Arte ecuatoriano

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José María Vargas El arte ecuatoriano Índice El arte ecuatoriano Primera parte Urbanismo y arquitectura Capítulo I Capítulo II Quito y su arquitectura monumental Templos del siglo XVI Capítulo III Templos y conventos del siglo XVII Capítulo IV Construcciones conventuales del siglo XVIII Segunda parte Escultura e imaginería Capítulo V Artesonados Capítulo VI Retablos Capítulo VII Púlpitos y confesonarios Capítulo VIII Coros y sacristías Capítulo IX

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José María Vargas

El arte ecuatoriano Índice El arte ecuatoriano Primera parte Urbanismo y arquitectura Capítulo I Capítulo II Quito y su arquitectura monumental Templos del siglo XVI Capítulo III Templos y conventos del siglo XVII Capítulo IV Construcciones conventuales del siglo XVIII Segunda parte Escultura e imaginería Capítulo V Artesonados Capítulo VI Retablos Capítulo VII Púlpitos y confesonarios Capítulo VIII Coros y sacristías Capítulo IX

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Escultura iconográfica Tercera parte La pintura ecuatoriana en la Colonia Capítulo X La escuela de San Andrés: miniaturismo Capítulo XI Los primeros maestros del siglo XVII Capítulo XII Miguel de Santiago Capítulo XIII Nicolás Javier Goríbar Capítulo XIV Los pintores del siglo XVIII Capítulo XV Los talleres de Rodríguez y Samaniego Capítulo XVI Los maestros del siglo XIX Cuarta parte Folklore ecuatoriano Capítulo I Supervivencias folklóricas del incario Capítulo II El calendario folklórico en la Colonia Capítulo III Juegos populares Capítulo IV Vivienda - Alimentación - Trajes populares Apéndice Tratado de pintura por Manuel Samaniego Capítulo I Trátase de las medidas y compases del cuerpo humano Capítulo II Diez rostros tiene el hombre más gallardo Juan de Arce y Céspedes Capítulo III En que se trata de la segunda parte del dibujo o simetría Ilustraciones Arquitectura Imaginería Pintura Folklore Primera parte Urbanismo y arquitectura

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Capítulo I I. Urbanismo primitivo de las ciudades ecuatorianas La fundación de ciudades fue parte esencial del sistema colonizador de España. La Reina doña Juana dio ya instrucciones al respecto a Pedrarias Dávila, el 4 de agosto de 1513. Ordenanzas semejantes y otras más explícitas recibió Diego de Velásquez en 1518 y Francisco de Garay con ocasión de su entrada a Amichel (México) en 1521. En la Capitulación de la Reina con Francisco Pizarro hay una cláusula en que se ordena que «la conquista y población» se realice conforme a «las ordenanzas e instrucciones» que para este fin habían sido dadas y las que en adelante se darían. A los Reyes Católicos tocó el destino de jalonar los últimos pasos de la Reconquista y señalar la estructura -18- de las nuevas ciudades españolas, según el plano del antiguo castrum romano, en contraste con la disposición urbana laberíntica, introducida por los moros. En América asumió renovada fuerza el sistema urbanístico a base del plano de damero, con plazas, calles y manzanas «trazadas a cordel». De este modo planificó Nicolás de Ovando la Ciudad de Santo Domingo, la primera fundada en el Nuevo Mundo, que debía servir de modelo a las que iban a fundarse, con profusión de vértigo, en la inmensa extensión del suelo ecuatoriano. La experiencia de las ciudades americanas informó más tarde la legislación acerca de urbanismo, contenida en el título 7 del Libro IV de las Leyes de indias. En su texto se conjugan ya los conceptos de naturaleza, clima y paisaje, como determinantes para la adecuada ubicación de las ciudades hispano americanas. La fundación del Quito se proyectó por razón política, tres meses antes de la conquista definitiva de su suelo, el 15 de agosto de 1534. Con el nombre de Santiago de Quito pudo el mariscal Diego de Almagro exhibir, ante el Adelantado don Pedro de Alvarado, el documento de primacía cronológica en la conquista y fundación de la capital del Reino de Atahualpa. El 6 de diciembre se llevó a cabo el establecimiento de la nueva ciudad. Para su ubicación se aprovechó del emplazamiento de la población incaica. Las primeras actas del Cabildo mencionan los sitios de el Placer y el Palacio de Huainacápac. Esta aceptación del plano preexistente obligó a los conquistadores a sujetarse a las condiciones desiguales del terreno. En el acta del 22 de diciembre se alude a la «traza de la Villa», en la que figuran por linderos de solares las quebradas, que de poniente a levante cruzaban la ciudad. Es posible que la estrechez de sitio determinase la extensión de plazas y solares. A la plaza mayor se -19- señaló un cuadrado de 300 pies por cada lado; las manzanas debían tener 234 pies de longitud, divididas por calles de 40 pies de ancho. Durante el primer lustro quedó definitivamente concluido el plano de Quito primitivo con solares para los 204 españoles fundadores y sitios para plaza y conventos de San Francisco, la Merced y Santo Domingo1.

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No consta el plano trazado por Benalcázar. La Relación de 1573 lleva un plano en que figuran la disposición de las plazas y las calles y los arroyos de agua le que aprovechaba la población. Schottelius, en su estudio sobre la fundación de Quito, hace un trazo parcial del plano de la Villa de San Francisco de Quito, en 1535. Del siglo XVIII hay el plano compuesto por don Dionisio de Alsedo2. Guayaquil fue fundada en 1537. Su propio fundador, Francisco de Orellana, caracterizó las condiciones de su establecimiento. «Poblé e fundé en nombre de Su Majestad una ciudad, la cual puse por nombre la ciudad de Santiago, en la poblazón y fundamento de la cual yo hice e hecho gran servicio a Su Majestad por poblarla en parte fértil y abundosa... en parte donde viven navíos junto a ella»3. La traza de la ciudad de Santiago de Guayaquil debió acomodarse al sitio ubicado entre el cerro de Santa Ana y los manglares, para servir a la vez de población, fortaleza y puerto de acceso al mar4. Alonso de Mercadillo recorrió en 1548 la Provincia de los Paltas y dio con el sitio más adecuado para emplazar la ciudad de Loja, entre el ángulo que forman -20- los ríos Zamora y Malacatos. El trazo urbanístico hubo de sujetarse a las condiciones alargadas del terreno: plaza central situada a equidistancias de los conventos de Santo Domingo y San Francisco y en dirección al sur, en línea recta, la parroquia urbana de San Sebastián. Guapondelic, llano grande como el cielo, llamaron los cañaris al sitio del incaico Tomebamba, en que Gil Ramírez Dávalos fundó la ciudad de Cuenca el 12 de abril de 1557. La fundación de Cuenca puede servir de modelo de una ciudad establecida de acuerdo con el ideal proyectado por las Leyes de Indias. Instrucciones previas, consentimiento de los caciques pobladores, elección del lugar, formalidades legales, organización de Cabildo; todo se cumplió en el hecho de la fundación de la ciudad. En la probanza de méritos de Ramírez Dávalos hace constar que él empleó toda una semana en el trazo de plazas, calles y manzanas antes de proceden al señalamiento de solares a los primeros pobladores. La mención del río como tope oriental de la urbe y la colina de Cullca como mira al occidente, señala las características de la ciudad de Santa Ana de los Ríos de Cuenca, cercada por el contorno panorámico de montes a distancia. La plaza mayor al centro, los conventos de San Francisco y Santo Domingo a igual distancia, como lados de un triángulo, al norte la parroquia de San Blas y al sur la de San Sebastián. Plano urbanístico con proyecciones al futuro, damero perfecto por la planicidad del suelo5. El mismo Ramírez Dávalos fundó al año siguiente, 1558, la ciudad oriental de Baeza. De su plano hay un trazo en el Archivo de Indias, con detalles de plazas -21- y asignación de solares. La primera Baeza fue destruida por los indios en 1578. Para su primitiva ubicación puede servir de pista el mapa de la Gobernación de Quijos, trazado por el Conde de Lemos y Andrade, que ilustró la descripción de esa Provincia, dedicada por él a su padre en 1608. La primitiva Riobamba fue el escenario del nacimiento legal de Quito, que luego monopolizó la atención de los primeros españoles. Los pocos que quedaron en el sitio de Liribamba formaron un «asiento» provisional, que fue elevado a la condición de aldea en 1575. La primera ciudad estuvo localizada en la actual explanada de Cajabamba. Después de Quito fue la

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ciudad de categoría, con iglesia y plaza mayor y conventos de Franciscanos, Dominicos y Mercedarios y más tarde con el Colegio de Jesuitas. Destruida la ciudad hispánica en el terremoto de 1797, fue trasladada al sitio donde hoy se levanta como capital de la Provincia del Chimborazo. En septiembre de 1606 fundó el capitán Cristóbal de Troya la primitiva ciudad de Ibarra, nombre que consagra la memoria de don Miguel de Ibarra, que mandó fundarla en su calidad de Presidente de la Audiencia. García Moreno volvió a trazar su plano sobre la planta de la ciudad antigua, destruida por el terremoto de 1868. Ibarra goza de una situación ideal por su ubicación geográfica, su belleza panorámica y la suavidad del clima. Latacunga, no obstante los reveses ocasionados por los terremotos, ha conservado su trazo urbanístico. De su antiguo esplendor hay una muestra gráfica en un tríptico que representa a la tradicional imagen de Nuestra Señora del Salto. Un examen comparativo permite concluir que todas las ciudades fueron trazadas a base de un plano reticulado, es decir, con diseño de manzanas en forma -22- de damero, con plaza mayor al centro y sitios amplios para conventos y monasterios. Las del Callejón Interandino se ubicaron en las hoyas, a más de 2.500 metros de altura. Cada ciudad fue capital de distrito, bautizado generalmente con el nombre del monte volcánico que domina la región. Campo Productivo, clima saludable y panorama paisajístico han hecho de cada ciudad ecuatoriana un centro de vida cívica, con caracteres definidos y variados, que convidan al turismo. -23- Quito, centro de proyecciones artísticas Martín S. Noel sintetizó en un esquema cartográfico las proyecciones perseguidas por las corrientes arquitectónicas, traídas desde España y adoptadas en el Nuevo Mundo. Al estudio de influjos estilísticos precede el hecho documental. El 25 de mayo de 1510 se firmó en Sevilla un contrato en virtud del cual debía trasladarse a la Isla Española el Maestro de Obras, Alonso Rodríguez, con un grupo de oficiales y canteros para construir la Catedral y las obras de servicio religioso y civil que fuesen necesarias. La Española fue el foco central, de donde el movimiento conquistador y cultural pasó a Tierra Firme, bifurcándose al norte con dirección a México y al sur con destino al Cuzco y las ciudades de la Costa del Pacífico. Años más tarde paso a la América: el arquitecto extremeño Francisco Becerra, quien realizó obras de envergadura -24- en México entre 1574 y 1580. En este año pasó a Quito donde dirigió la construcción de puentes y trazó los planos de la iglesia y convento de Santo Domingo y San Agustín. En 1582 pasó al Perú y se hizo cargo de la construcción de las catedrales de Lima y del Cuzco6. Resulta evidente el proceso de influjo español en las obras arquitectónicas de toda la América. Quito, situado junto a la línea ecuatorial y equidistante de México y el

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Cuzco, había sido el punto central de convergencia de las corrientes prehispánicas procedentes del Yucatán y Tiahuanaco. Después del descubrimiento de América, fue también el centro, donde la acción española dejó más huellas evidentes de su influjo cultural. Su situación a las faldas del Pichincha y dentro de un cerco de montículos y colinas determinó las características de su estructura vigorosamente desigual. La altura y vecindad a la línea ecuatorial la cubrió de un cielo límpidamente azul, donde «el sol sale y se pone con mucha alegría», al decir ingenuo del cronista anónimo de 1573. Este emplazamiento sobre los barrancos y quebradas hubo de exigir el esfuerzo de muchas generaciones, para asumir el aspecto de una ciudad monumental, levantada sobre arcadas y rellenos. Su misma posición le puso a la mano el noble material lapídeo extraído de las «canteras» del Pichincha, el ladrillo tostado al rojo en los hornos del Tejar y la argamasa transformada en las «caleras» de Calacalí. Esta fácil provisión de materia prima explica, en parte, la primacía arquitectónica de Quito, sobre las demás ciudades de -25- la antigua Audiencia. Quito fue, además, la capital de administración política y religiosa, y, por lo mismo, la ciudad a donde convergían el dinero de los encomenderos y los ricos y las actividades de los superiores religiosos. Para la conquista espiritual de América, se sirvió España, como método eficaz, del establecimiento de la Iglesia visible o sea con todos los elementos que facilitaran la evangelización progresiva de los nuevos pueblos. Este sistema implicaba la construcción de templos, con altar de sacrificio, cátedra de predicación y tribunal de penitencia. Desde el principio organizó la Corona el régimen episcopal, a cuyo cargo estaba la erección de catedrales y promovió la acción de las comunidades religiosas, que se estimularían en la construcción de sus respectivos templos y conventos. Se explica, de este modo, el esfuerzo creador de los obispos y las órdenes monásticas en plasmar su espíritu de iniciativa en obras, que fuesen, a la vez, el monumento externo de su poder espiritual y el centro de irradiación de su apostolado benéfico. Cada templo asumió el nombre del fundador de una orden religiosa y determinó el carácter de los «barrios». Se ha discutido profusamente sobre el contenido de una arquitectura colonial. No es la soledad de un edificio. Es el conjunto característico de un sector o barrio urbano, que consta del templo y emplazamiento conventual en cuyo contorno se apretujan casas desiguales, alineadas en calles estrechas, con visión panorámica de los montes y colinas que rodean la ciudad. Sobre esos barrios se han volcado los siglos para dar pátina de antigüedad a cada uno de ellos e informar a todos juntos de un aire de evocación histórica y de serena monumentalidad. En este aspecto, ninguna ciudad discute a Quito la preeminencia que le ofrecen de consuno la naturaleza y el arte. -[26]- -27- Capítulo II

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Quito y su arquitectura monumental Templos del siglo XVI I. La catedral Data de 24 de abril de 1550 la cédula expedida por Carlos V en que ordenó a la Audiencia del Perú que se interesase en la construcción de catedrales en los obispados, distribuyendo el costo entre la Caja Real, y la contribución económica de los españoles y los indios. Al primer obispo, ilustrísimo señor Díaz Arias, cúpole la tarea de hacer efectivo el cobro inicial de la ayuda regia, con la presentación previa de una «traza» de la Catedral de Quito. La Relación anónima de -28- 1573 atestigua al respecto: «La Iglesia (catedral) comenzó don Garcí Díaz Arias, primer Obispo, a hacerla de obra perpetua, porque antes era pequeña y de tapias cubierta de paja». A la muerte del Obispo, acaecida en abril de 1562, se hizo cargo del trabajo el Arcedanio don Pedro Rodríguez de Aguayo, quien, en corto tiempo de tres años, concluyó la obra arquitectónica, mediante el sistema incaico de la «minga». En su probanza de méritos se destaca esta labor llevada a cabo «a poca costa y en breve tiempo, porque él y los demás Prebendados a su instancia traían los materiales de piedra, arena y ladrillos en sus hombros y a su imitación el Regimiento y los demás vecinos, así españoles como indios, ayudaron a traer dichos materiales»7. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña completó la obra con el decorado y los retablos y consagró el templo catedralicio el 29 de junio de 1572. Durante su gobierno episcopal (1565-1583) se hicieron los altares primitivos de la Inmaculada, de Santa Ana y de San Pedro, en los nichos de la nave derecha. En 1677; el ilustrísimo señor don Alonso de la Peña y Montenegro hizo levantar el templete sobre el atrio y construir el abanico de gradería que comunica con la plaza mayor. El mismo Obispo mando pintar con Miguel de Santiago el lienzo de la muerte de la Virgen, para el centro del Coro catedralicio. A fines del siglo XVIII se aprovechó de la habilidad de Caspicara y de Manuel Samaniego para el retablo actual del Coro, con las imágenes de las Virtudes y el cuadro del Tránsito de la Virgen, lo mismo que los frescos que decoran la parte superior de la nave central. La iglesia primera fue de «tapia» con cubierta de paja, sistema utilizado por los indios. A fray Jodoco se atribuye la iniciativa de haber enseñado a hacer -29- ladrillos y tejas. Para 1560 había ya la posibilidad de proyectar un edificio sólido, a base de piedras extraídas de la Cantera del Pichincha. El emplazamiento señalado en el reparto de solares para iglesia catedral obligó a resolver el problema de la estrechez de sitio,

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tendiendo la planta de la catedral a lo largo de la plaza. Esta medida exigió la cimentación del atrio, que se convirtió en la estética de corredor con antepecho, con acceso de gradería desigual al centro y a los lados. La estructura arquitectónica fue la de un rectángulo con muros a los lados y en el centro naves divididas por pilastras que sostienen arcos ojivales. Esta simplificación constructiva justifica el dato de haberse llevado a cabo la obra arquitectónica en el corto tiempo de tres años. En las Relaciones Geográficas de Indias se habla de la iglesia catedral de Quito con el mérito de ser la mejor del Perú. Era la verdad. Las catedrales de Lima y el Cuzco no comenzaron a erigirse sino en el último cuarto del siglo XVI. -[30]- -31- II. San Francisco El nombre de Santiago, antepuesto a Quito en su fundación ideal de Riobamba, fue cambiado por el de San Francisco de Quito, cuando se llevó a cabo el hecho de la fundación, el 6 de diciembre de 1534. ¿Cuál fue el móvil que inspiró a Benalcázar en el cambio de nombre? Pudo ser una deferencia al Gobernador don Francisco Pizarro, cuya autorización se invocaba en el acta de fundación de la nueva ciudad. De hecho se impuso, al afecto de la población, el patrocinio espiritual de San Francisco de Asís, cuyo nudoso cordón integró el escudo de la ciudad, consistente en un castillo sobre dos picos de montañas. Desde luego, el Cabildo de Quito hizo honor al patrono y titular de la naciente ciudad. Para iglesia y convento de San Francisco asignó por sitio el llamado Palacio de Huainacápac, con una área de tierra de 30.000 metros cuadrados. En representación de la Comunidad -32- franciscana estuvo presente en el reparto de solares fray Jodoco Ricke de Marselaer, al que le acompañaba un personal compuesto de fray Pedro Gosseal, Jácome Flamenco y Germán el Alemán. Desde el principio fray Jodoco inauguró en Quito el método de conquista espiritual adoptado en México por su hermano de hábito fray Pedro de Gante. En el Colegio organizado en 1550, con el nombre de San Juan Evangelista, que en 1556 se convirtió en el Colegio de San Andrés, «enseñó a los indios a arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas... la manera de contar en cifras de guarismo y castellano... Además enseñó a los indios a leer y escribir... y tañer instrumentos de música, tecla y cuerdas, sacabuches y chirimías, flautas y trompetas o cornetas, y el canto de órgano y llano... como era astrólogo y debió de alcanzar cómo había de ir en aumento aquella provincia y previniendo a los tiempos advenideros y que habían de ser menester los oficios mecánicos en la tierra y que los españoles no habían de querer usar los oficios, los que deprendieron muy bien, con lo que se sirve a poca costa y barato toda aquella tierra, sin tener necesidad de oficiales españoles... hasta muy perfectos pintores y escritores y apuntadores de libros, que ponen gran admiración la gran habilidad que tienen y perfección en las obras que de

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sus manos hacen; que parece tuvo este fraile espíritu profético. Debe ser tenido por inventor de las buenas artes en aquellas provincias»8. Fray Jodoco declaró en 1553 que había ya comenzado y estaba entonces prosiguiendo la obra de la -33- iglesia. Bajo su dirección hacía de maestro principal el indio Jorge de la Cruz Mitima, al que más tarde acompañó su hijo Francisco Morocho. De canteros y albañiles trabajaban los indios yanaconas, a quienes recompensó con tierras del convento el propio fray Jodoco. La Relación anónima de 1573 atestigua que para esa fecha estaba ya la iglesia concluida y que se estaba realizando la construcción del convento. La obra de éste se concluyó el 4 de octubre de 1605, según consta en la inscripción lapídea, empotrada en el interior del muro oriental de la portería. Al espíritu emprendedor de fray Jodoco se ofreció ante todo el problema de nivelación del suelo para emplazamiento de la iglesia y el convento. El Cabildo había señalado, en el plano de la ciudad, el sitio destinado a plaza. La planta de ésta comenzaba a levantarse desde su base con dirección al Pichincha, desnivelándose en la esquina del nordeste por el hundimiento hacia la quebrada primitiva que se abría entre San Francisco y La Merced. Fray Jodoco superó la desigualdad geográfica construyendo el atrio de cien metros de largo por doce de ancho, que desciende a la plaza por una gradería circular desplegada en forma de abanico y, a los lados, por escalas de piedra de cinco y veintinueve gradas, respectivamente al sur y norte. El atrio, cara al sol naciente, es un magnífico mirador de la ciudad y determina, la estructura del templo a la mitad y el cortejo de edificaciones que se proyectan al poniente. La estructura de la iglesia se inscribe sobre la planta tradicional de basílica: tres naves con crucero y ábside. Las naves se dividen mediante pilastras de piedra sobre las que se levantan arcos de medio punto, con ventanas rectangulares en la parte superior, que iluminan el ámbito interior del templo. El crucero se corona con una cúpula ovoidal sobre arcos ojivales. -34- En el ábside se alza el presbiterio sobre gradas de alabastro, con su contorno mural cubierto del retablo mayor. Paralelos al presbiterio se hallan las capillas del Santísimo y de Villacís, a izquierda y derecha, respectivamente. El convento, en su tramo principal, es un cuadro de claustros, que se proyectan al jardín con contorno de columnario dórico, y arcos de medio punto. En el medio se levanta, la pila de piedra mármol con tres copas. Visto desde fuera el convento se emplaza a la derecha de la iglesia y se insinúa al público con su portada de piedra. Al otro lado, se alza el antiguo Colegio de San Buenaventura, que remata al sur con la primorosa capilla de Cantuña, de legendario recuerdo para Quito. La impresión exterior de la construcción franciscana es de robustez y austeridad. El primor y la gracia lucen y triunfan en el interior de los claustros. El alegre sol de Quito matiza de colores los jardines y su luz se abre paso bajo las arcadas de los claustros. Desde el tiempo de fray Jodoco se aclimató la música en el Convento Franciscano, para afirmar la alianza de las Bellas Artes en este museo viviente de la ciudad de San Francisco de Quito.

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-35- III. Santo Domingo La plaza mayor fue el punto de partida para el señalamiento de solares a los fundadores de la ciudad. San Francisco ocupó el sitio del Palacio de Huainacápac y la Merced se ubicó al pie deja colina llamada el Placer del Inca. Ambas Órdenes religiosas aprovecharon de los pocos lugares planos que se ofrecían al poniente para emplazamiento de conventos. La Orden Dominicana, que vino a los siete años de fundada la ciudad, hubo de aceptar solares al otro lado de la zona central, en la llamada Loma Grande que se extendía de la Cantera al Machángara, cercada por las quebradas de Manosalvas y de las Gallinazas. Santo Domingo determinó la apertura de la Calle Larga, a cuya vera austral se escalonarían luego el Hospital del Rey, el Carmen Alto, Santa Clara y la parroquia de San Roque. La iglesia y convento proyectaran su frente al occidente, gozando de la perspectiva panorámica -36- del Pichincha y con una plaza de generosa amplitud. La construcción arquitectónica no comenzó sino en 1580 con la presencia de Francisco Becerra en Quito, quien trazó los planos y vigiló los primeros trabajos del templo y del claustro principal. La obra constructiva siguió un ritmo lento, al compás de las entradas escasas por concepto de limosnas. Puede apreciarse el esfuerzo común de los religiosos, por la siguiente ordenación del Capítulo Provincial de 1598. «Ya que nuestro Convento de San Pedro Mártir de Quito es la cabeza y seminario de esta nuestra Madre la Provincia de Santa Catalina Virgen y Mártir de Quito, mandamos, mediante la presente ordenación, que para la construcción de su iglesia contribuyan, el Convento de San Pablo de Guayaquil con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santo Domingo de Loja, con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santa María del Rosario de los Pastos con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santa María del Rosario de Baeza con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santiago de Machachi con los estipendios de todo el priorato y aplicarnos asimismo a la fábrica de dicha iglesia el estipendio de la lengua general, llamada vulgarmente del Inca»9. Un testigo ocular de la intervención de Becerra en la construcción de Santo Domingo, dice que el arquitecto extremeño «sacó de cimientos e hizo la planta y fundamentos» de la iglesia y del convento. La iglesia ocupó el flanco sur del sitio y el claustro principal, del convento se ubicó al fondo de la plaza. Según el plano de Becerra la iglesia fue de una sola, nave, con crucero y ábside. A los lados se abrían capillas -37- abovedadas, divididas entre sí con muros de solidez monumental. A la entrada, dos arcos de medio punto sostenían el coro y en el cuerpo de la iglesia se escalonaban, frente a frente, tres nichos de bóvedas más altas. La ausencia de Becerra privó al templo dominicano de la unidad de estilo. No se consiguió levantar la cúpula del crucero y se revistió la cubierta de un artesonado mudéjar. El Convento lleva, en cambio, la huella que imprimió el arquitecto trujillano. El cuadro de los claustros se acusa al interior con once arcos a cada lado, que descansan sobre columnas lapídeas de orden toscano con fuste ochavado. La exigencia del estilo ha

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determinado la robustez del columnario y la amplitud del arco, que ha dado por efecto una impresión de sencillez y claridad. -[38]- -39- IV. San Agustín Data de 1573 el establecimiento de los agustinos en Quito. Por de pronto se alojaron en la casa parroquial de Santa Bárbara, hasta buscar un sitio apropiado en el centro de la ciudad. El que eligieron coincidió con la presencia de Becerra, el único arquitecto que pudo resolver el problema de la desigualdad geográfica del suelo. Desde luego, no hubo sitio disponible para la plaza. La calle trazada en el plano primitivo de la ciudad, a partir de la plaza central, remataba al oriente con el borde de la quebrada que se abría al norte y rodeaba la llamada Loma Chica. El arquitecto dispuso la construcción ubicando la iglesia en el flanco oriental y el convento en el resto de la cuadra. El muro del templo que daba a la calle exigió una sólida cimentación de piedra para dar planicidad al piso. La estructura de la iglesia fue gótica con tres naves, las laterales divididas por arcos de medio punto -40- y la central con bóveda de arista. El presbiterio tenía una cúpula octogonal y el coro, bóveda de cañón con braguetones. El Convento consta de un cuadro de claustros, de los cuales la galería inferior tiene diez arcos de medio punto a cada lado sostenidos por columnas de fuste cilíndrico y cuatro machones esquineros que resisten el empuje de la arquería. En la galería superior se ha adoptado un intercolumnio alternado con arcos de mayor y menor tensión a la manera de los árabes. Al centro del patio conventual se ha construido una pila de piedra, modalidad característica de los conventos del siglo XVI, cuando el agua de la Chorrera del Pichincha excedía las necesidades de la escasa población de Quito. -41- V. Observaciones generales Durante el siglo XVI, Quito había asumido las características de una ciudad monumental. Contaba con las plazas del centro, de San Francisco y Santo Domingo, dotadas cada una de ellas de una pila de piedra, cuya agua abastecía el consumo de la población. La iglesia catedral y de San Francisco habían sobrellevado el terremoto, ocasionado por el volcán Pichincha en septiembre de 1575. Los conventos de Santo Domingo y San Agustín estaban en proceso de construcción. La cantera, abierta, a raíz de la fundación de la ciudad, ofrecía el material lapídeo para las obras de arquitectura religiosa y civil. En contraste can la magnificencia de los conventos, las iglesias parroquiales de Santa Bárbara, San Blas, San Sebastián, San Marcos y San Roque, se habían resignado con iglesias de

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modestia calculada. -42- El espíritu de fray Jodoco quedó palpitando en la realidad de sus obras y en el recuerdo de los quiteños. Más tarde Becerra vinculó la arquitectura de Quito con la de México y el Cuzco y antes con la de España. En el ambiente cultural no faltaban alusiones a los estilos del Renacimiento, que Italia y España habían puesto al día, con reminiscencias grecorromanas. Las descripciones del escribano Rodríguez de Ocampo mencionaban los órdenes arquitectónicos, con caracterización de las columnas, al modo del Paladio y de Vigñola. De hecho la arquitectura cuida poco del renombre de sus artistas constructores. Las obras, templos o conventos, se imponen por la finalidad de su función y el pueblo concluye por ejercitar su culto religioso, sin guardar memoria, menos gratitud, por quienes se esforzaron en aliar la solidez y utilidad con la armonía. y la belleza. -43- Capítulo III Templos y conventos del siglo XVII I. Transición a la arquitectura del siglo XVII A fines del siglo XVI, las aspiraciones religiosas de la sociedad se vieron satisfechas con la creación de monasterios. El de la Concepción surgió de la devoción popular a la Virgen Inmaculada. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña pidió al Cabildo, en agosto de 1575, la facultad de fundar el Monasterio de la Limpia Concepción, para refugio de las doncellas, hijas de conquistadores, que no habían hallado su destino en el matrimonio. Como paso necesario compró el Prelado la casa de Álvaro de Paz, que hacia esquina a la plaza mayor. El sacerdote Juan Yánez contribuyó -44- con la suma de 3.000 pesos para comenzar la construcción del Monasterio. Doña María de Siliceo, sobrina del Arzobispo de Toledo y viuda del rico comerciante Alonso de Troya, fundó el 14 de marzo de 1593, el Monasterio de Santa Catalina, ubicándolo, al principio, en la cuadra que quedaba al norte de la plaza de Santa Clara. El 3 de junio de 1613 la fundadora trasladó su comunidad al sitio donde se encuentra en la actualidad, que es el lugar donde tenía su casa de residencia don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús. La fundación del Monasterio de Santa Clara data del 18 de mayo de 1596. La verificó doña Francisca de la Cueva, hija del Tesorero don Juan Rodríguez

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de Ocampo y viuda del capitán Juan López de Galarza. Para la instalación de la primera comunidad compró la fundadora las casas que se hallaban en el mismo lugar en que hoy se emplazan la iglesia, los claustros y huertos del Monasterio. Con la fundación de los monasterios se integró la estructura urbanística de Quito, la cual, a fines del siglo XVI, ofrecía ya el aspecto de una ciudad austera y conventual. Además de la piedra y el ladrillo, hubo, en los alrededores de Quito, bosques abundantes que ofrecieron sus cedros para el maderamen de las construcciones. Este material de carpintería facilitó ciertamente la estructura de las cubiertas; pero muy presto cedió al ímpetu reiterado de las lluvias, que obligaron a la reparación de los tejados y comprometieron la labor de los artesonados. Quito requería la solidez de las bóvedas para garantizar la duración de la arquitectura de sus templos. -45- II. La compañía El padre Baltazar Piñas, con dos sacerdotes y un hermano coadjutor, estableció la Compañía en Quito, en julio de 1586. Hospedados provisionalmente en la casa parroquial de Santa Bárbara, la Comunidad se trasladó, en 1589, al sitio que hasta el presente ocupa. Bajo la dirección del padre Nicolás Durán Mastrilli, comenzaron los trabajos de casa y templo, «obras de imperfecta arquitectura», al decir de un testigo presencial. En 1636 el padre Francisco de Fuentes consiguió del padre General Musio Viteleschi que asignara a Quito al hermano Marcos Guerra, italiano, arquitecto insigne que lo había sido antes de entrar en la Compañía y, de jesuita, había dirigido las obras de su Provincia de Nápoles. Desde su arribo a la ciudad se hizo cargo de la edificación del templo y del Colegio. «Desde los cimientos levantó la hermosa Capilla Mayor -de la Compañía- perfeccionó las de las dos naves poniéndoles bóvedas y linternas, fabricó la bóveda -46- para los entierros de los maestros, hizo los claustros, aposentos y demás oficinas... con excelente arte, porque era excelente en la arquitectura. También hizo el retablo del altar mayor, los de los colaterales de San Ignacio y San Francisco Xavier y otros, porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor». Levantó también desde sus cimientos la sacristía, haciéndola de bóveda muy vistosa por su belleza. «En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz.»10 El padre Pedro de Mercado, autor de estos datos, ingresó a la Compañía en Quito en 1636, año preciso en que el hermano Marcos Guerra se hizo cargo de la construcción del templo y del Colegio. Durante veinte años convivieron en la Comunidad de Quito. Es, pues, un testigo ocular, cuyo testimonio permite deducir conclusiones sobre base fehaciente. Desde luego, la vinculación del templo quiteño con la arquitectura italiana. Nuestro arquitecto fue uno de los representantes máximos de la orientación

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arquitectónica introducida por la Compañía con la Iglesia del Gesú de Roma, obra realizada por Jacobo Barozzi, llamado el Vignola, quien protagoniza la transición del clasicismo de Alberti y de Bramante al barroco que culminará en Hispanoamérica. Es un hecho aceptado el influjo del Gesú, como modelo de los templos jesuíticas construidos en el Nuevo Mundo. Entre todos ellos se destaca por su estructura «clara, desnuda y luminosa», el de la Compañía de Quito. Sartorio, después de recorrer la América, en viaje de información artística, pronunció el siguiente juicio: «Monumentos completos como el de la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito -47- son raros aún en el Viejo Continente». Dato nuevo es también la paternidad del hermano Marcos Guerra sobre el retablo mayor y los dos colaterales, consagrados a San Ignacio y San Francisco Xavier. Finalmente, el padre Mercado establece la colaboración pictórica del hermano Hernando de la Cruz para completar la obra del templo de la Compañía. El cuadro de San Ignacio que preside la sacristía permite identificar, por la composición y el colorido, los demás lienzos que pintó el hermano Hernando. No menos interesante es la noticia acerca del principal benefactor en la obra de la Compañía. Fue don Juan de Clavería, natural de la Villa de Tórtola en el Reino de Aragón. Hidalgo de casa solariega, empleó toda la fortuna de su rico mayorazgo, en la construcción del templo y del Colegio. Habiendo conseguido, como fundador y bienhechor de la Compañía, un aposento en el seno de la Comunidad, se complacía en pagar personalmente las planillas de los trabajadores, como se echa de ver en los cuadernos de cuentas conservados en el Archivo de la Compañía de Quito11. -[48]- -49- III. El Carmen antiguo Del último decenio de su vida el hermano Marcos Guerra empleó la primera mitad en la construcción del templo y Monasterio de las Carmelitas del Carmen Antiguo de Quito. Lo afirma el mismo padre Mercado, al decir que el arquitecto jesuita, «obligado de la Santa Obediencia, acudió por cinco años continuos, mañana y tarde, a la fábrica de la iglesia de estas religiosas.» Este nuevo dato permite rehacer la situación histórica en que se construyeron los edificios del Carmen. Mariana de Jesús, nacida el 31 de octubre de 1618, murió el 26 de mayo de 1645. El hermano Marcos Guerra fue testigo durante nueve años del tenor de vida que llevaba la Santa quiteña en la iglesia de la Compañía y por el tiempo de dos lustros fue compañero de vida religiosa del hermano Hernando. Conoció seguramente las intenciones de Mariana acerca de su casa de familia. Cuando sus superiores le ordenaron dirigir la construcción del Monasterio de Carmelitas -50- tuvo el cuidado de salvaguardar los recuerdos de la hija espiritual de la Compañía. El departamento residencial de la familia quedó intacto. La iglesia se levantó a la vera de la «Calle Larga», de una sola nave, con el coro hacia la fachada, en el sitio preciso desde donde Mariana contemplaba la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles. El cuadro de los claustros

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respetó el lugar donde floreció la azucena, alimentada por la tierra remojada con la sangre del martirio de Mariana. Sobre el jardín interior, se ha detenido el tiempo, para no cambiar el ambiente, que durante siglos ha presenciado la oración y penitencia de las religiosas depositarias y continuadoras del espíritu de la Azucena de Quito. Cuando los restos del hermano Marcos fueron trasladados desde Pimampiro a Quito, la Madre Priora Bernardina de Jesús dio una misa de honras, «trayendo a la memoria la caritativa solicitud con que les fabricó el hermoso santuario de que gozan en el templo y la vivienda.»12. -51- IV. Fray Antonio Rodríguez El padre Mercado consigna el siguiente testimonio del influjo del hermano Marcos Guerra: «Con ocasión de hacer las obras de nuestro Colegio enseñó a otros y de su enseñanza, salieron grandes edificios, con que se le deben al hermano Marcos, no sólo los edificios que él fabricó a gloria de Dios, sino también los que han edificado sus discípulos». El hermano fray Antonio Rodríguez vistió el hábito de San Francisco en 1632 y se inicio en su carrera de arquitecto con el padre Francisco Benítez, continuador de la obra constructiva de fray Jodoco. Pero no puede negarse el influjo ejercido por el hermano Marcos Guerra en el nuevo estilo de construcción. La cubierta abovedada, que reemplazó la madera por el ladrillo, se adoptó en los templos del siglo XVII. Las iglesias de Santa Clara, de Guápulo y el Sagrario consagraron el nuevo estilo introducido por el templo de la Compañía. El hermano Rodríguez no escatimó sus servicios a todas las -52- obras de Quito. Cuando en 1657 hubo la amenaza de trasladar al arquitecto franciscano, de su convento de Quito al de Lima, intervinieron los Padres Dominicos, las monjas de Santa Clara y el Cabildo de la ciudad, para interponer sus oficios ante la Audiencia, con el fin de impedir la salida del hermano fray Antonio, quien continuó en la dirección técnica de todas las edificaciones del siglo XVII. -53- V. Santa Clara El Monasterio de Santa Clara gozó desde el principio de las simpatías de la ciudad. Fundado bajo los auspicios de los Padres de San Francisco, tuvo el apoyo fraterno de los religiosos. A él intentó ingresar Mariana de Jesús, probablemente con el conocimiento previo del hermano Hernando de la Cruz, quien tenía a su hermana de religiosa Clarisa. No bien profesó el hermano Antonio Rodríguez, puso su entusiasmo juvenil al servicio del Monasterio, proyectando una construcción en grande del templo y de los claustros. Una circunstancia extraordinaria vino a agilizar el ritmo de la

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construcción. El 19 de enero de 1649, cuatro indios horadaron la pared de la capilla primitiva, rompieron la puerta del tabernáculo y robaran los vasos sagrados, vaciando las formas consagradas junto a un horno de tejas, que poseía el Monasterio hacia el barranco de la quebrada de Jerusalén. El sacrilegio conmovió a la ciudad, la cual no cesó de hacer -54- rogativas y penitencias hasta dar con el paradero del hurto y de los responsables. Este hecho excitó la caridad del pueblo, que contribuyó con sus limosnas para dotar a las monjas de un templo sólido y de claustros apropiados. Cuando el 1657, la Abadesa del Monasterio intercedió ante el Cabildo para que no permitiese la salida de Quito del hermano fray Antonio Rodríguez, adujo por razón el que hacía ya catorce años que el arquitecto franciscano dirigía la construcción de la iglesia y el convento y que él solo poseía los secretos del plano y la estructura de la obra. Santa Clara fue, pues, el edificio en que fray Antonio hizo el primer ensayo de su técnica de arquitecto. La iglesia proyecta su fachada a la plaza -hoy mercado- mediante dos portadas con marco de piedra, que rematan en grupos escultóricos alusivos a la Inmaculada y a la Santa titular. El cuerpo del templo, inscrito en un rectángulo, es de tres naves divididas por arcos sobre pilastras: de solidez monumental. La cubierta consta de una serie de bóvedas con linternas de luces. En el extremo norte se disponen los coros, bajo y alto, éste con acceso al campanario que pende de una sola torre. Al sur está la cabeza de la iglesia con su retablo y el presbiterio que se comunica a la izquierda con la sacristía. El convento repite la estructura de los construidos en el siglo XVI. A la pila central rodeada de jardines enmarca el cuadro de los claustros, en cuyo tramo superior se disponen los departamentos destinados a sala capitular, sala de labores y dormitorio común. El refectorio se encuentra en el paño bajo que da al poniente, con un acceso a la capilla primitiva, donde se halla un fresco antiguo d e la Virgen pintado en la pared. El ambiente interior goza de luz y vista, panorámica del Pichincha y Panecillo. -55- VI. Santuario de Guápulo El templo de Guápulo es la obra maestra de fray Antonio Rodríguez. Su construcción comenzó en torno a 1644, año en que Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo fue proclamada Patrona de las Armas Reales. Alma del nuevo edificio fue el párroco del Santuario don José Herrera y Cevallos. El ascendiente social de este benemérito sacerdote consiguió reunir, en torno a la Virgen, a los mejores artistas de Quito. El arquitecto fray Antonio Rodríguez dirigió la obra arquitectónica. El escultor Juan Bautista Menacho labró los retablos y el primoroso púlpito, según los diseños del dibujante Marcos Tomás Correa: Miguel de Santiago y Nicolás Javier Goríbar interpretaron en lienzos los milagros d e Nuestra Señora. Con esta labor conjunta resultó el Santuario de Guápulo el máximo

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exponente del arte quiteño de la. segunda mitad del siglo XVII. -56- El culto a Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo comenzó a fines del siglo XVI. Un lienzo primitivo del Santuario llevaba al pie esta. inscripción: «Nuestra Señora de Guadalupe que fundaron sus cofrades el año de 1587.» A los extremos inferiores constaban pintados, de medio busto, devotos españoles e indios. Estos cofrades comprometieron al escultor Diego de Robles la hechura de una pequeña imagen de bulto, que se convirtió en milagrosa y comenzó a recibir el culto del pueblo de Quito. El ilustrísimo señor fray Luis López de Solís inició las romerías e hizo construir la iglesia primitiva, a la que reemplazó el Santuario construido por el hermano fray Antonio Rodríguez. El templo es de una sola nave sobre planta de cruz latina de sesenta, metros de largo por veintisiete de ancho en los brazos laterales del crucero. La cubierta es abovedada y decorada al interior con relieve de figuras geométricas. La fachada es de piedra, de dos cuerpos, con un frontón triangular de remate y una torre de respaldo. -57- VII. El sagrario Un documento que data de 1649 expone las razones que movieron, a los Padres Jesuitas a comprar las casas episcopales que quedaban frente a la puerta llamada del «perdón» de la iglesia catedral. Entre ellas consta la siguiente: «Por ir la quebrada por medio del lindero de las dos casas -de la Compañía y del Obispo- hay poca seguridad en la clausura, compradas las casas -episcopales- y dueños de la quebrada, se podrán hacer arcos y cubrirla toda. El hermano Marcos Guerra que al presente construye la casa: -de la Compañía- es muy entendido y pondrá fácilmente y con seguridad los cimientos de estos arcos, porque el dicho huaico13, respecto de traer el invierno grandes avenidas de agua, suele robar las paredes y poner en gran peligro las casas, obligando a gastar muchos -58- ducados, como se ha visto en las casas del señor Villacís que cae también encima del dicho huaico en calle más abajo. Si nos falta el hermano Marcos, no habrá quien después fundamente esas casas.»14 El hermano Marcos Guerra fue, pues, el ingeniero constructor del túnel primitivo, que atraviesa el subsuelo de la vieja Universidad Central. Pasada la calle, la quebrada seguía su curso para desembocar en el Machángara interponiéndose entre la Loma Grande y la Chica. La canalización del sector correspondiente al Sagrario estuvo a cargo del hermano Antonio Rodríguez. En 1657 el Cabildo de Quito abogó por la permanencia del arquitecto franciscano en la ciudad, porque, en aquel entonces, estaba ocupado en sobreponer las arquerías de cimentación para la Capilla Mayor. Con este nombre popular se designa la primera parroquia establecida en Quito. En sus archivos se registraban los bautismos, matrimonios y fallecimientos de españoles e indios residentes en el centro de la capital. En esta parroquia se había organizado la Cofradía del

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Santísimo, cuyos miembros asociados se interesaron en levantar un templo, digno del Señor Sacramentado, en cuyo honor comenzó a llamarse con el significativo nombre de Sagrario. La estructura arquitectónica consta de tres naves abovedadas con una cúpula al centro. La construcción iniciada por Antonio Rodríguez tardó muchos años en llevarse a cabo. El Cabildo de Quito, en sesión del 10 de mayo de 1715 , ordenó la contribución de 300 pesos para la colocación del Santísimo en la Capilla del Sagrario, «que acababa de construirse, después -59- de un trabajo de más de veintitrés años.» Para aquella fecha estaba ya concluida la magnífica portada interior que sirve de mampara, según reza la inscripción que sigue: «Comenzose esta portada al cuidado de don Gabriel Escorza Escalante el 23 de abril de 1699 y se acabó el 2 de junio de 1706.» -[60]- -61- VIII. Capilla del Rosario El año de 1650, el presbítero Diego Rodríguez de Ocampo escribió la «Relación del Obispado de Quito.» En ella se refiere a la Capilla del Rosario, construida aparte de la iglesia, con retablo dorado, donde estaba Nuestra Señora del Rosario, «imagen de bulto que se trajo de España al principio de la fundación.» La capilla, según esto, data de la primera mitad del siglo XVII. La idea y hecho de la construcción se atribuyen al padre fray Pedro Bedón, quien murió en Quito el 27 de febrero de 1621. A fines del siglo XVI el padre Bedón estuvo en Colombia y en la ciudad de Tunja levantó la capilla del Rosario, que es una de las joyas de arte. Regresó a Quito en 1597 en el Provincialato de fray Rodrigo de Lara y dirigió la construcción de nuestra Capilla del Rosario, para uso de la Cofradía por él erigida en 1589. Cronológicamente, el padre Bedón fue el iniciador de las Capillas del Rosario que se volvieron tradicionales en los templos -62- dominicanos, no sólo por su destino, sino también por su estructura arquitectónica. Entre ellas se ha hecho célebre por su primor artístico la de Puebla de los Ángeles comenzada en 1650 por fray Juan de la Cuenca y proseguida por fray Agustín Hernández, a quien se debe la decoración escultural. La Capilla del Rosario consta, de tres cuerpos de planimetría desigual levantados, el primero sobre una doble cripta, el segundo sobre el arco de la Calle Larga y el tercero sobre arquería de piedra. En el primer tramo, destinado a los fieles, se levantan cuatro arcos semicirculares que se contraen interiormente a las esquinas para el remate de la cúpula ochavada. Igual estructura se repite en el segundo, elevado por lenta gradería, donde se halla el presbiterio, a cuyo centro se destaca el retablo dedicado a Nuestra Señora del Rosario. Dos puertas laterales abren paso al tercero, en que se halla el camarín de la Virgen, construido más tarde, para custodia de las joyas y vestidos de la Virgen. Debajo de los arcos laterales de los dos primeros cuerpos se han levantado muros de relleno que se han revestido de retablos para integrar el adorno

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interior de la Capilla. -63- IX. Colegio y Capilla de San Fernando Un simple cotejo de fechas y de datos comprueba la ayuda técnica que prestó fray Antonio Rodríguez a las construcciones dominicanas. Rodríguez de Ocampo, en la relación citada, se refiere a la iglesia y sacristía de cal y canto, concluidas ya para 1650, y a los claustros que se habían hecho y que entonces se iban haciendo. Cuando se trató de trasladar al arquitecto franciscano a Lima en 1657, el Procurador de los Dominicos intercedió a favor de la permanencia del hermano en Quito, alegando que fray Antonio dirigía gratuitamente las obras de Santo Domingo y que sin él no podrían continuarse, por ser esencial su intervención para dichos edificios. De éstos eran el segundo tramo de los claustros de Santo Domingo, que difieren del primero en el fuste cilíndrico de las columnas del piso bajo y el cierre de los corredores altos, que se comunican con el patio, mediante ventanales y también el refectorio, sala rectangular de 33 metros -64- de largo por 7 de ancho, con un precioso artesonado, que lleva esta inscripción sobre la puerta al interior: «Acabó esta obra siendo Prior el maestro reverendo padre fray Juan Mantilla en el año d e 1688 a 15 de enero.» El 15 de julio de 1688, la Comunidad Dominicana aprovechó por última vez del prestigio de fray Antonio Rodríguez para el informe oficial sobre las condiciones que reunía el edificio destinado a Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás. La obra, que constaba de claustros, salas y capilla, había sido construida por fray Bartolomé García, a base de los planos proporcionados por el mismo arquitecto franciscano. El Colegio se inauguró el 6 de agosto de 1688 con una escuela gratuita para niños pobres. En el frontis de la Capilla estaban esculpidos en piedra los blasones del Colegio y del fundador, que fue nombrado Obispo de Puerto Rico. -65- X. Las Recoletas Las Recoletas comenzaron en Quito a principios del siglo XVII. La fundación obedeció al movimiento espiritual que alentó en España a raíz de la contrarreforma. Cada orden religiosa estableció conventos de estricta observancia, a donde se acogieron voluntariamente los sujetos que anhelaban la perfección mediante el ejercicio superrogatorio de la oración y penitencia. Los franciscanos fueron los primeros en establecer la suya bajo el patrocinio de San Diego de Alcalá. El padre fray Bartolomé Rubio consiguió en 1599 que Marcos de Plaza le hiciese donación de parte del sitio llamado Miraflores para hacer iglesia, casa, huerta y otras oficinas

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para el establecimiento de la Recoleta Franciscana. El tramo conventual se construyó al estilo de los conventos, con cuadros de claustros en forma de un patio reducido, en un ambiente de austeridad, así por la estrechez del conjunto como por la pobreza -66- de las celdas. La iglesia guardó consonancia con el espíritu recoleto. Frente a la fachada de la capilla y al cuerpo conventual se extendía una plaza cercada de muros. El padre fray Pedro Bedón fundó en 1600 la Recoleta de Santo Domingo, bajo la advocación de la Peña de Francia. Frente a una amplia plazoleta y en sitio cercado de muros ubicó la iglesia con claustros conventuales a cada lado y al fondo, en pendiente violenta, unas cuevas de penitencia y, abajo, un estanque provisto de agua propia para criadero de bagres. El fundador imprimió su espíritu de artista en su Recoleta, combinando la austeridad con aliciente de obras de arte y con el encanto de la naturaleza, el agua y el sol. Los Mercedarios fundaran a su vez su Convento de Recolección en el sitio llamado del Tejar, aislado de la ciudad por la profunda quebrada que se abría adelante. Las Recoletas, en lo espiritual, ofrecieron a los religiosos las posibilidades de ascender a la perfección y de influir en la sociedad mediante el ejemplo de una vida austera. En el aspecto urbanístico, completaron la estructura de la ciudad, emplazando sus conventos en los límites de la zona urbana. San Diego señaló el extremo occidental en que comienza a levantarse una de las estribaciones del Pichincha. El Tejar se acogió al pie del monte de Cruz Loma que domina a Quito, interceptando la visión del viejo volcán. La Recoleta Dominicana fue la última construcción monumental edificada al sur de la ciudad. Como los conventos del centro, cada Recolección disponía de agua propia para uso de los religiosos. Además de ser centros de vida edificante, cada Recoleta provocaba la visita de los fieles con el aliciente de algún culto: San -67- Diego llamaba la atención por Nuestra Señora de Chiquinquirá que tenía su altar propio; La Recoleta de la Peña de Francia se hizo célebre por la imagen de Nuestra Señora de la Escalera y el Tejar se convirtió en el lugar más apropiado para el encierro de los ejercicios espirituales. -[68]- -69- Capítulo IV Construcciones conventuales del siglo XVIII I. La Merced La Orden Mercedaria hizo acto de presencia en la fundación de Quito. El

