Aguilas y Cuervos Pauline Gedge

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En el siglo I, tras la conquista del emperador Claudio, las tribus celtas de Albión son sometidas por Roma. La omnipotente águila imperial romana impondrá su dominio, su cultura, otros ritos, otros dioses a un pueblo de artesanos y guerreros. Con la ayuda del arcano saber de los druidas, los «cuervos» celtas se replegarán hacia el oeste, dispuestos a iniciar la resistencia a las órdenes de Caradoc. Durante tres generaciones se entretejerán traiciones, pasiones, demostraciones de honor y de coraje. Caradoc será desterrado a Roma, pero Boudica dirigirá la lucha de un pueblo por recuperar su identidad frente al invasor romano. Pauline Gedge nació en 1945 en Auckland Nueva Zelanda. Su niñez transcurrió en Oxfordshire, Inglaterra, y más tarde se trasladó a Canadá, donde reside actualmente. Logró un extraordinario éxito de ventas con su primera novela La dama del Nilo, ambientada en el antiguo Egipto, país donde la autora goza de un importante reconocimiento; tanto esta novela como El faraón y El papiro de Saqqara han sido publicadas en la presente colección. Aguilas y cuervos es su segunda obra, en la que se adentra en la vida e historia de los celtas. Águilas y cuervos Primera parte Novela Histórica Aguilas y cuervos Primera parte

Transcript of Aguilas y Cuervos Pauline Gedge

  • En el siglo I, tras la conquista del emperadorClaudio, las tribus celtas de Albinson sometidas por Roma. La omnipotenteguila imperial romana impondrsu dominio, su cultura, otros ritos, otrosdioses a un pueblo de artesanos y guerreros.Con la ayuda del arcano saber de los druidas,los cuervos celtas se replegarn haciael oeste, dispuestos a iniciar la resistenciaa las rdenes de Caradoc. Durante tresgeneraciones se entretejern traiciones,pasiones, demostraciones de honory de coraje. Caradoc ser desterradoa Roma, pero Boudica dirigirla lucha de un pueblopor recuperar su identidadfrente al invasor romano.

    Pauline Gedge naci en 1945 en AucklandNueva Zelanda. Su niez transcurrien Oxfordshire, Inglaterra, y ms tardese traslad a Canad, donde resideactualmente. Logr un extraordinario xitode ventas con su primera novela La damadel Nilo, ambientada en el antiguo Egipto,pas donde la autora goza de un importantereconocimiento; tanto esta novela comoEl faran y El papiro de Saqqara han sidopublicadas en la presente coleccin.Aguilas y cuervos es su segundaobra, en la que se adentraen la vida e historiade los celtas.

    guilas y cuervos

    Primera parte

    Novela Histrica

    Aguilasy cuervos

    Primera parte

  • Pauline Gedge

    SALVAT

    Diseo de cubierta: Ferran Cartes/Montse PlassTraduccin: Carmen BordeuTraduccin cedida por Emec Editores, S.A.

    Ttulo original: The Eagle and the Rayen

    Este libro es para Sylvie, que convirti unpequeo jardn en una finca y que, adems,corta muy bien las flores.

    1995 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edicin) 1978 by Pauline Gedgc Emec Editores, 1994

    ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)ISBN: 84-345-9102-2 (Volumen 59)Depsito Legal: B-25805-1995Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona

    Impreso por CAYFOSA. Septiembre 1995Printed in Spain - Impreso en Espaa

    INDICE

    Primera parteOtoo del ao 32 d. de C 13Invierno del ao 40 d. de C 83

  • Verano del ao 43 d. de C 213Primavera del ao 50 d. de C 303

    Segunda parte Fines del invierno del ao 52 d. de C 401

    Fines de la primavera del ao 52 d. de C 413Principios del verano del ao 53 d. de C 445

    Invierno del ao 53 al 54 d. de C 501 Invierno del ao 54 al 55 d. de C 515 Otoo del ao 59 d. de C 579

    PRIMERA PARTE

    Otoo del ao 32 d. de C.

    CAPITULO UNO

    Caradoc se abri paso entre la densa espesura de los brezos y por fin sali aldescampado. Libre de las sombras ttricas del bosque, y con una sensacinde alivio, envain su espada, se ci la capa con ms firmeza y se acuclillpor un momento en la pendiente suave de la orilla del ro. All, mientras ob-servaba el indolente fluir de las aguas, recobr el aliento y el rumbo. Por unmomento se haba credo perdido y haba sacudido la espada en los corre-dores desconocidos, consciente del pnico que le embargaba. En un dacomo aqul, festividad de Samain, hasta los mejores guerreros de su padre,hombres que no teman a nada ni a nadie, sentan miedo y no se avergonza-ban de ello. El cielo haba estado gris todo el da y se haba levantado unviento recio y violento. Pronto llovera, pero Caradoc se retras, reticente adejar la hierba hmeda; no obstante, se senta inquieto por la inminentecada de la noche y porque los rboles a su espalda susurraban oscuros se-cretos que no poda entender. Se estremeci pero no de fro y, malhumora-do, se acurruc todava ms bajo la capa para pensar en todos los Samainsque haba visto ir y venir.

    Sus recuerdos ms remotos estaban cargados del mismo temor que lohaba sobrecogido en el bosque: de su padre, Cunobeln, sentado como unasombra gigante contemplando el fuego; de Togodumno, su hermano, yGladys, su hermana, callados y ajenos, abrazados a los pies de su padre; desu madre en la cama estrechndole con los brazos rgidos. El pavoroso vien-to otoal ululaba alrededor de las pieles que tapaban las puertas, y las cari-cias de la noche hacan crujir el techo de paja que los cubra. Entonces per-manecan sentados durante las largas y oscuras horas; los nios dormitabany se despertaban para ver el fuego que se consuma, mientras Cunobelin, in-

  • clinado sobre l, echaba ms lea; slo se atrevan a hablar cuando el ama-necer plido y vacilante avanzaba lenta y tmidamente dentro de la habita-cin. Ms tarde, despus de las gachas, el pan y un trozo de panal, se reunanen el Gran Saln y contaban con inquietud a los jefes y los hombres libres amedida que entraban en el recinto, temerosos de preguntar si alguien habamuerto, temerosos de preguntar quines se haban salvado. Luego, ya entra-

    13da la fra maana, comenzaba la matanza del ganado y durante das, el olora sangre penda sobre la aldea. Samain. Cmo lo odiaba. Otra noche de te-rroi; otro da de matanza, otro ao casi terminado.

    Un sbito estallido de color llam su atencin y se volvi. Su hermanohaba surgido de entre los rboles donde el sendero se curvaba y descendahacia la orilla del ro. Togodumno no estaba solo. Aricia caminaba junto al, su cabello negro ondeaba detrs de ella y los pliegues largos de su tnicase cean a su cuerpo gil mientras su capa azul golpeaba contra la capa car-mes de Tog. Parecan estar discutiendo; se detuvieron y se miraron; sus vo-ces se elevaron con vehemencia, pero estaban demasiado lejos para que Ca-radoc pudiera captar las palabras. De repente, rompieron a rer y las manosde Arica, sus dedos blancos y largos, aletearon en la luz que se desvaneca.Las plidas mariposas de primavera. Por un momento, Caradoc qued des-lumbrado por su vuelo, pero pronto se incorpor y el movimiento le delat.Togodumno le vio, le hizo una seal con la mano y empez a correr senderoabajo. Aricia alz ligeramente la capa y trat en vano de envolverse con ella,mientras Caradoc se diriga lentamente al encuentro de ambos.

    -Te perdimos de vista! -grit Togodumno al acercarse jadeando-.Lo has matado?

    -No. Se meti dentro de un matorral y cuando los perros encontra-ron un lugar por donde entrar, haba desaparecido. Dnde est mi caballo?

    -Aricia lo at al de ella y despus nos pusimos a buscarte. Estaba eno-jada porque pronto cerrarn las puertas y parece que la noche ser tormen-tosa. Quera abandonarte a tu suerte. -Sonri-. No deseaba pasar la vs-pera del Samain en los bosques.

    -T eras el que miraba con miedo por encima del hombro, Tog, y yola que guiaba el caballo de Caradoc -protest Aricia con contundencia-.No le temo a nada -asever, y sonri a Caradoc con una expresin cm-plice.

    Era entrada la tarde y la luz disminua con rapidez. En el norte, las nu-bes se hinchaban de manera amenazadora, apiladas una sobre otra por lafuerza del viento; los tres cazadores se apresuraron hacia los caballos y mon-taron deprisa. Togodumno tom la delantera, a paso largo y siguiendo elcurso del agua. Aricia se le uni con un galope y Caradoc cerraba la marcha.Cuando hubieran dejado atrs las primeras puertas, an tendran que ca-balgar nueve kilmetros entre grupos de chozas dispersas y granjas y bor-deando praderas. En una hora estaran bebiendo vino tibio ante sus fogatas,con los pies cerca de las acogedoras llamas.

    De pronto, Caradoc pas con estruendo junto a Aricia e indic a Togo-dumno que detuviera el caballo.

    -Los perros! --exclam mientras agitaba los brazos con furia-.Nos hemos olvidado de los perros!

  • -Estpido! -le insult Togodumno-. Adnde fueron despus deque perdieran al jabal?

    -Olfatearon otra psta y se metieron dentro de la maleza. Les silb yvinieron; entonces emprend el camino de regreso al sendero. Por qu meinsultas? Vosotros sois los idiotas por no haberlos seguido cuando iban ex-citados tras la presa!

    14-Los dos sois estpidos e idiotas -intervino Aricia. Su voz denotaba

    una pzca de pnico-. Cunobelin os prohibi que salierais con los perros,ya que deben marchar a Roma pasado maana. Pero qu signific eso paravosotros? Slo otra advertencia de la que harais caso omiso. -Junt lasriendas y acicate a su caballo con las rodillas-. Bueno, podis volver a losbosques y buscarlos, si os atrevis. Yo tengo fro y estoy cansada. Me voy.

    Pas trotando junto a ellos y luego se alej velozmente. En un momen-to, la oscuridad la devor y los hombres se quedaron solos. Se miraron,conscientes de la oscuridad creciente y de las cosas innombrables que lesaguardaban entre los rboles.

    -Qu hacemos ahora? -pregunt Togodumno-. Qu arpa... Fueidea de ella que saliramos a cazar hoy y lo sabe muy bien. Una noche destas la coger y la atar a un rbol para que el Cuervo de las Pesadillas lahaga suya.

    -Shhh -sise Caradoc-. Te oir y vendr. Debemos volver a casa.Maana se lo diremos a nuestro padre y aceptaremos el castigo.

    Togodumno mene la cabeza, pero Caradoc ya se diriga hacia laspuertas y no tuvo ms remedio que seguirle. El viento haba arreciado y ara-aba sus cabellos y sus talones. Los caballos resoplaban y comenzaron a ga-lopar con mpetu. Cuando alcanzaron las primeras puertas, se tiraron de loscaballos y corrieron por el puente sobre el foso, con las riendas en las manossudadas. Mientras se acercaban tambalendose a toda prisa hacia las puer-tas, el guardia sali corriendo sosteniendo una antorcha en alto.

    -No os iba a esperar ni un momento ms, seores -gru mientrascerraba las grandes puertas de madera detrs de los caballos-. Vaya estu-pidez, hacerme quedar sentado junto a puertas indefensas justo esta noche!

    El hombre tena su espada en la otra mano. Pero de qu serva una es-pada contra los demonios de Samain?, se pregunt Caradoc.

    -Aricia ya ha entrado? -inquiri. El hombre asinti-. Y perros?Han entrado perros?

    -Si, por cierto. Una jaura. Hace una hora, excitados y cansados.Togodumno le dio una palmada a su hermano en la espalda.-Ah tienes! Los perros tienen ms juicio que nosotros! Gracias,

    hombre libre. Regresa a tu casa. -El hombre envain su espada y se alej.-Ahora, a la cama -suspir Caradoc mientras montaban-. Ni si-

    quiera tenemos un conejo para disimular un da desperdiciado. Nuestro pa-dre sin duda notar la oreja rota de Bruto.

    -Por supuesto, y nos quitar una ternera a cada uno por el precio delperro. Qu mala suerte!

    -Qu otra cosa puede traer la vspera de Samain sino mala suerte? Yjusto cuando mi precio de honor estaba aumentando.

