Visitas a Mediacuesta, Entrega IV

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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al cuarto capítulo de la novela, escrita por Camilo Velásquez. Cada semana se publicará un capítulo. Para recibir el archivo en formato .pdf .mobi, envíe un correo a [email protected] con el asunto “quiero leer Visitas a Mediacuesta”

Transcript of Visitas a Mediacuesta, Entrega IV

AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega IV

IV

Mañana

Despertar agradable a pesar de un dolor leve en los ganglios del cuello. Dormir con mi propio edredón hace que tarde unos segundos en darme cuenta de que no amanezco en mi aparta-mento. Una pesada pereza prolonga mi estadía en la cama… Estoy cogiendo la costumbre de mirar hacia arriba tan pronto me levanto. Debo reconocer que me gusta el cielo raso, aun-que en este momento no estoy como para esa clase de descrip-ciones. También hay un cuadro, un cuadro bastante sugestivo, ¿por qué lo habrán puesto ahí? No, otra vez me estoy distra-yendo; el tema que quiero tocar es otro. La conversación con el doctor Cabal no llevó a nada nuevo; dice que mis exámenes me muestran una vez más más enfermo de lo que aparento y que sigue habiendo resultados positivos para Sjögren, Lupus y Artritis Reumatoide; otros médicos ya me habían dicho que es una situación demasiado rara en un hombre de mi edad. Rara sí, pero como recalcó el doctor Cabal en un tono fastidioso y sereno: “…de todo se ve en el cuerpo”. La singularidad de mi caso lo hace tan impredecible que el mismo doctor piensa que puedo hacer progresos; lo dijo mientras yo rearmaba el juego de matrioshkas que tiene sobre la repisa junto a su escritorio. Tan pronto salí de la consulta su secretaria me dijo que abajo me esperaba una visita. Era Mariana. Vino vestida con un abri-go rojo y tacones altos de gamuza negra. Mariana es un poco extravagante, me agradan su pequeña nariz de loro y el lunarci-llo-peca en la esquina superior izquierda de sus labios, siempre

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particularmente húmedos, pero las proporciones del cuerpo y el carácter tan confiado de sí misma… si no fuera una mujer tan caritativa, je, diría que me desagradan. Cuando le toqué el tema de sus épocas de modelo respondió con propuestas de negocios. Ahora parece que difícilmente piensa en otra cosa. Me vi en la necesidad de pararla, debería resultarle claro que ahora tengo que descansar… que ahora quiero descansar. No me siento tan mal, es verdad, pero reconozco y entiendo que estoy enfermo, y lo que necesito ahora es otra clase de cosas, cosas distintas a hacer negocios. Al menos por unos meses la empresa se manejará sola; y si no, pues Claudia, Hernán y los otros harán lo que haya que hacer.

Se rió un buen rato cuando le ofrecí dinero. No creí que la propuesta fuera tan irrazonable, hasta donde sé el que era su esposo no le ayuda de a mucho. El hecho es que después de reírse me trató con una condescendencia que me hizo recordar sus épocas de ambientalista, cuando todos los que la rodeába-mos nos dedicábamos a hacer cosas de poca importancia. Per-cibí el mismo talante indiferente y despectivo, aunque ahora, ascendida a ejecutiva, no le corresponde preocuparse por esa clase de cosas. También mencionó que tenía pensado seguir vi-niendo a visitarme al menos una vez por semana; días hábiles, recalcó. Se quejó un rato de lo larga que había sido la salida de la ciudad y de otras cosas, hasta que pareció entender que esos no eran los mejores comentarios para hacer delante de mí y se quedó callada.

No quise preguntarle acerca de su trabajo.

Estuve pensando y honestamente no me molesta del todo el modo como se combina en ella lo frívolo con lo cariñoso; pa-rece contradictorio, pero en medio de ese mundo de aparien-cias la siento genuina. Da la impresión de que anda viviendo de un modo lujoso y de que ese lujo no está por encima de sus posibilidades. Bien por ella. Estuvo hablando un rato sobre un viaje que hará a Londres con sus dos hijas y sobre el tea time (buenísimo) que hace los martes en la tarde un hotel al que la lleva su novio. Al final me dejó como cuatro libros (probable-

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mente best-sellers) que ni vi. Dudo que los vaya a abrir, pero me mostré efusivo al darle las gracias. Con eso nos despedimos: un abrazo fuerte contra sus tetas duras.

