Visitas a Mediacuesta, Entrega VII

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"La casa era de una sola planta, pero por el lado de la entrada se alzaba una especie de torre a la que el moho y las enredaderas daban un toque romántico de abandono. El frente de vidrio dejaba ver, más allá del cielo reflejado, las paredes azul claro del interior y un corredor repleto de cuadros pequeños." Esta entrega corresponde al capítulo siete de la novela Visitas a Mediacuesta, de Camilo Velásquez. Cada semana se publicará un capítulo. Para recibir el archivo en formato .pdf .mobi, envíe un correo a [email protected] con el asunto “quiero leer Visitas a Mediacuesta”

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AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons Reconocimien-to-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega VII

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Creo que ayer completé una semana sin escribir. En varias ocasiones he intentado madrugar a ver si encuentro la dispo-sición para retomar, pero algunos dolores corporales y un mie-do que no logro entender me han impedido concentrarme. Me siento a escribir y al poco tiempo de estar en esta posición —que siento forzada y artificiosa, como si alguien me exigiera mantenerme erguido —, me exaspero y opto por acostarme a ver si me da sueño. Sin embargo esto también es en vano, por lo general no logro dormir hasta que viene entrando el amane-cer. Pero bueno, hoy no tengo derecho a quejarme, hoy es un día distinto: me siento bastante tranquilo y casi no me duele el cuerpo; por otro lado, y hablando de lo mismo, tengo que reconocer que estoy desconcertado con las opacidades, los en-rarecimientos y las lagunas que empiezo a notar. Hace un rato estuve leyendo estos papeles y por momentos tengo la sensa-ción de leer algo que no fue escrito —mucho menos vivido— por mí. Es como si fuera y no fuera yo, pero no me quiero hacer ningún embrollo con eso ni me voy a poner a consultarle nada al doctor Cabal, con lo poco que conozco al personal de la clíni-ca prefiero dejar eso así por ahora; lo más saludable es entender que muchos de estos lapsus son transitorios.

Debería conseguirme un escritorio o cualquier otro mueble que reemplace esta mesita, es demasiado baja, demasiado es-trecha; ya empiezo a sentir sus efectos en mi espalda.

Estuve revisando y parece que entre sentada y sentada he escrito más sobre Leticia de lo que había escrito en otros in-

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tentos. Mi tía Elsa alguna vez me dijo que descargar esto sería fundamental para continuar, para no dejar cabos sueltos, aún después de muerto.

Pienso que sí nos acompañan algunos fantasmas, que lo ha-cen de muchas maneras. La mayoría apenas como una imagen o una voz muy baja que por sí sola no mueve a casi nada, que debe juntarse con otras mil para producir tan solo una de nues-tras acciones; otros que todavía causan dolor, cuya existencia se manifiesta cuando esquivamos o buscamos ese dolor… yo pensé que ese tipo de fantasmas morían rápido y se convertían en un recuerdo que ya no se recuerda, pero que punza y dirige las decisiones que se imputan a la voluntad; pero la verdad es que a veces siguen doliendo con la misma intensidad. Por últi-mo, he notado que me gusta fantasear con espectros y almas en pena, con pares de ojos que me miran y me dejan o no me dejan escribir; pienso que mi tía Elsa es de las que quieren que escriba, y que si he llegado hasta aquí en buena parte es por ella. Tal vez en este preciso momento me mueva a confesar que hace unos días quise darme algunas licencias onanistas que no llegaron a buen término porque no pude sacarme de la cabeza que ella estaba por ahí de espaldas, evitando mirarme. No se puede de-fraudar al ángel de la guarda. Aunque quién sabe, de pronto su código moral no es el mismo, de pronto no sienten asco ni con-miseración. Aunque sea cual sea su moral, sigo pensando que hacer algo así frente a ellos es descortez y de mal gusto.

Volviendo a lo de la escritura, a veces acabo escribiendo so-bre cosas que no vienen al caso. Y es tonto, luego me pregunto: ¿Cómo voy a saber yo qué viene y qué no viene al caso? Tal vez lo importante sea simplemente escribir. Si las cosas van bien, más adelante estaré en mejores condiciones de revisar todo esto y hacer un trabajo con un terapeuta que sí valga la pena. Porque, para decir verdad, esta rutina, que no he seguido con la disciplina que yo quisiera, ha surtido una especie de efecto reparador. Aunque con esto también me estoy dando cuenta de que hay cosas que no marchan bien; cuando releo noto que mi memoria no es tan buena como antes, por ejemplo. Ya hablé de eso. No me refiero a los hechos, a lo que he estado contan-

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do, pues difícilmente podría estar más vívido, lo raro es que he intentado sin éxito reconstruir el estado de ánimo o la disposi-ción con la que he escrito cada día desde que llegué. Me estoy enredando otra vez.

