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PIERRE BOURDIEU. “LOS RITOS COMO ACTOS DE INSTITUCIÓN”. En: J. Pitt-Rivers y J. G. Peristiany (eds.): Honor y gracia, Madrid, Alianza Universidad, 1993, pp. 111-123. En un artículo titulado “Examen escolar y consagración social” 1 he mostrado cómo la educación reglada no sólo produce resultados técnicos (inculcando saber y saber comportarse) sino también cómo posee un efecto verdaderamente mágico de iniciación y consagración que se aprecia claramente en el caso de los “colegios para la élite”: los internados privados ingleses, los internados reservados a los samurais, los colegios sagrados de los maoríes o los cursos preparatorios para las Grandes Écoles francesas, es decir, aquellas instituciones dedicadas a preparar a los que están destinados a convertirse en miembros de la clase dominante. Las Grandes Écoles —las escuelas normales superiores, la Escuela Nacional de Administración, la Escuela Politécnica, la Escuela Central, el Instituto Nacional de Agronomía, la Escuela de Estudios Comerciales Avanzados, etc.— son instituciones dedicadas a la educación superior que sólo tienen un número reducido de alumnos en comparación con las universidades. Los estudiantes consiguen ser admitidos en ellas por medio de una “oposición” (que es una competición más que un examen) para la cual son preparados durante dos o tres años después del bachillerato en estos cursos preparatorios para las Grandes Écoles y que son conocidos como “Khâgne” y “Taupe”: Khâgne para humanidades y Taupe para ciencias. A aquellos que han superado el bachillerato con las mejores notas se les ofrece la posibilidad de continuar sus estudios en el Liceo con un cuerpo especial de maestros (los más prestigiosos) con vistas a la “oposición” que determinará su carrera para toda su vida. Según mostraba un estudio estadístico de las características académicas y sociales de sus estudiantes —y aún más en el caso de los estudiantes de las Grandes Écoles propiamente dichas, que han pasado por un segundo proceso de preparación y selección—, la preparación proporcionada por estas instituciones tiene tanto éxito sólo porque es aplicada a estudiantes previamente preparados de acuerdo con los requisitos de la formación. Las Grandes Écoles seleccionan a la élite de los colegios, que constituye a su vez la élite social: del 60 al 75% de sus estudiantes proceden de la clase dominante, frente al 30-40% de los estudiantes universitarios. Todo sucede como si el sistema educativo, del mismo modo que el demonio de Maxwell, * canalizara hacia cada una de las Grandes Écoles y, por tanto, hacia esa pequeña parte de la clase dominante a la que permite la entrada, a los individuos mejor dotados de las disposiciones que supuestamente inculcan y que son el producto de la educación característica de estos pequeños grupos. Por lo tanto, los hijos de los profesores y de los maestros de escuela son orientados principalmente hacia las Escuelas Normales Superiores que forman a los maestros de la enseñanza superior y a los investigadores, los hijos de los funcionarios del Estado con altos cargos son enviados a la Escuela Nacional de Administración, fuente de los más altos cargos de los organismos gubernamentales, y a la Escuela de Estudios Comerciales Superiores, que cubre los puestos de mando y de los 1 “Epreuve scolaire et consécration sociale: les classes préparatoires aux Grandes Écoles”, Actes de la recherche en sciences sociales, 39 (septiembre 1981), págs. 3-70. * Maxwell, un físico del siglo XIX, imaginó un demonio capaz de contradecir las leyes de la termodinámica separando las partículas frías de las calientes (N. del T. de la edición inglesa).

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PIERRE BOURDIEU. “LOS RITOS COMO ACTOS DE INSTITUCIÓN”. En: J. Pitt-Rivers y J. G. Peristiany (eds.): Honor y gracia, Madrid, Alianza Universidad, 1993, pp. 111-123.

