Algo Raro Esta Pasando Dodo

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recopilación de cuentos de ramón qu 2011

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3algo raro está pasando

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© ramón qu© ed barrio, Santander 2010

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ALGO RARO ESTÁ PASANDO Ramón Qu

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algo raro está pasando ...............................................9aquí ..........................................................................11como por arte de magia ...........................................19de película ...............................................................21comunicado interno .................................................27tiempo de descuento ................................................29zapatos de piel de napa ...........................................37una humilde cebolla ................................................39la mirada más triste .................................................43puntos de vista ........................................................51el acantilado ............................................................53el viejo reloj del salón ............................................55cuestión de años ......................................................63el cuarto b ................................................................65ni por esas ...............................................................77la bondad de la banca .............................................79¡vaya usted a saber por qué! ...................................93casi un cuento ..........................................................95fotos .......................................................................101cuestión de amigos ................................................103el alcalde ................................................................107mi experiencia más importante de este verano ......123una receta ...............................................................127ellos ........................................................................131

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“De niño me tropecé con el misterioy comencé a coleccionar palabras.

De joven me tropecé con la palabray comencé a coleccionar misterios

De mayor soy esa colección perpleja de tropiezos, misterios y palabras”

(Ricardo Uriarte)

ALGO RARO ESTÁ PASANDO

Estoy desconcertado, os lo juro, sumamente desconcertado. Y preocupado, muy preocupado.

Por eso os escribo. Porque la cosa es grave, en extremo grave. O al menos yo lo creo así. Os lo cuento. El otro día, no recuerdo si fue ayer, antesdeayer o mañana, decidí salir a la calle. Y lo hice. Salté de la cama, me puse las playeras rotas, me embutí los vaqueros y la camisa de leñador, cerré la puerta de un buen portazo, bajé las escaleras de tres en tres (bueno, de dos en dos; de tres en tres lo hacía de niño) y, tras detenerme unos segundos en el portal, me lancé a la calle. ¡Vaya sorpresa me llevé! Yo esperaba encontrarme casas, gentes, coches, perros, algún bar y algún comercio… pues de eso ¡nada de nada! No había casas, ni gentes, ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo

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había casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. ¿No os lo creéis? Pues os lo juro y os lo repito: no había casas, ni gentes, ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. Os podéis imaginar el susto que me llevé. No soy valiente, tampoco audaz y mis piernas flaquean a la menor amenaza, por lo que me di la media vuelta, me metí en el portal más pálido que las baldosas y subí las escaleras de tres en tres (esta vez sí, palabra) No terminaron ahí mis cuitas ¡qué más hubiese querido yo! Porque, mientras subía las escaleras de tres en tres y con el corazón a punto de reventarme el pecho, yo anhelaba reencontrarme con mi cocina llena de platos sucios, mi radio siempre encendida, mi biblioteca repleta de libros, mi cama deshecha, y ¿qué creéis que me encontré cuando con un suspiro de alivio entré en casa? Exacto, lo habéis adivinado. Ni rastro de mi cocina llena de platos sucios, ni de mi radio siempre encendida, ni de mi biblioteca repleta de libros, ni de mi cama deshecha. En su lugar, sólo había una cocina llena de platos sucios, una radio encendida, una biblioteca repleta de libros y una cama deshecha. Di un grito y corrí como un loco a un rincón. Y allí me quedé acurrucado durante horas, hasta que ayer o antesdeayer o mañana, no recuerdo bien, me levanté de un salto y me senté al ordenador para contaros mi experiencia. ¿Comprendéis ahora por qué estoy desconcertado y preocupado?, ¿os ha pasado a vosotros algo parecido? Contestadme, por favor ¿No os parece que algo raro, muy raro, está pasando?

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11AQUÍ

Era el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que

llegué, mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”. Pero yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el traslado había durado toda la noche y no había pegado ojo. Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba muy cansado y me senté en las gradas de cemento que forman un semicírculo de unos tres metros de altura y diez metros de diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo. No había una sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a bajar los ojos; pero el suelo reverberaba, y entonces no sabías donde mirar y tenías que cerrar los párpados. Los hombres, en grupos o solos, en el polvo o en las gradas, parecían piedras arrojadas de cualquier

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manera. Yo no paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la cara con las manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba despacio, interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al sol en lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi cerebro. Y allí, todo se me hizo negro.

Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre las gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al punto, pero una mano sarmentosa se posó en mi hombro y me lo impidió.

–¡Despacio, despacio!Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo me

miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía un rostro alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños, nariz ganchuda y boca fina. Su mentón parecía la punta de un zapato. Me sonreía, pero no con la boca o la mirada, sino con el mar de arrugas que era su cara. Entonces me di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos buscaron el cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa teñía el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando logré sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella luz: un trozo del horizonte parecía envuelto en llamas. El viejo me ofreció un cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la boca. La mano sarmentosa encendió un fósforo y lo acercó a la punta del cigarrillo. Chupé y sentí el golpe caliente del humo. Era asqueroso aquel repentino ardor en la boca reseca, sin embargo volví a chupar con fruición. Fumamos en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla al suelo y la pisé.

–No deberías fumar así –dijo entonces el viejo.–¿Así?, ¿cómo? –pregunté sorprendido.El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía

por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba poco a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra calada. Entonces dejó caer la colilla y me contestó:

–Tan rápido y pisando una colilla tan grande.–Yo fumo como quiero –fanfarroneé.El viejo resopló y dijo:–No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se nota a la

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legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo… No, no te irrites. Aquí no hay sudor que no huela a miedo. Y te daría igual ser un tipo duro, en unos días sudarías miedo como todos. Lo del cigarrillo era un ejemplo. Sólo quería decirte que ha llegado la hora.

–¡¿La hora?! ¿La hora de qué?Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me lo

tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a resoplar y me advirtió con tono solemne:

–Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás cuenta de que es la única manera.

–¡¿La única manera?! –logré articular aún entre risas– Pero si eso es imposible… imposible y absurdo. Además, ¡ni siquiera hay!

–Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? –Aspiró con fuerza, como si quisiera meterse en los pulmones hasta el último gramo de aquel aire polvoriento y caliente– Está escondido.

–¿Escondido?–Sí, escondido.–¿Dónde?–En todos los lados, entre los dedos del aire.Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento tuve la

certeza de habérmelas con un loco. El viejo no pareció percatarse ni de mi mirada, ni de mi movimiento. Y si lo hizo no les dio la menor importancia. Simplemente siguió hablando con el tono cansado de quien se ve obligado a explicar lo evidente:

–Cuando llegué aquí yo también me reí cuando me lo dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado que estaba y, al final… –se interrumpió durante unos segundos; luego añadió, señalando con un movimiento casi imperceptible–: Mira a ese tipo. Es el que mejor lo hace. Si hay alguien que pueda lograrlo es él.

Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había en sus facciones que destacara o transmitiese algún tipo de excelencia: una cara mofletuda, unos ojos pequeños, una nariz ancha, una boca de labios gruesos y una barbilla breve, casi engullida por la

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papada. Me pareció una especie de huevo con palotes a modo de patas y brazos, y nada me habría extrañado que se hubiese abierto de repente para dar salida a un lechón sonrosado. No sin cierta ironía pregunté:

–Y de lograrlo, ¿qué pasaría?–¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo el

mundo quiere que pase.–¿Te refieres…?–¿A qué me voy a referir si no? –me cortó con

impaciencia. Ya más calmado, añadió: –Lograrlo es muy difícil, algunos como tú dicen que imposible. De hecho, aquí nadie recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo ya soy muy viejo y nunca lo lograré, pero si hay alguien que pueda es él. De eso no te quepa la menor duda. Y lo logrará cualquier día; mañana, pasado, dentro de un año o de veinte, incluso, ¿por qué no?, ahora mismo, pero tarde o temprano lo verá, y entonces…

–¿Lo has hablado con él? –volví a preguntar. Esta vez interesado a mi pesar.

–¡¿Para qué?! –exclamó, agitando las manos sarmentosas en el aire –Él nunca habla; aquí nadie habla.

–Tú has hablado conmigo.–¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos les

hablo una única vez para advertirlos. –¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás a

hablar conmigo?–Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por eso

grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y trata de aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la única manera de que aquí el tiempo no te pudra por dentro y lleguen los buitres.

–¿Los buitres?–Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos, muy

lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres… El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas

preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas y se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos estaban inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado frente a sí. Y

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no sólo ellos. Algunos de los hombres que se desparramaban por el recinto hacían lo mismo. No todos. La mayoría parecía no hacer nada. Sentados, tumbados o de pie tenían la vista en el polvo. El incendio del horizonte se iba extinguiendo poco a poco en una oscuridad progresiva. Nubes bajas fueron cubriendo el cielo como la tapa de un ataúd. El silencio era completo. La tierra exhalaba el calor retenido durante el día. El punto hacia donde miraban era tan negro como cualquier otro. Sonó la hora de ir a dentro. En una única fila, como hormigas, fuimos entrando.

Desde aquel día, todos los días fueron el mismo día. Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba rastros de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera tibia pronto desaparecía y, más que un alivio del que se podía gozar, era como un malévolo recordatorio de lo que habías perdido para siempre. Porque enseguida llegaba el sol. El sol aplastando la tierra con su enorme presencia, secando el aire con aliento de horno, golpeando sobre nuestras cabezas, penetrando en el cerebro, agrietando la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el incendio en el horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las cosas, las nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba como la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas. Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día…

Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía y bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una forma de escapar. Pero pronto comprobé la completa inutilidad de mis esfuerzos: aquí no hay salidas, ni entradas, sólo está la llanura, polvorienta y sin una brizna de vegetación, que se extiende por todos los lados, mucho más allá de lo que puede abarcar la vista. Innumerables veces traté de reanudar mi charla con el viejo. Me acercaba a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba a zarandearlo. Era inútil. No me contestaba, no me miraba, como si no existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a los que me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto tiempo duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses o años. No

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lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar, que de hecho me estaba acabando. Y sin duda así habría ocurrido, si no llega a ser porque una mañana, poco después de que nos sacaran, noté que el viejo no estaba entre nosotros. No di importancia a su ausencia. En realidad, nada, ni nadie me importaban. Aún quedaban restos de tibieza en el aire cuando descubrí, lejos, muy lejos, puntos que se desplazaban en el cielo. Al pronto no supe muy bien que podrían ser, pero no tardé en imaginar que eran. Grité, señalé, traté de llamar la atención del resto de los hombres. Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los puntos que seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo hizo no dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba hacia lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi conciencia se adormeció en la negrura; reí hasta que de pronto comencé a sentir que un pitido taladraba mis oídos. No hice caso y creí seguir riendo ovillado en el polvo. Sin embargo, el pitido, agudo e interminable, no tardó en verse acompañado de unos golpes como de martillo en las sienes. Al principio leves, fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta el punto que temí que mi cráneo se partiese en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé las manos a la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo; pero los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban en mi cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y el corazón latía desbocado. Imágenes de tacto arenoso bailaban por dentro de mis párpados cerrados; se estiraban y se encogían, se retorcían y fragmentaban en un fondo de sangre y entre destellos blancos. Eran buitres, decenas de monstruosos buitres. Algo dentro de mí se rebeló y me puse en pie de un salto. Sudoroso, jadeante, temblando, me vi en medio del atardecer. Busqué con los ojos al hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí estaba, junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Fue en aquel momento cuando me acerqué a él y comencé a imitarlo. Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer, sino también el

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siguiente y el siguiente y el siguiente, por un tiempo del que mi memoria no guarda medida. Nunca logré ver otra cosa que el progresivo avance de las tinieblas y las nubes bajas, cayendo sobre nosotros como la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella repetida visión de nada no disminuyó un ápice mi necesidad de intentarlo cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó, como si se alimentara y creciese con la repetición del fracaso. Los días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo ya no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día ovillado en el polvo o en las gradas, esperando y deseando el fin. Ahora, mientras el sol recorría lentamente el cielo haciendo suyas todas las cosas, yo pensaba que ya no era de él, que ya había vuelto a pertenecerme a mí mismo, que, en cuanto llegase el atardecer, lo volvería a intentar y, ¡esta vez, sí!, lo lograría.

Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo diario, dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor lo hacía, cuando oí un grito a mis espaldas. Aquello era extraordinario, así que alarmado me giré y busqué el origen del grito. Era uno de los que también miraban. Señalaba a las gradas. Miré en la dirección indicada. Yo estaba algo alejado, pero podía imaginar lo que tantas veces había visto: el hombre que mejor lo hacía. Llevaba la misma ropa tosca que todos, pero en él daba la impresión de mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída del sol, miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Tenía la cabeza ligeramente adelantada con respecto al tronco, que, a su vez, se inclinaba hacia el frente. Su inmovilidad era completa y los ojos parecían flechas a punto de volar, impulsadas por el tenso arco que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña barbilla pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas apretadas con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de firmeza el rostro. Sus brazos y piernas, cortos y delgados, parecían resortes en el instante previo a saltar lejos, muy lejos… El hombre que había gritado, volvió a gritar. Hacía tanto tiempo que no escuchaba una voz humana que, al principio, no entendí sus palabras. Pero pronto logré captar el significado. Exclamaba:

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–¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está viendo, lo está viendo!

Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida del atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas. Quise acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo estaba viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba allí, entre los dedos del aire, y entonces yo también podría verlo. Miré. Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes había mirado. Miré hasta que la oscuridad y las nubes bajas cayeron como la tapa de un ataúd. Miré hasta que llegó la hora de entrar. Mire y miré, pero no logre ver nada, absolutamente nada.

A la mañana siguiente el hombre que mejor lo hacía no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes de que el silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió de boca en boca el rumor de que había logrado escapar. Pronto ese rumor se convirtió en convicción absoluta. Desde entonces ya nadie duda de que sea la única manera, y todos lo hacen. Yo no. Sé que no escapó. El mismo día de su desaparición lo supe. Se lo dije a los demás, pero no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron mirar. Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de su desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como puntos en el aire, sobrevolando la ardiente e interminable llanura.

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19COMO POR ARTE DE MAGIA

Es difícil de creer, pero fue un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Al principio,

tenía una hoja larga y limpia, y un puño y un brazo y un pecho henchido sobre el que se alzaba una cabeza de pelo encrespado. Pero eso fue al principio, durante unos segundos que parecieron hacer eternos la respiración de la olla y el goteo del grifo en el fregadero; luego, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, sesgó el aire al encuentro del grito. Ahora ya no tenía el puño, ni el brazo, ni el rostro afilado con barba de unos días; ahora tenía la hoja sucia y hundida, y la empuñadura al aire, entre dos pechos pequeños, redondos, todavía duros, a un palmo de una melena negra desparramada por el suelo y de un bonito lunar en una mejilla carnosa, cada vez más pálida. Es difícil de creer; lo sé.

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Pero fue así, tal y como os lo cuento, mientras del patio llegaban los ecos de las charlas de los tendales: un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia.

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21DE PELÍCULA

Dicen que cuando morimos vemos la película completa de nuestra vida. Eso dicen y eso fue lo

que le pasó a nuestro héroe… Bueno, no del todo. Cierto que en el momento en que su coche se estrelló contra el árbol, pudo contemplar toda su existencia; pero no es menos cierto que matarse no se mató. Quedó bastante maltrecho y salvó la vida gracias a la rápida intervención de los servicios sanitarios. Sin embargo, cuando despertó en la cama del hospital, no pareció dar mucha importancia al hecho milagroso de seguir vivo. Vendado como una momia, con las piernas colgando de unas pesas, los brazos asaeteados de agujas epicraneales y rodeado por enigmáticos aparatos, únicamente tenía pensamientos para una cosa: aunque sólo había durado un instante, no podía sino

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admitir que la película de su vida le había aburrido de forma soberana. Con un argumento pobre, una trama deshilvanada, unos personajes ramplones, unas peripecias sin interés y ni un solo efecto especial, carecía por completo de tensión y ritmo, y resultaba plana y monótona hasta la extremaunción. Morirse era inevitable, pero no lo era tener que hacerlo entre bostezos. Nuestro héroe decidió cambiar la película de su vida.

Nada más salir del hospital después de una larga convalecencia, puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue transformar el aspecto del protagonista, o sea, de él mismo. Se peinó el pelo hacia atrás, se dejó unas patillas largas y finas, y en vez de los trajes de corte clásico que siempre había llevado, comenzó a vestir ropas juveniles, siendo sus preferidas los pantalones y chaquetas de cuero negro. Su mujer, amigos y compañeros de trabajo achacaron estos cambios a unas comprensibles, aunque algo extravagantes, ganas de vivir, nacidas de haber estado tan cerca de la muerte. Más difícil les resultó dar explicación a las otras nuevas peculiaridades de nuestro héroe. Ahora, era un gesto muy suyo mirar todo a través de la ventana que simulaba formar ante sí uniendo, con la punta de los pulgares extendidos, las palmas de las manos abiertas; también se había vuelto muy típico en él cambiar el lugar o la postura de la gente, aunque para ello tuviese que emplear empujones o descruzar brazos y piernas ajenos con sus propias manos; a veces, se empeñaba en modificar las conversaciones, y si alguien, por ejemplo, decía: “Tengo sueño”, no cejaba hasta que ese mismo alguien rectificaba y sentenciaba: “Toda la vida es sueño; y los sueños, sueños son”. Se empezó a hablar de shock post-traumático y de traumatismo craneal.

Nuestro héroe, conocedor de estos rumores, disimulaba y se reía para sus adentros. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que, salvo por las redobladas atenciones de su mujer y la actitud conmiserativa de los amigos, todo seguía igual. Su vida continuaba siendo plana, monótona y aburrida. Se dijo, entonces, que para hacer una buena película de su vida no bastaba con cambiar el aspecto del protagonista, perfeccionar

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los encuadres o mejorar la forma de actuar y decir del reparto, sino que era necesario una buena historia, un argumento bien construido, lleno de conflictos, enredos, giros y golpes inesperados. Durante una larga temporada vio centenares de películas y leyó centenares de guiones. Cuando consideró que estaba bien documentado, se puso manos a la obra. Tuvo su primera gran ocasión con la muerte repentina del socio del jefe de la empresa para la que trabajaba. Ni corto, ni perezoso decidió aprovechar la oportunidad dramática. Fue un verdadero clímax, un plano cargado de intensidad y tensión, cuando, en el momento en que el silencio era más recogido y el pesar llenaba todos los corazones, nuestro héroe, señalando con un índice el ataúd y con el otro al jefe, acusó a éste de haber asesinado a su socio para quedarse con toda la empresa. ¡Qué gritos!, ¡qué miradas!, ¡qué gestos!, ¡qué caras de sorpresa e indignación! Sí, fue una escena realmente conseguida, tan bien realizada que sólo tuvo que gritar media docena de veces “¡corten!”, cambiar de posición a tres enlutados asistentes y rectificar apenas un par de líneas de diálogo. Todo un éxito, por más que fuera expulsado de malas maneras del camposanto y del trabajo.

No le duró mucho la alegría a nuestro héroe por este logro. Pasadas unas semanas, tuvo que reconocer que su vida había caído de nuevo en el tedio y la monotonía. Todo el día en casa y sin nada que hacer, sus días transcurrían iguales, repitiéndose los unos a los otros de forma cada vez más apagada, como un eco que se extingue. Entonces volvió a ver los mismos centenares de películas, volvió a leer los mismos centenares de guiones y, documentado, volvió a poner manos a la obra. Con gran sentido de la ambigüedad y el equívoco, fue sembrando indicios ante su esposa que parecían indicar una probable infidelidad por su parte. La mujer, al principio incrédula, más tarde suspicaz y al cabo celosa, terminó por descubrir una apasionada carta de amor que nuestro héroe había olvidado de forma astuta en el bolsillo de la chaqueta. En esta ocasión no tuvo que realizar ningún corte, ni cambiar ninguna línea de diálogo. Todo salió redondo, perfecto, en tiempo real, en

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plano secuencia. Fue en la cena como mandan los cánones. Ella actuó y habló como si nada supiese, él actuó y habló como si nada temiera; ella le tendió en los postres la trampa adecuada, él cayó en la celada de la forma exigida; ella entonces acusó, él entonces negó; ella esgrimió la carta, él balbuceó; ella se puso en pie, él se encogió en el asiento; ella gritó, él rogó; ella le exigió el divorcio, él se lo concedió; ella salió dando un portazo, él se quedó en la cocina con la satisfacción del artista que alcanza su obra cumbre.

Sin trabajo y sin esposa, recurrió a los amigos. Ya tenía pensada una emocionante historia: Juan, íntimo amigo de Luis, intentaría asesinar a éste por ser amante de su esposa. La escena cumbre se produciría en el domicilio de Luis. La atmósfera sería tensa, la iluminación dura, los diálogos broncos, los silencios cargados; Juan, mascando la rabia, sacaría una pistola ante el rostro demudado de Luis; Juan, vengativo e inmisericorde, apuntaría a Luis que, indigno y cobarde, imploraría por su vida; Juan soltaría una carcajada sardónica, Luis un lastimero gemido; ya aprieta el gatillo Juan cuando, de improviso, nuestro héroe aparece en el plano y, arrojándose sobre el hombre armado, logra desviar el disparo en el postrero instante; la bala haría añicos el costoso jarrón de porcelana china favorito de la mujer de Luis… Sin embargo, nuestro héroe no tuvo oportunidad de dar realidad a tan magnífica escena. No sólo Juan y Luis, sino la totalidad de amigos y conocidos huían nada más verlo, hartos de tener que salir o entrar, sentarse o levantarse, hablar o callar, según ordenara nuestro héroe con su particular sentido del ritmo y la tensión. Dolido por este fracaso, durante un tiempo se dedicó a hacer exteriores. Era frecuente verlo en la calle deteniendo el tráfico, reordenando a su gusto el deambular de la gente o tratando de persuadir a un orondo carnicero de que cambiase tanto de naturaleza como de negocio, pues lo que él en verdad necesitaba para su escena, allí y precisamente allí, no era una carnicería sino un restaurante italiano y un cocinero con aspecto y ademanes de prima ballerina.

Cierto día, se le acercaron dos individuos. Con gran

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pompa le dijeron que eran de “jólivud” y deseaban proponerle un “gud bisnis”. Todo orgulloso se subió con los dos individuos a la ambulancia. Pasó el resto de sus días en un psiquiátrico. Fue bastante feliz, y era digno de ver el entusiasmo, la seriedad y el empeño que ponían el resto de los pacientes en seguir sus sabias instrucciones de director experimentado. Lo malo fue cuando trató de hacer una versión de “Rebelión en la granja”. El entusiasmo, la seriedad y el empeño que pusieron entonces los pacientes en el proyecto alcanzaron tal grado que los médicos, alarmados, recluyeron en total aislamiento a nuestro héroe por una larga temporada.

Falleció a los ochenta años. Dicen que murió diciendo: “Éste es el comienzo de una gran amistad”

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27COMUNICADO INTERNO

Lo primero es cazar a uno. Pero cuidado, esos cerdos suelen ir en bandas como los lobos y no conviene

enfrentarse a ellos cuando están juntos. Por lo tanto, vigiladlos, estudiad sus rutinas: cuándo salen, cuándo entran, a dónde van, de dónde vienen, por dónde pasan. Una vez que conozcáis sus recorridos habituales, seguidlos sin que os adviertan, esperad a que se separen y continuad tras la pista del que veáis más débil. Escoged una noche oscura, un barrio alejado, una calle solitaria. Desplegaros de tal forma que cerréis cualquier vía de escape. Comprobad que no haya testigos. A un gesto de vuestro jefe, os abalanzáis todos a una. Si la pieza se resiste golpeadla, pero teniendo buen cuidado de que no pierda el conocimiento ¡debe saber lo que le pasa! Cuando lo tengáis inmovilizado, le

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comunicáis la sentencia, pero sin insultos ni gritos, ecuánimes y serios, como lo que realmente somos, los legítimos ejecutores de lo que todo el mundo piensa: que estamos hartos de que nos quiten nuestros trabajos, de que asalten nuestras viviendas, de que ensucien nuestras calles, de que no sigan nuestras costumbres, de que amenacen nuestra civilización, de que miren a nuestras mujeres… Después rociadlo bien. Esto es muy importante: sin empaparlo a conciencia de gasolina es difícil que prenda. Luego le dais fuego, sacáis unas fotos y salís corriendo. Por ahora somos pocos y no conviene que nos detengan. El valor se nos supone, no tenemos que demostrarlo, sino ser eficaces. Buena suerte.

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29TIEMPO DE DESCUENTO

–¡¿Importante?! –exclamó el hombre como sorprendido por la pregunta. Luego añadió

con tono dramático: –Es nuestra última oportunidad. Estaban de pie en el vestíbulo. La mujer trataba de

colocar bien el abrigo y la bufanda al hombre, que no paraba de moverse.

–Seguro que tenemos suerte –le animó la mujer.–¡Más nos vale!–Pero no te pongas muy nervioso, ¿me lo prometes?“Te lo prometo” contestó el hombre. Había abierto la

puerta del piso. En la escalera reinaba el silencio. La luz de la caída de la tarde penetraba por una pequeña ventana y dibujaba un recuadro amarillento en el suelo. El hombre cogió el ascensor. El

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ruido del mecanismo ronroneó durante unos segundos. Cuando cesó, la mujer se asomó por el hueco de la escalera.

–Y no te quites la bufanda que hace mucho frío – gritó la mujer.

