Miguel Ángel Tognini, un adolescente...Miguel Ángel Tognini, un adolescente muy sociable, y su...

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Miguel Ángel Tognini, un adolescentemuy sociable, y su mejor amigoGuillermo Aslamim van a la mismaescuela. El Banco Restive de laciudad en la que habitan y al que losadolescentes concurren a pagar lascuentas enviados por sus padres hasido robado y estos dos jóvenesdeciden investigar el hecho poriniciativa propia. Extraños sucesoscomienzan a presentarse, la gripede uno de los empleados del banco,un billete marcado aparecemisteriosamente en la escuela ycomienzan a pensar que el ladrón se

halla cerca de ellos. El sable delGeneral San Martín estaráinvolucrado.

Marcelo Birmajer

Un crimensecundario

ePub r1.0Ariblack 30.08.14

Título original: Un crimen secundarioMarcelo Birmajer, 1992Ilustraciones: Rafael Segura

Editor digital: AriblackePub base r1.1

Para Dany y Edu, con quienes,cuando llegaba el verano,por la cantidad de materiasque nos habíamos llevado,decíamos:«Bueno, empezaron las clases».

Barbarroja y elcaballero

Son las diez y media de la mañana yestoy en la clase de francés. Como sedarán cuenta, no presto la menoratención. Prefiero contarles lo que mevino ocurriendo estas últimas semanas.En cualquier momento la profesora mehará una pregunta y tendré queinterrumpir el relato, pero ustedes no lovan a notar: pienso pasar estas hojas amáquina y armar un textoininterrumpido, con principio y fin. Ytambién haría falta un prolegómeno. Una

explicación de por qué Aslamim meayudó en este caso. Para eso voy a tenerque hablarles un poco de la otra historia,de la grande, la de Julio Cesar,Napoleón y San Martín; y, por supuesto,de Aslamim.

Bien. Guillermo Aslamim, 14 años,DNI 17998675, descendiente demusulmanes, afortunado y vago, es mimejor amigo. Somos tan amigos que nocompartimos casi ninguna afición.Aslamim, (nos gusta a los dos llamarnospor el apellido) huye del sacrificio,detesta hacer deporte (aunque suele ir ala cancha) y no dedicaría su tiempo aresolver una intriga policial aunque le

hubiesen robado un millón de dólares.Yo no puedo vivir sin correr todas

las mañanas dos vueltas alrededor delParque Centenario, no concibo un logrosin el sudor de mi frente y suelometerme en lo que no me importa.

Aslamim y yo pertenecemosclaramente a dos grupos distintos.

Aslamim es del grupo de losafortunados; esa gente que, en elsupermercado, siempre está en la colade los que avanzan más rápido. Aslamimtiene suerte con todas las chicas,créanlo, es así. Con todas. Si a ustedesles gusta una chica, tengan por seguroque a ella le gustaría Aslamim. Como no

puede salir con todas, algunas quedanpara el otro grupo, el mío.

Pertenezco al grupo de lossacrificados: los que aceptan la tesis deque el hombre fue expulsado del paraísoy, con mucho esfuerzo, puede volver devez en cuando. (Hay chicas a las que lesgusta este tipo de gente. Tuve una noviallamada Vanesa que se acercó a mícuando se enteró que había llegado tardeal colegio por batir mi propio récord envueltas al Parque Centenario).

El lunes once de julio, en la clase deHistoria, el profesor Ulises Feuer noscontó que en uno de los tantos siglospasados (la ignorancia de siglo exacto

fue uno de los motivos del triqui (3) queme saqué en la prueba) los venecianos ylos turcos estuvieron en guerra. Lamáxima autoridad de los venecianos erael Dux, y la de los turcos el Sultán. Elmás grande guerrero turco eraBarbarroja; y si bien los venecianostenían su flota de guerra, a quien mástemían los turcos era a los fabulososguerreros de la Orden de Malta,originarios de una pequeña isla depiedra, cercana a Sicilia, algo así comoel séptimo de caballería del mar, dellado de los europeos. Aclaro que casitoda Europa estaba en guerra con elIslam en aquel ignoto siglo, pero ni bien

Aslamim y quien les escribe escuchamoslo de venecianos y turcos, nospersonificamos. Porque, aprovecho parapresentarme, mi nombre es MiguelÁngel Tognini, soy descendiente deitalianos, y de todas las ciudades que noconozco, prefiero Venecia.

Con Aslamim nos aburrimospoderosamente en la escuela, y nosestrujamos la cabeza buscando formasde no perder todo el tiempo. El juego depersonificación histórica es uno denuestros mejores inventos. Y la clase dehistoria en cuestión era perfecta paraaplicarlo. A partir del 11 de julio, lasbatallas navales fueron entre Barbarroja

y uno de los Caballeros de la Orden deMalta (fíjense que mientras Aslamim,afortunado, era el gran Barbarroja, a mí,sacrificado, me tocaba ser solo «uno»de los Caballeros). Y un gran detalle, elmás importante, era que los turcostomaban prisioneros venecianos y loshacían esclavos, y viceversa. Por tanto,con Aslamim coincidimos en que podíadivertirnos mucho estar cada uno unasemana en el territorio del otro: sietedías Barbarroja en Venecia y siete díasel Caballero de la Orden de Malta en,por ejemplo, Argel.

Durante esa semana, al que le tocaraser prisionero estaría a las órdenes delotro. La esclavitud consistía en hacertodo lo que el otro quisiera, exceptuandopuntos intocables aclarados deantemano. Aslamim no podía pedir quelo acompañe a la cancha a ver aHuracán, el domingo, porque a esa horatengo mi propio partido de fútbol. Y yono le podía pedir que se hiciera la rataconmigo, porque con una falta másAslamim quedaba libre. Por lo demás,cada uno obligó al otro a realizar cosasfrancamente contrarias a los respectivoscaracteres. Aslamim, por ejemplo, en elperíodo de su esclavitud, se vio

obligado a ayudarme a resolver el casodel Robo en el Banco Restive.

El robo

EL lunes ocho de julio, tres díasantes de la decisiva clase de turcos yvenecianos, uno de los títulos del diarioMañana informaba:

ROBAN EL BANCO RESTIVE

EL BOTÍN ALCANZA ELMILLÓN DE DÓLARES EN

PESOS.

Y en letra más chica:

El robo se produjo por lanoche. No hay pistas de losautores. Los billetes estánmarcados.

Seguía un listado de la numeraciónde los billetes robados.

Yo no soy de leer el diario, pero enCastellano tenemos una hora dedicada asu lectura, e incluso a escribir uncomentario si una nota nos interesa. Lanoticia no me hubiese llamado laatención de no ser porque ése es elbanco donde pago las cuentas atrasadas.

Mi mamá y mi papá son de esaspersonas a las que se suele llamarbohemias, él es sicólogo y ella da clasesde pintura; se acuerdan de pagar la luz,el gas y el agua cuando ya es tarde, y ahíestoy yo en el banco Restive, que cobraimpuestos y tiene abierto hasta las ochode la noche. Mi hermana nunca puedehacer la fila y el trámite porque «tieneque estudiar». Cuando yo aún no habíaentrado en el secundario y mi hermana sí(tiene dieciséis años), se meconsideraba con más tiempo libre.Entrar el secundario no me ha salvado:además de estar realmente más ocupado,siguen endilgándome los mandados

porque ahora mi hermana «ya estápensando en la facultad». No quierosaber el tipo de trabajos pesados a losque me van a condenar cuando a mihermana se le ocurra tener un hijo. Detodos modos, exceptuando sus amistadesy afectos, sus costumbres y su forma deser, mi hermana es la persona másinteresante que conozco. Comparto conella lo mismo que con Aslamim: nosgustan cosas distintas. Pero coincidimoscien por cien en un vicio infantil: nosfascinan ciertos juegos electrónicos.Ella es fanática del PacMan y yo delGálaga; de esto voy a hablar másadelante. Lo importante de este capítulo

es explicarles que después de haber idotodos los meses al Banco Restive, hacercola, hablar con la gente y losempleados, el robo me impresionó comosi hubiesen asaltado a un vecinoquerido. Yo no tengo ningún vecino alque realmente quiera, pero supongo quealguno de ustedes sí, de modo queháganse a la idea y transmítanlo. La notadel diario no informaba mucho más queel titular. No había víctimas. Guardé elrecorte y me olvidé del tema hasta elmartes 12 de julio, fecha en que pagué laboleta vencida de luz. En el banco losempleados me conocen, si supieranpreguntar algo más que «cómo te trata el

secundario», creo que inclusopodríamos charlar.

Uno solo de ellos, Antonio, eracapaz, a veces, de preguntarme si leíaalgún libro, pero como no lo hago, laconversación se malograba. Una vez merecomendó La Máquina del Tiempo, deH. G. Wells, pero yo ya había visto lapelícula. Ese doce de julio hablaríamosde algo interesante. Mi comentario debíaser breve y conciso, porque laconversación duraba tanto como elcortado, sellado y devolución de laboleta. Tenía un par de minutos parahacer la pregunta del año. Mi filadesembocaba en la ventanilla del medio,

la del empleado Rafael; a su derechaestaba Teresa, pero a su izquierda,donde debía estar Antonio, había otroempleado. Demoré el momento lo másque pude; antes de meter la mano en elbolsillo para sacar la boleta, pregunté:

—¿Qué tal el robo?—Bien, gracias —me cargó Rafael.—¿Se supo algo más? —pregunté

entregando la boleta.—Nada, lo que salió en el diario —

cortó la boleta Rafael.—¿Y Antonio? —pregunté.—Está enfermo. Gripe —contestó,

sellando y devolviéndome la boleta.Cuando me guardaba el recibo, a mis

espaldas, escuché la voz de Rafael:«Cómo te trata el secundario».

Salí del Restive frustrado. Habíaguardado la esperanza de que algún datomás, por mínimo que fuese, me seríadado por mis amigos del banco. ¿Paraqué servía soportar mes a mes la mismapregunta, si no podía lograr, por únicavez, una insignificante respuesta?

A Moisés lo abandonaron sobre lasaguas de un río, pero ese triste comienzolo llevó a una aventura gloriosa. ElMarco de De los Apeninos a los Andescruza descalzo y sin provisiones medioplaneta, pero es un héroe. Yo sufría yvencía filas monumentales todos los

meses, y no era más que uno de ésos quehacen filas todos los meses.

No podía creer que los empleadossupieran solo lo que había salido en eldiario. Tenía la certeza, además, de queAntonio sí habría soltado información.Muy poca, seguramente, y quizás conuna condición, es decir, me habríacontestado: «Sí, sé que los ladrones erantres, pero por qué, si tanto te interesa eltema de los robos, no lees esa novelaque…», pero lo hubiera hecho.

El banco queda justo en BartoloméMitre y Esmeralda, sobre BartoloméMitre. Así que imagínenme caminandopor Esmeralda hacia Diagonal Norte,

con las manos en los bolsillos,completamente decepcionado yrefunfuñando. Insultando mi suertecamino al obelisco, preguntándome sialguna vez los empleados del Restiveme habían tenido realmente en cuenta, sino me había apresurado a calificar deamigable esa relación. Si inclusoAntonio no le recomendaría libros atodo el mundo, Y que tal vez Aslamimno me consideraba a mí su mejor amigo;y que muy posiblemente mis padrespreferían a mi hermana, puesto que mesacaban de casa con la excusa de losmandados, y mi hermana misma nopodía quererme y querer también a los

batracios de sus amigos, dos nocabíamos en su corazón, y yo quedabaafuera. Son pensamientos que se reúnena veces en mi cabeza, en especial unviernes a la noche cuando luego de unlargo tiempo de fila a pleno frío no seme contesta una miserable pregunta. Detodos modos, aunque les cueste creerlo,en esos momentos, cuando sufro elsíndrome de «nadie me quiere», se meocurren las mejores ideas. No tengo laexplicación a este fenómeno. En estaocasión planeé decirle a la profesora deCastellano que deseaba escribir unacomposición sobre el robo al Restive ypreguntarle si me podía conseguir una

autorización para hablar con el gerente.Si ustedes tienen entre 14 y 17 años,

les voy a contar un secreto de muchaayuda: en la secundaria, basta con fingirque a uno le interesa una materia paraque se le abran innumerables puercas.Podes sacar muchos diez en, porejemplo, Geografía; pero el profesorrealmente te va a amar cuando en laclase sobre la Mesopotamia, preguntés:«¿Y no podría recomendarme algúnlibro que hable específicamente de estetema?, porque el manual le dedica unsolo capítulo, y a mí todo lo que seaMesopotamia me fascina». Quien tengael tupé de mentir tan descaradamente,

verá como al profesor le brillan losojos, interrumpe la clase y acercándosecon pasión al pupitre del osado, anota enun papel toda la bibliografía al respecto,le recomienda bibliotecas y se pone a sudisposición.

Con dos años de secundario puedoasegurarles que no hay excepciones aesta ley. No hay profesor que se resista.Por algún motivo, las preguntas queexceden el programa los entusiasmanhasta el delirio. Fue así que al díasiguiente a mi visita al banco, 13 dejulio, manifesté mis deseos a laprofesora de Castellano y la misma,señora Achaga de Tiraboqui, sofocado

el asombro, removió cielo y tierra paraconseguirme la entrevista con esegordito de anteojos que resultó ser elsimpático gerente del banco Restive.

La charla con elgerente

La charla con el gerente se produjoel lunes 18 de julio por la noche. Comodije, el gerente rezumaba simpatía, o,para ser más exactos, cortesía. Reparoen su aspecto físico porque se ajustabaplenamente a su carácter. Decir flaco ogordo, no define. Hay tipo de flacos ytipos de gordos. Sé que estoyclasificando con un exceso de rigidezpero creo, y lo lamento, que lahumanidad se compone de una serie deestereotipos sin demasiadas variantes.

Hay flacos como el actor cómico Tristánque son, decididamente, más ridículosque el gordo Porcel. Hay gordos comoBud Spencer, el temible compañero deTríniti, a quien uno elegiría como héroeantes que a mil estilizados adonis. Peroprefiero seguir mi disquisición con elcontexto que señala el título de estecapítulo. La charla con un gordito tansimpático como el que les he descriptotiene que haber sido, como estaránimaginando, gordita y simpática, valedecir, inútil. Y a grandes rasgos así fue.Pero los gorditos simpáticos de lascaracterísticas de nuestro personajetienen una gran virtud: se equivocan. Si

actuaran correctamente todo el tiempo,nadie les dirigiría la palabra, perocuando sin querer hacen algo indebido,nos provocan risa o placer y da ganas devolver a verlos.

No sólo los profesores se hinchan defelicidad cuando uno se interesa en sumateria, también los jefes de museos,fábricas y bancos son capaces dehablarnos durante horas de la propiedado el lugar a su cargo.

El gerente, de nombre y apellidoOsvaldo Porta, hizo caso omiso de mipregunta sobre el robo y me aplicó unapesada perorata acerca de que ese bancoexistía desde la época de la colonia, las

paredes estaban hechas con materialtraído de España y él estaba orgullosode ser el gerente de un banco consemejante historia y prestigio, más aún,«de que un escolar esté dispuesto aplasmar en su hoja de carpeta latrayectoria de un banco líder y laimpronta de un anónimo servidor delcampo de las finanzas». Antes de queiniciara un discurso sobre la historia desus antepasados, le recordé el motivo demi visita:

—Bueno, pero del robo, ¿qué másme puede decir?

—Leyó lo que salió en el diario¿no? —dijo sin tutearme—. Bueno, eso

es todo.—¿Y de Antonio, sabe algo?—¿Antonio? —preguntó

sorprendido.—Antonio, no sé el apellido, el

empleado. Me dijeron que estabaenfermo.

