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Manuel Corbera Millán 62 LOS PAISAJES DE DOMINANTE AGROPASTORIL Y GANADERA EN CANTABRIA * Manuel CORBERA MILLÁN Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio Grupo de Geografía Histórica del Paisaje [email protected] 1. PRÁCTICAS AGROGANADERAS Y PAISAJE CULTURAL. José María Pereda al inicio de su novela El sabor de la tierruca nos invita a acompañarle hasta lo alto del campanario de la iglesia de “Cumbrales” -nombre tras el que se oculta el pueblo de Polanco- para que podamos apreciar el paisaje que desde dicha atalaya se observaba en 1881: Entre las barriadas de Cumbrales, llosas abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, brañas, turbas y junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río que corriendo de Poniente a Levante, los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo, mientras se bebe en un sólo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre ellos, y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos en alegre anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y risueño, las montañas, que vuelven a crecer y cierran la vasta circunferencia al Oeste, donde se alzan en último término, gigantes de granito coronados de nieve eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo (PEREDA, 1988, t. I: 1.270) Al margen de la precisión descriptiva lo que nos interesa aquí destacar es la importancia de las prácticas agroganaderas en la configuración de ese paisaje descrito, bastante generalizable al conjunto de la Marina de Cantabria. Los elementos naturales constituyen el fondo del escenario (en el caso de las altas cumbres) y el soporte (en el de las colinas y vegas) de una organización del territorio netamente humana, social: la distribución del poblamiento rural de la Marina en aldeas, barrios, caseríos, rodeados de las mieses y de los prados más cercanos y, en los espacios intermedios, sierras calvas, brañas y más prados. Una ocupación humana densa, que había extendido la explotación agraria y ganadera a la casi totalidad del territorio, sobre todo si en ella también incluimos -como debemos hacerlo- los espacios de arbolado, los corros de castaños y robles que contribuían decisivamente -por entonces- a la construcción de las viviendas, su calefacción e incluso al alimento humano y, principoalmente, del ganado. La densidad de población disminuye, por supuesto, hacia el interior de la región, en los valles intermedios y, más aún, en las cabeceras de los ríos que forman dichos valles. Las montañas están más presentes y las cumbres más próximas; pero el paisaje sigue mostrando con fuerza la organización impuesta por las prácticas agropastoriles. Así lo descubre el protagonista de la novela de Pereda Peñas Arriba, después de haberse sentido abrumado por la omnipresencia de la naturaleza, aterrorizado por los afilados riscos, profundos despeñaderos y angostas gargantas que tuvo que recorrer para llegar a “Tablanca” (Tudanca) desde Reinosa: Por último, conocía también los principales puertos de invierno y de verano, a los cuales envían sus ganados los valles circunvecinos, y admiré la lozanía de aquellas * Este trabajo se encuentra enmarcado en el proyecto I+D+i Las unidades básicas del paisaje agrario en España: Identificación, delimitación, caracterización y valoración. La España Atñantica y Navarra (referencia: CSO2009-12225-C05-04).

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LOS PAISAJES DE DOMINANTE AGROPASTORIL Y GANADERA EN CANTABRIA*

Manuel CORBERA MILLÁN

Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio Grupo de Geografía Histórica del Paisaje

[email protected] 1. PRÁCTICAS AGROGANADERAS Y PAISAJE CULTURAL. José María Pereda al inicio de su novela El sabor de la tierruca nos invita a acompañarle hasta lo alto del campanario de la iglesia de “Cumbrales” -nombre tras el que se oculta el pueblo de Polanco- para que podamos apreciar el paisaje que desde dicha atalaya se observaba en 1881:

Entre las barriadas de Cumbrales, llosas abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, brañas, turbas y junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río que corriendo de Poniente a Levante, los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo, mientras se bebe en un sólo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre ellos, y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos en alegre anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y risueño, las montañas, que vuelven a crecer y cierran la vasta circunferencia al Oeste, donde se alzan en último término, gigantes de granito coronados de nieve eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo (PEREDA, 1988, t. I: 1.270)

