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LEY,PRINCIPIOS,DERECHOS

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© Copyright byLuis Prieto SanchísMadrid, 1998

Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 MadridTeléfonos 915 44 28 46 – 915 44 28 69 e-mail: [email protected]

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LEY,PRINCIPIOS,DERECHOS

Luis Prieto Sanchís

DYKINSON, 1998

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ID:

INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOSBARTOLOMÉ DE LAS CASAS

UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID

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Introducción ................................................................................

I. Del mito a la decadencia de la Ley. La Ley en el Estadoconstitucional ..................................................................1. La construcción del mito .........................................2. La decadencia de la ley ............................................3. La ley en la crisis del Estado legislador y unita-

rio ...................................................................4. La ley en el Estado constitucional ...........................

II. Diez argumentos a propósito de los principios ...............1. Preliminar ................................................................2. La expresión «principio» es tan imprecisa que acaso

convenga prescindir de ella .....................................3. Los principios generales del Derecho no existen

como fuente anterior a la interpretación ..................4. ¿Cómo entender los principios explícitos? ..............5. Los principios como normas abiertas. El caso de la

igualdad ...................................................................6. Los principios como mandatos de optimización .....7. Los principios de la justicia y los principios de la

política .....................................................................8. La colisión de reglas y la colisión de principios ......9. ¿Existe una diferencia fuerte entre reglas y princi-

pios? .........................................................................10. La diferencia interpretativa y el protagonismo judi-

cial ...........................................................................11. Los principios como vehículos de la moral en el

Derecho ....................................................................

ÍNDICE

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III. Los derechos sociales y el principio de igualdad sustan-cial ...................................................................................1. Los derechos fundamentales y los derechos sociales .2. Caracterización de los derechos sociales .................

a) Los derechos sociales y las institutciones ........b) Los derechos sociales como derechos presta-

cionales .............................................................c) La titularidad de los derechos ...........................d) Los derechos sociales como derechos de igual-

dad ....................................................................e) El carácter de la obligación ..............................f) La dimensión objetiva y subjetiva de los dere-

chos ...................................................................3. Una definición convencional ...................................4. El principio de igualdad............................................

a) La igualdad y los derechos sociales ..................b) Las exigencias de la igualdad ...........................c) La igualdad sustancial o de hecho .....................

5. La naturaleza de los derechos prestacionales ..........a) El problema de su valor jurídico ......................b) Dimensión objetiva ..........................................c) Dimensión subjetiva .........................................

6. Entre la justicia y la política ....................................

Bibliografía citada .......................................................................

VIII LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

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Este no es un libro concebido y desarrollado de forma unitaria yhomogénea de acuerdo con algún plan meditado, sino que sus trescapítulos se corresponden con sucesivos trabajos escritos y en algúncaso publicados de forma independiente. En realidad, sólo el prime-ro es inédito y tiene su origen en la ponencia presentada al Congresointernacional sobre teoría y técnica legislativa, organizado bajo ladirección del Dr. D. Ernesto Vidal en la Universidad de Valencia del27 al 30 de octubre de 1997. Los «Diez argumentos a propósito de losprincipios», que componen el Capítulo II, aparecieron en el número26 de la Revista Jueces para la Democracia, en julio de 1996. Paraterminar, el Capítulo III recoge algunas notas preparadas para un cursode doctorado y que más tarde vieron la luz en el número 22 de laRevista del Centro de Estudios Constitucionales, último y final de estapublicación ya desaparecida; aunque lleva fecha de septiembre-diciembre de 1995, lo cierto es que no estuvo en circulación antes delas Navidades de 1996. Todos ellos se reeditan con leves ajustes ymodificaciones que no afectan en lo sustancial a las tesis en su díamantenidas.

Pese a su distinta procedencia, creo que los materiales que formaneste volumen presentan una cierta unidad temática y argumental, porotro lado continuadora de contribuciones ya publicadas y, en particular,del librito sobre Constitucionalismo y Positivismo (Fontamara, Méxi-co, 1997). El primer trabajo, «Del mito a la decadencia de la ley» se ins-cribe en la renovada preocupación que hoy muestra el pensamiento jurí-dico hacia la figura del legislador, muchos años oscurecida por laatención que merecían los jueces y sus sentencias, pero creo que repre-senta también un contrapunto a esa cierta vindicación ideológica de laley que en ocasiones acompaña, en mi opinión injustificadamente, a la

INTRODUCCIÓN

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justificada reflexión teórica. Por muchas razones la ley «ya no es lo queera» o, quizás mejor, lo que se pretendía que fuese desde una persistentefilosofía política siempre dispuesta a enarbolar el sagrado nombre de la«voluntad general»; aunque, eso sí, ultimamente Rousseau suele serinvocado a la hora de decir a los ciudadanos y a los jueces cómo han deobedecer las leyes (sin rechistar), no tanto a la hora de indicar a loslegisladores cómo deben hacerlas.

Como digo, la ley ya no es lo que era por muy distintas razones queprocuro examinar en el Capítulo I, pero singularmente por una muy ele-mental, y es que existe una Constitución en el más estricto sentido dela expresión; esto es, porque existe una norma superior a cualquiera otra,dotada además de un densísimo contenido material o sustantivo convocación de determinar no sólo «quién» y «cómo» se manda, sino tam-bién, hasta cierto punto, «qué» puede y no puede mandarse. La virtua-lidad prescriptiva de la Constitución o, lo que es lo mismo, su funciónlimitadora de la ley, llega mucho más lejos de lo que pudiera suponer-se a primera vista y no me parece temerario afirmar que muy pocos pro-blemas jurídicos medianamente intrincados dejarán de encontrar algu-na orientación o sentido en el texto constitucional; lo que obedece nosólo al carácter sumamente genérico que presentan muchos de sus pre-ceptos, y baste pensar en los famosos «valores superiores», sino sobretodo a que aquéllos son con mucha frecuencia tendencialmente contra-dictorios, ofreciendo apoyo normativo para las más diversas solucio-nes.

Y es que, según la opiniones más autorizadas, las normas sustanti-vas de la Constitución y, en especial, los derechos fundamentales ope-ran en la argumentación jurídica en calidad de principios y no de reglas.Los principios representan tal vez una de las nociones más ambiguas yevanescentes del lenguaje del Derecho y de los juristas, y por si fuerapoco, o precisamente por ello, su utilización alcanza extremos verda-deramente abusivos. Un modesto intento de clarificación se ensaya enel Capítulo II; pero, sobre todo, aquí se quiere prestar atención al queconsideramos rasgo más interesante de los que habitualmente se atri-buyen a los principios, que es ese carácter tendencialmente contradic-torio que da lugar a un peculiar modo de argumentación y que estimu-la al mismo tiempo un notable protagonismo judicial. Ideas tanreiteradas en la jurisprudencia actual como ponderación, razonabilidado interdicción de la arbitrariedad constituyen las herramientas argu-mentativas que tratan de hacer frente a esos conflictos.

El capítulo III precisamente puede servir como banco de pruebaspara examinar el juego de estas nuevas herramientas. Aquí se plantea

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el problema de la efectividad de los derechos sociales y de la posiblearticulación de posiciones subjetivas iusfundamentales a partir de laigualdad sustancial como un problema de conflicto entre principios;de conflicto, en primer lugar, entre las dos dimensiones de la igual-dad, aquella que manda tratar igual a los iguales, y todos tenemos algode iguales, y aquella otra que ordena tratar de forma desigual a losdesiguales, y todos tenemos también algo de desiguales. Pero con-flicto asimismo entre los derechos sociales específicos, que la Cons-titución reconoce bajo la cautelosa y debilitada fórmula de «princi-pios rectores de la política social y económica», y otros principios yderechos que militan en sentido contrario, como la propiedad, la auto-nomía de la voluntad o la prerrogativa del legislador. Se pretende dilu-cidar, por tanto, dos cuestiones conectadas entre sí: en qué medida apartir del artículo 14 de la Constitución, en conexión con el 9,2, esposible cimentar pretensiones subjetivas a desigualdades normativasque tengan por objeto o finalidad la construcción de posiciones deigualdad fáctica o de hecho; y en qué medida pueden los jueces y enparticular el Tribunal Constitucional diseñar algo así como un conte-nido esencial indisponible en favor de los derechos sociales, sustraí-do a la dicrecionalidad legislativa

La preeminencia de la Constitución sobre la ley, el desplaza-miento de las reglas por los principios y la voluntad de brindar plenatutela a los derechos fundamentales tiene una consecuencia relevan-te que no cabe ocultar, y que incluso para algunos resulta inquietan-te y hasta escandalosa: los jueces, si es que no se convierten en losnuevos señores del Derecho, al menos sí pasan a ocupar esferas dedecisión antes encomendadas al legislador o, en general, a los órga-nos de naturaleza política. Ciertamente, el debate entre legalismo yjudicialismo, entre política y justicia, entre decisión de la mayoría yderechos de la minoría, aunque no pocas veces aparece entreveradode demagogia o guiado sólo por la defensa de intereses circunstan-ciales, es lo suficientemente serio como para que no podamos pre-tender resolverlo en este Prólogo, ni siquiera tampoco en este libro.Creo, sin embargo, que el fortalecimiento del papel del juez no es hoyuna apuesta voluntarista, sino la cabal consecuencia del modelo deEstado constitucional. Esta es una conclusión irremediable que atra-viesa de principio a fin los tres capítulos de este libro: si no es unengaño que la Constitución triunfa sobre la ley, si tampoco representaun homenaje a la pura retórica que los valores, principios y derechosconstitucionales son patrimonio del individuo incluso contra la mayo-ría, si, en fin, no se acepta que algunos fragmentos de la Constituciónencarnan recomendaciones bienintencionadas destinadas únicamen-

INTRODUCCIÓN 3

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te a convencer a los incautos y a rellenar los programas electoralesde los partidos; si todo esto es así, entonces resulta inevitable exten-der la función de control sobre la política, por acción y por omisión,sin áreas exentas o inmunes. Y esa función de control tan sólo puedeser desempeñada por los jueces, no lógicamente por los propios suje-tos objeto de fiscalización.

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1. La construcción del mito

Desde hace algún tiempo y en el marco de una cierta revitalización delas teorías de la legislación es frecuente reprochar a la ciencia jurídica tra-dicional su descuido o falta de atención a propósito de la calidad de lasleyes 1; el objeto casi exclusivo de la preocupación de los juristas —vienea decirse— sería la interpretación, esto es, los problemas que suscita laatribución de significado a las normas y su ulterior aplicación a los casosconcretos, pero no el proceso de producción y exteriorización de las nor-mas mismas. En otras palabras, la ciencia del Derecho habría sido funda-mentalmente una dogmática cuya reflexión se inicia a partir de las normas,descuidando la pregunta acerca de las normas en sí 2. El reproche tiene bas-tante de cierto, aunque me parece que requiere ser matizado, al menosdesde una perspectiva histórica: que el Derecho y singularmente la leyrepresenten o deban representar el fruto de una actividad racional, que sir-van o deban servir como instrumento para la racionalización de las rela-ciones sociales, o ambas cosas al tiempo, son cuestiones y propuestas queno han dejado de estar presentes en muchas fases del pensamiento jurídi-co; y todo parece indicar que hoy reaparecen de nuevo.

Seguramente el mencionado descuido de la llamada ciencia jurídicahacia los problemas de la legislación tenga su origen en dos premisas o,si se quiere, prejucios, usualmente atribuidos tanto al positivismo jurí-dico como al Estado liberal de Derecho. De un lado, la idea de que el

1 Vid., por ejemplo, V. ZAPATERO, «De la jurisprudencia a la legislación»,Doxa, 15-16, 1994, vol. II, págs. 769 y ss.

2 Sobre la relación entre dogmática y ciencia de la legislación, que a su vez com-prendería una teoría y una técnica de la legislación, vid. M. ATIENZA, Contribucióna una teoría de la legislación, Civitas, Madrid, 1997, págs. 15 y ss.

I. DEL MITO A LA DECADENCIA DE LA LEY.LA LEY EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL

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legislador es un soberano absoluto (democrático o no) cuyas decisionesno pueden ni deben ser discutidas, al menos en sede de dogmática jurí-dica o teoría del Derecho: la ley es la ley y difícilmente puede ensayar-se una explicación científica o racional sobre un objeto, las normas dic-tadas por el poder político, que descansan de forma exclusiva en unavoluntad; si se quiere, en el mejor de los casos, en una voluntad que apelaa la justificación o legitimidad que deriva del origen o forma de eleccióndel órgano productor, pero no a la justificación racional de su contenidoprescriptivo: en suma, no cabe enjuiciar la racionalidad de las leyes por-que faltan parámetros y competencia para hacerlo. De otro lado, la ideade que todo aquello que exceda los límites del Derecho estricto, es decir,de la norma, no es cuestión que deba preocupar a los juristas; los efec-tos sociales, la virtualidad de la ley para obtener los fines supuestamen-te perseguidos, su justicia o adecuación a la moralidad (crítica o social),su capacidad para dotar de alguna racionalidad a las relaciones colecti-vas, etc., son aspectos que pueden estudiarse por la sociología, la eco-nomía o la filosofía política, pero no por la ciencia del Derecho.

Pero, como hemos adelantado, esto no siempre ha sido así. Más bienal contrario, todo parece indicar que la concepción del Derecho comoinstrumento de la razón, como vehículo para lograr el diseño racionalde las instituciones y de la sociedad en general 3 tiene, al menos, tantatradición como las reflexiones acerca de la razón como instrumento delos juristas para la aplicación del Derecho 4. Y, por otra parte, tal vezfuera interesante rastrear una primera preocupación por la calidad delas leyes en el racionalimo del siglo XVII y primera mitad del XVIII, oen la amplísima literatura de juristas y «consejeros» de príncipes que sedesarrolla en la misma época al servicio de la consolidación del Estadoabsoluto, o en fin, en algún autor que trata de conjugar ambas dimen-siones, como es el caso de Jean Domat 5.

Sin embargo, cuando el problema de la racionalidad de la ley sesitúa explícitamente en un primer plano y adquiere operatividad prác-tica creo que es en la filosofía de la Ilustración. En el Iluminismo apa-rece, sin duda, un modelo bastante nítido de interpretación y, por tanto,

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3 Este es el sentido que tiene la expresión La legge della ragione en el libro asítitulado por G. FASSÒ, Il Mulino, Bolonia, 1964.

4 Vid. N. BOBBIO, «La razón en el Derecho. (Observaciones preliminares)»,Doxa, n.º 2, 1985, págs. 17 y ss.

5 Vid. G. TARELLO, Storia della cultura giuridica moderna. vol. I: Assolutis-mo e codificazione del Diritto. Il Mulino, Bolonia, 1976, págs. 157 y ss. De la obra deDomat hay una edición parcial en castellano, Derecho Público, trad. de J. A. Trespala-cios (1778), reeditada sin el más mínimo comentario o aparato crítico por el Institutode Estudios de Administración Local, Madrid, 1985.

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de juez, que hoy se sigue considerando, si no una descripción acertadade la realidad forense, sí cuando menos una idea estimable y un puntode referencia para la crítica de la actividad práctica de los tribunales.Pero aparece también, como veremos, un modelo de legislador que a lolargo de los últimos doscientos años parece haberse olvidado o poster-gado por las razones que ya conocemos. Sea como fuere, convienerecordar ahora que, antes o junto a la figura del juez racional, la filoso-fía de la Ilustración construyó también la figura del legislador racional;la cuestión de la calidad de las leyes no es en modo alguno ajena al pen-samiento jurídico de la segunda mitad del siglo XVIII.

En efecto, la censura ilustrada se dirige antes al legislador que aljuez: «Es muy difícil que haya una sola nación que se gobierne por bue-nas leyes... en todos los Estados las leyes se han establecido casi siem-pre por el interés del legislador, por las necesidades del momento, por laignorancia o por la superstición» 6. El juicio de Voltaire resultaba amplia-mente compartido y parece que respondía, no tanto a lo que hoy llama-ríamos injusticia o inmoralidad de las prescripciones de un legisladorabsoluto y sin límites, sino más bien a la inseguridad, improvisación yfalta de uniformidad en la producción del Derecho y, sobre todo, al plu-ralismo de fuentes y de sujetos destinatarios que es característico de laépoca: las leyes «no han sido generalmente más que el instrumento delas pasiones de unos pocos, o han nacido de una fortuita y pasajera nece-sidad; no han sido dictadas por un frío observador de la naturaleza huma-na» 7. La crítica al Derecho consuetudinario representa un ejemplo para-digmático de la opinión ilustrada acerca de la calidad o, mejor en estecaso, de la falta de calidad del orden jurídico precedente: la costumbrees un «prejuicio» basado en la inaceptable idea de que lo antiguo, porserlo, debe ser sacralizado 8 cuando muchas veces ni siquiera podemosconocerlo: «todo lo que se llama derecho no escrito es una ley quegobierna sin existir, una ley conjetural sobre la cual pueden los sabiosejercer su ingenio; pero que el simple ciudadano no puede conocer» 9.Por eso, decían los revolucionarios, «queremos que los principios susti-tuyan a los usos... el imperio de la razón a la tiranía de la moda» 10.

DEL MITO A LA DECADENCIA DE LA LEY... 7

6 VOLTAIRE, Diccionario Filosófico (1764), voz «Leyes», ed. de A. MartínezArancón, Temas de Hoy, Madrid, 1995, vol. II, pág. 310.

7 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas (1764), ed. de F. Tomás y Valien-te, Aguilar, Madrid, 1974, cap. I, pág. 68.

8 J. BENTHAM, Falacias políticas(1816), trad. de J. Ballarín, C. E. C., Madrid,1990, pág. 41 y s.

9 J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal (1802), trad. de R. de Salasde la edición francesa de E. Dumont, 1821, Ed. Nacional, Madrid, 1981, pág. 576.

10 ROBESPIERRE, «Dircours sur les principes de la morale politique», citado porM. CATTANEO, Illuminismo e legislazione, ed. di Comunità, Milano, 1966, pág. 14.

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Esta reivindicación de la ley como forma exclusiva de regulaciónsocial constituía, de una parte, la culminación del Estado absoluto en sulargo caminar hacia el monopolio del poder, pero también, de otra, elanuncio del Estado liberal empeñado en la garantía de un ámbito segu-ro de inmunidad en favor de sujetos privados y jurídicamente iguales 11.Ante la pluralidad y difuminación de los centros de producción jurídica,ante la tupida red de privilegios y excepciones origen de la incertidum-bre, oscuridad y falta de uniformidad del Derecho, el triunfo del lega-lismo quiso representar una especie de traslación al orden positivo de losesquemas propios del Derecho natural racionalista; por eso, la ley debeser única, pues «la igualdad de los ciudadanos consiste en estar todossometidos a las mismas leyes» 12; sencilla, pues «las leyes prolijas soncalamidades públicas» 13; promulgada, y notoria para todos, no secre-ta 14; redactada en lengua vulgar, de forma concluyente y fácil de enten-der, pues «no hay cosa más peligrosa que aquel axioma común de quees necesario consultar el espíritu de la ley» 15; y, sobre todo, abstracta ygeneral, pues la ley sólo puede ser justa cuando la materia que se regu-la es general, lo mismo que la voluntad que la establece, ya que «el sobe-rano jamás tiene derecho a exigir de un súbdito más que de otro, porqueentonces, al tomar el asunto carácter particular», su poder deja de sercompetente 16. En resumen, como recomendaba Voltaire, «que los jue-ces sean los primeros esclavos de la ley y no lo árbitros... que las leyessean uniformes, fáciles de entender por todo el mundo... que lo verda-

8 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

11 Con razón observa P. SALVADOR CODERCH que el programa codificadorde una legislación racional y precisa se relaciona tanto con el absolutismo monárqui-co, deseoso de evitar la interpretación judicial propiciada por lo defectos del viejo Dere-cho, como con el propósito de eliminar la arbitrariedad y la inseguridad jurídica, algoexigido por la sociedad liberal, »El casus dubius en los Códigos de la Ilustración ger-mánica», en La compilación y su historia. Estudios sobre la codificación y la interpre-tación de las leyes, Bosch, Barcelona, 1985, págs. 398 y ss.

12 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción de la emperatriz de Rusiaa los diputados respecto a la elaboración de las leyes» (1770), en Escritos Políticos, ed.de A. Hermosa Andújar, C. E. C., Madrid, 1989, XX, pág. 205.

13 SAINT-JUST, «Instituciones Republicanas», en Discursos. Dialéctica de larevolución, trad. de J. Fuster, Taber, Barcelona, 1970, pág. 311.

14 Como ha mostrado J. DE LUCAS, la publicación general de las leyes fue unade las aspiraciones más reiteradas en los trabajos preparatorios del Code, «Sobre la leycomo instrumento de certeza en la Revolución de 1789», Anuario de Filosofía del Dere-cho, VI, 1989, págs. 129 y ss.

15 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas, citado, cap. IV, pág. 76.16 J. J. ROUSSEAU, Contrato Social (1762), en Escritos de Combate, ed. de S.

Masó, Alfaguara, Madrid, 1979, Libro II, cap. IV, pág. 428 y s. Seguramente, en eldogma de la generalidad puede buscarse el fundamento de la noción formal de justicia,vid. N. BOBBIO, Guisnaturalismo e positivismo giuridico (1965), Ed. di Comunità,Milán, 3.ª ed., 1975, págs. 80 y ss.

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dero y justo en una ciudad no resulte falso e injusto en otra» 17; más omenos, lo que pretendía ser el Derecho natural.

Así pues, la Ilustración jurídica puede concebirse como un esfuerzopor trasladar al Derecho positivo, obra de la voluntad política, las virtu-des propias de un Derecho natural diseñado por la razón 18, y ello no sóloen el sentido de hacer realidad las prescripciones y derechos postuladospor el iusnaturalismo, sino incluso también en el de adaptar la propia téc-nica legisladora a los esquemas conceptuales de aquél. En cierto modo,cabe decir que la alianza entre el trono y las Luces que define al despo-tismo ilustrado expresa esa otra alianza entre voluntad y razón, entre poderpolítico y ciencia, que pretende cimentar el nuevo fundamento del Dere-cho: si las leyes naturales resultaban ser únicas, simples y cognoscibles,así debían ser también en lo posible las leyes positivas, pues, como suge-ría Beccaria, el mejor medio para evitar la creación judicial del Derechopor vía de interpretación era una buena legislación 19. Esta es una idea per-fectamente clara para el despotismo ilustrado: la interpretación del Dere-cho, entendida en el sentido fuerte de resolver los casos dudosos, consti-tuye una prolongación de la actividad creadora del Derecho y, por tanto,es una regalía o atribución exclusiva del soberano 20. Las exigencias de larazón se conjugan, pues, con las pretensiones del poder: la calidad de lasleyes representa la proyección del Iluminismo sobre el Derecho, pero tam-bién la cabal realización del absolutismo político.

Sin embargo, la racionalidad de la que venimos hablando resultabaser básicamente una racionalidad instrumental incapaz de garantizar porcompleto la justicia de las leyes; si se quiere, suponía consagrar dos valo-res de suma importancia, como la certeza del Derecho y la relativa igual-dad jurídica de sus destinatarios, ambos indispensables para el desarro-llo de una sociedad liberal y burguesa, pero nada más; pues con leyesúnicas, claras, abstractas y generales es obvio que se pueden cometercasi tantas iniquidades como con el viejo Derecho feudal o consuetudi-nario. Lo que Filangieri llamará la «bondad absoluta» de las leyes 21

requería partir de una confianza, que acaso hoy nos parezca ingenua, en

DEL MITO A LA DECADENCIA DE LA LEY... 9

17 VOLTAIRE, «Fragment des instructions pour le Prince Royal», en OeuvresComplètes, Baudouin Frères, 2.ª ed., París, 1926, vol. XXXVIII, pág. 85.

18 Vid. M. CATTANEO, Illuminismo e Legislazione, citado, págs. 14 y ss.19 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas, citado, cap. V, pág. 79.20 Vid. el ya citado trabajo de P. SALVADOR CODERCH «El casus dubius en

los Códigos de la Ilustración germánica», págs. 391 y ss.21 Una bondad basada en su armonía «con los principios universales de la moral,

comunes a todas las naciones y adaptables a todos los climas», G. FILANGIERI, Cien-cia de la Legislación (1780-85), trad. de J. de Ribera, Villalpando, Madrid, 1821, LibroI, Cap. IV, pág. 64.

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que es posible hallar en la naturaleza humana leyes tan inexorables yseguras como las que gobiernan la naturaleza física, así como que laracionalidad del poder político, encarnado primero en un príncipe ilus-trado y más tarde en la voluntad general, inevitablemente hará triunfaren el Derecho positivo las prescripciones de esas leyes naturales.

Tal vez el aspecto fundamental de esta argumentación es la idea de quela naturaleza humana puede y debe ser tratada de la misma manera que lanaturaleza física: si del estudio de esta última obtenemos leyes fijas e ine-xorables, otro tanto podemos esperar en la esfera práctica o moral; unaidea que de Hume a Helvetius y pasando por los fisiócratas parece impreg-nar con distintos matices todo el espíritu de la época 22, ya sea apelando auna razón especulativa, ya confiando en un modelo experimental, lo queserá mucho más corriente en el setecientos 23. La utilización indistinta dela palabra ley en el campo de la organización jurídico-política y en el ámbi-to de las ciencias físicas y naturales no es para este racionalismo un abusodel lenguaje, sino que tiene un fundamento objetivo. De este modo, la obradel legislador no se resuelve sólo ni principalmente en órdenes y manda-tos nacidos de una voluntad desnuda, sino en la investigación y en el cono-cimiento de la naturaleza; «el gobernante, en efecto, lo es menos al hacerla ley que al declararla» 24, pues, como sostenía Volney, de los fenómenosde la naturaleza, inmutables, constantes y regulares, derivan para el hom-bre verdaderas órdenes de conformarse a los mismos 25: «la naturaleza hahecho todas las buenas leyes, el legislador las vuelve públicas» 26.

10 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

22 Precisamente el Tratado de la naturaleza humana (1740) de HUME lleva comosubtítulo «Ensayo para introducir el método del razonamiento humano en los asuntos mora-les»; hay trad. de V. Viqueira, Porrúa, México, 1977. En un sentido análogo HELVETIUSanuncia en el Prefacio a De l´Esprit: «He creido que debía tratar la moral como las demásciencias y hacer una moral como se hace la física experimental», citado por P. HAZARD,La pensée européene au XVIII siècle, de Montesquieu à Lesing, Boivin, París, 1946,pág. 81. Más lejos en la identificación entre lo físico y lo moral, en la linea de un monis-mo ontológico, llegan los planteamientos fisiocráticos, como pone de relieve A. VACHET,La ideología liberal (1970), trad. de P. Fernández Albaladejo y otros, Ed. Fundamentos,Madrid, 1972, vol. II, págs. 19 y ss. También H. LASKI observa que, analizando a los fisió-cratas, se tiene la certeza de poder descubrir una forma natural de gobierno que corres-ponda, en la esfera social, a las grandes leyes descubiertas en el campo de la física, El libe-ralismo europeo (1936), trad. de V. Miguélez, F. C. E., México, 1969, pág. 158.

23 Así, escribe D´HOLBACH que «ninguna ciencia es ni puede ser más que elfruto de la experiencia... la ciencia de las costumbres, para que sea cierta y segura, debeser una continuación y encadenamiento de experiencias constantes, reiteradas e inva-riables», Moral universal o deberes del hombre fundados en su naturaleza, trad. de M.Díaz Moreno, 2.ª ed., M. Repullés, Madrid, 1821, pág. 1 y s.

24 H. LASKI, El liberalismo europeo, citado, pág. 159.25 F. VOLNEY, La loi naturelle ou Catéchisme du citoyen français, edition com-

pléte et critique par Gaston-Martin, A. Colin, París, 1934, pág. 98.26 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 210.

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La obra de Montesquieu resume en su notable complejidad las ten-dencias presentes en la época. De un lado, su escrito principal se abrecon una afirmación rotunda en la linea que ya conocemos: «las leyes ensu más amplia significación son las relaciones necesarias que derivande la naturaleza de las cosas» 27, donde se incluyen tanto las leyes físi-cas como las morales, tanto las naturales como las positivas; pero sólounas páginas más adelante resulta que «la ley, en general, es la razónhumana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra» 28. Tal vezla disparidad entre ambas definiciones sea sólo aparente o pueda resol-verse en el propio esquema conceptual de Montesquieu 29, si bien lo queaquí importa es que de nuevo la razón humana se muestra capaz decomprender las leyes naturales y positivas, al tiempo que encierra unavocación práctica de imponer en la realidad social sus principios cons-titutivos y rectores 30. La razón comprende el mundo pero también lotransforma, y por eso la legislación aparece a veces como ciencia y aveces como política o principio de cambio; en tanto que ciencia nos des-cubre un Derecho imprescriptible 31, aunque también el Derecho exigi-do por las circunstancias del momento y lugar; como política consisteen un simple proceso de deducción que debe restaurar en la sociedadlos principios así descubiertos.

Desentrañar esos principios y hacer de ellos una realidad operativaen el Estado constituye la misión del príncipe ilustrado. Tal vez sea enlos fisiócratas donde más claramente se aprecia la esencia del despo-tismo ilustrado que intenta armonizar un poder absoluto con las exi-gencias de la razón. La ignorancia es la causa principal de las desgra-cias de los hombres y, por eso, cuando sus nieblas se disipen, «lalegislación positiva deberá ser tan sólo declarativa de las leyes natura-les... no deseará ni podrá desear leyes positivas perjudiciales para lasociedad o para el soberano». Por tanto, «la razón esclarecida por elconocimiento evidente de las leyes naturales, constituye la regla delmejor gobierno posible» 32. La calidad de las leyes depende, pues, de

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27 MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes (1748), trad. de M. Blázquez y P.de Vega, Tecnos, Madrid, 1972, Libro I, cap. I, pág. 51.

28 Ibidem, Libro I, cap. III, pág. 54.29 Vid. S. GOYARD-FABRE, La Philosophie du Droit de Montesquieu, Klinck-

sieck, París, 1973, págs. 70 y ss.30 Ibidem, pág. 124.31 Si bien Montesquieu quiere mantenerse atento a las circunstancias históricas

y a las pecualiaridades de cada país, no deja de reconocer que «antes que todas esasleyes (positivas) están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan únicamente dela constitución de nuestro ser», Ibidem, Libro I, Cap. I, pág. 53.

32 F. QUESNAY, «Derecho Natural», en Escritos Fisiocráticos, ed. de J. E. Can-dela, C. E. C., Madrid 1985, pág. 15. El subrayado es mío.

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una voluntad política guiada por las luces de la razón; el paradigmaepistemológico dominante se traslada al Derecho diseñando un mode-lo ideal de ley que luego se convierte en realidad merced a la propiafuerza transformadora de la razón asentada en los tronos ilustrados.

Y lo que nos muestran las leyes de la naturaleza en su dimensiónpráctica o relativa a los asuntos sociales es que existen unos derechosnaturales del hombre que el soberano tan sólo puede proclamar: la jus-ticia de la ley viene asegurada por su conformidad con la ley de la natu-raleza y ésta prácticamente se resume en los derechos del hombre. Comoobserva Cattaneo, el absolutismo iluminista encerraba aún la contradic-ción de defender al mismo tiempo la limimitación del poder judicial yla carencia de límites del poder político; una contradicción que será supe-rada por el iluminismo liberal-democrático y de la Revolución francesa:«la subordinación del juez a la ley significa ahora la subordinación a unaley que no procede de una voluntad despótica, sino a una ley limitada» 33,y limitada en primer lugar por los derechos del hombre. Diderot lo expo-ne con toda claridad: «la autoridad soberana debe ser limitada, y limita-da de manera duradera... ¿A qué se debe que Rusia esté peor gobernadaque Francia? A que la libertad natural del individuo haya sido allí redu-cida a la nada, y a que la autoridad del soberano sea ilimitada» 34.

La limitación del poder por parte de los derechos del hombre es unpropósito perfectamente expresado en los documentos revolucionarios.El artículo 2 de la Declaración de 1789 35 constituye uno de los ejem-plos más evidentes de la concepción artificial e instrumental de las ins-tituciones: lo primero son los derechos y si el Estado existe no es poralgún imperativo de la naturaleza, sino sólo por la necesidad de mejorproteger tales derechos; una idea que respondía a la fórmula de contra-to social mantenida por el iusnaturalismo racionalista del siglo XVII yque, lejos de fundamentaciones teológicas o históricas, hacía del Dere-cho positivo un instrumento de transformación al servicio del individuoy de sus derechos 36.Por eso, una de las «Disposiciones fundamentales»de la Constitución de 1791 dice así: «El poder legislativo no podrá hacerninguna ley que produzca agravio o ponga obstáculos al ejercicio de losderechos naturales y civiles consignados en el presente Título».

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33 M. CATTANEO, Illuminismo e legislazione, citado, pág. 23.34 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 195.35 «La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos natu-

rales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, laseguridad y la resistencia a la opresión».

36 Me he ocupado más ampliamente de este aspecto en las Lecciones de Teoríadel Derecho, con J. BETEGÓN, M. GASCÓN y J. R. DE PÁRAMO, McGarw-Hill,Madrid, 1997, págs. 51 y ss.

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No parece, sin embargo, que en la mentalidad de la época se conci-biera a la ley como una posible amenaza para la libertad; al contrario,la confianza en ella es tal que se le encomienda el establecimiento delos eventuales límites a los derechos. El artículo 4 de la Declaraciónresulta en este aspecto muy significativo: de un lado, proclama que losúnicos límites a los derechos son los propios derechos que también hande ser disfrutados por los demás, pero, de otro, se atribuye precisamentea la ley la facultad para determinarlos. Andando el tiempo, esta para-doja conduciría en Francia a una soberanía de la ley sobre los derechos,a una desconstitucionalización de la libertad sólo difícil y tardíamenteremediada por la jurisprudencia; pero en la época de la Revolución esaparadoja no se veía o se pretendía resolver mediante un indudable opti-mismo histórico: el «legicentrismo» supone una absoluta «confianza enla razón del legislador para concretar los imperativos de la ley natu-ral» 37, que no son otros que la garantía de la libertad y el logro de la feli-cidad. Por sorprendente que parezca, la ley se convierte en «un fasci-nante producto cuyo contenido se resuelve, precisamente, en libertad» 38.

No puede resolverse de otro modo la paradoja que encierra la Decla-ración entre individualismo y estatalismo, entre derechos y ley. Los dere-chos, es verdad, se conciben como la razón de ser de la sociedad políti-ca, pero luego, carentes de la más mínima rigidez constitucional, quedanpor completo confiados a la voluntad legislativa. Sin embargo, comoobserva Fioravanti, la respuesta a esta paradoja es tremendamente sim-ple: «el legislador no puede lesionar los derechos individuales porquees necesariamente justo» y esto explica «que la Declaración de derechosagote el sistema de garantías en el envío obligado a la ley» 39. ¿Cómoentender esa extraordinaria fe en la justicia legal que está en la base delmito de la ley? Sólo partiendo de la idea de que la ley expresa la genui-na voz del pueblo y de que éste no puede cometer injusticias consigomismo encuentra explicación tal grado de legalismo. Y esto es aproxi-madamente lo que sucedió en el tiempo de la Revolución. 40

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37 S. RIALS, La Déclaration des droits de l´homme et du citoyen, Hachette, París,1988, pág. 370.

38 E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lengua de los derechos. La formación delDerecho público europeo tras la revolución francesa, Alianza, Madrid, 1994, pág. 115.

39 M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de lasConstituciones, trad. de M. Martínez Neira, con Presentación de C. Álvarez Alonso,Trotta, Madrid, 1996, pág. 73. Subrayado en el original.

40 Con razón observa E. VIDAL que «la ley no es sólo manifestación de la razóndel hombre y del optimismo racionalista que caracteriza a los Ilustrados, sino que juntoa ello la ley es desde Rousseau manifestación y expresión de la soberanía popular»,«Ilustración y legislación. Los supuestos ideológicos, jurídicos y políticos», Anuariode Filosofía del Derecho, VI, 1989, pág. 211.

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En efecto, el círculo argumental que justifica el magnífico prestigiode la ley y la confianza en su virtualidad para eliminar los vicios socia-les y asegurar la justicia estaba practicamente cerrado; ahora «la ley esla expresión de la voluntad general» (art. 6 de la Declaración) y éstasupera toda antinomia entre individuo y Estado, entre la protección delos derechos del hombre y los intereses de la nación. Esta fue la granherencia de Rousseau: la ley aparece como fruto de la voluntad gene-ral y, a su vez, la voluntad general «es siempre constante, inalterable ypura» y, bajo su ley, que es la ley de la razón, «nada se hace sin causa,igual que bajo la ley de la naturaleza» 41. Pero la seguridad de esta rec-titud ya no deriva de unos principios de justicia material como los repre-sentados por el Derecho natural, sino de la que constituye primera yúnica claúsula del pacto social, a saber: la enajenación completa detodos los derechos individuales en el cuerpo social porque «dándosecada cual por entero, la condición es igual para todos, nadie tiene inte-rés en hacerla onerosa para los demás» 42. En suma, la voluntad generalrepresenta el más formidable instrumento en favor de la justicia de laley y de su obediencia sin condiciones, cancelando la distancia quesepara la autonomía de la moral de la heteronomía del Derecho 43. Deeste modo, la soberanía histórica del monarca ilustrado era sustituidapor la soberanía abstracta de una voluntad general tan inviable como sequiera, pero de una indudable virtualidad legitimadora.

Legitimar la ley y el Estado empíricos a partir de la ley y del Estadoracionales fue la culminación de todo este proceso de construcción delmito legalista, y seguramente es en Kant donde muestra perfiles más vigo-rosos. Al igual que en Rousseau, «el poder legislativo sólo puede corres-ponder al pueblo», que «no ha de poder actuar injustamente con nadiemediante su ley. Pues si alguien decreta algo respecto de otro, siempre esposible que con ello cometa injusticia contra él, pero nunca en aquelloque decida sobre sí mismo (en efecto, volenti non fit iniuria)» 44. Con inde-pendencia de que estas palabras puedan valer para el «contrafáctico» reinode los fines, lo cierto es que sirvieron para rodear con una aureola de san-tidad a cuanto naciese de la voluntad del legislador: el consentimiento del«pueblo unido» queda como una exigencia de la razón que no tiene por

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41 J. J. ROUSSEAU, Contrato Social, citado, Libro IV, cap. I, pág. 494; y LibroII, cap. IV, pág. 426.

