Varios Autores - Teologia y Magisterio

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J.M.MARDONESR. FRANCO-J.M.ROVIRA BELLOSC TEOLOGÍA Y MAGISTERIO VERDAD IMAGEN

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J.M.MARDONESR. FRANCO-J.M.ROVIRA BELLOSC

TEOLOGÍA Y MAGISTERIO

VERDAD

IMAGEN

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VERDAD E IMAGEN

100

J. MATEOS-J. RIUS CAMPS-E. VILANOVA-J. M. CASTILLO-J. M. MARDONES-R. FRANCO-J. M. ROVIRA BELLOSO

TEOLOGÍA Y

MAGISTERIO III Jornadas de Estudio

de la Asociación de Teólogos Juan XXIII

Homenaje a J. M.a DÍEZ-ALEGRÍA Y JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

EDICIONES SIGÚEME - SALAMANCA 1987

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© Ediciones Sigúeme, S. A. Apartado 332 - 37080 Salamanca (España) ISBN: 84-301-1032-1 Depósito legal: S. 637-1987 Printed in Spain EUROPA ARTES GRÁFICAS, S. A. Sánchez Llevot, 1. 37005 Salamanca, 1987

CONTENIDO

Presentación: Casiano Floristán 9

I. HOMENAJE 15

1. José María Diez-Alegría: José María González Ruiz .. 17 2. José María González Ruiz: José María Diez-Alegría .. 33 3. Mi experiencia personal en cuanto se refiere a la rela

ción «teología-magisterio»: José María Diez-Alegría... 43 4. Mi experiencia personal en cuanto se refiere a la rela

ción «teología-magisterio»-.José María González Ruiz 49

II. PONENCIAS 53

5. Criterio de verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento: Juan Mateos 55

6. Diversificación de los ministerios en el área siro-hele-nística: de Ignacio de Antioquía a las constituciones apostólicas: Josep Rius Camps 75

7. El ejercicio del poder doctrinal en los siglos XII y XIII: Evangelista Vilanova 115

8. La exaltación del poder magisterial en el siglo XIX: José María Castillo 139

9. El Magisterio como poder: José María Mardones 161 10. Hermenéutica del Magisterio: Ricardo Franco 185 11. El Magisterio y la libertad del teólogo: José María Ro-

vira Belloso 205

III. COMUNICACIONES 227

12. El Magisterio de la comunidad cristiana: hacia una superación del binomio Iglesia docente-Iglesia discente: Juan José Tamayo 229

13. El Magisterio eclesiástico y la interpretación ética de lo humano: Antonio Sanchís 257

14. La posibilidad del papa hereje: Rufino Velasco 267

índice general 277

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Presentación

CASIANO FLORISTÁN

I

El magisterio de la Iglesia, derivado de la misión evangélica de predicar el evangelio a todas las gentes, equivale hoy a la función de enseñar una doctrina con autoridad. De una parte, magisterio procede de magis o maior, primero o principal, a saber, quien posee autoridad o se encuentra en situación de mando. De otra, magister o maestro es quien tiene el oficio de enseñar, en última instancia, la verdad. Esta concepción del magisterio ha arraigado profundamente en la Iglesia católica después de la Reforma, gracias a la potestas o poder del ministro ordenado y a la primacía del sumo pontífice romano. La justificación radical del magisterio eclesiástico se afianzó con la declaración, en 1870, de la infalibilidad del papa, debido sobre todo a la dependencia creciente de los obispos respecto a la santa sede y a la confusión entre magisterio ordinario y extraordinario del papa, como si toda enseñanza pontificia estuviese revestida siempre de infalibilidad. La distinción entre Iglesia docente (que enseña y habla) e Iglesia discente (que escucha y obedece), como si fuesen dos fracciones en lugar de dos funciones, ha reforzado hasta límites increíbles una concepción sumisa y errónea del magisterio, en una Iglesia calificada con razón de piramidal. No olvidemos asimismo la afirmación atrevida del sacerdote como «alter Christus» o del papa como «vicario de Cristo» en la tierra, con la desestima peligrosa de la función del Espíritu de Dios, desplazado frecuentemente por la jerarquía. Historiadores de la teología y teólogos de la Iglesia reconocen que el concepto de magisterio, tal como lo entendemos hoy, es tardío (del siglo XIX) y oscuro (con connotaciones ideológicas poco evangélicas). Recordemos que en la antigüedad cristiana, al menos para san Agustín, magisterio sólo tienen Dios y Cristo; los demás ministerio (derivado de minister o de minor, ayudante y último).

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12 Casiano Floristán

5. El magisterio jerárquico debe ser ejercido dentro de la comunidad de fe. Cuando se dan abundantes y frecuentes tensiones interpretativas entre jerarquía y teólogos o entre obispos y pueblo, no siempre y en todo —especialmente en apreciaciones éticas— tiene razón sin más la jerarquía. A todos nos obliga la mutua escucha y el diálogo. El papa y los obispos pueden no acertar en algunas cuestiones. Su infalibilidad no abarca todo.

III

El 24 de junio de 1966, la Congregación para la doctrina de la fe, con el cardenal Ottaviani al frente, envió una carta de alerta a los presidentes de las Conferencias episcopales, en la que se enumeraban diez peligros teológicos. De entonces a esta parte ha procedido la Congregación de la fe de un modo cada vez más inquisitorial.

Los abusos de interpretación y las opiniones atrevidas son, al parecer, rasgos de algunos teólogos. Por el contrario, las comisiones pontificias y las congregaciones romanas están protegidas de cualquier desviación. Según se mire, es cierto que se equivoca quien más se compromete. Visto del lado opuesto, también podemos afirmar, con mayores razones de peso, que hoy en la Iglesia comete más errores quien no actúa ni deja actuar. N o se valora debidamente la vida de quien se sitúa en la verdad de Cristo y en la realidad del pueblo, aunque formule proposiciones discutibles. Se sigue dando primacía a la formulación correcta, aunque la vida de quien lo exprese esté corrompida éticamente.

La tensión o el conflicto entre teólogos y papa-curia-obispos se agrava cuando las bases seglares de la Iglesia más abierta y activa se identifican con el magisterio de los teólogos y se alejan del magisterio episcopal y papal, controlado severamente por la curia romana. El magisterio episcopal y papal, a su vez, se desacredita en amplios círculos teológicos y en extensas bases seglares cuando se muestra reticente al pensamiento teológico más renovador, al mismo tiempo que somete a revisión a sus portavoces más representativos. Con razón afirmó Rahner que los teólogos representan el «elemento critico» y los obispos el «papel conservador». Las tensiones y conflictos surgen por falta de diálogo adecuado o de plataformas válidas de trabajo.

Para que el magisterio jerárquico sea regulador de la fe de los creyentes ha de mostrarse, en primer lugar, menos dogmático y más evangélico, a saber, sin monopolios absolutos de la verdad, sin imponerse con decretos ni amenazar con condenas. En segun-

Presentación 13

do lugar, ha de utilizar un lenguaje sencillo, reconociendo muchos límites, con invitación a búsquedas nuevas y enunciados abiertos al diálogo, mediante ofertas, sin imposiciones. En tercer lugar, debe estar en contacto con el mundo real lleno de problemas, tensiones y sufrimientos, en donde la verdad cristiana se verifica. Finalmente, ha de dialogar con el mundo religioso no católico e incluso con los medios no creyentes que tienen otras intepretacio-nes de la vida, buscando lo que une y no lo que separa.

IV

La Asociación de teólogos Juan XXIII emprendió su marcha el 7 de junio de 1980 por iniciativa de ocho teólogos que, a su vez, invitaron a otros cincuenta colegas a federarse, con unos propósitos que cristalizaron el 18 de octubre de ese mismo año. El primer encuentro tuvo lugar este día sobre «Tareas urgentes del teólogo en la Iglesia de hoy» 1 . Pronto surgió la idea del primer congreso de teología, aprobado por la Asociación en mayo de 1981 y celebrado en septiembre de ese mismo año2 . Los fines de la Asociación fueron aprobados en la asamblea constituyente de enero de 1982, que en la redacción última de los estatutos se formulan de la siguiente manera: «1) Promover el desarrollo de la teología en España entre sus cultivadores, a través de la investigación y la divulgación, en comunión con el magisterio auténtico de la Iglesia y en el espíritu de libertad, diálogo y compromiso, iniciado en el Vaticano II. 2) Conjugar la exigencia de alta calidad y rigor teóricos con la inserción vital en las comunidades y movimientos ecle-siales; buscar, con espíritu renovador, el diálogo con la cultura contemporánea y los logros de la modernidad; tratar de responder creativamente a la tradición y situación geocultural —en su unidad y pluralidad— de los pueblos del Estado español. 3) H a cer de la opción preferencial por los pobres marco básico y lugar epistemológico de la reflexión teológica. 4) Contribuir, desde sus tareas específicas, a la permanente renovación evangélica de la Igle-

1. Las dos ponencias de Fernando Urbina y José María Rovira introdujeron los debates. No fueron publicadas.

2. Los cinco congresos celebrados hasta el presente en Madrid, en el mes de septiembre, han sido los siguientes: 1) «Teología y pobreza» (1981); 2) «Esperanza de los pobres, esperanza cristiana» (1982); 3) «Los cristianos y la paz» (1983); 4) «Cristianos en una sociedad democrática» (1984) y 5) «Dios de vida, ídolos de muerte». El sexto congreso de 1986 lleva por tema «Iglesia y pueblo». Todos ellos son publicados en la revista Misión Abierta, número de diciembre de cada año.

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14 Casiano Floristán

sia católica, vinculando sus esfuerzos con los grupos y sectores cristianos comprometidos en este empeño. 5) Fomentar la solidaridad fraterna entre todos sus miembros, mediante una ayuda efectiva, especialmente en lo referente al desarrollo de la investigación y docencia teológica».

Las primeras jornadas de teología de la Asociación discurrieron sobre el tema «Tareas del teólogo», con ponencias de R. Franco3, J. M. Rovira y J. M. Mardones4. Las segundas jornadas versaron sobre «La Iglesia española a veinte años del concilio Vaticano II». Las ponencias fueron de A. Duato y F. Urbina5. Las terceras jornadas fueron celebradas en abril de 1986 sobre «Teología y magisterio», cuyas actas están contenidas en este libro que el lector posee en sus manos.

Es evidente que el tema del magisterio de los obispos en su relación con el de los teólogos ha preocupado a nuestra Asociación desde su fundación. De ahí que lo tratásemos en profundidad a través de un recorrido histórico imprescindible. Las ponencias y comunicaciones presentadas en estas jornadas, así como los diálogos que suscitaron entre los 32 participantes, han puesto de manifiesto, por un lado, el alto nivel de pensamiento cristiano que hoy poseen los teólogos españoles y, por otro, su propósito decidido de hacer teología con espíritu crítico, fe personal y responsabilidad eclesial.

La ocasión era inmejorable para llevar a cabo, por parte de la Asociación, un merecido homenaje a dos teólogos españoles, pioneros en la seriedad del estudio, en el compromiso con el pueblo de Dios, en el servicio a la Iglesia del Señor y en la alta divulgación de la verdad evangélica. José María Diez-Alegría y José María González Ruiz son para todos nosotros testigos de la sabiduría de Dios en el pueblo y verdaderos doctores de la fe en el maestro Jesús. Quiera Dios que con esta contribución aumente el ministerio de todos en el servicio a la fe. Sólo así podremos hacer magisterio.

3. Cf. R. Franco, Teología y magisterio: dos modelos de relación: Estudios Eclesiásticos 59 (1984) 3-25.

4. Cf. J. M. Mardones, Tareas del teólogo en la sociedad actual: Moralia 6 (1984)271-291.

5. Cf. A. Duato, Retos a la Iglesia española a los veinte años del concilio, en C. Floristán y J. Tamayo (ed.), El Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985, 385-404.

I

HOMENAJE

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1

José María Diez-Alegría

JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

Para hablar de José M.a Diez-Alegría lo primero que tengo que hacer es doblar completamente el mapa de la península ibérica: solamente así podrán encontrarse relativamente juntas las ciudades de Gijón y Sevilla, donde él y yo nacimos respectivamente. Hay mucha diferencia entre un nórdico y un meridional. Pero esto no empece para que la Historia (así con mayúscula) supere la distancia y las divergencias y haga que uno y otro se vean embarcados en el mismo proyecto.

La cosa fue que la misma lucha hizo que nos encontráramos en las mismas trincheras. No era aquélla «una lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los jefes mundiales de estas tinieblas, contra los seres espirituales de la maldad, que están en las alturas» (Ef 6, 12). La violencia física estaba descartada a priori, pero no así aquella violencia moral, en virtud de la cual «el reino de Dios está siendo violentado, y violentos son los que lo arrebatan» (Mt 11, 12). Aún más, la misma violencia física debería ser matizada, y esto lo hace sutilmente Diez-Alegría en muchas de sus obras1.

En efecto, hay cuatro planos o tipos posibles de violencia: a) violencia estructural, que impide de suyo el progreso del hombre al que oprime; b) violencia ejercida sobre las estructuras injustas por medio de una ruptura; c) violencia entendida como ejercicio de procedimientos no armados de oposición activa y efectiva al establisbment: denuncias públicas, manifestaciones, concentraciones, boicots, huelgas, desobediencias cívicas, etc. Cuando los propugnadores de estos procedimientos excluyen el uso de las armas, se suele dar a esta estrategia el nombre, considerado como técnico, de «no-violencia-activa»; y finalmente d) violencia entendida como uso de las armas para forzar a otros a plegarse.

1. Cf. principalmente Teología frente a sociedad histórica, Ed. Laia, Barcelona 1972, 91-118.

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18 José María González Ruiz

Diez-Alegría, siguiendo al pie de la letra la Constitución conciliar Gaudium et spes (73 ss), cree que la violencia armada revolucionaria sólo podría justificarse, en caso extremo, como última posibilidad (agotados todos los recursos), y dentro de una ética de «no-violencia».

Afortunadamente ni él ni yo tomamos parte activa en la guerra civil española de 1936-1939: él andaba de novicio o estudiante jesuíta en Bélgica, y yo de seminarista en Roma (a mí me declararon «inútil» por falta de perímetro: ¡bendita falta!). Por eso, ambos carecemos de esa experiencia dolorosa de una trinchera de verdad, donde hay que coger un fusil y apuntar a otros seres humanos para eliminarlos.

Sin embargo, la historia nos reservaba otro tipo de guerra, no menos doloroso y punzante. Una opción por la Iglesia, hecha por los años treinta, tenía todas las garantías de ser auténtica, ya que entonces lo más «demodé» posible era ser cura o fraile. Por eso, uno soñaba algún día con «sufrir por la Iglesia»,, pero nunca se imaginaba que tendría que «sufrir de la Iglesia». Esta experiencia, que ambos hemos tenido, ha enriquecido nuestra fe y ha aumentado nuestra esperanza. Diez-Alegría lo cuenta descaradamente en su «escandaloso» libro Yo creo en la esperanza2. Aquella confesión «coram facie Ecclesiae» levantó una polvareda tan densa que al fin y a la postre el jesuita tuvo que abandonar la Compañía de Jesús y refugiarse en la benévola acogida del obispo de Segovia, don Antonio Palenzuela. Todos estos avatares los cuenta el mismo Diez-Alegría en un libro publicado posteriormente3.

Pero ahora volvamos atrás, cuando mi amigo y tocayo era todavía profesor de Doctrina social de la Iglesia en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Apenas había comenzado el concilio y ya salía a la superficie el famoso diálogo entre cristianos y marxistas. Diez-Alegría hacía ya tiempo que había estudiado a fondo el problema, pero su reclusión claustral no le había dado muchas oportunidades de tratar con marxistas de carne y hueso. A mí, sin embargo, dada mi condición de «cura secular», me era mucho más fácil, y por eso había tenido ya muchos contactos con marxistas españoles, sobre todo los residentes en París. El principal de todos ellos —el «hombre del diálogo»— era Manuel Azcá-rate (que, por cierto, ya de vuelta en España, fue objeto de una fulminante excomunión de Santiago Carrillo en los últimos estertores de su poder comunista). Con él hablaba yo muy cordialmen-

2. Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1972. 3. Crónica de un libro, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1973.

Homenaje 19

te y teníamos conexión con marxistas franceses, como Roger Ga-raudy, y con italianos, como Lucio Lombardo-Radice.

Pues bien, Diez-Alegría quería trabar contacto directo con Manolo Azcárate, y para eso me ofrecí yo mismo de intermediario. Recuerdo que el encuentro se realizó en una «trattoria» cerca de la basílica de Santa María la Mayor. Diez-Alegría, a pesar de su natural desenfado, estaba un poco cortado, pero el buen vinillo «dei castelli» y la excelente «pasta asciutta» de la «trattoria» rompieron todos los obstáculos y a partir de entonces los encuentros se hicieron más frecuentes y más íntimos.

Sin embargo, no serían estos contactos con los marxistas los que le trajeran a nuestro amigo la cadena de conflictos, que desencadenó la publicación de su confesión de Yo creo en la esperanza. Ni mucho menos. Estos diálogos estaban ya asumidos por las jerarquías eclesiásticas después de la apertura dada por el concilio Vaticano II.

La primacía de la conciencia

Lo que realmente le acarreó a Diez-Alegría aquella serie de trastornos fue la desenfadada afirmación de que la conciencia del hombre está por encima de todo. No obstante, ésta es una vieja afirmación cristiana que, partiendo del nuevo testamento (Rom 14, 23: «Todo lo que no procede de la conciencia es pecado»), siguiendo por los santos padres y por los teólogos escolásticos, ha llegado hasta nuestros días como punto fundamental de la ética cristiana. Así lo entendió el Vaticano II que en la Constitución Gaudium et spes afirmó:

«En lo hondo de la conciencia descubre el hombre una ley, que no se da él a sí mismo, a la que debe obedecer, y cuya voz resuena llegado el caso a los oídos de su corazón, llamándolo a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, apártate de aquello. El hombre tiene, en efecto, una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya observancia consiste su propia dignidad y conforme a la cual será juzgado. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en su intimidad. En la conciencia se revela de modo admirable aquella ley, que se cumple en el amor de Dios y del prójimo. Mediante la fidelidad a la conciencia se unen los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y para resolver verdaderamente tantos problemas morales, como se plantean tanto en la vida de los individuos como en la comunidad social».

Es verdad que Diez-Alegría, en sus clases en la Universidad

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20 José María González Ruiz

Gregoriana, relativizaba mucho la llamada doctrina social de la Iglesia, atreviéndose a veces a hacer críticas severas de documentos importantes del papa y de la jerarquía católica. Y así, por ejemplo, refiriéndose a la encíclica Quod apostolici muneris de León XIII, fechada en diciembre de 1878, dirigida contra el socialismo, afirmaba que la reacción del papa Pecci contra el socialismo, en lo referente al problema concreto de la propiedad privada, hundía sus raíces en el espíritu del liberalismo social y económico burgués. Y a pesar de que más tarde en la Rerum novarum (1891) León XIII afirmaba que el fin del entero sistema de leyes e instituciones del Estado consiste en promover la prosperidad tanto de la comunidad como de los individuos, y de que uno de los elementos de esa prosperidad es el desarrollo de la industria, del comercio y de la agricultura, desgraciadamente la parte de la encíclica que trata del problema de la propiedad privada es menos lúcida y plantea problemas de lectura bastante interesantes.

Todo esto es verdad. Pero muy probablemente este tipo de osadía hermenéutica referente al magisterio social de la Iglesia no le habría aportado conflictos profundos a nuestro amigo. La causa principal de todos ellos fue, sin duda, su resuelta y «desvergonzada» obstinación en seguir los dictámenes de su conciencia por encima de leyes positivas que deberían sujetarse a aquélla según el dicho de Jesús: «El sábado se hizo en función del hombre, y no el hombre en función del sábado» (Me 2, 27).

La división que Diez-Alegría hace entre religión ontológico-cultualista y ético-profética es esencial para entender tanto su pensamiento y su postura como la reacción de la «institución» ecle-sial. Y no es que borre de un plumazo el tronco vertical de la fe a beneficio del horizontal. Todo lo contrario. José M" Diez-Alegría (perdón, tocayo) es un místico. Y precisamente por eso, con bastantes años de anticipo, ha subrayado algo que el último Sínodo extraordinario de obispos con motivo del XX aniversario del concilio ha puesto de relieve: la condición de la Iglesia como misterio :

«A quien considerase mi posición eclesial demasiado "relativista", yo le diría que es precisamente mi fe en Jesucristo la que me lleva a relativizar la Iglesia existente en la historia. La concepción ético-profética del cristianismo lleva consigo esa relativiza-ción. Es la concepción ontológico-cultualista la que tiende a ab-solutizar las estructuras visibles de la Iglesia.

Una cierta relativización de las iglesias cristianas históricamente dadas resulta inexorablemente no sólo del ecumenismo, sinceramente asumido, sino sobre todo de la dimensión mistérica de la Iglesia de Cristo (que no puede ser "encerrada" en categorías so-

Homenaje 21

ciológico-jurídicas), y de la consiguiente tensión escatológica a que están sometidas todas las comunidades cristianas que, en perpetua urgencia de conversión, caminan como a tientas a través de la historia»4.

Diez-Alegría creyó que tenía que dar razón de su fe y de su esperanza, de una fe y de una esperanza que es exclusivamente individual y personal y que, por lo tanto, no puede estar sujeta a ningún tipo de censura, ni siquiera a las de los votos religiosos. Esto naturalmente resquebrajaba el sentido de seguridad que tienen todas las instituciones —y las eclesiales no hacen excepción—, y lógicamente (más bien psicológicamente), la institución se resistió con toda su fuerza a dejarse arrebatar este monopolio indebido de las conciencias.

José M.a Diez-Alegría rompió con la rutina, iluminó a muchos amigos y cargó con las duras consecuencias que lleva siempre consigo la marginación y la «fronterización».

Un cristiano fronterizo

Antonio Marzal, en el prólogo del libro Crónica de un libro5, hace una observación muy atinada que nos da una pista para comprender todo el íter de Diez-Alegría:

«Como atestigua unánimemente la mejor tradición mística cristiana, los que han vivido más profundamente la experiencia de la fe, la han visto desarrollarse al borde del abismo de su negación, en su frontera. Creer es, pues, hoy, en la sociedad y la cultura contemporáneas, vivir continuamente en la frontera de la Iglesia y no cobijados en su centro».

Nos quejamos hoy de la celeridad de un presunto proceso de descristianización, paralelo al de secularización; pero no comprendemos que se trata de un espejismo. De otra manera no se podría comprender que ante el mismo fenómeno histórico del concilio Vaticano II unos, como Ratzinger, adopten una actitud lacrimosa como si éste fuera de alguna manera el causante del descenso de la fe, mientras otros, como el cardenal Franz Kónig6, responden rotundamente que, de no haberse interpuesto el concilio, la Iglesia católica hubiera sido «una verdadera catástrofe».

Quizá una observación psicosociológica nos pueda dar la razón de semejante disparidad: Ratzinger es un hombre encerrado en el centro, cobijado bajo el calor de su catolicismo bávaro y pos-

4. Yo creo en la esperanza, 157. 5. Desclée de Brouwer, Bilbao 1973, p. 9. 6. Chiesa, dove vaif, Ed. Borla, 1985, 44, s.

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22 José María González Ruiz

teriormente de la cúpula vaticana, mientras que Kónig, desde su puesto fronterizo de Viena, ha sido siempre un hombre situado en el borde, atento a la llamada «Ostpolitik» de la Iglesia desde el Secretariado para los no creyentes que presidió.

Diez-Alegría tuvo que salir de «Ur de los caldeos», o sea de una familia burguesa, bien instalada en los años de la dictadura y de un ambiente sólidamente acogedor como era aquel sector de la Compañía de Jesús que actuaba en Roma y nada menos que en una cátedra de la Pontificia Universidad Gregoriana, la «universidad del papa».

Desde aquí, ya incluso durante los años de su docencia en Roma, aprovechaba todo el t iempo posible para acercarse a la frontera, que para él estuvo casi siempre en «El Pozo del Tío Raimundo», en el barrio madrileño de Vallecas, al lado de su amigo íntimo y compañero de «Compañía» José M." de Llanos.

Cuando se vio en la dolorosa necesidad de opjar j jq r su con; ciencia y prescindir de susvínculos antiguos con la Compañía de Jlísús, siguió en la misma frontera y afortunadamente junto con los antiguos compañeros que habían hecho de su vocación reli-

- giosa también un problema fronterizo. Termino tomando de sus mismas palabras lo que puede com

pendiar la clave de su teología y de su praxis cristianas: «La fe en Jesús me impide despreciar el cristianismo real, por

que es en ese cristianismo donde puede surgir la fe... Pero la fe que cada uno alcanza dentro del cristianismo es una fe "en Jesús", que nos libera de cualquier absorción totalitaria en el cuerpo social cristiano, con sus contradicciones, sus traiciones y sus desfallecimientos. Jesús, a quien conocemos por la fe, es como una suprema instancia crítica, que nos obliga a permanecer alerta frente a las aberraciones del cristianismo y a nuestros propios desvarios... PóFeso, quiero permanecer en la Iglesia con humildad y caridad, pero también con suma libertad, manteniendo íntegra mi responsabilidad personal de creyente frente a la interpelación de Jesús: "convertios y creed en la buena noticia". Pues, como dice san Pablo, cada uno de nosotros "dará cuenta de sí mismo a Dios" (Rom 14, 12)... Tampoco niego una disciplina y cierto magisterio en la Iglesia, pero sólo se pueden admitir en el espíritu del evangelio... Tarea del creyente cristiano (en su propio corazón, en la Iglesia y en el mundo) es luchar en pro de la salvación escatológica y en contra de la no-salvación. Marchar hacia el fin de la historia, hacia el cumplimiento de la justicia hecha a los pobres y del quebrantamiento del opresor (Sal 72, 4)»7.

7. La cara oculta del cristianismo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1983, 110-112.

JOSÉ M.a DÍEZ-ALEGRÍA

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Homenaje 25

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La fidelidad y las «fidelidades» de un creyente hoy: Misión Abierta 1(1976) 36-41.

1977

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De la propiedad privada a la socialización (Buscando ser cristianos), Mañana, Madrid.

El encuentro. Diálogo sobre «el diálogo» (en colaboración con Manuel Az-cárate, Miquel Jorda, José María de Llanos, Juan José Rodríguez Ligarte), Laia, Barcelona, 16-20, 25-27, 36-37, 51-55, 61-65, 82-83.

Presentación, en Jean Guichard, El Marxismo. Teoría y práctica de la revolución, Desclée de Br.,2, Bilbao, 15-17.

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Proceso a la violencia, Mañana, Madrid. Interrogación ética sobre desigualdad e injusticia: Revista de Fomento So

cial 33 (1978) 397-403. A new presentation of the social doctrine of the Church, en IDOC Inter

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Rebajas teológicas de otoño, Desclée de Br., Bilbao.

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¿Cristianismo profético y liberador?: Misión Abierta 2 (1984) 77-82. ¿Comunión con la Iglesia, comunión con Cristo?: Pastoral Misionera 20

(1984) 127-146.

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32 José María González Ruiz

1985

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2

José María González Ruiz

J O S É M A R Í A D Í E Z - A L E G R Í A

«Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalada y riñon cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso». Así decía el personaje Gabriel Pardo en una novela de doña Emilia Pardo Bazán, publicada en 1887. N o sé lo que habría que decir en 1986, pero estoy seguro de que, en todo caso, José María González Ruiz es un canónigo atípico. C o m o es un profesor e intelectual atípico, un teólogo atípico y un escriturista atípico. Escritor muy brillante, exegeta e investigador de la teología de san Pablo, tiene ensayos teológicos de extraordinaria limpidez, sabe hablar de modo que la gente lo entienda, y sabe ser, al mismo t iempo, periodista de notables dotes, hombre de la calle e imaginativo conversador, en quien el talante andaluz cabrillea por todas partes.

José María G. R. ha sido en muchas líneas un precursor. Sobre todo, si lo enmarcamos en la realidad española de los años cuarenta, cincuenta y sesenta.

Nació en Sevilla el 5 de mayo de 1916. En el mes de las flores nada menos. Sintió joven la vocación al sacerdocio, desde un talante de vida nada clerical. Tuvo sus dificultades en el seminario de Málaga, por su libertad de espíritu frente a un clima de ascetismo opresivo, y lo dejó en 1936. Cont inuó sus estudios en Roma, en la Facultad de teología de la Universidad Gregoriana y en el Instituto bíblico. Recibe la ordenación sacerdotal en Palencia, de manos de tu tío, el obispo don Manuel González, el verano de 1939.

Al principio de los años cuarenta hace en Sevilla la experiencia de un cargo curial en la Secretaría de cámara del arzobispado. N o era su mundo . Luego fue profesor de griego en el seminario sevillano. Rechazó la invitación de ir a Roma a incorporarse a las tareas de la Curia vaticana. Entonces lo destinan a un cargo parroquial en La Palma del Condado, una linda ciudad de la provincia

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34 José María Diez-Alegría

de Huelva, donde permanece un bienio. A los veintinueve años es nombrado párroco de Nuestra Señora de la O, en el típico y mísero barrio de Triana, en Sevilla. Allí ejerce su ministerio desde 1945 hasta 1948.