Al margen de la precisión descriptiva lo que nos interesa aquí destacar es la importancia de las prácticas agroganaderas en la configuración de ese paisaje descrito, bastante generalizable al conjunto de la Marina de Cantabria. Los elementos naturales constituyen el fondo del escenario (en el caso de las altas cumbres) y el soporte (en el de las colinas y vegas) de una organización del territorio netamente humana, social: la distribución del poblamiento rural de la Marina en aldeas, barrios, caseríos, rodeados de las mieses y de los prados más cercanos y, en los espacios intermedios, sierras calvas, brañas y más prados. Una ocupación humana densa, que había extendido la explotación agraria y ganadera a la casi totalidad del territorio, sobre todo si en ella también incluimos -como debemos hacerlo- los espacios de arbolado, los corros de castaños y robles que contribuían decisivamente -por entonces- a la construcción de las viviendas, su calefacción e incluso al alimento humano y, principoalmente, del ganado. La densidad de población disminuye, por supuesto, hacia el interior de la región, en los valles intermedios y, más aún, en las cabeceras de los ríos que forman dichos valles. Las montañas están más presentes y las cumbres más próximas; pero el paisaje sigue mostrando con fuerza la organización impuesta por las prácticas agropastoriles. Así lo descubre el protagonista de la novela de Pereda Peñas Arriba, después de haberse sentido abrumado por la omnipresencia de la naturaleza, aterrorizado por los afilados riscos, profundos despeñaderos y angostas gargantas que tuvo que recorrer para llegar a “Tablanca” (Tudanca) desde Reinosa:

Por último, conocía también los principales puertos de invierno y de verano, a los cuales envían sus ganados los valles circunvecinos, y admiré la lozanía de aquellas

* Este trabajo se encuentra enmarcado en el proyecto I+D+i Las unidades básicas del paisaje agrario en España: Identificación, delimitación, caracterización y valoración. La España Atñantica y Navarra (referencia: CSO2009-12225-C05-04).

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breñas (majadas) de apretada y fina hierba, verdaderas calvas en medio de grandes y tupidos bosques de poderosa vegetación. Cada una de estas calvas tiene en los puertos de verano una choza, y en los otros, un invernal: la choza para albergue de las personas que pastorean el ganado, y el invernal, edificio amplio y sólido, de cal y canto, para establo y pajar de una buena cabaña de reses (PEREDA, 1988, t. II: 1.164).

En todo el territorio rural de Cantabria las prácticas agrícolas, pastoriles y ganaderas han contribuido de forma decisiva a la construcción del paisaje. Prácticas que -partiendo de un modelo cultural común- han tenido que adaptarse a un medio físico diverso, modelando paisajes culturales también diversos. Pero la diversidad de estos paisajes no ha dependido sólo de esa adaptación al relieve, a la naturaleza de los suelos o a las condiciones climáticas, sino también a una diversidad dentro del propio modelo cultural, si entendemos por cultura -como lo hacía Sauer (SAUER, 1925: 9 y 1941: 360)- la transmisión de una experiencia acumulada secularmente por una comunidad, de una tradición creadora y mantenedora de distintas formas de organización y de manejo, de distintas técnicas de explotación y de aprovechamiento y, en consonancia con todo ello, de distintas formas o -si se quiere- géneros de vida. El paisaje, entendido como paisaje cultural es, en definitiva, trabajo social acumulado a los largo de los siglos. La mayor parte de lo que vemos hoy en el paisaje rural de Cantabria -como lo que veían los personajes de Pereda hace más de un siglo- fue construido en tiempos medievales o durante la primera Edad Moderna. Fue entonces cuando se terminaron de definir distintas prácticas culturales que fueron profundizando sus diferencias en los siglos siguientes, hasta que las transformaciones más recientes iniciaron un proceso de banalización, de desdibujamiento de las singularidades, que, por otra parte, no han sido siempre bien comprendidas. La dimensión histórica del paisaje cultural ha sido siempre aceptada, pero su desconocimiento -que procede de la cada vez menor preocupación por su génesis y evolución (en la larga duración)- dificulta su comprensión plena. Porque no basta para ello con un análisis morfológico que establezca tipologías en función de indicadores formales como el tipo de poblamiento, de hábitat, de cerramientos, de organización del terrazgo, etc. Esa diferenciación es útil en tanto que permite una clasificación previa; pero no explica las razones de su singularidad, el cómo y el porqué surgieron las prácticas culturales que construyeron cada paisaje. Dicho nivel de comprensión sólo es posible tras un análisis genético, es decir, a través de la indagación histórica de las formas y los procesos. 2. LA CONSTRUCCIÓN DE LOS TERRAZGOS Y DE LOS ESPACIOS