Percibo lo escrito en este diario como si hubiera ocurrido hace meses; todo me resulta empañado… o tal vez sería mejor decir falsificado. Me conformo con las imágenes que leo con el escepticismo contrariado de un viejo que acepta haber dicho algo que le atribuyen —aunque sabe que esa no es su forma de hablar— para que no se sepa que está perdiendo la memoria. No sé si de verdad últimamente no ha pasado nada sobre lo que valga la pena escribir, o si he estado de un malgenio y una apa-tía que no me permiten darme por enterado de nada. Apenas ayer Azucena me preguntó por qué andaba tan callado y tuve que esforzarme para no soltar alguna impertinencia; debo pres-tar más atención, la agresividad suele venir de la mano del can-sancio y el desaliento. Voy a dar una vuelta, estoy como atorado.

Ya me había hablado Inés de las fogatas, pero no había ido porque coincidían con la hora en que me siento a escribir. Como los dolores están ganando fuerza por la noche creo que mejor seguiré yendo a ver si el calor me ayuda; las últimas dos veces que fui no estuvo mal, además logré distraerme del dolor de cuello más de lo que lo hubiera hecho aquí escribiendo. Hoy pienso volver… y mañana y pasado mañana, si las siguen ha-ciendo. Se pasa un buen rato allá en la fogata. Lo que más me divierte es la presencia callada de Gustavo, sus expresiones de niño viejo con las que parece cuestionar al que sea que esté ha-blando; pero no, todos esos gestos son solo para él (o para sus amigos imaginarios) y a mí me dan ganas como de acercarme a ver de qué se tratan sus murmullos. Mi morbo en ese aspecto es ilimitado, reparo hasta en su más mínima mueca; es un viejo inagotable. Ya veremos qué tiene para hoy, por ahora me quedo aquí, agazapado en mi cuarto con una sensación corporal en la que los músculos de mis piernas parecieran recogerse has-ta formar un puño rencoroso; duele. Hoy amanecí además con los parpados pegados; al principio pensé que era el cansancio, luego supuse que debía ser la falta de lubricación normal en

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alguien con diagnóstico de Sjögren, pero lo que ocurrió fue que olvidé quitarme los lentes de contacto y eso provocó una situa-ción desastrosa. Así que esto que he escrito hasta ahora, lo he hecho con unos ojos adoloridos y enrojecidos que no me dejan ver muy bien las letras. Espero que sirvan de algo todas las pas-tillas que me tomé.

La estadía en el apartamento de Leticia se alargó unas dos horas, se hubiera alargado más de no ser porque ella no quiso que hiciéramos siesta. Qué lástima, porque ya me había hecho ilusiones de agotarme con ella hasta el cansancio. Se lo recri-miné, le dije que solo podía estar así de callada porque estaba fatigada, y que era mejor dormir aunque fuera un poco para aprovechar mejor la noche.

—¿Cuál noche? —me preguntó.

—Pues esta —le dije—, ¿cuál otra?, no irás a salir con que tienes cosas que hacer.

—Vamos a ver qué se me ocurre —dijo con displicencia.

—Pero que lo sepas de una vez para que luego no te quejes —dijo cambiando a un tono más amable mientras iba hacia el baño—, me gusta conversar mientras manejo… no nos vamos a quedar aquí todo el día, ni soñando.

—ah, es que sabes manejar.

Para salir del garaje había que subir una curva angosta de-masiado inclinada y el carro, un Skoda verde que había conoci-do mejores días, no logró salir sino como hasta el quinto inten-to. El forro de mi asiento estaba agujereado por quemaduras de cigarrillo y la ventanilla bajaba menos de la mitad; pero a pesar de eso y de un olor como a caucho y a gasolina, el carro era acogedor. El equipo de sonido, superando cualquier expectati-va, resultó dar un sonido bastante bueno, pero a Leticia le dio por poner una música clásica que parecía hecha para cualquier cosa menos para pasar un buen rato. Le dije que esa música me recordaba los niveles más difíciles de un tetris.