    -Es bueno que tu precio de honor no dependa slo de tu ganado.

  • Qu garanta te ofreci Sholto por el prstamo de tus dos toros?-l y su clan me juraron lealtad. Es hombre para tener a tu lado. Le

    dije que si me juraba fidelidad a mi en vez de a ti le regalara uno de los torosy le comprara a su esposa una copa de plata romana.

    -Caradoc! La lealtad de un hombre libre no vale un toro entero!Adems, yo le ofrec un toro y una ternera.

    15-Entonces, por qu decidi prestarme juramento a mi?

    -Porque lo nico que hacen tus hombres libres es contar tus preciosasvacas. Oh, maldicin, est empezando a llover! Tal vez nieve.

    -An es demasiado pronto -contest Caradoc con brusquedad yprosiguieron la marcha en silencio, con los hombros hundidos dentro de lascapas, el agua goteando de sus codos y talones y las caras fras.

    El camino se iba haciendo cada vez ms oscuro a medida que seguan elsendero spero y tortuoso a travs de los pequeos campos de labor. Loscampesinos deban de estar apiados en sus chozas, y los jefes y hombres li-bres en sus casas de madera, de modo que no vieron a nadie. De vez encuando, oan el mugido inquieto del ganado que haba sido trado de lospastizales de verano y arriado dentro de las empalizadas de madera; perohasta los animales salvajes se haban guarecido y los dos jvenes se sentanlos nicos seres vivientes sobre la tierra. Caradoc y Togodumno avanzabancon dificultad, los cascos de los caballos pisaban casi silenciosamente el sen-dero mojado y cubierto de hojas. Al lado de stas podan ver el rastro de Ari-cia en la hierba hmeda, las pisadas de los caballos ya cubiertas por el aguanegra. Pero pronto la noche se volvi del todo oscura y no pudieron vernada excepto la delgada franja de camino que serpenteaba lenta y soporfe-ramente debajo de ellos. Togodumno empez a cantar en voz baja para s,pero Caradoc le mand callar de nuevo, avergonzado del temor que brotabade su interior. A los diecisiete aos ya haba matado su hombre y robado ga-nado; haba cazado ciervos, jabales y lobos salvajes. Poda afrontar y com-prender esas cosas, pero los espritus nebulosos y a la deriva del Samain, losdemonios que esperaban esa noche para arrastrar a sus vctimas a los bos-ques, a sos no poda derrotarlos con un golpe de su espada. En ese momen-to los senta, acechando al amparo de las ramas sombras y desnudas que sejuntaban sobre su cabeza, mirndole con odio, deseando hacer el mal. Apre-t fuertemente las riendas mojadas y habl al caballo en voz baja. Togo-dumno comenz a tararear, pero en esa ocasin Caradoc le dej en paz. Unacurva ms y estaran en casa.

    Por fin desmontaron dentro de las segundas puertas. Tenan los muslosmojados e irritados y las manos azules por el fro. El criado de las cuadrassali corriendo a recibirles. Tom las riendas de entre sus manos rgidas y sealej con los caballos cansados sin decir ni una sola palabra.

    Togodumno se quit la capa y observ el agua deslizarse entre sus de-dos mientras la escurra.

    -Dormirs esta noche? -le pregunt a su hermano.Caradoc mene la cabeza.-No lo creo. Vino caliente y ropa seca, si, y quiz despus una o dos

    canciones de Caelte para mantener a los espritus vengativos lejos de mipuerta. -Su voz resonaba entre las chozas oscuras-. Maana respirare-

  • mos de nuevo, pero mientras tanto podras ir a las perreras a ver a los pe-rros. Fue idea tuya llevarlos.

    -No, no lo fue! Aricia y yo discutimos. Ella dijo que yo era demasia-do cobarde para desobedecer a Cunobelin, que no tena agallas! Adems, tlos perdiste, no yo.

    -Ah, Tog, por qu la escuchas? Sabes que te meter en problemas.

    16Los ojos de Togodumno resplandecieron.-Nunca tan graves como en los que te meter a ti, hermano, si Cuno-

    belin se llega a enterar de lo que t y ella os trais entre manos.-Qu sabes de eso? -pregunt Caradoc con brusquedad a la vez que

    sonrela.-Nada. Slo rumores. Bueno, que pases una buena noche, Caradoc, y

    suerte en la cacera.-Tog! Regresa! -grit Caradoc, pero Togodumno ya avanzaba entre

    los hogares silenciosos hacia su pequea choza en la escarpada colina. Re-signado, Caradoc se movi hacia el oeste, dentro de las sombras ms oscu-ras del alto muro de tierra. Sus pisadas sonaban fatalmente ruidosas en susodos. Pronto lleg a la cuadra de su padre, donde una rfaga de aire tibio ydulzn le envolvi por un instante. Acto seguido, se volvi, dej atrs la he-rreria y el taller del guarnicionero y lleg a las perreras.

    Cont las jaulas con cuidado y al final se detuvo, se puso en cuclillas yllam con suavidad. Los perros corrieron a la cerca y empujaron sus naricesfras silenciosamente hacia su mano. Los estudi con presteza, una vez, dosveces. Faltaba uno. Caradoc se quej para si mientras empezaba a contar denuevo, sin saber con certeza la identidad del ausente. Bruto, con la mitad dela oreja colgando sobre la nariz, le observaba con aire reprobador. Finalmen-te, Caradoc maldijo en voz alta. Era Csar. El perro ms apreciado de esa ca-mada, el que haba sido entrenado especialmente para Tiberio. Seguro queera se, reneg Caradoc, recordando por qu Cunobelin, con su humor tai-mado, haba puesto ese nombre al animal. No era por Tiberio que el perro sellamaba as, sino por Julio Csar, que haba venido a Albin dos veces y parti-do otras dos, sin regresar jams. Cunobelin haba comentado a sus hijos que,despus de todo, Julio no haba sido un cazador demasiado bueno.

    Caradoc permaneci de pie, vacilante. El cabello se le pegaba a la frentey a la capa, empapada de agua, que colgaba de sus hombros. No dudaba queCsar haba guiado a los perros de regreso a la casa. Se puso en su lugar, y alinstante comprendi dnde estara el perro..., en algn sitio tibio. Se volvipara emprender la bsqueda y comenz por la herreria, luego el taller delguarnicionero, las hediondas curtiduras y las cuadras. Abandon el cuartocirculo de chozas con decisin y subi lentamente a donde vivan los plebe-yos libres, un rea de suciedad y confusin. Golpe las paredes e hizo a unlado las puertas de pieles, asustando a los miembros de la tribu que, en unprincipio, vieron en esa figura oscura y empapada un espritu astutamentedisfrazado. Pasaron los minutos y por fin tuvo que admitir la derrota.

    Se volvi con brusquedad hacia la pendiente que le conducira a su pro-pia casa, pero cuando hubo pasado los edificios, el viento le azot violenta-mente y le hizo trastabillar. De repente, los cielos se abrieron y soltaron unapared negra de lluvia helada y fuerte. Caradoc empez a correr y como en

  • respuesta a sus torpes movimientos, el pnico contenido se liber y le impuls.Qu estoy haciendo aqu fuera en esta noche en que el tiempo se de-

    tiene y la tierra se balancea al borde de una nada terrible? -pens con ho-rror-. Un espritu aciago se ha apoderado de Csar para que yo lo busque,y cuando lo encuentre, me tomar en sus garras poderosas y me arrastrarde regreso al bosque.

    17Avanz con dificultad contra el viento, cegado, ligeramente consciente

    de estar pasando ante el Gran Saln, alejndose de manera instintiva e in-sensata del templo de Camulos hasta que por fin sus dedos ateridos sintie-ron las pieles pesadas de su puerta. Las empuj y entr tambaleando. Sequed en pie con los ojos cerrados mientras el agua corra por su cuerpo yformaba charcos bajo sus pies. El sbito cese de los ruidos le atont por unmomento. La tormenta se haba reducido a un silbido continuo que se pro-duca al chocar el agua con la paja que cubra el techo. El viento, un mero-deador impaciente, golpeaba contra las paredes en vano.

    Pronto se relaj y abri los ojos. Una solitaria lmpara de aceite ardaen una mesita opuesta a la puerta. Tapices suaves cubran las paredes y, enun extremo, las cortinas estaban descorridas y era posible ver una cama bajacon una capa azul y roja que colgaba de ella. Pero sta no era su choza. Juntoa la cama haba otra mesa, y sobre ella, un espejo, una corona de oro, unmontn de brazaletes de bronce y una faja esmaltada brillante que serpen-teaba hacia el suelo. Con un gemido de bienvenida, Csar dej su lugar fren-te al fuego humeante y atraves pesadamente la habitacin hacia l.

    Sobresaltada, Aricia gir sobre sus talones.-Caradoc! Me has asustado! Qu quieres?Caradoc vacil, desgarrado entre una confusin embarazosa y el enor-

    me alivio de haber hallado al perro. No haba un demonio all, slo un perroy una nia. Aricia estaba de pie, descalza sobre las pieles que cubran el suelode tierra, y su tnica de dormir blanca caa a su alrededor como nieveamontonada. Sostena un peine grande en una mano y su negro cabello, la-co y tupido, que le llegaba hasta las rodillas, se extenda sobre sus brazos p-lidos y resplandeca a la luz del fuego mientras se acercaba a l. Caradocmascull una disculpa y se volvi para marcharse; una clera irracional seintensificaba en su interior, pero ella habl de nuevo y le detuvo.

    -Qu mojado ests! Has estado buscando los perros todo este tiem-po? Quitate la capa o te vas a resfriar.

    -Esta noche, no, Aricia -contest l con firmeza-. Estoy empapado,cansado y enfadado contigo por haber retenido a Csar aqu. Adems, tam-bin estoy enfadado con Tog por no haberme ayudado en la bsqueda. Ir acalentarme en mi propio fuego.

    Ella rio.-Qu feo ests con el entrecejo fruncido y el pelo colgndote por la

    espalda como cuerdas! No encontr a Csar y lo retuve aqu. Vino corriendoa mi hace menos de media hora. Estaba a punto de pedir a alguien que lo le-vara a las perreras cuando apareciste. En cuanto a Tog, sabes que tienes quecogerle por el cogote y sacudirle si quieres que haga algo. Por qu ests tanenfadado? -Se acerc a l con rapidez, le quit la capa de los hombros deun tirn, la extendi con cuidado, camin hasta el fuego y la tendi-. Vino

  • tibio de la tierra del sol -dijo con tono amable, y tom una jarra que des-cansaba sobre las brasas-. Bebe una taza antes de encarar la noche de nue-vo, Caradoc. Y hblame. Es Samain y estoy sola.

    Caradoc sinti los ojos marrones de Csar. Vete ahora -se dijo-.Vete ahora antes de que tu honor quede una vez ms esparcido a tu alrede-dor como fragmentos de cermica hecha aicos. Pero Aricia haba servido

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    1el vino y se lo sostena bajo la nariz; Caradoc aspir los vahos aromticos.Acept la copa y entibi sus manos alrededor de ella; sinti hormiguear susdedos con vida nueva. Luego se adentr en la habitacin y se volvi de caraal hogar para que el calor del fuego llegara hasta sus piernas rgidas.

    -Pensaba que no temas al Samain -precis.Ella le lanz una rpida mirada y fue a sentarse en el borde de la cama.-He dicho que estaba sola, no que tena miedo. Pero t tienes miedo

    -se burl.-Tengo un buen motivo -replic Caradoc y trag un gran sorbo de

    vino. Not cmo el liquido se abra camino ardiendo haca el estmago yluego esparca su calor a travs del pecho-. Soy un noble. Los demonios sedeleitan en atacar a la realeza esta noche.

    -Yo tambin soy de sangre azul -replic ella con aspereza y se levan-t-. Lo has olvidado? Acaso he estado tanto tiempo en Camalodnumque parezco una ms de la prole de Cunobelin? Yo no he olvidado -conclu-y con suavidad y se mir las manos entrelazadas en el blanco regazo.

    Caradoc yaci su copa y se agach para servirse otra.-Lo siento, Arcia. A veces lo olvido. Has estado aqu mucho tiempo y

    hemos crecido todos juntos..., t, yo, Tog, Eurgain, Gladys, Adminio.Cuntos aos han pasado desde que mi padre empez a llamarnos la Ban-da Guerrera Real?

