Visitas a Mediacuesta, Entrega XIII (Final)

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Hemos llegado al capítulo final. La historia de Abel aquí termina. 13 capítulos. Gracias por sus comentarios, por sus preguntas, por haber acompañado la serie. En las próximas semanas vendrán más ilustraciones y un poco de música hecha por cierto personaje de la novela. El libro se editará en el transcurso de este semestre, los tendremos al tanto.

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AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons Reconocimien-to-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega XIII

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XIII

Desde que salí no he hecho sino pensar en la conversación que tuve el otro día con Rodrigo. Eso de la esfera y de las almas dando vueltas por ahí antes de nacer. Tuve un sueño que me obligó a salir del cuarto. Necesito aire, necesito que la gente pase y me salude, así cojeen o vayan en sillas de ruedas, nece-sito sentir que hay gente. Tengo un poco de miedo y al mismo tiempo tengo ganas de reír. No importa que pasen de largo y me vean escribiendo, con que no les dé por quedarse me bas-ta, si se quedan tampoco voy a hacer drama. Pero bueno, me concentro. Intento escribir sobre el sueño que tuve y sobre el poema del que estuvo hablando Rodrigo el otro día, lo de la mónada. El sueño debió empezar a eso del amanecer porque hace un rato me había despertado y eran las cuatro y media. En el sueño me veía a mí mismo en el cuarto de la casa de campo de Leticia, me encontraba parado en una esquina mirándolos, mirándonos. Leticia dormía y yo estaba acostado, parecía can-sado. De un momento a otro, sobre la pared empezaron a pro-yectarse imágenes de Leticia bailando con un traje de campe-sina, girando hasta caer en una zanja. Leticia empezaba a vomitar y yo me levantaba y trataba de hacer que ese yo que estaba ahí sentado hace veinte años se percatara de mi pre-sencia; pero en vez de eso, su aspecto (¿o diré mi aspecto?) era el de alguien a punto de vomitar y lleno de miedo. Ahora que recuerdo esas eran también las imágenes que irrumpieron en mi cabeza esa noche y que me hicieron bajar a escribir un tex-to lleno de indigestión. Aquí afuera hace mucho frío y la única

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persona en la cancha es Felipe que da vueltas con una motrici-dad más bien impedida, como si tuviera algún apremio fisioló-gico. En esta mañana fría de Mediacuesta me pregunto qué es el tiempo y qué son las presencias y las existencias individuales. Lo que soñé hace un rato fue una visita detallada a lo que pasó esa noche después de que Leticia se quedó dormida. Me vi ahí, ansioso en su cama, hace ya tantos años, y me pregunto si no fui yo mismo (mirando desde afuera lo que ocurría, sabiendo muy bien qué iba a ocurrir) quien me infundió ese miedo, esa espe-cie de premonición que me tuvo desasosegado escribiendo y paseando por el jardín esa noche antes de que llegaran los uni-formados. Suena estúpido, lo sé, pero fue muy vívido, ni siquiera el doctor Cabal tendría las herramientas para refutarlo. Pero bueno, no quiero hablar del destino, ni nada por el estilo, esas cosas están más allá de mis posibilidades. Quizá es cierto que podemos ser fantasmas cuando soñamos, tal vez es posible vi-sitar otros tiempos en los sueños, quizá una vez allí estemos ca-pacitados para apagar luces, abrir grifos, cerrar puertas o comu-nicar sentimientos que quienes están ahí y no pueden vernos sienten como la insinuación de un espectro o el asomo de una premonición. Quién sabe, puede que los fantasmas sean vivos soñando por fuera del cuerpo, de su espacio y de su tiempo, tal como hice en el sueño de esta madrugada, viéndome desde afuera a mí mismo acostado junto a Leticia, confundido porque seguramente mi presencia invisible proyectaba una sombra cargada de todo lo que iba a pasar. ¿Me oyes, Rodrigo? Te ima-ginas, esa sí que es una buena- ¿Me oyes, Rodrigo? Jajaja. No me oye. O se hace el que no me oye, va subiendo por las escaleras hacia el comedor y lleva una pañoleta de rayas azules. Seguro va recién bañado, es bastante curioso que suba por las escale-ras y no por la rampa. Ya, ya me vio. Saluda como de mala gana, sigue derecho y hasta mejor que no venga porque no he termi-nado de escribir. Al principio era un sueño muy tranquilo. No sé si sabía que estaba soñando, era como si lo supiera y no hubiera nada de raro en volver a esa escena. Me vi levantarme de la cama, me vi bajar y me seguí. El otro Abel parecía confundido y estregaba sus manos contra el pantalón como secándose el su-