GANADEROS: LA DIVERSIDAD PAISAJÍSTICA Dicen los historiadores que los primeros pastores aparecieron, en lo que hoy es Cantabria, hacia el Calcolítico (ARIAS, 1991: 354). Serían por entonces y durante siglos, clanes familiares nómadas que recorrerían el territorio estacionalmente con sus primitivos rebaños -en los que predominarían las especies caprina y, en menor medida, ovina- desde los puertos de la divisoria cantábrica, donde pasaban el verano, hasta las colinas de la Marina donde invernaban, aprovechando durante las estaciones intermedias lugares que fueron acondicionando sobre los interfluvios de los valles intermedios. Dicha práctica sostenida -y de la que sabemos muy poco- debió generar los primeros espacios de pastos, abiertos en el extenso bosque que por entonces debía cubrir la mayor parte de la superficie de Cantabria. Espacios de pastos escalonados en los que, sin duda, surgieron primitivos campamentos temporales construidos con materiales perecederos, cuyo rastro –demasiado sutil- no es hoy identificable. Estos orígenes hipotéticos, tan lejanos y difíciles de conocer con cierta seguridad, parecen prolongarse (debido, por supuesto, a nuestra ignorancia, porque seguro

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que no fue así) sin apenas cambios hasta la Edad Media. Sólo a partir de esta época comenzamos a saber algo con un poco más de seguridad. Los medievalistas hablan de un proceso de aculturación de la población indígena, introducida por la población hispanogoda que se refugió en las montañas tras la invasión musulmana. Aculturación que supuso la adaptación de modelos foráneos: la sedentarización, la aparición de aldeas y barrios, el establecimiento de terrazgos complejos con una importante diversificación de cultivos y, como consecuencia, la sustitución de nomadismo pastoril por la trashumancia y la nueva organización vecinal de los espacios pastoriles. Este proceso de cambio no se produjo con el mismo ritmo en toda Cantabria, sino que parece extenderse lentamente del occidente al oriente de la región; así mientras en Liébana el proceso estaba ya muy avanzado en los siglos VIII y IX, en Trasmiera apenas se iniciaba el cambio en el siglo XI (GARCÍA DE CORTÁZAR y DÍEZ HERRERA, 1982; DIEZ HERRERA, 1990). El modelo cultural importado introdujo sobre todo nuevas técnicas del trabajo agrícola, hasta entonces muy poco desarrolladas en las comunidades indígenas, que tan sólo debían cultivar temporalmente algunos terrenos mediante un sistema de rozas y barbecho largo. Pero lejos de reducir la importancia de la ganadería y del pastoreo, estas nuevas técnicas agrarias la reforzaron, gracias a una organización del espacio que, en términos generales, respondía en buena medida a las exigencias de las cabañas comunales o privadas. El ciclo de alimentación anual de los rebaños no sólo llevó a la construcción de nuevos espacios de pastoreo extensivo -nuevos seles y majadas- y a la creación de prados de siega, sino que también condicionó la propia disposición y organización del terrazgo agrícola, aquel que se destinaba a producir alimentos para la comunidad humana. 2.1. Los terrazgos El terrazgo agrícola fue en los primeros momentos de la sedentarización muy limitado, formado, seguramente, por lo que la documentación llama solar y que constituía el espacio inmediato a la casa o mejor a la domus, que en realidad, por entonces, no estaba formada por un sólo edificio sino por un conjunto de pequeñas cabañas, corrales e instalaciones de almacenaje. Sobre dicho solar -perteneciente a la comunidad familiar (extensa)- se practicaba desde el principio una agricultura relativamente intensiva, ya que se trataba de espacios reducidos que podían ser bien abonados (ORTEGA, 1987). Fuera de los solares, el amplio espacio intersticial de uso común que aprovechaban los ganados durante el invierno, fue haciéndose cada vez más necesario para el cultivo de alimentos. Sobre esos espacios se inició la construcción de los terrazgos como una tarea comunitaria; primero en porciones cultivadas temporalmente y repartidas en suertes entre los comuneros; luego en forma de mieses o erías, espacios de cultivo ya permanente (aunque al principio mediante el sistema de año y vez) y destinados fundamentalmente a los cereales -que constituían la base de la alimentación de las comunidades-, pero en los que también se cultivaba lino, viñedos y frutales (sobre todo manzanos, castaños y nogales). Las características del medio físico -sobre todo del relieve- introdujeron una gran diversidad a estos terrazgos. En los amplios valles de llanas aluviales (como los de Cabuérniga, Buelna o Toranzo) la mayor parte del terrazgo se construyó sobre su fondo plano (Figura 1). Pero a pesar de lo que podría llevar a inducir la escasa accidentalidad, su construcción no fue posible sin recurrir a importantes trabajos comunitarios: hubo que encauzar los ríos para evitar que divagasen por los amplios lechos, construir escolleras, elevar y aterrazar ligeramente el terreno para asegurar el drenaje, despiedrarle y rellenarle de tierra. El conjunto se dividió en grandes porciones cercadas por muros de piedra seca extraída del propio lecho aluvial o por seto vivo, y separadas por caminos de servidumbre. En su interior se encerraban las hazas o pequeñas parcelas alargadas, que al principio

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debieron ser suertes a repartir entre los comuneros y más tarde propiedad de los vecinos, que las señalaron tan sólo por cuatro pequeños mojones (jisos) casi enterrados (marcos).

