Villacañas Berlanga Jose Luis - Res Publica - Los Fundamentos Normativos de La Politica

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Félix Duque Diseño de cubierta Sergio Ramírez

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© José Luis Villacañas Berlanga, 1999 © Ediciones Akal, S. A., 1999

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Jo sé Luis Villacañas Berlanga

R es P u b l i c aLos FUNDAMENTOS NORMATIVOS

DE LA POLÍTICA

•ilsl-

No t a : Utilizo la abreviatura MD para referirme a la M e ta fís ic a d e l D erech o, de Kant. Cito por el parágrafo. La traducción, au nque he tenido en cuenta la de Adela Cortina, es casi siem pre mía. Agradez­co a Roberto Rodríguez Aramayo sus frecuentes y valiosas traduc­ciones y ediciones de otros textos, que aquí casi siem pre sig o por su versión.

Prólogo

No tendré que gastar muchas palabras para convencer al lector de que el argumento de la res pu blica , aquí, en España, anduvo desdibujado en los últimos años. Esta impresión, al menos, surge de la carencia de una revisión profunda de las prácticas democráticas de las dos últimas décadas. La batalla política, estéril desde luego, que se ha venido a dar en los últi­mos tiempos, es la causa cercana de que esa revisión se nos haya hurtado. De aquella mezcla de numantinismo y cacería sólo queda finalmente el mismo caos político en vencedores y vencidos, ambos enredados en una crisis de identidad que sólo el éxito temporal de los primeros permite ocultar. Todos tenemos muy presente la vergüenza que nos producen las declaraciones y las prácticas de buena parte de los políticos, de igual forma que nos llena de alegría descubrir la sensatez, el sentido común y la discreción de otros, los menos. Por lo general, sentimos estas afecciones contrarias y radicales de forma impresionista, aquí o allí, pero no sabemos verbalizar- las ni argumentarlas.

Afortunadamente, para una vida política saludable no siem­pre es condición indispensable la plena autoconciencia de su lógica, de sus fundamentos valorativos, de sus procedimien­tos. A veces, en los tiempos normales, basta que exista una práctica más o menos sólida. Pero no debemos engañamos. La vida democrática no es posible a largo plazo sin la claridad conceptual, sin la plena autoconciencia de sus fundamentos

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normativos. Cuando vienen los tiempos difíciles, y el descon­cierto aumenta, entonces la clarificación de los principios es indispensable. En la época de crisis, resulta obligada.

No quiero calificar el presente ni como tiempo de penuria, ni de dificultad, ni de crisis. Es más bien un tiempo de norma­lidad crispada. Mas quizá merezca la pena ser previsor y ade­lantar argumentaciones sobre la idea de Estado y de la políti­ca, con la finalidad de que los ciudadanos más conscientes identifiquen conceptos donde sólo circulan afectos. Las argu­mentaciones que aquí ofrezco serán de índole filosófica. Quizá sean demasiado complejas para algunos. Es posible que resulten limitadas para otros. Constituyen un modelo que extraigo de posiciones kantianas, y su exigencia fundamental es el rigor y la claridad de principios. Estas dos notas podrían alejar un poco este escrito de la voluntad, afirmada antes, de intervenir en el momento actual de la democracia española, pero no creo que sea así del todo. Por eso merece la pena que diga unas palabras sobre este asunto.

Quien se disponga a pensar ex novo sobre la democracia y la res p u b lica , quien reflexione sobre la política como si no tuviese nobles antecesores, debe cargar con las consecuencias inevitables: superficialidad, incoherencia, trivialización, retóri­ca. Desde mi punto de vista, estas consecuencias son fatales para el argumento de la política. Los déficit de comprensión, cuando se trata de pensar la democracia, siempre acaban tra­duciéndose en déficit prácticos de identificación con el siste­ma y con los procedimientos de este régimen político, suma­mente complejo y, por decirlo así, anti-natural. Así que el rigor del pensamiento democrático resulta inseparable del compro­miso práctico con la democracia. Si la democracia no se com­prende, no se lucha por ella. Si no se tiene idea de sus princi­pios, se sustituye por la retórica. Mas la retórica no es la persuasión. Persuadir es una actividad que pretende mover al hombre entero y toda una vida, mientras que la retórica llega a motivar por un tiempo y desde alguna dimensión del ser humano. Por eso podemos decir que la retórica seduce. En nuestro mundo intelectual, el rigor conceptual no es un valor en alza. Pero en relación con la democracia, hecho esencial de nuestra vida social, quizá deberíamos ser más autoexigentes.

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Pues la retórica no nos ayuda a salir de las dificultades cuan­do éstas se presentan. La retórica puede movernos hacia un señuelo, pero se trata justo de esto: de saber hacia dónde vamos por nosotros mismos.

Antes he dicho que la democracia es una forma de ordenar la vida humana altamente anti-natural. Ésta no es una expre­sión afortunada. Quiero decir que la democracia es un conjun­to complejo de argumentos antropológicos, morales, jurídicos, pragmáticos y políticos, que no son en sí mismos evidentes; antes bien, han ido cristalizando a medida que el hombre refle­xionaba sobre su propio camino sobre la faz de la tierra. Por eso no se puede pensar ex novo la democracia, porque en cier­to modo el rigor de nuestro pensamiento es inseparable de su historia.

Aún tendría que justificar, sin embargo, que elija a Kant como punto de referencia. Este autor no es el último que ha pensado la democracia. Tengo que decir dos cosas al respecto. Primero, que pretendo dar argumentos de resonancia kantiana, no tanto estudiar la democracia en Kant. Es el espíritu crítico lo que deseo recoger aquí, no la letra de ningún texto. Segundo, recuerdo aquí que ese espíritu refleja un momento histórico muy peculiar; a saber: cuando la memoria europea reflexiona sobre su propio curso y establece con claridad sus propios supuestos normativos. Kant es el último testigo histórico que pudo aspirar a configurar una cultura política homogénea para toda Europa. Pudo hacerlo porque no olvidó la raíz cosmopo­lita de Europa, herencia de su vieja autocomprensión como imperio unitario. Kant percibió la cultura europea como ecu - m ene. Luego ya todo fue distinto: la guerra civil nacional, la guerra civil de la lucha de clases, la guerra civil europea, la guerra de bloques, etc., sacudieron estos supuestos de homo­geneidad política y cultural hasta que se hizo necesario comen­zar a construir un poder europeo justo.

Sólo Kant presintió nuestro presente y entregó categorías para el mismo. En un libro paralelo a éste, La n ación y la g u e­rra, me he preocupado de estudiar la problemática de las rela­ciones internacionales desde Kant hasta la fecha. El supuesto de la posición crítica -utilizaré crítico y kantiano como sinóni­m os- en derecho internacional consiste en que los Estados

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gocen de constituciones republicanas. Este hecho describiría la condición política homogénea de Europa. En este libro me ocupo solamente de lo que significa esta condición en el inte­rior de los cuerpos políticos. A ella apunta la noción de res p u b lica

Un último aviso que, para muchos lectores, será innecesa­rio, pero deseo hacerlo aquí, al principio. En este libro se hablará de res p u b lica y de republicanismo. Naturalmente, ambos conceptos tienen que ver con la forma de Estado y no con la forma según se caracterice al jefe del Estado. La figura de un rey constitucional, bajo ciertas condiciones, no es incompatible con una constitución republicana, ni es menos electivamente afín con ella que la de un presidente electo.

Este libro fue discutido en el encuentro de la Universidad Internacional de Andalucía de la Rábida dedicado a los funda­mentos de la democracia. Me causó una viva sorpresa com­probar que las tesis de fondo kantiano despertaban el interés más expreso en los amigos de Latinoamérica. Recién salidos de muchas aventuras y desventuras, con la esperanza de la construcción de genuinas democracias en sus países, me hicieron ver que la profesión de pensar tiene utilidad social. A ellos, de los que no sé nada sino su atención y su voluntad de construir la libertad y la justicia de sus pueblos, va dedicado este libro.

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IntroducciónI

1. El p rob lem a .- Parte el presente ensayo de la distinción entre condiciones morales y condiciones políticas de la felici­dad. Por tanto, su asunto es el bien supremo humano en la tie­rra. La relación entre estas tres instancias, a saber, la moral, la política y la felicidad, no es ni mucho menos clara. Pretendo iluminarla mediante la introducción de un concepto ulterior, el de pragmática. La tesis de fondo dice que existen condiciones morales -com o la libertad, la igualdad y la autonomía- sin las que la felicidad no se abriría camino en la tierra. Curiosamen­te, estas condiciones morales son también metacondiciones políticas, en la medida en que fundan el marco del derecho racional moderno. Pero como tales, moral y derecho racional condicionan la política, pero no la agotan. Ni una teoría de la virtud moral, ni una teoría del derecho racional garantizan la emergencia de la felicidad. Son los principios de la génesis de la felicidad, pero no su emergencia propiamente dicha. Única­mente con ellos no se controlan todas las condiciones materia­les que ponen la felicidad al alcance del hombre.

En la perspectiva kantiana de la filosofía, siempre se comien­za por el análisis de las instancias universales que pueden iden­tificar todos los hombres en sí mismos. Pues bien, cuando se propone un análisis universalista de la felicidad, y se quiere ir más allá de las condiciones morales y jurídicas, se debe hablar de los fines. Entonces la argumentación es pragmática. Ésta ofre-

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ce una noción de felicidad como fin universal del ser humano. Su punto de partida enuncia un imperativo pragmático univer­sal, que reconoce que todos quieren la felicidad. Desde antiguo, la problemática encerrada en esta tesis tiene en cuenta que la felicidad debe refractarse en- cada hombre. Mientras que los dos primeros momentos, la moral y el derecho, eran universales y aspiraban a la igualdad, el momento de la felicidad es universal, pero aspira a la diferencia. No será éste el único punto en que el espíritu kantiano y el aristotélico se asocien. Sea como fuere, la insuficiencia de las dos primeras estructuras universales se debe al hecho de que se debe generar una felicidad en cada caso indi­vidual. La moral y el derecho son condiciones universales de una pragmática universal. Pero la felicidad es asunto de cada uno. Así que entre las condiciones universales y el fin universal de la felicidad debe situarse un cuerpo de mediaciones. Este cuerpo se abre con el derecho, si reconocemos que todos tene­mos derecho a ser felices. La política es otra mediación más -no la última, desde luego-. El argumento nos dirá que nos vemos obligados a luchar políticamente por nuestra felicidad.

La estrategia crítica para regular este cruce entre condicio­nes universales y casos particulares de algo, siempre recibe un nombre: capacidad de juzgar. Aquí, sin embargo, se trata de una facultad de juicio muy concreta. Las mediaciones entre las condiciones morales, jusnaturalistas y políticas, por un lado, y la felicidad, por otro, apuntan al juicio que cada hombre debe poner en la formación de su carácter, que es un asunto estric­tamente individual. Luego veremos en qué se sustancian estas mediaciones y cómo pretendo recoger la vieja cuestión de la virtud republicana.

Antes hemos dicho que entre el derecho racional y la con­sideración pragmática de la felicidad se alza la política. De esta forma no sólo reconocemos la necesidad de la política, como capacidad de juzgar práctica en relación con el derecho racio­nal, sino también, según vimos en el párrafo anterior, la nece­sidad de la virtud y del carácter para la actividad política. De ahí que la estructura de la capacidad de juzgar en este terreno sea muy compleja.

En efecto, el resultado del conocimiento pragmático es siem­pre un imperativo -un mandato de ser feliz- que, si dice algo al

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ser humano concreto, debe ser administrado por la prudencia. Ésta sería la capacidad de juzgar en cada caso sobre la felicidad como fin universal, y tendrá un uso tanto para la formación de carácter individual, cuanto para la formación de una política concreta. El resultado de la prudencia es una máxima. Dicha máxima expresa no sólo que quiero algo universal, sino aque­llo que debo querer si quiero ese fin. Por tanto, la máxima de la prudencia es un imperativo muy específico llamado prescrip­ción. No hay posibilidad de que alguien sea meramente pragmático en la búsqueda de la felicidad. Si le falta la media­ción del juicio de la prudencia, su pragmatismo desaparece en un nombre genérico: la aspiración a la felicidad que a todos nos caracteriza. Quien tiene carácter y prudencia, quien se rige por máximas y prescripciones, lucha por su felicidad con juicio.

Pues bien, la prudencia pragmática se deja condicionar por los fines del derecho racional cuando exige que nuestra felici­dad sea justa; se deja condicionar por la moral cuando recla­ma que también sea digna. Estas dimensiones, pragmática, moral y derecho racional -felicidad digna y justa-, expresan dimensiones universales del ser humano y su síntesis nos habla de una felicidad digna que es nuestro derecho. Pues bien, cuando la aspiración a la felicidad se deja condicionar por el derecho racional, no tenemos una mera prudencia, sino una sabiduría. «La sabiduría -dice Kant- es una moralidad que se ve auxiliada, administrada, por la prudencia.» Así que el carácter prudente resulta afín con el carácter sabio, si la pru­dencia ha de encontrar su camino a través del derecho. Como aquí hablamos de derecho racional en consonancia con el fundamento ético del Estado, tenemos que la sabiduría siem­pre hace referencia a la prudente construcción del Estado republicano. Así, la prudencia del Estado puede ser sabiduría del Estado.

Son muy importantes dos detalles adicionales. El primero es que la dimensión pragmática no meramente tiene el senti­do teórico de universalidad del fin, sino que integra una ape­lación práctico-moral. En este terreno siempre se tiene en cuenta la libertad y la dimensión activa del ser humano. En la medida en que la felicidad está siempre presente en este ámbi­to pragmático, la apelación práctica viene a decir que la felici-

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dad que buscamos es obra de la libertad del hombre. Aplican­do a la pragmática el axioma de la ilustración, podemos decir que el hombre no sólo es culpable de su minoría de edad, sino también de su desgracia. Uno puede detestar la inmoralidad en sí mismo, tanto como puede disgustarse por la falta de des­treza de otro en el manejo de los instrumentos de su trabajo. Pero era un axioma de la vieja virtud republicana que uno debe avergonzarse de su desgracia. Creo que éste es otro rasgo, si se quiere ingenuamente despiadado, del clasicismo; pero en lo esencial forma parte de un espíritu contenido, muy lejano del paternalismo actual, omnipresente y apenas condi­cionado por la decencia.

La política no es posible sin hombres que se avergüen­cen de su desgracia. Podíamos decir también que no es posible sin hombres prudentes, en alguna medida virtuo­sos, dotados de carácter. Así se ven las cosas desde el repu­blicanismo. Por lo que atañe al gobernante, comprendemos que no hay política democrática sin prudencia del Estado, sin sabiduría del Estado. Por eso tenemos que encontrar para este Estado el equivalente de lo que en el hombre par­ticular funda un carácter. Las metáforas más antiguas, que consideran el Estado como una persona y que despliega sus virtudes de una forma analógica con las del ser humano, siguen vigentes aquí, e incluso diría que son irrenunciables. La prudencia y la sabiduría del Estado son el carácter del Estado. Puesto que constituyen en sí mismas una capacidad de juzgar, ambas deben producir prescripciones. La sabi­duría del Estado ofrece una prescripción acerca del uso de los derechos y acerca de la providencia de la felicidad de los ciudadanos.

Estas prescripciones, si quieren servir al caso particular del presente, tienen que determinarse por el análisis de los casos particulares y regirse por los procedimientos en los que se vertebra la capacidad de juzgar; a saber: los razona­mientos de la analogía y la inducción. Cuando estas opera­ciones se dedican al análisis de la experiencia pasada, surge la historia como relato. La prudencia y la sabiduría del Esta­do no son viables sin la historia como relato de su vida, como autobiografía. Por eso es tan importante elaborar un

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consenso en un Estado a la hora de escribir su propia histo­ria. Pues de ella aprendemos cómo se niegan o se realizan los derechos racionales en el tiempo concreto y, así, pode­mos obtener prescripciones acerca de cómo se pueden pro­mover en nuestro tiempo presente. La historia -qu e emerge desde las operaciones de la facultad de juzgar- es condición para las prescripciones de la política. Esta conclusión es tan fundamental que incluso obliga a una reflexión preliminar que nos ocupará el siguiente punto.

2. P rincipios filo só fico s e in terpretación h istórica - Poca duda cabe acerca de que la teoría política del republicanismo no puede buscar en el texto de Kant más que el espíritu de sus principios. La in terp retación fértil de los fundamentos sis­temáticos de su pensamiento, sin embargo, debe llevarse a cabo desde la presión histórica de nuestro presente, y ja m á s desde las circunstancias históricas que al propio Kant le tocó vivir, ni desde el contexto social que le entregaba el espacio de prejuicios y de instituciones, de problemas y de presu­puestos, con que nuestro autor interpretó sus propios princi­pios. Distinguir lo estrictamente filosófico de sus propuestas, respecto de la reductora interpretación histórica de las mis­mas, por mucho que fuera impulsada por el propio autor, no sólo es un buen método para evitar atascamos en dificultades conceptualmente triviales, sino para hallar los genuinos pro­blemas filosóficos a los que hacer frente.

De esta forma podemos evadir el complejo tema filológico de la comprensión de Kant del derecho de resistencia, de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos, de su actitud hacia las mujeres y los siervos. Con este método podemos vadear el tupido marasmo en que Domenico Losurdo introdu­ce la filosofía de Kant al pretender distinguir entre censura y autocensura en su pensamiento. De esta forma, podemos dejar a un lado textos como aquél de la M etafísica d el D erecho, aquella -Observación general» en la que, de una manera injus­ta, se distingue entre sum m un im perium y sum m us im perans, que normativamente debían mantenerse juntos hasta el final. Por mucho que unlversalicemos las conclusiones de Leo Strauss acerca del efecto de la persecución política y cultural

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sobre el arte de escribir, debemos recordar que Kant siempre defendió un meta-teorema filosófico en el que depositó tanto la clave de su propia ética como escritor, cuanto la posibilidad misma de la expansión de la ilustración. Este meta-teorema dice que ningún obstáculo debe detener la libertad de la razón cuando ésta escribe textos académicos. Frente a la autoridad política y frente a la masa, Kant siempre reclama la absoluta libertad de los intelectuales. Con gusto practicó esta sagrada libertad incluso al precio de una escasa influencia sobre la mayoría del pueblo, influencia por lo demás siempre discuti­ble en estos terrenos.

Así que podemos empeñarnos en identificar el núcleo ple­namente coherente de la filosofía práctica de Kant. Asumiría sin cautelas ulteriores que este núcleo filosófico excede cual­quier tipo de interpretación histórica, incluida aquí la sugerida por el propio Kant. En este sentido, no concedo privilegio alguno al autor. Respecto de las condiciones históricas que sobredeterminan la interpretación de los principios, vence siempre el presente. Pretender que la esencia de la filosofía política de Kant pueda alcanzarse desde la diferencia -muy vigente en la época de la constitución de 1795- entre ciuda­danos activos y pasivos, o desde sus tesis sobre las mujeres, implica confundir el argumento filosófico y la historia. ¿Cómo fue posible que determinados argumentos fueran interpreta­dos por una inteligencia como la de Kant de forma tan incon­secuente, desde la presión de la propia situación histórica? Ante esta pregunta se alza el misterio de la inteligencia del hombre, capaz de penetrar con una iluminación repentina la clave de un problema, y luego perderse en la densa zona de sombra que esa misma concentración de luz produce en el espacio adyacente.

Esta diferencia entre filosofía e historia no es ajena al pro­pio texto de Kant. Su teoría del progreso sólo puede enten­derse desde unos fuertes principios ideales que van con­quistando históricamente el mejor de sus usos, la mejor de sus interpretaciones. Estos principios fuertes rozan la onto- logía y la antropología, tan inseparablemente vinculadas en su pensamiento. Pero también conectan con su teoría social y la aguda comprensión de la historicidad de la realidad

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social, Alguien que ha confesado, como buen ilustrado, que «el mundo es todavía joven*, no puede reclamar para sí la definitiva interpretación de sus principios en sus detalles particulares. El mismo Kant nos entregó el axioma que discri­mina la diferencia hermenéutica entre principios e interpreta­ción histórica. Una vez dijo: «Toda sociedad depende del arbi­trio fist w illkührlich], pero el totum civ ilc es necesario, y no puede ser diluido». Así que cualquier interpretación del todo civil desde una sociedad concreta incurre en arbitrariedades. Pero los principios fundamentales de la filosofía de Kant, los que pretenden pensar el totum civilc, tienen una pretensión de racionalidad extra-circunstancial, fundada en la premisa ilustrada, insuperable, de la unidad de la naturaleza humana.

3. El repu blican ism o, e l d erech o ra c io n a l y la m oral.- Podemos asegurar, sin necesidad de invocar especiales auto­ridades, que los principios constitutivos del totum civilc, nece­sario para que el hombre se piense en su felicidad plena, dependen del imperativo categórico, piedra de bóveda de la tesis kantiana de la dignidad moral del hombre. De hecho, el propio imperativo categórico incluye una teoría de la acción social: si los hombres lo siguieran siempre, entrarían en rela­ciones sociales en las que todos al mismo tiempo decidirían sus propios fines, determinando una parte de su conducta por las condiciones que los otros proponen para cooperar en su conquista. En el imperativo categórico se reconoce el indivi­dualismo de la acción social, en la medida en que todo ego se marca fines. Mas también se identifica una estructura coope­rativa: a lter acepta entrar en la acción social con ego a cambio de que también sus fines se promuevan. No deseo decir que se reduzca a ello, pero, curiosamente, el imperativo categóri­co es una forma muy sutil, y desde luego altamente positiva y optimista, de proponer la tesis de la insociable sociabilidad, clave de la teoría social kantiana.

El despliegue del imperativo categórico significa, al mismo tiempo, un despliegue de la estructura de la acción social. Desde el punto de visto de ego, se recuerda muy expresamente la obligación que cada uno tiene de responsabilizarse de su propia dignidad moral; respecto de alter, el otro polo de la

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acción social, se recuerda la obligación de servir a a lter de medio para promover su propia felicidad, en la medida en que alter, como ego para sí, luche por su propia dignidad. De esta forma, el enunciado del imperativo categórico se desglosa en dos: para ego es un imperativo de dignidad; respecto de alter es un imperativo de cooperar en su felicidad. Por mucho que que­ramos, en el imperativo categórico, en la noción de fin que inte­gra, ya está asumido el carácter pragmático, la aspiración uni­versal a la felicidad, para la cual se propone como condición la aspiración moral a la dignidad. Además, desde otro punto de vista, se contemplan dos prohibiciones igualmente rigurosas y radicales: respecto de ego, se prohíbe orientar la vida propia desde el fin exclusivo de la felicidad; respecto de alter, se prohíbe la actitud paternalista de proteger una dignidad no con­quistada con su esfuerzo.

El despliegue de la acción social teje la elemental condi­ción social del hombre, que necesita de otros seres humanos. En esta síntesis de dignidad y de felicidad, que se presenta en los dos polos del imperativo y en las dos prohibiciones ante­riores, se plantea el problema central de la visión kantiana de la praxis, el problema del bien supremo. En la medida en que esta síntesis se realice, indicará que la acción humana acaba ordenándose según la estructura de la razón. El terreno en el que la razón asume su condición de orden provisional de la acción humana no es otro que la historia. El tiempo es el ámbi­to donde el bien supremo es perseguido como ideal de la acción humana. Por eso, como dijimos antes, el relato de la res g esta e orienta respecto a la acción que en cada momento podemos emprender.

Ahora bien, esta síntesis de dignidad y de felicidad propia de la acción social, en la medida en que se abra camino mediante la libertad humana, acaba transfigurada por el dere­cho. El totum civile, plenamente necesario al hombre, condi­ción natural del mismo, está destinado a configurar un Esta­do. Esta tesis se puede decir de otra manera: la estructura de la acción social está destinada a configurarse también desde la estructura del derecho.

El razonamiento que nos lleva a defender esta tesis es muy complejo, pero podemos resumirlo brevemente de la siguien-

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te manera. En la medida en que cada ego luche por su digni­dad, reclamará la libertad y la igualdad frente a todo alter. En la medida en que cada uno colabore recíprocamente en la felicidad de alter, deberá poseer algún bien propio. Tenemos aquí reconocidos los tres principios del derecho racional: la igualdad, la libertad y la independencia civil permitida por una propiedad. Debemos subrayar aquí una circularidad entre los tres principios. Ego necesitará algo propio para luchar por su libertad y su igualdad, para conquistar la felicidad de reco­nocer su cuerpo y su mente como propios. Necesitará la liber­tad para ejercer esa búsqueda de lo propio. Sólo podrá lograr­lo si en algún momento está en una condición igual con alter. Sólo si se dan los tres principios podrá entrar con a lteren rela­ción social y cooperar con él en la conquista de su felicidad. Entonces será un hombre socialmente reconocido. Tenemos así la estructura del derecho racional, fundamento ético-moral inmutable de todo Estado en la medida en que repose sobre una sociedad civil, vale decir, en una acción social libre de los hombres.

Pero el Estado es una sociedad particular que emerge de la libertad de los individuos en su lucha por la igualdad de dig­nidad y por la posesión de algo propio, síntesis que compone otro de los nombres de la felicidad. Esta lucha supone la con­ciencia del derecho de cada uno. Por eso el derecho racional es condición de todo derecho positivo. En la medida en que esta lucha cristalice en el reconocimiento de una dignidad y de una propiedad concreta, con las que poder entrar en coopera­ción con otros, se obtiene un derecho positivo. La estructura de este derecho positivo es la limitación de la libertad de ego por la libertad de todo alter, de tal manera que cada uno luche y coopere al mismo tiempo por su derecho positivo. Esta p ositi­v id ad del poder social de ego limita la positividad del poder social de alter.

El equilibrio complejo de la libertad y de la propiedad de los ego y a lter constituye un valor superior a cualquier libertad individual, de tal manera que la ley del Estado que expresa de forma provisional ese equilibrio es un valor superior a toda relación social concreta. Por eso, el Estado es el lugar de la soberanía; vale decir: de una ley que es preciso obedecer en

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toda relación social concreta, que tiene capacidad coactiva bajo los límites de su alcance. Cada particular debe obedecer el derecho, porque el equilibrio de poderes sociales que gene­ra -p or imperfecto que sea- es mejor que las ventajas particu­lares que obtendría quien lo rompiese a su favor. Por eso, como consecuencia del deber del imperativo categórico, y en cierto modo concretándolo, más allá del deber de luchar por la dignidad y por algo propio, existe el imperativo de luchar por tener un Estado; esto es: un equilibrio positivo de poderes sociales, de derechos reconocidos, guiado hacia la igualdad, la libertad y la independencia civil. Es más, se puede ser coac­cionado a ser miembro de un Estado -n o de éste o de aquél- para ejercer en él los derechos racionales, para luchar por la dignidad y la felicidad desde el ejercicio de los mismos.

En la medida en que el estatuto de la dignidad y de la feli­cidad, como fines, es universal y depende del imperativo categórico, el estatuto de ciudadano es universal y el impera­tivo de entrar en un Estado -n o en éste o en aquél- como ciu­dadano es también categórico. Es una consecuencia de la lucha por la dignidad propia. La conclusión es que todos debemos entrar en ese equilibrio de poder social que institu­ye un derecho positivo. De otra manera: todos debemos con­tribuir a la formación del derecho no sólo como legisladores, sino como partes del equilibrio de poder social que el derecho expresa.

Los que forman y los que obedecen el derecho deben ser los mismos. Ésta es la premisa racional e ideal del republica­nismo: todos obedecen la ley que todos hacen. Aunque ahora no podemos reproducir la estructura del derecho y su relación con el republicanismo, que dejamos para el capítulo corres­pondiente, al menos debemos dejar sentado su principio. Lo que hasta ahora hemos defendido es la necesidad de recono­cer la estructura moral del derecho, la necesidad de abrirse a la historia para en cada presente recoger su interpretación más expansiva y cercana a la dimensión universal que le es implí­cita. Conquistamos esta perspectiva cuando nos acercamos al momento creativo del derecho. Aquí se verifica de una forma efectiva la tesis del progreso ilustrado, por la que se reconoce la historicidad de la acción humana. A esta esencia abierta del

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derecho cabe aplicar el dictum siguiente de Kant: «ninguna institución es buena, si resulta imposible mejorarla».

Pues bien, la actividad que mejora la institución del dere­cho en la historia, que impulsa la interpretación más expansi­va del derecho racional desde una situación estatal dada, en suma, la actividad que mantiene abierto el derecho, que reco­noce su provisionalidad material y la necesidad humana de su estructura formal, la actividad que lo vincula de una manera cada vez más estrecha a la pragmática y sus fines universales, esa actividad es la política.

El fin ideal del derecho es una realización de la exigencia universal de dignidad y felicidad. Resulta claro que este cami­no debe recorrerse por la vía del progreso. Esto es: el equili­brio de poderes sociales que implica un derecho positivo debe ampliarse hasta incluir en su seno la positividad de la libertad e igualdad de todos. Kant defendió de forma obsesiva que la ruptura radical de un equilibrio de poderes positivos, recogido en un derecho, fuese cual fuese, implicaría un aumento de la acumulación de poder en manos de un parti­cular. Es verdad que podría emerger de aquí un nuevo dere­cho material, pero los procesos de esta emergencia escaparían formalmente al control de la razón. También es nuestra esta creencia pragmática -que, por eso, no es independiente de nuestro compromiso libre para promoverla- en la expansión del equilibrio de poderes sociales expresado en el derecho positivo. En cada presente del Estado se da el germen de un mayor equilibrio de poderes, impulsado desde un desarrollo más consecuente de los mismos principios de derecho racio­nal que lo sostienen.

4. La estructura d e este en say o .- Creo conveniente expli­car aquí el índice de este libro, por cuanto, al revelar el orden de su argumento, creará una adecuada perspectiva de lectura. El primer capítulo está dedicado al análisis de las premisas filosóficas últimas del republicanismo. Encuentro la raíz del argumento de la política en una comprensión del hombre, de la acción y de la historia. Frente a visiones unilaterales de estos tópicos, la perspectiva crítica se revela anclada en la estructu­ra de una com plexio oppositorum que sabe evadir al mismo

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tiempo las visiones optimistas y pesimistas del hombre, las rusonianas como las hobbesianas. La filosofía crítica, desde esta perspectiva, se alza sobre un balance muy crítico de la modernidad luterana, con su desconfianza endémica de la acción y su confianza absoluta en la gracia que procede de la trascendencia. La filosofía crítica constituye un ensayo riguroso de elaborar un sentido humano desde la plena inmanencia y sólo la libertad se alza en la frontera de los territorios en que la tradición invocaba la gracia.

En el segundo capítulo analizaré las relaciones entre histo­ria, ilustración y derecho. Defenderé que la ordenación racio­nal del Estado, como realización suprema de la idea de dere­cho, otorga a la historia la única teleología práctica susceptible de ser defendida de forma universal; esto es: por cualquier hombre consciente de su realidad social. Al mismo tiempo defenderé que la idea racional del Estado tiene su principal enemigo en la tradicionalmente llamada razón de Estado, con­junto de prácticas apoyadas por la antropología pesimista de la modernidad y por una comprensión gnóstica del poder que lo entiende refractario a toda bondad. De hecho, todo el con­junto del libro está destinado a refutar esta tesis, alterando en la medida de lo posible la noción de poder que subyace a nuestro discurso sobre la política.

El tercer capítulo inicia esta estrategia con un movimien­to bastante abstracto. Primero analiza la idea de derecho, la forma de su legislación, su relación con la ética y con la moral, etcétera; luego discute, sobre todo, que el derecho sea un ámbito originariamente coactivo. Al distinguir entre momento constituyente y momento judicial del derecho, pretendo ordenar el pensamiento republicano que sitúa el origen del derecho en la vida social misma. La idea final de este capítulo aspira a defender la tesis de que el Estado de derecho no es tal porque posea un cuerpo legal, sino porque encarna hasta el final la idea de derecho racional. Sólo así se obtiene una noción de Estado capaz de desplegarse poste­riormente en una teoría de los poderes.

Éste es el objetivo central del capítulo cuarto. En él anali­zaré la teoría de la soberanía democrática y me distanciaré de las teorías autoritarias y liberales del soberano representante.

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El argumento aspira a separar estas dos nociones de soberanía y de representación de una forma radical. Mientras que la pri­mera recae sobre los actos de expresión de la voluntad popu­lar, la segunda jamás define soberanía, sino poder. Justo aquí reside la clave para entender por qué se debe dar una división de poderes insuperable en el Estado democrático: justo por­que el soberano jamás transfiere su soberanía completa, sino que sólo puede transferir poderes parciales a tres magistrados distintos: el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Este capítu­lo traza una teoría de los actos de los poderes representantes.

Por fin, el quinto capítulo analizará el ejercicio de estos poderes. De hecho, aquí deberemos definir el sentido de la acción política, su lelos, las virtudes que la conforman, así como la relación con la felicidad que debe integrar. La tesis funda­mental de este capítulo dice que la finalidad de la política es aumentar la libertad sobre la faz de la Tierra. Pero que la liber­tad sólo puede entenderse como proyecto de felicidad digna que cada hombre emprende por sí mismo, con plena auto­nomía. Sólo así cada hombre se comprenderá como fin en sí mismo y podrá refractar la humanidad en su persona de una manera intransferible. Esta síntesis de libertad y de felicidad, que aspira a hacerse universal para que cada hombre sea ver­daderamente individual, define a la política como actividad pragmática.

De esta manera, y como si fuera un mínimo esquema, nuestros cinco capítulos tratarán de otros tantos tópicos: el hombre, la historia, la norma jurídica, el Estado y la política. Juntos constituyen un ideario que entre nosotros no ha tenido jamás presencia plena: el republicanismo político. Hubo repú­blicas en España, pero nunca se sostuvieron sobre el republi­canismo. Ahora gozamos de una democracia que, a la postre, sólo será fértil y rigurosa si esta tradición resulta claramente identificada.

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nLAS PREMISAS ÚLTIMAS DEL REPUBLICANISMO.

HOMBRE, HISTORIA Y DERECHO

A) EL LEGADO DE LA MODERNIDAD: CERTEZA Y ACCIÓN

1. Lulero com o pu n to d e p a r t id a - La poderosa crisis de conciencia, con la que se inaugura el tiempo moderno, expre­sa su más profunda esencia en el rechazo de los sistemas de sacralización del mundo, concentrados en los procedimientos sacramentales propuestos por la Iglesia de Roma. Como con­secuencia de esta crisis, la conciencia de culpa, en la que se había asentado la necesidad de la mediación cristiana, se queda a solas consigo misma. La emergencia de la fe como principio universal de reconciliación con la existencia huma­na, en este sentido, se debe tanto a la crisis de las mediaciones sacramentales como a la poderosa inclinación a reflexionar sobre la vida interior, con la firme voluntad de encontrar en el sujeto la clave de una nueva y radical auto-afirmación. Intere­sa proponer esta tesis porque relativiza de manera convenien­te el efecto rupturista de la Reforma respecto del mundo cris­tiano medieval. La primacía de la vida interior, el cultivo del autoexamen, la centralidad de la fe, la corrupción general de la naturaleza sensible, se nutren de poderosas corrientes de la vida espiritual del Medioevo que, y esto es importante, ya se habían expresado en los correspondientes sistemas metafísi- cos y religiosos.

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La experiencia de Lutero, aunque nutrida de este trasfon­do cultural y filosófico, se expresa con una inmediatez cau­tivadora. En buena medida, sin embargo, la posterior filo­sofía alemana se constituye en un proceso de redotación metafísica de lo que en Lutero es una experiencia vital y existencia 1 determinante. De ese tremendo contacto del hombre con la problematicidad inherente de una existencia que, mientras tanto, se ha tornado terreno de la pecamino- sidad consumada, tan preciso en Lutero, surge el suelo roco­so de la certeza subjetiva en la que ancla el hombre moder­no. Y cuanto más en crisis entre el modelo de ra tio que, poco a poco, construye Europa durante los siglos xvn y xviii, y que estaba sostenida por compromisos moderadores de la radicalidad luterana, tanto más se acudirá de manera mimética a la Reforma y se usarán los procedimientos lute­ranos de resacralización del mundo. Esto ocurrirá sobre todo en el pensamiento idealista, y más aún en el pensa­miento de Hamann y de Fichte.

La línea maestra de la obra de Lutero consistió en referir los grandes momentos escatológicos de la tradición eclesiástica a la subjetividad. De ser estados objetivos, el cielo, el purgatorio, y el infierno pasaron a ser estados subjetivos de la existencia humana.Con ello se abría la primera revolución copemica de la historia moderna. La tesis 16 que expone Lutero en su con­troversia sobre las Indulgencias, dice: «Parece que el infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre sí en el mismo grado que la desesperación [V em veiflungj, la duda y la certeza1»-

La revolución luterana cifra así la diferencia entre el cielo y el infierno en la diferencia entre certeza y duda. Pues la desesperación, en alemán, no es sino la duda sustancializada, reafirmada, hecha existencia permanente e indefinida en el tiempo. Pero la certeza se dice GeimJSheit, una forma de saber que revela la propia sustancialidad soberana de la conciencia. Las diferencias escatológicas son dimensiones que tienen su lugar en el escenario de la interioridad.

Vinculemos ahora estos dos problemas: la conciencia de desacralización del mundo y la traducción existencial de los

Lutero, Obras, Salamanca, Editorial Sígueme, p. 65.

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estados escatológicos. La conciencia de culpa, que no obtie­ne ya cura de la administración sacramental, es justo el tor­mento desesperado del que vive en su propio infierno inte­rior. En efecto, sabemos que para Lutero esa desesperación surge de la esencialidad del pecado para el alma humana2 3. Es tan permanente la conciencia de culpa, y es tan precisa la atención y el examen interior, que el hombre vive en una conciencia permanente de incumplimiento de la ley. Cuando Lutero dice que cada obra humana merece condenación, está diciendo que cada una aumenta la conciencia de culpa, y nos sume en la desesperación por no encontrar el camino genui­no de reconciliación con la vida. Todo esto hace más urgen­te la localización de la fuerza sagrada desde la que aliviar esa misma conciencia desesperada. La clave del luteranismo con­siste en que las energías salvadoras y carismáticas renovadas deben encontrarse profundizando en la experiencia de la condenación. Desde Lutero a Hamann, una expresión recorre la hermenéutica luterana de la existencia: el hombre debe encontrar su H im m elen su H ollé», vale decir, debe identificar el cielo de la certeza justo a través de la experiencia de la desesperación.

La manera como se sustancia este proceso resulta nítida­mente expresada por Lutero de la siguiente manera: «Es cierto que se necesita que el hombre desespere de sí mismo para prepararse a recibir la gracia4»- Descartes también necesitará desesperar de todo lo que le dictan los sentidos para recibir el punto inquebrantable de su Cogito. La conciencia de culpa del cristiano conduce a la desesperación, mas, como tal, el infier­no de la desesperación es una experiencia iluminadora. Per­mite al hombre avanzar en el conocimiento de lo real: de ahora en adelante no puede esperar nada de sí mismo. La resacralización del mundo, y el consiguiente acceso a una rea­lidad que permite la reconciliación, no puede proceder del hombre ni de sus obras. La certeza que clausura la desespera-

2 Controversia de Heidelberg, tesis 18, ob. cit. p. 81.3 Cfr, para Hamann, mi trabajo Nihilismo, Especulación y Cristianism o

en Jacobt., Barcelona, Anthropos, 1989.4 Lutero, Tesis d e H eidelberg, tesis 18, ob.cit. p. 81,

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ción, junto con el cielo que clausura el infierno interior, no puede emerger del propio seno del hombre. El estado de cer­teza es una Gnade, algo dado, una gracia. Por eso, la certeza no puede merecerse, sino que ha de ser regalada. Ahí reside la profunda irrelevancia de las obras. Salva sólo la gracia y no hay medio de racionalizar la fuente de la paz interior, del goce del cielo de la existencia. Sin esta interiorización de la salva­ción como experiencia real, no se entiende la tesis de Lutero. El hombre se salva no en el más allá, sino en la certeza con­fiada y pacífica de estar en contacto con una realidad sagrada que elimina su conciencia de culpa, que le reconcilia consigo mismo, a pesar de todas sus acciones. Ésa es la experiencia del cristiano. Por eso el cristiano reclama la libertad para su con­ciencia, mas no la necesita para sus acciones. Esta diferencia resulta esencial para nuestro ensayo.

La modernidad se va a construir en otros tantos procesos de obtención consecuente de certeza. La certitudo salutis constituye el problema clave de los sistemas de la ratio m odern a , tanto como el blanco de todos los ataques escép­ticos. La disputa fue necesaria porque, con la propuesta lute­rana, quedaban cegadas, en el último punto, todas las vías de racionalización para conquistar esta certeza. Lutero pudo mantener su propuesta radicalmente irracional desde su pro­pia experiencia de la certeza, asumiendo el elemento pre- destinacionista que imponía la arbitrariedad de la gracia, más sólo desde la perfecta asunción de su condición indiscutible de reformador. Por lo demás, consignó un expediente que hizo muy difícil la aceptación de sus tesis. Así, propuso que nadie podría saber jamás si era uno de los elegidos, dado que su estatuto religioso no se reconocía por la eficacia de las obras. De esta forma, la paradoja del luteranismo resulta­ba inaceptable. Pues si nadie sabía si era elegido, ¿cómo podría vivir en el cielo de la gracia? Y si se podía vivir tran­quilo aún sin saber eso, entonces no se requería la concien­cia religiosa ni la certeza de la fe para vivir en paz consigo mismo. La propia positividad de la fe, con una certeza de la que no se sabe nada acerca de su origen, se convertía en la única piedra de toque de su comprensión del mundo. No obstante, resultaba difícil no confundir esta actitud con la

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indiferencia absoluta respecto de la salvación. Con ello, la pregunta era clara: ¿El fenómeno subjetivo de la paz refleja­ba el acto divino de la elección del justo? ¿No podía ser una ilusión o un efecto de la propia maldad, de la propia obsti­nación, de la propia auto-afirmación? La búsqueda de una racionalización de la certeza de la fe, de tal manera que pudiera garantizar al hombre su estatuto de elegido, es la clave de toda la evolución del calvinismo. Su posición será una: los elegidos tienen que actuar en el mundo sensible, tie­nen que resacralizar d esd e su a cc ió n de elegidos ese mismo mundo, tienen que intervenir en el mundo para demostrar que Dios los ha elevado. Tienen que conquistar el mundo para gloria de Dios. Con ello, el calvinismo se definía como una ética y ascética de intervención intramundana desde la certeza de ser portadores del carisma recibido por la fe. No seguiremos por este camino.5 Pero conviene rescatar la con­secuencia de que, por eso, el calvinismo reclamó la libertad para la acción externa y no sólo para la conciencia. Por mucho que el calvinista se sintiese internamente coacciona­do por su sentido del deber, al seguir esa compulsión nece­saria se sentía libre ante el mundo.

2. N aturaleza, f e y sa lv ación .- Lutero fue capaz de cons­truir un sistema de categorías poderoso, en la medida en que tenía detrás la metafísica de Agustín de Hipona. Al aplicar este conjunto de categorías, Lutero comprendió el final del mundo medieval de una manera mimética respecto del final del mundo pagano, que sentenciara Agustín. La clave de bóveda de todo el conjunto residió en la identificación de la naturale­za, estado de corrupción y estado de desesperación. El hom­bre que confía en su obras, en la potencialidad de su natura­leza, en el dinamismo de sus fuerzas naturales es la reencarnación del viejo pagano. La crítica de Lutero al mundo tomista adquiere aquí un sentido preciso, más allá de la bruta­lidad de la expresión. Aquella naturaleza pagana había queda­do depotenciada por el pecado y sólo esa radical depotencia-

5 cfr. para todo esto Wf.bf.r, Espíritu d el Capitalism o y tas sectas protes­tantes. Sociología d e la Religión, /, Madrid, Taurus, 1980, I. pp. 79, 88, etc.

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ción exigió la irrupción del cristianismo. La corrupción de la naturaleza emerge como potencia objetiva para el mal.6 Como dice en los artículos de Smakalda, «Este pecado original entraña una corrupción tan profunda y perniciosa de la natu­raleza que ninguna razón llegará a comprenderlo7». La conse­cuencia se puede apreciar fácilmente: el reino de la naturale­za, el reino del pecado, es un supuesto de la experiencia cristiana; pero, por eso mismo, ofrece un escenario devaluado para esa misma experiencia. El cristianismo se define por la posibilidad de transustancializar ese mundo, la posibilidad de regenerarlo y resacralizarlo. La magia limitada de los sacra­mentos dejó paso a la necesidad de una magia general, por la que la fe implicaba un renacimiento del mundo, una transfi­guración. Ahora bien, la forma de esa resacralización no era universal ni en modo alguno indiscriminada, sino propia de los elegidos. Lo universal era el mal, el pecado y la culpa.

El alcance de la resacralización del mundo se hizo depen­der de la propia forma de la irrupción del carisma en él. Ya hemos dicho que esa forma fue la fe8. Hemos dicho que el hombre no puede producir por sí mismo los veneros de la resacralización. Esta segunda certeza de la profunda impoten­cia debe añadirse a la certeza de la fe. «Debemos tener la cer­teza de que el alma puede prescindir de todo menos de la

6 Me limitaré a enunciar aquí algunas tesis de la Controversia d e Hei- delberg : «El libre albedrío, después de la caída, no es más que un simple nombre y pe a i mortalmente en tanto en cuanto hace lo que de él depende-, tesis, 13. «Después del pecado, al libre albedrío no le cabe más que una potencia subjetiva para el bien y activa para el mal-, tesis 14. «No pudo per­manecer en el estado de inconvenencia por una potencia activa, sino por la subjetiva: mucho menos le fue posible progresar en el bien-, tesis, 15. -El hombre que piensa poseer la voluntad de lograr la gracia a base de hacer lo que de él depende, añade al pecado otro pecado y se halle doblemente reo-, Obras, ob. cit. p. 80. Naturalmente San Agustín aparece aquí citado en abun­dancia, sobre todo en sus tesis contra los Pelagianos.

7 Obras, ob. cit. p. 345.8 El texto donde se expresa mejor esta necesidad de la fe para conectar

con una realidad sagrada de Dios es, creo, el siguiente: -El hombre no es capaz de conectar con Dios y de actuar si no es por la única vía de la fe. Lo que equivale a decir que no es el hombre, por más obra que haga, sino Dios, por su promesa, el autor de la salvación-, -La cautividad de Babilonia de la iglesia- Obras, ob. cit. p. 100.

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palabra de Dios, lo único capaz de ayudarle9». La certeza de la fe es autotransparente respecto de su carácter recibido y pasi­vo. El sentimiento confiado de la certeza incluye inevitable­mente el momento del no-saber del origen de esa certeza, o, lo que es lo mismo, el reconocimiento de que ese sentimien­to es obra sagrada, divina. El hombre es aquí actuado, pero no puede resistirse a la actuación que sobre él recibe10 11.

La vivencia de la certeza de la fe acredita su origen sagra­do en los fenómenos de la vida subjetiva que se derivan de ella. Ante todo, Lutero habla de paz y libertad11. Luego habla de la transfiguración del alma. Esa transfiguración reside sobre todo en la «certeza que tiene de su bondad y de la veracidad»12. Por lo tanto, la fe supera el mal y restaura la naturaleza del cristiano. Lo que era un mundo sin sentido y pleno de corrupción, aparece ahora literalmente iluminado de una nueva luz. La fe es certeza. Pero esa certeza se extiende sobre toda la realidad humana, santificando y sacralizando cada una de sus manifestaciones, ahora atrave­sadas por la fe. El texto al que deseo llegar dice de una manera clara: «Esta fe viva y actuante: la que penetra en el hombre entero y lo transfigura»13. Se determina así una reconstrucción de la totalidad humana que ahora queda recompuesta en sus potencias14 tras la experiencia de la desesperación. Con ello, la resacralización del mundo y la reconciliación con la totalidad de las dimensiones humanas, incluido el cuerpo15, se tornan una misma cosa: la expe­riencia gozosa de la propia realidad16. La sensibilidad para

9 Cfr. -Za Libertad del Cristiano-, O bras, ob. cit. p. 158.10 «La única obra divina consiste en que creáis en aquél quien Dios os

ha enviado», Obras, ob. cit. p. 159.11 La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 159.12 La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 160.13 -El magníficat traducido y comentado-, Obras, ob. cit. p. 182.14 -Esto es lo que hace de Dios un ser amable y loable, es lo que consue­

la al alma, al cuerpo y a todas sus potencias-,. El M agnífcat..., ob. cit. p. 196.15 -La vida que vivo en el cuerpo la vivo en la fe de Cristo-, La libertad

del Cristiano, ob. cit. p. 168.,6 -Ahí tienes cómo la fe es la fuente de la que brota la alegría y el amor

hacia Dios, y del amor esa vida entregada libre, ansiosa y gozosamente al servicio incondicional del prójimo-. La libertad del Cristiano, ob. cit. p. 168.

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las contradicciones humanas, que estaba en el fondo de la Reforma, no podía quedar sin su correspondiente propues­ta de reunificación en la obra de Lutero. De hecho, este pro­blema de reunificación humana debía plantearse en el seno de la dialéctica de la relación entre naturaleza y orden sagra­do. El hombre quedaría reunificado allí donde, en el seno del orden natural, se abriera camino la irrupción de la gra­cia de la certeza. Esa reunificación no convoca las meras potencias naturales, sino la sumisión ante la dimensión supranatural de la fe. Se trata de «todo vuestro espíritu, en el que está todo incluido»17. Las sucesivas oleadas de contra­dicción del hombre consigo mismo vendrán representadas como sucesivas antinomias entre el orden de la naturaleza y el orden de la libertad y de la creencia. Kant no es ajeno a este universo. Pero su síntesis no se busca mediante la fe, sino mediante las obras de la libertad.

Hay un punto importante en el que se dejan sentir de forma central los efectos de esta transfiguración del alma por la fe. Se trata de la genuina construcción de una comunidad edesial. Esta comunidad de seres libres está por encima de toda comu­nidad natural. La relatividad de la ley natural, y su contraparti­da en el Estado, resulta fácilmente comprensible. Sin embar­go, esta relatividad de la comunidad, basada en leyes positivas y naturales, se fundamenta en la positividad misma de la comu­nidad cristiana como Iglesia. Puesto que nadie sabe quién es un elegido, y puesto que Dios tiene que completar su número antes de clausurar la especie humana, cualquier miembro del conjunto de todos los hombres es potencialmente un elegido. Por eso cualquier prójimo es objeto de respeto y amor. Nadie puede ser excluido de esa comunidad visible y natural de la especie porque, en su seno, se encuentra la comunidad invi­sible de los elegidos como buenos, como justificados por la fe. De ahí que, para Lutero, la vida cristiana se escinda en dos aspectos centrales: «De todo lo dicho se concluye que un cris­tiano no vive en sí mismo; vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva

17 «El Magníficat...*, Obras, ob. cit. p. 181.

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sobre sí mismo hacia Dios, por el amor desciende por debajo de él mismo, pero permaneciendo siempre en Dios y en el amor divino, como dice Cristo. Ésta es la libertad auténtica­mente espiritual y cristiana: la que libera al corazón de todos los pecados, leyes y preceptos; está por encima de cualquier otra libertad, como lo está el cielo sobre la tierra»18.

Desde esta dimensión eclesial de la conciencia cristiana, la posición luterana ante las obras debía ser matizada. Pues no existía sólo el mundo de la relación directa e intrapersonal del hombre con la fe. También existe el reconocimiento de la necesidad de la vida de la especie, ejercida en comunidad. La relación entre estas dos dimensiones alberga una ambigüedad central que deseo poner de manifiesto comentando el siguien­te texto: «El hombre no vive encerrado en su cuerpo; está con­dicionado además por los restantes hombres de este mundo. Éste es el motivo de que no le esté permitido presentarse vacío de obras ante los demás, y aunque ninguna de ellas le resulte necesaria en orden a la justificación y a la salvación, se ve for­zado a hablar, a actuar con los otros. Por eso su única y libre pretensión en todas las obras será la de servir y ser provecho­so a los demás; las necesidades del prójimo es lo único que ha de tener en cuenta. Ésta sí que es una auténtica vida cristiana, puesto que la fe actúa con complacencia y amor»19. De este texto se sigue, a mi modo de ver, lo siguiente: lo principal y originario reside en la experiencia de la fe. Frente a este momento, la existencia en el seno de la comunidad es una dimensión de necesidad natural. Como toda dimensión de la vida natural, debe ser transfigurada tras la experiencia de la fe. Sin la potencia de transfiguración de la fe, esta dimensión natural de la comunidad, dirigida a la solución de necesida­des, es una lucha egoísta en la que rige la corrupción. Tras la transfiguración, esa comunidad está atravesada por el amor. ' Pero amor es una relación activa con la especie, aunque rela­ción limitada: es una forma de cumplir las necesidades propias de la existencia natural del individuo. Que se tengan que aten­der sólo las necesidades, esto se sigue desde una concesión al

,H «La libertad del Cristiano», Obras, ob. cit. p. 169. 19 -La libertad del Cristiano», Obras, ob. cit. p. 167.

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hecho de que la Iglesia invisible tiene que anidar en la visible, y de que Dios escoge a sus elegidos de entre los hombres. Pero, que sólo se tengan que atender las necesidades materia­les, indica de una manera clara que se trata de un medio para respetar en los demás a los siervos de Dios. Dado que esta entrega es recíproca, el cristiano no tiene que preocuparse de sí: se ocupa de los demás que a su vez se ocupan de él. La per­fecta reciprocidad significa aquí la igualdad respecto del cum­plimiento de las necesidades materiales. Por eso el texto ante­rior decía que el cristiano no vive en sí. Es un vacío que se proyecta sobre los demás, una intencionalidad perpetua que deja en sí la nada de su propia atención, pero que se vuelve a reconstruir como realidad por la intencionalidad de los demás sobre él. La idea de Iglesia es, por tanto, la desaparición de todos como individuos en la entrega a los demás, la supera­ción de las barreras de la individualidad y la construcción de una única realidad viva y supra-individual: «Dios es un Dios de paz y de unidad. [...] Es lo que quiere decir el salmo 66: “Dios hace que vivamos unidos en casa”, y el salmo 133: “Qué bueno, qué gozoso, cuando los hermanos viven como si fue­ran sólo uno’’-20.

3. La com u n idad p o lítica y la Iglesia.— La comunidad natu­ral obra así como un mero medio para realizar la Iglesia invisi­ble. En cuanto que medio necesario de la reconciliación, sin embargo, queda atravesada por una dimensión sagrada: las obras del amor. Entonces la comunidad natural es también un fin, una realidad cristiana que refleja el ser del Dios Uno. La consecuencia más precisa de ello es el uso radical que el cris­tiano puede hacer de cualquier bien material. Ninguna ley de la comunidad natural, de la ordenación política, esa positividad de los órdenes de corrupción, basados en el supuesto de la maldad humana, puede levantarse contra esa comunidad invi­sible y contra esa conciencia entregada a su fe. De la misma manera que toda dimensión corporal tiene que estar regida por la dimensión cristiana, todo bien material tiene que poder

20 -El Magníficat...-, Obras, ob. cit. p. 181.

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ponerse en manos de la dimensión de la fe. «Cuando Pablo dice “todo vuestro espíritu, en el que está todo incluido", echa mano de una estupenda expresión griega: tojolókleron pn eu - m a chym ón, que significa “vuestro espíritu, dueño de toda la herencia”, como si quisiera expresar: “sólo el espíritu que cree es dueño de todo”»21. En este sentido, el luteranismo forjó una idea de comunidad centrada en la idea de reunificación de la individualidad en el espíritu. Pero ese espíritu, a la postre, anclaba en la interioridad del individuo cristiano, a solas con su conciencia, cierto de sí y de su propia creencia, que relativiza todo lo procedente de la naturaleza y de las comunidades posi­tivas con la misma fuerza que mostró Lutero en Worms, delan­te del mismo emperador, cuando dijo: «No puedo sustraer a mi Alemania al servicio al que le estoy obligado (...]. A menos que se me convenza por el testimonio de la Escritura, o por razo­nes evidentes, estoy encadenado por los textos escriturísticos que he citado y mi conciencia es una cautiva de la palabra de Dios. No puedo ni quiero retractarme en nada, porque no es seguro ni honesto actuar contra la propia conciencia”22.

4. El m isterio d e Israel y e l narcisism o m oderno: siervos y herram ien tas d e Dios.— Y sin embargo era éste un mundo de certezas que se levantaba sobre profundas asunciones, acep­tadas como misterios, tanto más peraltados cuanto más se rela- tivizaba el papel de la razón. El principal no era otro que el misterio de la Encamación. En efecto, en la tradición cristiana ese misterio afirma la encamación de Dios en la naturaleza humana. Como tal, significa la irrupción de lo sagrado en la naturaleza, su restauración, su salvación, su elevación a reali­dad en contacto con lo divino. Pero, para Lutero, esto sólo sucede mediante el bautismo de la fe que hace al cristiano. La existencia del cristiano es tan milagrosa como la existencia de Cristo. La existencia de la encarnación es una y la misma con la existencia del cristiano. Su misterio determina la vida del cristiano tanto como la de Cristo. Dejándose llevar de su her-

21 «El Magníficat...*, Obras, ob. cit. p. 181.22 ‘Discurso en la Dieta de Worm-, O bras, ob. cit. p. 175.

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menéutica bíblica, Lutero considera que ese misterio ya se produce en la propia existencia de Israel. El misterio de la Encarnación, de Cristo y del cristiano es el misterio de Israel, esto es, del pueblo o del hombre carismáticamente elegido, del único que bebe en las fuentes del favor divino.

Curiosamente, en Israel se da una dualidad que persigue las huellas de todo lo que hemos visto anteriormente. Esa dua­lidad es la de los nombres. Israel es también Jacob. Por des­cendencia natural, desde la dimensión estatal de su pueblo, el nombre originario es Jacob. Israel es un nombre dado directamente por Dios, otorgado desde una función. Con ello, la misión es superior a la comunidad natural, y el nombre de la dimensión espiritual es superior al nombre de la comunidad natural. Con ese nombre, Israel, Dios ha querido fundar un pueblo de hijos espirituales23. ¿Pero qué función es la que determina el nombre? Lutero contesta esta pregunta analizan­do el nombre. Ante todo, Jacob es un siervo. Pero un siervo elegido para luchar por Dios. Esa elección, cuando cumple la función de realizar la voluntad de Dios, lo levanta de entre su pueblo. Entonces se le llama Israel, Señor de Dios. De siervo ha pasado a ser señor. Y lo ha hecho por obra de Dios y para cumplir la voluntad de Dios. Respecto de Dios sigue siendo siervo. Respecto de todos los demás es Señor. Lo es, al menos en la medida en que sea una herramienta en las manos de la voluntad de Dios. «A esto se acomoda la palabra “Israel” que quiere decir “Señor de Dios”. Nombre elevado y santo que entraña en sí mismo el milagro grandioso de que un hombre, por hablar así y por gracia divina, se iguale a Dios en poten­cia, de forma que Dios haga lo que el hombre quiera. Del mismo modo podemos contemplar a la cristiandad.!...1 Todo se realiza por medio de la fe. El hombre, entonces, hace lo que Dios quiere y Dios lo que el hombre desea. Israel así se ha convertido en un hombre deiforme, con poder divino: en Dios con Dios y por Dios, es un señor capaz de hacer de todo, de poder todo. [...] Israel es un misterio raro y profundo»24. Todas

23 -El Magníficat...», Obras, ob. cit. p. 202.24 Obras, ob. cit. p. 202.

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éstas son palabras que deberemos retener profundamente. Su espíritu aflorará en Fichte con plenitud de fruto, pero antes también en la mística alemana, desde Weigel.

Pero todas éstas son palabras que en Kant resuenan sólo como un profundo y voluntario olvido, como posiciones que Kant ha desmantelado con rigor. Pues la libertad, para Kant, es una hendidura en la naturaleza, pero no supone su degración. Inaugura una novedad en medio de la necesidad, pero no una caída ni un desconocimiento del principio de realidad. Por eso, por muchas que sean las tensiones entre la necesidad y la libertad, se trata de tensiones que reclaman la acción como terreno de la convergencia. Son realidades humanas y por eso reclaman la acción reunificadora del hombre. En todo caso, entre ambos límites se juega el destino del hombre, en el terre­no de una inmanencia que no viene atravesada por ninguna instancia trascendente. Siervo y señor, el hombre de Kant es constitutivamente ambas cosas, sin que una dimensión des­truya o transfigure a la otra. Entonces, el ser humano jamás podrá hacer valer, desde la más radical ausencia de crítica, desde la más obstinada desmesura, su actuación como queri­da por un Dios que, bien mirado, no es otra cosa que su auto- afirmación patológica y narcisista.