—Ah, sí, una gastroenteritis. Se estámejorando.

Y así, más o menos, terminó laconversación. La equivocación delgerente, enfermar a Antonio degastroenteritis, cuando Rafael lo habíaenfermado de gripe, me dio qué pensar.Decir gastroenteritis y gripe, no es lomismo que decir fiebre y gripe. Fiebre,

resfrío y gripe, es todo lo mismo. Perogastroenteritis tiene otro nivel, nadie lapuede usar de sinónimo de gripe. Portanto, otra vez fui caminando porEsmeralda hasta Diagonal Norte, con lasmanos en los bolsillos pensando que elgerente o Rafael, o los dos, habíanmentido. Quizás Antonio no estuvieseenfermo. De todos modos, no fue estasimpática trastabillada del gerente laque me lanzó de lleno a la investigaciónde este crimen secundario.

El detalle que faltaba

Al día siguiente de mi charla con elseñor Porta, mientras corría por elParque Centenario, a eso de las siete dela mañana, pensé: «Ahora viene la peorparte, escribir la composición». Por logeneral, cuando corro, arreglo el mundo.Es otro de mis estados de mayor lucidez,encuentro ideas resolutivas. No sé si esalgo ligado al oxígeno y su mejorllegada al cerebro cuando uno se agita.Así y todo, corriendo, no se me ocurríauna sola palabra para la composición.Solo pensaba: la composición es la peor

parte. ¿Qué podía decir: que el gerenteera gordo, que las paredes erancoloniales, que Antonio se enfermaba dea dos males por vez? Nada, no teníamaterial ni ideas. Volví a mi casa parabañarme y desayunar antes de salir parael colegio. Mi papá ya se iba, le pedíplata. No tenía cambio. Me dejó unbillete inmenso, de cincuenta pesos, mepidió por favor que gastara comosiempre y le reintegrara todo el vuelto.Mi hermana ya estaba terminando el cafécon leche y podíamos salir juntos. Legritamos chau a mamá, que no podíamoverse del atelier, y cada cual tomó sucolectivo. En el viaje tampoco se me

ocurrió nada.Ese mismo día terminaba una

semana bajo las órdenes de Aslamim ycambiaban los roles. En su último día deamo semanal, Aslamim se portó bien.Solo me pidió que hiciera de cadete:comprarle un sandwich, conseguirlecigarrillos, avisarle cuánto faltaba paraque sonara el timbre, cosas así.

En el recreo previo a la clase decastellano, Aslamim me pidió que lecomprara una gaseosa. Antes debíapasar a buscar la plata (porque pagabaél) guardada en su saco, en el aula. Parano ir hasta el aula, dije que le prestabala plata y fui a comprársela, Ignacio, el

cincuentón que atiende el buffette,agarró mi billete de un montón de plata,lo metió en la caja registradora, y medio la gaseosa. Después volvió a la cajay buscó el vuelto. Buscó y buscó, notenía cambio.

—Tengo tres billetes como el tuyo, ycon los más chicos no llego al vuelto.Toma —dijo devolviéndome el billete—me la pagas mañana.

Llevé la gaseosa a Aslamim y ledije:

—Tomá. Mañana le tenés que pagar.Sonó el timbre.—¿Por qué? —preguntó.—Ignacio no tenía cambio.

—No vale que pague yo —dijo—.Ésta era una prenda que te tocaba a vos.Anda a buscar cambio a mi saco ypágale.

—Ahora no puedo —dije—.Después del timbre, se cierra el buffette.Mañana te toca estar en Venecia, tenésque pagarle vos.

—No —dijo.Discutimos. No nos poníamos de

acuerdo acerca de qué decía nuestrotrato en casos como éste. Al entrar elaula suspendimos la pelea, pero no laterminamos. Le pedí a la profesora eltiempo de la clase para escribirlacomposición. Saqué el recorte de diario

de mi mochila e intenté escribir algo.Miraba y miraba el recorte, sin ideas.Recorría la escueta noticia y lasaburridas numeraciones de los billetes,y mi cabeza estaba vacía. La vozenojada, susurrante, de Aslamim, detrásde mi banco, dijo:

—No te creo lo del cambio, noquerés cumplir. A ver, mostrame elbillete.

Saqué el billete y lo puse sobre elbanco. Aslamim calló. Noté que elbillete estaba arrugado, viejo, no era elque me había dado mi papá. Ignacio mehabía dado uno de los de su cajaregistradora. Miré otra vez el billete.

Estaba desconcentrado. Me obligué amirar el recorte. Logré pensar un rato enla composición y la vista se me fuehacia el billete. Iba a guardarme elbillete cuando un último vistazo alrecorte hizo que no pudiera ver másnada. Se me llenaron los ojos delágrimas y empecé a toser como undesesperado. Antes de que la profesorame preguntara si estaba bien, mientrastosía, ya tenía pensado no decir unapalabra. La numeración del billetecorrespondía a las cifras anotadas en elrecorte del diario.

Logré calmarme y escribí de un tirónuna composición estupidísima sobre lo

mal que estaba robar bancos conparedes coloniales.

El gran recreo

Terminó el día escolar y le dije aAslamim que fuéramos para mi casa. Enel camino no hablamos. Yo estaba deltodo emocionado. Aslamim no entendíami silencio pero tampoco lo rompía.Llegamos a casa. No había nadie. Nossentamos a la mesa del comedor. Sinabrir la boca saqué el billete y el recortey con una uña le señalé lasnumeraciones coincidentes.

Aslamim es un muchacho tranquilo,sabe que las cosas le van a salir bien,pero en esta ocasión, puedo asegurarlo,

tembló. Me miró demudado y, más queel billete robado, lo asustó mi sonrisa desuficiencia.

—Bueno, vamos —dijo Aslamim.—¿Adónde? —pregunté.—¡A la policía! —dijo— es uno de

los billetes robados. —Sí, ya sé.—¿De dónde lo sacaste?—Vamos por partes —dije.—Sí, vamos —dijo Aslamim—. A

la policía vamos.—Escúchame, Aslamim —dije,

poniéndole una mano en el hombro—, ¿avos te gusta la secundaria?

—No, sabes que no.—Bueno, escúchame, escúchame

bien. Después de la secundaria viene lafacultad, que tampoco te va a gustar. Ydespués el trabajo, que te va a gustarmenos. Ahora, por primera vez en tuvida, se te aparece algo que no es elsecundario ni la facultad, ni el trabajo ¡yvos se lo querés dar a la policía! Esto esun recreo en la vida, Aslamim, un granrecreo.

—No, no —dijo Aslamim—. A míhay muchas cosas que me gustan: ir eldomingo a ver a Huracán, salir conchicas, y más. Si nos agarran con estebillete, si no lo entregamos ya, podemostener problemas.

—Puede ser, puede ser —dije—.

Pero vos ya tenés un problema: estasemana residís en Venecia.

Aslamim quedó callado. Sentimosuna llave en la cerradura. Era mihermana. Guardé en la mochila el billetey el recorte. Mi hermana nos saludó. Vana pensar que exagero, pero creo quetambién ella gusta de Aslamim. Cristina,así se llama, acostumbra a tratar a misamigos con toda cortesía: les sirve lamerienda o lo que sea como si fuese unamadre, les pregunta cómo les va en laescuela y etcétera. Pero a Aslamim lehabla poco y nada, y por lo general no leofrece siquiera un té. A veces, cuandoestá él, se pone una malla de baile, que

solo usa cuando va a danza, y hacegimnasia en su pieza con la puertaabierta. Después se baña y canta, su vozse escucha clarísima en el comedor. Y lomás raro, mi hermana, una personadiscreta, levanta el tubo del teléfono,disca hasta que encuentra una amiga y,delante de Aslamim y de mí, hacepública la abrumadora cantidad dechicos que se le acercaron, trataron debesarla y le ofrecieron casamiento en laúltima semana.

Aslamim, creo, la considera muygrande para él. Lo cierto es que, comono conoce a Cristina en su estadonatural, tampoco se da por enterado de

sus rarezas. No sé, en concreto, quépensará de ella. Delante de Cristina,Aslamim me preguntó:

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer?—Por ahora, esperar —dije, y

agregué mirando de reojo a mi hermana—: Y callar.

—¿Quieren ir a los juegoselectrónicos? —preguntó Cristina.

Me extrañó su invitación delante deAslamim, era un exceso de locuacidad.Pero su naturalidad sufrió un duro golpe.

—Yo paso —dijo Aslamim—. Nome gustan.

Cristina trató de fingir indiferenciaante la deserción de Aslamim, pero su

cara no la dejó.—Yo sí quiero jugar —dije, y a

Aslamim—: Mañana nos vemos en laescuela.

—Bájame a abrir —dijo Aslamim—por si está con llave.

—Vamos, Cristina —dije.—Acompáñalo —dijo mi hermana

—. Yo me quiero cambiar.Bajé en el ascensor con Aslamim.—No me contestaste de dónde

sacaste el billete —dijo.—Quiero que te atraiga el suspenso.—Ya estoy atrapado —dijo

Aslamim—. Decíme.—Me lo dio Ignacio, creo que de

casualidad.—¿Ignacio? —se asombró Aslamim.—Puso mi billete en la caja

registradora, no tenía cambio y medevolvió otro billete del mismo valor.Es todo lo que sé.

—Bueno —dijo Aslamim abriendola puerta de calle—. Es mucho para mí.La seguimos mañana en la escuela.

Nos despedimos. Le toqué el timbrea Cristina. Tardó unos cinco minutosmás, bajó con la misma ropa.

—¿No te cambiaste? —pregunté,sabiendo que, probablemente, lo decambiarse era una excusa para no bajarcon Aslamim luego del desaire del

cautivo islámico.—Sólo la ropa interior —me

contestó. Y me dejó la cara rojofucsia.La casa de juegos electrónicos se

llama FlashBack. Con Cristina vamossiempre a esa porque es la única delbarrio que tiene el PacMan y el Gálaga.FlashBack, lamentablemente, tambiénposee una barra de chicos no del tododecentes. Muchachos que no tienen nadaque hacer en la vida y se juntan. Entreellos hay uno que es el menos decente detodos. Lo llaman el Cuervo. Imagino queun día hicieron de él una momia envueltaen cuero negro y luego fueron cortandobordeando pies, brazos, cuerpo, para

que el vendaje tomara forma decampera, pantalón, zapatos y demás. Usala campera herméticamente cerrada, demodo que no se puede saber de qué telaes su remera. Como está siempre, ya nosconocemos de vista y algo más. AlCuervo le gusta mi hermana. Le gustamucho. Cada tanto trata de cambiar sucara de Cuervo y sus modales paraacercarse en calidad de persona, yhablarle. Creo que si mi hermana se lopidiera, el Cuervo se sacaría su camperade cuero negro. Es más, creo que hastaaceptaría que lo apodaran «el pajarito».A mi hermana no le gusta el Cuervo,pero me parece que sí le gusta lo mucho

que gusta el Cuervo de ella. Es más,creo que si invitó a Aslamim aFlashBack fue para que viera cómo elCuervo gustaba de ella.

En el Gálaga suelo analizar lascosas. Así como cuando corro en elParque imagino y resuelvo, en el Gálagaanalizo. Es decir, pienso sin tratar deresolver.

Ignacio no era el ladrón, puesto queme había dado sin inconvenientes laprueba del delito. El billete podíahaberle llegado por algún distribuidorde comestibles, por algún alumno, enfin, por mil lados. Pasé a pensar quedebía darle, esa misma noche, el vueltoa mi papá. No iba a entregarle el billete,y no tenía la menor idea de dónde sacarla plata. Y, ya dije, el Gálaga no meestimula el aparato resolutivo. De esteproblema me sacó la voz del Cuervo.Estaba casi gritando. Giré y medestruyeron la segunda nave. La tercerala dejé, porque la voz alta del Cuervoestaba dirigida a mi hermana. Me

acerqué al PacMan donde Cristina, sinhaber empezado a jugar, le decía que noal Cuervo. El Cuervo, medianamenteofendido, le rogaba a los gritos a mihermana que aceptara las fichascompradas para ella. El Cuervo nopedía nada a cambio, pero mi hermanaconsideraba un gran trabajo elaceptarlas. Cristina ignoró al Cuervo yse fue para otro juego. El Cuervo lasiguió. Entonces intervine. El Cuervomás de una vez había roto caras.Peleaba sólo, uno contra uno. La barrahacía una ronda a su alrededor y lo veíapelear. Supe de una ocasión en que uncapo de la barra del Abasto lo tuvo

contra la vereda y lo amenazaba con elpuño. Uno de la barra del Cuervo semetió a defender a su jefe. El Cuervo selevantó y reventó a pinas al de su propiabarra, por meterse. Peleó contra el delAbasto y volvió a cobrar. Ahora yo loestaba enfrentando.

—Che, déjala —le dije—. Quierejugar sola.

—¿Y vos quién sos? —dijo—. ¿Otromuñequito del PacMan?

—Que la dejes, nada más —insistí.—Pero… pero —dijo el Cuervo

fingiendo desconcierto—, ¿por qué nonos informas a todos a quién le ganaste?

La barra hizo silencio. Cristina

estaba por interceder. Detuve a mihermana con una mano, sin tocarla, ydije al Cuervo:

—A vos te puedo ganar, al Gálaga.Yo sabía que el Cuervo no me iba a

reventar a pinas, porque en ese caso mihermana no le iba a hablar nunca más ensu vida, ni aún cuando fuese un cuervoviejo y desafinado, ni aunque seconvirtiese en águila. Sabía que le debíadar al Cuervo una posibilidad incruentade humillarme, para que aceptara eldesafío y dejara tranquila a mi hermana.Sabía que el Cuervo era de la clase deimbéciles a la que pertenezco yo: losque damos mucha importancia a los

desafíos.—Al Gálaga —dijo—. Mira qué

bien.Entonces saqué mi inmenso billete

de la mochila y se lo puse delante de lacara:

—Al Gálaga —dije—. Sí, por esto.El Cuervo tragó saliva. No necesitó

mirar el billete porque yo se lo sosteníadelante de los ojos. Mi hermana estabapor intentar otra vez una mediación.Pero la miré y le dije:

—Este mandado también lo voy ahacer yo.

Nadie entendió mi frase, pero ellatuvo el buen tino de hacerme caso y se

quedó quieta.—Al Gálaga —dijo el Cuervo—.

Espera.Habló un segundo en voz baja con

los de su barra, estaban comprobando sientre todos llegaban a juntar plata comopara tomarme la apuesta.

—Vamos —dijo el Cuervo.Podrán imaginarse que en ese

momento la cantidad del billete meinteresaba tanto como una moneda, yome estaba jugando la mejor parte de mivida.

La barra hizo un círculo alrededornuestro. Cristina se fue a jugar alPacMan.

Pusimos dos fichas y jugábamos unanave cada uno. Comencé yo, jugué comosiempre, tranquilo, alcancé un buenpuntaje y me mataron la primera nave.

Le tocó al Cuervo. Yo confiaba enmi experiencia, en mis largas horas deestudio del Gálaga, en saberme casi dememoria el recorrido de cada una de lasnavecitas agresoras. Pero noté algo: elCuervo disparaba rápido y no leimportaba nada. No le importaba cómoera el juego, casi no le prestabaatención, solo disparaba con unavelocidad asombrosa, y le daba buenosresultados. Me superó por un par depuntos y le mataron la primera nave.

Nuevamente mi juego tranquilo.Fijarme bien por dónde venía cadanavecita, planear estrategias, fijarme enqué exacto lugar me convenía colocar lanave. Hice uno de mis mejores puntajesantes de perder la segunda vida. ElCuervo también volvió a lo suyo, estilosalvaje. La suma de los puntos que habíahecho entre las dos naves le daba unospocos por encima de los míos.