Estos años de contacto con la «gente», y de experiencia directa de la miseria y explotación en que vivían las clases más bajas, tienen una importancia muy grande en el desarrollo de su personalidad. De ahí proviene, en parte, el modo atípico con que va a ser intelectual, biblista, profesor, periodista y canónigo.

Su labor en Triana, corporal y espiritualmente muy dura, puso en peligro una salud que había sido endeble desde la niñez. Por otra parte, no era posible apagar la fuerza de gravedad de una vocación intelectual, orientada desde siempre al estudio de la Biblia, del nuevo testamento, de san Pablo muy particularmente. El puesto de canónigo lectoral (el teólogo escriturista) del cabildo de la catedral de Málaga quedó vacante. Era la posibilidad de reordenar su vida sobre el eje de los estudios bíblicos y de una reflexión teológica profunda y continua, siempre renovada. José María G. R. acoge esta «ocasión» (kairós, 2 Cor 6, 2). Obtiene por oposición su puesto oficial de teólogo, y empieza a profesar la sagrada Escritura en el seminario de Málaga.

Pero con esto comienza una nueva aventura. José María G. R. venía preparado por su anterior experiencia

vital para captar las dimensiones sociales, la carga revolucionaria de la Biblia. También había percibido de cerca muchas contradicciones de la Iglesia. Por otra parte, la seriedad de su formación exe-gética y la sinceridad de su espíritu le impedían aceptar la interpretación que de muchos textos se hacía en la teología tradicional, para presentarlos como pruebas ex sacra Scriptura de tesis tradicionales. Los problemas teológicos que de ahí podían provenir los resolvía entonces mediante un expediente rigurosamente «católico» (para mí hasta el exceso): lo que no se prueba por la Escritura se puede probar por el magisterio eclesiástico.

A pesar de. todo, surgen tensiones insoportables, un clima de espionaje y delaciones, que llegan a producirle una enfermedad.

En medio de angustias y sinsabores profundos, emprende su labor escrita de exegeta y teólogo. Para ello pasa cada año algunos meses en Roma, utilizando allí la biblioteca del Instituto bíblico. En 1956 publica un estudio sobre las cartas paulinas de la cautividad, otro sobre la dignidad de la persona humana según san Pablo y un tercero con este título: San Pablo al día (Panorama de teología paulina). En 1958 publica otro libro: La oración del pu-blicano (para los que se van cansando de orar).

José María G. R. no vacila ni en su fe ni en su comunión ca-

Homenaje 35

tólica en la Iglesia. Creo que se realiza en él la descripción paulina de las tribulaciones del ministerio apostólico: «Se nos ataca por todos los flancos, pero no logran cercarnos; nos acorralan, pero nos dejan un resquicio; corren detrás de nosotros, pero no nos dejan atrás; nos apalean, pero no morimos» (2 Cor 4, 8-9; traducción deJ.M.G.R.).

En la primavera de 1961 toma la decisión de pedir una especie de excedencia de su canongía de Málaga, sin admitir el subsidio que le ofrecía el obispo, don Ángel Herrera: «Señor obispo, no aceptaré nada de la diócesis; viviré de mi trabajo y así cumpliré en mi carne lo que enseño de palabra y con mis escritos».

En 1962, al volver en septiembre de Alemania, tiene noticias de que figura en una lista de los estudiosos bíblicos más peligrosos, que la nunciatura de Madrid está preparando por encargo de la Congregación de seminarios y del Santo Oficio. Entonces piensa en la posibilidad de emigrar a América latina. Se dirige a Roma para contactar con un obispo de aquel continente, sin grandes esperanzas acerca del concilio que iba a comenzar. Pero salta la chispa de una asamblea ecuménica no prefabricada, que empezaba a abordar los problemas tan largamente represados, de índole teológica, litúrgica, pastoral, ecuménica y social.

José María G. R. vive con toda intensidad aquel clima (no romano, sino universal) de los años del concilio.

En 1963 publica su comentario a la carta de san Pablo a los gá-latas.

Frecuenta en Roma la oficina de información conciliar organizada por teólogos holandeses (DOC). Allí desarrolla un día una ponencia sobre el tema «¿Una nueva cristiandad?», y luego el cardenal Meyer de Chicago, el 19 de octubre de 1964, la utiliza en el discurso de apertura de la discusión sobre el Esquema XIII (que será la Constitución pastoral Gaudium et Spes, en cuyo texto definitivo se mantienen las aportaciones tomadas de José María G. R.). En 1966 publica la obra El cristianismo no es un humanismo, en que están plasmados y desarrollados los materiales de aquella

Conencia histórica, cuyo contenido esencial (Cristo redimió al ombre «total» y vino a «liberarlo») tantas suspicacias había sus

citado en Málaga. La Gaudium et Spes lo repite sin ambages: «Es la persona humana lo que hay que salvar. Es la sociedad humana lo que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre, pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir» (n.3)

Para José María G. R. el cristianismo no es el único humanismo, ni tampoco un humanismo alternativo frente a otros, sino una

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36 José María Diez-Alegría

fe que puede vivirse en el ámbito de diversas culturas y realidades históricas, aportando a los cristianos que en ellas «peregrinan» y «se comprometen» un plus «gratuito» de inspiración para cuanto allí es «humano», y una reserva crítica («profética») frente a lo que resulte «inhumano». Pero la búsqueda del modelo social es siempre secular, y su realización es «relativa».

Los últimos años sesenta, José María G. R. se mueve muy activamente entre los pioneros del diálogo entre marxistas y cristianos. En la primavera de 1968 asiste en Viena a una reunión, organizada por la revista «Neues Forum», e inmediatamente después al coloquio entre cristianos y marxistas, organizado por el Departamento Iglesia y sociedad, del Consejo Ecuménico de las iglesias, en Ginebra. A José María le impresionó hondamente una confesión de la marxista rumana Maculescu: «los marxistas hemos maltratado el misterio». Y él, por su parte, continuó interrogándose: ¿y los cristianos? «Nuestro complejo de inferioridad frente a los hallazgos científicos —escribe en su obra autobiográfica ¡Ay de mí, si no evangelizare! (1971, p. 82)— nos impulsó a hacer del dato revelado, no un puro don y una pura gracia, sino un rival peligroso de un adversario que nos negábamos a reconocer e incluso conocer. Y así nació una lamentable «pseudo-apologética» de la fe cristiana. Nosotros lo sabíamos todo, lo teníamos todo; teníamos nuestra propia intendencia espiritual, social, cultural, política, económica (...) como cristiano dialogante, me traje de estos contactos enriquecedores a través de la vieja Europa este modesto interrogante que creo no se podía evitar honradamente: "¿Somos los cristianos reos de leso misterio?"». En 1969 había publicado, después de su experiencia de diálogo, el importante ensayo Marxismo y cristianismo frente al hombre nuevo.

José María G. R. es maestro en encontrar títulos certeros para sus libros de síntesis teológica. Unos títulos que hablan por sí solos: Pobreza evangélica y promoción humana, Dios es gratuito pero no superfluo, Dios está en la base, Creer es comprometerse.

Tras la aventura del diálogo se abre la experiencia de Latinoamérica. La primera explosión fue el caso de Camilo Torres. José María G. R. hizo de él una semblanza que fue reproducida por numerosas revistas: «Camilo Torres se ha convertido en un punto de referencia, sobre todo para nosotros los cristianos en este angustioso y glorioso viraje de nuestra historia bimilenaria (...) Camilo era ante todo un cristiano profundo (...) El encontró en el evangelio una mística insustituible para transformar el mundo (...) Camilo ha sido un hijo fiel de la Iglesia, no un hombre "perfecto" en el sentido repugnante de la palabra. Por eso no solicitamos para

Homenaje 37

él los "honores" de la canonización, porque esto equivaldría a arrancarlo del pueblo e integrarlo en los cuadros clásicos de los héroes. Habríamos llegado así a la temida "mitologización" de Camilo Torres (...) ¿Tenía o no razón Camilo? ¿Fue una imprudencia su decisión de unirse a los guerrilleros? La respuesta queda abierta para todos. Pero a nosotros nos interesa examinar la actitud de Camilo a la luz del evangelio. Creo que el "texto" del "test" nos lo suministra la parábola del samaritano (Le 10, 25-37). ¿Por qué el sacerdote y el levita "pasaron de largo"? En el fondo, porque no querían "desobedecer" a su "Iglesia" (...) Camilo escogió el amor al prójimo, no sin sentir un profundo dolor por la inevitable "impureza legal" que llevaba consigo necesariamente su opción evangélica (...). La Iglesia debe estar agradecida al cura colombiano, porque su actitud —técnicamente discutible— ha quitado mucha opacidad a su presencia en el seno del mundo contemporáneo (...) Camilo es un cristiano cualquiera, que nos estimula a dar a la revolución de los pobres de todo el mundo el válido aporte de la fe, de la esperanza y del amor».

Hablando en 1968 con Salvador Pániker, se refería así al problema de la violencia: «Sobre la violencia tengo mucho que decir. Está la violencia del opresor y está la violencia del oprimido: la violencia desencadenante y la violencia desencadenada. Un cristiano jamás puede cooperar con la violencia del opresor. En cuanto a la violencia del oprimido debemos distinguir. Uno de los aspectos fundamentales del mensaje cristiano es lo que yo llamo "redención por la encarnación". Cristo se presenta como un liberador, como un redentor; pero su manera de redimir no es una manera teledirigida: él asume la condición humana, él se contamina. Lo dice san Pablo de una manera brutal: "Cristo se ha hecho pecado". La violencia del oprimido, la lucha de los oprimidos por liberarse, es una lucha, que en cuanto violencia es mala, y jamás el cristianismo bendecirá esto. Para el cristianismo, ni siquiera la violencia del oprimido es buena. Ahora bien, el cristiano puede asumir esta violencia para redimirla. Y puede asumirla con la ventaja de que está bien pertrechado para impedir la deificación de la violencia».

En 1979, en su obra Otra Iglesia para otra España, también de carácter autobiográfico, apostilla de este modo sus manifestaciones a Salvador Pániker: «Quizá he madurado más el problema de la violencia, dado que por "violencia" entendía fundamentalmente la eficacia de una lucha de liberación, y de ninguna manera los métodos brutales que emplean los opresores, aunque sean utilizados contra ellos. Cada vez estoy más convencido, no sólo de la raíz evangélica de la no-violencia activa, sino de la eficacia que este

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38 José María Diez-Alegría

tipo de método de lucha tiene en el proceso de liberación de todos los explotados del mundo».

Hace unos dos años, en las discusiones del Foro del hecho religioso organizado en Madrid por el Instituto Fe y Secularidad, José María G. R. acentuaba esta posición. Pero cuando se le objetaba con el caso de verdaderas situaciones límite, tampoco decía «no se puede hacer esto» o «hay que hacer esto» aun en tales situaciones. Más bien se limitaba a declinar entrar en ese problema y a reafirmar (yo creo que con razón) que ninguna violencia armada (material) es evangélica.

Tal vez se pueda recordar en este momento que, estando en Roma, al final de los años sesenta, en una especie de congreso informal que allí realizaba un grupo internacional de teólogos, José María G. R. afirmó que «hay que hacer una teología de la mierda, si no se quiere hacer una mierda de teología». Este sarcasmo, que hizo torcer el gesto a algún ilustre teólogo académico, puede tener un significado muy serio.

En los años setenta y ochenta González Ruiz desarrolla una gran labor de periodista, pr imero en el semanario «Sábado Gráfico» y después en el diario «El País». Exponente de esa labor es el volumen Creer a pesar de todo de 1973. Se ocupa también de La teología de Antonio Machado (1975) con profunda mirada, llena de penetración, que colma la satisfacción al prologuista del volumen, José Bergamín.

Pero José María G. R. no olvida su vocación primordial de es-criturista. En 1973 publica en italiano un comentario al Evangelo secando Marco, editado por Mondadori y escrito para que lo pueda leer el gran público. En 1977 publica una obra, El evangelio de Pablo, comentario a las cartas de san Pablo y traducción de las mismas, que es el resultado de una labor de toda la vida. Pretende hacer vivo a Pablo, siguiendo la pista de su itinerario misionero y contemplando, insertas en él, las cartas. También este libro está escrito para que lo pueda leer la gente. Un año antes, en «Comentarios a la Biblia Litúrgica» (Misal de la Comunidad, IV), había asumido la parte correspondiente al evangelio de Marcos, al cor-pus paulinum y al Apocalipsis. Finalmente, en 1980 nos ha dado un Nuevo Testamento, traducción, introducciones y notas.

Este es José María González Ruiz, el gran amigo y compañero, entusiasta de Pablo de Tarso, de salud endeble como él (2 Cor 12, 7; Gal 4, 14), y que ha tenido que sufrir angustias y sinsabores, pero que ha peregrinado, perseverando en una búsqueda y en un servicio fecundos para la Iglesia católica y para toda la comunidad y las comunidades cristianas.

Y todo con una cierta travesura andaluza, que nos lo ha hecho

Homenaje 39

sentir, en congresos y reuniones, con su figura menuda, dinámica y alegre —juguetona—, como una especie de gnomo de la teología. Nadie podrá negar que su teología tiene «duende».

En los últimos años ha acentuado una postura de realismo dialéctico (constante en él, por lo demás), que le lleva a una notable comprensión frente al aparato eclesiástico, a base de relativizarlo e historificario profundamente. Pero ha acertado a contemplar con mirada serenamente crítica algunas características del papa Juan Pablo II. Sentirse plenamente comprendido por su propio obispo supone para él una satisfacción tan profunda que le compensa de pasadas desazones.

Mantiene una gran independencia frente a tirios y troyanos. Es un anarquista cristiano, quizá a veces demasiado ácrata, demasiado «ángel», quizá otras por demás optimista. ¿Qué importa? Es un espíritu dialéctico con toda la imaginación y con mucha sal de Andalucía. N o lo podréis coger. Se os escapará por entre las mallas de cualquier red que le pongáis. En busca de una verdad que siempre va delante, que nunca podremos aprisionar.

Es dialogante, mucho más que polémico. Tiene mejor genio que su incomparable maestro san Pablo.

En definitiva, un gran tipo y un amigo entrañable este hombre, sevillano castizo desde va a hacer ahora setenta años, y que, para gloria y alabanza de Dios eterno, se llama José María González Ruiz.

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JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

BIBLIOGRAFÍA

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XIII, Madrid 1956. San Pablo. Cartas de la cautividad, Traducción y comentario, Ediciones

Marova, Madrid 1956. Epístola de san Pablo a los galotas, Christus Hodie, Madrid 1964, y Fax-

Marova, Madrid 1971. El cristianismo no es un humanismo, Ediciones Península, primera ed.,

Madrid 1966: varias ediciones y traducción a cinco idiomas. Pobreza evangélica y promoción humana, Editorial Novaterra, Barcelona

1966: varias ediciones y traducciones al italiano y al francés. Creer es comprometerse, Editorial Fontanella, Barcelona 1967: varias edi

ciones y traducciones al francés, italiano y catalán. Marxismo y cristianismo frente al hombre nuevo, Ediciones Guadarrama,

Madrid 1969: varias ediciones y traducciones al francés, italiano, portugués e inglés.

Dios es gratuito, pero no superfluo, Ediciones Marova, Madrid 1970: varias ediciones y traducción al italiano.

Dios está en la base, Editorial Estela, Barcelona 1970: varias ediciones y traducción al italiano.

«¡Ay de mí si no evangelizare!» El credo que ha dado sentido a mi vida, Desclée de Brouwer, Bilbao 1971: varias ediciones y traducciones al francés y al italiano.

Nuevo Testamento, Traducción, introducción y notas, Marova-Ed. Pau-linas-PPC.-Regina.-Verbo Divino, Madrid 1980.

Pablo de Tarso: el fanático que se convirtió en liberador, en HOAC, Cuaderno n. 2, febrero 1982.

El poder popular, tentación de Jesús, Novaterra. Hogar del Libro, Barcelona 1983.

Homenaje 41

COLABORACIONES PERIÓDICAS EN:

Signo. Juventud Obrera. El Mensajero. Sal Terrae. Arbor. Ecclesia. Hechos y Dichos. Caritas. El Ciervo. Estudios Bíblicos. Anthologica Annua. Bíblica. Estudios Eclesiásticos. Revista Española de Teología. Iglesia Viva. Sábado Gráfico. El País. El Periódico de Barcelona. Cuadernos para el Diálogo. Mundo Social. Concilium. Proyección Selecciones de Teología. Misión Abierta. Qüestions de Vida Cristiana. Serra d'Or. Bibliotheca Ephemeridum Thelogicarum Lovaniensium. Rocca (Asís). Lumiére et Vie (París). Surge. Noticias Obreras. Familia Cristiana. índice. Communio.

COLABORACIONES PARCIALES EN:

Misal festivo en castellano: traducción de los textos del nuevo testamento. Epístoles ais Corintis: versió, introducció i notes en «Biblia» de «Funda-

ció Bíblica Catalana». Institut Cambó, Editorial Alpha S. A., Barcelona 1968.

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42 José María Diez-Alegría

Problemática dell'umanesimo ateo, en Perché non credo, Cittadella edi-trice, Asís 1966, 83-1971.

Testimonios cristianos, en colaboración con otros 14. Colección Frontera, Mensajero, Bilbao, 1981.

¿Hay un mañana para el sacerdote!', Edit. Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1969.

Enciclopedia de la Biblia, Ediciones Garriga S. A., Barcelona 1963. Conceptos Fundamentales de Pastoral (Carisma, Evangelio, Kerygma,

Praxis, Profetismo), Ediciones Cristiandad, Madrid 1983. El Vaticano II, veinte años después (El Vaticano II, reforma y restaura

ción), Ediciones Cristiandad, Madrid, 1985.

3

Mi experiencia personal en cuanto se refiere a la relación «teología-magisterio»

J O S É M A R Í A D I E Z - A L E G R Í A

Ante todo debo decir que jurídicamente no he tenido nunca problemas con el magisterio eclesiástico. H u b o dos momentos de dificultad con el Vaticano (en 1970 y en 1972-1973), pero por vía de la Secretaría de Estado.

En el plano existencial sí he tenido experiencia de las tensiones que se producen en el trabajo teológico (e incluso en la conciencia personal del creyente) con respecto al magisterio jerárquico. Voy a exponerla brevemente.

Durante mis estudios académicos de teología, uno de mis maestros nos inculcaba este principio metodológico: el punto de partida del teólogo católico es el Magisterio; su función fundamental y primaria es buscar las fuentes (sagrada Escritura y testimonios de la tradición), argumentos confirmatorios de lo que el Magisterio afirma. El método se aplicaba sin distinción prácticamente efectiva tanto al magisterio considerado infalible, como al magisterio ordinario, aunque de éste se admitiera teóricamente que carecía de infalibilidad. Una postura crítica respecto a las afirmaciones del Magisterio, en cualquiera de sus formas, quedaba fuera del hor i zonte de esta actitud teológica.

Las relaciones entre trabajo teológico y magisterio eclesiástico han sido vividas por mí especialmente en el campo de la ética (personal, social y política).

En mis primeros años de docencia acepté la postura metodológica «católica» arriba descrita. Pero, a medida que profundizaba en los problemas de doctrina social y de ética política (sobre todo en las cuestiones de la libertad religiosa, de las relaciones del Estado con la religión y de la propiedad privada), fui tomando conciencia de la necesidad de someter a profunda crítica los actos no infalibles del magisterio jerárquico. Llegué a la conclusión de que para el teólogo católico la doctrina del Magisterio es un dato que siempre ha de ser tenido en cuenta, pero no es por sistema el pun-

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44 José María Diez-Alegría

to de partida, y tampoco necesariamente el punto de llegada, pues cuando es falible puede, como es obvio, estar equivocado, y cuando se autoafirma como dogma plantea muchas veces problemas hermenéuticos muy complejos. En este sentido, tal vez ninguna fórmula pueda considerarse como pura y simplemente «irreformable». Todas son perfectibles, porque ninguna puede abarcar adecuadamente el misterio revelado y expresarlo sin defecto.

Algunos prestigiosos teólogos posteriores al concilio Vaticano I (de finales del siglo XIX y principios del XX), concretamente S. Schiffini, Ch. Pesch y D . Palmieri, me abrieron la puerta a una gran libertad frente a las afirmaciones del magisterio ordinario no infalible. Desde el punto de vista de la teología católica, se puede afirmar que proporcionan de suyo un argumento de probabilidad extrínseca, más o menos poderoso según las circunstancias. Pero ese argumento debe ceder, incluso fácilmente, si aparecen motivos que se juzgan suficientes para dudar o para pensar otra cosa.

Es verdad que estos y otros autores decían que, en caso de disentimiento interno, había que guardar externamente un «respetuoso silencio». Pero esto es un residuo de autoritarismo excesivo, que no concuerda con la exhortación paulina a vivir en fiesta la existencia cristiana «con panes ácimos de sinceridad y de verdad» (1 Cor 5, 8). El magisterio eclesiástico debería estar al servicio exclusivo de la verdad y de la sinceridad de la fe. Esto es incompatible con «silencios» en definitiva opresores. Lo que habría que conjugar con el respeto debido (que yo admito) sería la palabra, la intercomunicación, el diálogo, la crítica honesta de unos y de otros. Creo que el canon 752 del Código de derecho canónico de 1983 no debe ser entendido de otro modo . Por lo demás ese texto legal, con la fórmula «doctrina de fe o de costumbres», se refiere, a mi entender, a lo que cae dentro del «depósito de la divina revelación» (Cf. Lumen gentium n. 25 b/c y canon 753). Las enseñanzas relativas a la llamada «ley natural», que constituían una buena parte del material sobre el que yo trabajaba, están aún más sujetas, si cabe, a una reflexión crítica libre y responsable.

Teniendo en cuenta todo esto, se plantea una cuestión: ¿qué sentido tiene un magisterio no infalible del papa o de los obispos? Yo creo que el sentido de «hacer pensar» a los católicos. Es un servicio, no un yugo.

En el caso de las opciones sociales y políticas y de la praxis del compromiso histórico que han de afrontar, los católicos deben obrar en conciencia, conforme a su juicio sincero e interno. Para la formación de esta conciencia podrán recibir la ayuda iluminadora de un correcto magisterio social de la jerarquía eclesiástica, pero en un plano de plena libertad y responsabilidad personal, y

Mi experiencia de la relación «teología-magisterio» 45

a condición de que este magisterio esté a la altura de las circunstancias, como servicio, no como imposición.

Claro que replanteada así la función del llamado magisterio ordinario, especialmente el relativo a la ética humana personal y social, parece bastante claro que el estilo, la frecuencia, el tono y los cauces de elaboración de este magisterio deberían haber sido muy otros. Y deberán serlo en el futuro. Pero todavía hoy, según parece, los responsables de esta función de magisterio no parecen tener clara idea (sobre todo práctica) de la falibilidad del mismo. Esto ha llevado, por una parte, a la ambigüedad y (por lo menos hasta cierto punto) al abuso; por otra parte, a un creciente descrédito.

Habría que volver a una actuación del magisterio ético y social de la jerarquía mucho menos dictatorial, más sobria, de verdad atenta a una reflexión sobre la praxis que viene de la base ecle-sial, tomando en cuenta especialmente el contacto con la realidad y el conocimiento vital de los que hacen la experiencia concreta desde dentro, ayudándoles a «tomar conciencia» y prestando oído (con plena disponibilidad y sin miedo) a lo que esa conciencia nos pueda estar diciendo.

Mientras hacemos unos y otros lo posible por ir replanteando una ética y una doctrina social de la Iglesia evangélicas, liberadoras e iluminantes, creo yo que para los creyentes ha llegado ya el momento de empezar a vivir con plenitud (en la caridad, el respeto y la paciencia) nuestra libertad y nuestra responsabilidad en la vida personal y en el compromiso social e histórico. H o y , como siempre, tendremos que aplicarnos aquella palabra de san Pablo: «Para que seamos libres nos liberó Cristo» (Gal 5, 1).

Quiero añadir una última reflexión. En mi actividad profesional de moralista y teólogo, sólo se me

plantearon problemas en relación con el magisterio eclesiástico no infalible. Pero en mi actividad teológica de creyente (en la reflexión sobre mi propia fe) surgió también la experiencia de la relación del teólogo con los actos del magisterio jerárquico que se consideran infalibles. ¿Se puede creer con fe en todos los dogmas definidos? ¿Se puede creer con la misma fe en todos y cada uno de los dogmas?

El mismo concilio Vaticano II ha admitido ya «que existe un orden o "jerarquía" de las verdades de la doctrina católica, por su diversa vinculación con el fundamento de la fe cristiana» {Unitatis redintegratio n. 11). El «sí» de la fe ¿se dirige sólo a lo fundamental o se puede dirigir a proposiciones doctrinales, cuya vinculación con lo primario sea lejana y lateral? ¿Puede creerse con «fe» en asertos más periféricos, en que no pensaban los apóstoles y los

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46 José María Diez-Alegría

primeros creyentes, cuya fe heredamos nosotros? Si hay una jerarquía de verdades ¿se puede creer en todas con el mismo tipo de fe? ¿Se puede dar a todas un asentimiento que sea propiamente de «fe»?

Ya en 1972 afrontaba yo una respuesta radicalmente sincera (por lo que a mí toca) a esta suerte de interrogantes. El término de mi fe es Jesús (y Dios-Padre-de-Jesús y el misterioso e inconmensurable Espíritu de Dios, que se derrama en nuestros corazones). En quien creo es en Jesús. El «sí» de mi fe se dirige a la persona de Jesús y a lo que Jesús es. Las palabras de la Escritura,

articularmente el nuevo testamento, al menos en conjunto, recien el «sí» de mi fe, porque son mediación privilegiada de mi fe

pascual, que es una participación de la de los apóstoles y discípulos (vivida a la vez personalísimamente y en comunión). Pero mi adhesión a los textos «inspirados» queda abierta a la voz interna del Espíritu y a todos los problemas hermenéuticos. N o es una adhesión fanática y cerrada a la letra. Porque sólo en un sentido translaticio y relativo se puede decir que los textos bíblicos y neo-testamentarios son «palabra de Dios». Son mediación (vehículo) de la revelación de Dios. Y no todos con el mismo grado de limpidez y de pureza. La «inspiración es muy compleja y problemática. N o consiste en algo unívoco e indivisible. Por eso la letra mata, pero el Espíritu vivifica (2 Cor 3, 6). Y donde está el Espíritu ahí está la libertad (2 Cor 3, 17).

En cuanto al Magisterio, todavía es más mediato respecto de la palabra de Dios. La teología tradicional no le atribuyó el don de la «inspiración», sino sólo el de la «asistencia» divina. Es sólo palabra humana acerca de la revelación. Por eso, en relación con las enseñanzas ex cathedra del magisterio eclesiástico supremo, mi respuesta afirmativa leal no es propiamente un «sí» de fe, sino más bien un «sí» vinculado a mi fe en Jesucristo y a la inclusión en el contenido de mi fe en Jesucristo, del «misterio» de la Iglesia, cuyos contornos son indefinibles, porque es esencialmente dialéctico; histórico-escatológico, sí-no, visible-invisible. Y, por otra parte, la respuesta afirmativa no es igualmente incondicionada respecto a todas las definiciones que se han dado a través de los siglos, pues hay que tomarse en serio la existencia de un orden o jerarquía de verdades, aparte los complejísimos problemas hermenéuticos de toda palabra humana.

Esto nos lleva al problema de la posible «infalibilidad» de las definiciones dogmáticas. N o me siento obligado ni inclinado a negarla pura y simplemente. Pero sí a matizar mucho su aceptación. Ya en 1972 expresé mi actitud vivida ante el Magisterio pretendidamente infalible. «El problema hermenéutico se plantea respecto

Mi experiencia de la relación «teología-magisterio» 47

a los textos del Magisterio solemne no menos que respecto a la sagrada Escritura. También se plantean problemas históricos para determinar cuándo estamos, de hecho, ante una definición ex cathedra. Creo que, en una buena teología y en una fe genuina (sin mitologías), la infalibilidad de las definiciones solemnes se reduce a esto: la proposición definida puede (y debe) ser entendida en un sentido que no es pura y simplemente falso; ese "sentido" (al menos confusamente) no era del todo ajeno a la mente de los que pronunciaban la definición. Evidentemente, las definiciones pueden tener un contenido de verdad mucho más perfecto que ese "mínimo". Pero el dogma de la infalibilidad no nos asegura a priori más que dicho "mínimo"».

