede la información, ytampoco si es veraz, pero el señor Pocock estáconvencido de que es cierta, y el señor Pocockno es ningún tonto.

–Me alegro mucho de que pienses así -dijoJack-. Esa es exactamente mi opinión -añadió,sonriendo porque en su mente veía claramente lagalera de Mubara navegando con rumbo norte ybastante hundida en el agua a causa de supesada carga-. Todavía hay sorpresasagradables en este mundo, diga lo que diga elseñor Martin. He tenido docenas de ellas. Has

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oído su sermón, ¿verdad?–Estaba en la cofa del mesana.–Quisiera que no hubiera hablado así de la

fragata.–Lo hizo para ser amable contigo y mostrarte

su agradecimiento.–¡Oh, sí! No creas que soy ingrato. Sé que lo

hizo para ser amable conmigo, y le estoyagradecido. Pero los marineros estánmalhumorados, y Mowett, furioso. Dice Mowettque nunca podrá lograr que vuelvan a esmerarseen limpiar la cubierta ni en pintar el barco, porqueen el sermón se decía que ambas cosas eranvanidades y que por su causa el barco iba aldesguace.

–Si no le hubieran interrumpido, no me cabeduda de que se habría explicado mejor y hubierahecho comprender el sentido figurado de suspalabras incluso a la persona menos inteligente.Pero, aun en un caso así, es un error usar troposy símiles en esta época tan falta de poesía, amenos que uno sea otro Bossuet.

–No está tan falta de poesía, amigo mío -dijoJack-. Esta misma mañana, justo después del

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oficio religioso, a Rowan se le ocurrió el versomás hermoso que he oído en mi vida. Él estabaexaminando los cañones de seis libras con elsegundo oficial y dijo: «¡Oh, máquinas mortalescuyas toscas gargantas / los terribles gritos delinmortal Júpiter imitan…».

–¡Excelente, excelente! Dudo queShakespeare hubiera hecho uno mejor -dijoStephen muy serio, asintiendo con la cabeza.

Desde hacía tiempo se había dado cuenta deque los dos jóvenes tenían una tendencia muymala, una tendencia a cometer plagios, originadapor el hecho de que cada uno pensaba que elotro había leído muy pocos libros además deElements of Navigation.

–La comida está servida -anunció Killick,asomándose a la puerta y dejando pasar un olorque les era familiar, el desagradable olor de lacol hervida.

–Ahora que lo pienso -dijo Jack y vació lacopa-, creo que estás equivocado con respectoa los tropos y los símiles. Yo entendí la alusiónenseguida y le dije a Alien: «Creo que se refiereal trueno», y Alien me contestó: «Sí, me di cuenta

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enseguida».Entonces sonrió, pensando en la posibilidad

de hacer un juego de palabras con los términos«cañón» y «trueno», pero enseguida se le ocurrióuna frase mejor, y dijo:

–Creo que Rowan es otro Bossuet.Enseguida su risa franca y juguetona llenó la

cabina y la popa del Dromedary, su eco llegóhasta la proa, y la cara se le puso de color rojoescarlata. Killick y Stephen, sin poder evitarreírse también, se quedaron mirándole hasta quele faltó el aliento. Entonces Jack, jadeando, sesecó los ojos, y luego se puso de pie,murmurando todavía:

–¡Otro Bossuet! ¡Dios mío!Durante la comida el olor de la col y el

cordero hervidos fue reemplazado por el delcieno, pues el transporte estaba acercándose ala costa y acababa de pasar la invisible fronterade la zona donde el viento del oeste no venía dealta mar sino del delta del Nilo y de las marismasque bordeaban Pelusio. El señor Martin habíaestado silencioso hasta ahora, a pesar de que lehabían invitado a hacer un brindis el capitán

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Aubrey, el señor Adams, el señor Rowan, eldoctor Maturin e incluso el melancólico señor Gill,que casi nunca bebía; sin embargo, en esemomento puso una expresión satisfecha.Entonces lanzó una significativa mirada aStephen y tan pronto como pudo se levantó de lamesa.

Stephen tenía que preparar algunas dosis demedicamentos para los enfermos que tendríanque quedarse allí, pero cuando terminó y le confiólos jarabes y los granulados al segundo oficial delDromedary, un escocés de mediana edad muyreservado, también él fue corriendo a la cubierta.La costa estaba mucho más cerca de lo queesperaba. Era una costa lisa con una larga playade arena de color pardo rojizo que hacía parecerel azul del mar más intenso todavía, detrás de laplaya había dunas, y detrás de las dunas unacolina sobre la que se alzaba una fortalezaflanqueada por una especie de pueblo. A unasdos millas a la izquierda había otra colina, y, através del aire que vibraba por el calor, se veíantrozos de piedra esparcidos que parecían ruinas.Había muy pocas palmas y estaban aisladas. El

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resto era una infinita cantidad de arena, la arenablanca del desierto de Sin.

El señor Alien había mandado arriar todas lasvelas excepto el velacho, y el transporte, con elancla ya preparada para ser echada al agua, seacercaba a la costa a una velocidad apenassuficiente para maniobrar, mientras un sondadordecía cuál era la profundidad del marconstantemente: «¡Marca veinte! ¡Marcadieciocho! ¡Marca diecisiete…!». Casi todos losque iban a bordo del transporte estaban en lacubierta mirando hacia la costa con curiosidad y,como era usual en ocasiones como esa, ensilencio. Por eso Stephen se asombró al oír unarisa cerca del costado del barco, y se asombrómás aún cuando llegó al pasamano y vio aHairabedian dando brincos en el agua. Sabíaque el intérprete armenio solía bañarse en elBósforo y le había oído lamentarse de que elbarco nunca navegaba lo bastante despaciopara que él pudiera darse un chapuzón, perohabía supuesto que si se tiraba al agua era paradar unas cuantas brazadas convulsivas, comohacía él, no moverse entre las olas con la soltura

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de un anfibio. Podía nadar con suficiente rapidezpara mantenerse junto al transporte, y a vecesnadaba con la mitad de su rechoncho cuerpofuera del agua y otras se zambullía y pasaba pordebajo del barco nadando y salía a la superficiecerca del costado opuesto, lanzando chorros deagua como un tritón. Pero sus gritos y elborboteo del agua molestaban al señor Alien,porque no podía oír al sondador siempre, y Jack,al darse cuenta de esto, se inclinó sobre la borday gritó:

–¡Señor Hairabedian, suba a bordoenseguida, por favor!

El señor Hairabedian subió y se quedó allí depie unos momentos. Tenía puestos unoscalzones de percal negros atados a la cintura ylas rodillas con cintas blancas que le daban unaspecto ridículo, y el agua chorreaba de sucuerpo pequeño, ancho como un barril y velloso,y de los mechones de pelo negro que rodeabansu calva. Como había notado las miradas dereproche, su amplia sonrisa de rana habíadesaparecido y su expresión alegre había sidoreemplazada por una resignada. Pero su

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malestar no duró mucho. El señor Alien dio laorden de echar el ancla, y enseguida el anclacayó al agua y la cadena se desenrolló. Entoncesel barco viró la proa contra el viento y elcondestable hizo la primera de las once salvasque debía disparar, ya que, según un acuerdotomado hacía tiempo, saludarían y seríanrecibidos con ese número de salvas.

Pero parecía que las salvas habíansorprendido a los turcos o no los habían sacadode su sopor, pues no respondieron. Durante lalarga y silenciosa espera, Jack sintió cómo suindignación aumentaba por momentos. Eracapaz de soportar que le trataran condescortesía y con desprecio, pero le parecíaintolerable incluso la más leve ofensa a laArmada real, y esta ofensa no era leve, puesresponder al saludo era un asunto muyimportante. Al mirar la fortaleza por el telescopio,vio que lo que pensaba que era un pueblo era enrealidad un grupo de tiendas entre las cualeshabía asnos y camellos y algunos hombres conropa de paisano sentados en la sombra, y todo elconjunto le pareció una feria en la que todos

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estaban soñolientos. Y no notó movimiento en elinterior de la fortaleza.

–Señor Hairabedian, vaya a vestirseinmediatamente. Señor Mowett, baje a tierra ydiga al señor Hairabedian que les pregunte quéocurre y qué piensan. Bonden, prepara mi falúarápido.

Hairabedian bajó corriendo y reapareció unosminutos más tarde con una túnica blanca y uncasquete bordado. Entonces dos robustosmarineros, tan disgustados como su capitán, lebajaron hasta la falúa. La embarcación avanzóhacia la costa con tanta rapidez que, por elimpulso que llevaba, se detuvo sobre la playa.Pero antes de que Mowett y Hairabedian llegarana las dunas, se oyeron débiles cañonazos en lafortaleza y un grupo de soldados bajaron por elsendero en dirección a ellos.

Puesto que Jack no quería parecerpreocupado, le dio el telescopio a Calamy, yluego empezó a dar paseos por el lado deestribor del alcázar con las manos tras laespalda. Pero el doctor Maturin no tenía esapreocupación, no estaba allí para preservar la

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dignidad del rey Jorge ni de nadie, así que lequitó el telescopio al cadete y lo dirigió haciaaquel grupo. Los soldados habían llegadoadonde estaba la falúa, y Hairabedian y tres ocuatro de ellos discutían a la manera oriental,agitando los brazos, pero antes de que Stephenpudiera descubrir el motivo de la discusión (siera una discusión), Martin le señaló un ave quevolaba en lo alto del cielo despejado, con susalas blancas como la nieve totalmente abiertas,que parecía ser una cuchareta, y ambosestuvieron mirándola hasta que regresó la falúa,en la cual venía un funcionario egipcio pálido,serio y preocupado.

Jack condujo a los hombres abajo y ordenóque trajeran café.

–Con su permiso, señor -dijo Hairabedian envoz baja-, el efendi no puede comer ni bebernada hasta que se ponga el sol. Estamos en elramadán.

–En ese caso, no vamos a atormentarle ni atorturarle bebiendo delante de él -dijo Jack-.¡Killick! ¡Killick! ¡No traigas el café! Dígame,señor Hairabedian, ¿qué pasa en la costa?

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¿Este caballero ha venido a invitarme a bajar atierra o tengo que volar la fortaleza delante desus narices?

Hairabedian le miró alarmado, peroenseguida se dio cuenta de que el capitánAubrey hablaba en broma y, sonriendo, le dijoque lo que había ocurrido era que el Dromedaryhabía llegado demasiado pronto, que no loesperaban hasta después del ramadán, y aunquelos habitantes del pueblo ya habían reunido losanimales de tiro, que era precisamente lo quehacía que aquel lugar pareciera una feria, losoficiales del Ejército no estaban preparados.Añadió que durante los últimos días del ramadán,muchos musulmanes se retiraban a un lugaraislado para orar, y que el bey Murad estaba enla mezquita de Katia, a una hora o dos decamino, y el segundo al mando de la guarniciónhabía acompañado a un sacerdote que se habíaretirado a un lugar costero y se había llevado lallave del arsenal. Le explicó que ese fue el motivopor el que habían tardado en disparar las salvascuando llegó el Dromedary y que el único oficialque allí quedaba, un odabashi, se vio obligado a

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usar la pólvora que contenían los frascos quellevaban los soldados.

–¿Este caballero es el odabashi?–¡Oh, no, señor! El es un hombre instruido, un

efendi, y escribe cartas poéticas en árabe yhabla griego, y el odabashi, en cambio, no esmás que un tosco militar, un jenízaro que tiene unrango equivalente al de contramaestre. Elodabashi no se atreve a abandonar su puesto ysubir a bordo del transporte sin una orden,porque Murad es un hombre irascible y ledesollaría y después le mandaría al cuartelgeneral. Sin embargo, el honorable efendi -dijo,mirando hacia el egipcio y haciendo unainclinación de cabeza-, es un funcionario, y susituación es completamente diferente. Ha venidoa presentarle sus respetos y a decirle que todo loque tenían que preparar los habitantes del puebloya está a punto y que con mucho gusto leproporcionará cualquier cosa que necesite.También quiere comunicarle que pasadomañana traerán un gran número de lanchas deMenzala para llevar a sus hombres y suspertrechos a la costa.

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–Diga al efendi que le agradezco su visita ysus esfuerzos, pero que no debe preocuparsepor las lanchas, porque nosotros tenemosmuchas. Además, pasado mañana pienso estarya a medio camino de Suez. Por favor,pregúntele si puede decirnos cómo es el caminode Suez.

–Dice que ha viajado por ese camino variasveces, señor. Dice que al sur de Tel Farama,aquel monte que está allí, y cerca del oasisllamado Bir ed Dueidar, pasa la ruta de lascaravanas que van a Siria, y que el tramo queestá después es el que siguen los peregrinospara ir al mar Rojo para tomar el barco que va aJeddah. También dice que hay varios oasis másy que si los pozos están secos, puede ir a loslagos Balah y Timsah, y que el camino es llano encasi toda su extensión, y firme, a menos quehaya habido tormentas de arena, pues suelenformar dunas movedizas.

–Sí, eso coincide con lo que me habían dicho.Me alegro de que él lo haya confirmado. Por otraparte, supongo que el odabashi ya habrámandado a decir a Murad que estamos aquí.

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–Me temo que no, señor. Dice que no sedebe molestar al Bey durante su retiro por ningúnconcepto, y que tal vez regrese a la fortalezamañana por la noche o la noche siguiente.También dice que, de todas formas, es mejoresperar a que termine el ramadán para haceralgo, pues no se hace nada durante el ramadán.

–Comprendo. Entonces diga al efendi quebaje a tierra enseguida y que nos proporcionecaballos a usted y a mí y también un guía.Nosotros bajaremos en cuanto dé las órdenesnecesarias.

Después de esperar a que el egipcio, máspálido y preocupado que antes y visiblementedébil por falta de alimento, terminara de bajar porel costado, Jack reunió a sus oficiales y les dijoque se prepararan para desembarcar enbrigadas.

–Será un desembarco vi et armis, caballeros-dijo y, satisfecho con la frase y con el deseo deobtener alguna respuesta, repitió-: Vi et armis.

Entonces escrutó los rostros sonrientes deaquellos hombres que se encontraban ante él ynotó que estaban animados, pero que no habían

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comprendido. Estaban contentos de verle tanalegre, pero lo que realmente les importaba enese momento era recibir instrucciones claras ydetalladas. El capitán Aubrey, dando un suspirocasi imperceptible, se las dio. Dijo que loshombres debían bajar a tierra con las armas y elequipaje en cuanto él diera la señal, queprobablemente daría dentro de media hora, y,marchando en filas, irían directamente alcampamento que habían preparado para ellos, yallí esperarían sus instrucciones; y no debíandispersarse ni acostarse, pues pensaba recorrerun pequeño tramo del camino esa noche. Dijoque se daría a los tripulantes su ración de tabacoy ron de cuatro días, porque si tenían que beber,era mejor que bebieran como cristianos, yordenó que dos suboficiales fueran sentadosdurante todo el viaje sobre los barriles paravigilarlos. Por último, dijo que, a pesar de que sedaría a los marineros la comida del lugar, debíanllevar la ración de galletas de ese mismoperíodo, pues así se evitarían las quejas de losque tenían el estómago delicado. Entonces,elevando la voz y volviendo la cabeza hacia la

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cabina contigua, porque sabía que su reposteroestaba escuchando detrás del mamparo, dijo:

–¡Killick! ¡Killick! Saca una camisa conchorrera, mi mejor chaqueta, las botas hessianasy los pantalones azules, tanto si son adecuadossegún la etiqueta o no, porque no quieroestropearme los calzones blancos cabalgandopor Asia. Y mi mejor sombrero, con el chelengkcolocado. ¿Me has oído?

Killick había oído, y puesto que habíaentendido que el capitán iba a visitar alcomandante general del Ejército turco, porprimera vez en su vida sacó la mejor ropa sinrezongar ni proponer otra diferente. Además,llegó incluso a sacar la medalla del Nilo de Jack yel sable de cien guineas.

«¡Dios mío, ha aumentado un codo[10] deestatura!», pensó Stephen cuando el capitánAubrey apareció en la cubierta abrochándose elcinturón del que colgaba ese sable.

Era cierto. La idea de realizar una acciónimportante parecía aumentar la altura y laanchura de Jack y le hacía poner un gestodiferente, un gesto adusto y evasivo. Jack era un

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hombre realmente corpulento, capaz de llevar sindificultad un montón de diamantes en elsombrero, y cuando aumentaba su talla moral, suaspecto causaba mucha impresión incluso enquienes le conocían bien y sabían que era unhombre benévolo y amable, aunque no siempreun agradable compañero.

Jack habló con el señor Alien y pocodespués, justo cuando él y Hairabedian estabana punto de bajar a la falúa, vio a Stephen y aMartin. Entonces su gesto hosco se transformóen uno risueño.

–Doctor, voy a bajar a tierra -dijo-. ¿Quieresvenir conmigo? – preguntó y, al ver que Stephenmiraba a su compañero, añadió-: Podemoshacer sitio al señor Martin, sin nos apretamos.

–¡Y pensar que dentro de cinco o diezminutos caminaré por la costa de África! –exclamó Martin cuando la falúa zarpó-. Noesperaba lograr algo tan importante.

–Siento decepcionarle -dijo Jack-, pero esacosta que ve es la costa de Asia. África está unpoco más a la derecha.

–¡Asia! – exclamó Martin-. ¡Tanto mejor!

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Se rió con ganas, y aún reía cuando la falúavaró en la arena de la costa asiática.

El siniestro Davis, que era el remero de proa,saltó a la playa y colocó la plancha para que elagua no salpicara las relucientes botas delcapitán, y tuvo incluso la amabilidad de dar sumano velluda y áspera a Stephen y a Martincuando bajaban torpemente como dos marinerosde agua dulce.

A poca distancia de la orilla del mar, la arenadejaba paso a un terreno ondulante cubierto delodo reseco y de olor penetrante, y el terrenocubierto de lodo dejaba paso a las dunas.Cuando llegaron a las dunas, el viento seencalmó y el calor despedido por la tierra lesenvolvió, y con el calor llegó un enjambre demoscas negras, gordas y peludas que seabalanzaron sobre ellos y empezaron a caminarpor su cara, a subir por las mangas de su ropa ya bajar por su cuello.

Al final del camino les recibió un hombrerechoncho con sus largos brazos colgando a loslados del cuerpo. Era un militar y les saludó a lamanera turca. Después miró fijamente a Jack y

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su chelengk, y en su cara ancha y de tez amarillaverdosa, tal vez la cara más fea de todo el mundomusulmán, apareció una expresión de asombro.

–Éste es el odabashi -dijo Hairabedian.–Ya veo -dijo Jack, respondiendo al saludo.Pero parecía que el odabashi no tenía nada

que decir, y como anhelaban llegar a lo alto de lacolina porque pensaban que allí había menoscalor y menos moscas, Jack prosiguió la marcha.Sin embargo, apenas había avanzado cincoyardas cuando el odabashi se acercó a él y,visiblemente nervioso, inclinó muchas veceshacia delante la parte superior de sudesproporcionado cuerpo mientras, con suáspera voz, decía algo con ansiedad y respeto.

–Le ruega que pase por la entrada principalpara que pueda ser recibido por la guardia y lostrompetistas -dijo Hairabedian-. También leruega que entre y tome asiento a la sombra.

–Déle las gracias y dígale que tengo prisa yno puedo desviarme de mi camino -dijo Jack-.¡Malditas moscas!

Era obvio que el desdichado odabashi nosabía qué hacer, porque tenía miedo de molestar

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a una persona con un adorno tan valioso como eldel capitán Aubrey y tenía miedo del bey Murad.Estaba tan angustiado que decía incoherencias;sin embargo, entre las excusas y las frasesinacabadas, dijo algo muy claro, que no iba amandar a buscar a su jefe, porque el Bey habíadado orden de que no se le molestara y elprincipal deber de un soldado era la obediencia.

–¡Que se vaya al diablo! – dijo Jack,caminando aún más rápido entre las moscas-.Dígale que vaya a dar lecciones de moral a otrolado.

Ahora subían por la colina donde seencontraba la fortaleza, caminando por el lodoendurecido, y en cuanto empezaron a caminarpor las dunas, el número de moscas disminuyó,pero el calor aumentó.

–Tienes muy mal color -dijo Stephen-. ¿Nocrees que deberías quitarte esa chaqueta tangruesa y aflojarte la corbata? Los sujetoscorpulentos y gruesos son propensos a tenerapoplejía y congestión cerebral y, por tanto, amorir de repente.

–Me pondré bien en cuanto me siente en la

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silla de montar y empiece a cabalgar -dijo Jack,que no tenía deseos de deshacer el perfectonudo de su corbata-. ¡Allí está el efendi! ¡Dios lebendiga!

Se aproximaban al campamento que estabaen la ladera de la colina, al este de la fortaleza,que ahora daba sombra a la ladera, y vieron alefendi junto a varios caballos y mozos de cuadra,a cierta distancia de las tiendas y los animalesde tiro. Entonces el efendi mandó a un muchachoa salir a su encuentro. El muchacho, que erahermoso, delgado y ágil como un gamo, lessaludó con una sonrisa triunfal, dijo que sería suguía hasta Katia y luego les guió por entre lastiendas, las cabañas hechas de ramas detamariz y los camellos que, echados en el sueloen la misma postura que los gatos, miraban a sualrededor con arrogancia.

–¡Camellos! – gritó Martin-. ¡Camellos! Y, sinduda, estos son los tabernáculos en que seescribió la Sagrada Escritura.

Su único ojo brilló, y, a pesar de las moscas ydel asfixiante calor, que a los que acababan devenir del mar les era más difícil de soportar, puso

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una expresión alegre, una expresión quecontrastaba con la de los camelleros, quienes,apáticos a causa del ayuno, estaban tumbadosen la sombra y parecían moribundos. Sinembargo, los caballos tenían muchas energías.Eran tres hermosos caballos árabes, dos deellos bayos y de pequeño tamaño, y el tercero,una yegua de casi dieciséis palmos, y los tresparecían muy contentos y atentos a lo que ocurríaa su alrededor. La yegua, una de las criaturasmás hermosas que Jack había visto, tenía un rarocolor dorado, la cabeza pequeña y los ojosgrandes y brillantes. A Jack le gustó la yegua encuanto la vio y, aparentemente, le causó buenaimpresión, porque aguzó sus pequeñas orejas yle miró con interés cuando él le preguntó cómoestaba.

–Señor Hairabedian, por favor, diga al efendique admiro su buen gusto -dijo, pasando la manopor el cuello de la yegua-, que la yegua es muyhermosa y que le estoy muy agradecido.Cuéntele qué preparativos hemos hecho para eldesembarco de los marineros y dígale quetendrán que esperar aquí hasta que yo regrese,

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que probablemente será poco después delocaso, y que espero que entonces los marinerosya hayan comido, los animales ya hayan bebido,las tiendas estén plegadas y los farolespreparados, porque así podremos ponernos enmarcha sin perder ni un minuto.

Hairabedian dio el mensaje al efendi, quedejó de tener una expresión preocupada y, entono satisfecho, dijo que las instrucciones delcapitán serían seguidas al pie de la letra.

–Muy bien -dijo Jack-. Doctor Maturin, tengala amabilidad de hacer la señal convenida albarco con su pañuelo.

Estaba a punto de montar cuando elodabashi avanzó y agarró las riendas paraayudarle a subir, diciendo algo muy semejante a«Perdóneme, milord».

–Gracias, odabashi -dijo Jack-. Sin duda, esusted un hombre honesto, pero muy tonto. ¿Quéocurre? – preguntó, mirando a Stephen, quehabía sujetado una rienda.

–Supongo que no tendrás nada que objetar aque nos acerquemos un poco al delta, en camellotal vez. Así podremos caminar por África y ver

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parte de su flora.–No tengo nada que objetar -dijo Jack-.

Puedes recoger todas las flores que quieras contal que cuides de que no te devoren los leones ylos cocodrilos, y, sobre todo, que regreses atiempo. ¿Quieres que Hairabedian hable con elefendi para que os ayude?

–No, no. Nos arreglamos muy bien con elgriego. ¡Ve con Dios!

Jack movió hacia un lado la cabeza de layegua y siguió al muchacho. Empezaron a bajarla colina oblicuamente por detrás de la fortaleza,y cuando llegaron abajo vieron un grupo detiendas negras entre las que había camellos ycaballos atados con cabestros: era uncampamento beduino. Entonces la yegua levantóla cabeza y dio un fuerte relincho. Un hombre conuna barba larga y gris y una camisa de dormirsucia salió de una de las tiendas y saludó con lamano, y la yegua volvió a relinchar.

–Dice el muchacho que ese es Mohamed ibnRashid, el hombre más grande y gordo de BeniKhoda, el más pesado del desierto del norte.También dice que la yegua es suya y que todos

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pensaron que sería adecuada para usted -dijoHairabedian.

–Bueno, no hay nada como la sinceridad -continuó, enderezando la cabeza de la yegua,que intentaba aproximarse a las tiendas-. Sólotardaremos una hora más, o menos, en llegar aKatia. Llévame hasta allí y después volverás contu amo.

No tenía duda de que la yegua le habíaentendido perfectamente bien. La vio mover suspequeñas orejas una o dos veces y luegoinclinarlas hacia delante, y después dar uncurioso saltito para cambiar el paso y empezar atrotar. Dejaron atrás, a la derecha, la colinadonde estaban las ruinas de Pelusio, y ahoratenían ante ellos una vasta extensión de arenadura de color pardo rojizo salpicada depequeñas piedras planas. Entonces la yeguaempezó a andar a galope, dando saltosextremadamente largos, y sus movimientos erantan ágiles que parecía que llevaba encima unniño, y muy delgado, en vez de un corpulentocapitán de navío con su magnífico uniforme y unmontón de galones dorados. Pero esto no le

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impedía galopar. El muchacho hizo que sucaballo adelantara a los demás, pero Jack notóque a la yegua no le gustó porque se puso tensa.Entonces dejó que hiciera lo que quisiera, y ellacambió el paso enseguida, como si laimpulsaran. Pocos momentos después ya estabaal otro lado de la bahía, corriendo por la llanuravelozmente, tan velozmente como Jack nuncahabía imaginado, y con los mismos movimientoságiles y perfectos, saltando tan alto y tocando elsuelo a intervalos tan largos que parecía volar.Jack sintió el viento golpearle la cara y atravesarsu gruesa chaqueta, y su corazón se llenó degozo. Nunca había sentido tanto placercabalgando; nunca le había parecido que era tanbuen jinete, y, verdaderamente, nunca habíacabalgado tan bien.

Pero eso no podía durar. Refrenó la yeguadespacio, diciendo:

–Vamos, cariño, este comportamiento no esprudente. Tenemos un largo camino que recorrer.

La yegua volvió a relinchar, y Jack notó conasombro que no estaba más sofocada queantes. Poco después los otros les dieron alcance

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(Hairabedian haciendo un gran esfuerzo poravanzar), y Jack preguntó cuál era su nombre.

–Yamina -respondió el muchacho.«Si tenemos éxito, y si el dinero tienta al

hombre más gordo del desierto, la llevaréconmigo y la meteré en mi cuadra. Los niñospodrían aprender a montar en ella, y gracias aella Sophie se reconciliaría con los caballos»,pensó Jack.

Siguieron cabalgando, ahora a una velocidadmás prudente, y Jack pensó en Murad. Por lo quele había ocurrido en Jonia, sabía que a menudohabía una gran diferencia entre los objetivos delSultán y los de los gobernantes locales turcos, yentre lo que ordenaba el uno y lo que hacían losotros. Ideó varias formas de tratar con él, pero lasdescartó y luego pensó: «Si es un turco honesto yfranco, enseguida nos pondremos de acuerdo,pero si es un hombre tortuoso, tendré queaveriguar cuáles son sus ideas. Y si no puedoponerme de acuerdo con él, tendré que hacer elviaje solo, aunque ese será un mal comienzo».

Ahora que el hipotético plan se habíaconvertido en una posibilidad, deseaba con

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ansia que tuviera éxito. Desde luego, uno de losmotivos era el tesoro que, según decían, llevabala galera a Mubara, pero no era el único. Desdehacía algún tiempo, estaba descontento consigomismo, y aunque por haber sido enviado a Jonia,los franceses habían sido expulsados de Marga,sabía muy bien que eso se debió en gran parte ala suerte y al excelente comportamiento de susaliados turcos y albaneses. También habíahundido la Torgud, pero no en una batalla entrefuerzas equiparables, sino más bien en unamatanza, y una matanza no podía acabar con susentimiento de insatisfacción. Le parecía que lareputación que tenía en la Armada (teniendo encuenta que él mismo era alguien que juzgaba losactos de Jack Aubrey desde cierta distancia yconociendo perfectamente su motivación) sedebía a dos o tres victoriosas batallas navalesque podía recordar con satisfacción, a pesar deque habían sido pequeñas. Pero pertenecían alpasado, habían ocurrido hacía mucho tiempo, yahora había varios marinos a los cuales atribuíanmás valor aquellos cuya opinión a él leimportaba. Por ejemplo, el joven Hoste había

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hecho grandes hazañas en el Adriático, y Hosteera un capitán de navío de menos antigüedad. Leparecía que participaba en una carrera, unacarrera en la que había estado en un buen lugardurante un tiempo, después de haber avanzadolentamente al principio, pero en la que no habíapodido seguir en cabeza y había sido adelantadopor algunos. Tal vez eso había ocurrido por faltade resolución, tal vez por falta de sensatez, talvez por falta de una especial cualidad sin nombreque hacía que tuvieran éxito algunos hombres eimpedía que lo tuvieran otros, aunque hicieran elmismo esfuerzo por conseguirlo. No podía decircon seguridad cuál había sido su error. Algunosdías era capaz de afirmar con convicción quetodo había sido obra de la fatalidad, el reversode la buena suerte que le había acompañadodesde que tenía veinte años hasta que teníatreinta y tantos, el restablecimiento del equilibrio;sin embargo, otros días le parecía que susentimiento de insatisfacción era una pruebairrefutable de que había cometido un error, y que,a pesar que él no sabía cuál era, los demás sí,sobre todo los que estaban en el poder, lo que

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era obvio porque habían asignado los mejoresbarcos a otros hombres, no a él.

Jack levantó la cabeza. Se sentía tan biencabalgando a ese ritmo casi perfecto que sehabía quedado absorto en sus meditaciones, y lesorprendió ver muy cerca de allí una pequeñaciudad. A la izquierda de la aldea había un grupode palmeras datileras que parecían brotar de laarena, a la derecha había una mezquita con lacúpula azul, y entre ambos se alzaban casas deparedes blancas y techos planos. El camino queseguían ya se había unido a la ruta de lascaravanas que iban a Siria, un camino ancho yrecto como un cabo tenso que se extendía haciael este, y mucho más delante de ellos se veía unacaravana de camellos cargados que caminabancon paso lento en dirección a Palestina.

Cuando entraron en la ciudad, pasaron por ellado de un montón de basura que había justo allado de los pozos, y una bandada de buitres queestaban encima salieron volando.

–¿Qué aves son esas? – preguntó Jack.–Dice el muchacho que las de plumas

blancas y negras son abantos -dijo Hairabedian-,

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y que a esas grandes de color pardo las llaman«hijas de la basura».

–Espero que el doctor pueda verlas -dijoJack-. Le gustan las aves raras, sean cualessean.

«¡Dios mío! ¡Esto parece un horno!», pensó,pues ahora que cabalgaban muy despacio el aireno se movía, y el calor aumentaba por la luz quereverberaba en las murallas de la ciudad, y el sol,aunque ya estaba cerca del horizonte al oeste,seguía brillando con intensidad, y sus rayos ledaban de lleno en la espalda.

Katia era una ciudad pequeña, pero tenía unelegante café. El muchacho les guió por lasestrechas calles desiertas hasta su patio traseroy allí pidió la ayuda de algunos mozos de cuadraen tono autoritario. Jack se alegró de saber quelos caballos eran conocidos allí y vio que aYamina la trataban con un cuidado que le habríaparecido exagerado si no hubiera cabalgado enella.

Entraron en un amplio y oscuro local de techoalto con una fuente en el centro. Había un bancocon cojines adosado a tres de las paredes, por

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debajo de las ventanas con celosías y sincristales a las que daban sombra frondososárboles. En el banco había dos o tres grupos dehombres sentados en cuclillas fumando pipas deagua, unos en silencio y otros conversando envoz muy baja. La conversación cesó cuando ellosentraron, pero continuó apenas un segundodespués, en el mismo tono. El aire era muyfresco y producía una agradable sensación, ycuando el muchacho les condujo a un apartadorincón, Jack pensó: «Si me siento aquí sinmoverme, tal vez me dejará de correr el sudorpor la espalda enseguida».

–El muchacho ha ido a avisar al Bey que estáusted aquí -dijo Hairabedian-. Dice que es elúnico que puede molestarle sin correr peligro.Además, dice que como somos cristianos,podemos comer si queremos.

Jack reprimió las palabras que acudieron asu mente y se limitó a decir en tono indiferenteque prefería esperar. Pensó que era unadescortesía comer y beber delante de aquellosbarbudos caballeros que no podían hacerlo, y,además, que había la posibilidad de que el Bey

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entrara cuando él no había terminado todavía laspintas de sorbete que tanto deseaba tomar. Sequedó sentado allí, escuchando el agua de lafuente, y sintió frescor por todo el cuerpo.Mientras la luz del día disminuía, seguíapensando en la hermosa yegua con satisfacción,pero, al ver al muchacho regresar corriendo,sintió ansiedad. El muchacho había comido,pues estaba tragando algo y se sacudía migasde la boca mientras gritaba: «¡Ahí viene!».

Efectivamente, el Bey venía. Era un hombrebajo, con una pequeña barba y un bigoteblancos, y llevaba un turbante y un uniformesencillo, cuyo único detalle lujoso era un yatagáncon la empuñadura de jade. Fue directamenteadonde estaba Jack y le estrechó la mano a lamanera europea, y Jack vio con agrado queparecía hermano de Sciahan, su anterior aliado,un turco honesto y franco.

–El Bey le da la bienvenida y dice conasombro que ya está usted aquí -dijoHairabedian.

Jack se sintió como en su patria al oír esaexclamación típica de los soldados y respondió

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que allí estaba. Luego le dio las gracias por labienvenida y dijo que se alegraba de verle.

–El Bey pregunta si quiere beber algo.–Diga al Bey que me gustaría tomar un

sorbete cuando él estime conveniente tomar uno.–El Bey dice que estuvo en Acre con lord

Smith cuando Bonaparte fue derrotado y quereconoció su uniforme enseguida. Quiere quevenga al templete para que fume con él.

Se entrevistaron sentados alrededor de unapipa de agua, en un pequeño jardín privado, yhablaron con naturalidad y claramente, comoJack deseaba. Murad rogó al capitán Aubrey queesperara a que terminara el ramadán y hubieraluna nueva, pues a los jenízaros que llevaría deescolta, que observaban riguroso ayuno, les seríadifícil recorrer grandes distancias en ayunas ycon el terrible calor del día, y, además, faltabapoco para que llegara la fiesta de Sheker Baram,que se celebraba al final del ramadán, y ambospodrían comer juntos durante todo el día. Perocuando Jack dijo con toda franqueza que teníapensado hacer el viaje de noche porque no debíaperder ni un minuto, ya que un retraso podría

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tener una influencia nefasta en la expedición, elBey sonrió y dijo:

–Ustedes los jóvenes siempre estánimpacientes por pasar a la acción. Bueno,regresaré esta tarde con usted y daré orden deque le proporcionen una escolta. Le acompañarámi odabashi, que es un hombre estúpido, perotan valiente como un oso, y obedece y sabehacer obedecer a sus hombres. Además, creoque tiene nociones de bajo alemán. Escogerátres o cuatro hombres que no tengan miedo a losespíritus ni a los demonios de la noche, si es quepuede encontrarlos. El desierto está lleno deesos espíritus, ¿sabe? Pero soy un hombre viejoy he ayunado todo el día, así que necesito comeralgo antes de emprender el viaje.

Jack dijo que esperaría con mucho gusto yrogó a Murad que entretanto le contara cómohabía ocurrido el sitio de Acre.

–Conozco a sir Sidney Smith y tengo algunosamigos en el Tigre y el Theseus -dijo-, pero nohe oído nunca la historia contada por un turco.

Ahora la oyó. Y Murad estaba haciendo unvivido relato del último y desesperado asalto,

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cuando la bandera francesa ondeaba todavía enuna de las torres exteriores, los hombresluchaban furiosamente en la brecha y el pachaJezzar estaba sentado en su silla detrás de él yrepartía municiones y recompensaba a los que letraían cabezas de soldados franceses, cuandose oyó por todo el café y toda la ciudad un ruidoconfuso que indicaba que el largo día de ayunose había acabado oficialmente y que loshombres podían comer y beber otra vez.

Ya había oscurecido cuando salieron delpatio y avanzaron hacia la puerta de la ciudadseguidos por el sonido amortiguado de loscascos de los caballos al hundirse en la arena delos callejones, y los faroles que les acompañabanhacían que la oscuridad pareciera más profunda.Pero cuando llegaron a la ruta de las caravanas,después que sus ojos se habían acostumbrado ala oscuridad, notaron que la tenue luz de lasestrellas bañaba el desierto. Venus se habíapuesto, Marte estaba tan bajo que parecía muypequeño y su luz apenas se propagaba, y no seveían otros planetas en el cielo. No obstante, lasestrellas, como lámparas colgadas en el cielo

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despejado, brillaban con bastante intensidad, yJack podía distinguir las siluetas de todo lo quele rodeaba e incluso ver la barba de Muradmoverse cuando hablaba.

Todavía Mural hablaba del sitio de Acre, y loque contaba era muy interesante, pero a Jack lehubiera gustado que siguiera su relato mástarde. Uno de los motivos era que el Beyavanzaba más despacio cuando hablaba; otroera que Hairabedian tenía que ir entre ellos dospara traducir lo que decía del turco al inglés, ycomo era nervioso y no estaba acostumbrado acabalgar en la oscuridad, avanzaba aún másdespacio, tirando de la embocadura del caballotodo el tiempo; otro era que Yamina estabaansiosa de regresar a su casa y él tenía queobligarla a que aminorara la marchaconstantemente y ella había empezado a sentirantipatía hacia él; y otro era que estabahambriento. El Bey, según la costumbreespartana de los jenízaros, no había comido másque un poco de cuajada, y le había invitado acomerla también, pero añadiendo que sería unalástima que se le quitara el apetito porque en la

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fortaleza habían asado un cordero y quería que locompartiera con él, así que el capitán Aubrey sehabía limitado a tomarse un sorbete, y ahora lolamentaba profundamente.

Cuando se dirigían a Katia, el desierto lehabía parecido estéril, y ahora, en cambio, veíaque estaba habitado, aunque no podía decirseque estuviera lleno de vida. Tres o cuatro vecesalgunos animales pequeños habían cruzado elcamino tan cerca de Yamina que la yegua habíasaltado y las había esquivado describiendo unsemicírculo, y una vez algo parecido a unaserpiente de dos yardas de largo la había hechoencabritarse, y él había estado a punto de caersede la silla. Luego, cuando podía verse a laderecha la colina donde se encontraba Pelusiorecortándose sobre el cielo estrellado, unamanada de chacales que estaba cerca delcamino empezaron a dar aullidos, aullidos tanfuertes que ahogaron la voz de Murad, y,después, cuando hicieron una pausamomentánea, se oyó algo más desagradableaún, el grito de una hiena, que terminó en unarisa estentórea que estremeció el aire caliente e

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inmóvil.–¿Son esos los espíritus o los demonios

nocturnos a que se refería? – preguntó Jack.–No, no. Esos son una manada de chacales y

una hiena -respondió el Bey-. Me di cuenta hacepoco de que había un asno muerto allí y creo quese están peleando por él. Para ver los demonioshay que subir a esa colina. En la torre en ruinasduerme un genio del tamaño de este muchacho,que tiene las orejas empinadas y unos horriblesojos anaranjados. Lo hemos visto a menudo. Yen uno de los viejos aljibes vive un grupo deespíritus necrófagos.

–No soy supersticioso, pero me gustaríasaber cosas acerca de los espíritus. ¿Hay poraquí cerca otros demonios, o genios, como quizásea preferible llamarlos?

–¿Demonios? – dijo el Bey impaciente-. ¡Oh,sí, sí! El desierto está lleno de ellos. Los hay devarias clases y tienen varias formas. Todo elmundo lo sabe. Pero si quiere saber más cosasacerca de los demonios, debe preguntarle anuestro médico, pues es un hombre sabio yconoce a todos los genios que hay de aquí a

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Alepo.Dejaron atrás Pelusio y doblaron en dirección

a la colina donde se encontraba Tina. Entoncesvieron las hogueras de los beduinos y despuéslas del campamento de los marineros, y luego lapuerta y las ventanas iluminadas de la fortaleza.Cuando empezaron a subir la colina (Jack sujetófuertemente las riendas de Yamina para evitarque corriera a su casa), el aire trajo hasta allí elolor a cordero asado.

Pocos minutos después entraban en el grancomedor, y Jack se asombró al ver sentadosalrededor de una gran caldera a todos losjenízaros de la compañía y a los oficialesmezclados con ellos, según la costumbre de losturcos de tratarse como iguales, y también al versentados a Stephen y a Martin a ambos lados delhombre que era el médico y a la vez el sabio delregimiento. Todos se pusieron de pie e hicieronuna inclinación de cabeza, y un momentodespués volvieron a formar un círculo, en el que elBey estaba sentado en el lugar que lecorrespondía y Jack a su lado. Aparte de decirlas ceremoniosas palabras con que dieron la

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bienvenida a los recién llegados mientras selavaban las manos, hablaron muy poco porquelos que habían ayunado sólo se ocupaban decomer cordero. Se comieron el primer corderoentero, junto con una montaña de arroz conazafrán, y del segundo sólo quedaron las costillascuando todos empezaron a apartarse de lacaldera y a hablar. Entonces aparecierongrandes y hermosas cafeteras de cobre, ydespués que Jack habló con algunos oficiales,vio a su lado a Stephen y Martin. Les preguntó sihabían pasado una tarde agradable y si habíanvisto las aves y los otros animales queesperaban ver. Ellos le dieron las gracias ydijeron que habían pasado una tarde realmenteagradable, a pesar de algunos contratiempos,como por ejemplo, que un camello había mordidoal señor Martin y había huido. Dijeron que lalesión no era grave, pero el señor Martin estabamuy preocupado porque, según decían, la sífilispodía trasmitirse por la mordida de un camello,aunque el doctor musulmán la había cubierto conun ungüento extraído del escinco. También lecontaron que el otro camello, aunque no era

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malo, no había querido arrodillarse, y, por tanto,ellos no pudieron montarse y tuvieron que traerloal pueblo tirando de él a través del desierto, aveces incluso corriendo para evitar llegar tarde.

–Pero, ¿vieron al menos algunas aves? –preguntó Jack-. Había muchas cerca de Katia.

Ambos se quedaron silenciosos, pero, al fin,Martin le contó que habían llegado a un espesocarrizal y se habían adentrado en él, caminandotrabajosamente a causa del pegajoso lodo, entreel aire lleno de hambrientos mosquitos, yentonces oyeron algunos gritos y movimientosdelante de ellos, que les hicieron concebiresperanzas de que verían algún ave, y siguieronavanzando hasta llegar a un charco en quehabían encontrado una polla de agua y dosfúlicas como las de Inglaterra. Añadió quedespués vieron un ave posada en la rama de unsauce y que, a pesar de tener la cara tanhinchada por las picadas de los mosquitos queapenas podían abrir los ojos, pudieron darsecuenta de que era un pinzón.

–El viaje fue difícil a ratos -dijo Martin-,especialmente cuando regresábamos, porque

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nos caímos sobre unas arzollas, pero valió lapena pasar tantas penalidades, pues pudimosver las marismas del Nilo.

–Además, tengo razones para creer que elbúho real vive allí -dijo Stephen-. No sólo he vistosus excrementos sino que oí al efendi imitarperfectamente su canto, un grave ujú-ujú, que escapaz de asustar a mamíferos tan grandes comola gacela y a pájaros del tamaño de la avutarda.

–Bueno, han tenido suerte -dijo Jack-. SeñorHairabedian, creo que ahora deberíamos decir alBey que deseo ver a Mowett y al funcionarioegipcio, y emprender la marcha cuando él estimeoportuno, si el informe que me dan essatisfactorio.

El Bey dijo que sabía que el capitán Aubreyestaba impaciente y que no quería retrasarle sisu brigada estaba preparada para partir.

–Además -añadió-, puesto que el odabashiva a ser el jefe de la escolta, tiene que presentarsus respetos al oficial de rango equivalente -dijoy, torciendo la boca hacia un lado y conentonación inglesa, agregó-: el contramaestre.

Entonces golpeó el gong y se hizo el silencio.

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-Odabashi -dijo, y el odabashi se puso depie-. Usted y cinco hombres escoltarán al capitánAubrey, un capitán muy querido por el Sultán,hasta Suez. Avanzarán de noche cuando él se loordene. Escoja a esos hombres enseguida yacompañe al dragomán, que le guiará hasta eloficial de rango equivalente al suyo.

El odabashi se puso la mano en la frente ehizo una inclinación de cabeza. Entonces, convoz ronca, dijo los nombres de cinco hombres yluego siguió al intérprete.

El señor Hollar, el contramaestre, el señorBorrell, el condestable, y el señor Lamb, elcarpintero, estaban bebiendo té en la tienda delos oficiales asimilados cuando el intérprete llevóallí al visitante. El intérprete dijo cuál era su rangoy su función, y añadió:

–Creo que debe comer con ustedes.Luego dijo que tenía que ir enseguida a

buscar al primer oficial y al efendi porque elcapitán quería saber cómo estaban las cosas.

–Todo está bien -dijo el contramaestre-. Unode cada cinco camellos tiene colocado detrás dela carga un farol preparado para ser encendido, y

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a todos los insolentes les han puesto un bozal.Las únicas tiendas que quedan por desmontarson ésta y la de los oficiales, así que podemospartir dentro de cinco minutos. En cuanto al señorMowett, le encontrará después de pasar la granhoguera junto a la que está sentada la guardia deestribor.

–Gracias -dijo Hairabedian-. Tengo que irmecorriendo.

Desapareció en la oscuridad y dejó alodabashi allí de pie.

–Tome una taza de té -dijo el contramaestreen voz alta, y luego, alzando aún más la voz,añadió-: ¡Té! ¡Cha!

El odabashi no respondió sino que hizo unextraño movimiento con el cuerpo y permanecióallí de pie, con los brazos colgando a los ladosdel cuerpo, mirando al suelo.

–Este tipo es peludo como no hay dos -dijo elcontramaestre, observándole-. Nunca he visto anadie tan feo. Parece un mono en vez de unhombre.

–¿Mono? – gritó el odabashi, saliendo de susilencio-. Mono será su padre. Tampoco usted es

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un adonis.A estas palabras siguió un silencio absoluto,

que rompió el contramaestre al fin, preguntandosi el odabashi sabía hablar inglés.

–Ni una maldita palabra -respondió elodabashi.

–No era mi intención ofenderle, amigo -dijo elcontramaestre, tendiéndole la mano.

–No estoy ofendido -dijo el odabashi,estrechándosela.

–Siéntese sobre esta bolsa -dijo elcondestable.

–¿Por qué no se lo dijo al capitán? –preguntó el carpintero-. Seguro que se hubierapuesto muy contento.

El odabashi se rascó la cabeza, murmurandoque era demasiado tímido.

–Le hablé una vez -añadió-, pero no me hizocaso.

–Así que habla usted inglés… -dijo elcontramaestre, que daba vueltas en la cabeza ala idea y le miraba fijamente desde hacía rato-.No quisiera parecer atrevido, pero me gustaríasaber cómo aprendió.

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–Soy un jenízaro -dijo el odabashi.–No lo dudo, amigo -dijo el carpintero-. Y

debe estar orgulloso de ello.–Ya saben cómo recluían a los jenízaros,

¿verdad?Se miraron unos a los otros perplejos y

negaron con la cabeza.–Hoy en día no son tan estrictos -dijo el

odabashi-, y entran en el cuerpo toda clase detipos, pero cuando yo era niño, les reclutaban porun procedimiento que llamamos devshurmeh.Todavía lo emplean hoy en día, pero no tanto,¿saben? El tournaji-bashi recorre todas lasprovincias donde hay cristianos, sobre todoAlbania y Bosnia, porque las otras son lo quepodría llamarse escoria, y de cada pueblo selleva a un grupo de niños cristianos, unas vecesmás grande, otras más pequeño, digan lo quedigan sus padres. A esos niños los meten enunas barracas especiales, les recortan la polla, yperdóneme por la palabra, y les enseñan a serbuenos musulmanes y buenos soldados.Después de pasar por un período en que sonajami, como decimos nosotros, son enviados a

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una brigada de jenízaros.–Entonces muchos jenízaros sabrán hablar

idiomas extranjeros, ¿verdad? – dijo elcarpintero.

–No -dijo el odabashi-. Les recluían a tancorta edad y les llevan tan lejos que olvidan sulengua, su religión y las costumbres de su pueblo.Mi caso es diferente. Mi madre estaba en lamisma ciudad que yo. Era de Londres, de TowerHamlets, y se fue a Esmirna a servir de cocineraen casa de un comerciante turco y allí trabóamistad con mi padre, un pastelero deGjirokastra, y eso le causó problemas con lafamilia. El se la llevó a Gjirokastra, pero murió, ysus primos la echaron de la tienda, porque esaes la ley, así que ella tuvo que vender suspasteles en un puesto. Un día el tournaji-bashillegó allí y el abogado de mis primos dio unregalo a su escribiente para que me llevara conellos, y así lo hizo. Me llevaron a Widin y ella sequedó sola.

–¡Y siendo una viuda! – exclamó el carpintero,moviendo la cabeza a un lado y a otro.

–Fue una crueldad -dijo el contramaestre.

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–Detesto a los abogados -dijo elcondestable.

–Pero apenas llevaba seis meses comocadete en Widin cuando mi madre instaló elpuesto de pasteles frente a las barracas, así quepodíamos vernos todos los viernes, y a menudootros días también. Y cuando terminé eseperíodo, también nos veíamos en Belgrado y enConstantinopla y dondequiera que la brigada iba.Por eso nunca olvidé el inglés.

–Tal vez sea esa la razón por la que le hanmandado aquí -sugirió el contramaestre.

–Si es esa, desearía que me hubiera cortadola lengua -dijo el odabashi.

–¿No le gusta estar aquí?–Detesto estar aquí, a pesar de su agradable

compañía.–¿Por qué, amigo?–Siempre he estado en ciudades y aborrezco

el campo. Y el desierto es diez veces peor que elcampo.

–¿Es porque hay leones y tigres?–Algo peor, amigo.–¿Serpientes?

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El odabashi negó con la cabeza, se inclinóhacia ellos y murmuró:

–Genios y demonios necrófagos.–¿Qué son genios?–Duendes.–Pero usted no cree en los duendes,

¿verdad?–¿Cómo no creer en ellos si he visto un

maldito duende en aquella vieja torre que estáallí? Era así de alto -dijo, manteniendo la manoen el aire a una yarda del suelo- y tenía las orejaslargas y los ojos anaranjados. Por las nocheshace: ¡Ujú-ujú! Y cada vez que da un grito unpobre hombre muere en algún lugar. No hay peorpresagio que ese en el mundo de los mortales.Lo oí casi todas las noches la semana pasada ymuchas más veces.