En un artículo titulado “Examen escolar y consagración social”1 he mostrado cómo la educación reglada no sólo produce resultados técnicos (inculcando saber y saber comportarse) sino también cómo posee un efecto verdaderamente mágico de iniciación y consagración que se aprecia claramente en el caso de los “colegios para la élite”: los internados privados ingleses, los internados reservados a los samurais, los colegios sagrados de los maoríes o los cursos preparatorios para las Grandes Écoles francesas, es decir, aquellas instituciones dedicadas a preparar a los que están destinados a convertirse en miembros de la clase dominante. Las Grandes Écoles —las escuelas normales superiores, la Escuela Nacional de Administración, la Escuela Politécnica, la Escuela Central, el Instituto Nacional de Agronomía, la Escuela de Estudios Comerciales Avanzados, etc.— son instituciones dedicadas a la educación superior que sólo tienen un número reducido de alumnos en comparación con las universidades. Los estudiantes consiguen ser admitidos en ellas por medio de una “oposición” (que es una competición más que un examen) para la cual son preparados durante dos o tres años después del bachillerato en estos cursos preparatorios para las Grandes Écoles y que son conocidos como “Khâgne” y “Taupe”: Khâgne para humanidades y Taupe para ciencias. A aquellos que han superado el bachillerato con las mejores notas se les ofrece la posibilidad de continuar sus estudios en el Liceo con un cuerpo especial de maestros (los más prestigiosos) con vistas a la “oposición” que determinará su carrera para toda su vida.

Según mostraba un estudio estadístico de las características académicas y sociales de sus estudiantes —y aún más en el caso de los estudiantes de las Grandes Écoles propiamente dichas, que han pasado por un segundo proceso de preparación y selección—, la preparación proporcionada por estas instituciones tiene tanto éxito sólo porque es aplicada a estudiantes previamente preparados de acuerdo con los requisitos de la formación. Las Grandes Écoles seleccionan a la élite de los colegios, que constituye a su vez la élite social: del 60 al 75% de sus estudiantes proceden de la clase dominante, frente al 30-40% de los estudiantes universitarios. Todo sucede como si el sistema educativo, del mismo modo que el demonio de Maxwell,* canalizara hacia cada una de las Grandes Écoles y, por tanto, hacia esa pequeña parte de la clase dominante a la que permite la entrada, a los individuos mejor dotados de las disposiciones que supuestamente inculcan y que son el producto de la educación característica de estos pequeños grupos. Por lo tanto, los hijos de los profesores y de los maestros de escuela son orientados principalmente hacia las Escuelas Normales Superiores que forman a los maestros de la enseñanza superior y a los investigadores, los hijos de los funcionarios del Estado con altos cargos son enviados a la Escuela Nacional de Administración, fuente de los más altos cargos de los organismos gubernamentales, y a la Escuela de Estudios Comerciales Superiores, que cubre los puestos de mando y de los 1 “Epreuve scolaire et consécration sociale: les classes préparatoires aux Grandes Écoles”, Actes de la recherche en sciences sociales, 39 (septiembre 1981), págs. 3-70. * Maxwell, un físico del siglo XIX, imaginó un demonio capaz de contradecir las leyes de la termodinámica separando las partículas frías de las calientes (N. del T. de la edición inglesa).

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escalafones superiores de la administración, van los hijos de los directores de industria y comercio, etc.

El estudio de las Grandes Écoles y de sus cursos preparatorios también mostraba, una vez analizados, los efectos técnicos producidos por la organización educativa de estas instituciones, en particular los estímulos, limitaciones y el control continuo que se ejercen en ellas con el fin de reducir las vidas de los estudiantes a una sucesión ininterrumpida de actividades académicas y que tienen por objeto, en favor de lo que se podría denominar una “cultura de la precipitación”, infundir la capacidad de “reunir tus ideas rápidamente” y de “hacer frente de modo competente a cualquier problema que surja”. Los exámenes de ingreso constituyen una manera de imponer una especie de numerus clausus, un acto de separación y de cierre que instaura entre el último en ser aceptado y el primero en ser rechazado un abismo social. Y el proceso de transformación que llevan a cabo las Grandes Écoles es muy parecido al instituido por los ritos de paso: por medio de las operaciones mágicas de separación y agregación analizadas por Van Gennep tiende a producir una élite consagrada, es decir, no sólo distinta y separada, sino también reconocida y que se reconoce a sí misma como digna de ello, en una palabra “distinguida”.*