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dor. Luego se puso a escribir esa historia rara sobre Leticia y la balsa y yo me puse a pensar cuál era la dichosa cosa con las balsas que aparecen una y otra vez desde que llegué a Me-diacuesta. Últimamente veo balsas y hablo de balsas y pienso en la intemperie y casi que añoro un viaje que esté completa-mente expuesto al afuera más puro. Recuerdo haber escrito que Leticia y yo haciendo el amor debimos vernos como una precaria embarcación derivando en un océano que de repente se convierte en un desierto. Derivar, nunca he derivado, siempre he querido perderme pero me gustan las habitaciones acoge-doras y los altillos y los viajes los prefiero más bien cortos. Las habitaciones de Mediacuesta no son las más acogedoras del mundo, pero cuando estoy acostado y siento miedo por lo que pasa en mi cuerpo es cuando creo que más me acerco a la sen-sación de derivar, es como si mi cuerpo se fuera desprendiendo del contorno que lo sujeta, y una vez fuera de ese contorno, en-tiendo la magnitud de la soledad en la que me encuentro, una soledad que brota más del sentirme ajeno a la salud de los otros que del hecho de haber estado solo tantos años. Estas últimas noches me he visto de pronto rezando, repito oraciones que no repetía desde que vivía con mi abuela y me sorprendo de lo caprichosa que puede ser la memoria, recuerdo mecánicamen-te, letra por letra, el ángelus, el padrenuestro y el yo pecador; hay otras que sigo a medias, pero igual las digo como en un si-seo, en la penúltima puerta de la vigilia. Parece que no necesito estar tan seguro de la existencia de Dios para que esa clase de cosas me ayuden a dormir mejor. Cuando repito las oraciones no sé por qué me concentro principalmente en la lengua, en la agilidad de la musculatura, en su búsqueda incansable por una posición inestable, me dejo envolver distraídamente por lo que digo. Pero al final es vacío lo que siento, pero un vacío sin an-gustia, un vacío acolchado, sin Dios ni proyecciones futuras; un cuerpo sin salud es como una brújula en un mundo en el que los polos magnéticos se han desvanecido. Un objeto inútil pero embellecido por una funcionalidad ficticia, artística. No hay norte ni hay sur en el curso de mi vida por estos días, y hoy hace mucho frío, no hay imanes que me vayan a llevar rápidamente

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a una fosa o a una cúspide espiritual, pero me pregunto si de tanto soñar con paraísos no estaremos creando un fin, un polo, un lugar que todavía no existe y al que supuestamente siempre ha apuntado la brújula humana. Sopla un viento delicioso mientras Astrid me mira desde el otro lado del ventanal, junto a su mesa está Inés sentada de espaldas, parece que discutiera con Felipe, esa calva es inconfundible. Todavía no voy a subir al comedor. Amanecí sin hambre, extrañado por el sueño, ¿cómo fue que pude verme desde afuera? Qué raro ese desdoblamien-to, sentí mi propia angustia al verme caminando por el jardín antes de que llegaran los uniformados, los asesinos. Daba vuel-tas en torno a mí mismo, me decía con naturalidad “Tranquilo, tranquilo mi hermano (¿por qué me decía mi hermano?), no hay nada que temer, en unos años estarás enfermo y ya qué, ya nada, acuéstate a dormir, échate en el pasto”. Tan pronto oí a uno de los uniformados decir “¿Creyó que no nos iba a volver a ver, negro”, caminé hacia ellos con la soberanía que me daba la invisibilidad. Qué bueno ser invisible, si ahora fuera invisible su-biría al comedor y me pararía en el ventanal a oír los cuchicheos de sus reproches matutinos, miserables, repetitivos, pobreto-nes, me quedaría ahí en frente de ellos mirándolos no verme mientras observan el paisaje de la hondonada neblinosa a tra-vés de mí. La verdad es que si me preguntaran dirían que sí, que estoy enfermo, soy una veleta oxidada que chirrea pero ostenta la belleza de las cosas que han sufrido los embates de la intem-perie (¿cuál intemperie?), y si fuera bella, ¿hacia dónde apunta? ¿Por qué escribo por escribir? Todas estas palabras amanera-das… ¡Buenos días, don Libardo!, le digo ahora que viene pa-sando como algún aparato remendado, inédito, oxidado como otra veleta oxidada. El viejo ni me mira, solo responde mecáni-camente y sigue su camino, ¿hacia el comedor?, sí, hacia el co-medor. Decía, volviendo a mi sueño, que apenas el uniformado le habló al negro, caminé hacia ellos como un ser sobrenatural. El que llevaba chaleco me pareció atractivo, cuando digo atrac-tivo no hablo de algo necesariamente homosexual, hablo como de una afinidad. El tipo era barbado y tenía unos ojos pequeños que parecían cansados y maliciosos. Lo sentí como un amigo,