Hizo una pausa y enseguida continuó:–No debería haber dicho duendes. Son

espíritus, espíritus malignos.–¡Oh! – exclamó el contramaestre, que se

burlaba de los duendes, pero, como la mayoríade los marineros, en la que estaban incluidostodos los de la Surprise, estaban convencidos de

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la existencia de espíritus.–¿Y qué son los demonios necrófagos? –

preguntó el condestable en voz muy baja,temeroso de oírlo, pero acercándose más.

–¡Oh, son mucho peores! – exclamó elodabashi-. Con frecuencia toman la forma demujeres jóvenes, pero tienen el interior de laboca verde, como sus ojos, y en ocasionespueden verse caminando entre las tumbas.Cuando cae la noche sacan de la tierra a loscadáveres recién enterrados y se los comen, y aveces incluso a los que llevan enterrados muchotiempo. Pero toman toda clase de formas, comolos genios. Uno se encuentra a unos y a otros acada paso en el desierto que vamos a atravesar.Lo único que hay que hacer es decir transiensper medium illorum ibat muy rápido, pero sinequivocarse, porque si no…

Durante el ramadán, a esa hora de la nochelos cocineros de la fortaleza tiraban los huesosque habían quedado de la comida por fuera de lamuralla, y ahora los chacales estabanesperándolos. Pero se enfrentaron con la hienaotra vez y, además, con otras cuatro, y las

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palabras del odabashi fueron interrumpidas porgritos que parecían salir de Bedlam[11] y porrisas estentóreas que se oían a menos de veinteyardas de allí. Los oficiales asimilados de laSurprise, boquiabiertos, se pusieron en pie de unsalto y se agarraron los unos a los otros, yentonces un pesado cuerpo se apoyó en la puntade un palo, justo por encima de ellos. Unmomento después, el potente grito ¡Ujú-ujú! llenóla tienda.

Tras el último ¡Ujú-ujú!, se hizo el silenciodentro y fuera de la tienda, y en medio delsilencio, oyeron a un vozarrón decir:

–¡Desmonten esa tienda! ¿Me han oído?¿Dónde está el contramaestre? ¡Digan alcontramaestre que venga! Señor Mowett, que elprimer grupo encienda sus faroles y se preparepara partir.

CAPÍTULO 6Niobe, corbeta de la Compañía de Indias.Suez.Queridísima Sophie:Aprovecho el amable ofrecimiento del mayor

Hooper, de la base naval de Madrás, para

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escribirte unas breves líneas. El mayor hará elviaje a Inglaterra por tierra hasta El Cairo (havenido desde el golfo Pérsico atravesando eldesierto en un hermoso camello blanco de puraraza que recorría cien millas al día) y hasta aquísólo ha tardado cuarenta y nueve días.

Llegamos aquí bastante bien. Avanzábamosdurante la noche y descansábamos durante el díaen tiendas y bajo toldos que nos protegían delcalor y cruzamos el istmo antes de lo que el jefede los camelleros y yo pensábamos, pueshicimos el recorrido en tres etapas en vez decuatro a pesar de haber salido tarde la primeranoche. Esto no se debió a la diligencia de latripulación de mi barco (aunque es excelente,como sabes), sino a que un estúpido turco quehabla inglés, que está al mando de nuestraescolta, les llenó la cabeza con historias degenios y fantasmas, y los pobres iban casicorriendo toda la noche, todos juntos porquetenían miedo de quedarse rezagados y todosdeseosos de estar cerca de Byrne, un marinerode la cofa del trinquete que tiene una caja derapé que da suerte y protege a su dueño de los

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malos espíritus y las enfermedades.Desgraciadamente, siempre ocurría algo que

hacía que siguieran teniendo supersticiones ymiedo. Acampábamos junto a los pozos, ysiempre había arbustos cerca, sobre todoarzollas, y entre ellos siempre había algún animalque gritaba como un alma en pena al amanecero al anochecer o en ambos momentos. Y como sieso no fuera poco, ocurrían milagros, montonesde milagros durante el día. Recuerdo uno quesucedió cuando partimos de Bir el Gadatemprano, mucho antes de que el sol se pusiera:a poca distancia apareció un grupo de verdespalmeras y unas jóvenes con cántaros caminadoentre ellas, y se veían tan claramente quecualquiera hubiera jurado que eran reales. Esosidiotas gritaron: "¡Oh, oh, son los demoniosnecrófagos! ¡Estamos perdidos!". EntoncesDavis (que, según tengo entendido, es uncaníbal) se agarró al contramaestre y cerró losojos, y el contramaestre se agarró a una cinchade un camello, y los dos llamaron a gritos alpequeño Calamy y le rogaron que les avisaracuando hubieran desaparecido. Actuaron como

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cobardes, y me hubiera avergonzado que lesvieran si no fuera porque los turcos actuaronigual.

Y tengo que decir que Stephen no actuósiempre con la sensatez con que debería haberlohecho. Cuando el pastor Martin afirmó que lacreencia en los demonios necrófagos y otrosseres parecidos era una superstición, Stephen lecontradijo y puso como ejemplos la pitonisa deEndor, la piara de los garadenos y montones deespíritus malignos que aparecen en lasSagradas Escrituras. Luego citó innumerablesfantasmas de la antigüedad, dijo que esacreencia había existido siempre en todas lasnaciones y contó una historia de un hombre loboque él había visto en los Pirineos que aterrorizó alos cadetes. Martin y él casi no dormían (a menosque dormitaran en sus camellos por la nochemientras avanzábamos), porque mientras losdemás descansábamos bajo los toldos, elloscorrían entre los arbustos buscando plantas yanimales. Pero creo que no debería haber traídotantas serpientes, porque sabe que atemorizan alos marineros, y mucho menos un monstruoso

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murciélago que de una punta a otra de las alasmide tres pies. Salió volando cuando estabasobre la mesa y se posó en el pecho de Killick, ycreí que Killick se desmayaría del susto porquecreería que era un espíritu maligno.

Sin embargo, a la tarde siguiente sedesmayó (te habría dado pena verle) debido auna insolación y un enfado. Dos camellos seenfadaron (según dicen, se enfadan a menudo enla época de celo) y empezaron a pelearsefuriosamente cerca de mi tienda, pasaron sobreella rugiendo y echando espuma por la boca, ydesperdigaron mis pertenencias en todasdirecciones. Los marineros los agarraron por laspatas y la cola y lograron separarlos, pero mimejor sombrero ya estaba destrozado. Lamentolo ocurrido, porque en vez de una escarapela lehabía puesto el chelengk, el broche dediamantes turco, que iba a regalarte, pensandoque me permitiría tener más influencia sobre losturcos, y los camellos lo pisotearon y loenterraron en la arena. Killick, con mucha ayuda,removió toneladas de arena hasta que se puso elsol, y entonces se desmayó, como te dije; sin

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embargo, tuvimos que seguir adelante sin elbroche y con el pobre Killick echado sobre uncamello.

Volviendo a Stephen, te contaré algo que mesorprendió. Ya sabes que él es muy ahorrador(se compra una chaqueta nueva cada diez años,lleva medias viejas y calzones gastados, y nogasta más que en libros y en instrumentos para lainvestigación científica), y, sin embargo, en Tinavi con asombro que sacaba una gran cantidad demonedas de oro de su bolsa y compraba unamanada de camellos (como la de Job) paratransportar la campana de buzo de que te hehablado. Está desmontada, pero hace falta unanimal fuerte para llevar cada pedazo. El egipcioque consiguió los animales de tiro para quehiciéramos este viaje no había pensado en eltransporte de una campana de buzo, pero,afortunadamente, vendían camellos en elcampamento beduino que estaba cerca. ¡Apropósito! En ese mismo campamento había unayegua…»

Cuando terminó de describirla, se quedóinmóvil durante un rato, sonriendo, y luego

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continuó:Así que llegamos rápido y con sólo un hombre

enfermo. Lamentablemente, el intérprete se pusolas botas sin notar que dentro de una había unescorpión y ahora está tumbado con una piernacomo una almohada. Me da mucha lástima,porque es un hombre amable y cumplidor yconoce todas las lenguas de Levante y tambiénel inglés. Podría haber construido la torre deBabel él solo. Por desgracia, una vez más,llegamos cuando todavía nuestros amigos noestaban preparados. Ya estaba aquí la corbetade la Compañía, una embarcación muy ancha ycon la proa redondeada que realmente parece unmercante, con casi todos los cañones ocultosbajo la cubierta, y ya estaban a bordo sustripulantes, todos marineros de las IndiasOrientales excepto uno de los pilotos, que eseuropeo, y soplaba un viento favorable para salirdel golfo, pero los turcos que tenían que subir abordo… ¿dónde estaban?

Fui a ver al gobernador egipcio, pero noestaba, y, aparentemente, el vicegobernador, unhombre nuevo en ese cargo, al que llegó tras los

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recientes disturbios, no sabía nada del plan ysólo parecía interesado en que le pagáramosuna absurda suma en concepto de derechos deanclaje, abastecimiento de agua a la Nimbe yderechos de aduana de su falso cargamento.Ante la insistencia de Hairabedian, que fuellevado allí en una parihuela, dijo que había undestacamento turco en las inmediaciones de laciudad, pero que se habían desplazado un poco,aunque no sabía exactamente adonde. Añadióque tal vez regresarían después del ramadán,pero que de todas formas, les avisaría de queestábamos aquí. Es evidente que no sientesimpatía por los turcos, y sería raro que los turcosla sintieran por él, aunque lo intentaran con todassus fuerzas. Me trató con descortesía (¡Cuántolamenté no haber tenido el chelengk entonces!),pero Hairabedian dijo que en estos momentos noes conveniente reñir con él, debido a que lasactuales relaciones entre Turquía y Egipto sonmuy delicadas. Naturalmente, no avisó a losturcos, y como Hairabedian estaba en laparihuela, yo estaba paralizado. Seguía soplandocon fuerza un viento favorable, un viento muy

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caliente, pero que soplaba en la direcciónconveniente, y las horas pasaban, y la luna era unpoco más pequeña cada vez que salía. Pero sólogracias a la suerte encontré al final a lossoldados. Los soldados de nuestra escoltapasaron algún tiempo en la ciudad esperando aque terminara el ramadán para regresar a Tina ygastando la gratificación que les había dado ensatisfacer sus deseos después que anochecía, ycuando se iban, el odabashi vino a despedirsede los oficiales asimilados y les dijo que elgobernador egipcio y el oficial que mandaba lastropas turcas habían reñido y que, aconsecuencia de esto, el oficial había retirado lastropas al oasis de Moisés, y que en el bazarcorría el rumor de que el egipcio ordenaría a latribu beduina de Beni Ataba que las atacara. Esoparecía absurdo, pero, de todos modos, nopodíamos confiar en los egipcios. Enseguidamandé a un mensajero al oasis de Moisés, peroya había llegado el bayram, el fin del ramadán, yel oficial turco respondió invitándome al banqueteque iban a celebrar y diciendo que no se moveríahasta que no nos hubiéramos comido entre los

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dos una cría de camello y que no importabaesperar dos o tres días más.Desafortunadamente, el egipcio también mehabía invitado ese día, y Hairabedian dijo quetenía que ir, y con mi mejor uniforme, si no seofendería, así que fui a los dos banquetes».

Pensó en hablarle del banquete ofrecido porel egipcio, de la interminable música árabe, delcalor que sentía sentado allí hora tras hora,sonriendo tanto como podía, y de las mujeresgordas que bailaron o, al menos, se retorcieron yse movieron con sacudidas todo el tiempo,mientras se comían a los hombres con los ojos.También pensó en contarle de qué manera llegóhasta el oasis de Moisés, que los turcos lerecibieron tocando timbales y trompetas ydisparando salvas con mosquetes, que el guisode cría de camello con almendras, miel y muchocilantro era viscoso, y cómo la alta temperatura,incluso a la sombra, afectó a su cuerpo lleno conla comida de dos banquetes sucesivos. Pero envez de eso, le contó que le era difícil comunicarsecon el bimbashi Midhar, el oficial al mando de lastropas turcas.

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Puesto que el intérprete no estaba encondiciones de moverse, el pobre, Stephen tuvola amabilidad de venir conmigo para ver si podíaayudar hablando griego, la lengua franca y unaespecie de árabe que hablan en Marruecos.Esas lenguas le sirvieron para hacer comentariosgenerales sobre la comida, como "La sopa esexcelente, señor" o "Permítame servirle más ojosde cordero", pero al final del banquete, cuandose fueron todos excepto los dos oficiales de másantigüedad y el caballero árabe que vamos ainstalar en el trono de Mubara, y quise decir albimbashi que era muy importante darse prisa, nopudimos entendernos. Era evidente que ni elturco ni el egipcio sabían nada de la galera queese día o el día siguiente zarparía de Kassawacon rumbo norte con los franceses y el tesoro abordo (lo que me extrañó, pues antes de queHairabedian se pusiera tan mal, me dijo que unmercader árabe que estaba en Suez le aseguróque a bordo de la galera que se encontraba enKassawa ya habían subido muchas cajaspequeñas, pero más pesadas que el plomo, ymuy bien protegidas), así que era absolutamente

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necesario hacerle comprender cuál era lasituación en esos momentos. Pero cada vez quelo intentábamos, los dos oficiales reían acarcajadas. Los turcos no se ríen con facilidad,como sabes, y esos dos, aunque eran jóvenes ydinámicos, hasta ese momento habían estadotan serios como jueces. Pero cuando dijimos"deprisa", no pudieron contenerse y empezaron areír con sonoras carcajadas, balanceándose ydándose palmadas en los muslos. Y cuandopudieron hablar, se secaron los ojos y dijeron:"Mañana o la semana que viene". Al final inclusoHassan, el gobernante árabe, se unió a ellos, yresoplaba como un caballo mientras reía.

Entonces trajeron la pipa de agua y nospusimos a fumar. Los turcos se reían como parasí de vez en cuando, el árabe sonreía, y Stepheny yo estábamos desconcertados. Al fin Stephenvolvió a intentarlo, dando la vuelta a la frase ysoplando para indicar que debíamos aprovecharel viento favorable, que todo dependía del viento.Pero tampoco dio resultado, y al comprender ladesafortunada palabra, los turcos reventaron derisa, y uno sopló con tal fuerza por el tubo de la

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pipa que hizo salir un chorro de agua hacia arribay el tabaco se cayó y entonces Stephen dijo:"¡Ah, zut alors!". El árabe se volvió hacia él y,después de preguntarle "¿Habla usted francés,señor?", empezó a hablar en ese idioma confluidez. Parece que Hassan, como su primo, eljeque actual, fue prisionero de los francesescuando era joven.

Muchas veces en mi vida he visto cambios deexpresión bruscos, pero ninguno tan rápido y tangrande como el del bimbashi, pues estabadesbordante de alegría y puso un gesto muygrave de repente, cuando oyó al árabe traducir laparte del mensaje referida al dinero francés. Alprincipio no podía creer que la cantidad fuera tanalta, aunque Stephen, prudentemente, le habíadicho el cálculo más bajo, dos mil quinientasbolsas, y se volvió hacia mí. Le dije "Sí",escribiendo esa cantidad en el suelo con unpostre gelatinoso medio derretido (nuestrosnúmeros son muy parecidos a los suyos), y añadí"Y tal vez esto", escribiendo cinco mil.

El árabe, juntando las manos, dijo: "¿Ah, sí?".Y un minuto después había tanta actividad en

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aquel lugar como en una colmena virada al revés.Los hombres corrían en todas direcciones, lossuboficiales chillaban, y los tambores y lastrompetas sonaban. Al amanecer ya habíasubido a bordo hasta el último soldado, peroteníamos el viento en contra.

El viento había rolado durante la noche, y sehabía entablado en esa dirección y soplaba confuerza. Si miras el mapa, comprenderás quepara que nuestra corbeta pueda atravesar ellargo y estrecho golfo de Suez en direcciónsursuroeste, es necesario que navegue con elviento en popa. A veces el bimbashi se tira delos cabellos y azota a sus hombres; a veces elhúmedo calor y la frustración me producen lasensación de que mi pequeño cuerpo no podrásoportar más el cansancio en este gran mundo; ya veces los marineros (que saben perfectamentelo que vamos a hacer y en el fondo son como lospiratas) me mandan a decir con losguardiamarinas, los oficiales, Killick y Bondenque con mucho gusto sacarán la corbeta de aquía remolque cuando yo lo considere oportuno, yque les importan poco la insolación y la apoplejía.

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Pero como el puerto no está resguardado y tienearrecifes de coral e intrincados canalizos, susaguas son poco profundas y el terreno del fondono es bueno para el anclaje, mientras sople esteviento, no estaría bien pedirles que lo hagan; sinembargo, si el viento amaina, les diré que lointenten, aunque Dios sabe que uno sudacopiosamente al caminar sólo de una punta aotra de la corbeta, así que sudará mucho más alrealizar la ardua tarea de remolcarla. Incluso a losmarineros de las Indias Orientales les es difícilsoportar el calor. Entretanto, hacemospreparativos para el viaje (poner los cañones ensu sitio y otras cosas) o permanecemossentados, y de vez en cuando nos rechinan losdientes. Mowett y Rowan tienen tendencia apelearse. Siento tener que decir esto, pero, en miopinión, dos ruiseñores no pueden estar en unmismo árbol. Los únicos que están contentos sonStephen y el señor Martin. Se pasan horas ahíabajo dentro de la campana de buzo cogiendogusanos, pececillos de brillantes colores y trozosde coral, e incluso comen dentro de ella a veces.Y cuando no están ahí, caminan por los arrecifes

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observando los animales que viven en las aguaspoco profundas y las aves (dicen que han vistomontones de quebrantahuesos). A Stephennunca le ha molestado el calor, aunque fueraexcesivo, pero no sé si a Martin le es fácilsoportarlo, aunque suele llevar una sombrillaverde. Se ha puesto delgado como una grulla.Parece una grulla sonriente, aunque no sé sipodrás imaginarte un animal así. Perdóname,Sophie, pero el mayor Hooper está aquí y tieneprisa por continuar su viaje. Os quiero mucho a tiy a los niños.»

Tu amante esposo,John AubreyCuando vio zarpar la lancha del mayor, Jack,

jadeante, volvió a la cabina, adonde el airecaliente llegaba a través de los escotillones. A lolejos, delante de una hilera de altas y ondulantespalmeras, vio a Stephen y a Martin cargandoentre los dos una tortuga de considerabletamaño. Una lancha se abordó con la corbeta, yen ella venía otro árabe más para visitar al señorHairabedian. A través de la claraboya queestaba justo encima de su cabeza, oyó a Mowett

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decir «Me gusta estar cerca del bosque cuandocaen las hojas / y frío viento invernal sopla», y poralguna razón, apareció en su mente la imagen dela luna de la noche anterior. Aquella noche la lunaya no parecía una hoz, como la noche delbeyram, sino, por desgracia, una gran tajada demelón, y seguramente alumbraría la ruta de lagalera, que ya estaría muy cerca de Mubara.Entonces pensó: «Sin embargo, no hemosperdido ni un minuto cuando atravesamos elistmo. No puedo culparme de eso». Perotambién pensó que quizá debería haber tratadoal egipcio con más tacto o haber encontrado unamanera de ponerse en contacto con los turcosmás rápido, a pesar de lo que él dijera, y analizóuna serie de posibilidades. Luego el sueño hizoque se suavizaran sus acusaciones, y de unaparte de su mente surgió la frase «Hasta losratones mejor guiados se pierden a veces», yantes que se formara en la otra la réplica «Sí,pero a los líderes sin suerte no les confíanmisiones delicadas y mal planeadas», se quedódormido, aunque esta idea permaneció en lomás profundo de su mente, preparada para

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aflorar de nuevo.Cuando había comenzado su carrera naval,

había adquirido la habilidad de dormirserápidamente a cualquier hora, y la conservabatodavía, a pesar de que habían pasado muchosaños desde que hacía guardia. Podía dormir pormuy grande que fuera el ruido y por muyincómodo que estuviera, y para despertarle eranecesario alguna alteración importante del modode navegar del barco. Para eso no fueronsuficientes el ruido producido por una cadena alarrastrarse por la cubierta ni los gritos de losmarineros de las Indias Orientales, ni sus propiosronquidos (tenía la cabeza inclinada hacia atrás yla boca abierta), ni el olor de la comida turca, queel aire de la tarde arrastraba. Lo que le despertó,y le despertó completamente, fue el cambio delviento, que de repente había rolado treintagrados y ahora estaba amainando y soplaba conintermitencias.

Subió a la cubierta y fue hasta el alcázar, queestaba más lleno que de costumbre. Enseguidasus oficiales llevaron al lado de sotavento a losoficiales turcos y al árabe, que, a pesar de no

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comprender lo que ocurría a bordo de un barco,tenían una actitud obediente. En un momentoquedó vacío el lado de barlovento, y Jack sequedó allí de pie mirando el cielo al anochecer,las agrietadas nubes que pasaban sobre África yla niebla que cubría la costa de Arabia. Estabaseguro de que el tiempo iba a cambiar, y esa eratambién la opinión de muchos de los marinerosde la Surprise destinados al castillo, marinerosviejos y experimentados que eran tan sensibles aesas alteraciones como los gatos, que ahoraestaban alineados en el pasamano y de vez encuando le dirigían significativas miradas.

–Señor McElwee -dijo, volviéndose hacia elpiloto de la compañía-, ¿qué piensan usted y elpiloto indonesio?

–Bueno, señor -dijo el señor McElwee-, no henavegado muchas veces más al norte de Jiddaho de Yanbu, como le dije, y tampoco el pilotoindonesio, pero los dos pensamos que esprobable que haya una tormenta por la noche yque mañana sople el viento egipcio.

Jack asintió con la cabeza. El viento egipciono era el más favorable para navegar por un

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golfo como el de Suez, muy estrecho y conmuchos arrecifes de coral y fuertes corrientes,pero al menos era un viento largo, y si la Niobetenía tanta agilidad como decían y si seejecutaban las maniobras con precisión, podríahacerla salir a alta mar.

–Bueno -dijo Jack-, creo que deberíamospreparar un anclote para remolcar la corbeta,pues si este maldito viento ha amainado losuficiente cuando suba la marea, podremosremolcarla hasta la salida del puerto, y de esemodo, si llega el viento egipcio, podremosaprovecharlo desde que empiece a soplar.

–Doctor, nos han dicho que probablementesoplará el viento egipcio -dijo, cuando Stephen yMartin, después de mandar subir muchas cajascon corales y conchas, subieron a bordo, ycuando ya la guindaleza salía por la proa de laNiobe, halada por la barcalonga, que avanzabapor entre multitud de jabeques y falúas.

–¿Es tan malo como el simún?–Sí -respondió Jack-. He oído decir que es

extremadamente caliente, incluso comparadocon los que soplan en esta zona. Pero lo

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importante es que sopla del oeste o del noroeste.Con tal que sea largo, puede ser tan calientecomo quiera.

–Tan caliente como quiera -repitió cuandotomaban té en la cabina-. Aunque no creo quepueda ser más caliente, porque si lo fuera, sólosobrevivirían los cocodrilos. ¿Has sentido algunavez un calor como éste, Stephen?

–No -respondió Stephen.–Nelson dijo una vez que no necesitaba

abrigo, porque el amor a su patria le mantenía encalor. Me pregunto si le hubiera mantenido frescosi hubiera estado aquí. Estoy seguro de que a míno me produce ningún efecto, porque estoychorreando como el destilador de Purvis.

–Tal vez no quieras a tu patria lo suficiente.–¿Quién puede quererla si hay que pagar

como impuesto dos chelines por libra y hanrecortado la parte que los capitanes reciben delbotín a un octavo?

Las primeras ráfagas del viento egipciollegaron poco después del amanecer. La Niobeestaba anclada con una sola ancla a la salida delpuerto, adonde había sido remolcada durante la

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noche. El viento se había encalmado durante laguardia de media, y aunque estaban abiertastodas las escotillas y los escotillones, había uncalor sofocante bajo la cubierta, y las primerasráfagas del viento egipcio aumentaron aún másel calor.

Jack había dado un par de cabezadas, perosubió a la cubierta al despuntar el alba, y al verque el viento formaba ondulaciones en el agua,sintió una gran alegría y una sensación deliberación, y volvió a tener esperanzas. Contantos y tan dispuestos tripulantes, el cabrestantedio vueltas a considerable velocidad, haciendosubir el ancla casi ininterrumpidamente, y pocodespués la Niobe empezó a navegar, moviendola proa con rapidez a pesar de ir en contra de lacorriente, pero Jack notó que no teníacomparación con la Surprise ni en la rapidez conque respondía ni en la velocidad, aunque era unapequeña corbeta estable y manejable, queescoraba poco a sotavento, al menos cuandonavegaba con viento largo, y eso le causaba unagran satisfacción. Sin embargo, el viento leparecía extraño, no porque estaba

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extremadamente caliente, como si hubiera salidode un horno, ni porque llegaba en desigualesráfagas, sino por algo que no podía definir. El solacababa de salir por el este y brillaba conintensidad en el cielo despejado, pero por eloeste se veía una amenazadora masa oscura, ysobre la línea del horizonte, formando unos diezgrados con ella, había una franja de color amarilloanaranjado demasiado gruesa para ser unanube.

«No sé qué es eso», se dijo. Y cuando sevolvió para bajar a tomar su primer desayuno, laprimera y reconfortante taza de café (genuinocafé de Moka, traído directamente del puerto deesa ciudad), vio a sus cuatro guardiamarinasmirándole fijamente, y pensó: «Desde luego,esperan que yo sepa lo que es, porque creenque un capitán es omnisciente».

Stephen entró en la cabina con una pequeñabotella en la mano.

–Buenos días -dijo-. ¿Sabes qué temperaturatiene el mar? Ochenta y cuatro grados Farenheit.Todavía no he calculado la salinidad, perosupongo que será extraordinariamente alta.

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–Estoy seguro. Éste es un lugarextraordinario. Sin embargo, el barómetro no habajado mucho… ¿Sabes una cosa, Stephen? Teagradecería que le preguntaras a Hassan qué esesa franja que hay en el cielo al oeste? Comopasa gran parte de su tiempo cabalgando en uncamello por el desierto, debe conocer bien eltiempo en esta zona. Pero no tengo prisa ensaberlo. Terminemos esta cafetera primero.

Era mejor para él que no tuviera prisa, porquela cafetera era muy grande y Stephen hablaba sincontención sobre los escorpiones, porque habíagran número de ellos en la bodega y lostripulantes de la Surprise corrían de un lado aotro intentando matarlos.

–¡Es un abuso! Los escorpiones no atacansin motivo. Sólo pican si son provocados, y lapicadura puede producir cierto malestar e inclusohacer a alguien caer en estado de coma, perorara vez han causado la muerte, mejor dicho,nunca, salvo a las personas que padecían delcorazón, y esas personas iban a morir pronto detodas maneras.

–¿Cómo está el pobre Hairabedian? –

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preguntó Jack.–Ya mañana podrá correr de un lado a otro, y

eso le parecerá mejor que el descanso -respondió Stephen.

En ese momento, una ráfaga de vientoarremetió contra la Niobe y la hizo inclinarsetanto que casi volcó. El café se esparció porsotavento, aunque ellos, inexplicablemente,retuvieron las tazas vacías en las manos. Cuandola corbeta se enderezó, Jack volvió a ponerse depie y empezó a caminar por entre la mesa y lassillas derribadas, los papeles y los instrumentos.En cuanto atravesó la puerta de la cabina, leenvolvió una nube de arena amarillenta (teníaarena encima, arena debajo de los pies y arenaentre los dientes) y a través de ella notó un grandesorden. Las velas gualdrapeaban; el timónestaba dando vueltas y, aparentemente, aconsecuencia de su movimiento, el timonel sehabía roto un brazo, había saltado por el aire yhabía caído en el pasamano; los botalones y laslanchas estaban sobre la cubierta; y la vela deestay mayor, con aspecto fantasmal, estaba casicompletamente desprendida de la relinga y hacía

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un movimiento ondulante en dirección asotavento. La situación era grave, pero los dañosno habían sido importantes. Las retrancas de loscañones no se habían desatado (la corbeta sehabría hundido rápidamente si uno de loscañones de nueve libras hubiera llegado aatravesar el costado opuesto cuando había dadoel bandazo) y los marineros habían soltado lasescotas para proteger los mástiles y dostimoneles ya habían cogido el timón. Pero másgrave aún era el comportamiento de la multitudde turcos. Algunos corrían por el castillo y elcombés entre los remolinos de arena, muchosmás salían por la escotilla central y la de proa, yla mayoría de los que estaban en la cubiertaestaban sujetos a la jarcia, obstaculizando eltrabajo de los marineros. Si más turcos sesujetaban a ella, sería imposible maniobrar lacorbeta, y en caso de que llegara otra ráfaga, lacorbeta volcaría y seguramente se perderíanmuchas vidas, pues los que no eran hombres demar caerían por la borda a montones.

Estaban allí Mowett, Rowan y Gill, el oficial dederrota, aún medio desnudo.

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–¡Llévenlos abajo! – gritó Jack, corriendohacia la proa con los brazos abiertos y gritandocomo si estuviera conduciendo una bandada degansos.

Los turcos eran feroces guerreros en tierra,pero ahora se encontraban fuera de su elementoy estaban desconcertados y aterrorizados, ymuchos de ellos también mareados. Ante elaplomo de los cuatro oficiales que caminabantan fácilmente por la oscilante cubierta, los turcoscedieron y se dirigieron a las escotillascaminando a trompicones, y unos bajaron y otroscayeron por ellas. Jack había acabado de dar laorden de que taparan las escotillas para que losturcos permanecieran abajo cuando tuvo lasensación de que el aire era extraído de susoídos, una sensación que precedió la siguienteráfaga una fracción de segundo. La ráfaga hizoescorar a la corbeta, pero la corbeta no volvió aenderezarse porque el viento egipcio se entablóy a partir de entonces sopló constantemente,aunque con intensidad variable. Cuando Jackvolvía a la popa, con los ojos casi cerrados paraprotegerlos de la arena, se preguntó cómo era

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posible que la gente pudiera respirar aquel airetan caliente y dio gracias a su estrella por haberevitado que guindara los mastelerillos.

También podía haberle dado las gracias porhaberle proporcionado una tripulación formadapor robustos y expertos marineros y, además, ungrupo de oficiales competentes (Mowett y Rowaneran aficionados a recitar poesías en la cámarade oficiales, pero eran capaces de hablar enprosa con rapidez y convicción en la cubiertacuando había una emergencia). Pero tal vez no lehubiera dado las gracias aunque hubiera tenidotiempo para hacerlo, ya que pensaba que todoslos miembros de la Armada tenían que serforzosamente buenos marinos, y que si alguno nolo era no era digno de respeto, y sólo alababa asus hombres cuando hacían algo extraordinario.No obstante, no tuvo tiempo, porque la mayorparte de las veinte horas que siguieron se ocupóde proteger la corbeta y hacer que mantuviera elrumbo.

Durante gran parte del principio de eseperíodo se dedicó a disminuir vela y a otrastareas como asegurar las vergas y las lanchas

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que aún estaban amarradas, ponercontraestayes y brazas y poleas móviles, reforzarlos cañones con retrancas más gruesas y repararlos daños que había sufrido la jarcia en la partesuperior. Mientras tanto trataba de ver si seavecinaba alguna tempestad a través de la capade arena y polvo amarillento que el aire habíaformado, una capa tan espesa que tras ella elbrillante sol parecía una naranja rojiza, como enLondres en esos días de noviembre, aunqueesos días de noviembre tenían aquí unatemperatura de ciento veinticinco gradosFarenheit a la sombra.

Pero alrededor de mediodía, cuando fuereparado el mastelero de velacho y el vientoegipcio dejó de soplar con intermitencias, lasituación cambió. Ahora tenían que preocuparsemenos por sobrevivir que por avanzar todas lasmillas posibles con ayuda del viento, o comoJack se dijo, «mimando al viento», y la alegríasustituyó a la preocupación que todos tenían enlas primeras horas, cuando un error podría habertenido como consecuencia la pérdida de vidas.Pocas cosas entusiasmaban a Jack como hacer

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navegar un barco al límite de sus posibilidadesen medio de una tormenta, y ahora su principalpreocupación era averiguar qué cantidad develamen podía llevar desplegado la Niobe ydónde debía desplegarlo. Naturalmente, larespuesta dependía de la fuerza del viento y delmovimiento del mar, y no era fácil calcularninguna de las dos cosas, ya que en el golfo lamarea y las corrientes variaban continuamente.

Pero no sólo por placer Jack hizo navegar laNiobe a gran velocidad, a tan gran velocidad quela proa hacía saltar la blanca espuma por laamura de babor y caer como una ráfaga de lluviasalada sobre la parte de estribor del castillo.Desde muy pronto se había dado cuenta de quemientras más rápido navegaba la corbeta,menos escoraba, y puesto que el golfo eraestrecho, bordeado por arrecifes, sin bahíasresguardas ni puertos, tenía que procurar que lacorbeta no escorara ni siquiera una yarda.Además, no podían detenerse cerca de la costaarábiga, así que tenían que seguir navegando, ysiempre por el centro del golfo o más cerca debarlovento, tan cerca como él juzgara

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conveniente, a menos que decidiera virar enredondo para volver al puerto de Suez, donde talvez la corbeta podría estar protegida. Pero enese caso, tendría que abandonar la expedición,porque una vez que los ingenieros francesesllegaran a Mubara, mejorarían el sistema dedefensa de la fortaleza de tal modo que unacorbeta de cañones de nueve libras de laCompañía y un puñado de soldados turcos nopodrían atacar la isla. O llegaba antes que ellos oera inútil que fuera.

Navegar hacia el sur a gran velocidad erapeligroso, pero ahora lo era menos, en primerlugar, porque el mar tenía un movimientotumultuoso y ponía al descubierto los arrecifes, yen segundo lugar, porque Jack tenía la ayuda delpiloto indonesio, que desde la verga trinquetedirigía la corbeta, comunicando a gritos todo loque observaba a Davis, el marinero de voz máspotente de toda la tripulación, que, de pie en elcastillo, medio cubierto por las olas, lo repetíapara que lo oyeran en la popa, y también tenía laayuda de todos los tripulantes de la Surprise, quele conocían tan bien que comprendían las

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órdenes desde la primera palabra y que eranexcelentes marineros. No obstante esto, algunasveces pensó que estaban perdidos. La primerafue cuando la corbeta chocó con un tronco depalma medio hundido, golpeándolo con tal fuerzaen el centro con el tajamar que casi se detuvo yse le soltaron tres burdas, aunque los mástiles semantuvieron firmes, y luego el tronco siguiómoviéndose por debajo de la quilla y faltó pocopara que chocara con el timón, pues pasó por sulado a escasas pulgadas. La segunda fuecuando la Niobe fue sacudida por una cegadoraráfaga de arena y, entre los aullidos del viento, seoyó claramente un chirrido bajo la cubierta y Jackvio brillar entre las olas, por babor, una de lasgrandes placas de cobre que recubría el casco.

A mediodía era todavía menos peligroso.Aunque la corbeta seguía navegando a unavelocidad vertiginosa, con las gavias y lasmayores arrizadas, la parte de la costa egipciaque ahora tenían por estribor bordeaba una granextensión de terreno rocoso y seco, pero nodesértico, por tanto, con menos arena queofrecer al aire, y la visibilidad aumentó. La vida

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en la corbeta volvió casi a la normalidad, yaunque no se pudo hacer la medición demediodía ni se pudo encender el fuego de lacocina para preparar la comida de los marineros,volvieron a sucederse regularmente lascampanadas, el relevo del timonel y lasmediciones con la corredera. La última de ellascausó gran satisfacción a Jack, pues era dedoce nudos y dos brazas, la cual, teniendo encuenta la forma matronil de la Niobe, eraprobablemente la mayor velocidad que podíaalcanzar sin sufrir daños, aunque pensaba que talvez podía hacerla aumentar una braza o máscolocando una vela de capa en el mastelero desobremesana.

Jack estaba pensando en eso cuando notóque Killick estaba a su lado y tenía en las manosun sándwich y una botella de vino mezclado conagua con un tubo encajado en el corcho.

–Gracias, Killick -dijo.De repente se dio cuenta de que estaba

hambriento a pesar del terrible calor y del montónde arena que tenía en la garganta, y de queestaba sediento a pesar de que la espuma del

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mar y los chorros de agua que a veces pasabanpor encima de la borda le habían empapado.Mientras comía, escuchaba sin mucho interés aKillick, que en tono bastante alto, protestaba:

–Nunca terminaré de quitar la arena… Hayarena en todos los uniformes, los baúles y lastaquillas… Entra por todas las rendijas… Tengoarena hasta en los oídos…

Y en cuanto acabó de beberse el vino, dijo:–Señor Mowett, debemos relevar al piloto y a

Davis, porque están roncos como cuervos. Llamea comer por separado a los dos grupos deguardia. Tendrán que contentarse con pan y loque el contador encuentre, pero todos recibiránsu ración de grog, incluso los que han cometidofaltas. Ahora voy a bajar para ver cómo están losturcos.

Los turcos estaban muy bien. Stephen yMartin se encontraban allí con ellos y tambiénestaban sentados cómodamente en el suelo a lamanera oriental, con las piernas cruzadas, ytenían la espalda apoyada en el costado delbarco, delante del cual habían puesto todas lascosas que les podían servir de cojines. Todos

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estaban tranquilos, tan tranquilos como un grupode gatos domésticos junto a una chimenea, sinmirar nada en particular y sin hablar. Unos lesonrieron y otros le saludaron con la mano, y alprincipio Jack pensó que estaban borrachos,pero luego recordó que los turcos y el árabe eranmusulmanes, que nunca había visto a Stephenmareado a causa del vino y que Martin casinunca bebía más de una copa.

–Estamos mascando qat -dijo Stephen,mostrándole una rama verde-. Dicen que sirve detranquilizante, como la hoja de coca que mascanlos peruanos.

Entonces se oyó una débil voz cerca deStephen, y él continuó:

–Dice el bimbashi que espera que no estésmuy fatigado y que estés contento de cómo va elviaje.

–Por favor, dile que nunca me he sentidomejor, que el viaje va bastante bien y que si esteviento sigue soplando hasta pasado mañana,podremos recorrer la distancia que no pudimosrecorrer en el momento adecuado y tendremos laposibilidad de llegar al sur de Mubara a tiempo

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para apresar la galera.–El bimbashi dice que si está escrito que

apresemos la galera y enriquecernos, laapresaremos, pero que si no está escrito, no laapresaremos. Dice que no se puede hacer nadapara cambiar el destino y te ruega que no tepreocupes ni hagas esfuerzos innecesarios,porque lo que está escrito está escrito.

–Pregúntale, si puedes encontrar la manerade hacerlo cortésmente, que si eso es así, porqué razón trajo a sus hombres a bordo tan rápidoque chocaban unos contra otros. Si no laencuentras, dile que también está escrito que«Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos» yque lo tenga presente. Puedes añadir que esadecuado que un filósofo use un tonosentencioso cuando se dirija a una audiencia,pero no es adecuado que lo use un bimbashicuando le habla a un capitán de navío.

Cuando estas palabras, convenientementemodificadas, fueron traducidas al francés porStephen y al árabe por Hassan, el bimbashi dijoque se contentaba con la pequeña paga desoldado y que no le importaba la riqueza.

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–Muy bien, amigo mío -dijo Jack-. Espero queel viento siga soplando en esta dirección un parde días, aunque sólo sea para que tengas laoportunidad de demostrar en la práctica que note importa.

El viento egipcio siguió soplando en la mismadirección esa tarde, aunque con una intensidadmayor que lo deseable, y, a pesar de que amainóal atardecer, Jack cenó pollo con arena y bebiógrog con tres partes de agua y un poco de arenacasi convencido de que continuaría soplando asítoda la noche. McElwee, Gill y el piloto indonesiotenían la misma opinión que él, y aunque nopodían ver nada a través de la arena que el airearrastraba, todos habían llegado a la mismaestimación, todos coincidían en que la Niobe seencontraba al sur de Ras Minah y que todavía lefaltaba por recorrer una parte del golfo bastantegrande.

Se quedó en la cubierta hasta que terminó laguardia de prima (una guardia de prima en quehabía sentido más calor que en todas las quehabía hecho en su vida), escuchando el aullidodel viento y los ruidos que había a bordo de la

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corbeta, y observando el movimiento ondulantede las fosforescentes aguas, que subían junto ala proa, bajaban junto a la crujía hasta las placasde cobre que la revestían y volvían a subir junto alpescante cercano al palo mesana y a bajar juntoa la popa, donde formaban una estela turbulentay luminosa, una estela que se destacaba en laoscuridad y que ahora podía verse porque, sibien la arena seguía pasando por encima de lacubierta, ya no pasaba el polvo, que era el queformaba una especie de niebla. De vez encuando, mientras permanecía allí de pie,bamboleándose al ritmo del balanceo de lacorbeta, cerraba los ojos, y en esos momentos leparecía que la corbeta y la tormenta de arenaestaban en un sueño. Ahora la corbeta navegabasin dificultad, pues las mayores habían sidoaferradas cuando los dos grupos de guardiaestaban en la cubierta y, debido a la disminuciónde velamen, se movía más fácilmente, las burdasya no estaban tensas como cables de hierro y elpescante de babor rara vez rozaba el mar.

–¡Atento, serviola! – gritó poco después deque sonaran las cuatro campanadas.

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El viento trajo la respuesta:–¡Sí, señor!Por la voz, Jack supo que el serviola era el

joven Taplow, un marinero de la cofa del mayoren quien se podía confiar.

–Señor Rowan -dijo-, ahora voy a acostarme.Quiero que me llame cuando se divisen las islas.

Cuando caminaba por la cubierta, sintió unaráfaga de viento llegar por detrás de él, unaráfaga de viento casi tan fuerte como lasanteriores, y el viento era tan caliente y tan difícilde respirar como el que soplaba a mediodía. Sinembargo, cuando se esforzaba por salir de lasprofundidades del sueño, cuando Calamysacudía su coy gritando «¡Islas a la vista, señor!¡Islas por proa, señor!», no le sorprendió notarque el aire no entraba por la claraboya abierta nique la corbeta escoraba apenas una traca, puesla parte de su mente que se había mantenidoactiva (aunque debía de haber sido muypequeña) le había avisado de que el vientoestaba amainando. Esa parte había escogido unextraño modo de hacerle saltar la gran barrera decansancio: un sueño en el que cabalgaba en un

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hermosísimo caballo que poco a poco se hacíamás pequeño, y estaba molesto por eso y llegó asentirse avergonzado cuando sus pies rozaron elsuelo y la multitud que le rodeaba le miró conindignación. A pesar de que el mensaje eracifrado, seguramente había comprendido susignificado desde hacía algún tiempo, pues ya sehabía resignado a que la situación actual fueraasí.

Subió a la cubierta aún con la vista nublada,pero pudo ver claramente las islas, situadas porproa y por ambas amuras, a la luz del solnaciente. Formaban un pequeño archipiélagoque guardaba la entrada del golfo, y era muydifícil atravesarlo, pero al otro lado de él estabael mar Rojo, cuya amplitud permitía navegarfácilmente. El aire todavía formaba una especiede niebla, aunque no podía compararse con ladel día anterior, y más allá de la isla másoccidental, Jack pudo ver el cabo que delimitabael golfo y el litoral al otro lado de él, un litoral quese extendía en dirección este hasta quedar fueradel alcance de su vista y que tenía una longitudde más de cincuenta millas, como sabía por la

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carta marina. Ahora no había que temer laproximidad de la costa a sotavento. El señorMcElwee había observado detenidamente lasdos islas más orientales, la Niobe habíarecorrido gran parte de la distancia que debíarecorrer y todo era perfecto excepto el viento; sinembargo, el viento era lo más importante, ycontinuaba amainando. Jack miró a su alrededor,intentando recobrar su capacidad de discurrir.Los marineros de la guardia de estribor estabanlimpiando la cubierta. Echaban gran cantidad deagua con la bomba de la proa hacia la popa paraquitar el barro formado por el polvo que habíacaído en la cubierta, que estaba en todos losrincones por donde no había pasado el agua delmar, y se veían salir por los imbornales gruesoschorros de agua de color arena que caían al marturbio y amarillento. Por lo general, Jack nointerrumpía ese tipo de trabajos ni molestaba a laguardia que estaba abajo descansando, peroahora ordenó:

–¡Todos a desplegar velas! ¡Guindar losmastelerillos!

La Niobe abrió sus alas y se movió hacia

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delante bruscamente, impulsada por el vientoque aún no era demasiado flojo, y el aguaempezó a susurrar de nuevo al pasar por suscostados. Con ayuda de la marea avanzaba conrapidez por entre las islas en dirección a altamar, y era digna de verse con las juanetes y lasalas superiores e inferiores desplegadas.

Era aún más digna de verse cuando el solllegó a su cenit, pues llevaba desplegadas todaslas velas que tenía (sobrejuanetes, sosobres,monterillas y velas de estay muy raras que secolocaban en lo alto de la jarcia) y, además,toldos en la proa y en la popa para proteger a lostripulantes del intolerable calor.

Stephen pasó buena parte de la mañana enla enfermería, pues debido a cambios develocidad tan repentinos como ese, losmarineros siempre sufrían dislocaciones,magulladuras e incluso fracturas, y esta veztambién los pobres turcos tenían que ser curadosde esas cosas. Cuando terminó de atender a suspacientes, fue a la cabina de Hairabedian. Laencontró vacía, aunque eso no le sorprendióporque el intérprete estaba casi recuperado y se

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quejaba con amargura del confinamiento y elcalor, y entonces fue hasta el alcázar. Si desdeallí hubiera mirado hacia arriba por la aberturaentre los dos toldos extendidos, habría pensadoque la corbeta no era digna de verse, pues ahoralas velas que habían sido desplegadas ybraceadas con esmero colgaban fláccidas. Lacorbeta no se movía, y los marineros, que habíantrabajado tan duro el día anterior, ahora arañabana escondidas las burdas y silbaban para atraer elviento.

–Buenos días, doctor -dijo Jack-. ¿Cómoestán tus pacientes?

–Buenos días, señor. Están bastante bien,pero uno se me escapó. ¿Has visto al señorHairabedian?

–Sí. Acaba de pasar corriendo y saltandocomo un niño por el pasamano de estribor. Allíestá, justo detrás de la serviola. No, la serviola,esa cosa que sobresale. ¿Quieres hablar con él?

–No, porque veo que está muy bien. Parecela única persona feliz en toda la corbeta. Miracómo habla alegremente con William Plaice ycómo Plaice mira hacia otro lado muy triste

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porque no hay viento.–Tal vez lo sea. Tal vez no todos tengamos la

misma filosofía que el bimbashi. Es posible quealgunos tripulantes de la Surprise prefieran serricos que pobres y sientan rabia al pensar que lagalera se nos puede escapar porque puedeseguir avanzando hacia el norte con viento o sinél, mientras que nosotros nos pasamos el tiempoaquí sentados mano sobre mano. Si la tormentanos hubiera dejado suficientes lanchas, estoyseguro de que en estos momentos estarían enellas remolcando la corbeta, si pudieran hacer loque quisieran.

–Estuve hablando con Hassan sobre losvientos de esta región. Dice que, por lo general,después del viento egipcio hay calma y quedespués de la calma viene otra vez el viento delnorte que sopla habitualmente aquí.

–¿Ah, sí? Es un hombre fiable, sin duda. Mehabían dicho eso y me alegro mucho de haberobtenido la confirmación de una fuente comoesa.

Todos los demás hombres que estaban en elalcázar, excepto los que llevaban el timón y el

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que gobernaba la corbeta, que tenían quepermanecer en su sitio, se habían desplazado allado de babor, y al llegar allí habían puesto unaexpresión con que fingían bastante bien que noestaban escuchando. Pero la Niobe era unapequeña embarcación y ahora había un silenciocasi absoluto, pues sólo oía el rumor del agua alrozar los costados, y ellos tenían que oír lo quehablaban forzosamente, quisieran o no. «Viene elviento del norte que sopla habitualmente aquí»significaba que tendrían la posibilidad deenriquecerse, y en sus rostros aparecieronamplias sonrisas, y Williamson, alegre porqueiba a satisfacer su codicia, saltó a los obenquesdel palo mesana y, volviéndose hacia Calamy,dijo:

–¡A ver quién llega primero al tope!–¿Te dijo cuánto duraría la calma? – preguntó

Jack, secándose el sudor de la cara.–Dijo que dos o tres días -respondió Stephen,

y las sonrisas desaparecieron-. Y también dijoque todo estaba en manos de Dios.

–¿Qué hace? – preguntó Jack al ver que elintérprete se quitaba la camisa y se subía en la

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borda-. ¡Señor Hairabedian! – gritó.Pero era demasiado tarde. Hairabedian le

oyó, pero ya estaba en el aire. Cayó en las aguasopacas y cálidas casi sin salpicar, nadó pordebajo de la superficie paralelamente al costadode la corbeta, reapareció cerca del pescantecentral y miró hacia el alcázar riendo. De repentevolvió su cara sonriente hacia arriba y sacó elpecho y los hombros del agua, y todos pudieronver una larga y oscura figura debajo de él. Aúntenía la cara vuelta hacia arriba cuando fuesacudido fuertemente y desapareció bajo un granremolino de agua dando un horrible grito. Luegotodos volvieron a ver su cabeza, todavíareconocible, salir a la superficie, y también vieronel muñón de uno de sus brazos y al menos cincotiburones que luchaban furiosamente en lasaguas ensangrentadas. Pocos momentosdespués, allí sólo había una mancha rojiza, variostiburones buscando afanosamente algo en ella yotros acercándose con rapidez, con las aletasfuera de la superficie.

El sepulcral silencio duró mucho, muchotiempo, hasta que el suboficial que gobernaba la

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corbeta tosió para indicar que casi no quedabaarena en la ampolleta del reloj de media hora.

–¿Continúo, señor? – preguntó el oficial dederrota en voz baja.

–Sí, señor Gill -dijo Jack-. Señor Calamy, misextante, por favor.

Entonces se repitieron mecánicamente laspalabras y movimientos del ritual de la mediciónde mediodía, y al final, Jack, en tono solemne,dijo:

–Son las doce.Unos momentos más tarde sonaron las ocho

campanadas y el señor Rowan ordenó:–¡Llamen a los marineros a comer!El contramaestre tocó el silbato, los

marineros corrieron a ocupar sus puestos y losencargados de servir la comida a cada grupoentraron en la cocina, donde (aunque parecíaincreíble) hervían a fuego lento desde hacía ratotrozos de carne de cerdo y guisantes secos, yaque era jueves. Esos actos eran mecánicos,pues los habían repetido con mucha frecuencia,pero no les despertaron el apetito, y salvo unoscuantos marineros, todos comieron poco y en

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silencio. La atmósfera cambió cuando llegó elgrog, pero, a pesar de eso, los marineros no serieron ni hicieron bromas ni golpearon sus platos.

A media tarde Mowett fue al encuentro delcapitán Aubrey y dijo:

–Señor, los marineros me pidieron que leexpresara su deseo de que les permita usar losanzuelos y los aparejos para pescar tiburones.Como estimaban y respetaban al señorHairabedian, quisieran comerse algunos.

–¡No, por Dios! – exclamó Jack-. ¡Todavíatienen al pobre hombre en el estómago! –argumentó, y por la expresión de los marinerosque le escuchaban, supo que pensaban que teníarazón-. No, pero esta tarde, después quepasemos revista, haremos prácticas de tiro conlas armas ligeras, y cada uno podrá dispararlesmedia docena de veces si quiere.

El sol descendió por el cielo y, poco despuésque llamaran a pasar revista, se ocultó trasEgipto brillando intensamente y coloreando decarmín la bóveda celeste. La Niobe viró con lacorriente lentamente, primero al este, luego alestenoreste, y finalmente al noroeste cuarta al

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norte, hacia el lugar de donde había venido, y lasestrellas empezaron a brillar. Jack comprobó condesánimo la latitud en que se encontrabahaciendo mediciones en la penumbra y, despuésde tomar café con los turcos, se fue a haceresfuerzos para respirar en su cabina.