B) EL GIRO KANTIANO

1. Entre Aristóteles, Lutetv y H obbes.- Aunque lejano de Lutero, Kant ha roto de otra forma radical con la confiada antropología aristotélica. Por eso, obviamente, ha tenido nece­sidad de replantear las bases de la política. En esta transfor­mación radical, se anuncia una autoconciencia de la moderni­dad más reflexiva. Frente al mundo político asegurado por la naturaleza, que considera la técnica política un complemento de las disposiciones naturales de los hombres, en tanto pose­edores del lenguaje, Kant ha introducido la sospecha hobbe- siana, de forma muy matizada, ciertamente, pero no menos inquietante. Frente a la radical estructura cooperativa de la polis, vigente en Aristóteles, en Kant se abre camino la radical dimensión competitiva que anuncian los tiempos burgueses.

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Pero frente a la consideración del Estado como mera coacción, Kant, ignorando las reducciones luteranas del reino exterior sometido a la espada, ha proyectado sobre él la sagrada dimensión humana de la libertad.

He dicho sospecha hobbesiana, que no teoría. Para Kant la realidad familiar del hombre no implica su dimensión políti­ca25. El gobierno familiar no sirve para comprender el poder político. Pero la falta de relevancia política del orden familiar tampoco permite la afirmación inmediata de que el hombre es hom in e lupus. Asentado en un conocimiento biológico más preciso, y sin duda alguna más cercano a las recientes teorías de la evolución, Kant anuncia una antropología en la que las experiencias de la familia no son fácilmente extrapolabas a las realidades políticas -mecanismo del que abusará Hegel-; es más: aquello que se vive en la familia puede ser letal para la forma de vida política. No sólo porque, como era habitual en el pensamiento clásico, la forma de relación familiar -e l dominio y el gobierno paternal- no puede servir de modelo al mandato político -im periu m sobre hombres libres-. Las expe­riencias de confianza que se tejen en la vida familiar pueden generar ilusiones comunitarias, fatales para una clara com­prensión de la política. Pues si triunfan, determinarán una política opresiva. Y si fracasan, exigirán medios de compensa­ción que están directamente relacionados con lo siniestro. El paternalismo protector como política está íntimamente vincu­lado con todo ello.

Frente a estos dos extremos -la política como f il ia y la polí­tica como violencia- Kant ha mediado con una tesis, específi­camente moderna, según la cual el hombre es la única espe­cie que ha creado su propio carácter por el encuentro de dos dimensiones inseparables de su naturaleza: la con cord ia dis- cord o la discord ia concord. De esta forma, Kant ha visto al hombre como una com plcxio oppositorum . Por esta contradic­ción interna surge la necesidad de la política, pero también su debilidad. Por naturaleza, el hombre es un animal político

25 Cfr. para estas distinciones Giuseppe Duso, -Historia de los concep­tos y Filosofía política-, en Res pu blica, núm. 1,. 1998. El análisis de Hobbes sobre el que se funda Duso, y que yo sigo, es el de Sandro Biral.

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justo porque por naturaleza el hombre es una animal im-polí- tico. Así que a la hora de decidirse por Aristóteles o por Hob- bes, Kant tomas sus distancias y elige otra vía. «Aún podría plantearse ésta [posibilidadj: si es por naturaleza un animal sociable o solitario y temeroso de la vecindad; esto último es lo más probable.» Por naturaleza los hombres son muchos y sociables. Pero por naturaleza también son desconfiados res­pecto del vecino. Por la razón puede administrar la descon­fianza y transformarla. Ni la naturaleza ni la razón quedan, sin embargo, devaluadas desde el principio. Frente a las aparien­cias, y desde el inicio, Kant se ha separado del cosmos de Lutero.

Pero no sólo en el inicio. Lo más genuino de la tesis de Kant surge de aquí. Este dispositivo de contradicciones que es el hombre concede a la dimensión práctica del h acerse su radical protagonismo. Situado en este territorio de suma cero, en el que las dos polaridades de la naturaleza se neutralizan recíprocamente, el hombre kantiano ejerce el libre arbitrio mediante el subrayado de una dimensión u otra. Así vuelve a escapar a Lutero. La racionalidad tiene sentido porque es un subrayado de la tendencia natural a la concordia. El hombre, como auto-hacerse, aspira a hacerse racionalmente, y esto sig­nifica que aspira a la concordia. Mas sólo puede impulsar este proceso administrando las inclinaciones hacia la discordia que aprecia en sí. La habilidad, la pragmática y la moral, con sus imperativos, son tres formas de administración racional de esta naturaleza discordante. Finalmente, razón y acuerdo, razón y armonía, los viejos elementos pitagóricos, se introducen casi como la sustancia de la filosofía.

Por eso, en el pasaje de la A ntropología correspondiente,26 esta administración racional de la naturaleza discordante del hombre se entreteje en tres dimensiones culturales que han tenido como resultado otras tantas formas de concordia. Aquí Kant recupera la vieja distinción de los imperativos de la Fun- dam en tacion d e la M etafísica d e las Costum bres, y hace ver que las realizaciones culturales de la técnica, de la pragmática

26 Kant, W crke, edición W. Weischedel, Suhrkamp, vol. XII. [en adelante WW1, p. 672 y ss.

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y de la moral son otras antes victorias sobre la desconfianza ante el vecino. Estas tres victorias testimonian que hay en el hombre A nlage o disposiciones que se hacen evidentes cuan­do han sido elaboradas por el trabajo de la cultura, por mucho que éste pueda implicar la pérdida de las alegrías de la vida hasta cierto punto. De esta forma, el despliegue de la técnica, de la pragmática y la moral vienen a sustituir al instinto, que hace a otros animales perfectamente sociales, y permite al hombre iniciar el camino de la confianza. Cuando un hombre viene hacia otro con una ventaja técnica, genera confianza en él. Cuando sus obras producen felicidad a otros, entre ambos se tejen vínculos de confianza. Cuando la reflexión racional impone que un hombre se dirija hacia otro con sentimientos morales, la confianza se deja bañar por la sobria emoción del respeto mutuo. Más difícil, mucho más misteriosa que ningu­na, se abre esta disposición pragmática con la que tenemos que vérnosla aquí y de la que depende la felicidad entre los hombres. Pues de ella hace la política su ámbito.

Cuando Kant define la «pragmatische Anlage» unifica dos palabras que, con el curso del tiempo, iban a configurar una polaridad sangrienta: la de civilización y la de cultura. ¿Cómo se genera confianza respecto a esta disposición pragmática, si no es mediante la eficacia de la productivi­dad técnica? La pragmática es la disposición a poner en consonancia los fines y voluntades de los hombres. La des­confianza se rompe pragmáticamente en la medida en que se forja la certeza de que el otro limita su querer, pero tam­bién en la medida en que el querer de dos se torna compa­tible y cooperativo. Si un gesto o una acción hace felices a dos, entonces se ha superado la técnica y se abre el campo de la civilización. Por la civilización, el hombre sale de la autarquía [de la mera Selbstgew ali], dice Kant. ¿Pero cómo se puede salir de la mera S elbstgew ali sino creando una G ew alt colectiva? Así que el cultivo de la disposición pragmática indica y propone un progreso en la capacidad de gobernarse, propia de seres capaces de querer libre y colectivamente. Esta disposición determina el tema de la política. Con ello Lutero es una vez más esquivado. La polí­tica no es mera espada, pero tampoco mera técnica o habi-

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lidad; antes bien, consiste en una acción que tiende a pro­mover la felicidad común y, por tanto, a generar civilizada confianza.

El hombre aprende, por educación, a desconfiar del propio poder y a confiar en un poder extemo. Esta confianza no se puede generar mediante la mera potencia de la técnica. Aspi­ra más a la cooperación consciente y mediada por la compati­bilidad de la voluntad. Que esta civilización de la dimensión social del hombre conozca un progreso, sugiere hasta qué punto su análisis no puede resistir una estrategia cartesiana, de nuevo principio, como de hecho proponen Hobbes y Rousse­au. Que la disposición pragmática afine las dimensiones socia­les y de confianza en el otro, depositadas en la naturaleza humana, sugiere ya hasta qué punto hay una íntima trabazón entre la política, en tanto proceso culminante de la civiliza­ción, y la risa, como expresión corporal inmediata de la dimensión sociable del hombre. Como he defendido en otro sitio, la comedia es la expresión estética de la política27. Para Kant, la risa cordial es sociable en tanto que pertenece a la emoción de la alegría. Educar para la alegría y la risa es dis­ponernos a la afabilidad y la sociabilidad, que son las antesa­las de la virtud de la benevolencia28. En la risa, la pragmática social obtiene su fin y su medio y la civilización su más sólido cemento, no exento de ironía.

2. Pesim ism o in d iv idu al y optim ism o histórico: la iron ía kan tian a - Una cierta crueldad, por lo demás muy presente en Kant, aflora en esta noción de progreso jalonada en tres estadios. Ya vimos antes que el precio a pagar por ese pro­greso es el de cierta reducción de las alegrías de la vida. Ahora vemos que se trata justo de eso, y no de una anulación, pues la risa siempre puede acompañar, como un regalo escondido, la vida social. Cuando analizamos el mismo camino desde la realidad de la persona individual, sin embargo, la crueldad kantiana sube de tono en la misma medida en que se entrega

27 Cfr. -Comedia, tragedia y poder. Sobre la forma estética de la demo­cracia-, en ER, Barcelona, 1998.

28 WW, p. 598.

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a la más absoluta frialdad. Si bien el hombre llega a la habili­dad de sus disposiciones técnicas hacia los veinte años, sólo con los cuarenta puede llegar a purificar sus dimensiones pragmáticas e inspirar la suficiente confianza como para que los demás se dejen gobernar por él. Mas sólo a los sesenta obtiene el pleno desarrollo de la moralidad, con la sabiduría completa y reunida de la vida. Como se ve, la obsesión clási­ca por las edades del hombre nos trae un lejano eco de la sabi­duría de Sileno: sólo al final de su vida, el hombre que se ha buscado puede ser sabio. Hablamos aquí de una crueldad trá­gica, y de esa veta que hace de Kant el más griego de los modernos. Pues, justo entonces, la sabiduría es radicalmente negativa: el hombre descubre las locuras de su vida pasada y se sabe en disposición de vivir de forma virtuosa. «Mas la incli­nación a la vida se torna tanto más fuerte cuanto menos valor tiene, así en el hacer como en el gozar.» El misterio de Sócra­tes queda explicado en esta sencilla frase. Cuando el hombre alcanza la sabiduría para el vivir virtuoso, justo entonces su apego a la vida es mínimo. Por eso el hombre se puede entre­gar sencillamente a la muerte. Las locuras de Alcibiades denuncian afán de vivir. El sabio se deja morir. Es así como la vida muestra su estructura contradictoria con la moral. Sólo nos concede disfrutar de la sabiduría en el instante en el que nos disponemos a abandonar la existencia.

Es difícil entender hoy a Kant. Tras realizar esta primera alabanza del progreso de la especie, muestra bien a las claras la tragedia del individuo. Ninguna estructura de compensa­ción se abre paso aquí. Las cosas son así. El hombre tiene que ser educado por el hombre. El progreso de la especie tiene que empedrarse con la tragedia de todos los fracasos, de todos los naufragios personales. Es así que el progreso se desvía continuamente de su camino, justo por la delicada estructura de compensaciones que el individuo, incapaz de aceptar el destino descrito, introduce en su propia vida. Debemos pre­guntarnos nosotros, con Clement Rosset, si la mediación entre este fracaso del individuo y el triunfo más que cuestionable de la especie no permite otra mediación que el humor y la sonri­sa. Quizás ahí está el secreto de la risa. Una vez más, Sócrates y su sabiduría irónica.

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El problema más inquietante de Kant pregunta por la posi­bilidad de que, conscientes de su fracaso como individuos, existan hombres que puedan entregarse por la ciudad, símbo­lo de la especie. Ese encogerse de hombros, en el que se refle­ja tanto su escaso apego a la vida propia como la carencia de compensación superior para su propio sacrificio, es la risa que brota de la íntima conciencia de la sociabilidad, del carácter común, infranqueablemente común, de este mismo destino. La risa entonces no es sólo índice de sociabilidad, sino reco­nocimiento de la universalidad de la estructura de la vida, que se disuelve en todos igualmente en el mismo misterioso don del sacrificio. Si éste es el destino del hombre, estos humoris­tas kantianos tienen carácter, porque saben ver con anticipa­ción el destino común. Aquella sociabilidad risueña y gratui­tamente confiada no impide que se realice el sacrificio por la ciudad. Pues ellos saben que en la ciudad, en la república, se dan cita la perfección de las disposiciones racionales de los hombres. Y esta entrega final sin compensación alguna es la perfección desnuda de esta misma razón.

3. Pesim ism o y an tin arcisism o.- Kant no nos ha ofrecido una visión seráfica del hombre, pero tampoco nos ha entrega­do una visión escatológicamente pesimista. Sabemos por los antropólogos que algo ha cambiado en el hombre en los últi­mos milenios. Como ha certificado Claestres,29 el hombre pri­mitivo parece hobbesiano, pero de hecho no lo es. Vive en la violencia de una manera endémica, ciertamente. La finalidad de esta guerra, sin embargo, no es la configuración secreta de una unidad superior, de un Leviatán, sino la afirmación de la dispersión étnica. La guerra tiene la función socio-política de mantener a las comunidades en la multiplicidad, ahondando sin cesar la separación entre ellas. Así, Claestres afirma que la violencia se despliega permanentemente para conjurar toda fuerza unificadora. Por mucho que Claestres defienda30 que estos resultados son afines a los de Hobbes, es preciso reco-

29 Investigaciones en antropología política, Barcelona, Gedisa, 1988.50 Unas páginas antes, en la 215 de sus Investigaciones en antropología

política, ob. cit.

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nocer que lo son únicamente hasta cierto punto. Pues todavía queda por explicar cómo es posible que emerja el Estado -y la paz- entre pueblos que están empeñados en vivir aislados y en levantar la frontera con ríos de sangre.

En todo caso, algo ha cambiado en los últimos milenios para que una forma de habitar basada en la desconfianza con el inmediato vecino -com o reconoce Kant-, se haya dulcifica­do hasta el punto de producir las aglomeraciones humanas de los grandes Estados, como estructuras elementales de con­fianza. Ciertamente, la guerra ya no funciona como profilaxis para la distinción ni como salvaguarda de identidad. El proce­so es paradójico: la estructura de la guerra, que mantiene separados a los grupos humanos, produce un mecanismo de dispersión del hombre sobre la tierra. Mas sea como fuere, la guerra ha fracasado en su mecanismo, y quizá porque, como sugiere Kant, haya cumplido su función dispersadora y el hombre ya domina la tierra entera. Ahora, el efecto de la gue­rra es más bien volverlos a juntar. De esta manera, sin apelar a la gracia, Kant está en condiciones de mostrar los mecanis­mos naturales por los que el hombre puede auto-trascenderse en ciertas situaciones.

Una vez más, debemos aplicar el mecanismo de la com ple- x io oppositorum porque es la estructura radical de la inma­nencia. Kant, que no leyó a Claestres, llega a la misma con­clusión, en su famosa Reflexión 1.402. Pero llegó a algo más, que Claestres sin embargo no ha tenido en cuenta. Cuando éste autor analiza la doble determinación de la guerra, propo­ne una función social (preservar la diferencia) y una función personal, acreditar al guerrero como tipo humano carismático. Centrarse en esta figura como resultado positivo de la guerra le lleva a analizar de forma consecuente el prestigio social del guerrero, su distinción, su inclinación a la situación de guerra permanente para poder cubrir su prestigio, razones por las cuales el guerrero entra en una tarea infinita cuyo fin es la muerte. Canetti estaría de acuerdo con todo esto. Pero obvia­mente, esta visión de las cosas impide que emerja la vía del Estado.

Kant, sin embargo, amplía el registro de las consecuen­cias positivas de la guerra. Ante todo, por mucho que crea

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seguir a Hobbes, introduce el hecho fundamental de la familia como unidad de confianza/desconfianza31, con lo que se separa del individuo moderno hobbesiano, mitoló­gicamente solitario. Ulteriormente, no se trata de registrar la aparición del guerrero como tipo humano. Éste siempre se configura como portador de un carisma excepcional, por mucho que determinadas culturas lo hayan fomentado expresamente, como la islámica. Pero no puede entrarse en una dinámica de guerra sin que, a la par, se entren en diná­micas de cohesión interna, que exceden la figura del gue­rrero individual. Por eso los grupos humanos, cuando se enfrentan a la guerra, generan solidaridades basadas en la sangre vertida en el mismo bando que, con el paso del tiempo, generan estructuras de confianza. De este tipo es la solidaridad familiar, desde luego: Ahora bien, conforme la tierra se puebla por la guerra, los grupos humanos que se ven envueltos en la refriega son mayores, y mayores son también los grupos que se tienen que ir cohesionando como medida de defensa. Sin la Guerra de los Cien Años no se habría dado, quizás, la pujanza y el avance del pequeño Estado que dominaba en la Isla de Francia. Por eso, des­pués de afirmar la dispersión del hombre mediante la gue­rra, Kant añade que -obligados a residir en común, las fami­lias se unen en vista de defenderse y la necesidad y los ejemplos tornan soportable su comportamiento mutuo32». La desconfianza se supera con la defensa común. Y así los grupos humanos se forjan según hayan dado su sangre o hayan vertido la de otros.

Resulta que, por la lógica de esta naturaleza contradictoria, algo ha cambiado en los hombres a lo largo de los últimos mile­nios. Pero este cambio se ha producido por la acción de los hombres. La ontología cerrada y caída de la naturaleza de Lute- ro no entra en el pensamiento de Kant. El fenómeno más terri­ble, la guerra, produce a la postre su contrario, la confianza. C om plexio oppositorum . La disposición belicista del hombre

31 Kant, Cesam m elte Wcrkc, edición de la Akademie der Wissenschaf- ten, vol. XX, p. 74.

32 Ak, vol. XV, Reflexión 1.402.

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descubre la disposición política del hombre. La muerte descu­bre la felicidad de la vida. Estamos más allá del circuito de la técnica, como ya dijimos. Esta creencia acompañará a Kant a lo largo de toda su vida, pero no le cegará hasta el punto de identificar los cambios cualitativos que, con la intensificación del trato humano, acaben produciéndose en el fenómeno de la guerra. Pero éste no puede ser el tema de este ensayo, que he tratado en otro sitio33.

Mi interés más concreto reside ahora en afirmar que Kant no es unilateralmente pesimista. La estructura de la com ple- x io oppositorum se lo impide. Podemos decir que la dimen­sión belicista, con su voluntad de diferencia y de indepen­dencia, es una manifestación de la tendencia narcisista a ser su propio señor. Quien se aísla, quien no soporta la dife­rencia del vecino, quien no desea tratos impuros, expresa su confianza en el mecanismo de la repetición de lo propio, hasta hacerla automática, continua. Suponiendo que aquí estemos ante el substrato m ás básico , más infantil y autista, de la naturaleza humana -y tendríamos que analizar las rela­ciones entre el autismo y el narcisismo-, no podemos sino concluir con Kant que la naturaleza humana no es, por prin­cipio, completamente afín con el proyecto cosmopolita. Si reconocemos en este proyecto cosmopolita el lelo s de la razón guiada por la ley de la libertad, si asumimos el pro­yecto anti-narcisista de la continuidad y de la diversidad de los hombres, si amamos como bienes las diferencias entre los hombres, siempre que éstas tengan igual peso, entonces podemos concluir que el hombre, por natura'eza, muestra tendencias muy hostiles a este ideal, y en este sentido pode­mos decir que es malo por naturaleza. Yo preferiría decir que el narcisismo es un estadio enfermo e inmaduro poten­cialmente perenne en el hombre. Pero Kant dice, a su mane­ra, que el hombre es malo por naturaleza

4. C ontra Lulero: e l v a lor d e la a cc ió n - Pero Kant no podía mantenerse en una expresión tan abstracta y desafor-

33 cfr. La n ación y la guerra. C onfederación y hegem onía com o m odos d e p en sar Europa, ed. Res Publica, Murcia, 1999.

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tunada como ésta. No podía realizar una mera imitación de Lutero. No podía tachar la naturaleza humana como corrup­ta para encontrar la gracia de la salvación en la trascenden­cia. Lo que Kant dice al final de la R eligión den tro d e los lím ites d e la m era razón , con todas sus letras, es que «en lo que concierne al ca rá c ter sen sib le podemos juzgar que el hombre es malo por naturaleza». Si carácter es la posibilidad que tenemos de predecir el futuro de un hombre, carácter sensible es la posibilidad que tenemos de predecir el futuro de un hombre en caso de que éste se mantenga ajeno a toda educación. Entonces, lo que quiere decir Kant es que no podemos predecir nada bueno -e n el sentido cosmopolita- de alguien que no ha recibido educación, de la misma forma que no podíamos predecir nada bueno -en sentido cosmo­polita- del hombre de hace algunos milenios. Si alguien situado al principio de la Historia, observando las rencillas permanentes de las tribus vecinas, hubiera predicho que seis mil años después existiría la ONU, hubiera sido tomado por un Dios providente, no por un hombre razonable. Este tipo de razones debía hacer creer a Kant que a lo largo de estos milenios ha gobernado al hombre una especie de pro­videncia.

Pero Kant se cuida mucho de decir que el hombre sea, por naturaleza, malo en sentido moral, como Lutero afir­maría sin pestañear. Al contrario, en la P ed ag og ía se lee que el hombre por naturaleza no es ni moralmente bueno ni moralmente malo, porque el hombre no es un ser moral por naturaleza. La tesis final de Kant es que el hombre es un ser que d ev ien e moral. En ese devenir se sustituye el expediente de la magia católica y de la gracia luterana. En el caso de que la moral sea un equivalente a las instancias de salvación de Lutero, no procede de la trascendencia, sino que se forja en la misma inmanencia del mundo. La moral surge, deviene, y se teje no desde, pero sí sobre la base de los mismos elementos naturales que nos obliga­ron a decir que el hombre posee un carácter sensible malo.

La diferencia radical entre Kant y Lutero responde al dife­rente posicionamiento frente a la matriz estoica, tan presente

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en el mundo moderno34. Mientras que, para Lutero, la natura­leza de los estoicos ha caído y tiene que ser restaurada desde fuera, en Kant la epigénesis de la libertad se vierte sobre la naturaleza para generar con estos mismos elementos, selec­cionados en su afinidad, las dimensiones de salvación. En el primero, la trascendencia salva la naturaleza; en el segundo, la naturaleza se auto-trasciende y se salva en el hombre por la libertad. La diferencia reside en que el novutn de la libertad se abre, para Kant, en el seno de la naturaleza. Mas esta nove­dad reverbera como epigénesis de toda ulterior novedad. Principio de lo contingente, la libertad es ella misma contin­gente en el mundo natural. Epigénesis trascendental, la liber­tad no procede ni de la gracia ni de la trascendencia. La estructura de esta auto-trascendencia es claramente estoica, y en muchas ocasiones Kant habla de ella como necesidad y destino. En este sentido, cuando nos situamos al principio de la historia y miramos al mismo tiempo el presente, podemos pensar con Kant que el hombre estaba destinado a vivir en sociedad35. La idea de providencia inmanente -tan providen­te que contó con la contingencia de la libertad- es llamada por Kant destino, en atenencia al uso estoico. En este sentido, en la metáfora más atrevida que se haya podido hacer, Kant ha dicho que la evolución hacia el Estado, como proceso natural guiado por la libertad, es semejante a la formación de los sistemas de estrellas.36

La teoría de las disposiciones (A nlage) emerge de nuevo aquí. Por naturaleza el hombre posee disposiciones contrarias al proyecto normativo de la moral. Pero por naturaleza posee

34 No es un azar que Sebastián Franck, discípulo de Erasmo y siempre sensible a los argumentos estoicos, haya percibido su posición tan lejana de la posición luterana. Cfr. A. Koyre., Místicos, espirituales y alquim istas del siglo XVI alem án. Madrid, Akal, 1988, pp. 35-69. Pero también es significa­tivo que el pensamiento luterano posterior, pero también desde Melacht- hon, tuviera que pactar con las dimensiones estoicas, introduciendo su cate­goría fundamental, la de la naturaleza de las cosas, fundamental para seleccionar los compromisos con el mundo que el orden cristiano debe aceptar. Kant disciplina estas apelaciones y estas tensiones, llevando a la modernidad a la plena conciencia de sí misma.

35 AK. vol. XV, Reflexión 1.501, p. 789.36 AK. vol. XV, Reflexión 1.394, p. 607.

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una disposición a la razón. Una cosa no puede desplegarse sin la otra. La cuestión es que, en este despliegue inmanente de su razón, llega a las ideas nuevas acerca de la ley, el deber y el derecho. Y entonces aquellas disposiciones se concretan en poderes morales que, respecto de las disposiciones naturales, son novedades absolutas; pero que, a pesar de ello, tienen a sus espaldas procesos históricos que podemos describir.

La cuestión es si aquello que dispara el dispositivo hacia la cultura de la libertad es necesario o es azaroso. Y la res­puesta de Kant no puede ser sino una: es un paso necesa­rio, tan necesario como la propia dimensión instintiva de los animales. La tesis en la que deseo centrarme, tesis que difícilmente podía asumir Hobbes, y que desplegó Hegel quizás en exceso, es que el proceso de civilización se inicia con la familia, y que en la familia está fundado el patrimo­nio instintivo de la especie. De otra forma: la familia condi­ciona las dimensiones autistas y narcisistas del carácter sen­sible del ser humano y permite su trascendencia y su elaboración. Por eso es muy importante considerar que la familia hace la guerra, y que ella se cohesiona con este pro­ceso de guerra mismo. El estado de naturaleza del hombre es ya un estado social. Esta tesis, que no puedo desplegar aquí en su totalidad37, dice aquí que el estado de naturale­za del hombre es una familia y que por eso está garantiza­do el despliegue de la cultura. «El hombre que posee una mujer está completo y se encuentra solo en el estado de la naturaleza. No está inclinado a asociarse a otros, sino que más bien maldice encontrarse en su proximidad. De ahí el estado de guerra.» Esta cita38, debe completarse con esta otra: «Los instintos naturales de la beneficencia activa res­pecto de los otros consisten en el amor sexual y en el amor a los hijos39».

Cuando los textos citados se ponen en relación con aqué­llos, más conocidos de la Id ea d e la H istoria Universal, en los que se afirma la insociable sociabilidad del hombre, damos un

37 Cfr. el capítulo siguiente.38 Ak. vol. XX, p. 74.39 Ak. vol. XX, p. 158.

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contenido explícito a la familia como la primera estructura de la com plexio oppositorum . Momento plenamente ontológico del hombre, en la familia se configuran todas las tensiones entre soledad y compañía, amor y odio, confianza y miedo, con las que el sujeto maduro tiene que cargar, si ha de encon­trar un camino de felicidad sobre la tierra. El clasicismo aris­totélico de Kant es aquí radical no sólo por la apelación a la familia, sino por la continua apelación a la physis como fondo metafórico; de hecho, la insociable sociabilidad sólo es otra expresión de la fuerza de atracción y repulsión que atraviesa todo el universo físico. Aquí, una vez más, reconocemos la importancia del primer escrito de Kant, el más estoico de todos, La H istoria n atu ral y la T eoría d el C ielo, en esa cita de Haller en el parágrafo 24 de la M etafísica d e la Virtud en la que se asume la imposibilidad de que la naturaleza devo­re los gérmenes del progreso moral. El mecanismo de la cul­tura parte de la familia, por tanto. Pero ésta es un resultado del instinto. Por eso mismo el dispositivo evolutivo hacia el dere­cho y el Estado está confiado a la propia necesidad de la natu­raleza. Salvo que se presente ese novum , que ya aparece en el horizonte, de hombres sin familia, y que puede significar un cambio evolutivo capaz de romper el sentido vital acumulado por la especie en los últimos miles de años.

C) HISTORIA Y DERECHO

1. M al y señ o río .- Que el hombre es malo por naturaleza, entonces, sólo dice que «el hombre es susceptible de educa­ción». Esta tesis acaba ofreciendo la base a una ulterior: que el hombre necesita autoridad. No es de fundamental impor­tancia aquí defender la consecuencia, inevitable, de que la educación supone la estructura de la autoridad, consecuen­cia en la que ha insistido H. G. Gadamer. Sería fácil concluir que la estructura educativa fundamental para el hombre no es otra que la propia existencia del derecho, la única genui- na autoridad sobre la tierra. Pero necesitaríamos muchos pasos intermedios, que sólo podríamos dar tras algunos argumentos. No olvidaremos este horizonte, sin embargo. La

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estructura de la autoridad no puede reconocerse como mera­mente coactiva, por mucho que la idea de teleología que la mueve sea la del derecho. Naturalmente, el derecho es una estructura coactiva e igualmente genera una autoridad y un poder externo. Pero en su idea cosmopolita y republicana es un señorío muy peculiar.

El caso es que la estructura evolutiva del poder y del señorío es consecuencia de la necesidad educativa del hom­bre. Kant, como es notorio, no es Max Weber, ni tiene una his­toria de la evolución de las formas de legitimidad o del dere­cho, desde el dominio tradicional y patriarcal hasta el dominio racional. Pero es sensible no sólo a las presiones naturales que se ejercen a favor de la organización social y política, sino también a las presiones estrictamente humanas que juegan a favor de ellas. En todo caso, su tesis es que la organización política y social del hombre avanza desde una relación exter­na con el derecho y el poder a una relación interna con él. Su culminación es justamente el ideal cosmopolita y republicano. El progreso desde una relación a otra viene mediada por la Staatsklugheit, por la prudencia del Estado que no se limita a ser coactivo o que utiliza las dimensiones naturales hacia la organización social a favor de una aceptación consensuada de la ley. Esta progresión es la que debe impulsar consciente­mente la libertad política. En ella culmina el proceso de ilus­tración, desde luego. De ella depende que el republicanismo cosmopolita se abra camino como meta de la libertad.

Asumido que el hombre es un cotnplexio oppositorum, el arte social y político despliega las dimensiones favorables al cosmo­politismo. Mas para eso, desde el primer momento, se requiere que los grupos humanos no sólo posean una dimensión hori­zontal, sino también una vertical -si hemos de recoger al expre­sión de Sartori- Ésta es la explicación de que la familia no sólo sea un grupo social sino que genere, como reconoce el clasicismo, una forma de autoridad y de señorío caracteriza­do directamente por el dominio/gobiemo. Sin ese dominio, no cabe pensar ni entender la dimensión educativa de la estructura familiar. El estado de naturaleza del hombre no sólo es ya un estado social, como sin ninguna duda asume Kant, sino una forma de dominación legítima y de señorío,

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como suponen Weber y Aristóteles. Esta primera forma de legitimidad, sin embargo, no puede ser sino el germen de otras en las que la coacción extema va recayendo cada vez más sobre la propia capacidad y poder de los coaccionados; esto es, en las que las formas de obligación pasan por el pro­pio reconocimiento y cumplimiento de los deberes auto- impuestos. Desde estaperspectiva, el final de la historia, el cumplimiento de la idea de derecho, no implica el final del señorío ni del poder, sino sólo que el momento y la aspira­ción narcisista de ser su propio señor no entre en contradic­ción con la consideración jurídica de todos los demás como señores. En este punto, el poder sobre los demás mediante el derecho resulta internamente condicionado por el auto­gobierno, en el que los demás son interiorizados como ins­tancia limitadora de mi acción. El derecho supone la vida sobria de los que han superado el narcisismo como patología.

El motor de esta evolución jurídico-educativa, que acaba transformando la idea de señor hasta hacerla coincidir con la idea de derecho, no es otro que la propia razón libre. Por mucho que los autores hayan hecho de Kant un heredero del liberalismo de Locke, y por mucho que hayan subrayado las dimensiones egoístas propias del individualismo liberal, resul­ta muy difícil quedarse en estos extremos cuando se contem­plan los argumentos kantianos. De otra forma: por mucho que la propia razón esté al servicio de las aspiraciones de auto-afir­mación del individuo, aquí, como siempre, conviene pregun­tarse por la estructura de la com plexio oppositorum . Esto nos obliga a preguntarnos cómo el libre juego de una dimensión natural acaba trascendiéndose. Una de éstas es el egoísmo del ser humano, que puede oponerse directamente al señor exter­no, hasta descubrir que, si fuese moderado en su dimensión egoísta, estaría en condiciones de destruir al propio señor externo. Es así que el egoísmo entra en contradicción consigo mismo. Por egoísmo se supera el egoísmo. La consecuencia de esta superación es el derecho. Como nos recuerda Antígona, la clave de este derecho consiste en que se reconozca que el Estado no es propiedad de un solo hombre.

La visión que emerge de todas estas tesis puede resumirse en una frase de Georges Vlachos que merece repetirse: lo pro-

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pió y original del argumento kantiano es una psicología pesi­mista de la naturaleza humana en el seno de una interpretación optimista de la historia humana. La raíz de esta íntima vincula­ción entre el optimismo histórico y el pesimismo ontológico quizá reside en el reconocimiento de la sustancia abierta y fle­xible del hombre. De esta cualidad dependería que lo con­quistado en la historia se transfiera al carácter del hombre y que no hagamos predicciones abstractas del futuro comporta­miento del hombre, sino diagnósticos precisos asentados en el momento histórico que determina al ser humano individual. En este sentido, el pesimismo juega como un recordatorio que nos exige estar alerta frente a los retrocesos de las conquistas históricas. Más concretamente, en esta conjunción de pesimis­mo y optimismo la historia se lleva la mejor parte. Esto es lo que se muestra de una forma profunda y poderosa en la tesis del mal radical.

2. El m al ra d ica l y la H istoria - La problemática central de la tesis del mal radical40, vertida en La religión dentro d e los lím ites d e la m era razón , viene a explicar la posibilidad de la acción humana concreta desde la estructura de la com plexio oppositorum . Ante esta estructura de opuestos, la libertad de la voluntad humana se concreta en la teoría del libre arbitrio. Con ello, Kant se distancia un paso más de Lutero. Para Kant, el arbitrio del hombre es libre ju sto p orqu e la n atu raleza d el hom bre es una estructura dual, cu a ja d a d e elem entos opues­tos. Si la naturaleza del hombre fuera, como en Lutero, una estructura caída, entonces el arbitrio, como capacidad de vin­cularse a las acciones concretas, profundizaría inevitablemen­te en la degradación. Pero justo porque la naturaleza del hom­bre se tensa entre opuestos, la mediación del arbitrio es libre.

Es curioso que en el pasaje donde se define el arbitrio como libre, se diga que la voluntad, en la medida en que se vincula internamente con la ley moral, no es ni libre ni no libre. Y la forma que tiene Kant de decir esto es que la volun­tad pura no es capaz de Nótigung alguna. Parece entonces

40 Sigo a graneles rasgos las propuestas de Claudio la Rocca, en su con­tribución a E ticidady Estado en el idealism o alem án, Valencia, Natan, 1987.

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que, a diferencia de la voluntad pura, el libre arbitrio es libre porque es capaz de Nótigung; esto es, de una constricción práctica, en tanto necesidad subjetiva práctica. Como vemos, la libertad concreta no es contraria a cierto esquema de nece­sidad: al contrario, es perfectamente posible que el arbitrio sea libre cuando el sujeto se ve en la necesidad de conectar tal regla como un motivo libre. El problema de la libertad de acción se puede plantear sólo cuando emerge la motivación. Sin embargo, una motivación del libre arbitrio implica verse forzado o constreñido a asumir un motivo como determinan­te de la acción. Esa constricción puede experimentarse de forma subjetiva como deber o como compulsión pasional. Ser libre en la acción implica seguir la dimensión del deber en tanto necesidad subjetiva. De otra forma: ser libre puede ser decidir una finalidad como deber.

Del hecho de que el arbitrio elija entre las dos dimensiones opuestas de la naturaleza se sigue que en ella no reside el mal. No hay inclinaciones malas. Para que lo sean, deben ser ele­gidas frente a las disposiciones e inclinaciones que, en la vida consciente, emergen como apoyos del derecho y del deber moral. Lo determinante, una vez más, es el fin, el tolos. Y por tanto, en la medida en que el arbitrio acepta o asume el tolos, el mal depende del arbitrio y de su tolos. Que el telos del ser individual se afirme como absoluto, como si coincidiera con el telos mismo de la historia humana, y que, como en el mundo propio del narcisista, se eleve a punto único del sentido, nos pone ante el principio básico del mal. El telos d e 1 libre arbitrio depende, así, de la disposición que albergue el hombre res­pecto a una decisión sobre esta dualidad final. A esta disposi­ción, Kant le llama Gesinnung. Ésta puede ser buena o mala. Será perversa si apunta al momento narcisista del amor de sí, y buena si apunta al momento limitadamente sacrificial de la construcción del derecho, como estructura universal de reco­nocimiento no sólo de sí, sino de todos. En esta doble posibi­lidad reside la radicalidad del mal como condición antropoló­gica del uso de la libertad en el arbitrio.

Resulta inevitable resumir todos los com plexio oppositorum en esta ulterior contraposición decidida a través de la noción de libre arbitrio. El arbitrio es libre porque la naturaleza huma-

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na alberga dos disposiciones que corresponden a dos predis­posiciones hacia componentes sociables y no sociables. Que el hombre es malo por naturaleza significa, a este nivel, que el libre arbitrio inicialmente, y desde siempre, ha elegido des­plegar las predisposiciones narcisistas. Sólo entonces es posi­ble pensar la evolución y la educación del hombre como pro­ceso en el que el narcisismo entra en contradicción consigo mismo. Ahora bien, dado que esta predisposición hacia el nar­cisismo está ontológicamente fundada en la com plexio opposi- torurn, «es necesario que se opere una constante oposición a la misma41*. Podemos decir, entonces, que la historia como camino hacia el derecho siempre lucha contra la regresión narcisista, que se ha visto operada de una forma tremenda­mente cruda en el nazismo, en sí mismo un movimiento anti­jurídico42. La batalla contra el narcisismo implica un compo­nente ascético, pero éste no es una destrucción de la dimensión sensible, sino una voluntad selectiva del arbitrio que potencia aquellas inclinaciones sociales ordenables según el derecho y capaces de permitir la risa y la alegría. Mas estas fuerzas humanas sólo pueden ser potenciadas por la crítica y por la ironía propias de la madurez.

Claudio la Rocca, en un trabajo ya citado, analizando estos temas sostiene que, de hecho, aquí estamos en la fundamen- tación de la experiencia ética del hombre como fundación trascendental de la historia. Creo que tiene toda la razón. Con ello, sin embargo, Kant se reencuentra con los problemas de la teología o, si queremos decirlo así, de la salvación. Porque lo que orienta esta experiencia ética del libre arbitrio, en tanto potencia selectiva para elegir entre los elementos de la com ­p lex io oppositorum , y en la medida en que incluya una dimen­sión ascética, no es sino la elevación a dominante de una de aquellas predisposiciones hacia la sociabilidad. En el límite, si esta simplificación de la estructura de la com plexio opposito-

41 -Religión*, WW, VIH, p. 702.42 Esto se puede ver en el texto de Cari ScHMrrr, Sobre las tres form as d e

tratar cien tíficam etite e l derecho, Madrid, Tecnos, 1997. Sobre el problema del derecho bajo el régimen nazi, cfr. Massimo la Torre, La -lotta contro il diritto soggettivo- KarI Larenz e la dottrina g iu rid ica nazion alsocialista. Milano, Giufíre, 1988.

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rum se lograse hasta el final, reintroduciría los ecos de aque­lla restauración de la naturaleza en su íntegra perfección, tal y como era antes de la caída. El propio Kant ha cedido a la metá­fora escatológica: se trata de un «restablecimiento de la origi­naria predisposición en su fuerza propia43». Mas ahora se trata de una obra de la libertad, que jamás alcanza esa pretendida y perfecta certeza. Frente al cielo de la fe, la libertad sólo ofrece el purgatorio de la crítica. Jamás nos miramos en el espejo del narcisismo. La crítica es tan eterna como la construcción de nuestra personalidad y ésta, a su vez, como la realización de la libertad44. El complemento de la imperfección tras el esfuerzo siempre se abre en una sonrisa. La estructura de la escatología la hereda el derecho y no se sustancia en el logro de reunir el número de los santos, sino en la perfección posible de hacer composibles los arbitrios humanos. La contradicción de ser hombre no se cura por la gracia de la trascendencia, sino por el tiempo de la historia, con su optimismo respecto a la espe­cie y su pesimismo respecto a la persona.

3. La h istoria com o sistem a y la id ea d e d erech o - La voluntad anti-narcisista de Kant se ha manifestado de manera plural. Una de ellas fue la dificultad del concepto mismo de person a. Otra ha sido, como vimos, la canalizada a través de la idea de sacrificio sin compensaciones especiales en favor de la especie. Quizás la segunda sea una consecuencia de la primera. Una tercera, más radical, afirmó la necesidad de que el hombre no fuera su propio señor. Pero esta última tesis no pudo interpretarse en el sentido de Lutero, como si el hom­bre debiera ser siervo y señor de Dios, con su momento nar- cisista fatal propio del hombre carismático. La apuesta kan­tiana por la inmanencia es radical, y no puede abrirse camino ninguna tendencia gnóstica capaz de situar la fuente de la salvación fuera del mundo. El hombre necesita un señor externo, pero sólo el hombre puede generar ese mismo señor desde lo interno. La dimensión inmanente de este

« WW, VIH, p. 705.44 Reflexión 4.225, p. 464.

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problema abre nuestra reflexión al problema del tiempo y de la historia. Que la historia la hagan los hombres, y que ellos estén anclados de forma ontológica inmutable en el mal radi­cal, implica que la historia no se dirige por sí misma a fin alguno. Su dirección depende finalmente de la voluntad libre de los hombres. En último extremo, la tensión entre las dos opciones abiertas en el mal radical se concreta, o bien en la voluntad narcisista de ser el propio señor de sí mismo, deján­dose llevar por la nostalgia de la omnipotencia del deseo, o en contribuir a generar un señor de los hombres que sea a su vez fruto del acuerdo de los hombres; una autoridad en el mundo que no sea ajena al mundo, ni producida por la irrup­ción de gracia alguna.

Pues bien, la aspiración de configurar un señor de los hombres producido por los hombres, se concreta en la teleo­logía histórica de construir la idea de derecho. Como tal, esta idea dinamiza la dimensión de la libertad hacia la razón. La historia deja de ser la acumulación del tiempo para convertir­se en la realización del derecho. Pero la idea de derecho nece­sita tiempo, justo porque debe emerger de entre las multitu­des de voluntades individuales que siembran la historia con su estallido de energía vital, de la misma manera que la for­mación del carácter individual necesita tiempo porque debe emerger de la pluralidad de las inclinaciones y deseos. Ni el gran sujeto de la historia, ni el pequeño sujeto humano, se forman plenamente. La ironía juega aquí también sus cartas. Lo que hay de permanente, de humano, tras estos centelleos de sangre contenida en los cuerpos, es la lucha por ser cada uno. Pero en la medida en que cada uno esquive la tentación narcisista, esta lucha apuntará a la realización del derecho, esto es, a la plena realización de lo que puede aspirar a ser común. Cuando miramos el tiempo de la historia, con todos sus hombres pasados, desde la perspectiva del ángel del mundo, ese ángel que no ve sino hombres y nada más que hombres, sólo podemos identificarnos con aquella forma de ser que podría ser la nuestra. No se ve otra cosa entonces que hombres defendiendo o violando el derecho. Lo común, lo verdaderamente común, no puede proceder de estos viola­dores. Desde la perspectiva del tiempo, ponemos del lado de

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los violadores del derecho es, eo ipso, ponernos del lado de los que pueden violar el nuestro. Pues lo propio del tiempo universal es que, en él, aún no se han distribuido los roles ni los papeles, ni sabemos cuál va a ser el que nos disponga el destino, o si nos ha librado del grupo de las víctimas. Cuan­do, en esta perspectiva, nos ponemos del lado del violador, estamos a favor de la violación absoluta y, por eso, afirmamos tanto las heridas que nos disponemos a realizar como aque­llas que nos han de hacer. Lo común a todos, lo que podemos acoger en nuestro pecho sin reserva, tampoco es la víctima, porque ni siquiera está decidido que lo seamos. Cuando no están distribuidos los papeles -y nunca lo están definitiva­mente- sólo podemos identificamos con los que defendieron el derecho. Porque esto es lo único que entiende el tiempo y lo único que respeta: un compromiso valiente y sereno de lucha común ante la desgracia.

Así que esto es lo que viene a decirnos Kant con la famosa tesis, enunciada en la Reflexión 1.420,45 según la cual la idea que conduce todas las acciones humanas es la idea de dere­cho. Esta idea es la que permite comprender la historia como un sistema, aunque la noción aquí solamente quiere invocar la noción de organismo y éste, como sabemos, se caracterice por estar abierto al futuro. La idea de derecho es el lelos de la his­toria. No sé si Kant ha cuidado la expresión o si su escritura es fruto de evidencias inmediatas e intuitivas, que sólo tras mucha atención nosotros podemos destacar. El caso es que pone de relieve que esta idea se alza con toda su fuerza desde la perspectiva del actor. Es una idea de las acciones de los hombres, no de su contemplación. Por lo tanto, sólo puede ser asumida por alguien que se dispone a poner la mano en la rueda de la historia, detiene su vida un instante y se pregunta para qué existe. El lelos de la historia es el lelos de una praxis y, de otra forma, no existe. Es un compromiso del hombre con su propia vida, con sus dimensiones propias, pero también con sus dimensiones comunes a todos los hombres. Es un compromiso con la felicidad racional del hombre, en la medi-

<5 AK, vol. XX, p. 618.

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da en que eso, y no otra cosa, quiere decir el derecho de los hombres.

Cuando recordamos que la idea de razón en un mundo plenamente inmanente equivale a lo común, comprendemos que la idea de derecho es inevitablemente cosmopolita. O a la inversa, que la idea cosmopolita es una idea del derecho. La razón, administradora de la pluralidad de lo real, garante de sus diferencias, vela porque, a pesar de todo, el universo sea universo. Vela porque la especie humana sea única. En este tolos que defiende la unidad de lo humano, en medio de la diversidad de los hombres, el derecho se acredita como garan­te de las diferencias en la medida en que pueden seguir sien­do diferencias com posibles. En la medida en que este proyecto histórico sólo puede conseguirse mediante la idea del dere­cho, la inmanencia de la tierra entera tiene que estar atravesa­da por esa idea. Éste y no otro es el contenido de la idea cos­mopolita. Por ella, la historia como estructura del tiempo se cruza con la tierra, como estructura del espacio. El mundo entero de la inmanencia se torna iluminado en cosmópolis. La vieja utopía estoica no es sino la realización de un logos que es propio de cada uno y a la vez común. Que Kant haya hecho de ese logos el derecho es quizá su aportación fundamental a la vieja batalla del hombre por la razón. Mas esta estructura normativa jamás alcanza concreción definitiva, salvo en su tensión con las patología radicales que asaltan de forma perenne la forma de lo humano. Frente a cualquier intento de reducción patológica, a cualquier condescendencia con el pesimismo de la especie, el recuerdo de la com plexio opposi- torum sólo puede administrarse desde la idea de derecho.

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mILUSTRACIÓN JURÍDICA

CONTRA RAZÓN DE ESTADO

A) DERECHO RACIONAL E HISTORIA

1. La escisión d e la con cien cia m odern a y la d u a lid a d d el derecho n atu ral.- Desde lo que hemos dicho, resulta obliga­do recordar la aguda conciencia que Kant ha tenido de la vida histórica del derecho. Sería todavía más útil comprobar, sin embargo, hasta qué punto las propuestas teórica kantianas, en este terreno, han experimentado hasta el final la suerte de la historia. Cierto, la dimensión teórica de la filosofía práctica kantiana comparte un peculiar destino histórico. Toda ella está dominada por las tensiones entre su poderoso aparato normativo y la facticidad de la propia época en la que se forjó. Sin embargo, su vinculación total con la Revolución Francesa sólo pudo significar una pérdida de complejidad y de rigor en su recepción, una simplificación que, a la postre, la convirtió en doctrin a norm ativa u n ilateral y dogm ática. Este proceso la expuso a críticas que encontraron de esta manera una coar­tada para desplegar un historicismo jurídico radical, que aban­donó aquellos componentes normativos de la filosofía crítica que entraban en tensión con las dimensiones fácticas de la his­toria. Pues en efecto, sólo mediante el abandono de una buena parte de su complejidad teórica pudo la filosofía crítica

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servir de modelo a una Revolución supernormativa, como la francesa. Y sólo como reacción a esta voluntad absoluta de la norma pudo la realidad histórica emerger con pretensiones de derecho absoluto.

Sólo por esta discutible vinculación entre Ilustración y Revolución1, por tanto, se abrió el hueco histórico para otra filosofía que a los ojos de los revolucionarios se llamó reac­cionaria, y a los ojos de los reaccionarios se llamó restaura­ción. La clave central de esta otra filosofía fue el subrayado de las dimensiones fáctico-históricas de la vida práctica que la potencia normativa-revolucionaria de la ilustración, con su ideal del punto cero jurídico, había amenazado de forma directa. Con ello, las potencias de lo normativo y de lo histó­rico, del deber ser y del ser, se escindieron y se tornaron autónomas. La historia com o sistema teleológico -e n el fondo, una concepción práctica— desapareció ante la historia como realidad natural -una posición teórica-. Surgió así, ya desde finales del siglo x v i i i , la contraposición, cargada de destino, entre un normativismo con pretensiones universalis­tas y revolucionarias, y una filosofía existencialista, afincada en la auto-afirmación de lo existente histórico como norma suprema y concreta. El juego de la norma, como instancia inmanente a la historia y apoyada por los hombres, resultó sustituido por el Terror, por una norma exterior a los conte­nidos y a los sujetos históricos. El exceso revolucionario generó el exceso de la afirmación de la realidad histórica en su pura facticidad. Sin embargo, entre la omnipotencia de la idea y la omnipotencia de la realidad, la crítica, incapaz de entregarse de forma unilateral a ninguna de estas dos instan­cias, desapareció.

Estos dos modelos rivales se concretaron en diferentes por­tadores históricos, que reeditaron sus diferencias amigo-ene­migo durante dos siglos. Pero más importante que insistir en su identificación, aquí debemos apreciar la escisión de la con­ciencia normativa que en ellos se verifica. Pues en el momen- 1

1 Cfr. mi introducción a los escritos En defensa d e la ilustración, de 1. Kant, Barcelona, Editorial Alba, 1999.

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to en que el ser se alza contra el deber ser, el ser ya está asu­miendo la función de norma. Se trata así de un enfrentamien­to de valores, de un «entweder (...J oder» en el que se moder­niza la estructura dualista del gnosticismo. En apariencia, sólo el decisionismo podría mediar en este punto límite. Pero entonces se trataba de un decisionismo que evocaba de forma abstracta la estructura del mal radical, sin las mediaciones de lo concreto, sin conquistas racionales obtenidas en el curso de la historia.

Todavía en Max Weber el derecho natural racionalista, con­junto de axiomas que recoge el potencial normativo de la ilus­tración, configura un derecho real mediante el expediente de la revolución. Normatividad ilustrada y revolución son ecua­ciones, cuyo punto de síntesis es un tipo específico de racio­nalismo2. El diagnóstico weberiano resume este primer epí­grafe así: tenemos -d ice - «la conciencia soberana de que aquí se crean, por primera vez de un modo racional, una ley libe­rada de todos los prejuicios históricos [...] que (es un supues­to) sólo recibe su contenido del sano entendimiento común sublimado, en vinculación con la razón de Estado específica de la gran nación que debe su poder al genio, y no a la legiti­midad». Y en otra frase decisiva: «El derecho natural es así la forma de legitimidad específica de los órdenes formados revo­lucionariamente». En este sentido, Weber reconoce los ideales de la revolución socialista como herederos del derecho natu­ral racionalista burgués, como una racionalización material del mismo. En ese caso, la época de las revoluciones, desde la Francesa de 1789 hasta la Rusa de 1917, viene iluminada por otros tantos acontecimientos en la tradición del derecho natu­ral, en este sentido de derecho racional. Podemos pasar por alto la discreta apelación weberiana a la razón de Estado específica de la gran nación (sea ésta la francesa, la rusa o la alemana) como motor efectivo y no sublimado de la ratib revolucionaria. Lo que no podemos pasar por alto es que estas

2 W irtschajl u nd G esellscbaft, Fünfte Revidierte Auflage, 2, Halband, J. C. B. Molir, 1976. (Capitel Vil: ■Reclitssoziologie». $7. «Die Formalen Qualitáten des revolutionárgeschaffenen Rechts. Das Naturrecht und seine Typen-, p. 496.

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naciones supieron usar la idea de derecho natural en la inter­pretación que convenía a sus intereses.

Pero el propio Weber reconocía la escisión normativa con­temporánea, antes señalada, indicando que «también hubo un muy influyente “derecho natural de lo históricamente deveni­do” como tal, frente al fundado sobre reglas abstractas o fren­te al pensar productor de tales reglas. Un axioma de derecho natural en tal sentido subyace, p .e ., a la teoría de la escuela histórica desde la preeminencia del “derecho consuetudina­rio”, un concepto definido por ella por primera vez». Un pro­cedimiento semejante, consistente en la normatividad de lo existente, tiene lugar en aquella fundamentación del derecho en el espíritu del pueblo orgánicamente desplegado, base de las representaciones románticas y neohegelianas del derecho, aunque ahora lo existente no se comprenda desde el punto de vista de la historia, sino desde una muy concreta representa­ción biologicista de la sociedad. De esta manera, la compren­sión del derecho natural sufrió las modulaciones de la noción de naturaleza (desde la naturaleza como orden legal universal, propia del giro copernicano de Kant, a la naturaleza creadora de individuos, propia de la categoría central de la metafísica de la vida). Esta noción de naturaleza sirvió de puente a la metafórica que aplicó las categorías de la razón teórica y prác­tica a la sociedad. En resumen, en la contraposición entre un derecho natural racionalista y un derecho natural existencia- lista se concentran las más importantes contradicciones de la conciencia moderna. Kant, sin embargo, no quedó apresado por ellas. 2

2. El lu gar p ecu lia r d e K an t.- La gran escisión entre nor­matividad abstracta y normatividad concreta, entre deber ser y ser existente, se había venido forjando ya incluso antes de la irrupción política revolucionaria, aunque como un episodio cultural propio de las elites intelectuales alemanas, que dispu­taban la hegemonía espiritual de su nación a los imitadores de la cultura francesa dominante. Sólo tras su aplicación a la teoría del derecho, y a las legitimaciones de la política, esta escisión se convirtió en un fenómeno de masas, capaz tam­bién de movilizar políticamente a las poblaciones implicadas.

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La disputa entre ilustración y Sturm u n d D rang fue el ejemplo más característico del primer combate. Pero también lo fueron la disputa entre la cultura francesa y Lessing3. La polémica entre Jacobi/Herder y Kant4 sobre racionalidad práctica, que se proyectó tras la Revolución francesa, es un ejemplo de la segunda etapa de este proceso. De hecho, no quiero insistir en estos episodios, cada uno con sus propias características. Deseo referirme sólo a su estructura común, definida desde el principio: la filosofía racionalista (francesa o kantiana) exigía una política revolucionaria capaz de imponer la soberanía absoluta de la potencia racional. Frente a ella, el propio Her- der levantó su alternativa de otra filosofía de la historia basa­da en la dispersión de los centros de gravedad, la proliferación de pautas de progreso y la atenencia a la tradición religiosa construida por cada pueblo.

Esta estructura se repitió en la filosofía práctica y se aplicó a la anterior dualidad de la noción de derecho natural. Sólo habrá que esperar acontecimientos para que se despliegue hasta el final. Cuando, tras el hecho revolucionario, la poten­cia normativa universalista de la ilustración se eleve a exigen­cia política, emergerá la escuela histórica del derecho, con sus variantes románticas, apoyando las dispersas exigencias de derecho natural de lo existente. Frente al peligro que para lo real representaba la norma universal, la auto-afirmación de lo real aparece como su deber interno. Frente a la omnipotencia de la norma, se alza la omnipotencia de lo real, ya lo hemos dicho. Pero en todo caso, siempre se trata de omnipotencia. Este esquema conceptual, por simple que aquí lo considere­mos, aun sin necesidad de ulteriores decisiones metafísicas, subyace a la alternativa entre el monoteísmo político univer­salista de la revolución y la mitología política nacionalista que estallará en la contraposición entre civilización y cultura, cuyo último episodio, por el momento, contribuyó a cubrir de coar-

3 Se puede seguir en mi Tragedia y Teodicea d e la H istoria, Madrid, La Balsa de la Medusa, 1995.

3 Cfr. mi trabajo «Nihilismo, Especulación y Cristianismo* en F .H. J aco- bi. Un ensayo sobre los orígenes del irracionalism o contem poráneo, Barce­lona, ed. Anthropos, 1989.

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tadas las dos guerras mundiales de este siglo5. Kant, como vimos, jamás habría reconocido aquí una dualidad.

Me interesa este esquema tan amplio porque en él obtiene Kant su lugar peculiar en la modernidad y en él se torna sin­tomático su destino histórico. Me gustaría decir que Kant se diferencia del pensamiento práctico posterior por no haber renunciado a ninguna complejidad, por haberse negado a la simplificación revolucionaria o reactiva. En efecto, Kant asume el juego de las tensiones hasta el final. Y por eso será abandonado por todos. Los intentos de «superación» de Kant, que inundan la escena filosófica desde su propia aparición, aspiran a «simplificar a Kant», a eliminar la complejidad de su juego entre las instancias normativas y las históricoexistencia- les. Pero todos estos intentos, con una frase de Weber, no sig­nificaban sino otras tantas formas de acabar por glorificar la potencia carismática de la razón o de la tradición, la capacidad de intervención de la razón o de la historia en la vida políti­co-social. Como es natural, esta potencia carismática se alineó ya con la opción revolucionaria (Fichte)6, ya con la restau ra­cionista (Schelling)7. Los esfuerzos hegelianos de síntesis son demasiado complejos para analizarlos aqui, y desde luego se alzan sobre decisiones metafísicas poco aceptables.

Frente a estos intentos, la razón crítica de Kant no sólo forjó una teoría de la prax is con potencial normativo frente al ser. También aplicó la crítica a la propia potencia revolucionaria de la razón, con el fin de limitar sus pretensiones normativas de intervención frente a ese mismo ser. Como en la misma filo­sofía teórica, también en el ámbito de la p rax is la actividad racional trata siempre de ajustar la energía espontánea de la razón a la receptividad de la existencia histórica sensible. De

5 El lector puede ver ahora sobre este tema mi -La esencia política de lo impolítico. Sobre el libro de guerra de Tilomas Mann-, en Literatura y p o lí­tica en la época d e W eimar; M. Hernández y Cirilo Flores (eds.), Madrid, Verbum, 1999.

6 Cfr. mi -Fichte und die charismatischen Verkliirung der Vernunft», en Fichte-Studien, 1993.

7 Cfr. mi trabajo «Mito y Estado-, en E ticidad y Estado en el idealism o alem án , Valencia, 1987.

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esta forma, las complejidades de su pensamiento le llevaron a mediaciones entre ser y deber ser, que no encontraron eco ni desarrollo durante el tiempo en que la cultura alemana vivió enredada en los dilemas decisionistas radicales, descritos antes. De ahí el juicio negativo que, sobre esta faceta de su pensa­miento, lanzan quienes se sitúan a un lado de las barricadas revolucionarias y conservadoras, que pronto intercambiarían sus calificativos. Aquí sólo cabe decir que la revolución, para Kant, no es sino un caso límite de la actuación popular, tan sólo comprensible desde la carencia de estas mediaciones entre ser y deber ser en las que se ejerce la política. No es un caso político teórico, sino el final de la teoría política. La revo­lución sólo se da allí donde falla toda política como mediación entre ser y deber y, ni en el mejor de los casos, como en el ejemplo francés, puede monopolizar la vida política, sino cons­truir las condiciones de posibilidad de su ejercicio. La revolu­ción no era para Kant el centro de la teoría, sino el destino del que se olvidó de ella. F ata volenten ducunt, nolenten trahunt.