En 1980, después de analizar la definición de la infalibilidad pontificia del concilio Vaticano I, que no afirma que el papa (cuando define ex cathedra acerca de fe y costumbres, es decir, de algo perteneciente a la revelación transmitida por los apóstoles) «es» infalible, sino sólo que, en esas condiciones, goza de la misma infalibilidad de que está dotada la Iglesia, me preguntaba: ¿cuáles son los límites de esta infalibilidad? Y me respondía: «A la luz de todo el nuevo testamento, se puede decir que la infalibilidad de la Iglesia, en tanto en cuanto exista, sólo atañe a aquellas verdades centrales y fundamentales, con las cuales puede decirse que queda en pie o cae la sustancia misma de la fe cristiana. En la primera carta de san Juan encontramos ejemplos de ese tipo de verdades, que se puede decir que son definidas en el documento, como norma para ayudar a reconocer errores radicales. "¿Quién es el embustero, sino el que niega que Jesús es el Cristo (el Mesías)? Ese es el anticristo, el que niega (que son) el Padre y el Hijo. Todo el que niega al Hijo, se queda también sin el Padre; quien confiesa al Hijo tiene también al Padre" (1 Jn 2, 22-23). "Podréis conocer en esto (que) la inspiración (es) de Dios : toda inspiración que confiesa a Jesús Cristo (Mesías) venido (ya) en carne es de Dios ; y toda inspiración que no confiesa a Jesús, no es de Dios" (1 Jn 4, 2-3). Pero, si la infalibilidad que pueda tener la Iglesia se reduce, como parece, a las verdades más sustantivas, donde está en juego la existencia misma de la fe cristiana (apostólica), resulta que las verdades (o doctrinas) más periféricas, de alguna manera secundarias, aunque sean definidas ex cathedra por un papa o por un concilio ecuménico bajo la presidencia del papa, no son propiamente infalibles. Esto podrá decirse, a mi entender, de definiciones concernientes a la estructura jurisdiccional de la Iglesia o a la mariología».

El concilio Vaticano II, en un texto que no pretende ser infalible, asevera que la posible infalibilidad del magisterio jerárquico «se extiende tanto cuanto se extiende el depósito de la revelación

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de Dios, que hay que custodiar santamente y exponer fielmente» {Lumen gentium n. 25c). Aquí se trata de una delimitación objetiva. Para que pueda haber infalibilidad tiene que ser objetivamente verdadero y real (independientemente de la definición y anteriormente a ella), que lo que en la definición se afirma es algo contenido en lo revelado por Dios. Ahora bien, cuando se trate de verdades, cuya vinculación con el fundamento de la fe cristiana es lejana e indirecta, resulta más que problemático suponer que una formulación dogmática sobre las mismas, expresada con todas las limitaciones del lenguaje humano, caiga dentro del ámbito de lo que Dios mismo ha revelado.

Sólo en lo que afecte al fundamento mismo de la fe es pensa-ble un «carisma» de infalibilidad, siempre relativa, pues las posibilidades de expresión de la palabra del hombre son muy inadecuadas frente al misterio de Dios y de la revelación divina.

Así queda expuesto el modo personal con que he vivido exis-tencialmente la relación «teología-magisterio». Reconozco con sinceridad la función de este último y el respeto que le es debido. Pero pienso que habría que flexibilizar mucho la separación entre la Iglesia docente y la discente (no sólo respecto a los teólogos, sino respecto a todos los fieles y a su sensus fidei). Desde este punto de vista, el libro III del Código de derecho canónico de 1983 resulta inadecuado y poco satisfactorio. Porque también del Magisterio debería poder decirse que se le han dado dos orejas para oír y una sola boca para hablar.

Sobre la Verdad revelada, sobre la revelación del misterio de Jesús, del Padre y del Espíritu, ni los obispos ni los teólogos, ni el conjunto de los fieles son los «amos» o los «detentadores». Somos todos buscadores y buceadores en la profundidad abisal, llamados a ayudarnos en una comunicación y un diálogo incesantes, ungidos de amor y de esperanza.

4

Mi experiencia personal en cuanto se refiere a la relación «teología-magisterio»

J O S É M.1 G O N Z Á L E Z R U I Z

Para mí concretamente las relaciones entre teología y magisterio fueron, desde el principio, muy dolorosas, ya que mi dedicación fue precisamente al campo de los estudios bíblicos. Era una época, anterior a la encíclica de Pío XII Divino afflante Spiritu, en que cualquier afirmación, prácticamente no fundamentalista, sobre el contenido de la Biblia hacía surgir la sospecha por parte de aquéllos que oficialmente se presentaban como monopol izado-res del Magisterio: obispo, curia romana, papa.

Por una parte, nuestros profesores oficiales nos inclinaban a una lectura libre y desenfadada de la Biblia, acudiendo para ello sin remilgos a numerosos autores protestantes. Pero, por otra, en el ámbito eclesial subsistía el clima de fundamentalismo bíblico, en virtud del cual era casi imposible pensar que el relato de la creación no correspondiera a una realidad exterior o, al menos, a una extensión mayor; y así, por ejemplo, los «días» serían interpretados como «períodos» de gran duración. Es curioso observar que este tipo de lectura fundamentalista de la Biblia, que ahora reprochamos —con razón— a los Testigos de Jehová, era, sin embargo, moneda corriente en las escuelas teológicas católicas de los años treinta.

Incluso después de la publicación de la Divino afflante Spiritu, a pesar de la apertura indudable que introdujo en el espacio académico, siguió habiendo un clima de sospecha en los que llamaríamos «círculos menores» de la Iglesia. Concretamente en octubre de 1960 vine a saber que en el «vértice» de mi diócesis había un pliego de supuestas heterodoxias que se me achacaban. Pude hacerme del pliego con la pretensión de defenderme legalmente (cosa que fue ya muy importante en aquella época); por eso puedo ahora repetir algunos de los puntos incriminados. Helos aquí:

«Negar que la confesión del Señor ante el sanedrín era prueba de su divinidad y sí únicamente de su mesianidad».

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50 José María González Ruiz

«Lo que niega en la fuerza probativa de los argumentos habituales de la sagrada Escritura, se lo concede a la Iglesia».

«En uno de sus libros no acepta la explicación tradicional de la expresión "imago Dei invisibilis"».

«Afirmar que los capítulos del tridentino no son definiciones». «Se nota en los teólogos una tendencia a quitar valor a la pe

nitencia exterior. Tienen profundamente arraigada la idea de que la mortificación corporal es algo morboso y no cristiano. Cristo —dicen— redimió al hombre "total" y vino a "liberarlo"».

Como fácilmente se puede ver, el choque de un teólogo con el supuesto Magisterio era en ese caso muy relativo. Por «Magisterio» se entendía cualquier cosa, y se esgrimían amenazas más o menos veladas para intimidar al teólogo.

Posteriormente, en la segunda sesión del concilio Vaticano II, exactamente el 19 de octubre de 1964, en la 105 congregación general del concilio, cuando se presentó —en una segunda lectura ya— el «Esquema XIII», el cardenal Meyer, arzobispo de Chicago, observó que el proyecto, felizmente elaborado y construido, estaba falto, sin embargo, de una «teología del mundo»; y esbozó las líneas generales de esta teología. Con gran sorpresa mía descubrí que la intervención del cardenal Meyer (que más tarde me proporcionó amablemente) estaba ampliamente inspirada en un trabajo mío, difundido por la oficina del DO-C (de información teológica) y que recogía mis «herejías» denunciadas en mi cátedra de nuevo testamento. Y así mi «herejía» n. 21 sonaba así: «Cristo redimió al hombre total y vino a liberarlo». En la Constitución Gaudium et spes, que salió del Esquema XIII, se lee literalmente: «Es la persona humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre, pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir» (n. 3).

Con todo esto quiero decir que para mí las relaciones entre magisterio y teología son y deben ser siempre dialécticas y, en parte, conflictivas. La razón de esto último es porque de hecho el Magisterio se contamina de poder —civil o eclesial— y consiguientemente se pone en guardia ante la ineludible obligación que el pensar teológico se impone de renovarse o morir. La teología se distingue de la revelación en que ésta es un punto de partida para todos los tiempos y para todos los ámbitos, mientras que aquélla implica la implantación de la revelación a través de mediaciones históricas.

Y precisamente ahora, cuando la historia ha asumido un ritmo más acelerado, es cuando la teología tiene que sufrir mucho del Magisterio, sin que por ello se rebele contra él. Por eso, el teólo-

Mi experiencia de la relación «teología-magisterio» 51

go no puede reducirse a ser un científico de la revelación; tiene que ser un profeta. La profecía forma parte intrínseca de la teología. Esto requiere una enorme dosis de fe, de esperanza y de amor para saber esperar el tiempo oportuno. No podemos olvidar que en la historia de la Iglesia los que supieron dialectizar su postura precursora con la inserción en el ámbito eclesial son los que después han sido admitidos por todos y han hecho posible que la Iglesia dé buenos pasos hacia adelante.

En una palabra: para mí la relación entre teología y magisterio implica de suyo un desequilibrio, dado el caso de la tentación que indudablemente sufre el magisterio de erigirse en poder por encima de sus legítimas competencias. Por otra parte, la teología nunca debe rechazar el magisterio, supuesto que a través de él se manifiesta el Espíritu. Sólo tiene que discernirlo, estimularlo y ayudarle a avanzar.

Aun a costa de la propia inmolación, pero nunca de la propia aniquilación.

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II

PONENCIAS

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5

Criterio de verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento

JUAN MATEOS

El tema de esta conferencia es doble, aunque sus partes guardan cierta relación. Para exponer la primera parte, el criterio de verdad en el nuevo testamento, nos limitaremos a examinar pasajes evangélicos donde este criterio se expone claramente. Respecto a la segunda parte, que tratará del carisma de enseñanza, expondremos el uso del término «maestro» y la naturaleza del carisma en general; para terminar examinaremos los pasajes donde este carisma aparece explícitamente mencionado.

I. EL CRITERIO DE VERDAD

En esta primera parte no tratamos del discernimiento que guía la acción, sino del criterio que sirve para discernir la verdad o no verdad de una doctrina o la autenticidad cristiana de una actuación.

Todos sabemos que, entre los evangelios, es el de Juan el que ^ presenta con mayor frecuencia el término «verdad», en griego alé-theia (25 veces). De hecho, este evangelio es el único que se propone explícitamente la cuestión que queremos tratar. Por eso, dedicaremos la mayor parte de nuestra exposición a Juan, señalando después algunos pasajes de los sinópticos, de donde puede deducirse un criterio semejante.

Juan: El prólogo

Existe en el prólogo de Juan una frase que proporciona el criterio que buscamos y que de alguna manera funda todos los desarrollos que pueden encontrarse después en el evangelio.

La frase a que aludimos es la siguiente: la vida es la luz del hombre (1, 4)1. Hay que notar muy bien lo que dice el texto. La

1. Gr. ton anthrópón, con sentido universal, que en castellano se expresa mejor por el singular colectivo.

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56 Juan Mateos

vida es la luz del hombre, no al contrario. Es decir, no existe para el hombre una luz que no sea la vida misma en cuanto es visible y reconocible. Al ver la luz, lo que se percibe es la vida.

Al ser la luz de los hombres, físicamente vivos, la vida adquiere un significado que desborda la mera existencia: es la plenitud de vida (cf. 10, 10: yo he venido para que tengan vida y les rebose), en contraposición a una vida que no merece ese nombre. La luz, por su parte, en cuanto realidad perceptible y reconocible, es una metáfora para designar la verdad que ilumina y guía al hombre.

Teniendo en cuenta estos significados, lo que se afirma en el texto no es que la verdad lleve al hombre a la plenitud de vida, sino que para él la plenitud de vida es la verdad y que donde no resplandece esa vida no hay verdad. Es decir, para el hombre la única verdad (artículo exclusivo, «la luz») es la plenitud de vida contenida en el proyecto divino2. Esta lo ilumina, descubriéndole al mismo tiempo la verdad de Dios, la del Padre que lo ama sin límite y desea comunicarle su propia vida, y la verdad de sí mis-

, mo, al conocer la meta a que lo llama el proyecto divino, realizado en Jesús.

La vida, en cuanto luz, es para el hombre orientación y guía, la que le muestra su meta y lo atrae a ella. Esa luz/verdad que ilumina (1, 9) y guía al hombre ha de encontrarse necesariamente en su interior. Esto significa que el hombre lleva dentro un anhelo de plenitud que lo incita a realizarse; y este anhelo es constitutivo del hombre, porque la plenitud de vida está contenida en el proyecto divino (1, 4a), conforme al cual ha sido creado. El hombre percibe que está destinado a la plenitud y que tal debe ser el objetivo de su existencia y actividad3.

Con su frase, Juan se opone a la concepción rabínica de la verdad. De hecho, el término «luz» era un modo ordinario de desig-

2. El término «luz» (phós) designa la verdad en cuanto cognoscible por el hombre. Lo que el hombre percibe de Dios es un amor sin límite (3, 16: Así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único); ese amor, es, por tanto, la verdad (alétbeia) de Dios. A esto corresponde la definición Dios es Espíritu (4, 24), es decir, fuerza y actividad de amor.

El amor fiel (1, 14) o Espíritu, que es la verdad de Dios, es la fuerza vivificante (6, 63) propia de la vida: la realidad divina es una vida que se define por la actividad del amor y se manifiesta en ella.

3. Juan previene así contra una interpretación intelectualista de su evangelio, que originaría una lectura «al revés». Tal lectura convierte a Jesús en «el Revelador» (Bultmann) de verdades ocultas, en las que está el secreto de la vida. Pero en Juan no es así; por el contrario, Jesús se manifiesta como el dador de vida. No revela una supuesta verdad cuyo conocimiento produciría la vida; da una vida que, experimentada y reconocida, se revela como verdad. Por eso, la prueba de su misión no es la sublimidad de su doctrina, sino la eficacia de sus obras (6, 36; 10, 38). Reconocer la vida que comunica es reconocer la verdad.

Verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento 57

nar la ley de Moisés en el ambiente judío. La ley como luz era la norma que debía guiar la conducta del israelita (Sal 119, 105; Sab 18, 4; Eclo 45, 17 LXX; Núm 6, 25; Ap Baruc 59, 2; 77, 16). La concepción rabínica podría formularse de esta manera: la luz (= la ley) es la vida del hombre. Primero hay que conocer la ley, como luz y guía, y su práctica llevará a la vida (cf. 7, 49). Juan invierte la proposición: la vida era la luz del hombre; lo que se conoce es la vida misma, y ese conocimiento y experiencia es la luz del hombre, la verdad que guía sus pasos, constituyéndose en norma de su vida y conducta.

Saquemos la conclusión de estas premisas: La verdad es el resplandor de la vida en su plenitud, que atrae y orienta al hombre, porque éste lleva dentro el deseo de plenitud puesto por Dios mismo. Este deseo es ya barrunto de la verdad, y el criterio para discernir la verdad está en la satisfacción de este deseo, es decir, no puede ser otro que la experiencia personal de vida o la experiencia de la comunicación de vida a otros. Dondequiera se descubra vida, sea en la propia persona como en persona ajena, allí hay verdad. Donde no hay vida, no hay verdad.

Estos son precisamente los criterios complementarios que propone Jesús para determinar o encontrar la verdad: la experiencia personal de vida y las obras que comunican vida. Veamos cada uno de los dos criterios.

La experiencia de vida (Jn 7, 14 ss)

En Jn 7,14 ss, encontrándose Jesús enseñando en el templo, los dirigentes judíos se preguntan por el origen del saber de Jesús: ¿Cómo sabe éste de Escritura si no ha estudiado? Jesús replica informándolos de que su saber no viene de las escuelas, sino de Dios: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha mandado. Sin embargo, esta afirmación de Jesús necesitaba ser probada, y él mismo aduce la prueba a continuación: El que quiera realizar el designio de Dios conocerá si esta doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta (7,17).

Como se ve, Jesús no prueba su extraordinaria afirmación con argumentos ni citando textos del antiguo testamento. No invoca la autoridad de Dios ni la suya propia. El criterio para distinguir la verdad de su doctrina está en el hombre mismo, y a él se remite Jesús. El no se impone, cada uno tiene que encontrar su certeza4.

El criterio que propone Jesús, independiente de su persona, se

4. El verbo ginóskó, usado en esta frase, tiene entre sus significados el de «conocer por experiencia» (cf. gnósis).

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basa en la fidelidad del hombre a Dios creador, en el deseo de realizar su designio. Este designio, que concreta el amor universal de Dios, se expresa así: que todo el que reconoce al Hijo y le presta adhesión tenga vida definitiva (3, 16), es decir, vida en plenitud. En quien la anhela, la doctrina de Jesús produce una experiencia que le hace percibir su verdad: en ella ve el hombre la concreción de sus aspiraciones; ella responde a su anhelo interior y le muestra cuál es la verdadera plenitud.

El convencimiento es, por tanto, personal, no por testimonio ajeno y, mucho menos, por imposición externa5.

Este criterio es propuesto por Jesús en otras ocasiones y podemos llamarlo «criterio positivo». Pero en la misma ocasión propone también un criterio negativo: Quien habla por su cuenta busca su propia gloria; en cambio, quien busca la gloria del que lo ha mandado, ése es de fiar y en él no hay injusticia. «La propia gloria» es un hecho exterior y, por tanto, constatable; de ahí que su búsqueda o la renuncia a ella pueda servir de criterio para juzgar la procedencia de una doctrina. La búsqueda del propio prestigio delata que la doctrina que alguien propone no procede de Dios, sino del hombre mismo; es un medio para favorecer sus propios intereses.

Este criterio completa el primero, expuesto en el versículo anterior. Aquél se dirigía a quien escucha la doctrina de Jesús, y consistía en la experiencia interna que ésta provoca en quien está en favor de la plenitud humana. Pero, para el público al que Jesús hablaba, existía otra doctrina oficial que pretendía también tener autoridad divina, la ley, interpretada y manejada por los círculos de poder.

Por eso añade un criterio externo, el de los intereses que defiende quien propone una doctrina; éstos permitirán juzgar su validez. El criterio último de verdad es la comunicación de vida al hombre, porque la verdad de Dios es ser Padre, el que por amor comunica su propia vida. Quien con su hablar no pretende comunicar vida, sino promover su propio prestigio, no sólo no refleja lo que es Dios, sino que, al ponerlo al servicio de su interés, necesariamente lo falsifica. Ninguna doctrina que redunda en beneficio del que la propone merece crédito.

5. La fórmula usada por Juan, «el Espíritu de la verdad» (14,17; 15,26; 16, 13), abunda en el mismo sentido. El Espíritu es la vida-amor del Padre y es principio de vida (3, 6). Al comunicarse, produce en el hombre una nueva experiencia de vida que, en cuanto percibida y formulada, es la verdad.

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Las obras como criterio (Jn 5, 36b-37a; 10, 37-38a)

Además del criterio subjetivo, basado en la aspiración a la plenitud, propone Jesús otro criterio, que podemos llamar «objetivo», la calidad de sus obras. Así lo expresa en Jn 5, 36b-37a: las obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre.

La argumentación se basa en el concepto de Dios como Padre. Todo el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que las obras de Jesús, que, como las del Padre, comunican vida al hombre, son de Dios.

El mismo criterio se propone en 10, 37-38a: Si yo no realizo las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, aunque no me creáis a mí, creed a las obras. Jesús se está dirigiendo a los representantes del régimen judío y les propone este criterio como indiscutible.

Puede apreciarse la base común del criterio de las obras con el anterior. Ambos se fundan en la realidad de Dios como dador de vida. La comunicación de vida, percibida en uno mismo (criterio de experiencia) o en los demás (criterio de las obras), es lo que decide sobre la verdad de una doctrina o actuación. Donde hay vida y comunicación de vida, allí hay verdad; donde éstas faltan, la verdad está ausente, pues la verdad no es más que el resplandor de la vida.

Condición para conocer la verdad (Jn 6, 45; 17, 7-8)

Sin embargo, la eficacia de estos criterios exige una condición: el deseo de vida, que lleva consigo el amor al hombre. El criterio de la experiencia, en efecto, supone que la aspiración a la plenitud no esté reprimida o apagada. El criterio de las obras supone que no se concibe a Dios como dador de vida y, en consecuencia, contrario a toda injusticia u opresión o, en otras palabras, a toda represión o supresión de la vida en el hombre.

Quienes, como en el caso paradigmático de los dirigentes judíos, proponen la idea de un Dios legislador, exigente, que legitima el poder que ellos ejercen y subordina al hombre al orden establecido en la ley que ellos manejan, nunca aceptarán los criterios que propone Jesús. No el criterio de experiencia, por no reconocer a Dios como dador de vida; tampoco el criterio de las obras, porque éstas se oponen a sus propios intereses.

Esta condición aparece en Jn 6, 45, texto que une el criterio personal al de las obras: Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios»; todo el que escucha al Padre y aprende se acer-

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ca a mí. Jesús suprime en el texto de la profecía la alusión a Jeru-salén (Is 54, 13: «Todos tus hijos [los de Jerusalén] serán discípulos del Señor»), dando así al dicho una amplitud universal. La manera como el Padre hace oír su voz y enseña la apunta Jesús al interpretar el término «Dios» de la profecía por el de «Padre», el dador de vida lleno de amor al hombre. Todo el que vea en Dios un aliado del hombre que lo lleva a su plenitud se sentirá atraído por Jesús, es decir, apreciará la verdad de su enseñanza y actuación.

Paralelamente, en la oración de Jesús que termina el discurso de la Cena encontramos este texto, en el que Jesús habla al Padre de sus discípulos: Ahora ya conocen que todo lo que me has dado procede de ti, porque las exigencias que tú me entregaste se las he entregado a ellos y ellos las han aceptado, y así han conocido de veras que de ti procedo y han creído que tú me enviaste (17, 7-8). En el centro del pasaje se encuentra la razón que hace saber y conocer: las exigencias... las han aceptado. Hay una decisión de la voluntad, aceptar las exigencias, que precede al conocimiento y es condición para él. «Las exigencias» expresan la práctica del mensaje (14, 10; 15, 7; cf. 3, 34; 6, 63). El plural indica que el mensaje ha sido aceptado no como un principio teórico, sino previendo la multiplicidad de sus implicaciones.

La misma procedencia de la decisión respecto al conocimiento la expresa Jesús dirigiéndose a los judíos que le habían dado crédito: Para ser de verdad mis discípulos tenéis que ateneros a ese mensaje mío: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (8, 31). No hay conocimiento sin previa decisión de la voluntad, no se sale de la duda sin comprometerse por el bien del hombre.

En efecto, no se puede conocer que Jesús es enviado de Dios, que su mensaje es verdadero y que sus obras demuestran su misión divina o, lo que es lo mismo, no se puede dar la adhesión a Jesús sin darla antes al hombre. Su mandamiento y sus exigencias se refieren al amor de los demás; sus obras, que son el argumento decisivo para probar la autenticidad de su misión (5, 36; 10, 38; 14, 11), no son obras para honrar a Dios, sino para liberar y ayudar al hombre. Los discípulos han llegado a la certeza porque han aceptado las exigencias del amor. En Jn, 3, 33s se afirma: el enviado de Dios propone las exigencias de Dios, dado que comunican el Espíritu sin medida; los discípulos, al aceptar las exigencias del compromiso, experimentan la acción del Espíritu en ellos: esto los convence de la misión divina de Jesús.

La certeza de la fe no se funda, por tanto, en un testimonio externo, sino en la experiencia de vida (el Espíritu) comunicada por el compromiso del hombre, que crea la comunión con Jesús. Apoyada en esa evidencia, la fe rio necesita más prueba y puede

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resistir todo ataque. Aparece de nuevo lo que es la verdad: la evidencia de la vida experimentada.

El caso del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-39)

El criterio de verdad está presentado por Juan de manera gráfica en el episodio del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-39). Resumo brevemente el significado de la perícopa. El ciego de nacimiento representa al hombre que siempre ha vivido en la tiniebla, sin haber conocido nunca la luz. En otras palabras, representa a los que han nacido y vivido en un ambiente tan dominado por una ideología mutiladora, que nunca han tenido posibilidad de conocer lo que significa ser persona ni la dignidad propia del hombre. El ciego es el hombre en quien la tiniebla ha extinguido la luz, el que no aspira a nada porque no ha podido conocer nada.

Nótese que este individuo no ha sido culpable de su situación, ni tampoco sus padres (9, 3). Son otros los culpables; en el evangelio, los fariseos, quienes, con su interpretación y praxis de la ley, proponen como luz lo que ellos saben ser tinieblas (9, 40s).

La acción de Jesús con el ciego consiste en darle a conocer lo que significa ser hombre según el designio de Dios. Por eso utiliza Juan el símbolo del barro amasado con la saliva (alusión a la creación del hombre) y puesto en los ojos. La saliva (en las antiguas culturas, símbolo de fuerza) es la de Jesús; el hombre que Jesús le da a conocer no es el primer Adán, sino su propia persona, el hombre en su plenitud, formado de tierra y de Espíritu (simbolizado por la saliva/fuerza). Al hacer que el ciego perciba la luz, despierta en él la aspiración dormida a la plenitud.

El ciego responde a esa aspiración y acepta a Jesús como modelo de hombre. Lo muestra yendo a lavarse a la piscina del Enviado (9, 7), cuya agua representa el Espíritu. La experiencia del Espíritu/vida le da la visión y le infunde la fuerza para tender al ideal propuesto6.

Con ello, el antiguo ciego ha adquirido su identidad. De ahí que puede pronunciar la frase: Yo soy (9, 9), la misma que describe a Jesús como Mesías (4, 26), es decir, como Ungido por el Espíritu. Con su identidad ha obtenido su autonomía: ya no tiene que mendigar ni depender de otros (9, 8).

En posesión de esta verdad, su nueva experiencia de vida, puede desafiar a la ideología/tiniebla, representada por los fariseos y dirigentes judíos, quienes, apoyándose en su autoridad doctrinal

6. La comunicación del Espíritu corresponde a la frase del prólogo: a los que lo acogieron los hizo capaces de hacerse hijos de Dios.

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e institucional (9, 24: nosotros sabemos), pretenden convencerlo de que Jesús es un pecador y, por tanto, de que la obra que ha realizado no puede ser de Dios. Según ellos, el designio de Dios era que siguiese ciego. Esta es la mentira (8, 44) o tiniebla, la ideología que, en nombre de Dios, impide la plenitud del hombre. Para refutar la teología de los dirigentes, el hombre no apela a una doctrina contraria, sino simplemente a su nueva experiencia: Si es pecador o no, no lo sé; lo que sé es que yo era ciego y ahora veo. Ante esta verdad se estrellan todos los esfuerzos de la ideología.

Notemos que en este episodio se une el criterio subjetivo del ciego con el objetivo de las obras; las obras de Jesús son las de Dios, que lo ha enviado (9, 3s). Obras de Dios son las que liberan al hombre de la opresión que sufre y le dan la posibilidad de nueva vida: abriendo su horizonte y comunicándole nueva capacidad, lo libera de su oscuridad, de su dependencia, de su inutilidad, de su despersonalización. Y estas obras son las del grupo cristiano: tenemos que hacer las obras del que me envió (9, 4).

Marcos: La enseñanza en la sinagoga (1, 21b-22)

En el episodio de la sinagoga de Cafarnaún, tal como lo describe Marcos, Jesús entra en ella para enseñar: El sábado entró en la sinagoga e inmediatamente se puso a enseñar. Ante su enseñanza se produce una reacción general del público: estaban impresionados de su enseñanza, pues les enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados.

Como se ve por el texto, no es el contenido de la enseñanza de Jesús, sino el modo de enseñar (con autoridad) lo que impresiona al auditorio. El verbo usado por Marcos, estaban impresionados, no indica un conocimiento intelectual, sino una experiencia.

La autoridad (exousia) de Jesús no es jurídica, pues no reviste carácter institucional; nace de la plenitud del Espíritu que posee (1, 10). La impresión causada por Jesús se debe a la experiencia directa de su autoridad, es decir, del Espíritu que lo llena. Comunica ante todo una experiencia, no un saber conceptual o ideólogo 0- . . . . . . . .

Esta experiencia proporciona a los oyentes un criterio de juicio para distinguir entre verdadera y falsa autoridad, criterio que utilizan inmediatamente: niegan autoridad a la enseñanza de los letrados.

Los letrados, en plural de categoría, son los representantes autorizados de la institución judía para proponer la doctrina oficial. Al negar autoridad a la enseñanza de los letrados, el público de la sinagoga la está negando a la institución misma. Al experimentar

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la autoridad de Jesús han visto claro que la institución, en cuanto transmisora de doctrina, no representa a Dios ni está avalada por él.

Resumiendo: Jesús no impone a sus oyentes una ideología o doctrina; reciben la experiencia directa y personal de una realidad presente en él, que aureola el contenido de su enseñanza. De hecho, no apela a la autoridad divina para avalar una doctrina propia, hace percibir directamente la presencia del Espíritu en él. No aduce credenciales, pero la gente intuye su verdad. Los oyentes concluyen que la doctrina tradicionalmente propuesta por los letrados es meramente humana y que Dios no tiene nada que ver con ella. El juicio negativo sobre los letrados no es expresado por Jesús, lo emiten espontáneamente sus oyentes. Se ha despertado el espíritu crítico y se abre el horizonte de la libertad y la autonomía, es decir, el de la madurez humana.