–¡Que Dios nos proteja, Stephen! – dijo,cubriendo su cuerpo desnudo con una toallacuando Stephen entró-. Parece que estamos enuna casa de baños turca. Debo de haber perdidouna veintena de libras.

–Podrías perder una veintena más -dijoStephen-. Y como eres de constitución robusta,te beneficiaría una sangría. Voy a sacartedieciséis o veinte onzas ahora mismo, y tesentirás mejor enseguida y, además, tendrásmenos probabilidades de coger una insolación otener una apoplejía -dijo, dejando a un lado elcofre que tenía en las manos y sacando unalanceta del bolsillo-. Ésta está despuntada -dijo,tratando de clavarla en la taquilla para probarla-,pero estoy seguro de que podrá llegar a la vena.Tengo que afilarlas todas mañana, porque si lacalma continúa, voy a hacerle sangrías a toda la

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tripulación.–No -dijo Jack-. Puede que te parezca una

reacción propia de mujeres, pero no quiero vermás sangre hoy, ni la mía ni la de nadie. Nopuedo dejar de pensar en Hairabedian. Lamentomucho lo que ha ocurrido.

–Quisiera que hubieran podido salvarle -dijoStephen muy serio, y vaciló unos momentos,dando vueltas al cofre entre las manos, y, por fin,continuó-: Recogí sus papeles y suspertenencias, como me pediste. No encontré ladirección de su familia en ninguna de las cartasque pude leer, que fueron pocas porque lamayoría estaban en árabe, pero encontré esto.

Entonces quitó el falso fondo del cofre yentregó el chelengk a Jack.

–¡Esto es asombroso! – exclamó-. Sientomucho lo que le ha ocurrido al pobre hombre -añadió, y entonces echó el broche en un cajón,se levantó y se puso la camisa y el pantalón-.Vamos a caminar por la cubierta. Dentro decinco minutos podremos ver salir la maldita luna,seguramente con una parte visible mucho menorde lo que me gustaría.

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La maldita luna tenía una parte visible muchomenor la noche siguiente, y la Niobe seguía allímoviéndose con la corriente, pero sin avanzar yrodeada de un sofocante calor. Al bimbashi se leacabó el qat, y con él se terminó su filosofía.Mandó azotar a dos de sus hombres a la maneraturca, con varas, y con tal fuerza que uno perdióel conocimiento y el otro se quedó allítambaleándose mientras la sangre le corría por laespalda lacerada y le salía por la boca. Laazotaina podía calificarse de cruel, incluso si erajuzgada según el criterio de los hombres de mar,pero los turcos que miraban dar los golpesparecían indiferentes y las víctimas sólo dieronalgunos quejidos involuntarios. Esto provocó quelos tripulantes de la Surprise tuvieran mejoropinión de los turcos, y algunos llegaron a pensarque su sangriento castigo fue la causa de quemejorara la situación de la corbeta, de que elviento empezara a soplar, aunque débilmente, encuanto terminaron de limpiar la cubierta.

Si esa era la causa, tendrían que haber sidoazotados al menos doce turcos para que elviento soplara con suficiente fuerza para hacer

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avanzar la Niobe hacia el sur con tal rapidez quepudiera interceptar la galera. Desgraciadamente,el viento siguió siendo flojo, muy flojo. Lespermitía respirar e hinchaba algunas de las velasque era conveniente llevar desplegadas, aunquemuy pocas comparativamente (la cebadera, latrinquete, las alas inferiores, el velacho, noextendido del todo, la gavia mayor y todas las dela parte superior de la jarcia, pero no las de laparte inferior ni las del palo mesana), ya queseguía soplando obstinadamente por popa.Aunque los marineros echaban agua a todas lasvelas que podían alcanzar con las manguerasdesde la cofa y subían cubos de agua paraverterlos sobre las velas más altas, la Niobe raravez navegaba a más de tres nudos.

Ya la luna había pasado la fase de cuartomenguante hacía tiempo, y Jack Aubrey pensabacon amargura que había fracasado. El calorhabía aumentado, y la reserva y elcomportamiento descortés de Hassan y losoficiales turcos hacían la situación másdesagradable, si eso era posible. Desde elmomento en que Jack había disminuido velamen,

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ellos se habían opuesto, y como Jack les habíaexplicado, a través de Stephen, que desplegarmás velas no siempre tenía como resultadonavegar con mayor velocidad y que, en estecaso, las velas que se desplegaran en la popaanularían el efecto de las de proa, pensaba quele miraban con rabia por otros motivos,probablemente por sus comentarios sobre lasuciedad de los soldados. A Jack nunca se leocurrió que pensaban que él les engañaba, perose enteró una tarde extremadamente tediosacuando Stephen fue a verle y le dijo:

–He prometido cumplir este encargo y seré lomás breve posible. Trataré de resumir tres horasde delicadas indirectas, conjeturas, análisis decasos teóricos y medias verdades en un minuto:Hassan sospecha que los egipcios te hanofrecido una gran cantidad de dinero para que nocaptures la galera. Dice Hassan que todo elmundo sabe que el intérprete habló conmensajeros de Mehemet Alí y dice el bimbashique todo el mundo sabe y que es lógico quemientras más velas estén desplegadas, másviento tomarán. Hassan te ofrece una gran suma

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para que traiciones a los egipcios y te ruega quela aceptes. Ya he terminado.

–Gracias, Stephen -dijo Jack-. Supongo queno servirá de nada explicarles otra vez losprincipios de la navegación.

–De nada, amigo mío.–Entonces creo que tendré que soportar su

malhumor -dijo Jack.Pero se equivocó. El viento roló al noroeste

durante la noche y a la mañana siguiente llegabapor la aleta, así que cuando Hassan y los turcossubieron a la cubierta esa mañana, vieron que laNiobe tenía desplegadas tantas velas como erade desear. Se lanzaron unos a otros discretaspero significativas miradas, y Hassan se acercóal capitán Aubrey y le dijo algunos halagos enfrancés, una lengua de la que Jack teníanociones, y el bimbashi murmuró algo en turcoen tono amable. No obstante eso, Jack no queríadarles motivos para que pensaran que sussuposiciones tenían fundamento, y se limitó ahacer una inclinación de cabeza. Luego subió ala cofa del mayor, desde la cual observó elinmenso mar azul y reverberante envuelto en la

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niebla y miró hacia el sur a través de los clarosde la nube de velas. Después de estar mirandohacia allí con tristeza durante un rato, llamó aRowan y le dijo secamente que le gustabacaminar tranquilo por el alcázar y que en laArmada era costumbre que el oficial de guardiaevitara que el capitán fuera interrumpido por los«Buenos días» y los «¿Cómo está?» de lospasajeros que no conocían sus reglas, y que laverga velacho no estaba perpendicular al mástil,como debería estar.

Aquella era una nube de velas, en efecto, ylos marineros braceaban cuidadosamente cadauna de ellas; sin embargo, aún estaban a unostreinta grados al norte de Mubara cuando la lunaalcanzó el plenilunio, y cuando avistaron la isla,ya tenía diecisiete días y una horrible formacóncava y salió muy tarde.

Fue un jueves por la tarde cuando divisaronMubara recortándose sobre las montañas deArabia bajo la luz del sol en el ocaso. Jack orzópara que la corbeta pasara cerca de ella sin servista y con sumo cuidado estableció una rutapara avanzar hacia el sur por el canalizo que

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había entre los islotes y los arrecifes. Ahoraestaban en una región que conocía bien por lascartas marinas, y, guiándose por dos marcas enla mar y con la ayuda de McElwee, llevó la Niobehasta la mitad del canalizo, y luego echó el ancladonde las aguas tenían treinta y cinco brazas deprofundidad.

Había la posibilidad de que la galera nohubiera pasado todavía. Pero era una remotaposibilidad, pues el viento del norte que soplabahabitualmente en la región había soplado tanpocos días y con tan poca intensidad que no eraprobable que la hubiera retrasado. Sin embargo,aunque con poco fundamento, muchos aún teníanesperanzas, particularmente aquellos que más lodeseaban, y bastante antes del amanecerestaban en la cubierta el capitán Aubrey, todoslos oficiales y la mayor parte de la guardia quetenía descanso, aunque no el cirujano ni elpastor. La noche terminó, pero dejó tras ella laniebla, y ahora el viento del oestenoroestesoplaba más fuerte y hacía pasar masas decálido vapor sobre la luna menguante, quetodavía irradiaba una débil luz, y las estrellas más

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grandes parecían manchas de color naranja.La Niobe se balanceaba junto a la cadena del

ancla, empujada por una lenta corriente porsotavento. Si alguien hablaba, lo hacía en vozmuy baja. Al este, el cielo tomaba un color cadavez más claro. Desde hacía cierto tiempo Jackobservaba a Canopo, que se veía borrosa al sur,y pensaba en su hijo. Se preguntó si un niñocriado por su madre, que sólo jugaba con sushermanas, sería un afeminado. Luego pensó quehabía conocido niños que se habían hecho a lamar cuando eran más pequeños que George yque tal vez lo mejor sería que George fuera con élen un viaje que durara cuatro estaciones ydespués asistiera uno o dos años a la escuela yluego volviera a incorporarse a la Armada, puesasí no tendría tan poca cultura como su padre.Estaba seguro de que algún amigo mantendríasu nombre en el rol de su barco para que losaños que pasara en la escuela no dejaran de serconsiderados años de servicio cuandoascendiera a teniente. Sonaron doscampanadas. Jack miró hacia la proa al oírlas, ycuando volvió a mirar al cielo, la estrella había

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desaparecido.Empezaron a oírse los chirridos de la bomba

de proa, y en ese desagradable período en quela tranquilidad de la noche se había acabado y elbullicio del día no había recomenzado, la guardiade estribor empezó a limpiar la corbeta. Lamarea de agua y arena había llegado al combés,y la piedra arenisca raspaba las tablas delcastillo cuando el rojo halo del sol apareció sobreel horizonte. Calamy, que estaba sentado en elcabrestante con los pantalones remangadospara que no se le mojaran, saltó de repente a lacubierta mojada y corrió hasta donde estabaMowett, que enseguida gritó:

–¡Eh, los de proa, quietos todos!Entonces, con grandes pasos, fue hasta

donde se encontraba Jack.–Señor -dijo, quitándose el sombrero-,

Calamy cree que ha oído algo.–¡Silencio de proa a popa! – gritó Jack.Todos los marineros se quedaron paralizados

en el lugar en que estaban, como en un juego deniños, algunos en ridículas posturas, sosteniendoen alto un trozo de piedra arenisca o un lampazo,

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y pusieron una expresión grave, como sidedicaran toda su atención a oír algo. Entoncestodos oyeron a lo lejos, por sotavento, el cantoAyajú-ajá, que el viento traía en fragmentos.

–¡Preparados para soltar la cadena del ancla!– ordenó Jack-. ¡Digan al señor Hassan y alpiloto indonesio que vengan!

Pero Hassan y el piloto indonesio ya estabanallí, y cuando Jack se volvió hacia ellos, ambosasintieron con la cabeza e hicieron unmovimiento como si estuvieran moviendo unremo. Ese era, en efecto, el canto de los remerosde las galeras.

No sabían exactamente de dónde venía, sóloque salía de la oscuridad que aún había porsotavento, aunque todos, excepto los marinerosque iban a soltar la cadena, escuchabanatentamente. El sol había subido hasta que todasu circunferencia había quedado sobre elhorizonte, y tenía un brillo cegador, pero todavíala blanca niebla cubría la superficie del mar. Jackse inclinó cuanto pudo sobre la borda para tratarde ver a través de ella, y como tenía la bocaabierta, podía oír los latidos de su corazón, muy

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fuertes y graves. Entonces se oyeron dos vocesen lo alto de la jarcia. Una, desde la cruceta deltrinquete, gritó: «¡Ahí está!»; la otra, desde lacofa del mayor, gritó: «¡Cubierta, la galera estápor la aleta de estribor!».

–Señor Mowett, suelte la cadena con unabaliza realmente buena y mande a zarparenseguida -ordenó Jack-. Desplegaremos lasgavias y las mayores, pero despacio, como si lacorbeta fuera un mercante de la Compañía, unmercante que hace un viaje normal y que,después de haber pasado la noche al pairo, seacerca a Mubara para comprobar su posición.No deben subir muchos hombres a la jarcia, laguardia que está abajo debe quedarse allí, y lamayoría de los que forman la otra deben irse dela cubierta. No mande a subir los coyes.

Bajó a buscar su telescopio y volvió a mirar lacarta marina que tan bien conocía ya, y cuandovolvió a la cubierta, ya la cadena del ancla salíapor el escobén, y la Niobe, con el velacho enfacha, desviaba la proa de la parte de dondevenía el viento. Algunos marineros desplegabanla gavia mayor y la sobremesana con deliberada

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torpeza, y unos cuantos estaban preparadospara echarse sobre las vergas más bajas.

–¿Dónde está? – preguntó Jack.–A treinta grados por la amura de estribor,

señor -respondió Mowett.En esos breves momentos el sol había

disipado los últimos vestigios de la niebla de lanoche, y la galera estaba allí, mucho más lejos ymucho más próxima a la proa de lo quepensaban, pero podía verse tan claramentecomo deseaban. Estaba al final del canalizo, alborde del arrecife de coral ribeteado de blancode unas cinco o seis millas de longitud que seextendía por el noroeste hasta el islote Hatiba,que guardaba la entrada de la larga y estrechabahía de Mubara, en cuyo fondo se elevaba laciudad. La galera navegaba de bolina con rumboa la isla, y a pesar de que Jack y sus hombres sehabían esforzado en aparentar que no teníanprisa ni la perseguían, parecía que la tripulaciónde la galera estaba alarmada, pues los remeroshabían dejado de cantar y remaban con todassus fuerzas.

Enseguida se le ocurrieron dos preguntas:

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¿Podría la Niobe llegar al otro lado del isloteHatiba? ¿Si no podía llegar, podría interceptar lagalera antes? No sabía las respuestas. Ambasdependían no sólo de la velocidad y lascualidades para la navegación de las dosembarcaciones, sino también de la corriente y lamarea, y no llegaría a saberlas hasta el últimomomento. McElwee y el piloto indonesioconocían bien la corbeta y sabían cómonavegaba de bolina, pero también tenían unaexpresión desconcertada.

Entonces Jack se acercó al timón.–Manténgala ceñida, Thompson -ordenó al

timonel.Poco después, cuando las últimas velas se

desplegaron y se hincharon, la corbeta aumentóde velocidad, y Jack dijo:

–Vire un poco más contra el viento.La quilla de la corbeta formaba un ángulo

cada vez más pequeño con la dirección delviento, y cuando los grátiles de barlovento, apesar de que las bolinas estaban tensas,empezaron a flamear, Jack cogió las cabillas deltimón y dejó que la corbeta abatiera el rumbo

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hasta que navegara sin dificultad.–Manténgala así, justamente así -dijo, y volvió

al pasamano, pensando que tenía que encontraruna solución rápidamente y que si la corbetaseguía ese rumbo mientras la buscaba, eso noafectaría a ninguna de las soluciones posibles.

Jack se puso a observar la galera, unaembarcación baja, alargada y negra, similar auna góndola veneciana. Era tan negra como lacosta sur de Mubara, una franja de terreno estérily abrupto formado por rocas volcánicas, un lugardespoblado que ahora se veía claramente másallá del arrecife. Medía unos ciento o cientoveinte pies de proa a popa y sus mástilesestaban ligeramente inclinados hacia delante,como los de todas las galeras del mar Rojo, y enel mayor llevaba un gallardete verde con la puntaen forma de cola de golondrina. Tenía dos vergaslatinas y todas las velas aferradas, y del tope decada mástil colgaba una especie de cesto onido, y dentro de cada uno había un hombremirando hacia la Niobe, uno de ellos con untelescopio. No podía apreciar si los tripulantesestaban muy asustados, aunque era indudable

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que remaban con todas sus fuerzas. En la cabinade popa, donde se suponía que debían ir losoficiales franceses, no veía a ningún europeosino solamente a un hombre con un pantalónbombacho de color carmín que iba de un lado aotro abanicándose. No sabía cuál era suvelocidad, pues era muy difícil calcularla, pero leparecía que no navegaba a más de cinco nudos.

–Así que eso es una galera -dijo Martin, congran satisfacción.

Stephen y él estaban junto al cabillero ycompartían un telescopio.

–Y si no me equivoco -añadió-, tieneveinticinco remos a cada lado. En eso essemejante a los grandes barcos de remo de laantigüedad. ¡Tucídides tuvo que haber vistomuchas embarcaciones como ésta! ¡Qué alegría!

–Seguramente. Fíjese en los remos, en sumovimiento. Parecen las alas de una enorme avevolando bajo, de un gran cisne celestial.

Martin se rió con ganas.–Creo que fue Píndaro quien hizo esa misma

comparación -dijo-. Pero no veo cadenas.Parece que los remeros pueden moverse

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libremente.–Hassan me contó que en las galeras de

Mubara nunca ha habido esclavos. Esa es otrasemejanza de esta galera con los barcos deremo de la antigüedad.

–Sí, es cierto. ¿Vamos a capturarla?–Bueno, mi opinión sobre eso no vale nada -

dijo Stephen-. Pero quiero recordarle queTucídides habla de una galera que tardó en ir dePireo a Lesbos desde que salió la luna unanoche hasta que volvió a salir al día siguiente,mejor dicho, hasta un poco antes, lo que significaque navegaba a diez millas por hora, que es unagran velocidad.

–Pero, amigo mío -dijo Martin-, recuerde quela galera de Tucídides era trirreme, es decir, contres órdenes de remos, y por eso seguramentenavegaba tres veces más rápido.

–¿Ah, sí? Entonces tal vez podamoscapturarla. Pero si no la alcanzamos, y meparece que no será fácil bordear ese islote, elcapitán Aubrey la perseguirá hasta el mismopuerto de Mubara. El único problema es que sillega allí primero y todos ven que la corbeta la

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persigue e incluso la ataca, queda suprimido elfactor sorpresa, y es posible que traten deimpedir el desembarco violentamente.

–Doctor -dijo el capitán Aubrey,interrumpiendo sus especulaciones-, por favor, dial señor Hassan que se quede con los turcosdonde no puedan verles.

Había dos soluciones posibles. Una eraacercarse rápidamente a la galera para intentarinterceptarla antes que llegara a Hatiba.Probablemente el terral soplaría con más fuerzacuando la temperatura aumentara en tierra yrolaría algunos grados, y la marea, que cambiaríaen menos de una hora, contrarrestaría el efectode la corriente que iba hacia el este. Pero,¿ocurriría eso en el momento propicio? La galerapodía navegar más rápido si su capitán quería,pero ¿mucho más rápido? Recordaba habervisto una recorrer un corto espacio navegando adiez nudos. Si la Niobe, por su tendencia acambiar el rumbo a sotavento, no podíacontornear el extremo del arrecife, la galera huiríade ella, doblaría el cabo, largaría las inmensasvelas latinas y navegaría con el viento en popa

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hasta la bahía de Mubara, y sus hombres,seguros de que la corbeta había intentadoapresarla, darían la alarma en la isla. La otrasolución era hacer rumbo a alta mar para disiparlos temores de los tripulantes de la galera yquedarse allí durante un tiempo y después, quizáde noche, acercarse muy despacio,aparentemente sin rumbo fijo, con las gaviasdesplegadas y tal vez con la bandera francesa.Sin embargo, eso le haría perder tiempo, y noera necesario que el almirante le dijera que larapidez era fundamental en un ataque. Miróatentamente el lejano islote, calculando lamarcación y el abatimiento de la corbeta, y aesos cálculos les añadió el impulso de lacorriente y el efecto de la bajamar. A causa delcalor, el sudor iba cubriéndole y la isla parecíatemblar, y pronto cayó en la desesperación ypensó: «¡Qué cómodo es estar bajo las órdenesde otros y hacer exactamente lo que a uno lemandan!». Después, alzando la voz, ordenó:

–¡Desplieguen las sobrejuanetes! ¡Arriba,arriba!

Mientras los marineros subían por los

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flechastes de la Niobe, miraba la galera conmucha atención, y cuando las velas fuerondesplegadas, vio que el hombre del bombachode color carmín soltó el abanico y luego cogió unpalo con la punta redondeada y empezó amarcar el compás del movimiento de los remos ya gritar a los remeros al mismo tiempo. Losremos comenzaron a formar más espuma y lavelocidad de la galera aumentó casiinmediatamente, mucho más rápido que la de laNiobe.

–Es indudable que nos tienen miedo -dijoJack y decidió que se acercaría rápidamente a lagalera, porque si sus hombres conocían ya susintenciones, no serviría de nada salir a alta mar.

Después de dar la orden de desplegar elmayor número de velas posible, se acercó aStephen y dijo:

–Tal vez deberíamos dejar al pobre Hassansubir a la cubierta, pues ya no es necesario fingir.Dile que dentro de treinta minutos más o menosquedará resuelto el asunto y también que si losturcos se colocan en el pasamano de barlovento,su peso contribuirá a que la corbeta tenga más

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estabilidad.Cuando fueron desplegadas las

sobrejuanetes y las monterillas, la Niobe escoróuna traca más, pero al principio su velocidad nosobrepasó los seis nudos. La galera se alejabacada vez más, pero, después de cinco minutos,su velocidad dejó de aumentar, y ambasembarcaciones siguieron navegando por lasagitadas aguas a la misma distancia una de otradurante un tiempo. Al reloj de arena de mediahora le dieron la vuelta y se oyó la campana.Durante todo este tiempo, la feroz mirada dedepredador que tenían los marineros agrupadosen el pasamano de la Niobe no cambió, yninguno de ellos habló, pero cuando la corbetacomenzó a acercarse a la presa, cuando apenasse había acercado unas cuantas yardas, todospusieron una expresión alegre y dieron gritos dealegría.

–Los remeros están empezando a cansarse -dijo Jack, que estaba inclinado sobre la borda,de cara al sol, y se secaba el sudor de la frente-.Y no me extraña.

La distancia se redujo un cable[12] más, y la

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marea empezó a cambiar. La Niobe, todavía enel canalizo, tenía ventaja sobre la galera, yempezó a acercarse a ella con mayor rapidez. Latensión aumentó todavía más. Ahora todosestaban casi seguros de que la corbeta nopodría contornear la isla, es decir, no podíahacerlo sin dar bordadas (una horrible pérdidade tiempo), pero cada vez había másprobabilidades de apresar la galera antes quellegara a Hatiba.

Entonces Jack vio algo que no había previstoy que era un peligro. Por la amura de estribor dela galera había una zona oscura entre la espuma,un paso en el arrecife para ir a la laguna contiguaque podía atravesar la galera, ya que tenía pococalado, pero no la Niobe.

Sus rutas eran convergentes, y ahora lagalera estaba al alcance de los cañones denueve libras de la corbeta.

–Digan al condestable que venga -ordenó, yluego, cuando el condestable llegó, dijo-: SeñorBorrell, supongo que ya tendrá los cañones deproa preparados.

–¡Claro que sí, señor! – dijo el señor Borrell

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en tono de reproche-. Hace más de media hora.–Entonces haga pasar una bala por delante

de la proa de la galera, señor Borrell. Peroprocure que no pase demasiado cerca.¿Entendido? Haga lo que haga, ninguna baladebe alcanzarla, porque una embarcación hechade tablas de una pulgada y media se hunde pornada. Nos jugamos el todo por el todo.

El señor Borrell no tenía intención de hundircinco mil bolsas y disparó con el corazón en laboca, pero acertó. La bala cayó a seis pies de laproa de la galera, lanzando numerosos chorrosde agua a la cubierta. No hizo a la galeradesviarse del rumbo, pero dio que pensar a sucapitán. Entonces los remeros ciaron y la galerase estremeció, pero inmediatamente la galeravolvió a navegar en dirección a Hatiba,alejándose del estrecho paso del arrecife.

Las dos embarcaciones siguieron avanzandovelozmente, unas veces más rápido la una, otrasveces, la otra. La distancia entre ambasdisminuyó tanto que la galera estaba al alcancede todos los cañones de la corbeta. Si el capitánde la galera no hubiera estado seguro de que

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nadie le dispararía, ya se habría rendido paraevitar que la hundiera, pero el capitán de unbarco con un cargamento tan valioso como esepodía exponerse a todo, excepto a que loabordaran.

Nada en el mundo le gustaba más a Jack queperseguir a una presa en el mar, pero hacía algúntiempo que su alegría había disminuido, como lehabía ocurrido al caballo de su sueño. En elfondo de su mente, una voz preguntó en tonodesconfiado por qué los tripulantes de la galerase habían alarmado al ver un barco de laCompañía en un lugar por donde le estabapermitido pasar y por qué no habían atravesadoel estrecho paso. También dijo que a pesar deque el hombre del bombacho de color carmíncorría de una punta a otra del pasamano centralarengando a los remeros y dando golpes con suvara, la velocidad de la galera no correspondía alrápido movimiento de los remos. Jack pensó quetodo eso era extraño.

Había engañado a demasiados enemigos enel mar para que alguien pudiera engañarle confacilidad. Cuando la corbeta llegó a estar a tiro

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de mosquete de la galera y los marineros queestaban en el castillo empezaron a dar gritos dealegría, sus sospechas se confirmaron porquevio un cabo que se extendía desde la popa de lagalera hasta la mitad de su agitada estela.

–¡Señor Williamson! – gritó-. ¡Señor Calamy!Los guardiamarinas se acercaron a él

corriendo, con una expresión alegre.–¿Saben lo que hacen los patos cuando

tienen las alas rotas? – preguntó.–No, señor -respondieron sonrientes.–Intentan echarle plumones en los ojos a uno.

Las avefrías hacen lo mismo cuando uno seacerca a sus nidos. ¿Ven ustedes ese cabo quesale de la popa de la galera?

–Sí, señor -dijeron ambos después de estarmirando fijamente la popa durante un rato.

–Está atado a un pedazo de lona que sirve deancla y se encuentra bajo la superficie. Por esopueden remar con todas sus fuerzas y, sinembargo, permitir que les alcancemos. Miren,ahora pueden ver el aro que hay en la estela.Quieren llevarnos al desguace, y por eso voy ahundir su galera. ¡Señor Mowett, prepare los

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cañones de estribor!En el momento en que se abrieron las portas,

el hombre del bombacho de color carmín corrió ala popa y cortó el cabo. Entonces la galeraempezó a navegar con tanta rapidez que su proaformaba olas que llegaban hasta la mitad de suscostados. Hassan atravesó la cubierta corriendo,con su blanca túnica ondeando y una expresiónpreocupada en lugar de su habitual expresiónindiferente.

–Te ruega que no dispares a la galera,porque tiene un tesoro a bordo -dijo Stephen.

–Dile que estamos aquí para tomar Mubara,no para hacernos ricos -dijo Jack-. No somoscorsarios. No podemos capturar la galera eneste lado de la isla porque navega muy rápidoahora, como puedes ver, y en cuanto doble elcabo, su capitán dará la alarma. Señor Mowett,ice la bandera turca. Señor Borrell, dispare uncañonazo a la parte baja de la bovedilla, porfavor.

La galera viró noventa grados a estribor yempezó a avanzar hacia el arrecife a todavelocidad, y ahora desde la corbeta sólo se veían

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su popa y algunos bancos, y fue a su popaadonde el condestable apuntó el cañón. Iba adisparar desde una plataforma estable a unobjetivo estable y no podía fallar porque era unexcelente profesional, aunque si lo hacía, labatería de estribor haría el trabajo por él. Tiró dela rabiza con el corazón encogido, arqueó elcuerpo para esquivar el cañón cuando retrocedíaviolentamente y después, mientras los artillerosde su brigada movían la estrellera paraarrastrarlo y limpiaban su interior, que aúncrepitaba, trataba de ver a través del humo.

–Muy bien, señor Borrell -dijo Jack.Había visto desde el alcázar que la bala había

dado en el blanco, haciendo saltar pedazos demadera justo a la altura de la línea de flotación.La mayoría de los tripulantes lo habían vistotambién, y en ese momento dieron un grito, perono de triunfo ni de alegría, sino de sinceraadmiración. La galera siguió moviéndose, perolos remos dieron solamente una paletada másjuntos, porque después empezaron a moverse endistintas direcciones y a entrecruzarse y,finalmente, fueron abandonados, y Jack vio por el

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telescopio que los tripulantes desamarraban laslanchas. Apenas acabaron de cortar las cadenasy las trincas, la galera se hundió, dejándoles aellos y a las lanchas flotando en las tranquilasaguas. En ese mismo momento la batería de unislote que estaba al otro lado de Hatiba, en elextremo más lejano de la entrada de la bahía deMubara, empezó a disparar contra la Niobe, peroesos disparos eran simplemente demostraciónde rabia, pues la corbeta se encontraba a unadistancia superior en un cuarto de milla alalcance de los cañones.

–¡Orzar y disminuir velamen! – gritó Jack,pensando inmediatamente en cuidar los palos.

Mientras la velocidad de la corbeta disminuía,Jack, con las manos tras la espalda, pensaba enla trampa en que había evitado caer y en lafortuna que había perdido, y al mismo tiempomiraba las abarrotadas lanchas que atravesabanel paso en el arrecife para entrar en las aguaspoco profundas de la laguna. No sabía si estabaahora más alegre o más triste. No sabía si sealegraba de lo ocurrido o lo lamentaba, y estabatan exaltado que no podía saberlo con seguridad.

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Entonces pensó: «No llegué a ver a losfranceses, ni siquiera al final. Seguramenteestaban vestidos como los árabes».

–Señor, el estandarte de la galera se vetodavía -dijo Mowett-. ¿Quiere que lo cojamos?

–¡Claro que sí! – respondió Jack-. Baje unalancha.

Siguió con la vista la ruta por la que había idola galera y allí, a cierta distancia del arrecife, vioel tope y un pedazo de la parte superior del palomayor de unos dos pies, y el gallardete verde conla punta en forma de cola de golondrina haciendoun movimiento ondulatorio en la superficie.

–No, deténgase -dijo-. Viraremos y nosacercaremos en la corbeta. Y, por el amor deDios, ordene extender algunos toldos, porque sino se nos van a derretir los sesos.

El agua estaba clarísima. Cuando losmarineros echaron el ancla de leva, no sólopudieron ver debajo de ella la galera, con la quillaapoyada sobre una plataforma coralina decincuenta yardas de diámetro, sino también lacadena de su propia ancla bajando más y más yun ancla cubierta de una costra procedente de un

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naufragio anterior. Los marineros se inclinaronsobre la borda y miraron hacia abajo con tristeza.

Durante la comida, Jack dijo:–He decidido que nos quedaremos aquí

mientras Hassan y los turcos discuten sobre quéparte de la isla es mejor para desembarcar, puessería absurdo virar de un lado a otro y alejarse yacercarse todo el día con este maldito calor.Pero tal vez debería haber escogido otro lugar,porque cuando veo bajo nuestra quilla cinco milbolsas a menos de diez brazas de profundidadcasi me arrepiento de practicar la virtud.

–¿A qué virtud te refieres, amigo mío? –preguntó Stephen. Stephen era su único invitado,ya que el señor Martin se había excusado deasistir a la comida diciendo que no podía comerni un bocado con ese calor, aunque habíaañadido que estaría encantado de reunirse conellos cuando tomaran el té o el café.

–¡Dios nos asista! – exclamó Jack-. ¿No tehas dado cuenta de que hice un acto heroico?

–No.–Al hundir esa galera, tiré una fortuna por mi

propia voluntad.

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–Pero no podías apresarla, amigo mío. Túmismo lo dijiste.

–No en esta parte. Sin embargo, sihubiéramos contorneado la isla, la habríaperseguido hasta la misma bahía, y habría sidoextraño que nos hubieran impedido apoderarnosdel tesoro, tanto si hubiéramos tomado Mubaracomo si no.

–Pero tenían las baterías cargadas. Nosestaban esperando listos para disparar.Hubieran volado la corbeta.

–Así es, pero yo no lo sabía entonces. Di laorden para hacer el bien, para que la expediciónno fracasara y los franceses y sus aliadosperdieran el dinero. Me asombro de mi propiamagnanimidad.

–Dice el pastor que si puede entrar ahora -dijo Killick, con voz más aguda y desagradableque lo habitual, mirando con rabia la parteposterior de la cabeza del capitán Aubrey, ydespués hizo un gesto despectivo y murmuró lapalabra «magnanimidad».

–Pase, amigo mío, pase -dijo Jack,poniéndose de pie para saludar al señor Martin-.

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Ahora mismo estaba diciendo al doctor que estasituación es absurda, porque un grupo de pobresestán flotando sobre una fortuna, y saben queestá ahí y ven, por decirlo así, el arca donde estáguardada, y, sin embargo, no pueden alcanzarla.¡Killick, date prisa con el café! ¿Me has oído?

–Totalmente absurda, señor -dijo Martin.Poco después Killick trajo la cafetera y la

puso en la mesa haciendo una fuerte inspiración,y tras un breve silencio, Stephen dijo:

–Soy un somorgujador -dijo Stephen.–Stephen, por favor, modérate -dijo Jack, que

tenía mucho respeto a los eclesiásticos.–Todo el mundo sabe que soy un

somorgujador -dijo Stephen, mirándole fijamente-. Y durante las últimas horas he estado pensandoen que tengo el deber moral de bucear.

Era cierto. Nadie le había pedidoabiertamente que lo hiciera, y, después de latriste suerte que había corrido el pobreHairabedian, nadie tenía valor para pedírselo,pero había visto a muchos marinerosconversando en voz baja y lanzando miradas tanelocuentes como las de los perros a su campana

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de buzo, que estaba colocada ahora en un rincónde la cubierta.

–Así que voy a bajar -continuó-, con tupermiso, tan pronto como John Cooper monte lacampana. Mi plan es meter garfios por las juntasde las tablas que forman la cubierta de la galerapara que las tablas se rompan cuando tiren deellos y quede al descubierto lo que está debajo.Pero necesito un compañero para que me ayudea hacer las maniobras.

–Yo también soy un somorgujador -dijoMartin-, y estoy acostumbrado a estar en lacampana. Me encantaría ir con el doctor Maturin.

–No, no, caballeros -dijo Jack-. Son ustedesmuy amables, infinitamente generosos, pero nodeben pensar en eso ahora. Piensen en elpeligro que correrán. Piensen en el final que tuvoel pobre Hairabedian.

–No tenemos intención de salir de lacampana -dijo Stephen.

–Pero, ¿no pueden entrar en ella lostiburones?

–Lo dudo, pero, aunque así fuera, lesinduciríamos a salir con un arpón de hierro o una

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pistola.–Exactamente -dijo Killick, y dejó caer un

plato para dar énfasis a su afirmación y luego sefue con los pedazos en la mano.

Cuando Stephen había bajado a comer con elcapitán, los marineros que se encontraban en lacubierta estaban tristes, cansados,decepcionados, casi asfixiados a causa delcalor, y tenían tendencia a pelearse unos conotros y con los turcos; sin embargo, al regresar ala cubierta se encontró con una atmósfera alegre,miradas afectuosas, caras sonrientes, risas deproa a popa. Además, su campana ya estabamontada y lista para pasar por encima de laborda y bajar. Tenía el cristal resplandeciente, yen su interior estaban colgadas varias vinaterasque sujetaban seis pistolas cargadas y dos picasde abordaje, y sobre el banco había numerososgarfios, poleas y cabos perfectamente adujados.Pero las risas cesaron y la atmósfera cambió porcompleto cuando lo que era una probabilidad seconvirtió en una realidad.

–¿No cree que debería esperar al atardecer,señor? – preguntó Bonden cuando Stephen se

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disponía a entrar en la campana, y a juzgar por laexpresión grave y preocupada de los demás, elmarinero hablaba en nombre de muchos de suscompañeros.

–¡Tonterías! – exclamó Stephen-. Recuerda,cuando bajemos dos brazas, pararemos yrenovaremos el aire.

–Tal vez deberíamos mandar primero a dosguardiamarinas para que hicieran una prueba -dijo el contador.

–Señor Martin, por favor, siéntese en su lugarhabitual -dijo Stephen y, volviéndose hacia elmarinero encargado de los barriles, lerecomendó-: Tenga cuidado de que no nos falteel aire.

No había que temer eso. James Ogle diovueltas a la manivela como si de su movimientodependiera su salvación, y antes que la campanadescendiera bajo el agua las dos primerasbrazas, ya se había acumulado allí el aire que ibaa ser introducido en ella. Todo lo que lospreocupados y angustiados marineros podíanhacer en la corbeta para protegerles lo hicieron, yveinte de ellos fueron seleccionados para

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alinearse en el costado con mosquetes; sinembargó, no podían hacer casi nada más quevigilar las poleas, y todos vieron aterrorizadoscómo un enorme pez de unos treinta y cinco ocuarenta pies de largo pasaba entre la corbeta yla campana a una profundidad tan grande que noestaba al alcance de los mosquetes. El pez pasópor encima del cristal, ocultando la luz del día, yStephen, mirando hacia arriba, dijo:

–Ese debe ser un Carcharodon. Vamos a verqué hace.

Abrió la llave de un barril y el aire usadoformó una corriente de burbujas. El enormetiburón se dio la vuelta haciendo un solomovimiento y desapareció.

–Quisiera que se hubiera quedado mástiempo -dijo Martin, tratando de alcanzar el tubodel otro barril-. Poggius dice que es muy raro.

Subió el tubo y el aire comprimido seesparció por el interior de la campana e hizodescender hasta el borde de ella las pocaspulgadas de agua que habían entrado.

–Creo que éste es el día más claro de todoslos que hemos bajado -añadió.

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–Creo que tiene razón. Nunca he subido enun globo aerostático, por desgracia, perosupongo que flotar en el aire produce esta mismasensación, la sensación de que uno es inmaterialo está en un sueño. ¡Mire, un pequeño Chlamysheterodontus!

Pocos minutos más tarde la campana seasentó sobre la cubierta de la galera, detrás delas bancadas y justamente encima de la escotillade popa, cuyos cuarteles se habían desprendido.

El tiempo pasaba, y les parecía interminablea los que estaban arriba y, en cambio, muy cortoa los que estaban abajo.

–¿Qué estarán haciendo? – preguntó Jackpor fin-. ¿Qué estarán haciendo? Quisiera que noles hubiera dejado ir.

No llegaba ninguna señal desde la campana yel único signo de que aún había vida en ella eranlos chorros de aire que formaban burbujas en lasuperficie de vez en cuando.

–Quizá deberíamos mandarles un mensaje -dijo Martin, después del décimo intento de unir elcabo, el garfio y la polea-. Quizá deberíamosdecirles que mandaran un cabo que ya tenga

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amarrado un garfio y esté colocado en una polea.–No quiero que piensen que no soy un buen

marino -dijo Stephen-. Vamos a intentarlo sólouna vez más.

–Hay dos pequeños cazones mirando por elcristal -dijo Martin.

–Sí, sí -dijo Stephen en tono irritado-, pero leruego que atienda a esto. Pase el cabo por estapresilla mientras yo la mantengo abierta.

Aunque el cabo pasó por la presilla, elconjunto no se mantuvo unido, y no tuvieron másremedio que mandar un mensaje escrito en unaplaca de plomo con un punzón de hierro.

Entonces los marineros bajaron un garfio queincluso la persona más tonta podía colocar. Erapreciso hacer un gran esfuerzo para bajarlodesde la cubierta de la Niobe, pero a losmarineros que halaban la tira[13] no lesimportaba, a pesar de que había muchahumedad y la temperatura era de cientoveintiocho grados Farenheit bajo los toldos. Pocodespués empezaron a verse grandes pedazosde la cubierta de la galera flotando en lasuperficie. Puesto que todas las tablas que

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formaban la cubierta eran muy delgadas yligeras, excepto los baos que estaban delante ydetrás de los mástiles, la cubierta pudo rompersecon un rezón, y los baos se desprendieron encuanto el anclote de la Niobe tiró de ellos haciaarriba. Cuando terminaron de abrir el casco, lasaguas estaban tan agitadas que no se veía nadadesde la corbeta, pero desde la campana llegóotro mensaje: «Vemos cofres o cajas,aparentemente precintadas. Si nos desplazanuna yarda a la izquierda, podremos alcanzar elmás cercano y lo ataremos con un cabo».

–Nunca pensé que un cofre tan pequeñopudiera pesar tanto -dijo Martin cuando subían elcofre hasta el centro de la campana, donde habíamás luz-. ¿Se ha fijado en que el sello francés,ese con el gallo que simboliza la Galia, es rojo, yque el árabe es verde?

–Sí, muy bien. Si usted lo inclina un poco,pasaré el cabo alrededor de él dos veces.

–No, no. Debemos rodearlo con el cabo yamarrar los dos extremos arriba, como se hacenlos paquetes. Quisiera que en la Armada hubieracuerdas corrientes, porque este cabo es tan

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grueso y tan poco flexible que es muy difícil hacerun nudo. ¿Cree que este nudo es adecuado?

–Es estupendo -dijo Stephen-. Ahoratenemos que sacarlo por debajo de la campana yhacer la señal.

–Señor, desde la campana ha llegado elmensaje: «Tirar» -dijo Bonden.

–Entonces empiecen a tirar, pero despacio,muy despacio -dijo Jack.

En ese momento no salían burbujas de lacampana. Todos vieron el cofre subir despaciopor el agua, al principio no muy claramente, perodespués perfectamente, y los marineros quenotaron su peso sonrieron.

–¡Dios mío! – exclamó Mowett-. ¡El nudo seestá deshaciendo! ¡Rápido, rápido…! ¡Malditasea!

Al llegar a la superficie el cofre se soltó yempezó a bajar, moviéndose en dirección a lacampana.

Mientras Jack, lleno de angustia, seguía conla vista su trayectoria pensó «Si golpea el cristal,están perdidos» y a la vez gritó:

–¡Rápido, halen la tira de la campana!

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El cofre pasó a pocas pulgadas de distanciadel cristal, chocó con estrépito contra la campanay cayó junto al borde.

–La próxima vez tenemos que hacer el nudoal revés -dijo Martin.

–No puedo soportar esto más tiempo -dijoJack-. Bajaré y haré el nudo yo mismo. SeñorHollar, déme un pedazo de merlín y otro demeollar. ¡Suban la campana!

Los marineros subieron la campana y lacolocaron sobre la cubierta. Entonces Stephen yMartin salieron de ella y fueron vitoreados portodos.

–Me parece que no apretamos bastante elnudo -dijo Stephen.

–¡Tonterías! Han hecho un magnífico trabajo,doctor. Le felicito sinceramente, señor Martin,pero esta vez yo ocuparé su lugar. Ya sabe ustedlo que dicen: Zapatero, a tus zapatos.

Todos se rieron al oír esto, pues tenían tanbuen humor que no pudieron contenerse. Sinembargo, el capitán Aubrey entró en la campanasobreponiéndose a la aversión que sentía porella, y no pudo evitar que su expresión alegre y

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triunfante se transformara en una grave.Detestaba estar encerrado (nunca habría bajadoa una mina de carbón por nada del mundo) ydurante el descenso le asaltaron temoresirracionales y tuvo que reprimir su deseo de salirde allí. Pero las pausas que hacían en el agua, larenovación del aire y la eliminación del aireusado le mantenían ocupado, y cuando se pusode pie sobre unas tablas de la galera se sintiómejor y seguro.

–Hemos vuelto al mismo lugar dondeestábamos -dijo Stephen-. Ese es el cofre que senos cayó. Vamos a meterlo aquí.

–¿Son todos iguales? – preguntó Jack,mirando el pesado cofre, que tenía profundasranuras a los lados.

–Por lo que he visto, todos son exactamenteiguales -dijo Stephen-. Mira, aquí junto al bordehay una fila que llega hasta la proa.

–Entonces no tiene sentido usar cabos,porque con cadenas podremos sacarlos en unsantiamén. Vamos a subir para coger un par deellas. Nos llevaremos éste en el banco.

Otra vez los marineros subieron la campana y

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la colocaron sobre la cubierta, y otra vez seoyeron vítores, pero ahora mucho más altos.Bonden y Davis, dos hombres muy robustos,llevaron el pequeño cofre al centro del alcázar.

–¡Dejen paso! – gritó el contramaestre,empujando a los tripulantes de la Surprise, losturcos y los marineros de las Indias Orientales,que, llenos de alegría y ansiedad, se habíanaglomerado alrededor.

Entonces el carpintero, con sus herramientas,pasó por la abertura que dejaron. Luego searrodilló junto al cofre, le quitó tres clavos y lelevantó la tapa con una palanca.

Los alegres y ansiosos marineros, ahora máscerca unos de otros que antes, se quedaronperplejos. Los que sabían leer leyeron despaciola frase Merde á celui qui le lit, que estabapintada en blanco en un bloque de metal de colorgris mate.

–¿Qué significa esto, doctor? – preguntóJack.

–Más o menos: Imbécil quien lo ka.–¡Es un maldito lingote de plomo! – gritó

Davis, y cogió el lingote con un rápido

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movimiento y se puso a danzar sosteniéndolo enalto por encima de su cabeza, rojo de ira y con laboca cubierta de saliva.

–Dámelo y lo tiraré por la borda -dijo Jack entono amable, dándole palmaditas en el hombro.

–Señor… -dijo Rowan en tono vacilante-.¿Quiere comprar pescado?

–Nada me gustaría más, señor Rowan -respondió Jack-. Pero, ¿por qué me lo pregunta?

–Hay un barco abordado con la corbeta,señor, y el pescador tiene un pescado queparece una raya con manchas rojas. Hacebastante tiempo que está aquí, y me temo que seirá si no le atendemos enseguida.

–Compre todo el pescado que tenga a bordo-dijo Jack-. Doctor, ten la amabilidad depreguntarle por la situación de la isla con ayudadel señor Hassan. Eso permitirá a los turcosdecidir dónde van a desembarcar y a nosotrossaber qué medidas debemos tomar.

Se fue a su cabina, y allí le encontró Stephenal final de la calurosa tarde.

–La situación es clara, Jack -dijo-. Losfranceses llegaron a la isla hace un mes y han

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reconstruido las fortificaciones y han colocadobaterías en todos los lugares donde erannecesarias. No es posible desembarcar. Durantelas dos últimas semanas han hecho pasar lagalera por el canalizo en dirección sur por lanoche y navegar en dirección contraria por lamañana. Los pescadores estaban convencidosde que llevaba gran cantidad de plata, yprobablemente los franceses dejaron a bordo loscofres en que fue transportada para quesiguieran creyéndolo, porque si nosotros nosencontrábamos con algún jabeque o alguna falúa,sus tripulantes nos hablarían del tesoro y eso nosatraería.

–Se han burlado de nosotros -dijo Jack-.Hemos hecho el ridículo.

–Creo que es de esperar que sea ese elresultado de cualquier operación de la que sehable tanto como de ésta -dijo Stephen-. Así ytodo, estoy asombrado de la exactitud de suinformación.

CAPÍTULO 7

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Durante el viaje de regreso de la Niobe aSuez, el viento del norte sopló casiininterrumpidamente, por lo que la corbeta tuvoque avanzar dando bordadas, a veces dos o tresen cada guardia, y la orden «¡Todos a virar!» serepitió más veces que la llamada a loslampaceros, pues no sólo se daba de día, sinotambién de noche. Tenía los fondos muy sucios,especialmente en la parte donde se habíandesprendido las placas de cobre, y esto provocóque perdiera los estayes más a menudo de loque era de esperar y que navegara a muy pocavelocidad, lo que afectó en gran medida a losnumerosos hombres que iban a bordo, quepensaban haber derrotado a los turcos enMubara y haber completado la aguada allí. Elagua fue racionada, y el cazo del tonel quesiempre estaba en la cubierta para quecualquiera bebiera, fue sustituido por el cañón deun mosquete desmontado, así que todo el quedeseaba beber tenía que sorber el agua con él.Sin embargo, para que ninguno bebiera sin unapoderosa razón, el cañón fue colocado en la cofadel mayor, porque los hombres no pensarían que

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valía la pena subir a cogerlo en medio delasfixiante calor si no tenían una sed terrible. Losturcos pensaron que eso era una injusticia, ydijeron que, a pesar de que otros subieran, ellosno eran capaces de subir porque ni sus madresni sus padres eran monos, y los marineros lesreplicaron que ellos no trabajaban y que nopodían tener sed porque tenían enrollada en lacabeza esa cosa horrible. Pero ese argumentono pareció convincente a los turcos, y podríahaberse creado un grave problema en la Niobesi no hubiera hecho rumbo a Kossier, donde sepodía coger mucha agua, aunque la corbeta tuvoque quedarse a considerable distancia de lacosta y los pozos estaban en lugares a los queera difícil llegar en las lanchas.

La tarea de llenar todos los toneles de agua yllevarlos a bordo era larga, y allí fue más largaaún. Generalmente el aire que rodeaba el marRojo era tan húmedo que los rayos de sol noquemaban a quienes estaban expuestos a ellos,y por eso los marineros trabajaron desnudos decintura para arriba, y la mayoría de ellos aúntenían la espalda pálida después de haber

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pasado semanas así. Pero un viernes (pasó otroviernes) empezó a soplar el terral, un viento tanseco que las galletas, las cartas marinas y loslibros se arrugaron en poco tiempo y la piel dealgunos marineros se puso roja como un ladrillo yla de otros, púrpura. La orden por la que seretiraba el permiso para trabajar sin camisa a losmarineros que no eran de raza negra, amarilla ocobriza llegó tarde, y aunque Stephen les untó laespalda con aceite de oliva, las quemaduraseran tan profundas que el aceite no hizo efecto. Apartir de entonces cargar el agua fue un procesomás doloroso y más lento, y mientras tanto, elbimbashi, que no había perdonado a Jack porhaberse dejado engañar, le mostraba elescenario de otra gran derrota de la Armada realy le contaba con detalle cómo había ocurrido. Elbimbashi le enseñó la pequeña fortaleza concinco cañones que defendía la rada de Kossier,a la que dos fragatas de treinta y dos cañones, laDaedalus y la Fox, habían disparado cañonazosdurante dos días y una noche cuando la ciudadestaba ocupada por los franceses. Dijo quehabían disparado seis mil andanadas y lo

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escribió para que no hubiera error y luego añadióque los ingleses no había podido tomar lafortaleza y que los turcos habían logrado repelerel ataque sin perder más que un cañón, aunquese había producido un gran número de bajas.

Jack había dicho a Stephen: «Por favor, di albimbashi que le estoy muy agradecido por lainformación y que considero que es muy cortéspor el hecho de habérmela dado». Sus palabrashabían tenido que ser transmitidasnecesariamente a través de Hassan, un hombrerefinado que se había avergonzado de oír albimbashi contar aquella historia y todavía estabaavergonzado.

Sin embargo, Hassan se despidió de Jackcon la misma frialdad que el bimbashi cuandollegaron a Suez. Entonces el árabe volvió aldesierto y el turco llevó a sus hombres al cuartel.

–¡Qué manera más extraña de decir adiós! –exclamó Jack, mirando con pena e indignacióncómo Hassan se alejaba-. Siempre le traté concortesía y nos aveníamos muy bien. No sé qué leha hecho adoptar esa actitud soberbia.

–¿Ah, no? – preguntó Stephen-. Pues que él

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esperaba que bajaras a coger las setecientascincuenta bolsas que prometió entregarte sitraicionabas a los egipcios. Pensaba que habíascumplido tu parte del contrato y que él no podíadarte ni una sola bolsa, y mucho menos varioscentenares, en el momento de irse. Creía quepretendías burlarte de él, y eso es suficiente paraque un hombre adopte una actitud reservada ysoberbia.