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papel que desempeñó fray Bartolomé de Olmedo con Hernán Cortés en la conquista, de Nueva España, hizo también con Sebastián de Benalcázar el padre Hernando de Granada. Este hecho explica la benevolencia del fundador de Quito, al asignar a Nuestra Señora tierras para su culto y solares, para iglesia y convento de los Mercedarios. Estos gozaron, asimismo, del afecto de los Pizarros, quienes se hicieron patronos de una de las capillas, -70- poniéndola bajo la advocación de San Juan de Letrán. No se previó desde el principio la vulnerabilidad del sitio escogido por los primeros fundadores. La primitiva iglesia cedió al impulso de las aguas, secundada por la violencia de los temblores. Al comenzar el siglo XVII, los mercedarios levantaron su segundo templo, con su convento adjunto. Rodríguez de Ocampo los describió en 1650 en los siguientes términos: «La iglesia es de cal y canto con artesones dorados, retablo grande con imágenes de pincel al óleo, sagrario y relicario del Santísimo, estimable, y en medio la Santísima Imagen de Nuestra Señora, de piedra... El claustro primero, alto y bajo, es de arquería, pilares de piedra y todo de cal y canto, con imaginería traída de. España, de la vida de San Pedro Nolasco, curiosa pintura: y otro claustro bajo, donde se contiene más celdas, refectorio y demás oficinas de la sacristía.»15 El terremoto de 1698, que puso a prueba la solidez de los templos quiteños, afectó, más que a todos, a la iglesia de los Mercedarios. Los religiosos optaron por construir un nuevo templo, al modelo de la Compañía. El padre provincial fray Francisco de la Carrera asignó con este fin los primeros fondos y señaló al padre Felipe Calderón por maestro de obras. El arquitecto quiteño José Jaime Ortiz fue el técnico que trazó los planos y dirigió la construcción. La experiencia enseñó la gran lección de que la cubierta de teja, utilizada en el siglo XVI para los templos, no era la aconsejada para Quito, donde las lluvias comprometían los artesonados mudéjares. El hermano Marcos Guerra optó por la bóveda y la cúpula, que aseguraron la duración del templo de la Compañía. Este sistema bovedal generalizó, en el siglo XVII, el hermano Antonio Rodríguez: La Merced fue la última réplica del templo -71- jesuítico. En cuanto a la estructura del convento se tornó ritual el estilo del cuadro de los claustros, alto y bajo, con celdas, sala capitular, biblioteca y refectorio. El emplazamiento de la iglesia obligó a disponer la puerta principal de acceso al costado sur, con un atrio que mediante gradería superó el desnivel del sitio. -[72]- -73- II. El Tejar... Rodríguez de Ocampo, el cronista acucioso del estado de la Iglesia de Quito hacia 1650, no menciona la Recoleta Mercedaria. La idea y realización de la obra se debió al padre Francisco de Jesús Bolaños, quien desde el año 1733 se interesó en dotar a su Comunidad de un edificio para retiro de los religiosos. El convento consta de un cuadro de claustros en

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torno a una pila central de piedra bruna. La galería superior defiende al corredor del frío del ambiente, con relleno del vacío de los arcos, que conservan un claro circular al medio de cada uno de ellos. La iglesia, cubierta por una bóveda de cañón, ofrece acceso al público mediante una calle que se extiende al lado central del convento. Parte integrante del Tejar es la «casa de ejercicios», donde el pintor Francisco Albán ha interpretado en lienzos los motivos fundamentales del retiro ignaciano. -[74]- -75- III. Fachada de la Compañía Una lápida conmemorativa, que se halla empotrada a la derecha del frontispicio, contiene los datos relativos a los autores y fecha de la construcción de la fachada de la Compañía. Dice así: «El año de 1722 el padre Leonardo Deubler empezó a labrar las columnas enteras para este frontispicio, los bustos de los apóstoles y sus jeroglíficos inferiores, siendo Visitador el reverendo padre Ignacio Meaurio. Se suspendió la obra al año de 1725. La continuó el hermano Venancio Gandolfi de la Compañía de Jesús, arquitecto mantuano desde 1760 en el provincialato del reverendo padre Jerónimo de Herce y 2.º Rectorado del reverendo padre Ángel M. Manca. Acabose el 24 de julio de 1765.» Por este dato se sabe que las columnas que dialogan con su disposición precisa y fuste entorchado, tanto como los jeroglíficos de los apóstoles Pedro y Pablo, no podían ser labrados sino por la mano sacerdotal -76- de quien conocía los secretos de la simbología cristiana. Al hermano Gandolfi no le quedaba otra tarea que completar la obra con el primor de encajes lapídeos. De este modo el templo jesuítico fue el resultado del espíritu de la Compañía traducido al arte por arquitectos y escultores de la mejor cepa europea, la italiana y la germana. Incluso la piedra hubo de ser seleccionada en las canteras de las cercanías de Tolóntag, que ofrecía un material más compacto y elegante que el ordinario del Pichincha. La impresión que ofrece la Compañía a su primera vista evoca las cualidades que señalaba Vitrubio para la buena arquitectura: primero, solidez; segundo, utilidad y tercero, belleza: solidez en la estructura abovedada, utilidad en la amplitud y belleza en los retablos y la fachada. -77- IV. Carmen moderno Quito vio en las Carmelitas una familia religiosa que le pertenecía por vínculos de afinidad espiritual con Santa Teresa. Su hermana mayor, don Lorenzo de Cepeda colaboró para iniciar la obra de la Reforma proyectada por la Santa. El primer Monasterio de San José de Ávila fue resultado de

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la ayuda económica enviada desde Quito. El Carmen Antiguo se estableció en la casa más identificada con el espíritu quiteño, cual fue la mansión familiar de Santa Mariana de Jesús. De este Monasterio salieron las fundadoras del Carmen de Latacunga, que se inauguró el 8 de septiembre de 1669. En 1698 sucedió el terremoto ocasionado por el hundimiento del Carihuairazo, que asoló las ciudades de Riobamba, Ambato y Latacunga. Las monjas hubieron de refugiarse en el Monasterio del Carmen Antiguo, hasta instalarse en una casa particular que tomaron en arriendo. -78- La situación de las Carmelitas de Latacunga excitó la compasión de los obispos Sancho de Andrade y Figueroa, Luis Francisco Romero y Andrés Paredes de Armendáriz, quienes sucesivamente, compraron el sitio, iniciaron la obra y la llevaron a cabo, desde 1702 hasta 1745. Una data del Libro de Vesticiones consigna los siguientes hechos: «En el año de 1745 se estrenó la iglesia. En 6 de junio de 1746 se estrenó el sagrario y el púlpito. El señor obispo don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia, murió el 3 de julio de 1745.» El Carmen Moderno esquina su iglesia en el ángulo de dos calles para dar acceso al público. Construida a base de planta rectangular, tiene el coro alto a la entrada y al fondo el retablo mayor, con nichos escalonados, en el callejón del centro, para el expositorio, la imagen de Nuestra Señora del Carmen y el grupo de la Coronación de la Virgen. Adjunto y paralelo a la iglesia se ordena el primer tramo del Monasterio, compuesto de un cuadro de claustros sobrepuestos, en contorno a una pila rodeada de jardines. El coro bajo se conecta con el presbiterio para dar visibilidad a las ceremonias del altar. Este monasterio posee un Belén estable, donde se ha concentrado un tesoro del folklore del Quito del siglo XVIII, incluso una colección de ejemplares de cerámica quiteña colonial. Ocupa una gran sala rectangular, cuyas paredes están rodeadas íntegramente de motivos navideños y de representaciones escultóricas de los misterios gozosos del Rosario. -79- V. Sala capitular de San Agustín No hay convento que no tenga su sala capitular como parte integrante de su disposición arquitectónica. La de San Agustín se ha vuelto célebre así por su estructura artística, como por su interés nacional, por haber servido de sede a los patriotas que se reunieron ahí, el 16 de agosto de 1809, para ratificar el primer grito de libertad lanzado el 10 del mismo mes. El tallado y decoración de la sala capitular se llevaron a cabo, a partir de 1741. El padre Juan de Luna, al dar cuenta, de los gastos realizados en el cuadrienio de su Provincialato, consignó la siguiente data: «Gastamos en el General en bóvedas, retablo, hechuras, escañerías, cátedra, espejos, lámpara, hechura de piscis, diademas de plata, misal, cuatro ornamentos, atril de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se añadieron, órgano, con todos los dorados -80- y pinturas seis mil trescientos

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diez y seis pesos.» Los capitulares celebraron el celo del padre Luna, cuya actuación estaba «patente a toda la Comunidad en la suntuosa composición del General o Sala Capitular.» Mide la sala 22 metros y medio de largo y siete de ancho, rodeado en sus lados laterales por dos hileras de escaños sobrepuestos, que se cierran a la mitad del fondo izquierdo para dar sitio a la tribuna. Frente a ésta, en el fondo derecho, se encuentra el retablo del Santo Crucifijo. El artesonado consta de figuras geométricas entrelazadas, en forma de círculos y elipses, que hacen marco a cuadros ordenados en dos callejones paralelos. El artesonado descansa en cerco de faldones oblicuos, donde se han ordenado, en serie de simetría, cuadros representativos de santos agustinianos. -81- VI. Capilla del Hospital La fundación del Hospital de la Caridad data de 1565. Fue su fundador don Hernando de Santillán, primer Presidente de la Audiencia de Quito. Rodríguez de Ocampo hace alusión al Hospital en su mencionada Relación de 1650. «El sitio, dice, es bueno y en parte cómodo; tiene iglesia y capellán, botica y médico, dos pilas de agua y huerta... En la esquina de este Hospital, junto a la puerta de su iglesia, se pintó en la pared la imagen de Nuestra Señora, con el niño en los brazos; ha ido de tiempo en tiempo aumentando su hermosura y colores de la pintura, de que se originó la hermandad y devoción de esta santa imagen.» Frente a ella se hallaba la casa, desde donde Mariana de Jesús rezaba diariamente el Rosario. En su honor se había levantado una pequeña capilla, cuyo recuerdo quedó consignado en una inscripción lapídea, que se encuentra ahora baja el Arco de la Reina. Dice -82- así: «Acabose esta capilla de Nuestra Señora de los Angeles a 14 de septiembre, año de 1682, siendo Mayordomo Joseph de Luna y Diego Ruiz, sus esclavos.» A principios del siglo XVIII se hicieron cargo del Hospital los padres Belermos, quienes comenzaron por construir la iglesia que dura hasta el presente. En el testamento de Miguel de Santiago consta que, a cambio de cuadros, se le cedieron unas columnas que procedían de la capilla primitiva. La actual es de una sola nave con cúpula en el crucero y el retablo mayor de tres cuerpos, en el último de los cuales, se ha colocado una réplica de la pintura de Nuestra Señora de los Ángeles. Se conserva, asimismo, en la planta baja de detrás de la capilla, una arquería con nichos abiertos en los muros, donde se colocaba a los enfermos, al abrigo de las corrientes de aire. -83- VII. Casa de ejercicios (actual Hospicio)

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El padre Bernardo Recio, en su «Compendiosa Relación de la Cristiandad de Quito» atribuye al padre Baltazar de Mancada la fundación de la casa de ejercicios, destinada al retiro de los sacerdotes. Patrocinó luego la fundación y completó la obra el ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila, obispo de Quito, que comenzó a gobernar la Diócesis desde el 6 de diciembre de 1749. El cronista anónimo que trazó la serie de obispos, dice, al referirse al señor Polo del Águila: «está haciendo fabricar a sus expensas una casa de clausura con su capilla grande, nombrada la Casa de Ejercicios, en la parroquia de San Sebastián, que circunvecina con el cerrito del Panecillo, de donde se sacan y labran las piedras para la construcción de dicha fábrica.» El padre Recio describe así este retiro: «Está la casa en un altozano, de donde se descubre, con perspectiva -84- bien agradable, lo más de la ciudad. Tiene fuera de la hermosa capilla y refectorio común diez y ocho o diez y nueve aposentos, todos con pinturas y letras acomodadas al ministerio. Sirve de recreo y ensanche un ameno jardín y huerta bien capaz.» Se conserva, con modificaciones, la parte sustancial a que se refiere el escritor jesuita. -85- Segunda parte Escultura e imaginería -[86]- -87- Capítulo V Artesonados I. Espíritu religioso de la Colonia Una simple ojeada a la estructura urbanística de Quito nos permite razonar acerca del espíritu que animó a la ciudad durante el período de su vida hispánica. Son varios los factores que determinan el espíritu general de un pueblo: el clima, la religión, la cultura, la forma de gobierno, la tradición, los usos y costumbres. Según el mayor o menor influjo de cada uno de estos factores, en relación con los demás, resulta el espíritu

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particular de un pueblo, que se individualiza con notas propias y características. Quito es una ciudad repleta de templos monumentales, que hacen contraste con la moderación de los edificios civiles. -88- Cada iglesia conventual vigila la población de su barrio respectivo, que vive su vida religiosa de acuerdo con el ceremonial adoptado por su parroquia o su convento de vecindario. La altura de las torres ha servido para asegurar el pararrayos defensor en las tormentas y amplificar la voz de las campanas, que señalan a los fieles el ritmo de las ceremonias. No ha tenido el pueblo dificultad de contribuir con sus donativos a la construcción de las iglesias, hogar común para sus prácticas religiosas. La Religión se ha impuesto fácilmente sobre los demás factores de la vida. El cambio de orientación política, introducido por la Independencia, no deshizo el sentido religioso que ha animado al pueblo durante tres centurias. Quito sigue siendo una ciudad de aspecto monumental, por el cerco de montes que le rodean y por las construcciones conventuales de que consta. Este espíritu característico de Quito ha influido en la formación del espíritu general de la nación. Desde muy temprano Quito se convirtió en la escuela de Bellas Artes y en capital de la Diócesis y de la Audiencia. De Quito se impartieron las orientaciones de la Iglesia y la Política, para modelar la vida religiosa y social de las demás ciudades. En el aspecto artístico, la Escuela Quiteña abarcó, en la zona de su influjo, a todas las ciudades de la Real Audiencia, desde Popayán y Pasto al norte hasta Loja y Piura al sur. -89- II. El legado mudéjar La arquitectura de cada templo quiteño se integra con su respectivo artesonado. Cabe, no obstante, estudiar aparte este aspecto de la artesanía de nuestro pueblo. El arquitecto descubrió, desde luego, en las canteras del Pichincha, el material lapídeo para la estructura de iglesias y conventos. El artesano del tallado tuvo a su vez a la mano abundancia de cedros provenientes de los bosques cercanos a la ciudad. España introdujo, a través de la arquitectura, el columnario griego y la arquería romana, que se convirtieron en elementos esenciales de las galerías de los claustros y los órdenes sobrepuestos en retablos y fachadas. Para los artesonados se aprovechó del figurado geométrico creado por los árabes. Herder definió a la cultura arábiga «fragante arbusto nacido en árido suelo.» Al ser trasplantado a España floreció en los patios con la frescura de los naranjos, en los surtidores de agua para los ritos lustrales, en el sentido alegórico de la -90- poesía y, sobre todo, en el primor de la laceria para decorado de las mezquitas y palacios. En los templos quiteños penetró el espíritu mudéjar con fuerza vital hasta convertirse en modalidad típica de los artesonados del siglo XVI. La catedral fue el primer templo que cubrió su cielo raso con artesonado mudéjar. La iniciativa se debió al ilustrísimo señor fray Pedro de la

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Peña, que fue el continuador de la obra comenzada por el Arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo. La labor de carpintería corrió a cargo de un religioso converso de Santo Domingo, según el testimonio de fray Reginaldo de Lizárraga, quien recibió la tonsura del primer Obispo de Quito. La catedral, dice, tenía «la cubierta de madera muy bien labrada, labrola un religioso nuestro (dominicano), fraile lego, de los buenos oficiales que había en España.» El alfarje primitivo hubo de sufrir transformaciones, a causa de deterioros producidos por las lluvias, hasta la llevada a cabo en nuestros días, en que se ha hecho el total renuevo del artesonado catedralicio. Córdoba Salinas, en su Crónica Franciscana del Perú (1651) describe la iglesia de San Francisco de Quito, en la parte relativa a la armadura, en estos términos: «La nave del medio es muy alta, cubierta de lazo mosaico de incorruptible cedro, a manera de bóveda hecha una ascua de oro. La iglesia corre de follaje labrado en cedro... El crucero es de cuatro arcos torales, fabricados sobre cuatro pilares, la cubierta del mismo lazo que la iglesia.» De esta armadura mudéjar se ha conservado hasta el presente el artesonado del coro y los brazos laterales del crucero. El primitivo artesón de la nave central ha sido reemplazado posteriormente por una decoración barroca del siglo XVIII. La fecha de construcción puede apreciarse por la inscripción del arco toral que dice: «Mandó hacer este artesón nuestro padre fray Eugenio -91- Díaz Carralero, siendo Ministro Provincial de esta Santa Provincia Año de mil setecientos setenta.» La armadura más compleja de alfarje ofrece el artesonado de Santo Domingo, que data de principios del siglo XVII. Podría afirmarse que el modelo inmediato fuese la armadura del templo dominicano de San Pablo de Córdoba, por los religiosos cordobeses que vinieron a fundar la Provincia de Quito, sin subestimar el hecho de la artesanía, que desplegaron ya los «carpinteros de lo blanco» en los artesonados de la catedral y San Francisco. El artesón de Santo Domingo contiene todos los elementos constructivos que exige el alfarje clásico: el «estribado» o marco de vigas que unen los ángulos de la cubierta; los «faldones», compuestos de alfardas, unidos entre sí por lazos y trasdosados por un tablero; el «harneruelo», donde se desarrolla la «lacería arábiga» en figuras de decoración y simetría y los «tirantes» enlazados que se colocan a trechos a la base del artesonado. (Lampérez). En el «almizate» la escuadría ha combinado los lazos en figuras geométricas que combinan estrellas de diez y seis y doce lados con ojos ochavados. La bóveda del crucero, que recuerda la del coro de San Francisco, es una aplicación de las crucerías adoptadas en los templos cristianos españoles, en que todos los nervios concurren a una clave central, desde la base de un polígono octogonal. La lacería mudéjar decora también el artesonado del presbiterio de la iglesia de San Diego, construida en la primera mitad del siglo XVII. Es difícil determinar el origen y los artistas talladores de la ornamentación arábiga de los templos quiteños. Nuestros, artesanos dieron muestra de su habilidad al conseguirla euritmia geométrica, con entrelazados de polígonos estrellados de ocho y dieciséis lados que se combinan con ojos ochavados. Esta decoración tuvo su -92- auge en Quito entre el último cuarto del siglo XVI y la primera mitad del XVII. Presto se echó de ver la

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fragilidad de este elemento ornamental en el ambiente de Quito, donde el invierno desataba las lluvias, originando goteras que deslucían los artesonados o se producían temblores que destrozaban toda la armadura. El problema de la solidez de la cubierta, que resolvió el templo de la Compañía con la estructura de la bóveda, modificó la aplicación de la lacería mudéjar. No fue ya la armadura a base de madera labrada, sino la decoración en relieve de ladrillo y de yeso. La ornamentación con figuras geométricas constituyó un elemento integrante de la construcción arquitectónica, que comenzaba en las pilastras y se coronaba en todo el artesón del cielo raso. De este estilo son las decoraciones de la Compañía, de Guápulo y la Merced. La riqueza de la Compañía ha permitido cubrir con oro los resaltos mudéjares de la decoración en las pilastras y en la bóveda. La técnica de este trabajo seguía dos procedimientos principales: o «grabando» al ataurique sobre el material de la superficie (piedra, ladrillo, madera) o «moldeando», es decir, echando el yeso blando sobre un molde que permitía conservar la uniformidad de un tema repetido. En la Compañía se ha utilizada el primer procedimiento, que implicaba mayor esfuerzo artístico en el trabajo personal y en la Merced y Guápulo se ha echado mano del moldeo. En la segunda mitad del siglo XVII se aprovechó también del estilo mudéjar para decorar los artesonados de las dependencias conventuales. El más antiguo de esta clase es el Refectorio de Santo Domingo, construido en 1687, en el Priorato del padre Juan Mantilla. Como procedimiento técnico, el dibujo ornamental -93- consta de listones clavados sobre un tablero. En la mitad corre una línea recta, en que alternan círculos y cuadrados con rosetones al medio. A cada círculo, responde a los lados un polígono octogonal ordenado en callejón paralelo que lleva, pintadas en lienza, escenas de la vida de Santa Catalina de Sena. El enlace entre las figuras del eje central y los marcos poligonales se ha obtenido mediante estrellas, a cuyo fondo hay una decoración floral en tono bajo. En todo el contorno rectangular del paño central gira un faldón de molduras que enmarcan lienzos de mártires e inquisidores de la Orden Dominicana. El refectorio mide 33 metros de largo por 7 de ancho. Cincuenta y cuatro años después del refectorio de Santo Domingo se realizó la decoración de la Sala Capitular de San Agustín. No se habían perdido, con el transcurso del tiempo, la técnica ni el gusto por la ornamentación mudéjar. Al contrario, la reducción del espacio y proporciones de los entrelazados permitió destacar mejor el conjunto decorativo. También en esta sala el juego de las figuras geométricas resalta como relieve sobre tablero plano. La línea del eje central consta de círculos y elipses adornados de querubines y piñas. Dos callejones paralelos de polígonos irregulares contienen telas, representativas de temas de la iconografía agustiniana. Los vacíos entre el figurado geométrico se hallan decorados por flora de color variado. En los faldones de los lados se alinean lienzos enmarcados en listones dorados. La sala capitular se integra con doble hilera de bancas, cuyos espaldares y antepechos, constan de tableros labrados profusamente en calados primorosos. Por la firma de Antonio de Astudillo que consta en los lienzos, puede afirmarse que data también de la segunda mitad del siglo XVIII, la decoración del nártex de la Iglesia de San Francisco. Las molduras

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doradas, -94- lo mismo que las pinturas, han conservado su primitiva frescura, por el sitio que las defiende de los efectos atenuantes de la luz. La decoración mudéjar salió de la iglesia y salas interiores para embellecer exteriormente la techumbre de los claustros. Huellas de estos artesonados quedan aún en la Merced y San Francisco. El claustro de San Agustín, que da a la Sala Capitular, conserva este artesonado, hecho a base de figuras romboidales con una piña colgante a la mitad. Su construcción se adelantó con un siglo a la decoración de la Sala Capitular. Debió constituir parte integrante del adorno del claustro, con las galerías de cuadros pintados por Miguel de Santiago, bajo el mecenazgo del padre Basilio de Rivera. El elemento cultural de estilo decorativo mudéjar, compenetrada ya en el espíritu constructivo español, supervivió en Quito, como artesanía, durante todo el período hispánico de nuestra historia. Tuvo su auge en la ornamentación de las iglesias, se desplegó hacia las salas conventuales y los claustros y no salió del ambiente religioso. No hay una muestra de esta decoración en los edificios civiles, ni hay pruebas de su persistencia después de la transición a la autonomía política. La réplica procurada en el artesonado de la catedral y en la sala de recibo de la Casa Jijón, no son sino traslados de un modelo colonial. -95- Capítulo VI Retablos El barroco quiteño Los retablos integraron la decoración de los templos. Su estructura obligó a los artistas a sujetarse a normas de proporción para cubrir los espacios destinados a altar del culto religioso. El nicho central de la imagen señalaba el ritmo a los elementos constitutivos del conjunto. La amplitud de la superficie permitía calcular el tamaño de las partes integrantes. El nombre de altar mayor designa en cada templo el altar principal consagrado al culto. Se destaca mediante el Presbiterio, escenario indispensable para el desarrollo de las ceremonias rituales. Es el mayor -96- por sus grandes proporciones, que obedecen al plano arquitectónico. Cada altar mayor se halla decorado por el retablo, en cuyo centro luce la imagen titular de la iglesia. No intentamos trazar aquí la historia cronológica de los retablos quiteños. Nos contentaremos únicamente con hacer algunas observaciones, que faciliten la comprensión de las

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características de esta rama de arte, en que se ha puesto de relieve la habilidad de nuestros artistas coloniales. SAN FRANCISCO.- Córdova Salinas alude de modo general, al retablo mayor de San Francisco. «El retablo del altar mayor, dice, poblado de estatuas, a imitación del Panteón de Roma, da vuelta a toda la capilla mayor en redondo, todo de cedro: obra superior por la valentía del arte y escultura con que la labraron escogidos artífices.» El cronista franciscano escribió su obra en 1650, aprovechando de los datos oficiales que se le enviaban de cada provincia. El retablo mayor de San Francisco remonta, a fines del siglo XVI, como se puede colegir del grupo del Bautismo de Cristo, atribuido a Diego de Robles. Sobre zócalo con relieves de los Evangelistas se levantan robustas columnas de fuste labrado con remate jónico, que se yerguen en contorno del presbiterio. Entre ellas se escalonan dos hileras de apóstoles en actitud de dirigir, sus ademanes a la figura de la Virgen Inmaculada que se halla en el nicho del centro. A cada columna, mediado el entablamento, se sobrepone un elemento de soporte, consistente en el torso de un ángel con las manos levantadas, para sostener un frontón, que se corona con la imagen yacente y perfilada de una virtud alegorizada. El retablo acentúa la impresión de verticalidad, suprimiendo prácticamente el escalonamiento de los órdenes. Además introduce en la estructura, la figuración de los Símbolos de la Trinidad como remate de Altar Mayor. -97- LA COMPAÑÍA.- Los datos proporcionados por el padre Pedro de Mercado, contemporáneo del artista constructor, atribuye al hermano Marcos Guerra, tanto la construcción arquitectónica del templo, como el tallado de los retablos del Altar Mayor y de los brazos laterales del crucero, inclusas las tribunas que resaltan en contorno. Se explica ahora la unidad de líneas que corre por sobre los arcos de la nave central y continúa por el entablamento divisorio de los cuerpos que se sobreponen en el retablo. En éste se combinan a maravilla la línea horizontal con la vertical, que se corona con frontón circular, para inspirar el sentimiento de elevación. En este retablo se introduce la columna de fuste helicoidal, que se perfecciona en el frontispicio del templo y se generaliza en los altares del siglo XVIII. Al igual que en San Francisco, el callejón central del retablo mayor de la Compañía remata encima con la representación de las tres personas de la Trinidad. No menos hábil se mostró el hermano Marcos Guerra en los retablos laterales del crucero. Debiendo cubrir el gran espacio con un solo nicho central, agrandó las proporciones de las columnas y decoró los flancos y el remate con primoroso tallado y pequeñas hornacinas. La Compañía, en su estructura arquitectónica y su retablo central, sirvió de modelo al templo de la Merced y a su altar mayor. GUÁPULO.- Las retablos del altar mayor y de los brazos laterales del crucero de Guápulo reconocen la paternidad de sus artistas constructores. Los cedros procedían de los bosques de Nono, Cotocollao y del Pichincha. El capitán don Marcos Tomás Correa hizo el diseño por el precio de doscientos pesos. El tallador fue don Juan Bautista Menacho. Las herramientas para el labrado y los clavos para el armado corrieron -98- a cargo del herrero don Martín Gómez. El dinero provenía de donativos de los barrios de Quito y de los pueblos circunvecinos. La obra se llevó a

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cabo, en el último decenio del siglo XVII. El retablo del altar mayor constaba de tres cuerpos sobrepuestos, divididos por entablamentos, que se coronaban al medio con un frontón circular. Verticalmente el callejón central estaba flanqueado por otros dos a cada lado, divididos por columnas de fuste decorado. Esta disposición estructural formaba cuadros rectangulares, destinados a lienzos de los apóstoles pintados por Miguel de Santiago. Este artista pintó la escena de un milagro que tenía por fondo el retablo primitivo, que ha permitido rehacer modernamente el actual altar reemplazando los lienzos por esculturas en relieve. Se conservan todavía en su estado primero los altares de los brazos del crucero, que tienen la misma disposición del retablo mayor. Los marcos del izquierdo contenían representaciones de ángeles y, los del derecho, motivos relativos a la historia del Santuario. LA OBRA DE BERNARDO DE LEGARDA.- Este artista, dotado de asombrosa habilidad, fue al mismo tiempo arquitecto, escultor e imaginero. Nacido a principios del siglo XVIII, su obra artística se desarrolló entre 1730 y 1773. El 7 de enero de 1745 firmó un contrato con el Rector de la Compañía de Jesús para dorar el tabernáculo del altar mayor, con los calados y forros, desde la última columna hasta el arco toral, con las tribunas de los lados. Durante el Provincialato del padre Tomás Baquero (1748-1751) llevó a cabo la construcción del retablo mayor del templo de la Merced. Legarda trabajó, asimismo, el retablo de Cantuña con el Calvario que se encuentra en el nicho central. De su tiempo son también los retablos del Carmen Moderno y del Hospital. -99- El retablo de la iglesia de Cantuña se da la mano con el del coro de la catedral. En uno y otro se ha concretado el escultor a labrar el marco que rodea al motivo central, que en el primero es el grupo del Calvario y en el segundo, un lienzo grande del tránsito de la Virgen. Igual observación puede hacerse del sinnúmero de retablos que pueblan las naves laterales de los templos quiteños. El nicho consagrado a la imagen de devoción popular imprime el ritmo a la decoración de los remates y los flancos, consistentes en frontones semicirculares y columnas salomónicas. RETABLO DEL ROSARIO.- La Capilla del Rosario presenta en sus retablos la evolución del movimiento barroco que alentó las obras de los siglos XVII y XVIII. El altar principal consagrado a Nuestra Señora del Rosario contiene, en el callejón del centró; el nicho expositorio, el de la mitad dedicado a la Virgen y un tercero sobrepuesto para el grupo de la Trinidad. A los flancos de los dos primeros se interponen a cada lado una calle dividida por columnas de fuste cilíndrico, que rematan el primer cuerpo por un entablamento que se interpone al coronamiento del nicho central. Desde el nivel de éste se alza una decoración labrada que se contrae hasta culminar en un carpanel con dos lóbulos arqueados. En todo el cuerpo del retablo hay quince espacios que llevaban antes espejos y hoy han sido cubiertos por los quince misterios del Rosario. A los costados del presbiterio hay dos retablos gemelos, dedicados a San Joaquín y Santa Ana, cuyas imágenes, vestidas de brocado, descansan en nichos abiertos en un cubo saliente. A los flancos se levantan dos columnas salomónicas, sobre cuyos capiteles corintios corre un cornisón que enmarca el nicho y -100- soporta el armazón que decora el intradós

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del arco, incluyendo el marco de una ventana abocinada. Los vanos intercolumnares se han cubierto con dibujos lineales de reminiscencia mudéjar, que entrelazan figuras romboidales, platillos circulares rodeados de hojarasca, macetas de flores, etc. A derecha e izquierda de la primera planta de la capilla se levantaban retablos que cubrían todo el muro de relleno del gran vacío de los arcos. El de la siniestra ha sufrido modificación notable por el portón abierto para conexión con la capilla de la Escalera. El de la diestra, consagrado a San José, conserva su decoración primitiva. La estructura de este retablo consta de tres callejones divididos por columnas sobrepuestas en dos cuerpos, con un remedo de entablamento. Diríase que una imaginación fantástica hubiese introducido en cada elemento constructivo una forma nueva. Las columnas exhiben un revestimiento escalonado de aletas, molduras, ménsulas con hojas de vid y racimos de uvas. El fuste de base rectangular evoluciona a forma cilíndrica para coronarse con un capitel corintio. Los espacios intercolumnares se hallan cubiertos con lienzos, uno a cada lado del nicho central y un tercero que se sobrepone y está flanqueado por ventanas. En los retablos laterales de la capilla se ha destacado con decorado brillante todo el elemento decorativo, empleando el rojo para el tablado del fondo. CARACTERÍSTICAS DEL BARROCO QUITEÑO.- La índole sintética del presente estudio no permite detenerse a describir el centenar de retablos que adornan las naves de los templos quiteños. Cabe, en cambio, tratar de establecer las notas dominantes que caracterizan esta manifestación del espíritu de nuestro pueblo. Los templos coloniales son la expresión -101- del sentir religioso colectivo. Los fieles acuden a ellos como a hogar común, en el cual la limosna individual se ha convertido en la piedra sillar o el ladrillo constructivo. Por el hecho de su presencia permanente, el templo se convierte en patrimonio de todos, sin que nadie piense en el arquitecto, ni se dé cuenta de la supervivencia del espíritu que presidió para imprimir solidez, duración y gracia a la Casa de Dios y del pueblo fiel. Los retablos, en cambio, reflejan la individualidad de los artistas, como intérpretes del ambiente religioso que interpretan. En ellos se puede adivinar el gusto dominante, que se complació en desahogar la pompa del culto en los altares del santo de la devoción popular. La música se alía con la escultura para dar el compás a las figuras que vuelan, en torno a un centro de gravitación oculto y casi fuera de cuadro. Como característica primera del barroquismo quiteño puede señalarse la combinación, en la estructura del retablo, de los órdenes clásicos en la disposición del columnario, que da por resultado la armonía en el conjunto. Sobre esta base, el dinamismo vital ha estallado en la decoración de las columnas. Las primeras que se ofrecen, en el siglo XVI, como elementos de soporte, adaptados de grabados de Juan Vredeman de Vries en Amberes, 1565, son Atlantes y Cariátides, que evolucionan hasta convertirse en Ángeles, cual los del primitivo retablo de Santo Domingo y las que coronan el altar de San Francisco. Las columnas de orden clásico fueron utilizadas en las galerías de los claustros y las fachadas de los

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templos y muy rara vez en los retablos. No se desechó, sin embargo, el uso de la base y el remate, como quiera que el fuste se alargara a medida de las proporciones del retablo, y se revistiera de estrías o con figuras geométricas entrelazadas de reminiscencia mudéjar. En cambio, -102- se puso de moda la columna salomónica, de cinco y más vueltas de espiral. El retablo mayor y el frontispicio de la Compañía ofrecen el modelo cumplido de estas columnas entorchadas. En ellas el dinamismo obedece todavía a leyes de medida justa. A partir del siglo XVIII las columnas salomónicas revisten una decoración profusa, a base de pámpanos y racimos de vid, que cubren el contorno de las volutas. Aquí es donde el artista se detiene deliciosamente en interpretar las figuras laberínticas que forman la naturaleza americana con las ramas de la viña y la pasiflora. No contento con este adorno natural, el tallador introduce figuras de angelillos que entrelazan las ramas en torno al fuste de las columnas, como en el retablo del Quinche. El retablo de la Capilla de Santa Marta, en San Francisco, ofrece el tipo de columna anillada con coronas caladas interpuestas y del callejón central flanqueado con sobreposición de pequeños nichos. En resumen, el retablo, con su variedad de columnas decoradas, es la mejor expresión del barroquismo quiteño, que aprovecha del ordenamiento clásico como soporte de vitalidad ornamental, arquea los frontones, interrumpe la línea de los entablamentos, decora los fondos con figuras geométricas, remata las caídas con mascarones y enlaza festones de frutas familiares, como el aguacate, la piña, la chirimoya, la manzana y la granada. Complemento necesario de los retablos fue la aplicación del oro. El arte del decorado constituyó una especialización, que completaba la formación del escultor, como en el caso de Bernardo de Legarlo, o se la cultivaba aparte como en el Bartolo, dorador del Sagrario de Guápulo. Los ejemplares más antiguos revelan la aplicación del dorado al óleo, procedimiento que consistía en cubrir los objetos con preparaciones a base de aceite craso, sobre cuyo fondo se extendía el color, para aplicar encima las hojas de oro. De este -103- estilo son las cariátides y atlantes del siglo XVI y principios del XVII, e imágenes y relieves del antiguo coro de Santo Domingo y San Francisco. Durante el siglo XVIII se generalizó el procedimiento ordinario, que consistía en cubrir primero el objeto con capas de tiza o yeso a base de cola y luego una capa de bol de Armenia, que recibía las hojas de oro, aplicadas mediante un pincel. El pulimento final se hacía con piedra ágata o con colmillo de elefante. No pocas veces se decoraban los vestidos de las imágenes con flores o figuras doradas al óleo y al temple. Casi todos los retablos del siglo XVIII son íntegramente dorados y en algunos casos se han dorado las decoraciones en relieve, pintando de rojo o azul el tablero del fondo. El arte del decorado dio ocasión a la artesanía de los batiojas16 que reducían el oro a hojas de finísima ductilidad. El oro procedente de las minas de Zamora, Zaruma y Popayán, laminado por manos de los batiojas, sirvió para los retablos coloniales. -[104]- -105-

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Capítulo VII Púlpitos y confesonarios San Agustín fue el primero en observar que en todo templo católico había tres lugares sagrados para los fieles: el altar, el púlpito y el tribunal de la penitencia. Bossuet amplificó esta observación, destacando el motivo que cada uno de estos lugares entrañaba para merecer la veneración de los cristianos. En el altar se ofrecía Cristo en la verdad de su cuerpo, en el púlpito en la verdad de su doctrina y en el confesonario en la verdad de su misericordia. Si el altar había sido realzado con un retablo cubierto de oro, era natural que también el púlpito fuese decorado con especial magnificencia y aún el confesonario revistiese dignidad a la vista de los fieles. Todos los templos tienen púlpitos fijos adosados a la primera pilastra, que forma el ángulo entre la nave -106- central y el brazo derecho del crucero. Constan, por lo general, de columna de sostén, tribuna y tornavoz, en forma de dosel. Cada uno de estos elementos se caracteriza por su estructura y decoración, de acuerdo con la ornamentación del templo y el espíritu que guió su construcción. El de San Francisco es el más antiguo y ha conservado intacta su configuración primera. En torno a la columna de sostén se ha querido simbolizar el triunfo sobre la herejía, mediante figuras de atlantes que se inclinan a soportar el peso de la cátedra de la verdad. La tribuna consta de molduras flanqueadas por columnitas labradas, antepuestas entre un zócalo continuado y la cornisa, que cierra el pasamano y continúa por el descenso de la grada. En el revestimiento que enlaza la tribuna con el tornavoz se destaca el relieve de la Inmaculada, en actitud de aplastar la cabeza de la serpiente bíblica. El púlpito de la Compañía guarda consonancia con la decoración del templo y fue construido y labrado por el hermano Marcos Guerra. Llamó la atención desde el principio, según atestigua el padre Pedro Mercado, cuyas son las siguientes expresiones: «Lo que más lleva los ojos es el púlpito por ser raro en el artificio de obra corintia... Es pues este púlpito de obra corintia dispuesta por el artificio del insigne hermano Marcos Guerra. La cima de él se corona con un bulto, de más de vara, del predicador de las gentes San Pablo: las tablas del cuerpo del púlpito están adornadas con cuatro cuerpos del tamaño de media vara y todos ellos son de los cuatro Evangelistas. Acabose de dorar y esmaltar en el año de mil seiscientos y cuarenta y ocho. Estrenose en el día del Apóstol del Oriente San Francisco Xavier, con un excelente sermón que predicó de sus elogios el muy reverendo padre fray -107- Juan Isturizaga, del Orden de Santo Domingo. Provincial entonces de la Provincia de Quito.» Juan Bautista Menacho es el mejor escultor y tallista quiteño del medio siglo que va de 1670 en adelante. Su obra principal se concretó a los retablos y decoraciones del Santuario de Guápulo. Fue uno de los artistas que integró el grupo, que trabajó bajo el mecenazgo de don José de Herrera

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y Cevallos y que estaba integrado, además, por el arquitecto fray Antonio Rodríguez y los pintores Miguel de Santiago y Nicolás Javier Goríbar. La habilidad extraordinaria de Menacho lució, sobre todo, en la talla del jube del coro y en el púlpito. Este es, sin duda, uno de los mejores ejemplares conservados del período hispano de nuestro arte. Su originalidad estriba en el primoroso cáliz que sostiene a la tribuna y halla su réplica en el coronamiento del tornavoz. Entre la moldura del pasamano y del zócalo se interponen columnas helicoidales que enmarcan las molduras, cada una de las cuales contiene sobre una mensulilla la imagen diminuta de un santo doctor de la Iglesia. Integrando el antepecho de la tribuna desciende por la grada el pasamano con molduras de primoroso calado; esta obra se llevó a cabo en torno a 1717. La iglesia de la Merced ha conservado el púlpito antiguo que fue construido durante el Provincialato del padre José de las Doblas (1691-1694). Las cuentos relativas a este período consignan la cantidad de 1.586 pesos empleados en madera y libros de oro, incluyendo el pago a los carpinteros y doradores. La estructura conserva el estilo introducido por los púlpitos de San Francisco y la Compañía. El del Carmen Moderno lleva la data de su hechura en la siguiente nota consignada en el libro de Crónica del Monasterio: «En el año de 745 se estrenó la iglesia. En 6 de junio de 746 se estrenó el Sagrario y el púlpito. -108- El señor Obispo don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia, murió el 3 de julio de 745.» Fuera de esos púlpitos que guardan unidad con la decoración general del templo, hay algunos que han simplificado su estructura, reduciendo a la forma de un cáliz con columna de fuste decorado como elemento de sostén de la tribuna. Esta conserva la disposición tradicional de encuadrar entre columnas salomónicas un tablero en cuyo centro se halla la imagen en pequeño de los doctores de la Iglesia o de santos que tienen relación concreta con el convento o monasterio. El tornavoz se corona también con la efigie de un santo. De este estilo son los púlpitos de la catedral, de Cantuña, de Santa Clara y de San Diego. El afán decorativo se extendió a todos los elementos que entraban a servicio del pueblo fiel. No era posible que un templo, ornamentado en sus mínimos detalles, como San Francisco, la Compañía, la Merced, tolerase confesonarios sin talla de adorno. Este corona el remate con figuras caladas, que se combinan con tableros triangulares esculpidos, que separan el asiento del confesor del reclinatorio de los fieles. En general, la decoración de los confesonarios guarda consonancia con la riqueza ornamental del templo. -109- Capítulo VIII Coros y sacristías

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I. Coros No hay templo que no tenga su coro, como parte integrante de su arquitectura, destinada a los cantores, y en las iglesias conventuales, al rezo coral del oficio divino. La tradición española compaginó con los coros catedralicios que rodeaban por delante al presbiterio, aislándolos de los fieles que ocupaban el sitio de la nave central. Los coros de los conventos se ubicaban, de preferencia detrás del retablo mayor. Por lo que mira a la ornamentación se hizo célebre en Valladolid el Coro del Monasterio de San Benito, labrado con primor por la gubia genial de Alonso Berruguete. En Quito se colocaron los coros a la entrada de la -110- iglesia, en un cuerpo saliente, que descansaba sobre arcos más reducidos que los de la nave central. Destinados al rezo diario del oficio divino en comunidad, puso en ellos cada orden religiosa, la intimidad de su espíritu, reflejada en sus santos familiares. El Coro de San Francisco es el de más antigua data. Su artesonado es el primitivo, que guarda consonancia con la armadura mudéjar de los brazos del crucero. Córdova Salinas lo describe detalladamente en 1651: «Adornan el coro ochenta y un sillas de cedro, los espaldares de curiosas labores acompañados de columnas jónicas: ostenta cada silla peregrina en su adorno un santo de media talla, ángeles y vírgenes, todos vestidos de oro, que siendo los más bien obrados del reino se llevan los ojos de todos. Lo que resta hasta el techo ocupan valientes pinturas, historias de los hechos de San Pedro y San Pablo, guarnecidas de columnas y molduras de cedro doradas. Salen del coro a la iglesia dos tribunas iguales de lazo doradas, que sustentan dos órganos, siendo el uno de madera, peregrina en la labor, mesturas y voces: ocupan diez y seis castillos sus cañones, que siendo innumerables, el mayor de ellos tiene diez y ocho palmos de largo y cuatro de hueco. La suavidad de sus voces cuando se tañen, su variedad y dulzura arrebatan el espíritu a la gloria, para alabar a Dios, que escogió en instrumento de tan maravillosa obra a un fraile menor, que en su vida había hecho otro órgano.» La talla del coro franciscano se atribuye al padre Francisco Benítez, quien afirmó en 1627, que tenía 65 años de edad y que era «maestro de arquitectura en todo género de obras.» El templo de la Compañía tiene tres coros, el principal que se halla a la entrada, cuya tribuna descansa sobre la mampara de la puerta interior, enmarcada en columnas salomónicas de primoroso labrado, y dos -111- colaterales a la cúpula del crucero. Los tres coros integran la disposición arquitectónica del templo y reconocen por su artífice al hermano Marcos Guerra, según dato de su contemporáneo, el padre Pedro de Mercado. Rodríguez de Ocampo describe el coro primitivo de Santo Domingo tal cual se conservaba hasta 1650. Era «grande con sillería, dorado y por las paredes san tos de media talla sobre tablas de madera doradas.» El padre fray Domingo de Terol había comprometido a Bernardo de Legarda para que hiciera una mampara, al estilo de la Compañía o del Sagrario. El escultor allegó los materiales, pero no pudo llevar a cabo el compromiso. Con la modificación del templo en el último cuarto del siglo XIX, el coro que se

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hallaba sobre los dos arcos menores de la entrada de la iglesia, fue trasladado a un departamento conventual contiguo al altar mayor. Los relieves, a que hace alusión Rodríguez de Ocampo, restituidos a su dorado primitivo, se encuentran hoy en el Museo de Santo Domingo. La catedral, además del coro destinado al órgano y los cantores, tiene el coro propio del Cabildo, que se encuentra al fondo del presbiterio, con un retablo dedicado al Tránsito de la Virgen, que es titular de la catedral. El ilustrísimo señor Alonso de la Peña Montenegro había hecho pintar con Miguel de Santiago un lienzo de la Muerte de la Virgen, para el centro del retablo del coro. En la segunda mitad del siglo XVIII, ese cuadro fue reemplazado por el de la Asunción de María, debido al pincel de Manuel Samaniego. Al mismo tiempo se encargó al escultor Manuel Chili (Caspicara) la hechura de las imágenes de las Virtudes, que hoy integran la estructura del coro catedralicio. -112- Notable por su jube labrado por Menacho es el Coro del Santuario de Guápulo. Su construcción ha sido tomada en cuenta en el plano arquitectónico del templo, cuya ornamentación mudéjar decora también, tanto el artesonado del coro como la arquería en que descansa. Igualmente de valor artístico son los coros de San Diego y de San Agustín, cuya sillería lleva, en el tablero de espaldar, relieves de santos de medio busto. Digno de mención, por fin, es el coro del templo de la Merced, que data de mediados del siglo XVIII. Las dos tribunas laterales, que resaltan hacia la nave central, están íntegramente revestidas de primorosa decoración. -113- II. Sacristías Durante la Colonia, se procuró que las sacristías no desdijesen del valor artístico del templo. Formaban parte integrante en el plano arquitectónico y se destacaban por la calidad de la mueblería, destinada a guardarlos ornamentos sagrados y los enseres destinados al culto. Córdova Salinas consagra un párrafo especial a describir la de San Francisco. «La sacristía, escribe, antesacristía y oficinas de su servicio, en nada desdicen de lo suntuoso del templo. La principal, hermosa y grande, podía servir de iglesia. Es de dos bóvedas, la una de medio punto y la otra de media naranja, guarnecida de molduras de ladrillo, con cinco linternas de luz. Los cajones, que coronan todo su espacio, son de nogal, embutidos de cedro y naranjo, que añadiendo belleza, guardan muchos y ricos ornamentos.» Entre estos se contaban las primeras casullas góticas traídas por fray Jodoco para la fundación del Convento. -114- El padre Pedro de Mercado, describe, a su vez, la de la Compañía en los términos que siguen: «La sacristía se parece tanto a la iglesia, que se echa de ver que tiene parentesco espiritual con ella. Levantola el hermano Marcos desde sus cimientos: hízola de bóveda muy vistosa por su belleza.