42 Ibidem, Libro I, cap. VI, pág. 411.43 Por tanto, ya no cabe preguntar «si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es

injusto consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sometido a las leyes, puestoque no son éstas sino registros de nuestra voluntad», Ibidem, Libro II, cap. VI, pág. 432.

44 I. KANT, La Metafísica de las costumbre (1797), ed. de A. Cortina y J. Conill,Tecnos, Madrid, 1989, par. 46, pág. 143.

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qué cumplir la ley empírica, aun cuando, eso sí, ésta deberá ser conside-rada y obedecida «como si» procediese de la soberanía popular 45; comoobserva Cerroni, «en nombre de la razón se suprime la soberanía empí-rica del pueblo y en nombre de la positividad se exalta a soberanía derazón la persona física del monarca» 46. La consecuencia es la que cabíaesperar: la ley es sagrada, inviolable y debe ser obedecida sin condicio-nes, incluso cuando resulte insoportablemente injusta 47, con lo que a lapostre se termina postulando la supremacía indiscutible de la ley empíri-ca mediante los mejores argumentos del Derecho racional.

Aunque hoy puedan parecernos desmedidos, los elogios que se dedi-can a la ley a finales del siglo XVIII resultaban explicables a la luz de lascualidades que se predicaban de la misma: la ley única, pública y senci-lla, precisa y clara, abstracta y general, garante de la libertad y, sobretodo, expresión de la voluntad esclarecida del príncipe o de la soberanadel pueblo constituye el instrumento de la razón ilustrada para alcanzarla justicia y la felicidad de las sociedades; las leyes ya no son el reflejode las costumbres, creaciones inconscientes de una historia de ignoran-cia oscurantista, sino, al contrario, programas de racionalización social;por eso, «las costumbres son buenas cuando las leyes observadas sonbuenas, malas cuando las leyes observadas son malas» 48. Sólo una feabsoluta en las virtudes de la legislación permite explicar que Saint-Justpropusiera para la Constitución un artículo del siguiente tenor: «el poderdel hombre es injusto y tiránico; el poder legítimo está dentro de laley» 49; que Voltaire proclamase que «la libertad consiste en depender tansólo de las leyes» 50; o, en fin, que una vez alcanzada la plena simplici-dad y racionalidad de las leyes mediante la codificación, se proyectaraconfiar la interpretación del Derecho a jurados populares 51.

La filosofía de las leyes uniformes, precisas, abstractas y generalesalcanza su cénit en el movimiento codificador que, como diría Wieac-

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45 Vid. la caracterización del contrato social que obliga a cada súbdito «como si»hubiera prestado su acuerdo, aunque de hecho pueda prescindirse del mismo, I KANT,«En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve en la práctica»(1793), en Teoría y Práctica, ed. de M. F. Pérez López y R. Rodríguez Aramayo, Tec-nos, Madrid, 1986, pág. 37.

46 U. CERRONI, Kant e la fondazione della categoria giuridica, Giuffrè, Mila-no, 1972, pág. 193.

47 Vid. I. KANT, La Metafísica de las costumbres, citado, par. 49, pág. 150 y s.48 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 211.49 SAINT-JUST, «Discurso sobre la Constitución... », citado, pág. 93.50 VOLTAIRE, «Pensamientos sobre la Administración pública», XX, en Opúscu-

los satíricos y filosóficos, ed. de C. R. Dampierre, Alfaguara, Madrid, 1978, pág. 194.51 Vid. A. PADOA-SCHIOPPA, La giura penale in Francia. Dai «philosophes»

alla Costituente, LED, Milano, 1994.

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ker, conduce de la ciencia a la legislación 52; el legislador del Código esnaturalmente el poder político, pero incorpora al mismo tiempo uncarácter racional y universal, capaz de ofrecer en un cuerpo único y sen-cillo aquellas reglas que se suponen válidas para todo tiempo y lugar 53.El Código representa la expresión más definida y acabada del raciona-lismo entendido en la triple dimensión que indica Gómez Arboleya, estoes, como racionalismo utópico constructivo de la realidad, como racio-nalismo político edificador del Estado y unificador de la nación y, porúltimo, como racionalismo burgués afirmador de la vida profana, libree igual 54. El Código no es reflejo ni simple ordenación de viejas leyesy costumbres, no quiere consagrar lo existente, sino que encarna undiseño de nueva planta que pretende regular las relaciones sociales deun modo uniforme, preciso y claro donde nada pueda quedar al arbitriodel intérprete. Por eso, cabe decir que es en la euforia codificadora cuan-do la concepción del sistema jurídico se ha visto más ampliamentesometida a los dominios de la razón y de la lógica; creación y aplica-ción del Derecho aparecen entonces como perfectas operaciones racio-nales, pues si el Código constituye un monumento de la geometría socialy jurídica, la interpretación por su parte ha dejado de ser un catálogo decasos, tópicos y argumentos para construirse a imitación del propioCódigo, esto es, como un silogismo perfecto.

La filosofía ilustrada y la política de la Revolución aportaron el sus-trato ideológico que a lo largo del siglo XIX permitiría alumbrar en Euro-pa el más riguroso legalismo: la ley es la suprema y casi única fuentedel Derecho, no reconociendo ninguna superior, y los jueces pueden ydeben resolver todo conflicto con su único auxilio 55. Pese a los des-mentidos de la experiencia 56y pese a las críticas que, como veremos, se

16 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

52 F. WIEACKER, Storia del Diritto privato moderno, 2.ª ed., 1967, trad. de S.Fusco, Giuffrè, Milano, 1980, II, pág. 163 y s.

53 Vid. N. BOBBIO, Il positivismo giuridico, Giappichelli, Torino, 1979, págs.69 y ss. Hay traducción de R. de Asís y A. Greppi, Debate, Madrid, 1993.

54 E. GÓMEZ ARBOLEYA, «El racionalismo jurídico y los Códigos europeos»,II, en Estudios de Teoría de la sociedad y del Estado, Instituto de Estudios Políticos,Madrid, 1962, pág. 508 y s; vid. también E. VIDAL, «Ilustración y legislación... », cita-do, págs. 205 y ss.

55 Vid. N. BOBBIO, Il positivismo giuridico, citado, págs. 189 y ss.56 El legalismo revolucionario resulta ser, en efecto, más un mito que una reali-

dad. Por distintas razones que aquí no procede desarrollar, como la reacción del prin-cipio monárquico o la práctica del sufragio censitario, la ley expresión del poder supre-mo encarnado en la soberanía del pueblo operó más como justificación ideológica quecomo instrumento efectivo de ordenación social; si se quiere, fue el instrumento parala legitimación del Estado empírico con las herramientas del Estado racional que yaanunciase Kant, según se ha visto en el texto. En este sentido, son particularmente inte-resantes las vicisitudes de la ley en el Derecho y en la ciencia jurídica de Alemanía; vid.

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formularon por parte del propio pensamiento jurídico decimonónico, lainvocación a la voluntad general, a las virtudes intrínsecas de la ley y asu presunta capacidad para aunar la fuerza del poder con las Luces dela razón seguirán presentes casi hasta nuestros días como justificacióno, si se quiere, como encubrimiento ideológico de la irresistible fuerzade la ley y de sus exigencias de obediencia incondicionada.

2. La decadencia de la ley

Paulatinamente, sin embargo, esa armonía en apariencia perfectaentre razón y voluntad, entre ciencia y política, con que se inaugurabala experiencia legislativa del Estado liberal fue basculando en favor delsegundo de los elementos enuniciados. Desde luego, se seguirá postu-lando el respeto a la ley, pero ya no se apela tanto a la racionalidad desu contenido cuanto a la autoridad de su origen, el poder político esta-tal o el espíriru popular, que en todo caso se resiste a cualquier intentode comprensión científica. «Hay, sin duda, pretensiones racionales fren-te al Derecho, pero no hay un Derecho racional», dirá Sthal 57. Ley essimplemente «la voluntad del legislador» 58. «El Estado es la única fuen-te del Derecho» 59. Al principio es, si quiere, un cambio de acento, de larazón a la voluntad, pero que tendrá importantes consecuencias ulte-riores.

Sin duda, esta reacción seguirá caminos distintos en Francia, Ingla-terra o Alemania, pero en todo caso terminará haciendo prevalecer unaidea de Derecho radicalmente distinta a la sostenida por el iusnatura-lismo racionalista: el Derecho es ahora un fenómeno social, histórico ycambiante y, sobre todo, representa la manifestación de una voluntad,no la cristalización de una razón abstracta e intemporal. En suma, siahora se podía escribir que «tres palabras rectificadoras del legisladorconvierten bibliotecas enteras en basura» 60 era justamente porque tras

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sobre ello D. JESCH, Ley y Administración. Estudios de la evolución del principio delegalidad (1961), trad de M. Heredero, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid,1978, págs. 93 y ss.; Ch. STARCK, El concepto de Ley en la Constitución alemana(1970), trad. de L. Legaz, C. E. C., Madrid, 1979, págs. 117 y ss.

57 F. J. STAHL, Die Philosophie des Rechts, 5.ª ed., 1878, citado por F. GON-ZÁLEZ VICÉN, «Del Derecho natural al positivismo jurídico», en De Kant a Marx.Estudios de historia de las ideas, F. Torres, Valencia, 1984, pág. 206.

58 J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal, citado, pág. 91.59 R. IHERING, El fin en el Derecho(1877), trad. de D. Abad de Santillán, Cagi-

ca, México, 1961, pág. 237.60 J. H. VON KIRCHMANN, La jurisprudencia no es ciencia (1847), ed. de A.

Truyol Serra, C. E. C., Madrid, 1983, pág. 29.

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la ley ya no se vislumbraba más que una voluntad desnuda, en ningúncaso el fruto racional de un legislador también racional. De este modo,la razón se aleja de las explicaciones del Derecho positivo, que se iden-tificará por referencia a una fuente de producción normativa supremacuyas decisiones son un dato indiscutible para el jurista; fuente de pro-ducción que, por otra parte, tampoco aparece limitada por una Consti-tución o norma superior dotada de un contenido material o sustantivocapaz de condicionar de forma seria y efectiva la libertad política dellegislador.

Con todo, sería un error pensar que este progresivo descrédito dela ley en cuanto que instrumento al servicio de la razón supuso tam-bién una quiebra de su fuerza como fuente suprema del Derecho. Todolo contrario: por motivos políticos propios de la Europa de la época,aunque sostenidos en viejos argumentos ilustrados y rousseaunianos,ya hemos dicho que el siglo XIX será el gran siglo del legalismo, esdecir, de esa peculiar ideología jurídica que, prescindiendo de cual-quier condicionamiento constitucional, confía a la ley la plena sobera-nía: la ley lo puede todo, no depende de nada y es un dogma para eljurista y, desde luego, para el juez. Las pretensiones en favor de unDerecho superior, todavía presentes en el liberalismo revolucionario apesar de su fe inconmovible en la justicia de la ley, quedan por com-pleto abandonadas; la ley es, sí, la expresión de una voluntad políticaque no tiene por qué coincidir con la razón, pero la ley es indicutibley nada la condiciona, hasta el punto de que los propios derechos fun-damentales se concebirán, no como una limitación externa que pesasobre el poder político, sino como una autolimitación del Estado, estoes, de la ley: con «el reconocimiento de la personalidad del individuoel Estado se limita a sí mismo» 61, de manera que el ciudadano no osten-ta unos derechos previos en su calidad de individuo, sino que cuandoejerce sus derechos actúa en realidad como órgano del Estado 62. Sinembargo, esta supremacía política de la ley, que practicamente se pro-longa hasta el Estado constitucional de nuestros días, ya no era paralos juristas del siglo XIX la supremacía racional de la Ilustración, auncuando los argumentos de ésta no dejaran por completo de invocarseen forma más o menos retórica.

En efecto, cabe decir que es entonces cuando a la ciencia del Dere-cho no le queda más objeto que la interpretación, pues si la ley es fruto

18 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

61 G. JELLINEK, Sistema dei diritti pubblici subbiecttivi (2.ª ed. 1905), trad. deG. Vitagliano, Società Editrice Libraria, Milano, 1912, pág. 95.

62 Vid. C. F. VON GERBER, «Sui diritti pubblici» (1852) en Diritto Pubblico, acura de P. Lucchini, Giuffrè, Milano, 1971, pág. 33.

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de la voluntad, de la ideología del poder o de una formación espontá-nea y cosificada, resulta por completo improcedente ensayar una cien-cia de la legislación. Si cuando alumbró el racionalismo del XVII la«interpretatio» quedó relegada a los «prácticos» 63, ahora serán los intér-pretes del Derecho quienes tiendan a monopolizar la razón, pudiendoexpresar incluso un cierto desprecio hacia quienes pretendan investigarlas «razones» del poder político que diseña la ley o del pueblo que davida a la costumbre. Como el iusnaturalismo, también el positivismocreó su propio modelo de racionalidad y, sobre todo, delimitó un nuevoámbito en el que tal modelo podía desarrollarse. En lineas generales, latransición del iusnaturalismo al positivismo supone el desplazamientode la razón desde la creación a la aplicación del Derecho; pues, comoobserva Bobbio, no es lo mismo «el Derecho de la razón» que «la razónen el Derecho» 64

Pero el alejamiento de la ciencia del Derecho respecto de los pro-blemas de la legislación no respondió sólo a esa impronta voluntaristaque ofrece el positivismo, sino también a la propia destrucción prácti-ca del mito del legislador racional. El lento pero inexorable caminar delas corrientes antiformalistas desde mediados del siglo XIX será una con-tinua denuncia de la falta de racionalidad de la ley, del fracaso históri-co del Código como cuerpo normativo con vocación de exhaustividady eternidad, y no deja de ser interesante subrayar que la creciente rei-vindicación de la figura del juez correrá paralela a un proceso de des-crédito o decadencia de la ley 65. Singularmente el Código, que habíarepresentado la esencia del racionalismo legislativo, mostrará pronto suenvejecimiento y su incapacidad para dar respuesta a la rápida evolu-ción de la sociedad industrial 66, hasta el punto de que un autor tan mode-rado como Geny no duda en proclamar que «la ley, como toda obrahumana, será siempre incompleta», criticando las «ilusiones raciona-listas» que concibieron la legislación escrita «a semejanza de una obradivina, como una revelación completa y perfecta del Derecho, que apriori bástase a sí misma, vaciada en un sistema de una exactitud mate-mática» 67.

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63 Vid., por ejemplo, H. GROCIO, De iure belli ac pacis (1625), trad. de J Torru-biano, Reus, Madrid, 1925, Prolegómenos, 30 y 31, pág. 24 y s.

64 N. BOBBIO, «La razón en el Derecho. (Observaciones preliminares)», citado,págs. 19 y s.

65 De ello me ocupé en Ideología e interpretación jurídica, Tecnos, Madrid, 1987,págs. 31 y ss.

66 Baste recordar la escasísima atención que presta el Código a una de las rela-ciones jurídicas fundamentales del mundo contemporáneo como es la relación laboral.

67 F. GENY, Método de interpretación y fuentes del Derecho privado positivo(1899), 2.ª ed., Reus, Madrid, 1925, pág. 115 y 247.

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Resultaría de todo punto imposible describir aquí los itinerarios delo que suele calificarse como antiformalismo, una amplísima y no deltodo homogénea corriente de pensamiento que tal vez pueda hacersepartir del segundo Ihering 68 y que pasando por la jurisprudencia deintereses de Heck, el pragmatismo de Duguit, el Derecho libre o el rea-lismo norteamericano alcanza nuestros días en posiciones como las dela tópica y la hermeneútica. Con mayor o menor énfasis en los distin-tos autores, estos serían sus rasgos principales, rasgos que en lo sus-tancial suponen un desplazamiento de la ley en favor de la interpreta-ción: primero, el Derecho legal envejece y es incapaz de ofrecerrespuestas a los nuevos conflictos, lo que provoca tanto la aparición delagunas como el mantenimiento de soluciones obsoletas e insatisfac-torias. Segundo, el Derecho no tiene, como pretende, un carácter sis-temático o coherente, lo que de nuevo deja en manos del juez la res-puesta ante el caso concreto. Tercero, el Derecho no puede quedarencorsetado en la ley del Estado, pues existen fuentes sociales quecompiten con ella y que han de ser también ponderadas por el intér-prete. Cuarto, la letra de la ley se muestra necesariamente insuficien-te, en el sentido de que tras sus enunciados late un fin o interés socialque remite a una constelación de valores que asimismo han de pesaren la decisión judicial. Por último, la comprensión de los enunciadosjurídicos no es en ningún caso una tarea simplemente receptiva, pasi-va o mecánica, sino que requiere una especial actitud hermeneúticadonde la sociedad y la cultura recrean o renuevan el texto mudo de laley. Dicho en pocas palabras, frente a lo que imaginó la «ciencia de lalegislación», la ley no agota la experiencia jurídica; incluso, para losmás radicales, será un obstáculo a la misma.

El desprestigio de la ley se hace más patente en el primer tercio denuestro siglo, en parte por una acentuación a veces exagerada de la crí-tica antiformalista, pero en parte también porque el voluntarismo posi-tivista termina desembocando en un puro irracionalismo de conse-cuencias jurídicas antidemocráticas 69. Kantorowicz, tras asumir loslugares comunes que denunciaban la irremediable vaguedad y falta deplenitud de la ley, llegará a propugnar abiertamente un Derecho porencima de las leyes cuyo descubrimiento corresponde al intérprete. Lacomparación que traza entre las figuras del juez y del legislador ahorra

20 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

68 Me refiero al IHERING de La jurisprudencia en broma y en serio (1861),Revista de Derecho Privado, Madrid, 1933. Con el título de Bromas y veras en la juris-prudencia ha sido traducida por T. Banzhaf, Ed. Jurídicas Europa-América, BuenosAires, 1974.

69 Sobre esta evolución en Alemania vid. J. A. ESTÉVEZ ARAUJO, La crisisdel Estado de Derecho liberal. Schmitt en Weimar, Ariel, Barcelona, 1989.

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mayores explicaciones: al parecer, la garantía que ofrecen las senten-cias incluso cuando son contrarias a la ley reside en el juramento de losjueces y en el hecho de que «desde luego, tienen más madurez que lamayoría de los miembros de los partidos que hacen las veces del legis-lador» 70.

Fatalmente, los planteamientos del Derecho libre enlazan con ladoctrina jurídica del nacionalsocialismo que, en contra de lo que pudie-ra suponerse a primera vista, representa el peor momento histórico parala ley como forma de ordenación segura y general —aunque, sin duda,en este caso injusta— de las relaciones sociales. La tesis de que existeun Derecho por encima de las leyes cuya definición corresponde ideal-mente al pueblo, pero que en la práctica se encomienda a un personajeesclarecido, conduce a la sustitución del Rechtsstaat por el Führersta-at. De este modo, el sistema de normas abstractas y generales que cons-tituye el fundamento de la certeza aparece desplazado por el puro deci-sionismo del Führer y de sus delegados; decisionismo que, porprincipio, no puede cristalizar en un marco de normatividad, ya queexpresa el espíritu mudable, imprevisible e irracional de la comunidadnacional 71. De ahí que un jurista de la época recomendase al juez que«se alce contra el texto y contra el fin de la ley cuando la aplicación deuna ley antigua contraste con el sano sentimiento del pueblo», pues«cuanto más subjetiva y exclusivamente el juez se halle ligado a lasideas del nacionalsocialismo, tanto más objetivas y justas serán sus sen-tencias» 72; o que Carnelutti manifestase que no existe ninguna «verda-dera razón por la cual un acto socialmente dañoso no expresamente pre-visto en la ley penal no pueda ser castigado» 73.

Sería a mi juicio equivocado identificar esta crisis de la ley con unaconcreta etiqueta política 74, porque en realidad la conciencia de esa cri-sis o decadencia impregna toda la cultura jurídica europea, incluso des-pués de la segunda gran guerra. Desde que el propio Carnelutti anun-ciase primero la crisis de la ley, más tarde la crisis del Derecho y por

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70 H. KANTOROWICZ, «La lucha por la ciencia del Derecho» (1906), trad. deW. Goldschmidt, La Ciencia del Derecho, Losada, Buenos Aires, 1949, pág. 370.

71 Vid. la «Introducción» de E. GARZÓN VALDÉS al volumen Derecho y filo-sofía, Alfa, Barcelona, 1985; así como J. A. GARCÍA AMADO, «Nazismo, Derechoy Filosofía del Derecho», en Anuario de Filosofía del Derecho, VIII, 1991.

72 C. ROTHENBERGER, «La situazione della giustizia in Germania», Rivistade Diritto Pubblico, 35, 1943, págs. 4 y ss.

73 F. CARNELUTTI, «L´equità nel Diritto penale», en Rivista di Diritto proces-suale civile, 1935, pág. 116.

74 De hecho, por ejemplo, la crítica al legalismo se produce también en la primerateoría jurídica soviética; así, P. I. STUCKA, La función revolucionaria del Derecho ydel Estado, ed. de J. R. Capella, Península, Barcelona, 2.ª ed., 1974, pág. 174.

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último su muerte 75, los diagnósticos se suceden, en general con un tonopesimista y evocador de las viejas virtudes del legalismo racionalista yliberal. Junto al conocido libro de G Ripert 76, multitud de estudios sepropusieron esclarecer las causas de la crisis, delimitar sus efectos yaventurar soluciones; se analizó el problema desde las más variadasperspectivas: crisis del Estado moderno, del Derecho natural, crisismundial, de la justicia, etc 77. Incluso se convocaron Congresos sobre elparticular 78 y los Archives de Philosophie du Droit dedicaron un núme-ro monográfico al tema de «Le dèpassement du Droit» 79.

En lineas generales, buena parte de estas reflexiones vienen a ponerde relieve el alejamiento práctico de la experiencia jurídica respecto de lospostulados fundamentales del legalismo racionalista forjados durante lafilosofía de la Ilustración y en los albores del régimen liberal. La decaden-cia del Derecho, que es principalmente decadencia de la ley, deriva antetodo de un fenómeno si se quiere cuantitativo; la multiplicación de las nor-mas o, lo que es lo mismo, la extensión de la normatividad a esferas antesexentas es algo que viene exigido por la complejidad de la sociedad moder-na, por la intervención creciente del Estado y por el consiguiente aumen-to de los conflictos con relevancia jurídica, pero provoca una transforma-ción cualitativa: la función de crear normas se escapa del ámbito de lasAsambleas para ser asumida por el Ejecutivo, de manera que los tecnó-cratas sustituyen a la voluntad general y el decisionismo ante el caso con-creto se impone sobre la generalidad de los viejos Códigos. Ello significa,además, el sacrificio de la seguridad y de la certeza en aras de la inter-vención circunstancial y cambiante, la lesión del principio de igualdad yde la homogeneidad jurídica y, en fin, la invasión del ámbito de autono-

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75 «La crisi della lege», aparece en la Rivista di Diritto pubblico, 1930, I, págs.424 y ss. ; «La crisi del Diritto» en Giurisprudenza Italiana, 1946, IV, col. 65-78; yambos trabajos se reproducen en Discorsi intorno al Diritto, Cedam, Padova, vol. I,1937 y vol. II, 1953. «La morte del Diritto» en La crisi del Diritto, Cedam, Padova,1953, págs. 117 y ss.

76 Le déclin du Droit, L. G. D. J., París, 1949.77 Así, C. JEMOLO, «Il nostro tempo ed il Diritto», en Archivio Giuridico, vol.

CVII, 1932, págs. 124 y ss; P. MOSSA, «La crisi del Diritto in Europa», en Nuova Rivis-ta de Diritto Commerciale, IV, 1951, págs. 211 y ss. ; G. DEL VECCHIO, «La crisisdel Estado», en Persona, Estado y Derecho, trad. de M. Fraga, Instituto de EstudiosPolíticos, Madrid, 1957, págs. 410 y ss.

78 Las Actas del realizado en la Universidad de Padua se recogen en el volumenya citado La crisi del Diritto del que hay traducción de M. Cheret, Ediciones JurídicasEuropa-América, Buenos Aires, 1961.

79 En realidad, el tema propuesto por los Archives para el número de 1962 era elde la superación o desaparición del Derecho, sobre todo en las obras de Comte y Marx.Sin embargo, varias de las comunicaciones presentadas enfocaron la cuestión desde laperspectiva de la crisis del Derecho aquí comentada; así las de Burdeau y Batiffol.

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mía y libre disposición por parte de normas imperativas. Como expresagráficamente Ripert, «todo se convierte en Derecho público» 80, añorandocon ello aquella edad en que las leyes de policía no eran sino la garan-tía externa del nucleo esencial del Derecho, formado justamente por elDerecho privado donde, desde Domat, se había instalado en lo funda-mental el Derecho de la naturaleza.

En realidad, estas denuncias, que como veremos siguen en parte escu-chándose en el actual pensamiento jurídico, no se dirigían sólo al fracasopráctico de un cierto modelo de fuentes o de legislación, sino que ence-rraban un lamento ante el deterioro de los tres grandes valores del Estadoliberal de Derecho: la seguridad, la libertad y la igualdad formal. De entra-da, la multiplicación de las leyes, la dificultad para ser conocidas y la fre-cuencia de sus modificaciones hace que la certeza se torne en inseguridad,frustrando la pretensión de ordenar la vida social mediante reglas senci-llas, duraderas y respecto de las cuales pueda presumirse razonablementesu general conocimiento. En segundo lugar, la igualdad se ve comprome-tida por la naturaleza particular, cuando no individual, de las normas jurí-dicas; la antigua generalidad y abstracción de los Códigos, pensada justa-mente como garantía de igualdad, cede paso ante regulacionespormenorizadas y sectoriales no siempre justificadas. Finalmente, aquellaingenua fe revolucionaria en que la ley es necesariamente intrumento delibertad ha sido tantas veces desmentida por la experiencia de los dos últi-mos siglos que más bien se ha tansformado en la idea contraria: la ley esla primera amenanaza —o la segunda, después del reglamento— para losderechos. Es más, incluso en el marco privilegiado del Estado de Derecho,ha ocurrido que la invasión por el Derecho público de recintos antes reser-vados a la libre disposición de los sujetos privados, así como la amplia-ción del catálogo de materias y relaciones sociales relevantes para el legis-lador, se ha interpretado muchas veces como una invasión en el mássagrado recinto de libertad, que es la libertad en la esfera privada81

De la legislación como victoria de la razón y garantía de los derechosa la legislación como triunfo de la arbitrariedad y amenaza para el indi-

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80 G. RIPERT, Le déclin du Droit, citado, pág. 37.81 Por otra parte, hay que tener en cuenta que en la memoria reciente de la post-

guerra la imagen que se tenía de la ley no era precisamente la del Estado de Derecho.En este aspecto, conviene recordar que la reacción antipositivista o neoiusnaturalistaque se produce a finales de los años cuarenta, sobre todo en Alemania, incluía tambiénuna dimensión deslegitimadora de la ley como instrumento capaz de garantizar por sísolo la seguridad y la libertad; de ahí que, una vez más, se hablase de un Derecho porencima de las leyes. Vid. sobre el particular el volumen de G. RADBRUCH, E. SCH-MIDT y H. WELZEL, Derecho injusto y Derecho nulo, ed. de J. M. Rodríguez Pania-gua, Aguilar, Madrid, 1971.

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viduo 82. Aun a riesgo de simplificar, este podría ser el resumen de la evo-lución histórica de la legislación desde mediados del siglo XVIII hastaprácticamente nuestros días, al menos si el juicio se funda en la literatu-ra que venimos comentando; literatura que, sin duda, puede interpretar-se como un síntoma de preocupación por la falta de calidad de las leyes,pero también como una confesión de la imposibilidad de hacer de ellas,de su origen y creación, un objeto de análisis científico. Una ley que yano sirve al dictamen de las «Luces», sino que descansa exclusivamenteen una voluntad que no necesariamente encarna intereses generales 83; unaley que se quiere casi eterna, pero que resulta cincunstancial y cambian-te; que, como expresión de la soberanía, pretende agotar la esfera de regu-lación jurídica, pero que se ve desplazada por el reglamentismo del poderejecutivo; que se postula como completa y coherente, pero que deja unnotable espacio al desarrollo de la discrecionalidad judicial y adminis-trativa; que ha nacido con la vocación de garantizar la más amplia liber-tad de los ciudadanos, pero que termina regulando imperativamente inclu-so su esfera privada, cuando no asfixiando esa libertad por completo. Sino me equivoco, esta es la opinión más o menos consciente y articulada,aunque en todo caso difundida, que sobre la ley se ha venido mantenien-do por un importante sector del pensamiento. Y, en tales condiciones,parece innesario añadir que resulta muy poco fructífero intentar construiruna «ciencia de la legislación», cualquiera que sea el sentido que se dé aesta expresión: el enunciado lingüístico en que se manifiesta la ley es,pues, el punto de partida de la reflexión jurídica; lo que suceda antes desu promulgación es cosa que puede interesar a los historiadores, sociólo-gos o moralistas, pero no a la llamada ciencia del Derecho.

3. La ley en la crisis del Estado legislador y unitario

Muchos de los fenómenos que acabamos de enumerar y que defi-nen el ocaso del concepto ilustrado de ley como expresión y al propio

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82 Este es, por ejemplo, el diagnóstico de L. MADER: «la actividad legislativa esa los ojos de nuestros ciudadanos demasiado prolífica y demasiado lenta, liberticida eineficaz», «La legislation: objet d´une science en devenir?», en AA. VV., La science dela legislation, P. U. F., París, 1988, pág. 12.

83 No procede hacerlo en este trabajo, pero la idea del texto podría conectarse asi-mismo con la crítica, más o menos justificada, a la práctica de la democracia represen-tativa. Vid., por ejemplo, el panorama que se deduce del clásico libro de J. Schumpe-ter, Capitalismo, Socialismo y Democracia (1942), Orbis, Barcelona, 1983. Unaaproximación crítica, entre otras muchas, en P. SINGER, Democracia y desobediencia,trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 1985. Vid. también P. BACHRACH, TheTheory of Democratic Elitism, London University Press, 1968.

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tiempo como instrumento de la razón, se mantienen hoy plenamentevivos e influyentes, incluso a veces con perfiles más acusados. Aque-lla ideología que quería ver en la ley la única o fundamental fuente delDerecho, encarnación indiscutible de la justicia legal emanada de lasoberanía, abstracta y general en su contenido, y garantía de la certezajurídica y de la previsibilidad de las acciones del ciudadano, se presen-ta sólo y en el mejor de los casos como un glorioso arcaísmo histórico,cuando no como una ideología legitimadora o encubridora de una rea-lidad mucho más compleja y, por cierto, mucho menos luminosa paralas pretensiones del legislador.

Los nuevos síntomas, que en algún caso no son sino la prolongaciónde los que ya se advirtieron con anterioridad, pueden resumirse bajo lassiguientes rúbricas: desplazamiento del Estado legislador por el Estadoadministrativo; desplazamiento del Estado unitario en favor de nuevoscentros de producción jurídica situados tanto fuera como dentro del terri-torio de las antiguas naciones que —guste o no— llevan camino de dejarde serlo; desplazamiento de las fuentes estatales, antes tendencialmentemonopolísticas, por renovadas fuentes sociales; y, muy especialmente,desplazamiento del Estado legislativo por el Estado constitucional o, sise prefiere, imperio de la Constitución sobre la ley 84. Pero adviértase queahora ya no nos encontramos ante una crisis de confianza en la raciona-lidad de la ley, sino ante una crisis de la propia ley; los fenómenos indi-cados no vienen a subrayar una vez más el origen voluntarista de la leyo sus insuficiencias de todo orden, sino a denunciar el fin de la ley comofuente suprema y plenamente autónoma del Derecho. Si a partir de lacensura iniciada por el antiformalismo entró en decadencia la ideologíalegalista, a partir del Estado constitucional lo que se produce principal-mente es una crisis de la práctica legalista.

Lo que hemos llamado desplazamiento del Estado legislador por elEstado administrativo es, en realidad, una consecuencia del llamadoEstado social, crecientemente intervencionista en las esferas económi-cas y sociales antes confiadas a la autonomía de la voluntad. La idea delDerecho que sostenía Ihering 85, por ejemplo, se corresponde perfecta-mente con la concepción racionalista de ley propia de la codificación,pues si el Derecho se entiende como una técnica neutral dirigida a esta-

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84 Un diagnóstico bastante parecido puede verse en el reciente trabajo de L. HIE-RRO, «El imperio de la ley y la crisis de la ley», Doxa, 19, 1996, págs. 287 y ss.

85 «El comercio y la industria, la agricultura, la fabricación, el arte y la ciencia,las costumbres domésticas se organizan en lo esencial por sí mismas. El Estado con suDerecho interviene sólo aquí y allá en la medida que es inevitable para asegurar el ordenque se han dado esos fines a sí mismos contra la lesión... », El fin en el Derecho, cita-do, pág. 83.

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blecer las «reglas del juego», pero sin participar en el juego, bastan nor-mas simples, abstractas y generales, esto es, leyes 86; pero si, en cam-bio, el orden jurídico no puede quedar ajeno al sistema de produccióne intercambio, a la garantía de mínimos existenciales o a la atención deciertas necesidades 87, es evidente que sus normas habrán de adquiriruna nueva y si se quiere contradictoria fisonomía: de un lado, claúsu-las generales indicadoras de los grandes objetivos o finalidades de laacción política en las que muchas veces falta el supuesto de hecho con-creto para la aplicación de la norma o la concreta determinación de laconducta debida 88; de otro, reglas mucho más pormenorizadas y sin-gulares, por lo común circunstanciales y cambiantes y, por tanto, firmescandidatas a suscitar contradicciones, reiteraciones y zonas de penum-bra. Si las primeras, las claúsulas generales o principios programáticos,suelen hoy aparecer en las Constituciones, las segundas, las reglas dedetalle, suelen ser patrimonio de los reglamentos: la ley queda, si asípuede decirse, «emparedada» entre el poder constituyente y el poderEjecutivo 89, limitándose en ocasiones a especificar ligera y superfi-cialmente la orientación constitucional para luego conferir una ampliahabilitación en favor del Gobierno.

El proceso parece irreversible. Como observa Hesse, si en el Esta-do liberal «los grupos sociales habían desarrollado sus antagonismosfuera y por debajo del firme marco del orden estatal», es decir, de formaajena a una ley que tan sólo marcaba las reglas del juego, «ahora diri-gen sus aspiraciones y expectativas de forma inmediata al poder políti-co y a su centro, el Estado gobernante y administrador» 90. De estemodo, la creación de las leyes se escapa al menos materialmente delámbito parlamentario para ser asumida por los expertos de la Adminis-tración 91; el decisionismo de la norma particular se impone sobre lageneralidad y abstracción de la ley; y, una vez más, todo deviene Dere-

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86 Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo del Diritto privato moderno,Jovene Editore, Napoli, 1993, pág. 75.

87 Con alguna exageración dice E. FORSTHOFF que «el hombre moderno nosolamente vive en el Estado, sino del Estado», «Problemas constitucionales del Estadosocial» (1961), en W. ABENDROTH, E. FORSTHOFF y K. DOEHRING, El Estadosocial, trad. de J. Puente Egido, C. E. C., Madrid, 1986, pág. 50.

88 P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo..., citado, pág. 75. Sobre este aspec-to volveremos más adelante.

89 Con razón habla PÉREZ LUÑO de una «hipostenia legislativa», El desborda-miento de las fuentes del Derecho, Real Academia Sevillana de Legislación y Juris-prudencia, Sevilla, 1993, pág. 81.

90 K. HESSE, «Concepto y cualidad de la Constitución»(1966), en Escritos deDerecho constitucional, trad. de P. Cruz Villalón, C. E. C., Madrid, 1983, pág. 11.

91 Vid., por ejemplo, M. GARCÍA-PELAYO, Las transformaciones del Estadocontemporáneo, Alianza, Madrid, 1977, pág. 115.

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cho público, en el sentido de que cada día resulta menor el ámbito deautonomía y libre disposición de los particulares que se sacrifica, no ennombre de disposiciones generales y abstractas, sino de intervencionesadministrativas singulares y de difícil conocimiento 92.

Las consecuencias de todo ello no sólo son apreciables en el tipo derelación que se establece entre ley y Administración, sino también enla forma de producción y en la fisonomía de las propias leyes. En pri-mer lugar, efectivamente, los reglamentos no sólo representan las nor-mas más abundantes, «sino también las que mayor incidencia prácticatienen sobre la vida de los ciudadanos» 93, pues las nuevas funciones delEstado relacionadas con la gestión de los grandes servicios públicos ocon la satisfacción de derechos sociales ya no son tareas del Estadolegislativo simplemente ejecutadas por la Administración, sino tareasque suponen una amplia discrecionalidad en favor de ésta: «el princi-pio de legalidad, es decir, la predeterminación legislativa de la actua-ción administrativa, está fatalmente destinada a retroceder» 94. Pero, ensegundo lugar, ocurre también que la ley ha dejado de ser como era: yano tanto fruto del debate público y transparente efectuado por la repre-sentación política, sino obra de las oficinas técnicas de la Administra-ción; ya no tanto norma clara, general y abstracta, sino simple guía, confrecuencia vaga y genérica a la espera de su ulterior desarrollo. Y, porlo demás, cuando es la propia ley la que pretende desarrollar de formapormenorizada alguna de las dimensiones del Estado social, entoncestermina adoptando una fisonomía reglamentista y prolija, repleta departicularidades y excepciones; con lo que, en este último caso, el regla-mento no desplaza a la ley, sino que ejerce sobre ella un efecto mimé-tico 95. Por eso, no es contradictorio que, junto a la «hipostenia legisla-tiva», Pérez Luño detecte también una «hipertrofia legislativa 96.