–En ningún momento acepté su disparatadaproposición. No le hice caso.

–¡Naturalmente que no! No obstante, él creeque sí, que es lo que importa. Pero no es unhombre desagradable. Por la mañana, mientrastú estabas limpiando los fondos de la corbeta,estuve hablando con él y con un médico coptoque habla francés, un hombre que él conocedesde la infancia y que nos servirá deintermediario si tenemos que volver a tratar algúnasunto con el gobernador egipcio. Ese caballerotiene relaciones con muchos mercantes griegos yarmenios, y avidez de información. ¿Quieres quepida un poco más de este admirable sorbete, laúnica cosa fría de toda la creación, y que te

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cuente lo que averigüé?–Sí, por favor.Estaban sentados en la terraza que estaba

justo encima de la entrada del caravasar dondeStephen había dejado su manada de camellos ydonde ahora se encontraban los hombres delcapitán Aubrey. Los tripulantes de la Surprisehabían terminado sus tareas matutinas y ahora lamayoría de ellos estaban descansando-bajo losarcos de la galería que rodeaba el patio ycontemplando los camellos, que estaban al sol, apoca distancia de la carga que tendrían quellevar en el futuro: fardos, la campanadesmontada y muchas cajas con pedazos decoral, conchas y otras maravillas de la naturalezarecogidas por Stephen y Martin. Variostripulantes habían adoptado algunos de losperros medio salvajes que vagabundeaban porlas calles de Suez y David discutía con el dueñode una osa de Siria el precio de su osezno.Todos parecían hombres apacibles y amables,pero, al fondo del patio, había numerososmosquetes apilados al estilo de la Armada, y talvez eso y el diamante de Jack influyeron en que

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el vicegobernador egipcio fuera máscomplaciente que antes. Sus soldados habíansido llamados a acompañar a Mehemet Alí enuna operación bélica, y aunque volvió a pedir aJack que le pagara derechos de anclaje, noinsistió, y tampoco los aduaneros insistieron enque pagara derechos de aduana cuando les dijoque en las cajas no había mercancía sino objetospersonales y que no podían abrirse.

Trajeron el sorbete, tan frío que estabacubierto de escarcha, y Stephen se tomó unapinta entera y luego dijo:

–Pues parece que el Servicio secreto teníarazón en lo que decía sobre el cargamento de lagalera, pero estaba equivocado respecto a lafecha de su partida. Los franceses sabían muybien cuáles eran nuestras intenciones yprobablemente también todos nuestrosmovimientos y contrataron un grupo de cristianosde Abisinia como tripulantes para que la llevarana su destino durante el ramadán. Pero despuésque los tripulantes abisinios volvieron a su país,ordenaron a otros llevar continuamente la galerade una punta a otra de ese espantoso canal y

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difundieron el rumor de que transportaban mástesoros desde uno de los islotes del sur para quellegara a nosotros. Esperaban que nosotros,convencidos del valor del cargamento,perseguiríamos la galera. Entonces la galera nosllevaría a un brazo de mar que se encuentra alotro lado de las baterías, donde la tripulación laabandonaría, y luego, en cuanto nosotroshubiéramos subido a bordo de ella, la habríandestruido o nos habrían capturado.

–¡Por eso tenían tantos botes! – exclamóJack-. En aquel momento me preguntaba por qué-dijo Jack jadeante y luego, después de estarabanicándose unos momentos, añadió-: Killicksorprendió a uno de los hombres delvicegobernador tratando de abrir una de lascajas con los sellos estampados que el señorMartin me pidió para guardar sus equinodermos.Creo que el vicegobernador sospecha que alfinal abordamos la galera. Hizo todo lo posiblepara que le invitara a subir a nuestra corbeta.¿Qué le habrán dicho los turcos?

–Le dijeron la pura verdad. Bueno, ahora esevidente que Mehemet Alí juega sucio con el

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Sultán, y, naturalmente, los egipcios piensan quelos turcos hacen lo mismo con ellos. Aquí algunospiensan que nos apoderamos del tesoro francéso al menos de parte de él; otros piensan quesacamos del mar un tesoro que llevaba hundidomucho tiempo; otros piensan que cogimos perlasen los lugares donde ellos saben que haymuchas, pero donde nadie se atreve a bucear; yotros piensan que fracasamos. Por otra parte,creo que todas las criaturas pensantes y con dospiernas que hay en la ciudad piensan que nosllevamos la campana para conseguir bienesmateriales. No sé con cuál de estas opinionescoincide la del vicegobernador, pero Hassan meaconsejó que no me fiara de él, entre otrasrazones, porque si se produce la ruptura entreMehemet Alí y el Sultán, lo que es muy probable,él no tendrá miedo a las represalias de los turcospor habernos tratado mal. Le diré a Martin quecuide mucho sus equinodermos.

–No voy a decir que me importa un bledo elvicegobernador -dijo Jack-, y tampoco que notiene poder porque no tiene soldados, porqueeso podría traer mala suerte, pero dejaremos de

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verle mañana. Sin embargo, tengo que decir algoen favor de él: ha sido bastante cortés y nos haconseguido un buen grupo de camellos. Creoque los traerán al amanecer. Y si hacemos elviaje con más calma esta vez, andando por lamañana y por la tarde y descansando a mediodíay por la noche, y si todo va bien, dentro de tres ocuatro días también dejaremos de ver estehorrible país y estaremos a bordo del benditoDromedary, navegando por el Mediterráneocomo cristianos… y yo tendré que ponerme aescribir la carta oficial. ¡Qué Dios me ayude! Teaseguro que preferiría ser azotado delante detodos los barcos de la escuadra, Stephen.

A Jack Aubrey nunca le había gustadoescribir cartas oficiales, ni siquiera aquellas enque comunicaba una victoria, y la idea de tenerque escribir una en que debía decir que habíafracasado, sin poder mencionar ningún beneficioo ganancia que lo compensara (no habíacapturado ninguna presa, no había conseguidoningún valioso aliado), hizo decaer su ánimo.

Pero volvió a animarse cuando llegó elmédico copto, el doctor Simaika, que había ido a

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visitar a Stephen y hablarle de política europea,de oftalmía y de lady Hester Stanhope. Elvisitante había traído una cesta con hojas de qatrecién cogidas y cuando Jack y Stephen lasmascaban para comprobar si les hacían sentirmenos calor, empezó a hablar del adulterio, lafornicación y la pederastia en Egipto, haciendoreferencia a sus aspectos menos trágicos, yseñalando que Sodoma estaba al estenoreste,detrás del oasis de Moisés, a tan sólo unos díasde camino. Hablaba con tanta gracia y estabatan alegre que Jack pasó una tarde muyagradable, y pasó mucho tiempo riendo a pesarde que no entendía muchas cosas de las quedecía y a menudo tenía que pedirle que se lasexplicara. A Jack le parecía que Suez no eraahora un lugar tan repugnante, pues el calor erarealmente más soportable y el viento arrastrabala pestilencia hacia el mar, por eso, cuando elvicegobernador envió a su secretario a decirleque sería mejor que el capitán Aubrey no partieraal día siguiente le recibió muy sereno.

Afortunadamente, el doctor Simaika estabatodavía allí, y el asunto quedó claro: como al

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vicegobernador le quitaron hasta el mediopelotón de soldados que formaban su guardia yque habían prometido dejarle, consideróconveniente mandar a un mensajero a Tina paraque trajera consigo a un grupo de soldadosturcos que podrían escoltar al capitán Aubreycuando atravesara el desierto, y como lossoldados tardarían unos diez días en llegar,mientras tanto él podría disfrutar de la agradablecompañía del capitán Aubrey.

–¡No lo permita Dios! – exclamó Jack-. Porfavor, dígale que conocemos muy bien el caminoy que no necesito escolta porque mis hombresirán armados y que nada me causaría mássatisfacción que estar en su compañía, pero quetengo que cumplir con mi deber.

El secretario preguntó si el capitán Aubrey sehacía responsable de lo que ocurriera y si noculparía al gobernador en caso de que lesucediera algo como, por ejemplo, que uno desus hombres fuera mordido por un camello o quelos ladrones le robaran en un oasis.

–¡Oh, sí, asumo la responsabilidad! Presentemis respetos a su excelencia y dígale que me

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gustaría hacer las cosas como habíamosacordado y, por tanto, recibir los camellos alamanecer.

–¿Cree que los veré? – preguntó Jackcuando el secretario se había marchado.

–Es posible -contestó del doctor Simaika conuna mirada significativa.

Pero antes de que su significado fueraexplícito, el contador fue a pedirle instruccionespara cargar las provisiones, y Mowett, su opiniónsobre el permiso de los marineros. Al mismotiempo empezó una pelea en el patio, una peleaentre Davis y el oso, que daba golpes en labarbilla al marinero porque se había molestadopor la familiaridad con que le trataba.

El copto hizo una inclinación de cabeza y sefue. Stephen bajó corriendo a proteger el oso yJack, después de haber resuelto el problema delas provisiones, dijo que no daba permiso a losmarineros para que salieran porqueposiblemente partirían por la mañana y no queríapasarse el día buscando a los rezagados en losburdeles de Suez. Ordenó que cerraran con llaveel portalón del caravasar y que hicieran guardia

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junto a ella Wardle y Pomfret, dos suboficiales decierta edad, puritanos y misóginos, que teníanentre los dos diecisiete hijos y que eran de fiarcuando estaban sobrios. Luego añadió:

–Tengo que ir a despedir la Niobe, quezarpará en cuanto empiece la bajamar. Peroregresaré temprano, por si llegan los camellos.

Los camellos, bulliciosos y malolientes,llegaron con la luz grisácea del amanecer, ycuando el portalón se abrió, entraron con pasoslargos. Entre sus patas, agachándose lo másposible para que no les vieran y guiados porWardle y Pomfret, iban numerosos tripulantes dela Surprise pálidos y ojerosos, los tripulantes quese habían escabullido durante la noche. Noobstante, no faltaba ninguno, y Mowett, despuésde pasar una breve inspección, dijo:

–Todos presentes y sobrios, señor, con supermiso.

En sus palabras no había más falsedades delas tolerables, pues los pocos marineros que aúnestaban borrachos no se cayeron hasta despuésde la inspección, y fueron colocadossilenciosamente sobre el lomo de los camellos,

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entre las tiendas y las bolsas de los marineros.Mientras cargaban los camellos con las

pocas provisiones que les quedaban del viaje(algunas galletas, un poco de tabaco, un cuartode barril de ron y varios aros de barril que elseñor Adams había guardado porque era elresponsable de que no se perdiera ninguna), lasbolsas de los marineros, los baúles de losoficiales y las pertenencias de Stephen, Killickquitó a Jack sus mejores galas y las guardó ensu baúl, y luego cerró el baúl con llave, lo envolvióen un pedazo de lona y lo puso sobre un camellohembra sumamente dócil que era conducido porun negro con cara de honrado. Sólo le dejó aJack un pantalón de nanquín, una camisa de lino,un sombrero de paja de ala ancha, dos pistolas yel viejo sable que usaba para el abordaje, ypensaba colgar las armas del baúl cuandosalieran de la ciudad.

A pesar de estar vestido con sencillez, elcapitán Aubrey caminaba majestuosamente. Erael primero del grupo, y tenía a Mowett a un lado, aun guardiamarina a otro, y a su timonel detrás. Acontinuación iban los oficiales y los tripulantes de

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la Surprise: primero los marineros del castillo,luego los gavieros del trinquete, luego losgavieros del mayor y, por último, la guardia depopa. Y al final iban los camellos cargados con elequipaje. Dejaron Suez dignamente, escoltadospor una nube de niños y perros callejeros, puesaunque muy pronto los marineros dejaron detener los bríos que tenían cuando empezaron acaminar, al menos siguieron formando gruposbien delimitados hasta que se adentraron en eldesierto.

Ahora atravesaban una parte del desierto porla que era difícil caminar, donde la arena era tanblanda que a menos que los hombres tuvieranpatas como las de los camellos, se hundían enella hasta el tobillo. Además, todos habíanpasado tanto tiempo en la mar que les costabatrabajo volver a caminar, y cuando Jack dio laorden de detenerse para desayunar, la columnase había convertido en una línea quebrada.

–Hay algunos camellos que sólo tienenencima marineros borrachos y unas cuantastiendas -dijo Martin-. Generalmente, los oficialesdel ejército van a caballo, incluso en los

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regimientos de Infantería.–A veces los de la Armada también -dijo

Stephen-, y en ocasiones da risa verles. Perocada vez son más los que tienen la absurda ideade que si hay que hacer alguna tarea difícil ydesagradable, como caminar por el desierto,soportando el calor y sin posibilidad de encontraruna sombra, todos deben hacerla. Me pareceuna idea insensata y disparatada, fruto de lavanidad y de un razonamiento ilógico. Le hedicho a menudo al capitán Aubrey que nadiepiensa que él tenga que ayudar a limpiar losretretes del barco ni a hacer otras laborespropias de oficios innobles, y que atravesar así eldesierto voluntariamente es una jactancia, unasoberbia, un pecado.

–Discúlpeme, doctor Maturin, pero ustedtambién hace lo mismo y tiene sus propioscamellos a mano.

–Lo hago por cobardía. Pero mi valentíaaumentará a medida que se me hagan ampollasen los pies y se me hinchen los tobillos. Dentrode poco montaré silenciosamente en un camello.

–Nosotros hicimos el viaje de ida

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cabalgando.–Eso se debió a que ellos andaban de noche

y nosotros, en cambio, pasábamos el díarecogiendo plantas. Además, pasábamosdesapercibidos.

–¡Cuántas plantas recogimos! ¿Cree ustedque llegaremos a Bir Hafsa mañana?

–¿Bir Hafsa?–Aquel lugar donde paramos a descansar y

encontramos tantas centauras para los camellosy un raro euforbio entre las dunas.

–Y lagartos verdes y un curioso culiblanco y laalondra bifasciada… Es posible que lleguemos.¡Ojalá lleguemos!

Sin embargo, llegó un momento en que noparecía posible. El grupo no avanzaba mucho,porque había aumentado el calor desde que elsol había subido un poco en el cielo y, además,porque los que habían pasado la noche cantandoy bailando estaban agotados. Pero en este viajeintervenía un factor que no había influido en el quehabían hecho a Suez avanzando de noche.Puesto que allí el desierto era llano, los quedeseaban aliviarse no podían refugiarse en

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ningún lugar durante el día, y el capitán y muchosde los tripulantes, que eran tan vergonzosos ensus acciones como desvergonzados al hablar, seapartaban del grupo con el fin de que la distanciaque los separaba de él, a menudo una grandistancia, les permitiera mantener la decencia. Alfinal el grupo logró avanzar muy poco, solamentehasta un lugar llamado Shuwak, un lugar en quehabía unas ruinas y algunos tamarices y mimosasy que estaba situado a menos de dieciséis millasde Suez. Pero si hubieran ido más lejos, Stephenno habría podido enseñar a Jack una cobraegipcia, un animal digno de verse, un magníficoejemplar de cinco pies y nueve pulgadas que sedeslizaba por el suelo del pequeño caravasar enruinas con la cabeza levantada y la capuchaextendida, y tampoco habría podido ir con Martinen camello hasta la orilla de un pequeño lagodonde vieron bajo los últimos rayos de sol uncurioso martín pescador y una avutarda mayor.

Pero al día siguiente la mayoría de loshombres habían recuperado sus fuerzas, y comoahora atravesaban una zona donde la arena erafirme, el grupo pudo avanzar muy rápido.

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Después del descanso de mediodía, siguieroncaminando con la misma rapidez, y cuando el solestaba todavía a una cuarta del horizonte,divisaron Bir Hafsa, un lugar en el que había otraconstrucción en ruinas y un pozo que tenía trespalmeras al lado, un lugar muy próximo al caminoy rodeado de dunas.

–Creo que sería mejor acampar junto a esepozo -dijo Jack-. Podríamos comer con máscalma, y, de todas maneras, no adelantaríamosmucho si siguiéramos andando una hora más.

–¿Te importaría que Martin y yo nosadelantáramos con él camello? – preguntóStephen.

–¡Oh, no! – exclamó Jack-. Y te agradeceríamucho que sacaras de allí a los reptiles másrepugnantes.

El camello en cuestión, un animal bastantedócil que caminaba con pasos muy largos,adelantó al grupo muy pronto, a pesar de queahora llevaba doble carga, y se detuvo junto a lascentauras que estaban próximas a las palmerascuando todavía faltaba media hora para que elsol se pusiera. Cuando los dos hombres habían

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visto ya muchos culiblancos curiosos, con uncopete blanco, y estaban subiendo a una dunasituada al este del lugar donde se podíaacampar, Martin, señalando una duna que estabaal oeste, exclamó:

–¡Mire qué escena tan pintoresca!Stephen miró hacia allí y vio las siluetas de un

dromedario y su jinete recortándose sobre elcielo anaranjado. Luego se puso la mano porencima de los ojos para protegerlos del sol y vioal pie de la duna muchos más camellos, y no sólocamellos sino también caballos. Entonces miróhacia el sur y vio a los marineros, que, sin muchoorden, formaban una fila de un estadio[14] delongitud, y más atrás la fila de camellos cargadoscon el equipaje que ahora avanzaban conrapidez porque habían olido el espinoso pasto.

–Creo que deberíamos bajar enseguida -dijo.Jack estaba señalando los lugares donde

debían ponerse las tiendas y Stephen leinterrumpió.

–Perdone, señor, pero hay un gran número decamellos a menos de una milla al oeste. Cuandoles vi desde allí arriba, los jinetes se estaban

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pasando a los caballos, y creo que eso es lo quehacen los beduinos antes de lanzar un ataque.

–Gracias, doctor -dijo Jack-. ¡Señor Hollar,llame a todos a sus puestos!

Luego, alzando tremendamente la voz,ordenó:

–¡Guardia de popa, paso ligero! ¡Paso ligero!La guardia de popa avanzó con paso ligero y

pronto llegó a formar el cuarto lado del cuadradoque componían con los marineros del castillo ylos gavieros del trinquete y los del mayor.

–Señor Rowan, usted y un grupo demarineros llevarán a los camelleros y loscamellos a refugiarse en ese recinto -ordenóJack-. ¡Killick, mi sable y mis pistolas!

El cuadrado no estaba tan bien formadocomo el de los militares, y cuando Jack gritó:«¡Calar bayonetas!», no se vieron destellos ni seoyeron chasquidos ni golpes en el suelosimultáneamente, pero allí estaban losmosquetes con las bayonetas puestas y losmarineros estaban habituados a usarlos. Elcuadrado era pequeño, pero los marineros erantemibles. Jack, en el medio del cuadrado, daba

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gracias a Dios por no haber intentado aumentarel ritmo de marcha añadiéndolas a la carga delos camellos. Pero no sintió satisfacción cuandovio que los camellos se movían muy lentamente.Su baúl iba en uno de los primeros camellos, y yaKillick regresaba del recinto, pero, a pesar deque Rowan y sus hombres habían metido dentrola mayoría de ellos, todavía tenían que hacerentrar a los que se habían separado del grupo.Estaba a punto de ordenarles algo cuando vioaparecer a varios jinetes en la duna que Stephenle había indicado, y entonces gritó:

–¡Rowan! ¡Honey! ¡Regreseninmediatamente!

Y mientras los hombres regresabancorriendo, se veían en la arena sus sombrasalargadas.

El grupo de jinetes aumentó, y entonces,todos a una, lanzaron un agudo grito y bajaron laduna a galope en dirección a Rowan y Honey.Les alcanzaron, les cortaron el paso y dieron unavuelta a su alrededor, apenas a unas pulgadasde ellos, y un momento después subieron lapendiente galopando furiosamente y, al llegar a

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lo alto, refrenaron los caballos bruscamente.Entonces todos se quedaron allí un largomomento, unos empuñando sables, otros, fusiles.

Jack había visto muchas veces a los árabesrepresentar fantasías como esa en Berbería.Avanzaban a galope en dirección a su jefe y asus invitados, haciendo disparos al aire, y, en elúltimo momento, daban la vuelta. Cuando Rowany Honey llegaron jadeantes al cuadrado, dijo:

–Tal vez sólo hacen esto para divertirse. Nodisparen hasta que dé la orden.

Repitió esto con énfasis y se oyó un rumor deaprobación, aunque Pomfret susurró:

–¡Estúpida diversión!Los marineros estaban serios y disgustados,

pero atentos y confiados. Tanto Calamy comoWilliamson estaban muy nerviosos, lo que eracomprensible porque no habían visto batallas entierra, y Calamy jugaba con la llave de la pistola.

En lo alto de la duna, un hombre con una caparoja apuntó hacia arriba con el fusil, disparó alaire y bajó la pendiente a galope, seguido de losotros, disparando y gritando: «¡Illa-illa-illa!».

–Están representando una fantasía -dijo Jack-

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. ¡No disparen!Los jinetes avanzaron en dirección a ellos, se

dividieron en dos grupos y rodearon el cuadrado,formando una gran nube de polvo, mientras sustúnicas ondeaban al viento, los sables brillaban ala luz del atardecer y los fusiles disparaban sincesar.

El sol se puso. El polvo opaco adquirió unbrillo dorado. Los jinetes dieron otra vueltaalrededor de ellos, esta vez más cerca, gritandoentre el ruido ensordecedor de los cascos. ACalamy se le cayó la pistola, y salieron destellosde la cazoleta. En ese momento Killick dejó supuesto abalanzándose hacia delante, como sihubiera resultado herido, y gritando:

–¡No, no, negro bastardo!Entonces alguien gritó:–¡Se van!Efectivamente, se iban. Después de dar la

última vuelta, habían comenzado a galopar endirección oeste, formando una fila. Entoncestodos vieron que los camellos también corrían enla misma dirección, azotados con furia por loscamelleros. Pudieron verse solamente unos

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momentos en la penumbra y enseguidadesaparecieron entre las dunas. Pero sequedaron dos camellos: uno que ahora pastabatranquilamente y que tenía las riendas rotas y otroque estaba echado en el suelo y cuyas patasKillick tenía fuertemente sujetas. Este camelloestaba medio enterrado en la arena y aturdidoporque le habían dado varios golpes y lo habíanpisoteado y pateado. No obstante, no estabapeor que Killick, que tenía el puñoensangrentado.

–Le di su merecido a ese cabrón -dijo Killick.Se hizo el silencio. La oscuridad se extendía

con rapidez. Todo había terminado, y nadie habíamuerto ni había sufrido heridas graves; sinembargo, el grupo había perdido todo exceptolos uniformes y los adornos del capitán Aubrey,varios documentos, algunos instrumentos y dostiendas grandes, que cargaba uno de loscamellos.

–Lo mejor que podemos hacer es beber tantaagua como podamos y luego continuar el viaje aTina avanzando de noche. No necesitamoscomida con este calor, y si tenemos hambre, nos

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comeremos los camellos. Recojan algunasramas y hagan una hoguera junto al pozo.

Una gran llama salió de las ramas secas detamariz, y a su luz, Jack no vio lo que temía, unagujero seco con un camello muerto dentro, sinouna considerable cantidad de agua.Desafortunadamente, no tenían ningún cubo,pero Anderson, el velero, hizo uno enseguida conel pedazo de lona que cubría el baúl de Jack y elcosturero que estaba dentro, y los marineros lotiraron y lo llenaron una y otra vez hasta que yaninguno podía beber más y los camellos larechazaban.

–Vamos, llegaremos muy bien -dijo Jack-.¿Verdad que llegaremos bien, doctor?

–Creo que podremos -respondió Stephen-,especialmente los que respiremos por la nariz,ya que así evitaremos la pérdida de humores, ylos que tengamos un guijarro en la boca todo eltiempo y los que nos abstengamos de orinar y deconversar. Los otros probablemente se quedaránpor el camino.

Casi inmediatamente después se oyó en lasdunas un fuerte grito: «¡Ujú-ujú!». Eso evitó que

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los marineros conversaran, pero después de unrato, muchos marineros empezaron a hablar envoz baja. Poco después el contramaestre seacercó a Mowett, y luego Mowett fue adondeestaba Jack y dijo:

–Señor, los hombres preguntan si el pastorpodría pedir a Dios que bendiga el viaje.

–Desde luego -respondió Jack-. Enmomentos como éste, una plegaria viene muybien, quiero decir, es mucho más apropiada queun tedeum. Señor Martin, ¿le parece biencelebrar una breve ceremonia religiosa?

–Sí, naturalmente -dijo Martin.Después de estar pensativo unos momentos,

recitó una letanía con voz monótona y sinemoción, y luego invitó a todos a cantar junto conél el salmo dieciséis.

El canto dejó de oírse en el desiertoiluminado por las estrellas y los terrores de lanoche se disiparon.

–Ahora estoy completamente seguro de quellegaremos bien -dijo Jack-. Llegaremos a Tina ya la fortaleza de los turcos en perfectascondiciones.

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Llegaron a Tina (tardaron medio día desdeque divisaron la colina y la fortaleza hasta quellegaron a ella, caminando trabajosamente enmedio del sofocante calor, seguidos por losbuitres), pero no llegaron en perfectascondiciones. No se comieron los camellosporque los necesitaban para transportar a loshombres que habían perdido las fuerzas a causade la sed, el hambre, el terrible calor o ladisentería que habían contraído en Suez, y lospobres animales iban tan cargados que apenaspodían caminar al lento ritmo de la columna, si aaquel grupo de hombres sedientos, agotados ysilenciosos podía llamársele una columna en vezde un montón de moribundos. Sin embargo, novieron a los turcos. Muy pronto Jack había vistopor el telescopio que no había ninguna banderaondeando en la fortaleza, y cuando ya todosestaban bastante cerca de ella, vieron que nohabía movimiento en el interior y que la puertaprincipal estaba cerrada y, además, que elcampamento de beduinos ya no estaba, por loque el lugar tenía un aspecto desolador. Jack nosabía si los turcos se habían retirado a la frontera

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con Siria porque Turquía y Egipto habían rotorelaciones o si se habían ido a hacer algunaoperación bélica, y tampoco le importaba mucho.Lo que le preocupaba era el Dromedary. Sehacía varias preguntas: «¿Estará allí todavía onos habrá abandonado porque ha pasado muchotiempo? ¿Habrá tenido que irse porque huboalgún combate entre los turcos y los egipcios?¿La habrán hundido?».

Las dunas y las colinas cubiertas de lodo quebordeaban la costa le impedían ver la parte máscercana de la bahía, y la parte más lejana, dondehabía dejado el barco, estaba vacía, vacía comoel desierto. Le horrorizaba la idea de queposiblemente no estuviera allí y, por tanto,tuvieran que quedarse en aquella playa llena demoscas bajo un sol abrasador, y tuvo que hacerun gran esfuerzo para serenarse cuando subía laúltima colina. No obstante eso, subióatropelladamente a la cima y se quedó allí unosmomentos para prolongar la sensación de alivioque le había producido ver el barco muy cerca dela costa, amarrado por proa y por popa, y aalgunos tripulantes pescando en las lanchas

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alrededor de él.Entonces se volvió, y los marineros, al ver su

cara sonriente, caminaron más rápido, aunquehasta ese momento la mayoría de elloscaminaba tambaleándose. Sin embargo, notenían fuerzas para gritar; sólo podían emitirsonidos roncos que no se oían ni a cien yardas.Saludaron a los tripulantes de las lanchasagitando las manos, pero ellos no les vieronhasta después de un buen rato, y entonces selimitaron a responderles agitando las manostambién, lo que les provocó rabia.

–¡Disparen los mosquetes! – ordenó Jack.Algunos hombres habían dejado caer los

mosquetes en las últimas insoportables millas,pero otros los conservaban. Al oír los disparos, lalancha que estaba más próxima empezó aavanzar hacia el barco, y todos pensaron queprobablemente los tripulantes del Dromedary sehabían asustado porque habían supuesto que losturcos y los egipcios estaban atacándose unos aotros o les atacaban a ellos y habían pensadoque era mejor salir a alta mar; sin embargo, loque había ocurrido era que el señor Alien había

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ido a buscar su telescopio.Los tripulantes del Dromedary no podían

haber encontrado nada mejor para granjearse lassimpatías de los de la Surprise que las tazas deté, la enorme cantidad de vino con agua y jugo delimón y la abundante comida que les ofrecieron;los tripulantes de la Surprise no podían haberencontrado nada mejor para granjearse lassimpatías de los del Dromedary que contarleslas dificultades que habían pasado y el fracasode su misión y expresarles su gratitud. Cuandoiban navegando hacia el oeste, se comportabancomo viejos compañeros de tripulación, y lasdiferencias entre los marineros de barco deguerra y los de barco mercante fueron olvidadas.Además, los vientos eran más favorables que losque habían soplado cuando habían navegadohacia la zona oriental del Mediterráneo y amenudo más fuertes. Cada día Malta estaba cieno ciento cincuenta yardas más cerca, y cada día,después de recorrer las dos o tres primerasmillas, el capitán Aubrey intentaba escribir lacarta oficial.

–Stephen -dijo cuando estaban en los

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19°45'E-, por favor, escucha esto: «Señor, tengoel honor de informarle que, siguiendo susórdenes del día tres del último, zarpé rumbo aTina con una brigada bajo mi mando y de allí fuicon una escolta turca hasta Suez, dondeembarqué en la Niobe, una corbeta de laCompañía, y, después que subió a bordo ungrupo de soldados turcos, zarpé con tiempoadverso hacia el canal de Mubara… donde hiceel ridículo». La cuestión es cómo decir esto sinque parezca un estúpido.

CAPÍTULO 8Jack Aubrey, con la carta oficial en la mano,

subió a bordo del buque del comandante generaldiez minutos después de que el Dromedaryescogiera un lugar para fondear. El almirante lerecibió de inmediato y le miró atentamentedesde su escritorio, pero el rostro que ahora sirFrancis veía no tenía la expresión propia dealguien que había conseguido un botín de cincomil bolsas de quinientas piastras, y, sinesperanzas de obtener una respuestasatisfactoria, dijo:

–¡Vaya, por fin ha llegado, Aubrey! Siéntese.

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¿Cómo salió la operación?–No salió bien, señor.–¿Capturó la galera?–La capturamos, señor, mejor dicho, la

hundimos, pero no tenía nada a bordo. Nosestaban esperando.

–Entonces terminaré este informe -dijo elalmirante-, pues ahora tengo todos los datos enla mente. Sobre esa taquilla encontrará algunosperiódicos y el último número del Boletín Oficialde la Armada que llegó ayer mismo.

Jack cogió la publicación que le era tanfamiliar. No había estado de viaje largo tiempo,pero habían ocurrido importantes cambios.Algunos almirantes habían muerto y sus puestos,además de otros puestos vacantes, ya habíansido ocupados, así que todas las personas queestaban en la lista de capitanes de navío habíancambiado de lugar. Los primeros habíanalcanzado el noble grado de contraalmirantes dela escuadra azul o de la amarilla, según loscasos, y otros, a un lugar mucho más cercano ala apoteosis. El nombre Jack Aubrey estabamucho antes de la mitad, había subido más de lo

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que lo que correspondía de acuerdo con elnúmero de almirantes que habían muerto, ycuando Jack trató de saber los motivos,descubrió que varios capitanes de másantigüedad que él también habían muerto,algunos de ellos por causa de enfermedades(había habido epidemias en las Antillas y en lasIndias Orientales) y dos en combate.

–Una sarta de mentiras… Absurdasexcusas… Cualquier cosa para echar la culpa aotros… -murmuró el almirante, poniendo laspáginas del informe encima de un montón depapeles y arreglándolas para que quedarancolocadas justamente encima de ellos-. ¿Havisto cuántos ascensos a almirante hubo? Enverdad, muchos de los oficiales ascendidos handejado el mando de sus barcos sin haber llegadoa gobernarlos bien nunca, y lamento decir queactualmente la primera parte de la lista decapitanes no es mejor que la de antes. A uncomandante general no le es posible conseguirnada si tiene subordinados incompetentes.

–Si, señor -dijo Jack, avergonzado, ydespués de una desagradable pausa, poniendo

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sobre la mesa un sobre, continuó-: He traído micarta oficial, señor, y siento decir que no esprobable que le haga cambiar de opinión.

–¡Diantre! – exclamó el almirante.Jack pensó que era uno de los pocos

oficiales de la Armada que aún decía esapalabra.

–¡Es eterna! – continuó-. Dos, no, trespáginas, y escritas por las dos caras. No tieneusted idea de cuántas cosas tengo que leer,Aubrey. Hace poco he llegado de Tolón, y habíaun montón de papeles esperándome aquí. Hagaun resumen.

–¿Qué? – preguntó Jack.–Pues que haga una exposición sucinta, un

relato breve, un compendio. ¡Por el amor deDios! Me recuerda usted a aquel guardiamarinatonto que admití en el Ajax por consideración asu padre. Le pregunté: «¿No tiene ustednous[15]?». Y me contestó: «No, señor. Nosabía si era necesario traerlo a bordo. Perocompraré un poco la próxima vez que baje atierra».

–Ja, ja, ja! – rió Jack, y contó su viaje y

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terminó diciendo-: Y entonces, señor, regresécuando vi que, si me permite la expresión, habíahecho el ridículo. Mi único consuelo es que nohubo bajas, aparte del intérprete.

–Obviamente, nuestra información eraerrónea -dijo el almirante-. Tendremos quedescubrir cuáles son las causas -añadió, y luegohizo una larga pausa y, por fin, continuó-: Esposible que hubiera conseguido algo si en vez deir a esperar la galera hubiera ido inmediatamentea Mubara y los turcos hubieran desembarcado alamanecer al amparo del fuego de sus cañones.La rapidez es fundamental en un ataque.

Jack recordaba que en las órdenes se decíade manera explícita que fuera primero al canaldel sur y abrió la boca para decirlo, pero volvió acerrarla sin decir nada.

–Pero esto no es un reproche -prosiguió-. No,no… Por otra parte, tengo malas noticias quedarle: la Surprise debe regresar a Inglaterra,pero permanecerá allí sin ser utilizada paraninguna misión o será vendida. No, no -dijoalzando la mano extendida. Sé exactamente loque va a decir-. Yo diría lo mismo a su edad: está

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en buenas condiciones, le quedan muchos añosde vida útil y es más fácil de maniobrar queninguna otra embarcación. Todo eso es cierto,aunque de paso le diré que probablementenecesitará costosas reparaciones dentro depoco y que, además, como es muy vieja, tantoque ya lo era cuando se la arrebatamos a losfranceses al principio de la pasada guerra, encomparación con las fragatas modernas, espequeña y poco potente, es un anacronismo.

–Permítame decirle que el Victory es másviejo todavía, señor.

–Sólo un poco más. Y ya sabe usted lo quehan costado sus reparaciones. Pero eso no es loimportante. El Victory todavía puede lucharcontra cualquier navío francés de primera claseporque tienen una potencia similar a la suya,mientras que en la armada francesa y en lanorteamericana casi no quedan fragatas depotencia semejante a la de la Surprise.

Era cierto. Desde hacía muchos años habíatendencia a construir barcos más grandes y máspotentes cada vez, y las fragatas más comunesen la Armada real en esos momentos tenían

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treinta y ocho cañones de dieciocho libras y unarqueo de más de mil toneladas, casi el dobledel de la Surprise. A pesar de todo, Jack, llenode tristeza, dijo:

–Pero los norteamericanos tienen la Norfolk ytambién la Essex, señor.

–Otro anacronismo. La excepción queconfirma la regla. ¿Qué podría hacer la Surprisecon sus cañones de veinticuatro libras a laPresident o a cualquiera de las otras fragatasnorteamericanas con cañones de cuarentalibras? Absolutamente nada. Tampoco podríahacer nada a un barco de línea. No se lo tome apecho, Aubrey No es el único barco que hay en elmundo, ¿sabe?

–¡Oh, no me importa, señor! – dijo Jack-. Nome importa en absoluto. Cuando zarpé en elWorcester rumbo al Mediterráneo, sabía que elintervalo de tiempo que estuviera aquí erasimplemente un paréntesis hasta que laBlackwater estuviera lista.

–¿La Blackwater? -preguntó sir Francis,sorprendido.

–Sí, señor. Me la prometieron. Me dijeron que

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debía irme en ella a la base naval deNorteamérica en cuanto estuviera lista.

–¿Quién se lo dijo?–El propio secretario, señor.–¿Ah, sí? – preguntó el almirante, bajando la

vista-. Comprendo, comprendo. No obstante,antes de que lleve la Surprise a Inglaterra quieroque haga con ella algunas misiones de pocaimportancia, la primera de ellas en el marAdriático.

Jack dijo que con mucho gusto las haría yluego añadió:

–Seguramente pensará usted que soydescortés, señor, porque no le he felicitado porsu ascenso. Cuando subía a bordo vi que ahoratiene una insignia roja en el palo trinquete. Lefelicito de todo corazón.

–Gracias, Aubrey, es usted muy amable. Peroeso es algo normal en esta etapa de mi vida.Espero que viva usted lo suficiente para llegar atener una en el palo mayor. ¿Quiere comerconmigo? He invitado a algunas personas muyinteresantes.

Jack dijo que con mucho gusto se quedaría.

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Y, en realidad, se sintió a gusto comiendo sinparar y bebiendo el buen vino del almirante,sentado en medio de dos mujeres y frente a suviejo amigo Heneage Dundas, que sonreíaalegremente. Pero cuando cruzaba el puerto enla lancha para volver a la costa, pensó en lafragata y le invadió una gran tristeza. Habíanavegado en ella cuando era guardiamarina yhabía sido su capitán en el océano Índico. Erauna fragata complicada y temperamental, peroquienes la conocían bien podían lograr querespondiera bien a las maniobras y quealcanzara una gran velocidad. Nunca le habíadefraudado en las emergencias, y él no habíavisto nunca otra embarcación que navegara conmás facilidad de bolina y a la cuadra tanto convientos flojos como en medio de una fuertetempestad. Sintió un dolor casi insoportable alpensar que podría pudrirse en un suciofondeadero o ser vendida y convertida en untorpe barco mercante. Si la galera hubiera sido loque parecía, habría comprado la fragata paraevitar que corriera esa suerte. Recordabaalgunos barcos, especialmente barcos

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enemigos, que la Armada había rechazado yhabía vendido por una suma no muy grande.

No era probable que volviera a tener bajo sumando a la tripulación de la Surprise, unatripulación formada enteramente por marinerosescogidos, que sabían aferrar, arrizar y llevar eltimón, y que, además, le eran simpáticos. Lesentendía perfectamente y ellos le entendían a él ya sus oficiales. A los tripulantes de la Surprise seles podía dar libertad para hacer cosas quenunca se habrían permitido hacer a un barco conuna tripulación formada por diferentes individuos,entre los que hubiera campesinos, ladrones ygran cantidad de hombres reclutados a la fuerza,que, naturalmente, estarían llenos de rabia yresentimiento, pues a una tripulación así eranecesario imponerle la férrea disciplina propiade la Armada para adiestrarla en las tareashabituales (como arrizar, aferrar, quitar losmasteleros y subir las lanchas) con métodosadaptados a los menos inteligentes, una labordifícil y que casi inevitablemente incluía duroscastigos. Jack Aubrey era un capitán severo,pero no consideraba tan necesarios los castigos

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como los demás oficiales. Detestaba azotar a loshombres y no le parecía justo mandar aflagelarles por faltas que él había cometidoalguna vez, pero como esa era una tradición dela Armada, en muchas ocasiones habíaordenado castigarles con una docena de azotes.Pero sentía un gran alivio cuando no tenía quehacerlo, cuando no estaba sumamente indignadoni tenía que inspirar más miedo que todos losdemás hombres en el barco. Desde que se habíahecho cargo de la Surprise, casi ninguno de sustripulantes había recibido castigos corporales, ysi entre ellos hubiera encontrado másguardiamarinas y dos oficiales que tocaranmúsica tan bien que hubieran podido formar uncuarteto con Stephen y con él, si el repostero delcapitán hubiera sido más amable y menos rudo,y si el cocinero del capitán hubiera tenido bajo sumando algo más que pudines, habría dicho queantes que a Pullings le hubieran ascendido yantes que a tantos marineros les hubieranobligado a irse a otros barcos, la fragata tenía lamejor tripulación de todos los barcos de laescuadra y probablemente de todos los de la

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Armada.«No les diré nada hasta que me vea obligado

a ello», pensó Jack, que podía ver la fragataahora, mientras la lancha pasaba por entre variaschalanas. Estaba amarrada a cierta distancia delastillero, pero a Jack no le sorprendió ver quetodavía había dos chalanas amarradas a ella yque en la popa había un grupo de empleados delastillero caminando de un lado a otro.

–¡Por el costado de babor! – ordenó a sutimonel, pensando que sería ridículo que lerecibieran con una ceremonia, ya que en elbarco, en ese momento, él era el único hombreque poseía otra ropa que no fuera una camisa, unpantalón de dril y un sombrero de paja roto.

–Señor -dijo Mowett, descubriéndose con laelegancia con que era posible hacerlo con unsombrero de ala rota-. Siento mucho decirle queestos granujas no van a calafatear el alcázarhasta el martes. Su cabina está abierta…

–¡No hay cristales en las ventanas de popa! –gritó Killick, furioso.

–Cálmate, Killick -dijo Jack.–Señor -dijo el contador-, el encargado del

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almacén no cumplimentó mi pedido de coyes ycolchonetas. Se burló de mi ropa y fingió quecreía que estaba borracho y luego me dijo quecontara mi historia de camellos y árabes a losinfantes de marina y después se fue riéndose.

–¡Tampoco hay en el jardín![16] -murmuróKillick.

–Tampoco me entregó las provisiones, señor-dijo el contador-. ¡Negar esto a un contador quelleva quince años en el cargo!

–Y el correo, señor… -dijo Mowett-. Hay unasaca para nosotros, pero la mandaron a laoficina de San Isidoro, y dicen que hoy estácerrada porque es fiesta.

–¿Cerrada? – preguntó Jack-. ¡Eso loveremos! ¡Bonden, mi falúa! ¡Killick, verápidamente a Searle y separa una habitaciónpara mí para varios días y manda que preparencomida para los oficiales del Dromedarymañana! Señor Adams, venga conmigo.

Después, al llegar al portalón, se volvió ypreguntó:

–¿Dónde está el doctor?–Ha llevado a Rogers, Mann y Himmelfahrt al

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hospital, señor.Como era un cirujano concienzudo, había ido

al hospital a ver a sus pacientes y a llevar a tresmás y, además, a hablar con su colega y aoperar con él; y como era un agente secretoconcienzudo, fue a casa de Laura Fielding alatardecer.

La verja estaba abierta, pero el farol del finaldel sendero de piedra no estaba encendido, ycuando Stephen lo atravesó en la oscuridadpensó: «Da miedo este lugar con este silenciosepulcral». Al llegar a la puerta, buscó a tientas lacampanilla y la tocó, y entonces el débilrepiqueteo fue ahogado por los ladridos dePonto, y enseguida se oyó la voz de LauraFielding preguntando quién era.

–Stephen Maturin -respondió.–¡Virgen santa! – exclamó ella, abriendo la

puerta, por la que salió un haz de luz-. ¡Cuántome alegro de volver a verle! ¿Le ha ocurridoalguna desgracia? – preguntó cuando pudo verlebien, después que entró en la casa.

–No -respondió Stephen en tono irritado,pues se había afeitado y había pedido prestados

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unos calzones de color púrpura en el hospital-.¿Cree que no tengo buen aspecto?

–¡Oh, no, doctor! Lo que ocurre es quegeneralmente usted está, si me permite laexpresión, tan descuidado que…

–Es cierto.–Y siempre con uniforme. Me sorprendió verle

con una chaqueta blanca.–Esto es un banyan -dijo Stephen mirándose

la chaqueta, una ancha chaqueta que Bondenhabía hecho con un pedazo de lona fina quehabía de reserva en el Dromedary y que teníacintas en vez de botones-. Pero quizá aquí entierra parezca miserable. Sí, quizá lo parezca.Una anciana, la madre del coronel Fellowes, sino me equivoco, me dio una moneda cuandodoblé la esquina y me dijo: «No para bebida,buen hombre. Pas gin. Mente débauche. Peroahora no tengo nada más. Una banda deladrones a caballo se llevaron mi campana.¡Ojalá se quemen en las brasas del infierno todala eternidad! También se llevaron miscolecciones y mi ropa. No obstante, como soy unhombre prudente, no había llevado mi otro baúl,

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donde estaba mi mejor uniforme, y me alegromucho.

Habían llegado a la sala. Sobre la pequeñamesa redonda estaba la cena de la señoraFielding: tres triángulos de polenta fría, un huevococido y una jarra de limonada.

–¿Puede creer -preguntó, cogiendo uno delos triángulos-, amiga mía, que ese uniforme mecostó once guineas? ¡Once guineas! Una sumaimpresionante.

Sentía vergüenza, un sentimiento que rara vezexperimentaba, y hablaba por hablar. Ella lesirvió un vaso de limonada y sintió pena al verque él intentaba coger el huevo.

–Sin embargo -dijo, retirando la manoinconscientemente-, si hubiera ido a ponermeese espléndido uniforme al hotel, donde lo dejé,no la habría encontrado despierta cuando llegaraa su casa, así que preferí venir en banyan ydañar su reputación, como habíamos quedado, avenir en un magnífico uniforme y no dañarla.

–Es usted muy bueno conmigo -dijo ella,cogiéndole la mano y mirándole con los ojosllorosos-. Le agradezco que se haya preocupado

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por mí y que haya venido a verme tan pronto.–No tiene importancia, amiga mía -dijo

Stephen, apretándole la mano como ella se lahabía apretado a él-. Dígame, ¿la han molestadoesos hombres alguna vez desde que me fui?

–Sólo dos veces. Tuve que ir a la iglesia deSan Simón el día siguiente y dije a ese hombreque usted había pasado la noche conmigo. Sepuso muy contento y dijo que me traería una cartala próxima vez.

–¿Era el mismo extranjero con acentonapolitano, ese hombre bajo de mediana edad?

–Sí, pero el que me dio la carta era italiano.–¿Cómo está el señor Fielding?–No está muy bien, aunque no lo dice. Sólo

dice que se cayó y se lastimó una mano. Pero noes el mismo de siempre. Me temo que está muymal, muy deprimido. Le enseñaré su carta.

En efecto, la carta carecía de algunas de lascualidades que las primeras tenían, no deelegancia, porque el señor Fielding no tenía esedon, sino de fluidez, cohesión y naturalidad, y noreflejaban el amor que discretamente reflejabanlas otras. Era una carta escrita con esmero, en la

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que contaba con detalle cómo se había caído deuna escalera cubierta de hielo que daba al patiodonde hacía ejercicio, decía que le habíanatendido muy bien en la enfermería de la prisión ypedía con insistencia a Laura que hiciera todo loque pudiera para mostrar su gratitud a loscaballeros que hacían posible que tuvierancorrespondencia, asegurándole que ellos teníaninfluencia en el Gobierno.

Mientras Stephen observaba la esmeradaletra pensó que no podían engañarle. La historiade la mano lastimada era demasiado corriente,había sido usada demasiadas veces. Laimpresión que había tenido al principio era ahoracasi una certeza: Fielding estaba muerto yalguien imitaba su letra para que los francesessiguieran dominando a Laura. Era probable queel espía francés que estaba en Malta fueraGraham Lesueur y que Wray no hubiera logradocapturarle. Tal vez era mejor que no lo hubieralogrado, porque un Lesueur con la informaciónfalsa que él le proporcionaría a través de Laurasería más útil que un Lesueur atado a un postefrente a un pelotón de fusilamiento. Pero tenía

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que proporcionársela rápido, antes de que laSurprise se fuera, ya que no quería confiar elasunto a nadie en Malta sin consultar a sirJoseph o a alguno de sus íntimos colaboradores,y antes de que se supiera que Fielding habíamuerto, ya que entonces Laura no podría seguirdesempeñando su papel. A partir de esemomento Lesueur no creería lo que ella lecontara, y, además, puesto que ella podría yquerría comprometerle a él y a toda suorganización, la eliminaría. Laura desapareceríacuando dejara de desempeñar su papel.

Todas estas ideas pasaron por la mente deStephen con gran rapidez, sin llegar al nivel delas palabras, mientras observaba la carta.Muchas de esas ideas eran las mismas que se lehabían ocurrido al principio, pero ahora teníanmás fundamento, ahora le parecían ciertas y,como sentía un gran afecto por Laura, le afligíanmás. Stephen dijo casi las mismas palabras deconsuelo que había dicho la primera vez, ydespués los dos hablaron del aspecto másconcreto de su relación con los agentes secretos.Ella fue menos cautelosa esta vez e hizo una

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descripción precisa de Lesueur y de suscolaboradores. También habló de un tal Basilio,un tipo indiscreto que le había dicho que noestaba planeado que el doctor Maturin fuera almar Rojo sino que fuera otro hombre en su lugar.Por lo que ella dijo, Stephen comprendió que almenos algunos habían cometido el frecuenteerror de subestimar la inteligencia de una mujer,un error que a veces traía fatales consecuencias,y pensó que a pesar de que Lesueur no supieraque ella podía reconocerle, no toleraría sudeserción porque ella sabía demasiado de sured de espionaje.

–Desgraciadamente… -dijo Stephendespués de una larga pausa, y en ese momentosus ojos brillaron-. ¡Ahí está! – exclamó,señalando con la cabeza su violonchelo, queestaba junto al piano de Laura-. ¡Cuánto la heechado de menos en este viaje!

–¿Habla del violonchelo como si fuera unamujer? – preguntó-. Siempre me ha parecido quetenía rasgos masculinos: voz grave, barba…

–Hombre o mujer -dijo-, ¿por qué no hace unpoco de café y se come la cena que he minado

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sin darme cuenta y luego tocamos la pieza quecrucificamos la última vez?

Mientras sacaba el instrumento de su toscoestuche, murmuró:

–Hombre o mujer… ¡Cuántas cosas pasanentre los dos!

–¿Qué ha dicho? – gritó ella desde la cocina,y se notaba que estaba comiendo algo.

–Nada, nada, amiga mía. Hablaba solo.Afinó el violonchelo mientras pensaba en lo

que sentía por Laura. La deseaba, pero tambiénsentía simpatía, ternura y afecto por ella, unaamitié amoureuse más fuerte que las que habíasentido hasta entonces.

Salió a la calle al despuntar el día, notó consatisfacción la presencia del observador y bajóhasta el muelle muy pensativo. Allí esperó a queestuviera libre alguna de las ligerasembarcaciones de alquiler. Habían acordado queél alquilaría una habitación en Searle, que ella iríaa verle con una máscara y una faldetta y que él ledaría algo para saciar el apetito de Lesueur.Pero no sabía qué debía darle. Permaneció depie en el embarcadero mientras consideraba

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infinidad de posibilidades con los ojosdesmesuradamente abiertos y mirando, sin ver,hacia el desvencijado Worcester, que había sidoconvertido en una machina flotante ante la miradaindiferente de todos los que habían navegado enél. Entre sus meditaciones oía a intervalos el gritocaracterístico de los barqueros de Londres, elconocido grito: «¿Sube o baja?». Al oírlo portercera vez, reaccionó y miró hacia el final de laescalera y vio las caras sonrientes de lostripulantes de la falúa de la Surprise.

–¿Quiere subir a la falúa, señor? – preguntóPlaice, el remero de proa-. El capitán vendrádentro de un minuto. Bonden acaba de ir abuscarle a Searle. Me extraña que no le hayavisto pasar. Bueno, seguramente estaba ustedmeditando.

–Buenos días, doctor -dijo Jack, que se habíaaproximado a Stephen por la espalda-. No sabíaque estabas en el hotel.

–Buenos días, señor -dijo Stephen-. Noestaba en el hotel. Dormí en casa de un amigo.