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un viejo amigo de esos que la vida se encarga de alejar por cuestiones de trabajo en países diferentes pero a los que uno sigue guardando una mezcla de respeto, devoción, envidia y miedo. Todo fue rápido y nítido. Le dispararon al negro con el rifle y el sonido del disparo opacó el golpe también bastante fuerte de su cráneo contra el adoquín. Cuando levanté la mira-da de la sangre que empezaba a abrirse camino lentamente sobre el moho de la piedra (su sangre resbalaba con la dificul-tad con que resbalan los aceites reutilizados), ya no me vi de-trás del magnolio, el Abel de hace más de veinte años, supuse, ya se habría desmayado. Entonces caminé y ahí estaba, deteni-do, mirando hacia ninguna parte o hacia algo que estaba más al fondo de las últimas hojas de los árboles donde había puesto los ojos. La verdad es que ya no me veía asustado, parecía con-centrado, como si ese momento dependiera de mi concentra-ción, como si yo fuera, en el colmo de la perversión y la mega-lomanía, el ventrílocuo de lo que iba a ocurrir, el que diseñaba lo que sucedía, el verdadero asesino… pagaba el precio de tal alcance con mi pánico, al menos eso era lo que pensaba mien-tras me veía ahí tirado muerto del susto y completamente inca-paz de percibir mi propia presencia. Volví a los uniformados, caminé sin oír mis pasos y entré con ellos a la casa. Vi los cua-dros de los santos y sentí deseos de subir a ver a Leticia dur-miendo rodeada por las reproducciones de Abbas Ibn Firnás en su intento de vuelo. Aquí en Mediacuesta se reporta un cielo menos que parcialmente nublado. El día se pone mejor, algu-nos comienzan a salir del comedor. Qué estúpida rima. Arriba la tripulación. Ahí va el doctor Cabal. Aquí está. Mejor dicho, es mejor que le hable. Me pregunta qué hago con esta libreta, me mira con una expresión que no sé si es de desconfianza o de desprecio, como si tomar nota de las cosas mientras uno habla fuera algo sospechoso o estúpido. Allá él. Dice que esta tarde le gustaría verme por su consultorio. Que así sea. Adiós, doctor, tenga un buen día. Hoy tengo decidido ser amable a mi mane-ra, así que Felipe se quedará con ganas de saber qué estoy ha-ciendo cuando limite mi interacción con él a un buenos días, no tengo por qué explicarle qué siento ni qué escribo, ni qué soñé,

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ni qué hago en Mediacuesta, ni cuál es mi enfermedad, ni si me importa o no que él sea un supuesto conato de narcotraficante retirado. Pensándolo mejor entro y desayuno alguna cosa, ya me dio hambre.