Me enfrenté con mi últimaoportunidad. Agarré la palanca, puse eldedo en el botón y, mientras mataba lasprimeras navecitas, intuí que si jugabacomo siempre el Cuervo me iba a ganar.Si me arriesgaba a hacer otra cosa podía

perder o ganar; pero si hacía lo desiempre iba a perder seguro. Imaginéque estaba corriendo en el ParqueCentenario. Apretaba el botóndisparador como un desesperado ypensaba en otra cosa. Las balas salían ala velocidad de la luz, pero yo apenasreparaba en ellas. En un momento,incluso, miré a los ojos al Cuervo.Cuando volví la vista a la máquina, vi elpuntaje: superaba todos mis records. Elnúmero me asustó y perdí la últimanave.

Era el tercer turno del Cuervo. Noquería verlo, tampoco que me mirara.Inició el combate, me levanté y fui al

PacMan donde jugaba Cristina. Mihermana continuó con su buencomportamiento y no dijo una palabra.

Cuando regresé a ver cómo le habíaido al Cuervo, la barra estaba juntandola plata. Me gustó ver cómo ibansaliendo billetes de distintos colores delos bolsillos de sus camperas de cueronegro. Ya tenía el vuelto para mi papá.

En el camino de regreso, conCristina, a casa, me pregunté si por ahíalgún cataclismo estelar no habría hechoque pasara a formar parte de losafortunados, pero me contesté que no.

Durante el primer recreo de lamañana escolar del 20 de julio tuve la

primera conversación importante conAslamim respecto al caso Restive. Latarde del día anterior había derrotado alCuervo y me sentía especialmentepreparado para vivir situacionesextraordinarias y extraordinariamentepusilánime por hallarme con miuniforme en el medio de un patio en elque brotaban sandwiches de salchichón.

—Lo del billete es un enigmacomplicadísimo —le dije a Aslamim—.No podemos hacer preguntas. Pero hayotra cosa rara sobre la que sí podemosaveriguar.

—¿Otra? —preguntó Aslamim.—Sí. ¿Te acordás que hablé con el

gerente del banco Restive? Buenos, medijo que un empleado, al que conozco yse llama Antonio, tenía gastroenteritis.Pero un colega de Antonio dijo queestaba enfermo de gripe.

—¿Y con eso?—Uno de los dos miente.—¡Por Dios, Tognini! —exclamó

Aslamim—. ¿Qué querés inventar? Unempleado enfermo, gripe,gastroenteritis, qué importa, estáenfermo y punto.

—No —dije. Y le expliqué todosmis conceptos acerca de la gripe, elresfrío y la gastroenteritis. Aslamim nose avenía a mis explicaciones, tuve que

recordarle su situación en Venecia.Esa misma semana terminaba la

parte del programa de historia dedicadaa Barbarroja y el Dux y, porconsiguiente, nuestro juego.

—Lo primero que vamos a hacer esaveriguar dónde vive Antonio —dije.

—¿Y el billete? —preguntóAslamim.

—De eso no podemos hablar, es muypeligroso. Vamos a tener quepermanecer quietos y callados, y algoaparecerá. Respecto del billete, confíoen tu suerte; y para lo de Antonio, en miempeño.

Sonó el timbre y entramos a la clase

de Historia. Un preceptor vino al aula aexplicarnos que el profesor Feuer se ibaa ausentar por hepatitis. A mí mepareció bastante coherente que Feuer seenfermara de hepatitis, su piel era detono pálido y todo él respondía al tipode los delgados férreos, una estampamerecedora de respeto pero que muydifícilmente pudiese soportar unchoripán.

Alguien comentó que la hepatitis eramuy contagiosa y, como Feuer siempreescupía cuando hablaba, los de adelantedebían hacerse revisar. Risas generales.En la hora libre conversamos conAslamim sobre qué haríamos con el

juego, puesto que Feuer podía llegar aguardar cama por más de un mes.Decidimos continuar con los mismospersonajes y pactos, hasta que llegara elprofesor suplente. El siguiente tema fueel domicilio de Antonio, a ambos nosparecía que averiguarlo era una tareasencilla. Bastaba con decirle a algunode los empleados que deseaba visitarlo;podían llegar a extrañarse del fervor demi cariño, pero nada más.

En la clase de Geografía vimos lazona de la Pampa. Aslamim me comentólo bien vestido que estaba el profesorBárrales.

—¿Se estará por casar? —me

preguntó.—Sí —dije—. Con una montaña.—O con el afluente de un río —

agregó Aslamim.—A ver, Aslamim, Tognini —dijo

Bárrales— que están con ganas dehablar, qué me pueden contar del ganadovacuno en la zona que estamos viendo.

Cuando estábamos por incorporarotro 1 (uno) a nuestra provisión; comootro séptimo de caballería, nos salvó lapolicía. Un uniformado apareció en lapuerta del aula, acompañado por ladirectora.

—Alumnos —dijo la directora—. Elsargento aquí presente tiene que hacerles

una pregunta importantísima. Por favor,colaboren con él.

El policía se adelantó un paso, comosi fuera a jurar la bandera.

—Alumnos —imitó a la directora,se notaba que era tímido—. Quisierasaber si alguno de ustedes ha traído a laescuela, en la última semana, billetes decincuenta pesos.

Un silencio unánime contestó quenadie. Es más, algunos de los presentesjamás habían visto tanta plata en un solopapel. Estaba seguro que de toda laclase más, de todo el colegio, solo dosalumnos teníamos algo que contestar, ynos quedaríamos callados. «Así que hay

más billetes circulando en la escuela»—me dije— «o sea que Ignacio o algúnchico denunció… pero… ¡Ignacio!».Ignacio sabía que yo le había dado elbillete grande. Aunque fue él quien medio el billete robado a cambio delbillete honesto de mi padre, si el policíaquería saber quiénes habían usadobilletes de cincuenta en la últimasemana, ¿por qué no le pedía a Ignacioque reconociera al alumno? Por ahíIgnacio, que atendía miles de chicos pordía, no se acordaba nada. O quizásrecordaba que un alumno le había dadoel billete, pero no el turno, ni el curso nila cara. En ese caso ¿por qué no lo

llevaban aula por aula para que meidentifique? Estuve a punto de levantarla mano. Decir que había usado uno deesos billetes en la escuela me parecía elúnico modo de averiguar algo. Siestuviese en juego solo mi pellejo, lohabría hecho; pero temía queinterrogaran a mi mamá y a mi papá, o aCristina, a quien el interrogatorio lequitaría un montón de tiempo para«pensar en la facultad».

Así que metí la mano en el bolsillo yme puse a pensar divertido en la cara deterror que debía tener Aslamim. Deboreconocer que, de haber tenido unespejo, me habría divertido mucho más.

—Bien, alumnos —dijo el policía—la directora les va a dar la numeraciónde los billetes que buscamos. Aparte,avísennos de cualquier cosa que seenteren.

—Saluden al señor —dijo ladirectora.

Y tras nuestro saludo, se retiraron.Cuando el sargento estaba atravesandola puerta, el alumno Perales, a quien enla intimidad apodamos «el abuelo», dijoen voz más o menos alta:

—Yo tengo un boleto capicúa,¿sirve?

Estoy casi seguro de que el policíaescuchó el chiste, pero no encontró la

multa o la pena adecuada pararesponderle.

Me había quedado callado parasalvaguardar a mi familia, pero si meagarraban con el billete robado encima,iba a ser el culpable de que nosenjaularan a todos. Como fuese, no teníaidea de nada: quién había metidobilletes robados en la escuela, quién loshabía denunciado. No sabía.

—Bueno —dijo Bárrales—. Nocreo que después de esta interrupciónpodamos seguir con la clase, deben estardesconcentrados.

Habíamos zafado del 1 (uno).Eugenio Bárrales es petiso, de pelo

negro y bigotito. Se nota que le gusta sumateria. Nadie entiende cómo puedegustarle el suelo árido o arenoso, loscabos y las bahías dibujadas, pero esolo hace más interesante. Y, por lo quenos contó, no sólo era interesante paranosotros.

—Alumnos —dijo—. Aprovechoeste momento en blanco paracomentarles: me caso. La semana queviene no nos vemos.

Aslamim me golpeó la espalda,excitadísimo por su predicción; todosaplaudimos.

—Tal vez falte por más de unasemana —agregó Bárrales.

—Tómese su tiempo, profesor —legritó el mentado Perales.

Bárrales sonrió y lo felicitamos conuna rechifla carnavalesca.

—Soy un genio —me decía Aslamim—. Soy Tu-Sam.

Le cantamos a Bárrales la marchanupcial mientras él, sonriente, nos hacíacon las manos señas de que cantáramosmás despacio.

En los dos años que llevo desecundario, no recuerdo un momentomás ridículo y más hermoso. El clima dejolgorio alcanzó su expresión mayor conel timbre del recreo. El profesor sedespidió por encima de nuestros gritos.

Me quedé sentado en el bancomientras todos salían al patio.

—Estoy a tus órdenes —me dijoAslamim—. ¿Qué tengo qué hacer?

—Tenés recreo —le dijehaciéndome el canchero. Realmenteestaba disfrutando mi estadía enVenecia.

Aslamim salió. Quedé sólo en elaula. Pensé y pensé. Pensé que lo mejorera no pensar. Pensé en cómo habíaganado al Gálaga.

«Otra vez conviene el riesgo», medije. Saqué una hoja de mi carpeta.Escribí: «Ignacio: no creo que haya sidousted el ladrón. Pasaron por las aulas

preguntando si alguien había visto unode los billetes. Dije que yo había usadoun billete de esa cantidad y usted me diocambio. Traté de cubrirlo. Lo espero enla placita de Esmeralda y Avenida deMayo. Y firmé: “el alumno que usted yasabe”». Salí al patio, busqué a Aslamim,le pedí que le diera la carta a Ignacio yle dijera: «De parte de otro, a las sietede la tarde». Volví al aula. TeníamosMatemáticas. El profesor Rafaelli no secasaba ni padecía hepatitis, sinembargo, parecía nervioso… no erapara menos, estábamos en un díaespecial. De Rafaelli se sabía quefumaba tres atados de cigarrillos rubios

por día. Tres atados, así como lo leen.Él mismo lo reconoció. Es realmenteuna cantidad asustante. Rafaelli nosexplicó un par de asuntos relacionadoscon «X igual a A» es divisible poralguna otra cosa y demás. Mientras noentendía nada, mi diversión consistía enfijarme si el paquete de cigarrillosvacíos que Rafaelli estrujaba y arrojabadesde cierta distancia al canasto debasura, entraba o no. Rafaelli convirtióel doble. Cuando estaba por explicar aqué se parecía «A multiplicado por B»,se cumplió esa regla de oro por la cual alos 45 minutos de clase suena el timbre,era el último del día.

Al terminar el turno, nos hacenformar y caminar ordenadamente.

El propósito es que la alegría no noshaga salir corriendo como una tropillade caballos. Ese día los preceptores setomaron muy en serio su trabajo. Noshicieron marchar a paso tortuga. Cadadivisión delante de la otra, separadas aprudente distancia. No sé cuántos sehabrán dado cuenta de la razón: en uncostado del pasillo, casi escondidos,Ignacio y el policía nos miraban salir.¡Ése era el momento en qué Ignacio,subrepticiamente, debía señalar al chicodel billete! No lo miré. Nadie medetuvo.

De los nervios, no pude comer. Porsuerte, en casa no había nadie parapreguntarme qué me pasaba. A las sietetenía la entrevista con Ignacio, al ladodel banco, eso me pasaba. A las cinco ymedia me encontraba con Aslamim enmi casa.

A las tres de la tarde,lamentablemente, cayó Cristina. Yo nopodía hablar con nadie, todas laspalabras de mi cabeza estabanpreparadas para Ignacio. Cristina saludóy se fue para su cuarto. A eso de lascuatro, salió y me dijo:

—¿Qué te pasa que todavía noviniste a molestarme?

—No quiero que por mi culpa dejesde pensar en la facultad —dije.

—Facultad, facultad —dijo Cristina—. No sé qué hacer.

—¿Cómo? —pregunté.—Que no sé si la voy a hacer —dijo

Cristina.—Ah, no, ah, no —grité yo—.

Entonces tenés que hacer los mandados.—Para, para la mano —dijo—. ¿No

podes ser más maduro?—¿Quién te enseñó esa palabra, un

sicólogo o un agricultor?—¿Querés que hablemos o no? —se

enojó.—Habla, habla —concedí.

—Bueno —se tranquilizó Cristina—. Por ahí quisiera irme de viaje.

—¿En qué colectivo? —pregunté—.Todos los días hacemos un hermosoviaje en colectivo. ¿Para qué más?

—No, tonto —dijo—. Irme lejos,cuando termine la secundaria. Estuvehablando con Pachi, mi amiga,podríamos ir juntas a Europa.

—Conozco a Pachi, tu amiga, laúnica forma de que se ponga los pies enla tierra es que viaje a la luna, siempreestá en otro lado.

—No entendés —me dijo—. Soschico. Pero a mi edad vas a ver que,antes de encaminarte, de sentar cabeza,

vas a tener ganas de… de, no sé cómodecirlo.

—Pedile a Pachi que me lo explique—dije—. Lo que yo puedo decirte esque el tiempo que pierdas vagando no lovas a recuperar. Te conviene seguir tucamino.

—No entiendo nada —dijo—. ¿Tevas a hacer cura? ¿Qué te pasa?

—Estoy tratando de que no seas unadescocada —le dije—. Y si no pensásen la facultad, repito, anda a hacermandados, como yo.

—¿Ah, es eso? Te da bronca hacerlos mandados. Está bien, la próxima vezvoy yo al banco y listo.

—¡No! —grité. Hablando en seriopor primera vez en toda la charla—. Albanco voy yo.

—¡Anda dónde quieras! —me gritóenojada, metiéndose en su cuarto ycerrando de un portazo.

La verdad es que con mi discursitohabía pretendido vengarme por todas lasveces que hice los mandados. Siempreme la había aguantado pensando que mivida iba a ser más divertida, ¿y al final,qué, cada uno hacía lo que quería? Sonóel portero eléctrico, era Aslamim.

Imagínense cuan enojada estaríaCristina que ni siquiera abrió la puertade su cuarto cuando llegó mi amigo.

—¿Preparado? —preguntó Aslamim.—Nervioso —contesté yo.—¿Querés que dejemos todo? —se

esperanzó Aslamim.—Ni en broma —dije.De algún modo se hicieron las siete,

y ahí estábamos, Aslamim, yo, e Ignacio,que llegó con toda puntualidad.

Nos saludamos escuetamente yfuimos directo al punto. Habló primeroIgnacio y me sorprendió.

—¿De dónde sacaste ese billeterobado? —preguntó.

—¿Qué billete? —repliqué.—El que me diste a mí —insistió.—Momento, momento —dije—. Vos

me diste a mí el billete robado. Yo te diun billete sano, lo metiste en la cajaregistradora y me diste uno arrugado ycon la numeración que da el diario.

—No entiendo —continuó—. Penséqué…

—En primer lugar, ¿fuiste vos el queavisó a la policía que por la escuelacirculaba un billete robado?

—Claro —dijo Ignacio.—A ver —dije—. Contáme cómo lo

descubriste.—Ayer me diste el billete (todavía

no me pagaste la gaseosa), llevé larecaudación a casa y se la di a miesposa para que la pusiera en nuestra

cuenta bancaria. Hoy a las 10.30 llamómi esposa desesperada desde el banco,diciéndome que le encontraron un billeterobado. A la media hora, ya estaba elsargento Reynoso en la escuela.