–¡Ah, comprendo! – exclamó Jack.Jack estaba satisfecho porque la flaqueza de

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Stephen le servía de excusa para las suyas, perotambién estaba decepcionado, másdecepcionado que satisfecho, porque el hechode que Stephen hubiera cometido esa flaquezaindicaba que no poseía todas las virtudes engrado sumo. No le consideraba un santo, perocreía que resistía todas las tentaciones: no seemborrachaba, no perseguía a las mujeres enpuertos remotos ni iba a burdeles con los demásoficiales y, a pesar de que era afortunadojugando a las cartas, rara vez jugaba; por tanto,ese desliz corriente, que era disculpable en otroshombres, incluido el propio Jack Aubrey, parecíamucho peor. No sin malicia, cuando la falúaatravesaba el puerto envuelto en la niebla, elcapitán Aubrey le preguntó:

–¿Has visto tus cartas? ¡Por fin hemosrecibido una saca de correo entera!

Esto quería decir: «Diana te ha escrito. Hevisto su letra en los sobres. Espero que esto tehaga sentir culpable».

–No -respondió Stephen con una irritanteindiferencia.

Pero la llegada del correo no le era

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indiferente, y en cuanto le entregaron sus cartas,bajó corriendo para leerlas solo en su cabina.Diana le había escrito, y cartas más largas quede costumbre, contándole detalles de su vidasocial. Le contaba que había visto a Sophie, quehabía ido a Londres dos veces para llevar a losniños al dentista y se había quedado las dosveces en su casa, y también a Jagiello, un jovenque era agregado de la embajada sueca y quehabía estado preso junto con Jack y Stephen enFrancia. Decía que tanto Jagiello como otrosamigos, entre ellos muchos monárquicosfranceses, le mandaban saludos. También decíaque tenía muchas ganas de que él regresara yque esperaba que se cuidara. Entre las otrascartas había algunas de colegas suyos, denaturalistas de varios países, algunas facturas,naturalmente, y un informe de su agentefinanciero que indicaba que era mucho más ricode lo que suponía, lo que le causó una gransatisfacción. Pero además, había la habitualcarta anónima en que el remitente le informabade que Diana le engañaba con el capitán Jagielloy que ahora se veían en la iglesia londinense de

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Saint Stephen, y «lo hacían» de pie detrás delaltar. Entonces se preguntó: «¿Esa descripciónla habrá hecho un hombre o una mujer?». Perono siguió pensando en eso, porque la cartasiguiente era de sir Joseph Blaine, el jefe delservicio secreto de la Armada, que también eraun colega y un viejo amigo. Ambos solían mezclarlos comentarios sobre las noticias de lassociedades científicas a que pertenecían (sirJoseph era un entomólogo) con otros sobre losproyectos y los avances en su guerra particular.La carta era muy interesante, pero la frase queStephen releyó con especial atención fue: «… ysin duda, querido Maturin, ya conocerá usted alseñor Wray, el vicesecretario interino». Sólodecía eso de Wray. No hablaba de su misión ni lepedía a Stephen que le ayudara, y a Stephen leparecía que ponía énfasis en la palabra«interino». Esas omisiones en un hombre comosir Joseph eran muy significativas, y tanto porellas como por el hecho de que Wray no habíatraído ningún mensaje personal, Stephen llegó ala conclusión de que, a pesar de que sir Josephpensaba que Wray era capaz de resolver un

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problema como la filtración de información sobrelos asuntos navales en Valletta, no le parecíaconveniente contarle todos los secretos deldepartamento. Pero era natural que no seconfiara toda la información del servicio secretoa un oficial que ocupaba su cargo desde hacíamuy poco tiempo y que tal vez sólo lo ocuparíatemporalmente, a menos que tuviera dotesexcepcionales para desempeñarlo, ya que enese terreno un error o una indiscreción, porpequeños que fueran, podrían tener gravesconsecuencias. Como Wray no gozaba de laconfianza de sir Joseph (probablemente porquehasta el momento sir Joseph no le considerabaun hombre con dotes excepcionales para trabajaren el servicio secreto), Stephen pensó que seríaconveniente que le tratara con reserva, lo mismoque su jefe, y que resolviera solo el caso de laseñora Fielding.

Apenas había tomado esa decisión cuandollegaron dos mensajeros. El primero le dijo quedebía presentarse en el Caledonia a las diez ycuarto de la mañana, y el segundo le dijo queestaba invitado a comer en el palacio del

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gobernador para que conociera al señorSummerhays, un botánico rico y con conexiones,y le entregó una nota del señor Hildebrand en laque se disculpaba por haberle avisado con tanpoca antelación y le decía que el señorSummerhays partiría para Jerusalén el díasiguiente y lamentaría mucho irse de Malta sinhaber oído lo que el doctor Maturin sabía de laflora de la península de Sinaí.

El primero de los mensajes tuvo que llegar aél forzosamente a través del capitán Aubrey,quien le dijo, mejor dicho, le gritó (porque loscalafateadores del astillero estaban dandomartillazos por encima de él y todos losmarineros limpiaban la parte de la cubiertadonde ellos habían terminado de trabajar, delpalo mayor hasta la proa):

–¡A las diez y cuarto! ¡Tendrás que dartemucha prisa para estar allí a tiempo con eluniforme que tienes en tierra!

–Tal vez no vaya hasta mañana -dijo Stephen.–¡Tonterías! – exclamó Jack con impaciencia.Luego llamó a su repostero y a su timonel.

Tardaron tiempo en encontrarles, porque habían

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ido a recoger la ropa que habían dejado en unbaúl en el astillero, y entretanto, Stephen dijo:

–Amigo mío, me parece que el correo te hatraído malas noticias. Rara vez te he visto tanabatido.

–No, no fue el correo. Todos están bien encasa y te mandan muchos recuerdos. Te lo voy acontar, porque sé que tú no se lo dirás a nadie.Vamos a usar eso en el tope -dijo, señalando unaescoba que estaba en un rincón, pero, al ver queeso no significaba nada para Stephen, tuvo quehablar claramente-. Vamos a llevar la Surprise aInglaterra y se quedará anclada en un puerto oserá vendida.

Stephen vio que las lágrimas asomaban asus ojos y, por falta de otro comentario másapropiado, dijo:

–Eso te afectará profesionalmente, ¿verdad?–No, porque la Blackwater estará lista dentro

de poco, pero no tengo palabras para expresarel dolor que siento…

Entonces se interrumpió porque vio llegar asu repostero y a su timonel.

–Killick -dijo-, el doctor tiene que presentarse

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en el buque insignia a las diez y cuarto. Tú sabesdónde están guardados sus uniformes. Que secambie en mi habitación en el Searle. Bonden, eldoctor irá en mi falúa y no debe olvidar presentarsus respetos a los oficiales y tampoco al capitándel Caledonia y al de la escuadra, si están en lacubierta. Procura que suba a bordo con los piessecos.

El doctor Maturin no sólo llegó al alcázar delCaledonia con los pies secos, sino también a lagran cabina, pues Bonden le subió en brazoshasta el final de la escala. En la cabina seencontró con el señor Wray, el señor Pocock y eljoven señor Yarrow, el secretario del almirante.Un momento después entró apresuradamente elalmirante, que acababa de salir del jardín y seestaba abotonando el calzón.

–Disculpen, caballeros -dijo-. Me parece quehe comido algo que… Buenos días, doctorMaturin. Los objetivos de esta reunión son, enprimer lugar, averiguar por qué la informaciónque teníamos sobre Mubara era totalmenteerrónea, y en segundo lugar, decidir las medidasa tomar para evitar que el enemigo obtenga

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información de nuestros movimientos en estelugar. El señor Yarrow empezará leyendo losfragmentos más importantes de la carta delcapitán Aubrey. Luego me gustaría oír suscomentarios.

Pocock dijo que, en su opinión, eso se debíaa que Inglaterra se había negado a ayudar aMehemet Alí a independizarse de Constantinoplay, por tanto, lo había arrojado en brazos de losfranceses. Señaló que la fecha de la ambiguarespuesta inglesa, que, en realidad, era unanegativa, había coincidido con la elaboración desu plan, que, evidentemente, tenía como objetivoalgo más que apresar un barco, conseguir elapoyo de los franceses y anular la influencia deGran Bretaña en el mar Rojo.

Wray dijo que estaba de acuerdo con él, peroque un plan de esa clase requería laparticipación de un hombre en el escenario delas operaciones, un hombre pagado por losfranceses o los egipcios para que transmitierainformación y coordinara los movimientos delotro bando. También dijo que estaba seguro deque el hombre en cuestión era Hairabedian y que

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era una lástima que hubiera muerto, porquepodrían haber logrado que hiciera importantesrevelaciones. Agregó que había venido conbuenas recomendaciones de un diplomático dela embajada inglesa en El Cairo y del embajadoringlés en Constantinopla al mismo tiempo quellegaron las primeras noticias de que losfranceses habían puesto la mira en Mubara, peroque puesto que la misión era urgente, no hubotiempo de verificar la recomendación deldiplomático ni la del embajador. Añadió queestaba seguro de que habrían comprobado queeran falsas, ya que, según tenía entendido, elintérprete lanzó el rumor de que estabancargando la galera en Kassawa, lo cualprobablemente se inventó o repitió sabiendo queno era verdad. Entonces dijo que creía que eldoctor Maturin podía confirmar eso.

–Es cierto -dijo Stephen-. Sin embargo, no sési él nos estaba engañando o le estabanengañando a él. Tal vez sus documentos nospermitan resolver esta cuestión.

–¿Qué documentos dejó? – preguntó Wray.–Un pequeño cofre que contiene algunos

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poemas en griego moderno y varias cartas -dijoStephen y, por un lado, porque Hairabedian leera simpático y, por el otro, porque teníainclinación a reservarse parte de la informaciónque poseía, omitió las palabras «y el chelengkdel capitán Aubrey»-. Les eché un vistazo porqueel capitán Aubrey me pidió que lo hiciera con elfin de encontrar la dirección de algún familiarpara comunicarnos con él, pero las pocas queestaban en griego no daban detalles sobre lacuestión, y las que estaban en árabe y en turcono las pude leer. Desgraciadamente, no soy unexperto en asuntos orientales.

–¿No se perdieron cuando los beduinos lesatacaron? – preguntó Pocock.

El almirante salió rápidamente de la cabinamurmurando una excusa.

–No -respondió Stephen-. Estaban en el baúlque salvamos, el baúl del capitán Aubrey.

Mientras esperaban al almirante, Pocockhabló de las complejas relaciones entre Turquía yEgipto, y luego, cuando el almirante regresó, dijo:

–Creo que estará usted de acuerdo conmigo,sir Francis, en que del último informe de El Cairo

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se deduce que Mehemet Alí no habría dejado aun nuevo jeque en Mubara más de un mes,aunque le hubieran instalado.

–Exactamente -dijo el almirante en tonofatigado-. Bien, la primera cuestión no podráresolverse hasta que sean descifradas las cartasde Hairabedian. Ahora pasemos a la segunda.¿Señor Wray?

El señor Wray dijo que lamentaba que en esemomento no pudiera decir que había hechotantos progresos como hubiera querido en sutrabajo. Explicó que en un momento dado habíapensado que podría capturar a un importanteespía francés y a sus colaboradores, gracias a laprecisa descripción que el predecesor del señorPocock había hecho, pero que, ya fuera porqueel señor Graham estaba equivocado o porque elhombre en cuestión sabía que le habíanreconocido, no lo había logrado.

–No obstante -dijo-, he ordenado vigilar a dosempleados, dos tipos que, a pesar de no serimportantes, podrían llevarnos más lejos.Respecto a la investigación de la corrupción enel astillero, le diré que he descubierto algunos

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detalles muy curiosos. Creo que estoy a punto dedescubrir a los verdaderos causantes delproblema, aunque, lamento decirlo, los civiles ylos militares apenas han cooperado conmigo. Noobstante, como es posible que algunos hombresque ocupan altos cargos, muy altos cargos, esténimplicados en este asunto, no sería apropiadodecir nombres en este momento.

–Tiene razón -dijo el almirante-. Pero debesolucionar el problema antes de que yo regrese ahacer el bloqueo, si es posible. No hay duda deque los franceses reciben información de unaforma tan rápida o incluso más rápida que porcorreo.

Yarrow, lea el informe enviado por los tresúltimos convoyes del Adriático.

–Sí -dijo Wray cuando la lectura terminó-,estoy convencido de que es necesario actuar conceleridad, pero, como dije antes, la falta decooperación de los civiles y los militares dificultami trabajo. También lo dificulta la falta de buenoscolegas. Como usted sabe, señor, las fuerzas delMediterráneo siempre han tenido pocainformación secreta, mucha menos que los

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franceses, al menos la información secreta oficialque un comandante general pasa a su sucesor.Es obvio que no puedo hablar abiertamente conmis subordinados locales ni puedo creer que esverdad todo lo que dicen, y como éste es elprimer asunto de este tipo que me hanencargado resolver, tengo que improvisar yavanzar paso a paso y tanteando el terreno. Sialgún caballero quiere hacer algún comentariosobre esto, le escucharía con mucho gusto -dijo,sonriendo y mirando alternativamente a Stepheny a Pocock.

–¿Doctor Maturin? – preguntó el almirante.–Me parece que se han interpretado mal mis

contribuciones -dijo Stephen-. Por diversasrazones conozco la situación política de Españay Cataluña, y he dado a sus predecesores y alAlmirantazgo bastante información sobre ella ymi opinión sobre algunos informes que les habíanenviado desde allí. No tengo capacidad parajuzgar otras cosas. Además, permítame decirleque esos consejos o recomendaciones siemprelos he dado por voluntad propia, no forzado por eldeber.

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–Eso tenía entendido -dijo el almirante.–Sin embargo -continuó Stephen después de

una pausa-, era amigo íntimo del consejero sobreasuntos relacionados con el espionaje delanterior comandante general, el difunto señorWaterhouse, y a menudo hablábamos del modode obtener información e impedir que el enemigola obtenga, en teoría y en la práctica. Teníamucha experiencia, y, puesto que los principiosdel contraespionaje rara vez se han escrito, si melo permiten, haré un resumen de sus ideas.

–Sí, por favor -dijo sir Francis-. Sé que elalmirante Thornton le tenía en mucha estima.

Stephen había hablado apenas cinco minutoscuando el almirante volvió a salirapresuradamente de la cabina. Pero esta vez noregresó. Después de una larga espera, el infantede marina que era su ayudante entró y habló conel señor Yarrow, quien mandó a buscar alcirujano del buque insignia y dijo que la reuniónhabía terminado.

–Según tengo entendido, los dos comeremoscon el gobernador -dijo Wray a Stephen cuandoestaban en el alcázar del Caledonia-. ¿Quiere

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que le lleve a tierra? Sin embargo, es demasiadotemprano, y tal vez prefiera volver a su barco. Lacomida que ofrece el señor Hildebrand noempezará hasta dentro de mucho tiempo.

–Me gustaría mucho bajar a tierra. Hoy losmonjes de la abadía de San Simón van a cantarla sexta y la nona juntas y tengo muchos deseosde oírles.

–¿Ah, sí? Me gustaría mucho acompañarle, sime lo permite. He estado tan ocupado haciendoesas tediosas investigaciones que he podido irmuy pocas veces en las dos últimas semanas.

–Esas tediosas investigaciones… -repitiócuando los dos salieron de la iglesia de SanSimón, parpadeando bajo la intensa luz del sol-.Pensaba hablarle de algunos hombres que meinspiran sospechas, algunos cuyos nombrescausan sorpresa y hacen pensar que no sepuede confiar en nadie y recordar que muneranavium saevos inlaqueant duces; sin embargo,no tengo ánimo después de estar inmerso enesa exquisita música, no tengo el valor dehacerlo.

–¿Quiere que nos sentemos en el cenador

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hasta que llegue la hora de la comida?–Sería un placer -respondió Stephen.En efecto, le producía placer estar allí sentado

a la sombra, acariciado por la suave brisa queatenuaba el terrible calor del día, bebiendo cafécon hielo. Wray no era un hombre que despertaraadmiración, pero hablaba con pasión de un temaque conocía bien (y Wray sabía mucho demúsica, tanto de antigua como de moderna), yera difícil que no fuera una agradable compañíapara un hombre que tuviera sus mismos gustos.Sin embargo, Stephen se dio cuenta de que notodos sus gustos eran iguales al observar a Wraya través de los verdes cristales de sus gafascuando el camarero, un hermoso joven de finosmodales, trajo las bebidas, los puros y losmecheros y cuando, innecesariamente, trajootros mecheros. Pensó que probablemente elvicesecretario era un pederasta o un hombrecomo Horacio, que sentía inclinación amorosahacia los dos sexos. Esto no le produjoindignación por ser contrario a la moral ni porninguna otra razón. Admiraba a Horacio y, puestoque tenía la actitud tolerante propia de las gentes

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del Mediterráneo, admiraba también a muchosotros hombres que tenían las mismasinclinaciones extrañas que él. Pero parecía queWray no estaba a gusto, y en cuanto dejaron dehablar de música, se puso nervioso y pidió máscafé y otro puro antes de haber terminado elprimero. Parecía que no se encontraba bien.

–Me parece que tendré que dejarle -dijoStephen al fin-. Tengo que ir al hotel a buscardinero.

–Tal vez deberíamos irnos los dos -dijo Wray-. Pero no se preocupe por el dinero, porquetengo mucho en el bolsillo, por lo menos cincolibras.

–Es usted muy amable -dijo Stephen-, peroyo hablaba de una suma mucho mayor. Me handicho que en el palacio juegan con apuestas muygrandes, y como mi agente financiero me hadicho que soy más rico que Creso, al menos estetrimestre, me voy a permitir entregarme a uno demis vicios una hora o dos.

Wray le miró atentamente, pero no pudodescubrir si hablaba en serio. Stephen Maturinno tenía aspecto de jugador, pero lo que había

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dicho era cierto, pues le gustaba jugar de vez encuando, y haciendo las apuestas más grandesque podía. Sabía que eso era una debilidad,pero sabía controlarse, y, además, como habíapasado largo tiempo en una prisión españolaencerrado en la misma celda que un tahúr rico(un hombre que había sido condenado a garrotevil no por hacer trampas, ya que nunca ledescubrían, sino por violación), era pocoprobable que le ganaran.

Caminaron en silencio durante un rato ydespués Wray preguntó:

–Usted y Aubrey se hospedan en el hotelCarlotta, ¿verdad?

–En el Searle, para ser exacto.–Bueno, tengo que decirle adiós, porque

usted tiene que seguir recto y yo tengo quedoblar a la derecha.

Se separaron, pero no por mucho tiempo. Sesentaron bastante cerca en la comida, y como alhombre que estaba sentado a la derecha deStephen, el señor Summerhays, se le subía elvino a la cabeza con tanta facilidad que seemborrachó cuando se bebió la segunda copa

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de clarete, y el oficial alemán que estaba sentadoa su izquierda no sabía hablar inglés, francés nilatín, Stephen tuvo tiempo de observar a Wray.Notó que Wray sabía ganarse las simpatías delos hombres que acudían a esa clase dereuniones, pues era inteligente y divertido. Noprofundizaba en las cosas y tenía mejoresaptitudes para ser un político que para ser unfuncionario, pero era evidente que era capaz degranjearse las simpatías de hombres tandiferentes como el tesorero y el tosco capitánpreboste.

Cuando la comida terminó, la mayoría de losinvitados (todos eran hombres y entre ellosestaban casi todos los militares y civiles másimportantes de Valletta) pasaron a la sala dejuego, y Stephen se reunió con ellos después dedespedir al botánico. Varios caballeros, serios ypensativos, ya estaban jugando al whist, peromuchos se habían reunido alrededor de unamesa donde se jugaba a los dados. Stephenestuvo mirándoles un rato y, a pesar de quehabía oído que esos hombres hacían apuestasmuy grandes, le sorprendió ver la gran cantidad

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de dinero que pasaba de unas manos a otras.–¿No quiere echar una partida de dados? –

preguntó Wray, que estaba justo detrás deStephen.

–No -respondió Stephen-. Prometí a mipadrino que no volvería a tocar los dados un díaque me sacó de un apuro cuando era joven.Ahora sólo juego a las cartas.

–¿Le gustaría jugar al juego de los cientos?–Me encantaría.Cuando Maturin jugaba a las cartas, no era el

más amable de los mortales. Cuando jugaba pordinero, jugaba para ganar, jugaba tan seriamentecomo si estuviera realizando una operacióncontra el enemigo, y aunque observabaestrictamente las reglas, siempre aprovechabalas oportunidades que se le presentaban, si biencon corrección. Ahora estaba jugandoseriamente, como debía hacerlo en vista de lacantidad de dinero que había apostado conWray, después de haber escogido una mesapróxima a la ventana y haberse sentado demanera que el sol no le diera en la cara a él sinoa Wray.

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No le sorprendió ver que Wray era un jugadorexperimentado, un jugador que mezclaba lascartas como un prestidigitador y las repartía consoltura. Tampoco le sorprendió que, a pesar dela experiencia que Wray tenía, no supiera que laposición que ocupaba era desventajosa, porquelo sabían pocas personas, incluso pocos tahúres.Aunque Stephen era médico y un entendido enfisiología, no lo había sabido hasta que habíaestado en la prisión de Teruel y Jaime, sucompañero de celda, le había hablado de lainfluencia de las emociones en la pupila del ojo.«Es como un espejo que está colocado detrásde los ojos de nuestro oponente y nos enseña lascartas que tiene en la mano», había dicho Jaime.Luego le había explicado que la pupila secontraía o se dilataba involuntariamente y segúnel valor de las cartas del jugador y la posibilidadde que hiciera una jugada brillante o mala. Habíaañadido que mientras más emotivo era unjugador y más altas eran las apuestas, mayor erala influencia, pero que siempre la había, acondición de que hubiera algo que ganar o queperder. Pero había agregado que el problema

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era que había que tener buena vista paradetectar los cambios y mucha práctica parainterpretarlos, y que, además, el oponente de unotenía que estar bien iluminado.

Stephen tenía una vista excelente y muchapráctica en interpretar los cambios, pues habíausado ese método con buenos resultados en losinterrogatorios, y Wray estaba sentado en unaposición en que el sol le daba de lleno en la cara.Además, aunque Wray se había acostumbrado aponer un gesto que sólo expresaba lacomplacencia que una persona cortés debíamostrar, era un hombre emotivo (y hoy a Stephenle parecía que lo era más todavía) y amboshabían hecho grandes apuestas. Por otra parte,como en el juego se tiraban y cogían cartasconstantemente, la suerte podía cambiarrápidamente. Pero Stephen habría ganado aunsin todos los factores, ya que la suerte leacompañó desde la primera mano a la última, enque cogió el siete de corazones, tiró tres cartasde diamantes bajas, la jota y el diez de espadasy luego cogió los tres últimos ases, un rey y elsiete de espadas, estropeando a Wray una

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jugada con el rey, y logró repicar y, después queWray jugara mal su última carta, ganó la baza y lapartida.

–Ganar cuando uno tiene tan buena suerte noproduce satisfacción -dijo Stephen.

–Creo que yo podría soportarlo -dijo Wray,haciendo una buena imitación de una risa alegreal mismo tiempo que sacaba un cuaderno delbolsillo-. Tal vez pueda darme la ocasión detomar la revancha otro día, cuando tenga tiempolibre.

Stephen dijo que con mucho gusto se la daría,se despidió del gobernador y se fue con elbolsillo de la chaqueta lleno de crujientes billetesnuevos. Como Laura Fielding iba a ir a visitarleesa tarde, cuando regresaba al hotel compróflores, pasteles, huevos, un lomo de cerdo asado,pero ya frío, un hornillo de alcohol y unamandolina. Colocó todas las cosas en la salitaque había alquilado por decencia y luego mandóque llenaran la bañera del baño del hotel.Después de quedarse sumergido en el aguacaliente durante un rato, se cambió de ropainterior y se arregló lo poco que podía: se afeitó

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(no se había afeitado para ir a ver al almirante nipara ir a casa del gobernador), echó más polvo asu peluca y cepilló la chaqueta. Mientras searreglaba se miraba de vez en cuando en elespejo con la vana esperanza de que ocurrieraun milagro y la imagen que reflejaba setransformara, pues a pesar de que sabía que larelación entre él y la señora Fielding debía seguirsiendo casta, tenía muchos deseos de que no lofuera y jadeaba al pensar que iba a verla muypronto.

Pero el término «pronto» era vago y abarcósuficiente tiempo para que Stephen arreglara lasflores dos veces, dejara caer el lomo de cerdo yllegara a convencerse de que no se habíanentendido bien al acordar el día, la hora y el lugar.Ya estaba rabioso cuando un mozo llamó a lapuerta y le dijo que una dama quería verle.

–Condúzcala hasta aquí -dijo Stephen en tonoirritado.

Sin embargo, cuando ella llegó y se quitó lamáscara y la capucha de la faldetta, Stephensintió que la rabia se desvanecía igual que laescarcha al salir el sol. No obstante, ella advirtió

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la rabia, y sabía perfectamente que había llegadomuy tarde, así que intentó mostrarse amablealabando las flores, la mandolina y la colocaciónde los pasteles. Desafortunadamente, eso era lopeor que podía haber hecho, porque avivó elfuego de su pasión. Después de unosmomentos, él entró en el dormitorio, repitiórápidamente tres avemarías y regresó a la salitacon un documento que parecía ser el borrador deun mensaje cifrado, interrumpido a la mitad porun error al usar la clave, y desechado.

–Aquí tiene -dijo-. Esto convencerá a esehombre de que usted ha hecho progresos.

Ella le dio las gracias y, con gestopreocupado, dijo:

–Espero que así sea. ¡Estoy tan angustiada!–Estoy seguro de ello -dijo en tono

convincente.–Confío plenamente en usted -dijo ella.Después de una pausa de varios minutos,

Stephen preguntó:–¿Le apetece un huevo cocido?–¿Un huevo cocido? – preguntó ella.–Sí. Pensé que debíamos tomar una colación,

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ya que estaríamos varias horas juntos, y, comoes sabido, lo que comen los amantes parafortalecerse son huevos cocidos. Era necesariopreparar el escenario, ¿sabe?

–De todas formas, me gustaría comerme unhuevo cocido. No tuve tiempo de cenar.

Laura Fielding era una mujer de complexiónrobusta. A pesar de su profunda angustia, secomió dos huevos, y comerlos le abrió el apetito.Entonces, con un vaso de vino de Marsala en lamano, comió lomo y, después de una pausa,comió muchos pasteles. Era un placer verlacomer.

También era un placer oírla tocar lamandolina. Tocaba al estilo siciliano, y de lascuerdas brotaba un sonido agudo que parecíanasal, un sonido que contrastabaagradablemente con su voz de contralto cuandoella cantaba una larga balada que contaba lahistoria del paladín Orlando y su amada Angélica.

Aunque Stephen había comido bastante en elpalacio, pensó que su deber, como anfitrión, eracompartir la colación con ella, huevo por huevo,loncha por loncha, y el poder de las oraciones y

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el exceso de comida hicieron disminuir su deseohasta un grado en que era perfectamentesoportable, así que las últimas horas que ambosestuvieron juntos las pasaron conversando comoamigos, aunque con las manos grasientas, yaque no tenían tenedores. Hablaron casi sin pausade varios temas, incluso de temasconfidenciales, pasando sin transición de uno aotro, y al final hablaron de los recuerdos de suinfancia y su juventud. Laura le contó que, a pesarde que no había sido recatada cuando era unaadolescente, pues estaba en la corte del reino delas Dos Sicilias, donde su padre trabajaba a lasórdenes del gran chambelán, donde no existía elrecato, desde que se había casado con el señorFielding llevaba una vida virtuosa. Añadió quepor esa razón le molestaba más que CharlesFielding fuera celoso, aunque aseguró que eseera su único defecto. Dijo que era un hombreapuesto, amable y valiente, generoso, un hombreque tenía todo lo que la mujer más exigente podíapedir, pero que era posesivo y desconfiadocomo un español o un moro. Contó algunas delas injustificadas escenas que le había hecho,

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pero luego, pensando que había sido injusta,desleal y maligna, volvió a hablar de sus méritosdurante mucho más tiempo.

A Stephen le aburrieron sus méritos y, por fin,en una pausa en que ella sonrió y bajó la vista,pensando, sin duda, en otros méritos, dijo:

–Vamos, amiga mía. Es hora de que vuelva aponerse su disfraz y se vaya, porque si no, noquedará nadie ahí fuera para ver que ha venido.

Laura se puso la máscara y la capa concapucha y Stephen abrió la puerta. Ambossalieron y recorrieron el pasillo de puntillas yentre crujidos y luego bajaron dos tramos deescalera hasta el piso donde estaba Jack. Enese momento rompieron el silencio un alarido,unos golpes y el grito: «¡Alto, deténganse!». Dosdelgadas figuras pasaron corriendo por el rellanoy saltaron por una ventana, y luego aparecióKillick, que tenía una palmatoria en la mano ygritaba:

–¡Marineros! ¡Marineros, detengan a losladrones!

Killick pasó por delante de ellos, mientras seabrían las puertas de ambos lados del pasillo,

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pero después volvieron a encontrarle en eliluminado vestíbulo. Les dijo que no había cogidoa nadie, pero tenía una sonrisa triunfante ymaliciosa.

–¡Eran dos cabrones! – dijo al grupo dehombres que se había reunido a su alrededor,pero al darse cuenta de que una mujeracompañaba a Stephen, se quitó el gorro dedormir y dijo-: Perdone, señora. Eran dosindividuos.

–Saltaron por la ventana del primer piso -dijoStephen.

–Pero no se lo llevaron -dijo Killick.Entonces Killick dijo a los que le rodeaban

que los ladrones buscaban el chelengk delcapitán Aubrey, pero que él, Preserved Killick,era más listo que ellos y había puesto a sualrededor anzuelos y una ratonera que secerraba con extraordinaria violencia, en la queuno se había dejado un dedo, y añadió que losdos habían dejado un reguero de sangre quedaba gusto ver.

Llegaron más personas de abajo y de arriba.Cuando los oficiales de marina veían a Stephen,

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apartaban inmediatamente la vista de él, y, pordiscreción, no le hablaban sino que se limitabana saludarle con una inclinación de cabeza. Noobstante, Laura se bajó más la capucha, porquepensaba que una cosa era que se fijaran en ellalos espías franceses y otra muy diferente que lareconocieran las personas entre la cuales vivía,sus propios amigos y los amigos de su esposo.

–¿Dónde está el capitán Aubrey? – preguntóuna voz.

–Haciendo una visita -respondió Killick, yempezó a contar la historia otra vez para que laoyeran los recién llegados.

Killick dijo que los ladrones se habían llevadoalgunos galones con hilos de oro, el dinero quehabía en un cajón del baúl, que no era muchoporque el capitán se lo había guardado casi todoen el bolsillo, y uno o dos cofres, pero que losdiamantes estaban a salvo. Luego empezó acambiar la historia, aumentando la cantidad desangre y el número de dedos que los ladroneshabían dejado atrás, y a contarla condemasiados detalles, y entonces Stephen cogióa la señora Fielding por el codo y, abriéndose

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paso entre la multitud, la sacó a la oscura noche,ya cercana a su final.

–No se olvide de venir el sábado por la tarde-dijo cuando se despidió de ella en la puerta desu casa, tras la cual estaba Ponto dando bufidos-. Y traiga a Aubrey también, si quiere venir.

–Estoy seguro de que le encantará. ¿Podríatraer también a otro amigo, el señor Martin, elpastor que hizo el viaje con nosotros?

–Todos sus amigos serán bienvenidos -dijo,estrechándole la mano, y los dos se separaron.

–Buenos días, amigo mío -dijo Lesueur consu extraña sonrisa-. Pensé que hoy llegaría atiempo.

–¿Qué noticias hay? – preguntó Wray en tonomalhumorado.

–Todo salió bien -respondió Lesueur-, perocasi apresan a los muchachos, y uno de ellosperdió un dedo. Nuestros temores eraninfundados, porque en el cofre sólo habíadocumentos personales. No había ni una solaindiscreción.

–¡Gracias a Dios! – exclamó Wray-. ¡Graciasa Dios! – repitió, sintiendo alivio y rabia a la vez-.

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Podía habérmelo dicho. Tenía que haber sabidoque yo estaba angustiado. No podía dormir niconcentrarme en lo que hacía. Esto me ha hechoperder una gran suma jugando a las cartas.Habría bastado que me mandara una simplenota.

–Mientras menos cosas se escriban mejor -dijo Lesueur-. Littera scripta manet. Mire esto.

–¿Qué es?–El borrador de un mensaje cifrado. ¿Lo

reconoce?–Es de la sección B del Almirantazgo.–Sí pero el hombre que lo cifraba se equivocó

en la segunda transposición y tiró el borrador,mejor dicho, lo puso entre las páginas de un libroy empezó de nuevo. Si hubiera avanzado unpoco más, el documento habría sido muy valioso.A pesar de todo, es útil. ¿Conoce la letra?

–Es de Maturin.Por la viva expresión de Lesueur, parecía que

iba a hablar más del asunto, pero se abstuvo depronunciar las palabras que iba a decir ypreguntó:

–¿Cómo se comportó en la reunión?

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–Fue muy prudente. Dijo que era un consejeroocasional y voluntario, nada más, yprácticamente le dijo al almirante que, comoconsejero, no tenía que recibir órdenes de nadie.Creo que no confía en nadie en Malta. Sinembargo, nos dio algunos consejos, que, segúnél, le había dado Waterhouse. Se habría reídousted mucho si le hubiera oído hablar de lareducción de los comités, las precauciones quehay que tomar al hacer mensajes cifrados, ladetección de espías transmitiendo falsainformación y cosas similares.

–Si los consejos, al menos en parte, eran deWaterhouse, eran buenos. Waterhouse era unagente secreto ejemplar, que desempeñaba a laperfección su profesión. Estuve presente en elúltimo interrogatorio que le hicieron. No eraposible obtener información de él. En cuanto aMaturin, creo que por el momento puedo sacarleinformación, pero me temo que eso no durará, ycuando llegue ese momento, tendrá que sereliminado. Como usted sugirió, el dey deMascara será útil para conseguir este propósito.

–Indudablemente -dijo Wray-. Recuerdo que

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dije que el dey nos serviría para matar dospájaros de un tiro. Ahora creo que nos servirápara matar tres.

–Tanto mejor -dijo Lesueur-. Pero le aconsejoque entretanto no hable con él con frecuencia.

–Probablemente sólo le veré una vez más porcuestiones oficiales. No quiero ver a un discípulode Waterhouse observando lo que hago aquí, yno creo que él quiera interferir en ello. Pero talvez pase una tarde con él por una cuestión nooficial, para tomar la revancha por una absurdapérdida. Pero quiero que sepa que no me gustansus aires de superioridad ni que me espíe ni queme aconseje quiénes deben ser misacompañantes.

–No vamos a pelearnos -dijo Lesueur-,porque eso tendría necesariamente comoconsecuencia la destrucción de los dos. Puedever a Maturin cada día de la semana, si quiere.Lo único que le pido es que recuerde que espeligroso.

–Muy bien -dijo Wray y, en tono irritado,preguntó-: ¿Ha tenido respuesta de la rueVillars?

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–¿Acerca de pagar sus deudas de juego?–Si quiere usted decirlo así…–Me temo que no le darán más que la ayuda

inicial.Como Wray había predicho, él y Stephen

Maturin volvieron a verse en una reunión que secelebró en el buque insignia, en la cual se llegó ala conclusión de que Hairabedian era un agentesecreto al servicio de los franceses y que, porobvias razones, sus amigos o sus colegas enValletta había mandado a robar sus papeles.Después el almirante propuso que el doctorMaturin ayudara a los hombres del departamentodel señor Wray a buscar a esos amigos ocolegas, pero la propuesta fue acogida conindiferencia por los dos, y el almirante no insistió.Sin embargo, por cuestiones no oficiales, sevieron con mucha más frecuencia. No se vierontodos los días, pero sí muy a menudo, puesto quela suerte se negaba a acompañarle. Sinembargo, Stephen no se reunía con él parasaciar sus ganas de jugar, sino porque su cabinaestaba llena de botes de pintura y no habíatranquilidad en ella porque se oían

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constantemente martillazos y gritos, y, además,porque sus habituales compañeros tenían puestatoda su atención en las tareas navales, así quedespués que hacía la ronda en el hospital,dedicaba a jugar con Wray la parte de la tardeque no pasaba en las montañas o en la playa conMartin. Por la noche solía visitar a la señoraFielding, y era en su casa donde veía a Jack mása menudo.

Los empleados del astillero habían hecho unexcelente trabajo en el interior de la Surprise,habían cumplido su parte del acuerdo, aunque nomuy limpiamente. Pero en el acuerdo sólo sehacía referencia a varias reparacionesestructurales, y los carpinteros de barco habíandejado las partes más visibles de la fragata en unestado lamentable. Pero a Jack le importabamucho el aspecto de la fragata, la inclinación desus mástiles y su jarcia, pues pensaba que sisalía de la Armada, debía salir con elegancia,con mucha elegancia, y que, además, habíaposibilidades de que entablara otro combate conella antes de su final. Por esa razón, todos losmarineros estaban atendiéndola como pocas

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veces la habían atendido antes. Adujaron todosus cabos, cambiaron de lugar la fila de tonelesinferior y recolocaron el cargamento en labodega para que hundiera un poco más la popa,porque de esa manera navegaba mejor, lapintaron por dentro y por fuera y restregaron lacubierta. El señor Borrell y sus hombres ajustaroncuidadosamente los cañones y sus aparejos yprepararon la pólvora y las balas. El señor Hollar,sus ayudantes y todos los guardiamarinas habíansubido como arañas a la jarcia para revisarla.Era la primera vez que no tenían prisa. El capitánde la escuadra había asegurado a Jack que nozarparía hasta que volviera estar a bordo «unarazonable cantidad de tripulantes» de los que sehabían llevado y los infantes de marina. Noobstante, el capitán y el primer oficial, que habíanoído muchas promesas de sus superiores en suvida, hacían realizar los trabajos bastante rápido.A Jack no le gustaban mucho los adornosbrillantes, pero le parecía que este caso eradiferente y, por primera vez en su vida, se habíagastado una considerable cantidad de dinero enpan de oro para cubrir las guirnaldas de la popa,

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y, además, había llamado al mejor pintor deletreros de hoteles de Valletta para que pintara elmascarón de proa, una dama anónima conespléndidos pechos. Estaba satisfecho porquese ocupaba de todas esas tareas, tareas propiasde marinos (había dicho a los guardiamarinasque realizándolas llegarían a conocer mejor unbarco de guerra que navegando meses e inclusoaños en él) y porque, al fin, podía hacer muchasde la cosas que siempre había deseado hacer,pero a veces sentía amargura. Por eso legustaba ir con su violín, cargado por un marinerosupernumerario maltes, a los conciertos quehabía en casa de Laura Fielding por las noches,donde tocaba, a veces realmente bien, u oíatocar a otras personas.

Ya se había acostumbrado a la idea de queLaura y Stephen eran amantes, y aunque lesadmiraba menos a los dos, no le importaba, perole parecía injusto que todos en Vallettasupusieran todavía que él, Jack Aubrey, era elhombre afortunado. La gente le decía: «Si porcasualidad pasa por casa de la señora Fielding,por favor, dígale que…» o «¿Quiénes irán el

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martes por la noche?», como si supieran concerteza que tenían relaciones. Naturalmente, esose debía en gran parte al maldito Ponto, que lehabía saludado efusivamente y con mucho ruidoen la abarrotada calle Real a los diez minutos dehaber bajado a tierra. Sin embargo, tenía queadmitir que Stephen y Laura eran muy discretos.Ninguna persona que viera a Stephen en una delas fiestas que daba Laura Fielding por lasnoches podría suponer que pasaría allí el restode la noche.

Wray, indudablemente, no lo suponía. Desdeel principio de este período, reía y se refería aJack diciendo «su amigo Aubrey, que segúndicen tiene mucha suerte». Pero a medida quepasaban los días tendía a reír menos. Todavía lamala suerte no le había abandonado, y ya habíaperdido tanto dinero que a Stephen, a pesar deque el juego ya le aburría, le parecía injusto nodarle la ocasión de tomar la revancha, que pedíacontinuamente. Aunque Wray había jugadomucho, no era un muy buen jugador. Podía serengañado fácilmente por un repentino cambio deuna firme defensiva a un arriesgado ataque, y

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sus tentativas de engaño, que no iban más alláde breves vacilaciones y gestos de disgusto,eran totalmente transparentes. Pero además deeso, como Stephen tenía buenas cartas y, encambio, él no, el juego le aburría todavía más.Por otra parte, puesto que Wray tenía malasuerte y estaba angustiado, no era un compañerotan divertido como antes. Cuando Stephen llegóa conocerle un poco mejor, descubrió que era unlibertino, no se atenía a principios morales, dabademasiada importancia al dinero y no teníaescrúpulos, pero tenía una gran inteligencia. Noobstante, Wray no intentaba modificar su suerte,ya que en otro tiempo había sido acusado dehacer trampas jugando a las cartas y ningúnhombre que estuviera en su posición podíapermitirse que le acusaran de eso por segundavez.

Solían jugar en el club de los oficiales o en elcenador, y acordaron reunirse precisamente enel cenador para la partida final. Desde hacíaalgún tiempo Wray esperaba recibir un giro, ycomo no tenía dinero efectivo (Stephen se lohabía quitado todo) pagaba sus deudas con

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pagarés. Ahora la apuesta era equivalente a todala deuda, y a Stephen le daba igual cuál fuera elresultado, con tal de que tuviera tiempo suficientepara ir a visitar una cueva llena de murciélagoscon Martin y Pullings.

Wray volvió a perder, y cometió más erroresque otras veces. Estuvo un rato calculando denuevo sus tantos y preparando lo que tenía quedecir y luego levantó la vista y, con una sonrisaforzada, dijo que lamentaba mucho tener quecomunicar al doctor Maturin que no habíarecibido el giro que esperaba debido a lasrecientes pérdidas de la City y que no podíapagarle lo que le debía. Repitió que lo lamentabamucho y añadió que al menos podía proponeruna solución: le daría ahora un reconocimiento dedeuda y en los próximos días haría redactar uncontrato de anualidad garantizado por laspropiedades de su esposa, y los pagos seríanabonados con el interés habitual y seríanenviados al banco del doctor Maturin cada tresmeses hasta que la señora Wray heredara,momento en el cual él podría saldar la deudainmediatamente sin dificultad, ya que, como todo

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el mundo sabía, el almirante había heredado unagran fortuna, cuyas nueve décimas partesestaban vinculadas.

–Comprendo -dijo Stephen.No estaba satisfecho. Habían jugado por

dinero contante y Wray había faltado a la éticaaventurándose a jugar la última partida sin poderpagar en efectivo si perdía. A Stephen no lehabía interesado en ningún momento conseguiraquella suma, porque ya se le había pasado lafiebre del juego, pero consideraba que se lamerecía por haber arriesgado su dinero conbuena fe.

Wray sabía cuáles eran sus sentimientos.–¿Cree que puedo endulzar de alguna forma

este trago amargo? Tengo cierta influencia en lacomisión que da los nombramientos, como sabe.

–Creo que estará usted de acuerdo conmigoen que hace falta mucho azúcar para endulzareste trago -dijo Stephen y, después que Wraydijo que estaba totalmente de acuerdo con él,prosiguió-: Esta mañana, en el club de oficiales,he oído un rumor muy desagradable: que laBlackwater, que había sido prometida al capitán

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Aubrey desde hace tiempo, ha sido asignada aun tal capitán Irby. ¿Es cierto eso?

–Sí -respondió Wray después de vacilar unosmomentos-. Sus conexiones en el Parlamento loexigieron.

–En ese caso -dijo Stephen-, quiero queproporcione a Aubrey una embarcación similar.Ya conoce usted los servicios que ha prestado,sus justificadas peticiones y su deseo de estar almando de una potente fragata en la base navalde Norteamérica.

–¡Por supuesto! – exclamó Wray.–En segundo lugar, quiero que asigne un

barco al capitán Pullings, y, en tercer lugar,quiero que sea benévolo con el reverendo Martincuando quiera trasladarse de un barco a otro.

–Muy bien -dijo Wray, apuntando losnombres-. Haré lo que pueda. Como sabe, haymuy pocos barcos disponibles en la actualidadporque hay doble número de capitanes que debarcos, pero haré lo que pueda. En cuanto alpastor, no tendrá dificultades para trasladarse,podrá ir donde quiera.

Se guardó el cuaderno en el bolsillo y pidió

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más café. Luego, cuando llegó el café, dijo:–Le estoy muy agradecido por ser tan

benévolo, Maturin, se lo aseguro. Mi suegro tienesesenta y siete años y no está bien de salud…

Wray dijo que, aparentemente, el almiranteHarte estaba afectado de hidropesía, y que, apesar de que los actuarios, basándose en lasestadísticas, pensaban que le quedaban unosocho años de vida, era poco probable que duraramás de la mitad de ese tiempo. Estaba tannervioso que hablaba sin miramientos, y Stephenno sabía qué contestar. Por fin, Stephen dijo quealgunos médicos estaban tratando la hidropesíacon una nueva medicina que contenía digitalina,pero que pensaba que había que usarla conmucha cautela porque podría ser peligrosa. Laconversación siguió ese derrotero durante unrato, y Stephen tuvo la impresión de que Wraydeseaba conseguir cualquier medicina quedisminuyera aún más la esperanza de vida delalmirante, pero, antes de que Wray aludiera aello, llegaron Pullings y Martin para llevarle a lacueva.

–¡Esa cueva es una de las maravillas del

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universo, amiga mía! – dijo a Laura amedianoche, cuando ambos estaban sentadosen la habitación del hotel comiendoespléndidamente-. Pude ver murciélagos detodas las especies del Mediterráneo y dos que,según creo, son de especies africanas. Peroeran tímidos y se metieron en una grieta dondePullings no podía alcanzarlos con una cuerda.¡Era una cueva maravillosa! En algunos lugareshabía capas de excrementos de dos pies de altocon un gran número de huesos y de ejemplaresmomificados dentro. La llevaré a verla el viernes.

–No, el viernes no -dijo Laura, untando unarebanada de pan con una pasta hecha conhuevas de salmonete.

–¡No me diga que es usted supersticiosa! –exclamó Stephen.

–Lo soy. No pasaría por debajo de unaescalera por nada del mundo. Pero no lo dije poreso. El viernes estará usted muy lejos de aquí.¡Cómo voy a echarle de menos!

–¿Puede decirme cuál es su fuente deinformación?

–La esposa del coronel Rhodes me dijo que

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una brigada de infantes de marina iba a subir abordo de la Surprise el jueves y que la fragataiba a zarpar el día siguiente. Su hermano, queestá al mando de la brigada, está muy molesto,porque tenía un compromiso el sábado. Y la hijadel comandante del puerto dijo que había sidodecidido que la Surprise escoltara el convoy delAdriático.

–Gracias, amiga mía -dijo Stephen-. Mealegro de saberlo -añadió y, después de estarpensativo unos momentos, continuó-: Es lógicoque de nuestros abrazos de despedida brotealgo muy importante para el caballero extranjero.

Entonces fue al dormitorio y eligiócuidadosamente un regalo envenenado entre losmuchos que había preparado con esmero, uncuaderno de bolsillo con tapas de badana concierre. «Amigo mío, te doy esto con el deseo deque haga salir mal tus sucios trucos durantemucho tiempo», pensó.

CAPÍTULO 9La cabina del cirujano en la fragata Surprise

habría sido un triángulo pequeño y oscuro, algomuy parecido a un pedazo de tarta, si no le

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hubieran cortado la punta, transformándola en uncuadrilátero pequeño y oscuro. El techo, formadopor la cubierta, era tan bajo que cualquierhombre de altura media se golpearía la cabezacon él si se ponía erguido, y ni uno solo de susángulos era recto. Pero el doctor Maturin era másbien bajo, y aunque, lógicamente, le gustaban losángulos rectos, le gustaba más aún un lugar queno tuviera que ser desalojado cada vez que lostripulantes de la Surprise hacían zafarrancho decombate (lo que ocurría cada tarde), un lugar enque sus libros y sus especímenes no fuerantocados. El problema de la falta de espacio lohabía resuelto en parte gracias a que estabaacostumbrado a ella y en parte gracias a lainventiva del carpintero, que le había hecho unalitera y un mesa plegables y armarios en lugaresinsospechados. Y en cuanto al problema de laoscuridad, Stephen había gastado una pequeñafracción de la enorme cantidad de dinero quehabía ganado (de la parte que había recibido enelegantes billetes del Banco de Inglaterra) encubrir todas las superficies libres con espejosvenecianos de la mejor calidad, que

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intensificaban la luz que se filtraba por la cubiertade tal manera que podía leer y escribir sinnecesidad de una vela. Ahora estabaescribiendo, escribiendo a su esposa, con lospies metidos bajo un candelero y el respaldo dela silla apoyado contra otro, pues la fragata sebalanceaba fuertemente mientras avanzaba porentre grandes olas que venían por proa. Habíaempezado la carta el día anterior, cuando laSurprise, que se dirigía a Santa Maura, dondeiban a quedarse dos barcos del convoy, se habíadesviado del rumbo a causa del mal tiempo yhabía llegado casi hasta Itaca.

«… hasta la mismísima Itaca, te lo aseguro.Pero, ¿crees que mis súplicas y las de algunoshombres instruidos que forman parte de latripulación indujeron a ese animal a llegar a eselugar sagrado? Pues no. Dijo que había oídohablar de Homero y que había leído la versión desu historia hecha por el señor Pope, y que podíaasegurar que ese tipo no era un buen marino.También dijo que Ulises no tenía cronómetro yque era probable que tampoco tuviera sextante,pero que un buen capitán habría podido regresar

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de Troya a Itaca mucho más rápido sin nada másque una corredera, una sonda y un serviola, y,además, que se entregaba al vicio que tenían losmarinos desde el tiempo de Noé al de Nelson:pasar mucho tiempo en los puertos y correrdetrás de las mujeres. Añadió que esa historiade que los marineros fueron convertidos encerdos para que él no pudiera levar anclas nihacerse a la mar sólo se la creerían los infantesde marina, y que se había portado como unmiserable con la reina Dido, aunque después lopensó mejor y dijo que tal vez había sido otrotipo, el beato Anquises, pero que daba lo mismo,porque los dos estaban cortados con el mismopatrón: los dos eran unos aburridos y no erancaballeros ni buenos marinos. Luego confesóque le gustaba mucho más lo que escribíanMowett y Rowan, porque era una clase de poesíaque cualquier hombre podía entender y, además,estaba impregnada de conocimientos denáutica, y, finalmente, dijo que estaba allí parallevar el convoy a Santa Maura, no paracontemplar curiosidades».