Esta vez el hombre no contestó. La mujer siguió asomada hasta que oyó el golpe de la puerta del portal; entonces suspiró y entró en el piso. Cerró el armario del vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. La televisión, encendida pero sin sonido, mostraba imágenes de hombres en camiseta y pantalones cortos detrás de un balón. La mujer sonrió, se sentó y cambió de canal. Escogió uno que daba imágenes de parajes naturales. Le gustaban aquellos paisajes de ríos estrechos, de valles encajonados, de laderas empinadas pobladas de bosques, de paredes rocosas cubiertas en las altas cumbres de mantos de nieve. Si antes había sonreído como una madre ante las travesuras de un niño, ahora sonreía como una muchacha. Recordaba las excursiones que hiciera con su marido en los tiempos en que empezaban a ser novios, apenas tres años atrás. Habían caminado por riberas similares, aturdidos por el fragor de las aguas jóvenes y bravas; habían explorado valles y bosques semejantes, avanzando, retrocediendo, subiendo, bajando, según lo abrupto del terreno o lo espeso de la vegetación les cerrara o les abriera el paso; incluso habían ascendido cumbres parecidas por caminos empinados, estrechos, pedregosos, de excitantes vértigos. Su sonrisa se amplió con hoyuelos de travesura, cuando la imagen de un gran roble junto a una cabaña de montaña le trajo a la mente la primera vez que hicieron el amor. “¡Eso sí que eran buenos tiempos!” exclamó de repente. Se asustó al oír el sonido de su propia voz. No era que temiese hablar a solas porque lo creyera síntoma de locura. Desde niña había tenido esa costumbre y de mayor la había conservado sin que nunca le hubiese preocupado lo más mínimo. Por el contrario, le gustaba hablar en voz alta consigo misma. Le ayudaba a pensar, a concentrarse, a realizar con más empeño y eficacia las tareas que en cada caso le ocuparan. No, no era eso. Era que últimamente temía lo que se pudiese decir. No

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se le escapaba que, hasta cierto punto, ese temor era absurdo. Después de todo, su voz era suya y ella era ella, ¿qué se podía decir que ya no supiese? Aunque, por otro lado, ¿no sería ese precisamente el problema? Siempre había respetado mucho las palabras. Para ella no eran simples sonidos con significados más o menos precisos, más o menos importantes; para ella, cada vez que una palabra salía de la boca de alguien, se convertía en un ser invisible, pero activo, que permanecía ya para siempre en la vida de los que habían hablado y escuchado, bien como ángel, bien como diablo.

Apagó la televisión, se levantó y salió al vestíbulo. Fue recorriendo el piso de setenta metros cuadrados, habitación por habitación. Primero la cocina, amplia, luminosa, con todos los electrodomésticos recién estrenados: la cocina con horno, el frigorífico de tres estrellas, el microondas inteligente, el calentador estanco, y los armarios tan cómodos, chapeados con melamina imitación a cerezo, a juego con la mesa y las cuatro banquetas; después el baño, de dimensiones demasiado reducidas para su sueño de una bañera de hidromasaje, aún más empequeñecido por la imprescindible presencia de la lavadora pero, al fin y al cabo, limpio y funcional; luego, la futura habitación de los niños, todavía sin amueblar, mucho dinero todo de golpe, utilizada a la sazón como trastero y cuarto de la plancha; por último, su orgullo, el dormitorio, donde había desarrollado, sin más trabas que las dimensiones, sus particulares gustos decorativos. Las paredes, de un suave tono gris perla, roto por media docena de litografías de cuadros abstractos e impresionistas, contrastaban con los muebles: la cama de bancada invisible y sin cabecero, con una gran plataforma color ébano; las mesillas en el mismo color, con soportes livianos y detalles en acero; el armario de puertas correderas estilo japonés; la cómoda ancha, sencilla, bajo un gran espejo de marco color ceniza. La mujer entró en el dormitorio y acarició las hojas del ficus y las ramas colgantes de la esparraguera que daban una pincelada de verde vivo a ambos lados de la ventana. Apoyó la frente en el cristal y miró al exterior. La nueva urbanización

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languidecía en una quietud descarnada. Los bloques de pisos, simétricamente distribuidos, parecían darse la espalda, como absortos en la reflexión sobre su propio sentido. Filas de árboles jóvenes, clavados como delgados mástiles desnudos, pugnaban por enraizar en las tiras de tierra que flanqueaban las amplias calzadas y aceras. Había unos pocos coches aparcados; y las farolas, altas y estilizadas, aún esperaban su hora. La mujer se apartó de la ventana, se giró con brusquedad y contempló por unos segundos el alegre colorido de los cojines coquetamente distribuidos sobre la cama estilo Zen. “¡No!, ¡no!, ¡no!” gritó de repente como tratando de contener con aquella triple negación las palabras que pugnaba por salir de la garganta. Casi corriendo salió del dormitorio y volvió a la sala de estar. Se sentó y trató de concentrarse en la respiración. Los minutos pasaban lentamente, de puntillas, como temerosos de romper el silencio. La presión en la garganta fue desapareciendo poco a poco. Sumida en la creciente oscuridad, la mujer miraba el vacío. En el exterior, a las farolas ya les había llegados su hora e iluminaban, con una luz todavía amarillenta, a un hombre y un perro que pasaban junto a un gran cartel de promoción inmobiliaria.

Eran las diez de la noche. La mujer acababa de hacer la cena. Oyó el ruido del ascensor, la llave deslizándose en la cerradura, la puerta abriéndose y cerrándose, los pasos en el vestíbulo. Esperó sonriente. El hombre apareció en el umbral de la cocina. No se había quitado el abrigo y llevaba la bufanda en la mano. Tenía los hombros hundidos y la cabeza baja.

–¿Qué ha pasado? –preguntó ansiosa la mujer.El hombre dio un paso; levantó la cabeza; su rostro era

una caricatura de la desolación.–¿No ha habido suerte? –volvió a preguntar la mujer,

dando a su vez un paso.El hombre negó y se cubrió la cara con la mano que

sostenía la bufanda. Sus hombros comenzaron a agitarse, contenidos.

–No te preocupes –trataba de consolarlo la mujer,

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sinceramente preocupada por el disgusto de su marido.La agitación de los hombros crecía por momentos.–Seguro que la próxima vez…De pronto, desde detrás de la mano, brotaron unas

carcajadas incontenibles. El hombre descubrió el rostro y exclamó:–¡Ha sido grandioso!, ¡épico!, ¡histórico! Nunca

agradeceré bastante a Esteban que me haya invitado.–Entonces, ¿habéis ganado? “Sí, tonta, sí: ¡hemos ganado!” proclamó con entusiasmo

el hombre, enarbolando la bufanda. Luego, se abrazó a la mujer y la llevó bailando todo a lo ancho y largo de la cocina.

–En el tiempo de descuento, mi niña, en el tiempo de descuento metimos el gol.…

Siguieron bailando. Giraban y giraban en torno a la mesa. La mujer se dejaba llevar, se apretaba contra él, reía. Cerró los ojos. Pegado el rostro al pecho del hombre sentía los latidos, la respiración que acariciaba su cabeza; agarrada con fuerza, sus pies apenas tocaban el suelo. Aguas bravas y jóvenes. Valles y bosques. Cumbres. Vueltas y más vueltas. Un roble. Una cabaña. Volaba.

Al cabo, exhaustos y jadeantes, se separaron y se dejaron caer en las banquetas. Mientras recuperaban el aliento, se miraron sonrientes, en silencio, todavía las manos enlazadas. Cuando sus respiraciones se aquietaron, el hombre comenzó a contar los pormenores del partido. Ella lo escuchaba sin prestar atención a sus palabras. Se dejaba llevar por la música de su voz, disfrutando por adelantado del momento en que él terminara y ella, como si nada pretendiese, lo condujera adonde ya cada poro de su piel deseaba y abría. El hombre continuaba narrando el encuentro. Con tono sesudo y didáctico, habló de la disposición táctica de su equipo: la defensa adelantada y en línea, la superioridad numérica en el centro del campo, la subida de los laterales, la presión asfixiante de los delanteros, el buen trato del balón. Lamentó las múltiples oportunidades perdidas; citó con tintes proféticos la vieja verdad futbolística de “quien perdona, pierde”; recordó estremecido como a

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diez minutos del final el equipo contrario les cogió en una contra y a punto estuvo de marcar... Entonces el hombre se interrumpió y se puso en pie. Tras unos segundos de calculado silencio, continuó su relato con énfasis apasionado. Se movía y gesticulaba, representando dramáticamente sus palabras.

–¿Te imaginas? El empate nos llevaba a segunda… y el balón que no quería entrar y el reloj que corría y corría como una liebre… Entonces, el muy hijoputa del cuarto árbitro saca el luminoso y ¿lo querrás creer?: ¡sólo añade dos minutos!, ¡dos míseros minutos, cuando por lo menos tenían que ser cinco! ¿Te das cuenta?: ¡sólo dos puñeteros minutos nos separaban del abismo de segunda! ... Había que dar el último arreón, atacar con todo. Los disparos desde fuera del área, los centros a la olla se sucedían pero ellos, colgados del larguero, eran como un frontón. ¡Ya solo quedaba un minuto!, ¡un solo minuto!... Entonces, un defensa suyo saca el balón de la raya y lo manda a corner. Es nuestra última oportunidad, suben todos al remate ¡hasta el portero!, en la grada se produce un silencio estremecedor, la tensión es insoportable, Gandarillas saca al primer palo, Quique la peina y Cagigal solo en el segundo palo remata, y ¡¡¡Gooooooolllllll…!!!

Y el hombre levanta los brazos, agita la bufanda, corretea por la cocina. La mujer ríe y aplaude. Tras dar unas cuantas vueltas, el hombre se detiene en el mismo sitio de antes. Aún enarbola la bufanda y sonríe por unos segundos, pero, poco a poco, los brazos caen y el rostro se vela en un progresivo silencio. Sus ojos están inmersos en un punto donde no puedan encontrar la mirada de la mujer, que ya no aplaude, ni ríe. La bufanda pende de la mano, toca el suelo, movida apenas por un ligero temblor. Los labios también se estremecen y el ceño fruncido marca en la frente dos arrugas paralelas. De pronto, como si volviera de ningún sitio, como despertado por un resorte, con tono febril y el rostro descompuesto, el hombre vuelve a contar ese último minuto. Y de nuevo finge ser Gandarillas oteando el área desde el banderín, haciendo el gesto secreto con la mano, golpeando el balón con la zurda y

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el interior del pie; de nuevo simula que es Quique saltando, moviéndose, fajándose, saliendo disparado hacia el primer palo para peinar el balón; de nuevo es Cagigal, desmarcado en el segundo palo, rematando a placer, alzando los brazos, celebrando el gol. Y, ante la mirada ya alarmada de la mujer, el hombre aún se aferra por tercera vez a su relato. Ahora lo repite inmóvil, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, con la mirada perdida en el vacío, hasta que el grito de gol se le ahoga en la garganta. Entonces se derrumba en la banqueta y sume el rostro en las manos, la cabeza vencida a las rodillas.

La mujer, paralizada, le contempló en silencio por unos segundos. Luego, con tono lleno de temor, le preguntó:

–¿Qué te pasa?El hombre no contestó. Y ella lo prefirió así: que callara,

que no respondiese ni en un minuto, ni en una hora, ni en el día siguiente, ni en todos los días siguientes. Sí, lo prefería de esa manera… sin embargo, volvió a preguntar:

–¿Qué te pasa?Y el silencio todavía duró un poco más. Y la mujer se agarró,

se apretó y se dejó llevar por él. Y en ese breve tiempo detenido creyó escuchar el fragor de aguas bravas y jóvenes, el tremolar de las hojas, el viento de las cumbres, los chasquidos del roble y los quietos susurros de la cabaña. Pero entonces el hombre habló.

–¡¿Qué me pasa?! ¡Qué crees que me puede pasar! – exclamaba, descubierto el rostro, mirando con fijeza a la mujer – ¡Qué absurdo!, ¡qué estúpido y absurdo soy! ¡Qué me importan a mi Gandarillas, Quique, Cagigal y todos los goles del mundo! Nosotros sí que vamos a bajar a segunda; nosotros sí que estamos en el tiempo de descuento. Dos semanas, sólo quedan dos semanas y para nosotros no habrá gol en el último minuto, ¿entiendes?, ¡no lo habrá!

La mujer percibió entonces su bullir en la garganta. Sintió su sabor amargo, la quemazón en la lengua, el empuje brutal con el que pugnaban por salir. Apretó los dientes, cerró los labios, se llevó las manos a la boca. Pero nada pudo. Las palabras saltaron, inevitables, una por una, en toda su extensión y exacto significado:

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–Vamos a perder el piso, ¿verdad?El hombre se levantó y se fue. La mujer oyó el golpe

seco de la puerta del dormitorio. Sola, en la cocina, supo que ya estaban allí. En el piso. Invisibles y vivas, entre ellos.

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37ZAPATOS DE PIEL DE NAPA

Caminaba por la playa, junto a la orilla. El paso lento, la vista baja, sus zapatos de piel de napa

marrón se hundían en la arena aún húmeda de la marea anterior. Siguió andando un buen rato, ajeno al rumor del mar y al sol que aparecía y desaparecía entre las nubes. A veces sus labios se movían, acompañados de un aleteo fugaz de las manos; entonces se detenía, alzaba la mirada y agitaba con brusquedad la cabeza. Fue en uno de esos momentos cuando descubrió al niño. Estaba de rodillas, al lado de un castillo de arena. El agua ya alcanzaba los muros y el niño cogía puñados de arena y trataba de reforzarlos. Era inútil. Las olas no cejaban en su empeño, incontenibles, cada vez más fuertes. Al final, los muros cedieron, el mar penetró en el interior, la torre se hundió

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y el castillo entero no tardó en convertirse en un montón informe de arena mojada. El palo que había hecho de mástil fue arrastrado por la espuma.

“Que pena ¿verdad?” dijo el hombre. El niño lo miró por un instante y, sin contestarle, cogió su pala de plástico y llenó el cubo con la arena del montón que fuera castillo. Llevó la carga unos metros más arriba de la línea de la marea, que seguía avanzando. Repitió la operación varias veces con gesto serio y concentrado. En ocasiones se detenía y, observando el progreso de su labor, canturreaba por unos segundos. Luego, con un brinco y una carrera, reanudaba su empeño. Cubo a cubo, el montón fue creciendo. Por fin, el niño posó el cubo y la pala, y dio unas vueltas en torno al montón. Lo miraba con fijeza, desde diferentes ángulos, como sopesando si había alcanzado el tamaño adecuado. Siempre con el mismo gesto grave y absorto, ahora parloteaba para sí.

El hombre le había estado contemplando en silencio, con la cabeza ladeada y un tanto abierta la boca, pero cuando el niño se puso de rodillas y metió las manos en el montón de arena, sus labios se cerraron de golpe y se arquearon en una sonrisa. Y la sonrisa no tardó en hincharse y en hacerse risa; y la risa, creciendo y creciendo, pronto explotó en carcajadas. Unas carcajadas informes; unas carcajadas incontenibles; unas carcajadas cada vez más fuertes que estremecían su cuerpo y le hacían tambalearse. El niño lo miró con los ojos abiertos de par en par, dudó por unos instantes, para de pronto salir corriendo y desaparecer playa arriba. Y allí quedaron la pala, el cubo y el nuevo montón de arena. Y también el hombre. Presa aún de las carcajadas, no advertía que las olas ya le alcanzaban y dejaban un palo en el charco donde se hundían sus zapatos de piel de napa marrón.

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39UNA HUMILDE CEBOLLA

Érase una vez un cocinero de gran fama y talento. Tenía un restaurante con un montón de estrellas,

tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas, radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”

Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes

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secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros, orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado;

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pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de algo pretendía estar seguro ahora era de que la vida nunca sería una metáfora de las humildes cebollas.

Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.

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43LA MIRADA MÁS TRISTE

El repartidor tenía la mirada más triste que había visto en su vida. Al menos eso pensaba Roberto

Güemes. Se lo encontraba todas las mañanas desde que le trasladaran a las nuevas oficinas de la Delegación. De eso hacía ya un par de meses. Sobre los sesenta años, bajo, menudo y con un bigote un tanto ridículo, llevaba bandejas de pasteles y tartas de una furgoneta a una lujosa cafetería de aquella zona céntrica de la ciudad. Los primeros días no reparó en él. Embutido en un abrigo ya un tanto raído, con paso cansino y la vista baja, siempre caminaba hacia el trabajo ensimismado. Lo había hecho así durante los casi veinte años que había estado trabajando en las antiguas oficinas y así lo hacía ahora, sin que el cambio de lugar y trayecto despertase en él la más mínima

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curiosidad. Sin embargo, una mañana sus respectivos trayectos los aproximaron tanto que estuvieron a punto de chocar. Fue entonces, aún con el sobresalto de quien es arrancado de súbito de sus pensamientos, cuando las miradas de ambos se tropezaron por primera vez. El encuentro apenas duró un instante. El viejo repartidor, cargado de bandejas, le sorteó con gran habilidad y, sin decir una palabra, siguió su camino en dirección a la cafetería. Roberto Güemes, en cambio, se quedó parado en medio de la acera. Pegada al costado, su mano derecha agarraba con fuerza el asa del portafolio; la izquierda, alzada hasta el pecho, había quedado paralizada en el instintivo ademán de amortiguar el choque. La inmovilidad duró unos segundos, luego reanudó el camino. Su andar era ahora más rápido y balanceaba el portafolio con fuerza, como si se empujara con él. Sentía un nudo en el estómago. Llegó a la oficina, saludó con un gesto a los compañeros y se sentó a su mesa. Quiso entonces ponerse a trabajar pero no pudo. Aún veía frente a sí la mirada del repartidor. Y la siguió viendo durante todo el resto de la jornada. Cuando se fue a dormir, decidió que a la mañana siguiente buscaría los ojos del repartidor para comprobar si su mirada era tal y como la había sentido o si todo había sido producto de la ocasión y de la mente. La mirada más triste del mundo flotó en sus sueños.

Salió de casa más temprano de lo habitual. Al llegar a las cercanías de la cafetería pudo comprobar que el repartidor no había llegado. Consultó el reloj: era demasiado pronto. Se demoró mirando los escaparates de las tiendas, aún cerradas. Pasaron veinte largos minutos. Roberto Gúemes tenía la impresión de que todos los adormilados viandantes que pasaban junto a él sabían la razón de la espera y le miraban riendo para sus adentros. Cuando ya su paciencia y vergüenza llegaban al límite, observó con el rabillo del ojo que la furgoneta estaba aparcando. Esperó a que el repartidor saliera del vehículo y cargase con las bandejas de pasteles y tartas. Calculó la velocidad de los pasos y la distancia que los separaba. Echó a andar. Con la cabeza inclinada, miraba por debajo de las cejas. Poco a poco

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los trayectos de ambos se fueron acercando. Diez metros, cinco metros, dos metros. Roberto levantó apenas lo necesario la vista... La mirada del repartidor le estaba esperando. Le pareció que brotaba mortecina de unos ojos oscuros, se asomaba tímida al mundo por un instante, para languidecer en unas cuencas hundidas, y extenderse y depositarse como una niebla cenicienta por todo el rostro. Al verla, sintió un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras, como si, de repente, caído de algún ayer, estuviera sosteniendo en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Roberto Güemes fue el primero en apartar la vista. Empujándose con el portafolio, se alejó con paso rápido y un nudo en el estómago. Tenía la sensación de que la mirada del repartidor le seguía, clavada en su espalda. Cuando llegó a las puertas de la Delegación, se volvió con torpe disimulo. El repartidor ya no estaba a la vista, pero la mirada más triste que había visto en la vida parecía aún flotar ante a sus ojos.

A sus cuarenta años, Roberto Güemes ya no esperaba nada de la vida, pero tampoco pensaba desesperar por nada. Si bien admitía que no había alcanzado sus sueños juveniles, consideraba que estos no se habían tornado, con el paso del tiempo, en pesadillas que le atormentasen con la frustración o el arrepentimiento, sino en desvaídos recuerdos merecedores tan sólo de una sonrisa comprensiva o, simplemente, de un completo olvido. Sin aparente nostalgia por el pasado, al parecer sin temor al futuro, su existencia transcurría en un presente que estimaba inmutable y hasta quizás eterno. Llevaba una vida bien organizada, aunque algo solitaria. No gustaba de sobresaltos, ni de complicaciones, prefiriendo una monótona tranquilidad a la excitación de las novedades. Orgulloso de sus principios, detestaba a quienes pretendían defender valores morales elevados, cuando, en realidad y según él, tan sólo recubrían de bellas palabras inconfesables intereses y debilidades. A su entender, cada individuo era una fortaleza en un paraje repleto de trampas, trincheras y escaramuzas. Combatir era absurdo; pactar, racional. “Vive y dejar vivir” le gustaba sentenciar desde

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un cómodo y amable egoísmo. Roberto Güemes se tenía, pues, por hombre

pragmático, con gran control de sí mismo y poco dado a fantasías y sentimentalismos, por eso no lograba entender la razón de que la mirada del repartidor le perturbase de tal forma. Pero así era. Los encuentros se fueron sucediendo y, cada vez que su mirada se cruzaba con la mirada del repartidor, el mismo doloroso sentimiento invadía su ser y ya no le abandonaba. Mucho reflexionó al respecto y muchas teorías elaboró para tratar de explicarlo, pero ni el mucho tiempo, ni las muchas teorías lograron satisfacer su razón y evitar el malestar. Dada su forma de ser y de ver el mundo, parecía evidente que la mejor manera de resolver el problema era salir de casa unos minutos antes. De hecho, pasados unos días del primer encuentro, todas las noches se acostaba con ese propósito; pero, para su propia sorpresa y aunque hubiese madrugado media hora más, siempre había algo que le demoraba el tiempo suficiente para cruzarse con el repartidor. Eran demoras absurdas, sólo justificables por el deseo inconfesado de ver la mirada más triste del mundo. Y, en el fondo, él lo sabía. Con el transcurrir de las semanas, la situación llegó al extremo de afectar a su trabajo. Por unos descuidos incomprensibles en su probada eficiencia, traspapeló dos importantes expedientes. El caso no llegó a mayores porque otro funcionario advirtió el error; pero, para su vergüenza y humillación, recibió una advertencia del director. Entonces decidió tomar cartas en el asunto: abordaría al repartidor.

A la mañana siguiente de tomar la resolución, Roberto Güemes no vio al repartidor de mirada más triste del mundo; en su lugar, un joven transportaba las bandejas de pasteles y tartas de la furgoneta a la cafetería. Dio un suspiro de alivio, relajó el paso y llegó al trabajo con una alegría desbordante. Durante toda la jornada charló de forma animada, y hasta hizo un par de torpes bromas para sorpresa de sus compañeros de oficina. Desafiante, tuvo incluso la audacia de tomar un café y un croissant a media mañana en la cafetería donde el viejo repartidor llevaba las bandejas de pasteles y tartas. Volvió a casa

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sintiéndose el de antes, el de siempre, él mismo. Por primera vez en mucho tiempo durmió sin soñar con la mirada más triste del mundo. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro, apareció el viejo repartidor. Sin embargo, existía la posibilidad de que estuviese de baja o de vacaciones, por lo que, aunque esperanzado, decidió no echar las campanas al vuelo. Cuando pasó una semana sin que apareciese, estuvo casi seguro de que el joven repartidor había sustituido de forma definitiva al viejo.

Cabría pensar que las aguas volvieron a su cauce y Roberto Güemes a ser definitivamente quien era: el funcionario serio y eficaz, ni atraído, ni rechazado por el resto de sus compañeros. Sin embargo, no fue así. Su obsesión –como acabó por calificarla– tomó un inesperado curso. Lejos de temer el encuentro con el viejo repartidor, ahora iba cada mañana camino del trabajo con la esperanza de verlo… y cada mañana sólo hallaba al joven que tarareaba canciones de moda mientras transportaba las bandejas de pasteles y tartas. Entonces su paso se ralentizaba y su portafolio pendía inerte de la mano, como a punto de desprenderse. El doloroso nudo en el estómago que sintiera antes cuando se cruzaba con el viejo repartidor, se había transformado en un no menos doloroso vacío por su ausencia. Ahora, donde quiera que estuviese, le parecía sentir un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras; ahora, pusiera la vista donde la pusiese, veía aquella mirada mortecina que brotaba de unos ojos oscuros y unas cuencas hundidas, y le cubría con una niebla de tristeza. De nuevo volvió a no entender lo que le pasaba, de nuevo volvió a tener problemas con su trabajo, de nuevo volvió a soñar que sostenía en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Como caído de algún ayer. Al cabo, reconoció que necesitaba saber que había sido del hombre con la mirada más triste que había visto en su vida.

Aquella mañana, Roberto Güemes se levantó a la hora habitual y salió de casa dispuesto a interrogar al joven repartidor. Le encontró en el lugar acostumbrado, descargando las bandejas de pasteles y tartas, mientras tarareaba una

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conocida canción de amores desgraciados. Se acercó a él y, tras presentarse, le preguntó si conocía al antiguo repartidor.

–¿A Paco se refiere, usted? –Le contestó el joven– ¡cómo no! Desde que entré en la empresa hace ya tres años, le conozco… ¡Pobre! Con lo alegre y simpático que es…

–¡¿Alegre y simpático?!... ¿está usted seguro de…? –Roberto Güemes se interrumpió de pronto y, con tono alarmado, preguntó: –¿Por qué ha dicho pobre?, ¿le ha ocurrido algo?