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En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio revestido de sacerdote, y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad, y está enseñando a sus hijos lo que han de hacer cuando van a revestirse para decir misa. En contorno a la sacristía hay cajones, así para guardar las casullas como también los frontales y las demás cosas pertenecientes al culto divino. Sobre los cajones se miran tabernáculos de primorosa escultura, taraceados de lazos de ángeles y de flores y también de rostros de medio relieve y de relieves enteros con sus divisiones y formas de nicho. Aquí se mira pintada de escogido pincel la vida de la Madre del Sumo Sacerdote Cristo.» La sacristía de Guápulo es depositaria de una colección de lienzos en que Miguel de Santiago interpretó los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe, que se veneraba en ese Santuario. Esta galería de cuadros, alguno de los cuales lleva la firma del artista, permite conocer las cualidades más íntimas del célebre pintor quiteño, su sentimiento de la naturaleza, la técnica en el ordenamiento de los elementos de la composición, el valor de su cromática, la veracidad del escenario histórico, etc. El tiempo ha hecho mella en los objetos de la sacristía, que no conserva sino despojos de la riqueza de la mueblería antigua. La sacristía de Santo Domingo ha soportado también la transformación a que sometieron los padres -115- italianos al templo principal, en el último cuarto del siglo XIX. De la sacristía no se conserva sino el pasadizo que se encuentra a la izquierda, pasando la puerta de la nave siniestra del templo. Consta de grandes cómodas de cajones tallados, sobre las que se levanta un retablo con nichos separados por columnas entorchadas. La sacristía cubre un ángulo de la sala rectangular con cómodas labradas, en cuyo fondo se ordena una galería de molduras divididas con un haz de tres columnas geminadas, que sirven de marco a lienzos de santos dominicos pintados de medio busto. La sacristía de la Merced es de bóveda y se ubica detrás del altar mayor, como la de San Francisco, con puertas de salida al presbiterio. Actualmente se halla decorada con lienzos del pincel de Víctor Mideros. La de San Diego tiene al centro de la cómoda el Cristo legendario del famoso padre Almeida. -[116]- -117- Capítulo IX Escultura iconográfica I. El culto a través de las imágenes

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La conquista espiritual de América coincidió con el Concilio de Trento, cuyas decisiones ordenó Felipe II que se observaran en su dominios, mediante cédula firmada en Madrid, el 12 de julio de 1564. El Concilio, en las sesiones del 3 y 4 de diciembre de 1563, discutió los decretos acerca del culto de los santos y uso de las imágenes. Declaró: «que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración, no porque se crea que hay en ellas divinidad o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se -118- las deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otro tiempo los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas: de suerte que adoramos a Cristo por medio de las imágenes que besamos y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos y veneramos a los santos cuyas imágenes tienen. Por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma al pueblo recordándole los artículos de la fe y recapacitándole continuamente en ellos: además se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos y arreglen su vida y costumbres a los ejemplos de los mismos santos, así como para que se exciten a adorar y amar a Dios y practicar la piedad.» Bien podían los teólogos españoles, que intervinieron en Trento, respaldar, con este razonamiento, la, costumbre tradicional de España, de hacer que la cultura imaginera sirviese al culto religioso. Valladolid, Sevilla, Murcia, habían creado escuelas de imaginería que traducían, respectivamente, la austeridad castellana, la elegancia andaluza y la brillantez del cielo y mar mediterráneos. Gregorio Hernández, Martínez Montañés, Alonso Cano y Salcillo, representaron las escenas de los «Pasos de Semana Santa» y consiguieron informar a las imágenes de un aire de elevación y dignidad, que distinguió siempre a la imaginería española. Descubierto el Nuevo Mundo, los misioneros nos hallaron medio mejor para hacer asequibles las verdades -119- a los indios que la enseñanza a través de las imágenes. En los alardes de pasajeros para América constan referencias concretas a imágenes de Cristo y de la Virgen, procedentes de los talleres de Sevilla. Por lo que mira a Quito, el padre Francisco Martínez Toscano obtuvo de Carlos V el obsequio de la imagen de Nuestra Señora del Rosario para el Convento de Santo Domingo. Diego Suárez de Figueroa trajo de Sevilla una imagen de Nuestra Señora de la Antigua, cuyo culto inauguró en la catedral el año 1578. Benito Gutiérrez, adquirió, a su vez, en la misma Sevilla, una imagen de Santa Lucía, que instaló en la catedral en 1584. Fuera de estas imágenes conocidas, había en Quito muchas otras de diversas advocaciones, que recibían culto, tanto en los templos de la ciudad, como en las iglesias parroquiales. Un decreto del primer Sínodo, celebrado en Quito en 1570, demuestra, por

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una parte, el uso generalizado de las imágenes y, por otra, el acatamiento a las decisiones del Concilio de Trento. Mandó a los curas de indios que examinasen si «tuviesen crucifijos e imágenes de Nuestra Señora o de los santos, y les diesen a entender que aquellas imágenes eran una manera de escritura que representaba y daba a entender a quien representaban y que las habían de tener en mucha veneración y cuando rezaren a las imágenes que pasaran adelante con el entendimiento a Dios, a Santa María y a los Santos, como lo ha declarado el Santo Concilio de Trento.» -[120]- -121- II. El escultor Diego de Robles No es como hasta hace poco una figura legendaria. La investigación ha encontrado su testamento y un contrato firmado por el escultor, cuya personalidad se vincula con la historia de nuestra imaginería. Era toledano, hijo de Antonio de Robles y María Núñez de Ayala. Casó en Quito con Juana Bautista, hija de Juan del Castillo, vecino de Málaga. La mujer aportó como dote 200 ducados que se gastaron en vestirla. Tuvo en el matrimonio dos hijos, Bartolomé y Marcela. Con su industria y trabajo personal, consiguió el artista hacer regular fortuna, consistente en casa propia y respaldo en metálico. A costa de sus bienes debían los albaceas mandar a decir cien misas, repartidas por igual entre los Conventos de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y la Merced. Sus funerales debían ser como de persona acomodada, con traslado solemne y con misa cantada con vigilia. Mandó -122- que una vez muerto, vistieran su cadáver con el hábito de San Francisco y que lo enterraran en la iglesia del mismo Santo, pagando la sepultura. Su sentimiento religioso le había movido a inscribirse como miembro activo de las Cofradías de la Vera Cruz, establecida en San Francisco; del Rosario y del Nombre de Jesús, fundadas por el padre Pedro Bedón en Santo Domingo y de la Inmaculada Concepción, organizada en la catedral. Tampoco le fue indiferente la Cofradía de indios, establecida en la Compañía. Esta actitud demuestra que Diego de Robles estuvo en relación estrecha con las Comunidades religiosas de Quito, incluso con el Monasterio de la Inmaculada Concepción, en donde quiso que su hija fuese monja, comprometiéndose a completar la dote con hechura de imágenes. El 27 de junio de 1586 firmó contrato con Juan de Aldaz, Mayordomo de la Cofradía de Vera Cruz de los naturales, por el que se comprometía «a hacer para la dicha Cofradía un Cristo de ocho palmos, de a cuarta de alto, y una cruz en que esté clavado, su corona de espinas y un rótulo con cuatro letras y una imagen de Nuestra Señora de bulto de seis palmos, que ha de ser Nuestra Señora de la Concepción, las manos puestas», por el precio de 200 pesos de plata. La fecha del testamento es del 9 de marzo de 1594. Median pues, ocho años de vida documentada del artista. Dos años antes del contrato, en 1584, había el escultor tallado la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo, que fue policromada por el pintor Luis de Ribera. En 1586, hizo una nueva imagen de igual advocación, para los indios de

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Lumbisí, la que fue a parar en Oyacachi y después en el actual Santuario del Quinche. En torno a los mismos años talló también otra imagen para los indios de la doctrina del -123- Cisne, de la provincia de Loja y el grupo del Bautismo de Cristo para el nicho superior del retablo de San Francisco. -[124]- -125- III. Policromía y religiosidad El caso de Diego de Robles suscita el interés por un doble estudio: primero, la colaboración de la escultura y la pintura en el arte de la imaginería; segundo, la causa de la popularidad del culto ante una determinada imagen. Diego de Robles labró la imagen de Nuestra Señora de Guápulo y la policromó el pintor Luis de Ribera, por el precio de 460 pesos. Se dio en Quito el mismo hecho que pasaba, entonces en Valladolid, con Gregorio Hernández, cuyas imágenes encarnaba el pintor Diego Valentín Díaz y en Sevilla con Juan Martínez Montañés, que halló su colaborador pictórico en Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez. La escultura en madera era obra del escultor imaginero; los procedimientos del encarnado y estofado requerían la técnica del pintor. La historia del arte recuerda la polémica suscitada en Sevilla entre los pintores y el escultor -126- Martínez Montañés, en la que intervino Francisco Pacheco, censurando a los escultores, porque se encargaban de la pintura de sus propias obras. Como muestra de la colaboración del escultor, el pintor y el cliente en la hechura de un grupo imaginero, conozcamos los detalles de un contrato suscrito entre Diego Valentín Díaz y Gregorio Fernández para la Sagrada Familia de la Cofradía de la Pasión de Valladolid: «Primeramente las encarnaciones de todas tres figuras mate dando a cada una el color de la encarnación que convenga conforme a la parte, del niño como niño y la Virgen imitando a la encarnación de San José como hombre, diferenciando como más convenga: pintando los ojos en cristal y retocando los cabellos de la imagen del niño con oro molido y los del santo con color, de suerte que queden muy bien plateados; los colores del pelo muy graciosos y con toda propiedad conforme a las edades en todo, o haciéndolo por la orden que diere el señor Gregorio Fernández y a gusto de los señores oficiales de esta santa Cofradía. En cuanto a los vestidos es condición que han de ir coloridos al óleo de colores, los mejores que se hallaren en Sevilla: el manto de la imagen ha de ser azul, echándole al canto unas puntas de oro y de pintura bordada con cenefa retocada con oro molido al ancho y disposición que diere el dicho Gregorio Fernández, debajo de que ha de ser angosta por fingir el manto delgado. La saya ha de ser de carmín que imite una púrpura muy finísima y también ha de llevar su cenefa la más rica y graciosa que se pueda y retocada de oro molido y si pareciere a los señores Gregorio Fernández y oficiales de la dicha Cofradía echar en el manto y saya unos caracolillos de oro se echen o al canto o los que sean los que hagan la cenefa. La toca de la imagen ha de llevar al canto un

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majaderillo de oro y por cenefa ha de imitarse una cosa como de cadeneta o imitando toda ella una labor que parezca -127- gasa. En el ángulo de la imagen poner también un majaderillo de oro con su flocadura los remates, dando al ángulo el color más gracioso que se pueda y que salga del color de la púrpura de la saya. En cuanto al vestido del niño es condición que haya de ser morado el más subido que pueda ser de color y más gracioso hecho de los colores que se hallaren en Sevilla y asimismo ha de llevar hecha la orilla en la forma y modo, aunque de diferente labor que la de su madre y el ángulo del niño con su majaderillo de oro y flocadura y en las alpargatillas fingido de perlas o algo que parezca que están bordadas; en cuanto al vestido de San José ha de ser la túnica verde el más subido que se pueda, hecho con todo cuidado, gastando en todo los mejores aceites y más a propósito para que los colores no mueran el manto del santo ha de ser amarillo o si de aquí a que se haga pareciere mejor otro color: en él y en la túnica ha de llevar sus orillas imitando a bordadura y todo retocado con oro molido y si para salir mejor lo bordado pareciere convenir lo que cogiese el ancho de la cenefa hacerlo de otro color sea el que más convenga y dijere el dicho Gregorio Fernández como persona que desea sus figuras luzcan bien y salgan como cosas de sus manos.» Esta larga cita nos manifiesta a la vez, la forma de la colaboración entre el escultor y el pintor en la obra conjunta de la imagen y la técnica usada en la policromía de las efigies, al tiempo que juntos trabajaban en Quito Diego de Robles y Luis de Ribera. No llama la atención que la talla costase menos que la policromía. El pintor necesitaba de materiales escogidos y caros para desempeñar su cometido. El oro y la plata, molidos, entraban como ingredientes para componer el fondo sobre que se aplicaba el color, como puede advertirse en muchas imágenes y relieves de los siglos XVI y XVII. -128- ¿Cómo explicar, ahora, la reacción espiritual del pueblo frente a una determinada imagen? Es un hecho innegable que las imágenes de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo, del Quinche y del Cisne, asumieron desde el principio la nota extraordinaria de milagrosas, como se puede comprobar por los lienzos representativos de los favores concedidos por la Virgen. El mismo Diego de Robles fue objeto de una gracia de esta clase. No cabe vincular este hecho a la calidad artística de la imagen. De este modo las imágenes más artísticas fueran las más milagrosas. Al contrario, parece que también en este caso cabe advertir la observación de San Pablo, de que Dios se vale de las imágenes sencillas y devotas para atraer al pueblo fiel, desconcertando así las exigencias de la presunción estética. Desde fines del siglo XVI, la Audiencia de Quito pudo señalar, como santuarios de peregrinaciones, los establecidos entre las parcialidades indígenas de Guápulo y el Quinche, de Cicalpa y el Cisne. -129- IV. El hermano Marcos Guerra

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El padre Pedro de Mercado dice a propósito del hermano Marcos Guerra: «También hizo el retablo del altar mayor, los de los colaterales de nuestros padres San Ignacio y San Francisco Xavier y otros, porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor». Este dato insinúa un nuevo aspecto del arte quiteño: el del escultor-imaginero, que labra el retablo en función de una imagen y viceversa. El hermano Marcos Guerra, procedente de la Italia postrenacentista, representa en Quito el espíritu introducido por el arte tridentino. No es ya la figura ingenua o la alusión a una escena histórica, lo que interesa traslucir al través de las imágenes. Es la imagen exenta que entraña un arquetipo de perfección humana: la santidad interpretada a la medida del hombre perfecto. Camón Aznar ha descrito las características plásticas de este nuevo estilo representativo. Las imágenes «se conciben con las proporciones más normativas, -130- con las formas descarnadas de realidades perecibles, con colores de tonos equilibrados. Hay en sus quietas actitudes la misma distancia del reposo que de la agitación. Sus brazos juegan en acorde con las masas vecinas y mientras una pierna descansa, la otra se flexiona en un proyecto de avance. Esta misma acordada contracción tornea el tronco con el juego encontrado de las caderas y los hombros. Estas figuras pueden contemplarse como modelos humanos. Todos los ideales pueden referirse a estas cabezas inspiradas y a estos cuerpos de academia. Y estos arquetipos germinales pueden sugerir así todos los estados de perfección.» Esta nueva modalidad hará sentir su influencia en las imágenes del siglo XVII. Los santos fundadores de las órdenes religiosas y los patronos y titulares de las iglesias, se representan del tamaño natural, caracterizándose por una actitud, un emblema, un vestido alusivo a su dignidad. San Agustín, San Blas y San Nicolás de Bari llevan una capa episcopal; San Francisco tiene un cordero a sus plantas; Santo Domingo exhibe un rosario en sus manos; San Ignacio viste de casulla; San Pedro se corona con tiara y empuña la cruz pontifical, etc. -131- V. El padre Carlos El padre Carlos, así, sin caracterización de apellido, ni más filiación sacerdotal o religiosa, es conocido y denominado este artista quiteño. El primero en referirse a él con elogio fue Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. En su célebre discurso a la sociedad patriótica, llamada Escuela de la Concordia, dijo al respecto: Cuando «estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros el diestro tino de Miguel de Santiago: entonces el mismo padre Carlos, con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en sus troncos las vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto, puede concebirse a qué grado habían llegado las dos hermanas, la Escultura y la Pintura, en la mano de estos dos artistas, por solo la Negación de San Pedro, la Oración del Huerto y

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el Señor de la Columna del -132- padre Carlos.» Esta referencia de Espejo permitía ubicar al padre Carlos en la segunda mitad del siglo XVII y afirmar su paternidad artística sobre algunas obras existentes en la catedral de Quito. No hace mucho, al restaurar un retablo de la capilla de Cantuña, se encontró al pie de la imagen la inscripción siguiente: «El año de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el padre Carlos y la renovó Bernardo de Legarda siendo Prioste el año 1731. Lo volvió a renovar otra vez Bernardo de Legarda siendo su síndico el año 1762 a su costa, a que concurrieron siendo Priostes en otros años don Nicolás Basco, don Victorio Bega, don Joseph Cortés y don Joseph Riofrío. Con diadema de plata, paleta, brocha y tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata.» Este nuevo dato confirmó la referencia de Espejo y permitió precisar el año en que floreció en Quito el arte del padre Carlos. El hermano Marcos Guerra murió el 25 de octubre de 1668, precisamente el año de la hechura, de la imagen de San Lucas y doce años después que Miguel de Santiago pintó los cuadros de la vida de San Agustín. Fue, pues, el padre Carlos contemporánea de los grandes artistas que figuraron en la segunda mitad del siglo XVII. Los motivos escogidos para la representación iconográfica le dieron ocasión a demostrar sus conocimientos anatómicos en los cuerpos del Señor atado a la columna y de San Juan Bautista. En las imágenes, de San Pedro de la negación y de San Lucas, lució sus recursos en la distribución de la masa con caprichosos pliegues en los vestidos. La actitud y la fisonomía centralizaron los sentimientos de tristeza suplicante en el San Pedro del arrepentimiento y de suave placidez en San Francisco de Paula. Todas las imágenes del padre Carlos son de tamaño natural. -133- VI. Cofradías y procesiones La inscripción hallada en la imagen de San Lucas revela un aspecto interesante en la organización social de la Colonia. Los primeros libros del Cabildo mencionan los «gremios» formados por artesanos de una misma profesión. Cada gremio, vigilado por el Cabildo, tenía su organización interna, para garantizar el éxito de la función social de su respectiva artesanía. No pocos gremios contaban con un Santo por Patrono, cuya fiesta contribuía a unir a los agremiados. El 9 de julio de 1585, el gremio de plateros pidió al Cabildo eclesiástico la facultad de erigir una Cofradía a su Patrono San Eloy. El gremio de agricultores tenía por su patrono a San Isidro Labrador cuya cofradía estaba fundada en Santo Domingo. Los albañiles se habían hecho cargo del culto a la imagen del Salvador, que tenía su altar propio en la iglesia del Sagrario. Los matarifes habían elegido por patrono a San Marcos, cuya fiesta celebran en su parroquia, -134- cercana a la carnicería. El gremio de pintores y escultores se había organizado en Cofradía, bajo el patrocinio de San Lucas, cuya imagen labró precisamente el padre Carlos. La artesanía organizada socialmente en

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gremios, dio ocasión a las cofradías para el estímulo del culto religioso al Santo Patrono. Más ordinario fue el caso de las cofradías fundadas con un fin exclusivamente de piedad. Los primeros cabildos hacen mención de las cofradías del Santísimo y de la Inmaculada Concepción, establecidas en la catedral. Muy luego se hizo célebre la Cofradía del Rosario, fundada con Estatutos propios por el padre Bedón en el templo de Santo Domingo. Aludimos ya a la Cofradía de la Vera Cruz organizada en la iglesia de San Francisco. La Compañía contaba con las cofradías de negros y mulatos que celebraban la fiesta del Nombre de Jesús, el primero de enero, y de Nuestra Señora de Loreto, compuesta por señoras de la ciudad. En la misma catedral de Quito tuvieron gran celebridad las cofradías de Santa Ana, San Pedro Apóstol y de Nuestra Señora de Copacabana. Todas estas cofradías tenían su fiesta anual, que la celebraban con vísperas, misa cantada y procesión. Al igual que en España se habían organizado en Quito las cofradías para los Pasos de la Semana Santa, con sus respectivas, procesiones. Cada cofradía tenía señalado su día propio entre los de la Semana Mayor, a partir del Domingo de Ramos. La Negación de San Pedro se conserva todavía en la catedral, San Francisco y la Concepción. El Señor atado a la columna se halla en la catedral y San Francisco. El Señor con la cruz a cuestas preside la sacristía de San Francisco. El Señor del Sepulcro consta en el Museo de San Agustín y en el templo de la Merced. Nuestra Señora de los Dolores recibe culto en la capilla de Cantuña. Nuestra Señora de la. Soledad sale a -135- presidir el sermón del Descendimiento en Santo Domingo. Una devoción muy adentrada en la religiosidad quiteña fue la del Tránsito de la Virgen. La dirección teológica del sentido de este misterio había hecho que el pueblo compaginara con una triple escena: la muerte de la Virgen, su asunción al cielo y su coronación en la gloria. Cada uno de estos aspectos inspiró una representación peculiar. El Carmen Antiguo ha dedicado toda una sala a la escena de la Muerte de la Virgen. Sobre un lecho magníficamente labrado yace María, rodeada de los doce apóstoles de tamaño natural, en actitudes diferentes y todos policromados con primor. El apostolado que integra el retablo mayor de San Francisco representa a cada apóstol con ademán de mirar a la Virgen que asciende al Paraíso. El nicho superior del Carmen Moderno representa la coronación de María por la augusta Trinidad. Todo este aparato de culto estimuló la habilidad de los imagineros, que se convirtieron en intérpretes de la piedad popular. Las cofradías, por medio de sus mayordomos, formaron la mejor clientela del escultor e hicieron de la imaginería una profesión lucrativa. Por lo demás, los imagineros del siglo XVII supieron mantener su arte con dignidad y profundo sentido religioso. Un aire de elegancia y sobriedad saturó el ambiente que informó el gremio de escultores, formados en la escuela del hermano Marcos Guerra y del padre Carlos. -[136]- -137- VII. El caso de Olmos

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La tradición hace de Olmos contemporáneo al padre Carlos y le aplica: el apodo de Pampite, con que es conocido en la historia del arte ecuatoriano. Se le atribuye la escultura del Cristo de la Agonía de la Parroquia de San Roque. De ser cierto este último dato, hay que ubicar a Pampite antes de 1685, puesto que el 20 de septiembre de dicho año, otorgó su testamento el padre del pintor Goríbar, ordenando que se le enterrase en la parroquia de San Roque, al pie de la imagen del Santo Cristo de la Misericordia. Esta imagen se caracteriza notablemente entre las del siglo XVII, por su dramatismo de inspiración indígena. Lleva peluca postiza y heridas sangrantes y tiene una actitud de acento búdico, con los ojos casi desesperados en el espasmo de la agonía. Con el humo de los cirios ha tomado una pátina de opacidad, que acentúa la impresión de tétrico dolor. Hay en Quito muchos Cristos atribuidos a Pampite: todos -138- ellos se distinguen por las llagas abiertas en flor en la misma escultura, con un contorno amoratado. Un ejemplar de este estilo lo conserva la colección de don Carlos Manuel Larrea. En algunos Cristos se ha abierto materialmente la llaga del costado, para exhibir, a través de las costillas, un corazón ensangrentado y palpitante. El nombre de Pampite señala este nuevo estilo de representación, que prescinde de la anatomía y sobriedad, para impresionar con la exageración del dramatismo. Este aporte de nueva forma fue una condescendencia con la piedad indígena, que gusta de la impresión hierática y sanguinolenta. De este carácter son también las imágenes que con diversos nombres reciben culto en las iglesias de Quito. El padre Bernardo Recio enumera algunos de ellos, como el Señor de los Remedios del Belén, el de la Buena Esperanza de San Agustín, el del Divino Amor de la Merced, el de las Angustias, el de la Justicia. Con el nombre de José Olmos, figura también un pintor y escultor de fama, que floreció en la primera mitad del siglo XIX. En 1825 se hizo en Quito un elenco de los pintores y escultores, que debían contribuir al fisco con una cantidad asignada en proporción a sus haberes. Ahí aparece, con el máximo de impuesto, José Olmos, que debía pagar 400 pesos como pintor y 250 como escultor. -139- VIII. Bernardo de Legarda El padre Juan de Velasco fue el primer ecuatoriano que proyectó escribir una historia general de su patria. El estado de cultura de su tiempo no le permitió valorizar siempre las fuentes del pasado; pero fue exacto en sus juicios sobre las realidades contemporáneas. Si no vio el arte como un producto y espejo de nuestra civilización del siglo XVIII, supo, por lo menos, apreciar como un valor relativo de cultura. Conozcamos su parecer acerca de la escultura. «Para hacer juicio de la Escultura, sería necesario ver con los ojos los adornos de muchas casas; pero

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principalmente las magníficas fachadas de algunos templos, y la multitud de grandes tabernáculos o altares en todos ellos. Soy de dictamen que aunque en estas obras se vean competir la invención, el gusto y la perfección del arte, es no obstante muy superior la estatuaria. Las efigies de bulto, especialmente sagradas, que se hacen a máquina para llevar a todas partes, no se -140- pueden ver por lo común sin asombro. En lo que conozco de mundo, he visto muy pocas, como aquellas muchas. Conocí varios indianos y mestizos insignes en este arte, mas a ninguno como a un Bernardo de Legarda de monstruosos talentos y habilidades para todo. Me atrevo a decir que sus obras de estatuaria pueden ponerse sin temor en competencia con las más raras de Europa.» Tratemos de precisar el contenido de la expresión «monstruoso talento y habilidad para todo», con que el padre Velasco caracterizó a Bernardo de Legarda. Basta para ello, enumerar las obras conocidas en que intervino el artista. En 1731 retocó por primera vez la imagen de San Lucas, hecha por el padre Carlos para el gremio de escultores y pintores. En 1734 labró la Inmaculada del altar de San Francisco. De enero a julio de 1745 doró el retablo del altar mayor de la Compañía. En 1746 decoró la media naranja de la iglesia del Sagrario e hizo los marcos para las vidrieras de la cúpula. En 1754 hizo el inventario de los bienes de don Joaquín Gómez Lasso de la Vega y tasó el precio de los objetos de arte. Entre 1748 y 1751 trabajó el retablo del altar mayor del templo de la Merced. En el Provincialato del padre Domingo Terol (1767-1770) se comprometió a hacer una mampara labrada bajo el coro de la iglesia de Santo Domingo y pintó para la capilla del Rosario un Nacimiento, una Adoración de los Reyes Magos, una Degollación de los Santos Inocentes y una Nuestra Señora de los Dolores. Fuera de estos datos precisos hay referencia en su testamento, a espejos y corazones de cristal, imágenes pequeñas de marfil, cureñas y trabajos en plomo, cálices dorados, marcos de vidrio, lienzos por restaurar e imágenes de la Concepción, de la Virgen del Quinche, Nuestra Señora de Chiquinquirá y del Rosario. Se -141- echa, pues, de ver la monstruosa habilidad de Legarda, que fue a la vez tallador e imaginero, escultor y pintor, espejero y dorador, armero y miniaturista. Como de las obras de Legarda las más notables son los retablos y las imágenes de la Inmaculada Concepción, conviene que nos detengamos en ellas y señalemos su carácter peculiar. Legarda rompió con los cánones establecidos en el siglo XVII e introdujo en la estructura de los retablos y las formas de las imágenes, el ritmo del movimiento y de la gracia. En los retablos legardianos se alargan las columnas salomónicas y los entablamentos se modifican e interrumpen para dar espacio a los nichos, consiguiendo acentuar la verticalidad y armonía de los órdenes fragmentados. Cantuña, La Merced, el Carmen Bajo, ofrecen los mejores ejemplares de retablos para estudiar los aportes propios de Legarda. El tema de la Inmaculada reconoce su origen de remota inspiración en el Génesis y el Apocalipsis, donde se habla de la mujer-virgen, que aplasta la cabeza de la serpiente tentadora. Su representación mediata dio ya la pintura y escultura españolas. En Quito fue Miguel de Santiago el intérprete inmediato, que ideó la forma de representar a la Virgen Inmaculada, hollando con su pie derecho la cabeza del dragón, en actitud de vuelo ocasionado por el hecho de querer contemplar su propia hazaña.

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Esta «instantánea» captada por el inspirado pincel de Santiago plasmó en la escultura de la gubia de Legarda, consiguiendo una imagen amorosa y triunfante, saturada de gracia y movimiento, acentuando, con alas de plata, su ademán de vuelo. Satisfizo tanto, a la piedad del siglo XVIII, esta Inmaculada de Legarda, que se repitió en Quito el caso de Murillo. No hubo iglesia o doctrina franciscana que no tuviese una Virgen legardiana. -142- ¿Cómo explicar el dinamismo que supo imprimir Legarda a sus obras de tallado imaginero? Su partida de defunción data del primero de junio de 1773, con la anotación de que murió soltero. Sin embargo el artista, en su testamento, afirma que fue casado y que tuvo que separarse de la mujer por haberle sido infiel. Esto hubo de pasar en su juventud. Las generaciones posteriores le veían concentrado en su arte, sin más aliciente familiar que sus hermanas y sobrinos, entre quienes figuraban Ana María, María Micaela, María Francisca, María Bernarda y María Josefa. Este ambiente de gracia femenina debió influir en su alma de artista, para reflejarla en la Virgen Inmaculada, cuya hechura corresponde al año de 1734, es decir a la plena juventud de Legarda. En cuanto a los retablos, el año 1745 se vio en el caso de acariciar con el dorado las columnas salomónicas del altar de la Compañía, lo cual le familiarizó con los secretos de la proporción y los detalles de un retablo, en que comenzaba a sentirse el dinamismo barroco. Legarda no hizo más que intensificar este movimiento vital hasta donde lo permitían las exigencias del buen gusto. En el libro de defunciones del Archivo del Sagrario consta esta inscripción: «En primero de junio de mil setecientos setenta y tres años, acompañó la cruz alzada de esta iglesia hasta el convento de San Francisco, el cadáver de don Bernardo Legarda, soltero. Recibió los santos sacramentos y dio poder para testar, ante don José Enríquez Osorio, escribano de Provincia de que doy fe. Doctor don Cecilio Julián de Socueva.» Al margen, raya directa, consta esta bella frase: Dignus aeterna gratitudine apud omnes, cuyusque status, homines. «Digno de eterna gratitud entre los hombres todos, de cualquier condición que sean.» -143- IX. Pesebres y costumbrismo El taller de Legarda fue también el obrador donde se labraron las imágenes destinadas al arreglo de los Nacimientos. Desde luego, fue costumbre tradicional en Quito celebrar la Novena del Niño, ante un pesebre compuesto en las iglesias. Pero, a mediados del siglo XVIII, esta práctica religiosa se convirtió en hecho folklórico, debido a dos factores: la Novena del Niño escrita por el padre Hernando de Larrea y la prodigación de imágenes navideñas, hechas en el taller de Legarda. En un nacimiento cabe distinguir tres grupos de imágenes, que responden al ciclo litúrgico de la Navidad: los protagonistas de la escena, los pastores con su cortejo de oferentes y los Reyes Magos. El pesebre ocupa

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el centro, con las imágenes del Niño, María y San José. En la representación de estas tres figuras principales hay una riqueza inagotable de inspiración. El Niño yace entre pajas, con los brazos -144- abiertos, otras veces aparece dormido con la mano derecha en la mejilla, se le representa sedente en actitud de bendecir o yacente sobre una cruz. Aunque la escultura original presenta al niño desnudo, casi siempre se lo viste y adorna con potencias de plata. La manera general de representar a María y San José es de rodillas y con las manos dirigidas al Infante. En la mayor parte de los casos, la policromía de los vestidos releva del uso de vestiduras sobrepuestas; no faltan, sin embargo, imágenes hechas expresamente para vestirlas con telas. En el cortejo de adoradores se ha introducido la representación folklórica. Ángeles con instrumentos musicales, pastores con ovejas y cantarillos de leche, figuras populares y de indios con su ofrenda en las manos, grupos que interpretan el degüello de los Santos Inocentes: todo un museo de costumbrismo popular. Los Reyes Magos tuvieron una doble caracterización: los primeros días se los representó a caballo con pajes -acompañantes y un portador de la estrella; el día de la Epifanía estaban a pie junto al pesebre, en actitud de ofrecer sus regalos. El pueblo los distinguía fácilmente por sus nombres, el colorido de su raza y la calidad de la ofrenda. Gaspar, el rey blanco, presentaba su cofre de oro; Melchor, el rey indio, ofrecía su pebetero de incienso y Baltazar, el rey negro, ofrendaba su pomario de mirra. El costumbrismo navideño brindó a los imagineros la oportunidad del trabajo; pues, no había iglesia y, aun casa particular que no tuviese su nacimiento para la novena y fiesta del niño. Se convirtió también en costumbre imprescindible el mandar a decir la Misa del Niño familiar, al son de cantos y músicas alegres. En los pueblos se dramatizó las escenas de Navidad y Reyes, -145- con procesiones, diálogos y danzas. Navidad se introdujo aún en la intimidad doméstica con potajes apropiados, la miel y los buñuelos, que no podían faltar aún en el hogar más pobre. -[146]- -147- X. Caspicara Este apodo, consagrado como pseudónimo, responde al nombre verdadero de Manuel Chili; indio escultor de Quito. El padre Velasco refiere algunos casos de la costumbre quiteña de reconocer por el apodo a los artistas. A mediados del siglo XVIII, en la sociedad de Quito eran familiares el Morlaco, el Pincelillo y el Apeles, que designaban, respectivamente, a indios pintores nativos de Cuenca, Riobamba y Quito. Caspicara, de caspi, palo y cara fisonomía, respondía quizá a la tosquedad fisonómica del célebre escultor indiano. Los primeros españoles tuvieron que habérselas con Rumiñahui, cara de piedra, cuya faz adusta y lapídea era el reflejo del fiero valor y tenacidad del general de Atahualpa. Fue contemporáneo de Espejo, quien hizo el elogio de la habilidad de

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Caspicara en los siguientes términos: «Hoy mismo veis cuanto afina, pule y se acerca -148- a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez sobre la tabla y el lienzo...! Cuánta necesidad de que al momento, elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara, los empeñe la Sociedad (Patriótica) al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos y al de la perpetuidad de su nombre.» Este encomio de Caspicara hecho por Espejo, a quien se le motejaba de Chushig, (lechuza), destaca la contribución del elemento indígena a la cultura ecuatoriana durante la Colonia. En el siglo XVI consiguió fray Jodoco desarrollar las aptitudes de los indios para la música y el canto, hasta convertirlos en maestros del Colegio de San Andrés. Luego, a principios del siglo XVII, el padre Pedro Bedón enseñó a los indios el arte de la pintura e hizo de ellos los mejores miniaturistas y calígrafos de los libros corales. A mediados del siglo XVIII, la Condamine y el padre Velasco pusieran de relieve la habilidad de indios y mestizos para las Artes plásticas. Espejo y Caspicara fueron la mejor expresión de su raza y demostraron el alcance de su capacidad, cuando el esfuerzo personal supera los prejuicios del ambiente. Caspicara talló imágenes, tanto en tamaño natural como en pequeño. De las primeras son las alegorías de las virtudes teologales y el grupo de la exaltación de la Santa Cruz, figuradas en el coro de la catedral de Quito y una de San José que recibe culto en la iglesia de los agustinos de Latacunga. Entre las segundas se cuenta un grupo medio del descendimiento, llamado la Sábana Santa, en la catedral de Quito, y uno reducido, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño; el grupo del Tránsito de la Virgen, que se exhibe sobre el nicho de San Antonio en la Iglesia de San Francisco; un grupo de la Coronación de -149- María, un San José y una Virgen del Carmen que se hallan actualmente en el Museo Franciscano. De los numerosos Niños, atribuidos a Caspicara, solamente uno, el Niño Dormido, que perteneció al pintor Antonio Salguero, llevaba el nombre de Manuel Chili, esculpido en bajo relieve en el asiento de la escultura. Es una réplica perfecta y casi mejorada de niños de marfil, procedentes de Italia, que se conservan, uno en la Colección del padre Aurelio Espinosa Pólit y otro en el Museo de Santo Domingo. Caspicara hizo obedecer la gubia al servicio de una concepción clara y sentimental, que informaba la actitud de cada imagen, el equilibrio de los grupos y el primor de los detalles. El Cristo del Belén es modelo de una serena resignación ante el beso frío de la muerte: en el alto relieve de la Impresión de las Llagas de San Francisco (Cantuña), el Serafín de Asís siente la necesidad de ser sostenido por los ángeles para no sucumbir al divino dolor de la estigmatización; el grupo de la Sábana Santa inscribe la acción de los personajes dentro del marco de un rectángulo; entre tanto que el Tránsito y la Coronación de la Virgen se enmarcan en la perfección triangular; la gracia se alía con la elegancia en las imágenes del Carmen y San José, del Museo de San Francisco. Caspicara representa, a la vez, la serena elegancia del siglo XVII y el movimiento dinámico del siglo XVIII. Su temperamento equilibrado y lleno de espiritualidad contrasta con la inquietud nerviosa de Espejo, empeñado en luchar contra las preocupaciones tradicionales del medio social en que les tocó vivir.

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-[150]- -151- XI. La familia Zangurima De Quito hay que dar un salto a Cuenca para gozar de la sorpresa de una «monstruosa habilidad», al estilo de Legarda. Don Pablo Herrera transcribe una alusión que se publicó en París en 1837, en «Tesoro Americano de Bellas Artes», donde dice así: «Zangurima, hijo de Cuenca, fue uno de los más afamados artistas y ha dejado una prole ilustre que tal vez ha excedido en habilidad al primera que dio nombre a su apellido, por apodo Lluqui (zurdo), siendo una notabilidad artística del Ecuador.» Gaspar Zangurima nació en Cuenca, el 16 de agosto de 1787. Su hogar convirtió en taller, donde se formaron Cayetano Zangurima y José María Zangurima. En el «obrador» de los Zangurima se labraron Cristos, se pintaban lienzos, se trazaban planos para casas, se hacían joyas, se componían relojes, se formaban objetos de herrería y se construían guitarras -152- y vihuelas. Algunas de estas habilidades pusieron los Zangurima al servicio del movimiento libertador de Cuenca. Una vez garantizada la independencia, el Gobernador don Tomás de Heres tuvo el acierto de organizar una Escuela de Bellas Artes en Cuenca, poniéndola bajo la dirección del Maestro Zangurima. Transcribimos a continuación algunos de los artículos a que debían sujetarse maestros y discípulos, para conocer el espíritu que animó a este primer ensayo de enseñanza práctica de las artes liberales. «Reglamento a que deberá sujetarse el maestro Zangurima, Director de la enseñanza de treinta jóvenes, en las nobles Artes de Pintura, Escultura y Arquitectura y en las mecánicas de carpintería, relojería, platería y herrería. Artículo 1.- Este establecimiento estará inmediatamente bajo la protección del Gobierno de la Provincia, debiendo ser celado e inspeccionado frecuentemente por uno de los Señores Procuradores de Muy Ilustrísimo Ayuntamiento. 2.- Desde luego, y a la mayor posible brevedad presentará el maestro Zangurima al gobierno los modelos que se proponga para la instrucción metódica de sus alumnos en la pintura y escultura; y el tratado elemental de arquitectura que se proponga seguir en este arte: recomendándosele como el mejor el de Atanasio Brisguez y Bru, y en su defecto el del padre Tosca. 3.- La relojería reducida a principios exige nociones exactas en la memoria. La Arquitectura supone necesariamente la posesión de Aritmética y Geometría práctica. Por estas razones, será de su obligación instruir en dichas ciencias a sus discípulos, supuesto -153- que ellas son absolutamente precisas para la posesión de dichas artes. 4.- En la pintura y escultura donde parece suficiente la imitación, son necesarios los conocimientos razonados de las proporciones y estructuras del cuerpo humano: que por consiguiente les enseñará a

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los jóvenes. 5.- No siendo comunes las disposiciones y el genio que el maestro Zangurima recibió de la naturaleza para todos los oficios que posee sin enseñanza: ni pudiendo transmitirlos a sus alumnos; será necesario que dedicándose a conocer la capacidad y afición de cada uno de ellos, los dedique al arte o artes en que ofrezcan adelantamiento: proponiéndose en su enseñanza un método constante y suave que los haga adquirirlo sobre principios sólidos y científicos, sin abrumarlos con multitud de ellos a un tiempo sobre diferentes oficios.» Este Reglamento fue firmado por el Gobernador don Tomás de Heres, el 20 de octubre de 1822 y autorizado por el Libertador Simón Bolívar el 26 del mismo mes. Por desgracia, apenas pudo tener efecto este instituto artístico, pues presto la muerte de Gaspar Zangurima deshizo todas las esperanzas de la sociedad cuencana. El simple cotejo cronológico permite advertir que la habilidad escultórica, que triunfó en Quito con Caspicara a fines del siglo XVIII, pasó a manos de Zangurima y floreció en Cuenca en la primera mitad del siglo XIX. Desde luego, en uno y otro caso, en su taller de artista indígena. A partir de Zangurima, Cuenca se convierte en el centro ecuatoriano, especializado en la hechura de Cristos, con Miguel Vélez y más tarde con Daniel Alvarado. -154- Jaén Morente advierte con observación sagaz el cambio que se opera en la transición política. «Cuando en Quito singularmente se extingue o extenúa la tradición y modo de hacer de los siglos XVI al XVIII y llega el siglo XIX, la nación que se emancipa, toma otros rumbos y lo mismo ocurre desde los temarios a la técnica y aún a los estilos. Cuenca por razones basadas en su íntimo ser, creencias, aislamiento y tradición, la acoge y aprieta sobre sí, teje otra vez el hilo de oro. Por eso, con este pensamiento y en el campo escultórico y con tenacidad, sostiene constante la tradición de arte durante siglo y medio; es decir todo el 19 y en lo que va del actual.» La cercanía de la tradición artística ha permitido conservar en Cuenca numerosos ejemplares de Cristos de Zangurima, Vélez y Alvarado, que los distingue por la coloración, la anatomía y el encarnado mate, con que cada artista, respectivamente, ha caracterizado a sus imágenes. «Aunque esto no sea una regla general, incluso está en la magnitud de los Cristos, mayores en Zangurima, más cerca de lo sevillano que Vélez. Es éste ya más clásico y reduciendo un poco el tamaño de la figura, con una porción de peculiaridades, aun con la exaltación del realismo, las uñas transparentes en sus Cristos, la colocación del paño de honestidad del Crucificado, diversos en Zangurima y Vélez, y otra porción de detalles técnicos que sólo pueden verse en comparación inmediata y para un estudio de profesionales.» (Jaén Morente).

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Tercera parte La pintura ecuatoriana en la Colonia Capítulo X La escuela de San Andrés: miniaturismo Fray Reginaldo de Lizárraga, que recibió la tonsura de manos del primer Obispo de Quito, refiere que a fray Pedro Gocial, compañero de fray Jodoco Ricke, se le conocía popularmente con el nombre de fray Pedro «el pintor». A su cargo estaba la enseñanza de pintura en el Colegio de San Andrés. ¿En qué consistía la pintura enseñada por fray Pedro? Parece que principalmente en «miniar» los libros corales destinados al canto. En los testimonios contemporáneos, referentes al Colegio, se destaca la doble habilidad del canto y la pintura. Así en el documento de 1556 se dice que fray Jodoco enseñó a los indios, «a leer y escribir y tañer los instrumentos de música, -158- tecla y cuerda, sacabuches y chirimías, flautas y trompetas y cornetas y el canto de órgano y llano... Enseñó a los indios todos los géneros de oficios... hasta muy perfectos "pintores" y escritores y apuntadores de libros.» En un informe oficial del Cabildo de Quito al Rey, se dice el 23 de enero de 1577: «En todos los repartimientos y pueblos hay iglesias y monasterios en que se administran los santos sacramentos y se reza y enseña la doctrina cristiana a los naturales y en muchos de ellos hay escuelas fundadas en que se enseña a los naturales y huérfanos leer, escribir, cantar y tañer... Hay otras (escuelas) en que se avezan los indios a lo que está dicho y a cantar y otros ejercicios buenos y virtuosos, como es la latinidad y a apuntar y hacer libros de canto.» (Archivo General de Indias, 3-6-10.) La enseñanza del canto, tañido de instrumentos y escritura de notas, se había vuelto indispensable como método de apostolado religioso, introducido por la pedagogía franciscana. Fray Toribio de Benavente (Motolinía) escribe al respecto de los indios mexicanos: «pautaban y apuntaban canto llano como canto de órgano, y de estos que apuntaban hay hartos en cada casa, y han hecho muy grandes libros de canto llano, y de canto de órgano, con sus letras grandes.» El mencionado Lizárraga proporciona datos concretos sobre la enseñanza de música y canto en el Colegio de San Andrés. «Esta sagrada religión (de San Francisco), dice, como más antigua, comenzó a doctrinar a los naturales con mucha religión y cristiandad, donde yo conocí a algunos religiosos tales, y entre ellos al padre fray Francisco de Morales, fray Jodoco y fray Pedro Pintor. Incorporado con el Convento tenían ahora cuarenta y cuatro años un Colegio, do enseñaban la doctrina a muchos indios de diferentes repartimientos: de mas de les enseñar la doctrina, les

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enseñaban también a leer, escribir, cantar y tañer flautas. En este tiempo las voces de los muchachos -159- indios, mestizos y aún españoles, eran bonísimas; particularmente eran tiples admirables. Conocí en este colegio un muchacho indio llamado Juan Bermejo, que podía ser tiple en la Capilla del Sumo Pontífice: este muchacho salió tan diestro en el canto de órgano, flauta y tecla, que ya hombre le sacaron para la iglesia mayor, donde sirve de maese de capilla y organista. De éste he oído decir que llegando a sus manos las obras de Guerrero, de canto de órgano, maese de capilla de Sevilla, famoso en nuestros tiempos, le enmendó algunas consonancias, las cuales venidas a manos de Guerrero, conoció su falta.» Por este testimonio de Lizárraga se deduce que fueron conocidas y ejecutadas en Quito las obras musicales del maestro Francisco Guerrero, que fue maestro de capilla de la catedral de Sevilla, a partir de 1551. Guerrero publicó su primer libro de motetes en 1555. En 1563 publicó en Lovaina, dedicado a Felipe II, su Canticum Beatae Mariae Quod Magnificat nuncupatur. En 1556 hizo imprimir en París su Liber primus Wessarum, que dedicó al Rey Sebastián de Portugal y que mereció una carta laudatoria de San Pío V. En 1582 dio a la estampa en Roma su Missarum Liber Secundus, dedicado a la Virgen María. En 1584 publicó así mismo en Roma su Liber Vesperarum, que dedicó al Cabildo de Sevilla. No se puede afirmar con certeza cuáles fueron las obras que utilizaron los cantores del Colegio de San Andrés. Acaso se pueda señalar las Misas, Vesperales y Magnificat, por el reglamento del plantel que ordenaba la asistencia de los indios a la misa cantada todos los días y al canto de la salve para terminar la clase vespertina. Más difícil es precisar el método seguido en la enseñanza del tañido de instrumentos. Para el tiempo de la organización del Colegio, había publicado fray Juan Bermudo su «Arte Tripharia» (Osuna, 1550) y -160- su «Declaración de instrumentos musicales... aprobado por los egregios músicos Bernardino de Figueroa y Cristóbal de Morales». (Osuna, 1555.) Ahora se puede apreciar ya la labor de los «apuntadores» de libros de canto y los pintores «miniaturistas». La enseñanza de canto y tañido de instrumentos requería abundante copia de ejemplares, para la Schola Cantorum de San Andrés y luego para los maestros de capilla y músicos de la catedral y demás iglesias. Los Conventos de Regulares conservan todavía los Antifonarios y Responsoriales que se utilizaban, durante la Colonia, para el canto de los «oficios de Tiempo» y de las fiestas de los principales santos. Son libros de gran tamaño y sus folios de pergamino de cuero de borrego y de becerro. Fuera de las notas musicales que acreditan la pericia de los apuntadores de libros, contienen algunos de éstos las letras iniciales curiosamente dibujadas y pintadas viñetas en miniatura, que revelan al artista. La pintura dio sus primeros pasos sobre hojas de pergamino, ilustrando los libros destinados al canto. El miniaturismo, comenzado en el Colegio de San Andrés, continuó durante toda la Colonia. A principios del siglo XVII, el padre Bedón compuso el Antifonario del oficia de Santo Domingo, que data de 1613, ilustrando las iniciales con rojo, azul, morado y violeta, orlándolas con arabescos entrelazados. Pueden distinguirse tres estilos de decoración: el primero, destinado a las mayúsculas que inician las antífonas, en este caso, las letras se hallan caprichosamente dibujadas y

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llevan en contorno adornos de fauna, flora y mascarones; en el segundo, las mayúsculas inician el texto de los salmos y se hallan enmarcadas dentro de un cuadro con figuras geométricas; el tercero exhibe las letras integradas con fragmentos de hojas entrelazadas con alas, mascarones, cabezas de animales y -161- dragones. En una de las páginas consta una figura, de 57 x 46 cm, del sueño del Papa Honorio, que recuerda la viñeta de la muerte de Lázaro, diseñada por el romano Passeri en Evangelicae Historiae Imagines de Jerónimo Nadal. (Amberes, 1593.)17 No sólo los libros corales fueron objeto de ilustración artística. Algunos libros manuscritos ofrecen también adornadas las mayúsculas que inician los tratados o capítulos. Del padre Bedón se conserva el primer libro de la Cofradía del Rosario, abierto en 1589, que lleva por carátula interior una viñeta, del busto de la Virgen del Rosario. El padre carmelita fray Martín de la Cruz escribió, en tres tomos, la vida de la religiosa Clarisa Sor Gertrudis de San Ildefonso, ilustrando con violetas, las escenas principales de la historia de la santa monja. El padre dominico fray Juan Albán escribió personalmente su Cursus Triennalis Philosophiae (1766-1768), adornando la carátula interior con dibujos florales y una página del Tratado de Metafísica. -[162]- -163- Capítulo XI Los primeros maestros del siglo XVII I. Pintura mural. El padre Bedón El segundo paso que dio la pintura en Quito fue a la mural. El padre Bedón merece ser considerado como el representante máximo de este nuevo género de pintura. Apreciamos ya su habilidad para el miniaturismo de los libros corales. A fines de 1591 se exiló voluntariamente a la provincia de Colombia, donde dejó muestras de su pericia para el arte mural. Traslademos aquí el testimonio que escribió al respecto el padre Alonso de Zamora: «Muy a principios del Provincialato del Reverendísimo padre maestro fray Pedro Mártir (1591-1594) tuvo esta Provincia y Convento del Rosario -164- la dicha de que de la de Quito viniera el Venerable padre maestro fray Pedro Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros, como reliquias. En ellos se hallan, como Depositario en estos años, y en el Refectorio el año de 1594, cuya pintura se debe a sus manos. Con ellas; manifestó en las imágenes de diferentes pensamientos, el grande espíritu y devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el Refectorio, y habiendo cien años que lo pintó, están hoy tan vivos los colores, que no sólo admiran, sino que mueven a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía en el corazón. Estuvo también en

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el convento de la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su Refectorio.» La estadía del padre Bedón en Tunja marcó un hito trascendental en la vida del propio artista y también del arte quiteño. Primero, en Tunja hubo de tratar el padre Bedón con don Juan de Castellanos, célebre autor de «Elegías de Varones Ilustres de Indias», versado en la literatura clásica y medieval y que presenció la intervención del religioso quiteño en las discusiones que se tuvieron en Tunja con motivo de las alcabalas. Luego en Tunja le fue dado estudiar de cerca las pinturas que Ángel Medoro acababa de realizar para la Capilla de los Mancípes. Finalmente, por ese mismo tiempo, se llevó a cabo la decoración de la Casa de don Juan de Vargas, aprovechando como modelo los grabados de Leonard Thiry (1540), Juan Vredeman de Vries (1565), Juan Van del Stret (1578), Alberto Durero (1515) y Juan de Arse (1585), (Martín S. Soria: La pintura del siglo XVI en Sudamérica.) Es evidente que el padre Bedón echó mano de alguno de esos mismos modelos para ilustrar los antifonarios del Convento de Quito. En 1598 estuvo de vuelta en Quito e intervino, como Prior del Convento, en el Capítulo Provincial, celebrado en abril de ese año. Son, sin duda, suyas, estas expresiones que encabezan -165- la Epístola dirigida a la Provincia. «Tres cosas son sumamente necesarias, para que alguien pueda adquirir con perfección la ciencia de alguna cosa: el arte, el uso y la imitación. El arte, para enseñar las reglas y principios; el uso para ejercitar; y la imitación para poner ante la vista los modelos. Este hecho se pone en evidencia en un pintor perito, el cual, para adquirir a perfección su arte, necesita primeramente que se le enseñen las reglas del arte, los modos de componer los colores y la proporción con que se los debe mezclar y la manera de pintar las imágenes; en segundo lugar, necesita el uso, porque nunca resultará pintor si no se ejercita en la pintura; en tercer lugar, ha menester de excelentes modelos, en los cuales vea cumplidos a cabalidad todas las reglas de teoría.» Tal fue el método de enseñanza, de que se sirvió el padre Bedón para continuar en Quito la Escuela de Pintura, que hacía medio siglo había fundado el padre Pedro Gocial. Los nombres de los alumnos constan en el libro de la Cofradía con el calificativo de «pintor». Ellos fueron: Alonso Chacha, Andrés Sánchez Gallque, Cristóbal Naupa, Francisco Gocial, Francisco Grijal, Francisco y Jerónimo Vilcacho, Juan José Vásquez, Sebastián Gualoto, Antonio y Felipe. De entre estos, tan sólo Andrés Sánchez Gallque ha dejado una muestra de su pintura, en el retrato que hizo, en 1599, de los negros de Esmeraldas, por encargo del Oidor Juan Barrio de Sepúlveda. En el número de cofrades del Rosario se hallaba también el célebre escultor Diego de Robles. En 1600, el padre Bedón fundó el Convento de la Recoleta y dirigió por sí mismo la construcción de la iglesia y de los claustros. En éstos pintó al óleo las escenas de la vida del Beato Enrique Susón, como también, en el descanso de la grada, la imagen de la Virgen de la Escalera, que trasladada del muro al lienzo, se venera hoy en su capilla propia, en el templo de Santo Domingo. -166- El doctor Francisco de Montalvo escribió en 1687: «Además de nuestra Señora de la Escalera, otras muchas imágenes de la Virgen hizo este Apeles sagrado, y aunque sus diseños no observan en todo las puntualidades del arte, según las maravillas que Dios obra por ellas, no puede dudarse que

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pintaba, como quería, parece que fueran sus pinturas de los cielos.» De la época del padre Bedón datan las pinturas murales, que se familiarizaron con el pueblo desde principios del siglo XVII. Una de ellas fue la imagen llamada Nuestra Señora de los Ángeles, de la cual hace Rodríguez de Ocampo, en 1650, la relación siguiente: «En la esquina del Hospital, junto a la puerta de la iglesia, se pintó en la pared la imagen de Nuestra Señora con su niño en los brazos: ha ido de tiempo en tiempo aumentando su hermosura y colores de la pintura, de que se originó la hermandad y devoción de esta santa imagen, la cual está en tabernáculo con puerta y llaves.» La imagen representaba a Nuestra Señora del Rosario, con Santo Domingo y San Francisco a los pies. De igual representación fue también la imagen llamada la «Borradora». Una y otra, trasladadas del muro al lienzo, reciben culto, en la capilla del Hospital y en la parroquia de San Roque, respectivamente. La misma iconografía tienen Nuestra Señora del Consuelo, del antiguo Guangacalle, y Nuestra Señora de las Lajas, pintadas las dos en piedras. Finalmente, es digna de mención una imagen mural de la Virgen con el niño, que se conserva en la capilla primitiva del Monasterio de Santa Clara y que fue pintada antes del Robo del Santísimo, acaecido el 19 de enero de 1649. Las orlas del manto son de un encaje dorado primoroso. El padre Bedón consagró su arte al servicio exclusivo de la Religión. Pero no faltaron en Quito estímulos a una temática de inspiración profana. -167- II. Concursos artísticos El 13 de septiembre de 1598 murió Felipe II en el Monasterio del Escorial. En marzo del año siguiente llegó a Quito la noticia oficial, en que se encomendaba a la Audiencia la organización de las honras fúnebres. El Corregidor, don Diego de Portugal, recibió la comisión de preparar el túmulo en el templo catedralicio. Por orden suya se obligaron los obrajes a proveer del paño negro necesario para cubrir la iglesia y de bayeta para el suelo. Delante del presbiterio se levantó el catafalco, compuesto de tres cuerpos con un crucifijo de remate. Se adornaron «los pilares con cuadros hechos a propósito de todas las ciudades de este distrito, que acompañaban otros tantos cuadros de las armas reales, que todo se obró, o lo más, en las casas de Cabildo, donde el Corregidor vivía ocupando en esto los pintores españoles e indios que había en la ciudad.» («Documentos sobre el Obispado de Quito», p. 67.) -168- Muy luego, en julio de 1603, se presentó una nueva oportunidad para procurar el concurso de pintores. Fue con ocasión de las fiestas organizadas por la Audiencia y el Cabildo, en honor de San Raimundo de Peñafort, en cuya canonización se había empeñado el propio Felipe III. El Teniente General don Francisco de Sotomayor fue esta vez el responsable del programa de festejos. El número principal se hizo consistir en un desfile con carros alegóricos, para cuya ejecución intervinieron los artistas. Cuatro fueron los carros que entraron en competencia. El primero