Con la noción de rito de paso, Arnold van Gennep ha designado, e incluso descrito, un fenómeno social de gran importancia; no creo que haya hecho mucho más, no más que aquellos que, como Victor Turner, han reactivado su teoría y propuesto una descripción más explícita y más sistemática de las fases del ritual. De hecho, me parece que, para ir más lejos, es preciso plantearle a la teoría del rito de paso preguntas que no se plantea ella misma y, en especial, aquellas que se refieren a la función social del ritual y al significado social de la línea, del límite, a partir del cual el ritual legitima el paso, la transgresión. Podemos preguntarnos, en efecto, si al hacer hincapié en el paso temporal —de la infancia a la edad adulta, por ejemplo— esta teoría no oculta uno de los efectos esenciales del rito, es decir, el de separar a aquellos que lo han experimentado, no de los que no lo han experimentado todavía, sino de aquellos que no lo experimentarán de ninguna manera, y el de instituir, así, una diferencia duradera entre aquellos a los que atañe este rito y a los que no les atañe. Es por esto por lo que, más que de ritos de paso, yo hablaría de buena gana de ritos de consagración, o ritos de legitimación o, simplemente, de ritos de institución (dando a esta palabra el sentido activo que tiene, por ejemplo, en la expresión “institución de un heredero”). ¿Por qué usar de este modo una palabra en lugar de otra? Recurriré aquí a Poincaré, que definía la generalización matemática como “el arte de dar el mismo nombre a cosas diferentes”. Y que insistía en la decisiva importancia de la elección de las palabras: cuando el lenguaje se ha elegido bien, decía, las demostraciones hechas para un objeto conocido se aplican a toda clase de objetos nuevos. Los análisis que voy a exponer están producidos por la generalización de lo que se desprende del análisis del funcionamiento de las escuelas de élite. Por medio de un ejercicio un poco peligroso, me gustaría intentar extraer las propiedades invariables de los rituales sociales entendidos como ritos de institución.

Hablar del rito de institución es indicar que todo rito tiende a consagrar o a legitimar, es decir, a desestimar en tanto que arbitrario y a reconocer en tanto que legítimo, natural, un límite arbitrario; o lo que viene a ser lo mismo, tiende a

* El autor utiliza esta palabra en el sentido especial que le da en su extensa obra La Distinction, París, 1980 (N. del T. de la edición inglesa).

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efectuar solemnemente, es decir de manera lícita y extraordinaria, una transgresión de los límites constitutivos del orden social y del orden mental que se trata de salvaguardar a toda costa —como la división entre los sexos cuando se trata de rituales de matrimonio—. Al señalar solemnemente el paso de una línea que instaura una división fundamental del orden social, el rito dirige la atención del observador hacia el paso (de ahí la expresión “rito de paso”), cuando lo importante es la línea. ¿Qué separa esta línea realmente? Un antes y un después, por supuesto: el niño no circuncidado del niño circuncidado; o incluso el conjunto de los niños no circuncidados del conjunto de los adultos circuncidados. En realidad, lo más importante y que pasa desapercibido, es la división que establece entre el conjunto de quienes son susceptibles de ser circuncidados —los muchachos, los hombres, niños o adultos— de los que no lo son, es decir, las niñas y las mujeres. Hay, pues, un conjunto con respecto al cual se define el grupo instituido. El efecto más importante del rito es el que pasa más desapercibido: al tratar de manera distinta a los hombres y a las mujeres, el rito consagra la diferencia, la instituye; instituyendo al mismo tiempo al hombre en tanto hombre, es decir, circuncidado, y a la mujer en tanto mujer, es decir, no susceptible de ser sometida a esta operación ritual. Y el análisis de este ritual cabilia lo muestra claramente: la circuncisión separa al muchacho no tanto de su infancia, o de los muchachos aún en la infancia, como de las mujeres y del mundo femenino, es decir, de la madre y de todo lo que se le asocia, lo húmedo, lo verde, lo crudo, la primavera, la leche, lo soso, etcétera. De paso se ve que, como la institución consiste en asignar propiedades de carácter social que están destinadas a aparecer como propiedades de carácter natural, el rito de institución tiende lógicamente, como han observado Pierre Centlivres y Luc de Heusch, a integrar las oposiciones propiamente sociales, tales como masculino-femenino, dentro de series de oposiciones cosmológicas —con relaciones como el hombre es a la mujer lo que el sol es a la luna—, lo que representa una manera muy eficaz de naturalizarlas. Así, unos ritos diferenciados sexualmente consagran la diferencia entre los sexos: convierten en una distinción legítima, en una institución, una simple diferencia de hecho. La separación realizada en el ritual (que produce él mismo una separación) ejerce un efecto de consagración.