Entonces el joven repartidor le contó que Paco había enfermado de gravedad y que estaba en el hospital en un estado “sin esperanza”. Roberto Güemes se informó del nombre completo de Paco y del hospital en el que se hallaba. Aquella misma tarde fue a visitarlo.

La puerta de la habitación que le habían indicado en el vestíbulo del hospital estaba abierta. Llamó con suavidad pero no obtuvo respuesta. Se animó a entrar. El único ocupante de la habitación parecía dormir. Ya estaba a punto de darse la media vuelta, cuando los ojos del hombre tendido en el lecho se abrieron y le miraron. Reconoció de inmediato la mirada más triste que había visto en su vida. Tras unos instantes de vacilación, dijo:

–Perdone que le moleste, usted no me conoce pero…–Sí que le conozco, sí –le interrumpió el enfermo –Me

he cruzado con usted muchas mañanas mientras descargaba la mercancía en el Central. ¿Sabe? me fijaba en usted por… por la forma tan ensimismada que tiene de caminar.

El enfermo calló y trató de incorporarse. No pudo. Dejó caer la cabeza en la almohada. Respiraba con dificultad y su tez pálida había enrojecido por el esfuerzo. Hubo unos segundos de silencio. Todavía con la respiración anhelante, dijo con extrema amabilidad:

–Pero acérquese y tome asiento, uno ya no es quien era y le cuesta hablar en voz alta.

Roberto Güemes se acercó y tomó asiento. Tosió, carraspeó, se removió en la silla. Su mirada vagaba por la habitación, temerosa de posarse en el rostro del repartidor que,

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sin embargo, le observaba con atención y simpatía. –¿De modo que usted también se fijaba en mí?

–preguntó el repartidor.Roberto Güemes asintió, sus ojos fijos en los encendidos

colores de la caída de la tarde que penetraban por la ventana y teñían de tonos rojizos y amarillentos la atmósfera del cuarto, seca y caliente en exceso por la calefacción.

–Me lo preguntaba, ¿sabe? Muchas veces me lo pregunté. Pero siempre me contestaba que no, hombre, que no. Después de todo ¿qué motivo iba a tener usted para fijarse en mi?

La mirada de Roberto Güemes había caído al suelo, se había detenido por unos instantes en unas zapatillas a cuadros, había ascendido por la pata de la cama y, lentamente, recorría ahora el pequeño bulto que se formaba en las sábanas.

–Sin embargo –proseguía el repartidor– a veces me decía: “con motivo o no, parece…” Pero bueno, ¡qué importa ya eso! El caso es que usted está aquí y que yo me alegro, de verdad que me alegro.

La mirada de Roberto Güemes ya había alcanzado el rostro ceniciento, ya había caído en las cuencas profundas y topado con los ojos oscuros. Sintió el chasquido de hojas secas, el olor a lluvia, el tacto de sombras.

–Pero ¡vamos!, ¡ésta sí que es buena! –exclamó de pronto el viejo repartidor– Yo aquí hablando y hablando y ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Francisco Alcántara, Paco para los amigos como usted…

Paco levantó trabajosamente el brazo y tendió la palma abierta; Roberto la estrechó. El último pálpito de un ser frágil en la mano. Como caído de un ayer. Entonces sintió la necesidad de levantar el ánimo del enfermo. Quería utilizar lugares comunes, pero pintándolos de tal forma que pareciesen parajes de esperanza. Y rompió su silencio y, sin percatarse al principio, dándose cuenta después de un buen rato, llevado al cabo por una fuerza irresistible, se puso a hablar de sí mismo. Le habló del padre campesino y la madre de luto, del pueblo de

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tejados de pizarra, de los bancos de la escuela, del mapamundi, de los prados y el bosque, de cuando acechaba nidos y cazaba ranas en las charcas; le habló de su vida de estudiante becado en la ciudad, las calles, el bullicio, la gente, las primeras inquietudes, los primeros amigos, las primeras noches en vela, el primer amor; le habló de las agotadoras horas de estudio, del triunfo en la oposición a funcionario, del empeño en los primeros años de trabajo, de aquellos ojos grandes, de aquella cabellera rizosa, de aquella risa de perlas, del noviazgo, el matrimonio, la vida en común, el divorcio. Y habló y habló, e incluso cuando llegó la cena y ayudó al viejo repartidor a tomar el alimento, siguió hablando y hablando, animado porque creía ver que sus palabras producían en aquella la mirada más triste del mundo destellos de alegría. Y aún hablaba cuando la enfermera llegó y le informó de que ya no podía quedarse más. “Mañana vendré a la misma hora ¿le parece bien?” dijo a modo de despedida. El enfermo asintió. Ya Roberto salía por la puerta, cuando oyó que le llamaba. Volvió junto al lecho:

–Usted me perdonara – dijo el repartidor tras un largo silencio – pero no es bueno que un moribundo mienta. Y antes le mentí; sí, le mentí… ¿Sabe? no me había fijado en usted por eso que le dije de su forma ensimismada de andar. No, no fue por eso… – se interrumpió; le miraba fijamente; continuó, después de otro largo silencio: – Espero que no se ofenda, pero la verdadera razón de que me fijara en su persona fue su mirada. Sí, sí, no se sorprenda: fue su mirada. ¿Sabe? usted tiene la mirada más triste que he visto en mi vida. Sin embargo, esta noche mientras me hablaba de su vida he visto saltar en sus ojos como chispas de alegría…

Diez minutos más tarde, Roberto caminaba ensimismado hacia su casa. Cuando cuatro días después volvió al hospital, le informaron que el viejo repartidor había muerto. Durante unos segundos se quedó inmóvil, apoyado en el mostrador, mirando con fijeza las rosas de aspecto frágil que la recepcionista tenía en un florero junto al ordenador. Luego balbució unas palabras de despedida, se dio la media vuelta, salió del hospital y se dirigió a su casa. De nuevo ensimismado.

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PUNTOS DE VISTA

Desde cierto punto de vista, se los podía considerar parecidos. Los dos tenían veintitrés años, y eran

altos, fuertes y de tez morena. También cabría contar entre las semejanzas el que ambos tuviesen una madre que cocinaba muy bien y una novia de ojos grandes y negros. Algo bravucones y a veces un tanto pendencieros, quizás el rasgo más llamativo que poseían en común fuese una sonrisa amplia, fácil, contagiosa, que llenaba su rostro como de juegos infantiles. Sin embargo, desde la práctica totalidad de los puntos de vista, se los debía considerar muy diferentes. Sus orígenes, educación y costumbres eran tan distintos como distantes. En realidad, lo verdaderamente extraño fue que sus vidas se cruzaran. Pero, más allá de semejanzas y diferencias, el caso es que aquel día los dos se levantaron a la misma hora en la madrugada y ambos dedicaron la mañana a cumplir sus respectivas y diversas tareas,

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con esa laboriosidad y simpatía que los caracterizaba. Empezaba a caer la tarde cuando, sin saberlo, el transcurrir cotidiano los condujo al encuentro. Ocurrió a la salida de una de las aldeas pobres y polvorientas de aquel mundo polvoriento y pobre. El uno iba en una bicicleta desvencijada; el otro en un carro de combate ligero. El uno se llamaba Hamid Sayebi, civil; el otro se llamaba Juan González, soldado. Desde la torreta, Juan González vio venir a Hamid Sayebi en la bicicleta. Le dio el alto una, dos veces… Quizás Juan no gritó lo suficiente, o quizás Hamid pedaleaba distraído; o quizás ambos estaban nerviosos o fuesen algo pendencieros y un tanto bravucones. Tampoco sabemos si hubo o no un tercer aviso, lo único que podemos asegurar es que Juan disparó y Hamid fue arrancado de cuajo de la bicicleta. Murió en el aire, cayó de espaldas con los brazos abiertos, donde antes jugara su sonrisa ahora sólo había un gran vacío sanguinolento. Juan siguió y siguió disparando a la tarde que caía, aún durante un buen rato.

Los mandos lamentaron el error, pero justificaron la acción del soldado Juan González: sólo había cumplido con el protocolo establecido por las fuerzas internacionales en misión de paz; sus compañeros no cesaron de animarlo; él, silencioso, se limitaba a sonreír. Una semana después volvió de permiso a su pueblo. Los vecinos le recibieron con grandes muestras de alegría. Él respondía a los agasajos sin decir una palabra y sonriente. Todos opinaron que volvía igual de simpático, pero con algo más de hombre. Tan sólo la madre y la novia, ya desde el primer beso, supieron que abrazaban una sonrisa vacía.

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53EL ACANTILADO

Descendía pesadamente por la suave pendiente que formaban los prados salpicados de rocas y brezos.

A su espalda, quedaba la primera línea del bosque; frente a él, se abría el azul claro del cielo y el azul más oscuro del mar. Caminó hasta el acantilado y se detuvo en el mismo borde. Cerró los ojos. Inmóvil, escuchó el batir del mar y los gritos de las gaviotas. Luego abrió los ojos y dejó caer la vista. Abajo, muy abajo, quince o veinte metros más abajo, grandes rocas se amontonaban en un caos de formas quebradas. Las olas, al llegar, las cubrían; y, al retirarse, dejaban en sus superficies regueros que se escurrían veloces por grietas y fracturas. Un rumor grave surgía del fondo del acantilado, roto en ocasiones por violentos estallidos. Entonces se levantaban cortinas de

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espuma que, llevadas por la brisa, convertidas ya en una tenue calina salobre, alcanzaban al cuerpo asomado y apenas visible en las alturas. Ahora miraba con fijeza dos pequeños remolinos situados a la izquierda y a la derecha de una roca que sobresalía picuda. Giraban y giraban; glaucos, espumosos. Forzó la vista aún más, presa de aquel tirón descendente. Miraba y miraba, abajo cada vez más abajo. Cuando ya creía que alcanzaba a ver el fondo de los vórtices, sintió como un golpe en la mirada. Se tambaleó, intentó retroceder. No pudo. Quiso apartar la vista; luchó por cerrar los párpados. Era inútil. Los dos remolinos estaban clavados en sus ojos, atravesaban sus pupilas. Y giraban y giraban; y era ahora él mismo quien giraba, deprisa, cada vez más deprisa, entre el bramido del mar y los gritos de las gaviotas. Fríos y opacos, lo cubrieron, penetraron en su interior, recorrieron las grietas y fracturas de cuerpos, rostros y miradas, se precipitaron en el caos amontonado de pasos, sombras y voces, golpearon las formas quebradas de habitaciones, calles y lugares. Glaucos y líquidos, giraban, penetraban, se precipitaban, golpeaban abajo, cada vez más abajo, profundo, cada vez más profundo, hasta el mismo fondo insignificante de los años, hasta las mismas entrañas de los días, hasta romper el rumor grave de la memoria en un turbión de imágenes y espuma que, poco a poco, llevado por el impulso ascendente de la brisa, convertido ya en un eco de calina, alcanzó la boca, los ojos abiertos, las manos clavadas en las mejillas, de aquel cuerpo que seguía asomándose en lo alto. Cuando de su garganta surgió al fin el violento estallido del silencio, pudo bajar las manos y cerrar la boca y los ojos. Entonces inspiró con fuerza. Inmóvil. Por un buen rato. El batir del mar, los gritos de las gaviotas, el aire salobre penetrando en los pulmones. Abrió de nuevo los ojos. Abajo, muy abajo, los dos remolinos habían desaparecido, engullidos por la marea. La roca picuda ya apenas sobresalía del agua. El hombre se volvió y comenzó a ascender con ligereza por la suave pendiente que formaban los prados salpicados de rocas y brezos.

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55EL VIEJO RELOJ DEL SALÓN

–Esta noche será fría y húmeda – dijo la anciana con voz débil, encendiendo la luz de la

mesilla.–¿Tienes frío? ¿Quieres que te traiga otra manta? –

preguntó César.–No, hijo mío, no lo digo por mí; lo digo por ti. Apenas

has comido y no has hecho más que toser.–Es una tos nerviosa.–Nerviosa o no, suena muy mal.César levantó la cabeza y miró a su madre, que yacía

en el lecho. Lo observaba sin parpadear, con brillo febril en los ojos claros y penetrantes. La tos lo atacó de nuevo.

–¿Ves? Necesitas un jarabe.

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Sonó el teléfono. César salió a cogerlo. La madre se incorporó un poco en el lecho y aguzó el oído. Sin embargo las palabras de César llegaban al dormitorio ininteligibles, oscurecidas por el tic-tac del reloj. Vivo y palpitante, parecía el mismo respirar de los techos, de las paredes, de los muebles, de los objetos que atesoraban polvo en las repisas. A los pocos minutos César volvió cabizbajo. Arrastraba la mirada por el suelo, tratando de evitar la de madre que le observaba interrogante. Sin decir una palabra se dirigió a la ventana. El cristal estaba empañado y con un movimiento brusco pasó la mano por la superficie fría y húmeda. Miró por unos instantes la palma de la mano y la restregó en el pantalón. Luego apoyó la frente en el irregular círculo que había desempañado.

–¿Quién era?En el silencio que siguió a la pregunta de la madre,

pareció callar el tic-tac del reloj como si también escuchara. Fuera, la niebla descendía hecha jirones hasta casi tocar el suelo; ocultaba los tejados, se pegaba a las fachadas, se enroscaba en torno a las farolas y las ramas desnudas de los árboles. Una luz lechosa aplanaba los objetos, difuminaba las formas. Al cabo, sin volverse, ni apartar la frente del cristal, César contestó.

–No lo he conseguido, madre. –¿Se lo han dado a…?César apartó la frente del cristal y asintió.–Sólo lleva cinco años en la oficina y yo diez. Me

pertenecía.–Envidias, hijo, envidias.–Nunca lo conseguiré.–Aún eres joven, tarde o temprano será tuyo.–Ya no puedo esperar más.–Tonterías. Tu padre también tardó en conseguirlo.–Él era él. Entonces el viejo reloj del salón dio las seis. Dio las

seis como daba todas las horas: de forma definitiva y abrupta. César miró de reojo la puerta y escuchó. Las campanadas parecían recorrer habitación tras habitación, deslizarse entre los

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muebles, multiplicarse en paredes y techos, apoderarse de cada rincón de la vivienda. Caían una a una con golpes mecánicos y precisos. Los intervalos entre los tañidos eran largos y cargados de resonancias. Cuando el último eco se apagó, la casa se sumió en el silencio por unos instantes; luego el tic-tac se dejó oír de nuevo, como unos pasos que se acercan sin llegar nunca.

–Ya es la hora – dijo la madre.–Déjalo. Cuando te recuperes podrás...–Sabes que es imposible.–Si quieres…–No, hijo, no. Debo hacerlo yo misma.–Como él.–¿Qué…?–El médico ha dicho…–Tonterías. Los médicos sólo dicen tonterías. Pásame

el cofre.César tomó el cofre que reposaba en una cómoda y

se acercó a la cama con torpeza de perro grande. Lo colocó cuidadosamente en el regazo de la enferma. La madre se sacó una cadena del cuello. En uno de los extremos refulgía una llave. La introdujo en la cerradura del cofre y la hizo girar. Alzó la tapa y cogió lo que había en el interior. Era otra llave. Grande y alargada, sobresalía por ambos lados del puño.

Sus ojos permanecieron presos de los arabescos que adornaban el anillo de la llave.

–¡Vamos!, ¡ayúdame! –ordenó la madre.El hijo apartó las mantas y ofreció el brazo. La mano

izquierda de la madre buscó el apoyo. César sintió el tacto frío y húmedo de la piel arrugada, la presión de los dedos al cerrarse en su carne, el tembloroso tirón con el que la madre trataba de levantarse. No pudo, la fuerza de una sola mano no le era suficiente; sin embargo, no se ayudó con la mano derecha que aferraba la llave. Entonces César pasó un brazo por la espalda y el otro por debajo de las rodillas de la madre. Tiró y la dejó sentada en la cama. De nuevo la mano izquierda de la madre se cerró en el brazo del hijo. Se tambalearon por un

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instante cuando ella se puso en pie. Recuperado el equilibrio, se quedaron parados al pie de la cama.

–Cuando eras niño era yo quien te ayudaba, ¿te acuerdas?

–Sí, madre. Me acuerdo bien… muy bien.–¿Muy bien? ¿Qué quieres decir? –Nada, madre. Lo que he dicho. ¿Qué voy a querer

decir si no?–No lo sé, hijo, no lo sé. Pero a veces empleas un tono…–¿Qué tono, madre?–Un tono… raro.–¿Raro?–Sí, raro… como él.–No me compares con él, madre. Sabes que no me gusta.–Lo sé, lo sé; pero a veces…–Él era él y yo soy yo.–Sí, hijo mío, sí. Él era él y tú eres tú. Y no sabes lo mucho

que me alegro por ello… Pero venga, vamos, ya es la hora. Iniciaron la marcha. La madre respiraba con dificultad.

Caminaba encorvada y apenas levantaba los pies. César trataba de acompasar su andar al de la madre, pero le costaba seguir el ritmo lento y trabajoso. A cada paso tenía que contenerse un instante para que llegara a su altura. Tiraba y se detenía, tiraba y se detenía, empujando y sosteniendo al mismo tiempo el enjuto y nervudo cuerpo de la madre. Atravesaron la habitación y salieron al pasillo. Largo y estrecho, parecía hecho de años y sombras. Sólo estaba iluminado por la luz que salía del dormitorio y por el reflejo de las luces del salón que, al fondo, asomaban como una penumbra amarilla. César dio al interruptor, pero la lámpara del pasillo no se encendió.

–No funciona –dijo la madre.–No me acordaba.–¿No te acordabas? Pues no será por las veces que te

lo he dicho.–Siempre se me olvida.–¡Y tanto! Te he pedido mil veces que lo arregles.

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–Lo haré mañana.–¡Mañana, mañana! Ese es tu problema, hijo mío, ese

es tu problema.–¿Cuál es mi problema, madre?–También te lo he dicho mil veces: que todo lo dejas

para mañana. Y, claro, así te pasa lo que te pasa.–¿Qué me pasa, madre?–Bien lo sabes, hijo, bien lo sabes. ¿Qué te ha pasado

siempre? ¿Qué te ha pasado en el trabajo? Que no te han dado el puesto. Y ¿por qué? Por esa dejadez tuya.

–Tienes razón, madre.–¡Claro que tengo razón! No quiero herirte pero es así.

Bien lo sabes. Te lo he dicho miles de veces. Si se quiere algo hay que poner los medios para conseguirlo. De nada sirven los miedos, ¡de nada! Tienes que ser más valiente y decidido, hijo mío, de otra manera nunca conseguirás nada. Tienes que aprender a imponerte. No puedes seguir escondiéndote de la vida, porque la vida pasa, pasa muy rápido y cuando te quieres dar cuenta ya estás al borde de la tumba… como yo. Las cosas hay que hacerlas en su momento. No se puede estar siempre dejándolas para el día siguiente. Al menos eso es lo que yo he hecho durante toda mi vida.

–Lo sé, madre, lo sé. La madre lanzó una mirada de soslayo a su hijo.–¿Lo sabes?–Sí, madre, lo sé.–Has vuelto a emplear ese tono...–Lo sé, lo sé… – musitó para sí César.–¿Qué has dicho?–Nada, madre, nada… que trataré de no volverlo a usar.–Eso espero, hijo, eso espero.Ya habían recorrido todo el pasillo. La madre con la

mano derecha cerrada en torno a la llave, y la izquierda agarrada al brazo del hijo; César aguantando el peso de la madre y un golpe de tos en la garganta. El tic-tac del reloj se había hecho más fuerte. Surgía del salón con ritmo seco y cortante. Su

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palpitar metálico percutía el aire con golpes constantes, de un tacto invisible que hacía aún más sólida su presencia. Parecía envolver al hijo y a la madre con su aliento frío y húmedo. Como unos pasos cada vez más cercanos, pero que no acaban de llegar nunca. César se detuvo en el umbral. Con la cabeza gacha, miraba al interior del salón por debajo de las cejas. El golpe de tos que anidaba en su garganta se resolvió en un carraspeo.

–¿Por qué te paras, hijo?–Para que descanses, madre, para que descanses.–Déjate de descansos ahora. Ya tendré tiempo de

descansar.El aire frío y húmedo del salón era una prolongación

de la niebla que pegaba sus jirones lechosos al cristal de la ventana. Una lámpara de brazos de araña colgaba del techo, y sus casquillos y bombillas, con forma de velas, difundían una luz amarillenta, vacilante, que anidaba sombras trémulas en los rincones. En una vitrina se guardaban fuentes, bandejas y recuerdos de plata. Una fotografía enmarcada mostraba el sobrio retrato de una familia en blanco y negro: el hombre de pie, la mujer sentada, el niño a los pies. Un tapiz representaba un ciervo abatido por una jauría de perros; a lo lejos, entre los árboles, se podía divisar a un grupo de jinetes que se acercaba. Los muebles, antiguos, de estilo austero, algunos heridos por la carcoma, multiplicaban en ecos de madera el tic-tac del reloj. Parecía latir en los pechos.

–¡Venga! ¡A qué esperas! – apremió la madre, tirando del brazo del hijo – ¡Ya es la hora!

–Sí, es la hora – repitió Cesar.Entraron. Pisaron la alfombra que un día fuera gruesa y

de vivos colores, rodearon una mesa baja de mármol y esquivaron una butaca tapizada en tela de gamuza. Ya se encontraban en mitad del salón, a pocos pasos de su objetivo. El viejo reloj parecía observarlos desde la atalaya de su propio tamaño. Era una joya de caoba de casi dos metros de altura. Tenía forma de torre con un pináculo cónico rematado por una cruz de plata.

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Una ventana le recorría verticalmente, dejando ver un péndulo dorado que representaba un rostro de facciones serias que se tornaban adustas por su permanente acción de negar. Sobre la esfera, también dorada y con números romanos y agujas de color negro, se leía una leyenda: tempus fugit. Brillaba con el mejor de los barnices. Aún dieron un par de pasos más, pero al iniciar el tercero, César se separó de su carga con un brusco tirón. La madre dio un grito, vaciló, trató de avanzar hacia el apoyo perdido, trastabilló y cayó cuan larga era. La llave se le escapó de la mano y rodó hasta los pies del hijo.

–¿Qué haces, hijo, qué haces?–No quiero herirte. –¿Qué te pasa, hijo mío, qué te pasa?–De nada sirven los miedos. –¡Ayúdame a levantarme, hijo, ayúdame!–La vida pasa.–Tienes que ayudarme… ¡Soy tu madre!–Lo sé.–Tengo que hacerlo.–Yo también.Desde el suelo, la madre miró la llave que seguía junto

a los pies de su hijo.–¡Dámela, dámela!–No, madre, no te la daré.“Dámela, dámela” repitió con voz seductora, de una

ternura inmensa, aplastante. Pugnaba por arrastrarse, por alargar el brazo para alcanzar la llave caída. Su cuerpo vibraba sin ganar un milímetro. De pronto se llevó la mano al pecho y rogó:

–Hijo mío… mi corazón… duele…–A él no le ayudaste.–¿Qué…?–Estaba despierto.–¿Despierto?–Sí, despierto. Lo oí todo.–Eras pequeño… te hacía daño.–¡Me hacían daño!

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–Lo hice por ti…–Lo hiciste por él, sólo por él. La madre dio un grito que acalló por un instante el tic-

tac del reloj; luego volvió a latir. La madre dejó de moverse. César la contempló por largo rato, también sin moverse. Al cabo, se agachó, recogió la llave, miró los arabescos del anillo y se encaró a él. Esta vez ni siquiera carraspeó. Se acercó. El tic-tac aumentó aún más su volumen, como si los pasos ya llegaran. Abrió la ventana que le recorría verticalmente y contempló las entrañas doradas y desnudas. El péndulo de facciones serias negaba adusto. Alzó la llave, la introdujo en el mecanismo y le dio cuerda. Sólo faltaban treinta minutos para las siete.

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63CUESTIÓN DE AÑOS

Tendría unos veintitantos años al cumplir los cuarenta. Delgado, fibroso, pelo abundante y

negro, estaba fuerte como un toro y se cuidaba como un pura sangre. Daba gusto verlo en las marchas campestres galopar monte arriba, llegar el primero, volverse fresco como una lechuga y lanzar desde lo alto un comentario jocoso al resto de los excursionistas que aún se esforzaban a mitad de la pendiente. “La juventud está en el corazón, amigos míos” les explicaba cuando entre jadeos llegaban a la cima. En tales ocasiones, su mujer solía menear la cabeza.

Tendría unos cuarenta y tantos al llegar a los sesenta. Aún delgado, empezaba a resultar gracioso cuando, entre toses y colorado como un tomate, trataba de emular sus pasadas hazañas

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montañeras. Sí, empezaba a resultar gracioso y quizás hasta un poco ridículo, pero en las fiestas seguía siendo el rey y no cejaba en el empeño de divertirse hasta que los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte y coronaban su cabeza de pelo ya un tanto escaso. “Cuestión mental, creedme, cuestión mental” decía entonces a sus amigos que se desparramaban pálidos y silenciosos por los sillones, mientras su mujer contemplaba ensimismada algún punto perdido de algún perdido pasado.