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simbolizaba los coros de los ángeles, para cuya representación se había pintado como fondo un cielo estrellado, en que se destacaba la figura del Padre Eterno, cortejado por los Arcángeles conocidos en la Biblia. El segundo representaba la «ley natural», interpretada con cuadros figurativos de la creación, el Paraíso Terrenal y los Patriarcas. El tercero alegorizaba la «Ley Revelada », mediante un barco en cuya popa aparecía Moisés en el Monte Sinaí recibiendo las tablas de la ley; al frente, en la proa, se alzaba la serpiente suspensa de una cruz, y a los flancos se representaban las escenas de la batalla de Josué y la toma de Jericó. Por último, el carro de la «Ley de Gracia», en que se mostraba Cristo, en apoteosis de triunfo, rodeado de mártires y confesares. De mayor estímulo para los artistas resultó el concurso promovido en 1613 por el corregidor don Sancho Díaz de Zurbano, con motivo de las exequias que se hicieron en Quito, en memoria de la reina Margarita de Austria. Precedió, ante todo, un concurso de diseños para el túmulo que debía levantarse en la catedral. En este primer certamen, a juicio de un jurado calificador, salió premiado el proyecto de Diego Serrano Montenegro, «hombre generalísimo de grandes trazas», a quien se encomendó la realización de la -169- obra. De inmediato, Serrano Montenegro convocó a junta «a todos los maestros pintores y a los más perfectos» les encomendó la pintura, en tamaño natural, de los ascendientes de Felipe II. Para este trabajo se echó mano de un libro reciente de Juan Bautista Urientino de Artuerpia, que contenía veinte grabados. Los retratos resultaron «tan al vivo y tan perfectos y acabados que fueron los mejores cuadros que hubo en todo el reino.» Luego «se hizo asimismo juntar a todos los entabladores, a que hiciesen de bulto todas las virtudes así teologales como cardinales y las demás, que todas fueron diez y siete figuras con su insignia.» Fuera de esta labor de los artistas plásticos, se abrió también un concurso de composiciones poéticas, con temas seleccionados y con valiosos premios para el vencedor, a juicio de un jurado nombrado de antemano (Archivo General de Indias, 76-6-10.- V. G. 4 S., 18). ¿Quiénes fueron los pintores, españoles e indios, que intervinieron en estos concursos artísticos? Aunque no se menciona nombre alguno en la relación de estos certámenes, podemos, sin embargo, señalar algunos de los existentes en Quito, en torno a 1600. Sea el primero el pintor romano Ángel Medoro, presente aquí en 1592, año en que puso su firma en un blasón heráldico que se conserva en el Museo de Santo Domingo. Pintó también para el Monasterio de la Concepción un lienzo de la Virgen con el Niño, que tiene a sus plantas a San Jerónimo y San Francisco. En segundo lugar, el pintor español Luis de Ribera, quien policromó las imágenes de Diego de Robles y pintó un retablo para la iglesia parroquial de Mira; tenía su taller en la parroquia de San Marcos, y firmó un documento el 21 de diciembre de 1619, llamándose a sí mismo pintor y maestro. Se destacó también el pintor indígena Andrés Sánchez Gallque, que figura. en el «Libro de la Cofradía del Rosario», del padre Bedón. De él se conserva el retrato de los negros -170- de Esmeraldas, que mandó pintar, en 1599, el oidor doctor Juan del Barrio de Sepúlveda, para enviarle al Rey Felipe III. En 1615 el pintor Matheo Mexía puso su firma al pie de un lienzo grande, que representa a San Francisco con los brazos en cruz. La aureola

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brillante de un dorado muy fino, recuerda un lienzo del Señor Resucitado, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño y revela a un artista de inspiración y estilo primitivos. En 1622 se da el calificativo de pintor a Juan Ruiz de Salinas, en una escritura de donación a favor de Nuestra Señora de Copacabana, que recibía culto en la iglesia catedral. Quizás uno de estos pintores trazó el retrato de fray Pedro Bedón, sobre el modelo de propio cadáver, el 27 de febrero de 1621. -171- III. Identificación del hermano Hernando de la Cruz En los últimos años de la vida del padre Bedón, estaba ya presente en Quito don Hernando de Ribera. Había nacido en Panamá en 1592. En su adolescencia se trasladó a Lima y ahí desarrolló su afición a la poesía y aprendió el arte de la pintura. Vino luego a Quito, «donde granjeó amigos con su apacibilidad y adquirió dineros con su arte.» Un hecho ocasional determinó el cambio de su vida y su destino. En un ejercicio de esgrima con espada blanca, le alcanzó al contendor amigo a uno de los ojos, de cuya pérdida se salvó casi por milagro. Este suceso le movió a concurrir con una hermana suya a la Recoleta de San Diego, donde, después de una confesión general, acordaron, ella encerrarse en el Monasterio de Santa Clara y él vestir el hábito de hermano coadjutor en la Compañía de Jesús. -172- Treinta años contaba, cuando, en abril de 1622, cambió su nombre del siglo por el de Hernando de la Cruz. En su nuevo estado hizo el propósito de olvidarse de la poesía. No así de la pintura, porque «sus superiores le ocuparon en el ejercicio de pintar, a que accedió con toda prontitud y gusto. Era primoroso en este arte, y cuanto dibujaba el pincel en el lienzo, lo ideaba antes con la meditación y oración. A su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos. Enseñaba a pintar a algunos seglares... entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco. Pintó dos lienzos muy grandes que están debajo del coro de nuestra iglesia, el uno del infierno y otro de la resurrección de los predestinados, que son como predicadores elocuentes y eficaces que han causado mucho bien y obrado muchas conversiones». (Morán de Butrón) La atribución del padre Morán de Butrón (1696) al hermano Hernando de la Cruz, de «todos» los lienzos que adornaban la iglesia, los tránsitos y aposentos, ha planteado un problema que ha dado ocasión a polémica entre artistas e historiadores. Desde luego, Rodríguez de Ocampo en 1650 afirma simplemente que el hermano Hernando fue «superior» pintor, «como se ve en los lienzos y cuadros que están en la iglesia de la Compañía.» El padre Velasco escribe, a su vez, en 1774 «que los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció el templo y el Colegio Máximo fueron y son el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro.» El padre José Jouanen, en su Historia de la Compañía de la Antigua Provincia de Quito, publicada en 1943, atribuyó todos los cuadros al hermano Hernando de la

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Cruz, incluyendo los lienzos de los profetas. Esta última atribución, repetida enfáticamente por la señora Teresa López de Vallarino, provocó una polémica en que intervinieron el doctor -173- Pío Jaramillo Alvarado y varios artistas de Quito, que defendieron la tradición que atribuía los cuadros de los Profetas a Nicolás Javier Goríbar. Don Jacinto Jijón y Caamaño dejó, como último escrito suyo, expuesto su criterio sobre el asunto, que dice así: «Promovida la duda de si los Profetas son del hermano Hernando de la Cruz o de Goríbar y sabiendo por Ocampo, Morán de Butrón y Velasco que la mayoría de los cuadros de la Compañía son de Hernando de la Cruz, parécenos que hay una forma de llegar a una solución definitiva del problema. El examen global de todas dichas pinturas, para ver si entre ellas hay una mayoría que revela una misma mano y si en ella se hallan comprendidos los Profetas. Creemos que tal examen revelará, con claridad meridiana, que los Profetas constituyen un grupo perfectamente distinto que nada tiene de común con el resto de los otros cuadros. Que los que se ven en los pilares hacia las naves interiores, con los más de los que hay en la sacristía, claustros y aposentos, tienen uniformidad notable y que siendo éstos la mayoría, son aquellos que deben atribuirse al gran pincel en todo caso no tan consumado como el que ejecutó los Profetas del hermano Hernando de la Cruz.» Esta opinión de Jijón y Caamaño ha sido comprobada con la publicación reciente de la «Historia de la Provincia del Nuevo Reino de la Compañía de Jesús», del padre Pedro de Mercado (Bogotá, 1957). Este autor no sólo fue contemporáneo sino que trató de cerca al hermano Hernando: «Tuve, dice en «El Cristiano Virtuoso», la dicha de conocer al venerable hermano Hernando de la Cruz y alcanzarlo vivo más de ocho años.» El mismo padre Mercado, en la Historia citada, describe la sacristía de la Compañía en los términos que siguen: «Levantola el hermano Marcos (Guerra) desde sus cimientos: hízola de bóveda muy -174- vistosa por su belleza. En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio revestida de sacerdote y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad.» Este lienzo, perfectamente conservado, permite distinguir, por el estilo y el colorido, los demás cuadros pintados por el célebre hermano Hernando, que se hallan en la sacristía y en los pilares de las naves laterales, todos ellos guarnecidos de marco colonial de idéntica factura. Representan escenas de la vida de la Virgen, alegorías místicas, San Juan Nepomuceno, Patrono de la Compañía y la muerte de San Ignacio. La composición es a base de muchas figuras humanas y de pocos colores dominantes, el rojo, el verde opaco, el morado y el azul. Fuera de los lienzos del «Juicio» y del «Infierno» que les compuso con un fin moralizador, «promovió también el culto de Dios, de la Virgen y de los Santos, haciendo otros muchos lienzos, con que adornó los aposentos de aquel Colegio y enriqueció las residencias y demás casas de aquella provincia» (P. Mercado). Pintó también muchas representaciones de la muerte con esta inscripción: Hace est pulchritudo Humana.

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-175- Capítulo XII Miguel de Santiago I. Miguel de Santiago a través de sus obras El hermano Hernando de la Cruz murió el 6 de enero de 1646. Refiere el padre Mercado que dos amigos del difunto consiguieron que pintores hiciesen varios retratos del hermano, sobre el modelo del cadáver. Data de 1645 el lienzo más antiguo que lleva las iniciales de Miguel de Santiago. El cotejo de las fechas permite suponer que nuestro artista fue uno de los aprendices que se formaron en el obrador del hermano Hernando. Con la juventud de Santiago coincidió también la labor pictórica del dominico fray Tomás del Castillo, de quien afirma un Visitador en -176- 1640, que era «lindo pintor de pincel, nacido en Indias, edad cuarenta y siete años.» De este pintor existe en la Concepción de Cuenca un lienzo de Santa Lucía, que lleva la inscripción que sigue: «Frter Thomas del Castillo-fecit an eo 1654-Noviembre 28.» Por estos mismos años trabajó también en Quito el pintor Juan López, quien consignó su firma (1657) en un lienzo de San Francisco de Asís, que se conserva en la Colección de Víctor Mena. Entre estos pintores de mediados del siglo XVII se destacó con una personalidad definida y genial Miguel de Santiago. En el lienzo, que abre la galería de los cuadros de la vida de San Agustín, consta una doble inscripción, que permite situar al artista en el ambiente en que inició su vida de pintor. Refiriéndose al mecenas que patrocinó la obra, dice, textualmente: «Esta prodigiosa y esclarecida historia de la vida y milagros de la Católica luz de la Iglesia, nuestro gran padre San Agustín, mandó pintar nuestro muy reverendo padre maestro Basilio de Ribera, siendo Provincial de esta Provincia, de limosnas de religiosos y devotos de la Religión.» Luego concretando el dato relativo al artista, añade: «Este lienzo con doce o más pintó Miguel de Santiago, en todo este año de 1656, en que se acabó esta historia.» El padre Ribera mereció un cumplido elogio de parte del maestro Antonio Navarro Navarrete, quien publicó en 1666 el poema heroico del doctor Hernando Domínguez Camargo en honor de San Ignacio de Loyola. Ahí se atribuye al ilustre agustino la construcción del frontispicio del templo, el labrado del coro, la decoración de la iglesia, las celdas del claustro principal, la pila del patio y «tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre Agustino, con los ingeniosos atributos de esta gran lumbrera de la Iglesia, a donde los pinceles más delicados pudieran estudiar -177- perfecciones.» Esta alusión a los lienzos de Miguel de Santiago es el primer reconocimiento del valor de sus pinturas, como también el índice del concurso de arquitectos y escultores, entre quienes hubo de trabajar

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nuestro pintor. El padre Ribera, varón ilustrado «en todas letras divinas y humanas» y de toda «urbanidad y cortesía», que le hicieron asequible al afecto de «nobles y plebeyos», aprovechó de su ascendiente para realizar la obra de la decoración de los claustros de su convento. En su viaje a Europa había conseguido un ejemplar de los grabados de la vida de San Agustín, por Schelte Bolswert (1586-1659), que propuso por modelo a Miguel de Santiago, obteniendo al mismo tiempo que los personajes más representativos de Quito costeasen la pintura de cada lienzo. Los de la galería miden, con su marco respectivo, 3,10 x 2,70 m y se hallan encuadrados en molduras labradas y doradas, que corren en las paredes del claustro bajo hasta el remate superior. Los fondos de cada cuadro varían de acuerdo con el motivo que desarrollan. Los más se cubren con un cielo blanco de ocre, una capa de verde frío, con sobreposición de nubes sombreadas. Algunos exhiben una composición arquitectónica de gris café, interponiendo a veces ocre según los elementos. En la figuración de la Trinidad, de la Virgen o alguna aparición se echa mano de ocre amarillo claro. Uno que otro lienzo se estructura con grupos de árboles pintados al modo barroco. El santo protagonista viste siempre, su hábito negro y se cubre con una capa pluvial, con cenefa bordada de diversas figuras en ocre oscuro y claro y flores estilizadas en el cuerpo del manto. La fisonomía corresponde a la e dad varonil. De la interpretación de los grabados aprendió el artista a representar el cuerpo humano en todas las actitudes, al mismo tiempo que el ritmo de la composición tectónica de un lienzo. -178- La condición impuesta por el cliente, de interpretar los grabados flamencos, le puso a Miguel de Santiago en la misma situación que a muchos célebres pintores europeos, El Greco, Velázquez, Zurbarán, Murillo, que iniciaron su carrera artística «imitando modelos». La crítica moderna ha comprobado el influjo que tuvo Flandes en España, vinculadas estrechamente bajo una misma Corona. Durero y Holbein y más tarde Rubens y Van Dyck, inspiraron la pintura española y también la de América, a través de los grabados. México, Tunja, Quito, ofrecen pruebas a la comprobación de este hecho. Miguel de Santiago defiende para Quito la capacidad de asimilación, que será una de las características de los artistas ecuatorianos. La genialidad del joven pintor estriba en haberse demostrado hábil para interpretar dignamente un buen modelo. De los grabados de Bolswert se sirvió también el pintor cuzqueño Basilio Pacheco, para los cuadros de la vida de San Agustín que se conservan en Lima y el Cuzco. La comparación demuestra que sólo Santiago estuvo a la altura del grabador, holandés. Treinta años después de la pintura de los cuadros de San Agustín, tuvo Miguel de Santiago un nuevo compromiso, para pintar la serie de milagros de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo. Esta vez fue el doctor José de Herrera, capellán del Santuario, quien reunió en su parroquia a los mayores arquitectos, escultores y pintores, para ofrecer a la Virgen un templo digno de la portentosa Imagen. Se le brindó entonces al artista la ocasión de demostrar su imaginación creadora y los recursos de su técnica. Los milagros fueron públicos y los más de ellos contemporáneos a la vida de Miguel de Santiago. En todos había de constar la aparición de la Virgen; pero en cada uno de ellos debía de cambiarse el escenario, que -179- unas veces fue la alcoba de un enfermo, otras la esquina de una

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calle, ya un paisaje campestre, ya también el panorama total de la ciudad y alguna vez la nave de un templo. Estos temas de referencia histórica permitieron al pintor trazar retratos auténticos de personajes conocidos, como también organizar grupos sociales y representar animales. En la tectónica de la composición fue indispensable introducir el fondo del paisaje quiteño. ¿Cómo vio Miguel de Santiago el ambiente de la naturaleza ecuatorial? La situación geográfica de Quito hace que el sol irradie su luz brillante en forma de atenuar los colores y rodear el ambiente de un gris opaco, nada propicio a la representación pictórica. Una sequía, sin embargo, reiteraba la lucidez calcinante de la atmósfera que resecaba el suelo. El artista representó la escena interpretándola con la inscripción que sigue: «En el año de 1621 hubo en la ciudad de Quito una seca grande que se abría la tierra en muchas grietas y llegó a morir todo el ganado y en punto de perecer la gente, si no acordaran llevar a la Virgen en procesión y la pusieron en Santa Bárbara de donde la llevaron a la catedral y al punto la lluvia socorrió la necesidad». En caso contrario, el pintor representó el cielo cargado de nubes preñadas de aguas que se cernían lentamente sobre segadores que pedían a la Virgen que ahuyentase la lluvia. La inscripción traduce la confianza del pueblo en el auxilio de María: «Con el sol, con el agua, por todos tiempos a pedir de boca a los labradores Nuestra Señora de Guadalupe nos ampara.» De gran calidad artística es el lienzo que lleva la siguiente inscripción: «En el año de 1634 trajeron una india del pueblo de Pujilí enferma que había estado años tullida; viéndose imposibilitada de la salud acudió al remedio de la Santísima Virgen y fue a su casa -180- habiendo asistido diez días luego de ir... sana y buena.» El fondo montañoso contrasta con el grupo diminuto de indios a los cuales no falta el compañero fiel, el perro familiar. El artista puso las iniciales de su nombre (M. D. S. T.) en el cuadro que responde a esta inscripción «Habiendo prometido don Francisco Romo ir a pie a un Novenario fuese a mula y le arrastró desde la esquina, de la plaza en el año de 1655. Y un hijo suyo estando comiendo se le atravesó un hueso y lo sacaron lleno de sangre.» Estas dos escenas milagrosas se hallan representadas en los extremos del lienzo. Para pintarlas el artista ha echado mano de una tela, en que, se hallaba pintada una Sagrada Familia. Con el tiempo se han desvirtuado los colores sobrepuestos y va poco a poco apareciendo la pintura del fondo. Son doce los lienzos que se conservan en la sacristía de Guápulo y que revelan a Miguel de Santiago como pintor de asuntos historiales. Antonio Palomino, contemporáneo en parte a Miguel de Santiago, publicó en 1722 el segundo tomo de «El Museo Pictórico», dedicándole a la «Práctica de la Pintura». En él señaló los grados normales de ascenso del pintor y maestro, que debía comenzar por «principiante», con el ejercicio de «copiante», para llegar a aprovechado, hasta convertirse en «inventor» y «práctico», con mira a devenir en «perfecto». La suerte había hecho posible a Miguel de Santiago seguir este proceso en su carrera de pintor. En San Agustín aprendió a desarrollar un tema con una serie de lienzos de regular tamaño. Guápulo le ejercitó en la inventiva sobre asuntos historiales. Ahora se le ofreció la oportunidad de interpretar las

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verdades del Dogma Católico. La catedral de Bogotá conserva la serie de lienzos en que Miguel de Santiago representó -181- los artículos del Credo. La colección consta de doce, correspondientes al número de artículos. Así en el primer artículo que formula: Credo Deum Pater omnipotentem creatorem coeli et terrae, figura Dios Padre en actitud de sacar de la nada al universo, de revolotear sobre las aguas, de crear los animales, de formar a la mujer del primer hombre, y aparece aún la escena del fratricidio de Caín. Esta variedad de escenas dentro de una misma composición ha permitido al artista multiplicar los recursos para representar la figura humana, ya desnuda, ya vestida, en todas las actitudes posibles y armonizar los grupos en un cuadro rectangular. No es tampoco difícil señalar las reminiscencias de modelos españoles e italianos. El lienzo que representa el segundo artículo ha sido compuesto de acuerdo con el cuadro de la «Transfiguración» de Rafael. Tan hábil y magistral como en la interpretación de los artículos del Credo se manifestó Santiago en la representación de los demás capítulos de la Doctrina Cristiana. El problema que se planteó al artista fue representar en un mismo cuadro la figuración simbólica de un mandamiento, un sacramento, una virtud teologal o cardinal, una petición del Padrenuestro, un pecado capital y una obra de misericordia. Para ello precisaba conocer el enlace dogmático de estas verdades y estudiar los símbolos tradicionales que les correspondía. En cuanto a la disposición de las figuras aprovechó el pintor del esquema de un rectángulo, dentro del cual colocó, arriba, la representación del mandamiento y de un don del Espíritu Santo: al lado izquierdo los símbolos de la virtud y petición del Padrenuestro; al frente, la alegoría de un sacramento; al centro, en primer plano, la figuración del pecado capital y al fondo, la representación de una obra de misericordia. Cada alegoría entraña su propio interés -182- representativo y contribuye, al mismo tiempo, a la unidad del conjunto, que envuelve las figuras en un ambiente de solidaridad y armonio. La serie de estos lienzos constituye el mejor tesoro del Museo de San Francisco de Quito. Una nueva serie de lienzos pintó Miguel de Santiago para interpretar el saludo popular de Ala-bado-sea-el-Santísimo-Sacramento-y la Virgen-María-Conce-bida-sin pecado-original. La separación con el guión responde al rótulo que encabeza cada cuadro. La colección consta de once lienzos de 1,96 x 1,45 my se conserva en el Camarín de la Inmaculada de la Iglesia, de San Francisco de Bogotá. Los seis primeros se refieren a la Eucaristía como sacramento y sacrificio y los restantes al privilegio de la Inmaculada. La técnica de la composición de estos cuadros es similar a la observada en la estructura de los lienzos de la Doctrina Cristiana. En los relativos a la Eucaristía, dos apóstoles colocados a lado y lado cortejan al motivo eucarístico que se representa al centro. En los de la Inmaculada se ha pintado a dos santas en los extremos para desarrollar al medio la representación de la alegoría referente a la Virgen sin mancilla. Las santas corresponden a la devoción quiteña del siglo XVII. Son ellas Santa Elena, Santa Inés, Santa Lucía, Santa Clara, Santa Gertrudis y Santa Catalina de Sena. Entre los temas que preocuparon a nuestro artista se halla el de la Inmaculada, que reclamó su capacidad creadora. Su contemporáneo Bartolomé

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Murillo acertó con una representación, que se volvió clásica en España y que repitió el pintor para satisfacer a sus clientes. No así Miguel de Santiago, quien pintó una variedad de Inmaculadas, caracterizándolas con una concepción nueva. La más antigua se halla en la Sala Capitular de San Agustín. La Virgen representa a la mujer bíblica en actitud de aplastar la -183- cabeza del dragón. A la Inmaculada triunfadora le rodean las alegorías de la Biblia y la liturgia, no ordenadas en marco rectangular como en el caso de Juan de Juanes, sino en sentido de profundidad insinuadora de una tercera dimensión. Otra figuración representa la Inmaculada, que se encuentra en el descanso de la grada del palacio arzobispal. La Virgen junta sus manos sobre el pecho, contempla abismada el cielo y posa sus pies inmaculados sobre la luna, cuyos cuernos sostienen a los lados San Ignacio y San Francisco Javier. En un retablo lateral de Guápulo se halla una representación de la Inmaculada que interpreta un hecho histórico. El Rey Felipe IV consiguió del Papa Alejandro VII la proclamación de la Inmaculada como patrona de España y sus dominios y ordenó, mediante cédula del 24 de enero de 1622, que en la Madre Patria y en América se celebrasen fiestas por este acontecimiento. Miguel de Santiago interpretó este suceso, representando a la Virgen, con las manos juntas y su faz amable, que descansa sobre el globo, sobre cuya superficie se comba la luna, con sus cuernos; sostenidos a lado y lado por el Papa y el Rey representados de busto. En contorno de la Inmaculada se escalonan los Doctores de la Iglesia y la imagen de la Trinidad corona el lienzo. De representación original es la Inmaculada Eucarística, que se conserva en el Museo de San Francisco. No reconoce antecedente iconográfico y es una contribución de Miguel de Santiago a la Mariología artística. En la parte superior figuran las tres divinas Personas sedentes y unidas por las manos. Del regazo del Espíritu Santo brota la Inmaculada en verticalidad de línea, hasta posar los pies sobre la luna. La Virgen sostiene una custodia, cuyo disco se abre sobre el corazón. La idea se insinúa fácilmente: La Inmaculada -184- concentra el amor de las tres divinas personas, para florecer en la ofrenda de la Eucaristía. La vinculación de la Inmaculada a la Eucaristía responde al sentimiento tradicional de Quito, que culminó en el siglo XVII. En la temática religiosa hay que destacar también la inventiva de Miguel de Santiago para representar a la Trinidad y a los Ángeles. Las tres divinas personas intervienen como elemento integrante en la tectónica de algunos cuadros de la Virgen, como en el lienzo que representa la «Muerte de María», que se conserva en el trascoro de la catedral. En cuanto a los ángeles, ellos desempeñan funciones propias en los cuadros de los Artículos del Credo y la Doctrina Cristiana, tanto como en los lienzos representativos de la Inmaculada. El genio de Miguel de Santiago abordó los asuntas religiosos con preferencia afectiva. No le faltó, sin embargo, la capacidad necesaria para tratar temas profanos. Pintó las alegorías de las cuatro estaciones, dejándose inspirar en el simbolismo clásico. En un país, donde las estaciones no se definen, ni en el curso del año ni con las características, cambiantes de la naturaleza, no había más recurso que

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acudir a las descripciones literarias. De este modo pintó la «Primavera» simbolizada en una diosa, flor entre flores, con huertos y cupidillos, pájaros y cielos alegres; el Estío, caracterizado por la diosa Ceres, entre frutos y cacerías; el Otoño, representado por un barco con copiosas cepas de uva, cosechas de vino, borrachos, unos caídos y otros brindando, pipas y danzas; y el Invierno, figurado por un viejo que se calienta al fuego, familia alada, árboles desnudos cubiertos de nieve y granizos, caras y máscaras, bayetas, lodo resbalando en las aguas. -185- II. Presupuesto cultural de Miguel de Santiago La simple enumeración de las variadas obras de Miguel de Santiago permite apreciar el acervo de cultura religiosa y de pericia técnica de que estaba dotado el artista. En su testamento declaró que dejaba «cuarenta libros, chicos y grandes, de distintos autores, propios y ajenos.» ¿Cuáles eran estos libros y quiénes los autores? En 1944 publicamos un «Tratado de Pintura», que manejó Manuel Samaniego, cuya caligrafía se podía identificar en las últimas páginas. Un estudio comparativo del texto con los lienzos de Miguel de Santiago nos convence que ese manuscrito procede del siglo XVII y contiene las directivas que respaldaron al artista en la ejecución de sus obras. Desde luego, es ya conocido el aprovechamiento de los grabados de Bolswert para las representaciones de la vida de San Agustín. Además, el «Tratado de -186- Pintura» menciona a Juan de Arce (1535-1603) de cuyo libro de «Varia Conmensuración» se transcriben las medidas del cuerpo humano, en sus diferentes edades. Como transición del cuerpo del hombre al de la mujer se establece las normas que Aristóteles señaló a la belleza. «Las partes de la hermosura y belleza corporal, que resplandece principalmente en la mujer, son tres: integridad de miembros, proporción en todas partes hermosa, y agradable color. Aristóteles. No ha de ser el cuerpo pequeño, sino de conveniente gentileza, algo menos que el varón. El color no sea muy blanco, sino del color de la rosa. La tez con lustre y claridad.» De Pablo de Céspedes (1538-1608) autor del «Arte de la Pintura» y de Francisco Pacheco (1571-1654) que compuso el «Arte de Pintar», se trasladan las normas técnicas que enseñan la práctica de la pintura. Finalmente, del holandés Carlos Bexmandes se adoptan 44 advertencias, procedentes de la experiencia de los mejores artistas, que han sobresalido en el arte de Apeles. Un capítulo especial se dedica a la simbología. Desde la Edad Media y más en el Renacimiento se habían hecho estudios acerca de las alegorías representativas de las divinidades paganas y de la iconografía cristiana. El «Tratado de Pintura» consigna los «enigmas simbólicos» de las virtudes y los vicios, de los animales y elementos, de los continentes y estaciones y del hombre en todas sus manifestaciones pasionales. Además, enumera una serie de recetas para obtener los encarnes apropiados a toda clase de imágenes, a la figuración de paños y ropajes y a la obtención de colores con elementos existentes en el país. Fuera de esta preparación de carácter técnico, Miguel de Santiago

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hubo de conocer a fondo los principios del Dogma Católico, adquiridos mediante la lectura y el trato con sacerdotes. En este aspecto, fue el intérprete más autorizado de la fe del pueblo quiteño del siglo XVII. -187- III. Aspecto biográfico de Miguel de Santiago En torno a la persona de Miguel de Santiago hay un vacío documental que ha sido llenado por la leyenda. Se ha supuesto que la pintura de los cuadros de San Agustín obedece al confinamiento, voluntario por evadir a la justicia; sin reparar que las autoridades civiles y eclesiásticas costearon la pintura de cada lienzo. Ricardo Palma afirma que siguió a Juan León Mera en la leyenda del sacrificio de un discípulo para obtener un modelo viviente para un Cristo de la Agonía. Últimamente se ha escrito todo un libro, (1852) con el título de «Vida y leyenda de Miguel de Santiago». Ciertamente hay que lamentar la escasez de datos personales sobre la vida del máximo pintor quiteño. Fuera de la serie de la vida de San Agustín, pintada en una etapa conocida, no es posible establecer todavía -188- con certeza la relación entre los cuadros y las circunstancias del momento en que los compuso, para percibir la armonía de sus acordes. Su testamento, sin embargo, proporciona algunos datos referentes a su vida. Nació en el Alto de Buenos Aires, parroquia de Santa Bárbara, hijo legítimo de Lucas Vizuete y Juana Ruiz. Cuando joven fue adoptado por don Hernando de Santiago, cuyo apellido hizo suyo legalmente. Al comenzar la pintura de la vida de San Agustín, casó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, de quien tuvo por hijos a dos Agustines y un Bartolomé que murieron niños, a Isabel Cisneros y Alvarado y a Juana de Ruiz y Cisneros. A ninguno de sus hijos llamó con su apellido adoptado, sino con el de Cisneros que era el de su esposa. Quedó muy pronto viudo, en compañía de su hija Isabel y de su nieto Agustín, vástago natural de su hija Juana. De su madre había heredado la casa donde naciera, que la transformó mediante el fruto de su trabajo y amplió el sitio consolares comprados por su cuenta, con huertos y nueva casa. Por los enseres enumerados en el testamento, se echa de ver que se había impuesto un ambiente de austeridad, compensado, en cambio, con numerosos lienzos europeos, cuadros propios acabados y a medio hacer y una buena dotación de libros. En el largo proceso de sus años, vio a la muerte ensañarse con los suyos. Sucesivamente hubo de enterrar a su esposa, a sus tres hijos que murieron niños, a su yerno, el capitán Antonio Egas, a su hija Juana. Para su cansada vejez no le quedó más que su hija Isabel, su nietecito Agustín de ocho años de edad y su fiel sirvienta Ana Galarza, a quien dejó en recompensa un pedazo de tierra en el Alto de Buenos Aires. -189- Fue devotísimo de San Agustín, cuyo nombre impuso a dos de sus hijos. No quiso separarse del Santo ni aún después de muerto, como se colige de esta cláusula testamentaria: «Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la

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crió y redimió con su preciosa muerte y pasión y el cuerpo a la tierra de que fue formada, el que quiero y es mi voluntad sea sepultado en la iglesia del convento del gran padre San Agustín y entierro de los religiosos de él, en virtud de Bula que tengo para ello en mi poder.» Con Miguel de Santiago se iniciaron en la pintura algunos discípulos que colaboraron en los lienzos de San Agustín, como Carreño, Bernarbé Lobato y Simón Valenzuela. También con él trabajó en la casa su hija Isabel con su esposo el capitán Antonio Egas. En Guápulo fue discípulo suyo Nicolás Javier Goríbar, que había de mantener el prestigio del maestro hasta muy entrado el siglo XVIII. -[190]- -191- Capítulo XIII Nicolás Javier Goríbar I. Datos biográficos Al comenzar la segunda mitad del siglo XVII fue el convento de San Agustín el escenario de competencia artística. Arquitectos, escultores y pintores estuvieron a órdenes de fray Basilio de Rivera, para hacer de la iglesia y claustro agustinianos un museo de arte religioso. Treinta años más tarde, a partir de 1682, el centro de actividades se trasladó a Guápulo. El arquitecto hermano Antonio Rodríguez, el escultor Juan Bautista Menacho y el pintor Miguel de Santiago fueron los jefes de operarios, que trabajaban por cuenta de don José de Herrera, párroco responsable del Santuario de Guápulo. La labor conjunta durante muchos -192- años, no pudo por menos que brindar ocasiones de ocasiones de compartir experiencias. Ni faltaron escenas de regocijo familiar. Una de ellas fue el 10 de octubre de 1688, con motivo del bautismo de Francisco Borja, primogénito de Nicolás Javier Goríbar, discípulo de Miguel de Santiago. Hizo de padrino el Bachiller Miguel Goríbar y administró el sacramento el maestro Francisco Martínez, deudo cercano de Goríbar y Santiago. A esta escena simbólica de optimismo de familia corresponde un lienzo firmado por Goríbar en que palpita un entusiasmo juvenil. La inspiración se mueve en torno a la apoteosis de María Inmaculada, proclamada patrona de España y de las Indias. El lienzo ocupa el sitio y figura de la estructura de un retablo clásico de dos cuerpos con un coronamiento. Cuatro columnas corintias, divididas por un entablamento, determinan tres espacios en cada cuerpo, que se han llenado con cuadros alusivos a la idea central. Los de la mitad representan: el de abajo, a la Virgen del Pilar, patrona de España, cercada de ángeles y en actitud de patrocinio sobre los devotos

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que la imploran; y, el de arriba a la Virgen Inmaculada en ademán de vuelo sobre alas de ángeles. Los cuatro laterales presentan a santos y personajes históricos en el acto de tocar el órgano y de cantar las glorias de María. La inscripción que lleva al pie explica el sentido espiritual de todo el conjunto. Dice así: Fama volat movilitate. Viget (et vires acquirit) eundo. Luego al centro: «Este órgano celestial lo tocan los grandes y chicos Alexandros y Filipos y todos en General.» Al pie: Te consonat fama coeleste hoc organum per orbem reconsonat totum. Por fin, se expresa el nombre del autor con esta inscripción de optimismo: Fecit Goribar Feliciter vivat. En el estudio de Miguel de Santiago se mencionó su lienzo de alusión histórica a la intervención de Alejandro VII en la proclamación del privilegio de la Inmaculada -193- Concepción de la Virgen María. Goríbar alegorizó el suyo, a través del desahogo musical, la impresión de alegría que produjo la glorificación de María Inmaculada por el Rey Felipe y el Papa Alejandro. Este lienzo responde a la juventud del autor, feliz personalmente al verse rodeado de sus familiares que le alentaban en su iniciación y le felicitaban por el nacimiento del primer heredero del apellido Goríbar. Treinta años más tarde, en 1718, Goríbar consignó nuevamente su nombre en un grabado, en que colaboraron dos Padres Jesuitas. La ocasión fue un Acto Académico, dedicado al Infante Luis, Príncipe de Asturias, hijo de Felipe V. La tesis versaba acerca De Statu Inncentiae. La alegoría para la dedicatoria la concibió el padre Juan de Narváez. Dos ideas centrales integran el cuadro: la una representa a la Provincia Jesuítica de Quito, mediante un mapa central flanqueado a los costados y abajo por una serie de marcos en que figuran las ciudades donde los jesuitas tenían colegios; la otra representa al Infante sonriente y sentado bajo un dosel, rodeado por las figuras simbólicas de las Virtudes Teologales y Cardinales. El enlace de las dos ideas se verifica por las figuras alegóricas de la Compañía y de Quito, que señalan con su mano el cartel en que se contienen los puntos integrantes de la tesis. La lámina de 0,32 x 0,43 m, fue grabada por el padre Miguel de la Cruz. ¿Cuál fue la parte que le cupo a Goríbar en la hechura de la lámina? Indudablemente el dibujo del grupo superior en que figura el Infante Luis Felipe con las alegorías de las virtudes. Este hecho comprueba, además de la pericia pictórica, la vinculación de Goríbar con la Compañía de Jesús. De 1718 hay que esperar ocho años más para encontrarse nuevamente con Goríbar, encabezando -194- al barrio de San Roque, en una petición al Cabildo de Quito. La última vez que figura su nombre en un compromiso con el convento de San Francisco, para revocar las pinturas del Coro y de las celdas altas. De 1688, en que puso su firma en el lienzo de Guápulo, a 1736, mediaron 48 años durante los cuales Nicolás Javier Goríbar debió ejercer su profesión de pintor. -195- II. Los profetas de la Compañía

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Como su maestro Miguel de Santiago, Nicolás Javier Goríbar tuvo el compromiso de pintar asuntos religiosos en serie. Con Santiago se representaron los Artículos del Credo y las Verdades de la Doctrina Cristiana. Con Goríbar se completó el tema religioso, representando la serie de Profetas y de los Reyes de Judá. Acerca de la paternidad artística de los Profetas, que se hallan en los pilares del templo de la Compañía, se suscitó en 1950 una discusión que obligó a revisar los argumentos en que se basaba la atribución de esos lienzos a Goríbar. La tradición constante entre los pintores la consignó por escrito don Pablo Herrera a mediados del siglo XIX. De él aprovechó este dato don José Domingo Cortés en su «Diccionario Bibliográfico Americano», publicado en 1876 y luego el padre jesuita Ricardo Cappa en sus «Estudios Críticos acerca de la dominación española en América», -196- editados en Madrid en 1895. Como hecho indiscutible fue aceptado también por Francisco Campos (1885), L. L. San Vicente, S. J. (1898), Camilo Destruge (1903) y el ilustrísimo señor González Suárez, en el tomo séptimo de su Historia General. A última hora se ha venido a confirmar la tradición escrita por un argumento de carácter deductivo, que proporciona el padre Pedro Mercado en su citada obra que acaba de publicarse en 1957. Ahí menciona un lienzo pintado por el hermano Hernando de la Cruz, cuya técnica permite señalar los demás que se debieron a su pincel. La simple comparación demuestra que los Profetas no pudieron proceder del taller del santo hermano y que fueron pintados por Goríbar quien aprovechó para pintarlos de algunos grabados de la Biblia Sacra, editada por Nicolás Pezzana en Venecia en 1710. La serie de Profetas consta de 16, los cuatro llamados «Mayores» que son Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y los doce «menores», a saber, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habucuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. La caracterización de cada uno de ellos presuponía una información bíblica, para representarlos en su situación histórica y aludir al hecho principal que habían profetizado. La tectónica de la composición ofrece a cada profeta en actitud de indicar al espectador el motivo de la profecía, figurada en un extremo superior del cuadro; mientras algún suceso relativo a la vida del vidente se representa en la parte inferior del lienzo. Por lo general cada Profeta se halla informado de un aire varonil y completa su figura con la túnica y el manto de fastuosa sencillez. El dibujo y modelado acusan una comprensión de su valor religioso histórico, interpretado con una sobria estructura plástica. El colorido -197- es de notable transparencia, «inclusive en aquellos tonos oscuros, graves, de difícil ejecución, que parece que las enseñanzas impresionistas hubieran sido conocidas por el pintor.» -[198]- -199- III. Los reyes de Judá

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La atribución tradicional, consignada por don Pablo Herrera, señala la paternidad de Goríbar sobre la serie de los Reyes de Judá, que se conserva en el Museo de Santo Domingo. Cabe, desde luego, destacar el propósito del pintor de completar las representaciones de los protagonistas del Antiguo Testamento, personificados en los Profetas y los Reyes. Primitivamente los Reyes de Judá estaban colocados en el artesonado de la Capilla del Santísimo, lo que explica la forma circular en que se inscribe cada personaje. Esta nueva estructura ha obligado al artista a contraer la expresión psicológica en la cabeza y las manos en función de la referencia histórica. El movimiento de los paños obedece, a la vez, a la representación en busto y las curvas obligadas por el círculo en que se circunscribe la figura. -200- Cada Rey representa al capítulo culminante de su actuación histórica. David revela la angustia suplicante y confiada de sus Salmos Penitenciales; Salomón entraña la actitud obediente a la inspiración d la Sabiduría; Roboam reviste la elegancia altiva de un autorretrato de Rembrandt en su juventud; Haza con su luenga barba blanca y sus manos juntas, demanda la piedad de Dios sobre su pueblo; Josafat, con el incensario en vuelo en su mano izquierda y la actitud resuelta de su diestra, demuestra su respeto a las Tablas de la Ley; Josías enseña con el índice de su diestra que el cielo es la recompensa del respeto a la ley y la justicia, simbolizada por la mano izquierda que descansa sobre el libro abierto encima de una espada; Achas acaricia con su diestra un ídolo, en la actitud impía que provocó la profecía de Isaías de la Virgen que concebiría y daría a luz a Emmanuel, el Dios con nosotros; el piadoso Ezequías, con sus manos cruzadas sobre el pecho y su cabeza dirigida al cielo, implora y consigue la prolongación de su vida por más años; Manasés, heredero del espíritu piadoso de su padre, deja caer sus manos juntas, mientras su rostro implora al Dios de sus mayores; Joaquín sucumbe al filo de la espada e inclina su cabeza hasta dejar caer su corona real. Hay cuatro lienzos más que integran la serie de los Reyes de Judá. -201- IV. Los compañeros de San Francisco Debemos a don Carlos Barnas el descubrimiento de una nueva serie de lienzos que revelan la técnica utilizada en los cuadros de los Profetas y los Reyes de Judá. De 1935 a 1950 este perito restaurador se estableció en Quito y consagró su labor especializada a tratar algunas obras de nuestros pintores coloniales, lo cual permitió conocer a fondo la técnica de cada uno de ellos. Antes había trabajado en el Museo de Amsterdam y realizado viajes de estudio por los museos de Alemania, Holanda, Italia, Francia e Inglaterra. En 1950 salió de Quito comprometido por el Museo de Houston, Texas. Según Barnas, el pintor de los Profetas fue también el que pintó esta serie de los compañeros de San Francisco, que hoy se exhiben en una de las

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salas del Museo. Consta de 17 lienzos que representan, de medio talle, a los primeros discípulos del Poverello. Todas -202- son pinturas al temple y de rápida ejecución. La impresión de ser pinturas al óleo, se debe a la grasidad del temple empleado, friccionando la pintura con óleo, de acuerdo con la técnica común de aquellos tiempos. Los cuadros están pintados en lienzos preparados con un fondo pardo, de temple a base de cola mezclada con alumbre para hacerla resistente al agua. La pintura está extendida con la soltura propia de Goríbar. El artista se ha ingeniado en caracterizar las 17 figuras, análogas en su vestido franciscano gris, mediante el juego rítmico de la fisonomía, las manos y postura, que revelan en cada cual un temperamento formado ya en la escuela de San Francisco, tal como se describe en las «Florecillas». La colección se integra con la pintura de San Gabriel acerca del cual escribe Barnas lleno de entusiasmo: «Este San Gabriel es de una grandeza verdaderamente monumental. Fascina con sus ojos cautivadores al que lo mira. Revestido de fastuoso a la par que sencillo ropaje, da la impresión de divina distinción, subrayada más todavía por la actitud expresiva de las manos. La presentación de los colores es de lo más sencilla imaginable. Un manto rojo, movido por el viento, se pone hueco tras las alas vigorosas, una túnica verde-oscura con mangas blancas bordadas de oro y un ribete del mismo estilo alrededor del cuello: eso es todo. Esta sencillez está en consonancia con el color que con parsimonia va desarrollándose sobre el cielo pintado en tonos grises tornasolados, como nácar, para dejar resaltar la encarnación de la cara y de las manos con buena vivacidad. Todo esto se ha logrado con los medios más sencillos. Aproximadamente con la paleta siguiente; prescindiendo del blanco y negro como colores, hay allí lumbre tostada, terra de Sienna -203- tostada, rojo de Venecia, ocre amarillo, auripigmento-amarillo, limón oscuro y azul. Tal vez cochinilla para las veladuras.» Si Goríbar es verdaderamente el creador de los Profetas, es también el maestro que pintaba San Gabriel y los frailes compañeros de San Francisco. Comparemos, por ejemplo, el torso del Profeta Daniel con el de San Gabriel y encontraremos una consonancia perfecta: lo mismo nos manifiestan las manos de Micheas y San Gabriel, aquí y allá el mismo dibujo y la misma simplificación, que solamente un gran maestro puede permitirse. Goríbar completó a Miguel de Santiago en la interpretación de la temática religiosa. Fue el pintor de los Reyes de Judá, los Profetas y los Apóstoles. Las figuras que salieron de su pincel revelan un aire varonil y de caracterización psicológica. Su trato familiar con sacerdotes debió facilitarle la adquisición de la cultura necesaria para representar a cada personaje bíblico de acuerdo con su situación histórica. En la petición de los Barrios al Cabildo, el 5 de febrero de 1726, puso su firma con la de su hijo Francisco Javier, a la cabeza de una veintena de representantes, lo que indica, que gozaba de comodidades y de prestigio social entre los moradores de San Roque. Con Goríbar llegó la pintura colonial al máximo de su alcance artístico. Con Miguel de Santiago y Goríbar se llena un siglo de apogeo, en que los dos pintores sostienen el prestigio de la Escuela Quiteña de Pintura, sobre las demás de Hispanoamérica.

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-[204]- -205- Capítulo XIV Los pintores del siglo XVIII I. Transición a la pintura del siglo XVIII Goríbar alcanzó la misma avanzada edad de su maestro Santiago, cuyo influjo prolongó más allá de 1738. A partir de 1741 el ambiente cultural de Quito se sintió conmovido por la orientación científica que imprimieron los geodésicos franceses. La Universidad de San Gregorio fue la primera institución que reaccionó ante el nuevo movimiento. El 1.º de junio de 1742 los profesores de San Gregorio organizaron un acto académico en honor de la Academia de Ciencias de París. La tesis se formulaba: Actus divinus liber identificatur cum Deo et defectibilis realiter solum -206- quoad terminationem. La discusión debía realizarse bajo la dirección del padre Carlos Arboleda. La dedicatoria se grabó en una tarjeta de plata. El padre Pedro Milanesio, teólogo jesuita nacido en Turín, concibió la idea, que la diseñó un viejo hermano coadjutor y la grabó el señor de Morainville. La figura sedente de Minerva, que sostiene un escudo con la inscripción de Invenit et Perficit, preside a geniecillos que, a la izquierda, representan la triangulación de los geodésicos franceses y a la derecha manipulan los aparatos, el compás, el sextante, la brújula, el cuaderno de observaciones. La idea es ingeniosa, pero no puede compararse con el grabado que diseñó Goríbar en 1718. A los Académicos llamó la atención la habilidad de los quiteños para las obras de arte. Don Antonio de Ulloa expresó esta grata impresión en su libro de Memorias. «Las mestizos, dice, aprenden diferentes profesiones y se dedican sobre todo a las artes, en que llegan a ser orfebres, pintores y escultores y dejan para los indios las ocupaciones puramente mecánicas. No pocos sobresalen en estas profesiones, señaladamente en la pintura y escultura. En la pintura fue célebre un maestro llamado Miguel de Santiago y de él se conservan con grande estimación algunas obras y otras de su mano pasaron hasta Roma, donde también la merecieron. En general, tienen un talento singular para la imitación y sorprende la perfección con que lo hacen, no obstante carecer de los medios necesarios.» De este testimonio de Ulloa conviene subrayar la observación acerca del talento singular de nuestros artistas para la imitación de modelos europeos. En muchos casos la imitación se convirtió en asimilación de técnica, para interpretar temas originales. Desde principios del siglo XVIII circuló en Quito una colección -207- de grabados de José y Juan Klauber, quienes representaron las escenas principales de las vidas de los santos más populares a la piedad de los fieles. De estos ejemplares

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aprovecharon los pintores en la composición de sus lienzos. En cuanto a la temática se pusieron de moda, en el siglo XVIII, la Divina Pastora, de origen capuchino, Nuestra Señora de las Mercedes y la Virgen Inmaculada, en la representación legardiana. El padre Juan de Velasco menciona los pintores quiteños de la primera mitad del siglo XVIII. «No pocos de los artistas, dice, se han hecho célebres de gran nombre. Entre los antiguos se llevó las aclamaciones en la pintura Miguel de Santiago, cuyas obras fueron vistas con admiración en Roma y en los tiempos medios un Andrés Morales. Entre los modernos que eran muchos, conocí a varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios protectores. Eran un maestro Vela, nativo de Cuenca; otro llamado el «Morlaco», nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo, nacido en Ibarra; un indiano llamado el «Pincelillo» nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo de Quito, llamado el «Apeles»; y un maestro Albán, nativo también de Quito. Varias pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero sí con grande admiración, pareciendo increíble que puedan hacerse en América cosas tan perfectas y delicadas.» -[208]- -209- II. Pintores pertenecientes a la familia Albán ¿Quién será el Maestro Albán de la referencia, del padre Velasco? En una de las pilastras de la nave derecha del templo de la Compañía hay un lienzo que representa a San Antonio de Padua y que lleva la firma de Carolus Albaniensis. La forma de la composición y el colorido caracterizan una serie de cuadros, que delatan la influencia de los grabados de Klauber. En la Galería Windsor de Montevideo dimos con una pintura en cobre, proveniente de una, colección de Londres, que representaba la aparición de Nuestra Señora de Aránzazu y llevaba la firma de Francisca Albán, la fecha de 1745 y el lugar de Tacunga. Este hecho confirma el dato del padre Velasco, de que varias obras pequeñas de Albán fueron llevadas a Europa por los jesuitas. Por otra parte, la data de 1747 -210- permite conectar la juventud de este Albán con la madurez de Goríbar. Francisco Albán asistió a los últimos años de la permanencia de los Jesuitas en Quito. Probablemente, en compromiso con ellos, pintó la serie de lienzos para la Casa de Ejercicios Espirituales del Tejar. El padre Bernardo Recio refiere el fruto que reportó a la sociedad de Quito, la predicación de los Ejercicios según el método de San Ignacio, alentada por el celo del ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila. Albán, en los cuadros de esta serie, que llevan su firma y la data de 1760 a 1764, representó los temas clásicos de los Ejercicios, a saber: «El último fin del hombre», «La Muerte», «El Juicio», «El Infierno», «La Gloria» y «El Hijo Pródigo». Como en el caso de Miguel de Santiago en San Agustín, cada lienzo lleva al pie el nombre del donante que costeó la obra. La composición de cada motivo se desarrolla en un cuadro rectangular: todos los lienzos presentan como

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protagonistas a San Ignacio; con Albán se inicia el uso de colores puros desvaídos. Entre 1783 y 1788, Francisco Albán pintó una serie de lienzos de la vida de Santo Domingo para los claustros del tramo principal. Se conservan todavía algunos de ellos, que llevan la firma del autor. También pintó para la Merced cuadros alusivos a la vida de San Pedro Nolasco. En ambos conventos tenía religiosos parientes, que llevaban su apellido y eran aficionados al arte de la pintura. En el Coristado de Santo Domingo se conserva un lienzo, que representa en busto el retrato del padre Bedón, y que lleva por inscripción la dedicatoria, que en 1788, hizo a la Recoleta Dominicana, el padre mercedario fray Antonio Albán. En el Archivo de Santo Domingo, se guarda manuscrito el texto del curso de Filosofía, que dictó, entre 1766 y 1768, el padre dominico fray Juan Albán, quien adornó con viñetas artísticas, su Cursus -211- Triennalis Philosophiae, elaboratus ac proprio calamo exaratus. Contemporáneo y deudo de Francisco fue Vicente Albán, cuyo nombre figura en un lienzo del Calvario, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño, con la inscripción de «Vicente Albán pinxit a. 1780.» De este mismo artista hay en el Museo de América, de Madrid, una colección de seis cuadros, que representan figuras folklóricas de la etnografía ecuatoriana de 1783. Llevan sucesivamente la inscripción de «Señora principal con su negra esclava», «Yapanga de Quito con traje que viste esta clase de mujeres que tratan de agradar», «India en traje de gala», «Indio principal de Quito en traje de gala», «Indio yumbo de las inmediaciones de Quito con su traje de plumas y colmillos de animales de caza que visten cuando están de gala», «Indio Yumbo de Mainas con su carga». Cada una de estas figuras se halla rodeada de árboles y frutos, con referencia numerada, para dar a conocer los productos del suelo de Quito. El lienzo que representa a la señora principal contiene la firma de Vicente Albán y la data de 1783. Con el nombre de padre Juan de Albán existe, en la Capilla del Robo, un grabado que representa una alegoría del hurto de las Sagradas. Formas, consumado en la primitiva Iglesia de Santa Clara, el 19 de enero de 1649. -[212]- -213- III. Pintores quiteños de la flora de Bogotá Durante la colonia la pintura era una profesión lucrativa. El cliente o mecenas imponía el tema. Al artista apenas le quedaba la posibilidad de desarrollar sus recursos técnicos. Por esto mismo, la pintura colonial revela en cada época y a través de cada pintor los gustos dominantes del ambiente social. En el último decenio del siglo XVIII se ofreció a los pintores quiteños la oportunidad de orientar su arte a la representación de la flora americana. La ocasión la dio la Expedición Botánica dirigida por don José Celestino Mutis. Este mecenas de la ciencia y el arte había traído de España, como dibujantes, a José Calzado y Sebastián Méndez a los que se juntaron en Bogotá. Salvador Rizo y Francisco Javier Matiz, cuya colaboración resultó insuficiente ante la abundancia de plantas que se

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ofrecían al examen botánico. -214- La fama de la pericia de los pintores quiteños hizo que Mutis se valiera de la intervención oficial del Arzobispo Virrey de Nueva Granada para conseguir del Presidente de la Real Audiencia de Quito, el envío de algunos artistas. Por de pronto, don Juan Pío Montúfar comprometió a cinco jóvenes pintores que fueron: Antonio y Nicolás Cortés, que habían trabajado en el taller de su padre don José Cortés de Alcocer; Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva, que habían sido discípulos del Maestro Bernardo Rodríguez. El Presidente en persona acompañó a este grupo de pintores a Popayán y luego a Mariquita, donde prestaron sus servicios hasta 1790, año en que todo el personal de la Expedición se trasladó a Bogotá. El buen desempeño de este primer grupo estimuló a Mutis a procurar nuevos dibujantes de Quito y de hecho comprometió a Francisco Villarroel, Francisco Javier Cortés, Mariano Hinojosa, Manuel Ruales, José Martínez, José Xironsa, Féliz Tello y José Joaquín Pérez. Don José Celestino, con vigilancia paternal a la vez que enérgica, había organizado el trabajo con sus mínimos detalles. Los pintores quiteños laboraban nueve horas al día, ocupado cada cual en su lugar respectivo, en dibujar en papel gran aigle las ramas más cargadas de flores, detallando la anatomía de las partes de fructificación con colorantes indígenas. El jornal por el trabajo variaba en relación con la capacidad del dibujante, quien recibía, al fin de semana, la cantidad debida, descontada la suma correspondiente a faltas. Los domingos y días de vacación se los empleaba en paseos y cacerías. El rendimiento, con este método de trabajo, alcanzó el número de 6.717 dibujos, que se conservan en la Biblioteca del Jardín Botánico de Madrid, según el inventario -215- de 1869. Esta contribución de los pintores quiteños a la botánica mereció el elogio de Alejandro Humboldt y de Francisco José de Caldas, testigos oculares de la labor paciente de nuestros dibujantes. Transcribimos a continuación un fragmento del discurso de Caldas que pronunció en junio de 1803, en el Seminario de San Luis de Quito: «El grabador Smith ha obtenido el imperio del diseño hasta nuestros días. Yo vi balancear sobre su cabeza la corona que todos los sabios de concierto habían decretado al artista británico, cuando puse mis pies sobre los umbrales de la sala en que trabajaban los pintores. Las expresiones me faltan, señores, para referiros lo que mis ojos han visto. Al coger una lámina creía que tomaba un ramo vivo. La naturaleza con todas sus gracias, colores y matices se ve sobre el papel. Humboldt, tocado de este grado de perfección no superado, asegura que el pincel ha inutilizado las descripciones y que si llegase el caso de perderse los manuscritos, podría Jusseiu u otro profesor hábil describir la planta con tanta perfección como si la viese viva. ¡Cuánta parte tiene en esta gloria Quito! Los mejores pintores han nacido en este suelo afortunado. La familia de Cortés está inmortalizada en la flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores, que el pincel quiteño se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto valen el talento y la educación unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz, Sepúlveda, no habían salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del sabio Mutis, en quien hallaron a un tiempo un padre celoso de la pureza de sus costumbres,

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un director de su genio y un admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho ver al universo que el quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si el ilustre mecenas como pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera -216- verificado, estoy seguro que Cortés, los Samaniego, Rodríguez, habrían representado en el Nuevo Continente a Mengs, Lebrount y el Ticiano.» (Obras de Caldas, Bogotá 1912, pág. 97-105) -217- IV. El taller de la familia Cortés El jefe de esta familia de pintores fue don José Cortés de Alcocer. La fecha documental más antigua es la de 1762, en la que Legarda menciona a don José Cortés como uno de los priostes de la fiesta de San Lucas que anualmente celebraba el gremio de pintores y escultores. Para ese año era ya Cortés Maestro Pintor. Después, en 1786 fue uno de los pintores consultados para la provisión de dibujantes, que debían trabajar a órdenes de Mutis. De su taller salieron comprometidos sus dos hijos Antonio y Nicolás, quienes ganaban por su labor, dos pesos y diez reales diarios, respectivamente. Un tercer hijo, Francisco Javier, viajó a Lima, comprometido por Abascal, para la dirección de la Academia de Dibujo que se fundó en esa ciudad. De don José Cortés se conservan, con la constancia de su firma, algunos lienzos en la capilla del Hospital de San Juan de Dios y en el descanso de la grada del Hospital Eugenio Espejo. También -218- hay cuadros suyos en el convento mercedario del Tejar. Su nombre consta, asimismo, en la serie de misterios del Rosario, que se hallan en el palacio episcopal de Popayán. Espejo, en 1792, mencionó a Cortés al igual que a Caspicara, como los artistas más distinguidos entonces en Quito. También Caldas aludió a don José Cortés y a sus hijos, como hábiles pintores en 1803. Finalmente, un lienzo de Nuestra Señora de Nieva, que se venera en la iglesia matriz de Tulcán, lleva la inscripción: Josephus Cortés me fecit anno Domini 1803. Por lo visto, este pintor y sus hijos desplegaron su labor durante toda la segunda mitad del siglo XVIII. Posiblemente, hijo del mismo artista fue don Casimiro Cortés, que pintó, en asocio de Antonio Astudillo, los cuadros de la vida de San Pedro Nolasco, para los Padres de la Merced. Astudillo trabajó para los franciscanos de Quito la «hechura de los cuadros de toda la vida de nuestro padre San Francisco, puesta en el claustro principal de este Convento Máximo que se ha renovado con esmero y acierto singular.» Entre los lienzos de Astudillo constan el que representa a fray Jodoco en actitud de bautizar a un indio (Archivolta de la portería) y la serie de cuadros ovalados que integran el artesonado de debajo del coro de San Francisco (entrada a la iglesia). Formado en el taller de los Cortés parece haber sido el pintor Luis Alarcón, cuyo nombre figura en una imagen de San José (propiedad de José Luis Arango, Bogotá) y en un lienzo de la Inmaculada, que se conserva en el Museo de Max Konanz y que perteneció a la familia Muñoz, de Cuenca.