Ahora, pensando que había ofendido a su

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amigo (porque el animal en cuestión era,naturalmente, el capitán de la Surprise), dejó esahoja a un lado y escribió:

«Bien sabe Dios que Jack Aubrey tienemuchos defectos: piensa que el principal objetivode un marino es llevar su barco desde la posiciónA a la B en el menor tiempo posible, sin perder niun minuto, como si la vida fuera una continuacarrera. Ayer mismo se negó rotundamente adesviarse un poco del rumbo para quepudiéramos ver Itaca. Pero, por otra parte (y esoes lo importante), cuando la ocasión lo requiere,es capaz de actuar con magnanimidad y decontrolar sus sentimientos hasta un punto quenadie podría imaginar al verle exasperarse portonterías. Tuve una prueba de esto el díasiguiente al que zarpamos de Valletta. Durante lacomida, uno de los pasajeros, el mayor Pollock,dijo que su hermano, un teniente de navío, estabamuy satisfecho de su nueva embarcación, laBlackwater, y tenía la certeza de que podíarivalizar con cualquiera de las potentes fragatasnorteamericanas. "¿Está seguro?", le preguntóJack asombrado, pues, como sabes, le habían

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prometido esa fragata desde que habíanformado su quilla y confiaba en que la llevaría a labase naval de Norteamérica tan pronto comoterminara de pasar este corto período en elMediterráneo. "Estoy seguro, señor", respondióel militar. Y añadió: "Recibí una carta suya lamisma mañana que embarqué, en la última sacade correo que llegó. Escribió la carta en laBlackwater en el puerto de Cork, y decía queesperaba llegar a Nueva Escocia antes de que lacarta llegara a mis manos porque el vientosoplaba del nordeste y con mucha fuerza, y alcapitán Irby le gustaba navegar a toda vela".Entonces Jack dijo: "Pues brindemos por él. ¡Porla Blackwater y todos los que van a bordo!". Porla tarde, cuando estábamos solos en la grancabina, mencioné la promesa rota, y lo único quedijo fue: "Sí, es un golpe bajo, pero quejarse nosirve de nada. Vamos a tocar música"».

En efecto, era un golpe bajo, y cuando Jackse despertó la mañana siguiente y el recuerdovino a su mente, el luminoso día se ensombreció.Confiaba en que le darían el mando de laBlackwater, confiaba en que seguiría teniendo un

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empleo en la mar, lo que para él tenía muchaimportancia porque sus negocios en tierra seencontraban en un estado lamentable, y,además, confiaba en que podría llevarse con él atodos sus oficiales y a sus hombres de confianzay, si tenía suerte, a casi todos los tripulantes de laSurprise. Pero nada de eso iba a ocurrir. Ahoraaquella tripulación bien organizada y eficiente,que podía hacer reinar la armonía en un barco yconvertirlo en una máquina de guerra, seríadispersada, y él sería abandonado en la playa.Además, puesto que el señor Croker, elsecretario, le había tratado tan mal, tanirrespetuosamente, era probable que hubieraperdido su favor para siempre.

Era un golpe muy bajo, pero pocos lo habríansupuesto al ver a Jack contar al mayor Pollockcómo él y sus aliados habían expulsado a losfranceses de Marga la última vez que la Surprisehabía navegado por aquellas aguas. La fragata yel resto del convoy (un convoy conducido porexcelentes capitanes, ya que todos los barcos semantenían en sus posiciones a pesar de laturbulencia de las aguas) estaban al sur del cabo

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Stavros, un enorme saliente que penetraba en elmar Jónico, y tenían justamente delante la ciudadamurallada que se encontraba al pie delacantilado y se extendía por terrazas por la partesuperior.

–Ahí está la ciudadela -dijo, señalando al otrolado de las aguas verde pálido jaspeadas deblanco-. ¿La ve? A la derecha de la iglesia de lacúpula verde y un poco más arriba. Y abajo, juntoal muelle hay dos baterías que guardan laentrada al puerto.

El militar estuvo observando Marga por eltelescopio durante largo rato.

–Yo hubiera pensado que no se podíaconquistar por mar -dijo por fin-. Esas bateríassolas podrían hundir una escuadra.

–Eso pensé yo -dijo Jack-. Así que laatacamos de otra forma. Por detrás de la murallade la ciudadela, cerca de la parte superior delacantilado, hay una torre cuadrada.

–Ya la veo.–Y detrás hay una construcción de piedra de

forma redonda que parece un gran tubo dedesagüe.

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–Sí.–Ese es su acueducto. La ciudad no tiene

agua, y se abastece de un manantial de Kutalique está situado al otro lado del cabo, a unasdos o tres millas de distancia. Desde la partesuperior del acantilado puede verse parte delcamino, mejor dicho, del sendero que cubre elcanal por el que transcurre el agua hasta dondese une la tubería. Allí colocamos nuestroscañones.

–¿El otro lado del cabo es tan alto comoéste?

–Todavía más.–Entonces debe de haber costado mucho

trabajo subir los cañones allí. Supongo que habráhecho un camino.

–No, un teleférico. Los subimos en dosetapas hasta el sendero que cubre el acueducto,y cuando llegaban allí, los llevábamos hasta elfinal en las cureñas fácilmente, sobre todoporque seiscientos albaneses y un gran númerode turcos tiraban de las cuerdas de arrastre.Cuando formamos una batería bastante grandeallí arriba, apuntamos los cañones hacia el puerto

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e hicimos algunos disparos de aviso y luegomandamos un mensajero a decir al oficial almando de las tropas francesas que si no serendía enseguida nos veríamos obligados adestruir la ciudad.

–¿Le puso algunas condiciones?–No. Y dije que no admitiría que ellos

pusieran ninguna, pues teníamos la posicióndominante.

–Sin duda, los disparos hechos desde unaaltura así habrían sido devastadores y el oficialfrancés no habría podido responder al ataque.

–No podía subir por el acantilado hastadonde estábamos nosotros. Para llegar allí sólohay un sendero que usan los pastores, como esede Gibraltar que lleva a la bahía catalana, y mialiado turco, el bey Sciahan, había colocado a ungrupo de francotiradores de modo queprotegieran hasta el último recodo del camino.No obstante, nos sorprendió que se rindieraenseguida.

–Tal vez debería haber aparentado queofrecía resistencia durante un rato o esperado aque fueran derribadas algunas casas. Es lo que

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se suele hacer.–Eso hubiera sido más digno y más

beneficioso para él cuando le juzgara un consejode guerra. Pero, como supimos después, lamujer del oficial estaba dando a luz y los médicosestaban preocupados por ella, ya que no eraconveniente que estuviera en medio decañonazos y de casas que se derrumbaban, asíque el oficial prefirió no dar una respuesta queera simplemente un poco de ruido para obtenerel mismo resultado al final.

–Indudablemente, tomó una decisión sensata-dijo el mayor Pollock, en tono de disgusto.

–¡Dios mío! – exclamó Jack Aubrey,recordando el suceso-. Nunca he visto a nadiemás decepcionado que los albaneses. Habíansudado como galeotes para llevar los cañoneshasta allí, porque después de subirlos al extremodel teleférico tenían que trasladarlos al final delsendero que cubre el acueducto, lo que requeríamover constantemente cientos de planchas decuatro pulgadas de grosor para contrarrestar elpeso y halar los cabos con fuerza, y tambiénhabían subido gran cantidad de balas y pólvora

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como auténticos héroes y se habían armado concuantas armas les había sido posible, y despuéstuvieron que volver a llevárselo todo sin haberhecho un solo disparo y sin haber descargado surabia. Estuvieron a punto de atacar a los turcos,para no quedarse sin combatir, y el pope, uno delos muchos que hay en esa región, y el bey lesgolpearon con sus armas para impedírselo,bramando como toros. No obstante, todo salióbien. Mandamos a los franceses a Zante contodos sus bártulos y luego los habitantes deMarga nos agasajaron con un banquete que duródesde el mediodía hasta el amanecer del díasiguiente. Los cristianos estaban en una plaza ylos musulmanes en la de al lado, y cuando yaninguno de los asistentes podíamos comer más,empezaron a hablar amablemente unos con otrosy a cantar y a bailar.

Jack recordó la arcada que separaba las dosplazas y a los corpulentos albaneses vestidoscon faldillas blancas, que habían formado unalínea poniendo los brazos sobre los hombros desus compañeros y se movían todos exactamenteal mismo ritmo. También recordó el resplandor

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de las antorchas que ardían en la cálida noche,los alegres cantos que tenían siempre el mismoritmo y el sabor áspero del vino.

–¿Va a hacer escala ahí, señor? – preguntóel mayor Pollock.

–¡Oh, no! – exclamó Jack-. Nos dirigimos aKutali, que está al otro lado del cabo. Si esamaldita carraca no vuelve a perder los estayes -dijo, mirando al mercante Tortoise-, lodoblaremos sin dar bordadas y llegaremos alpuerto antes de que anochezca y podrá usted verdónde ocurrió la otra parte de la historia. SeñorMowett, creo que debería hacer la señal paravirar y preparar la fragata para hacerlo, pero démucho tiempo al pobre Tortoise. Algún díanosotros también seremos viejos y pesaremosmucho.

El Tortoise recibió la señal que le ordenabavirar mucho antes que los demás y viró tan bienque en todos los barcos dieron vivas. Entonces elconvoy puso rumbo al otro lado del cabo Stavrosy lo dobló, bordeándolo a una milla de distancia,cuando el capitán Aubrey terminaba su solitariacomida. Hasta que su situación económica había

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empezado a ser mala, Jack había comido demanera tradicional, invitando todos los días a doso tres oficiales y a un guardiamarina, y aunqueahora todavía les invitaba muchas veces acompartir alguna comida con él (particularmente,porque sabía que los guardiamarinas no teníanrecursos y no quería que se olvidaran de comercomo seres humanos), solía invitarles a tomar eldesayuno, que requería menos preparativos. Noobstante, desde que se había enterado de cuálera el destino de la fragata no había queridoinvitar a nadie, porque todos excepto elmelancólico Gill estaban muy alegres, y si lesocultaba lo que sabía, lo que podía hacer tantristes sus días como los de él, obraríahipócritamente.

No estaba comiendo en la cabina-comedor,sino justamente al final de la popa, sentado frentea las grandes ventanas de popa, y podía ver alotro lado de los cristales y un poco más abajo laestela de la fragata alejándose de él, una estelablanca que se destacaba entre las turbulentasaguas verdes, tan blanca que las gaviotas que secernían o se sumergían en ella parecían sucias.

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Nunca dejaba de emocionarse al ver esteespectáculo, al ver los hermosos cristales curvos,tan diferentes a los de las ventanas que había entierra, y el mar en uno de los infinitos estados enque podía encontrarse, y todo envuelto en elsilencio y ofreciéndose solamente a su vista.Mientras comía el último pedazo de queso deCefalonia pensó que si tenía que pasar el restode su vida con media paga y en la prisión por nopagar las deudas, todavía conservaría esto, queera mejor que cualquier recompensa que ledieran en su vida.

En la parte inferior del cristal de estriborapareció la punta del cabo Stavros, un grisáceoacantilado de caliza de setecientos pies dealtura, en cuya parte superior estaban las ruinasde un templo arcaico, del que sólo quedaba enpie una columna. El cabo fue extendiéndoselentamente de una ventana a otra, subiendo ybajando con el oleaje, y una bandada depelícanos dálmatas pasaron por delante de lasventanas y desaparecieron por estribor. Justo enese momento, cuando Jack iba a gritar algo, seoyó el grito de Rowan: «¡Todos a virar!», e

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inmediatamente después se oyeron los agudospitidos y los gritos del contramaestre. Perodespués de esto no se oyeron pasosapresurados ni ningún otro ruido, pues lostripulantes de la Surprise ya estaban preparadospara hacer la maniobra desde hacía cincominutos. Habían virado su fragata miles deveces, en muchas ocasiones en plena oscuridady con fuerte marejada, así que era lógico que nocorrieran ahora de un lado a otro como un atajode marineros de agua dulce. En realidad, lasórdenes que siguieron eran simplesformalidades.

–¡Soltar las amuras y las escotas! – gritóRowan y, en el momento en que Jack notó que lafragata empezaba a virar, añadió-: ¡Tirar de lasbrazas la mayor!

Los pelícanos y el cabo aparecieron de nuevoen la ventana. La Surprise tenía el viento encontra, y seguramente los marineros habíanbajado las amuras y recogido las escotas.

–¡Largar y tirar! – gritó Rowan en tonoindiferente.

La fragata viró entonces más rápidamente, y

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el vino de Chiana que había en la copa de Jackse movió hacia un lado debido a la fuerzacentrífuga, que actuó independientemente delmovimiento ascendente producido por las olas, ypermaneció en esa posición hasta que la fragatatomó el nuevo rumbo.

–¡Davis, deje eso, por el amor de Dios! –volvió a gritar Rowan, pues cada vez que laSurprise viraba, en cuanto las vergas terminabande girar, Davis daba un tirón más a la bolina delvelacho porque le parecía que así quedaba mástensa, pero como era un hombre muy corpulentoy tenía poca habilidad, a veces hacíadesprenderse la poa de los garruchos.

–¡Killick! – gritó Jack-. ¿Queda tarta de SantaMaura?

–¡No, no queda…! – respondió Killick desdela cocina, obviamente, con la boca llena, aunqueno por eso dejó de notarse su tono; era mitadirónico y mitad triunfal, debido a que lemolestaba que el capitán comiera en la grancabina porque tenía que recorrer varias yardasmás para llevar y traer los platos-. ¡… señor! –añadió después de tragar.

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–¡Bueno, no importa! – gritó Jack-. ¡Tráemecafé!

Y diez minutos después volvió a gritar:–¡Date prisa, hombre!–¡Ya estoy aquí! – exclamó Killick en el

momento en que entró con la bandeja, inclinadohacia delante como si hubiera tenido querecorrer una gran distancia con ella, como sihubiera atravesado un desierto infinito.

–¿Has preparado la pipa de agua por si losoficiales turcos suben a bordo? – inquirió Jack,sirviéndose una taza de café.

–Preparada, está preparada, señor -respondió Killick, que había fumado con ella todala mañana en compañía de Lewis, el cocinero delcapitán-. Pensé que era mi deber hacerlafuncionar y me pareció que tenía poco tabaco.¿Le pongo más?

Jack asintió con la cabeza y preguntó:–¿Y los cojines?–No se preocupe, señor. Quité todos los que

había en los coyes de la cámara de oficiales yVelas los está cosiendo. Así que los cojinesestán preparados, y también las tabletas de

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menta.Esas tabletas, que habían comprado en

Malta, eran muy populares en el Mediterráneooriental, y habían servido para llenar más de unapausa embarazosa en los puertos griegos,balcánicos, turcos y levantinos.

–¡Qué alivio! Bueno, quisiera que el señorHoney y el señor Maitland se presentaran aquídentro de cinco minutos.

Esos eran los guardiamarinas de másantigüedad de los pocos que tenía y habían sidoclasificados como ayudantes del oficial dederrota desde hacía bastante tiempo, por lo queya podían hacerse cargo de las guardias. Eranjóvenes agradables y buenos marinos y, a pesarde no ser unos linces, buenos capitanes enciernes. Pero precisamente ahí radicaba elproblema. Para llegar a ser capitán, unguardiamarina tenía que pasar a teniente denavío y después esperar a que alguien o algoindujera al Almirantazgo a emplearle en un barcocomo teniente de navío, y si esto no ocurríaseguiría siendo toda su vida un guardiamarinaaprobado en el examen de teniente de navío.

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Jack recordó que había conocido a muchosguardiamarinas de más de cuarenta años. Luegopensó que no podía prestar ayuda a los jóvenesen la segunda etapa, pero que nadie podríaprestársela hasta que no pasaran la primera, yque al menos en esa sí podía ayudarles.

–Adelante -dijo, dándose la vuelta-. Pasen ysiéntense.

Ninguno creía que había cometido una faltagrave, pero ninguno quería desafiar al destinotomándose confianzas, así que ambos,mostrando un gran respeto, se sentarondócilmente.

–He estado leyendo el rol y he visto que losdos han terminado el primer período en laArmada -continuó Jack.

–Sí, señor -dijo Maitland-. He servido seisaños, y durante todos ellos he estado navegando,señor. Ya Honey sólo le faltan dos semanas.

–Exactamente -dijo Jack-. Me parece quepodrían tratar de pasar el examen de teniente denavío tan pronto como regresemos a Malta. Dosde los capitanes del tribunal son amigos míos, yno van a hacerles indebidos favores, pero al

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menos no les acosarán, lo que es muy importantecuando uno está nervioso, y la mayoría de laspersonas están nerviosas cuando se examinan.Yo lo estaba. Pueden esperar a Londres parahacer el examen, pero allí impone respeto. Enmis tiempos ese era el único lugar donde sepodía hacer. Había que ir a la Junta Naval aexaminarse, aunque eso significara esperar añosy años hasta que uno pudiera regresar deSumatra o de Coromandel.

Jack volvió a aquel miércoles en que habíaido a Somerset House y volvió a ver la magníficafachada de piedra, la gran sala redonda dondehabía treinta o cuarenta jóvenes torpes y depiernas largas con sus certificados en las manos,cada uno acompañado de un montón deparientes, algunos con aspecto imponente y casitodos con una actitud hostil a los demáscandidatos. Recordó que el portero les llamabade dos en dos y que los dos que eran llamadossubían la escalera y entonces uno de ellosentraba a examinarse y el otro se quedaba juntoa la barandilla blanca, aguzando el oído para oírlas preguntas. Volvió a ver las lágrimas del

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muchacho que salía cuando él entraba.–En cambio, aquí lo harán en un ambiente

familiar -continuó.–Sí, señor.–No tengo miedo de que les suspendan por

las maniobras -dijo-. No. La navegación es la quepuede traerles problemas. Estos cálculos estánmuy bien -añadió, cogiendo los trabajos de losguardiamarinas, los papeles que todos losguardiamarinas debían entregar diariamente alinfante de marina que hacía guardia en la puertade la cabina con el cálculo de la posición de lafragata según las mediciones de mediodía-, sonbastante exactos, pero los han hecho de maneraempírica. Si les hacen preguntas teóricas, y loscapitanes examinadores hacen muchasactualmente, estarán perdidos. Honey, supongaque conoce el abatimiento de un barco y hacalculado su velocidad con la corredera. ¿Cómocalcula el ángulo de corrección que hay quetomar en cuenta para corregir el rumbo?

Honey le miró con asombro y dijo que creíaque podía averiguarlo si le daban un papel ytiempo. Maitland dijo que opinaba lo mismo y

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que se guiaría por Norie.–Indudablemente -dijo Jack-. Pero ocurre que

se han encontrado con un temible enemigo y notienen tiempo de mirar hacia Norie ni papel.Tienen que decir enseguida la velocidad delbarco es proporcional al seno del abatimiento,de manera que el abatimiento es proporcional alseno del ángulo de corrección. Supongo que notendremos mucho trabajo en esta singladura, portanto, si desean venir por las tardes, trataremosde aumentar sus conocimientos de navegación.

Cuando se fueron, Jack anotó varios puntosdifíciles, como el de la ascensión recta y oblicua,de los que había hablado con Dudley ElSextante, un capitán con una buena formacióncientífica que despreciaba a quienes eransimples marinos y que probablemente formaraparte del tribunal junto con sus íntimos amigos.Entonces subió a la cubierta. La Surprise estabaya en medio de la bahía de Kutali, a barloventodel convoy, como un hermoso cisne con unabandada de gansos comunes, algunos de ellossucios. Todos los pasajeros contemplaban aquelespectáculo, un espectáculo por el que Jack, que

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ya lo había visto, volvió a sentir la mismaadmiración que la primera vez al notar laadmiración de ellos: la gran bahía llena depequeñas embarcaciones y queches, la hilera deenormes montañas que se alzaban justo al bordede las profundas aguas, y detrás del puerto,formando con él un ángulo de cuarenta y cincogrados, la ciudad compacta y fortificada, con susrosados techos, sus blancas paredes, sus grisesmuros de contención y sus verdosas cúpulas decobre brillando bajo el sol, y más allá otrasmontañas todavía más altas, unas desprovistasde vegetación y otras cubiertas de bosques, conlos picos ocultos por vaporosas nubes blancas.

–Ahora, señor -dijo Jack al mayor Pollock-,puede ver dónde empezamos. En esa punta delmuelle colocamos un enorme soporte y desde allíextendimos un cabo hasta la ciudadela, porencima de los muros de contención y por elcentro de la ciudad. Lo pusimos tan tenso comola cuerda de un violín y lo atamos a algunospostes justo antes y después de los tramos máspeligrosos, y subir los cañones fue coser ycantar. Esa fue la primera etapa. Lo que hicimos

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en la segunda no lo puede ver bien desde aquíporque el terreno baja un poco al otro lado deesos riscos que están detrás de la ciudadela,pero allí, donde vuelve a elevarse, en aquellazona verde que hay bajo esas puntiagudas rocasde color claro, puede ver la línea del acueductoenterrado, que sigue el contorno de la montaña.Aunque, ahora que lo pienso, tal vez deberíahaberle hablado primero sobre la estructurapolítica, que era muy compleja.

–Con su permiso, señor -dijo Mowett-. Creoque el bey ya ha zarpado.

–¿Cómo es posible que venga tan pronto? –preguntó Jack, cogiendo su telescopio-. Tienetoda la razón. Y el amable pope viene con él.Empiece a hacer las salvas. Esos eran misaliados en esta operación -dijo a Pollock cuandoel condestable llegó corriendo a la popa con suencendedor-, y me temo que no podré volver ahablar con usted hasta dentro de un rato, sobretodo porque veo que le siguen media docena delanchas más.

Las salvas de la Surprise todavía no habíanterminado cuando los turcos empezaron a

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disparar cañonazos de saludo con una bateríaque estaba al sur de la parte baja de la ciudad.Habían sacado provecho del arsenal de losfranceses en Marga y ahora tenían numerososcañones y municiones. Dispararon con elentusiasmo propio de los turcos y algunas de lasbalas rebotaron en el agua entre los barcospesqueros. A los pocos minutos, los cristianosde la ciudadela, que habían sacado todavía másprovecho, empezaron a disparar sus cañones dedoce libras. Varias columnas de espeso humoascendieron y descendieron por Kutali; el eco delos cañonazos se propagaba desde lasmontañas hasta la entrada de la bahía; en losintervalos entre los cañonazos se oían tiros demosquetes, pistolas y rifles. La Surprise era unafragata muy popular entre los habitantes de Kutaliporque gracias a ella no habían caído en manosde dos beyes déspotas y rapaces y habíanconseguido los medios para defender sulibertad. Sin embargo, la intención de su capitánno era hacer una buena acción sino llevar a cabouna operación contra los franceses, pero laintención también había sido buena y el resultado

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había sido el mismo.Los gobernantes de la pequeña ciudad

subieron por el costado radiantes de alegría yfueron recibidos con una magnífica ceremonia enla que el contramaestre dio puntualmente lasórdenes, los infantes de marina presentaronarmas, los oficiales, vestidos con sus mejoresuniformes, se quitaron los sombreros, y el tamborhizo un largo redoble. El bey Sciahan, un turco debaja estatura, ancho de espalda, con el peloentrecano y muchas cicatrices, se acercó a Jackcon los brazos abiertos y luego le besó en ambasmejillas, el padre Andros le siguió, y esto gustótanto a los tripulantes de la Surprise que dieronun viva.

–¿Dónde está Pullings? – preguntó el padreAndros en italiano, mirando a su alrededor.

Jack no podía recordar cómo se decía enitaliano «fue ascendido», así que decidió decirloen griego.

-Promotides -dijo, señalando hacia arriba.Entonces, al ver que ellos pusieron una

expresión de asombro y tristeza a la vez y que elsacerdote hacía la señal de la cruz al estilo

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ortodoxo, dio unas palmaditas a sus charreterasdiciendo:

–¡No, no! ¡Capitano! ¿Pas morto! ¡Elevato ingrado!

Luego, elevando la voz, ordenó:–¡Llamen al doctor Maturin!En la pausa que siguió, el sacerdote llamó a

una niña que estaba de pie en la proa de lalancha. La niña, que no se atrevía a sentarseporque tenía el vestido almidonado, estaba tanempolvada y con unos rizos tan perfectos que noparecía humana y tenía en la mano un ramo deflores tan grande como ella. Era una tareabastante difícil subirla a bordo, pues se resistía adesprenderse de las flores y a hacer cualquiermovimiento que pudiera estrujar su tieso vestidorojo, pero al fin los marineros lograron realizarla.Entonces ella, con los ojos fijos en el padreAndros, dijo el discurso de homenaje a Jack y alfinal le entregó con desgana el ramo de flores.Mientras esto había ocurrido, los marineroshabían echado el ancla de la Surprise y, al cargarla gavia mayor, habían visto que el doctor Maturinestaba en la cruceta del mastelero mayor, un sitio

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demasiado alto para sus aptitudes. Habíapasado la mayor parte de la tarde sentado en laamplia y confortable cofa del mayor con laesperanza de ver un águila manchada, uno de lostesoros de esa costa, y fue recompensado por supaciencia con nada menos que dos de ellas, quehabían pasado volando tan bajo que él casi habíapodido mirarles a los ojos, pero, al ver que lagavia reducía el espacio que podía abarcar conla mirada, había subido lentamente hasta esepeligroso lugar con la energía que la frustración yla satisfacción le habían producido, sin dejar demirar al cielo. Desde la cruceta había podido verperfectamente bien las aves, pero hacía tiempoque se habían alejado, hacía tiempo que habíansubido a lo alto del cielo volando en círculos yhabían desaparecido entre las etéreas nubes, ydesde entonces se rompía la cabeza paraencontrar la manera de bajar de allí. Mientrasmás miraba el vacío que tenía debajo, más difícille era creer que había llegado hasta la cruceta yse agarraba más fuertemente a la base delmastelerillo y a cualquier cabo que estuviera amano. Sabía que si actuaba con la firmeza

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propia de los hombres y se colgaba de los cabosresueltamente, aunque con los ojos cerrados, eraprobable que tanteando con los pies pudieraencontrar un lugar donde apoyarlos, pero saberlono había tenido ningún resultado en la práctica,no le había hecho decidirse a actuar, sólo lehabía inducido a reflexionar sobre la voluntadhumana y la verdadera naturaleza del vértigo.

Al final de la ceremonia con las flores, Jacksiguió la significativa mirada del primer oficial yse percató de la situación. Besó a la niña, dio elramo de flores a su timonel y le dijo:

–Bonden, sube a la jarcia y ata el ramo deflores en el tope del palo mayor, y cuando bajes,indícale al doctor cuál es la forma másconveniente de llegar a la cubierta. Además,salúdale de mi parte y dile que me gustaría verleen la cabina.

Cuando Stephen bajó, la cubierta estaballena de habitantes de Kutali de diversos tipos(católicos, ortodoxos, musulmanes, judíos,cristianos de Armenia y coptos), sonrientes y conregalos en las manos, y otros muchos seacercaban en pequeñas lanchas. Y cuando llegó

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a la cabina, se encontró con que estaba llena dehumo de tabaco de Cefalonia. En el centroestaba la pipa de agua burbujeando, y alrededorde ella estaban el capitán Aubrey, el padreAndros y el bey Sciahan sentados en cojines,mejor dicho, en las almohadas de los tripulantesde la Surprise cubiertas con banderas deseñales, bebiendo café en tazas de porcelana deWedgewood. Todos le dieron una cordialbienvenida y le ofrecieron una boquilla de ámbarpara que fumara.

–Tenemos mucha suerte -dijo Jack-, porque,si no he entendido mal, los hombres del bey hanencontrado un enorme oso y vamos a cazarlomañana.

En una carta que escribió en la Surprise enlas inmediaciones de Trieste, el capitán Aubreycontó:

En efecto, cariño mío, era un enorme oso, y sihubiéramos sido un poco más valientes, ahora tútendrías su piel. Le acorralamos, y entoncesirguió su cuerpo sumamente peludo (tenía unossiete u ocho pies de altura) y apoyó la espaldacontra una roca, con su roja boca llena de

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espuma y con los ojos brillantes (se parecía alalmirante Duncan). Podíamos haberle matadocon los rifles, pero Stephen dijo que un oso eracomo un caballero y que había que matarle conuna lanza. Nosotros dijimos que estábamos deacuerdo, pero que nos dijera cómo podíamoshacerlo. Entonces respondió que no, porque delo único que tenía que ocuparse era de evitar queabusáramos del oso, y, además, que era unguerrero quien debía tener el honor de matarle,no un hombre de paz. Eso era innegable, pero elproblema era qué guerrero lo mataría. Yopensaba que el Bey tenía la precedencia, porquesu rango era superior, pero él dijo que eso erauna tontería y que, según las normas de cortesía,debía ceder su puesto a un extranjero. Mientrasdiscutíamos, el oso volvió a ponerse en cuatropatas y se adentró lentamente en un pequeñovalle poblado de arbustos que estaba al otro ladode la roca, un lugar por el que era muy difícilperseguirlo. Finalmente, un entrometido sugirióque Sciahan y yo lo cazáramos juntos, y nopudimos negarnos. Te aseguro que pasamoslargo tiempo avanzando con dificultad por entre

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los malditos arbustos con la lanza en la mano oagachados mirando a nuestro alrededor en laoscuridad con la esperanza de que el osoapareciera en cualquier momento (era tancorpulento como un caballo de tiro, pero de patasmás cortas). Los únicos perros que quedabanvivos eran los más cautelosos, los que estabanmucho más atrás que nosotros, y ordenamos quelos recogieran para que sus ladridos no nosimpidieran oír al oso. Seguimos andandodespacio, aguzando el oído, y te aseguro quenunca en mi vida había sentido tanto miedo. Derepente, Stephen, agitando su sombrero gritó:"¡Vete!", enseguida vimos el oso a un cuarto demilla de distancia, subiendo la ladera como unagigantesca liebre. Entonces tuvimos que dejar deperseguirlo, porque yo tenía que volver a lafragata, pero ese día de cacería, incluso con unamala jauría, me levantó el ánimo. Y lo mismo hizouna escaramuza que sostuvimos la nochesiguiente, cuando pasábamos cerca de Corfú. Eldecidido oficial al mando de las tropas francesasde la isla, un tal general Donzelot, hizo salir delpuerto a numerosos hombres en varias lanchas

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para que se apoderaran de uno o dos barcos denuestro convoy. Sus hombres no tuvieron éxito, ynadie resultó herido, pero pasamos la noche muyagitados, y con tanta agitación, uno de losmercantes chocó contra nuestra fragata cuandofue empujado por una ráfaga de viento y learrancó el botalón. Estoy contento de estar enestas aguas relativamente tranquilas, donde haymuchos barcos amigos que pueden protegernos:tres fragatas y al menos cuatro corbetas.Acabamos de llegar, y todavía no he tenidotiempo de ver a sus capitanes, ni siquiera aHervey, el oficial de marina de más antigüedad,porque estará en Venecia hasta mañana. PeroBabbington, que está aquí en la Dryad, mandó aun mensajero que me invitaba a cenar cuandotodavía no habíamos echado el ancla. Tambiénestá aquí el joven Hoste. Es un oficial diligenteque ha progresado mucho, y me gustaríasimpatizar con él, pero se parece a SidneySmith, es un poco engreído y teatral. Además,quema muchas presas pequeñas, lo que no lebeneficia a él ni perjudica a los franceses, peroarruina a los pobres hombres que las tripulan y a

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sus propietarios. Henry Cotton también seencuentra aquí, en la Nymphe. Estaba en tierracuando llegamos, pero su cirujano (a quienseguramente recordarás, pues es el señorThomas, aquel caballero tan hablador que fue avisitar a Stephen cuando estaba en nuestra casa)vino a pedir al doctor Maturin que le ayudara ahacer una operación muy delicada. Me dijo queahora hay una vía para transportar lacorrespondencia por tierra que pasa por Viena yque es bastante segura. La situación en estazona es muy confusa. Los oficiales al mando delas tropas francesas son competentes, enérgicosy astutos, y me parece que nuestros aliados…Pero quizá debería dejar este tema ahora. Enverdad, cariño, tengo que dejar de escribirtambién, porque he oído que la falúa de HarryCotton se ha abordado con la fragata, he oído lavoz chillona de su viejo timonel, que parece la deuna orea asmática, gritar: "¡Nymphe!¡Nymphe!"».

En la Nymphe, el doctor Maturin se inclinósobre su paciente, que tenía la cara amarillenta ybrillante y una expresión de horror.

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–Ya pasó todo -dijo-. Si Dios quiere, sepondrá bien.

Luego, volviéndose hacia sus compañeros,dijo:

–Ya pueden desatarle.–Gracias, señor -susurró el paciente cuando

Stephen le quitó de la boca el trozo de guataforrada de piel-. Le agradezco mucho el esfuerzoque ha hecho.

–He leído la descripción de la operación -dijoel cirujano de la Cerberus-, pero nunca penséque pudiera hacerla tan rápido. Parece que hahecho un acto de prestí… prestidigitación.

–Admiro su valor, señor -dijo el cirujano de laRedwing.

–Vengan, caballeros -dijo el señor Thomas-.Creo que nos merecemos una copa.

Fueron a la desierta cámara de oficiales y elseñor Thomas les ofreció vino de Tokay.

–El otro caso es muy corriente -dijo el señorThomas después de haber hablado un rato deMalta y del bloqueo de Tolón-. Desde hace añosel paciente tiene alojada en el cuerpo una bala,que le dispararon con una pistola, y ahora, por

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haber hecho un gran esfuerzo físico, le causadolor. Está alojada justo al borde del músculosubescapular, de modo que el único interés quetiene para un experimentado cirujano es que seencuentra en el cuerpo de un héroe de novela.

–¿Ah, sí? – preguntó Stephen, porquepensaba que era necesario decir algo y se habíadado cuenta de que ninguno de los demás teníanintención de decir nada.

–Sí, señor -respondió Thomas-. Perodéjenme empezar por el principio.

La petición del señor Thomas parecíarazonable; sin embargo, sus amigos, que yahabían oído la historia antes y habían visto aldoctor Maturin hacer la cistotomía suprapúbica,se bebieron el vino de Tokay y se fueron, yMaturin asintió con una sonrisa forzada.

–Pues, señor, hace algún tiempo, cuandoestábamos en las inmediaciones de Pulanavegando con rumbo suroeste con un vientoflojo que soplaba del norte, por la mañana muytemprano, o quizá sería mejor decir al final de lanoche, bueno antes de que llamaran a losperezosos; y a propósito de esto, es absurdo

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que les digan perezosos, tan absurdo como decirque el oficial de derrota, el contador y el cirujanono son combatientes. Cuando yo estaba en elnavío de línea Andrómeda y era ayudante decirujano o, como dicen actualmente, asistente, yme parece que este nombre es más apropiado,porque «ayudante», por llevar en sí la idea defamiliaridad, no es adecuado para designar a unmiembro de una profesión noble… Por aquelentonces participé más veces que losguardiamarinas en operaciones para sacarbarcos de puertos enemigos, para inspeccionarla costa en la yola, de la cual tuve el mando endos ocasiones, o en la barcaza. Pero, como ledecía o intentaba decir, ese tiempo entre lanoche y el día, que es el mejor tiempo, si el vientono es muy fuerte, tan fuerte que no permita llevardesplegadas las sobrejuanetes, para pescar lospeces que en esta región llaman scombri y que,en mi opinión, son de la misma familia que lacaballa, aunque la carne es más delicada. Y yoestaba allí inclinado sobre el coronamiento con lacaña de pescar en la mano, después de tirar a unlado de la estela el anzuelo, en el que había

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puesto un pedazo de corteza de beiconrecortado en forma de anguila, aunque algunosdicen que se pueden coger muchos más pecesenganchándole un trapo rojo, pero yo confío en elpedazo de corteza de beicon. Pero eso sí -dijo,levantando el dedo índice-, tiene que estarremojada. Después que la corteza pasaveinticuatro horas sumergida en el agua en unrecipiente hondo, cuando se vuelve blanca yflexible, no hay nada como eso para atraer a lospeces grandes. Y el teniente de infantería estabaal lado mío, esperando pescar algún pez para eldesayuno de los oficiales… Como mejor sabenes cocinados en una parrilla caliente untada conaceite, se lo aseguro, porque las salsaselaboradas y los aparatos persas les quitan suauténtico sabor. Pues todavía no había picado niun solo pez cuando Norton dijo: «¡Quieto!» o«¡Silencio!» o algo parecido. Debía haberledicho que Norton era el infante de marina. Sellama William Norton y procede de una familia deWestmorland emparentada con los Collingwood.Pues Norton dijo: «¡Escuche! ¿No oye disparosde mosquetes?».

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Eran disparos de mosquetes, según dijo elseñor Thomas, y, después de repetir lo que eloficial de guardia había dicho y de contar que alprincipio era escéptico pero al final se habíaconvencido de ello y había mandado virar laNymphe, contó que cuando el sol habíaaparecido sobre el horizonte por el este, habíanvisto un lugre que llevaba a remolque el esquife,al cual, sin duda, había acabado de capturar, yque habían empezado a perseguirlo y quecuando había aumentado la claridad y habíanvisto a bordo del lugre a varios hombres con eluniforme de la armada francesa, habíanavanzado con más rapidez. Añadió que muypronto se habían dado cuenta de que la quilla dela presa formaba con la dirección del viento unángulo más pequeño que la de la Nymphe, quetenía aparejo latino, y de que, por tanto, podríadoblar el cabo Promontore, y la fragata, encambio, no. Al llegar a ese punto, se desvió de lanarración e hizo algunas consideraciones sobrela navegación, como por ejemplo, cuál era ladiferencia entre el aparejo latino y el de velasáuricas y qué ventajas tendría la combinación de

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ambos aparejos, y contó en qué forma un amigosuyo había medido la verdadera fuerza de losmolinos de viento, y Stephen dejó de prestarleatención hasta que le oyó decir:

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–Bueno, para abreviar el relato, cuando ellugre estaba a un cable de distancia del cabo, sele cayó el velacho, y, naturalmente, orzó deinmediato. Entonces vimos a un tipo saltando porla cubierta como el muñeco de una caja sorpresay derribando hombres por todos lados. No pudever lo que pasó en el último momento porque elcapitán mandó a decirme que dejara la caña depescar y fuera a verle con urgencia, con lainnecesaria urgencia con que los marinossiempre piden que se hagan las cosas. ¡Apropósito! Al día siguiente, cuando tenía quetomar su medicina, la poción negra, le añadí sinescrúpulos dos escrúpulos[17] de polvo decohombrillo amargo, ¡ja, ja, ja! ¡Y qué bueno es elcohombrillo amargo para provocar fuertesretortijones y diarrea! ¿No le hace gracia, señor?

–Sí, mucha gracia, colega.–Cuando regresé a la cubierta, la fragata

estaba en facha y nuestra lancha se alejaba dellugre, que al final había sido capturado. Ya bordode la lancha estaba él, riéndose y saludando asus amigos, que estaban inclinados sobre laborda y daban vivas.

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–¿A quién se refiere, colega?–Pues al muñeco de la caja sorpresa, por

supuesto. Se reía porque se había escapado delas garras de los franceses y saludaba a susamigos, los oficiales, porque había estado deservicio en esta fragata antes de ser capturado.Había sido el tercero de a bordo de la Nymphe ytodavía había a bordo muchos de los oficialesque eran compañeros de tripulación suyos. Poreso le dije que era un héroe de novela. Seescapó de una prisión francesa, salió a alta maren un bote de remos con la esperanza deencontrar la fragata inglesa que, según habíaoído, cruzaba las aguas que rodeaban el cabo,fue capturado por una patrulla francesa cuandoya veía las gavias de nuestra fragata recortarsesobre el cielo y al final fue rescatado por supropia fragata. Olvidé decirle que fue él quiencortó la driza del velacho del lugre para que secayera. ¡Fue rescatado por su propia fragata! Siestos sucesos no son novelescos, no sé lo quees una novela.

–Indudablemente, no admite comparacióncon Bevis de Hampton. Y ese es el caballero a

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quien vamos a operar, ¿verdad? Me alegro.Siempre he pensado que un hombre con ánimosse cura antes que los demás, y aunque extraerlela bala no parece una operación peligrosa,mientras más ventajas tengamos, mejor.

–Por supuesto -dijo Thomas, en tonopreocupado-. Tal vez debería haberle operadoantes, cuando estaba alegre. Desde hace díasestá desanimado y siente una mezcla de tristezay rabia, y quiso ahorcarse cuando un estúpidoque, como todos nosotros, conocía el rumor quecircula por Valletta le dijo que era un… -dijo yluego hizo una pausa mientras dirigía una miradasignificativa a Stephen-. Le dijo que su mujer nohabía tenido un comportamiento decente. Yasabe usted lo que quiero decir y con quién lo hahecho. Espero que perder un poco de sangre lehaga resignarse. Después de todo, a muchoshombres les ha ocurrido la misma desgracia y lamayoría de ellos ha sobrevivido.

Stephen no sabía lo que Thomas quería decir,pero no se preocupó por ello y simplementepreguntó:

–¿Le ha preparado?

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–Sí. Le dije que ayunara y le di tres dracmasde mandrágora.

–La mandrágora… -empezó a decir Stephencon desprecio, pero en ese momento llegó uninfante de marina y le interrumpió.

–El señor Fielding les presenta sus respetos -dijo el infante de marina-. Quiere saber cuándo levan a abrir y dice que hace más de hora que lesestá esperando en la enfermería.

–Dígale que iremos enseguida -dijo el señorThomas-. ¿Qué inconvenientes le encuentra a lamandrágora, colega?

–Ninguno -respondió Stephen-. ¿Era CharlesFielding el hombre de quien hablaba usted? ¿Elteniente de navío Charles Fielding?

–Sí. ¿No se acuerda que se lo dije? CharlesFielding, el esposo de la dueña del perro quequiere tanto al capitán Aubrey. ¿No lo adivinó?¿No entendió lo que quería decir? ¡Qué extraño!Pero ahora debemos guardar silencio.

Entraron en la enfermería, y allí de pie bajo laintensa luz que entraba por el enjaretado deltecho, mirando hacia afuera por el escotillón,estaba un hombre moreno y corpulento que

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parecía haber salido del cuadro que había en eldormitorio de Laura Fielding y llevaba incluso unpantalón de rayas como el del cuadro. El señorThomas hizo las presentaciones de rigor, y elseñor Fielding, cortésmente, preguntó: «¿Cómoestá usted?», e hizo una inclinación de cabeza,pero era evidente que no prestaba atención.También era evidente que algo, ya fuera lamandrágora que le había dado el señor Thomaso el ron que se había bebido por su propiavoluntad, había surtido efecto, pues tenía la vozempañada y había pronunciado las palabras demodo que no se habían entendido claramente.Stephen nunca había visto a ningún hombrealegre cuando iba a tumbarse en una mesa deoperaciones o un baúl, o sentarse en una sillapara ser operado, sabía que hasta el másvaliente se oponía a que le hicieran incisiones asangre fría y que la mayoría de los marinerosañadían lo que podían a la dosis oficial demedicina. No obstante, el señor Fielding no habíaexagerado, como muchos pacientes que teníanmedios para hacerlo, y todavía era dueño de símismo. Después que se quitó la camisa, aceptó

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con resignación que le ataran los brazos (ledijeron que el motivo era que si hacía algúnmovimiento involuntario, podrían clavarle el bisturíen una arteria o cortarle algún nervio), se sentó y,apretando las mandíbulas, miró desafiante a sualrededor.

La bala estaba más profunda de lo queThomas suponía, y a pesar de que Fielding sóloprofirió uno o dos quejidos mientras ellosintentaban sacársela de la espalda, jadeaba ysudaba copiosamente cuando terminaron.Después que le cosieron la herida y le soltaronlos brazos, Thomas le miró a la cara y dijo:

–Debe permanecer aquí un rato. Mandaré ami ayudante para que le haga compañía.

–Yo le haré compañía al señor Fielding conmucho gusto -dijo Stephen-. Me gustaría que mecontara cómo huyó de Francia cuando se hayarecuperado.

El señor Fielding se recuperó muy pronto concafé fuerte y caliente. Después de beberse lasegunda taza, estiró el brazo para coger suchaqueta, sacó de un bolsillo un pedazo de pudínde pasas frío y lo devoró en un instante.

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–Le ruego que me disculpe -dijo-, pero hepasado tanta hambre durante los últimos mesesque siempre tengo que tener cerca algo decomer.

Entonces, en voz más alta, llamó al ayudantedel cirujano y le pidió que trajera una botella desu cabina. El ayudante era un hombre viejo yautoritario a quien los marineros admiraban porsus conocimientos médicos, y puesto que estabaprohibido beber en la enfermería, vaciló y miróhacia Stephen, pero la expresión grave deFielding se hizo adusta y aterradora, y su vozadquirió el tono de la de un teniente exigente, unteniente capaz de acompañar sus órdenes conun puñetazo, y era evidente que era un hombrede carácter violento. La botella llegó, y Fielding,después de ofrecerle una copa a Stephen, tomóuna considerable cantidad de alcohol de una vezen dos ocasiones seguidas.

–Eso es bastante por ahora -dijo Stephen,quitándole la botella-. No puede permitirseperder más sangre, porque está muy débil. Estoyseguro de que ha hecho un viaje muy largo ydifícil.

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–Si hubiera avanzado en línea recta todo eltiempo -dijo Fielding-, la distancia que habríarecorrido no habría sido muy grande, yseguramente cualquier correo la recorrería enmenos de una semana. Pero mis compañeros yyo tuvimos que hacer el viaje escondiéndonos dedía y caminando de noche, por lo general, porcaminos secundarios o por el campo, y nosperdíamos a menudo, de modo que tardamosmás de dos meses. Setenta y seis días, para serexacto.

Había hablado con desgana y se habíainterrumpido como si no quisiera continuarhablando. Los dos se quedaron en silencio unosminutos, mientras la fragata se balanceabasuavemente y la trémula luz del sol, reflejada en elmar, iluminaba el techo. Stephen pensó que esetiempo, dos meses y medio, coincidía con eltranscurrido desde que Laura había recibido laprimera de las cartas que la habían preocupadotanto, la primera de las cartas con la letrafalsificada.

–En cuanto a las dificultades… -continuóFielding al fin-. Sí, fue un viaje difícil. Casi

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siempre lo único que teníamos para comer era loque cazábamos furtivamente o lo querobábamos, y en las altas montañas, ni siquieraeso. Y cuando la humedad y el frío… Wilsonmurió en el Trentino después de pasar dos díasbajo una tormenta de nieve, y a Corby se lecongeló un pie y desde entonces anduvocojeando. Yo tuve suerte.

–Si no le desagrada, quisiera que me contaracon detalle su fuga -dijo Stephen.

–Muy bien -dijo Fielding.Le contó que había estado encarcelado en la

fortaleza de Bitche, un lugar reservado para losprisioneros de guerra rebeldes o los que tratabande escapar de Verdún, y que la mayor parte deltiempo había estado aislado, porque en el intentode fuga había matado a un gendarme, pero que acausa de que se había quemado una parte delcastillo y se habían tenido que realizar trabajosde reconstrucción, le habían metido en la celdade Wilson y Corby. Dijo que en aquellos díashabía mucho desorden en la fortaleza, sobre todoporque el comandante acababa de ser sustituidopor otro, y que los tres habían decidido intentar

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fugarse de nuevo, y añadió que en los anterioresintentos, que habían hecho por separado, habíantratado de llegar al Canal o a los puertos del mardel Norte, pero que habían acordado que esa vezirían por otro lado, que avanzarían hacia el estepara atravesar Austria y llegar al Adriático.Agregó que había que hacer el intento rápido,mientras los obreros y los materiales para laconstrucción estuvieran aún en el castillo, y queCorby, que era el oficial de más antigüedad ydominaba el alemán, había dicho a la mayoría delos demás oficiales que ellos tres iban a tratar deescaparse. Aseguró que algunos de los oficialesles habían ayudado mucho, porque les habíanproporcionado mapas que habían dibujado dememoria, un telescopio de bolsillo, una brújulabastante exacta, un poco de dinero y, sobre todo,varias piezas de ropa, incluidas algunas prendasinteriores, para que se las pusieran encima delas suyas, y un grupo había armado un alborotojunto a la muralla interior la noche oscura y atrozen que los tres habían pasado por encima de lamuralla exterior y luego habían recogido lacuerda y la habían escondido. Dijo que habían

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caminado toda la noche, tan rápido como podían,en dirección al Rin, con el propósito deatravesarlo por un puente de barcas para llegaral camino que llevaba a Rastatt, y que, a pesarde que no habían llegado al puente hasta el otrodía a mediodía, habían tenido mucha suerte, yaque cuando estaban en un bosquecillo, mirandohacia el extremo del puente para ver lo quehacían los centinelas, se había acercado unaprocesión integrada por cientos de personas conramas verdes en las manos que formaban variosgrupos, y cuando los hombres que iban al frentecon los pendones empezaron a atravesar elpuente, ellos habían cogido unas ramas y sehabían metido disimuladamente en la multitud yhabían cantado lo mejor que habían podido yaparentado que sentían fervor. Añadió quehabían atraído la atención de pocas personas, yaque la procesión estaba formada por habitantesde diferentes pueblos, y que cuando alguien leshablaba, Corby le contestaba y él y el otro oficialcantaban. Luego dijo que habían cruzado elpuente con un gran grupo detrás y que Corbyhabía seguido hasta la ciudad, donde había

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comprado pan integral de centeno y tasajo, y queparecían personas respetables porque llevabanpuesta sus excelentes chaquetas azules, a lasque habían quitado todos los galones, pero queCorby había sido interrogado cuando regresabade la ciudad, aunque, afortunadamente, por unrecluta simple y fácil de impresionar y engañar,por quien se habían enterado de que los militaresbuscaban a tres oficiales ingleses, y que debidoa eso, habían permanecido escondidos en elbosque más o menos una semana, avanzandosolamente durante la noche, y que al final de eseperíodo, como había habido mal tiempo y habíandormido en la tierra y habían resbalado en elfango y habían caído en cientos de charcos,parecían vagabundos y despertaban sospechas.Añadió que, a pesar de que se aseaban lo másposible y se afeitaban, pues tenían una navaja,todos los perros les ladraban, y que, si porcasualidad, se encontraban con algún campesinoy Corby le saludaba, el hombre les miraba conasombro y miedo, y que por eso no se atrevían aaproximarse a ningún pueblo. Dijo que habíanseguido avanzando de esa manera hacia el

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sureste mucho más despacio de lo queesperaban, y que durante semanas y semanas loúnico que habían encontrado para comer habíansido nabos, patatas, maíz tierno y pequeñosanimales de caza, y que se habían debilitado acausa de eso y de la incesante lluvia. Admitióque en varias ocasiones habían sidoperseguidos, una o dos veces por losguardabosques, pero casi todas por loscampesinos, porque se habían metido en susfincas a robar, y por las patrullas, porque habíanoído decir que estaban en determinado lugar.Además, dijo que habían tenido miedo en todomomento durante el viaje y que todos tenían unaexpresión adusta y sentían un profundo odio nosólo hacia sus perseguidores, sino tambiénhacia cualquiera que pudiera traicionarles, yconfesó que habían estado a punto de matar ados niños que encontraron su escondite porcasualidad. Finalmente, dijo que el odio habíaimpregnado las relaciones entre los tres de talmanera que había provocado acaloradasdisputas y había aumentado, si era posible, sutristeza durante las últimas semanas del viaje.

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Había hablado con una emoción tan profundaque por su gesto adusto unas veces e impasibleotras, Stephen, nunca habría sospechado quepudiera sentir.

–No sé cómo pudo soportarlo -dijo cuandoFielding llegó al punto del relato en que se habíandado cuenta de que se habían perdido.

Fielding dijo que después de pasar dos díassubiendo y bajando trabajosamente variasmontañas peladas sin tener qué comer, al finalhabían divisado un valle, pero que en él no habíanvisto el puesto austriaco que esperabanencontrar sino una bandera tricolor, pues estabaen la parte de Italia ocupada por Francia. Añadióque en el centro del valle se alzaba una fortalezay no había cerca ningún pueblo ni ninguna granjani ninguna cabaña de pastor, y que, por tanto, nohabía ningún lugar donde refugiarse.

–Yo sentía que un… un extraño sentimientome alentaba a seguir -dijo Fielding-, y habríarecorrido el doble de esa distancia si mis pies lohubieran aguantado. Y creo que lo mismo lesocurría a los otros. Cuando pienso quesoportaron en vano tantas penalidades, me

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parece que no hay justicia en el mundo, se loaseguro. No tenemos motivos para creer que susmujeres son prostitutas.