No deseo insistir en la posición kantiana frente a la revolu­ción. Ya lo he hecho en otros sitios8. Lo importante ahora es más bien insistir en la exigencia de estas mediaciones entre la normatividad abstracta de la filosofía y la facticidad histórica, pues permiten escapar a la lógica de la revolución y la reac­ción. Aquí se sustancia lo más granado del pensamiento ilus­trado de Kant como pensamiento del progreso jurídico. Kant no abandona el derecho natural racionalista, pero tampoco lo lanza contra el derecho natural de lo existente. De la síntesis de estas dos dimensiones nace la ilustración jurídica. En ella, la razón regula la existencia histórica y en esa regulación se define la esfera de la política.

3. Ni utopía n i positivism o - Para volcarse en las media­ciones, lo primero es no dejarse atrapar por las unilateralida- des. Ni afirmación descarnada del potencial normativo, ni afir­mación descamada de la efectividad histórica. Ésa es la divisa. Kant ha tenido que moverse siempre entre estos dos enemi-

8 Cfr. mi Kant y la época d e la Revolución, Madrid, Akal, HIPECU, 1997.

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gos, por cuanto su sistema carece de la mecánica dialéctica hegeliana, que supone el disfrute de una lógica definitiva para regular el conflicto. En tanto que contempla un enfrentamien­to de máximas y de prácticas, el asunto de la ilustración jurí­dica no se resuelve desde la lógica, sino desde la voluntad política. Esto es: no se soluciona de una vez por todas, sino que se repite en la vida efectiva y real de los hombres concre­tos existentes. De ahí que, para Kant, no haya posibilidad de una «fenomenología del espíritu», sino sólo de una historia de los actos de los hombres. Quizá la confianza en la dialéctica y en la política sean contradictorias. Quizá por eso ni Hegel ni Marx hayan contemplado la verdadera necesidad de la políti­ca en sus respectivos sistemas.

Es fácil observar que la autocrítica de la razón, la única estrategia capaz de limitar su potencial normativo y así esca­par a los dilemas entre reacción y revolución, conserva siem­pre el modelo de la función regulativa de la Idea9. En la Crt-

9 Nadie ha precisado con más alcance la tarea de la modernidad, en este sentido, que el propio Fausto. Será de hecho el pensamiento que le cueste la vida. Se trata de la figura en la que se acumulan las dimensiones mitoló­gicas de la razón occidental, ya estén ancladas en la figura de Prometeo, ya en la recuperación del Paraíso, así como las consignas ilustradas, con su decisionismo radical y su gradualismo de aplicación, con su síntesis de las esferas morales y estéticas, con su síntesis de virtudes prácticas.

•Hice rápidos planes en mi espíritu: lograr el placer precioso de apartar de la orilla el soberbio mar; los límites de la húmeda extensión hacer más breves, y hasta bien dentro en sí retroceder.Comprendí paso a paso donde estaba: eso deseo, atrévete a emprenderlo- (II, 168).

La razón final es que -hay una tierra edénica aquí dentro*. Y continúa por fin el viejo Fausto;

■Sí, de esta idea estoy convencido; la palabra final de la prudencia: sólo merece vida y liljertad quien sabe conquistarla cada día.Quisiera ver ese afanarse, estar con gente libre sobre un suelo libre. Quisiera decide a este momento: detente, eres tan bello- (II, 207).

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tica d e la R azón P ura se puede leer el famoso texto en el que Kant comenta la filosofía política de Platón. Su resultado es claro: el deber ser no puede ceder sus derechos ante ser alguno10. Mas tras esta reinterpretación regulativa de Platón, encontramos una radical denuncia: «Que existan reyes filó­sofos o filósofos reyes no hay que esperarlo, pero tampoco desearlo. Porque la posesión del poder corrompe de forma irremediable el juicio de la razón*. Así comenzaba Kant su famoso Apéndice a La p a z perpetu a. Una cita inocente, por cierto, que Heidegger debería haber leído. De esta forma, reconocía Kant las distancias entre el deber ser y cualquier realidad efectiva. Una razón pura, de ser personificada en política y en un caso concreto, legitimaría aspectos de la acción del poder opacos a la normatividad racional y, con este movimiento, eliminaría la autoridad de la razón en sus pretensiones normativas y críticas frente a lo existente. De la misma manera que se debe distinguir entre el soberano y el gobierno, a fin de no cargarle a aquél los errores de éste, se debe distinguir entre los axiomas normativos y los sujetos activos que los impulsan en la realidad, a fin de que la poten­cia normativa de la razón conserve su autoridad frente a

10 ■La República de Platón se ha hecho proverbial como supuesto ejem­plo sorprendente de perfección soñada, la cual sólo puede asentarse en el cerebro de un pensador ocioso. Brucker cree ridicula la afirmación del filó­sofo según la cual nunca gobernará bien un príncipe que no participe de las ideas. De todas formas, en vez de dejar de un lado como inútil este pensa­miento, con el mísero y contraproducente pretexto de ser impracticable, sería oportuno tenerlo en cuenta e iluminarlo con nuevos esfuerzos. 1...I En efecto, nada hay más pernicioso e indigno de un filósfo que la plebeya ape­lación a una presunta experiencia contraria, la cual no tendría lugar de haber existido a tiempo tales instituciones de acuerdo con ideas y de no existir, en vez de éstas, burdos conceptos extraídos de la experiencia, que hicieran fracasar toda buena intención. Aunque no llegue a producirse nunca, la idea que presenta ese m áxim um como arquetipo es plenamente adecuada para aproximar progresivamente la constitución jurídica de los hombres a la mayor perfección posible. En efecto, nadie puede ni debe determinar cuál es el supremo grado en el cual tiene que detenerse la huma­nidad, ni por tanto, cuál es la distancia que necesariamente separa la idea y su realización. Nadie puede ni debe hacerlo, porque se trata precisamente de la libertad, la cual es capaz de franquear toda frontera determinada» (B373-4).

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cualquier acción concreta. De igual manera, en otros textos, como al final del C onflicto d e las facu lta d es , el derecho pro­visional de lo existente también resulta subrayado, si bien nunca hasta el extremo de que se olvide el deber de aproxi­mar la realidad al ideal práctico.

4. La im p osib ilid ad d el progreso m oral: progreso ju r íd i­c o .- En estos mismos textos se introducen una serie de ele­mentos que debemos analizar. Ante todo, reconocemos que la política revolucionaria fue viable porque sus actores cre­yeron en un dominio in m ed iato de la moral (el conjunto de los postulados de derecho natural racionalista) sobre la polí­tica, en una reedición histórica de los filósofos gobernantes. Este dominio inmediato de la idea implicaba reconocer una represen tación autorizada de la razón moral en los detenta­dores temporales de la acción política. De esta manera, Robespierre se miró en el espejo de la razón moral y sólo contempló su propia subjetividad buena. Así, los actores revo­lucionarios impulsaron una constitución racional, que debía de garantizar el progreso moral de la humanidad para siem­pre. Esa representación -una categoría política- de la razón moral -heterogénea con respecto a aquélla- sólo podía acre­ditarse mediante una auto-sublimación del portador real del poder revolucionario, no mediante un juicio racional. Como es lógico, aquí se superaban los límites y las cautelas impues­tas por la propia razón a su potencial normativo-regulativo, pero sobre todo se desconocía la lógica de la representación política.

En relación con estas cautelas no conviene confundir algu­nas cosas. Antes hablamos de aplicar a la potencia normativa de la razón el modelo de la crítica teórica. Las relaciones entre el ideal de la razón y la realidad tienen que regirse por la lógica regulativa de las ideas, tal y como se define en la Crítica d e la R azón Pura. Pero contra la representación política de la moral, necesaria para la afirmación revolucionaria del derecho natural racionalista, hallamos un segundo argumento, más específico, para la limitación del potencial normativo de la razón; un argu­mento que parte de la propia naturaleza de la moral, no de la naturaleza general de la razón. Pues la moral, con sus normas

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abstractas y generales, con su dependencia de la individualidad y sus decisiones, con su imposibilidad de institucionalizarse, con su pertenencia en suma a la dimensión nouménica del hombre, a la llamada interioridad que examina la relación de la voluntad con la ley, sólo funciona bajo el supuesto de que el hombre individual se considere como fin en sí; esto es: como soberano en la definición de lo bueno o malo para él.

Y sin embargo, la moral no es capaz de representación personal alguna sobre la tierra, salvo en la ley formal del imperativo categórico. A lo sumo, un ser como Cristo puede sim b o liz a rla en su dimensión sagrada. Mas no representar­la. La única op erac ión de la ley mora! se da en el individuo que la asume como norma de juicio desde su propia eleva­ción a sujeto digno que define su bien. La dimensión políti­ca de la moral, por tanto, no puede encarnarse en una repre­sen tación única, sino diseminarse entre todos los hombres; pues todos ellos deben intervenir en la definición de lo que es políticamente bueno o malo para ellos y, así, elevarse a fines en sí.

Por eso, la moral no puede ser monopolizada por un genio político-moral, que la represente en su persona; ni puede ser transferida por los hombres a soberano externo a ellos, como en el Leviatán de Hobbes. Pero además, no puede garantizar­se por ninguna institución, ni puede asegurarse desde ningún progreso: sólo existe navegando en la sangre viva del hombre real, en cada acto de responsabilidad para con la propia vida, en cada decisión efectiva de los hombres que quieren seguir la ley moral y definir el objeto de su voluntad. No hay aquí progreso posible: ninguna generación anterior la entrega a la siguiente. No hay posibilidad de institucionalizar la dimensión moral del hombre. Aquí avistamos el fortín de frontera de la libertad. La noción política de la representación sólo puede jugar dentro de un contexto en el que nadie delega la capaci­dad de juicio asentada en la autonomía moral. Y esto se negó en el contexto de la revolución.

Si bien Kant no ha encontrado un sentido para la noción de progreso moral, sí ha creído que determinadas instituciones sociales -las instituciones básicas del republicanismo- favore­cen la existencia moral de los hombres, en la medida en que

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promueven formas de vida más universalizables. El territorio del progreso se abre en la mediación institucional entre el deber ser del derecho natural racional (anclado en valores morales) y la existencia histórica de los hombres concretos tal que, por un lado, se escape a la representación política inme­diata e histórica de la moral, que acabaría con toda potencia crítica y, por otro, se escape a la mera auto-afirmación de la facticidad socio-política, que bloquearía de raíz cualquier dis­curso normativo. El progreso reside en promover una existen­cia histórico-social e institucional cada vez más afín con el deber moral. Y esto se produce mediante la configuración normativa del ser, esto es, mediante una ordenación institu­cional de la existencia histórica. Una institución es un ser social que no se defiende desde su mera existencia, sino que debe suponer un fundamento normativo. No puede vivir sin refe­rencia al valor que encama. Ahí, en la referencia de una insti­tución a su valor, siempre puede reintroducirse su racionali­zación crítica, y la defensa del elemento normativo que aquélla porta.

Por todo eso, el progreso crítico de la razón elimina la tesis del punto cero institucional, la pretensión revolucionaria de la razón normativa idealizada. Se reconoce así -y ésta la tesis central de toda la M etafísica d el D erecho, de Kant- que el fun­damento normativo de cualquier institución, en último extre­mo, inicia un movimiento argumental que lleva en sí el telos de la dimensión moral de la razón. En este sentido, la razón práctica no funciona imponiendo un universalismo descarna­do, sino recomendando una reflexión continua sobre las pre­tensiones normativas de las instituciones. Justo en la medida en que una institución se refiere a su fundamentación norma­tiva, eo ipso, se convierte en una institución abierta a una crí­tica racional y en el límite convergente con la ra lio moral.

En línea con estos argumentos, al final del C onflicto d e las fa cu lta d es Kant confesó su confianza no en un aumento del qu an tu m de la moralidad en la intención, pero sí en un aumento de la legalidad propia de las acciones conformes al deber de las instituciones. Nuestro autor tenía la vista puesta en los fenómenos propios de la idea de Estado racional: éste no promueve un aumento de la virtud moral de forma directa,

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pero sí del efecto civilizatorio de la legalidad. Así se abría paso la confianza en el triunfo de cierta ética civil, desglosada en los fenómenos de disminución de la violencia por parte de los poderosos, del seguimiento de la ley, de la benefacción, de la atenencia a la palabra dada, de las formas civilizadas de los procesos jurídicos, del cosmopolitismo, etc. El progreso, como avance de la mediación entre ser y deber ser, es el terreno de la relación permanente, ampliada y abierta entre las institucio­nes y la normatividad que las sustenta. El progreso así está siempre anclado en la renovación de la normatividad racional de las instituciones, en las que siempre hay depositada alguna pretensión de deber ser. El terreno del progreso es el de la ilustración jurídica de las instituciones, la confrontación racio­nal permanente de las mismas con su derecho a existir.

B) ESTADO Y SOCIEDAD

1. Ilu stración y p en sam ien to d el E s ta d o - El pensamiento evolutivo de la institución del Estado alcanza con Kant la cen- tralidad y autonomía que le niegan tanto la moralización radi­cal revolucionaria, como la auto-afirmación radical de lo que existe. Frente al Estado reducido a mera herramienta de la moral o de la salvación humana, y frente al Estado elevado a forma de existencia histórica de una cultura tradicional consi­derada sagrada, Kant ha mediado con una tesis que hace del Estado una institución racional. Ha escapado así a su sacrali- zación romántica y a las utopías morales de su postrera supe­ración. Ni Estado que debe ceder su puesto ante una comuni­dad futura o presente, ni Estado que se sublima con hostilidad frente a toda otra forma de existencia, el de Kant se caracteri­za por ser una institución con una esfera propia: la del dere­cho. Mas el derecho plantea el problema de la justicia entre los hombres. Él no existe si no está vinculado a una norma última.

La clave de esta posición reside en descubrir la imposibili­dad lógica de una mera auto-afirmación existencial de la insti­tución, tal y como prevé un positivismo legalista extremo que desecha toda voluntad de legitimación, o la reducción final de

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la norma a expresión de la existencia eterna de la nación, como sucede en Schmitt, signifique lo que signifique la nación. Pues cuando hablamos de instituciones, y no de natu­raleza, hablamos de una realidad que sólo alcanza su derecho a existir invocando una normatividad. La afirmación de esa realidad pasa por reconocer su normatividad interna, ponerla encima del tablero y defenderla. Las instituciones no pueden regirse siempre por la ley de la inercia histórica, sino por la renovación de la voluntad humana que las sostiene, que cree en ellas y en su validez. Esta defensa exige que la inteligencia las comprenda y las legitime. La normatividad de cualquier institución, en la medida en que ha de reclamar la participa­ción de la voluntad en cada presente, debe reabrirse, desde sus fundamentos, a la inteligencia de aquéllos que deben defenderla en cada momento histórico. Ahí le espera la dimensión racional de la crítica y la apertura al progreso. Como podemos suponer, el progreso jurídico objetivo de una institución está relacionado con el éxito en esa empresa de atraer voluntades capaces de sostenerla y defenderla, de reno­var la creencia en su validez. Esto se consigue si los hombres implicados en ellas canalizan a su través la idea de derecho. Así, y no de otra manera, se puede definir la ilustración de un pueblo. Casi como su última palabra, Kant dijo: «La ilustración del pueblo es la educación pública del mismo en su deberes y derechos en relación con el Estado al que pertenece».

Progreso sólo puede hacer referencia a la mayor capaci­dad de acoger legitimidad reflexiva y normatividad que cier­tas instituciones presentan en un presente dado, en relación con su pasado. Ahora bien, la normatividad final del Estado reposa en una norma convergente, la que sostiene la dimen­sión de dignidad de cada hombre. Por lo tanto esta norma asume, en el límite, la universalización de la dignidad huma­na y su exigencia de autonomía para definir el bien. De esta manera se puede definir el progreso jurídico estatal como au m en to de la base democrática de las instituciones estata­les. Éste implica también un aumento de la legitimidad nor­mativa de esas instituciones. Ahora bien, lo normativo es aquella dimensión de una institución que la hace capaz de abrirse a un proceso de implicación de la voluntad de aque-

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líos que viven en su seno. Lo más importante en esta estra­tegia, sin embargo, es que no cabe el punto cero en el juego entre la facticidad institucional y las pretensiones de normatividad. Toda facticidad institucional se basa ya en un principio de acuerdo de voluntades (y, por lo tanto, incuba un germen de racionalidad) que debe ser abierto a los que exigen su implicación en ella como derecho propio. Aquí la ilustración jurídica siempre está anclada en la existencia histórica. La cuestión central no es el punto de partida, sino el procedimiento de reflexión y de crítica sobre su legitimi­dad y su norma, sobre su apertura a otros sujetos excluidos y sobre los modos de una mejor realización de sus previ­siones.

Hemos dicho que el derecho es el valor normativo por el que los implicados en una institución reconocen el carácter del deber ser por el que ella se legitima11. Cuando alguien exige su derecho, no exige algo que es, sino algo que está dis­puesto a que sea, algo que está dispuesto a defender y a exi­gir, y en estas formas de lucha y de exigencia ya está implíci­to su estatuto de deber ser. La ilustración jurídica exige que cualquier institución existente se enfrente a sus pretensiones normativas. O lo que es lo mismo, que cualquier derecho positivo existente debe considerarse siempre como provisio­nal en su legitimación normativa efectiva. Pero también dice algo más, a saber: que la forma en que cualquier derecho supere su provisionalidad tiene que ser respetuosa con la fo rm a de la normatividad; esto es: con la exigencia de univer­salización propia de la norma suprema de la razón. De esta manera, la provisionalidad del derecho en su contenido mate­rial y la permanencia de la forma del derecho en el examen de su legitimidad (forma siempre sometida al imperativo de uni­versalización y democratización) constituye el juego social que garantiza la ilustración jurídica, la permanencia histórica de una sociedad al mismo tiempo que su progreso. 11

11 Cfr. O. Weinberger, Rccht, Institution und Rechtspolitik. Grundpro- blem e d er R ecbtstheorie und Sozialphilosopbic, Stuttgart, Steiner, 1987. Para una discusión, cfr. Massimo la Torre, -From Natural to Formal Law-, en Archiv fü r Recbts und Sozialphilosophie, 1991, LXXVI1, 3, pp. 291-306.

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De esta forma, la estructura de la filosofía práctica kantiana escapa a los dilemas en que se ha desangrado la época de las revoluciones. Respetando este juego, la razón práctica no desa­tiende la estructura crítica de la razón teórica, sino que asume el juego regulativo de ideales, y conquista una coherencia consigo misma capaz de superar el abismo en el que la moral se hunde en la conciencia individual.

2. P rov ision alidad h istórica d e la m ateria d e la institu­ción ju r íd ic a .- La invocación de la provisionalidad racional de todo derecho material no ha pasado inadvertida a los estu­diosos de la M etafísica d el D erecho. En cierto modo es la tesis central de la teoría kantiana de la justicia y, como tal, clave de su teoría del Estado. Podríamos decir, incluso, que es la clave de toda la filosofía práctica de Kant. Por aquella provisionali­dad se afirma ante todo la historicidad de la racionalidad de las sociedades o, lo que es lo mismo, la historicidad material de las constituciones civiles. Como veremos, esta racionalidad material se mide en relación con la racionalidad formal, esto es, con los sujetos que intervienen en las instituciones jurídi­cas y con la normatividad convergente a la que apelan. En esta medida, sólo cabe hablar de progreso jurídico si lleva consigo el progreso de la forma de la democracia.

La letra de la filosofía de Kant en este punto es críptica, pero no contradictoria. A pesar de las debilidades del texto de la M etafísica d el D erecho, tan a menudo señaladas, las posibilidades de su reconstrucción siguen abiertas. No se trata de una mera elucidación erudita: se trata, antes bien, de perfeccionar un cierto espíritu y de ponerlo en relación con otros estímulos interesados en una recepción actual de Kant. Esta necesidad de la provisionalidad de todo derecho material se deriva de que ninguna constitución efectiva, ningún proceso democrático, pueden pretender agotar las exigen­cias de la racionalidad formal, esto es, la normatividad depo­sitada en el imperativo categórico de universalización. Se trata de un problema lógico: ningún contenido material del derecho agota las posibilidades normativas de la forma jurí­dica. Mas no sólo eso. También se trata de un problema téc­nico: ningún sistema de republicanismo democrático ni de

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publicidad exhausta los potenciales del proceso de univer­salización formal de la ley de la voluntad exigido por la autonomía moral. Entre forma y contenido se introducen múltiples posibilidades y la efectiva no puede pretender ser la única. Como veremos luego, en el ámbito lógico que se extiende entre la universalidad de la norma y la individuali­dad del hecho, se abre el campo de la política. En cierto modo, la política es el ámbito de lo posible. Mas, como vere­mos, se trata aquí de lo posible concreto en el horizonte del derecho; esto es: de aquel derecho que encuentra en la objetividad histórica las fuerzas para su propia expansión.

Kant ha pronunciado esta tesis de una manera más abs­tracta, pero equivalente: «El d erech o n atu ral en el estado de una constitución civil (es decir, el que puede deducirse de principios a p r io r i para ella) no puede ser dañado por las leyes estatutarias de esta última». Esto quiere decir que los principios normativos básicos, que fundamentan la legitimi­dad racional de todo derecho, no cesan de valer ante un derecho civil positivo instituido. Esto es un enunciado lógi­co: si cesaran de valer, la constitución misma perdería su legitimidad. Justo en la medida en que una constitución reclame legitimidad, supone que no daña el derecho racio­nal que la sostiene. Por eso, el derecho instituido no puede evi­tar compararse con sus propias exigencias internas de racio­nalidad. En la medida en que quiera poseer legitimidad racional, una constitución civil declara su provisionalidad en relación con sus propios fundamentos normativos.

La raíz más profunda de la dificultad de la letra kantiana reside en una doble afirmación que le lleva a romper con todas las premisas de la ontología social de Rousseau, detalle que determina todas las diferencias ulteriores entre las dos filosofías, sobre todo en relación con la valoración de la revo­lución. Kant declara que no existe estado social sin derecho; esto es: que cualquier existencia humana ya es social y jurídi­ca. Por tanto, y como consecuencia, no hay un estado natural de individuos rusonianos. Pero después, y al mismo tiempo, Kant deja caer la afirmación de que el estado jurídico provi­sional es el estado natural del hombre. Así, el propio enuncia­do de MD, §9, dice: «En el estado de la naturaleza puede haber

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un mío y tuyo exterior real, pero sólo provisional». En el §41 se repite la tesis y se opone el estado de naturaleza al estado jurí­dico. También funciona así en el §42. En el §44 el paso se da desde un estado de naturaleza a un estado civil.

Todo esto es, desde luego, un pequeño galimatías. Pero leyendo con atención estos parágrafos se desprende que dicho estado social-natural implica una situación de derecho que no alcanza el nivel de derecho público. Esto es: se da allí un nivel evolutivo jurídico que sólo alcanza al derecho privado. Por eso en MD, §42, se nos dice: «Del derecho privado en el estado de naturaleza surge entonces el postulado del dere­cho público: en una situación de coexistencia inevitable con todos los demás, debes pasar de aquel estado a un estado jurídico, es decir, a un estado de justicia distributiva». Dicho estado social-natural, en el sentido kantiano, no en el ruso- niano, consiste en una situación de derecho privado que tiene en cuenta la justicia protectora y la conmutativa [MD, §41], pero no la justicia distributiva. La última es propia del derecho público y del estado civil; esto es: de aquel derecho que se crea mediante procesos políticos racionales. Aquellas formas de la justicia protectora y conmutativa son propias de los contratos privados o penales, de naturaleza compen­satoria, y pueden darse tanto en la existencia familiar como en relaciones sociales más amplias. Pero sólo en el Estado puede darse justicia distributiva.

Lo más importante es que la razón de este tránsito desde el estado social-natural al estado civil, desde el derecho pri­vado al público, desde la justicia protectora-conmutativa a la justicia distributiva, «puede extraerse a partir del concepto de derecho en las relaciones externas por oposición a la violen­cia» [MD, §421. Esto es: el estado de naturaleza social -basado en el derecho privado- es provisional respecto al derecho público, basado en una constitución civil. Esta, a su vez, en cada una de sus concreciones positivas, es provisional res­pecto del derecho ideal tal y como lo realizaría una voluntad universal legisladora en un contrato social ideal. Mas lo deci­sivo es que el paso del estado social-natural al estado civil no es sino un progreso jurídico que hace valer en el tránsito el mismo principio normativo depositado en el concepto de

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derecho, como relación social en sí misma no violenta. Este progreso iría desde el derecho natural privado al derecho civil público efectivo y, desde aquí, se inicia un progreso hacia un estado republicano y cosmopolita* 12 regulado por su propia Idea.

ESQUEMA

H om bre acc ión socia l

socied ad derecho

Paso desde_______________________ a______________________________estado socio-cultural estado civilfamilia-sociedad Estadojusticia protectora-conmutativa justicia distributiva derecho privado derecho públicodom in iun im periumlegitimidad tradicional legitimidad democrática

3. K au lbach sobre soc ied ad y relacion es ju r íd ic a s - Todo el razonamiento supone que, para Kant, no existe estado de naturaleza radical o rusoniano entre los hombres; esto es: no existe una situación humana por entero opaca al derecho y a la sociedad. De nuevo podemos recordar la situación origina­ria en el seno de la familia, en tanto dominio no violento. Por eso no existe un acto revolucionario que inaugure la existen­cia del derecho. Y esto es así porque toda situación humana es ya social y porque toda sociedad ya está jurídicamente ver­tebrada y alberga un germen de racionalidad. «Al estado natu-

12 Cfr. este texto, que es el último párrafo de la Introducción a la M etafí­sica d e las Costumbres-, -la división suprema del derecho natural no puede ser la división en derecho natural y social (como sucede a veces), sino la división en derecho natural y civil: el primero de los cuales se denomina derecho privado y el segundo derecho público. Porque al Estado de natura­leza no se contrapone el estado social, sino el civil: ya que en aquél puede muy bien haber sociedad, sólo que no civil (que asegura lo mío y lo tuyo mediante leyes públicas); de ahí que el derecho en el primer caso se le llame privado-.

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ral no se opone el estado social, [...] sino el estado civil de una sociedad sometida a la justicia distributiva» [MD, §41]. Esto es: el estado natural es ya social. Además, incorpora algún senti­do de derecho, porque la relación jurídica es trascendental- constitutiva respecto de la relación social. Si no fuera así, la sociedad sería, como querría un discípulo de Hobbes, violen­ta y formada por átomos individuales en lucha entregada a su propia fuerza.

Veamos ante todo esta equivalencia entre estado social y derecho. Luego veremos cómo el tránsito hacia la constitución civil es el paso desde un derecho privado a un derecho públi­co y cómo este derecho público, por encargarse de una justi­cia distributiva, constituye un terreno ideal para el progreso de la ilustración jurídica. Aquí la noción de publicidad como mediadora entre derecho y moral; esto es: como tensión entre un ser jurídico provisional y un deber ser jurídico ideal no sólo canaliza la noción de política, sino que le presta sentido a su teleología y le da forma a su práctica.

Kaulbach, que ha subrayado el carácter trascendental de toda la filosofía del derecho y, a la inversa, el carácter jurídico de toda la filosofía trascendental, ha desplegado el punto de vista que constituye el objeto de este epígrafe. En el ensayo La relación fu n d am en ta l d e lo tran scen den tal y lo ju ríd ico en el con cepto d e razón d e K ant y d e la relación entre d erecho y so c ied a d 13 enuncia una tesis que podría resumirse de esta manera: la doctrina de la propiedad -derecho a lo mío y a lo tuyo- es trascendental porque funda la relación social en su complejidad constitutiva. Allí se reconoce al unísono la pre­sencia en el mundo de alter y ego. En efecto, con el problema de la propiedad tenemos una enunciado semejante al del cogi­to. No se trata del cogito crgo sum , sino del voto ergo sum, donde el sum ya no puede representarse como una realidad egocéntrica, sino que ya supone un essc sociale. Este su volo no define una mera intención, sino una preten sión d e p ose-

•3 'Das transzendental-juridische Grundverhaltnis im Vernunftbegriff Kants und der Bezug zwischen Recht und Gesellschaft-, en sus Studien zu r spüten R ochtspbilosophie K ants u n d ih rer tran szen den talen m ctbode, Konigshausen+Neumann, 1982, p. 111 y ss.

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sión. Cuando alguien dice «quiero» no establece una relación fundamental con la cosa, ni consigo mismo, sino que, por el mero hecho de decirlo, la establece con a ltery , por ello, debe aceptar por igual que el otro pueda decir «quiero». De la misma forma, que alguien diga «yo» debe implicar que sea llamado «él» por otra persona que dice «yo» de sí misma. Si no se acep­tase esta argumentación, no se podría poseer cosa alguna con derecho, sino desde la violencia desnuda. Como corolario, aquí podemos verificar la relación interna entre violencia y negación de la palabra. Mas también podemos reconocer que en una forma social, por básica que sea, el «quiero» implica reconocer algún «quieres». La familia, que forja la individuali­dad mediante el cuidado extremo de ego, debe al mismo tiem­po, obediente a su estructura de com plexio oppositorum , limi­tar el valor de cada individuo. Aunque produce las tendencias narcisistas, debe al mismo tiempo limitarlas. Por eso genera siempre una estructura jurídica.

De esta forma, el lenguaje jurídico revela la estructura social del hombre, se eleva a trascendental de su propia exis­tencia, y lo hace mucho más a las claras que el lenguaje de la epistemología. La declaración jurídica de la voluntad no la emito en relación con la cosa, sino en relación con otras per­sonas, a fin de producir el reconocimiento de mi voluntad. Sin embargo, sólo por decirlo, entiendo ya supuesta la posi­bilidad de que el otro exprese la misma voluntad. Como es natural, esto significa que ya se supone como posible tanto la reciprocidad de reconocimiento como la competencia. Una vez más, tenemos la com plex io oppositorum , la insocia­ble sociabilidad. Que enunciemos nuestras pretensiones de querer significa que ya sabemos que nuestro querer no es el único. Hablar y expresarlo supone además la posibilidad de un acuerdo y de un desacuerdo.

Con estos supuestos, Kaulbach analiza los parágrafos 2 y 4 de la M etafísica d el D erecho y establece sus conclusiones más importantes en las páginas 119 y siguientes de su ensayo. Ante todo, recuerda que tener un objeto en mi poder [Geivalt] no es gozar de una radical autarquía, sino que implica el concepto de posesión inteligible que supone un deber ser. La relación de posesión es una expresión de la voluntad de que la cosa

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d eb e ser mía. La relación de posesión, en su dimensión inteli­gible, integra ya la posición del señor que ha expresado la voluntad de tomar algo en posesión, en relación con otra voluntad que también podría apelar a su señorío. Por lo tanto, el derecho parte del supuesto de la concesión del señorío al hombre en g en era l para tomar posesión de las cosas, mas nunca de otro hombre. A esta posición general corresponde el reconocimiento recíproco de los sujetos de derecho.

Como se puede ver, todas las categorías de la razón políti­ca están implícitas en el despliegue normativo de las condi­ciones jurídicas trascendentales de la existencia social. Entre ellas, también su dimensión de publicidad, forma política de la estructura social de la ratio humana: «A la relación jurídica fundamental entre Ego, A ltery la cosa -dice Kaulbach- corres­ponde la obligación recíproca de reconocer la posición que cada uno incorpora para la posesión inteligible de la cosa, jurí­dicamente asegurada a él para su uso». Por tanto, la relación jurídica no es una relación inmediata del hombre con la cosa. La expresión »yo quiero» representa ya el reconocimiento implí­cito de la razón jurídica universal, de la voluntad universal, y no hace sino explicitar lo implicado en la dimensión social del hombre. En el fondo, «quiero» es una expresión parcial que, de ser completada, debe decir: «quiero ante vosotros». Por lo tanto, sólo hay derecho entre las personas y, además, sólo en tanto que éstas tejen una relación social que depende del reconocimiento recíproco de sus voluntades, y no de la vio­lencia. Como otro corolario a desarrollar contra Rousseau, tenemos que la voluntad unilateral ni funda derecho ni puede producir una ley coactiva. Pero éste es otro tema fundamental que sólo podremos apuntar cuando despleguemos la estruc­tura del republicanismo.

Desde aquí, Kaulbach extrae la tesis fundamental acerca de la relación entre el derecho y la sociedad: «él [Kant] ve la insti­tución del derecho no como medio con cuya ayuda fundar una sociedad, como sucede con Hobbes, con Locke o con otros teóricos empiristas de la sociedad. Antes bien, la socie­dad es el resultado del operar de la razón jurídica, que está interesada en la realización y la institución de la soberanía del hombre sobre las cosas. La sociedad no es la causa del dere-

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cho, sino el efecto del derecho. El principio práctico soberano del derecho constituye una sociedad». Tenemos entonces que el derecho, por su carácter trascendental respecto de toda sociedad entre los hombres, ofrece la bases para la realización de la libertad y de la razón en su vinculación con un mundo de cosas.

La clave para explicar el galimatías que vimos antes reside en que la institución de lo mío y lo tuyo, propia de todo esta­do social, puede canalizarse por el derecho privado, propio de un estado social-natural (desde una perspectiva que todavía no es la de un estado jurídico civil) siempre que ante la dis­puta de reconocimiento emerja la posibilidad de un juez que monopolice el espacio público con sus sentencias reconoci­das; esto es: sin recurrir de entrada a la violencia. Este juez puede tener como guía la justicia protectora o la conmutativa, ya sea en el ámbito de la familia, en el de la tribu o en el de la sociedad burguesa. Pero ningún juez, en este nivel, tiene como guía la justicia distributiva. Para ello la sociedad entera debe darse antes una ley que garantice que todos los hombres pue­dan contraer relaciones jurídicas entre sí. Entonces, el juez debe atenerse a una estructura de soberanía.

El progreso jurídico, por lo tanto, desplaza la centralidad del juez como garantía de derecho privado, propia de los ámbitos prepolíticos, hacia la centralidad de la ley pública establecida en una constitución política. Lo más importante es que el juez en el derecho privado del estado social-natural también es un sujeto creador de derecho dotado en último extremo de un poder externo coactivo. Esto significa que el estado natural ya es un estado social, pero no un estado civil. O lo que es lo mismo, que el estado civil, el propio del Esta­do, define una realidad institucional soberana, no una instan­cia social, ni mucho menos natural. A pesar de todo lo mos­trado por Manfred Riedel14, y aunque sea verdad, como veremos, que Kant se mueve en la órbita del aristotelismo, no podemos pasar por alto esta diferencia con ceptu al entre Esta-

14 Cfr. »Herrschaft und Gesellschaft. Zum Legitimationsproblem des politischen in der Philosophie», en M aterialen zu Kants Recbtsphilosophic, Suhrkamp, Hrg. Zwi Batscha, 1976, pp. 125-151.

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do y sociedad. Toda existencia humana es social y supone ins­tituciones. Pero no toda situación social es estatal. Es más: la unificación estatal trasciende la sociedad natural e instituye una sociedad superior, soberana o civil. Como Kant dice en un texto: «La misma unión civil no puede llamarse sociedad. [...] Aquella unión no es una sociedad, sino que más bien la pro­duce» [MD, §41]. Como parece que este texto produce proble­mas de ajuste con los anteriores, debemos ver su sentido con cautela.

4. Estado y s o c ie d a d - «Status civilis», «bürgerliches Zus- tand» o estado civil es la situación en la que se encuentran los individuos en relación recíproca en un pueblo cuando entran en influencia mutua y quedan sometidos a un derecho exter­no sostenido por un poder soberano o im perium (no dom i- niutrí) [MD, §431. Como se ve, hablamos de dos cosas: una relación social horizontal y una relación estatal vertical. En la relación horizontal los individuos están en relación social como iguales y forman esa comunidad llamada cim tas (res p u b lica la tías sic dicta). Su interés común consiste en mante­nerse reunidos por un estado jurídico. Pero esa dimensión horizontal de igualdad y de reciprocidad, de interacción en suma, está fundada en la relación vertical con el poder o con el derecho externo; vale decir: con las instancias soberanas de la constitución producida por la unión civil.

Por eso, esta unión civil no es una mera sociedad entre otras, sino que funda un tipo de sociedad diferente de aquella que habíamos reconocido como social-natural. La unión civil no es una mera sociedad porque define relaciones verticales de desigualdad, propias de la relación entre el soberano y el súbdito, entre el que manda y el que obedece. Esta relación vertical funda una relación social de igualdad civil en la cual todos los miembros de la unión son ciudadanos sometidos a leyes comunes. Con ello tenemos aquel texto explicado. Resul­ta evidente que el soberano productor de la ley no es sino la voluntad reunificadora de todos que produce la constitución, por lo que ésta tiene que ser del interés de todos y permitir su interacción social. Aquí se avista el supuesto republicano bási­co de la teoría kantiana del Estado. Quien funda la soberanía

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es quien obedece la ley que él mismo se da. La misma socie­dad horizontal erige una sociedad vertical. En último extremo, de nuevo recuperamos la verdad de la tesis de Riedel: societas civilis sive res pu blica .

Kant avanza ahora en el argumento del paso del derecho privado al derecho público de la siguiente manera: no se nece­sita de la experiencia para que aparezca una legislación exter­na con poder, ni es un Faktum el que fuerza a la existencia de una coacción legal pública. Es una idea a p riori la que fuerza a salir del estado natural-social [MD, §44] hacia el civil. Y esto ante todo porque la interacción social [W echseluñrkungl es inevitable entre los hombres. El estado civil cambia la forma de la sociedad, pero desde la dinámica interna de la realidad social. En esta misma inevitabilidad se fundamentan, a la vez, las relaciones humanas que, ya por sí mismas, a priori, deben ser relaciones de derecho. No cabe pensar una relación huma­na que no sea consciente de la necesidad del hecho de un poder ajeno a las partes. Lo que el estado civil define es un poder soberano, esto es, superior al todo social.

Por tanto, tenemos que el status civilis es una exigencia inevitable desde el estado social-natural, que aspira a some­terse a una norma y a evitar las relaciones violentas. El Estado, en este sentido, es una institución que viene a desplegar hasta sus últimas consecuencias la dimensión jurídica a p riori de toda situación social-natural. Tiene a sus espaldas un telos natural y una decisión racional. En la medida en que el hom­bre es social por naturaleza, y en la medida en que no puede existir estado social sin noción de derecho, el hombre d eb e ser estatal. Porque la dimensión estatal implica la fo rm a suprema de resolver el problema de la justicia, que ya era atendido de alguna manera —protectora o conmutativa— en cualquier situación social.

Por eso no es posible separar la vida social respecto de la existencia del Estado: en la medida en que la primera quiera poseer una normatividad explícita, coherente, universal y obje­tiva, se d ebe pasar a la segunda. La imposibilidad de una rea­lidad social que no apunte a una situación estatal es la clave de la necesidad histórica y racional del estado civil. Mas no cabe un estado civil fuera del Estado. Así, en AfD, §46, se dice

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que la societas cim lis es un Estado y sus miembros cives, ciu­dadanos. El mundo político de Kant es un mundo clásico: socie­tas citHlis sive res pu blica . Pero esto no significa que toda sociedad sea sociedad civil. Los socios civiles son algo más que meros socios: son conciudadanos. Hay desde luego socie­dades previas al Estado. El Estado, además, no puede aspirar a ser la única sociedad sobre la tierra. Pero su existencia se deriva de las exigencias racionales plenas de toda sociedad natural.

Kant ha visto como nadie que a la idea de relación huma­na, justo por su carácter competitivo, le es intrínseca la idea de poder externo no violento. El origen y la forma primera de éste es aquel poder judicial y arbitral que luego el propio Esta­do desarrolla. Por eso se puede proponer la continuidad entre la dimensión sociable natural del hombre y su dimensión ciu­dadana. En un texto famoso se dice: «En cuanto a la forma, las leyes sobre lo mío y lo tuyo en el estado natural contienen lo mismo que prescriben en estado civil, en tanto éste se piense según conceptos puros de razón: sólo que este último estado civil ofrece las condiciones bajo las cuales aquéllas llegan a su realización (según la justicia distributiva). Si en el estado de naturaleza tampoco hubiera un tuyo y mío externo provisio­nales, tampoco habría deberes jurídicos en relación con ello, ni mandato alguno de salir de tal estado [MD, §44).

Por lo tanto, el derecho puro tiene el mismo fundamento racional en el estado social-natural que en el estado civil. La base normativa de ambos es convergente. Por eso no puede existir punto cero revolucionario en la realización del dere­cho. De ahí que el paso de una situación a la otra sólo pueda entenderse como progreso jurídico: porque viene alentado por la misma normatividad. Justo por eso puede hablarse de la continuidad entre la situación social-natural y la situación social-civil: por la apelación al mismo derecho natural racional e inmanente, anclado en la exigencia implícita en todo cuerpo humano a decir «quiero» ante otros. Porque el hombre es sociable e insociable por naturaleza, cabe un derecho provi­sional en el estado social-natural, en el que se reconoce de forma provisional algo tuyo y mío. Sólo porque se quiere defender este derecho, surge el mandato de entregarse a un

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poder arbitral externo, germen racional final de la idea del Estado. Sólo porque este poder arbitral externo puede en el límite unir a todos los hombres, cabe hablar de Estado con pretensiones normativas últimas.

C) NORMATIVIDAD Y FACTICIDAD JURÍDICA:EL PROBLEMA DE LA RAZÓN DE ESTADO

1. Progreso ju ríd ico-político versus razón d e Estado.- Desde este punto de vista, el progreso jurídico hacia el Estado es, también, progreso político hacia la construcción de una sociedad republicana y democrática. El método, el camino, es la publicidad como ejercicio explícito de la vida democrática, basada en la normatividad que aspira a la integración de todos los arbitrios. La forma política de esta vida se vertebra en la representación de las voces y los votos. Su teleología, ya lo hemos dicho, apunta a la justicia distributiva. Ninguna de estas dimensiones de la ilustración jurídica, con las que la filosofía práctica se reconcilia consigo misma mediante una síntesis de la moral y de la política, por la vía del derecho, pueden asu­mirse hoy por un lector moderno a d literam , tal y como son tratadas en la filosofía de Kant. Pero sí sus principios filosófi­cos y su mapa conceptual más general. Y antes que ninguna otra cosa, todavía podemos recibir su certera crítica de la razón de Estado que, como es sabido, amenaza con autono- mizar al Estado respecto de su propia razón moral, social e histórica fundamental.

Ninguna potencia más hostil a la construcción de un genui­no Estado republicano que la autonomización del Estado como fin en sí mismo, sin reparar en sus bases morales o en su fun­ción social. Ninguna forma más precisa de abandonar la per­versa razón de Estado que dotarlo de una auténtica razón social. Frente al Estado como razón jurídica de una sociedad, la M achtpolitik instituye una razón de Estado que, en tanto poder que se auto-afirma siempre, escapa a su función social. Frente al político moral, el moralista político que lo justifica todo. Frente al derecho anclado en su normatividad, el derecho en su mera positividad de hecho. Frente a un poder provisional

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que se reequilibra de manera continua, un poder protegido por la facticidad de un derecho que aspira a auto-afirmarse.

Los supuestos fundamentales de este hombre político de la razón de Estado, siempre dispuesto a la afirmación incondi­cional del poder del Estado, procedentes del pesimismo reli­gioso luterano, tanto como del más ontológico esgrimido por Maquiavelo, son los siguientes, tal y como se extraen de La p a z perpetua-.

1. La naturaleza humana es tal que el hombre jamás querrá poner los medios para conseguir que la política se deje guiar por la moral.

2. Esta naturaleza humana determina que el hombre sólo ingresará en un estado jurídico legal -por muy poco legítimo que sea- mediante la coacción violenta. Para ejercerla se requiere eliminar toda conciencia moral en el legislador.

3. A su vez, el legislador de la razón de Estado deberá suponer la misma perversidad en todo Estado extranjero. Su lema busca «el engrandecimiento del poder, sea por el medio que sea». Esta razón de Estado, que define una M achtpolitik, se rige por las conocidas normas de la política de hechos con­sumados: «haz y excúsate», «si ya hiciste, niega», «divide y ven­cerás», etcétera.

4. Estas máximas, por las que se orienta el realismo políti­co desde la experiencia real de la Historia,15, constituyen una Staatsklugheit -que aquí tiene el sentido de astucia política estatal.

5. Esta discutible virtud de la astucia política es una clase de Klugheit, de saber práctico empírico, resultado del estudio de lo que sucede en el mundo. Por tanto, parece que es una dimensión de la capacidad cognoscitiva. Pero aquí tiene un sentido todavía más estricto, pues se trata de conocer una rela­ción entre medios y fines cuando el fin es relativo al cumpli­miento de un propósito que no tiene nada que ver con la moral. Los políticos convencionales creen que ésa es la única ciencia política posible: «En lugar de la praxis, de la que estos

15 Para un análisis de este realismo político, en Res Publica, núm. 2, 1998.

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astutos políticos de Estado se ufanan, ellos sólo proceden con prácticas, de tal manera que sacrifican al pueblo, y a ser posi- ble al mundo entero, al poder ahora dominante (sin olvidar su propio provecho)».

6. Los políticos prácticos son meros juristas, no legislado­res. Su dogma dice que cualquier Estado, por mucho que aspi­re a un ejercicio del derecho, acabará sucumbiendo al realis­mo político de la razón de Estado. En este sentido, Kant ofrece ya el argumento de que el derecho histórico, por el unilateral apoyo que brinda a la facticidad, siempre sirve de coartada a la razón de Estado. En el C onflicto d e las facu lta d es se nos informa de la diferencia. Pero ya en el Apéndice a La p a z p er­petu a, que analizamos, ésta queda clara. Tanto la razón de Estado, como el derecho histórico, aplican la constitución sin crítica alguna, igual que si se tratara de una mera máquina coactiva, sin tejerla con la cambiante razón social. Estos políti­cos poseen el espíritu leguleyesco y, sin duda, ya están dibu­jados según el amplio boceto de lo que luego va a ser el espí­ritu burocrático en Weber.

7. Quien determina todos los fines de la acción desde el a priori superior de la razón de Estado es un m oralista político, que no actúa sino como mero apologista de las acciones del Estado, entregado a su propia lógica del poder: «forja “a d h o c ” una moral favorable a las conveniencias del hombre de Estado». En otro texto, Kant descubre el proceder de este funcionario: «el moralista político subordina los principios al fin que se propo­ne -com o quien engancha los caballos detrás el carro- y, por tanto, hace vanos e inútiles los propósitos de conciliar la moral con la política». Como es obvio, los fines ya eran los propios de la razón de Estado, asumidos como incondicionales, sin discu­sión alguna sobre el tema de si son inmorales o morales.

8. Dicha aceptación previa se fundamenta, de forma retro­activa, en la apelación a la naturaleza humana, que se supone insensible a la actuación por el deber. Ahora vemos las con­secuencias del pesimismo luterano y su interna consistencia con la razón de Estado. La circularidad del argumento se cie­rra. Desde esta invocación a la perversa naturaleza humana, por tanto, no hay razón sino para considerar los ideales del derecho como ilusorios, ajenos por completo a los fenómenos

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de violencia endémicos a la lucha política. La razón de Estado se convierte, de esta forma, en el enemigo central de la propia racionalización socio-política del Estado; pues ciega toda poten­cia crítica y arroja por la borda toda posible legitimación del poder desde cualquier tipo de normatividad racional.

2. Lo norm ativo com o fo r m a .- Todos los esfuerzos de la filosofía del derecho de Kant convergen, entonces, en cerrar el paso a la razón de Estado, tal y como la hemos definido. Y para ello vertebrará un argumento complejo que vinculará el Estado a las fuentes mismas del derecho, tal y como se funda­mentan en la razón moral. Con la reconciliación interna de esta misma razón práctica, con su síntesis obligada de moral y política, se deberá escapar, por otra parte, a la forma del terror revolucionario que, con sus excesos normativos, sirve de coar­tada, a su vez, a la razón de Estado reaccionaria e historicista.

Pues bien, en la misma estructura social del derecho, en el mismo seno del estado civil, hemos visto que juegan un prin­cipio formal (la publicidad y la democracia que aspira a inte­grar todos los arbitrios individuales) y un principio material (la justicia distributiva). En la medida en que el progreso jurídico apunta a un Estado republicano, el principio de la forma es anterior y condicional del momento material provisional. Es dicho principio formal el que determina todo el montante nor­mativo del Estado, actualizable de forma permanente. Debe­mos asumir, por tanto, que el progreso jurídico es, ante todo, progreso en las fo rm a s d e leg itim ar la leg islación m aterial. Aquí se alza el argumento básico de Kant frente al principio de la revolución: ésta supone un retroceso en las formas jurídicas de legitimación y en su pretensión normativa, por mucho que contenga exigencias de justicia distributiva materiales más radicales y racionales que las de ningún otro Estado conocido hasta la fecha.

En un importante texto, a mitad del primer Apéndice a La p a z perpetu a, Kant se hace la pregunta clave: «Para conciliar la filosofía práctica consigo misma -d ice-, hay que resolver pri­mero la cuestión siguiente: en los problemas de la razón prác­tica, ¿debe empezarse por el prin cip io m aterial, esto es, por el fin (como objeto de la voluntad), o por el prin cip io form al,

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esto es, por aquél (conformado sobre la voluntad en las rela­ciones externas), que dice: actúa de tal manera que puedas querer que tu máxima deba llegar a ser una ley universal (sea cual sea el fin)?» Podemos presumir la respuesta a esta pre­gunta. En la síntesis de la política y la moral se comienza por el principio formal, pues se debe asegurar que, cualquiera que sea el fin, se busque mediante la publicidad, según esa forma capaz de reunificar las voluntades hasta lograr la universalidad democrática,

La clave para juzgar el proceso de publicidad es su apertu­ra universal en potencia, que impone la ampliación de la base democrática en la deliberación configuradora de la ley. Sin esta afinidad electiva entre publicidad y aumento de la dimen­sión democrática de la ley, no se comprendería por qué la publicidad es la forma de la moralidad en la política. Sólo mediante esta vinculación publicidad-democracia se cumple el imperativo de dignidad y de responsabilidad implícito en la ley moral. Por el proceso de publicidad, como forma democrá­tica de legislación, la ilustración jurídica se cumple como ilus­tración en general. Aplicado a los procesos colectivos de for­mación de voluntad, el sapero au de, que antes p a rec ía una mera máxima teórica, recibe una dimensión emancipadora. Sólo así se abre camino el supuesto republicano de identidad de quien legisla y de quien obedece, clave central de la teoría kantiana del Estado.

Así, el destino de la ilustración se vincula al destino del Estado, mediante las dimensiones que promueven la auto­nomía y responsabilidad personales, sin las que no es posible la democracia. Como veremos, en la idea misma del Estado reside la síntesis de esta dimensión universal y singular (om nes et sin gu li) canalizada por la idea de libertad. En esta idea se resuelve la ilustración jurídica. El au d e , el atrévete que invoca esta consigna, encierra en su seno esta idea de libertad. En la medida en que la libertad misma es el centro de los fenóme­nos morales, el progreso jurídico muestra su relevancia moral. Allí experimenta el Estado su convergencia con los fenóme­nos morales. Como se dice en el parágrafo 47 de M etafísica d el D erecha «No se puede decir que el Estado, el hombre en el Estado, haya sacrificado a un fin una parte de su libertad

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exterior innata, sino que ha abandonado por completo la libertad salvaje y sin ley para encontrar de nuevo su libertad en general, íntegra, en la dependencia legal, es decir, en su situación jurídica; porque esta dependencia brota de su propia voluntad legisladora».

En la tesis kantiana, que concede prioridad incondicional a la forma del progreso jurídico sobre el progreso material, se asume, a pesar de todo, un importante supuesto: no todos los fines imaginables pueden ser perseguibles mediante la publi­cidad. Una discusión pública universal en potencia, al tender a reunir las voluntades, sólo puede orientarse por la idea de un acuerdo de todas las personas entre sí. Hay una selección inevitable de los fines cuando el método o procedimiento para su definición es la publicidad democrática. En este sentido, podemos afirmar que la forma democrática ya impone en ger­men el contenido distributivo de la justicia. Esta afirmación nos conduce a la idea de que la justicia intra-estatal es el fin interno impuesto por la forma normativa del derecho por el mero hecho de originarse a través de la publicidad. Por lo tanto, esta comunidad de arbitrio es el d eber ser inmanente a todo derecho, si éste asume su potencial normativo. Sin nin­guna duda, esta finalidad formal no genera un derecho positi­vo por sí misma; pero ésa, y no otra, es su teleología inma­nente. En la medida en que efectivam ente se produzca una creación material de derecho, mediante la reunificación públi­ca de voluntades, este derecho reclama la validez incondicio­nada propia de todo derecho público, y sólo podrá ser supe­rado por una transformación de su materia que respete, e incluso mejore, la forma de su legitimidad.

3. El progreso ju ríd ico en sentido m a ter ia l- La finalidad normativa inmanente al derecho no existe nunca en la historia salvo en un contenido jurídico material dado. La participación en el límite universal de las voluntades en la configuración del derecho no existe nunca de manera plena, sino sólo con cier­to grado de consenso. La técnica democrática nunca agota el potencial normativo del derecho. En todo caso, la discusión pública formadora de derecho dependerá de las fuerzas polí­ticas e históricas en juego, de las formas técnicas de publici-

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dad y de representación, así como de la formación democráti­ca de la voluntad. El principio material del derecho no es un asunto de mera normatividad, sino del uso político adecuado de la realidad social, de las fuerzas políticas propias de cada momento histórico, base de la vida del Estado.

Aquí aparece nítida la dimensión técnico-práctica del dere­cho, que debe llenar de contenido y concretar el debate con­ducido bajo la forma de la publicidad. Esto es: la dimensión moral-racional propia del Estado y de su esfera política, en tanto fuente de legitimación del derecho, impone ante todo la fo rm a de la discusión, la fo rm a de la publicidad y la fo rm a de la democracia. Pero estas formas -d e hecho una sola- no determinan (ni imponen, ni prohíben, ni regulan, ni requie­ren, sino sólo inclinan), que el argumento que se haga valer en la discusión pública sea en sí mismo moral. La finalidad de la discusión pública, en tanto formadora de derecho, es sólo crear una comunidad de arbitrios que, en sí mismos, no cabe suponer que se muevan por argumentos morales, sino por el objeto de su interés o, en términos generales, por su propie­dad. La clave finalista de la discusión aquí sólo puede ser una: la justicia distributiva como forma de la propiedad de todos bajo la ley del Estado. El progreso jurídico se da aquí en la medida en que el progreso formal -aumento del potencial democrático del derecho como acuerdo de voluntades- deter­mine un mejor y nuevo acuerdo material de justicia distributi­va, por el que un máximo de arbitrios singulares ven recono­cido su derecho a la propiedad en un momento histórico. En la medida en que se garantice la incondicionalidad de la forma del derecho (la publicidad), se garantizará la discusión sobre la dimensión distributiva de la justicia en el nuevo acuerdo jurídico material. Pues asegurar la publicidad es la misma cosa que comprometerse a que la materia de la discusión interese a todos.

Aquí hay un malentendido que conviene atajar, si hemos de entender el proceder por el cual el derecho revisa su mate­rialidad mediante la actualización pública de su contenido normativo. Sólo si entendemos este punto se podrá hablar de progreso jurídico. Para ello debemos destacar esta dimensión teórico-práctica del derecho, y por tanto la dimensión teórico-

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práctica de los argumentos que pueden verterse bajo la forma de la publicidad. Aquí deberíamos incluir los argumentos por los que se actualizan las formas técnicas de la publicidad. En estos temas no podemos entrar, sin embargo16.

La dimensión práctica del derecho depende del reconoci­miento de su pleno potencial normativo, de su aspiración a un acuerdo universal, de su meta en la justicia distributiva como regulación de la propiedad de todos los hombres en un Esta­do, de tal forma que se permita progresar en la universaliza­ción de la autonomía y la independencia civil de cada uno. Sólo así nadie se verá excluido de la acción social. La dimen­sión técnica del derecho tiene que ver con el uso de fuerzas históricas y sociales concretas, representadas bajo formas de publicidad técnicamente mediadas. En este sentido, el pensa­miento de Kant nos sugiere que la solución del problema téc­nico del derecho, que no es otro que el tema de la prudencia política, requiere mucho conocimiento de la naturaleza de las cosas. Este aspecto técnico da entrada a las dimensiones rea­listas del derecho y de la política17. El legislador ha de utilizar el mecanismo de las fuerzas históricas en provecho del fin que se ha propuesto: la propiedad distribuida capaz de garantizar la independencia civil que eleve a cada uno a fin en sí. Y sin embargo, Kant dice que esa ciencia es incierta e insegura con respecto al resultado apetecido: «la paz perpetua en cualquie­ra de las tres ramas del derecho público».

16 Para la evolución del sentido kantiano de la publicidad, cfr. mi traba­jo -Del público a la masa», en R. R. Aramayo y C. Roldán, El individuo y la H istoria. Barcelona, Paidós, 1995.

17 Pero la relación es muy clara, según continúa el Apéndice primero a La p a z perpetua: primero va la dimensión moral, luego la dimensión realis­ta. -Sin la menor duda, el principio de la sabiduría política debe proceder al de la habilidad política, y por tanto posee una necesidad absoluta incondi­cionada. El otro, en cambio, no es obligatorio sino cuando se admiten las condiciones empíricas del fin propuesto, es decir, su realización. I...I El prin­cipio del moralista político -e l problema de la realización del derecho polí­tico, del derecho de gentes y del derecho de ciudadanía mundial- es un mero problema técnico; el del político moral es un problema moral y tan diferente en el procedimiento del primero que la paz perpetua no es aquí solamente un bien físico, sino un estado imperiosamente exigido por la con­ciencia moral»

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Esta ciencia política sigue siendo un saber práctico de natura­leza inductiva e histórica; pero, en la medida en que sirve a los fines convergentes con la moral, conviene llamarla prudencia. Esta virtud dicta las decisiones por las cuales un Estado actualiza el potencial normativo de su legislación sobre la justicia y la paz mundial, de tal forma que el nuevo acuerdo jurídico se produzca sobre el reconocimiento y la superación del viejo. Luego veremos la estructura completa de esta pru den cia política.

Por ahora, en este caso, como en lo demás, buscamos los principios. Dicha prudencia política sólo puede ser definida como el conjunto de los medios de argumentación y delibera­ción pública por la cual el nuevo acuerdo de justicia distributi­va, expresión de una nueva realidad social, se organiza sobre la base del antiguo acuerdo jurídico y de la anterior actualidad social. El progreso jurídico, en sentido material, también debe implicar el aumento de integración social y democrática de los ciudadanos en el Estado. Pues al ampliar la base distributiva de la justicia, se amplía el número de voluntades que ven reconoci­do su derecho de propiedad en la ley, que reconocen la posi­bilidad de desplegar su propiedad en el seno de la sociedad regulada por el Estado y que ven asegurada su independencia civil en la acción social, en tanto hacen del trabajo social y reco­nocido por el Estado su propiedad. A este aumento de integra­ción de las voluntades en el Estado, canalizado por el aumento de justicia distributiva, sólo se le puede otorgar un nombre: pro­greso del Estado como terreno de la homogeneidad social.

Mas no debemos llevarnos a engaño. Esta homogeneidad social del derecho material es condición para la máxima dife­renciación personal posible, para la mayor refracción de las personalidades que se comprenden, cada una con su poder, como fines en sí. Esta homogeneidad jurídica genera, contra lo que vocean los críticos superficiales de la ilustración, la máxima heterogeneidad personal y, a partir de ella, la máxi­ma riqueza y pluralidad de la acción social. De esta forma, la profunda creencia kantiana en el hombre reclama, a través del derecho, el territorio mundano para la explosión plural de su rica diversidad.

En todo caso, en relación con el progreso jurídico en senti­do material, debemos contentarnos ahora con señalar los fines

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y el esquema evolutivo, caracterizado por Kant como «antino­mia entre el principio de la posesión ideal y el de la real»18. No podemos hacemos por ahora una idea precisa de esta pruden­cia política que guía el derecho, y que en todo caso depende del dominio del presente. Como veremos, este punto interesa a la tesis kantiana de las «leyes permisivas» de la razón, cate­goría central que analizaremos luego. Todos aquellos que han querido regular a p riori este presente, sin tener en cuenta la prudencia, la participación y la responsabilidad de los ciuda­danos, a la postre exigieron fuerzas proféticas o potencias carismáticas que pusieron en peligro el sap ere a u d c de la ilus­tración y la estructura del republicanismo.