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92 El añejo principio de que «todo lo que no está prohibido está permitido» sufrenumerosas excepciones de la mano de un entramado normativo lleno de especialida-des, donde la «previa autorización» se impone a la regla general de libertad, vid. G.ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil (1992), trad. de M. Gascón, con epílogo de G.Peces-Barba, Trotta, Madrid, 1995, pág. 36.

93 F. RUBIO LLORENTE, «El procedimiento legislativo en España. El lugar dela ley entre las fuentes del Derecho», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º16, 1986, pág. 106; ahora en La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), C.E. C., Madrid, 1993, págs. 289 y ss.

94 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 35.95 Naturalmente, no deben interpretarse estas consideraciones como un lamento

ante la superación del Estado como mero gendarme y, por tanto, tampoco como un lla-mamiento a la atrofia de las claúsulas sociales que contiene la Constitución; sobre esteaspecto se insistirá en el Capítulo III.

96 A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, citado,pág. 80.

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Por tanto, parece que el problema de la calidad de las leyes tienebastante que ver con la incidencia del Estado social en los procesos deproducción jurídica. Como ha mostrado Atienza, la preocupación tra-dicional de los juristas se ha centrado en la racionalidad linguística yjurídico formal, que puede resumirse en el siguiente lema: una buenaley es aquella que asegura la buena comunicación del mensaje norma-tivo y que se acopla de forma coherente y sin violencias dentro del con-junto del sistema 97. El Estado social, sin embargo, viene a acentuar untipo de racionalidad, no desconocida antes, pero que cobra ahora par-ticular importancia: la racionalidad teleológica, donde el sistema jurí-dico es contemplado como un instrumento para alcanzar ciertos finessociales. En el fondo puede no existir contradicción, pero la prácticaplantea algunas dificultades, no sólo porque los economistas y otrosexpertos desplacen a los juristas en el momento de la legislación, aun-que fatalmente estos recobren su competencia en la fase de aplica-ción 98, sino también porque los viejos ideales de simplicidad, genera-lidad o abstración resultan irremediablemente afectados por unanormativa instrumental que tiene por objeto la organización de mediosmateriales y de servicios, la promoción de conductas y la prestaciónde bienes o la realización de actividades, todo ello orientado a la con-secución de unos fines enunciados en la Constitución, que no especi-fica ni qué cantidad de medios han de utilizarse, ni qué grado de satis-facción del fin ha de alcanzarse. El reto, si es que puede asumirse,consistiría en lograr leyes como las pensadas por el racionalismo perocapaces de presentar un contenido normativo como el exigido por elEstado social.

Pero si la ley se ve arrinconada por el reglamento, ambos lo son asu vez por nuevas formas de producción jurídica que suponen la quie-bra del Estado unitario basado en la idea de soberanía indivisible, quefuera el marco político de florecimiento del legalismo. Dos fenómenosse hacen particularmente visibles y ni siquiera es preciso un examenjurídico de detalle para comprender que el que había sido fundamentopolítico del concepto ilustrado de ley se halla en trance de hacerse peda-zos: la denominada integración europea y el Estado de las autornomíasrepresentan un proceso de expropiación de la en otro tiempo compe-tencia universal de la ley, y en cierto modo suponen una especie de viajede vuelta, de contrapunto histórico a lo que fue el nacimiento del Esta-do moderno. Si éste se construyó mediante la expropiación de las facul-tades y representaciones de los poderes universales (el Imperio y la Igle-

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97 M. ATIENZA, Contribución a una teoría de la legislación, citado, págs. 27 y ss.98 Ibidem, pág. 61 y s.

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sia) y particulares (feudalismo, autonomías locales, gremiales, etc.) 99,el momento actual parece caracterizarse por una expropiación de sen-tido contrario: del Estado a las instituciones supranacionales, y del Esta-do a unas instituciones «menores» que difícilmente pueden seguir con-siderándose parte de una entidad política unitaria. Por eso, cabe hablartanto de una «supraestatalidad» como de una «infraestatalidad norma-tiva» 100

Basta leer un solvente manual de Derecho europeo para descubrirlas consecuencias de éste en el sistema de fuentes del ordenamientointerno: las normas comunitarias pueden crear derechos y obligacionesexigibles en todos los ámbitos, también en las relaciones entre particu-lares; ha de excluirse la aplicación de cualquier precepto, incluso legal,que entre en contradicción con el Derecho comunitario; consecuente-mente, los jueces nacionales quedan directamente sometidos a este últi-mo y pueden rehusar la aplicación de la ley interna, otorgando pre-ferencia a una regla comunitaria contra legem, etc. 101. Y todo ello condos peculiaridades: primera, que el imparable crecimiento de las com-petencias supranacionales supone un paralelo desapoderamiento dellegislador y con ello un desdibujamiento de la ley como fuente supre-ma del Derecho 102 ; y segunda, y sobre todo, que en las institucionescomunitarias productoras de este nuevo Derecho el peso de los Ejecu-tivos es notablemente superior al de cualquier otro órgano de base par-lamentaria, de manera que por esta vía los Gobiernos pueden terminarhaciendo lo que encontrarían vedado si recurriesen al reglamento. Talvez estos fenómenos puedan considerarse muy saludables, pero, desdeluego, no parecen serlo para la ley según la concepción de la misma quepresentamos en el epígrafe primero.

Algo parecido cabe decir del Derecho autonómico. Es verdad quelas Comunidades Autónomas reproducen a pequeña escala los esque-mas de supremacía y reserva de ley, así como que su Derecho mantie-ne un sistema de relación con el ordenamiento general del Estado bas-

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99 Vid. M. GARCÍA-PELAYO, Del mito y de la razón en el pensamiento polí-tico, Revista de Occidente, Madrid, 1968, págs. 97 y ss.

100 A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, citado,págs. 76 y ss.

101 Vid. A. MANGAS MARTÍN y D. J. LIÑÁN NOGUERAS, Instituciones yDerecho de la Unión Europea, McGraw-Hill, Madrid, 1996, pág. 445 y s.

102 Hasta el punto de que hoy se habla ya de un Derecho Constitucional comúneuropeo, vid. A.-E. PÉREZ LUÑO, «Derechos humanos y constitucionalismo en laactualidad: ¿continuidad o cambio de paradigma?», en Derechos Humanos y Constitu-cionalismo ante el tercer milenio, A.-E. Pérez Luño (coord. ), M. Pons, Madrid, 1996,págs. 22 y ss.

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tante equilibrado y complejo 103. Sin embargo, los resultados que aquínos interesan no son menos letales para el legalismo, pues si el Dere-cho comunitario viene a lesionar el carácter supremo del legislador, elDerecho autonómico ha puesto fin a su carácter unico; y es que ya nocabe hablar de un legislador y, por tanto, de una sola ley, igual y comúnpara todos, sino que se hace preciso convivir con una multiplicidad delegisladores, cada uno con su competencia propia, exclusiva o concu-rrente, y cada uno portador de una legitimidad política en definitivaindependiente y conflictiva. Visto desde la perspectiva pasiva, el desa-rrollo de distintos sistemas jurídicos en las «nacionalidades y regiones»lleva camino de arruinar el concepto tradicional de ciudadanía, que fueel fundamento del Estado unitario. Sin que desee conferir ninguna cargaemotiva al diagnóstico, jurídicamente nos hallamos en un viaje de regre-so a la Edad Media y a su pluralismo normativo.

A las pretensiones monopolísticas de la ley sólo le faltaba el surgi-miento de una nueva amenaza, y ha surgido: la revitalización de lasfuentes sociales del Derecho; no ya de la venerable costumbre que con-templa el Código civil, sino de formas de producción jurídica que dis-curren al margen de las instituciones estatales, aunque no por ello pue-dan calificarse de espontáneas o «desinstitucionalizadas». Aquí lacompetencia universal de la ley se ve desplazada por el protagonismode los llamados agentes sociales, más favorables a dotarse de reglas pac-tadas y transitorias, condicionadas a los cambios en la relación de fuer-zas, que a someterese a leyes «heterónomas» con vocación de genera-lidad y permanencia 104. Es verdad que esos acuerdos tienden acristalizar en leyes o en otras normas estatales pero, para entonces, éstashan perdido aquel carácter impersonal, objetivo y de proyecto abstrac-to de racionalización para convertirse, por así decirlo, en leyes con-tractuales al servicio de intereses particulares o sectoriales 105; esas leyespor tanto «no obtienen la fuerza vinculante de los poderes constitucio-nales, sino del previo acuerdo de los grandes grupos organizados» 106.Resulta sencillamente admirable (aunque explicable) el extraordinariointerés social que suscitan, por ejemplo, las negociaciones entre patro-nal y sindicatos, o entre cualquier grupo profesional y la Administra-ción, y, como contraste, el general desinterés, cuando no desprecio, quese muestra ante los debates parlamentarios; y es que hoy muchas de las

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103 Vid. M. GASCÓN, «La estructura del sistema: relaciones entre las fuentes»,capítulo IX de J. BETEGÓN, J. R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoríadel Derecho, citado.

104 Vid. N. BOBBIO, Contratto sociale, oggi, Guida Editore, Napoli, 1980.105 Vid. G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 38.106 N. IRTI, L´età della decodificazione, Giuffrè, Milano, 1979, pág. 23.

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decisiones importantes para el ciudadano no se preparan en la cocinadel legislador, que presuntamente es portavoz de la voluntad general,sino en el terreno de la negociación entre partes, naturalmente intere-sadas y parciales.

En este sentido, parece haberse iniciado un camino que es en cier-to modo contradictorio con el intervencionismo que anteriormente atri-buíamos al Estado social, que es el camino de la desregulación: dondeteníamos que encontrar una ley nos hallamos ante un acuerdo o conve-nio colectivo, y donde cabía esperar un convenio colectivo aparece elvacío jurídico de la autonomía de la voluntad, que es decir de la nego-ciación donde lo que cuenta es la fuerza de las partes implicadas. Seacomo fuere, un nuevo retroceso de la ley, de aquella norma nacida pararegular de una forma «heterónoma», objetiva, imparcial y al serviciodel interés común el conjunto de las relaciones sociales; y que estavocación fuese desmentida en la práctica no es obstáculo para valorarque esa era precisamente la ideología del legalismo.

Sin embargo, las amenazas para la ley no residen sólo en el siem-pre tendencialmente «independentista» reglamento, ni en el complejoe imparable desarrollo del Derecho comunitario o del Derecho autonó-mico, ni siquiera tampoco en la creciente autonomía de los agentessociales o de los propios sujetos privados. Todo ello es cierto y, por lodemás, de notable influencia. Pero, desde un punto de vista jurídico, talvez la cuestión decisiva que reduce y devalúa las dimensiones tradi-cionales de la ley tiene un nombre y unos protagonistas: el Estado cons-titucional y los jueces.

4. La ley en el Estado constitucional

El concepto de Estado constitucional o de constitucionalismorequiere algunas precisiones. La primera es bastante obvia: si hace trein-ta años Elías Díaz comenzaba su Estado de Derecho y sociedad demo-crática anunciando que «no todo Estado es Estado de Derecho» 107 —yverdaderamente en la España de aquellos años esta adventencia no eratan obvia—, ahora conviene afirmar que no todo sistema jurídico dota-do de un texto más o menos solemne llamado Constitución o Ley Fun-damental es un Estado constitucional. Hace ya tiempo que se divulgóla clasificación de Loewenstein entre Constituciones normativas, nomi-

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107 La primera edición de este libro, por la que cito, fue publicada por Cuadernospara el Diálogo, Madrid, 1966, pág. 7. La octava edición revisada aparece en Taurus,Madrid, 1981.

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nales y semánticas 108 y ello nos ahorra mayores esfuerzos: de entrada,para que un Estado merezca el calificativo de constitucional es precisoque cuente con una auténtica Constitución normativa, esto es, con undocumento jurídico capaz de regular y dominar el proceso político real;si, por el contrario, éste discurre al margen de lo prescrito (Constituciónnominal) o simplemente encuentra en la norma la consagración formalde un puro sistema de dominación (Constitución semántica) entoncesno merece la pena hablar de Estado constitucional como una forma polí-tica particular y distinta al Estado en bruto.

Sin embargo, esta aproximación resulta algo pobre. Que exista un textonormativo capaz de organizar el poder y, por tanto, de limitarlo represen-ta una caracterización cierta, pero excesivamente formalista si no se aña-den algunos criterios o reglas que definan qué clase de organización y quétipo de límites son procedentes. Y es que la idea del Estado constitucionalno es tanto un concepto formal cuanto un concepto histórico que alude auna determinada forma de organización política que por mi parte no hayinconveniente en denominar con la fórmula más extendida de Estado deDerecho, si bien con las matizaciones que luego se harán. En el sentidoque hoy asumen estas expresiones cabe decir que, en principio (pero sóloen principio), resultan equivalentes y sus rasgos más sobresalientes pue-den resumirse en los cuatro siguientes: imperio de la ley, separación depoderes, legalidad de la Administración y respeto a los derechos y liber-tades fundamentales 109. Por tanto, en una ulterior precisión, el Estado cons-titucional o de Derecho puede identificarse en lineas generales con la formapolítica liberal democrática propia de los países occidentales y que, de unamanera más o menos costosa, se abre paso en el resto del mundo.

Con todo, cuando hoy se habla de Estado constitucional se quiereañadir una cierta especificación al concepto genérico de Estado de Dere-cho. De entrada, la idea que el Estado constitucional viene a subrayarde manera singular es la de limitación y control del poder, de todopoder, incluido el legislativo; cabe pensar en un Estado de Derechoestrictamente legislativo, como de hecho fue en lo fundamental el Esta-

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108 K. LOEWENSTEIN, Teoría de la Constitución (2.ªed., 1969), trad. de A.Gallego Anabitarte, Ariel, Barcelona, 1976, págs. 217 y ss.

109 Que las expresiones Estado de Derecho y Estado constitucional pueden usar-se en el lenguaje actual de forma indistinta lo prueba la sustancial coincidencia entre lacaracterización que hace del primero ELÍAS DÍAZ, recogida en texto, Estado de Dere-cho y sociedad democrática, citado, págs. 18 y ss. ; y la que del segundo ofrece N.MACCORMICK, «Diritto, “Rule of Law” e democrazia», trad. de E. Diciotti e R. Guas-tini, Analisi e Diritto, a cura de P. Comanducci e R. Guastini, Giappichelli, Torino, 1994,págs. 195 y ss. Por lo demás, expresamente recoge E. Díaz la idea de supremacia cons-titucional como propia del Estado de Derecho, pág. 21.

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do liberal del siglo XIX, pero no en un Estado constitucional de absolu-ta e incondicionada supremacía de la ley. Por eso, es corriente leer queel rasgo definitorio del Estado constitucional es precisamente la exis-tencia de un procedimiento efectivo de control de constitucionalidad delas leyes 110 o, más ampliamente, de control sobre el poder en general:«el problema del que parte el constitucionalismo, antiguo y moderno,es siempre el muy elemental de la relación entre derecho y fuerza, estoes, encontrar un fundamento (y también un límite) al poder en el pri-mero y no ya en la segunda» 111. Como escribe Aragón, «cuando no haycontrol, no ocurre sólo que la Constitución vea debilitadas o anuladassus garantías, o que se haga difícil o imposible su `realización´; ocurre,simplemente, que no hay Constitución» 112.

Aquí ya encontramos una neta separación entre el Estado constitucio-nal (o Estado de Derecho en el significado que hoy suele tener esta expre-sión) y el Estado de Derecho en la forma que éste adoptó en la Europa delsiglo XIX, prolongandose prácticamente hasta el final de la segunda granguerra. El Estado liberal decimonónico, en efecto, escamoteó la idea desoberanía popular y de poder constituyente para operar así un desplaza-miento de la supremacía constitucional por la soberanía estatal, de la Cons-titución por la ley, anulando cualquier fórmula medianamente efectiva decontrol de constitucionalidad. De ahí que haya podido escribirse que «ladoctrina europea-continental del Estado de Derecho no contempla, sinoque rechaza, la presencia de un catálogo de derechos fundamentales», estoes, de derechos eficazmente situados por encima de cualquier norma odecisión estatal; por lo que, en realidad, en ese marco político sólo «exis-te un derecho fundamental, el de ser tratado conforme a las leyes del Esta-do» 113. La lenta y costosa evolución de la Justicia constitucional en Euro-pa es en cierto modo la historia que conduce a la sustitución del Estadoliberal de Derecho por el actual Estado constitucional114, cuya caracterís-

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110 Así, M. TROPER, «Il concetto di costituzionalismo e la moderna teoria delDiritto», trad. de P. Comanducci, en Materiali per una storia della cultura giuridica,XVIII, n.º 1, 1988, pág. 62.

111 N. MATTEUCCI, «Positivismo giuridico e costituzionalismo», en Rivista tri-mestrale di Diritto e procedura civile, XVII, n.º 3, 1963, pág. 1031.

112 M. ARAGÓN, «El control como elemento inseparable del concepto de Cons-titución», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 19, 1987, pág. 52.

113 M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de lasConstituciones, citado, págs. 113 y 120.

114 Sobre esa evolución vid. en general E. GARCÍA DE ENTERRÍA, «La posi-ción jurídica del Tribunal Constitucional en el sistema español: posibilidades y pers-pectivas», en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 1, 1981, págs. 41 y ss.;también recogido en La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civi-tas, Madrid, 1991.

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tica fundamental es, como veremos, el control del poder y, ante todo y enprimer lugar, el control sustantivo a partir de los derechos fundamentales.

Quizás no sea muy interesante discutir si el Estado constitucionalrepresenta una continuación enriquecedora del viejo Estado de Derechoo es, por el contrario, una superación negadora del mismo 115; no cabeduda que algunos valores de nuestro sistema político tienen su origenen el Estado liberal del XIX, pero parece evidente también que otrosrepresentan una aportación de las Constituciones de postguerra. En con-creto, la idea de que existe una norma jurídica superior a todos los órga-nos del Estado, que esa norma se nutre en gran parte de derechos fun-damentales de los ciudadanos y que éstos pueden hacerlos valer inclusocontra la ley, fueron ideas desconocidas durante muchas décadas enEuropa y que suponen hoy la recuperación del significado histórico pri-migenio del liberalismo revolucionario que alumbró la Declaración de1789 o, si se quiere también, la importación a Europa de los esquemasbásicos del constitucionalismo norteamericano. No hace falta añadir queeste es un nuevo motivo de crisis de la «santidad» de la ley: de fuentesuprema y casi única a fuente subordinada y sometida al control de unosjueces que, por muy peculiares que sean en el llamado sistema de juris-dicción concentrada, no dejan de ser jueces, actualmente conectadosademás con la jurisdicción ordinaria a través de distintos procedimien-tos, como la cuestión de inconstitucionalidad o el recurso de amparo 116.

Me parece, sin embargo, que para comprender plenamente la actualposición del legislador no es suficiente invocar por separado los aspec-tos que venimos comentando, sino que se precisa una interpretación deconjunto de los mismos. Porque puede existir, sí, una Constituciónentendida como norma suprema, pero cuyo contenido sea fundamenta-lemente organizativo o procedimental, en la tradición kelseniana; pue-den reconocerse también algunos derechos básicos, pero conferir allegislador una amplia libertad de configuración sobre los mismos o cer-

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115 Que la mutación es cualitativa y no gradual parece sostener G. ZAGRE-BELSKY cuando habla de un «auténtico cambio genético... más que de una continua-ción, se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente a laconcepción del derecho», El Derecho dúctil, citado, pág. 33 y s.

116 Allí donde existe la cuestión de inconstitucionalidad los jueces ordinarios rea-lizan una tarea de «filtro» que supone irremediablemente una forma de interpretaciónconstitucional, vid. R. GUASTINI, «Specificità dell´interpertazione costituzionale?»,en Analisi e Diritto, a cura di P. Comanducci e R Guastini, Giappichelli, Torino, 1996,pág. 171 y s. Pero no sólo eso: la jurisdicción ordinaria hace también interpretaciónconstitucional con motivo de la aplicación ordinaria de las leyes, buscando las solu-ciones más acordes o conformes con la Constitución; con motivo del enjuiciamiento dedisposiciones reglamentarias; y, en fin, con motivo de la tutela de los derechos funda-mentales que tiene inicialmente encomendada.

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cenar las posibilidades de tutela jurisdiccional frente a la ley, en la cono-cida tradición francesa 117; puede, en fin, articularse un sistema de jus-ticia constitucional según un estricto modelo kelseniano que circuns-criba su competencia al juicio abstracto sobre la constitucionalidad delas leyes, reservando además la legitimación a ciertos sujetos cualifi-cados. La auténtica virtualidad del Estado constitucional de nuestrosdías reside en el modo de conjugar esos elementos y en la singular for-taleza atribuída a cada uno y al conjunto de todos ellos. El nucleo delconstitucionalismo consiste en haber concebido una norma suprema,fuente directa de derechos y obligaciones, inmediatamente aplicable portodos los operadores jurídicos, capaz de imponerse frente a cualquierotra norma y, sobre todo, con un contenido preceptivo verdaderamenteexuberante de valores, principios y derechos fundamentales, en suma,de estándares normativos que ya no informan sólo acerca de «quién» y«cómo» se manda, sino en gran parte también de «qué» puede o debemandarse. Es la forma de combinar todos estos elementos lo que dalugar a un panorama lo suficientemente nuevo como para merecer unnombre propio donde el protagonismo ya no queda reservado al legis-lador, sino que aparece, cuando menos, compartido con la figura emer-gente del juez 118: el Estado constitucional.

Sirviéndonos de un argumento de Alexy, creo que puede trazarse elsiguiente perfil del constitucionalismo contemporáneo: más principiosque reglas; más ponderación que subsunción; más jueces que legisla-dor; y más Constitución que ley 119. Obviamente, como todo esquemaque pretende resumir en cuatro palabras una realidad compleja, serequerirían numerosas matizaciones que aquí tan sólo cabe esbozar. Deentrada, más principios (constitucionales) que reglas (legales) no sig-nifica que la solución de los conflictos jurídicos pueda ser encomenda-da en exclusiva a las directivas que emanan de los genéricos principioso derechos fundamentales, sino que éstos han de ser tomados en consi-

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117 Vid. G. PECES-BARBA, «La protección de los derechos fundamentales enFrancia a través del Consejo Constitucional», en Libertad, Poder, Socialismo, Civitas,Madrid, 1978, págs. 101 y ss. ; también A, LLAMAS CASCÓN, «Los principios fun-damentales reconocidos en las leyes de la República», Revista de las Cortes Genera-les, n.º 15, 1988, págs. 59 y ss.

118 Con razón observa R. GUASTINI que, así como las Constituciones que tansólo limitan u organizan los poderes están llamadas a tener un intérprete político, lospropios órganos supremos que son objeto de regulación, aquellas otras que pretendenmodelar las relaciones sociales mediante principios, derechos y directrices están lla-madas a ser objeto de interpretación judicial, «Specificità dell´interpretazione costitu-zionale?», citado, pág. 170

119 R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. de J. M. Seña, Gedi-sa, Barcelona, 1994, pág. 160.

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deración y que han de serlo, en primer lugar, para someter a juicio pre-vio la propia validez de las leyes relevantes en el caso. Más pondera-ción que subsunción tampoco significa que ésta deje de ser operativa,sino que en todo caso la aplicación de principios se acomoda a unesquema particular que llamamos ponderación donde dos criterios enconflicto (v. gr., la libertad de expresión y el derecho al honor, comoluego se verá) no se anulan ni excluyen con carácter general, sino quehan de buscar su peso relativo en cada caso mediante un juicio de razo-nabilidad o de balance entre argumentos y razones 120. Más jueces quelegislador no representa un llamamiento a prescindir de la tarea legis-lativa, que sigue siendo fundamental, sino una invitación al control dela misma por parte de quienes únicamente pueden hacerlo, que son losjueces 121. Y finalmente, como se comprenderá, más Constitución queley no significa que la primera convierta en superflua a la segunda, sinosólo que esta última carece de autonomía porque siempre habrá de ren-dir cuentas ante la instancia superior de la Constitución.

Visto desde la perspectiva de la tradición europea, parece que lodecisivo es la «sustancialización» o «rematerialización» de los docu-mentos constitucionales 122, algo que viene a expresar una idea con-solidada en la jurisprudencia alemana, la idea de que la Constituciónencarna un «orden de valores» o una «unidad material», que inclusoa veces, con innecesaria exageración, se califican de previos al orde-namiento jurídico positivo 123. Dicha «rematerialización» u orden devalores supone que la Constitución ya no tiene por objeto sólo la dis-tribución formal del poder entre los distintos órganos estatales, sinoque está dotada de un contenido material, singularmente principios yderechos fundamentales, que condicionan la validez de las leyes y delconjunto de las normas: la Constitución en términos rigurosos «esfuente del Derecho en el sentido pleno de la expresión, es decir, ori-gen mediato e inmediato de derechos y obligaciones, y no sólo fuen-

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120 Sobre la ponderación vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales(1986), trad. de E. Garzón, C. E. C., Madrid, 1993, págs. 87 y ss.

121 Este es un aspecto que casi me atrevería a calificar de definicional. Por eso,cuando a veces se escuchan voces en favor de que el control sobre ciertos actos, porejemplo los políticos, se sustraiga a la competencia judicial para ser encomendado aotros órganos políticos o mixtos, en realidad se viene a proponer una exclusión de losprofesionales de la judicatura, pero no de las funciones judiciales: determinar si ciertoacto o norma se ajusta o no a lo prescrito por el ordenamiento es un acto jurisdiccional,lo realice quien lo realice y cualquiera que sea la vaguedad del estándar considerado.

122 Tomo la expresión de M. LA TORRE, «Derecho y conceptos de Derecho.Tendencias evolutivas desde una perspectiva europea», Revista del Centro de EstudiosConstitucionales, n.º 16, 1993, pág. 70.

123 Vid. K. HESSE, «Concepto y cualidad de Constitución», citado, pág. 5.

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te de las fuentes» 124. A partir de aquí se ha podido decir de «el con-flicto entre derecho y moral se desplaza al ámbito del Derecho posi-tivo» 125 o, como observa Ferrajoli, que el constitucionalismo moder-no «ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justiciaelaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado», lo que hapropiciado un acercamiento «entre legitimación interna o deber serjurídico y legitimación externa o deber ser extrajurídico» 126. El papelque desempeñaba antes el Derecho natural respecto del soberano, lodesempeña ahora la Constitución respecto del legislador. Aunquesuene algo exagerado, «difícilmente se podrá repetir que auctoritasnon veritas facit legem»127; y es que, efectivamente, la ley sigue sien-do expresión de una autoridad, pero de una autoridad sometida a laverdad, siquiera sea una peculiar «verdad» normativa.

Las consecuencias que este fenómeno tiene para el modelo del Esta-do de Derecho legislativo son de primera magnitud: el legislador ya noes la viva voz del soberano, legitimado para dictar normas con cualquiercontenido, sino que, sin convertirse tampoco en un autómata ejecutorde la Constitución, ha de ajustar su política a las exigencias constitu-cionales, en ocasiones imprecisas y contradictorias, pero en todo casofiscalizables por el Tribunal Constitucional. Por eso, creo que el mode-lo del constitucionalismo produce un acercamiento entre la racionali-dad de la ley y la racionalidad de la sentencia. Dicho resumidamente,desde un punto de vista político en la ley han primado siempre los finesu objetivos: una buena ley es aquella que se propone buenos fines y escapaz de obtenerlos; mientras que la sentencia ha respondido a unaracionalidad deductiva o sistemática: una buena sentencia o, mejor aún,una sentencia correcta es aquella cuya decisión se infiere de sus premi-sas y, en particular, de una premisa normativa. De ahí que los «consi-derandos» o la fundamentación sean indispensables en la sentencia yno lo sean en la ley 128. Pues bien, el constitucionalismo no es que apro-

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124 F. RUBIO LLORENTE, «La Constitución como fuente del Derecho», en LaConstitución española y las fuentes del Derecho, vol. I, Instituto de Estudios Fiscales,Madrid, 1979, pág. 62; ahora en La forma del poder..., citado, págs. 79 y ss.

125 R. DREIER, «Derecho y moral» (1981), en Derecho y filosofía, E Garzón(comp. ), Ed. Alfa, Barcelona, 1985, pág. 74.

126 L. FERRAJOLI, Diritto e Ragione. Teoria del garantismo penale, Laterza,Bari, 2.ª ed., 1990, pág. 360. Hay traducción de P. Andrés Ibáñez y otros, Trotta, Madrid,1995.

127 M. LA TORRE, «Derecho y conceptos de Derecho. Tendencias evolutivasdesde una perspectiva europea», citado, pág. 73.

128 Vid. E. BULYGIN, «Sentencia judicial y creación de Derecho»(1966), enC. ALCHOURRON y E. BULYGIN, Análisis lógico y Derecho, C. E. C., Madrid, 1991,pág. 356.

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xime los «estilos» de legislación y jurisdicción, de manera que los con-siderandos pasen a ser esenciales en la ley o dejen de serlo en la sen-tencia, pero sí estimula un esquema de racionalidad más compartido 129,al menos por una razón fundamental: y es que si bien la ley no puedeentenderse, ni siquiera idealmente, como una deducción de la precepti-va constitucional, resulta indispensable que tampoco entre en contra-dicción con ella, lo que requiere efectuar un juicio acerca de su racio-nalidad normativa no muy diferente del que supone comprobar lalegalidad de una sentencia; en cierto modo, como hemos dicho, el anti-guo juicio externo o ético sobre la justicia de la ley se ha transformadoen un juicio interno o jurídico sobre su validez.

Kelsen, que es seguramente quien mejor encarna el momento detransición del legalismo al constitucionalismo 130, vió estos «peligros»con suma claridad: «podrían interpretarse las disposiciones de la Cons-titución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, lalibertad, la igualdad, la moralidad, etc., como directivas relativas al con-tenido de las leyes. Esta interpretación sería evidentemente equivoca-da...» 131. Pero al parecer las amenazas se han convertido hoy en virtu-des: «la ley, un tiempo medida exclusiva de todas las cosas en el campodel Derecho, cede así el paso a la Constitución y se convierte ella mismaen objeto de mediación. Es destronada en favor de una instancia más alta.Y esta instancia más alta asume ahora la importantísima función de man-tener unidas y en paz sociedades enteras divididas y concurrenciales» 132.El Estado decimonónico aseguraba su homogeneidad gracias a la uni-dad política de la fuerza social (la burguesía) a la que servía. Algo muydistinto ocurre con el Estado constitucional, cuya homogeneidad o cohe-rencia ha de reposar en la conciliación de valores contrapuestos que sonreflejo de una sociedad pluralista y que, pese a su carácter tendencial-mente contradictorio, se hallan recogidos por igual en la Constitución.

Como explica Zagrebelsky, esa ruptura del «monismo» y esa exi-gencia de hacer compatibles tendencias contradictorias encuentra su

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129 En favor de una relativización de las diferencias entre racionalidad legislati-va y judicial vid. también M. ATIENZA, Contribución a la teoría de la legislación,citado, pág. 98 y s.

130 Constitucionalismo porque Kelsen diseña una fórmula de control de consti-tucionalidad sobre las leyes; pero legalismo porque, como se ve en el texto, la Consti-tución kelseniana es ante todo una norma organizativa y procedimental que todavía vecon recelo la incorporación de claúsulas sustantivas obligatorias para el legislador.

131 H. KELSEN, «La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia cons-titucional)», trad. de J. Ruiz Manero, en Escritos sobre la democracia y el socialismo,Debate, Madrid, 1988, pág. 142.

132 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 40.

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reflejo en la disociación de los componentes del Derecho que en el sigloXIX se hallaban unificados o reducidos a la ley: los derechos humanos yla justicia 133. Que los derechos y la justicia se separan de la ley signifi-ca, obviamente, la recuperación del significado histórico original de laConstitución y, por tanto, el sometimiento del legislador a un orden supe-rior: ni la justicia ni los derechos se agotan ya en la ley. Que los dere-chos y la justicia se separan entre sí supone la aparición en el seno mismode la Constitución de un foco de tensión entre dos polos tendencialmentecontradictorios, el subjetivista e individualista de los derechos y el obje-tivista y fundamentador de deberes que corresponde a la justicia 134; dospolos que han de conjugarse y armonizarse, pero no sólo a través de laley, sino también en la actuación administrativa y en las sentencias delos jueces. La Constitución no ha venido simplemente a ocupar el papelde la ley, sino a diseñar un modelo de producción normativa notable-mente más complejo, donde todos los sujetos encuentran, no un ordenjerárquico unívoco, sino orientaciones de sentido conflictivo que exigenponderación. Cabe decir que en la sociedades actuales el pluralismo ide-ológico ha reemplazado al monismo del Estado liberal de Derecho, y ellotiene su reflejo normativo en la Constitución.

Así pues, la Constitución no es sólo una «super ley», sino algo dis-tinto donde podemos encontrar directivas de actuación de sentido con-tradictorio, entre otras cosas porque por su carácter pactista o de consen-so ha incoporado aspiraciones de distinta procedencia que, sin embargo,han de convivir y armonizarse. Porque, sin duda, las contradicciones nor-mativas han existido siempre en las leyes, pero el intérprete, siguiendolos propios criterios legales, podía discernir con relativa seguridad quédebía de hacer: aplicar la ley superior, o la ley posterior, o, ya en el colmode la discrecionalidad, considerar que una de ellas representaba unaexcepción o especialidad. Pero no ocurre exactamente así con la Consti-tución, cuyas normas no sólo son coetáneas y presentan la misma fuerzajurídica, como es obvio, sino que, según veremos, tampoco admiten o noadmiten siempre la observancia del criterio de especialidad; ahora parasaber «qué hacer» se requiere un ejercicio más complicado donde, a lavista de las circunstancias del caso, se otorgará preferencia a uno u otrode los criterios en conflicto, sin que ello implique necesariamente que enotro caso futuro la solución haya de ser la misma. La conservación ínte-

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133 Vid. G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, capítulos 3 y 4.134 La distinción que acabamos de hacer entre los derechos y la justicia se corres-

ponde en cierto modo con la que formula Fioravanti entre los elementos garantistas ydirectivos de la Constitución; los primeros indican al gobierno qué no puede hacer,mientras que los segundo le orientan acerca de qué sí debe hacer, Los derechos funda-mentales..., citado, págs. 129 y ss.

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gra de la Constitución exige ponderar porque sólo así es posible conser-var en pie de igualdad abstracta normas o derechos que reflejan valoresheterogéneos propios de una sociedad plural que, sin embargo, se quiereunida y consensuada en torno a la Constitución. Y es justamente ese con-junto de valores o principios tendencialmente contradictorios el que hade servir de parámetro para el enjuiciamiento de las leyes.

En este contexto se explica perfectamente el protagonismo de losjueces, y ello por dos motivos. El primero es que en una lógica y conse-cuente culminación del modelo de Estado de Derecho, el derecho a lajurisdicción se ha convertido prácticamente en universal, eliminando losespacios que antes representaban «inmunidades de poder» 135: ningúnnegocio privado, ningún acto o disposición administrativa, ninguna leyresultan hoy inmunes a la fiscalización jurisdiccional. Los caminos paralograrla pueden ser más o menos difíciles o tortuosos en cada caso, perola supremacía constitucional se afirma sin excepciones. El segundo moti-vo presenta, si cabe, mayor importancia, pues la aplicación de la Cons-titución por parte de los jueces implica una transformación en el modode juzgar que a la postre conduce a un incremento del margen de dis-crecionalidad: allí donde entran en juego los principios constitucionalesaparece una exigencia de ponderación, esto es, una exigencia de justifi-cación racional de la decisión que sólo vale o resulta aceptable para elcaso concreto. Sobre este aspecto volveremos en el Capítulo II.

Es verdad que los jueces no actúan de manera arbitraria, intuitiva oguiándose por la simple corazonada. Como es sabido, ellos invocan cier-tos elementos de justificación, como la razonabilidad, la ponderación ola proporcionalidad; es más, el propio Tribunal Constitucional ha ele-vado esta exigencia de razonamiento, motivación y esfuerzo argumen-tativo a la categoría de condición de legitimidad o validez de las sen-tencias 136, pero este es el único límite; un límite que, a mi juicio, nogarantiza la unidad de solución correcta, aunque permita eliminar algu-nas soluciones abiertamente incorrectas 137.

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135 Parece indispensable recordar aquí el trabajo de E. GARCÍA DE ENTERRÍA,La lucha contra las inmunidades de poder en el Derecho Administrativo, Civitas,Madrid, 1974.

136 Vid. sobre estas y otras exigencias M. GASCÓN, La técnica del precedentey la argumentación racional, Tecnos, Madrid, 1993.

137 En palabras del Tribunal Constitucional, ante un conflicto entre principios oderechos fundamentales «se impone una necesaria y casuística ponderación» que en elcaso concreto otorgará preferencia a una u otra norma y que puede conducir a cualquierresultado, con el único límite de que la decisión final «hubiese sido claramente irrazo-nada», STC, 104/1986. He tratado más ampliamente este asunto en Constitucionalis-mo y positivismo, Fontamara, México, 1997, cap. IV, 3.

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El protagonismo judicial no es, pues, una moda pasajera fruto de ungremial afán competitivo por robar cuota de pantalla a los políticos (per-turbación psíquica que, de ser cierta, aquí no interesa), sino la cabal con-secuencia de la supremacía constitucional. El triunfo de la ponderaciónsobre la subsunción conduce a la preeminencia del juez. Primero, por-que en sentido estricto la ponderación es algo que puede hacer el juez,pero no el legislador: la ley contempla casos genéricos y no casos con-cretos, pudiendo establecer reglas favorables a uno u otro de los prin-cipios en eventual conflicto, pero sin dervirtuar a priori ninguno, puesello equivaldría a la violación de la Constitución; de manera que ellegislador podrá orientar la ponderación del juez, pero, aunque quiera,por su propia posición carece de facultades para sustituirle en esta labor,determinando la decisión que proceda a la vista del juego conjunto delos preceptos constitucionales y de las circunstancias del caso (dado queprecisamente no puede tener esa «visión»). Dicho de otro modo: losconflictos entre principios son resueltos por el juez en el caso concre-to, pero no pueden ser definitivamente cancelados por el legislador, pueseliminar la colisión con carácter general requeriría postergar un princi-pio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa unajerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente, supondríaasumir un poder constituyente que el legislador no ostenta. Y segundomotivo, porque aun aceptando que, en sentido amplio, el legislador tam-bién pondera cuando desarrolla la Constitución, su ejercicio de racio-nalidad queda en cualquier caso sometido al que realice el TribunalConstitucional, que siempre podrá ser requerido por un juez que consi-dere que la regla que debe aplicar vulnera un principio constitucionalrelevante para el caso.