    Ella cerr los ojos como si algn recuerdo la lastimara y l la observcon disimulo por encima del borde de la copa. Qu hermosa es, pens conresignacin creciente. Contempl la tez plida que nunca se bronceaba con

  • el sol de verano, el mentn delicado, las pestaas largas y negras sobre lospmulos altos. Se pregunt cundo haba dejado de pensar en ella como enuna compaera de cacera y comenzado a ver una extraa. Aricia abri losojos y Caradoc advirti los misterios tentadores ocultos en ellos, confusio-nes intrigantes que su juventud le impeda reconocer como inseguridades.Durante un momento se estudiaron mutuamente, l demasiado cansadopara apartar la vista, hipnotizado por aquellos ojos negros, ella sin verle, deregreso al pasado.

    De pronto, ro.-Caradoc, ests echando humo.-Qu?-Tus calzones se estn secando y el vapor sube en oleadas! Pareces un

    dios del ro emergiendo en una maana de invierno. Quitate la ropa o vete ydeja de mojar mi pequea morada.

    -Supongo que ser mejor que lleve a Csar a la perrera -respondide mala gana. Tena la impresin de que el vino le hinchaba la lengua y con-verta sus miembros en plomo.

    Mientras meneaba la cabeza, Aricia se puso de pie con rapidez.-No abuses de tu suerte! Esta noche hemos tenido ms de la que nos

    merecemos. Djalo aqu conmigo o llvatelo a tu casa. -Se desliz hacia l;la tnica cruji y arrastr consigo el aroma de perfume romano-. Lamen-to de veras el problema que hemos tenido hoy por mi culpa. Tog insisti encazar slo porque le desafi. Si Cunobelin se enfada mucho, os ayudar aambos a pagar el precio de Bruto. No creo que los comerciantes lo quieran.

    -No, supongo que no. -Senta que las piernas le temblaban de fatigay vea a Aricia en una nebulosa, a travs de una neblina de vahos de vino. Alnotar que vacilaba, ella comenz a sonrer. Oh, ahora no, esta noche no,pens Caradoc con intranquilidad. Pero era demasiado tarde. Su mano ya seextenda, levantaba un rizo de cabello y deslizaba los dedos por l para sen-tir su textura densa y suave. Lo acerc a su rostro para aspirar su perfume ysu tibieza; ella no se movi hasta que l hubo terminado.

    -Qudate conmigo, Caradoc -dijo lentamente mientras le mirabade manera inquisitiva-. Quieres quedarte, verdad? Esta noche soy un de-monio de Samain. Sientes cmo te estoy hechizando?

    Hablaba medio en broma, pero Caradoc experimentaba el embrujoque le cautivaba como una cancin dulce y familiar. Saba que deba apresu-rarse a la puerta con un hechizo protector en los labios pero, como siempre,se qued mirndola con estupor ardiente. El y Tog haban bromeado a me-nudo acerca de esa bruja siniestra que tan peligrosamente les gustaba, y seburlaban sin piedad de la palidez de su piel nortea, de la misma manera enque fastidiaban a Eurgain por sus largos silencios, o a Adminio por su pre-ciosa coleccin de colmillos de jabal, pero lo hacan sin malicia ni premedi-tacin; eran las palabras irreflexivas de amigos de muchos aos. Si ella leirritaba ltimamente, Caradoc lo atribua a la llegada del invierno, el tiem-PO en que los hombres esperaban los meses venideros con cinturones ajus-tados y vientres vacos, el tiempo del ao en que l se limitaba a existir. Y sien ocasiones deseaba abofetearla por sus aires de superioridad y su voluntadapasionada en una discusin, bueno, despus de todo no era ms que unania, slo una nia de catorce aos que luchaba por convertirse en unamujer.

  • Aricia se cubri el rostro con su propio cabello, cerr los ojos y l sintiuna oleada de lujuria.

    -No tienes opcin, malcriado Caradoc -susurr-. Mi cama es mu-cho ms cmoda que el suelo mojado del bosque.a un Fuera, la lluvia tamborileaba sobre la tierra. El viento se haba reducidoquejido bajo y persistente y, dentro de la habitacin, el fuego, del quecasi se haban olvidado, se consuma y siseaba de vez en cuando con gotas delluvia dispersas. Aricia se estir hasta alcanzar el cuello de Caradoc, le quitla torques de oro y la deposit suavemente en el suelo. Luego empez a de-sabrochar el pesado cinto y mientras lo hacia, la espada cay sobre las pieles.Caradoc permaneci inmvil.

    Una lucha se desarrollaba en su interior y lo debilitaba; sus ojos se-guan cada movimiento de ella. Pero cuando los finos dedos tocaron su ros-tro, se rindi. La tom de los brazos y la atrajo con brusquedad hacia si.

    Despus de todo -se dijo-, es Samain. Cuervo del Pnico, no meencontrars aqu! -invoc en silencio.

    Unos minutos despus, Aricia se apart.-Me ests mojando -dijo sin alterarse-. Quitate la tnica y los cal-

    zones. No, lo har por ti. Te quedas ah como si te hubiera paralizado con unhechizo.

    -Siempre lo haces. Aricia...Le hizo callar ponindole un dedo en los labios.

    20-No, Caradoc. No hables, por favor. -Su voz temblaba. Se inclin y le

    quit la tnica corta pasndosela por la cabeza.Mientras lo haca, Caradoc vio un destello de burla en sus ojos. Qu

    extrao -pens-, nunca haba visto que sus ojos estuvieran moteados deoro. La tom de nuevo y la bes con rudeza, torpemente, disfrutando delas manos tibias que se posaban en su espalda desnuda y perdindose en lasuavidad de la boca. El magnifico cabello negro caa y se enredaba sobre susbrazos, y cuando la sinti ceirse contra l, la levant y la arroj sobre lacama. Cerr las cortinas detrs de ellos y ceg la luz de la lmpara. La obser-v en la oscuridad mientras ella yaca esperando, con los brazos extendidos,el cabello desparramado sobre la almohada, y una sonrisa que le irritaba y leinvitaba a sufrir.

    -Tog lo sabe -murmuro.La sonrisa de Aricia se ensanch.-No me importa. A ti s?-No -respondi con suavidad.-Entonces deja de hablar.En su ansiedad embotada por el vino, Caradoc tir de la tnica de dor-

    mir y oy cmo se rasgaba. En seguida los pechos de Aricia estuvieron entresus dedos toscos y su boca vida. Aricia contuvo el aliento con brusquedad ysiseo. La lluvia continuaba cayendo de forma montona, como si pertene-cera a un sueo.

    Caradoc no se pudo contener y todo acab muy pronto, pero esa nocheella no se quej. Siempre era as, una ola incontrolable, la bsqueda deses-perada y compulsiva de ella y, despus, la culminacin brusca y dolorosa. Sevolvi boca arriba con la cabeza apoyada en un brazo, y estudi el techo os-

  • curo, preguntndose cmo y por qu, mientras las pequeas agujas de laverguenza comenzaban a pincharle. Lo hice otra vez, pens con desalien-to. Una cosa era acostarse con una esclava en los campos, o incluso con lahija complaciente de un plebeyo libre, pero sta era su amiga Aricia; Aricia,que haba compartido todas las travesuras que l y Tog haban planeado;Aricia, la hija de un rey cuyo linaje era mucho ms antiguo que el de l. De-se que la tierra se lo tragara. Quiso que los demonios de Samain vinieran yse lo llevaran a sus cuevas. Tuvo ganas de morir.

    Ella se volvi de costado, se apoy en un codo y sin molestarse en cu-brirse, se ech el cabello hacia atrs con impaciencia. Increiblemente, Cara-doc sinti renacer el deseo.

    -Caradoc?-Si?-Csate conmigo.Por un instante, crey no haber odo bien, pero luego tom conciencia

    y se sent.Aricia le rode las rodillas con los brazos.-S, me has odo bien. Quiero que te cases conmigo. Te lo ruego, te lo

    imploro, Caradoc. Csate conmigo!-Qu me ests pidiendo? -inquiri con severidad, y con la mente

    temporalmente liberada de la obsesin hipntica que senta por ella.Aricia le apoy una mano caliente en el brazo.

    121r

    -No somos viejos amigos? -susurr-. No sera fcil, muy fcil,dar el siguiente paso y jurarnos fidelidad? -La mano intensific la presinen el brazo-. No pido nada extraordinario. Despus de todo, puedes tomarotras esposas.

    Caradoc ri, haba recuperado la lucidez.-Sup ongoque te refieres a Eurgain. Oh, no, Aricia. Hemos gozado

    juntos, pero no creo que debamos hablar de matrimonio. Ahora tengo queirme. -Se dio prisa para poner los pies sobre el suelo fro, pero ella le sujetcon una fuerza que l ignoraba que posea.

    -Por qu no? No crees que tengo un derecho sobre ti, Caradoc?-Qu derecho? Te refieres a esto? -Se agach para besarla, pero ella

    se escurri y descorri las cortinas. La luz mortecina de la lmpara revel aCaradoc un rostro ensombrecido por la emocin, labios apenas controladosy ojos rebosantes de lgrimas.

    Basta de juegos, Caradoc. Dnde estn las palabras de amor que memurmuras en la oscuridad?

    -El amor no tiene nada que ver contigo y conmigo, Aricia, y lo sabes.-Dej la cama y se visti con rapidez. Se puso los calzones todava hme-dos y se pas la tnica mojada por la cabeza-. No te he prometido nada.

    Ella se estir y se colg de la cortina como si sus msculos se hubierandebilitado al tiempo que su esperanza.

    -Estoy desesperada, Caradoc. Sabes cuntos aos tengo?se ci el cinturn de la espada.

    -Por supuesto que lo s. Tienes catorce.-La edad de desposarse.

  • Los dedos ocupados de Caradoc se detuvieron y la mir, intuyendo laverdad.

    -Mi padre pronto enviar una embajada para llevarme a casa. -Laslgrimas desbordaron sus ojos y le salpicaron las manos; las sacudi conenojo-. A casal A duras penas recuerdo los pramos ridos y las chozas in-digentes del lugar donde nac. Oh, Caradoc, no quiero irme. No quiero de-jarte a ti ni a Tog ni a Eurgain, ni a Cunobelin que es como un padre param. No quiero ir a un sitio que temo, entre hombres salvajes y toscos! -Ti-tube y sollozando puso los pies en el suelo-. Yo tambin odio el Samain ylas lluvias de invierno, la soledad que vendr. Ha de pasar esta noche sinque ningn demonio me reclame y ningn hombre me despose?

    Caradoc se acerc a ella y se arrodill a su lado. La tom con torpezaentre sus brazos y por primera vez sinti pena.

    -Aricia, no he pensado en ello, no lo sabia. Has hablado con Cu-nobelin?

    Aricia sacudi la cabeza con violencia; su rostro estaba escondido en elcuello de l.

    -No puede retenerme. Mi padre me querr en Brigantia, puesto queno tiene hijos para que le sucedan y los jefes seguramente me elegirn.-Alz la vista. Tena los prpados hinchados y la piel ms blanca de lo quel jams haba visto-. Si me aprecias un poco, no lo permitas. Te aportarla dote ms grande que los catuvelaunos hayan conocido jams. Toda Bri-gantia para que la compartas conmigo! T y yo, gobernando all juntos.

    22-Y mi tribu? Y mi clan y los hombres libres que dependen de mi?

    Tengo tantas ganas de ir a Brgantia como t. No puedes negarte a ir, Ari-cia? -Con una expresin decidida, la solt y se puso en pie-. Perdname,pero no puedo interferir en un asunto de un clan extranjero. Yo...

    -T qu? Te contentas con usarme y ahora me compadeces? Gur-date tu compasin! No quiero la mirada preocupada de un hombre. -Seenjug las lgrimas de las mejillas y se enfrent a l-. Podra meterte enproblemas, Caradoc, por deshonrarme y por deshonrarte a ti mismo, perono lo har. S que mi padre pronto mandar a buscarme, he empezado a so-ar con ello, pero cuando me marche, lo lamentars. Habr un vaco en tuvida que no ser llenado. No olvidar. Lo juro por la Altsima de Brigantia,diosa de mi tribu.

    Caradoc contempl el rostro desafiante y las manos que se movannerviosamente.