Como se ve, también en este pasaje el criterio para discernir entre la verdad de Jesús y la falsedad de la institución se encuentra en el interior del hombre, no en argumentos, pruebas o testimonios ni en la autoridad divina. Es el hombre mismo quien, ante la persona de Jesús, discierne su verdad.

El leproso curado (Me 1, 39-45)

El leproso es en Marcos el prototipo del marginado. Pero es el marginado que cree que su marginación está justificada, pues piensa que las normas establecidas por la ley judía son justas. Su angustia nace de sentirse excluido del reinado de Dios proclamado por Jesús.

Al tocarlo, violando la ley, Jesús le muestra la invalidez de las normas legales, y, con ella, la falta de fundamento para la marginación. La curación que sigue, contraria a las previsiones de la ley, confirma que Dios no discrimina entre los hombres. Existe, pues, una demostración de la invalidez de la ley (corrección de un error) y una infusión de vida (la curación), que es la prueba del error.

Ante la nueva realidad que experimenta, el leproso, a pesar de la prohibición, no puede contener su alegría y proclama él mismo el mensaje contenido en la acción de Jesús: Dios no acepta la marginación de los hombres ante su Reino. Ha sido también la experiencia de vida la que lo ha llevado a discernir la verdad de Jesús en contra de la falsa verdad propuesta por la ley.

El obstáculo: no estar por el hombre (Me 3, l-7a)

Como se ha visto al tratar del evangelio de Juan, la condición

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para dejarse convencer por las obras de Jesús es la idea de Dios como Padre que ama al hombre y desea comunicarle vida. Esta concepción de Dios tiene por consecuencia la propia actitud en favor del hombre. Quien no tenga esta actitud no aceptará como criterio de verdad las obras de Jesús.

Un ejemplo palmario de falta de amor al hombre se encuentra en Me 3, l-7a, segundo episodio en una sinagoga, donde Jesús cura al hombre que tenía un brazo atrofiado.

También este inválido es un protot ipo. De hecho, en esta sinagoga no hay público alguno; los únicos personajes mencionados son Jesús, el inválido y los fariseos; no hay tampoco reacción de un público presente a la acción de Jesús. Esto significa que el inválido representa al público, a los fieles de la sinagoga, quienes, por la interpretación de la ley propuesta en ella (compendiada en la observancia del sábado) y propugnada por los fariseos, han perdido su creatividad y su posibilidad de acción. La mano/brazo es símbolo de la actividad.

Jesús se propone liberar al pueblo del lastimoso estado en que se encuentra, devolviéndole su capacidad de acción. Para ello intenta hacer razonar a los fariseos, proponiéndoles una pregunta que tiene evidentemente una sola respuesta: ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matar? Es Dios mismo quien ha establecido la observancia del sábado, como día de libertad y de descanso, como prenda de la futura y total liberación del hombre. Es Dios, por tanto, el que establece lo lícito o lo ilícito en sábado. Jesús pregunta si Dios está en favor de la vida o de la muerte del hombre. Para todo aquél que tenga la idea del Dios creador o dador de vida la respuesta es evidente. Pero los fariseos tienen otra idea de Dios, la del legislador impositivo y exigente, preocupado de su propio honor y de preservar el orden que él ha impuesto, no del bien o del mal del hombre.

La respuesta a Jesús es el silencio, que nace de la obstinación. Al no estar interesados en el bien del hombre , no pueden aceptar la actividad liberadora de Jesús.

Mateo: el criterio de las obras (5, 14-16)

En Mateo 5, 16 se enuncia el criterio de las obras: los hombres descubrirán a Dios como Padre al percibir las obras que realizan los discípulos: Empiece así a brillar vuestra luz ante los hombres: que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo.

La luz a que hace referencia este pasaje es la gloria o resplandor de Dios mismo, que, según Is 60, 1-3, había de brillar sobre

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Jerusalén. La presencia radiante y perceptible de Dios se ha de manifestar en adelante en los seguidores de Jesús.

Ahora bien, la luz de los discípulos en la que Dios resplandece son las obras en favor de los hombres, descritas poco antes en las 5a, 6" y 7a bienaventuranzas: prestar ayuda, obrar con sinceridad y transparencia y trabajar por la paz, es decir, por la felicidad del hombre, que incluye la justicia. Estas obras irán haciendo realidad lo prometido en las 2a, 3a y 4a bienaventuranzas a los oprimidos de este m u n d o : los que sufren encontrarán el consuelo, los sometidos heredarán la tierra (obtendrán su independencia y libertad), los que anhelan la justicia se verán saciados. En estas obras se manifestará el verdadero rostro de Dios ; a éste se le llama Padre de los discípulos, porque las obras que ellos hacen en favor de los hombres son reflejo de las de Dios.

Frente al concepto de Dios legislador y legalista propuesto por la institución judía, son las obras el criterio que permite conocer dónde se encuentra el verdadero Dios y las que acreditan, por tanto, el mensaje de Jesús.

Es de notar que, según Mateo, esta clase de obras es propia de la comunidad cristiana y de cada uno de sus miembros. De hecho, cuando Jesús confía la misión universal a los discípulos, toda la tarea de éstos respecto a los prosélitos de todas las naciones no es la transmisión de una doctrina, sino la educación en una praxis: enseñadles a guardar todo lo que yo os mandé, con referencia a las bienaventuranzas7 .

¿Peligro de subjetivismo? (1 Jn 3, 13-14)

Respecto al discernimiento de la verdad hemos hablado hasta ahora de un criterio subjetivo, la experiencia de la vida, y de un criterio objetivo, las obras liberadoras del hombre. Condición previa para la eficacia del primero es la aspiración a la plenitud de vida; para la del segundo, la concepción de Dios como liberador del hombre y dador de vida (Padre). Ambos criterios coinciden en un pun to : se trata en ambos casos de la plenitud de vida humana.

Hablar de un criterio subjetivo de verdad, en el terreno de la experiencia anterior, resultará chocante para muchos, temerosos de la arbitrariedad a que lo subjetivo puede conducir. Por eso, habrá que encontrar otro criterio, en cierta manera objetivo y com-

7. Así lo demuestra el uso de entolas en 5, 19, única vez en Mateo en que «mandamiento» no se refiere a los del antiguo testamento (cf. 15,3; 19,17; 22, 36.38.40).

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probable, que garantice la autenticidad de la experiencia y que evite el peligro de ilusiones.

Este criterio se encuentra en la primera carta de Juan (3, 13s). Constata Juan el odio del «mundo», es decir, de la sociedad, organizada de hecho sobre bases injustas, contra la comunidad cristiana. Ante una oposición tan masiva los cristianos podrían preguntarse sobre la autenticidad de su experiencia, si no son víctimas de una ilusión y si su disidencia está justificada. En fin de cuentas, ¿tendrá razón «el mundo»?

El autor de la carta tranquiliza a la comunidad: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Esta frase contiene el verbo «saber», verbo objetivo, en vez de «creer», que indicaría una persuasión subjetiva. Como es sabido, en la primera carta de Juan, el amor a los demás ha de traducirse en obras, que se tipifican en «entregar la vida» (3, 16: Hemos conocido lo que es el amor porque aquél entregó su vida por nosotros; ahora, también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos). Por lo demás, tal es el significado del verbo agapaó, que indica ante todo la entrega a los demás, incluyendo o no la afectividad (cf. Mt 5, 44: amad a vuestros enemigos).

Para el autor de la carta, por tanto, la experiencia interior, haber pasado de la muerte a la vida, que puede formularse también como la certeza de estar salvados, tiene una piedra de toque al alcance de todos: la realidad del amor a los hermanos.

Podemos decir, por tanto, que en el fondo son siempre las obras el criterio de verdad. Las obras propias, cuando se pretende haber tenido una experiencia interior de salvación/vida; esa experiencia, si es auténtica, se traducirá necesariamente en el deseo y la práctica de comunicar vida. Y las obras realizadas por otros son el criterio para juzgar la autenticidad de su misión o mensaje. En uno y otro caso son obras de amor, que procuran el crecimiento del hombre8.

II. EL CARISMA DE ENSEÑANZA

En la segunda parte de la exposición trataremos en primer lugar del uso del término didaskalos («maestro») y didaskó («enseñar») en los evangelios; a continuación nos ocuparemos del texto

8. El mismo criterio de las obras se encuentra ya en el prólogo de Juan. La comunidad afirma su experiencia del amor de Jesús: hemos contemplado su gloria (1, 14), y la prueba a continuación por el amor que en ella existe: Y la prueba es que de su plenitud todos nosotros hemos recibido: un amor que responde a su amor (1, 16).

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de la primera carta de Juan donde se trata del Espíritu como maestro; finalmente, a propósito de las cartas de Pablo, explicaremos lo que se entiende por «carisma» y examinaremos los pasajes paulinos donde se habla del carisma de enseñanza.

Didaskalos y didaskó en los evangelios

En el griego de los evangelios, el término para «maestro» es didaskalos. En el evangelio de Marcos aparece 12 veces, siempre referido a Jesús. De ellas, siete en boca de personajes que pertenecen a la cultura judía, pero que no son del círculo de Jesús; cuatro veces en boca de sus discípulos (4, 38; 9, 38; 10, 35; 13, 1) y una vez en boca de Jesús, para designarse a sí mismo de manera exclusiva (14, 14: ho didaskalos). En la cultura judía, didaskalos era aquél que, tomando pie de la Tora, mostraba el camino de Dios; en el caso de Jesús, el mensaje del Reino.

El término «rabbí», que se usaba primitivamente como tratamiento para los jefes o los que gozaban de una posición elevada, comienza a emplearse para los maestros hacia el 110 a.C. Designa al maestro que comenta la Ley de Moisés permaneciendo en el ámbito de la tradición9. En los sinópticos, dirigido a Jesús, el término «rabbí» aparece en un pasaje de Mateo (25, 29), en boca de Judas, y en tres pasajes de Marcos, de ellos dos veces en boca de Pedro (9, 5; 11, 21) y una en boca de Judas (14, 45). En estos evangelios el término es claramente peyorativo.

En el evangelio de Mateo, didaskalos aparece también doce veces, y Jesús se lo aplica a sí mismo con carácter exclusivo (26, 28). No sólo eso, reivindica ser el único maestro dentro de la comunidad cristiana (23, 8: vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «rabbí», porque vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos).

En Lucas aparece 17 veces. Como en Mateo y en Marcos, Jesús se lo aplica a sí mismo con sentido exclusivo (22, 11). Es conocido que los discípulos no usan este tratamiento con Jesús, sino el de epistatés (5, 5; 8, 24.45; 9, 33.49; cf. 17, 13), que puede traducirse por «jefe».

En Juan, didaskalos aparece siete veces; «rabbí», ocho; pero en este evangelio son equivalentes, como lo hace notar Juan mismo, al dar la traducción de «rabbí» en 1, 38, aplicado a Jesús por los dos discípulos del Bautista. Jesús, sin embargo, no se aplica a sí mismo el título de «rabbí», sólo el de didaskalos (13, 13).

En cuanto a la actividad de la enseñanza, en el evangelio de

9. Cf. J. Mateos, Los Doce y otros seguidores de Jesús en el Evangelio de Marcos, Cristiandad, Madrid 1982, 22ss.

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68 Juan Mateos

Marcos Jesús enseña solamente a auditorios compuestos de judíos, o a sus discípulos (término que en este evangelio designa a los seguidores procedentes de judaismo)10, cuando éstos no entienden por el contacto con él y con su actividad (8, 31; 9, 31). Se explica que Jesús enseñe sólo a judíos por el significado de «enseñar»: exponer el mensaje tomando pie del antiguo testamento. Marcos, que rechaza la idea de imponer la cultura judía a los paganos, distingue cuidadosamente incluso el modo de hablar de Jesús según el público a quien se dirige11. Se entiende así perfectamente que Jesús nunca dé a los discípulos el encargo de «enseñar» y que, cuando éstos de hecho enseñan (6, 30), estén traicionando la misión universal que Jesús les ha confiado. La misión de los seguidores de Jesús es «proclamar» (13, 10; 14, 9: kérussein), es decir, proponer al mundo entero el reinado de Dios como la alternativa a la sociedad injusta.

En Mateo, que tiene una eclesiología diferente, todos los seguidores de Jesús, judíos o paganos, forman parte del nuevo Israel. Basa esta concepción en la promesa hecha a Abrahán: en ti serán benditas todas las naciones (Gen 12, 3; cf. Mt 1,1: Hijo de Abrabán)12. Jesús les enseña solamente en 5, 2 (las bienaventuranzas) y el encargo de enseñar que les da (28, 20) se refiere a la práctica de las bienaventuranzas (28, 20). El único maestro sigue siendo Jesús13.

En Lucas, Jesús enseña en las sinagogas (4, 15.31; 6, 6; 13, 10), a la multitud (5, 3) y gente judía (5, 17; 18, 22.26; 23, 5) y, finalmente, en el templo (20, 1.21; 21, 37); nunca se dice que enseñe a los suyos, solamente responde cuando éstos le piden que les enseñe a orar (11, ls). Jesús mismo habla a los discípulos de la enseñanza que les dará el Espíritu en la hora de la persecución (12, 12). Por otra parte, en Lucas Jesús no encarga a sus discípulos que enseñen; su misión será dar testimonio de él (Hech 1, 8).

Tampoco en Juan enseña Jesús a sus discípulos, sino en la sinagoga (6, 59) y en el templo (7, 14.28; 8, 20). La formación del

10. Cf. ibid., 129ss. 11. Cf. ibid., 194ss: El doble vocabulario. 12. De ahí que en este evangelio Mateo el recaudador/publicano aparezca en

la lista de los doce, figura del Israel mesiánico; en Marcos, por el contrario, la figura paralela de Leví queda excluida de los doce.

13. De ahí que interpretar Mt 16, 19: te daré las llaves del Reino de Dios: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo, en clave de magisterio contradice a otros datos explícitos del evangelio. Por otra parte, el poder de atar y desatar explica el sentido de las llaves, y se da a toda la comunidad cristiana en Mt 18, 18. Si está dado a todos, no puede tratarse de un magisterio dentro de la comunidad. Se trata de hecho, de la aceptación y la expulsión de miembros de ésta.

Verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento 69

discípulo en Juan se hace por la experiencia que da el contacto con Jesús y con su actividad (1, 39; 9, 3). Tampoco les encarga enseñar. Su misión consistirá en dar un testimonio que acompañe al del Espíritu (15, 26s).

De los evangelios se deduce, por tanto, que Jesús, el Maestro, no enseña a sus discípulos o seguidores verbalmente, sino por el contacto con su persona y actividad. Paralelamente, la misión de los discípulos no consiste en una enseñanza, y mucho menos se habla de una enseñanza dentro de la comunidad cristiana. En ésta, el único maestro es y ha de seguir siendo Jesús mismo.

El Espíritu como maestro (1 Jn 2, 18-27)

Ante la defección de algunos carismáticos sucedida en la comunidad, el autor de la primera carta de Juan, al que, por amor de brevedad llamaremos simplemente Juan, procura animar a los que podían vacilar en sus convicciones por causa del abandono de miembros muy dotados por el Espíritu. Para afianzarlos, sin embargo, Juan no apela a criterios externos, sino a un criterio interno, en sus propias palabras, «la unción que ha recibido del Consagrado» (2, 20). El Santo o Consagrado es, sin duda alguna, Jesús, consagrado por el Espíritu como Mesías. La unción que han recibido (kbrisma, relacionado con Kbristos) es el Espíritu mismo. El Espíritu da un conocimiento que permite discernir lo que es verdad en medio de una situación confusa (os confirió una unción y todos tenéis ya conocimiento).

No pretende Juan enseñarles la verdad, sino confirmar el conocimiento que ya tienen (2,21: Si os escribo no es porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y sabéis que de la verdad no salen mentiras). Para ello, apela Juan a lo que han oído desde el principio y en lo que deben perseverar (2, 24). Quiere indicar con esto que la experiencia del Espíritu de que gozan se basó en la escucha y aceptación de un mensaje, el de Jesús Hijo de Dios; es este mensaje el que ponen en duda los disidentes, quienes niegan que Jesús hombre y muerto en cruz sea «el Hijo». De hecho, a ellos alude en 5, 6: £5 éste el que pasó a través de agua (el bautismo, con la bajada del Espíritu) y sangre (la muerte en cruz),/e-sús Mesías. No (se sumergió/bautizó) solamente en el agua, sino en el agua y la sangre (el bautismo y la cruz, inseparables); y es el Espíritu el que está dando testimonio (mensajes proféticos), porque el Espíritu es la verdad. Juan les recuerda este mensaje, fundamento de la experiencia. Si permanecen en la adhesión a Jesús Hijo de Dios, podrán ver claro en la situación que se ha creado: la experiencia del Espíritu, personal y comunitaria, que les con-

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70 Juan Mateos

firmará siempre ese mensaje, es el único maestro que necesitan: la unción con que él os ungió sigue con vosotros, y no necesitáis otros maestros. No, como esa unción suya, que es realidad, no ilusión (o bien: que es auténtica [aléthes], no falsa [pseudos]), os va enseñando en cada circunstancia aquello mismo que él os había enseñado, seguís con él (2, 27).

C o m o se ve, la enseñanza del Espíritu, presencia de Jesús en la comunidad y en sus miembros, es la misma enseñanza de Jesús y permite a los cristianos orientarse en una circunstancia difícil. La unción o Espíritu puede actuar interiormente en cada miembro, pero Juan habla siempre en plural: se refiere también, sin duda, a la profecía dentro de la comunidad.

Con todo, la obra del Espíritu necesita como base el mensaje de Jesús. La enseñanza actual del Espíritu es inseparable de la enseñanza histórica de Jesús. Es precisamente por haber olvidado o rechazado ese mensaje por lo que los disidentes se han separado de la comunidad; han independizado al Espíritu del mensaje, al Hijo de Dios glorioso del Jesús de la historia (cf. 2 Jn 9: Quien va demasiado lejos y no se mantiene en la enseñanza del Mesías, no tiene a Dios; quien permanece en esa enseñanza, ése sí tiene al Padre y al Hijo).

El carisma de enseñanza en las cartas paulinas

Son varias las cartas de Pablo donde se habla de un carisma de enseñanza. Es más, al poseedor de este carisma se le llama simplemente didaskalos, utilizando el título antes reservado a Jesús. El sentido de didaskalos, sin embargo, no coincide con el que se aplica a Jesús, pues el correlativo de «maestro» es «discípulo», y nunca, en la comunidad primitiva, los didaskaloi han pretendido hacer escuela ni formar grupos de discípulos. Cada miembro de la comunidad es discípulo de Jesús y solamente de él. Por eso, la traducción más apropiada para didaskalos como carisma no es «maestro», sino «instructor».

Antes de comentar los textos hay que precisar lo que se entiende por «carisma». El carisma no es un don caído del cielo, independientemente de las cualidades de la persona. Siendo fruto del Espíritu (1 Cor 12, 7ss), nuevo principio de vida que desarrolla y potencia las capacidades del hombre, el «carisma» supone el desarrollo de las cualidades existentes en el individuo, para que éste las ponga al servicio de la humanidad o de la comunidad cristiana.

Así, el carisma de apóstol desarrolla la capacidad de convocatoria de un cristiano, haciéndolo idóneo para fundar nuevas comunidades y educarlas en la fe.

Verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento 71

El carisma de profeta supone el aumento de la sensibilidad al Espíritu y a la historia y el afinamiento de la intuición, que hacen capaz de percibir el estado de una comunidad en un momento determinado, su sintonía o falta de sintonía con el Espíritu, su necesidad de liberación, de ánimo, de apertura, de compromiso, las líneas de desarrollo que, conforme al Espíritu y a la disposición y dotes de la comunidad, se deben proponer . Mediante la profecía, el Espíritu, a la luz de la novedad de la historia, relee incesantemente el mensaje de Jesús y va descubriendo sus virtualidades, que responden a las necesidades que van surgiendo (Jn 16, 13). C o m bina así el «entonces» del mensaje con el «ahora» de la historia como lenguaje de Dios, recomponiendo la totalidad de la interpelación divina.

El carisma del evangelista es el de animador entusiasta, potenciado por el Espíritu, cuya predicación esporádica en las comunidades levanta el espíritu de éstas y las estimula a ser fieles al Señor.

C o m o se ha notado, el hecho de llamar didaskaloi a miembros de la comunidad que ejercen una actividad de enseñanza, no puede significar que éstos suplanten el papel de Jesús. El magisterio de Jesús se ejerce por medio del Espíritu, principalmente a través de la profecía. De ahí la importancia que Pablo atribuye a este carisma (1 Cor 14, 1: Esmeraos en el amor mutuo; ambicionad también las manifestaciones del Espíritu, sobre todo hablar inspirados/ejercer la profecía), suponiendo, además, que, en la reunión cristiana, todos son capaces de ella (ibid. 14, 24: Si todos hablan inspirados y entra un no creyente...).

El papel del didaskalos-«instructor» se limita, por tanto, a mantener vivo en la comunidad el mensaje de Jesús. La importancia de esta instrucción es decisiva, pues hemos visto antes el peligro de separar Espíritu y mensaje. El profeta inspirado por el Espíritu, transmite la enseñanza de Jesús, que aplica su mensaje a las circunstancias del momento ; el didaskalos, ayudado por el Espíritu, instruye a la comunidad sobre el mensaje como tal. Son carismas complementarios (cf. Hech 13, 1: Había en Antioquía, en la comunidad allí existente, profetas y maestros).

En paralelo con los carismas anteriormente mencionados, también el de instructor supone el desarrollo de capacidades existentes, en particular las de comunicación, formulación y claridad de exposición; pero además, a diferencia de los de «apóstol», «profeta» o «evangelista», el de instructor desarrolla una capacidad laboriosamente adquirida. Con toda evidencia, el «maestro» es un hombre que, con la penetración que le da el Espíritu, estudia, medita y vive el mensaje de Jesús y así profundiza en él, para después exponerlo a la comunidad.

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72 Juan Mateos

En los Hechos, de los dos misioneros, Bernabé y Saulo, enviados por el Espíritu (13, 2), Bernabé tiene el papel de profeta, Saulo el de maestro (cf. 14, 12). Ambos son llamados «apóstoles» (14, 4.14), es decir, enviados para fundar nuevas comunidades.

En la mayor parte de los textos paulinos no se explica el ca-risma, se constata su existencia (cf. Rom 12, 7). En 1 Cor 12, 28s Pablo destaca la importancia de tres carismas, los de «apóstol», «profeta» y «maestro», en ese orden; a continuación, ya sin número de orden, menciona otros, al parecer menos importantes para la comunidad. De hecho, los tres primeros la fundan y la mantienen; los que siguen: luego hay milagros, dones de curar, asistencias, funciones directivas, diferentes lenguas, representan actividades o hechos ocasionales dentro de ella.

En Ef 4, 11 se mencionan cinco carismas, en último lugar al de los «maestros»; pero lo más importante del texto es la descripción que hace de la finalidad de estos carismas: él dio a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas, a otros como pastores y maestros, con el fin de equipar a los consagrados para la tarea del servicio, para construir el cuerpo del Mesías, hasta que todos sin excepción alcancemos la unidad que es fruto de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, la edad adulta, el desarrollo que corresponde al complemento del Mesías14.

Conclusión

Resumiendo lo dicho, podemos decir que el único Maestro en la comunidad cristiana es Jesús, quien actúa por medio de su Espíritu en los individuos y, sobre todo, en la comunidad, donde se manifiesta su enseñanza a través de la profecía, que es la aplicación concreta de su mensaje al estado y a las circunstancias en que vive la comunidad. En consecuencia, para fundar y discernir la verdadera profecía, como la autenticidad de cualquier actividad en el grupo cristiano, hace falta el recuerdo incesante del mensaje de Jesús. El Jesús que habla a través de los profetas es el mismo que vivió en la tierra y nos presentan los evangelios. Recordemos de pasada cuántos pasajes de los evangelios, en particular del de Juan,

14. En 1 Tim 2, 7 Pablo se describe como «maestro de las naciones»; es la proclamación de la buena noticia entre los paganos lo que se describe aquí como enseñanza (cf. 2 Tim 1, 11).

Muchas veces, el verbo «enseñar» no se usa en el sentido técnico de carisma, designa simplemente el contenido de la predicación o exhortación dentro de la comunidad (así en 1 Cor 4, 17; Col 1, 28; 2 Tes 2, 15; 1 Tim 4, 11; 6, 2; 2 Tim 2, 2), de la catequesis (Ef 4, 21; Col 2, 7) o la exhortación mutua dentro de la comunidad (Col 3, 16).

Verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento 73

parecen provenir de profecías pronunciadas en la comunidad del evangelista e integradas como dichos del Jesús histórico. La actividad de Jesús con los suyos a lo largo de la historia es la misma 3ue él ejerció en los días de su vida mortal; he aquí el criterio de

iscernimiento para la profecía comunitaria. No puede haber oposición entre ésta y el mensaje.

Por eso, al lado de la enseñanza de Jesús mediante la profecía ha de darse en la comunidad la instrucción continua sobre el mensaje. El que ejerce la instrucción está también ayudado por el Espíritu. Su labor es preliminar, por así decir, pero fundamental. El instructor es un discípulo más del único Maestro, que pone sus dotes naturales y su esfuerzo de estudio al servicio de sus hermanos (cf. Mt 13, 7?).

La fe en la resurrección de Jesús no significa aceptar como verdadero un enunciado, sino creer o, mejor, saber por experiencia que hoy Jesús está vivo y despliega su actividad en los suyos y en sus comunidades. Por eso, el magisterio en la comunidad cristiana, tal como lo presentan los principales pasajes del nuevo testamento, es el que Jesús mismo ejerce mediante los mensajes inspirados de los profetas. Al lado de este magisterio único está la labor humilde del instructor, que escruta y medita el mensaje para proporcionar a la comunidad la base inconmovible de su adhesión a Jesús y de su experiencia del Espíritu. Como lo expresa la primera carta de Juan: si eso que aprendisteis desde el principio sigue con vosotros, también vosotros seguiréis con el Hijo y el Padre (1 Jn 2, 24).

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Diversificación de los ministerios en el área siro-helenística: de

Ignacio de Antioquía a las constituciones apostólicas

JOSEP RlUS-CAMPS

Los documentos de que disponemos para el conocimiento de la teología de los ministerios y de la organización eclesiástica de los tres primeros siglos son muy fragmentarios. Por lo demás, el área geográfica cubierta por esos pocos testimonios que han logrado sobrevivir al olvido es muy vasta. Podríamos delimitarla a base de los tres grandes centros que polarizaban la actividad económica, política y religiosa de aquella época: Antioquía, Alejandría y Roma. Desde el punto de vista del cristianismo naciente, Antioquía representará la primera metrópolis en la que el cristianismo adquirió carta de naturaleza y uno de los escritorios más importantes donde se irán fraguando una serie de documentos relativos a su enorme vitalidad y a su progresiva institucionaliza-ción. En ellos se reflejan visiones teológicas muy diversas y en algunos casos incluso contrapuestas, las primeras controversias que se entablaron entre las múltiples y variadas corrientes que conformaban esta iglesia y la progresiva organización de las comunidades que surgieron en su seno. Gracias a la capitalidad de Antioquía, la proyección de dichos documentos en otras áreas geográficas fue muy notable, hasta el punto que muy bien se puede decir que han influido de forma decisiva en la actual configuración de la jerarquía eclesiástica tanto en oriente como en occidente.

La circunscripción de la presente ponencia al área antioquena no ha sido fruto de la casualidad. En un amplio artículo publicado hace dos décadas ofrecía los resultados de un meticuloso y dilatado estudio sobre las Pseudoclementinas1. Al margen de las conclusiones principales de dicha investigación sobre la prioridad de los Periodoi Petrou originales, debidos a la actividad compilatoria

1. Las Pseudoclementinas. Bases filológicas para una nueva interpretación: Revista Catalana de Teología I (1976) 79-158.

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76 Josep Rius-Camps

de un discípulo de Bardesanes, que dieron origen a dos sucesivas refundiciones, una de cariz ortodoxo (documento-base de las actuales Recogniciones) y otra de cariz ebionita (documento-base de las actuales Homilías), según puede comprobarse en el Diagrama que ofrecemos hacia el final de dicho artículo, hay dos conclusiones que se desprenden directamente de la nueva clasificación a que hemos sometido los materiales de muy diversa procedencia que componen dichos escritos:

1) El documento-base (Grundscbrift) primigenio, compuesto por la Carta de Clemente a Santiago más XIV logoi distribuidos en cuatro períodos o etapas del itinerario petrino, a pesar de ser un híbrido de elementos judaizantes (parte narrativa propia del compilador) y gnósticos (parte dialógica pedida prestada a los Diálogos contra Marción, al Libro de las Leyes de las Naciones o Diálogo sobre el destino y a otros diálogos de Bardesanes de Edesa), no manifiesta todavía las marcadas tendencias pro-judías y antipaulinas de la recensión ebionita {Homilías en su estadio primitivo), fuertemente subrayadas en la interpolación antipaulina más reciente (H XVII 5,6b + 13,lb-XVIII 1,1) contenida en las Homilías actuales.