Astrid me saluda y yo la saludo, nada especial, nada sensible, perfecto, me siento en la mesa de Inés, tomo el mismo puesto que ocupaba Felipe hace un momento. Me mira escribir. ¿Estoy nervioso? No, no son nervios, es otra sensación diferente a los nervios que ni para qué me pongo a desgranar, solo diré que se parece a… no estoy demasiado acostumbrado a sentirme así. Este sitio huele a caldo de gallina, más a hora de almuerzo que a hora de desayuno “¿Y para dónde se fue Felipe?”, le pregunto a Inés. Me responde con un gesto con el que parece reprocharme el despropósito de esa pregunta. Nos miramos, está muy bella, suave, parece más cálida. Había olvidado lo que me dijo Manuel, eso de que está sin voz. Señala su garganta, todavía no puede hablar pero lo intenta y le sale una vocecilla como de viejita que seguramente le produce dolor.

Ninguna voz de viejita, Abel. Pero sí es verdad que duele “producirla”. Parezco una cafetera, mejor ni lo intento. ¿Por qué te dio por estas?

¿Te refieres a la libreta?

¿A qué más?

Pues la verdad, no sé. Creo que todo tiene que ver con un sueño que tuve, quería escribirlo rápido pero no quería quedar-me en el cuarto.

Veo, ¿no te has bañado? Gracias por los cumplidos que escri-biste más arriba (bella, suave, cálida) mejor dicho… tú sí entien-des de caballerosidad, pero eres un mentiroso, estoy horrible.

¡Ay, tú tan modesta! y no, no alcancé a bañarme, igual tam-bién me baño por las noches, así que no debo oler muy mal.

Estamos como chistosos con esta escribidera, pero me gusta. ¿Ya viste cómo nos mira Azucena?

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Sí, parece preocupada.

Ay, este lugar suele ser insoportablemente monótono, hace faltan cosas de estas, ¿me acompañas a fumar?

Acabo el croissant y vamos.

Intenta comer un poco más rápido, por favor.

***

Gracias

¿Por qué?

Por acompañarme… y por no sermonearme con lo del ci garrillo.

¿Y qué esperas que te diga? No fumo pero tampoco creo que dejar de fumar sirva mucho que digamos a estas alturas.

No quiero que me expliques eso de “a estas alturas” pero puede decirse que pienso lo mismo. ¿Me intentas señalar algo o se te está paralizando la cara?

Mira bien.

Si quieres yo te escribo y tú me hablas, es que no te había contado pero me intubaron, estuve varios días con respirador y en esas parece que me lastimaron las cuerdas vocales, ¿se dice bucales o vocales?

Creo que se dice vocales, pero no estoy seguro. Y no, si no te importa prefiero que los dos nos escribamos. Así está bien.

Entonces que sea como tú quieras… ¿Qué me estás señalando?

Detrás del árbol

¡Noooo, qué lindo! Está grandísimo ¿Te acuerdas cómo le íbamos a poner?

Creo que Chinchorro o Ronald, ¿no?

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Tan tonto, esa noche yo dije que le íbamos a poner mosco sí era macho y mariposa si era hembra. Esta líndisimo, parece un muñeco de mentiras, ay, qué ternero tan hermoso, te juro que si no fuera alérgica me iría ya mismo a abrazar al pequeño “mosco”.

A ti te dio por llamarlo así, a mí la verdad se me parece más a un cruce de ternero y conejo.

Ah ¿sí?, pues sabes a quién te me pareces… hace días quería decírtelo.

Dime, lindura, ¿a quién me parezco?

¿Lindura?

O como quieres que te llame, pero qué, dígame, señora Inés, ¿me le parecí a un amor de hace muchos años?

Nada de eso, mi querido Abel. Te pareces a Jeff Tweedy, el de Wilco, ¿has oído Wilco?, de verdad que te pareces.

Ya me lo había dicho una amiga, dijo que por las ojeras, ¿o habrá dicho orejas?, pero no, la verdad es que nunca he visto a ese tipo.

¿Ojeras? Hmm, bueno, tal vez, pero yo lo decía más por el pelo y la forma de tu cara…

¿Cuál forma de cuál cara? … lo tomaré como un halago.

Es un halago. Oye, volviendo al ternero (esto escribe una de-licia), cuando estuve tan enferma que me intubaron y me te-nían medio inconsciente soñando o fantaseando, llegaba a mí la imagen de la vaca dando a luz repetitivamente, era como una pesadilla. Veía una y otra vez cómo iba saliendo el ternero de la vaca con la placenta toda adherida. La placenta olía como a caucho quemado. Luego, cuando me despertaba, cuando vol-vía más en mí, porque igual estaba muy sedada, seguía oliendo a caucho quemado. No sé por qué, pero mientras tuve ese tubo en mi garganta pensé mucho en Mediacuesta, me acordé de

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todos, de la noche que estuvimos aquí de luna llena y Felipe dijo que quizá el ternero nacería muerto.

