Visitas a Mediacuesta entrega V

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Esta quinta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al quinto capítulo de la novela. Para visualizarla en línea, visite: http://todoslosrugidos.blogspot.com/ Para más información siga nuestro Facebook: https://www.facebook.com/todoslosrugidos https://www.facebook.com/esfaleron

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AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega V

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Hasta hace poco acababa mis duchas con agua fría, pero úl-timamente mi cuerpo se ha vuelto tan sensible que hasta eso tiene efectos negativos. Cuando lo olvido y cierro el agua ca-liente para refrescarme, mis articulaciones quedan entumeci-das por el resto de la mañana. La temperatura del agua se ha vuelto tan importante que hoy tuve que interrumpir la ducha cuando me cortaron el agua caliente.

Salí del baño decidido a quejarme, ese tipo de fallas son in-aceptables en un centro de salud. Terminé de vestirme y noté que casi se me había pasado la rabia, de todos modos salí pen-sando que para evitar próximos inconvenientes era mejor re-portar el problema. Casi la arrollo. Estaba cerrando la puerta de su cuarto justamente a la vuelta del pasillo; llevaba el pelo por-tentosamente enmarañado, todavía chorreando.

—Qué afán… — me dijo.

—Discúlpame, no te vi.

Sentí un olor cítrico, como a limoncillo o a verbena.

—¿También te quedaste sin agua caliente? —pregunté.

—Mucho gusto —dijo alargando su mano con una especie de glamour un poco ridículo—, me llamo Inés.

—Parece que estoy hecho un cafre… Mucho gusto, Abel —dije sintiendo su mano, suave, fría.

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—Pues qué te digo, Abel —dijo despacio, como queriendo sonar confiada, desenvuelta—, no me gusta el agua caliente.

Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle por su diag-nóstico. No estará aquí por sana. ¿Cómo puede bañarse con agua fría como a tres mil metros de altura? Me guardé las pre-guntas para después.

—¿Estás ocupado? ¿Vamos afuera? —dijo caminando des-pacio hacia la puerta, como si yo ya hubiera dicho que sí.

Salimos del edificio sin encontrarnos a nadie. El viento le sos-tenía unos rizos negros por encima de la frente. Cuando íbamos hacia abajo se detuvo:

—Espero que no te importe si fumo. El doctor Cabal me tie-ne advertida, dice que le hace daño a todos: a mí, al resto y al espíritu terapéutico de Mediacuesta… Tal cual.

—No me gusta el cigarrillo, pero por mí no hay problema.

Atravesamos la cancha y bajamos una rampa de pasto que nos dejó fuera de vista, quedamos literalmente contra las re-jas. Al otro lado ondeaba un pasto seco, amarillo. De la mon-taña bajaba un espeso banco de niebla. Inés se recostó contra la pendiente y se hizo pantalla con las manos para encender su cigarrillo.

—Y bueno —dijo después de aspirar — ¿A qué te dedicas?

—¿A qué me parezco? —se me ocurrió responder.

—No nos pongamos en esas, por favor, no soy buena para decir mentiras… tienes cara de enfermo y tú lo sabes… no de muy enfermo, pero bueno, sí de un poco enfermo. Y ¡qué quie-res!, en mi cuarto también hay espejos.

—Gracias —le dije—, soy publicista.

—¿Publicista? Hmm, también he trabajado en eso.

—Estudié cine, pero por cosas que no vienen al caso terminé en publicidad. ¿Y tú? ¿Eres modelo?

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—¿Modelo? No, soy diseñadora… —y tosió tanto que pen-sé que debía ayudarla. Apenas cedió la tos arrojó el cigarrillo— moda —añadió con una voz más ronca.

Ninguno dijo nada más. Luego se levantó y caminó hacia mí como decidida a algo; pero su objetivo resultó ser un árbol pe-queño que estaba justo detrás de mí. Al pasar sentí cómo el olor del tabaco se había mezclado con el cítrico.

—Son deliciosas —dijo después de mordisquear una floreci-ta roja y blanca— ¿Quieres?

—¿Qué son?

—Prueba y me dices.

Arranqué un pétalo y lo puse en mi lengua. No descartaba que fuera una broma y que luego viniera un sabor picante o astringente; como no pasó nada lo mordí: era dulce y ligera-mente lechoso.

