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Memorias de la

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Memorias de laACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

CORRESPONDIENTE DE LA REAL DE MADRID

Tomo LIX2020

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ISSN 0188-7416

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier mediosin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México

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sumario

Artículos

Antecedentes inmediatos de la Academia Mexicana de la HistoriaAurelio de los Reyes García-Rojas . . . . . . . . . . . . . . 9

Fray Maturino Gilberti en Eróngaricuaro (1554)Rodrigo Martínez Baracs . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Discursos De ingreso y respuestAs

Gobernadores, alcaldes y alguaciles. Justicia e injusticia en los pueblos de indios del México colonialFelipe Castro Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

Respuesta al discurso de ingreso de Felipe Castro GutiérrezGisela von Wobeser . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85

De la guerra civil a la guerra por la independencia de México, 1810-1825Juan Ortiz Escamilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

Respuesta al discurso de ingreso de Juan Ortiz Escamilla Ana Carolina Ibarra González . . . . . . . . . . . . . . . . 115

La economía del Norte de México (1850-2015). Ayer y hoy de sus dinámicas regionalesMario Italo Cerutti Pignat . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

Respuesta al discurso de ingreso de Mario Cerutti PignatDavid Piñera Ramírez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

Los libros de la derrota. Revolución, contrarrevolución y exilio letrado en México (1910-1920)Rafael Elías Rojas Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . 147

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Respuesta al discurso de ingreso de Rafael Rojas GutiérrezJean Meyer Barth . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177

Los que no estuvieron. La historiografía marxista en MéxicoCarlos Illades Aguiar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

Respuesta al discurso de ingreso de Carlos Illades Aguiar Javier Garciadiego Dantán . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

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ARTÍCULOS

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ANTECEDENTES INMEDIATOS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Aurelio de los Reyes García-RojasAcademia Mexicana de la Historia

El 13 de junio de 1914 El Imparcial informó que, después de largas pláticas de Nemesio García Naranjo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes del

régimen de Victoriano Huerta, y Genaro García, director de la Escuela Nacional Preparatoria, proyectaron crear una comunidad científica para reunir y clasificar cuanto “desde el punto de vista histórico haya producido nuestro país.”1 El pri-mero sometió la iniciativa a consideración del presidente interino, quien emitió el siguiente decreto:

Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. Sección Universitaria. El Ciudadano Presidente Interino de la República se ha servido dirigirme el siguiente decreto: “Victoriano Huerta, Presidente Constitucional Interino de los Estados Unidos Mexicanos, a sus habitantes, sabed: / Que de conformidad con lo prescrito por el artículo 2o. del decreto de 16 de mayo de 1905 que creó la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, y en uso de sus facultades que me concede el artículo 85 de la Constitución Federal, he tenido a bien decretar lo que sigue:

“Artículo 1o. Se establece una Academia Nacional de Historia, tendrá por objeto la búsqueda, recolección, clasificación, conservación y publicación o simple indi-cación de documentos inéditos o impresos relativos a la Historia de México, así como la explicación de las medallas, monedas, inscripciones y demás monumen-tos históricos mexicanos.

1 “Habrá una Academia Nacional de Historia y Bellas Artes”, El Imparcial, sábado 13 de junio de 1914, p. 8.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

“Artículo 2o. Formarán la Academia veinte individuos de número que resi-dirán en la Ciudad de México, y hasta treinta correspondientes de los Estados y del extranjero. Los cargos de académico de número y correspondiente serán vitalicios y sus vacantes se cubrirán por el voto de las dos terceras partes de los académicos presentes en la sesión respectiva.

“Artículo 3o. La Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes nombrará desde luego los veinte académicos de número y los correspondientes que estime necesarios para la fundación de la Academia.

“Artículo 4o. El gobierno de la Academia corresponderá exclusivamente a sus individuos de número, quienes elegirán un Presidente, un Vicepresidente, un Tesorero y un Secretario. Estos funcionarios durarán dos años en el ejercicio de su cargo. Podrán ser reelectos.

“Artículo 5o. Para las sesiones de la Academia se requerirá la asistencia de la mayoría de sus individuos de número.

“Artículo 6o. Los académicos de número y correspondientes tendrán derecho de usar un distintivo o condecoración.

“Artículo 7o. La correspondencia de la Academia será franca de porte.“Artículo 8o. El Gobierno Federal concede a la Academia, para sus gastos, un

subsidio de quinientos pesos mensuales con cargo a los Gastos Generales de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, mientras no sea consignado en el Presupuesto de Egresos de la Federación. Dicho subsidio se entregará al Teso-rero de la Academia, y ésta podrá disponer de él libremente, de acuerdo con los presupuestos que mensualmente apruebe.

“Artículo 9o. Los académicos de número formularán y expedirán el reglamen-to de la Institución.

“TRANSITORIO“Único. Este decreto surtirá sus efectos desde la fecha de su promulgación.

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado en el Palacio del Poder Ejecutivo de la Unión, en México, a 11 de junio

de 1914. Victoriano Huerta al C. Lic. Nemesio García Naranjo, secretario del Despa-

cho de Instrucción Pública y Bellas Artes. El Presidente.”

Y lo comunico a usted para los fines consiguientes. / Libertad y Constitución. Mé-xico, 11 de junio de 1914. Nemesio García Naranjo.2

Genaro García y Nemesio García Naranjo designaron a los veinte fundadores titulares: José María Ágreda, canónigo Vicente de P. Andrade, licenciado Fran-cisco Belmar, ingeniero Francisco Bulnes, Ignacio B. del Castillo, Francisco Fer-nández del Castillo, doctor José María de la Fuente, ingeniero Genaro García,

2 Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, el 17 de junio de 1914, p. 452.

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ANTECEDENTES INMEDIATOS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Ricardo García Granados, Luis García Pimentel, Luis González Obregón, Juan B. Íguinez, doctor Nicolás León, ingeniero Alejandro Prieto, licenciado Emilio Rabasa, licenciado Cecilio A. Robelo, Manuel Romero de Terreros, Francisco Sosa, licenciado Julio Zárate3 y Jesús Galindo y Villa.4

Asimismo designaron a los correspondientes: Jesús M. Barbosa, Julián Bonavit, Mariano Cuevas, Camilo Crivelli, Valentín F. Frías, Juan Molina Solís, Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara; Carlos Pereyra, Luis Pérez Verdía, Francisco Plancarte, arzobispo de Morelia; Agustín Rivera y Sanromán, Victoria-no Salado Álvarez, Francisco del Paso y Troncoso y Emeterio Valverde Téllez, obispo de León.

A juicio de El Sol, los trabajos serían “tanto o más importantes que los de la Academia Nacional de Medicina.”5

Revista de Revistas comentó que otro de los objetivos de la Academia debía ser la crítica

[para] presentar a los personajes tal como son y no como debieran ser, despojándolos de los ataques con que la conseja o la leyenda los cubren; para que todos —aun los menos ilustrados— puedan apreciar la importancia o significación de su esfuerzo; reducir a sus debidas proporciones los hechos que frecuentemente abultan o em-pequeñecen plumas llevadas más por el prestigio que por la sana razón; hacer, en suma, el análisis humanamente imparcial de los hombres y de los acontecimientos, recurriendo a fuentes de información susceptibles de proporcionar testimonios de valía […]. Hay que dignificar, hay que rehacer, mejor dicho la Historia de México, porque nuestra historia verdadera no se ha escrito aún.6

Por su parte, Genaro García explicó que, gracias al liberalismo de la Academia, ésta reunía ideologías opuestas, un clérigo, un obispo, dos arzobispos; liberales radicales y moderados. Mientras se le asignaba un local, sesionarían en la Escuela Nacional Preparatoria; los académicos usarían un distintivo de “dos pequeñas palmas de oro esmaltadas, cruzadas en la base, formando un círculo y pendientes de la solapa por medio de una cinta y broche.”7

3 “Habrá una Academia Nacional de Historia y Bellas Artes”, El Imparcial, sábado 13 de junio de 1914, p. 8.

4 “Se ha fundado en México una Academia de Historia Nacional”, El Sol, sábado 13 de junio de 1914, p. 1.

5 Idem.6 “La Academia de Historia y Bellas Artes”, Revista de Revistas, junio 21 de 1914. 7 “La fundación de la Academia Nacional de Historia”, El Imparcial, lunes 15 de junio de 1914,

p. 5.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

En la sesión del 19 de junio los académicos eligieron a Genaro García, presi-dente; vicepresidente, Luis González Obregón; Luis García Pimentel, tesorero y Jesús Galindo y Villa, secretario; Nemesio García Naranjo, socio honorario, y Enri-que de Olavarría y Ferrari, miembro de número por renuncia de Francisco Sosa. La comisión integrada por Luis González Obregón, Ricardo García Granados e Ignacio B. del Castillo redactaría el reglamento,8 que se discutiría en la segunda sesión a mediados de julio, la cual no se efectuó porque el 15 de julio renunció al poder Victoriano Huerta y junto con él Nemesio García Naranjo, principal patrono de la recién nacida Academia. El 17 de agosto, mientras Venustiano Carranza sentaba sus huestes en Tlalnepantla antes de su triunfal entrada a la Ciudad de México, falleció el académico Luis Pérez Verdía.9

El martes 8 de septiembre de 1914 El Liberal, informó de la desaparición de la recién fundada Academia, por acuerdo de Venustiano Carranza, sin duda; pero un año después, el 3 de octubre de 1915, renació con el nombre de Academia Libre de Historia en el local de Revista de Revistas, a iniciativa de Nicolás Rangel, Alfonso Toro y del poeta José de Jesús Núñez y Domínguez, director de la publicación.

Fueron veinte los socios fundadores: Elías Amador, director del Museo Na-cional de Historia; Alberto María Carreño, Ignacio B. del Castillo, Luis Castillo Ledón, Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco; Francisco Fer-nández del Castillo, José María de la Fuente, Manuel Gamio, inspector de Monu-mentos Arqueológicos; Genaro García, presbítero Jesús García Gutiérrez, Luis González Obregón, Juan B. Íguinez, arquitecto Federico Mariscal, Enrique de Olavarría y Ferrari, Nicolás Rangel, Agustín Rivera y Sanromán, Manuel Rivera Cambas, Enrique M. Santibáñez, Alfonso Toro y José de Jesús Núñez y Domín-guez. Desde el punto de vista ideológico se mantuvo el criterio de reunir diversos matices, aunque sobresalen la ausencia de los altos dignatarios eclesiásticos y la presencia de Manuel Gamio y Federico Mariscal.

Registraron la Academia “bajo el título de Asociación Privada de Estudios Históricos Mexicanos. La reunión resultó muy interesante, pues se trataron en términos generales las bases y proyectos de la agrupación.”10 Decidieron no tener Mesa Directiva, sino nombrar por orden alfabético un presidente mensualmente y un secretario por semestre; Alberto María Carreño presidió la junta y Nicolás

8 “El Sr. ministro García Naranjo electo socio honorario…”, El Imparcial, junio 20 de 1914, pp. 1 y 8.

9 “Falleció el señor Pérez Verdía”, El Imparcial, lunes 17 de agosto de 1914, p. 1.10 “La Academia de Historia Mexicana”, El Mexicano, octubre 4 de 1914, p. 3.

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ANTECEDENTES INMEDIATOS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Rangel fue elegido el primer secretario.11 Se reunirían en sesiones sabatinas sema-nales, de las que no queda huella ni memoria.12

A los pocos meses, el 6 de julio de 1916, falleció el presbítero Agustín Rivera y Sanromán, seguido por José María de la Fuente, “víctima del tifo”, el 3 de no-viembre de 1916. En 1917 tocó su turno al ocupante del sillón “Fray Bernardino de Sahagún” Elías Amador, que dirigiera el Museo Nacional donde sesionaban.

En octubre de 1916 Revista de Revistas festejó el primer cumpleaños de la Aca-demia, “a pesar de las condiciones poco favorables en que se organizó, por culpa de sordas e injustificadas hostilidades, la buena voluntad de sus iniciadores pudo más que la malevolencia.”13 Tal vez en la tercera o cuarta sesión quincenal los académicos optaron por sustituir el nombre de Academia Libre de Historia por el de Academia Mexicana de Historia.

José de Jesús Núñez y Domínguez puso a disposición de los académicos las páginas de Revista de Revistas; aquéllos por lo común publicaron con la indica-ción de pertenecer a la Academia. El 24 de octubre de 1915 Manuel Romero de Terreros inició con el artículo “Arte colonial. Sillas y jaeces”. Paulatinamente se incrementó el número de colaboraciones para alcanzar un promedio de cuatro mensuales, aunque en números especiales con motivo de una efeméride, la revis-ta incluía tres y hasta cuatro, ritmo sostenido durante 1916, 1917 y 1918;14 a partir de marzo de 1919, bajó hasta reducirse a una mensual,15 justo un mes después del tercer intento de fundación.

La gradual disminución de artículos puede ser por las pugnas internas por la negociación para afiliarse a la Real Academia, la que el 27 de junio de 1919 aprobó aceptar a la Academia Mexicana como su correspondiente en México,16 de acuer-do a solicitudes presentadas “por correspondientes”, seguramente Manuel Rome-ro de Terreros y Mariano Cuevas, fechadas el 10 y el 24 de mayo. La propuesta de afiliarse debió ser planteada al seno de los académicos alrededor de marzo cuando disminuyó el número de colaboraciones, por lo que deduzco que José de Jesús

11 “La Academia Libre de Historia”, Revista de Revistas, domingo 10 de octubre de 1915, p. 2.12 “La Academia de Historia Mexicana”, El Mexicano, octubre 4 de 1914, p. 3.13 “La Academia de la Historia”, Revista de Revistas, domingo 29 de octubre de 1916, p. 2.14 En El Universal Ilustrado sólo escribió Luis González Obregón, al iniciar su sección semanal

“De otros tiempos” del 8 de junio de 1917 al 3 de mayo de 1918, durante la gestión de Carlos González Peña en la dirección de la revista.

15 Información recopilada por Said Enrique Martínez Gaona, ayudante de investigación del SNI.

16 AMH, expediente de Manuel Romero de Terreros, carta de Juan Pérez de Guzmán y Gallo, secretario interino de la Real Academia, a Manuel Romero de Terreros, julio 5 de 1919.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Núñez y Domínguez se opuso a la medida, lo mismo que Alfonso Toro, pues no figuraron entre los académicos promotores de la tercera etapa de la institución.

La comunicación de la Real Academia a Manuel Romero de Terreros incluía los nombres de los académicos reconocidos como correspondientes, en orden de antigüedad: Francisco Plancarte, obispo de Linares; Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí; Luis García Pimentel, Francisco A. de Icaza, Manuel Romero de Terreros, presbítero Luis García Gutiérrez, Jesús Galindo y Villa, Luis González Obregón y Juan B. Iguinez.17

La Academia consolidó su fundación el 12 de septiembre de 1919 al reunir Luis González Obregón en su casa a Francisco A. de Icaza, Jesús Galindo y Villa, Jesús García Gutiérrez, Mariano Cuevas, Manuel Romero de Terreros y Vinnet y Luis García Pimentel; salvo a Galindo y Villa y Mariano Cuevas, la Real Academia los había reconocido como correspondientes.

Es importante destacar que la noticia de la refundación pasó inadvertida para los diarios El Universal y Excélsior, los más importantes esos años. Revista de Re-vistas dos días después parece aludir en su editorial, quizás escrita por José de Jesús Núñez y Domínguez, al incitar a los historiadores a despojar a la Historia de subjetividad:

En estos momentos de renovación nacionalista en que se siente una verdadera ansia de sinceridad, nuestros historiadores deberían de comenzar por expurgar la historia vernácula de todo ese oropel sentimental con que se ha adornado a los nobles cau-dillos, iniciando de esa manera una labor de higiene que pondría en el alto punto de vista en que es necesario estén colocadas para genuino ejemplo de la niñez que llega a beber en las fuentes de la cátedra la linfa de la verdad.18

Se desconocen las razones para buscar el reconocimiento, cuenta Alberto Ma-ría Carreño “el deseo de alguno de [los académicos], a quien no le pareció bas-tante la existencia de la Academia si no era correspondiente de la Real Academia de la Historia, trajo como consecuencia la creación de la actual, cuya constitución logró en Madrid el señor Manuel Romero de Terreros, Marqués de San Francisco, y de cuyo establecimiento en México quedó encargado el padre Cuevas, cuando regresó al país”.19

17 AMH, expediente de Manuel Romero de Terreros. Carta de Juan Pérez de Guzmán y Gallo, secretario interino de la Real Academia, a Manuel Romero de Terreros, julio 5 de 1919.

18 “La verdad en la Historia”, Revista de Revistas, domingo 14 de septiembre de 1919, p. 1.19 Alberto María Carreño, El cronista Luis González Obregón. (Viejos cuadros)”. México, Botas, 1938,

p. 205.

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ANTECEDENTES INMEDIATOS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

La medida equivalió a una purga ideológica, porque de veinte académicos de variado perfil ideológico, el número de los firmantes del acta constitutiva se redu-jo a siete, de perfil conservador; la Academia perdió la liberalidad de sus predece-soras fundacionales. Sobrevivieron sólo dos de los fundadores de la primera in-tención, los virreinalistas Luis González Obregón y Manuel Romero de Terreros.

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

Rodrigo Martínez BaracsDirección de Estudios Históricos, INAH

Academia Mexicana de la Historia

un misionero lingüista excepcional1

El fraile francés Mathurin Gilbert (c. 1507-1585),2 llamado fray Maturino Gilberti en la Nueva España, es uno de los personajes más notables e interesantes de Mi-choacán en el siglo xvi. Es particularmente conocido como lingüista misionero, pues sus aportes fueron fundamentales en la “lengua de Mechuacan” (tarasco o purépecha): un arte (gramática), un vocabulario y varias doctrinas cristianas. Gil-berti cumplió así con la “trilogía misionera” de la que habló el lingüista Thomas C. Smith Stark (1948-2009),3 que cumplieron también otros frailes como el francisca-no fray Alonso de Molina (1510-1579) en lengua náhuatl y el dominico fray Juan de Córdoba (1503-ca. 1595) en lengua zapoteca. Sin embargo, la producción mi-sionera en lengua michoacana de Gilberti tiene algunos aspectos que la distinguen.

El primero es que la mayor parte de sus libros, que suman cerca de dos mil páginas, los publicó no a lo largo de los años y las décadas, como fray Alonso de Molina –¿1546?, 1555, 1565, 1569, ¿1570?, 1571, 1576, 1577, 1578–, sino de mane-

1 Dedico este trabajo a mis amigos de Eronga: Lydia Espinosa Morales y Mark J. Miller (triste-mente fallecido el domingo 17 de julio de 2016), Aída Castilleja González y Peter Smith Kander, Marina y Steve Rosenthal, Antonieta Claverie, Miguel Ángel Núñez Núñez, Patty, Marta Terán y Antonio Deltoro, Richard Kawecki, quien me construyó mi casita en Eronga, y también, aunque no fue de Eronga sino de Pátzcuaro, Enrique Soto González, el Chino (tristemente fallecido el viernes 19 de mayo de 2017), quien me regaló la gran imagen de la Virgen de la Salud en blanco y negro que me cuida la casa.

2 Como gusta llamarlo el historiador francés Serge Gruzinski, en La guerre des images, 1990.3 Thomas C. Smith Stark, “La trilogía catequística: artes, vocabularios y doctrinas en la Nueva Es-

paña como instrumento de una política lingüística de normalización”, 2010-2017, vol. I, pp. 451-482.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

ra concentrada en dos años, 1558 y 1559.4 En 1558 Gilberti imprimió sus pequeños Arte de la lengua de Michuacan y Thesoro spiritual en lengua de Mechuacan, y en 1559 sus voluminosos Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan y Vocabulario en len-gua de Mechuacan, y acaso también su pequeña Cartilla para los niños, ahora perdida. Todos surgieron de la imprenta de Juan Pablos (ca. 1500-ca. 1561), Giovanni Paoli, de Brescia, primer impresor de la ciudad de México, y de América. En 1559 Gilberti dio a la luz también una gramática latina, la Grammatica Maturini, el primer libro que imprimió el recién establecido impresor Antonio de Spinosa (?-1575). Y sólo en 1575 publicaría, también en la imprenta de Spinosa, su Thesoro spiritual de pobres en la lengua de Michuacan, uno de los últimos libros que imprimiría, antes de fallecer ese mismo año.5

Este trabajo concentrado de impresión habla de un largo trabajo previo de elaboración y aprendizaje, que exigió un alto grado de educación mutua y de coo-peración en el equipo multidisciplinario que dirigió en Mechuacan fray Maturino con sus amigos y discípulos. En él debió participar el culto don Antonio Huít-zimengari (?-1562), hijo del cazonci Tangáxoan (?-1530), y gobernador indio de la ciudad y provincia de Mechuacan entre 1545 y 1562, que además de su lengua materna hablaba español y latín, bastante griego y algo de hebreo.

El equipo participó en todo el proceso de elaboración, escritura e impresión de los libros. Para el Arte de la lengua de Michuacan, una referencia fundamental fue la gramática de la lengua latina, tal como la expuso Antonio de Nebrija (1441-1522) en sus Introductiones latinae de 1481 (y muchas veces reeditada y alterada),6 y la expondría el propio Gilberti en su Grammatica Maturini, de 1559. Pero los cola-boradores michoacanos de Gilberti fueron decisivos para captar las peculiarida-des gramaticales de la lengua michoacana.7 Gilberti y su equipo debieron tomar

4 Sobre la producción bibliográfica de fray Alonso de Molina y fray Maturino Gilberti, con-súltese a Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), 1886; Nueva edición, nuevamente aumentada, 1981, pp. 150-158 y 267-270. J. Benedict Warren cree posible la existencia de una perdida Doctrina christiana en lengua de Mechuacan de Gilberti en 1553; en “Fray Maturino Gilberti y sus obras”, Estudios sobre el Michoacán colonial, 2007, pp. 19-59.

5 Ese mismo año, él último de su vida, 1575, Antonio de Espinosa también imprimió el segun-do tomo del Docrinalis fidei in Michuacanensium Indorum linguam…, diálogos y sermones en lengua michoacana compuestos por el agustino fray Juan de Medina Plaza, prior del monasterio de Ta-cámbaro. Por alguna razón, el primer tomo se publicó dos años después que el primero, impreso en México por el turinés Antonio Ricardo (1532-1605/1606), que en 1581 pasó al Perú, huyendo de sus acreedores.

6 Miguel Ángel Esparza Torres, “La obra de Nebrija en el siglo xviii”, 2018, pp. 27-66.7 Ascensión Hernández Triviño, “El proyecto lingüístico y filológico de fray Maturino Gilberti

en Michoacán”, 1996; Ascensión y Miguel León-Portilla, Las primeras gramáticas del Nuevo Mundo,

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

también en cuenta el Arte de la lengua de Mechuacan (no se sabe si no fue impresa o si fue impresa y se perdió), de fray Jerónimo de Alcalá (ca. 1508-ca. 1545), autor también de la Relación de Mechuacan, manuscrita,8 y de una Doctrina christiana en lengua de Mechuacan, lamentablemente perdida.9

En el Vocabulario en lengua de Mechuacan, bidireccional, la lista de palabras caste-llanas (de la parte castellano-michoacano) estaba basada, con adaptaciones, en la lista del Vocabulario en lengua castellana y mexicana publicada en 1555 por fray Alon-so de Molina, a su vez basada, con adaptaciones, en la del Vocabulario de romance en latín (1495) de Elio Antonio de Nebrija (1442-1522).10 Los dos Thesoro spiritual (1558 y 1575) y el Dialogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan (1559), de-bieron basarse en obras doctrinales semejantes en latín, español o francés, aún no identificadas. Pero también debieron aprovechar la amplia experiencia de fray Maturino y sus colaboradores predicando y confesando en los pueblos michoa-canos (de la Laguna y de la Sierra). La participación de los colaboradores mi-choacanos de Gilberti fue vital en lo que se refiere a la propiedad y belleza de la expresión en lengua michoacana, como se puede apreciar en el Diálogo, y en la reali-zación de una buena copia final para facilitar en lo posible el trabajo en la imprenta de Juan Pablos en la ciudad de México.

Se sabe que Gilberti se trasladó al gran convento de San Francisco de la ciu-dad de México en 1557, acaso para alejarse de sus conflictos en Mechuacan con el obispo don Vasco de Quiroga (c. 1478-1565). Y debió pasar frecuentemente

2009. Ascensión Hernández de León-Portilla, “Fray Maturino Gilberti. Su vida y obra a los 450 años de la publicación del Arte de la lengua de Michuacan”, 2018, pp. 97-134.

8 Fray Jerónimo de Alcalá, Relacion de las cerimonias y rictos y gobernaçion de los indios de la provincia de Mechuacan….Cito, entre las varias ediciones existentes, la facsimilar coordinada por Armando Mau-ricio Escobar Olmedo, 2001, 2 vols. Y la edición más accesible, con estudio introductorio de Jean Marie G. Le Clézio, y presentación de Rafael Diego Fernández Sotelo, 2008.

9 J. Benedict Warren, “Fray Jerónimo de Alcalá: Author of the Relación de Michoacán?”, pp. 307-326; Traducción “Fray Jerónimo de Alcalá, ¿Autor de la Relación de Michoacán?”, 1977. Hay varias reediciones corregidas y ampliadas. Rodrigo Martínez Baracs, “Tres imágenes de fray Jerónimo de Alcalá”, 1997, vol. II, pp. 359-380. Carlos Salvador Paredes Martínez dio a conocer en 1999 un testimonio de 1576 de Diego Hurtado, entonces alcalde ordinario de la ciudad de Mechuacan, que confirma a Alcalá como autor de la Relación de Michoacán.

10 Elio Antonio de Nebrija, Vocabulario español-latino, 1951. Esta obra también fue muchas veces reimpresa, sola o junto con su contraparte el Lexicon latinohispanicum, originalmente publicado en Salamanca en 1492. Rodrigo Martínez Baracs, “El Vocabulario en lengua de Mechuacan (1559) de fray Maturino Gilberti como fuente de información histórica”, 1997, pp. 67-162. Ediciones facsimila-res, Morelia, 2015 y 2018.

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al colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para enseñar y trabajar, y acaso para sus alumnos compuso su Grammatica Maturini.11

El primero de los libros de Gilberti, su breve Arte de la lengua de Michuacan, fue acabado de imprimir el 8 de octubre de 1558. Y poco después, el 20 de octubre, imprimió su Thesoro spiritual, también breve. Y sus dos grandes libros, los impri-miría meses después: el Diálogo de doctrina christiana el 15 de junio de 1559 y el Vocabulario en lengua de Mechuacan el 7 de septiembre.

Así, podría pensarse que fray Maturino viajó a la ciudad de México en 1557 con algunos de sus colaboradores más asiduos y con varios adelantos de las doc-trinas, arte y vocabulario, y que, en ese año y los dos siguientes, convivieron con los colaboradores nahuas de fray Alonso de Molina, de fray Bernardino de Saha-gún (1499-1590) y otros frailes, y se concentraron en completar los trabajos y en familiarizarse con el trabajo en la imprenta de Juan Pablos.

El historiador y bibliógrafo Joaquín García Icazbalceta (1825-1894) se admiró de que Gilberti pudiese imprimir en tan poco tiempo tantos libros y dos de ellos tan voluminosos, “en lengua ignorada por los cajistas”. Pero dudo que los cajistas españoles del impresor Juan Pablos hayan tenido la capacidad para formar, sin muchas erratas, las más de 1,500 páginas que suman los cuatro libros michoacanos de Gilberti impresos en 1558 y 1559, con largas e intricadas palabras en lengua michoacana. Más bien podría pensarse que Gilberti y sus colaboradores entraron directamente a trabajar en la imprenta de Juan Pablos, lo cual dio lugar a un pro-ceso muy michoacano de cooperación y aprendizaje.12

Otra peculiaridad de la obra de Gilberti es que en varias cosas es el primero en el tiempo. Su Arte de la lengua de Michuacan, de 1558, es la primera gramática impresa en México, o sea, en América, de una lengua indígena o cualquier lengua. Por lo demás, él publicó también la primera gramática latina impresa en América, su Grammatica Maturini, de 1559. Y asimismo el primer diccionario bidireccional, su Vocabulario en lengua de Mechuacan, de 1559, michoacano-castellano y castellano- mexicano;13 pues si bien fray Alonso de Molina publicó el primer diccionario impreso en América, su Vocabulario en lengua castellana y mexicana, en 1555, éste era

11 Fray Agustín de Vetancurt, OFM, Menologio franciscano, en Teatro mexicano, México, Por Doña María de Benavides Viuda de Iuan de Ribera, 1698, p. 108.

12 Martínez Baracs, “El Vocabulario en lengua de Mechuacan (1559) de fray Maturino Gilberti como fuente de información histórica”, pp. 93-100.

13 El gran Vocabulario en lengua de Mechuacan de Gilberti, 1559, tiene su continuación en el aún más extenso y también bidireccional, Diccionario grande de la lengua de Michoacán, manuscrito anónimo de fines del siglo xvi, editado J. Benedict Warren, 1991.

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unidireccional, solamente castellano-mexicano, y apenas en 1571 Molina publica-ría la segunda edición, ésta sí bidireccional, de su Vocabulario, y la primera edición de su Arte de la lengua mexicana.14

Otro primer lugar de fray Maturino Gilberti es el tamaño mismo de su Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan, que, con sus más de 300 folios, es el libro más voluminoso impreso por Juan Pablos, y el más voluminoso impreso en una lengua indígena durante todo el periodo virreinal. Y, a falta de una traducción completa, el libro reciente de Moisés Franco Mendoza sobre el Diálogo de Gil-berti incluye una gran cantidad de fragmentos y expresiones bien analizados, que permiten considerarlo como una joya literaria de la lengua michoacana.15 Gilberti ciertamente era “el Cicerón de la lengua michoacana”.16 Por su dimensión y be-lleza, su Diálogo es una magna y utópica catedral levantada con todo el rico poder expresivo de la lengua michoacana.

unA personAliDAD complejA

Entre los libros de fray Maturino Gilberti, su Arte de la lengua de Michuacan y su Vocabulario en lengua de Mechuacan han sido muy bien aprovechados desde el si-glo xvi hasta el presente con el fin de conocer, aprender y transmitir la lengua michoacana, y más recientemente han sido estudiados para apreciar su trabajo de comprensión y trasmisión de una lengua por entonces desconocida, con es-tructuras y formas mentales diferentes a las conocidas en Europa.17 Pero tras la muerte de fray Maturino, entre todos sus libros, el Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan fue el más mencionado, a partir de la Historia eclesiástica indiana, escrita a fines del siglo xvi por el franciscano fray Gerónimo de Mendieta

14 Así como el Arte de la lengua de Michuacan de Gilberti, 1558, tiene el antecedente del perdido Arte de fray Jerónimo de Alcalá, el Arte de la lengua mexicana de Molina, 1571, tiene el antecedente del manuscrito Arte de la lengua mexicana, 1547, de fray Andrés de Olmos (1485-1571). Ascensión Hernández Triviño y Miguel León-Portilla editaron la copia de la Biblioteca Nacional de Madrid, considerando también las copias de la Biblioteca Nacional de París y de la Biblioteca del Congre-so de Washington, del original perdido del Arte de la lengua mexicana de Olmos, 2002. Ascensión Hernández Triviño editó la edición de 1571 del Arte de la lengua mexicana de fray Alonso de Molina, considerando las variantes de la segunda edición (de 1576), 2014.

15 Moisés Franco Mendoza, Eráxamakua, La utopía de Maturino Gilberti, 2015. 16 Así llamaron a Gilberti los cronistas franciscanos fray Isidro Félix de Espinosa (1679-1755) y

fray Pablo Beaumont en sus respectivas crónicas de Michoacán: Crónica de la Provincia Franciscana de los Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán, 1943, Lib. II, caps. i y xiv; ver también Lib. III, cap. iii, y pp. 482, 494 y 500, y Crónica de Michoacán (escrito hacia 1778-1780), 1986-1987.

17 Ascensión y Miguel León-Portilla, Las primeras gramáticas del Nuevo Mundo, México, 2009.

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(1534?-1604). El interés se debió acaso a su extensión, a que está escrito todo en una lengua indígena, y a que se sabía vagamente que fue perseguido y que sus ejemplares fueron recogidos.

El interés por la vida y la obra lingüística de Gilberti aumentó a mediados del siglo xix con las investigaciones bibliográficas de José Fernando Ramírez (1804-1871) y de Joaquín García Icazbalceta. Ramírez poseía un ejemplar del Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan, del Vocabulario en lengua de Mechuacan, de la Grammatica Maturini, los tres de 1559, y del Thesoro spiritual de pobres, de 1575, pero le faltaban su Arte de la lengua de Michuacan y su Thesoro spiritual, ambos de 1558. Lo consignó en 1855 García Icazbalceta en el registro de libros mexicanos del siglo xvi realmente conocidos que incluyó en su extenso e importante artículo titulado “Tipografía mexicana”, publicado en la edición mexicana del Diccionario Universal de Historia y de Geografía.18 Más adelante García Icazbalceta fue logrando consultar ejemplares de los demás libros de Gilberti, y los registró con gran pre-cisión histórica, documental y bibliográfica en su magna Bibliografía mexicana del siglo xvi, publicada en 1886.19

La cuestión de los ejemplares recogidos del Diálogo de Gilberti inquietó a los estudiosos, pero sólo a comienzos del siglo xx, en 1914, Francisco Fernández del Castillo (1864-1936) encontró en el ramo Inquisición del Archivo General de la Nación y publicó los autos notariales del feroz ataque del obispo de Mechuacan, don Vasco de Quiroga, y el arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar (ca. 1489-1572), contra el Diálogo de Gilberti, por causas supuestamente religiosas, como la naturaleza de la Trinidad, la eficacia de las buenas obras y la veneración de las imágenes.20

18 Joaquín García Icazbalceta, “Tipografía mexicana” (concluido en “México, mayo 12 de 1855”), en Diccionario Universal de Historia y de Geografía, Tomo V, 1854 (en realidad 1855), pp. 961-977. Y en Obras de D. J. García Icazbalceta, México, Victoriano Agüeros, 1889, t. VIII, pp. 183-264. En el mismo Diccionario Universal, el médico y sacerdote José Mariano Dávila y Arrillaga (1789-1870), que contribuía con temas religiosos, escribió el artículo sobre Gilberti (t. IX, pp. 432-433). Aprovecho aquí el valioso trabajo coordinado por Antonia Pi-Suñer Llorens, Catálogo de los artículos sobre México en el Diccionario universal de historia y de geografía, 1997.

19 Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo xvi…, 1886. 2ª ed., aumentada por Agustín Millares Carlo, México, 1954. Nueva edición, nuevamente aumentada, 1981, pp. 150-158 y 267-270.

20 “Proceso seguido por la Justicia Eclesiástica contra Fray Maturino Gilberti por la publicación de unos Diálogos de doctrina cristiana en lengua tarasca (1559-1576)”, en Francisco Fernández del Castillo, ed., Libros y libreros en el siglo xvi, 1914, pp. 4-37. Reedición con Proemio de Elías Tra-bulse, 1982. – Los autos nos permiten saber que el Diálogo se debió vender por unos 18 pesos, si atendemos a que el 9 de abril de 1560 el arzobispo Montúfar mandó recoger los 22 ejemplares que

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A partir de 1987 el historiador J. Benedict Warren, en las introducciones y apéndices documentales de sus ediciones del Arte y del Vocabulario de Gilberti, avanzó con documentos nuevos en el conocimiento de la vida y la obra del fraile francés, sin olvidar su conflicto con el obispo Vasco de Quiroga por el Diálogo de doctrina christiana, en el marco más amplio del conflicto del prelado con los franciscanos y los agustinos de Mechuacan.21 El interés por Gilberti aumentó al considerarlo ya no solamente como un misionero lingüista excepcional, sino tam-bién por su inserción en los fuertes conflictos políticos, económicos y religiosos desencadenados en Mechuacan en el siglo xvi. Pero no fue posible encontrar una causa única y sencilla del ataque contra Gilberti por el mitrado Quiroga.

J. Benedict Warren pudo establecer que Mathurin Gilbert nació no en Tou-louse, como se creía, sino en Poitiers, centro de irradiación protestante, y no en 1498, sino en 1507 o enero de 1508. Tomó el hábito franciscano en Parthenay, en la provincia franciscana de Aquitania, y se ordenó sacerdote el 14 de febrero de 1530. En los años siguientes estudió artes y teología en la Universidad de Toulouse. En 1531 el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga (1468-1548), escribió una carta al Capítulo General de Tolosa, que se celebraría en 1532. El joven Gilbert debió enterarse entonces de la labor en la Nueva España de los frailes franciscanos en la destrucción de la idolatría de los indios y la imposición del culto cristiano, de la erección de múltiples “iglesias y oratorios” y que los in-dios mexicanos ya “dicen el oficio entero de Nuestra Señora, a quien tienen muy particular devoción”.22

Mathurin Gilbert pasó a la Nueva España en 1542 y españolizó su nombre a fray Maturino Gilberti, a menudo escrito Gylberti, y, efectivamente, la sílaba “Gi” se pronunciaba como un /gy/). Vino en la misión franciscana encabezada por fray Jacobo de Tastera o Testera (c. 1490-1544), también francés, y noble, que re-gresaba a la Nueva España después de atender al capítulo franciscano de Mantua, con cartas que le había dado su amigo, el gran dominico indigenista fray Bartolo-

poseía el padre Martín de Aranguren, que valían unos 400 pesos (en Fernández del Castillo, Libros y libreros, pp. 7-10).

21 J. Benedict Warren, “Introducción” y “Apéndice documental” de fray Maturino Gilberti, Arte de la lengua de Michuacan, 1987. “Introducción” y “Apéndice documental” de su edición del Vocabu-lario en lengua de Mechuacan, 1990. Reunidos y enriquecidos en “Fray Maturino Gilberti y sus obras”, “El siglo XVI de Maturino Gilberti” y “Maturino Gilberti: Documentos”, en J. Benedict Warren, Estudios sobre el Michoacán colonial…, 2007, pp. 19-142.

22 Joaquín García Icazbalceta, Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, 1881. Edición aumentada de Rafael Aguayo Spencer (1914-1981) y Antonio Castro Leal (1896-1981), 1947, vol. II, pp. 300 y 306-307.

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mé de las Casas (1484-1566). En la misión venía también fray Jacobo Daciano (c. 1484-1566/1567), hijo menor del rey de Dinamarca, que había sido provincial de la provincia franciscana de Dinamarca, y expulsado del reino por el predominio de la reforma protestante.23 Pronto Gilberti y Daciano pasaron a la provincia de Mechuacan, donde actuaron de manera concertada en la oposición franciscana al obispo Quiroga y en la defensa de los pueblos de indios.24

El cronista franciscano fray Alonso de la Rea (1608?-1661) contó que fray Ma-turino Gilberti profetizó “en la ciudad de Pázcuaro” una epidemia, el cocoliztli de 1545-1548, cuando “en medio del sermón se quedó arrobado y volvió del éxtasis diciendo: ‘Ya os habéis acabado, ahora vendrá una peste que consuma la mayor parte de vosotros’”.25 Ningún cronista confirma esta narración de La Rea, pero la historia no es del todo inverosímil, pues el cronista agustino fray Juan de Grijalva (1580-1638) registró “las señales que en esta tierra se vieron” en 1543, las cuales antecedieron “la gran peste que llamaron cocoliztli”.26

De aceptarse, aun parcialmente, el testimonio del padre Larrea, nos quedamos con el dato de que, a poco de llegar a Mechuacan, hacia 1543, Gilberti estuvo en la ciudad de Pátzcuaro, capital india de la provincia de Mechuacan y sede del Obispado, de donde recién se había retirado el Cabildo español en 1541, cuando el virrey don Antonio de Mendoza (virrey de 1535 a 1550) fundó una nueva “ciu-dad de Mechuacan” en el valle de Guayángareo.

En Mechuacan, fray Maturino mostró su gran don de lenguas y se volvió el mayor conocedor europeo de la lengua tarasca o de Mechuacan. En una Informa-ción de 1572, Gilberti se dijo “lengua tarasca, otomí e matalcinga e mexicana y chichimeca”. Y un testimonio de la información, del bachiller Francisco de Man-jarrés, de más de 50 años, clérigo presbítero de la ciudad de México, que conocía a Gilberti desde 1545, en la ciudad de Mechuacan, que declaró que “se dezía por

23 Fray Jacobo Daciano fue el tercer hijo del rey Juan y la reina Cristina, que gobernaron Dina-marca entre 1455 y 1513. Pasó a Nueva España en 1542 y fundó, con fray Juan de San Miguel, el convento franciscano de Tarécuato. Fue custodio de la Custodia franciscana de San Pedro y San Pablo de Mechuacan y Nueva Galicia entre 1554 y 1557. Véase Jørgen Nybo Rasmussen, Fray Jacobo Daciano (1974, 1986), 1992. Rodrigo Martínez Baracs, “Fray Jacobo Daciano y México”, 2011, pp. 55-63.

24 Rodrigo Martínez Baracs, Caminos cruzados. Fray Maturino Gilberti en Perivan, 2005, caps. v-vii.25 Fray Alonso de la Rea, o de Larrea, Chronica de la Orden de Nuestro Seráfico padre San Francisco…,

1643, lib. I, cap. xxxiv. Edición y estudio introductorio de Patricia Escandón, 1996, p. 131.26 Fray Juan de Grijalva, Chronica de la Orden de N.P.S. Agustín en las provincias de la Nueva España…,

1624, lib. II, cap. iii. Reedición con Índice y Apéndices, 1924, y 1985.

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cosa muy pública y averiguada y con admiración de todos que dentro de muy po-cos días avia deprendido la dicha lengua tarasca y que hazía grande fructo entre los indios…”.27 Debía conocer además varias lenguas europeas vivas y muertas: francés, español, italiano, latín, griego, hebreo. Y publicó, como vimos, el cuerpo más importante de libros sobre la lengua de Mechuacan (el Arte de 1558 y el Vocabulario de 1559) y escritos en esa lengua (el Diálogo de 1559 y los dos Thesoros de 1558 y 1575).

El primer documento que encontró J. Benedict Warren sobre la labor de fray Maturino en Mechuacan data de noviembre de 1556, cuando las autoridades in-dias del “pueblo de Tzintzuntzan” entablaron varios pleitos contra las autorida-des españolas e indias de la “ciudad de Mechuacan”, la del barrio de Pátzcua-ro.28 Conviene recordar que en 1538 Quiroga había trasladado del “barrio” de Tzintzuntzan al “barrio” de Pátzcuaro la sede episcopal y la capital civil de la provincia de Mechuacan, con las autoridades indias y el Cabildo español. A partir de entonces, Pátzcuaro ostentó el título de “ciudad de Mechuacan” y la antigua-mente llamada “ciudad de Uchichila” quedó reducida al status de “pueblo de Tzintzuntzan” (también escrito Cinzonza y de otras maneras). La subordinación a Pátzcuaro hirió el orgullo de Tzintzuntzan, la antigua capital del reino michoa-cano, y afectó seriamente sus intereses políticos y económicos.

En julio de 1554 el obispo Vasco de Quiroga regresó a la Nueva España des-pués de siete años en España,29 donde consiguió el apoyo de la Corona y del Con-sejo de Indias a sus proyectos: el obispado de Mechuacan y su sede en la “ciudad de Mechuacan” (en el “barrio” de Pátzcuaro); su gran catedral utópica de cinco naves en forma de mano abierta; su hospital de Santa Martha y la Asunción de María, su Colegio de Mechuacan y sus pueblos hospitales de Santa Fe de los Altos de México y de la Laguna de Mechuacan; la degradación a la categoría de “pueblo

27 “Informe del Arzobispado de México sede vacante, preparado por el doctor Esteban de Portillo, Provisor y Vicario General del mismo, referente a la información solicitada por el Rey sobre fray Maturino Gilberti y otros religiosos franciscanos”, Noviembre de 1572. AGI, México, 212, n. 24; en René Becerril Patlán y Igor Cerda Farías, Catálogo de documentos históricos coloniales de Michoacán…, 2005, pp. 170-182. Debo esta referencia a Igor Cerda Farías, descubridor de esta In-formación, que J. Benedict Warren había dado por perdida.

28 “La ciudad de Mechuacan con ciertos indios de Tzintzuntzan sobre ciertos tributos dema-siados que han llevados, 1557”, Archivo General de Indias (AGI), Justicia, leg. 157, no. 1, pieza 2; citado por J. Benedict Warren, “Introducción” a la edición facsimilar de fray Maturino Gilberti, 1987, pp. xiii-xiv.

29 El obispo Quiroga ya estaba en la ciudad de México el 30 de julio de 1554, cuando se presentó ante la Real Audiencia para hacer cumplir la carta executoria y pedir se devolviesen los Barrios de la Laguna a Su Majestad y a la ciudad de Mechuacan. AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, f. 71.

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de Guayangareo” de la nueva “ciudad de Mechuacan” fundada en 1541 por el virrey Mendoza; la restitución a la “ciudad de Mechuacan” de Pátzcuaro de los “Barrios de la Laguna” (pueblos de las riberas norte y oeste del lago de Pátzcuaro, antiguamente subordinados a Tzintzuntzan), ilegalmente apropiados por el enco-mendero Juan Infante (?-1574) –quien los llamaba los “pueblos de la Laguna”, para subrayar su autonomía–, y la confirmación de la categoría de “pueblo de Tzint-zuntzan” a la antigua capital michoacana.

Al confirmar la dependencia jurisdiccional de Tzintzuntzan, el virrey don Luis de Velasco (1511-1564) puso trabas a sus actividades mercantiles e impuso nue-vas exigencias de trabajo, para la construcción de la fuente de Pátzcuaro y de su acueducto, que se agregaron a las exigencias sin fin de Quiroga (ciertamente combatidas por el virrey y los franciscanos). Las autoridades de Tzintzuntzan reaccionaron e iniciaron en 1556 una serie de pleitos ante la Real Audiencia de México para sacudirse el dominio de Pátzcuaro.

En algún momento del pleito, ante el alcalde mayor de la ciudad y provincia de Mechuacan (Francisco Velázquez de Lara), el Cabildo de la ciudad de Mechuacan (en Pátzcuaro) acusó al Cabildo del pueblo de Tzintzuntzan de haber recaudado dinero entre los indios para cubrir los costos del pleito. Y el 12 de noviembre de 1556, uno de los testigos, Bernabé Curista, de Tzintzuntzan, declaró que, pocos días antes, fray Maturino Gilberti, en el convento de Tzintzuntzan llamó a varios indios y, en lengua michoacana, les instruyó para que, si eran llamados como tes-tigos, declararan que habían entregado el dinero por voluntad propia.30

Tal vez las cosas se calentaron demasiado, y para alejarse de Mechuacan, como ya señalé, fray Maturino pasó a la ciudad de México poco después, en 1557. Pasó con un equipo de colaboradores michoacanos y moró en el Convento de San Francisco, y enseñó y trabajó en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, e impri-mir sus libros michoacanos en la imprenta de Juan Pablos en 1558 y 1559. Pero recién editado el Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan, comenzó el ataque de Quiroga, quien lo acusó ante el arzobispo de México fray Alonso de Montúfar por publicar sin su autorización el Diálogo y por las expresiones “mal-sonantes” que supuestamente incluía.31 Y el 4 de febrero de 1563 Gilberti hizo

30 “La ciudad de Mechuacan con ciertos indios de Tzintzuntzan sobre ciertos tributos demasia-dos que han llevado”, 1557, AGI, Justicia, leg. 157, no. 1, pieza 2; citado por Warren, “Introduc-ción” a su edición del Arte de la lengua de Michuacan de Gilberti, pp. xiii-xiv y xliii.

31 Sobre el ataque de Quiroga y Montúfar contra Gilberti por su Diálogo, además del ya citado estudio de J. Benedict Warren, pueden leerse los análisis de Moisés Franco Mendoza (Eráxamakua), y de Jorge Traslosheros, “Fray Maturino Gilberti y don Vasco de Quiroga…, 2018, pp. 8-41.

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

una severa declaración contra Quiroga por los enormes gastos y abusos a los indios que provocaba la construcción de la gran iglesia catedral de Mechuacan en Pátzcuaro.32

Tal vez para alejarlo de su enemigo el obispo Quiroga, poco después fray Maturino fue mandado como guardián al monasterio franciscano del pueblo de Perihuan (hoy Peribán de Ramos), al occidente de la provincia de Mechuacan, donde en agosto de 1564 apoyó a los indios del pueblo en un pleito judicial con-tra su encomendero Antonio de Luna, que quería obligarlos a pagar tributo en mantas de algodón, que no se daba en la región, como lo muestra la información en derecho que encontré33 en el Archivo Histórico de la Ciudad de Pátzcuaro.34 Como veremos, fray Maturino combatía a algunos encomenderos y a otros no; pero siempre procuró aliarse con los pueblos de indios y sus gobernantes.

En 1571 y 1572 Gilberti tuvo que comparecer varias veces ante el doctor Esteban de Portillo, provisor del arzobispado de México, sede vacante, en cali-dad de inquisidor ordinario, y con el apoyo del rey y del Consejo de Indias, ante quien tuvo que dar explicaciones sobre su vida y su Dialogo de doctrina christiana en lengua de Mechuacan de 1559, y sobre su nacionalidad francesa, y el Consejo de Indias ordenó su regreso a España, junto con los también franciscanos fray Gil Clemente y fray Jerónimo. Fray Maturino se defendió pidiendo al Consejo que se le permitiera asentar una información con un interrogatorio al que responderían varios testigos sobre su gran conocimiento de la lengua michoacana, su trabajo con lo indios, y que estaba viejo, enfermo y tullido.

La Información se realizó entre el 6 y el 12 de noviembre de 1572. Los testigos fueron el bachiller Francisco de Manjarés Godínez, Joaquín Gutiérrez, canónigo de la catedral de Mechuacan, Antonio Freile, presbítero vicario de la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe de Tepeaquilla, Francisco Asencio, del reino ara-gonés de Valencia, el bachiller Juan de Sepúlveda, presbítero, y el criollo Gonzalo López de Ávila, natural de Mechuacan, clérigo presbítero. Todos coincidieron en lo mismo y apoyaron a Gilberti. El testimonio más amplio es el del bachiller Manjarrés, provisor del arzobispado de México, sede vacante, que conocía a fray

32 “Memoria del padre Gilberti al Rey, 4 de febrero de 1563”, AGN, Inquisición, leg. 43, no. 6; en Warren, “Introducción” a su edición del Arte de la lengua de Michuacan de Gilberti, pp. lxviii-lxx.

33 Con la ayuda de mi colega Lydia Espinosa Morales y de mi alumna Marcela Victoria Muñoz Ayala.

34 El testimonio de Gilberti en Perihuan de agosto de 1564, y el interrogatorio de oficio, pue-den leerse en Rodrigo Martínez Baracs y Lydia Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo xvi…,1999, pp. 74-76 y 212-214; en Rodrigo Martínez Baracs, Caminos cruzados. Fray Maturino Gil-berti en Perivan, 2005, y en ese mismo libro, en el Apéndice documental.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Maturino, recién llegado a la ciudad de Mechuacan, desde 1545, y que conviene citar más in extenso:

…vio que el dicho fray Maturino predicaba a los indios de la dicha provincia de Me-chuacan en su lengua tarasca, y en la dicha ciudad e provincia se dezia por cosa muy pública y averiguada y con admiración de todos que dentro de muy pocos días había deprendido la dicha lengua tarasca, y que hazia gran fructo entre los indios, y desde el dicho tiempo a esta parte este testigo ha sabido y entendido por cosa muy notoria que el dicho fraile se ha aventajado en la dicha lengua y doctrina de los indios y ha escripto muchos libros y tratados en la dicha lengua para el aprovechamiento espiri-tual de la dicha provincia, y asimismo sabe que es hombre muy viejo y que está muy enfermo y gotoso, y siempre ha sido y es muy buen religioso y de muy buen ejemplo y vida, y está muy bien quieto con los indios de la dicha provincia, los cuales le aman y quieren mucho por el provecho que les ha hecho y haze, y este testigo entiende que si se fuese de esta tierra haría mucha y muy notable falta y que de quedar y residir en esta tierra, Dios Nuestro Señor y su Majestad serán muy servidos y los naturales muy aprovechados, y esto es lo que sabe…35

Es valioso también el testimonio del joven Francisco Asencio, de 25 años, quien declaró que “fray Maturino es hombre muy viejo y enfermo y por ser tan viejo y enfermo este testigo lo ha visto andar visitando en la dicha provincia a caballo en una angarilla de mujer”. El hecho es que Gilberti no fue expulsado de la Nueva España, y publicó en 1575 su Thesoro spiritual de pobres en lengua de Michua-can, con una carta de aprobación de Gil Clemente, y falleció diez años después el 3 de octubre de 1585 en el monasterio de Tzintzuntzan.36

en eróngAricuAro

Pero, además de las informaciones anteriores, y otras más que no he mencionado, felizmente ha salido a la luz un nuevo testimonio de fray Maturino Gilberti, de septiembre de 1554, más de dos años anterior al testimonio más temprano hasta ahora conocido (de noviembre de 1556), y que da información decisiva sobre los primeros años del fraile en Mechuacan y sobre la naturaleza de su conflicto con

35 “Informe del Arzobispado de México sede vacante, preparado por el doctor Esteban de Porti-llo, Provisor y Vicario General del mismo, referente a la información solicitada por el Rey sobre fray Maturino Gilberti y otros religosos franciscanos”, Noviembre de 1572. AGI, México, 212, n. 24; en Becerril Patlán y Cerda Farías, Catálogo de documentos históricos coloniales de Michoacán…, pp. 170-182.