    -Nos hemos usado mutuamente -se apresur a recordarle-.Cmo ocurri esto, Aricia? Cmo fue que dejamos de ser los que ramos?

    -Porque hemos crecido y t has sido demasiado estpido para notar-lo! -grit-. Tendras que haberte dado cuenta de que te amo, tendrasque haberlo notado, pero te quedas ah parado con la boca abierta como uncampesino ignorante de Trinobantia! Djame en paz!

    Se arroj sobre la cama y no se movi. Durante unos segundos, Cara-doc la mir con pesar, preguntndose si estaba frente a la verdadera Aricia oa otra de las mscaras que ella sola emplear con tanta facilidad. Pero no po-da esperar ms, as que recogi su capa, empuj la puerta de pieles y salide nuevo a la oscuridad y a la lluvia.

  • Unos pocos pasos le llevaron a su choza; cuando estuvo dentro, dejcaer la capa todava mojada al suelo. Fearachar deba de haber venido a avi-var el fuego, puesto que ste arda con intensidad y la habitacin estaba ti-bia. Se desvisti enseguida y se envolvi en una manta. Luego se sent conlas piernas estiradas hacia las llamas rojas y la mente confundida, deseandopor primera vez en su vida poder volver a vivir la vspera de Samain.

    Esa noche haba tocado algo ms que el cuerpo de Aricia. En cierta for-ma, haba dejado un nervio en carne viva, una parte de ella que yaca ex-puesta, an no cubierta por el barniz gracioso, antojadizo y con frecuenciaduro que sola mostrar a los dems. Y no le gustaba lo que haba visto. No lahaba credo capaz de llorar ni de rogar y se pregunt si estara acostada enla oscuridad, sorprendida de si misma.

    ~Pero casarse! Tena los pies demasiado calientes y se enderez, losarrastr debajo de la silla y se estir para tomar el vino ya dispuesto para l.Ni siquiera tena ganas de considerar la posibilidad de casarse con ella. Ari-cia no era la clase de mujer apropiada para dar a luz a los hijos de un jefe ca-tuvelauno, y su rechazo inmediato haba provenido de muy adentro, de unaparte que l tampoco sabia que exista. Admita que ella le cautivaba. Se co-nocan demasiado bien. Al menos eso haba pensado. Record el da en queAricia haba llegado a Camalodnum, con los ojos agrandados por el temory esa altivez infantil y pattica. Incluso en ese entonces, aunque l no era'ums que un nio, haba simpatizado con ella. Durante diez aos haban ca-zado, compartido banquetes y luchado todos juntos, aterrorizado a los

    23campesinos, enfurecido a los hombres libres, mentido y engaado el unopor el otro y, de pronto, de la noche a la maana, todo haba acabado.

    Siempre se haba dado por sentado que se casara con Eurgain. Ella erauna noble, hija del hombre ms importante de la tribu de su padre, y aunantes de que ella, l y los dems formaran la Banda Guerrera de Cunobelin,haban sentido un gran afecto mutuo. Eurgain era alta, tambin, pero msesbelta que Aricia, una nia frgil, callada, no hermosa pero con un aura depaz y seguridad que haba comenzado a seducir a ms de uno. Posea el ca-bello color miel intenso, los ojos azules tpicos de lo mejor de su gente y pa-reca adivinar sus pensamientos antes de que l los expresara.

    Eurgain.Una visin de Aricia surgi de inmediato en su mente: desnuda, los

    ojos negros, desvergonzada, el cabello hasta las caderas y ms all. Se retor-ci en la silla. Si ella le amaba como deca, qu bien lo haba ocultado! En-tonces odiaba a Eurgain? Tampoco lo haba demostrado. O acaso estabaadoptando una ltima y desesperada actitud ante la perspectiva del largo ysolitario viaje de regreso a su lugar de nacimiento? Cmo era posible quehubiera vivido junto a ella da tras da y no la conociera en absoluto? Se lle-v una mano a los ojos, abrumado por el deseo de dar esos pocos pasos devuelta a la habitacin de Aricia, de entrar, de decir... qu? Te deseo, mecarcome el deseo por ti, pero no te amo? Qu soy, cunto valdra mi honorsi mi padre y mis amigos me vieran ahora!

    Abandon el fuego y se acost en la cama con los ojos cerrados, todava

  • avergonzado de si mismo, todava preguntndose qu habra pasado si sehubiera comportado como deba hacerlo un hombre libre. Si hubiera deja-do la habitacin antes de que ella enroscara sus brazos suaves alrededor desu cuello. Pero eran semanas, meses, demasiado tarde, y su voluntad ya esta-ba debilitada. Tena una vaga conciencia de que haba cesado de llover, aun-que el viento continuaba murmurando a ratos ms all de las delgadas pare-des. Se durmi, pero incluso en sus sueos, ella le atrapaba como a un jabalen celo y acosado.

    A la maana siguiente, durmi hasta tarde. Despert con pereza al oir a susirviente silbar mientras revolva las cenizas del fuego extinguido y comen-zaba a encender otro. Un haz de luz solar plida se colaba por debajo de lapuerta de pieles y acarreaba consigo un aire fro y tonificante que terminde despejar a Caradoc. Mientras se sentaba, Fearachar le miro.

    -Buenos das, seor. Me complace ver que os habis conservado y quelos demonios tuvieron a bien no perturbar vuestro sueo.

    -Buenos das, Fearachar -respondi Caradoc de manera automti-ca-. Tengo hambre. -Se senta lcido; se levant, se puso los calzones yuna tnica limpia, luego se ci la espada; pero de pronto, el recuerdo de lanoche le acometi. La torques no estaba sobre la mesa junto a la cama. Conun estremecimiento, se dio cuenta de que la haba olvidado en el suelo de lachoza de Aricia. Fearachar alz los ojos y vio la consternacin en el rostro desu amo, pero luego se enderez, se quit el polvo de las manos y extrajo algode entre los pliegues de su corta capa roja.

    -La seora Aricia me pidi que os diera esto y que os dijera que aun-que es el smbolo de un hombre libre, para ella a veces no es ms que el yugode la esclavitud. -Caradoc le arrebat la torques y se la at al cuello-. Laseora tambin dijo que ha llevado a Csar a la perrera. Fue una tontera devuestra parte, seor, tomar prestados los perros. Vuestro padre se enojar.

    -Tal vez. Pero a ti qu te importa? -replic Caradoc con rudeza. Elyugo de la esclavitud! Qu descaro!

    -Soy un hombre libre -declar el criado, dolido-. Puede que hayaperdido mi precio de honor, pero no mi honor. Puedo expresar mi opinin.

    -Fearachar, cuando tengas una opinin, desde luego que podrs ex-presarla, pero por favor, primero ten una.

    Caradoc se puso su capa rayada roja y amarilla sobre los hombros y laajust con un broche de plata. Luego se coloc brazaletes de bronce en losbrazos y desliz los pies dentro de sandalias de cuero. Se pein, tir el peineal suelo y con grandes pasos sali al encuentro de la maana.

    Hizo una pausa al salir de su casa para aspirar el aire limpio. La tor-menta haba proseguido su camino para ir a inquietar al norte, y el valle seextenda frente a l, ms all del heterogneo grupo de chozas apiadasdonde el humo ascenda en espiral de los techos; los nios correteaban bajo'el dbil y plido sol invernal. Desde su posicin, pens que poda distinguiruna niebla que era el ro y ms all, en el horizonte, la mancha oscura delbosque, con sus agujas echando vapor. El cielo era de un azul desteido, ves-tido con jirones de nubes blancas. Ms nubes, grises, pendan en el norte. Elbuen tiempo durara hasta el atardecer.

    Descendi con pasos largos el sinuoso sendero, llamando a Cinnamo y

  • a Caelte. No los esper, pero los tres llegaron juntos a la entrada del GranSaln. Entraron y saludaron al pasar a los jefes que holgazaneaban mientrasesperaban a Cunobelin.

    Un aroma a caldo caliente y grasa de cerdo les recibi cuando penetra-ron en la oscuridad. Se dirigieron de inmediato al gran caldero negro, quecolgaba de unas cadenas de hierro sobre el fuego grande, en el centro de lasala. Se sirvieron el caldo humeante en cuencos de madera y aceptaron cer-do fro y pan del esclavo que se hallaba sentado detrs de las pilas de fuentesque contenan los alimentos. Luego encontraron un rincn, se sentaron ybebieron el caldo con total concentracin y los ojos todava desacostumbra-dos a la penumbra.

    El Gran Saln haba sido construido cinco aos antes del nacimientode Caradoc, cuando su padre venci a los trinobantes y se apropi de su te-rritorio tribal, estableciendo su nueva capital y casa de moneda all, en Ca-malodnum. El abuelo de Caradoc, Tasciovano, tambin haba conquistadoel territorio, pero no lo haba retenido por mucho tiempo, y se haba reple-gado discretamente a Verulamio cuando Csar Augusto lleg presuroso a laGalia. Pero Cunobelin haba esperado su oportunidad y aguardado paraatacar una vez ms a los trinobantes cuando Roma se lamentaba, desmora-lizada, por la prdida de tres legiones en Germania. Roma haba encogidosus hombros imperiales y Cunobelin se haba instalado para gobernar unade las agrupaciones de tribus ms grandes de la nacin. Se autodenominabarey y, aunque era viejo, sus ambiciones an le consuman. Caradoc recorda-

    24 25ha bien cuando tena diez aos y su padre y su to haban partido a la guerra.Y su to, Eppatico, haba llegado a gobernar a los atrebates del norte, y a Ve-rica, el verdadero jefe, no le quedaba ms que una franja a lo largo de la cos-ta. Verica haba protestado a Roma en numerosas ocasiones, pero Roma te-na mejores cosas que hacer que enviar a buenos hombres a morir en Albinpor un jefe insignificante. Adems, Cunobelin controlaba el comercio delsur con Roma. Mantena la ciudad provista de perros, cueros, esclavos, ga-nado, cereales y, de vez en cuando, metales en bruto (oro y plata) de los te-rritorios de las tribus que comerciaban respetuosamente con l. A cambio,Roma enviaba vino, vajillas y copas de plata, muebles chapados en bronce,objetos de cermica, marfil y, sobre todo, joyas para los jefes, sus caballos ysus mujeres. El ro estaba siempre ajetreado. Los barcos iban y venan, loscomerciantes pululaban por todo el territorio catuvelauno, y las noticias lle-gaban y partan. Cunobelin observaba todo eso en silencio, sin pestaear,como una araa vieja y ladina tejiendo su red de engao y teniendo con ex-to a Roma en una mano y a sus oscuras polticas expansionistas en la otra.

    Se mova en un sendero estrecho y peligroso y lo sabia. Hacer la guerraera invitar a la intervencin romana, puesto que Roma no permitira quenada interfiriera en su preciado comercio. Pero confiar demasiado en labuena voluntad de Tiberio sera algo tan estpido como encomendar suvida a las arenas movedizas del estuario pantanoso de su ro. Adems, granparte de su poder dependa de mantener felices a los jefes. Los dejaba atacarde vez en cuando para darles algo que hacer y, aunque se haban elevadoprotestas constantes y formales del csar, era un tributo a la habilidad polti-ca de Cunobelin el que ninguna otra objecin concreta se materializara. Es-

  • taba satisfecho, por el momento, con tener la tierra que posea, pero su mi-rada se desviaba siempre... al nordeste, a las tierras ricas de los icenos, y aloeste, a las colinas de los dobunnos. A los durotriges del sudoeste los dejabaen paz. Era un pueblo guerrero y feroz, del todo intratable. Slo poda con-quistarlos con un asalto a gran escala, lo que provocara un dao irreparablea sus conexiones comerciales. Vivan apartados y seguan las costumbres desus ms antiguos antepasados; Cunobelin sabia que tendra que esperar unmomento ms favorable para guiar a su banda guerrera contra ellos.