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—No sé si te entendí eso pero es Schonberg, estás oyendo Schonberg — insistió como queriendo enfatizar que yo era un ignorante.

—Maravilloso.

A ver. Creo que no he analizado nada. Bueno, nunca analizo mayor cosa. Pero no. Escogí un mal día para escribir. No puedo dar esos saltos así como así. Ya me siento menos mareado y es-toy en plenas facultades para contar las cosas de un modo más razonable. ¿Estoy nervioso? No, y me siento mucho mejor de los ojos, por cierto. Hubo algo curioso antes de salir. ¿Por qué tuvimos que irnos para esa finca? Yo la verdad no quería ir... Los paseos campestres nunca me han gustado, menos si duran poco y se le van a uno dos horas atravesando la ciudad; pero con Leticia era lo que ella dijera y yo acababa por aceptar como si compartiera su entusiasmo.

La idea de irnos para allá debió ocurrírsele durante esa ida al baño. Yo me había quedado en su cama entretenido con una Readers Digest que había sobre su mesa de noche. Estaba leyendo algo sobre los desaparecidos en el desierto de Ataca-ma mientras el eco de su chorro (un chorro como de caballo) retumbaba contra la baldosa del baño y se esparcía por todo el apartamento…

¿Pero qué tiene que ver una mujer orinando con los desapare-cidos sepultados en Atacama y lo que pasó esa noche? Algo ten-drá que ver quizás, o no, puede que no tenga nada que ver y todo sea como la famosa frase de Macbeth, la del sonido y la furia. No me la sé de memoria y es muy bella, mejor no parafrasearla.

—Vámonos para Las casuarinas —dijo al volver—, el día es perfecto, todavía es temprano… —añadió mientras un brillo le cruzaba la mirada—. Vamos, podemos pasar la noche allá. ¡Vie-ras el lugar! Prometo que te va gustar. ¿No te parece? Ahh —se interrumpió al verme contrariado—, por ropa no te preocupes, en mi closet tengo algunas cosas que te sirven, seguro...

—¿A dónde es que vamos? —pregunté con desgana.

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—No me hables en ese tono —dijo—. Es solo una finca, un lugar que nos dejó papá al que mi mamá no le gusta ir. Se in-venta toda clase de pretextos, al final termina diciéndome que yo soy la encargada; digamos que es una especie de obligación y tú me vas a acompañar.

—¿Por qué le dices papá?

—¿Perdón?

—Que por qué le dices papá.

—¿Cómo quieres que le diga?, ¿mi progenitor?

—Se supone que es tú papá.

—En eso estamos de acuerdo.

—Entonces…

—¿Cuál es tú punto?

—Mi punto es por qué le dices “papá”

—Sigo sin entender.

—No te molestes.

—Me estás impacientando, por qué me dices que después que no me moleste; más bien deja tú de joder, y ya. ¿Cuál es tu punto?

—No, creo que ya mejor no hay punto. Sigue diciéndole papá, a secas. Dejemos así.

—Gracias.

—No hay por dónde.

—Ni para quien.

—¿Con tilde o sin tilde?

—¿Qué cosa?

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—el “quien”, dijiste “para quien”.

—Yo creo que mejor con tilde.

—Ni para quién…

No estaba muy interesado en ir de paseo a su finca. En re-trospectiva todavía me culpo de pusilanimidad, ¿pero qué más iba a hacer?, ¿quedarme solo? De alguna forma sentía que sus planes habían ido cambiando a mí favor. “Al menos seguiré con ella”, me decía emocionado. Acepté en préstamo una ropa que no me convenció para nada: camisa azul cobalto, de cuello, con botones; pantalón de paño, negro, con rayas rojas punteadas. Parecía un golfista de luto. A Leticia le pareció que me veía “de lo más guasón”, no supe si era una expresión gratuita o si de ver-dad quería decir algo. Aunque apenas había pasado el medio-día, a través del parabrisas se veía una nube negra que parecía dar el día por terminado.

No esperé a que pasaran ni tres canciones para decirle que prefería sus historias a lo que estábamos oyendo. Aunque no le divirtió el comentario, cambió el cassette por otro que tampoco es que fuera de música para irse de paseo a la finca. Pero fue un avance, pude cerrar los ojos.