Figura 1. Terrazgo en la llana aluvial del Saja (Ruente)

Esos grandes cercados individualizados se abrían a los caminos mediante portillas y después de levantadas las cosechas de cereales quedaban abiertas, convertidas en rastrojeras para el pasto del ganado colectivo (derrota de mieses). Dicha práctica exigía estrictos calendarios de cosecha que obligaban al conjunto de vecinos que tenían hazas dentro de los espacios a derrotar, y ello imponía también una dispersión de la propiedad sobre los terrazgos. Cada vecino tenía distintas hazas o parcelas distribuidas entre las diferentes porciones cercadas (a veces llamadas hojas) de las mieses o erías, de tal manera que mientras unas hojas se encontraban en cultivo -y por lo tanto cerradas- otras quedaban en barbecho, abiertas a la pación del ganado. Cuando se incorporó el cultivo del maíz -a principios del siglo XVII- el barbecho se eliminó, pero mientras la mayor parte de las hojas acogieron el nuevo cultivo otras siguieron plantando el trigo o la escanda (debido, en ocasiones, a la exigencia del pago de la renta en esa especie por los propietarios de la tierra), manteniéndose la dispersión de las parcelas heredada de los tiempos medievales no sólo por inercia, sino también porque de hecho seguía siendo funcional. Por otro lado, además de las mieses destinadas a cereal algunas porciones del terrazgo se reservaban a los otros cultivos, como el viñedo, que podía aparecer emparrado o en cepas dependiendo de la humedad del suelo y que solía localizarse en tierras marginales, de mala calidad para el cultivo del cereal; o los frutales y el lino, que a veces se cultivaban en el interior de los solares pero otras quedaban encerrados en recintos especializados, como translucen los frecuentes topónimos de “pumares”, “nogaleras” o “linares”. En buena parte de la Marina y de los valles atlánticos este policultivo medieval tendería a simplificarse durante los tiempos modernos, sobre todo después de la introducción del maíz. El viñedo sólo se mantuvo en Liébana y en los alrededores de las villas (Santander, Sal Vicente de la Barquera, Laredo, Castro Urdiales), y el cultivo de frutales (a excepción de los castaños y, en menor medida, de los nogales) o desapareció o conservó una presencia mínima relegada

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a los huertos. Los espacios que se les reservaba fueron, por lo general, ocupados por prados, ya que, desde finales de la Edad Media el incremento de la cabaña ganadera y, sobre todo, de la cabaña bovina así lo exigía. El aumento de la superficie dedicada a prados de siega, destinados a satisfacer la alimentación invernal del ganado (mediante la conservación de la hierba henificada), se produjo sobre todo -tanto en la Marina como en los valles de llanas aluviales- en la periferia del terrazgo agrícola, en el arranque de las vertientes que ofrecían pendientes relativamente suaves. Pero ocuparon también el interior de dicho terrazgo, incluso del terrazgo cerealista. Por una parte, el barbecho y las rastrojeras no alcanzaban -en realidad nunca alcanzaron- para garantizar la alimentación invernal de una cabaña más abundante y exigente; por otra, la introducción del maíz -que había elevado enormemente los rendimientos por unidad de simiente- y la mayor disponibilidad de abono -que permitía su cultivo continuado- consiguieron satisfacer las necesidades alimenticias de la comunidad con una menor superficie de tierra y dedicar la otra parte a prados. Además, la animación de los intercambios que acompañó la transición del medioevo a la Edad Moderna, contribuyó a redistribuir los productos y permitió una cierta especialización del trabajo agroganadero, y, en ese marco, Cantabria, sobre todo la Cantabria atlántica, se definió cada vez más por su especialización ganadera. En los estrechos valles interiores el establecimiento del terrazgo tuvo que adaptarse a la falta de espacio. El propio emplazamiento de algunos núcleos de población nos indica la búsqueda de terrenos de cierta amplitud, tales como hombreras y rellanos en las vertientes que permitían desarrollar un pequeño terrazgo a su alrededor mediante trabajos colectivos de aterrazamiento y canalización del drenaje. Ese terrazgo inmediato a los núcleos resultaba aún más limitado cuando éstos se establecieron en el fondo de esos estrechos valles, pues ello obligaba a intentar aprovechar todo el espacio disponible en las proximidades. En su afán por colonizar las empinadas vertientes tuvieron de construir estrechos bancales individualizando parcelas (Figura 2) -que con frecuencia no llegan al centenar de metros cuadrados- dispuestas a tresbolillo y comunicadas entre sí mediante rampas para facilitar el acceso de las personas y, sobre todo, del ganado en el tiempo de la derrota de mieses. Por otro lado, el terrazgo agrícola tendió -en estos casos- a dispersarse, ya que tuvo que recurrirse a aquellos escasos espacios que presentaban condiciones adecuadas y que con frecuencia no estaban cerca de las aldeas. Al principio, en el propio proceso de colonización de esos terrazgos, dichos espacios pudieron dar lugar a la creación de nuevos barrios, que si en algunos casos se consolidaron en otros muchos desaparecieron y su población terminó por concentrarse en las primitivas aldeas, aunque sin abandonar el cultivo del terrazgo colonizado desde ellas. Después de la entrada del maíz y del aumento de la cabaña ganadera, una parte de estos espacios alejados fueron transformados en praderías. 2.2. Los espacios de pastos y las praderías Por lo que hace a la organización de los espacios de pasto en el monte y a su evolución, ésta no se explica sólo por factores físicos. Tuvieron más importancia las diversas formas culturales, las prácticas particulares de manejo pastoril y las relaciones sociales (CORBERA, 2006,1). De manera general, la sedentarización no supuso el abandono del sistema de movilidad del ganado y de aprovechamiento estacional de los pastos. Desde la Marina y a lo largo de los valles interiores, las cabañas de ganado que pertenecían a los asentamientos creados en las tierras bajas, ascendían durante el verano a los mismos puertos que cuando eran nómadas y aprovechaban el pasto de los espacios de recorrido durante las estaciones intermedias. Pero el proceso de territorialización medieval, es decir, de apropiación de los espacios, produjo los inevitables conflictos entre comunidades o entre la nobleza y las comunidades, y los indispensables convenios de recorrido, de pasto