    Dubnovellauno, jefe de los trinobantes, alimentaba su orgullo heridoen Roma y su gente cultivaba la tierra para los catuvelaunos. Cunobelin ha-ba construido el Gran Saln en la primera exaltacin de su nueva conquis-ta. Era de madera, espacioso y bien ventilado, con un alto techo abovedado ycolumnas de madera talladas tortuosamente por los artesanos nativos deTrinobantia, que reproducan hojas sinuosas y ondulantes, zarcillos deplantas que se envolvan de manera ensoadora uno alrededor del otro, yrostros semiocultos de hombres y bestias que escudriaban el exterior, so-olientos y misteriosos. A Cunobelin y a su familia no les gustaba particu-larmente el arte nativo. Preferan los rostros honrados y francos, y los dise-os de los alfareros y orfebres romanos, dado que a veces, en una solitarianoche de invierno, las obras complejas y calladas de los artistas nativos pare-can cobrar vida y moverse con suavidad, hablando de un tiempo en que loscatuvelaunos haban sido una mera advertencia sombra y cargada de presa-gios trada por las brisas nocturnas.

    26El techo tena una abertura para que el humo del fuego pudiera escapar

    y en todas las paredes colgaban escudos y espadas de hierro, jabalinas y lan-zas. Del pilar central penda la cabeza arrugada y marchita de uno de losenemigos cados de Tasciovano, sujeta por un cuchillo enredado en los ca-bellos. Nadie recordaba quin era, pero se llevaba a cada batalla y se colgabaen la tienda de Cunobelin siempre que el rey se encontraba fuera de Cama-lodnum. Caradoc y los dems haban dejado de reparar en ella hacia aos,y en ese momento se meca sobre el grupo: los ojos hundidos observaban lasidas y venidas, y los rizos grises se agitaban con la corriente constante deare.

    -Hoy, nada de caza -dijo Caradoc a sus amigos-. Supongo quequerris ir a ver la matanza.

    Cinnamo se limpi la boca con la manga y baj su tazn.-Ser mejor que vigile -coment--. Mis hombres libres me han di-

    cho que falta parte de mi ganado y tengo el presentimiento de que hoy To-godumno se estar frotando las manos. Si ha tocado mi ganado de cra sermejor que busque sus armas.

    Caelte apoy la espalda contra la pared.-Tenemos invitados -susurr-, y aqu llega Cunobelin.El Saln estaba casi vacio debido a que la maana avanzaba y ya haba

    comenzado la matanza de otoo en la tierra llana junto al ro. Caradoc vol-vi la cabeza para observar a su padre entrar con grandes pasos en la oscuri-dad, rodeado de sus jefes. Le acompaaba un hombre bajo y gordo cuyo ca-bello trenzado colgaba sobre la capa que cubra sus hombros, y una niita.Se dirigieron de inmediato al caldero y el mismo Cunobelin les sirvi caldo

  • y pan y busc con la mirada un lugar donde sentarse. Los jefes se sirvieroncon alboroto mientras se peleaban por los trozos de carne que tan apetitosa-mente flotaban en la sopa marrn. Cunobelin gui a sus huspedes hacia lostres jvenes. Estos se pusieron de pie al verle aproximarse y Caradoc intentadivinar el estado de nimo de su padre. Se pregunt si ya sabra lo que lehaba pasado a Bruto.

    -Ah, Caradoc -bram Cunobelin-. ste es Subidasto, seor y jefede los icenos, y sta su hija, Boudicca. -Caradoc asinti al hombre y dirigiuna breve sonrisa a la nia. Luego present a Cinnamo y a Caelte.

    -Seor, ste es Cinnamo, mi escudero y auriga. Y ste es Caelte, mibardo. Bienvenido a nuestro Saln.

    Se apretaron las muecas y luego se sentaron. Caelte empez a hablarenseguida con la pequea Boudicca. Cinnamo se disculp y sali. Caradocse volvi hacia Subidasto, percibiendo la mirada calculadora de su padre.

    -Habis venido de lejos, seor -dijo--. Espero que vuestra estanciaentre nosotros os depare descanso y paz. -Eran las palabras de bienvenidaformal, pero Subidasto ri con aspereza. Qu grosero -pens Caradoc-.Slo trato de repetir las palabras de bienvenida que mi padre debe de haberpronunciado.

    -Eso depender de vuestro padre y de nuestras conversaciones -con-test-. Tenemos mucho que discutir.

    Caradoc lo estudi con atencin. Se haba equivocado con respecto a lagordura. Subidasto era enorme, si, pero su gordura no era excesiva ni flccida.

    271Sus brazos eran musculosos; su boca, firme y obstinada, y posea los ojos ce-lestes penetrantes de un hombre que pasa todo su tiempo al aire libre escu-driando distancias lejanas. Hay algn problema aqu? -se pregunt Ca-radoc-. Es por eso que Subidasto ha reclamado la inmunidad del Samain?Qu est tramando mi padre esta vez? Mir con rapidez a Cunobelin,pero slo vio alegra en sus ojos hundidos y en su rostro arrugado.

    -Paz, seor! -exclam Cunobelin-. Primero debe haber buena be-bida y buena comida esta noche y mucha msica. Y por supuesto, los ritosde Samain. Ms tarde hablaremos. -Se puso de pie-. Pero si ya habis co-mido esta maana, permitidme mostraros Camalodnum.

    La boca de Subidasto se tens con desaprobacin, pero tambin se in-corpor y asinti de mala gana.

    De repente, Caradoc advirti los ojos redondos de Boudicca clavadosen su rostro y se sinti incmodo.

    -Padre -intervino-. Me disculpas? Hoy debo atender a mi rebao.Cunobelin le dio permiso para retirarse pero murmur:-Tambin est el asunto de mis perros, Caradoc. Bruto tiene una ore-

    ja partida y ahora no lo podr vender. Cmo sucedi eso, me pregunto, silos guardias de la perrera tenan rdenes de no perder de vista a los perros?Tendr que haber un arreglo.

    -Ests enterado de todo, padre -respondi Caradoc con una sonri-sa-. Has hablado con Tog?

    Cunobelin le devolvi la sonrisa.-S, y con Aricia. Los tres me debis dos terneras. De cra.

  • -Pero, padre! -protest-. Acepta una res muerta. No puedo darteuna ternera viva.

    -Si quieres, pelear por ella -aventur Cunobelin con indiferencia.-No, padre, no -grit riendo-. No deseo ms cicatrices, pero una

    reproductora menos ser una prdida dolorosa.-Entonces toma a Cinnamo y a Fearachar y sal a hacer incursiones

    -sugiri Cunobelin-. Cmo supones que me hice rico, Caradoc?Caradoc lo salud con pesar y gir sobre sus talones, pero sinti una

    mano pequea deslizarse en la de l y retenerle. Baj la mirada y vio los ojoscastaos todava fijos en l con solemnidad.

    -Puedo ir contigo? -susurr la nia.A Caradoc se le cay el alma a los pies, pero antes de que pudiera ne-

    garse, Cunobelin dijo:-Llvala a la matanza, Caradoc, y entretnla un rato. Tenis algn re-

    paro, Subidasto? -Subidasto vacil. Era evidente que se desgarraba entre eldeseo, por una parte, de comportarse de la forma ms irreverente posible y,por la otra, de no ofender a aquella gente mucho ms poderosa. Por fin sa-cudi la cabeza, de modo que Caradoc dej el Saln con Boudicca tras l.Salieron al sol y tomaron el sendero que bajaba directamente a las puertas.Estaban abiertas de par en par y, ms all, Fearachar aguardaba sentado enel suelo con expresin avinagrada y sosteniendo con flojedad en las manoslas riendas del caballo.

    -Os he estado esperando largo rato, seor -dijo con tono de desa-probacin y le entreg el caballo-. Tengo hambre y fro.

    -Entonces ve a calentarte y a comer algo... aunque no creo que te ha-yamos dejado mucho -replic Caradoc-. Sabes montar, Boudicca?

    El mentn se levant.~Por supuesto! -exclam-. Pero no... no caballos como ste, slo

    ponis. En nuestra tierra no hay muchos caballos tan grandes como ste-concluy, sonrojada.

    Caradoc la alz y la deposit sobre el lomo del animal. Luego salt de-trs de ella y tom las riendas.

    -Quieres que vayamos rpido? -La nia asinti con entusiasmo yenred los dedos en las crines. Caradoc espole al caballo y bajaron la suavependiente hacia las praderas.

    Una hora despus llegaron al llano junto al ro, y antes de que rodearanel recodo que revelara el agua, los pantanos y los sauces altos y desnudos,olieron la matanza..., el nauseabundo olor dulce y hmedo de sangre recinderramada..., oyeron el mugido agudo y aterrado de miles de reses a puntode morir. Al rodear el recodo a medio galope, pudieron observar que todo elsuelo desde el bosque hasta el agua se converta en una tupida masa de per-sonas que se empujaban y codeaban, y de bestias apretujadas. El alborotoera tremendo. En la ladera, Caradoc divis a Togodumno y, conmocionadode verguenza y excitacin por el recuerdo de la noche anterior, reconocia Aricia junto a l. Estaban sentados sobre las capas en la hierba y el vaporde sus alientos se mezclaba cuando hablaban. Caradoc detuvo en aquelmismo lugar el caballo y desmont. Boudicca se desliz del lomo y perma-neci de pie a su lado. En ese instante, Adminio se acercaba subiendo lacuesta.

    -Dnde has estado, Caradoc? Mi gente te ha buscado por todas par-

  • tes! -Se detuvo jadeando y con el hermoso rostro acalorado-. Hay pro-blemas all abajo. Los hombres libres se estn peleando. Sholto dice que t leofreciste un toro y una ternera de tu ganado de cra, pero Alan lo niega yafirma que no ofreciste nada ms que un toro para alimentar a su familia.Adems, Cinnamo est abajo entre su ganado, gritando y maldiciendo por-que parece que le faltan doce animales.

    Aricia se ri. Tog asinti con solemnidad burlona y Caradoc se puso alanzar maldiciones.

    -Bueno, Adminio, por qu acudes a m? Eres quien sigue en lnea anuestro padre. Ve y solucinalo.

    -Es que a mi tambin me faltan reses! -rugi-. Tog, estoy harto deentrar furtivamente en tus cercados en plena noche para robar mi propioganado! Dnde est tu sentido del honor? Justo t, el que tiene el precio dehonor ms alto de todos nosotros. Me quejar a nuestro padre!

    -Oh, sintate, Admnio -dijo Togodumno con pereza-. Cmo nova a haber problemas cuando los hombres libres corren para llegar los pri-meros con sus reses a la matanza? No es de extraar que los comerciantesden un paso atrs y se ran de nosotros. Si Cinnamo pasara ms tiempoatendiendo a sus animales en vez de cruzar espadas contigo, Caradoc, sabraque este verano murieron algunos de sus animales por enfermedad. Y encuanto a ti, Adminio, creo que te interpondr un pleito por intentar robarmis reses. Acabas de admitirlo.

    28 29Sus brazos eran musculosos; su boca, firme y obstinada, y posea los ojos ce-lestes penetrantes de un hombre que pasa todo su tiempo al aire libre escu-driando distancias lejanas. Hay algn problema aqu? -se pregunt Ca-radoc-. Es por eso que Subidasto ha reclamado la inmunidad del Samain?Qu est tramando mi padre esta vez? Mir con rapidez a Cunobelin,pero slo vio alegra en sus ojos hundidos y en su rostro arrugado.

    -Paz, seor! -exclam Cunobelin-. Primero debe haber buena be-bida y buena comida esta noche y mucha msica. Y por supuesto, los ritosde Samain. Ms tarde hablaremos. -Se puso de pie-. Pero si ya habis co-mido esta maana, permitidme mostraros Camalodnum.

    La boca de Subidasto se tens con desaprobacin, pero tambin se in-corpor y asinti de mala gana.

    De repente, Caradoc advirti los ojos redondos de Boudicca clavadosen su rostro y se sinti incmodo.

    -Padre -intervino-. Me disculpas? Hoy debo atender a mi rebao.Cunobelin le dio permiso para retirarse pero murmur:-Tambin est el asunto de mis perros, Caradoc. Bruto tiene una ore-

    ja partida y ahora no lo podr vender. Cmo sucedi eso, me pregunto, silos guardias de la perrera tenan rdenes de no perder de vista a los perros?Tendr que haber un arreglo.

    -Ests enterado de todo, padre -respondi Caradoc con una sonri-sa-. Has hablado con Tog?

    Cunobelin le devolvi la sonrisa.-Si, y con Aricia. Los tres me debis dos terneras. De cra.-Pero, padre! -protest-. Acepta una res muerta. No puedo darte

    una ternera viva.