Por eso, en relación con las tareas concretas del progreso material del derecho ya no existe teoría. Sólo se puede apelar a esa capacidad de juzgar cada momento histórico particular que en el fondo es la prudencia, siempre una virtud práctica. Cada presente tiene su propia responsabilidad, y los princi­pios críticos, por llamarlos de una manera que los identifique más allá de protagonismos teóricos discutibles, sólo nos recuerdan que también nosotros tenemos la nuestra respecto de la exigencia radical de publicidad democrática, según las mejores técnicas que tengamos a nuestro alcance. Pero antes de llegar a ello la práctica jurídica, y la práctica política que la hace vivir, necesitan principios fuertes y claros. Y éstos con­forman la teoría del republicanismo.

Al exponer esta teoría podemos definir la norm a del dere­cho en su sentido pleno, tanto en su sentido formal como material, de tal manera que no ceda ante la interpretación reductora de la misma que promueve la razón de Estado. A través de esta teoría del republicanismo analizaremos el esque­ma ideal del estado civil. Así pasamos al siguiente capítulo.

18 ’Vorarbeiten zur Rechtslehre», AK, XXIII, p. 211. Para este tema, cfr. R. Brandt, Eigentum stheorien von Grotius bis Kant, Fromman-Holzboog, Stuttgart/Bad-Cannstatt, 1974, pp. 187-188. Más reciente, W. Kersting, Wohl- geordnete Freibeit. Inm am w l K anls Recht- utid Staatsphilosophie, de Gruy- ter. Berlín, 1984. Para la antinomia entre el realismo y el idealismo posesivo, cfr. Maximiliano Hernández, La crítica d e ¡a razón pu ra com o proceso civil, tesis doctoral. Salamanca, 1993-

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LA NORMA.REPUBLICANISMO Y LEGITIMIDAD DEL DERECHO

«Pues la doctrina de la virtud manda tener por sagrado el derecho de los hombres*

IV

A) LA LEGISLACIÓN JURÍDICA Y LA LEGISLACIÓN ÉTICA: LA COMÚN DEPENDENCIA DE LA LEY MORAL

1. Un m apa con ceptu al m uy com p lejo .- El estudio de las relaciones entre moral, ética y derecho en Kant ha provocado ríos de tinta, como dice la editora española de la M etafísica d e las Costum bres'. Es lógico pensar que no todos ellos son con­fluyentes. A decir verdad, las diversas opiniones parecen más bien los brazos de un delta disperso. Presumo que la clave del asunto reside en el origen profesional del comentarista. Un notable jurista, como González Vicén, subrayará la eticidad del derecho y acabará haciendo de él una «condición de mora- 1

1 Adela Cortina, Introducción a la M etafísica d e tas Costumbres, Madrid, Tecnos, 1989, p. XXXVI11. Se puede ver al final del estudio introductorio una bibliografía idónea. Una selección muy importante se puede consultar en Zwi Batscha, M aterialen zu Kants Recbtsphitosophie, Frankfíiit, Suhrkamp, 1976, con trabajos de G. Bien, M. Buhr, M. Riedel, J. Habermas, R. Saage, E. Bloch, D. Henrich, K. Vórlander, etc. El libro más importante de los últimos años sobre el derecho en Kant es el de Johannes Strangas, Kritik d er katt- tischen Recbtsphitosophie, Ein Beitrag zu r Herstellung d er Einheit d erp rak- tiscbcn Philosophie, Bohlau Verlag, Kóln, 1988.

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lidad». Su tesis es la siguiente: «El Derecho positivo no es algo cuya obligatoriedad dependa del logro de un fin que nosotros podemos querer o no, sino que, en tanto que orden cierto e inviolable de la convivencia, es condición para el ejercicio de la libertad trascendental en el mundo sensible y, por tanto, condición de moralidad; es decir, que el Derecho positivo fu n d am en ta la p o sib ilid ad d e un f in cuya realización es para nosotros un im perativo absoluto, como predicado que es de nuestro propio ser racional y ético. De esta manera, el con­cepto de Derecho positivo queda inserto en el ámbito del reino de los fines y dotado de una justificación ética formal e incondicionada»2. Aquí no sólo se define el ámbito del dere­cho, en tanto condición trascendental del uso de la libertad en el mundo, sino también se defiende un dudoso estatuto del derecho positivo, en tanto «orden cierto e inviolable», que impone un imperativo de obediencia de naturaleza ética.

Por otra parte, una académica procedente de la ética, como Adela Cortina, quizás escandalizada por la fuerza de la tesis de Vicén, subraya la diferencia entre derecho y moral de la siguiente manera: «En el caso de la legislación jurídica, el móvil ha de ser distinto a la idea del deber, mientras que en la legislación moral el móvil es esa misma idea. Esta diferencia de móvil nos lleva a matizar la coacción jurídica como exter­na, en la línea de Thomasius, mientras que la coacción moral es auto-coacción». Esto significa, para nuestra autora, que la legislación jurídica sólo pretende una adhesión exterior, media­da por la coacción. La moral, por el contrario, exigiría una adhesión íntima. Cortina, que basa su posición en un análisis de las diferencias entre la legislación jurídica y la legislación moral, está preocupada sobre todo por no perder de vista la dimensión de interioridad propia de la moral, por mantener un sentido de la moral que no pueda reducirse en e l m undo sen sible a la obediencia del derecho, como parecía defender González Vincén. De esta forma, Cortina parece menos sensi-

2 F. González Vicén, Introducción a la teoría del derecho, Madrid, CEC, 1978, p. 29. Cfr. para ulterior bibliografía Anales d e la Cátedra Francisco Suáruz, ed. por N. M. López Calera, núm. 28,1988, y J. M. Rodríguez Paniagua, Derecho y Ética, Madrid, Tecnos, 1977, pp. 32-41. La bibliografía sobre este tema es inmensa.

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ble a la posible, e incluso necesaria, interiorización del dere­cho. Ella, con Aranguren, se moviliza contra el au tén tico peli­gro: la «disolución de los deberes morales en normas jurídicas y, por lo tanto, la extinción del fenómeno moral- ante el hecho de la política. Peligro que, según afirmaría un conocido héroe, es tan inminente como que el cielo se nos caiga encima.

Desde esta perspectiva, Cortina defiende que «mientras que legalidad y moralidad son actitudes del hombre ante la ley, moral y derecho se presentan como formas distintas de legisla­ción, que plantean diferentes exigencias a los hombres, depen­diendo de que la razón práctica se introduzca en el interior del hombre o funcione sólo como jurídicamente legisladora». Y añade: «ciertamente, la legislación jurídica sólo puede ex ig ir z\ agente legalidad, y la legislación moral exige moralidad*. Sin embargo, Cortina reconoce que puede haber una moralidad jurídica, que se daría cuando alguien es coaccionado a cum­plir el deber jurídico desde su propia voluntad. En la morali­dad jurídica, por tanto, confluirían dos modos de coacción: el moral y el jurídico, sobre una única legislación, la jurídica. Esto no parece exigirle alteraciones profundas en su mapa conceptual, sin embargo. Posteriormente asegura que la noción de una legalidad moral es contradictoria.

Vemos así dos posiciones extremadamente opuestas. Una, reconociendo el derecho positivo como condición de una vida libre, eleva las normas jurídicas positivas casi a imperativos éticos. Otra, reconociendo que los móviles jurídicos no proce­den de la noción de deber moral, concluye que la legislación jurídica sólo pueden ex ig ir la legalidad de las acciones, y esto mediante la coacción extema. La moralidad jurídica, que antes reconocía como una auto-coacción voluntaria ante el derecho, se convierte en una especie de misteriosa perversión, una especie de masoquismo. Con ello tenemos una idea inicial del p u zz le conceptual que deseamos resolver. Pues temo que, con las posiciones de Adela Cortina, la esencia del derecho desaparece como tal al reducirse a mera coacción exterior; de la misma forma que antes, en el pasaje de Vicén, desapare­cería al reducirse a mandato ético. En ambos casos perdemos la clave central del derecho: la posibilidad de mantener ins­tancias críticas que delimiten la obediencia y discutan el esta-

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tuto de legitimidad de la legislación jurídica. Cierto derecho positivo p u ed e devenir imperativo ético, pero otro no es sino mera coacción legal externa, sin esa legitimidad basada en la idea de derecho. Las posiciones unilaterales de Vicén y Corti­na dependen de un contexto de cuestiones mucho más com­plejo. En ese otro contexto más amplio, que debe evaluar desde el principio la relación interna entre legislación jurídica y coacción, la idea de derecho se juega su destino.

Esta situación, insatisfactoria desde un punto de vista filosó­fico, es insostenible. Ni el derecho positivo puede convertir­se p rim a fa c ie en una condición de la moralidad, ni tampo­co en una mera coacción externa a la que, en ciertos casos, hombres misteriosamente virtuosos pueden obedecer por una auto-coacción interna, no se sabe mediante qué esqui­zofrenia espiritual. Desde una teoría de la modernidad, que se verifica en una precisa distinción analítica de las esferas de acción, tras la senda de Max Weber, ética y derecho tie­nen una lógica propia, que conviene destacar, a pesar de que posean algunos puntos de contacto. Aquí sólo me interesa la peculiaridad lógica de la esfera del derecho. En otro sitio me lie ocupado de la peculiaridad lógica de la ética3. Sin embar­go, acepto que no es posible definir la esfera de acción racio­nal conocida como «derecho» sin proponer un contrapunto con la moral y con la ética. Pero no sólo eso. Como cualquier teoría de las esferas de acción, en el ámbito del derecho tenemos necesidad ante todo de una precisa referencia a las bases de la acción humana.

2. La n oción d e arb itrio .- Considero imposible definir la esfera del derecho sin penetrar en los estratos semánticos de la noción de arbitrio. Al fin y al cabo, derecho viene definido por cierta relación con el arbitrio. Sin este paso previo no es posible humanizar el derecho, ni defender, como defenderé, que la idea de derecho no apela orig in ariam en te a la coac­ción externa. El derecho es una regulación del arbitrio, esto es, de un objeto de nuestro querer. Por ello estará apoyado en

3 ¿Dos éticas? Claves d e la Razón Práctica, abril 1994.

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último extremo, y positivamente, en ese mismo querer. Enten­der qué sea el derecho depende, pues, de entender qué sea el arbitrio.

El punto de partida de la noción de arbitrio es, como en la ética4, la noción de apetito. Un apetito es una determinación de la capacidad de apetecer, de la misma manera que, en la filosofía teórica, una representación es una determinación de la capacidad de representar. Carece de sentido que definamos ulteriormente estas nociones. Capacidad de apetecer es la posibilidad del hombre de tener apetitos. Pues bien, el deseo es un apetito caracterizado por un placer práctico. Una con­cupiscencia es un apetito que no llega a deseo, que no tiene un placer práctico definido, que no ha identificado una expe­riencia placentera a la que asociarse ni un objeto que buscar. El deseo viene definido por un interés, que es la forma en que nos representamos el objeto del placer práctico. Un interés más o menos constante, reconocido por el entendimiento como regla del deseo, es una inclinación. Pues bien, deseo o inclinación incorporan cada uno un concepto (bien sea el del objeto de interés, bien sea el de su misma existencia regular) capaz de determinar a la acción que busca ese placer práctico. La inclinación con scien te d e qu e p u ed e obten er e l objeto d e interés m ed ian te la acción , eso es el arbitrio.

En el arbitrio se da una doble conciencia: primero, se cono­ce el objeto de interés y la inclinación del sujeto hacia ese objeto, inclinación que determina a la acción; segundo, se conoce que esa acción entregará teleológicamente el objeto de interés. No siempre se da ese doble rasgo de conciencia. Muchos deseos, e incluso algunas inclinaciones, no están en nuestro arbitrio. El deseo sexual hacia una persona sólo pasa a ser objeto de arbitrio cuando es inclinación, esto es, deseo reiterado, y cuando iniciamos una acción en la que confiamos para satisfacerlo. El deseo, incluso la inclinación supuesta en todo ser humano, de ser eternamente joven, nunca pasa a ser objeto de arbitrio, salvo en algún estúpido iluso.

4 cfr. para un análisis de estas cuestiones mi contribución a la H istoria d e la Ética, de Victoria Camps, vol. II: -Kant y la tensiones de la tradición ética-.Crítica, Barcelona, 2ed.l999.

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El arbitrio es tanto una forma objetiva de deseo como una forma activa de relacionarnos con el mundo. Cuando el arbi­trio se determina a una acción, no inmediatamente por el deseo que integra, sino por la razón que justifica esa acción, tenemos una voluntad. No debemos engañamos con ello. En nuestro ejemplo, si iniciamos el proceso de seducción, no mediante la grosera expresión del deseo sexual, sino hacien­do lo que otras veces hemos hecho, siguiendo una regla, un método, un proceder sólido y efectivo de seductor, actuando de una forma regular y general, acreditada por la práctica, entonces iniciamos una acción voluntaria y racional. En la voluntad, por tanto, el deseo no desaparece como objeto de arbitrio, pero ni éste ni la inclinación determinan el rum bo con creto de la acción. El fundamento intemo de la determ i­n ación d el cu rso con creto d e la acción , al margen de su telos objetivo, es la representación racional del proceder. Y enton­ces nuestra acción no es propia del mero arbitrio, sino de la voluntad, vale decir del arbitrio humano y racional.

De hecho, podemos explicar esta fenomenología de la sub­jetividad desde una doble dimensión. Asumido el objeto del arbitrio, el sujeto se determina al p roced er de la acción con­creta desde la voluntad. Pero en relación con el objeto de la acción se determina desde el arbitrio, esto es, desde la incli­nación y el deseo. Una inclinación que mueve a una acción es un acto de arbitrio en relación con su objeto; pero en relación con la forma en que el sujeto se determina por sí mismo, es un acto de la voluntad. O de otra manera: los objetos y los fines de la acción son arbitrarios, pero la forma de actuar y de determinarnos puede ser racional, esto es, voluntaria. La reali­dad objetiva del mundo se impone como fuente del deseo y de la inclinación mediante el arbitrio, pero el sujeto se dispo­ne a la acción sobre el mundo desde la voluntad.

Por eso, «arbitrio» es una palabra inacabada. Habla de la relación entre una acción y un objeto de su inclinación, pero no dice nada acerca de cómo el sujeto se plantea la acción. De ahí que el arbitrio pueda ser libre, animal o humano. Animal es un arbitrio que se determina por la mera in clin ación , esto es, por un interés constante observable por el entendimiento, de tal manera que la acción no realiza el rodeo de formas

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voluntarias en las que el sujeto se expresa. Es arbitrio racional puro si la acción viene determinada por la razón pura; esto es: si el sujeto es liberado de toda determinación de la inclinación y determina el arbitrio por la voluntad pura. Pero el arbitrio que a nosotros nos interesa es el humano. En él, la inclinación afecta, produce un objeto de deseo y mueve a la acción; pero no la determina ni en su rumbo concreto ni en su fin. Aquí la inclinación no impide la mediación de una voluntad como forma subjetiva de realizar el arbitrio, de querer su objeto de deseo.

El derecho tiene que ver con el arbitrio humano y con la forma racional de determinar la acción que lo cumple. Por eso tiene que ver con la forma de querer el objeto del arbitrio. La tesis diría aquí que el m óvil o m otivo del derecho sería el arbi­trio voluntario, el querer, manteniendo la doble dimensión objetiva (deseo) y subjetiva (voluntad) que hemos contempla­do en la noción de arbitrio y de voluntad racional. El derecho resulta ser así la realización no in m ediata del deseo. De ahí su potencial anti-narcisista no sólo porque renuncia a la omnipo­tencia del deseo, sino porque renuncia al automatismo de su realización. El fundamento por el que se determina la volun­tad en el derecho sería, objetivam ente, el interés de\ objeto del arbitrio, el placer práctico referido al objeto de deseo; subjeti­vam ente, la racionalidad con la que esa misma voluntad reali­za su acción y la quiere.

3. B reve excursus sobre in clin ación y leg a lid a d en e l ám bito d el d e r e c h o - Desde esta aproximación inicial al con­cepto de derecho, podemos destacar, primero, una relación entre derecho y legalidad; y segundo, una relación entre derecho y coacción. Esta relación resulta muy curiosa cuan­do la valoramos desde las categorías de la moral. En un importante pasaje, Kant mantiene que la legalidad puede ser compatible con las inclinaciones en tanto fundamento gené­rico de determinación de la voluntad. La diferencia entre moralidad y legalidad parece depender aquí justo de este fundamento de determinación de la voluntad. Si la ley fun­ciona como único motivo de actuación, entonces se opone a toda inclinación, deseo y arbitrio, y así tenemos una acción

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propia de la moralidad. Si el fundamento de determinación es la inclinación, aunque se cumpla con lo previsto por la ley, no se cumple con ella por motivo del valor de la ley, sino por el valor de la inclinación compatible con la ley. Entonces la acción se ajusta a la ley sólo desde la legalidad, no desde la moralidad.

Como se puede entender, este último podría ser el caso del derecho de forma permanente: se cumple con la ley del dere­cho, pero el motivo objetivo es que así se quiere el objeto del arbitrio. Lo curioso es que aquí no funciona la implicación legalidad-coacción. A la inversa, allí donde se produce una coacción menor, dado que la acción es compatible con la inclinación y con el querer, allí hay mera legalidad. Y justo lo contrario, allí donde más coacción se impone a la inclinación, más moralidad parece haber. Desde esta perspectiva, la mora­lidad sería máximamente coactiva de las inclinaciones, mien­tras que la legalidad del derecho sería más respetuosa con ellas e implicaría una dimensión menos coactiva. La libertad en el terreno de la moral exigiría, llegado el caso extremo, una epojé de las dimensiones antropológicas de la inclinación y del deseo, mientras que en el derecho se abriría paso una admi­nistración menos coactiva que aspira a la realización de las mismas.

Mas, de lo dicho, se desprende que todo derecho positivo que se obedezca meramente porque es la ley (sin tener en cuenta el motivo objeto de arbitrio), se separa de esta noción de legalidad. Su obediencia poseería entonces un cierto pare­cido con la moralidad -y llegaría a confundirse con ella si fuese auto-coacción-, aumentaría su sentido coactivo y per­dería toda relación positiva con el deseo y el arbitrio. Justa­mente, y de forma curiosa, cuando el derecho recibe una dimensión de moralidad es más coactivo; cuando es obedeci­do mirando el contenido interno de su ley, responde de cier­ta manera al querer y al deseo humano. Lo que pretendo con­cluir de aquí es que debemos tener mucho cuidado con el nivel de complejidad del par legalidad-moralidad. Sobre todo, no debemos dejamos arrastrar por la tentación de entregar los rasgos meliorativos a la moral y los rasgos peyorativos a la mera legalidad.

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La forma de considerar la racionalidad de la ley moral es muy distinta de la forma en que valoramos la racionalidad de una ley jurídica. Para la primera debemos separarnos de nues­tras inclinaciones. Para la segunda, en modo alguno. Mirar la ley jurídica como si fuera una ley moral, como si no tuviera una relación subjetiva con nuestro deseo, como si no afecta­se a nuestros motivos personales, puede llevar a casos extre­mos, como el de aquella interpretación de la constitución pru­siana como si fuera el imperativo categórico. Pero lo importante del caso es que, si no caemos en esta ilusión, nos vemos obligados a preguntarnos si una legislación jurídica permite el desarrollo racional de nuestras inclinaciones y deseos. De esta forma, comprendemos que el derecho debe jugar de forma radical en la constitución de la subjetividad fini­ta. En el caso del derecho, por tanto, obtenemos una comple­jidad conceptual más respetuosa con la realidad humana que la ganada desde el análisis demasiado descamado de la ley moral, más diseñada para entender el estatuto contrafáctico del imperativo categórico, en tanto estructura formal del juicio práctico racional.

4. A rbitrio y dim ensión m oral com o elem entos d e l d ere­c h o — El arbitrio humano no es racional puro, -n o puede con­vertirse en moralidad pura-, pero puede ser racional. Esto es: no p u ed e hacer de la razón pura su único objeto de arbitrio, pero puede qu erer que sus deseos resulten mediados por la fo rm a racional. Puede querer la dimensión racional, pero sólo como forma mediata de querer sus objetos de deseo y arbitrio. El hombre no puede universalizar los objetos de arbitrio, sino sólo universalizar el poder personal de perseguir en cada caso el objeto propio de su arbitrio. La universalización de la volun­tad sólo puede afectar a un hecho: a que actuemos de tal manera que cada uno pueda buscar su propio objeto de arbi­trio; esto es: que ningún arbitrio sea omnipotente, sino que todos tiendan a ser equipotentes.

Pues bien, esta mediación racional del objeto de nuestro arbitrio, tal que permite que cada a lter desarrolle también el objeto de su arbitrio, es una mediación racional impuesta por el imperativo universalista de la razón moral. Como vemos,

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el imperativo de universalización ya tiene internamente en cuenta que se trata de arbitrios y de inclinaciones plurales. Por eso, aquel imperativo no puede aspirar coactivamente a destruirlos, sino a garantizar justamente su pluralidad. La idea de derecho exige que ni uno solo quede sin ser fuente de inclinación y deseo. Para abrir un espacio a esa mediación moral se requiere que el objeto de arbitrio nos afecte como fin, pero que no sea suficiente para determinarnos a la acción. El objeto afecta y mueve al arbitrio, pero sólo nos determi­namos a la acción si, y sólo si se cumple la condición racio­nal mediadora: que haga posible al mismo tiempo el arbitrio de otro. Esta universalización de la voluntad, como media­ción de las acciones tendentes a realizar el objeto de arbitrio, como forma de quererlo racionalmente, produce una legisla­ción que es dependiente de la dimensión moral-racional del hombre. El derecho es tal legislación. En este aspecto, el derecho depende del momento moral-racional del hombre.

Todo lo que venimos diciendo, respecto a la dependencia del imperativo de universalización, es común tanto a la ética como al derecho y constituye la aplicación, a estos dos ámbi­tos, de la dimensión racional práctica del hombre. Por eso, podemos decir que las leyes de la ética y del derecho reciben en última instancia su legitimidad de la dimensión de la moral. Sólo desde esta instancia nos disponen a la obedien­cia racional. Ética y derecho no pueden oponerse entre sí en esencia, como a veces parecería derivarse de lo que dijo Adela Cortina. Pero legislación jurídica no significa mera­mente el derecho positivo, como parecía suponer el texto de Vicén, sino la idea misma de derecho. Por lo tanto, el dere­cho positivo no puede reconocerse, sin más, como la instan­cia en la que se cumple la idea de derecho. Las cosas son más complicadas.

El fenómeno moral impone la universalización de ciertos rasgos de conducta, ya sea en la ética, ya sea en el derecho. Cuando esa conducta es el medio racional de conseguir acti­vamente los objetos del arbitrio humano, entonces tenemos la legislación jurídica. La dimensión moral no está en peligro si aumenta la obediencia al derecho entre los hombres, sino que se refuerza si el derecho es derecho. El fenómeno de la moral

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no está en peligro salvo si peligra la racionalidad del hombre, una de cuyas manifestaciones esenciales es el derecho.

5. Legislación ju r íd ica y legislación ética desde e l punto d e vista d el f i n - El derecho y la ética son formas de unlversalizar la acción teleológicamente entregada al arbitrio del hombre. La primera esfera pretende unlversalizar ciertos rasgos de la acción concreta, dejando libre el objeto de arbitrio; la ética, por el contrario, pretende proponer a la acción fines univer­sales, dejando la acción concreta a la inclinación y al arbitrio personal. Ésta es la diferencia más precisa entre legislación jurídica y ética: que la primera regula la acción concreta y deja libre los fines; mientras la segunda regula los fines y deja libre la acción concreta. La legislación jurídica permite un arbitrio en ego diferente de a lter y regula la acción de tal manera que ambos sean posibles. La legislación ética propone fines uni­versales para el arbitrio de todos (perfecciónate, colabora con la felicidad ajena, etc.) pero deja que la acción de cada uno se desarrolle según su arbitrio.

Se trata de dos estrategias diferentes, pero ambas constitu­tivas de una personalidad no narcisista. En una, la ética, se des­truye toda idea de auto-complacencia consigo mismo median­te la crítica permanente de intenciones, realizaciones y fines. En la otra, el derecho, se destruye toda aspiración a la omni­potencia del deseo, reduciendo el poder sobre los objetos sólo a los que tengo derecho. Por lo tanto, la diferencia más preci­sa entre derecho y ética reside en el diferente tratamiento de la relación entre fines y acción. Esto es así porque, antropoló­gicamente, no podemos concebir un hombre que no tenga fines generales comunes con otros (ética), ni pensar un hom­bre que no tenga sus propias inclinaciones (derecho). La ética, que ordena el fin universal de la acción, no ordena estricta­mente una conducta, porque no tiene sentido limitar la refrac­ción de las interpretaciones que los hombres hacen de los mis­mos fines. El derecho, que no puede ordenar el deseo, debe ser estricto a la hora de definir la conducta, porque trata de identificar lo que un hombre puede tener de propio respecto a otro y la conducta compatible de ambos. Ambas son formas de finitud consciente. Nuestro concepto maduro de hombre es

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siempre el de un individuo gen érico. La ética y e| derecho estructuran, cada uno a su manera, las diferentes formas de síntesis de ambas dimensiones: un fin genérico -la perfección propia y la felicidad de los otros- con su refracción individual (ética), o un fin individual bajo una forma de actuar universal aceptable y genérica (derecho).

Pero a pesar de esta diferencia entre legislación jurídica y ética, ambas son homogéneas en la medida en que son apli­caciones de la forma del imperativo de universalización, pro­pio de la razón teórica y práctica. Un ser moral perfecto sería aquel que universalizara el fin del arbitrio, la acción concreta que lo cumple y la voluntad subjetiva de querer determinarse únicamente por la razón. Esta perfección moral reduciría la diferencia entre ética y derecho. Obviamente dicha perfec­ción, que jamás ha pretendido Kant, destruiría la noción de hombre como individuo genérico. La críticas a la pretensión de la razón, que la acusan de implicar una estandarización de la humanidad, no han llegado a comprender que critican una imposibilidad antropológica falsamente atribuida a los argu­mentos kantianos, y no tienen en cuenta el juego preciso de las dimensiones ética y jurídica que hemos propuesto. Por eso mismo, Kant postula, dada la finitud del ser humano, dos vir­tudes unilaterales. La virtud ética universalizaría el fin del arbi­trio, dejando que la acción sea interpretada por cada indivi­duo. La virtud jurídica universalizaría la voluntad racional de querer el arbitrio exclusivo, de tal manera que fuera posible a cada uno realizarlo como su derecho compatible con el dere­cho de todos. Este acuerdo no es posible sin la universaliza­ción de la voluntad, al menos para lograr este acuerdo fo rm a l d e las conductas. Así, la legislación jurídica no puede consti­tuirse sin este medio universal formal, que implica un momen­to moral o, en Kant, racional. Pero sigue diferenciándose de la legislación ética en la medida en que ésta posee un fin uni­versal, que sólo dicta un fin general al hombre, pero que cada uno debe interpretar a su arbitrio, sin obligación de universa- lizar esta interpretación a efectos de acuerdo de conductas.

6. D eber en la ética y en e l derecho: e l problem a d el ju icio .- Hay otro punto importante aquí en el que deseo detenerme. El

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momento de toda universalización es imperativo y depende del deber moral. La ética universaliza los fines del arbitrio racional, no las conductas; el derecho las conductas, no los fines del arbitrio. Por lo tanto, las legislaciones jurídica y ética integran un momento del deber. El deber de la legislación jurí­dica impone querer los objetos de arbitrio de fo rm a compati­ble con que los demás quieran sus propios objetos de arbitrio. El deber de la ética impone realizar los fin es universales de la voluntad según las acciones concretas libremente elegidas.

Pero las diferencias aumentan aquí. Pues la laxitud de la relación entre acciones y fines, propia de la ética, exige que el juicio de la adecuación entre la acción concreta y los fines uni­versales sea entregado siempre al individuo en cuestión, o a relaciones éticas concretas dentro del contexto de la amistad o de la esfera ética de que se trate (familia, trabajo, etc.). Así que la dimensión de deber, que impone la fundamentación de la acción humana en la moral, es juzgada en el campo de la ética siempre por el actor, o por otros seres humanos que están obligados por la amistad a juzgar desde el punto de vista del actor. Esto no sucede en la legislación jurídica.

Puesto que la universalización ética corresponde al querer de un fin, es deber ético querer ese fin universal de la acción. Debo querer perfeccionarme y colaborar en la felicidad de los demás. De ahí que, si se sigue conscientemente este fin, se sigue el deber ético. Pero sólo yo puedo ser juez de la acción que persigue mi querer, con lo que en último extremo sólo yo soy juez de si cumplo el deber ético. En relación con el fin de la acción del derecho sucede lo mismo: sólo yo soy juez de mi querer, de mi deseo, del objeto de mi arbitrio. Pero la dimen­sión de deber no afecta, en el ámbito del derecho, al objeto del querer -que es entregado a cada uno-, sino a la fo rm a del querer. Mas, aquí, forma es algo concreto, pues tiene que ver con la voluntad como forma racional de desear un objeto y con la conducta que los conquista. La legislación jurídica univer­saliza sólo la voluntad de que m i acción permita la acc ión del arbitrio de alter, y el deber concierne sólo a la forma de la acc ió n concreta. Cuando sigo el fin de mi arbitrio no sigo el deber, sino mi fin arbitrario. Deber aquí es seguirlo de tal manera que otros puedan seguir el suyo. Cuando persigo mi

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arbitrio bajo la forma del derecho, lo busco b a jo la fo rm a uni­versal jurídica, derivada del deber moral. El motivo jurídico mediato de mi acción es el objeto de mi arbitrio y de mi deseo, como en cualquier otra acción pragmática que busca la felici­dad propia. La forma jurídica -qu e como universalización tam­bién puede ser un motivo moral de la acción- es la que garan­tiza la com-posibilidad de la acción de mi arbitrio con la acción del arbitrio de alter.

Pero dado que, en el derecho, la dimensión de deber para ego implica tener en cuenta el arbitrio de alter, ego no puede ser el único juez de la adecuación de mi acción al deber jurí­dico, sino también alter, en la medida en que él debe juzgar si su acc ió n sigue siendo posible junto con la a cc ión de ego. La dimensión de deber, que impone la fundamentación de la legis­lación jurídica en el imperativo moral, es juzgada siempre por cada uno de los posibles a lter afectados por la acción de ego y, en el límite, por todos.

Aquí está la cuestión clave: en la medida en que la alteri- dad de arbitrios es constitutiva de la legislación jurídica, ésta exige que un juez externo al sujeto activo juzgue acerca de su dimensión de deber; esto es, acerca de la com -posibilidad de las acciones del arbitrio de ego y alter, com-posibilidad en la que se revela, concreta y efectúa el proceso de universaliza­ción y racionalización que impone el deber moral.

Por lo tanto, la cuestión fundamental consiste en que la constitución de la legislación jurídica, por su propia funda- mentación racional-moral, porque implica la com-posibilidad de sus arbitrios, exige también entregar a alter Y,\ rapacidad de juicio de la adecuación de la acción de ego a la legislación. Pero ego exige, y a lter reclama, que ese juicio no verse sobre el objeto del querer, ni sobre la voluntad de vincularse al deber formal de permitir los otros arbitrios, sino sólo a la exte­rioridad de su acción. Exige que el juicio no destruya la ley jurídica (el acuerdo de voluntades), sino sólo que se atenga a la acción puntual y sus repercusiones sobre las chan ces de reali­zar el arbitrio del otro, que también desea atenerse a la ley fruto del acuerdo de las voluntades.

Como conclusión de este argumento, llegamos a la necesi­dad de diferenciar, en la esfera del derecho, entre el momen-

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to constituyente de la ley jurídica -en último extremo fundado en la legislación moral que impone que cada uno pueda que­rer su arbitrio- y el momento judicial -en último extremo fun­dado en la dimensión exterior de la acción concreta y su repercusión sobre las acciones del arbitrio de alter-. Sin esta diferencia, el derecho no existiría. Para fundar el primer momen­to constitutivo, el acuerdo de las voluntades respecto de la forma de querer el objeto de arbitrio, es preciso asumir la legislación moral como motivo. Para desplegar el momento judicial, que relaciona la acción concreta con la ley instituida, no se precisa esa referencia a la ley moral como motivo. Y es más: tal referencia no le está permitida al juez, pues esta refe­rencia a la intención moral pondría entre paréntesis la legiti­midad de la ley, cuyo origen precisa también de la voluntad del infractor. Pues si en el momento judicial se pone en cues­tión la voluntad que se expresó en el momento constituyente, el juez se queda sin ley jurídica y, por tanto, sin posibilidad de juicio.

Esta flexibilidad de la mirada hacia la ley, según se haga desde el actor o desde el juez, es la tesis que se desprende del siguiente texto de la M etafísica d el D erecho. «Precisamente así, la libertad puede ser considerada en el uso interno o externo del arbitrio, y entonces sus leyes, como leyes racionales prác­ticas para el libre arbitrio en general, tienen que ser funda­mento interno de determinación del mismo: aunque no siem­pre estaría permitido considerarlas en esa relación [interna]». En el momento judicial no le está permitido al juez juzgar acer­ca de si la libertad moral o la voluntad racional es el funda­mento interno de la acción, sino sólo juzgar el juego de las acciones.

7 *L egalidad»o »m oralidad« com o dim ensiones com unes a la leg islación ética y a la ju r íd ic a .- Recogemos ahora, en toda su complejidad, el par de conceptos que antes no estaban sufi­cientemente matizados, y que vemos que corresponden a la base moral, común al derecho y a la ética. De ahí que este par de conceptos no afecte especialmente a la esfera del derecho, como pretendía Adela Cortina. Quiero decir que la legislación ética también puede ser considerada desde el punto de vista

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de la moralidad o de la legalidad, lo mismo que la legislación jurídica. For tanto debemos desterrar toda vinculación exclu­siva entre legalidad y legislación jurídica, por un lado, y entre moralidad y legislación ética, por otro.

Tenemos moralidad cuando se actúa por la in tención de seguir la ley del deber, que integra el momento de universali­zación y racionalidad de la acción. Dicha intención impone la ley como deber p o r su b on d ad intema. Kant llama a esta obe­diencia «desde el deber*. Tenemos legalidad cuando se actúa «según el deber-, realizando los aspectos reclamados por el deber, pero no con la intención del realizar el deber como bien , esto es, no integrando el deber moral como querer, sino por motivo de alguna inclinación o deseo compatible con el deber. Legalidad y moralidad tienen que ver aquí con la in ten­ción de la acción, no con una referencia a los fines (lo propio de la ética) o a la forma de la acción (lo propio de la ley jurí­dica). La intención propia de la moralidad asume la ley, en su plenitud de bien racional, como motivo de determinación del querer. La intención propia de la legalidad asume el objeto de arbitrio como motivo. La legalidad lanza una mirada reducto- ra sobre la ley, y no la contempla en su totalidad, como bien que determina el querer, sino que sólo recoge aquel motivo que, en la ley, es compatible con la inclinación. Ésta resulta a la postre la dimensión determinante de la voluntad en la esfe­ra de la legalidad. Ambas miradas, sin embargo, pueden diri­girse sobre la legislación jurídica y sobre la legislación ética.

Así, podemos aceptar los fines de la ética -perfeccionar nuestra cultura, por ejemplo- según los impone el deber ético, pero sin sentirlos como buenos en sí, propios de la humani­dad, e internamente queridos por su bien, sino porque res­ponden a nuestras inclinaciones, por mero amor de sí, o por­que responden a nuestras expectativas sociales de éxito. Seguiríamos los imperativos éticos meramente según la legali­dad, y no según la moralidad. Por el contrario, nuestra incli­nación puede ser muy contraria a la dirección que queremos otorgarle a nuestra formación cultural y, sin embargo, desde la comprensión del deber ético para con la humanidad en noso­tros, esforzamos por alcanzar un nivel de cultura cada día mayor. De este modo, seguiríamos un deber ético por su bien

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intrínseco, por su valor moral. Lo mismo sucede con el dere­cho: puedo querer mi derecho por el objeto de arbitrio que concede a mi inclinación, pero no por su dimensión comple­ta de ley racional, sino por el objeto de arbitrio que se me debe racionalmente como hombre. En este caso, sigo mera­mente el derecho según la legalidad, pero no cumplo con la legislación jurídica en su plenitud, no tengo intención o mora­lidad jurídica, en la medida en que no reparo en el bien racio­nal del derecho como ley. Mas de la misma manera que vimos antes, en el excurso, esta dimensión de legalidad no aumenta su dimensión coactiva, ni tiene que ver con la exterioridad de la adhesión, sino con la forma del querer lo relacionado con el deber. Aquí juega la diferencia moralidad-legalidad tanto respecto de la ley jurídica como respecto de la legislación ética, ya se trate del sujeto del derecho o de la ética.

Con ello recogemos lo dicho en el breve excurso del punto 3 y afirmamos que puedo seguir la ley porque es afín a mi incli­nación, y por tanto de forma ajena a toda coacción, mas sin intención racional alguna, y esto obedeciendo la ley sólo según su legalidad. Mas también puedo seguir la ley aunque se oponga a la inclinación, por su valor racional, y aquí la dimensión auto-coactiva alcanza un primer plano, sin que podamos todavía identificar la coacción propia del derecho frente a la moral. Para hacerlo, debemos tener en cuenta que la dimensión de legalidad jugará d e u n a fo rm a específica, en el contexto de la ley jurídica, cuando introduzcamos la figura del juez del derecho. Aquí, la diferencia entre el derecho y la ética se deriva de que el juez de la ética es ego, mientras que el juez del derecho también es un alter. Pues, como vimos, el juez no juzga sobre lo que tenga que ver con la intención de ego, sino con el curso concreto de la acción y su relación con el querer de alter.

Conviene, sin embargo, que señalemos un detalle. La voluntad, en la esfera del derecho, se puede desvincular de la fo rm a de la ley y, así, perseguir el objeto de su arbitrio, compatible con la inclinación, por el mero bien del objeto del arbitrio, no por el bien de la ley. Esto era también posi­ble en la ética, como vimos. Pero esto no implica que, en el terreno del derecho, quepa desvincular el bien de la ley jurí-

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dica del bien objeto de arbitrio. En la constitución de la ley jurídica debe intervenir la voluntad de unlversalizar la con­ducta, pero este deber no es suficiente para configurar la ley jurídica, porque por sí mismo no impone sino una forma. En este sentido, la ley jurídica puede integrar como motivo moral la bondad de cumplir la ley de universalización, pero en esta ley ya queda depositado un objeto de arbitrio. Que­rer la ley por su bondad implica también querer este objeto de arbitrio que ella contempla. La intención jurídica comple­ta impone querer ciertos objetos de arbitrio de forma racio­nal. El derecho racional promueve la universalización de los arbitrios, pero incluido también el de ego. Por eso, el dere­cho puede incorporar la dimensión de moralidad aunque ego siga queriendo su arbitrio. Tanto en la constitución de la ley jurídica como en cada acto que la cumple, una acción con­creta d eb e seguirse tanto por motivo del objeto de arbitrio (legalidad) como porque es la ley de un arbitrio racional. Esto es: todo acto jurídico puede ser a la vez un acto moral y legalmente motivado (en el sentido de legalidad de nuestro excu rsus del punto 3) en la medida en que el arbitrio se rea­lice por su bien propio, y además por la intención de ejercer el bien de la razón. Estas dos dimensiones operan así: quie­ro por legalidad el objeto de arbitrio y por moralidad lo quie­ro sólo en e l lím ite de mi derecho. Como siempre sucede en la dimensión de la intención, como en la estructura de los motivos, se deja a ego como juez supremo de este aspecto, y de la decisión de si, al seguir el derecho, se realiza una inten­ción legal o moral, o las dos a la vez.

Pero en relación con los objetos de arbitrio com-posibles entre sí, el juez a lter adopta la perspectiva de la legalidad de otra manera, que no tiene nada que ver con la que expusimos en nuestro excurso, pues no integra relación alguna con los motivos de la acción, ni entra en averiguaciones sobre si repri­me, limita o es afín con su inclinación. Esta nueva perspectiva juzga si la acción externa se ajusta a la ley jurídica, siendo indi­ferente si para ego se sigue desde moralidad, legalidad, inten­ción jurídica, coacción o auto-coacción. El plus de intención moral en la esfera jurídica no elimina la instancia de juicio de alter. El hecho de que ego sea juez de aquella intención moral

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no lleva consigo que ego sea también juez de la adecuación de la acción a la ley jurídica.

8. D eber ético y leg a lid ad en la o b ed ien cia ju r íd ic a .- Respecto de la diferencia legalidad-moralidad en relación con los motivos de la acción, sea en el ámbito de la legisla­ción ética o de la legislación jurídica, el juez de la intención sólo es ego. Pero como en la legislación ética no hay otra dimensión de juicio que se entregue a a lte r -por eso se dice que la amistad no juzga, sino comprende-, la cuestión aquí es de sinceridad consigo mismo o con los amigos. En la ética, la legalidad no impone un ajuste de la conducta externa a una norma de la acción, porque en la legislación ética no se fija la acción, sino un fin general de la misma. El olvido del bien de la ley -su mera atenencia a la legalidad- en la esfera de la ética es el auto-engaño respecto de la propia inclina­ción y se reconoce cuando éste se disuelve desde la reflexión continuada sobre nuestras propias trampas o desde el diálo­go con los que nos son cercanos y queridos. Si no se produ­ce esta reflexión, si no se es franco respecto de la inclinación, el auto-engaño se reconoce por sorpresa cuando nos descu­brimos desgraciados en nuestra vida, como si ésta hubiera sido vivida en vano.

Además, desde un punto de vista formal, el deber de obe­decer el derecho no se confunde con un deber ético, porque el deber jurídico hace referencia a las acciones materiales que son propias de nuestro arbitrio individual, no de los fines universales. Sólo cuando reconocemos que actuamos limitando nuestro arbitrio y sus objetos mundanos de deseo, para que le sea garantizada a otro la plenitud material de su derecho, o cuando con riesgo de los objetos de mi arbitrio lucho por un derecho más racional, o cuando defiendo críti­ca o políticamente un derecho que en general considero más capaz de permitir la felicidad humana, entonces, cuando tenemos en cuenta al hombre que debe regirse por el dere­cho y cuando comprendemos que el derecho es un medio racional de cumplir con los fines globales de los imperativos éticos, miramos el derecho desde la moralidad y desde la ética. En este sentido, dice Kant: *La legislación ética [...]

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apunta a todo lo que es deber en general, sin exclu sión d e las a cc io n es externas».

En efecto, la obediencia por motivos éticos de la ley jurídi­ca no altera mi relación con la legislación jurídica, ni suprime la dimensión de móvil entregada al objeto del arbitrio. La mira­da ética sobre el derecho no impone que la sola idea del deber baste como fin y móvil. Dice que querer el objeto de mi dere­cho, bajo la forma jurídica, también me perfecciona y hace feliz a otros racionalmente. Este último deber es un motivo ético ulterior, que puede brotar en cualquier acto jurídico en sí mismo motivado según su propia ratio. Obedecer este dere­cho sería una virtud ética relativa al derecho o, como Kant dice, una virtud ética indirecta: entra en el campo de la ética, aunque la legislación procede de la razón jurídica. Mas todo esto sucede bajo condición de que la ratio jurídica asuma el imperativo de universalización republicana. Si fuera de otra forma, en modo alguno se comprendería cómo habría de ser una virtud ética indirecta la obediencia a un derecho que no universalizaría la posibilidad de realizar la inclinación objeto del arbitrio, esto es, la felicidad. Kant, por tanto, reconoce que sólo alcanza este p lérom a ético aquella ley jurídica que cum­ple el requisito de legitimación republicana. Esto es, en la medida en que la legislación jurídica legitime su autoridad por un legislador racional republicano.

Hemos hablado de motivos, pero aún no hemos dicho nada de la coacción, ni de la auto-coacción, ni de su relación específica con la ley jurídica. Una vez más, estas categorías no son específicas del derecho. La realización de la ley ética por su valor moral, por ejemplo, es también una forma de obede­cer una legislación mediante la autocoacción. Así, por ejem­plo, cuando alguien, por seguir la ley ética de hacer feliz al otro, aprende algo contrario a su inclinación, obedece a la ley por su bondad, sin motivo alguno de arbitrio. Mas cuando la realización de esa misma ley ética (en el mismo ejemplo, aprender algo para hacer feliz a otro) tiene lugar además con la alegría interna que produce el aprender de acuerdo con la propia aptitud, en tanto es plenamente sentida por nosotros como bien, apenas tiene sentido decir que la obediencia tenga lugar desde la auto-coacción moral. La óptica de la mera

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moralidad, y la de la auto-coacción, es superada aquí, pues la acción se reconcilia con la inclinación. La auto-coacción en el primer caso, no establece una diferencia respecto de la coac­ción externa.

De la misma forma que en la ética, cuando en el ámbito del derecho el sujeto se mueve por el objeto de arbitrio que el derecho le reconoce, no obedece por coacción ni por auto- coacción, sino por el querer positivo de su derecho en el que se reconcilia inclinación y ley jurídica. Lo propio del derecho reside en que nadie puede luchar por un derecho capaz de permitir el arbitrio de alter, si aquel derecho no puede permi­tir también la realización de su propio arbitrio. El sacrificio ético puede estar permitido, pero no el sacrificio jurídico. La auto-coacción contraria a la inclinación puede tener lugar en la obediencia a la ética, pero en términos generales el derecho debe canalizar de alguna manera la inclinación, no eliminarla. Esto es: la virtud ética indirecta, que manda obedecer al dere­cho, implica también una previsión acerca de nuestra felicidad en el ámbito del derecho que defendemos.

Resumiendo: La diferencia entre legalidad y moralidad puede valer respecto de la ley ética o respecto de la ley jurídica y atra­viesa cualquier relación humana con la legislación racional desde la perspectiva de ego. La diferencia entre estas dos legislaciones depende de dos contenidos diferentes: leyes que señalan accio­nes arbitrarías con fines universales que son deberes (ética), y leyes que señalan como deberes formas universales de querer fines que son arbitrarios (derecho). Cada una de estas legislacio­nes pueden ser respetadas desde la moralidad (por su valor interno como leyes racionales, aunque impliquen auto-coacción de las inclinaciones) o desde la legalidad, y entonces pueden seguirse de forma compatible y complementaria con la inclina­ción. Por eso, Kant dice que la legalidad -seguir una acción racional por ser acorde con la inclinación- puede ser jurídica o ética. Pero por eso también puede haber una moralidad jurídica -obedecer la ley jurídica porque es un bien racional- y una lega­lidad ética -obedecer un deber ético acorde con mi inclinación- tanto como puede haber una legalidad jurídica -realizar un dere­cho acorde con mi inclinación- y una moralidad ética -obede­cer un deber ético contra mi inclinación.

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Pero sólo una de estas legislaciones, la jurídica, puede ser juzgada desde alter, y por ende, desde lo accesible a alter, a saber, la acción exterior. En este caso la autoridad necesaria para la coacción se concentra en alguien que no es ego. Aquí, por primera vez, autoridad no se confunde con la autonomía. La sentencia del juez no la pronuncia ego y, sin embargo, su autonomía también procede de ego.

Sólo porque la dimensión moral o racional de la legislación jurídica apunta a la universalización d e la acción del arbitrio, se impone igualmente el ajuste con la acción de alter. Ahora bien, aunque en el derecho siga siendo posible la diferencia entre la legalidad y la moralidad, al entregar al juez la capaci­dad de juzgar si una acción concreta se ajusta al derecho, reco­nocemos que para dicho juez lo relevante es la perspectiva externa de la legalidad como la adecuada a su ejercicio.

Esta perspectiva externa de la legalidad no debe confun­dirse con la perspectiva in terna de legalidad de que hablába­mos antes, en el ya citado excursas. La interna, que tenía en cuenta los motivos para obedecer la ley, contempla la relación de la ley jurídica con la inclinación. En cierto modo, la ley aquí no se obedece por su bondad, sino por la inclinación que per­mite. No se sigue desde e l d eber ; sino por la inclinación según e l deber. La perspectiva externa de la legalidad jurídica juzga si la a cc ión se sigue en su curso externo según se prevé en el derecho. La especial relación de la legislación jurídica con la dimensión externa de legalidad depende del momento judi­cial inevitable del derecho y de su práctica continua de ajuste de las acciones de los diversos sujetos compatibles entre sí. Desde la perspectiva interna, ego sigue siendo el único juez de la intención y del motivo, tanto en relación con la ley jurídica como en relación con la ley ética. Y esta perspectiva interna no puede separarse del derecho, pues éste no puede abrirse camino si no genera expectativas motivacionales en ego.

Concluyendo, deberíamos decir que el derecho no puede constituirse sin la conjunción de una perspectiva interna de moralidad y legalidad, y no puede vivir su vida social sin su perspectiva extema de legalidad. Al primer momento constitu­tivo del derecho vamos a dedicar el siguiente punto. El tercero lo dedicaremos a la vida del derecho y el problema del juicio.

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B) LA CONSTITUCIÓN REPUBLICANA DEL DERECHO

1. M oral, d eb er n atu ral y derecho n atu ral.- La definición de derecho que establece Kant es muy precisa. Lo llama «con­junto de condiciones, según una ley universal de la libertad, [1) bajo las cuales el arbitrio de uno puede reunificarse con el arbitrio del otro [21*. Podemos sustituir la cláusula (1J por ley racional moral y la cláusula [21 por ley positiva. La filosofía del derecho ensayaría la fundamentación de cualquier ley positi­va en esa ley racional. La tesis que defiende este punto dice que este proceso de fundamentación jurídica es semejante al proceso de legitimación democrática republicana: la ley se legitima y reclama obediencia por aquellos mismos que tienen que obedecerla. Esta cláusula vincula la perspectiva intema de legalidad del derecho con su moralidad. Llamaremos a esta relación la forma constituyente del derecho.

Hemos visto ya una condición de toda legislación jurídica racional: la existencia de una legislación moral -imperativo de universalización-. Esa dimensión moral del derecho se con­creta en la dimensión democrática de su constitución. Demo­cracia es el esqu em a de la universalización moral en el ámbi­to de la ley jurídica. Pero veamos en qué consiste.

El derecho es, ya en su definición, una ley universal de la libertad; esto es: una determinación de la voluntad por la razón. Por eso se eleva como obligación y deber, derivado del deber moral. La aplicación del imperativo moral a la legislación jurí­dica, con su carga de obligación, se concreta en el concepto altamente complejo de «deberes jurídicos» racionales. Estos deberes jurídicos, que se concretan en los principios del dere­cho racional moderno, son condiciones fundamentales de la legislación jurídica positiva. Pertenecen a la doctrina del dere­cho en su rasgo fundamentado^ y por tanto pertenecen al derecho racional. Son las reglas supremas de la democracia y su sentido más profundo.

Con esto llegamos a una paradoja: el contenido del dere­cho racional es la doctrina de los deberes jurídicos racionales. El derecho racional es un deber racional, dice Kant en la M etafísica d el D erecho. En esta paradoja se obtiene la legiti­mación democrática más profunda del derecho positivo. Sin el

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cumplimiento de estos deberes racional jurídicos, o externos, como los llama Kant, no es posible la constitución, legitimación o fundamentación racional del derecho. Por eso podemos decir que el contenido de la democracia se reduce al cumpli­miento de estos deberes racionales jurídicos, que son también derechos racionales.

Los deberes jurídicos racionales, que proceden de la per­sonalidad moral del hombre, son definidos por Kant como obligaciones de la razón que hacen posible la ley jurídica. En la medida en que dependen de la dimensión moral, son debe­res de y para todo ego. Resumiendo mucho las tres dimensio­nes jusnaturalistas clásicas de libertad, igualdad y autonomía civil, podemos decir que estos deberes racionales se cifran en una frase: «honeste vive», esto es, sé fin en ti mismo en toda relación extern a con los dem ás.

Este deber jurídico racional, que define al ciudadano polí­tico de la vida democrática, consecuencia política directa del imperativo categórico, exige a todo ego frente a sí mismo no convertirse en un simple medio de otro, y por eso es condi­ción de todo derecho racional y parte íntima de su idea. En efecto, sin ser fin en sí mismo no le es posible al hombre defi­nir objetos de arbitrio ni, por tanto, entrar con a lteren la regu­lación de su forma de quererlos. Este deber racional en ego surge como respuesta al derecho de la humanidad en su per­sona; esto es: como respuesta a un derecho a la dignidad de una vida honesta, propia de hombre.

La clave de la legislación jurídica reside en que no dejemos a nadie la tutela de nuestro derecho a la dignidad, sino sólo a nuestro deber racional de defenderla. Este deber racional no es sino el deber de exigir que se reconozca nuestro estatuto de seres libres. Desde aquí, el deber racional impone también defender el derecho igual de todo hombre a ser su propio señor (su i inris). Sin este deber condicionante, el derecho no puede ser ley de la libertad en relación con los objetos de arbi­trio, de tal manera que todos los demás hombres puedan ser también libres.

En relación con alter, a quien se supone el mismo estatuto de ego, el deber racional de este último impone respetar su derecho natural. Y esto significa que no se le haga injusticia;

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esto es: que no se le reduzca a un mero medio de mi acción. Kant dice que «honeste vive» es un deber racional interno por­que se entrega a cada ego (perspectiva moral). Pero define un derecho externo porque reclama objetos de arbitrio y de incli­nación en los que encontrar felicidad (perspectiva interna de la legalidad jurídica). Por el contrario, «no hagas injusticia» es un deber racional externo, porque habla de tu acción y de su repercusión sobre el derecho externo de aliar. Sobre el cum­plimiento de este deber, a lter ha de juzgar (sobre esto se funda la perspectiva externa de legalidad).

Ambos deberes racionales son condiciones de posibilidad del derecho como legalidad y como moralidad, pues la pri­mera debe encontrar la realización de la inclinación a través de la vía del derecho, mientras la segunda debe imponer limitar esa misma inclinación a la compatible con el derecho. Los dos juntos implican resistir a la injusticia p o r m or de la vida honesta y racional, que es la plenitud del derecho. Sin el deber racional interno de vivir honestamente, no habría inclinación y deseo en la base del derecho; mas sin definir un derecho externo, no habría campo legítimo de acción para el arbitrio. En tercer lugar, sin el deber racional de juicio no habría acuerdo de los arbitrios. El tercer deber racional, el que se torna consciente de la necesidad de pasar a un dere­cho positivo, establece que se debe entrar en un Estado para asegurar a cada uno su señorío sobre sí. De la ahí la dimen­sión en último extremo política de estos deberes naturales. Para el republicanismo, desde luego, la actividad política es un deber.

Resulta claro entonces que la piedra basal de todo derecho, en Kant, es el deber racional que todo hombre tiene de defen­der políticamente (en el seno de un Estado) su estatuto moral de ser su propio señor. Éste es el único derecho innato, según dice Kant en la M etafísica d el D erecho, y el único deber racio­nal relevante en relación con la idea de derecho. Dado que esta situación corresponde a la humanidad en nosotros, es propia de la moral y tiene una estructura universalizable. Sólo desde aquí se sigue el d eber político de entrar en un Estado donde tu derecho a ser tu propio señor se defienda sin elimi­nar el derecho de a lter al mismo estatuto.

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Pues bien, llamo republicanismo a la teoría que no olvida jamás estas condiciones constitutivas de derecho, ni este des­glose de la ley racional en deberes y derechos racionales. Esta tesis dice que es un deber racional externo entrar en un Estado donde ego defienda su derecho a ser su propio señor en los límites en que también permitan a a lter ser su propio señor. Así se defiende la legitimidad de una ley y su capaci­dad de reclamar obediencia: todo ego obedece la ley que él mismo se ha dado. El republicanismo es la política del dere­cho racional y exige condiciones morales para toda ley jurí­dica posible. En la medida en que el derecho sea coactivo, será siempre tres cosas: idealmente auto-coactivo desde la dimensión de moralidad, racionalmente no coactivo desde la dimensión interna de legalidad, por la inclinación que per­mite, y coactivo desde la perspectiva externa del juez de la acción. Posteriormente analizaremos esta última dimensión.

2. El id ea l repu blican o y la id ea d e d erech o .- Alrededor de este asunto, Kaulbach5 ha hecho jugar los conceptos de auto-legislación (autonomía) y auto-obligación como momen­tos centrales de la situación práctica completa definida por el derecho. Pero creo que Kaulbach no ha tenido en cuenta el ideal republicano interno a la idea de derecho, que exige obe­diencia sólo para las leyes producidas por los hombres cons­cientes de sus deberes y derechos racionales. Parece claro, por ello, que sólo así la legislación jurídica puede exigir auto­nomía y contemplar la auto-obediencia. El ideal republicano -en la medida en que exige obedecer sólo lo auto-legislado- no puede ser un ideal de la mera legalidad desde la perspec­tiva externa, ni un mero ideal de moralidad, entendido como mera auto-coacción racional.

En realidad, como veremos, el republicanismo es un ideal de auto-determinación; esto es-, propone un orden finito de los deseos y las inclinaciones. Así, el derecho republicano -con su apuesta por esa igualdad que potencia las diferencias persona­les- se sitúa frente a los ideales de omnipotencia de los hombres

5 «Der Herrschaftsanpruch der Vemunft in Recht und Moral bei Kant-, en Kaulbach, Studien zu rsp d ten .... ob. cit., p. 57

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contemporáneos. A esta dimensión he llamado antes perspecti­va interna de legalidad. El derecho fundado en el republicanis­mo, consecuentemente, no puede ser un mero asunto de legali­dad, en el sentido extemo derivado de la perspectiva del juez, sino antes, en el sentido intemo de legalidad de nuestro excur­so, que es el único que integra la motivación del actor, la posi­bilidad de realizar el arbitrio y ser su propio señor.

El conjunto de aquellos tres deberes racionales constituye lo que podríamos llamar la base motivacional de la política republicana, que fundamenta la legislación jurídica. Menos que nada puede hablarse, entonces, de una m era legalidad externa republicana respecto del deber racional de «honeste vive». Pues nadie puede cumplir su deber de ser señor de sí salvo por el bien y el deseo de ser señor de sí, sea cual fuere la forma en que aplique luego su soberano arbitrio limitado. Y si cumple los demás deberes racionales por mor del primero, esto es: si defiende el derecho de los hombres, y entre ellos el suyo, entonces los cumple por el propio bien que encierra. Cuando así sucede, el hombre republicano es el hombre que posee la virtud política. Por eso el republicanismo exige la auto-legislación para definir motivos positivos de auto-obe­diencia a la ley, y no está interesado en primer lugar en su mera capacidad coactiva.

La perspectiva externa de la legalidad puede aplicarse a la relación concreta de una acción con una ley jurídica ya esta­blecida y frente a un juez, no frente al ciudadano que debe fundarla y obedecerla. Ante todo, en ningún caso cabe apli­carla al momento constituyente de la ley si ésta ha de poseer una legitimidad anclada en el derecho racional y en la virtud republicana. El republicanismo torna esta situación imposible. El republicanismo, sin embargo, no puede entenderse como un mero ideal ético de virtud, que alcanzaría su perfección en el caso extremo de que toda la legislación jurídica fuese tam­bién ética; esto es: de que toda legislación jurídica que realice el «honeste vive» exprese los fines éticos de «perfice te» o de «haz feliz a los demás». Si así fuera entendido, el republicanis­mo impondría una monstruosa lógica de auto-sacrificio, que arruinaría finalmente la idea de derecho. Puede hablarse de formas de vivir honestas a las que tengo derecho, que no

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impliquen perfección ética. Pero no puede hablarse de formas de vivir honestas que sólo hagan felices a alter. También tie­nen que hacerme feliz a mí, me hagan o no más perfecto.

El republicanismo, desde lo dicho, es un ideal político racional que exige a todos los sometidos al derecho que no olviden en último extremo relacionarse con la ley jurídica desde el deber y el derecho a ser sus propios señores. Este hecho debe definir un campo limitado de objetos de cada arbitrio. Por su parte, la perspectiva coactiva externa puede alcanzar a la esfera jurídica en tanto se olvide la dimensión republicana de la ley; esto es: en tanto se reclame obediencia externa a la ley, como si no fuera auto-legislada.