Lo malo empezó cuando cumplió los setenta. Ya no era plato de buen gusto para nadie reparar en su delgadez, en su fortaleza en ruinas, en las muecas que pretendían ser risas y, sobre todo, en esos ruidos que a veces le salían del pecho y que parecían llenar de babas sus palabras. Sí, entonces empezó lo malo; pero lo peor llegó más tarde, sólo un poco más tarde, justo cuando cumplió los setenta y cinco. Apenas un bulto bajo las mantas, el rostro amarillento, los ojos hundidos, la mirada aterrada, murió musitando perplejo que todavía le quedaba media vida por delante.

Dicen que su ex-mujer, al conocer la noticia, meneó la cabeza y contempló entre lágrimas algún punto perdido de algún perdido pasado.

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65EL CUARTO B

Les molestaban un montón. Sobre todo a mamá, al vecino del quinto B, al del cuarto A, al del

segundo B y a los hermanos del primero A y B. Por lo menos eran los que ponían peores caras y soltaban palabrotas más gordas. Bueno, mi mamá no decía palabrotas pero miraba al techo con miradas de esas de rayos láser que hacen todo polvo, muy parecidas a las que lanzaba a mi hermana cuando llegaba tarde. Luisa, mi hermana, es mucho mayor que yo y se ha ido de casa hace un año. La echo de menos. Es muy alegre y toca la guitarra y canta muy bien. Me llevaba al parque y, mientras ella charlaba con sus amigos y amigas, yo comía pipas o hacía dibujos en varas de avellano con una navaja que me dejaban. Me gustaba mucho hacer dibujos como los de los indios en las

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varas de avellano. Ahora ya no los hago porque mi hermana se ha ido, no me lleva al parque y, claro, ya no me deja nadie una navaja. La verdad es que me salían unos bastones de mando muy bonitos. La mayoría se los regalaba a los amigos de Luisa. Son muy majos, aunque fuman mucho. El vecino del quinto B no. Quiero decir que el vecino del quinto fuma mucho, pero no es majo. Por lo menos a mi no me lo parece. Es grande como un gorila, y yo creo que si quisiera podría cargarse el taxi en el que trabaja a las espaldas. A mi me da mucho miedo y cada vez que me cruzo con él en el portal quiero volverme invisible como el hombre invisible. Me da mucha envidia el hombre invisible. Eso sí que es estupendo. Ser invisible, digo. Si yo pudiera me volvería invisible casi todo el tiempo. Es una lata eso de que todo el mundo te vea todo el rato. A veces pienso que ellos se han vuelto invisibles. Pero sólo lo pienso a veces, la mayoría de las veces pienso otras cosas. Pero pensándolo mejor, creo que de nada me serviría volverme invisible con el vecino del quinto B. Ni siquiera se daría cuenta de que me había vuelto invisible y, la verdad, volverte invisible y que nadie se dé cuenta de que te has vuelto invisible es una tontería. Y no se daría cuenta de que me había vuelto invisible porque él, allá arriba como está en su altura de gorila, no se fija en nadie, ni mira a nadie, quitando a ellos que no los podía ni ver y a mi papá que como trabaja en el ayuntamiento le hace la pelota. El vecino del quinto B vive encima del cuarto B –nosotros vivimos debajo, quiero decir en el tercero B– y yo creo que ha sido el jefe de todo esto. Ni a los peores piratas y bandidos había oído yo maldiciones y amenazas tan salvajes de la selva.

El vecino del cuarto A es otra cosa. Es bajito, regordete, va siempre vestido como si fuera a una boda y anda más derecho que mis varas de avellano. Tiene un bigotito gris que parece de pelos de rata. No es que yo sepa muy bien como son los pelos de rata, pero me da tanto asco como las ratas. No sólo el bigotito, todo él. Quiero decir que no me da miedo como el gorila, sino que me da tirria nada más verlo. Aunque, la verdad, cuando era más pequeño no me caía tan mal. Pero no me caía

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tan mal porque entonces me cayera bien; no me caía tan mal porque mi hermana me había dicho que era cazador y tenía rifles y escopetas. Y a mi entonces lo de tener rifles, escopetas y ser cazador me pirraba. Ahora también, pero mucho menos. Mi hermana me reñía y me decía que los rifles y las escopetas son muy malos y los cazadores unos brutos. Pero, bueno, mi hermana es una chica y las chicas son así. Además ella quiere a todo el mundo y se pone muy triste cuando ve en la tele cosas sobre el hambre y las guerras. La verdad es que yo también la quiero mucho y la echo de menos. Y, al final, le he acabado dando un poco la razón. Creo que sólo se debe ser cazador cuando estás en perdido en la selva y tienes que comer o te van a comer. Y no creo que el bigotito de rata esté perdido en la selva, ni que tenga que comer carne fresca, ni que haya ningún gato por ahí que quiera devorarlo. Vamos, eso creo yo.

El del segundo B no parece un gorila, ni tiene pelos de rata, pero yo no iría con él en una expedición pirata, ni a cabalgar por las praderas. Estoy seguro de que es de los que te clavan un cuchillo mientras duermes en la litera, o te pegan un tiro por la espalda en cuanto les das la espalda. A mi me recuerda a una serpiente venenosa de las de veneno mortal. Ya sé que es un poco imposible que me recuerde a una serpiente venenosa de las de veneno mortal porque es un tío alto y fuerte, y sería más posible que me recordase a un gorila, como el del quinto, o por lo menos a un orangután. Pero la verdad es que me recuerda a una serpiente, y yo creo que me recuerda a una serpiente porque siempre que lo veo anda como arrastrándose y haciendo eses. Además tiene unos ojos enrojecidos de esos que he leído tienen las serpientes venenosas que, cuando te miran, te dejan sin poder hacer ni un movimiento y entonces aprovechan, te muerden y te meten en la sangre el veneno mortal que te mata entre horribles dolores y sufrimientos, si no te dan enseguida una cosa que ahora no me acuerdo como se llama, pero que si la bebes ya no te mueres pero la serpiente sí. A mi me gustaría mucho tener una botella de eso que no me acuerdo como se llama. La llevaría siempre conmigo por

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si las moscas, quiero decir, por si las serpientes. Lo que me extraña es que ellos no tuvieran botellas de eso que no me acuerdo como se llama. Lo más normal es que las tuvieran. A lo mejor tenían botellas de eso que no me acuerdo como se llama para unas serpientes venenosas de veneno mortal, pero no para otras serpientes venenosas también de veneno mortal pero de un veneno mortal diferente. Y es que debe haber muchos tipos de serpientes venenosas de veneno mortal y cada una debe tener un veneno mortal distinto y debe ser imposible tener botellas de eso que no me acuerdo como se llama para todos los venenos mortales de todas las serpientes venenosas del mundo. Y, la verdad, es una pena que sea imposible, porque si fuese posible sería estupendo beberse eso que no me acuerdo como se llama y entonces tú no te morías pero la serpiente sí. El Serpiente es muy amigo del Gorila, y tiene una mujer grandota que le encanta dar voces por el patio y sacudir las alfombras cuando pasa gente por la calle. También tiene dos hijos un poco mayores que yo, con los que no me trato porque, cada vez que me ven, me agarran, me tiran al suelo, se sientan encima de mi y no me dejan en paz hasta que digo un montón de veces que soy una niña y que me rindo.

Los hermanos del primero A y del primero B son hermanos, y yo les llamo Vinagre y Ricino porque mi mamá una vez les llamó vinagre y ricino, y a mi me gustó. Yo sabía lo que era vinagre, pero no sabía lo que era ricino, así que lo busqué en la enciclopedia de mi papá, lo encontré, lo leí y me gustó aún más, y desde entonces les llamo Vinagre y Ricino. Se parecen mucho. Los dos tienen una cabeza muy grande, una nariz muy grande, una boca muy grande y unos ojos muy pequeños que cuesta encontrar en unas caras tan grandes. Visten igual, se peinan igual y hablan igual, pero yo nunca los confundo porque uno siempre está carraspeando y el otro tosiendo. También tienen unas mujeres iguales, rubias, pálidas y con cara de haber llorado por algún disgusto muy gordo. Las mujeres son muy majas, siempre están haciendo favores a todo el mundo y se hablan entre ellas a escondidas. Y se hablan a

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escondidas porque Ricino y Vinagre no se hablan. Y Ricino y Vinagre no se hablan porque los primeros A y B eran de sus padres, y cuando se murieron les dejaron un piso a cada uno, pero con tan mala pata que se confundieron de mano. Los padres, quiero decir. Porque a Ricino, que vive en el primero A, le gustaría vivir en el primero B; y a Vinagre, que vive en el primero B, le gustaría vivir en el primero A. Cuando mi mamá me lo contó, yo no lo entendí muy bien y le pregunté que por qué, si Ricino quería vivir en el B, y Vinagre en el A, no se cambiaban el piso. Mi mamá me miró y me sonrió como se mira y sonríe a los niños y a los idiotas, y me dijo algo sobre “las cosas de familia”. Yo le pregunté que qué era eso de “las cosas de familia”, pero entonces mi mamá dejó de mirarme y de sonreírme, y se puso a mirar por la ventana. Yo me quedé muy intrigado y, al día siguiente, busqué eso de “cosas de familia” en la enciclopedia de mi papá, pero allí sólo venían “cosa” y “familia” pero no venía “cosas de familia”. Así que todavía no sé muy bien que es eso de “cosas de familia”. Para mi que lo que pasa es que Vinagre quiere quedarse con su piso y también con el de Ricino; y Ricino quiere quedarse con su piso y también con el de Vinagre. O, a lo mejor, es porque son hermanos, se tienen envidia y les gusta hacerse la vida imposible. No sé, la verdad. Lo que yo pienso es que si mi hermana quisiera vivir en el piso donde yo vivo, y yo quisiera vivir en el piso donde vive mi hermana, yo le cambiaría el piso a mi hermana. Aunque, en realidad, lo que a mí me gustaría es vivir con mi hermana.

A mi papá no sé si le molestaban mucho, poco o nada. A mi papá es que no hay quien le entienda. Yo sólo he tenido un papá pero, la verdad, por lo que he visto en las películas y he leído en los libros, a mi me parece que mi papá no es nada papá. A mi me parece que un papá es papá cuando te regala juguetes, te ayuda a hacer los deberes, te habla, te riñe y se pone pesado con lo de que tienes que estudiar y obedecer a mamá y a los profes. Y mi papá me regala juguetes, pero no juega conmigo, ni me ayuda a hacer los deberes, ni me habla, ni me riñe, ni se pone pesado con lo de mamá y los profes. Yo creo que para

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mi papá sí que soy invisible como el hombre invisible. Y mi mamá invisible como la mujer invisible. Yo creo que para mi papá todo es invisible en casa. O puede que mi papá quiera ser invisible como yo, y cree que la mejor manera de ser invisible es hacer como si todo el resto del mundo fuese invisible. Pero si lo cree así se equivoca porque yo le veo muy bien: siempre que llega a casa se sienta en el salón, coge la enciclopedia y se pone a leer. La enciclopedia tiene como veinte tomos y, desde que le conozco, va por la A. Cuando está leyendo pone la misma cara que yo pongo en el colegio cuando nos ponen a estudiar o nos ponen a mirar las lecciones de los profes. Parece que estás muy atento, pero en realidad estás a tu bola. Pues mi papá lo mismo: parece que está leyendo, pero de eso nada. Yo pienso en aventuras, pero no sé en que piensa mi papá cuando hace que lee. La verdad, mi papá es muy raro y muy poco papá.

Pero a mamá, al Gorila, al Rata, al Serpiente, a Ricino y a Vinagre les molestaban un montón los del cuarto B. Por eso creo que han tenido algo que ver en todo esto. No sé cómo, pero me da a mí que sí. El caso es que aquella noche estaba yo en mi habitación haciendo que estudiaba, pero en realidad pensando en que me había ido con los del cuarto B y estábamos corriendo una aventura de miedo en las tierras de las aventuras. Íbamos a pasar un río imposible de pasar, tan ancho que no se veía el otro lado, que corría que se mataba y que estaba lleno de rocas grandes y puntiagudas, y de esas cosas que tampoco me acuerdo cómo se llaman pero que tienen mucha espuma, dan vueltas y vueltas, y como te pillen te tragan y ya no puedes salir nunca y eres pasto de las pirañas. Estábamos derribando un árbol altísimo y de madera dura como el hierro con nuestras hachas de guerreros, cuando sonó el timbre de casa. Y digo el de casa porque no era el del portal, porque cuando es el del portal es que es alguien de la calle, pero cuando es el de casa es que es algún vecino y, la verdad, es muy raro que llamen los vecinos. También es raro que llamen de la calle, pero mucho más raro es que llamen los vecinos porque casi nunca llaman, a no ser que se haya ido el agua o algo esté roto en la escalera o

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cosas así. Lo que quiero decir es que era muy raro que llamasen los vecinos y que entonces decidí dejar la construcción de la piragua para luego y ponerme a espiar como un espía de esos que espían secretos de armas nucleares en territorio enemigo. Así que con pasos de espía me acerqué a la puerta. Los pasos de espía son pasos que no meten ruido y muy parecidos a los de los indios cuando se acercan al soldado que vigila en la noche a la luz de las fogatas el campamento de soldados, y que sólo oye el ruido del cuchillo al cortarle la garganta. Bueno, pues con pasos de espía me acerqué a la puerta, la abrí un poco con cuidado para que tampoco hiciera ruido, asomé mi ojo de espía por la rendija y me puse a espiar. ¡Vaya sorpresa me llevé!, no era un vecino, eran un montón de vecinos. Hablando con papá y mamá, estaban casi todos: el Gorila, el Rata, el Serpiente, la mujer del Serpiente y Vinagre. También estaban cuatro o cinco tipos grandes como armarios y con cara de ningún amigo, que parecían fotocopias del gorila y que yo no conocía y que así, al pronto, tampoco me dieron ganas de conocer. No estaban las mujeres de Vinagre y Ricino; ni Ricino, porque donde está Vinagre no está Ricino. Tampoco estaba el matrimonio mayor del segundo A que, de pequeñitos y graciosos que son, parecen jilgueros y dan ganas de tenerlos de abueletes. Todas las tardes pasean a un perro por el parque. Bueno, eso de que lo pasean es un decir, porque en realidad van cogidos de la manos y a trote ligero, arrastrados por la cadena de la que tira el perro con el cuello estirado, la lengua fuera y la fuerza de esos perros blancos que tiran de trineos en las tierras solitarias y frías del Polo Norte de eternas y traicioneras nieves heladas. Y tampoco estaban los del tercero A, que son una pareja joven muy simpática y que siempre está trabajando; ni el viejo del quinto A que está muerto y el piso vacío.

Bueno, pues allí estaban, unos metidos en casa y otros en la escalera, y yo me dije: “Aquí hay gato encerrado y esto sí que es digno de espiarse”. Así que cambié el ojo por el oído y puse la oreja en la rendija; pero hablaban muy bajito y no había forma de escuchar nada. Entonces salí del cuarto y me

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puse a andar en dirección a la cocina, como si fuese a buscar un vaso de agua y no me importara nada lo que estaban hablando, aunque en realidad sí me importase y lo del vaso de agua era sólo un astuto truco de espía para disimular y poder oír lo que decían. No había dado dos pasos, cuando mi mamá, que debe tener ojos en la espalda como los espías enemigos que capturan a los espías amigos, los torturan y los sacan información secreta, me descubrió y con un grito me mandó al cuarto. De mala gana me volví a mi habitación, pero de nuevo con astucia de espía deje la puerta abierta por si me llegaba alguna voz que me permitiera descifrar el misterio misterioso que me envolvía con su misterioso misterio. Mi mamá no tardó en asomarse, decirme que me pusiera a estudiar y cerrar la puerta de un portazo. Me dio mucha rabia y otra vez pensé en lo bueno que sería ser invisible, pero, como no lo era, me tuve que fastidiar y me fastidié. Entonces me puse a construir otra vez la piragua para pasar el río imposible de pasar pero, la verdad, ya no me apetecía construir la piragua para pasar el río imposible de pasar. Así que dejé de construir la piragua para pasar el río imposible de pasar y me tumbé en la cama para pensar en lo bueno que sería ser mayor y hacer lo que me diese la gana. Y en esas estaba y ya era mayor y ya hacía lo que me daba la gana, quiero decir que ya salía del cuarto, me llegaba hasta donde estaban los mayores y escuchaba lo que decían, cuando, no sé por qué, me quede dormido.

Me despertó un ruido insoportable. Así, de golpe, me pareció que me había caído dentro de una tele o que una tele se me había caído encima. No estaba seguro. Pero enseguida comprendí lo que ocurría. Todas las teles y radios del edificio estaban puestas a toda pastilla. Aquello era muy raro, sobre todo a esas horas de la noche. Me levanté y salí del cuarto a ver lo que pasaba. No sabía muy bien como salir, si como espía, detective o superhéroe, así que salí como yo. De lo primero que me di cuenta es de que en nuestra casa no estaban ni la tele, ni la radio encendidas; de lo segundo que me di cuenta es que mi mamá no estaba; de lo tercero que me di cuenta es que mi papá

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sí estaba. Estaba, como siempre, en el salón leyendo el tomo de la A de la enciclopedia. Entonces le pregunté que qué pasaba; y él me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba nada. Entonces yo le pregunté que cómo que no pasaba nada si había un ruido de mil demonios. Entonces él me contestó que de qué ruido hablaba. Entonces yo me quedé de piedra y no supe qué decir, hasta que se me ocurrió decir algo así como: “Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo nada y otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada” Y ya se lo iba a decir, cuando me ordenó que me fuera inmediatamente al cuarto y me pusiera a dormir. Aquello me dejó de piedra otra vez. Me pareció muy raro que mi papá pensara que alguien pudiese dormir con aquel ruido, pero más raro me pareció que mi papá me ordenase ir a dormir con la voz de mamá de que si no haces lo que te digo te la cargas. Pero no dije nada porque me había quedado de piedra y cuando te quedas de piedra no puedes decir nada, ni hacer nada de nada. Y así, de piedra, me hubiese quedado para toda la vida, si un grito de mi papá no me hubiera hecho dejar de ser de piedra. Y como ya no era de piedra, me pude mover, darme la media vuelta, volverme al cuarto y tumbarme en la cama.

Pero, claro, con aquel ruido de televisiones y radios a toda pastilla no podía dormir ni una marmota. Pensé en levantarme, ir donde mi papá y traerle al cuarto para que se tumbase conmigo en la cama y lo comprobara. Pero, la verdad, no me atreví. Eso de haber oído en la boca de papá la voz de te la cargas de mamá me tenía hecho un lío. Puestos a cambiarse voces yo prefería la voz de papá en la boca de mamá, quiero decir que si mi papá y mi mamá tuviesen los dos la voz de mi papá, en mi casa sólo se oirían los ruidos del frigorífico que es muy viejo, que mi mamá siempre está diciendo que hay que cambiarlo y que mete unos ruidos muy parecidos a los que hacía el viejo del quinto A antes de morirse. Bueno, pues estaba yo pensando que sería estupendo que mi papá, mi mamá y el frigorífico tuvieran los tres la voz de mi papá, porque así en la casa reinaría el silencio ese que reina en las noches frías y estrelladas de los

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desiertos misteriosos llenos de arena, camellos y oasis, cuando en el cuarto B se montó un jaleo de miedo. Por encima del ruido a toda pastilla de las televisiones y radios, se empezaron a oír voces, y luego de las voces se empezaron a oír gritos, y luego de los gritos se empezaron a oír lamentos, y luego de los lamentos se empezaron a oír voces, gritos y lamentos, todos juntos y cada vez más fuertes. Al mismo tiempo, el techo de mi habitación temblaba con carreras y pisadas de elefante. La verdad, pensé que se iba a hundir y una jauría de perros rabiosos iba a caer sobre mi cama. Me levanté asustado y fui corriendo al salón. Mi papá leía su enciclopedia. Casi sin respiración, le pregunté que qué pasaba; mi papá, sin levantar la vista del tomo de la A, me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba nada. Y cuando dijo “nada” el techo del salón retumbó como un cañonazo. Yo miré al techo. La lámpara se balanceaba y las voces, gritos, lamentos y ruidos como de cañonazos seguían y seguían. La verdad, a mi me pareció que el cuarto B se había convertido en una pradera de las lejanas praderas que temblaba bajo las pezuñas de los bisontes en estampida, porque unos malvados cazadores blancos los habían asustado para dejar sin comida a los nobles y valientes guerreros pieles rojas. Señalando al techo, miré a mi papá. Era lo mismo que mirar a una estatua: continuaba leyendo el tomo de la A como si fuese domingo y sólo se oyera el ruido de la lluvia en los cristales. Ya le iba a decir lo de que “Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo nada y otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada”, cuando se hizo de forma repentina el silencio. Entonces levantó la vista del tomo de la A, me miró y me dijo: “Ves”. Me quedé cortado y sin saber qué decir; tan sólo boqueaba como un pez cuando lo sacas de la pecera y lo miras a los ojos. Y boqueando estaba cuando los ruidos, los gritos y lamentos volvieron a oírse, pero esta vez en la escalera, como si los bisontes no hubiesen encontrado otra escapatoria en su estampida que bajar a todo correr hacia el portal. Yo y mi papá nos quedamos mirando el uno al otro con los ojos de un pez cuando lo sacas de la pecera y lo miras a los ojos. Y yo creo que esta vez boqueábamos los

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dos. Y así, mirándonos con ojos de pez y boqueando como peces fuera de la pecera, hubiésemos seguido un montón de rato si no llega a ser porque los ruidos, gritos y lamentos se desparramaron por la calle y se fueron apagando poco a poco como un voraz incendio en las estepas, provocado por un mortífero rayo, se apaga poco a poco porque ya no queda nada que incendiar. Entonces mi papá volvió a la pecera, dejó de mirarme y de boquear, y me dijo: “Anda, vete a dormir que mañana tienes colegio” Mañana era sábado y no tenía colegio, pero no le dije nada. No porque siguiera boqueando, porque yo también había vuelto a la pecera, sino porque, la verdad, ¿qué le vas a decir a un papá que quiere volverse invisible haciéndose el sordo? Así que lo dejé leyendo el tomo de la A y me fui a mi cuarto. En la cama estaba cuando oí las puertas de los pisos que se iban abriendo y cerrando una a una, hasta que la del nuestro también se abrió y cerró, y supe que mi mamá había entrado. En el piso de arriba reinaba el silencio de los desiertos llenos de arena, escorpiones y esqueletos de animales y hombres muertos. Entonces me dormí porque no me apetecía el beso de buenas noches de mi mamá.

A mi ellos no me molestaban. La verdad es que me caían muy bien y por eso me gustaba encontrármelos en el portal o subir con ellos en el ascensor. Muchas veces esperaba un buen rato en la calle hasta que aparecían y así entrar con ellos. Eran un montón, tantos que creo que no les llegué a ver a todos. O a lo mejor sí. No sé, la verdad. Era muy difícil distinguirlos. Supongo que a ellos les pasaría lo mismo con nosotros. Pero eso era parte de lo bueno. Es muy divertido no saber si conoces o no conoces a alguien. Le saludas, le miras por el rabillo del ojo y piensas para ti: ¿será o no será? Al final de tanto mirar por el rabillo del ojo te quedas como bizco, y de tanto pensar como turulato. Y, claro, entonces tú te ríes, él se ríe, y te acabas echando un montón de risas. En cambio, si le conoces es casi imposible reírse; ya sabes que te va a preguntar qué tal está tu papá, qué tal está tu mamá y qué tal en el colegio, y, la verdad, para preguntas difíciles ya están los profes. Además ellos me

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hacían preguntas fáciles. Bueno, en realidad sólo me hacían una: “¿Real Madrid o Barsa?” Y yo unos días les contestaba que Real Madrid y ellos me decían “¡bueno, bueno!” y me soltaba tres o cuatro nombres de jugadores del Real Madrid; y otros días les contestaba que Barsa y ellos me decían “¡bueno, bueno!” y me soltaban tres o cuatro nombres de jugadores del Barsa. Y entonces nos reíamos y chocábamos las palmas de la mano en el aire. Yo creo que a ellos les daba igual que fuera del Real Madrid o del Barsa; lo que les gustaba era decir “¡bueno, bueno!”, reírse y chocar las palmas de la mano en el aire. A mí también me daba igual y me gustaba lo mismo, y por eso creo que nos llevábamos tan bien. La verdad es que con ellos en el ascensor o en el portal me sentía como en el país de las aventuras. Los voy a echar de menos, no tanto como a mi hermana pero sí bastante. ¡Ah, se me olvidaba! Al día siguiente de aquella noche, mi papá se puso a leer el tomo de la B de la enciclopedia. Pero sigue sin poder ser invisible. Y yo tampoco.