Al almuerzo Felipe estuvo retraído, aunque no tanto como para abstenerse de hacer algunos comentarios indelicados so-bre Mariana que, gracias a su parpado caído, sonaron más des-agradables de lo que ya eran. Cuando le pregunté qué había hecho en la mañana hizo como si no hubiera oído la pregunta.

Al final comentó algo que ya de por sí es raro y que en su boca resultó todavía más raro: dijo que ha estado asustado y cree que ese miedo le sirve para su sanación. Como le pedí que se explicara, dijo que en estas enfermedades es uno contra uno mismo y que más vale estar disminuido para atacarse con me-nos fuerza. Y se supone que Felipe era un tipo normal.

Tarde

Después de la siesta salí a dar una vuelta por la cancha. Allí lo encontré, enfurruñado con una libreta de cuero negro. Parecía de mal humor, me sorprendió que saludara cuando pasé a su lado. Me presenté. Sentí su mano demasiado dura, como la de un obrero; pero sin callos, su piel es peculiarmente lisa. Debe andar empezando los veinte y es muy pálido, pero es algo en sus ojos verdes lo que le da un aire de ausencia. No había termi-nado de decirle que me llamaba Abel y ya estaba preguntando si había alguna razón especial para que me hubieran puesto así.

—La verdad me llamo Abelardo —reaccioné—, Juan Abelar-do; y si lo que te gustan son las respuestas completas, mi abuelo se llamaba Abelardo y el Juan es porque sí.

—Es un nombre peculiar —dijo. Juan Abelardo… —repitió despacio— pero tiene su cosa, para qué pero tiene su cosa.

—Disculpa la pregunta —volvió después de divertirse a cos-ta mía un rato—, es que antier me trajeron un libro sobre eti-mologías y ando pescando cuanto nombre me encuentro.

—Lo de que tenga su cosa corre por tu cuenta —dije obvian-do su último comentario—, ¿cómo te llamas? Si puede saberse.

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—Qué maleducado soy. Hola, mucho gusto —volvió a alar-garme su mano endurecida—, soy Rodrigo. Desde hace días te he visto por ahí, parece que vas bien, ¿no?

—Te gustan las preguntas, ¿no?

—No, no creas, lo que pasa es que no me he estado sintien-do muy bien que digamos, la enfermedad no ha respondido al tratamiento como esperábamos. Y ya sabes que cuando estás enfermo se te divide el mundo en dos: el país de los sanos y el de los enfermos, y a ti te he visto caminar por ahí como si nada. En algún momento me pregunté si estabas de visita o eras un acompañante, pero veo que eres uno de los nuestros.

Cuando acabó de decir eso no sé por qué me imaginé a su mamá; si se parecen seguro me estoy perdiendo de algo.

—Pues sí, la cosa es que estamos como en lo mismo —dije—. Y… ¿es un diario lo que llevas en esa libreta?

—No, un diario no —respondió negando con la cabeza—, en la habitación sí llevo un recuento de mis días, un diario, se podría decir, pero no, en esta libreta intento escribir poesía.

—¿Y te molestaría leerme algo?

—Por eso te digo que intento escribir, esto está lleno de ta-chones y versos incompletos, nada para mostrar.

—¿Y desde cuando escribes?

—Hace varios años —respondió secamente.

—Pues algún día me muestras algo —le dije como por de-cir algo.

—Seguro. ¿Quieres una goma?—dijo sacando una bolsa de su bolsillo.

—¿Son de las ácidas? —pregunté.

—No, de las normalitas.

Le di las gracias mientras esparcía los ositos en la palma de mi mano.

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—Bueno, Abel… —dijo alargando la ele como dudando de si debía o no agregarle la segunda parte—, un gusto haberte conocido. Nos vemos por ahí.

Después de darle la mano me fijé nuevamente en su falta de callos. Es como si la dureza no viniera de afuera sino de adentro. Nunca he tenido una muñeca inflable, pero debe sentirse algo por el estilo.

—Adiós, Rodrigo —susurré cuando ya me daba la espalda.