2) Las sucesivas refundiciones a que ha sido sometido el documento-base, de tendencias muy dispares, revelan la existencia de un procedimiento editorial muy propio de aquella época y del área de influencia siro-helenística: preservación y/o transmisión de un determinado escrito sospechoso de ortodoxia y/o de difícil difusión en el ambiente helenístico mediante su asignación a un personaje importante (pseudoepígrafos) y a la sucesiva estratificación de nuevos materiales con la consiguiente refundición de los anteriores. Entre los Diálogos de Bardesanes (original siríaco) y las dos formas bajo las cuales se presentan actualmente los escritos pseu-doclementinos {Homilías y Recogniciones) en griego (compilación original), latín o siríaco (traducción parcial o total del documento original), hemos podido comprobar ocho sucesivas ediciones con intercalación de nuevos materiales y/o refundición de los anteriores.

La comprobación de la existencia de tendencias progresiva y marcadamente judaizantes y antipaulinas (en contraste con los postulados de la Escuela de Tubinga, acrisolados sucesivamente por H. Waitz y G. Strecker, entre otros, y profusamente utilizados por H. J. Schoeps en su monografía sobre la «Teología e Historia del Judeocristianismo») y de su materialización en sucesivos escritos pseudoepigráficos atribuidos a Clemente Romano, personaje apostólico a quien, debido a su posición preeminente en la iglesia de Roma, ha sido adscrita la carta auténtica dirigida por la

Ministerios en el área siro-helenística 77

comunidad de Roma a la comunidad de Corinto {Primera Carta de Clemente) y a quien, por avatares de la historia, ha sido atribuida la Segunda Carta de Clemente (en realidad una Homilía comunitaria de autor desconocido) y las dos Cartas a las vírgenes (pertenecientes a la segunda mitad del s. III), nos movió a desempolvar el siempre candente problema constituido por las diversas colecciones que circulan bajo el nombre de Ignacio de Antioquía, otro personaje apostólico. Sus escritos, en forma de cartas, han llegado hasta nosotros en cuatro recensiones. Prescindiendo de la llamada Recensión medieval (cuatro cartas brevísimas escritas directamente en latín con un texto completamente ficticio) y de la Recensión corta o Curetoniana (tres cartas conservadas en traducción siríaca, IPol, IEph e IRom, con un texto mucho más breve que sus homónimas de la recensión media), que posteriormente se ha comprobado no era sino un epítome de una antigua traducción siríaca hecha sobre el original griego de la recensión media, las dos únicas recensiones que entran en liza son la media y la larga.

La Recensión larga se compone de trece cartas, seis de las cuales (ITr, IMg, IPhld, ISm, IPol e IEph) presentan un texto notablemente amplificado respecto del textus receptus actual, mientras que IRom ofrece un texto más cercano al de la recensión media (las seis restantes son enteramente espurias). El intento de R. Wei-jenborg2 de rehabilitarlas como texto auténtico de Ignacio no ha surtido efecto. De hecho, el autor del Pseudo-Ignacio, como generalmente se le suele designar, no es otro que Julián de Halicar-naso, autor de las Constituciones Apostólicas (sic!) y de un Comentario a Job, según ha demostrado su editor D. Hagedorn3. Dicho comentario fue compuesto entre los años 357-365, las CA pertenecen a la segunda mitad del s. IV, mientras que el Pseudo-Ignacio suele situarse hacia el año 400.

Finalmente, la Recensión media consta de siete cartas, cuatro escritas desde Esmirna (IEph, IMg, ITr e IRom) y tres desde Tróa-de (IPhld, ISm e IPol). Estas siete cartas, merced a los argumentos propuestos por Zahn, Lightfoot, Funk y Harnack, son consideradas por la mayoría de críticos como el texto auténtico de Ignacio.

Después de un análisis minucioso de las cartas que componen la recensión media, en el que se ha tenido buena cuenta de no solucionar aisladamente los múltiples problemas ya entrevistos por otros autores, antes bien se ha intentado hacer converger los pro-

2. Les lettres d'Ignace d'Antioche. Etude de critique littéraire et de théologie, Leiden 1969.

3. Der Hiobkommentar des Arianers Julián, Berlín 1973, XLI-LII.

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78 Josep Rius-Camps

blemas ya tradicionales con una serie de anomalías detectadas a partir del texto ignaciano, hemos llegado a la conclusión que las cartas auténticas de Ignacio son sólo cuatro y, precisamente, las que en la compilación actual aparecen todavía como escritas desde Esmirna, si bien sólo IRom se conserva tal cual, mientras que el texto primitivo de IEph* ha sido repartido entre IEph e ISm actuales (buena parte de la conclusión primitiva ha sido utilizada para componer la segunda parte de la carta a Pol), y el de IMg* ha sido distribuido entre IMg e IPhld actuales; ITr* está contenida dentro de ITr actual. Hemos consagrado a este problema dos largos artículos4 y una monografía5. El notable eco que han suscitado no se ha visto acompañado, como era de prever, de una masiva recepción de nuestra hipótesis. Medio siglo de interminable y encarnizada polémica entre las distintas confesiones cristianas sobre la autenticidad o no de dichos escritos, en el decurso de la cual tan pronto los defensores de Ignacio se han parapetado tras la recensión larga como tras la recensión media, mientras que los contrarios a la autenticidad de una y otra recensión se refugiaban un tiempo en la recensión corta, hasta que la evidencia de los hechos y el prestigio de autores de gran talla no zanjó la cuestión obligando a aceptar como único texto auténtico o textus receptus el de las siete cartas de la recensión media, no se puede obviar tan fácilmente.

La comparación que establecimos en el segundo de los artículos citados entre el texto de la Didascalía y el de la recensión media6 ha servido para terciar en la cuestión sobre la reconocida interdependencia de ambos escritos dando la precedencia al Di-dascalista sobre el autor 4e la compilación ignaciana. Habida cuenta que la Didascalía suele datarse entre las postrimerías del s. II y la primera mitad del s. III y que las Constituciones Apostólicas, refundición en buena parte de aquélla7, se suelen situar en la segunda mitad del s. IV, las siete cartas de la recensión media deben situarse entre uno y otro escrito, a saber, a mediados del s. III, siendo así que el autor de las Constituciones Apostólicas lo es también del Ps.-Ignacio, autor de la recensión larga. Por otro lado,

4. Las Cartas auténticas de Ignacio, el obispo de Siria y La interpolación en las Cartas de Ignacio. Contenido, alcance, simbología y su relación con la Didascalía: Revista Catalana de Teología II (1977) 31-149 y 285-371 respectivamente.

5. The Four Authentic Letters of Ignatius, the Martyr. A Critical Study based on the Anomalies contained in the Textus Receptus, Roma 1979.

6. La Interpolación 351-367. 7. El original griego de los seis libros de la Didascalía (Did), disponible ac

tualmente sólo en versión siríaca y, parcialmente, en una antigua versión latina, puede reconstruirse en parte a partir de las Constituciones apostólicas (CA).

Ministerios en el área siró-helenística 79

atendido que el compilador de las Constituciones no sólo refundió la Didascalía, sino que entre otras fuentes utilizó la Didajé (fin s. I - inicios s. II) y el documento-base de las Pseudoclementinass, se puede establecer una interesante sucesión cronológica de obras surgidas en el área siro-helenística:

1. Didajé o Doctrina apostolorum: los c. 1-6,2 constituyen una refundición cristiana de un tratado judío sobre las Dos Vías; los c. 6,3-16 contienen la regla de la comunidad. Datación: entre 90-110. En el libro VII de las CA se contiene una ampliá'paráfra-sis del texto de la D.

2. Cuatro cartas auténticas de Ignacio obispo de Siria: IRom, IMg*, ITr* y IEph*, redactadas probablemente por este orden. Datación: fines s. I.

3. Didascalía o Aiaxá^eig xcov ájtooxó^oov (Epifanio), obra enteramente original, puesta bajo la evocación de los doce apóstoles. Datación: fines s. II - principios s. III.

4. Documento-base de las Pseudoclementinas titulado Perio-doi Petrou, encabezado por la Carta de Clemente a Santiago y formado por cuatro períodos o etapas del itinerario petrino y seguido de sucesivos reconocimientos (obra truncada): la parte dia-lógica de esta compilación ha sido compuesta a partir de los Diálogos de Bardesanes de Edesa (f ca. 220), escritos en siríaco y traducidos al griego por sus discípulos. Orígenes cita un pasaje del libro XIV de los Periodoi Petrou al final de su Comentario a Gen 1,14 (antes de su exilio el 231). Datación: primera mitad s. III.

5. Recensión media de las cartas (seis) de Ignacio de Antio-quía. Datación: mediados s. III. El compilador ordenó las cartas según este orden: ISm e IPol (cartas supuestamente dirigidas por Ignacio a Policarpo y a su comunidad), IEph, IMg, ITr e IPhld (cartas dirigidas a las comunidades asiáticas), según se desprende de la noticia intercalada por el propio compilador en la Carta de Policarpo a los Filipenses (PolPhil 13) y del orden en que aparecen en los manuscritos y versiones. Además del texto auténtico de Ignacio que reproduce casi por entero (ignora, sin embargo, IRom), el compilador se inspira en la Didascalía como obra presuntamente apostólica, a la que indirectamente parece incluso hacer referencia (oüai áxoiQÍOToig... xwv &iaxaYuáxiüv xrov á:xoaxóX.iov, ITr 7,1).

6. Refundición ortodoxa de las Pseudoclementinas o Recogniciones. Datación: segunda mitad s. III.

7. Refundición ebionita de las Pseudoclementinas u Homi-

8. Véase nuestro artículo Sucesión y ministerios en las Pseudoclementinas: Teología del Sacerdocio IX, Burgos 1977, 165-215, concretamente p. 204, n. 122.

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lías. Datación: segunda mitad s. III, con posterioridad a la refundición ortodoxa.

8. Comentario a Job de Julián de Halicarnaso. Datación: entre 357-361.

9. Constituríones apostólicas, obra de Julián de Halicarnaso: compilación hecha sobre la base de la Didajé (libro VII), de la Di-dascalía (libros I-VI), entre otras, y con claras referencias al original de las Pseudoclementinas, sobre todo a la Carta de Clemente. Datación: segunda mitad s. IV.

10. Recensión larga de las cartas ignacianas o Pseudo-Igna-cio, obra del propio Julián de Halicarnaso. Datación: ca. 400.

Todos los escritos que acabamos de enumerar, sean originales o refundiciones, pertenecen al área siro-helenística. Este detalle y el hecho de que la mayoría de estos escritos están relacionados entre sí constituyen un buen punto de partida para alcanzar nuestro objetivo. En efecto, los datos que nos suministren dichos escritos sobre la evolución de los ministerios tendrán validez, en un primer momento , para dicha área geográfica; en un segundo momento, y con las debidas precauciones, podrán extrapolarse para otras áreas, sin menoscabo de que la evolución haya sido más lenta y, en un principio, diversa. Precisamos «en un principio», ya que la organización eclesiástica que aparece en las dos últimas obras enumeradas se corresponde en la práctica con nuestra organización eclesiástica actual.

La primera iglesia «cristiana» nació en Antioquía

En el libro de los Hechos de los apóstoles, la primera vez que el mensaje predicado por los prófugos helenistas durante su dispersión motivada por los hechos de Esteban fue anunciado en Antioquía directamente a los paganos, y por cierto por los prófugos por su natural más abiertos, dada su procedencia de Chipre y de Cirene allende del mar, Lucas hace esta constatación: «Llegó la noticia concerniente a ellos a oídos de la iglesia instalada en Jerusa-lén. Y enviaron a Bernabé para que se llegara hasta Antioquía. Este, al llegar allí y ver aquel don de Dios, se alegró mucho y se puso a exhortarlos a todos a seguir unidos al Señor con firme pro-

Íiósito, porque era hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de e. Una multitud considerable se adhirió al Señor. Salió entonces

hacia Tarso en busca de Saulo. Una vez lo hubo encontrado, se lo llevó a Antioquía. Por lo demás, vinieron a reunirse un año entero con aquella comunidad instruyendo a una multitud considerable, y fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos

Ministerios en el área siro-helenística 81

fueron reconocidos como "cristianos"» (Hech 11,22-26). José, apodado «Bernabé» por los Apóstoles, en reconocimiento de su carisma de profeta-exhortador de comunidades (cf. 4, 36), no ha sido enviado a Antioquía en misión comunitaria como lo habían sido Pedro y Juan a Samaría (cf. 8, 14), puesto que ha sido enviado él solo, con el encargo de informarse sobre el terreno de lo que allí había ocurrido. Pero Bernabé no regresa, a diferencia también de Pedro y Juan (cf. 8, 25), sino que tras «exhortarlos» a permanecer unidos al Señor tal como habían creído, es decir, sin imponerles la circuncisión y todo lo que ésta conllevaba, se fue en busca de Saulo para suplir la misión comunitaria que no podía realizar él solo.

La presencia de Bernabé y Saulo en Antioquía dará sus frutos en forma de una primicia de alcance impredecible: los discípulos, gracias a las «exhortaciones» del profeta Bernabé y a las enseñanzas impartidas por el maestro/rabino Saulo, no podrán ser identificados sin más, como lo habían sido hasta ahora y lo seguirán siendo los de origen judío, como una secta judía más, «la secta de los nazarenos» (cf. Hech 24, 5), sino que dada su procedencia ma-yoritariamente del paganismo obligarán a acuñar una designación completamente nueva, «cristianos», por presentarse como los verdaderos seguidores de un Mesías/Cristo que fracasó entre los judíos.

En la organización de la iglesia local de Antioquía se reflejará de lleno la actividad profético-didascálica desplegada por Bernabé y Saulo: «Había en Antioquía, según el uso de la iglesia local, p rofetas y maestros, a saber, Bernabé, Simeón, apodado el Negro , y Lucio el Cireneo, así como Manaén, que se había criado con el te-trarca Herodes , y Saulo» (13, 1). Hasta ese momento Lucas nos había presentado, a lo largo de su doble obra, cuatro listas de discípulos con nombres propios: a) la de los doce (Le 6, 14-15), elegidos por Jesús «movido por el Espíritu Santo» (Hech 1, 2) como representantes del nuevo Israel («doce»); b) la de las Tres discí-pulas que acompañaban a Jesús y a los doce en actitud de servicio (Le 8, 1-3), expresión de la total («tres») disponibilidad de la comunidad femenina/marginada; c) la de los Once (Hech 1, 13), una lista inexorablemente truncada por la defección de Judas («uno de los doce», Le 22, 3.47; «Judas/judaismo), pero que a renglón seguido será reconstituida, a pesar de haberse negado Jesús a «restaurar el reino a Israel», es decir, a devolver a los doce su repre-sentatividad perdida (cf. 1, 6-8), mediante la elección del miembro doceavo, Matías, por votación al modo humano entre los «ciento veinte» (múltiplo de «doce») reunidos (1, 26: cf. v. 15), siendo así que carecían todavía del discernimiento que les habría proporcio-

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nado el Espíritu Santo de no haberse precipitado a realizar la elección, cuando sabían muy bien que faltaban pocos días para su venida (cf. Le 24, 49 y Hech 1,4); d) la de los siete helenistas, desde un principio «llenos de Espíritu santo y sabiduría», elegidos por la comunidad helenista haciendo uso del discernimiento espiritual de que gozaba (Hech 7, 3.5-6), como representantes de las comunidades helenistas dispersas por las Setenta naciones paganas; Jesús lo había anticipado de modo paradigmático mediante la elección de los setenta (Le 10, 1). Ahora, a las listas ya conocidas, añade una quinta: e) la de los Cinco, entre profetas (tres) y maestros (dos), distintivo de las comunidades proféticas.

A diferencia de la iglesia de Jerusalén, presidida por «los apóstoles y los presbíteros» (cf. Hech 11,30; 15,2.4.6.22.23), en un primer momento, o por «los presbíteros» tan sólo con Santiago a la cabeza, una vez que se hayan ausentado los apóstoles (cf. 22, 18), de la iglesia de Antioquía no se dice nunca que estuviese presidida por un colegio de presbíteros9 siguiendo el modelo del judaismo, sino que «según el uso de la iglesia local» estaba presidida por un grupo constituido por profetas y maestros. Este dato es de un valor incalculable. Teniendo presente que los silencios en Lucas son deliberados, la primera iglesia «cristiana» no se había organizado al modo judío, sino que por encima de la «ancianidad» había dado prioridad a la «profecía» y a la «didascalía». En cambio, cuando Pablo juntamente con Bernabé, por este orden10, visiten a su regreso las comunidades paganas fundadas a la ida, «les designarán presbíteros», en calidad de responsables, «en cada una de las comunidades» (14, 23).

Por otro lado, conviene retener dos datos lucanos, que los escritos posteriores ignorarán o confundirán:

1) Lucas distingue adecuadamente entre «los doce» y «los apóstoles» (con artículo), aun cuando ambas denominaciones hayan sido acuñadas por el propio Jesús para designar a un mismo

9. Ni aquí, ni cuando los misioneros regresen a Antioquía (Hech 14, 26-27), ni cuando la comunidad resuelva enviar a Bernabé y Saulo a Jerusalén (15, 2), ni, finalmente, cuando éstos reunirán a la comunidad a su regreso del concilio (15, 31). He consagrado a la problemática del libro de los Hechos de los apóstoles dos monografías : El camino de Pablo a la misión de los paganos. Comentario lingüístico y exegético a Hech 13-28, Cristiandad, Madrid 1984, y De Jerusalén a Antioquía. Génesis de la Iglesia cristiana. Comentario lingüístico y exegético a Hech 1-12 (en prensa).

10. Pablo ha asumido la dirección de la misión suplantando a Bernabé a partir de Pafos (cf. Hech 13, 13: lit. «los que giraban en torno a Pablo», a saber, Bernabé y Juan, quien a renglón seguido se separará del grupo por este y otros motivos. Ver El camino de Pablo, 42-51.

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grupo (cf. Le 6, 13: «eligió de entre los discípulos a doce, a quienes llamó "apóstoles"): la primera los designa como «el nuevo Israel» (por las connotaciones judías del número doce); la segunda, simplemente como «los misioneros o enviados» (cf. Le 6, 13b [prolepsis]; 9, 1-2 [misión a Israel]; Hech 1, 2-8 [misión universal]). La primera adquiere un cariz negativo en el libro de los Hechos, tras la reconstitución del grupo desaconsejada por Jesús (sólo se presentará en Hech 1, 26, según el códice D, y en 6, 2 preparando la oposición doce/siete); la segunda no tiene de por sí connotaciones negativas, si bien por el hecho de ser una categoría dinámica y de recordar en todo momento la misión universal que Jesús les había conferido, choca con la instalación de los apóstoles en la iglesia de Jerusalén y con su apego a la institución judía, sobre todo en las dramáticas circunstancias de la dispersión de la comunidad helenística: «Sucedió que aquel mismo día se desató una violenta persecución contra la iglesia que residía en Jerosólima; todos se dispersaron por las comarcas de Judea y Samaría, excepto los apóstoles, quienes permanecieron en Jerusalén» (8, Ib)11. La suerte de los apóstoles corre pareja con la progresiva apertura de Pedro al mundo pagano, apertura que alcanzará su cénit en el momento en que éste se exilie voluntariamente cuando se dé cuenta de que la auténtica comunidad creyente no es la de Santiago y los hermanos, sino la reunida en torno a Juan Marcos (12, 12-17). Su presencia en el concilio de Jerusalén como portavoz del grupo apostólico será una presencia profética, como muy bien atestigua la recensión occidental12, en contraste con la postura adoptada por Santiago, a la cabeza del grupo dirigente constituido por los presbíteros. La persecución del rey Herodes, decapitando al grupo de los doce (materialmente, en la persona de Santiago, el hermano de Juan, y figuradamente, en la de Pedro), ha hecho recapacitar al grupo apostólico.

2) En ningún momento Lucas identifica el colegio apostólico con el consejo formado por los presbíteros, aun cuando los empareje en la primera etapa de la iglesia de Jerusalén que culmina en el concilio. En la segunda parte aparecerán tan sólo los presbíteros presididos por Santiago, el hermano del Señor (Hech 21, 18). La tradición posterior ignorará esta distinción, presentando el consejo prebiteral como imagen del colegio apostólico, si bien con duplicidad de figuras, Pedro y Santiago. Pero Lucas ni siquiera circunscribe la calificación de «apóstoles» a los doce/on-

11. El último inciso procede de D* 1175 it samss mae. 12. 15, 7: «Pedro se levantó inspirado por el Espíritu» D* 614 syhmg (El ca

mino de Pablo 71 y n. 127).

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ce. Ya en el evangelio había apuntado la designación y envío a la misión de «otros setenta» personajes anónimos (¡prolepsis del grupo real de los siete!) como grupo alternativo de los doce (Le 10, 1). En el libro de los Hechos calificará a Bernabé y a Pablo como «apóstoles» (Hech 14, 4.14), puesto que han sido también ellos enviados por el Espíritu para llevar a cabo la misión entre los paganos. «Presbítero» es una denominación estática, perteneciente a las categorías del mundo judío; «apóstol» es una categoría dinámica, asignada por el propio Jesús a los Doce (cf. Le 6, 13b) a fin de expresar su necesaria vinculación a la misión. Con la doble designación de los doce y los setenta, Lucas preludia la futura misión universal, no circunscrita al mundo judío sino abierta en ciernes al mundo pagano.

La Didajé de los apóstoles

Sin movernos del área cultural de Siria, disponemos de un escrito antiquísimo, que incluso había formado parte en algún momento del canon neotestamentario, conocido como «Didajé de los doce apóstoles», pero que en una antigua versión latina del s. III lleva un título más breve: «Didajé de los apóstoles», más en consonancia con su contenido. La primera parte, la única que se conserva en latín, comprende una refundición del género literario judío de las Dos Vías. En la segunda parte hay una serie de prescripciones «relativas a los apóstoles y profetas» (D 11,3-13). Se trata propiamente de «misioneros» itinerantes, a quienes incumbe la misión de hablar inspirados en la asamblea y de presidir, junto con los maestros, las reuniones eucarísticas (D 15,1b). Dado su carácter itinerante, la comunidad deberá designar a «obispos y diáconos» como supervisores y encargados habituales de las necesidades de la comunidad, quienes, al igual que los profetas y maestros, serán los ministros del culto eucarístico (D 15,1-2). No se dice explícitamente que haya presbíteros en estas comunidades, si bien los obispos/supervisores ejercen esta función. Habida cuenta de la ambivalencia de dichos términos13 y de la presencia masiva de categorías judías en dicho escrito 14, es muy verosímil que estas comunidades se estructuraran según el modelo judío, a base de

13. Recuérdese encaso de los presbíteros de Mileto, a quienes dice Pablo que «el Espíritu santo os ha puesto como obispos/supervisores para que ejerzan como pastores de la Iglesia de Dios» (Hech 20, 28).

14. Los profetas son considerados como «los sumos sacerdotes» de la comunidad (D 13,3).

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presbíteros/obispos en su calidad de personas dotadas de profunda experiencia espiritual (cf. D 15,1a).

Las comunidades de Siria según las cartas auténticas de Ignacio

Más o menos contemporáneas a la Didajé hay que colocar las cuatro cartas auténticas de Ignacio. De la Carta a los romanos, la única que debido a su peculiar cometido (fue enviada desde Es-mirna a la comunidad de Roma) y, por consiguiente, singular transmisión no se vio afectada por la refundición operada en el s. III, nos presenta a Ignacio como el único obispo/supervisor de la iglesia de Siria: «Porque Dios ha juzgado digno al obispo de Siria de encontrarse en Occidente, mandado venir de Oriente» (IRom 2,2). Debido a las graves tensiones que se desataron en el seno de las comunidades cristianas de Siria entre los docetas (gnósticos/espiritualistas) y los judaizantes (legalistas) y que degeneraron en reyertas intestinas, las autoridades imperiales decidieron tomar cartas en tan grave asunto. Ignacio se presentó como el único responsable del alboroto que a juicio de los romanos constituía un enésimo pronunciamiento de cariz mesiánico, «insistiendo a todos que voluntariamente doy mi vida por Dios» (IRom 4,1) y, en otra ocasión, que «me he entregado personalmente a la muerte, fuera por el fuego, por la espada o por las fieras» (ISm = Epfr" 4,2). La condenación de Ignacio a morir pasto de las fieras en el anfiteatro romano habría de servir de escarmiento, a juicio de los romanos, para que no proliferaran tales levantamientos contra el orden establecido. De hecho, su traslado a Roma como prisionero de cuidado fuertemente vigilado por diez soldados romanos (IRom 5,1), el silencio absoluto sobre otros compañeros de martirio y la ausencia de cualquier indicio de persecución por motivos religiosos, avalan esta hipótesis.

La presentación que de sí mismo hace Ignacio como «el obispo/supervisor» (con artículo) de las comunidades de Siria, avalada por la responsabilidad que él mismo se atribuye y que los romanos reconocen sin paliativos, está en abierto contraste con la delimitación a Antioquía de su función episcopal que ha consagrado la tradición posterior. De ninguna manera se puede hablar aquí todavía de episcopado monárquico. La súplica que dirige Ignacio al término de su carta a los Romanos: «Acordaos en vuestras oraciones de la iglesia (ubicada) en (la provincia) de Siria, la cual en lugar mío tiene a Dios como Pastor: sólo Jesús Mesías la supervisará y vuestra comunión» (IRom 9,1), presupone que no hay en toda la provincia de Siria nadie que pueda asumir la suplencia. De

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ahora en adelante (mientras que las comunidades de Siria no elijan a su sucesor) será Jesús quien ejercerá su función supervisora como único Pastor.

En lo que atañe a los apóstoles, en las cartas auténticas aparecen cinco menciones. En IRom 4,3 puntualiza que no les da órdenes al estilo de Pedro y Pablo, ya que aquéllos eran apóstoles y él un condenado. Una puntualización parecida se conserva en ITr 3,3: «No es mi intención daros órdenes como un apóstol, siendo así que soy un condenado». En IEph 11,2 e IPhld = Mg::" 9,1 aparecen los apóstoles como una magnitud bien definida, perteneciente al pasado. Finalmente en IPhld = Mg* 5,1 compara el evangelio con la carne de Jesús y los apóstoles con el presbiterio de la comunidad. Es la única mención del «presbiterio» en las cartas auténticas. No se trata, sin embargo, del presbiterio en sentido técnico. La fuerza de la comparación reside precisamente en la doble equivalencia evangelio/Jesús, apóstoles/senado de la Iglesia. Por un lado, «apóstol» podría ser esgrimido por Ignacio como una prerrogativa emanante de su condición de confesor de la fe, pero no quiere hacer uso de ella dada su situación humillante de vulgar condenado: «No os doy órdenes como si fuera alguien. Pues aunque estoy encadenado por el nombre (cristiano), todavía no tengo el acabado de Jesús Mesías» (IEph 3,1). Ignacio no va a las comunidades en su calidad de «apóstol/misionero», sino que se presenta a ellas como un condenado por público alboroto. Pedro y Pablo, recuerda a los romanos, les han impartido órdenes en su calidad de «apóstoles»/misioneros y hombres libres; él, en cambio, se considera todavía un condenado y un esclavo. Por otro lado, los apóstoles constituyen ya, junto con el evangelio, un estereotipo.

No hay pasaje alguno en el texto auténtico, en contraste con las múltiples menciones que alberga la interpolación, que haga referencia a los presbíteros o al presbiterio de las diversas comunidades. Ni en la salutación, ni en el encabezamiento de la carta, ni en las múltiples e iteradas súplicas y recomendaciones, ni en la salutación final se hace alusión alguna a los presbíteros en la Carta a los romanos, que muy bien podría servir de control. Ignacio habla simple y llanamente de la Iglesia/de las comunidades.

El único ministerio, en el sentido más primigenio de función (dinámico) en oposición a rango o jerarquía (estático), es el de obispo/supervisor de las comunidades establecidas a lo largo y ancho de la provincia romana de Siria, provincia que además de la Cilicia llegó a abarcar toda Palestina tras la caída de Jerusalén. Ignacio es el único supervisor/coordinador de estas comunidades. En el momento en que Ignacio escribe sus cartas a las comunidades asiáticas de Magnesia, Trales y Efeso, y a la comunidad de

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Roma, las divisiones internas habían hecho mella ya en el seno de las comunidades de Siria: a los intentos restauracionistas de los judaizantes, de cuyos peligros previene Ignacio a los fieles de Magnesia (las actuales cartas a Mg y Phld), se han juntado de reciente las tendencias gnostizantes en su primer estadio, el docetismo, de cariz evasivo y espiritualista, frente a cuya propaganda previene a los cristianos de Efeso (actualmente en las cartas a Eph, Sm y segunda parte de Pol) y de Trales (Tr actual).