Cierro mis ojos y trato de ver a Leticia. La puedo imaginar muy bien, pero no la veo, su imagen no aparece ni siquiera en sueños. Vuelvo a cerrar los ojos. Veo rombos, rombos que se unen y se estiran en tonos de rojo y marrón. Es una figuración muy tenue, debo cerrarlos y dejarlos quietos por un rato para ver esas formas, esas geometrías. A veces hay algo amenazante en la forma de esas figuras, en su color, algo que parece tener que ver con mi cara, con mi expresión. Si sonrío, si muevo los músculos de mi cara en el sentido de una sonrisa, la amenaza se va, el color y la deformación de los rombos se va volviendo agradable, acogedora.

Terminé disfrutando el retraso para salir de la ciudad. La mano de Leticia pasaba a veces por mi rodilla, a veces por mi cuello; habría sido un sueño perfecto de no ser por los frenazos

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abruptos del jueguito de Leticia para que no me durmiera. Una vez pasamos el primer peaje, la carretera se ensanchó y avanza-mos mucho más rápido. Anduvimos (nunca puedo escribir esa palabra sin sentir que debo reemplazarla por otra) al menos media hora por un paisaje de pastos y vacas de lechería a lado y lado, esparcidas por praderas subdivididas extensivamente. Al fondo de la carretera, pinos sobre los que daba una luz dorada pálida parecían hundirse en el cielo. Algo vibraba con mucha suavidad. De pronto comenzó a sonar una canción que sí había oído; pero llegaba desde tan lejos que sus primeras notas solo me decían que la había olvidado. Me recordaba a mi abuelo. Y en mi mente se creaba una imagen de fondo amarillo opaco, con la que volvía a sentir un olor picante a tabaco en medio de una sala de muebles inmensos, forrados en una tela café, de rayas ya no sé si suaves o ásperas que yo arañaba sin que nadie me viera. Esa canción me hizo volver a sentir una extraña impre-sión recurrente de mi infancia: cada vez que mi abuelo fumaba, sentado en el sillón del estudio, recogido y con los ojos achina-dos, a mí me daba por imaginarme que él no era mi abuelo ni un humano sino algo así como un muñeco hecho de tierra y pa-los que mis papás habían dejado para cuidarme; eso me hacía sentirlos cerca y me obligaba a perdonarle a mi abuelo todas sus lecciones bruscas. Arañaba los muebles a escondidas. Sen-tía que mi abuelo no era un persona, ni un insecto ni nada que yo pudiera entender; eso me parecía magnífico pero también me aterraba, y me daba una sensación que era algo así como esperanza; varios años después dejó de fumar, y ya no volví a oír la canción, mi abuelo fue volviendo a sus contornos.

Acababamos de salir de la vía principal cuando empezó a sonar esa canción. Estábamos en una carretera destapada, se-guramente entre pinos y eucaliptos… y siete cueros muy flo-recidos, esos sí los recuerdo. Más allá de los árboles había más potreros con vacas, solo que estos parecían no estar parcelados y la pradera se hacía interminable. Puede ser que Leticia haya dicho, refiriéndose a las vacas, que debía ser extraño que la co-mida, que alimentarse, fuera algo de tiempo completo. Y puede

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ser también que a mí la canción me tuviera tan abstraído en lo de mi abuelo que no le respondí nada. Y luego me contó que hace algunos años había aprendido a tocar la canción, pero que era muy probable que de tanto tiempo sin practicar ya la hubie-ra olvidado. Y:

—Le gustaba mucho a papá —dijo con una expresión dis-traída que hubiera confundirse con decaimiento.

—Se me fue el nombre de esa canción —mentí para no preguntarle.

—Ah, es el Humoresque, de Antonin Dvorak.

A medida que aprecían las frases del violín, yo miraba hacia la montaña, fijándome en las peñas y barrancos que dejaba ver la neblina. Íbamos con las ventanas arriba y el aire acondiciona-do me dio un poco de náuseas, así que abrí mi ventana. Ella, sin molestarse, abrió la suya, y fue como si los dos nos quitáramos algo de encima. No hay ventanas de esas que se puedan abrir así, ya no.