36 J. Benedict Warren, “El siglo xvi de fray Maturino Gilberti”, 2007, pp. 61-73.

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

el obispo Quiroga. Se trata del testimonio de fray Maturino en el cuestionario que presentó Cristóbal López, en nombre del encomendero Juan Infante, el 11 de septiembre de 1554 en el pueblo de Eróngaricuaro, ante el escribano licenciado Orvaneja, en el último intento que realizaría Juan Infante para evitar perder la posesión como encomienda de los Pueblos o Barrios de la Laguna (uno de ellos era Eróngaricuaro), que se había apropiado gracias a dos copias fraudulentas, hechas en 1529, de una cédula original de 1528.37

La Real Audiencia y Vasco de Quiroga habían logrado que Juan Infante no se apropiara de los “Barrios de la Laguna” entre 1529 y 1539, pero no pudieron evi-tar que los tuviera en encomienda de 1540 hasta 1554, cuando el obispo Quiroga regresó de España con dos reales cédulas de 1553 del príncipe don Felipe (1527-1598) que mandaban restituir a Su Majestad y a la ciudad de Mechuacan los Barrios de la Laguna, indebidamente encomendados a Juan Infante.38 Quiroga se presentó a la Real Audiencia el 30 de julio de 1554 y pidió que se ejecutasen las reales cédu-las; Infante se defendió ante la Real Audiencia, pero no pudo impedir que el 22 de septiembre ésta fallara a favor del obispo y de la ciudad de Mechuacan.39

A partir de ese momento los Barrios de la Laguna dejarían de tributar a Juan Infante para tributar al rey, y fueron incorporados a la jurisdicción del alcalde mayor de la ciudad y provincia de Mechuacan (Pátzcuaro) en lo que se refiere al gobierno, la justicia y la Real Hacienda españolas. En lo relativo al gobierno indio, los Barrios de la Laguna quedaron reincorporados a la jurisdicción del go-bernador indio de la ciudad y provincia de Mechuacan, que entre 1545 y 1562 era, como vimos, don Antonio Huítzimengari, hijo menor del cazonci Tangáxoan. Entre 1550 y 1554 el alcalde mayor fue don Rodrigo Maldonado, partidario de Quiroga (de viaje en España);40 en 1554 brevemente ocupó el cargo Pedro de

37 AGI, Justicia, leg. 203, no. 2. Este y otros documentos judiciales de Vasco de Quiroga fueron descubiertos y estudiados por J. Benedict Warren, y posteriormente los aprovecharon Carlos Pa-redes Martínez y Wakako Yokoyama, pero la declaración de fray Maturino Gilberti no había sido advertida. Yo di con ella gracias a la transcripción que realizó Armando Mauricio Escobar Olmedo, que me procuró Carlos Herrejón Peredo.

38 Los trabajos más importantes sobre el encomendero Juan Infante son los de J. Benedict Warren, Carlos Paredes Martínez y Wakako Yokoyama. J. Benedict Warren, La conquista de Michoacán, pp. 250-259; Vasco de Quiroga and his pueblos-hospitals of Santa Fe, 1963; Vasco de Quiroga y sus hospitales-pueblo de Santa Fe, 1977; La administración de los negocios de un encomendero en Michoacán, 1984. Carlos Paredes Mar-tínez, “El tributo indígena en la región del lago de Pátzcuaro”, 1984, pp. 21-104. Wakako Yokoyama, Dos mundos y un destino…, 2014.

39 AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, f. 199.40 Don Rodrigo Maldonado, vecino de la ciudad de México, siendo alcalde mayor de la ciudad

y provincia de Mechuacan hizo una visita, cuenta y tasación general de la provincia, incluyendo a

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Munguía, enemigo de Quiroga;41 y entre 1554 y 1557 lo fue Francisco Velázquez de Lara, designado por el virrey Velasco, quien equilibró un poco la situación, ya de regreso el impetuoso Quiroga.42

Como parte de los documentos probatorios del pleito de Juan Infante para tratar de que no le quiten sus “pueblos de Laguna de Mechuacan”, a fines de agosto y comienzos de septiembre de 1554 se realizaron dos probanzas, con interrogatorio y testigos: la del licenciado Alonso Maldonado, oidor de la Real Audiencia de México, fiscal de Su Majestad, con once preguntas y siete testigos, todos ellos españoles, a favor del obispo Quiroga;43 y la probanza de Juan Infan-te, con 41 preguntas y 55 testigos (españoles laicos, frailes e indios). Uno de estos frailes era fray Maturino Gilberti.

Mientras que el interrogatorio del licenciado Maldonado destacó la falsedad de la cédula de encomienda de Infante, quien no había sido conquistador, la riqueza grande y creciente de sus pueblos, y que aún le quedaría mucho si le quitaban los Barrios de la Laguna; el interrogatorio de Infante, mucho más deta-llado, resaltó que el tributo de sus pueblos no era tan grande, que cada vez era más cara la vida, que tenía que dedicarse a empresas privadas para mantenerse

los pueblos de la encomienda de Juan Infante, con el apoyo del escribano Pero Díez de Villalba. Ambos fueron testigos en la probanza de agosto de 1554 del licenciado Alonso Maldonado, oidor y fiscal de la Real Audiencia de México, contra Juan Infante. En 1559 fue alcalde ordinario de la ciudad de México. AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, ff. 2 y 13.

41 Pedro de Munguía, o Monguía, vecino de la ciudad de Mechuacan, en 1538 apoyó al obispo Quiroga en el traslado de la catedral de la ciudad de Mechuacan del barrio de Tzintzuntzan al de Pátzcuaro, pero posteriormente se volvió enemigo suyo. Fue corregidor del pueblo de Tlazazalca y de Xacona en 1552, alcalde mayor de la ciudad y provincia de Mechuacan en 1554 y alcalde or-dinario de la ciudad en 1555. Tenía un molino en el Río Grande de los Chichimecas (hoy Lerma). En 1557 era procurador de la nueva ciudad de Mechuacan (Guayángareo). Ver: “El obispo de Mi-choacán con los vecinos del pueblo de Guayangareo sobre que no lo llamen ciudad de Mechoacan y se pasen a vivir a la propia ciudad y otras cosas”, AGI, Justicia, leg. 173, nos. 1 y 2; en Antonio M. Escobar Olmedo, Vasco de Quiroga y la fundación de la Ciudad de Michoacán…, 2016, passim. Martínez Baracs y Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo XVI, p. 32.

42 En 1557 Francisco Velázquez de Lara, siendo alcalde mayor de la ciudad y provincia de Me-chuacan, fue designado también justicia mayor de las minas de Guanáxuato (Guanajuato), lo cual parece muestra de un intento de subordinar a la jurisdicción de Mechuacan el rico real de minas recién fundado. La Real Audiencia de la Nueva Galicia y la alcaldía mayor de San Miguel también quisieron incorporar a Guanáxuato. Hacia 1559 el virrey Velasco nombró un alcalde mayor de las minas de Guanáxuato. Peter Gerhard, Geografía histórica de la Nueva España, 1986, p. 124. Martínez Baracs y Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo XVI, p. 47.

43 Los testigos de la probanza del licenciado Maldonado fueron: Bernardino del Castillo, el clérigo Francisco Díez, el escribano Pero Díez de Villalba, Diego de Ribera, el alcalde mayor don Rodrigo de Maldonado, el encomendero Antonio de Oliver y Gonzalo López.

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

moderadamente él y su familia, y que auxiliaban en todo a los indios y a los frailes franciscanos de los pueblos y de la ciudad de Mechuacan en Guayángareo.

Infante se quejó amargamente e interpuso todas las trabas que pudo contra la resolución de la Real Audiencia y resolvió finalmente acudir al Consejo de Indias, en grado de “segunda suplicación”, para lo cual reunió las dos probanzas (la suya y la del licenciado Maldonado) y algunos de los autos que consideró más relevantes relacionados con su gran encomienda, comenzando con las dos copias fraudulentas de 1529 de su cédula original de encomienda de 1528 (que nadie ha visto y seguramente él mismo destruyó), hasta la adjudicación de los pueblos en 1540, y después los autos hechos en agosto y septiembre de 1554 tras el regreso del obispo Quiroga. Los trámites de Infante en la villa de Valladolid, donde se encontraba entonces el Consejo de Indias, fueron inútiles, y no pudo recuperar ya los pueblos de la Laguna, aunque conservó Comanja y los pueblos de la Sierra. Todavía en 1574 y 1575, ya fallecido Juan Infante, su hijo mayor Juan Infante Samaniego, hizo un nuevo intento por recuperar los pueblos de la Laguna, pero el Consejo de Indias, en Madrid, ratificó la resolución de la Real Audiencia de México del 22 de septiembre de 1554.44

Es particularmente rica en información la Probanza de Juan Infante, en la que declaró fray Maturino Gilberti. En primer lugar, a fines de agosto, respondieron al interrogatorio 19 españoles en la ciudad de México, y a comienzos de sep-tiembre respondieron los testigos en Mechuacan: 12 españoles laicos, 12 frailes franciscanos, fieles aliados y colaboradores de Infante, y 14 indios, gobernadores y principales de los pueblos de Comanja, Pomácoran, Eróngaricuaro y Purénche-cuaro y sus respectivos sujetos.

El 27 de agosto de 1554 Infante presentó ante la Real Audiencia de México su interrogatorio de 41 preguntas, y los días siguientes, hasta el 10 de septiem-bre, fue presentando la primera tanda de 11 testigos, españoles, en su mayor parte vecinos de la ciudad de México: Francisco Montaño, Gonzalo Ruiz, regidor, Gerónimo de Medina, Gonzalo Gómez de Betanzos, Ruy Gómez, Bernaldino de Castillo, García de Vega, alguacil mayor; Juan de Busto, don Rodrigo Maldonado, Hernando de Bascones, Pedro de Solís, Julián de Salazar, Diego Hernández Nieto, Alonso de Bazán, Luis de León Romano, Juan Guerrero, Juan de Villaseñor, Pero Núñez (Maese de Roa) y Gonzalo Cerezo, alguacil mayor de la Real Audiencia.

44 Incluye toda esta información, de 1529 a 1575, el pleito “Juan Infante, vecino de México, con-tra el obispo de Mechoacan y el fiscal de Su Majestad sobre los pueblos de indios de la Laguna que le estaban encomendados”, en AGI, Justicia, leg. 203, no. 2. Transcripción del equipo coordinado por Armando Mauricio Escobar Olmedo.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

Muchos de los testigos que eran vecinos de la ciudad de México tenían fuertes intereses políticos o económicos en Mechuacan, como lo muestran los documen-tos judiciales (ante el alcalde mayor o sus tenientes) y notariales (ante escribano) del Archivo Histórico de la Ciudad de Pátzcuaro.45 También fueron interrogados en la ciudad de México dos vecinos de la ciudad de Mechuacan, Martín Martínez y Pero Díez de Villalba, y Pedro de Meneses, vecino y regidor de la ciudad de los Ángeles (que había dejado de ser “puebla” de los Ángeles).

A comienzos de septiembre Juan Infante mandó a Mechuacan a su procura-dor Cristóbal López para interrogar a los testigos españoles, frailes e indios que allí se encontraban. El 6 y 7 de septiembre fueron interrogados en la ciudad de Mechuacan 11 vecinos de esa ciudad: Luis de Ávila, Hernán Sánchez Mancera, Luis Catanyo, Rodrigo Velasco, Domingo de Medina, Pedro Carrasco, Antón de Silva, Juan Pantoja, Melchor Manso, Alonso de Espinosa, Antón Ruiz. Se realizó también el interrogatorio de los 12 frailes: fray Pedro de Puertollano, guardián del monasterio de la ciudad de Mechuacan; fray Miguel de Cozena, fraile profeso, re-sidente en el dicho monasterio; fray Antonio de Beteta, comisario y guardián del monasterio de San Francisco de Tzintzuntzan; fray Martín de Villegas, morador de la dicha casa de Mechuacan; fray Francisco de Sámano, fray Juan de Molina, morador en Mechuacan y fray Alonso de Zufre, morador en la casa de la ciudad de Mechuacan. El registro de los frailes continuó en el pueblo de Purúnxacuaro [San Jerónimo Purénchecuaro] el 10 de septiembre de 1554, ante Francisco Her-nández, corregidor de Capula: fray Buenaventura de Marbella, guardián del mo-nasterio de Puráxacuaro; fray Pedro de las Garrovillas, guardián del monasterio de Zacapo; fray Alonso de Villanueva, morador del monasterio de Purúxacuaro, y fray Maturino Gilberti, guardián del monasterio de Eróngaricuaro.

El 11 de septiembre, en el pueblo de Eróngaricuaro, se agregaron dos testi-gos, “los cuales no han podido ser hallados hasta ahora”: fray Juan de Santiago, morador en el mismo monasterio de Eróngaricuaro, y Juan Bueno de Cosío (c. 1504-?), que conocía a Juan Infante desde 1529, y probablemente desde entonces comenzó a trabajar para él.

También respondieron 14 testigos indios, en su mayor parte gobernadores, principales y caciques de los pueblos cabeceras de Comanja, Pomácoran, Erón-garicuaro y Purúnxacuaro (¿San Jerónimo Purénchecuaro?):

45 Martínez Baracs y Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo XVI, pp. 221-242, 279-316 et passim.

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

De Comanja: don Diego Pomacua o Pamaque, gobernador; don Buenaven-tura Cora, cacique principal; don Gaspar Chin, principal de Parúchuran o Paró-chuen, sujeto a Comanja; don Pedro Huica, principal, hijo de don Diego Poma-cua, gobernador de Comanja.

De Pomácoran: don Pedro Tuco, gobernador; don Domingo Cuicique, caci-que de Cherán, sujeto a Pomácoran; don Juan Erinxo, cacique de Urapecho, suje-to de Pomácoran; don Juan Chichique, cacique de Aranza, sujeto de Pomácoran.

De Eróngaricuaro: don Juan Chichique (no Chulique, como se ha transcrito), gobernador del pueblo de Eróngaricuaro; don Juan Martín, principal del pueblo de Urecho (Uricho); don Alonso, principal de Pichátaro.

De Purúnxacuaro: don Pedro Cuaco, gobernador; don Alonso Cuara, cacique de Zarándacho, sujeto a Purúnxacuaro; don Pedro Uitacua o Guizaco, cacique de Aquíscuaro, sujeto a Purúnxacuaro.

Y ese mismo 10 de septiembre de 1554, el corregidor nombró a Marcos de Medina, vecino de la ciudad de Mechuacan, intérprete “para examinar los testigos indios que fueren presentados en esta causa”.

Si entiendo bien, 27 testigos (del número 28 al 55) declararon el 11 de sep-tiembre, no sé si en Eróngaricuaro o en Purúnxucuaro, porque el 12 de septiem-bre el procurador de Juan Infante presentó allí una petición ante el corregidor pidiéndole que le dé la probanza en forma de la Información realizada, para poderla presentar ante la Real Audiencia. Pero el 22 de septiembre de 1554 la Real Audiencia falló que “se quitasen al dicho Juan Infante los dichos barrios y pueblos que llaman de la Laguna y que se pusiesen en cabeza de Su Majestad, incorporándolos con la Ciudad de Mechuacan”.

Juan Infante decidió entonces apelar al recurso de la segunda suplicación y llevó traslado de todo el pleito al Consejo de Indias, y pese a largos alegatos en la villa de Valladolid en 1555 y 1556, no pudo evitar la pérdida de los pueblos de la Laguna de su gran encomienda. Pero conservó Comanja y los pueblos de la Sierra. En 1574 y 1575, ya fallecido Juan Infante, su hijo mayor Juan Infante Samaniego retomó el pleito supuestamente pendiente en el Consejo de Indias, en la Villa de Madrid, pero nada obtuvo, pues se ratificó el auto y sentencia de la Real Audiencia de México del 22 de septiembre de 1554.

Gracias a sus respuestas al interrogatorio de Juan Infante el 11 de septiembre de 1554, sabemos que fray Maturino Gilberti era guardián del monasterio de Eróngaricuaro, donde también vivía fray Juan de Santiago (que era “morador”), y que ambos declararon a favor de Infante en su pleito contra Quiroga para conservar los pueblos de la Laguna, entre ellos, el de Eróngaricuaro. Ahora en-

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

tendemos mejor la naturaleza del enojo con Gilberti del obispo, pues Infante era su enemigo capital. Más circunstancias se coligen del interrogatorio y de las respuestas de Gilberti.

La primera pregunta del interrogatorio de Infante inquiere si los testigos “co-nocen al dicho Juan Infante, y a doña Catalina de Samaniego, su legítima mujer, y a Juan Infante de Samaniego, y a Hernando Infante de Samaniego, y a doña Gerónima de Samaniego, y a Diego Luis de Samaniego, y a Francisco Infante de Samaniego, y a Antonio Infante de Samaniego, hijos de los dichos Juan Infante y doña Catalina, su mujer”. A esta primera pregunta respondió fray Maturino Gilberti diciendo “que conoce este testigo a los dichos Juan Infante y doña Ca-talina de Samaniego, su mujer, de 11 años a esta parte, poco más o menos, y que conoce a los dichos sus hijos contenidos en la dicha pregunta desde que nacie-ron”. Por esta pregunta aprendemos que Gilberti conoció a Juan Infante desde 1543, al llegar a Mechuacan en esa misma fecha, como vimos. Y lo conocía de manera íntima, puesto que conocía a su esposa doña Catalina y vio nacer a sus cinco hijos y una hija.

Por su respuesta a las preguntas segunda y tercera, podemos valorar la natu-raleza de la relación entre Gilberti e Infante. La segunda pregunta inquiere a los testigos

[…] si saben y tienen noticia de los pueblos que se dicen Guayameo, que se nombra Santa Fee, y el pueblo de Puruxacuaro, y el pueblo de Yaquiscuaro, y el pueblo de Noritapani, y el pueblo de Zerandacho, y el pueblo de Cozaro, y el pueblo de Cocu-pao, y el pueblo de Ycapacuareo, y el pueblo de Guanimeo, y el pueblo de Tupuro, y el pueblo de Arameo, y el pueblo de Eranguaricaro, y el pueblo de Urecho, y el pueblo de Pichataro, y el pueblo de Yramangaro, y el pueblo de Aracuaro, y el pueblo de Opongueo, y el pueblo de Zeraneo, y el pueblo de Xacuaro, pueblos que se dicen de la Laguna de Mechuacan, y están en términos de la Provincia de Mechuacan.

A lo que contestó Gilberti “que sabe y tiene noticia y conocimiento de los di-chos pueblos contenidos en la dicha pregunta de diez años a esta parte y los ha visi-tado”. Por lo que se ve, Gilberti no sólo conocía todos los “pueblos de la Laguna de Mechuacan” que se había posesionado Infante, sino que “los había visitado”, obviamente no como turista, sino en visitas eclesiásticas, probablemente desde el monasterio franciscano del pueblo de Tzintzuntzan, a partir de 1543 o 1544, poco después de su llegada a Mechuacan.

La tercera pregunta se refiere a los pueblos michoacanos de Comanja y de la Sierra, que también se había apropiado ilegalmente Juan Infante:

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

[…] si saben y tienen noticia, etc., de los pueblos de Comanja, y Naranja, y Cuaneo, y Cepiajo, y Corupo, y Chobeto, y Tucaro, y Tupicato, y Chocatan, y Axaxo, y Matu-xeo, y Characuato, y Parachone, y Aguaqueo, y Citindaro, y Zanzeo, y Tuyanquecho, y Carupo, y Taraxeo, y Haranzepo, y Coranda, y Conpanpan, y de los pueblos de Zevinan, y Navozi, y Charan, y Aranza, y Condiro, y Pomacoran, y Capacuaro, y Urapicho, y Charan, y Quenceo, y Uareo, y Caraqura, y Nuceo Tepacua, y Coma-choen y sus sujetos.

Y la misma respuesta dio Gilberti: “que sabe y tiene noticia y conocimiento este testigo de los más de los dichos pueblos contenidos en la dicha pregunta y ha andado por ellos visitándolos de diez años a esta parte”. De modo que puede suponerse la existencia de una antigua relación de colaboración, de más de una decena de años, entre el encomendero Juan Infante y el franciscano fray Matu-rino Gilberti, activo en todos los pueblos de su gran encomienda, entre otros frailes franciscanos.

Por las respuestas de los otros franciscanos a las primeras tres preguntas del interrogatorio de Juan Infante de 1554 podemos hacernos una idea del orden en que se fueron integrando a colaborar con Juan Infante en los pueblos de su encomienda michoacana. El primero en llegar fue fray Gonzalo de Puertollano (c. 1494-?), que conocía a Infante desde 1536 o 1537, y es varias veces citado por los testigos de la Información. Lo sigue fray Antonio de Beteta, conocedor de Infante desde 1540 y de sus pueblos desde 1545. Lo sigue fray Alonso de Zufre (c. 1512-?), quien conocía a Infante y a los Barrios de la Laguna desde 1542 y a los pueblos de la Sierra desde 1549. Lo sigue por poco el propio fray Maturino Gilberti, quien conocía a Infante desde 1543 y a sus pueblos de la Sierra y de la Laguna desde 1544. Por poco lo sigue fray Juan de Santiago (1500-?), que sabía de Infante desde 1544, y en 1554 era morador del mismo monasterio de Erónga-ricuaro donde Gilberti era guardián, por lo que puede pensarse en una relación cercana entre ambos. Los sigue por poco fray Pedro de las Garrovillas, quien conocía a Infante desde antes de 1544 y a los Barrios de la Laguna desde antes de 1548. Fray Juan de Molina (c. 1507-?) conocía a Infante desde 1545. Fray Alonso de Villanueva (ca. 1522-?) conocía a Infante desde 1546 pero sus pueblos ya los conoció tardíamente, en 1553. Los últimos llegados fueron fray Martín de Ville-gas, quien conocía a Infante y a sus pueblos desde 1551, y fray Buenaventura de Marbella quien los conocía desde 1552.46

46 AGI, leg. 203, no. 2, passim.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

A la cuarta pregunta, que inquiere a los testigos si saben que Infante posee en encomienda los pueblos mencionados, Gilberti contestó que los tiene todos, salvo el de Guayámeo “que dicen Santa Fee”. Como vimos, el obispo Quiroga había logrado mantener el control de la ciudad de Mechuacan sobre Guayámeo gracias a que en 1533 hábilmente estableció allí el pueblo hospital de Santa Fe de la Laguna de Mechuacan, con el consejo y la ayuda de don Pedro Cuínierangari (gobernador indio de la ciudad y provincia de Mechuacan entre 1530 y su muerte en 1543) y de su esposa doña Inés.

Las preguntas siguientes del interrogatorio de Infante se refieren a que él no tenía más encomiendas que las arriba mencionadas; cuáles eran los tributos que pagaban los pueblos de la Laguna, los de la Sierra y Comanja; cómo la parte más rica de su encomienda eran los pueblos de la Laguna, y los otros pueblos eran difícilmente aprovechables, porque el maíz que se producía no se podía vender bien, se daba a los puercos o se desperdiciaba; que Juan Infante, su esposa doña Catalina Samaniego y sus hijos e hija apenas se podían sustentar, pese a que lle-vaban una vida moderada, y que (pregunta 31) Infante complementaba los recur-sos de sus encomiendas con empresas agroganaderas y comerciales que llevaba por su cuenta: “granjerías de labranzas y otras cosas, andando por sus personas mismas entendiendo en ello y viendo lo que se hace y trabajando por sus propias personas, para poder sustentar el dicho Juan Infante su casa y honra”.

Es interesante que Juan Infante destacara, en la pregunta 32, su vocación di-ríase que “hospitalaria”, que parece querer competir con la de Vasco de Quiroga:

Juan Infante ha tenido y tiene por costumbre de hospedar en su casa muchas per-sonas honradas y de toda suerte y siempre ha tenido su casa abastecida y la tiene de cosas de medicinas y cosas de Castilla y de la tierra, de que continuamente ha dado y da a muchas personas y socorre necesidades de muchos y hace buenas obras y da limosnas a personas necesitadas.

Pero esta vocación hospitalaria de Juan Infante no parece enfocar de manera particular a la población indígena, por lo que no compite con la de Vasco de Qui-roga, que atendía de manera primordial a los indios, en los pueblos hospitales de Santa Fe de México y de Mechuacan, en el Hospital de Santa Martha de la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro y en los hospitales de los pueblos de indios. Con todo, debe considerarse la presumible fundación de hospitales en los monasterios franciscanos de los pueblos de la encomienda de Juan Infante. El resultado fue que Mechuacan fue la provincia con más hospitales en los pueblos de indios de

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todas las de la Nueva España, como se ve en el mapa de la historiadora Josefina Muriel (1918-2008).47

Las respuestas de Gilberti siempre confirmaron y en ocasiones ampliaron lo dicho por Infante. Como en la séptima pregunta, que inquiere sobre “los tejuelos que los dichos indios de la Laguna dan al dicho Juan Infante de tributo, según dicho es, son de media plata, que se han vendido y vende cada tejuelo a tres pesos”, y Gilberti confirmó que “es plata baja y que es muy poca cosa lo que al dicho Juan Infante dan”.

Las preguntas últimas, de la 33 a la 40, del cuestionario son de particular im-portancia porque se refieren al encomendero Juan Infante como cristiano y evan-gelizador, y destacan el apoyo que ha dado a los monasterios franciscanos de la región, incluyendo Eróngaricuaro. Todo lo confirma fray Maturino Gilberti, guardián del monasterio franciscano de ese pueblo.

Las preguntas 33 y 34 se refieren a los monasterios de franciscanos de los pue-blos de Pomácoran, Eróngaricuaro, Purúxacuaro, y otro cerca de Naranja y Zacapu, “en los cuales dichos monasterios continuamente hay religiosos que celebran los di-vinos oficios, a los cuales continuamente el dicho Juan Infante ha proveído y provee de lo necesario para sus bastimentos, y vino y aceite y otras muchas cosas, así para la provisión de los religiosos como para cáliz y ornamentos y libros y otras cosas del acto divino”. Y que en la misma comarca se encuentran otros cuatro monas-terios franciscanos, en Uruapan, Tarécuato, Pátzcuaro y Zinzonza, y que también Juan Infante los socorre. Gilberti confirmó ampliamente la pregunta 33, “excepto en el monasterio de Pomácoran que se ha tomado sitio y han estado allí religiosos y que al presente no los hay, salvo que es verdad que visitan el dicho pueblo”.

Y las preguntas 35, 36 y 37 se refieren a la “nueva ciudad de Mechuacan”, la de Guayángareo, “donde residen los españoles a su propia costa”, y donde Juan Infante y doña Catalina de Samaniego estaban acabando de construir un monas-terio franciscano:

un monasterio de la orden de señor San Francisco, de cantería y muy buen edificio de iglesia y casa, lo cual todo está en buen estado, que está en estado de cubrirse y acabarse y labrando como hasta aquí, se podrá acabar en año y medio, poco más o menos, [y que será] el más principal de toda la provincia, y a donde se tiene por cierto que habrá más religiosos por estar en la Ciudad más principal y poblazón de españoles.

47 Josefina Muriel (1918-2008), Hospitales de la Nueva España, 1956. 2ª edición corregida y aumentada, 1990.

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Y la pregunta resalta que Infante estaba haciendo el monasterio “con inten-ción de proveer y sustentar a los religiosos que en él estuvieren, porque así lo ha dicho y se tiene por cierto que se los ha de hacer”. La pregunta 38 refiere que para sustentar “su casa y honra” y para construir el monasterio de la “nueva ciudad de Mechuacan”, Juan Infante ha tenido “costumbre de moderarse en los trajes y hábitos de su persona, mujer e hijos”, y además está “mucho tiempo en sus haciendas y granjerías, trabajando y granjeando para se poder sustentar modera-damente como se ha sustentado, sin gastos superfluos”.48

A Juan Infante le pareció importante dejar asentado en la pregunta 39, antepenúltima de las de su cuestionario, que siempre ha tratado bien a los indios, con tributos moderados, y buen trato, de tal modo que los indios lo querían y le decían “padre”:

[…] si saben, etcétera, que el dicho Juan Infante siempre ha hecho y hace muchas muy buenas obras y buenos tratamientos a todos los indios que tiene en encomien-da, tratándolos muy bien de obras y de palabras y los indios lo quieren llamar y le llaman padre, y a la dicha doña Catalina de Samaniego, madre…

De modo que a Juan Infante le decían tata los indios en su lengua michoacana, como le decían también a su archirrival tata Vasco de Quiroga. El testimonio del trato de tata a Infante, y de naná a doña Catalina de Samaniego, destaca por su carácter temprano, pero, aunque no tengamos testimonios sobre cómo le decían a Quiroga, no puede dudarse de que le dieran también a él ese trato, probable-mente desde su primera visita a Mechuacan en 1533, como se lo daban también a los frailes y a otros personajes prominentes. Pero el hecho es que el trato de tata de Vasco de Quiroga perduró tras su muerte en 1565, se volvió algo más parecido a un título propio, Tata Vasco, primero entre los indios y después entre todos los mexicanos. Ni el presidente Lázaro Cárdenas (1895-1970) le logró dar al insurgente padre José María Morelos (1765-1815) un arraigo más fuerte en Mechuacan que el que logró Tata Vasco.

Y la pregunta 40 remató afirmando a Juan Infante como evangelizador de los indios de su gran encomienda michoacana y su íntima alianza con los frailes franciscanos:

[…] el dicho Juan Infante siempre ha tenido y tiene muy gran cuidado que los dichos indios que tiene en encomienda sean muy bien adoctrinados e industriados en las co-

48 Como puede verse, ya se usa la palabra “hacienda” en el sentido de estancia agroganadera.

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sas de nuestra Santa Fe Católica, y así lo han sido y son, porque los religiosos de los dichos monasterios han tenido y tienen muy gran cuidado en adoctrinar y enseñar la doctrina cristiana a los indios de los dichos pueblos, y visitarlos continuamente y celebrar los divinos oficios...

Fray Maturino Gilberti no confirmó que los indios le dijesen “padre” a Juan Infante y “madre” a doña Catalina de Samaniego, pero sí que “siempre los ha tra-tado bien y los tiene como hijos”. Agregó Gilberti que los indios le tienen “tanto amor al dicho Juan Infante y a la dicha doña Catalina de Samaniego, su mujer, que no se les podría hacer más mala obra a los dichos indios que es quitarlos de la encomienda del dicho Juan Infante”.

Mejor defensa que la de fray Maturino Gilberti difícilmente la podía encontrar Juan Infante. Pero toda la defensa resultó en vano y el obispo Quiroga consiguió que los “Pueblos de la Laguna” se volviesen nuevamente “Barrios de la Laguna”, pertenecientes al rey y a la “ciudad de Mechuacan” en Pátzcuaro.

La presencia de Gilberti en el monasterio franciscano del pueblo de Erónga-ricuaro en 1554 adquiere relevancia porque el monasterio había sido establecido pocos años antes, con el apoyo de Juan Infante y la oposición del obispo Quiro-ga. El 4 de octubre de 1550, día del señor San Francisco, se celebró un Capítulo de los franciscanos en el monasterio del pueblo michoacano de Tarécuato, en el que se decidió el establecimiento de monasterios en Cherán y en Eróngaricua-ro.49 Asistió al capítulo el comisario general fray Francisco de Bustamante (1485-1562), gran predicador, a quien fue cometido inquirir si los indios de los pueblos que tenía en encomienda Juan Infante “tienen suficiente doctrina”, y el 13 de octubre el comisario Bustamante dio su parecer sobre los cuatro monasterios de la Orden en la provincia de Mechuacan, a los que Juan Infante proveía de “pan y carne y otras cosas muy cumplidamente”.

El Capítulo franciscano de Tarécuato se realizó en 1550, durante los largos siete años de ausencia del obispo Quiroga (que estaba en España entre 1548 y 1554 negociando ante la Corte el apoyo a sus proyectos), durante los cuales los frailes franciscanos y agustinos en la provincia de Mechuacan tuvieron una mayor libertad de acción y estrecharon su relación con la nobleza gobernante de los pueblos de indios, y reconfiguraron su alianza con don Antonio Huítzimengari, gobernador indio de la ciudad y provincia de Mechuacan desde 1545.

49 “Testimonio de fray Francisco de Bustamante”, Convento de Pátzcuaro, 13 de octubre de 1550; en AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, f. 136. Transcripción de Armando Mauricio Escobar Olmedo.

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Pronto le llegó a Quiroga en España la noticia de la decisión de los francis-canos de fundar dos nuevos monasterios en los pueblos de Cherán y Eróngari-cuaro. El establecimiento en Eróngaricuaro era particularmente sensible porque ese pueblo era un “barrio” de la ciudad de Mechuacan, uno de los “Barrios de la Laguna” que había usurpado Juan Infante. Con el establecimiento en Eróngari-cuaro de los franciscanos, aliados de Juan Infante, se consolidaría su influencia, imponiéndose al gobernador don Juan Chichique (c. 1483-después de 1554), cuyo nombre es una españolización de tsitsiqui, flor, en lengua michoacana, designado gobernador de Eróngaricuaro por el cazonci Tangáxoan Tzintzicha, esto es, en la década de 1520.50

Por ello Quiroga decidió denunciar ante el rey y el Consejo de Indias del plan de los franciscanos de fundar un nuevo monasterio en el pueblo de Eróngaricua-ro. Sin embargo, se cuidó de usar la palabra “pueblo”, referida a Eróngaricuaro, sino que lo identificó como otro “barrio” de la ciudad de Mechuacan. Este mo-nasterio se venía a sumar a los que ya existían en los “barrios” de Tzintzuntzan y de Pátzcuaro, de la ciudad de Mechuacan:

[…] por parte de don Vasco de Quiroga, obispo de Mechuacan, me ha sido fecha re-lación que los religiosos de la orden de San Francisco tienen dos casas y monesterios de su orden en la ciudad de Mechuacan, donde él reside y está la Iglesia catedral de su obispado, y que agora dizque quieren hazer otro monesterio en la dicha ciudad, en el barrio de Eronguaricuaro, me fue suplicado mandase no hiziese […].51

50 Juan Infante tomó posesión del pueblo del pueblo de Eróngaricuaro en 1540, y se sirvió ante escribano de sus indios y de su cacique don Juan Chichique, acción contradicha por los procurado-res del obispo Quiroga, AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, Transcripción de Mauricio Escobar Olmedo, pp. 117-118. – Don Juan Chichique fue acusado ante el virrey don Antonio de Mendoza por los indios de Xarácuaro de imponerles tributos excesivos, mucho más que “la tasación que está hecha por el gobernador [¿alcalde mayor?] de Pátzcuaro”, Mandamiento de don Antonio de Mendoza, México, 29 de julio de 1550, AGN, Mercedes, 3, exp. 292, f. 116r. Publicado en Rodrigo Martínez Baracs, Michoacán en el último libro de gobierno…, 1998, pp. 77-78. El 20 de diciembre de 1553, don Juan Chichique respondió como testigo a las 25 preguntas del cuestionario que presentó don An-tonio Huítzimengari para su Información de méritos y servicios. AGI, Patronato Real, ficha 13, leg. 60, ramo 3, no. 2, ff. 70r-71v. Publicado en la Información de méritos y servicios de don Antonio Huitzimengari, J. Ricardo Aguilar y Angélica J. Afanador Pujol, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, de próxima aparición. Don Juan Chichique declara en Eróngaricuaro el 11 de septiem-bre de 1554 en una Información de Juan Infante. AGI, Justicia, leg. 203, no. 2, Transcripción de Escobar Olmedo, pp. 15 y 259.

51 Real Cédula dirigida al virrey don Luis de Velasco y a la Audiencia de México, Madrid, 5 de junio de 1552; en Vasco de Puga (?-1576), Provisiones, cédulas, instrucciones de Su Majestad… (conocido como Cedulario de Puga), 1563, f. 147. Reedición facsimilar, 1985.

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Con la ausencia a partir de 1548 del obispo Quiroga, debió madurar entre los franciscanos la idea de fundar en Eróngaricuaro un monasterio, con el apoyo de Juan Infante, lo que fue finalmente decidido en el capítulo de Tarécuato de 1550. Para la primera construcción del monasterio los religiosos se debieron concertar con el virrey don Luis de Velasco, con el encomendero Juan Infante, con el go-bernador indio de la ciudad de Mechuacan, don Antonio Huítzimengari, y con el gobernador indio del pueblo de Eróngaricuaro, don Juan Chichique, que se veía sometido a fuertes presiones debido a las exigencias de trabajo para las construc-ciones civiles y eclesiásticas de los españoles.52 No se conoce el grado de avance de la construcción de la iglesia y monasterio franciscano de Eróngaricuaro, y acaso ya de su molino en 1554, cuando era guardián allí fray Maturino Gilberti y era morador fray Juan de Santiago.

Quiroga no logró evitar el establecimiento formal de los franciscanos en el pueblo de Eróngaricuaro, pero el resto de sus gestiones en España acabó fruc-tificando y obtuvo el apoyo que necesitaba para sus proyectos y, de manera par-ticular, como hemos visto, obtuvo la restitución de los Barrios de la Laguna a la jurisdicción real y a la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro. A poco de regresar a la Nueva España en julio de 1554, el prelado se presentó ante la Real Audien-cia y pidió que se le diera posesión de los Barrios de la Laguna, lo cual inició el tercer gran pleito con el obispo Quiroga de Juan Infante,53 en un vano intento por evitar la pérdida de la parte fundamental y más rica de su gran encomienda fraudulenta, la de los pueblos, o más bien barrios, de la Laguna de Mechuacan. Este extenso pleito, como vimos, generó muy valiosos materiales documentales que nos permiten conocer el funcionamiento de esa encomienda y de las empre-sas michoacanas de Juan Infante, e incluyen un cuestionario al que respondió, fray Maturino Gilberti, entonces guardián del monasterio de Eróngaricuaro, así

52 El 8 de junio de 1552 los “caciques, principales y naturales” de los pueblos de Eróngaricuaro y Serándaragacho, “barrios de la ciudad de Mechuacan”, se quejaron ante el virrey don Luis de Velasco del servicio que se les obligaba a dar a la nueva ciudad de Mechuacan en Guayángareo y a servir como tamemes (nahuatlismo que significa “cargadores”), lo cual es muestra de que el apoyo a los proyectos de Juan Infante y los franciscanos no era unánime en Eróngaricuaro, que reivindicaba su condición de barrio de la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro, pese a ser encomienda de Juan Infante. – Newberry Library, University of Chicago, Ayer Collection, 1121, ff. 56v-57r; en Carlos Paredes Martínez, ed., Víctor Cárdenas Morales, Iraís Piñón Flores y Trinidad Pulido Solís, colabo-radores, Y por mí visto…., 1994, pp. 110-111.

53 Los tres pleitos de Juan Infante y el obispo Vasco de Quiroga iniciados en 1539 (AGI, Jus-ticia, leg. 129, no. 3), 1540 (AGI, Justicia, leg. 130) y 1554 (AGI Justicia, leg. 203, no. 2), fueron descubiertos por J. Benedict Warren y transcritos por el equipo coordinado por Armando Mauricio Escobar Olmedo.

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como don Juan Chichique, gobernador indio del pueblo de Eróngaricuaro. Es interesante el testimonio que da don Juan de que “este testigo, como goberna-dor que es de Herancuaricaro y su sujeto, mete y da la mitad del dicho tributo, y que se remite a la tasación del dicho pueblo y pueblos”. Si don Juan Chichique podía pagar por sí solo la mitad del tributo que debía pagar Eróngaricuaro, lo debió hacer con los recursos generados en sus tierras propias, en las que vivían y trabajaban indios llamados acípecha, terrazgueros o “esclavos”,54 el equivalente de los mayeque nahuas (“Los que tienen manos”),55 que era un grupo poblacional particularmente importante en la provincia de Mechuacan.56

Gilberti debió irse de Eróngaricuaro poco después de que el virrey Velas-co y la Real Audiencia de México ordenaron la ejecución de las reales cédulas mandando la restitución a la Corona de los Barrios de la Laguna, puesto que en noviembre de 1556 lo encontramos en el monasterio franciscano del “pueblo de Tzintzuntzan”, enfrentado a la “ciudad de Mechuacan” en Pátzcuaro, sede de la catedral de Quiroga. Y el año siguiente de 1557, como vimos, fray Maturino se fue a la ciudad de México, donde estuvo cuando menos hasta 1559, cuando acabó la impresión de sus libros. El propio Gilberti nos deja entender que sus tratos con el obispo debieron ser frecuentes y fuertes, pues en su Arte de la lengua de Mi-chuacan, de 1558, da como ejemplo de expresión tarasca “Hi Obispoyo hunguasinga”, “Vengo de negociar con el obispo”. 57

Tras tomar posesión de los “Barrios de la Laguna”, Quiroga no logró expulsar enteramente a los franciscanos de Eróngaricuaro, que siguió siendo objeto de un fuer-te conflicto. Lo dejó entender el mismo Gilberti en el último “item” de su carta al rey Felipe II del 4 de febrero de 1563, en el que denunció que los clérigos del obispo Quiroga “quebraron la pila del bautismo en el monesterio de San Fran-cisco [de la ciudad de Pátzcuaro] y con violencia echaron del dicho monesterio a fray Jacobo de Daciano, de cuya causa y por otros muchos malos tratamientos no quiere allí residir ningún religioso, y así está el monesterio caído y despoblado y por hacer, porque el dicho obispo no lo consiente hacer”. Y agrega: “y otro que dicen Erongaricuaro”.58 De modo que también el monasterio de este último

54 Alcalá, Relación de Mechuacan, Tercera parte, cap. iii. 55 Pedro Carrasco, “Los mayeques”, 1989, pp. 123-166.56 Woodrow Borah (1912-1999) y Sherburne F. Cook (1896-1974), “Quelle fut la stratification

sociale au centre du Mexique…?”, 1963, pp. 226-258. Traducción de Juan José Utrilla, 1989, pp. 375-409.

57 Gilberti, Arte de la lengua de Michuacan, p. 184.58 En Francisco Fernández del Castillo, Libros y libreros en el siglo XVI, 1914, p. 27. Falta una línea

de este Item en el “Apéndice documental” de la Introducción de J. Benedict Warren a su edición

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estaba “caído y despoblado y por hacer”; la obra de su construcción había sido abandonada.

Para expulsar completamente a los frailes de Eróngaricuaro, el obispo hubie-se tenido que enfrentar una fuerte y peligrosa resistencia de los naturales. En todo caso, para 1570, fallecido Quiroga en 1565, ya estaban bien establecidos los franciscanos en Eróngaricuaro, administrando la doctrina en la cabecera y varios sujetos.59 Y para 1586 el visitador franciscano fray Alonso Ponce vio completa la construcción del convento de Nuestra Señora de la Asunción de Eróngaricuaro, salvo el techo del segundo nivel del claustro.60 De modo que acaso sucedió que poco después de 1554 los franciscanos se retiraron parcialmente de Eróngaricua-ro, pero para 1570, tras la muerte de Quiroga, lograron reanudar la construcción del monasterio.

En todo caso, debido a que Eróngaricuaro había sido uno de los Barrios de la Laguna apropiados por Juan Infante, quedó firmemente sometido como barrio o sujeto de la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro. Todavía en 1588 Pedro Cuajo tenía el título no de “gobernador” sino de “teniente de gobernador” del pueblo de Eróngaricuaro, terminología política española que destacaba la dependencia de un cargo respecto de uno superior. Sin embargo, Cuajo, desobedeciendo una Real Provisión del Consejo de Indias, obligaba a los indios del pueblo de San Francisco Uricho y otros sujetos suyos a dar servicio a los franciscanos de Erón-garicuaro, además del servicio que debían dar a la ciudad de Mechuacan en Pátz-cuaro y a la ciudad de Valladolid (como se llamó a partir de 1578 la nueva ciudad de Mechuacan en Guayángareo).61 El teniente de alcalde mayor de la ciudad y provincia de Mechuacan, que ese año fue Ruy Díaz Pacheco, mandó encarcelar al teniente de gobernador Pedro Cuajo.62

El apoyo de los franciscanos a Juan Infante en los pueblos de la Laguna y de la Sierra de su gran encomienda, y particularmente su intento de fundar un mo-nasterio en el pueblo de Eróngaricuaro, con el apoyo de don Juan Chichique y los

del Arte de la lengua de Michuacan … La omisión fue restituida en Warren, Estudios sobre el Michoacán colonial..., p. 99.

59 Luis García Pimentel (1855-1930), ed., Relación de los obispados de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca y otros lugares en el siglo xvi. 1904, p. 33. George Kubler (1912-1996), Mexican Architecture of the Sixteenth Century, 1948, t. I, p. 489.

60 Fray Antonio de Ciudad Real, OFM, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, 1976, vol. II, p. 80.

61 Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Guayangareo-Valladolid, Morelia, 1991. 2a edición, 2000.62 Archivo Histórico de la Ciudad de Pátzcuaro (AHCP), caja 131, expediente 5, 3 f. Resumido

en Martínez Baracs y Espinosa Morales, La vida michoacana en el siglo xvi, pp. 158-159 y 240.

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gobernantes locales, a lo largo de la década de 1540, debió fastidiar seriamente al obispo Quiroga. Como hemos visto, a partir de 1540 Juan Infante, con el apoyo del Consejo de Indias y del virrey y de la Real Audiencia de México, se apropió de los Barrios de la Laguna, salvo el pueblo de Guayámeo, donde se encontraba el pueblo hospital de Santa Fe, fundado en 1533 por el oidor Vasco de Quiroga. De modo que, en los pueblos de la ribera del lago de Pátzcuaro, se estableció una fuerte rivalidad entre el pueblo de Guayámeo, integrado al pueblo hospital de Santa Fe, y el pueblo de Eróngaricuaro, con la poderosa presencia evangelizadora de fray Maturino Gilberti, que hablaba bien la lengua de Mechuacan y otras len-guas indígenas, apoyado por Juan Infante, el gran rival de Quiroga.

Durante estos años, en Eróngaricuaro, en Tzintzuntzan, en Pátzcuaro y en otros monasterios franciscanos, Gilberti, se dio tiempo para seguir trabajando en sus grandes obras en lengua michoacana: su Arte y su Vocabulario, su Thesoro spiritual y su Diálogo de doctrina christiana, con la ayuda de bien educados jóvenes purépechas, en el taller de estudios michoacanos que formó, y que le ayudaron no sólo a escribir sus grandes obras sino a imprimirlas también.

el conflicto con vAsco De QuirogA

La colaboración, amistad y alianza de fray Maturino Gilberti con el encomen-dero Juan Infante, entre 1543 y 1554 y después, es un elemento que ayuda a entender la virulencia del ataque a partir de 1559 de Vasco de Quiroga contra el Diálogo de doctrina christiana, que no se explica por las supuestas proposiciones “malsonantes” de Gilberti sobre la Trinidad, las buenas obras y la veneración de las imágenes cristianas. No creo que el fondo de la disputa resida en la diferencia entre la teología de inspiración erasmista, cercana al protestantismo, de Gilberti, y la teología contrarreformista que habría adquirido Quiroga tras su regreso de España en 1554. Escritas con elegancia, maestría e inspiración por Gilberti, sus explicaciones sobre estos temas no parecen heterodoxas, como bien lo juzgó don Joaquín García Icazbalceta63 y lo corroboró Moisés Franco Mendoza.64 Más bien, las proposiciones incriminadas de Gilberti parecen el pretexto que aprovechó el obispo en una enemistad que tenía raíces más mundanas. No olvidemos que en los procedimientos inquisitoriales españoles, detrás de lo teológico doctrinal

63 García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo XVI, pp. 156-158.64 Franco Mendoza, Eráxamakua. La utopía de Maturino Gilberti, cap. iv.

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siempre había un trasfondo político, económico, social, personal, como nos lo hicieron ver el novelista siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989), en su investi-gación sobre el asesinato de un inquisidor español en la isla de Sicilia en el siglo xvii,65 y la historiadora franco-mexicana Solange Alberro, en su gran libro sobre la Inquisición en la sociedad novohispana.66

La enemistad de Quiroga con los franciscanos era antigua. En un primer mo-mento, como oidor de la Segunda Audiencia de México (1531-1535), el licenciado Quiroga fue muy amigo del obispo de México fray Juan de Zumárraga, quien le prestó su ejemplar de la Utopía de Moro, de 1516 (en la edición de 1518), que lo inspiró al organizar los pueblos hospitales de Santa Fe de los Altos de Mexico (1532) y de la Laguna de Mechuacan (1533).67 Pero cuando Quiroga tomó pose-sión del obispado de Mechuacan en 1538, comenzó su lamentable “pleito gran-de” con el obispo Zumárraga, por los diezmos michoacanos cobrados entre 1536 y 1538, y por los límites entre los obispados de México y de Mechuacan, en don-de pastaban grandes rebaños que pagaban jugosos diezmos.68

Como obispo de Mechuacan, Quiroga sostuvo fuertes conflictos con los franciscanos y los agustinos —con los dominicos no, porque no los había—, particularmente en la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro, donde los clérigos llegaron a romper la pila bautismal de los franciscanos, y en la nueva “ciudad de Mechuacan”, fundada por el virrey Mendoza en 1541 en el valle de Guayánga-reo, rival de la “ciudad de Mechuacan” en Pátzcuaro, sede del obispado de don Vasco. Subió aún más el tono del conflicto la colaboración de los franciscanos con el encomendero Juan Infante que se apropió ilegalmente de los pueblos de la Sierra y de la Laguna, que pertenecían, estos últimos “Barrios de la Laguna”, a la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro. Vasco de Quiroga no dejó de pleitear contra Juan Infante, desde 1533, como oidor, y desde 1538 como obispo, hasta que logró en 1554 la restitución de los Barrios de la Laguna a la ciudad de Me-chuacan.

En 1548 el obispo Quiroga viajó a España a negociar en la Corte la consecución de sus proyectos, y falleció el obispo de México, ya arzobispo, fray Juan de Zumá-

65 Leonardo Sciascia, Morte dell’Inquisitore, 1964.66 Solange Alberro, Inquisition et société au Mexique, 1571-1700, 1988; Traducción al español de

Solange Alberro, 1988. 67 Silvio Zavala (1909-2014), La “Utopía” de Tomás Moro en la Nueva España y otros estudios, 1937.

Ideario de Vasco de Quiroga, 1941. Ambos estudios están incluidos en Recuerdo de Vasco de Quiroga…, 1965. 2a edición, aumentada, 1987.

68 Carlos Herrejón Peredo, “La primera división novohispana entre México y Michoacán”, 1980, pp. 55-72.

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rraga, y en 1554 regresaron, en la misma flota, el obispo Quiroga y fray Alonso de Montúfar, el segundo arzobispo de México. Durante estos casi siete años se produjo una situación de “sede vacante” tanto en el arzobispado de México como en el obispado de Mechuacan, durante el cual se fortalecieron las órdenes mendi-cantes, que reforzaron sus alianzas con los gobernantes de los pueblos de indios.