–¿Qué le ocurrió al señor Corby?–Lo mataron. Nos persiguió una patrulla de

soldados de caballería cuando nos faltaban tresdías para terminar el viaje, cuando estábamosmuy cerca de la costa y divisábamos los barcos.No podía correr, y los soldados le destrozaron apesar de que no iba armado. Yo me escondí enun pantano lleno de altos carrizos con el aguahasta aquí.

Hizo una pausa y poco después, con vozapagada, dijo:

–Yo fui el único que quedó. No les di suerte. Amenos que considere este asunto desde el puntode vista profesional, pienso que habría sidomejor que me quedara en Bitche, y aún desdeese punto de vista… De todas maneras, no voy avolver corriendo a Malta para buscar un barco.

Las últimas palabras Fielding las había dichocomo si hablara consigo mismo, pero Stephenpensó que, a pesar de eso, era necesariocontestar algo.

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–Tuve el honor de ser presentado a la señoraFielding, y ella tuvo la amabilidad de invitarme alas veladas musicales que se celebran en sucasa.

–¡Oh! – exclamó Fielding-. ¡Ella tiene tantotalento para la música! Tal vez ese era elproblema. Yo ni siquiera puedo tocar Dios salveal Rey con un silbato de un penique.

El capitán Aubrey y el capitán Cotton, de laNymphe, habían navegado juntos cuando eranguardiamarinas e incluso antes, cuando eransimplemente cadetes, tiernos pichones que noeran útiles para nada, y habían sido apuntadosen el rol del Resolution con la clasificación desirvientes del capitán. No se trataban conceremonia a los doce años, y no se habíantratado mucho más formalmente a medida quehabían subido de rango. Ahora Jack acababa deconducir a su amigo a su cabina y se asombró alver que tenía una expresión preocupada yavergonzada a la vez y que esquivaba su mirada.

–¿Te preocupa algo, Harry? ¿Estásenfermo? ¿Estás molesto?

–¡Oh, no! – respondió el capitán Cotton con

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una sonrisa artificial-. Nada de eso.–Entonces, ¿qué te pasa? Tienes una cara

como si te hubieran pillado falsificando el rol oayudando a los enemigos del Rey.

–La verdad, la pura verdad es que tengo quedarte una mala noticia, Jack. Charles Fielding,que estaba prisionero en Verdún y luego enBitche, Charles Fielding, que hace algún tiempofue tercero de a bordo de la Nymphe y luegosegundo de la Volage, se ha escapado. Lerecogimos frente al cabo Promontore hace variosdías y está a bordo de mi fragata en estemomento.

–¿Se ha escapado? – preguntó Jack-.¡Cuánto le admiro por eso! ¡Escaparse deBitche! ¡Qué jugada! Me alegro mucho de que lohaya conseguido. Pero, dime, ¿cuál es la malanoticia?

–¡Oh! – exclamó Cotton, poniéndose rojo devergüenza-. Pensaba que… Todo el mundo diceque… Todos creen que tú y la señora…

–¡Oh! – exclamó y se echó a reír-. Es porcausa de ese maldito perro. Eso no es verdad,desgraciadamente. Es un disparate, es sólo un

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cotilleo de Valletta. Con mucho gusto le llevaré aMalta. Nos vamos mañana, así que dile que siviene a cualquier hora antes que zarpemos,podrá llegar a Malta más rápido que en ningúnotro barco. Le escribiré una nota ahora mismo -dijo, acercándose a su escritorio.

La contestación a esa nota llegó de laNymphe poco antes que Stephen entrara en lagran cabina.

–¡Ah, estás aquí, Stephen! – exclamó Jack-.Supongo que sabrás que el esposo de Laura seha fugado y está a bordo de la Nymphe.

–Sí, lo sé -dijo Stephen.–Ha ocurrido algo horrible -dijo Jack-. Parece

que un maldito estúpido le ha dicho que yo era elamante de su mujer. Cotton estuvo aquí hacepoco y me lo dijo. Enseguida lo negué, claro, ypara que mi negativa fuera convincente, mandé aFielding una nota en la que me ofrecía a llevarle aValletta, pues si no se va con nosotros, tardarámás de un mes en llegar allí. No tuve tiempo depedirte tu opinión -dijo en tono de angustia,escrutando el rostro de Stephen-, pero mepareció que era lo que debía hacer, lo menos

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que podía hacer, y que tenía que hacerloinmediatamente. Y le ofrecí mi cabina-comedor,lo que, en mi opinión, fue un acto generoso. Peroésta es su respuesta.

–Hiciste bien en ofrecerte -dijo Stephenmientras cogía la nota-. Y no había necesidad depedir mi opinión, amigo mío. A veces sobre-interpretas mis acciones. No había ningunanecesidad… -murmuró y enseguida leyó-: «Elseñor Fielding acusa recibo de la carta delcapitán Aubrey con fecha de hoy, pero lamentano poder aceptar la oferta que le hace, y esperaencontrarse con él en Malta dentro de pocotiempo». Lo siento muchísimo.

Aunque Jack conocía a Stephen muy bien, noentendía lo que quería decir ni sabía por quérazón lo lamentaba tanto.

–He operado a ese caballero esta mañana yluego estuve hablando con él un rato -dijoStephen después de unos momentos-. Aunque leconvendría más regresar con nosotros, no creoque la persuasión tenga buen resultado, sinotodo lo contrario. Pero seremos nosotros losprimeros en dar la noticia de la fuga del señor

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Fielding en Valletta, ¿verdad?–¡Por supuesto! Aunque, como nos

acompañará Babbington en esa maldita carraca,probablemente no podremos desplegar lassobrejuanetes ni las juanetes en ningúnmomento, ningún otro barco se irá de aquí hastaque no llegue el próximo convoy.

Se quedaron en silencio, cada uno muydistante del otro. Jack se había batido en sustiempos, pero no le gustaban los duelosentonces, y mucho menos ahora, porque casisiempre se usaban pistolas, que eran máspeligrosas que las espadas. Le parecíanabsurdos y atroces, y pensó que no tenía deseosde convertir a Laura Fielding en una viuda, y aúnmenos a Sophie.

–La falúa está preparada, señor, con supermiso -dijo Bonden con su vozarrón demarinero, rompiendo el silencio de la cabina.

–¿La falúa? – preguntó Jack, interrumpiendosus meditaciones.

–Sí, Su Señoría -respondió Bondencortésmente-. Tiene que estar a bordo de laDryad dentro de cinco minutos para comer con el

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capitán Babbington.CAPÍTULO 10

Pocos animales marinos gustaban tanto aStephen Maturin como los delfines, y en elestrecho de Otranto había montones de ellos.Desde que había terminado de pasar visita sehabía puesto a observar una bandada queacompañaba la fragata desde la punta de laproa, inclinado sobre el mascarón. Los delfines,saltando juntos, pasaban cerca del costado debabor, el costado iluminado por el sol, hastallegar a la estela, y, después de jugar un poco enella, iban hacia delante otra vez. A veces, alpasar nadando junto a la fragata, rozaban elcostado e incluso el tajamar, pero la mayor partedel tiempo saltaban, y Stephen podía ver suscaras risueñas fuera del agua. La mismabandada, en la que había dos delfines muygordos y con mucha manchas, había aparecidovarias veces antes, y Stephen estaba convencidode que notaban su presencia y agitaba la manoen el aire cada vez que salían del agua porquetenía esperanzas de que le reconocieran eincluso simpatizaran con él.

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Los delfines no tenían que esforzarse mucho,pues el viento era flojo y la Surprise, navegandohacia el sursuroeste con pocas velasdesplegadas, apenas alcanzaba una velocidadde cinco nudos. Por otra parte, su torpecompañera, la Dryad, avanzaba trabajosamentey tenía desplegadas todas las velas que podíallevar extendidas para poder mantenerse en supuesto. Ambas embarcaciones navegaban demodo que podían vigilar una gran extensión demar, ya que había muchas probabilidades de quese encontraran con barcos corsarios enemigosen el sur del mar Adriático y el norte del marJónico (allí habían sido atacados muchos barcosbritánicos que navegaban sin compañía yalgunos convoyes pequeños) y algunasposibilidades de que se encontraran con barcosde guerra franceses o venecianos, o con algúnmercante con un valioso cargamento que fuerauna presa de ley. El capitán de la corbeta Dryadestaba tan ansioso de conseguir la gloria ybotines como cualquier otro de la Armada, perola corbeta, que era pequeña y muy baja, no subíafácilmente con las olas, sobre todo con aquellas

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tan grandes que llegaban por la amura deestribor, que eran claros indicios de tormenta enel Mediterráneo occidental. A veces la velasbajas se ponían fláccidas cuando la fragata caíaen los senos que se formaban entre las olas, y aveces se hinchaban tanto cuando subía queintroducía la proa en la cresta de las olas y lasverdes aguas saltaban hasta el castillo, seesparcían por el combés y llegaban a la cabinadel capitán. La Surprise, en cambio, subía conlas olas como si fuera un cisne, y a veces,cuando bajaba a senos muy profundos entre olasmuy altas, Stephen podía ver los delfines nadardentro de las enormes masas de aguatransparente tan bien como si estuvieramirándolos a través de las paredes de uninmenso tanque. Se había colocado en ese lugarcuando el sol se encontraba a cierta distancia delhorizonte por el este, y había permanecido allí,recostado cómodamente, a veces reflexionandoy otras simplemente mirando hacia el mar,azotado por cálidas ráfagas de viento, mientrasel bauprés, que estaba justo arriba de su cabeza,crujía a causa del cabeceo de la fragata y los

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tirones de la trinquetilla. Todavía estaba en eselugar cuando se habían hecho las mediciones demediodía, cuando habían llamado a gritos a losmarineros a comer y cuando había sonado elagudo pitido que indicaba que era la hora detomar el grog, y se habría quedado allíindefinidamente si no le hubieran llamado. Desdehacía tiempo había decidido cómo resolver elproblema que la aparición de Fielding habíaplanteado y pensaba que a pesar de que lanoticia llegaría con la Surprise, sería precisoactuar con rapidez. Tendría que franquearse conel almirante y Wray y lo lamentaba, pero pensabaque ese era el precio que tenía que pagar poratrapar a los agentes secretos franceses másimportantes que había en Malta. Haría que Lauraconcertara una cita con su enlace, y seguramenteél les llevaría a los demás espías. Pero antes queles atraparan, tenían que trasladar a Laura a unlugar seguro, pues probablemente escaparíanalgunos descontentos malteses que eranagentes secretos sin importancia. Habíapensado lo que diría para disculpar a Laura anteel almirante y no temía que Wray adoptara una

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actitud intransigente por razones morales. Esadecisión pertenecía al pasado, pues en elpresente Stephen estaba embelesado con lalimpidez del cálido aire, el brillo de la luz y elrítmico movimiento de la fragata mientrassurcaba el mar azul verdoso. El sol ya habíapasado el cenit y se había desplazado dospalmos hacia el oeste, y la vela de estay dabasombra a Stephen cuando Calamy, muy bienpeinado y con una camisa con chorrera, llegó a laproa y preguntó:

–¿Qué ocurre, señor? No se le habráolvidado que el capitán está invitado a comer conusted, ¿verdad?

–¿Y qué debo hacer? – preguntó Stephen-.¿Debo entretener al capitán con acertijos, juegosde palabras y chistes?

–Vamos, señor, ya sabe usted que el capitánestá invitado a comer en la cámara de oficiales.Sólo dispone de diez minutos para cambiarse.No hay ni un minuto que perder.

Y cuando acompañaba a Stephen a la popa,dijo:

–Yo también voy. Será una comida divertida,

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¿verdad? Fue divertida, pero al principio elcapitán estaba demasiado serio, y aunque noestaba malhumorado, no hablaba. En elmomento en que se sentó junto a Mowett, sintióuna gran tristeza. Echaba mucho de menos aPullings, y cuando miró a los oficiales queconocía tan bien y que estimaba, pensó queaquel grupo se separaría dentro de pocassemanas. Le parecía que era inminente uncambio en su vida, que estaba en un momentode transición entre dos etapas, y que las cosasválidas en una no lo serían en la otra. No era unvisionario, pero desde hacía algún tiempo tenía lasensación de que el orden iba a ser sustituidopor el caos, de que estaba a punto de ocurrir undesastre, y eso le apenaba.

Intentaba consolarse pensando que la vida enla Armada era una vida de frecuentesdespedidas, una vida en que las tripulaciones delos barcos se separaban continuamente. Sabíaque, por lo general, un grupo de tripulantes queiban a realizar una misión juntos, para bien opara mal, se separaban cuando el barcoregresaba, aunque era posible que el capitán

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retuviera a algunos de sus oficiales, susguardiamarinas y sus hombres de confianza si leencomendaban otra misión enseguida. Por esopensaba que esta separación sería como una detantas por las que había pasado, aunque seríamás dolorosa, ya que ahora tenía más apego asu barco y a la tripulación que en otrasocasiones. A medida que transcurría la comida,en la que se sucedían excelentes platos, leparecía que tenía más razón. Por otra parte, susanfitriones, que ignoraban lo que pensaba ysentían satisfacción porque había buen tiempo yporque Maclean, el nuevo teniente de infanteríade marina, ofrecía espléndidas comidas, estabanmuy alegres. La buena comida y el buen vinosurtieron efecto, y aunque la conversación no eramuy interesante, era amena, y Jack Aubrey teníaque haber sido un hombre de peor humor parano haber disfrutado con la comida y con lacompañía. Después que quitaron el mantel yllenaron la mesa de nueces, pocos cantaron acoro con más entusiasmo que él cuando Calamy,a petición de los demás y después de haberperdido la timidez por haber bebido tres vasos

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de clarete y uno de oporto, con una voz agudaque contrastaba agradablemente con la vozgrave de sus superiores, cantó Nelson atCopenhaguen:

Con sus estrepitosas y atronadoras,sus estruendosas y atronadorassus ruidosas y atronadoras bombas…Y pocos escucharon con más atención que él

a Maclean cuando dijo:–No es mi intención competir con el señor

Mowett ni con el señor Rowan, pues no tengotalento para la poesía, pero, puesto que he tenidoel honor de haberles ofrecido esta comida,espero que me permitan recitar un poemacompuesto por un caballero escocés amigo míoque es una alabanza a la jalea de grosella.

Unos exclamaron: «¡Por supuesto!» o«¡Naturalmente!». Otros gritaron: «¡Viva la jaleade grosella!» o «¡Atiéndanle, atiéndanle!».

–Se refiere a la jalea de grosella deldesayuno, ya saben -dijo Maclean y enseguidaempezó a recitar:

Mucho antes de que llenaran las tazas, mepuse de pie

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mientras el deseo de comer jalea mis ojoshacía brillar,

y una fina rebanada de pan y una cucharacogí

y con mi habitual tranquilidad,con una gran cantidad de ambrosía untésuavemente la rebanada de pan…Se interrumpió al ver a Williamson, el

guardiamarina de guardia, entrarprecipitadamente y acercarse al capitán.

–Con su permiso, señor -dijo Williamson-. LaDryad ha comunicado que un barco acaba dedoblar el cabo Saint Mary y navega con rumboeste, y parece ser el Edinburgh.

Era el Edinburgh, un potente navío de setentay cuatro cañones al mando de Heneage Dundas.Las dos embarcaciones, que tenían rumbosconvergentes, se acercaron despacio y sepusieron en facha cuando se juntaron, y entoncesJack fue al navío para preguntar a Heneagecómo estaba. Heneage contestó que estababien, pero que podría estar mejor si hubieracapturado un barco corsario francés, un barco deveinte cañones con el casco de color azul

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celeste, que había perseguido ese día, desde elalba hasta la tarde, pero que había dejado atrásal navío y se había puesto bajo la protección delos cañones de Tarento. Luego dijo que teníaotras muchas noticias que darle además de esa,y le contó que dos terribles tempestades quehubo en el golfo de León habían causado gravesdaños a la escuadra que hacía el bloqueo allí y lahabían obligado a desplazarse al puerto deMahón, donde todavía se hacían reparaciones aalgunos navíos. Añadió que la escuadra francesano había salido del puerto, pero que se creía quealgunos de sus barcos se habían escabullido,aunque nadie sabía con certeza eso ni cuántoseran ni qué potencia tenían. Agregó que, encambio, todos sabían con certeza que elcomandante general y Harte se habían peleado yque, a pesar de que las causas eran inciertas, elefecto era evidente: Harte iba a regresar aInglaterra. No sabía si había sido relevado de sucargo, si había arriado su insignia y la habíapisoteado, como algunos decían, si le habíandado de baja por enfermedad o si había caído endesgracia, pero estaba seguro de que iba a

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regresar a Inglaterra.–Y ojalá que se quede allí mucho tiempo -dijo-

. Nunca he conocido a un capitán que tuviera tanpoca habilidad para gobernar un barco y mandara sus hombres. Aunque le den el mando de otrobarco, lo que podría ocurrir debido a su relacióncon Andrew Wray, no creo que volviera a serviren la Armada, porque ahora es muy rico. Miprimo Jelks, que sabe de estas cosas, me hadicho que es propietario de la mitad deHoundsdith, que produce anualmente una rentade nada menos que ocho mil libras.

Durante la tarde el viento aumentó deintensidad y por la noche roló al noroeste yempezó a soplar con tanta fuerza que Jackordenó poner los mastelerillos sobre la cubiertadespués de pasar revista. Un poco antes de quesaliera la luna pensó mandar a tomar otro rizo enlas gavias, no sólo porque el viento era muyfuerte, sino porque soplaba perpendicularmentea las olas y agitaba el mar de tal manera que lajarcia de la Surprise crujía. Pero ese trabajo sehabría perdido, porque antes de que la luna seseparara del horizonte, el serviola del castillo

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gritó:–¡Barco a la vista! ¡Barco por la amura de

babor, a treinta grados por la amura de babor!Allí estaba el barco corsario que el Edinburgh

había perseguido. Inmediatamente Jack mandóquitar el rizo de las gavias y el barco corsariohizo rumbo a Tarento para ponerse bajo laprotección de sus potentes cañones. Pero laDryad, que estaba cerca del lado de barloventodel barco francés, en respuesta a las señalesluminosas azules que hizo la Surprise, desplegótodas las velas y se situó de manera que leimpedía acercarse a la costa. Siguiócomportándose heroicamente durante largotiempo, mientras la Dryad y su compañeraperseguían el veloz barco corsario como losperros de una jauría y, a pesar de que su botalóny su mastelero mayor se desprendieron ycayeron por la borda aparatosamente, cuandoeso ocurrió el barco ya no podía virar. En esemomento el barco francés se encontraba cercadel lado de sotavento de la Surprise, a unas dosmillas de distancia, y empezó a navegar a todavelocidad en dirección sur, en dirección a la

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distante costa berberisca.Entonces comenzó una larga persecución, en

la que cada capitán empleaba todos susconocimientos de náutica y hacía hasta los máspequeños cambios en la jarcia y en la posicióndel timón para navegar más rápido que suadversario. El barco corsario tenía la ventaja deque podía navegar en la forma en que alcanzabamayor velocidad, con el viento a la cuadra,mientras que la Surprise no, pues navegaba másrápido con el viento por la aleta, aunque sustripulantes podían desplegar y arriar velas másrápido. Las dos embarcaciones avanzabanrápidamente, a unos doce o trece nudos,haciendo saltar el agua y la espuma a grandistancia hacia los lados y hacia atrás, y sustripulantes estaban muy animados. Lostripulantes del barco corsario arrojaron por laborda los toneles de agua, las lanchas, las anclasde leva y, por último, los cañones. Como el vientodisminuyó ligeramente de intensidad, el barco seseparaba más y más, de modo que la distanciaaumentó media milla entre las dos y las tres de lamadrugada. Para hacer disminuir esa distancia,

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un grupo de tripulantes de la Surprise arrojaronpor la borda veinte toneladas de agua y todos losque estaban desocupados se alinearon en elcostado de barlovento para que el barco seenderezara un poco, y cuando el viento volvió aaumentar de intensidad y la presa no pudo seguirllevando desplegadas las alas (que sedesprendieron antes de que pudieran arriarlas), yla Surprise sí, la distancia entre ambas empezó adisminuir. Al rayar el alba el barco francés estabaa tiro de mosquete de la Surprise, pero todavíanavegaba a gran velocidad, como si su capitántuviera la vana esperanza de que algún palo de lafragata se cayera. Los tripulantes de la Surprisepensaban que el capitán del barco corsarioestaba prolongando demasiado la persecuciónsimplemente porque era obstinado y alardeabade valiente, y que tendrían que detenerle con unaandanada o, en caso contrario, no se podríanencender los fuegos de la cocina y el desayunosería preparado muy tarde. Jack notó quemuchos tripulantes le lanzaban miradassignificativas y muchos de los artilleros quemanejaban los cañones de proa, que habían sido

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preparados para disparar desde hacía tiempo ycuyo cebo cambiaba ahora el señor Borrellostentosamente, le miraban con la cabezaladeada y con una expresión inquisitiva oasombrada. En respuesta a un comentario,Mowett le dijo:

–Señor, estoy preocupado por los marineros.Todos, desde la proa hasta la popa, están muyexcitados, y si ese tipo…

Se interrumpió al ver que un chorro de aguase aproximaba a su cabeza, y Jack,protegiéndose los ojos del agua con una mano yagarrándose fuertemente con la otra a una burdatensa como un cable de hierro mientras la fragatase elevaba con una ola, miró hacia el veloz barcocorsario, que era digno de verse, pues teníatodas las velas desplegadas y tanta espuma a sualrededor que el casco parecía estar envuelto enla niebla.

–Muy bien -dijo-. Le dispararemos uncañonazo.

Entonces, alzando la voz, ordenó:–Señor Borrell, por favor, dispare un

cañonazo alto para demostrar que queremos

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capturarlo de verdad. Un poco alto, nodemasiado.

–Sí, señor: un poco alto, no demasiado -repitió el condestable.

Y Tom Turk, el Largo, después de hacer unaserie de cálculos, disparó dando un gruñido,como siempre hacía.

Se abrió un agujero en cada una de lasgavias del barco corsario, y el velacho, que yaestaba a punto de romperse, se rajó. Entonces elbarco orzó e inmediatamente arrió la bandera enseñal de rendición. El cocinero de la Surprise ysus ayudantes corrieron a la cocina murmurandoalgo.

Lo único que Stephen oyó de la persecuciónfue el cañonazo, y como el tambor no habíallamado a los tripulantes a sus puestos, pensóque probablemente era una de lasextravagancias de los marinos o una salva yvolvió a dormirse, de modo que cuando subió ala cubierta al fin, furioso a causa de que habíadormido más de lo debido porque no le habíandespertado el ruido de la piedra arenisca, ni losrítmicos chirridos de las bombas, ni los gritos de

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los tripulantes, se asombró al ver que la fragataestaba en facha, que había otra embarcacióncerca de ella y que las lanchas iban y venían de launa a la otra. Se quedó allí mirándola con los ojosentrecerrados, sin responder a quienes le dabanlos buenos días, y después de un rato dijo:

–Esa no es la Dryad, porque tiene tresmástiles.

–No se puede ocultar nada al doctor -dijoJack y, volviéndose hacia él, continuó-:Felicítanos por haber capturado esta presa. Lacapturamos anoche.

–El desayuno se ha retrasado mucho -dijoStephen.

–Ven a beber una taza de café conmigo y tecontaré cómo la apresamos -dijo Jack.

Se lo contó, quizá con demasiados detalles,pero Stephen recuperó la cortesía gracias al caféy le escuchó con aparente atención. Pero cuandooyó que Jack dijo: «Nunca había visto un barcoque navegara tan rápido con el viento a lacuadra.

Seguro que la Armada lo compra. Rowan lova a llevar a Malta en cuanto los marineros

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enverguen un velacho nuevo», se interesóvivamente por el asunto y preguntó:

–¿Hay posibilidad de que llegue allí antes quenosotros?

–¡Oh, no! – exclamó Jack-. No hay ninguna, ano ser que nos encontremos con un barcoenemigo o persigamos a otra presa.

Stephen vaciló un momento y luego, en vozmuy baja, dijo:

–Es sumamente importante que la noticia dela fuga no llegue a Valletta antes que yo hayallegado.

–Comprendo -dijo Jack secamente-. Bueno,podré asegurarme de eso.

–¿Y la Dryad?–Creo que no tenemos que preocuparnos por

ella. Ha perdido el botalón y el mastelero mayor,y dudo que pueda avanzar rápido con el vientoque está soplando. Además, la persecución deanoche no nos ha alejado mucho de nuestra ruta,pues navegamos con rumbo sureste en vez desursureste. No es probable que la veamos hastaal menos dos días después de haber llegado alpuerto.

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Stephen pensaba que su amigo era infaliblecuando juzgaba asuntos relacionados con el mary los barcos, y, a pesar de que la Surprise hizo elviaje navegando con vientos desfavorables, tuvotranquilidad hasta la oscura y tormentosa tardedel domingo en que llegó al puerto, un puertodonde, en contra de lo habitual, había muy pocosbarcos de guerra. Se asombró al notar que noestaba el buque del comandante general y dosminutos después se asustó tanto que se quedósin respiración al ver la Dryad amarrada allí. A sualrededor había numerosos vivanderos y típicasembarcaciones maltesas, y mientras él lacontemplaba, uno de sus cúteres, que estaballeno de marineros de permiso vestidos con laropa de bajar a tierra, empezó a alejarse de uncostado. Los tripulantes de la Dryad dieron vivasal ver entrar la presa (pues les correspondía unaparte de su valor) y los tripulantes de la Surprisedieron vivas en respuesta, y cuando la fragatanavegaba en dirección al muelle Thompson,donde iba a dejar a los prisioneros, los unosdijeron frases jocosas sobre la lentitud con que lafragata había regresado y los otros sobre la

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apariencia actual de la corbeta. Stephen buscóansiosamente a Jack con la mirada, pero laseñal que ordenaba al capitán de la Surprisebajar a tierra había sido izada pocos minutosdespués que la fragata se identificaba, y ahoraestaba en su cabina cambiándose de ropa.

–Señor Mowett -dijo en medio del alboroto-,por favor, pregúnteles desde cuándo están aquí.

Estaban allí desde el viernes por la noche, asíque al menos los oficiales habían dispuesto detodo el sábado y la mayor parte del domingopara bajar a tierra. Stephen corrió a la cabina deJack y, sin pedir disculpas, entró cuando Jack seponía sus mejores calzones y dijo:

–Escúchame. Tengo que ir a Vallettaenseguida. ¿Me llevarás?

Jack le miró con el ceño fruncido y dijo:–Ya sabes cuáles son las reglas de la

Armada: no se conceden permisos hasta que elcapitán informa del viaje a su superior. ¿Tienesuna poderosa razón para pedirme que haga unaexcepción?

–Te doy mi palabra de honor de que sí.–Muy bien. Pero debo advertirte que, por la

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rapidez de la señal, creo que es probable quenos ordenen zarpar en cuanto completemos laaguada.

–Claro -dijo Stephen distraídamente, y corrióa su cabina, donde cogió una pistola y sacó unbisturí del botiquín.

Stephen vio los escalones de Nix Mangiareen la penumbra y bajó de la falúa de un salto. Fuehasta el palacio, en una de cuyas alas vivía Wray,pasando lo más rápido que podía por entre unamultitud que caminaba despacio. Allí se enteróde que Wray estaba en Sicilia, lo que frustró susplanes, y durante unos momentos no supo quéhacer. La situación era muy peligrosa y delicaday Stephen no sabía en quién podía confiar. Laspalabras con que Wray había expresado sussospechas volvían a su mente una y otra vez, ypensó que posiblemente al decir navium ducesse refería a un alto cargo. Caminaba por la calleReal contra la marea humana que avanzabahacia Floriana cuando Babbington, Pullings yMartin, que estaban muy alegres, le hicierondetenerse junto a una farola dorada y le dijeronque se avecinaba lluvia o quizá una tormenta y

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que debía ir con ellos al hotel Bonelli, donde ibana pasar una agradable velada y estaríancantando hasta el amanecer. Su mirada,inexpresiva como la de un reptil, les impresionó,perdieron la alegría y le dejaron ir.

Cuando llegó a la calle donde ella vivía, losrelámpagos largamente esperados hirieron elfirmamento, seguidos inmediatamente portruenos tan fuertes que parecía que el cielo sehabía partido en dos, y poco después se desatóla tormenta y empezaron a caer grandes trozosde granizo que saltaban a la altura de la cintura.Se refugió, junto con muchas otras personas,bajo la marquesina que estaba sobre la verja desu casa. Estaba casi seguro de que el hombreque solía vigilarla no la vigilaba ahora, pero sealegró de que estuviera oscuro y de que la gentehubiera corrido y se hubiera metido allí aempujones, porque eso impedía que incluso elobservador más atento le viera. Al granizo losucedió una fuerte lluvia, que enseguida empezóa derretir la blanca capa que cubría el suelo y acaer con estrépito por las bocas de lasalcantarillas. La lluvia cesó de repente, y después

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de un rato, la gente se fue de allí, caminando concuidado y levantando mucho los pies para pasarpor encima de los charcos, pero todavía pasabanalgunas nubes bajas por delante de la luna y seveían relámpagos sobre Senglea, así queseguramente iba a llover más.

Stephen avanzó por el sendero. Por algunarazón, estaba seguro de que Laura Fielding noestaba allí. Cuando llegó a la puerta del jardín, vioque, en efecto, estaba cerrada, y cuando tocócon los nudillos no oyó dentro los habitualesladridos y resoplidos. La puerta se cerrabaautomáticamente, y como Laura se habíaquedado tantas veces fuera de la casa porquese había cerrado, tenía una copia de la llaveescondida entre dos piedras de la tapia. Stephenla buscó a tientas y logró entrar.

El jardín olía a lluvia, a tierra mojada y a hojasde limonero magulladas por el granizo, y todavíase oía el agua caer en la cisterna al otro lado dela arcada. Junto a la pared de la derecha, partedel pavimento había sido quitado, y un rayo deluna permitió ver a Stephen que ahora había allíun montículo, probablemente un nuevo arriate, y

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sobre él muchas flores aplastadas por latormenta. Todo lo demás estaba igual. En elsoportal, cerca de la hornacina donde estabaSan Telmo, todavía ardía una pequeña lámpara,a la que no habían llegado ni el granizo ni la lluvia,y la puerta de la casa, como era habitual, noestaba cerrada con llave. En el dormitorio deLaura, entre el retrato del señor Fielding y laimagen de Nuestra Señora del Consuelo, habíaotra lámpara encendida, pero daba una luz azul.El lugar estaba vacío pero en orden. Parecía queella se había ido hacía una hora más o menos,pues en un jarrón que estaba junto a la lámparahabía un ramo de delicadas jaras y todavía no sehabía caído ningún pétalo. Stephen se sentó ysintió un alivio tan grande que la propia relajaciónle debilitó.

No encendió ninguna luz porque el yesquerode Laura fallaba y porque podía ver bastantebien, ya que sus ojos se habían acostumbrado ala tenue luz azul. Desde donde estaba sentadopodía ver el retrato, y contempló durante un rato aaquel hombre temible, apasionado y triste.«Laura es la única que puede llevarse bien con

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él», pensó cuando varios relámpagos sucesivosiluminaron el cuadro, de tal modo que parecíaque Fielding salía de él acompañado de truenostan fuertes como una salva hecha por la escuadradel Mediterráneo entera. La lluvia empezó a caerotra vez, y Stephen fue hasta la ventana de lasalita y se puso a mirar cómo caía entre losintermitentes relámpagos. Notó que el montículose estaba desmoronando y que el aguaarrastraba la tierra y las maltrechas flores haciala puerta. «Parece una tumba», pensó, y fue asentarse al piano de Laura. Tocaba las teclasdistraídamente, pensando que era inútil decidir loque iban a hacer hasta que Laura regresara y élse enterara de cuál era la situación; sin embargo,al final pensó en varias posibles acciones hastaque, durante un intervalo de la lluvia, oyó elbronco sonido de la pequeña campana de laiglesia de los franciscanos tocando a completasmás allá de la amalgama de oscuros tejados.

Mecánicamente al principio eintencionadamente después, rezó la oración enque se imploraba protección durante la oscuranoche y luego empezó a tocar la versión del

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primer salmo en modo dórico, pero no siguióporque no tocaba bien y el piano no era uninstrumento adecuado para el canto gregoriano.Permaneció allí sentado, completamente relajadoy en silencio, durante mucho rato. La lluvia seguíacayendo, unas veces violentamente y otrassuavemente, y la cisterna ya se había llenadohasta el borde y no hacía ruido. Lo único que seoía en el solitario jardín era el ruido de la lluvia alcaer, y en un intervalo en que el ruido era muydébil, Stephen oyó un sonido metálico. Entoncesmiró por la ventana y vio luz por debajo del dintelde la puerta del jardín. El sonido se repitió tresveces. Era un sonido débil y poco común, pero éllo había oído anteriormente: una persona tratabade forzar la cerradura. Esa persona no intentabaabrir la puerta con una palanca sino forzando lacerradura.

Esperó a que se abriera la puerta (fue abiertacon mucho cuidado, lentamente, de modo que nohizo los habituales chirridos) y vio a doshombres, uno alto y el otro bajo, antes de quecubrieran con una funda su farol. Los hombresvacilaron un momento y después atravesaron el

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anegado jardín corriendo de puntillas. Stephenfue silenciosamente hasta el dormitorio de Lauray se sentó en el asiento adosado a la ventana.Ambos lados estaban cubiertos en parte por lascortinas descorridas, y Stephen sabía porexperiencia que casi nadie pensaba que eranescondites.

Los hombres se acercaron silenciosamenteal dormitorio y entraron moviendo el farol a sualrededor.

–Todavía no ha vuelto -dijo uno en francés,alumbrando la cama que aún estaba cubierta porla colcha.

–Vaya a ver si está en la cocina -dijo el otro.–No está -dijo el primero, al regresar-. No ha

vuelto todavía. Sin embargo, la fiesta tiene quehaber terminado hace horas.

–Seguro que la lluvia le ha impedido irse.–¿Vamos a esperarla?El hombre más bajo, que estaba sentado en

el sofá, quitó por completo la funda del farol y lopuso sobre la mesita de latón, y entonces miró sureloj.

–No podemos faltar a la cita con Andreotti. Si

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no vuelve antes de la hora en que él llega a laiglesia de Saint James, mandaremos a un par dehombres fiables a las tres o las cuatro de lamadrugada. A esa hora tiene que estarforzosamente aquí. No es posible que se quedetoda la noche en casa del commendatore.

Ahora que la luz era más intensa, Stephenreconoció a Lesueur gracias a la descripción quede él habían hecho Graham y Laura, y pensó queera realmente un hombre duro. Luego vio conasombro que el compañero de Lesueur eraBoulay, un funcionario que ocupaba un puestoimportante y estaba a las órdenes del señorHildebrand. Desechó la idea de matar a Lesueurcon la pistola y a Boulay con el bisturí, porqueBoulay era demasiado valioso para sereliminado enseguida. Debía dejarle vivir, amenos que las cosas se complicaran.

-¿A Beppo y a El Árabe? – sugirió Boulay.–No, a Beppo no -respondió Lesueur,

exasperado-, porque disfruta demasiadohaciéndolo. Como le dije, quiero que lo haganrápida y limpiamente, y sin alboroto.

–Puede hacerlo Paolo. Es muy serio,

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concienzudo y fuerte como un toro, y fue ayudantede un carnicero.

Lesueur tardó algún tiempo en responder.Stephen se dio cuenta de que no le gustaba elasunto en absoluto.

–Lo ideal hubiera sido encontrarla dormida -dijo al fin.

Durante una larga pausa los trespermanecieron allí sentados escuchando la lluvia.Luego Boulay y Lesueur tuvieron una extrañaconversación, y Stephen llegó a saber menoscosas de las que esperaba. Se enteró de que untal Luigi malversaba los fondos que eranenviados a Palermo y que había varios planespara sorprenderle, pero los dos hablaban sinconvicción y no tenían interés en la conversación,sino que dedicaban nueve décimas partes de suatención a la puerta del jardín porque suponíanque se abriría de un momento a otro. Tambiénllegó a saber que Boulay había nacido en una isladel Canal y tenía parientes en Fécamp, queLesueur tenía hemorroides, que estabanrepresentadas en Malta otras dosorganizaciones, una cooperadora y otra hostil,

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pero las dos poco importantes, y que amboshombres habían llegado de Città Vecchia hacíapoco, cuando había empezado la tormenta, loque explicaba que no supieran que la fragatahabía regresado y que no sospecharan que élestaba en Valletta.

En Valletta había ahora una extraña situación,pues no era un almirante quien estaba al frentede la comandancia del puerto. El oficial demarina a quien Jack tuvo que dar su informe eraun viejo capitán de navío llamado Fellowes, unoficial serio y circunspecto que había ocupadocargos en tierra durante la mayoría de sus añosde servicio en la Armada. Casi no se conocían ysu entrevista fue muy formal.

–Es una lástima que la Surprise no hayallegado dos días antes -dijo Fellowes-. Elcomandante general -dijo, haciendo unainclinación de cabeza en señal de respeto-retrasó su partida hasta la noche con laesperanza de verle, pero al final me encargó quele diera estas órdenes, que respondiera lo mejorque pudiera a sus preguntas y que le dieraalgunas instrucciones verbalmente. Creo que

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sería conveniente que las leyera ahora.–Con su permiso, señor -dijo, cogiendo el

documento que le ofrecía y leyó: «Para el capitánJ. Aubrey, capitán de la Surprise, fragata de SuMajestad, de sir Francis Ives, vicealmirante de laEscuadra Roja. El señor Eliot, el cónsul británicoen Zambra, me ha informado que Su Alteza eldey de Mascara ha hecho peticiones absurdas,inapropiadas e inadmisibles al Gobierno de GranBretaña, acompañadas de insultos y de laamenaza de realizar actos de hostilidad contranuestro país si no se le entregan a principios delmes próximo las sumas que reclama. Por lapresente se le exige ir a Zambra, conseguirentrevistarse con el señor Eliot y decidir quéhacer para resolver la situación: ya sea pediraudiencia al Dey y decirle que sus peticiones sondisparatadas y que se expone a que su flota y sucomercio sean aniquilados si tiene la osadía derealizar algún acto de hostilidad contra lossúbditos de Su Majestad o daña suspropiedades, y también informarle de lasacciones y las intrigas de los agentes franceses ylos comerciantes judíos que manejan el comercio

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de Mascara y Zambra; ya sea subir a bordo desu fragata al señor Eliot, a su séquito y suequipaje, así como a todos los súbditosbritánicos que deseen irse y sus posesiones.Cuando sea recibido por el Dey, esabsolutamente necesario que no pierda laserenidad, aunque se ponga furioso y le hagagraves ofensas, pero no acepte las condicionesque probablemente pondrá ni admita que enalguna ocasión los barcos de Su Majestad handejado de respetar la neutralidad. Si todas lasreconvenciones resultan inútiles y Su Altezainsiste en sus exorbitantes peticiones y cumplelas amenazas que ha hecho por medio del señorEliot, ya sea porque agravie a la Armada real, yasea porque viole los tratados firmados por losdos gobiernos, deberá decir a Su Alteza que enel momento en que se cometa un acto dehostilidad por orden suya, Gran Bretaña ledeclarará la guerra a Mascara y que usted tieneinstrucciones de castigar su injusticia y sutemeridad con el apresamiento, el hundimiento,la quema o la destrucción por cualquier medio detodos los barcos que lleven la bandera de

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Mascara, con el bloqueo de todos los puertos delpaís y con la interrupción de su comercio conotros países y la navegación entre sus puertos ylos puertos de otros países. Cuando haya llevadoa cabo la misión, deberá ir a Gibraltar sin perderun minuto para darme un informe sobre ella».

–¿Tiene alguna pregunta? – inquirióFellowes.

–No, señor -respondió Jack-. Me parece quela misión está clara.

–Entonces tengo que añadir que debeconsultar al doctor Maturin sobre las cuestionespolíticas y debe ir a Zambra en compañía delPollux, en el que viaja el almirante Harte. Elalmirante no debe tomar parte en lasnegociaciones, entre otras razones porque laparticipación de un almirante provocaría que elDey y los otros gobernantes se atribuyeran mayorimportancia de la que tienen, lo que traería malasconsecuencias, aunque la presencia del buquede un almirante en esas aguas sería conveniente.Además, puesto que es probable que algunosbarcos franceses hayan salido de Tolón durantela reciente tempestad, tal vez necesiten ayudarse

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mutuamente.–¿El almirante Harte sabe que sólo el capitán

de la Surprise debe entablar las negociaciones?Los dos se miraron significativamente, pues

sabían que el almirante solía interferir en losasuntos de la Armada y que ahora, por haberheredado una gran fortuna, estaba totalmenteconvencido de que sabía más que los demás.

–Creo que sí -respondió Fellowes y, despuésde una elocuente pausa, continuó-: En esteescrito el señor Pocock informa al doctor Maturinsobre la situación de Mascara. ¿Tiene usted elinforme sobre el estado de la fragata?

–Sí, señor -respondió Jack, cogiendo elescrito y entregándole el documento en queaparecía el número de tripulantes de la Surpriseen ese momento, en qué condiciones estaba lafragata para navegar y qué cantidad de pólvora,balas, pertrechos y provisiones de todo tipohabía en ella.

–Le falta agua -dijo Fellowes.–Sí, señor -dijo Jack-. Tuvimos que arrojar por

la borda los toneles de la fila superior paracapturar la presa. Pero si quiere que zarpemos

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enseguida, podemos completar la aguada enZambra. Eso no será difícil, pues allí se puedecoger agua con facilidad.

–Tal vez sea esa la mejor solución, porque elPollux zarpará por la mañana temprano. Por loque veo, conoce usted Zambra, Aubrey.

–¡Oh, sí, señor! Yo era tercero de a bordo delEurotas cuando encalló en The Brothers, en elinterior de la bahía. Tardamos mucho tiempo endesencallarlo y luego tuvimos que esperar a quellegaran suministros de Mahón, así que mientrasestuvimos sin trabajar, el oficial de derrota y yoreconocimos toda la zona norte, hasta la últimapulgada, y buena parte del resto. El manantial dedonde se coge el agua está situado en un lugaraccesible, al pie de un acantilado y justo a laorilla de una playa, y las lanchas puedenaproximarse mucho a él.

–Muy bien. Así se hará. Veo que también lefaltan tripulantes. Sir Francis me encargóespecialmente que recuperara algunos de losmarineros que fueron sacados de la tripulaciónmientras la Surprise era reparada.

–Se lo agradezco mucho, señor -dijo Jack, a

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quien esto le habría parecido una bendición si nohubiera estado obligado a separarse de lafragata y de los tripulantes al cabo de pocassemanas.

–No tiene importancia. Esos hombres subirána bordo mañana a primera hora. La fragata estáen el muelle Thompson, ¿verdad? ¡Dios mío,cuánto llueve! – dijo en un tono conversacionalcuando la lluvia empezó a golpear fuertemente elcristal de la ventana-. ¿Quiere quedarse a cenarconmigo y con mi hija, Aubrey? En una noche asíno es bueno salir a la calle.

Al fin Lesueur dijo que no podían esperar mástiempo.

–Tendrá que hacerlo Paolo. En parte, losiento. Debes insistir en que lo haga rápido,rápido como el rayo, usando un medio eficaz eindoloro.

Las puertas se cerraron tras ellos, y Stephendesmontó la pistola y metió el bisturí en su funda.Laura llegó pocos minutos después, tan pocosque podría haberse encontrado en la calle conellos. Stephen oyó la puerta hacer los habitualeschirridos, vio la luz del farol iluminar la puerta y

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luego a Laura, que se despidió de las personasque la habían acompañado y después,sosteniendo una capa sobre su cabeza, atravesóel jardín.

–Laura -dijo Stephen.–¡Stephen! – exclamó ella, tirando la capa, y

luego le abrazó-. ¡Cuánto me alegro de verle! Nosabía que había llegado la Surprise. ¿Cómo haentrado? ¡Ah, claro, con la llave! ¿Por qué se haquedado sentado aquí a oscuras? Venga, vamosa encender una lámpara y a comernos un huevococido.

–¿Dónde está Ponto? – preguntó él cuandollegaron a la cocina.

Inmediatamente su expresión alegre setransformó en una triste.

–Murió -respondió, y se le saltaron laslágrimas-. Murió de repente esta mañana y elcarbonero me ayudó a enterrarlo en el jardín.

–¿Dónde está Giovanna?–Tuvo que ir a Gozo. Tenía un

comportamiento raro… Parecía asustada.–Ahora escúcheme, amiga mía. Su esposo

se fugó de la prisión desde hace casi tres

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meses, y eso explica por qué sus cartas parecíantan raras. Naturalmente, eran falsas,¿comprende? En este momento está a bordo dela Nymphe, frente a Trieste.

–¿No está herido? ¿Se encuentra bien?–Muy bien.–¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Pero,

¿por qué…?–Escúcheme -dijo Stephen, agitando la mano

para interrumpir su pregunta-. La Dryad regresódel Adriático antes que nuestra fragata, y sustripulantes saben que él se fugó. Los agentesfranceses saben que se enterará de la noticia encualquier momento y que entonces no podrándominarla. Quieren evitar que les delate. Hanestado aquí esta noche y van a volver. ¿Tieneamistad con alguien que posea una casa muygrande y muchos criados, y que pueda ofrecerlerefugio en ella? Vamos, trate de recordar amigamía. ¿El Commendatore?

Laura se había sentado y ahora le mirabaasombrada.

–No -respondió al fin-. Sólo tiene una viejacriada. Es pobre.

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En realidad, ella tenía pocos amigos íntimosen Valletta, y ninguno a cuya puerta pudierallamar a esa hora de la noche. Y Stephen noconocía en la ciudad ningún lugar que pudieraservirle de refugio.

–Vamos, amiga mía, coja algunas cosas parapasar la noche y póngase una faldetta. Tenemosque subir a bordo enseguida.

Tan pronto como el capitán Aubrey empezó arecorrer el muelle Thompson en contra del vientoy la lluvia, sujetándose con una mano el sombreroy con la otra la capa de agua que el viento hacíaondear, advirtió que había luz en las ventanas depopa y pensó que probablemente Killick, quetenía afán por la limpieza, aprovechaba suausencia para limpiar o abrillantar todas lascosas que podía, a pesar de que era tarde. Lalluvia arreció, y el capitán corrió por la plancha,buscó un lugar donde refugiarse y allí sacudió elagua del sombrero y estuvo jadeando unosmomentos. A la luz del farol, vio a Mowett, Killick,Bonden y a algunos miembros de la guardia ynotó que tenían una expresión complacida osonreían.

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–¿Ya está a bordo el doctor? – preguntó.Sintió un gran alivio cuando le respondieron

que sí, pero se asombró al oír a Mowett añadir:–Está en su cabina con un visitante, señor.Se asombró porque Stephen, a pesar de ser

íntimo amigo suyo, nunca iba a su cabina si no leinvitaba, a menos que viajara en calidad deinvitado, lo que no ocurría ahora. Pero seasombró aún más cuando abrió la puerta de lacabina y vio a la señora Fielding sentada en subutaca. Ella tenía el aspecto de una rata ahogaday el pelo mojado y separado en mechones, peroestaba radiante de alegría. El asesinato formabaparte de la vida en Sicilia, donde ella habíapasado su niñez y su juventud, y por esocomprendía el sentido de esa palabra mejor queuna inglesa, y, por otra parte, había sentido unmiedo terrible durante los últimos momentos queStephen y ella habían pasado en su casa, porquese había convertido en una trampa, y tambiéncuando atravesaban la ciudad empapados,siempre oyendo pasos detrás de ellos y enocasiones deteniéndose delante de las puertas,donde a veces les molestaban soldados y

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marineros borrachos; sin embargo, ahora estabaa salvo, rodeada de doscientos hombres fuertesy afectuosos, y aunque todavía no estaba seca, almenos había entrado en calor. Además, por finse había dado cuenta de que todavía teníaesposo, un esposo a quien amaba con pasión apesar de sus defectos y a quien había dado pormuerto desde hacía dos meses. Stephen le habíadicho que el señor Fielding estaba malhumorado,pero ella le conocía muy bien y no tenía la menorduda de que podría cambiar su estado de ánimoen cuanto se reuniera con él. Ahora lo único queella necesitaba para que su felicidad fueracompleta era ver a Charles otra vez, por eso noera de extrañar que tuviera el rostro tanresplandeciente como la lámpara.

–Buenas noches, Jack -dijo Stephen,apartándose de la mesa del capitán, dondehabía estado escribiendo-. Perdona la intrusión,pero cuando traía a la señora Fielding, se calóhasta los huesos, y pensé que la cabina era unlugar más apropiado para ella que la cámara deoficiales. Le prometí en tu nombre que la llevaríasa Gibraltar.

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Jack notó que estaba pálido y agotado y quele miraba con angustia, y, casi sin pausa, dijo:

–Hiciste bien.Entonces, saludó a Laura con una cortés

inclinación de cabeza.–Es un placer tenerla a bordo, señora -dijo, y

luego, alzando la voz pero en un tono más suaveque el que usaba habitualmente, llamó a Killick yordenó-: Lleva mi baúl a la cabina del señorPullings. La señora Fielding se quedará aquí.Trae toallas limpias y el jabón oloroso. Bondencolgará el coy un pie más bajo. Trae su baúl a lacabina.

–No tiene baúl, señor -dijo Killick-. No tienemás que una pequeña bolsa.

–En ese caso… -dijo, mirandodisimuladamente hacia el charco que se habíaformado bajo los pies de Laura-. Calienta unacamisa de dormir de franela, un par de mediasde lana, y mi bata de lana, la de lana, ¿me hasoído?, y luego tráeselos. ¡Date prisa! Tiene quecambiarse enseguida, señora-dijo a Laura-, sino, pescará un horrible catarro. ¿Le gustan lastostadas con queso?

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–Mucho, señor -respondió Laura, sonriendo.–Entonces prepara tostadas con queso,

Killick. Y trae cerveza caliente y aderezada conazúcar y especias. Señora -dijo, mirando su reloj-, ahora debe usted ponerse la ropa seca ycaliente, aunque esté áspera, y dentro de diezminutos tendremos el honor de comer tostadascon queso con usted. Inmediatamente despuésdeberá acostarse, ya que zarparemos alamanecer y tendrá muy poco tiempo para dormirantes de que empiecen los ruidos.

A excepción de la cabina del capitán, en unbarco de guerra no había ningún lugar donde sepudiera hablar confidencialmente, ya que lamayoría de las divisiones estaban hechas confinas planchas de madera y lona. No obstante, enla pequeña cabina de Pullings, Jack preguntó:

–¿Todo va bien?–Muy bien, amigo mío. Te agradezco mucho

que hayas acogido cordialmente a nuestrainvitada.

–¿Cómo te enteraste de que íbamos aGibraltar?

–Lo sabía la hija del comandante del puerto y,

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por tanto, todas sus amigas de la isla, entre lasque se encuentra Laura.

–Señor, ¿puedo darle ese objeto con ribetesde oro a la señora? – preguntó Killick a Stephenal entrar precipitadamente en la cabina.

–Sí, Killick -contestó Stephen-. No hay dudade que ella necesita algo más que un pequeñoespejo de afeitarse.

El objeto en cuestión era un regalo que Dianale había hecho a Stephen, una extravagante eingeniosa arqueta que también podía servir deatril, palanganero, tablero de chaquete[18] ymuchas otras cosas, y que siempre estabatapada con una funda de lona encerada porqueera demasiado valiosa y demasiado delicadapara usarla en un barco.