¿Puedo hacerte una pregunta?

Pues ya que preguntas

¿Tienes algo con Felipe?

Uy, ¡por Dios! Abel, hasta donde tú y yo sabemos Felipe es un hombre casado.

Y un imbécil, también; pero eso tampoco nos lleva a nada.

Qué preguntas las tuyas, ¿odias a Felipe?

No, para nada, solo me parece un poco chabacano y papana-tas, pero tú no has respondido a mi pregunta.

Ni lo voy a hacer, si me lo permites.

Sabes algo: a veces tienes unas salidas… pero eso no me molesta, más bien lo contrario. ¿Te molestaría traerme unos pé-talos de feijoa? ¿Recuerdas el otro día?

Claro que lo recuerdo. Estuve muy preocupado cuando te fuiste. Pero bueno, aquí estás y te ves bien.

Pues no puedo quejarme, lástima lo de la voz, pero dicen que es cuestión de un par de semanas.

Van a ser las cinco de la tarde y esto del sueño se me eva-pora… en estos casos hay que volver a leer, entonces todo se recompone, la cinta vuelve y rueda dentro de mi cabeza con una nitidez superior a este preciso momento. Ya había escri-to que (seguramente gracias al supuesto poema de Rodrigo y su monadología) era una especie de fantasma o espectro, o más bien un ser invisible que presenciaba todo lo que iba ocurriendo esa noche hace más de veinte años. También dije que el supuesto pánico en el que entré esa vez me pareció, visto desde afuera, como un estado de mucha agitación desde el cual yo mismo precipitaba el desastre. Era como si mi miedo

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nutriera el ambiente de lo que habría de ocurrir. Esas eran las ideas que tenía, esa era mi percepción mientras me veía a mi mismo temblar de miedo y mirar las ramas de los árboles que estaban quietas. No he escrito todavía sobre algo sumamen-te extraño que ocurrió inmediatamente después de que entré con los uniformados a la casa. Gradualmente, casi sin notarlo, dejé de mirar las cosas desde afuera y empecé a ver las cosas (como en cámara subjetiva) desde la perspectiva del hombre del chaleco. Estaba en su cuerpo, veía a través de sus ojos, pero no era dueño de sus palabras ni de sus pensamientos. El tipo daba órdenes y mentaba madres y yo sentía que esas palabras salían de una boca que era y no era mía (se sentía parecido a cuando de niño jugaba a robot con mi abuelo, me paraba sobre sus mocasines y él desde atrás comandaba los brazos y las piernas). Cuando subimos al cuarto Leticia no solo estaba despierta sino que ya había prendido la luz y nos esperaba de pie sobre la cama esgrimiendo un palo santo como si fuera un bate de béisbol.

—Tranquila —le dije, es decir le dijo el del chaleco. Empe-zaba a confundir su boca con mi boca (quisiera aclarar desde ahora que utilizaré de aquí en adelante la primera persona para referirme a cada intervención hecha en mi sueño por el hom-bre del chaleco, pues la verdad es que en muchos momentos mi propio yo terminó superpuesto y dominado por la perso-nalidad del tipo que, dicho sea de paso, nunca supe cómo se llamaba)—, cálmate, no te voy a hacer nada.

—Calmadita mija que no nos gustan las gritonas —dijo mi compañero.

Miré a mi compañero con un gesto severo que brotaba firme y espontáneamente del hombre del chaleco, pues yo mismo nunca habría sabido hacer un gesto así.

—Olmer —le espeté al otro—, no quiero volver a oírle la voz.

El otro no dijo nada.

—¡¿Quedó entendido?! —dije molesto sin alzar mucho la voz.

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—Sí, todo bien —respondió Olmer con desasimiento.

—No —dije aún más seco pero sintiendo que no tenía ne-cesidad de gritar —, ningún todo bien. A ver le pregunto si me está oyendo como necesito que me oiga. ¿Quedó entendido?