¿Pero se sabe verdaderamente lo que significa consagrar algo y consagrar una diferencia? ¿Cómo se efectúa la consagración, que yo llamaría mágica, de una diferencia y cuáles son sus efectos técnicos? ¿Es que el hecho de instituir socialmente, por medio de un acto de constitución, una diferencia preexistente —como la que separa a los sexos— no tiene más que efectos simbólicos —en el sentido que se le da a este término cuando se habla de don simbólico—, es decir, nulos? Los romanos decían: enseñas a nadar a un pez. Esto es precisamente lo que hace el ritual de institución. Dice: este hombre es un hombre —sobreentendiendo que es un verdadero hombre, lo que es algo más—. Tiende a hacer del hombre más pequeño, más débil, en definitiva más afeminado, un hombre enteramente hombre, separado por una diferencia de naturaleza, de esencia, de la mujer más masculina, más grande, más fuerte, etc. Instituir, en este caso, es consagrar, es decir, sancionar y santificar un estado de cosas, un orden establecido, como hace, precisamente, una constitución en el sentido jurídico-político del término. La investidura (del caballero, del diputado, del presidente de la República, etc.) consiste en sancionar y santificar haciéndola conocer y reconocer, una diferencia (preexistente o no), en hacerla existir en tanto que diferencia social, conocida y reconocida por el agente investido y por los demás. En resumen, so pena de que se impida que se comprendan los fenómenos sociales más fundamentales, y tanto en las sociedades precapitalistas

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como en nuestro propio mundo (un título pertenece a la magia tanto como los amuletos), la ciencia social debe tener presente el hecho de la eficacia simbólica de los ritos de institución, es decir, el poder que poseen de actuar sobre lo real actuando sobre la representación de lo real. Por ejemplo, la investidura ejerce una eficacia simbólica completamente real en tanto que transforma realmente a la persona consagrada: en primer lugar, porque transforma la imagen que de ella tienen los demás agentes y, sobre todo, quizá los comportamientos que adoptan con respecto a ella (siendo el más evidente de estos cambios el hecho de que se le otorgue tratamiento de respeto y el respeto realmente asociado a esta enunciación); y, luego, porque transforma al mismo tiempo la imagen que la persona investida tiene de sí misma y los comportamientos que se cree obligada a adoptar para ajustarse a esta imagen. Podemos comprender dentro de esta lógica el efecto de todos los títulos sociales de crédito o de confianza —los ingleses los llaman credentials (credenciales)— que, como el título de nobleza o el título académico, aumentan, y de forma duradera, la valía de su portador al aumentar la confianza, la extensión y la intensidad de la confianza en su valía.