En esta misma medida, la perspectiva externa de la legali­dad aumenta en proporción inversa a la legitimación democrá­tica y republicana de la ley jurídica. En aquel caso, tenemos una ley que no recibe en acto el aporte de la voluntad subje­tiva. Lo que dice la teoría del republicanismo es que la rela­ción de la acción concreta con la ley jurídica, si está constitui­da desde un proceder republicano, jamás será únicamente la de legalidad en sentido externo, la meramente coactiva. Siem­pre habrá un segmento de la legislación jurídica que se obe­dece -o se impugna- por el motivo de su propio bien -o mal- jurídico interno: aquel segmento que defiende el objeto de arbitrio de mi derecho, basado en última instancia en una dimensión moral de persona que exige y reclama la forma del derecho, ser su i iuris. Y entonces, esta dimensión moral des­pertará mi deber racional de obedecer -o defender- mi dere­cho por un motivo interno a una ley -real o posible-, y no meramente por la coacción externa de su mera facticidad.

El derecho tiende a propiciar, por su propia lógica racional, una legislación jurídica que no se me imponga desde la mera legalidad externa, sino que cumpla de alguna forma concreta los deberes y los derechos racionales, con su dimensión moti- vacional. Este motivo interno, que define una virtud política -que espero haber diferenciado de la ética, dado que tiene que ver con la dignidad y la honestidad de la felicidad pro­pia-, es una dimensión relevante para la ley jurídica. Por eso, la idea de derecho no es ética, sino que reclama la tensión entre la política y la ley jurídica positiva. Si así no fuera, si lo

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que la ley jurídica define como derecho no tuviera como base la voluntad subjetiva de cada ego a ser su propio señor, el derecho positivo no podría jamás racionalizarse, y perdería todo criterio de crítica, y no habría motivo alguno para dife­renciar entre una legalidad positiva y otra. El carácter único de la ley jurídica sería la coacción indiferente. Con esto abando­naríamos los ideales republicanos, ya que esta ley meramente coactiva estaría siempre a la misma infinita distancia de la situación ideal de auto-legislación y auto-obediencia.

Tenemos así que, una vez definida la ley jurídica, alguien puede obedecerla:

[1] Por la dignidad y honestidad que implica la satisfacción de los deberes-derechos racionales internos: dimensión de moralidad.

[2] Por los meros objetos de arbitrio -derecho extem o- que se han asegurado mediante la ley jurídica constituida: legalidad en sentido interno.

[31 Por ambos móviles, que sería el sentido completo y autoconsciente del derecho, y que incluiría tanto su dimen­sión de moralidad como de legalidad interna.

Pero incluso en el caso [21, se realizaría la ley jurídica por un motivo positivo, extra-virtuoso desde luego, pero no todavía por la mera coacción, sino por la positividad de su derecho; esto es: por el valor intemo del objeto de arbitrio garantizado por la ley. Entonces se obedecería la ley desde la mera volun­tad individual, y no porque sea universalizable, como podría suceder en [1] y en [31. Se daría aquí una auto-obediencia que asumiría la intención de la ley jurídica y reconocería el objeto que salvaguarda como único motivo, sin importarle su dimen­sión de ley racionalmente constituida. En todo caso, esta obe­diencia no partiría de la mera legalidad externa, sino de la lega­lidad interna, en la medida en que converge con la inclinación. Aunque considerase la ley como ajena a mi autonomía, no la entendería ajena a mi voluntad y a mi inclinación.

En conclusión, el motivo de la ley jurídica, aunque se con­sidere ajeno al deber racional de [1], puede superar siempre aquella dimensión de legalidad extema, válida para el contex­to del juicio. Por eso trasciende su mera dimensión coactiva

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externa. Ese motivo que permite que la ley jurídica tenga valor legal interno por el cual se obedece, es el derecho. El motivo positivo real de obediencia a la ley jurídica es m i derecho. La expresión «Obedezco a la ley jurídica por motivo de mi dere­cho» dicta su sentido a la ley jurídica y permite al hombre jugar como individuo en el contexto del ideal republicano. Pues carece de sentido pensar tanto una auto-legislación que vaya contra m i derecho, como una legislación basada en un dere­cho que no sea de nosotros.

En este sentido, podemos destacar la relación entre repu­blicanismo y la in tención jurídica. Con Kaulbach, podemos aludir con este concepto a la moralidad jurídica de [11; esto es: a la consideración de los deberes jurídicos concretos como derivados de deberes racionales. Esta in tención jurídica sería una especie de sentimiento del deber en el ámbito del segui­miento de las leyes jurídicas, de tal forma que ego pudiera decir de sí que sigue un deber jurídico justamente por el mero deber, por la voluntad de adecuarse al deber y por los mon­tantes de racionalidad que así incorpora a su conducta. Fideli­dad o infidelidad a la ley, amistad o enemistad política con los conciudadanos serían las categorías republicanas que pueden esgrimirse para describir la posición del ciudadano ante la ley jurídica en el Estado republicano. De esta manera, siguiendo a Kaulbach, y mucho antes de que Habermas hablara en estos términos, podemos decir que desde el punto de vista de Kant cabría hablar de una in tención constitucional. Ésta sería la condición más básica del republicanismo. Pero también, desde Kant, se podría mostrar que las categorías de la política de Cari Schmitt, por lo que se refiere a la constitución, implican la ruina del republicanismo clásico. Pues prevé un nosotros en el seno del Estado que, por principio, no puede aspirar jamás a ser un «todos». En este sentido, el marxismo, con su existencia de una clase universal, no rompe con el republicanismo res­pecto de los fines. Pero, en la medida en que pasa por la des­trucción de una clase, no es republicano en los medios, ni en las formas; vale decir, no es republicano en absoluto.

3- D erecho, p o d er y a lte r id a d - Si la previsión del legisla­dor del derecho es que «la acción de uno pueda conciliarse

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con la libertad del otro según una ley universal», la previsión inicial y constitutiva no puede ser la de la mera coacción legal, sino la de la reunificación de los arbitrios. Alguna relación positiva de la libertad con sus objetos externos debe conside­rarse como motivo de una legislación cuya forma es la reuni­ficación de los arbitrios. Pues sin aquella relación positiva de la libertad con el objeto de su deseo, sin este motivo material, no hay arbitrio y sin arbitrio no hay ley jurídica.

En términos clásicos, podemos decir que el derecho ha de ser antes un posse que un non posse. No puede ser una ley coactiva, si antes no es una ley habilitadora. No puede ser prohibición, si antes no es potestas. Por eso, todo derecho real procede siempre de una sum m a potestas, no de una sum m a im potestas. El punto de unión originario entre una norma y la acción es mi derecho. La ley permite (licere) mi derecho (potestas) y coacciona lo que excede mi derecho. Licere es potestas cuando el motivo para pasar de la posibilidad de una acción a su efectividad es mi auto-determinación y auto-limi­tación. La ley jurídica se complementaría éticamente cuando, tras actuar como la ley permite por mi derecho, detengo mi actuación justo ahí por deber. Esto es, cuando convierto en deber el actuar no p o r m i derecho, sino sólo basta mi derecho. Naturalmente, si no me detengo ahí por mi sentido del deber, tendré que hacerlo por la coacción externa.

Esto significa que el deber jurídico alcanza dimensión moral cuando detengo mi conducta en el campo estricto de mi derecho. Lo realmente constitutivo del derecho es el campo positivo de mi conducta. La dimensión de los límites, que impone con necesidad la coacción, depende lógicamente de la alteridad de arbitrios contemplada en el derecho. La ate­nencia a los límites no puede resultar de la materialidad del objeto de mi arbitrio, y sólo puede entenderse, cuando brota de ego, desde una dimensión moral del derecho. Pero en la esfera del derecho ego nunca está solo. Así que siempre podrá brotar también de la coacción de alter.

Entonces, de aquella reunión positiva de los arbitrios se deriva, lógicamente, una dimensión coactiva del derecho. La libertad positiva de ego, garantizada a cada uno como posse y poder, es límite de la acción de alter. No se trata de que el

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derecho sea mera coacción, o una mezcla de dos elementos, derecho + coacción. Es un ensamblaje de relaciones de alte- ridad en el cual «con la libertad de cada uno se conecta la coacción recíproca». La co-existencia de la libertad ya es por sí misma la capacidad coactiva. Pero la fuerza de esta coac­ción, vista desde cada ego, es la fuerza de su propia libertad reconocida. El non posse de ego no es sino el resultado del p osse de a ller. Derecho es derecho a hacer algo entre otros, pero justo por eso co-acciona. Esto es lo que hace del dere­cho una potestas, y no una mera lex perm issiva: es un permi­so entregado junto con un poder, es un p osse con potestas.

Esta potestas, este poder, esta fuerza positiva, en relación con a lte r e s coacción, fuerza negativa. La clave reside en que mi potestas me es entregada por los alter si permite su liber­tad. Si no permitiera esta libertad de los alter ellos no podrían entregarme potestas alguna y entonces mi poder no sería legí­timamente tal. Por eso mismo, el derecho es un poder limita­do por el poder de los otros. El concepto de coacción es así tan recíproco como la recíproca entrega de potestas. De ahí que Kant hable de la relación de coacción recíproca del dere­cho, expresada en términos de relación de obligantes y obli­gados, de seres con derechos y deberes.

Dicho de otra manera: la coacción sufrida por ego es una mirada negativa, y desde ego, de la libertad y el poder positi­vo que la ley jurídica garantiza a alter. Lo sustancial de la ley jurídica es la libertad y el poder en relación con su objeto; esto es: el derecho como potestas del arbitrio. La dimensión de alte- ridad del derecho determina que la potestas libre de ego sea coacción para alter. Ese carácter originario de la relación del derecho con la libertad se señala en la misma definición de Kant: «Una acción es conforme a derecho cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal». Aquí, cuando cada ego mira la positividad de su libertad y de su objeto, no hay ninguna referencia a la coacción en el senti­do negativo que tiene esta palabra.

Por lo tanto, el espíritu coactivo del derecho es consecuen­cia del poder positivamente libre que crea. Esta negatividad de la coacción sólo se hace valer frente a un arbitrio que no res-

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pete como deber el límite de la ley jurídica, límite que recon­cilia los arbitrios entre sí. La coacción legítima del derecho no es una nota originaria del derecho, sino consecuencia, como dice Kaulbach, de una contra-coacción, (gegen-Zivang) anti­jurídica. No hay coacción jurídica sin violación de la libertad garantizada en el derecho. Esta violación antijurídica es la ver­dadera coacción. La capacidad coactiva del agraviado es, ide­almente hablando, una capacidad de defensa, de contra-coacción.

Como consecuencia, la situación jurídica inicial no puede ser recíprocamente coactiva salvo porque es recíprocamente conformadora de potestas. De todo esto se sigue que el dere­cho humaniza el poder. Si fuese de otra forma, el concepto de p osib ilid a d de arbitrios concordantes sería meramente negati­vo, lo que es absurdo. Desde este supuesto, sólo se formaría un non posse, y por tanto no se produciría potestas positiva alguna ni, paradójicamente, capacidad coactiva. En la medida en que el derecho fuese universalmente coactivo, todos los arbitrios concordarían, pero solamente en su nulidad. Y entonces de ningún arbitrio podría emerger el poder de coac­cionar. El posse y la potestas estarían así reservados a una per­sona ajena a las relaciones recíprocas de los arbitrios.

Esta condición es la propia del Leviatán en Hobbes. Pero, en Kant, el poder sólo puede emerger desde la premi­sa republicana, que entrega la fuente de legitimidad de la ley a los que la obedecen. Esta premisa implica que el dere­cho, como poder, tiene que forjarse en la relación recíproca de los hombres, que en esta relación devienen todos limita­damente poderosos.

Sin embargo, p a rece que Kant, cuando refuerza el pléroma ético de obediencia a la ley jurídica, y en contraposición a él, habla de dicha ley como mera coacción. Esto es así porque el pléroma ético ofrece una buena razón para lim itar mi libertad al derecho, no para afirmar mi derecho, que siempre puede reclamar mi inclinación hacia el objeto de arbitrio que el propio derecho reconoce. La ética aquí tiene que ver con el lím ite d el poder, en fidelidad a su constitución republicana y racional, no con el motivo de obediencia a la ley. En este caso, Kant parece señalar que el ajuste de la acción del arbitrio al límite del dere-

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cho sólo puede proceder de la ética o de la coacción externa -que positivamente es la potestas libre de alter-, no que la rela­ción global del hombre con el derecho sea o meramente ética, o desnudamente coactiva. La relación fundamental con el dere­cho es la perspectiva de legalidad interna, la que se basa en la relación positiva de mi potestas libre con su objeto; ajustarme al lím ite de mi derecho es un acto ético por mi parte, o conse­cuencia de un acto jurídico (también puede ser ético) de la libertad de los demás; esto es: del querer de lo demás que me coaccionan en la defensa de su derecho y, en último extremo, en la afirmación de su persona jurídica. En todo caso, el dere­cho es derecho porque siempre (positivamente para ego, o coactivamente para alter) se resuelve en una relación jurídica de la persona con su acción y con el objeto de su arbitrio.

Kant dice entonces que la ley universal del derecho «no espera en modo alguno que yo mismo d eba [éticamente] res­tringir mi libertad a estas condiciones por esa obligación». Pero el texto es una redundancia, pues dice que nadie espera que yo me rija sólo por la ley jurídica como obligación. Esto equi­vale a decir sencillamente que la ley del derecho no espera que yo considere la ley jurídica como ley ética. Pues, enton­ces, me entregaría a mí la soberanía del juicio de adecuación de la acción a la ley. Mas en modo alguno podemos ocultar que yo en todo caso también qu iero el derecho que la ley jurí­dica me reconoce. El querer de a lter y su juicio es, por tanto, la condición última de que yo limite mi acción, no mi querer.

Desde el carácter social del derecho se puede explicar la paradoja de que, aunque la relación constitutiva del hombre con la ley jurídica sea positiva -e s decir: una relación de que­rer, de libertad y de poder-, es también, por lo mismo y a la vez, una relación coactiva. Es muy curioso, de hecho, que en español «co-acción» no signifique sino acción conjunta o acción social, y en este sentido no incorpora violencia, ni pre­sión externa especial, ajena a la propia estructura cooperativa. Por eso Kaulbach puede establecer la tesis, estrictamente kan­tiana, de que «la coacción está in m ediatam en te vinculada con el derecho»6. Ya hemos visto que esto p a rece contradictorio

6 Kaulbach, ob. cit., p. 61.

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con la tesis de que «la coacción jurídica es primariamente con­tra-coacción». Kant ha defendido una tesis que resuelve el apa­rente problema: «Derecho y disposición a coaccionar signifi­can por tanto la misma cosa». Sin duda ninguna, la disposición a la coacción no es la misma cosa que la coacción. La actuali­zación de la disposición a coaccionar, propia de los sujetos de derecho, exige, por una parte, una acción extrajurídica; mas, por otra, exige la auto-determinación a ella desde la potestas, desde el poder que concede el derecho.

La injusticia es previa a la coacción jurídica, pero no es anterior a la disposición a la coacción. Pero todavía previa a la injusticia y a la actualidad de la coacción es la capacidad de juzgar, que así volvemos a encontrarla como dimensión inter­na y esencial al derecho. Ahora vemos la tesis: la disposición a coaccionar es tan constitutiva del derecho como la disposi­ción a juzgar. La originaria conexión de derecho y coacción efectiva nunca se da, al menos en el concepto republicano. De otra manera no sería necesaria la institución del juicio. Por la estructura misma de las categorías implicadas en el derecho, la capacidad de coacción es una consecuencia analítica del dere­cho, pero no la coacción en sí misma. Ésta es una consecuen­cia de la aplicación del poder, que el derecho otorga a cada uno, contra la violación del derecho. Por eso, la dimensión originaria del derecho no reside en el m otivo del miedo o la violencia, como en Hobbes, sino en el común apego al fin del derecho, a la libertad propia de cada uno capaz de garantizar los objetos de su arbitrio; vale decir: a la dignidad capaz de garantizar la felicidad.

Kant viene a decir que la coacción debe concordar final­mente con la libertad. No dice que el derecho sea una coacción universal. Kant es explícito respecto de la necesidad de dos vec­tores. Por eso hace uso aquí de la analogía con el movimiento de los cuerpos. Ahora bien, la ley que regula el movimiento de los cuerpos es la igualdad de la acción y la reacción. Esto quie­re decir que alguien está dispuesto a establecer una coacción en la misma medida en que defiende su libertad de acción. La intensidad de la coacción que puede aplicar es la misma que la intensidad de libertad que puede ejercer. Por eso la coacción debe alcanzar hasta donde sea de derecho. La acción represen-

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ta la positividad de la sustancia jurídica. Sólo en relación con alter esta acción es una contra-acción o re-acción semejante. Sólo así se tiene el sentido originario de la palabra co-acción. Pensar que se puede establecer la exposición intuitiva de un concepto con sólo cantidades negativas o reactivas carece del más mínimo sentido.

De manera positiva, el derecho no tiene originariamente en cuenta que la ley es coactiva, sino que la ley permite la coin­cidencia de los arbitrios. Esto implica algo muy concreto: si no se creyera en la posibilidad de forjar cierto orden del libre arbitrio humano, no existiría ninguna posibilidad de pensar la idea de un derecho. El vaciamiento de la positividad del dere­cho en la coacción es, por tanto, un malentendido. Lo que es analítico al derecho es la disposición a la coacción que funda ante todo el poder del juicio de la acción desde el punto de vista de la legalidad externa. Pero este derecho de coacción se supone porque el derecho debe permitir la coexistencia del arbitrio universal. Ahora bien, no es lo mismo decir que el derecho, justo por ser tal (por permitir el arbitrio universal) incluye el derecho a la coacción (éste sería un principio sinté­tico a p riori fundado en la propia estructura trascendental del derecho), y otra cosa es decir que la idea del derecho es inme­diatamente la idea de coacción.

En una frase célebre, Kant nos dice que el derecho incor­pora «la p osib ilid ad de conectar la coacción recíproca univer­sal con la libertad de cada uno». Sin embargo, tenemos que entender bien esta frase. La posibilidad de que el derecho exija una soberanía racional, lo que hace del derecho una ins­titución realizadora de la razón, es que ante todo consigue una forma universalizable de la libertad de la que emerja un posse con potestas distribuido entre cada uno. El poder libre es el fruto de la síntesis del derecho, y a este poder refractado uni­versalmente en cada hombre se conecta la posibilidad de una coacción. Por eso, o el poder emerge del derecho, o el dere­cho no es nada.

Sin embargo, no cabe suponer d e Ja c to la situación en la que todos estuviéramos ejercien do coacción a todos. Esta con­secuencia sólo podemos evitarla porque ejercemos la coac­ción ante a lter por el mero hecho de realizar la acción que

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desde ego ejerce y cumple mi derecho. La coacción tiene que ver, ante todo, no con la judicialización de la vida social, sino con el mantenimiento vigilante y virtuoso de la potestas de cada uno. El orden jurídico tiene que ser ante todo un equili­brio de potestas entre los hombres, o no será nada. La realiza­ción y la soberanía de la razón no puede cifrarse en su mera dimensión coactiva, sino en una positiva relación de poder. La pretensión de soberanía de la razón sobre el mundo no puede ser negativa.

C) LA VIDA DEL DERECHO: JUICIO Y PROPIEDAD

1. El pu n to d e vista d el leg islador y e l pu n to d e vista d el ju e z - Vamos a analizar ahora el derecho desde la perspectiva externa de la legalidad y su relación con la capacidad de juz­gar y de coaccionar. Kant ha dicho que la concordancia, o no, de una acción con el curso previsto por la ley, sin atención a los motivos de la misma (motivos jurídico-morales, jurídicos- positivos o meramente coactivos que compete a ego juzgar), permite un juicio acerca de su legalidad. Esta perspectiva externa de legalidad no define fundamentalmente la relación del sujeto con la norma que obedece (a no ser que el motivo del sujeto sea sólo adecuarse externamente a la ley, caso muy extremo en su pureza), sino, sobre todo, describe la forma de considerar la conducta de un tercero que juzga. Esta noción externa de legalidad tiende a señalar el aspecto de la compe­tencia del juez e identifica lo que puede juzgar en tanto juez. La misma conducta que el juez juzga, puede ser juzgada por ego en su fuero interno, o por un amigo de ego, teniendo en cuenta sus motivos, sus inclinaciones y sus deseos. Pero estos puntos de vista, p rim a fa c ie , escapan al juez.

Todo esto es así porque la ley jurídica implica, p e r se, una dimensión externa en la medida en que define derechos exter­nos; esto es: en la medida en que define accion es a las que tengo derecho, y no meros fines o intenciones. Conecta obje­tos, que pueden ser motivos, con formas de conducta concre­tas; pero sólo estas últimas interesan prim a fa c ie al juez, no que se lleven a cabo por o contra los motivos compatibles con

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la defensa de un derecho. Por eso, siempre es posible la «posi­ción exterior» ante la ley, la perspectiva externa de la legali­dad, ajena a la perspectiva del legislador constituyente y del propio actor. Con esto tenemos definida otra dimensión pro­pia de la ley jurídica. Porque, el hecho de que concedamos a a lter la capacidad de juzgar la acción, ya determina que sólo esto es lo que concedemos juzgar al juez, no el interior de nuestra personalidad.

Pero el hecho de que la legislación jurídica defina dere­chos externos, que el juez sólo juzgue desde la perspectiva externa de legalidad, y que en esta medida el carácter de «deber» de la ley se entregue a a lter como coacción, no impli­ca la tesis extrema de que constitutivamente la ley jurídica sea u n a m era coacción externa. Para que ello fuese así, el único motivo de la ley jurídica sería la coacción, lo que conceptual­mente es impensable tan pronto miramos la ley desde el pro­ceso constituyente, pues nos situaría ante una ley que no sería derecho de nadie. El motivo central de la ley jurídica es la defensa del derecho, y nadie actúa coaccionado cuando defiende su derecho.

Sin embargo, en algunos textos, como en el siguiente de la M etafísica d el D erecho, parece que el ún ico m otivo que vin­cula al actor con la legislación jurídica es la coacción, no el derecho. Pero Kant habla aquí de «el móvil que la legislación jurídica une con aquel deber, a saber la coacción externa». Y éste es el punto que debemos iluminar. Pues ya dijimos que la dimensión coactiva surge conceptualmente no desde la afir­mación del derecho, sino desde su límite. Y aquí, efectiva­mente, reconocimos que sólo la potesias de a lter funciona como límite coactivo. Mas esta reflexión obliga a pensar de una manera más profunda no sólo la coacción del juez, sino el origen de su poder.

Pues para que el juez tenga la capacidad de coaccionar, el derecho tiene que ciársela. Y por tanto, una posibilidad de coacción debe existir como dimensión interna al concepto derecho. Lo que yo discuto es que originariamente el dere­cho racional sea coacción o que sólo sea coacción. Pues si originariamente el derecho es coacción, entonces el que e je ­cu ta la sentencia es la persona en la que el derecho se cum-

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pie. No necesito recordar a dónde llevaría esta posición. Pero si no es así, cabe que sea el ciudadano, con su capacidad republicana de discutir y configurar su derecho, de obede­cerlo y de juzgarlo, el lugar esencial del derecho. Sólo desde este juicio, implícito o explícito, y desde esta obediencia positiva, puede derivarse una dimensión coactiva, que el juez cumple, desde luego, pero sólo como estado de excepción de la obediencia debida a la ley por aquél que la estableció, el propio ciudadano.

Esta perspectiva ofrece la visión adecuada del derecho. Sin una masiva obediencia a la ley, el juez no tendría criterios racio­nales para restablecer coactivamente la obediencia a la ley, una vez que se incumple. Inicialmente, el poder coactivo del dere­cho no es sino el poder de llevar a ego a juicio ante altor. Pero esta relación entre ego y a lteres constitutiva de la idea de dere­cho, que debió poner sus arbitrios como com-posibles. Si esta com-posibilidad no lo es ya d e fa c to en cierta manera, el juez no puede orientarse racionalmente para restablecerla y caería en la más absoluta arbitrariedad en su sentencia.

Con ello, la división de poderes, propio del Estado de dere­cho democrático, es una división de poderes interna al hecho mismo del derecho, siempre dependiente en último extremo de la soberanía republicana y de su cumplimiento. El Estado de derecho, en efecto, no es tal porque tenga un cotpus jurí­dico por el que regirse, sino porque es el Estado donde se rea­liza el derecho en toda su estructura lógica.

2. L egalidad y fu tu ro o e l ju ic io g en erad or d e le y - La ley jurídica permite la existencia de un juez y de un legislador como sujetos diferentes, según se tenga en cuenta en el dere­cho el reconocimiento positivo de sus motivos o el reconoci­miento negativo de sus límites, la perspectiva interna o exter­na de legalidad. En ambos casos, toda ley jurídica puede disponer de un espíritu o concentrarse en su letra. Ahora nos interesa abordar esta diferencia desde la figura del juez. Pues es verdad que la ley puede generar una mecánica, y aplicarse como juego de marionetas que gesticulan; mas resulta claro que entonces no se puede encontrar en ella vida alguna. Ahora bien, la vida se supone en quien lucha por su derecho

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y lo realiza. Justo por esta dimensión viva de la ley el juez es necesario. Pero justo porque el juez se implica en la vida del derecho, él mismo es algo más que una máquina.

La cuestión decisiva consiste en explicar por qué precisa la ley jurídica de un p o d er judicial y de dónde brota éste. La legislación jurídica instituye un proceder que tiene efecto nor­mativo sobre el actuar de los sometidos a esta ley. Ya hemos visto la noción de derecho como internamente dependiente de la alteridad, una situación ya reconocida desde los siste­matizadores clásicos, como G. Jellinek, y que Kant puede deri­var desde la estructura misma de la insociable sociabilidad, núcleo de su comprensión antropológica. La clave del asunto no es en que la ley jurídica no se cumpla y que la acción humana no siem pre dependa del motivo del derecho recogido en la norma jurídica. La ley conoce que el hombre no siempre actú a por su derecho racional, pero esto no es lo fundamen­tal. Hay razones más profundas. Por ejemplo, el derecho sabe de sí que la ley jurídica no es una ley antropológica necesaria, y reconoce que no agota la realidad humana. El derecho com­prende que el objeto del arbitrio es plural y abierto, excede a toda ley y en cada caso tiene que reencontrar su camino a través de la ley jurídica. Por eso también se produce una ten­sión renovada y perenne con el arbitrio de alter.

La consecuencia de todo ello es que la com-posibilidad de los arbitrios, por hacer referencia a las acciones que los reali­zan, se pone en cuestión permanentemente, en todo su futu­ro. Por eso, de la misma manera que en sus previsiones cons­titutivas el derecho impone fronteras a la interioridad, reclamando la publicidad como método republicano de legis­lación, así también exige que esa permanente tensión entre las acciones del arbitrio y el derecho se ajuste al proceso público del juicio. En este proceso de ajuste público, el juicio no es sólo una estructura coactiva, sino productora de derecho. La síntesis de estas dos dimensiones se muestra aquí inseparable: en una sentencia, lo que para alguien es coacción, para alguien es derecho reconocido.

Si el derecho no distinguiese entre el acto constitutivo de la ley y la acción que pretende ajustarse a ella y dotarla de vida, no se podría fundar la necesidad de un poder judicial. Porque

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existe esta diferencia entre la dimensión constitutiva -d e la que brota la legitimidad de la ley- y la dimensión realizativa -d e la que brota la mirada interna y externa de la legalidad-, el juez puede atenerse a la mera conducta y ajustar d e f a d o los arbitrios. Puede hacerlo racionalmente, sin embargo, sólo en la medida en que la ley desde la que juzga garantice, de algún modo, mediante el proceso de constitución republicana, un germen vivo de ese ajuste.

Mas en aquella diferencia entre constitución y realización de la ley se introduce la plenitud de la libertad del arbitrio humano y la vida completa de los hombres. Reconociendo la libertad del arbitrio, que justo por libre ni se vincula de modo necesario a sus propias reglas, ni reproduce de forma miméti- ca la conducta pasada, el derecho es constitutivamente un orden abierto al futuro. La necesidad de juicio se desprende de la propia exigencia de futuro que lleva consigo toda ley, y depende de su propia y efectiva normatividad.

No hay posibilidad de seguir una norma sin la capacidad del juicio, porque no hay norma que prevea su ejecución indefinida ni, por tanto, su variación. El juicio da vida a la norma jurídica, como la verificación constituye la ley científi­ca. Para que sea posible esta verificación, la perspectiva de la legalidad, con su dimensión de exterioridad, es decisiva. Pero, como sucede en el ámbito de la ciencia, sólo pueden ser veri­ficadas las leyes. El juicio es la vida normal de un paradigma constitucional, como el proceso de verificación es el que cons­tituye la ciencia normal. En todo caso, lo que vive es la ley. Por eso, la perspectiva republicana, como forma de generación de la ley, es superior a la perspectiva del juicio, pero no puede vivir sin ella. El poder judicial le es necesario al republicanis­mo, pero sólo puede derivarse de su momento constituyente. En el capítulo próximo desplegaremos este punto de vista.

3. H acia un con cepto estricto d el d erech o .- Este epígrafe trata sobre todo de la capacidad del derecho para formar pedagógicamente la plasticidad de la realidad humana. No sólo nos llevará a la verdadera cuestión del derecho público, sino que nos conducirá a definir en términos generales en qué consiste la vida del derecho. Se trata de interrogarnos más en

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concreto por el objeto de arbitrio que mi derecho reconoce propio de mi potestas. Podemos adelantar una respuesta dicien­do que mi derecho es el motivo jurídico de la acción, pero que en sí mismo considerado, mi derecho es un conjunto de moti­vos pragmáticos en relación con el mundo, en los que está implicada mi felicidad digna. Si fuera de otra forma, el dere­cho no tendría ninguna relación con el arbitrio humano, ni relación positiva alguna con el objeto de la libertad. Mas el objeto de la libertad en general es el mundo. En sí mismo con­siderado, el mundo es un ámbito abstracto de acción que sólo se determina en una sociedad humana.

En relación con esto, Kant ha propuesto una idea radical del derecho en sentido estricto, que «no está mezclado con nada ético, [pues] no exige sino fu n dam en tos externos d e determ in ación d el arbitrio, porque entonces es puro y no está mezclado con prescripciones referidas a la virtud». Aquí, el mundo socialm en te determ in ado constituye el fundamento externo de identificación y reconocimiento del objeto del arbi­trio. La acción intramundana es una acción intrasocial. Con ello, el derecho regula las relaciones recíprocas de los hom­bres en la medida en que su libertad se refiere al mundo social, y por esto tiene relación con otras voluntades libres. El mundo socialmente determinado es aquí la plataforma común de la alteridad constitutiva del derecho.

Ahora analizamos el derecho desde el motivo de la acción intramundana. En relación con este punto, Kant avanza la tesis de que «la legislación exterior no puede lograr que alguien se proponga un fin (porque esto es un acto interno del ánimo». Esta frase se refiere a la legalidad interna de una acción con­creta regida por una legislación ya establecida. Aunque el legis­lador no puede instituir una ley jurídica sin suponer que los sujetos se propongan el fin de reconocer socialmente su dere­cho a cierta acción sobre el del mundo, y aunque este supues­to se haya confirmado efectivamente en una constitución republicana, el derecho no puede aspirar a determinar el fin concreto de una acción concreta de un hombre concreto. No puede sustituir la libre auto-determinación del sujeto. El legis­lador marca un cierto ámbito donde el sujeto pu ede auto-deter­minarse, pero no puede imponerle que se determine por un

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motivo en un sentido concreto. Que esto suceda efectivamen­te dependerá de la sabiduría del derecho, de su humanidad. Aquí apreciamos una vez más la escasa funcionalidad del derecho entendido como coacción.

La ley jurídica tiene que prever que si alguien se propone de forma autónoma un fin orientado según un motivo, pueda encontrar un medio de tratarlo de acuerdo al derecho. Pero la ley no puede imponer en modo alguno que ego se proponga este fin, ni que se deje impresionar por su motivo. Ahora bien, más allá de la dimensión estrictamente coactiva, que no se contempla aquí, la ley jurídica puede y debe ser también edu­cativa. El propio Kant muestra que la sabiduría del derecho depende de que estas leyes jurídicas puedan conducir a la consecución del fin respecto de un motivo, «sin que el sujeto mismo se la proponga como fin*.

Así, por ejemplo, la ley que establece el derecho de todos a la educación, puede llevar a los sujetos a una cierta educa­ción sin que éste sea el fin explícito del ciudadano. Pues la ley jurídica lleva marcado en su propio seno fines, regulaciones de motivos, que acaban orientando la conducta de los hom­bres que operan con él y que acaban ofreciendo una interpre­tación con creta de su libertad. Esta capacidad educativa del derecho será tanto más real cuanto más se haya cumplido la ilustración jurídica. Y esto significa: cuanto más se recojan con fuerza en la ley jurídica los motivos pragmáticos universales de la humanidad. Pues si el derecho no tiene constitutiva­mente ninguna relación con los fines del hombre, no se sos­tendría con vida.

El ánimo sólo es accesible al propio sujeto en los procesos de su auto-determinación. Pero sólo si el derecho tiene en cuenta los m óviles d e los hom bres es posible que, en el con­texto de una fijación subjetiva de fines, el derecho sea un camino posible y positivo para la acción. El problema es de relevancia, ya que se trata, en el fondo, de la tesis de Spinoza según la cual el deber es impotente si no implica las pasiones y los afectos en su cumplimiento. Esta tesis supone que el pro­ceso del conocimiento de la ley y la pregunta por la motiva­ción de la ley no son por entero diferentes. Los móviles para realizar una ley ilustrada dependen, en buena medida, del

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conocimiento profundo de la misma, y viceversa: un conoci­miento profundo de la ley implica una autoconciencia de los motivos de la acción humana que se pueden canalizar por aquélla.

Menzer editó unas lecciones de Kant donde se dice que, encontrar el móvil para dar fuerza a los juicios por los que conocemos la ley jurídica, es la piedra de toque del sabio. Encontrar este móvil, y encontrarlo dentro de la esfera del derecho, no es sino iniciar los procesos de auto-determina­ción que llevan al cumplimiento de la ley, procesos que no tienen nada que ver con los de auto-coacción, sino con la sabiduría interna al derecho de responder a la realidad de los deseos y del arbitrio humanos.

Este problema de la auto-determinación en el ámbito del derecho es examinado en un apartado de la D octrina d e la Vir­tud. Allí se nos dice: «Podemos pensar de dos modos la rela­ción de un fin con el deber: o partiendo del fin se trata de des­cubrir la máxima de las acciones del deber, o partiendo de la máxima se trata de descubrir el fin que es al mismo tiempo deber». Kant dice que la doctrina del derecho recorre el primer camino. Esto es: parte de un fin y trata de encontrar una máxi­ma según la cual perseguirlo sea un derecho. Kant interpreta el problema de esta manera: cada uno debe proponerse el fin que quiera desde sus móviles. Pero la máxima que hay que encontrar es la que permita sintetizar su libertad y la libertad de los demás. La racionalidad del derecho sólo podría valorarse entonces desde dos estrategias: o bien en la medida en que canalice los fines del hombre, reconocidos en una antropo­logía pragmática, como fines universales y plurales que res­ponden a deseos; o bien en la medida en que estos fines y deseos se concentraran, desde el punto de vista del derecho, en un único bien abstracto -la propiedad- que pudiera acoger en su concepto a todos los fines y que el derecho exigiera unl­versalizar y hacer com-posible. Propongo llamar a esta segun­da forma de pensar el derecho, la propia del derecho burgués; a la primera, la forma «ilustrada» del derecho. Ambas pueden seguirse desde el concepto de Kant. La segunda se atiene a una noción abstracta de propiedad. La primera se atiene a una noción concreta de autodeterminación, como lo propio de

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cada uno, lo que lo constituye como ego, como poder huma­nizado, sin dejarse orientar por abstracciones, que se lian demos­trado muy peligrosas. La ilustración jurídica no se deja engañar por el valor abstracto del dinero, sino que se mantiene siempre cercana de los móviles concretos, de los deseos concretos, y por eso también de los goces reales.

Dado que el derecho clásico ha recorrido aquel segundo camino burgués, empedrado de abstracciones, podemos refe­rirnos a él con prioridad. En efecto, el pensamiento clásico, con Kant, entendió que la relación con el mundo en la que emergen los fines del derecho puede concentrarse en un derecho abstracto, en un punto homogéneo en el que se pueda pensar claramente la dimensión universal del derecho y la estructura libre de la auto-determinación. Pero esta forma de pensar el objeto del derecho, que suponía ya suje­tos ilustrados, antes que desgranarse en móviles y deseos reconocidos de forma universal en todos los hombres, se concentró en la defensa de un bien abstracto, de un goce abstracto, de un móvil abstracto que sacralizó la propiedad expresada en dinero.

Este movimiento puso de manifiesto la afinidad entre la promoción del dinero como forma general de propiedad y el mercado como sistema regulado por esta forma abstracta del dinero. El desconocimiento de las leyes del mercado impidió entender hasta qué punto este movimiento iba a generar una reducción asombrosa e inconsciente de los deseos humanos, eliminando la estructura auto-determinante del derecho ilus­trado. Pues sólo desde esta homogeneidad reductora del deseo, el mercado podía funcionar con sus abstracciones. Por otra parte, sólo manteniendo ocultos en el inconsciente los meca­nismos de esa reducción -presentándolos d e f a d o como libe­radores de deseo-, esta inclinación a intervenir en el mercado se pudo llegar a presentar como la irrefrenable compulsión que se conoce en la sociedad de masas. Este proceso no era necesario ni a la estructura del republicanismo ni a la estruc­tura de la ilustración jurídica. Ahora bien, sólo si el derecho pone de manifiesto su sabiduría, restituyendo al hombre la complejidad de su arbitrio y su deseo, estará en condiciones de mantener abiertos tanto el uno como la otra.

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Sin esta referencia a los fines plurales que, desde mi auto­determinación, puedo reconocer como mi derecho, sería pre­ciso aceptar cualquier estatuto jurídico por el hecho de ser tal, desde un voluntarismo que traspasaría a la ley jurídica el valor absoluto e incondicionado de la ley moral. En una palabra, en el razonamiento productor de intención jurídica, se debe encontrar en el derecho disponible la máxima para mis fines y motivos -en una palabra, para mi felicidad-, en la medida en que acepte su com-posibilidad con los fines de los demás. Por eso, en un texto último, Kant dice que respecto al derecho podemos hacer dos cosas: enseñar la virtud jurídica, y esto sig­nifica mostrar la sabiduría de la ley (la ley del derecho es o puede ser móvil de la acción), o únicamente juzgar si algo es externamente conforme a derecho.

En este segundo caso es lícito tomar en consideración sólo una perspectiva judicial y coactiva, pero no republicana. Por tanto, si el derecho debe formar parte de la virtud, se debe tener en cuenta por qué la ley puede ser móvil positivo de la acción. Entonces se recupera el punto de vista del legislador republicano, que tuvo en cuenta los móviles para establecer la ley. Esta dimensión pedagógica de la ley actualiza las dimen­siones republicanas de su constitución y garantiza el progreso de la ilustración jurídica.

Mas esta última no es una ilustración parcial, sino condi­ción de posibilidad de toda ilustración; pues, en sí misma, exige ciudadanos autoconscientes de sus necesidades y deseos, políticamente activos desde el ejercicio de su libertad. Es así como la ilustración jurídica permite a los hombres determi­narse en relación con el mundo según deseos y móviles fini­tos autoconscientes, sin que ello suponga la destrucción del acuerdo de los arbitrios. Sólo así la reactivación, en cada uno de los ciudadanos, del motivo contemplado por el derecho, permitirá una refracción igualitaria del poder de los hom­bres, más allá de la sacralización de la propiedad en sentido abstracto.

Pues, en cada generación, la sabiduría del derecho, que en último extremo es una sabiduría republicana, debe convencer a todos de que en la ausencia de derecho no hay más libertad, sino una libertad indeterminada y abstracta. Ésta, si llegara el

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caso, debería luchar ante todo por ser reconocida en su dere­cho a existir, pero ya frente a un poder deshumanizado. Este saber se olvida fácilmente, dado que la ley cubre nuestra exis­tencia entera como una especie de protección muda. Y sin embargo, alguien debe recordar lo fácil que se pisotea el dere­cho sagrado de los hombres. Alguien debe recordar que la ley republicana existente en nuestros Estados es algo más que una ley existente: es aquello a lo que tenemos derecho y que sólo se ha ganado en el último instante de la vida del hombre sobre la Tierra.

Toda la filosofía práctica de Kant, toda la filosofía, en suma, cuelga de aquí como de un cabello. Pero éste es el cabello de la política. Un cabello frágil, no sólo porque es frágil la volun­tad del hombre que lucha por su derecho, sino también por­que esta lucha debe hacerse a través de una mediación. Ahora es el momento de entender que el republicanismo de Kant es inseparable de esa mediación. Éste es el objeto de su teoría de representación política.

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EL ESTADO.Soberanía democrática y representación política

V

A) TEORÍA DE LA REPRESENTACIÓN

1. R epresentación desde la teología p o lít ic a - La política no puede reducirse a una decisión por la que proclamemos en qué bando de amigos o de enemigos entramos. El lelos de la política, como actividad racional consciente, por el contrario, se deja llevar por la voluntad de restituir la comunidad de las cosas humanas y, por eso, aspira a bloquear la irrupción de la diferencia radical entre amigo y enemigo. El hombre que ejer­ce la política se niega a usar la muerte como argumento y arma, porque ha sabido enfrentarse a la muerte según la manera humana, encerrándola en el secreto de un alma y de un cuerpo. Todo hombre debe morir por sí mismo, nunca a manos de otro. Por eso, nadie guiado por la razón puede levantar el brazo del hombre contra el hombre. Cuando ese brazo se alza, se verifica un fracaso de la razón. Ahora bien, la política forma parte de la filosofía sólo en tanto que se deja captar racionalmente.

Todas estas tesis se oponen a las bases que ahora pode­mos reconocer como propias de la teología política. Depen­diente de una antropología pesimista, procedente en último extremo de Lutero, esta comprensión de la política, al tiempo

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que humilla al hombre al hacerlo portador de una naturaleza perversa y violenta, eleva una autoridad transcendente como única posibilidad de construir la paz. Desde siempre, se sabe que el pesimismo antropológico es la clave de la teología política, una visión de las cosas que sólo confía en Dios. Por ello mismo, cuando la teología política, desde Hobbes, esgri­me sus argumentos y afila sus categorías, la política ya ha fra­casado.

Ahora, con el tema de la representación, nos enfrentamos al problema que completa el sistema del republicanismo, el problema del que depende su verosimilitud. Si logramos resol­verlo de una manera diferente al que prevé la teología políti­ca, empeñada en levantar una representación trascendente al ser humano, eliminaremos el núcleo básico de su apariencia racional y confirmaremos el pensamiento normativo más general de la democracia.

Desde la perspectiva de la teología política, se accede al problema de la representación a partir del problema de la for­mación de un soberano capaz de decidir sobre la guerra civil. Con esta premisa, desde luego, se confiesa que la teología política debe proponer una alternativa al fracaso de una polí­tica meramente humana. De este nudo de cuestiones extrae sus rasgos más propios y sus dilemas mortales. Pues en una situación de guerra civil se manifiesta una dialéctica muy sibi­lina y paradójica. El primer fenómeno que nos asalta ante la visión de esta guerra no es otro que el de la escisión, el enfren­tamiento, la diferencia. Pero por debajo de esta diferencia se alza la comunidad del bien por el que ambos partidos pugnan. Podemos decir que tras la guerra existe escondido un bien común a los contendientes, pero su comunidad sólo se mani­fiesta por la guerra. La guerra atestigua de la existencia de cosas humanas comunes y, por tanto, señala de forma peren­ne la pertinencia de la política.

La guerra no emerge porque cada uno de los contendien­tes quiera una cosa, pues si así fuese no lucharían. La pugna procede del sencillo hecho de que cada uno quiere lo mismo, sólo que cada uno lo quiere a su manera. Cuando la diferen­cia entre amigo y enemigo integra una diferencia nacional y una guerra exterior, los dos bandos contendientes quieren lo

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mismo, la paz y la seguridad; sólo que cada uno quiere la paz a su manera, al sentirse seguro sólo de una forma. Lo mismo sucede en la guerra civil: ambos bandos quieren lo mismo, el Estado, pero cada uno lo quiere a su manera. Cada enemigo quiere representarlo en exclusiva, desde su comprensión y desde su interés.

De esta forma, tenemos el argumento central de la repre­sentación para la teología política: en una guerra entre amigo y enemigo, el Estado no aparece como único; vale decir: no aparece en absoluto. La comunidad política se refleja en el hecho de la guerra, pero no se manifiesta como lo que es ver­daderamente, o aspira por naturaleza a ser, a saber: unidad de los hombres. Podemos decir que, en el modo de la guerra civil, el Estado aparece informe, como mera potencialidad, como dualidad. La diferencia entre la esencia comunitaria del Estado y la realidad de la guerra, con sus brutales escisiones, permite concluir que, en medio del fenómeno de la guerra, el Estado aparece como trascendencia. En la situación de guerra civil entre amigo y enemigo el Estado es transcendente res­pecto al mundo de los rivales, y ninguno de los bandos en pugna lo representa de veras. Para que uno lo represente tiene que vencer, decidir la victoria de la guerra, acabar con el fenó­meno de la dualidad, dotar de forma lo que era mera poten­cialidad, ser el único soberano. La entrada masiva de cate­gorías tomistas para describir este proceso no es, en modo alguno, un accidente. Antes bien, es la propia base conceptual de la teoría de la representación tal y como se da en la órbita sistemática de la teología política.

2. T rascen den cia d el Estado y representante person al.- Pero curiosamente, la sistemática aristotélica de la forma lle­vaba muchos siglos de convergencia con la problemática tri­nitaria cristiana. De hecho, la traducción latina de los tratados lógicos aristotélicos, obra de Boecio, conscientemente asumía esta finalidad desde el principio. Con el problema de la sobe­ranía se atacaba el tema de la forma visible del Estado capaz de ordenar la materia dual y potencial del pueblo. Se trataba así de fijar una forma inmanente al mundo que hiciera pre­sente aquella esencia unitaria del Estado, unidad que, en el

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momento de la diferencia amigo-enemigo, se había manifes­tado trascendente. El Estado, que en la época de guerra aban­dona el mundo, como el Dios trascendente, vuelve a manifes­tarse, a tomarse visible en su gloria y en su poder justo en su representante vencedor, en el soberano; de la misma manera que el Dios, que abandonó al hombre en los mismos límites del Paraíso, torna a brillar en el mundo mediante su represen­tante en la tierra, el Cristo y sus vicarios. De esta manera, la unidad de la comunidad estatal puede disfrutarse como ordo jurídico impuesto por el espíritu del soberano que regresa al mundo o por su representante, como nueva alianza o nueva ley, justo como la teología interpretó la salvación cristiana. La teología política, mediante el problema de la representación personal, se presenta más teología cristiana que nunca: de hecho se presenta como teología católica.

Los teóricos de la teología política no podían desconocer la conveniencia de que el soberano, en el que se hace visible la condición unitaria del Estado, por el que obtiene forma la mera materia de la unidad estatal, sólo podía alcanzar el estatuto de representante si se caracterizaba como persona. Con ello, se envenenaba todo el problema y se complicaban todos los dile­mas. Al final, se mostró a la claras que este planteamiento de la representación dirigía d e f a d o sus mejores armas contra una teoría de la democracia. Pues, en este orden de cosas, la tras­cendencia del Estado, como unidad ideal, jamás podía venir representada ni identificada mediante la inmanencia del pue­blo, en sí mismo dualidad o continua potencia de dualidad.

Para esta teoría, desde el principio, y de forma previa a la existencia del mismo soberano-representante, el pueblo no es una categoría política precisa, sino la materia de la diferencia amigo y enemigo que genera endémicamente el peligro de la guerra civil. La unidad del Estado exige, de esta forma, una representación que no sea la de la soberanía popular, sino que la trascienda. Es más, esta soberanía popular, en la medida en que está condenada a presentarse en la forma de guerra civil, ofrece el expediente metodológico para descubrir que la repre­sentación adecuada del Estado es la personal.

Sólo por este soberano-representante personal, por tanto, el pueblo deja de estar condenado a su lucha civil. A cambio,

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naturalmente, el soberano aparece como señor. El pueblo deja de ser el territorio de la guerra civil sólo si obedece a alguien que representa al Estado de forma in falible. La dominación que impone esta teoría de la representación soberana no se sitúa más allá de la discriminación entre dominación legítima e ilegítima, pero interpreta la legitimidad bajo la forma pro­blemática del carisma autoritario. Renovando aquella infalibi­lidad otrora entregada a los Papas, la teología política muestra su inspiración permanente en el catolicismo romano, ya se presente bajo la figura de un líder no sometido a la crítica, o bajo el comité central de los comisarios políticos. El Nafta de la M ontaña M ágica, de Thomas Mann, es la figura mítica que recoge esta síntesis entre viejo y nuevo autoritarismo. Pero Nafta sigue la senda de Donoso y la de Cari Schmitt tanto como la de Lukács.

La clave del dilema que se toma visible ahora es la siguien­te. Aunque diseñado para romper con la teoría de la soberanía popular, el pensamiento de la representación soberana, pro­pio de la teología política, tiene y recon oce bases d em ocráti­cas. Esta afirmación puede parecer una paradoja, pero no lo es. De hecho es la clave del pensamiento nacionalista, el núcleo donde este pensamiento muestra su verdadero alcance metafí- sico. Pues resulta claro que el Estado, en su condición plena­mente trascendente e ideal, viene representado como unidad del pueblo, como forma de existencia comunitaria de la nación. Sólo que aquél no puede representarse a sí mismo sin caer en la diferencia de la guerra civil, como quedó claro en la Revolución Francesa, ni puede quedarse en esa existencia meramente potencial. Justo por ser uno, el pueblo reclama una representación unitaria. Pero por ser mera potencia, él mismo no puede dársela. La representación sólo puede ser personal, la única que garantiza una vida comunitaria sin fisu­ras ni escisiones.

Esta existencia de un pueblo como Estado en potencia, mero hypokeim en on para sus fenómenos organizativos históricos, es la condición metafísica y sustancial de la nación, tal y como aparece en La T eoría d e la C onstitución, de Cari Schmitt. La categoría que caracteriza este existir es la célebre palabra alemana D asein. La clave es que esta exis-

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tencia material no impone por sí misma una forma visible. Para recibir una forma, ésta debe aparecer con un prestigio raro y trascendente a la materialidad de la existencia del pue­blo, entregado a la inmediatez de su refracción en indivi­duos. De esta forma, la dimensión democrática del pensa­miento nacionalista obtiene, por la problemática de la representación personal, una forma visible totalitaria, a lo sumo plebiscitaria, pero siempre radicalmente distinta de la soberanía popular. Con ello, los teóricos nacionalistas de la teología política -y algunos que no lo eran, como el primer Hermann Heller-1 pudieron hablar de la democracia plebis­citaria del líder personal, y de esta forma defender la posibi­lidad de una dictadura democrática.

Lo que ha dado verosimilitud a esta visión del tema no es otra cosa que el argumento, falso como veremos, de que los dilemas de la representación son comunes a todo pensamien­to democrático. Este argumento obtiene su mayor fuerza por la consideración del caso paradigmático de Hobbes. Mas noso­tros, siguiendo la huella del joven Leo Strauss, nos hemos acostumbrado a ver a Hobbes, e incluso a todo individualismo liberal, como la premisa inseparable de la teología política. La conclusión que se impone apunta a un hecho: debemos pen­sar la democracia desde parámetros que escapen al modelo hobbesiano. Siguiendo la tarea de Kant, en su conocido opús­culo A cerca d el refrán según el cu a l lo qu e es verdadero en teoría no es idón eo en la p rá ctica , no hemos hecho otra cosa en este ensayo que distanciarnos del inglés. Pero para superar a Hobbes debemos romper con su herencia y con su mismo supuesto: el liberalismo político.

3. La represen tación en el pen sam ien to lib era l c lá sico .- Respecto del tema de la representación, el punto común al

1 Para la evolución de Hermann Heller, cfr. Massimo la Torre, -Un juris­ta en el crepúsculo de Weimar. Política y Derecho en la obra de Hermann Heller*, ensayo introductorio a Hermann Heller, El sentido d e la p olítica y otros ensayos, de Maximiliano Hernández, Colección Hestia Diké, Valencia, Pre-Textos, 1996. Para otros aspectos de Hermann Heller que insisten en sus posiciones maduras, cfr. Maximiliano Hernández, *El concepto de la política como ciencia en Hermann Heller*, en Res Publica, núm.2, 1998.

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pensamiento clásico del liberalismo y a la teología política reside en su dependencia del concepto de nación como reali­dad existente, previa y fundadora del derecho, y en modo alguno como resu ltante del mismo. Que la categoría política «pueblo» sea equivalente a la de nación es algo que debemos rechazar como el mayor de los obstáculos que se alzan en el camino de un pensamiento democrático riguroso. Pensar la nación como la base material de la representación política determinó que el pensamiento de la trascendencia de la repre­sentación, tal y como lo había definido Hobbes, fuese reintro­ducido en el cosmos liberal.

En efecto, la noción de representación política fue introdu­cida en el mundo liberal clásico al hilo del llamado «mandato libre»2. Como tal, este pensamiento ya estaba en Hobbes: el soberano tiene deberes y obligaciones como soberano, pero no como representante3. Él ha pactado con los súbditos ser su soberano, pero de este pacto él es meramente beneficiario. Rinde cuentas ante Dios, no ante el pueblo. Pues bien, este núcleo de la representación política se ha traspasado al libe­ralismo clásico para regular las relaciones entre la nación y la voluntad nacional de los representantes en el parlamento.

El representante parlamentario, dice la tesis liberal, repre­senta a la nación entera, se atiene a su conciencia, y se libera de todo mandato delegado por parte de los votantes. Por mucho que se declare que el pueblo es soberano, los repre­sentantes, reunidos en el parlamento, se desvinculan de esa soberanía de origen, se elevan a representantes del todo de la nación, se separan de los electores particulares y, en esta misma medida, se configuran como órgano genuinamente soberano que sustituye al conjunto que los ha votado. Esta

2 Para los problemas de la representación, tanto en el pensamiento libe­ral clásico como en el pensamiento de la teología política, deben consultar­se dos libros fundamentales: el de H. F. Pitkin, The Concept o f Representa- lion, de la Universidad de California, 1967, con traducción española en el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985; y el de Giuseppe Dt.'so, La rapresentanza: un problem a d i filo so fía política, de la serie Filosofía, ed. Franco Angelí, de Bologna, 1988.

3 H. Pitkin, El concepto de representación, ed. española, Madrid, CEC, 1985, p. 32.

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suplencia es la estudiada por Pitkin como representación des­criptiva y a este capítulo de su obra se puede referir el lector para un estudio más pormenorizado4.

Lo importante para nosotros reside en el juego de la tras­cendencia y de la inmanencia que aquí se reintroduce. La nación, como realidad existencial subsistente, no es visible de manera inmediata. La clave del pensamiento de la representa­ción conocido como «mandato libre» reclama la p riorid ad polí­tica del representante, porque sólo él torna visible la existen­cia de la nación, en sí misma invisible por informe. De la misma manera que la Iglesia de Cristo, con su vicario al fren­te, determina de forma concreta la voluntad de Cristo en el tiem­po, hasta el punto de que es la forma visible de ella en la Tie­rra, así, el parlamento, como representante visible de la nación, expresa la profunda voluntad de ésta, en sí misma tan secreta como la de Dios. La nación puede ser el soberano exis­tente y sustancial, pero el parlamento es el representante fenoménico y, de esta manera, el mediador necesario para que la voluntad de la nación se convierta en activa e intra- mundana. En la metafórica platónica, consustancial a la filo­sofía occidental, la nación como uno ideal trascendente sólo se hace m orfé, uno visible, nidos concreto capaz de verse en el fenómeno, en la asamblea nacional. Ésta es la clave del libe­ralismo político. En el mundo no se da cu erpo político alguno sin la mediación de la representación. Puede existir el alma nacional. Pero ésta no puede actuar por sí misma sin el cuer­po de sus representantes. Esta visión dualista del mundo, pro­pia de Platón, que llega hasta la división entre noúmeno y fenómeno, todavía estructural al pensamiento de Kant, resue­na en el último teórico de la representación, Eric Vógelin, que define la representación como «la fo rm a a través de la cual una unidad política llega a la existencia y actúa en la historia»5.

Dos elementos condicionan la inestabilidad de este pensa­miento liberal y conceden a la teología política la oportunidad - e incluso la necesidad- de su triunfo sobre el mismo. Prime­ro, en la medida en que concede d e f a d o la existencia de dos

4 Pitkin, ob. cit., p. 65-100.5 Eric VOgeun, La ntiova scien za política, Tormo, Borla, 1968, p. 47.

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soberanías -la en sí y la fenoménica-, deja sin decidir la cues­tión radical de la unidad del soberano. Pues la soberanía sólo tiene sentido en la medida en que es una. Por ello el liberalis­mo, un pensamiento internamente indeciso entre la nación y el parlamento, no resuelve el problema.

El mismo problema se puede expresar de otra manera, a saber: como el de la verdad de la representación. Pues entre la nación como conjunto de ciudadanos, y la nación como repre­sentación parlamentaria, jamás se obtiene d e f a d o un genuino vínculo. Cada una de estas instancias puede reclamar la sobe­ranía verdadera en exclusiva. En cierto modo, siempre cabe el reconocimiento, claramente percibido por la Revolución Fran­cesa, de las distancias entre el soberano nacional y el sobera­no parlamentario, prendiendo la lucha entre la asamblea de representantes y la formas directas populares de acción políti­ca que reclaman otro tipo de representatividad no electiva, sino existencial.

En segundo lugar, esta indecisión en relación con el pro­blema de la doble soberanía se complica en la medida en que la propia representación, tal y como se da en el parlamento, no es unitaria; esto es: no se presenta como clara voluntad, porque no es una persona. De la misma manera que el pueblo puede entenderse como materia de la diferencia amigo-ene­migo, el cuerpo parlamentario que lo describe con tanta pre­cisión como sea posible, según la opinión de John Adams,6 carga con ese carácter informe y reproduce, en el nivel de la representación, la diferencia potencial entre amigo-enemigo.

De esta manera, toda la crítica que el pensamiento de la soberanía, propio de la teología política, lanza sobre el parla­mentarismo se reduce a ésta: el parlamento no es el principio productor de forma política, es tan informe como la propia exis­tencia de la nación entregada a sí misma y no puede ejercer

6 Citado de Pitkin, ob. cit., p. 65. La cita corresponde a la -Letter to Hon Penn-, y se halla en Works, Boston, 1852-1865, vol. IV, p. 205. Dice así: -Un legislativo representativo debería ser un retrato exacto, en miniatura, del pueblo en toda su amplitud, y debería pensar, sentir, razonar y actuar como este último». Schmitt habría añadido que también debería luchar y dividirse en amigo y enemigo.

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como genuino soberano ni fundar una oportuna dominación suprema. El parlamento, por el contrario, puede ser el terreno de juego donde brille de forma especialmente clara la diferen­cia amigo-enemigo, aunque el medio de lucha sea la discusión. Pretender que esta discusión sea la forma de la soberanía es ciertamente un absurdo. El parlamentarismo liberal clásico, y su teoría de la representación nacional, con sus debilidades extre­mas, es, de esta forma, un aliado involuntario de la teología política, como se puede ver ya en Donoso Cortés7.

De esta forma, el elemento que lastra el problema de la repre­sentación con dilemas que llevan ineludiblemente a la teología política, es su mixtificación con el problema de la soberanía entendida como superación de la diferencia amigo-enemigo y, por tanto, como único germen de orden jurídico homogéneo. Lo más problemático de este pensamiento es que entrega al soberano, en exclusiva, la capacidad efectiva de que los hom­bres se consideren unidos. Aquí sigue a la teología, en la medi­da en que declara a los hombres ciudadanos sólo por el some­timiento a un único representante trascendente a ellos. Que esta representación sea también soberana viene exigida por­que la unidad del cuerpo político se hace depender de una ins­tancia superior y trascendente, en la medida en que la forma fenoménica inmediata de la existencia es la lucha civil. Desde esa violencia de base se torna necesario pensar una forma fenoménica que simbolice y exhiba, en lo sensible, la trascen­dencia y la unidad del cuerpo político. Ahí el Hobbes liberal y el católico Schmitt se dan la mano de una manera mediata8. El

7 Cfr. mi trabajo -Mal y Dictadura en Donoso Cortés», en Félix Duque (ed.) Irrad iación y Fascinación d el m al en ¡a m odernidad , Barcelona, Ver­sal, 1993.