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77NI POR ESAS

Su sombra murió de noche. Fue de repente, ante sus ojos, después de pasar junto a una farola. Un resto de humanidad le empujó a reanimarla. Aplicó la boca al suelo, en el sitio donde suponía estaban sus labios; golpeó las baldosas con los puños a la altura en que se dibujaba el pecho; incluso, zapateó sobre ella. Nada de nada. La sombra seguía allí, tendida en la acera, con las piernas y brazos abiertos como aspas. Entonces se asustó y pensó en salir corriendo, pero otro resto de humanidad le impidió darse a la fuga. Trató de levantarla en brazos, de arrastrarla tomándola de las piernas, hasta probó a quitarse los cordones de los zapatos y atársela a los tobillos. De nuevo, nada de nada: pegada como una calcomanía, era imposible arrancar la sombra de la acera. Viendo que eran inútiles los esfuerzos y agotados sus restos de humanidad, se dio la media

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vuelta y se encaminó a su casa. No había andado cien metros, cuando empezaron a revelarse sus verdaderos sentimientos. Iba con la cabeza alzada, la espalda derecha, balanceando rítmicamente hombros y brazos. Su caminar era ágil, ligero y, de vez en cuando, daba un brinco, ensayaba un paso de baile o correteaba un buen tramo como un niño tras un balón. La odiaba, esa era la verdad. La había odiado toda su vida; la había odiado cuando, vigilante, arrastrándose a sus espaldas, le perseguía adonde quiera que fuese; la había odiado cuando se estiraba frente a él, y le marcaba el camino y la meta; la había odiado cuando a los costados, se quebraba y alzaba por fachadas y muros, mostrándole las habilidades y alturas que nunca alcanzaría; la había odiado cuando se emboscaba en la oscuridad, agazapada y presta a saltar sobre sus talones al menor destello. Sí, la había odiado toda la vida, incluso cuando se ovillaba a sus pies como un perro traicionero que fingiera de pronto fidelidad y cariño. Por eso la noche en que murió su sombra fue la más feliz de su existencia.

La policía tardó apenas una semana en detenerlo. Fue fácil: era el único que no tenía sombra. Acusado y juzgado, le condenaron a treinta años de prisión por sombricidio, nocturnidad, alevosía y falta de humanidad. No sólo le condenó el juez, también fue condenado por la sociedad en pleno. Medios de comunicación, instituciones y organizaciones, personalidades famosas, ciudadanos medios, medianos y mediocres, manifestaron su horror y desprecio. Sin embargo, durante un tiempo y de forma confidencial, recibió muchas visitas de personajes importantes que le ofrecían el indulto y grandes cantidades de dinero si les revelaba cómo había logrado librarse de su sombra. Él siempre les decía lo mismo: que no había ningún método secreto, que simplemente su sombra había muerto una noche, de repente, después de pasar junto a una farola. Por supuesto, no lo creían, y a las ofertas seguían las amenazas; y a las amenazas, su cumplimiento. Pasó el resto de sus días en un calabozo en penumbras, para que siempre estuviese rodeado de sombras. Cuando murió, la Autoridad tuvo buen cuidado de enterrarlo en el mismo nicho donde reposaba su sombra. Llevaba veinte años esperándolo, estirada y tendida cuan larga era.

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79LA BONDAD DE LA BANCA

¿El de la 302? ¡Oh, sí, Don Faustino! ¿Se lo propuso? Lo hace con todo el mundo. Es parte

de su digamos… problema. Y usted ¿accedió? Lo haría entonces muy feliz. Me lo imagino: lo felicitaría por su decisión, le daría la mano, lo acompañaría a la puerta y lo despediría con palabras de una cortesía exquisita. Acierto ¿verdad?... Yo ya he abierto como cien. Así se pasa el día y así es feliz. Es un dilema para mí. Se supone que mi labor es curarlo. Sin embargo, ¿debo? Quiero decir si es justo sacar a una persona de un delirio que lo hace feliz. Pero, ¿lo hace feliz realmente? O lo que es lo mismo, ¿se puede llamar felicidad a un estado de satisfacción que implique pérdida de conciencia sobre nosotros mismos y sobre el mundo?... Sí, claro, tiene usted razón, eso dependerá de qué entendamos por

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felicidad. Sin embargo, yo no sabría definirla sin caer en ciertos conceptos que, de puro generales, no significan nada o, mejor dicho, signifiquen mucho o poco, sean lúcidos o ciegos, se demuestran igualmente inútiles. Supongo que es el problema de toda teoría; el teorizado siempre puede decir: “Sí, todo eso está muy bien, pero ¿y yo qué?” Nos enfrentamos al individuo y a su irreductible aquí y ahora. Y no olvide que la psiquiatría trata a individuos. Por eso, y dado su interés, preferiría contarle lo que sucedió a exponerle un diagnóstico. En el fondo, quizás esté empezando a pensar que las teorías nos hablan al oído y las historias particulares a la vista. Y no olvidemos que Job se curó por la vista y no por el oído. Aunque quizás algunos puedan opinar que, lejos de curarse, quedó ciego del todo... ¡Oh!, eso no es ningún problema, en la habitación de al lado encontrará usted un teléfono. Haga su llamada y yo le esperaré aquí. ¿De acuerdo?, estupendo. Hasta ahora mismo…

… Me he permitido sacar unas copas durante su ausencia. ¿Le gusta el whisky? Me alegro, y sin hielo como debe ser. Es un pura malta. Realmente excelente, ¿no le parece? Bien, vayamos pues a la historia. Yo por aquél entonces acababa de terminar mi especialidad. Tenía veintiocho años y un deseo inmenso de demostrar quien era. La mejor manera que se me había ocurrido de hacerlo era transformando de cabo a rabo la psiquiatría. En mi cabeza bullían decenas de ideas y reformas. Consideraba erróneo todo lo que me precedía y mal orientado todo lo nuevo que surgía a mi alrededor. Aunque pensaba que tenía un corpus teórico bien fundamentado y una experiencia clínica corta pero más que suficiente, en realidad sólo era un médico joven, inteligente, poseedor de una mediana formación académica, con una ambición desmedida – cuidadosamente ocultada, incluso para mí mismo, bajo un montón de bellas palabras – y una irresistible, y también inconsciente, fascinación por asumir el papel de espíritu de la contradicción, lo que me llevaba a ser sociologista con los biologistas y partidario de las pastillas con los defensores de las terapias grupales. Era pues inevitable que cuando Don Faustino fue ingresado en la clínica, me tomara un

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interés desmedido por su caso y emprendiera investigaciones que ahora, con más experiencia y, sin duda, también con un mayor escepticismo sobre mí y sobre mi trabajo, ni siquiera me plantearía… O quizás sí. ¿Quién sabe?…

… Recuerdo el primer día que llegó con su bigotito fino, el pelo teñido de negro echado hacia atrás y pringado de brillantina, la forma de vestir impecable dentro de la modestia del traje, la manera de andar tan rectilínea, tan rígida, tan acompasada, tan indudablemente marcial. No parecía consciente de la situación. Para él todo aquél barullo sólo era una contrariedad inevitable. De nada sirvieron nuestras preguntas, nuestros tests, nuestras explicaciones. Nos escuchaba con una deferencia abrumadora, en absoluto falsa, y, cuando concluíamos de hablar, nos sugería con un tono de distinguida cortesía si no haríamos mejor en volver sin más dilación a nuestras “inaplazables labores”. No pudimos sacarlo de ahí, a pesar de poner todo nuestro empeño. No niego que buena parte de nuestra contumacia se debía al rechazo que producía en nosotros vernos calificados de obreros. Don Faustino pensaba que éramos albañiles que estábamos reformando el edificio para adaptarlo a “la nueva función” como decía con tono casi religioso. Los psiquiatras también somos humanos, quiero decir con una portentosa capacidad para ser miserables. Aquella primera noche durmió tranquilo, pero al día siguiente comenzó a demostrar una inquietud íntima, contenida, nada agresiva, pero evidente. Este estado de desazón le duró una semana, justo hasta el momento en que recibió el “regalo”. A partir de entonces desapareció su ansiedad y volvió a ser el hombre tranquilo y gentil que según todas las apariencias era.

De esto hace ya siete años. Al principio seguí una terapia blanda. Quiero decir que evité en lo posible el uso de fármacos. Por aquél entonces pensaba que su delirio, aparte de ya no ser peligroso y de no provocarle dolor, era una simple estrategia defensiva de su psique que, incapaz de sobrellevar el trauma, había elaborado aquella fantasía como única forma de gestionar la angustia, pero cuya gravedad no había llegado al

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punto de desestructurar por completo la mente. Recurrí pues al diálogo. Por supuesto no le hablé para nada de su “hazaña”, como jocosamente la llamaba uno de los enfermeros. Creí que era mejor mostrarme comprensivo y, una vez ganase su confianza, atacar con decisión el nudo del problema. Fracasé por completo. Don Faustino me escuchaba con esa expresión tan suya de profundo interés y, cuando por mi silencio suponía que ya había acabado de hablar, me decía con gran amabilidad que valoraba en su justa medida mis problemas personales, pero que sería mejor que se los comentase en otro momento pues, como podía observar, ahora estaba muy ocupado. Así transcurrieron seis meses. He de reconocer que se me agotó la paciencia. Empecé a sentir unos deseos irreprimibles de zarandear a aquél hombre que, le dijera lo que le dijese, mantenía siempre la misma compostura y acababa disculpándose por no poder seguir prestándome su atención. Viendo la inutilidad de mis esfuerzos decidí cambiar de método. Le suministré antipsicóticos, tomé medidas coercitivas e incluso llegué a prohibirle que se dedicara “a mi deber”, como él lo llamaba. Con este cambio de terapia no conseguí que mejorase en lo más mínimo; por el contrario, dejó de comer, de hablar, de moverse. Se limitaba a estar en su cuarto mirando al techo. Temiendo que volviera a las andadas o, lo que era peor, se dejase morir de inanición, le permití que hiciera lo que más quería. Fue entonces cuando decidí investigar en profundidad el caso y, aprovechando unas vacaciones, visité su ciudad natal. Debo reconocer que me había tomado el asunto como algo personal. Me sentía fracasado e incapaz de encontrar una solución satisfactoria. Y no sólo eso. No se me ocultaba que en mi cambio de terapia había habido algo muy cercano a la venganza...

… Pero quizás sea mejor que empecemos desde el principio, o para ser más exactos, quizás sea mejor que deje de hablar de mí mismo y le cuente lo que ocurrió. Debo advertirle, antes de nada, que la historia que le voy a contar no es producto de mi imaginación o de suposiciones más o

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menos fundamentadas. Es fruto de las entrevistas que tuve con el director de la sucursal y los empleados, en especial con Don Enrique. Quizás en ocasiones me deje llevar por, digamos, una cierta recreación literaria – que espero usted sepa comprender, perdonar y situar en su verdadero lugar: últimamente la literatura es para mí bálsamo de dudas e inquietudes tanto personales como profesionales – pero, en lo que atañe a lo esencial, le puedo asegurar que lo que le voy a contar sigue al pie de la letra los testimonios que recabé en mi viaje a la ciudad de Don Faustino… Pero demos un nuevo trago y comencemos de una vez… ¡Uhmmm! Excelente ¿verdad?...

… Don Faustino trabajaba desde la juventud en una sucursal bancaria de su ciudad natal. Había empezado como recadero y, en la época que ocurrieron los acontecimientos, contaba cincuenta y ocho años y era uno de los encargados de la contabilidad. Don Faustino era respetado, pero no querido, por los compañeros. Su entrega casi servil al trabajo, su completa disponibilidad para horas extras y favores a la dirección, su concepción del banco como una gran familia, le alejaban de una plantilla que no tenía la alta consideración que él manifestaba en todos y cada uno de sus actos por la labor que realizaba. Políticamente conservador, estricto cumplidor de sus deberes religiosos, no se había casado y vivía solo en un piso heredado de los padres. No se le conocían vicios, ni aficiones. Nunca hablaba de sí mismo, nunca presumía de nada, salvo de una cosa: haber servido en el cuerpo de zapadores. Sin duda, aquella época militar fue la única aventura de su vida y, en las pocas ocasiones en que hablaba de ella, lo hacía con una pasión y un entusiasmo impensables en una persona tan sobria como él.

Un día semejante a todos sus días, el director se acercó a la mesa de trabajo de Don Faustino y le dijo que tenía que hablar con él. Podemos imaginarlo inclinado sobre las cuentas, inmerso en el mar de números y cifras ajenas que eran su vida; podemos imaginarlo elevando lentamente la cabeza, el rostro serio, la mirada servicial; podemos imaginarlo levantándose de la silla, poniéndose firme, musitando “a su disposición señor

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Iglesias”; podemos imaginarlo siguiendo con pasos quedos al director, entrando con emoción religiosa en el despacho, sentándose, entre amedrentado y orgulloso, frente a la gran mesa de roble repleta de documentos y carpetas. Podemos imaginar todo eso, pero nos será más difícil imaginar la reacción que tuvo a las palabras del director. Éste le dijo más o menos que, ante la nueva coyuntura política y económica que se abría en el país, el banco no podía permanecer indiferente; muy por el contrario, debía manifestarse valiente y ágil y, sin caer en imprudencias, ponerse a la cabeza de los cambios. El bien del banco como institución de más de un siglo de antigüedad, el bien de la gran familia que formaban directivos y empleados, y, ¿por qué no?, el bien de la propia nación, dependían de la capacidad “de todos nosotros” de asumir la insoslayable modernización. Sin duda, aquél esfuerzo por estar a la altura de los tiempos iba a exigir sacrificios. Todo en esta vida tiene un precio. Pero estaba seguro de que todos comprenderían la necesidad de ciertas reestructuraciones, es más, estaba convencido de que todos darían lo mejor de sí mismos para llevarlas a efecto. Aquí el director se detuvo y, tras observar el rostro atento y concentrado de Don Faustino, continuó:

–Dentro del primer paquete de medidas que la dirección del banco ha decidido tomar se encuentra una reestructuración de la plantilla. Como usted comprenderá, los criterios que se han seguido para llevar a cabo la selección del personal no han sido caprichosos. Se han tenido en cuenta tanto los intereses personales como los colectivos, en aras de una justa distribución de las cargas y beneficios. Bien, en este orden de cosas, quisiera comunicarle que su nombre ha sido mencionado como uno de los que serán beneficiados con la jubilación anticipada...

El director calló y observó de nuevo a su interlocutor. Don Faustino permanecía con el mismo gesto de atención absoluta, como si más que escuchar aquellas palabras las recogiera una a una con la punta de los dedos y las fuera depositando en un cofre de tesoros. El director carraspeó y se

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removió en el asiento. Reflexionó por unos instantes, sacó el paquete de cigarrillos y ofreció uno a Don Faustino. Este lo rechazó y, temeroso de que su acción se tomara por un desaire, dijo con aire compungido:

–Lo siento, crea que se lo agradezco, pero el médico me ha prohibido fumar.

El director dio una calada profunda, expulsó el humo con parsimonia e, inclinando su cuerpo hacia delante, preguntó remarcando las palabras:

–¿Me ha entendido usted, Don Faustino?–Perfectamente, señor Director –Y ¿no tiene nada que decir? –Nada, señor Director. El director entrecerró los párpados y apagó el

cigarrillo. Se echó contra el respaldo del sillón y trató de evitar la mirada servicial de Don Faustino. El sol entraba ahora por la ventana depositando una gran mancha rectangular y dorada sobre la mesa. Las orlas de las carpetas, los juegos de plumas, el pisapapeles que representaba una gaviota en pleno vuelo, la fotografía familiar refulgían como metales preciosos. El director tomó de nuevo la palabra:

–Bien en ese caso no hay nada más que hablar, salvo pedirle que coja usted estos documentos en los que se especifica las condiciones de la jubilación. En el caso de que usted esté de acuerdo en su totalidad sólo debe firmarlos. En caso contrario, le ruego me lo comunique y estaré muy gustoso de escuchar... Pero no… no debe firmarlos ahora mismo... al menos, léalos...

–Siempre estaré de acuerdo con lo que el Banco decida o juzgue conveniente – dijo Don Faustino devolviendo los papeles ya firmados. Luego añadió: – ¿Puedo ya volver a mi trabajo?

El director asintió y tendió la mano a su subordinado. Puesto en pie, Don Faustino la estrechó con una profunda inclinación de cabeza. Se dio media vuelta, anduvo con paso quedo hasta la puerta y la abrió y la cerró con sumo cuidado tras de sí. El director se quedó mirando un buen rato a la puerta

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mientras sus dedos tamborileaban en los brazos del sillón. A Don Faustino sólo le quedaba un mes de trabajo.

Antes le he dicho que Don Faustino sólo presumía de una cosa: haber servido en el cuerpo de zapadores. Esto no es del todo exacto. Había algo más que le llenaba de orgullo: su puntualidad. Durante los casi cuarenta años de servicio en el banco siempre había sido el primero en llegar a la oficina. Lloviera, nevase o hiciera sol, todos los días laborables se podía ver a Don Faustino de pie junto a la puerta cerrada de la sucursal, esperando impaciente al encargado de abrir la oficina. Cuando este llegaba siempre le decía la misma frase: “Hoy también, señor Enrique, hoy también”. Y una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro, al tiempo que, en uno de los pocos gestos de afecto que se le conocían, golpeaba cariñosamente el hombro del ordenanza. Luego entraban los dos tras una ritual discusión sobre quien debía hacerlo primero. Al cabo lo hacía el ordenanza, pues Don Faustino consideraba que así lo mandaban las normas del Banco.

Cuando Don Enrique supo de la jubilación del contable sintió una mezcla de alegría y tristeza. Durante muchos años, y sobre todo en la juventud, había tratado de derrotarlo en aquella batalla particular que tenían, pero, a pesar de todos los esfuerzos, nunca había logrado llegar a la oficina sin que Don Faustino le estuviese esperando con la famosa frase bailándole ya en los labios. Se iba a jubilar poco después del contable y, en aquél último mes, había abrigado la esperanza de conseguir lo que no había alcanzado en casi cuatro décadas. Confiaba en que la pronta jubilación de Don Faustino le haría bajar la guardia y en esa creencia había madrugado más de lo habitual. Por supuesto no consiguió su objetivo. Todos los días Don Faustino le recibió de pie junto a la puerta de hierro forjado del banco con su ya legendaria expresión presta para salir de la sonrisa de los labios. Por eso, el primer día de la jubilación del contable, Don Enrique se dirigió al banco con pasos lentos y meditativos. Nunca había sentido real simpatía por Don Faustino y las continuas derrotas en la peculiar competencia

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que mantenían le habían llevado en algún momento a casi odiarlo, sin embargo aquella mañana, mientras caminaba por las calles vacías, aún iluminadas por la luz de las farolas y cubiertas de hojas otoñales, no pudo evitar que un doloroso sentimiento de melancolía lo embargase. La totalidad de su vida le pasó por la mente y el vacío que esperaba encontrar en la puerta del banco le pareció un símbolo del sin sentido de su existencia. Juzgue usted cual sería su sorpresa, cuando al llegar a la sucursal descubrió a Don Faustino embutido en el viejo pero bien conservado abrigo gris, apoyado en el paraguas y golpeando rítmicamente el suelo con el pie derecho. “Hoy también, señor Enrique, hoy también” le oyó decir como en sueños. Abrió la puerta y, por primera vez en todos aquellos años, pasó el primero sin la menor discusión.

Cuando el director llegó al banco se encontró a toda la plantilla hablando de forma acalorada sobre la situación, y a Don Faustino sentado a su mesa de trabajo, sumergido en la tarea e indiferente al remolino que le rodeaba y del que era el centro. Permaneció perplejo por unos instantes, luego ordenó que cada uno se dedicara a lo que debía y llamó a Don Faustino al despacho. Una vez los dos dentro y sentados, el director se dirigió a Don Faustino con voz firme pero cariñosa.

–Sin duda, señor Faustino, la fuerza de la costumbre y su conocida y nunca suficientemente alabada dedicación al trabajo le han hecho olvidar que hoy era el primer día de su jubilación.

–No, señor director, nunca me permitiría olvidar algo relacionado con el Banco o con mi trabajo.

–Debo considerar, pues, su presencia como una pequeña broma de despedida.

–No, señor director, nunca me permitiría una broma por pequeña que fuese con el Banco o con mi trabajo.

–Podría preguntarle, entonces, a qué se debe su siempre grata presencia entre nosotros.

–He venido a cumplir como todos los días con mi deber, señor director.

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–De ese deber ha sido usted relevado con su propio consentimiento.

–Lo sé, señor director. Y ahora, si no me necesita para nada más ¿podría volver a mi trabajo?

El director apretó los puños y estuvo a punto de gritar. Se contuvo con un esfuerzo que hizo empalidecer su rostro. Se levantó y se dirigió a la ventana. Contempló por un buen rato la calle que se iba llenando rápidamente de gentes y coches. “¿Por qué nunca nadie se sentará ahí?” se preguntó mientras observaba el banco de madera y pintura verde desconchada que había frente a la sucursal. Se volvió tras un suspiro. Don Faustino, de pie, la cabeza ligeramente inclinada, le miraba con atención sumisa. Con voz cortante le dijo:

–Bien por hoy puede usted hacer lo que desee, pero recuerde: mañana no venga a trabajar. En caso contrario tendremos que tomar medidas que, estoy seguro, no serán del agrado ni de nosotros ni de usted.

–Siempre estaré de acuerdo con lo que el banco decida o juzgue conveniente.

Don Faustino salió del despacho tras una ligera reverencia. El director volvió a la ventana. La calle era ya un hormiguero. El banco, sin embargo, seguía vacío. Con otro suspiro el director abandonó la ventana e hizo una llamada por teléfono.

Al día siguiente, el señor Enrique se encontró dos personas esperándolo en la puerta del banco. Una de ellas era Don Faustino, la otra un joven alto y fuerte que llevaba un ajustado uniforme de una empresa de seguridad. Comprendió al instante lo que allí iba a suceder y deseó que todos y cada uno de los años de servicio al banco se transformasen en figuras de barro, para así poder arrojarlos al suelo y pisotearlos hasta hacerlos añicos. El “Hoy también, señor Enrique, hoy también” sonó en sus oídos como una acusación. Abrió la puerta con manos temblorosas y entró en el banco sin volver la vista atrás, haciendo oídos sordos al forcejeo, a las voces, a los gritos que se producían a su espalda. “Don Enrique, Don Enrique” oyó

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clamar y Don Enrique huyó de su propio nombre como si de la peste se tratase. A sus espaldas de pronto se hizo el silencio: luego la voz del director sonó definitiva y cruel. Don Enrique preparó la sonrisa. Sólo le faltaba dos meses para jubilarse. Cuando se volvió el director lo estaba mirando. No le importó. En los labios tenía casi cuarenta años de la misma sonrisa.

Don Faustino no pudo volver a entrar en el banco. Durante una semana lo intentó y durante una semana se reprodujeron los mismos forcejeos, las mismas voces, los mismos gritos, la misma huida de Don Enrique, la misma llegada del director. Y de pronto se hacía el silencio. Y el director entraba en el banco y miraba a Don Enrique; y Don Enrique le sonreía con la sonrisa de cuarenta años. Y durante una semana el director entró en el despacho, se sentó, miró los objetos desparramados por la mesa que con el sol brillaban como metales preciosos. Y durante una semana se levantó, se dirigió a la ventana, contempló como la calle se iba llenando de gentes y coches, observó el banco de madera y pintura desconchada que había frente a la oficina. Y durante una semana vio a Don Faustino allí sentado, desde la hora de apertura hasta la de cierre, mirando con fijeza hacía el banco como si fuera un perro expulsado del hogar que sólo esperase el silbido del amo para mover la cola y entrar en casa. Y durante una semana volvió a sentarse, clavó la vista en la puerta y tamborileó en los brazos del sillón. Y al cabo de aquella semana hizo una llamada de teléfono. La medida resultó inútil. Justo el mismo día que los empleados del ayuntamiento quitaban el banco, Don Faustino dejó de acudir a su observatorio. Pasó un mes sin que se supiera nada de él. Por lo que he podido averiguar debió estar la mayor parte de aquél tiempo encerrado en su casa. Fue sin duda entonces cuando su razón se quebró y cuando lo planeó todo.

Cierta mañana, después de un largo puente, el señor Enrique se dirigía como todos los días a abrir el banco. El cielo, recortado por los edificios, lucía un prometedor azul; las calles regadas presentaban un aspecto limpio y plácido; pájaros madrugadores sesgaban alegremente el aire; de las

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cafeterías salía un agradable olor a café y tostadas; hasta los pocos viandantes que había parecían caminar con música en sus pasos. El señor Enrique se sentía feliz. Sólo le quedaban un par de semanas para jubilarse. Los últimos tiempos en el trabajo habían sido especialmente duros para él y la cercana perspectiva de la jubilación le henchía el corazón de alegría. Sacó las llaves del bolsillo y se regocijó con la idea de que pronto las perdería para siempre de vista. Al llegar a la puerta del banco casi silbaba. Abrió y, ya iba a penetrar en el interior, cuando se detuvo en seco. No, aquello no podía ser. Escuchó con más atención. Tuvo que dar crédito a sus oídos. Algo o alguien estaba produciendo un ruido en la oficina. Dudó entre asomarse o llamar a la policía. Entonces una voz desde el interior le dijo: “Hoy también, señor Enrique, hoy también”. Creyendo haberse vuelto loco se asomó. Don Faustino, vestido con su viejo uniforme de oficial de zapadores y sentado frente a su mesa de trabajo, le daba la bienvenida con la misma mirada que le había dirigido en la puerta del banco durante casi cuarenta años. “Le ruego me perdone por haber entrado antes que usted” añadió sonriente, con cortés aire de disculpa. Luego bajó la vista y se enfrascó en el montón de papeles que llenaban la mesa. Don Faustino había hecho un butrón.