Este es un problema cercano al que plantean las llamadas leyesinterpretativas: ¿puede una ley interpretar la Constitución, no en el sen-tido más obvio de concretarla en el curso de la acción política o nor-mativa, sino en el sentido de fijar con carácter general el significado desus términos, la solución de sus conflictos internos o la prelación de susdisposiciones? El Tribunal Constitucional, en una famosa sentencia,quiso ofrecer una respuesta negativa 138 y por lo demás objeto de nota-

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138 «Es cierto que todo proceso de desarrollo normativo de la Constitución impli-ca siempre una interpretación de los correspondientes preceptos constitucionales, rea-lizada por quien dicta la norma de desarrollo. Pero el legislador ordinario no puede dic-tar normas meramente interpretativas, cuyo exclusivo objeto sea precisar el únicosentido, entre los varios posibles, que deba atribuirse a una determinado concepto o pre-cepto de la Constitución, pues, al reducir las distintas posibilidades o alternativas deltexto constitucional a una sola, completa de hecho la obra del poder constituyente y sesitúa funcionalmente en su mismo plano... », STC 76/1983 a propósito del Proyecto deLey Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico.

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ble debate 139, si bien en otra posterior pareció rectificar, sosteniendoque el legislador, al operar sobre un concepto constitucional (en estecaso, el de flagrancia a efectos de entrada y registro domiciliario, art.18,2) desarrolla «la función que le corresponde de reflejar o formalizaren su norma el sentido de un concepto presente aunque no definido porla Constitución», por lo que «no cabe tachar de inconstitucional la for-malización legislativa del concepto de delito a efectos de la entrada endomicilios, y ello sin perjuicio de que esa regulación legal ha de respe-tar el contenido esencial...» 140.

Según creo, la cuestión está mal planteada y no conviene enredar-se en la difícil cuestión de hasta dónde una ley representa simplemen-te una interpretación (buena o mala, esa es otra cuestión) de la Consti-tución, y a partir de qué momento se trasforma en una ley «meramenteinterpretativa» que, con carácter general, pretende reducir o precisar lossignificados de una disposición, eliminando así otras posibilidades inter-pretativas. La ley puede interpretar la Constitución, y punto; su validezdependerá, no del hecho de interpretarla, sino del contenido de esa inter-pretación, que estará fuera o dentro de los márgenes de significado queel Tribunal Constitucional atribuya al precepto constitucional exami-nado 141. Lo que la ley no puede intentar en modo alguno es erigirse enuna interpretación auténtica 142, esto es, en una interpretación dotada delmismo valor que el texto interpretado, y esto por la sencilla razón de noser el poder legislativo lo mismo que el poder constituyente. A mi jui-cio, la consecuencia en estos casos será la no vinculatoriedad de aque-llos significados legales que anulen o cierren el paso a la operatividadde los significados constitucionales relevantes para el supuesto concre-to, impidiendo su ponderación por parte del juez. En nuestro sistema eljuez ordinario no está autorizado a dictar sentencias contra legem, perotampoco viene obligado a dictarlas ciegamente secundum legem y, portanto, si su fallo depende de la opción adoptada por la interpretación dellegislador y considera que ésta conduce a un resultado incompatible conalgún significado constitucional, deberá plantear la correspondientecuestión ente el Tribunal Constitucional; resultado incompatible que

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139 Vid., por ejemplo, los comentarios de S. MUÑOZ MACHADO, L. PAREJO yP. CRUZ en la Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 9, 1983, págs. 117 y ss.

140 STC 341/1993, de 18 de noviembre.141 Esta fue la tesis de la ya citada sentencia 341/1993: la inconstitucionalidad de

la ley obedecía, no a que pretendiese interpretar el concepto constitucional de flagran-cia, sino a que lo hacía mal; a que el contenido de esa norma interpretativa no era con-forme al contenido del precepto fundamental.

142 Sobre la interpretación auténtica de la Constitución vid. las consideracionesde R. GUASTINI, «Specificità dell´interpretazione costituzionale?», pág. 173.

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puede apreciarse bien porque en general el enunciado en cuestión noadmita ninguna interpretación conforme a la Constitución, bien porqueen el caso concreto su toma en consideración impediría el pleno juegohermeneútico de alguno de sus preceptos.

Y, a propósito del Tribunal Constitucional, se atribuye a cierto profe-sor la ingeniosa frase de que «en España sólo hay un Tribunal Supremoy no se llama Supremo». Es verdad que el juicio abstracto de leyes, pro-puesto por el estricto modelo kelseniano como única competencia de laJusticia constitucional, ha sido hoy ampliamente superado o comple-mentado, de manera que por diversos motivos 143 el Tribunal Constitu-cional lleva camino de convertirse en el Tribunal de la supercasación. Sinembargo, no es sólo esto: es que, además de legislador negativo y juezordinario, el Tribunal cede a veces a la tentación de convertirse en legis-lador positivo. Esto es lo que sucede manifiestamente en las sentenciasaditivas o manipulativas que operan sobre la disposición legal, pero nopara eliminarla por inconstitucional, sino para mantenerla haciendo aña-didos o alteraciones en el propio enunciado 144. Y, en cierto modo, ocurretambién con el conjunto de las sentencias si entendemos, como sostieneun amplio sector doctrinal, que la ratio decidendi no vale únicamentecomo precedente autorizado, sino que tiene el mismo valor que el fallo,es decir, el valor de la ley 145. Con lo cual el legislador no sólo encuentraen el Tribunal un límite a su actuación, sino también un competidor.

Que este panorama puede propiciar un activismo judicial, una juris-prudencia abiertamente valorativa en la que cada juez busque a su modola justicia del aquí y ahora, es algo indudable, y no es nada ocioso adver-tir contra ese riesgo 146. Sin embargo, las propuestas que ultimamente seescuchan para domeñar a los jueces y restaurar la «dignidad» del legis-lador tampoco son de recibo. El mantenimiento de un sistema jurídicoque se quiera coronado por una Constitución como la descrita tiene quepagar ese precio, un precio que supone confiar a los jueces la últimapalabra sobre la ley y, en general, sobre la legitimidad de toda norma odecisión. La ley conserva un ancho espacio de libertad política, que noes otro que el espacio que permite la Constitución, eso sí, interpretada

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143 Pensemos en el recurso de amparo y en la cuestión de inconstitucionalidad,pero también en las sentencias interpretativas que le indican al juez cómo debe o nodebe interpretar las leyes.

144 Vid. M. GASCÓN, «La justicia constitucional: entre legislación y jurisdic-ción», en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 41, 1994, págs. 63 y ss.

145 Me remito a lo dicho en «Notas sobre la interpretación constitucional», enRevista del Centro de Estudios Constitucionales, n.º 9, 1991, págs. 175 y ss.

146 Vid. L. DIEZ-PICAZO, «Constitución, ley, juez», Revista Española de Dere-cho Constitucional, n.º 15, 1985.

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por los jueces y, en último término, por el Tribunal Constitucional; perola ley ha perdido definitivamente su autonomía porque sencillamenteha dejado de ser la fuente suprema del Derecho. Desde la perspectivadel legalismo, el balance puede parecer desastroso, pero en realidadresulta más equilibrado de lo que aparenta, no sólo porque el legisladordispone de un indiscutible margen para desarrollar sus proyectos sininterferencias, sino también porque la actividad judicial responde a unasfórmulas distintas y mucho más angostas que las que gobiernan la acti-vidad legislativa 147; no es cierto que el juez pueda competir siempre yen todos los terrenos con el legislador, aunque, según parece, cuando lohace juega con todos los triunfos en su mano.

Por ello, me parecen difícilmente comprensibles aquellas posicio-nes que, sin mencionar siquiera a la Constitución, sostienen que «larenovación de los estudios sobre legislación» debe conducir a una espe-cie de rehabilitación de la ley, que haga de ella «el criterio relevante»para la resolución de cualquier controversia; en especial si se acompa-ña de una segunda rehabilitación consistente en desempolvar el criteriode interpretación subjetivista o de indagación de la voluntad del legis-lador 148, haciendo de ésta el recurso «prioritario de interpretación de lasnormas» 149. No se entiende bien, en primer lugar, por qué el estudiosobre un objeto (la teoría de la legislación, por ejemplo) ha de ponerseal servicio del objeto mismo, la preeminencia de la ley dentro del sis-tema jurídico en este caso. Pero es que, sobre todo, en segundo térmi-no, una aproximación como la comentada parece olvidar por completola transformación del Estado legislativo en Estado constitucional y elconsiguiente desplazamiento parcial del legislador en favor del juez,cuyo protagonismo no responde a ningún escepticismo ante las reglas,ni se mueve sólo en las zonas marginales dejadas por el legislador 150,sino que se basa justamente en la existencia de una Constitución nor-mativa repleta de disposiciones materiales o sustantivas. De haber algún«crietrio prioritario» de interpretación, éste no puede ser sino el de lainterpretación más conforme a la Constitución, aunque sólo sea porquesi una ley no admite ninguna interpretación conforme a la Constitución,sencillamente carece de validez.

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147 Me refiero a las características que definen la pasividad procesal, de lo queme ocupé en Ideología e interpretación jurídica, citado, pág. 110 y s.

148 Digo desempolvar porque este fue el argumento predilecto bajo el régimen demonarquía absoluta, vid. G. TARELLO, L´interpretazione della legge, Giuffrè, Mila-no, 1980, págs. 364 y ss; también P. SALVADOR CODERCH, «Los materiales prele-gislativos. Entre el culto y la polémica», en La compilación y su historia, citado, págs.447 y ss.

149 V. ZAPATERO, «De la jurisprudencia a la legislación», citado, págs. 777 y 781.150 Como sostiene V. ZAPATERO en el trabajo últimamente citado, pág. 778.

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En resumen, cesión de soberanía en favor de las instituciones euro-peas, creciente asunción de competencias legislativas por parte de lasComunidades Autónomas, mantenimiento de la permanente rivalidaddel Reglamento, revitalización de las fuentes sociales, crisis de los ras-gos de racionalidad propios de la fórmula codificadora y protagonismojudicial como exigencia del Estado constitucional: este es el marco enel que hoy ha de moverse la ley. Si hace ya tiempo que pudo darse porperdida la fe ilustrada en las virtudes racionales de la ley, en suomnisciencia, quizás haya llegado el momento de perder también la feen su omnipotencia. Sobre esta base, y no sobre otra más luminosa quehaga abstracción de la importancia de estos fenómenos, me parece quepuede retomarse hoy el cultivo de la vieja «ciencia de la legislación»;una ciencia cuya primera asignatura ha de tener por objeto el estudio deuna validez que ya no se cifra sólo en el cumplimiento de ciertos requi-sitos formales, como básicamente ocurría en el Estado legislativo uni-tario, sino en el ajuste de la ley a un complejo entramado de normassuperiores que distribuyen una competencia hoy compartida y que,sobre todo, diseñan un contenido de principios y derechos que condi-cionan de manera decisiva la acción del legislador.

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1. Preliminar

Tal vez los principios sean uno de los últimos y más vistosos artifi-cios fabricados por los juristas, capaces de servir por igual a malabaris-mos conceptuales que a propósitos ideológicos, de valer lo mismos paraestimular una cierta racionalidad argumentativa que para encubrir las másdisparatadas operaciones hermeneúticas. Y quizá por ello los principiosno gozan de la misma fama u opinión en todos los círculos jurídicos: laactual filosofía del Derecho creo que mayoritariamente saluda con satis-facción esta rehabilitación principialista, acaso porque encuentra en ellauna cierta reacción antipositivista; aunque, por las mismas razones, otrosven en los principios una novedad peligrosa, cuando no una forma de con-trabando ideológico 151. Asimismo, en el mundo forense y de la dogmáti-ca jurídica las opiniones tampoco parecen unánimes: si algunos temenque los principios se conviertan en una fuente inagotable de activismojudicial, otros elogian sus virtualidades como instrumentos de control sus-tancial frente a un Gobierno o Parlamento eventualmente desbocados152.

151 Sin duda, el gran adalid de los principios es R. DWORKIN, quien los enar-bola como bandera de una nueva concepción del Derecho superadora tanto del positi-vismo jurídico como del utilitarismo moral, que él concibe como dos caras de unamisma moneda. Vid. singularmente Los derechos en serio(1977), trad. de M. Guasta-vino con un estudio preliminar de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1984. En una lineasemejante, si bien a mi juicio con planteamientos más meditados, vid. R. ALEXY, Teo-ría de los derechos fundamentales y El concepto y la validez del Derecho, ambos yacitados. Una posición mucho más escéptica a propósito de los principios puede encon-trarse en la tradición positivista; por ejemplo, en H. HART, «El nuevo desafío al posi-tivismo jurídico», Sistema, n.º 36, 1980; y en G. CARRIÓ, Principios jurídicos y posi-tivismo jurídico, A. Perrot, Buenos Aires, 1970.

152 Aunque cada día está menos justificado distinguir entre teóricos y dogmáti-cos del Derecho, la división que comentamos en la nota precedente encuentra su refle-

II. DIEZ ARGUMENTOS A PROPÓSITODE LOS PRINCIPIOS

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Seguidamente, trataré de desarrollar diez argumentos a propósito delos principios. He escogido esta fórmula expositiva porque creo que losprincipios no constituyen una doctrina coherente y más o menos unitaria,susceptible de aceptación o rechazo global, sino un nuevo tópico bajo elque se desarrollan ideas o argumentos de muy diverso género; algo asícomo un nombre que designa cosas muy diferentes. Concretamente y dis-puestos a resumirlo en pocas palabras, bajo la invocación principialistaparece posible adivinar lemas tan diferentes como los siguientes: más juezque legislador, más pensamiento problemático que razonamiento lógico,más Derecho que ley, más moralidad que Derecho, más pluralismo ide-ológico que coherencia axiológica, más integración de las diferencias queuniformidad política; en fin, me parece también que algo menos de rela-tivismo ilustrado y bastante más de obligación de obediencia al Derecho;para decirlo en palabras de Zagrebelsky, un Derecho dúctil en lugar deun Derecho a secas. A su vez, estos diez argumentos serán expuesto deuna forma bastante resumida y hasta excesivamente rotunda, al menospor dos motivos: primero, porque he tenido oportunidad de exponer mipunto de vista en varios lugares, e incluso de enriquecerlo merced a la crí-tica de algunos colegas 153; y, sobre todo, porque son tantos y tan rele-vantes las cuestiones vinculadas a la actual discusión sobre los principiosque resulta imposible ensayar aquí una explicación más pormenorizada.

2. La expresión «principio» es tan imprecisa que acaso convengaprescindir de ella

Ni en el lenguaje del legislador, ni en el de los jueces, ni en el dela teoría del Derecho existe un empleo mínimamente uniforme de la

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jo en los juristas más centrados en el estudio del Derecho positivo. Así, un firme defen-sor de los principios es E. GARCÍA DE ENTERRÍA; vid., por ejemplo, Reflexionessobre la ley y los principios generales del Derecho, Civitas, Madrid, 1984. En cambio,uno de los primeros en advertir sobre los riesgos del principialismo constitucional fueL. DIEZ-PICAZO, «Constitución, ley, juez», citado.

153 Me remito, por tanto, a mis trabajos Sobre principios y normas. Problemasdel razonamiento jurídico, C. E. C., Madrid, 1992, y «Dúplica a los profesores ManuelAtienza y Juan Ruiz Manero», Doxa, n.º 13, 1993, cuya posición, en su día expresadaen distintos artículos, aparece hoy en Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciadosjurídicos, Ariel, Barcelona, 1996, Capítulo I. Con posterioridad he vuelto sobre el temaen el capítulo XIV de las Lecciones de Teoría del Derecho, con J. BETEGÓN, M. GAS-CÓN y J. R. DE PÁRAMO, citado. Finalmente, creo que uno de los estudios más escla-recidos sobre la cuestión de los principios es la tesis doctoral de A. García Figueroaque, con el título de Principios y positivismo jurídico, aparecerá próximamente en laeditorial del Centro de Estudios Constitucionales. Las referencias que haré a esta obrase remiten a las páginas de la tesis doctoral.

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expresión «principios», hasta el punto de que, recordando la termi-nología de Hart, cabe decir que aquí la «zona de penumbra» resultamás amplia que el «nucleo de certeza». Por ejemplo, reciben el nom-bre de pricipios las normas que se suponen axiológicamente más fun-damentales (la libertad o la justicia), las más generales o que inspi-ran amplios sectores del ordenamiento (la autonomía de la voluntaden Derecho privado o el principio de culpabilidad en Derecho penal),las que indican los fines de la acción estatal (el bienestar o el plenoempleo), las más vagas o que presentan indeterminado el supuestode hecho de su aplicación (la igualdad), las que recogen algunos tópi-cos interpretativos (lo accesorio sigue a lo principal, argumento a for-tiori), etc.

Ante una gama tan amplia de significados y sirviendo a tan diver-sos objetivos, creo que lo más saludable es prescindir del nombre y aten-der a las cosas que en cada caso pretenden designarse, es decir, atendera los significados que realmente resultan relevantes y que, incluso aveces, pueden no aparecer bajo la denominación de principios. Por eso,las frecuentes polémicas acerca de los principios pueden en ocasionesser engañosas, ya que en realidad se discute sobre cosas distintas.

Aquí nos proponemos ofrecer sucinta noticia acerca de cuatro gran-des problemas conectados al vocablo principios, a saber: si, y en quésentido, los principios generales del Derecho constituyen una de las lla-madas fuentes del Derecho, si existen diferencias morfológicas dentrodel universo de las normas, si algunas técnicas interpretativas justificanque ciertas normas se denominen principios precisamente cuando sepresentan como el objeto de tales técnicas, y si la moralidad está unidaal Derecho a través de alguna clase de normas.

3. Los principios generales del Derecho no existen como fuenteanterior a la interpretación

Si entendemos literalmente que las fuentes del Derecho son la ley,la costumbre y los principios generales del Derecho, entonces con todaprobabilidad los llamados principios generales aluden a una entidad fan-tástica. En efecto, si bien es frecuente expresarse en estos términos,cuando se dice encontrar un «principio general» en la Constitución 154,en la ley o en la jurisprudencia es que justamente ya no estamos en pre-sencia de una norma «principial», sino constitucional, legal o jurispru-

DIEZ ARGUMENTOS A PROPÓSITO DE LOS PRINCIPIOS 49

154 Por ejemplo, la temprana STC de 2 de febrero de 1981 habla expresamentede «los principios generales del Derecho incluidos en la Constitución».

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dencial. Por tanto, necesariamente un «principio general» ha de ser algodistinto; pero ¿cabe algo distinto?

Desde una concepción positivista del Derecho, la respuesta me pare-ce que ha de ser negativa; salvo que creamos en realidades metafísicasy, con ello, abracemos algún género de iusnaturalismo, el Derecho comofenómeno empírico no puede expresarse más que a través de la ley (ensentido amplio) o de la costumbre (incluida la judicial). Aceptar queexisten normas que todavía no son ley (enunciados lingüísticos) ni cos-tumbre (prácticas sociales), equivaldría a reconocer que existe un Dere-cho carente de una voluntad normativa que lo respalde. En realidad,bajo los llamados principios generales del Derecho no se esconde másque un llamamiento a la producción jurídica por vía de razonamiento oargumentación, suponiendo que se pueden obtener normas a partir denormas 155. Naturalmente, ello sólo puede mantenerse al precio de reco-nocer que el razonamiento jurídico no sólo sirve para describir el Dere-cho, sino también en cierto modo para crearlo; reconocimiento que nosólo es problemático para quienes mantengan una separación rigurosaentre voluntad y razón 156, sino que además colisiona frontalmente conla idea tradicional de que el jurista «encuentra» la norma en alguna delas fuentes del Derecho, sin poner nada de su parte. Los principios gene-rales del Derecho, al igual que el muy cercano argumento analógico,constituyen, pues, una caso de creación de Derecho en sede interpreta-tiva. Esto significa que las fuentes del Derecho no son en pie de igual-dad la ley, la costumbre y los principios generales, sino más bien la ley,la costumbre y sus consecuencias interpretativas. Que esas consecuen-cias puedan presentarse en algún caso como consecuencias lógicas esuna cuestión en la que no procede detenerse 157

Sí conviene advertir, sin embargo, que si los principios son normasde carácter reformulatorio, entonces difícilmente pueden servir a lamisión básica para la que fueron concebidos, colmar las lagunas deja-

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155 Vid. R. GUASTINI, «Produzione di norme a mezzo di norme. Un contributoall´analisi del ragionamento giuridico», en L. Gianformaggio y E. Lecaldano (eds. ),Etica e diritto. La via della giustificazione racionale, Laterza, Bari, 1986, pág. 173 y s.

156 Como advierte Kelsen, «una razón que crea normas es una razón que conocey al mismo tiempo que quiere, es a la vez conocer y querer. Esta es la noción contra-dictoria de la razón práctica», «Justicia y Derecho natural», en H. KELSEN, N. BOB-BIO y otros, Crítica del Derecho natural, trad. de E. Díaz, Taurus, Madrid, 1966.

157 Aludo a si, junto al criterio de legalidad, cabe hablar en el sistema jurídico deun criterio de deducibilidad en orden a establecer la pertenencia de las normas al orde-namiento, vid. A. CARACCIOLO, El sistema jurídico. Problemas actuales, C. E. C.,Madrid, 1988, págs. 57 y ss. ; J. J. MORESO y P . E. NAVARRO, Orden jurídico y sis-tema jurídico, C. E. C., Madrid, 1993, págs. 37 y ss.

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das por la ley o la costumbre. Como escribe García Figueroa, «la ela-boración de principios generales del Derecho esatá atribuida a la cien-cia jurídica, sin que ésta pueda modificar la base del sistema», es decir,sin que pueda crear normas. «Sin embargo, tal modificación es preci-samente lo que se requiere de los principios cuando son llamados in ulti-mum subsidium para la integración del sistema» 158

4. ¿Cómo entender los principios explícitos?

Pero, con independencia de la terminología que se utilice, es evi-dente que cuando se alude a los principios no siempre se piensa en losprincipios generales del Derecho tal y como han sido descritos; mejordicho, casi nunca se piensa en ellos, sino más bien en ciertas normasconstitucionales, legales o jurisprudenciales que, no se sabe muy bienpor qué, reciben el nombre de principios. Justamente, a propósito de losprincipios constitucionales se desarrolló en otra época una acaloradapolémica acerca de su valor o fuerza jurídica 159, que hoy puede consi-derarse por completo superada: los principios recogidos en enunciadosnormativos tienen el valor jurídico propio de las fuentes que los reco-nocen, ni más ni menos. Con ello nos sale al paso un problema ulterior,que es el que ocupa los actuales esfuerzos de la teoría del Derecho: silos principios son normas, ¿merece la pena acuñar una categoría inde-pendiente?, la reiterada y casi machacona invocación a los principiosque hoy se observa, ¿debe cargarse al capítulo no pequeño de la vacíaretórica jurídica o, por el contrario, existe dentro del universo de las nor-mas una tipología específica, la de los principios, diferente del resto delas normas, que llamaríamos entonces reglas? De entrada, convienesubrayar que aquí ya no cabe la respuesta tradicional de que los princi-pios son las normas más fundamentales, más generales o más vagas,pues tales características son graduales, no permiten trazar una distin-ción rigurosa y además no tienen por qué concurrir conjuntamente enun mismo enunciado. De ser esta la diferencia, carecería de relevanciaalguna.

Quienes sostienen que, dentro del Derecho, existen dos clases deingredientes sustancialmente distintos, las reglas y los principios, debenmostrar que hay alguna diferencia estructural o morfológica entreambos, que es posible identificar algún rasgo que esté presente siempre

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158 A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, citado, pág. 153.159 De ello da noticia el ya citado libro de G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúc-

til, pág. 111 y s.

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que usamos la expresión principios (al menos, que la usamos en ciertosentido) y que nunca aparece cuando utilizamos la expresión reglas. Si,por el contrario se sostiene que unos mismos enunciados pueden ope-rar a veces como reglas y a veces como principios, pero que esa opera-tividad o manera de funcionar es sustancialmente distinta, entonces ladiferencia cualitativa no tendrá su origen en el Derecho, sino en el razo-namiento o, como prefiere decir Alexy, en el lado activo y no en el ladopasivo del Derecho 160; reglas y principios no aludirán a dos clases deenunciados normativos, sino a dos tipos de estrategias interpretativas.

5. Los principios como normas abiertas. El caso de la igualdad

En una aproximación muy elemental cabe decir que la norma jurí-dica se compone de tres elementos: el llamado supuesto de hecho odeterminación fáctica (el que matare, el que comprare), el nexo deón-tico o cópula de deber ser (será castigado, deberá pagar) y la determi-nación o consecuencia jurídica (X años de cárcel, el precio). Pues bien,a veces reciben el nombre de principios aquellas normas que carecen oque presentan de forma fragmentaria la determinación fáctica, es deciraquellas normas que, incluso eliminados los problemas de imprecisióno vaguedad, no podemos saber a ciencia cierta cuándo han de ser apli-cadas. Si no me equivoco, esto es lo que se quiere decir cuando se afir-ma que las reglas son cerradas y los principios son abiertos. Una normaes cerrada cuando resulta factible determinar exhaustivamente lossupuestos de hecho de su aplicación y, por tanto, también sus posiblesexcepciones: «el que matare... salvo que sea menor de edad, actuase enlegítima defensa», etc. En cambio, una norma es abierta cuando carecede un catálogo exhaustivo de supuestos en que procede o queda exclui-da su aplicación 161; por ejemplo, a la luz del art. 14 C.E., es imposiblesaber cuándo viene exigido un tratamiento igual ni cuándo se autorizaun tratamiento desigual.

En efecto, la igualdad constituye un ejemplo paradigmático de normaabierta, o sea, de uno de los sentidos en que se usa la expresión principio.Los españoles son iguales ante la ley, pero determinar qué elementos orasgos de hecho obligan a un tratamiento igualitario a ciertos efectos esalgo que no nos suministra la norma, sino que requiere un juicio de razo-

52 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

160 Vid. R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, citado, pág. 173.161 En palabras de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO, «en las reglas las pro-

piedades que conforman el caso constituyen un conjunto finito y cerrado, (mientras que)en los principios no puede formularse una lista cerrada de las mismas», Las piezas delDerecho, citado, pág. 9

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nabilidad: «toda igualdad es siempre, por eso relativa, pues sólo en rela-ción con un determinado tertium comparationis puede ser afirmada onegada», y la fijación de ese tertium «es una decisión libre, aunque noarbitraria, de quien juzga» 162. El principio de igualdad se traduce con elloen una exigencia de fundamentación racional de los juicios de valor queson inexcusables a la hora de conectar determinada situación fáctica a unacierta consecuencia jurídica; las igualdades y desigualdades de hecho noson más que el punto de partida para construir por vía interpretativa igual-dades y desigualdades normativas, pues el enunciado literal de la igual-dad (art.14) tan sólo nos proporciona una orientación que siempre ha deser completada por el razonamiento jurídico.

Es más, incluso los «criterios prohibidos» (la raza, el sexo o la reli-gión) son también relativos. Como ha reconocido el Tribunal Constitu-cional, «si esta carga de la demostración del carácter justificado de ladiferenciación es obvia en todos aquellos casos que quedan genérica-mente dentro del general principio de igualdad..., tal carga se torna aúnmás rigurosa en aquellos otros casos en que el factor diferencial es pre-cisamente uno de los típicos que el artículo 14 concreta» 163. Se torna másrigurosa, pero en modo alguno deviene superflua: cuando concurre unode esos criterios no reaparece la subsunción, sino que aún puede justifi-carse el tratamiento desigual mediante un especial esfuerzo argumenta-tivo; luego tampoco podemos decir con absoluta certeza que los «crite-rios prohibidos» excluirán siempre una diferenciación normativa 164.

Ahora bien, esta caracterización, ¿justifica la acuñación de una enti-dad normativa sustancial o cualitativamente distinta? Algunos lo hannegado con distintos argumentos 165; tal vez el más atractivo es que,desde el punto de vista de la interpretación, el esfuerzo argumentativoy el género de valoraciones que son necesarias para eliminar la vague-dad de una regla cerrada no difiere en lo fundamental del que se requie-re para «cerrar» un principio abierto 166; determinar que en el caso con-creto concurrió legítima defensa porque los medios usado para repeler

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162 F. RUBIO LLORENTE, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Cons-titucional», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 31, 1991, pág. 12 y s. ;ahora en La forma del poder..., citado, págs. 637 y ss.

163 STC 81/1982.164 Sobre la igualdad vid. más ampliamente el Capítulo III.165 De nuevo me remito al libro Sobre principios y normas, pág. 33 y s. ; también

al capítulo XIV de las Lecciones de Teoria del Derecho, con J. BETEGÓN, M. GAS-CÓN y J. R. DE PÁRAMO, citado. Vid. también la crítica de A. GARCÍA FIGUE-ROA, Principios y positivismo jurídico, citado, págs. 153 y ss.

166 Vid. J. C. BAYÓN, La normatividad del Derecho: deber jurídico y razonespara la acción, C. E. C., Madrid, 1991, pág. 360.

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la agresión fueron adecuados y proporcionados y, por tanto, que quedadesplazada la regla que castiga el homicidio, supone también una pon-deración no muy distinta de la que se requiere para determinar, tambiénen el caso concreto, que una diferencia normativa resulta adecuada yproporcional a la diferencia de hecho que la pretende justificar.

Pero veámoslo con un ejemplo relativo a la propia igualdad. Quelos españoles son iguales ante la ley es un principio abierto, pero quelos trabajadores no deben ser discriminados por motivos religiosos pare-ce más bien una regla cerrada (art. 4.2 c. del Estatuto de los Trabajado-res), dado que aquí sabemos con certeza el supuesto de hecho (existen-cia de una relación laboral conectada a la pluralidad de credosreligiosos) y la consecuencia jurídica (igualdad de trato). Ahora bien,en la hipótesis de una relación laboral dudosa (por ejemplo, un «men-sajero»), la estrategia interpretativa puede ser doble: cabe plantear, enprimer término, si el sujeto en cuestión es un trabajador o si analógica-mente merece ser tratado como tal, en cuyo caso la consecuencia de laregla es clara; pero, aun rechazando la aplicación del Estatuto de losTrabajadores, todavía cabe plantear si el principio de igualdad es rele-vante en la relación jurídica del caso, que ya no sería un contrato de tra-bajo, sino uno civil de arrendamiento de servicios. En otras palabras,eliminar la vaguedad del concepto de trabajador en orden a la prohibi-ción de una discriminación por motivos religiosos me parece del todoequivalente a cerrar la apertura del principio de igualdad a fin de incluiren el mismo a quienes prestan sus servicios en virtud de un contrato dearrendamiento.

6. Los principios como mandatos de optimización

Un uso por completo diferente aparece en los llamados principiosprogramáticos o directrices políticas, pues aquí la indeterminación nopesa sobre el supuesto fáctico, sino sobre la consecuencia jurídica. Uncaso ejemplar nos lo ofrece el artículo 49 C.E.: «Los poderes públicosrealizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e inte-gración de los disminuidos físicos, sensoriales y psiquicos...». Es posi-ble conocer perfectamente en qué situaciones es relevante el precepto,los casos de minusvalías 167, pero, en cambio, permanece en la nebulo-sa qué clase de concreta obligación corresponde a los poderes públicos;

54 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

167 Sin duda, también el concepto de minusválido es impreciso y discutible, perose diferencia del mandato de igualdad en que, eliminada la vaguedad, el precepto cons-titucional se aplica a un universo finito de personas o situaciones.

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éstos han de realizar «una política de previsión...», pero ¿a partir de quénivel o grado de «empeño político» cabe decir que el precepto ha sidocumplido?

Por ello, en esta acepción, los principios son calificados como«mandatos de optimización, que están caracterizados por el hecho deque pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida debida desu cumplimiento no sólo depende de las posibilidades reales sino tam-bién de las jurídicas» 168. Las posibilidades jurídicas vienen dadas porel hecho de que en el caso concurra o no otra norma de sentido contra-rio, y de ello nos ocuparemos luego. La indeterminación de lo queAlexy llama «posibilidades fácticas» expresa la peculiaridad de lasdirectrices, a saber: que estas normas no prescriben una conducta con-creta, sino sólo la obligación de perseguir ciertos fines cuya plena satis-facción tampoco se exige 169.

Por cierto que también otras normas que no son directrices sugie-ren una posibilidad de graduación; así las que exigen una determinadadiligencia o las que sancionan la negligencia es evidente que admitenun cumplimiento gradual. Sin embargo, la diferencia estribaría en queestas últimas normas requieren siempre para cada caso un exacto nivelde cumplimiento, con independencia de que resulte difícil fijarlo: o seactuó con la diligencia debida o no se actuó diligentemente. Las direc-trices, en cambio, no requieren un grado preciso de cumplimiento 170.

7. Los principios de la justicia y los principios de la política

En líneas generales, cabe decir que los principios entendidos comonormas abiertas expresan derechos, son justiciables o propios de la

DIEZ ARGUMENTOS A PROPÓSITO DE LOS PRINCIPIOS 55

168 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 86.169 Vid. M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO, Las piezas del Derecho, citado,

pág. 11.170 Por eso, cabe decir que las directrices no son «conceptos jurídicos indetermi-

nados», al menos tal y como estos aparecen perfilados por la doctrina. Vid., por ejem-plo, E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lucha contra las inmunidades de poder en elDerecho Administrativo, citado, pág. 35 y s. ; F. SAINZ MORENO, Conceptos jurídi-cos, interpretación y discrecionalidad administrativa, Civitas, Madrid, 1976. Con todo,y aun cuando se requeriría un estudio más detenido, en mi opinión la diferencia entrelos conceptos jurídicos indeterminados y las directrices deriva de ciertos aspectos ins-titucionales relativos al control judicial, más que de una cuestión sustantiva: existendistintos grados de diligencia en la actuación de un ciudadano como existen distintosgrados en la protección que los poderes públicos deben brindar a los minusválidos, yen ambos casos cabría establecer (discrecionalmente, claro está) un límite por debajodel cual las obligaciones correspondientes resultan incumplidas.

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jurisdicción, mientras que los principios como mandatos de optimi-zación expresan intereses y son propios de la política o legislación.Los primeros despejan el interrogante de «qué debemos hacer» aun-que resulte indeterminado cuándo debemos hacerlo, mientras que lossegundos ni siquiera informan de la concreta acción debida y, portanto, no imponen una genuina obligación. Pretender la aplicación deun principio abierto es invocar un derecho y la tarea de «cerrarlo» esuna tarea típicamente judicial ya que viene a concretar el supuesto dehecho al que es aplicable una norma ya existente. Pretender la apli-cación de una directriz es defender un interés o programa político,pues supone que se dicte una norma que establezca los medios paraalcanzar un fin valioso.

Desde luego, esto no significa que las directrices no puedan sertomadas en cuenta por la jurisdicción; el propio artículo 49 lo es en lasentencia relativa a la despenalización del aborto 171; el principio «pro-mocional» del artículo 9.2 aparece invocado como fundamento de laasistencia gratuita de letrado 172; el principio de «protección frente a lanecesidad» sirve nada menos que para considerar caduco un modelo deSeguridad Social basado en criterios contributivos 173, etc. Sin embar-go, y a reserva de lo que se diga en el próximo capítulo, parece que deaquí no cabe derivar un reconocimiento genuino de pretensiones sub-jetivas a partir únicamente de las directrices constitucionales 174, pues,entre otras cosas, ello representaría una intromisión exorbitante de laJusticia en el ámbito de la llamada dicrecionalidad legislativa 175. El Tri-bunal Constitucional así lo ha manifestado con insistencia: «es claroque corresponde a la libertad de configuración del legislador articularlos instrumentos, normativos o de otro tipo, a través de los que hacerefectivo tal mandato constitucional (la protección de la familia), sin queninguno de ellos resulte a priori constitucionalmente obligado» 176; lospoderes públicos han de mantener un régimen de Seguridad Social(art.41), pero «disponiendo el legislador de libertad para modular laacción protectora del sistema» 177.

56 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

171 STC 53/1985.172 STC 42/1982.173 STC 103/1983.174 Y esto es lo que, a mi juicio, quiere decir el art. 53, 3.º C. E. cuando, con una

redacción no muy afortunada, afirma que los principios rectores de la política social yeconómica (Capítulo III, Título I C. E. ) «sólo podrán ser alegados ante la jurisdicciónordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen».

175 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 410 y s.176 STC 222/1992.177 STC 37/1994.

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Por ello, y aun cuando serían precisas mayores matizaciones, cabedecir que las directrices o mandatos de optimización sirven más parajustificar y «defender» ciertas normas ya existentes que para exigir quese dicten otras nuevas; ofrecen cobertura a la política del legislador odel gobierno, pero no imponen ninguna política concreta. Sin duda, enello influye la incapacidad del Tribunal Constitucional (a veces des-mentida, como sabemos) para operar como un legislador positivo, perocreo que también la indeterminación de la consecuencia u obligaciónjurídica que caracteriza a estos preceptos: que el «pleno empleo» seaun objetivo constitucional proporciona cobertura a ciertas políticas queacaso puedan lesionar otros derechos o intereses, y que resultarían intro-misiones injustificadas de no existir ese principio-directriz, pero en puri-dad no obliga a desarrollar ninguna concreta política.