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en las divisorias de los valles o de mancomunidad de aprovechamiento de puertos, para intentar solucionarlos. Convenios que se fundaban, con frecuencia, en la reciprocidad, no siempre vista como equitativa por las partes.

Figura 2. Terrazgo abancalado (Peñarrubia)

Las unidades de territorialización no siempre presentaban la misma extensión, ni tampoco disponían de las mismas capacidades internas de aprovechamiento pastoril. El valle -no entendido en el sentido físico, sino jurisdiccional- constituía, en la mayor parte de la Cantabria medieval y moderna, la unidad comunitaria superior y se componía a su vez de un conjunto de concejos formados por varios barrios que administraban un territorio propio: el terrazgo, los espacios de pasto y el bosque de aprovechamiento exclusivo vecinal. Dichos espacios concejiles, que eran los más próximos a los núcleos, se acotaban durante ciertos meses (generalmente los de primavera, verano y principios del otoño) para reservar sus pastos para la época de mayor escasez. Sobre ellos se reservaban también algunas partes destinadas al mantenimiento del ganado de labor (las boerizas o borizas) que permanecía en el pueblo durante el tiempo de los trabajos agrícolas, o al aprovisionamiento de helechos para la cama del ganado (helgueros), o a praderas colectivas que se segaban en común para mantener al semental de la cabaña vacuna del pueblo (prado del toro o prado concejo) o -más tarde- para repartirse en suertes o adras entre los vecinos, complemento de la hierba que recogían de sus prados privados. También en esas dehesas privativas se encontraban algunos espacios arbolados destinados a la alimentación del ganado porcino (el año que había grana) y a la obtención de leña y madera, aunque el aprovechamiento concejil de este recurso se vio cada vez más fiscalizado por la Corona, interesada en reservar la madera para la construcción naval y la leña para las fábricas de cañones y las ferrerías. Por encima de estas dehesas concejiles se extendía un espacio común del valle -formado también por pastos y pequeños bosques- cuyo aprovechamiento pertenecía a la totalidad de los vecinos de dicha jurisdicción superior. Era aquí donde se enviaba al ganado en primavera y otoño y, si en ellos se disponía de puertos, también en verano. Tanto en estos espacios de pastos comunales de valle como en los concejiles se distinguían las brañas o brenas, que constituían espacios abiertos de vegetación herbácea -mantenidos en ese estado gracias al pastoreo continuado y a la eliminación de helechos y matorrales leñosos