Dada la carencia de antecedentes, las circunstancias especiales que rodeaban el caso y el hecho de que no hubiera sido substraído nada de la entidad bancaria, el juez decretó el ingreso de Don Faustino en esta clínica para seguir tratamiento psiquiátrico. Como ya le dije, durante la primera semana el paciente mostró una gran inquietud, pero nada más recibir el regalo del banco, se empezó a comportar con la tranquilidad y cortesía de que usted ha sido testigo. Al parecer en la sucursal hicieron reformas y retiraron el mobiliario antiguo. El director regaló a Don Faustino la mesa en la que este había estado trabajando durante casi cuarenta años. Desde entonces se pasa el día sentado frente a ella, abriendo cuentas corrientes, gestionando créditos, estudiando inversiones; activo, amable y simpático, derrochando vitalidad. ¿Comprende ahora mi

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dilema?: ¿debo arrancarlo de su delirio y arrojarlo a la realidad o debo dejarlo en su felicidad enajenada? No lo sé. Por más vueltas que le doy al problema no logró decidirme. Sin embargo, a veces lo espió y lo sorprendo mirando más allá de los números y cifras, más allá de los falsos papeles, más allá de la mesa, más allá de la habitación y del recortado paisaje que le ofrece la ventana, y entonces… bueno, entonces me doy la media vuelta, retorno a mi despacho y sumerjo la mirada en los montones de papeles que cubren la mesa. Y durante el resto del día sólo deseo que llegue la noche para volver a casa, coger una buena novela y perderme en sus peripecias y personajes. Pero ¿sabe?... A veces, demasiadas veces, cuando estoy leyendo, de pronto me sorprendo mirando más allá de las líneas y el papel, más allá del salón en penumbras, más allá de las cortinas corridas. Y entonces siento como si el bálsamo se tornara vinagre en el solitario refugio de mi sillón.

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93¡VAYA USTED A SABER POR QUÉ!

Excepto sábados y domingos, hacía mil metros diarios. Como la piscina era olímpica, iba y venía veinte veces. Nadaba alternando los cuatros estilos, aunque el mariposa no se le daba muy bien. No es que le gustase de forma especial la natación, de hecho le aburría un tanto, pero consideraba que era buena para su espalda. Porque tenía problemas de espalda. En el trabajo pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente al ordenador y esto le cargaba las lumbares y las cervicales. Además, la tensión en el cuello le producía frecuentes dolores de cabeza. Por eso evitaba conducir, aunque se veía obligada a coger el coche para traer y llevar a sus dos vástagos al colegio. Gracias a Dios y a un buen pico de su sueldo, tenía una chica ecuatoriana que hacía la comida, limpiaba la casa y cuidaba de los niños hasta

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que ella volvía al hogar a eso de las nueve de la noche. Esto le permitía ciertas libertades y así, después de la natación, iba los lunes a clases de inglés, los martes a cerámica, los miércoles a tai-chi, los jueves al cine o al teatro con las amigas y los viernes a cenar y ayuntar con su amante. Todo ello, más algún canguro y las clases particulares de sus hijos, le llevaba otro buen pico de su sueldo. Las clases de guitarra y kárate para el niño y las de piano y danza para la niña eran cosas del padre. Los sábados los empleaba en lavar la ropa, ordenar armarios, hacer la gran compra en el hipermercado y educar con gran empeño y desesperación a sus asilvestrados vástagos. Eso sí, los domingos, después de comer, su ex-marido se llevaba a los niños y ella quedaba libre por completo en el hogar, dulce hogar. Entonces se dedicaba a su verdadera pasión: la lectura de novelas. Se preparaba un té verde sin azúcar, encendía una vela aromática, ponía una música suave, se arrellanaba en el sillón ergonómico y abría el libro. A los diez minutos, ¡vaya usted a saber por qué!, dormía profundamente. Y seguía durmiendo hasta que sus hijos volvían a la noche, alborotados y atiborrados de los mil caprichos que les había dado su papá.

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95CASI UN CUENTO

Hace mucho, mucho tiempo, un grupo de hombres y mujeres habitaban en un valle perdido. Todos los años celebraban una gran fiesta en la cima del monte que se alzaba junto al poblado. Al llegar la noche, encendían una gran hoguera, se sentaban en torno a ella y miraban hacia donde el sol había caído. Una canción suave y melodiosa salía de sus gargantas, al tiempo que movían los brazos como quien saluda a la lejanía. Cuando la estrella verde llegaba a mitad del cielo, callaban. Un silencio sobrecogido de miedo y de respeto se extendía entre ellos. Entonces, el anciano de largas barbas que le cubrían el cuerpo hablaba con una voz que parecía surgir de las entrañas de la tierra.

–¿Veis aquellas fogatas que parecen suspendidas justo donde el cielo se agacha para besar la tierra? Son las grandes fogatas

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de los hombres vestidos de pieles. Viven allí, cerca de las cimas de las montañas. Son altos, fuertes y bellos; son los únicos que saben cuál es el lecho del sol, dónde se remansa antes de caer el agua de la lluvia, de qué garganta brota la voz del viento. Vigilan el valle y nada se les escapaba. En noches como esta, se reúnen y charlan hasta el amanecer, se cuentan todos los secretos y sus palabras responden a todas las preguntas. Pero nosotros no podemos escuchar sus conversaciones. Está prohibido, esa es la ley.

Cierto día, muy de mañana, un joven de recia figura salió del poblado tras depositar una flor en la piedra que, sobre la tierra recién removida, había erigido la víspera junto a su cabaña. Anduvo y anduvo, atravesó bosques y más bosques, praderas y más praderas, ríos y más ríos, hasta que llegó a la tierra de piedras y polvo. Allí se detuvo y miró las montañas que parecían tan lejanas e inalcanzables como desde la loma en que cada año su tribu celebraba la gran fiesta anual. Descorazonado, se sentó en una piedra.

–No es tiempo de descansar; aún te queda un largo camino.

Sonó una voz chirriante. El joven pegó un brinco y miró a su alrededor puesto en guardia. No vio nada.

–Estoy aquí; debajo de la piedra.El joven miró al sitio indicado. Vio un objeto inmóvil,

como una pequeña rama caída. El objeto se aventuró fuera de su escondrijo. Meneó la cola acabada en un punzante y poderoso aguijón.

–Si quieres llegar, deberás seguir mis consejos.–¿Tus consejos? ¿Por qué deseas ayudarme? – preguntó el

joven, retrocediendo un par de pasos.–¿Acaso no deseas llegar a las montañas donde habitan

los hombres vestidos de pieles? – preguntó a su vez el escorpión, retorciendo la cola en el aire.

–Sí.–¿Acaso no deseas escuchar sus conversaciones

prohibidas?–Sí.–¿Acaso no deseas saber por qué?

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–Sí.–Entonces, si todo eso deseas, deberás seguir mis consejos –Y de querer escucharlos, ¿cuáles serían tus consejos?–Atravesarás tres lugares. Llegarás, verás y pasarás de

largo. Nunca te detengas ¡por nada del mundo te detengas! De otra manera jamás alcanzarás la tierra de los hombres vestidos de pieles. Recuerda: llegar, ver y pasar de largo. Esa es la dirección... – y el escorpión desapareció escarbando un hoyo en la arena tras señalar con su aguijón hacia donde el sol caía.

El joven reanudó la marcha. Atravesó la tierra de piedras y polvo hasta que llegó al primer lugar. Vio y pasó de largo. Sólo se detuvo cuando la primera estrella pestañeó en el cielo. Entonces buscó un sitio para dormir. Se tumbó y sus párpados pronto se cerraron. Soñó que sostenía en brazos a su amada.

Se despertó al amanecer y continuó su camino. Llegó al segundo lugar. Vio y pasó de largo. Cuando el sol se acostó tras el horizonte, buscó un sitio para dormir. Soñó que sostenía en brazos a su amada y se miraban.

Se despertó al alba y reanudó el camino. Llegó al tercer lugar. Vio y pasó de largo. Cuando las últimas luces murieron entre las sombras, buscó un sitio para dormir. Soñó que sostenía en brazos a su amada, se miraban y ella le hablaba.

Se despertó de madrugada. Sin pérdida de tiempo, se levantó y comenzó a andar. De pronto se detuvo consternado. Estaba de nuevo en la tierra de las piedras y del polvo. Se dejó caer en la misma piedra en que se sentara cuando conoció al escorpión. Las montañas seguían tan lejanas e inalcanzables como siempre.

–No debes detenerte ahora.Se oyó una voz afilada y potente. El joven miró a su

alrededor y vio, posado frente a él, una gran ave que le observaba con ojos de fuego.

–El escorpión me ha engañado – dijo con rencor.–¿Llegaste al primer lugar? – preguntó la gran ave.–Sí.–¿Y qué viste?–Vi un poblado de chozas destartaladas. Vi esqueletos

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de animales mondos como piedras de río. Vi perros famélicos que gruñían a mi paso. Vi gente con extremidades delgadas como bambúes, barrigas hinchadas y ojos saltones y oscuros. Y también vi cómo se arrastraban por el suelo y extendían las manos al aire.

–¿Y pasaste de largo?–Sí. Quise detenerme y preguntar por qué, pero recordé

las palabras del escorpión y pasé de largo.–¿Llegaste al segundo lugar?–Sí.–¿Y qué viste?–Vi un gran campo cultivado. Vi gente delgada, de cuerpos

encorvados y perlados por el sudor, que recogía frutos y los colocaba en grandes canastas que cargaban a la espalda. Vi hombres montados a caballo que fustigaban a las gentes de las grandes canastas cuando estas se detenían por un instante. Y también vi cómo los hombres a caballo cogían las canastas y se las llevaban, dejando tan sólo una mísera cantidad de frutos a quienes los habían recogido.

–¿Y pasaste de largo?–Sí. Quise detenerme y preguntar por qué, pero…–¿Llegaste al tercer lugar?–Sí.–¿Y qué viste?–Vi un campo cultivado y un poblado rodeado de una

empalizada de madera. Vi numerosos jinetes que, enarbolando largas varas de madera acabadas en lenguas que refulgían al sol, se lanzaban a galope contra la empalizada, la derribaban, entraban en el poblado y clavaban las largas varas en el cuerpo de los habitantes. Y también vi que el grupo de jinetes se apoderaba de todo lo valioso que encontraba, se marchaba entonando canciones y dejaba tras de sí un montón de cadáveres y el poblado en llamas.

–¿Y pasaste de largo?–Sí. Quise detenerme…–Entonces ¿llegaste, viste y pasaste de largo en los tres

lugares?–Sí, pero el escorpión me ha engañado…–No, no te ha engañado. Te ha dicho la verdad, pero no

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toda la verdad. Aún debes hacer algo más.–¿El qué? – preguntó incorporándose de un salto.–Tienes que buscar al gran oso, matarlo y cubrirte con su

piel.–Nosotros tenemos prohibido matar si no es para

alimentarnos o defender nuestra vida.–También tenéis prohibido escuchar las conversaciones de

los hombres vestidos de pieles. Pero has de saber que a lo prohibido sólo se llega a través de lo prohibido.

Se hizo un largo silencio. La gran ave ladeaba la cabeza y observaba con sus ojos de fuego al joven que miraba las lejanas montañas donde habitaban los hombres vestidos de pieles. Su rostro moreno había empalidecido. Tenía el ceño fruncido, los ojos húmedos y la boca ligeramente abierta. De pronto se estremeció:

–¿Has oído? – musitó con voz temblorosa.–¿El qué?–¡Escucha! ¿No la oyes?–¿A quién? –A ella. ¿No la oyes? Es ella, me habla. Siempre su voz;

siempre esas palabras…–Yo no oigo nada – dijo la gran ave, haciendo chasquear

su torvo pico.El joven permaneció quieto, todo los músculos del cuerpo

tensos en atenta escucha. Nada se dejaba oír, salvo el viento que levantaba una queja de polvo al arrastrarse por entre las piedras. Al cabo, el joven lanzó un suspiro, apretó las mandíbulas con fuerza, se volvió hacia la gran ave y le preguntó:

–¿Cómo podré matar al gran oso? La gran ave extendió las alas, se elevó en el cielo, planeó por

unos instantes, luego se abatió como el rayo. Volvió al poco, con algo entre las garras. Lo dejó caer junto al joven. Era el escorpión. Muerto.

–Usa su aguijón. El veneno aún estará activo hasta la noche. Recuerda: tienes que matar al gran oso y cubrirte con su piel – y se fue, elevándose hasta la nube más alta.

El joven recogió con gran cuidado el escorpión, atravesó

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la tierra de piedras y polvo, llegó hasta el bosque y buscó las huellas del gran oso. Las encontró, las siguió y llegó a una gruta justo cuando las sombras de la noche comenzaban a caer. Vio al oso dormido, se acercó a él con pasos sigilosos y le clavó la cola del escorpión en el centro del pecho. El gran oso dio un gruñido, y el joven creyó distinguir en la queja del animal las palabras de su amada. Con mano firme despellejó al oso y se cubrió con su piel. Salió de la gruta. Estaba al pie de las montañas. Comenzó a escalar por las escarpadas laderas. La oscuridad era ya completa y, a cada poco, se tropezaba y caía. Pero la piel del oso protegía su cuerpo de las rocas y de las matas espinosas que crecían por doquier. De pronto, la luna apareció llena y brillante como un lago en el cielo, y el joven pudo ver las manchas de nieve haciéndose agua. Alcanzó un estrecho camino, siguió sus serpenteos, llegó a una gran roca, la bordeó y descubrió los fuegos de los hombres vestidos de pieles. Por fin iba a escuchar las conversaciones prohibidas, por fin podría contestar a las palabras de su amada cuando entre sus brazos le preguntó por qué tenía que morir si eran jóvenes y se amaban Se acercó a las luces de las fogatas y se puso a espiar escondido detrás de un árbol. Allí estaban, fuertes y bellos, sentados formando un semicírculo. Cantaban una canción suave y melodiosa al tiempo que agitaban los brazos como quien saluda a la lejanía. Cuando la luna llegó a mitad del cielo callaron. Un silencio sobrecogido de miedo y respeto se extendió entre ellos. Entonces un anciano de largas barbas comenzó a hablar con una voz que parecía surgir de las entrañas de la tierra.

– ¿Veis aquellas luces que brillan al otro lado de las montañas justo donde el cielo se inclina para besar las aguas sin fin? Son las grandes fogatas de los hombres del mar. Son altos, fuertes y bellos; son los únicos que saben cuál es el lecho del sol, dónde se remansa antes de caer el agua de la lluvia, de qué garganta brota la voz del viento. Vigilan las montañas y nada se les escapaba. En noches como esta se reúnen y charlan hasta el amanecer y se cuentan todos los secretos y sus palabras responden a todas las preguntas. Pero nosotros no podemos escuchar sus conversaciones. Está prohibido: esa es la ley...”

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101FOTOS

En la chimenea ardía un buen fuego. El hombre miraba absorto las llamas. Subían, bajaban, se enderezaban o retorcían como imágenes vívidas de duermevela. Un susurro brotaba de las lenguas rojas y amarillas, roto en ocasiones por chasquidos de pavesa. De vez en cuando surgían del corazón de la hoguera llamaradas aisladas, que se alzaban y caían con ademán súbito y violento. El hombre se levantó del sofá, se dirigió a la cómoda y abrió un cajón. Dentro había fotos, muchas fotos. Las había pequeñas y grandes, antiguas y recientes, en color y en blanco y negro. Estaban amontonadas y mezcladas por todo el cuerpo del cajón. Las sacó, hizo un grueso fajo con ellas y se sentó de nuevo en el sofá. Las fue mirando una a una, avanzando y retrocediendo en el tiempo según el orden azaroso que le

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ofrecía el fajo. Cuando miró la última, dejó las fotos apiladas en la mesa. Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo del sofá. Volvió a mirar el fuego de la chimenea. Las llamas habían empequeñecido y bajado las cabezas como si observaran las misteriosas raíces de su inquietud. La leña cubría nudos y cortes con velos carmesí; las brasas latían escondidas; un humo grisáceo se perdía en el camino oscuro del tiro. El hombre se puso en pie y salió de casa. Anduvo con paso rápido por las calles atardecidas. Entró en una tienda. Al poco salió con un paquete. Llegó a casa y lo desenvolvió. Era un álbum. De forma meticulosa, fue colocando las fotos en la estricta sucesión que le dictaba la memoria de las fechas. Al terminar la tarea, pasó las páginas del álbum, una a una, con lentitud, hasta llegar al final. Entonces cerró el álbum y sus ojos tornaron al fuego. Ahora las llamas se encogían perezosas y lánguidas, como queriendo dormitar en el lecho de cenizas y soñar un vuelo de hollín. En las paredes de la chimenea, sombras remedaban imprecisas el acallado crepitar de la lumbre. El hombre abrió de nuevo el álbum. Fue sacando las fotos una a una. Las lanzaba al aire y caían dispersas como hojas secas sobre la alfombra. Cuando el álbum quedó vacío, se levantó y las recogió sin mirarlas. Hizo un nuevo fajo con ellas. Lo sopesó por unos segundos, mientras miraba los últimos guiños de las llamas. El grueso fajo de fotos subía y bajaba en el aire, al compás del absorto movimiento de las manos. Una chispa saltó con impulso secreto y fugaz. Entonces el hombre se dirigió a la cómoda y metió el fajo de fotos en el cajón. Luego cogió el álbum, se acercó a la chimenea y lo arrojó al fuego. Las llamas tardaron en avivarse y exhalar un aliento denso y negro. Pero el hombre ya hacía un buen rato que había dejado de mirar.

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103CUESTIÓN DE AMIGOS

Chuchi tenía 245 amigos. Se había propuesto alcanzar los 300 y le molestaba un tanto estar a 55

amigos de su objetivo. Sin embargo, dado el poco tiempo que llevaba abierta la página, consideraba que 245 no era una mala cifra. Por supuesto, a muchas de las personas que estaban en la lista o no las conocía o las conocía sólo por fotos. Pero esto no era un gran problema. Después de todo no es tan necesario conocerse para ser amigos. Incluso se puede llegar a afirmar que para ser amigos lo mejor es no conocerse. Ahora bien, si Chuchi sólo se sentía un tanto molesto con sus 245 amigos por estar a 55 amigos de su objetivo, no podemos ocultar que con quien estaba real y francamente irritado era con su amigo de la infancia Chema. Desde luego Chema era un tipo estupendo y,

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sin duda, su mejor y más íntimo amigo. Juntos habían pasado momentos inolvidables, sobre todo aquellas tardes entrañables, recogidos al calor de la calefacción central, comiendo pizza, bebiendo colas, escuchando “jevi” metal y matando a todo matar monstruos, alienígenas, guerreros, nazis, rusos y árabes en la “plei”. Mas, por mucho que su corazón se enterneciera con tan mágicos recuerdos, Chuchi ni podía comprender, ni podía soportar lo que estaba pasando. Ya desde que ambos abrieran sus respectivas páginas, la lista de amigos de Chema había sido más numerosa que la suya. Al principio, lo achacó a la casualidad, y no dudó de que pronto superaría en amigos a su mejor amigo. Sin embargo, los días transcurrían y la ventaja de Chema lejos de reducirse aumentaba. Por eso, cuando cierta aciaga mañana encendió el ordenador y comprobó que la cifra de amigos de Chema cambiaba del 2 al 3, alcanzando los 301 y ganándole en 56, Chuchi empalideció, sintió que el corazón se le paraba y apretó el ratón con tal violencia que le reventó las entrañas. La situación pasaba de castaño a oscuro. Y claro, lo empezó a ver todo negro. Entonces decidió actuar.

No me preguntéis cómo lo hizo, pero el caso fue que Chuchi logró entrar en el santa santorum de la página de Chema. Observémoslo por un instante en tan crucial momento. Está sentado frente al ordenador, el cuerpo tenso y la cabeza ligeramente adelantada, la mano derecha en el ratón y la izquierda en una bolsa de patatas fritas. Su mirada parece taladrar la pantalla, penetrar hasta el mismo tuétano del disco duro. A veces, suelta el ratón y la bolsa de patatas, y sus dedos saltan sobre el teclado y lo picotean con fuerza y precisión; otras, se impulsa hacia atrás en la silla rodante y, con gesto ceñudo, contempla desde la lejanía los jeroglíficos informáticos. De pronto, una mirada dura y una sonrisa cruel dibujan una perversa mueca de triunfo en su rostro apenas antesdeayer barbilampiño. Se abalanza sobre el ratón, lo agarra, lo aprieta, lo pulsa… y estalla en carcajadas. Acaba de borrar de un plumazo cibernético a 200 amigos de la lista de Chema. Casi llora de la risa al contemplar la cifra ridícula de 101 de

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su mejor amigo, frente a la imponente suya de 245. Todavía entre carcajadas, se levanta y va a la cocina a comer un pedazo de pizza.

Lo malo fue cuando volvió. Aún estaba masticando, aún no había saltado el salvapantallas. No tuvo necesidad de sentarse frente al ordenador para verlo. Ya desde la misma puerta del cuarto se percató de lo sucedido. Quiso lanzar un grito, pero de su boca abierta de par en par sólo salieron trozos de aceituna y anchoa. Tambaleándose se acercó y se dejó caer en la silla. Atónito, desencajado, sudoroso, miraba su página: ¡45 amigos, ya sólo tenía 45 amigos! Temblando de ira e indignación abrió la página de Chema: ¡301 amigos, de nuevo tenía 301 amigos! Sus piernas se encogieron, su estómago se dobló, su frente golpeó la mesa y entre sus dedos engarfiados el ratón abrió gentilmente las entrañas. Entonces hubo unos minutos de quietud y silencio absolutos. Diríase que durante aquel tiempo interminable todo rastro de vida había desaparecido del cuarto de Chuchi, de la casa de Chuchi, de la calle de Chuchi, de la ciudad de Chuchi, del planeta entero de Chuchi. Pero sólo fue por unos minutos. Luego alzó la cabeza, irguió la espalda, lanzó una mirada aviesa, masculló una maldición y, tras cambiar el ratón despanzurrado, declaró la guerra.

Desde ese preciso instante, los acontecimientos se precipitaron. Día a día, hora a hora, minuto a minuto, Chuchi y Chema entraban en la página propia y en la ajena, y se sumaban o restaban amigos en torva espiral. Con la rapidez de las pistolas de Billy el Niño o de las estocadas de los mosqueteros, se sucedían los ataques y contraataques. Tan pronto era Chuchi quien bailaba y reía en torno al ordenador, mientras Chema mordía uñas y rabia; como era Chema quien daba cortes de manga a la pantalla, mientras Chuchi, siguiendo su inveterada costumbre, destripaba con saña otro ratón. Pasó una semana, pasaron dos, pasaron tres. Ya no salían de casa, ya no dejaban su cuarto, ya no se levantaban de la silla, siempre frente al ordenador, pálidos, sudorosos, enflaquecidos, empecinados, intercambiando ráfagas cibernéticas.

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Difícil era prever como iba a terminar tan igualado combate y, sin duda, un final trágico no era descabellado. A mis oídos ha llegado el rumor de que en Illinois un suceso similar terminó en sangre joven salpicando la web. Sin embargo, en este lugar y ocasión hubo un final más feliz. Cierto día, después de meses de aquel continuo sumarse y restarse amigos, tanto la lista de Chuchi como la de Chema quedaron estabilizadas. Por más trampas y celadas que se tendieran, por más mandobles informáticos que se sacudiesen, ni Chuchi, ni Chema, ni Chema, ni Chuchi, lograban variar el número de amigos propio o ajeno. Por supuesto, no se conformaron con el resultado y todavía perseveraron un tiempo en su empeño. Pero todos los esfuerzos eran inútiles: ambas listas mostraban siempre el mismo dígito de amigos. Al cabo, más a regañadientes que felices, comiendo pizza en lugar de perdices, admitieron que el equilibrio al que se había llegado era definitivo y se resignaron a tener sólo 1 amigo en su lista de amigos. El de Chuchi era Chema; y el de Chema era Chuchi. Equilibrio inevitable. Equilibrio suficiente. Equilibrio necesario. Y, a fin de cuentas, equilibrio justo, pues, después de todo, Chuchi y Chema eran amigos y, como es bien sabido, la amistad sólo se da entre iguales.

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107EL ALCALDE

¿De modo que es usted periodista? Siempre he admirado su profesión. Hacen todos los días

lo que Dios hizo en siete. Quiero decir que sólo cuando ustedes las nombran, las cosas existen. Un poder realmente envidiable. Sí señor. Y una gran responsabilidad desde luego. Imagínese que usted escribe una mentira o que oculta algo esencial en uno de sus artículos. Sería como si lanzase al mundo a un dragón o a un hombre con dos cabezas. Una verdadera calamidad, aunque no le niego que a veces pueda ser necesario. Quizás en el fondo el diablo no sea más que una noticia falsa, necesaria para Dios... ¿Un vino?, ¡cómo no!, acepto encantado. No hay nada como una buena botella de vino para mantener viva una conversación. ¡Juan, una botella de Rioja! Juanillo es una gran

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persona, siempre que no dejes a deber, ni rompas vasos. Además canta muy bien y tiene uno de los mejores vinos de la comarca. Pero vayamos a la mesa del fondo: una cosa es que le cuente lo que pasó, y otra que se entere toda la taberna de lo que le cuento. Aquí nos aburrimos mucho, ¿sabe? Y estamos siempre con el oído puesto donde no nos importa. Casi siempre sin maldad, pero a veces… bueno, que hombre prevenido vale por dos. Además la cosa aún duele y hay muchos que preferirían olvidar. Actitud que no reprocho y hasta compartiría si no fuera… y es que se dijeron cosas muy injuriosas sobre el pueblo en la tele y en los periódicos, y la gente sólo venía a satisfacer su curiosidad y, bueno, no es agradable hacerse famoso por acontecimientos tan horribles, me entiende, ¿verdad? Pero sentémonos y brindemos. Excelente el vino, ¿no le parece?