—Saben bien. Nunca las había visto.

—Es la flor de la feijoa.

Desfloramos ese arbolito y seguimos con otro que había al lado. Conté nueve arboles de feijoa en esa misma ladera, ningu-no tenía fruta.

—¿Subimos a desayunar? —preguntó Inés al rato.

—Buena idea, si seguimos así no van a quedar hojas.

—Flores —corrigió—. ¿Te gustan los árboles secos? —pre-guntó mientras intentaba subir la rampa de pasto ayudándose de sus manos. En esta ocasión, vale la pena mencionarlo, no lle-vaba falda, sino un pantalón negro.

—Me parecen un poco tristes —dije por decir algo.

—A mí me encantan.

Sentí que debía decir algo más, pero no dije nada. Antes de entrar al corredor pasamos junto a dos uniformes blancos; uno

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de ellos vestía a una mujer casi anciana, muy flaca, de pelo gris delgadísimo y expresión ausente; el otro era Mauricio, un joven enfermero de gafas que ya ha tenido la amabilidad de propiciarme algunos dolores y que en ese momento, por su forma insistente de mirar hacia los dormitorios, parecía esperar a algún paciente.

Entrando al comedor Inés señaló un árbol seco que se veía del otro lado del ventanal y me guiñó un ojo. Había muy poca gente todavía desayunando, en la mesa habitual estaba Felipe.

—Buenos días —dijo alzando la voz—, no sabía que se conocieran.

—No nos conocemos, ¿por qué no nos presentas? —res-pondí aludiendo al día que los había visto en la sala y él había hecho como si no me conociera. No pareció notarlo o se hizo nuevamente el desentendido.

—Hoy son pancakes para ustedes que pueden —dijo Felipe—, aprovechen porque la fruta no es que esté muy buena.

Las mesas tienen solo cuatro puestos. Inés se sentó frente a Felipe y yo en mi puesto de siempre, del lado contiguo a la mesa de Gustavo.

—No me dejas ver el paisaje, Inés, y si vieras las cosas que se ven —añadió Felipe mirándome y como esperando a que yo le devolviera su mirada de complicidad. Me molestó que lo único en común fuera esa imagen de Inés sin calzones.

—Justamente le mostraba a Abel un ave migratoria que es-taba hace un momento sobre esa rama —mintió Inés girando su cuerpo hacia el paisaje.

Felipe volvió a mirarme, esta vez sonriendo. Su frente estaba tan brillante que parecía reflejar la blusa blanca de Inés. Por mi parte no me interesaba devolverle el gesto, no quería que el desayuno se convirtiera en un juego de guiños estúpidos.

—Oye —le dije—, lo había pasado por alto, ¿qué te pasó en el ojo el otro día, tenías el párpado caído?

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—Muy buen observador —respondió muy poco fascinado—; la verdad es algo de lo que no vale la pena hablar.

—Buenos días, mujer —interrumpió Inés al ver a Azucena que acababa de aparecer—, yo voy comer a pancakes, jugo de naranja y un té. Gracias.

—¡Señora! —dijo Azucena con una expresión apenada y di-vertida—, tiene unos ojos muy lindos. Ay, qué pena, es que no se los había visto.

—Gracias —respondió Inés—. Y la verdad nadie sabe de dónde salieron porque en mi familia no hay ojos claros.

—Están muy verdes esta mañana, ¿has estado llorando?—preguntó Felipe

—Debe ser el aire de este lugar, el frío… no sé… hace días no lloro.

—Yo quiero lo mismo —le dije a Azucena—, y le recibo va-rias porciones de mantequilla.

—Disculpen —dijo Azucena yéndose hacia la barra.

Se supone que Azucena, entre otras cosas, ayuda a llevar los platos a las personas que no están en capacidad de hacerlo. No sería nada apropiado poner una de esas bandejas en manos de alguien como Gustavo. En nuestro caso es más bien haraga-nería, pero Azucena nos sirve con mucha amabilidad y más de uno se lo sabe reconocer.

—Hoy cumple Miguel un mes de muerto —dijo Felipe.

—¿Quién es Miguel? —pregunté.