8. La colisión de reglas y la colisión de principios

Según una cierta opinión, no imcompatible con las anteriores, la dis-tinción entre reglas y principios adquiere todo su interés cuando se com-para su distinto modo de entrar en conflicto. La diferencia estribaría enlo siguiente: los principios poseen una característica que está ausenteen las normas, que es su «peso» o «importancia» y, por ello, cuando dosprincipios se interfieren o entran en conflicto, ambos siguen siendo váli-dos, por más que en el caso concreto se conceda preferencia a uno deellos; lo que no ocurre con las reglas «donde no podemos decir que unanorma sea más importante que otra dentro del sistema», y de ahí que«si se da un conflicto entre dos normas, una de ellas no puede ser váli-da» 178. Hasta tal punto esta idea se considera fundamental que algunospiensan que, si en una colisión entre principios, uno de ellos no essiquiera tomado en consideración, tampoco cabe decir que es aplicadoel otro principio: «en realidad viene aplicada una regla» 179.

Este argumento ha sido particularmente desarrollado por Alexy. Elautor alemán insiste en que un conflicto de reglas sólo admite una de estasdos soluciones: o bien se declara inválida una de las reglas, o bien se intro-duce una claúsula de excepción que elimine el conflicto, de manera queuna de las reglas cederá siempre en presencia de la otra; en cambio, unacolisión entre principios no se traduce en una pérdida de validez de algu-no de ellos, sin que sea preciso tampoco formular una claúsula de excep-

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178 R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 78.179 L. GIANFORMAGGIO, Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli,

Torino, 1986, pág. 117.

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ción con carácter general. Ciertamente, esto no significa que se apliquensimultaneamente ambos principios, sino sólo que «bajo ciertas circuns-tancias, la cuestión de la precedencia puede ser solucionada de otra mane-ra» 180. Pero, ¿cómo decidir en cada caso? La respuesta encierra el nucleode la distinción entre reglas y principios: el conflicto se resuelve median-te la «ley de colisión», que es la ponderación, es decir, «teniendo en cuen-ta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una rela-ción de preferencia condicionada»181; pues si se estableciese una relaciónde precedencia absoluta o incondicionada estaríamos en realidad formu-lando una excepción a una de las normas, que sería, por tanto, una regla.

Veámoslo con más calma. Imaginemos la norma (N1) que recono-ce la libertad de expresión y la norma (N2) que obliga a todos a guar-dar el debido respeto a las autoridades. Es obvio que tales normas pue-den entrar en colisión (así, en el delito de desacato). Pues bien, siaceptamos un criterio de precedencia que siempre otorgue prioridad aN1 o N2 nos hallaremos ante un conflicto de reglas y dicho criterioequivaldrá, en realidad, a una excepción: rige N1, salvo que se dé N2;o rige N2, salvo que se dé N1. En cambio, si aceptamos que en ciertoscasos prevalece N1 y que en otros lo hace N2, entonces nos encontra-mos ante una colisión de principios, que debe solucionarse mediante laponderación a la vista de las condiciones concretas. Lo que nos lleva ala siguiente conclusión: lo que hace que una norma sea un principio ouna regla no es su enunciado lingüístico, sino el modo de resolver suseventuales conflictos: si colisionando con una determinada norma cedesiempre o triunfa siempre, es que estamos ante una regla; si colisio-nando con otra norma cede o triunfa según los casos, es que estamosante un principio. Y conviene advertir que en el ejemplo propuesto hayademás problemas de vaguedad que no deben confundirse; cabe discu-tir si el hecho en cuestión ofende al debido respeto, pero la cuestión delos principios aparece luego: dando como «probado» que el hecho encuestión constituye ejercicio de la libre expresión y que simultanea-mente ofende el debido respeto a la autoridad, las normas respectivasserán reglas si una se impone como excepción a la otra; y serán princi-pios si depende de una ponderación de las circunstancias del caso.

Vistas así las cosas, el argumento comentado resulta inatacable, peroquizás un tanto estipulativo. Es inatacable porque el criterio de pre-ferencia sólo puede funcionar de alguna de las dos maneras enunciadas;no cabe una tercera posibilidad: o entendemos que N2 funciona siemprecomo excepción a N1, o entendemos que en algunos casos puede pre-

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180 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 89.181 Ibidem, pág. 92.

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valecer N1. Pero parece también estipulativo porque, desde esta pers-pectiva, algunas normas que habitualmente llamamos principios puedenfuncionar como reglas; y algunas otras que los juristas suelen llamarreglas pueden funcionar como principios. Un derecho fundamental puedeoperar como regla en tanto no entra en colisión con otro derecho funda-mental, en cuyo caso se transforman ambos en principios, como luegoilustraremos recordando la jurisprudencia a propósito del conflicto entrela libertad de expresión y el derecho al honor. A su vez, un principio setransforma en regla cuando su hipotética colisión haya de saldarse consu pérdida de validez y, como reconoce Alexy, esto es lo que ocurriría sien el ordenamiento alemán (o español) se quisiera dar entrada al princi-pio de discriminación racial, manteniendo como es lógico la vigencia delactual artículo 14 182. Asimismo, paradójicamente, un principio se con-vertiría en regla si fuese reconocido como absoluto, es decir, si se esta-bleciese que triunfa siempre en caso de conflicto. Por último, un princi-pio dejaría de funcionar como tal si se prevé con carácter general yestricto su orden en caso de conflicto con otra norma; por ejemplo, «segarantiza la libertad ideológica con el límite del orden público». Desdeluego, aquí hay un problema de vaguedad del lenguaje gracias al cual sepuede «ponderar», y mucho, qué es la libertad ideológica y qué es ordenpúblico; pero, decidido que una cierta conducta lesiona el orden públi-co, éste debería funcionar siempre como excepción al derecho 183.

9. ¿Existe una diferencia fuerte entre reglas y principios?

Que entre reglas y principios exista una diferencia fuerte y cualita-tiva o, por el contrario, débil y cuantitativa acaso resulte el objeto de undebate meramente académico, si bien creo que la opción se conecta conel transcendental problema de las relaciones entre Derecho y moral,como veremos en el punto 11. De momento, conviene recordar que,cualquiera que sea la fuerza de la distinción, ésta puede presentarse entérminos estructurales o interpretativos.

Desde la primera perspectiva, la categoría de los principios sólotiene interés para referirse a las normas fragmentarias o incompletas,bien en el supuesto de hecho (principios como normas abiertas), bien

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182 Ibidem, pág. 105. Vid. también F. PUIGPELAT, «Principios y normas», Anua-rio de Derechos Humanos, n.º 6, 1990, pág. 241.

183 En la práctica no sucede así y los límites expresos a los derechos fundamen-tales no suelen ser tratados como claúsulas de excepción, sino más bien como colisio-nes que exigen ponderación en cada caso. Me remito a mis Estudios sobre derechosfundamentales, Debate, Madrid, 1990, pág. 146 y s.

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en la consecuencia jurídica (principios como mandatos de optimiza-ción). Como ya se ha dicho, me parece muy discutible que convengatrazar una frontera nítida entre la «apertura» de los principios y la «zonade penumbra» de las reglas, pues en ambos supuestos se requiere unesfuerzo interpretativo semejante para determinar si el caso que tene-mos ante nosotros forma parte o no del campo de aplicación de lanorma. Sea como fuere, de admitirse la diferencia, los principios en estesentido vendrían a ser las normas situadas en el extremo de la penum-bra, es decir, aquellas cuya concreción exige un mayor protagonismopor parte del intérprete. En suma, la «apertura» de los principios repre-sentaría una suerte de delegación constitucional o legal a fin de que seael juez quien fabrique la premisa mayor de su razonamiento; represen-taría, por tanto, un fortalecimiento de la posición del intérprete.

La diferencia estructural o morfológica tal vez se hace más patenteen la segunda acepción, es decir, en las directrices o mandatos de opti-mización, cuya fragmentariedad afecta a la consecuencia jurídica: unasnormas, las reglas, sólo admiten un cumplimiento pleno, mientras queotras, los principios, admiten un cumplimiento gradual. Sin embargo, ycon independencia de cómo haya de entenderse la optimización y la gra-dualidad 184, lo cierto es que, a mi juicio, las llamadas directrices supo-nen un caso de vaguedad, aunque esta vez relativa a la conducta pres-crita. Por otra parte, esta forma de entender los principios resulta algosorprendente y paradójica frente a la anterior, pues supone que, a la pos-tre, los principios volverían a ser, como antaño, las normas «menos»obligatorias, dado que toleran una diversidad de conductas, y tambiénlas más inaccesibles para el juez. Dicho trivialmente, los principios mar-carían las fronteras (o una de las fronteras) de la inmunidad de la polí-tica frente al Derecho, lo cual es casi contraintuitivo en una cultura jurí-dica que tiende a ver en los principios las mejores defensas yargumentos en favor de los derechos frente al poder.

Finalmente, en términos interpretativos la diferencia es tambiénclara: el conflicto entre reglas se resuelve de modo distinto a como seresuelve el conflicto entre principios. Pero nótese que aquí se viene adefender la existencia de una separación al precio de reconocer que noexiste diferencia alguna antes del proceso interpretativo, más en con-creto, antes del conflicto entre normas. Pues, en efecto, recuérdese queun enunciado normativo puede operar bien como regla, bien como prin-cipio; con lo cual la distinción se traslada de la estructura de la normaa las técnicas de interpretación y justificación. Esta acepción no deja de

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184 Vid. A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, citado,págs. 221 y ss.

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ser también sorprendente desde el punto de vista del lenguaje de losjuristas, pues lo que se viene a decir es, no que un principio se caracte-riza por operar en el marco de un conflicto según la ley de la pondera-ción, sino que, al contrario, cuando hacemos uso de esa técnica de solu-ción de conflictos debemos decir que aplicamos principios.

10. La diferencia interpretativa y el protagonismo judicial

La diferencia entre reglas y principios cobra toda su transcendenciaen la que venimos llamando sede interpretativa, pues aquí se sugiereuna forma de razonamiento abiertamente superadora de la subsunciónque, además, en determinadas cinscunstancias resulta aplicable a todanorma; en concreto, cualquier norma puede operar como principio cuan-do su colisión con otra norma se resuelve de determinada manera. Enel fondo, esto es aceptado por los más ardientes defensores de la teoríade los principios 185, pero quizás nadie lo ha expresado con la contun-dencia de Gianformaggio: «la diferencia entre regla y principio surgeexclusivamente en el momento de la interpretación-aplicación» 186.

No es ocasión de examinar con detenimiento los problemas de laponderación, pero creo que se puede afirmar que su importancia en elDerecho actual se explica por el especial carácter del constitucionalis-mo de postguerra, que ha dado entrada a un amplísimo contenido mate-rial o sustantivo de principios y derechos fundamentales tendencial-mente contradictorios, donde el modelo tradicional de resolver lascolisiones entre reglas resulta inservible. Como ya vismos en el capítu-lo anterior, la conservación íntegra de la Constitución exige ponderarporque sólo así es posible conservar en pie de igualdad abstracta normaso derechos que reflejan valores heterogéneos propios de una sociedadplural que, sin embargo, se quiere unida y consensuada en torno a laConstitución. Zagrebelsky lo explica muy bien: «las normas legislati-vas son prevalentemente reglas, mientras que las normas constitucio-nales sobre derechos y sobre la justicia son prevalentemente princi-pios» 187 y precisamente por ello las Constituciones de nuestros días noson documentos axiológicamente homogéneos y unitarios, sino que sucontenido es plural y está formado por criterios de valor tendencial-mente contradictorios; «el único valor simple es el de la atemperación

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185 Así R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 79; R. ALEXY, Teo-ría de los derechos fundamentales, citado, pág. 103; de este último también «Sistemajurídico, principios jurídicos y razón práctica», Doxa, n.º 5, 1988, pág. 143.

186 L. GIANFORMAGGIO, Studi sulla giustificazione giuridica, citado, pág. 98.187 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 109 y s.

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necesaria... el de la necesaria coexistencia de los contenidos» 188, y nootra cosa viene a garantizar la ponderación en el plano aplicativo.

Pero esa presencia de principios implica una consecuencia sobresa-liente, y es que fortalece la posición del juez, de todo juez y no sólo deljuez constitucional. El ideal de aplicación de las leyes concebidas comoreglas ha sido siempre la subsunción silogística: la premisa mayor era elsupuesto contemplado en la norma, la premisa menor el hecho o con-ducta enjuiciada, y la conclusión la consecuencia jurídica; de manera queello permitía considerar al juez casi como a un autómata, un sujeto que,pertrechado sólo de la lógica y el Derecho, hacía realidad las prescrip-ciones legales sin poner nada de su parte, por así decirlo. Ciertamente,las cosas nunca han sido tan fáciles: pueden cometerse errores en la prue-ba de los hechos y con ello en la formación de la premisa menor; o lainevitable vaguedad del lenguaje legal puede también hacer dudar si elcaso comtemplado forma parte o no del supuesto normativo; o puederesultar discutible el alcance de la consecuencia prescrita, etc. Dado queestas dificultades son frecuentes en la aplicación del Derecho, la imagendel juez estrictamente pasivo y mecanicista se hizo insostenible, comose encargaron de denunciar los sucesivos antiformalismos y realismos.

Sin embargo, los problemas se incrementan cuando han de aplicar-se normas constitucionales de carácter sustantivo, que precisamente sue-len llamarse principios para dar cuenta de algunas de las peculiaridadesque han sido expuestas. Así, en primer lugar, se ha visto que, en oca-siones, la norma constitucional no contempla ningún supuesto de hechopara su aplicación, lo que significa que en la práctica es el juez quiendecide, mediante un ejercicio de razonabilidad no exenta de discrecio-nalidad, cuándo procede dicha aplicación. Este es el caso, ya examina-do, del principio de igualdad, donde el juez ha de poner mucho de suparte a la hora de establecer si cierta peculiaridad de hecho se hace o noacreedora a un determinado tratamiento normativo.

El protagonismo judicial se hace también patente cuando un mismosupuesto es «subsumible» en dos preceptos constitucionales de sentidocontrario. Allí donde aparece un conflicto entre principios surge una ape-lación a la justificación racional de una decisión que, sólo en el caso con-creto, otorga preferencia a uno u otro principio; justificación que puedeconducir a cualquier resultado con el único límite precisamente de la irra-cionalidad. El conflicto entre derechos fundamentales constituye un casoparadigmático del conflicto entre principios; así, por ejemplo, en la fre-cuente colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión no exis-

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188 Ibidem, pág. 17.

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te una frontera nítida, de manera que una cierta conducta haya de quedarincluida necesariamente en el ámbito de la libertad o en el del tipo penalprotector del honor ajeno; al contrario, la conducta puede ser simultanea-mente ambas cosas, ejercicio de un derecho y acción delictiva, sin que entreambas normas exista una relación de preferencia con carácter general y abs-tracto 189, de modo que una vez entrado en juego el tipo penal quede siem-pre desplazada la protección constitucional de la libertad. Por ello, dice elTribunal Constitucional, «se impone una necesaria y casuística pondera-ción» que en el caso concreto otorgará preferencia a una u otra norma conel único límite de que la decisión final «hubiese sido claramente irrazona-da» 190. En otras palabras, es el juez quien, ponderando, dictamina quiéndebe triunfar en el caso concreto 191. Todo ello sin contar el conocido carác-ter elástico, vago y genérico de numerosas normas constitucionales.

Aquí reside, si no me equivoco, el temor que muchos albergan a quelos principios se conviertan en una puerta abierta al activismo judicial.Desde luego, ponderación no equivale a ninguna arbitrariedad desbo-cada, pero no cabe duda que en su ejercicio el juez es mucho más prota-gonista y, por tanto, más «libre» que en la aplicación de reglas según elmodelo tradicional. Y, lo que es más importante, la ponderación no sóloaparece cuando estamos en presencia de un conflicto explícito entreprincipios o derechos, sino que puede recurrirse a ella siempre que elresultado de la aplicación de reglas le parezca al intérprete insatisfac-torio o injusto. Permítaseme un ejemplo sugerido por la lectura de unareciente sentencia del Tribunal Supremo 192.

Espero que nadie ponga en duda que el artículo 582 del Códigocivil es una regla 193, aunque una regla que en algunos casos puede tener

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189 Cuando menos, en esto difiere solucionar una antinomia por vía del tradicio-nal criterio de especialidad o siguiendo la técnica de la ponderación. En principio, cuan-do un mismo supuesto de hecho es subsumible en dos normas de sentido contrario y esaplicable la regla de la especialidad, el conflicto debe quedar resuelto de manera esta-ble o general, de tal modo que una de las normas viene a operar como excepción cons-tante de la otra. En cambio, la ponderación supone establecer una jerarquía «móvil» osólo válida para el caso concreto, que deja en pie de igualdad abstracta ambas normas.Vid. R. GUASTINI, «Specificità dell´interpretazione costituzionale?», citado, pág. 179.

190 STC 104/1986.191 Me remito a mis Estudios sobre derechos fundamentales, citado, págs. 146 y ss.192 Lectura que debo agradecer, así como sus atinadísimos comentarios, al pro-

fesor Angel Carrasco a quien remito, «La accesión invertida: un modelo para la argu-mentación jurídica», Revista de Derecho Privado, 1996, págs. 886 y ss. Se trata de lasentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 7 de noviembre de 1995.

193 «No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones ni otros voladizossemejantes, sobre la finca del vecino, si no hay dos metros de distancia entre la pareden que se construyan y dicha propiedad».

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unos efectos desproporcionados, ya que obliga al cierre de todas lasventanas de un edificio o simplemente a su demolición. Por ello, lajurisprudencia tradicional hizo extensible a este supuesto la doctrinade la accesión invertida que, con el requisito de la buena fe, venía atolerar la infracción del precepto sobre la base de una presunta lagunalegal. Dicha laguna desde luego no existía, pero resultaba indispensa-ble construirla como paso previo para resolver el caso de modo equi-tativo, acordando una indemnización en compensación por la invasiónde la propiedad, que quedaba así consolidada. Pues bien, la sentenciade referencia, «por más que resulten dolorosas las consecuencias», sedecide por la aplicación estricta del art. 582, ordenando el cierre detodas las ventanas. ¿Cabía una argumentación distinta? Me parece claroque sí: bastaba con plantear el pleito como un caso de colisión entredos principios, el derecho de propiedad y el derecho a una viviendadigna. Pensemos en el adquirente de buena fe de uno de los pisos deledificio, ¿acáso no puede enarbolar su derecho a la vivienda frente alderecho de propiedad del titular del edificio vecino? Es fácil imaginarque un juez ligeramente más activista que el Tribunal Supremo (almenos, en esta sentencia) hubiera atendido ese planteamiento paraseguir luego el camino de la ponderación y desembocar finalmente encualquier solución.

Pero me temo que esto puede ocurrir en cualquier conflicto. Detrásde toda regla late un principio y los principios son tendencialmente con-tradictorios; detrás de cada precepto del Código civil (o casi) encontra-mos bien el principio de autonomía de la voluntad,bien el derecho depropiedad, pero frente a ellos un sistema principialista como el nuestroproporciona el derecho al trabajo, a la salud, a la vivienda, al medioambiente, la «función social» de la propiedad, etc. En suma, la técnicade los principios es aplicable siempre, y no sólo en presencia de enun-ciados normativos dotados de ciertas características, porque siempreestá al alcance del juez transformar en principios las reglas que susten-tan la posición de cada parte 194. Por ello, no sé si será exagerado decirque los principios convierten a los jueces en los señores del Derecho,aunque tampoco parece casual, y es sólo un ejemplo, que el Hérculesde Dworkin sea un juez y no un legislador.

Este abandono, que parece irreversible, de los planteamientos sim-plistas mantenidos por un cierto positivismo teórico, explica la necesi-dad y la urgencia de afinar los instrumentos de justificación de las deci-

64 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

194 Lo que, por cierto, es un argumento más en contra de la distinción estructuralentre reglas y principios, vid. R. GUASTINI, «Diritto mitte, diritto incerto», en Mate-riali per una storia della cultura giuridica, n.º 2, 1996, pág. 520

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siones. La afirmación de que «la doctrina de la interpretación es elnucleo mismo de la Teoría de la Constitución y del Derecho Constitu-cional» 195, creo que podría hacerse extensible al conjunto del ordena-miento: en la medida en que ideas hoy tan presentes en nuestra juris-prudencia como razonabilidad, ponderación, prohición de exceso,proporcionalidad o interdicción de la arbitrariedad desplazan al mode-lo mecanicista de la codificación, el centro de gravedad del Derecho sedesplaza también de las disposiciones normativas a la interpretación,de la autoridad del legislador a las exigencias de justificación racionaldel juez.

La justificación racional representa una condición de validez, pero,sobre todo, de legitimidad de las decisiones. Es una condición de vali-dez por cuanto la motivación es hoy una exigencia constitucional, acen-tuada en algunos casos especiales, como en el del abandono del propioprecedente 196; pero es todavía una condición tímida o débil ya que,salvo en casos extremos de falta de racionalidad, una decisión judicialmal fundamentada sigue siendo una decisión judicial; en palabras deAlexy, una buena justificación califica pero no define a la función judi-cial 197. No la define, pero resulta imprescindible para hacerla social-mente aceptable. En la aplicación de principios, o sea, en la aplicaciónde cualquier norma bajo la técnica de los principios el juez asume unpapel mucho más protagonista o creativo que en la aplicación de reglas,según presentaba esta última la doctrina tradicional; y de ahí la impe-riosa necesidad de justificación, pues el ejercicio de ese poder,comodice Taruffo, «sólo es aceptable si el juez proporciona una justificaciónracional» de las opciones adoptadas 198.

En suma, el control social sobre la actividad de interpretación y apli-cación del Derecho se manifiesta sólo en aquella sociedad en que exis-te una distinción de funciones entre quien formula la norma y quien laaplica; la distinción no es absoluta, pero se expresa en que, así como allegislador se le exige principalmente autoridad, el juez debe respoderante todo de la forma en que ejerce su actividad 199. El Parlamento se

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195 F. RUBIO LLORENTE, «Problemas de la interpretación constitucional»,Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, n.º 3-4, pág. 40.

196 Vid. M. GASCÓN, La técnica del precedente y la argumentación racional,citado.

197 R. ALEXY, «Sobre las relaciones necesarias entre el Derecho y la moral», trad.de P. Larrañaga, en «Derecho y razón práctica, Fontamara, México, 1993, pág. 55.

198 M. TARUFFO, «La giustificazione delle decisioni fondate su standars», enL´analisi del ragionamento giuridico, a cura di P. Comanducci e R. Guastini, Giappi-chelli, Torino, 1989, pág. 314.

199 Vid. G. TARELLO, L´interpretazione della legge, citado, pág. 67 y s.

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legitima más por su origen que por su comportamiento, mientras que,a la inversa, el intérprete se justifica preferentemente por el modo deejercer su función; al primero se le debe poder controlar a través de suelección y al segundo mediante la crítica de su comportamiento, y paraque esa crítica resulte viable es necesario que sus decisiones aparezcanen términos racionales y comunicables. La idea de que auctoritas, nonveritas facit legem vale sólo (y últimamente tampoco del todo en elEstado constitucional) para el legislador. La verdad, transformada hoyen una más modesta racionalidad argumentativa, representa el funda-mento de las decisiones judiciales.

11. Los principios como vehículos de la moral en el Derecho

Que no existe una relación necesaria o conceptual entre Derecho ymoral, que el Derecho puede y debe ser tratado como un fenómenosocial específico caracterizado por el uso de la fuerza, que resulta via-ble y fructífera una aproximación neutral, externa o no comprometidaal conocimiento jurídico y, en suma, que la obligación moral de obe-diencia no representa un elemento definicional del peculiar orden nor-mativo que llamamos Derecho, constituyen arraigadas tesis positivis-tas 200 que hoy parecen hallarse en franco retroceso en amplios sectorestanto de la dogmática jurídica como de la teoría del Derecho 201. Losargumentos son variados, pero uno de los más divulgados tiene muchoque ver con los principios; y es que éstos serían el punto de conexiónentre Derecho y moral, los vehículos que permitirían definir el Derechocomo un sistema normativo de base moral, generador, por tanto, de unaobligación de obediencia.

Sin embargo, el papel que aquí pueden jugar los principios es pre-sentado de distintos modos. La versión más extrema encuentra su ori-gen reciente en Dworkin o, al menos, en una cierta interpretación queadmite el autor norteamericano. Diría así: en el Derecho existen prin-cipios que «no se basan en una decisión particular de ningún tribunal uórgano legislativo» 202, sino que se integran en el sistema jurídico en vir-tud de su propia moralidad, aunque nadie los haya establecido o apli-cado. La doctrina del Derecho natural se muestra así con sus más cla-ros perfiles: parece haber una moralidad objetiva, universal ycognoscible que tiene en sí misma relevancia jurídica; por tanto, los

66 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

200 Vid., por ejemplo, N. HOERSTER, En defensa del positivismo jurídico, trad.de J. M. Seña, Gedisa, Barcelona, pág. 9 y s.

201 He tratado la cuestión en Constitucionalismo y positivismo, citado, págs. 49 y ss.202 R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 94.

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principios más fundamentales serían los mismos en cualquier contextoy habrían de ser tomados siempre en consideración a la hora de aplicarel Derecho 203.

Pero parece evidente que este enfoque se hace acreedor a cuantascríticas se hayan podido formular a la doctrina del Derecho natural. Unaversión algo más moderada podría presentarse así: bajo la apelación alos principios se recogen siempre normas o criterios de moralidad, yaaparezcan expresamente reconocidos en la Constitución o en las leyes,ya se obtengan por inducción de algún sector normativo (los ya comen-tados principios generales del Derecho), ya encarnen alguna filosofíamoral o política que se supone subyace al conjunto del sistema. Estatesis es, sin duda, cierta, pero también perfectamente inútil, ya que esamoralidad expresada a través de los principios puede ser cualquiermoralidad social, incluso una abiertamente inicua; la igualdad es unprincipio, pero también puede serlo el apartheid; es un principio lalibertad de conciencia, pero también lo ha sido la unidad religiosa de lapatria.

Alexy es consciente de estas dificultades y por ello formula una ter-cera versión del papel moral de los principios: éstos no garantizarían lapresencia en el Derecho de una moral correcta, dado que pueden resul-tar claramente inmorales, pero sí el desarrollo de una argumentaciónmoral en el seno de la argumentación jurídica 204. Esta idea, dice Alexy,no es vacía, pero la verdad es que se aproxima bastante a la vacuidad,pues si bien parece siempre preferible el desarrollo de una argumenta-ción compleja como la que propician los principios antes que una deci-sión carente de cualquier esfuerzo fundamentador, la argumentación ensí misma no puede garantizar un resultado moralmente plausible si tomacomo premisas principios que no lo sean. A lo sumo, tan sólo cabríadecir que el género de razonamiento que parece exigir la aplicación deprincipios resulta mejor o más depurado que el método de la subsun-ción característico de la aplicación de reglas, pero en modo alguno que

DIEZ ARGUMENTOS A PROPÓSITO DE LOS PRINCIPIOS 67

203 Con todo, creo que no es ésta la más correcta interpretación de Dworkin, quienúltimamente parece haber renunciado a una teoría general del Derecho, como lo fue eliusnaturalismo, para ensayar una especie de dogmática constitucional norteamericana«exportable» a otros sistemas jurídicos análogos considerados globalmente justos olegítimos. He tratado este punto en «Cuatro preguntas a propósito de Dworkin», Revis-ta de Ciencias Sociales de Valparaiso, n.º 38, 1993, pág. 70 y s. Sobre el uso antipo-sitivista de los principios dworkianos vid. A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y posi-tivismo jurídico, págs. 267 y ss.

204 R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, citado, pág. 84. Me remi-to de nuevo al trabajo de A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico,págs. 485 y ss.

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la existencia de principios suponga una conexión necesaria o fuerteentre el Derecho y la moral; salvo, claro está, que se reduzca el Dere-cho a puro procedimiento aplicativo y se considere que los resultadosde éste han de coincidir necesariamente con los de la argumentaciónmoral.

En suma, pese a las apariencias, la existencia de principios en unsistema jurídico no convierte a éste en ningún sucedaneo de la morali-dad. Los principios, si son de los llamados generales del Derecho, repro-ducirán sin más el mérito o el demérito del ordenamiento que reflejany del que se inducen; y si son principios explícitos, constitucionales,legales o jurisprudenciales, tendrán el valor moral que se deduzca deljuicio crítico o racional sobre el contenido de los mismos. Definicio-nalmente, los principios no garantizan la conexión del Derecho con lamoral en el sentido de una moral buena o correcta, sino acaso única-mente la conexión con la llamada moral social mayoritaria o del grupohegemónico, siempre más o menos presente en el orden jurídico.

68 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

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1. Los derechos fundamentales y los derechos sociales

El reconocimiento de los derechos humanos o fundamentales en elconstitucionalismo de finales del XVIII representa la traslación al Dere-cho positivo de la teoría de los derechos naturales elaborada por el ius-naturalismo racionalista desde comienzos del siglo precedente: su obje-to o finalidad, sus titulares y su contenido resultan coincidentes. Elobjetivo era en ambos casos preservar ciertos valores o bienes moralesque se consideraban innatos, inalienables y universales, como la vida, lapropiedad y la libertad 205. Los titulares o, mejor dicho, el titular resulta-ba ser también el mismo sujeto abstracto y racional, el hombre autóno-mo e independiente portador de los derechos naturales, que en su calidadde ciudadano y guiado sólo por su interés 206 concluía con otros sujetosiguales un contrato social que daba vida artificial a las instituciones, y queen calidad de propietario y movido asimismo sólo por el interés pactabasucesivos negocios jurídicos de acuerdo con unas reglas formales fijas yseguras, sin que fuera relevante la condición social de quienes negocia-sen ni qué cosas se intercambiaran 207. Finalmente, el contenido, aquelloque representa la cara obligacional que acompaña a todo derecho, era tam-bién común y muy sencillo: lograr la garantía del ámbito de inmunidad

205 Vid. singularmente, J. LOCKE, Ensayo sobre el gobierno civil, trad de A.Lázaro, Aguilar, Madrid, cap. XI.

206 Salvo el caso de Grocio, donde aún queda el residuo medieval del appeti-tus societatis, en el resto de los autores racionalistas el móvil del contrato social noes otro que el interés, vid. N. BOBBIO, «El modelo iusnaturalista», en Estudios deHistoria de la Filosofía: de Hobbes a Gramsci, trad de J. C. Bayón, Estudio preli-minar de A. Ruiz Miguel, Debate, Madrid, 1985, pág. 95 y s.

207 Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo del Diritto privato moderno,citado, pág. 48 y s.

III. LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIODE IGUALDAD SUSTANCIAL

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necesario para la preservación de la propia vida y propiedad y para el eje-cicio de la libertad en lo público y en lo privado; por tanto, el Estado debe-ría de ser tan extenso como fuera imprescindible para asegurar dichainmunidad frente a los demás individuos y tan limitado como fuese posi-ble para no convertirse él mismo en una amenaza de los derechos 208.

Este punto de partida daría lugar a una concepción de los derechosfundamentales y del propio Estado que, con algunos matices, puededecirse que sigue siendo nuestra concepción de los derechos y del Esta-do. Creo que puede resumirse en estos dos lemas: supremacía constitu-cional y artificialidad o instrumentalidad de las instituciones políticas.La supremacía constitucional significa que los derechos operan «comosi» encarnasen decisiones superiores a cualesquiera otras de órganosestatales, incluido el legislador, y, por tanto, como si emanasen de unpoder constituyente o soberano al que todas las autoridades e institu-ciones deben someterse 209; de ahí que los derechos no sean negociableso que en una democracia representen «triunfos frente a la mayoría» 210.A su vez, la artificialidad de las instituciones significa que, en realidad,éstas carecen de fines propios y existen sólo para salvaguardar las liber-tades y la seguridad que necesariamente ha de acompañarlas 211, por loque, en consecuencia, toda limitación de la libertad ha de justificarseracionalmente, no en cualquier idea particular acerca de lo virtuso o delo justo, sino precisamente en la mejor preservación de los derechos 212.

Consecuencia de lo anterior habría de ser un régimen jurídicocaracterístico del constitucionalismo norteamericano y que en Euro-

70 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

208 Como escribe todavía C. SCHMITT, «los derechos fundamentales en senti-do propio son, esencialmente, derechos del hombre individual libre y, por cierto, dere-chos que él tiene frente al Estado», Teoría de la Constitución (1927), trad. de F. Ayala,Alianza, Madrid, 1982, pág. 170.

209 En palabras de F. RUBIO, «si se parte de la idea de la soberanía popular o, sise quiere, de la idea de poder constituyente, para subrayar el carácter germinal, no sóloen el tiempo, que es lo de menos, sino sobre todo, en el orden lógico, de este poder, laincardinación en la Constitución de los derechos ciudadanos y de los deberes del poder,o lo que es lo mismo, la afirmación de la Constitución como fuente del Derecho, adquie-re una firmeza granítica», «La Constitución como fuente del Derecho», en La Consti-tución española y las fuentes del Derecho, citado, pág. 59.

210 Esta es la conocida tesis de R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, enparticular pág. 276 y s.

211 Creo que esto resulta crucial en toda concepción liberal del Estado y se conectaal papel protagonista del individuo. Vid., por ejemplo, J. S. MILL, Sobre la libertad (1859),trad. de J. Sainz Pulido, Orbis, Barcelona, 1985, y también el excelente trabajo de J.GARCÍA AÑÓN, John Stuart Mill: Justicia y Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1997.

212 Por eso, decía la Declaración de 1789, «el ejercicio de los derechos naturalesde cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de lasociedad el goce de estos mismos derechos» (art. 4)

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pa ha terminado imponiéndose tras costosa evolución 213. Creo que susdos ejes fundamentales son la fuerte limitación de la libertad políticade legislador y una tutela jurisdiccional estricta y riguosa. Los dere-chos fundamentales se conciben, en efecto, mucho más como unacuestión de justicia que de política; las concepciones de la mayoríapueden proyectarse sobre el ámbito protegido por las libertades, perode forma muy restringida y siempre vigiladas por el control jurisdic-cional. Cualesquiera que sean las circunstancias políticas y las razo-nes de Estado, ese control garantiza, cuando menos, lo que hoy lla-man algunas Constituciones el «contenido esencial» de los derechos,así como un examen preciso de la justificación, racionalidad y pro-porcionalidad de toda medida limitadora (consecuencia de la deno-minada posición preferente de los derechos). En suma, siempre unaprotección mínima del derecho y nunca una limitación innecesaria ono justificada podrían ser los lemas del sistema de derechos funda-mentales en el marco constitucional 214.

Pues bien, la cuestión que corresponde plantear es si esta concep-ción de los derechos fundamentales resulta apta o aplicable a todo unconjunto de derechos que actualmente se hayan recogidos en las Cons-tituciones y en las Declaraciones internacionales, pero que no presen-tan la fisonomía de los primeros derechos fundamentales incorporadospor el constitucionalismo de finales del XVIII: ni protegen bienes ovalores que en hipótesis puedan ser atribuidos al hombre al margen ocon carácter previo a las instituciones; ni su titular es el sujeto abstractoy racional, es decir, cualquier hombre con independencia de su posi-ción social y con independencia también del objeto material protegi-do; ni, en fin, su contenido consiste tampoco en un mero respeto o«abstención» por parte de los demás y, en particular, de las institucio-nes, sino que exigen por parte de éstas una acción positiva que inter-fiere en el libre juego de los sujetos privados. Estos son los llamadosderechos económicos, sociales y culturales o, más simplemente, losderechos sociales.

Parece existir coincidencia en que esta categoría, de uso corrienteincluso en el lenguaje del legislador, presenta unos contornos bastan-te dudosos o difuminados 215, y resulta comprensible que así suceda

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 71

213 Vid., por ejemplo, R. L. BLANCO VALDÉS, El valor de la Constitución,Alianza, Madrid, 1994

214 He tratado más ampliamente este aspecto en mis Estudios sobre derechos fun-damentales, citado, pág. 139 y s.

215 Para esta cuestión vid., por todos, B. DE CASTRO CID, Los derechos eco-nómicos, sociales y culturales. Análisis a la luz de la teoría general de los derechoshumanos, Universidad de León, 1993, pág. 13 y s.

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pues, en palabras de Forsthoff, «lo social es un indefinible defi-niens» 216. Los criterios que se suelen ofrecer para delimitar los perfi-les de los derechos sociales son tan variados como heterogéneos, dandolugar cada uno de ellos a listas o elencos diferentes. Por ejemplo, y paracomenzar por algún sitio, dice Burdeau que «los derechos sociales sonlos derechos de los trabajadores en tanto que tales, los derechos declase y más precisamente de la clase obrera» 217. En cambio, otros auto-res prefieren un criterio material, de forma que los derechos econó-micos, sociales y culturales incluirían justamente aquellos que estánimplicados en el ámbito de las relaciones económicas o laborales, comoel derecho de propiedad o la libertad de industria y comercio 218, quede modo manifiesto no parecen ser derechos de los trabajadores, sinomás bien el obstáculo histórico a su realización. Asimismo, es muycorriente identificar los derechos sociales con los derechos prestacio-nales, esto es, con aquellos derechos que en lugar de satisfacersemediante una abstención del sujeto obligado, requieren por su parteuna acción positiva que se traduce normalmente en la prestación dealgún bien o servicio 219, pero entonces dejarían de ser derechos socia-les algunos derechos típicos de los trabajadores, como la huelga y lalibertad sindical, y algunos otros de carácter económico, como la pro-piedad, mientras que se transformarían en sociales algunas prestacio-nes que no constituyen una exigencia propia de la condición de traba-jador, como la asistencia letrada gratuita 220 o la educación.