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-219- Capítulo XV Los talleres de Rodríguez y Samaniego I. Bernardo Rodríguez de la Parra y Jaramillo El lienzo más antiguo, que lleva la firma de este pintor, data de 1775 y representa a San Eloy, patrono de los plateros, con el retrato al pie de Vicente López de Solís, pariente cercano de la mujer de Manuel Samaniego (Colección de Víctor Mena). En el Museo Jijón y Caamaño, hay un cuadro del Calvario que lleva la inscripción de: «Bernardo Rodríguez me fecit. abril 11 de 1783.» En 1786 recibió la visita del Presidente de la Audiencia, en demanda de discípulos, que pudieran comprometerse a trabajar en la Flora de -220- Bogotá. Luego, en 1780, se ocupó de pintar a cuenta de los Padres Mercedarios, como se colige de la referencia de «seis pesos siete reales dados a los Depositarios, por veinte y siete varas y media de lienzo de a dos reales para los cuadros del claustro que los está pintando Bernardito» (Archivo Mercedario). Este diminutivo revela la familiaridad del pintor en el convento mercedario. Rodríguez fue el que más contribuyó a la propaganda de la devoción de Nuestra Señora de la Merced, mediante imágenes de una dulcedumbre maternal, que abundan en Quito. Trabajó también para el convento de San Francisco, como se comprueba por los lienzos de la Inmaculada y de los milagros de San Antonio de Padua, que se exhiben actualmente en el Museo. El de Jijón y Caamaño conserva también un San Camilo de Lelis, que lleva la inscripción: Fecit-Quito-1797. Bernardo Rodríguez por ruego de don Juan María Albán. Al comenzar el siglo XIX, Rodríguez pintó para la catedral de Quito dos grandes lienzos que representan a «San Pedro y San Juan curando a un cojo a la puerta de un templo» y «San Pablo arroja la víbora al fuego». Estos cuadros interpretan los grabados 149 y 160 de un libro intitulado «Cuadros del Antiguo y del Nuevo Testamento que, en ciento cincuenta figuras, representan las más notables historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, según los grabados de los maestros más hábiles.» El libro de grabados, que pertenece al señor Roberto Páez, lleva en la primera página la inscripción de: «Soy de Bernardo Rodríguez de la Parra y Jaramillo: costó 58 pesos.» Y en la última página señala la fecha de la compra: «Lo compré este libro en 22 de febrero de 1795 en 58 pesos y por ser verdad lo firmo yo su dueño Bernardo Rodríguez.» Entre 1801 y 1803 pintó asimismo los cuadros del Portal de Belén, el «Bautismo de Cristo», -221- la «Adoración de los Magos» y el «Martirio de los niños Justo y Pastor», que adornan la nave

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lateral izquierda de la misma catedral. Las referencias documentales sitúan la labor pictórica de Bernardo Rodríguez entre 1775 y 1803. Como Miguel de Santiago, aprovechó, para algunos de sus lienzos de los grabados europeos. En sus cuadros originales, los relativos a la apoteosis de Nuestra Señora de las Mercedes y del triunfo de Cristo en la Cruz, que se conserva en el Museo de San Francisco, se revela, como un artista, que gustaba de los colores puros, rojo, azul, amarillo. Transcribimos a continuación un documento de contrato que permite apreciar la forma de trabajo de un pintor en compromiso con su cliente: «Quito, a 1 de octubre de 1793. Digo yo don Bernardo Rodríguez que he contratado con fray Joaquín Yánez del Orden de Santo Domingo y me he obligado a hacerle un cuadro de las Benditas Almas, de tres varas de largo y dos y medio de ancho, por el precio de cincuenta pesos; los cuarenta y seis me ha de dar en pan y velas, medio real de pan cada día y tres velas por un real los sábados, cuya contribución se cuenta desde hoy.- 2.º que he de entregar el cuadro dentro de ocho meses contados desde esta fecha, esto es todo el mes de mayo del año venidero de 94.- 3.º que fuera de las efigies que representan las Benditas Almas ha de contener el lienzo once imágenes que serán de Nuestra Señora del Rosario, con el vestido y los rayos sisados con oro, Señor San José, San Joaquín, Santa Ana, Santo Domingo, San Francisco, San Vicente Ferrer, Santa Teresa, Santa Rosa, el Venerable Porras y el Venerable Masías.- Que a más de los Ángeles que tiene el cuadro de Santa Bárbara ha de tener el contrato seis más y un sacerdote en representación de decir misa.- y confieso que tengo recibidos en plata buena y corriente -222- los cuatro pesos que restan para el entero de los cincuenta. Debiendo ser la entrega del lienzo acabado y perfecto, pronta el plazo señalado, pudiendo el dicho Pe. en caso de demora reconvenirme ante la justicia. Pues para que todo lo pactado conste firmamos los dos en esta ciudad. Fray Joaquín Yánez-Bernardo Rodríguez.» Este lienzo se encuentra junto a la puerta de la sacristía de Santo Domingo. -223- II. Manuel Samaniego y Jaramillo Nació en Quito poco antes de 1767 en el barrio de San Blas. Por su madre estuvo emparentado con Bernardo Rodríguez y por su esposa con los plateros López de Solís. Desde adolescente comenzó el ejercicio de la pintura. Su temperamento le hizo compaginar con la gracia, expresada en el colorida brillante de sus imágenes, con fondo de paisajes alegres. Presto se convirtió en el pintor preferido. A los treinta años de edad dirigía la construcción y decorado del retablo mayor de Santa Clara y la decoración de la casa del Presidente de la Audiencia y era un «oficial público bien acreditado en las artes liberales de escultura y pintura y estaban a su cargo varias obras que debían entregarse con prontitud, para remitir a Santa Fe, Lima, Guayaquil y otras partes.»

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Muy joven casó con doña Manuela Jurado y López de Solís, mujer enérgica que le llevaba con doce años -224- y le sobrevivió con seis. Parece que ejerció dominio sobre el pintor y fue el eje de la administración de los bienes. En 1757 le hizo poner preso en la cárcel, convicto de adulterio y no le permitió salir libre sino a condición «de no ofender, injuriar ni maltratar de obra, ni de palabra, directa ni indirectamente a su legítima mujer». En su matrimonio tuvo dos hijas: María Josefa que murió de quince años de edad y Brígida que se casó con don José Fortún. Samaniego prodigó las representaciones de la Virgen, en los misterios de su «Concepción Inmaculada» y de su «Asunción», como también en la advocación de «Divina Pastora». Tenía facilidad para realizar obras tanto en tamaño grande como pequeño y aún en miniatura. Sus imágenes, en general, son ágiles, bellas y agraciadas, con la pureza de una flor. No hubo tema que no realizara, con facilidad de concepción y ejecución. Para la catedral de Quito, pintó al óleo las escenas murales de la vida de Cristo, «El Tránsito» del coro y las «sacras» que se exhiben en los días festivos. Decoró la celda provincialicia de la Merced, convertida hoy en museo. En 1788 trasladó de grabados europeos la colección de cuadros representativos de los países de Europa, que se conservan en el Museo Colonial. Pintó asimismo las alegorías de las «Estaciones» para la casa de hacienda del Marqués de Selva Alegre. La Casa Jijón mandó a hacer con él retratos de personajes de familia. Signada con su firma guarda la familia Noboa Icaza, de Guayaquil, un cuadro de la Inmaculada pintado para don Diego que fue Presidente de la República. Caldas y Stevenson celebraron a Samaniego como a principal artista de Quito en torno a 1800. A los doce años de su muerte, acaecida en 1824, el escritor chileno Pedro Francisco Lira publicó en «Tesoro Americano -225- de Bellas Artes» (París, 1837) el siguiente elogio: «Vivamente apasionado al estudio de su profesión, Samaniego se distinguió, tanto en la pintura del paisaje, como en la figura humana. Son muchos los cuadros que ha dejado, señalándolos con un estilo peculiar y propio de su escuela. Los lienzos que existen en la catedral de Quito, son los siguientes: la Asunción de la Virgen, en el altar mayor; el Nacimiento del Niño Dios, la adoración de los Reyes Magos, el sacrificio de San Justo y San Pastor y algunos otros relativos a la Historia Sagrada. La entonación de su colorido es sumamente dulce. Feliz en la encarnación y frescura de sus toques, se distinguió en los cuadros de vírgenes y de otros santos, en cuyo ejercicio empleó una gran parte de su vida. Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura de los árboles, aguas, terrazas y arquitecturas; siendo sólo sensible que a su paleta le hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió, pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en Quito. Samaniego daba gran importancia a sus cuadros y no los pintaba sino a precios muy subidos: motivo por el cual sólo existen, además de los nombrados anteriormente, una galería pintada por él en una casa

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de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues no tenían medios para encomendarle sus obras. Parece que no era de su agrada pintar retratos, porque, según se asegura, decía que en los retratos tenían voto hasta los cochinos. -226- Tampoco debemos pasar en silencio y olvidar su gran habilidad para el trabajo de la miniatura y obras al óleo de una pequeñez que admira. Este artista falleció repentinamente en edad avanzada, dejando muchas discípulos y dando pruebas de mucha moralidad y consagración al trabajo.» Un lienzo de la Virgen, que se conserva hoy en el Museo de San Francisco, lleva una de las últimas firmas del artista, que comprueba al mismo tiempo la supervivencia del patrocinio de San Lucas sobre el gremio de pintores. Dice así: «Este cuadro lo dio Manuel de Samaniego para el segundo nicho del Retablo del glorioso Señor San Lucas, Patrón del Gremio de Pintores, que se venera en la Capilla de Cantuña, en 28 de diciembre de 1816.» -227- III. Los discípulos de Samaniego Contemporáneo de Samaniego fue Tadeo Cabrera, cuyo nombre consta en un volumen de la serie de grabados de Klauber que tenemos a la vista. Tuvo por hermanos a Nicolás, que fue discípulo de Samaniego y a Ascensio, también pintor de profesión. A Tadeo se atribuyen los lienzos representativos de los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe, que se encuentran en los muros laterales del Santuario de Guápulo. El Museo de Jijón y Caamaño conserva un cuadro de San Francisco Jerónimo que lleva el nombre de Nicolás Cabrera. Tadeo y Nicolás fueron los intérpretes de la devoción popular de la primera mitad del siglo XIX al Buen Pastor. La Divina Pastora, que prodigó Samaniego con aire de encanto femenino, introdujo la representación del Buen Pastor, que rescata la oveja descarriada de un matorral de espinas. Nicolás Cabrera fue maestro de don Joaquín Pinto y enseñó su profesión a sus hijos Nicolás y Manuel. -228- Discípulo de Samaniego fue también José Lombeida, nativo de Riobamba. De él se conserva un cuadro de las Almas, en Yaruquíes, que lleva esta inscripción «Dio este cuadro el maestro Gómez en compañía de su mujer, doña María Puma. Año 1800. Hecho por don José Lombeida.» Las imágenes reflejan el estilo y colorido del maestro. De entre los discípulos de Rodríguez y Samaniego, el más caracterizado fue Antonio Salas. «Poseído de fecunda imaginación, no se limitó a copiar como una gran parte de nuestros artistas, pues trabajó obras originales» (Pablo Herrera). Su vida se situó entre la época colonial y de vida independiente. De la Colonia heredó la preocupación religiosa que la

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reflejó en varios de sus cuadros, que se conservan en San Francisco y en el Museo Colonial. El período de emancipación política le movió a perpetuar el recuerdo de los próceres, trazando sus retratos que se conservan en el Museo Jijón y Caamaño. Además de la longevidad, recibió como regalo de la vida una familia numerosa a la cual dejó por patrimonio la afición del arte. De su primera esposa, doña Tomasa Paredes, tuvo a Ramón; y de la segunda, doña Eulalia Estrada y Flores, le nacieron Rafael, Jerónimo, Diego, Brígida, Josefa y Gabina. Es posible que el nombre de Brígida le evocara el recuerdo de la hija de Samaniego. Todos estos descendientes de Antonio Salas prolongaron, durante la República, la remota orientación que éste recibiera del Quito Colonial. De las obras de este pintor se conservan la negación de San Pedro y la muerte de San José, en la catedral de Quito; el Hijo Pródigo, en el Carmen Antiguo; el Señor de la Agonía en la iglesia del Tejar; una Pietá en el Museo de Santo Domingo. Salas murió en Quito en 1860. -229- IV. Contribución femenina al arte ecuatoriano En el estudio de nuestros artistas, cabe preguntar hasta qué punto influyó en ellos el aliciente femenino. Diego de Robles declaró en su testamento: «Los bienes que tengo hoy día los he adquirido yo por mi industria y trabajo, de suerte que la dicha mi mujer antes me ha hecho ir a menos que a más». Miguel de Santiago declaró a su vez que fue «casado con doña Andrea Cisneros y Alvarado, la cual no trajo a mi poder dote ni bienes algunos... y los bienes que al presente poseo son adquiridos con mi propio sudor y trabajo». Bernardo de Legarda declaró, asimismo, haber sido casado con doña Alejandra Velásquez de quien tuvo que separarse por haber faltado ella a la fe del matrimonio, a poco tiempo de contraído. Manuel Samaniego y Jaramillo casó muy joven con doña Manuela Jurado, quien llevaba al esposo con doce -230- años y le sobrevivió con seis. Mujer apasionada y celosa, enjuició al pintor, acusándole de adulterio y le mantuvo preso durante varios meses. Estos datos documentados permiten concluir, que muchos de nuestros artistas tuvieron conflictos de hogar y que no fueron totalmente comprendidos por sus respectivas esposas. Bien es verdad que no siempre el arte se compagina con la felicidad matrimonial. No es improbable que fuese una reacción psicológica el que Bernardo de Legarda y Manuel Samaniego se distinguiesen por la vida, movimiento y gracia de que informaron a sus imágenes femeninas. Miguel de Santiago amó entrañablemente a su hija, Isabel de Santiago, que heredó del padre la sangre y la afición al arte y que fue para el pintor la única sobreviviente de su numerosa familia. Don Nicolás Carrión, en un discurso pronunciado en 1786, hacía el siguiente reparo: «Don Antonio Ulloa, al hacer mención de Miguel de Santiago, no tuvo noticia o se olvidó de su hija Isabel, quien si no le hizo ventaja en la valentía de los rasgos, le excedió, según sienten los del arte, en aquella calidad que los

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pintores llaman dulzura». A mediados del siglo XVIII, el hogar formado en Riobamba por Don José Dávalos y Doña Elena Maldonado y Sotomayor se convirtió en mansión de cultura y arte. En su hacienda de los Elenes poseía don José una biblioteca de autores franceses. Su hijo don Antonio tradujo al español los escritos de Fontenelle. La Condamine escribe, al respecto, lo siguiente: «Don Antonio tenía tres hermanas; la segunda de ellas, de 16 años, traducía a primera vista a Moreri. Veíase en la casa de hacienda un torreón, adornado con muchas obras delicadas, muy bien ejecutadas por las manos de estas tres jóvenes. La mayor estaba dotada de un talento universal: tocaba el arpa, el clavicordio, -231- la guitarra, el violín y la flauta; mejor dicho, todos los instrumentos que llegaban a sus manos. Sin maestro alguno pintaba en miniatura y al óleo. Yo mismo vi en su caballete un cuadro que representaba la Conversión de San Pablo, con treinta figuras correctamente dibujadas, para el cual había echado mano de los malos colores que habían en el país. Con tantas prendas para agradar en el mundo, esta joven no deseaba más que hacerse carmelita y retardaba el cumplimiento de sus deseos tan sólo el amor tierno que profesaba a su padre, el cual, después de haber resistido largo tiempo, le dio al fin su consentimiento y así profesó en Quito el año de 1742». Esta joven, tan alabada por la Condamine, llamábase Magdalena Dávalos Maldonado, quien al vestir el hábito del Carmen Moderno, tomó el nombre de Sor María Estefanía de San José. Llegó a ser priora por varios períodos en el Monasterio. En su nuevo estado continuó ejerciendo el arte, especializándose en la escultura. Obras suyas son las imágenes de la Virgen del Carmen, que se venera en el nicho central del templo, el Tránsito de la Virgen, el Corazón de María y los Ángeles adoradores que integran el retablo. En el interior del Monasterio se conservan aún con veneración las piedras en que Sor María de San José solía moler las pinturas. En el mismo monasterio se distinguió también como pintora la madre Ángela de la Madre de Dios Manosalvas, que había sido discípula de Nicolás Cabrera e inició en el arte a su sobrino el pintor Juan Manosalvas. La madre Manosalvas doró los ángeles tallados por la madre María de San José Dávalos. -[232]- -233- Capítulo XVI Los maestros del siglo XIX I. Una generación de pintores

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A propósito de Literatura, ha hablado Petersen de «Generaciones Literarias» y señalado las condiciones que se requieren para afirmar la existencia de un grupo homogéneo que integre y forme una tal denominación. Laín Entralgo ha generalizado este aspecto crítico y escrito un libro sobre las «Generaciones, en la Historia» y aplicada sus propios principios a su estudio de la «Generación del Noventa y Ocho». Nos parece factible y útil aprovechar de las observaciones de estos historiadores críticos y aplicarlos a una generación de nuestros pintores. Adoptamos de hecho el esquema de Petersen para facilitar el estudio. -234- CARACTERES HEREDITARIOS.- La Independencia política poco o nada afectó a la rama cultural de las Bellas Artes. Quizá, en el aspecto económico, también los artistas tuvieron que pagar la libertad conseguida para su Patria. Al año de la muerte de Samaniego, se formó el registro en que constan las contribuciones que debían satisfacer los ciudadanos, en proporción a sus haberes. En el título de «Pintores» se enumeran veinte y dos, que debían contribuir por los dos semestres del año 1825. Entre ellos, como más conocidos y acomodados, figuran: Antonio Salas, José Olmos pintor y escultor, Diego Benalcázar, Javier y Matías Navarrete, Mariana González, Antonio Vaca, Feliciano Villacrés, Esteban y José María Riofrío; Mariano Flor, José Díaz y José Páez, etc. Fueron discípulos contemporáneos de Samaniego. El más notable fue Antonio Salas, pintor al óleo, al pastel y a la acuarela, que conoció e hizo los retratos de los generales y jefes que libraron las luchas de la independencia. Con la sangre transmitió a sus hijos la habilidad artística. Pintores fueron Ramón, Rafael, Jerónimo, Diego, Brígida, Josefa y Gabina Salas. La herencia común para todos fue el patrimonio de tradiciones y prácticas pictóricas, consignadas por Samaniego en su Tratado de pintura y enseñadas de hecho por Antonio Salas. COINCIDENCIA CRONOLÓGICA DEL NACIMIENTO.- La generación que pretendemos distinguir encuadra su nacimiento entre 1830, año de nacimiento de Luis Cadena y 1845 en que ve la luz Rafael Troya. Entre estas dos fechas extremas se escalonan Rafael Salas en 1830, Juan Manosalvas, nacido en 1840 y Joaquín Pinto en 1842. HOMOGENEIDAD DE FORMACIÓN.- Todos ellos aprenden la pintura «practicando con algún, maestro». -235- Rafael Salas y Luis Cadena se formaron en el taller de Antonio Salas. Manosalvas frecuentó el estudio de Leandro Venegas. Rafael Troya se inició con el joven Cadena. Joaquín Pinto asimiló cuanto pudieron enseñarle Ramón Vargas, Rafael Venegas y Nicolás Cabrera. A Luis Martínez le orientó Rafael Salas. De entre ellos, Salas, Cadena y Manosalvas fueron becados a Italia para perfeccionarse en su arte. Troya y Pinto continuaron su formación en Quito. MUTUA RELACIÓN PERSONAL.- A Cadena y Manosalvas les unía, además del arte, un lazo de parentesco político. Sus talleres eran centros de tertulia artística, frecuentados por las Salas, por Pinto y más tarde por Antonio Salguero y Leandro Venegas, el sordo. En 1871 fundó el Presidente García Moreno la Primera Escuela de Bellas Artes, que congregó a Maestros y

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discípulos en un anhelo de enseñanza y aprendizaje, aprovechando, además, de los modelos traídos de Europa por Cadena y luego por Manosalvas. ACONTECIMIENTO DE EXPERIENCIA GENERACIONAL.- El 31 de enero de 1852 se fundó con solemnidad en Quito la Escuela Democrática de Miguel de Santiago. Concurrieron a la sesión inaugural noventa y dos socios, además del Protector Dr. Javier Endara, el Presidente don Ramón Vargas y el Vicepresidente Juan Agustín Guerrero. El objeto de la Sociedad era «cultivar el Arte del dibujo y estudiar la constitución de la República y los principales elementos del Derecho Público.» Con motivo del séptimo aniversario de la caída del General Flores, organizó la Sociedad una Exposición de Bellas Artes. El maestro pintor Antonio Salas fue el Presidente del jurado -236- calificador, integrado por José Páez y Medrano, José Ildefonso Páez y el Secretario Juan Pablo Sanz. Los premios obtuvieron Luis Cadena por su cuadro «La Aldea Campesina», Juan Pablo Sanz por representación del Templo de la Compañía, Agustín Guerrero por su alegoría de «El Pudor», Ramón Vargas por su cuadro de «Los Profesores», Leandro Venegas por su «Oración del Huerto» y los retratos de los Protectores de la Escuela Democrática, Vicente Pazmiño por sus «Reyes de Judá» y Nicolás Alejandrino Vergara por su miniatura «Rosa Elena». El ideal de la Escuela Democrática juntaba el arte con la inquietud patriótica, que satisfizo luego la personalidad de García Moreno, quien envió becados a Europa algunos artistas y fundó la primera Escuela Nacional de Bellas Artes en 1871. Entre 1852 y 1871 se define la formación artística de nuestros pintores. En 1852 Cadena tenía 22 años, Juan Manosalvas 12, Pinto 10 y Troya 7. La primera Exposición Artística de la Sociedad Democrática de Miguel de Santiago fue para unos una experiencia de juventud y para otros un recuerdo de infancia. En todo caso, un acontecimiento de provecho. Cuando se fundó en 1871 la Escuela de Bellas Artes, el más joven de nuestros artistas llegaba a los treinta años de edad. CAUDILLO DE LA GENERACIÓN.- A la cabeza del grupo de pintores estaba por derecho propio y por reconocimiento de sus compañeros, Luis Cadena. Tuvo treinta años cuando murió Antonio Salas y pudo aprender del maestro los secretos de su vieja experiencia de pintor. Hizo un viaje a Chile y luego fue becado a Roma en época del Presidente Robles. García Moreno le dio en 1872 la dirección de la escuela de Bellas Artes. A la habilidad artística reunía un carácter suave y moderado, que le facilitaba la adhesión de -237- los alumnos. Sus obras se encuentran dispersas en los Conventos de Santo Domingo, San Agustín y San Francisco, como también en colecciones particulares. EXPRESIÓN CARACTERÍSTICA.- Todos hubieron de tratar el tema religioso, en condescendencia con la piedad del pueblo, que veía aún en sus pintores y su técnica, la expresión adecuada de su espíritu cristiano. Como novedad introdujeron el paisaje ecuatoriano representado cual motivo independiente. Rafael Salas fue, cronológicamente, nuestro primer paisajista. Le siguieron luego Luis Martínez y Rafael Troya. Ellos trataron de intuir la perfección estética de nuestra naturaleza ecuatoriana, en sus nevados, sus bosques tropicales, sus escenas paisajísticas. Troya fue juzgado digno de trabajar con Rudolf Reschreiter

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y con Stubel en pintura de los volcanes de nuestra Cordillera Andina. Cadena se especializó en retratos. Supo intuir la sicología de sus clientes y reflejarla con vigor y nitidez. Joaquín Pinto fue el primero que tomó en serio la representación del indio ecuatoriano y la interpretación de aspectos de folklore popular. En suma, la generación de pintores de la segunda mitad del siglo XIX aportó al arte ecuatoriano una temática nueva e introdujo los adelantos de la técnica europea. Entre ellos podemos destacar al más caracterizado por su consagración a la pintura y por su genialidad artística. -[238]- -239- II. Datos biográficos de Pinto Joaquín Pinto nació en Quito el 18 de agosto de 1842. Fueron sus padres don Posé Pinto Valdemoros, portugués, y doña Encarnación Ortiz y Cevallos, ambateña. Su vocación de pintor se delató desde la infancia en los dibujos que delineaba sobre la pizarra y cuadernos de deber. Su formación de artista le obligó a frecuentar los talleres de nuestros pintores conocidos. Ramón Vargas, Rafael Venegas, Andrés Acorta, Tomás Camacho, Santos Cevallos y Nicolás Cabrera contribuyeron a integrar su personalidad como pintor. En el aprendizaje del arte se puso en contacto con Goríbar, copiando sus Profetas de la Compañía y trató de aprovechar de los modelos europeos, a través de las enseñanzas de Cadena y de las copias por él traídas desde Italia. -240- A pesar de su aspiración, no le fue dado conseguir una beca para Europa. Pero supo sacar partido del viaje de sus compañeros, asimilando de ellos la técnica adquirida en centros europeos. De este modo aprendió de Manosalvas la pintura a la acuarela. Dotado de singular talento, concibió al artista como los ejemplares magníficos del Renacimiento, de cultura humanística y de múltiple habilidad. A su imitación aprendió por sí el Latín, el Griego, el Hebreo, el Francés, Inglés y Alemán. Se ilustró, mediante lectura, en la Historia Universal del Arte. Integró su formación técnica con el estudio de la Geometría, Anatomía, Plástica y Perspectiva. En este aspecto fue un autodidacta. Por su cultura y pericia artística fue un maestro ideal de juventudes. La enseñanza revestía en sus labios la amenidad de una exposición sencilla, casi amable, y la práctica transmitía, sin egoísmo alguno, las lecciones de una larga experiencia. Tuvo discípulos particulares y oficiales en la Escuela de Bellas Artes de Quito y en la Academia de dibujo y pintura de Cuenca. En 1876 contrajo matrimonio con doña Eufemia Berrío, una de sus mejores alumnas y formó su hogar en una casa, situada en el barrio de San Roque, en las alturas de Argumasín. Fue ahí su taller y su retiro, donde pasó el resto de su vida en un ambiente de escasa economía, pero repleto de afecto, consideración y arte. Nunca dio descanso a su pincel. La pintura

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fue el vehículo obligado para desahogar su alma, repleta de inquietudes y animosa de ensayos de todo género. Como una condescendencia femenina con la bondad de su propio temperamento, gustó reflejarse, autorretratándose, en algunos de sus cuadros. Las representaciones -241- de San Joaquín le dieron pretexto para tomarse a sí mismo de modelo. Ajeno al bullicio de fuera, reducido a las paredes de su pobre vivienda, gozando del afecto de sus cortos familiares, fue dueño de la libertad de crear a su gusto y dar forma a su talante, a una infinidad de ideas y experiencias. Nadie turbó la paz de su estudio. Ni siquiera la pobreza, a cuyas privaciones se acostumbró él y acostumbró a su familia. Esta, a la muerte del artista, hubo de vender las últimas reliquias, en que don Joaquín Pinto imprimió su espíritu creador. Pinto murió en 1906, año en que murieron también Rafael Salas y Juan Manosalvas. -[242]- -243- III. El indio, tema de inspiración artística Durante la vida de Pinto no se consideró aún al indio como un problema de cuestión social, ni se exigió al artista, la militancia premeditada en el terreno de las ideas sociales. El indio seguía siendo una realidad que no llamaba la atención de los políticos, menos de los artistas. Andrés Sánchez Gallque trazó el retrato de los negros de Esmeraldas, como un documento de referencia que envió al Rey Felipe III, el Oidor Barrio de Sepúlveda el año de 1599. Miguel de Santiago introdujo en sus cuadros al indio, como integrante del escenario de un milagro de la Virgen. Vicente Albán representó a los indios para dar ocasión de presentar los frutos del suelo ecuatoriano. El indio, elemento indispensable del paisaje andino, entró en la esfera del arte llevado por el afecto delicado de Pinto. Decimos por el afecto, porque este artista amó al indio con desinterés ideológico. Vio en el -244- indio una fuente de inspiración, un sujeto de folklore, un trabajador que contribuye, un ser que entraña una gracia natural y provoca el afecto y la compasión. Para la representación del indio se valió Pinto de la agilidad de la acuarela, aprendida de Manosalvas. Pinto acuarelista va desde la escena captada oscuramente hasta la nitidez de las figuras, de pincelada fresca y colorido nítido. En una colección de cuadros costumbristas aparece el indio en todas sus facetas. El indio de las aparece zonas del Oriente que salía a Quito con su típico vestido, mereció de Pinto su representación característica. En cuanto al indio de la región interandina, no hay aspecto folklórico que hubiese evadido a la mirada curiosa y afectiva del artista. Sus acuarelas figuraron al indio vendedor de toda clase de objetos y comestibles: al aguatero, al pastor, al peón, al danzante, al disfrazado, al músico, al fiestero, etc. Pinto, con sus representaciones, destacó la faceta agradable del indio, que no se convertía aún en pretexto para expresar y difundir ideas

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sociales de avanzada. A Pinto siguió de inmediato Antonio Salguero. Fue el retratista elegante del indio distinguido. Cuando Pinto dio las espaldas a la vida surgió la pintura del indio atormentado. -245- IV. El alma de Pinto en algunos de sus cuadros Pinto fue un artista vocacional e, incluso, creador. Pintó, sin duda, para satisfacer a clientes; pero la mayor parte de sus obras obedeció a la necesidad de expresarse, de desahogar su alma repleta de inquietudes. Sus discípulos le vieron en los últimos meses de su vida, encorvado y dolorido, pero todavía con el pincel en la mano. El año de 1871, García Moreno envió a Roma a Juan Manosalvas, con una beca para la academia de San Lucas. Entonces Pinto frisaba en los treinta años y había dado muestras de talento artístico. Su modesta posición social no llamó la atención del mandatario enérgico. Pinto, tanto como Troya, fue muy amigo del señor González Suárez. Estas circunstancias influyeron quizás en el concepto que el artista tuvo de García Moreno. Cuando representó al ilustre -246- Presidente lo hizo con evidente alusión a la figura de Don Quijote. García Moreno cabalga sobre su rocinante con lanza en ristre y lleva al anca un lego sorprendido con guitarra en mano. Pinto concibió una escena de «Inquisición» para representar un pasaje de su propia vida. Para su matrimonio tuvo que vencer todas las resistencias opuestas por los allegados a su prometida. Él y ella aparecen como víctimas de un tribunal compuesto por sacerdotes, religiosos y seglares que intervinieron en pro o en contra de la causa del pintor. Todas las fisonomías de los personajes que figuran en el cuadro son históricas y responden a un amigo o enemigo del artista. La dedicación al arte le mantuvo alejado de la política. Desde su retiro de pintor no dejó, sin embargo, de observar los azares de los políticos, al modo de Goya, pero sin su amargura y crueldad, representó algunas escenas caricaturescas de los personajes del día. El señor Víctor Mena Caamaño posee preciosos cuadros que se refieren a episodios. La estrecha vinculación de amistad con el ilustrísimo señor Federico González Suárez le movió a pintar varias veces su retrato, ya de simple sacerdote ya también de obispo. Colaboró con él en el trabajo del Atlas Arqueológico, publicado en Quito el año de 1892. Todas las láminas dibujó Pinto con precisión matemática, hasta satisfacer la exigencia del señor González Suárez. Del año de 1894 datan algunas acuarelas que reflejan escenas panorámicas de nuestra variada naturaleza. Rumichaca, Ingapirca, el Chimborazo, el Río Paute, las comarcas de Biblián, Azogues, Cuenca y Tarqui han merecido las preferencias del pincel del artista. -247- El problema de la luz se ofreció constantemente a la inquietud investigadora del artista. Como Goya dio con el secreto de encontrar para sus cuadros un centro luminoso, que repartiera distributivamente la luz

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sobre las imágenes. «El Soliloquio de María», demuestra el efecto del claroscuro. «Última veladura en el Misterio de la Redención» llamó a un grupo encantador en que el Niño Dios ilumina a los ángeles que le sostienen. La muerte de los patriotas chilenos Carrera, exhibe una escena acaecida en una prisión a medio iluminar. «Quito visto desde la casa del artista» en una tarde de fiesta, interpreta la ciudad después del ocaso del sol. Pinto fue, finalmente, uno de los últimos intérpretes del arte religioso con técnica tradicional. Por satisfacer a clientes, pintó imágenes de la Oración del Huerto, de San José, de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya y de Nuestra Señora de la Merced, en variadas representaciones. Interpretó también escenas bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento. De su espontánea inspiración y gusto compuso repetidas veces la imagen de San Joaquín, su patrono, en figuración de autorretrato. En el círculo diminuto de un centavo, representó la escena del Calvario; y en un reducido cobre, la gran escena del Dies Irae. Con Pinto se extinguieron los postreros reflejos de la tradición pictórica de la Colonia. Por su cultura fue el último testigo auricular de un tesoro de recuerdos y el depositario de reliquias de Miguel de Santiago, de Goríbar y Samaniego. Tras él vino la generación nueva que figura en «La pintura Ecuatoriana del Siglo XX», de José Alfredo Llerena. -[248]- -249- Cuarta parte Folklore ecuatoriano -[250]- -251- Introducción La palabra Folklore, de origen inglés, ha sido aceptada ya en el Diccionario de la Real Academia Española. Según Alfredo Poviña, significa «la ciencia que estudia las manifestaciones tradicionales y espontáneas de lo popular, en una determinada sociedad civilizada.» Esta manifestación o hecho folklórico se caracteriza por lo social y colectivo, opuesto a lo individual; por lo no institucionalizado o no regulado; por su pertenencia preferente a las clases bajas, sin excluir las otras; por su tradicionalidad, su espontaneidad y su anonimato. No siempre es fácil señalar con precisión el origen de una manifestación folklórica. Pero una vez que se convierte en hecho, la tradición de su existencia se vuelve continua al través del tiempo. Según la naturaleza

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del hecho, el vehículo de su tradicionalidad es el relato oral que se convierte en leyenda o un -252- acto repetido que se transforma en costumbre. El carácter popular del hecho folklórico subraya su iniciación en el grupo social medio, que los latinos designaban con las palabras vulgo, plebe, no con sentido peyorativo, sino para significar el fondo social anónimo de la humanidad. El hecho folklórico brota de la masa popular como una eclosión de vida latente que aparece anónima. Cabe aceptar el caso de que un pensamiento o una acción tuviesen un autor reconocido; pero para convertirse en hecho folklórico, es menester que se acomodasen luego al espíritu de la masa popular y que ésta, los aceptase como un haber común e indeterminado. Dos puntos de vista pueden facilitar el estudio de los hechos folklóricos. El uno, a base del espacio, en el que es dable encontrar hechos simultáneos, en todo el territorio del Ecuador o hechos aislados, que se encierran dentro de un límite geográfico provincial. El otro, a base de tiempo, que permite ahondar en la profundidad de la historia, para comprobar la ascendencia tradicional de los hechos folklóricos. La alianza de estos dos aspectos, que Ferdinan de Saussure llamó eje de simultaneidad y eje de sucesiones, permitirá describir y valorizar las costumbres de nuestro pueblo. Precisa, ante todo, determinar el concepto de lo popular, como agente y mantenedor de los hechos folklóricos. Hay en el Ecuador el grupo de los indios, que forman la masa campesina, entre los cuales se han conservado, con tenacidad, costumbres, unas de procedencia vernácula y otras transformadas o recibidas en contacto con el elemento español. Luego, el grupo de criollos, o descendientes de españoles, que no pueden ser preteridos en el estudio del folklore, conservando en su ambiente, como supervivencias de prácticas heredadas de sus ascendientes hispanos. Intermedio entre los dos, se encuentra el grupo de los mestizos, -253- en quienes convergen los atributos, cualidades y defectos, de su doble origen étnico. Estos forman, de preferencia, el pueblo, creador y conservador de las costumbres folklóricas. Resulta simplificado en demasía este esquema de agrupaciones étnicas; pero basta para señalar el sujeto común a quien debe atribuirse las diversas manifestaciones del folklore. En un estudio integral sería preciso tomar en cuenta al montubio, caracterizado por el influjo del ambiente tropical , lo mismo que al negro, otro conservador tenaz de costumbres de raza. Al abordar, el tema del folklore, hay que mencionar también el afán de estudiarlo como ciencia y establecer las relaciones con otras disciplinas. Efraín Morote Best sintetiza así las observaciones de Poviña: «Las relaciones del folklore con las ciencias son tan íntimas que en un momento dado complementa las actividades y puntos de vista particulares de cada una de ellas. Es ciencia histórica, en cuanto reconstruye patrimonios; ciencia de la realidad espiritual o psicológica, en cuanto trata de establecer los resortes de la persistencia de hechos funcionalmente vinculados con el modo íntimo de ser de los pueblos; ciencia sociológica, en cuanto contribuye a establecer bases para las generalizaciones de la sociología. Pero, en principio, es una ciencia antropológico-cultural, que registra, clasifica, compara, interpreta y generaliza cierto tipo de elementos constitutivos de la conducta humana o de las otras del hombre,

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orientándose hacia el camino común de todas las ciencias de su naturaleza: el mayor equilibrio entre el hombre y su ambiente; entre lo que es el hombre y lo que quiere ser». (Ciencias Sociales, Washington, N.º 36). En nuestro caso tomaremos el folklore como hecho y como ciencia, insistiendo en el punto de vista histórico. -[254]- -255- Capítulo I Supervivencias folklóricas del incario Costumbres supersticiosas del incario El Concilio Provincial celebrado en Lima en 1567 es la fuente más autorizada para conocer las creencias y prácticas de los indios del Incario. A esta asamblea conciliar concurrieron, convocados por el arzobispo fray Jerónimo de Loayza, los obispos de Quito fray Pedro de la Peña, de Charcas fray Domingo de Santo Tomás, de la Imperial fray Antonio de San Miguel y por el obispo del Cuzco, el licenciado Francisco Toscano. Después de aceptar imponer oficialmente los decretos del Concilio de Trento, los Obispos del Concilio -256- Provincial de Lima discutieron y formularon la legislación eclesiástica de las Diócesis de la América del Sur. Capítulo interesante de esta legislación fue la investigación de las supersticiones de los indios, lo cual obligó a un análisis de las creencias y ritos de los indígenas. Era un hecho comprobado que en cada Provincia tenían los indios una Guaca, lugar célebre a donde todos concurrían y en cada pueblo tenían un templo para el culto de sus ídolos (Const. 88.- Archivo General de Indias, 2-2-5-10). En los partideros de los caminos y a trechos calculados de una vía larga había adoratorios, que llamaban apachitas. Era el sitio obligado de descanso y en él, como ofrenda a los dioses del viajero, dejaban los indios coca, maíz, plumas de aves y alpargatas, que denominaban oshotas. Cuando no tenían qué ofrendar, echaban por lo menos unas piedras. La creencia era que con este don deponían el cansancio y tomaban nuevas fuerzas para proseguir el viaje. El Concilio observa que no pocos españoles habían adoptado también esta costumbre. (Const. 99). En el transcurso del año los indios hacían sacrificios, al tiempo de la siembra y la cosecha, de la lluvia y las heladas. Pensaban que estos efectos provenían del diablo, al través de sus ídolos. (Const. 104). De los informes presentados en las sesiones del Concilio, se dedujeron algunas prácticas supersticiosas de los indios del Incario. Tenían preocupación de augurio al imponer, quitar o cambiar el nombre a los niños, al cortarles por primera vez el cabello y envolverlos con pañales y

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al comenzar todo trabajo. Ante el cadáver del difunto, las mujeres se cortaban el cabello y vestían ropas de luto; llevaban prendas del muerto por los lugares que frecuentaba cuando vivos, tocaban los tambores, lloraban las plañideras y sobreponían al sepulcro comidas y bebidas. (Const. 105). -257- A la Provincia de los Paltas se refiere el Concilio cuando delata la costumbre de deformar la cabeza del recién nacido, desde la base de la frente. A este rito llamaban Paltahuma: en otras Provincias ajustaban la cabeza entre las manos para dar al cráneo la forma de un cono, ceremonia que denominaban Zaitohuma (Const. 100). Prácticas supersticiosas de los indios de Quito A su regreso de Lima, el obispo de Quito, fray Pedro de la Peña convocó a Sínodo Diocesano, que se reunió efectivamente en la primera mitad de 1570. A esa Junta asistieron los párrocos y vicarios de todo el Obispado. La investigación de los ritos y ceremonias de los indios mereció la atención preferente del celosa Prelado: clérigos y religiosos doctrineros presentaron sus informes al respecto. Después de un prolijo examen, se llegó a las siguientes conclusiones: Había cuatro clases de «Ministros del demonio» Hechiceros, omos, condebiecas y hambicamayos. Los hechiceros, en general, «con ponzoñas y artes diabólicas», espantaban y atemorizaban a los indios, haciéndoles creer que eran parte para causar enfermedades y curarlas, ocasionar sequías y hacer llover. Por ésta razón eran muy temidos y obedecidos. Los omos, condebiecas y hambicamayos custodiaban las huacas y hablaban con el demonio, confesaban a los indios y predicaban las supersticiones (Const. 21). Como prácticas supersticiosas se conocían llevar las indias gargantillas y zarcillos, «el vandal y el envijarse», trasquilar los niños, curar anteponiendo ayunos, mascando coca y privándose de sal. Con ciertas -258- hierbas se procuraba el aborto y se hacía bien querer (Const. 21). Los indios hallaban motivo de superstición en la mujer que daba a luz gemelos y la tenían por huaca, en el sitio en que caía un rayo, en el terreno donde crecía el junquillo llamado catequilla. Cuando los iluminaba el relámpago se metían al río y se aspergeaban el cuerpo y huían del trato social hasta sentirse purificados con ayunos y prácticas supersticiosas. En los eclipses de luna provocaban gran clamor, porque creían que estaba enojada y se caería sobre ellos (Const. 22). El bachiller López de Atienza, quien escribió en 1575 el «Compendio; historial de los Indios de Quita», ofrece algunos datos para completar las referencias del Sínodo de 1570. Según él, los indios del actual Ecuador adoraban al sol y a la luna, en quienes ponían la confianza de ser socorridos. Como demostración de culto, procuraban que las puertas de las

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chozas dieran al oriente para, al levantarse, mochar al sol, es decir, hacer reverencias con mucho respecto. (Cap. XLI ). Este culto se practicaba principalmente en el estreno de la casa de algún cacique. La forma consistía en sacrificar animales vivos, como venados, carneros de la tierra y cuyes, a los cuales se extraían los corazones para ofrecer al sol y a la luna. Comían luego la carne cruda y con la sangre y maíz blanco molido y con la coca untaban las paredes de la nueva casa, persuadiéndoles los hechiceros que esta ceremonia garantizaría la duración de la vivienda inaugurada (Cap. XLIII). Las eclipses del sol y de la luna interpretaban como una amenaza de muerte y de abandono. Para desagraviarles lloraban a gritos, hacían aullar los perros, tañían sus tambores y encendían fuego en los campos, -259- con la idea de ahuyentar a los enemigos de sus divinidades bienhechoras. Explicaban la causa del eclipse diciendo que unas arañas o lagartijas subían con las exhalaciones de la tierra a obscurecer el sal y la luna, y que entre tanto las comidas perdían su gusto natural y sus ollas y tinajas estaban en peligro de tornarse culebras. El pase del eclipse aflojaba la tensión de sufrimiento y abría la puerta al regocijo de ver alumbrar de nuevo a los astros familiares. (Cap. XLI). Los temblores, tan frecuentes en este suelo ecuatorial, pensaban los indios que eran amenazas para privar a los hombres de sus miembros vergonzosos y a las mujeres quitarles los pechos. Las supersticiones más ahondadas eran creer que la tierra, donde se criaba un junquillo, que ellos llamaban catequilla, era de mal agüero e infructuosa y que los dueños habían de ser destruidos, y pensar que la mujer que paría dos de un vientre era un ser extraordinario y la tenían y respetaban como a huaca (Cap. XXXIV). Fray Domingo de Santo Tomás observa, en su Gramática Quichua publicada en 1560, que en sus juramentos no invocaban los indios a sus dioses como testigos de lo que afirmaban, sino como instrumento de execración y maldición, por ejemplo: «Máteme el sol, ahógueme la luna, trágueme la tierra, si no es verdad lo que digo» (Gramática, CXXIII). El culto a la Cruz Como antídoto religioso a las supersticiones de los indios, se introdujo el uso y el culto a la Santa Cruz. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, en el Sínodo celebrado -260- en Quito en 1570, redactó la Constitución que sigue: «En las Vistas Generarles que Nos por nuestra persona hemos hecho en este nuestro Obispado, mandamos poner Cruz en las entradas de los pueblos y junto a las iglesias, imitando la loable costumbre de la Cristiandad, y también mandamos poner Cruces en muchas huacas y adoratorios que hemos mandado destruir, en las juntas de los caminos, en las camongas que son las cuentas de las leguas, en las entradas y salidas de los páramos, en los nacimientos de las fuentes, en las lagunas y en los cerros altos, porque generalmente en estos lugares

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son huacas y adoratorios de los indios: lo cual nos pareció, porque donde Dios fue ofendido, ahora sea bendecido y reverenciado. También mandamos poner Cruces a los caciques y señores en sus patios para que allí rezasen las noches y se encomendasen a Dios ellos y toda su familia y para que por la virtud que tiene la Cruz fuesen amparados de los espantos y temores nocturnos que el demonio les pone.» (Const. 53). He aquí el origen y causa de la costumbre de poner Cruces a las entradas de las iglesias. En Quito no hay templo que carezca de la suya de piedra. La Cruz ha dado margen a denominaciones toponímicas como Cruzioma, Verdecruz, Chaupieruz, Cruz de piedra, etc. En las poblaciones rurales es de rito sobreponer la cruz en la mitad de la cubierta de las casas, añadiendo alguna vez las figuras de un toro y un torero. La devoción a la Santa Cruz se ha adentrado en el corazón de los indios, quienes hacen fiesta el 3 de Mayo, arreglando con follaje las cruces de las entradas de los pueblos y llevando las suyas a la iglesia parroquial, para la misa de romería común de todas ellas. A propósito del culto de la Cruz, el pueblo ha mantenido la costumbre de poner una pedrezuela al pie de -261- las cruces que se levantan a las entradas de los Santuarios (Quinche, Guápulo, el Cisne, las Lajas, Baños). Es una sobrevivencia quizá de la costumbre de los indios con sus apachitas o adoratorios, en los sitios obligados de descanso, donde los viajeros dejaban una ofrenda, como exvoto por el éxito del viaje. -[262]- -263- Capítulo II El calendario folklórico en la Colonia Como fuente histórica de referencia general al origen de las costumbres adoptadas por la Iglesia Ecuatoriana, puede señalarse la resolución del primer Obispo de Quito, el ilustrísimo señor García Díaz Arias, quien en el documento de Erección del Obispado de Quito, fechado a 13 de abril de 1546, decretó lo siguiente: «Queremos, estatuímos y ordenamos que los usos, constituciones, ritos y costumbres legítimas y aprobadas, así en los oficios, como en las insignias, los hábitos de aniversarios, misas y lo demás aprobado y en uso en la iglesia de Sevilla y demás Iglesias (de España) podamos trasladar libremente para decoro de la regencia de nuestra Iglesia Catedral. Y porque todo lo que por primera vez se establece, necesita de apoyo, -264- en virtud de las letras mencionadas Nos reservamos para nosotros y nuestros sucesores la más amplia facultad en lo futuro de establecer, ampliar y enmendar aquello que conviniere . (Documentos sobre el Obispado de Quito, pág. 31) La segunda fuente documental de las costumbres religiosas del pueblo ecuatoriano es el primer Sínodo de Quito, celebrado por el ilustrísimo