La institución es un acto de magia social que puede crear la diferencia ex nihilo, o bien, y éste es el caso más frecuente, explotar de alguna forma unas diferencias preexistentes, como las diferencias biológicas entre los sexos o, en el caso, por ejemplo, de la designación del heredero según el derecho de primogenitura, las diferencias entre las edades. En este caso, como la religión, según Durkheim, la institución es “un delirio bien fundado”, un abuso de autoridad simbólico pero cum fundamento in re. Las distinciones socialmente más eficaces son las que parecen fundarse en estas diferencias objetivas (estoy pensando, por ejemplo, en la noción de “frontera natural”). Lo que quiere decir que, como bien se ve en el caso de las clases sociales, se está casi siempre en relación con continuums, con distribuciones continuas, puesto que diferentes principios de diferenciación producen diferentes divisiones que jamás pueden superponerse completamente. Sin embargo, la magia social consigue siempre producir lo discontinuo a partir de lo continuo. El ejemplo por excelencia es el de los exámenes, punto de partida de mi reflexión: entre el último aprobado y el primer suspendido, los exámenes crean diferencias de todo o nada, y de por vida. Uno será “politécnico”, con todas las ventajas correspondientes, el otro no será nada. Ninguno de los criterios que se pueden tomar en cuenta para justificar técnicamente la distinción (como diferencia legítima) de la nobleza, concuerda perfectamente. Por ejemplo, el peor practicante de esgrima noble sigue siendo noble (aún cuando su imagen se encuentre empañada en grados diferentes según las tradiciones nacionales y según las épocas); por el contrario, el mejor practicante de esgrima plebeyo sigue siendo plebeyo (aunque pueda obtener de su habilidad en una actividad típicamente “noble” una forma de “nobleza”). Y esto se puede decir también de cada uno de los criterios que definen la nobleza en un momento dado, conservadurismo, elegancia, etc. La institución de una identidad, que puede ser un título de nobleza o un estigma (no eres más que un...), es la imposición de una esencia social. Instituir, asignar una esencia, una competencia, es imponer un derecho de ser que es un deber ser (o de ser). Es notificar a alguien lo que es y notificarle que tiene que comportarse en consecuencia. El indicativo en este caso es un imperativo. La moral del honor no es más que una forma desarrollada de la fórmula que consiste en decir de un hombre que “es un hombre”. Instituir, dar una definición social, una identidad, es también imponer límites, y “nobleza obliga” podría ser la traducción del ta autou prattein de Platón, hacer lo que tiene que hacer por su esencia, y no otra cosa —en una palabra, tratándose de un noble, no faltar, hacer honor a su

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rango—. Es propio de los nobles actuar noblemente y se puede ver tanto en la acción noble el principio de la nobleza, como en la nobleza el principio de las acciones nobles. Esta mañana leía en el periódico: “correspondía al presidente de la Confederación, Kurt Furgler, expresar el martes por la tarde las condolencias del Consejo Federal al pueblo egipcio por el fallecimiento del Presidente Anuar el Sadat”. El portavoz autorizado es aquel al que corresponde, al que incumbe, hablar en nombre de la colectividad; es a la vez su privilegio y su deber, su función propia, en una palabra, su competencia (en el sentido jurídico del término). La esencia social es el conjunto de estos atributos y de estas atribuciones sociales que produce el acto de institución como acto solemne de categorización que tiende a producir lo que designa.

Así, el acto de institución es un acto de comunicación, pero de una clase particular: notifica a alguien su identidad, pero a la vez que expresa esa identidad y se la impone, la expresa ante todos (katègoresthai es, en principio, acusar públicamente) y le notifica con autoridad lo que es y lo que tiene que ser. Esto se ve claramente en la injuria, una especie de maldición (sacer significa también maldito) que intenta encerrar a su víctima en una acusación que funciona como un destino. Pero es aún más cierto con respecto a la investidura o el nombramiento, juicio de atribución propiamente social que asigna a quien es el objeto todo lo que está inscrito en una definición social. Es por medio del efecto de la asignación estatutaria (“nobleza obliga”) que el ritual de institución produce sus efectos más “reales”: aquel que está instituido se siente obligado a ser conforme a su definición, a estar a la altura de su función. El heredero designado —según un criterio más o menos arbitrario— es reconocido y tratado como tal por todo el grupo, y, en primer lugar por su familia, y este trato diferente y distintivo no puede más que alentarle a realizar su esencia, a vivir conforme a su naturaleza social. Los sociólogos de la ciencia han establecido que los más grandes logros científicos han sido producto de investigadores procedentes de las instituciones académicas más prestigiosas. Lo cual se explica en gran parte por el aumento del nivel de las aspiraciones subjetivas que determinan el reconocimiento colectivo, es decir, objetivo, de estas aspiraciones y la asignación a una clase de agentes —los hombres, los alumnos de las Grandes Écoles, los escritores consagrados, etc.— a quienes no sólo se les conceden y reconocen estas aspiraciones como derecho o privilegios —por oposición a las pretensiones presuntuosas de los aspirantes—, sino que también se les asignan, se les imponen, como deberes, a través de constantes refuerzos, estímulos y llamadas al orden. Pienso en ese dibujo de Schultz donde se ve decir a Snoopy, encaramado en el tejado de su caseta: “¿Cómo se puede ser modesto cuando se es el mejor?” Habrá que decir simplemente: cuando es público y notorio —es el efecto de la oficialización— que se es el mejor, aristos.