Desde luego ha sabido usted escoger: soy el único que sabe todo lo que ocurrió y el único que puede contarle todo lo que debe saberse. No piense que hablo por hablar, ni que presumo de lo que carezco. Tenga por seguro que sé lo que me digo. Sí señor, soy la persona ideal. Usted mismo se dará cuenta, según me vaya escuchando, de que no le miento al respecto... Veo que se impacienta. Excuse mi tendencia a la digresión, he de confesarle que me encanta hablar imitando un poco a las novelas que he leído. Ya sabe dando rodeos y jugando a la intriga. Reconozco que la mayoría de ellas no pertenecen a la literatura que podíamos llamar de calidad, pero, aun en su mediocridad, no dejan de tener algo de seductor. Por lo menos para mí. Pero empecemos de una vez no sea que usted me acabe cerrando como a un mal libro. Nunca se sabe cuando retardar la acción aumenta el suspense o cuando aniquila el interés. Ustedes los periodistas lo tienen más fácil, siempre pueden culpar a la realidad o poner continuará. Y es que su profesión está llena de ventajas. Los envidio, le juro que los envidio...

A los dos los conocía desde siempre. Me llevaban unos diez años y aún me parece verlos sentados en la terraza de esta misma taberna, repantigados en las sillas, tomando finos y llevándose lentamente aceitunas a la boca. Me daban envidia,

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sobre todo cuando fumaban cigarrillos emboquillados y hacían aros de humo con ese aire reposado que aquí sólo tienen los que viven en la parte alta. Juan, el hijo del constructor, era alto y fuerte, vestía con una elegancia inusitada por estos pagos y siempre estaba atusándose el bigote o mirándose los zapatos. Si estos no estaban inmaculados, esbozaba un gesto de desagrado y llamaba con voz de oso al limpiabotas. Nunca le dio una propina. Se lo digo yo, que era quien ejercía tan estúpido oficio. Pedro era más bajo y no tenía nada de fuerte. Hablaba poco y su rostro de boca fina, nariz diminuta y cejas despobladas parecía una pared encalada donde se abrieran dos ojos inmensos, de un color indeterminado por lo cambiante y con unas pupilas penetrantes como un puñal al rojo vivo. Puede usted estar seguro, señor periodista: Pedro tenía una mirada capaz de matar a un buey. A mí me caía mejor que Juan. No es que me diera propinas, jamás que yo recuerde me llamó para que le limpiara los zapatos, pero, a veces, nunca podía uno estar seguro cuando, me lanzaba un guiño y me daba aceitunas remojadas en fino. Aquella deferencia por parte de uno de los de arriba me emocionaba y, mientras chupaba una y otra vez la aceituna tratando de retardar lo más posible el momento de hincarla el diente, me sentía lleno de orgullo, como si fuera otra persona, como si en vez de limpiar botas las calzara. Usted comprenderá, eran otros tiempos y yo un niño.

A los dieciocho años me fui de España y no volví hasta poco después de que muriera Franco. Aprendí mucho en aquellos treinta años en el extranjero. Aprendí, por ejemplo, que lo que pasaba en mi pueblo se llamaba injusticia y que esta no tenía fronteras; aprendí que quien se rebelaba contra ella tenía las de perder y quien a ella se sometía estaba perdido; aprendí que sólo la inteligencia puede hacer fuertes a los débiles y que a veces la venganza es la única forma que tienen los humillados de hacer justicia. Sí, aprendí muchas cosas, pero también perdí otras muchas: la inocencia, las ilusiones largamente construidas en mi niñez de limpiabotas, la confianza en los seres humanos, la capacidad de abandonarme a mis deseos y

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a mis sensaciones. Lujos todos ellos tan caros que ni aún con dinero pueden comprarse. Recuerdo que cuando descendí del tren en la estación del pueblo, permanecí un buen rato de pie, en silencio, con la maleta en la mano y la vista perdida en el trozo de atardecer que se asomaba por encima del techado. Muchas fueron las imágenes y muchos los pensamientos que acudieron entonces a mi mente pero, poco a poco, todos ellos fueron velados por una pregunta que aquella noche y muchas otras noches no me dejó dormir: ¿para qué he vuelto? Quizás cuando acabe mi relato usted sepa respondérmela. Ustedes los periodistas presumen de saber de todo.

Pero no sólo había cambiado yo, el pueblo también. Del pintoresquismo de postal que yo recordaba en el extranjero, cuando la nostalgia me atacaba o sufría alguna decepción, nada quedaba salvo la calle Mayor. Mi pueblo natal se había convertido en la residencia veraniega y de fin de semana de la capital. Chales y urbanizaciones salpicaban las faldas de la Sierra, donde de niño trotaba a la búsqueda de tesoros enterrados; el río, encauzado con hormigón, era ya sólo un hilo de agua muerta; la chopera, donde se celebraba la verbena de la Virgen, había sido talada para dejar su lugar a un hotel con piscina y pistas de tenis. Sentí un profundo dolor, como cuando muere un amigo y todo el diálogo sobre las experiencias comunes se convierte en un monólogo frente a una lápida. Pero callé. Quien más quien menos se había enriquecido vendiendo el trozo de belleza que poseía a cambio de una migaja de progreso. Desde luego, sé que de un paisaje no se come, y nadie más consciente que yo de la pobreza en la que vivían mis vecinos. Después de todo por eso emigré. Pero ¿sabe? Me resulta difícil admitir que para vivir mejor sea necesario arrancarse los ojos.

Ellos también habían cambiado. Juan se había convertido en el principal empresario del pueblo; Pedro, por el contrario, había sufrido las consecuencias de la ruina de su padre y ya sólo conservaba el viejo obrador herencia de la madre. Por lo demás, Juan seguía vistiendo ropas caras, atusándose el bigote y llevando zapatos inmaculados, y Pedro

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aún poseía aquella mirada capaz de matar a un buey. Ya no se hablaban. El motivo nadie lo sabía, pero las lenguas, buenas y malas, decían que tenía que ver con la quiebra del padre de Pedro. Yo por mi parte tuve la suerte de encontrar trabajo de conserje en el ayuntamiento. Veo que sonríe y creo saber el motivo de su sonrisa. Sí, efectivamente, fue Juan quien me consiguió el trabajo. Supongo que usted ha detectado en mi cierto aire de orgullo y también supongo que no se le ha escapado mi animosidad hacia Juan. Acierta en ambos casos. No le reprocho, pues, que vea en mi actitud de entonces y en la de ahora inconsecuencia y falta de agradecimiento. Y si le contara como me hice el encontradizo con él, como le recordé quien era yo, como alabé su labor empresarial, su físico y su inteligencia, pensaría como muchos pensaron que yo era además un miserable adulador en busca de padrino. Y si, llevado por el vino, por la culpa o por algún otro motivo o interés, le confesara el par de favores que tuve que hacer para ganarme su protección, no me cabe la menor duda que usted me calificaría de canalla y se levantaría de inmediato de la silla. Le repito que nada de todo ello podría reprochárselo. Su actitud sería tan comprensible y cargada de justa indignación como ingenua. Ya le he dicho que la inteligencia es el arma de los débiles.

A los dos años de mi llegada al pueblo se celebraron las primeras elecciones democráticas. Juan se presentó para alcalde. Por supuesto, fue elegido por amplia mayoría. Siempre me ha asombrado la eficacia de los sistemas electorales. Quiero decir que admiro, como se admira lo que no se comprende, esa misteriosa ley que les determina y por la cual siempre es elegido quien debe ser elegido para que la sociedad funcione como estaba funcionando. No crea que estoy en contra de las elecciones, solamente que a veces me pregunto, y da igual que se vote o que no se vote, si la democracia no es en el fondo más que un mecanismo sutil y astuto para convertir al ciudadano en súbdito. La idea no es mía, se la escuché un montón de veces a un compañero de la cadena de montaje de la Renault, un viejo militante sindical que murió de cirrosis y que fue mi maestro

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en esta y en otras muchas cosas. Si a usted no le importa me gustaría que brindáramos por él. Era un gran hombre y tenía unos puños de acero. Por ti, Albert.

La primera medida que Juan tomó nada más ser proclamado alcalde fue llenar el vestíbulo del ayuntamiento de espejos. Le sorprende ¿verdad? Pero eso es así porque usted no lo conocía o mejor porque no he sabido dárselo a conocer. Y es que si algo le caracterizaba, aparte de la falta de escrúpulos, era su inmensa vanidad. Le encantaba ser mirado y admirado. Como se lo cuento: llegaba todas las mañanas al ayuntamiento, se detenía en la puerta, abombaba el pecho, se colocaba las ropas, se peinaba los cabellos, se atusaba el bigote y con aires napoleónicos entraba en el edificio. Era todo un espectáculo verle caminar con lentitud, los brazos colgando y balanceándose ligeramente, la cabeza erguida, la mirada al frente pero al mismo tiempo dirigida de reojo hacia los espejos. Su rostro se iluminaba con una sonrisa de satisfacción que pocas veces he visto en mi vida. Había días en que entraba y salía hasta una docena de veces. Pero lo que realmente más le satisfacía era sentirse mirado. Por eso y sólo por eso, solía salir al balcón de ayuntamiento y allí, con gesto preocupado y reconcentrado, se dejaba observar por los ciudadanos. Creo que en el fondo de su alma lo que deseaba en tales momentos era hacerse pueblo, estar abajo, a sus propios pies, ser alguna de aquellas personas que pululaban por la plaza y que alzaban la cabeza y contemplaban con admiración y respeto su noble y pensativa figura enmarcada por columnas de mala imitación renacentista y abanicada por el tremolar de las banderas agitadas por el viento.

La segunda medida que tomó fue la que dio lugar al desencadenamiento de la tragedia, como ustedes los periodistas se empeñaron en denominar lo que, a lo mejor, no fue otra cosa que la consecuencia lógica de una acción injusta. Creo recordar que antes le he dicho que el padre de Pedro se arruinó y que a este sólo le quedó como medio de vida el obrador heredado de su madre. Bien, este obrador estaba situado en la planta

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baja de una vieja casa situada en la calle Mayor. En la segunda y última planta vivía Pedro. Desde luego al edificio no se le podía considerar ninguna maravilla arquitectónica, ni siquiera y, con grandes dosis de bondad, una muestra de arquitectura popular. Era un cubo de color gris y seis ventanas festoneadas con geranios. Lo único destacable era la gran puerta de madera reforzada con hierro forjado que daba acceso al obrador. Sin embargo, y a pesar de su antigüedad, no amenazaba ruina como adujeron los técnicos del ayuntamiento. Porque esta fue precisamente la segunda medida que Juan tomó nada más apoderarse del bastón de alcalde: mandar expropiar y derruir el edificio. Recuerdo que yo estaba en la sala de plenos, repartiendo botellas de agua, cuando el alcalde, con su voz de oso y atusándose el bigote, anunció la decisión. Ninguna ceja se enarcó de sorpresa, ninguna cabeza se agitó en desacuerdo, ninguna voz se alzó en protesta. Todos mostraron su aprobación a mano alzada, mientras calculaban para sus adentros los beneficios que gracias a aquél futuro y céntrico solar obtendrían sin el menor esfuerzo. Sentí que la rabia se apoderaba de mí y deseé con todas mis fuerzas que el agua que había distribuido entre los concejales se trocase en veneno. Sin embargo contuve mi indignación y, cuando la sesión terminó, recogí con una sonrisa amplia y servicial las botellas de plástico ya vacías. El alcalde y los concejales abandonaron el ayuntamiento charlando animadamente, yo me quedé aún un buen rato después de su partida. De pie, en el vestíbulo, observando mi imagen multiplicada por el juego de los espejos, estuve pensando y pensando hasta que el sabor a aceitunas se hizo insoportable en mi boca y el rostro de Albert se pegó a mis ojos. Entonces me fui con pasos silenciosos y los puños apretados.

Debo reconocer que a mi vuelta, al contrario de lo que hiciera con Juan, no traté de trabar ningún tipo de relación con Pedro; es más, rehuí con total cálculo y premeditación cualquier encuentro azaroso con él. Incluso, cuando por alguna circunstancia imprevista esto resultaba imposible,

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le escamoteaba ladinamente el saludo. Estoy seguro de que, al principio, no supo quien era yo, pero pronto averiguó que aquel hombre que había llegado al pueblo y que hacía la corte de forma tan descarada a su mayor enemigo, no era otro que el niño limpiabotas al que solía dar aceitunas empapadas en fino. Fue sin duda el saber esto lo que le movió cierto día a saludarme. No contesté a su mano alzada al otro extremo de la barra de la taberna. Al observar la forma tan descarada que tenía de hacerme el despistado, se encogió de hombros, sonrió y, a partir de entonces, dejó simplemente de mirarme. Por supuesto, yo no podía prever en aquél momento los sucesos que se iban a desarrollar más tarde, pero una voz me decía en mi interior que, a pesar del dolor que me causaba, mi actitud debía ser esa y ninguna otra. Hay veces que para conseguir ciertos éxitos es necesario representar ciertos papeles.

Cuando la noticia de la expropiación y demolición del obrador de Pedro se hizo pública, algunos chasquearon las lenguas, otros sacudieron la cabeza y, unos pocos, muy pocos, mascullaron improperios contra el alcalde. Pero nadie se imaginó – y yo me incluyo – la reacción que iba a tener Pedro. El caso fue que desde el mismo día en que el bando del ayuntamiento fue publicado, Pedro inició su particular manera de combatir al alcalde. No dijo una palabra, no probó a buscar el apoyo de sus vecinos, no trató de presentar ninguna alegación o de iniciar un proceso judicial, simplemente se limitó a seguir al alcalde adonde quiera que fuese y a mirarlo en silencio. Si, según era su costumbre, el alcalde acudía a primeras horas de la mañana al ayuntamiento, allí le estaba esperando Pedro y sus ojos inmensos y de color cambiante; si, como a diario, iba a la taberna a tomar el aperitivo, Pedro se colocaba a un par de metros y le dirigía su mirada capaz de matar a un buey; si, al igual que todas las tardes, paseaba por la calle Mayor, Pedro caminaba detrás clavándole los ojos penetrantes como cuchillos en la nuca. Al principio, Juan se lo tomó a broma y no perdía ocasión de comentar en voz alta a cualquiera que le quisiera prestar atención – y he de reconocer que eran muchos,

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pues, como decía mi maestro Albert, prestar nuestra atención a los poderosos no es más que una de las múltiples formas que existen de ponerse de rodillas y con la mano extendida – no perdía ocasión, digo, de clamar contra la cobardía de ciertas personas, que incapaces de obrar como hombres, sólo saben mirar y mirar como vacas estúpidas. Sin embargo, la actitud de Pedro no tardó en surtir efecto. A los pocos días del inicio de aquella protesta ocular y silenciosa, ciertos pequeños cambios empezaron a hacerse evidentes. Por ejemplo: el alcalde ya no se atusaba continuamente los bigotes y comenzó a descuidar el aspecto hasta entonces siempre impoluto de sus zapatos. Detalles nimios en sí mismos, pero que para mí tenían un indudable significado. A la semana, las consecuencias de aquella guerra particular se acrecentaron. El alcalde dejó de entrar una y otra vez en el ayuntamiento para relamerse contemplando su figura en los espejos; ahora, por el contrario, cruzaba a toda prisa el vestíbulo con la cabeza baja y el cuerpo tenso, como si temiese que de las superficies brillantes y pulidas que cubrían las paredes fuesen a saltar alimañas dispuestas a devorarle. Dejó de exhibirse en el balcón con gesto pensativo y reconcentrado para ser admirado por sus conciudadanos e imaginarse él mismo un conciudadano admirándole; lejos de ello, permanecía encerrado en su despacho durante horas, sin requerir la presencia de nadie, sin hacer nada, imagino que mirando y mirando el techo de la estancia o quizás la gran mesa de roble o tal vez la fotografía ampliada y en color de su toma de posesión. Yo por mi parte reía escondido tras mi sonrisa servicial.

Cierto día, en la taberna, el alcalde perdió los nervios. Era una tarde calurosa. El aire, cargado y casi irrespirable, no se movía, aprisionado por el peso de un cielo encapotado por unas nubes cada vez más grises. Todo sudaba, todo parecía esperar que la lluvia cayese y refrescara la atmósfera repleta de electricidad. Yo estaba solo, hundido en una silla, sin fuerzas apenas para alargar el brazo y coger el vaso donde se aguaba lo que había sido un café con hielo. Me dominaba un rencor

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inconcreto, sin objeto específico y, por ello, que abarcaba a todo el mundo. En esto entró el alcalde, resoplando y con cara de ningún amigo. Detrás apareció Pedro como una sombra con ojos de pantera. El local pareció empequeñecerse, como si la presencia de aquellas dos personas nos hubiera robado espacio a los demás y, desplazándonos con manos poderosas e invisibles, nos hubiese obligado a amontonarnos contra las paredes. Juan pidió una copa de coñac con su voz de oso; Pedro un vaso de vino sin apartar los ojos de su presa. Luego se hizo el silencio, un silencio pesado, casi sólido, que algunas toses y carraspeos hicieron aún más intolerable. De pronto, el alcalde estrelló su copa contra el suelo y con pasos alocados se dirigió hasta donde se encontraba Pedro. Se detuvo a pocos centímetros del rostro inexpresivo que no había apartado la mirada, ni siquiera pestañeado, ante aquella embestida de toro. Por un instante pareció que iba a hablar, que iba a gritar, que iba a agarrar con sus manos el cuello de Pedro hasta estrangularlo. No hizo nada de eso. Se limitó a mirar de cerca con ojos febriles la mirada que no cesaba de mirarlo, luego giró sobre sus talones y salió del local. Pedro apuró el vaso de vino y marchó tras él. Afuera, el cielo se había desgarrado y llovía con furia sobre los tejados, las fachadas, el pavimento recalentado y sobre dos figuras que una detrás de la otra casi corrían por las calles desiertas del pueblo.

A partir de entonces el alcalde decidió pasar a la acción. Pedro fue desalojado de su casa, detenido y acusado de acoso y amenazas a la autoridad. El triunfo del alcalde pareció completo. Volvió a vérsele atusándose el bigote, con los zapatos inmaculados, entrando una y otra vez en la casa consistorial; asomándose al balcón del ayuntamiento con aspecto pensativo y reconcentrado; paseándose por la calle Mayor con aires napoleónicos; bebiendo, displicente, en la taberna. Sí, las aguas parecieron volver a su cauce. Sin embargo, el meandro creado por la actitud de Pedro estaba a punto de estrangularse y el curso de los acontecimientos de tomar una dirección inesperada. El caso fue que, de forma espontánea, primero unos pocos, luego muchos, los lugareños comenzaron a imitar la particular forma

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de protesta de Pedro. Y así, donde quiera que fuese, el alcalde se veía rodeado de gente que lo miraba y lo miraba sin pestañear, en silencio, con rostro inexpresivo. No puedo negar que llegué a sentir lástima por el alcalde, no puedo negar que la compasión se apoderó de mí al verlo huir de los demás, esconderse de todo y de todos, renegar de lo que hasta entonces había sido su mayor placer: la mirada del prójimo. No puedo negarlo, pero me arrepiento de haber sentido esa debilidad que me impidió disfrutar de nuestro triunfo y obturó mi inteligencia de tal forma que me haría ciego para los acontecimientos que se avecinaban. Creí que el alcalde estaba derrotado con esa ingenuidad típica que nos hace confundir la victoria en una batalla con la victoria en la guerra. Sí, pequé de optimista y, lo que es peor, olvidé que lo importante no es si la botella está medio llena o medio vacía, sino en manos de quien está.

Pedro fue liberado a los tres días con la severa advertencia de que, de proseguir con su actitud, sería vuelto a detener y juzgado por persecución y acoso a la autoridad. Por supuesto no hizo ningún caso y, nada más verse libre, buscó al alcalde para clavarle su mirada capaz de matar a un buey. Juan se encontraba encerrado en el despacho del ayuntamiento. Ya había sido avisado por la policía, pero yo, deseoso de ser testigo de su angustia, en cuando divisé a Pedro caminando por la calle Mayor en dirección al ayuntamiento, corrí al despacho a comunicarle la presencia de su perseguidor. Escuchó mis palabras sin mover un músculo. Pensé que aquella parálisis era muestra de su total derrota y anonadamiento, y salí de la estancia con íntima y profunda satisfacción. Sin embargo, en lo más hondo de mi ser, ajena aún a mi conciencia, latía una inquietud que poco a poco fue tomando cuerpo y que al cabo de unas horas, cuando ya mi jornada laboral había terminado, me movió a esconderme en uno de los cuartos del edificio del ayuntamiento. Comencé a considerar que quizás aquella falta absoluta de reacción, que el alcalde había tenido ante mis palabras, podía deberse a motivos muy diferentes a los que yo en principio la había atribuido. Mientras la tarde caía y la oscuridad

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se iba apoderando del cuarto donde me encontraba escondido, se me fue haciendo más y más evidente que, en efecto, algo había percibido mi inconsciente de amenazador en la actitud de estatua del alcalde. Presa de negros pensamientos caminaba silenciosamente de un lado a otro de la estancia; me asomaba a la ventana para observar a Pedro que inmóvil en medio de la plaza miraba con fijeza el balcón del despacho del alcalde; me acercaba a la puerta y escuchaba con atención, a la caza del menor ruido que me permitiera deducir que estaba haciendo Juan. Las horas pasaban con lentitud, el cansancio se fue apoderando de mí y, poco a poco, fui cayendo en una somnolencia angustiada que me llevó al sueño. Soñé que me encontraba en un lugar desconocido, rodeado de la más profunda de las tinieblas; al fondo brillaban dos luces intensas, de color cambiante que, a pesar de que se movían hacia mí a velocidad vertiginosa, no lograban acercarse nunca. Me desperté justo en el momento en que, después de un tiempo infinito, se habían aproximado lo suficiente como para que pudiera distinguir su naturaleza: eran dos ojos de pupilas afiladas y penetrantes como cuchillos al rojo vivo.

Tardé en darme cuenta de donde estaba y aún tardé más en saber qué me había despertado. Había sido el ruido de la puerta de la calle. Me acerqué apresuradamente a la ventana y me asomé. Pude ver al alcalde alejarse por la calle Mayor y tras él a Pedro. Corrí hacia la salida con toda la fuerza de mis piernas. Los seguí a buena distancia. Iban en dirección al puente del molino. Las calles estaban vacías, las ventanas cerradas, el silencio era completo. Daba la impresión de que el pueblo había decidido esconder su cabeza bajo la gran almohada de aquella noche sin luna y tachonada de estrellas frías y brillantes. Las casas y las luces de las farolas se fueron espaciando, la oscuridad nos fue envolviendo. En fila india llegamos a la carretera que conducía al molino. Los árboles que, en dos hileras paralelas la flanqueaban, no se movían en absoluto, sus hojas y sus ramas como presas de una quietud rígida, casi intolerable, por la propia tensión que ocultaba. Me

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detuve y lancé una mirada a mi espalda, luego volví a mirar al frente. Me pareció que iba a entrar en un túnel que llenaría mi cuerpo de telarañas. Me aparté de la carretera y me escondí detrás de un árbol. Esperé y esperé, mientras con movimiento mecánico acariciaba la superficie rugosa del tronco. De pronto se oyeron voces desabridas en la lejanía, luego un grito, luego de nuevo el silencio. Esperé y esperé con las uñas clavadas en el tronco. Pasó el alcalde en dirección al pueblo. Esperé y esperé sabiendo que ya no había nada que esperar.

Desde mi adolescencia tengo tendencia a caer en estados de extrañeza. Con lentitud, como un vapor que ascendiera desde mis pies hasta cubrirme por completo, un incontenible estado de abandono, cercano a la hipnosis, se va enseñoreando de mi ser hasta ocuparme por entero. Nunca he logrado percibir el momento exacto del tránsito. De pronto me encuentro separado de todo, alejado de mí mismo, sólo ojos que contemplan una realidad virtual que en nada me afecta ni en nada me interesa, sólo ojos que se vuelven hacia un adentro que no reconoces como tuyo ni como ajeno y que, lo más curioso, ni se asombran, ni se asustan, simplemente miran. Es como si tu conciencia cambiara de naturaleza y te comenzara a hablar con otra voz, en otro idioma, desde un punto indeterminado e indeterminable, que no coincide para nada con las coordenadas de tu vida cotidiana. Espero que no vea nada de esotérico o de místico en mis palabras. Espero que no piense que vuelvo a filosofar. Es este el tema sobre el que más he reflexionado, pues durante mucho tiempo creí que era síntoma de locura. Albert me dijo una vez, en una de las innumerables borracheras con las que buscaba la muerte pleno de vida, que aquello era mirar las estrellas con ojos de playa desierta. No sé si tendría razón o sencillamente quiso ser por un momento poeta, sólo sé que me ocurre y que, entonces, con las uñas clavadas en el tronco del árbol, volvió a ocurrirme. Mi otra conciencia se puso a hablar y me contó la historia de un niño que limpiaba botas después de salir del colegio para ayudar a sus padres y que se sentía feliz cuando le daban aceitunas remojadas en

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fino; la historia de un joven que emigró en busca de riquezas y se encontró a un filósofo borracho encadenado a una cadena de montaje; la historia de un hombre que, en el andén de la estación de su pueblo, la maleta en la mano y la vista perdida en el trozo de atardecer que se asomaba por encima del techado, se preguntaba para qué había vuelto; la historia de un conserje que observaba con gesto fiero su imagen multiplicada por el juego de espejos de un vestíbulo de un ayuntamiento; la historia de un estúpido engreído que se contaba a sí mismo con delectación la historia de un justiciero inteligente y sin tacha, que había sido niño limpiabotas, joven emigrante, hombre y conserje y que creía haber logrado sumar en su memoria y en su corazón todas aquellas experiencias, hasta conseguir un producto superior que daba sentido a su existencia. Mi otra conciencia rió entonces y con las notas sardónicas de su risa me habló de miserias ocultas, de mezquindades escondidas, de mentiras sabia y laboriosamente construidas. Luego calló y me dejó solo frente a aquella oscuridad como de túnel. Fue entonces cuando volví a la carretera y, con pasos silenciosos y los puños apretados, entré a hacer lo que tenía que hacer.