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señor fray Pedro de la Peña, en junio de 1570. En sus Constituciones se confirman las costumbres ya establecidas y se introducen algunas nuevas, que de hecho se tornaron populares. Finalmente, hay un testimonio escrito a fines del siglo XVI y principios del XVII, en que se describen las costumbres, que habían revestido un carácter folklórico en el pueblo ecuatoriano. Es el Formulario compuesto por Miguel Sánchez Solmirón, clérigo que fue maestro de ceremonias en la catedral de Quito, a la cual sirvió desde 1580 hasta 1640. Diez años más tarde Diego Rodríguez de Ocampo compuso su Relación de la Iglesia Quiteña donde también aludió a prácticas tradicionales que las había aceptado el pueblo. Sobre estas fuentes de primera mano, es posible organizar el Calendario de fiestas religioso-populares, que se celebraban en los meses del año. Fiestas y costumbres de enero Los conquistadores españoles introdujeron el uso del Calendario, con el nombre de los meses y el cómputo de días asignados a cada mes. El Cabildo de Quito, en su sesión del lunes 1 de enero de 1537, usó por -265- primera vez la denominación de primero día de Año Nuevo18. Es justo suponer que cada ciudadano viese y saludase al Año nuevo con un aliciente de esperanza; pero también como un índice del tiempo que sumaba un año más a la cifra de su edad. La vida pública, en cambio, brindaba en Año nuevo la expectativa de una renovación. La mañana del 1 de enero, todos los Regidores de la ciudad acudían a la iglesia catedral para oír la Misa del Espíritu Santo. Luego se encaminaban a la Casa del Cabildo para realizar la elección de Alcaldes, que era por voto secreto. Los favorecidos con la mayoría eran posesionados por el Corregidor o Justicia Mayor, quienes debían asistir al acto eleccionario y presenciar el escrutinio. La transmisión del mando se hacía mediante la entrega de las varas de Alcaldes y la prestación del juramento. A la elección de Alcaldes seguían de inmediato las de Procurador, Mayordomo y Tenedores de Bienes de difuntos. La ciudadanía no podía ser indiferente a este cambio de autoridades, producido en Año nuevo. Del acierto en la elección de Alcaldes dependía la suerte que había de caber al pueblo durante todo el año. El proceso de la elección debía verificarse al modo como se hacía en la ciudad de Panamá, de acuerdo con una Cédula de Carlos V, firmada en Valladolid el 4 de marzo de 1542, a petición de Alonso Hernández, delegado del Cabildo de Quito19. El 30 de junio de 1568, el Cabildo redactó el elenco de costumbres, que se observaban en la ciudad de Quito y pidió la aprobación del Rey a través de la Audiencia. Entre ellas se consigna el día primero de enero de cada año como fecha -266- señalada para la elección de Alcaldes y cambio de las autoridades comunales20. El primer día de Año nuevo se verificaban también, en la Doctrina de Indios la elección de Alcaldes, encargados de vigilar el cumplimiento de los deberes religiosos entre los naturales. Este cambio de autoridad implicaba la entrega de la Vara, símbolo de autoridad y ceremonia que

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revestía novedad de expectativa entre los indios. Según Sánchez Solmirón, el primero de enero había Misa solemne en la Compañía de Jesús, a donde acudía en corporación la Audiencia y Regimiento21. También había solemne fiesta en la iglesia de Santo Domingo en honor del Nombre de Jesús, cuya cofradía estaba organizada, a par de la del Rosario, con cofrades españoles e indios. En la gente del pueblo subsiste la creencia de que cuales se presentan los primeros días del año, tales serán los meses en el aspecto climatérico. -267- En el trascoro de la catedral de Quito se levantaba el altar de Nuestra Señora de Egipto. En honor de ella había el Canónigo García de Valencia establecido una Misa Manual Cantada, que debía celebrarse en la Vigilia de la Epifanía22. Con los primeros días de enero coincidía el crecimiento de las mieses. El Veranillo del Niño iba seguido a veces de lluvias que comprometían las sementeras. A fin de garantizar buenas cosechas, el Cabildo de Quito, en sesión del 16 de octubre de 1601, eligió a Nuestra Señora de Egipto por patrona de los sembríos y dispuso que se estableciera una Cofradía, encargada de velar la celebración de la fiesta anual. El 6 de enero celebra la Liturgia la fiesta de la Epifanía o Pascua de Reyes. El Pesebre, compuesto para Navidad, se integra con las figuras de los Reyes Magos. Hasta entonces los Santos Reyes aparecían lejos, montados en caballos enjaezados, en actitud de dirigirse a la cuna de Belén, guiados por una estrella. En la fiesta de la Epifanía, los Reyes están ya presentes en torno al Divino Niño, en ademán de ofrendar sus regalos. El Rey Blanco, Gaspar, de rodillas, abre su cofre para ofrecer el oro; el Rey Indio, Melchor, espera de pie el turno de su regalo, que consiste en un pebetero de incienso y, a distancia calculada, se yergue el Rey Negro, Baltazar, para el don de la mirra incorruptible. Los imagineros han prodigado los recursos de su habilidad para tallar las imágenes y policromarlas sobre -268- fondo de oro y plata. La caracterización étnica de los Reyes Magos, correspondía a las clases sociales de españoles, indios y negros, que se veían representados, en torno al Divino Niño. En los pueblos, la adoración de los Reyes se dramatizaba con representaciones vivas, que constituían el llamado teatro edificante, escenificación del pasaje bíblico por personajes preparados al efecto, bajo la dirección de un técnico que conservaba la tradición. El 20 de enero, estaba consagrado a San Sebastián, patrono y titular de la parroquia que lleva su nombre. Durante el siglo XVI se organizaron las parroquias urbanas, las cuales, junto con los Conventos de Religiosos, determinaron la denominación de los barrios de la ciudad. En la fundación de Quito (1534) se creó la parroquia central, que más tarde se trasladó a la del Sagrario. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña erigió en 1568, las parroquias de Santa Bárbara, de San Blas y de San Sebastián y el ilustrísimo señor fray Luis López de Solís estableció, en 1596, las de San Marcos, San Roque y Santa Prisca. La creación de una Parroquia implicó el registro de bautizos de los feligreses, que fue el comienzo de la caracterización folklórica de cada sector urbano. El día del Santo titular acudía el Cabildo Eclesiástico en procesión a la

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Misa Cantada de la respectiva parroquia. La necesidad del culto obligó a los párrocos a procurar una imagen del santo parroquial. De este modo se representó a Santa Bárbara con una torre en la mano derecha, a San Blas con vestidura de obispo, a San Marcos con un león al pie, a San Sebastián atravesado con unas flechas y a San Roque con un pan en la diestra y un perro sentado a sus plantas. El ejemplo de Quito siguieron las demás ciudades en la elección de los Santos Patronos de Parroquias. -269- Cuenca estableció las parroquias urbanas de San Blas, San Sebastián y San Roque. Loja y la antigua Riobamba eligieron también a San Sebastián por titular de una parroquia. Febrero La Candelaria, San Blas y Carnaval El 2 de febrero celebra la liturgia la fiesta de la Purificación de Nuestra Señora. Popularmente se llamaba también la fiesta de la candelaria. Era fiesta de carácter oficial. A celebrarla concurrían a la catedral los funcionarios de la Audiencia y el personal del Cabildo. Antes de la misa se bendecían las velas y el Prelado las distribuía, sucesivamente, a los representantes del clero y a los funcionarios de la Audiencia. La procesión recorría las naves y el trascoro de la catedral. Luego seguía el canto de la misa. Las actas del Cabildo del 19 de enero de 1594 demuestran el interés del Ayuntamiento para conservar la tradición de la fiesta religiosa. «Tratose en este Cabildo que se compren las libras de cera para que se hagan velas para el día de la Candelaria.» Como el Procurador descubriese que el comerciante Juan González Ortega había hecho el monopolio de cien quintales de cebo, que vendía a excesivo precio, acordó el Cabildo comprar toda la existencia, a fin de facilitar al pueblo la provisión de velas para la fiesta de la Candelaria. -270- El 3 de febrero se celebraba la fiesta de San Blas en su parroquia. El Cabildo se trasladaba en procesión desde la catedral para cantar la misa. El hecho de haber impuesto el nombre de San Blas a una parroquia urbana en Quito y Cuenca comprueba que fue una devoción traída por los españoles en sentido de folklore medicinal. San Blas fue médico de Sebaste (Armenia) en el siglo IV. Elevado a la Sede Episcopal de esa ciudad, realizó muchos milagros de carácter sanitario sobre todo, en males de garganta. Murió mártir, desgarradas sus carnes con las púas de un rastrillo de hierro. Por esto se le representa con capa pluvial de obispo, un cayado en la mano

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derecha y un rastrillo en la izquierda. Su culto se volvió popular, invocando al Santo para cura de los males de garganta -«garrotillo», «difteria». En España la devoción popular a San Blas se reflejó en refranes y coplas, que hacían alusión, ya a su carácter de Abogado contra las enfermedades, ya también a los cambiantes del temporal en torno al 2 de febrero. Del primer aspecto es la siguiente copla: «si a la ermita de San Blas- vas a coger la verbena- pedirás que la garganta- el Santo me ponga buena». Del segundo es el refrán: «San Blas, una hora y más.» O la estrofa popular de Valdepeñas (Ciudad Real): «San Ignacio es el que guía (Obispo y mártir) el segundo, Santa María (Purificación) el tercero, San Blas; despedirse, muchachas hasta carnaval»23. -271- El Carnaval fue un trasplante de las costumbres españolas a la América. Según un etnólogo moderno24 el Carnaval en España es un producto sincrético, relativamente moderno, de los rituales paganos y el cristianismo popular. Respondía a las fiestas del Invierno y se traducía en libertades y bromas, lidia de gallos, quema de muñeco representativo del carnaval saliente, etc. Entre nosotros el tiempo de Carnaval se contrae a los días que preceden al miércoles de ceniza y la fecha varía en relación con la fiesta de la Pascua, que fluctúa entre el 22 de marzo y el 25 de abril. El adelanto máximo de la Pascua ocasiona que el Carnaval pueda celebrarse en los primeros días de febrero. El padre Pedro de Mercado, refiriéndose a las costumbres introducidas por los jesuitas a principios del siglo XVII, afirma; que en el templo de la Compañía se tenía expuesto el Santísimo los tres días de Carnestolendas, «Para evitar con su presencia los desórdenes de aquellos días, en los juegos que el demonio suele introducir.» -¿Cuáles eran esos juegos? De muy antiguo data en los pueblos del Ecuador el juego del carnaval con agua, que algunas veces degenera por su exageración. No hay familia, pobre o rica, que se prive de una comida para despedir al carnaval. En algunos pueblos se han vuelto rituales ciertos potajes propios de este tiempo, como el jucha, cocimiento de capulíes, peras y duraznos en las Provincias del Tungurahua y Chimborazo y el motepata25 y dulce de higos en la Provincia del Azuay. -272- Marzo Extramuros de la ciudad se hallaba la ermita de la Cruz, que se convirtió

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más tarde en la Iglesia del Belén. Durante los viernes de Cuaresma se predicaba ahí a los indios, los cuales habían organizado el Viernes del Concilio una procesión con los pasos de la Pasión. Rodríguez de Ocampo refiere que ese día se congregaban para esa ceremonia más de seis mil indios. San José El 19 de marzo se celebra la fiesta de San José en todas las Iglesias. Alonso Dorado había establecido una Capellanía en la catedral y «a su costa se hizo un retablo y el bulto del Santo». La devoción a San José se generalizó en Quito, en parte, por la recomendación de Santa Teresa, muy vinculada con la sociedad quiteña. Teresa de Ahumada pensaba ya en la reforma del Carmelo. Para fundar su primer monasterio en Ávila pidió a San José que le facilitara los recursos necesarios para compra de sitio y construcción de la casa ofreciéndole al Santo que bautizaría con su nombre el primer convento de la reforma. Coincidió que su hermano don Lorenzo de Cepeda le envió desde Quito el dinero suficiente a satisfacer los anhelos de su hermana. Ella le escribió el 31 de diciembre de 1561, agradeciéndole por la limosna y atribuyendo a San José el don recibido. De hecho llamó Monasterio de San José al primero que fundó la Santa con dinero enviado desde Quito. El arte refleja normalmente las modalidades de la piedad del pueblo. La imagen de San José fue interpretada -273- así por la Escultura como por la Pintura. Durante toda la Colonia no faltan representaciones del Esposo de María ya con el niño en los brazos ya en las escenas familiares del hogar de Nazaret. El 25 de marzo la liturgia celebra la fiesta de la Anunciación. Es el primer misterio gozoso del Rosario, cuya Cofradía tenía su fiesta solemne en su propia Capilla. Ese mismo día se celebraba misa cantada en la capilla de Nuestra Señora de Loreto, en el templo de la Compañía. El padre Pedro de Mercado, testigo ocular de las costumbres quiteñas del siglo XVII, describe el folklore de esta solemnidad. «Los Indios, dice, que no son ladinos se han acogida en Congregación a la Casa de Nuestra Señora de Loreto como a casa de refugio de que a las veces han necesitado por los agravios que suelen hacerles los españoles. Muchas señoras de esta ciudad están juntas y alistadas para servir coma esclavas a esta gran Señora. Su imagen es bellísima, su capilla es hermosa, la Cofradía rica; tiene muchas joyas, ornamentos de tela, candeleros y vasos sagrados de plata, de suerte que no necesita de préstamos para su fiesta. Todas las que hay en todo el decurso del año consagradas por nuestra madre la Iglesia a la Santísima Virgen las previene esta santa congregación, celebrándolas con anticipados novenanos de misas cantadas a que acuden los músicos de la catedral asalariados para esta celebridad. La víspera de la Encarnación del Verbo en que hacen la fiesta a su Madre que lo concibió, en la casa de Loreto, la sacan en la procesión (tiene una casa hecha a semejanza -274- de aquella) acompañada de muchos niños españoles a quienes sus madres, para que en servicio de esta casa (que se llama angelical) remeden a los ángeles, les ponen curiosas guirnaldas de escarchado en las cabezas, alas en los hombros, ricas galas en los cuerpos. Van los niños angelitos sentados en unos tronos que levantan en peso algunos indios y esclavos con buen orden

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y concierto de procesión hasta entrar en algún convento de monjas que con armonía angelical celebran a la Virgen y a su santa casa que se les entró o se la metieron por sus puertas. En amaneciendo el día siguiente de la fiesta, vuelve la cofradía al convento para recuperar su querida y preciosa prenda, tráenla a nuestra iglesia con mucha armonía de música, con grande lucimiento de cera, con numeroso concurso de acompañamiento. Colocan la casa en el lugar diputado y a la hora competente se canta solemnemente la misa y sermón».26 Abril La Semana Santa Durante el período hispano de nuestra historia se generalizó en Quito el culto a San Francisco de Paula, cuya fiesta celebra la liturgia el 2 de abril. Abundan, en tamaño natural y reducido, las imágenes de este Santo, que lleva escrito sobre el pecho la palabra Charitas. Recordamos ya que en el Documento de Erección del Obispado de Quito, que data de abril de 1546, se -275- contiene la adopción de los usos y costumbres de la Iglesia de Sevilla. De Sevilla adoptó, pues, la Iglesia de Quito la celebración de la Semana Santa, que era la culminación del tiempo de cuaresma. En San Francisco estaba organizada la Cofradía de la Vera Cruz, desde fines del siglo XVI, con cofrades españoles e indios. La práctica principal de cada grupo eran las procesiones que salían por las calles los miércoles y viernes de Cuaresma. Los miércoles, a cargo de los indios, desfilaba la procesión con los Pasos del Redentor, con profusión de acompañantes, y de luces: los viernes, después del sermón de la tarde, salía, en cambio, la procesión de los españoles27. El Domingo de Ramos iniciaba las, ceremonias de la Semana Santa; Sánchez Solmirón observa que en la catedral y demás iglesias se ponían en práctica las rúbricas del ritual. Lo típico consistía en la calidad de los ramos que se hacían bendecir y se los llevaba en la procesión. Según Luis Cordero estos ramos pertenecen a la familia de las Pandanáceas, que crecen en los Andes Orientales. Días antes del Domingo traen los indios a vender en el mercado atados de estas bellas plantas, cuyas hojas largas y flexibles se prestan para hacer curiosos tejidos. El Domingo de Ramos acostumbra la gente del pueblo llevar su ramo a la Iglesia para hacerlo bendecir, junto con manojos de romero y de albahaca. Estos ramos benditos se los guarda con piadosa devoción, para quemar algunas de sus hojas, cuando la tempestad de granizo amenaza destruir las sementeras. En algunos pueblos se dramatizaba la entrada de Jesús en Jerusalén, haciendo que la imagen del Salvador -276- cabalgase sobre un asno, a

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cuya entrada en el templo se tienden los ramos al suelo. Desde 1588 se estableció en el templo de Santo Domingo la Cofradía del Rosario, dividida en tres ramas, la de los españoles, de los indios y de los negros. Refiriéndose a la de los indios escribe Rodríguez de Ocampo: «Esta hermandad (de los naturales) ha lucido y permanecido muchos años, incesablemente, como se ha demostrado en las procesiones generales de los Miércoles Santo, cuando salen en procesión con insignias y cruces de la pasión de Nuestro Señor, con gran número de penitentes, adonde se llevan más de 1500 luces de cera con mucha devoción, sermones y demás oficios divinos, solemnidad y silencio.»28. Del ceremonial del jueves santo trascendió al pueblo el Monumento, que, contenía la reserva del Santísimo en las iglesias y provocaba la visita de los fieles. La compostura del monumento fue trasplante inmediato de la Iglesia de Sevilla. Es célebre el monumento de la catedral sevillana, que según Ceán Bermúdez, fue trazado por Antonio Florentín en 1545 y se acabó de construir en 1554. Está aislado y tiene cuatro fachadas iguales, sobre planta de cruz griega. Al centro se coloca la célebre custodia de plata de Juan de Arse y en ella una urna de oro, en que se encierra la Sagrada Hostia. Del arreglo del Monumento en la catedral de Quito dan testimonio los primeros libros de cuentas del Cabildo, -277- en que se hace constar los gastos exigidos por la compostura del altar. Basta para muestra la data de gastos del año 1569, donde dice: «Da por descargo que dio para el monumento resma y media de papel, costó siete pesos y medio»; «item da por descargo que dio para el monumento de la dicha iglesia tres libras de cardenillo, costó seis pesos»; «item da por descargo que pagó por cien clavos de tillado para el monumento, dos pesas y medio»29. No había iglesia parroquial o conventual donde no se compusiera el Monumento el Jueves Santo. Durante todo el día y hasta muy entrada la noche los fieles acostumbraban visitar al Santísimo en las Iglesias. Sobre la antigüedad de esta costumbre hay el testimonio escrito en los Estatutos del Colegio de San Andrés fundado en San Francisco en 1552, donde se prescribe a los alumnos, «que el jueves santo hagan su procesión y se azoten y visiten los Monumentos y anden sus estaciones como lo hacen.»30. El Viernes Santo era célebre por la Procesión de la soledad de la Virgen organizada por la Cofradía del Rosario establecida en Santo Domingo. Rodríguez de Ocampo en su Relación de 1650 dice al respecto: «La hermandad (del Rosario) ha lucido y permanecido muchos años, incesablemente, como se ha demostrado con la gran procesión de la Soledad de Nuestra Señora, cofradía de españoles, que se ha hecho de muchos años a esta parte con la devoción, reverencia, luces, silencio, -278- insignias de la pasión, sepulcro con la imagen de Nuestro Señor Difunto que ha dado memoria en todo este Reino de la veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo»31. Esta Procesión permaneció hasta principios de este siglo. En el Libro de la Cofradía, abierto en 1715, consta el «modo de ordenar la Procesión el Viernes Santo: 1 la Cruz, 2 el Ángel, 3 los Varones, 4 la campanilla, 5 el Prioste con el estandarte y sus alumbrantes. Las Insignias; 1 el Cáliz, 2 los 30 dineros, 3 la linterna, 4 el machete, 5 la soga, 6 la manopla, 7 San Pedro, 8 la túnica, 9, la columna, 10 un ramal de azote, 11 otro, 12 otro, 13 el Eccehomo-. Primera

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Bandera con sus alumbrantes- 14 la túnica colorada, 15 la corona, 16 la caña, 17 la sentencia, 18 la fuente, 19 el aguamanil, 20 la tohalla, 21 una verónica, 22 otra, 23, otra, 24 la túnica moarada, 25 los dados, 26 una cruz. -Segunda Bandera y sus alumbrantes- 27 una cruz, 28 la barrena, 29 los clavos, 30 el martillo, 31 otra cruz, 32 la porra, 33 la lanza, 34 una escalera, 35 otra, 36 las tenazas, 37 otro martillo, 38 un bote, 39 otro, 40 otro -Tercera Bandera y sus alumbrantes- San Juan, la Magdalena, los devotos que alumbran, el Colegio, la Religión, el Santo Sepulcro, el Presidente, la Compañía de María y las que alumbran a Nuestra Señora, la Música, las Marías, Nuestra Señora, el Cabildo, la Real Audiencia»32. Viernes Santo, desde mediodía, ofrecía en algunas iglesias el Sermón de las Tres Horas, practica ritual que se conserva aún en los templos parroquiales. El compromiso del predicador corre por cuenta del prioste nombrado año tras año. Al fondo del presbiterio se compone el simulacro del Calvario. En la última de -279- las siete palabras se quema el sol y la luna y se pone en movimiento todo el aparato de la compostura en el momento en que el orador anuncia la muerte del Salvador. Por la noche se predica el Sermón del Descendimiento, que en las parroquias rurales concluye con la dramatización de la bajada del Señor desde la Cruz y descanso en los brazos de María. El predicador dirige desde el púlpito la actuación de los santos varones, que vestidos con albas van desprendiendo, sucesivamente, la Corona, los clavos de las manos y los pies y luego cargan el cadáver del Señor Crucificado y lo llevan a la vista de la Madre y lo depositan, por fin, en el sepulcro. Las procesiones de Semana Santa revivieron en Quito las escenas de los Pasos de Sevilla, dando ocasión a los imagineros para representar los episodios de la Pasión de Cristo. La Negación de San Pedro, la Traición de Judas, el Ecce Homo, el Señor atado a la columna, la Madre Dolorosa, la Virgen de la Soledad, la Sábana Santa, los Santos Varones, las Marías, etc., fueron asuntos familiares que ejercitaron la gubia de Diego de Robles, del padre Carlos, Bernardo Legarda y Caspicara. Algunos de estos motivos, bautizados con una advocación popular, pasaron a ser objetos de culto a la piedad quiteña. No hay persona, devota que no distinga la caracterización de la Virgen en sus advocaciones de Nuestra Señora de los Dolores, la Piedad y la Soledad. La primera lleva las espadas de dolor clavadas en el corazón, la segunda tiene sobre su regazo el cadáver de Jesús, la tercera, con sus -280- manos juntas en actitud de resignación, lamenta la orfandad en que le ha dejado su hijo. Sánchez Solmirón y Rodríguez de Ocampo describen la costumbre tradicional de celebrar el Domingo de Pascua de Resurrección. En la catedral comenzaban los Maitines antes de las tres de la mañana. Seguía la Misa con la Exposición del Santísimo, calculando el tiempo en forma de hacer coincidir con las procesiones que salían del templo de San Agustín y de la Compañía. Hay, dice Rodríguez de Ocampo, otra procesión «la mañana de la santa Resurrección, que sale del Convento de san Agustín, con las imágenes de Nuestro Señor Resucitado y su Madre Santísima, con mucha cera y adorno, en cofradía de la cinta del Santo; y la misma mañana, otra Cofradía de naturales fundada en la Compañía de Jesús, que contiene mucho número de cofrades, con cirios de cera encendidos; y ambas Cofradías entran en la Iglesia catedral a hora que se acaba la misa del alba y se hace procesión

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con el Santísimo Sacramento por el espacio de la grada hacia la plaza mayor, y dentro de la Iglesia, y esto con mucha solemnidad, música, y aparato, en reverencia de la Santa Resurrección».33 Mayo Santa Cruz - Pentecostés - San Isidro El 3 de mayo se celebra la Invención de la Santa Cruz. Hacia el último cuarto del siglo XVI los mercaderes de Quito habían organizado una Cofradía en la llamada Ermita de la Santa Cruz de Iñaquito, que se transformó después en la iglesia del Belén. Ese día el Cabildo iba en procesión para celebrar la Misa Cantada de la fiesta de la Cruz, que al principio se hacía con mucha solemnidad. Sánchez Solmirón observa con pena que iba decayendo la devoción a principios del siglo XVII. La devoción a la Santa Cruz se había, en cambio, ahondado en el corazón de los indios, desde que el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña impuso a los párrocos -282- y doctrineros que inculcasen el culto de la Cruz como antídoto a las supersticiones. En algunas partes no hay indio que no tenga su cruz en su casa. El 3 de mayo llevan las cruces a la iglesia para la misa de fiesta. En las cercanías de las parroquias se levanta la Cruz de madera, en torno a la cual imponen adornos de ramas y de flores el día que recuerda la Invención de la Santa Cruz. No es raro sobreponer a la cubierta de las casas una cruz de barro con reminiscencia de un toreo. La Pascua de Pentecostés se había vuelto ritual para el Cabildo. Ya en marzo de 1549 los señores del Ayuntamiento «acordaron y mandaron que todos los vecinos de la ciudad fuesen obligados a estar y residir en ella todas las Pascuas del año, que son la Resurrección y de Espíritu Santo y Navidad y día de Corpus Christi y Semana Santa y vengan y residan y estén en la ciudad so pena de cincuenta pesos de oro de minas al que lo contrario hiciere»34. A la misa del Espíritu Santo, celebrada en la catedral, concurría el Cabildo con el Pendón Real, cuyo portador era nombrado oficialmente en una sesión. En 1573, por dificultades suscitadas entre la Audiencia y el Cabildo, se pretendió suprimir los festejos populares de Pascua de Pentecostés. El Cabildo reunió entonces a sus miembros y salió en defensa del costumbrismo pascual con el siguiente acuerdo: «Porque a su noticia es venido que estando mandado jugar y correr toros y que se regocije la ciudad y que ahora se ha impedido el -283- no hacer lo susodicho, acordaron que se dé pregón público, que todos los vecinos y moradores estantes y habitantes en esta ciudad vengan a la plaza pública hoy y mañana a caballo o a pie y se regocijen por lo susodicho, y en cumplimiento de la carta real que su Majestad a este Cabildo escribió y por honra de la dicha esta fiesta y Pendón Real, so pena del que el que no

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saliere, se procederá contra él conforme a derecho, y así lo acordaron y firmaron y que haya caretas y toros y luminarias.» Para el 15 de mayo, estableció una capellanía de misa cantada con cirios y música el Maestre-escuela don Juan de Villa, en honor de su Santo Compatriota San Isidro Labrador, patrono de Madrid, a quien invocan especialmente los agricultores y enfermos de calenturas. Nacido a fines del siglo XI, San Isidro ejerció el oficio de agricultor hasta la edad avanzada de noventa años. Su vida de sencillo campesino estuvo rodeada de hechos milagrosos que le convirtieron en el santo más popular de Madrid. Su cuerpo se conserva incorrupto en la catedral de su ciudad natal. Con vista al cadáver momificado lo describió Lope de Vega en las siguientes quintillas: «Era Isidro alto y dispuesto, bien hecho, humilde, ojos claros, en ver y vergüenza raros, de andar suspenso y compuesto. El cabello nazareno, bien puesta la barba y boca, -284- ni en grande exceso ni poca, él rostro alegre y sereno, que la risa es siempre loca la voz entre dulce y grave, tratado, blando y suave...» Rodríguez de Ocampo, al describir el templo de Santo Domingo en 1.650, señala la Capilla consagrada «a San Isidro, con cofradía de los labradores.» Junio San Antonio de Padua - Corpus Christi - San Juan Bautista - San Pedro y San Pablo

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El 13 de junio, día consagrado a San Antonio de Padua, se caracteriza por la procesión con azucenas y el reparto del llamado pan de San Antonio. Rodríguez de Ocampo menciona en 1554 la Cofradía de éste Santo organizada en San Francisco, que mantenía una misa cantada cada mes y daba 24 pesos de limosna al año. La popularidad de su culto se demuestra en el gran número de imágenes representativas de San Antonio. Los franciscanos propagaron, durante la colonia, la devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá, por razón de hallarse la imagen de San Antonio pintada junto a la Virgen. -285- La devoción al Santísimo introdujeron los españoles desde que se establecieron en la América. En las primeras actas del Cabildo de Quito consta la Cofradía encargada del culto al Señor Sacramentado. La inasistencia de los miembros del Cabildo a las sesiones reglamentarias era castigada con multa de una libra de cera, que se la empleaba en el culto al Santísimo. En el Sínodo de 1570, el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña ordenó a los Doctrineros que enseñaran a los indios a saludar con la fórmula de «Alabado sea el Santísimo.» Sánchez Solmirán consigna el origen del Jubileo de las Cuarenta Horas, que comenzó a celebrarse en la iglesia catedral desde principios del siglo XVII. «De pocos años acá, dice, comienza el jubileo de las 40 horas, descubriéndolo (al Santísimo) el día de la fiesta (de San Jerónimo, 30 de septiembre) antes de Prima y otros dos días siguientes y encerrándolo acabadas las Vísperas con procesión cada tarde por el cuerpo de esta iglesia (catedral) con el Señor y el bulto del Santo. Para estos tres días (fuera del 30), pone esta Fábrica la mitad de la cera y la otra mitad la ciudad por el tiempo que durare el jubileo»35. El jubileo de Exposición del Santísimo a la veneración de los fieles practicaba la Compañía durante los días de Carnaval. Andando el tiempo ha llegado a organizarse el turno de las Cuarenta Horas, retrocediendo de Carnaval el tiempo correspondiente al número de iglesias públicas y semipúblicas de Quito y las demás capitales de Provincia. La devoción al Santísimo culmina en la fiesta litúrgica de Corpus Christi. Es la última de las fiestas movibles que se relacionan con la Pascua. Se celebra en jueves, sesenta y un días después de la Pascua. -286- El Cabildo de Quito aceptó esta fiesta como de asistencia obligatoria. Entre las ordenanzas aprobadas el 30 de junio de 1568 y ratificadas por el Consejo de Indias, consta la siguiente: los Señores del Cabildo «dijeron que por cuanto desde que esta ciudad se pobló y fundó, la Justicia y Regimiento de ella han estado en posesión y costumbre y tienen por preeminencias de tomar y sacar las varas del palio cuando sale en Santo Sacramento así el día de Corpus Christi como su ochavario y Jueves y Viernes Santo y otras procesiones y fiestas y días señalados y han tenido y tienen esta preeminencia, así en la iglesia mayor de esta ciudad como en todos los monasterios de ella, donde los del dicho Cabildo se hallan presentes... ordenaron y mandaron que de aquí adelante gocen y se les guarde y tenga la dicha preeminencia»36. El Cabildo fue celoso conservador de esta costumbre y año tras año, en sesión ordinaria, nombraba a los Diputados que debían vigilar el adorno de las calles y compostura de altares para la procesión de Corpus. En la sesión el 13 de mayo de 1616 se

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dispuso que los Comisionados «previniesen las Comedias y lugares para ellas», como «también se trató que hagan toros y juegos de cañas para la fiesta del Espíritu Santo por serlo de la ciudad.»37 Sánchez Solmirón describe detalladamente el ceremonial que se observaba en la catedral de Quito en la fiesta de Corpus y su octava. Cuenca y Loja han conservado la práctica del Septenario, o sea la celebración, durante la Octava de Corpus, de fiestas solemnes cada día, a cargo de entidades sociales de solvencia económica. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, en las Constituciones del Sínodo de 1570, advierte a los Curas Doctrineros de indios a propósito del culto al Santísimo: -287- «Porque el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se celebra en memoria de Jesucristo y de su Sagrada Pasión y Resurrección y entre estos indios que miran mucho lo que ven hacer a los cristianos, conviene que se trate este Sacramento con gran veneración y muestra de la adoración-latría- que al verdadero Dios se debe»38. Esta precaución del Señor de la Peña prevenía un peligro: Los indios habían aceptado la fiesta del Corpus con gran entusiasmo, por coincidir quizá con el tiempo de solsticio, en que comienzan a madurar los cereales y se inician las cosechas. Aprovechaban de la solemnidad cristiana de Corpus para introducir sus prácticas supersticiosas. Esta costumbre era general entre los indios del Incario, como se echa de ver por la Constitución 95 del Concilio Provincial de Lima de 1567, donde se legisla lo siguiente: «Los indios recién convertidos procuran también celebrar algunas fiestas y solemnidades, que durante el año dedican los fieles a Nuestro Redentor y a los Santos, señaladamente la solemnidad de Corpus Christi; pero no faltan quienes, persuadidos del demonio, con el pretexto de celebrar nuestras fiestas y fingiendo el Cuerpo de Cristo, rinden culto a sus ídolos. Por lo cual, el Santo Sínodo exhorta a todos los sacerdotes encargados de los indios y les amonesta que con prudencia y sagacidad tengan cuidado de investigar e impedir que fiestas tan sagradas para los católicos, principalmente la de Corpus Christi, se conviertan en objeto de burla para quienes son aún meros instrumentos del demonio. Ya ha sucedido que, cuando según la costumbre de la fiesta de Corpus, llevaban los fieles sus imágenes en las andas, los indios ocultaban entre las imágenes sus ídolos».39 -288- Los indios han conservado hasta el presente su adhesión tradicional a la fiesta de Corpus. Es la máxima solemnidad de las parroquias rurales. Cada año el párroco señala los priostes responsables de la fiesta del año siguiente. Los priostes a la vez reclaman la colaboración de sus amigos para la compostura de la iglesia, el estipendio de la Misa, el canto del coro, el sermón, las ceras y las flores, los comestibles y bebidas. El tiempo intermedio entre la misa y procesión se entretiene el pueblo con regocijos folklóricos, como el baile de danzantes, el palo encebado, la banda de música. La procesión se integra con pendoneros que se renuevan en cada fiesta anual. La ciudad de Cuenca se distingue por su devoción al Santísimo, que extrema la manifestación de culto durante el Septenario. Cada día de la Octava de Corpus corre por cuenta de una asociación gremial o de un prioste, que se

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esmera en elegir al predicador y arreglar la iglesia catedral. Corpus ha consagrado el nombre de Chagrillo, mezcla de una cantidad de flores. «Se usa del chagrillo en la festividad del Corpus Christi y en otras solemnidades religiosas, para sembrar de pétalos las calles de la ciudad por las que ha de ir en procesión el Santísimo Sacramento. En los días de nuestro peculiar y suntuosísimo Septenario, se sabe quienes son los priostes que toman de su cuenta el generoso y espléndido gasto de la función, con sólo seguir la cinta de Chagrillo, hecha de millares de flores, de retama, que parte del atrio de nuestra catedral y termina dentro de la casa del prioste»40. La festividad del Corpus ha trascendido hasta el hogar. Los padres de familia calculan sus ahorros para procurar que los hijos estrenen un vestido nuevo el -289- día de la fiesta. En la mesa familiar abundan los dulces de Corpus, arepas, rosquillas, bolas de maní, bizcochuelos, quesadillas y suspiros, sin que falte tampoco el clásico champuz41. Corpus con su octavario preparaba la fiesta de San Juan Bautista, que celebra la liturgia el día 24. No hay indicios del folklore español, que asigna a esta fiesta el origen de la verbena estival. En cambio, se volvió popular entre nosotros la fiesta, de San Juan, por asignar esa fecha para el pago semestral que debían hacer los indios a sus encomenderos. A los pueblos concurrían los recaudadores de impuestos y los mercados se llenaban de artículos de toda clase. Los regocijos de Corpus se prolongan hasta la fiesta de San Juan, y parece que dieron origen al Sanjuanito, «nombre de una música sumamente popular, que incita a un baile general y muy movido, sin embargo de un cierto aire melancólico que domina en toda ella»42. El 29 de junio se celebra la de fiesta de San Pedro y de San Pablo. Sánchez Solmirón describe ampliamente -290- la forma de celebrar esta fiesta en la catedral de Quito. El 28 de junio de 1627 se organizó la Cofradía de San Pedro con el personal del Cabildo. En los Estatutos se prevenía la atención a los cofrades, cuando estuvieren enfermos y luego el entierro en nicho de la cripta construida por la Cofradía. Esta, además, se interesaba por la fiesta anual de San Pedro. Aunque al principio constaba de sólo sacerdotes, fueron después aceptados también los seglares, que podían pagar la cuota correspondiente a los beneficios que reportaban los cofrades. Llegó a ser la principal Cofradía de Quito. Desde 1627 en adelante la fiesta de San Pedro revistió solemnidad extraordinaria. Cada año se señalaban los priostes, así como el mayordomo que debía llevar cuenta de los gastos. Por el descargo anual se puede adivinar el ritual seguido en cada fiesta de San Pedro. Se pagaban 20 pesos por estipendio de la misa, 8 al predicador, 40 al cohetero por un castillo, voladores de seis truenos y truenos de a medio; 4 al maestro de capilla y 12 reales a los cajeros, clarineros, pifaneros y chirimiadores que componían la orquesta; 3 pesos para las luminarias de la torre durante la víspera; 4 pesos para sacristanes y campaneros; 6 pesos para pomas de ámbar y 40 pesos por 250 velas de cera de vallas y hacha galanas. Cuando se instaló la imprenta se comenzó a repartir invitaciones, cuyo costo se hace constar también en los gastos ordinarios. Se menciona asimismo el Albazo con repique de campanas y piezas de música. En los pueblos rurales acostumbran celebrar la víspera de la fiesta de San

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Pedro con formación de hogueras sobre las cuales saltan los muchachos con aire de regocijo. Estas fogatas, antes que una supervivencia de rito indígena, parecen evocar el recuerdo de la hoguera, a cuya llamarada fue reconocido San Pedro por discípulo de Jesús en la noche de la Pasión. -291- A propósito de fogata, no hay fiesta popular cuyas vísperas carezcan de la chamiza, hacinamiento de ramas secas, que se encienden para iluminar las plazas donde el pueblo escucha los sones de la banda y contempla los fuegos pirotécnicos. Julio Visitación de Nuestra Señora - Santiago Apóstol - Santa Ana - San Ignacio El 2 de julio, fiesta de la Visitación de Nuestra. señora se cantaba en la catedral un Manual instituido por la familia Suárez de Figueroa en el altar de Nuestra Señora de la Antigua. Había también Misa solemne en la Capilla del Rosario y en la Recoleta en honor a Nuestra Señora de la Escalera. Cuándo esta Santa Imagen fue trasladada al templo de Santo Domingo, se continuó celebrando su fiesta el día de la Visitación de nuestra Señora. El 25 de julio se celebraba en la catedral la fiesta del Apóstol Santiago, Patrón general de España y de las Indias Occidentales. Al principio los españoles bautizaron a Quito con el nombre de Santiago e impusieron el mismo nombre a Guayaquil, Chimbo y Gualaceo. En esta última población se ha conservado el culto al Patrón Santiago celebrando su fiesta con pompa inusitada y con el costumbrismo tradicional de -292- luminarias, volatería y procesión con música, pendones y danzantes. Se lo representa montado en su caballo y portando una bandera. El culto a Santa Ana comenzó muy pronto en la catedral de Quito. El 23 de agosto de 1564, el Cabildo Eclesiástico cedió al Contador Francisco Ruiz y a su esposa Ana de Castañeda, el sitio que hoy ocupa el retablo de la Santa. En el acta se hace constar que desde años atrás se hacía ya la fiesta de Santa Ana, y que desde entonces se la organizaba con capellanía perpetua. El patrón de la capilla se comprometía a construir el retablo y dotarlo de imágenes43. La Ciudad de Cuenca fue denominada desde su fundación con el título de Santa Ana de los Ríos de Cuenca, lo que motivó que la devoción a la Santa se tornase popular. Santa Ana es invocada por las mujeres durante su maternidad y por las estériles que anhelan ser madres. El padre Pedro de Mercado refiere, en general, que, en el templo de la Compañía, «siendo del gran Patriarca San Ignacio, era más claro que el día que en llegándose el de su fiesta la celebrasen sus hijos con la mayor

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devoción y el más crecido aparato que pudiesen». -293- Respecto al modo popular de celebrarla, puede colegirse de una resolución del Cabildo, del 28 de julio de 1610. Ese día acordó «hacer fiesta de toros y juego de cañas con mucha demostración de alegría y regocijo», en honor de San Ignacio. Debía invitarse a la Audiencia y al Obispo para la festividad. Previno, además, «que el Mayordomo de la ciudad hiciese hacer cantidad de puyas de hierro para los toros y asimismo comprase seis arrobas de colación y una botija de vino de la tierra; todo lo cual gastase de los propios de la ciudad»44. Agosto Santo Domingo - Asunción de Nuestra Señora El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña interpretó un hecho social al formular la siguiente constitución en el Sínodo de 1570: «Nos por la obligación que estos indios tienen a todos los santos y a los bienaventurados Santo Domingo y San Francisco, cuyos religiosos han trabajado y trabajan en la conversión de estos naturales, por lo cual les mandamos guarden el día de Todos los Santos y Santo Domingo y San Francisco»45. La vinculación de los dos Patriarcas en el apostolado remonta a la vida misma de los santos Fundadores. En la conquista espiritual de América se afianzó esta unión en la labor evangelizadora de los indios. -294- En el Capítulo Provincial, celebrado en Quito en febrero de 1613, se hace constar la ordenación que sigue: «Ordenamos y encarecidamente mandamos a todos los religiosos de nuestra Provincia, que tanto en los conventos como en las Doctrinas reciban con gran liberalidad y caridad a todos los Padres y Religiosos de la Orden Seráfica de Nuestro padre San Francisco y así como Abraham recibió a los Ángeles y aún les instó que fuesen sus huéspedes, así traten a dichos venerables Padres con afecto de caridad y fraternidad»46. Igual ordenación se repite en el Capítulo Provincial de 1618, en que fue electo Provincial el padre fray Pedro Bedón. El padre Bedón representó esta fraternidad dominico-franciscana, ideando la imagen de Nuestra Señora del Rosario, que tiene a sus pies a Santo Domingo y a San Francisco, en actitud de recibir, respectivamente, el Rosario de manos de la Virgen y el Cordón de mano del Niño Jesús. Esta representación iconográfica contribuyó sin duda a estrechar los lazos de fraternidad entre las familias religiosas y a unirse en la labor de apostolado en bien del pueblo. Este afecto fraternal se tradujo en la costumbre tradicional de que en la

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fiesta de Santo Domingo oficiaran los Franciscanos y en la de San Francisco, los Dominicos, con el ritual del albazo en las dos iglesias, los repiques de campanas para la misa, el intercambio de predicadores y el almuerzo de fiesta. Durante la Colonia la fiesta de los Patriarcas se celebraba con inusitada pompa, que no fue interrumpida por el cambio de emancipación política. El 13 de junio de 1858, los padres Francisco Javier Piedrahita, prior del Convento Máximo de Santo Domingo y fray Antonio Proaño, -295- Guardián de San Francisco, suscribieron un convenio en el que, tras de afirmar la fraternidad de las dos familias religiosas, acordaron «extinguir la costumbre de hacer boda para recibir a la comunidad Dominicana en el Convento Máximo Seráfico y en la de Santo Domingo a la de San Francisco en los días de las prenotadas fiestas», limitando la atención a los celebrantes y al predicador, como se hace hasta el presente. La Iglesia Catedral de Quito tiene por titular la Asunción de Nuestra Señora, que se celebra el 15 de agosto. La devoción al Tránsito de la Virgen se impuso, desde el principio, a la piedad del pueblo ecuatoriano. El arte religioso, que traduce la inquietud espiritual del pueblo, representó este privilegio mariano en triple etapa, a saber, la muerte de Nuestra Señora, su Asunción al cielo y su Coronación en la gloria. Abundan los grupos de la Virgen recostada sobre el lecho con los apóstoles que la rodean; la Virgen en vuelo a la vista de los Apóstoles que la contemplan ascender y la Virgen coronada por la Trinidad. Del primer grupo hay en el Carmen antiguo una representación de tamaño natural que se exhibía durante el quincenario, en el presbiterio de la iglesia. Del segundo, es buena muestra el Tránsito de Caspicara, que corona el retablo de San Antonio en el templo de San Francisco y del tercero, existe un conjunto escultural en el nicho superior del retablo del Carmen Moderno. De la popularidad del culto a la Asunción de Nuestra Señora hay un testimonio oficial del Episcopado -296- Ecuatoriano, el cual en Sínodo celebrado en Quito, en 1871, pidió a Pío IX que, después de haber declarado dogma la Inmaculada Concepción, declarase también el de la Asunción de María. «España, dijo, insigne por su fe católica y su piedad. religiosa, estableció en la América, la preclara devoción a la bienaventurada Virgen llevada al cielo. A España debe la República Ecuatoriana la singular devoción a la Virgen María, para la celebración de cuyo glorioso Tránsito se preparan los fieles desde el primero de agosto con prácticas de piedad y culto.» Septiembre La Natividad de Nuestra Señora San Jerónimo

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El 8 de septiembre celebra la liturgia la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. Popularmente se denomina la fiesta de la Niña María y en su día se festejan las mujeres que llevan el nombre de María. Al 8 de septiembre, día de la Niña María, se vinculó un hecho, que dio origen de una resolución oficial del Cabildo de Quito. El 8 de septiembre de 1575 el Volcán Pichincha hizo una erupción, acompañada de muchos truenos y relámpagos. El cielo de la ciudad se cubrió de ceniza en forma de convertir la mañana de ese jueves en noche oscura. La población acudió a la intercesión de la Madre de Dios y a eso de las once cayó una lluvia que deshizo la cerrazón de la ceniza y comenzó a lucir el sol. El Cabildo de Quito, en reconocimiento del hecho acordó que en adelante, todos los años, acompañaría al Obispo y su Cabildo en -297- la procesión que se haría las Vísperas y luego el día 8 de septiembre, a la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, donde se celebraría lana misa solemne, «dando gracias por el beneficio que se ha alcanzado»47. Desde 1844 se ha establecido en San Miguelito de Píllaro la fiesta de la Niña María, con romerías devotas de los pueblos circunvecinos. En Loja se celebra la fiesta tradicional de Nuestra Señora del Cisne, que se caracteriza por la famosa feria, a donde concurren negociantes de la Provincia del Azuay y del norte del Perú. La devoción popular a la Niña María se tradujo en numerosas representaciones iconográficas. Se la representó generalmente en edad de niña en las faldas de Santa Ana o llevada por las manos entre Santa Ana y San Joaquín. Algunas veces sola y de tamaño, por lo regular, pequeño. El 2 de abril de 1590, hallándose afligida la ciudad con muchos temblores, pestes y enfermedad del tabardete, acordó el Cabildo recurrir a la protección de un Santo, tomándolo como abogado. Para elegir a uno se echaron suertes sobre veinticuatro de los más conocidos y la suerte recayó en San Jerónimo, al que se tomó en adelante por protector de la ciudad. El Cabildo se preocupó cada año de cumplir el juramento, como se puede observar del acuerdo del 28 de septiembre de 1595. «En este Cabildo se trató que por -298- cuanto esta, ciudad tiene hecho voto de celebrar la fiesta del bienaventurado San Jerónimo, a quien esta ciudad tiene por Patrón y Abogado; por tanto acordaron y mandaron que se haga la fiesta con toda solemnidad y se halle toda la ciudad, Cabildo y vecinos de ella en Vísperas y Misa y procesión y se pregone que todos acudan a la procesión y misa y sermón y se aderece y cuelgue la plaza por donde a de andar la dicha procesión y asimismo se haga fiesta de toros y juego de cañas a la solemnidad de la dicha fiesta, y así lo acordaron»48. El 11 de noviembre de 1596 el Cabildo hizo presente que hasta entonces no se había hecho el retablo para la imagen del Santo protector y acordó nombrar una comisión que se entrevistase con el ilustrísimo señor Luis López de Solís para resolver este asunto. El Obispo, de acuerdo con el Capítulo, cedió para el efecto la capilla de la Inmaculada Concepción, donde debía hacerse el retablo de San Jerónimo. El Cabildo, en la sesión del 20 de septiembre de 1614, «trató de la fiesta de San Jerónimo votiva de la ciudad y se acordó se haga con toda solemnidad conveniente y se encarga y pide al padre Juan Sánchez Rector del Colegio de San Luís en la Compañía de Jesús, predique el sermón de aquel día y se nombran por Diputados para convidar la Real Audiencia y los

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conventos y hacer adornar la plaza y los altares y la música de ministriles y que haya toros y cañas, a Andrés de Orosco Guzmán y al Procurador General de esta ciudad»49 -299- Octubre Rosario - San Francisco - San Lucas - San Rafael Aunque el 7 de octubre recuerda la fecha histórica de la victoria de Lepanto, obtenida por la intercesión de Nuestra Señora del Rosario, sin embargo la fiesta del Rosario se celebra el primer domingo de octubre. El Rosario es la devoción mariana tradicional y popular. La celebración de la fiesta corría a cargo de la Cofradía del Rosario, una de las mejor organizadas durante la Colonia. La Cofradía se inauguró en Quito en 1563. En 1588 el padre Bedón redactó sus estatutos, que los comenzó a cumplir en todos sus numerales. Transcribimos a continuación el que se refiere a las fiestas propias de la Cofradía con su folklore especial. «En cinco días del mes de julio de mil quinientos y ochenta y ocho... el sobredicho Padre, con acuerdo de los demás veinticuatro, invocando primeramente el favor de Jesucristo y de la Virgen Soberana, fundadora de esta dicha Cofradía ordenó lo siguiente: primero que de las fiestas de Nuestra Señora50 pertenecientes a la Cofradía conforme a las constituciones y de las que se contienen en los misterios del Rosario, celebrasen en particular estas cinco fiestas, en las cuales hay jubileos concedidos a la dicha Cofradía; la primera, el segundo domingo de abril, que es tiempo de rosas, para que conforme la advocación can el tiempo, según se usa en -300- Italia y otras partes de la cristiandad; la segunda, sea el primer día de Pascua de Navidad; la tercera el día de la Circuncisión, donde ganan jubileo Plenísimo; la cuarta, el Viernes que llaman de Lázaro, que es después del domingo de Pasión y ésta celebren haciendo procesión del misterio doloroso de la calle de la Amargura y salgan los cofrades veinticuatros con sus túnicas negras e insignias necesarias al dicho paso y los demás cofrades veinticuatros y otra gente principal salgan con sus túnicas moradas y cruces en los hombros, por el orden que los mayordomos dieren; la quinta, la mañana de Pascua de Resurrección, saliendo en procesión con la imagen de Cristo Resucitado y encontrarse con su deseada Madre, representando el Misterio Glorioso y que a estas fiestas acudan todos los veinticuatros a comulgar en la Capilla de la dicha Cofradía. Lo segundo ordenó que estos días todos los dichos veinticuatros acudiesen con sus cirios a Vísperas y a la misa y procesión si no estuviesen legítimamente ocupados.» El padre Bedón, después de los estatutos de la Cofradía, consignó la lista de las gracias espirituales, que se le concedían al cofrade por el rezo