En Mechuacan, tras la muerte en 1543 de don Pedro Cuínierangari, firme aliado del obispo Quiroga, el gobierno indio de Mechuacan regresó, con el apoyo del virrey Mendoza, a la familia real del cazonci, con don Francisco Taríacuri, hijo mayor del cazonci Tangáxoan, quien gobernó hasta su muerte en 1545, acaso debido a la gran epidemia de 1545-1548. Lo sucedió su hermano menor, don Antonio Huítzimengari, culto, brillante y emprendedor, quien gobernó la ciudad y provincia de Mechuacan hasta su muerte en 1562. Don Antonio se distanció del obispo Quiroga y se acercó más a los franciscanos (sus protectores y men-tores desde niño) y a Tzintzuntzan, la antigua capital michoacana, rebajada a la categoría de “pueblo” por Quiroga, donde estaba el gran monasterio franciscano.

Al llegar juntos a Veracruz en 1554, el arzobispo Montúfar y el obispo Quiro-ga traían el proyecto de imponer en la Nueva España una Iglesia formal, con una clara jerarquía eclesiástica, del arzobispo de México a los obispos, sus cabildos catedralicios y sus curas párrocos, a la que tenían que subordinarse las semiau-tónomas órdenes mendicantes, de franciscanos, dominicos y agustinos, con sus derechos, privilegios y exenciones. Quiroga regresó a Mechuacan poderoso, con disposiciones reales y papales que fortalecían su ciudad de Mechuacan en Pátz-cuaro (con su catedral, su colegio y su hospital) y que confirmaban la categoría de pueblo de Tzintzuntzan y rebajaban la “nueva ciudad de Mechuacan” a la categoría de “pueblo de Guayangareo”.

Ambos fueron golpes importantes contra los franciscanos, como lo fueron también las dos reales cédulas de 1553 que devolvían a la Corona los Barrios de la Laguna apropiados por Juan Infante. Como vimos, para defenderse, Infante asentó en agosto y septiembre de 1554 una gran probanza, con un cuestionario de 41 preguntas a las que contestaron 55 testigos, españoles laicos, frailes e in-dios gobernadores y principales. Entre los frailes, declaró fray Maturino Gilberti, guardián del monasterio de Eróngaricuaro, a favor de Infante, y gracias a su declaración sabemos que la colaboración del fraile y el encomendero era estre-cha hace ya más de 10 años, durante los cuales Gilberti visitó y evangelizó los pueblos de la Laguna, de la Sierra y Comanja de la gran encomienda de Infante, y promovió el establecimiento a partir de 1550 del monasterio del pueblo de Eróngaricuaro, del cual era guardián.

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Después de apoyar a Juan Infante desde su llegada a Mechuacan en 1543 y de declarar a favor suyo en la probanza de agosto de 1554, Gilberti acabó abando-nando el pueblo de Eróngaricuaro, cuando éste pasó, junto con los Barrios de la Laguna, de la jurisdicción del encomendero Juan Infante a la del alcalde mayor de la ciudad y provincia de Mechuacan, y del gobernador indio de la misma ciu-dad y provincia. Sabemos que en 1556 fray Maturino estaba en Pátzcuaro donde combatió en defensa de Tzintzuntzan contra la ciudad de Mechuacan en Pátz-cuaro del obispo Quiroga. Y el año siguiente de 1557, pasó al convento de San Francisco de la ciudad de México donde emprendió la impresión de sus obras “en lengua de Mechuacan”, sus pequeños Arte y Thesoro spiritual en 1558, y sus grandes Diálogo y Vocabulario en 1559.

En la ciudad de México los conflictos del arzobispo fray Alonso de Montúfar con los franciscanos no eran menores, debido a la pretensión del mitrado de su-bordinarlos a su poder eclesiástico y por su intento de cobrarles diezmo eclesiás-tico a los indios, a lo que se oponían los frailes porque los indios eran cristianos nuevos y ya pagaban tributo, que incluía un pago a sus cristianizadores. Y en 1556 se produjo un fuerte conflicto cuando el provincial franciscano fray Francisco de Bustamante criticó al arzobispo Montúfar en un brillante sermón, ante el virrey, los oidores y las autoridades del Virreinato, debido al apoyo que daba al nuevo culto a la Virgen de Guadalupe en la ermita del Tepeyac, imagen pintada por un indio, Marcos, a la que los indios le rendían un culto que los franciscanos consi-deraban idolátrico. El provincial Bustamante enfatizó que los indios adoraban a la imagen guadalupana en sí misma, y que había que explicarles que no se veneran a las imágenes en sí mismas, sino para que éstas nos lleven a adorar a Dios. Y el arzobispo Montúfar mandó asentar una Información en derecho, la Información de 1556, en la que dejó constancia de las críticas que le hacían los franciscanos y que él mismo había acudido al Tepeyac a explicarles a los indios que no se adoran las imágenes en sí mismas sino por lo que representan en el Cielo.69

Cuando Gilberti pasó a la ciudad de México en 1557, la trifulca estaba fresca, y sus hermanos franciscanos le debieron contar todos los detalles en el convento de San Francisco y en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. No olvidemos que el provincial Bustamante fue determinante, en el capítulo de Tarécuato de 1550, para la decisión de fundar un monasterio en Eróngaricuaro. Gilberti bien pudo verse influido por el conflicto cuando acabó de escribir e imprimir, entre 1557 y junio 1559 en la ciudad de México, su Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan,

69 Edmundo O’Gorman (1906-1995), Destierro de sombras…, 1986.

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en el que destacó esta misma idea, acerca de la correcta veneración de las imágenes cristianas, y este es precisamente uno de los puntos incriminados por Vasco de Qui-roga y sus colaboradores los padres Diego Pérez Gordillo Negrón y Francisco de la Cerda, hablantes de la lengua michoacana.70 En la parte incriminada del Diálogo, relativa a la veneración de las imágenes, el Discípulo o Estudiante (Hurénguareri) le pregunta al Maestro (Huréndahperi): “Pues por qué ahora, señor, en este tiempo se hacen imágenes de Nuestra Señora y de los santos, las cuales se adora ahora por todas partes, pues que Dios mandó que ninguna imagen se adore”.71

Ya fray Jerónimo de Alcalá, en su manuscrita Relación de Mechuacan, de 1541, había advertido las fuertes confusiones de los indios michoacanos con la religión cristiana y el culto a las imágenes y a la Virgen María: “Llamaban a las cruces Santa María, porque no habían oído la doctrina, y tenían a las cruces por dios, como los quellos tenían”.72 Gilberti y los frailes veían claramente los peligros doctrinales del cristianismo idolátrico de los indios. Y tal vez Gilberti sentía que el mismo tipo de adoración idolátrica y supersticiosa que le daban los indios de México a la imagen pintada de la Virgen de Guadalupe, le daban los de Mechua-can a la Virgen de la Salud, estatua de pasta de caña, mandada hacer por Quiroga, puesta en el hospital de Pátzcuaro, y que servía para fortalecer en lo político y lo religioso a su Obispado en Pátzcuaro.73

Tengo la impresión de que después de la larga enemistad de Vasco de Quiroga con fray Maturino Gilberti, debido al varias veces mencionado apoyo del fraile al encomendero Juan Infante y a su defensa de Tzintzuntzan contra la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro, este último argumento de Gilberti contra las imágenes, que implicaba a la Virgen de la Salud del obispo Quiroga, lo lastimó en un punto simbólico sensible. Fue algo más que la gota que derramó el vaso, y el obispo contestó de inmediato con un ataque frontal.

Con todo, debe tenerse asimismo en cuenta un indicio contrario, que Gilberti tenía relaciones muy buenas con el padre Antonio Freyre (aquí escrito Freile) (ca. 1500-?), capellán de la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe en Tepeaquilla, quien conocía a Gilberti desde 1554, y en noviembre de 1572 declaró a favor de

70 Percibió el paralelismo de ambos conflictos Francisco de la Maza (1913-1972), El guadalupa-nismo mexicano, 1953.

71 En la traducción de los padres Francisco de la Cerda y Juan Pérez Gordillo Negrón; citada por Franco Mendoza, Eráxamakua, p. 342.

72 Alcalá, Relación de Mechuacan, Tercera parte, cap. xxvii. 73 Sobre la Virgen de la Salud del obispo Quiroga, véase Rodrigo Martínez Baracs, Convivencia y

utopía. El gobierno indio y español de la “ciudad de Mechuacan”, 2005, caps. vi y vi. Caminos cruzados. Fray Maturino Gilberti en Perivan, 2005, caps. viii y ix.

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que no fuera remitido a España fray Maturino, que era excelente lengua y predi-cador y autor de varios libros en lengua michoacana.74

También debió influir en el ánimo del obispo la envidia, por no poder él mismo concluir, más de 20 años después de iniciado su Obispado, su gran catedral utópi-ca en forma de mano abierta de la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro, mientras que fray Maturino sí pudo construir tan bello y monumental libro, su Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan, que es toda una catedral utópica, no de piedra sino de papel. Y, perseguido por el obispo Quiroga, que mandó recoger los ejemplares de su Diálogo, fray Maturino se dio el gusto en 1563 de criticarlo ferozmente en una carta dirigida a su majestad por las desmesuradas y abusivas exigencias que imponía a los indios para construir su enorme catedral, que final-mente nunca acabó. Así se combatieron en Mechuacan estos dos gigantes.

74 “Informe del Arzobispado de México sede vacante, preparado por el doctor Esteban de Portillo, Provisor y Vicario General del mismo, referente a la información solicitada por el Rey sobre fray Maturino Gilberti y otros religiosos franciscanos”, noviembre de 1572, en Becerril Patlán y Cerda Farías, Catálogo de documentos históricos coloniales de Michoacán. Expedientes microfilmados y reproducidos, pp. 175-177.

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Smith Stark, Thomas C.2010 “La trilogía catequística: artes, vocabularios y doctrinas en la Nueva

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FRAY MATURINO GILBERTI EN ERÓNGARICUARO (1554)

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Traslosheros, Jorge2018 “Fray Maturino Gilberti y don Vasco de Quiroga. Una controversia

judicial, sobre un problema lingüístico y pastoral en la Nueva Espa-ña del siglo xvi”, Signos Históricos 40: 8-41.

Vetancurt, fray Agustín de1698 Teatro mexicano. México, por Doña María de Benavides, viuda de

Iuan de Ribera.

Warren J. Benedict1963 Vasco de Quiroga and his pueblos-hospitals of Santa Fe. Washington, Aca-

demy of Franciscan History. 1971 “Fray Jerónimo de Alcalá: Author of the Relación de Michoacán?”, The

Americas, XXVII, 3: 307-326.1977a “Fray Jerónimo de Alcalá, ¿Autor de la Relación de Michoacán?”, tra-

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1977b Vasco de Quiroga y sus hospitales-pueblo de Santa Fe, traducción de Agus-tín García Alcaraz, revisada por Sol Arguedas. Morelia, Universidad Michoacana.

1977c La conquista de Michoacán, 1521-1530, traducción de Agustín García Alcaraz. Morelia, Fímax Publicistas.

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1987 “Introducción” a la edición facsimilar de fray Maturino Gilberti, Arte de la lengua de Michuacan (1558). Morelia, Fímax Publicistas Edi-tores.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

2007 Estudios sobre el Michoacán colonial. Los lingüistas y la lengua, presentación de Gerardo Sánchez Díaz. Morelia, Fímax Publicistas y Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Yokoyama, Wakako2014 Dos mundos y un destino. Cien años de la encomienda de Juan Infante y sus

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Zavala, Silvio1937 La “Utopía” de Tomás Moro en la Nueva España y otros estudios, Con una

Introducción por Genaro Estrada (1887-1937). México, Antigua Li-brería Robredo, de José Porrúa e Hijos.

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mentada. México, Porrúa (Sepan cuantos, 546).

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DISCURSOS DE INGRESO Y RESPUESTAS

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GOBERNADORES, ALCALDES Y ALGUACILES. JUSTICIA E INJUSTICIA EN LOS PUEBLOS DE INDIOS

DEL MÉXICO COLONIAL1

Felipe Castro Gutiérrez

El día de hoy es para mí una ocasión muy especial, porque el ingreso a esta Academia es un honor, un momento muy importante en la vida de cualquier

historiador, y es inevitable mirar hacia atrás para ver lo recorrido. Permítaseme entonces iniciar esta exposición con una breve relación personal que, como es-pero se verá, tiene cierta relación con el tema que pretendo hoy exponer ante ustedes.

Nací hace ya algunos años en Mercedes, en la austral república de Uruguay, que en aquel entonces era una agradable y apacible ciudad provinciana. Estaba a las orillas del Río Negro, una poderosa, grande y señorial corriente. Era tan ancho que en las mañanas brumosas de invierno apenas se distinguía su otra orilla. A veces, después de semanas y semanas de lluvias interminables, la corriente se des-bordaba e inundaba varias manzanas de los barrios más pobres. Las autoridades ya lo tenían previsto y disponían de camiones para trasladar personas y muebles a viviendas públicas desocupadas, o en el peor de los casos a vagones de ferrocarril improvisados como habitaciones. Todo estaba bastante bien organizado.

Sin embargo, recuerdo que siempre había personas que se resistían a abando-nar sus hogares. Se quedaban sentadas en la puerta trasera de sus casas, viendo como en el patio se formaba una humedad, luego se veía un charco aparecer

1 Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Felipe Castro Gutiérrez (sillón 19), leído el 7 de mayo de 2019.

N. E. Cabe señalar que los discursos y las respuestas se ofrecen aquí en orden cronológico res-pecto a los temas tratados, y no conforme a la fecha en que se pronunciaron.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

lentamente y después el río, sin prisa pero sin pausa, iba subiendo los escalones hasta invadir sus modestas viviendas, como todos sabían que era inevitable que ocurriera. Y no era sino cuando el agua les llegaba a los tobillos que aceptaban finalmente ser evacuadas.

Lo que entonces me impresionaba era como las personas mostraban una ac-titud de callada terquedad, una especie de resistencia silenciosa y absurda ante lo que era un desastre inevitable. Seguramente la inundación y los daños a sus casas podían ser explicados con cifras meteorológicas y cuestiones de urbanismo o desigualdad social que ni comprendían ni les interesaban; sólo veían la lenta inundación de lo inevitable.

Años después, ya como historiador, me ocupé de gremios de artesanos; de re-beldes opuestos a las reformas borbónicas; de indios de los pueblos michoacanos, y de los jornaleros urbanos. Parecen todos temas muy diversos; pero tienen en común que tratan de quienes sufrían el resultado local de procesos mucho vastos e impersonales, que podían ir desde el crecimiento demográfico, la expansión de la agricultura de mercado hasta la progresiva consolidación del Estado moderno. Son contextos todos que pueden explicarse, otra vez, en términos analíticos y científi-cos que realmente no les importaba a quienes en concreto sufrían las consecuen-cias. Frente a estas fuerzas anónimas que amenazaban las condiciones en las que siempre habían vivido, actuaban también con orgullo, desesperanza o enojo.

Son ciertamente historias menores, que podrían parecer casi anecdóticas y que frecuentemente quedan inadvertidas o escasamente representadas en crónicas y documentos. Pero, aparte de que se refieren a cómo vive la mayor parte de la humanidad, tienen su propio interés y bien vale ocuparse de ellas. Y desde lue-go, también ocurre que estas pequeñas historias llegan a conjuntarse, provocan inquietudes, sobresaltos y alarmas en los palacios de los obispos y mandatarios, y a veces, solamente a veces, acaban por tumbar gobiernos y sistemas políticos.

Lo que era un interés juvenil muy genérico se convirtió en actividad profesio-nal gracias a que llegué a México por una combinación de circunstancias entre voluntarias e involuntarias. Aquí tuve el privilegio de estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. En ella tuve excelentes profesores; entre los que ya no están con nosotros recuerdo con par-ticular afecto a Roberto Moreno de los Arcos, quien fue asesor de mis primeras tesis y me introdujo a lo que sería mi segundo hogar, el Instituto de Investigacio-nes Históricas de la unAm.

De quienes hoy me acompañan quiero mencionar a dos de mis maestros; a Antonio Rubial, un joven profesor con el cual había que inscribirse rápidamente

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porque sus clases siempre se llenaban, y a Gisela von Wobeser, de quien corría la voz que era una maestra muy exigente pero con la que se aprendía mucho. El hecho de que dos de mis antiguos profesores me hayan apoyado para ser parte de esta Academia significa mucho para mí, y me lleva a pensar que, después de una treintena de años, he logrado finalmente sacar algún buen provecho de sus enseñanzas.

Por otra parte, mi ingreso a esta Academia tiene para mí un carácter agridulce, porque sucedo en el sillón 19 a Bernardo García Martínez a quien todos esperá-bamos tener muchos más años con nosotros. Es ciertamente un honor ocupar su sitio, y también una seria responsabilidad, porque no será fácil continuar con el rigor y la originalidad que le fueron propias. De él tuve primer conocimiento por su obra sobre el Marquesado del Valle2; después, cuando era estudiante de pos-grado, uno de mis maestros me recomendó su libro, que acababa de salir, sobre Los pueblos de la sierra (1987).3 En su lectura, me impresionó la minuciosa revisión de archivos, la precisión de los conceptos, la narrativa a la vez sobria y elocuente, y la capacidad de presentar argumentos que, partiendo de casos particulares en estudio iban mucho más allá, y permitían comprender mejor la sociedad novo-hispana. Por sus dimensiones y ambiciones, es una obra que hoy parece casi de otra época, cuando la investigación era paciente, sin prisas y con objetivos de grandes alcances.

Dos de sus argumentos me llamaron mucho la atención: que debía dejarse de ver a los pueblos de indios como entidades ahistóricas, siempre idénticos a sí mismos a través de los siglos, porque estudiados con atención se aprecia en ellos cambios poco visibles pero de gran importancia en su configuración social y cultural, y la importancia dada al espacio geográfico, esto es a las consecuencias territoriales de las congregaciones, las encomiendas y la aparición de nuevos ca-minos para el flujo de hombres, mercancías e ideas. No puedo dejar de mencio-nar, por otro lado, una idea que no era explícita en esta obra, pero que recorre sus páginas: que la historia rural mexicana hay que hacerla, literalmente, con los pies, viendo personalmente caminos, cerros y arroyos, y no puede entenderse bien de otra manera. De esos viajes resultó una extensa y valiosa colección de fotografías de lugares en ocasiones remotos, que ciertamente ameritaría que tuvieran un es-pacio adecuado para su consulta por el público

2 Bernardo García Martínez, El Marquesado del Valle…, 1969.3 Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra…, 1987. Varios de sus trabajos, dispersos en

diferentes publicaciones, fueron reunidos en Tiempos y lugares…, 2014.

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Uno de los aspectos en que Bernardo García insistió fue la de criticar la prác-tica de denominar a los antiguos altepeme como “comunidades”, proyectando una idea de tonos románticos hacia el pasado. Señaló también, siguiendo en esto a Andrés Lira, que la voz se aplicaba en el caso de los indios en el sentido de “tie-rras de comunidad” o “cajas de comunidad”, y no a una entidad social y política.4 Fue este, precisamente, el tema de su discurso de ingreso a esta Academia, en el que retomó su propuesta de referirse a “pueblos de indios” para hablar de estos cuerpos políticos coloniales. En su visión, no era propiamente un sustantivo, sino ante todo un concepto.5 Fue una iniciativa que tuvo fortuna, y se volvió de uso tan común que a veces ya no se recuerda bien su origen.

Para mi discurso en esta ocasión me ha parecido conveniente establecer una especie de continuidad con el discurso de mi predecesor, tomando un aspecto especí-fico; la relación entre los indios y la justicia. Sea este, entonces, también un muy modesto homenaje a su memoria.

Se trata de un antiguo tema que ha conocido una notable renovación en las últimas décadas. En efecto, de largo tiempo atrás los historiadores se han intere-sado en la manera en que se impartía justicia y se preservaba el orden público y cómo, en ocasiones, se suscitaban incidentes y situaciones que daban lugar a la intervención de jueces y tribunales, con las correspondientes sumarias, pruebas, alegatos, sentencias y apelaciones.

Esta historiografía siguió dos perspectivas. Por un lado, existe una historia de las instituciones gubernativas y judiciales, con predilección por los tratadistas, los tribunales, la legislación, los jueces y la jurisprudencia; de aquí se derivaron los eru-ditos estudios de Silvio Zavala, así como una vasta y ya casi secular producción académica.6 Por otro, desde mediados del pasado siglo está presente una corrien-te cercana a la historia social, en la cual las cuestiones judiciales eran ante todo una vía para conocer las tensiones, rupturas y conflictos sobre tierras, tributo, trabajo y obediencia. Entre estas obras se encuentran las de William B Taylor, que siempre han sido para mí una fuente de inspiración.7

4 Andrés Lira, “La voz comunidad en la Recopilación de 1680”, 1984, pp. 74-92.5 Bernardo García Martínez, “Naturaleza política y corporativa de los ‘pueblos de indios’”, 1999.6 Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de América, 1971. Asimismo, entre los “clá-

sicos” se hallan Rafael Altamira, Estudios sobre las fuentes de conocimiento de la historia del derecho indiano, 1949; Alfonso García-Gallo, La ley como fuente de derecho en Indias en el siglo xvi, 1951; José María Ots y Capdequí, Manual de historia del derecho español en las Indias y del derecho propiamente indiano, 1945. Una visión más reciente en Víctor Tau Anzoátegui, Nuevos horizontes en el estudio histórico del derecho indiano, 1997.

7 William B. Taylor, Embriaguez, homicidio y rebelión..., 1987.

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En años recientes hemos regresado sobre la historia del derecho, en parte como consecuencias de una evolución historiográfica y sospecho que también como resultado de una preocupación contemporánea por los temas de la justicia o, más exactamente de la injusticia en las sociedades hispanoamericanas, porque los his-toriadores de manera natural buscamos en el pasado las razones de un presente que mucho nos inquieta. Así, conjuntando las previas perspectivas, hemos dado un giro a su análisis y adoptado una perspectiva más cultural. Esto es, nos hemos interesado por las ideas subyacentes detrás de las leyes, la manera en que los jueces las aplicaban e interpretaban en la casuística cotidiana8, la forma en que los actores de causas civiles y criminales se presentaban a sí mismos según creían convenirles9.

Aquí me ocuparé en particular de la impartición de la justicia al interior de los pueblos de indios. Es decir, su relación con entidades externas, como los alcaldes mayores, el virrey, la Real Audiencia y los arzobispados presenta casos de gran relevancia, y que generaban mucha documentación, lo cual siempre es muy conveniente para el historiador. 10 Sin embargo, esta necesaria aproximación puede dejarnos con una visión muy formal y demasiado institucional, porque lo que apreciamos es la vida pública y corporativa de los pueblos, aquello que era evidente y quedaba debidamente registrado en los archivos virreinales. Así con-siderados, los pueblos de indios parecen frecuentemente un todo corporativo y homogéneo. En cambio, lo que ocurría dentro de los pueblos de manera cotidia-na, la forma de resolver los problemas del orden público, de solución de enconos particulares, y todo aquello que nos remite a fricciones y divisiones internas, nos resulta impreciso, como si estuviera en un borroso trasfondo.

No ayuda, evidentemente, que los documentos relevantes sean fragmentarios y dispersos. Marcello Carmagnani hablaba de una historia indígena “intersticial”11. El nombre le queda bien, porque solo alcanzamos a ver los resquicios de una realidad, y es solamente poco a poco que podemos asociar entre sí innumerables fragmentos de información, cada uno de los cuales, tomados aisladamente, re-sultarían puramente anecdóticos. Desde luego no se trata de una “gran historia”, porque lo que a veces se disputaba era una propiedad que consistía en una casa rústica hecha de adobes, las riñas en un mercado o la costumbre de beber pulque

8 Elisa Speckman, Crimen y castigo…, 2002.9 Raúl Fradkin, “Cultura jurídica y cultura política…”, 2009. 10 El texto clásico es el de Woodrow Borah, El Juzgado General de los Indios en la Nueva España,

1996; un estudio reciente en Susan Kellog, Law and the Transformation of Aztec Culture, 1500-1700, 1999.11 Marcello Carmagnani, El regreso de los dioses…, 1988, p. 12.

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en las fiestas de la iglesia. Y los conflictos no son los muy sonados entre podero-sos e influyentes hacendados o mercaderes, sino que tenían lugar entre vecinos que en el mejor de los casos eran de modesta condición. Pero para las personas implicadas podían ser asuntos de la mayor trascendencia, a los que dedicaban tiempo, esfuerzo y sacrificios personales para defender sus derechos.

El tema tiene, también, un aspecto cultural de interés, porque es un caso de instituciones y prácticas sincréticas, o para darles un nombre menos solemne, mestizas. En efecto, aunque instituciones como el virreinato, la audiencia o los arzobispados se trasladaron desde España con sólo las adecuaciones pertinentes al nuevo escenario, y realmente pueden hacerse estudios comparativos con sus equivalentes europeos, en el caso de la gobernación y la justicia indígenas ocurrió una fusión de elementos hispánicos y mesoamericanos, de lo cual aquí conside-raremos algunos ejemplos.

En fin, estudiar la justicia de una manera que podríamos llamar microjurídica nos permite comprender mejor los procesos y dinámicas, la evolución de estos pueblos como entidades vivas y cambiantes. Y claro está, por esta vía también podemos apreciar mejor las consecuencias indirectas de la consolidación del Es-tado en la época borbónica, las reformas en la Iglesia, los efectos de los ciclos demográficos o las derivaciones locales de grandes acontecimientos, como la revolución de independencia. Porque desde luego, para las personas, toda historia a fin de cuentas es local.

lA creAción De los AlcAlDes inDios

Para el centro del virreinato, que es el espacio que aquí me ocupa, Dorothy Tanck identificó para fines del siglo xviii a 4468 pueblos de indios, con su propio go-bierno.12 Debieron ser muchísimos más en el siglo xvi, antes de las epidemias y del programa de congregación de pueblos de fines de esa centuria. En términos demográficos, estamos hablando de la gran mayoría de la población, aunque su peso fuese disminuyendo proporcionalmente a lo largo del tiempo. También eran quienes entregaban al rey el importante ramo del tributo (entre muchas otras contribuciones), daban su trabajo (directamente y a través de diversas formas de servicio personal obligatorio), y eran quienes abastecían de diversos productos a las ciudades; también daban razón de ser a la Iglesia misional y finalmente, pero

12 Dorothy Tanck Estrada, Atlas ilustrado de los pueblos de indios: Nueva España 1800, 2005.

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no de menos importancia, proporcionaban la legitimación formal del dominio español en Indias.

El gobierno, evangelización y administración de justicia de sus nuevos domi-nios representó un serio desafío para la Corona española, para el cual no había precedentes ni soluciones fáciles. Por un lado, era una vastísima población, que además tenía un sistema social complejo, sus propias tradiciones de gobierno y normas jurídicas, antiguas y bien organizadas, que no podían ignorarse. Por otro, existía un gobierno virreinal, pero no un verdadero aparato estatal que pudiera encargarse de esta difícil y complicada labor. Así, se adoptó la política de apoyarse para el gobierno y justicia de los nuevos súbditos del rey en los descendientes de los “señores naturales” nativos, llamados con el término antillano de caciques. Era una solución práctica, que además coincidía con la prédica de los juristas y teólogos de la corte, en cuanto reconocía el derecho “natural” de los indios a gobernarse por sí mismos.13

Muy pronto, sin embargo, se llegó a considerar el sistema de cacicazgos como inconveniente. De por sí los monarcas consideraban con cierta desconfianza la concesión de privilegios hereditarios, contra los que había tenido que enfrentarse durante muchos años en España. Por su lado, los colonos españoles veían a los nobles indios con hostilidad, como un grupo que podía competir por posiciones y privilegios. Los misioneros, que los necesitaban indispensablemente para su labor evangelizadora, ocasionalmente también denunciaban sus excesos y “tira-nías” sobre los indios del común.

Así, desde la década de 1530 la Corona buscó desplazar paulatinamente a los caciques de la impartición de justicia, y suplantarlos con alcaldes indígenas que actuarían localmente en nombre del rey.14 No fue propiamente un “gran plan”, sino como era típico en esta época, un conjunto de decisiones casuísticas, con avances, rectificaciones y retrocesos. Aunque fuese un inicio muy modesto, era un paso que establecía la jurisdicción real en los pueblos, con exclusión de cual-quier otra.

En el ámbito nahua, los alcaldes a veces aparecen mencionados como teuctla-toani, que en general se traduce como “juez”. En otros espacios se adopta tal cual

13 Sobre esta primera etapa, véase Delfina López Sarrelangue, La nobleza indígena de Pátzcuaro…, 1965, y Margarita Menegus Bornemann y Rodolfo Aguirre Salvador, El cacicazgo en Nueva España y Filipinas, 2005.

14 Norma A. Castillo Palma y Francisco González-Hermosillo, “La justicia indígena bajo la dominación española…”, 2004; Margarita Menegus Bornemann, “El gobierno de los indios en la Nueva España…”, 1999.

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el término español, lo cual lleva a pensar que no había un equivalente mesoame-ricano al que pudiera asimilarse. James Lockhart sostiene que en la jerarquía de cargos estaban después del gobernador y regidor15; sin embargo a veces se lla-maba al alcalde “teniente de gobernador”, o sea su segundo o sustituto. En esto pueden haber existido, desde luego, diferentes costumbres locales.

Pueden verse con frecuencia a los alcaldes en las “pinturas a su usanza” de los indios, los que hoy llamamos códices, como el Osuna (formalmente la Pintura del gobernador, alcaldes y regidores de México, 1565), representados en un estilo que com-binaba distintas tradiciones: calzón de manta o pantalón al estilo europeo, pero a la vez una tilma de algodón blanca con un ribete encarnado que indica el empleo de la grana cochinilla, que en Mesoamérica estaba reservado a las figuras nobles o de autoridad. Asimismo, portan un bastón de mando, o más exactamente lo que en los documentos se denomina “vara de justicia”, a veces de considerables dimensiones16, que recordaba a todos que en ellos estaba presente la autoridad del rey. Es usual también que en los documentos se agregara al nombre del al-calde el apelativo de “don” (o su equivalente en lenguas indígenas, como acha, en tarasco, o el sufijo -tzin). No pagaban tributo ni daban servicio personal, al menos mientras ocupasen su cargo.17

el mArco legAl

La Recopilación de leyes de los reinos de las Indias mandaba que en pueblos de menos de cuarenta casas hubiera un alcalde; si el pueblo fuese de entre 40 y 80, un alcalde y un regidor, y con más de 80, tendría dos alcaldes dos regidores y los lugares muy grandes, hasta dos alcaldes y cuatro regidores.18 Este primer intento de crear un sistema jurídico seguía un procedimiento puramente cuantitativo y poblacional. Inevitablemente debió presentar problemas para adaptarse a las complejidades de la organización política indígena, donde los asentamientos se ordenaban por cuestiones que no tenían que ver necesariamente con el tamaño de la población, sino con la presencia o ausencia de un linaje noble, un mercado y un templo. Es probable también que, como dice Robert Haskett, las congregaciones de pueblos

15 James Lockhart, The Nahuas after the Conquest…, 2005, pp. 18, 19.16 Códice Osuna, 1947.17 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, 1973, ley XX, título V, libro VI.18 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, 1973, ley 15, título 3, libro 6, 10 de octubre de 1618,

que retoma mandamientos anteriores.

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de fines del siglo xvi tendieran a romper mucho de la herencia mesoamericana, y contribuyeran a consolidar estas nuevas formas de autoridad, justicia y gobier-no.19 Como quiera que sea, fueron asentándose poco a poco, con los inevitables ajustes y adecuaciones y llegaron a ser parte de la cultura política indígena. Es posible que los primeros fuesen designados por los caciques y los alcaldes mayo-res, pero para fechas posteriores el procedimiento fue el electivo, que se realizaba cada año junto con los demás cargos de cabildo. Así, los alcaldes se insertaron en el cursus honorum de la jerarquía indígena, de modo que para serlo se requería por lo común haberse desempeñado en puestos inferiores, como el de topil o man-dón, alcalde de un barrio o pueblo sujeto, o bien fiscal de la iglesia.20

Las leyes 16 y 17 del mismo título de la Recopilación establecían los términos jurisdiccionales. Los alcaldes tendrían el equivalente de lo que se denominaba “vara baja de justicia”: podrían castigar con un día de prisión, seis u ocho azotes a los indios o en su caso con más rigor a los que faltaren a misa, se embriagaran o hicieran faltas semejantes; así como determinar causas civiles entre indios, de poca monta monetaria. Para casos graves por la cuantía de los bienes o que ame-ritaran sentencias más severas, debían formar una sumaria y enviar los autos (y en su caso, el reo) al alcalde mayor. Asimismo, podrían inquirir, prender y llevar los delincuentes mestizos, negros o mulatos a la cárcel, para remitirlos a la justicia española, pero no ejecutar castigos o sentencias en su contra. De ninguna manera podrían actuar contra españoles, que siempre estarían sujetos al alcalde mayor más cercano.21

Como puede apreciarse, era un sistema donde, a diferencia de lo que ocurre hoy día, las jurisdicciones no se dividían territorialmente, sino que se aplicaba a las personas que vivían en ese territorio, con debida consideración a sus diferen-cias de “calidad”. En general, los alcaldes actuaban como los jueces pedáneos hispanos, que atendían los asuntos “de pie” y a verdad sabida, sin más formu-lismos; pero había variaciones como la de Tlaxcala, donde existía un tribunal presidido por el gobernador y los alcaldes, denominado en español como “au-diencia”, y que actuaba con todas las formas de sumaria, alegatos, declaraciones de testigos y sentencia propios de los tribunales españoles.22 En esto, como en otros aspectos, el caso tlaxcalteca es asunto aparte.

19 Robert Haskett, Indigenous Rulers…, 1991, pp. 104-106.20 Castillo Palma y González Hermosillo, “La justicia indígena bajo la dominación española…”,

2004, pp. 30-31.21 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, 1973.22 Susana García León, “La justicia indígena en el siglo XVI…”, 2004.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

goBernADores, AlcAlDes y AlguAciles

El virrey Antonio de Mendoza tuvo buena opinión de los nuevos alcaldes, y es-cribió a su sucesor que eran muy necesarios para ejecución de las ordenanzas y convenientes para la policía (o sea el buen gobierno) de los indios.23 Sin embargo, parece haber concluido que se requería una figura de mayor autoridad para con-trarrestar la que tenían no solamente los caciques, sino también los frailes que en esta época actuaban por su cuenta, y a veces tomaban decisiones que incluso eran propiamente de justicia civil o criminal entre indios.

Esta alternativa fue el establecimiento de un sistema de gobernadores y cabil-dos electos anualmente entre y por los “principales” de cada pueblo. Los cambios fueron mucho más allá de la simple aparición de nuevas instituciones. Los habi-tantes de los pueblos pasaron a ser una “república”, una institución con persona-lidad jurídica propia, que podía elegir sus autoridades, tomar decisiones sobre los asuntos que les concernían (tributo, trabajo, manejos de recursos comunitarios) y presentar peticiones directamente ante las autoridades virreinales.

Parece significativo que esta designación anual de gobernadores, alcaldes y alguaciles siguiera frecuentemente, como hizo notar Charles Gibson, una “tanda y rueda”, un principio rotativo, de modo que todos los “barrios mayores” estu-viesen equitativamente representados a lo largo de los años.24 En este sentido, la elección formaría parte de un universo mental mayor que se consolida a fines del siglo xvi: el de la territorialización de las relaciones sociales, el tránsito de los antiguos calpulli o teccalli hacia corporaciones municipales centradas en la triada de territorio, pobladores y santo patrón, que con pocas variaciones llegaría hasta el siglo xx.

El carácter de la jurisdicción del gobernador quedaba claro en el proceso de nombramiento. La votación debía de ser aprobada por el virrey; la posterior “en-trega de varas” la efectuaba el alcalde mayor, y el nuevo gobernador debía jurar ante un crucifijo usar bien de su oficio, atender las causas públicas, tratar con equidad a las viudas, menores, huérfanos y pobres y no consentir borracheras ni amancebamientos. 25 Era la versión local y con algunas adecuaciones del juramen-to que debía prestar cualquier juez al servicio del monarca.

La expresión material de esta jurisdicción era la cárcel de comunidad, y en

23 Lewis Hanke (ed.), Los virreyes españoles en América…, 1976, vol. 1, pp. 38-57.24 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español. 1519-1810, 1981, p. 194.25 Haskett, Indigenous Rulers, 1991, pp. 27-59.

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algunos lugares el “rollo” o picota, o simplemente un poste del portal de la casa de cabildo, donde se exponía a la vergüenza pública o se azotaba a quienes pa-recieran merecerlo. Podrían parecer aspectos coercitivos e intimidantes, pero era también una manifestación de que en el lugar existía un juez del rey, al que podía acudirse para reclamar el propio derecho.

Los encargados de impartir justicia eran el gobernador y los alcaldes, lo cual plantea la cuestión de la división de funciones y ocupaciones. No había una norma al respecto, por lo cual la casuística es bastante variada, dependía frecuentemente de circunstancias particulares y a veces simplemente de distintas personalidades. Mi impresión muy general es que los gobernadores intervenían (con la indispen-sable colaboración de los alcaldes) en asuntos que tenían que ver con las obli-gaciones corporativas de la república, esto es con las cuestiones de recaudación de tributos y contribuciones al servicio personal obligatorio (y, ocasionalmente, el detestado repartimiento de mercancías). Mientras, los alcaldes por sí solos se ocupaban de cuestiones de orden cotidiano, como pleitos entre vecinos, disputas domésticas y faltas a la moral cristiana.

Esta división entre aspectos públicos y privados resulta analíticamente atrac-tiva por lo clara y simple, pero a veces los límites eran imprecisos. Por ejemplo, un gobernador de Pátzcuaro adquirió cierto mal renombre porque, con la conni-vencia del alcalde mayor y el párroco, encarcelaba a los opositores a su reelección con el pretexto de que golpeaban a sus esposas, se emborrachaban en público o faltaban a misa, y allí los tenía en los húmedos y fríos calabozos hasta que prome-tían votar por él.26 Aquí las diferencias entre lo público y lo privado resultaban borrosas y podían ser objeto de torcidas manipulaciones cuando había muchos intereses políticos. Lo anterior también es buen ejemplo de cómo el gobernador podía actuar con bastante discrecionalidad en asuntos locales, que no interesaban mayormente a las autoridades españolas. La distancia entre la justicia y la injusti-cia era ambigua, y sujeta a diversas interpretaciones.

De hecho, las quejas contra los gobernadores son tan comunes que podrían darnos la imagen de un sistema de justicia arbitrario, muy alejado de los principios de equidad. Pero por otro lado, hay que tener en cuenta que detrás de muchas de estas denuncias estaba el crónico faccionalismo de la agitada vida política local, que enfrentaba a familias, barrios y clientelas personales. Esto era muy notorio cuando había muchos recursos en juego, como sucedía con las grandes cabeceras con cientos o incluso miles de pobladores, como Tenochtitlan, Cholula, Texcoco

26 Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el Imperio español, 2004, pp. 137, 138.

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o Pátzcuaro. En esto, como en muchos otros aspectos, el historiador es prisio-nero de sus datos. Y claro está, los lugares donde la vida política comunitaria y la impartición de justicia transcurrían plácidamente no dejaron mayor huella documental, lo cual puede dejarnos una visión muy parcial de la vida política de los pueblos.

Los alguaciles, por su lado, eran el brazo ejecutor de la justicia. Como decía el virrey Mendoza, “son necesarios para evitar las borracherías y sacrificios y prender los que hacen excesos, y para que tengan cuidado de recoger los indios a la doctrina”.27 A veces se le llamaba alguaciles mayores, porque podía haber alguaciles menores o “topiles”, uno por cada barrio o pueblo sujeto. Era frecuen-te también que auxiliaran a los alcaldes mayores españoles proporcionando el músculo y brazo armado para realizar prisiones o trasladar reos, incluso mesti-zos, mulatos o españoles. Podía ser peligroso, y consta al menos un caso en que un pobre alguacil recibió una puñalada fatal en el pecho por tratar de cumplir cabalmente con sus obligaciones.28 Es de interés señalar que en ocasiones estos alguaciles no llevaban el título de “don” antes de su nombre, lo cual sugiere que podían ser macehuales o “del común”. En este sentido, el servicio en el alguaci-lazgo puede haber sido una vía para que se “ennoblecieran” y ellos, o sus descen-dientes, pudieran aspirar a ser tenidos como “principales” y candidatos a ocupar cargos de mayor prestigio del cabildo indígena.

lA prácticA De lA justiciA locAl

Esta jurisdicción local indígena se expresaba en concreto en varios aspectos, al-guno de los cuales hoy día nos parecerían de índole gubernativa, pero que en esta época se consideraban también formas de “hacer justicia”, en particular en lo que concierne al antiguo concepto de que consiste en dar a cada quién lo que se debe según sus méritos. En un sentido amplio, gobernar era preservar el bien común en una sociedad donde los individuos no eran ni podían ser iguales entre sí, sino que se distinguían por su “calidad” y pertenencia a distintos estamentos y comunidades corporativas.

27 Hanke, Los virreyes españoles en América…, 1976, vol. 1, p. 310-311.28 Patricia García Rosas “Cárcel y juicios: la acción punitiva en los albores del siglo xviii…”,

2015, pp. 103-116.

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No es fácil adentrarse en este tema, porque las actuaciones de gobernadores y alcaldes no generaban muchos documentos, sino que se resolvían principalmente en lo que hoy llamaríamos juicios orales. Los conocemos cuando atraían quejas por abusos y excesos, o cuando por la naturaleza del delito acababan derivando hacia las autoridades civiles o eclesiásticas españolas.

El primer aspecto, y el más evidente, tiene que ver con el concepto de “policía y buen gobierno” El Diccionario de autoridades definía la “policía” como la “buena orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliendo las leyes y ordenanzas”.29 Así aparecía en los “bandos” que casi ritualmente eran procla-mados cada año en la plaza mayor.

En primera instancia parece una cuestión de lo que hoy llamaríamos labor policial, de mantener la paz pública y de que las riñas y pleitos particulares no pa-saran a mayores, así como vigilar el buen cumplimiento de normas y reglamentos. Así dicho, parece algo claro, sencillo y obvio. En realidad era algo mucho más complicado. Cuando una conducta pasaba de ser inconveniente a convertirse en delictiva era materia variable y subjetiva, que los gobernadores y alcaldes deter-minaban de manera casuística.

Por ejemplo, las fiestas civiles y religiosas, el cambio de autoridades del cabildo o de las cofradías iban acompañados de abundante consumo de pulque o aguar-diente, aunque fuese denostado y lamentado por los curas párrocos porque daba lugar a ofensas a ambas majestades, la humana y la divina. Esto a su vez era posible porque, aunque la venta pública de aguardiente estaba prohibida en los pueblos de indios, en la práctica era un trato que daba ocupación e ingresos a muchas personas.30 En cuanto a la moral privada, en un pueblo era casi imposible ocultar adulterios o amancebamientos, que todos los vecinos conocían o al menos sospe-chaban con algún fundamento. Incluso en asuntos más graves, que tocaban a la fe, el límite entre la muy conocida labor de la curandera o partera con la hechicería era ambiguo y fluido.31 En los pueblos, detrás de la aparente calma y la siempre igual rutina, había frecuentemente un trasfondo sordo, en tono menor, de conductas inconvenientes, reprobables o incluso que se acercaban a lo delictivo. Por lo común se dejaban pasar, pero ocasionalmente daban lugar a la intervención de los gober-nadores y alcaldes, a prisiones o azotes públicos o, si el caso lo ameritaba, a la remi-sión de los acusados al tribunal del alcalde mayor o el juez eclesiástico más cercano.

29 Real Academia Española, Diccionario de autoridades, 2002, vol. 3, p. 311.30 Sonia Corcuera, Del amor al temor: borrachez, catequesis y control en la Nueva España…, 1994.31 Juan Carlos Cortés Máximo, “Los indios ante el Juzgado del Provisorato en el obispado de

Michoacán, siglo xviii”, 2015.

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En ocasiones estas intermitencias represivas se debían a situaciones puramen-te circunstanciales, como una denuncia o animadversión particular, o el súbito celo de un párroco o alcalde mayor que quería hacer méritos con sus superiores. Pero vistas en conjunto y a lo largo del tiempo, puede apreciarse que correspon-dían a una manera muy característica de impartir justicia: los gobernadores y al-caldes, más que vigilar el cumplimiento de las normas, se dedicaban a administrar el margen tolerable de las transgresiones, lo cual es cosa relacionada pero distinta. Y esta tolerancia tenía mucho que ver con las nociones de publicidad y escándalo, lo que causaba murmuración y mal ejemplo, y podía atraer la indeseable interven-ción directa de los jueces españoles en la vida local. Vista así, la impartición de justicia tenía sus complejidades, y distaba mucho de ser un ejercicio mecánico de cumplimiento de la ley.

Otro ámbito de la justicia pueblerina es el de la violencia personal. Con mucha frecuencia aparecen en los documentos casos en que una amistosa reunión social entre compadres, o la fiesta de una cofradía, derivaba en un pleito animado por el alcohol con las consecuencias de heridas o muertes.32 O bien una disputa do-méstica entre marido y mujer acaba con la esposa golpeada, a veces en el hospital más cercano, o que en el peor de los casos, terminaba pasando a mejor vida.33

Todo esto motivaba inevitablemente la intervención de los alguaciles indios, el levantamiento de un acta por parte del gobernador o alcalde, y la conducción del reo ante los alcaldes mayores.

Con mucha frecuencia, poco después la parte ofendida (o, a veces, sus deu-dos) se presentaba ante la justicia española acompañada del alcalde indígena para renunciar a su querella, y el reo se comprometía a compensar de alguna manera el daño causado, ya fuese en forma de pago de gastos de atención médica o de limosnas para misas por el alma del o la difunta.34 Además de que el perdón era una virtud cristiana considerada como muy propicia para la salvación del alma, puede sospecharse que en el trasfondo estaba la intervención informal de los justicias indígenas y una negociación efectuada en privado, en que se procuraba restañar las heridas causadas en la moral comunitaria, y que el encono y deseo de venganza de los familiares dejara lugar a formas de concertación. Se trataba también de evitar que el culpable fuese enviado a largas temporadas de trabajos forzados en algún obraje o ingenio azucarero, con lo que la familia perdía su me-

32 Sobre homicidios, véase Taylor, Embriaguez, homicidio y rebelión…¸ 1987, pp. 162-171.33 Steve J. Stern, The Secret History of Gender…, 1995, pp. 19, 20, 78-85.34 José Enciso Contreras, “El proceso penal en los pueblos de indios…”, 2006, pp. 247-248.

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dio de sustento, y el pueblo un contribuyente al pago del tributo y los servicios personales.35

En estos casos es evidente que los gobernadores y alcaldes no actuaban sola-mente como la prolongación local de un sistema de justicia, sino también como una instancia que procuraba modalidades informales y extrajurídicas de media-ción y arbitraje. A veces se han denominado estas prácticas como “justicia ne-gociada”36, y el término le queda bien, siempre que se tenga en cuenta que no se trataba siempre de una conciliación libremente aceptada, a pesar de las apa-riencias. Era ciertamente parte de una manera más amplia y difusa de impartir justicia, bien conocida y por lo común (pero no siempre) vista con beneplácito por las autoridades españolas.

Voy a concluir esta revisión con un aspecto que toca los aspectos jurídicos del control de las tierras comunales. En efecto, la legislación hispana reconoció la “posesión inmemorial” de los pueblos sobre sus tierras, aguas y bosques y la asimiló a una forma de propiedad eminente, cuyo dominio útil se concedía a cada jefe de familia (además de otras que se reservaban para usos comunes). En la historiografía, se les llama tierras de común repartimiento.37 Estas parcelas en principio pasaban del titular a sus hijos, y cuando no había herederos o dejaban de cultivarse, eran retomadas por el común. El gobernador y los alcaldes cuida-ban de que así fuera. Es algo que se ha convertido casi en un lugar común de la historiografía agraria.

Sin embargo, de una lectura cuidadosa de los testamentos indígenas (por ejem-plo, los compilados por Teresa Rojas Rabiela, Elsa Rea López y Constantino Medina Lima) resultan evidentes otras situaciones menos conocidas.38 Desde fechas muy tempranas puede verse en muchos lugares, sobre todo los cercanos a las ciudades, la incipiente aparición de un mercado de tierras que se compraban, heredaban, vendían y daban en garantía de préstamos. Para fines del siglo xviii esto dio lugar incluso a la aparición de individuos que acaparaban parcelas co-munales, y convertían a sus vecinos (y parientes) en peones o medieros.39 No era

35 Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos…2004, pp. 180-181, y “Condición femenina y violencia familiar en Michoacán colonial”, 1998, pp. 17-19.

36 Verónica Undurraga Schüler, “Negociando el orden…”, 2015, pp. 41-61.37 Bernardo García Martínez, “La ordenanza del marqués de Falces de 26 de mayo de 1567…”,

2014.38 Teresa Rojas Rabiela, Elsa Leticia Rea López y Constantino Medina Lima, Vidas y bienes olvi-

dados. Testamentos indígenas novohispanos, 1999.39 Eric van Young, “Hacia la insurrección: Orígenes agrarios de la rebelión de Hidalgo…”,

1988, vol. 1, pp. 180-181.

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propiamente una privatización, porque en principio las transacciones de compra-venta y herencia todavía requerían la aprobación de los gobernadores y alcaldes; pero no distaba mucho de serlo por vías de hecho. Referirse a estas tierras como “de común repartimiento” ya no resulta del todo apropiado, porque no eran co-munes ni se repartían, sino que se heredaban.

Lo que aquí me interesa es que cuando había asuntos litigiosos, sobre todo relacionados con herencias, muchos de estos “indios ricos” preferían acudir ante las autoridades españolas, porque el derecho hispano les acomodaba mejor que los usos y costumbres de los pueblos de indios. Mientras los encargados de justicia españoles aceptaban sin mayor problema las ventas, escrituras de endeudamiento y arrendamientos como si se tratara de propiedad privada, los gobernadores y alcaldes indios seguían defendiendo el dominio eminente del común, y la trans-misión de parcelas dependiente de un consenso familiar.40 Que es lo que fuese justo en estos casos de ideas e intereses contrapuestos no era, ni lo es hoy día, materia de fácil dilucidación.

Estos ejemplos ciertamente podrían considerarse como menores; pero me pa-recen significativos en cuanto muestran como la justicia impartida en los pueblos por gobernadores y alcaldes comenzaba a verse rebasada por realidades sociales, demográficas y culturales, lo cual me lleva a una reflexión final.

Los conflictos entre justicia española e indígena

En efecto, siempre había existido cierto grado de fricción y conflictos de com-petencia entre los jueces españoles y los gobernadores y alcaldes indios. Esto era característico del ejercicio del gobierno y la justicia en esta época, dado el carácter casuístico de la legislación y que era un sistema que más que haber sido “creado”, era uno que “crecía” sobre decisiones particulares. Los alcaldes mayores, en par-ticular, frecuentemente no respetaban el derecho de los gobernadores y alcaldes indios para juzgar casos menores y sumarios. Los oficiales del cabildo siempre defendieron su derecho, diciendo que de otra manera se les quitaba toda auto-ridad.41 Como puede verse, justicia, gobierno y autoridad iban, necesariamente, juntos.

40 Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos…, 2004, pp. 342-344.41 Los ejemplos son muy numerosos. Uno puede verse en “Se ordena que el alcalde mayor no

quite al juez gobernador y alcaldes indígenas de Pátzcuaro los negocios y causas livianas de indios, 1589”, Carlos Paredes Martínez, (ed.), “Y por mí visto...”…, 1994, p. 279.

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Las tensiones se incrementaron hacia fines del siglo xviii por dos razones: las transformaciones demográficas y sociales de este periodo y una evolución en la actitud de los gobernantes respecto de la conveniencia del gobierno y la justicia indígenas.42 Para estos años comenzó a ser evidente la presencia de “avecindados” españoles, mestizos o mulatos en los barrios y pueblos de indios, aunque estaba prohibida por diversos mandamientos43. En muchos casos, las relaciones entre unos y otros eran armónicas, sin particulares conflictos. Pero en algunos pueblos, los oficiales de república pedían la expulsión de los vecinos “de razón”. Esto era perfectamente legal, pero también puede adivinarse otro motivo: la presencia de estos vecinos daba un pretexto para que los justicias españoles intervinieran en asuntos de la vida local, porque por definición los “avecindados” no estaban bajo la jurisdicción del cabildo indígena.