B El problema de la representación política muestra también una estruc­tura relevante de la ontologia de Heidegger. Causaría cierto asombro entre los Filósofos puros si se dieran cuenta de hasta qué punto la clave del pen­samiento de la representación en Schmitt es convergente con la teoría ontológica de Heidegger. Cfr. para este problema, Duso, ob. cit. p. 27. Para una relación entre los dos autores, cfr. mi trabajo «Técnica y política. O sobre la relación del discurso esencial de Martin Heidegger con el discurso políti­co de Cari Schmitt-, en Estudios sobre Cari Schmitt, Madrid, Editorial Vein­tiuno. 1996, pp. 425-463.

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segundo lleva a coherencia al primero. Pues, en el fondo, la paradoja de Hobbes es insoluble en sus propios términos filosóficos. Si la guerra de todos contra todos nunca se da, si se da únicamente la guerra civil, entonces la posibilidad de un contrato en términos hobbesianos es más bien nula como método de emergencia de la soberanía. De la guerra civil no emerge un contrato, sino una representación soberana que funda su legitimidad en la trascendencia política de la victoria. En cierto modo, la crítica de Schmitt a Hobbes sólo se com­prende desde supuestos existenciales e históricos diferentes. La escisión social que supone la teología política no es la gue­rra de todos contra todos, racionalmente construida para dejar a todos en la más absoluta impotencia y, así, configurar una potencia absoluta. Más bien, la teología política supone la gue­rra civil producida por la diferente comprensión de la nación, tal y como emergió en la Revolución Francesa.

4. La m irada kan tian a sobre la rep resen tación - El pre­sente punto defenderá la más profunda separación posible entre el problema de la representación y el problema de la soberanía. Ante todo, debemos afirmar que el conjunto de pro­blemas que hace inevitable la existencia de la representación política no tiene nada que ver con los problemas que desem­bocan en el reconocimiento personal y autoritario de la sobe­ranía. Esto es así porque no todo pensamiento de la política asume el principio de la trascendencia de la unidad del pueblo, ni piensa sus tensiones sociales en términos de guerra civil.

Aquí, el supuesto de toda teología política está perfecta­mente elegido: la guerra civil, con la división entre amigo y enemigo, genera aquella situación en la que no es visible la soberanía; esto es: la capacidad inequívoca de hacerse obede­cer por parte del Estado. Mas, desde el punto de vista norma­tivo que defendemos, hemos visto que no es posible asumir la violencia entre amigo y enemigo como la base y el supuesto de la política. Antes bien, defendimos la continuidad entre el estado social y el estado civil. Con ello rompimos la tesis de Hobbes, según la cual debemos pensar el estado natural indi­vidualista como fundamento de la política. Vimos que, desde una perspectiva kantiana, tal estado natural no existe. El esta-

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do natural en el hombre es un estado social donde ya se tiene una idea del derecho, si bien limitada a las dimensiones pro­tectora y conmutativa de la justicia. Kant afirma, sin reparos, la tesis clásica de la continuidad entre sociedad civil y política.

Si la política surge desde el continuo de la acción social, donde se producen los encuentros regidos por la insociable sociabilidad, no tenemos por qué considerar la unidad del cuerpo político como trascendente, sino como una continua inmanencia de acciones e interpretaciones. En la medida en que el espacio público, que hemos descrito antes, asume cons­cientemente el tolos de la política, a saber, la justicia distribu­tiva, deviene espacio político. En la medida en que se asume el tolos de la política en el espacio público, se moviliza políti­camente la trama de los poderes sociales a la búsqueda de una distribución justa de poder. No hay aquí nada misterioso: la misma acción social y el mismo principio de la insociable sociabilidad se aplica al bien del poder y genera una acción política, plena a la vez de tensiones y de cooperación.

En la medida en que esta trama de poderes y actos comu­nicativos se reúna en una sola decisión, capaz de expresar una única voluntad, ésta será soberana. Entonces, la u n id ad d el pu eblo , e l universo político d e qu e y a h ab laran los seguidores d e Calvino, se p u ed e h a cer visible p o r s í m ism a com o volun­tad. La soberanía del pueblo puede hacerse presente a sí misma. La representación no se determina en este proceso como único medio para que brille la unidad, sino que viene impuesta por otros problemas, todo ellos dependientes de la antropología política, no de la teología política. El caso es que, en Kant, la representación jamás coincide con la soberanía. El representante, mero magistrado, no coincide nunca con el soberano. Ésta es la esencia política del republicanismo.

El problema de la representación, desde una perspectiva democrática republicana, brota de un preciso reconocimiento de las relaciones entre la sociedad civil y la esfera de la políti­ca. La sociedad, en la medida en que efectivamente se cons­truye sobre la trama de relaciones sociales -por muy asimétricas que sean-, y no sobre formas de dominación inmediatamente políticas, genera un espacio políticamente horizontal. No tenemos aquí todavía el estado civil, que define un espacio

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vertical de mando y obediencia. Para generar este último espa­cio se tiene que producir una voluntad implicada en la justicia distributiva, irresistible para todas las tramas de acción social. Esta voluntad es la soberana, y ella basta para que el todo social brille como único y pueda producir relaciones de obe­diencia.

La necesidad de la representación tiene que ver con los límites de la mera voluntad para hacerse obedecer, no con la imposibilidad de que esta voluntad se conozca como unitaria desde el pueblo mismo. La soberanía define la voluntad supre­ma en relación con una acción capaz de ser obedecida por el todo social; esto es: construye una dominación legitima. Mas la necesidad de la representación no surge desde la invisibili­dad propia de la trascendencia de la existencia nacional, o desde la imposibilidad de conocer su volnntad, sino desde la diferencia antropológica entre expresión de voluntad y acción propiamente dicha.

Las bases de la política republicana, que hemos venido diseñando, no ofrecen ningún obstáculo para que la unidad del pueblo brille por sí misma y exprese su voluntad sobera­na. No hay ningún obstáculo para que la problemática de la soberanía se analice desde una radical apuesta por la inma­nencia formal del pueblo. Para reconocerse como voluntad soberana, y para expresarla, el pueblo no necesita un repre­sentante que sea su ventrílocuo. La expresa por sí mismo. Pero a pesar de todo ello, y por otros motivos, el problema de la representación es condición indispensable de la acción política.

En resumen, los desajustes entre deliberación pública repu­blicana, voluntad unitaria expresada y acción política realiza­da, han venido lastrando la comprensión clásica de la política y ofreciendo a la teología política sus oportunidades más cla­ras. Al desconectar la deliberación de la decisión voluntaria, la teología política ha rebajado la primera a discusión y la segun­da a arbitrario decisionismo. De esta forma, la teología políti­ca se tiene que elevar sobre la negación radical de los saberes prácticos clásicos, saberes meramente humanos, para entre­garse a un supersujeto diseñado según el modelo teológico, ahora caracterizado desde la omnipotencia y la omnisapiencia

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o infalibilidad. La clave de bóveda de todo el argumento resi­de en que aquellos saberes prácticos suponen una sociedad civil que no permite que sus tensiones alcancen el nivel de diferencia amigo-enemigo. Tan pronto como esa transforma­ción se produce, la teología política se torna verosímil. Pero que la teología política no es el destino se demuestra tan pron­to reparamos en que la transformación de las tensiones pro­pias de la sociedad civil en guerra civil no puede realizarse al margen de la voluntad de los propios actores.

Pero el liberalismo no supone menos la destrucción de este continuo de saberes prácticos clásicos antropológicamente fundados. De hecho, estos desajustes siguen vigentes en una tesis tan opaca a la idea de soberanía y de representación como la de Arendt, que tiende a defender la identidad política entre deliberación, acción y poder. Arendt tiene razón en que, si la deliberación ya es acción, no se tiene por qué primar el pensamiento de la representación, sino que es necesario cen­trarse en la acción directa del pueblo. Sin embargo, aunque podemos concederle que la deliberación es una forma de acción política directa del pueblo, y que genera una voluntad y un poder, no toda acción política es deliberación.

Lo propio del Estado, ya lo hemos visto, tiene que ver con la justicia distributiva. Arendt, siguiendo a Rousseau9 , tiende a reducir la acción política a acción social comunica­tiva. Con ello Arendt no ha querido saber nada de la domi­nación ni de la voluntad soberana. Su especialización en la humanización del poder desprecia los aspectos de la reali­zación, sin duda excesivamente monopolizados por el hom o fa b e r . Mas la deliberación es la forma de acción política en la medida en que se reflexiona sobre la distribución del poder, no en la medida en que se producen relaciones de obediencia voluntaria y acciones concretas. El republicanis­mo es algo más que deliberación: es decisión, voluntad y

9 Cfr. el famoso texto de Rousseau en su Carta a D'Alcmbert sobre los espectáculos, sobre la necesidad de hacer de los hasta ahora espectadores actores, de tal forma que frente a la representación se alce una verdadera unidad. De esta forma, la acción política serla no una comedia -según la estructura de la representación-, sino una fiesta.

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una compleja forma de vertebrar la acción política propia de las sociedades democráticas.

En verdad, la deliberación es un asunto del espacio públi­co de la política, un ejercicio abierto a la trama de los poderes sociales en los que cada uno se sitúa. Como vimos en el segundo capítulo, la deliberación pública es el procedimiento racional formal de legitimación constituyente y el medio de cambiar el derecho material. Pero la acción política, si quiere redistribuir con justicia los bienes mediante el uso de los pode­res del Estado, no puede reducirse a la deliberación. Debemos recordar que la deliberación debía ser pública si la voluntad había de ser racional; pero la acción política debe ser, además, prudente, justa y sabia. Por eso la acción política ejecutiva no puede conducirse de la misma forma que la acción deliberati­va. Ahí reside la razón más profunda de que Arendt tuviera, al final de su obra, que ocuparse de la autoridad, instancia que, por mucho que se funde en la deliberación, reclama la autoría de la acción como curso de sucesos siempre en parte diver­gente de lo previsto en la deliberación y de lo querido en la voluntad expresada.

De hecho, al recibir a Kant desde el problema del juicio como capacidad de fundar el sentido común, orientado por la deliberación, Arendt no ha reparado en las demás dimensio­nes del juicio práctico, entre las cuales se cuenta la prudencia y la sabiduría, en tanto decisión que aplica una norma ten­dente a la felicidad o a la dignidad, sin que la aplicación pueda derivarse lógicamente desde aquélla10. Pero en la misma medi­da en que se necesita pasar de la deliberación a la acción, la primera debe cristalizar en el punto denso y soberano de la voluntad. Pues sólo la voluntad soberana selecciona los aspec­tos reales de la acción. En esa mediación de la voluntad sobe­rana a la acción política, ya lo hemos dicho, se debe introdu­cir siempre el problema de la representación.

Curiosamente, Kant, por mucho que asumiera la dualidad entre el noúmeno y el fenómeno como clave de bóveda de su sistema, y por mucho que identificara la noción de represen-

10 H. Arendt, Lectores on Kant P olitical Pbilosopby, ed. por R. Beiner, Chicago, 1982.

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tación simbólica como única forma de hacer visible una idea trascendente, no aplicó estas categorías estético-metafísicas a la esfera de la política ni a la definición del republicanismo. En este punto apostó por un pensamiento de la soberanía carac­terizado por una inmanencia radical. Y sin embargo, aún cuan­do asumiera una noción de soberanía inmanente, Kant reco­noció la necesidad de la representación política. En este punto debemos reconocer la peculiaridad de la posición kantiana en la construcción de un republicanismo actual.

Para captar esta centralidad tendríamos que relacionar las operaciones de la publicidad deliberativa, la expresión sobe­rana de la voluntad y la representación en la acción política de tal forma que se diera cuenta de lo que realmente sucede en su modelo de democracia, y así ponemos en condición de comprender la potencialidad normativa de su desarrollo.

5. D eliberación , espacio p o lítico y so b era n ía .- En todo lo que hemos venido diciendo hasta ahora, nos hemos centra­do en los momentos en que el espacio de la publicidad polí­tica se levanta sobre el espacio de la acción social. Este espa­cio político tiende a desplegar, por medio de la deliberación y de la discusión, una autoconciencia de las necesidades de redistribución de los bienes sociales -y entre ellos del poder- para impedir la conversión de las relaciones sociales en des­nudo privilegio. Con ello, se tiende a eliminar las diferencias humanas extremas capaces de fundar las relaciones entre amigo y enemigo. Podemos decir entonces que el espacio público de la política alberga una dimensión deliberativo-téc- nica: se deben definir razones y luego expresar una decisión distributiva, una voluntad, desde criterios de prudencia y de justicia. Luego queda la otra dimensión activa y prudencial propiamente activa, que debe aspirar a realizar la voluntad definida.

Ahora podemos ver que las comprensiones extremistas de la representación rompen su propio concepto. Ambos extre­mos se sitúan en el «experto científico» electo, por una parte, y en un elector para quien la deliberación es irrelevante. La representación política propiamente dicha se torna relevante por una dimensión que no es ni exclusivamente técnica ni

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exclusivamente decisionista, sino una peculiar conjunción de ambas. Los elegidos tienen que tener capacidades técnicas, pero tienen que hacerse cargo de los elementos deliberativos de una sociedad política, esto es, empeñarse en redistribuir sus bienes.

El espacio de la publicidad política tiene una dimensión técnica plural, en la medida en que debe tener en cuenta los pro­blemas técnicos de distribución de bienes sociales en los que hay implícitos problemas de producción, de traslado, de prio­ridad en la aplicación de recursos, etc. Estos problemas técni­cos están sobredeterminados por una dimensión dialéctico- deliberativa, que integra una exigencia de justicia distributiva y de igualdad compleja, por hablar con Michel Walzer; esto es: una exigencia de disfrute sin predominios ni monopolios, sino orientado a la participación máxima en los diferentes bienes parciales, capaces de potenciar una refracción de la máxima heterogeneidad en los individuos, sus arbitrios, sus deseos y su interpretación del derecho.

Sin colaboración de los implicados en la acción social no se puede llevar adelante el espacio público de la política repu­blicana. Sin tener en cuenta el punto de vista de los excluidos, o de los menos privilegiados, el espacio público no está domi­nado por el telos de la política de la justicia distributiva, sino por la auto-afirmación de los implicados en la acción social y por la defensa de su participación privilegiada. Los argumen­tos de la prudencia aconsejan que si la redistribución de bie­nes complejos deja simplemente sin ellos a los que ya disfmtan de ellos, no se producirá una voluntad unitaria suficientemen­te amplia. Los argumentos de la sabiduría, de índole final­mente jusnaturalista, avisan de que si no se amplía la base social de esta igualdad compleja, los mecanismos de exclusión aca­barán con la conciencia de una sociedad de pertenecer a un mismo todo. La diferencia amigo-enemigo no tardará enton­ces en aparecer.

El punto de vista de los técnicos o especialistas puede hacerse valer por una cadena de burócratas que intervienen en los procesos de distribución o producción. Pero sólo habrá política si son dirigidos por la acción política asentada en una voluntad y una autoridad democrática, en la que se

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manifiesta el final de una deliberación. Todo esto determina la tensión del hombre político con el burócrata, en los térmi­nos ya definidos canónicamente por Weber. En la medida en que los hombres, en su acción política, estén en condiciones de hacer las preguntas, de imponer su lelos, de situarse por encima de las cadenas de burócratas, se puede aspirar a garantizar el mecanismo de la integración social como un complejo de acción y de deliberación humana, no como un complejo automatismo de integración sistémica, que diga lo que diga Luhmann, jamás se produce.

La legitimidad del hombre político, que aspira a garantizar la participación universal en los diferentes bienes humanos, es superior a la legitimidad burocrática, pues aquél busca una participación sin exclusiones, mientras que la legitimidad burocrática debe mostrar cómo es posible desde los medios disponibles. Mientras que la legitimidad del político se basa en argumentos de la justicia y de la prudencia, la legitimidad del técnico se basa en argumentos de la habilidad, la última de las formas de producir confianza de que habló Kant. La política prudente, porque no olvida lo imposible, exige de la habilidad que logre lo máximo posible. En este sentido, la legitimidad técnica de las cadenas burocráticas es incompleta y limitada y debe ponerse al servicio de la legitimidad democrática a la que aspira la política.

Por eso, en el proceso deliberativo-técnico que describi­mos, el lelos de la política define las preguntas y el elemento técnico debe optimizar las posibilidades de distribución del poder político -por ejemplo, mediante una ley electoral o una concesión de autonomía regional- o de los bienes de la acción social. De esta forma, la deliberación en el espacio público de la política no sólo aspira a establecer fines globales, normati­vamente fijados como justicia distributiva, sino a definir sujetos activos y programas^ esto es: caminos técnicamente iluminados para flexibilizar y redotar de potencia distributiva los poderes y las acciones sociales. Puesto que los técnicos no representan a todos, pero la política debe aspirar a hacerlo, la legitimidad democrática es superior a la legitimidad técnica y, justo por eso, se atribuye la potencia de marcar los fines. La habilidad técnica jamás puede ser soberana frente a la voluntad política.

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El político demócrata delibera sobre los procesos de escle­rosis de la propiedad y de los arbitrios humanos, propone medios para eliminar la fijación privilegiada de los bienes y deseos a sectores sociales y denuncia como intolerables los procesos de exclusión. Al hacerlo, reclama la formación de una conciencia social mayoritaria acerca de las necesidades distributivas de la sociedad. De esta forma, la esencia de la deliberación democrática reside en permitir que se forje una autoconciencia de las necesidades sociales definidas en un programa, con arreglo al cual la sociedad debe actuar políti­camente. De esta manera, la sociedades democráticas incor­poran una dimensión de auto-obediencia, propia de la lógica republicana, pero también una lógica expansiva de la homo­geneidad social, asentada en la igualdad compleja, que con­trasta claramente con el aristocratismo clásico.

Mas la sociedad que delibera, y que define un programa, forma su voluntad. Lo decisivo de esta posición es que la deli­beración no es un asunto que asuma el representante legisla­tivo de la nación, el parlamento, tal como se estableció retórica­mente en el parlamentarismo clásico. El lugar de la deliberación es, más kantianamente, el espacio público, el uso público de la razón, en la medida en que esté sobredeterminado por el lelos distributivo de la política. En la medida en que la delibe­ración que atraviesa este espacio es fecunda, racional, genui- namente franca, avisada acerca de los peligros que en cada momento corre lo más común entre los hombres -su dere­cho-, en esa misma medida, la democracia será efectiva para expresar una voluntad política.

Es verdad que este espacio público y deliberativo de la política no es todavía la existencia visible del soberano. Pero tampoco es un mero velo ilusorio que escondería la existencia trascendente de la nación. Es una forma más de existencia social, una forma más de acción social, sólo que ahora, pues­to que afecta al pueblo entero y al sistema redistributivo de bienes, instituye una primera dimensión de la acción política, a saber: la volu ntad de distribución del poder político -en el período constituyente mediante las reglas constitucionales, en el constituido mediante elecciones ejecutivas, parlamentarias y judiciales-. El espacio público de la política no es el sobera-

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no. Por eso, un parlamento donde se recogiesen como en un espejo los debates sociales tampoco podría ser un soberano vicario.

La deliberación, desde luego, no brilla como aquellas reali­dades que gozan de una forma, al menos mientras permanez­ca como actividad deliberativa. A través de la deliberación se pueden configurar diferentes programas, diversos planes razo­nados de participación, todos ellos técnicamente iluminados. En sí mismo, el proceso deliberativo sigue sin poseer una forma inequívoca. No presenta nada que tenga que ver con un soberano. La publicidad sigue siendo una dimensión expresi­va de la sociedad civil, no del Estado. Su estructura es la hori­zontal o, como Habermas quiere, la propia de la simetría de los sujetos modernos, todos ellos libres e iguales en su capa­cidad de interpretar el debate. El Estado define una estructura vertical, asimétrica, porque es una forma legítima de autoridad y de obediencia. Mas para eso la deliberación tiene que defi­nir una volu ntad única e indiscutible.

6. D eliberación y q u ere r - Toda deliberación cesa cuando se toma una decisión, y esto sucede cuando se establece un querer, una voluntad. Si ésta es política, será distributiva de un bien social. Mas la voluntad brilla por sí misma si se expresa de forma clara, rotunda, indiscutible, objetiva, unitaria. En ese momento el decir y el hacer significan algo inseparable. Al d ec ir mi voluntad estoy h acien d o algo: decidir. Expresar mi querer es una acción que brilla por sí misma. No se necesita representante alguno para expresar una voluntad. En la medi­da en que esa voluntad distribuye un bien, surge de una fuen­te unitaria. Cuando esa voluntad distribuye el poder, es la soberana y su fuente unitaria es el pueblo. Lo primero que dis­tribuye la voluntad unitaria de un poder soberano es ese mismo poder. Por eso, un representante es tal si y sólo si se ha expresado de una manera clara la voluntad que lo constituye. Si el acto de expresar la voluntad no fuera autónomo, si no bri­llara en sí mismo, si no se hiciera visible por sí mismo, la repre­sentación que se acaba instituyendo en él no sería tampoco visible. La representación depende entonces de que la volun­tad soberana brille por sí misma.

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En el momento en que se produce la expresión de la volun­tad unitaria, por encima de la cual no hay ninguna otra, el soberano brilla por sí mismo. Como acto sobrevenido de este brillo autónomo de la voluntad soberana se produce la distri­bución de su poder, y así, y sólo así surge la discriminación del beneficiario de la representación. Este beneficiario, efecto de la distribución de poder expresada en la voluntad sobera­na, no puede ser único. Así que el representante jamás es el soberano, y el soberano jamás está oculto en el mundo de la trascendencia hasta que emerge el representante. Hay un punto de contacto entre el soberano y el representante, deci­dido por aquél, que cortocircuita la victoria de la teología polí­tica y la representación personal del carisma irracional: el soberano brilla por sí mismo y decide la distribución del poder que funda el estatuto de representante. En el parágrafo 52 de la M etafísica d el D erecho, de Kant, se dice de una manera muy clara:

■Toda verdadera república no puede ser más que un siste­ma representativo del pueblo, que pretende, en nombre del pueblo y mediante la unión de todos los ciudadanos, cuidar de sus derechos a través de sus delegados (diputados). Pero en cuanto un jefe de Estado se hace representar personalmen­te (sea el rey, la nobleza o el pueblo entero la unión democrá­tica), el pueblo unido no sólo representa al soberano, sino que él mismo es el soberano, porque en él, en el pueblo, se encuentra originariamente el poder supremo del que han de derivarse todos los derechos de los ciudadanos como simples súbditos.»

Aquí se defienden varias cosas. Primero, que la dimensión representativa de la política no viene obligada por la invisibilidad trascendente del soberano popular. Segundo, que el soberano mismo entra de lleno en el mundo de la inmanencia, aparece, se presenta a sí mismo, se expresa. Hay un momento en el mundo en que se puede decir que el soberano es, y no meramente es representado por. Esto significa que habla por sí mismo. Hay un momento en que algo parecido a Dios entra en la tierra por sí mismo. Y por eso su presencia es infalible e inapelable. No hay juicio superior a esta presencia. Mientras el soberano como pue­blo está reunido y expresa una voluntad, no hay representante.

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Que esta rotunda presentación de sí constituye el poder supremo se sigue del hecho de que el pueblo no es sino la reunión de todas las potestates de todos los ciudadanos. Este momento de la auto-presentación de sí por parte del pueblo es, contra Hobbes, un derecho inalienable. Kant se apresura a reconocer que esta unión democrática, el pueblo unido, sólo puede entenderse desde una metafórica personal. Lo que ahí se hace visible por sí mismo, como persona existente en sí, es el jefe de Estado, el soberano, el pueblo como persona que tiene voluntad. De esta forma, se escapa a las consecuencias de la ambigua tesis de Schmitt11, según la cual, puesto que «la unidad política en cuanto tal no puede ser jamás presente en su real identidad», el representante personal es el soberano. De hecho, Schmitt se ha deslizado hacia una interpretación realista de la metáfora de la persona, rechazando cualquier posibilidad de una persona colectiva, como vemos que suce­de en Kant.

Es más, en un parágrafo anterior, en el 51, Kant ha recono­cido que la noción de soberano o de jefe de Estado es una «idea pura» o un «producto mental» mientras falte una persona física que proporcione a esta idea una efectividad mundana sobre los hombres. La tesis más propia de Kant dice que el pueblo unido puede ser esta persona. Por eso, el pueblo es capaz de concretar de forma mundana la idea de soberano en la medida en que se cumpla alguna condición. En verdad, este soberano democrático es el más complejo, como asegura el propio Kant. Pues la condición para que el pueblo unido sea la persona física existente del soberano, requiere que su volu ntad resulte unificada. En la medida en que esto ocurre se fo rm a un pueblo.

De nuevo vemos aquí la presencia de una legitimidad pro­pia de la modernidad: la soberanía del pueblo es cau sa sui. Se forma a sí misma en la medida en que el pueblo se une expre­san d o su voluntad. De esta forma, la deliberación no ofrece la forma que hace brillar al soberano existente, sino la voluntad unitaria preparada por la deliberación. El «soberano es esta 11

11 Cari ScHMrrr, V erfassungslehre, Berlín, Dunker and Humblot, 1924 p. 205.

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voluntad unidad misma», dice Kant finalmente. El represen­tan te representa en la medida en que es constituido por la dis­tribución de poder que se expresa en esa voluntad, y en la medida en que realice la voluntad del pueblo soberano que quiso tenerlo por tal. Este representante designado, en tanto poder del Estado, dispone libremente de realizar su acción concreta siempre en relación con el contenido objetivo de la voluntad del pueblo, «pero no d ispon e d e la voluntad colecti­va m ism a, que es el fundamento originario de todos los con­tratos públicos», concluye el parágrafo 52, con una sutileza ejemplar.

La voluntad unitaria es la forma de visibilidad inmanente del soberano existente. Por naturaleza, ésta tiene poder distributivo formante. Para que exista esta voluntad, el pueblo ha tenido que verse físicamente reunido. Pero el contenido de esta volun­tad no sólo es el contenido de un programa, sino la identifica­ción de un autor que ha de impulsar este programa tanto en la legislación concreta, en la acción y en el juicio. La representa­ción no es necesaria desde la invisibilidad del cuerpo político, que justo por eso reclamaría la existencia del representante- soberano como un fantasma que reclamase un cuerpo. La representación es necesaria para pasar desde la voluntad con­creta, soberana y decidida al curso concreto de la acción. El representante está desvinculado respecto del soberano en rela­ción con el curso concreto de la acción, pero no respecto de la voluntad misma del soberano que lo constituye como tal.

De esta forma, desde Kant, nos apropiamos de los resulta­dos de la crítica de Leibholz a Schmitt: separados los concep­tos de soberanía y representación, el soberano no es el repre­sentante, sino el representado12. Pero el representante no forma la voluntad del soberano, sino que es el resultado de su deci­sión voluntaria. La representación no es necesaria desde la referencia a una idea trascendente, sino para la realización de una voluntad en el mundo. La voluntad unida soberana se puede expresar por una palabra dada. Aquí hablar, actuar,

12 Cfr. G. Leibholz, D as Wesen dcr Reprcisentation utid d er Gestaltwan- del d er D em okratie im 2 0 Jahrhundert, Beriin, Dunkerand Humblot, 1966, pág. 76.

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decidir y brillar es todo uno. Pero actuar, en el sentido de rea­lizar en el mundo un programa, es algo más que hablar y deci­dir, e implica una unidad de acción. Además implica sobre todo la forma de la responsabilidad y, de manera consecuen­te, un sujeto. La necesidad de la representación procede de la diferencia inevitable entre la voluntad y la acción, diferencia en la que se introduce el problema de la autoría y de la res­ponsabilidad para con las consecuencias no queridas o no previstas de la decisión.

Con ello, tenemos identificados dos problemas dentro del laberinto clásico de la representación. Uno, el problema de la identidad del Estado y de su reconocimiento. Otro el proble­ma de la acción y la necesidad de representación que provo­ca. Respecto del primero nos hemos separado de la metafísica gnóstica de la ausencia de Dios y hemos reconocido física y fenoménicamente al pueblo como soberano, en la medida en que se reúne, enuncia su voluntad y la hace pública en un tiempo definido y de manera objetiva e inapelable. El segun­do nos queda por tratar, porque aquí se roza la esencia de la representación propiamente dicha.

En todo caso, en la medida en que el pueblo se reconoce en su unidad como Estado, esto es, como voluntad soberana común que quiere un programa y distribuye los papeles de los actores responsables del mismo, la representación será com­patible con la democracia, y no con la definición de los sucedáneos plebiscitarios, por lo demás radicalmente incohe­rentes con el pretendido carácter trascendente del represen­tante soberano. Como veremos, esta representación democrá­tica establece el dominio y la verticalidad del Estado. En este sentido, es el punto y final de las actuaciones simétricas y hori­zontales de la sociedad civil. Pero además, esta fundación y distribución soberana de poder por representación, en la medi­da en que ésta se atiene a la estructura antropológica de la acción, fundará la división de poderes del Estado republicano. Trataremos estos problemas inmediatamente.

En suma, y por concluir con el problema de la soberanía, para reconocer la unidad y la identidad del Estado como pue­blo no se necesita nada más que apreciar el proceso visible por el que se enuncia su voluntad unitaria. Un pueblo sobera-

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no se reconoce en su identidad cuando es capaz de emitir una voz sobre su voluntad programática y los actores responsables (representantes) en quienes confía; vale decir: cuando se reúne físicamente en el proceso electoral por el que se define y dis­tribuye el poder. Ni siquiera los límites geográficos son nece­sarios para ello, como exigiría Weber. Sin embargo, de aquí se sigue algo que Weber reconoció con agudeza: que la identi­dad del Estado no se define por la materialidad de los fines. Antes bien, dada la libertad del proceso deliberativo, cualquier distribución de bienes puede ser telos de la voluntad soberana del Estado.

En todo caso, lo propio de la comunidad estatal, por muy socializada que esté, reside en que no puede definir a p riori los fines de la acción de la asociación estatal. El Estado inten­tará justamente definir los fines de la comunidad desde los problemas más generales de la sociedad. Mas, cuando nos enfrentamos a la acción, entonces tenemos que explicar las dimensiones del Estado, en tanto dominación legítima, que disponen del monopolio de coacción ordenada por un cuadro administrativo dirigido por representantes populares. Enton­ces nos enfrentamos al problema estrictamente racional de la representación y su relación con el poder fundado y distribui­do por el soberano.

B) LA DIVISIÓN DE PODERES

1. S oberan ía y C on stitu ción - Sea cual fuere la progresión técnica de la política democrática, ha de atenerse a la idea de Estado dirigido por el telos distributivo de los bienes plurales, operación fundada en la prudencia y en la justicia. A pesar de que Kant menciona repetidas veces la teoría del contrato como idea racional del Estado, no hace un uso excesivo de la misma para concretar su teoría de las instituciones. La idea del contrato somete la teoría de la política a la previsión regulati­va del consenso, tal y como se deriva del principio republica­no del derecho, como hemos visto; pero no indica procedi­miento alguno para concretar y avanzar históricamente por la senda del derecho.

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Para pensar el Estado, y para pensar la acción concreta que en cada presente debe realizar el derecho, debemos acudir a la tesis de la división de poderes, que Kant expone de una manera preclara. En el contexto de esta previsión de la divi­sión de poderes, la idea de contrato social emerge como lo que es verdaderamente: una referencia continua a la tesis de que todo poder emerge del pueblo y es aceptado por el pro­pio pueblo que lo crea. La idea de contrato social no es sino la clara conciencia del carácter normativo del republicanismo.

Por el contrario, el problema de la división de poderes en el Estado, todos los cuales obedecen a la estructura de la representación, es un tema fundamental para entender la tesis de la política en Kant. Que no haya sido analizado por Vla- chos, en su obra clásica sobre la política, muestra a las cla­ras la limitación de su estudio. Su uso, masivo por otra parte, de las reflexiones acerca del Derecho que nos ha legado el Opus postum un, le ha cegado a este respecto en relación con el texto central, que se inicia en el parágrafo 43 de la M etafísica d e l D erecho.

Allí se define, de una forma radicalmente moderna, la idea de constitución como voluntad que unifica a todos en la participación del derecho, como realización de la idea misma de derecho. Desde el punto de vista de la soberanía, ésta brilla por la propia acción del pueblo que se dota de una constitución en que se expresa de una manera unitaria y pública su voluntad. Desde esta expresión de soberanía no se sigue, sin embargo, la definición o la identificación de un representante, sino la estructura distribuida de poderes en los que, por ulteriores actos expresivos de su voluntad, se colocará a un representante para realizar la acción del Estado.

Por eso mismo, antes de que se pueda identificar el repre­sentante en cada uno de los campos del poder y de acción política, se tiene que establecer claramente que lo que funda la constitución es una relación distributiva de poder. Ésa es la primera expresión de la justicia. La relación horizontal civil se auto-transforma, por la vía del consentimiento, en la relación vertical de la obediencia al poder. El estado social se transfor­ma en Estado.

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De forma consecuente, justo después, Kant pasa a indicar la idea del poder externo y coactivo como segundo elemento a p riori del Estado, más allá de la voluntad soberana. Si no fuera así, la voluntad sería mera interioridad. Justo porque la voluntad brilla en el mundo, se hace patente y externa, y recla­ma realidad, surge el poder externo del Estado. Allí, el Estado asume la propia lógica de la legislación jurídica y, como vimos, se constituye en Estado de derecho porque cumple el concepto de derecho en sus tres dimensiones: la legislativa, la ejecutiva y la judicial.

Estas dos dimensiones del momento soberano, el acuerdo por mor del interés común que se expresa en una voluntad unitaria y la creación de un poder externo y coactivo -m ono­polio de la violencia- ofrecen al Estado civil de Kant, a su ras p u b lica , una complejidad normativa que excede la tesis webe- riana, meramente descriptiva. Como ha defendido Stember- ger, que sin embargo no usa a Kant como una de sus fuentes, sin acuerdo no puede pensarse una genuina dominación.

2. La razón d el Estado y la id ea d e la razón p ráctica .- Que estamos ante un razonamiento que desea desplegar la ratio ideal del Estado resulta indiscutible tan pronto nos apro­ximamos al parágrafo 45 de la M etafísica d el D erecho. Habla­mos aquí de principios jurídicos puros. La posición de Kant, ya lo he dicho, es radicalmente normativa. Su función no aspira sólo a entender lo que se produce en una constitución o en un Estado, sino mostrar cómo se debe avanzar en cada Estado d e f a d o hacia un Estado plenamente racional. Y es aquí donde emerge la tesis central, que en vano se buscará con igual finu­ra en Montesquieu, sobre la división de poderes en el seno del Estado, y por ello en la idea misma del derecho.

Lo más curioso de todo es que la idea de Estado que aquí se despliega incorpora una metafórica teológica compatible con la tesis de que en la constitución se expresa la voluntad unitaria del pueblo soberano. Todo lo que digamos a partir de ahora supone que el Estado se va a instituir bajo la forma de una constitución. Ahora debemos analizar la estructura de poderes de esta constitución en la que se expresa la voluntad unitaria del pueblo soberano. Sobre este Dios del pueblo-

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estado, la estructura de la división de poderes recuerda ine­quívocamente la construcción teológica de la Trinidad. Vea­mos el texto:

«Cada Estado contiene en sí tres poderes, es decir, la volun­tad universal unida en una triple persona (trias p o lítica ): el poder soberano (la soberanía), en la persona del legislador; el poder ejecutivo, en la persona del gobernante que sigue la ley y el poder judicial (adjudicando lo suyo de cada uno según la ley), en la persona del juez (potestas legislatoria, rectoría et in d icaría)-. [MD, §451.

Llama la atención en el texto, en primer lugar, que el Esta­do es caracterizado como la voluntad universal unida, en el sentido en que antes hablamos del soberano. Este argumento está cargado de consecuencias, pues viene a decir que el Esta­do, como tal, es voluntad, pero ahora debe ser también poder. En cierto modo, Kant ha transformado la idea de que la sobe­ranía popular no brilla con una forma propia -ya hemos visto que lo hace en una constitución o en una reunión electoral- por la tesis de que la soberanía popular, por sí misma, sin representación, no tiene poder estructurado, formado, distri­buido. Lo que no brilla por sí mismo en el momento de la soberanía es el poder del pueblo. Este poder es el que tiene que ser representado.

El razonamiento implica que, jurídicamente, el soberano no puede comprenderse como una persona completa. El Estado ha sido formado e instituido por la voluntad unitaria, por el pueblo soberano; pero en sí mismo, en tanto mera voluntad, el soberano no es una persona completa, porque no puede reali­zar en la práctica el programa de su voluntad. Por sí mismo, el soberano no actú a jamás como Estado-Uno en la plenitud de su fuerza -sólo expresa su voluntad unitaria-, sino siempre en una de sus tres personas o potencias. La metafórica teológica es aquí rigurosa: el Estado existe como Uno en tanto expresión de la voluntad unificada del pueblo, pero jamás se manifiesta como Uno en tanto poder, ni deviene única persona activa. Considerado en su totalidad, el soberano popular aparece en su voluntad unitaria, pero el Estado como poder no actúa jamás entero. Cuando actúa, y se manifiesta en el mundo, ya no aparece entero, sino en alguna de sus potestades o poderes.

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En segundo lugar, Kant afirma una y otra vez que estas tres dimensiones del Estado surgen de la misma idea de res p u b lica . En este sentido, el esfuerzo de Kant puede consi­derarse como el más serio intento de racionalización de la tesis de Montesquieu, que tendía a presentar sus conclusio­nes jurídicas desde un punto de vista histórico, y no filosó­fico o conceptual. Así, al comienzo del parágrafo 51, Kant dice que estos tres poderes del Estado resultan del «concep­to de comunidad política en general (res p u b lica latiu s dicta)».

Aquí, no obstante, se dice algo más, que nos permite com­prender la estructura del Estado. Entonces se abre camino la tesis que identifica el fondo racional desde el que brota la necesidad de estos tres poderes y que no es otro que el depo­sitado en la noción de «voluntad unida del pueblo». Pues la voluntad unitaria, sea constituyente o electoral, no actúa nunca por sí misma. Aprobar la constitución es una decisión soberana, pero no se despliega en sucesivas acciones automáticas. La elección es una decisión soberana, pero no funda acción concreta alguna del Estado. Como tal, la voluntad es visible en la constitución, pero ésta, en tanto mera voluntad, conforma la interioridad ideal del Estado. De esta idea se deriva a p r io r i la necesidad de los tres poderes como otras tantas exigencias de la acción externa. Así repeti­mos el misterio del Dios-Estado, uno y trino. Uno, por la idea republicana de la constitución como expresión del pueblo unido y soberano; y trino, por la idea de su necesaria y racio­nal distribución en tres personas, tan pronto pase a la acción como poder.

La voluntad unida del pueblo es el supuesto de la acción estatal. Como supuesto de la acción, la voluntad, mera inten­ción expresa, queda en el más acá de la subjetividad, no en la eficacia del mundo. Por sí misma, se hace explícita con el voto reunido, pero no produce efectos sobre el mundo, sino sobre el propio sujeto. Aquí nos encontramos con una situación que, lejos de ser una misteriosa invisibilidad, constituye la más básica representación de nuestra propia estructura antropoló­gica. El misterio teológico queda disuelto en la metáfora antro­pológica, sin la que nunca se ha pensado el Estado. Mas la

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voluntad, en tanto decisión práctica, está indisolublemente ligada a la vocación de exterioridad, posee una intencionali­dad constitutiva hacia la acción y reclama los medios eficaces -e l poder del cuerpo- capaces de producir efectos en el mundo. Este doble elemento de la voluntad -intencionalidad práctica y eficacia- determina el argumento kantiano. Aquí también la voluntad del Estado reclama su eficacia práctica. Mas en la constitución se tienen que integrar ambas cosas: la voluntad unitaria y la trinidad de sus poderes de actuar. La inten­cionalidad práctica dotada de eficacia es la potestas, como ya vimos que ocurría con el hombre en tanto sujeto de derecho. Lo propio de la potestas es que se autodetermina a la acción. C ausa sui, motor propio, la potestas puede pasar por sí misma desde la intencionalidad a la acción. La potestas es la condi­ción activa de la voluntad del Estado, si ha de generar visibili­dad en la acción y no sólo en la expresión unitaria de su sobe­rana voluntad.

Para que el Estado, sin embargo, pueda ser coherente con su propia idea, el soberano que expresa su voluntad debe ser el mismo soberano que distribuye los tres poderes personales que le proporcionan realidad efectiva y dimensión práctica. Aquí es donde realmente se consuma la idea de representa­ción. Para expresar su voluntad, el soberano no necesita repre­sentantes. Aparece como Dios mismo en el acto de la vota­ción, destinado, por el procedimiento que sea, a unificar su voluntad. Ahora bien, para actuar de forma vinculada a su voluntad, para que sea su voluntad misma la que actúe, y no otra, el Estado necesita poderes que dependan también de la voluntad del soberano. El soberano debe estar en la base de estos poderes del Estado. Aquí, puesto que no hay otro pro­cedimiento para conducir la acción, se conformarán los pode­res por representación.

El Estado no puede ser lo que es - r e s p u b lica - sin visibili­dad. Un Dios que se repliega indefinidamente sobre sí mismo, y goza de sí en perfecta intimidad no sería práctico. Este Dios no tendría mundo. Y ahí, en el hecho de que el Estado sea una razón mundana, se funda la necesidad de que su estructura venga regida por la razón práctica. Una vez más, y frente al esquema luterano, Kant nos propone una filosofía intramun-

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daña. Mas la razón práctica sí que posee una estructura a p rio- ri. Y entonces a través de ella se podrá analizar la idea del Estado y la exigencia de su división de poderes. Por eso, cuan­do volvemos al texto que citamos antes, nos encontramos con una metafórica de tres personas, cada una de las cuales encar­na una dimensión constitutiva de la razón práctica eficaz. Cada una de ellas representa un momento inevitable de la razón práctica en la medida en que quiera ser una voluntad racional activa, capaz de producir efectos sobre el mundo.

Entonces estamos preparados para entender la continua­ción del argumento, a saber: que cada uno de estos poderes en que se concreta la teoría del Estado republicano obedece «a las tres proposiciones de un razonamiento práctico: la mayor, que contiene la ley de aquella voluntad; la menor, que contie­ne el mandato de proceder conforme a la ley, es decir, el prin­cipio de subsunción bajo la misma; y la conclusión, que con­tiene el fallo judicial (la sentencia), lo que es de derecho en cada caso» [MD, §451.

Así que, si existe un Dios verdadero aquí, es la razón prác­tica plena, la estructura intramundana de la acción. Pero si Dios quiere intervenir en el mundo, ser providencia y sabi­duría en el tiempo, la razón práctica, con independencia de su realidad en los individuos, ha de ser Estado que sirve al dere­cho. Para ello, la acción del Estado tiene que tener una ley, actuar de acuerdo con ella y asegurarse de que la actuación se realice de acuerdo con ella. Dios es voluntad, pero, si quiere crear un mundo, debe tener un logos, crear de acuerdo con él, y juzgar tras la creación según el mismo. Las viejas cuestiones escatológicas se transfieren a la existencia intramundana del Estado, cerrando un proceso que Lutero había abierto. Mas curiosamente, este proceso se vuelve contra el momento secu­lariza dor de Lutero. El Estado no es la espada que detiene la ola creciente de mal en un mundo perdido y abandonado por Dios, sino la instancia que hereda las categorías positivas del Dios clásico; no las propias del Dios de la furia, de la espa­da y de la cólera, sino las de la racionalidad práctica.

Y sin embargo, Kant recoge una mediación que sólo podía brindarle la vieja herencia clásica, a saber: la que se demostró anclada en la idea de pueblo libre que ahora se convierte en

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su propio señor. Su voluntad unida es el único referente para discriminar una voluntad soberana en la tierra. El reino de las obras, ahora elevado a reino del Estado, ya no tiene la contra­partida escatológica del reino de la gracia, finalmente anclado en la idea anti-clásica de un individuo carismático, sino la con­trapartida democrática de la totalidad de la eclesia, de la asam­blea popular.

Por cierto, Kant habla de esta división de poderes como d ig n id ad es esenciales del Estado, en un vocabulario que recuerda la representación de la trascendencia celestial. Y sin embargo, hablamos del mundo, pues la única dignidad ahora es la condición humana. Como en la filosofía teórica, el intelecto arquetípico es rememorado justo para construir el intelecto humano con su negativo; esto es: una vez reduci­da su omnipotencia. Aquí sucede lo mismo. La vieja teología es recordada para construir, con su negativo, lo que pueda ser una razón humana en la historia. El continuo del tiempo -n o su negación apocalíptica- es mantenido por la acción del Estado republicano, esto es, del Estado sometido a la ley de su propio pueblo unido.

3. La lóg ica d e la división d e p o d e r e s - Algo chirría, no obstante, cuando aquella secuencia subordinada de poderes, que se concreta en la serie de ley, acción y juicio -luego ten­dremos ocasión de desplegarla desde la primacía del poder legislativo- se traduce, ya en MD, §48, en una representación coordinada. De hecho, este parágrafo 48 de la M etafísica d el D erecho ha sido considerado por célebres kantianos como radicalmente ininteligible. En realidad, no hay tal confusión. Kant despliega aquí la idea del silogismo práctico para mostrar la estructura racional práctica del Estado. Al analizar esta cues­tión, se pueden destacar tres momentos: el de coordinación, el de subordinación y el de síntesis. Podemos decir que la difi­cultad del párrafo reside sencillamente en que penetra en el misterio de esa trinidad que es el Estado, lo cual, naturalmen­te, no es poco mérito. Pues al funcionar en tres momentos, se pueden destacar en el Estado tres formas de relación.

De hecho, en la MD, §51, se da la clave de este parágrafo 48. Quizás no poner estos pasajes en sintonía haya impedido

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captar el sentido preciso de la posición de Kant. El parágrafo 51 dice que los tres poderes son «relaciones de la voluntad unida del pueblo». Ahora bien, la diñcultad de entender esta frase reside en que la primera parte (relaciones y pluralidad) choca con la segunda (voluntad unida). Como es evidente, tenemos aquí de forma intuitiva la idea de una unidad que dis­tribuye su poder soberano en varios poderes. En efecto, una voluntad unida parece que sólo tiene una relación a sí. Que se generen relaciones en su seno depende de que se diferencien personas -p o tes ía s- o poderes. Hemos visto que esta diferen­cia de personas no es arbitraria, sino que emerge de la propia estructura de la voluntad racional práctica. Por su parte, y con­cretando esta tesis, la MD, §48, dice que las relaciones entre los poderes que emergen de la voluntad práctica son tres: coordi­nación, subordinación y síntesis. Éstos son los tres momentos que emergen de la propia estructura sintética de la razón. Todos estos momentos no pertenecen al Estado com o sobera­no, sino al Estado en tanto instituto práctico racional con poderes plurales.

Coordinación, primero, porque a través de ella se subraya el momento de la unidad de la constitución. Si la voluntad ha de estar unida, es preciso que las tres personas-poderes apa­rezcan vinculadas por el mismo tolos. Como en las viejas repre­sentaciones de Dios, dicho lelos no puede ser sino el de man­tener la propia unidad, la propia libertad y la propia vida del Estado. Kant también se ha dejado rozar por el principio moderno de la auto-afirmación, la autonomía y la auto-con­servación como expresiones de la potencia ontológica propia de todos los seres. El Estado no es una excepción. Con ello, experimentamos su dependencia de las categorías modernas. Al final de la MD, §49, se explicita la tesis de que la coopera­ción de los tres poderes determina la capacidad del Estado de reproducir su vida en libertad y diversidad. De ahí que la coor­dinación de los tres poderes esté presidida por el lelos de la salud del Estado (sa las reipu blicae suprem a lex esl).

No es el más despreciable de los detalles éste que ahora apuntamos. Que en 1797 Kant haya diseñado una teoría de la salud pública basada en la justa y escrupulosa coordinación de los tres poderes que conforman la idea del Estado, y no

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sobre su más brutal destrucción en favor de una divinidad unipersonal absoluta, que pretende jugar en el mundo desde la trascendencia de su unidad, tal y como los tiempos pudie­ron sufrir en la dictadura de Robespierre; es más, que Kant lo hiciera en el momento en que Fichte ya desprecia la idea de la división de poderes como carente de funcionalidad, en el mismo momento en que Schelling se dedica a desvincular el Estado de toda racionalidad filosófica, todo ello puede dar una idea de hasta qué punto el rigor de la disciplina filosófi­ca es la única ayuda para orientarnos en el turbulento curso de la historia.

De esta forma, desde el argumento kantiano, se desprende muy a las claras que la violencia terrorista anida en todo poder que quiera presentarse en exclusiva como e l poder del Estado. Unipersonalismo y terror de Estado se dan la mano. Los pro­fetas de la revolución, que obedecen al viejo Dios personal de Israel, lo han repetido hasta la saciedad. Por el mismo motivo, la teoría kantiana no es la hegeliana. Su Estado acepta la metafórica de Dios, pero al pactar con el mito de la trinidad, permite la reintroducción de lo propio de todo pensamiento clásico, la disciplina de la división de poderes como estrategia contra la omnipotencia. Así que Kant ha logrado lo que el pri­mer catolicismo trinitario: no sólo simplificar el politeísmo indisciplinado del feudalismo, o disciplinar el mito violento y teórico del gnosticismo, sino también pactar con la insupera­ble dimensión simbólica del hombre, haciendo del Estado no una persona, sino tres potestades esencialmente diferentes.

La salud del Estado es la perpetuación de los tres pode­res en que se refracta su unidad constitucional. De ahí la necesidad de la coordinación. Si la meta de su teleología es auto-referencial, la coordinación de los tres poderes no apunta a la felicidad de los ciudadanos, ni a su bienestar. Ambas cosas pueden lograrse más fácilmente bajo regíme­nes despóticos y totalitarios. El lelos de la coordinación de los tres poderes es mantenerse en su división de poder, de tal forma que la concordancia del Estado con su idea se mantenga en el tiempo. La salud de la república, la garantía de su vida, consiste en el «estado de máxima concordancia entre la constitución y los principios jurídicos». A este fin

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deben complementarse los tres poderes y, cuando lo logran, ejercen su razón suficiente (com plem entum a d su fficien - tiam ). Un resto del katech on tos clásico resuena por aquí. Pero el poder que detiene ahora la ruina del tiempo no es, como ya lo había configurado la vieja mitología paulina, y como repetirá el insistente mito gnóstico, un poder externo al tiempo, sino la propia acción racional de los hombres, en su obediencia al imperativo categórico de justicia, que tiene aquí su más clara apelación práctica, su más indiscutible presencia. La razón republicana, única realidad que detiene la inminente ruina del mundo humano, es así la única potencia divina, en sí impersonal. Por ello necesita encar­narse en los hombres para seguir presente en el tiempo de la tierra. El hombre y la libertad racional están más allá del mito, y constituyen su límite, sustituyendo la vieja idea de salvación por la nueva de responsabilidad.

Veamos ahora la relación de subordinación entre los tres poderes. Sobre la base de la coordinación -que teje la trinidad en su fertilidad, en su capacidad de reproducirse- pueden entenderse las otras dos relaciones de las personas del Estado: la subordinación y la síntesis. La primera consiste en la ate­nencia al principio propio de cada uno. Una vez más, el mis­terio de la Trinidad simultáneamente enturbia y aclara las cosas. Pues cada una de las personas es Dios, pero en su actuación propia tiene en cuenta a las otras dos personas. Cada persona es divina, forma en la que brilla parcialmente el soberano, pero ninguna es el soberano. Soberano, potencia suma y absoluta, sólo lo fue el pueblo que fundó la constitu­ción o la reforma. El Padre, como potencia ordenada en la constitución, legisla. El Hijo crea desde su propio poder, sin ser en su acción afectado por el Padre, pero en ella se atiene a la ley del Padre. El Padre no puede intervenir en la creación, pero el Hijo no puede dejar de tener en cuenta su ley. Así que, a pesar de ser cada uno principio de actuación, y esto signifi­ca, de ser responsable exclusivamente de lo propio, actúa de forma condicionada por el superior. La subordinación se cum­ple no de una forma externa, sino en la atenencia estricta de cada uno a la propia potestas. La referencia al otro, en este caso de subordinación, identifica la dimensión del otro que

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determina internamente a cada uno. El ejecutivo es constitui­do en su referencia a la ley. Al obedecer la ley, obedece ya una dimensión interna propia. Al actuar se obedece entonces a sí mismo.

El misterio reside en que la potencia legislativa, ejecutiva y judicial, en su acción, sólo es responsable ante sí y, sin embar­go, al conducir su acción propia, las dos últimas reconocen en el legislativo a su superior. De esta forma, Kant ha defendido que la ley del legislativo es irreprochable, porque no hay una instancia ulterior de legislación; la acción del ejecutivo es incon­testable e irresistible, porque no puede haber acción ejecutiva alguna que se le oponga; ulteriormente, la sentencia del juez supremo es irrevocable, inapelable, porque no hay sentencia ulterior que la invalide. Como cursos de acciones son autóno­mos, personales y coordinados. Sin embargo, la tesis no impli­ca que la acción de ejecutivo sea incondicional. Antes bien, está internamente condicionada por la ley del legislativo. De la misma manera, la acción del judicial está condicionada no sólo por la ley del legislativo, sino por la acción del ejecutivo. De ahí la necesidad de investigación del qu id fa c tis y del qu id ju ris para ordenar el juicio. En el juicio, por tanto, se resume la potencia suprema de la síntesis, donde la coordinación se cum­ple tanto como la subordinación. Así, la potencia judicial se convierte en la metafórica propia de la razón en su totalidad, como ha mostrado por extenso Maximiliano Hernández, en un pormenorizado trabajo doctoral que ya he citado.

Por eso, en tercer lugar, la relación en la que se concreta la coordinación y la subordinación es la de síntesis o unificación [MD, §48] de las tres personas y poderes. Si la coordinación tenía como talos la cooperación a d sujjficienliam de la salud pública del Estado, la unificación incorpora otro fin, esta vez relacionado con los ciudadanos. Si la coordinación es una relación entre las potencias y poderes, que incluye el sentido de una responsabilidad personal de cada uno de ellos en su tarea, la unificación es más bien el resultado obligado de esta triple responsabilidad separada, en la medida en que se ejer­za de forma eficaz. Para eso, en atención a este resultado, deben ser avistados los derechos de los ciudadanos, a los que en última instancia sirve el Estado.

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Kant dice de forma escueta, y difícil de entender, que «por la unión de ambos [principios de coordinación y subordina­ción] se otorga a cada súbdito su derecho» IMD, §48]. Pero el verbo que Kant emplea aquí no es exactamente otorga, sino «erteilen», que tiene un sentido un tanto diferente. Esta palabra implica la idea de repartir, de determinar en partes, de distri­buir. Y así nos reconciliamos con la idea de derecho como nom os, como partición y participación en el derecho, pero también con la vieja idea central del Estado, la justicia distri­butiva. Por eso mismo, la tercera función de síntesis, reclama la coordinación y la subordinación de los tres principios. Ante todo, sin embargo, requiere la fundación del poder del juicio. Sin U rteilno hay erteilen . Sin juicio no hay distribución. Mas el telos del juicio, del poder judicial, consiste en garantizar la dis­tribución del derecho, una idea en la que todavía insistiremos en este ensayo. Por ello, se puede decir que la reunificación o síntesis se celebra en la estructura fundamental del juicio. Igualmente, en el juicio, el Estado celebra su apoteosis real, en la forma de la distribución del derecho a cada uno, con la recuperación jurídica de su libertad plena. Aquí, el om n esque se daba cita en la legislación constitucional, se torna singuli IMD, §47] en la participación del derecho mediante el juicio, en la que se reúne la coordinación subordinada de los poderes.

De esta forma se concreta la idea del contrato originario, que regula la práctica misma del Estado en el paso continuo de ser «todos» a ser «cada uno.» Pues el hombre como ciudada­no es legislador en la medida en que puede conservar su dimensión de ser fin en sí. Puede entrar en la voluntad unifi­cada del soberano en la medida en que se siga comprendien­do como voluntad. Esto es lo salvaguardado por la estructura del Estado como om nes et singuli. Por este mismo motivo, el Estado es también la com plexio oppositorum fundamental de la vida humana, pues él tiene como encargo fundacional la realización permanente de la homogeneidad esencial a todos los seres humanos para garantizar la perpetua refracción de las diferencias entre los individuos.

4. A proxim ación a l p o d er leg isla tiv o - Cuando nos enfren­tamos con el poder legislativo, de momento, percibimos una

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ambigüedad. Hablamos del soberano para referimos al pue­blo, pero también se habla de soberano para referirse al poder legislativo, como condicionante de los otros dos y de sí mismo. Así que el soberano como voluntad es el pueblo, pero el sobe­rano como potestas, en relación con las otras, es el legislativo. Esa relatividad queda puesta de manifiesto en su vieja carac­terización, presente en Bodino, como sum m a potestas. La ambigüedad sólo puede resolverse si en algún momento el pueblo se ha instituido en soberano constituyente; esto es: si su voluntad unitaria afirma una ley. Éste es el momento consti­tuyente. Veamos más de cerca este punto.

De entrada podemos decir que el poder legislativo es la premisa mayor del razonamiento práctico del Estado y esta­blece la ley que regula su acción ejecutiva y su juicio. La ambigüedad depende de una sencilla sinécdoque. Pues se había definido el Estado como voluntad unida del pueblo. Aquí no había todavía estructura de representación. Y ahora se dice, con todas sus letras «que el p o d er legislativo sólo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo» l§46). Mas el p o d er legislativo constituyente, cu an do ap ru eba la consti­tución, no es un poder de representación. Las Cortes constitu­yentes representan al soberano en tanto poder legislativo, pero no aprueban como tales la constitución que ellas redac­tan. Cuando se produce la decisión de aprobarla ya no hay representación, sino expresión de la voluntad soberana.

La ambigüedad a la que venimos aludiendo se disuelve, por tanto, con la diferencia entre poder legislativo normal y poder legislativo constituyente. De hecho, al hablar del Esta­do como om nes et singuli hemos reconocido que el punto generativo de la ley es el momento de om nes. Sólo la progre­siva concreción de este momento, la progresiva exterioriza- ción en el mundo de la voluntad constituyente unida de todos, a través del poder legislativo, del ejecutivo y del judicial cons­tituidos, puede alcanzar al singuli.

El vínculo que reúne el poder legislativo constituyente con todos los demás poderes constituidos es fundamental en este argumento. Como sucede con toda forma, el poder personal de las tres potencias del Estado debe ser limitado. Límite y potencia reclaman en todo caso un origen activo, demiúrgico.

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La expresión de la voluntad del pueblo unido, elevado a poder constituyente, comunica su poder y su límite, su fo rm a perso­nal, a los demás poderes. Pero no comunica por eso también su actuación, como si se tratase de marionetas. Sin este uso demiúrgico del poder legislativo constituyente, el poder legis­lativo constituido no tendría base para su prioridad respeto del ejecutivo y del judicial. Mas sigue siendo fundamental com­prender que ningún poder agota en sí la constitución, de la misma manera que ningún poder -ni siquiera el poder legis­lativo constituyente- por sí solo agota la voluntad del sobera­no popular.

La MD, §46, es nuestro punto de partida para analizar de forma abreviada el poder legislativo. Y aquí, como siempre en Kant, el texto está plagado de segundos sentidos y oscurida­des. Estas zonas de sombra proceden de la amalgama de pasa­jes aparentemente descriptivos junto con otros normativos. De hecho, estos textos de la M etafísica d el D erecho no se pueden entender salvo como puramente normativos. Mas no se enten­derán como tales si no se leen desde lo que hemos dicho sobre la división de poder.

La premisa republicana, según la cual sólo se puede obe­decer lo que uno mismo ha legislado, tiene aquí su primera ocurrencia lógica. El poder legislativo, como om nes, legisla sobre cada uno de los que se han reunido a legislar. «Cada uno sobre todos y todos sobre cada uno», dice Kant. A esto le llama la «voluntad del pueblo universalmente unida». Aquí no se precisa la unanimidad de las voces, un tema sobre el que posteriormente tendremos que volver. Lo que se dice es que en el momento de la legislación constituyente, cada uno tiene que tener una voz, y que esa voz, al sonar de forma reunida, alcanza y determina la existencia de todos. Lo que emerge de cada una de las voces del poder legislativo sólo queda recogi­do en una frase que afecta a todos: la ley constitucional.