—¿Cómo se llama?—Reynoso.—Bueno, ¿y qué más?—Nada. Nos revisaron, confiaron en

nosotros. Pero con tu carta pensé quequizás estaban tejiendo una trampa. ¡Yyo no hice nada!

—Lo sé —dije—. Tenemos dosbilletes robados uno me lo diste a mí, yel otro te lo quedaste en la cajaregistradora. Como yo fui el único que

ayer te dio un billete tan grande,pensaste que era ése. Pero ya lo tenías.¿O alguien más te dio un billete ayer?

—No, yo tenía tres billetes. Meacuerdo. Vos fuiste el único.

—¿Y entonces? ¿Cómo llegaron ahí?—Qué se yo. Hay un montón de

posibilidades. A veces losdistribuidores de gaseosa, de fiambre,me piden cambio y me dan uno de esosbilletes. Pero lo seguro es que ayer teníatres de esos billetes y solo cambié elque te di a vos. Así que antes delcambio, tenía dos billetes robados y unobueno.

—¿Y por qué, si pensaste que te lo

había dado yo, no me denunciaste deinmediato?

—Casi no te había mirado. Sabíaque me habían dado un solo billete; perochicos, atiendo mil por hora. Meacordaba que eras del turno mañana ynada más. Y como ni siquiera era seguroque me lo hubieses dado, la directorasugirió que no fuéramos en búsquedapolicial aula por aula sino quehiciéramos un reconocimiento cuandosalieran. ¿Qué te dijo el policía?

—Me dijeron que vos podías seruno de los culpables —mentí—. Perocon muy pocas probabilidades.

—¿Y ahora, qué hago? —preguntó

desconsolado.—Olvídate de todo —aconsejé—.

Ya la policía se va a encargar.—Bueno, ¿vamos? —dijo Aslamim.—Sí —dije—. Al Banco. Ignacio,

gracias por todo. Nos vemos mañana enel colegio.

—No entiendo —dijo Ignacio—.¿Para qué me sirvió este encuentro convos?

—Para que sepas: los únicosalumnos que saben algo del tema, estánde tu parte.

Y así nos despedimos de Ignacio.Mientras la policía investigaba a los

proveedores de Ignacio y a los

profesores, Aslamim y Togninientrábamos en el banco Restive apreguntar por la salud de Antonio.

Entré al banco, por vez primera medirigí a la ventanilla sin hacer fila.Aslamim, según mis instrucciones,abordó a Teresa, y yo encaré a Rafael. Alos pocos minutos de charla con Rafael,intuí que no iba a sacarle nada. Aslamimme estaba esperando afuera.

—¿Cómo te fue? —le pregunté.—Bien —dijo Aslamim sin

inmutarse—. Le dije a la chica que eraun sobrino marplatense de Antonio y quehace ocho años no lo veo. Me dijo:«Está enfermo, no sé muy bien de qué,

pero no es grave». Y me dio el teléfono.Le pedí la dirección, pero no la tenía.

—Mira que bien —dije—. Muybien.

—No entiendo a qué vino tantaintriga —dijo Aslamim—. Si me dio elteléfono enseguida.

—Sí —reconocí—. Si el teléfonoque te dio es verdadero, quizás exagerélas cosas y no había secreto, solo unaconfusión. Pero… vamos a llamar.

Entramos a un bar con teléfonopúblico, en Avenida de Mayo y Salta.Llamamos. «Hola», dijo una voz. Yoestaba por decir «hola», cuando la vozsiguió: «Éste es el contestador

automático de Antonio Masgabardi,después de la señal, deje su mensaje,gracias».

Además de que no me gusta hablarcon contestadores automáticos, las cosasno estaban como para andar dejandomensajes. Tenía un billete robado en mibolsillo y eso exigía entrevistas cara acara.

—¿Y? —preguntó Aslamim.—Antonio Masgabardi no está en

casa —informé.—¿Qué hacemos?—Esperamos y volvemos a llamar

—dije.Eran las ocho de la noche y

queríamos dejar pasar por lo menos doshoras antes de volver a intentarlo.

—Hagamos un jueguito electrónico—propuse.

—Uh —se quejó Aslamim—. ¿No sete ocurre otra cosa?

—No —le dije—. Pero hace lo quequieras, y pásame a buscar porFlashBack a las diez.

—Mejor te acompaño —dijoAslamim.

—Espera que llamo a mi hermana.Puse la ficha, disqué y contestó

Cristina.—¿Hola, Cristinita? —dije.—Sí —contestó ella, de mala gana.

—Habla tu hermanito querido. Hoyno te hablé del todo bien, lo reconozco.

—Bueno, chau —dijo Cristina, ycortó.

Volví a poner la ficha y a discar.Cristina volvió a atender, eso equivalíaa una reconciliación.

—Cristina —dije—. Te compro diezfichas de PacMan.

—Once —dijo Cristina.—Que sean once —acepté—,

¿amigos?—Hermanos —dijo ella.—Te espero en FlashBack dentro de

15 minutos.Cuando corté, no sabía de dónde iba

a sacar la plata para las fichas.—Aslamim, ¿me podes prestar plata

hasta mañana?—¿Cuánta? —preguntó.—Como para comprar once fichas

de PacMan.—Más o menos, es todo lo que tengo

—dijo.—Yo tengo mucho más —dije

tocando el bolsillo de la mochila quecontenía el billete—. Pero no sirve. Yno podemos gastar toda la plata quetenemos, necesitamos viajar encolectivo y otros viáticos.

Tomamos el subte, hicimos una grancantidad de combinaciones y nos

bajamos en FlashBack. Cristina nosestaba esperando junto al PacMan,mirando cómo jugaba una morocha depectorales atléticos que sabía de qué setrataba. Miré a Cristina, y antes de quenos viera, pensé con amargura en que nohabía resuelto el tema de la financiaciónde sus once fichas. Caminamos hacia mihermana. Junto a la puerta, el Cuervo ysu barra, como esos momentos de unmontón de imágenes.

—Hola —me saludó Cristina, y conla misma palabra, de reojo, a Aslamim.

Aslamim se acopló a un flipper, lamorocha destacada estaba por perder sutercera vida. Esa chica me llamaba

mucho la atención, no sólo por lo bienque le quedaba la ropa en la parte deadelante. Desde ya les aclaro que nuncapasó nada con la morocha que estoydescribiendo, simplemente quiero decir:si bien afirmé que la humanidad secompone dé una serie previsible degéneros de personas, más de una vez haychicas que me hacen dudar al respecto.

A la morocha se le terminó el juegoy se fue como una oportunidad. Cristiname sonrió, dispuesta a tomar los mandosdel PacMan, y me vi en la obligación dehablarle:

—Cristina… las fichas ¿pueden serpara mañana?

—¿Cómo?—No tengo plata.—Para qué me lo ofreciste, ¿para

qué me dijiste que venga? —Penséque…

—¿Y el billete que tenías ayer, elque le apostaste al Cuervo? —mihermana, cuando se enoja, no te dejaterminar las frases.

—No lo puedo usar —dije.—¿Por qué?—Porque…—Si te querías reconciliar me lo

hubieses pedido, no hacía falta quemintieras.

—No te mentí. Me equivoqué. El

billete no puedo usarlo.—¿Por qué? —repitió Cristina.Me molestaba que Cristina estuviera

tan quisquillosa; después de todo, pese ami mala voluntad en la charla, la habíasalvado del Cuervo. Además, no podíadecirle lo del billete y no se me ocurríauna mentira. ¿Qué le iba a decir, que erapara comprarme un pulmotor? Esebillete era para mí lo que para RobinsonCrusoe significaban sus billetes en laisla: no le servían para comprar cosas,pero eran imprescindibles para encenderel fuego.

—Está bien —le dije—. Te mentí,me fui deboca.

Entonces Cristina hizo algo queconfirma mi descripción de ella: es unapersona interesante, pero puede escogerlas peores amistades.

Muy enojada, salió del PacMan y fuederechito hacia el Cuervo. Y de modoque Aslamim y yo pudiésemosescucharla, le dijo:

—Te acepto las fichas que meofreciste.

El Cuervo, con una sonrisalongitudinal como su pico, sacó delbolsillo una bolsa de nylon llena defichas y acompañó a Cristina al PacMan.Aslamim seguía inmutable en su flipper.

Yo no podía soportar eso. Había

sudado la gota gorda para salvarla, yahora se entregaba sola a las garras dela desgracia. Me apersoné en el PacMany le grité:

—¿Qué haces, tarada? Yo me juegotodo para que no te molesten, y vos tehaces amiga.

El Cuervo gritó. Sus ojos eran losdos vértices que contenían el segmentodel triunfo y el desprecio. Pensé queesta vez sí me podía reventar a pinas.

—Ya ves —me dijo—. Al final, tegané.

—No —dije—. Te gané yo. Los queperdieron son vos y ella.

—No, no, no —dijo el Cuervo—.

Yo soy de los ganadores. Vos, por ahí,con mucho esfuerzo, podes ganar algúnpartido, pero estamos en distintascategorías. Es como si DeportivoItaliano, en un amistoso le ganara aRiver. ¿A quién le importa?

Me sorprendió ingratamente que unser repelente como el Cuervo estuvieramás o menos al tanto de mi teoría, y laaplicara con tanta coherencia.

—¿Qué pasa? —dijo Aslamimacercándose, dispuesto a defenderme.

—Nada, nada —dije. Pero la lealtadde mi amigo me infundió valor—. Tegané, Cuervo, y puedo volverte a ganar.

—¿A qué, al Gálaga? Puede ser.

Pero jugábamos por eso —señaló a mihermana jugando al PacMan—. Y aquíla tenés.

—Te gano en resistencia —le dije.—¿A qué? —preguntó. Y apretó los

puños.—Puedo dar más vueltas al Parque

Centenario que vos y toda tu barra.El Cuervo miró el cigarrillo que le

colgaba de la mano izquierda.—¿Corres más rápido que yo? —

preguntó con sorna. Era un terriblegrandulón pero, ya dije, adicto a losdesafíos.

—De acá a la esquina no —dije—.Pero en vueltas al Parque, te gano.

—Dame una semana para que medesintoxique —dijo mirando otra vez elcigarrillo—. ¿Por qué jugamos?

—No sé —dije—. Por algo que«realmente» valga la pena.

—El viernes de la semana que vienehay un baile en el club Maldonado. Sigano —dijo el Cuervo— tu hermana meacompaña.

—¿Y si perdés?—Decí vos.—Si perdés, no venís nunca más a

FlashBack.—No —dijo el Cuervo—. Eso no.—Bueno, cuando yo entro, te vas.—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el

Cuervo.—Toda la vida.—Bueno —aceptó.—¿Vos estás de acuerdo? —le

preguntó a Cristina, que estaba poniendootra ficha.

Quedó, pues, el duelo para lasemana siguiente, y Aslamim y Togninipartimos a continuar con nuestroprincipal destino.

Desde el primer bar con teléfonopúblico que encontramos, enCampichuelo y Díaz Vélez, llamé aAntonio. Otra vez escuché su voz en elcontestador automático. Mientrasdiscaba, Aslamim se había acercado almostrador, ahora venía hacia mí.

—Tengo la dirección —dijo—. Lasaqué de la guía.

Me emocionó la buena disposiciónde Aslamim.

—Aslamim —le dije—, creo que

soy una buena compañía para vos,empezás a cambiar.

—El juego me obliga —dijo—. Yquiero terminar lo antes posible.

—Te digo lo que vamos a hacer —dije—. Hoy mis viejos van a lo de unamigo y vuelven a eso de las tres de lamañana. Llamas a tu casa y decís que tequedas a dormir en la mía. Yo dejo unpapel de que me quedo a dormir en latuya.

—¿Y dónde dormimos? —preguntóAslamim.

—Es una buena pregunta —dije—.Pero vamos a sentarnos en el umbral dela casa de Antonio hasta que llegue.

—Nos vamos a resfriar —dijoAslamim.

—Qué vas a hacer —dije—.Venecia es muy húmeda.

Pasamos por mi casa, llamamos a lode Aslamim y dejamos el papel.

Antonio vivía en la calle Armenia al2300, cerca de la Plaza Italia, Nostomamos el 36. Buscamos la dirección ytocamos el portero eléctrico. No estaba.

—Si estuviera enfermo —dijoAslamim—. Lo encontraríamos acá, enla casa. O quizás se fue a la casa de lamadre. O de alguien que lo cuide hastaque se reponga.

—O no está enfermo —intuí.

Nos sentamos en el umbral. A lasdos de la mañana no había llegado.

En esas horas de espera hablamoscon Aslamim acerca de la muerte, elsexo y el destino. No viene al caso quenarre ahora detalladamente nuestrashipótesis, quizás más adelanteescribamos a dúo Opiniones sobreTodo, de Aslamim y Tognini. Pero en esemomento, dos y minutos de lamadrugada, agotados los temasinteresantes, no nos quedaba másremedio que volver a hablar de nuestrasvidas.

—Cómo se enojó mi hermana —lecomenté a Aslamim.

—Sos vos el que debería estarenojado —dijo—, ¿cómo le va a pedirfichas a ese patotero?

—Tenés razón —dije—. Perocuando mi hermana y yo nos enojamos,el enojo de ella es más grande que elmío.

A las dos y media, Antonio noaparecía.

—Bueno, Aslamim —dije—.Quedas liberado hasta mañana.

—¿Y ahora? —dijo Aslamim—.Dijiste que venías a mi casa y yo dijeque iba a la tuya. ¿Dónde dormimos?

—Cada uno en su casa, ¿quéproblema hay?

—Que en mi departamento, ademásde llave, hay traba. Y a las dos de lamañana, a mis viejos no los despertáscon timbrazos ni cañones.

—Y en mi casa no hay camas…—Yo dormiría con tu hermana

pero… —bromeó Aslamim—. ¿Dóndedormimos? —apagó rápido su bromaAslamim.

No encontramos la respuesta, pero sía Antonio, que a las 2 y 45 de lamadrugada hizo su aparición triunfal.

Nos miró perplejo, sacó la llave, lapuso en la cerradura, centró la vista enmí y me reconoció.

—Miguel Ángel —gritó— ¿qué

haces acá?—Vinimos a visitar al enfermo —

dijo Aslamim.Antonio lo miró extrañado.—Me contaron en el banco que

tenías gripe y gastroenteritis —dije—.¿Podemos hablar?

—¿Pero vos estás loco? —dijo conjusticia Antonio—. ¿Qué hacen dosmocosos como ustedes a esta hora en lacalle? ¿Qué hacen esperándome en lapuerta de mi casa? Ya mismo se van, ¿oquieren que llame a sus padres?

Cuando lo oí hablar como unpreceptor, me esforcé por dar en latecla.

—Te quería contar algo del robo —dije—. Del robo que vos sabes.

Antonio palideció. Se agarró elmentón como si se le fuera a caer. Sinsoltarse el mentón, dijo:

—¿Qué sabes vos?Había dado en el clavo.—Hace frío —dijo Aslamim. Estuvo

muy bien.—Vengan —dijo Antonio. Y

subimos los tres a su departamento.Eran dos ambientes muy ordenados,

con más libros de lo que cualquierbiblioteca podría soportar.