Seguramente, la noción de derechos sociales haya de resultar irre-mediablemente ambigua, imprecisa y carente de homogeneidad; qui-zás lo máximo que se pueda pedir sea una caracterización meramen-te aproximativa y, eso sí, una identificación correcta de los problemasde interpretación en verdad relevantes. Por eso, en primer lugar, pro-cederemos a enunciar una serie de rasgos o connotaciones que suelen

72 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

216 E. FORSTHOFF, «Problemas constitucionales del Estado social» (1961) enel volumen colectivo El Estado social, trad. de J. Puente Egido, C. E. C., Madrid, 1986,pág. 46

217 G. BURDEAU, Les libertés publiques, L. G. D. J., París, 1972, pág. 370218 Vid. G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos económicos, socia-

les y culturales», en Escritos sobre derechos fundamentales, Eudema, Madrid, 1988,pág. 200

219 Esta identificación se encuentra ya en C. SCHMITT, Teoría de la Constitu-ción, citado, pág. 174. Vid. también, a título de mero ejemplo, J. R. COSSÍO, Estadosocial y derechos de prestación, C. E. C., Madrid, 1989, pág. 45; J. L. CASCAJO, Latutela constitucional de los derechos sociales, C. E. C., Madrid, 1988, pág. 67; E. W.BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, trad de J. L. Requejo e I.Villaverde, Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1993, pág. 75.

220 Vid. G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos económicos... », cita-do, pág. 201; también. B. DE CASTRO, Los derechos económicos..., citado, pág. 67 y s.

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estar presentes cuando se usa la expresión «derechos sociales», paramás tarde intentar dilucidar el problema central que los mismos sus-citan, al menos desde la perspectiva de la teoría de los derechos y dela dogmática constitucional, que es su naturaleza prestacional. A mijuicio, precisamente esta es la cuestión básica: si y en qué condicio-nes pueden construirse posiciones subjetivas iusfundamentales denaturaleza prestacional.

2. Caracterización de los derechos sociales

A) Los derechos y las instituciones

Los derechos civiles y políticos son concebibles sin Estado, sin nece-sidad de instituciones sociales que los definan, o, al menos, así han sidotradicionalmente concebidos, mientras que los económicos, sociales yculturales ni siquiera pueden ser pensados sin alguna forma de organi-zación política. La vida, la propiedad y la libertad son para la filosofíapolítica liberal derechos naturales anteriores a cualquier manifestacióninstitucional y precisamente si el Estado existe es con el único fin de pro-tegerlos; por ello, el Estado puede resultar necesario para garantizar dichaprotección, pero en ningún caso para definir lo esencial del contenido delos derechos: «la libertad es aquí algo antecedente, no viene creada porla regulación legal, sino que es protegida (hecha ejercitable) y/o limita-da por ella» 221. Es más, algunos sostienen que los derechos no sólo sonindependientes de cualquier organización política, sino que cuanto«menos Estado» exista tanto mejor para los derechos 222.

Justamente lo contrario sucede con los derechos sociales. De entra-da, la mera determinación del catálogo y contenido de tales derechos,de carácter marcadamente histórico y variable 223, supone ya un proce-so de debate inimaginable al margen de la sociedad política; pues esadeterminación depende en gran medida del grado de desarrollo de lasfuerzas productivas, del nivel de riqueza alcanzado por el conjunto

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 73

221 E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág.76. No en vano la Constitución española, siguiendo los pasos de la alemana, intentagarantizar el «contenido esencial» de los derechos fundamentales que considera másimportantes, incluso frente al legislador (art. 53, 1).

222 En este sentido se orientaría la propuesta de un «Estado mínimo» de R.NOZICK, Anarquía, Estado y utopía (1974), trad de R. Tamayo, F. C. E., México, 1988;y, en general, la posición del neoliberalismo.

223 Incluso sería concebible la desaparición de los derechos sociales una vez desa-pareciesen las situaciones de necesidad material y de desigualdad en el reparto de losrecursos que hoy constituyen su justificación

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social, de la escasez relativa de ciertos bienes e incluso de la sensibili-dad cultural que convierte en urgente la satisfacción de algunas necesi-dades 224. No estamos en presencia de derechos racionales, de preten-siones que puedan postularse en favor de todo individuo cualquiera quesea su situación social, sino de derechos históricos cuya definiciónrequiere una decisión previa acerca del reparto de los recursos y de lascargas sociales, que obviamente no puede adoptarse en abstracto ni conun valor universal. Y, por otra parte, si la protección de todos los dere-chos supone una mínima estructura estatal, la de los derechos socialesresulta mucho más compleja, dado que ha de contar con una organiza-ción de servicios y prestaciones públicas sólo conocidas en el Estadocontemporáneo; cabe decir que en este punto la distancia que separa alos derechos civiles de los sociales es la misma que separa al Estadoliberal decimonónico del Estado social de nuestros días 225.

B) Los derechos sociales como derechos prestacionales

Como ya se ha indicado, el carácter prestacional es uno de los ras-gos más frecuentemente subrayados, tal vez porque, desde el punto devista jurídico, resulta más explicativo o relevante que aquellos otros quese basan en consideraciones históricas, ideológicas o sociológicas 226. Elcriterio definidor residiría en el contenido de la obligación que, usandoterminología kelseniana, constituye el «reflejo» del derecho: en los dere-chos civiles o individuales, el contenido de la obligación consiste en unaabstención u omisión, en un «no hacer nada» que comprometa el ejer-cicio de la libertad o el ámbito de inmunidad garantizado; en cambio, enlos derechos sociales el contenido de la obligación es de carácter positi-vo, de dar o de hacer. Con todo, conviene formular algunas precisiones.

La primera es que algunos derechos generalmente consideradossociales se separan del esquema indicado, bien porque por naturalezacarezcan de todo contenido prestacional, bien porque la intervención

74 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

224 Vid. el capítulo monográfico que sobre «Los derechos humanos y el proble-ma de la escasez» aparece en el volumen Problemas actuales de los derechos funda-mentales, ed. de J. M. Saúca, Universidad Carlos III, B. O. E., Madrid, 1994, págs. 193y ss. Por mi parte, he tratado el problema en «Notas sobre el bienestar», Doxa, n.º 9,1991, págs. 157 y ss.

225 Acaso también por ello la referida claúsula de defensa del contenido esencialno se extiende a la mayor parte de los derechos sociales, que son los incluidos en el Capí-tulo III bajo la rúbrica de «principios rectores de la política social y económica». En elloinsiste J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, págs. 93 y ss.

226 Vid. F. J. CONTRERAS PELÁEZ, Derechos sociales: teoría e ideología, Tec-nos, Madrid, 1994, págs. 22 y ss.

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pública que suponen no se traduzca en una prestación en sentido estric-to; así, es manifiesto que carecen de contenido prestacional el derechode huelga o la libertad sindical, salvo que interpretemos que la tutelapública de estas libertades es ya una prestación. A su vez, derechossociales que requieren algún género de intervención pública, pero queno pueden calificarse propiamente de prestacionales son, por ejemplo,todos los que expresan restricciones a la autonomía individual en el con-trato de trabajo, como la limitación de jornada, un salario mínimo o lasvacaciones anuales. De carácter análogo, aunque no puedan calificarsecomo sociales, son aquellos derechos que implican «prestaciones jurí-dicas», como el derecho a la tutela judicial 227. Finalmente, algunos dere-chos prestacionales se presentan bajo la forma de principios-directriz,como veremos más adelante.

La segunda observación es que cuando hablamos de derechos presta-cionales en sentido estricto nos referimos a bienes o servicios económica-mente evaluables: subsidios de paro, enfermedad o vejez, sanidad, educa-ción, vivienda, etc.; pues de otro modo, si se incluyera también la defensajurídica o la protección administrativa, todos los derechos fundamentalesmerecerían llamarse prestacionales 228, dado que todos ellos exigen enmayor o menor medida una organización estatal que permita su ejercicioo que los defienda frente a intromisiones ilegítimas, o también el diseñode formas de participación; desde la tutela judicial efectiva al derecho devoto, todos requieren de esas prestaciones en sentido amplio.

Finalmente, conviene advertir que las técnicas prestacionales nopertenecen en exclusiva a alguna clase de derechos, sino que en gene-ral son aplicables a cualesquiera de los fines del Estado, incluso tam-bién a los derechos civiles y políticos. Piénsese, por ejemplo, en la liber-tad religiosa que, según opinión difundida, no sólo ha de ser respetada,sino también protegida y hasta subvencionada a fin de que su ejerciciopueda resultar verdaderamente libre. Que esta práctica sea saludablepara las libertades o que, al contrario, represente una intervención ina-ceptable que lesiona de paso la igualdad jurídica de todas las ideolo-gías y confesiones es cuestión que no procede discutir ahora 229, pero enel fondo la técnica prestacional plantea problemas semejantes en aque-

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 75

227 Estos serían los derechos prestacionales en sentido amplio, es decir, derechosa protección, organización y procedimiento, vid. R. ALEXY, Teoría de los derechosfundamentales, citado, págs. 435 y ss.

228 Vid. J. J. GOMES CANOTILHO, «Tomemos en serio los derechos econó-micos, sociales y culturales», trad. de E. Calderón y A. Elvira, Revista del Centro deEstudios Constitucionales, n.º 1, 1988, pág. 247

229 He tratado la cuestión más ampliamente en el Curso de Derecho Eclesiástico,con I. C. IBÁN y A. MOTILLA, Universidad Complutense, Madrid, 1991, págs. 206 y ss.

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llos derechos que los son «por naturaleza» y en aquellos otros que even-tualmente se benefician de la misma 230.

C) La titularidad de los derechos.

Si bien en una cierta literatura se presentó en términos un tanto radi-cales la escisión entre hombre abstracto y hombre histórico, entre per-sona y ciudadano, olvidando acaso que las necesidades y pretensionesdel hombre concreto comenzaban por las del llamado hombre abstrac-to, lo cierto es que esa imagen sigue siendo útil para perfilar el carácterde los derechos fundamentales; y es que, en efecto, los derechos civi-les y políticos se atribuyen a ese hombre abstracto y racional (a todos),mientras que los derechos económicos, sociales y culturales lo son delhombre trabajador, del joven, del anciano, de quien precisa asistencia,etc.; en suma, los primeros se dirigen al famoso sujeto del Código civilque fuera objeto de la crítica de Marx 231, en tanto que los segundos tien-den a considerar al hombre en su específica situación social 232.

Se observa aquí lo que Bobbio ha llamado un proceso de especifi-cación, «consistente en el paso gradual, pero siempre muy acentuado,hacia una ulterior determinación de los sujetos titulares de los dere-chos... el paso se ha producido del hombre genérico, del hombre encuanto hombre, al hombre específico, o sea, en la especificidad de susdiversos status sociales» 233. En el fondo, esa especificación de los suje-tos viene a ser una consecuencia de la toma en consideración de lasnecesidades en el ámbito de la definición de los derechos 234. Los dere-chos sociales no pueden definirse ni justificarse sin tener en cuenta losfines particulares, es decir, sin tener en cuenta entre otras cosas las nece-sidades, como se supone que hacía Kant para fundamentar la moral 235;

76 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

230 Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, cita-do, pág. 78 y s.

231 Así, por ejemplo, en «Sobre la cuestión judía» (1844), en Escritos de Juven-tud ed. de F. Rubio, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1965, pág. 55 y s.

232 Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo..., citado, pág. 95.233 N. BOBBIO, El tiempo de los derechos, trad de R. de Asis, Sistema, Madrid,

1991, pág. 109 y 114.234 Vid. sobre esto M. J. AÑÓN, Necesidades y derechos. Un ensayo de funda-

mentación, C. E. C., Madrid, 1994235 La ética, escribe Kant, «no puede partir de los fines que el hombre quiera pro-

ponerse... porque tales fundamentos de las máximas serán fundamentos empíricos, queno proporcionan ningún concepto del deber, ya que éste (el deber categórico) tiene suraíces sólo en la razón pura», La metafísica de las costumbres, citado, pág. 232. De ahíque esa razón pura sólo nos proporcione dos derechos innatos, la libertad y la igualdadjurídica, los dos únicos que pueden ser pensados sin considerar los fines empíricos, pre-

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y, por ello, tampoco son concebibles como derechos universales en elsentido de que interesen por igual a todo miembro de la familia huma-na 236, ya que se formulan para atender carencias y requerimientos ins-talados en la esfera desigual de las relaciones sociales. Dicho de otromodo, las ventajas o intereses que proporcionan o satisfacen las liber-tades y garantías individuales son bienes preciosos para toda persona,mientras que las ventajas o intereses que encierran los derechos socia-les se conectan a ciertas necesidades cuya satisfacción en el entramadode las relaciones jurídico-privadas es obviamente desigual 237.

D) Los derechos sociales como derechos de igualdad

Por las mismas razones, los derechos sociales se configuran comoderechos de igualdad entendida en el sentido de igualdad material o sus-tancial, esto es, como derechos, no a defenderse ante cualquier discri-minación normativa, sino a gozar de un régimen jurídico diferenciadoo desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho quetrata de ser limitada o superada. Este es el sentido general del art. 9.2de la Constitución cuando ordena a los poderes públicos «promover lascondiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los gru-pos en que se integra sean reales y efectivas...»; pero, a mi juicio, dere-chos de igualdad sustancial pueden construirse no sólo a partir del «prin-cipio» del art. 9.2, sino en ciertas condiciones también a partir del«derecho» del art. 14, como tendremos ocasión de ver.

Lo que interesa destacar ahora es que esa adscripción básica de losderechos sociales a la igualdad no significa en modo alguno una divi-sión fuerte o cualitativa respecto de los derechos civiles. De una parte,porque la otra cara de la igualdad, la igualdad jurídica o ante la ley, esprecisamente una de las primeras manifestaciones de las libertades indi-viduales; pero, sobre todo, porque constitucionalmente no cabe esta-blecer una contraposición rígida entre libertad e igualdad ni, por tanto,entre los derechos adscribibles a una u otra 238. Como observa Pérez

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 77

cisamente porque son instrumentos necesarios para que cada individuo alcance los finesque se propone.

236 R. ALEXY dice que «los derechos a prestaciones en sentido estricto son dere-chos del individuo frente al Estado a algo que -si el individuo poseyera medios finan-cieros suficientes y si encontrase en el mercado una oferta suficiente- podría obtenerlotambién de particulares», Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 482

237 Vid. W. SADURSKY, «Economic Rights and Basic Need» en Law, Rights andthe Welfare State, C. Sampford y D. Galligan (eds), Croom Helm, Beckenham, 1986.

238 Naturalmente, la afirmación del texto no sería compartida por la crítica neo-liberal; por ejemplo, para Hayek «la igualdad formal ante la ley está en pugna y de

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Luño, ni en el plano de la fundamentación, ni en el de la formulaciónjurídica, ni en el de la tutela, ni, en fin, en el de la titularidad procedetrazar una separación estricta entre derechos civiles y sociales 239. Acasocabría decir, recordando una distinción de Rawls, que los derechossociales promueven que el valor de la libertad llegue a ser igual paratodos, como igual es la atribución jurídica de esa libertad 240; o, en pala-bras de Böckenförde, «si la libertad jurídica debe poder convertirse enlibertad real, sus titulares precisan de una participación básica en losbienes sociales materiales; incluso esta participación en los bienes mate-riales es una parte de la libertad, dado que es un presupuesto necesariopara su realización» 241. Lo que no significa, obviamente, que en el planode lo concreto se excluyan las colisiones entre la libertad y la igualdado, más exactamente, entre la igualdad jurídica y los intentos de cons-truir igualdades de hecho mediante tratamientos jurídicos diferencia-dores.

E) El carácter de la obligación

Una quinta característica, en realidad más propia de los derechosprestacionales que de los derechos sociales en general, se refiere al tipoo carácter de las obligaciones generadas por los diferentes derechos. Enefecto, tras los derechos civiles y políticos existen deberes jurídicos,normalmente de abstención, que representan reglas primarias o de com-portamiento por lo común con un sujeto obligado universal; en cambio,tras los derechos sociales existen además normas secundarias o de orga-nización 242 que, por así decirlo, se interponen entre el derecho y la obli-gación, entre el sujeto acreedor y el sujeto deudor. Tal vez éste sea unode los motivos que explican las particulares dificultades de los derechos

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hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igual-dad material o sustantiva de los individuos», Camino de servidumbre (1944), trad de J.Vergara, Alianza Editorial, Madrid. 1976, pág. 111. No procede detenerse en este punto,pero sobre dicha crítica vid. más ampliamente E. FERNANDEZ, «El Estado social:desarrollo y revisión», en Filosofía, Política y Derecho, M. Pons, Madrid, 1995, pág.118 y s.

239 A. E. PÉREZ LUÑO, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución,Tecnos, Madrid, 1984, pág. 90 y s.

240 Vid. J. RAWLS, Teoría de la Justicia(1971), trad de M. D. González, F. C. E.,Madrid, 1979 pág. 237

241 E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado,pág. 74; vid. también R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág.486 y s.

242 En ello insiste G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos econó-micos, sociales y culturales», citado, pág. 207

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prestacionales: las libertades generan un tipo de relación jurídica sen-cilla donde los individuos saben perfectamente en qué consisten susderechos y deberes recíprocos, mientras que estos otros derechos requie-ren un previo entramado de normas de organización, por cierto caren-tes de exigibilidad inmediata, que a su vez generan una multiplicidadde obligaciones jurídicas de distintos sujetos, cuyo cumplimiento con-junto es necesario para la plena satisfacción del derecho.

F) La dimensión subjetiva y objetiva de los derechos

Finalmente, y en parte como consecuencia de lo anterior me pare-ce que en los derechos sociales tiende a predominar la dimensión obje-tiva sobre la subjetiva. Esta es una cuestión de grado y no un elementoesencial que permita trazar una nítida frontera entre los distintos dere-chos; el Tribunal Constitucional ha declarado que todos los derechospresentan esa faceta objetiva, más exactamente que «son elementosesenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional» 243,y de ahí la función preferente que desempeñan en la interpretación delDerecho y el interés público que existe en su protección 244. Lo que suce-de es que las libertades operan principalmente como derechos subjeti-vos, y sólo una larga tradición de reconocimiento y ejercicio de los mis-mos ha permitido delimitar en cada uno de ellos normas objetivas ypautas hermeneúticas aptas para inspirar la interpretación de todo elordenamiento; mientras que en los derechos sociales ocurre aproxima-damente a la inversa, pues surgen como despliegues o exigencias obje-tivas de la idea de Estado social, que sólo más tarde y costosamenteserán articulables en forma de derechos subjetivos. Y es que, expresa-do de un modo trivial, si las libertades no le decían al Estado lo quedebía hacer, sino más bien lo que no debía hacer, los derechos socialesnacen con el propósito de imponer ciertos comportamientos a las insti-tuciones públicas, y ello se consigue ante todo mediante la imposiciónde metas o fines plasmados en normas objetivas.

3. Una definición convencional

Me parece que los criterios que se han enunciado y acaso algún otroque pudiera desarrollarse definen bastante bien al conjunto de los queusualmente se llaman derechos sociales o, dicho de otro modo, sería en

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 79

243 STC 25/1981.244 STC 53/1985.

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verdad difícil indicar un derecho social que, al menos, no reuniese algu-na de las características comentadas; pero es cierto que tampoco resul-ta fácil proponer un derecho que reúna todas ellas. Por tanto, hemos deoptar. Y seguramente cualquier opción resulta teóricamente legítima:un laboralista, por ejemplo, puede englobar bajo el calificativo de socia-les sólo los derechos específicos de los trabajadores; un iusprivatista,los que representan límites o restricciones a los dos grandes principiosde la codificación moderna, la propiedad y la autonomía de la volun-tad; un historiador, en fin, aquellos otros que nacieron bajo el impulsode la ideología socialista a partir de mediados del siglo XIX. El resulta-do de esos diferentes enfoques sólo será parcialmente coincidente.

Sin embargo, como ya hemos adelantado, desde la perspectiva dela teoría de los derechos y de los propios retos políticos y jurídicos quehoy plantea la realización del programa constitucional, acaso la discu-sión deba centrarse en el capítulo de los derechos prestacionales en sen-tido estricto 245; más concretamente, en si la caracterización básica delos derechos fundamentales como obligaciones estatales capaces decimentar posiciones subjetivas aun contra la mayoría, esto es, al mar-gen y por encima de la ley, puede hacerse extensiva a los derechos queno generan un deber de abstención o de prestaciones meramente jurí-dicas 246, sino deberes positivos de dar bienes o servicios o de realizaractividades que, si se tuvieran medios, los sujetos podrían obtener tam-bién en el mercado.

Con todo, la respuesta admite ser enfocada desde dos perspectivas,sólo en parte coincidentes. La primera y más genérica es si a partir delprincipio constitucional de igualdad (art.14 C.E.) cabe postular un tratodesigual de las diferencias, esto es, un tratamiento jurídico diferente enlo normativo que persiga una igualdad sustancial en las consecuencias247;es verdad que la construcción de igualdades de hecho mediante diferen-ciaciones o desigualdades jurídicas no se consigue sólo mediante presta-ciones, pero también es cierto que las prestaciones en sentido estricto, taly como aquí han sido perfiladas, sirven siempre a una finalidad de igual-dad fáctica. La segunda y más concreta es si los derechos prestacionalesexpresos, que pueden considerarse una especificación de la genérica igual-dad sustancial, pueden amparar posiciones de carácter iusfundamental.Seguidamente, ensayaremos cada una de estas perspectivas.

80 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

245 Vid. J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestacion, citado, pág. 44 y s.246 Como ya se ha indicado, en sentido amplio, numerosos derechos son o requie-

ren algún género de prestación estatal, como la defensa jurídica, el diseño de procedi-mientos o de normas de organización, etc.

247 De igualdad referida a actos y de igualdad referida a consecuencias hablaR. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 403.

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Así pues, en lo sucesivo por derechos sociales entenderemos sóloderechos prestacionales en sentido estricto, esto es, aquellos cuyo con-tenido obligacional consiste en dar bienes o proporcionar servicios que,en principio, el sujeto titular podría obtener en el mercado si tuvieramedios suficientes para ello. Aunque nada impide que tales prestacio-nes sean asumidas por particulares, por ejemplo por el empresario quedebe garantizar medios de seguridad e higiene en el trabajo, aquí nosocuparemos sólo de los derechos que generan obligaciones frente a lospoderes públicos, y que además lo hacen desde la Constitución, sin per-jucio de que hayan podido ser o de que sean en el futuro desarrolladospor la normativa ordinaria. A su vez, adoptaremos dos perspectivas: lade la igualdad sustancial entendida como una exigencia del genéricoprincipio de igualdad, y la de los concretos derechos prestacionales,tanto en su dimensión de normas objetivas como en su posible carácterde derechos subjetivos.

4. El principio de igualdad

A) La igualdad y los derechos sociales

La igualdad sustancial o de hecho puede constituir el vehículo paraincorporar al acervo constitucional un principio genérico en favor delas prestaciones, y de hecho así ha de suceder en aquellos paises, comoAlemania, cuyas Constituciones carecen de una tabla de concretos dere-chos prestacionales. Pero es que, además, es fácil comprobar que estaforma de entender la igualdad está presente o se conecta a cada uno delos rasgos característicos de los derechos sociales que fueron examina-dos en el epígrafe anterior: por ejemplo, el establecimiento de desi-gualdades jurídicas para crear igualdad de hecho sólo es concebibledesde las instituciones, mientras que acaso la más perfecta igualdad for-mal se daría en un estado de naturaleza preestatal, donde nadie se vieradiferenciado cualquiera que fuese su situación o su conducta; asimis-mo, numerosos derechos prestacionales son expresiones concretas dela igualdad sustancial, pues consisten en un dar o en un hacer en favorde algunos individuos según ciertos criterios que introducen inevita-blemente desigualdades normativas; más claramente aún, la construc-ción de igualdad de hecho sólo tiene presente al hombre concreto, quees el único que puede sufrir una desigualdad fáctica, pues si no fueraasí, si tuviese presente al «hombre abstracto» ninguna desigualdad jurí-dica podría justificarse; a su vez, la igualdad jurídica genera frente alpoder un deber nítido de abstención o no discriminación, mientras quela igualdad de hecho genera obligaciones más complejas, de organiza-

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ción, procedimiento y prestación; y, en fin, mientras que la igualdadjurídica se manifiesta en una posición subjetiva, la igualdad sustancialse vincula más bien al principio objetivo del Estado social y sólo muycostosamente permite diseñar posiciones subjetivas de desigualdad jurí-dica o normativa.

Sin embargo, y al margen de la conexión entre la igualdad sustan-cial y las características que hemos postulado para los derechos socia-les, aquí lo que interesa subrayar es su papel al servicio de los derechosprestacionales. Y es que, en efecto, el principio prestacional o un dere-cho concreto a prestaciones puede ser reivindicado a través de dos cami-nos, no excluyentes pero distintos: el primero consiste en invocar unaconcreta norma constitucional que, bien en forma de derecho o de direc-triz, proteja de modo singular una pretensión a cierto bien o servicio,como el trabajo, la vivienda, la cultura, etc. Un segundo camino, queintentaremos recorrer ahora, supone apelar a la igualdad en su versiónde que han de ser tratadas de modo desigual las situaciones de hechodiferentes.

En el marco de una Constitución como la española, que el Estadopuede dar vida a desigualdades normativas con el fin de alcanzar igual-dad de hecho es algo que está fuera de toda duda, aunque, por supues-to, no es una competencia absoluta, sino limitada, entre otras cosas porel propio principio de igualdad jurídica. El art. 9.2 C.E., dice el Tribu-nal Constitucional, permite «regulaciones cuya desigualdad formal sejustifica en la promoción de la igualdad material» 249; más concreta-mente, «debe admitirse como constitucional el trato distinto que recai-ga sobre supuestos de hecho que fueran desiguales en su propia natu-raleza, cuando su función contribuya al restablecimiento de la igualdadreal a través de su diferente régimen jurídico» 249. El problema, por tanto,no es si el legislador o el gobierno pueden, sino si deben en algunoscasos dar vida a desigualdades jurídicas con el fin de superar desigual-dades de hecho; visto desde el lado subjetivo, si cabe defender un dere-cho fundamental a un tratamiento desigual a partir del art. 14. Lo querequiere un análisis del conjunto del precepto.

B) Las exigencias de la igualdad

Según una célebre formula «la justicia consiste en igualdad, y asíes, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser

82 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

248 STC 98/1985.249 STC 14/1983.

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justa, y lo es en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales» 250.De forma más abreviada, lo igual debe ser tratado de modo igual, y lodesigual de modo desigual. Ahora bien, ¿cuando dos cosas, dos perso-nas o dos situaciones son iguales? Cabe decir como primera aproxima-ción que mediante la igualdad «se describe, se instaura o se prescribeuna relación comparativa entre dos o más sujetos u objetos que poseenal menos una característica relevante en común» 251. Por consiguiente,el juicio de igualdad excluye tanto la identidad como la mera semejan-za. Excluye la identidad porque parte de la diversidad, esto es, parte dedos sujetos distintos, pero respecto de los cuales se hace abstracción delas diferencias para subrayar su igualdad en atención a una caracterís-tica común; la identidad se produce «cuando dos o más objetos tienenen común todos sus elementos o características», mientras que la igual-dad «supone una identidad parcial, es decir, la coincidencia de dos omás objetos en unos elementos o características desde un determinadopunto de vista y haciendo abstracción de los demás» 252 .Y se distinguetambién de la semejanza porque, si bien ésta implica asimismo que exis-ta algún rasgo común, no obliga a hacer abstracción de los elementospropios o diferenciadores.

Por ello, dado que nunca dos personas o situaciones vitales soniguales en todos los aspectos, los juicios de igualdad no parten nuncade la identidad, sino que son siempre juicios sobre una igualdad fácti-ca parcial. Pero, como las personas son siempre iguales en ciertos aspec-tos y desiguales en otros, resulta que los juicios fácticos sobre igual-dad/desigualdad parcial no nos dicen todavía nada acerca de si eltratamiento jurídico debe ser igual o desigual 253: que los sujetos «A» y«B» desarrollen la misma profesión supone que son parcialmente igua-les, pero no que merezcan el mismo tratamiento a todos los efectos; que«C» y «D» tengan profesiones distintas supone que son parcialmentedesiguales, pero no impide que merezcan el mismo tratamiento en cier-tos aspectos. Como escribe Rubio, la igualdad que se predica de un con-junto de entes diversos ha de referirse, no a su existencia misma, sinoa uno o varios rasgos en ellos discernibles; «cuáles sean los rasgos delos términos de la comparación que se tomarán en consideración para

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 83

250 ARISTÓTELES, Política, ed. de J. Marías y M. Araujo, C. E. C., Madrid,1983, pág. 83

251 P. COMANDUCCI, Assagi di metaetica, Giappichelli, Torino, 1992, pág. 108252 A. E. PÉREZ LUÑO, «Sobre la igualdad en la Constitución española», Anua-

rio de Filosofía del Derecho, IV, 1987, pág. 134. Vid también P. WESTEN, Speakingof Equality. An Analysis of the Retorical Force of `Equality´in Moral and legal Dis-course, Princeton University Press, 1990, pág. 62 y s.

253 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 387

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afirmar o negar la igualdad entre ellos es cosa que no viene impuestapor la naturaleza de las realidades mismas que se comparan... toda igual-dad es siempre, por eso, relativa, pues sólo en relación con un determi-nado tertium comparationis puede ser afirmada o negada», y la fijaciónde ese tertium «es una decisión libre, aunque no arbitraria, de quienjuzga» 254. La igualdad es, pues, un concepto normativo y no descripti-vo de ninguna realidad natural o social 255.

Esto significa que los juicios de igualdad son siempre juicios valo-rativos, referidos conjuntamente a las igualdades o desigualdades fác-ticas y a las consecuencias normativas que se unen a las mismas. Afir-mar que dos sujetos merecen el mismo trato supone valorar unacaracterística común como relevante a efectos de cierta regulación,haciendo abstracción tanto de los rasgos diferenciadores como de losdemás ámbitos de regulación. Ambas consideraciones son inescindi-bles: postular que una cierta característica de hecho que diferencia oiguala a dos sujetos sea relevante o esencial no proporciona ningúnavance si no añadimos para qué o en función de qué regulación jurídi-ca debe serlo; «según a qué efectos, todos los supuestos de hecho osituaciones personales son absolutamente iguales o absolutamente desi-guales entre sí... sólo la consecuencia jurídica puede ser diferencial» 256.Y del mismo modo, decir que dos sujetos son destinatarios del mismoo de diferente tratamiento jurídico constituye una mera constatación dela que no cabe derivar ulteriores conclusiones si no decimos en razónde qué circunstancias existe uniformidad o diferencia.

El punto central consiste, pues, en determinar los rasgos que repre-sentan una razón para un tratamiento igual o desigual, rasgos que hande ser al mismo tiempo el criterio de la clasificación normativa, esto es,de la condición de aplicación, y el fundamento de la consecuencia jurí-dica 257; la concurrencia de una circunstancia o propiedad debe ser, portanto, el criterio que defina el universo de los destinatarios de la normay asimismo la razón o fundamento de la consecuencia en ella prevista.Si no me equivoco, esta valoración conjunta de elementos fácticos ynormativos es lo que la jurisprudencia constitucional denomina razo-nabilidad o interdicción de la arbitrariedad: existe discriminación cuan-

84 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

254 F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional»,citado, pág. 12 y s.

255 Vid. A. CALSAMIGLIA, «Sobre el principio de igualdad» en J. MUGUER-ZA y otros, El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pág. 89.

256 A. CARRASCO, «El princpio de no discriminación por razón de sexo», Revis-ta Jurídica de Castilla-La Mancha, n.º 11-12, 1991, pág. 23

257 Vid. F. LAPORTA, «El principio de igualdad. Introducción a su análisis», Sis-tema, n.º 67, 1985, pág. 18 y s.

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do «la desigualdad del tratamiento legal sea injustificada por no serrazonable» 258; para que exista violación del principio de igualdad espreciso que el tratamiento desigual «esté desprovisto de una justifica-ción objetiva y razonable» 259; el principio de igualdad exige «que lasconsecuencias jurídicas que se derivan de supuestos de hechos igualessean, asimismo, iguales, debiendo considerarse iguales dos supuestosde hecho cuando el elemento diferenciador introducido por el legisla-dor carece de relevancia para el fin perseguido en la norma» 260. Por eso,la distinta edad de las personas es seguramente irrelevante a casi todoslos efectos, pero no en lo relativo a la jubilación 261; asimismo, la dife-rencia entre español y extranjero no sería, sin duda, razonable si a ellaquisiera unirse una tipificación distinta de delitos y penas, pero, al pare-cer se convierte en razonable cuando se trata de la posibilidad de tra-bajar en España 262.

Así pues, como ya avanzamos en el capítulo anterior, el principiode igualdad se traduce en una exigencia de fundamentación racional delos juicios de valor que son inexcusables a la hora de conectar deter-minada situación -con exclusión de otras situaciones- a una cierta con-secuencia jurídica; la referencia a los criterios materiales (necesidades,méritos, etc.) a la razonabilidad y a la proporcionalidad es, por tanto,una remisión a la justificación racional de la decisión 263. Las igualda-des y desigualdades de hecho no son más que el punto de partida paraconstruir igualdades y desigualdades normativas, cuya justificación nopuede apelar sólo a la mera facticidad, sino que, partiendo de ésta, hade construirse mediante un ejercicio argumentativo.

Sucede, sin embargo, que la igualdad presenta una doble faceta (tra-tar igual lo que es igual y desigual lo que es desigual), por lo que enbuena lógica parece que necesitarían el mismo grado de justificacióntanto las normas que establecen diferenciaciones como las regulacio-nes uniformes u homogeneizadoras, o, dicho de otro modo, que tan exi-gible sería el derecho a ser tratado igual como el derecho a la diferen-ciación. Lo cierto es que, seguramente por motivos pragmáticos, esasimetría entre ambas dimensiones se rompe en favor de la primera: «laigualdad no tiene necesidad, como tal, de justificación. El deber de jus-

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 85

258 STC 34/1981.259 STC 33/1983.260 STC 176/1989. Vid. J. JIMÉNEZ CAMPO, «La igualdad jurídica como lími-

te frente al legislador», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 9, 1983, pág.71 y s.

261 STC 75/1983.262 STC 107/1984.263 A. CALSAMIGLIA, «Sobre el principio de igualdad», citado, pág. 109

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tificación pesa, en cambio, sobre las desviaciones de la igualdad» 264.Es como si se partiese de un «orden natural» (y, por cierto, desigual) delas cosas, sobre el que operaría el Derecho estableciendo clasificacio-nes o diferencias «artificiales», siendo estas últimas las que deben jus-tificarse. Con todo, dicha presunción posiblemente no carezca de fun-damento, pues si aceptamos la hipótesis de que los mandatos dellegislador persiguen fines valiosos y de que sus prohibiciones tratan deevitar resultados indeseables, entonces parece razonable que, en prin-cipio, deban vincular a todos los destinatarios del Derecho; clasificar odiferenciar requiere por tanto una razón especial. R. Alexy concreta esaasimetría en las dos reglas siguientes: «si no hay ninguna razón sufi-ciente para la permisión de un tratamiento desigual, entonces está orde-nado un tratamiento igual»; «si hay una razón suficiente para ordenarun tratamiento desigual, entonces está ordenado un tratamiento desi-gual» 265; reglas que, en su opinión, encarnan un postulado básico de laracionalidad práctica, que es «la carga de la argumentación para los tra-tamientos desiguales» 266.

Este último autor añade una argumentación en favor de la prioridadde la igualdad jurídica, y es que ésta, al fijarse sólo en el tratamientojurídico y no en sus consecuencias fácticas, puede ser aplicado conmucha mayor facilidad que la igualdad de hecho, mientras que cuandose persigue la igualdad sustancial ha de justificarse que efectivamentelas medidas normativas de diferenciación serán capaces de apuntar haciauna igualación de hecho en el ámbito vital que se considere relevante.Por ejemplo, si el Estado decide que un cierto grupo de niños obtengaeducación gratuita atendiendo a su renta familiar, el juicio de igualdadde iure no necesita plantearse si con tal medida se limita la desigualdadentre niños pobres y ricos, sino sólo si han quedado indebidamenteexcluidos algunos niños; en cambio, el juicio de igualdad sustancial nopuede dejar de considerar la razonabilidad, adecuación y proporciona-lidad de la norma en relación con las situaciones de hecho y a la luz delfin perseguido, esto es, de limitar la desigualdad entre ricos y pobres enmateria educativa. La igualdad de iure acepta el criterio clasificatoriodel legislador (la renta familiar), salvo que sea radicalmente arbitrario;en cambio, la igualdad sustancial exige justificar que precisamente esecriterio que introduce desigualdades normativas es en sí mismo racio-nal para obtener igualdades de hecho.

86 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

264 P. COMANDUCCI, Assagi di metaetica, citado, pág. 110; F. LAPORTA, «Elprincipio de igualdad... », citado, pág. 26

265 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 395 y s.266 Ibidem, pág. 405.

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Enfocado de este modo, no cabe duda que el principio de igualdaddeja abierto un ancho campo de libre configuración legislativa, es decir,un campo donde tratamientos iguales y desiguales resultan simultánea-mente lícitos o admisibles. Pues, en efecto, mientras que la exigencia deuna regulación desigual requiere una razón que imponga precisamenteel tipo de desigualdad que se pretende establecer, la justificación de untratamiento igual requiere tan sólo que no logre justificarse la obligato-riedad de la distinción; en consecuencia, allí donde exista sólo una razónque permita la desigualdad, queda autorizada tanto una regulación igua-litaria como diferenciadora. Dicho de otra forma, inicialmente un con-trol sobre el legislativo por violación del principio de igualdad sólo pro-cede: a) cuando estamos en presencia de un tratamiento desigual, sinninguna razón que lo permita; b) cuando estamos en presencia de un tra-tamiento igual, habiendo una razón que lo impida. Por ello, que un tra-tamiento desigual no resulte arbitrario o carente de razón no significaque, a sensu contrario, un tratamiento igual haya de reputarse arbitrario.