“Conviértete en lo que eres”. Esta es la fórmula que subyace a la magia realizadora de todos los actos de institución. La esencia asignada por el nombramiento, la investidura, es, realmente, un fatum (éste equivale también y sobre todo a las conminaciones, a veces tácitas y a veces explícitas, que los miembros del grupo familiar dirigen continuamente al niño pequeño y que difieren en su intención e intensidad según la clase social y, dentro de ésta, según el sexo y el rango en la fratría). Todos los destinos sociales, positivos o negativos, consagración o estigma, son igualmente fatales —quiero decir mortales—, porque encierran a aquellos que distinguen dentro de los límites que les son asignados y que les hacen reconocer. Un heredero que se precie se portará como un heredero y será heredado por la herencia, según la fórmula de Marx; es decir, investido en las

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cosas, apropiado por las cosas que él se ha apropiado. A no ser que ocurra un accidente, claro, como en el caso del heredero indigno, el sacerdote que cuelga los hábitos, el noble que se degrada o el burgués que se encanalla. Volvemos a encontrar el límite, la frontera sagrada. Owen Lattimore decía acerca de la Muralla China que no sólo cumplía la función de impedir entrar a los extranjeros en China, sino también la de impedir salir a los chinos: ésta es también la función de todas las fronteras mágicas —ya se trate de la frontera entre lo masculino y lo femenino o entre los elegidos y los excluidos del sistema académico— es decir, impedir que los que están dentro, en el lado bueno de la línea, salgan, se degraden o pierdan categoría. Las élites, decía Pareto, están avocadas a la “decadencia” cuando dejan de creer en sí mismas, cuando pierden su moral y su moralidad, y se ponen a traspasar la línea en el sentido equivocado. Una de las funciones del acto de institución es también evitar permanentemente la tentación del paso, de la transgresión, de la dimisión.

Todas las aristocracias deben emplear una considerable energía en hacer aceptar a los elegidos los sacrificios que implica el privilegio o la adquisición de disposiciones duraderas que son condición para la conservación del privilegio. Aún cuando la clase dominante tome partido por la cultura, es decir, casi siempre, por la ascesis, por la tensión, por la contención, la tarea de la institución debe contar con la tentación de la naturaleza o de la contracultura. Me gustaría señalar, entre paréntesis, que al hablar de la tarea de la institución y al hacer de la inculcación más o menos dolorosa de las disposiciones duraderas un componente esencial de la operación social de la institución, no hago sino dar a la palabra institución todo su sentido. Al haber recordado, con Poincaré, la importancia que tiene la elección de las palabras, no creo que resulte inútil señalar que basta con reunir las distintas acepciones de instituere y de institutio para obtener la idea de un acto inaugural de constitución, de fundación, incluso de invención, que conduce por medio de la educación a disposiciones duraderas, a costumbres, a usos. La estrategia que se adopta universalmente para hacer frente a la tentación de degradarse, consiste en convertir la diferencia en natural, en construir una segunda naturaleza por medio de la inculcación y la incorporación en forma de costumbre. De este modo se explica el papel otorgado a las prácticas ascéticas, incluso al sufrimiento corporal en todos los ritos negativos, destinados, como dice Durkheim, a producir personas fuera de lo normal, distinguidas, en una palabra, y también en todos los aprendizajes que se imponen universalmente a los futuros miembros de la “élite” (aprendizaje de lenguas muertas, retiro prolongado, etc.). Todos los grupos confían al cuerpo, tratado como una memoria, sus depósitos más preciados. Y la utilización que hacen los ritos de iniciación en toda sociedad del sufrimiento infligido al cuerpo se comprende si se sabe que, como han demostrado numerosos experimentos psicológicos, la gente se adhiere con más fuerza a una institución cuanto más severos y más dolorosos han sido los ritos de iniciación que ésta les ha impuesto. La labor de inculcación, a través de la cual se realiza la imposición permanente del límite arbitrario, puede tender a hacer naturales las rupturas decisorias que constituyen una arbitrariedad cultural —las que se expresan en los pares de oposiciones fundamentales, masculino/femenino, etc.—, en la forma del sentido de los límites que inclina a unos a mantener su puesto y a guardar las distancias y a otros a mantenerse en su lugar y a contentarse con lo que son, a ser lo que han de ser, privándoles así de la privación misma. También puede tender a inculcar disposiciones duraderas como los gustos de clase que, siendo en principio una “elección” de los signos externos en los que se expresa la posición social, como la ropa, pero también la conducta o el lenguaje, hacen que todos los agentes sociales