Lo mismo pasaba en las ciudades (como la de México) en que además de un ayuntamiento de españoles había un cabildo indígena, y donde a fines de la colo-nia se registra un creciente número de migrantes indios. En principio, los alcaldes ordinarios de los ayuntamientos españoles tenían funciones policiales y judiciales, pero ahora ocurría cada vez con más frecuencia que en una riña, pleito de cantina o robo estaban implicados tanto españoles, mestizos o mulatos, como indios.44 Aunque en la práctica no vacilaban en meter presos a los indios transgresores, podía ocurrir que el gobernador o alcalde indio se inconformara, declarando que el preso y la causa les pertenecía, lo cual daba lugar a enojosos conflictos de com-petencia. Para evitar estos problemas, cuando los alcaldes ordinarios iban de ronda por las calles de la ciudad se hacían acompañar de los alcaldes y alguaciles indios y realizaban las aprehensiones de manera conjunta, pero desde luego era una solución circunstancial. La dualidad en la impartición de la justicia mostraba sus limitaciones intrínsecas.

Sin embargo, cualquier posibilidad de reforma tropezaba con la oposición de jueces y oficiales del rey que se aferraban a la conocida tradición gubernativa, y la dificultad práctica de establecer instituciones que impartieran justicia por igual a todos los súbditos. No sería sino hasta la Constitución de Cádiz en 1812 cuando se determinó la creación de ayuntamientos constitucionales que tendrían

42 No es un caso exclusivamente novohispano; trabajos sobre otros ámbitos muestran situa-ciones coincidentes. Véase Sonia Tell, “Autoridades y conflictos de jurisdicción en “pueblos de indios…”, 2018; Alcira Dueñas, “Cabildos de naturales en el ocaso colonial…”, 2016.

43 Magnus Mörner, La mezcla de razas en la historia de América Latina, 1969, pp. 44-55.44 Luis J. García Ruiz, “La territorialidad de la república de indios de Orizaba...”, 2015, pp.

1443-1445.

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el gobierno y justicia para todos los súbditos, y por ende el fin de la jurisdicción separada para los indios. Como mostró Andrés Lira, estas disposiciones tuvieron una historia accidentada, y en muchos lugares enfrentaron no solamente inercias, sino también resistencias. Así fue hasta la independencia y la nueva Constitución Mexicana de 1824, que dieron fin al antiguo separatismo jurisdiccional. 45

Una cosa, desde luego, es la letra de la legislación y otra muy distinta la prác-tica cotidiana. Algunos estudios han mostrado que las autoridades tradicionales de los pueblos lograron en algunos casos cooptar, adaptar o acomodar a sus intereses los ayuntamientos constitucionales, sobre todo para defender las tie-rras comunales ante las ambiciones de los foráneos.46 Es muy en razón que las anteriores formas de mediación y conciliación también subsistieran de manera informal, y dieran sustento al prestigio e influencia de las personalidades locales. Es un asunto que podría rastrearse a nivel local incluso detrás de las grandes y su-cesivas reformas introducidas por los liberales. El retorno contemporáneo de la validez de los “usos y costumbres” locales para el gobierno local y la impartición de justicia hace que sea un asunto que amerita la atención de los historiadores.

45 Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. …, 1995, pp. 63-88.46 Luis J. García Ruiz, “La territorialidad de la república de indios de Orizaba”…, 2015, pp.

1445-1451; Antonio Escobar Ohmstede, “Del gobierno indígena al Ayuntamiento constitucional…”, 1996.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE FELIPE CASTRO GUTIÉRREZ1

Gisela von Wobeser

Conocí a Felipe Castro Gutiérrez como alumno de la licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde

se distinguió por su inteligencia, capacidad de análisis, seriedad y entrega al trabajo. Algunos años después, me reencontré con él cuando ingresó como investigador al Instituto de Investigaciones Históricas. Juntos empezamos la aventura de usar la primera computadora que había en el instituto, hoy una pieza de museo, que había llegado como obsequio del instituto de Ingeniería. No fue tarea fácil ya que carecíamos de asesoría. Pero gracias a la inteligencia y tenacidad de Felipe, que estudiaba acuciosamente el manual de la máquina, pudimos escudriñar sus secretos y empezar a usarla. Pronto descubrimos su gran utilidad.

Diez años más tarde, en 1995, Felipe puso su interés por el cómputo a dispo-sición de la comunidad de historiadores al crear y administrar la red H-México, la primera lista de discusión en el campo de la Historia que hubo en nuestro país. Desde entonces y hasta la actualidad es el medio de difusión de mayor alcance entre los historiadores mexicanos.

El interés por la computación y la innovación tecnológica sólo son ejemplos de la inquietud intelectual que ha caracterizado su trayectoria académica. Con la finali-dad de ampliar su formación de historiador hizo un doctorado en antropología. Lo aprendido le permitió conjugar las dos disciplinas y no en balde sus principales lí-neas de investigación han sido la etnohistoria colonial y la historia social de México.

Su interés se ha centrado en los indios y en los grupos marginales de la socie-dad. Le han preocupado no como entes abstractos sino dentro de la dinámica

1 Respuesta al discurso de ingreso del académico de número recipiendario Felipe Castro Gutié-rrez, leída el 7 de mayo de 2019.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

social en que estuvieron inmersos durante el Virreinato. Una de las mayores apor-taciones de su obra se relaciona con los movimientos de resistencia y rebelión en contra de la administración virreinal, temática abordada en los libros Movimientos populares en Nueva España: Michoacán, 1766-1767 (1990); La rebelión de los indios y la paz de los españoles (1996), y Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en la Nueva España, (1996).

Un espléndido trabajo de historia regional es Los tarascos y el imperio español, 1600-1740 (2004). Su obra más reciente, Historia social de la Real Casa de moneda de México (2012) está orientada principalmente al estudio de las condiciones de trabajo dentro de la Real Casa de Moneda, así como a las circunstancias en que vivían los trabaja-dores, los ilícitos que cometían y el salario que recibían.

Entre sus numerosos méritos está el de haber coordinado dos libros colectivos y ser autor de 28 artículos en revistas especializadas nacionales e internacionales y de 27 capítulos de libros, publicados en México y en otros países, así como haber sido editor de la revista Estudios de Historia Novohispana, entre 1990-1999, periodo durante el cual logró posicionarla entre las mejores de su género.

Una gran labor ha hecho en cuanto a la formación de alumnos en la licenciatura y el posgrado en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la unAm; como profesor invitado en El Colegio de Michoacán, la Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, la Universidad de Toulouse en Francia y la Universidad de San Pablo en Brasil, y como director de numerosas tesis.

La producción académica de Felipe Castro se distingue por su calidad, misma que ha sido reconocida por sus pares, al hacerlo acreedor de dos premios a la mejor reseña (1987 y 1999), y dos premios al mejor artículo (2009 y 2014), otorgados los cuatro por el Comité Mexicano de Ciencias Históricas; la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos, en el área de Humanidades, concedida por la unAm (1993), y el Premio Francisco Javier Clavijero a la mejor investigación en Historia y Etnohistoria, otorgado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (1994). Además, obtuvo la Medalla “Gabino Barreda”, que la unAm concede a los estudiantes con mejor promedio de cada generación, tanto para la licenciatura (1982), como para la maestría (1987) y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores en el nivel 3.

Entre sus recientes campos de interés está el de la impartición de justicia entre los indios, mismo al que obedece el discurso que hoy nos presenta bajo el título de Gobernadores, alcaldes y alguaciles. Justicia e injusticia en los pueblos de indios del México colonial. La temática que aborda se inscribe dentro de lo que podría llamarse histo-ria social de la justicia, una corriente novedosa y difícil de trabajar para el periodo virreinal por la escasez de fuentes, a la que también se adscribe la doctora Elisa

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE FELIPE CASTRO GUTIÉRREZ

Speckman, a quien dimos la bienvenida a esta Academia hace algunos meses, en su caso enfocada al estudio de los siglos xix y xx.

Como queda manifiesto en el discurso de Felipe, el sistema jurídico que rigió la Nueva España no pretendía ser uniforme; era un orden jurídico plural. Esto nos resulta difícil de comprender actualmente ya que somos herederos del modelo político social que los liberales impusieron en el xix, mediante el cual se estableció que todos los habitantes de un mismo territorio son iguales ante la ley y la justicia y deben ser juzgados bajo los mismos parámetros.

El sistema jurídico de la Nueva España, como todos los del Antiguo Régimen, no pretendía una igualdad jurídica para todos, sino respetaba las diferencias étnicas, locales y corporativas. No suponía que la sociedad estaba integrada por individuos aislados, sino por grupos que eran diferentes entre sí. Estas diferencias se conside-raban producto de la voluntad divina y, por lo tanto, se aceptaban como naturales. Se creía que incluso en el cielo había jerarquías, por ejemplo, se concebían distintas categorías de ángeles, unas más próximas a Dios que otras. La justicia se entendía así, como bien dice Felipe Castro, “como la necesidad de dar, a cada quien, lo que le correspondía”.

En Nueva España, como en el resto de América, coexistían distintos conjuntos normativos. Los dos principales se relacionaban con lo que en la época se llamó la República de Españoles y la República de Indios. La primera estaba conformada por los españoles, el sector dominante por haber conquistado la tierra, así como los afrodescendientes, los mestizos y los mulatos, abracaba las ciudades de españoles, las unidades productivas de éstos, como haciendas y ranchos, y los presidios, entre otros. La República de los Indios estaba conformada por la población indígena y comprendía los pueblos de indios. Ambos compartieron las mismas autoridades superiores, pero los pueblos de indios conservaron sus propias autoridades locales y su propio ordenamiento jurídico, que los facultaba para ejercer justicia en primera instancia.

Entendido así, el sistema parecía sencillo: los españoles estaban sujetos al de-recho español y los indios siguieron con las prácticas jurídicas a las que estaban habituados desde la época prehispánica.

En la práctica se daban numerosas situaciones de indefinición jurídica, de su-perposición de leyes y reglamentos y de conflicto de intereses entre las distintas instancias implicadas. Era difícil depender de dos sistemas jurídicos, cumplir con los ordenamientos superiores, como reales cédulas y bandos emitidos por los virre-yes y la audiencia, así como con la normatividad establecida en el Derecho Indiano y, a la vez, respetar un derecho con un fuerte componente de usos y costumbres

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de las comunidades. En este sentido, como se muestra en el trabajo de Castro, el ejercicio de la justicia en los pueblos de indios no implicó un simple traslado de las instituciones hispanas, sino una adaptación de éstas a la situación particular de cada pueblo, y, en muchos casos a las demandas y requerimientos de los párrocos, de los frailes y de los alcaldes mayores.

A lo anterior se sumaba el hecho de que no todos los indios eran iguales, ya que había marcadas diferencias entre nobles, macehuales y esclavos. Además, muchos mestizos y mulatos, e incluso españoles que radicaban en los pueblos de indios resultaron implicados en querellas locales. Finalmente, la impartición de justicia en los pueblos no estuvo exenta de intereses extrajurídicos, relacionados con luchas de poder, ambiciones económicas y rivalidades familiares.

Este conjunto de problemas explica, lo que queda muy evidente en la exposición de Castro, que el ejercicio de la justicia en los pueblos no obedeció a un programa preestablecido, sino se fue articulando en la práctica y en gran medida fue casuís-tico, según las costumbres de cada lugar. De allí que hubo marcadas diferencias temporales y regionales y no fue igual la impartición de justicia en Yucatán que en el centro de México o en el norte, ni fueron equiparables las condiciones que impe-raron a lo largo de los distintos periodos del Virreinato.

Orta característica que vale la pena enfatizar es la permeabilidad que existía entre los sistemas jurídicos de ambas repúblicas. Al compartir las mismas autoridades superiores y el mismo Derecho indiano, los indios acudieron a la justicia española cuando convino a sus intereses. Esto llegó a suceder con frecuencia cuando había problemas jurídicos que implicaban a españoles, por ejemplo, en los litigios por tierras y aguas, que fueron tan frecuentes en el siglo xviii.

Estudiar la justicia a este nivel “microjurídico” permite concluir que en el An-tiguo Régimen no se buscaba una justicia homogénea e igual para todos, sino que en cada caso se consideraban las circunstancias específicas. A los ojos actuales esto parece arbitrario, sin embargo, el tomar en cuenta las circunstancias particulares y de grupo de cada persona, en muchos casos fue “más justo”, que la situación que enfrentamos hoy día de ser tratados como iguales ante la ley, a pesar de las profun-das diferencias sociales y económicas que caracterizan a nuestro país.

En conclusión, el trabajo de Felipe Castro abre nuevas vetas de investigación que permitirán adentrarnos en la realidad de los pueblos de indios en el periodo vi-rreinal y contribuirán a entender mejor algunos aspectos relacionados con pueblos, en la actualidad.

Bienvenido Felipe a nuestra comunidad.

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Juan Ortiz Escamilla

Me sería imposible disimular mi orgullo de ingresar a esta Centenaria ins-titución cuando por ella, entre tantos otros eminentes historiadores, han

pasado profesores míos y colegas con los que he participado en diversos pro-yectos: Josefina Zoraida Vázquez, Enrique Florescano, Bernardo García Martí-nez, Virginia Guedea, Carlos Herrejón, Javier Garciadiego, Jean Meyer, Andrés Lira, Ana Carolina Ibarra, Virginia García Acosta, Rodrigo Martínez Baracs, José Antonio Serrano y Carlos Illades. Además de que, sin costo alguno y sin mayor merecimiento, me haya correspondido ocupar el asiento que deja vacante Carlos Herrejón Peredo; un referente que me servirá de exigencia, de acicate. Su dedi-cación, su vocación a toda prueba, y destacadamente, sus trabajos sobre Guada-lupe Victoria, Ignacio Rayón, Miguel Hidalgo y José María Morelos, han sido y seguirán siendo referentes esenciales en mi quehacer cotidiano. El gran mérito de la obra de Herrejón ha sido el desacralizar y humanizar a los héroes de bronce.

Si en la vida son reconocibles sucesos que definieron o revelaron la vocación propia, en mi caso ello ocurrió en 1982, cuando el Licenciado Luis Prieto Reyes me invitó a participar en el rescate del archivo personal del general Francisco J. Múgica. Siete meses me llevó el inventario de los 300,000 documentos hasta su traslado al Centro de Estudios de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas, A. C.” de Jiquilpan. Fue donde, después de tres años al frente de su archivo, con-cluimos la catalogación con un grupo de jóvenes historiadores. Con un gusto claro por el archivo y la investigación, me enfoqué en las figuras para entonces

1 Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Juan Ortiz Escamilla (sillón 22), leído el 5 de noviembre de 2019.

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ya familiares de los generales Múgica y Cárdenas. Con dicho propósito, en 1985 comencé mis estudios en El Colegio de México. No contaba con que la historia está hecha también de oportunidades inesperadas. Y aunque, inicialmente, quería especializarme en la política exterior del cardenismo, mi primera intención daría un giro importante cuando la doctora Josefina Vázquez me invitó a participar en el proyecto Planes en la nación mexicana. Era una oportunidad indeclinable: por primera vez se autorizaba a los historiadores el ingreso al Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional. Esta ocasión inesperada me obligó a cambiar de tema para, en su lugar, abocarme al estudio del primer Ejército Republicano. Pronto me di cuenta de lo complejo de la investigación por los numerosos cuer-pos armados y los diversos orígenes de sus miembros, todos surgidos durante la guerra de 1810. Así, con ese desafío, iniciaba una de las experiencias más fasci-nantes de mi vida, y la que me ha puesto frente a ustedes.

La guerra como categoría de análisis suele ser un tema marginal para los politólo-gos, los estudiosos del derecho y de la historia del discurso político de la época. Me parece un eufemismo utilizar conceptos como “procesos de emancipación”, “ciclos revolucionarios”, “revoluciones hispánicas”, sin considerar el significa-do mismo de la guerra. Suele afirmarse, por ejemplo, que la ocurrida a partir de 1810 no fue una guerra por la independencia, sino exigencia de respeto a la auto-nomía tradicional. En el primer caso, se trata de un razonamiento teórico sin un sustento empírico, y en el segundo, de una lectura parcial de los documentos his-tóricos, seleccionados a modo. ¿Cómo ignorar la muerte de miles de personas a causa de los enfrentamientos armados, más aún cuando los principios fundacio-nales de las nuevas naciones se construyeron precisamente al fragor de la guerra?

Al hablar de procesos revolucionarios se suele mencionar lo político y se deje de lado lo militar, cuando las dos categorías son partes esenciales del mismo proceso. No se ha considerado suficientemente que a los enfrentamientos armados le siguieron las actas fundacionales y las constituciones de los nacientes estados. Por ejemplo, la constitución de los Estados Unidos de América se elaboró y juró 12 años después de iniciados los combates; las constituciones francesas se juraron y se reformaron al mismo tiempo que los estruendos de los enfrentamientos armados y políticos. De la misma manera, resulta imposible separar la Constitución gaditana de la guerra que los civiles armados hacían al invasor francés. Tampoco podemos explicar la Constitución de Apatzingán sin el desarrollo de la guerra insurgente.

Hasta hace algunas décadas, la historia de la guerra en México se había cons-truido con sustento en la teoría de la utilidad (Nietzsche, 1929, pp. 36-37), es decir, la historiografía y los historiadores sólo elegían eventos del pasado dignos

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de ser recordados por “encomiables”, como la vida virtuosa de los héroes y, al mismo tiempo, utilizarlos para destacar las villanías de los, así considerados, “malvados”. Al parecer, lo que se buscaba era justificar las acciones de los candi-datos a héroes o mártires y dejar en el olvido los sucesos incómodos tales como las derrotas o aquellas oportunidades en las que los mexicanos no hicieron lo que se espera de un “patriota”. Los relatos de héroes y villanos —nos dice Mi-chael Walzer— son resultado de una “larga historia de construcción social”, que implica también una “legislación moral”, llena de significados normativos sobre la conducta que debieran adoptar las personas (Walzer, 2010: 79). Pero como estas construcciones se nutren a partir de elementos subjetivos, porque en ellas participan agentes humanos que tienen su particular marco de referencias mo-rales, es consecuente que la propuesta sea rechazada por quienes no comparten dichos valores. Esto no invalida la intención de quienes ostentan el poder para fomentar los valores cívicos y morales que consideran importantes para ser emu-lados por el público en general y los niños en particular.

Los estudios recientes sobre la guerra de 1810 están dejando de lado a la “his-toria patria”, la “historia de bronce”, a sabiendas que ésta tiene su propia lógica, su propia razón de ser, y propenden a explicar, en cambio, el fenómeno en términos más rigurosos y con nuevos enfoques metodológicos. La mayoría de ellos se re-suelve por considerarla una guerra civil. Estamos de acuerdo en que un sector de la población, el insurgente, con el apoyo de una parte de las milicias, se rebeló en con-tra del gobierno surgido a raíz del golpe de Estado de 1808, dado al virrey José de Iturrigaray. Los golpistas sacaron de los cuarteles a las tropas que no se habían insu-rreccionado e hicieron levas en las poblaciones no insurrectas para incrementar su fuerza. En medio de la guerra quedó la mayor parte de la población, gente que sin importar su condición social, racial o económica, sufrió los desastres provocados por el cisma político y social. La víctima, es decir, la población civil, quedó atrapada entre dos fuegos y obligada a asumir su papel de actor del drama, mientras que los dos bandos exigían su adhesión y su apoyo para poder salir avante. Después de la insurrección de Dolores nadie quedó al margen de los acontecimientos; los habitan-tes de la Nueva España tomaron, a querer o no, partido en la contienda; pocas veces por convicción política, las más por temor a perder sus pertenencias o aun la vida, o simplemente por tener su residencia en un territorio dominado por una de las partes (lo que Stathys Calyvas denomina “lealtad geográfica”).

Quien mejor entendió y explicó el significado de esta guerra fue seguramente el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. Para él se trataba de un mo-vimiento que podemos considerar milenarista y mesiánico: escribió, “uno de esos

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fenómenos extraordinarios que se producen de cuando en cuando en los siglos, sin prototipo ni analogía en la historia de los sucesos precedentes. Reúne todos los caracteres de la iniquidad, de la perfidia y de la infamia. Es esencialmente anárquica, destructiva de los fines que se propone y de todos los lazos sociales”.2

La primera consecuencia de la guerra fue la destrucción del orden virreinal o colonial, como se le quiera llamar, lo que implicó la desaparición de los cimien-tos de las estructuras político-administrativas y de las jerarquías sociales basadas en el privilegio, la corporación y la calidad étnica. Al perder la ciudad de México su hegemonía sobre los territorios en poder de los rebeldes, también se rompió la relación existente entre las autoridades virreinales, las provinciales y las locales. Por encima de las autoridades constituidas, como las instancias de gobierno, es decir, el Real Acuerdo, las audiencias, las intendencias, las subdelegaciones, los ayunta-mientos, las repúblicas de indios y los juzgados especiales para la impartición de justicia a los miembros de las corporaciones como el clero, el Ejército, los mineros, los comerciantes, los indígenas y los gremios, por citar algunos, se impuso la ley de las armas pero sin una clara delimitación y definición en las ordenanzas de lo que iba a estar, o no, permitido. En todo momento dominó la voluntad de los je-fes militares, bien fueran realistas o insurgentes. Después de cada enfrentamiento, ocupación y represión a una comunidad, eran estos jefes quienes, sin mayor trámi-te, decidían a qué pueblos o a qué personas se habría de castigar y en qué consisti-ría la pena. A partir de la guerra ya nada fue igual, la convivencia entre vecinos ya no fue la misma, y las comunidades terminaron divididas y enfrentadas entre sí, lo que hizo más violento el fenómeno. Por lo general, los propietarios apoyaban a los realistas, y el llamado “pueblo bajo” a los insurgentes.

Para la mayor parte de la población, la guerra fue vivida como un hecho sorpresivo e inédito en su cotidianidad. Salvo unos cuantos, los conspiradores, que tenían una vaga idea de lo que deseaban ocurriera, el resto de los habitantes todavía no comprendía el significado de la guerra. Lucas Alamán señalaba que “la independencia se presentaba a la imaginación de los mexicanos como un campo de flores, sin riesgos de encontrar ninguna espina: no deteniéndose a pensar en el sistema que había que adoptarse, y sin temer tampoco las dificultades que presen-taba el establecimiento de un gobierno, no veían delante de sí más que empleos, honores y riqueza” (Alamán, 1968, p. 189).

2 “Don Manuel Abad y Queipo, Canónigo Penitenciario de esta Santa Iglesia, Obispo electo y Go-bernador del Obispado de Michoacán, a todos sus habitantes salud y paz en nuestro Señor Jesucristo”, citado en Hernández y Dávalos, 1985, vol. IV, pp. 882-890.

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DE LA GUERRA CIVIL A LA GUERRA POR LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO, 1810-1825

soBrevivir A lA trAgeDiA

El título de esta presentación sintetiza mi preocupación por entender y explicar uno de los episodios más importantes y estudiados de la historia de México, el de la guerra y el de su tránsito de colonia a nación. En razón de la virtual disolución del orden virreinal, los pobladores se organizaron como pudieron para sobrevivir y fortalecieron los autogobiernos político-militares; fueron estas nuevas instancias de autoridad las que, en buena parte, permitieron la gobernabilidad a nivel local y provincial. Mi propuesta para una mejor compresión de la guerra supone extender el periodo hasta 1825, con la rendición de la última fortaleza española en suelo mexicano. Y para su explicación la divido, en una primera etapa de guerra civil, a la que le sucedió otra que habría que desembocar en una guerra por la independencia de México. Para ello, utilizo tres ejes de análisis: el insurgente, el realista, y como resultado del enfrentamiento de los dos primeros, el autonomista.

En el frente insurgente son identificables cuatro formas de lucha: la revolu-ción popular, en la que se confundía al soldado con el simple labrador; la insur-gencia organizada, cuya preparación y reclutamiento fue similar a la realista; los bandoleros, orquestados por hombres sin ideología que sólo buscaban beneficios personales, y los definidos por John Tutino como “grupos radicales” organiza-dos en guerrillas, que nunca depusieron las armas y lucharon hasta el final de la guerra o murieron en ella. En cambio, en el realista, con algunas adecuaciones, se puso en operación el modelo de defensa que se había imaginado y reformado una y otra vez ante el hipotético caso de que estuviesen en peligro las posesio-nes en América. En primer lugar, se movilizaron los pocos elementos existentes del Ejército regular, las milicias provinciales y, como no fueron suficientes para reprimir a los miles de alzados en armas, se crearon las llamadas “compañías de patriotas defensoras de Fernando VII”, para la autodefensa de ciudades, villas y pueblos (Ortiz, 2014, pp. 142-156). A partir de 1812 a los realistas se les sumaron los refuerzos enviados desde la Península, los que habían combatido a los fran-ceses en España y que ahora llegaban a América para reprimir a los insurrectos.

En el primer proyecto insurgente se había planeado un levantamiento en el que sólo participarían algunas milicias provinciales, conformadas en su mayoría por criollos. La situación cambió desde el momento en que la oficialidad castren-se cedió su lugar a la clerical para la organización y conducción de las acciones militares y políticas. Fueron cientos de sacerdotes los que, sin experiencia en el uso de las armas, ni tácticas militares, se pusieron al frente de las rebeliones locales contra el gobierno colonial y sus representantes. Como lo afirmó en su

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momento el jefe de operaciones contrainsurgentes, Félix María Calleja, los re-beldes actuaban con un “fanatismo muy semejante al de las guerras de religión”, guiados por un “clero sublevado”.3 En su primera etapa, de septiembre de 1810 a enero de 1811, la rebelión se extendió por todo el centro de la Nueva Espa-ña. Se formaron gobiernos locales en ciudades, villas y pueblos, principalmente en las intendencias de Valladolid, Guanajuato, San Luis Potosí, Nueva Galicia, Zacatecas y Provincias Internas, así como algunos partidos de la provincia de México. En suma, en esos meses los antiguos gobiernos de peninsulares fueron sustituidos por americanos.

Según el gobierno colonial, cada habitante de la Nueva España empleaba to-dos sus medios para conseguir la independencia: “el rico sus tesoros, el pobre sus fuerzas, la mujer sus atractivos, el sabio sus consejos, el empleado sus noticias, el clero su influjo, y el indio su brazo asesino”.4 También se aseguraba que el des-contento popular estaba relacionado con la imposición de cargas fiscales, con las restricciones al comercio y con el monopolio de los españoles sobre los puestos administrativos importantes.5 Pero una cosa fue la insurrección de poblaciones contra el gobierno, considerado ilegítimo, y otra muy distinta conformar un go-bierno o por lo menos un liderazgo único y fuerte para la conducción de las ope-raciones militares, lo cual no sucedió. Las insurgencias, en plural, emergieron por todos lados, y por voluntad de sus jefes dispusieron de vidas y bienes de personas y corporaciones. Ante esta situación, la mayor parte de las clases propietarias que en principio se habían sumado a la rebelión, pronto transformaron su simpatía en oposición, se acogió al indulto y luchó en las filas de la contrainsurgencia para combatir a sus antiguos aliados.

El frente insurgente más exitoso fue el encabezado por el cura José María Morelos, cuyo radio de acción cubrió las provincias de Puebla, Oaxaca, México, Valladolid y Veracruz. El 25 de octubre de 1810, Morelos reunió a los primeros 25 milicianos, y en menos de 15 días alcanzó la cifra de 3000 individuos. Comu-nidades indígenas, hacendados y rancheros en general se sumaron a sus tropas. Cuando éste pasaba por los pueblos, organizaba los contingentes bajo el mando de líderes naturales, ya fueran oficiales de milicia, propietarios, gobernadores in-dígenas o notables de la población. En cada una de ellas, Morelos reorganizaba

3 Archivo General Militar de Segovia (en adelante AGMS), Leg. C-532, hoja de servicio del teniente general don Félix María Calleja, Madrid, 28 de junio de 1818.

4 Ibid.5 Archivo General de la Nación de México, Operaciones de Guerra (en adelante AGNM, OG),

t. 176, f. 142-143, de Calleja al Virrey, Guadalajara, 29 de enero de 1811

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la autoridad civil y la militar. Ello explica el profesionalismo alcanzado por sus tropas, y lo difícil que fue someterlas.

De los grupos insurgentes subordinados al general Morelos, destaca el de la estratégica provincia de Veracruz. Sus extendidos litorales permitieron a los re-beldes establecer una línea de comercio, sobre todo de armamento, con los Es-tados Unidos de América; controlar por completo el camino real, principal ruta de comunicación y comercio y la posibilidad de disponer de los cargamentos de tabaco como parte de la economía de guerra. Se trataba de una fuerza multiétni-ca conformada por españoles, mestizos, negros, mulatos e indígenas, unida bajo los principios liberales de igualdad, libertad y forma de gobierno republicana. La constituían los llamados “Batallones de la República”.6 Su principal líder, el general Guadalupe Victoria, quien jamás se acogería al indulto ni juraría el Plan de Iguala promovido por el ex realista Agustín de Iturbide, sería nombrado, en 1824, primer presidente republicano de México.

Con la llegada de las tropas expedicionarias, la guerra civil comenzó a modificar su fisonomía: los soldados que asesinaban e incendiaban poblaciones eran vistos como fuerzas de ocupación, con rostro ibérico. Ante la invasión, la defensa. Des-pués de intensas campañas, los militares españoles, con el auxilio de las milicias pro-vinciales y compañías de patriotas americanas, contuvieron las insurgencias, lo cual no significa que los problemas provocados por las mismas hayan terminado. Las tropas necesitaban alimentos y el pago de sus haberes, y éstos les eran proporciona-dos por los habitantes que padecían los efectos de su presencia. El expolio a las co-munidades fue moneda de cambio. Las autoridades locales constantemente tenían que negociar con los oficiales el monto de la contribución y el número de reclutas para cubrir las bajas. En la medida en que fueron llegando más tropas, el bando insurgente se radicalizó, al punto de hacer pública, por primera vez, la declaratoria oficial de independencia de la América Septentrional el 6 de noviembre de 1813.

A la par de la llegada de las tropas expedicionarias y en medio del desorden, entre 1812 y 1814 se presentó una coyuntura que hasta cierto punto frenó el abuso de los militares en el campo realista. La jura, el 19 de marzo de 1812, de la Cons-titución política de la monarquía española, sancionada en Cádiz, en algunos terri-torios se sumó a la campaña de pacificación. Si por la guerra en las principales poblaciones se habían organizado autogobiernos dirigidos por los subdelegados- comandantes, la Constitución impulsó la generalización de los ayuntamientos con

6 AGNM, OG, t. 924, “Inspección del regimiento de Infantería de la República”, Huatusco, 19 de enero de 1816.

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el solo requisito de tener más de mil almas, y los derechos políticos ciudadanos a todos los vecinos varones mayores de edad y con un modo honesto de vivir. Fue por ello que muchos de los grupos armados insurgentes fueron indultados, sumaron sus fuerzas a la milicia nacional e incluso participaron en el proceso electoral para la formación de sus respectivos ayuntamientos.

Si la guerra había roto la débil jerarquía de gobierno entre la Ciudad de México y las provincias, la Constitución abonaba aún más al problema. Por medio de la carta gaditana las provincias reivindicaron su derecho a autogobernarse sin la in-tervención del enviado de Madrid que radicaba en la Ciudad de México. Las oli-garquías regionales para entonces ya habían logrado revertir a su favor los planes contrainsurgentes, y ahora luchaban por incrementar su poder bajo el amparo de la Constitución. Para el virrey Calleja, con el régimen liberal se había fomentado el “politiquismo, cuyo contagio inoculó a todas las clases, sacando de su esfera al comerciante, al artesano, al eclesiástico y al labrador”, y para convertirlos en polí-ticos, lo que había generado la más terrible división de opiniones e ideas acerca del gobierno.7 Otros oficiales españoles también consideraban que la guerra que se libraba en la Nueva España era más “de política que de armas”, y recomendaban “no dejar de manifestar a los pueblos las ventajas de nuestro gobierno, la justicia de nuestra causa, el ningún fundamento de la rebelión, precisamente cuando la nación los declara parte integrante, y los llama para que tengan voto en las juntas, en las Cortes y en la regencia”.8

un goBierno militArizADo

La abolición de la Constitución en 1814 no necesariamente significó la reposi-ción del Antiguo Régimen. El virrey Calleja estaba convencido de que dichas ins-tituciones ya habían desaparecido abatidas, desacreditas y puestas en ridículo por la guerra y el sistema gaditano: “tachadas de injustas y arbitrarias, atribuidas a un origen ilegítimo, y expuestas al ludibrio universal, han perdido su antigua influen-cia y representación, y no son ya capaces de imponerse a un pueblo desenfrenado que se ha atrevido a familiarizarse con su escarnio, y que ha roto los diques de la

7 Archivo General de Indias (en adelante AGI), Indiferente, Leg. 110, de Calleja al ministro de Gracia y Justicia, México, 18 de agosto de 1814.

8 AGNM, OG, t. 891, s/f, de Miguel de Úngaro, “Advertencia reservada al oficial comandante de la sierra”, Fuerte de San Carlos de Perote, 19 de noviembre de 1812.

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obediencia”.9 Quedaba claro que los tiempos del vasallaje habían terminado, que el restablecimiento del absolutismo anterior a 1808 era un mito, y que la guerra había propiciado una serie de transformaciones que también contribuyeron a la construcción del Estado-nación mexicano.

Una vez disuelto el régimen constitucional, entonces sí el gobierno hizo lo que desde el inicio de la guerra había planeado: imponer su ley marcial y militarizar la vida de la Nueva España con el pretexto de acabar con los insurgentes. Las autori-dades tuvieron manos libres para utilizar a los más de 10,000 soldados expedicio-narios, sin restricción alguna, para el control de los territorios (Archer, 2005, pp. 139-156). Fueron distribuidos en puntos estratégicos a lo largo y ancho de la Nueva España con la consigna de mantener la paz en los pueblos y de garantizar el tránsito de personas y convoyes con mercancías, plata, ganado y demás productos. Para ello los comandantes militares dispusieron del dinero y víveres en donde los hubiera, así como de la distribución entre la tropa del botín incautado a los supuestos insurgen-tes. Fueron seis años de algo parecido a una dictadura militar. Asesinatos, ejecucio-nes sumarias, expolio, castigos ejemplares, incendio de poblaciones y violación de mujeres fueron el denominador común de este periodo. Los militares controlaron por completo la vida de los habitantes de la Nueva España.

Hacia finales de 1816, el virrey Calleja estaba convencido de que, gracias a su labor y las estrategias que implantó, la insurgencia prácticamente estaba des-truida. Desde la muerte del general Morelos en diciembre de 1815, por más es-fuerzos que hacían los cabecillas para convocar a la rebelión y a la formación de un nuevo gobierno, los novohispanos ya no les escuchaban.10 El éxito del plan contrainsurgente también fue posible gracias al indeterminado número de cabe-cillas rebeldes regionales indultados e incorporados a las fuerzas armadas realis-tas para la persecución de sus antiguos compañeros de armas. Las insurgencias habían sido contenidas pero no derrotas. Ello explica, en parte, que el Trigarante, conformado por americanos, se viera como un Ejército Libertador. De las 19 comandancias militares existentes en 1816, sólo dos estuvieron bajo el mando de novohispanos: la del Sur con José de Armijo y la de Guanajuato y Valladolid con Agustín de Iturbide (Ortiz, 2017, pp. 139-143).

9 AGI, Indiferente, Leg. 110, de Calleja al ministro de Gracia y Justicia, México, 18 de agosto de 1814.

10 AGI, México, Leg. 1322, de Calleja al ministro marqués de Campo Sagrado, México, 6 de septiembre de 1816.

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Demarcación territorial y jefes de las plazas realistas de laNueva España y Provincias Internas en 1816

Fuerza Territorio Comandante en jefe

División de México

Capital y Valle de México (Coyoacán, Tacuba, Ecatepec, Chalco y Cuautla)

Félix María CallejaEspañol

División de Apam

Texcoco, Otumba, Zempoala, Pachuca, Tulancingo y Mextitlán

Manuel de la ConchaEspañol

Sección de Huejutla

La HuastecaAlejandro Álvarez Guitán Español

Ejército del Sur

Puebla y OaxacaCiriaco de LlanoEspañol

División de Veracruz

El litoral desde Tampico hasta Coatzacoalcos

José DávilaEspañol

Tropas de Tabasco

Provincia de TabascoFrancisco Heredia y VergaraEspañol

Tropas de la Isla del Carmen

Isla del CarmenCosme Ramón de Urquiola Español

División del rumbo de Acapulco

Cuernavaca, Zacatula y AcapulcoJosé Gabriel de ArmijoNovohispano

Sección de Toluca

Toluca, Lerma, Tenancingo y Temascaltepec

Nicolás Gutiérrez

División de Ixtlahuaca

Ixtlahuaca, Maravatío, Zitácuaro y Cóporo

Matías Martín de Aguirre Español

División de Tula

Tula, Xilotepec, Huichapan y Zimapán

Cristóbal Ordóñez

División de Querétaro

Querétaro, San Juan del Río, Celaya y parte de la Sierra Gorda

Ignacio García RebolloEspañol

Ejército del Norte

Valladolid y GuanajuatoAgustín de IturbideNovohispano

Ejércitode Reserva

Nueva Galicia, Zacatecas y San Blas

José de la CruzEspañol

División de San Luis Potosí

San Luis PotosíManuel María de Torres Español

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División de las ProvinciasInternas de Oriente

Nuevo Reino de León, Texas, Coahuila y Nuevo Santander

Joaquín de ArredondoEspañol

División de las Provincias Internas de Occidente

Nueva Vizcaya, Nuevo México, Sonora y Sinaloa

Bernardo BonavíaEspañol

Antigua California

LoretoJosé ArgüelloEspañol

Nueva California

Monterrey, Santa Bárbara, San Francisco y San Diego

Pablo Vicente SolaEspañol

Fuente: AGI, México, 2345, de Félix María Calleja, “Estado que manifiesta los destinos de Guarnición y campaña en que se halla repartida la fuerza veterana y provincial del Ejército

de Nueva España”, 30 de septiembre de 1816.

lA guerrA por lA inDepenDenciA

La primera etapa de la guerra, la civil, ha sido la más estudiada y mejor explicada desde una perspectiva política, ideológica, económica, militar y simbólica, a di-ferencia de la última etapa que va de 1820 a 1825. Las limitantes para la debida comprensión de este periodo son varias: en primer lugar, centrar la explicación a partir de la figura y acciones de Agustín de Iturbide y de lo que ocurrió en la ciu-dad de México; segundo, no poner en el mismo nivel de importancia los hechos acaecidos en las provincias con la instalación de los ayuntamientos y las diputa-ciones provinciales; tercero, minimizar y hasta ignorar a los grupos políticos y militares antagónicos al Trigarante, como lo fueron los de Veracruz y, cuarto, la presencia de los grandes intereses económicos internacionales.

Antes de 1820, ¿de qué evidencias se parte para explicar el comportamiento político y militar del teniente coronel de milicia Agustín de Iturbide? Que formaba parte de la oligarquía vallisoletana, que se educó como militar en el regimiento pro-vincial de Valladolid, que participó en el golpe de Estado de 1808 al lado de Calleja, y que como comandante general de las provincias de Guanajuato y Valladolid des-tacó por su crueldad y expolio contra la población civil. Algunos ejemplos: desde 1810, se le acusó de embargar una recua de mulas y el realista lo reconoció apelando al fuero militar.11 Tiempo después, el coronel Pedro Otero lo acusó de haber sa-

11 Publicaciones del AGN, t. IX, de Iturbide al virrey, Maravatío, 8 de octubre de 1810, pp. 8-9.

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queado su hacienda de Cuevas, cuyos daños ascendían a 300 000 pesos.12 Iturbide también reconoció el hecho, expresó su antipatía hacia él y justificó la acción ante la negativa del hacendado para entregarle los forrajes, maíz y alimentos para su tropa. En Puruándiro Iturbide ordenó el fusilamiento de más de 300 prisioneros, y en 1814 reportó que en menos de dos meses había “cazado” a más de 900 insurgentes, entre ellos 19 cabecillas, y decomisado más de 120 cañones en Valladolid.13

El “terror coercitivo” (Kalyvas, 2010, p. 48), como los diezmos o castigos ejemplares aplicados a las poblaciones por cualquier falta cometida por uno de sus miembros, fue un ingrediente de las supuestas campañas de pacificación ordenadas por este militar. Un ejemplo ocurrió en la hacienda La Calera: por haber convivido con los insurgentes, cinco hombres fueron seleccionados para morir en la horca. En este caso, Iturbide perdonó la vida a uno de ellos por ser un “anciano de buen aspecto”.14 Pocos días después, fusiló al mayordomo de la hacienda de Mancera por no haberle avisado de la presencia insurgente, y al dueño de la misma se le impuso una multa de 6,000 pesos.15 Iturbide tampoco mostró misericordia alguna para con las mujeres: en 1814 María Tomasa Esteves fue condenada a muerte y su cabeza exhibida en la plaza pública de Salamanca por intentar seducir a la tropa. Por las mismas fechas las llamadas “mujeres de Pénjamo” fueron encarceladas sin causa justificada, por el simple hecho ser espo-sas, hijas y amantes de los cabecillas rebeldes (Hamnett, 1882, pp. 29-30; Garrido Asperó, 2003, pp. 169-190).

Los ejemplos antes señalados no son actos heroicos de los que un militar o au-toridad que se respete pudieran sentirse orgullosos, pues las muertes no ocurrían en un enfrentamiento batiendo al enemigo, ni se trataba de sentencias ordenadas por tribunales calificados. Las víctimas eran civiles, personas inocentes e indefen-sas. Se trató de auténticos crímenes de guerra cometidos por el Ejército realista, y emanados de las órdenes del teniente coronel Agustín de Iturbide y con la com-plicidad del virrey Calleja. Ambos personajes destacaron por su crueldad durante la guerra y ambos fueron destituidos de los cargos que ostentaban, a causa de las denuncias en su contra por los abusos cometidos contra la población civil. No

12 Publicaciones del AGN, t. IX, de Pedro Otero al virrey, Guanajuato, 12 de agosto de 1813.13 AGN, OG, t. 430, fs. 229-232, de Iturbide a Calleja, Hacienda de Corralejo, 12 de diciembre

de 1814; t. 428, fs. 99-100, de Iturbide a Calleja, Irapuato, 5 de febrero de 1814; t. 430, fs. 234-235, de Iturbide a Calleja, Hacienda de Barajas, 16 de diciembre de 1814.

14 Publicaciones del AGN, t. IX, de Iturbide al virrey, Silao, 1º de septiembre de 1813, de Calleja a Iturbide, 26 de septiembre de 1813.

15 Publicaciones del AGN, t. IX, Calleja a Iturbide, México, 13 de noviembre de 1813, p. 279.

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queda ninguna duda que estos oficiales cumplieron con su deber, es decir, el de pacificar a la Nueva España, pero con un costo social inaceptable.

Poco o casi nada se sabe de la vida de Iturbide entre 1816 y 1820 hasta cuando solicitó al virrey la comandancia militar del Sur. No tenemos la certeza de si él parti-cipó en la llamada “Conspiración de la Profesa”, lo que sí podemos afirmar es que el Plan de Iguala de 24 de febrero de 1821, representaba los intereses de los grupos políticos y de poder de la ciudad de México, con sus ramificaciones en Veracruz, Puebla y Guadalajara. La idea del proyecto surgió de las élites de la capital, las que durante la guerra habían perdido gran parte de su poder, fortuna e influencia so-bre las decisiones políticas y económicas de la Nueva España. Durante la guerra las más favorecidas fueron las oligarquías regionales con la instalación de casas de moneda en los centros mineros, hecho que garantizó el abasto de circulantes, así como la apertura de puertos alternos como Guaymas, Manzanillo, San Blas, Tampico, Tuxpan, Alvarado y Coatzacoalcos, por citar algunos.

El Plan de Iguala tuvo como objetivo principal sustraer al Virreinato de la autoridad de las Cortes liberales y restablecer el absolutismo encabezado por Fernando VII. Su líder aseguraba que el pronunciamiento no tenía la intención de trastrocar el orden virreinal, sólo deseaba “una reforma pacífica la cual con-venía a un país abrumado muchos años por males de toda especie”. En el Plan se reconocía la exclusividad de la religión católica y ratificaba los derechos y privilegios del clero; se reconocía la independencia y, al mismo tiempo, se le otorgaba al monarca Fernando VII el derecho de gobernarla o de enviar a uno de sus descendientes.

Las principales adhesiones al pronunciamiento se dieron entre las filas de las mi-licias provinciales y las antiguas compañías de patriotas ahora convertidas en mili-cia nacional, de los insurgentes del Sur, de los obispos y bajo clero novohispanos y de los ayuntamientos de pueblos y villas. En principio, los ayuntamientos de todas las ciudades capitales se mostraron antagónicos a la insurrección al consi-derarla contrarrevolucionaria y antigaditana, y por pretender restar la autonomía alcanzada por las provincias. Los oficiales españoles de alto rango se negaron a reconocer el pronunciamiento, pues les resultaba absurda la invitación a insu-bordinarse de un teniente coronel miliciano que ni siquiera formaba parte del sistema jerárquico del Ejército. Lo cierto era que entre sus filas había una clara división entre los defensores del sistema constitucional gaditano y los fieles al monarca español. De hecho, en la ciudad de México un grupo de oficiales con-servadores, encabezados por el mariscal de campo Francisco Novella, dieron un golpe de Estado contra su jefe Juan Ruiz de Apodaca. En este contexto llegó a

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Veracruz el recién nombrado por las Cortes españolas Jefe Superior Político y Capitán General de la Nueva España, Juan de O’Donojú. Según él, los golpistas no defendían la causa europea porque detestaban la Constitución y no la iban a jurar.16 Tal vez este fue el principal motivo por el que las tropas peninsulares, una vez acordados los armisticios, ya no se reorganizaron para continuar la lucha en defensa de los intereses de España. Otra razón fue que los invasores, como se les consideraba, ya no pudieron expoliar a las poblaciones. La mayoría de ellos salieron por los puertos mexicanos para no volver en mucho tiempo.

La jura del plan de Iguala fue interpretada por las autoridades locales y pro-vinciales como su acta de emancipación de la Monarquía española, su acta de nacimiento, aunque no se desentendieron de la carta gaditana. Entre 1820 y 1824 el fenómeno multiplicador, tanto de ayuntamientos como de diputaciones provin-ciales en los antiguos territorios coloniales, significó la culminación del proceso revolucionario iniciado en 1810. Para explicar el tránsito de colonia a república, obligadamente debemos partir del análisis del funcionamiento de los ayuntamientos y las diputaciones, y mandar a un segundo plano el comportamiento de la efímera presencia de líderes militares. En resumen, sin o con independencia, durante el Imperio o la República, en ningún momento las diputaciones y los ayuntamientos abandonaron sus responsabilidades (Ortiz, 2014, pp. 167-204, 209-212).

El 27 de septiembre de 1821, el caudillo Iturbide hizo su entrada triunfal en la ciudad de México y desde allí intentó gobernar al naciente Imperio Mexicano. En ningún momento se planteó la posibilidad de combatir personalmente a las tropas españolas del puerto de Veracruz. Tampoco previó la fuerte oposición de los grupos de poder de las provincias, la de los intereses de los recién llegados comerciantes internacionales en defensa de sus intereses, la de los antiguos insur-gentes y ahora republicanos de la provincia de Veracruz. Fue en esta provincia donde se construyó la gran alianza que puso punto final al pretendido Imperio Mexicano de Agustín I.

verAcruz, el fiel De lA BAlAnzA

En el puerto de Veracruz se desarrollaron los últimos combates por la indepen-dencia de México. Durante los 15 años que duró la guerra, esta ciudad fue la única destruida por efecto del bombardeo español. Desde 1821 Veracruz se convirtió

16 Archivo Histórico Militar de España, caja 5375, de Juan de O´Donojú al Ministro de Guerra, Veracruz, 13 de agosto de 1821.

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en el botín que tres fuerzas armadas anhelaban poseer: la “jarochada” con el ge-neral Santa Anna a la cabeza, que de hecho estaba dentro del recinto urbano; las españolas, que desde la isla de San Juan de Ulúa controlaban las entradas de mar y le apuntaban con sus cañones, y las de Iturbide, bajo el mando del español José Antonio de Echávarri, que desde la casamata de Santa Fe protegía los caminos reales de tierra adentro. Como ninguna de las facciones tenía la fuerza suficiente para imponerse sobre sus adversarios, se le apostó a la intriga y a las alianzas para destrabar el entuerto. Desde San Juan de Ulúa, el gobernador español Francisco Lemaur trabó comunicación con Echávarri, quien mostró su ambivalencia en-tre su lealtad a México y a España. Entre ambos acordaron una salida política. Echávarri estaba dispuesto a firmar con Lemaur un armisticio “que encaminase a una pacificación con la España”. Así nació el Plan de Casamata. El problema aho-ra era su ejecución porque se necesitaba el consentimiento de los otros jefes y de-más corporaciones. De hecho, durante las deliberaciones se impuso la voluntad de los antiguos insurgentes encabezados por Guadalupe Victoria, y Echávarri quedó impedido para salvar la cabeza del emperador. A Victoria lo que más le “repugna-ba”, era la figura de emperador que Iturbide representaba. Para él lo único válido era el sistema republicano como forma de gobierno (Ortiz, 2008, pp. 206-217).

Mientras que en México los republicanos llegaban al poder, en la Península el gobierno liberal era pulverizado por las tropas conformadas por la llamada Santa Alianza para la restitución del absolutismo de Fernando VII. Con ello se canceló cualquier posibilidad de un acuerdo entre México y España, y dio inicio la guerra total. El 23 de septiembre de 1823, desde la fortaleza de San Juan de Ulúa, co-menzó el bombardeo sobre la ciudad. La población civil abandonó sus casas para refugiarse en las haciendas y ranchos cercanos, y el gobierno mexicano cerró el puerto comercial y habilitó los de Alvarado, Antón Lizardo, Tuxpan y Tampico. Los españoles sufrieron el bloqueo más de dos años, con escasos auxilios proce-dentes de la Península o de La Habana. Ello alteró la disciplina y armonía entre la tropa. Además del encierro y las epidemias de escorbuto, no menos importantes resultaron dentro del fuerte las discrepancias por cuestiones ideológicas, es decir, entre los partidarios de la Constitución y los defensores del absolutismo. Como informaría Lemaur, no fueron las 3,000 bombas mexicanas que cayeron en Ulúa las que diezmaron a las tropas españolas, sino las enfermedades que agotaron sus fuerzas.17 La situación de los fortificados se complicó aún más a partir de junio de

17 AGMS, Leg. 578, hoja de servicio del mariscal de campo Francisco Lemaur. De Francisco Lemaur al rey, Madrid, 27 de noviembre de 1826.

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1824, desde el momento en que los buques británicos bloquearon las actividades comerciales que los estadounidenses, regularmente realizaban en el castillo.

Desde un principio los mexicanos le apostaron al bloqueo marítimo. Al final, la preocupación principal de los sitiados no era ya tanto atacar la ciudad sino buscar la manera de sobrevivir al desastre. Los últimos 10 meses fueron de espanto por las epidemias. Por temor al contagio, los hombres sanos se negaban a atender a los enfermos, a lavar su ropa o a limpiar las habitaciones donde estaban postrados. Se llegó a tal extremo, de abrir “agujeros en los catres para que por ellos excretasen los enfermos”. En tales condiciones, el hospital causaba horror, “se había convertido en el más hediondo muladar, donde no resonaban más que los alaridos de dolor y de muerte”. Para el 1o de noviembre de 1825, dos semanas antes de la capitulación, sólo 70 soldados se encontraban en activo, 341 habían fallecido y el resto se encon-traba postrado en el lecho de muerte (Quesada, 1826, pp. 175-176).