Hoy habría preferido lluvia, pero el día estuvo despejado y venteó con tanta fuerza que a la larga opté por entrar. En la sala encontré a Gustavo recostado en un sillón, con la boca medio abierta y la cabeza echada hacia arriba; no roncaba propiamen-te, pero sí emitía un silbidillo tembloroso. Cerca a él había un grupo pequeño jugando algo que parecía monopolio; compe-tían en parejas, una de ellas formada por Felipe (que hizo como si no me viera) e Inés, la chica de la falda que vimos el otro día. Salí de ahí inmediatamente y me vine al cuarto a cambiarme para hacer un poco de ejercicio. Como tampoco es que las tu-viera todas conmigo, gradué la elíptica en el nivel más suave y me puse los audífonos. Como a los diez minutos vine a en-tender que Satie no había sido una buena elección, cambié a Dire Straits y mucho mejor, pero cuando mi cabeza estaba en el mejor punto el dolor en las rodillas me dejó tirado. Creo que por hoy evitaré la cena, no me siento muy sociable y no tengo apetito. Me pregunto qué habrá sido de Rodrigo. ¿Qué haría yo si alguien como Felipe descubriera que escribo y luego me pi-diera que se lo leyera? Está bien, no es un buen ejemplo, sé que no fue nada, pero me gustaría conocerlo mejor. Por ahora sé que iba saliendo del desguace:

—Creo que vi a Francisco allá dentro —dijo Leticia cubrién-dose la nariz con la mano—. La verdad es como si hubiera visto mucha gente que ya conocía, aunque en el fondo sé que no, no puedo haberlos visto antes.

Habíamos salido de la olla, pasábamos por la plaza, junto a la iglesia. Ya en ese punto el panorama había cambiado sustan-

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cialmente, de hecho creo que incluso sin el contraste se habría podido percibir que era un lugar humilde y tranquilo; pero era como si algo del desguace se prendiera de todo lo que alcanzá-bamos a ver; como si la plaza, la gente intentando vender dulces y figuritas, sus expresiones afanadas, el ruido usual de la ciudad, hasta los carros y los edificios, llevaran un poco de la sordidez del desguace en ellos; como si cada cosa recayera finalmente sobre ese lugar como recaen las cosas sobre un punto en un sistema de proyección cónica. Sentí que era una imagen inge-niosa, se la compartí a Leticia.

—También podrías pensar en una alcantarilla —me respondió.

Supongo que después de salir de ahí debí haberme senti-do aliviado, pero estaba abrumado y confundido, quería irme lejos a divertirme un rato. Como Leticia había dicho que tenía que pasar por su casa, aproveché para decirle que paráramos un taxi. Me respondió que no se sentía lista para encerrarse y seguimos caminando.

—Lástima —dije sin pensar lo que decía—, habría sido bue-no conocer la canción que estaba escrita en esas partituras.

Ella respondió que la canción era lo último que le importaba en ese momento.

Cerca al desguace había un montón de tienduchas de ba-ratijas, vendedores ambulantes, gente pidiendo limosna y una bulla que sonaba como a ruido marrón. Probablemente todo siga en el mismo sitio. Las vitrinas exhibían objetos innecesa-rios de todos los tipos. El interés que mostraba Leticia en pe-luches gigantes, pistolas de agua, anillos de fantasía, celulares de juguete, pistolas de fulminantes, pelotas coloridas con soles y animales estampados, chaquetas de cuerina vinotinto, pelu-cas de colores, luces navideñas, aguas de San Ignacio, gafas de cartón, dildos de goma, atrapamoscas gigantes, habría llamado la atención de cualquiera que la conociera un poco. Se detenía de tanto en tanto en algunas vitrinas y retomaba el paso más segura de sí como si esos objetos le devolvieran la noción de la realidad; como si descubriera que detrás de esas cosas había un

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género, y que eso significaba un orden que por muy precario que fuera ya era un avance.

—¿Te gustan las bagatelas? —le pregunté.

—No tanto las bagatelas como las fruslerías, las-frus-le-rí-as.

Era consciente de la gracia que me hacía su dicción infantil: el encuentro de la f con la r tenía una leve demora con la que parecía querer acentuar una pronunciación demasiado correc-ta; pero si uno escuchaba bien, más bien revelaba su incapaci-dad de hablar de corrido sin cometer errores en la presencia de ese tipo fonemas.