–¡Oh, Stephen! – exclamó Jack al recordar derepente a su irascible prima-. Esto te costarámuy caro. Será muy difícil explicárselo a Diana.

–¿Crees que ella sospechará de mí?–Estoy completamente seguro. No podrías

justificarte ni aunque hablaras en todas laslenguas de los hombres y, además, en la de losángeles. Stephen, piensa un momento en esto:

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has traído a bordo, durante la guardia de media,a la mujer más hermosa de Malta, a la mujer quevieron salir de tu habitación en el Searle la nocheen que los ladrones…

–Con su permiso, Su Señoría -dijo ungrumete muy excitado y con los ojosdesorbitados-. Dice Killick que la cena está lista.

Hasta el otro día a la hora del desayunoStephen no se dio cuenta de que Jack habíaacertado con la opinión de la tripulación de lafragata. Tenía la lucidez que sigue a un períodode gran tensión y de falta de sueño. Habíapasado lo que quedaba de la noche haciendodos detallados informes de la situación, uno paraWray y otro para sir Francis, cifrados con arregloa dos claves diferentes, porque tenía queenviarlos a la comandancia del puerto, junto conlos duplicados, urgentemente, antes de que laSurprise soltara las amarras. Después depensarlo mucho, había decidido no mandar unoal gobernador, ya que había visto a uno de sussubordinados en casa de Laura y pensaba queese hombre podría abrir fácilmente el sobre.Wray iba a regresar el miércoles o antes, si

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recibía pronto el informe de Stephen, y lograríaapresar a los franceses a pesar de queprobablemente la desaparición de Laura lescausaría intranquilidad, porque la intranquilidadno les llevaría a tomar medidas drásticas, ya quepensarían que no era la primera joven que huíacon su amante cuando iba a llegar su marido.

Durante el desayuno observó a suscompañeros. Su reserva podía atribuirse a lapresencia del capitán, que no era usual a esahora del día, pero persistió después que él sefue, y la situación llegó a ser embarazosa.Stephen detectó desprecio en unos, ciertaadmiración o respeto en otros y en Gilldesaprobación desde el punto de vista de lamoral, y se bebió el café pensando que nomerecía ser objeto de ninguna de esas cosas.

Después que Stephen echó una miradarápida a la enfermería vacía mientras suayudante tocaba en vano la campana para queacudieran a ella todos los que se sintieran mal,se fue a su cabina con un frasco de láudano y elinforme de Pocock sobre el dey de Mascara. Porel informe se enteró que el Dey gobernaba un

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país pequeño pero poderoso, que nominalmentedependía del sultán de Turquía, pero que era tanpoco dependiente de él como Argelia o aúnmenos, y que a pesar de que Mascara era lacapital, la residencia principal del Dey estaba enZambra, un puerto por donde pasaba todo elcomercio del país y donde los agentes francesestenían influencia… mucha influencia… y muchoéxito… Y entonces se quedó dormido.

Tanto él como Laura durmieron durante el día,mientras fueron servidas varias comidas en elbarco y a pesar del ruido del viento, del mar y delas maniobras, y esto suscitó muchoscomentarios de proa a popa. Stephen fue el quedurmió más de los dos, pero cuando subió a lacubierta por fin pudo ver un atardecer tanhermoso que pensó que había valido la penasoportar el mal tiempo. La Surprise, con pocasvelas desplegadas, surcaba el mar, un mar deensueño, ilimitado y con infinidad de tonosnacarados entremezclados, sobre el cual seextendía el cielo azul y sin nubes. Aquel era unode esos días en que no se veía el horizonte, enque era imposible decir en qué punto de la niebla

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perlada el mar se juntaba con el cielo, y esoparecía aumentar su inmensidad. El vientosoplaba por la amura y susurraba en la jarcia, y elagua se deslizaba por los costados de la fragatacon un suave murmullo, y todo junto formaba unaespecie de silencio del mar. Pero la impresiónde que estaba en un lugar aislado desapareciócuando miró hacia delante, porque allí, a doscables de distancia estaba el Pollux, un navío desetenta y cuatro cañones viejo y estropeado, unode los últimos de su clase. Aunque estabaestropeado, era digno de verse por su torre develas desplegadas, sus vergas exactamenteperpendiculares a los mástiles, su enormegallardete ondeando hacia sotavento y las curvasy rectas de su complejo entramado iluminadaspor el sol, que ya estaba muy bajo y seencontraba por la amura de estribor.

–Señor -dijo Calamy a su lado-, la señoraFielding quiere enseñarle Venus.

–¿Venus? – preguntó Stephen.Entonces vio con sorpresa que no sólo

Calamy se había puesto la camisa con chorrerasino que también se había lavado la cara, una

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ceremonia que tenía reservada para los días enque era invitado a cenar y los domingos, cuandose celebraba el oficio religioso. Y cuandocaminaba hacia la popa, donde se encontraba laseñora Fielding, que estaba sentada en la butacade Jack muy cerca del coronamiento, notó quetodos los oficiales estaban presentes, que todosestaban afeitados y que la mayoría de ellostenían puesta la chaqueta del uniforme.

–¡Venga a verla! – exclamó ella, agitando enel aire el telescopio más pequeño de Jack-. Estáa la izquierda de la verga mayor. ¡Una estrella enpleno día! ¿Sabía que es como la luna en cuartomenguante, pero mucho más pequeña?

–Sé muy pocas cosas sobre Venus -dijoStephen-, aparte de que es un planeta inferior.

–¡Debería darle vergüenza! – exclamó ella.El contador, el teniente de infantería de

marina y Jack hicieron algunos comentarioscorteses y dijeron algunas frases ingeniosas,mientras que Mowett y Rowan, que podrían haberdicho algo brillante, permanecieron silenciosospero sin dejar de sonreír alegremente, hasta queel suboficial que gobernaba la fragata, en tono

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solemne, ordenó:–¡Den la vuelta al reloj y toquen la campana!Esas palabras y las dos campanadas

hicieron recordar a Mowett sus tareas, yentonces preguntó:

–Señor, ¿tenemos que quitar los mamparoshoy después de pasar revista?

Desde que la Surprise estaba bajo el mandodel capitán Aubrey, todos los días al atardecersus tripulantes hacían zafarrancho de combatecomo si fueran a entablar realmente una lucha, esdecir, quitaban todos los mamparos y llevaban ala bodega todas sus pertenencias, y despuéssacaban los cañones. Pero eso tendríanecesariamente que acabar con la tranquilidadde la señora Fielding, y Jack, después depensarlo unos momentos, dijo:

–Tal vez sea mejor limitarnos a sacar yguardar los cañones de proa. Luego, si en elPollux arrizan las gavias o cambian deorientación las juanetes, nosotros haremos lomismo.

En realidad, los tripulantes de la Surprise nohicieron zafarrancho de combate durante los seis

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días que duró el viaje a Zambra, los seis días enque Jack viajó más placenteramente que en todasu vida. Si la Surprise no hubiera estadoacompañada del viejo y lento Pollux,probablemente habría hecho el recorrido en dosdías menos, pero todos los marineros lo hubieranlamentado mucho. Durante esos seis días losvientos habían sido favorables y cálidos, el marhabía estado en calma y los tripulantes no habíantenido que hacer las cosas con urgencia (pues laSurprise tenía que llevar la misma velocidad queel Pollux), algo muy molesto que ocurría amenudo durante los viajes. Por esa razón habíantenido la impresión de que esos seis días eranextraordinarios, que no estaban en el calendario,aunque no podían considerarlos días libres,porque habían tenido que trabajar mucho, pero almenos durante ellos habían dispuesto de ratoslibres, de muchos ratos libres. No obstante, noesa la única ni la principal razón de que tuvieranesa impresión.

Algunos de esos ratos los habían dedicado aarreglarse. Williamson había superado a Calamy,pues se había lavado casi todo el cuello, además

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de la cara y las manos, lo que era asombrosoporque ambos sólo disponían del agua contenidaen una palangana de peltre de nueve pulgadasde diámetro, y los dos se habían puesto camisaslimpias todos los días. Todos los oficiales sehabían vestido con el uniforme completo, sehabían convertido en un modelo de perfección,como los del Victory cuando estaba al mando deSaint Vincent. Se habían quitado los pantalonesanchos de dril, las chaquetas y los sombreros depaja de ala ancha y copa baja llamados benjiescon que se protegían del sol, y se habían puestocalzones o al menos pantalones azules, susmejores chaquetas azules, botas y el sombrerode reglamento. Por otra parte, los marinerosencargados del palo trinquete a menudo sehabían puesto los chalecos rojos que usaban losdomingos y espléndidos pañuelos levantinos.Todos habían dejado de decir blasfemias,maldiciones y execraciones o las habíanmodificado (aunque, en realidad, estabanprohibidas por el segundo artículo del CódigoNaval). Había sido muy gracioso oír alcontramaestre gritar: «¡Oh… m… torpe

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marinero!», cuando Doudle el Rápido, por mirarhacia atrás para ver a la señora Fielding, habíadejado caer desde la cofa del mayor un pasador,que había estado a punto de clavarse en el piedel señor Hollar. También se había dejado deaplicar el castigo consistente en dar latigazos enel portalón, y aunque eso no tenía granimportancia porque en la fragata casi nunca sedaban azotes, el hecho de que los miembros dela tripulación, en general, pensaran que erantratados con indulgencia, habría tenido comoconsecuencia que faltaran a la disciplina si nohubiera sido porque la tripulación eraexcepcional. Los tripulantes de la Surprisesiempre habían estado contentos y ahora loestaban mucho más, y eso hizo pensar aStephen que sería beneficioso para todos lostripulantes de los barcos de guerra que siemprehubiera a bordo una joven hermosa y simpática,pero inaccesible, que fuera sustituida por otraperiódicamente, antes de que ellos llegaran atratarla con confianza.

Casi todas las noches, hasta muy avanzadala guardia de prima, los marineros habían

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cantado y bailado, y hasta mucho más tardeStephen y Jack habían tocado música o, encompañía de los demás oficiales, habíanescuchado a la señora Fielding cantar,acompañándose ella misma con la mandolina deHoney.

Muy pronto la señora Fielding había sidoinvitada a comer por los oficiales, y cuando leshabía dicho que lamentaba no poder ir porque notenía nada que ponerse, nada menos que trescaballeros habían mandado a un mensajero apresentarle sus respetos y a entregarle variasyardas de la seda que habían comprado,respectivamente, para su madre, su hermana ysu esposa, de la famosa seda escarlata de laisla Santa Maura, donde la Surprise habíaestado recientemente. Ella se había hecho unvestido que realzaba su belleza, y Killick y elvelero la habían ayudado a coser el dobladillopara que pudiera terminarlo a tiempo. Todos abordo sentían afecto y admiración por ella y, apesar de que creían que se había fugado con eldoctor, los pocos que consideraban ese actocondenable no la censuraban a ella sino a él.

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Incluso el señor Gill, un hombre puritano,reservado y melancólico, cuando ella habíapreguntado cuánto tiempo tardarían en llegar alcabo Raba, donde terminaba la primera etapadel viaje, había contestado:

–Desgraciadamente, sólo tres días, si siguesoplando este viento.

El último de esos días, cuando las dosembarcaciones navegaban tan despacio queapenas tenían la velocidad suficiente paramaniobrar, Jack había sido invitado a comer enel Pollux. Lo había lamentado mucho, porque lascomidas en su propio barco eran mucho másagradables, pero no tenía elección, y cuandofaltaban diez minutos para la hora de la cita, muyacicalado (tan acicalado que incluso llevaba loszapatos con hebilla plateada y el chelengk en elsombrero), había subido a bordo de su falúa,donde le esperaban los tripulantes vestidosespléndidamente, con chaquetas azul claro ypantalones de dril blancos como la nieve.

Había encontrado al capitán del Pollux, aquien apenas conocía, y al almirante Harte, aquien conocía demasiado bien, en excelente

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estado de ánimo. Dawson dijo que lamentaba nohaber invitado antes al capitán Aubrey, pero quesu cocinero había estado enfermo a causa de uncangrejo que había comido en Valletta pocoantes de zarpar, y luego añadió que se alegrabade que ya se hubiera recuperado porque estabaharto de comer la comida de la cámara deoficiales.

El cocinero se había recuperado, pero habíacelebrado el acontecimiento emborrachándose, yla comida fue tan caótica que a veces mediaronlargos intervalos entre los platos y otrasaparecieron repentinamente cinco a la vez, y,además, ocurrieron cosas raras como, porejemplo, que en el flan con merengue aparecieraun trozo de zanahoria.

–Tengo que disculparme por esta comida -había dicho el señor Dawson casi al final.

–¡Y que lo diga! – había exclamado Harte-. Lacomida era muy mala y estaba muy maldistribuida. ¡Pato en tres platos seguidos!¡Piense en eso nada más!

–El oporto es excelente -dijo Jack-. Creo quenunca he bebido un oporto mejor.

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–Yo sí -replicó Harte-. Mi yerno, Andrew Wray,compró la bodega de lord Colville, y en uno delos barriles había un oporto tan bueno que éste, asu lado, parecería un vino para guardiamarinas.Sin embargo, es bastante bueno, bastantebueno.

Tanto si era bueno como si no, Harte habíabebido mucho, y cuando se pasaban unos aotros la botella, había aumentado su curiosidadpor la misión de Jack. Pero Jack le había dadorespuestas vagas y evasivas, y habría salido deesa situación solamente con el consejo: «Hayque darle una patada en el culo al Dey, porque lamejor forma de tratar a los extranjeros, sobretodo a los nativos de esta región, es dándolesuna patada en el culo», si no hubieramencionado el lugar donde estaba el manantial.Harte le había hecho describir el lugar con tododetalle tres veces y había dicho que tal vezllevaría su barco hasta allí para verlo, porquealgún día podría serle útil saber dónde estaba.Jack había intentado convencerle de queabandonara la idea con los argumentos máscontundentes que podía encontrar, y tan pronto

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como había podido se había puesto de pie yhabía pedido permiso para retirarse.

–Antes de que se vaya, Aubrey -había dichoHarte-, quisiera pedirle un favor.

Entonces le había dado una pequeña bolsade cuero que, obviamente, había preparado deantemano, y había añadido:

–Cuando vaya a Zambra, libere a uno o doscautivos cristianos con esto. Preferiría que fueranmarineros ingleses, pero no me importaría quefueran unos pobres desgraciados. Cada vez quemi barco ha hecho escala en algún puerto deBerbería, he rescatado a un par de los másviejos y les he mandado a Gibraltar.

Jack conocía a Harte desde que era tenientey nunca le había visto hacer una buena acción, ymientras iba en la falúa en el viaje de regreso,había pensado que el descubrimiento de eserasgo de su carácter contribuía a que aquellosdías le parecieran un sueño, un sueñomaravilloso, a pesar de que sentía la tristeza queacompañaba siempre «la última vez». Sinembargo, no había podido definir sussentimientos con palabras y había pensado que

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tal vez podría hacerlo, al menos de una maneraque le resultara satisfactoria a él mismo, conmúsica, con el violín bajo la barbilla. Mientraspasaban por su mente las notas de unmovimiento lento de una pieza que a vecestocaba, un movimiento encantador perocomplejo, había observado la Surprise. Laconocía mejor que a ninguna otra embarcación,pero en ese momento notó que había cambiado,aunque no sabía si era realmente distinta o se loparecía debido a sus propias meditaciones o ala oscilación de la luz; en ese momento lepareció que la fragata era una embarcación queno conocía, que estaba en un sueño y que seguíauna ruta trazada desde hacía mucho tiempodeslizándose por una senda recta y estrechacomo el filo de una navaja.

–Da una vuelta alrededor de ella -habíaordenado a Bonden, que se encontraba a sulado.

Entonces, juzgándola con el criterio prosaicode los marinos, había notado que navegabacompletamente horizontal, aunque la forma enque navegaba con más facilidad era con la popa

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un poco más hundida, y había pensado que esose solucionaría con las veinte toneladas de aguaque pronto cargarían en la bodega.

Llegaron al cabo Raba cuando empezaba lamañana, una mañana horrible: la presiónatmosférica había bajado, el viento había roladoal oeste, había nubes bajas y estabaamenazando con llover. Pero Mowett, que era unprimer oficial muy exigente, había decidido que laSurprise tendría un aspecto digno cuando llegaraa Zambra, tanto si llovía como si hacía buentiempo. Los marineros echaron abundante aguade mar en la cubierta para quitar hasta el últimograno de la tonelada de arena con que la habíanfrotado, tanta agua que parecía que caía undiluvio, y luego la secaron y pulieron todo el brilloque había perdido. Antes de que esta ceremoniallegara al clímax, el capitán subió a la cubiertapor segunda vez, miró hacia el mar y luego haciael cielo y dijo:

–Señor Honey, por favor, haga al Pollux laseñal: «Permiso para separarnos».

Wilkins, el suboficial encargado de lasseñales, había estado esperando ese momento

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desde hacía algún tiempo, y también su colegaque estaba en el Pollux, así que la petición y laconcesión aparecieron con extraordinariarapidez, junto con un mensaje adicional delPollux: «Feliz regreso».

La Surprise puso rumbo a la costa y el navíode línea (así era su clasificación oficial, a pesarde que era mucho menos potente que los de esaépoca) viró en redondo. Según el acuerdo entreambos capitanes, el navío avanzaría hacia altamar y regresaría a su puesto constantemente, enespera de que la fragata se reuniera con él al díasiguiente. La silueta de la costa se veía cada vezmás claramente, y muy pronto Jack llamó a losguardiamarinas, como hacía siempre que seacercaban a un fondeadero desconocido paraellos. Como a esa hora de la mañana y con esetiempo no era probable ver en la cubierta a laseñora Fielding, todos vestían prendas detrabajo, y la mayoría de ellos tenían la ropamojada y tenían frío. Williamson estaba muysucio, pues se había manchado de grasa eljersey de Gernsey, ya que había ayudado alcontramaestre a engrasar los tamboretes; sin

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embargo, como era su deber, había traído elcompás para medir el acimut, ya queseguramente el capitán Aubrey indicaría a losguardiamarinas varios puntos fijos en la costaque podrían tomarse como señal para saber laposición de la fragata y les pediría que lacalcularan.

–Allí, por la amura de babor, está el caboRaba -dijo señalando con la cabeza un enorme yoscuro promontorio con un acantilado al bordedel mar-. Hay que doblarlo navegando aconsiderable distancia de la costa, porque hay unarrecife que sobresale media milla del litoral. Yala derecha, a unas dos leguas al oestesuroeste,está el cabo Akroma.

Ellos miraron atentamente el distantepromontorio, que sólo se diferenciaba delprimero en que sobre él, justo en la misma punta,se alzaba una fortaleza.

–Al otro lado del cabo Akroma está la bahíaJedid -continuó-, que tiene la boca demasiadoancha, pero tiene un fondeadero de quincebrazas de profundidad con el fondo firme.Además, frente a ella hay un islote lleno de

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conejos que la protege de los vientos del oeste ydel noroeste. Es un lugar ideal para refugiarsecuando el viento sopla con mucha fuerza y no sepuede doblar el cabo Akroma. Pero no es tangrande ni tiene un fondeadero tan bueno comoesa otra bahía más próxima, a la que nosdirigimos ahora, la bahía Zambra, que seencuentra entre Raba y Akroma.

El viento había aumentado de intensidadcuando había salido el sol, que era casi invisible,y la Surprise, que ahora no tenía que adaptar suvelocidad a la del viejo Pollux, navegaba a másde ocho nudos. El cabo Raba pareció moverserápidamente en dirección a la popa cuando lafragata entró en la bahía Zambra, una inmensaextensión de agua que penetraba en la costadiez o doce millas. Era más profunda que anchay el litoral que la bordeaba tenía muchas puntasrocosas y cabos. La fragata se situó de modoque tuviera el viento de través y empezó anavegar aún más rápido y en dirección al ladooeste de la bahía.

–Todavía no pueden ver Zambra -dijo Jack-,porque está en un lugar recóndito al sureste.

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Pero pueden ver los islotes The Brothers. Simiran hacia el cabo Akroma y luego un poco máshacia el sur, verán a unas dos millas de distanciaun cabo con una palmera, y un poco más allácuatro islotes en fila, más o menos a un cable dedistancia unos de otros. Esos son los islotes TheBrothers.

–Ya los veo, señor -dijo Calamy.–Están al suroeste cuarta al oeste -dijo

Williamson.–Los verían mejor si el viento soplara del

noreste y con más intensidad, y si hubiera fuertemarejada. Entre ellos hay un arrecife blanco queno tiene ni dos brazas de agua por encima, y seve cuando sopla el viento del noreste y haymarejada. Pero, generalmente, el mar está encalma, como ahora. Los moros que viven en estaregión no les dan importancia, pero cuando yoestaba a bordo del Eurotas, que tenía un caladode dieciocho pies y seis pulgadas, el barcoencalló allí. Cuando hay una fila de islotessemejantes, lo más probable es que las aguasque los separan sean poco profundas. SeñorMowett -dijo, interrumpiendo la conversación-,

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puesto que hemos tardado tan poco en venirhasta aquí, completaremos la aguada antes dellegar al puerto. No es conveniente llegardemasiado temprano, y, además, me parece queesta tarde va a llover, así que será mejor coger elagua ahora. El manantial se encuentra al este, enuna ensenada que está detrás de esos trespequeños islotes.

Después de decir esto, se volvió y bajó a sucabina, pero cuando tenía la mano en el pomo dela puerta, se dio cuenta de que se habíaequivocado y bajó a la cámara de oficiales.

Allí encontró a Stephen, que estabadescontento y desaliñado (para Jack, la mejorprueba de que su amigo no mantenía relacionescon la señora Fielding era que tenía una barbade tres días y llevaba puesta una peluca vieja).

–Si esa mujer no nos invita a algo máscristiano, me beberé esto -dijo, señalando el caféde la cámara de oficiales, que era claro einsípido y estaba tibio-. Nos ha invitado a tomarchocolate con ella. ¡Madre de Dios! ¡Chocolate aesta hora de la mañana! ¡Que lo tome ella!

En ese momento entró Killick, todavía con la

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sonrisa amable que tenía en la cabina, y dijo:–Dice la señora que habrá café, si los

caballeros lo prefieren.Ciertamente, los caballeros lo preferían, y,

como era su costumbre, bebieron una cantidadexorbitante, una taza tras otra. Estuvieronbebiendo hasta que Jack notó que la fragatacambiaba de movimiento y dedujo que estabanmuy cerca de la costa. Subió a la cubierta,condujo la fragata hasta la pequeña ensenada,con una playa de arena que estaba detrás de losverdes islotes, y echó un anclote nada más,porque era un lugar resguardado. Bajó a tierra enla primera lancha que transportaba los tonelesvacíos, y por primera vez esa mañana volvió atener la misma impresión que había tenido losúltimos días, la impresión de que estaba en unmundo diferente y paralelo. La causa había sidoencontrarse de nuevo en aquel lugar, que le erafamiliar. No había estado allí desde hacía veinteaños, veinte años de intensa actividad, y, sinembargo, recordaba cada piedra de la albardillade la fuente cuando se inclinó sobre ella.

Pero subir a bordo veinte toneladas de agua,

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tonel a tonel, requería mucha energía y atención,y puesto que esa era una de las tareas que aJack no le gustaba encomendar a otra persona,ni él ni nadie tenían mucho tiempo para unaintrospección consciente. Además, enseguidaempezaron a llegar ráfagas de lluvia del noroestey los pesados toneles se pusieron resbaladizos,por lo que fue más difícil moverlos.

Desde hacía algún tiempo, el Pollux seacercaba de vez en cuando a la boca de labahía, como todos habían supuesto. Debido a sutendencia a abatir a sotavento y a la curiosidadde Harte, había llegado incluso a la línea que uníalos dos cabos, y ahora estaba en facha frente alcabo Akroma, mientras sus tripulantespracticaban cómo quitar los mastelerillos.Aunque el navío estaba dentro de la bahía, ytendría que virar y dar bordadas para salir deella, no podía verse desde Zambra, por lo tanto,el almirante todavía mantenía su promesa; sinembargo, su presencia allí irritaba a lostripulantes de la Surprise.

–Si ese entrometido sigue así, al navío le serádifícil volver a alta mar, pues tendrá que dar

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muchas bordadas -dijo Mowett a Rowan.En ese momento la fortaleza del cabo

Akroma disparó un cañonazo, y el viento propagóel sonido por la inmensa bahía. Todos lomarineros que no estaban ocupados en esemomento alzaron la vista, pero no notaron queocurriera nada, y como una de las lanchascargadas con toneles se abordó con la fragatainmediatamente después, volvieron a bajarlaenseguida.

Pero a Jack eso le extrañó, pues en lafortaleza no ondeaba ninguna bandera, y todavíaestaba mirando el cabo por el telescopio cuandoun barco grande que había salido de la bahíaJedid lo contorneó. Era un barco de guerra dedos puentes y ochenta cañones y llevaba labandera turca y el gallardetón de un comodoro.Lo seguían de cerca dos fragatas, una de treintay ocho o cuarenta cañones y otra, menos potente,de unos veintiocho cañones. Apenas habíaacabado de ver las embarcaciones cuando vioque la fragata más potente se situaba junto alcostado de babor del barco, y entonces fuearriada la bandera turca y fue izada la francesa y

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el barco disparó al Pollux con los cañones deproa. El Pollux dirigió la proa hacia la parte dedonde venía el viento, el poco viento que soplabaen aquel lado del cabo, pero en dos minutos elbarco francés llegó a colocarse tan cerca quesus penoles casi se tocaban, y en ese momentoempezó a dispararle con toda la batería delcostado. Entretanto, la fragata avanzó por el ladodel barco del comodoro cuya batería nodisparaba y se colocó cerca de la proa delPollux. Antes de que la fragata empezara adisparar los devastadores cañonazos, laSurprise salió rápidamente de la ensenada,abandonando las lanchas, y sus tripulantesempezaron a desplegar velas y a hacerzafarrancho de combate.

El Pollux estaba a barlovento, y, a menos quese adentrara una o dos millas en la bahía, laSurprise tendría que virar dos veces paraalcanzarlo, una cerca de The Brothers y otra a laaltura de la fortaleza de Akroma. La Surprisetenía que recorrer nueve millas en muy pocotiempo, pero como el viento había aumentado deintensidad, ahora navegaba a diez nudos. El

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Pollux disparaba a un ritmo muy rápido, inclusocon las carronadas de treinta y dos libras quetenía en el castillo y en el alcázar. Por lo que Jackpodía ver a través del humo que llenaba el lugarde la batalla, todavía sus tres mástiles estabanen pie, y pensó que era posible que resistierahasta que él llegara y disparara a la popa delbarco francés o evitara que la fragata máspotente siguiera disparándole. La fragatafrancesa más pequeña estaba cerca del navío yde vez en cuando le disparaba, pero no parecíaque sus disparos causaran graves daños ni quesu capitán tuviera mucho interés en participar enla batalla.

–¡Desplegar la juanete mayor! – ordenó.Cuando los marineros amarraron las escotas,

la Surprise escoró aún más, la serviola y elpescante central de babor se cubrieron deespuma y el agua saltó hasta la borda. Entoncesla fragata aumentó aún más de velocidad.«Espera, desgraciado», pensó y enseguida, envoz alta, dijo:

–¡Desplegar el foque!La cubierta se inclinó como el tejado de una

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casa, y Jack permaneció de pie en la cubierta,con el brazo derecho alrededor de la burda delpalo mesana. A su lado estaban Mowett y elguardiamarina encargado de transmitir susmensajes. Dos excelentes timoneles, Devlin yHarper, llevaban el timón, y detrás de ellosestaba el oficial de derrota, que gobernaba lafragata. Todos los marineros que manejaban loscañones, excepto los que orientaban las velas,estaban en sus puestos, y junto a cada brigadaestaba el oficial y el guardiamarina que lasmandaba, Los infantes de marina y los marinerosque manejaban las armas ligeras tambiénestaban en sus puestos. Todos mirabanfijamente los barcos apiñados que combatían enmedio del ruido atronador y del negro humodonde aparecían constantemente fogonazosanaranjados.

Casi había llegado el momento de virar. Jackmiró hacia The Brothers, que estaban a mediamilla de distancia, y luego vio a Stephen, queacababa de subir la escala de toldilla y ahorasubía trabajosamente la pendiente. En unabatalla, el puesto del doctor Maturin estaba en el

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sollado, pero casi nunca iba allí antes de que labatalla empezara.

–¿Cómo está la señora Fielding? – preguntóJack en voz muy alta para que le oyera a pesardel rumor del agua.

–Muy bien, gracias. Tiene la valentía y lafortaleza de los antiguos romanos.

–Ten cuidado. Sujétate a Davis porquevamos a virar.

Jack miró hacia Gill y asintió con la cabeza.–¡Ahora! – gritó el oficial de derrota.La Surprise empezó a virar lentamente,

girando sobre sí misma, como un cúter, y susvelas fueron moviéndose hacia babor cada vezmás rápido. Entonces el viento, formandoremolinos, trajo el olor del humo de la pólvora, yJack dijo:

–Podrán decir todo lo que quieran delalmirante, pero nadie podrá llamarle cobarde.¡Dios mío! ¡Cómo lucha el Pollux!

–Señor -dijo Mowett, mirando por eltelescopio-, se le ha caído el palo trinquete.

Mientras hablaba, se había hecho un claro enel humo, y Jack pudo ver que, en efecto, el Pollux

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había perdido un palo, por lo que no podría virara sotavento, pero que seguía disparando a unritmo muy rápido. Un momento después en lafragata más potente, en respuesta a una señaldel barco de dos puentes, cambiaron laorientación de las velas e hicieron rumbo al surpara interceptar la Surprise.

–Doctor -dijo Jack-, es hora de que te vayasabajo. Saluda de mi parte a la señora Fielding ydile que me parece que estará mejor en labodega, y luego llévala hasta allí, por favor.

Ahora que las fragatas estaban apartadas delhumo, Jack las miró con gran atención. La máscercana tenía treinta y ocho cañones, como habíasupuesto, y era muy hermosa y rápida; sinembargo, puesto que pesaba mil toneladas, eraimprobable que fuera tan ágil como la Surprise.La otra tenía veintiocho cañones, como laSurprise, pero ahí se terminaba la semejanzaentre ellas, porque era muy ancha y tenía la proaroma, y por su aspecto parecía construida enHolanda.

–¡Cinco grados a barlovento! – ordenó.–¡Sí, señor, cinco grados a barlovento!

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Cuando los disparos de la primera fragatafrancesa pudieran alcanzar la Surprise,probablemente daría una guiñada paradispararle una andanada, y la Surprise tendríaque virar todo el timón a barlovento para evitarser alcanzada. Sin embargo, los pocos gradosque la Surprise había virado le permitiríancolocarse casi contra el viento y no sólo evitar laandanada sino tal vez incluso pasar por entre lasdos fragatas enemigas antes de que la primeratuviera tiempo de dispararle otra andanada. Peroeso dependía en gran medida de lo que hicierala segunda. Era muy peligroso pasar por entrelas dos fragatas, pero había que hacerlo. En esemomento las dos embarcaciones, como si suscapitanes hubieran adivinado su intención, sedesviaron ligeramente del rumbo, una a estribor yotra a babor, de modo que la fragata quedara enmedio de las dos.

Jack estaba muy tenso y muy animado; sinembargo, una parte de su mente recordó queStephen le había dicho que la frase à Dieu va,que los franceses usaban con el significado«Virar el barco», quería decir en el lenguaje

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corriente «Tenemos que arriesgarnos y confiaren Dios». «Eso es lo que tenemos que hacernosotros», pensó mientras miraba el distantenavío de dos puentes que todavía disparaba confuria, lo mismo que su adversario. En esemomento la nube de humo se dividió en dos y elhumo se extendió por ambos lados, Jack viobrotar en el espacio central una inmensallamarada de extraordinario brillo, desde la cualsaltaban hacia arriba oscuros objetos, y vio quepor encima de ella había una nube de humoblanco. El Pollux había explotado. Y antes de quela inmensurable llamarada se extinguiera, llegóhasta la fragata el estampido producido por lasantabárbara al estallar, que hizo estremecer elmar y las velas. El palo trinquete del barcofrancés también se había caído por la borda,pero ni la explosión ni los trozos de palos y baosque le habían caído encima habían provocado suhundimiento.

–¡Preparados para virar! – ordenó Jack.Ahora que el Pollux no podía ayudarle, tenía

que hacer todo lo que pudiera para salvar laSurprise y su tripulación, y tratar de pasar por

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entre aquellas dos fragatas no parecía la mejorforma de conseguirlo.

No dudaba que los franceses, que teníansuperioridad sobre ellos, les atacarían enZambra, y no fue con la intención de refugiarseen un puerto neutral que hizo rumbo al sursureste,hacia el cabo en que se alzaba la fortaleza queguardaba la entrada del puerto y la ciudad.

Se inclinó sobre el coronamiento y dirigió eltelescopio hacia el barco francés. De vez encuando las ráfagas de lluvia le impedían verlo conclaridad, pero estaba seguro de que habíasufrido graves daños. Sus tripulantes habíantirado al agua las lanchas que quedaban, habíanpuesto cabos de refuerzo en la proa y la popa yestaban haciendo una balsa con diversos palosdel barco. En opinión de Jack, no era probableque hiciera daño a la fragata si la mantenía fueradel alcance de los cañones de treinta y dos librasque le quedaban, pero las fragatas francesaseran otra cosa. Podría luchar con ellas porseparado, aunque sería difícil escapar al ataquede una fragata de treinta y ocho cañones biengobernada y que estuviera a sotavento en una

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estrecha bahía; sin embargo, luchar con las dosjuntas…

Las observó muy atentamente para juzgarlascon objetividad, según los criterios másapropiados. Cada vez le parecía más claro quela fragata más potente, aunque era elegante yveloz, estaba gobernada de una forma correcta,pero no con soltura, que el capitán y sustripulantes habían pasado más tiempo en lospuertos que navegando en todas las estaciones yque no se sentían a gusto en su fragata. Habíanotado que los tripulantes hacían las maniobrascon indecisión y lentitud y sin coordinación, loque demostraba que no estaban acostumbradosa trabajar juntos. Además, tenía la impresión deque no conocían bien la mar. Sin embargo, esono significaba que no manejaran bien loscañones, tan bien como solían hacerlo losfranceses, ni que el peso conjunto de las balasde una andanada no fuera mucho mayor que elde las de una andanada de la Surprise. Encuanto a la fragata más pequeña, Jack pensabaque su capitán tenía más experiencia. Noobstante, era muy lenta, y cuando la Surprise

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llegó a las inmediaciones de la fortaleza, estabademasiado lejos, por popa. Estaba muy lejos,pero por barlovento, y eso era lo malo. Las dosfragatas francesas tenían la ventaja de estar porbarlovento.

No le sorprendió que la fortaleza abrierafuego, aunque en vano, porque desde que habíavisto aparecer la escuadra francesa estabaseguro de que el Dey era aliado suyo; sinembargo, eso le dio una buena excusa parahacer lo que tenía pensado.

La Surprise viró y empezó a navegar contra elviento y en dirección a la costa occidental, ynuevamente Jack la hizo avanzar lo más rápidoque podía. Nunca antes había estado tan unido auna embarcación. La Surprise podía tenerdesplegado una gran cantidad de velamen con elviento de poca intensidad que soplaba en elfondo de la bahía, y él sabía exactamente quécantidad y esa cantidad fue la que desplegó. Lafragata se comportaba como un pura sangre y sealejaba cada vez más del gran barco francés,que había virado al mismo tiempo que ella yahora se encontraba a dos millas por la aleta de

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estribor, navegando con rumbo paralelo ydisparando de vez en cuando con el cañón deproa. La costa occidental ya estaba muy cerca, ypodían verse varios barcos pesqueros echandolas redes. Se acercaba más y más, y mientrastanto Jack pensaba en los posibles caminos aseguir, en la intensidad del viento, en elabatimiento de la fragata, y hacía una serie decálculos casi inconscientemente.

En medio del silencio, gritó:–¡Preparados para virar! ¡Y cuando dé la

orden, muévanse rápido como el rayo!Otras cien yardas. Doscientas yardas.–¡Timón a babor! – gritó.La fragata volvió a virar en redondo con la

misma gracia de siempre y empezó a navegarvelozmente en dirección al norte de la costaoccidental, en dirección a los islotes TheBrothers y al cabo que se encontraba justo detrásde ellos. En ese momento se hizo patente laventaja de estar por barlovento. A pesar de quela Surprise había virado muy rápido y navegabaa gran velocidad, las fragatas francesas teníanque recorrer una distancia menor (su posición

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era comparable a la de los caballos que iban enlas calles interiores de la pista en una carrera, yla de la Surprise con la del que iba en la calleexterior), y parecía que si la fragata no se deteníaen un punto de la costa, ellas podríaninterceptarla antes que llegara a The Brothers oatraparla entre ellos y el cabo que estaba detrás.

Había silencio absoluto en la fragata mientrastodos veían acercarse con rapidez los islotes TheBrothers, con sus tres canales, y las fragatasfrancesas. Durante aquella larga carrera, lostripulantes de la fragata más potente habíantenido tiempo de desplegar una gran cantidad develamen, y ahora la fragata navegaba tan rápidocomo la Surprise o más. Se dirigía al canalcentral, por donde podría llegar al cabo antes quela Surprise, y una vez allí se pondría en facha yprepararía los cañones para disparar contra lafragata cuando doblara el cabo. La fragata deveintiocho cañones había alcanzado la estela dela Surprise para cortarle el paso en caso de queintentara retroceder después de atravesar elprimer canal.

La fragata más potente se encontraba ahora

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a un poco más de media milla por el través deestribor y seguía avanzando con rapidez. Jack,en vez de disminuir velamen, hizo disminuir lavelocidad soltando discretamente algunasescotas y acercando más la proa hacia la partede donde venía el viento. Los tripulantes conocíanmuy bien el modo de obrar de Jack, peropusieron una expresión grave al ver que lafragata francesa estaba paralela a la suya e iba aadelantarla cuando el canal entre el primer islotey el segundo estaba muy cerca y al otro lado yase divisaba la amenazadora mole del cabo bajola lluvia. Cuando la fragata francesa pasó por ellado de la Surprise, a pesar de estar distante,disparó una andanada, y Jack, en vez deresponder con otra, gritó:

–¡Preparados para disminuir velamen!Entonces fue hasta donde estaba el timón.La fragata francesa siguió avanzando

rápidamente, formando grandes olas con la proa.Al fin entró en el canal central y chocó contra elarrecife con una fuerza increíble, y enseguida susmástiles cayeron hacia delante o haciasotavento. Su compañera viró de inmediato y

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empezó a navegar velozmente en dirección a lacosta este.

–¡Silencio de proa a popa! – gritó Jack entrelos vivas de los tripulantes-. ¡Cargar las velas!¡Cargar las velas! ¡Mover la gavia mayor!

Cuando la velocidad de la fragata disminuyólo suficiente, Jack viró el timón y la condujo muydespacio no por el primer canal, sino por un pasoprofundo que había entre el primer islote y elacantilado, un paso tan estrecho que los penolesde ambos lados rozaban las rocas.

–¡Tirar de las brazas! ¡Amarrar las escotas!La Surprise volvió a alcanzar la velocidad que

tenía y empezó a navegar en dirección a alta marcon el viento por el través.

Cuando la Surprise dobló el cabo que estabaal otro lado de los islotes The Brothers, la lluviallegó del nornoroeste y, como un manto grueso ygris, cubrió toda la bahía, ocultando ambascostas y atemperando el entusiasmo que habíaen la cubierta, que los marineros expresabandándose palmadas en las espaldas unos a otrosdiciendo: «¡Les dimos su merecido a esoscabrones!» o «¡Les engañamos!» o «¿Habías

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visto alguna vez una cosa igual?». A pesar deeso, cuando la lluvia cesó y el cielo al otro ladodel cabo Akroma se tornó azul, los marineros,con la cara empapada pero todavíaresplandeciente de alegría, seguían mirando conadmiración a su capitán.

El capitán estaba de pie, con las piernasseparadas, muy cerca del coronamiento, y movíael telescopio a un lado y a otro de la bahía. Laeuforia que había sentido en los primerosmomentos posteriores al triunfo ya había pasado,pero todavía había en sus ojos un brillo piráticomientras pensaba en las posibles formas deactuar.

–Digan al doctor que venga -ordenó al cabode un rato.

Y cuando el doctor llegó, Jack, señalando conla cabeza el barco de dos puentes francés queestaba inmóvil entre las aguas grises y agitadas,a una milla y media de distancia, dijo:

–Quiero que sepas cuál es la situación. ElPollux se hundió, mejor dicho, explotó y,naturalmente, se hundió, pero antes causógraves daños al barco francés.

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Entonces le dio el telescopio a Stephen, quevio que el barco estaba medio hundido y el aguasalía por los imbornales, y también que tenía lasportas de la crujía destrozadas y le faltaba el palotrinquete.

–La explosión también le causó dañosimportantes -continuó Jack-. Me parece quemuchos baos se desprendieron. Está bastantehundido, y la proa está mucho más baja. Lostripulantes han puesto cabos de refuerzo en laproa y la popa. Estoy convencido de que hoy nose moverá, hagamos lo que hagamos.

Stephen miró por el telescopio losennegrecidos restos del navío, que abarcaban unárea de media milla, y dijo:

–¡Madre de Dios! ¡Quinientos hombresmuertos en una explosión que duró un segundo!

–Ahora mira hacia los islotes The Brothers -dijo Jack después de una breve pausa-. Esaembarcación desarbolada que está sobre elarrecife del canal central es la fragata máspotente. Chocó con tanta fuerza y se haadentrado tanto que nunca podrá salir. Nomerece la pena que vayamos a quemarla.

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–Supongo que esos hombres que se acercana la costa en las lanchas son sus tripulantes -dijoStephen.

–Exactamente. Ahora mira al fondo de labahía -dijo, señalando hacia allí-. Esa es su infelizcompañera. Navega a la velocidad del rayo parallegar a Zambra. Me parece que es un barcoholandés. Probablemente sus hombres han sidoobligados por los franceses a servir en suarmada, pero ellos no están dispuestos aderramar su sangre por un grupo de extranjeros.¿Te das cuenta de cuál es la situación?

–¿Y aquellos botes?–Son botes de pescadores y de otras

personas que vienen a apoderarse de lo queencuentren entre los restos del naufragio.

–¿Y aquel barco con dos mástiles?–Es nuestra lancha. La dejamos atrás cuando

nos fuimos de allí. Honey la traerá enseguida, ytambién el anclote y la guindaleza.

–Creo que todo está claro.–Muy bien. Entonces quiero que tengas la

amabilidad de darme tu opinión, desde el puntode vista político, sobre el siguiente plan: iremos a

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Zambra sin perder un minuto, entablaremos uncombate con ese miserable arenquero holandésy atacaremos la fortaleza que nos disparó y,después de tomarla, mandaremos al Dey elmensaje de que a menos que su gobierno sedisculpe inmediatamente por la ofensa hecha anuestra armada, quemaremos todos los barcosque hay en el puerto, y después de resolver esto,hablaremos con el señor Eliot. ¿Crees que es unbuen plan?

–No, no lo creo. Es evidente que el Dey tomóparte en tender esta trampa, y puesto que lafortaleza disparó a la Surprise, seguramentecree que ya estamos en guerra con él. Tengoentendido que es irascible y cruel, y creo queatacarlo en este momento, cuando está tanexcitado, tendrá forzosamente comoconsecuencia la muerte del señor Eliot. Además,como hay un barco de dos puentes francés en labahía, no podemos perder tiempo enpourparlers, aunque tenga que quedarseamarrado durante un tiempo. Creo que el plan,desde el punto de vista político, es descabellado,y no sólo por esos motivos, sino por muchos

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más, y te ruego que lo abandones. En estascircunstancias, lo que cualquier consejero políticoen su sano juicio te aconsejaría sería quesalieras de aquí con celeridad y fueras a pedirnuevas instrucciones y un buen refuerzo.

–Temía que ibas a decirme eso -dijo Jack,mirando hacia Zambra con tristeza-. Sinembargo, a la ocasión la pintan calva, ¿sabes?Pero no quiero que muera el señor Eliot. Por otraparte, desobedecería las órdenes que me handado si me apoderara de la ciudad.

Fue hasta el palo mayor y volvió dos veces,luego dio la orden de que aproximaran la fragataa la lancha y después, con su alegría habitual,dijo:

–Tienes razón: debo ir a Gibraltar conceleridad. Puesto que ha dejado de llover y nohay combate, podemos dejar salir de la bodegaa la pobre señora Fielding.

Los dos se habían alejado de la zona cercanaal coronamiento, donde se podía hablarconfidencialmente, y Jack había hablado en vozmuy alta, y puesto que en la fragata reinabaahora una atmósfera distendida, como la que

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solía seguir a los momentos de gran tensión, y,además, agradable, a Williamson no le parecióincorrecto decir: «¡Yo iré a buscarla, señor!», ni aCalamy replicar: «¡Yo sé perfectamente dóndeestá! ¡Déjeme ir a mí, señor!».

La señora Fielding subió a la cubiertajustamente cuando la Surprise se ponía en fachay la lancha se abordaba con ella. Le habíancontado la desgracia que le había ocurrido alPollux y tenía una expresión grave. Dijo alcapitán Aubrey que esperaba que ningún amigosuyo hubiera perecido en la explosión y que ellano conocía a ninguno de los que iban a bordo delnavío. Luego, con una mirada melancólica, dijoque su esposo había estado a las órdenes delpobre almirante Harte. Ambos hicieron losapropiados comentarios, y sentían realmente loque decían, a pesar de que predominaba enellos la alegría que les había producido lavictoria; sin embargo, no pudieron extenderseporque en ese momento los tripulantes subían lalancha a bordo, una maniobra para cuyarealización se daban muchos pitidos y segritaban muchas órdenes.

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Al capitán Aubrey le pareció que lostripulantes hablaban incluso más de lo habitual ylo conveniente, y observó que siguieron hablandomucho aun después que la lancha fue introducidaen la fragata, apoyada en los calzos y amarradafuertemente y que repetían a menudo la palabra«zunchos». Cuando logró hacer comprender a laseñora Fielding en qué posición estaba lafragata cuando se encontraba cerca del arrecifeahora lejano, notó que Mowett dudaba si hablarleo no y vio que detrás de él estaba el contador,lleno de ira, y detrás del contador, Honey, con elentrecejo fruncido.

–¿Señor Mowett? – preguntó.–Disculpe, señor -dijo Mowett-, pero el señor

Adams quiere decirle, con todos sus respetos,que sus zunchos no fueron recogidos.

–Cuatro manojos de zunchos de diecinuevepeniques y dos de media libra -dijo el contador,como si estuviera haciendo un juramento-. Se loshabía dado al tonelero para los toneles dereserva y no fueron recogidos por el señor… poralguien.

Mowett continuó:

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–Dice que si contorneamos los islotes, setardará un momento en ir a buscarlos en elchinchorro.

–El contador es responsable de todos loszunchos -dijo el señor Adams, todavía hablandode modo que parecía dirigirse a todo el mundoen vez de a una sola persona-. Y la Junta me hareprendido duramente tres veces durante elúltimo trimestre.

–Señor Mowett -dijo Jack-, aunque esoszunchos fueran de oro de veinticuatro quilates, sequedarían en tierra hasta que volviéramos apasar por aquí. No hay ni un momento queperder. Señor Gill, trace una ruta para ir aGibraltar, por favor. Vamos a desplegar todo elvelamen que la fragata pueda llevar extendido.

–Mis zunchos… -dijo el contador.–Sus zunchos valen mucho, señor Adams -dio

Jack-, pero no se pueden comparar con laposibilidad que tenemos de capturar esos dosbarcos franceses si el viento es favorable. ¿Quépasa, Killick?

–La cabina de la señora ya está arreglada,señor, con su permiso. Y he hecho café.

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Nunca nadie había arreglado la cabina deJack ni le había preparado café en tan pocotiempo, pero él no protestaba cuando teníabuena suerte. Poco después, cuando la fragatasalió de la bahía y escoró a causa de la granintensidad del viento del nornoroeste, dijo:

–No quisiera desafiar al destino, pero a estavelocidad podríamos llegar a Gibraltar el martespor la mañana, que es un día de suerte, así quevoy a empezar mi informe oficial esta mismatarde.

Entonces pensó que si el almirante le daba unnavío de línea que ahora estuviera bajo el mandode un capitán de menos antigüedad que él (losnombres de media docena de ellos pasaron porsu mente), la posible o casi probable captura delos dos barcos franceses volvería a ponerle en elcamino adecuado, en el camino hacia laobtención de un buen puesto, como por ejemplo,estar al mando de una excelente fragata decuarenta cañones en la base naval deNorteamérica.

–¡Voy a llegar lejos! – dijo con una alegresonrisa.

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–Y yo voy a escribir -dijo Laura Fielding-. Voya escribir a Charles inmediatamente para pedirleque venga a buscarme. Cuando le diga loamable que ha sido usted conmigo, querráconocerle. Apenas pasemos juntos unosmomentos, querrá conocerle.

Y Stephen dijo para sí: «Yo también voy aescribir una carta. Sólo ocho o nueve hombresconocían el contenido de las órdenes de Jack, ysi eso no permite a Wray atrapar al principalresponsable, a ese Judas, entonces no hay dudade que el mismo diablo está metido en esteasunto».

[1] Curva: Pieza de madera naturalmentecurva que se emplea en los barcos paraasegurar dos maderos unidos en ángulo. (N. dela T.)

[2] Speronara: Barco grande de remos conuna vela latina usado en el sur de Italia y Malta.(N. de la T.)

[3] Sociedad Naval (Marine Society):Organización caritativa fundada en 1756 parapreparar a jóvenes y adultos para ingresar en laArmada. (N. de la T.)

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[4] Espía: Cabo que se coloca firme en unsitio y se hala para que el barco se mueva endirección a éste. (N. de la T.)

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[5] Clase. En la Armada, los navíos eranagrupados en clases atendiendo al número decañones que tenían. (N. de la T.)

[6] Perro con manchas: Pudín de sebo conpasas. (N. de la T.)

[7] Brummagem: Nombre que vulgarmente sedaba a Birmingham, donde se fabricaronmonedas de cuatro peniques falsas en ciertaocasión. (N. de la T.)

[8] Faldetta: Capa con capucha usada por lasmujeres en Malta. (N. de la T.)

[9] Ushant Nombre que daban los ingleses ala isla Uazzan. (N. de la T.)

[10] Codo: Medida de longitud que esaproximadamente la distancia entre el codo y elextremo de la mano. (N. de la T.)

[11] Bedlam (Bethlehem Royal Hospital):Primer manicomio inglés y el primero de Europa,tristemente famoso por la forma brutal en queeran tratados los locos en él. Actualmente se usasu nombre para hacer referencia a cualquiermanicomio. (N. de la T.)

[12] Cable, medida de longitud equivalente ala décima parte de una milla (100 brazas o

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185,19 metros). (N. de la T.)[13] Tira: cabo extendido horizontalmente

desde una polea para tirar de él y arrastrar unacosa. (N. de la T.)

[14] Estadio: Medida de longitud equivalentea ciento veinticinco pasos (201,2 metros). (N. dela T.)

[15] Nous: palabra griega que significainteligencia. (N. de la T.)

[16] Jardín: Se llama así al retrete en losbarcos. (N. de la T.)

[17] Escrúpulo: Antiguo peso utilizado enfarmacia, equivalente a 24 granos (1.198miligramos). (N. de la T.)

[18] Chaquete. Juego parecido a las damas,que se empieza poniendo peones en todas lascasillas. (N. de la T.)

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13/03/2010LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-

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