Mientras tanto, los mexicanos, que no estaban dispuestos a realizar aventura alguna para tomar la plaza, y pagarlo con la pérdida de algún hombre, simple-mente esperaron a que los españoles solicitaran la capitulación. Las reuniones iniciaron el 22 de septiembre y se prolongaron hasta el 18 de noviembre. Durante este tiempo los mexicanos negaron el auxilio a los enfermos hasta tener la certe-za de que efectivamente rendirían la plaza. Fue hasta después de la firma que la fortaleza recibió vegetales frescos y medicamentos. Los españoles sólo pidieron una capitulación honrosa y que los mexicanos hicieran el saludo a la bandera es-pañola. El monarca español, Fernando VII, condenó el hecho y nunca reconoció la independencia mexicana. Fue en 1836 cuando la regente María Cristina firmó los primeros tratados de paz y amistad entre las dos naciones.

lección De viDA

No podría concluir mi presentación sin hacer referencia al presente. Como se demostró en un libro reciente, en el que participamos varios de los que aquí es-tamos, lejos de lo que se piensa, la guerra no ha sido una excepción en la historia de México, sino todo lo contrario: los enfrentamientos armados han existido en alguna parte de su actual territorio desde el origen de las civilizaciones mesoame-ricanas hasta la actualidad, y los momentos de paz han sido muy breves.

Michoacán es el ejemplo más claro de lo que sucede en buena parte del te-rritorio de México. Desde hace tiempo el monopolio de la fuerza dejó de ser exclusivo del Estado y ello dificulta la separación de la esfera de gobierno y la

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de los delincuentes; incluso en ocasiones pareciera que operan en contubernio. En ese Estado no existe autoridad alguna que frene el reclutamiento forzado de hombres y mujeres jóvenes por las bandas criminales; ya no se diga los asesina-tos, secuestros, extorsiones, violación de mujeres y el decomiso de bienes, lo que ha provocado uno de los mayores desplazamientos de poblaciones enteras. Los habitantes de Michoacán sufren las consecuencias de algo parecido a una guerra civil, y por ello han tenido que armarse para defender a las comunidades a las que pertenecen, tanto del abuso de los criminales como de las fuerzas del orden. En un estado de derecho, los ciudadanos no tendrían la necesidad de armarse. El problema es que la mayor parte de ellos ya no se siente representada en ninguno de los órganos del Estado y que, para sobrevivir, tiene que empuñar las armas porque carece de otra opción. Cada persona, cada grupo, cada comunidad, hace lo que puede para no convertirse en una víctima más.

El Gobierno Federal actual tiene claro que el origen de los problemas ini-ció hace 30 años con el cambio de modelo económico y político: el del Estado benefactor al neoliberal. Con el argumento de combatir la corrupción y adelgazar el gasto público, entre 1992 y 1993 se liquidaron y/o privatizaron las empresas paraestatales de apoyo al campo, sin que se crearan otras que las suplieran; de igual manera se reformó el artículo 27 constitucional, con lo cual culminó el desmantelamiento del ejido y la privatización de sus tierras. Con la medida, el Gobierno Federal abandonó a su suerte a los cientos de miles de ejidatarios y productores en pequeño. El vacío que dejaba el Estado benefactor poco a poco lo fue cubriendo el crimen organizado.

La historia nos enseña que, en situaciones de crisis como la que hoy se vive en buena parte de México, la sociedad civil no puede permanecer ajena al conflicto, porque la guerra que libran entre sí las bandas delincuenciales por un lado, y las fuerzas del Estado, por el otro, tienen como objetivo principal el control de terri-torios y, por lo tanto, los campos de batalla resultan ser las poblaciones mismas que, indefensas, se organizan como pueden. Si la alianza entre el Estado y las fuerzas armadas es más que clara, de igual manera tendría que extenderse y estre-char, con mayor fuerza, la relación del aparato del Estado con la población civil, a través de una fuerza policiaca nacional, moderna, y de una doctrina de seguridad nacional y de seguridad pública. La ciudadanía debe organizarse y prepararse para sobrevivir a la espiral de violencia extrema que se vive en algunas regiones de México. De lo contrario, esta guerra, como las anteriores, también estará perdida.

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BiBliogrAfíA

Alamán, Lucas1968 Historia de México: desde los primeros movimientos que prepararon su independen-

cia en el año de 1808 hasta la época presente, tomo I. México, Editorial Jus.

Archer, Christon I.2005 “Soldados en la escena continental: los expedicionarios españoles

y la guerra de la Nueva España, 1810-1825”, Fuerzas militares en Ibe-roamérica, siglos xviii y xix, pp. 139-156, Juan Ortiz Escamilla (coord.). México, El Colegio de México; El Colegio de Michoacán y Univer-sidad Veracruzana.

Garrido Asperó, María José2003 “Entre hombres te veas: las mujeres de Pénjamo y la revolución de

Independencia”, Disidencia y disidentes en la historia de México, pp. 169-190, Felipe Castro Gutiérrez y Marcela Terrazas (coords.). México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investiga-ciones Históricas.

Hamnett, Brian1982 “Royalist counterinsurgency and the Continuity of Rebellion: Gua-

najuato and Michoacan, 1813-1820”, The Hispanic American Historical Review, 62 (1): 19-48.

Hernández y Dávalos, Juan1985 Historia de la guerra de independencia de México, Vol. IV. México, Institu-

to Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Méxicana.

Kalyvas, Stathis N.2010 La lógica de la violencia en la Guerra Civil. Madrid, Akal.

Nietzsche, Friedrich1929 Contribución a la genealogía de la moral. Madrid, Rafael Caro Raggio.

Ortiz Escamilla, Juan2008 El Teatro de la Guerra. Veracruz, 1750-1825. Castellón de la Plana,

Universitat Jaume I.

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2014 Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México. 1808-1825. México, El Colegio de México e Instituto Mora, 2ª edición, corregi-da y aumentada.

2017 Calleja. Guerra, botín y fortuna. México, Universidad Veracruzana y El Colegio de Michoacán.

Quesada, Rafael1826 Defensa del señor brigadier don José Coppinger sobre la entrega que hizo por

capitulación del castillo de San Juan de Ulúa, de su mando, a los disidentes de México, leída por su defensor el coronel Rafael Quesada, el día 14 de marzo de 1826, en el Consejo de Generales celebrado en esta capital, para purificar la conducta de aquel jefe. La Habana, Imprenta Fraternal de los Díaz de Castro.

Walzer, Michael2010 Pensar políticamente, selección, edición e introducción de David Miller.

Barcelona, Paidós.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE JUAN ORTIZ ESCAMILLA1

Ana Carolina Ibarra González

Es un honor para mí responder al discurso que presenta ante esta Academia Mexicana de la Historia el Dr. Juan Ortiz Escamilla para ingresar como miem-

bro de número a la corporación. Me hago cargo de las muchas voces que apoyaron su postulación —en especial la de Virginia Guedea— que demuestran el aprecio y la admiración que le tenemos quienes nos dedicamos a estudiar la Independencia. Reconocemos la contribución de Juan a temas fundamentales, y su liderazgo, que nos convoca siempre con renovado entusiasmo para avanzar en nuestros terrenos.

El Dr. Juan Ortiz es, y se reconoce a sí mismo, como alumno de varios maes-tros a quienes ha agradecido ya en su discurso, pero la influencia de dos de ellos ha sido determinante en los derroteros que habría de seguir su trayectoria aca-démica: al ingresar a El Colegio de México entró en contacto con doña Josefina Zoraida Vázquez quien lo animó, lo incentivó, a investigar en el Archivo Histó-rico de la Secretaría de la Defensa Nacional. El hecho fue decisivo pues le abrió desde entonces una inmensa puerta para que entrara, sin restricciones, a estudiar los temas que habrían de convertirse en temas de vida.

Contemporáneamente, Juan conoció a Carlos Herrejón Peredo. Ha compar-tido con él infinidad de cosas: la amistad del Colegio de Michoacán, la de su compadre José Antonio Serrano y familia, el compromiso con su estado natal y la pasión por los temas de la Independencia. Juan y yo hemos tenido la fortuna de compartir el rigor de las enseñanzas de Herrejón, que nos ha hecho sufrir a ratos, y nos ha deparado buenos momentos y muchas responsabilidades. Por eso

1 Respuesta al discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Juan Ortiz Es-camilla, leída el 5 de noviembre de 2019.

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me alegra especialmente que Juan venga a ocupar su silla en la Academia, ahora que Carlos ha decidido ser emérito.

Cuenta el Dr. Ortiz que, pocos años después de haber obtenido el doctora-do, surgió la idea del proyecto Tepalcatepec. Fue en noviembre de 2001 cuando regresaban de un viaje de Madrid a México. Parece que, tras 11 horas de vuelo, Carlos lo convenció de hacer una estancia en El Colegio de Michoacán para ocu-parse de ello. La oportunidad significaba sin duda la posibilidad de volver la vista a las raíces, a su historia y a las grandes problemáticas de ese estado, a través de un gran proyecto regional interdisciplinario que dio lugar a múltiples actividades y publicaciones. Para Juan, nacido en el ejido Felipe Carrillo Puerto, estudiar la Huacana, la Tierra Caliente, era, creo yo, volver a los orígenes, pero además al co-razón del territorio insurgente, al teatro de las operaciones de guerra, de entonces y de ahora. Así que tampoco este proyecto lo distrajo de su interés central en la insurgencia y la guerra; más bien lo contrario, todo ello afianzó y retroalimentó su interés en los temas por los que se había decidido.

Atinadamente se enfocó en la guerra para explicar y definir a través suyo la crisis y la violencia que recorrieron los años 1810-1821, guerra sangrienta, cruel y brutal, pero capaz de fascinar a quien se ocupa de ella buscando desentrañar lo que hay de imprevisible, de incontenible; laboratorio para conocer las reacciones humanas. Estudiar a las poblaciones que en el pasado sufrieron la guerra, que fueron rehenes de uno u otro bando, que se resistieron o se asimilaron, es ilumi-nar también las situaciones que se viven en el presente. Se acercó a los grandes teóricos en esta materia, como Walzer, Kalyvas, Waldman, buscando participar en un debate de grandes alcances. Y de esta veta han resultado varios libros señe-ros como es el caso de Guerra y Gobierno, con dos ediciones, Veracruz, 1810-1825, El teatro de la Guerra: Veracruz 1750-1825, y recientemente Calleja. Guerra, botín y fortuna, un libro muy esperado. Se suma a ello una producción ingente de obras colectivas bajo su dirección, apuntando hacia temas de su dominio, como el de los ayuntamientos y el de las fuerzas militares, de capítulos de libro y artículos publicados en México y en el extranjero.

De lo anterior se desprenden las principales líneas que orientan el discurso que acabamos de escuchar, “De la guerra civil a la guerra por la independencia de México de 1810-1825”. En esta respuesta intentaré bordar sobre la importancia que tiene proponer una reinterpretación del periodo de independencia, tarea tan ambiciosa como indispensable; así como en la periodización que se propone. Buscaré también resaltar otros aportes del escrito.

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Algunos planteamientos que han sido esbozados particularmente en sus úl-timos trabajos vienen a concretarse y tomar fuerza en este discurso que propo-ne y defiende una interpretación de conjunto del periodo de independencia, en donde la guerra es el elemento determinante. ¿Qué puede ser más importante que la pérdida de vidas a gran escala, el expolio de las poblaciones y la vivencia de horror que sufren ante la presencia del fuego enemigo, que obliga a la huida, la migración y el desplazamiento? La necesidad, apuntada por él, de definir la naturaleza de los acontecimientos que se desencadenaron en 1810 y el curso que siguieron, lo lleva a dejar de lado (o por lo menos a subordinar) otras categorías explicativas como las de proceso, autonomismo e incluso revolución, para soste-ner que se trató de una guerra prolongada, primero una guerra civil que, poste-riormente, se tornó en una compleja guerra por la independencia.

Al pensar en una caracterización del periodo 1810-1825, no puedo evitar re-cordar a otros autores que han compartido esta preocupación por definir el sen-tido de las guerras de independencia. En los años 1970, Pierre Chaunú se refirió a las luchas de independencia como parte de una guerra civil que se libró en los dos lados del Atlántico español,2 planteamiento que en aquel entonces provocó reacciones de parte de los alumnos. Por su parte, Tulio Halperin Donghi, intituló su obra imperecedera como Revolución y guerra,3 llevando al título su caracteri-zación de los movimientos del Plata a partir de la toma del poder político, que desembocó algunos años más tarde en una guerra civil de parte de las provincias confederadas. De norte a sur los procesos son desde luego muy distintos, y no pretendo aquí hacer una comparación entre las independencias, pero el desafío que enfrentan los historiadores para pensar integralmente en estos procesos es semejante. Juan Ortiz ha decidido no rehuir este desafío, de allí que un esfuerzo como el que ha venido realizando resulte fundamental.

A lo largo de sus páginas, el doctor Ortiz da cuenta de las razones que lo llevaron a hacer de la guerra su principal categoría de análisis. Fue la guerra la que modificó sustancialmente las vidas de las personas, destruyó las economías y trastocó las estructuras administrativas. En México, el levantamiento insurgente desató una guerra de enorme violencia que marcó los años que siguieron. Fue la guerra la que desmanteló las estructuras virreinales, y junto con las medidas gaditanas, determinó la pérdida de poder político de la capital de la Nueva Espa-ña. La guerra favoreció la “ruralización del poder”, cobrando fuerza las lealtades

2 Pierre Chaunú, “Interpretación de la Independencia de América Latina”…, 1987. 3 Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. La formación de una elite dirigente…, 1972.

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regionales y locales. La guerra trajo consigo una militarización creciente, aun ma-yor tras la abolición de la Constitución en 1814, pues los más de 10,000 solados expedicionarios controlaron el territorio, imponiendo un gobierno militarizado a las poblaciones. De allí en adelante, se puso la voluntad de los jefes militares por encima de lo político y lo jurisdiccional. Ellos determinaron el destino de las poblaciones y de los individuos, decidieron quién era castigado y quién podía ser recompensado. La vida de las poblaciones quedó a merced de la voluntad de los jefes y comandantes.

Una importante vuelta de tuerca en el curso de los acontecimientos tiene lugar en los años 1820-1825. De acuerdo con la interpretación de Ortiz, la guerra civil de los años previos ha sido más estudiada, no así el lapso en el cual se produce el retorno del constitucionalismo liberal en España y la respuesta de los trigarantes en la Nueva España, la verdadera guerra por la independencia. Y es allí en donde él pretende abonar.

Su decisión de radicar en Xalapa pone en su mira el examen de las fuerzas que allí convergieron para el desenlace final de la guerra de independencia. Este desenlace no sólo estuvo motivado por el hecho de que el fuerte de San Juan de Ulúa sería el último reducto de la resistencia española, sino porque “fue en esta provincia donde se construyó la gran alianza que puso punto final al pretendido Imperio Mexicano de Agustín I”. En su discurso, Juan Ortiz consigue presentar-nos un nuevo cuadro para comprender el complejo momento de la antes llamada consumación de la independencia; un cuadro en el que tienen un papel decisivo las debilidades de Iturbide como un comandante sanguinario y ambicioso, así como las flaquezas del proyecto que representaba y que era el de las elites de la capital virreinal “las que durante la guerra habían perdido gran parte de su po-der, fortuna e influencia sobre las decisiones políticas y económicas de la Nueva España”.

Al profundizar en el desarrollo de los acontecimientos de Veracruz, las con-tradicciones, las alianzas y desafecciones que allí se expresaron, fue posible incluir una pieza fundamental para comprender el desenlace de la independencia. Tal y como pudimos apreciar en el discurso, no sólo se abre paso una nueva periodi-zación para comprender el proceso, sino que, al hacerlo se consigue un aporte no menor al articular e integrar la historia republicana con la caída del Imperio y la fase final de la guerra con España, el eslabón que faltaba para echar luz en el tránsito a la República Federal.

Por lo que aquí se ha expresado, considero que el discurso del Dr. Juan Ortiz, así como su obra y trayectoria, constituyen un aliciente para seguir estudiando la

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guerra de independencia, cuyo conocimiento riguroso nos permite comprender una de las épocas más apasionantes de nuestra historia. En una perspectiva de tiempo presente, como lo apuntan algunos de sus trabajos de los últimos años, el estudio del periodo constituye un laboratorio de análisis excepcional que desafía nuestras capacidades y abre un horizonte de compromiso con nuestra lectura del pasado. Mucho hay que celebrar, por ello, su ingreso a esta Academia Mexicana de la Historia, desde la cual Juan Ortiz Escamilla seguirá haciendo notables con-tribuciones. Por esta razón, me complace a nombre de todas y todos nosotros darle la bienvenida.

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BiBliogrAfíA

Chaunú, Pierre1987 “Interpretación de la Independencia de América Latina”, Secuencia.

Revista de historia y ciencias sociales, núm 9: 154-173.

Halperin Donghi, Tulio 1972 Revolución y guerra. La formación de una elite dirigente en la Argentina criolla.

México, Siglo XXI Editores.

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LA ECONOMÍA DEL NORTE DE MÉXICO (1850-2015). AYER Y HOY DE SUS DINÁMICAS REGIONALES1

Mario Italo Cerutti Pignat

Tras revisar la impresionante trayectoria de los tres últimos ocupantes del sillón 8, foráneo, realmente creo que hubo excesiva generosidad al aceptarme como aca-démico de número en ésta ya centenaria Academia Mexicana de la Historia. Y no puedo dejar de recordar por ello las palabras del inefable Luis González y Gon-zález cuando, en marzo de 1973, abrió su discurso de ingreso con la siguiente frase: “Conociéndolo como lo conozco a Luis González, no (lo) habría votado para académico”.

Pues sí, al revisar lo que hicieron, impulsaron y escribieron durante décadas el fisiólogo e historiador de la ciencia José Joaquín Izquierdo, oriundo de Puebla, el abogado e historiador chihuahuense José Fuentes Mares, y la veracruzana crítica e historiadora de arte Ida Rodríguez Prampolini, sospecho que las palabras de don Luis son muy aplicables a quien ahora les habla.

Estos tres notables personajes asombran por su firme compromiso; ya con la ciencia, ya con la producción de conocimiento histórico, ya con la sociedad en que vivían y sus avatares sociopolíticos. Pero sobre todo por su formidable capa-cidad de gestar proyectos. La doctora Ida Rodríguez, además de su prolongada y brillante trayectoria académica, inauguró 57 casas de cultura, once museos, dos escuelas de educación artística y abrió 12 archivos desde el Instituto Veracruzano de Cultura y el Consejo de Arte Popular… ¡¡¡entre 1987 y 1993!!!

A uno de ellos, el locuaz José Fuentes Mares, tuve oportunidad de escucharlo en 1976 cuando en Monterrey presentó un libro que ya pocos citan en su vasta

1 Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Mario Italo Cerutti Pignat (sillón 8), leído el 2 de abril del 2019.

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bibliografía. Como su título tiene que ver con lo que habrá de constituir la par-te medular de mi exposición, me permito recordarlo: Fuentes Mares lo llamó Monterrey. Una ciudad creadora y sus capitanes, redactado poco después del asesinato de Eugenio Garza Sada, el icónico empresario regiomontano. Si alguien gusta conocer hasta qué grado llegó el enfrentamiento entre no pocos núcleos em-presariales del norte y el presidente que estaba en funciones, puede revisar este pequeño volumen.

También me permito recordar ahora a don Israel Cavazos, que me antecedió desde Nuevo León como académico. Recuerdo su trato amable, su sonrisa per-manente y sus agradables charlas sobre Nuevo León. Y como lo señaló Wigberto Jiménez Moreno, en su bienvenida de junio de 1979, es obligatorio reconocer en el maestro Cavazos su notorio y prolongado aporte a la historia del noreste.

Solicito me dispensen por transgredir otra vez el protocolo para incorporar aquí expresiones de académicos que, en sus mensajes de ingreso o de bienvenida, dejaron constancia en esta casa de lo que pensaban o de lo que planteaban como seres humanos, como historiadores, como científicos sociales. Las palabras que recordaré expresaban vivencias, matices conceptuales, experiencias o sugerencias metodológicas que, de una u otra forma, fueron paulatinamente asumidas por quien les habla en su devenir por el extenso, agreste, rudo norte mexicano.

Y retorno a Luis González. Al aludir a la microhistoria indicó algo puntual-mente aplicable a la investigación regional: “reconoce un espacio, un tiempo, una sociedad y un conjunto de acciones que le pertenecen. En la historia crítica lo básico es el tiempo. En la historia local (regional decimos) lo importante es el espacio”.

De Enrique Krauze, en su discurso de abril de 1990: “En 1986, en una breve visita a la ciudad de Chihuahua, descubrí para mi sorpresa el profundo sentido histórico de los hombres y mujeres de Chihuahua. Nosotros, los de la capital, tendemos a creer que la conciencia histórica mexicana se encuentra tan centra-lizada como el poder político”. Ninguna sorpresa. Así se vive y define a México desde el norte.

Por eso sería que Manuel Ceballos, en mayo de 1999, concluyó que Krauze había encontrado en el norte “un profundo sentido histórico; un lenguaje, una mentalidad y una religión que han pasado la prueba de los siglos”, y que llegó a aceptar que era “el centro del país [el que] estaba en sus márgenes”. Ceballos además aseguró que “la guerra de 1846-1848 fue (un) acontecimiento fundamen-tal que afectó la historia de Estados Unidos y México” y que sus consecuencias se “experimentaron directamente (en) los territorios norteños”. Y doña Josefina

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LA ECONOMÍA DEL NORTE DE MÉXICO (1850-2015)

Vázquez, en su respuesta, consideró que el académico fronterizo se había hecho eco en su exposición de las injustas apreciaciones de las que el norte había sido objeto por parte “de mexicanos incapaces de percibir un México pluricultural”.

La misma Josefina Vázquez defendió en esta Academia, en su discurso de julio 1979, que “la evolución de la civilización se plantea como un complejo multilineal” y que no se presenta de la misma manera para todos los grupos humanos. Las diferencias, insistía, se explican conforme a los recursos de los lugares donde se desarrollan, puesto que “los humanos, además de adaptarse, transforman cons-tantemente la naturaleza con ayuda de la técnica”.

A su manera, David Piñera recordó en su discurso de septiembre del 2002, pre-cisamente, ciertas peculiaridades norteñas que hemos comprobado en nuestros estudios. Decía David de Baja California y sus ciudades que su desenvolvimiento inicial fue consecuencia de la expansión económica de los Estados Unidos, impacto que “desbordó sobre nuestra frontera norte”. Y agregó algo que es tan actual en el norte como en otros rincones de México: “Por esa esquina del mundo que es Baja California corren toda clase de vientos y algunos llegan envenenados: como el narcotráfico”.

Desde otra tribuna foránea, José María Muria, en agosto de 1993, se queja-ba con cierta acritud porque la historiografía mexicana (en términos generales, aclaraba) “no ha resistido con éxito la tendencia centralista y en ocasiones se ha sumado a ella con entusiasmo”.

Y al contestar, don Miguel León-Portilla dijo que reconocer la pluralidad en el ser histórico de un Estado nacional como México era el reto que “se nos plantea ahora y que habrá de volverse más apremiante aún” al entrar el siglo xxi. “Al his-toriador, al antropólogo, al sociólogo (…) corresponde superar miopías para con-templar las diferencias”, percatarse de que el diálogo será así más coherente y se comprenderá mejor “el transcurrir de los tiempos, de los pueblos y sus culturas”.

Esta invitación a unir la Historia con otras disciplinas ocupadas en lo social tuvo que ver con lo que Enrique Florescano detectó y mencionaba en su bienve-nida a Gisela von Wobeser, en noviembre de 1992: en esos años, comienzos de la década de los 90, aumentaba el número de profesionales de la Historia y, además, se diversificaban las especialidades de la disciplina.

Efectivamente: la Historia Económica no sólo maduraba en el norte, sino que surgía una asociación que aún nuclea a sus investigadores y se perfilaba con fuerza otra de sus ramas: los estudios empresariales. De ello hablaremos ahora

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Con alrededor de un millón de kilómetros cuadrados,2 el norte estudiado puede considerarse un territorio que, sobre todo, se ha dedicado a complementar la gigan-tesca economía de los Estados Unidos. No se trata de un fenómeno reciente, puede de-tectarse al menos desde 1850, cuando el río Bravo se convirtió en línea divisoria de dos Estados-nación que pugnaban por consolidarse.

el norte estuDiADo

Oportuno resulta resaltar que el espacio considerado (figura 1) incluye los seis estados fronterizos con Estados Unidos (Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas) y sus respectivos colindantes meridionales: Baja California Sur, Sinaloa, Zacatecas, Durango y porciones de San Luis Potosí. Es un territorio multirregional que puede perfilarse con mayor justeza trazando una línea imaginaria entre sus dos grandes puertos históricos: Tampico, sobre el Golfo de México, y Mazatlán, sobre el Pacífico. Al prolongar la línea hasta Baja California Sur, este espacio alcanza alrededor del 60 % de la superficie mexicana.

2 Casi dos veces la superficie española y cinco por ciento más de la que suman Francia e Italia.

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Hasta tiempos recientes, sin embargo, acogía no mucho más del 25% de la po-blación del país y de su población económicamente activa.

Este gran norte ha sido escenario de comprobables dinámicas regionales que nacieron y se nutrieron, con frecuencia, en las ubres de la gran vaca lechera con-vertida en potencia mundial. Y si bien el mercado interior que empezó a definirse en México a fines del xix también resultó fuente de múltiples respuestas pro-ductivas, su tamaño y densidad jamás pudieron compararse con lo que generó la segunda revolución industrial en el vecino país.

¿Cómo pudo extrañar que fuesen los propietarios y empresarios del norte, con sus lógicas excepciones tras décadas de proteccionismo, los que menos in-cómodos se sintieran con el reconocimiento institucional de tal realidad cuando se firmó del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte? Si Monterrey exportaba metales industriales a Estados Unidos desde 1892, si Chihuahua ven-día su ganado en Chicago, y sus velas y ropa a los mineros de Arizona desde los años del general Terrazas, si los valles de Sinaloa ya enviaban tomate a California en 1920, si Sonora colocaba su cobre desde antes de la revolución, si desde la comarca lagunera se remitía harinolina en tiempos porfirianos, si Texas empleaba fuerza de trabajo de Nuevo León en 1860, ¿cuál fue, exactamente, la novedad que trajo al norte de México el Tratado de Libre Comercio? En todo caso, para los propietarios, productores y empresas de este norte agringado, las conexiones con Estados Unidos se habían configurado desde hacía más de cien años como un dato normal, casi cotidiano.3

Quizá fue por eso que al amanecer el siglo xxi —cuando arreciaron la inte-gración de bloques plurinacionales, las alianzas estratégicas, y la globalización de los intercambios— recuperaron importancia, curiosamente, procesos que hasta poco antes sólo parecían preocupar a algunos historiadores. Uno de ellos, justamen-te, atañía a lo sucedido desde finales del siglo xix en ciertos territorios de frontera como Cataluña, el País Vasco, la Lombardía, el Piamonte, o el mismo noreste de México, adheridos todos a una economía poderosa.

El impacto que la economía estadounidense tuvo y mantuvo sobre diferentes áreas septentrionales de México, y el consiguiente comportamiento de sus seg-mentos empresariales, cimentaron experiencias que fue menester examinar ante la insistente pregunta sobre cómo se veía a los Estados Unidos desde Monterrey,

3 Reforzado y reproducido además porque los sectores medios y no pocos asalariados visitan desde hace décadas y cada fin de semana las grandes tiendas instaladas del otro lado de la línea (del río Bravo).

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Chihuahua, Torreón, Culiacán, Tampico o Ciudad Obregón. Y el método para “ver cómo se veía” llevó a una noción sumamente instrumental: la que proponía, sin sonrojarse y sin perder la autoestima, que no pocas dinámicas económicas, empresariales y regionales de nuestro norte —ya en el siglo xix, ya en el xx— habían recibido sus estímulos más intensos del contacto directo con una economía externa, escenario a su vez de una vivaz revolución tecnológica.

Es por ello que el rudo, cálido, desértico, semi poblado, poco conocido y extenso norte emergió, también, como un área particularmente rica para la in-vestigación y los análisis sobre el desarrollo regional, para la historia económica comparada y para los estudios empresariales. Su condición de periferia inmediata del más grande mercado nacional gestado por el sistema capitalista, su calidad de prolongación territorial de una economía que se transformó en la más poderosa estructura productiva del planeta, le habían conferido posibilidades de funcio-namiento no perceptibles en otras áreas de la economía atlántica. Sólo el sur de Canadá pudo y puede aún contar con un escenario similar. Reconocer dicha peculiaridad constituyó un punto de partida inevitable para una más adecuada interpre-tación de la economía del norte, y de su historia.

En síntesis: la trayectoria social, económica y empresarial norteña, vivamente influida en su fase más reciente por el TLC y por la circunstancia globalizante, ofrece conclusiones de evidente utilidad para iluminar debates actuales. La in-formación y reflexiones que siguen, en consecuencia, están fundadas tanto en los históricos vínculos económicos del norte mexicano con los Estados Unidos como en el itinerario secular de algunos grupos empresariales que respondieron sin complejos a la apertura lanzada a mediados de los 80 del siglo xx.

experienciAs De unA economíA De fronterA

Al estallar la revolución, la economía mexicana mostraba ritmos, grados de diver-sidad y mecanismos internos poco frecuentes en América Latina. Los niveles de la actividad económica estaban definidos, en fuerte medida, por la compleja divi-sión del trabajo alcanzada; la especialización regional o entre múltiples unidades productivas estimulaba el intercambio, gestaba mercados intra e interregionales y presionaba para la formación de un mercado nacional.

La densidad y multiplicidad de actividades se expresaban de manera particu-larmente intensa en el norte y, en especial, en ese vasto territorio que se tendía al sur del río Bravo, descendiendo de la Sierra Madre Occidental, rumbo al Golfo

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de México. El Bravo, en tal contexto, se había transformado en un componente relevante de una economía de frontera que operaba sobre sus dos márgenes: hacia el sur funcionaban Chihuahua, Coahuila, Durango, Nuevo León, Tamaulipas y hasta Zacatecas; hacia el norte, la explosiva Texas.

Lejos de escindir ese espacio económico, el río resultaba su bisagra, su eje unifi-cador. Y como invasores de una geografía que iban ocupando con agresividad, los agentes sociales portadores del capital —núcleos burgueses en pleno crecimiento— aprovechaban las oportunidades que ofrecía un territorio binacional que la historio-grafía estadounidense no dudaría en llamar de frontera, condición que afirmaron (y mitificaron) el desierto y el combate contra las familias apaches y comanches.

El Bravo emergió desde 1850 como una invitación para desenvolver múltiples y lucrativas actividades. Como esto sucedía a ambos lados del río y se prolongaba tierra adentro para incluir núcleos urbanos como Monterrey y San Antonio, fue posible reconocer: 1) que el río actuaba como matriz de una historia económica y empresarial conjunta, manifestada tanto en el sur de Texas como gran parte de nues-tro noreste; 2) que las relaciones económicas que se expresaban en su interior eran más regulares e intensas que las que mantenían ambas márgenes del Bravo con las respectivas economías nacionales, y 3) que se construía en esos años un espacio económico común, regional/binacional, destinado a reforzarse en décadas posteriores.

Como porción sustancial de toda economía de frontera (vastas zonas semi-vacías donde la población se asienta siguiendo al capital y a la producción), el territorio que bajaba desde la Sierra Madre Occidental brindaba oportunidades suficientes para transformarse en un vivero de emprendedores acicateados por el estímulo de la ganancia. Los estudios regionales efectuados treinta años atrás, por ejemplo, ya mostraban: 1) cómo se habían acentuado durante el último tercio del xix los vínculos del norte (incluida su porción occidental, sobre el mar de Cortés) con franjas sustanciales de la economía de Estados Unidos; 2) las posibilidades que disfrutaban los grupos propietarios regionales no sólo favorecía una veloz acumula-ción de capital; a la vez, propiciaban una experiencia empresarial y una naturalidad en las relaciones con Estados Unidos que habrían de resultar fundamentales en décadas posteriores, y 3) que dicho escenario ofrecía condiciones muy favorables para el surgimiento de propietarios, empresarios, familias empresariales, empresas, gru-pos y redes de relevancia regional (mirada ésta que incluía tanto empresariados de base urbano-industrial, como los de Monterrey, o nutridos por un sustento agrícola en Sinaloa, La Laguna, Chihuahua o Sonora).

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reAliDADes regionAles e investigAción

Ya a principios de los años 90, de acuerdo con lo arriba expresado por Floresca-no, se pudieron elaborar algunos estados de la cuestión desde una perspectiva regional. Estaban sustentados en los materiales que pudimos conocer y discutir en los seminarios que sobre el Desarrollo del Capitalismo en México se implementaron con el apoyo inicial del Consejo Mexicano de Ciencias Sociales, a partir de 1981.4 Tres aspectos que conviene recordar eran: 1) el desenvolvimiento descentralizado de la Historia Económica había coincidido en México con el auge de la investigación regional; 2) como en España y Portugal, los estudios empresariales derivaban de la historia económica, o socioeconómica, y 3) en el contexto de los años 70 y 80 predominaron las indagaciones dedicadas al siglo xix, período particularmente defi-nido por procesos políticos, militares, sociales y económico de tipo regional.

La creación o renovación de instituciones de educación superior en muchos es-tados, lanzada en los años 70, contribuyó a de manera notoria con esta tendencia. En 1974, precisamente, nuestra Universidad Autónoma de Nuevo León creó di-versos colegios ligados a las ciencias sociales y a las humanidades: entre ellos los de Historia y Sociología, a los que me integré como docente en septiembre de 1975. El Centro de Estudios Históricos en Baja California, es otro ejemplo. Como bien lo ha señalado el doctor Piñera en sus recuentos, nació en 1975 con el apoyo de la Universidad Nacional.

Estas referencias explican por qué la investigación socioeconómica se dedicó con énfasis a espacios regionales concretos. Es decir, a ámbitos de dimensiones me-nores a las que finalmente corresponderían al conjunto del Estado-nación. La idea de una historia nacional única se mostraba débil, poco informada e ineficaz para aclarar las intensas diferencias anidadas en espacios regionales, y es que los ritmos, intereses y componentes íntimos se mostraban sumamente dispares entre sí y con relación a la a veces tan alejada ciudad capital.

Por lo tanto, no debe extrañar todavia que fuesen los investigadores que ope-raban en centros académicos dispersos por la geografía mexicana los que genera-ron tan profunda reorientación en el tratamiento de un siglo fundamental. Obli-gados por lo que indicaban las fuentes locales, sus conclusiones “comenzaron a discrepar con quienes suponían una historia homogénea, definida por el poder central y por la hoy centralizadora Ciudad de México”. La investigación concentra-da en las actividades económicas apuntaló con énfasis tal reorientación metodo-

4 El último de esos encuentros (el XV) se efectuó en octubre de 1996.

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lógica. Y fue por su influencia que la capital del siglo xix comenzó a ser visuali-zada, tan sólo, como eje económico de un espacio regional ubicado en el centro del país, en lugar de continuar siendo observada como “pivote vital” de un Estado-nación en construcción.

primerAs reseñAs

Las conclusiones obtenidas de una primera revisión temática, a mediados de los 90, vislumbraron en el ancho norte tendencias y pulsos relativamente diferencia-les respecto al de otros grandes espacios mexicanos. Veamos algunas:

Sobre el innegable impacto de la economía estadounidense

Durante el período 1850-1920 el peso del mercado estadounidense sobre la di-námica norteña había sido “rotundo”. Los encadenamientos de intereses con las áreas más próximas del vecino (Texas, Arizona, Nuevo México, California) habían estimulado y definido muchas de sus actividades productivas y comercia-les. La revolución industrial desatada en el noreste de los Estados Unidos tras la guerra de Secesión, uno de cuyos frutos fue el tendido de un gigantesco sistema ferroviario binacional, había modificado las prácticas y objetivos económicos de nu-merosas ciudades, puertos, comarcas, valles y regiones del norte. El hecho de definirlo como área adherida al gigantesco mercado que el capitalismo seguía gestando más allá de la línea fronteriza, obligaba a reconocer al norte como un espacio directamente articulado al fenómeno de la segunda revolución industrial y, por ello, sacudido por demandas no frecuentes en otras zonas del mismo México, en otros países latinoamericanos y en no pocas latitudes del mundo atlántico.

Sobre el norte y el mercado nacional

En abierta discrepancia con las miradas “generales” sobre el período posterior a 1890, se concluía que una amplia porción del norte —pese a su debilidad de-mográfica— había jugado un papel decisivo en la formación e integración del mercado nacional, aunque se aclaraba que la porción noroeste (Sinaloa, Sonora, la península de Baja California) quedó inicialmente excluida por su aislamiento. El análisis se enfocó en lo que llamamos gran norte centro-oriental, que comprendía porciones significativas de los estados de San Luis Potosí, Zacatecas, Durango y Chihuahua, además del conjunto noreste (Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas).

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Dicho espacio se mostraba dotado de una serie de articulaciones que permitían considerarlo un objeto de estudio con cierta homogeneidad. Y ello, sobre todo, debido a tres circunstancias: 1) haber concentrado una generosa proporción de la red de ferrocarriles, y entrelazar con ramales horizontales las rutas troncales que lo unían a los sistemas de Texas, al resto del territorio estadounidense y a la porción central del territorio mexicano; 2) por el temprano y descomunal impacto producti-vo que ocasionaban, como ya se mencionó, las demandas de la segunda revolución tecnológica, y 3) porque el propio noreste, incluso antes de la llegada del ferrocarril, comenzó a especializarse en producciones para el mismo mercado interior: los casos de La Laguna, Chihuahua y Monterrey fueron revisados de manera especial. Con todos estos elementos a la vista, se apuntaba la necesidad de una reinterpre-tación de los mecanismos que llevaron a la formación del mercado interno en México: “la intensidad y diversidad de sus actividades económicas entre 1880 y los tiempos de la revolución” habrían brindado al norte un protagonismo tan significa-tivo como descuidado por la historiografía dominante, tan focalizada en la ciudad de México y sus limitadas prolongaciones hacia el sur, el oriente y occidente.

Sobre modificaciones en la actividad económica

La investigación orientada a la historia de la economía dejó constancia, treinta años atrás, de las notorias transformaciones que a partir de los 80 del siglo xix habían transitado La Laguna, Monterrey y su entorno, la comarca carbonífera de Coahui-la, el sureste agrícola de Nuevo León y zonas de Tamaulipas, la ciudades-puerto de Tampico y Mazatlán, rincones de Zacatecas próximos a Coahuila, amplias co-marcas de Chihuahua y Sinaloa, Parras, el sur y el norte de Sonora y otras áreas septentrionales. El visible desarrollo de las actividades productivas que habían im-plementado o impulsado los sectores propietarios y comerciales de origen regional se vinculaba, obviamente, a ambos mercados: el estadounidense y el interno. El primero demandaba minerales y metales, ganado, pieles, alimentos para animales, frutos, hortalizas; el segundo solicitaba, entre otros muchos artículos e insumos, azúcar, algodón, aceites, jabón, cerveza, vidrio, cemento, hierro, acero, carbón, ha-rinas, madera, ganado, pieles, carne, muebles, textiles y hasta maquinaria.

Sobre el vigor y variedad del empresariado regional

La vivaz respuesta de los grupos propietarios y empresariales norteños había sido alimentada por lo tanto por un doble puñado de demandas: las del mercado

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interno, de ritmos relativamente lentos, y las que originaba uno de los nudos estratégicos de la economía atlántica: el noreste y el medio oeste de los Estados Unidos, al que había que sumar el formidable crecimiento tejano. Al aludir a la vertiente empresarial, tres componentes sobresalían: 1) desde la Historia Eco-nómica o Socioeconómica había que aceptar que el enorme espacio indagado había sido, en líneas generales, un escenario propicio para la aparición y des-envolvimiento de comportamientos empresariales; 2) dicha apreciación suponía un firme desafío con lo que hasta entonces había apuntado una historiografía propensa sólo a pensar en términos supuestamente nacionales, y 3) la diferente mirada se sustentaba en la percepción de dinámicas regionales tan distintas como verificables, dinámicas que no se percataban o se descuidaban desde la perspec-tiva global. En conclusión, si se dibujaba y comprobaba con certeza el origen de esta distinción, la investigación daría un salto cualitativo en la producción de conocimiento nuevo sobre el desarrollo económico, sus dinámicas más íntimas y sus principales agentes en la sociedad mexicana.

Cito un caso en que nos tocó participar y que vale recordar: las investigaciones sobre Chihuahua, La Laguna y Monterrey mostraron la consistencia que habían asumido, antes de 1910, las familias empresariales, las sociedades anónimas y los grupos de poder locales. Dada la clara presencia de capitales formados a partir de 1850/60, en gran medida por las vías del comercio y el uso del crédito mercantil, no extrañaba que en las transformaciones ya enumeradas participaran apellidos como Madero, Terrazas, Creel, Milmo, Mendirichaga, Sada, Gurza, Brittingham, Garza Sada, Zambrano, Arocena, Purcell o Lavín. Un ejemplo notable era el eje empresarial que unía precisamente Chihuahua, La Laguna y Monterrey, del cual nacieron firmas destinadas a disfrutar éxitos prolongados: pondría en marcha y de manera compartida —entre 1905 y 1910— sociedades como la enorme Ja-bonera de La Laguna, la hoy centenaria Vidriera Monterrey, Cementos Hidalgo (convertida más adelante en Cementos Mexicanos), Banco Mercantil de Monte-rrey (hoy Banorte), el Banco Central Mexicano y el Banco Refaccionario de La Laguna.

Dos conclusiones adicionales de aquella primera revisión de 1994: 1) la urgen-te necesidad de diferenciar entre apellidos extranjeros y capitales provenientes del exterior, planteamiento que ponía en radical controversia la omnipresencia de los capitales provenientes de fuera de México durante la época porfiriana, y 2) la existencia simultánea en el espacio norteño de una periferia muy dinámica y un núcleo interior con zonas más lentas o atrasadas, visibles sobre todo en Zacate-cas, Durango y San Luis Potosí.

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¿Qué suceDió trAs el cAmBio De lA líneA fronterizA?

Como la mayoría de los países latinoamericanos, y no pocos europeos, México había transitado un siglo xix poblado de crisis políticas, guerras internas e in-ternacionales, debilidad institucional extrema, aislacionismos regionales y demás circunstancias que mucho tuvieron que ver con el proceso formativo de un Es-tado-nación. Su devenir estuvo signado, además, por una de los más dolorosos dramas de la historia continental: la pérdida, en 1846/47, de la mitad del territo-rio heredado de España.

Este árido paisaje explica por qué los sectores burgueses más prominentes se desempeñaban sobre todo en los circuitos de la intermediación. La transferencia de capitales y bienes a la producción —en particular a la producción capitalista y a sus necesidades de escala— no se iba a manifestar (como finalmente sucedería) hasta que un nuevo orden jurídico, una relativa estabilidad sociopolítica y deman-das regulares de los mercados internacional y nacional se manifestaran con vigor y regularidad.

El tipo de fuentes utilizadas, el momento histórico elegido y la moderada ampli-tud del espacio indagado permitieron que los estudios regionales siguieran de ma-nera minuciosa —a veces en forma casi cotidiana— el itinerario que conformaría amplias fracciones del empresariado en el México decimonónico. Quedó verificado, así, que la actividad mercantil jugó en el siglo xix (como en Colombia o España) un papel preponderante. Y en un triple sentido: 1) en la acumulación de capitales que, a fines de siglo, nutrirían otras actividades; 2) en la tarea de cumplir estratégicas funciones crediticias que —por su parte— contribuyeron a estimular la producción y 3) en la adquisición de una experiencia empresarial que facilitó el pasaje hacia otro tipo de quehaceres: industria fabril, banca, agricultura especializada, ganadería, explotación forestal, transportes, minería, servicios.

Como ya se detalló, la actividad mercantil había resultado singularmente intensa en el noreste de México tras el cambio de la línea divisoria. La marca jurídica del Bravo brindó oportunidades espectaculares de enriquecimiento a comerciantes y casas intermediarias ubicadas en ambos lados del río, tanto en tiempos de guerra como en épocas de paz. Pero si bien la vivacidad de los segmentos propietarios a partir de 1850 no se entiende sin reconocer —en un sitio prioritario— el impacto procedente de la economía de los Estados Unidos, hay que resaltar que, en su conjunto, el norte habría de alcanzar una dinámica diferenciada porque tuvo la oportunidad —y la tiene hoy— de operar simultáneamente con dos mercados: el inter-no —de ritmos lentos, expresión de una sociedad periférica, cotejable con los de

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España, Argentina o Brasil— y el externo, dotado de la mayor agilidad histórica, y concentrado en Estados Unidos.

En tal sentido, los estudios puntualizaron que desde los años 80 del siglo xix comenzaron a florecer bolsones urbanos, urbano-rurales, rurales y mineros dota-dos de intensa fertilidad empresarial. Ello estaba ligado a la paulatina aparición y desenvolvimiento local/regional de ágiles tejidos productivos, capaces a su vez de engendrar más unidades productivas, extenderse al comercio y los servicios, arti-cularse con algunos de los mercados arriba indicados y reproducirse (sobrevivir) en el mediano o en el largo plazo como sustento del tejido empresarial regional. Y tal perdurabilidad, de manera inevitable, obligó a los investigadores a aproxi-marse a tiempos muy actuales. Por lo tanto el siglo xx, y hasta porciones del xxi, comenzaron a aparecer en esta revisión de las trayectorias económicas. Así, hacia el año 2000, entre los casos más analizados se incluían los siguientes:

Monterrey y su entorno binacional (1850-2000)

Monterrey había logrado sobresalir en el contexto norteño y en el escenario mexicano por dos razones: su desenvolvimiento industrial, y su empresariado. Las características de su inicial brote fabril (1890-1910), sustentado en la meta-lurgia pesada, y la sistemática formación de cuadros gerenciales a partir de 1943, la diferenciaban incluso en el marco de las sociedades periféricas. Los orígenes de sus grupos burgueses, propietarios y empresariales se remontaban a mediados del siglo xix, precisamente por las riesgosas oportunidades que brindó el río Bra-vo. Las familias fundadoras del sector fabril se prolongaron en no pocos casos —hasta el siglo xxi— como empresarios, grupos empresariales, articuladores de redes y creadores de empresas. Tras afrontar la crisis de 1982, que clausuró el mo-delo de la industrialización protegida, tuvieron ductilidad suficiente para afrontar el ciclo globalizante inaugurado a finales del siglo xx. Monterrey emergía, por lo tanto, como un indiscutible ejemplo de continuidad histórica en el áspero norte mexicano.

La comarca lagunera (1870-1955)

Área compartida por los estados de Durango y Coahuila, pasó de ser un desier-to ocupado por poblaciones seminómadas a transformarse en una de las más ágiles regiones de agricultura especializada del Porfiriato. Tanto lo fue que los revolucionarios la adoptaron como modelo para sus políticas de impulso al sec-

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tor agrícola. Desde los años 70 del siglo xix La Laguna evidenció una llamativa capacidad de engendrar productores, eficaces sistemas de arrendamiento y apar-cería, empresas diversas y empresarios agrícolas y agroindustriales. El cultivo del algodón fue incentivado y acompañado por un aluvión de obras de irrigación financiadas por el capital comercial, por establecimientos agroindustriales, por un racimo de instituciones financieras (prebancarias, bancarias y parabancarias) y por una demografía urbana y rural de rápido crecimiento. La revolución y la reforma agraria posterior, ya en los años 30, habrían de afectar profundamente este escenario. Pero hubo que esperar hasta mediados del siglo xx para que la casi centenaria economía del algodón entrara en crisis, y otros 25 años para salir adelante gracias a una nueva actividad guía: la ganadería láctea.

El espacio chihuahuense (1870-1935)

Las décadas en que el militar y dirigente liberal Luis Terrazas, con su extendido grupo familiar, controlaron el amplio espacio chihuahuense5 fueron, simultánea-mente, momentos de innegable actividad económica. La ganadería y la mine-ría (ambas ligadas al mercado de Estados Unidos) emergieron como los rubros principales, pero Chihuahua sumó también una muy llamativa industria liviana (transformación del trigo, textiles, cerveza), grandes explotaciones forestales y una dinámica financiera que ya en la década de 1870 había permitido fundar tres bancos. La familia Terrazas y su principal vocero, Enrique C. Creel (yerno del ge-neral, uno de los principales financistas del Porfiriato), articuló poder económico con hegemonía política. La revolución y su expresión más furibunda, Francisco Villa, desmembraron este verdadero imperio. Chihuahua, sólo parcialmente y con nuevos actores, comenzaría a reestructurarse desde los años 30 del siglo pasado.

El noroeste con agricultura de exportación (1920-2000) y agroindustrial (1930-2000)

La agricultura comercial del noroeste, con su muy pujante variante empresarial, podría fraccionarse en dos vertientes: la dedicada a la exportación y la que se orientó al mercado interno. La primera, en particular la especializada en hor-talizas, generó en el centro-norte de Sinaloa y en porciones del sur de Sonora uno de los más dinámicos tejidos productivos del septentrión mexicano. Entre sus características más llamativas se cuenta su precoz internacionalización, haber

5 233,000 km2, cerca del 75% del territorio italiano.

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sido acompañada por fuertes inversiones del Estado en materia de infraestruc-tura hidráulica y vial, haber orientado desde el principio porciones significativas de su producción al mercado de Estados Unidos, permitido la operación de de-cenas de pequeñas y medianas explotaciones, generado instituciones financieras y académicas para apoyar el desarrollo del sector, crear organizaciones gremiales de alta capacidad de influencia política y transitar un cambio permanente en ma-teria tecnológica. En cuanto a la agricultura orientada al mercado interno, arrojó resultados tan espectaculares como los espacios en torno a Ciudad Obregón y Navojoa, en los valles del Yaqui y del Mayo; el auge de la revolución verde y de la investigación aplicada desde los 50, que produjo un Premio Nobel de la Paz, y el resonante triunfo histórico del trigo sobre el maíz, el arroz, el algodón y demás cultivos.

La ciudad-puerto de Mazatlán y sus alrededores (1880-2000)

El extremo sur de Sinaloa contó desde 1880 con otro importante pivote de desen-volvimiento económico y empresarial: la ciudad-puerto de Mazatlán. Alimentada por el tráfico marítimo, el intercambio comercial y la minería desde el Porfiriato, Mazatlán continuaría mostrando en el siglo xx una comprobable fertilidad em-presarial gracias al notorio desarrollo de la pesca y, en los tiempos más recientes, del turismo y de la agricultura de exportación que se estructuró en su entorno. En ese escenario, la permanencia del sector de transformación/ manufacturero y la envergadura de actividades como la financiera la perfilaron como uno de los núcleos económico más activos del noroeste.

méxico, siglos xx y xxi

La revolución y la reconstrucción de los años 20 alteraron en profundidad el pa-norama porfiriano. El aún incipiente sector fabril, más allá de ciertos desacuerdos momentáneos, no fue atacado. Es más, poco a poco pasaría a convertirse en el más protegido por las políticas económicas post revolucionarias, en particular desde 1940. Pero lo que cambió en profundidad desde los 20 fue el mundo de la agricultura. El dato más relevante, con seguridad, fue la ingente aventura de agri-culturizar los desiertos del norte mediante la construcción de majestuosas obras de irrigación, tarea que no se había detenido en los años 70 del siglo xx. Al sumar la reforma agraria a dicha política de Estado (política única al sur del río Bravo por

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sus características, dimensiones, impactos y continuidad), el sector agropecuario —tanto en su versión privada/farmer como en su sesgo ejidal-campesino— se constituyó en un acicate para el mercado interno, en un espectacular generador de divisas, en un auténtico y poco reconocido vivero empresarial y en compo-nente de robustos tejidos productivos diseminados por el Pacífico, el Golfo, el extremo norte y franjas centrales del país.

Entre 1940 y 1975, simultáneamente, se vivió con intensidad la sustitución de importaciones o industrialización protegida. Coincidió —y es importante recordarlo— con la época de oro del régimen de partido único, muchos de cuyos integrantes pasaron de la política a la empresa, o del próspero ambiente rural al moderno mundo urbano. Para autores como Leff, fue en esas décadas cuando se consoli-daron grupos empresariales fertilizados por la sobre protección del mercado in-terno, alentados por las divisas que ingresaban por la competitividad agropecua-ria y por su propia capacidad para aprovechar nichos que la sapiencia adquirida por generaciones previas permitía usufructuar. En ciertos casos —Monterrey fue el más definido y pionero— esos grupos se organizaron como holdings durante la década de los 30, de manera casi paralela a los zaibatsu japoneses. En su núcleo constitutivo destacaban, por lo general, no pocas de las más poderosas familias que provenían del Porfiriato, adaptadas a la institucionalidad post revolucionaria y entrelazadas con los advenedizos que gestaba el nuevo orden.