Para ir a la finca de Leticia se toma (o se tomaba, como para seguir evitando otros verbos como coger) rumbo norte por la misma autopista que trae a Mediacuesta. Solo que la finca que-da por una vía entrante al menos treinta kilómetros más al norte; en cambio para llegar a este sitio se dobla a la derecha un poco después de un puente y se adentra uno por una carretera, cerca-da al principio por bambú, que no para de subir y de dar vueltas.

Los dedos de Leticia tamborileaban sobre el timón por fuera del tempo de la canción; pensaba en otra cosa. Ahora me cues-ta no ver en ese gesto una especie de presagio, el desasosiego que expresaba no encajaba con el estado de ánimo que su-puestamente nos conducía a su finca. Tal vez algo en ella, algo en su inconsciente, ya sabía algo. Entre nubes brillantes que pa-recían un solo cobertor, se abrió un espacio de azul claro don-de se concentró la vida del día. Tan pronto acabó Humoresque devolví la cinta para volver a escuchar la canción.

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—A mí también me pasa —dijo.

—¿Qué?

—Lo que te pasa.

—¿Qué me pasa?

—Olvídalo

—No, de verdad, ¿qué crees que me pasa?

—Pues eso, querer volver oír a la canción.

—Ah, sí.

—Qué creíste que te estaba diciendo —me dijo.

La segunda vez no visualicé a mi abuelo, sino que me distra-je con una hilera de árboles altos. La ágil gracia del violín con-trapunteaba con el titilar de las hojas más altas. Leticia miraba hacia delante, pero no creo que fuera la carretera lo que la tenía preocupada.

—¿Te pasa algo? —pregunté.

—¿Por qué lo dices?

—Mueves los labios, pareces hablando en voz baja —le dije.

—Yo no estoy moviendo ningunos labios.

—Esa es la parte que más me gusta —dije refiriéndome al momento en que el violín deja de representar una danza suave y pasa a una especie de lamento en el que el volumen de los instrumentos aumenta.

—No vayas a llorar — dijo.

—Eso te digo —respondí.

—Mira —volvió al minuto— otra vez se acabó, ¿de casuali-dad quieres volver a oírla?

—Las veces que quieras —respondí sin abrir los ojos del todo.

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Mientras devolvía la canción me reacomodé en el asiento para alcanzar una botella de vodka que Leticia había cogido al salir de su casa. La había dejado sobre el asiento de atrás pero con el movimiento había quedado debajo de mi puesto. Tomé dos o tres tragos y le pasé la botella; volví a cerrar los ojos y Humoresque sonó mejor. Después siguió una canción que me produjo unas imágenes extrañas que ya no sé si vi o si las des-cribo aquí por los sueños que he tenido últimamente: eran una especie de fantasmas hechos de humo dando vueltas por el aire, celebrando vertiginosamente como si hubieran sido libe-rados de quién sabe dónde. En medio de esas imágenes, el ca-rro se detuvo, habíamos llegado. Guardé la botella en el morral y me bajé. La casa era de una sola planta, pero por el lado de la entrada se alzaba una especie de torre a la que el moho y las enredaderas daban un toque romántico de abandono. El frente de vidrio dejaba ver, más allá del cielo reflejado, las paredes azul claro del interior y un corredor repleto de cuadros pequeños. Cuando apareció Omar, Leticia seguía en el carro intentando sa-car la llave que se le había quedado atascada. Aunque nunca lo había visto ni ella me hubiera hablado de él, su semblante con-fiado y complacido daba a entender que era alguien cercano a la familia. Apenas me vio me hizo señas para que estuviera en silencio mientras él se acercaba sigilosamente hacia el puesto de Leticia.

—¡Ah! ¡Omar! —gritó ella después de que él golpeara la puerta del conductor con sus grandes manos negras.

—¡Leti! ¿Cómo me le va? —dijo con un acento que no se pa-recía en nada al hablado de costeño que yo esperaba.

—Bien, Omar —respondió contoneándose para darle un abrazo sacando medio cuerpo por la ventanilla del carro—. Aquí haciendo fuerza, pero no voy a insistir más, ahí le dejo las llaves por si se anima a dar una vueltica. ¿Y las niñas? ¿Dónde las dejó?

—Se fueron para donde la abuela al pueblo —dijo con una ex-presión relajada dando a entender que no le molestaba estar solo.

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—Lástima, tenía ganas de verla. Mire, Omar, le presento a Abel.

—¿Qué tal? —dijo, dando la vuelta. Le estreché una mano anormalmente grande y encallecida.