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sean portadores de signos distintivos —los signos de distinción no son más que una subclase de éstos— apropiados para ser reunidos o separados con tanta seguridad como las barreras y las prohibiciones explícitas —estoy pensando en la homogamia de clase—. Más que los signos exteriores al cuerpo, como son las condecoraciones, los uniformes, los galones, las insignias, etc., son los signos que van unidos al cuerpo, como todo aquello a lo que se llama modos, modos de hablar —los acentos—, modos de andar o de comportarse —los andares, los modales, la compostura—, modos de comer, etc., y el gusto, como principio de la producción de todas las prácticas destinadas, con o sin intención, a significar la posición social, por medio del juego de diferencias distintivas, los que están destinados a funcionar como tantas llamadas al orden por medio de las cuales se recuerda, a los que lo olvidan, el lugar que les asigna la institución.

El poder del juicio categórico de atribución que realiza la institución es tan grande que es capaz de hacer frente a todas las contradicciones prácticas. Conocemos el análisis de Kantorowicz acerca de los “dos cuerpos del rey”: el rey investido sobrevive al rey biológico, mortal, expuesto a la enfermedad, a la imbecilidad o a la muerte. Del mismo modo, si un politécnico resulta ser negado para las matemáticas, pensaremos que lo hace aposta o que ha empleado su inteligencia en cosas más importantes. Pero el mejor ejemplo de la autonomía de la ascription (atribución) con respecto al achievement (realización) —por una vez podemos mencionar a Talcott Parsons—, del ser social con respecto al hacer, nos lo proporciona sin duda la posibilidad de recurrir a estrategias de condescendencia que permiten llevar muy lejos la contradicción de la definición social sin dejar, sin embargo, de ser percibida a través de ésta. Llamo estrategias de condescendencia a estas transgresiones simbólicas del límite que permiten poseer a la vez las ventajas de la conformidad con la definición y las ventajas de la transgresión: se trata del caso aristócrata que da una palmadita en el hombro al palafrenero y del que se dirá “es campechano”, sobreentendiéndose, para ser un aristócrata, es decir, un hombre de naturaleza superior, cuya esencia no conlleva, en principio, una conducta semejante. En realidad no resulta tan simple y sería necesario introducir una distinción: Schopenhauer habla en algún lugar del “cómico pedante”, es decir de la risa que provoca un personaje cuando realiza una acción que no se incluye dentro de los límites de su concepto, del mismo modo, dice él, que un caballo de teatro que se pusiera a defecar; y piensa en los profesores, en los profesores alemanes, del tipo del Profesor Unrat de El Ángel Azul, cuya concepción está tan marcada y estrictamente definida que la transgresión de los límites se aprecia claramente. Al contrario que el profesor Unrat que, llevado por la pasión, pierde todo sentido del ridículo o, lo que es lo mismo, de la dignidad, el condescendiente consagrado elige deliberadamente traspasar la línea; posee el privilegio de los privilegios, que consiste en tomarse libertades con su privilegio. De esta forma, los burgueses y sobre todo los intelectuales pueden permitirse algunas formas de hipocorrección, de relajamiento, en lo que se refiere al uso del lenguaje, que les están vetadas a los pequeños burgueses, condenados a la hipercorrección. En resumen, uno de los privilegios de la consagración radica en el hecho de que, al otorgar a los consagrados una esencia indiscutible e indeleble, ésta permite transgresiones que de otro modo estarían prohibidas: aquel que está seguro de su identidad cultural puede jugar con la regla del juego cultural, puede jugar con el juego, puede decir que le gusta Tchaikovsky o Gershwin, o incluso, con todo su “descaro”, Aznavour o las películas de serie B.