—Bueno —dijo Antonio sentándoseen un almohadón en el suelo,

indicándonos el sofá—. Los escucho.Trataba de recuperar el tono

amistoso.—Tenemos uno de los billetes

robados —dije.—¿Qué más? —dijo aparentando no

sorprenderse.—Usted no está enfermo —dijo

Aslamim.—Ahá —dijo Antonio—. ¿Y?—Mira, Antonio —dije—. Sabemos

que hay algo raro. En el robo haydetalles que quieren ocultar. Tuenfermedad falsa esconde algo.Nosotros también te estamos ocultandocosas. Pero te quiero decir algo muy

importante —y acudí a mi argumento deoro—. Ahora son las tres de la mañana ydos chicos te están pidiendo que lesregales la anécdota de su vida. Vossiempre me recomendás libros, ¿mepodes dar un libro que equipare eso? Sihay uno así, te lo acepto y nos vamos.

Antonio quedó callado.—Me pueden echar del banco —

dijo.—Nosotros no pensamos hablar —

dije—. Mira. Le mostré el billete.Lo agarró, y esta vez sí se permitió

una mueca de asombro.—¡Es verdad! —dijo—. Es uno de

los billetes. ¿De dónde lo sacaste?

—Vamos por partes —dijo Aslamim—. ¿Por qué el empleado Rafael y elgerente intentaron apartar nuestraatención de usted, y Teresa me dio elteléfono sin problemas?

—El gerente y Rafael están al tanto,Teresa no —dijo Antonio—. Nopodíamos imaginar que me iba a ver«tan requerido», sólo le dijimos queestaba enfermo.

—Entonces —dije—. ¿Qué ocultan?—¿De dónde sacaste el billete?—¿Quién habla primero? —

pregunté.—Yo —dijo Antonio—. Sé por la

policía que en la escuela N.o 63

encontraron uno de los billetes robadosy, según parece, se lo dio un alumno alvendedor del buffette.

—No es exactamente así —dije—.Pero sabes mucho.

—Ya te dije algo —presionóAntonio—. Ahora vos.

—El billete me lo dio el del buffettea mí —dije, quedándome sin secreto.

—¿Qué más? —preguntó Antonio.—Ahora vos —dije.—El dinero no importa —dijo

Antonio.—¿Cómo? —preguntamos Aslamim

y yo a coro.—Que la plata no importa —repitió

Antonio.—¿Es un mensaje espiritual? —

preguntó en broma Aslamim.—No —dijo Antonio—. Quiero

decir que estoy investigando acerca delrobo, pero no busco la plata.

—¿Y entonces, qué buscás? —pregunté.

—Hablame de tu billete.—Me lo dio Ignacio sin querer.

Ignacio es el que se encarga del buffetteen la escuela. Tenía dos billetesrobados, no sé quién se los dio ni cómollegaron ahí, uno me tocó a mí.

—Ajá —dijo Antonio.—Eso es todo —dije—. Todo lo que

sé.—Bueno, entonces ya no tenemos

información para intercambiar —seenvalentonó.

—Todo lo que sé —dije—. Pero notodo lo que hice.

—No creo que hayan hecho nada —dijo Antonio—. Pero de todos modos, sien la escuela pasa algo, me vendría bienque ustedes me ayuden.

—¿Que lo ayudemos? —preguntóextrañado Aslamim.

—¿Que te ayudemos a qué? —pregunté excitadísimo.

—La plata puede servir paraguiarnos… —murmuró Antonio.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo«para guiarnos»?

—Para guiarnos hacia lo quebuscamos —siguió Antonio, con frasescada vez más parecidas a un libro deaforismos.

—Mira —le dije—. Yo empecé ainvestigar esto porque Rafael no mequiso contar nada, entonces sentí que medebían un buen relato acerca del robo albanco en el que yo pagaba las cuentastodos los meses. Pedí hablar con elgerente, cometió un error que me resultóinteresante, pero aún así no hubieraprofundizado en este caso de no serporque me dieron un billete robado.

Ahora bien, creo que lo siguiente esencontrar a los ladrones y e] botín. ¿Quémás?

—Entonces —dijo Aslamim cansado—, ¿ayudarlo a qué?

—A buscar el sable corvo de SanMartín —contestó Antonio. Aslamimdijo:

—No me gustan las cargadas a lascuatro de la mañana. ¿Por qué se hace elvivo, si está metido en un tema serio?

—No te estoy cargando nihaciéndome el vivo —dijo Antonio—.Yo no estoy buscando el millón dedólares que se robaron, de eso seencarga la policía; busco el sable corvo

de San Martín, el verdadero, que estabaen la misma caja fuerte.

Aslamim-Tognini, en silencio, lereclamamos una explicación.

El sable corvo de SanMartín

—A fines de 1816 —comenzóAntonio—. Poco antes de iniciar elcruce de los Andes, el general José deSan Martín decidió esconder el sablecorvo usado en las batallas por laIndependencia. Con ese sable habíavencido en la batalla de San Lorenzo,había echado a los españoles. Antes decruzar los Andes, San Martín quiso queesa arma, fuera cual fuese su resultadoen la campaña de Chile y Perú, quedarapor siempre invicta.

—El banco Restive se instaló hace15 años, en esa casa —siguió Antonio—. Cuando se hizo el trabajo paraempotrar la caja fuerte principal en lapared, los albañiles le llevaron el sabley la carta al señor Porta. El gerentesabía que se trataba de una reliquia ydebía entregarla al gobierno. Sinembargo, se dijo que un hallazgo así, enla inauguración de un banco, era untalismán de buena fortuna, un símboloauspicioso de éxito. Se justificó,también, pensando que la voluntad delgeneral San Martín era dejar empotradoen aquella pared el sable. Decidió dejarel sable en su lugar, en la caja fuerte,

hasta que el banco marchara viento enpopa, y luego entregarlo a lasautoridades. Agosto del próximo año erala fecha que se había fijado; ahora nosabemos si alguna vez va a poderentregarlo. Si la policía descubre elsable en manos de los ladrones y suprocedencia, antes que nosotros, elseñor Porta saldría terriblementedesprestigiado. Si no lo encontramos, elseñor Porta se sentirá culpable el restode su vida por haberle arrebatado alpaís la reliquia.

—¿Y por qué lo estás buscando vos?—interrumpí.

—Por muchos motivos. Creo que de

esto depende el destino del banco, y mitrabajo. Hay una gran recompensa si loencuentro. Y además, cuando despuésdel robo el señor Porta me confió lahistoria y me mostró la carta de SanMartín, (que afortunadamente no guardóen la caja fuerte, sino en un cristal paraque no se ajara), bueno… me pidióayuda y… ¿te acordás que te recomendéLa Máquina del Tiempo?

—Entiendo —dije.—¿Y en qué te podemos ayudar? —

preguntó Aslamim, ya en confianza.—Averigüen quién entró los billetes

robados en la escuela. Es muy raro, sison ladrones comunes ¿cómo largaron

así nomás billetes marcados?—¿Los ladrones conocen el valor

del sable? —pregunté.—No lo sé. Quizás lo vendieron a

una casa de antigüedades o lo tiraronpor ahí. Estoy usando mi tiempo enregistrar remates, magnates,coleccionistas. Es un problema con losobjetos de valor simbólico: según quienlos aprecie pueden ser de oro o de nada.

—¿Y el sable corvo que está en elRegimiento de Granaderos? —preguntérecordando una excursión en la escuelaprimaria.

—Es el que usó en reemplazo,después de empotrar en la pared éste

que estamos buscando.

El encuentro de untesoro menor

Si alguien les dijera que larecuperación de un millón de dólares noes considerada importante por ciertapersona, pensarían que la tal persona esOnassis o alguien más rico. Pero cuandoAslamim y yo nos enteramos que elmillón de dólares robado al bancoRestive había sido encontrado, nospareció una noticia intrascendente.

Luego de la charla con Antonio,habíamos pasado el resto de lamadrugada en la confitería El Botánico,

sobre Santa Fe, hasta que se hizo la horade ir a la escuela (yo ni siquiera fui acorrer); hablando del sable corvo deSan Martín, por completo olvidados deldinero, excepto los dos billetes, comopista. En la estación de subte, camino ala escuela, leímos el titular del diarioMañana informando el hallazgo delbotín del Restive. La aparición deldinero aumentaba las posibilidades deque el objeto del robo fuese el sable.

El titular y los hechos, fueron así:

MILAGROSO HALLAZGODEL BOTÍN DEL RESTIVE

Un profesor dematemáticas de la

escuela N.o 63 encontróel dinero robado el siete

de julio.

Pues bien, sí. Nuestro queridoprofesor Rafaelli había encontrado laplata. ¿Dónde, cómo? Ya va. Según eldiario, y los alborozados alumnos, lamisma tarde en que nosotros habíamoshecho contacto con Ignacio y Antonio, elprofesor de Matemáticas, señorRafaelli, había encontrado el botín delRestive en un tacho de basura situado en

la puerta de nuestra amada escuela. Lanoticia consignaba que faltaban solo dosbilletes, uno que poseía con anterioridadla policía, y otro con paraderodesconocido.

El hallazgo había sidocompletamente fortuito. Rafaelli sehabía quedado corrigiendo pruebashasta después del horario escolar. Alsalir, el sol ya no brillaba. Tiró supaquete de cigarrillos vacío al tacho debasura barrial (esos inmensos cilindrosverdes) que está justo enfrente de lapuerta de la escuela, en la mismavereda. Quiso encender un cigarrillo desu tercer atado y notó que había tirado el

encendedor dentro del paquete vacío.Fue a buscarlo y encontró un millón dedólares en billetes de cincuenta pesos,menos cien pesos.

De inmediato se dirigió a lacomisaría más cercana. El caso estabaresuelto. El gerente estaba contento e ibaa recompensar a Rafaelli con unasustanciosa suma.

Elíseo Rafaelli, en el recuadrodonde se transcribía un reportaje, decíaal periodista que pediría licencia paradisfrutar la recompensa en Mendoza.

Del billete que faltaba, de culpableso sospechosos, no había una solahipótesis. La única interpretación estaba

dedicada al abandono del botín: losladrones consideraron que la plataestaba muy marcada, y el riesgo dellevarla encima no se compensaba conlo que pudieran darles los reducidoresde dinero.

Cuando terminamos de leer lanoticia, rumoreada por todo el patio enel primer recreo de la mañana, Aslamimhizo un comentario inadecuado que,como pasa siempre con las cosasrealmente desubicadas, nos condujo agran parte de la verdad.

—Esto va a parecer un partido defútbol local de un equipo que está en laCopa Libertadores —dijo.

Lo miré un largo rato pensando quese había vuelto loco. En ese caso yotendría que pagar el manicomio, pues enVenecia estaba bajo mi responsabilidad.

—No entiendo —le dije a Aslamim—. ¿Qué tiene que ver?

—Mira, Huracán hace mucho que nova a la copa. Pero River, por ejemplo,cuando se clasifica para la copa, juegados campeonatos simultáneamente: elInternacional de la Libertadores y elNacional. Entonces, como le dan másimportancia a la copa, en los partidoslocales ponen suplentes en los puestosde los mejores jugadores, para nocansarlos. Y puede llegar a haber toda

una delantera o todo un equipo desuplentes. Tengo que darte este discursoporque no sabes nada de fútbolprofesional, pero lo que digo es: nuestroplantel de profesores va a tener tressuplentes en la delantera, Matemática,Geografía e Historia.

—Sí —dije yo—. Tres suplentes.Historia, Matemática y Geografía. —Yme quedé pensando.

Más raro que lasideas

En el segundo recreo de la mañanale di franco a Aslamim y me quedémirando profesores por el pasillo. Esuna de mis ocupaciones favoritas cuandono tengo nada que hacer: miroprofesores y trato de adivinar cómo sonsus vidas fuera de la escuela.

Estaba en eso cuando se me acercóIgnacio.

—¿Qué me contás? —dijo Ignacio.—No sé —dije—. Decime vos.—Acompáñame al buffette —dijo

—. Dejé un chico atendiéndolo y yadebe haber hecho desastres.

El buffette era un cuartito con unmostrador que daba al patio, atiborradode sandwiches de fiambres deconocidosy salchichón.

—Suena raro —dijo Ignacio—,¿quién va a dejar un millón de dólaresen un tacho de basura?

Me ofreció un rico sandwich desalchichón.

—No, gracias —dije—. Del gato megusta solo la pata.

Ignacio trató de reírse y quedamoslos dos en silencio.

—Bueno, ¿qué pensás? —insistió.

—Escuchame —le dije a Ignacio—.¿Vos fumas?

—Sí —dijo Ignacio, y se llevó lamano al bolsillo anterior de la campera,como para convidarme.

—Yo no —lo paré—. Te preguntépara explicar una teoría, la vas aentender mejor. El profesor deMatemáticas dice en el diario que tiróel paquete vacío con el encendedoradentro. Ahora bien, yo he visto fumar aRafaelli. Saca el último cigarrillo delpaquete, se lo pone en la boca, loenciende, estruja el paquete vacío y tratade embocarlo en el canasto. Veo fumar aRafaelli desde primer año; de

Matemáticas no aprendí mucho, peropuedo decirte de memoria la cantidad dedobles que lleva convertidos: nuncadejó de estrujar el paquete antes del tiro.Además, siempre enciende el cigarrilloantes de tirar el paquete. Hay un 99 porciento de posibilidades de que estémintiendo.

—Te regalo la gaseosa —dijoIgnacio pensativo.

Sonó el timbre para volver al aula.—Creo que estás exagerando —dijo

Ignacio—. Puede haber pasado como éldice. Tenés ideas raras, pero te escucho,porque eso del millón en el tacho es másraro que tus ideas.

En el aula, Aslamim dijo habermevisto hablando con Ignacio y preguntó sihabía averiguado algo. La profesora deInstrucción Cívica dijo que nohablemos en clase.

—Tendríamos que hablar con el deMatemáticas —siguió Aslamim, en vozbaja.

—Sí —dije yo en voz alta—. Ahoramismo.

La profesora me miró furibunda yordenó que saliera del aula; no castigó aAslamim, ¿le gustaría?

Salí del aula pensando que muchasveces el rigor en una tarea requiere deindisciplina en otras. Me dirigí a la sala

de profesores, Eliseo Rafaelli estabarecogiendo sus últimas cosas, se iba aMendoza. Tenía un cigarrillo en la boca.

—Lo felicito —le dije.—¡Hola! —se asombró—. ¿Por qué

no está en clase?—Me echaron —contesté.—Hizo lío —se rió—. Bueno, haga

de cuenta que no existo, estoy delicencia.

—No —le dije—, algo más que lío.Me echaron porque hice este machete.—Y le mostré el billete robado.

—A ver ese billete —dijo. Y me loarrebató de las manos. Miró lanumeración—. ¿De dónde lo sacaste? —

preguntó.—De un tacho de basura —dije.—Ah —sonrió—. Déjamelo que se

lo llevo a la policía. —Y se lo guardóen el bolsillo.

—Está bien —dije—. Si usted se loda a la policía, me voy. —Llevé mimano izquierda al picaporte, veía en elvidrio de la puerta el reflejo delprofesor que se volvía hacia su maletínpara terminar de guardar sus cosas;inmediatamente, siempre mirando haciala puerta como para salir y escrutando alprofesor por el vidrio, tiré mi manohacia el bolsillo de Rafaelli, apretétodos los papeles que contenía y la

saqué.Cuando giré hacia él, tenía en mi

puño el billete, un prospecto médico y elvale de una tintorería. Guardé el billetenuevamente en mi bolsillo y le di susdos papeles.

—¿Pero qué hace, alumno? —megritó cuando se repuso.

—Lo que usted me pidió… hago decuenta que no existe.

—¿Quiere que lo echen? —dijo. Y,muy enojado, se sacó la colilla de laboca, se puso un nuevo cigarrillo, elúltimo, lo encendió, estrujó y tiró elpaquete.

—¿Ve? —dije—. Así es como hace

siempre. Enciende el último, estruja elpaquete y lo tira.