  • -Si quieres, pelear por ella -aventur Cunobelin con indiferencia.-No, padre, no -grit riendo-. No deseo ms cicatrices, pero una

    reproductora menos ser una prdida dolorosa.-Entonces toma a Cinnamo y a Fearachar y sal a hacer incursiones

    -sugiri Cunobelin-. Cmo supones que me hice rico, Caradoc?

    Caradoc lo salud con pesar y gir sobre sus talones, pero sinti unamano pequea deslizarse en la de l y retenerle. Baj la mirada y vio los ojoscastaos todava fijos en l con solemnidad.

    -Puedo ir contigo? -susurr la nia.A Caradoc se le cay el alma a los pies, pero antes de que pudiera ne-

    garse, Cunobelin dijo:-Llvala a la matanza, Caradoc, y entretnla un rato. Tenis algn re-

    paro, Subidasto? -Subidasto vacil. Era evidente que se desgarraba entre eldeseo, por una parte, de comportarse de la forma ms irreverente posible y,por la otra, de no ofender a aquella gente mucho ms poderosa. Por fin sa-cudi la cabeza, de modo que Caradoc dej el Saln con Boudicca tras l.Salieron al sol y tomaron el sendero que bajaba directamente a las puertas.Estaban abiertas de par en par y, ms all, Fearachar aguardaba sentado enel suelo con expresin avinagrada y sosteniendo con flojedad en las manoslas riendas del caballo.

    -Os he estado esperando largo rato, seor -dijo con tono de desa-probacin y le entreg el caballo-. Tengo hambre y fro.1

    -Entonces ve a calentarte y a comer algo... aunque no creo que te ha-yamos dejado mucho -replic Caradoc-. Sabes montar, Boudicca?

    El mentn se levant.-Por supuesto! -exclam-. Pero no... no caballos como ste, slo

    ponis. En nuestra tierra no hay muchos caballos tan grandes como ste-concluy, sonrojada.

    Caradoc la alz y la deposit sobre el lomo del animal. Luego salt de-trs de ella y tom las riendas.

    -Quieres que vayamos rpido? -La nia asinti con entusiasmo yenred los dedos en las crines. Caradoc espole al caballo y bajaron la suavependiente hacia las praderas.

    Una hora despus llegaron al llano junto al ro, y antes de que rodearanel recodo que revelara el agua, los pantanos y los sauces altos y desnudos,olieron la matanza..., el nauseabundo olor dulce y hmedo de sangre recinderramada..., oyeron el mugido agudo y aterrado de miles de reses a puntode morir. Al rodear el recodo a medio galope, pudieron observar que todo elsuelo desde el bosque hasta el agua se converta en una tupida masa de per-sonas que se empujaban y codeaban, y de bestias apretujadas. El alborotoera tremendo. En la ladera, Caradoc divis a Togodumno y, conmocionadode verguenza y excitacin por el recuerdo de la noche anterior, reconocia Aricia junto a l. Estaban sentados sobre las capas en la hierba y el vaporde sus alientos se mezclaba cuando hablaban. Caradoc detuvo en aquelmismo lugar el caballo y desmont. Boudicca se desliz del lomo y perma-neci de pie a su lado. En ese instante, Adminio se acercaba subiendo lacuesta.

    -Dnde has estado, Caradoc? Mi gente te ha buscado por todas par-

  • tes! -Se detuvo jadeando y con el hermoso rostro acalorado-. Hay pro-blemas all abajo. Los hombres libres se estn peleando. Sholto dice que t leofreciste un toro y una ternera de tu ganado de cra, pero Alan lo niega yafirma que no ofreciste nada ms que un toro para alimentar a su familia.Adems, Cinnamo est abajo entre su ganado, gritando y maldiciendo por-que parece que le faltan doce animales.

    Aricia se ri. Tog asinti con solemnidad burlona y Caradoc se puso alanzar maldiciones.

    -Bueno, Adminio, por qu acudes a mi? Eres quien sigue en lnea anuestro padre. Ve y solucinalo.

    -Es que a m tambin me faltan reses! -rugi-. Tog, estoy harto deentrar furtivamente en tus cercados en plena noche para robar mi propioganado! Dnde est tu sentido del honor? Justo t, el que tiene el precio dehonor ms alto de todos nosotros. Me quejar a nuestro padre!

    -Oh, sintate, Adminio -dijo Togodumno con pereza-. Cmo nova a haber problemas cuando los hombres libres corren para llegar los pri-meros con sus reses a la matanza? No es de extraar que los comerciantesden un paso atrs y se ran de nosotros. Si Cinnamo pasara ms tiempoatendiendo a sus animales en vez de cruzar espadas contigo, Caradoc, sabraque este verano murieron algunos de sus animales por enfermedad. Y encuanto a ti, Adminio, creo que te interpondr un pleito por intentar robarmis reses. Acabas de admitirlo.

    28 29El sofoco subi al rostro de Adminio, que se dirigi a su hermano. Se

    abalanz sobre l y pronto rodaron ambos por el suelo, peleando y pateando.Arcia suspir.-Ser mejor que vayas a ver qu ha pasado, Caradoc.Cuando l la mir, not una tirantez en el vientre, pero ella hablaba

    con tranquilidad y sus ojos no le decan nada. Era como si la noche nuncahubiera existido. Bueno, tal vez no haba existido. Quiz no era Csar el de-monio, o Aricia, sino l mismo que haba pasado toda la noche de Samainen un acceso de delirio. Aricia apart la vista y suspir lanzando una boca-nada de aliento vaporoso. La desesperanza que transparentaba su actitudcorporal revel a Caradoc que no haba sido un sueo lo de la noche ante-rior. Estaba demasiado callada, demasiado tranquila.

    -Deja a la pequea aqu conmigo -aadi-. Quin es, de todosmodos?

    -Boudicca, hija de Subidasto, jefe de los icenos -explic l con caute-la. Tens la capa a su alrededor. Un grito airado provino de los luchadores yCaradoc reprimi, irritado, su deseo de patearlos a los dos en el trasero.

    -Ven, sintate aqu a mi lado -la invit Aricia-. Qu piensas de loscatuvelaunos?

    -Tienen buenos caballos y mucho ganado -respondi Boudicca conpresteza-. Pero mi padre dice que sufren una enfermedad.

    Caradoc se volvi sorprendido.-De veras? -dijo-. Y qu enfermedad es sa?-Se llama la enfermedad romana -replic ella, y le clav sus lmpi-

    dos ojos castaos-. Qu es, lo sabes? Me contagiar? No quiero enfermar.Aricia y Caradoc se miraron durante un instante, asombrados, y en-

  • tonces Aricia rompi a rer.-No creo, pequea Boudicca -contest jadeando-, que ni tu padre

    ni t estis en peligro de ser abatidos por ese terrible mal. Parece que lo con-traen nicamente los catuvelaunos.

    -Ah. Entonces no quiero quedarme sentada aqu. Volver a montar elcaballo de Caradoc.

    La nia es rpida -pens Caradoc-. Sabe que nos estamos burlandode su padre. Se despidi de Aricia inclinando la cabeza y se alej, divertido ya la vez enojado por la temeridad del viejo Subidasto. Enfermedad romana!Qu poco conoca a Cunobelin para imaginar que los catuvelaunos eran me-ros tteres en las garras de hierro de Roma. Ante todo, somos hombres li-bres, dueos de nosotros mismos. En eso radica nuestro orgullo.

    Se lanz dentro de la aglomeracin de personas excitadas y vociferan-tes que se abri para dejarle entrar, mascullando a su paso. Eran en su ma-yora campesinos, pequeos y de cabello oscuro, pero tambin haba mu-chos hombres libres y ex jefes trinobantes nativos, de cuyos linajes habaprovenido su madre. Aqu y all, uno u otro jefe catuvelauno inclinaba la ca-beza ante l y cuando logr llegar a la orilla del ro tena cuatro nobles guar-dndole la espalda.

    El hedor all era abrumador. La sangre formaba charcos en la hierba yflua en arroyos hacia el agua. Grandes pilas de animales muertos aguarda-ban a los curtidores para ser desollados, y a los carniceros para ser transpor-30rtados y desmembrados. Las moscas oscurecan el aire a pesar de que las pri-meras heladas haban llegado y se haban ido. Alan estaba de pie junto aCinnamo, con las mangas de la tnica arremangadas y los brazos cubiertosde sangre hasta los codos. Sholto los increpaba a ambos; sacuda los puos ypateaba el suelo mientras la multitud observaba, esperando los golpes quepronto comenzaran. Caradoc se adelant.

    -Buenos das, Alan. Y buenos das a ti, Sholto. Debo arrastrarte yarrojarte al ro? Por qu discutes con uno de mis hombres libres?

    Sholto le mir con furia.-Yo tambin soy uno de vuestros hombres libres, seor, o habis ol-

    vidado nuestro convenio? Os jur lealtad a cambio de un toro y una ternerareproductores, pero Alan me llama mentiroso!

    Caradoc le observ durante un instante con expresin escrutadora yenseguida desvi los ojos. No le gustaba Sholto y ya lamentaba haberse ofre-cido a aceptarlo como uno de sus jefes, pero el precio de honor era un asun-to espinoso entre Tog y l, y Sholto posea un clan numeroso y mucho gana-do. Era un miserable y un mentiroso, pero sabia pelear, y tambin sushombres y sus mujeres.

    -No te llamo mentiroso, Sholto, pero afirmo que no oyes muy bien.Alan tiene razn. Te promet slo un toro para tu provisin de invierno yuna copa de plata para tu esposa. Pero silo prefieres, puedes tomar una ter-nera de cra. No me importa. O tal vez desees considerar el ofrecimiento deTogodumno, pero date prisa. Mi ganado espera para ser sacrificado.

    Alan sonri y cruz sus brazos enrojecidos. Sholto se mordisqueaba ellabio y pensaba rpidamente. Togodumno era joven pero tena muchoshombres en su squito. Demasiados; y rean todo el tiempo. Sin embargo,

  • Caradoc sabia mantener el orden entre sus hombres con una sola palabra ouna broma. Sabia manejar a la gente y, adems, era honrado en sus tratos.Un seor as no poda ser manipulado ni empobrecerse de la noche a la ma-ana. Sholto habl con malhumor.

    -Tomar la ternera reproductora, seor.-Una acertada decisin. Bueno, Alan, sigue con lo tuyo. Cinnamo,

    por qu echas espuma por la boca?-Vuestro hermano ha ido demasiado lejos esta vez! -Cinnamo se

    acerc y habl en voz baja pero con tono enrgico-. Doce de mis resesms gordas estn entre su ganado. S cules son. El lder de mis hombreslibres las conoce. Interpondr un pleito ante vuestro padre esta noche, Ca-radoc, y ser recompensado por la ligereza que Togodumno parece teneren sus dedos.

    -Cmo puedes probar tu prdida?-Toda mi gente prestar juramento por mi!-Lo mismo har la de Tog por l. Tiene que haber algo ms.-Lo hay. -Cinnamo sonri con severidad-. Todas mis reses fueron

    marcadas esta primavera con un corte en la oreja. Ya veremos cmo se lasarregla Togodumno para salir de sta!

    En aquellos instantes, la multitud se estaba dispersando, desilusionadaporque no haba habido lucha. Los curtidores y carniceros con sus cuchillosy ganchos ya se movan entre las pilas de bestias muertas. Caradoc se volvihacia la ladera del bosque, pero Aricia, Tog y Adminio se haban ido. Y tam-bin Boudicca con su caballo.

    -Cm, por qu no vas a ver a Tog y le dices lo que me has dicho a mi?Luego exige que te d doce reses de su ganado adems de devolverte las tu-yas. Eso le doler mucho ms que la justicia de mi padre. No me gustara verque t y l derramis sangre por unas pocas vacas.

    -Unas pocas vacas! -Cinnamo maldijo y escupi al suelo-. Esoest bien para vos, seor, que tenis un vasto rebao, pero yo debo contarcada animal al menos dos veces. Una gota de sangre de Togodumno contri-buira mucho a aliviar mi corazn y el de muchos otros tambin. Hasta suspropios jefes observan con recelo sus mtodos ladronescos.