Fue frente a uno de esos cuchitriles, husmeando entre estan-terías, que vi El Hesiopeo, un libro más bien pequeño. En la por-tada había un cohete echando fuegos sobre un fondo púrpura.

—Si no me hubieran robado la billetera te lo regalaría —me dijo al verme con la mirada fija en él.

—Si supieras los problemitas que causó ese librito.

—Si los supiera no tendrías que contarlo.

—Bien dicho.

—Dale.

—Bueno… La cosa es que casi todos los sábados en la no-che iba con mis abuelos a comer a la casa de mi tía Elsa. La fa-milia se reunía allá y la comida era pasable; siempre hacían por lo menos tres postres distintos, eso era lo mejor de ir allá. Si des-pués de comer la conversación se ponía seria, me mandaban a un cuarto a ver Tom & Jerry, que siempre lo pasaban a esa hora. Tom & Jerry me gustaba mucho.

—A mí no —interrumpió Leticia.

—Como quieras, el caso es que un día de esos, no sé por qué me dio por esculcar el cajón de su mesa de noche. Y ahí, en-tre otras cosas raras, estaba El Hesiopeo. En una de las primeras páginas se leía una nota que advertía sobre la responsabilidad

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que se adquiría al leer el libro. La nota decía algo así extravagan-te como que entre mayor sea el número de personas enteradas de la aproximación del meteorito Hesiopeo a la tierra, mayor la probabilidad de que sus oraciones y sus ofrendas desvíen su curso y eviten la colisión.

—¿Qué?

—Sí, este libro supuestamente anticipaba la colisión de un meteorito con la tierra. Al final decía algo que se me grabó; de-cía que nuestros antepasados creían que los astros podían in-fluir sobre nosotros, pero que ahora, gracias al saber de no sé qué personajes ahí mencionados, sabíamos que éramos noso-tros quienes podíamos influir sobre los astros.

—¿Y entonces?

—Pues me quedé callado, pero convencido y preocupado. Y como ya le había oído decir a mi tía que el mundo se iba a aca-bar, sabía que ella sí me iba a poner cuidado, sobre todo si ese libro estaba en uno de sus cajones.

—¿Y qué? ¿Se pusieron a orar juntos para evitar la colisión?

—No, no exactamente, pero algo así, espera... Mi tía no solo estaba más convencida que yo, sino que asumía con pragmatis-mo lo que ella sentía como una misión encomendada directa-mente del cielo. Como te dije, el sábado fue el primer día que vi ese libro junto a su cama. El domingo estuve todo el día ence-rrado en mi casa sin saber qué hacer y el lunes salí por fin deci-dido a consultar a mi tía, que resultó diciéndome que volviera el martes por cincuenta ejemplares de El Hesiopeo.

—¿Tu tía te puso a vender libros?

—Mi tía tenía su propia teoría acerca del poder de la mente de los niños sobre las órbitas de los cuerpos celestes; decía que las almas puras eran más escuchadas que las de las personas mayores. Entonces dejó caer sobre mí la semilla de su propósito y esperó a que yo la propagara entre mis amigos del colegio.

—¡La cruzada de los niños! —dijo Leticia— ¡Qué bien!

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—Sí, algo así como Timothy Leary en Harvard. Aunque a mí no me echaron del colegio. La divulgación de El Hesiopeo logró más que suficiente en muy poco, al final del primer recreo ya había agotado existencias.

—¿Y qué se pusieron a hacer tus amigos con el libro?

—La verdad es que muchos de ellos ni siquiera eran ami-gos míos, pero al final acabamos todos en el mismo problema. Días después de repartir el libro estuve yendo a los escondites donde algunos de esos niños se reunían a desviar el asteroide a punta de rezos y coreografías rudimentarias. Las instrucciones de El Hesiopeo no eran muy exactas, así que el culto dependía del grupo de niños a cargo de la ceremonia; lo que sí parecían tener todos muy claro era lo que se ofrecía en la última página.

Cogí el libro de la repisa y le leí la perorata en la que se pro-metía el don de la telepatía a quienes se dedicaran a desviar el asteroide.