—¿Y? —preguntó, listo para irse.—A la policía le dijo otra cosa.—¿Qué dije? —Creo que realmente

no sabía de qué le hablaba.—Lo que salió en el diario —dije

—. En el recuadro dedicado a usted.Abrió su valijín y sacó el recorte, y

leyó el recuadro.Mientras lo leía, dije:—Si estruja el paquete, siente el

encendedor; si enciende el últimocigarrillo, no vuelve a meter elencendedor en el paquete vacío.

Cuando terminó de leer sus propias

declaraciones, algo le cambió en lacara; no se puso pálido, fue como si sehubiera agarrado los dedos con unapuerta de goma espuma: no hace nada,pero es una agarrada de dedos.

—Ah —dijo—. Entiendo. Es elperiodismo. Les gusta ser minuciosos yentonces inventan cosas pequeñas. Perolo importante es que encontré la plata yla devolví. Bueno, chau —dijo.

Yo tenía un gran problema: elprofesor no tenía por qué quedarseconmigo. No podía retenerlo.

—A mí me interesan las cosaspequeñas —dije antes de que cruzara elmarco de la puerta.

—Me alegro, me alegro —dijoalejándose.

Tuve que gritar y arriesgué:—Como el sable corvo de San

Martín.Lo paré en seco. Fue como si le

hubiesen dicho que Pitágoras estabaequivocado.

Se dio vuelta y me miró.—Esas cosas pequeñas —repetí—.

Me interesan. Me interesa saber cómo setira un paquete de cigarrillos, cómo selevanta. Trato de imaginármelo a ustedmetiendo su cabeza en ese inmundotacho solo para buscar un encendedor,sacando la bolsa inmensa y llevándola

hasta la policía…Entró a la sala de profesores y cerró

la puerta tras de él.—Alumno —dijo, puesto en

profesor otra vez—. Me quiero ir aMendoza, a disfrutar, me lo merezco.Dígame lo que quiere y déjeme ir.

—No sé —dije—. Realmente no sélo que quiero. Un amigo mío dice:«Conseguir lo que uno quiere, aunquecueste años, se consigue. Lo difícil essaber qué quiere uno».

—Alumno —insistió—. Me quieroir a Mendoza.

—¿A qué parte de Mendoza? —pregunté, y agregué—. No creo su

historia del encuentro del millón. Nocreo que la haya inventado el periodista.

—Bueno —dijo cansado— Tognini,Miguel Ángel Tognini. Suponga que yorobé esa plata. Me arrepentí y ladevolví, qué más. Por supuesto, esto esuna hipótesis para tranquilizarlo.

—Lo sé —dije—. Pero yo soy comousted, que fuma tres atados diarios, conel agravante de que no fumo, estoyintranquilo todo el tiempo. Ahora estoymuy intranquilo, pero no por el millónde dólares, me gustaría saber a qué partede Mendoza se va.

—Me voy —dijo. Abrió la puerta yse fue. Sonó el timbre del recreo.

Me encontré con Aslamim.—Vení —dijo—. Acompáñame a

fumar un pucho al baño.—Deja —dije—. No quiero ver más

puchos.—¿Qué hiciste durante la clase de

Cívica? —preguntó.—Descubrí todo —dije.—¿Cómo? ¿Qué?—Los ladrones del banco tienen un

contacto con la escuela.—¿Quién?—Creo que el de Matemáticas. Pero

no lo veo muy involucrado. Más bienparece que lo usaron. Cuando le empecéa hablar de lo importante, se fue

asustado.—Tognini, vos estás loco. Estás

superando los límites de nuestro juego.—Los límites de nuestro juego son

la cancha de Huracán y hacerse la rata—dije—. Además, vos estásmostrándote muy interesadoúltimamente.

—Hay que llamar a Antonio ycontarle todo —certificó Aslamim.

Al final de ese día de clasellamamos a Antonio. Estaba elcontestador. Le dejamos dicho que nospasara a buscar por el bar La Opera, enCorrientes y Callao, hasta las diez de lanoche; después de esa hora, si no

aparecía, volveríamos a llamarlo.Cuando estuvimos sentados en el bar,Aslamim dijo:

—¿Y si no nos podemos comunicarcon Antonio?

—No sé —dije.—Es importante que hablemos hoy

con él —dijo Aslamim—. Hay queevitar que se nos adelante el deMatemáticas, ya sabe que sabemos.

—Tenés razón —dije—, ¿pero quépodemos hacer?

—Como está investigando para elgerente —dijo Aslamim—. Debe verlomás o menos diariamente. Podes decirleal señor Porta que necesitas urgente el

testimonio de Antonio para terminar lacomposición, y dejarle un teléfono paraque te llame.

—Es peligroso para Antonio, elgerente puede sospechar que nos contóalgo —dije.

—No creo —dijo Aslamim—. Y esla única que tenemos, hay que hablar conAntonio hoy mismo.

El Restive cierra a las ocho, y sonlas siete y media.

—Ya lo sé —dije—. Voy para allá.Salí. Palpé mi bolsillo, saqué un

fajito de billetes, los conté y paré untaxi. Me recliné en el asiento y dije sinmirar al chofer:

—Al Banco restive en BartoloméMitre y Esmeralda.

Cualquiera hubiese pensado que yoera un gran accionista camino a cerraruna operación.

Cuando bajé del taxi, con solo mirartras el vidrio del banco, quedé patitieso:Antonio estaba en su ventanilla,trabajando.

Entré con los ojos duros.Rafael me dijo:—Ahí lo tenés a tu amigo, ya se

recuperó. ¿Qué venís a pagar?—La luz —dije—. Vengo a pagar la

luz.—Bueno —dijo Rafael—. Dame la

boleta.Metí la mano en el bolsillo y, sin

demasiado disimulo, dije:—Me la olvidé.—¿Y? —preguntó Rafael.—¿Qué tal, Antonio? —saludé y

agregué a Rafael—. Estaba con unamigo en un bar, dejé la mochila ahí, conla boleta adentro. Es La Opera, enCorrientes y Callao, ¿te parece que sivoy a buscarla y vuelvo, llego antes deque cierren?

—No —dijo Rafael. Miró el reloj—ya cerramos.

Me despedí y salí. A las ocho ymedia, Antonio estaba en bar.

Aslamim le preguntó antes que yo:—¿Qué pasó? ¿Por qué volviste al

trabajo?—Se acabo —dijo—. El gerente

prefiere la culpa al desprestigio. Hastael momento, confiábamos en que losladrones no supieran lo que tenían entremanos, entonces bastaba con buscarlo.Pero ahora es obvio que querían robarel sable. Lo van a cuidar, lo van aesconder. Para encontrarlo, hace faltainformar a la policía.

—¿Te abrís, entonces? —pregunté.—Nos abrimos, todos, ustedes

también —dijo.Para no discutir, dije:

—De todos modos, intercambiemosdatos. Como muestra de buena voluntad,empiezo yo: el profesor de Matemáticasestá implicado.

—¿Qué?—Así nomás. Pero yo creo que no es

importante su participación.—¿Por qué? —preguntó Antonio.—Antes de que des tu explicación

—dijo Aslamim—. Déjame decir algo:yo también creo que no es importante,pero por otro motivo. Rafaelli jamás semovió de Matemáticas, estoy seguro. Nole interesa otra cosa. Los cigarrillos,quizás, pero tampoco, porque los fumasin prestarles atención. El de

Matemáticas no se metería de lleno ennada que no fuese lo suyo. Y el sablecorvo de San Martín no es su materia.

—Claro —dijo Antonio—. El sablees de Historia.

Aslamim y yo nos quedamosigualmente callados. Así como a vecespasa que uno dice la misma palabra almismo tiempo que un amigo, en estaocasión hicimos el mismo silencio.

—Pero para un robo hacen faltamuchas cosas —siguió Antonio—. Élpodría estar vinculado a los cálculosmatemáticos. También hay que conoceríazona.

—¿Qué más? —preguntó Aslamim.

—En este caso —dijo Antonio—.Basta con esas tres cosas: conocer elvalor histórico del sable, saber dóndeestá ubicado, y, bueno, los horarios, lacombinación, lo entiendo, hace falta quealguien saque los números. Pero ¿lazona? Basta con saber en qué pared estáel sable, dónde está el banco.

—Es cierto —dijo Antonio—. Sobretodo habría que tener conocimientohistórico, para saber qué fue esa casaantes de ser banco.

Me agarré la cara, más precisamenteel mentón.

—Bueno —dijo Antonio—. ¿Y porqué pensas entonces que no es

protagónico el papel del deMatemáticas, en caso de que estéimplicado?

—No sé —dije—. Ahora no sénada. Entre vos y Aslamim dijerontantas verdades que me confundieron.Creo que puede ser tan importante comoel de Geografía y el de Historia.

—Telepatía —dijo Aslamim.—No entiendo —dijo Antonio.Sin aclararle, pregunté:—¿Qué puede tener que ver

Mendoza con todo esto?Ni Antonio ni Aslamim contestaron.

El mozo se acercó y preguntó siqueríamos algo más. Aslamim pidió un

submarino, yo un té y Antonio un café.Cuando el mozo se fue, Antonio me miróy dijo:

—Los Andes.Todavía nos recuerdo a los tres.

Aslamim detrás de su alto vaso dechocolate, yo parapetado tras mi taza yAntonio acoplado a su pocillo: los treslíquidos humeando, y afuera el peor fríode Buenos Aires. Mirándonos entre lascortinitas de humo; son esos momentosen que todo es posible y terrible. YAslamim soltó una frase que habíamosescuchado doscientas mil veces,quinientas mil veces, que si nos dieranplata por cada vez que la escuchamos

seríamos todos millonarios, pero que amí me pareció una primicia, comocuando escuché el himno cantado porCharly García. Aslamim dijo:

—San Martín cruzó los Andes.A los tres nos parecía ridículo, pero

la única vinculación entre el sable corvoy Mendoza, era el cruce de los Andes.Había que averiguar si el viaje del deMatemáticas era cierto. Eran las once yAslamim y yo teníamos que volver anuestras casas. Ya habíamos pasado unanoche afuera y no queríamos regresartarde. Además, por mucha excitaciónque hubiera, a esa hora ya estábamossintiendo la anterior noche sin dormir.

—Si se va realmente a Mendoza, loseguimos —dije.

—¿Cómo? —dijo asustadoAslamim. Y lo mismo Antonio con lamirada.

—Inventamos algo —dijedesesperado—. Alguna investigación,mentimos en el colegio, mentimos ennuestras casas, y nos vamos.

Yo estaba realmente ansioso porirme, por irme de todos lados.

—Se te termina la semana enVenecia antes —dijo Aslamim—. Yo note sigo.

—Vamos yendo —dije—. Si mequiero ir sólo a Mendoza, es necesario

que haga buena letra con mis padres.Y salimos del bar.Nos despedimos. Antonio también se

despedía de la aventura. Nos pidió quelo llamásemos si sabíamos algo más.Aunque no lo dijera… creo queAslamim estaba resentido por midecisión de irme a Mendoza a todacosta, aún prescindiendo de él. Y locierto es que la idea era absurda.

Llegué a casa. Cristina y mi padresdormían. Me tiré en mi cama y cerré losojos, con la luz prendida. Me vino unmareo terrible, porque una noche sindormir es para mí lo que imagino debeser una borrachera. Cuando se me pasó

el mareo, llegó un dolor de cabeza.Apenas amenguó el dolor de cabeza,pensé en levantarme para apagar la luz.

Me desperté mecánicamente a lasseis y media de la mañana. Viernes 22de julio. Salí a correr. A la segundavuelta al parque supe que para mí elcaso había terminado. No me podía irsólo a Mendoza o donde fuese. ¿Qué ibaa hacer? No podía seguir sigilosamentea nadie. En dos días se me acababa laestadía en Venecia y Aslamim, por muyentusiasmado que estuviera, no habíacambiado al punto de seguirme en estaodisea hasta el final. De todos modos,había logrado mucho: de la nada,

conseguí sospechosos, descubrí el móvildel robo y me hice de un billete robado.Había tenido algo más que un granrecreo, algo más poderoso que unaescapada al Rosedal: había salidorealmente de la escuela, de las rabonas yde los recreos.

Al recurso del riesgo hay que saberencontrarle límites. Uno debe saber quelos saltos ornamentales que desde untrampolín altísimo pueden convertirnosen héroes delante de cien chicas enmalla, pueden depararnos una muerte deestúpidos si la pileta está vacía.

Yo era un estudiante al que le habíansalido bien un par de impulsos y

movimientos arriesgados, no unmotociclista desprejuiciado.

Quedaba de recuerdo y testimonio,enorme, el billete robado de quinientosmil australes para guardar en un bolsillode cristal, como honorarios pagados porno se quién a un detective amateur.Ahora me tocaba volver a lo de siemprey, lo que no era poco, mantener misegundo combate con el Cuervo. Miré elbillete con tristeza y pensé que noexistían los talismanes.

Tilt

Pese a las justificaciones yresignaciones, y a la sana aceptación demi vida cotidiana, lo cierto es que unavez abandonado el caso quedé como losflippers cuando hacen «tilt». Detenido,suspendido, congelado. Imagino queustedes estarán más interesados en sabercómo terminó todo aquel asunto delRestive y el sable que en mi regularconcurrencia a la escuela a partir del díade mi renuncia a la investigación. Perotengo ganas de contarles que elalejamiento del enigma me sumió en una

existencia especialmente sobria. Ir alsecundario, charlar con Aslamim,merendar, mirar la tele o ir al cine,dormir. Como no quería ver al Cuervohasta el día del desafío, dejé de ir aFlashBack. La relación con Cristina semantuvo en el hibernadero de laindiferencia; los saludos de rigor y niuna palabra sobre la carrera. Hacíaesfuerzos para creer que era yo elenojado con ella. La miraba deseandoque me pidiera perdón para por finacariciarle el pelo, consolarla y ser suverdadero héroe. Los hermanos nopueden quererse como novios, peromuchas veces se pelean como esposos.

Al poco tiempo llegó el suplente deHistoria, avanzamos en el programa y seacabaron los esclavos. Todo estevertiginoso retorno a la normalidad erapara mí, paradójicamente, como un licorcon el cual olvidar mis momentos degloria. Si hubiese tratado de reemplazarla emoción del caso Restive con algúnotro estímulo, solo hubiese muerto denostalgia; en cambio, el efectosomnífero de la monotonía me ayudaba adigerir mi decisión de abandonar labúsqueda. Pues bien, no pude vivir elfinal de esa historia, pero nadie me va aprivar del placer de contárselas.

A los seis días de mi renuncia al

caso, la noche anterior a mi carrera conel Cuervo, a eso de las ocho y media, unllamado telefónico interrumpió el mejorcapítulo de El agente 86, que estabadisfrutando cómodamente despatarradoen el sofá, en calzoncillos y comiendochizitos. Mis padres estaban trabajandoy mi hermana estudiando en su pieza, melevanté de mala gana y, sin bajar elvolumen de la tele, mirando la pantallade reojo, atendí el teléfono.

—¿Hola? —dije.—Hola, Miguel Ángel —contestó la

voz de Antonio.—Esto no es un contestador

automático —dije con voz mecánica—.

Usted está hablando con el auténticoTognini.

Antonio se rió y dijo:—Hoy a la noche se entrega el

sable.—¿Qué? Espera.Apagué la tele justo cuando

Maxwell y el jefe entraban al Cono deSilencio.

—Te escucho —dije.—No te voy a contar nada por

teléfono —contestó Antonio—. Vos yAslamim están invitados a la ceremoniadonde el señor Porta entregará el sable alas autoridades del InstitutoSanmartiniano. Es a las 9 en el Hotel

Figueroa, en la esquina de Florida yCorrientes.