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Los actos de magia social tan diferentes entre sí como el matrimonio o la circuncisión, la concesión de rangos o de títulos, el acto de armar caballero, el nombramiento para puestos, cargos y honores, la imposición de un sello, una firma o una rúbrica, sólo pueden tener éxito si la institución, en el sentido activo tendente a instituir a alguien o algo en tanto que dotados de tal o cual estatus y de una u otra propiedad, es un acto de institución en otro sentido, es decir, un acto garantizado por todo el grupo o por una institución reconocida. Aunque sea llevado a cabo por un agente singular, debidamente acreditado para realizarlo y para hacerlo en las formas reconocidas, es decir, según las convenciones consideradas adecuadas en lo que respecta al lugar, el momento, los instrumentos, etc., cuyo conjunto constituye el ritual conforme al modelo, es decir, socialmente válido, y por tanto eficiente, encuentra su fundamento en la creencia de todo un grupo (que puede estar presente físicamente), es decir, en las disposiciones configuradas socialmente para conocer y reconocer las condiciones institucionales de un ritual válido (lo que implica que la eficacia simbólica del ritual variará —simultánea o sucesivamente— según el grado en que los destinatarios estén más o menos preparados, más o menos dispuestos a aceptarlo). Esto es lo que olvidan los lingüistas que, siguiendo la tradición de Austin, buscan en las mismas palabras la “fuerza ilocutiva” que a veces tienen en tanto que realizadoras. Al contrario que el impostor, que no es lo que creemos que es, que, dicho de otra forma, usurpa el nombre, el título, los derechos o los honores de otro, al contrario también del que simplemente “hace las funciones de”, un suplente o auxiliar que desempeña el papel de director o profesor sin tener estos títulos, el mandatario legítimo, por ejemplo el portavoz autorizado, es objeto de crédito garantizado, certificado; posee la realidad de su apariencia, es realmente lo que cada uno cree que es porque su realidad —de sacerdote, de profesor o de ministro— se funda no en su creencia o pretensión singular (siempre expuesta a ser rechazada y rebajada: ¿por quién se toma? ¿qué se cree?, etc.) sino en la creencia colectiva, garantizada por la institución y materializada en el título o los símbolos tales como los galones, el uniforme y otros atributos. Las muestras de respeto que consisten, por ejemplo, en nombrar a alguien por sus títulos (Señor Presidente, Excelencia, etc.) son otras tantas repeticiones del acto inaugural de institución realizado por una autoridad reconocida universalmente y fundada, por tanto, en el consensus omnium; tienen el valor de un juramento de fidelidad, de muestra de reconocimiento con respecto a la persona en particular a la que se dirigen, pero sobre todo con respecto a la institución que ha instituido a ésta (es por esto por lo que el respeto a las formas y las formas de respeto que definen la cortesía son tan profundamente políticos). La creencia de todos, que es previa al ritual, es una condición para que el ritual sea eficaz. Sólo se predica a los que ya están convertidos. Y el milagro de la eficacia simbólica desaparece si se ve que la magia de las palabras no hace sino poner en marcha los mecanismos —las disposiciones— establecidos previamente.

Para acabar, me gustaría plantear una última cuestión que me temo puede parecer un poco metafísica: ¿los ritos de institución, sean cuales sean, podrían ejercer el poder que poseen —pienso en el caso más evidente, el de los “sonajeros, como decía Napoleón, que son las condecoraciones y otras distinciones— si no fueran capaces de dar al menos la apariencia de un sentido, de una razón de ser, a esos seres sin razón de ser que son los seres humanos, de darles el sentimiento de tener una función, o, simplemente, una importancia; una importancia a secas, y librarles así de la insignificancia?. El verdadero milagro que producen los actos de institución radica sin ninguna duda en el hecho de que consiguen hacer creer a los individuos que son consagrados que su existencia está justificada, que su existencia

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sirve para algo. Pero, debido a una especie de maldición, la naturaleza esencialmente diacrítica, diferencial, distintiva, del poder simbólico, hace que el acceso de la clase distinguida al Ser tenga como contrapartida inevitable la caída de la clase complementaria en la nada o en el ser menor.

BIBLIOGRAFÍA Centlivre, Pierre y Luc de Heusch, 1986. Les Rites de passage aujourdhui. Actas del

Coloquio de Neuchâtel, 1981, Lausana.

Van Gennep, Arnold, 1981 (1909). The Rites of Passage: études systématique des rites, París.