La crisis terminal de 1982, la estatización del sistema bancario y la quiebra de un Estado tan proteccionista como obeso condujeron a una enérgica liberaliza-ción económica llevada a cabo, faltaba más, por el mismo partido que gobernaba desde 1930. México ingresó en 1986 al GATT, negoció el tratado de libre co-mercio más llamativo de esos años (que lo terminó de aferrar a Estados Unidos y a su socio menor, Canadá), elaboró decenas de tratados similares en América Latina, Europa y Asia y proclamó (aunque con dudas y resquemores) su ingreso a la globalidad.

En el entorno empresarial, tanto urbano como rural, la apertura arrastró re-sultados dispares. Hubo casos exitosos, pero también existieron impotencias para disputar un lugar en el exterior tras tantos años de protección. Poco a poco, algunas grandes empresas o históricas familias empresariales norteñas fueron aban-donando actividades poco rentables o no competitivas —la producción de acero y derivados, por ejemplo—, y reorientando capitales hacia rubros con mejores perspectivas: agroindustria, alimentos, medios de comunicación, abastecedores del sector automotriz, comercio, servicios. Algunas, como la ya centenaria CE-MEX, o agroalimentarias como Gruma, se convirtieron en jugadoras globales

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gracias a las nuevas formas de organización y de gestión que propiciaban las flamantes tecnologías de la información y la comunicación.

los más recientes estuDios y sus noveDADes

A diferencia de la ya citada síntesis de principios de los 90, el sucinto análisis que efectuaremos ahora pondrá énfasis en tendencias muy recientes de la investiga-ción sobre la economía del norte y sus muy variadas dinámicas. Lo primero que convendría señalar es que desde mediados de aquella década se incorporaron, de manera consistente, los estudios empresariales, que acentuaron su presencia en diversas instituciones de educación superior. Un segundo componente fue que no pocos estudios se atrevieron a recorrer el siglo xx y hasta alcanzaron a momentos muy actuales, e involucraron tanto el escenario global como la tercera revolución tecnológica. Y otro elemento a destacar es que se incrementaron las tesis de grado y posgrado,6 la formación de recursos humanos, los proyectos interinstitucionales con nuevas temáticas.

Así que no estará de más citar ahora uno de los resultados institucionales que más satisface recordar en este resumen sobre la historia económica del y desde el norte mexicano. Una amable y flexible red de investigadores construida bajo el paraguas del millón de kilómetros cuadrados ya mencionado, llegó en noviembre del 2018 a su XXVII Encuentro de Historia Económica del Norte de México, una reunión de carácter anual cuyo punto inaugural tuvo lugar más de un cuarto de siglo atrás (febrero de 1991) en la Universidad Autónoma de Nuevo León. A partir de aquel tímido evento, los encuentros se fueron sucediendo, sin interrupción. La segunda reunión, que también tuvo como sede a Monterrey (abril de 1992), permitió que madurara un primer fruto institucional: la Asocia-ción de Historia Económica del Norte de México (AHENME), cuyos estatutos fueron aprobados en Durango un año después.

6 Las tesis de doctorado, en ciertos casos, se convirtieron en un dato de vanguardia dentro de las ciencias sociales en México. Por la formación previa de los doctorandos, por el empleo de fuentes cada vez más novedosas, por el manejo de enfoques tan actuales como pertinentes, por la heterodo-xia teórica e interdisciplinaria, y por el uso intensivo de técnicas diversas, los jóvenes investigadores mexicanos o formados en México, de ambos sexos, generaron conocimiento de notoria calidad. Entre otros motivos porque usaban con frecuencia más de un instrumento teórico, lo que a la vez indicaba su abierta proximidad con diferentes ciencias sociales: por ejemplo y según los casos, de diferentes ramas de la antropología, la economía, la historia económica, la sociología, la ciencia política, los estudios organizacionales, o de la historia de la ciencia y de la tecnología.

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AHENME: segunda en América Latina

País/área Nombre actual Fundación

Argentina Asociación Civil Argentina de Historia Económica nov/1981

México Asociación de Historia Económica del Norte de Mé-xico

abr/1992

Uruguay Asociación Uruguaya de Historia Económica oct/1992

Brasil Associação Brasileira de Pesquisadores em História Econômica

sep/1993

México Asociación Mexicana de Historia Económica oct/1998

Colombia Asociación Colombiana de Historia Económica may/2007

Chile Asociación Chilena de Historia Económica ¿?/2008

Caribe Asociación de Historia Económica del Caribe feb/2010

Perú Asociación Peruana de Historia Económica may/2011

Primera asociación de su tipo establecida de manera formal en México, y se-gunda en América Latina (figura 2), la AHENME consolidó las citas anuales. Sus sedes se fueron moviendo —con el generoso apoyo de universidades e institu-ciones locales— por gran parte del norte mexicano: Durango, Hermosillo, Salti-llo, Ciudad Juárez, San Luis Potosí, Ciudad Victoria, La Paz, Mazatlán, Torreón, Tijuana, Matamoros, Mexicali y a finales de este año — en su versión XXVIII— estaremos en Chihuahua.

Durante este cuarto de siglo largo, el trabajo efectuado generó decenas de investigaciones, centenares de papers, y numerosos proyectos inter institucionales, seminarios, coloquios, conferencias, intercambios y publicaciones sobre la rica y tan poco conocida historia económica del norte. Con el apoyo de 38 colegas que habían asistido a los encuentros anuales, dos años atrás se efectuó un recuento selectivo de sus publicaciones: libros de autor o colectivos, capítulos, artículos y hasta materiales de divulgación de calidad. Tras la depuración y sistematización de los expedientes enviados, la síntesis cuantitativa del material impreso entre 1991 y mediados de 2016 señaló que dichos autores, procedentes de 12 estados de la república, habían publicado más de 700 trabajos. Un componente detectado en este recuento fue el crecimiento y diversidad de lo publicado. Si en 1992 habíamos logrado seleccionar 211 trabajos, y en otra revisión difundida en 1996 sumaron

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311, las cifras indicadas suenan impactantes: sobre todo si se reitera que la mues-tra del 2017 fue limitada sólo a investigadores conectados a la AHENME, y sólo a lo publicado a partir de 1991.

En resumen, aunque las referencias que se puntualizan no ofrecen un cua-dro cuantitativamente completo de los estudios más recientes sobre el norte, la evidencia autoriza a señalar: 1) el vigoroso surgimiento de temas y objetos de estudio tan fundamentales en las sociedades latinoamericanas como los vigentes en el mundo rural-urbano, para los cuales la perspectiva regional continua siendo decisiva; 2) la inserción de los estudios en procesos específicos del mundo global: es decir, en el (para no pocos historiadores) tan temido presente, en su propia contemporaneidad; 3) el esfuerzo por un apreciable nivel de actualización me-todológica, teórica y técnica, cuya consignas mayores han sido la heterodoxia y el muy creativo vínculo entre las diferentes ciencias sociales, y 4) el emerger de una pléyade de investigadores jóvenes que observan la economía, su historia, la empresa y el empresariado como objetos de estudio, en lugar de procurar detectar enemigos a combatir o estrellas intocables del desarrollo, miradas ideológicas que tanto daño causaban (y siguen ocasionando) a la producción de conocimiento en múl-tiples universidades de América Latina.

AgriculturA empresAriAl y DinámicA regionAl

Es oportuno dedicar un espacio particular a esta parcela de la historia económi-ca, tecnológica, social y empresarial. Hacia el tercer lustro del siglo presente su estudio ofreció uno de los resultados más llamativos y polémicos sobre la historia económica del norte y de México en su conjunto. Con firme sustento en el marco regional y en una mirada de larga duración, se planteó la necesidad de indagar la ostensible capacidad empresarial que, en el ámbito rural, habrían exigido los de-siertos norteños, los valles del piedemonte y las urbes aledañas. De manera opues-ta al pre-juicio y a los infatigables componentes ideológicos que pregonan sin cesar el atraso de todo el agro —al adoptar como un protagonista casi exclusivo al campesinado del centro y sur del país— numerosos estudios comenzaron a insistir sobre la persistente presencia en espacios agrícolas del norte de trayectorias productivas de duración semisecular, guiadas por actores y familias empresariales dotadas de nítidas capacidades competitivas.

Algunos de estos tejidos productivos habían nacido incluso en vísperas del siglo xx: la Comarca Lagunera, la franja citrícola de Nuevo León-Tamaulipas o el

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valle del Mayo se encuentran entre ellos. Otros se fueron estructurando de manera paralela a la intervención del Estado en materia de infraestructura hidráulica y vial, desde el primer tercio del siglo pasado: verbigracia, los valles de Culiacán y del Yaqui, en el noroeste, o el área azucarera del Mante, en las cercanías del Golfo. Un tercer racimo de tejidos productivos dotados de incuestionable densidad histórica se alimentó desde sus orígenes de la agricultura de exportación y de su posición fron-teriza: el valle de Mexicali desde los años 20 y la gigantesca eclosión algodonera en el norte de Tamaulipas, a partir de los 30, entraban en esta categoría.

La dinámica productiva-empresarial de estos bolsones septentrionales provo-có alteraciones de fondo en el contexto regional y guio, encauzó o decidió en fuerte medida sus actividades económicas. Dicha dinámica estimuló el acontecer urbano al generar externalidades y demandar servicios especializados, insumos o instituciones que en algunas circunstancias (Torreón, Ciudad Obregón, Mexi-cali) engendraron ciudades; y en otras —como Monterrey— incentivaron las industrias de transformación, alentaron inversiones cruzadas e intensificaron la fertilidad empresarial. Por lo tanto una pregunta clave fue la siguiente: ¿por qué pudieron perdurar estos tejidos productivo-empresariales en áreas agrícolas más allá de las oscilantes políticas económicas, de las crisis nacionales o internaciona-les, o luego de haberse agotado la actividad que los vio nacer? Algo importante en términos de historia económica había sucedido en estos espacios, y ello moti-vó atractivas hipótesis en diferentes proyectos de investigación.

La agricultura de bases privado-empresariales, con uso intensivo de capitales había sido —salvo algunas excepciones— un tema largamente descuidado por la literatura previa a los años 90. Tal indiferencia alimentó la más general y muy arraigada creencia de que la agricultura mexicana en su conjunto era y es casi ex-clusivamente campesina, atrasada, empobrecedora y escasamente competitiva. La hipótesis central de estos estudios, por el contrario, sugería que las dinámicas regionales observadas en los espacios norteños envolvieron y/o estimularon la aparición de vigorosos entramados empresariales, y que su trayectoria había incluido va-rias generaciones de productores, empresas y empresarios, así como la creación de poderosas organizaciones gremiales.

La consistencia alcanzada por ciertos tejidos productivos robusteció incluso la capacidad de enfrentar severas crisis estructurales y llevar adelante (como sucedió en La Laguna entre 1950 y 1975) procesos de reconversión que abrieron nuevos caminos de crecimiento. En los escenarios en que no se demandó una reconver-sión tan aguda, la capacidad para adaptarse a retos planteados por los mercados, las políticas públicas, los cambios tecnológicos y la competencia facilitó mante-

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ner viva la dinámica regional (como sucede aún en los valles hortícolas de Sina-loa). Y muy importante: si bien en situaciones críticas los soportes institucionales y la acción del Estado fueron fundamentales, tanto la experiencia adquirida como la ductilidad del tejido empresarial local resultaron decisivos para que sobreviviera, perdurara o se incrementara la dinámica regional.

En nuestras indagaciones fueron tenidas en cuenta, entre otras variables, el funcionamiento específico de las empresas, su permanencia intergeneracional, su tamaño, formas de organización y capital, el origen étnico o social de sus propie-tarios y fundadores, los mecanismos de financiamiento y los mercados históricos hacia los que habían dirigido sus frutos. Y entre las conclusiones que recordamos figuraron: 1) que dichos entramados productivos agrícolas alimentaron una diná-mica con numerosos multiplicadores en el ámbito regional; 2) la correspondiente aparición de su expresión social: el tejido empresarial, cuyos agentes bifurcaron sus inversiones tanto por la misma agricultura como en el mundo urbano; 3) tales di-námicas regional-empresariales se manifestaron en no pocos casos con la agricul-turización de territorios semidesérticos, ocupados por el capital y por instituciones públicas y privadas; 4) desde esas bases productivas, fundadas ya en el algodón o en las hortalizas, ya en la producción láctea o en el trigo, se hilvanaron entrama-dos empresariales que irían asumiendo consistencia, perdurabilidad, capacidad de reproducción y energías volcadas no sólo en la acción económica, sino también, en la vida política, social y cultural, y 5) estas maquinarias generadoras de valor fueron especialmente usufructuadas por familias, apellidos, productores, socieda-des mercantiles y empresas que lograron perdurar en la acumulación de bienes, de capitales, de experiencias y de relaciones sociopolíticas.

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No puede dejarse de lado al cerrar esta alocución la extrema violencia que hoy pulula en diversas comarcas y ciudades del norte. No es absolutamente novedosa, por cierto; acaece desde décadas atrás, aunque con aristas y ritmos diferentes. La violencia derivada de pugnas civiles, políticas o étnicas podemos remitirla incluso a los años del cambio de la línea fronteriza, cuando los ejércitos regionales en-frentaban al comanche, combatían a los filibusteros tejanos, procuraban imponer vocaciones confederadas, federales o centralistas, o simplemente respondían a pautas locales de poder. La actual situación, es verdad, complica y perturba con fiereza el panorama semisecular que hemos descrito.

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Pero puedo asegurarles, porque lo vemos día a día en nuestras andanzas pro-fesionales, que el sorgo se sigue cultivando en Tamaulipas, en La Laguna se ex-panden grandes empresas surgidas de la cuenca lechera, en Sinaloa prosiguen las inversiones en tecnología para economizar el agua de riego, Caborca exporta magníficos espárragos, el carbón de Coahuila amenaza con volver a las plantas eléctricas, Tijuana bebe con placer los vinos del valle de Guadalupe, Delicias y Mexicali aprovechan los precios en ascenso del algodón, y Monterrey no deja de crecer y de contaminar mientras se encamina hacia el ultra moderno sector servicios.

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Finalmente, y aunque no estoy expresamente autorizado para decirlo, me atrevo a asumir mi integración a esta honorable Academia Mexicana de la Historia como un reconocimiento a los esfuerzos de todos los que hemos estudiado y todavía investigamos la histo-ria económica, social y tecnológica del norte mexicano. Y recordando palabras del doctor Piñera, aquí cercano, la recibo como “una muestra de la importancia que ustedes, señores académicos, conceden al cultivo de la Historia”. En este caso, a la de tan vasto, agreste, tumultuoso y dinámico territorio. Muchas gracias.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE MARIO CERUTTI PIGNAT1

David Piñera Ramírez

¡Qué grato es contestar el discurso de ingreso de un destacado historiador que viene de tierras regiomontanas! ¡Y qué esclarecedor ha sido el lúci-

do panorama que nos desplegó sobre los procesos económicos que han tenido como escenario el dilatado territorio del norte de México, durante más de siglo y medio! Ello pone de manifiesto lo justificada que fue su elección para ocupar uno de los sillones de esta Academia, en la que se siguió un procedimiento sujeto a los más estrictos indicadores de competencia y concurso. Elección que él agradece con modestia y una dosis de buen humor.

Procedente de su natal Argentina, Mario Cerutti llegó en 1975 a la Univer-sidad Autónoma de Nuevo León. Era un joven que traía bajo el brazo el título de licenciado en historia, que le otorgara la prestigiada Universidad Nacional de Córdoba.

Su llegada coincidiría con los inicios del proceso de descentralización de la enseñanza superior en México, que significó un decidido impulso federal a las universidades de los estados de la República. En esa coyuntura Cerutti pudo integrarse como profesor e investigador en las recientemente creadas unidades de historia y sociología en la Universidad nuevoleonesa, constituyéndose así en uno de los pioneros en esas áreas del conocimiento. Es decir, ha actuado como se acostumbra en el norte, construyendo desde abajo, desde los cimientos.

Hombre de decisiones firmes, echó raíces en Monterrey, de tal manera que cuenta con 45 años laborando en el Colegio de Historia de la Facultad de Filoso-fía y Letras, y en la Facultad de Economía de la Universidad.

1 Respuesta al discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Mario Italo Cerutti Pignat, leída el 2 de abril del 2019.

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Con esa base institucional ha forjado una brillante trayectoria académica, como especialista en historia económica y del empresariado del norte de México, con reconocimiento nacional e internacional. Paralelamente obtuvo su docto-rado en Ciencias Sociales por la Universidad de Utrecht, Holanda. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, en el nivel 3, desde hace décadas. Es asimismo miembro y secretario Ejecutivo fundador de la Asociación de Historia Económica del Norte de México, primer organismo de ese tipo existente en el país, y miembro fundador del Grupo Iberoamericano de Estudios Empresariales e Historia Económica.

Esa labor ha sido acompañada por la publicación de múltiples libros y artícu-los de su autoría en México, Alemania, Italia, Holanda, España, Portugal, Ingla-terra, Francia, Suecia, Estados Unidos, Chile, Perú, Argentina, Uruguay, Brasil, Colombia y Venezuela.

Toda esa trayectoria académica se refleja en el conceptuoso discurso que le acabamos de escuchar. En él dos claros señalamientos nos llaman de entrada la atención. Uno, la notablemente dilatada superficie del norte de nuestro país, nada menos que alrededor de un millón de kilómetros cuadrados, que en términos comparativos fácilmente engloba a importantes países europeos. Y el otro, la realista afirmación que hace en el sentido de que, sin sonrojarse ni perder la au-toestima, hay que reconocer que en todo el referido proceso de siglo y medio, los impulsos económicos fundamentales los recibió el norte de la pujante economía estadounidense.

Esto, que a un nacionalismo mal orientado le podría incomodar, lo entende-mos sin problemas quienes vivimos en el norte y estudiamos su historia. En vía de ejemplo podemos citar, como ya lo mencionó el Dr. Cerutti, que el surgimien-to mismo de las ciudades bajacalifornianas de Ensenada, Tijuana y Mexicali, a fines del siglo xix y principios del xx, no se explica sin referirlo a la expansión de la economía de Estados Unidos y su desbordamiento más acá de la línea divisoria internacional.

Otro significativo planteamiento de su discurso, ahora de carácter metodoló-gico, requiere también comentario. Señala que él y sus colegas estudiosos de la historia económica del extenso norte de México encontraron que “La idea de una historia nacional única se mostraba débil…, para aclarar las intensas diferencias anidadas en espacios regionales”. De ahí que se avocaron a percibir la forma en que los procesos económicos trazaban precisamente esos espacios regionales. Esto contribuyó de manera considerable a fortalecer el reconocimiento que en forma paulatina venía obteniendo la historia regional en los medios académicos.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE MARIO CERUTTI PIGNAT

Pero ese acotamiento en lo regional no le impide a Cerutti tender la mirada a horizontes más amplios, pues los fenómenos locales los coteja con otros que se dan en diversas latitudes. Por ejemplo, los núcleos financieros que en Monterrey han administrado conjuntos de empresas, los parangona con los holdings anglo-sajones o los zaibatsu japoneses, por su común complejidad. Con ello corrobora la eficacia que veía Marc Bloch en la historia comparada, para identificar rasgos comunes y diferencias.

Es de destacar también su invitación a no eludir el estudio de fenómenos recientes, ubicados como él lo dice “en el tan temido presente” para algunos historiadores. Esto, desde luego, tomando las precauciones que al respecto pres-criben autores como Aróstegui y Mateos, que se han ocupado de la denominada Historia del Tiempo Presente. En ese tenor, Cerutti considera en sus justas di-mensiones la violencia que vive hoy el norte.

Desde otro ángulo, en cuanto a la actitud que ha de asumir el investigador, ca-tegóricamente afirma que debe observarse a la historia económica y a los empre-sarios, como objeto de estudio, evitando, por una parte, ideologizaciones que los detecten como enemigos a combatir, pero, por la otra, sin incurrir en apologías o expresiones laudatorias. Ni lo uno ni lo otro, sino la objetividad de la ciencia social.

Tal es la contextura humana e intelectual de quien viene ahora a ingresar a esta Academia. Su pertenencia al norte del país confirma la creciente apertura de nuestra corporación a la pluralidad regional de México. Pero hay además otro enriquecimiento, el disciplinario, pues con su especialidad en historia económica y empresarial, viene a agregar una más en el conjunto de disciplinas que aquí se cultivan.

Por todo ello, mi estimado Mario, es un honor y una gran alegría para mí darte la más cordial bienvenida a esta Academia.

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LOS LIBROS DE LA DERROTA.REVOLUCIÓN, CONTRARREVOLUCIÓN

Y EXILIO LETRADO EN MÉXICO (1910-1920)1

Rafael Elías Rojas Gutiérrez

En una docena de cartas que el historiador Carlos Pereyra Gómez, miembro de número de esta Academia, envió a Alfonso Reyes, entonces radicado en

Madrid, desde Lausana, Suiza, entre 1915 y 1916, puede leerse un breve direc-torio del exilio intelectual porfirista y huertista: Victoriano Salado Álvarez en Barcelona, Amado Nervo en Madrid, Federico Gamboa en La Habana, José Juan Tablada en Nueva York, José Yves Limantour en París… Mientras, en “Méjico” —que, para irritación de Reyes, Pereyra siempre escribía con j— todo era “no-ticias macabras de notables fusilados” y el anuncio de Agustín Aragón de que la “Era de Zapata y Villa” daba por clausurada la célebre Revista Positiva. “Iré a Ma-drid —prometía Pereyra a Reyes—. A Méjico sí no quiero ir. Creo que aquello, salvo la mejor opinión de usted, habrá que darlo por ido y acabado”. 2

La historiografía ha identificado una generación de letrados y políticos que emergió a la esfera pública mexicana en la última década porfirista, y que se invo-lucró en la primera etapa de la Revolución Mexicana, se opuso, mayoritariamente al presidente Francisco I. Madero, respaldó el golpe de Estado de Victoriano Huerta y partió al exilio, luego de la caída de este último en 1914.3 Historiado-res como Francois-Xavier Guerra, Charles A. Hale, Javier Garciadiego y Emilio Kourí han señalado la paradoja de que algunos de aquellos reformistas del Porfi-

1 Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Rafael Elías Rojas Gutiérrez (sillón 11), leído el 2 de julio de 2019.

2 AAR (Archivo Alfonso Reyes). Capilla Alfonsina, Carpeta Carlos Pereyra. Fojas 1, 3 y 5.3 Sobre los exilios de la Revolución Mexicana ver: Victoria Lerner, Exilio e historia…, 2000;

Victoria Lerner, “Exiliados de la Revolución Mexicano: el caso de los villistas”, 2001; Javier Garcia-diego, “Los exiliados por la Revolución mexicana”, 2011.

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riato tardío, como el gobernador de Chiapas Emilio Rabasa o el juez, sociólogo y etnógrafo positivista Andrés Molina Enríquez, a pesar de provenir del refor-mismo del antiguo régimen, elaboraron intelectualmente algunas de las premisas constitucionales de la Revolución.4

Molina Enríquez fue una de las fuentes fundamentales de la concepción de la propiedad agraria como derecho originario de la Nación, que da forma al artículo 27° de la Constitución de 1917.5 La crítica de Rabasa al desbalance de poderes, favorable al legislativo, en la Constitución de 1857, fue el referente primordial del títu lo tercero de la Carta Magna revolucionaria. De manera que dos positivistas del antiguo régimen pueden ser considerados ideólogos de la Revolución Mexi-cana, al menos en dos de sus principales focos doctrinales: el agrarismo y el pre-sidencialismo. No creo, sin embargo, que de esta paradoja, bastante afín a todas las revoluciones, se pueda derivar, sin embargo, una supuesta “supervivencia del liberalismo porfiriano” —entendido, a su vez, como “mutación positivista” del liberalismo del 57, a la manera de Hale—, ya que la ruptura de las leyes y las ins-tituciones de la Revolución con el jusnaturalismo liberal del siglo xix fue tajante en varios aspectos, sobre todo, en el de la propiedad territorial, como reconocería el propio Rabasa.6

Hale reconoce el papel de Rabasa en la oposición y la caída de Madero, desde el Senado, y su respaldo al gobierno de Victoriano Huerta, hasta la clausura del Congreso en octubre de 1913.7 Aunque de un modo menos notorio, Molina Enríquez también recorrió el itinerario que va del reformismo porfirista a la con-trarrevolución huertista, toda vez que el gobierno surgido del golpe de Estado contra Madero, que él defendió en el semanario El Reformador, lo mantuvo en su puesto del Museo Nacional y lo puso al frente del Instituto de Industrias Etno-gráficas, de la Dirección de Legislación y Trabajo y de una Consultoría Técnica en la Secretaría de Industria y Comercio, encabezada por Querido Moheno.8 La

4 Francois-Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la Revolución, 1988, t. I, pp. 60 y 318; t. II, pp. 29, 54, 102, 378, 386; Emilio Kouri, “Interpreting the Expropiation of Indian Pueblo Lands in Porfirian Mexico...”, 2002; Charles A. Hale, Emilio Rabasa y la supervivencia del liberalismo porfiriano, 2011.

5 Ver, por ejemplo, los pasajes dedicados en su ensayo clásico de 1909 a la gran propiedad territo-rial y la hacienda como formas de “amortización” y al reconocimiento de la importancia de la propie-dad comunal: Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, 2016, pp. 134-146 y 184-190.

6 Charles Hale, op. cit., pp. 296-318. Ver también, del mismo autor, La transformación del liberalismo en México, 1991, pp. 336-398; Emilio Rabasa, El derecho de propiedad y la Constitución mexicana…, 2017, pp. 151-152.

7 Ibid., pp. 118-119.8 Andrés Molina Enríquez, La Revolución agraria de México, 1986, t. V, pp. 118-120.

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mayoría de los biógrafos se salta estos años de la vida de Molina Enríquez y algunos que sí reconocen su “actuación en el régimen huertista”, como Agustín Basave Benítez, la consideran “secundaria”, a pesar de las sobradas evidencias de que el Gran Partido Liberal, al que se sumó el etnógrafo en 1913, como candida-to a la Vicepresidencia en las elecciones de ese año, junto al ingeniero David de la Fuente, compartía con el huertismo la aspiración a una fórmula autoritaria que contuviera el “desbordamiento revolucionario”.9

A pesar de la centralidad que la historiografía ha concedido a ambos dentro de aquella generación, Rabasa y Molina Enríquez no fueron los únicos letrados y políticos, que, en los cinco años que median entre 1908 y 1913, se mueven entre la reforma, la revolución y la contrarrevolución. En las páginas que siguen propongo glosar el pensamiento de aquellos letrados, con el ánimo de contribuir a un mejor discernimiento de las opciones políticas que se abrieron en la coyuntura de cambio que sobrevino a partir de 1910. No sería extraño encontrar en aquellas biografías una reedición del dilema entre reforma y revolución durante el colapso de un an-tiguo régimen. En muy pocos años, como veremos, los reformistas del Porfiriato pasaron de ser precursores ideológicos de la Revolución a ser adversarios de ésta.

liBerAlismo AntijAcoBino

A la hora de reconstruir los orígenes del reformismo del Porfiriato tardío aparece como una institución ineludible la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Refunda-da en 1869, bajo un proyecto impulsado por Antonio Martínez Castro, se convir-tió en una de las principales rutas de la recepción del positivismo en México.10 Por medio de una serie de reformas, que culminaron en el año 1903, la enseñanza del derecho en esa institución formadora de los políticos profesionales del Por-firiato fue reforzando, bajo el referente positivista, las disciplinas del derecho natural, constitucional y penal, la sociología, la antropología y la criminalística, y aligerando el lastre heredado del derecho canónico y el derecho romano.

En dicha Escuela estudiaron, en las últimas décadas del siglo xix, algunos de los jóvenes porfiristas que, en la década de 1900, formularían públicamente diver-

9 Agustín Basave Benítez, ed., Andrés Molina Enríquez…, 2001, p. 17. Sobre el silencio en torno a los años huertistas de Molina Enríquez, ver el ensayo clásico de Arnaldo Córdova, “El pensamiento social y político…”, en Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, 1978, pp. 11-68.

10 Javier Malagón Barceló, “Breve reseña histórica de la Escuela Nacional de Jurisprudencia”, 1953, pp. 79-104.

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sos proyectos de reforma del sistema político heredado de la Constitución liberal de 1857. El veracruzano Manuel Calero, el leonés Toribio Esquivel Obregón, el tapatío José María Lozano, el chiapaneco Querido Moheno, el también chiapane-co Emilio Rabasa, el neoleonés Nemesio García Naranjo, el nieto del gobernador del Estado de México, Francisco M. de Olaguíbel, el originario de Aguascalientes Aquiles Elorduy García, el jalisciense Rodolfo Reyes Ochoa, hijo del ex gober-nador de Nuevo León y secretario de Guerra y Marina, el capitalino Jorge Vera Estañol… Todos ellos pasaron por la Escuela Nacional de Jurisprudencia, como alumnos o como profesores. Otros, que estudiaron fuera de México como Ricar-do García Granados, quien se graduó en la Universidad de Leipzig, se integraron cómodamente al debate sobre la reforma política impulsado por aquella juventud letrada, hija, en su mayoría, de las élites regionales del Porfiriato.

Una de las primeras propuestas de reforma que circularon en los años previos a la Revolución —si exceptuamos la de Manuel Calero en su poco conocido en-sayo, “La nueva democracia” de 1901— fue, precisamente, la de Ricardo García Granados en su ensayo La Constitución de 1857 y las leyes de Reforma en México. Estu-dio histórico-sociológico (1906), que compartió el Premio del Concurso Literario por el Centenario de Juárez con Andrés Molina Enríquez y Porfirio Parra. La premisa de García Granados —y de casi todos aquellos reformistas— era que el principal legado del Porfiriato consistía en la formación de una “nueva clase superior, más numerosa, activa e ilustrada que la antigua aristocracia”.11 La reforma del sistema político debía crear mecanismos que permitieran consolidar a esa nueva élite como “ideal digno” a seguir por el pueblo.12

Ya Calero, en el ensayo citado, intentaba colocarse en un punto intermedio entre “ultramontanos” y “jacobinos”, defendiendo una superación del “perso-nalismo” porfirista por medio de una apertura del campo político mexicano.13 Según Calero la política mexicana se encontraba en un “estado metafórico”, en el que la “república”, el “congreso”, las “elecciones” o la “división de poderes”, eran entidades ficticias, negadas en el ejercicio diario del poder por la autoridad “omnipotente” de Díaz.14 Y, sin embargo, ese tipo de régimen autoritario, agre-gaba el joven jurista, estaba históricamente justificado, por un déficit de cultura política democrática. Era, en suma, un régimen históricamente “legítimo”.15

11 Ricardo García Granados, La Constitución de 1857…, 1906, p. 125.12 Ibid., p. 12313 Manuel Calero, La nueva democracia. Ensayo político, 1901, p. 7.14 Ibid., p. 9.15 Ibid., p. 12.

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Calero adelantaba algunas tesis que popularizará Madero en La sucesión presi-dencial en 1910 (1909), como la del carácter imitativo —idea tomada del sociólogo francés Gabriel Tarde— del sistema republicano en México. Sin embargo, no renunciaba a proponer abiertamente una reforma política de las instituciones del Estado. Y esa reforma comenzaba por la propia Constitución de 1857, cuyos “dogmas” liberales abstractos no se avenían con las tradiciones y costumbres de la mayoría.16 La propuesta central de Calero fue la limitación del derecho a voto a las “clases totalmente iliteratas y miserables, y al grupo analfabeta”.17

Calero se basaba en el censo de 1895 para proponer que cerca de cuatro mi-llones de mexicanos sobraban en el padrón electoral. Pero insistía, al final de su ensayo, que el sufragio restringido era apenas un instrumento destinado al logro de una reforma política más profunda. Al concentrar el proceso electoral en la población letrada debía estimularse el involucramiento en la política y la instrucción cívica de las clases letradas. Eso conduciría, a su juicio, a la creación de mecanismos democratizadores como un verdadero sistema de partidos, que garantizara el principio de autoridad, una vez que Díaz no pudiera seguir rigiendo los destinos de la nación.

García Granados, con más precisión, dirá que esos mecanismos debían actuar, por lo menos, en cuatro direcciones: un afianzamiento del principio liberal de las “garantías o iniciativas individuales”, la introducción de elementos del par-lamentarismo, la creación de un sistema de partidos y la restricción del sufragio a los analfabetas.18 Por medio de la combinación de esos dispositivos debía lo-grarse el afianzamiento de un criterio político, jurídico, sociológico y penal, que, siguiendo a Liszt, Hamel, Prins y otros penalistas europeos de entonces, llamaba “defensa social”. En un ensayo posterior, El problema de la organización política de México (1909), García Granados matizará su idea del sufragio proponiendo una fórmula mixta: sufragio universal para las elecciones municipales en los pueblos y ciudades pequeñas, “donde se ventilan cuestiones ni muy complicadas ni de gran trascendencia”, y sufragio restringido o letrado cuando se “trata de grandes intereses nacionales, como las cuestiones económicas y financieras o la política internacional”.19

Dos años después del centenario de Juárez, en medio del frenesí sucesorio desatado por la entrevista Díaz-Creelman, el también jurista y legislador Manuel

16 Ibid., p. 26.17 Ibid., p. 36.18 Ricardo García Granados, op. cit., pp. 125, 126, 130 y 132.19 Ricardo García Granados, El problema de la organización política de México, 1983, p. 5.

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Calero daría forma cabal a aquel proyecto de reforma en su libro Cuestiones elec-torales (1908). Calero reiteraba algunas ideas explícitas de Querido Moheno, en su ensayo ¿Hacia dónde vamos? (1908), de ese mismo año, pero las plasmaba de un modo más preciso. A la introducción de elementos parlamentarios, por medio del fortalecimiento del Congreso, la creación de un sistema de partidos y la limitación del sufragio a quienes no supieran leer y escribir, Calero agregaba una crítica elocuente del sistema electoral indirecto.20 El cuestionamiento a este sistema, cuyos peores efectos veía plasmarse en las irregularidades electorales en Estados Unidos, debía conducir, según Calero, a un abandono de ciertos excesos del federalismo y a una articulación entre multipartidismo y parlamentarismo en México.

“Si no se adopta el sufragio directo, estaremos expuestos a la Revolución”, es-cribía Calero en 1908.21 Lo curioso es que las fuentes intelectuales de su reformis-mo no eran, como en García Granados o Moheno, en Rabasa o Molina Enríquez, positivistas sino liberales: Guizot y Stuart Mill, fundamentalmente.22 No dejaba de ser un problema para Calero el hecho de que el 84% de la población mexicana quedara fuera de ese sufragio directo, o que cerca de 2,100,000 habitantes del país, según el censo de 1900, hablaran lenguas distintas al castellano. Para con-trarrestar esa exclusión proponía, en referencia al citado opúsculo suyo de 1901, “La Nueva Democracia”, una agresiva campaña de alfabetización que incluyera, como uno de sus propósitos centrales, la instrucción cívica de las masas.23

Otros ensayos políticos aparecidos en aquellos años, como La organización po-lítica de México (1908) del tapatío Francisco de P. Sentíes, se concentraban en uno de los aspectos de la reforma política integral propuesta por Calero —la forma-ción de un sistema de partidos políticos, en este caso— y regresaban a las fuentes positivistas. Sentíes argumentaba a favor de la creación de un Partido Demócrata, haciendo eco de las declaraciones de Díaz a Creelman, y no recurría, para justi-ficar el mismo, a Calero o Moheno, sino a García Granados, cuyas obras glosa.24 Tal vez, la mayor innovación retórica de Sentíes habría que encontrarla en su ape-lación al patriotismo latino, basada en la obra del sociólogo positivista argentino Carlos Octavio Bunge, y en su crítica al expansionismo estadounidense, bastante frecuente en aquel reformismo del Porfiriato tardío, como confirma la obra de

20 Manuel Calero, Cuestiones electorales, 1908, pp. 5-7 y 34-39.21 Ibid., p. 34.22 Ibid., p. 38.23 Ibid., p. 42.24 Francisco de P. Sentíes, La organización política de México, 1908, pp. 3-5 y 9-10.

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Carlos Pereyra, quien desde 1909 se interesaba en la reactivación del monroísmo en la política exterior de Theodore Roosevelt y sus secretarios de Estado John Hay y Elihu Root.25

Fueran simpatizantes del Partido Demócrata o del naciente “reyismo”, la co-rriente política partidaria del general Bernardo Reyes, esos reformistas compar-tían un liberalismo antijacobino que los llevaría a hacer propuestas de limitación del sufragio pero, también, a rechazar muy pronto los levantamientos de Emilia-no Zapata en el Sur y Pascual Orozco en el Norte, a favor o en contra de Madero. El antijacobinismo fue, desde el siglo xix, un componente básico de la tradición liberal y en el México de principios del siglo xx entroncó con las teorías eugenési-cas y racistas del positivismo, provocando un verdadero desprecio por las causas populares de la Revolución.26

Todos estos proyectos de reforma fueron concebidos intelectualmente antes que La sucesión presidencial en 1910 (1909) de Francisco I. Madero, alegato histórico y moral contra el “poder absoluto” de Díaz y convocatoria a la formación del Partido Antirreleccionista, y antes que el gran ensayo de Emilio Rabasa, La Cons-titución y la dictadura (1912), que apareció, de hecho, bajo el gobierno maderista.27 Aunque inscritos dentro del reformismo político del Porfiriato tardío, estos tex-tos se apartan de este último en la premisa de que ya no contemplan una demo-cratización iniciada o conducida por Díaz, además de que no se pronuncian por o, de plano, descartan algunas reformas. Madero, por ejemplo, eludía casi todos los aspectos institucionales de la reforma política que desde 1906, por lo menos, debatían algunos juristas y legisladores.

Rabasa, por su parte, quien muchas veces es leído como la cabeza de aquel re-formismo, pensaba que la creación de un sistema de partidos en México era mero “diletantismo” y, en sentido opuesto a Moheno y a Calero, defendía un reforza-miento del poder ejecutivo.28 A pesar de esta discordancia, Rabasa fue un resuelto partidario del voto directo y el sufragio restringido y fue, como recuerda Hale, el autor, junto con Miguel S. Macedo, de la iniciativa de reforma de los artículos 55, 56 y 76 de la Constitución de 1857, que estableció la elección directa, apro-

25 Andrés Kozel y Sandra Montiel, “Carlos Pereyra y la Doctrina Monroe”, 2009, pp. 1-25. https://shial.colmex.mx/textos/pereyra.pdf

26 André Jardin, Historia del liberalismo político, 1989, pp. 129-154; Ferenc Fehér, La revolución con-gelada. …, 1989, pp. 150-168.

27 Francisco I. Madero, La sucesión presidencial, 1994, pp. 35-48 y 59-66.28 Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura, 2005, p. 122.

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bada por el Congreso mexicano en abril de 1912.29 No fue ésta la única reforma impulsada por “científicos” o letrados porfiristas en aquellos años, pero sí una de las más emblemáticas de la democratización de la dictadura que, en resumidas cuentas, impulsaban.

La actividad legislativa y pública de aquellos letrados durante la XXV Legisla-tura, que se instaló antes de la caída de Díaz, y que fue la que aprobó el voto directo y la no reelección, y la XXVI Legislatura, elegida a partir de estas reformas en el verano de 1912, fue constante. La historiografía ha valorado de manera discor-dante el desempeño de aquellos reformistas en el congreso y la opinión pública. Estudios clásicos, como los de Félix Palavicini, Diego Arenas Guzmán y Jorge Sayeg Helú coinciden en que algunos de ellos, como Moheno en la Legislatura XXV y Calero, que llegó ser ministro de Relaciones Exteriores de Madero, se identificaron con la Revolución maderista entre 1911 y 1912.30 Entre fines de un año y principios del otro, Moheno votó casi siempre a favor del gobierno, mientras que Ricardo García Granados, José María Lozano, Francisco Olaguíbel y Nemesio García Naranjo se le opusieron.31

Esos mismos historiadores sostienen que tras la instalación de la XXVI Le-gislatura, en el verano de 1912, los reformistas se unieron en torno a la facción parlamentaria del Cuadrilátero e iniciaron una oposición más frontal a Madero. Josefina Mac Gregor, en el mejor estudio con que contamos sobre esa legislatura en la Cámara de Diputados, ha cuestionado la entidad de aquella facción parla-mentaria, demostrando que en algunos temas siguieron votando a favor del go-bierno o del Bloque Renovador, la oposición de izquierda impulsada por Cabre-ra, Rendón, Palavicini, Jara, Sánchez Azcona y otros.32 Un estudio más reciente sobre el Senado en la XXVI Legislatura, de Alejandra Ríos Cázares, demuestra, a partir de un análisis cuantitativo de las votaciones, que tampoco la oposición parlamentaria a Madero en la Cámara Alta fue tan constante ni decisiva como ha sostenido la historiografía.33

29 Charles Hale, Emilio Rabasa y la supervivencia del liberalismo porfiriano, 2011, pp. 114-117.30 Félix Palavicini, Los diputados. Lo que se ve y lo que no se ve…, 1913; Diego Arenas Guzmán,

Historia de la Cámara de Diputados de la XXVI Legislatura, 1952; Jorge Sayeg Helú, Significación históri-co-política de la Cámara de Diputados de la XVI Legislatura, 1979.

31 Rafael Rojas, “La oposición parlamentaria al gobierno de Francisco I. Madero”…, 1998, p. 3.32 Josefina Mac Gregor, La XXVI Legislatura. Un episodio en la historia legislativa de México, 1983,

pp. 67-69.33 Alejandra Ríos Cázares, “El Senado frente al Presidente Madero: la XXVI Legislatura”, 2000,

pp. 68-71.

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A pesar de estas ponderaciones, el papel directo de algunos de aquellos refor-mistas en la caída de Madero está fuera de dudas. Rabasa, junto a Francisco León de la Barra, fue uno de los miembros de la Junta del Senado que solicitó a Madero y Pino Suárez su renuncia en febrero. Moheno se les adelantó a los senadores y propuso un voto de censura contra Madero y su gabinete tras el levantamiento de Félix Díaz, a fines de octubre de 1912, dado que su “falta de homogeneidad y cri-terio político están dando lugar a la prolongación y desarrollo de la guerra civil”.34 La actitud de los legisladores del Cuadrilátero y, en general, de los miembros de la Liga de la Defensa Social, constituida en la XXV Legislatura, no puede equipa-rarse a la de otras asociaciones, en el Congreso o en la opinión pública, como el Partido Católico Nacional, encabezado por Eduardo J. Correa, o el Evolucionista Popular, liderado por Jorge Vera Estañol, que ejercieron una oposición leal.

No es extraño que algunos de aquellos letrados, identificados con el refor-mismo en el Porfiriato tardío, ocuparan importantes secretarías de gobierno en el gabinete de Victoriano Huerta, luego del asesinato de Madero y Pino Suárez. Jorge Vera Estañol, José María Lozano y Nemesio García Naranjo fueron secre-tarios de Instrucción Pública y Bellas Artes, Querido Moheno lo fue de Relacio-nes Exteriores, primero, y de Industria y Comercio después, José María Lozano también fue secretario de Comunicaciones, Rodolfo Reyes de Justicia y Alberto García Granados, hermano de Ricardo, fue, tal vez, la figura política central, en los primeros meses del régimen golpista, como secretario de Gobernación. Los nueve cancilleres del breve gobierno de Huerta, algunos eminentes como Carlos Pereyra y Federico Gamboa, se propusieron alcanzar el reconocimiento de Eu-ropa, y lo lograron. Si no consiguieron el reconocimiento de Estados Unidos no fue, precisamente, por antipatías de Washington hacia el régimen huertista.

¿Cómo pensar el tránsito acelerado de posiciones reformistas, a revolucio-narias y, finalmente, a contrarrevolucionarias, entre aquellos intelectuales y po-líticos? Para alcanzar una comprensión flexible de esas mutaciones habría que admitir, de entrada, que algunos de ellos, como Vera Estañol, Lozano y acaso Moheno, pensaban que el gobierno de Victoriano Huerta no era la Contrarrevo-lución sino una manera eficaz de realizar las demandas de la Revolución ¿Qué Re-volución? Vera Estañol lo dejaría claro en una carta a Madero de marzo de 1912: la Revolución de 1910. Un movimiento que entendía, fundamentalmente, como democratización de la dictadura por medio del sufragio efectivo, la no reelección, las libertades públicas y el parlamentarismo. Esa Revolución, según Vera Estañol,

34 Josefina Mac Gregor, op. cit., p. 69.

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había sido desvirtuada por “ideas disolventes” —como las del socialismo agrario y obrero— que estaban conduciendo a la anarquía, la guerra civil y el peligro de intervención norteamericana.35

Ni siquiera los más antimaderistas y antizapatistas, como los hermanos Gar-cía Granados o Pereyra, estaban interesados en una restauración del antiguo ré-gimen. Lo contrarrevolucionario se manifestaba en ellos, como en Alexander Kerenski y otros demócratas rusos, como defensa de una primera Revolución moderada, que veían amenazada por múltiples tendencias a la radicalización. El escenario de un porfirismo sin Porfirio estaba descartado, para ellos, desde el momento en que apostaron por la democratización de la dictadura. El tránsito a la contrarrevolución, en algunos de aquellos letrados y políticos, puede ser en-tendido entonces como la resistencia a que una Revolución sea rebasada por otra y no como la reacción de actores tradicionalistas a favor del restablecimiento de un orden.

Se observa con bastante nitidez en la evolución del abogado yucateco Manuel Calero y Sierra, quien fuera secretario de Fomento, Colonización e Industria y de Justicia e Instrucción Pública del gobierno provisional de León Barra y, luego, secretario de Relaciones Exteriores y embajador de México en Washington del gobierno de Francisco I. Madero en 1912.36 Calero, exiliado en Nueva York tras la Decena Trágica, fue acercando posiciones a otros emigrados porfiristas y huer-tistas, como Íñigo Noriega, José Castellot y Oscar Braniff, cuando las diversas corrientes revolucionarias logran derrocar la dictadura, aunque sin renegar nunca de su maderismo originario. En los Red Papers of Mexico (1914), una publicación neoyorkina que exponía una supuesta “conspiración científica” para derrocar el gobierno constitucionalista de Venustiano Carranza, se mencionaba a Calero, junto con algunos contrarrevolucionarios declarados.37

Sin embargo, dos años después, cuando se consolidaba el régimen constitucio-nalista, Calero escribió un ensayo titulado The Mexican Policy of President Woodrow Wilson as it Appears to a Mexican (1916), en el que relataba la historia de la Revo-lución Mexicana, entre la caída de Madero y el reconocimiento de Carranza por Estados Unidos. Aquí Calero refirmaba su lealtad al maderismo y sostenía que la política de Estados Unidos hacia el México revolucionario comenzó a errar desde

35 Jorge Vera Estañol a Francisco I. Madero (12 de marzo de 1912), http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1912_213/Carta_de_Jorge_Vera_Esta_ol_a_Francisco_I_Madero_Tema_Vi-sit_Kansas_City.shtml.

36 Cecilia Villanueva, “Manuel Calero y Sierra”, 1992, t. II, pp. 9-22.37 Red Papers of Mexico, 1914, pp. 1-2.

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que se aceptó el asesinato de Madero y Pino Suárez, impulsado, entre otros, por el propio embajador de Washington, Henry Lane Wilson.38 Calero agregaba que la nueva política del presidente Woodrow Wilson, quien llegó a la Casa Blanca pocos días después del magnicidio, fue ambivalente: no reconoció públicamente a Huerta —de hecho, no respondió una carta autografiada por el dictador—, pero tampoco retiró a su embajador, Henry Fletcher, quien mantuvo buenas re-laciones con el nuevo régimen.39

Huerta, por su parte, envió un encargado de negocios a Washington, que man-tuvo el diálogo con el gobierno de Wilson hasta la primavera de 1914. Fue la ocupación de Veracruz por las tropas norteamericanas la que precipitó la ruptu-ra diplomática entre Estados Unidos y México, 14 meses después del golpe de Estado y los asesinatos del presidente y el vicepresidente. Tanto la ambigüedad de Wilson frente a Huerta como el rápido reconocimiento de Carranza, tras el triunfo villista en la batalla de Zacatecas y los Acuerdos de Teoloyucan, en junio de 1914, llevó a Calero a concluir que Wilson era un “protector de los revolucio-narios”.40 Durante todo 1913 y los primeros meses de 1913, a pesar de mantener a su embajador, Wilson había reiterado ante el Congreso de Estados Unidos, que México “carecía de gobierno”.41 A partir de junio de 1914, sin referirse expre-samente al carrancista como un gobierno constituido, Wilson adoptará un tono más exhortativo que describía la situación como un proceso de “reconstrucción constitucional” que culminaría con el llamado a elecciones.42 El reconocimiento formal se produjo, finalmente, en octubre de 1915, por lo que Calero concluía que, en la práctica, Estados Unidos había tolerado dos dictaduras: la de Huerta y la de Carranza.43

En el lenguaje de Calero, la denuncia de la ambigüedad diplomática de Wil-son fácilmente se desdoblaba en una demanda de intervencionismo efectivo en contra regímenes despóticos, que amparaban revueltas de bandidos como Zapata y Villa. Friedrich Katz asocia a Calero con un proyecto de intervención contra Carranza, en 1915, encabezado por León Canova, funcionario del Departamento de Estado de Wilson, y el empresario Chandler Anderson.44 Para entonces, lo

38 Manuel Calero, The Mexican Policy of President Woodrow Wilson…, 1916, pp. 10-11.39 Ibid., p. 12.40 Ibid., pp. 26-31. Sobre el triunfo constitucionalista ver Patricia Galeana et al., El triunfo del

constitucionalismo, 2014, pp. 51-8241 Ibid., pp. 28-40.42 Ibid., pp. 40-42.43 Ibid., p. 43.44 Friedrich Katz, La guerra secreta en México, 2017, p. 347.

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único que diferenciaba a Calero de viejos porfiristas como Francisco Bulnes era su defensa de la legitimidad de una Revolución originaria, la maderista, que había intentado dar cauce constitucional a la caída del régimen porfirista. Su posición era muy parecida a la del ex porfirista Ramón Prida, también opositor a Huer-ta desde su exilio en Nueva York, quien en su libro De la dictadura a la anarquía (1914), reivindicaba la Revolución maderista, elogiaba al propio Calero, tachaba a Zapata de aventurero, aunque reconocía la labor pedagógica y agrarista de Otilio Montaño.45 Lo mismo para Prida que para Calero, Estados Unidos y su diplo-macia, basada en desmedidos intereses económicos, habían actuado como ele-mentos subversivos bajo aquella Revolución y como cómplices de los gobiernos anticonstitucionales subsiguientes.46

Buena parte de aquella literatura anticarrancista, editada en inglés o en español en Nueva York, Washington, Los Ángeles, San Antonio, Texas, y otras plazas del exilio mexicano, no sólo buscaba entorpecer la diplomacia constitucionalista en Estados Unidos sino contrarrestar las campañas anti-intervencionistas de la izquierda estadounidense, partidaria de la Revolución Mexicana. En esas campa-ñas convergían intelectuales como el periodista John Kenneth Turner, cercano a los magonistas, y el misionero protestante texano, formado en la Universidad de Columbia, Samuel Guy Inman. La consigna de “hands off Mexico” era traducida en esos círculos como un llamado de solidaridad transnacional con las corrientes más populares y radicales del movimiento revolucionario mexicano.47

el nAcionAlismo conservADor

Es detectable un nacionalismo conservador en buena parte de la literatura re-formista que transita aceleradamente a la contrarrevolución entre 1913 y 1914. Muchos de aquellos letrados respaldaron el régimen huertista, del que fueron funcionarios (Carlos Pereyra, Federico Gamboa, Querido Moheno, Alberto Gar-cía Granados, Nemesio García Naranjo, Jorge Vera Estañol, Toribio Esquivel Obregón…), y, como antes los maderistas, achacaron su caída a la intervención de Estados Unidos. Su antiguo rival, el porfirista Francisco Bulnes, marcó en

45 Isidro Fabela, ed., Documentos históricos de la Revolución Mexicana, 1968, t. I, Vol. 2, pp. 402-403; Ramón Prida, De la dictadura a la anarquía…, 1914, pp. 331, 343, 347

46 Ramón Prida, La culpa de Lane Wilson, embajador de los Estados Unidos…, 1962, pp. 13-22.47 Sobre Turner, Claudio Lomnitz, El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, 2014, pp. 535-551.