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mediante la quema-, y los seles o majadas, rodeados, por lo general, de un seto más o menos continuo de árboles o arbustos (robles, hayas, acebos, espinos o avellanos) y destinados a reunir el ganado durante la noche. En estos seles o majadas se encontraba el o los chozos de los pastores, algunos corrales para los becerros y el ganado menor y, a veces, algún abrevadero. En estos espacios comunes -tanto en los de valle como en los concejiles- también se encontraban los porciles, localizados en las proximidades de los bosques y destinado al pastoreo de los cerdos (que comían la grana de las hayas y robles) y a su cobijo en pequeñas cabañas o cubiles de piedra. Esta organización, que reunía en el valle el conjunto de los espacios en los que se movía el ganado durante las estaciones, sólo es válida para los valles interiores y ni siquiera para todos. Al finalizar la Edad Media la podemos encontrar, por ejemplo, en los valles de Cabuérniga y Campoo de Suso -que compartían los puertos del monte Saja (Mancomunidad Campoo-Cabuérniga)-, Valdebaró (Camaleño) -que disponían de los magníficos pastos del puerto de Áliva- o Toranzo -cuyos pueblos mandaban su ganado al puerto del Escudo. Pero la Marina, en época moderna, no tenía ya puertos de veraneo; algunos pueblos supieron mantener sus derechos ancestrales a pastar en los puertos de la divisoria durante el verano, manteniendo a su vez la reciprocidad, también ancestral, para con las comunidades de la vertiente meridional. Así sucedió, por ejemplo, con las comunidades más occidentales de la Marina de las Asturias de Santillana, que mediante convenios de reciprocidad con Campoo de Suso pudieron mantener la movilidad estacional de sus ganados (CORBERA, 2006,2). Otros valles interiores carecían también de puertos. La compartimentación territorial de algunos valles intermedios occidentales obstaculizó el mantenimiento de una movilidad interior del ganado. En el caso del valle del Nansa, por ejemplo, la cabecera -que albergaba los puertos- fue poblada en tiempos medievales, y durante la baja Edad Media (1353) contaba ya con siete concejos reunidos en una jurisdicción, la del valle de Polaciones, a quien pertenecía ese territorio de puertos y pastos estivales. Los convenios de reciprocidad fueron frecuentes con las comunidades del valle medio y de la Marina, pero conforme aumentó la presión ganadera los acuerdos fueron rompiéndose. Esta presión -patente desde finales del siglo XVI- introdujo nuevas técnicas de explotación, o quizás extendió algunas prácticas que hasta entonces eran excepcionales. Se trataba de buscar nuevas fórmulas que permitieran a la explotación ganadera superar los límites que imponía la escasez de alimentos durante el invierno. De forma general -como ya habíamos visto- se trataba de la creación de los prados de siega que permitían almacenar heno para la estación invernal. Este afán alcanzó a los espacios concejiles e incluso de valle. En aquellos valles en los que los espacios comunales eran amplios y las prácticas de pastoreo extensivo eran compartidas por una gran cantidad de comunidades (algunas de las cuales ni siquiera pertenecían a la propia jurisdicción, como sucedía el caso de Cabuérniga), los prados se extendieron por los terrenos concejiles y sobre todo por la aureola más próxima al terrazgo de los núcleos, de los que en realidad formaba ya parte. Por el contrario, aquéllos otros en los que la disponibilidad de pastos comunes dentro de la jurisdicción mayor eran más limitados o incluso habían desaparecido en favor de los concejos, aquéllos en lo que también el relieve limitaba el desarrollo de los terrazgos y dispersaba su organización, crearon sus prados sobre las erías o mieses de cereal más alejadas y sobre los seles y brañas escalonados que habían constituido antes los espacios de aprovechamiento colectivo equinoccial (Figura 3). Este es el caso de los valles del Nansa, Lamasón y Peñarrubia y también, con alguna particularidad, de los de Liébana (CORBERA, 2006,3). Como en el caso del terrazgo, la construcción de estas praderías invernales -cuya profusión en los valles mencionados otorgará una nota bien distintiva a sus paisajes- fue una empresa

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colectiva, abordada por grupos de vecinos, probablemente aquellos -o una parte de aquellos- que antes aprovechaban los seles o brañas transformados. El espacio destinado a la pradería fue cerrado con pared de piedra seca -y a veces también seto- y se repartió en suertes que enseguida pasaron a ser propiedad de cada comunero. En su interior cada grupo construyó una o varias cabañas -dependiendo de la extensión de la pradería- con cuadra en la planta inferior y el pajar en la superior. Cada comunero abonaba con el estiércol de su ganado la parcela que le había correspondido, la segaba en su tiempo y almacenaba en el henil la hierba, separándola de los demás mediante una tarma o pequeño biombo de ramas entrelazadas de avellano. Después de recogida la hierba, la pradería -del mismo modo que se hacía en el terrazgo cerealista- era sometida a derrota y se convertía de nuevo en espacio comunal abierto.