—Una tarde hicimos una reunión en una perrera. Habíamos pensado hacerla en el patio, pero algunos nos quejamos por la fal-ta de privacidad y terminamos en la perrera, ahí amontonados…

—¿Cuántos eran? —interrumpió Leticia.

—Eso qué importa… no sé —le respondí—, creo que esa tarde no éramos más de quince.

—Ay, ¡son datos importantes! Sigue.

—La perrera era circular y pequeña; no muy pequeña, pero sí pequeña.

—¿La perrera estaba limpia?

—Probablemente no.

—¿Y luego qué?

—Bueno, luego llegaron los adultos responsables. Yo debía tener los ojos cerrados y el puño en la frente; debía estar en el colmo de la devoción, en medio de algún ruego extraño. Ape-nas salimos, la mamá de mi amigo, una señora bastante pecu-

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liar que llevaba el pelo rapado, nos dijo que esos juegos no eran sanos, que las perreras tenían muchas enfermedades.

—¿Enfermedades o infecciones? —dijo Leticia distraída mientras miraba una estantería—. Pensándolo bien, podría pa-garle a Marco sus partituras con una de estas gaviotas, ¿no crees?

Se refería a uno de esos adornos kitsch que consisten en un pájaro haciendo equilibrio con el pico sobre una burda roca de plástico. Leticia pulsó una de las alas haciendo que se meciera.

—A mí se me parece más a un gavilán que a una gaviota. ¿No se te parece a Humberto?

—A mí ese señor no se me pareció a un gavilán, más bien le vi cara de mesero de restaurante italiano. Además, ¿tú qué sabes de pájaros?

—Poco, pero de que parecía un gavilán, parecía un gavilán.

—Claro que no. Como mucho parecía un pisco. Además mi-raba como borracho y tenía la espalda arqueada de lo recta, como los meseros mejor disciplinados. Dime si no te queda fácil imaginártelo llegando a tu mesa con un rissoto o un fetuccini, advirtiendo que está caliente y toda las cosa.

—Podemos almorzar en uno a ver si vemos a algún mesero por el estilo.

—Lo siento, es que en un rato quedé de verme con mi mamá.

Me provocó decirle que no le creía. Me quedé callado. Pero seguramente agregué un está bien, yo también tengo algo que hacer, volveremos a vernos cualquier otro día.

De pronto se levantó el dueño de la tienda, era un hombre calvo, de bigote, bastante mayor y con unos dientes como de roedor inofensivo que le daban un aire de docta ignorancia so-bre su mercancía, que parecía infinita.

—Perdone que les interrumpa —dijo con una voz carras-posa—, pero los he oído hablar y a mí me parece, qué digo me parece, estoy seguro, sí, estoy seguro de que es una garza.

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Se subió a una pequeña banca de madera, alcanzó el pájaro apoyado en la última estantería y, poniéndolo sobre la palma de su mano, lo acercó hacia nosotros diciendo:

—Este ejemplar es único, traído de la china, a ustedes se los doy por una nada.

—Ay señor, dígame qué de lo que tiene aquí no será traído de la China.

—Pues niña —dijo el roedor ilustrado levantando su brazo libre y girando su muñeca como un terrateniente ostentando su vasta propiedad— sepa que aquí la mayoría de las cosas son hechas en Centroamérica. Y este pájaro de equilibrio, que sí es chino —dijo como reconociendo una falta—, no es ni gavilán ni gaviota. Ustedes podrán alegar que el pico no es como el de las garzas (creo que sigo sin tener la menor idea de cómo se ve el pico de una garza), pero mire nomás —dijo tocando una de las alas— cómo se mueve de apacible, de agradable. No hay pájaro que dé tanta tranquilidad como las garzas por la tarde. Entonces no hay discusión, puedo garantizarle que este pájaro no es ni gavilán ni gaviota ni loro ni nada más, es una garza y es suya por muy poco.

Terminé comprando la garza equilibrista por un precio que a Leticia le pareció baratísimo solo si me encimaban El Hesiopeo, a lo cual accedió el señor sin regatear. Poco después de despe-dirnos, unas tienditas más adelante, quise leer algo; pero Leticia me arrebató el libro diciendo que no leeríamos nada hasta que no estuviera acabada la historia de los niños y mi tía. Le conté entonces que el regaño de la mamá de mi amigo se había limi-tado a cosas de higiene y que las reuniones continuaron por unas semanas más, tiempo en el que creció notoriamente el entusiasmo y el número de participantes de la secta anti-aste-roides. Aproveché para decirle que no me cabía la menor duda de que ella habría sido una líder ejemplar de la doctrina.