Sobre Inman, Alexandra Pita, “Panamericanismo y nación…”, 2017, pp. 135-154.

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buena medida la pauta de aquel nacionalismo reaccionario, que veía entrelazados los objetivos de la Revolución y el expansionismo imperial de Estados Unidos.

Exiliado desde 1915, primero, en Nueva Orleans, y luego en La Habana, Bul-nes escribió un libro que sintetizaba la esencia de aquellos posicionamientos na-cionalistas contrarrevolucionarios: Toda la verdad acerca de la Revolución Mexicana. La responsabilidad criminal del presidente Wilson en el desastre mexicano (1916). La estancia de cinco años de Bulnes en la capital cubana, donde fue vecino de otros exi-liados anticarrancistas como Querido Moheno, José María Lozano y Francisco Olaguíbel, probablemente intensificó su hostilidad hacia lo que veía como una injerencia de Estados Unidos a favor de la Revolución Mexicana.48 En la prensa cubana, especialmente la conservadora prohispánica, personificada por el Diario de la Marina, eran constantes las críticas a la Enmienda Platt y el intervencionismo de Estados Unidos en el Caribe, tras la guerra de 1898 contra España.

Bulnes arrancaba definiendo el proceso revolucionario mexicano como una “experiencia socialista”, cuya “clase pobre, enfurecida e incontrolada”, había lle-gado al poder en el verano de 1914.49 Extrañamente visionaria era aquella imagen de la Revolución, hacia 1915 o 1916, cuando Bulnes escribía su libro en La Ha-bana, ya que para entonces muy pocos líderes se autodefinían como socialistas. Los magonistas, por ejemplo, en el periódico Regeneración, se llamaban “comu-nistas-anarquistas” y alentaban una alianza con el zapatismo, pero rechazaban la noción de “socialismo”, que asociaban con la socialdemocracia.50 Bulnes definía como socialista a toda la Revolución, pero atribuía el rótulo a las corrientes popu-lares zapatistas y villistas, contra las que descargaba su mayor agresividad verbal. Su juicio sobre Madero era relativamente benévolo: “con excepción de Madero, no encontramos nada patriótico —escribía—, nada civilizado, nada elevado en los móviles que excitaron a los líderes revolucionarios de 1910, que no eran ban-didos”.51 A su juicio, el gran error de Madero había sido creer que la democracia era posible en un país que carecía de cultura política democrática.

Madero había sido, según Bulnes, “el único Aeón de los gnósticos de la demo-cracia mexicana” y por eso fue devorado por la propia barbarie revolucionaria: el mismo tópico de la debilidad maderista que reiterarán Querido Moheno y

48 Ver Alicia Salmerón, “Un exiliado porfirista en La Habana…”, 2008, pp. 197-218.49 Francisco Bulnes, Toda la verdad acerca de la Revolución Mexicana, 1960.50 Jorge Duval, “En los campos del Sur”, 1915, p. 2; Ricardo Flores Magón, “Hacia el comunis-

mo anarquista”, 1915, p. 1.51 Francisco Bulnes, op. cit., p. 143.

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Nemesio García Naranjo en sus memorias.52 Es por ello que el viejo porfiris-ta lo veía más como un “contrarrevolucionario” que como un “Apóstol” de la democracia.53 Precisamente por aquella fe democrática fue incapaz de pacificar a Zapata y a Orozco, sucumbió a la “influencia venenosa” de su hermano Gus-tavo y se rodeó de “Marats”, como Pino Suárez y Luis Cabrera, que abrieron el camino a Napoleones como Huerta.54 Este último, al decir de Bulnes, no “era específicamente perverso”, sino “inmoral”, y por ello fue capaz de ponerle fin a la ilusión democrática creada por el maderismo.55 El despotismo huertista, que Bulnes siguiendo a Taine comparaba con el bonapartismo, se avenía mejor con las tradiciones autoritarias mexicanas. Wilson no simpatizó con el régimen huer-tista porque, según Bulnes, entorpecía el nacimiento de una “Revolución bóxer”, como la china de 1900, pero obediente a la voz del amo yanqui.56

Lo que acabó por interrumpir el progreso de México no fue la dictadura de Huerta sino el no reconocimiento de la misma por el presidente Wilson. El man-datario de Estados Unidos, según, Bulnes, se dejó encantar por la ficción de un cambio revolucionario desde abajo en México, impulsado por un “subsuelo so-cial”, que acabaría por adoptar forma constitucional más temprano que tarde.57 América Latina, como predicaba su admirado Gustave Le Bon y como él mismo había sostenido 15 años antes en su ensayo El porvenir de las naciones latinoamericanas (1899), estaba condenada, por su composición étnica y social y su moralidad pú-blica, a sufrir dictaduras como las de Porfirio Díaz en México, Antonio Guzmán Blanco en Venezuela y José Manuel Estrada Cabrera en Guatemala. Al negarle apoyo diplomático a Huerta y concedérselo a Carranza, Wilson, de hecho, trai-cionaba el monroísmo porque reconocía un nuevo tipo de despotismo: el revo-lucionario, el anárquico.58

Mientras Bulnes sostenía en La Habana que Wilson traicionaba la doctrina Monroe con su reconocimiento del México revolucionario, otro exiliado, Carlos Pereyra, afirmaba lo contrario, aunque por las mismas razones. Pereyra había sido brevemente canciller de Huerta en 1913 y a fines de ese año era todavía ministro

52 Ibid., 144. Ver Nemesio García Naranjo, Elevación y caída de Francisco I. Madero, 1943, pp. 315-317; Querido Moheno, Mi actuación en la Decena Trágica, 1939, p. 143.

53 Ibid., pp. 146-148.54 Ibid., p. 212.55 Ibid., pp. 214-215.56 Ibid., pp. 179-184. Lo mismo sostendrá años después Querido Moheno, Mi actuación…, 1939,

p. 134.57 Ibid., pp. 20-23.58 Ibid., p. 43.

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plenipotenciario de aquel régimen en Bruselas, Bélgica, desde donde envió a la imprenta su importante ensayo El mito de Monroe (1914). No era la primera vez, como ya se dijo, que Pereyra se ocupaba del monroísmo: desde que era un joven profesor de la Escuela Nacional Preparatoria, justo en los años en que debatía con Bulnes sobre el legado de Benito Juárez y la obra civilizatoria de España en América, había criticado la política exterior de Roosevelt en varios textos, donde se introducía el tema de la actualización de la doctrina Monroe, abordado por el propio Díaz en su entrevista con James Creelman. En 1907, Pereyra respaldaba las objeciones a la doctrina Monroe del publicista alemán, afincado en Argentina, Othón Peust, autor de un libro porfirista titulado La defensa nacional de México, en el que se elogiaba la “militarización” de México que proponía el general Bernardo Reyes, con el reforzamiento de la frontera Norte y la creación de una Segunda Reserva desde la Secretaría de Guerra, además de una política fiscal y comercial proteccionista que pusiera límites a la expansión económica de Estados Unidos.59

En 1908, año en que se publica la famosa entrevista Díaz-Creelman, Pereyra era diputado al Congreso Federal, donde defendió una política exterior nacio-nalista y de contrapesos diplomáticos, como la sostenida por Ignacio Mariscal, el canciller de Díaz. Ese año apareció su ensayo La doctrina de Monroe. El destino manifiesto y el imperialismo, en el que historiaba el expansionismo estadounidense desde principios del siglo XIX, hasta los años posteriores a la Guerra Civil, pa-sando por el “tartufismo repugnante” del periodo jacksoniano.60 Desde entonces estaba claro para Pereyra que la política exterior de México debía oponerse a una “sumisión pasiva” al expansionismo norteamericano por medio de una diploma-cia diversificada y un reforzamiento de los intereses nacionales en la economía y la cultura.61 En medio del aislamiento en que cayó el régimen de Huerta, en 1914, y que él mismo trató de contrarrestar a través de sus misiones diplomáticas en los Países Bajos y en el Tribunal Internacional de la Haya, Pereyra decidió poner en claro su visión del cambio geopolítico que se producía en América Latina tras la guerra de 1898 en el Caribe.

En dos libros que ya describían su creciente inmersión en el panhispanismo post-98 (Rafael María de Labra, Rafael Altamira y Crevea, Adolfo González Po-

59 O. Peust, La defensa nacional de México, 1907, pp. IV-VI. Sobre Pereyra como historiador y diplomático ver Edelberto Acevedo, Carlos Pereyra, historiador de América, 1986; Andrés Kozel y Sandra Montiel, “Carlos Pereyra y el mito de Monroe”, 2012.

60 Carlos Pereyra, La doctrina de Monroe, 1908, p. 160. Para el estudio de la “militarización” de Reyes ver Artemio Benavides Hinojosa, Bernardo Reyes. Un liberal porfirista, 2009, pp. 244-249.

61 Ibid.

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sada…), Pereyra plasmó aquella posición: en uno, El mito de Monroe (1914), desde un punto de vista histórico, y en otro, El crimen de Woodrow Wilson (1917), desde una perspectiva política.62 En el primero, la cuestión de la ausencia del reconocimien-to pleno de Huerta por el gobierno de Wilson estaba sumergida, o tocada muy sutilmente en las páginas finales. Mientras que en el segundo, el historiador ex-ponía no sólo su rechazo al entendimiento entre Estados Unidos y el gobierno constitucionalista de Venustiano Carranza, sino su profundo desprecio por los líderes de la Revolución Mexicana. La suerte dispareja de ambos textos es una buena muestra de la complejidad del perfil de Pereyra: si su estudio sobre el mon-roísmo es reivindicado por un clásico del antimperialismo, su interpretación del constitucionalismo mexicano de 1917 como una hechura del monroísmo wilso-niano fue un referente de la ideología nacionalista contrarrevolucionaria.

Pereyra sostenía que no había una doctrina Monroe, sino tres: la primera era la ideada por John Quincy Adams y James Monroe en 1823, que respaldaba de manera tardía las independencias hispanoamericanas para poner un dique a la ex-pansión británica y francesa, fundamentalmente, en el Caribe y Suramérica; la segunda era la actualización de aquellas tesis en la segunda mitad del siglo xix, en tiempos de los secretarios de Estado Hamilton Fish, James Blaine y Richard Ol-ney, que favoreció el expansionismo estadounidense sobre México, Centroaméri-ca y diversos territorios latinoamericanos, y la tercera fue la que tomó forma en el tránsito del siglo xix al xx, durante los gobiernos de William McKinley, Theodore Roosevelt, William H. Taft y Woodrow Wilson y senadores y diplomáticos como Henry Cabot Lodge y Henry Lane Wilson, ya fuera a partir de la diplomacia del dólar, las cañoneras o la difusión de la democracia.63

El relato de Pereyra era exhaustivo, deteniéndose no sólo en los usos retóricos del monroísmo por cada uno de aquellos políticos y diplomáticos sino reseñando todos los avances del expansionismo norteamericano, especialmente, en México, Venezuela, Nicaragua, Panamá, República Dominicana y Cuba. La doctrina del “destino manifiesto”, a mediados del xix, que justificó la guerra contra México desde posiciones raciales y civilizatorias, fue sólo un momento de aquella larga historia, superado, a juicio de Pereyra, por su modalidad más sofisticada que era el discurso “bíblico y evangélico” con que Woodrow Wilson legitimaba el ejercicio de una “misión tutelar, imperialista” de Estados Unidos sobre América

62 Sobre el panhispanismo, ver Isidro Sepúlveda, El sueño de la madre Patria…, 2005, pp. 99-122.63 Carlos Pereyra, El mito de Monroe, 1969, pp. 35-36.

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Latina, que intentaba enmascarar la dominación financiera y militar.64 Pereyra citaba a varios autores argentinos, contradictorios entre sí, al eugenésico Carlos Octavio Bunge, el autor de Nuestra América. Principios de psicología social e individual (1903), de quien tomaba la tesis racista de la “aspirabilidad africana” de Haití, y, sobre todo, a Manuel Ugarte y Roque Sáenz Peña, a quienes distinguía por su hispanoamericanismo cultural y político, reflejado a su juicio en la doctrina de Luis María Drago, el canciller argentino que enfrentó la indiferencia de Estados Unidos ante el bloqueo de Gran Bretaña y Alemania de Venezuela, por la disputa limítrofe con la Guayana inglesa.65

Muy sutilmente Pereyra aludía al conflicto entre la dictadura huertista y Esta-dos Unidos cuando alertaba sobre la peligrosidad de un lenguaje, como el wil-soniano, que ya no llamaba a basar la “política extranjera en términos de interés material” sino de “derechos humanos, integridad territorial y libertad”.66 Esa fi-losofía, aunque universalista, adaptaba casuísticamente la doctrina Monroe de tal manera que podía justificar la no intervención a favor del dictador Cipriano Castro en Venezuela y la intervención a favor de las fuerzas constitucionalistas de Carranza en Veracruz, para evitar el envío de refuerzos militares desde Alemania, Francia y Gran Bretaña. A esa casuística, aplicada a su juicio a México, entre 1914 y 1917, Pereyra le llamó el “crimen de Wilson”, toda una “teología” imperial que otorgaba a Washington poderes de intervención ilimitados.67

En su segundo libro, Pereyra regresaba a los agravios históricos de Estados Unidos contra Nicaragua, República Dominicana, Haití y Cuba, pero no se dete-nía en la intervención de Washington contra Madero y a favor de Huerta a través de su embajador Henry Lane Wilson. Huerta era, para Pereyra, un presidente “le-gítimo” porque así lo asumían él mismo y quienes apoyaron su golpe de Estado.68 Su valoración de las figuras de Carranza y Villa no podía ser más negativa: del primero decía que había sido colocado en el poder por Wilson para reemplazar a Huerta y que recibió municiones para su movimiento por el puerto Tampico en violación de las leyes de neutralidad.69 Del segundo dirá lo mismo que muchos otros liberales antijacobinos o nacionalistas conservadores decían tanto de Zapa-

64 Ibid., pp. 36, 272-279 y 304-309.65 Ibid., pp. 297 y 284-286.66 Ibid., p. 373.67 Carlos Pereyra, El crimen de Wilson, 1917, p. 18. Sobre el frustrado respaldo militar europeo a

Huerta ver Friedrich Katz, La guerra secreta en México, 2017, pp. 235-290.68 Ibid., p. 156.69 Ibid., pp. 156 y 174.

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ta como del líder norteño: que era un asesino y un dictador en potencia, “lleno de sangre como Rosas, Estrada Cabrera”, pero no tanto como el propio Wilson a quien había que responsabilizar por todas las vidas perdidas en las intervenciones de Estados Unidos en América Latina.70

En aquella misma sintonía antiwilsoniana, que unía a Calero, Bulnes y Pereyra, se colocaba Querido Moheno en sus literariamente bien logradas memorias de viaje por los Estados Unidos, tituladas Cosas del tío Sam (1916). Allí el antiguo miembro del Cuadrilátero, ex maderista y ex ministro de Relaciones e Industria y Comercio, que junto a Nemesio García Naranjo y José María Lozano, había jugado un papel importante en la búsqueda de apoyo alemán a Huerta, hacía un retrato crítico de la ambición y el egoísmo de la sociedad norteamericana, espe-cialmente de su “abominable metrópoli”, Nueva York, que contrastaba con la apacible vida criolla de La Habana.71 Como otros de sus contemporáneos se que-jaba Moheno de lo mal que había tratado el gobierno de Wilson a Huerta, cuyo arresto en Fort Bliss y pago de fianza, para poder pasar a prisión domiciliaria en El Paso, Texas, le parecía una injusticia.72

Postura diferente hacia la figura de Woodrow Wilson y, en general, hacia las relaciones entre Estados Unidos y México, fue la de otro liberal antijacobino, Toribio Esquivel Obregón, quien a pesar de haber militado en el antirreleccio-nismo en 1910, llegó a ser secretario de Hacienda de Victoriano Huerta en 1913. Exiliado en Nueva York, Esquivel Obregón escribió un libro titulado Influencia de España y los Estados Unidos sobre México (1918), en el que analizaba la historia de las instituciones democráticas de Estados Unidos, declarando una sincera ad-miración por la división de poderes, la independencia de la corte suprema y el sistema de partidos en ese país, y, en especial, por la obra intelectual y política de Woodrow Wilson.73 Lo más rescatable del legado de Wilson, según Esquivel Obregón, era la defensa de la capacidad de integración a la democracia que tenían poblaciones, como la afroamericana, que la sociología evolucionista había consi-derado no apta para el orden legal de ese sistema político.

70 Ibid., p. 176.71 Querido Moheno, Cosas del tío Sam…, 1916, pp. 19, 34, 54 y 90. Sobre las negociaciones de

Moheno, García Naranjo y Lozano con Paul von Hintze, ver Friedrich Katz, La guerra secreta…, 2017, pp. 279-280.

72 Ibid., p. 58.73 Toribio Esquivel Obregón, Influencia de España y los Estados Unidos sobre México, 1918, pp. 249-

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Pero Esquivel Obregón, que como ministro huertista había intentado un acercamiento a Gran Bretaña, coincidía con otros exiliados en que la influen-cia de Estados Unidos sobre México no siempre había sido positiva, tanto por responsabilidad de sus clases dirigentes, que hacen “propaganda de una demo-cracia americana que excluye prácticamente toda raza que no sea europea”, y que, desconociendo la realidad de su vecino del Sur, alientan la “revolución” y la “anarquía”, cuya “obra es perniciosa”.74 Aunque valoraba positivamente algunos mecanismos de la democracia norteamericana, como el rol del Senado, Esquivel Obregón rechazaba la elección presidencial indirecta, la mercantilización del pro-ceso electoral y el presidencialismo.75 A diferencia de Rabasa y en concordancia con otros reformistas del Porfiriato tardío, Esquivel Obregón era partidario de un régimen parlamentario y veía en la tradición constitucional española, entre Cádiz y la de Alfonso XII en 1876, un legado favorable para el avance del parla-mentarismo en América Latina.76

De hecho, su explicación de la caída de Huerta se apartaba de la corriente cen-tral del nacionalismo contrarrevolucionario porque creía que la causa fundamen-tal de la victoria revolucionaria de 1914 no fue el apoyo de Estados Unidos sino la “mano de hierro” de la dictadura huertista.77 En cambio, Esquivel Obregón coincidía con Rabasa y el liberalismo antijacobino en que el sufragio universal ha-bía traído múltiples inconvenientes al sistema político mexicano y que era preferi-ble limitar ese derecho a las masas “iletradas”.78 Aunque lamentaba el exterminio de los indios americanos y clamaba por la “civilización” de esas comunidades en Estados Unidos y en México, Esquivel Obregón era partidario de que el gobierno mexicano adoptara un sistema parecido al de las reservaciones, que veía como “copia” de las misiones los evangelizadores españoles del siglo xvi, según la cual “se restringe la libertad de los indios para educarlos”.79

No podía ser más sintomático el silencio de Esquivel Obregón sobre la Cons-titución de Querétaro, promulgada el 5 de febrero de 1917, un año antes de la edición de su libro en Nueva York. La mayoría de los temas que el jurista mexica-no abordaba en su libro habían tenido un tratamiento específico en los debates y

74 Ibid., p. 19. Sobre la negociación de Esquivel Obregón con los británicos en 1913 ver Frie-drich Katz, La guerra secreta…, 2017, pp. 190-191.

75 Ibid., pp. 37-40 y 45 y 71-76. 76 Ibid., pp. 57-59.77 Ibid., pp. 69-70.78 Ibid., p. 103.79 Ibid., p. 265.

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el articulado de aquella Carta Magna. Sin embargo, buena parte de su argumenta-ción, especialmente la referida a las cuestiones de la propiedad territorial y de las comunidades indígenas, proponía una interpelación sorda de la Constitución de 1917. En aquella incapacidad para debatir directamente con el texto de Querétaro se refleja la persistencia de una imagen de la Revolución como cambio ilegítimo.

La misma incapacidad se lee en las páginas finales de La evolución histórica de Mé-xico (1920), el primer libro que publicó Emilio Rabasa luego de su reintegración al gremio jurídico post-revolucionario.80 Allí se repasaba la historia constitucional mexicana, desde la gaditana de 1812 hasta la de 1857, pasando por las de 1824, 1836 y 1843, pero no se analizaba la Constitución recientemente adoptada en Mé-xico.81 La parte final del libro, expresamente titulada “Los problemas nacionales”, estaba dedicada, como en el libro de Esquivel Obregón, a los “problemas de la tierra, el indio y la educación”, pero muy poco se decía sobre las normas constitu-cionales y las políticas del gobierno revolucionario sobre esos temas. El contexto histórico del análisis de Rabasa seguía siendo, en buena medida, el porfirista.82

Sin embargo, en los pasajes dedicados a la Revolución de 1910 había en este texto de Rabasa una evidente moderación que no sólo lo salvaba de recaer en el tópico de la ilegitimidad del nuevo régimen sino que le permitía avanzar en su re-conocimiento. La valoración de Madero, por ejemplo, era mucho más ponderada, destacando sus “buenas intenciones” o su carácter “iluso”, pero admitiendo que el Plan de San Luis Potosí, con sus demandas de “no reelección, sufragio libre y restitución a los pueblos de las tierras de que ilegalmente hubieren sido despoja-dos”, constituía un programa de “revolución política”.83 Aquella Revolución de noviembre de 1910, según este Rabasa, fue distorsionada por las “ideas de so-cialismo ignorante y de demagogia anárquica que vinieron a derramarse después por conducto de hombres más inteligentes que él (Madero), pero mucho menos honrados”.84 Madero era recolocado en el relato histórico de Rabasa, mientras Huerta y Carranza desaparecían y Zapata continuaba retratado como un “bandi-do de instintos sanguinarios y feroces”.85

Gracias a un hallazgo de José Antonio Aguilar en la papelería de Rabasa en la Biblioteca Nettie Lee Benson de la Universidad de Austin, en Texas, sabemos

80 Charles Hale, Emilio Rabasa y la supervivencia del liberalismo porfiriano, 2011, pp. 279-289.81 Emilio Rabasa, La evolución histórica de México, 1986, pp. 49-56 y 66-71.82 Ibid., pp. 246-247, 317-319 y 337-340.83 Ibid., p. 215.84 Ibid.85 Ibid., p. 220.

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que el importante jurista mexicano, contrario a lo que supuso Hale, sí impugnó directamente el artículo 27 del texto de Querétaro, núcleo del constitucionalis-mo social latinoamericano del siglo xx. En un informe que le encargó la firma petrolera Weetman Pearson, en 1917, y que Rabasa compartió con el empresario texano William F. Buckley y con su amigo, ex ministro de Hacienda de Porfirio Díaz, José Yves Limantour, el jurista mexicano alertaba sobre las amenazas al principio jusnaturalista del derecho a la propiedad individual que implicaba la idea la Nación como titular originaria de la tierra. Decía Rabasa que el artículo 27 de Querétaro era un “tratado” que intentaba encerrar el “sueño socialista de distribuir equitativamente la riqueza”.86

Al margen de que Rabasa en cartas a sus amigos anticarrancistas hablara de “imposición legal de la tiranía”, el tono de su informe era esencialmente jurídico. El lenguaje que se manejaba en la Revista Mexicana. Semanario Ilustrado, dirigida por Nemesio García Naranjo y otros exiliados huertistas en San Antonio, Texas, era, en cambio, encendidamente ideológico. Esta publicación llamaba “tránsfugas” a los constituyentes de Querétaro e “ilegal” a la propia Carta Magna.87 Jorge Vera Estañol, en una serie de ensayos aparecidos en la misma revista, reunidos en for-ma de libro en 1920, definirá la de 1917 como una Constitución “bolchevique”, aunque el texto fue debatido y aprobado antes de la toma del Palacio de Invierno en Petrogrado. Según Vera Estañol la nueva Constitución era “bolchevique” por-que en vez de ser “nacional” y trasuntar las aspiraciones nacionales del pueblo mexicano, expresaba los de una casta.88 Ex militante de un partido católico, el jurista también consideraba un retroceso, con respecto a la de 1857, que la nueva Constitución prohibiera a las corporaciones religiosas y los ministros de culto dirigir escuelas de instrucción primaria.89

Había en el lenguaje de Vera Estañol y Moheno la vehemencia propia de los conspiradores. Sus mensajes, especialmente los que aparecían en libros y artículos en inglés, en Nueva York o Los Ángeles, como el libro del primero, buscaban ganar el apoyo de los sectores empresariales y diplomáticos de Estados Unidos en contra de Carranza. También Rabasa al final de su informe sobre el artículo 27 recomen-daba “a los individuos y compañías extranjeros defender sus propiedades apelando

86 Emilio Rabasa, El derecho de propiedad y la Constitución mexicana de 1917, 2017, pp. 151 y 152; José Antonio Aguilar, “La imposición legal de la tiranía”, 2017, pp. 82-144.

87 Ibid., pp. 89-90.88 Jorge Vera Estañol, Al margen de la Constitución de 1917, 1920, p. 309.89 Ibid., p. 306.

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a sus gobiernos para que intervengan por la vía diplomática”.90 Pero Rabasa, que infructuosamente había intentado que Estados Unidos y los gobiernos de la alianza ABC (Argentina, Brasil y Chile) reconocieran a Huerta en las conferencias de Nia-gara Falls, en 1914, conocía lo difícil que sería lograr cualquier intervención. En su ensayo recordaba, como antes Carlos Pereyra, el caso del bloqueo de Venezuela por Gran Bretaña y Alemania en 1903, y la indiferencia de Estados Unidos.91

Aquellos dilemas del nacionalismo contrarrevolucionario se reflejaban en pla-nes concretos como el de Veracruz de Félix Díaz, en octubre de 1918, a nom-bre del Ejército Reorganizador Nacional. Díaz se oponía a la Constitución de Querétaro, en nombre de la “legítima” del 5 de febrero de 1857. Pero también al que llamaba “complot germano-carrancista”, que amenazaba con transferir el petróleo mexicano al imperio alemán. Alemania que, según el militar porfirista, “no tenía nada que ver con la historia de México”, y amenazaba los intereses de los aliados, especialmente de Estados Unidos.92 Querido Moheno, exiliado en La Habana, dio su respaldo al levantamiento felicista con un manifiesto dirigido a sus paisanos chiapanecos, con palabras encendidas:

Matricida Convención Constituyente de Querétaro, que al pretender dar muerte a la Constitución de 1857 atentaba a la vida misma de nuestra nacionalidad, vinculada para siempre en aquel código sacrosanto desde el día en que sus páginas se enroje-cieron con la sangre mexicana con que el invasor extranjero empapó nuestra tierra desde el 5 de mayo hasta el día de la capitulación de México.93

Pero el proyecto de Díaz no planteaba una restauración del Porfiriato. Algunos de sus puntos centrales intentaban retomar las demandas agrarias y obreras de la Revolución. Por ejemplo, hacía un llamado al “proletariado de los campos” y a la “abnegada clase indígena” para que se sumasen a la contrarrevolución. Díaz alertaba, sin embargo, que la solución al problema agrario e indígena de México no era, únicamente, la “repartición de tierras”, ya que ésta produciría “por sí sola la pulverización de la riqueza agrícola y el empobrecimiento sistemático de la República”. Era indispensable proveer de recursos a los trabajadores del campo y, para ello, era indispensable el apoyo de la clase terrateniente y la aplicación de una reforma agraria moderada, por la vía legal.94

90 Emilio Rabasa, op. cit., p. 189.91 Ibid., p. 192. Sobre las gestiones de Rabasa en las negociaciones de Niagara Falls, en 1914, ver

Friedrich Katz, La guerra secreta… 2017, p. 232.92 Planes de la nación mexicana…, 1987, p. 434.93 Ibid., p. 426.94 Ibid., p. 435.

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El conservadurismo del programa de Félix Díaz emergía en el cuidado que ponía al recabar el apoyo de las “agrupaciones de intereses” (empresarios, comer-ciantes, industriales, hacendados…) y de los representantes del clero, a la vez que denunciaba las “incautaciones” y la presión fiscal de Carranza sobre el petróleo.95 Aunque el rechazo a la Constitución del 17 era en bloque, la reacción de Díaz y sus seguidores se concentraba en el artículo 27º de la Constitución, ya que entro-nizaba el “despojo, la confiscación o destrucción del derecho de propiedad”. Por el contrario, el programa contrarrevolucionario aspiraba a “conciliar los intereses particulares con los generales de la nación, mediante el estudio y aplicación de leyes sabias y patrióticas, basadas en el controvertible derecho de propiedad”.96

A partir de 1919 y, sobre todo, 1920, cuando se produce la sublevación contra Carranza de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de Huerta, con el Plan de Agua Prieta, las señales de moderación en el discurso de aquel exilio se incrementan. La muerte de Carranza en Tlaxcalantongo produjo una apertura de la clase política constitucionalista, que favoreció la repatriación de muchos ex porfiristas y ex huertistas emigrados. Esquivel Obregón ofrecía una muestra temprana de aquel aggiornamento en un artículo de la citada Revista Mexicana de San Antonio, en 1919, en la que elogiaba algunos aspectos de la Constitución de Querétaro como la libertad de prensa, la legislación laboral, las garantías de audiencias judiciales, el banco único de emisión o la inamovilidad de los jueces. El artículo fue entonces atacado por Vera Estañol en la misma revista, pero am-bos, junto con Manuel Calero y Jesús Flores Magón, aparecieron compilados en la antología Ensayo sobre la reconstrucción de México (1920), donde predominaba una actitud de diálogo crítico con el nuevo gobierno mexicano. Calero sentó las premisas de aquella interlocución cuando en su artículo “Medio para hacer efectiva la democracia en México”, donde volvía a insistir en la restricción del sufragio a los analfabetas, reconocía que “en medio de los desastrosos efectos de las agitaciones que han sacudido a México en el último decenio se han producido resultados altamente favorables a nuestro progreso político”.97 El mayor de esos logros era, según Calero, “la penetración definitiva en el espíritu del pueblo de la noción fundamental de la soberanía dentro de un régimen democrático”.98

Un aggiornamento más evidente fue el de Andrés Molina Enríquez, quien no se exilió, desde principios de los años 20 en instituciones como la Confedera-

95 Ibid., p. 436.96 Ibid.97 Manuel Calero, et al., Ensayo sobre la reconstrucción de México, 1920, p. 323.98 Ibid.

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ción Nacional Agraria y el Partido Nacional Agrarista. Sin embargo, en el último tomo de su gran obra, La Revolución agraria en México (1932), el antimaderismo originario de Molina Enríquez se había acomodado a una ideología indigenista y agrarista que presentaba a Madero como defensor de los intereses de los “criollos señores”.99 El cuartelazo de Huerta era, según Molina Enríquez, inevitable, y el avance del agrarismo durante el breve gobierno de Madero no se debió al pre-sidente sino a otros líderes como Luis Cabrera, que lo defendió en el Congreso en diciembre de 1912 e impulsó el decreto de enero de 1915.100 En el relato de Molina Enríquez, Cabrera había sido más importante que Zapata para la causa agrarista y su retrato de Huerta, como “segundo presidente indio” era exculpa-torio y amable.101

Poco a poco aquellos reformistas y contrarrevolucionarios, exiliados o no, fueron regresando a México e incorporándose a instituciones básicas del nuevo régimen post-revolucionario como la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la Es-cuela Libre de Derecho, las Academias Mexicanas de la Historia y de la Lengua o la Sociedad Mexicana de Geografía e Historia. Probablemente ninguna otra revolución del siglo xx latinoamericano produjo una repatriación de sus exilios intelectuales como la mexicana. Esta peculiaridad está directamente relacionada con otra: el margen de libertades públicas abierto por el régimen autoritario que institucionalizó la Revolución.

99 Andrés Molina Enríquez, La Revolución agraria de México…, 1986, pp. 97-100.100 Ibid., pp. 111-117.101 Ibid., pp. 140-142.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE RAFAEL ROJAS GUTIÉRREZ1

Jean Meyer Barth

A pesar de que no sea demasiado evidente, Rafael Rojas abre un debate que, si bien no puede afectar al pasado, tiene implicaciones para nuestro futuro

inmediato, mientras que yo, y eso resultará demasiado evidente, me limito a un pequeño comentario sobre el hombre y su circunstancia.

1

Estuve a punto de ir a Cuba, cuando Rafael Rojas aún no nacía, y llegué a Mé-xico. Él fue a la Unión Soviética en su juventud y yo a Rusia en mi edad madu-ra, ambos lidiamos con el pensamiento marxista. Cuenta que evolucionó más o menos como sus tres hermanos. Los cuatro estudiaron en las mismas escuelas, el bachillerato en la famosa escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin, inaugurada por Leonid Brezhev y Fidel Castro, en 1974, en La Habana, escuela “diseñada a imagen y semejanza de las escuelas de élite de la urss.” Los hijos de don Fernan-do Rojas, ex-rector de la Universidad de La Habana, estudiaban y trabajaban en fábricas de pilas, radios y otros bienes, como todos los alumnos de la Vladimir Ilich, y siguieron el camino de los hijos de la “nomenklatura” cubana yendo a la urss, después de graduarse; quien a la famosa Akademgorodok de Novosibirsk, quien a la Lomonosov, quien al Moskovsky Institut Upravlenia, el Instituto de Dirección de Moscú. Las carreras que ofrecían estaban reservadas a los mejores alumnos, en general a los hijos de la élite cubana. “El contenido de los cursos era fundamentalmente economía política, aunque tenía una parte importante de filosofía”, marxista, desde luego.

1 Respuesta al discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Rafael Elías Rojas Gutiérrez, leída el 2 de julio de 2019.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

A la distancia, Rafael Rojas recuerda su experiencia, como joven comunista latinoamericano, en la Unión Soviética de principio de los años 1980, en los tiem-pos de la “zastoï”, la “estagnación” de Brezhnev:

Me impactó la irreverencia de la juventud soviética y el poco criterio de autoridad que establecían en relación con sus líderes, que era completamente diferente a como la practicábamos en Cuba. Nuestra relación con Fidel y los otros líderes era de ab-soluta lealtad, cuando, para los rusos, era muy diferente: sus líderes eran figuras muy distantes, ridículas incluso. No hablo de una simple burla, se trataba de un verdadero desafecto.

¿Será cuando el joven estudiante empezó a idear ensayos críticos del sistema político de la gran isla, del liderazgo castrista y del culto de la personalidad de Fidel? Pasó dos años y medio en la urss y cuando regresó a la Habana, lógicamen-te, la Universidad le revalidó sus estudios en la Patria del Socialismo, así que se graduó, en 1990, con una licenciatura en Filosofía Marxista. Le dieron una beca para hacer un doctorado en Historia en el Colegio de México, teniendo como directora de tesis a nuestra querida colega Josefina Vázquez, que cuenta a varios de sus antiguos alumnos en las filas de nuestra Academia. Llegó al Colegio, re-comendando por nada menos que Manuel Moreno Fraginals, el gran historiador cubano, también egresado del Centro de Estudios Históricos del Colegio de Mé-xico, el autor de la historia del azúcar, del ingenio y de la plantación. La defensa de tesis tuvo lugar en 1999, la tesis fue publicada en 2001, bajo el título de “Cuba mexicana. Historia de una anexión imposible”, por La Secretaría de Relaciones Exteriores, en coedición con El Colegio, y ganó el Premio Matías Romero.

Después de terminar el cursus en El Colegio de México, enseñar en varias ins-tituciones y pasar por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, entró al Centro de Investigación y Docencia Económicas (ciDe), a tiempo para participar en la fundación de la División de Historia —de la cual fue director— y de la Revista de Historia Internacional ISTOR, de la cual fue también director. No tardará en cumplir 25 años de leal y fecunda entrega a dicha institución.

Cuando entra al ciDe, en 1996, una vez más el tema de Cuba ocupaba la actua-lidad. Una vez más, la crisis recurrente de los balseros, de los refugiados, estaba recrudeciendo, a consecuencia de la aplicación de la Ley Helms-Burton a Cuba, por parte de los Estados Unidos. Unos años antes había surgido en la Gran Isla, desde la izquierda, un movimiento cultural que agrupaba pintores, arquitectos, ci-neastas, escritores, músicos; esa generación nacida en los años 1960, la de Rafael

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE RAFAEL ROJAS GUTIÉRREZ

Rojas, se atrevía a lanzar, desde la izquierda, desde el marxismo, las primeras críti-cas a lo que no tardarían en llamar el “régimen”. El Caimán barbudo y La Gaceta de Cuba pudieron un tiempo ser las tribunas del movimiento y Rafael Rojas empezó a publicar en sus columnas ensayos de historia de las ideas y de las instituciones políticas.

Resulta que estos mismos años, Jesús Díaz y otros exiliados de la misma gene-ración empezaron la aventura de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, proyecto que no tenía nada que ver con el exilio de Miami, puesto que buscaba precisa-mente un “encuentro” entre los cubanos de la isla y los cubanos de la diáspora. En México, Rafael Rojas había terminado de inmunizarse contra el marxismo -leninismo-castrismo, lo que explica su constante participación en la revista aque-lla, notable por su calidad y generosidad. Sus intervenciones repetidas sobre el presente y el futuro político de Cuba, si bien no afectaba su productividad aca-démica, hacían de él un exiliado comprometido. Cómo lo explicó en una entre-vista reciente2: “Eso cambió mi relación con la isla. Fui ubicado como enemigo y empezaron los ataques, algo que se prolongó durante los años siguientes.”

Hasta la fecha, persisten ese tipo de descalificaciones. Ciertamente, el régimen tuvo y tiene sus buenas razones para no querer al disidente, si uno piensa en su libro Tumbas sin sosiego; revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, ganador del Premio Anagrama de Ensayo, en 2006. O en Las Repúblicas del aire. Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica, Premio Isabel de Polanco, 2009. Que estos premios se hayan dado en España no es sorprendente, puesto que Madrid se había convertido en capital de la diáspora cubana de los años 1990.

Cuando Rafael Rojas tiene un papel relevante entre los exiliados que podemos calificar de democráticos, incluso progresistas, uno de sus hermanos, en la isla, tiene un papel relevante en la política cultural del Estado; justo cuando Fidel Castro lanza, en palabras de Rafael Rojas, “una política mediática muy agresiva en contra del exilio, de Miami en general, y contra la comunidad intelectual de la diáspora —que no tiene nada que ver con Miami, precisa Jean Meyer— pre-sentándolos como si fueran una misma cosa. A mí me interesaba el socialismo democrático, pero me comparaban con Díaz-Balart o con Carlos Alberto Mon-tañer. Esa era la estrategia.”

En México podemos recordar dos episodios en el año de gracia de 2002: el envío de una turbamulta a la Casa Lamm, ciudad de México, para impedir la pre-

2 María Scherer Ibarra, en El Financiero del 14 de junio de 2019, “Rafael Rojas, académico y escritor”.

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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA HISTORIA

sentación del libro del comandante Huber Matos, Cómo llegó la noche (Tusquets, 2002), por Carlos Monsiváis, en presencia del anciano Matos, héroe de la lucha contra Bautista, que pasó veinte años en la cárcel de Cuba, de 1959 a 1979. El segundo tuvo a nuestro flamante académico como participante involuntario y víctima: la Feria Internacional del libro en Guadalajara, dedicada a Cuba. Los or-ganizadores habían invitado a escritores cubanos de Isla adentro y de la diáspora, y previsto un homenaje a Jesús Díaz, recientemente fallecido, con la presentación de su revista Encuentro de la Cultura Cubana, con la participación de Roger Bartra y Christopher Domínguez, Julio Trujillo, José Manuel Prieto (otro hijo de la no-menklatura cubana, educado en la URSS) y Rafael Rojas. Le cedo la palabra: “La delegación oficial a la cual pertenecía mi hermano reventó el acto. Cerraron el auditorio, nos arrebataron los micrófonos y arengaron al público, favorable, en su mayoría, a la delegación cubana; nos acusaron de ser agentes del imperialismo.”

Creo saber que, después del psicodrama, los Rojas cenaron apaciblemente, como buenos hermanos.

El Premio Anagrama de Ensayo otorgado en 2006 a su libro Tumbas sin sosiego: Revolución, disidencia y exilio no iba a mejorar las relaciones de Rafael Rojas con las autoridades cubanas: confirmaba que el cachorro de la Revolución era un disi-dente empedernido y que, por lo tanto, merecía un exilio definitivo, sin la menor posibilidad de viajar a la isla. Al grado de que, cuando murió su padre, no hubiera podido llegar a Cuba si no le consiguen un permiso humanitario de unas horas.

Afirma que “A medida que me incliné hacia un tipo de historia más académi-ca y al mismo tiempo a un tipo de ensayo menos cubano, se iban distendiendo las relaciones con la isla, relativamente, porque persisten estas descalificaciones.” Relativamente, debemos añadir, porque Rafael Rojas no quita el dedo del ren-glón, la herida sigue abierta, le duele Cuba y lo reconoce al decir: “Creo que aún tengo un poco de malestar con la situación misma, un poco de orgullo, un poco de enojo, porque me parece injusto todo.” Qu’en termes galants ces choses là sont dites. Eufemismo, lítote. Escribe de manera regular en El País y en la prensa mexicana sobre Cuba y América latina, así, como botón de muestra, el 19 de junio sobre “El sandinismo ayer y hoy”.

No es sorprendente que para su discurso de recepción a la Academia de His-toria haya escogido como tema, un capítulo de historia de México, de la Revolu-ción mexicana y de sus exiliados. Pero antes de comentarlo, falta mencionar que a sus 54 o 55 años, Rafael Rojas tiene una obra impresionante que cuenta con más de 20 libros, un sinfín de artículos y capítulos de libros y, lo que es una prueba de gran generosidad, casi un centenar de reseñas. Lector infatigable es también

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un incansable reseñista y todos, académicos como novelistas, estamos en deuda con él. Uno de sus primeros libros, de manera premonitoria, se llama El Arte de la espera. Notas al margen de la política cubana (Madrid, Colibrí, 1998). Sigue esperando, en el exilio, sin mucha esperanza, que algo cambie en Cuba, para bien. Menciono solamente sus libros más recientes: Los Derechos del alma. Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica, 1830-1870, (Taurus, 2014), Historia mínima de la Revolución Cubana (El Colegio de México, 2015), Fighting Over Fidel. The Cuban Revolution and the New York Intellectuals (Princeton University Press, 2016), con la versión al español Traductores de la utopía. La Revolución Cubana y la Nueva Izquierda de Nueva York (Fondo de Cultura Económica, 2016), La Polis literaria. La Revolu-ción, el boom y otras polémicas de la Guerra Fría (Taurus, 2018) y Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba (Leiden, Almenara, 2018).

Internacionalmente reconocido, ha sido profesor visitante durante largas tem-poradas en las universidades de Austin, Columbia, Princeton, Yale.

2

El discurso que escuchamos es parte de un nuevo proyecto, intitulado por lo pronto, “Los libros de la derrota. Reforma, exilio y contrarrevolución en México, 1908-1920”.

1908, año de la famosa Entrevista Creelman- Díaz, de la publicación de Cues-tiones electorales y de ¿Hacia dónde vamos? por Manuel Calero, uno de los exiliados presentados aquí, y de La Doctrina de Monroe. El destino manifiesto y el imperialismo, de Carlos Pereyra.

1920, año de la derrota y muerte de Carranza, de la publicación de la antología Ensayo sobre la reconstrucción de México, con las firmas de Calero, Toribio Esquivel Obregón, Jorge Vera Estañol (y Jesús Flores Magón); de la publicación del gran libro de Emilio Rabasa, La Evolución histórica de México. Año del regreso de casi todos los exiliados, ex porfiristas, huertistas, anarquistas, revolucionarios anti ca-rrancistas, católicos laicos, sacerdotes y obispos. Sin olvidar a José Vasconcelos.

En esta ocasión, nuestro académico ha escogido a seis exiliados, si bien men-ciona y alude a muchos más. Si uno toma un criterio cuantitativo, el número de líneas dedicadas a cada uno de estos personajes, en su tránsito de posiciones reformistas a revolucionarias y, finalmente, a contrarrevolucionarias, el orden de importancia sería el siguiente, de más a menos: Carlos Pereyra, luego Manuel Calero, Toribio Esquivel Obregón, Emilio Rabasa, Jorge Vera Estañol, Nemesio García Naranjo y Querido Moheno.

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Querido Moheno se exilió a Cuba, como Francisco Bulnes, José María Lo-zano, Francisco Olaguibel, Federico Gamboa y varios obispos; Carlos Pereyra a Madrid, como los hermanos Reyes; Manuel Calero a Nueva York, como Ramón Prida y Juan José Tablada, Toribio Esquivel Obregón y Emilio Rabasa; Jorge Vera Estañol, a San Antonio, como Nemesio García Naranjo y varios obispos. En San Antonio, don Nemesio edita la importante Revista Mexicana. Semanario Ilustrado, donde publican casi todos los exiliados estudiados. Ricardo García Granados prefirió residir en Guatemala.

Cuando Rafael Rojas dice que hay que admitir, de entrada, que algunos no pensaban que el gobierno de Huerta era la “Contrarrevolución” con C alta, sino una manera autoritaria de controlar las propias fuerzas de la Revolución, uno recuer-da al políticamente incorrecto don Andrés (Molina Enríquez), el Dr. Atl de la sociología, cuando escribe:

Los criollos, como era natural, han tratado de difamar su nombre [de Huerta] y el de su ministro indio, Doctor Urrutia, todo cuanto han podido, acusándolos princi-palmente de sanguinarios; los indios no lo son; los españoles y los criollos, sí. […] A pesar de todo lo que se ha escrito sobre lo particular, de todos los gobier-nos que ha tenido la Revolución, desde la caída de la dictadura porfiriana hasta la presidencia actual del general Lázaro Cárdenas, y con la sola excepción de la breve presidencia del general Eulalio Gutiérrez, el que menos sangre derramó fue el del general Huerta. Aunque así no hubiera sido, es incalculable el beneficio que el gene-ral Huerta prestó a la Revolución con el solo hecho de haber llegado a la presidencia, siendo indio de raza como lo era. Además, fundó los ministerios de Agricultura y de Industria… Es seguro que ese indio habría consolidado su situación, de no tropezar con la hostilidad abierta que le declaró el presidente Wilson… principalmente por-que era un presidente de color.3

Carlos Pereyra, breve canciller de Huerta antes de ser su embajador en Bru-

selas, publica en 1917 El crimen de Woodrow Wilson y lo responsabiliza tanto de la caída de Huerta como del triunfo de Carranza que interpreta como la victoria del monroísmo wilsoniano. Algún día, Vasconcelos retomará la segunda mitad de la tesis y la extenderá en sus memorias del Proconsulado y del Desastre. Del mismo Pereyra, El mito de Monroe (1914) proporciona argumentos tanto a la ideo-logía nacionalista contrarrevolucionaria, como a la antiimperialista. Por cierto, uno se entera, con interés, que Carlos Pereyra cita a varios autores argentinos “en

3 Andrés Molina Enríquez, Esbozo de una historia de los 10 primeros años de la revolución agraria…, 1935, tomo V, pp. 140 y 141.

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quienes leía un hispanoamericanismo cultural y político.” Vasconcelos, otra vez, le hará eco.

Ninguno de aquellos hombres “estaban interesados en una restauración del antiguo régimen”, lo que no es sorprendente si uno piensa que eran partidarios de reformas políticas profundas, al final de lo que no se llamaba aún “Porfiriato.” Pensemos en un Francisco Bulnes en su famoso discurso en ocasión de la reelec-ción de Díaz en 1902-1903:

Es preciso que de esta paz no salga sangre, que de esta quietud no surjan patíbulos, que de este crédito no se desprendan huestes extranjeras poderosas e invencibles que nos arranquen la nacionalidad; sobre todo que el sentimiento de la nación por el general Díaz, tan grande, tan noble, tan leal, no se transforme más tarde en el aleteo de una desesperación tenebrosa, en decepciones y resentimientos.4

Un Bulnes que, en su exilio cubano, publica en 1916 un libro que define el nacionalismo contrarrevolucionario: Toda la verdad acerca de la Revolución Mexicana. La responsabilidad criminal del presidente Wilson en el desastre mexicano. Poco o nada que ver con el ensayo de Manuel Calero, publicado en el mismo año: The Mexican Po-licy of President Woodrow Wilson as it Appears to a Mexican. “La responsabilidad cri-minal” reza Bulnes, “El Crimen de Woodrow Wilson”, denuncia Carlos Pereyra el año siguiente; preparan el camino de José Vasconcelos, al definir la “teología” imperial que otorga a Washington poderes ilimitados de intervención. Y también con su hispanoamericanismo cultural y político.

En un atrevido salto a la historia de Rusia, Rafael Rojas evoca la Revolución de Febrero (1917) para compararla a la de Madero, al decir que “lo contrarrevo-lucionario en ellos [sus personajes] se manifestaba como en Alexander Kerenski y otros demócratas rusos, como defensa de una primera Revolución moderada, que veían amenazada por múltiples tendencias a la radicalización.” En una carta a Francisco I. Madero, el 12 de marzo de 1912, Jorge Vera Estañol precisa que estaba a favor de la Revolución de 1910, como democratización de la fórmula porfirista: sufragio efectivo, no reelección, libertades públicas y parlamentarismo, y que está en contra de la segunda Revolución en ciernes, la del socialismo agrario y obrero que conduce a la anarquía, la guerra civil y la intervención estadounidense. Nada que ver con la reacción de viejos emigrados que “no han olvidado nada, no han aprendido nada.” Pero, sí, como la resistencia a que la Revolución “bur-guesa” (perdonarán el anacronismo) sea rebasada por otra, la de Zapata y Villa,

4 Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la Revolución, México, 1920, pp. 337-338.

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de Ricardo Flores Magón y demás “bolcheviques” —Vera Estañol empleará la palabra aquella en 1920, calificando de “bolchevique” la Constitución de 1917. En 1920 Emilio Rabasa pondera la “Revolución política” de 1910 al hablar de las “buenas intenciones” de Madero, antes de denunciar su derrota frente a las “ideas de socialismo ignorante y de demagogia anárquica que vinieron a derra-marse después por conducto de hombres más inteligentes que él, pero mucho menos honrados.”

Así del maderista Manuel Calero quién le reclama al presidente Wilson su apoyo a “revueltas de bandidos” como Zapata y Villa y su reconocimiento del gobierno de Venustiano Carranza. Lo que todos comparten es una “mezcla de liberalismo antijacobino y nacionalismo conservador.” Hubiera sido interesante auscultar el pensamiento de los católicos en exilio, no solamente el de Toribio Esquivel Obregón, sino de los católicos maderistas al estilo de Silvestre Terrazas, Ramón López Velarde y su amigo Eduardo J. Correa, él que escribió que todas las aguas del Jordán no podrían borrar el pecado de origen del huertismo. En su autobiografía inédita (cuya lectura debo a Guillermo Sheridan, quién trabajó sus archivos cuando escribía su hermosa biografía del poeta de Jerez) apunta:

La efectividad del esfuerzo que se emprendía y el entusiasmo con que la gente res-pondía al llamado me hizo ilusiones y creer en la posibilidad de una transformación social mediante el ejercicio del sufragio. Mi ilusión no duró mucho; mi fracaso como político fue redondo, como puede verse en las memorias que tengo escritas sobre mi actuación en el Partido Católico Nacional, y aunque con posteridad todavía estuve soñando con la formación de otro partido que no tuviera nombre confesional, y lo intenté en dos ocasiones, pronto terminé, obligado por la falta de cooperación de mis correligionarios, por lo difícil del ambiente en un país corrompido, sin ideales, y por mi falta de ductilidad… De mi breve intervención en la política no me quedan sino recuerdos gratos unos, como el haber pertenecido a un Congreso de hombres libres en su mayoría, que ofrecieron al mundo entero un confortador ejemplo… y amargos otros, como los que me ofrecieron varios de mis correligionarios que por pasión o por torpeza fueron causa del fracaso político del movimiento de los católi-cos. Se olvidaron de lo fundamental para ver la conveniencia personal y así contribu-yeron a los días dolorosísimos que padeció la Iglesia Católica Mejicana.5

Maderista católico no arrepentido, defensor de la memoria de Madero, era un demócrata convencido de las bondades del sufragio universal, a la diferencia de

5 Citado en el prólogo de Jean Meyer a Eduardo J. Correa, El Partido Católico Nacional y sus direc-tores…, 1991, pp. 18 y 19.