—Sí, señor —respondió Olmer con una sumisión más bien desganada—, quedó entendido.

—Ahora —volví dirigiéndome a Leticia que aunque estaba sobre la cama no parecía realmente asustada—, tú y yo vamos a conversar unas cosas. Olmer, espéreme abajo.

—Mi coman —respondió Olmer—, déjeme quedarme…

Olmer se detuvo ante otra de esas miradas severísimas, lle-nas de fastidio y de odio, afiladas de cansancio y decisión, y bajó las escaleras.

No van a dejar terminar esta maldita historia. A ver, ¿quién es?

Es Astrid. Voy a tener que retomar en un rato.

Si no te molesta estoy haciendo un ejercicio, le digo. Escri-biendo lo que va pasando, un diario en tiempo real. Astrid res-ponde que hasta donde sabe los diarios son en tiempo real. Sí, le digo que sí, pero que este es en puro tiempo real. Me da un trago de vodka. Es que no he tenido tiempo de decirlo: vino armada con la misma licorera de la vez pasada. Está haciendo cara como de que esto es una ocurrencia o una tontada, esto de escribir. Se acerca a mirar la libreta mientras me acaricia la espa-lada, tiene tufo, me amasa el cuello pero no dejaré de escribir. Permito que leas. Está mirando. No, no quiero que te vayas. Solo estoy escribiendo. Sí, tal vez estaría bien. Pero tú desabrochas. Yo desabrocho. Qué letra más linda tienes, Astrid. Siempre quise tener una letra así, apiñada, estrecha, bien definida. Nunca en mi vida me imaginé escribiendo acerca de la letra de una mujer con semejante pericia en materia de felaciones.

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***

Acaba de salir. Cómo entiende de rápido que no nos con-viene pasar demasiado tiempo juntos. No sé qué me pasa des-pués del sexo, supongo que debe ser algo relacionado con la agitación… algo no anda muy bien, me sudan mucho las ma-nos y siento la cabeza como puesta en otra parte. Es la clase de incomodidad que me ocurre cuando intento escribir con la zurda, eso mismo pero con mi cabeza, es como pensar, sentir, ser yo mismo, con una cabeza que no manejo bien, que opone una resistencia orgánica al orden del lenguaje, del estar, no me quiero poner demasiado enredado. Creo que me vendría muy bien dormir. Pero este malestar también puede estar relaciona-do con lo que dijo Astrid, no me gustó que después de husmear en mis papeles se pusiera a decir eso, que esto más que diario parecía una obra de teatro, que encontraba un poco ridícula, “un poco forzada” fueron sus palabras, esa forma de hacer par-lamentos con las cosas del día a día aquí en Mediacuesta. Allá yo si se me da la gana de escribir en orden lo que me dicen Libardo, Gustavo, Felipe, Azucena o cualquier otro que aparezca por ahí. A fin de cuentas quién es ella y qué ha hecho cómo para que me importen tanto sus acotaciones.

A las 9:40 de la noche siento como si no hubiera avanzado nada desde que llegué. Tanto en tratamiento como en escritura. No he dicho nada. Me siento estúpido hablando de mí mismo. O más que sentirme estúpido sencillamente no sale, no sale nada. Me siento hueco y al decir que me siento hueco me sien-to degradado diciendo algo fácil y que dice muy poco de lo que de verdad siento. ¿Me siento solo? Seguramente, pero tampoco siento necesidad de alguien. Las visitas de Mariana me vienen bien, pero tampoco pasa nada. Estás últimas noches he oído como gritos de niños en medio de una especie de fiebre, y yo, como si todo tuviera un sentido, pienso que esos gritillos febri-les vienen de los hijos que no tuve y que… fantaseo con salir de aquí y empezar de nuevo. Pero no, no es exactamente empezar de nuevo, es más como hacer algo distinto, cerrar de una vez

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por todas ese trato con Alejandro, darle mis acciones al precio que dice y ponerme a hacer algo provechoso, lo que sea que eso signifique. Si no termino de contar el sueño que tuve me voy a quedar hablando de mi encuentro con el doctor Cabal y sus prometedoras interconsultas a psiquiatría, eso fue lo que dijo, que era lo más recomendable, que no había de que alar-marme pero que… Ahora no quiero hablar de eso.