Corté y llamé a Aslamim. Le pasé eldato. A las nueve estuvimos los dos enla puerta del Hotel Figueroa. Flor dehotel. Un portero nos preguntó quiéneséramos.

—Miguel Ángel y Guillermo —dije.El portero nos miró sin interés ni

ganas de permitirnos pasar.—Aslamim y Tognini —dijo

Aslamim.Entonces se abrió la cara del

portero, hizo una leve reverencia y nosinvitó:

—Pasen.

Entramos por esa alfombra rojaacolchada y nos dirigimos a la escaleraque conducía al salón de actos.

—Tendríamos que haber traídocorbata —dijo Aslamim cuandodivisamos los primeros fracs.

—O barba —sugerí yo.En el salón, al lado de una mesa con

canapés de palmitos y arrolladitosbañados en chocolate, divisamos aAntonio. Más lejos, atacando una jarrade jugo de naranja, sonreía el señorPorta.

Antonio vino hacia nosotros con losbrazos abiertos. Nos saludamos y fuimoshacia la mesa de los sandwiches de

miga simples, donde había menos gente.—Bueno —le dije a Antonio—.

Hablá.—Sírvanse un sandwichito —sugirió

Antonio—. Es una historia larga.Aslamim capturó uno de jamón y

queso, yo solamente me serví un vaso deagua mineral. Antonio comenzó:

—En el último encuentro les dijeuna pequeña mentira, y ahora voy aremediarla con una gran verdad. Lamentira fue que abandonaba la búsquedadel sable; y la verdad, que solo ustedesvan a saber, es cómo se resolvió esabúsqueda.

La mesa donde estábamos se vació.

Una señora se acercó en busca de algúnbocadillo extravagante, pero al ver solodiscretos sandwiches de miga, se alejódecepcionada. Antonio hizo una pequeñapausa para que apreciáramos el armadode su frase y continuó:

—Después de seguimientos,registros de pasajes de trenes y deaviones (ayudado por las conexionesempresarias del señor Porta; no saben lorápido que puede averiguarse todo porcomputadora), descubrí que el viaje deRafaelli a Mendoza era cierto. Habíasacado un pasaje de tren. Yo teníamuchas dudas sobre la implicancia deRafaelli, pero como era mi única pista y

en Buenos Aires no encontraba nada,decidí arriesgarme a perder el tiempo enotro lado. Tomé su mismo tren. Cuandollegamos a Mendoza, lo seguí. Sehospedó en un hotel de la capital: Viñas.Los dos primeros días pensé que mehabía equivocado. Se anotó en un tourde excursiones de la empresa Mendosoly paseaba como un turista más.Desayunaba, visitaba sitiosintrascendentes, volvía al hotel, jugabaal billar, hablaba con los demás turistas(incluso comenzó a acercársele a unamujer madura) y se iba a dormir cansadode los paseos, como todos, como yo. Eltercer día a la mañana, ya tenía

preparada mi valija, descreído, paravolverme a la capital en el tren que salíaa las siete de la tarde. Para ese día habíaorganizada una excursión al cerro LosPenitentes. Es un cerro con forma decatedral gótica, y nieve, donde los queno tienen nada que hacer van a esquiar, ylos que aún tienen menos que hacer vana mirar cómo esquían los primeros. Paraeso hay instaladas canchas (¿o pistas?)de esquí y aerosillas. El cerro tiene unaaltura de 4351 metros sobre el nivel delmar y…

—Para —lo interrumpió Aslamim—. ¿Vas a darnos una clase degeografía?

—De geografía y de historia —aseveró Antonio.

—Vamos al punto —le pedí.El salón quedó en silencio. Por

parlantes, una voz anunció que «ensencillo pero emotivo acto» el señorPorta entregaría el sable. Antonio nosdesplazo hacia un rincón oscuro.

—El cerro Los Penitentes esimportante —continuó—. Según elfolleto que me dieron «está enmarcadoen un panorama de excepcionalbelleza», pero el cerro en sí es rocapelada y nieve. Bien, la excursión salíadel hotel a las once de la mañana yregresaba a las cinco y media de la

tarde. Yo prefería pasar mi último día enMendoza, recorriendo la ciudad, queentre tantos paseos no había podidoconocer. Con ese propósito, las valijasya arregladas en mi habitación y eldesayuno consumido, salí del hotel a lasdiez de la mañana. Rafaelli estaba en elumbral del hotel conversando con treshombres y la mujer madura. Charlabantranquilamente, moviéndose en el lugarpara no tomar frío y mirando la calledespoblada. De pronto por la mismacalle, hasta el momento desierta,aparecieron dos hombres; ambosmiraron a Rafaelli y uno de ellos alzó lamano. Rafaelli saludó a los dos con un

ademán de reconocimiento; la mujer ylos tres hombres que charlaban con él,no los saludaron. Los dos hombressiguieron de largo. Me quedé quieto,abandoné mi paseo por la ciudad.¿Quiénes eran esos dos hombres queRafaelli había saludado y los demás no?No eran del tour ni el hotel. Yo podríahaberme quedado tranquilo, no habíanada de extraño en ese saludo y tenía elpasaje a Buenos Aires. Pero, no sé, esosdos me alteraron.

Antonio estaba hablando despaciopara no contrastar con el silencio delsalón, cuando lo interrumpí con vozdestemplada, un anciano se dio vuelta y

me miró reprobadoramente.—¿Cómo eran esos dos? —pregunté.—Bueno, uno era alto —dijo

Antonio— muy delgado, de pelo rubioclarísimo y cara inteligente.

—Feuer —dio Aslamim—. UlisesFeuer.

—Yo te voy a decir cómo era el otro—le dije a Antonio bajando la voz—.Petiso, de pelo muy corto y bigotito.

—¡Exacto! —saltó Antonio,provocando otra mirada amonestadoradel anciano.

—¿Cómo saben? —preguntóAntonio.

—Seguí contando —dije con

displicencia.—Entré al hotel, subí a mi cuarto y

me dije: «Voy a darle una oportunidadmás a Rafaelli de demostrar que estáimplicado. Durante el paseo, lo abordoy le hablo. Si no descubro nada, mevuelvo». Dejé paga la cuenta del hotel yme anoté en la excursión. Si descubríaalgo, perdía el pasaje en tren. Subimosal micro, Rafaelli no me dio oportunidadde sonsacarle nada. El viaje en micro locompartió con la mujer madura, y elviaje en el par de aerosillas hasta lacima del cerro, también.

El acto formal había terminado. Elgerente estaba siendo saludado y

palmeado por amigos y notables. Lagente se dispersó por todo el salón y nosvimos rodeados. Antonio hizo unademán de despedida al señor Porta,quien contestó con una sonrisa y meechó una mirada enigmática, entrecómplice y agradecida, que representótoda la recompensa a mi gran ayuda. Lostres salimos del hotel y agarramos porFlorida derecho, para el lado de SantaFe.

—Llegamos a Los Penitentes —dijoAntonio a plena voz, en el aire frío deBuenos Aires de julio—. Subimos a lasaerosillas hasta el complejo de pistas deesquí. Allí el guía nos mostró las caras

que, a lo lejos, formaban las rocas delas montañas, nadie veía nada, perotodos asentían.

—Como con las constelaciones —opinó Aslamim—. Ésos que te dicen:«mira como se ve clarito que esasestrellas forman un oso», y vos sabesque no lo ve ni el que te lo muestra.

—Lo mismo —asintió Antonio—. Elguía éste se sabía de memoria todas lasconstelaciones rocosas y nos aburríamortalmente, pero tuvo una frase que meelectrizó, dijo: «No sé exactamente pordónde, pero Los Penitentes fue uno delos puntos que atravesó San Martín en elcruce de los Andes». Luego de esa

información, que para la mayoría pasódesapercibida, nos llevó a la confiteríadel lugar. Rafaelli y su compañeracompartieron la mesa y se tomaron lasmanos. Yo me senté sólo y pedí unchocolate caliente. Me hubiera gustadocompartirlo con ustedes, se los juro.Cuando cada cual hubo engullido losuyo, el guía nos invitó a salir, paramostrarnos no sé qué cosa. Rafaelli sedisculpó ante su acompañantellevándose una mano a la cintura: quehiciera ella el paseo, a él le dolía laespalda y prefería esperar en laconfitería. Ella quiso acompañarlo en sudesgracia, pero él le pidió que se

divirtiera. Cuando la mujer por finaccedió a divertirse y salió de laconfitería tras el resto de los turistas, meapropincué para abordar a Rafaelli en sumesa. Pero tampoco me fue posible. Nibien el grupo de turistas se alejó losuficiente, Rafaelli levantó la mano yllamó al mozo. Pagó de inmediato lacuenta y, con la cintura en perfectoestado, salió de la confitería, caminandoen dirección contraria a los turistas.

Sin que Antonio parara de hablarllegamos a esa plaza hermosa que hay enFlorida y Santa Fe. Aunque no era muytarde, diez y cuarto de la noche, el fríola había dejado desierta. No sentamos

los tres en un banco, Antonio en elmedio; la luz más cercana estaba a unosveinte metros.

—Yo caminé en la misma direcciónde Rafaelli. El cerro Los Penitentes noes un dechado de civilización. Salvo elsector de esquí, aerosillas y confitería,el resto es un descampado nevado,rocoso y desconocido. Por ese desiertoblanco y gris, que los guías nodesaconsejan porque a nadie se leocurriría meterse, se metió Rafaelli.

—Mirámelo vos a Rafaelli —dije—con sus tres atados diarios.

—Y no sólo mostró resistenciafísica, también coraje —dijo Antonio,

incluyéndose en el reparto de virtudes—. El guía había hablado de pumas.Pumas que, según él, rehuían al hombre.Me costaba creerlo. Rafaelli chapoteabaen la nieve, agarrándose a las salientesde roca para no caer, muy atento a cadapaso. Tan atento que no me veía niescuchaba.

—Feuer y Bárrales —ilustróAslamim.

—Al tal Feuer ya me lo nombraron—dijo Antonio—. ¿Y Bárrales, quiénes?

—Vos nos dijiste una pequeñamentira —dije.

—Tenemos derecho a guardar unpequeño silencio hasta que termines turelato.

—Ya entiendo lo de Bárrales —dijoAslamim—. Necesitaban alguien queconociera el lugar. Un geógrafo queconociera la zona, eso era lo que letocaba específicamente. Tenía queinformarles sobre la fauna, nieves

eternas, deshielos o peligros, se metíanen un lugar deshabitado. Aunque todavíano sabemos para qué. ¿Para qué,Antonio?

—Feuer era el que tenía, bajo elbrazo, un objeto alargado cubierto porun estuche de lona —dijo Antonio portoda respuesta—. Bárrales sostenía unapala. Me pude acercar lo suficientecomo para ver a Bárrales cavar y aFeuer mover los labios. Escuché algunaspalabras sueltas de Feuer, pero unaventolina ensordecedora me privó de loque parecía un largo discurso. Bárrales,siempre cavando, y Rafaelli, loescuchaban en silencio. Luego, quedaron

los tres callados. Bárrales sé dio porcontento con la profundidad del pozo,Feuer dejó caer la funda y, los cuatro,Feuer, Rafaelli, Bárrales y yo,contemplamos anonadados el sablecorvo del general San Martín que elprofesor de historia desenvainó e hizobrillar contra el sol. Feuer envainó otravez el sable, lo cubrió con la funda y lodejó caer en el pozo. Pacientemente,Rafaelli llenó de nieve la morada delsable. Con las manos a la espalda y sinhablar, los tres emprendieron el regresoal sector civilizado. En el camino,Bárrales dejó la pala en la profundacavidad de una roca. Corrí a buscar la

pala y me dirigí al punto clave. Aunquehabía tabulado a ojo el sitio, ahora nopodía encontrarlo, la nieve era todaigual y no había huellas del pozo.Comenzó a nevar, temí que me fueraimposible dar con el sable. ¿Y vas acreer, Miguel Ángel, perdón, Tognini, site digo qué pista me reveló el lugardonde estaba enterrado el sable cuandome empecé a desesperar?

—Si te creí todo lo que venísdiciendo hasta ahora… —concedí.

—¡Un paquete de cigarrillos con unencendedor adentro! Pero se le habíacaído, porque no estaba vacío.Afortunadamente, esta vez no volvió a

buscarlo. Cavé y cavé durante un buenrato. Cuando apareció la empuñaduradel sable asomando apenas por la fundade lona, mi ropa estaba húmeda.Empuñé el sable corvo de San Martín;no pude evitar sentirme en ese instanteun granadero perdido en el tiempo. Nopude evitar echar un vistazo a los Andese imaginarme en una gran epopeya,completamente desinteresado del resfríoque me aguardaba. Con el sable en lamano y bajo la nevada, me preguntécómo volver a la civilización. No podíaaparecer en la confitería con el sable enla mano, porque podían estar aún lostres… profesores, festejando el fin de su

rara ceremonia. Miré mi reloj, eran lascuatro y media, recién a las cinco podíaestar seguro de que Rafaelli habíapartido con el tour rumbo al hotel. Yeso, si no tenía la desgracia de que alguía se le ocurriera esperarme. ¿Y losotros dos? Tenía que regresar a laciudad sin cruzármelos. Ascendí porentre las rocas, la nevada me hacíaresbalar aún más que a la ida, ¡usaba elsable de bastón! Cuando se hicieron lascinco, oí un rugido.

—¡No! —gritó Aslamim.

Con nuevo impulso, reemprendí elascenso —continuó—. Utilizar el sablede bastón no me parecía ya tanextraordinario. Vi una aerosilla, sicaminaba unos metros más podríanverme a mí, a un kilómetro estaba laconfitería. Ahora estaba prácticamenteen la cima del cerro, y a su pie se veíala carretera que llevaba a la ciudad. Nopodía bajar caminando. Ya habíanpasado unos minutos de la cinco.

—¿Por qué no podías bajar a pie?—pregunté.

—Era una casa empinada y depiedra. Subirlo resultaba más o menosimposible, pero tratar de bajarlo… te

matabas seguro. En un par de aerosillasvi pasar a Rafaelli y la mujer madura.Se iban del cerro, volvían con el tour alhotel. Feuer y Bárrales podían estar enla confitería o haberse ido, el únicomodo de saberlo era observar lapróxima carnada de aerosillas. Losviajes en aerosillas se hacían por grupode tour, y nunca las ocupaban todas, lasúltimas quedaban vacías. Noté que lasaerosillas pasaban rozando unaminimontaña de roca. Si en la próximatanda no venían Feuer ni Barrales y yoabordaba las aerosillas finales, podíallegar abajo con la seguridad de nocruzármelos. Trepé al sitio y esperé. En

el tour que venía no estaban Feuer niBárrales, debía intentarlo.

—¿Cómo hiciste para treparte a laaerosilla con el sable en la mano? —preguntó Aslamim.

—En el anteúltimo par de aerosillasdejé el sable, y en el último me colguéyo. Las aerosillas están preparadas paraque uno las aborde quietas y se acomodebien. No se les ocurra arrojarse de unaroca y colgarse de una aerosilla enmovimiento. El cable hizo una U casimortal, el sable se tambaleó y todos lospasajeros pegaron alaridos. Varios sedieron vuelta y me vieron tratando dealcanzar el asiento, escena que

multiplicó los chillidos. Por suerteestábamos en pleno cerro, imposible quepudieran verme los cuidadores de lacabina de arriba o abajo. El cable seenderezó, el sable siguió en peligro y lasangre volvió al rostro de los pasajeros.Ahora mi problema era el desembarco,porque ya había varios pasajerosdándose vuelta para insultarme por elpeligro que les había hecho correr y,posiblemente, en la plataforma, meacusaran.