—Mi anterior compañero de mesa, un personaje. Lo raro es que iba bien, muy bien, no parecía tan enfermo. Pero se le con-gestionaron los pulmones y al tercer día estuvo listo.

—Buen tipo ese Miguel, muy devoto —volvió después de un rato—. Una vez me dijo que para encontrar verdaderamente a Dios había que ser alguien feliz, que uno se perdía la mejor par-te si solamente lo buscaba en medio del dolor o de la angustia.

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—¿Y le has hecho caso? —preguntó Inés.

—Ahí vamos —respondió—, la rezadera nunca ha sido mi fuerte.

—Quién dijo rezadera, Felipe —le dijo Inés—. Vale la pena acercarse a Dios; más nosotros, que nos están dando otra oportunidad.

—¿Tenía hijos? —pregunté.

—Tres niñas, si no estoy mal.

Azucena volvió con nuestras bandejas. A partir de ahí comi-mos en silencio. Brevemente y con vaguedad pensé en mi pro-pia muerte. Por la ventana vi dar vueltas a unos gallinazos entre los filamentos rasgados de una nube. El día estaba muy frío y el viento entrante ululaba contra los vidrios. Tan pronto acabó de comer, Inés se disculpó y se fue. Al poco rato vinieron a llamar-me para mi sesión de fisioterapia.

—Buena suerte —dijo Felipe.

Antes de comenzar me aplicaron dexametasona y un antin-flamatorio, gracias a lo cual la gimnasia pasó sin demasiadas mo-lestias. Sin embargo, unas ráfagas de olor a yodo y a algo como tierra mojada me hicieron sentir como en una sala de cirugía.

Después del almuerzo fui a sentarme en una banca junto a Manuel. La banca queda justo frente al comedor, pero un poco de sol es suficiente para que los reflejos no permitan saber qué ocurre adentro. Minutos antes, mientras me comía un pollo más bien insípido junto a un Felipe amenamente silencioso, había visto cómo Manuel limpiaba sus lentes con el revés de su saco; era la primera vez que lo veía sin gafas, sus ojos de carro peque-ño le daban un aspecto muy diferente al del hombre valiente y experimentado que normalmente aparenta ser; me pareció en cambio triste y fracasado, y muy vulnerable.

La banca, de madera oscurecida, da la impresión de llevar una capa de sellante todavía fresca; tuve que tocarla para com-probar que estaba perfectamente seca.

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—Cada vez que voy a sentarme aquí me pasa lo mismo —dijo Manuel con una voz que le salía entre flemas—, creo que la madera está aceitosa y tengo que repasarla bien para cerciorar-me. ¿Cómo le va, Abel? ¿Durmió bien?

—Mejor que otros días.

—Yo en cambio dormí muy mal, y cuando uno duerme mal como que todo duele más, ¿no? Además el tronar de los avio-nes me pone un poco nervioso. Pasan demasiados aviones por aquí, ¿no le parece?

—¿No hace siesta, Manuel?

—Uy, me cuesta más que dormir de noche —dijo detenién-dose a toser—; así que ni modo, tocó banca y a pleno sol. Ha-blemos mejor de otra cosa, ¿ve a ese joven de allá? Pues le digo que es un chico sobrenatural.

Abajo, algunas personas paseaban por el prado. Entre ellas se distinguía a Inés acompañada de una anciana macilenta a la que parecía costarle mucho trabajo caminar. Desde donde estaba no alcanzaba a verla muy bien, además llevaba una pa-ñoleta roja que le cubría parte de la cara; sin embargo, me dio la impresión de que lloraba. Más adelante, en uno de los bordes de la cancha, estaba Rodrigo, el joven al que se había referido Manuel, conversando con un hombre calvo y muy delgado.

—Hace unos días hablé con él —dije—, es un poco peculiar.

—Lo es, sí que lo es, también me dijo el doctor que andaba muy enfermo.

—Pues no parece.

—Eso dijo el doctor, pero lo que quería contarle es algo que pasó anoche. Mire que después de cenar lo encontré en la sala. Estaba solo, moviendo fichas sobre un tablero de ajedrez, de espaldas al televisor… practicando jugadas, supongo.

—Buen lugar para practicar jugadas.