Hasta aquí hemos hablado del ámbito general cubierto por el prin-cipio de igualdad, que la Constitución reconoce en el primer inciso delartículo 14: «Los españoles son iguales ante la ley». Sin embargo, elmismo precepto añade: «sin que pueda prevalecer discriminación algu-na por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquierotra condición o circunstancia personal o social». Estas especificacio-nes constituyen casos de «igualdad normativa» 267, es decir, casos en queel tratamiento igualitario viene impuesto, no desde la racionalidad argu-mentativa, sino desde la propia disposición constitucional. Igualdad nor-mativa que no se circunscribe a lo indicado en el artículo 14; del artícu-lo 39,2.º, por ejemplo, se deduce la igualdad de los hijos conindependencia de su filiación, y de las madres con independencia delestado civil, lo que significa que tales elementos (filiación y estado civil)no son razonables como criterios para establecer distinciones en la posi-ción jurídica de hijos o madres. Pues bien, si antes hemos hablado derazones que permiten o imponen un trato diferencial, ahora nos encon-tramos ante razones que prohiben dicha diferenciación. La raza o el sexoson así criterios prohibidos a la hora de delimitar el contenido o el ámbi-to de eficacia de las normas.

La prohibición es, sin embargo, relativa. Como ya tuvimos ocasión decomentar en el capítulo precedente, «si esta carga de la demostración delcarácter justificado de la diferenciación es obvia en todos aquellos casosque quedan genéricamente dentro del general principio de igualdad..., tal

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 87

267 A. CARRASCO, «El principio de no discriminación por razón de sexo», cita-do, pág. 28

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carga se torna aún más rigurosa en aquellos otros casos en que el factordiferencial es precisamente uno de los típicos que el artículo 14 concre-ta» 268. Los «criterios prohibidos» del artículo 14 pueden, en consecuen-cia, ser tomados en consideración como fundamento de un tratamientodesigual, en especial si tenemos en cuenta que el precepto alude conjun-tamente a «cualquier otra condición o circunstancia personal o social», queobviamente, si se interpretase literalmente, impediría cualquier género dedistinción, esto es, el ejercicio mismo de la potestad legislativa 269. Demanera que estos criterios representan simplemente una razón más inten-sa para la prohibición de la desigualdad normativa, pero una razón quepuede quedar superada por otras razones que en el caso tengan un pesosuperior. Tan sólo cabe exigir entonces un control más estricto, un «stricscrutiny» 270 o, si se quiere, una carga suplementaria de argumentación. Enotras palabras, las especificaciones del artículo 14 vienen a recordar que,por regla general, la raza, el sexo o la religión no constituyen elementosrazonables para diseñar un tratamiento jurídico particular. 271

Sin embargo, ni esas especificaciones del art. 14 ni ningún otro cri-terio excluyen por completo o con carácter general toda posible distin-ción normativa; es más, razones de igualdad sustancial pueden militar enfavor de la desigualdad de iure y entonces cabe que alguno de los «crite-rios prohibidos» opere expresamente como base de la diferenciación. Así,por ejemplo, «la referencia al sexo en el art. 14 implica la decisión cons-titucional de acabar con una histórica situación de inferioridad atribuidaa la mujer, siendo inconstitucional la diferenciación normativa basada endicho criterio. Con todo, en la perspectiva del art. 9.2 C.E., de promociónde las condiciones de igualdad no se considera discriminatorio que... seadopten medidas de acción positiva en beneficio de la mujer» 272.

88 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

268 STC 81/1982.269 A. RUIZ MIGUEL, «La igualdad como diferenciación», en Derechos de las

minorías y grupos diferenciados, Escuela Libre Editorial, Madrid, 1994, pág. 288 y s.270 F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional»,

citado, pág. 31271 Una interpretación distinta y no carente de argumentos es que los «criterios»

del art. 14 no son simples ejemplos del mandato general de igualdad, sino tipos especí-ficos de desigualdad que se traducirían en una prohibición de discriminaciones injustas,pero que admitirían, eso sí mediante un examen estricto, discriminaciones justas, comola llamada discriminación inversa. Vid. A RUIZ MIGUEL, «Las huellas de la igualdaden la Constitución», en Pensar la igualdad y la diferencia. Una reflexión filosófica., M.Reyes-Mate (ed. ), Argentaria, Visor, Madrid, 1995, pág. 116 y s. En todo caso, creo quela discusión no es aquí relevante: se interpreten como se interpreten, los criterios del art.14 no encarnan prohibiciones absolutas, sino razones que pueden ser superadas.

272 STC 3/1993. Sobre el particular vid. el reciente debate en torno a «Igualdady discriminación inversa» en Doxa, 19, 1996, con trabajos de A. Ruiz Miguel, R. Gui-bourg, M. V. Ballestrero y M. Atienza.

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Ahora bien, si no existe a priori ninguna razón que impida un tratodiferenciador, tampoco debe existir ninguna razón que lo imponga. Asílo ha declarado el Tribunal Constitucional: el artículo 14 no funda underecho a exigir divergencias de trato, sino un derecho a no sufrir dis-criminación 273. Esto no significa propiamente que un trato diferente nopueda venir impuesto en algunas ocasiones, como ha reconocido el pro-pio Tribunal Constitucional 274, sino que ese trato diferente no puede serexigido sólo como un imperativo de la segunda parte del principio deigualdad, es decir, de aquella dimensión que ordena tratar de forma desi-gual lo que es desigual. Por tanto, que lo desigual debe ser tratado deforma desigual supone tan sólo que pueden existir razones que permi-tan o que, valoradas todas las demás razones en pugna, impongan dichadesigualdad, no que exista algún criterio que siempre y en todo casoobligue a la diferenciación; del mismo modo que ni siquiera los crite-rios del artículo 14 prohiben siempre su utilización como elementos detrato diferenciado, así tampoco existe ningún criterio que, en virtud dela máxima de igualdad, imponga siempre un trato desigual; y ello pesea que, lo mismo que existen «igualdades normativas», existen también«desigualdades normativas», como la contenida en el artículo 103, 3cuando establece que mérito y capacidad son dos criterios a valorar enel acceso a la función pública 275.

Así pues, igualdad de iure e igualdad de hecho, o igualdad formal yreal, 276 son modalidades tendencialmente contradictorias, pues quien«desee crear igualdad de hecho tiene que aceptar desigualdades deiure»277, dado que el logro de la igualdad real consiste precisamente enoperar diferenciaciones de tratamiento normativo a fin de compensar porvía jurídica una previa desigualdad fáctica. Son modalidades tenden-cialmente contradictorias, pero que han de convivir en el plano consti-tucional, y de ahí que tampoco exista ninguna razón a priori que impon-ga siempre, como razón definitiva, un tratamiento desigual, y ello aunquesólo sea porque habrá de enfrentarse con las razones que avalen o apo-

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273 STC 52/1987 y 48/1989.274 «El principio de igualdad, si bien ordena tratar de modo distinto a lo que es

diferente, también exige que haya una correspondencia o proporcionalidad... », STC50/1991.

275 Que el mérito y la capacidad sean circunstancias que obliguen a establecerdiferencias en el acceso a la función pública no significa, por cierto, que, a su vez, nopuedan ser superadas por razones más fuertes. Por ejemplo, la STC 269/94 consideralegítima la reserva de plazas de funcionario en favor de los minusválidos, entendiendoque no constituye una discriminación (que de iure lo es), sino al contrario, un restable-cimiento de la igualdad de hecho en la linea del art. 9. 2

276 F. LAPORTA, «El principio de igualdad», citado, pág. 27.277 R. ALEXY, Teoria de los derechos fundamentales, citado, pág. 404

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yen la igualdad de iure y porque esta clase de igualdad suele tomar comocriterio de distinción alguno de los prohibidos por el art. 14 278.

Todo ello pone de relieve que la tensión entre igualdad de iure eigualdad de facto, entre tratamientos normativos homogéneos y dife-renciadores, se manifiesta como un conflicto entre principios; esto es,según estudíamos en el capítulo anterior, como un conflicto que no sesalda con la pérdida de validez o con la postergación definitiva de algu-no de los elementos en pugna, sino que el triunfo de uno u otro depen-de de las circunstancias del caso y requiere un ejercicio de ponderaciónsingular. La igualdad opera siempre a partir de igualdades y desigual-dades fácticas parciales que postulan tratamientos tendencialmente con-tradictorios, cada uno de los cuales puede alegar en su favor uno de lossubprincipios que componen la igualdad: tratar igual lo que es igual, ysiempre habrá alguna razón para la igualdad pues todos los seres huma-nos tienen algo en común, y desigual lo que es desigual, y siempre habrátambién alguna razón para la desigualdad pues no hay dos seres huma-nos ni dos situaciones idénticas. Ciertamente, como hemos indicado,parece existir una prioridad de la igualdad sobre la diferenciación, demanera que la regla podría describirse del siguiente modo: siempre exis-te alguna razón para la igualdad y, por tanto, ésta debe postularse mien-tras que alguna desigualdad fáctica —que siempre existirá— no pro-porcione una razón que permita o que, valoradas las razones en pugna,imponga una regulación diferenciada.

C) La igualdad sustancial

Así pues, la cuestión reside en si las desigualdades de hecho pue-den justificar el establecimiento de desigualdades jurídicas orientadasprecisamente a eliminar o limitar el alcance de las primeras; y justifi-car, además, en calidad de una posición subjetiva vinculada al art. 14,esto es, como una razón que en última instancia puede imponer, y nosólo permitir, el tratamiento normativo desigual. Por tanto, el problemaes doble: de un lado, determinar qué tipo de desigualdades de hechocabe alegar como fundamento de una desigualdad jurídica; y segundo,si en algún caso aquéllas desigualdades son capaces de representar unarazón suficiente que imponga el trato desigual.

Naturalmente, el primero de los interrogantes no puede ser respon-dido aquí, pues encierra nada menos que la justificación política del

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278 F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional»,citado, pág. 35.

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Estado social, de cuándo y en qué medida pueden alterarse las leyes«naturales» (naturales en sentido estricto, pero también de fortunasocial) que permiten una participación desigual de las personas en elconjunto de los bienes y de las expectativas. Baste decir (pues esto esahora suficiente) que las desigualdades que han de ser compensadas sonlas desigualdades inmerecidas, pues, en palabras de Kymlicka, «las por-ciones distributivas no debieran estar influidas por factores que son arbi-trarios desde el punto de vista moral» 279. Es obvio que no toda diferen-cia debe combatirse; al contrario, algunas deben tolerarse y hastatutelarse. Como escribe Ferrajoli, «el principio (o deber) de toleranciasirve para fundar el conjunto de los derechos de libertad», pero además«debe hablarse de un principio (o deber) de no tolerancia, que vale parafundamentar el concepto de los derechos sociales»: aquello que está enla base de los derechos civiles, creencias y planes de vida, debe ser tole-rado; aquello otro que está en la base de los derechos sociales, caren-cias o pobreza, no debe tolerarse 280.

Pero, volviendo al segundo problema, ¿en qué medida la igualdadmaterial puede dar lugar a pretensiones concretas e inmediatamente exi-gibles?; con base en los arts. 14 y 9,2 y sin mediación legislativa, ¿esposible reclamar una desigualdad de trato del mismo modo que se recla-ma la eliminación de una discriminación directa o negativa?, ¿puedenlas exigencias de igualdad sustancial fundamentar una posición análo-ga a la que proporcionan las exigencias de igualdad formal?; en suma,si cabe pedir que «los iguales sean tratados como iguales», ¿cabe pedirtambién que «los desiguales sean tratados como desiguales»?, ¿es posi-ble que alguna razón para la igualdad de hecho imponga y no sólo per-mita el diseño de una desigualdad normativa?

Como se recordará, la norma de la desigualdad presenta dos pecu-liaridades: la primera es que funciona siempre como un principio, pues,aunque haya razones para la desigualdad, siempre habrá alguna para laigualdad; lo que significa que proporcionará en todo caso razones primafacie, que han de «combatir» con principios opuestos. La segunda esque, así como la igualdad resulta obligada cuando no exista ningúnmotivo que permita el trato desigual, este último, en cambio, requiereque exista una razón suficiente que, valoradas todas las razones enpugna, ordene el tratamiento desigual 281. Por tanto, la cuestión es si este

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279 W. KYMLICKA, Filosofía política contamporanea. Una introducción, trad.de R. Gargarela, Ariel, Barcelona, 1995, pág. 70

280 L. FERRAJOLI, «Tolleranza e intollerabilità nello stato di diritto», en Anali-si e Diritto a cura di P. Comanducci e R. Guastini, Giappichelli, Torino, 1993, pág. 289.

281 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 408 y s.

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último caso puede concebirse en el marco del actual Estado constitu-cional.

Ciertamente, existe una dificultad inicial de no pequeño alcance, yes que la igualdad de hecho se presta a múltiples interpretaciones y con-cepciones, sin que la Constitución contenga un programa preciso de dis-tribución, ni una prelación exacta de las necesidades atendibles. Una«política social» desarrollada por el Tribunal Constitucional cercenaríala libertad de configuración que en este campo se reconoce al legisla-dor, único sujeto facultado para escoger, de entre las distintas concep-ciones, la que en cada ocasión debe imperar. Además, y esta es la otracara de la misma moneda, la igualdad material requiere importantesrecursos financieros, escasos por definición, cuyo reparto forma partetambién de la libertad política de quien representa a la voluntad popu-lar. Por tanto, un reconocimiento expreso de pretensiones subjetivas deigualdad de hecho con base únicamente en la interpretación del art. 14,y sin mediación legislativa, supondría una intromisión exorbitante delTribunal Constitucional en el ámbito de la discrecionalidad del Parla-mento. Como veremos, no ocurre exactamente lo mismo ante derechosexpresos de naturaleza prestacional, pues éstos, por numerosas que seanlas dificultades que presentan, entrañan ya una cierta decisión consti-tucional en favor de la urgencia o exigibilidad de determinados reque-rimientos de igualdad de hecho.

Por otra parte, aunque unido a lo anterior, desde el punto de vista dela jurisdicción constitucional, la igualdad formal opera de un modo muydistinto a como lo hace la igualdad material. Porque la primera, en efec-to, se traduce en una exigencia negativa que se acomoda bien a la propianaturaleza del Tribunal concebido como legislador negativo; éste, cuan-do declara que una ley, una sentencia o una decisión viola la igualdad antela ley desempeña normalmente una tarea de anulación, supresión o eli-minación, en suma, de depuración del ordenamiento. En cambio, reco-nocer que alguien tiene derecho a una prestación porque así lo exige laigualdad material implica una labor positiva, propiamente normativa,donde el Tribunal sustituye al legislador dado que ha de crear una normaque vincule determinada prestación con cierta posición de hecho.

Sin embargo, y aunque la articulación jurisdiccional tropiece conserias dificultades, las objeciones que hemos visto no impiden por com-pleto que, en ciertos casos, pretensiones de igualdad material puedan for-mularse como posiciones subjetivas amparadas por el derecho funda-mental a la igualdad. Desde luego, un reconocimiento abierto o generalde pretensiones de esta naturaleza parece inviable, pero un reconocimientomatizado no debe excluirse. En concreto, creo que esa viabilidad se da en

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tres supuestos: primero, cuando la igualdad material viene apoyada porun derecho fundamental de naturaleza prestacional directamente exigi-ble, lo que supone una toma de posición constitucional que elimina todaulterior discusión; por ejemplo, se tiene derecho a la educación gratuitaen ciertos niveles sin necesidad de invocar una exigencia de igualdad sus-tancial, pues «el derecho de todos a la educación (presenta) una dimen-sión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurarla efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la ense-ñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad...» 282.

El segundo supuesto tiene lugar cuando una pretensión de igualdadsustancial concurre con otro derecho fundamental, aun cuando no seade naturaleza prestacional. Naturalmente, sería de todo punto apresu-rado suponer que las libertades «negativas» generan sin más un dere-cho a obtener prestaciones concretamente exigibles; de nuevo hay quedecir que, si bien los poderes públicos pueden «subvencionar» la liber-tad 283, no están obligados a hacerlo. Sin embargo, al menos hay un casoen el cabe afirmar que una libertad o garantía genera una exigencia deigualdad material traducible en una prestación: el derecho a la defensay asistencia de Letrado 284.

En efecto, ya en una temprana sentencia de 1982, el Tribunal Cons-titucional observaba que tal derecho, concebido inicialmente en elmarco del Estado de Derecho, había de ser reinterpretado en el marcodel Estado social, sugiriendo que «la idea del Estado social de Derechoy el mandato genérico del art. 9.2 exigen seguramente una organizacióndel derecho a ser asistido de Letrado que no haga descansar la garantíamaterial de su ejercicio por los desposeidos en un munus honorificumde los profesionales de la abogacía» 285. Más claramente, proporcionarasistencia letrada «se torna en una obligación jurídico-constitucionalque incumbe singularmente a los órganos judiciales», hasta el punto deque puede originarse una situación de indefensión «si al litigante caren-te de recursos económicos no se le nombra un defensor de oficio» 286.

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282 STC 86/1985.283 Por ejemplo, «el hecho de que el Estado preste asistencia religiosa católica a

los individuos de las Fuerzas Armadas no sólo no determina lesión constitucional, sinoque ofrece, por el contrario, la posibilidad de hacer efectivo el derecho al culto de losindividuos y comunidades», STC. 24/1982.

284 Curiosamente el mismo caso sirve de ejemplo para ilustrar la jurisprudenciaalemana e italiana a propósito de la igualdad sustancial. Vid. R. ALEXY Teoría de losderechos fundamentales, citado, pág. 403; R. BIN, Diritti e argomenti. Il bilanciamientodegle interessi nella giurisprudenza costituzionale, Giuffrè, Milano, 1992, pág. 116.

285 STC. 42/1982.286 STC. 132/1992.

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Así pues, la garantía de la tutela judicial efectiva no genera un derechouniversal al asesoramiento gratuito de abogado, pero sí puede funda-mentar una pretensión de esa naturaleza cuando el sujeto, además dehallarse en una situación de necesidad económica, resulta acreedor a latutela que ofrece el art. 24. Esto es, el art. 24 protege unos derechos quese postulan como universales, de manera que, ante carencias de hecho,puede poner en marcha acciones de igualdad material; o, si se prefire ala inversa, una medida de igualdad material se hace concretamente exi-gible cuando de la misma depende una garantía a la que «todos tienenderecho».

Finalmente, el último supuesto se produce cuando una exigencia deigualdad material viene acompañada por una exigencia de igualdad for-mal. Porque, en efecto, uno de los problemas que presenta la discrimi-nación positiva es que suele faltar un tertium comparationis suficiente-mente sólido o convincente: que el Estado subvencione la educación oatienda las situaciones de extrema necesidad no puede ser invocadocomo discriminatorio por quien pretende una vivienda gratuita o de pre-cio reducido, pues, según hemos dicho, la Constitución carece de unprograma ordenado de distribución de los recursos. Otra cosa sucede,sin embargo, si los poderes públicos deciden entregar viviendas gratui-tas a una cierta categoría de personas y utiliza en la delimiación de esacategoría un criterio irracional, falto de proporción o de cualquier modoinfundado; entonces, una pretensión de igualdad material, en principiono exigible ante el Tribunal Constitucional, se fortalece o adquiere vir-tualidad gracias al concurso de la igualdad formal: el legislador decideque esa pretensión está justificada, pero «clasifica» mal el nucleo dedestinatarios merecedores de la misma y, por tanto, quienes resultan dis-criminados pueden reclamar unos beneficios a los que, de otro modo,no tendrían derecho.

Esta es la razón de ser de muchas de las llamadas sentencias aditi-vas del Tribunal Constitucional 287, es decir, de aquellas decisiones enlas que el Tribunal extiende a sujetos no mencionados en la norma los«beneficios» en ella previstos; por ejemplo, la STC 103/1983, queamplió para los viudos el régimen de pensiones más favorable estable-cido para las viudas; o la 116/1987, que consideró que los militaresrepublicanos ingresados en el Ejército después de la rebelión del 18 dejulio de 1936 merecían iguales atenciones que aquellos que lo hicieroncon anterioridad. Muy probablemente, ni los viudos ni los viejos defen-sores de la República hubiesen podido fundar una pretensión iusfunda-

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287 R. BIN las denomina más claramente «sentencias aditivas de prestación»,Diritti e argomenti..., citado, pág. 117

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mental a la obtención de cierta clase de pensión o ayuda de no ser por-que el legislador decidió previamente que tal pretensión estaba justifi-cada para cierto colectivo «análogo». Es verdad que las consideracio-nes de igualdad sustancial no bastan y que se requiere además elconcurso de la igualdad formal; esta última proporciona el término decomparación que permite considerar irracional la exclusión de un suje-to o grupo, y con ello la justificación de la pretensión iusfundamental.

Ciertamente, este género de sentencias plantea problemas tantodesde el punto de vista de las relaciones entre el legislador y el juezconstitucional, como desde la perspectiva de la articulación de la igual-dad en forma de prestaciones. Lo primero porque, como es obvio, las«adiciones» o manipulaciones 288 convierten a quien en la concepciónkelseniana era un legislador negativo en un legislador positivo 289. Y losegundo porque el Tribunal es un órgano poco idoneo o casi imposibi-litado para establecer las estructuras administrativas, los procedimien-tos y las variadas modalidades que exigen o admiten los derechos pres-tacionales 290. Con todo, si las sentencias aditivas prestacionales sonposibles, es porque resultan también posibles pretensiones basadas enla igualdad material.

Así pues, la Constitución desde los arts.14 y 9,2 no ampara directa-mente posiciones iusfundamentales de igualdad de hecho o, si se pre-fiere, lo hace con un carácter fragmentario que exige el concurso de otrasrazones, es decir, de otros derechos o de la propia igualdad formal. Másconcretamente, parece que los «complementos» que requiere la igual-dad sustancial desempeñan funciones distintas. La concurrencia de underecho prestacional inmediatamente exigible, como la enseñanza, impli-ca la consagración constitucional de una concreta pretensión adscribiblea la igualdad de hecho; que los poderes públicos tienen la obligación deprestar el servicio de la enseñanza supone por ello una toma de posiciónque elimina toda ulterior discusión: se tiene derecho a la educación gra-tuita en ciertos niveles sin necesidad de invocar el art. 14. A su vez, la

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288 Por ejemplo, la sentencia de la Corte Constitucional italiana 215/1987 orde-na que allí donde la ley dice que «será facilitada» la integración de los minusválidos enla escuela, en lo sucesivo diga que «será garantizada». Vid. R. BIN, Diritti e argomen-ti, citado, pág. 119.

289 Vid. F. RUBIO, «La jurisdicción constitucional como forma de creación deDerecho», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 22, pág. 38, ahora en Laforma del poder... citado, págs. 495 y ss. ; M. GASCÓN, «La justicia constitucional:entre legislación y jurisdicción», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 41,pág. 66 y s.

290 Vid. L. ELIA, «“Constitucionalismo cooperativo”. “Racionalidad” y “Sen-tencias aditivas” en la jurisprudencia italiana sobre control de normas», en División depoderes e interpretación, Tecnos, Madrid, 1987.

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concurrencia de un derecho en principio no prestacional, como el dere-cho de defensa y a la tutela efectiva, implica una cierta presunción deque el bien tutelado es valioso y merece protección; esto es, que, entrelos múltiples objetivos que pueden perseguir las acciones positivas deprestación, hay algunos que aparecen «privilegiados» por la Constitu-ción (los derechos fundamentales), representando en consecuencia unarazón fuerte en favor de la adopción de medidas de igualdad material.Por último, la presencia de un argumento de igualdad de iure o ante laley significa que, de entrada, no existiría un derecho constitucional aprestaciones, pero que, dada la opción legislativa en favor de ofrecer esasprestaciones a ciertos destinatarios, un imperativo de racionalidad o cohe-rencia exige su extensión a otros sujetos.

El resultado puede parecer en verdad bastante modesto, pero creoque no deja de ser significativo a estas alturas del Estado constitucio-nal. Dejando a un lado el caso de los concretos derechos prestaciona-les, que será examinado de inmediato, lo cierto es que el mandato delart. 9,2 por sí solo no se muestra capaz de imponer obligaciones de natu-raleza prestacional, y ello no sólo por razones de ubicación sistemáti-ca. La concurrencia de una razón de igualdad formal, fundamento delas comentadas sentencias aditivas, viene a poner de relieve justamen-te que en esos supuestos se construye una posición acreedora por partede un sujeto en virtud de su discriminación formal y no sólo de su desi-gualdad material; por ejemplo, si se concede cierta pensión no es por-que se tenga un derecho fundamental a recibirla, sino más bien porquese ostenta un derecho fundamental a no ser discriminado. Y, a su vez,la presencia de un derecho «negativo» (derecho a la vida, libertad reli-giosa, derecho de asociación, etc) puede representar efectivamente unrazón favorable para que el legislador acuerde y pueda justificar unaprestación «promocional», pero sospecho que, al menos hoy por hoy ennuestro sistema, el conjunto de los derechos y libertades sólo de formaexcepcional (la citada asistencia letrada gratuita, tal vez un derecho al«mínimo vital») permiten imponer o exigir a ese mismo legislador unaobligación positiva o de prestación, y esto último es lo que, a mi juicio,significa tener un derecho fundamental.

5. La naturaleza de los derechos prestacionales

A) El problema de su valor jurídico

Creo que existe una cierta conciencia de que los derechos socialesen general y muy particularmente los derechos prestacionales o no son

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auténticos derechos fundamentales, representando una suerte de retóri-ca jurídica, o bien, en el mejor de los casos, son derechos disminuidoso en formación. Esto ocurre incluso en la que parece ser filosofía polí-tica dominante, que concibe a estos derechos como expresión de prin-cipios de justicia secundarios, cuando no peligrosas confirmaciones delcriterio utilitarista que amenaza el disfrute de los derechos individua-les; o sea, en ningún caso se trata de triunfos frente a la mayoría e inclu-so, en no pocas exposiciones, aparecen como los principales enemigosque han de superar esos triunfos 291. Consecuentemente, de otro lado, enel panorama que ofrecen los ordenamientos de corte liberal, los dere-chos prestacionales tienden a situarse en el etéreo capítulo de los prin-cipios programáticos, muy lejos, desde luego, de las técnicas vigorosasde protección que caracterizan a los derechos fundamentales 292. La sim-ple lectura del art. 53 de la Constitución española confirma esta impre-sión: existen unos derechos civiles y políticos intangibles para el legis-lador y rodeados de múltiples garantías, y existen unos principios (nisiquiera derechos) rectores de la política social y económica que «infor-marán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de lospoderes públicos», pero que «sólo podrán ser alegados ante la jurisdic-ción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desa-rrollen».

Ciertamente, no todos los derechos prestacionales se hallan recogi-dos en el Capítulo III del Título I, ni, por cierto, en ese capítulo hay sóloderechos prestacionales, pero no cabe duda que el grueso de la quepudiéramos llamar promesa prestacional de la Constitución se encuen-tra bajo dicha rúbrica. Por eso, es muy significativo el juicio de uno delos primeros comentaristas: el Capítulo III, decía Garrido Falla en 1979,«está lleno de declaraciones retóricas que por su propia vaguedad sonineficaces desde el punto de vista jurídico» 293, pues para que una decla-ración tenga carácter jurídico no basta su inclusión en un texto consti-tucional o legal, sino que además es necesario «que tenga estructuralógica de norma jurídica: que sea una orden, un mandato, prohibi-ción...» 294, esto es, que adopte una determinada estructura lingüísticaimperativa.

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291 He tratado este punto en mis Estudios sobre derechos fundamentales, citado,pág. 43 y s.

292 Vid. J. L. CASCAJO, La tutela constitucional de los derechos sociales, cita-do, pág. 77 y s.

293 F. GARRIDO FALLA, «El artículo 53 de la Constitución», Revista Españo-la de Derecho Administrativo, n.º 21, 1979, pág. 176

294 F. GARRIDO FALLA, «Comentario al art. 53» en F. GARRIDO FALLA yotros, Comentarios a la Constitución, Civitas, Madrid, 1980, pág. 590

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Esta es una idea ampliamente extendida. Por citar sólo un par deejemplos, decía E. Forsthoff que el intento de dar vida a derechossociales «tenía que fracasar, porque formulaciones de este tipo no sonaptas para fundamentar derechos y deberes concretos» 295. Más rotun-damente, escribe Ph. Braud que «los derechos-obligaciones positi-vas... no son normas jurídicas, pues carecen de una condición indis-pensable: la aptitud para la efectividad» y, siendo así, «se sitúan fueradel Derecho» 296.

Me parece que esta posición ha sido hoy mayoritariamente aban-donada, pues «ya no se puede dar por buena la vieja tesis, de la épocade Weimar, según la cual la imposibilidad de la aplicación inmediata delos derechos sociales constitucionales viene dada por su propia inde-terminación» 297. Sin duda, los principios rectores del Capítulo III, comotodos los valores y principios de la Constitución, tienen naturaleza jurí-dica y participan de la fuerza propia de las normas constitucionales 298.Ante todo, porque la formulación lingüística del precepto no es un cri-terio definitivo para separar el Derecho de las buenas intenciones, pues,al margen de que no todos los derechos prestacionales aparecen con lamisma estructura lingüística, lo cierto es que la concepción del positi-vismo teórico a propósito de las normas puede considerarse superada:sencillamente, no es cierto que allí donde falta un supuesto de hecho ouna consecuencia jurídica perfectamente delimitados falte una normajurídica. Que las normas materiales de la Constitución sean «en gene-ral esquemáticas, abstractas, indeterminadas y elásticas» 299 no repre-senta ninguna dificultad a su carácter vinculante. En suma, la fuerzajurídica y el valor constitucional de las disposiciones de principio estánhoy suficientemente acreditados 300; y, por otra parte, la llamada retóri-ca constitucional no es monopolio del Capítulo III, sino que es posiblehallarla en otros pasajes constitucionales, incluso dentro de la sección1.ª del Capítulo II, como en el art. 27.2.º.

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295 E. FORSTHOFF, El Estado de la sociedad industrial, trad de L. López Gue-rra y J. Nicolás Muñiz, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, pág. 258

296 Ph. BRAUD, La notion de liberté publique en Droit français, LGDJ, París,1968, pág. 152 y s.

297 J. L. CASCAJO, La tutela constitucional de los derechos sociales, citado, pág.70. En igual sentido, A. GARRORENA, El Estado español como Estado social y demo-crático de Derecho, Universidad de Murcia, 1980, pág. 66 y s. ; J. R. COSSÍO, Estadosocial y derechos de prestación, citado, pág. 252.

298 Vid. el estudio más detallado de M. ARAGÓN, Constitución y Democracia,Tecnos, Madrid, 1989, pág. 74 y s.

299 Vid. F. RUBIO, «La Constitución como fuente del Derecho», citado, pág. 63.300 He tratado la cuestión más detenidamente en Sobre principios y normas. Pro-

blemas del razonamiento jurídico, citado, págs. 135 y ss.

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B) Dimensión objetiva de los derechos prestacionales

En cuanto que normas objetivas, las claúsulas que recogen derechossociales o prestacionales vinculan a todos los poderes públicos, inclui-do el legislador, por lo que, en principio, nada impide que sean invoca-dos en cualquier instancia jurisdiccional y, por supuesto, que sirvan deparámetro para el juicio de constitucionalidad. Böckenförde ha resu-mido esa vinculación efectiva en tres aspectos: el fin o programa quesupone un derecho prestacional se sustrae a la en otro caso libertad dellegislador; es inadmisible la inactividad o la desatención evidente y gro-sera por parte de los poderes públicos; y, por último, la satisfacción con-ferida a un derecho prestacional, una vez establecida, se muestra rela-tivamente irreversible, en el sentido de que está protegida frente a unasupresión definitiva o frente a una reducción que traspase los límiteshacia la desatención grosera 301

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional pone de relieve quela toma en consideración de los principios rectores y de los derechosprestacionales en cuanto que normas objetivas no es meramente retóri-ca. Por ejemplo, en una cuestión de inconstitucionalidad acerca delart.160 de la Ley de Seguridad Social de mayo de 1974, el Tribunalacude al principio rector del art. 41 nada menos que para considerarcaduco un modelo de Seguridad Social basado en el principio contri-butivo y de compensación frente al daño, y sustituirlo por un sistemabasado en la protección frente a la necesidad o la pobreza económica.En concreto, «acoger el estado o situación de necesidad como objeto yfundamento de la protección implica una tendencia a garantizar a losciudadanos un mínimo de rentas, estableciendo una linea por debajo dela cual comienza a actuar la protección» 302. Y, confirmando esta doc-trina, una sentencia posterior declara que la Seguridad Social represen-ta hoy una «función del Estado» cuya finalidad constitucional es la«reducción, remedio o eliminación de situaciones de necesidad» 303.

Precisamente, con motivo de otro asunto sobre pensiones, el Tribu-nal tuvo oportunidad de sentar una doctrina bastante nítida acerca delvalor de los principios rectores y de su importancia en la interpretación

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301 Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, cita-do, pág. 81.

302 STC 103/1983.303 STC 65/1987. La STC 37/1994, si bien reconoce la libertad del legislador para

modular la acción protectora del sistema, recuerda que el art. 41 «consagra en forma degarantía institucional un régimen público» cuyo «nucleo o reducto indisponible por ellegislador... ha de ser preservado en términos recognoscibles para la imagen que de lamisma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar».

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constitucional. Ante todo, pone de relieve la conexión existente entreel principio del Estado social y democrático de Derecho (art.1,1), laigualdad sustancial (art.9,2) y los principios rectores del Capítulo III,cuyo régimen jurídico establecido en el art.53,3 «impide considerar atales principios como normas sin contenido y que obliga a tenerlos pre-sentes en la interpretación tanto de las restantes normas constituciona-les como de las leyes»; particularmente, en este caso el juego de los trescriterios enunciados se muestra fundamental para enjuiciar cuándo unadesigualdad jurídica entraña discriminación; más aún, el art. 50 relati-vo a la protección de la vejez resulta ser un «criterio de interpretaciónpreferente» 304. Cabe decir que hoy esta es una doctrina plenamente con-solidada: los principios rectores, «al margen de su mayor o menor gene-ralidad de contenido, enuncian proposiciones vinculantes en términosque se desprenden inequívocamente de los artículo 9 y 53 de la Cons-titución» 305.

La proclamación del valor normativo de los principios rectores esfrecuente en la jurisprudencia constitucional, si bien la concreta opera-tividad de los mismos no resulta siempre uniforme y generalmentedepende de la presencia de otras disposiciones constitucionales rele-vantes para el caso. Así, en ocasiones, los principios vienen a justificarlimitaciones a ciertos derechos que de otra manera acaso no podrían for-mularse: la protección del medio ambiente (art.45) juega como límite ala explotación de los recursos naturales y al aumento de la producción,en suma, al derecho de propiedad 306; del mismo modo, la política depleno empleo (art. 40) «supone una limitación de un derecho individual,como el derecho al trabajo» (art. 35), limitación que está justificada por-que «se apoya en principios y valores asumidos constitucionalmente,como son la solidaridad, la igualdad real y efectiva y la participaciónde todos en la vida económica del país» 307. Otras veces, en cambio, esel propio Tribunal quien armoniza distintas disposiciones, concretandoel alcance de algún principio; por ejemplo, el principio de protección ala familia (art. 39) no sólo constituye un límite a la embargabilidad debienes 308, sino que permite derivar a través del art. 14 una igualación«por arriba» entre civiles y militares en materia de embargo de habe-res 309; y el genérico principio del Estado social unido a las exigenciasde la igualdad sustancial obliga a realizar la equiparación de sexos

100 LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS

304 STC 19/1982.305 STC 14/1992.306 STC 64/1982 y 66/1991.307 STC 22/1981.308 STC 113/1989.309 STC 54/1986.

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extendiendo la regulación más favorable: «dado el carácter social ydemocrático del Estado de Derecho... y la ogligación que al Estadoimponen los arts. 9,2 y 35... debe entenderse que no se puede privar altrabajador sin razón suficiente para ello de las conquistas sociales yaconseguidas. De esta manera... no debe restablecerse la igualdad pri-vando al personal femenino de los beneficios que en el pasado hubieraadquirido, sino otorgando los mismos al personal masculino» 310.

Finalmente, si antes vimos que un derecho prestacional inmedia-tamente exigible como la educación daba lugar a posiciones subjetivasde igualdad sustancial, cabe constatar también que la conexión de estaúltima a una directriz o principio rector puede hallarse en la base de unanorma objetiva. En este sentido, la jurisprudencia en materia de igual-dad de la mujer trabajadora resulta interesante al menos por dos moti-vos: primero, porque el sexo no sólo constituye uno de los criterios«prohibidos» por el art. 14 en orden al establecimiento de desigualda-des normativas, sino porque además el art. 35,1 reitera que en materialaboral «en ningún caso puede hacerse discriminación por razón desexo»; y segundo, porque el enunciado prestacional que sirve paraamparar desigualdades jurídicas en favor de una igualdad de hecho parala mujer resulta ser tan amplio o impreciso como el contenido en elart.39,2: «Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección...delas madres». Pues bien, pese a ello, el Tribunal Constitucional «nopuede ignorar» que existe una realidad de hecho discriminatoria para lamujer, por lo que, en tanto perdure, «no pueden considerarse discrimi-natorias las medidas tendentes a favorecer el acceso al trabajo de ungrupo en situación de clara desigualdad social» 311; es más, el mandatode «interdicción de la discriminación implica también la adopción demedidas que tratan de asegurar la igualdad efectiva de trato y oportu-nidades de la mujer y del hombre» 312.

La jurisprudencia examinada creo que pone de relieve una virtuali-dad y una insuficiencia. La virtualidad es que los principios rectores ylos derechos prestacionales que derivan de los mismos encarnan nor-mas objetivas de eficacia directa e inmediata al menos en dos aspectos:

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310 STC 81/1982. Por cierto, en esta sentencia pudiera apreciarse un atisbo delprincipio de irreversibilidad de las conquistas sociales; vid. L. PAREJO, Estado socialy Administración pública, Civitas, Madrid, 1983, pág. 89 y s. Sin embargo, no creo queel Tribunal Constitucional llegue tan lejos: la igualación «por arriba» entre trabajado-res y trabajadoras es una opción interpretativa estimulada por los principios del Estadosocial y de la igualdad sustancial, pero ello no impide que «en el futuro el legisladorpueda establecer un régimen diferente del actual».