La profunda crisis que se ha abierto en el seno de la Iglesia de Siria amenaza con propagarse a la provincia de Asia y llegar a la capital del Imperio. Ignacio se ha enterado por los efesios de que creyentes docetas procedentes de su iglesia de Siria han estado de paso por Efeso y que han tratado de inculcarles sus doctrinas, pero que éstos les han cerrado los oídos a fin de no dar cabida a las malas semillas sembradas por ellos (IEph 9,1). Este dato es de capital importancia, pues nos informa del momento preciso en que los do-cetas, cuyo movimiento acaba de nacer en Siria, tras alejarse de las reuniones eucarísticas por negarse a admitir la realidad de la carne del Señor y, en consecuencia, a compartir la mesa con los miembros más necesitados (ISm = Eph* 6,2-7,1), salen en busca de su legitimación en otras iglesias, sobre todo en la de Roma, hacia donde evidentemente se dirigen. Tras la ruptura definitiva de éstos (Ignacio los califica ya de «secta»/ouQeaic;, cf. ITr 6,1), ruptura que no se ha producido todavía en Efeso (IEph 6,2), y las divisiones producidas por los elementos cismáticos (Qyít,ovii, IPhld = Mg;:" 3,3), el cuerpo comunitario ha quedado desmembrado. En las tres primeras cartas pide todavía oraciones a favor de la iglesia de Siria (IRom 9,1; IMg 14; ITr 13,1), mientras que en la última de ellas constata que «está en paz y ha recuperado su propio vigor y les ha sido restablecido su propio cuerpo comunitario» (ISm = Eph'"1" 11,2). En el corto intervalo de tiempo que medió entre la redacción de unas y otra, ha ocurrido un suceso inesperado: Filón, Gayo y Agatópodo, miembros de la iglesia de Siria, han salido tras él para comunicarle la alegre noticia de que su condenación a muerte y deportación a Roma había producido efectos positivos; la comunidad había recapacitado y había llegado a puerto seguro tras la tormenta (ISm = Eph:!" 11, 1-3). Ignacio pide a los efesios que envíen un embajador de la comunidad con una carta suya personal para que se congratule con ellos en nombre de todos (ISm = Eph* 11,3; IPol = Eph* 8,2).

La designación de este delegado por parte de la comunidad viene expresada en los mismos términos usados posteriormente para designar la ordenación de un ministro (xEiQOTOvñoai xr\\ ex.xki]-oíav úuxbv 6£OJiQ£of3etrtr|v, ISm = Eph* 11,2). En la refundición

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operada por el interpolador/compilador, al ampliarse este motivo a las dos comunidades receptoras de las tres cartas supuestamente escritas por Ignacio, esta tarea será confiada a un diácono (XEIQO-tovfjaai óiaxovov E15 xó JToeafteíoai éxei GEOXJ JtoEofteíav, IPhld 10, 1) o a alguien muy querido y diligente (jcEiQOTOvñaaí Tiva, IPol 7, 2), a imitación —fingirá el interpolador— de las iglesias vecinas de Antioquía quienes han enviado allí, unas obispos, otras presbíteros y diáconos (IPhld 10,2).

La mínima organización eclesial contenida en las cartas auténticas de Ignacio —la única que refleja la Carta a los romanos, por haber pasado ésta inadvertida al interpolador—, consistente en un obispo/supervisor de todas las comunidades establecidas en una determinada provincia imperial, no constituye un caso aislado. Ire-neo nos ha legado un testimonio directo sobre Policarpo: «Poli-carpo no sólo fue instruido por (los) apóstoles y conversó con muchos testigos oculares del Mesías, sino también fue establecido por (los) apóstoles como obispo/supervisor de (la provincia de) Asia en (y desde) la comunidad que (reside) en Esmirna» (AH III 3,4). Mediante un preciso juego de preposiciones, va marcando las diversas relaciones de Policarpo: a) con algunos de los apóstoles (vitó áitooxóXcov, sin artículo, a fin de no connotar a todo el colegio apostólico), quienes lo «establecieron» como obispo; b) con la provincia de Asia (e£g rnv Aoíav), territorio amplísimo con el que se coextenderá su función de supervisión; c) con la comunidad de la cual procede y a la que retorna después de sus visitas pastorales (EV xfj... éxx>.r)0Íg); d) con la ciudad de Esmirna (EV 2[UJQVT]), donde reside su comunidad. Un poco más adelante confirma esta noticia, cuando aduce «todas las comunidades distribuidas por la (provincia de) Asia y los sucesores de Policarpo hasta el momento presente» (AH III 3,4). Refiriéndose a la iglesia de Roma, Ireneo tan pronto hace referencia a la función de supervisión (r\ TTJg éjuaxojiñc; taiToi)QYÍa/r| EJUOXOJWI) como alude a la sucesión ininterrumpida de los presbíteros que la ejercen (AH III 3,3; Ep. ad Vid.; Ep. ad Florín. 2). El propio Ireneo, según testimonio de Eusebio, había sido enviado a las Galias, para ejercer allí el cargo de obispo/supervisor de las diversas parroquias o comunidades cristianas (Eus, HE V 23,3; 24,11).

Ignacio, Policarpo, Ireneo, tres obispos/supervisores de territorios muy amplios y distantes entre sí (la provincia de Siria, la del Asia Menor y las Galias), escalonados a lo largo del s. II (principios, primera mitad, segunda mitad), son suficientes para enmarcar el tipo de organización eclesial que vigía en aquella época. La existencia de un solo obispo como supervisor de todas las comunidades diseminadas por una región o provincia explicaría la in-

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tervención de una comunidad representativa de una provincia o de su obispo en los asuntos delicados de otra. Tal es el caso de la comunidad de Roma (verosímilmente con Clemente a la cabeza) que interviene en los asuntos de la comunidad de Corinto, por haber depuesto los jóvenes a los presbíteros (ICl inscr; cf. 3,2-3; 44; 46,9; 47,5-6; 57,1; 63), y el de Policarpo que es llamado a Fi-lipos para solucionar el grave conflicto producido por la defección de Valente, el presbítero a quien había sido confiada la administración de los bienes de la comunidad; Policarpo les recomendó en persona a Crescente y desde Esmirna se lo recomienda de nuevo con una carta credencial, a fin de que éste llene el vacío que aquél ha dejado (PolPhil inscr; 3,1; 11; 14). Crescente será con toda probabilidad el presbítero/supervisor de las comunidades de Macedonia. Los presbíteros de la comunidad de Filipos donde residía Valente, viéndose impotentes de solucionar el caso y de cubrir la vacante producida por aquél con las personas de su entorno, recurren al obispo/supervisor de la provincia de Asia para que se persone en Filipos y les recomiende a la persona más indicada.

Tanto en Roma como en Corinto (ICl), en Esmirna como en Filipos (PolPhil), se da una organización parecida: un colegio o consejo presbiteral estable, radicado en la capital de la región o provincia («la que preside en el territorio de la región de los romanos», IRom inscr), donde reside el obispo/supervisor de las demás comunidades (dotadas también ellas de un consejo presbiteral) y desde donde ejerce su función de supervisor, coordinador y fundador de otras nuevas: Clemente, aun cuando no se lo mencione explícitamente (la entera ICl está escrita en primera persona plural), en Roma; Policarpo, en Esmirna; Valente/Crescente, en Filipos.

Es muy indicativo, en este sentido, el dato que nos proporciona la Carta de Clemente a los Corintios: los apóstoles, advertidos por el Señor de que habría rivalidades en lo que atañe a la supervisión (ICl 44, 1), tomaron sus precauciones estableciendo a «obispos y diáconos» (42, 4; 43, 1; 44, 2) y dieron las instrucciones pertinentes para que éstos, a su vez, designaran a sus sucesores (44, 2). Según esto, los presbíteros/obispos, junto con los diáconos, son los verdaderos sucesores de los apóstoles. No aparece aquí para nada la nomenclatura muy posterior de un obispo monárquico rodeado de sus presbíteros y secundado por los diáconos. Se delinea, en cambio, una dirección colegial de las comunidades, ejercida por presbíteros y diáconos, con misiones complementarias, y una función más personal encomendada a un coordinador único para las diversas comunidades establecidas en un determinado territorio o

provincia.

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La Didascalía de los apóstoles

Hemos visto, al hablar de la Didajé, que el título primigenio, «Enseñanza(s) de los apóstoles» (conservado por la versión latina) no hacía referencia a los «doce apóstoles» (título griego actual) sino a los misioneros itinerantes, «apóstoles» en el sentido funcional del término, visitadores de las comunidades fundadas por ellos. Sólo posteriormente se atribuirá la obra a los doce apóstoles y se le añadirá el subtítulo: «Enseñanza(s) del Señor (impartidas) por medio de los doce apóstoles a los paganos» (omitido también por la versión latina). Esta tendencia a atribuir a los apóstoles semejantes compendios de reglas comunitarias se dejará sentir también en la Didascalía. Pero, a diferencia de la Didajé, la Didascalía pretende desde un principio remontarse a los apóstoles y, en concreto, al concilio de Jerusalén: «Por consiguiente, al correr peligro la Iglesia universal por haber surgido la herejía, habiéndonos reunido nosotros, los doce apóstoles, con un mismo propósito en la ciudad de Jerusalén, nos pusimos a deliberar sobre lo que se debía hacer y nos pareció bien escribir al unísono esta Instrucción universal para confirmaros a todos, en la cual establecimos y decretamos...»15. La obra fue compuesta en griego por un autor bilingüe que vivía inmerso en el ambiente cultural semítico, más concretamente por un obispo muy calificado de la Siria septentrional, en la primera mitad del s. III. Integramente sólo ha llegado hasta nosotros en una versión siríaca (no posterior al final del s. IV); parcialmente se conserva en una versión latina muy literal (fines s. IV); el texto griego puede reconstruirse, en parte, a partir de la refundición hecha por el Constitutor. El título primitivo de la obra probablemente es el que nos ha conservado Epifanio, Aia-tá^eig tcov cutoaxótaov; el título actual reza: «Didascalía, es decir, Doctrina universal de los doce apóstoles y de los santos discípulos de nuestro Salvador» (conservado por la versión siríaca, pero ausente significativamente de la versión latina).

Desde el encabezamiento de la obra (muy bien conservado por las CA) se presenta a la «Iglesia católica/universal» como la «plantación de Dios» y «su viña elegida» (Did I inscr). Es decir, el au-

15. «Quapropter, cum universa ecclesia periclitaretur et haeresis facta esset, convenientes nos duodecim apostoli in unum in Hierosolyma tractavimus, quid de-beret fieri, et placuit nobis scribere unum sentientibus catholicam hanc didasca-liam ad confirmandos vos offlnes, in qua constituimus et decrevimus...» (Did VI 12,1: cf. CA VI 14,1): cf. Did VI 13,1: «Et epistulam quidem transmisimus eis, et ipsi aliquantos dies in Hierosolymis remansimus simul et conquirentes de commu-ni utilitate ad emendationem nec non etiam catholicam hanc doctrinam scribentes et tractatum consilíi nostri adversus eos, qui nunc erraverunt» (cf. Did VI 14,8.11).

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tor transfiere a la Iglesia las categorías bíblicas más usuales para designar a Israel como pueblo escogido. Esta será la tónica dominante de todo el escrito, no exento de originalidad y de arcaísmo. Para nuestro objetivo nos interesa sobremanera la primera parte del libro segundo, consagrada al obispo (II 1-25). Empieza así: «El pastor que va a ser establecido como supervisor del presbiterio (in visitatione<m> presbyterii, L) para las (diversas) comunidades (etg tág exxX.r|o"íac;, CA) (sitas) en cada diócesis (év Jtáot) Jtaooi-xía, CA, S) es menester que sea irreprensible, irreprochable, etc.» (Did II 1,1). En tiempos del Didascalista, el ámbito operativo del pastor/obispo no es tan amplio ya como en tiempos de Ignacio o Policarpo. En lugar de una provincia, ejerce su supervisión sobre una «parroquia» o diócesis, unidad menor, incluso pequeña (cf. II 1,3: eí Sé xod év Jiaooixía (XLXQOL rmaoxoúoTí). Hay un obispo para las comunidades situadas dentro de esta demarcación; cada una de ellas tiene sus presbíteros o ancianos que componen el presbiterio. El obispo con sus diáconos es el único responsable de las comunidades que surgen en su territorio. Según esto, «de la diócesis» (de parochia, L; Cuto jtagoixíac;, CA) puede venir un hermano o hermana; igualmente, puede venir «un presbítero de la comunidad de la diócesis» (de ecclesia parochiae, L; las CA simplifican: cuto Jtocooixíccg); un obispo, en cambio, es siempre un «forastero» (^évog), es decir, viene siempre de otra diócesis (Did II 58,1-3; cf. 17, 4).

El obispo tiene la potestad de llaves para perdonar los pecados (II 18,2-3.7; 20,9) y para dirimir como juez los pleitos entablados entre cristianos ante su tribunal (36,9-53,1), a la manera de un médico (20,10; 41,3): «como un médico establecido sobre la comunidad, no dejes de ofrecer la curación a los que están enfermos por los pecados» (20,11). Los obispos son los administradores de los bienes aportados por la comunidad (24,4-25,3; 27,3-4). Conocedores de las Escrituras, son los encargados del ministerio de la palabra (25,7; 26,4); en su calidad de «boca de Dios» (28,9) o de «profetas» deben ser reverenciados como Dios (29-30). La administración de los sacramentos es de competencia única del obispo auxiliado por sus diáconos. He aquí un pasaje en que se resume toda su actividad:

«Cuanto más (será condenado, dice, comentando Mt 5, 22) si se atreve a decir algo contra el diácono o contra el obispo, por cuyo medio el Señor os dio el Espíritu Santo, por quien habéis aprendido el mensaje y habéis conocido a Dios y por cuyo medio habéis sido reconocidos por Dios, por cuyo medio habéis sido confirmados (signad estis) y por quien habéis sido hechos "hijos de la luz", por cuyo medio el Señor en el bautismo, por la impo-

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sición de manos del obispo, da testimonio pronunciando sobre cada uno de vosotros la sagrada expresión: "Hijo mío eres tú, hoy yo te he engendrado" (Sal 2, 7). Sé, por consiguiente, agradecido, oh hombre, a tus obispos, por cuyo medio eres hijo de Dios, y a (su) mano derecha, tu madre, y ama a aquel que después de Dios es tu padre y tu madre (...). Vosotros, pues, honrad a los obispos, quienes os perdonaron los pecados, os regeneraron por medio del agua, os llenaron de Espíritu Santo, quienes os amamantaron con la leche del mensaje, os nutrieron por medio de la enseñanza, os fortalecieron con sus admoniciones, os hicieron partícipes de la santa eucaristía de Dios y os hicieron consocios y coherederos de la promesa de Dios» (Did II 32,3-33, 2).

Por lo demás, el Didascalista nos ofrece una exposición muy detallada de la posición de cada estamento en las reuniones euca-rísticas, presididas siempre por el obispo con sus diáconos (Did II 57,2-11). En caso de presentarse un obispo de otra diócesis, el del lugar le cederá la palabra y lo invitará a pronunciar la acción de gracias, por lo menos sobre el cáliz (58,2-3).

El diácono y la diaconisa constituyen junto con el obispo los tres grados de la jerarquía. Es el propio obispo quien elige a sus colaboradores de entre los miembros de la comunidad y los constituye diáconos y diaconisas (Did III 12,1). Estos han de ayudarle tanto en las funciones litúrgicas: bautismo (III 12), eucaristía (II 57,6-7.9-10), como en las funciones administrativas: cura pastoral (II 44), juicios (II 47,1), ministerios diversos (III 13), distribución de los bienes aportados por la comunidad (IV 5). Son el «oído», la «boca», el «corazón», el «alma», los «sentidos» del obispo (II 44,4; III 13,7).

Los presbíteros no constituyen todavía ningún grado en la jerarquía eclesiástica: los únicos encargados de las comunidades son el obispo con sus diáconos. El Didascalista los define como «consejeros del obispo» y «corona de la comunidad» (oú[iPox)Xoi xov EJtioxóxou xai xñg ennkr\oíaq oxécpavoq), «el consejo y el senado de la comunidad» (ouvé&Qiov xa! ftenArj xfjg ¿xx^noíag) (Did II 28,4). Los ancianos asisten a todos los juicios presididos por el obispo junto con los diáconos y juzgan sin hacer acepción de personas (46,6; 47,1). Su lugar en la asamblea es el presbiterio, situado en la parte anterior de la casa orientada hacia Oriente; en medio de ellos se encuentra el trono del obispo (57,2-4). A excepción de Did II 34,3, texto a todas luces manipulado, posterior incluso a la refundición operada por el Constitutor16, el Didascalista no habla de la elección/ordenación de presbíteros por el obis-

16. Cf. La interpolación, ibis-

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po, puesto que no los considera todavía al mismo nivel que el obispo y los diáconos.

La Didascalía representa una etapa de transición en la evolución de los ministerios entre una organización prevalentemente funcional y otra mucho más estable y estereotipada. El modelo judío, consejo de presbíteros o ancianos, se compagina con el modelo helenístico de un supervisor secundado por sus ayudantes, los diáconos. La influencia, sin embargo, de las categorías culturales del mundo judío se deja sentir profundamente en las analogías empleadas por el Didascalista, combinadas con otras típicas del cristianismo.

Donde mejor se aprecia la influencia cada vez más palpable de las categorías judías en la organización de la comunidad eclesial es en la analogía del Tabernáculo del Encuentro (f| OXT)V XOV \UXQXV-oíoi)), modelo de la Asamblea cristiana en todos sus detalles (ííxig frv xtmoc; xf̂ g ExxX^oíag xaxá Jtávxa): «Por lo demás, a raíz de la palabra "encuentro" se presignificaba el Tabernáculo de la Asamblea (cristiana) (jtoooéxi ÓE xai, ex XOXJ óvónaxog naQxúoiov xñg éxx^naíac; f) oxnvr| JtoocuQÍ^EXo)» (Did II 25,5). El Didascalista escribe en griego pero piensa en semítico. «En su intento de establecer un paralelismo entre el Tabernáculo de la antigua alianza y la Iglesia, como lugar de reunión o asamblea, de la nueva, el Didascalista no duda en deshacer el equívoco introducido por la versión defectuosa de los LXX. Estos, en efecto, adoptaron por error el mismo término griego, ¿HXQXÚQIOV, tanto para traducir mo'ed (participio derivado de yá'ad: "acordar hora o lugar para una cita") en r\ axr|VT) xoí fiaQxuoíou, como para traducir 'edut (derivado de 'ud: "iterar", de donde "afirmar con fuerza", "testificar") en f| xi^coxóg xov [lagxvQÍov, por derivarlos erróneamente de una misma raíz, debido a que en determinadas formas las raíces son gráficamente indistinguibles. El Didascalista, en cambio, debajo de dicho término griego reconoce todavía la íntima relación etimológica que priva entre mo'ed (|¿aoxÚQiov LXX = "encuentro") y 'edtd (éxxXr)oía = "asamblea"), pues derivan ambos de una misma raíz»17.

En el desarrollo de la analogía, los obispos han pasado a ser, en el Tabernáculo de la Asamblea cristiana, los «sacerdotes levíti-cos» (í.£Q£¡,c, X.Ei)[xai) destinados al servicio del Tabernáculo de Dios, de la santa Asamblea universal (oí XEIXOUQYO^VTE? XÍ\ onr\vf\ xoí OEOC, xfj áyía xaBo^ixíj ExxXnoía), monopolizando en su persona todas las funciones del pueblo de Dios:

«Así pues, vosotros (los obispos) sois para vuestro pueblo sa-

17. La interpolación, 364s.

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cerdotes y profetas, príncipes y guías y reyes, los mediadores entre Dios y sus fieles, los receptáculos del mensaje y los mensajeros que lo anuncian, los conocedores de las Escrituras y de las promesas de Dios y testigos de su designio, los que cargáis con los pecados de todos y dais cuenta de todo» (Did II 25,7).

Los obispos han de ser los «vigías» (OXOJTOÍ) —a imitación del Mesías, a quien tienen como «vigía» (oxojtóv)— del pueblo que tienen debajo de ellos (25,12: cf. 6,6.11; 17,6; 24,7). No es difícil de adivinar bajo esta paráfrasis la etimología de EJÚ— oxoitóg: el «vigía» que está situado «por encima de» su pueblo, o lo que es lo mismo, el «super-visor» de las actividades de la comunidad.

Al explicitar las correspondencias entre el Tabernáculo del Encuentro de los judíos y el de la Asamblea de los cristianos, distingue lo relativo a las ofrendas de lo referente a las personas. Por lo que hace a las ofrendas, a los sacrificios de entonces corresponden ahora las oraciones, intercesiones y acciones de gracias, mientras que a las primicias, décimas, rescates y ofrendas de entonces corresponden ahora las ofrendas litúrgicas (Did II 26,2). En lo que atañe a las personas, los levitas en sentido complexivo (la tribu de Leví) son figura de todos los que están al servicio o viven de la comunidad: en particular, los sacerdotes de entonces (Aarón y sus hijos) tienen su correspondiente en los obispos (sacerdotes o sumos sacerdotes levíticos), mientras que los levitas (hermanos de Aarón y sus hijos) de entonces son ahora los diáconos, los presbíteros, las viudas y los huérfanos (26,3). Finalmente, al pueblo de Israel de entonces corresponde ahora la Asamblea elegida de Dios, los «laicos».

Pero el Didascalista no se contenta con la terminología pedida prestada a la cultura judía, trasponiendo a la Iglesia toda la temática del judaismo, sino que esboza también una serie de correspondencias a partir de la nueva terminología aportada por la revelación cristiana. El Didascalista sitúa, en efecto, al obispo, diácono y diaconisa, respectivamente, «en lugar de» Dios, del Mesías y del Espíritu santo, por reflejar cada uno a su manera en la Asamblea la acción de una persona de la Trinidad, a saber, presidencia, diaconía masculina y diaconía femenina (recuérdese que el rühd semítico es femenino). Según se desprende de esta triple analogía, el autor tiene todavía una visión funcional de la Trinidad: Dios es el administrador supremo, al igual que el obispo lo es en la comunidad: «amad, dice, y honrad al obispo y temedlo como a un padre y señor y un segundo Dios» (Did II 20,1); el Mesías y el Espíritu santo son sus asistentes, al igual que el diácono y la diaconisa son los auxiliares del obispo. Los presbíteros, en cambio, y las viudas y los huérfanos representan dos colectividades: los primeros son

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«figura» de los apóstoles, mientras que los segundos lo son del altar de las ofrendas. Los presbíteros, aparte del lugar honorífico que ocupan en la asamblea, no intervienen directamente en la celebración litúrgica. Son los ancianos de la comunidad, sus consejeros, a imagen de los apóstoles. Las viudas (comprendiendo a las presbíteras o ancianas) y los huérfanos son figura del altar de Dios, pues viven regularmente de los dones aportados por la comunidad.

He aquí el texto en cuestión: «Este (el obispo) es vuestro rey poderoso que os gobierna en

lugar del Todopoderoso: que sea honrado por vosotros como Dios: el obispo, en efecto, os preside en lugar de Dios todopoderoso. El diácono asiste en lugar del Mesías: que sea amado, pues, por vosotros. La diaconisa sea honrada por vosotros en lugar del Espíritu santo. Los presbíteros sean para vosotros figura de los apóstoles. Las viudas y los huérfanos sean considerados por vosotros como figura del altar» (Did II 26,4-8)18.

Los tres primeros miembros —obispo, diácono y diaconisa— están en singular, pues representan a personas individuas, mientras que los dos restantes —presbíteros y viudas/huérfanos— se encuentran en plural, denotando una colectividad. Los tres primeros están unidos mediante la partícula óé, los dos últimos, mediante la partícula té. Los tres primeros ocupan respectivamente el lugar de cada una de las personas de la Trinidad, los dos restantes son figura respectivamente de los apóstoles y del altar.

Esta analogía no sólo se refleja en la composición de la asamblea, sino que tiene sus repercusiones prácticas en la distribución de los dones aportados por la comunidad. Así, en los ágapes o celebraciones paralitúrgicas el obispo, presida o no, tiene derecho, en honor de Dios, a una ración cuádruple de las aportaciones de los fieles; cada uno de los diáconos tiene derecho a una ración doble, en honor del Mesías; cada una de las ancianas más necesitadas que han sido convocadas, a una ración (Did II 28,2-3). Cuando trata de los presbíteros, lo deja al arbitrio de los donantes: «Si alguno quiere honrar también a los presbíteros, les dará una ración doble como a los diáconos: pues también ellos deben ser honrados como los apóstoles, como consejeros del obispo y corona de la asamblea, ya que constituyen el senado y el consejo de la asamblea» (28,4). Al término de esta enumeración aparece de soslayo la figura del lector: «Si hay también un lector (en la comunidad), que reciba también él como los presbíteros» (28,5). Cargo, honor y derecho sobre las ofrendas son, pues, correlativos.

18. Original reconstruido a partir de la Did lat., Did sir. y de las CA en La interpolación 358s.

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Resumiendo, en la Didascalía se aprecia ya una notable evolución de la organización eclesiástica. El influjo masivo de las categorías judías se deja sentir sobre todo en la monarquía absoluta regentada por el obispo y secundada por sus diáconos o auxiliares. Los presbíteros, también ellos de origen judío, constituyen el senado de la comunidad, pero no ejercen todavía funciones litúrgicas. A pesar del monolitismo encarnado por la figura del obispo, quien monopoliza en su persona las funciones de los sacerdotes y sumos sacerdotes judíos, el término generalmente empleado para designarlo, «episkopos», constituye una categoría helenística, conservando todavía sus connotaciones dinámicas y funcionales. Cada comunidad está coronada por un consejo de ancianos. El obispo coordina y supervisa las diversas comunidades de un determinado territorio o «parroquia», muy parecido a la diócesis posterior y mucho menos vasto que la antigua «provincia».

Las Pseudoclementinas: Carta de Clemente y Períodos de Pedro

La organización eclesiástica que refleja el documento-base de las Pseudoclementinas, compilación posterior en algunos decenios a la Didascalía, es notablemente mucho más evolucionada19. La parte narrativa de esta compilación que pretende remontarse a Clemente Romano (de hecho comprende una serie de alusiones claras a la conocida como Primera carta de Clemente a los Corintios) sigue inspirándose en los modelos judíos, pero no de modo tan directo como la Didascalía, sino mediatizados por la comunidad judeocreyente de Jerusalén. Santiago, el hermano del Señor, es presentado como «el obispo de los obispos» (EC1 1,1; R I 68,2; 73,3), establecido por el propio Señor como obispo de la iglesia fundada por él en Jerusalén (R I 43,3). Su misión es la de regir la iglesia santa de los hebreos en Jerusalén (ECl 1,1; H XI 35,4; R IV 35,1) y las demás iglesias sólidamente consolidadas por doquier (ECl 1,1). El compilador distingue nítidamente la iglesia judeocreyente de la iglesia de origen pagano. Uno y otro pueblo han sido invitados por Dios a adherirse respectivamente a los dos maestros enviados por él, Moisés y Jesús (H VIII 5,3). Los creyentes de raza judía siguen fieles a la ley mosaica, encarnación en el tiempo de la ley eterna, pero reconocen además a Jesús por Mesías: es la única diferencia que vige entre ellos y los judíos contemporáneos que no creen en Jesús (R I 43,2; 50,5-7). A los paganos que se con-

19. Puede verse nuestro artículo Sucesión y ministerios en las Pseudoclementinas, 165-215.

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vierten no se les exige la circuncisión (jamás se hace alusión a ella), pero se les pide que no odien a Moisés a quien desconocen (H VIII 7,2). En contrapartida, a los judíos les basta con reconocer a Moisés como maestro, siempre que no odien a Jesús a quien desconocen (7,1). La posición ideal es la de los judeocreyentes, pues reconocen a ambos como maestros (7,5).

Nuestro compilador se recrea en las correlaciones numéricas: a) Jacob / XII patriarcas / LXXII padres (R I 34,2); b) Jesús / XII apóstoles / LXXII discípulos (R I 40,4); c) Santiago / XII apóstoles (R I 44,1; 66,1), respectivamente

(XII) presbíteros / (IV) diáconos (ECl 1,1); d) Pedro / XII precursores (H VIII 3,1 [II 1]; R II 1,2; III

68,1.5-6; 70,3, etc.); e) Obispo / XII presbíteros / IV diáconos (R III 66,4-5; H

XI 36,2 = R VI 15,4). La vigilancia (éjuaxojrn) de Santiago se ejerce en todos los

niveles: a) sobre las iglesias establecidas por doquier (ECl 1,1) mediante el control de la predicación; b) sobre los apóstoles, exigiéndoles cuentas de todo lo que dicen y hacen en sus giras apostólicas (R I 44) y en la discusión pública entablada en el templo (66,1); c) sobre Pedro, en particular, ordenándole que envíe cada año, y sobre todo los años sabáticos, escritos en los que dé cuenta de los puntos principales de su enseñanza y de las actividades más importantes (72,7).