—Sí, curioso. Mire entonces que le propuse que jugáramos y aceptó. Hace años que yo no tocaba una ficha, pero tuve

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mi época. Todavía no me he olvidado de todo, el chico estuvo listo en unos quince minutos.

—¿Por qué me cuenta eso? —le pregunté.

—Claro —respondió sin que yo entendiera muy bien a qué le decía claro—, lo raro es que recién acabamos se levantó de la mesa y me estrechó la mano. Y después, mirándome directa-mente a los ojos, me dijo algo…

—Le dijo algo…

—Sí, me dijo algo.

—¿Se puede saber?

—Ah, claro… Me dijo que a pesar del tiempo el ciego no se va de la ventana.

—Escribe poemas.

—¿Quién?—preguntó Manuel alarmado.

—Rodrigo —respondí—, al menos eso fue lo que me dijo el otro día.

—Qué enredo... —dijo Manuel mientras se pasaba la mano por la frente—. Permítame le explico: como mucha gente, yo también alguna vez escribí versos, no digamos poemas, que no llegué a tanto.

—Conque otro poeta por aquí en Mediacuesta.

—No hombre, no se burle, no era nada que valiera la pena. En esa época seguro llegué a pensar que sí valían alguna cosa; pero no, o quién sabe, solo los conocía Carmen, mi esposa.

—¿Conocía qué? —le dije reprimiendo la risa.

—Pues los poemas, hombre, no me tome del pelo, déjeme le cuento lo que le quiero contar. Es que hace unos años escribí algo que por sugerencia de ella, de Carmen, mantuvimos varios meses pegado a la puerta de la nevera. Imagínese mi descon-cierto cuando oí que Rodrigo me decía algo casi idéntico a eso

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que para Carmen y para mí llegó a convertirse en autoayuda contra la inconstancia: A pesar del tiempo el ciego no… yo creí que esos versos eran míos, me entiende.

Mientras Manuel hablaba yo había dejado de preguntarme por las afecciones de Inés y me divertía con el viejo que había-mos visto recogiendo hojas el otro día desde el comedor. Esta vez andaba en lo que seguramente debía ser una etapa más avanzada de su faena: llenaba de hojas un pequeño bote de basura ayudado de un rastrillo.

—... por lo demás —seguía Manuel— me considero una per-sona tranquila; pero ese tipo de coincidencias me desconcier-tan, me preocupan, ¿cómo es que ese muchacho sabía o dio con la misma frase que yo había pegado en la nevera hace tan-to? A cualquiera se le va el sueño…

—¿No llamó a enfermería? —pregunté—, ellos son muy dili-gentes en esos casos, podrían haberle dado algún medicamento.

—Sí, claro, no vaya a pensar que no me lo han ofrecido. Pero no sé, me cuido mucho de alterar la química de mi cabeza.

La tarde clareaba. Desde algún lugar de la montaña nos llegó un tronar desvirtuado que me hizo imaginar una Harley alejándose. Manuel cerró los ojos. Por encima de su cabeza vi tres pájaros casi uniformemente distribuidos sobre un cable de electricidad.

—Ya somos dos —añadí refiriéndome a lo de evitar somníferos.

—No somos pocos los que todavía nos guardamos para épocas mejores. Es como para reírse, ¿no? Bueno, claro, al me-nos usted está joven. A veces me dan ganas de dejar este sitio, irme a viajar, disfrutar de un final más intenso.

—¿Cuánto lleva aquí?

—Una hora, más o menos; antes de sentarme aquí estuve dando una vuelta por fuera, bajé hasta la tienda…

—No, no —le interrumpí—, me refiero al tiempo que lleva usted aquí, en Mediacuesta.

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—Ahh, eso. Me falta poco para los tres meses.