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del Rosario. Esta riqueza espiritual vinculada a una práctica de piedad tan fácil contribuyó a popularizar la devoción al Rosario en familia. El Rosario, por la serie de sus misterios meditados, fue una fuente de inspiración artística. Los mejores escultores y pintores pusieron su habilidad al servicio de la Religión, representando las escenas de la vida de Jesús y de la Virgen. Durante la Colonia se llamó Escuela de María al rezo vespertino del Rosario en la Capilla de la Cofradía, que constaba del rezo, explicación del misterio y canto de la letanía lauretana. -301- En la práctica del Rosario ha revestido categoría de costumbre folklórica el Rosario de la Aurora. A las 2 y media de la mañana de cada sábado las campanas despiertan a los fieles, para el rezo del Salterio, que comienza a las tres en punto. Los tres últimos misterios se cantan las Avemarías en procesión que recorre las calles de la ciudad. De vuelta a la iglesia, hay una plática sobre un tema de Mariología y luego se dice la misa. El Rosario de la Aurora tiene su día clásico el primero de noviembre, en que se acude al cementerio, portando la imagen tradicional de Nuestra Señora del Rosario. Las calles, en el espacio de muchas cuadras, se convierten en una hoguera andante por las antorchas que llevan los fieles, haciendo resonar el aire con el canto de las Avemarías. El 4 de octubre celebra la Iglesia la fiesta de San Francisco, titular de la ciudad de Quito. Por esta razón la catedral celebraba la fiesta con rito doble de primera clase. La solemnidad religiosa en el propio templo de San Francisco corría a cargo de la Comunidad Dominicana, que oficiaba en las Vísperas y en la Misa y proveía del predicador del panegírico del Santo Rodríguez de Ocampo hace mención en 1650 de la Cofradía del Cordón, instituida por el papa Sixto V, que tenía su procesión tradicional. El hecho de ser San Francisco titular de la ciudad favoreció a la popularidad del culto al Santo como se comprueba por las numerosas imágenes representativas -302- del Santo Patriarca, Patrono y titular de la ciudad que se honra en llamarse San Francisco de Quito. El calendario católico consagra el 18 de octubre a San Lucas Evangelista. El culto a los cuatro evangelistas con su emblema tradicional se impuso desde el siglo XVI. Martín S. Soria comprueba que la más antigua representación de ellos aparece en el zócalo lateral del retablo mayor de San Francisco de Quito. Ese tallado en relieve fue inspirado en un grabado flamenco51 San Lucas fue llamado por San Pablo su «médico carísimo». La tradición le atribuye también la habilidad para la pintura. De estos dos rasgos de caracterización personal dejó muestras en su Evangelio. Los casos de enfermos y enfermedades están narrados con precisión diagnóstica y con sencillez descriptiva. En Quito se apreció más su cualidad de pintor y pintores y escultores le eligieron por Patrono de su gremio. Una inscripción que lleva la imagen de San Lucas de Cantuña revela un hecho folklórico del siglo XVII: «El año de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el P. Carlos y le renovó Bernardo Legarda siendo prioste el año 1731 y la volvió a renovar otra Bernardo Legarda siendo su síndico el año 1762 -a su costa a que concurrieron siendo

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Priostes en otros años. Don Lucas Bosco, don Victoria Vega, don Joseph Cortés y don Joseph Riofrío. -303- Con diadema de plata, brocha y tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata.» Hay dos testimonios que reflejan la devoción tradicional al arcángel San Rafael: el uno la representación reiterada del arcángel y el otro los sermones predicados el día de San Rafael, que es el 24 de octubre. La imaginería representa al Santo arcángel con un bastón que lleva pendiente al extremo un pomo de remedio, en la mano derecha, y en la izquierda un pescado, que recuerda el de la historia del joven Tobías. La pintura, en cambio, interpreta las escenas de la historia general de Tobías, ya en el hecho de la pesca, ya también en la cura del Tobías ciego. Transcribimos a continuación un fragmento del panegírico predicado a principios del siglo XIX en honor de San Rafael. «Este es, pues, el amigo fiel, el compañero a quien vosotros debéis buscar y a quien debéis entregaros: este es el que os ha guardado en los pasos detestables, en las coyunturas peligrosas de esta vida. Como asistente del Dios grande le presenta nuestras plegarias y buenas obras, alivia nuestras angustias, nos saca de los peligros, nos libra de las traiciones, nos fortalece contra nuestro común enemigo, nos asiste solicito, no sólo con su propia persona, sino que como Lázaro llama escuadrones de ángeles en su compañía para defendernos con más poderosas fuerzas del infierno y conducirnos con más solemne pompa al cielo. El está diligente para acudir en nuestras necesidades, él ejercita el oficio de maestro apartando de nuestro entendimiento los errores, cumple exactamente -304- el encargo de amoroso amonestador estimulando el ánimo a la piedad, y últimamente, como destinado a la guarda de los caminantes, nos asiste en nuestros viajes, por la tierra, por el mar, en la batalla, en la soledad, en los poblados. Como medicina del señor, cura nuestras dolencias de alma y cuerpo. Correspondámosle, pues, con igual afecto, mostrándonos agradecidos, invocándole y persuadiendo su devoción. Tomadle todos por protector; con semejante abogado estaréis libres del demonio de la torpeza, tendréis feliz éxito en vuestras empresas y negocios que se encargaren a vuestro cuidado, aprenderéis a cumplir llanamente vuestras obligaciones y el acierto en el estado que abrazaréis, tolerancia para sufrir injurias y confianza para esperar el remedio.» Noviembre El culto a los difuntos - San Andrés Lope de Atienza, en su Religión del Imperio de los Incas, narra las costumbres que tenían los indios de enterrar a sus muertos. El lugar de

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entierro eran sus propias casas, sus heredades, chozas y cerros apartados. En la ceremonia de la sepultura tocaban instrumentos y los plañideros representaban las hazañas y condiciones personales del difunto. Amortajaban el cadáver con los mejores vestidos, sobreponiendo camisetas y mantas. En la sepultura, junto al cadáver, les ponían comidas, bebidas, coca y alhajas. Las más de las veces los enterraban sentados52. El ilustrísimo señor -305- fray Pedro de la Peña, en el Sínodo de 1570, ordenó a los curas, al respecto, que «entierren a los indios en la iglesia o cementerio y vean amortajar los muertos y quiten las ceremonias que los indios suelen hacer en los entierros y vayan por los difuntos a sus casas si fuesen de aquel pueblo con la cruz alta y la gente de la doctrina en procesión rezando a Dios por el difunto.» «Cuando aconteciere que algún indio muera en el lugar donde el cura no le puede enterrar, tenga instruidos a los indios sus coadjutores en la doctrina, para que con los indios de la dicha doctrina rezando y con la cruz le entierren en la iglesia o cementerio y encargamos a nuestros curas vean amortajar los muertos y den orden como lleven el rostro descubierto ni lleven en las mortajas ropa, ni oro, ni plata, ni comida y si los hallare amortajados, que les haga descubrir el rostro y desamortajarlos si les pareciese llevar más que la mortaja, en manera que se satisfaga que se entierren con sola la mortaja; lo cual conviene para quitar muchas abusiones y ceremonias que los indios usan en los entierros de los muertos.»53. El hecho de enterrar a los indios con alhajas ha dado ocasión en algunos pueblos a convertir los entierros antiguos en huacas, o sea: en depósitos de objetos de oro y plata. El culto de los indios a sus difuntos se traduce todavía en la visita que hacen al cementerio el 2 de noviembre y los responsos que mandan a decir en las iglesias. La preocupación de los españoles y criollos por su entierro determinó la compra de capillas propias en la catedral y los templos conventuales. En las actas del Cabildo Eclesiástico del tiempo del Señor de la Peña (1564-1583), consta la cesión de sitio en la nave derecha -306- de la catedral para enterramiento de los conquistadores y sus familiares. En los claustros de San Francisco se hallan empotradas lápidas sepulcrales con el blasón heráldico de sus dueños. Igualmente San Agustín y Santo Domingo tuvieron criptas para entierro de religiosos y seglares. Dos Cofradías se hicieron populares por la atención que prestaban a los cofrades difuntos. Fueron la de San Pedro, organizada en la catedral el 28 de junio de 1627 que prescribía en sus estatutos y asistencia colectiva al entierro de un cofrade; y la del Rosario, fundada por el padre Bedón el 5 de julio de 1588, que ordenaba «que si alguno de los veinticuatros muriese, acudan los demás veinticuatros con sus cirios a acompañarle su cuerpo, ora sea en esta Capilla, o en cualquiera otra iglesia y esto mismo se ha de usar con las mujeres e hijos de dichos veinticuatros que se muriesen y a los demás enterramientos de cofrades lleven un par de cirios de la cofradía y una docena de velas dejando en libertad a los demás hermanos que lleven las que quisieren. Item ordenamos que los cofrades pobres sean sepultados gratis y de los bienes de la Cofradía se de la limosna de un par de misas rezadas y a los demás hermanos les lleven a la sepultura conforme al uso de la iglesia.» Conforme a este espíritu de fraternidad, el padre Mariano Rodríguez fundó

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en el convento de Santo Domingo la Hermandad de Beneficencia Funeraria el 8 de junio de 1851, que se convirtió en la Sociedad Funeraria Nacional. Durante la colonia, la advocación a las almas del Purgatorio se representó, artísticamente, en lienzos de Nuestra Señora del Rosario, como se demuestra en cuadros pintados por Nicolás Javier Goríbar y Bernardo Rodríguez. Tan sólo desde mediados del siglo -307- XVIII se representa, el Purgatorio con Nuestra Señora del Carmen. El 30 de noviembre se celebra la fiesta de San Andrés. Fue una de las señaladas como obligatorias por el Sínodo de 1570. Sánchez Solmirón menciona la misa que se decía en la vigilia de San Andrés en la catedral de Quito, ordenada, por el Rey Felipe III, en acción de gracias por la liberación de la Armada Católica, que llevaba a España los tesoros de América. Popularmente eran temidas las heladas de San Andrés, que afectaban a los sembríos que comenzaban a desarrollar con las lluvias de octubre. Diciembre San Eloy - Santa Bárbara - Inmaculada - Santa Lucía - Navidad San Eloy es patrón de los plateros y su fiesta se celebra en 1 de diciembre. El 9 de julio de 1585 el Cabildo Eclesiástico discutió una petición de los plateros de Quito, quienes pedían se les autorizase para establecer la Cofradía de San Eloy con estatutos propios. Aunque el Cabildo negó la petición, los plateros, sin embargo, continuaron celebrando la fiesta anual en honor de su Santo Patrón. Bernardo Rodríguez pintó en 1775 la imagen de San Eloy, a petición del -308- platero Vicente López de Solís, cuyo retrato se halla al pie del Santo Obispo. El 4 de diciembre celebra la liturgia el día de Santa Bárbara. Con el título de esta Santa fundó el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, en 1567, la parroquia urbana que hasta ahora subsiste. Sánchez Solmirón atestigua la costumbre del Coro catedralicio de concurrir corporativamente a la parroquia para celebrar la fiesta de la Santa. En la sesión de 2 de diciembre de 1595 se hace constar el siguiente acuerdo: «En este Cabildo se trató que para el día de Santa Bárbara se hallen todos los capitulares a la procesión y misa por ser parroquia y patrona de la ciudad»54. Es patrona de cuantos manejan explosivos. El pueblo la invoca en las tormentas con el siguiente refrán: Santa Bárbara doncella, librame de esta centella. Se la representa con una torre a la derecha y en su mano izquierda la palma del martirio. El 8 de diciembre está consagrado a la Inmaculada Concepción. El cronista Sánchez Solmirón refiere que el día de la Inmaculada, tenía el Cabildo misa con sermón en la catedral, por ser Patrona; por la tarde acudía a San

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Francisco donde se predicaba el Panegírico -309- de la Inmaculada y que las monjas Conceptas reservaban su fiesta para el domingo infraoctavo. Este dato comprueba la popularidad de la devoción a la Inmaculada. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña había recomendado a los sacerdotes, en el Sínodo de 1570, que enseñasen a los indios el saludo de: Alabado sea el Santísimo Sacramento y María Concebida sin mancha de pecado original. Esta invocación popular contribuyó para difundir en todo el Ecuador el culto a la Virgen sin mancilla. No hay asunto que más haya inspirado a los artistas de la colonia como el de la Inmaculada Concepción. Rodrigo Núñez de Bonilla compró sitio en la catedral para la primera imagen de que hay noticia en Quito. Después, a fines del siglo XVI, Diego de Robles se comprometió a labrar una Inmaculada para la Cofradía de la Vera Cruz establecida en San Francisco. Luego Miguel de Santiago pintó la Inmaculada bíblica para el Convento de San Agustín y la Inmaculada Eucarística para San Francisca. A mediados del siglo XVIII, Bernardo de Legarda introdujo y propagó la Inmaculada con alas, hollando la cabeza del Dragón. A su vez, Bernardo Rodríguez y Manuel Samaniego satisficieron la devoción quiteña de la segunda mitad del siglo XVIII a la Virgen concebida sin mancha de Pecado. El año de 1584, Benito Gutiérrez trajo desde Sevilla la imagen de Santa Lucía, para cuyo culto hizo un retablo en el sitio, que compró en la catedral. Instituyó, además, una capellanía de misa que se celebraba cada año el 13 de diciembre. Fue la Santa natural -310- de Siracusa, capital antigua de Sicilia. Su nombre consta en el canon de la Misa, junto a los nombres de Águeda y Cecilia. El nombre de Lucía procede de Luz, lo que parece haber determinado la devoción a la Santa invocándola en las enfermedades de los ojos. Su culto es muy popular en Italia y en España, donde abundan los refranes alusivos a esta Santa. Se la representa teniendo en su mano izquierda un plato con dos ojos y en la diestra la palma del martirio. Sánchez Solmirón afirma que el 16 de diciembre comenzaba en la catedral de Quito las nueve misas de Aguinaldo, o sea la novena preparatoria a la fiesta del Nacimiento del Niño Dios, que se celebra el 25 de diciembre. La dotación de misas dejó instituida García de Valencia, Canónigo de fines del siglo XVI. Hay una Novena al Nacimiento del Niño Dios, compuesta por un religioso Mercedario, impresa en Lima en 1731. Fue la utilizada hasta que se popularizó la manuscrita y luego impresa del padre fray Fernando de Jesús Larrea. El interés social por la fiesta de Navidad se puede deducir por el acta del Cabildo del 13 de enero de 1539. Entonces «los señores del Cabildo dijeron que porque Alonso de Vargas, vecino de esta villa (de Quito) no ha estado en ella la Pascua de Navidad ni la de los Reyes y ha incurrido en pena de veinte pesos, por cada Pascua diez, que le dan por condenado en ellos.» La Navidad, era, pues, fiesta en que todos debían estar presentes en la ciudad. No hubo iglesia parroquial o conventual, donde para la Pascua de Navidad, no se compusiese un Nacimiento. -311- Sobre cuatro palos se imponía un cobertizo del que pendían cendales flotantes de salvaje (tillanasia usneoides) y sobre el que se erguían huicundus en flor (Guzmania). Al centro se destacaba el grupo compuesto del Niño Dios y de María y de San

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José, cortejados por el asno y el buey. Alrededor se simulaban caminos orillados de Magueyes por donde avanzaban los pastores con ofrendas. Navidad, con todos los detalles del relato evangélico, estimuló a los imagineros a prodigar sus recursos para multiplicar escenas de pastores con ovejas, Reyes Magos a caballo, ángeles cantores, figuras folklóricas de todas las clases sociales. En los pueblos se recurrió al teatro edificante para dramatizar la escena de Navidad, en que intervenían personajes disfrazados, que recitaban su copla apropiada. Un manuscrito de fines del siglo XVIII, procedente de un maestro de capilla de Latacunga, consagra la parte sexta a los «Romances al Niño Dios para la Navidad.» En él se transcriben los versos compuestos, por el padre Hernando de Jesús Larrea y a continuación muchos otros de carácter popular. Trasladamos, algunos fragmentos, por revelarse en ellos la esencia. folklórica de la Navidad celebrada por los campesinos. Ea pues pastores vamos a Belén, que Cristo ha nacido para nuestro bien. Estribillo Quedo, quedo, quedito que está dormidito. Madrugó al mundo, -312- el niño Jesús aclarando el día como nueva Luz. Quedo, etc. Vamos al pesebre que está en Belén a ver a María y dar el parabién Quedo, etc. Es muy lindo el niño florido de gracias,

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con ser que es nacido entre las pajas. Quedo, etc. Pastores del prado vamos a alabar, antes que el niño comience a llorar. Quedo, etc. Ya todos los brutos le van a buscar como advenedizo para adorar. Quedo, etc. Júntense pastores a la adoración, y observemos todos esta devoción. Quedo, etc. -313- Unos toquen cajas, otros toquen flautas, vaya cada uno con sus enflautados. Quedo, etc. Los hombres vengan a adorar y no se ocupen sólo en motejar.

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Quedo, etc. Sólo mujeres no han de entrar porque al niñito lo pueden ojear. Quedo, etc. Tampoco los viejos no se han de llegar que el Niñito de verlos se puede espantar. Quedo, etc. La Virgen Dentren los chiquillos entren a adorar que el Niño de verlos se ha de alegrar Quedo, etc. Cuenta con los viejos que quieren entrar -314- porque a las torrejas se han de apegar. Quedo, etc. Ya sé que los viejos me han de murmurar pues es ya su oficio a mi qué se me da. Quedo, etc.

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Versos que se cantaban en el pregón de Lima. Viniendo para Belén de todas estas aldeas los rústicos pastorcillos pregonan de esta manera. A-aquí hay sonajas y flautas A-lindas castellanas, A-panderos muy buenos A-también leche fresca. Llegando para Belén han hallado feria nueva que todo se da de gracia y sin ninguna moneda. A-muchos angelitos A-flores y azucenas, A-muy buenas estrellas, A-rosas encarnadas. Acercando para el Niño, y con esta dicha nueva, los rústicos pastorcillos tienen la gracia abierta. -315- A-Gracias a montones, A-unas otras frescas, A-una madre virgen, A-una hermosa perla. Lléganse para Joseph, que es el dueño de la fiesta que del misterio solo tuvo la noticia buena. A-Una cara hermosa A-unas flores bellas, A-azucena casta A-flores y violetas.

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Luego ve a los animales muy metidos en docena, porque siempre los más brutos el mejor asiento llevan A-Toritos y mulas A-muy lindas ovejas A-pichones gorditos A-huevos y torrejas. Versos en la Pieza del Niño. Yo soy una pastorcilla que vengo de mis retiros, dejando mis ovejitas en el campo descubierto. Una novedad me trae y por cierto de misterio, que es ver luces tan hermosas en un portalillo viejo. -316- Enamorada he quedado de ver a ese chiquillo tan bonito y tan precioso, tan pucherito y bermejo. Yo soy una pastorcita y este es mi desconsuelo, mas no dejaré de darte, siquiera un sambo cogí. Unas yerbecitas tiernas te traeré mi Niño, que en el campo estas cositas se hallan.

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Huevecitos aún no han puesto las gallinas todavía que no hay gallos, y estos son solteritos todavía. Criénlo con cuidado a este Niño de perlas, que según sus bellos rayos ¡de ser Dios tienen las señas! Aquí está este pellejito por ser ovejita tierna para que duermas en él y no en esa paja seca. Adiós Niño de mi vida, que a dar noticia me voy pues si en el cielo hay gloria en nuestra tierra también. Continúa con versos en que dialogan la mula y el buey y concluye con estrofas en que alternan versos -317- en castellano y quichua, que se cantaban en tono del sembrador. De la fecha de Navidad en adelante se verifican los Pases del Niño, desfile procesional en que el prioste de misa lleva al niño, cortejado por Sahumeriantes y devotos que echan el chagrillo, mientras la banda ejecuta los Pases tradicionales, que han dado ocasión a los pasillos. Para el sentimiento popular, al nacimiento de Jesús preludia el Veranillo del Niño, paréntesis de sequía, que se deja sentir después de las heladas de San Andrés. Santa Teresa de Jesús dejó a sus hijas en herencia la devoción al misterio de Navidad. Ambos Carmenes de Quito tienen salas destinadas a su Nacimiento, donde se han recopilado toda suerte de representaciones folklóricas. Durante la octava de Navidad se celebra el 28 de diciembre la fiesta de los Santos Inocentes, caracterizada por los disfraces y las inocentadas, bromas aceptadas en la vida social. El año se termina con la quema de peleles, que representan al Año Viejo, que se despide con el llanto de viudas y la lectura del testamento, en que se hace fisga de carácter político y social.

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-[318]- -319- Capítulo III Juegos populares I. Juego de cañas En el calendario pudo observarse que a las fiestas de Pentecostés, Corpus, San Ignacio, Santo Domingo y San Francisco iban vinculados los juegos de cañas como número integrante de la solemnidad religiosa. Este juego, de origen español, se generalizó en todos los pueblos de América, y fue ocasión de lucir jinetes y caballos. Cuando en 1554 se le tomó residencia a Gil Ramírez Dávalos, fue un caso de acusación el que, cuando Corregidor del Cuzco, salió a jugar cañas con los vecinos de la ciudad. El acusado se defendió afirmando que lo había hecho por importunidad de los vecinos y que estaba recibido en costumbre que los gobernadores -320- y otros jueces interviniesen en esos regocijos, porque así se hacía en España y en estos Reinos. Algunos testigos afirmaron, a su vez, que habían visto hacer lo mismo en las ciudades de Castilla y que en el Cuzco el mariscal Alonso de Alvarado, siendo Corregidor, «entraba en los juegos de cañas y jugaba cañas con los vecinos y sacaba libreas como ellos»55 . Los Cabildos de Quito mencionan, año tras año, el juego de cañas, principalmente en la fiesta de Pentecostés. Pero no hay descripción alguna del modo como se realizaba el juego. El escribano Diego Rodríguez de Ocampo escribió la Relación de las fiestas que se hicieron a la canonización de San Raimundo, en la ciudad de San Francisco de Quito, en julio de 1603. En esa relación describe de este modo el juego: «Luego corrieron algunos toros y después de ellos salieron veinte y cuatro montañeses nacidos en esta ciudad, jinetes con sus libreas de tafetán, marlotas y capellares y villanage; y divididos los puestos, el uno con la divisa de Santo Domingo y el otro con el de la Merced en las libreas y adargas, hicieron las entradas y jugaron cañas con el contento y primor que suelen hacerlo otras veces, y se dio colación a la Audiencia y damas, a costa, de la ciudad y salió el dicho teniente de Corregidor -Francisco de Sotomayor- a la plaza a la jineta con dos caballos y sacó enjaezados, con jaeces, bordados y bocales de plata dorados, con sus lacayos y pajes y corrió carreras mostrando lo que en esto sabía, como lo ha hecho y hace de sus letras, nobleza y bondad»56. Por estos datos se deduce que el juego de cañas entretenía a la gente de aristocracia y se había extendido -321- ya a la clase del pueblo. Por lo demás, la equitación era necesaria y la selección de caballos

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constituía un lujo. Se menciona asimismo la jineta, que recuerda a la escuela de la jineta, introducida por los árabes, que se caracterizaba por la agilidad de movimientos, por la sensibilidad del caballo a la voluntad del jinete y por el desplazamiento rápido en las maniobras convencionales. Tomás Lago ha consagrado un estudio a la descripción de los juegos ecuestres57. El de cañas era un simulacro de combate entre escuadrones de caballería, que se llevaba a cabo de acuerdo con un estricto ceremonial, en plazas espaciosas y ante las autoridades y con asistencia de damas y dignidades eclesiásticas. Una escuadra de cuatro a diez jinetes, con un escudo al brazo portando a la diestra una caña de varios metros de largo, acometía a todo correr a otra escuadra, inmóvil en un extremo del terreno que debía responder al ataque. Las cañas, diesen o no en el blanco, eran barajadas por las adargas o tocaban a los caballeros a quienes iban dirigidas, rompiéndose en todo caso sin causar daño por su frágil consistencia. Los atacantes se retiraban luego a su punto de partida y esperaban, a su vez, inmóviles, la acometida de los otros. Al ceremonial del juego pertenecían la elección de padrinos para cada escuadrón contender, el arreglo de las cañas con repuestos, las libreas de los jinetes y el enjaezamiento de los caballos. Los padrinos daban previamente la vuelta a la plaza y agitaban sus pañuelos en señal de que podía comenzar la contienda. La alusión citada al mariscal Alonso de Alvarado de que intervenía en los juegos de cañas y sacaba libreas -322- parece referirse al juego ecuestre de sortijas, que consistía en encestar con lanza en un anillo que pendía de una amarra con cinta de color, obsequio de una dama que estimulaba con su presencia el triunfo del galante. Los caballos iban ensillados a la jineta y con pretal de cascabeles. El ceremonial exigía que el jinete, al arrancar la carrera, llevase la mano que sujetaba la lanza apoyada sobre el muslo durante el primer tercio, después del cual levantaba la mano a la altura del hombro y luego con el brazo extendido se dirigía con velocidad a jugar la suerte de la sortija. Entre los juegos ecuestres se enumera el de alcancías, que era un combate entre dos jinetes que se acometían lanzándose unas esferas de barro cocido, llenas de ceniza, que rompían fácilmente al ser barajadas con los escudos. También se menciona el juego de parejas que consistía en evoluciones y carreras que efectuaban los jinetes, de acuerdo a un rito, que consultaba jueces y vestidos, carreras y escaramuzas, para mantener el ritmo total del juego. Estos juegos han desaparecido ya de las ciudades y se han refugiado en los pueblos pequeños, donde sobreviven, constituyendo el número social de una fiesta religiosa. En poblaciones del Azuay se conservan todavía juegos ecuestres que llaman escaramuzas. Alfonso Cordero Palacios, en su Léxico de Vulgarismos Azuayos define, la escaramuza: «Juego de nuestros campesinos, muy semejante a la escaramuza de que habla el Diccionario de la Real Academia; pero con la diferencia de que ésta es pelea y aquella simplemente un juego. La partida se hace a caballo, ejecutando graciosas y arriesgadas evoluciones y figuras. Es el número obligado y el más llamativo de algunas fiestas rurales.»

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-323- El mismo escritor azuaya describe otro juego ecuestre campesino, llamado «Gallopitina» (hibridación castellano quichua: de gallo y pitina, cortar, arrancar). «Expresa el mismo juego que la locución castellana; esto es, una diversión bárbara, pero muy apreciada por nuestros campesinos e indianos. Consiste en colgar uno o más gallos sobre una armazón precaria de madera construida en forma de H. Al travesaño van atadas las aves por las patas con un cabo que sirve para levantarlas o bajarlas a voluntad. Una vez colgadas, bien a pie o más frecuentemente a caballo, los campesinos, a todo correr, procuran asirse del cuello, triunfando el que arranca. Queda éste obligado, en la fiesta similar del año siguiente, a dar tantos gallos cuantos fueron muertos por él del modo que se indica.» El uso del caballo, necesario entre nosotros para dominar las montañas, no dio ocasión a caracterizar al jinete, como individuo social, gallardo y bien puesto que sintetiza las virtudes nacionales, al modo del huaso chileno, el gaucho argentino, el llanero colombiano o el charro mexicano. Las pampas y sabanas exigen al hombre montado que las recorra. La zona arrugada con colinas y montes desgasta y anula los bríos de un caballo, que a la larga se convierte en componente de una recua. Quizá se explique así, por lo raro, el entusiasmo que provocaba el juego de cañas, donde salían a lucir los mejores jinetes y caballos. Son raros en nuestra historia los datos que revelan la calidad de los caballos, que, por lo demás, abundaban en los ejidos de Quito, Latacunga, Riobamba y Cuenca. Con motivo del alzamiento de Hernández Girón en 1554, se ordenó al capitán Pablo de Meneses que llevase gente de guerra de Quito con buenos caballos. Entonces se pagaron 400 pesos a García Gutiérrez de Mendoza «por razón de un caballo bayo calzado -324- de los pies, los cabos negros, y de otro caballo hovero torpe de brazos.» El Canónigo Alonso López Hidalgo recibió 500 pesos, «por razón de un caballo castaño, hovero, cuatralvo, cariblanco, sano, sin hierro, ensillado y enfrenado a la jineta, y de otro caballo tordillo, rucio, calzado al pie izquierdo, armiñado el derecho, con un hierro en la pierna derecha.» A Gonzalo de las Peñas se le dieron 370 pesos, «por razón de un caballo blanco, tuerto del ojo derecho y con esparaván en el pie izquierdo, con un fuste viejo y de otro caballo rosillo sin hierro, calzado de los dos pies y de la una mano y armiñado de la otra, sano, ensillado y enfrenado a la estradiota.» Juan Porcel fue favorecido con 900 pesos, «por un caballo castaño oscuro, calzado de ambos pies con hierro, en el anca derecha a manera de hierro o adarga, con el freno en la boca; un macho pardo, con un hierro como O, con el freno en la boca; un caballo calzado de tres pies con un hierro a manera de L y una estrella en la frente y un caballo castaño calzado de todos cuatro pies, con una lista que bebe con ella a la monsca, con una silla estradiota»58. El ilustrísimo señor fray Gaspar de Villarroel refiere que fue testigo presencial de un juego de cañas en Madrid, donde intervino el rey Felipe IV en persona, probando con este hecho que era lícito a prelados, sacerdotes y religiosos presenciar tanto este juego como también a la lidia de toros.

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II. Lidia de toros Más que el juego de cañas, la corrida de toros constituía el número principal de las fiestas. Como iban -325- juntos, se realizaban en el mismo sitio y con el mismo público espectador. La lidia, de fieras se hizo célebre por las actas de los mártires y los luchadores del Coliseo de Roma. España fue acaso la única nación latina que heredó de Roma ese placer vigoroso pero arriesgado de luchar con animales fieros. La costumbre revistió matices de arte y se impuso a pesar de todo. De España le trasladaron a América los conquistadores y la corrida de toros se volvió imprescindible de toda fiesta. Ante el peligro que significaba para los indios, el Concilio Provincial de Lima, de 1567, formuló la constitución que sigue: «A nadie se le ocultan los muchos daños que provienen de la corrida de toros principalmente en estas partes de las Indias, por cuanto los indígenas que no conocen la bravura de los toros se les ofrecen incautamente, resultando, como consecuencia, la necesidad de llevarlos al hospital, algunos ya moribundos y otros con los miembros fracturados. Tengan, por lo mismo, cuidado los que dirigen al pueblo que en adelante se supriman semejantes hechos, que dan ocasión a que en los días de fiesta, con pretexto de la corrida de toros, se obligue a los indios a guardar las entradas de las plazas para impedir que alguien pase, resultando de esto que no cumplen su deber de oír la misa y atender a la plática»59. El 1 de noviembre del mismo año 1567, el Papa Pío V, expidió una Bula en que decía expresamente: «Considerando que de dichos juegos y espectáculos donde los dichos toros y otras bestias fieras se corren, son ajenos a la piedad y caridad cristiana y queriendo desterrar como cosa muy dañosa... prohibimos y mandamos por esta nuestra Constitución, la cual queremos y mandamos que valga perpetuamente so pena de excomunión y anatema en la cual incurran ipso facto, -326- no permitan en sus reinos, provincias, ciudades, tierras, villas y lugares se hagan semejantes espectáculos ni juegos donde se corran los dichos toros y otras fieras.» Respecto a la madre patria observa fray Gaspar de Villaroel: «El Católico Rey de España, juzgando que, en la forma que en sus reinos se corren los toros, eran de poco peligro, y que se ejercitaban con esos entretenimientos sus vasallos y se hacían valientes para los ejercicios militares, suplicó al Papa Gregorio XIII que moderase la Constitución de Pío V. Inclinose su Santidad a tan poderoso ruego, y el año de 1575 despachó una Bula en que dio licencia para que se corriesen los toros y quitó las penas que estaban impuestas en cuanto a los seculares y caballeros de las órdenes, salvo si de las mayores tuviesen algunas. Y en esa conformidad dejó en pie las penas de su antecesor para los religiosos y para los clérigos todos de orden sacro. Y limitó esa su gracia mandando que no se lidiasen en día de fiesta.» Por lo que se refiere a la América del Sur, el ilustrísimo fray Jerónimo de Loaysa notificó a las autoridades de Lima la prohibición pontificia de correr los toros. La respuesta que la Justicia y Regimiento de Lima dio al

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Arzobispo, razona y defiende la costumbre en los siguientes términos: «Conforme a derecho es permitido y no prohibido el juego de correr toros, quitando de las plazas los que no son capaces ni se pueden guardar de ellos y ha sido y es costumbre usada y guardada de más de ciento, doscientos y trescientos años en España, que no hay memoria de lo contrario correrse los dichos toros y en este reino desde que se descubrió como es notorio y por tal lo alego. Y si quitasen en esta ciudad, no habría hombres de a caballo ni caballos, ni a quien se diese nada por serlo ni hacerlo cosa tan necesaria para la guarda y conservación de este -327- reino. Y estando como está prohibido y vedado no se lean libros ni haya farsas ni otras cosas semejantes, no sé en qué se pueda regocijar el hombre, cosa tan necesaria para que pasado el regocijo no se haga dificultoso el trabajo. Demás que los toros en estas partes no son bravos ni hacen daño por haber coma, hay poca gente y no seguir inconveniente en que se corran, demás y allende que en España, aunque se notificó la dicha Bula, se corren y su Majestad y todas las ciudades, villas y lugares de Castilla tienen suplicado de ella y así no se guarda»60. Por los documentos transcritos se deduce que la costumbre de correr toros se había introducido en España desde hacía más de trescientos años atrás del siglo XVI. El ejercicio de lidia introdujeron los españoles «para hacerse valientes y sacar de los peligros el ser osados». En España y en América asistían a los toros, ademas de los seglares, también los eclesiásticos, incluso los obispos. El ilustrísimo señor Villarroel formula cinco conclusiones morales relativas al juega de toros, a saber, 1.ª Correr los toros en la forma de hoy (1656) se usa en España y se practica, en las Indias, no es pecado mortal; 2.ª Los que torean, si son diestros y se han experimentado así mismos, no pecan mortalmente en hacer sus lances; y aunque no sean eminentes en este arte, si tienen cerca la guarida, tampoco pecan; 3.ª Aunque vulgarmente se dice que los que mueren toreando deben carecer de eclesiástica sepultura, han de enterrarse en ella; 4.ª Los legos que ven los toros, no pecan mortalmente, aunque se corran con peligro de los que corren y 5.ª Los clérigos seculares de orden sacro y los que tiene beneficio eclesiástico, no pecan -328- mortalmente viendo los toros por honesta recreación, aún en lugares públicos61. La costumbre continuó durante toda la época colonial. Al presente las corridas populares se han reservado para los aficionados y se las tiene en los pueblos con motivo de cosechas y de alguna fiesta extraordinaria. III. Disfraces y bailes El 10 de mayo de 1573 hubo una sesión acalorada en el Cabildo de Quito en defensa de las fiestas populares, que se tenían en la ciudad, con ocasión de la Pascua de Pentecostés. En resolución «dijeron que porque a su noticia es venido que estando mandado jugar y correr toros y que se regocije la ciudad y que ahora se ha impedido el no hacer lo susodicho,

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que acordaron que se dé pregón público que todos los vecinos y moradores, estantes y habitantes en esta ciudad vengan a la plaza pública hoy y mañana, a caballo o a pie, y se regocijen por lo susodicho, y en cumplimiento de la carta real que su Majestad a este Cabildo escribió y por honra de la dicha esta fiesta y Pendón Real, so pena que el que no saliere, se procederá contra él conforme a derecho, y así lo acordaron y firmaron y que haya caretas y toros y luminarias»62. Subrayamos la palabra caretas, porque es la primera vez que se menciona, como regocijo integrante de una fiesta religioso-popular, después de los juegos de cañas y de toros. En el descargo de cuentas por gastos correspondientes a 1566-1574, se halla la siguiente: -329- «Cinco piezas de bocací, cuatro negras y una amarilla, que se dieron a Micael de la Torre, por una danza del Corpus Christi, a seis pesos, es treinta pesos»63. Consta, pues, que en Pentecostés había bailes de disfrazados y en Corpus la danza, posiblemente como la de los seises de Sevilla. El 6 de agosto de 1603, con ocasión de las fiestas celebradas en Quito por la canonización de San Raimundo, «después de comer se dijeron las vísperas con mucha solemnidad en el convento del señor Santo Domingo, donde asistió la Real Audiencia, Cabildo de la Ciudad y los prelados y los religiosos de las Órdenes y el resto de la ciudad y, acabadas las Vísperas, se hizo solemne procesión por el claustro del dicho convento con la imagen del bienaventurado santo y estuvo adornado de altares y colgaduras y en medio del jardín del claustro estuvo hecho un tablada donde se recitó un coloquio y se acabó con un sarao bien ordenado de mora y moros, damas y galanes, villanos y matachines, que danzaron y bailaron a satisfacción de los que vieron que fue toda la junta referida y aquella noche hubo luminarias en toda la ciudad y repiques de campanas y atabales, fuegos de pólvora, mosquetes, trompetas, chirimías y otros instrumentos en la plaza y calles y hubo máscaras, carros de invenciones y música que duró hasta media noche»64. De estos regocijos tradicionales han sobrevivido los danzantes y los disfrazados con sus respectivos bailes. No hay fiesta campesina de Corpus o de santo popular en que falte el indio danzante. Los danzantes constituyen una supervivencia del Incario. Una relación anónima, escrita por un agustino a mediados -330- del siglo XVI, refiere de una huaca llamada conacocha, lo siguiente: «Aquí había una casa muy suntuosa y dos casas para servicio de la huca o ídolo que se llamaba ozarpillo. En estas dos casas tenían las vasijas y los vasos de la huaca y trompetas y atambores y los vestidos así de los hechiceros como de los chocarreros y truhanes, que también todos los caciques o los más tenían truhanes y chocarreros»65. Lope de Atienza, refiriéndose a los indios de Quito, describe así un regocijo familiar indígena: «Allí sacan sus vestidos de plumas, de colores diversos; allí parecen las camisetas y mantas más preciadas de cumbi; con los cascabeles en las piernas, como los buenos danzantes. Andan los pobres como mulas de atahona, o como muchachos que juegan al toro; de las coces asidos, de las manos a la redonda, las mujeres y los varones entrometidos: uno comienza la música y los demás responden haciendo con los pies el son y con ellos propios llevando el

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compás»66. A su baile monótono y elemental acompañaba a los danzantes música de percusión y viento: el tamboril en variedad de tamaños y el pingullo o la flauta travesera. El rondador alegraba los regocijos familiares: la bocina y la quipa convocaban para las fiestas rituales. Aun hoy el indio danzante, con su músico compañero, interviene en las fiestas de los pueblos. Lo hace con sentido de cumplir un compromiso religioso. Por lo general, alquila el vestido, consistente en turbante de plumas, máscara, una suerte de casulla tachonada de monedas antiguas o un armador de cintas ondulantes, cascabeles en las pantorrillas y alpargatas de cuero. -331- Junto con él y los danzantes, actúan en la fiesta los disfrazados. En el capítulo dedicado al Calendario folklórico, señalamos de paso las festividades que implicaban danzas populares. Segundo Luis Moreno ha consagrado un libro a la descripción de Música y Danzas autóctonas del Ecuador. La coincidencia de las celebraciones rituales con los solsticios y equinoccios de las estaciones ha llevada al autor a interpretar las danzas como ritos de supervivencia idolátrica. Según el método histórico-cultural, cabría aplicar el criterio de compenetración, en el sentido de que los rifas de cultura prehispánica se fusionaron con prácticas de sentido religioso hispánico, que han sobrevivido hasta el presente. Nos contentaremos simplemente con describir las danzas, señalando el tiempo y las áreas en que se realizaban. Navidad y Año Nuevo.- El ciclo de fiestas populares comienza el 25 de diciembre y concluye el 6 de enero, fiesta de los Tres Reyes. En los pueblos interandinos se verifican, con más o menos pompa, los pases del Niño, desde la casa del prioste hasta la iglesia parroquial. En la zona del Chimborazo estos pases, se realizan con niños disfrazados de pastores y negros y de adultos que se disfrazan de curiquingas, buitres, osos, pumas, etc. que luchan con sacha runas, disfrazados de yumbos. Unos y otros caminan danzando, en baile mesurado y rítmico, delante del Niño, Dios llevada en brazos de la Nuñu, (nodriza) que hace de prioste. Dentro de este ciclo navideño celebran en Chambo la fiesta de San Juan Evangelista, Patrono del pueblo, con un triduo de danzas, que va del 26 al 28 de diciembre. La parte musical corre a cargo de disfrazados con pantalones bombachos de colores vivos, que tocan pingullos de caña y de hueso con tres o seis perforaciones, flautas horizontales de carrizo, rondadores y -332- tamboriles, bocinas y caracoles. Al son de la música los disfrazados realizan sus bailes, cortejados de diablos, con máscaras grotescas, que armados con un bastón salvaguardan a los danzantes. El primer día de ceremonia; es la venia al alcalde mayor; el día de San Juan, a las doce, los diablos sentados en círculo en la mitad de la plaza, presiden el ágape popular, consistente en viandas y abundante chicha. Termina el triduo con la ceremonia del puñupaqui (rotura del cántaro), que consiste en que un indio cargado a las espaldas un cántaro repleto de ceniza recorre las calles cabalgando sobre un palo, donde se rompe el recipiente y se esparce el contenido, al son de la música y la danza final de los disfrazados. Danzas en la fiesta de Corpus.- Corpus fue y continúa en ser la fiesta

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principal entre los indígenas. Como fiesta movible su celebración fluctúa entre el 21 de mayo y el 24 de junio, época de maduración de las mieses y fecha en que los indios pagaban su contribución a sus encomenderos. Ya el Concilio Provincial de Lima, celebrado en 1567, advirtió a los curas que vigilasen la correcta celebración de la fiesta de Corpus, porque los indios acostumbraban mezclar, con el culto católico, sus ritos idolátricos. El rito de las danzas se extiende a todas las zonas del altiplano, con matices locales. En la Provincia de Imbabura la partida de disfrazados consta de cuatro danzantes e igual número de abogados, aquellos vestidos con jubón blanco, salpicado de oropeles y lentejuelas, pantalón blanco, cascabeles en la pantorrilla, zapatos finos y un sombrero de paja rodeado de una cinta con un manojo de plumas a la derecha; éstos visten americana y pantalones, cubren la cara con máscara grotesca, sobreponen una peluca de cerdas y llevan un bastón nudoso, sobre el que cabalgan para dar la vuelta o echan al hombro cuando hablan. Su -333- entrada a ganar la plaza es con aparato de volatería y al son del pingullo de tres huecos y el tamboril. En la Provincia de Pichincha se caracterizan los disfrazados de Alangasí. El grupo principal está formado por los rucus (viejos). Visten éstos pantalones de casimir, camisa de color con corbata fina, sombrero de paño y zapatos bien lustrados. A este traje, remedo de los blancos, añaden una máscara de alambre, cascabeles en los tobillos, en la mano derecha un abanico y en la izquierda una figurilla que representa la imagen de una ave o animal. El baile se realiza al son del pingullo y tamboril en parejas que forman la figura de un 8 o se desdoblan para formar una S. Otro grupo remeda a los yumbos del Oriente. El disfraz se limita a un calzón corto y alpargatas; una banda de plumas que ciñe el desnudo, pintarrajeado, torso; una ashanga a la espalda con frutas y un llauto que corona la cabeza. El capataz lleva a la mano un listón de chonta que termina en punta de lanza con un haz de cintas de colores, para el baile de cintas. Un tercer grupo se disfraza de animales y aves, como osos, perros, pumas, curiquingas y buitres y de militares con uniforme de soldados que bailan formando ruedo y con el un pie calzado. Los pueblos de la Provincia de Cotopaxi, principalmente Pujulí y Saquisilí, se distinguen por el lujo de sus danzantes. Visten éstos camisas blancas con sobremanga de encajes, calzones anchos y zapatos de charol. A este fondo interior añaden uno como roquete bordado, sobre el que cargan el findu, especie de casulla tachonada de monedas de plata antigua y de joyas falsas. En la cabeza cubierta con un pañuelo de seda de color llevan un morrión forrado de tela, que remata en tres haces de pluma. Un pañuelo a la mano izquierda completa el disfraz ritual de estos danzantes, que mejor representan una función de antiguo -334- rito religioso. El grupo de bailarines se compone de cuatro a ocho, que danzan al son de un pingullo y tamboril, tocados por un solo músico. El baile es lento y acompasado y la tonada rítmica y variada. De estos danzantes se observan también en las Provincias del Tungurahua y Chimborazo. Los disfrazados de las Provincias del Cañar y del Azuay son menas enjaezados en su vestimenta, pero de más iniciativa en sus danzas. Visten de ordinario un jubón blanco ceñido a la cintura, falda de color vistoso,

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cascabeles en los tobillos y alpargatas. Ciñen el busto con una coraza de oropel y se coronan con una peluca de cabellos largos. El baile del danzante se verifica al son del pingullo y tamboril. Los disfrazados, en cambio, realzan sus danzas al compás de una orquesta popular. El baile desarrolla un círculo o forma espirales, que se matizan con movimientos de pañuelos o paraguas abiertos. Entre el baile y el disfraz se combinan para dramatizar escenas pastoriles: la siega con vaqueros, quipadores y segadores, entre los que se intercalan el mayordomo y el capataz; aves con largo cuello de avestruz que reclaman el alimento a su cuidador. Ya La Condamine observó la fina ironía de los danzantes y disfrazados, que remedaban a -los académicos franceses en sus observaciones astronómicas en Tarqui. A veces entre los danzantes se interpone la figura del diablo que persigue a un disfrazado de alma justa. También es parte integrante de las danzas el sarao o baile de las cintas. Los disfrazados, al son de música alegre, bailan alrededor de una pica sostenida por uno de la comparsa. Cintas de colores descienden de la punta y son llevadas por la mano derecha de los danzantes, que arqueándose y agitando su cinta al aire forman un tejido de envoltorio multicolor. Durante el primer tiempo el baile se realiza en círculos -335- de la misma dirección. En el segundo tiempo toma el baile la dirección contraria y abre el tejido de la trenza. El baile de las cintas es de procedencia española y sobrevive en la danza de los indios. Cordero Palacios denomina a uno de los bailes Curiquinga y lo describe: «Baile de nuestros labradores, que se realiza al son de una música primitiva y de bastante movimiento y alegría. El baile se realiza al canto de coplas que terminan con este o parecido estribillo: ¡Alza la pata, Curiquinga!, ¡Da la media vuelta, Curiguinga!»67. IV. Música folklórica Datos arqueológicos y observación directa de las costumbres de los campesinos comprueban, una vez más, la tenacidad de los indios en conservar sus tradiciones, sin darse acaso cuenta de su significado íntimo, ni dejarse influir por las orientaciones introducidas por la cultura española. Para su música tradicional los indios echan mano de instrumentos de percusión y viento. De los primeros son el tamboril y el cascabel, de uso en las poblaciones del altiplano y el tanduli en la región oriental. El tambor varía de tamaños, pero el casco en de tronco de madera o de maguey vaciados, cubiertos los extremos con piel de cabrito o de cordero, que lo tañen con un solo palillo. Los cascabeles van ceñidos en sartas al tobillo del danzante, quien a veces lleva también un ramillete de ellos a la mano, denominándolo chilchil. Los negros de Esmeraldas utilizan la marimba, instrumento formado -336- por tabletas de tamaño escalonado, colocadas horizontalmente sobre un tronco vaciado. De los instrumentos de viento, el más usado es el pingullo, flauta vertical de embocadura de dulzaina, con dos huecos en la parte inferior.