A la mañana siguiente fui al ayuntamiento más temprano de lo que en mí era habitual. Hice lo planeado y luego me limité a esperar. El alcalde llegó a su hora. Vestía sus mejores ropas, llevaba los zapatos impolutos y se atusaba el bigote con placer felino. Atravesó el vestíbulo con lentitud, los brazos colgando y balanceándose ligeramente, la cabeza erguida, la mirada al frente pero al mismo tiempo dirigida de reojo hacia los espejos. Una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro. Siguió con el pecho abombado y aires napoleónicos hacia su despacho. Oí como abría la puerta y luego la cerraba. Un par de minutos después oí su grito. Corrí hacia el despacho y entré. El alcalde estaba derrumbado en el sillón con el rostro desencajado por el terror. Su vista estaba clavada en la mesa. Me acerqué. Sobre la carpeta cerrada de los asuntos del día había dos ojos ensangrentados, inmensos, de color indefinido, que dirigían sus pupilas aún penetrantes como cuchillos al

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cadáver del alcalde. Llamé a la policía. El cuerpo sin ojos de Pedro fue encontrado horas más tarde en el lecho seco del río, bajo el puente del molino. Todo el mundo, – incluida la investigación oficial – concluyó que el alcalde, enloquecido por la persecución de que era objeto, había asesinado a Pedro y mutilado su cadáver. Mi declaración fue definitiva al respecto. Sólo oculté un par de cosas. Por ejemplo, que aquella mañana había llegado un poco antes al trabajo. Espero no haber lanzado al mundo ningún dragón ni ningún hombre con dos cabezas. Lamentaría que por mi causa aumentara el nivel de calamidad en este mundo. Creo, por el contrario, que en este caso la justicia fue hecha de la mejor manera posible. Pero sólo en este caso. Por lo demás y como siempre las cosas siguieron su curso: la casa de Pedro fue derribada, y el nuevo alcalde construyó en su lugar un magnífico edificio de apartamentos que respeta con escrupulosidad e indudable sentido artístico las alturas y estilo de nuestra no menos magnífica Calle Mayor. ¿Otro vino? Así me gusta, veo que tiene usted buen paladar y buenas entendederas. ¡Por Albert y las aceitunas empapadas en fino!

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123MI EXPERIENCIA MÁS IMPORTANTE DE ESTE VERANO

Me llamo Mercedes Trueba, pero todos me llaman Merche. Pronto espero cumplir los cincuenta y

dos años. Estoy casada y tengo dos hijos, Nuria y Hugo, que ya no viven con nosotros. Mi marido se llama Esteban. Es un hombre bueno, callado y con cierta debilidad de carácter. A pesar de su general gentileza y buen trato, a veces tiene súbitos arranques de mal genio. Pienso que es porque no ha conseguido realizar en la vida sus sueños y ese fracaso le llena de amargura. No se lo tomo muy en cuenta, creo que algo de eso nos pasa a casi todos. por ejemplo, yo siempre quise ser bailarina, pero me he quedado en dependienta de una papelería. No sufro por ello, y menos ahora. Hace tiempo que en nuestra relación desapareció la pasión, pero cuando vuelvo del trabajo y entro en casa siento

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que llego al hogar. Aunque hablemos poco y llevemos vidas muy independientes, me gusta sentirlo ahí, cerca, en la casa, y oír sus pasos por el pasillo y sus carraspeos en el salón. Para mi su presencia es como el agua que permite al pez nadar.

Todos los veranos, a principios de agosto, cogemos quince días de vacaciones. Siempre vamos al mismo sitio: una zona de bungaloes, rodeada de pinos y a un kilómetro de la costa. Este año hemos ido con los padres de Esteban, dos personas adorables que me hubiese gustado tener como padres. Con los míos, que en paz descansen, nunca me llevé bien. A mi me encanta la playa. Me gusta tumbarme y sentir cómo el sol va llenando mi cuerpo de un peso dulce como una caricia, hasta que de pronto me parece que me desprendo de él y comienzo a flotar al compás del rumor de las olas. También me gusta jugar con la arena y pasear por la orilla con los pies en el agua. Pero lo que más me gusta es nadar adentro, muy adentro, tan adentro que, cuando vuelva la mirada a la tierra, sólo pueda ver la playa como una estrecha cinta rubia ribeteando el verde oliva de los pinos. Entonces, también me siento en el hogar.

Cuando volvimos de vacaciones se estropeó el coche. Nos quedamos tirados a mitad de camino. Tuvimos que llamar al seguro. La grúa tardó en llegar unas dos horas. Fue muy molesto esperar en el arcén de la carretera, en medio de aquella llanura sin una sola sombra. Yo llevaba unos días con mal cuerpo y con aquel sol sin brisa y sin mar me mareé un poco. La avería resultó grave. Hubo que llevar el coche a una ciudad a unos cincuenta kilómetros. Allí el seguro nos prestó un coche para poder continuar el viaje. Decidimos que Esteban y su padre se quedasen en aquella ciudad hasta que al día siguiente el coche estuviese arreglado. Mi suegra y yo reanudamos el viaje en el coche del seguro. Llegamos sin novedad y, tras dejar a mi suegra en su casa, me fui a la mía. Esteban no tardó en llamarme por teléfono. Bromeamos un buen rato sobre la ocasión que se nos presentaba a los dos para tener una aventura. Nos despedimos casi como cuando éramos novios. La verdad es que aquella oportunidad de pasar una noche a solas en casa me gustaba

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mucho. Deshice las maletas y me preparé una comida ligera. La noche era calurosa y cené en el balcón. Muchos vecinos hacían lo mismo. Por todo el barrio se oía a la gente pasándoselo bien. Cuando terminé de cenar me repantigué en el asiento y cerré los ojos. Mi cuerpo empezó a pesar agradablemente hasta que, poco a poco, dejé de sentirlo y las voces y risas de los vecinos se convirtieron en el rumor del mar y los pasos de mi marido. Me despertó un doloroso pinchazo. Pensé que el mucho sol cogido en la carretera o la cena me habían sentado mal y tomé una pastilla. Me fui a la cama a eso de las dos. Tardé en dormirme por el dolor que no acababa de irse.

Cuando me desperté al día siguiente vi que sangraba. Me asusté y fui a urgencias. Me miraron y me hicieron unas pruebas. Esteban y mi suegro tardaron dos días más en llegar. Me han diagnosticado un cáncer de ovarios.

Hace casi un mes que volvimos de vacaciones. Dentro de poco terminará el verano. Creo que tendré que hacer del otoño que se avecina un hogar. Quizás pueda dejar de sentir este peso nuevo en mi cuerpo y volver a flotar.

Y esta ha sido la experiencia más importante que he tenido este verano.

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127UNA RECETA

El marido cerró la puerta del salón sin hacer ruido. Recorrió el pasillo y entró en la cocina. Meneó la

cabeza y se sentó. Ya olía.–¿Otra vez? Preguntó la mujer que picaba la cebolla muy menuda

sobre la tabla. De sus ojos caían gruesos lagrimones, a pesar de que había mojado la cebolla en agua y apartaba el rostro todo lo posible. En la olla, los garbanzos, los trozos de bacalao, los dos dientes de ajo y la hoja de laurel llevaban cociendo un par de horas. Las espinacas sólo treinta minutos.

–¿Crees que ha llegado el momento?La nueva pregunta salió de la boca de la mujer

acompañada de un suspiro. Dejó el cuchillo, se dirigió al

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fregadero, abrió el grifo y se limpió los ojos de lágrimas. Miró entonces al marido. Sentado en la banqueta parecía contemplar con suma atención el montón de cebolla bien picada sobre la tabla de madera.

–¿Y tú? Habló por fin el marido, sin apartar los ojos de la

cebolla picada. La mujer se secó el rostro y las manos con el paño de cocina. Se acercó a la alacena y sacó un mortero y un mazo. Los posó en la encimera, junto a la tabla con la cebolla picada. Cogió medio diente de ajo y una ramita de perejil y los metió en el mortero. Habló, sin volverse y con el mazo en la mano.

–¿No habrá otra solución?–¿Cuál?Los golpes del mazo en el mortero eran secos y

metódicos. Retumbaban en la cocina pequeña, limpia, alicatada con azulejos blancos. El marido se había levantado y acercado a la mujer para observar su labor. Pronto el ajo y el perejil quedaron machacados y mezclados en una pulpa blanca con tenues matices verdes. Cuando acabó, la mujer extrajo el mazo. De él colgaban virutas de ajos y hebras de perejil. Lo pasó por el grifo. El hombre se volvió a sentar. Callaron mientras la mujer ponía aceite a calentar en una sartén. Cuando estuvo caliente, echó la cebolla bien picada. Se quedaron oyendo el crepitar del aceite. La cebolla se iba poniendo transparente. En la olla, los garbanzos, los trozos de bacalao y las espinacas seguían cociendo. Y olía. Un poco más.

–¿Y si esperamos…?–¿A qué?La mujer no respondió. Cuando pasaron cinco minutos

desde que echara la cebolla, la mujer añadió harina, el contenido del mortero y el pimentón. Los rehogó. El marido miraba la oscuridad que iba ganando la ventana; la mujer cuidaba de que el pimentón no se quemase. Sólo se oía el burbujear de la olla y el crepitar de la sartén.

–¿Estará bien… allí?

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–¿Por qué lo dudas?Callaron de nuevo. Cuando pasaron otros cinco

minutos, la mujer apartó la sartén del fuego y vertió el contenido en la olla. Lo removió todo con energía. El olor se elevó enroscado en la nube vapor. Con la cuchara de madera cogió un poco de potaje y lo acercó a los labios. Sopló tres veces y lo probó. Chasqueó los labios y se pasó la lengua por el paladar. Echó un poco de sal a la olla, removió y volvió a probar. Tras unos segundos de duda, añadió una pizca más de sal. Volvió a remover. Entonces preguntó:

–¿Le gustará?–¿Y por qué no?El hombre y la mujer miraban la olla, donde el potaje

todavía debería cocer durante otros quince minutos. Más o menos. El olor ya había ocupado toda la casa y, en el salón, a solas, el anciano hablaba y reía.

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131ELLOS

He huido. Hace unos días. Del apartamento. Por eso estoy aquí en esta pensión. Por eso os escribo.

Para que sepáis, para que tengáis cuidado con ellos. Sí, con ellos… Voy a tratar de calmarme, voy a intentar contaros lo que ocurrió con fría objetividad. No quiero que penséis que estoy loco. No quiero que toméis mis palabras por delirios o fantasías. Haríais mal. En cualquier momento os puede pasar a vosotros lo que me ha sucedido a mí. Porque yo hasta entonces había llevado una vida normal. Sí, normal; todo lo normal que puede ser la vida de un profesor cincuentón, divorciado, con dos hijos ya mayores y que vive solo en un apartamento alquilado. Pero ellos lo cambiaron todo. Todo. Hará una semanas, quizás dos, no sé… Ellos… Sí, ellos… Porque ellos son

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así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo… pero debo calmarme, contar las cosas con objetividad, no quiero que me creáis loco y no os deis cuenta de su amenaza…

Empezó una noche. Estaba dormido cuando de pronto me desperté sobresaltado. Había oído un ruido. Me incorporé. En la penumbra del dormitorio no distinguí nada anormal. Escuché con atención durante unos segundos. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Me tumbé de nuevo y no tardé en volver a dormirme. Al levantarme de la cama en la mañana lo vi en el suelo. Supuse que se había caído de la mesilla y que ese era el ruido que me había despertado. No le di mayor importancia, ¿por qué iba a dársela? No había ningún motivo lógico para conceder relevancia a tan nimio accidente. Muchas veces he pensado después que si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, quizás el curso de los acontecimientos hubiese sido distinto, pero ¿cómo iba a saberlo?, ¿cómo iba a sospechar lo que estaba ocurriendo en mi casa, delante de mis propias narices? La noche siguiente dormí profundamente. Cuando me levanté no pude menos de dar un grito de sorpresa. De nuevo estaba en el suelo, pero esta vez no junto a la mesilla, resultado natural de una caída, sino en el umbral de la puerta, como si hubiera sido arrojado con fuerza. Me preocupé un poco. Deduje que en sueños lo había cogido de la mesilla y lanzado lejos de mí. Tengo cierta perversión psicoanalítica y aquel supuesto acto realizado en sueños me hizo suponer oscuras tormentas en mi inconsciente. Sin embargo, pronto olvidé el suceso. Por aquel entonces me creía sumido en problemas más transcendentales. Os lo podéis imaginar dada mi edad y situación: el definitivo fracaso de los sueños juveniles, el desencanto de una vida gris, la sensación del tiempo perdido, la cercanía de la muerte, el deseo de unas formas de mujer entre los brazos… Ahora añoro esos dolores teñidos de melancolía. Sin embargo, ya nunca podré volver a gozar de esas penas agridulces. Ellos me descubrieron su mentira y vanidad.

Fue a la tercera mañana cuando empecé a preocuparme.

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La noche anterior había preparado una prueba o quizás una trampa, no sé como llamarlo. Lo había puesto en el centro de mesilla, con un cenicero bien pesado encima. Me reía para mis adentros de mi propia astucia. Risa un tanto estúpida, lo sé, pues en aquel momento pensaba que la prueba o trampa era para sorprenderme a mí mismo en inconscientes actos nocturnos. El caso es que me dormí tranquilo y relamiéndome por anticipado del éxito de mis medidas. Cuando desperté encendí de inmediato la luz. Un grito se atoró en mi garganta. El corazón se aceleró y las manos comenzaron a sudar. No podía dar crédito a mis ojos. El cenicero estaba allí en el centro de la mesilla, pero debajo no había nada. Desde la cama recorrí con la mirada el suelo de la habitación. Ni rastro de él. Me levanté de un salto. Miré debajo de la cama, de la mesilla, de la cómoda: nada. Una idea imposible se fue abriendo en mi cabeza. No podía ser me repetía, sin embargo… Aspiré con fuerza y me dirigí al salón, que siempre dejo cerrado para que el humo del tabaco no se haga dueño del apartamento. Aún dudé un buen rato, en el pasillo, frente a la puerta, en pijama, con los pies desnudos y la mano derecha a unos centímetros de la manilla. Al fin me decidí, abrí y fui directamente al sitio que mi loca idea me había sugerido. Esta vez el grito salió de la garganta. Estaba allí, donde había imaginado, en el hueco que dejara cuando una semana atrás lo había cogido. Me volví a la cama con la certeza de que era sonámbulo.

La cuarta noche no dejé nada sobre la mesilla. La verdad es que temía poder causar alguna desgracia con mis excursiones nocturnas. Tardé mucho en dormir, incluso hasta pensé pasar la noche en vela, pero al final el sueño me venció. Me desperté a eso de las tres de la madrugada. Había dejado la persiana subida y por la ventana entraba la luz templada de las farolas. Recorrí con la vista el cuarto. No vi nada anormal. Escuché con atención. Todo permanecía en silencio, salvo una especie de murmullo de origen incierto. Supuse que era algún vecino con la televisión o la radio encendida. Me levanté para ir al baño. Abrí la puerta del dormitorio, que había dejado cerrada como un obstáculo

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un tanto inocente para mi sonambulismo. Temía tontamente las tópicas leyendas del sonámbulo que camina ignorante del peligro por cornisas y tejados. Salí al pasillo. El murmullo se hizo más intenso. Mascullé una imprecación. Los vecinos, me dije, deberían ser más cuidadosos con los ruidos: el sueño ajeno es sagrado. No había dado tres pasos cuando me entró la sospecha de que aquel murmullo no provenía de un apartamento vecino sino del mío. Al llegar a la puerta del salón ya no me cupo la menor duda: el murmullo salía de allí dentro. Era yo, pues, quien me había dejado la televisión encendida; sin embargo, no recordaba haber estado viendo la televisión aquella noche, es más, estaba seguro de no haberlo hecho. Pensé entonces que quizás el mando a distancia se había caído al suelo, o quizás alguna orden memorizada, o quizás, y más probable, había sido yo mismo en una reciente excursión de sonámbulo. Rabioso y desalentado, abrí la puerta del salón y entré. La televisión no estaba encendida, nada estaba encendido, en realidad en la estancia reinaba el mayor de los silencios. Sí, nada más había puesto la mano en la manilla y presionado hacia abajo, el ruido había cesado por completo, como la luz cuando das al interruptor. Un escalofrío recorrió mi espalda. El corazón comenzó a latir con fuerza en el pecho. Salí corriendo del salón y me derrumbé en una banqueta de la cocina. El recuadro de la ventana dejaba ver las primeras luces del día: pálidas, imprecisas, desvelando apenas el gris de los edificios de la urbanización donde vivía. No sólo era sonámbulo, también tenía alucinaciones.

Estaba equivocado, muy equivocado, pero ¿no os hubieseis equivocado también vosotros?, ¿no hubierais sacado la misma conclusión? ¡Decidme!, ¿qué otra explicación podía haber? Sí, era un error comprensible, inevitable, me atrevería a decir que hasta necesario. Cuando logré calmarme, tomé la decisión de ir al médico. Desayuné, me vestí, salí de casa y me encaminé al trabajo. Desde allí pedí hora para la consulta. Era viernes y me la dieron para el lunes a las diez de la mañana. Nunca fui. La verdad de lo que ocurría me esperaba aquella misma noche…

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¡Aquella misma noche! Aún ahora tiemblo al pensar en aquella noche. Levanto los ojos del papel y miro con miedo a mi rededor. Sí, recorro con la mirada el cuarto de la pensión: la cama estrecha, la mesilla que cojea, el armario empotrado, el sucio color hueso de las paredes con dos baldas vacías y una burda litografía. No, no hay ninguno. Sé que no hay ninguno. He mirado cada cajón, cada esquina, cada hueco. He mirado una, dos, cien veces. Sin embargo aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y me parece escucharlos, a cada poco me parece escucharlos. Porque los escuché, aquella noche los escuché, tan cierto como que ahora estoy aquí, encerrado en este cuarto, en esta pensión, escribiendo para advertiros, para que sepáis, para que no os cojan desprevenidos…

Me acosté a las doce y no apagué la luz. Estaba dispuesto a permanecer despierto todo el fin de semana, hasta la cita con el médico el lunes. No quería dormir, no quería pasear sonámbulo por la casa o sufrir una nueva alucinación. A eso de las cuatro de la madrugada apagué la luz. No para dormir, sino para descansar, ya que los ojos me picaban. Sin embargo, la tensión nerviosa que había soportado durante todo el día me había agotado y, sin darme cuenta, caí en una especie de inquieta duermevela. No sé cuanto tiempo permanecí en ese estado; no debió ser mucho, pues cuando salí con un sobresalto de él, todavía era de noche. Encendí la luz y me levanté para matar el tiempo comiendo algo. Antes de abrir la puerta del dormitorio supe que lo oiría. Y lo oí. Sí, de nuevo escuche ese murmullo que tan sólo un día antes había confundido con la televisión del vecino. A punto estuve de volver a la cama y taparme entero con las sábanas, pero me contuve. Todavía me creía presa de una alucinación y el hecho de que de alguna manera fuese consciente de ello, me daba la esperanza de que mi razón no estuviera perdida del todo. Me daba la esperanza y también un valor que me desconocía. Iluso: aún no sabía, ni sospechaba la verdad. Con una decisión que incluso ahora me estremece, salí al pasillo y me dirigí al salón. Mis pasos

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desnudos no hacían el menor ruido. Contenía la respiración y adelantaba los brazos en una instintiva postura de defensa. A cada paso, el murmullo aumentaba en intensidad. Era idéntico al que oyera la noche anterior. Por fin llegué frente a la puerta. Me detuve. El murmullo de voces llegaba ahora a mí como si sólo me separase de él una cortina. Entonces, mi cuerpo entero empezó a temblar.

Somos seres extraños, tan extraños que, a veces, en los momentos de mayor zozobra, cuando el miedo o la desesperación hacen presa de nosotros, lejos de actuar de forma acorde a las circunstancias excepcionales, tomamos actitudes propias de situaciones cotidianas. Yo estaba allí, frente a la puerta, oyendo un murmullo que creía nacido de mi mente enferma y, en lugar de correr al teléfono a demandar ayuda, fui vencido por una repentina e irreprimible curiosidad. Sí, aterrado como estaba, sólo se me ocurrió espiar aquellos murmullos. Y así lo hice. Conteniendo la respiración, temiendo que los fuertes latidos del corazón revelaran mi presencia, apliqué con sumo cuidado el oído a la puerta. Al principio no logré entender nada, pero de forma paulatina empecé a distinguir, primero palabras aisladas, luego frases casi completas, por ultimo la totalidad de la conversación. Entonces la verdad se me hizo clara y evidente. No me hizo falta abrir la puerta para comprobar quienes eran los que hablaban. Las cosas que decían, la forma en que se llamaban, el sonido de las voces… todo indicaba que eran ellos, que sólo podían ser ellos. No me creeréis, lo sé. Pensaréis que fue una alucinación de mi mente enferma. No os lo reprocho: yo también lo pensé. Sí, allí, en medio del pasillo, con el oído pegado a la puerta, lo pensé ¿qué otra cosa se podría sanamente pensar? Sin embargo, poco a poco fui adquiriendo la certeza de que aquello no podía ser fruto de mi imaginación. Yo no sabía hablar de aquella manera o, mejor dicho, de aquellas maneras. Porque cada uno hablaba de una forma diferente. Unos eran cortantes, otros prolijos; unos irónicos, otros trágicos; unos se adornaban, otros se despojaban de todo atavío. Los había cálidos y los había gélidos; los había que susurraban y los que

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alzaban la voz; los había oscuros y profundos como un pozo, y los que se mostraban claros y elevados como una torre. Sí, cada uno hablaba a su manera, y supe que su conversación era real, tan real como el frío que me iba penetrando por los pies desnudos. Quise despegar el oído de la puerta y ya estaba a punto de hacerlo, cuando algo me retuvo. De pronto, como el rayo recorta en luz el paisaje oculto en la noche, comprendí de qué hablaban. Lo que hasta entonces habían sido pinceladas en el aire, opiniones sobre un tema para mi desconocido, de súbito se plasmaron en un retrato preciso. Mi curiosidad se centuplicó. Todo mi ser se convirtió en atención ansiosa. Aferraba cada una de las palabras como el avaro sus piezas de oro, y cada una de ellas quemaba mis manos como plomo fundido. Sí, lo sé: debí apartarme de la puerta; pero seguí escuchando presa del vértigo de aquellas voces, hasta que el horror de la caída me hizo gritar. La conversación cesó como si nunca hubiera sido. Pero yo ya no podía engañarme. Los había oído hablar, había escuchado de qué hablaban, y el silencio que sucedió a mi grito era un eco desde donde sus palabras se volvían a abalanzar sobre mi. Entonces sí, entonces me despegué de la puerta, corrí al dormitorio, me vestí de cualquier manera y huí del apartamento. Y seguí huyendo y huyendo por las calles aún desiertas, donde las espigadas farolas se dejaban vencer por las primeras luces del día.

Y desde entonces estoy aquí, en esta pensión de mala muerte. Por ellos. Y os escribo para que sepáis, para que tengáis cuidado. De ellos. No me creáis loco; mi única locura es haber conocido la realidad. Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, en su interior se abre un abismo, tu propio abismo. Sí, crees saber todo sobre ellos, y son ellos los que saben todo sobre ti. Y levanto la vista del papel y recorro con la mirada el cuarto y me levanto y registro por enésima vez cada cajón, cada esquina, cada hueco. Sé que no hay ninguno, pero aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Jamás podré olvidar lo que dijeron. A cada instante me parece escucharlo. Ahora también. Sí, ahora mismo, mientras

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os escribo, vuelven todas y cada una de sus palabras a mí, como si estuviera de nuevo con el oído pegado a la puerta del salón. Y los escucho, a cada poco los escucho; escucho al que se jactaba de haberme tenido entre sus manos días y noches; al que se ufanaba de haber modelado mi cerebro con sus quimeras; al que alardeaba de haber acelerado o detenido mi corazón al compás de su voz; al que había hecho huir mi mirada de su mirada; al que reveló mis deseos inconfesados; al que desnudó mis ambiciones ocultas; al que dio luz a mis miserias; al que me supo nombrar… Sí, los escucho, a todos los escucho, ahora mismo los escucho. Y me parece verlos, mostrando sus lomos de diferentes colores, apretados cubierta contra cubierta en perfecto orden alfabético, sin dejar un solo espacio vacío en las estanterías que cubren tres de las cuatro paredes del salón, hablando y hablando sin parar de la verdad sobre mí.

Ellos, sí, ¡ellos!

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Santander, 6 de Septiembre de 2010

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