Luego caminó hacia la puerta y se agachó para recoger una llave que había dejado bajo una piedra, nos abrió la casa y se fue diciendo que volvía a vernos apenas terminara la carrera de fórmula que se estaba viendo.

Recuerdo que el tono celeste de las paredes me produjo una impresión muy agradable. Los cuadros que había visto desde afuera resultaron ser retratos rústicos de santas y patronos de la Iglesia. Seguimos a una sala. Sobre la única pared en la que no había telares caía una luz amarillenta que se filtraba por el vidrio.

—Pon tus cosas donde quieras —dijo Leticia. El sol aclaraba sus ojos—. Y no te pongas tan cómodo que vamos a dar una vuelta, quiero mostrarte algo.

—A ti qué será lo que te cansa… —dije.

—¿Perdón? —preguntó a pesar de haber oído bien.

—Que no sé de dónde sacas para tanto.

—No hemos hecho nada y ya estás pidiendo descanso¬ —me respondió.

Al salir de la casa vi junto al carro un magnolio pequeño al que se le alcanzaba a ver una flor todavía cerrada. Aunque en la dirección hacia la que íbamos el cielo todavía estaba azul, al girar un momento vi un cúmulo de nubes oscuras suspendidas al fondo de la casa.

—¿Crees que va a llover? —pregunté.

—¿Tú crees?, no sé, al menos no de aquí a que regresemos —terminó de decir casi susurrando.

Fuimos desandando el mismo camino por el que habíamos entrado unos diez o quince minutos antes. Leticia se detuvo frente a un alambre de púas y me pidió que le abriera un espa-cio con el pie para pasar por debajo.

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Después de cruzar el alambre caminamos hacia una peña por un camino apenas insinuado entre el espeso pasto de ga-nadería. Mientras subíamos, unas aves chillonas se abalanzaban hacia nosotros, esquivándonos justo antes de estrellarse. Algu-nas pasaban tan cerca que opté por armarme con un tronco pequeño de eucalipto. Cuando Leticia vio esto, se quedó mirán-dome con una expresión entre cariñosa y extrañada; hizo como si fuera a decir algo, pero en cambio movió su cabeza como aligerándose y se inclinó a recoger algunas de las campanitas que yo acababa de tirar, las frotó contra sus manos y volvió a arrojarlas. La pendiente era considerable y el pasto largo daba a nuestros pasos un sonido de trabajo persistente, como si varios caballos estuvieran masticando caña. En menos de diez minu-tos llegamos a una especie de cumbre. Hacia el lado por el que habíamos subido se veía el destello del sol reflejado en la vi-driera de la casa; hacia el frente, a unos pocos metros de donde estábamos parados, un grupo de patos no se decidía a meterse al agua de una pequeña laguna rizada en las orillas por el vien-to. Leticia se adelantó y se hizo cerca del agua, yo me senté justo detrás. Mientras miraba cómo se mecían las ramas de un peque-ño sauce plantado junto a la laguna, Leticia se puso a tararear.

—No te conocía este lado tan contemplativo —dije buscando disipar algó, no sé qué, quizá el cuadro pastoril que formábamos.

—Aquí vine varias veces con mi papá, al final. No te he con-tado de eso.

—No.

—Era cometista, casi todos los sábados íbamos a volar y de-jábamos a mi mamá en casa; que siempre se preparada para lo peor, odiaba las cometas.

—¿Tú volabas en cometa?

—Sola, desde los dieciséis años.

—¿No es demasiado extremo? —pregunté impresionado. Ni en ese tiempo ni ahora sería capaz siquiera de volar en parapente.

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—Puede ser que sí. Aunque de varios aterrizajes difíciles ape-nas salí con un par de fracturas: clavícula y pulgar derecho. Mira —dijo mostrando sus dos pulgares para que viera que uno se curvaba mucho menos que el otro—. No estuvo tan mal. Ven, es-cucha —dijo acercando el dedo que se quedaba recto a mi oído.

—Suena como cuando hundes una lata de cerveza vacía —dije.

—Cerveza importada —añadió riéndose.

—¿Y sigues volando?