Clemente hace una solemne presentación de Simón (Pedro) al principio de su Carta a Santiago enumerando sus títulos, entre los que descuellan los de fundamento de la iglesia, primicia de nuestro Señor, primero de los apóstoles y discípulo probado (ECl 1,2-3). La primacía de Pedro respecto de los demás apóstoles se refleja también en la discusión entablada entre los doce y las autoridades judías en el templo, una vez transcurridos siete años de la resurrección del Señor (R I 43,3-44,3 + 55,1-66,1). El compilador pone sumo interés en la descripción de la sucesión petrina en las Cátedras de Roma y Cesárea de Palestina. Seguramente que, de haber podido dar cima a su obra, nos hubiera ofrecido un desarrollo análogo a propósito de la Cátedra de Antioquía de Siria. Con ello quiere hacer resaltar la importancia de Roma y Cesárea en orden a la enseñanza petrina confiada, respectivamente, a Clemente y a Zaqueo. A uno y otro Pedro les confía su propia Cátedra, que no es otra que la de Moisés y la del Mesías (ECl 2,2; 3,2; 17,1 + 19,1.3; H III 60,1; 63,1; 70,2). La misión principal de Pedro, además de la predicación de la verdad basada en el cumplimiento de las profecías mesiánicas, es la de establecer la iglesia en todo el mundo pagano, desde Cesárea hasta Roma, sobre la

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base de la predicación de cariz judaizante. En cada una de las ciudades Pedro predica su catequesis, bautiza, cura de las enfermedades y establece la comunidad consti tuyendo obispo a uno de los presbíteros que lo acompañan (H VII 5,3; 12,2; VIII 1,2), ordenando a XII presbíteros y a IV diáconos (R III 66,4; H XI 36,2 -R V I 15,4).

A diferencia de la Didascalía, donde el obispo ocupaba el lugar de Dios, en las Clementinas le ha sido confiado, en su calidad de presidente de la asamblea, el lugar de Cristo (ó JtQoxa9e^óu.£voc; X Q U J T O Í XÓJIOV Jtejtíoxeuxai, H III 66,1), en cuyo t rono está sentado (70,2). En lugar de poner el acento en la monarquía absoluta de Dios, a nivel organizativo (Dios/obispo, su representante en la tierra), se acentúa aquí la continuidad de la Cátedra (Moisés/Cris-to/obispo), a nivel de enseñanza de la Verdad, encarnada a lo largo del t iempo por el verdadero Profeta en sus sucesivas manifestaciones.

En la ordenación del obispo podemos distinguir los siguientes momentos : a) designación a mano extendida; b) imposición de manos en medio de la asamblea; c) oración consacratoria en la que se explícita el alcance de la imposición de manos; d) entronización en la Cátedra episcopal y apostólica (ECl 2,1-3,4; 19,1; H III 63,1; 72). La Cátedra simboliza la transmisión del poder de llaves y la continuidad de la enseñanza apostólica. Una misma es la Cátedra de Moisés, de Jesús y de Pedro. La misma que fue confiada a los letrados y fariseos —algunos de los cuales, precisa, fueron obedientes (cf. H XI 29,1 comp. con III 18,2-19, 1)— es confiada ahora a los obispos (ECl 2,2; 17,1; 19,3). La Cátedra tiene suma importancia para nuestro compilador, por cuanto representa la continuidad total entre las instituciones vétero y neotesta-mentarias, entre judaismo y cristianismo. El presidente de la asamblea, sentado en el t rono de Cristo, en la cátedra de Moisés (H III 70,2), tiene en sus manos las llaves del Reino (18,3). El poder de llaves y las llaves del Reino están íntimamente relacionados. El Reino está reservado al eón futuro. Para alcanzarlo es necesario el bautismo, con necesidad de medio, y una conducta acorde con la ley. La vida eterna es el premio que se da a los que en esta vida confían en la promesa. El obispo, sucesor de Pedro y de los letrados y fariseos en la cátedra de Moisés, tiene el poder de abrir o cerrar el camino que conduce al Reino: puede excluir a alguien o admitirlo en el seno de la Iglesia.

Para ejercer ese poder se requiere conocer a fondo la Regla de la comunidad (xávoov, ECl 2,4 y 19,3), cuyo contenido no explícita el compilador. En el mismo orden de cosas, emplea el término dispensación (oíxovouXa, H III 64,4 / oixovo|ieív, ECl 16,2;

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H III 60,1; 65,1) o gobierno (6ioíxnoig, ECl 3,3.5; 4,4; 5,1; 16,5; H III 64,2; 65,4; 67,1 / ÓLOLXEÍV, ECl 5,6; H III 61,1) de la iglesia. Dios gobierna al mundo con su providencia; a la Iglesia —a manera de una nave— la gobierna mediante Cristo, como piloto, y el obispo, como vigía (ECl 15,2; cf. H III 65,3). Además del gobierno de la Iglesia, compete al obispo la predicación de la palabra verdadera (ECl 5,6), en estrecha conexión con la cátedra petrina que le ha sido confiada en la ordenación.

Los presbíteros han pasado a ocupar ya en las Clementinas el segundo rango después del obispo. Según nuestro compilador, el obispo está rodeado de un colegio de XII presbíteros, a imitación de Santiago, de Pedro y, en último término, de Jesús (H XI 36,2 - R VI 15,4; III 66,5). De la ordenación de los presbíteros apenas dice nada específico (H XI 36,2: cf. R IV 15,4 y III 66,5). A pesar del segundo lugar que ocupan en la escala jerárquica, no les asigna ningún papel cultual, siendo sus funciones eminentemente comunitarias : a) velar por las relaciones castas entre los jóvenes, invitándolos a contraer matrimonio cuanto antes, y entre los ya ancianos, con una invitación parecida (ECl 7,1-2; H III 68,1); b) velar, más en general, por la castidad de toda la asamblea, a fin de evitar que el adulterio, la primera de las numerosas formas que reviste la impureza y el pecado más grave después de la idolatría, contamine los miembros que constituyen la Esposa de Cristo y deban ser expulsados de la comunidad por el Esposo/Rey (ECl 8,2; 7,4; H XIII 21,2-3; ECl 7,3.5-7); c) mostrar afecto a todos los hermanos, haciendo obras de beneficencia, proporc ionando matrimonio a las personas en edad nubil, medios de subsistencia a los que carecen de profesión, trabajo a los artesanos, etc. (ECl 8,5-6); d) compartir la sal y la mesa, es decir, celebrar el ágape eucarístico, con la comunidad de los hermanos, compartiendo con ellos los medios de subsistencia (ECl 9,1-3); e) hacer toda clase de obras de misericordia (ECl 9,4-5);/) dirimir los litigios que surjan entre los hermanos, evitando que se citen unos a otros ante los tribunales paganos ECl 10,1; H III 67,3); g) velar escrupulosamente por la exactitud de balanzas, pesos y medidas; restituir fielmente los depósitos confiados, huyendo de la avaricia (ECl 10,2-3).

El aspecto colegial de los presbíteros o ancianos de la comunidad viene subrayado por el empleo del número XII como símbolo de continuidad entre los XII patriarcas, respectivamente los XII apóstoles, y los XII presbíteros que Pedro coloca a la cabeza de las comunidades más importantes para que secunden al obispo (R III 66,5; H XI 36,2 - R VI 15,4).

Los diáconos ocupan el tercer grado en la jerarquía. C o m o ser-

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vidores de la comunidad deben ser: a) los ojos del obispo que acechan por todas partes con prudencia, espiando diligentemente las acciones de cada uno de los miembros de la comunidad (EC1 12,1; H III 67,2; R III 66,7); b) los encargados de reconducir a los que han abandonado su lugar en la asamblea, a fin de que escuchen la predicación verdadera (EC1 12,2; 17,2; H III 69,2-5); c) los que cuiden de hacer saber a la comunidad si hay enfermos a visitar y de procurarles lo necesario (EC1 12,3; H III 67,2).

Al igual que acabamos de observar a propósito de los presbíteros, los diáconos no desempeñan funciones cúlticas, sino eminentemente comunitarias. Al no insistir las Clementinas en el aspecto ritual de las reuniones eucarísticas, sino en el de cena comunitaria, la función de los diáconos no se ejerce en los oficios litúrgicos, sino en el servicio vicario de la vigilancia. Ni siquiera a propósito del obispo se insiste en el papel cultual. Parece que todavía existe una amplia comunidad de bienes. El bautismo es el prerrequisito para entrar a formar parte de la comunidad. Los acentos de la teología de las Clementinas se dejan sentir más bien en el terreno dogmático: necesidad absoluta del bautismo para salvarse, es decir, para poder participar de los bienes del Reino futuro; continuidad plena entre judaismo y cristianismo, pero sin que se exija ya la circuncisión a los paganos; ensamblaje de las instituciones vétero y neotestamentarias bajo una concepción unitaria, la ley eterna, manifestada progresivamente por el verdadero profeta.

A continuación de los tres grados de la jerarquía, pasa a tratar la Carta de Clemente de «los que instruyen de viva voz» a los catecúmenos (EC1 13,1-3). La función de catequistas puede ser ejercida por un apóstol, un obispo, por presbíteros o por personas debidamente capacitadas.

Las Clementinas se sirven de la alegoría de la nave para describir ordenadamente las diversas funciones comunitarias: Dios es el dueño de la nave; el piloto es Cristo; el segundo comandante del navio, el obispo; los marineros son los presbíteros; los jefes de los remeros del navio, los diáconos; los camareros de a bordo representan a los que imparten la catequesis; los viajeros, en fin, a la comunidad de los hermanos (EC1 14,1-2; 15,1-3).

Si comparamos el documento-base de las Clementinas con la Didascalía observaremos que esta última deja entrever un modelo de iglesia más arcaico y mucho más coherente, por responder a comunidades realmente existentes, a cuya organización y emsambla-je quiere contribuir. La Didascalía, en efecto, como otrora la Di-dajé, es una verdadera Regla de la comunidad, mientras que las Clementinas tienen como objetivo prioritario salvar del ostracis-

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mo los Diálogos de Bardesanes, poniéndolos en boca de Pedro y colaboradores y avalándolos con la máxima autoridad de las comunidades judeocreyentes, la persona de Santiago.

Ambos escritos están estrechamente vinculados a las instituciones judías. La Didascalía, sin embargo, presenta a una comunidad cristiana salida del judaismo, organizada en torno al obispo y reunida en el Tabernáculo de la Asamblea, calco perfecto de la reunión del pueblo de Israel en el Tabernáculo del Encuentro. Las Clementinas, en cambio, constituyen más bien un híbrido de comunidad judeocreyente (en cuanto a su organización) y gnóstica (en cuanto a su teologúmeno central sobre el verdadero Profeta), que si bien en teoría no pretende romper con el judaismo, de hecho es impensable que haya podido ser reconocida por éste, si es que jamás ha existido alguna comunidad a la cual pudieran corresponder las notas que se desprenden de dichos escritos. Esta hibridación se aprecia mejor todavía en las sucesivas refundiciones de que han sido objeto las Clementinas en los decenios posteriores, sobre todo en la refundición ebionita, base de las actuales Homilías, como respuesta a la refundición de tendencia ortodoxa que había hecho el Recognicionista, base de las Recogniciones actuales, y de modo especial en la más reciente interpolación de tenor marcadamente antipaulino. La analogía de la nave, aducida para describir toda la organización de la comunidad ("Eoixev yág óXov xó JtQáyua xfjg éxxXnaíag vnl u.eyá>qi, EC1 14,1), cuadra perfectamente con un modelo de iglesia estereotipado, orientado exclusivamente a la catequesis. De hecho la enumeración de funciones propias de la «nave», en sentido figurado, termina en los «camareros de a bordo», los catequistas (14,2; 15,2).

Como sea que las sucesivas refundiciones del escrito original no afectan para nada a la organización eclesiástica contenida en la parte narrativa, podemos prescindir de ellas en el presente estudio. A pesar de su carácter ficticio, la Carta de Clemente a Santiago y los Periodoi Petrou gozarán de gran simpatía y tendrán una enorme influencia en escritos canónicos posteriores.

El interpolador de Ignacio, autor de la Recensión media

El interpolador de las Cartas ignacianas conoció tan sólo las tres cartas del mártir Ignacio dirigidas a las comunidades asiáticas de Magnesia, Trales y Efeso, de las que obtuvo seis por desmembración de IEph::- en IEph, ISm e IPol, y de IMg* en IMg e IPhld. Por desconocer IRom y, ppr consiguiente, los datos en ella contenidos sobre la función supervisora de Ignacio como obispo de

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IU¿ Josep Rius-Camps

toda la provincia romana de Siria, le asignó el papel que más le convenía para lograr su propósito: el de diácono obediente en todo al obispo. De este modo, el gran prestigio de las cartas de un mártir insigne, presentado como servidor («consiervo» de los diáconos) enteramente sumiso a la jerarquía, podía ser capitalizado para zanjar problemas de contestación de la autoridad eclesial y de divisiones internas.

El interpolador prescinde por completo de los dos frentes en que se vio implicado Ignacio, constituidos por los docetas (kéyov-oiv, xó óoxeiv..., ITr 10,1; ISm = Eph* 2,1: cf. 4,2; 5,3), de un lado, quienes negaban la encarnación real del Salvador y, por consiguiente, se evadían ante cualquier compromiso personal frente a las necesidades del prójimo (ISm = Eph* 6,2-7,1), y por los judaizantes (touóaí^eiv, IMg 10,3; xaxá vóuov ujuóal'xóv, 8,1: cf. 10,3; IPhld = Mg* 6,1), del lado contrario, quienes, a pesar de ser incircuncisos, se dejaban impresionar por los ritos y las observancias judías (cf. IPhld = Mg;;' 6,1). Al margen, pues, de la temática central de las tres cartas auténticas dirigidas a las comunidades asiáticas de Magnesia, Trales y Efeso, el interpolador abre un tercer frente, introduciendo una temática completamente nueva y ajena a la de las cartas auténticas: preocupado, en efecto, por la contestación de que ha sido objeto por parte de algunos de sus subditos, quienes se negaban a reconocer su autoridad episcopal o, por lo menos, actuaban a sus espaldas (cf. IEph 5,3c; 20,2; IMg 3,1; 4b; ITr 7,2c; IPhld 7; ISm 8), probablemente por razón de su juventud (cf. IMg 3,1: xr)v q>ouvou¿VT)v V£Ü)TEOIXT)V xá^iv) —motivo ya regulado por la Didascalía (Did II 1,3-5)—, no duda en echar mano de las cartas de un autor que, por la autoridad que le confería el martirio, gozaba de merecido prestigio.

No es la intención del refundidor sancionar un nuevo modelo de organización eclesiástica con la autoridad de Ignacio y de Po-licarpo (de cuya Carta a los filipenses se ha servido para avalar la nueva compilación ignaciana, PolPhil 13). El modelo que reflejan las nuevas cartas refundidas por él es, sin duda, el que vigía en su época. Comparándolo con la incipiente organización eclesial que dejan entrever las cartas auténticas y con el modelo ya notablemente evolucionado que sancionaba ía Didascalía, en la cual se inspira el interpolador para realizar su refundición, se aprecia la misma tendencia que hemos observado en las Pseudoclementinas.

En tiempos del interpolador el obispo ha alcanzado ya el punto álgido en su evolución. El episcopado monárquico se ha introducido de lleno en las grandes ciudades, como revela el hecho de asignar el título de obispo al personaje que figuraba a la cabeza de los delegados enviados por las comunidades asiáticas para que las

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representasen ante Ignacio, prisionero en Esmirna, y lo acompañasen y animasen en aquellos momentos tan difíciles. Desconocedor de la verdadera identidad de Ignacio (ya se ha indicado que le había pasado desapercibida la carta de IRom, donde Ignacio se presentaba como el único obispo/supervisor de las comunidades establecidas en Siria), no sólo le asigna el grado de diácono en la jerarquía, sino que para convencer a los filadelfos de enviar un diácono a Antioquía de Siria, a fin de congratularse con ellos por haber recuperado esta iglesia la paz, no se arredra en proponerles como modelo el ejemplo de otras comunidades: «Al igual, les dice, que las iglesias más cercanas (a Antioquía) han enviado obispos; otras, en cambio (menos cercanas), presbíteros y diáconos» (IPhld 10,2). Según se desprende de otro inciso intercalado en la carta a los Éfesios: «Al igual que los obispos, dice, establecidos en las regiones más distantes, están incluidos en el plan de Jesucristo» (IEph 3,2e), el episcopado monárquico se había introducido ya, en tiempos del interpolador, en los países más lejanos, hecho que resultaría completamente anacrónico en tiempos de Ignacio.

Toda sede episcopal cuenta no sólo con un presbiterio (IEph 2,2; 20,2; ITr 2,2; 7,2; 13,2; IPhld 4,1; 7,1; ISm 12,2), «perfectamente acoplado al obispo, como las cuerdas con la cítara» (IEph 4,1c), instituido por Jesucristo (IMg 2,1; IPhld insc) según el modelo del colegio apostólico (ITr 2,2; ISm 8,1), a modo de «corona espiritual admirablemente labrada» (IMg 13,1), sino que los presbíteros —al igual que hemos observado en las Clementínas— ocupan ya el segundo lugar después del obispo, por encima de los diáconos (IMg 6,1b; 13,1; ITr 7,2c; IPhld insc; 4c; 7,1; ISm 8,1; 12,2), por representar «al senado de Dios y al colegio de los apóstoles» (ITr 3,1c). Aun cuando no baje a detalles sobre su función en la asamblea, los presenta como los más íntimos colaboradores del obispo (cf. IEph 3,1b; IMg 3,1), a quienes éste puede delegar la presidencia de la eucaristía: «Que nadie haga nada sin el obispo en lo que concierne a la Iglesia. Que (sólo) sea tenida como válida aquella Eucaristía que se celebra bajo el control del obispo o de aquel a quien él mismo haya delegado» (ISm 7,2de).

En tercer lugar aparecen los diáconos, quienes se hallan sometidos al obispo y al presbiterio (IMg 2c). También ellos, al igual que el obispo y el presbiterio, han sido establecidos por Jesucristo (IPhld insc). El interpolador subraya sobre todo su función de servicio: «Igualmente, es menester que los diáconos de los misterios de Jesucristo complazcan a todos en todos los aspectos. No son servidores, en efecto, de comidas y bebidas, sino ministros de la Iglesia de Dios. Por consiguiente, deben evitar como el fuego dar motivos a reproches» (ITr 1,3).

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La trilogía jerárquica de esta refundición no tendría nada de particular, sobre todo si la comparamos con las Clementinas, si no fuera por los clarísimos paralelos que se constatan entre la Recensión media y la Didascalía. Hasta ahora, todos los autores que las han detectado se han inclinado, de manera acrítica, a afirmar la dependencia del Didascahsta respecto de las cartas ignacianas. Tras aislar la temática peculiar del interpolador y contrastarla con la doble temática, antidoceta y antijudaizante de las cartas auténticas, se imponía un análisis riguroso de la presunta dependencia del Didascahsta respecto de Ignacio. Después de examinar la sim-bología de uno y otro escrito, salta a la vista que la simbología acuñada por el Didascahsta es mucho más coherente que la del interpolador. La explicación es obvia. El refundidor de Ignacio, en efecto, estaba convencido del carácter apostólico de la Didascalía: de ahí su velada referencia a dicho escrito intercalada en un pasaje típicamente ignaciano: «Guardaos, pues, de esos tales (recomendaba Ignacio a los tralianos, aludiendo a los gnósticos docetas). Y eso os será posible si no sois engreídos y no estáis separados de Dios, Jesús Mesías». El interpolador añade: «ni del obispo ni de las Prescripciones de los apóstoles» (ITr 7,1). Sin embargo, al adaptar las correspondencias pedidas prestadas a la Didascalía a la nueva organización eclesiástica que vigía en su época, incurrió sin quererlo en una evidente falta de lógica.

La Didascalía, según se ha visto, distinguía claramente entre los tres órdenes jerárquicos que ocupaban respectivamente el lugar de Dios, del Mesías y del Espíritu santo, a saber, el obispo, el diácono y la diaconisa, y las dos colectividades que eran figura respectivamente de los Apóstoles y del Altar de las ofrendas, a saber, los presbíteros o ancianos y las viudas y los huérfanos. En cambio, la simbología del interpolador se reduce a: a) obispo//Dios; b) presbíteros-presbiterio//apóstoles-colegio o senado apostólico; c) diáconos//Jesucristo. El interpolador no se apercibe, al trasponer la simbología, de que la colocación de los presbíteros por encima de los diáconos, debido a la evolución que han experimentado los ministerios, trae aparejada consigo la colocación de los apóstoles por encima de Jesús. Tampoco es del todo consecuente la comparación de los diáconos (considerados ya como un estamento parangonable al de los presbíteros) con Jesús (persona individual). Con todo, el carácter estereotipado de todos los incisos insertados por él le exime, en parte, de tener una eclesiología más coherente. Toda su preocupación estriba en el tema de la sumisión, obediencia, reverencia y similares. En la Didascalía, a pesar de la evidente organización vertical de la comunidad y de la posición privilegiada del obispo como «lugarteniente» de Dios, ha-

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bía todavía una constante preocupación por los temas sociales, hecho que se refleja en la institución de una caja comunitaria destinada sobre todo a socorrer a las personas más necesitadas, simbolizadas por el altar de las ofrendas y representadas por las viudas y los huérfanos. En las cartas auténticas de Ignacio, la comunidad cristiana se definía precisamente frente a las comunidades docetas por cifrar el plan de Dios en las obras caritativas (ISm = Eph* 6,2); el interpolador se limita a ordenar a Policarpo: «Que las viudas no queden desasistidas» (IPol 4,1), formando parte éstas ya, según parece, de un estamento eclesiástico (cf. ISm 13,1).

El refundidor de las cartas ignacianas no se limita a entresacar las correspondencias relativas a los tres grados jerárquicos, sino que imita incluso fórmulas, comparaciones e imágenes usadas por el Didascahsta. La fórmula «sin el obispo no hagáis nada», tan característica del interpolador20, se presentaba también en la Didascalía, pero convenientemente motivada: «Al igual que no era lícito a uno de otra tribu, que no fuera levita, ofrecer algo o acceder al altar sin sacerdote, tampoco vosotros no hagáis nada sin el obispo. Pero si alguien hace algo sin el obispo, lo hace en vano, pues no le será imputado como una (buena) obra, puesta que no es lícito hacer nada sin el sacerdote» (Did II 27,1-2). El paralelo es tan evidente que ha hecho exclamar a más de uno que el Didascahsta sin duda lo tomó prestado de Ignacio. El caso es que, una vez más, el Didascahsta lo fundamenta a base de la disciplina vetero-testamentaria, en consonancia con el paradigma que sostiene todo su edificio. Incluso la comparación «como Jesucristo (está sometido, unido, etc.) al Padre» , comparece en la Didascalía en su debido contexto: «Y el diácono que lo refiera todo al obispo, como Cristo al Padre» (Did II 44,3). La correlación es perfecta; el diácono es al obispo lo que Cristo es a Dios Padre.

Notemos para terminar que, de las tres imágenes aplicadas al presbítero por el refundidor de las cartas ignacianas: oxécpavog (IMg 13,1), auvéÓQiov (IMg 6,1; ITr 3,1; IPhld 8,le) y airvSea-woq (ITr 3,1), dos aparecían en la Didascalía a propósito también de los presbíteros, pero no como «corona» o «senado del obispo // de Dios o de los apóstoles», sino como «corona y senado de la asamblea», reteniendo todavía su sentido primigenio de «ancianos de la comunidad», así como «consejeros del obispo» (Did II 28,4). Por otra parte, el término «Iglesia/asamblea católica/universal», que tan querido era del Didascalista (cf. Did insc; II 25,7-26,2; 43,5; 48,3 56,3; 61,3, etc.), comparece en la célebre frase del

20. Ver La interpolación, 321, 328, 340s. 21. Ver La interpolación, 292, 324-325, 343, 347, 354.

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interpolador: «Dondequiera comparezca el obispo, allí esté la comunidad; lo mismo donde quiera esté Jesucristo, allí (está) la Iglesia católica» (ISm 8,2). El interpolador se ha servido del término acuñado por el Didascalista para ordenar a la comunidad (el interpolador usa siempre el imperativo, a diferencia de Ignacio que se servía del subjuntivo exhortatorio), mediante una comparación, a reunirse exclusivamente bajo la presidencia del obispo.

Julián de Halicarnaso, autor de la Recensión larga de Ignacio, de las Constituciones apostólicas y del Comentario a Job

A medida que avanzamos en el análisis de los textos y en la comparación de los diversos escritos haciendo hincapié en las dependencias, una cosa salta a la vista: lo que a un autor o lector moderno podría parecerle no sólo extraño sino incluso hecho con mala fe, en la antigüedad era un procedimiento habitual para evitar que los escritos de reciente creación cayeran en el olvido de una primera y única copia manuscrita. Los procedimientos editoriales modernos hacen prácticamente inviable una interpolación o refundición, los antiguos la favorecían. De ahí la gran abundancia de escritos pseudoepigráficos, de sucesivas refundiciones mediante ligeros cambios o abundantes interpolaciones, sobre todo en el marco de las colecciones canónicas.

El caso más clamoroso es el de Julián de Halicarnaso, de quien poseemos un Comentario a Job. La comparación de dicho comentario tanto con las Constituciones Apostólicas como con la Recensión larga del Pseudo-Ignacio, ha dado como resultado no sólo la verificación de un antiguo postulado22, a saber, la unidad de autor entre estas dos últimas obras, sino que ha permitido dar nombre y apellido a tan avispado refundidor.

Julián de Halicarnaso se ha servido para la elaboración de las Constituciones apostólicas de obras muy dispares. Para nuestro propósito cabe destacar: a) la Didascalía, como fuente utilizada para la elaboración de los libros I-VI; b) la Didajé, para la primera parte del libro VII; probablemente c) el tratado Sobre los Carismas de Hipólito (perdido), para los capítulos 1-2 del libro VIII; d) de las Pseudoclementinas, en su versión original (Carta de Clemente a Santiago + Períodos de Pedro), se sirve en temas de fondo, tales como la asociación de Santiago, el hermano del Señor, a los apóstoles como testigo de la venida del Señor (comp.

22. Cf. F. X. Funk, Didascalía et Constitutiones Apostolorum, Paderborn 1905, XIX.

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Did II 55,2 con CA II 55,2) y, en su calidad de obispo de Jeru-salén, en la redacción de las Constituciones apostólicas23, la mención de Clemente como obispo de Roma (CA VIII 10,7), la comparación de la organización eclesiástica con una «nave»24, así como en temas relacionados con los diversos ministerios jerárquicos25 y su ejercicio26, etc.

Del cotejo de las Constituciones con la Didascalía salta a la vista una notable y ya prácticamente definitiva evolución de los ministerios, por cuanto en la realidad nuestros ministerios actuales se encuentran ya todos enumerados y descritos en las Constituciones apostólicas. El obispo no sólo mantiene la posición dominante que tenía en aquélla, sino que de «segundo Dios» (Did II 20,1), que «debe ser honrado como Dios» por ocupar «el lugar de Dios» (II 26,4), ha pasado a ser ya «vuestro dios terreno después de Dios» (íipicbv éJiLyeíog Seóg (xeiá 0eóv, CA II 26,4)27. Para el Didascalista, el obispo era el mediador entre Dios y su pueblo, los laicos (Did II 25,7; 26,4; 29; 35,3); para el Constitutor, la mediación queda circunscrita al culto litúrgico28, ya que entre él y el pueblo laico se ha interpuesto un nuevo intermediario, el clero: «El obispo, pues, que os presida como quien ha sido honrado con la

23. Comp. Did VI 12,1-3: «convenientes nos duodecim apostoli... placuit no-bis scribere unum sentientibus catholicam hanc didascaliam ad confirmandos vos omnes... Facta est autem nobis quaestio magna ut hominibus pro vita certantibus, nec vero nobis tantum, sed etiam populo cum Iacobo episcopo Hierosolymorum, secundum carnem fratre Domini nostri, et cum presbyteris eius et cum ecclesia universa», donde se menciona a Santiago, pero sin asociarlo a los apóstoles en la redacción de la Didascalía, con CA VI 12,1: i)\iEÍ<; oí OIÜÓEXCI at)VEX.0óvxEg eíg 'le-Qov<3a\\\\i... ÉJteox£HTÓ(j,E6a au.a 'laxcúpto xa> TOÓ) xuoíou áÓEtapw, xí Yévrycat xai E6O|EV aúxro XE xai xoíg jiQEapVcÉpoig tóyoug óióaaxaXíag jtooaXaXrjaai TÜ) Xam. Igualmente, comp. Did VI 13,1 con CA VI 14,1, donde junto con los doce apóstoles, mencionados por su nombre, se asocia a Santiago, el hermano del Señor y obispo de Jerusalén, y a Pablo, el maestro de los paganos, en la redacción de las Constituciones: áfia Jiávrsg Era xó aireó YEVÓUÍVOI,, ÉYQÓiJjau.EV íi|iív xf|v xa0oXtxf|v xoaixr|v ót&aoxaMav EÍg Émcrr/npiauov íi^iov xwv zr\v xaOókov EJILO-xoszrjv jiEJiioiEVfiéviuv (se han subrayado las adiciones de las CA).