Figura 3. Majada e invernales en Lamasón

Un paisaje de singularidad indudable bien reconocida es el pasiego (TERÁN, 1947; ORTEGA, 1975). También en este caso los prados cerrados y cabañas constituyen sus señas de identidad, aunque aquí la extensión de estas formas es mucho mayor y responde a un modelo cultural diferente (Figura 4). Lo encontramos tanto por la vertiente meridional de la Sierra de Valnera -la parte alta de los actuales municipios burgalese de Espinosa de los Monteros y Merindades de Sotoscueva y Valdeporres- como por la Septentrional. En este ámbito atlántico, su presencia no se limita al territorio de lo que son y fueron las villas pasiegas (San Roque de Riomiera, San Pedro del Romeral y Vega de Pas) sino que, ya desde el siglo XVII, alcanza también a otras jurisdicciones históricas vecinas como Ruesga (Calseca), Soba (Valdició) o Carriedo (Dehesa de Pisueña) (CORBERA, 2008). Y además presenta ciertas características comunes -aunque distinto origen- con las fórmulas adoptadas -también desde antiguo- en el alto Toranzo (Resconorio, Sel de la Carrera, Sel del Manzano, etc.) (DELGADO, 2003). A diferencia del paisaje de praderías invernales, el origen del paisaje pasiego estuvo en la colonización llevada a cabo fundamentalmente por pastores procedentes de las jurisdicciones burgalesas. En este caso, el cerramiento de los prados y las cabañas se construyeron de forma individual, aunque a veces parece haber participado un grupo familiar extenso que, en todo caso, acababa individualizando su conquista. La primera avalancha se produjo en las mismas fechas en que la extensión de

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los prados avanzaba en todo el territorio de Cantabria. Como en el resto de los casos, tampoco se trató al principio de una apropiación absoluta ni de la sustitución de un modelo de pastoreo extensivo por otro intensivo; también aquí una vez recogida la hierba y almacenada en el pajar (payu) de la cabaña, se abrían las portillas a la derrota y el ganado pastaba tanto dentro como fuera de los prados. Lo más original, en este caso, es su temprana orientación láctea y el modelo de trashumancia, que al implicar al conjunto de la familia, animales y enseres lo convertían en una suerte de nomadismo (“muda”). La explotación individual de los prados y cabañas explica que el tamaño de éstas últimas sea inferior al de las cabañas invernales, pero cada familia posee varias, distribuidas no sólo escalonadamente -siguiendo la línea de ascenso del ganado hacia los puertos- sino también en terrenos situados a la misma o similar altitud, a veces en parajes muy próximos entre sí. Esto sucede sobre todo en las áreas de invierno y se debe a la evolución de las formas originales. En realidad, el cercado y la cabaña constituyeron en un principio una unidad de colonización, pero los repartos sucesorios posteriores redujeron el tamaño de la parcela originaria y multiplicaron el número de cabañas, al construir cada heredero la suya propia. Cuando pudieron, estos herederos aumentaron el tamaño de la parcela que les había correspondido, derribando la tapia y agregando un pedazo de monte; pero con el tiempo esto fue cada vez más difícil, ya que la mayor parte de las parcelas estaban rodeadas por las de sus vecinos. Buscaron entonces otras áreas próximas que cerrar, limpiar y pratificar, fuera de aquellos lugares ya densamente poblados pero a la misma altitud, ya que necesitaban disponer de más hierba y heno en invierno. A estas razones habría que añadir a la explicación de la acumulación de parcelas en la misma franja altitudinal, los enlaces matrimoniales y la continuación del propio sistema hereditario.

Figura 4. Cabañas en los Montes de Pas

Sobre todo desde el siglo XVIII muchos pasiegos instalaron sus cabañas “vividoras” (en las que pasaban el invierno) en los valles vecinos (Toranzo, Carriedo, Ruesga, Miera) y más abajo, en la Marina (Cayón, Liérganes, Penagos...), a los que accedieron mediante arrendamiento o compra de los prados o de ciertos espacios comunales que dichos valles se veían obligados a vender para sufragar gastos extraordinarios o deudas. En cierto modo, ello contribuyó a “pasieguizar” el paisaje de esas áreas, aunque la ocupación de comunales,