    Caradoc sabia que era cierto. Tog tena diecisis aos y posea un granencanto, un don que le sacaba de uno y otro apuro, y haca que sus jefes searremolinaran a su alrededor como perros serviles; pero estaba peligrosa-mente cerca de hacer perder la paciencia a su padre y de malbaratar la admi-racin que le profesaba su familia. A Cinnamo no le costara demasiadoacabar con l, Caradoc lo sabia. Ese joven que se hallaba de pie frente a lcon el entrecejo fruncido por la ira, haba sido entrenado desde su naci-miento para ser un guerrero, un luchador fro con reflejos veloces como unrayo, capaz de matar sin piedad. Por eso Caradoc lo haba escogido como es-cudero y auriga; tambin porque era generoso y de risa fcil; l y Caradoc seapreciaban.

    -Haz lo que consideres mejor, Cm -declar por fin-. Es una ene-mistad entre t y Tog. Pero piensa en las consecuencias para tu familia si Togdecidiera convertirlo en una enemistad sangrienta.

    -Jams lo hara. tl no. Si vos le hablarais, seor, me complacera. De-cidle que quiero mis reses, y las otras tambin, y decidle adems... -Hizouna pausa; sus ojos verdes sonrean en los de Caradoc con una pizca de hu-

  • mor-. Decidle, adems, que si vuelve a entrar en mi cercado ordenar amis hombres libres que lo maten.

    Inclin la cabeza y se march. Su figura alta se alej con paso relajadojunto al ro; el sol resplandeca en su cabello dorado, y Caradoc se volvi ydesanduvo el sendero con lentitud hacia las puertas.

    A mitad del camino, se encontr con Togodumno. Andaba con unamano apoyada en el costado de su caballo, mientras con la otra rodeaba lapequea figura instalada a lomos del animal como un gorrin diminuto enun rbol grande. Boudicca le salud y luego baj del caballo. Sus ojos cente-lleaban por el triunfo.

    -Lo he conducido yo sola! En serio! Hasta lo he hecho trotar!Acarici el cuello suave del animal y aspir su olor tibio. El cabello rojo

    que se haba soltado de las trenzas flotaba en una gran aureola alrededor desu rostro. Caradoc contempl los deditos romos moverse sobre el pelo os-curo mientras el caballo permaneca quieto, paciente y con el hocico tem-blando.

    -Qu bien -respondi Caradoc con are ausente, y prosiguieron lamarcha con lentitud-. Escucha, Tog. Acabo de hablar con Cinnamo. Estmuy enfadado contigo por lo de las reses.

    Togodumno suspir con exageracin.

    327

    -Qu reses? Yo no he robado ninguna res. Se deben de haber perdido.Caradoc se detuvo en el sendero y tom a su hermano por los hombros.-Eres un tonto, Tog. Cinnamo es inteligente y peligroso. Piensa. Co-

    noce tus hbitos.Togodumno se encogi de hombros.-Sabes qu ha hecho? -inquiri Caradoc. Boudicca miraba y escu-

    chaba con inters. Tog mene la cabeza y sonri-. Marc su ganado estaprimavera. Todo.

    Togodumno silb.-Entonces estoy metido en problemas. Supongo que quiere que se lo

    devuelva.-Quiere tu sangre, pero aceptar que le devuelvas sus animales, ade-

    ms de doce de los tuyos y la promesa de dejar en paz sus bienes. De lo contra-rio, te matar.

    Retomaron la marcha en silencio, pero cuando ya estaban cerca de laspuertas, Togodumno se detuvo.

    -Lo har -dijo-. Cinnamo me cae bien.-Entonces por qu le robas, a l y a todos los dems?-A ti no te robo!-Un jefe no roba a ningn miembro de su tribu -replic Caradoc

    con tono mordaz-. Aunque se est muriendo de hambre.Togodumno ri.-Entonces es un tonto.

    L33y

  • CAPITULO DOS

    Aquella noche el Gran Saln estaba atestado. Los enormes troncos en el fue-go chisporroteaban y crepitaban al caer sobre ellos la grasa de los cerdospuestos a asar. El da del Samain haba terminado. Los animales estabanmuertos y pronto los salarian. Los hombres saban que no pasaran necesi-dad aquel invierno. El ganado reproductor estaba a salvo en los establos, losgranos llenaban los grandes silos y depsitos y el clima ya poda ser todo lorecio que quisiera. La aguamiel, la cerveza y el vino romano fluan con liber-tad, la conversacin se desarrollaba en voz alta y con entusiasmo, y Caradoc,Cinnamo y Caelte luchaban con el gento para alcanzar el lugar que tenandesignado. Cunobelin estaba sentado en el suelo sobre pieles, envuelto en sucapa amarilla, con la gruesa torques de oro brillando a la luz del fuego y sucabello gris lacio que le colgaba sobre el pecho. A su lado estaban los invita-dos, Subidasto y la pequea Boudicca, que conversaba con su padre. A la iz-quierda de Cunobelin estaba Adminio, arrodillado, con los ojos fijos en loscerdos, y la boca hecha agua. Caradoc y sus seguidores se acuclillaron juntoa l. Togodumno ocupara el lugar siguiente, pero an no haba llegado, yAricia se sent junto a Subidasto; aunque haba estado en la corte de Cuno-belin durante muchos aos, todava se la consideraba una husped y le esta-ba asignado un lugar especial y permanente en todos los banquetes.

    Caradoc busc con los ojos a Eurgain y por fin la localiz en otra partedel Saln, con su padre y con Gladys, la hermana de Caradoc. Eurgain sintisu mirada y se volvi para sonreirle. Aquella noche, llevaba puesta una tni-ca nueva con un diseo en color verde y rojo, ajorcas de plata y una coronadelgada de oro en la frente. Su padre era rico, casi tan rico como Cunobelin,su seor, y ella posea alhajas pequeas procedentes de todo el mundo.

    Gladys lo vio pero no lo demostr. Llevaba una capa negra y su cabellocastao oscuro, recogido en una nica trenza larga, bajaba por la espalda yse enroscaba sobre el suelo. Era extraa, pens Caradoc. Diecinueve aos ysoltera por eleccin. Vagaba por los bosques sin temor de los dioses, que laobservaban con envidia mientras recoga plantas y pequeos animales, o sededicaba a juntar trozos irregulares y raros de madera flotante en la playa a

    35la que sola ir con los comerciantes. Y sin embargo, a pesar de su aspectobrusco y poco acogedor, era la confidente elegida por Cunobelin y con fre-cuencia su consejera desde la muerte de su madre. Quiz su padre hallabasolaz en la serena sabidura de su hermana. Gladys haba dejado de pertene-cer a la Banda Guerrera Real despus de una vez en que Tog y los dems ata-caron a los coritanos y tres personas murieron, una de ellas un nio. Gladysse enfureci con Tog y, a partir de entonces, no quiso reunirse con ningunode ellos fuera de Camalodnum; Caradoc lo lamentaba. Haba algo in-trigante y dominante en su hermana pero l no lograba penetrar su fro ex-terior.

  • El esclavo que giraba el asador hizo una seal a Cunobelin y se produjoun silencio. Todos los ojos se volvieron hacia la carne. Cunobelin se puso depie con esfuerzo y con el cuchillo en una mano y tras cortar un pernil conun gesto ceremonioso, lo deposit en una fuente de plata y se lo ofreci aSubidasto.

    -El mejor corte para nuestros invitados -declar con voz grave, ySubidasto lo tom con agradecimiento. Alguien acerc una mesa baja y Cu-nobelin cort el resto de los cerdos y cada hombre o mujer recibi un trozode acuerdo con su posicin en la tribu. En el fondo, junto a las puertasabiertas, ya haba estallado una pelea acerca de a quin se le haba birlado susitio por derecho aquella noche, pero nadie excepto el protagonista advertael altercado. Fearachar llev a Caradoc su carne y el pan, y Cinnamo y Caelteesperaron a que sus criados hicieran lo mismo. El silencio fue creciendo enel Saln a medida que los vientres se llenaban con rapidez.

    De pronto, Caradoc dej de comer. Haba divisado un destello blancocerca de Subidasto. Estir el cuello mientras Togodumno se sentaba en elsuelo a su lado y susurraba:

    -Lo ves? No es impresionante?Caradoc tuvo fro y perdi el apetito. Apart el plato y bebi un sorbo

    de vino sin desviar nunca los ojos del hombre enjuto y vestido de blanco, debarba gris y mirada penetrante. Estaba sentado inmvil, sin comer ni beber,y sus ojos se paseaban sobre la concurrencia.

    Un druida! Qu estar haciendo aqu ese viejo pjaro de la fatali-dad?, se pregunt Caradoc alarmado. Los druidas odiaban a los romanoscon un fanatismo inmutable y baca mucho que no se vea a uno de ellosdentro de la esfera de influencia de Cunobelin. Este deba de haber venidocon Subidasto. Qu extrao. Ningn druida poda ser asesinado en ningnsitio y un viajero slo necesitaba gozar de su compaa para estar a salvo.Caradoc not la incomodidad de su padre. Cunobelin hablaba muy rpidoy con los ojos fijos en el anciano, y los pocos comerciantes romanos quesiempre se las ingeniaban para infiltrarse en cada banquete susurraban conexcitacin. Pero la figura majestuosa hacia tranquilamente caso omiso deellos y mantena sus manos entrelazadas con flojedad sobre el regazo y unapequea sonrisa en los labios. Debieron servirle primero, por supuesto,antes que a Subidasto -pens (?aradoc . Qu mal educados pensar quesomos! Acerc su plato y comenz a picotear la comida, sintiendo la pre-sencia de la magia drudica como un humo secreto. La persona del druidaera sagrada, incluso para los catuvelaunos.'-A

    Unos minutos despus, Cunobelin se limpi la boca grasienta en lacapa y aplaudi. Se hizo silencio. El fuego chisporroteaba alegre y fuera,donde era noche cerrada, un chubasco sbito golpe el techo del Gran Sa-ln y estall en un viento creciente. Los criados corrieron a cerrar las puer-tas, la gente se acomod mejor en el suelo y Cathbad, el bardo de Cunobe-lin, se puso de pie con un arpa en la mano.

    -Qu deseis oir esta noche, seor? -pregunt, y Cunobelin, miran-do de soslayo el rostro ensombrecido de Subidasto, pidi la cancin de la de-rrota de Dubnovellauno y de su propia entrada triunfal en Camalodnum.

    Cathbad sonri. Haba cantado la cancin muchas veces, pero Cuno-belin nunca se cansaba de oir sobre su hazaa o la de su antepasado, Cassi-

  • vellauno, que haba peleado contra el gran Julio Csar y lo haba hecho re-troceder al mar no una vez, sino dos. Era una cancin tan conocida quemuchos se unieron a l; pronto el Gran Saln se llen con las voces gutura-les, y los presentes entrelazaron sus brazos para mecerse de un lado a otro,cautivados por la fascinacin de proezas heroicas y muertes valerosas.

    Pero el druida permaneca quieto, con la cabeza inclinada y la miradaclavada en sus rodillas cubiertas de blanco. Caradoc se pregunt si los sacri-ficios le habran pasado inadvertidos, pero luego pens que probablementeno. Los romanos no alentaban el sacrificio humano y los ritos de esa tardeofrecidos a Dagda y a Camulos slo haban incluido la matanza de tres torosblancos. Haca diez aos que no se ofreca una vctima humana a las flechassagradas, y a Dagda pareca no molestarle.

    La cancin concluy y las jarras de vino pasaron de mano en mano conpresteza. Qu ms necesita un hombre? -se pregunt Caradoc con satis-faccin-. Una cancin para oir, una jarra de vino para beber, un enemigohonorable para combatir y, por supuesto, una mujer para amar. Mir aAricia, pero ella, al igual que los dems, observaba al druida, con la boca en-treabierta y los ojos entornados.

    Togodumno se puso en pie de un salto y grit:-Ahora, oigamos sobre nuestra primera incursin! De Caradoc y

    ma! Veinte reses nos robamos. Qu da!Caradoc le estir del brazo para que se volviera a sentar.-No! -exclam-. Quiero oir El barco.-No, no --objetaron varias voces-. Canta una cancin alegre!

    -Pero Cathbad ya haba comenzado la melanclica tonada. La cabeza deAricia se volvi de pronto y Caradoc la mir a los ojos deliberadamente,permitiendo que la cancin dulce y quejumbrosa desacelerara su corazn.Durante un momento, ella le mir pero, en la penumbra, Caradoc no podadescifrar su expresin y cuando apart la vista, sinti los ojos de Eurgain enl, inquisitivos y desconcertados. Cathbad alcanz la ltima nota aguda y ladej vibrar en la oscuridad del techo abovedado. Caradoc fue el nico queaplaudi y Cathbad se inclin hacia l. Aricia se levant con brusquedad yse apresur a dejar el recinto.