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La caña de que está formado llaman tunda en las Provincias del norte y las centrales y duda en la del Azuay. Perfección del pingullo es el pífano, flauta de carrizo o de canilla de ave, que tiene de tres a seis perforaciones, que tocan los indios con acompañamiento de tamboril. Del mismo material está hecha la flauta travesera, cuyo tamaño alcanza de treinta y dos a sesenta centímetros de largo, variando el sonido en proporción a la medida del instrumento. El más completo de los de soplo es el rondador, usado en las provincias del centro. Hay de todo tamaño, desde el de ocho hasta veinte y más tubos. En este instrumento modulan los indios Yaravíes. Según observación de Segundo Luis Moreno, «de los instrumentos de viento, el rondador de grandes dimensiones -es manifiestamente profano y popular. Los pingullos, cascabeles y tamboriles son absolutamente rituales. La flauta travesera que en la actualidad es de seis huecos, es instrumento mixto, porque lo mismo sirve durante los festejos solemnes del equinoccio de marzo y el solsticio de junio, que en los regocijos privados de los indígenas.» Los indios de la sierra utilizan también la bocina y el churu, que los indios del Azuay denominan quipa y los indios primitivos de la costa utilizaban la ocarina y el silbato, instrumentos de barro crudo o litoídeo hechos en variedad de formas. En el Colegio franciscano de San Andrés se estableció la primera escuela de música, desde 1552 en adelante. Los primeros maestros fueron Gaspar Becerra y Andrés Lazo, quienes, bajo la dirección de fray Jodoco -337- Ricke, enseñaron a los indios el canto gregoriano y polifónico y a tañer chirimías, flautas, sacabuches, trompetas y órganos. Por de pronto, la música tuvo su destino propio en las iglesias y fueron los indios y mestizos, quienes formaban los coros y las orquestas. Cuando en mayo de 1568, la Real Audiencia patrocinó la enseñanza del Colegio, la dirección del plantel presentó la nómina del profesorado de música, compuesta exclusivamente de indios. Fueron éstos Diego Gutiérrez Bermejo, indio, maestro de canto y tañido de teclas y de flautas; Pedro Díaz, natural de Tanta, profesor de canto llano y órgano y tañido de flautas, chirimías y teclas; Juan Mitima, indio de Latacunga, maestro de canto y tañido de flautas y sacabuches, Cristóbal de Santa María, indio de Quito, profesor de los instrumentos citados y de trompetas y canto. Como ayudantes en el magisterio constan Juan Oña de Cotocollao, Diego Guaña de Conocoto y Sancho, natural de Pízoli. A cargo del Colegio corría la provisión de instrumental y de libros y cuadernos de música, lo cual cultivó la habilidad de los indios para construir instrumentos y componer libros y cuadernos de música, y de canto. El hecho de buscar alumnos de diferentes pueblos obedecía al deseo de proveer a los curas doctrineros de ayudantes apropiados para la práctica del culto. En el informe oficial del Colegio, presentado a la Audiencia en 1568, se decía expresamente: «De aquí se ha henchido la tierra de cantores y tañedores, desde la ciudad de Pasto hasta Cuenca, que son muchas iglesias y monasterios entre muchas y diversas lenguas, entre los cuales los que aprendieron la lengua española en este Colegio son los intérpretes de los predicadores y florecen entre los otros en cristiandad y policía y de quien los otros son industriados en las cosas de nuestra santa Fe, a cuya causa van dejando sus ritos -338- e idolatrías y vienen de su

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voluntad a pedir el bautismo y los demás sacramentos y tienen en gran estimación el culto divino, viendo que con tanta majestad y suavidad de música se honra y celebra»68. En cuanto al repertorio de música y de canto, que ejecutaban los indios, consta que se servían de las composiciones de Francisco Guerrero, célebre maestro de capilla de Sevilla. Fray Reginaldo de Lizárraga refiere con encomio la ejecución del coro y orquesta de los cantores y músicos de San Francisco. Durante todo el período hispánico de nuestra historia la música y el canto estuvieron a servicio del culto en las iglesias. Datos de diferentes procedencia permiten concluir que en las fiestas de San Pedro, en la catedral, San Ignacio en la Compañía, Santo Tomás de Aquino, en Santo Domingo, la orquesta se componía de cajeros, clarineros, pifaneros, chirimiadores y trompetas. Más difícil es documentar la danza y música profanas. Referimos que en 1603, con motivo de las fiestas en honor de San Raimundo, se construyó un tablado en medio de los claustros de Santo Domingo, donde se representó una comedia, que terminó en un sarao de moras y moros, damas y galanes, villanos y matachines, que danzaron y bailaron, al son de orquesta. ¿Qué piezas se tocaban en la colonia? Sin género de duda San Juanitos y Pasillos. La fiesta de San Juan Bautista (24 de junio) coincidía casi con el solsticio de verano (21 de junio) y con la festividad de Corpus. La conmemoración pagana de rito mitológico facilitó la aceptación de la máxima fiesta de los cristianos. Quizá a esta coincidencia se debió el que la autoridad política señalase la fiesta de San Juan, como fecha en que los indios debían concurrir a los pueblos, para pagar sus tributos a los encomenderos. Con este motivo -339- había abundancia de mercado a precios bajos. Indios, mestizos y criollos traducían su sentimiento de holgura económica y devoción religiosa en los Sanjuanitos, pieza musical a la vez que baile. El solsticio de invierno (21 de diciembre) coincidió, en cambio con la fiesta de Navidad (25 de diciembre). Fue la segunda fecha señalada para pago de tributos. Esta vez la alegría popular se tradujo en los Pases de los Niños con acompañamiento de música y de baile. Los Pasillos fueron la expresión del regocijo navideño. Los Yaravíes parecen delatar la tristeza social del indio interpretada en aire mestizo y el Cachullapi es el son alegre que culmina en la victoria sobre todo artificio social. V. Rito popular de las fiestas religiosas El Sínodo de Quito de 1570 consagró en su Constitución 15 el programa de las fiestas. Dice así: «Ordenamos y mandamos que nuestros curas en las ciudades y lugares de españoles digan todos los días de domingos y fiestas de guardar, Misa y Vísperas primeras y segundas cantadas o rezadas y tertia antes de misa mayor, conformándose en la solemnidad can la dignidad de la tal fiesta y con la ayuda que tuviere. Para ello mande tañer la campana a las horas acostumbradas y tañan a

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sanctus y a la plegaria y a Vísperas y a la oración de Nuestra Señora, puesto el sol todas los días y en los días de Navidad, Corpus Christi, Pascua de Resurrección, San Pedro y San Pablo, Asunción de nuestra Señora, Todos los Santos y días de la advocación de la Iglesia de su parroquia. Si tuvieren -340- quien les ayude, digan Maitines a prima noche en sus iglesias cantadas, o no teniendo la tal compañía los digan rezados y en lo que pudiere sigan las loables costumbres de la iglesia»69. En la Constitución Sinodal se señalan simplemente las fiestas y el modo litúrgico de celebrarlas. El costumbrismo folklórico se desprende de las cuentas de gastos, que los mayordomos descargaban, por la celebración de la fiesta en honor del Santo Patrono de cada Cofradía. A las Vísperas que se cantaban en la iglesia, respondían afuera las festejos populares. Ante todo, la iluminación de la torre. En las cuentas de la catedral de 1570 consta el descargo de nueve pesos por tres botijas de manteca para las luminarias, Fuera de las teas, se encendían también fogatas en la plaza, que se las mantenía mientras duraba el regocijo popular, surtiendo el combustible de los montones de brozas, y ramas secas previstas al efecto. Números integrantes de estas Vísperas eran la música, los cohetes y los globos. La orquesta constaba de dos clarineros, dos pifaneros y dos cajeros, como se echa de ver por los gastos en la fiesta de San Pedro en la catedral y de Santo Tomás en Santo Domingo. En la variedad de cohetes se mencionan truenos, camaretas, voladores de seis truenos y castillos. Las simples cohetes hendían rápidos el firmamento para estallar arriba y escupir la escoria o esparcir un manojo de corolas luminosas. Las camaretas semejaban serpientes movedizas que morían al estallar el último trueno. Los castillos se alzaban majestuosos para delatar la generosidad de los priostes. En las cuentas figuraban asimismo los gastos en manos de papel para los globos, que henchidos de humo subían con arrogancia para brindarse a los caprichos del viento y descender en -341- vueltas de difícil equilibrio. Alma colectiva de estos juegos era el pueblo que desahogaba su buen humor al son de la música y entretenía sus compromisos en las ventas de manjares calientes preparados para el caso. Los gastos dan cuenta también del imprescindible albazo. Tanto el campanero con repiques, como los músicos con alegres sones, se adelantaban a la aurora para anunciar el día festivo. La fiesta, del día constaba de la Misa y Procesión. A cuenta de los priostes corría el arreglo de la iglesia. Fray Toribio de Benavente describe las costumbres de los indios de México, que eran también las del Perú. «Adornan las iglesias muy pulidamente con los paramentos que pueden haber, y lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, flores, espadañas, juncia que echan por el suelo, yerbabuena, etc.» El sacristán era el técnico de las composturas. El armaba el altar provisional para el santo, cubría de flores los peldaños, ordenaba con simetría el alumbrado y adornaba con cortinas el cuerpo de la iglesia. Tres repiques de campanas preludiaban la Misa de fiesta. La solemnidad requería Ministros en el altar, caro con acompañamiento de música y el sermón. Durante el sacrificio se reventaban cohetes en la plaza y la consagración se señalaba por detonaciones de volatería y el plegariado de campanas. El rito de la fiesta concluía con la procesión portando la imagen del

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santo. No pocas veces el desfile se integraba por una hilera de pendoneros que llevaban un estandarte e iban cortejados por dos acompañantes. La organización de la fiesta anual estaba a cargo de las Cofradías. No había advocación o santo que no -342- tuviese la suya. Algunas, como la del Santísimo, del Rosario, de la Vera Cruz, de San Pedro Apóstol, eran sumamente ricas; con anticipación nombraban los priostes y señalaban el síndico encargado de recoger las cuotas y ordenar los gastos de la fiesta. En algunos pueblos (Baños, el Cisne) era y es todavía ritual revestir de aparato popular la celebración de las fiestas de la Virgen. El día anterior se verifica la ofrenda de las flores, los cirios, la volatería y la chamiza, con desfile procesional al son de la música y con reventazón de cohetes. Aparte del rito religioso hay bailes de danzantes en la plaza y escaramuzas de jinetes y alguna vez corrida de toros y lidia de gallos. VI. El juego de la pelota Con el título de «El juego de la Pelota en la República del Ecuador», publicó en 1915 el señor Luis G. Tufiño un opúsculo, consagrado a definir las características de este juego «estrictamente nacional.» En él se aludió a la pelota vasca, originaria de las provincias vascongadas, lo mismo que el Lawn Tennis inglés, y a le longue paume, antiguo juego francés. La cancha del juego de Pelota de Xochicalco, en México, demuestra la afición de los antiguos mexicanos a este deporte varonil, que desarrolla a la vez el esfuerzo y la agilidad física y mental de los jugadores. «El objeto principal de este juego consiste en el desarrollo de las fuerzas físicas, por el impulso y destreza simultáneos que el hombre ejercita al lanzar por el aire o por el suelo, según la dirección y distancia convenientes -343- y siempre entre dos cuerdas paralelas, una bola maciza de caucho, llamada pelota y sirviéndose para ello de un guante»70. Tres son, pues, los elementos que constituyen el juego: pelota, guante y cancha. La pelota es una esfera de caucho negro, que pesa un kilo, doscientos cincuenta gramos. Su cualidad esencial es la elasticidad. A fin de que conserve siempre su forma esférica y no pierda su condición elástica, se la comprime en un molde cóncavo sujetándola con dos tuercas. El guante es un disco de madera forrado de cuero crudo y tachonado, en su centro, de clavos de cabeza gruesa y plana. Mide de 32 a 37 centímetros de diámetro y 8 centímetros de espesor. Pesa de 5 a 7 kilos, según la función que ejerce el jugador. En el revés tiene una concavidad adaptada a la mano, al modelo de guante, que facilita el manejo y la seguridad del golpe. La cancha es la superficie rectangular del terreno, en que se hallan marcadas las líneas, que constituyen el límite del juego. Las líneas esenciales son la cuerda de tranquilla, cuya longitud es de 8

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metros diez centímetros; la cuerda de saque, paralela a la anterior, trazada a la distancia de treinta y seis metros cincuenta centímetros, en cuyo centro se incrusta la piedra botero y las cuerdas perpendiculares, de cien metros de. longitud que señalan el marco en que se realiza el juego. Dentro de la cancha se colocan los partidos y jugadores, que constan de cinco por cada uno, dispuestos en la forma que sigue: -344- Partido que saca:Partido de vuelve: SacadorVolvedor Torna Primer torna Medio Segundo Torna Cuerda derecha Cuerda derecha Cuerda izquierdaCuerda izquierda La Mesa o partida de juego consta de tres juegos y el juego es la ganancia de cuatro quinces: Se llama quince algunas jugadas, como la pegada de a buenas al jugador contrario y la ganada de chaza. Par chaza se entiende la suerte en que la pelota vuelve contrarrestada y se para o detiene antes de llegar al saque. El desenlace de la chaza se señala en el lugar donde paró la pelota o se la detuvo, de a malas. El juego de pelota fue clásico principalmente en las provincias del norte del Ecuador. Los municipios o corporaciones interesadas organizaban concursos o partidas de juego, que despertaban el entusiasmo popular. Hoy este deporte nacional ha cedido su puesto a los encuentros de foot ball o de basket ball de procedencia extraña. Con todo, la pelota tiene aún sus aficionados que juegan en la cancha del Mejía. No es raro que equipos de Machachi tengan sus encuentros con los jugadores del Carchi. Los negros del Chota son excelentes pelotaris. VII. Lidia de gallos En algunas poblaciones del Ecuador se ha conservado la lidia de gallos, como un juego folklórico de carácter popular. En Quito hay una gallera en el barrio de la Tola, donde aficionados y curiosos presencian -345- la lidia de los gallos. En los cantones del Azuay el juego se verifica al aire libre. El juego de gallos requiere, ante todo, la selección de los lidiadores. Los aficionados conocen los resultados de un buen cruce y del régimen de alimentación a que se somete a los gallos finos. El mejor será, aquel que no corre en la pelea. El gallo fino sabe asestar golpes certeros al rival. Al gallero profesional no se le escapa el cuidado de conservar la vida de su lidiadora. Si no sirve para nueva pelea por haber perdido, por ejemplo, un ojo, servirá para dejar renuevos que perpetúen su denuedo. La pelea de gallos tiene su público de aficionados. Casi siempre se hacen apuestas a favor de uno de los lidiadores. A veces la suma jugada alcanza a cantidad considerable, sobre toda cuando intervienen en la pelea gallos

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finos, provenientes de aficionados de diferentes pueblos. En un juego, concertado toman parte, sucesivamente, varias parejas de gallos, cada uno con su público de aficionados. El proceso de la lidia mantiene en tensión a todos, señaladamente a quienes han apostado dinero por su gallo favorito. El juego comienza por carearles provocando a la lucha, hasta que se les suelte a que peleen. La victoria consiste en que el más valiente saque de fuga al otro o lo imposibilite por extinción de fuerzas. El juego de gallos trae su origen desde la colonia y se lo ha conservado en casi todos los pueblos del Ecuador. VIII. Juego de naipes El juego de naipes introdujeron los españoles en América. Constituyó un entretenimiento familiar más -346- bien que público. Parece que a este juego se hizo referencia en la vida de Gil Ramírez Dávalos, cuando en el Cuzco con Alonso de Hinojosa, «algunas noches jugaban al triunfo uno o dos libras de higos.» En los primeros años fue libre la venta de barajas. Tan sólo el 13 de septiembre de 1572, Felipe II estableció el estanco de naipes detallando las condiciones de la venta. El texto del documento decía lo siguiente: «Mandamos que en todas las Indias se ponga estanco de naipes, como en estos Reinos, y que las barajas se vendan cogidas envueltas en un papel, atadas con hilo y selladas cada una, de por sí, con sello de nuestras armas, que ha de servir para sólo este efecto y estar en una arca, de que tengan las llaves nuestros oficiales, y en cada baraja haga su rúbrica acostumbrada, y conocida uno de nuestros oficiales y con estas circunstancias y no de otra forma se puedan vender; pena de que por la primera vez incurra el vendedor en perdimiento de los naipes y los instrumentos con que se hicieren y más mil pesos de oro: y la segunda vez sea la pena doblada, y la tercera en perdimiento de la mitad de sus bienes y destierro perpetuo de las Indias»71. En la misma cédula real se hablaba de barajas hechas en España y también en las Indias, así como del arriendo del estanco para mayor eficacia de las ventas. Lo cual indica que el juego de barajas era muy generalizado entre españoles y criollos. El hijo de don Sebastián de Benalcázar, llamado don Miguel, tenía en Cali la industria de hacer naipes. A raíz del estanco impuesto sobre la venta de los naipes, vino a Quito con el propósito de instalar una fábrica de naipes. Pidió a la Audiencia algunas caballerías de tierra en Caxanqui para establecer un ingenio -347- de papel y licencia para fabricar las barajas. Se le concedió la petición de tierras, pero se le negó la facultad de hacer naipes. Esta negativa fue en parte causa para que urdiera un levantamiento, que le costó la vida. Para el uso común siguió vendiéndose el artículo que venía desde España. El doctor Antonio Morga Presidente de la Audiencia de Quito, estuvo en goce de su cargo desde el 29 de septiembre de 1615 hasta el 21 de julio de 1636. En la residencia que se le tomó por orden del Rey, se le condenó al pago de seis mil

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ducados, «por haber tenido juego público en su casa y tablaje de día y de noche desde que fue recibido al uso de Presidente, con grande exceso, gastando, entre noche y día cuarenta barajas de naipes, sacando de cada una a cuatro pesos, de que le ha valido más de doscientos mil pesos, acudiendo a jugar eclesiásticos y seglares, pleiteantes y pretendientes, llamándoles que fuesen a jugar, aunque fuese contra su voluntad»72. El juego de naipes se introdujo aún en los conventos, como lo demuestra una prohibición formulada en el Capítulo Provincial de Dominicos, celebrado en septiembre de 1618, bajo el Provincialato del padre fray Pedro Bedón. Ahí se castiga con pena de excomunión mayor al religioso que jugara baraja con algún seglar, por razón del escándalo y se priva del cargo e impone pena de culpa grave a los religiosos que entre ellos jugaran a las cartas. Por lo visto el juego de naipes constituía no sólo un entretenimiento agradable, sino que implicaba gastos por razón de la apuesta. -[348]- -349- Capítulo IV Vivienda - Alimentación - Trajes populares Cieza de León fue el primer cronista que recorrió todo el territorio ecuatoriano y describió la situación de los indios a raíz de la conquista española. Enumeró los pueblos establecidos en la altiplanicie y en la costa y los caracterizó por sus costumbres y vestidos. Cada familia tenía su casa que llamaban bohío y variaba de estructura, según las zonas geográficas. Las del altiplano eran rectangulares, con paredes de piedra, tapia o bahareque y con cubierta de paja. Las de la zona fría eran redondas, con remate cónico cubierto de paja y poco más altas que el tamaño de un hombre. Con esta descripción coincide el relator anónimo de 1573. El ajuar era de ordinario una piedra -350- de moler y ollas y tinajuelas en que hacían chicha, unos vasos a manera de cubiletes y en la casa del cacique una tianga o taburete para sentarse. No ha cambiado esta forma de vivienda en algunas poblaciones indígenas del Cotopaxi y Chimborazo. El pueblo de Colta es una muestra típica de supervivencia prehispánica. Las primeras actas del Cabildo de Quito ofrecen un cuadro completo de la traza primitiva de la ciudad. A base de las tres plazas, la Mayor, la de San Francisco y Santo Domingo, se hizo el trazo de las calles, que encuadraba cincuenta y un manzanas, con cuatrocientos ochenta solares, distribuidos entre los doscientos cuatro vecinos que se alistaron en el primer padrón de pobladores. La Relación anónima de 1573 observa: «en la fundación se repartía una cuadra entre dos vecinos.» El Cabildo se interesó desde el principio en la urbanística de la ciudad y

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señaló algunas normas para la construcción de las viviendas. En el acta del 3 de enero de 1537 se lee lo siguiente: «Por cuanto los Cabildos de los años pasados después que se fundó esta dicha villa, a pedimento de muchas personas se han dado y señalado solares, y mucha parte de ellos no se han poblado y es muy conveniente y necesario que las personas a quien se dieron las cerquen y hagan dentro sus casas e igualen y allanen las calles cada uno su pertenencia, porque mejor esta villa se ennoblezca y tenga en policía, que mandaban y mandaron que las tales personas, cada una de ellas dentro de seis meses cumplidos primeros-siguientes, cerquen cada uno de ellos su solar de pared de adobes o piedra y dentro haga su casa en que viva y bohío para cocinar el cual haga alto de las paredes de estado y medio del alto para defenderse del fuego y que la pertenencia -351- de su solar de las calles igualen y allanen so pena de veinte pesos de oro»73. Según esto la vivienda comenzó en Quito por un solar cercado de tapia, casa de morada que daba a la calle y una cocina aparte. Con el tiempo fue evolucionando el sentido de comodidad y edificándose las casas en función de vida doméstica. La Relación de 1573 describe el aspecto de Quito a los cuarenta, años de fundada. «La forma y traza con que se comenzó a edificar y trazar el pueblo, fue, que repartidos los solares a cada uno según su calidad, con los indios que les vinieron de paz, hicieron unas casas pequeñas de bahareque, cubiertas de paja. Ahora hay casas de buen edificio, porque habiendo sacado los cimientos dos y tres palmos encima de la tierra, hacen sus paredes de adobes con rajas de ladrillos a trechos para mayor fortaleza. Todas comúnmente tienen sus portadas de piedra y las cubiertas de teja. El pueblo tendría trescientas casas poco más o menos. Los edificios se van cada día acrecentando. Las casas de vecinos encomenderos tienen labrados comúnmente dos cuartos con su patio, huerta y corral; valdrán a tres y cuatro mil pesos poco más o menos»74. Por estos datos fehacientes, no es difícil señalar las características de la vivienda quiteña, que comenzó en el siglo XVI y se convirtió en tradicional durante la colonia: casa de uno o dos pisos con portón enmarcado en piedra; zaguán empedrado, a veces con listones de huesos, que conduce al patio central flanqueado con cuadro de columnas; el jardín o huerto y al fondo el corral. Con el tiempo ha evolucionado la urbe y cambiado, por lo mismo, el estilo primero de la vivienda. El aumento -352- progresivo de población ha subdividido los solares y obligado a levantar los edificios. La higiene ha suprido los corrales. La economía apenas permite compaginar con los zaguanes. Hasta se pone en duda la supervivencia de un estilo colonial en la arquitectura civil. Sin embargo, nadie puede negar la realidad, que a todo turista impresiona, a saber, el aspecto del Quito colonial. No es la soledad de una vivienda. Es el conjunto de un sector o barrio urbano, que consta del templo y emplazamiento conventual, en cuya contorno se apretujan casas desiguales, alineadas en calles angostas, con visión panorámica de las colinas y montes que rodean la ciudad. Sobre esos barrios han pasado los siglos y han dado pátina de antigüedad a cada uno de ellos e informado a todos juntos de un aire de evocación histórica. Quito es una ciudad con alma, alma que se delata en el topografía barroca dominada, en el estilo de la vivienda tradicional, en los tesoros

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artísticos que guardan templos y conventos, en el contorno montañoso que cierra el horizonte. Su mejor arquitecto ha sido el tiempo, cuya huella ha contribuido a dar personalidad a Quito, entre las ciudades de Hispanoamérica. Potajes Garcilazo describe y enumera los productos, que al indio le ofrecía la tierra. Ante todo el maíz, «el rey de la espigada tribu», la sara del Incario. Como producto casi espontáneo de estas Indias Occidentales brota del surco, cual insecto de alas verdes. A poco, apoyado en raíces dentadas, se yergue el tallo, ataviado a trechos de lustrosas hojas, que se corona en flor exótica, como ramillete polvoreado de oro. Con la floración -353- aparecen una o dos espigas a un costado del tallo, que se desarrollan dentro de un estuche de hojas. Choclo llama el indio al maíz alineado en la coronta, que vierte tierna leche nutricia y sirve de alimento sustancioso a niños y enfermos. No tarda en madurar el choclo y brindarse en masa densa para el humita de Garcilazo, el Choclotando de los quiteños y chumal de los azuayos. Con el otoño comienza a marchitarse el tallo y la granazón se endurece con el oro viejo de la sazón. El indio tiene ya la provisión para el mote y tostado, o la harina que se ofrece a variedad de potajes para la mesa más exigente, el tamal lojano, el chihuil quiteño. Durante el desarrollo ha podido el indio aprovechar del jugo de la caña y de las hojas para forraje. Después de la cosecha el tallo sirve para cercas y el maíz sometido a nacimiento artificial se convierte en la jora, que produce el vino, la azua de los indios, la chicha de los españoles. Con sobrada razón los indios habían establecido fiestas rituales al tiempo de la siembra, deshierba y deshoje del maíz. El juego de las mishas excitaba el entusiasmo de los cosecheros. Después del culto al Sol y al Inca, el maíz representaba el símbolo del culto doméstico. En las huacas y las tumbas se ha encontrado la mazorca natural y a veces el licor todavía fresco en ánforas funerarias. Junto al maíz y enredado en su tallo crecían algunos especies de frijoles, que los indios llamaban porotos y los usaban en sus guisados. Garcilazo menciona también el chocho y sobre todo la quínua, cuyas hojas semejantes al bledo, servían para cocidos y el grano para potajes y en algunas regiones reemplazaba al maíz en la confección, de las bebidas. En cuanto a raíces y tubérculos, la tierra producía la papa, que comían los indios cocida y asada. Garcilazo habla también del chuno, harina que se extrae de -354- la achira. Se daba, además, la oca, la yuca y el camote. Tampoco faltaban en la mesa de los indios varias especies de calabazas y sobre todo el ají, que condimentaba toda comida. Los indios aprovechaban, asimismo, de muchos frutos que se producían espontáneamente, de acuerdo con los climas. Entre ellos se enumeran el aguacate, la chirimoya, la piña, la papaya, la guayaba, el mamey, el capulí, la tuna, el taxo y la granadilla.

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Para completar el repertorio alimenticio fabricaban del maíz la chicha y utilizaban también el pulque. A la par del maíz, el penco fue la planta predilecta de los indios, para quienes la naturaleza descubrió sus secretos industriales. Desde luego, escalonado en cercas, señalaba los linderos de las propiedades. No tarda el penco en brindar su espina para aguja provista de filamento propio, para coser los costales y telas, que se confeccionan con sus fibras reducidas a jarcia. De sus hojas maduras el indio extrae la cabuya para atar los tallos secos del maíz o para enlazar el maderamen y la cubierta de sus chozas. Ahuecado el tronco surte del pulque, el sabroso chahuarmishqui, que endulza los potajes de la masa indiana. La madurez se delata en el chahuarquiru, de que se vale el indio para tejer sus balsas, armar sus escaleras o trabar la armazón de sus viviendas. Aun la hoja seca sirve de combustible y el tambor de su tronco de asiento acogedor. La Relación Anónima de 1575 enumera los árboles frutales que fueron transportados de España. Ellos fueron duraznos, naranjos, cidros, limas, higueras y granados. El dominico fray Tomás de Serlanga aclimató en América el plátano, que se convirtió en planta favorita de la Costa; y fray Jodoco Ricke fue el primero que hizo la siembra del trigo. Este cereal -355- junto con la cebada y el maíz constituyeran la base de la alimentación. El número 75 de la mencionada Relación añade: «Las legumbres y hortalizas que se dan en Quito son coles, nabos, lechugas, yerbabuenas, perejil, cebollas, culantros y ajos: todo lo cual produce la tierra más y mejor que en España y habas asimismo se dan y acelgas»75. En cuanto a los animales añade la Relación: «De la Nueva España se han llevado (a Quito) vacas, cabras, yeguas y puercos.» También se trajeron las gallinas. A base de estos productos naturales se organizaba la economía doméstica del pueblo ecuatoriano, que contaba para su alimento con el pan, la carne, los granos en general, las hortalizas y las frutas. Dentro de este régimen común de alimentación cabe anotar algunos platos típicos regionales y otros que corresponden a fiestas religiosas. En Quito es tradicional el locro, guisado compuesto de patatas divididas, que se cuecen sobre una sazón de queso y especerías. Los indios de Calderón y la Magdalena son los proveedores del chocho, que consume el pueblo. Las patatas en mezcla con el estómago de los rumiantes constituye el librillo, potaje sustancioso en la mesa de confianza. En Latacunga es comida folklórica el chugchucara, que es el cuero del puerco frito sin extraer la manteca. Los indios comen también la mazhca, en el Azuay machica, la harina de cebada sin mezcla de azúcar ni canela. En Riobamba es común el cauca, morocho a medio cocer, molido en piedra y fermentado, que se toma luego en colada dulce o salada. En el Azuay el mote constituye la base general de la alimentación del pueblo. Es el maíz cocido, sin sal -356- ni otro ingrediente alguno. En combinación con carne, tocino y longaniza forma el motepata, vianda imprescindible en carnestolendas. Bebida de uso general en el Azuay es el draque, porción de aguardiente que se toma mezclado con agua caliente y azúcar. En Loja es de uso común el repe, vianda compuesta de guineo verde cocido y amasado, que se prepara con leche, queso y mantequilla. En Ibarra abundan los nogales, que en Cuenca llaman togtes, con cuyo fruto se confeccionan

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las nogadas, blancas o prietas, según sea azúcar o raspadura el ingrediente principal. En la Costa es general la menestra, lenteja u otro grano molido, preparado en puré, que se sirve con arroz. En cuanto a los potajes que se usan popularmente en fechas del Calendario, hay unas que son generales a todas las provincias y otras características de alguna región. En carnaval es de rito en el Azuay el motepata y dulce de higos y en el Chimborazo y Tungurahua el jucho, cocimiento de capulíes con mezcla de peras y duraznos. En casi, todo el Ecuador en Jueves Santo se come la fanesca, mezcla de granos y legumbres, a base de leche y queso con condimento de pescado, sin carne ni tocino. Corpus se caracteriza por el champuz, mazamorra dulce y fermentada, a base de harina, con pimienta, maíz descortezado y hojas de naranja. Se toma generalmente frío. También se usa frío el rosero, bebida lechosa y amazamorrada proveniente de una mezcla de maíz cocido, con azúcar, con condimento de especias y alguna sustancia perfumante. El día de Difuntos no puede el pueblo prescindir de la mazamorra morada y de las huahuas de pan. En la Provincia del Pichincha, noviembre coincide con la maduración de los mortiños, que son los que dan el color a ese potaje del día de almas. En Loja el día de las almas usan el champuz de arroz, especie de rosero con agua de ámbar. -357- Navidad reclama en toda mesa los buñuelos, con roscones, bolas de maní, quesadillas y bizcochuelos. No hemos hecho sino indicar algunos potajes de uso folklórico. Hay muchos más que sirven de alimenta en cada región del Ecuador. Vestidos Cieza de León fue el primero que describió los vestidos que usaban los indios en las actuales Provincias del Ecuador, comenzando por los caranquis y concluyendo por los paltas. La Relación Anónima de 1573 anota en general: «El hábito que los indios tienen es una camiseta, sin mangas ancha de arriba como de abajo, los brazos y piernas descubiertos. Encima de la camiseta una manta cuadrada de vara y tres cuartas en largo; esta sirve de capa. El cabello largo tanto por delante como detrás y para poder ver sin que les embarace, atan un hilo a la cabeza en la cual meten el cabello»76. Más o menos en la misma forma describe el Cabildo de Quito en un informe oficial del 23 de enero de 1577. Dice así: «Andan los naturales vestidos en su antiguo y común traje: los varones con manta y camiseta y las mujeres con anaco y lliquida, que son unas mantas hechas de algodón. Traen las cabezas unos paños pequeños y pintados de algodón que llaman xoxonas y las mujeres los cabellos sueltos y tendidos muy negros, que los curan para que lo sean»77. -358- Cieza de León habla de los topos, prendedores que usaban las indias para ceñir al talle sus mantas de algodón. La Relación anónima completa las prendas de vestir aludiendo a los sombreros de lana de amplia falda, y a

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los alpargates . «Las joyas, añade, de que más se preciaban eran unos collarejos de moscas o chaquira de oro o de plata, o unas cuentas coloradillas o de hueso blanco, que ellas hacían y unos brazaletes de plata a manera de ajorcas.» El material de que confeccionaban los vestidos era de telas de algodón antes y de lana, a raíz de la conquista. No ha cambiado mayormente el estilo de vestido de los indios. Los hombres usan camisa y pantalón blancos, poncho de lana, sombrero faldón y alpargatas. Las indias continúan con el anaco, blusa de algodón con el cuello y puño bordados, manta o reboso de lana, collares y brazaletes. Los más caracterizados y tradicionalistas son los indios de Otavalo y Saraguro. En el Azuay se distingue por su elegancia la chola cuencana. Como falda usa sobre el centro, el bolsicón de paño, con el extremo bordado a colores y la blusa o pollera también bordadas con primor. Se cubre luego con el paño o macana, tejida de algodón con abundante filamento a los extremos para dar ocasión a caprichosos amarrados. Los españoles, a raíz de la conquista, introdujeron el estilo de vestir a uso entonces en la Madre Patria. Por los aranceles señalados a los sastres por el Cabildo, se puede describir el repertorio de vestidos que se comenzaron a usar en Quito. Ante todo la capa española, que se impuso como moda en Europa durante el siglo XVI. Las Actas hablan de capa de paño, negra o de color, y de capa guarnecida con pasamanos o ribetones o fajas. Menciona luego la casaca de paño o -359- terciopelo, sencilla o adornada. También indica el jubón, de raso o terciopelo, especie de casaca mas carta. con faldones pequeños y mangas estrechas. Prenda de uso corriente era asimismo la chamarra, saco ancho que se hacía de paño, terciopelo o raso y la chamarra francesa, forrada de terciopelo y adornada. En cuanto a los calzones, se enumeran los precios por la variedad de hechuras, desde el estilo simple con cintas sencillas, hasta el de terciopelo y seda, con alemanas acuchilladas y con forro de terciopelo y de satín bajo el paño picado. Por lo que mira a zapatos, se señala arancel por la hechura de calzas llanas aforradas, con pestañas o pespuntes, con forro de terciopelo o raso; de calzas alemanas acuchilladas y de medias calzas de paño. Finalmente la gorra y caperuza de terciopelo. Respecto al vestido en las mujeres, no constan detalles en las Actas. Simplemente se señala el arancel, «por una saya de mujer, de cualquier color, paño o seda, guarnecida, tres pesos, y llana dos pesos, y si llevare más obra, tres pesos.» La falta de datos descriptivos de la evolución de la forma de vestir se suple con la representación artística. En el Museo de San Francisco se exhibe una tabla en que se halla pintado un desfile procesional de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Ahí se representan fieles de uno y otro sexo, vestidos al uso del siglo XVII. Además, en los Nacimientos abundan las figuras con los vestidos típicos de los siglos XVII y XVIII. En el Museo de América de Madrid hay una colección de lienzos, pintados por Vicente Albán, que representan el estilo de vestir de fines del siglo XVIII. -360- En este ensayo descriptivo del folklore ecuatoriano, no hemos hecho sino destacar algunas de las costumbres de nuestro pueblo, señalando su procedencia histórica. No hay provincia que no cuente con usos y

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costumbres peculiares, que conserva el pueblo con afectuosa, tenacidad. Ojalá que este esquema descriptivo estimule a los aficionados a completar este aspecto interesante de la historia nacional. -[361]- Apéndice Debemos a la gentileza del señor Jacinto Jijón y Caamaño el préstamo del texto original del TRATADO DE PINTURA, que recopiló Don Manuel Samaniego, cuya caligrafía se echa de ver en las últimas páginas del manuscrito. La publicación de este opúsculo facilitará a las lectores la comprensión de las notas características de la Pintura Quiteña Colonial. Nota del seleccionador Tratado de pintura por Manuel Samaniego -[362]- -363- Capítulo I Trátase de las medidas y compases del cuerpo humano Las medidas del varón de 30 años, es muy conforme a razón numerarlas, porque hasta los 21 años crece el hombre en altura, y no pasa de allí, por que lo demás ensancha cuanto a la planta del pie, coronilla de cabeza, tanto hay extendiendo los brazos de la punta del dedo de en medio, de la una mano al mismo, dedo de la otra. El rostro desde la barba o hasta lo alta de la frente, que es el nacimiento del cabello es la décima parte de su cuerpo; la mano desde la muñeca al fin del dedo de en medio tiene ese rostro. El medio, y centro del cuerpo es el ombligo, porque poniendo el compás en el centro de dicho ombligo, y haciendo un círculo, topará en la punta de los más largos dedos de las manos; y en los pies y cabeza igual altura y anchura.

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-364- Capítulo II Diez rostros tiene el hombre más gallardo Juan de Arce y Céspedes La cabeza por la frontera se divide su altura en Cabeza 4/3: el uno desde la superficie del casco hasta el fin del cabello de la frente; el 2.º, desde el cabello al principio de la nariz y cejas; el 3.º, todo el largo de la nariz y el 4.º, desde el fin de la nariz al de la barba. El de la frente es señal de la sabiduría, el de la nariz, de la hermosura y el de la barba, de la bondad. Danse al cuello de largo, desde la barba al hoyo que hace el fin de él dos tercios. El 1.º, desde la barba a la nuez; y el otro, de la nuez al hoyo. Su anchura es dando una línea a plomo por medio del rostro; desde esta línea al fin del ojo hay un tercio; desde el fin del ojo hay un tercio, desde el fin del ojo, al oído, la mitad de un tercio; desde el oído al vuelo de la oreja, la cuarta parte de un tercio. El cuello tiene de anchura dos tercios. Estas medidas están consideradas con lo que escorza el rostro estando frontero. Pero midiendo más menudamente tiene el ojo de altura medio tercio y de anchura otro tanto. El tercio del fin de la nariz al de la barba, dividido en tres partes, se da una de ellas; de la nariz a la abertura de la boca, otra; de la abertura de la boca al hoyo de donde comienza a señalar la barba; y otra, al fin de la barba. El largo de la boca tiene lo que hay del fin de la barba a la abertura y división de los labios; desde el lagrimal del ojo hasta el fin de la ventana de la nariz hay la misma medida. Otra medida hay partiendo el tercio de la nariz en dos partes, da la una a la altura del ojo y la otra de allí a la -365- ventana de la nariz, al fin del perfil redondo del colodrillo, que sale más de la cabeza al cuarto tercio de la anchura. El principio de la nariz por lo alto, que es el entrecejo y también la barba, se retiran a dentro, la nariz menos de medio tercio y la barba más de medio tercio. Desde la punta de la nariz al fin del perfil de afuera de la oreja hay un rostro, que son tres tercios, y de ese mismo principio al nacimiento del pelo (como queda dicho), hay otro tercio; y otro, desde el perfil de afuera de la barba, por debajo, hasta la nuez del cuello. Tiene el cuello por un lado de anchura dos tercios, y a lo largo un rostro, desde la oreja al hoyo del mismo cuello. Desde el cabello de la sien al entrecejo, hay un tercio y medio; desde el redondo que hace la ventana de la nariz hasta el nacimiento de la oreja hay otro tercio y medio de anchura. Tiene de altura la cabeza desde la superficie alta del casco al fin del colodrillo un rostro, que son tres tercios, tiene de ancho otro rostro y vuela la oreja afuera la tercera parte de un tercio. Tiene de largo el cuello desde el colodrillo al principio de los hombros, dos tercios, y otros dos tercios de ancho por la parte más delgada. Pongo esta otra medida en forma de cruz, que son dos líneas iguales, una

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recta atravesada y otra perpendicular y cada cual tiene en sus fines dos puntos, y uno en medio y serán estas líneas del largo que se quisiere dar a la figura. Del punto más alto de la línea perpendicular comenzará la superficie de la cabeza, y de ahí al de en medio, sobre la parte natural, será la mitad de su altura, y desde ahí al punto último donde planta la otra mitad. Luego a la parte derecha del fin de la línea recta al punto del medio, que será el hoyuelo de la garganta. La otra mitad, el otro lado contiene otro tanto, y cada mitad de estas cuatro tiene cinco rostros, -366- cuatro en cada brazo y dos en los pechos, que es lo mismo de altura y de anchura con lo cual queda cabal. De lo más alto de la cabeza y superficie del casco, estando la figura derecha, a la punta de la nariz, se da un rostro, y del fin de la nariz al hoyo del cuello se da el segundo, y de ahí a la boca del estómago el tercero, y de allí al ombligo, el cuarto, de allí al principio de la parte natural, el quinto; esta es la mitad de su altura, y desde allí hasta la punta del pie los otros dos ocupa de ellos un tercio. La altura del pie desde el fin de los dedos a lo bajo del tobillo. El ancho de esta figura por los hombros son dos rostros. Por la cintura, un rostro, y un tercio, y por la cadera y nacimiento de las piernas tiene de ancho un rostro y dos tercios. Cada muslo en su nacimiento tiene dos tercios y medio de ancho, y por el medio, donde se ciñe el largo, tiene de ancho dos tercios; tiene por encima de la rodilla menos de medio rostro, y el mismo ancho por medio de la rodilla. Por lo ceñido de bajo de la rodilla, donde comienza la pierna tiene de ancho tercio y medio. Por lo ancho de la pantorrilla, medio rostro, y por el fin de ella poco menos de tercio y medio; por medio del tobillo tiene de ancho un tercio y por lo ceñido de la garganta del pie, la mitad de medio rostro. El pie frontero plantado tiene de ancho un tercio y medio. El brazo frontero desde su nacimiento tiene tercia parte de tercio más abajo del hombro, hasta el fin del dedo más largo tiene cuatro rostros uno a la mano y tres al brazo. De la muñeca de la mano a la sangradera hay un rostro y un tercio; desde la sangradera a lo alto del brazo un rostro y dos tercios. Tiene de ancho el brazo desde el hombro hasta donde comienza el perfil, que es la parte más ancha de él, dos tercios; y por el principio del molledo poco más de un tercio; por lo más ceñido, antes de la sangradera, tiene un tercio y la tercia parte de otro. -367- El largo de la mano, que tiene un rostro medido por menor, tiene desde el nacimiento de la muñeca hasta el nacimiento del dedo de en medio, medio rostro, y otro medio a la punta de dicho dedo. Tiene de ancho por lo más el nacimiento de los dedos tercio y medio. Estos mismos tres tamaños tiene la mano por la parte de afuera. Comenzando por el dedo pulgar, este ocupa la mitad del espacio del dedo, que señala antes de llegar a la coyuntura baja de en medio; el que señala llega a ocupar pasado de la coyuntura alta del dedo de enmedio, más de la mitad de su cabeza. El de los anillos llega al de en medio pasado de la coyuntura última de tres partes; las dos de su cabeza, dejando libre la cantidad de la uña. El menor pasa poco más arriba de la coyuntura última del de los anillos, dejando libre lo demás de la cabeza.

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Por la parte de afuera llega la cabeza del dedo pulgar cerca de la coyuntura de en medio del dedo, que señala, que está junto con él, y el fin del dedo que señala llega casi hasta el nacimiento y principio de la uña del dedo de en medio. El dedo de los anillos, llega su fin a la mitad de la uña del dedo de en medio. El dedo menor llega a rematar a la mitad de la última coyuntura del dedo de los anillos. La mano por lado, por lo más ancho tiene de grueso un tercio. Por lo más ancho de los pechos y espalda tiene cuatro tercios que es una cabeza. Por lo más abajo de los pechos, la cintura tiene de ancho perfil un rostro, por la parte del ombligo y principio del franco, otro tanto. Tiene de ancho desde el nacimiento y principio de la parte natural a lo más alto del perfil del asiento un rostro y la tercia parte de un tercio; tiene -368- de ancho por el principio del muslo, y fin del asiento, dos tercios y medio. Por encima de la rodilla tiene de ancho dos tercios y por medio de la rodilla tiene de ancho dos tercios, poco menos. Por lo más ancho de la espinilla y pantorrilla tiene de ancho dos tercios y por el fin de la pantorrilla, un tercio y medio; por lo ceñido de la pierna tiene poco más de un tercio de ancho. El largo del pie ha de ser de un rostro y un tercio que es una cabeza, o ha de ser la séptima parte de la altura de la figura. Los dedos guardan este orden: el dedo menor, acaba donde comienza el pulgar, el que está junto a él acaba donde comienza la coyuntura del pulgar. El de en medio acaba en el principio de la uña del dedo más largo. El largo tiene poco más que el pulgar y a veces es igual con él; y el pulgar tiene de largo poco menos de un tercio. Tiene el brazo por lo más de ancho del hombro dos tercios. Por el principio del molledo tiene tercio y medio. Por la sangradera y principio del codo, poco más de un tercio y, por el ancho debajo de la sangradera tiene un tercio y la tercia parte de otro. Por la muñeca tiene de ancho de las tres partes de un tercio. Las dos, y la mano por lo más ancho tiene un tercio. Las medidas de la espalda. La mitad de la altura de este varón es desde la superficie del casco al estantino y la otra de allí a la planta, porque la cabeza y cuello es la medida, por el colodrillo. Desde donde comienzan los hombros hasta el fin de las paletillas hay un rostro, y desde allí al fin de los lomos hay otro rostro; y la tercia parte de un tercio desde el fin de los lomos, al principio y nacimiento del asiento hay medio rostro. Desde allí ocupa todo el asiento hasta el fin de él, un rostro y la tercia parte de un tercio; desde el fin del asiento a la corva, que es el largo del muslo, hay rostro y medio -369- y un tercio; y desde allí al fin de la pantorrilla, hay un rostro y la tercia parte de un tercio; desde el fin de la pantorrilla hasta pasados los tobillos al principio del carcañal78 hay otro tanto; y desde allí al fin de la planta, hay un tercio. Las medidas del largo y ancho del brazo por el codo se hallarán en las del frontero y de lado. Tiene de altura nueve rostros. Los dos comenzando de la superficie del casco acaban en el hoyo del cuello. El cuello es algo más corto; y desde allí al fin de los pechos hay un rostro; robusto desde el fin de los pechos, y más abajo del ombligo y principio del franco, hay otro rostro; y desde allí al fin de la parte natural otro; y de esta parte a lo ceñida de

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la pantorrilla, debajo de la rodilla hay otros dos rostros, y de allí a las plantas otros dos; la altura del pie un tercio. Por el nacimiento de los brazos es un rostro y de dos tercios, y para lo más ancho de los hombros dos rostros y un tercio y la tercia parte de otro. Por el nacimiento de los pechos, un rostro y dos tercios y poco menos de la cintura; por el principio del franco dos rostros menos medio tercio. Por el nacimiento de los muslos dos rostros. Por el fin de los testículos, tiene cada muslo un rostro, por medio de la rodilla tiene poco menos de dos tercios de ancho; por lo más ancho de las pantorrillas, tiene de ancho dos tercios. Por lo ceñido de la pierna y fin de la pantorrilla tiene tercio y medio, por medio de los tobillos algo más de un tercio. La anchura del pie plantado por los dedos tiene poco más de dos tercios. El brazo tiene de largo, desde el nacimiento del hombro hasta el remate del dedo más largo, tres rostros y dos tercios; el uno se da al largo de la mano; desde allí a la sangradera, el otro -370- rostro y dos partes de un tercio; y de allí al nacimiento del hombro un rostro, un tercio; y la tercia parte de otro. Tiene por debajo de los pechos, medio rostro de ancho el brazo en su nacimiento. Por lo ceñido, más arriba de la sangradera, poco menos de medio rostro; por lo más ancho, abajo de la sangradera, tercio y medio de ancho; por la muñeca tiene un tercio. El ancho de la mano, ya está dicha arriba en las medidas del varón de treinta años. Pero aquí es más de tercio y medio. Esta figura robusta por lado, es su altura la misma de la figura frontera y contiene las mismas medidas y así bastará describir su anchura menos la cabeza. La anchura de la garganta, por debajo de la barba tiene dos tercios y por el hoyo del cuello y principio de la espalda tiene de ancho dos tercios y medio. Por medio de los pechos y perfil de la espalda tiene de ancho una cabeza y son cuatro tercios. Por debajo de los pechos y fin de la espaldilla tiene otros cuatro tercios; por la cintura tiene tres tercios y medio. Desde el nacimiento de la parte natural y perfil del asiento tiene cuatro tercios; por el fin del asiento y nacimiento del muslo tiene de ancho un rostro y la primera parte de un tercio. Por lo más ancho del muslo tiene lo mismo. Desde el nacimiento de la rodilla y principio de la corva tiene dos tercios y la cuarta parte de otro; por el fin de la rodilla y principia de la pantorrilla, tiene dos tercios; por lo ceñido, debajo de dicha pantorrilla y la espinilla, tiene otros dos tercios; por la garganta del pie tiene de ancho tercio y medio. La largura del pie por lado, que es un rostro y un tercio; y la razón de la de distribución de los dedos la remitimos a la proporción del varón antes de ésta. Desde el fin del cuello y lo más alta del hombro hasta donde comienza el cuerpo al dividirse de los brazos, de alto hay tres tercios y medio. Y por que la anchura de esta parte no se ve en la -371- figura frontera la refiero aquí, son dos rostros cabales; y prosiguiendo por lo alto, desde la parte referida en que se dividen los brazos del cuerpo hasta el principio del asiento y perfil alto de él, hay tres tercios y medio. Desde allí al fin del asiento donde comienza el muslo tiene tres tercios y la tercia parte de uno. Desde aquí al medio de la corva, hay cuatro tercios y otras dos partes de tres del tercio, y de allí a la planta del pie hay dos rostros y un tercio que es la altura del carcañal. Por la otra está dicha

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la medida por todas partes de la mano. Las partes de la hermosura y belleza corporal, que resplandece principalmente en la mujer son tres: integridad de miembros, proporción en todas partes, hermoso y agradable color, (Aristóteles). No ha de ser el cuerpo pequeño sino de conveniente gentileza, algo menos que el varón. El color no sea muy blanco ni muy rojo sino del color de rosa. La tez con lustre y claridad. Por la parte frontera tiene de alto once rostros menos medio tercio y dando las dos a la cabeza y cuello porque no se han de repetir aquí sus medidas, que dan desde el hoyo de la garganta a las plantas, los nueve menos medio tercio. La mitad de su altura es donde acaba el perfil del vientre, sobre la parte natural, poco más abajo del principio del muslo; y la otra mitad desde allí a la planta. Y su altura; por menor, habiendo dado los dos rostros a cabeza y cuello, se da el tercio desde el hoyo dicho a la boca del estómago, entre los pechos, medio tercio más abajo, del nacimiento de ellos, y bajando desde allí acaba el cuarto rostro medio tercio más arriba de la cintura. El quinto, de aquí viene a parar justamente al ombligo, y el otro medio, al vientre frontero del ancho de las caderas. Desde aquí, poco más abajo del fin de la parte natural y principio del muslo, es el sexto rostro; y de aquí a lo ceñido de la mitad del muslo es el rostro séptimo; llega el -372- octavo hasta poco más arriba del medio de la rodilla; y el noveno más arriba del fin de la pantorrilla; el décimo no llega a lo más ceñido de la pierna, y el onceno, menos medio tercio; y de allí a la planta de éste ocupa la altura del empeine del pie frontero; hasta el principio del tobillo, un tercio, y ésta es justamente su altura. La anchura es en esta manera: dejando la cabeza mirada la frontera por los hombros y nacimiento de los brazos, hay del perfil de afuera del uno al otro de ancho dos rostros y medio frontera tercio, por más abajo del perfil; de afuera del molledo enfrente del nacimiento de los pechos tiene dos rostros y medio de ancho. Por el nacimiento de los pechos, debajo de los sobacos, sin los brazos, tiene el cuerpo de ancho rostro y medio y la tercia parte de un tercio. Los pechos tienen cada uno de ancho la mitad de la cabeza y entre el uno y el otro hay medio tercio y la cuarta parte de otro. Por lo ceñido de la cintura tiene de ancho una cabeza y un tercio. Por lo ancho de la cadera o nacimiento de los muslos, es su anchura dos rostros y un tercio por debajo de la parte natural y lo más ancho del muslo; tiene cada una de ancho un rostro y la tercia parte de un tercio; por medio del muslo, donde se ciñe la mitad de su perfil, hay de ancho un rostro menos la cuarta parte de un tercio. Por encima de la rodilla y remate del muslo, hay poco más de media cabeza de ancho. Por debajo de la rodilla y principio de la pierna hay media cabeza justa. Por lo ancho de la pantorrilla, hay algo más de media cabeza. Por lo ceñido de la pierna sobre el tobillo, hay un tercio de ancho y por el tobillo poco menos. El pie frontero plantado tiene otra media cabeza, que son dos tercios de ancho. El largo del brazo frontero desde su nacimiento y perfil del hombro hasta el remate del dedo más largo tiene cuatro rostros y un tercio. Repártense de esa suerte: el uno se da al largo -373- de la mano, uno y medio y un tercio de la sangradera al hombro y supuesto que esto es lo seguido,

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dice el autor que es mejor que la mano de la mujer sea más pequeña, especialmente en las Vírgenes, quitándole medio tercio de largo y dándole eso más al brazo. Tiene de anchura el brazo frontero, por el nacimiento de los pechos y molledo, medio rostro; por lo ceñido arriba de la sangradera tiene un tercio y la cuarta parte de otro, y por lo más ancho abajo de la sangradera poco más de medio rostro. Por la muñeca tiene un tercio de ancho. La mano tiene medio rostro por lo más ancho; y si se da un rostro de largo, el medio ocupa el dedo más largo y el otro medio la palma hasta la muñeca, y si como he dicho se hace más pequeña, se le darán las dos partes al largo y la una al ancho. La primera medida del ancho, desde el hoyo de la garganta al principio de la espalda que le corresponde, es medio rostro y un tercio. Por encima del hombro, del pecho a la espalda, de ancho poco más de un rostro. Desde el nacimiento de los pechos a lo más relevado del perfil de la espalda, hay una cabeza de ancho; por debajo de los pechos al perfil que le corresponde de la espalda, es el ancho rostro y medio tercio. Por lo ceñido de la cintura y fin de los lomos; tiene de ancho poco más de un rostro. Y de más abajo del ombligo a la espalda tiene de ancho poco menos de una cabeza. Por lo más relevado del vientre al perfil del asiento tiene de ancho una cabeza y medio rostro. Por encima de la parte natural, donde acaba el perfil del vientre, a lo más relevado del asiento tiene una cabeza y un tercio de ancho. Debajo del asiento a la más relevada del principio del muslo tiene de ancho una cabeza menos la tercia parte de un tercio. Por medio del muslo tiene de ancho un rostro. Por encima de la rodilla al principio de la corva tiene de ancho poco menos de media cabeza. Por medio de la rodilla tiene media -374- cabeza de ancho. Por el fin de la rodilla y principio de la pantorrilla hay otro tanto. Por el fin de la pantorrilla otra media cabeza. Por lo ceñido de la pierna sobre el tobillo tiene de ancho medio rostro. El largo del pie de lado ha de tener una cabeza, o la séptima parte de la altura de esta figura como dijimos en el del varón de treinta años y por el mismo irán los dedos. El brazo de lado por haberse dicho en el frontero, su largura trataremos de su ancho. Por lo alto del hombro de ancho media cabeza. Por el nacimiento del molledo tiene de ancho medio rostro y la tercia parte de un tercio. Por lo más relevado del molledo tiene media cabeza de ancho. Por lo ceñido de la sangradera al codo hay de ancho un tercio y la cuarta parte del otro. Por lo más ancho abajo de la sangradera en la tabla del brazo tiene medio rostro de ancho. Por donde se ciñe el perfil más abajo y comienza la muñeca tiene de ancho un tercio. Y por la muñeca y nacimiento de la mano tiene medio tercio y la tercia parte de otro. Por lo más ancho de la mano de lado hay un tercio. Las demás medidas dice en el frontero. El último perfil y vista de esta figura es por la espalda; tiene la misma altura que las otras dos que se han dicho, que son once rostros menos medio tercio. La mitad de su altura es desde la superficie del casco, a la mitad y división del asiento. Y la otra, de allí a las plantas, y por que di razón, hay de la medida de cabeza y cuello. Trato de lo dicho, además, desde donde comienzan los hombros hasta el fin de la paletilla tiene una cabeza y la tercia parte de un tercio. Y de ancho, rostro y medio tercio.

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Y desde allí al fin de los lomos, poco más abajo de la cintura, hay una cabeza de alto. Lo ancho de la cintura está ya dicho en la figura frontera. Del fin de los lomos a lo alto del perfil del asiento hay medio rostro. Tiene todo el asiento de alto -375- en cada mitad una cabeza y medio tercio. Desde el fin del asiento a la mitad de la corva que contiene todo el muslo hay dos rostros de largo, menos la primera parte de un tercio. Y desde allí a la planta hay dos cabezas y la primera parte de un tercio, ocupa de esta medida. El carcañal, un tercio de alto y otro de ancho. Todos los demás anchos y largos de cuerpo, brazo y mano, están ya repetidos en la figura frontera.

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