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su cerramiento y la construcción de cabañas individuales fue una práctica que también comenzaron a realizar los propios vecinos, sin que ello implicase la adopción de la costumbre pasiega de la “muda”. 3. LA EVOLUCIÓN EN LOS ÚLTIMOS SIGLOS Por lo que respecta a la Marina, el aumento de la densidad de la población y del ganado -que fue más intenso que en los valles interiores- dio lugar también a la extensión de los prados de siega, alcanzando aquí tal proporción que acabaron ocupando una buena parte de los espacios comunales de pasto, y la reducción de éstos implicó la pérdida de su capacidad para ofrecer reciprocidad a las comunidades de la divisoria o de la vertiente meridional, teniendo muchos pueblos que arrendar a partir de entonces los puertos de verano. A partir del siglo XIX -sobre todo durante la segunda mitad- la ocupación de grandes lotes de comunales y su cerramiento, se acompañó de la construcción de casas de vivienda-explotación, las caserías que ya estaban presentes en el paisaje de Polanco descrito por Pereda 1881. Esta dispersión del poblamiento adquirirá mayores dimensiones desde principios del siglo XX, una vez iniciada la especialización láctea de la ganadería. Esta nueva y temprana orientación ganadera regional y las técnicas intensivas de explotación que la acompañaron, no llegaron a todas las comarcas; se extendieron sobre todo por la Marina y los valles interiores de la mitad oriental. En los valles occidentales, que continuaron con su tradicional orientación de cría de ganado para trabajo y -sobre todo desde mediados del siglo pasado- para carne, las prácticas de manejo extensivo del ganado, bien adaptadas a esos objetivos, se mantuvieron, lo que contribuyó a que su paisaje no se viese muy alterado. Por el contrario, en los valles interiores de orientación láctea y en la Marina los cambios morfológicos sí se dejaron notar y la adopción de nuevas técnicas que permitieron la intensificación de explotación fueron las responsables de los mismos. Se introdujeron y extendieron praderas artificiales que permitían varios cortes al año y cuya difusión fue posible tanto por un mejor aprovechamiento de los recursos propios de la explotación (estiércol y biomasa) como por la adquisición de abonos químicos. Se produjo también la sustitución del maíz panificable por el de maíz forrajero, y las técnicas de ensilaje permitieron el incremento y mejora de la alimentación del ganado, que se complementó, además, con piensos adquiridos fuera de la explotación. La pación del ganado se redujo a la de los prados propios, y más como gimnasia que como alimentación propiamente dicha. Los escasos espacios comunales que aún quedaban, se convirtieron en inútiles y sólo eran aprovechados, en casos aislados, por algunas ovejas. La reutilización de los mismos, una vez perdida su funcionalidad ganadera, se orientó hacia la repoblación forestal, hacia el cultivo -estaría mejor decir- de especies forestales de rápido crecimiento (principalmente eucaliptus globulus) en consonancia con la demanda de la papelera instalada en Torrelavega en los años cuarenta (Sniace). Ello supuso -junto con la extensión de las praderas y la dispersión del poblamiento- uno de las transformaciones del paisaje más importantes en este ámbito. A lo que habría que añadir la impronta que introdujeron las nuevas instalaciones y equipamientos de la explotación, como los nuevos establos, estercoleros y, sobre todo, los silos-torre, cuya difusión -que se produjo sobre todo durante los años sesenta y setenta-, por lo muy ajustada que estuvo al área de especialización láctea, constituyó casi un emblema de la misma, un indudable signo de modernidad entonces, y hoy -en el estado de ruina que presentan la mayoría- un reflejo de la crisis del sistema familiar de explotación lechera. Los cambios recientes en los paisajes de la Marina y en los valles de orientación láctea durante el siglo pasado, se encuentran más determinados por factores ajenos a las prácticas ganaderas (construcción de residencias secundarias o principales, instalaciones y espacios de ocio). El número de explotaciones lecheras se ha reducido considerablemente; las que

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quedan, sin embargo, son grandes y han introducido nuevas instalaciones fuera de los núcleos de población: grandes establos (casi siempre abiertos) de bloque de hormigón y cubierta de fibrocemento, con silos verticales de acero inoxidable, amplios silos zanja o espacios de almacenaje de las rotopacas, en estos últimos casos con fuerte presencia de plástico. En las comarcas de orientación cárnica, la presencia de nuevas instalaciones es muy poco significativa y las prácticas ganaderas mantienen en mayor medida su tradicionalidad. Aunque el número de explotaciones ha disminuido, las que quedan manejan un número mayor de cabezas que siguen trashumando a los puertos de la Mancomunidad Campoo-Cabuérniga, de Áliva o de la vertiente meridional cantábrica (Pernía, Pineda, Valdeón), contribuyendo a la conservación del paisaje de dominante pastoril. A esta continuidad de las prácticas ganaderas extensivas y del ganado autóctono vienen contribuyendo, sin duda, las medidas agroambientales de la PAC, pero el agotamiento de la estructura social que sostiene dicho modelo, el envejecimiento y la falta de sucesión en las explotaciones, crea fuertes incertidumbres y ensombrece el futuro.

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