Cuando se da una voz sabiendo que el resultado del con­junto es la palabra de una constitución, se da a la vez una pro­mesa de consentimiento a esta ley. El republicanismo es con­senso que genera consenso: acuerdo de dar la voz al mismo tiempo a todos, y promesa de escuchar la palabra resultante. La dificultad de entender estos textos reside en que su valor

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Al pensar la soberanía constituyente como sum m un im pe­rans se decide el sentido de la subordinación entre los pode­res del Estado, con la supremacía del legislativo. En algunas reflexiones, sin embargo, Kant introdujo algunos detalles impor­tantes. A través de ellos, los tremendos dilemas de Rousseau desaparecen. Así, tras verificar la relación entre soberanía, M ajestát o poder supremo, por un lado, y H óheit o poder legis­lativo, por otro -en su doble condición de poder constituyen­te y constituido-, Kant reconoce que el único referente de la voluntad común, constituyente o constituida, es la propia sociedad. Así se dice en este pasaje de la Reflexión 7.547: •superior, cui est potestas leges ferendi, est imperans [...]. potestas legislatoria societatis non potest residere nisi in volúntate communi. Imperans itaque non est nisi societas». Con ello sabemos lo que significa las voces de todos: en el acto de la legislación -constituyente o no- la sociedad, única soberana del Estado, se reúne entera. De esta forma se cum­ple la vieja máxima societas citHlis sive res pu blica . La sociedad civil reunida constituye la res p u b lica en la medida en que es el soberano legislador. El poder de este soberano no es dotni- nium , señorío, sino sum m un im perium o majestad. No es la elevación de un poder incondicionado absoluto, sino la cima de una estructura de sociedad.

Problemática es sin embargo la relación entre im perans y H errscbaft, concepto que aquí puede ser traducido por domi­nación. Las viejas distinciones romanas reaparecen aquí, como se ve. Pues mientras im perium es el poder constituyente, y lo ejerce la sociedad sobre sí misma, dom inium implica una rela­ción de obediencia entre los hombres. Cuando, en la Refle­xión 8.046, Kant establece el significado de la H errscbaft, se muestra escrupulosamente descriptivo. Dominación, dice, es la sumisión de la voluntad de uno o varios bajo el arbitrio de una voluntad única. El hecho de que aquí se hable de arbitrio ya implica que no se somete a la voluntad común del legisla­tivo, sino a la voluntad única del ejecutivo. Y entonces resulta claro la continuación de la reflexión, que echa por tierra, en la soledad del escritorio de Kant, todos los malabarismos de sus auto-censuras públicas. «Toda H errschaft es d e f a d o usurpa­da. D e iu re debe ser constitucional.» Y entonces tenemos que

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la H errschaft constitucional es la que tiene como supuesto y condición el im perium constituyente y legislativo. Entonces está sometida a la legalidad republicana. Todas las ambigüe­dades de Kant en relación con el problema de la revolución se concentran en esta necesidad de someter el ejecutivo al legis­lativo, el regente al soberano, el rey al pueblo. Cuando en el texto público de la M etafísica d el D erecho se dice que *E1 soberano puede quitar al gobernante su poder, deponerlo o reformar su administración» [MD, §491, sabemos a qué papeles postumos tenemos que ir para entender la lógica de su pensa­miento.

Esta dominación ejecutiva sometida al im perium puede ser injusta. Entonces el poder relativamente soberano, el que se caracteriza como irresistible y supremo, es el im perium legisla­tivo, no la d om in ación . La tesis se puede ver en la Refle­xión 7.989. Todas las razones que Kant ha esgrimido contra el derecho de resistencia se aplican a la prohibición de oponer­se al im perium del poder legislativo, no a la dominación del poder ejecutivo. No obstante, conviene recordar sobre todo que el referente de esta soberanía legislativa última constitu­yente es la ipsa civitas, la sociedad entera, como se dice en las Reflexiones 7.417 y 7.921. Por tanto, el derecho de resistencia al legislador no sería otra cosa que el derecho a la guerra civil, el derecho de una sociedad a desangrarse en una lucha con­tra sí misma, a dividirse en amigo y enemigo y negar dogmá­ticamente la imposibilidad de relaciones entre los socios.

Es más: la sociedad es soberana no en cualquier considera­ción. Ni siquiera en su dimensión de im perans legislativo la sociedad es soberana absolu ta, en el sentido de que se pre­sente al margen de la ley o que reclame un poder indiscrimi­nado. La sutileza de Kant es aquí portentosa: la sociedad no asume una dominación radical, que iría en contra de su pro­pia estructura societaria: -El sum m us im perans está general­mente limitado por la naturaleza de una ley y está vinculado no por la ley, sino en vista a la ley [zun Gesetzenj. Todos sus actos son públicos, no privados». La tesis, que pertenece a la Reflexión 8.020, dice, según la entiendo, lo siguiente: cuando la sociedad se eleva a soberano, sus actuaciones no pueden tener efectos sobre los ciudadanos particulares, ni sobre actos

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privados. Su actividad está teleológicamente encaminada liacia la ley. Ella se reúne no para hacer cualquier cosa, por ejemplo un decreto, sino sólo para hacer una ley. Su actua­ción, si es constituyente, no puede estar regulada por una ley previa, ya que ella la está estableciendo. Pero está vinculada a la tarea única y exclusiva de configurarla. En este sentido, su actuación está vinculada teleológicamente a la ley, por mucho que ésta sea un nasciturus. Por eso, la sociedad es soberana sobre todos a la vez, porque sólo apunta a la formación de una ley que, en su propio enunciado, es universal. «El soberano no puede jamás ordenar a una parte», dice Kant en el Proyecto d e A ntropología.

5. P oder ejecutivo - La tesis más básica de Kant sobre el poder ejecutivo se deriva de una proposición perdida entre la preparación del C onflicto d e las facu lta d es y se puede encon­trar en el tomo XXIII de la A kadem ie, p. 432. «La autonomía del pueblo en modo alguno es una autocracia*. El pueblo se da a sí mismo la ley, pero no se gobierna a sí mismo. No hay aquí una desconfianza ante el pueblo. No tendría sentido esta apreciación, sobre todo cuando Kant ha reconocido que la sustancia del Estado es la fo rm a im perii, la forma de la sobe­ranía, y ésta indefectiblemente recae sobre la majestad del pueblo constituyente, no sobre la superioridad del represen­tante legislativo. La misma conclusión se puede extraer de los papeles preparatorios del escrito sobre La p a z perpetua, en el mismo volumen XXIII de la A kadem ie, pp. 165-167.

En la diferencia entre poder ejecutivo y legislativo se abre camino sobre todo una comprensión de la diferencia entre ley y acción. Mientras se establece la ley fundamental, no se comete injusticia contra el pueblo mismo. Pero en la delibera­ción legislativa que desarrolla la ley constitucional, o en la eje­cución de la ley, que no resulta sólo de la voluntad común, sino de la autoría, se puede cometer injusticia -com o dice la Reflexión 7.713. Y si el pueblo siguiera siendo el sujeto de la deliberación, o de la autoría en la ejecución de la ley, tampo­co podría haber injusticia y entonces habría infalibilidad de la acción del Estado, lo que nos llevaría al absurdo de la teología política.

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Desde otra perspectiva, que permite entender el problema del poder ejecutivo y la consideración idónea de la que se deriva, Kant dice -en la nota de Teoría y P raxis correspon­diente a la página 294 del volumen VIII de la A kadem ie- que «el soberano, que da la ley, es por así decirlo invisible; es la propia ley personificada, no su agente». La contradicción apa­rente sugiere que el legislador es la ley personificada y que, sin embargo, es invisible. ¿Cómo puede ser una persona invi­sible? La gradación es lo importante aquí. La ley queda visible en el legislativo que lo personifica. Pero esta persona no per­mite que la ley actúe y, en este sentido, frente a la rotundidad de la acción, la ley es la interioridad de la voluntad. La perso­na que hace que la ley sea agente es el jefe del gobierno del Estado.

La manera de gobernar, por tanto, está definida como el modo de realizarla ley fundada sobre la constitución o el poder legislativo. El gobiern o fo rm a p a rte d e los m edios, no de los fines. Como tal, sólo posee una parte del poder: la que el soberano en tanto m ajestad le atribuye o la que la superiori­d a d legislativa le encomiende -según la Reflexión 7.538. Deci­sivo, sin embargo, resulta que, aunque desde el punto de vista de la soberanía no puede existir una constitución mixta, el poder ejecutivo, como forma de gobierno, puede construirse desde una mezcla de funciones. Tal sería el caso paradigmáti­co de la forma de gobierno británico, donde cooperan la auto­ridad fundamental del Estado iS taatsoberbauptj-en manos del monarca- y los súbditos, y éstos a su vez según el derecho de inspección -en la Cámara de los Lores- y el derecho de voto -p or los ciudadanos en los Comunes-. Merece destacarse, en este caso, la sutileza kantiana que obligaría a considerar una función de los actuales parlamentos -n o la legislativa, sino la de control- como parte del poder ejecutivo.

Lo que el ejecutivo tiene como lelos no es sino la realiza­ción de la distribución de todo bien, hacer efectiva la voluntad implícita en todo derecho republicano. El derecho, como vimos, incluía un contenido material histórico y provisional que la acción de los poderes del Estado debe impulsar hacia su idea. Mas el bien universal es el derecho. Determinar el derecho de forma distributiva, adecuar progresivamente

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el derecho material provisional a la plena racionalidad del derecho, ésa es la clave del poder legislativo deliberativo. Eje­cutar esta distribución del derecho, de tal manera que se dis­tribuya la potestad de una felicidad digna, es la función propia del poder ejecutivo. Aquí también puede existir la injusticia. El signo distintivo del ejecutivo no incorpora las viejas virtudes del señor. La clemencia no es lo propio de este poder. Antes bien, el poder debe agudizar el sentido de la responsabilidad ante el derecho determinado. La nueva virtud del poder eje­cutivo se concreta en el «respeto por el derecho de los otros», según nos dice la Reflexión 7.008.

Estos matices no se mantienen siempre en el parágrafo 49 de la M etafísica d el D erecho, cuando Kant analiza el poder ejecutivo de una forma resuelta y definitiva. Debemos acordar, sin embargo, que la teoría de la potestas ejecutiva excede con mucho la racionalización de la figura del rex. Lo decisivo de esta potestas es que representa la dimensión activa del Estado: es el agente del Estado, o mejor, el sujeto de acción respecto de la voluntad legal. En todo caso, entre voluntad y acción hay un abismo lógico y antropológico. El sentido de estas diferen­cias reside en que la voluntad puede referirse a la totalidad de las voces, pero la acción debe implicar una unidad de arbitrio, una libertad que se aplica al caso dado, y esto significa una persona moral distinta. En este sentido, Kant ya no habla sólo del rex en tanto jefe del gobierno, sino de la persona moral del gobierno, en tanto directorio, en tanto colectivo que, a pesar de todo, comparte responsabilidad.

La forma de trabajar del ejecutivo apenas se roza en la MD, §49, pero al menos se reconoce que este poder se expresa mediante decretos y no mediante leyes. En algunas otras refle­xiones se despliega explícitamente el problema de la forma jurídica bajo la que trabaja el gobierno. Este pasaje, de la Reflexión 3-354, es decisivo: «Se puede distinguir en el con­junto de las leyes entre leyes que determinan derechos ( rcchstbestim m ende) y leyes de providencia ( vorsongende). La últimas deben ser completamente separadas de las primeras. Éste [ciudadano] en favor del cual el gobierno dispensa sus cuidados no adquiere ningún derecho y no debe aprovechar­lo. Además están las leyes que tienen por objeto hacer más

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fácil la determinación de lo que es el derecho: éstas deben ser simples». Esta reflexión sugiere que las leyes del ejecutivo no determinan el derecho, sino sólo la providencia respecto de los ciudadanos en cuestiones que afectan a los problemas concretos de la sociedad.

En otras Reflexiones, como en la 7.551 y siguientes, sin embargo, Kant tiene otra fenomenología de los actos de los poderes del Estado. Ahora se habla, primero, de leyes constitu­yentes que apuntan al derecho racional, y que se concretan en una constitución, regulándose por una aspiración a la unanimi­dad -q u a s i ex consensu com m uni, en la Reflexión 7.373-; segundo, de leyes deliberativas y ejecutivas, que son universa­les y generales, pero que pueden sustanciarse por el voto de una mayoría, y tercero, los decretos, que son actos individuales del arbitrio del gobernante. Dejemos aparte las primeras leyes constituyentes, pues vimos que quedan fuera de la división de poderes del Estado. Las leyes deliberativas y ejecutivas se rela­cionan con las leyes determinantes del derecho y con las provi­dentes del ejecutivo. No hay incoherencia teórica. Las leyes de la providencia y las ejecutivas son las propias del ejecutivo, además de los decretos; las leyes deliberativas son las propias del poder legislativo normal. Las que determinan el derecho de cada uno son las que proceden del poder judicial y son de obli­gado cumplimiento por el ejecutivo y el poder legislativo nor­mal. La MD, §49 es aquí muy claro: «el poder judicial ha de con­ceder a cada uno lo suyo por medio del poder ejecutivo».

La forma de trabajo del poder ejecutivo, otras veces, como en una hoja suelta -que editó la Altpreuss. Monatschr. XXXV, 1898, p. 512- se analiza desde la metafórica que domina la metafísica de la naturaleza. En este caso, el poder legislativo opera como equivalente al orden general de la naturaleza. El poder ejecutivo, desde esta metáfora, sostiene o mantiene este orden con decretos. Desde el punto de vista del legislativo, el ejecutivo significa la presencia efectiva en el mundo de un cuerpo de leyes. Pero con ello no agota su función. Podemos decir que ni siquiera la inicia. La diferencia que se abre paso aquí recuerda e invoca, a un tiempo, la que existe entre la vieja oposición entre el mecanicismo y la teleología, pero tam­bién entre los principios constitutivos y los reflexivos del

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entendimiento, o entre el mecanismo y el mundo estético del artista que trabaja la materia individual.

En todo caso, el ejecutivo debe movilizar este orden legal natural en relación con un momento histórico particular dado. El contexto temporal del legislativo excede con mucho al pre­sente que condiciona al poder ejecutivo. La intención del orden legal natural se verifica cuando ilumina un presente y ésta es la tarea del poder ejecutivo. Debe cuidarse, en este sentido, de que los motivos del ejecutivo coincidan con los motivos del legislador, de tal manera que las leyes providen­tes y los decretos puedan derivarse de las leyes mediante ope­raciones epistemológicas de naturaleza conceptual. Esta tarea es llamada por Kant «dirección ordinaria» del gobierno. Su fun­ción, como puede suponerse, viene a coincidir con las llama­das leyes ejecutivas, deducidas de aquellas leyes deliberativas normales con las que el poder legislativo interpreta en el pre­sente las leyes constituyentes.

Más allá de las leyes ejecutivas, la estructura legal de los actos del gobierno se cierra, como vimos antes, mediante las actuaciones de la providencia. Como las ejecutivas, los decre­tos integran un componente temporal de presente, pero la intervención no puede derivarse desde el sentido general de las leyes. Los decretos se agotan en la actuación particular, por lo que, como si fueran una especie de milagros, no logran ele­varse al orden general de la naturaleza jurídica, esto es, no generan derechos.

Y sin embargo, uno podría decir que esta providencia no tiene en cuenta el azar, sino justamente el orden de las reali­dades necesarias a un mundo imperfecto. Azares sí, en tanto que no pueden estar previstos por el derecho; pero estructu­ra de la necesidad en la medida en que vivimos en un mundo imperfecto, en el que jamás se realizará plenamente la idea de justicia. Así, por ejemplo, es providente recaudar impues­tos para los más desgraciados, porque no es un azar que existan desgraciados en un Estado. Pero el ser asistido no es derecho, en el bien entendido sentido de que el derecho ex ced e con m u cho la obligación de socorro por parte de los demás ciudadanos. El derecho racional no es a ser socorrido, sino a ser feliz según el propio proyecto de felicidad. Ser

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socorrido es una obligación de la providencia del gobierno y un deber moral de los súbditos, pero excede el orden del derecho. ¿Qué Estado podría resistir que los ciudadanos ami­norasen sus reclamaciones de derecho hasta reducirlas al hecho de ser socorridos? Sólo la España gobernada por los Austrias, o la Inglaterra gobernada por los Estuardos, pudie­ron pensar eso. Pero no eran, desde luego, regímenes repu­blicanos.

En todo caso, el lelos real del ejecutivo no es sino el de la política moderna, el de toda política: conservar la armonía en una sociedad lo bastante grande, permaneciendo fiel a los principios de la libertad y de la igualdad. Esta claridad de for­mulación sólo la ha conquistado Kant en un curioso escrito sobre el D erecho a m entir p o r filan trop ía . Pero allí ha dicho algo más, a saber: que esta finalidad sólo es posible mediante el principio del sistema representativo. La representación no hace del poder constituyente un soberano, como hemos visto. Mas debe vertebrar todo el poder legislativo deliberativo y todo el poder ejecutivo, sea cual sea su forma de instituirse. Por eso Kant puede ser caracterizado como un genuino repre­sentante de la democracia representativa. En todo caso, no queda la menor duda de que el gobierno, como poder ejecu­tivo, está sometido a las leyes del soberano constituyente y a la supremacía del poder legislativo constituido. Vimos que el poder ejecutivo no es ni dom inium ni im perium , ni majes- tadni supremacía: es sólo H errschaft, dominación sometida a la ley constituyente y a las leyes deliberativas del poder legis­lativo normal.

Más importante, por moderno, es la exigencia de que el representante personal del poder ejecutivo -e l rey de su época- no puede gobernar personalmente. El gobierno cole­giado, el gabinete, es absolutamente necesario en la estructu­ra del ejecutivo, si éste ha de ser una potestas del Estado real­mente última en el ejercicio de su función. Como tal, el jefe del gobierno representa al soberano bajo la forma del poder eje­cutivo. En tanto sujeto activo supremo, el jefe del gobierno no es responsable de los actos de gobierno del gabinete —¿ante quien lo iba a ser?-. No lo es ante el pueblo porque éste, cuan­do el jefe del gobierno actúa, no está reunido. Sólo lo será

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cuando el pueblo vuelva a reunirse y le mantenga o retire su confianza. Mas, para entonces, se trata no de saber si es res­ponsable o no de los actos del gobierno, sino sólo de si se mantiene el vínculo de representación entre él y el pueblo. Naturalmente, no se quiere insinuar que el poder ejecutivo no pueda violar la ley establecida o violar los derechos de los individuos. Puede hacerlo, y de hecho lo hará con frecuencia. Pero esta violación no se podrá imputar al jefe del ejecutivo, que no es responsable ante nadie de estas violaciones, sino que todos los demás lo son ante él. En tanto instancia máxima del curso concreto de acción, por tanto, el jefe del ejecutivo es irresponsable, pero exige responsabilidad a todos los demás miembros del gobierno. Naturalmente, tan pronto abandona el estatuto de representante del soberano y se convierte en persona privada, el jefe del poder ejecutivo vuelve a respon­der de su comportamiento personal, pero ya como un ciuda­dano privado más ante las instancias judiciales normales, incluso de aquél que, afectando a esta posición personal, se realizara en los años de ejercicio de su representación.

Es esta una de las sutilezas filosóficas que, quizás, se han perdido en la rutina con que perseguimos la esencia del gobierno moderno. Para Kant, el jefe del ejecutivo no puede ser juzgado, porque es una de las divinidades representativas del soberano. La dinámica de la trinidad política aquí sigue funcionando de forma delicada, dando entrada a una genuina noción de gobierno responsable. El jefe del ejecutivo es el representante del soberano bajo la forma del ejecutivo, y por tanto no puede ser juzgado. Las ilegalidades en el actuación del poder ejecutivo, tanto frente el poder judicial como frente al poder legislativo, son objeto de juicio en las personas de su gabinete, las únicas responsables ante los poderes.

En estricta teoría, el jefe del ejecutivo delega la acción del Estado a un gobierno. El jefe transmite a este gobierno la voluntad general expresada en leyes constituyentes y delibe­rativas, y su gabinete la ejecuta según las leyes ejecutivas y providencias -según dice la Reflexión 7.659-. Ahora es el momento de distinguir entre gobierno y administración. El pri­mero se encarga de las leyes ejecutivas y mantiene el nivel de generalidad del orden legislativo sobre el que se basa su

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actuación. La administración tiene en cuenta la providencia de los casos particulares y dicta sus decretos [cfr. Reflexión 7.9731- El gobierno ejerce sólo la tarea que está apoyada en la legisla­ción, según actos de aplicación del juicio determinante (dada la ley, se ejecuta un caso). La administración se reserva para sí las actuaciones singulares para las que no puede haber ley general. El jefe del ejecutivo tiene que ver con el gobierno, pero en modo alguno con la administración. Su atribución es nombrar y separar del cargo a los ministros (según la Refle­xión 7.780), no intervenir en una administración funcionarial que, desde luego, e iniciando una profunda tradición prusia­na, se compone preferentemente de cargos fijos.

La estructura mediadora del gobierno representativo (entre la supremacía legislativa y la administración del Estado pro­piamente dicha, según apunta la Reflexión 7.753) está diseña­da para garantizar la estructura vertical de la responsabilidad, a la que escapa el jefe del ejecutivo, en tanto representante del soberano en relación con los súbditos. Para Kant, el represen­tante del Estado como máximo poder ejecutivo no actúa eje­cutivamente. Por tanto no puede ser juzgado. Pero no debe ser un déspota, que aplica por sí mismo la ley a los casos par­ticulares. Por eso necesita un cuerpo colegiado y una admi­nistración. El jefe del ejecutivo no es responsable porque no puede operar por sí mismo. Él no actúa nunca. Si fuera un dés­pota podría ser juzgado. Pero en un Estado representativo no puede serlo. Como veremos inmediatamente, esta razón es definitiva para definir la patologías del Estado.

Si no aceptamos un gobierno colegiado, no hay nadie en el ejecutivo que esté situado por debajo de la ley y que pueda ser juzgado de acuerdo con ella. Por eso, dice Kant en la Refle­xión 8.014, el jefe del poder ejecutivo tiene que actuar por medio de un intermediario. Ahora bien, en la misma medida en que alguien ejecuta la ley, puede hacer injusticia. Y si puede hacerla, cada uno de los ciudadanos puede quejarse. Por lo tanto, quien opera y ejecuta debe estar por debajo de la ley, «pues de otra manera estoy privado de toda justicia* (Reflexión 7.982). Porque ejecutar leyes no es juzgar, el gobierno ha de poder ser juzgado. El poder ejecutivo no se vincula por sí mismo y de forma inmediatamente segura al

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poder legislativo. Asegurar ese vínculo sería función del poder judicial. Sólo él relaciona de forma firme los poderes legislati­vos y el ejecutivo, según afirma la Reflexión 6.567. Pero pues­to que el Estado no puede estar sin poder ejecutivo, el que lo representa como máxima autoridad del Estado, no puede estar, él mismo en persona, sometido a la ley. Ésta es la razón, desde luego, de que el presidente de un gobierno no suela tener ninguna cartera propia, y de que el gabinete tenga una responsabilidad compartida.

Tan pronto un juez investiga una presunta ilegalidad fun­dada en una actuación del gabinete o de la administración, el jefe del ejecutivo debe separar al imputado de toda cercanía con la estructura de representación, del poder, de la autoridad y de la administración. Primero, porque el pueblo no puede sospechar de sí mismo. No puede permitir un representante ejecutivo rodeado de personas que no fundan su idoneidad en la positividad de la confianza. El principio de presunción de inocencia no es compatible con el ejercicio de la representa­ción popular. Ésta se basa en la relevancia del mérito, la posi­tividad de la confianza y la inocencia con que debe verse el soberano, y jamás en la no-culpabilidad del presunto inocen­te. Pero segundo, y tan importante como lo primero, ante el poder judicial o ante la comisión de investigación sólo se pre­sentan personas privadas. No sólo porque se debe garantizar al máximo la igualdad ante la ley -por lo que todos debemos comparecer ante ella como singulatim , esto es, como súbdi­tos-. También porque la presunción de inocencia es derecho de un particular, no de un magistrado. El poder del Estado debe ser algo más que presuntamente inocente.

Por eso, justamente, el jefe del ejecutivo está más allá de toda responsabilidad: no puede ser juzgado a fin de que en la cima del poder del ejecutivo no pueda sentarse alguien presuntamente inocente. Mas justamente por eso, en la medida en que ante él se rompen todas las cadenas de la complicidad, debe exigir con plena decisión, y con carácter a priori, la dimisión de cualesquiera de sus subordinados, sea en el colegio del gabinete o en las cadenas de la admi­nistración, que esté inculpado por el poder judicial a instan­cias de parte ciudadana.

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6. El p o d er ju d ic ia l- Kant apenas ha desplegado la tesis del poder judicial como representante de la soberanía y, por tanto, como expresión del poder democrático. Sin duda, en la M etafísica d el D erecho reconoció que los magistrados encar­gados de juzgar deben ser elegidos por el pueblo. En la medi­da en que reconocimos que la vida del derecho se reproduce en el juicio, en modo alguno puede sorprendernos la tesis de que sólo el pueblo puede tener en su manos el juicio como verdadero demiurgo del derecho. En el momento del origen del derecho, así como en el momento de su refracción entre todos los ciudadanos, se debe alzar el mismo soberano. Sólo así, la constitución es tan inapelable como el juicio y tan refractaria a la injusticia: pues el pueblo no puede hacerse injusticia ni como om nes, en la ley constitucional, ni como sin- gulatim , en la justicia distributiva.

Sólo en el juicio se fija la ley del ejecutivo, se torna cohe­rente con las leyes soberanas, se reconoce definitivamente el derecho de cada uno. Ahora bien, entre lo que se le pide al poder judicial y lo que se prevé acerca del cuerpo de jueces, bien pudiera existir una tensión irresoluble. Pues, en efecto, del poder del juicio se reclama estabilizar el derecho. Pero la previsión democrática establece que los representantes judi­ciales del pueblo sean elegidos especialmente para ello, y esto para Kant significa «para cada acto». Los déficit de coherencia que se arriesgan con esta tesis resultan notables y evidentes. Pues la garantía única sería la aplicación de la ley, desde luego. Mas la ley a aplicar aquí es una sentencia antecedente, y si los casos previos fueran injustos o incoherentes, la prácti­ca entera del derecho en el juicio sería cuestionable. Una suprema instancia judicial, de corte absolutamente democráti­co, debe abrirse paso, como genuino representante del sobe­rano, si el poder judicial ha de ser realmente democrático. Mas en la M etafísica d el D erecho no se tiene noticia de semejante institución.

En este contexto, la tesis del directorio, que se abre paso en las Reflexiones de Kant, merece una atención especial, porque contra lo que podría pensarse, no tiene relación alguna con el problema de la organización del poder ejecutivo mediante un gobierno de gabinete. Cuando se repara en este sencillo

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hecho, se puede entender la Reflexión 7.855, que dice: *La libertad tiene que limitarse a sí misma. (Deber respecto de sí mismo como jefe del ejecutivo y en verdad deber estricto, que hay que jurar y que es inmutable.) Por tanto, el soberano nunca es absoluto, sino que él se restringe a sí mismo, de tal manera que somete su voluntad no a ninguna fuerza, pero sí ciertamente a las representaciones del directorio. El directorio representa los derechos de los particulares respecto de lo general y acusa a la administración». Como vemos aquí, resul­ta claro que el punto de vista del directorio depende del hecho de que el ejecutivo ya no tiene como punto de referencia al pueblo, que sólo existe como om nes en la legislación, sino al singulatim como súbdito. El punto de partida de la actuación del directorio es, claramente, la posible injusticia cometida ante un particular por la administración ejecutiva. Por tanto, el escenario de esta institución es la propia del poder judicial.

Otra Reflexión, la 7.760, cierra esta teoría, en la que se mues­tra claramente cómo el directorio es el órgano supremo del poder judicial. Como tal, y según vimos en las previsiones de la M etafísica d el D erecho, se constituye mediante un ejercicio de representación a partir de la soberanía popular. Frente a la representación del soberano en la potestas ejecutiva, surge un representante del soberano en la potestas judicativa. Pero un representante del soberano no puede juzgar a un representante del soberano, porque el soberano no puede juzgarse a sí mismo. De ahí que tenga que dirigir sus quejas contra el gabinete y la administración, no contra el jefe del ejecutivo.

Cuando leemos la Reflexión citada, descubrimos otros elementos: allí se dice, por ejemplo, que el directorio es una especie de parlamento. Con ello, la analogía con el poder soberano legislativo está consumada. Su función más impor­tante consiste en que todos los edictos deben pasar por sus manos antes de que se establezcan como leyes y tengan fuerza de leyes. Naturalmente, los miembros del directorio aceptan dicho deber como representantes del pueblo y sólo pueden ser nombrados por el soberano. De esta forma, el directorio judicial, especie de tribunal supremo y constitu­cional, limita la voluntad del poder ejecutivo. Mas lo limita justo para, que sea voluntad ejecutiva del Estado, y no una

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voluntad personal. Pues lo que garantiza el directorio es la coherencia entre las leyes constitucionales, deliberativas, ejecutivas y decretos, la coherencia del cuerpo de leyes que antes hemos analizado. De esta manera, el directorio garan­tiza que la dirección política —recuérdese que era la función del gobierno en la medida en que mantenía una providen­cia y, por lo tanto, actuaba mediante edictos o decretos- del Estado sea permanente, duradera y unitaria. Los actos tele- ológicos de los decretos se muestran así, por la intervención del directorio, compatibles con la naturaleza legislativa del Estado. Es posible que Kant estuviese pensando finalmente en una institución cercana a los tradicionales parlamentos franceses, sometidos ahora a una legitimidad democrática de carácter unitario.

En todo caso, el objetivo del poder judicial, tras todas estas mediaciones, ha sido reconocido en una Reflexión -la 7 .971- de una manera muy precisa, en la medida en que asume funciones de representación del soberano: «Como juez, el soberano está bajo las leyes y bajo el gobierno [con motivo] de la distribución de la felicidad según las leyes del soberano y la voluntad del regente, para permitir la partici­pación de todos en el bienestar. Pero la bondad se debe determinar sólo en proporción a la salud de la ley, pues el juez es a su vez una persona particular, y en verdad no una con el regente, sino que debe limitar la bondad de aquél». La cuestión, por tanto, en la que debe entender el poder judicial no es sino la acción política, en la medida en que aspire a establecer una genuina distribución de la autonomía, como efecto que en principio debe responder a la distribución del derecho. Pues sólo cuando se genera esta autonomía, mediante la acción de la política, estamos en condiciones de asumir que el derecho se ha cumplido. No podemos hablar de un Estado de derecho que haga infelices a los hombres. Pero sólo los hombres deciden con autonomía este hecho, y por tanto sólo a sus instancias se pone en marcha el poder que juzga si los decretos del ejecutivo, por mucho que aspire a cumplir la ley, contradice o no la consecuencia que debe seguirse de la teleología propia de todo derecho: una vida digna y feliz.

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7. P atologías d el Estado y división d e p od eres.- Las pato­logías del Estado, según el esquema kantiano, y dejando apar­te la Reflexión 7.500 que trata del problema de la tiranía, espe­cie de dominio que no se apoya en un poder constituyente, se derivan de la destrucción de la división de poderes del Estado, definido según la estructura de la razón práctica. Desde esta perspectiva, la patología estructural del Estado y de la política se reduce a la emergencia de un sujeto político activo anima­do con la pretensión de llegar a ser soberano personal, esca­pando a la relación de representación. Un representante único y soberano del Estado, que lo encarne de forma exclusiva y que reúna en su brazo las tres potestades que la racionalidad práctica discrimina, es el monstruo que puede emerger de esta patología. Tenemos así un poder soberano, que aspira a rom­per con la premisa de todo poder; esto es: vivir en un cosmos de poderes plurales. Pues, en el Estado sano, todo poder es sólo representante parcial del soberano, en una escala conti­nua que va desde el ciudadano al legislador, desde el funcio­nario más humilde al jefe del ejecutivo, desde el testigo pro­cesal hasta el juez del directorio supremo. Un Dios absoluto, encarnado en un hombre o en un colectivo, que rompiese con la división de poderes, sustituiría el delicado misterio de la consistencia de potestades plurales por la omnipotencia de un arbitrio que, en su ilimitación, carecería de toda ratio.

En este sentido, el estudio de las figuras patológicas del Estado tiene una utilidad manifiesta, en la medida en que con­figura un contrapunto para detectar en negativo el juego de los diferentes poderes en el seno del Estado. Mediante este análisis de la enfermedad, podemos reconocer de una mane­ra más nítida la salud y, sobre todo, caracterizar el juego de las instancias democráticas como garantía de la división de pode­res y, consecuentemente, de la salud de la res pu blica.

Que estas patologías estén descritas casi siempre desde la expansión de la figura del monarca, del jefe del ejecutivo, ape­nas puede ser una sorpresa. El rey dispone del poder ejecuti­vo en la mayoría de los textos de Kant, quien, como los pos­teriores teóricos liberales, dulcifica sus exigencias normativas respecto de una vinculación representativa explícita entre el rey como jefe del ejecutivo y el cuerpo de los ciudadanos. Si

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el rey, además, produce la ley, entonces no es sino un au to- crator. Si la aplica a los casos particulares, es un déspota. Esta tesis, que se hace eco sobre todo del peligro implícito en la figura del monarca, se repite con insistencia en muchas Refle­xiones, como la 7.982.

Pero hay matices interesantes que conviene recordar, por­que vienen a mostrar que los súbditos tienen una parte en la definición de los diferentes poderes. Podemos decir que el monstruo de la autocracia y del despotismo acaba devorando el organismo de la democracia. De hecho, el autócrata susti­tuye al poder constituyente del pueblo, impidiendo que desde el principio surja una constitución. El déspota, por el contra­rio, unifica bajo su mano la división de poderes, y puede con­vertirse por degeneración en un autócrata. Pues si el poder despótico reside en la discrecionalidad absoluta en el uso del poder para aplicar las leyes a los casos particulares, se invade primero el poder deliberativo del parlamento, se disuelve la mediación entre el ejecutivo y el pueblo por la vía de la admi­nistración y, finalmente, resulta inevitable la invasión del poder judicial por parte del ejecutivo.

No podría ser de otra manera. Si el déspota aplica discrecio­nalmente la ley al caso, realiza en el secreto del arcan u m lo que de otra forma se realizaría en la publicidad de la deliberación. Con ello, la adecuación de la ley al caso no podrá derivarse epistemológicamente del sistema jurídico. Pero entonces no podrá soportar la mediación del juez, que se basa justo en lo inevitable de esa derivación epistemológica. En la medida en que el déspota deja que se abra entre la ley y su aplicación la brecha de su arbitrio, el juez se queda sin criterio y sin vatio. Resulta evidente que esta brecha tiene efectos fatales para la administración, que sólo puede funcionar de forma objetiva bajo el paraguas de la coherencia de la ley. Un déspota por tanto se verá obligado a desligar la administración de toda vatio, como paso para realizar su arbitrio. Por tanto, la disolución de la división de poderes, antes que reforzar la racionalidad inter­na al Estado, la destruye. Esto justamente es lo que, contra toda apariencia, sucedió en el régimen nazi, que no representa, como creyeron los críticos diletantes de la escuela de Frankfurt, la culminación de la razón de Estado, sino su disolución.

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Ahora bien, dijimos que el poder judicial, el poder delibe­rativo y el poder administrativo son representantes parciales del propio del pueblo. Por tanto, el déspota usurpa el papel del pue­blo y, justo por eso, rompe la división de poderes. Pues la divi­sión de poderes es necesaria en la medida en que el pueblo no es persona. Sólo cuando el soberano se comprende como persona, parece un obstáculo a su eficacia la división de pode­res. No se trata de que el déspota se autolimite en su función y detenga el exceso, sino de que se abra el espacio de la democracia jurídica, legislativa y ejecutiva, que garantiza la actividad del pueblo en la deliberación acerca de la relación de la ley con el presente, en la ejecución ordenada y garanti­da y en la decisión judicial acerca de si un derecho en general se ejerce en el caso particular. Por eso, Kant ha podido definir el despotismo como un im perium al que responde el pueblo desde una obediencia meramente pasiva, sin capacidad de razonar. En esta capacidad de razonar se contempla la síntesis completa de los poderes prácticos en los que se funda el Esta­do mismo.

Es verdad que el déspota puede darse bajo la forma de la oligarquía o de la oclocracia, en tanto desviaciones de la aris­tocracia o de la democracia, y el caso paradigmático de esta democracia despótica, según la Reflexión 8.054, es la Atenas que condena judicialmente a Sócrates sin representantes judi­ciales, o la Asamblea francesa, que dicta constituciones, leyes, decretos y sentencias sin ningún tipo de pudor. Por eso no se puede decir que la figura del despotismo monárquico sea la única que mantiene verosimilitud histórica. Antes bien, una vez que se ha reconocido la dimensión democrática del soberano, lo más problemático reside en esta tendencia del representante personal del soberano democrático a convertirse en ejecutivo y en judicial. Por eso, una vez puestas la bases de una soberanía democrática, la patología procede fundamen­talmente de tendencias democrático-asamblearias que, ejer­ciendo como personas visibles y colectivas del soberano, dilu­yan o aneguen las estructuras formales de la división de poder. Que Kant haya definido el Estado como «un pueblo que se domina a sí mismo- es algo más que una paráfrasis de la estructura del republicanismo: es detectar el problema de

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que también son posibles formas dem ocráticas genuinamente disolventes de la vida política, sea del poder legislativo, del poder judicial o del poder ejecutivo. Por eso, finalmente, la responsabilidad de la existencia de despotismo o de un poder temperado depende en última instancia del propio pueblo, del arbitrio de los súbditos, como dice Kant en cierto lugar. Aquí, en el ejercicio riguroso de la representación política, se abre el hueco donde puede anidar la corrupción de la materia política de la ciudad o donde puede germinar la salud del m uere político, como diría aquel republicano que fue Maquia- velo.

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La política.Democracia y pragmática

VI

1. El concepto d e la p o lít ic a - Una vez dibujada la tipología fundamental del hombre moderno, definidos los principios del derecho, establecidos los fundamentos del Estado en la soberanía popular, identificada la estructura del Estado, con su triple representación del soberano en la cima de los dife­rente poderes; una vez analizada la función y los instrumentos jurídicos que tienen a su alcance cada una de estas potestades, falta todavía lo más importante. Hasta ahora hemos venido tra­bajando con una estructura ideal, de altísimo contenido nor­mativo. Pero ya vimos, en nuestro segundo punto, que el dere­cho positivo del Estado siempre presenta una realidad material atravesada por la provisionalidad del tiempo históri­co. Esta realidad jurídica material sólo puede pensarse como encamación provisional de la normatividad ideal del Estado, de un arquetípico contrato social originario.

Este argumento de la provisionalidad es radicalmente abs­tracto, mientras no se lleve a cabo una anatomía de la vida histórica del Estado, una interpretación continua de su poten­cial normativo, con la finalidad de aproximar en cada presen­te la realidad al ideal. La tarea de las leyes deliberativas y eje­cutivas, de las sentencias de los tribunales y de los actos de la administración gubernativa consiste en llevar a cabo esta ilu-

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minación de la facticidad histórica desde la norma. El sentido de la política ha de concretar este argumento. La estructura normativa, que hemos venido analizando en su peculiaridad lógica, debe ahora ponerse en movimiento y mostrar la estra­tegia por la que un sujeto libre la adecúa al tiempo histórico, la acompaña, vive con ella y con ella progresa.

Hemos venido defendiendo la idea de que el derecho alber­ga una compleja estructura de mediaciones. Ante todo, encar­na los sentimientos de dignidad de cada hombre. Cada uno de los que esgrimen su derecho reclama para sí la soberanía sobre su propio destino. Esta capacidad de hacerse responsa­ble de su propio destino, esfuerzo supremo de la dignidad, canaliza la conquista de la felicidad en la tierra a través de las pautas de la civilización. Dignidad y felicidad como aspiracio­nes son inseparables de la com plexio constitutiva del derecho. Puesto que la felicidad se conquista en el mundo y desde el con ocim ien to del mundo, llegar a ser jurídicamente responsa­ble de ella, en tanto afirmación de la existencia plena del hom­bre, constituye un acto moral en sí mismo universalizable, de naturaleza práctica.

Ahora bien, la felicidad no es posible sin una relación con el mundo orientada por el conocimiento. Todos los hombres aspiran a la felicidad. Pero cada uno aspira a la suya. Así pues, la relación humana con el mundo tiene que refractar el fin uni­versal de la felicidad. La técnica posibilita, desde el punto de vista de la habilidad, esta refracción por la que cada uno se procura la meta a la que todos aspiran. Así que si el derecho finalmente sirve a la felicidad digna, para ello debe integrar también una dimensión técnica. El derecho es, primero, una forma digna de la aspiración universal a la felicidad, pero tam­bién, y segundo, una forma técnica de su realización en el mundo.

En la medida en que el derecho se funda en una dimensión d ign a del hombre como sujeto libre e igual, incorpora una dimensión moral. Mediante ella aspira el derecho a canalizar la exigencia de existencia plena de la totalidad de los seres humanos. Mas en la medida en que, como dignidad humana jurídicamente protegida, fundamenta la felicidad, el derecho incorpora también la dimensión pragmática del hombre. Final-

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mente, en la medida en que provee una forma de realización de una felicidad a la que todos pueden aspirar, en la medida en que divide, limita y hace viable el arbitrio y el deseo de todos, el derecho incorpora una dimensión técnico-teórica.

La actividad que forma y transforma el derecho, y respe­ta esta su triple naturaleza, es aquella política que integra dimensiones sabias, prudentes y hábiles. En su conjunto, esta política trata de mover a los ciudadanos para que cada uno sea capaz de ser dignamente feliz mediante alguna habilidad técnica o trabajo. Una política democrática poten­ciará la universalización de estas dimensiones om n es et sin - gu latim . De esta forma, buscando cada uno su derecho democráticamente, reforzará la posibilidad de que todo otro lo busque. Por todo esto, y en resumen, la estructura del derecho se presenta con una dimensión internamente prác­tico-técnica.

La vida del derecho realiza sus dimensiones prácticas, en última instancia, desde la lógica republicana. Los compromi­sos m orales que cada hombre debe imponerse, si ha de hacer­se cargo con toda su dignidad de su felicidad, se realizan en la esfera del derecho mediante la permanente renovación de la exigencia democrática. Esta exigencia recuerda que los poderes del Estado son representantes del soberano popular. Cuando, sobre esta base ético-democrática, analizamos el pro­blema de la felicidad, dentro de la esfera del Estado, entonces se ponen de manifiesto aspectos pragmáticos y teóricos-técni- cos del derecho. Estos aspectos constituyen lo más propio de la esfera de la política.

¿Cómo impulsar una política por la que un pueblo, al tiem­po que se hace feliz a si mismo, se hace digno de esa felici­dad?; esta pregunta, que reúne todas las dimensiones anterio­res, constituye el objetivo final de la especie humana en la Tierra.

Por eso, el político democrático debe ser técnicamente avi­sado. Pero, si es técnicamente avisado en relación con la feli­cidad de su pueblo, será prudente. Si esta felicidad se ha de conquistar contemplando la propia libertad de cada uno, será pragmáticamente prudente. Y si, además, esta prudencia tien­de también a hacer a la totalidad de su pueblo digno de esa

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felicidad, en la medida en que, como totalidad, sea sujeto acti­vo de ella, entonces dicho político será moralmente sabio. La sabiduría política es, desde cierto punto de vista, la meta más compleja de la especie humana sobre la Tierra.

2. El su jeto d e la p o lítica .- Ya sabemos cuál es el objetivo de la política. ¿Pero qué es la política como actividad? ¿Quién la realiza? El argumento kantiano sería tajante en este sentido, por mucho que Kant no haya dado la respuesta a d litteram . La política la hacen los representantes del pueblo. Repárese: la política no la hace el ejecutivo, sino los tres poderes que representan al soberano. También el legislativo y el judicial hacen política, y no sólo el poder ejecutivo. Es más, en la medida en que la política es la vida del Estado y el derecho es la vértebra del Estado, política, en tanto actividad que afecta a la sustancia misma del Estado, la hacen sobre todo el legislati­vo y el judicial, poderes relacionados con la ley en sentido estricto.

El poder del gobierno y el de la administración son, en el fondo, meros ejecutores de las leyes que propone el poder legislativo o que sentencia de forma irrevocable el poder judi­cial. Por eso, deberíamos romper con la identificación apresu­rada entre político prudente, o incluso sabio, y el sujeto del poder ejecutivo. Quizás al ejecutivo sólo le compete aquí la ¡labilidad técnica, el grado más bajo y directo del dominio del mundo, el más lejano del derecho. De esta capacidad técnica son responsables los ministros ante el jefe del ejecutivo. La prudencia será mucho más propia de las leyes deliberativas del legislativo. La dimensión moral, en este caso, dependerá del ejercicio estricto, fiel, responsable y no enajenable de la deliberación pública, de la expresión nítida de la voluntad y del control de la representación del pueblo. Todo ello exige una propia capacidad de cohesionarse y actuar de forma tal que todos los ciudadanos se vean reconocidos en su derecho.

De esta dimensión moral, imperativa, depende la dignidad de una felicidad debida a sí mismo, y no recibida de un poder paternalista, como si de menores de edad se tratara. Por otra parte, si la prudencia quedara reservada en exclusiva al jefe del ejecutivo, como era la visión tradicional, estaríamos repro-

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duciendo, desde Kant, la comprensión privada de esta virtud, que la reduciría a la privaticidad de los a rca n a im perii. De esta manera, Kant rompió con toda la pedagogía política moderna, que se concentraba en las virtudes del carácter del príncipe, entregando al pueblo sólo las virtudes pasivas de la fidelidad y la obediencia.

La dignidad de la representación, afirmada de forma uni­versal en la constitución, debe ser en cada presente impulsa­da hacia su plena realización mediante el control de los pode­res que emergen de la representación. La capacidad de valorar y juzgar esta relación de representación es la sustancia misma de la dignidad del pueblo. No aceptar como representante a nadie que sea menos digno de lo que cada uno quisiera ser, ésta es la clave política de este ejercicio.

Mas lo mismo ocurre con la felicidad responsable que el derecho debe garantizar -y no entregar como si ya estuviera dada- mediante la promoción de la libertad, la igualdad y la autonomía o independencia civil. En cada presente, igual­mente, las leyes deliberativas del poder legislativo y las sen­tencias del judicial deben hacer realidad, del modo máximo posible, los derechos de cada uno, los arbitrios máxima y recí­procamente compatibles de los ciudadanos. Los poderes eje­cutivos deben ejecutar estos derechos y atender los casos que por necesidad queden todavía sin resolver jurídicamente.

Como en todo razonamiento práctico, la dimensión moral de la dignidad de la política depende de uno mismo y de su responsabilidad en la elección del representante idóneo; la dimensión de la felicidad, también depende de la colabora­ción de los otros y de la compatibilidad de los arbitrios y del deseo; la dimensión de la habilidad técnica depende, final­mente, del trabajo de todos. En la formas de la política, bajo los caminos de los tres poderes, se refractan las dimensiones de la vida práctica.

Es obvio que la prudencia pragmática y la habilidad técni­ca de las que aquí hablamos tienen un altísimo contenido epistemológico. Objeto de este saber es, ante todo, el modo en que se consigue el máximo consenso libre en los deseos y arbitrios de los ciudadanos. Por eso, la política debe ser media­da, en estos aspectos, por una somera reflexión acerca de las

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condiciones estructurales de todo saber empírico. Las formas de la objetividad y la universalidad de la experiencia no pue­den proponerse como virtudes exclusivas de un especialista -en el caso tradicional, el preceptor- y un receptor privilegia­do -en la política tradicional, el representante del poder eje­cutivo, regente o príncipe-. La prudencia, en sentido genéri­co, y ésta es la deuda que el cosmos de la política ha contraído con Aristóteles, emerge desde el acopio de experiencia que se gesta en el cuerpo completo de la tvs pu blica , a través de los tres poderes representantes; por tanto, sólo emerge desde procesos anclados en experiencia comunes. La prudencia, así entendida, es el saber de la res p u b lica en los dos sentidos de este genitivo.

Ahora bien, lo propio de la prudencia, sea a nivel del carácter del Estado como a nivel del individuo, consiste en la iluminación del presente temporal. La ruina de la creen­cia en el valor propio de la virtud de la prudencia, tan exten­dida, determinó la eficacia moderna de la noción rival de la fortuna. Al desaparecer la estabilidad de un futuro previsto por una prudencia asentada en el cuerpo entero de la polis, alojado a su vez en el seno de una physis caracterizada como eterno retorno, el tiempo quedó sometido al azar. En estas condiciones, la fortuna sólo podía tener relación con la acción a través de la excepcionalidad de la ocasión, del kairós, una representación irracional en la que el mesianis- mo y el oportunismo de la historia se dan la mano, confe­sando de consuno que el tiempo ya se ha convertido en una potencia extraña al hombre.

Pues bien, cuando la meta es el dominio del caso singu­lar dado -y esta meta es para la prudencia una consecuen­cia de la inevitable dimensión histórica del ejercicio del poder, que se celebra siempre en el presente-, la dimensión epistemológica que se reclama es muy peculiar. Si el dere­cho y los poderes del Estado viven en la historia, la política vive en el presente. Pero entonces los que ejercen la políti­ca, los ciudadanos representados que controlan la relación de representación y los tres poderes representantes del soberano, deben dominar el presente desde el saber de la experiencia. La vida de la historia debe transformarse en vida

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del saber del presente. Ahora bien, el saber, como el dere­cho, sólo vive en el presente mediante el juicio1.

Sin embargo, como es sabido, la facultad de juzgar es doble. Puede tener la ley como dato fundamental y buscar la regla para un caso dado -y ésta es la facultad de juzgar determi­nante, que verifica las leyes naturales, o que sentencia los casos penales, por ejemplo-, pero también puede concentrar­se en la individualidad significativa del caso dado, en su irre­ductible presencia, la urgencia de su control y, por lo tanto, puede buscar una regla desde la que reducirlo a la conciencia. Éste es el caso de la facultad de juzgar reflexionante.

La primera facultad de juzgar, la determinante, trata de apli­car los derechos constitucionales inmediatos, propios de la dignidad de la persona, de su libertad, igualdad y autonomía civil, a todos los casos dados. Aquí se trata de una mera sub- sunción de la ley al caso. Donde haya un hombre, deben exi­girse positivamente las libertades e igualdades básicas, prohi­birse la violencia, la tortura. Lo mismo sucede con los juicios penales, una vez que el qu id ju r isy el q u id fa c ti han sido con­venientemente clarificados. La segunda, la facultad reflexio­nante, trata de asumir los casos individuales bajo la existencia de una regla. En nuestro caso, pretende dirigir la existencia histórica de los hombres hacia una ley capaz de cumplir las exigencias de la justicia distributiva. Las conclusiones del jui­cio reflexionante son máximas prudentes, o prescripciones del poder legislativo, en las leyes deliberativas; las máximas pru­dentes o prescripciones del poder ejecutivo se dan en las leyes ejecutivas y en los decretos y providencias; las sentencias jus­tas, por su parte, se dan en las decisiones del poder judicial con las que se resuelven los conflictos jurídicos.

La prudencia es, por ello, una virtud política con un conte­nido epistemológico diferente en cada uno de los poderes del Estado, aunque siempre viva bajo la forma de la facultad de juzgar reflexionante. En sí misma, se presenta bajo la forma de la experiencia de casos concretos históricamente acumulados.

1 Para más detalles, invoco mi introducción a los escritos En defen sa d e la Ilustración, de lnmanuel Kant, que lleva por título justamente -Crítica y Presente-, Barcelona, Alba, 1999.

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En este sentido, la política, como ejercicio de la prudencia, es altamente afín con la capacidad artística, pero también con la inclinación formativa de la vida hacia la obtención de un carácter. En todo caso, sin una orientación teleológica cons­ciente, resulta plenamente inviable. Al quedar determinada por esta meta, la prudencia no es meramente una virtud epis­temológica, sino claramente práctica. La dimensión del saber sirve aquí a la práctica del hombre, a la promoción de su liber­tad. En la medida en que aspira a configurar la objetividad del derecho, se puede decir que también alberga una dimensión técnica. Mas, en todo caso, pertenece a la p rax is humana y, por tanto, no puede hablarse de una teleología sin fin o de una técnica inconsciente. No se trata de configurar un producto artístico, sino un producto práctico-jurídico final, y en este sentido apenas es pertinente apelar a la genialidad individual en el dominio del tiempo, tal y como sucederá en la peligrosa recepción del romanticismo estético llevada a cabo por la polí­tica carismático-autoritaria. La máxima de historia m agistra v itae sigue siendo plenamente kantiana.

Tenemos entonces que, como todo saber reflexivo prácti­co, la prudencia propia de cada uno de los poderes políticos reclama un lelos explícito. Como este lelos aspira a conformar el derecho en una de sus dimensiones -ley general, proceso concreto y sentencia-, el saber prudencial no puede favorecer una individualidad genial y superhumana, sino que se somete gustoso a las formas de configuración de la experiencia obje­tiva. El lelos último de la política prudente, como vimos, no puede ser otro que el de abrir condiciones que permitan la felicidad digna de un pueblo. Esta felicidad digna, no nos engañemos, es la que puede aspirar a convertirse en derecho y la que puede generarse desde la estructura republicana del Estado. Ahora bien, vimos igualmente que toda la vida del derecho del Estado aspira a la teleología de la justicia distri­butiva. Ésta viene impuesta por la idea de constitución o de contrato originario. Es tarea de la política, bajo cada uno de los tres poderes, realizarla mediante la consideración de todo dere­cho material histórico como provisional. Y esto significa que todo código material no es ni incondicionalmente imperativo, ni incondicionalmente prohibitivo, sino válido bajo la circuns-

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tancia histórica del presente. Condición central de la aplica­ción válida del código es la interpretación de ese mismo pre­sente. Por eso, la legitimidad final de todo código no está en sí mismo, sino en su capacidad de ordenar el presente y de mejorarse, superando las circunstancias políticas bajo las cua­les es provisionalmente válido.

Si reunimos estas consideraciones, las preguntas que debe­mos hacernos se plantean así: ¿Cómo realiza su fin político cada una de las potestades que representan al soberano, la legislativa, la ejecutiva, la judicial? ¿Cómo entienden la provi- sionalidad del derecho material cada una de estas instancias, y cómo reclaman el progreso hacia la justicia distributiva plena, incrustada en las premisas jusnaturalistas del Estado republi­cano? Y si la distribución de la justicia implica la distribución de las condiciones para lograr una digna felicidad, objeto cen­tral de la política, ¿cómo hacen política el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial? ¿Cómo acumulan la expe­riencia histórica de la res p u b lica cada uno de estos poderes? ¿Cómo son históricamente prudentes? ¿Cómo llegan a ser polí­ticamente sabios?

Una ulterior anotación es aquí sumamente importante. Se trata de disolver las ambigüedades entre soberanía popular, en tanto persona ideal que instituye el contrato originario, y soberanía popular en tanto que persona jurídica visible y reunida para la aprobación republicana de una ley constitu­yente que tiende a la unanimidad y que, justo por eso, defi­ne la ley de un Estado. Esta soberanía constituyente real, por mucho que no agote el sentido ideal del contrato originario, establece la estructura del Estado y define el juego de los tres poderes, a la par que fija el rostro de los representantes del soberano.

Sin ningún género de dudas, de estos tres poderes el legis­lativo es el que en cada momento encarna el cuerpo civil que formó la constitución. En relación con los otros dos, su potes- tas es superior. Su atenencia a la constitución es, d e fa c to , la auto-vinculación de un pueblo al límite de poder que se ha auto-impuesto. Pero el mismo exceso de normatividad que el contrato originario mantiene respecto de una constitución real, se puede apreciar entre la constitución real y su cumpli-

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miento legislativo histórico. Justo por eso, el poder legislativo debe aproximar permanentemente la práctica constitucional a su normatividad plena. Esta práctica siempre es regulada por los principios republicanos.

Podemos distinguir así entre un poder legislativo constitu­yente, que no representa al soberano visible, sino que fue la voz misma del soberano, y un legislativo reflexionante, que representa parcialmente al soberano y que genera una vida política del derecho, en la medida en que se atiene a todo tolos de la política democrática: la distribución del derecho de auto­nomía civil -en el fondo, distribución del deseo que, a su vez, exige la distribución del trabajo socialmente reconocido como propiedad- como condición de distribución de las oportuni­dades de la felicidad. Con este planteamiento podemos diri­gimos al siguiente problema.

Pues bien, y desde lo dicho, la forma fundamental de la prudencia política deberá ejercerla el poder legislativo repre­sentativo. La dimensión moral de la política, ya lo hemos visto, se queda en el más acá del poder legislativo, en el ejercicio responsable, digno, exigente, de la representación por parte de todos y cada uno de los ciudadanos. La finalidad del poder legislativo, con sus leyes deliberativas, no puede ser otra que la de avanzar en la realización de la carga normativa de una constitución republicana en cada presente histórico. El objeto de las leyes no puede ser otro que el de fomentar la compati­bilidad de los arbitrios de los hombres. Mas esta tarea, verda­dera pedagogía de la ley, se abre paso mediante la limitación -sólo en casos extremos la prohibición- de la cantidad de objetos del deseo. Las leyes deliberativas son otras tantas estra­tegias de limitación del montante del deseo humano, pues sólo un arbitrio limitado puede ser compatible. Por lo demás, sólo cabe justicia distributiva si la relación del hombre con la propiedad socialmente reconocida es finita. Sólo sobre canti­dades finitas puede existir la búsqueda de la igualdad y puede evitarse la exclusión.

Veamos más detenidamente cómo se realiza esta política, canalizada por las leyes deliberativas, propia del poder legis­lativo. Pues este problema se halla, de hecho, muy cercano al problema de la lex perm issiva.

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3. Las fo rm as d e la p ru den cia : p o d er legislativo y ley p er ­m is iv a - Un contexto revolucionario permite entender este problema específicamente kantiano de forma adecuada. Pues una revolución sólo se abre camino si el sujeto revolucionario cree disponer de una norma más allá de toda duda. De hecho, la constitución, para un sujeto político, es una norma que cumple esta condición: está más allá de toda duda y, en cier­to modo, es sagrada. Lo propio del revolucionario, sin embar­go, consiste en una creencia adicional; a saber: que el conte­nido normativo puede realizarse por obra suya de una manera total en este su presente. La relación del presente con la norma es aquí lo fundamental. Por una vez, para el revolucionario, el brillo de la norma sacraliza el tiempo, dejando en herencia para el futuro la perfección de un mundo sin tensiones. Nada es más fatal para la creencia revolucionaria que los cálculos de elementos positivos y negativos que el futuro de la revolución traerá consigo. Pues estos cálculos imponen además otros: los ritmos en los que pueden introducirse y asumirse. Y entonces la creencia en la realización plena de la norma en el presente se diluye, con lo que las certezas del revolucionario se disuel­ven. Con ello, también, desaparecen las coartadas para el uso de la extrema violencia.

Kant no ha creído en la revolución como obra humana. Por naturaleza, el obrar del hombre desde la libertad incor­pora momentos morales, pragmático-prudentes y habilido­sos. En la medida en que estos elementos se encaman en la polí­tica, nos alejan de la idea revolucionaria. Mas sólo si la acción política humana se abre paso, la idea revolucionaria se aleja. Cuanto más se bloquea el actuar social, cuanto más se coagula la complejidad de la p ra x is humana, más unilateral se torna el hombre, más se desvincula el vivir social de la voluntad humana y más verosímiles se presentan procesos de regeneración, de nuevo comienzo. Más evidentes y nece­sarias emergen entonces las exigencias de que los conteni­dos plenamente normativos se encarnen en el inaplazable presente. La prudencia deliberativa del poder legislativo aspi­ra fundamentalmente a impedir que el presente se aleje de la normatividad de justicia reconocida idealmente en la constitución. De esta forma, por amor positivo a la justicia,

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se bloquea el dispositivo revolucionario, la emergencia de hombres desesperados.