—No, no volví hacerlo, desde esa vez no volví a hacerlo. Esa tarde había mucho viento. Yo iba detrás de él y vi cómo se le ladeaba la cometa mientras vomitaba… un vómito que se al-canzó ver desde esa distancia, imagínate, era negro, Abel, as-queroso, parecía Coca-Cola, pero él nunca tomaba gaseosas. No sé cómo hizo pero logró maniobrar para aterrizar sin lastimarse; en cambio yo después de ver eso, imagínate: me rompí la claví-cula y me di en la cara. Como se sintió responsable de mi acci-dente aceptó hacerse una endoscopia para ver qué, pues desde varias semanas atrás venía con náuseas y dolores raros.

—¿Y? —pregunté.

—Y… la biopsia dijo que tenía cáncer de estómago en una etapa muy avanzada.

—No sabía nada de eso, Letica. Lo siento.

—No tenías por qué saber —dijo con suavidad—. Pero no te contaba esto para que te apenaras, te decía que vine mucho aquí con papá al final… Es que a lo último desistió de las qui-mioterapias, le daban durísimo, quedaba medio muerto; como el tumor resultó no ser operable lo trataron con la mezcla de medicamentos más fuerte que había disponible. Pasaron algu-nos meses, el tumor no mejoró casi nada y en cambio él estaba cada vez más decaído, entonces un día dijo que asumiría lo que fuera, pero que el tiempo que le quedaba no se lo iba a pasar además envenenado.

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Después de decir eso estuvo un rato en silencio. Por eso re-cuerdo el sauce que se mecía en la orilla.

—Y de ahí en adelante —retomó— no volvió al hospital, no se hizo más quimioterapias; lo único que mantuvo fue una die-ta a base de vegetales crudos y zumos de fruta.

En ese momento recordé a mis padres con un sentimiento de anhelo extraño, como ajeno. Desde pequeño he asumido con naturalidad el hecho de ser huérfano, crecí con mis abuelos sin atesorar demasiado los pocos recuerdos que conservo de mi mamá; tal vez por eso la afectuosa serenidad con que Leti-cia recordaba los vuelos con su padre resultaba más eficaz para conmoverme que si se hubiera mostrado dramática. Si hubiéra-mos tenido más tiempo probablemente habríamos comparti-do historias de huérfanos.

—¿Está lloviendo? —preguntó Leticia confundida por el mo-vimiento del agua que habían causado los patos al sacudirse.

—Aunque se puso muy flaco y un poco amarillento —siguió diciendo—, su mejoría fue notable, obviamente nada de come-ta, pero se mantuvo muy activo, caminaba por las tardes y mon-taba en bicicleta al amanecer. Lo que más lo atormentaba, mu-cho más que el dolor, era una sensibilidad muy intensa para los aromas. Vivía fastidiado. Aunque papá siempre tuvo la cabeza bien puesta, en ese aspecto a veces daba la impresión de que se le estaba quebrando la vara. Decía que algunas fragancias le producían un pitido en el oído o una lucecita en alguno de sus ojos, como si se hubiera encandilado. Evitaba algunas visitas que le parecían demasiado almizcludas y no sé cuántas mar-cas de jabón probamos; pero de todas decía que le dejaban el cuerpo apestando a parafina y perfume, hasta andaba con una bolsita de café en el bolsillo que sacaba cuando le daban arca-das. Creo que debido a todo eso prefirió pasar más tiempo en esta finca. Cada vez que veníamos a la laguna mi papá recogía del suelo palos de eucalipto y les arrancaba las campanas; por eso me pareció tan llamativo que tú hicieras lo mismo cuando comenzamos a subir.

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—Ambos intentábamos protegerte de las aves locas —dije.

—¡Já! Te asustaste cuando se nos vinieron encima, estabas pálido ¿Cierto que sí? Y ahora te las das de protector… no, Abel, a diferencia de ti, mi papá y yo hace años habíamos notado que esos pajarracos son solo bullosos.

Honestamente sí había creido que esas aves se nos abalan-zaban, pero, a pesar de ser un cobarde, no había sentido real-mente miedo. De todas formas, en lugar de corregirla, terminé haciendo una sonrisa fácil dictada por un ansia que ella, poco ingenua, no tardó en comprender. Me abrazó y se dio media vuelta sin necesidad de levantarse. Se había vestido con la mis-ma despreocupación que Inés el día que la vi con Felipe a través del ventanal del comedor por primera vez. Cuando menos pen-sé fue que todo estaba ocurriendo.

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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número siete de la novela.

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