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varios de los políticos presentados por Rafael Rojas, que querían un “sufragio restringido”, si bien estaban a favor de la elección directa. Eduardo J. Correa tuvo que esconderse después de la Decena Trágica, y otra vez después de la entrada de los carrancistas a la ciudad de México, pero no salió al extranjero. El único punto que tiene en común con los exiliados es su oposición al carrancismo que, como Jorge Vera Estañol, juzga responsable de los artículos de combate, en la Constitución de 1917, contra la Iglesia.

La caída de Venustiano Carranza y la moderación del victorioso Álvaro Obre-gón permitieron el regreso de casi todos los exiliados, hasta de los más compro-metidos con el régimen de Victoriano Huerta. Rafael Rojas señala que, desde el inicio de la sublevación obregonista, los emigrados habían moderado su discurso. Apertura de los que detienen el mando, aggiornamento de los exiliados que abren un “diálogo crítico” con el nuevo gobierno, los dos fenómenos son inseparables. Eso era ideológicamente posible y políticamente permitido, gracias “al conside-rable espacio de libertades públicas abierto por el régimen post revolucionario.”

Para concluir, regreso a nuestro académico y a su circunstancia. No parece que el régimen cubano sea capaz de recuperar el legado intelectual de los exilios y las diásporas. Tampoco los regímenes venezolano y nicaragüense.

He dicho.

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BiBliogrAfíA

Bulnes, Francisco1920 El verdadero Díaz y la Revolución. México, Eusebio Gómez de la Puente.

Correa, Eduardo1991 El Partido Católico Nacional y sus directores. Explicación de su fracaso, y

deslinde de responsabilidades, prólogo de Jean Meyer. México, Fondo de Cultura Económica.

Molina Enríquez, Andrés 1935 Esbozo de una historia de los 10 primeros años de la revolución agraria de

México, tomo V. México, Talleres Gráficos de la Nación.

Scherer Ibarra, María2019 “Rafael Rojas, académico y escritor”, El Financiero, 14 de junio de

2019.

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LOS QUE NO ESTUVIERON.LA HISTORIOGRAFÍA MARXISTA EN MÉXICO1

Carlos Illades Aguiar

Luis González Obregón (1919-1938), Pablo Martínez del Río (1938-1963), Edmundo O’Gorman (1964-1995), Elisa Vargaslugo Rangel (1999-2017)…,

esto es, un historiador de la ciudad, un prehistoriador, un colonialista y una his-toriadora del arte, han sido los miembros de esta Academia que ocuparon la silla que me honra. Todos ellos dejaron libros fundamentales por los que se les recuer-da, y alguno dirigió la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. La maestra Vargaslugo, quien apenas hace dos años abandonó su fructífera labor dentro de la Academia, destacó por la indagación acerca del barroco colonial, por elaborar una de las indagaciones mejor documentadas sobre el pintor Juan Correa, por la factura del insuperado volumen dedicado a la iglesia de Santa Pris-ca, en Taxco, texto de referencia no sólo para quienes estudian el barroco, sino también la historia virreinal del siglo xviii, las fortunas y empresas coloniales, así como las peculiaridades del norte guerrerense. O´Gorman, al lado de don Silvio Zavala, fijó el canon de la historiografía mexicana del siglo xx. Pensar la Historia, desde entonces, significó para muchos dialogar con la obra ogormaniana, tomar postura con respecto del discípulo de José Gaos, hacerse cargo de los límites de la práctica historiográfica definidos por el autor de La invención de América.

O’Gorman publicó en 1956 “Historia y vida”, ensayo clásico donde apuntó las aporías básicas de la disciplina histórica. Cuatro de éstas le inquietaban particu-larmente: la pluralidad del acontecer frente a la unicidad de la significación, que

1 Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Carlos Illades Aguiar (sillón 10), leído el 4 de junio de 2019.

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convertía las experiencias vitales en hechos históricos (abstracción); la intencio-nalidad atribuida a los actores a fin de hacer posible esta significación, la cual no era de manera alguna inmanente a aquéllos, sino un presupuesto de la indagación misma (atribución de sentido); la reserva hacia la elucidación de patrones histó-ricos (generalización), los cuales entrarían en el supuesto de la intencionalidad recién señalado (atribución de sentido), con el añadido que el fundamento de la generalización era por definición particular, si no es que contingente (singulari-dad); el “subjetivismo incurable” de toda interpretación histórica, incluidas las que pretendían tener un estatuto científico (positivismo, marxismo) y, en conse-cuencia, la subvaloración por parte del historiador filoirlandés de los controles empíricos dentro de la disciplina (referencialidad de las fuentes): “en la historia no hay pruebas estrictamente hablando —indicaba O’Gorman—; hay condiciones a las cuales la interpretación debe hacer frente” (O’Gorman, 2015, p. 160).

Mientras O’Gorman difundió esta perspectiva histórica desde su magisterio en la Facultad de Filosofía y Letras, otro académico no menos sabio ofreció las herramientas para una problematización radicalmente distinta de la disciplina, no tan devota de los fenómenos de la conciencia analizados a través de la herme-néutica, antes bien ocupada en la vida material y en la teoría y métodos para apre-henderla. Hablo de Wenceslao Roces. De acuerdo con él, la dinámica histórica no dependía de la subjetividad del historiador sino de los hechos mismos integrados en una unidad coherente, para lo cual recuperó las nociones de objetividad, cau-salidad, progreso e historicidad. Esencial esta última porque permitía —según el exiliado asturiano—, evitar tanto el anacronismo como registrar el cambio al descubrir la especificidad del pasado y no convertirlo en una proyección retros-pectiva del presente (Roces, 2015, p. 209). En consecuencia, siguiendo a Marx, la Historia no habría de escribirse con base en una pauta situada fuera de ella, dado que “allí donde termina la especulación en la vida real, comienza también la ciencia real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso práctico de desarrollo de los hombres. Terminan allí las frases sobre la conciencia y pasa a ocupar su sitio el saber real” (Marx y Engels, 1974, p. 27).

Roces, quien se había doctorado con Rudolf Stammler en el Berlín de la Re-pública de Weimar, fue profesor de Derecho e Historia de Roma en la unAm a partir de 1948. Chaparrito, adusto y simpático, el historiador marxista leía páginas enteras en alemán, que traducía a nosotros simultáneamente al castellano, sin si-quiera detenerse un poco. Al terminar la sesión del seminario, Roces guardaba el volumen de las obras completas (megA: Marx-Engels Gesamtausgabe) en un pe-queño portafolios a punto de reventar. En una ocasión alguien le preguntó si esto

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ocurriría, obteniendo una respuesta afirmativa del historiador asturiano: “porque estaba lleno de ideas explosivas”. Y en efecto lo eran, pues, con la categoría de historicidad Roces asumía que, si el pasado era distinto del presente, el futuro lo sería también de éste, por tanto, el capitalismo sería finito.

El maestro del exilio nos legó la preocupación por los grandes procesos, la traducción castellana del corpus marxista y el compromiso intelectual. Al joven profesor de Derecho Romano en la Universidad de Salamanca, el gobierno de Miguel Primo de Rivera lo separó en 1928 de su cátedra por solidarizarse con su maestro y amigo don Miguel de Unamuno, desterrado por la dictadura y ejemplo para él. “Tengo que reconocer —dirá Roces— que su actitud, entonces muy fir-me frente a la dictadura, representó para mí una gran ayuda moral e intelectual”. Miembro del Partido Comunista Español (pce), el marxista asturiano fundó en 1931 la Editorial Cenit. Sin embargo, en octubre de 1934 estalló la insurrección y, recuerda Roces, “Yo hice acto de presencia en Asturias pues, como asturiano, no podía estar ausente. Viví la realidad del heroísmo, la combatividad de los obreros, todo eso me impresionó. A mi regreso a Madrid fui detenido y trasladado a las prisiones de Asturias”. Como subsecretario de Instrucción Pública en el gobier-no del frente popular, Roces participó en el resguardo de los principales cuadros del Museo del Prado. Casi de 80 años, el exiliado asturiano regresó a su tierra natal postulado por el pce al Senado. Triunfó holgadamente, pero la transición democrática no fue lo que esperaba porque “no era posible desplegar los planes con que había soñado tanto tiempo” y la enfermedad del oído se le agravó, por lo que solicitó autorización al Congreso para regresar a México “y reanudar mis enseñanzas y tareas universitarias” (Hernández de León Portilla, 1978).

Daniel Cosío Villegas incorporó al exiliado comunista al cuerpo editorial del Fondo de Cultura Económica en 1942, aunque sin ningún nombramiento for-mal. Roces ocuparía por 40 años un cubículo en las oficinas de la editorial esta-tal publicando la traducción completa de El capital en 1946, lo que implicó una revisión detallada de la versión del primer tomo editado en Madrid. El maestro asturiano tradujo más de 100 títulos fundamentales sobre Marxismo, Filosofía e Historia —a él debemos la Sección Grandes Obras de Historia del fce—. Roces participó en el equipo de traducción de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel, editado en 1953 por el fce. Por tanto, el exiliado español tuvo que ver con la divulgación de las dos tentativas más poten-tes de la llamada entonces historia total (el marxismo y la escuela de los Annales), antecedente de lo que en el mainstraem académico contemporáneo se denomina historia global. A finales de los ochenta, un estrecho criterio editorial en el fce

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impidió la publicación de una nueva traducción íntegra de El capital a cargo de Roces, lastimado por las puyas del equipo encabezado por Pedro Scaron que realizó la misma faena para Siglo xxi Editores. En 2014 la mesa de “novedades” de las librerías exhibía aquella traducción olvidada.

Antes de la ingente labor de traducción del comunista español, la literatura marxista disponible era muy pobre en el medio mexicano. Vicente Lombardo Toledano y José Revueltas lo experimentaron en carne propia: el intelectual po-blano aprendió inglés leyendo El capital en 1925, porque en el país circulaba “una traducción terriblemente mala” (Caso y Lombardo, 1963, p. 14). E incompleta, agregaba el escritor duranguense, dado que “todavía no estaba editado el texto íntegro en castellano” (Revueltas y Cheron, 2001, p. 45).

La generación de Lombardo —José Mancisidor, Luis Chávez Orozco, Ra-fael Ramos Pedrueza, Alfonso Teja Zabre— y Roces sentó las bases de la tradi-ción marxista, la cual se vio favorecida por la educación socialista que filtró esta corriente teórica al sistema educativo nacional. Mientras el ideólogo teziuteco empleó las categorías marxistas para racionalizar la historia nacional, las traduc-ciones del comunista asturiano —más los impresos de Editorial Popular— pro-veyeron el combustible para despegar en la obra de José Revueltas, Adolfo Sán-chez Vázquez y Eli de Gortari. Con Sánchez Vázquez, De Gortari compartió la cátedra, y con Revueltas, la prisión.

Experto en lógica, De Gortari, junto con Samuel Ramos y Guillermo Haro, formó en 1955 el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de México. Él es autor del primer libro importante dentro del marxismo académico en el campo de la historia y pionero, con toda ley, de la historia de la ciencia en nuestro país. Me refiero a La ciencia en la historia de México, editada en 1963 por el fce. El libro, resultado de 15 años de investigación, echa en falta una historia general de México “objetiva y congruente” (De Gortari, 1980, p. 10); a lo más considera que hay estudios satisfactorios sobre épocas específicas. Para el filósofo mexica-no, el despliegue científico guardaba relación con el desarrollo de la historia en conjunto, es decir, formaba parte de una “totalidad concreta” —para utilizar la categoría de Karel Kosík— donde los elementos están integrados en estructuras desplegadas en el tiempo que significan a los acontecimientos, siendo las contra-dicciones internas quienes pautan la dinámica histórica. De Gortari —siguiendo a Engels— asumía que las leyes de la dialéctica eran universales.

Revueltas diseccionó el régimen autoritario en México: Una democracia bár-bara, publicado en 1958. El concepto de enajenación —tomado de Hegel y Marx— guía su etnografía de la política nacional, esa imagen invertida del mundo

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en la cual la apariencia sustituye a lo real, usurpa su lugar. Y la apariencia en este libro es la democracia, un montaje que nos hace creer que gobierna el pueblo y deliberan libremente sus representantes, que hay un debate público y existe la pluralidad política. Esa democracia —nos dice el autor de Los errores—, es “una superestructura de supercherías” que distorsiona “la realidad auténtica”, no sien-do más que “el fetiche, el símbolo que la sustituye, la traducción que la vierte a otro idioma distinto”. Esta perversión de la política se caracteriza porque en su práctica habitual lo fundamental se negocia en “lo oscurito” y lo que trasciende a la opinión pública no supone compromiso alguno para el Estado (Revueltas, 1983, pp. 36-37). No obstante, esta no es una esencia, expresión de un ser nacio-nal prexistente, antes bien es un producto histórico, como Revueltas adelantó en “Posibilidades y limitaciones del mexicano” (1950), una estocada a la filosofía de lo mexicano contemporánea de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

Los marxistas mexicanos fueron intelectuales en el sentido que Pierre Bour-dieu da al término: alguien con autoridad en las ciencias, las humanidades o en las artes que “interviene en el campo político, constituyéndose así en intelec-tual” (Bourdieu, 1995, p. 197). Por añadidura, aquéllos cumplieron la función intelectual en la oposición que, en un Estado autoritario, tiene consecuencias. Revueltas y De Gortari se sumaron a la Coalición de Profesores de Enseñan-za Media y Superior Pro Libertades Democráticas, solidaria con los estudiantes. Ambos pagaron su compromiso hacia la rebelión juvenil con dos años y medio en prisión. En su diario carcelario, Revueltas anotó cuando las autoridades de Lecumberri “soltaron” a los presos comunes para que agredieran a los presos políticos y saquearan sus crujías: “De Gortari, doctor en Filosofía, pierde… por desgracia originales irrecuperables en los que invirtió años enteros de labor. Me abrazó gimiendo de pena cuando nos encontramos en su celda devastada” (Re-vueltas, 1979, p. 347). Alegría dentro del encierro fue para De Gortari la visita en 1970 de una de las figuras mayores del positivismo lógico, Rudolf Carnap, a los filósofos presos en Lecumberri. De Gortari —escribió el maestro del Círculo de Viena— “parecía muy feliz y estimulado con la rara visita de un filósofo con intereses comunes” (Carnap, 2011, p. 158). Acostumbrado a sacar partido de las peores experiencias, Revueltas escribió en la cárcel una de las grandes novelas mexicanas del siglo xx: El apando. Y arraigó en él la convicción de que no había “otro camino que no sea —hoy por hoy— el camino democrático” (Revueltas, 1979, p. 162).

Bisagra entre los mundos de la academia y la militancia política, la revista Historia y Sociedad, fundada por Enrique Semo Calev en 1965, fue espacio de

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convergencia del marxismo de Europa, México y América Latina. Chávez Oroz-co y Enrique Florescano —miembro de número de esta Academia— escribie-ron acerca de la economía colonial, Juan Comas sobre el proyecto universalista de Bartolomé de las Casas, Agustín Cué Cánovas acerca del descubrimiento de América y el nacimiento del capitalismo, Sánchez Vázquez sobre la praxis, Ra-quel Tibol se ocupó de la obra de José Guadalupe Posada y Alberto Híjar de la teoría del arte de Siqueiros, mientras Jean Chesneaux y Roger Bartra disertaron acerca de las sociedades precapitalistas a partir del redescubrimiento del modo de producción asiático. Y Roces tradujo las Formas que preceden a la producción capi-talista, de Marx, insumo indispensable para ello. En la sección La Crítica, el joven arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma comentó El desarrollo de la sociedad mexi-cana, de Mauro Olmeda, rechazando la extrapolación del antropólogo español a la realidad mesoamericana de la sucesión de modos de producción observable en Europa (Matos Moctezuma, 1967, p. 102). En su segunda época, iniciada en 1974, Historia y Sociedad se desprendió de la liga soviética, dialogó con la Escuela de los Annales a través de la nueva generación de historiadores mexicanos for-mados en Francia (el malogrado Gilberto Argüello, nuestro compañero Antonio García de León), abrió sus páginas a las nuevas corrientes del marxismo y sumó a los científicos sociales sudamericanos exiliados en México (Illades, 2012).

Con la generación de Semo, el marxismo recorrió transversalmente las disci-plinas sociales asentándose en las universidades públicas en proceso de masifica-ción. El cosmopolitismo intelectual del historiador búlgaro-mexicano le permitió traer al debate nacional las grandes discusiones del marxismo europeo, la Teoría de la Dependencia y la historiografía anglosajona, ofreciendo una explicación consistente sobre los orígenes del capitalismo en México. La transición hacia el capitalismo había cobrado gran importancia para la historia económica en la posguerra con el clásico Estudios sobre el desarrollo del capitalismo (1946), de Maurice Dobb. El economista británico intentó fundamentar históricamente “la llamada acumulación originaria”, problematizada en el capítulo 24 del primer tomo de El capital. Dobb atribuyó la decadencia económica del feudalismo a causas internas (conflictos sociales, sobrexplotación del trabajo, transformaciones productivas en el seno de la economía doméstica, etcétera), planteando que la Revolución in-dustrial británica convirtió al capitalismo en el modo de producción dominante. Los economistas neoclásicos ofrecieron su propia interpretación del fenómeno con El capitalismo y los historiadores (1954), editado por el futuro nobel de econo-mía y gran teórico del neoliberalismo, el austriaco Friedrich von Hayek. Varias de las eminencias marxistas discutieron el libro de Dobb, con el economista Paul

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Sweezy a la cabeza. Y los primeros artículos de Eric Hobsbawm también trataron el problema.

La discusión llegó a América Latina con la Teoría de la Dependencia y, su exponente más audaz, André Gunder Frank. El economista alemán extremó el planteamiento de Sweezy, en el sentido de que el capitalismo se conformó en la esfera de la circulación, por lo que remontó su origen a la formación del merca-do mundial. Políglota de elegantes maneras, Semo Calev polemizó con Gunder Frank, afinando su interpretación en Historia del capitalismo en México. Los orígenes, 1521-1763 (1973). El volumen se remontó a la Colonia para “delimitar los oríge-nes del sistema actual” y situar en perspectiva temporal tanto las transformacio-nes de la sociedad nativa, producto del dominio español, como las provocadas por la incorporación de la economía novohispana al mercado mundial. El volu-men procuró evitar ambigüedades ciñendo los fenómenos históricos a “catego-rías con un sentido definido estricto y para ello no tenemos más remedio que recurrir a la abstracción”. Para Semo, la historia es una sucesión de formaciones económico-sociales donde domina un modo de producción particular, sin su-poner una progresión lineal. En tanto que el capitalismo sólo puede entenderse como sistema, “como situación histórica”, el comunista búlgaro-mexicano discrepó de “todas las teorías que hablan de ‘capitalismo’ ahí donde detectan alguno de sus componentes”, entre otras, la Teoría de la Dependencia (Semo, 1976, pp. 13, 51, 238. Énfasis propio).

La Revolución mexicana también fue un tema capital de la historiografía mar-xista. Si develar la historia del capitalismo resultaba esencial para el proyecto comunista teorizado a partir del marxismo, discernir la naturaleza de la lucha armada de 1910 era igual de importante para organizar la acción política en la conexión de ciencia y revolución del marxismo clásico. El proceso mexicano obligó a los historiadores a conceptualizaciones propias o, al menos, a desempol-var los instrumentos teóricos disponibles para caracterizar un producto híbrido difícilmente asimilable por el criterio convencional. Pues, a pesar de transforma-ciones sociales sustantivas, la Revolución consolidó la dominación de las clases propietarias, es decir, fue incapaz de “expropiar a los expropiadores”. Lombardo caracterizó la revolución burguesa en México como un proceso en tres etapas (Independencia, Reforma y Revolución), planteamiento que, con matices, reto-maron Revueltas y Semo. Arnaldo Córdova —autor “de exabruptos célebres”, de acuerdo con su compañero de militancia y amigo Rolando Cordera (cit. en Illades, 2018, p. 188)— expuso la continuidad del Porfiriato con el régimen sur-gido de la lucha armada en La ideología de la Revolución mexicana. La formación del

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nuevo régimen (1973). Adolfo Gilly la denominó “interrumpida” en su libro más conocido. Y Pablo González Casanova descifró la índole del régimen político en La democracia en México, texto imprescindible editado por Era en 1965 por reco-mendación de Arnaldo Orfila Reynal, quien no logró que lo publicara el fce dada la censura gubernamental a las posturas críticas surgidas en la academia.

La teoría de la historia y la filosofía política fueron los terrenos intelectuales de Carlos Pereyra, profesor tímido e inquisitivo, comentarista agudo de la realidad nacional antes que los intelectuales públicos ocuparan las pantallas televisivas. Pereyra buscaba alejar la acción política de la izquierda del voluntarismo van-guardista, del economicismo o de la expectativa providencialista. Para O’Gor-man la Historia era interpretación o comprensión de acuerdo con el historicismo alemán, ello la hacía víctima de un “subjetivismo incurable”. Según Pereyra la disciplina poseía un potencial explicativo. Esa razón obligaba a la elaboración teórica —mas no a la filosofía de la Historia— a fin de interrogar las fuentes, esto es, los documentos no hablaban por sí mismos como asumía el empirismo, la otra corriente que cruzaba la historiografía mexicana. Y el subjetivismo tenía cura con base en el consenso científico en cuanto a las teorías y métodos idóneos de acuerdo con el objeto de estudio. En su colaboración a Historia, ¿Para qué? (1980), volumen que se convirtió en libro de texto para varias generaciones de estudiantes de historia, Pereyra distinguió al discurso histórico en cuanto uso y como conocimiento. El uso de la historia se inscribe en la ideología, y el conoci-miento, concierne a la ciencia. Vinculados o confundidos deliberadamente, estos planos son claramente discernibles y su eficacia se valida en campos distintos. No sorprende, en consecuencia, que discursos poderosamente persuasivos como ideologías adolezcan de una mínima capacidad heurística. En su mirada crítica hacia los ensayos reunidos en Historia, ¿Para qué?, Enrique Krauze recuperó “el equilibrio… del andamiaje de Pereyra: [que] es también su propuesta intelectual” (Krauze, 1983, p. 35).

Alfredo López Austin, hombre austero y maestro generoso, hurgó en los mi-tos para desentrañar la historia, el camino inverso de la práctica marxista habitual. El notable mesoamericanista aborda los mitos desde la interdisciplina, pero “la visión globalizante de la ciencia histórica” es la que ofrece la síntesis (López Austin, 1990, p. 26). Al historiador juarense le importan los mitos en sí mismos, pero también porque dan cuenta de relaciones humanas históricamente concre-tas; no los descarta por tratarse de una “falsa conciencia” de la realidad, sino los explora por ser una forma de apropiarse del mundo desde las premisas de una cultura particular: el mito significa la realidad, orienta las prácticas, socializa la

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experiencia, refuerza los vínculos comunitarios y perdura en el tiempo, dado que su relaboración es un proceso continuo, histórico. Para López Austin, la mitolo-gía mesoamericana posee una carga conservadora en la medida en que el orden social según ésta existe desde el origen de los tiempos, corresponde a designios que atraviesan todos los procesos universales y es, en consecuencia, inamovible, ya que en el mito “los hombres no transitan históricamente por las vías de las transformaciones técnicas y sociales, sino que poseen, por un orden cósmico y divino, una condición permanente, inmutable” (López Austin, 2016, p. 34).

El giro cultural irrumpió en la década de los ochenta en la historiografía y en el ámbito más general de las humanidades. Ello modificó el foco del análisis, al considerar la cultura como un elemento esencial de la compresión histórica, y recuperó la hermenéutica como herramienta metodológica. Si bien Raymond Williams y E. P. Thompson habían propuesto el materialismo cultural como sali-da al economicismo de mediados del siglo xx, esta perspectiva no resonó mucho dentro del marxismo mexicano. Sin embargo, el nuevo clima intelectual, aunado a las expectativas fallidas de la izquierda socialista entrados los ochenta, desplazó a los marxistas hacia otros objetos de estudio con resultados brillantes. Roger Bartra abandonó sus investigaciones acerca del campesinado y, con base en la problematización adelantada por Revueltas en “Posibilidades y limitaciones del mexicano”, se ocupó de las redes simbólicas del poder político para desmontar, en La jaula de la melancolía (1987), las estructuras de mediación donde se confor-man los arquetipos culturales hasta llegar a su apropiación, por parte del régimen, como dispositivo legitimador tanto del poder político como de la desigualdad social.

Lo que representaron la Revolución rusa y los frentes populares para la primera generación marxista, lo fue el movimiento estudiantil de 1968 en las sub-secuentes. Bolívar Echeverría llegó a México aquel año con el objeto de estable-cer contacto entre los estudiantes latinoamericanos de Berlín Oeste y los jóvenes mexicanos. El 68 —afirma el filósofo ecuatoriano-mexicano— fue la última vez que el discurso político “dijo lo que había que decirse… En la política actual, aquello que tanto brilló en el 68, el discurso político en cuanto tal, sale sobrando” (Echeverría, 2010, p. 226). Echeverría construyó objetos teóricos a partir de la crítica de la economía política de Marx, hasta llegar a la concreción más acabada de una teoría materialista de la cultura construida por el marxismo latinoamerica-no. En su conceptualización de los ethos históricos, Echeverría abordó el trayec-to seguido por la modernidad en América Latina. El filósofo de la cultura tomó por punto de partida La invención de América, la cual, bien sabemos, reconstruyó

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el proceso en el que la conciencia occidental incorporó a un nuevo mundo que no cabía ni en los mapas, ni dentro de su orden mental, la invención de un ser desconocido. Donde terminan los trazos de O’Gorman inicia la problematiza-ción de Echeverría, es decir, la reconstrucción de los códigos comunicativos que hicieron posible el mestizaje cultural de los siglos xvii y xviii, espacio temporal en el que los jesuitas intentaron en América Latina una modernidad distinta de la anglosajona que desataba en el Viejo Continente las fuerzas del capitalismo, cosificando la razón mediante la técnica; revolucionaba permanentemente las fuerzas productivas contraponiendo al hombre con la naturaleza, y consagraba el individualismo debilitando a las corporaciones.

La “historia desde abajo” posicionó al marxismo en el campo de la historia social. George Lefebvre y Albert Soboul en Francia; George Rudé, Eric Hobs-bawm y Edward Palmer Thompson en Inglaterra, dieron visibilidad a las clases subalternas como protagonistas de la historia y, con ellos, el estudio de los mo-vimientos sociales abandonó la perspectiva de la psicología social de Gustave Le Bon, empeñada en mostrar la irracionalidad de las masas, concepción que en el siglo xx filtraría a la filosofía de José Ortega y Gasset. La “historia desde abajo” rebatió la idea dominante, si no es que prejuicio, según la cual la multi-tud se activa con base en pulsiones meramente emotivas; buscó, en contrario, patrones de comportamiento, expectativas y objetivos racionales en la acción co-lectiva. Libros de época como La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), de Thompson, y El Capitán Swing (1969), de Hobsbawm y Rudé, fueron sus mejores frutos. Además, la “historia desde abajo” sería sustrato de la sociología histórica de Charles Tilly y Sidney Tarrow, así como de la microhistoria italiana con Carlo Ginzburg y Giovanni Levi a la cabeza.

José Cayetano Valadés, Luis Chávez Orozco, Moisés González Navarro —miembro de número de esta Academia— y Gastón García Cantú colocaron los primeros peldaños de la historia social y de la historia del pensamiento so-cialista mexicano, agregándole otros escalones importantes los estudios sobre el movimiento obrero en la década de los setenta, coronados con los 17 volúmenes de La clase obrera en la historia de México, obra colectiva bajo la dirección de Pablo González Casanova. el cambio de paradigmas a finales del siglo pasado —cien-tíficos, políticos e historiográficos— menguó el interés en este subcampo histo-riográfico, si bien la tenacidad y rigor académico de Clara Lida, pionera de los estudios modernos acerca del anarquismo andaluz, opusieron eficaz resistencia a su eventual extinción en nuestro medio. Maestra exigente y cálida amiga, la desta-cada autora de Anarquismo y revolución en la España del siglo xix (1972) ha formado

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en El Colegio de México a varias generaciones de historiadores de las clases sub-alternas, los socialismos y la cultura popular —yo entre ellos—, revitalizando la historia social mexicana.

La hegemonía neoliberal y el colapso socialista modificaron el horizonte de com-prensión en las humanidades y las ciencias sociales. Los grandes relatos de la modernidad y la verdad ilustrada perdieron terreno frente al retorno de los irra-cionalismos filosóficos en la posmodernidad. Justo cuando la razón instrumental se imponía como técnica en el capitalismo globalizado, y en pensamiento único dentro del orden de las ideas, aquellas disciplinas pusieron en tela de duda sus fundamentos epistemológicos y desconfiaron del alcance de sus saberes. El anti-guo izquierdista de Socialismo y Barbarie, Jean-François Lyotard, convenció a mu-chos de que —apunta Perry Anderson— la democracia liberal era el horizonte “irrebasable en el tiempo. No podía haber nada más que capitalismo. Lo posmo-derno era la condena de las ilusiones alternativas” (Anderson, 2000, p. 66). Y, en 1989, el famoso ensayo El fin de la historia, de Francis Fukuyama, auguró que la democracia liberal y el mercado reinarían por siempre, con lo que la historia se reduciría a un mero transcurrir del tiempo. Pronóstico que hizo suyo el encuentro la Experiencia de la libertad de 1990: “parece que asistimos al fin del marxismo”, expreso Octavio Paz al cerrar la primera de las mesas (Paz y Krauze, 1991, p. 56). Actualmente, señala Fredric Jameson con fina ironía, “es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”.

Georg G. Iggers constató en los noventa que “el objetivismo de la antigua tra-dición histórica fue abandonado ya hace bastante tiempo” (Iggers, 2012, p. 240). Con esto, la disciplina histórica se sumergía en su crisis. Crisis en dos sentidos, porque se desdibujó el continnum del tiempo de la modernidad (pasado-presen-te-futuro), con el consecuente extravío de la noción de historicidad, al igual que la pretensión de verdad de la Historia, al abandonarse la referencialidad de las fuentes y su interrogación a partir de la teoría. Arthur Danto y Hayden Whi-te, concibieron la Historia como narración. Por tanto, dice Jameson, “el pasado como ‘referente’ —en el sentido lingüístico— se encuentra entre paréntesis, y finalmente ausente, sin dejarnos otra cosa que textos” (Jameson, 1991, p. 46). Textos que no son sino fragmentos, fragmentos a partir de los cuales únicamente pueden construirse relatos particulares. En esta medida, todo intento de totaliza-ción es espurio para la posmodernidad, dado que representa la introducción de un metarelato que articula los fragmentos, los significa.

Es difícil trazar una posible salida a la crisis de la Historia y, más todavía, remontar el abandono de la perspectiva científica de la disciplina. Pero quizá de-

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beríamos plantearnos objetivos asequibles tales como recuperar la verdad como idea regulativa de la práctica historiográfica, más ahora cuando la posverdad cun-de en los medios de comunicación masiva e invade el ámbito del conocimiento y de la política. Habrá, como siempre, distintas interpretaciones del pasado, pero también, como antes, algunas más certeras que otras, con mejores argumentos, métodos más refinados y mayormente apegadas a la evidencia disponible. Cuan-do menos, todavía podemos distinguir lo verdadero de lo falso.

Una frase de Pierre Vilar sintetiza el que podría ser el segundo objetivo: “pen-sar históricamente”. Esto es, diferenciar el presente del pasado y ofrecer la hi-pótesis que el futuro será distinto de ambos, a fin de formar nuevas cadenas de sentido que hagan inteligible el proceso histórico. Como Marx descubrió hace 150 años, asumir que el capitalismo es un sistema mundial que domina, integra, subordina o destruye cuanto encuentra a su paso, y que ha convertido lo huma-no en mercancía. Lo que fue entonces una intuición visionaria, hoy en día es la experiencia vital común a miles de millones de personas. Por tanto, la posibilidad de entenderlo, y hacer comprensible nuestro presente, obliga, como antaño, a una mirada global, a reunir los fragmentos dispersos, documentar su historia y a continuar dignamente el “combate por la Historia” —para utilizar la expresión de Lucien Febvre— ofrecido por el marxismo.

Eric Hobsbawm anotó en su autobiografía que los reconocimientos le llega-ron tarde e incompletos. Para él, como para otros notables historiadores mar-xistas, la sociedad abierta no lo fue tanto. La posteridad, sin embargo, ha sido menos ingrata. Miles de lectores en todo el mundo, el tránsito de su obra por varias generaciones, lograr despertar la imaginación en los jóvenes historiado-res, y la rebeldía en otros, la capacidad de plantear los grandes problemas y el cosmopolitismo intelectual, como también recordó el historiador británico: en su departamento de Historia, dice, se acostumbraron “a los diversos acentos de extranjeros que le preguntaban por el despacho del profesor Hobsbawm, al soni-do de lenguas no anglosajonas alrededor de mi mesa en la cafetería, y al gradual acomodo a la vida londinense de investigadores peruanos, mexicanos, uruguayos, bengalíes o de la Europa del Este” (Hobsbawm, 2003, p. 286).

Para terminar, quiero decir que es un privilegio para mí estar hoy con ustedes, recorrer los hitos fundamentales de la tradición intelectual en la que me reconoz-co y recordar en voz alta a mis maestros. Teresa, Esteban y nuestra familia me acompañan. Historiadores destacados ocuparon y ocupan las sillas de esta noble institución, la Academia Mexicana de la Historia, a la que me honro desde hoy en pertenecer.

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LOS QUE NO ESTUVIERON. LA HISTORIOGRAFÍA MARXISTA EN MÉXICO

BiBliogrAfíA

Anderson, Perry2000 Los orígenes de la posmodernidad, trad. de Luis Andrés Bredlow. Barcelo-

na, Anagrama.

Bourdieu, Pierre1995 Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, trad. Thomas

Kauf. Barcelona, Anagrama.

Carnap, Rudolf2011 “Informe de Rudolf Carnap sobre los filósofos mexicanos presos”,

trad. Álvaro Peláez Cedrés, Signos Filosóficos, núm. 21: 155-160.

Caso, Antonio y Vicente Lombardo Toledano1963 Idealismo versus materialismo dialéctico. México, Universidad Obrera de

México.

Echeverría, Bolívar2010 Modernidad y blanquitud. México, Era.

Gortari, Eli de1980 La ciencia en la historia de México. México, Grijalbo, 2ª ed.

Hernández de León Portilla, Ascensión 1978 España desde México. Madrid, EDAF.

Hobsbawm, Eric J.2003 Años interesantes. Una vida del siglo xx, trad. Juan Rabasseda-Gascón.

Barcelona, Crítica.

Iggers, Georg G.2012 La historiografía del siglo xx. Desde la objetividad científica hasta el desafío

posmoderno, trad., ed. y presentación de Iván Jaksic. Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica.

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Illades, Carlos2012 La inteligencia rebelde. La izquierda en el debate público en México, 1968-

1989. México, Océano.2018 El marxismo en México. Una historia intelectual. México, Taurus.

Jameson, Fredric1991 El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, trad. José

Luis Pardo. Barcelona, Paidós.

Krauze, Enrique1983 “Historia, ¿Para qué?”, en Caras de la historia, pp. 15-38. México, Joa-

quín Mortiz.

López Austin, Alfredo1990 Los mitos del tlacuache. Caminos de la mitología mesoamericana. México,

Alianza Editorial.2016 El conejo en la cara de la Luna. Ensayos sobre mitología de la tradición mesoa-

mericana. México, Era.

Marx, Karl y Friedrich Engels1974 La ideología alemana, traducción de Wenceslao Roces. México, Edicio-

nes de Cultura Popular.

Matos Moctezuma, Eduardo1967 “Contra una falsa interpretación de la sociedad prehispánica”, Histo-

ria y Sociedad, núm. 8: 101-107.

O’Gorman, Edmundo2015 “Historia y vida”, La teoría de la Historia en México (1940-1968), pp.

147-182, selección y prólogo de Álvaro Matute. México, Fondo de Cultura Económica, 2ª ed.

Paz, Octavio y Enrique Krauze, coords.1991 Hacia la sociedad abierta, prólogo de Eduardo Lizalde, coordinación

editorial de Fernando García Ramírez. México, Vuelta (La experien-cia de la libertad, 1).

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LOS QUE NO ESTUVIERON. LA HISTORIOGRAFÍA MARXISTA EN MÉXICO

Revueltas, Andrea y Philippe Cheron, comps.2001 Conversaciones con José Revueltas. México, Era.

Revueltas, José1979 México 68: Juventud y revolución, prólogo de Roberto Escudero. Méxi-

co, ERA (Obras completas, 15).1983 México: Una democracia bárbara. México, Era (Obras completas, 16).

Roces, Wenceslao2015 “Algunas consideraciones sobre el vicio del modernismo en la his-

toria antigua”, en La teoría de la Historia en México (1940-1968), pp. 207-229, selección y prólogo de Álvaro Matute. México, Fondo de Cultura Económica, 2ª ed.

Semo, Enrique1976 Historia del capitalismo en México. Los orígenes, 1521-1763. México, Era,

5ª ed.

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RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE CARLOS ILLADES AGUIAR1

Javier Garciadiego Dantán

Como historiador, soy reacio a usar el término ‘parteaguas’, pues soy cons-ciente de que la historia consiste en la compleja suma de antecedentes, cam-

bios y continuidades. Acepto que su uso sólo me parece inapelable para descri-bir aquella impactante escena bíblica en la que el gran caudillo Moisés, con un simple conjuro partió, dividió en dos, las aguas procelosas del Mar Rojo, para así lograr que aquella lejana caravana de migrantes pudiera escapar de su cautiverio en Egipto, cuando eran perseguidos a escaza distancia por las fuerzas de Ramses II (Éxodo, 14: 21-31)

Dejo aquí aquella inolvidable lectura de mi infancia, con las aún más impac-tantes ilustraciones que la acompañaban, para atreverme a decir que el ingreso de Carlos Illades a la Academia Mexicana de la Historia es un ‘parteaguas’ en la vida de la institución. De hecho, su llegada a nuestra corporación puede ser vista como un doble ‘parteaguas’: es el primer colega que procede de la Universidad Autónoma Metropolitana, y el primero de nosotros que practica la disciplina con el soporte teórico y metodológico del marxismo. Acaso hasta podría ser un ‘parteaguas’ triple, pues no veo otro miembro que haya tenido como objeto de estudio al movimiento obrero. Claro está que varios de los viejos miembros se dedicaron al tema laboral: al trabajo indígena del periodo novohispano, Silvio Zavala; a los gremios, Manuel Carrera Stampa, y al trabajo esclavo en el mundo prehispánico, Carlos Bosch. Sin embargo, el tema de los obreros, como clase so-

1 Respuesta al Discurso de ingreso del académico de número recipiendario, don Carlos Illades Aguiar, leída el 4 de junio de 2019.

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cial propia de la modernidad, con los artesanos como sus antecesores inmediatos, también es una aportación que nos trae nuestro nuevo miembro.

Carlos Illades es licenciado y maestro en Historia por la unAm, y doctor por El Colegio de México en la misma disciplina. Es profesor-investigador de la uAm Cuajimalpa, aunque antes estuvo en el plantel de Iztapalapa. Es nivel 3 del Siste-ma Nacional de Investigadores, lo que muestra el reconocimiento que le tienen los colegas de otras instituciones, reconocimiento que también ha alcanzado en el extranjero, habiendo sido investigador o profesor en las universidades de Har-vard y Columbia, en Estados Unidos; Jaume I en España, y en las de Potsdam y Leiden, en Alemania y Holanda, respectivamente.

Sumados sus libros, artículos especializados, capítulos o prólogos, alcanzan la impresionante cifra de doscientas publicaciones. No se alarmen, no las revisaré aquí; ni siquiera las listaré. Considero suficiente enumerar sus varios campos de estudio, comenzando por un temprano interés en la Revolución Mexicana, sobre todo en lo concerniente a su factor español. Otro interés temprano suyo fue el de los artesanos, tema con el que se inició en la historia de los trabajadores. Prueba de la amplitud de sus temas, Illades también dedicó muchos esfuerzos tempranos a la historia regio-nal, la que nuestro Luis González llamó historia ‘matria’, reconstruyendo la historia de su natal Guerrero, entidad que aún requiere de mucha atención de los colegas.

Evidentemente, Carlos Illades es sobre todo reconocido por sus estudios so-bre las primeras ideas socialistas en México, con Plotino Rhodakanaty como uno de sus protagonistas. Sin embargo, para mí la etapa más fructífera de Illades es la que ha dedicado, durante los pasados diez años, al estudio del socialismo, de las organizaciones de ‘izquierda’ y del marxismo mexicano, con un arco temporal que abarca desde mediados del siglo xx hasta nuestros días.

A pesar de ser muchísimas las páginas que ha escrito sobre estos temas, la obra de Illades no se agota en ellos, pues también ha incursionado en el análisis político contemporáneo: dígalo sí no su libro Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra, del 2014. También ha puesto atención en la historia de la vital Ciudad de México, y es de los colegas que se ha atrevido a incursionar en la historia social europea. Asimismo, no puedo dejar de señalar que también tiene publicaciones de temática historiográfica, como lo es su estudio sobre el decisivo historiador in-glés E. P. Thompson, publicado por la uAm en 2008. Por último, es de agradecerle que también haya dedicado esfuerzos para hacer libros de historia para niños: en efecto, junto con Daniel Goldin y Rodrigo Martínez Baracs, nuestro secretario, entre otros, Illades codirigió la bellísima serie Historias de México, en 12 volúme-nes, que a principios de siglo publicó el Fondo de Cultura Económica.

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Aunque soy reacio también a las definiciones reduccionistas, puedo decir que Carlos Illades es un historiador social y un historiador de las ideas. Más aún, es un historiador de las ideas sociales, y en particular de las ideas socialistas. Colega de tanta calidad como productividad, Illades ha recibido varios premios y distin-ciones, como el Marcos y Celia Maus, de la Facultad de Filosofía y Letras de la unAm, en 1988; el de la Academia Mexicana de Ciencias, en 1999; el Edmundo O’Gorman, del inAh, en 2001; en dos ocasiones, 2002 y 2011, uno de los premios que entrega anualmente el Comité Mexicano de Ciencias Históricas; el Gastón García Cantú del inehrm, en 2007, y sobre todo, en 2013 recibió el Premio de Investigación de la uAm, en el área de Ciencias Sociales y Humanidades. Con todo, su mejor premio es ser un autor leído, como lo prueban las reediciones de algu-nas de sus obras, y sobre todo, las numerosas reseñas que los colegas, incluyendo del extranjero, han escrito sobre sus libros principales.

No pudo haber recibido Illades tantos reconocimientos sin su gran calidad y su enorme capacidad de trabajo. Recuérdese: 200 publicaciones, muchas de ellas en el extranjero (Alemania, España, Francia, Holanda, Inglaterra y Rusia). Sus pre-sentaciones como ponente en México y fuera del país son igualmente numerosas: 80. También son de destacar sus membresías en comités editoriales y de dictami-nación. Para rubor de muchos, he de decir que todas estas publicaciones y activi-dades las ha hecho al mismo tiempo que tenía responsabilidades institucionales. Otro logro suyo igualmente admirable, que le envidio pues no he sido capaz de lograrlo, es haber escrito mucho en las principales revistas mexicanas de cultura y política, y hasta ha incursionado en la prensa diaria, lo que significa que Illades no es un intelectual arrinconado en una segura ‘torre de marfil’; es un intelectual público, con impacto; se le discute. Además, practica lo que predica. Varias de sus publicaciones son en coautoría, por ejemplo con Ariel Rodríguez Kuri. Así, Illa-des escribe en sociedad sobre temas de historia social y de pensamiento socialista.

Fiel a sus temas principales, Illades nos ha auténticamente regalado un magní-fico discurso de ingreso sobre la evolución de la historiografía marxista en Méxi-co. Para reconstruir la evolución histórica de esta tradición intelectual se remonta a Wenceslao Roces; esto es, al exilio español de hace 80 años, lo que permite suponer que no había antes historiografía marxista en México. Algunos podrían pensar que ya estaba por allí Vicente Lombardo Toledano, y en efecto, ya era una cabal figura pública, fundador en 1936 de la Confederación de Trabajadores de México, supuestamente filosoviética. Cierto, pero el propio Illades nos relató que antes de la llegada de Roces el mismo Lombardo leía a Marx en inglés. Fue la admirable labor de traducción de Roces lo que permitió que la obra de Marx

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quedara al acceso de los economistas, los historiadores y los politólogos mexica-nos de mediados del siglo xx; que se convirtiera en un libro para intelectuales y universitarios, y ya no sólo para líderes obreros y políticos radicales.

La historia intelectual nunca es unilineal, y el propio Illades registra la confluen-cia de una tradición local coetánea, la de los mexicanos vinculados a la educación socialista, baluartes de la extraña mezcla que hubo en la época de Cárdenas entre marxismo e ideología de la Revolución, con Luis Chávez Orozco, Rafael Ramos Pedrueza, Alfonso Teja Zabre y José Mancisidor como sus epígonos. Puse al principio en duda el concepto de ‘parteaguas’, por la existencia de antecedentes y continuidades. Aquí va una prueba: Alfonso Teja Zabre sería en rigor el primer marxista miembro de esta corporación, pues ocupó el sillón 14 entre los años de 1961 y 1962. Pero maticemos: Teja Zabre, nacido en 1888, fue miembro del Ateneo de la Juventud —donde cariñosamente le llamaban ‘tejita’— con preten-siones de ser poeta. Alumno del positivista porfiriano Genaro García, al final de su vida fue miembro del Instituto de Historia, luego Instituto de Investigaciones Históricas de la unAm. Antes, durante el cardenismo, publicó en 1935 su Historia de México. Una moderna interpretación, en la que se autodefinió como marxista hete-rodoxo. Sin embargo, años después, ya inclinado al panamericanismo impuesto por la Segunda Guerra Mundial, Teja Zabre tradujo en 1951 el imprescindible libro La educación de Henry Adams, lo que lo hizo volver a su viejo positivismo de entre siglos.2

Obviamente se me impone una pregunta: ¿Por qué no fueron miembros de nuestra Academia los otros tres historiadores socialistas mencionados?, el vera-cruzano Mancisidor, autor de una clásica historia de la Revolución mexicana y de sendas biografías de Hidalgo, Morelos y Guerrero; o Ramos Pedrueza, hijo de un jurista porfiriano pero él normalista y político revolucionario, que en 1922 viajó a la urss a impartir conferencias sobre la Revolución mexicana y en favor de Obre-gón, y que luego fuera autor de la Lucha de Clases a través de la Historia de México, aparecida en 1934, con dos reediciones durante los siguientes seis años, y sobre todo Luis Chávez Orozco, subsecretario de Educación Pública con Cárdenas, luego primer Secretario del snte, e indiscutible pionero de la historia económica en el país. Incluso podría agregar otra pregunta: ¿no podrían sumarse a este trío

2 Por cierto, uno de los pocos estudios que se han hecho sobre este curioso autor fue elaborado por nuestro querido compañero Álvaro Matute, quien ocupara el sillón 11 desde 1998 hasta su muy lamentable muerte en septiembre de 2017: “La aventura intelectual de Alfonso Teja Zabre y la Revolución mexicana”, en Siluetas y generaciones en la historiografía mexicana de Bulnes a Chávez Orozco, pp. 97-126, Alberto Carabarín García (ed.). Puebla, Benemérita Universidad de Puebla, 2011.

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don Agustín Cué Cánovas, profesor de historia en la entonces muy socialmente comprometida Escuela Normal Superior de México, o el viejo Jesús Silva Her-zog, que tantas páginas escribió sobre la historia del país y del mundo socialista? Para mi sorpresa, Silva Herzog nunca fue, mereciéndolo sobradamente, miembro de esta corporación. De todos estos, sólo lo fue Teja Zabre, pero después de cumplir 73 años, durando sólo uno en esta corporación.

En el decenio siguiente apareció Elí de Gortari, primer historiador de la cien-cia en México, cuya metodología era claramente marxista. Recuérdese que Illades acaba de definir a De Gortari como el autor “del primer libro importante dentro del marxismo académico en el campo de la historia… en nuestro país”, el que fuera publicado en 1963. Casi al mismo tiempo, nos explicó Illades, apareció otro historiador marxista, aún activo afortunadamente, el imprescindible Enrique Semo Calev, fundador en 1965 de la revista Historia y Sociedad y autor de una obra seminal: La historia del capitalismo en México. Desgraciadamente inconclusa, la re-construcción de Semo del capitalismo mexicano se limita a la época inicial, entre 1521 y 1763. Aun así, su influencia fue mayúscula y prolongada.

Junto con la historia del capitalismo local, la Revolución mexicana, nuestra lu-cha social más importante, también atrajo a historiadores marxistas, como Arnal-do Córdova y Adolfo Gilly. Obviamente hubo otros historiadores de identidad marxista, todos ellos mencionados por Illades: Pablo González Casanova inició su carrera académica como historiador —alumno de José Miranda— interesado en el siglo xviii mexicano. Carlos Pereyra, homónimo de uno de nuestros primeros afiliados, optó por dedicarse a la teoría de la historia desde la perspectiva marxista. Alfredo López Austin se interesó en los mitos “porque dan cuenta de relacio-nes humanas históricamente concretas”. Asimismo, Roger Bartra y el ecuatoriano Bolívar Echeverría, alejados del economicismo del segundo tercio del siglo xx, se interesaron en analizar la política y la cultura desde la perspectiva marxista.

Por último, Illades también nos hace recordar los nombres de quienes se han dedicado a la historia social y a la historia del socialismo mexicano: José C. Va-ladés, prolífico historiador de los siglos xix y xx, quien bien merecía uno de nuestros sillones; Moisés González Navarro —quien sí fue miembro de esta cor-poración, en el sillón 9, desde 1981 hasta su muerte—; Gastón García Cantú, pionero del tema de la historia del socialismo mexicano; Pablo González Casa-nova —ahora en tanto coordinador de La clase obrera en la historia de México, de 17 volúmenes—, y Clara Lida, historiadora del anarquismo hispánico. Podría decirse que de esta tradición intelectual Illades es hoy día el principal exponente.

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Me niego a seguir simplemente mencionando autores que bien pudieron ser antecesores en este sitio de Illades, quien tan atinadamente ubicó sus principales obras en el brillante discurso que acabamos de escucharle, el que concluye con una referencia a Eric Hobsbawm, para quien los reconocimientos académicos fueron tardíos e incompletos. Sin embargo, agregaría yo, recibió en cambio el reconocimiento de sus muchísimos lectores en todo el mundo, como aquí puede ser el caso de Jesús Silva Herzog, Gastón García Cantú, Pablo González Casano-va, Enrique Semo, Arnaldo Córdoba, Adolfo Gilly o Roger Bartra.

Dado que los errores fueron del tiempo, y en tanto “no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte”, como sabiamente dijera Cervantes (Don Quijote, parte II, capítulo 58), o como más claramente advierte la sentencia popular, que “por sustentar un error se cae en otro mayor”, con enorme gusto doy hoy la bienvenida a Carlos Illades, nuevo miembro de esta Academia. Historiador de la Universidad Autónoma Metropolitana, la Casa Abierta al Tiempo, agradezco a Illades porque su ingreso a ésta es prueba de que la Academia Mexicana de la Historia, su nueva casa, está abierta a todas las instituciones, a todos los temas, a cualquier teoría historiográfica, a todas las ideologías y a todas las posiciones políticas. Bienvenido y muchas gracias Carlos: te abrimos nuestra puerta, y tú abrirás nuestras ventanas.

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Memorias de la Academia Mexicana de la Historiacorrespondiente de la Real de Madrid, Tomo LIX, 2020,

se termino de imprimir, bajo el cuidado del Instituto de Investigaciones Filológicas,

en abril de 2020.La edición estuvo a cargo deMario Humberto Ruz Sosa.

El tiraje consta de 300 ejemplares.

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