—Y con razón —dijo Aslamim—.Si a mí un tipo me jode en una aerosilla,me voy colgado del cable hasta dondeesté y lo reviento.

—Era un caso de fuerza mayor —contestó Antonio—. No soy el maniáticodel cerro. Pero estaba cansado deimaginar escapes, me dije: «Ma sí, queme acusen de colarme en las aerosillasen movimiento, de loco, mientras no mequiten el sable». Pero si me llevaban ala policía en calidad de chiflado, aunqueno supieran la historia del sable, podíanquitármelo igual. Poco antes de llegar ala plataforma, volví a colgarme delasiento de la aerosilla, esta vez parabajar. El cable nuevamente se combó,me dejé caer sobre la nieve cuando tuvelos pies más cerca posible del suelo, lospasajeros chillaron y el sable cayó.

Recogí el sable y gané la carretera.Después de un largo rato de hacer dedo,me levantó un camionero. Preguntó quéllevaba en la funda. Le dije que elparante de una carpa. «¿Un parantecorvo?», preguntó el camionero. Antesde contestarle me fijé en la funda, eraamplia y no revelaba la curvatura delsable. «¿Es corvo, no?» insistió elcamionero. «Puede ser», dije. Cuandorecogí mis cosas en el hotel, eran lassiete y cinco. Por mucho que meapurara, ya no podía tomar el tren de lassiete. Pensé que la hazaña bienjustificaba un viaje en avión. Esa mismanoche volé para acá.

Eran las once de la noche en la plazade Florida y Santa Fe, Aslamim yTognini estábamos anonadados ante elfin de la aventura.

—¿Y por qué mentiste? —pregunté—. ¿Por qué me dijiste que te abrías delcaso?

—No podía permitir que meacompañaras —dijo Antonio—. Nosabía qué peligros entrañaría labúsqueda. Pensé que fingiendoabandonar, te desalentarías. Aslamim,Tognini, lamento, en serio, no habercompartido con ustedes el episodio deMendoza, pero los dos fueronimprescindibles para que todo llegara a

buen fin. Y ahora, ¿quiénes son Bárralesy Feuer?

—Feuer, nuestro profesor deHistoria —dijo Aslamim—. Y Bárrales,el de Geografía.

—¿Y qué hacían ahí? —preguntóAntonio—. ¿Por qué hicieron todo esto?

—Eso es lo que el viento no te dejóescuchar —dije—. Mañana es el desafíocon el Cuervo; tengo que irme a dormir.

—¿Quién es el Cuervo? —preguntóAntonio.

Le expliqué brevemente que clase deanimal era el Cuervo. Me deseó suerte.Le agradecimos el habernos contado lahistoria. Nos emocionamos y nos

despedimos.Cuando bajábamos por Florida hacia

Corrientes en busca de un colectivo quenos reintegrara a una zona menosturística de Buenos Aires, Aslamim mepasó un brazo por el hombro y dijo:

—Me imagino que no intentarásaveriguar cuál fue el discurso de Feuer,ni por qué lo hicieron, ni todo lo quefalta. —Y se rió.

—Vaya uno a saber —dije, yagregué—: Ahora sí que Antonio estádesligado, ya encontró el sable y leconviene el silencio.

—Se portó muy bien en contarnos lahistoria —dijo Aslamim—, y del resto

—repitió— vaya uno a saber.Y los dos sonreímos.

Game over

A la mañana siguiente no fui acorrer, nunca hay que entrenar el mismodía del desafío. Como venía haciendodesde la noticia del robo al Restive, enla calle pispeé los titulares del diarioMañana. Por supuesto, un recuadrogrande y ubicado en el centro,consignaba el encuentro del sable:

ENCUENTRANAUTÉNTICO SABLE DE

SAN MARTÍN

El gerente del BancoRestive, señor Osvaldo

Porta, hizo entrega a lasautoridades del Instituto

Sanmartiniano delauténtico sable corvo delgeneral don José de San

Martín (junto a unacarta de puño y letra delLibertador) encontrado

casualmente en lasdependencias de la

institución que dirige.

En la primera hora de clase, el

preceptor, después de tomar lista, nosinformó que lo de Feuer, finalmente, noera hepatitis sino una enfermedad consimilares síntomas pero mucho menosgrave.

Bárrales concluyó rápidamente suluna de miel. Rafaelli regresó de supaseo. Los tres profesores se restituíanal plantel estable. Ese día no teníaGeografía ni Matemáticas, pero síHistoria, en la tercera hora. No voy aaburrirlos con Educación Cívica ni conel mediocre partido de fútbol quejugamos en Gimnasia. Vayamos directoa la Historia.

La cara de Feuer era una cosa muy

rara: estaba más pálido que decostumbre pero bronceado. SóloAslamim y yo sabíamos que ese tonocobrizo, inaudito en Feuer, se debía a lapotencia de los rayos del sol cuandorebotan contra la nieve.

Feuer no dijo una palabra sobre elsable, y habló, sin pausa, del poderíoromano. Hasta que un alumno, quizásconocedor de la teoría ya esbozada,preguntó fuera de programa:

—Profesor, ¿qué es eso del sable?Feuer contestó con los argumentos

del diario. Agregó que no era del todocorrecto el adjetivo «auténtico», porqueel sable conocido hasta ahora también lo

era. El alumno quedó conforme. Feuertomó el libro en el capítulo de losromanos como para ver en qué partehabía quedado de la lección, pero yosabía que estaba turbado y escondía lavista. Antes de que recomenzara,pregunté:

—¿Y desde cuando estaba el sableempotrado en esa pared?

—Y, calcule, desde antes que elgeneral emprendiera el cruce de losAndes —dijo.

—¿Y en todo ese tiempo, nunca salióde ahí? —pregunté.

—Eso no puede saberse —dioFeuer.

—¿Y ahora, dónde lo van a poner?—pregunté.

—Posiblemente, en un museo —dijo, no muy convencido.

—¿Y a usted dónde le parece quedebería estar?

El profesor me miró extrañado.—No entiendo la pregunta —dijo.—El sable corvo, ¿le parece bien

que lo pongan en el museo?—Es mucho mejor que tenerlo en la

caja fuerte de un banco, ahí sí que estádesubicado —dijo Feuer, ya en tonocoloquial.

—No entiendo —mentí yo.—Digo que un símbolo como ése, un

sable invicto, depositario del espíritu dela libertad, no puede estar en un bancoal lado del dinero, es una feacombinación.

—Entonces —insistí—. ¿Dónde lopondría usted?

—Ah —dijo Feuer—. Cómo quiereque lo sepa.

—¿En los Andes? —pregunté.—¿Cómo? —se quedó tieso Feuer.—Claro, el general quería mantener

el sable invicto, sin saber cuál sería elresultado de la campaña de los Andes.Después, supo y sabemos que triunfó:sería un lindo gesto esconder el sable,para que no esté en la caja fuerte de un

banco, en ese límite de nieve donde aúnno sabía cómo le iría.

—Sí, sí —se entusiasmó Feuer—sería un lindo gesto.

—Pero robar el sable del museopara hacer eso estaría muy mal —agregué.

—Por supuesto —aseguró Feuer—un verdadero delito.

—¿Y sacarlo de la caja fuerte, paraque no esté junto a vulgar dinero? —pregunté.

—Bueno… —dijo Feuer—. Esosería… incorrecto.

La clase estaba fascinada con eldiálogo, podía oír la respiración agitada

de Aslamim. Feuer volvió al libro ydijo:

—Vamos a seguir con los romanos.—Una última pregunta —pedí. Y

antes de que me diera permiso, pregunté—: ¿Qué es para usted incorrecto?

Feuer cerró el libro. Se dio porvencido. Me miró, miró a toda la clase.No iba a contestarme, iba a hablar.

—Uno tiene que comportarsecorrectamente —dijo Feuer—.Realmente creo eso. Uno se pautadeterminado tipo de vida y actúa enconsecuencia; por lo general, eso esactuar correctamente. Uno no puedevivir de cien maneras. La vida es una, y,

para hacerla más larga, conviene elegirun solo camino. En mi caso, ser profesorde historia. Y eso implica estudiar,primaria, secundaria, facultad,profesorado; y trabajar, enseñar. Ysupongamos que habiendo recorrido elcamino que nos fijamos, con corrección,incluso con talento, no estamos del todosatisfechos. Uno no está del todosatisfecho.

Esas palabras me sonaban.—Este sujeto hipotético del que

hablamos —siguió Feuer— se dice quebásicamente hizo lo correcto, que tal vezla vida no ofrezca más que esasatisfacción incompleta. Sin embargo, un

día se topa con un gran descubrimiento.De tanto estudiar, de tanto dedicarse a losuyo, casi por casualidad, descubre lapenicilina o la radiactividad, etc. En micaso, para usar un ejemplo actual yatractivo, supongamos que, leyendoalgunos documentos y asociando conotros, descubro que el sable usado porSan Martín hasta la campaña de losAndes, está escondido. Y, para seguircon la noticia del diario, se hallaempotrado en una pared que actualmentepertenece a un banco. Entonces, comoles dije, considero que eso no es un buensitio para una espada memorable de lahistoria. Sigamos suponiendo que, por

tanto, quiero sacar el sable de ahí y séque el camino correcto es dar parte a lasautoridades. Y allí surge mi duda, ¿erael propósito de San Martín que su sablequedara al descubierto o preferíamantenerlo oculto, como está el corazóndentro del cuerpo y no fuera, bombeandosu mágico poder? Si lo dejo en el banco,se corroe junto al dinero. Si doy parte alas autoridades, queda en unaalmohadilla como un corazón a laintemperie. Y en ese momento tan gravede su historia, de la historia, el hombreque ha actuado correctamente toda suvida tiene derecho a una licenciapoética. ¡Es que el descubrimiento es de

su materia pero la excede! Tienederecho a inventar una pauta nueva. Arealizar algo inesperado para él y paratodos. Un hecho que lo premie, que leaporte esa gota de satisfacción faltante.Su propio cruce de los Andes. Paraseguir con la metáfora, este hombre sedice que el mejor lugar para guardar elsable es un pozo bien profundo en lacordillera de los Andes.

Para eso es necesario sacarlo de lacaja fuerte y se hace imprescindible laayuda de otros hombres. Hay que anotarhorarios de los guardias del banco,saber a qué lugar de los Andes se va.Necesita ayuda de otros hombres

dedicados a lo suyo, correctos como él ya los cuales también les falta esa chispaúnica.

—Claro —interrumpí—. Quehicieron la secundaria, la facultad, y…

Quedé callado cuando noté que todala clase, y el profesor, me miraban.Realmente había interrumpido. Dejéseguir a Feuer.

—No hay mucho más —dijo—. Elresto pueden imaginarlo.

«Pero son expertos en el tema delsable, los números y los Andes; no en elrobo del dinero —siguió Feuer—.Supongan que, con completa ingenuidad,uno de estos profesores… bueno…,suponiendo que los otros también seanprofesores… cambia dos billetesrobados por los dos comunes que tengamás a mano, porque necesita comprarurgente el pasaje a los Andes. Bueno. Lohacen. Ya está. Después, la vida, másmilagrosa que los milagros, quiere quelas cosas sigan su curso extraño einentendible. Ellos ya han actuado y

están satisfechos. Y la última puntadadel hecho extraordinario del hombrecorrecto es, una sola vez, contarlo».

Insert coin (Laúltima ficha)

El Cuervo me esperaba junto a lafuente de los patos del ParqueCentenario. Solo dos de la barra estabancon él, no todos los lugartenientes delCuervo soportan la atmósfera exterior aFlashBack, sus bránqueas no se lospermiten. Resultaba gracioso ver alCuervo sin su campera de cuero, vestíaun buzo negro y pantalones jogging,también negros. No tenía puesto uncigarrillo en la comisura del labio, elfrío le hacía echar humo por la boca,

salticaba en el lugar; aunque ridículo,tenía algo de imponente. Yo llegué alduelo con un buzo blanco y shorts azulmarino, acompañado de Aslamim. Eranlas tres de la tarde.

Cristina estaba en casa, sabía deldesafío y de lo que se jugaba; sinembargo, no se dio por enterada ni medeseó suerte. Largamos de la esquinadel Instituto Pasteur, era a tres vueltas.

En esquinas estratégicas, seubicaban Aslamim y los lugartenientesdel Cuervo para controlar que nocortáramos camino.

A diferencia de lo que yo pensaba,el Cuervo, en vez de comenzar a correr

rápido y atolondrado como un animal,imitó mi trote parejo. De todos modos,en la primera vuelta ya le había sacadobuena ventaja. Y fue ahí, estando abuena distancia e iniciada la segundavuelta, cuando la extraña capacidadresolutiva que poseo al correr hizo queme surgiera una idea por completo ajenaa mi normal comportamiento. Se meocurrió que si el Cuervo había sidocapaz de aceptar mi desafío, de entrenary animarse a jugarme en un campo paraél desconocido, tal vez no fuera la peorde las personas, tal vez hubiese una odos personas antes en la escala mundialde malas personas. Y si mi hermana

había aceptado sus fichas, ¿a qué estabayo corriendo para que no la invitaran abailar? Pues estaba claro que, pese anuestra apuesta, lo del Cuervo seríafinalmente una invitación, porque mihermana no había dado suconsentimiento. Pensé también que sihabía aceptado las fichas del Cuervo, elsiguiente paso tendría que resolverlosola (a no ser que peligrara suintegridad física). Y por último y másimportante, no podía imaginarmeFlashBack sin el Cuervo.

Fue así que a la vuelta y mediaabandoné la carrera sin darexplicaciones a mi oponente. Pasé por la

esquina de Aslamim, lo tomé por elhombro y lo invité a cruzar la calle.Ahora sí el Cuervo corrió como undesesperado, y me preguntó si meretiraba. De mala gana, le dije que sí.

Aslamim se metió las manos en elbolsillo, le saqué la mano del hombro ylo imité.

—Le ganabas fácil —dijo—, ¿qué tepasó?

—Es largo de explicar. Perofundamentalmente, no sé.

—¿No te querés acostumbrar aganar?

—Vos sabes que yo tengo teoríasmuy sólidas acerca de los que ganan y

los que pierden, pero se me estánresquebrajando. Creo que voy aponerme a estudiar la teoría de larelatividad.

—¿Einstein? —preguntó Aslamim.—Podría ser —dije—. Mañana

tenemos física, voy a preguntarle alprofesor.

—Física —resopló Aslamim—.¡Qué plomo! ¿Qué podemos inventar conFísica?

MARCELO BIRMAJER (Buenos Airesen 1966). Ha publicado, entre otrostítulos, las novelas Un crimensecundario (1992), El alma al diablo(1994) y Tres mosqueteros (2001), losrelatos Fábulas salvajes (1996), Serhumano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999),

Nuevas historias de hombres casados(2001) y Últimas historias de hombrescasados (2004) y la crónica El Once, unrecorrido personal (2006). Es coautordel guión de la película El abrazopartido, ganadora del Oso de Plata enBerlín 2004 y nominada al Oscar por laAcademia Argentina de Cine.

Ha escrito en las revistas Fierro, LaNación, Viva y Página/30; en losdiarios Clarín, La Nación y Página/12;en los españoles ABC, El País y ElMundo y en el chileno El Mercurio.Traducido a varios idiomas, fue honradocon el premio Konex 2004 como uno delos cinco mejores escritores de la

década 1994-2004 en el rubro LiteraturaJuvenil. En 2004, The New York Timeslo definió como uno de los másimportantes escritores argentinos de sugeneración.