—Todavía podría serlo, ¿no crees?

—Claro que sí —le respondí—, solo habría que cambiar la fe-cha de caducidad que hay al final… ese fue el mayor problema

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—dije mientras aprovechaba un descuido suyo para arrebatar-le el libro.

El libro fijaba la caída del meteoro para el 10 de noviembre del 79, exactamente el mismo año en el que yo había encontra-do el libro en el cajón de mi tía; exactamente el mismo día del nacimiento de Theophrastus Philippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, más conocido como para Paracelso; día tam-bién del sueño cartesiano que inspiró las meditaciones filosó-ficas y el mismo en el que Bill Gates presentó Windows 1.0. Y si el tiempo me lo permite, más tarde hablaré de la tarotista que relacionó todos esos hechos con la historia que trato de escribir desde que llegué: 10 de Nov.

—Ese fue el mayor problema —continué después de espe-rar un rato en vano a que Leticia intentara arrebatarme El He-siopeo—, porque a medida que nos acercábamos a esa fecha todos comenzamos a comportarnos de una forma aún más an-siosa. Los papás de mis amigos empezaron a inquietarse cuan-do uno de nosotros, uno que al que le decían “la hormiga” y que no era muy cercano a mí que digamos, fue descubierto deso-llando un hámster.

—¡Qué asco!

—Bueno, fue un hámster, pudo haber sido un perro, un gato, una fara… yo qué sé; seguramente habrían seguido cosas de ese estilo de no haber sido por esa fecha. Apenas pasó el 10 de noviembre casi todos nos convencimos de que no caería ningún asteroide. Lo que fue difícil para los papás fue conven-cernos de que no habíamos sido nosotros los que habíamos evitado el fin del mundo, muchos quedamos creyendo que ya habían empezado a cumplirse las promesas del libro, lo de la telepatía y todo eso. Pero ahí no acabó todo, las averiguaciones de los padres fueron a dar rápidamente al origen de todo y a mi tía Elsa se le armó un problema familiar que ni te cuento.

Cuando terminé de hablar, hubo un silencio incómodo. Como si en vez de hablar de mi tía le hubiera confesado quién sabe qué otra cosa que cambiaba definitivamente nuestros

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planes. Las construcciones ruinosas y los almacenes pequeños habían sido reemplazados por edificios ostentosos con facha-das de vidrio; yo seguía sintiendo que el mar estaba cerca.

Por momentos sus silencios me producían una especie de angustia. Interpretaba esas pausas como espacios en los que ella reconcentraba su soledad a propósito y yo pasaba a con-vertirme en una especie de adorno inconveniente, en una orla que pretendía cerrar la imagen pero en cambio venía a ocupar un espacio que habría sido mejor dejar libre. Supongo que esa sensación debía tener que ver más conmigo que con ella. Yo, que por esas épocas me la pasaba en busca de resguardos, con-fundía su recogimiento… no, no es que lo confundiera, era más bien que ese recogimiento, que abrigaba su propia intensidad, ponía en evidencia tanto mi incapacidad para estar solo como mi miedo a ser mal recibido.

Pocos pasos adelante, Leticia avanzaba contra una ráfaga de viento ligeramente frío. Puedo imaginar su pelo proyectado hacia los lados, trémulo y sedoso, suspendido como un alga a punto de ser doblada por una ola que regresa. Puedo sentir el viento hacerse más tenue y ver el pelo de Leticia cayendo sobre su espalda como una cortina deshilachada, describiendo en-trecruzamientos lentos y rápidos, hasta que no quede más que una leve oscilación, un movimiento como el del pájaro equili-brista que su amigo recibiría en irónica compensación por la pérdida de sus partituras.

Sin siquiera pensarlo, el día nos hacía olvidar el desguace.

—Bueno —dijo Leticia volviéndose hacia mí, cortando un si-lencio que había durado varios minutos— ¿Qué paso entonces con tu tía?

Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número cuatro

de la novela.

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