Lo que vino después. Así debieron ocurrir las cosas hace veinte años, dentro de la casa el tipo del chaleco abrazaba a Leticia. Nada me asegura que no fue así. En este mundo siempre habrá más cosas de las que pueda imaginar aun la más extrava-gante de las filosofías, le dijo una H a otra H. Lo extraño del sue-ño es que en ese cuerpo tosco Leticia pareció reconocer algo familiar, su mirada no era de odio ni de temor, la recuerdo más bien ausente y un poco triste. Luego bajamos a la sala. No hubo violencia hasta que sonó el disparo, uno solo bastó. Cayó sobre el sofá y le dije a Olmer que nos fuéramos rápido, pero se lo dije con una perplejidad más propia de Abel que del aguerrido que había estado representando hasta ese momento. Salimos por la misma carretera casi trotando, nerviosos, alumbrando con lin-ternas un camino por el que nos desviamos apenas pudimos. De ahí en adelante dejé de sentirme cómodo, empezaron a do-lerme las articulaciones y sentí un poco de nauseas, pero sobre-todo una sensación de estar desorientado, y no precisamente por los arbustos, que ya empezaban a herirme las manos. Lo úl-timo fue sentir que me iba a desmayar y en un parpadeo me vi otra vez en la casa, a unos metros de Leticia, lejos de los unifor-mados. ¡Nuevamente en la casa! Justo en el momento el que yo, que había sufrido un ataque de pánico y que había pretendido negar lo que había ocurrido, comprendí con un puño en el es-tómago que a Leticia la habían matado. El puño en el estómago persistió varios minutos después de despertarme, luego alguna de las seis pastillas que tomé se encargaron de situarme. Otro día en Mediacuesta.

Si no fuera porque vino Mariana habría completado mi cuar-to día de aislamiento. Aunque siendo estrictos no ha sido un

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aislamiento tan riguroso; pero he dejado de ir al comedor, a las fogatas. He evitado encontrarme con cualquiera de las perso-nas que por enfermas que estén siempre están en las mejores condiciones para iniciar un interrogatorio. Sinceramente lo peor no fue lo del psiquiatra, el doctor puede decir lo que quie-ra; puede venir todos los días si quiere a seguirme más de cerca. Pero a él sí que habría que llevarlo a ese tal centro clínico si está pensando que yo voy a consentir dejarme encerrar en un lugar así. En fin, dicen que me hicieron una resonancia cerebral, pare-ce que habrá que aumentar los corticoides, aunque dicen que no me preocupe, que es orgánico y probablemente reversible y a mí qué, a mí qué si parece que la única persona con la que me gustaría hablar está muerta, nadie sabe nada, nadie da noticia de nada, se lo llevaron antier con una complicación circulatoria y no me quieren decir nada. Yo quiero contarle mi sueño, quiero que vea su propio poema, aunque si las cosas son así, si las co-sas son así y Rodrigo ya está muerto, entonces ni para qué me preocupo, él ya lo sabe todo. Mariana vino sin Estefanía y dijo que no me iba a dejar solo, que no me preocupara, que si me trasladan ella estará pendiente. Estará pendiente, quiere que siga escribiendo, como vino justo antes de la segunda dosis de corticoides, ansiolíticos, analgésicos y un etcétera de unos tres o cuatro ítems más, le tocó lo peor de mí, estuve entre nervioso y sonso y ella optó por ojear los papeles mientras dábamos una caminada por la cancha. Preguntó si había pensado en la per-tinencia comercial de lo que escribo, esas fueron sus palabras. ¿Pertinencia comercial?, dele con eso, le dije que se callara. Si hubiera tenido más fuerzas le hubiera dado un beso o me ha-bría puesto creativo, alguna cosa, pero como estaba tan venido a menos, le dije que sí, que se llevara todo, que Mediacuesta le obsequiaba también ese ridículo cuadro del barco en la tor-menta para que lo subaste si quiere. Y le dije también que por favor no se le fuera olvidar decirle a Estefanía que he soñado con ella, y que siento mucho lo del otro día.

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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número trece de la novela.

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