311 STC 128/1987.312 STC 109/1993.

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como cobertura de una acción estatal que en otro caso pudiera resultarlesiva desde la perspectiva de ciertos derechos y libertades; y como pau-tas interpretativas de disposiciones legales o constitucionales, permi-tiendo soluciones más acordes con el modelo del Estado social. En con-secuencia, sirven principalmente para justificar leyes ya dictadas desdeel impulso político o también para escoger significados posibles dentrodel ámbito semántico de esas leyes. En particular, creo que esta últimaes la dimensión más interesante desde el punto de vista de la interpre-tación constitucional: dada la pluralidad de significados, es decir, denormas que cabe obtener de todo enunciado lingüístico 313, los princi-pios rectores se muestran como razones a favor de escoger aquellas másacordes con la igualdad sustancial y, en general, con los valores queestán detrás del Capítulo III.

La insuficiencia me parece que también es doble: primero, y segu-ramente por la propia formulación lingüística de los principios rectores,por lo común indicativa y genérica, no puede decirse que resulte habi-tual invocarlos como parámetro único para acordar la inconstituciona-lidad de una ley, aunque ello no resulte jurídicamente imposible; si cabedecirlo así, los principios rectores entran en escena más para respaldaral legislador que para sancionarlo, y es que los enunciados constitucio-nales resultan aquí lo suficientemente amplios como para que casi cual-quier política pueda justificarse, pero también para que casi ningunapueda reputarse como obligatoria. La segunda, y acaso más importan-te, es que a partir de los principios rectores es difícil construir posicio-nes subjetivas de prestación, no sólo porque existan dificultades proce-sales para que los sujetos titulares puedan reivindicar su cumplimiento,dos problemas que conviene a mi juicio separar, sino por otras razonesque serán seguidamente examinadas.

C) Dimensión subjetiva de los derechos prestacionales

Así pues, que la toma en consideración de los derechos prestacio-nales resulte relevante todavía no demuestra que los mismos puedancimentar auténticas posiciones subjetivas iusfundamentales del mismotipo que las que nacen de las libertades individuales; es decir, posicio-nes que supongan el reconocimiento constitucional a determinada pres-tación en ausencia de ley que desarrolle el principio rector, o inclusocontra la voluntad de la mayoría expresada en la ley. Pero para abordar

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313 Vid. R. GUASTINI, Dalle fonti alle norme, Giappichelli, Torino, 1990 pág.15 y s.

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esta cuestión conviene aclarar dos aspectos, a saber: el estatus consti-tucional de los derechos prestacionales y las eventuales dificultades desu tutela judicial derivadas de la exigencia de desarrollo legislativo.

Por lo que se refiere a la primera cuestión, conviene advertir que, sibien la mayor parte de los derechos prestacionales aparecen en el deva-luado Capítulo III, algunos otros gozan de la máxima protección jurí-dica. Ya hemos tenido oportunidad de referirnos a la asistencia y defen-sa letrada; desde luego, es evidente que aquí los poderes públicos tienenuna cierta libertad de configuración en orden a regular las formas ymodalidades de las prestaciones, pero en ningún caso hasta el punto desuprimir o debilitar absolutamente el derecho: en determinadas cir-cunstancias, toda persona tiene derecho a obtener y el Estado la obli-gación de proporcionar defensa letrada gratuita. Lo mismo cabe decirdel derecho a la educación: también aquí el legislador dispone de unaamplia discrecionalidad para organizar la enseñanza, pero al final ha degarantizar la escolarización gratuita de todos los niños en los nievesbásicos, y esta es sin más una pretensión accionable ante los Tribuna-les, incluido el Constitucional 314. En ambos casos, y por muy ampliaque sea la libertad de configuración del legislador como consecuenciade la propia imprecisión del precepto, el estatus constitucional fuerte deestos derechos prestacionales, es decir, su inclusión en la sección 1.ª delCapítulo II, parece resolver el problema de su tutela judicial; luego esteúltimo no deriva inicialmente, como a veces parece pensarse, sólo de laestructura lingüística del enunciado que reconoce el derecho: aunquesea mucho lo que le corresponde decir al legislador, la tutela judicialdel derecho a la asistencia letrada o a una prestación educativa está fuerade duda, y esa tutela se proyecta lógicamente sobre dimensiones subje-tivas.

Sin embargo, y esta es la segunda cuestión previa, resulta que lamayor parte de los derechos prestacionales aparece recogida en el Capí-tulo III del Título I y, por tanto, se ve afectada por el art. 53,3: los prin-cipios rectores/derechos prestacionales «informarán la legislación posi-tiva, la práctica judidical y la actuación de los poderes públicos», pero«sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo conlo que dispongan las leyes que los desarrollen». Como ya se ha dicho,la redacción del precepto no es muy afortunada, pero en modo alguno

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314 En cambio, como es comprensible, el Tribunal Constitucional ha interpreta-do muy cautamente el art. 35, donde se reconoce el derecho al trabajo. En su opinión,este derecho presenta dos dimensiones muy distintas: de libertad, tutelada por el art. 35,y de prestación, que adsbribe, en cambio, al art. 40. 1, que simplemente establece quelos poderes públicos «realizarán una política orientada al pleno empleo». Vid STC22/1981

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puede suponerse que los arts. 39 y siguientes de la Constitución no seanalegables ante los tribunales ordinarios, pues, si su reconocimiento, res-peto y protección debe informar la «práctica juducial», es evidente queno sólo son alegables, sino que deberán ser aplicados por los tribuna-les. En realidad, lo que el precepto parece querer decir es que los prin-cipios rectores no generan todavía derechos en sentido técnico 315, esdecir, no amparan una concreta acción ante la justicia dirigida a obte-ner la prestación «prometida». Las normas constitucionales son direc-tamente invocables y aplicables en el curso de cualquier controversiajurídica, pero su configuración como verdaderos derechos accionablesante la jurisdicción requiere la mediación del legislador, cuya funciónserá concretar el alcance de la declaración, establecer formas de tutela,etc. Esta conclusión se obtenía con mayor claridad de la primitiva redac-ción del precepto 316, pero la fórmula vigente debe conducirnos al mismoresultado.

Ahora bien, esta exigencia de desarrollo legislativo no vacía de con-tenido constitucional a los derechos prestacionales, ni siquiera impideque pueda apreciarse en ellos una dimensión subjetiva. Primero, por-que la intervención del legislador es necesaria para articular derechossubjetivos accionables ante los tribunales y sólo conveniente para per-filar los contornos de unos derechos que ya existen en y desde la Cons-titución. Y, segundo, porque el desarrollo legislativo resulta tambiénimprescindible en otros muchos derechos fundamentales 317, y delmismo modo que en la hipótesis (absurda) de que el Estado decidiesedesmantelar la organización de justicia o en la (no tan absurda) de quequisiera hacer lo propio con el sistema público de enseñanza, ni el dere-cho a la tutela judicial ni el derecho a la educación dejarían de ser dere-chos constitucionales, así tampoco los derechos prestacionales debensu existencia a la actitud del legislador. Pero, sobre todo, conviene insis-tir en que la restricción contenida en el art. 53,3 afecta sólo a las posi-bilidades de tutela judicial ordinaria, que acaso sea la principal conse-cuencia de la dimensión subjetiva de un derecho, pero que no seidentifica con ella. El mencionado precepto no impide —entre otrascosas porque no podría hacerlo— que por vía interpretativa se perfilen

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315 Empleo aquí la terminología de Kelsen: «un derecho subjetivo en sentido téc-nico (consiste) en un poder jurídico otorgado para llevar adelante una acción por incum-plimiento de la obligación», Teoría pura del derecho, 2.º ed. 1960, trad de R. Vernen-go, UNAM, Mexico, 5.ª ed., 1986, pág. 147.

316 En el proyecto constitucional publicado en el Boletín Oficial de las Cortes de5 de enero de 1978 se decía que «no podrán ser alegados directamente como derechossubjetivos ante los tribunales».

317 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 496

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pretensiones subjetivas a partir de enunciados prestacionales, por másque esa interpretación no pueda producirse en el curso de un procesoordinario iniciado por el sujeto titular con el único apoyo de un princi-pio rector.

Así pues, con desarrollo legislativo o sin él, si los derechos presta-cionales del Capítulo III han de informar la práctica judicial, es que pue-den ser objeto de interpretación por los tribunales ordinarios, cualquie-ra que sea la via judicial utilizada; y, desde luego, resultan justiciablestambién ante el Tribunal Constitucional, y no sólo a través del recursoy de la cuestión de inconstitucionaliodad, sino acaso también median-te el recurso de amparo. Ciertamente, esta posibilidad requiere una inter-pretación algo tortuosa, dado que los principios rectores del Capítulo IIIestán excluidos del recurso de amparo, pero creo que no se encuentraimpedida por completo; por ejemplo, cabría articular dicho recurso através de alguno de los derechos susceptibles de obtener tutela judicialmediante ese procedimiento para seguidamente ser interpretado a la luzo en conexión con un derecho prestacional 318 . En suma, que la juris-dicción ordinaria no pueda brindar tutela directa a posiciones subjeti-vas nacidas de un derecho prestacional mientras falte el desarrollo legis-lativo, según establece el art. 53,3, no significa que en el curso decualquier procedimiento tenga prohibida la consideración de los prin-cipios rectores, como tampoco impide que haga lo propio el TribunalConstitucional por cualquier camino procesal, incluido el amparo siresulta viable a través de otro derecho 319.

Por otra parte, el recurso de amparo creo que resulta posible una vezque se haya producido el desarrollo legislativo a que alude el art. 53,3 y,por tanto, una vez que el contenido prestacional se encuentre bien per-filado y que la jurisdicción ordinaria tenga competencia para conocerdemandas directamente orientadas a la tutela del derecho en cuestión.En efecto, del mismo modo que cuando la violación de un derecho se haproducido en una relación jurídico privada el Tribunal Constitucional

LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 105

318 Cabe hablar aquí de una ampliación del ámbito del recurso de amparo por víade conexión, esto es, de la tutela de una garantía o derecho en principio excluido delnucleo protegido, pero que se puede conectar a otro derecho susceptible de amparo. Porejemplo, el Tribunal Constitucional ha defendido una especie de derecho al rango deley orgánica a partir de una conexión entre el art. 17, 1 y el 81, 1, STC 159/1986; o underecho a la motivación de las decisiones judiciales sobre la base de la conexión delart. 120, 3 al 24, 1, STC 14/1991.

319 Por ejemplo, un derecho al «mínimo vital» podría construirse a partir del dere-cho a la vida (art. 15), del principio de Estado social (art. 1, 1), conectado a la dignidadde la persona (art. 10, 1) y, en fin, de algún principio rector, como el derecho a la pro-tección de la salud, a una vivienda digna, etc.

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imputa la infracción al juez que no puso el adecuado remedio, conside-rando que en su omisión se encuentra el «origen inmediato y directo» dela violación (art.44,1 LOTC) 320, así también cuando un derecho presta-cional concretado en la ley no resulta satisfecho por el sujeto público oprivado llamado a cumplirlo y la jurisdicción deja de prestar la adecua-da tutela, cabe admitir el amparo contra la sentencia correspondiente;siempre, claro está, que además pueda invocarse alguno de los derechossusceptibles de amparo, que en este caso deberá ser interpretado a la luzde la exigencia prestacional. En cierto modo, este es el camino que pare-ce anunciar el Tribunal cuando, ante el incumplimiento por el empresa-rio de las medidas de sanidad e higiene en el trabajo, dice que «la pasi-vidad del juez ante una conducta empresarial que pusiera en peligro lavida o la integridad física de los trabajadores podría vulnerar el derechode éstos a dichos bienes y a los preceptos que los reconocen» 321.

Y llegados a este punto, es decir, al punto en que un órgano juris-diccional a través de cualquier via o procedimiento es llamado a deci-dir sobre un derecho prestacional, se suscita la que acaso sea preguntanuclear: en qué condiciones y con qué alcance puede ofrecerle tutela.Aquí quizás convenga llamar la atención sobre dos modalidades din-tintas de derechos prestacionales, aun cuando las consecuencias prácti-cas no sean a mi juicio muy diferentes. La primera es la modalidad delos derechos propiamente dichos, por impreciso que pueda resultar elcontenido obligacional; por ejemplo, «se reconoce el derecho a la pro-tección de la salud» (art. 43,1) o «todos los españoles tienen derecho adisfrutar de una vivienda digna y adecuada» (art. 47). La segunda moda-lidad es la de los principios-directriz; por ejemplo, los poderes públicos«realizarán una política orientada al pleno empleo» (art. 40,1), «man-tendrán un régimen público de Seguridad social» (art. 41) o «realizaránuna política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración delos disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos» (art. 49).

En mi opinión, la diferencia es más bien de matiz. Como hemosvisto, los principios-directriz son normas programáticas o mandatos deoptimización, que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en dife-rente grado o, lo que es lo mismo, porque no prescriben una conductaconcreta, sino sólo la obligación de perseguir ciertos fines, pero sinimponer los medios adecuados para ello, ni siquiera tampoco la plenasatisfacción de aquellos fines: «realizar una política de... u orientadaa..., promover las condiciones para...» en puridad no supone establecerninguna conducta determinada como jurídicamente debida. Los enun-

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320 Vid., por ejemplo, STC 55/1983 y 18/1984.321 ATC 868/1986.

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ciados normativos que presentan la fisonomía de derechos, en cambio,no serían principios abiertos, sino reglas, aunque tan sumamente impre-cisas que apenas permitirían fundar pretensiones concretas por vía deinterpretación: el derecho a la vivienda, por ejemplo, puede intentarsatisfacerse mediante subsidios de alquiler o fijando un precio tasadoo, en fin, mediante la construcción pública; por otro lado, ¿qué condi-ciones ha de reunir una «vivienda digna»?, ¿debe garantizarse a todoso sólo a quienes carecen de cierto nivel económico? 322. Y lo mismocabe decir del derecho al trabajo: entre las más modestas medidas defomento del empleo y el ideal de que cada persona pueda gozar en todomomento de una trabajo adecuado, gratificante y seguro existe unamplísimo campo de posibilidades.

Que el enunciado constitucional y, por tanto, que el contenido obli-gacional de los derechos prestacionales resulte abierto o impreciso noconstituye ninguna novedad para la teoría de la interpretación, que confrecuencia ha de trabajar con conceptos no menos vagos o ambiguos.El problema reside en determinar quién es el sujeto competente paraconfigurar de modo concreto lo que en la Constitución aparece con per-files tan difuminados, si dicha tarea corresponde sólo al legislador y ala Administración o si, por el contrario, la jurisdicción y especialmen-te la jurisdicción constitucional goza también de alguna competenciaen esta materia. Aquí es donde aparece la principal dificultad para unaconsideración de los derechos prestacionales como auténticos derechosfundamentales susceptibles de tutela judicial: las prestaciones, en efec-to, requieren un amplio entramado organizativo, el diseño de serviciospúblicos, el desarrollo de procedimientos y, sobre todo, el empleo degrandes medios financieros que implican la adopción de decisiones típi-camente políticas, de «legislación positiva» que, en el marco del Esta-do de Derecho y de separación de poderes, parecen excluidas del ámbi-to jurisdiccional 323. Sin embargo, de aceptarse íntegramente esta idea,la conclusión resultaría cuando menos desalentadora, ya que entonceslos derechos prestacionales carecerían de toda dimensión subjetiva, esdecir, no serían propiamente derechos justiciables 324, ni siquiera dere-chos fragmentarios, sino sólo normas constitucionales objetivas contodas sus virtualidades, salvo acaso la más importante, la de ser capa-ces de cimentar posiciones iusfundamentales.

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322 Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, cita-do, pág. 77

323 Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, cita-do, págs. 76 y ss.

324 Vid. en este sentido, J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación,citado, pág. 233 y s.

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Alexy ha intentado resolver el problema con una argumentaciónsugestiva. La idea fundamental es que, desde la Constitución, deberenunciarse a un modelo de derechos sociales definitivos e indiscuti-bles; las exigencias prestacionales entran siempre en conflicto con otrosprincipios o derechos, singularmente con la competencia legislativa ycon los requerimientos de otras libertades o derechos, por lo que deter-minar en cada caso concreto si está justificada una prestación requiereun previo ejercicio de ponderación entre razones tendencialmente con-tradictorias que siempre concurrirán en mayor o menor medida. Con-cretamente, una posición de prestación estará definitivamente garanti-zada cuando el valor que está detrás de los derechos sociales, la libertadreal o efectiva, exija con urgencia la satisfacción de una necesidad y, asu vez, los principios o derechos en pugna (el principio democrático enfavor del legislador, las libertades de terceros, etc.) se vean afectadosde modo reducido. En opinión de Alexy, esta condición se cumple «enel caso de los derechos fundamentales sociales mínimos, es decir, porejemplo, a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación esco-lar...» 325

El Tribunal Constitucional español no parece haber llegado tanlejos, sino que, más bien al contrario, su firme reconocimiento de lalibertad de configuración por parte del legislador parece impedir todaposible construcción de posiciones subjetivas de carácter prestacional.De un lado, en efecto, da a entender que de los principios rectores nocabe obtener ningún tipo de derecho subjetivo 326, acaso identificandola inviable tutela directa a través del recurso de amparo con la imposi-bilidad de perfilar posiciones subjetivas a partir de tales principios. Deotro lado, subraya el carácter no vinculante de los medios necesariospara cumplir los fines o las prestaciones constitucionales; por ejemplo,en relación con el principio de protección familiar (art. 39), sostiene que«es claro que corresponde a la libertad de configuración del legisladorarticular los instrumentos, normativos o de otro tipo, a través de los quehacer efectivo el mandato constitucional, sin que ninguno de ellos resul-te a priori constitucionalmente obligado» 327; y lo mismo cabe decir dela Seguridad Social, pues si bien corresponde a todos los poderes públi-cos la tarea de acercar la realidad al horizonte de los principios recto-res, de «entre tales poderes públicos son el legislador y el Gobiernoquienes tienen el poder de iniciativa... Son ellos, y no este Tribunal,quienes deben adoptar decisiones y normas...» 328. Finalmente, tampo-

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325 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 495326 ATC 241/1985.327 STC 222/1992.328 STC 189/1987.

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co parece haber acogido el criterio de «irregresividad» que alguna doc-trina creía ver en el Capítulo de los derechos sociales 329, esto es, la ideade que, si bien los derechos prestacionales no imponen una obligaciónde «avanzar», sí establecen una prohibición de «retroceder»; con inde-pendencia de que dicho criterio pueda considerarse incorporado a laConstitución, aspecto sobre el que el Tribunal rehusa pronunciarse,resulta que del art. 50, relativo a la protección de los ancianos, no sededuce el deber de mantener «todas y cada una de las pensiones inicia-les en su cuantía prevista ni que todas y cada una de las ya causadasexperimenten un incremento anual» 330.

Por tanto, los resultados no parecen hoy por hoy excesivamente pro-metedores. Sólo en alguna ocasión el Tribunal se ha pronunciado enfavor de un nucleo indisponible para el legislador; así, a propósito delsistema de Seguridad Social, el Tribunal dice que el art. 41 «consagraen forma de garantía institucional un régimen público cuya preserva-ción se juzga indispensable para asegurar los principios constituciona-les, estableciendo... un nucleo o reducto indisponible por el legisla-dor»331. Ciertamente, no queda muy claro el concreto alcance de esenucleo, pues para determinarlo se remite a «la conciencia social de cadatiempo y lugar», pero lo importante es que su existencia, en éste y segu-ramente en otros derechos prestacionales, acredita lo que pudiéramosllamar una «competencia de configuración» por parte del Tribunal, almargen y por encima del legislador, pues a la postre es al Tribunal aquien corresponde traducir la «conciencia social» en exigenciasconcretas. Que los derechos prestacionales gozan de un nucleo indis-ponible significa que, al menos, algunas prestaciones representan autén-ticos derechos fundamentales, es decir, pretensiones subjetivas jurídi-camente reconocibles con independencia de la mayoría política.

Esta idea del «nucleo o reducto indisponible» recuerda sin duda ala defensa del «contenido esencial» que establece la Constitución paralos derechos del Capítulo II (art.53,1). Algunos autores han querido verprecisamente en esa claúsula del «contenido esencial» el elemento orasgo definidor de la fundamentalidad de un derecho en nuestro siste-ma 332, lo que directamente conduce a los principios rectores a las tinie-

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329 Vid. J. DE ESTEBAN y L. LÓPEZ GUERRA, El régimen constitucional espa-ñol, vol. 1, con la colaboración de J. García Morillo y P. Pérez Tremps, Labor, Barcelo-na, 1980, pág. 346; J. A. SAGARDOY, «Comentario al art. 50», en Comentarios a laConstitución Española dirigidos por O. Alzaga, Edersa, Madrid, 1984, vol. IV, pág. 387

330 STC 134/1987. Vid. también la STC 81/1982 comentada en la nota 310 deeste trabajo.

331 STC 37/1994. El subrayado es mío.332 Así, J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, pág. 68 y s.

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blas de la no fundamentalidad y acaso a la imposibilidad de construirmediante ellos posiciones subjetivas. No creo que esta sea una conse-cuencia ineludible: con independencia del juego que permita esa espe-cial garantía del contenido esencial 333, lo cierto es que los principiosrectores son enunciados constitucionales y todos los enunciados cons-titucionales, por el mero hecho de serlo, han de ostentar algún conteni-do esencial o nucleo indisponible para el legislador. Una conclusióndiferente llevaría al resultado paradójico de que, en nombre de unamejor protección de ciertos derechos, se habría desactivado o dismi-nuido la tutela de las demás normas constitucionales.

A mi juicio, las dificultades que se oponen a una consideración másvigorosa de los derechos prestacionales como auténticos derechos porparte de la jurisprudencia constitucional son las cuatro siguientes: invia-bilidad del recurso de amparo, libertad de configuración en favor del legis-lador, necesidad de dictar normas organizativas y de comprometer mediosfinancieros y, finalmente, posible colisión con otros principios o derechosconstitucionales. Por lo que se refiere al primer aspecto, ya se ha indica-do que no parece por completo imposible sostener en vía de amparo unapretensión prestacional cuando ésta pueda conectarse a uno de los dere-chos especialmente tutelados; pero, en cualquier caso, nada impide queel Tribunal proceda al reconocimiento de esas posiciones subjetivas a tra-vés de un recurso o cuestión de inconstitucionalidad: una cosa es que seexcluya cierta acción procesal y otra distinta poder ostentar un derecho acierta prestación, derecho que el Tribunal puede reconocer como partedel «nucleo indisponible»; si existe una esfera intangible, ésta puede seridentificada por el Tribunal Constitucional y de la misma pueden tambiénformar parte dimensiones subjetivas, con independencia de que el titularencuentre impedida su defensa mediante el recurso de amparo.

La segunda dificultad, la libertad de configuración del legislador, enrealidad no es una verdadera dificultad para la jurisdicción constitucio-nal, pues el art. 53,3 lo único que establece es que los principios rectoresrequieren desarrollo legislativo para ser alegados (como derechos subje-tivos, según se ha visto) ante la jurisdicción ordinaria. Si los principiosdel Capítulo III son auténticas normas constitucionales, bien que abier-tas o imprecisas, y esto es algo que nunca ha puesto en duda el Tribunal,entonces resulta que la famosa libertad de configuración del legislador ha

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333 Cuestión sumamente discutida y que he tratado en mis Estudios sobre dere-chos fundamentales, citado, capítulos VI y VII. Vid. también el libro de J. C. GAVA-RA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo. La garantía del contenido esen-cial de los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, C. E. C., Madrid,1994.

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de relativizarse de modo notable. Si esa libertad se traduce en una ausen-cia o en una insuficiencia de legislación, entonces el Tribunal puede suplirla omisión del Parlamento, al menos dentro de los límites del nucleo indis-ponible; del mismo modo que una reserva de ley establecida por la Cons-titución «no tiene el significado de diferir la aplicación de los derechosfundamentales y libertades públicas hasta el momento en que se dicte unaley posterior...» 334, así tampoco la falta de desarrollo legislativo de unprincipio rector convierte a éste en un enunciado jurídicamente ine-xistente. Y si aquella libertad se traduce en una defectuosa regulación, lalabor de suplencia puede sustituirse, siempre dentro del ámbito de indis-ponibilidad, por una labor de corrección. En suma, habida cuenta delcarácter de los enunciados del Capítulo III, cabe reconocer en relacióncon ellos una mayor libertad del legislador, pero no hasta el punto de anu-lar por completo la virtualidad de las disposiciones constitucionales. Loúnico que, con seguridad, depende exclusivamente de la voluntad dellegislador es la articulación de los instrumentos procesales para que eltitular del derecho pueda hacerlo valer en la jurisdicción ordinaria; lalibertad de configuración es también muy amplia en relación con el con-tenido del derecho, es decir, con las obligaciones que de él derivan, peroen ningún caso puede ser absoluta, si es que no se quiere vaciar por com-pleto el significado de las disposiciones constitucionales.

Ahora bien, ¿dentro de qué margenes puede moverse la acción delTribunal Constitucional? Aquí aparece la tercera dificultad enunciada:los derechos prestacionales suelen requerir cuantiosos recursos finan-cieros, cuya distribución es competencia del Parlamento, así como una«legislación positiva» que desarrolle procedimientos, organice servi-cios, etc. Tampoco estas dificultades son insuperables. De un lado, noes algo inédito que las sentencias del Tribunal presenten efectos eco-nómicos gravosos para el Estado; por ejemplo, ya hemos citado la queestableció la obligación de la asistencia y defensa letrada, o la que deci-dió que ciertas pensiones en favor de las viudas debían extenderse tam-bién a los viudos. Y en cuanto al diseño de servicios y procedimientos,si bien es cierto que el Tribunal no es el órgano más adecuado para lle-varlo a cabo, conviene indicar dos cosas: primera, que tampoco son porcompleto desconocidas las sentencias aditivas donde el Tribunal actúacomo un legislador positivo, haciendo, por tanto, lo que en principio noestá llamado a hacer 335; y segunda, que en algunas ocasiones el Tribu-

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334 STC 18/1981.335 En este contexto las sentencias aditivas son aquellas en que, para salvar una

discriminación, en lugar de anular una norma que establece la desigualdad injustifica-da, se extiende su ámbito a personas o situaciones inicialmente no contempladas. Yahan sido citadas al hablar del principio de igualdad sustancial.

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nal no ha tenido ningún inconveniente en reconocer derechos allí dondela Constitución remitía a una ley claramente organizativa y procedi-mental, como ocurrió con la jurisprudencia sobre la objeción deconciencia anterior a que se dictase la legislación pertinente, mediantela que el Tribunal dotó de un mínimo contenido a un derecho que el art.30,2 ordena se regule «con las debidas garantías», entre ellas la posi-blidad de imponer una prestación social sustitutoria 336. En suma, es cier-to que la distribución de los recursos financieros y la organización deservicios públicos es competencia del legislador, no del Tribunal, perotampoco se trata de un criterio absoluto que nunca pueda ser superadopor otras razones que en algún caso se muestren más urgentes, entreellas una exigencia constitucional de naturaleza prestacional.

Finalmente, el problema de la colisión con otros derechos y liber-tades es, de nuevo, un problema común a todos los derechos funda-mentales, que el Tribunal ha de resolver con las mismas herramientasde la ponderación, la proporcionalidad, la razonabilidad, etc. Si la liber-tad de expresión puede entrar en conflicto con el derecho al honor y estono supone que entre ambos derechos exista un orden o jerarquía estric-ta, sino que el problema se resuelve caso por caso, otro tanto sucede,por ejemplo, con el conflicto entre el derecho a la vivienda y la propie-dad privada, o entre el derecho al trabajo y la autonomía de la volun-tad. No existe un orden de prelación estricto, y que los principios enpugna sean adscribibles a uno u otro capítulo o fragmento de la Cons-titución tan solo tiene, en el major de los casos, un valor indicativo; ala postre, sólo en el momento interpretativo encuentran solución talesconflictos.

6. Entre la justicia y la política

Suele decirse que el Estado constitucional es un marco de convi-vencia que permite la alternancia política y, por tanto, el establecimientoy desarrollo de distintas y aun contradictorias concepciones ideológi-cas, preservando los derechos de las minorías y, en consecuencia, ase-gurando la integración de todos los individuos y grupos; simplificando,el Estado constitucional democrático se caracteriza porque mucho debequedar a la libre configuración del legislador, pero bastante tambiénreservarse a la esfera de lo inaccesible para la mayoría. Sin embargo,

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336 «Es cierto que cuando se opera con esa reserva de configuración legal el man-dato constitucional no puede tener, hasta que la regulación se produzca, más que unmínimo de contenido... pero ese mínimo contenido ha de ser protegido», STC 15/1982.

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sería seguramente erroneo pensar que entre el ámbito de lo innegocia-ble y el ámbito de lo político es posible trazar una frontera material níti-da y rigurosa; acaso es cierto que algunos fragmentos constitucionalesse inscriben más bien en el capítulo de la justicia, mientras que otrospertenecen principalmente al capítulo de la política, pero ni la configu-ración legislativa está excluida por completo en el primero, ni la confi-guración judicial puede hallarse en absoluto ausente del segundo.

Suponer que hay «materias» de la justicia inaccesibles para el legis-lador, al margen de evocar un cierto iusnaturalismo, resultaría muy pocodemocrático; pero suponer que existen «materias» de la política inac-cesibles para el juez resultaría con seguridad muy poco constitucional.Por ello, tal vez en lugar de pensar en «materias», deberíamos pensaren círculos de competencia. Desde luego, tampoco aquí la separaciónpuede ser tajante, pero, cuando menos, apunta en un sentido suscepti-ble de conjugar los dos principios en pugna: el principio de la demo-cracia, pues ningún ámbito queda sustraido a la particular concepciónde la mayoría; y el principio de la constitucionalidad o de defensa de laposición del individuo incluso frente a la mayoría, pues ningún ámbitoqueda absolutamente al arbitrio de la política. En el fondo, es un pro-blema de límites: hasta dónde se extiende la libertad de configuraciónde la ley, y a partir de qué punto no puede abdicar la actuación judicialen defensa del nucleo irreductible de la justicia (de la justicia expresa-da en la Constitución, por supuesto).

La cuestión es que esos límites no son idénticos respecto de todaslas disposiciones constitucionales. Para ceñirnos al tema de los dere-chos, las diferencias entre aquellos que se adscriben principalmente ala esfera de la justicia y aquellos otros que se reclaman principalmentede la esfera de la política resultan patentes. De un lado, y este es quizásel lado más visible, porque la propia Constitución traza expresamentelímites distintos, sobre todo en el art. 53; de otro, porque, como se havisto, presentan un carácter e incluso una formulación lingüística dis-par, que hace que los derechos prestacionales se adapten mucho peor alas instituciones y técnicas propias de la jurisdicción. Basta recordaralgunas de las características ya examinadas: apertura o imprecisión delcontenido obligacional, relativa indeterminación de los sujetos obliga-dos, necesidad de contar con un entramado de normas secundarias o deorganización sólo al alcance de un «legislador positivo», exclusión delrecurso de amparo, limitaciones a la justiciabilidad, etc.

Pero al hablar de la adscripción a la justicia o a la política hemossubrayado que aquélla se produce sólo principalmente, es decir, no demodo absoluto o completo. Para evocar una fórmula de éxito, si nos

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tomamos en serio los derechos sociales y los principios rectores de lapolítica social y económica, o sea, si nos tomamos en serio toda laConstitución, la justicia no puede quedar excluida de ningún capítulo;lo que significa, ni más ni menos, que los derechos prestacionales hande tener algún nucleo irreductible y que éste representa un contenidointangible para la libertad de configuración del legislador. Cuál sea esenucleo de intangibilidad es algo que, ciertamente, sólo puede determi-nar el Tribunal Constitucional, y para ello cuenta con muy escasas orien-taciones que, por otra parte, suelen resumirse en algo tan evanescentecomo la «conciencia social», la opinión generalizada en cada tiempo ylugar acerca de qué prestaciones en favor del individuo son irrenuncia-bles para que éste pueda ejercer efectivamente sus libertades y dere-chos. Pero esta remisión, que sin duda puede considerarse insatis-factoria, tampoco resulta nueva o desconocida en la interpretaciónconstitucional, pues, como ya se comentó, otro tanto sucede cuando hade formularse el tertium comparationis en el juicio de igualdad del art.14: para determinar que un tratamiento normativo igual o desigual dedos personas o situaciones es razonable, la Constitución sólo ofrece unmarco de referencia (los criterios prohibidos del art. 14, por ejemplo),pero en último término es el juez quien decide invocando algo así comola conciencia jurídica de la comunidad.

Ahora bien, si todos los derechos fundamentales presentan dos face-tas, la objetiva y la subjetiva, otro tanto deberá ocurrir con su nucleoindisponible. Como ya se ha dicho, cabe aceptar que los derechos pres-tacionales o, en general, los derechos sociales ostentan un mayor pesoobjetivo que subjetivo, o, si se prefiere, que su dimensión de normasobjetivas ofrece unos perfiles más acusados y mejor definidos que sudimensión de derechos subjetivos; justamente al contrario de lo quesucede con las libertades y con los derechos civiles. Pero tampoco estadiferencia puede ser absoluta, ni llegar al límite de que toda prestaciónhaya de concebirse como un mero reflejo de normas objetivas. De losprincipios rectores del Capítulo III, tanto si presentan la fisonomía dederechos como si se formulan en términos de principio-directriz, cabeobtener un contenido subjetivo prestacional que, al menos en una peque-ña parte, habrá de integrarse en el nucleo intangible, esto es, en aquellaesfera que la conciencia social, interpretada irremediablemente por elTribunal Constitucional, considera que no puede ser objeto de abando-no si es que ningún precepto constitucional puede ser concebido comoun enunciado superfluo.

Por supuesto, las restricciones que impone la Constitución sobre losprincipios rectores no son de pequeño alcance; básicamente, que no pue-den ser objeto de amparo y que la acción procesal en su defensa ante la

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jurisdicción ordinaria queda supeditada al desarrollo legislativo. Peroal margen de que, como hemos intentado mostrar, pueden buscarse algu-nos resquicios que hagan viable la justiciabilidad, conviene insistir enque el derecho a la tutela judicial y la dimensión subjetiva de un dere-cho son cosas diferentes. Nada impide que el Tribunal Constitucional,por ejemplo en un recurso o cuestión de inconstitucionalidad, perfileexigencias subjetivas de carácter prestacional a partir de un principiorector, aun cuando el sujeto titular se halle por el momento imposibili-tado de reclamarlas judicialmente.

Como ha observado Zagrebelsky 337, las Constituciones de nuestrosdías son documentos pluralistas y dúctiles, y ello en varios sentidos. Pri-mero, porque no representan el fruto exclusivo de una ideología o con-cepción del mundo, sino que son más bien obra del pacto y del consensoalcanzado por fuerzas distintas a partir de mutuas concesiones 338; docu-mentos integradores, por tanto, de contenidos materiales tendencial-mente contradictorios entre los que no cabe trazar una rigurosa jerar-quía, sino que han de ser preservados en su conjunto, dejando un anchomargen a la configuración legislativa, pero también a la ponderaciónjudicial. Y segundo, porque una Constitución de este tipo ya no permi-te concebir las relaciones entre legislador y juez, entre política y justi-cia, en los términos estrictos y formalmente escalonados propios delEstado de Derecho decimonónico, sino que obliga a una concepciónmás compleja y, si se quiere, más cooperativa de las fuentes del Dere-cho, donde un principio de equilibrio y flexibilidad venga a moderar laantaño rígida subordinación. Con una Constitución de principios, difí-cilmente puede hablarse de «materias» sustraídas a la justicia, comotambién resultaría poco realista pensar en «materias» sustraídas a lapolítica.

Ideológica o políticamente, los derechos prestacionales expresanuna perspectiva diferente a la que en su día encarnaron las libertades yderechos civiles. Para decirlo de un modo simplificado, si estos últimosson consecuencia de la concepción liberal de la sociedad política, aqué-llos lo son de la concepción socialista. Si la Constitución es un acuer-do integrador, por supuesto no sólo pero sí principalmente entre esasdos filosofías que atraviesan el mundo contemporaneo y que tantasveces han sido banderas de lucha y conflicto, entonces ningún conteni-do constitucional puede quedar hasta tal punto devaluado que sea

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337 El Derecho dúctil, citado, págs. 14 y ss.338 Sobre ello y en relación con la Constitución española ha insistido particul-

mente G. PECES-BARBA; por ejemplo, en La elaboración de la Constitución de 1978,C.E.C., Madrid, 1988.

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excluido de la protección de la justicia. Por consiguiente, los derechossociales han de tener un nucleo intangible, cuya configuración, tanto ensu dimensión objetiva como subjetiva, sólo puede corresponder final-mente al Tribunal Constitucional.

Vistas así las cosas, no parece que la teoría de los «dos mundos»con que a veces se quiere describir el modelo de derechos fundamenta-les sea una imagen adecuada. De un lado, en efecto, se encontraría elmundo de los derechos civiles y políticos, de las libertades, donde, comosuele decirse, la mejor ley es la que no existe; donde sólo existen jue-ces defensores armados con la coraza constitucional y políticos ame-nazadores guiados por intereses parciales. De otro, el mundo casi retó-rico de los derechos sociales de naturaleza prestacional, esfera en la quese desarrollarían libremente las disputas legislativas sin que el jueztuviera casi nada que decir. A mi juicio, no es esta la mejor interpreta-ción de los derechos en el constitucionalismo moderno; sin dejar deconstatar diferencias de régimen jurídico e incluso de formulación lin-güística entre los distintos derechos, una concepción más atenta al sig-nificado político y cultural de la Constitución como marco de integra-ción de una sociedad pluralista creo que debería propiciar una imagenmucho más compleja y flexible. La justicia y, sobre todo, la justiciaconstitucional no puede abdicar de su competencia de configuraciónsobre los derechos sociales, competencia naturalmente compartida conel legislador, y cuyos límites, sin entrar en la dogmática particular decada derecho, es imposible trazar con precisión más allá del criterio queproporciona una genérica invocación al núcleo intangible definido porla movediza conciencia social.

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