    -Bien -dijo el bardo mientras sus dedos pulsaban las cuerdas con in-dolencia-. Canto una cancin nueva? Una que acabo de componer? -Cu-nobelin asinti-. Se llama Cancin de Togoduunno Dedos Ligeros y las docereses perdidas.

    36 37Togodumno se incorpor con un rugido de furia mientras las risas es-

    tallaban a su alrededor.-Cathbad, te prohibo que cantes esa cancin! Has estado hablando

    con Cinnamo! -Cunobeln le indic que se sentara y llam a Cathbad. In-tercambiaron susurros y luego el bardo se enderez.

    -No puedo cantar la cancin -explic con pesar-. Mi seor real sellena de aprensin cuando canto alabanzas de Togodumno y del ganado.-Comenz a cantar una cancin festiva y estridente para ahogar las impre-caciones que farfullaba Togodumno y todos se le unieron mientras la lluviacaa con persistencia. Cuando termin, Cunobelin se puso de pie y Cathbadse retir a su sitio junto a la pared.

  • -Es la hora del Consejo -anunci-. Jefes y hombres libres, prestadatencin. Todos los dems, retiraos. -Nadie se movi, excepto unos cuan-tos esclavos y comerciantes que salieron a la noche. Los jefes eran los nicosque siempre tenan algo que decir, pero a todos los hombres libres se les per-mita oir cmo se resolvan los asuntos de la tribu y en ese momento se acer-caron al fuego. Caradoc vio que el druida se levantaba. Se aproxim, tomasiento junto a Subidasto y le murmur algo. Subidasto asinti. Boudiccaestaba dormida, acurrucada en la capa de su padre-. Nuestro invitadopuede ahora exponer su asunto -aadi Cunobelin y fue a sentarse junto aCaradoc-. Habr problemas -le susurr-. Y se dirn cosas duras. No lecaemos bien a este Subidasto.

    Togodumno se inclin y pregunt en voz baja:-No tiene que hablar el druida primero?Cunobelin mene la cabeza.-No hablar.Subidasto estaba de pie, con las piernas separadas y una mano en la

    empuadura de su espada. Estudi con lentitud a los hombres all congre-gados, se aclar la garganta y comenzo.

    -Alguno de vosotros niega mi inmunidad? -Nadie habl-. Algu-no de vosotros niega la inmunidad del druida? -De nuevo silencio-. Bien-Subidasto movi la cabeza-. Veo que conservis una apariencia de dig-nidad tribal. -Se apresur a continuar sin hacer caso de los murmullos querecorran la sala-. Estoy aqu para protestar contra los repetidos e innece-sarios asaltos perpetrados por los catuvelaunos en territorio iceno. Mi genteha perdido sus manadas y rebaos, sus esclavos, e incluso sus vidas. -Ex-tendi un brazo grueso como el tronco de un rbol joven-. Por qu? Por-que, como siempre, vuestro rey prefiere olvidar cules son los limites de sustierras. Atropella los derechos territoriales de otros as como los mos.Dnde est Dubnovellauno? Dnde est Verica? Los hijos de Cunobelinson rapaces y crueles, y ni siquiera la edad puede contener la codicia de supadre. Siempre mira ms all de su pueblo, buscando nuevas conquistas yyo s... -sacudi un puo hacia Cunobelin-, s que su verdadero amo enRoma es quien le impide declararnos la guerra a mi y a los mos. -Cunobe-lin se puso rgido, pero no respondi. Ya le llegara su turno-. Exijo que medejen en paz -grit Subidasto-. Exijo un acuerdo, exijo rehenes que res-palden ese acuerdo y deseo una restitucin completa y apropiada de todo loque le ha sido robado a mi pueblo por vosotros, lobos de la Galia! -Per-38U

  • Lmaneci de pie unos minutos ms, pensando, luego esboz una sonrisa tor-cida, hizo un gesto a Cunobelin y se sent.

    Cunobelin se acerc al fuego, se volvi y se cruz de brazos. Pareca es-tar meditando, con la cabeza gacha.

    Habla de una vez, viejo zorro pico de oro -pens Caradoc-. Pon aliceno con firmeza en su sitio.

    Cunobelin alz la cabeza y estudi al Consejo con una pregunta en losojos, luego levant los brazos de manera conmovedora.

    -Quin soy? -pregunt, y sus jefes respondieron:-Cunobelin, rey!-Soy un romano?-No!-Soy un lobo de la Galia?-No!-Si! -sus urr Togodumno al odo de Caradoc, y el druida se volvi

    de pronto en la direccin de ellos como si lo hubiera odo. Cunobelin habla-ba para todos, pero sus palabras se dirigan a Subidasto.

    -Vens de lejos, jefe iceno, con rumores insensatos en los odos y men-tiras en los labios. Por supuesto que hacemos incursiones. Quin no lashace? Acaso vuestros jefes se dedican a cuidar de los nios? Nosotrosatacamos a los coritanos y los coritanos nos atacan a nosotros. Nosotros ata-camos a los dobunnos y los dobunnos nos atacan a nosotros. Todos perde-mos animales y hombres, pero sa es la suerte del juego. Somos guerreros.No aramos la tierra. Peleamos. Levantaos y jurad que vos y vuestros jefes nohabis tomado vidas y ganado catuvelaunos. No os o protestar cuando en-tr en Camalodnum con mis carros y mis hombres, aplastando a los trino-bantes y haciendo huir a Dubnovellauno a la costa. Y yo tambin he odorumores, Subidasto. Acaso los icenos no estis empujando a los coritanoshacia el oeste y derrotndoles? No es eso cierto? -Subidasto musit algo-.Estableceremos un acuerdo, si as lo deseis. -Subidasto levant la cabezacon sobresalto, pero Caradoc sonri para sus adentros. Sabia lo que su pa-dre dira y sabia la respuesta indignada de Subidasto-. Dejar de atacaros yvos dejaris de atacarnos, y para sellar el trato intercambiaremos rehenes.Os dar uno de mis hijos. A quin ofreceris? -Una sonrisa lenta y expec-tante se extendi por su rostro. Subidasto trag con ruido y su mano se alar-g para apoyarse en el cabello fogoso de Boudicca.

    -Slo tengo a mi bija -susurr-, y lo sabis muy bien, Cunobelin!Cunobelin chasque la lengua con complacencia.-Pero amigo mio, es necesario sacrificar algo doloroso para sellar un

    trato tan solemne. La pequea Boudicca estara bastante a salvo aqu.Aprendera las formas refinadas de vida. Asimilara la cultura de una tribu

  • rica y variada.La inferencia era obvia y Subidasto se sonroj mucho.-Soy tan rico como vos, lobo de la Galia, y en cuanto a cultura, prefie-

    ro la forma de vida icena a este... este barato revoltijo romano!Cunobelin no contest. Se limit a permanecer de pie sonriendo y conlos ojos casi ocultos por la carne arrugada de su rostro. Podra haber sacadoa relucir que haban pasado seis generaciones completas desde que sus ante-39pasados trajeran el fuego y la espada de la Galia a Albin. Podra haber bra-mado que no era sirviente de ningn hombre, menos an de Tiberio enRoma, pero no lo hizo.

    Se inclin en una reverencia hacia los presentes.-El Consejo ha terminado? -grit y todos respondieron:-Si!-Entonces, a la cama. Confio, Subidasto, en que nuestras pobres cho-

    zas romanas sean confortables y de vuestro agrado.Oh padre, tranquilo -pens Caradoc-. No tientes al hombre a de-

    senvainar su espada, porque tendrs que matarle. Pero Togodumno estir elcuello hacia delante con ansiedad y se desilusion cuando Subidasto se le-vant sin decir una palabra, recogi en sus brazos el bulto tibio que era lania y se march del Saln con paso majestuoso. Nadie ms se movi yCaradoc vio que el druida ya se haba ido. Se puso de pie, se desperez ybostez.

    -Tog, maana supervisa la carga de los perros -dijo--. Es lo menosque puedes hacer por tu insensatez.

    -Pero estoy muy ocupado! -se quej Togodumno-. Aricia, Adm-nio y yo...

    -Puedes hacerlo -sentenci Caradoc hablando por encima del hom-bro mientras abandonaba el Saln. Permaneci un instante en el umbral ytrag grandes bocanadas del aire hmedo y pesado que se abati sobre l.~o baj a los pulmones con alivio, cerr los ojos y alz el rostro de maneraque la lluvia le lavara la cara con sus dedos fros y limpios. Cinammo pasjunto a l, le dese buenas noches con cortesa y Caelte se detuvo a su lado.

    -Deseis mi msica esta noche, seor? -pregunt, pero Caradoc re-chaz la propuesta. Estaba cansado pero satisfecho con el da. Tal vez debie-ra ir a hablar con Aricia para averiguar qu opinaba del misterioso druida.De repente, abri los ojos consternado, apret los labios con severidad paracontrolar sus sentimientos y enfil el sendero que llevaba a su puerta. Estanoche no, Aricia. Por Dagda, que no!

    La luz del fuego y de las lmparas se colaba por debajo de la puerta depieles; Fearachar se encontraba fuera, acurrucado con desaliento en su capacorta mientras la lluvia goteaba de su larga nariz.

    -Os he estado esperando... -comenz con tono ofendido y Caradocle interrumpi enseguida.

    -Lo s! -Esa noche no tena ganas de oir las quejas de su sirviente-.Desaparece durante un buen rato. Vete, Fearachar. Esta noche no tengo pa-ciencia.

    -Seor, os he estado esperando para deciros que tenis una visita -concluy Fearachar, malhumorado pero satisfecho-. Como veo que no de-seis tratar conmigo esta noche, me abstendr de revelaros su identidad. -As-

  • pir por la nariz una vez y estornud dos veces-. Me estoy resfriando.-Hizo una reverencia mecnica y se alej con rapidez y encorvado.

    Caradoc se qued inmvil, con el corazn acelerado. Aricia! Empujlas pieles y entr corriendo en su habitacin. Pero no era Aricia.

    El druida estaba sentado en la silla romana chapada en bronce, con suslargas piernas estiradas y las manos, como antes, en el regazo. La luz del

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    1fuego le rodeaba con un halo y proyectaba su perfil huesudo en la pared, loamplificaba y le daba vida. Caradoc tuvo la sensacin de que aquel hombrehaba crecido hasta volverse grotesco. Se detuvo con temor y confundido,pero el druida no volvi la cabeza.

    -Adelante, Caradoc, hijo de Cunobelin -dijo. Su voz era joven yfuerte.

    Caradoc dio tres pasos y observ abiertamente la cara de su visitante.El filsofo-sacerdote no era viejo. Tal vez le doblara la edad; adems, la bar-ba que antes le haba parecido gris era, de hecho, de color oro plido.

    Qu digo? -pens aterrado-. Qu hago? Ha venido a hechizarme?El hombre emiti una risa suave.-Por qu temes, guerrero catuvelauno? Acrcate y toma asiento.Caradoc se tranquiliz y camin hacia el otro lado del fuego. Se sent

    en un taburete y se inclin hacia delante para estudiar las profundidadesanaranjadas de las llamas. Se senta curiosamente tmido y no poda mirarese rostro delgado. El druida se levant con lentitud y empuj las manosdentro de los pliegues de sus profundas mangas.

    -Disclpame por haber entrado sin invitacin y por sobresaltarte,Caradoc -dijo por fin, despus de un escrutinio largo y reflexivo de aqueljoven que se hallaba frente a l. Asinti para si, puesto que lo que vea pare-ca satisfacerle. El rostro del muchacho era ancho y de huesos proporciona-dos; la nariz tambin ancha, pero bien formada. La barbilla era cuadrada yhendida, como la del padre y los dos hermanos, un signo de orgullo y grantestarudez. Pero mientras que los ojos del joven Togodumno no estabannunca quietos, jams inmviles durante mucho tiempo por la meditacin ola observacin, esos ojos castaos, incluso en ese momento en que se levan-

  • taban para encontrarse con los de l, eran firmes y agudamente perceptivos,llenos de una sabidura que quizs el joven no sabia que posea. El cabellooscuro caa suavemente ondulado desde una frente ancha y las manos... Eldruida se