Luego volvió a cerrar los ojos y casi ahí mismo se quedó dormido. Entonces me levanté intentando mover la banca lo menos posible y entré al comedor por una taza de café oscuro con azúcar. No recuerdo haberme tomado antes un café que me hubiera dejado una sensación tan agradable. Debe ser la interacción con los otros medicamentos. Algo me vino de pron-to, como una especie de buen presentimiento, y ese impulso me hizo salir a dar una caminata. Al rato no sabía si seguir dan-do pasos o detenerme a sentir que en vez de dolor tenía un hormigueo reconfortante. Soñé despierto y me puse a tararear una canción en la que no pensaba hacía tiempo, una melodía de raro festejo que me hizo sentir como un arlequín borracho perdido en una calle de vitrinas atestadas de baratijas. Hacia el occidente las nubes mostraban una coloración grisácea que daba una impresión fría y caliente a la vez. Creo que era la falta de viento lo que hacía que todo allá en el cielo pareciera cam-biar tan rápidamente. Al rato me puse a hablar solo. Me hice preguntas y me respondí de un modo no muy coherente; pero preguntas y respuestas hacían parte del mismo hormigueo en el pecho que se me subía a la boca. En el fondo de esa sensa-ción intuí una grieta, la grieta de mi vida y de todas las cosas, que hace daño pero sin la cual no habría por donde filtrar luz hacia nosotros. Luego me tumbé un rato sobre el pasto a mirar cómo una nube delgada cortaba el cielo justamente en la re-gión en la que el azul alcanzaba su profundidad menos pulsátil. En medio de la exaltación pensé en Leticia…

Me dieron ganas de venir al cuarto a trabajar. Cuando me siento a leer mi recuento de los hechos, tengo la inexplicable sensación de haberlos vivido, pero no de haberlos escrito. Son como lagunas a las que se les ve el fondo.

Bueno… Una vez afuera del desguace yo habría podido apuntar al cielo y decir que un azul así de oscuro me hacía pen-sar en sangre recién detenida. Una frase de ese estilo seguro le habría gustado. Probablemente habría desdibujado con una sonrisa esa expresión de no estar del todo atenta a las fallas de

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cordura de mi tía Elsa, o habría hecho algún gesto obsceno y volvería a preguntarme: ¿Qué pasó con tu tía Elsa?

Ay, mi tía Elsa, mi querida tía Elsa que también llevaba por dentro unas fuertes ansias de derrumbarse.

—La verdad desde que tengo memoria han pasado cosas con ella, cosas no muy normales, como ya vas viendo. Estuvo ca-sada con un sueco que la doblaba en edad, un tipo aficionado a la caza que la tuvo viviendo en África por varios años. Regresó viuda y con una herencia significativa. Llevaba más de diez años sin ver a nadie de la familia. Mis tíos decían que su esposo había sido traficante de marfil, que su dinero era de origen incierto. El que eso pudiera ser cierto no le quitaba nada a la malevolencia que ponían mis tíos al decirlo; debían sentirse humillados por-que ella se negaba a participar en inversiones en las que seguro intuía alguna clase de embaucamiento. Mi abuelo, de buen co-razón, ajeno a los negocios familiares, era su único apoyo; pero el problema con los niños fue demasiado para él, no podía creer que mi tía se creyera lo del Hesiopeo, pensó que todo había sido una broma muy pesada y esa vez se molestó de verdad. Por un buen tiempo dejé de verla, me prohibieron visitarla. A partir de ahí sus crisis nerviosas empeoraron; se la pasaba con la alar-ma encendida, no soportaba la luz del día ni el ruido. Cuando volvimos a su casa nos encontramos con salas oscuras y cuartos insonorizados, del suyo difícilmente salía.

—Pero al fin qué… ¿Se creía o no se creía el cuento ese del Hesiopeo?

—Se lo creía. En una de las primeras visitas que le hice, como dos años después del incidente, me dijo que había sido una lás-tima todo el malentendido con la familia y con los padres de mis compañeros, pero que al final todo había valido la pena.

Querida tía ¿Sabrás acaso algo de mí por estos días? Fue por ti que alguna vez pensé en escribir esto. Dijiste que lo hiciera, que era mi deber hacerlo. Y tenías tus razones. No te creí. Ni sé todavía muy bien si te creo.

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Ya no me duelen los dedos. La sensación corporal es una mezcla de euforia y debilidad, un cansancio liviano. Me gustaría salir a caminar con esta lluvia. Regresar con frío, ducharme con agua hirviendo y quedarme despierto hasta el amanecer. Aun-que a estas alturas el precio de eso sería pasar varios días en cama o… o quién sabe. La medicina me defiende dejándome a merced, debilitándome para que no pueda hacerme daño.

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Esta quinta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número cinco

de la novela.

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