Toda constitución republicana reclama la necesaria liber­tad, igualdad y autonomía civil. Estas exigencias son de obli­gado cumplimiento, porque su fuerza normativa procede de la dignidad de todo ser humano. Pero toda situación social vive en la desigualdad, en la diferencia respecto de la autonomía civil, y por tanto, en diferentes grados de libertad. Comparada con la fuerza normativa de la constitución, esta existencia social real, anclada en la desigualdad, y dependiente de ella, no tiene derecho racional a existir. Ya dijimos que, desde el punto de vista de su existencia jurídica, toda esta realidad sólo posee títulos provisionales. Las leyes deliberativas del poder legislativo tienen como finalidad garantizar que se avanza en la superación de la desigualdad inicial, en la anulación de las distancias respecto de los diferentes grados de libertad y, por tanto, en la injusticia respecto de la diferente autonomía civil entre los hombres.

Las leyes deliberativas no tienen como meta garantizar la igualdad material del arbitrio y del deseo entre los hombres. Esta finalidad, impuesta por la estúpida obstinación en el igualitarismo propia del socialismo real que ha dominado parte de este siglo, no tiene ningún sentido en el republica­nismo. La vida social aspira a refractar los proyectos de feli­cidad dignos. Aquellas leyes aspiran, más bien, a garantizar que las diferencias entre los proyectos de felicidad dignos surjan desde una igual libertad y autonomía, y sólo desde una igual libertad y autonomía. Sin ninguna duda, las dife­rencias naturales entre los individuos son indestructibles. Mas las diferencias sociales deben ser de tal naturaleza que no impidan el ejercicio libre de la decisión autónoma acer­ca del proyecto digno de felicidad que cada uno elija. Sin ninguna duda, esta decisión y esta elección diferenciará a los hombres. Sin ninguna duda, también, unos se alzarán hacia grados de libertad mayores, hacia grados de auto­nomía mayores. Pero se debe garantizar que esta decisión se realice desde condiciones iguales y libres. La libertad de unos no puede convertirse socialmente en privilegio de sus descendientes.

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La prudencia legislativa debe identificar qué diferencias socia­les no permiten la promoción creciente de estas decisiones igua­les y libres y debe encargar al ejecutivo su destrucción. Pero también debe identificar qué diferencias sociales, aunque no fundadas directamente en el corpus normativo de la constitu­ción, pu eden mantenerse, tienen un permiso temporal para mantenerse, pues de otra manera se correría el riesgo de que una base social demasiado amplia se desvinculase de la fuerza normativa y contractual de la constitución y, de esta forma, ésta dejase de poseer fuerza política real, capaz de asumir tenden­cias y procesos que conducen al más amplio consenso repu­blicano. Las primeras leyes deliberativas definen los obstáculos positivos que se deben vencer en un presente dado y que, sin duda alguna, deberá vencer un ejecutivo implicado en la defensa de los valores normativos de una constitución. Las segundas, las leyes permisivas, identifican los obstáculos socia­les y jurídicos que es prudente en un momento dado no remo­ver, sino moderar, limitar y regularizar, con la finalidad de que el corpus social se vaya cohesionando antes de reclamar una mayor realización normativa a la constitución.

Estas leyes deliberativas-permisivas deciden, por tanto, los plazos de la instauración plena de las previsiones constitucio­nales normativas. Sin estar acompañadas de las medidas eje­cutivas, no tienen verosimilitud progresista. Dado que en el fondo conceden valor provisional a situaciones que van en contra de los contenidos normativos más profundos de la constitución republicana, situaciones que en un mundo per­fecto estarían claramente prohibidas, las leyes permisivas deben marcar de una manera clara las circunstancias tempo­rales bajo las que provisionalmente valen. Mas al marcar explí­citamente estas circunstancias, al mismo tiempo se reconocen como situaciones que deben ser abiertamente superadas. A esta superación deben dirigir sus esfuerzos prudentes, pragmáticos y sabios los poderes ejecutivo y judicial. Por eso, el poder deliberativo legislativo no sólo propone leyes que hay que cumplir, sino que identifica condiciones materiales e históricas que, en tantos obstáculos a la plena eficacia del derecho, deben ser removidos por los demás poderes políti­cos. Estas condiciones históricas están relacionadas con situa-

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dones endémicas de colectivos anclados en falta de libertad, de igualdad y de capacidad autónoma, la cuales se deben disolver con políticas específicas y emancipadoras.

Entre ambas leyes deliberativas, sean positivas o sean per­misivas, la provisionalidad del derecho material, en cada pre­sente, se abre a su genuina revisión y progreso. De esta forma, el legislativo, como potestas superior representante, impulsa políticas democráticas que aspiran a que la propia base social de la constitución se amplíe. Mas debe ampliarse de tal forma que los que ven reducidos sus privilegios de partida no se des­vinculen de la constitución, y los que son mejorados en su condición por esta reducción de privilegios no se entreguen a una minoría de edad protegida, sino que usen las energías sociales, en justicia entregadas en su mano por el todo civil, para elevarse a una plena autonomía social.

La autonomía civil, que de esta manera se garantiza para todos los individuos, de forma progresiva, es capaz de resistir diferencias de toda clase en los progresos de felicidad de los ciudadanos. El rasgo fundamental, decididamente moral, con­sistirá en saber si este grado de igualdad material, de libertad material y de propiedad socialmente reconocida, ha sido ele­gido libremente desde un acto de reconocimiento de sí mismo. Lo que debe promover el ejecutivo prudente, al realizar las leyes deliberativas del legislativo, es justamente esto: el p o d er de cada uno para llevar adelante este acto de reconocimiento de sí y decidir libremente acerca del proyecto de felicidad que le conviene.

El Estado no puede bloquear ninguna voluntad de mejo­rar su suerte expresada por un ciudadano, ninguna voluntad de realizar un deseo jurídicamente permitido y asentado en el conocimiento de sí. El ejecutivo debe velar para que cada generación de ciudadanos organice su propia vida sobre esta experiencia de sí, este reconocimiento del propio deseo, y esta decisión de perseguirlo de una manera jurídicamente protegida y por ello jurídicamente limitada. Mas estos proce­sos de conocimiento de sí y de obtención de poder personal sólo pueden desplegarse mediante la genuina educación. Una educación que, como puede verse, no puede limitarse a preparar al futuro ciudadano para la obtención de un traba-

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jo socialmente reconocido, sino para la decisión en la que exprese el compromiso ante sí mismo de realizar sus dispo­siciones, sin lo que no podrá afirmar su existencia plena ni ser feliz.

4. La p ru d en cia d el ejecu tivo.- No hablamos de la felicidad privada que cada uno busca, o de aquella que cada uno cons­truye con el tejido de sus tramas sociales de apoyo recíproco y solidaridad. Estamos hablando de la felicidad de todos y, en esta medida, reconocemos la mediación de universalidad que instituye el derecho. Las condiciones de felicidad debida y pro­metida por el derecho son de justicia. Pero finalmente, el cum­plimiento de esta promesa, el uso de estas condiciones, es obra de cada uno. Así que el poder ejecutivo no puede entender su compromiso con la justicia como obligación de hacemos feli­ces, sino de dotarnos con los medios justos para serlo según nuestra propia inclinación y nuestro propio deseo. Para reali­zar esta promesa de felicidad, el hombre debe dotarse de un poder capaz de realizar su derecho. Ese poder es designado por Kant como Vermógen. El Estado debe poner al hombre en posesión de sus Vermógen, de sus potencias, de su poder para realizar su proyecto de felicidad. La justicia, de esta forma entendida, es ante todo justicia educativa, distribución del poder personal de tal manera que ningún talento se pierda. Pues sólo mediante la cultura es posible que las disposiciones de los hombres se conviertan en poderes humanos.

Una educación que permita a todos y a cada uno canalizar su poder humano es la meta de la política democrática en la medida en que sea impulsada por el Estado, y no sólo por el poder ejecutivo. Existe una reflexión que nos orienta en esta problemática. «La salud del Estado -dice Kant- es completa­mente diferente de la salud del pueblo. Aquélla apunta al todo en relación con la subordinación bajo leyes y con la adminis­tración de justicia; ésta a la felicidad privada de cada uno.» Ya vimos que la salud del Estado, como todo, apuntaba a la tarea de integrar y garantizar la diferencia de los tres poderes. La perspectiva del todo, propia de la constitución, se expresa de una forma privilegiada en la legislación. Cuando se habla del pueblo, se habla de la refracción de la felicidad de cada sin-

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guiar, y entonces se habla fundamentalmente de la obligación política del poder ejecutivo y del judicial.

El representante legislativo del soberano establece las leyes concretas según las cuales debe regirse el poder ejecutivo. En cierto modo, el legislativo tiene que ser prudente, para que el ejecutivo pueda serlo. Si el legislativo propone leyes delibera­tivas que interpretan el tiempo histórico de la constitución de una manera errónea, entonces, resultará que estas leyes no pueden llevarse a la práctica, pues carecen de los poderes sociales para hacerse efectivas. El proceso deliberativo tiene como meta desterrar el utopismo de la legislación y aspira a la mejor ley no en términos abstractos, sino en términos políti­cos. En este sentido, mejor ley es aquella que encuentra su sujeto social capaz de reclamarla y realizarla. Sólo sobre estas leyes social y políticamente realizab les puede el ejecutivo aplicar sus diligencias previsoras a los casos concretos.

Mas cada uno de estos dos poderes, el legislativo y el eje­cutivo, domina la relación entre el presente y la norma a su manera, y busca su prudencia y su apoyo en relación con la capacidad pragmática de los hombres libres. El poder legisla­tivo deliberativo debe impulsar sobre todo la capacidad críti­ca de los ciudadanos para identificar los problemas de solu­ción necesaria en el presente. Sólo esta conciencia de lo que se debe atender en cada presente fuerza a las voluntades a vincularse a proyectos y programas. En este sentido, el poder ejecutivo debe contar con la voluntad de los ciudadanos de aspirar a una felicidad canalizada por el derecho. Es más: el poder ejecutivo, con la administración de enseñanza, debe despertar en los ciudadanos esta aspiración, este disfrute de las propias capacidades y poderes compatibles de todos.

Así, la tarea del príncipe clásico, del regente -en el lenguaje de Kant-, pero de hecho representante del soberano en el terre­no del poder ejecutivo, su tarea -d igo- es preocuparse por la felicidad del pueblo dentro del contexto del Estado constitucio­nal y de derecho. Y por eso, en una reflexión, después de hablar de soberano, Kant habla del regente, esto es del ejecuti­vo, en estos términos: «El regente tiene que juzgar lo que es ade­cuado en particular a los fines particulares de todos. Por tanto se deja subsumir bajo una voluntad universal según el fin lia

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felicidad] y tiene que tener un poder [Macht! y no está autoriza­do a su vez para juzgar. Finalmente, el juez tiene que juzgar si es justa o no la subsunción de los fines del particular bajo la ley de la libertad de todos. Por consiguiente es: 1) Poder y libertad. 2) Poder y Fin. 3) Fin bajo la ley de la libertad».

Tenemos aquí, dentro de la división de poderes propia del republicanismo, la fundamentación del poder ejecutivo como aquel que debe especializarse en el uso del Poder (M achtl para que su acción sea adecuada a los fines particulares de cada uno; fines que, por ser en cada caso la felicidad, descri­ben una voluntad universal. Lo que caracteriza el poder eje­cutivo es el punto segundo de la serie, los atributos de Vermó­gen y Fin. Ahora bien, ya dijimos que Vermógen posee la misma raíz que M acht, aunque invoca una forma de poder que todavía no se ha separado del hombre que lo porta, ni puede acumularse fuera de su persona, ni puede transferirse a otro. Verm ógen es lo que cada uno tiene como base de su pro­pia felicidad. Así que el M acht del ejecutivo debe juzgarse sobre todo por su capacidad para adecuarse al fin universal, esto es, a la voluntad particular de obtener el poder humano capaz de servir al proyecto de felicidad de cada uno.

Aumentar la Verm ógen personal de cada uno de los miem­bros del pueblo es la meta que la sabiduría del Estado dicta a la prudencia política del poder ejecutivo.

La problemática del poder ejecutivo reside en que no es una voluntad global, no es un todo, no es una única voz incontestable. El poder ejecutivo no es el soberano, sino más bien un representante. El soberano no se equivoca nunca para Kant. El poder ejecutivo puede equivocarse y ser injusto, por­que su voluntad no es la voluntad comunitaria, sino un poder que, visto desde su efecto, queda refractado sobre los indivi­duos del pueblo. De hecho, su apoyo es la prudencia, que desde luego es un saber muy lábil. Por eso, respecto del gobierno cabe disputar. Respecto de él cabe la oposición. En relación con el legislativo cabe la deliberación y la crítica. En relación con el gobierno, que debe hacer viable la felicidad justa, lo más relevante es la injusticia que, pese a todo, inevi­tablemente comete. En relación con el ejecutivo, lo más importante es siempre el particular que no puede encontrar

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un camino de felicidad digna y justa en la tierra. En este senti­do, el poder del ejecutivo es subsidiario, o debería serlo, res­pecto del poder humano. El M acbt d el ejecutivo es subsidiario respecto de las Vermógen. Los hombres, cuanto más Vertnógen posean, menos necesitarán el M achi del Estado. Olvidar este mero axioma ha llevado al colapso al Estado de bienestar, pues el exceso de patemalismo amenaza con hacer a los hom­bres impotentes y necesitados de cantidades cada vez más ingentes de poder del Estado. Y viceversa.

La plataforma de esta perversión reside en que nuestros Estados se basan cada vez más no en individuo formados y expertos en su autoconocimiento, en la comprensión de sus deseos, en los órdenes de preferencia, compensación y equi­librio, sino en individuos deformados. Finalmente, los indivi­duos del Estado de bienestar son en medida ascendente impru­dentes respecto de sí mismos y esa imprudencia genera dos cosas: primero, están necesitados de un despilfarro creciente y, segundo, reclaman un Estado cada vez más imprudente en su actuación, dada la necesidad de atender sus exigencias cada vez mayores de disfrute. Aquí, una vez más, la virtud del ciudadano republicano es condición de la virtud del Estado republicano.

La condición última, en la que este círculo se torna verda­deramente infernal, es ésta: unos ciudadanos, cada vez más exclusivamente adiestrados en su habilidad técnica para for­mar parte del trabajo productivo, se ven despojados de las dimensiones culturales con las que elaborar su propia exis­tencia de un manera autoconsciente. De esta forma, incapaces de refinar los órdenes de su deseo y de acceder a estructuras de compensación cultural más elaboradas, los ciudadanos se entregan a conductas de consumo material, ínfimamente dura­deras, que dependen de prácticas compulsivas de reiteración, cuyo tiempo de validez es inversamente proporcional al tiem­po de elaboración por parte del sujeto.

Con ello, el trabajo socialmente reconocido se concentra en la atención al consumo material, cada vez más automáticamen­te atendible por la industria, y no en la atención a las prácticas de felicidad, más individualizadas, más duraderas, más asenta­das en la repetición -en sentido hermenéutico, que no en la

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compulsión de reiteración-. De esta forma, el campo de la acción social, de la genuina cooperación en la felicidad, se reduce a una practica narcisista y solipsista. Con ello, el ámbito del trabajo socialmente reconocido se toma muy angosto, y una buena parte de la ciudadanía se ve inútil para el propio todo civil que, mientras tanto, ha perdido incluso la memoria de otras formas de entender la vida humana.

Es muy importante recordar que la finalidad del gobierno no es hacer feliz al pueblo, ni como todo ni como individuo. Concluir esta posición sería confundir plenamente el argu­mento. La forma en que se resuelve la meta de la felicidad no es interviniendo desde el ejecutivo para lograrla. Lo que el ejecutivo distribuye con su M acht son las Verm ógen hu m a­nas. El poder ejecutivo distribuye su poder en poder huma­no, en capacidades concretas que, en su ejercicio, hacen feli­ces a los hombres. Sólo desde estas capacidades cada uno busca su felicidad y entra en las tramas de acción social regi­das por la reciprocidad y la creatividad del sentido. Aquí tenemos la tesis de la política democrática que se atisba en la siguiente reflexión: «En el Estado de derecho no es la felici­dad del ciudadano (pues ésta se la pueden procurar ellos mismos), sino el derecho de los mismos, lo que constituye el principio de la constitución. El bienestar del todo es sólo el medio para asegurarles a ellos su derecho y ponerles mediante ello en la situación de hacerse felices a sí mismos de todas las maneras. Por eso, ellos mismos tienen que pre­ocuparse de los pobres, mantener las escuelas y educar a sus mismos hijos, pero también tener la libertad para determinar por sí mismos su religión».

Lo que se nos dice en esta reflexión, dejando aun lado esa apelación al hecho de que la religión forma parte de la estruc­tura de la felicidad, que desgraciadamente no podemos entender en la actualidad, es muy importante. El derecho del Estado, y podríamos añadir la sabiduría del Estado, no con­siste en hacer felices a los ciudadanos de una forma paternal, sino en asegurar las condiciones materiales para que se cum­pla en cada uno su derecho a ser feliz. Esta situación se iden­tifica con la plena posesión de sus cap acid ad es. Pues en este concepto anida la autodeterminación que pone en marcha el

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derecho de cada uno hacia la felicidad. Así considerado, ca p a c id a d es poder. Y, desde el contexto, concluimos que es poder material de ser feliz, de realizar el derecho. Por eso el Estado debe velar prudentemente para que la educación ponga a cada uno en posesión activa de sus capacidades, alcance el poder de su naturaleza y obtenga la autonomía suficiente para ordenar el complejo, sin ninguna duda plural, ámbito de su deseo. El bienestar del todo no es el fin del dere­cho. Es la condición prudente y sabia de que el derecho racional se cumpla. Por muy discutible que sea la posición de Kant, y por muy rigurosamente republicana que se nos mani­fieste esta invocación de la salu s respu blicae como fin supre­mo del Estado lefr. MD, §491 aquí reside -m e parece- el sen­tido más profundo de su pensamiento.

Una lejana reflexión de finales de los años setenta planteó este problema, que Kant no acabó viendo con plena lucidez, porque le faltaba el contexto del poder ejecutivo para hacer­lo. En esta reflexión, por lo demás interrumpida, se dice que «nuestra felicidad sólo es posible mediante la coincidencia del todo con nuestra voluntad naturalmente universal» [Ref. 6.969, p. 2191. Lo que aquí se propone es algo muy político, y si se quiere el enunciado más preciso de la sabiduría política. En el fondo, Kant dice que no podemos cumplir de forma aislada el principio del derecho natural. Si la felicidad es una aspiración universal, entonces no podemos ser felices solos. Ésta es la condición más básica de la política.

Por eso, porque la felicidad es una consecuencia del cum­plimiento del derecho, no podemos aspirar a cumplir plena­mente el derecho racional -y sus consecuencias- en soledad. Sólo en un todo que genera bienestar podemos tener el medio de asegurar a cada uno su derecho a la felicidad. Así, Kant establece la prescripción prudente de la política propia de un Estado sabio. Pero de esta forma recupera y transforma la teoría del bien común. Éste no es el fin del derecho racional, pero es el medio prudente y sabio del mismo. Con ello, se reconoce a la par la exigencia universal de la felicidad y su refracción individual en el derecho. El valor en sí del hombre sólo se recoge en un bien común que no sacrifica el bien par­ticular, pero que lo condiciona como medio.

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El bien, el bien final, es el bien humano refractado en cada uno, la eu daim on ia, la aceptación plena de la existencia por

-parte de cada hombre, ese buen daim on que cada uno ha sabido hallar y esculpir en sí, no el bien común. Es la sustan­cia del hombre lo que no puede perderse. El fin es el derecho natural del hombre a ser feliz, porque ser feliz es la forma suprema de ser hombre. De ahí que, frente a un republicanis­mo mal entendido, los derechos del hombre están por encima de los derechos del ciudadano. Éstos, que es la forma de coor­dinar y posibilitar las voluntades en un equilibrio concreto, son un medio dinámico y abierto. Mas, para que se abra con­tinuamente, debe reconocer los derechos del hombre. Cuan­do en una reflexión se nos dice: «Instituciones de pobres. Pobres indefensos tienen que ser alimentados y si son niños, tienen que ser cuidados. ¿Por qué? Porque nosotros somos hombres y no bestias. Esto no se sigue desde los derechos de los pobres como ciudadanos, sino de sus necesidades como hombres. No estamos exentos de culpa. Pues entonces [si no fuéramos culpables] serían muchos menos. ¿Quién debe ali­mentarlos? No se trata de si el Estado o los ciudadanos, pues si los alimenta el Estado también los alimentan los ciudadanos. Sólo se trata de saber si deben depender de la libre voluntad de los ciudadanos o de la coacción -com o regalo o como con­tribución (impuestos)».

Lo que se sigue de esta teoría del gobierno es que la acción del ejecutivo no se puede llevar a cabo de forma paternalista. El bien común, al estar en función del derecho racional, no puede conducirse independientemente de las premisas repu­blicanas. El gobierno debe cuidar del bien común. Pero el ciu­dadano no puede abandonar toda consideración acerca del medio por el cual se procura este bien común, ni los fines de felicidad refractada y distribuida a los que se dirige.

5. P ragm ática y cosm opolitism o - Deseo defender ahora la tesis de que no es posible separar la felicidad de la pru­dencia. Esta opinión tiene su campo de aplicación tanto en el individuo como en el Estado. Ahora bien, para que esto sea posible, la felicidad, por mucho que sea asunto del pro­yecto propio de cada uno, debe extenderse más allá del indi-

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viduo que la ha conquistado. No se trata de que sea comuni­cable de forma automática. Se trata de que una noticia de su existencia vaya de un hombre a otro, de que un eco de su goce teja una cadena humana. Esto es así porque la pruden­cia sólo emerge epistemológicamente si se produce esa ten­sión entre el caso individual y la regla que emerge de él. Esta prudencia es viable porque los hombres aspiran universal- mente a la felicidad, de tal manera que sus ensayos para con­quistarla son relevantes para otros hombres. Desde este punto de vista, no es posible la prudencia sin reconocer la condición pragmática del hombre.

Rara vez se ha reparado en el notable hecho de que la A ntropología, de Kant, recoge lo mejor de la cultura clásica y asume algunas de sus más importantes distinciones concep­tuales. No sólo porque, desde el prólogo mismo del libro, Kant retoma la defensa de una cultura radicalmente intramun- dana, cuyo referente último es siempre la naturaleza. Esta orientación, cuando se viene de leer los textos de Max Weber, se toma especialmente significativa. Pero con ser importante, la radicalidad de la apuesta intramundana de Kant no es lo fundamental. Mucho más sutil es la noción misma de pragmá­tica. Pues no tiene otro referente que el de la praxis aristotéli­ca. Frente a cualquier cultura objetivista, que hace del hombre un objeto que resulta urgente conocer, Kant propone una noción de pragmática que asume hasta el final la dimensión subjetiva, irremediablemente anclada en un hacerse desde la libertad y, por consiguiente, en un hacerse que jamás se cie­rra. Cuando se ponen estas dos dimensiones en relación, lo intramundano y la pragmática, se obtiene lo más granado de la posición kantiana. Pues sólo lo pragmático excede la natu­raleza. Sólo la libertad abre el mundo y lo descodifica como objeto.

Cuando leemos este breve pasaje, las nociones, que hasta ahora parecían claras, se toman mucho más fluidas y, en su halo indefinido, borrosas y problemáticas. «El conocimiento fisiológico del ser humano apunta a la investigación de esto que la naturaleza hizo del ser humano; pero el conocimiento pragmático apunta a esto que él, como ser libremente activo, hace de sí mismo, o puede hacer, o debe», dice Kant, en la

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página 399 del tomo XII de la edición de W. Weischedel. Lo pragmático entra así en relación con la naturaleza y lo que resulta de este co-juego (M it-SpielJes el mundo que el hombre tiene. La dialéctica hombre-naturaleza aparece así como un juego de cierres y aperturas. La naturaleza se empeña en hacer del hombre un objeto concluso, pero el hombre reabre esta obra mediante la praxis, amplía el horizonte y hace de este juego un mundo. Por eso, el conocimiento del hombre no sólo es conocimiento de lo que la naturaleza hace de él, sino de lo que él hace de sí mismo. No sólo es conocimiento de los pro­cesos formadores de la naturaleza, sino de la praxis. Por eso, toda la cultura es intramundana en la medida en que sirve a la libertad. Es así como la antropología no sólo es conocimiento del hombre, sino del mundo. Y por eso, porque el mundo para el hombre sólo brota de su propia praxis, es llamada antropología pragmática.

Se ha dicho que la cultura de Kant es cosmopolita. Pero, al hilo de este aserto, no se ha puesto en la relación debida la pragmática, la p rax is de Kant, con sus ideales cosmopoli­tas. Y sin embargo, las palabras de la moral, de la filosofía del derecho y de la filosofía de la historia, que siempre aca­ban en enunciados universalistas y cosmopolitas, se repiten en este prólogo que da entrada a su A ntropología p rag m áti­ca . Así, el conocimiento de este juego entre naturaleza y hombre es un conocimiento mundano [W eltkenntnisJ y el hombre que conoce esta antropología no es un ser natural, sino justamente el W eltbiirger, el cosmopolita. Por eso los viajes, esos viajes que curan del nacionalismo, son una ayuda radical de la antropología.

Mas, inmediatamente después, se nos dice que el gran medio de ayuda es el viaje por el tiempo, y entonces se vuel­ve a mencionar la historia universal. Y sin embargo, de esta forma tenemos algo más de lo que esperábamos. Porque si la historia cosmopolita era la ayuda de la política moral, ahora penetramos más profundamente en la estructura de la media­ción y reconocemos que la pragmática, como resultado de conocimiento de la historia universal, también debe tener una vinculación muy profunda con la prudencia política. Esta cone­xión no ha sido investigada. En una palabra, no se ha sabido

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apreciar la dimensión universal de la pragmática kantiana, de la misma forma que no se ha sabido apreciar hasta qué punto mediante ella se despliega la noción kantiana de praxis.

No sólo la historia universal es una fuente de ayuda central para la realización de una antropología de naturaleza práctica. Acercándose una vez más a Aristóteles, Kant confiesa con toda su fuerza que la creación poética está igualmente cerca de la filosofía, en la medida en que sirve au n genuino conocimien­to del hombre en tanto sujeto; esto es: en cuanto ser libre y activo. Si la fisiología nos muestra lo cosificado del hombre, ¿cómo analizar y exponer el hacer y el omitir de los seres humanos? Kant, por una vez, se aproxima a una teoría de la literatura que, si bien no es moderna, al menos abre el pro­blema moderno. Y lo hace con una peculiar indicación que puede ser de radical utilidad. Pues, en verdad, la literatura no tiene como fundamento la experiencia y la verdad, sino la invención.

Mas la *Erdichtung»no es propiamente invención. Cuando analizamos el texto de Kant comprendemos que se trata más bien de una variación de la realidad. Justo por eso, la literatu­ra (Schauspiele u nd R om ane) no reproduce la experiencia ni posee verdad. Pero tampoco se alza absolutamente indepen­diente de esta realidad: establece una variación de los carac­teres y de las situaciones, y mediante esta variación los exage­ra. Pero estas situaciones y caracteres tienen que ver con el hacer y omitir de los hombres. No se puede llevar a cabo esta exageración sin la observación. Que la observación apunte a la exageración no condena totalmente su verdad y su expe­riencia. El grado es alterado, pero la cualidad del ser humano, su naturaleza práctica, es observada y analizada. Lo decisivo de esta teoría de la literatura, radicalmente vinculada a la p ra ­x is humana, al hacerse o destruirse libre del hombre, consiste en que el mecanismo de la exageración, que tiene lugar en el proceso de escritura, es radicalmente afin a la forma en que se producen las imágenes de los sueños (gleich im Traum bilde). En todo caso la literatura, respecto de ciertos elementos de la p rax is humana, del hacerse y destruirse a sí mismo de los indi­viduos paidentes, del inventarse un carácter propio, es equi­valente a la historia cosmopolita respecto del hacerse en el

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tiempo de los grupos sociales pmdentes; a saber: la política. Prudencia, finalmente, es la capacidad de servir al modelo soñado por nosotros mismos, como inventio de nosotros mis­mos. Freud lo diría de otra manera convergente, pero no podemos entrar ahora en este problema. En todo caso, baste aquí con decir que la literatura es la política de la individuali­dad, tanto como la historia narrada es la literatura de los gru­pos sociales.

No tenemos que llevar las cosas hasta la afirmación de que la historia es como el sueño de la especie humana, de la misma forma que la literatura es el sueño del individuo. Me interesa, más bien, concluir que la antropología, fundada desde el relato de la historia cosmopolita, es radicalmente necesaria para aquellas dimensiones de la prax is que tienen que ver con la metafísica del derecho, con la teleología de construir un Estado republicano, cuya meta, no se olvide, aspira a una organización internacional cosmopolita.

Mas debemos recordar que si no es posible un Estado pru­dente sin individuos prudentes, entonces no es posible ni via­ble la política como esfera específica de acción social. Antes bien, la política no produce ciudadanos prudentes, sino que los supone. Sólo individuos que han inventado su sueño de feli­cidad son prudentes en relación con él, y sólo ellos podrán aplicar una energía limitada a la configuración y la invención de un sueño colectivo parcial, basado en la libertad y en modo alguno exclusivo. Ni únicamente ciudadanos, ni abs­tractamente hombres, sólo nuestra atención a la complejidad de los relatos en los que se despliega el deseo, podrá hacer justicia a las dimensiones individuales y sociales del ser humano.

El saber de la antropología, en la medida en que se funda­mente en la literatura, se muestra necesario para la prax is humana en aquellas facetas que tienen que ver con las dimen­siones de la virtud y de la prudencia individual, implicadas en dimensiones cosmopolitas, mas no obstante extrajurídicas, de conquistar la dignidad y la felicidad. En ambos casos, la antro­pología pragmática es una mediación sistemática necesaria entre la M etafísica d e las Costum bres -en sus dos aspectos de metafísica del derecho y de la virtud- y la prax is real, en la

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medida en que ésta quiera impulsar procesos de naturaleza universal capaces de reconciliarse con la idea de hombre como ser que tiene mundo, que se hace a sí mismo.

6. Progreso p ragm ático y p rom oción d e la lib ertad .- No podemos ahora exponer el uso pragmático de la literatura para la formación del carácter, como sede de la virtud pru­dente e individual. Sólo podemos demorarnos en el uso de la pragmática en la medida en que sirva al proyecto cosmopoli­ta bajo la forma de la política. Para eso tenemos que partir del mismo elemento en el que se presenta el derecho, a saber, el elemento de la felicidad. La política debe vincularse al momen­to de la p rax is desde la civilización como forma histórica de canalizar la felicidad.

Kant ha distinguido entre la disposición técnica, la disposi­ción pragmática y la disposición moral del hombre, como ya vimos. La disposición técnica reside sobre todo en la organi­zación de su mano y podemos suponer que la ha recibido del seno de la naturaleza. La dimensión pragmática aspira a la civi­lización a través de la cultura, a través de este auto-hacerse mediante la educación, sobre todo de las cualidades sociales y de las inclinaciones naturales, para sacarle desde la brutali­dad de la mera fuerza solitaria hasta hacerle un ser social dota­do de Vermógen, de poder humano y personal. Aquí se entre­teje la teoría del progreso como administración de la insociable sociabilidad, de la com plexio oppositorum del hom­bre, destinada al despliegue de su dimensión sociable según su carácter personal. Por eso mismo la civilización no está reñida con la estrategia de universalización. Todo esto se puede seguir en la páginas 676 y siguientes del citado volu­men XII, de la obra completa de Kant editada por Weischedel.

Conviene precisar, en seguida, que se trata aquí de un pro­greso pragmático que tiene que comenzar siempre de nuevo en todo hombre. Kant no asume su irreversibilidad, en la medida en que tiene presente el problema del mal radical. «El hombre se desvía constantemente de su destino y tiene que empezar siempre de nuevo.» Ni siquiera el progreso de las ciencias está asegurado contra un retroceso. Con mucha más razón sucede con el progreso moral. De atender a éste, el

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pesimismo de Kant se dispara: la experiencia de los tiempos nuevos y antiguos, si hemos de recordar la tesis, no hace de la historia un sueño, sino una pesadilla. Kant mismo ha buscado la metáfora para esta tesis: cuando se mira la historia empíri­camente, la especie humana parece encerrada en el «laberinto del mal«.

Finalmente, se nos impone que el juego supremo de la nor- matividad moral y republicana sea perenne y obligatorio en toda la historia: «El problema de la educación moral de nues­tro género, incluso según la cualidad del principio, y no mera­mente según el grado, queda sin solucionar: porque una pro­pensión al mal innata en él puede ser objeto de lamento por la razón humana universal, e incluso puede ser frenada; pero en modo alguno extirpada», dice la página 681 del texto que venimos citando. El hombre, cada hombre, viene a la existen­cia con su animalidad intacta, y por eso a cada uno le está des­tinada la misma administración de sus deseos, sin que en ella cuente, de forma definitiva, el éxito del anterior. Si es verdad que el hombre tiene que hacerse un mundo, éste no entra en su herencia. El mundo tiene que ser rehecho desde el fondo, desde el principio, si quiere sobrevivir como legado.

Desde aquí la noción de providencia puede parecer un enunciado desesperado para mantener algo quizás contradic­torio con lo que sabemos: «que no somos sino chimpacés evo­lucionados», como afirma Kant en un curiso texto en la nota a la página 682 del texto que citamos. El hombre debe y puede ser el creador de su felicidad; pero acerca del éxito de esta empresa no puede elevarse una esperanza fundada desde sus disposiciones naturales, sino sólo desde la experiencia y la historia. Aquel enunciado sobre la providencia es un seguro frente a la desesperación, no un procedimiento positivo para producir certeza. No asegura la consecución del fin, la felici­dad digna, aunque cierra el paso a la inclinación, teóricamen­te casi inevitable, de considerar el último fracaso como defini­tivo. La apelación a la providencia concede así la posibilidad de un tiempo futuro iluminado por la salida del laberinto, representado como aproximación a este fin. Éste es el tiempo de la prudencia y de la sabiduría moral. Pero entonces la pro­videncia puede significar ante todo una confesión de impo-

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tencia de la propia razón respecto de su propia realización, como sugiere la página 683 del texto que trabajamos.

Es curioso que la primera enseñanza de la pragmática para la política sea tan pesimista. De hecho, es una llamada a la humildad. La prudencia, fundada sobre el saber de la antro­pología pragmática, es un saber tan consciente de la limitación de su validez, que no puede aspirar a desvincularse del pre­sente. Aquello que puede servir para conducir la felicidad de los hombres hacia el derecho, en un momento dado, puede significar una pérdida profunda de civilización en otro. Por eso tenemos que rechazar con rigor el uso de la pragmática como regla de juicio determinante acerca de las formas de gobernación de los hombres. El futuro no es sino el final de un sueño, y tan imprevisible como él. Por eso no hay un saber pragmático determinante, universal, porque no hay un saber del hombre del futuro. Si así fuera, la libertad dejaría de ser lo que es: principio de lo contingente. «El carácter de la humani­dad -dice Kant-, no se puede distinguir ni desde la historia de otros tiempos y otros países. [...] La historia más ampliamente informada y la más cuidadosamente interpretada no puede dar de esto ninguna segura enseñanza», dice la página 683 del texto que citamos.

No se trata de la mera impotencia de la historia para fundar el avance moral de las personas. Es más bien la dificultad extrema de la versatilidad del hombre, moviéndose siempre por la escala infinita entre la civilización y la barbarie. Por lo tanto, la política no puede confiar pasivamente para su acción presente en una representación de los hombres del pasado. Justo por eso, la progresiva organización de los ciudadanos de la tierra en un sistema jurídico es tan importante: reduce la endémica labilidad del hombre. Pero al tiempo, el sistema mismo se convierte en un peligro: su solidez debe ser reajus­tada permanentemente, para canalizar las formas civilizadas y progresivas del ser feliz, de tal manera que el ser humano pueda seguir creyendo en un único mundo de hombres. En este reajuste, sin embargo, se abre una ulterior fisura: la gene­rada por la propia capacidad humana de ocultar y mentir -y mentirse- acerca de su propia felicidad y deseo. Si existiera algún país donde los hombres sólo pudieran pensar en voz

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alta, tendrían que ser siempre ángeles, dice Kant. Ocultar y mentir es lo propio de todo hombre y, en este mismo sentido, se impone la desconfianza ante todas las categorías morales. Quizá la transparencia de la alegría sencilla estaría más allá del engaño. ¿Pero quién podría defender este ingenuo materialis­mo que hace del cuerpo un espejo infalible de la verdad?

En todo caso, el progreso jurídico -y virtuoso- depende del progreso pragmático, del progreso en el conocimiento de los resortes de la acción humana libre en la búsqueda real de la verdad acerca de su felicidad. El conjunto de este progreso jurídico y pragmático es el progreso en la civilización y en la cultura. Cuando una sociedad progresa desde el punto de vista de la objetividad social, dejándose llevar por aquellos elementos en los que se ejerce una presión sobre el hombre, sobre sus formas de buscar la dicha, se dice que se avanza en el proceso civilizatorio. Pero cuando también se incorpora a este progreso una elevación de las dimensiones prácticas y libres del sujeto, cuando se confia en la capacidad de partici­pación del hombre en la construcción de su mundo, entonces se dice que el progreso es de cultura, en la medida en que se orienta hacia los fines del ser humano como ser libre. Hay pro­ceso civilizatorio desde la disciplina social. Hay proceso de cultura desde la praxis subjetiva. El primero determina un pro­greso del sistema del Estado; el segundo, el de las bases repu­blicanas del Estado.

Foucault, que ha visto bien el primero, ha olvidado el segundo. Pero no Kant. Un texto se puede ver en una refle­xión de los años 1795-1799, la 8.077. Allí se dice que la cul­tura está orientada «al cultivo de nuestras potencialidades» subjetivas. Esta cultura sirve para «propiciar los progresos en un sentido pragmático». De esta forma, allí donde el pro­greso en el sistema objetivo del derecho se media con el progreso en el sistema subjetivo de la p ra x is productora de felicidad, allí se dice que hay progreso pragmático. Las estructuras universales del derecho y de la felicidad se dan cita en la estructura universal de la pragmática. En relación con este progreso pragmático, que en cierto modo marca el lelos de la historia, dice Kant inmediatamente que la d octr i­n a p o lític a no puede ser desdeñada, porque puede contri-

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buir ai bienestar del Estado, que no es sino el mayor con­senso de la ciudadanía.

Así las cosas, no tenemos ni progreso moral ni mero pro­greso civilizatorio técnico. La visión cosmopolita de la historia, en la medida en que garantiza un progreso pragmático, media siempre los productos objetivos de la historia por sus proce­sos de producción asentados en la acción de los hombres. La filosofía, pragmáticamente orientada, debe tratar siempre de mostrar la libertad en acto, la producción consciente de efec­tos históricos, de tal forma que enseñe en cada presente la producción consciente y responsable de efectos concretos. Este relato de la libertad del hombre es lo único que puede impulsar el progreso de la libertad en la definición de un mundo presente.

7. A m odo d e conclu sión . P rudencia, pragm ática, dem o­cracia .— Llegamos de esta forma a la tesis final de que el pro­greso histórico al que debe aspirar la política es el progreso pragmático. Podemos definirlo como el aumento continuo de la capacidad del hombre para dominar conscientemente su propia praxis, para construir libremente su propio mundo como objetivación de su digna felicidad. Es muy importante recordar que felicidad no es una forma de vida pasiva, sino que, en la medida en que teje una dimensión pragmática, implica dignidad; esto es: actividad y libertad en la adminis­tración de las disposiciones humanas. Sólo así puede abrirse paso aquella tesis que hacía de la felicidad una aceptación de la totalidad de la existencia. Pues bien, la política como acción que sirve al progreso pragmático, en la medida en que éste obedece a los principios del republicanismo, no puede ser más que una política de principios democráticos.

Ahora bien, en la medida en que el derecho supone una dimensión de libertad y de igualdad, como condición de pose­er algo propio con lo que entrar en las acciones sociales que conducen de manera recíproca a la felicidad, una política democrática capaz de orientar la creatividad del derecho debe implicar alguna previsión acerca de la felicidad que debe pro­mover el derecho. La política democrática tiene en cuenta la felicidad de todos en relación con el derecho de todos. El prin-

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cipio jusnaturalista de la autonomía o la independencia civil resulta converger aquí con el principio pragmático, al apuntar que el hombre ha de deber la felicidad a sí mismo. Desde este punto de vista, el derecho inalienable es el derecho a la propia acción consciente como única fuente de felicidad.

Nuestro punto de partida ahora se halla en esta frase: la política debe conocer desde dentro la acción humana si quie­re potenciar la acción humana. Esta vinculación entre pragmá­tica, prudencia y política democrática es lo que deseo desa­rrollar en lo que sigue, no sin decir antes que esta acción política, que vincula felicidad y dignidad es, por tanto, la forma plenamente secularizada del bien supremo, único significado humano de una providencia política que aspire a ser algo más que una confesión de impotencia.

Hemos perseguido, como es habitual en Kant, muchos pu zzles conceptuales, consecuencia inevitable de su incesan­te labor de análisis. Muchos de estos pu zzles pasan inadverti­dos al lector actual, porque ni siquiera tenemos el contexto de categorías desde donde tomarlos significativos. Uno de estos rompecabezas viene dado, ya lo hemos visto, por la palabra Klugheit. Dicho término tiene mala prensa, porque puede sig­nificar astucia, y por ello mismo puede implicar la carencia de todo fundamento normativo, en el sentido de la técnica políti­ca moderna pensada -se dice- por Maquiavelo. Sin embargo, como concepto de la tradición aristotélica, puede significar igualmente prudencia. No hay forma de disolver este tremen­do equívoco, que me parece síntoma de la enfermedad de una cultura que, como la luterana, había perdido todo sentido nor­mativo de la política. Aquí, finalmente, sólo podemos estable­cer una diferencia de usos de la que deberá emerger una cla­rificación conceptual.

Pues bien, en el contexto de la política vimos que el rom­pecabezas se complicaba con una serie de palabras que aún nos resultaban más lejanas: surgió así la Staatsklugheit, que debe definirse en relación con otras dos palabras que apun­tan a la política: la Staatsw eisheit y la Staatskunst. Intuitiva­mente, si la K lugheit es meramente astucia, aplicada al Esta­do no será sino la política de poder [M achtpolitik]. Entonces la Staatkunst, el arte del Estado, no sería sino la técnica capaz

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de acrecentar el poder. La sabiduría del Estado se reduciría entonces a la Razón de Estado, que se levanta firme sobre la hipótesis agustiniana -q u e podemos recordar aquí para rechazar cualquier posibilidad de fundar sobre ella una polí­tica- de la caída radical del hombre. Según esta tesis, mien­tras recuperamos nuestra inocencia paradisíaca en el final de los tiempos, debemos ser objeto de una dominación que ponga freno a nuestra insuperable maldad2. Dirigir la acción de los hombres, el objetivo del saber pragmático, se reduce aquí a negar su propia praxis, a reprimir la acción humana. Todo esto tiene que ver muy poco con la política y la filosofía de Kant, como hemos visto.

Pero si la K lugheit tiene una dimensión aristotélica de pru­dencia, y asume el problema fundamental del aristotelismo, a saber, que también los hom bres libres deben ser gobernados, entonces la sabiduría del Estado tiene que ver con la conduc­ción de hombres morales y libres, y el arte para ello no puede ser una mera técnica, o una mera astucia del poder, que no se toma en serio la libertad humana de cada uno de los ciudada­nos. El objeto de este arte no sería construir o conformar obje­to alguno -n o se trata de una poiesis-, sino la proliferación, el aumento de la libertad de los sujetos libres.

Entonces el arte prudente del Estado, por expresarlo en tér­minos aristotélicos, formaría parte de la prax is y no de la techné, como nos ha recordado en diferentes trabajos Maxi­miliano Hernández. La praxis, elemento que depositamos en el seno de la dimensión pragmática de la política republicana, hace siempre referencia a la acción posible de la libertad. La praxis democrática hace referencia a la libertad de todos. Ahora bien, en el terreno del Estado, la libertad sólo puede conectarse legítimamente con el problema del derecho como

2 Sólo con este punto sería posible fundar la tesis de que la política moderna es obra de calvinistas, de aquéllos que no se sienten hundidos en un mal tan radical que haga necesaria la dominación extema. Por eso los pueblos católicos no lian tenido tampoco política propiamente dicha. No han conocido el principio de la caída radical, pero sólo porque han reconocido la existencia en el seno de la Iglesia como bien seguro. Por eso no podían fundar un pensamiento del auto-gobierno, que es la posición auténticamen­te moderna. Cf. Antonio Ribera, Republicanism o Calvinista, Murcia, 1999

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consenso máximo de esa libertad. El saber pragmático aquí sólo puede sugerir formas de conocer los caminos por los que la libertad se canaliza por el derecho, en la lucha consciente por la dignidad y la felicidad de todos. El saber pragmático -saber de las acciones de la libertad- y el fin pragmático -la promoción de la libertad consciente- configuran la homoge­neidad del campo teórico-práctico del derecho y de la políti­ca. Por eso, para Kant, la p rax is a la que sirve esta prudencia sólo puede ser la acción del derecho del Estado [Praxis des StaatsrechtsJ. Sin la idea de una res p u b lica p u ra delante de los ojos, la p rax is política se convierte en Praktiker, en meros conceptos técnicos de dominación, como ya vimos en el capí­tulo II. Frente a ella, emerge la Klugheit en el sentido de pru­dencia.

Con ello divisamos el complejo mapa de estas cuestiones. La Klugheit será prudencia en la medida en que parta del saber pragmático y sirva al derecho republicano y al progreso pragmático. El círculo de la prudencia depende así del carác­ter mundano de la libertad. La prudencia del Estado será tal en la medida en que cuente con la dimensión pragmática del hombre. En la medida en que ponga esta prudencia al servi­cio de la universalización democrática, el Estado será algo más que prudente, será sabio. Esta sabiduría es el lelos de toda política democrática. La sabiduría del Estado dependerá, por ello, de su capacidad de gobernar cada vez más hombres cada vez más libres, y su arte consistirá en promover la prax is de la libertad. Y sin embargo, debemos precisar que la prax is men­cionada aquí está en relación con la promoción de la libertad política -n o meramente de la libertad civil o moral-. Si este cuadro de problemas tiene sentido concreto, basándonos en argumentos kantianos, entonces la política está guiada por una normatividad prudencial, que excede con mucho a la nor- matividad técnica, y que concreta históricamente en cada pre­sente la normatividad del derecho racional. La forma de hacer visible esta concreción es mediante la constatación de con­sensos libres y amplios.

Hemos dicho que la libertad en el sentido político es mucho más concreta que la libertad en el sentido moral (asu­mir una máxima universal) y que la libertad ética (asumir un

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imperativo de perfeccionamiento propio o de cooperación en la felicidad ajena). De aquella libertad política dice Kant -la cita se puede ver en el volumen XXIII de la A kadem ie, en la página 129-, de una manera expresa, que «consiste en que cada uno pueda buscar su felicidad según sus conceptos y ni siquiera una vez pueda ser usado por los otros según sus conceptos, como medio para el fin de su propia felicidad, sino meramente según los suyos». Kant añade inmediata­mente que esta libertad no puede ser entregada jamás, por­que entonces el hombre entregaría su derecho y se conver­tiría en una cosa. Esto es: la libertad política es la realización del derecho; pero el derecho es la vía p rop ia hacia la felici­dad. Por eso se distingue de la libertad ética, que sólo reco­noce la necesidad de cooperar en la felicidad ajena. El dere­cho democrático es el camino que puede refractarse en la p rax is por la que cada uno busca su felicidad, se hace fin en sí y cumple el imperativo pragmático de elaborar un mundo desde la libertad.

¿Cómo podremos gobernar a los hombres libres? No podría­mos hacerlo sin que queden implicados en su auto-gobierno. ¿Cómo seremos prudentes y sabios políticamente? ¿Cuál será el arte que guíe la prax is de la política? La respuesta a todas estas cuestiones es muy sencilla: si logramos mostrar la íntima, inextirpable y clásica vinculación entre libertad, derecho y felicidad. Aquí el derecho es la mediación entre libertad y feli­cidad, el punto de síntesis del bien común, la clave de la liber­tad política. En cierto modo, lo peor que puede pasarle a un gobierno es que los ciudadanos no tengan un proyecto de feli­cidad en el que emplear su libertad y por el que conducir de forma consecuente su lucha política. Con ello Kant reformula a Aristóteles. Todos aspiran a la felicidad. Pero cada uno la busca a su manera. Ése es su derecho. Pero al hacer de esta búsqueda su derecho, se asume que todo el que aspira a la felicidad tiene el mismo derecho. Y así, cada uno está faculta­do a buscarla libremente en la medida en que reconozca el derecho de todo otro a buscarla. Aquí tiene sentido la política como gobierno de hombres libres, en la medida en que entre­tejan proyectos compatibles de felicidad, de cuya com-posibi- lidad da cuenta el derecho.

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Asi tenemos que reconocer que el gobierno sabio y pru­dente es aquel que muestra los caminos por los que la felici­dad se canaliza a través del derecho libre, de tal manera que reclama, a través de esa mostración, el apoyo, la obediencia y la participación de los ciudadanos, tendencialmente de todos. Y por eso no hay técnica para esta praxis, sino únicamente ejercicio de la libertad política. Quizás se abra aquí el profun­do secreto de una genuina teoría del Estado; esto es: que la felicidad humana es el fruto más sazonado del ejercicio del derecho y de la libertad política. Sin duda, hay que ser muy secretamente griego, muy secretamente aristotélico, para dis­poner de esta sabiduría. Pero, como he dicho en otros sitios y respecto de otras cosas, de ella brota el espíritu kantiano.

Desgraciadamente, no hay vocabulario suficiente en la actua­lidad para estos territorios. La reducción de todo arte a mera técnica, de la prax is o pragmática a práctica rutinaria, de la prudencia a astucia, constituye un estrechamiento del voca­bulario de la política que es solidario del persistente déficit de republicanismo en nuestras sociedades. De hecho, este voca­bulario no ha tenido oportunidad histórica de consolidarse a partir del único expediente por el que podía hacerlo: una actuación concreta y ejemplar del Estado con la que configu­rar una tradición. Y sin embargo, Kant ha buceado en la tradi­ción secular de la política, y nos ha vertido en nuevos con­ceptos las huellas de una vieja sabiduría que pudo pasar largamente inadvertida. Uno de estos nuevos conceptos, des­tinado a una larga vida de malentendidos y de fecundas recre­aciones en el fértil territorio del Nuevo Mundo, es el de pragmática y sus derivados. Tengo la profunda convicción, en este sentido, que la tradición política más cercana a la norma- tivad kantiana es la de los Estados Unidos de Norteamérica.

Por todo ello, estimo fundamental la relación entre pragmá­tica y prudencia. Pues la pragmática se diferencia de la habili­dad técnica porque aspira no a unos fines cualesquiera, sino a un fin tan universal como el derecho y, por eso, electivamen­te afín con él, a la felicidad. En la medida en que la prudencia del Estado acoja los preceptos pragmáticos, que marcan fines universales, y se base en saberes pragmáticos acerca de las formas de conseguir estos fines mediante la libertad, saberes

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que en todo caso fundamentarán reglas de la prudencia, deberá estar en condiciones de orientar la prax is concreta de hombres libres hacia la conquista de la felicidad canalizada por el derecho. La prudencia no es una capacidad teórica, en la medida en que tiene que ver con fines universales; sino una capacidad práctica, que tiene que ver con su obtención median­te la libertad política.

Tenemos que la prudencia, en caso de existir, sería una capa­cidad para encarar los fines universales de la acción humana, que hemos cifrado en la felicidad. La dignidad, el otro fin uni­versal del ser humano, va implícito en el hecho de que la pru­dencia del Estado supone la búsqueda de la felicidad de cada uno a través del derecho de todos. Por eso, la prudencia, ver­tida en el cuerpo del derecho, tiene fines necesarios y univer­sales, pero tiene medios circunstanciales e históricos. Impulsa el ideal republicano desde una situación jurídica concreta. Así, prudencia y política tienen la misma estructura: la propia de una norma concreta y libre que regula el presente. De este encuentro tenemos dos polos: por una parte, la idea republi­cana, que establece una sabiduría del Estado, y una situación jurídica y humana dada, que se quiere movilizar para que la idea de derecho se realice como medio de la felicidad. Pru­dencia y política reciben así el mismo estatuto, dependiente de la facultad de juzgar3.

Si los fines universales de la acción humana no pudiesen desplegarse por un medio electivamente afín con su carácter universal, como es el derecho, entonces no podría haber dife­rencia entre prudencia política y astucia privada. Entonces no existiría política democrática, prudente y racional. Pero la res­puesta kantiana dice: los fines universales de la acción pueden ser desplegados por el medio del derecho. Por eso existe la prudencia. El despliegue del derecho depende de reglas que surgen de la capacidad de juzgar sobre la historia y sobre el presente jurídico desde la idea republicana de Estado. Esta política es democrática porque sirve a dos ideas universales sin las que el ser humano no sabría reconocerse: la idea de

3 Éste sería el contexto en el que se podrían referir con provecho las sugerencias de Hannah Arendt sobre Kant y el problema del juicio.

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una felicidad y la idea en la que la felicidad misma ya está depositada, el derecho. Por eso, y sólo por eso, se puede hablar del derecho sagrado de los hombres.

Alguien podría reclamar que este derecho estuviera a salvo en un libro definitivo, o estuviera asegurado por una técnica infalible. No es así. No está garantizado por un saber, sino por una praxis. Y ésta solo está segura en su propia realización, en su propio presente, entregada a su propia responsabilidad. Su única garantía es la libertad de juicio y el consenso de seres libres que como acción reclame. Ambos elementos, de nuevo, invocan las bases normativas del republicanismo.

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ÍNDICE

Prólogo, 5

I Introducción, 91 El problema, 9 .- 2 Principios filosóficos e interpretación histórica, 13 - 3. El republicanismo, el derecho racional y la moral, 15.-4. La estructura de este ensayo, 19.

II Las premisas últimas del republicanismo. Hombre, historia Y DERECHO, 23

A) El legado de la modernidad: Certeza y acción, 231. Lutero como punto de partida, 23 - 2. Naturaleza, fe y salva­ción, 27.- 3. La comunidad política y la iglesia, 32.- 4. El mis­terio del Israel y el narcisismo moderno: siervos y herramien­tas de Dios, 33.

B) El giro kantiano, 351. Entre Aristóteles, Lutero y Hobbes, 35 - 2. Pesimismo indivi­dual y optimismo histórico: la ironía kantiana, 39 - 3. Pesimis­mo y antinarcisismo, 41.- 4. Contra Lutero: el valor de la acción, 44.

C) Historia y Derecho, 48.1. Mal y señorío, 48.- 2. El mal radical y la historia, 5 1 - 3. La historia como sistema y la idea de derecho,540.

III Ilustración jurídica contra razón de Estado, 59.A). Derecho racional e historia, 59.

1. La escisión de la conciencia moderna y la dualidad del dere-

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cho natural, 5 9 - 2. El lugar peculiar de Kant, 62.- 3. Ni utopía ni positivismo, 65 - 4. La imposibilidad del progreso moral: progreso jurídico, 68.

B) Estado y Sociedad, 71.1. Ilustración y pensamiento del Estado, 7 1 - 2. Provisionalidad histórica de la materia de la institución jurídica, 74.- 3. Kaul- bach sobre sociedad y relaciones jurídicas, 7 7 - 4. Estado y sociedad, 82.

C) Normatividad y facticidad jurídica: el problema de la razón de Estado, 85.1. Progreso jurídico-político versus razón de Estado, 85 - 2. Lo normativo como forma, 88.- 3- El progreso jurídico en sentido material, 90.

IV La norma. Republicanismo y legitimidad dei. derecho, 95.A) La legislación jurídica y la legislación ética: la común depen­

dencia de la ley moral, 95.1. Un mapa conceptual muy complejo, 95.- 2. La noción de arbitrio, 98.- 3. Breve excursussobre inclinación y legalidad en el ámbito del derecho, 101- 4. Arbitrio y dimensión moral como elementos del derecho, 103— 5. Legislación jurídica y legislación ética desde el punto de vista del fin, 105 - 6. Deber en la ética y en el derecho: el problema del juicio, 106— 7. •Legalidad* o «moralidad* como dimensiones comunes a la legislación ética y jurídica, 109 - 8. Deber ético y legalidad en la obediencia jurídica, 113.

B) La constitución republicana del derecho, 117.1. Moral, deber natural y derecho, 117.- 2. El ideal republica­no y la idea de derecho, 120.— 3. Derecho, poder y alteridad, 124.

C) La vida del derecho: juicio y propiedad, 131.1. El punto de vista del legislador y el punto de vista del juez, 131- 2. Legalidad y futuro o el juicio generador de ley, 133.- 3. Hacia un concepto estricto del derecho, 135.

V Ei. Estado. Soberanía democrática y representación política, 143. A) Teoría de la Representación, 143-

1. Representación desde la teología política, 143 - 2. Trascen­dencia del Estado y representante personal, 145 - 3. La repre-

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sentación en el pensamiento liberal clásico, 148.- 4. La mirada kantiana sobre la representación, 153.- 5. Deliberación, espa­cio político y soberanía, 158 - 6. Deliberación y querer, 162.

B) La división de poderes, 167.1. Soberanía y constitución, 167.- 2. La razón del Estado y la idea de la razón práctica, 169.- 3. La lógica de la división de poderes, 174 - 4. Aproximación al poder legislativo, 179 - 5. Poder ejecutivo, 186.- 6. El poder judicial, 195 - 7. Patologías del Estado y división de poderes, 198.

VI La política. D emocracia y pragmática, 203.1. El concepto de la política, 203 — 2. El sujeto de la política, 206.- 3- Las formas de la prudencia: poder legislativo y ley per­misiva, 213-- 4. La prudencia del ejecutivo, 217.- 5. Pragmáti­ca y cosmopolitismo, 223 - 6. Progreso pragmático y promo­ción de la libertad, 228 - 7. A modo de conclusión: prudencia, pragmática, democracia, 232.

Índice, 241.

243

El libro surge de la necesidad de aportar a la dramática situación de cri­sis del Estado democrático una posible iluminación teórica, más allá de las necesarias y prudentes intervenciones periodísticas. En este sentido, se pro­pone una teoría de la res publica, en toda la complejidad de su argumento. Pues sin tener filosóficamente claras las razones para la democracia y para las instituciones que le son propias, resulta muy fácil desprotegerse críticamente ante el funcionamiento real de las mismas. Sin una vuelta a los fundamentos y a la concepción del hombre que cuadra con la vida democrática, se corre el peligro de que no se esté en condiciones de trascender las imperfecciones de la política realmente existente. Tal estrechamiento de la conciencia ciudada­na no es sino antesala de profundas corrupciones que van más allá de casos personales y de cuestiones éticas: define en sí mismo la estructura falseada de representación con la que el destino de los colectivos escapa al control de los propios formadores de la unión política.

Por ello, el presente libro pasa revista a todos los tópicos del cosmos democrático, desde la teoría del hombre como ser social y activo dotado de conciencia histórica, hasta la teoría de la felicidad como telos de la política, pasando por una"teoría del derecho, del Estado, de la soberanía y de la repre­sentación, de la división de poderes y del sentido prudencial de la política en cada uno de estos sujetos.

José Luis Villacañas Berlanga beda, 1955) es Catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Murcia y está vinculado al Instituto deFilosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas desde 1994. Centrado íundamentalmente en el análisis estructural del pensamiento critico de Kant, que complementa con la obra de Max Weber, se ha ocupa­do de forma paralela de desentrañar la ambigüedad del pensamiento idealista. Sus publicacio­nes más relevantes son: Racionalidad critica (Tecnos, Madrid, 1987); La quiebra de la razón ilustrada (Madrid, Cincel, 3.a reimp. 1995); Especulación, Nihilismo y Cristianismo en F. H. Jacobi (Anthropos, Barcelona, 1989); Tragedia y Teodicea de la Historia (Madrid, Balsa de la Medusa, 1993); Los caminos de la reflexión, 1 vol. Historia de La Filosofía: de Hesíodo a Platón (Murcia, 1993), y, más recientemente, una Historia de la Filosofía Contemporánea (1997) y el ensayo Kant y la época de las revoluciones (1997), ambas en Akal.