24. Comp. CA II 57 con EC1 14; el Didascalista se limitaba a compararla con un redil (Did II 57,8): nótese la forma como el Constitutor enlaza con la primitiva comparación: «No sólo a una nave sino también a un redil se parece la Iglesia» (CA II 57,12).

25. CA II 6,1 - EC1 5,2-3; CA II 44,4: ó óiáxovogxoí) emaxójiou... Ó<p6a>.-uóg - EC1 12,1.

26. CA IV 2,1 - EC1 8,5s; 9,4. 27. En contraste con Did V 1,2: «Qui enim ob nomen Domini Dei condem-

natur, hic martyr sanctus, ángelus Dei vel deus in térra a vobis reputetur», expresión omitida por el Constitutor.

28. Comp. Did II 26,4 con CA II 26,1: u.£OÍxr|g 0EOÜ xal í>n<bv év taíg Jigóg avzóv kaxQEÍaig (se han subrayado las adiciones de las CA); igualmente Did II 35,3 con CA II 35,3.

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dignidad de Dios, por la que tiene poder sobre el clero y gobierna a todo el pueblo» (CA II 26,4). El estamento clerical reúne a todos los ministros sujetos al obispo en contraposición a los laicos (CA III 20,1; VI 17,2-3; VIII 11,9; 12,41; 16,4; 31,2; 44,4). En las Constituciones el clero ha pasado a ocupar la posición que tenían en la Didascalía los diáconos, íntimamente vinculados al obispo29.

Al redactarse la Didascalía, el obispo se encontraba todavía plenamente integrado en la comunidad, hasta el punto que el Didas-calista hacía decir a los apóstoles que «nos pareció bien escribir al unísono esta Instrucción universal (TT]V xa0o^.ixf|v xaiJTTiv Óióaa-Kolíav) para confirmaros a todos» (Did VI 12,1: texto griego en CA VI 14,1); en el momento en que se redactan las Constituciones apostólicas, en cambio, los obispos tienen ya plenos poderes sobre el clero y el laicado, hasta el punto que el Constitutor —rpa-rafraseando la Didascalía— hace decir a los apóstoles, a Santiago y a Pablo, que «todos juntos, reunidos con un mismo propósito, os hemos escrito esta Instrucción universal para confirmar a aquellos de vosotros a quienes os ha sido confiada la inspección universal (TT)V xa9óXot> éjuaxojtí)v» (CA VI 14,1).

Los presbíteros, al igual que en las Clementinas y en el interpolador de las cartas ignacianas, ocupan el segundo grado de la jerarquía. El Constitutor los considera «maestros del conocimiento de Dios» (CA II 26,7) y les asigna como cometido «la enseñanza de la Instrucción» apostólica (CA II 28,4: cf. VI 12,1), por cuanto son figura de los apóstoles, siguiendo la simbología de la Didascalía (Did II 26,7: «in typum apostolorum» —CA II 26,7: eíc; TiJJtov f|uü>v xcbv artooTÓXcov; 28,4: eíg %ágiv tdrv TOÜ XUQÚTU ánooTÓXíüv wv xcd xóv TÓJTOV qruXáoaouoiv). El Constitutor tiene a bien precisar las competencias de los presbíteros tanto en negativo: «No permitimos a los presbíteros que ordenen a diáconos o diaconisas, lectores, ayudantes, cantores o porteros; sólo se lo permitimos a los obispos: pues tales son las disposiciones y leyes eclesiásticas» (CA III 11,3); «ningún presbítero o diácono debe ordenar clérigos de entre los laicos» (20,2a), como en positivo: «el presbítero debe enseñar, ofrecer, bautizar y bendecir al pueblo» (20,2b).

Por lo que hace a los diáconos, además de situarlos en ei tercer grado de la jerarquía, continúa asignándoles las funciones que constaban en la Didascalía, así como aplicándoles las comparaciones por ésta acuñadas, «oído, boca, corazón, alma del obispo» (Did II 44,4), «su alma y sentidos» (III 13,7), a las que añade «y ojo...

29. Comp. Did II 44,1: «Studete ¡gitur, episcopi cum diaconis, recti esse ad Dominum» con CA II 44,1: 21íi oíiv, & énícraojiE, ojioúóa^E a\ia xa> vxb OÉ xW|Qcp ÓQ6OTO|ÍEÍV XÓV XÓYOV tfjg áX.r)9£Íag.

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para que el obispo no ande preocupado por muchas cosas, sino sólo por las más importantes, como ordenó también Jetró a Moisés, y su consejo fue bien recibido» (CA II 44,4); «y así como el Hijo es mensajero y profeta del Padre, así también el diácono es mensajero y profeta del obispo» (30,2). Sin embargo, su papel, en relación con el que desempeñaba en la Didascalía, na quedado notablemente reducido. Allí aparecía como íntimo colaborador del obispo, prácticamente inseparable de él en sus múltiples funciones: «Sed unánimes, pues, obispos y diáconos, decía, y pastoread al pueblo con diligencia y de modo unánime, ya que ambos debéis formar un solo cuerpo, (como) padre e hijo, pues sois a imagen de un gran señorío... Con todo, el diácono debe ser oído, boca, corazón y alma del obispo: en efecto, si vosotros dos estáis unánimes, gracias a vuestra concordia habrá también paz en la comunidad» (Did II 44,2.4); aquí ha quedado relegado a un papel secundario, correspondiendo a los obispos (como colectividad) el papel que desempeñaba el diácono juntamente con el obispo (persona singular), según se deduce de los cambios introducidos en el pasaje anteriormente aducido: «Siendo, pues, unánimes unos con otros, oh obispos, estad en paz unos con otros, compasivos, confraternes, pastoread al pueblo con diligencia, enseñando de modo unánime a los que están debajo de vosotros a andar de acuerdo y "a pesar de la misma manera, para que no haya bandos entre vosotros, sino que forméis un solo cuerpo y un solo espíritu, unidos con una misma mente y un mismo parecer" (ICor 1, 10), según la disposición del Señor» (CA II 44,1). En contrapartida, las funciones que ejercían en la asamblea los hermanos para con la gente acomodada o el obispo para con los pobres y peregrinos, pasan a ser ejercidas indefectiblemente por medio de los diáconos30. Su función principal consiste en secundar al obispo y a los presbíteros, pero no en ejercer las actividades que a ellos competen (CA III 20,2). Así, mientras en la Didascalía se contemplaba el caso en que el obispo podía delegar a los diáconos o a los presbíteros la acción de bautizar (Did III 12,3), en las Constituciones se excluye a los diáconos (CA III 16,4; cf. 11,1; 20,2).

El papel de la diaconisa continúa vigente, sobre todo en el bautismo de las mujeres (CA III 16,2.4) y en las funciones litúrgicas, como guardianes de las puertas, a la par que los porteros, a imitación del tabernáculo y del templo (II 57,10: cf. VIII 19,1; 28,6 y el par. de Ps-Ign. Ant 12,2). Al igual que el de los diáconos, el papel de las diaconisas ha quedado también muy relativizado31.

30. Comp. Did II 58,4-6 con CA II 58,4-6. 31. Comp. Did III 12 con CA III 16.

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En tiempos de Julián de Halicarnaso, compilador de las Constituciones apostólicas y de la Recensión larga de Ignacio (conocido como Pseudo-Ignacio), los diversos estamentos, tanto masculinos (presbiterio, diáconos, clérigos, entre los que cabe enumerar a los subdiáconos, lectores, cantores y porteros) como femeninos (diaconisas, vírgenes, viudas), están perfectamente subordinados al obispo y entre sí. Para el Didascalista, la diaconisa no constituía, como tampoco el diácono, ningún estamento: eran simplemente los más íntimos colaboradores del obispo; las vírgenes no tenían entidad propia; sólo las viudas y los huérfanos constituían una categoría social, la de los más menesterosos y desamparados. Para el Consti tutor , en cambio, existe ya una institución para las vírgenes (xó ovoT\]\ia TÜ)V JtaQ6év(ov, en Ps-Ign. Phil 15,l)3 2 , bajo voto de castidad (CA IV 14; VIII 24), a la que deberán pertenecer las diaconisas (CA VI 17,4), como existe otra para las viudas (xó xáy-^ a tarv %r\Q(bv Ps-Ign. Phil 15,1: cf. C A VIII 25), al modo del colegio formado por los presbíteros (Ps-Ign. Tr 7,4) o del orden de los diáconos (xó xfjc; óiaxovíac; xáy\ia, C A VIII 46,16).

A modo de conclusión

Entre los documentos más arcaicos y primitivos y los más tardíos se observa una notable evolución en lo que concierne a la proliferación, estratificación y especialización de los diversos ministerios, tanto masculinos como femeninos. Pero a la par que se da esta evolución, se observa otra no menos interesante: se da un proceso de progresiva imitación, primero, de las instituciones judías en lo que concierne a la organización de la comunidad en sus variadas funciones y celebraciones, para terminar, después, en una férrea organización, a base de estereotipos, en la que la función ha dado paso ya a la titularidad y la celebración al ritualismo cultual. Este fenómeno, observado en la presente muestra de escritos pertenecientes de alguna manera al área siro-helenista, debería estudiarse detenidamente y a gran escala, ampliándolo a otros escritos de corte análogo a los estudiados. Obtendríamos, así, una visión sociológica de la vida de la Iglesia en los primeros siglos, complementaria de la que pueden aportar los escritos de los Padres.

Paralelamente se deberían estudiar los intrincados procesos editoriales, junto con las redaccionales, peculiares de la época, a fin de elevar a nivel de principios una serie de constantes que van

32. Comp. Did II 26,8 con CA II 26,8; Did II 57,8 con CA II 57,12; Did III 6,4 con CA III 6,4; Did III 11,5 con CA III 15,5.

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apareciendo a medida que se comparan entre ellos. Una cosa es cierta: la refundición de un escrito más antiguo estaba a la orden del día. Interpolaciones, ligeros cambios redaccionales, adición de pruebas escriturísticas, desmembramiento de cartas, multiplicación de las mismas, compilación de fuentes para su posterior reelaboración, etc., son algunos de los múltiples procedimientos empleados en esta época de muy poca creatividad y originalidad. La proliferación de dichos escritos tiene una explicación muy simple: dadas las condiciones que regían en la copia de manuscritos, la única forma de dar prestancia a un escrito de nuevo cuño era presentarlo bajo la firma de un personaje que gozase de gran prestigio en la comunidad. Sólo así se aseguraba su difusión.

Finalmente deberían sopesarse las influencias que dichos escritos pseudoepigráficos o falsificados hayan podido tener o siguen teniendo en la elaboración de los tratados de eclesiología, liturgia, derecho canónico. Para muestra, un botón. La mayoría de citas de Ignacio aducidas en la constitución conciliar Lumen gentium33, por cierto muy numerosas, han sido tomadas de los pasajes que consideramos interpolados. El Padre de Jesucristo, como Obispo de todos, está presente por medio del obispo visible (LG 21,222 - IMg 3); éste es «figura del Padre» (LG 21,218-219.583 - ITr 3,1), pues «preside en lugar de Dios» (LG 20,142; 24,83 - IMg 6; L G 20,262 - IPhld 2; ISm 8; IMg 3; ITr 7), sobre todo en la eucaristía que él mismo ofrece o encarga que se ofrezca bajo su sagrado ministerio (LG 26,74.134 - ISm 8,1). De ahí la correlación fieles//o-bispo como iglesia//Jesucristo y Jesucristo//Padre (LG 27,211 -Eph 5,1). Los obispos son sucesores de los apóstoles (LG 28,238 - IEph 6,1). Los presbíteros son a semejanza del orden de los obispos, cuya «corona espiritual» constituyen (LG 41,149 - IMg 13,1) y a quien deben estar interiormente adheridos «como las cuerdas con la cítara» (IEph 3,2-4,1: texto modificado en la Comisión doctrinal, X l / 3 , 480). Sólo pertenecen a Ignacio la equiparación de la Iglesia con el «edificio/templo de Dios» (LG 6,211 - IEph 9,1), que «preside la asamblea universal de la caridad» (LG 13,43-IRom insc, explicado en XI /2 , 294 y, por lo que hace al alcance de la Cátedra/sucesión, en XII /2 , 138), y la referencia a ser «perfecto» de IEph 15,2 (LG 40,69).

Las relaciones de la Comisión doctrinal (CD) sobre la unidad de la Iglesia, respectivamente en el obispo y en el romano pont í fice ( C D XI /3 , 720ss); sobre la presidencia ejercida por los obispos, circundados de los presbíteros y diáconos, como pastores de

33. Citada según la edición de C. Alberigo - F. Magistretti, Constitutionis dog-maticae Lumen Gentium synopsis histórica, Paideia, Bolonia 1975, 21985.

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112 Josep Rius-Camps

la grey de Dios (CD XI/3, 144-152 - LG 20,88-123); sobre el nexo del gobierno episcopal con la providencia de Dios, según lo cual también los obispos pueden considerar a sus subditos como hijos (CD XI/3, 585 - LG 27,162-164); sobre el episcopado monárquico, testificado por san Ignacio, pero sin que sea seguro que haya existido desde el principio por institución de Cristo en todas y cada una de las iglesias (CD XI/3, 144-152); sobre el presbiterio (CD XI/3, 667ss) y sobre los diáconos (CD XI/3, 720ss): se apoyan inexorablemente en pasajes interpolados. Si bien es cierto que en las notas que acompañan al texto conciliar se deja abierta la cuestión sobre el origen histórico del presbiterado, del diaconado y de los otros órdenes inferiores, y sobre cuáles son de origen divino inmediatamente instituidos por Cristo (nota 1), como se reconoce también que los tres grados de la jerarquía —episcopado, presbiterado, diaconado— no aparecen nombrados juntos en el nuevo testamento (nota 2), «el hecho de la transmisión y división de la potestad se prueba claramente, cf. 1 Clem 40,1-5; 44,1-5. Las Cartas de san Ignacio Antioqueno muestran que los presbíteros ocupan un lugar determinado en la jerarquía, ya claramente delineada, cuya presidencia ocupa el obispo monárquico (Eph. 2,2; 4,1; 20,2; Magn. 2; Trall. 2.2; 7,2; 13,2, etc. El presbiterio está subordinado al obispo: Magn. 3,1; Trall. 12,2)» (nota 2: cf. también nota 10).

Un dato curioso salta a la vista: en el documento se aduce a Ignacio como testigo de la sucesión apostólica de los obispos (LG 28,238 - IEph 6,1: cf. todavía LG 20,198-199.263), cuando tanto en la mente del interpolador, a quien pertenecen todas estas citas, como en la del Didascalista, del cual depende, si se puede hablar de «sucesión apostólica», ésta debería corresponder a los presbíteros, no al obispo. En efecto, de entre los documentos examinados, tanto la Didascalía como las Clementinas y, por consiguiente, todos los que dependen o se inspiran en ellos (Cartas interpoladas de Ignacio, Constituciones apostólicas y Pseudo-Ignacio) aplican al presbiterio la correspondencia apóstoles//presbíteros, por cuanto éstos son considerados como «figura de los apóstoles» en tanto que constituyen «el senado y el consejo de la asamblea» (Didascalista), en número de XII (Pseudo-Clemente), por representar «al senado de Dios y al colegio de los Apóstoles» (interpolador de Ignacio), «cuyo lugar conservan» (Constitutor), «en su calidad de senado de Dios y colegio de los apóstoles de Cristo» (Pseudo-Ignacio). El obispo monárquico, «figura de Dios» y su «lugarteniente», «segundo dios» (Didascalista) o «el dios terreno después de Dios» (Constitutor), en cuanto que es el obispo visible del obispo invisible (interpolador de Ignacio y Pseudo-Igna-

Ministerios en el área siro-helenística 113

ció), está demasiado encumbrado como para ser comparado con los Apóstoles.

Este detalle confirma lo antes apuntado. No se pueden citar de forma acrítica los documentos pertenecientes a los primeros siglos, a modo de autoridades, sin compartir por otro lado la mentalidad que dejan traslucir. Sería conveniente prolongar esta encuesta, ya sea en documentos de corte parecido como la Tradición apostólica de Hipólito, el escrito más antiguo, después de la Didajé, y la más importante de las Constituciones eclesiásticas de la antigüedad, ya sea en otros documentos dependientes de ésta y/o de los ya examinados (por ejemplo, las Constituciones de la Iglesia egipcia o la Didascalía árabe de los apóstoles, los Cánones de los apóstoles, etc.), a fin de acertar cuál ha sido la evolución de los ministerios eclesiásticos en las diversas áreas geográficas. El presente estudio sólo pretende ser una contribución humilde a tamaña empresa.

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7

El ejercicio del poder doctrinal en los siglos XII y XIII

EVANGELISTA VILANOVA

I. LAS INSTANCIAS DEL PODER DOCTRINAL

«Magisterio y teología en la edad media» hubiera sido un título muy inteligible para los posibles lectores de esta ponencia; pero no hubiera correspondido a la realidad histórica. La razón explicativa hay que buscarla en el hecho que, según el padre Con-gar, la palabra «magisterio» en su acepción actual íue introducida tardíamente por la teología del siglo XVIII y sobre todo por los canonistas alemanes del siglo XIX1. Este dato me aconsejó bautizar mi aportación con el título presente. No es sólo un título más modesto, más limitado, más realista; insinúa mejor cómo la doctrina teológica se desarrolló según un juego de mecanismos que se interfieren buscando imponer sus propios criterios. Así, por ejemplo, en la célebre condenación de 1277, tres autoridades o tres poderes intervienen a su manera: el papa, el obispo, los teólogos o magistri2. La aparición de este tercer poder es la gran novedad de este período que, no sin atrevimiento, voy a presentar. En efecto, ya en el segundo tercio del siglo XII se empiezan a recoger, para

(>oder beneficiarse de su autoridad, al lado de los authentica de os Padres, las sententiae modernorum magistrorum3. Aquí se debe

notar que las tres autoridades o tres poderes se resisten a repartirse equitativamente las dos funciones clásicas: la jerárquico-pas-toral y la científica. Es verdad que teóricamente cada cual trabaja según su situación, su estatuto, su papel y su competencia. Pero el estatuto de estas dos funciones supone un cierto conflicto entre sus actividades: conflicto no sólo en vistas al ejercicio del po-

1. Pour une histoire sémantique du terme «magisterium»: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 60 (1976) 85-97.

2. Jean Chátillon, L'exercice du pouvoir doctrinal dans la chrétienté du XI¡Ieme siécle. Le cas d'Etienne Tempier, en Le pouvoir, París, 1978, 13-45.

3. Cf. M. D. Chenu, La théologie au douziéme siécle, París, 1957, 358-360.

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116 Evangelista Vilanova

der doctrinal propiamente dicho, sino a causa de su misma inspiración substancial, ya que la jerarquía es, por vocación, conservadora, y la investigación, por definición, innovadora. No sorprende, pues, que en aquel momento histórico se hable, como constatación y como deseo, de dualidad —a un tiempo complementaria y fuente de enfrentamientos— entre Pedro y Pablo4: uno era la autoridad, el otro la «ciencia», cada uno excelente en su orden.

No es este el momento de entretenerse a hablar del nacimiento de la categoría eclesiosocial de los magistri5. De las escuelas monásticas se pasa a las escuelas urbanas, donde tantos clérigos, bajo la jurisdicción de los obispos, dan satisfacción intelectual a las necesidades y aspiraciones de sus conciudadanos, clientela inasimilable en las abadías. Hubo, entre estos magistri, errores «teológicos», juzgados por compañeros del ordo doctorum: larga es la lista de maestros de la segunda mitad del siglo XII que, con razón o sin ella, serán objeto de sospecha, pública o privada. En el concilio de Reims (1148), Gilberto de la Porré es incriminado por sus colegas teólogos, más que por los obispos: allí, la teoría de las apropiaciones en teología trinitaria, tradicional en el fondo, es denunciada por Guillermo de Saint-Thierry, mientras que Roberto de Melun quiere que Abelardo sea rehabilitado.

Un hecho a considerar: pronto la institución de los magistri se emancipa de la tutela administrativa de los obispos. Los magistri eran, en el capítulo episcopal, unos funcionarios designados y revocables por el ordinario del lugar; si su enseñanza se desarrollaba en una escuela, el canciller del obispo automáticamente resultaba ser su superior y administrador. Pero, al multiplicarse los magistri y sus escuelas, como sucedió en las grandes ciudades, se organizaron entre ellos, no sólo para la distribución de tareas más o menos diferenciadas, sino para establecer la autonomía de sus funciones, escapar a las exigencias del canciller y garantizar sus derechos reconocidos por la santa sede. Aquí se debe buscar el nacimiento intelectual e institucional de la Universidad medieval. Y en este contexto toman consistencia las intervenciones de los magistri cada vez más decisivas en el movimiento cultural de aquella cristiandad. Con una prehistoria en el XII, encontramos ya en el

4. Cf. Y. Congar, Les régulations de la foi: Le supplément 133 (1980) 265. 5. Cf. R. Guelluy, La place des tbéologiens dans l'Eglise et la société médié-

vale, en Miscellanea histórica Alberti de Meyer, Leuven 1946, 571-589; M. D. Che-mi, o.c. en la nota 3, p. 323-365; G. Le Bras, Velut splendor firmamenti: le docteur dans le droit de l'Eglise médiévale, en Mélanges Etienne Gilson, Toronto-Paris, 1959, 373-388; Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, París, 1970, 241-244.

El ejercicio del poder doctrinal 117

siglo XIII un magisterio de los doctores, que no deja de ser una novedad. Una simple ilustración: después de la condena de 1277, Godofredo de Fontaines mantiene el derecho de los magistri a no seguir la decisión episcopal y a «determinar» las cosas que dependen del papa, ya que «ea quae condita sunt a papa possunt esse dubia»6. Enrique de Gante, más moderado y conciliador, más positivo en lo que se refiere a la autoridad del papa, reivindica el derecho a discutir los límites del poder de los prelados7.

Así, al lado de su función de enseñanza científica, los magistri y las universidades adquirieron una posición de autoridad. El Studium es la tercera autoridad al lado del Sacerdotium y del Reg-num constituyendo una trilogía que Alejandro de Roes sistematizará en 1281 y que será oficialmente admitida8. En nuestra península, la conocida disputa de Barcelona, en 1263, expresión de la controversia antijudía, ofrece un claro ejemplo de la alianza del poder del rey Jaime I de Aragón, y del poder de los teólogos, concretamente de los frailes predicadores, con Ramón de Penyafort en cabeza9. Los teólogos fueron tomando fuerza en todas partes, de modo que —más allá de los límites convencionales de nuestra presentación— su papel va a alcanzar un punto álgido —con una significación que no juzgamos en este momento— en el concilio de Basilea: a título ilustrativo baste decir que la sesión 34 de este concilio, el 25 de junio de 1439, reunió trescientos doctores, trece presbíteros y sólo siete obispos. No sorprende así que Lutero atribuyera tanto valor a su título de doctor10.

Delaruelle sugiere que la autonomía y el papel que tomaron los magistri, y con ellos la especulación y la doctrina teológica, explican y justifican la aparición de este oficio de vigilancia y de represión llamado Inquisición11. Pero la Inquisición primero funcionó contra la herejía y sobre todo contra la herejía difundida en el pueblo. Para la vigilancia y represión de errores sabios, la autoridad admitió una gama de procedimientos variados: encuestas

6. Cf. Y. CONGAR, o.c. en la nota 5, p. 242-243. 7. Es interesante comparar dicha posición con la de Juan de París; cf. Jean Le-

clercq, Jean de París et l'ecclésiologie du XIlleme siécle, Paris 1942, 129. 8. Alexander de Roes, Memoriale de praerogativa Romani Imperíi, ed. Waitz,

bajo el nombre de Jordán de Osnabrück; cf. H. Grundmann, Sacerdotium, Reg-num, Studium. Zur Wertung der Wissenschaft in 13. Jahrhundert: Archiv f. Kul-turgesch. 34 (1951-1952) 5-21.

9. Cf. E. Vilanova, Historia de la teología cristiana I, Barcelona 1984, 626-627.

10. Cf. Y. Congar, Vraie et fausse reforme, Paris 21969, 455-459, 461-463. 11. E. Delaruelle, Histoire du Catholicisme en France I, bajo la dirección de

A. Latreille, Paris 1957, 335.

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118 Evangelista Vilanova

puntuales, concilios, después comisiones. En los siglos XII-XIII, el caso de Abelardo, Gilberto de la Porré y el mismo Pedro Lombardo y Joaquín de Fiore se resolvieron a través de concilios: el del «Evangelio eterno», la lucha entre seculares y mendicantes, Olieu, Eckhart, y después Occam y Nicolás de Autrecourt, por comisiones papales y censuras de proposiciones; descubrimos más tarde otro camino, cuando la censura papal de las tesis de Wiclef fue objeto de una nueva intervención por parte del concilio de Constanza.

Ante posibles censuras, los teólogos que tenían conciencia de poder ser sospechosos decían que sometían sus escritos al juicio de la Iglesia romana (así Joaquín de Fiore, Guillermo de Saint Amour, Olieu, y al siglo siguiente Occam, Marsilio, Pedro Au-riol, Durando de Saint-Pour§ain) o simplemente insistían que sólo habían propuesto, no afirmado (Tadeo de Parma, Nicolás de Lyre, el mismo Juan XXII), actitudes que les libraban de ser acusados de pertinaces y obstinados, calificativos propios de la herejía. Y es que no podemos olvidar que en este juego de poderes, que he expuesto, la autoridad del papa es la decisiva, la de mayor alcance en este período medieval tan marcado, a partir de Gregorio VII, por el centralismo romano. Ayudan a comprender este progresivo afianzamiento los cuatro puntos siguientes que señala el padre Congar12:

a) Una noción amplia de «herejía» entendida, después de la reforma gregoriana, como toda idea o actitud «qui Romanae Ec-clesiae non concordat»13;

b) La afirmación repetida que la Iglesia romana nunca ha errado en la fe. Aquí se impone que la noción de «Iglesia romana» sea precisada y sea convertible con «sedes romana» o con «papa»;

c) La conciencia progresiva que Roma es una instancia en el aspecto de juicio que dirime un debate; esta conciencia prima en relación a una función de testimonio, y termina con la victoria del papado sobre la corriente conciliarista;

d) Las «falsas decretales» no crearon la reivindicación para que el papa apruebe —es decir, autorice y convoque— concilios, sino que dieron un apoyo decidido a esta reivindicación. Pero si el papa convocaba, presidía, confirmaba los concilios era finalmente por su autoridad de juzgar los puntos controvertidos del dogma: le competía, en expresión de santo Tomás, «finaliter determi-

12. Bref historique des formes du «magistére» et de ses relations avec les doc-teurs: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 60 (1976) 105-106.

13. Gregorio VII, Reg. VII, 24, ed. Casper, p. 504.

El ejercicio del poder doctrinal 119

nare ea quae sunt fidei» y «novum symbolum edere»14. Estamos en el camino que conducirá al dogma del Vaticano I. El texto de Olieu no tuvo sin duda el papel histórico que le atribuye Tier-ney15, pero es con los de Guiu Terrena16 y de Hermann de Schil-desche, un testimonio del progreso de la idea de una infalibilidad del papa que personaliza la inenarrancia de la Iglesia17.

II. TRES TEXTOS DE DISTINTO ALCANCE

1. Condenación de Abelardo

«Nos que, aunque indignos, estamos sentados a vista de todos en la cátedra de Pedro... de común acuerdo con nuestros hermanos los obispos cardenales, por autoridad de los santos cánones, condenamos los capítulos que vuestra discreción nos ha mandado y todas las doctrinas del mismo Pedro Abelardo, juntamente con su autor, y como a hereje le imponemos perpetuo silencio. Decretamos también que todos los seguidores y defensores de su error han de ser alejados de la compañía de los fieles y ligados con el vínculo de la excomunión»18.

Se trata del final de la carta de Inocencio II Testante Apostólo, de 16 de julio de 1141, dirigida a los arzobispos de Sens y de Reims y a san Bernardo. El texto no puede ser más explícito: es la confirmación de las decisiones tomadas por lo que enfáticamente se ha llamado concilio de Sens (en realidad, esta asamblea sólo contó con seis obispos, reunidos en presencia del rey de Francia Luis VII y de un numeroso público que provenía de la misma Sens). No voy a analizar los artículos de Abelardo condenados en aquella ocasión19, sino más bien el proceso que desembocó en la con-

14. S. Thomas, II-II, q. 1, art. 10; cf. Y. Congar, Sí. Thomas Aquinas and tbe Infallibility of the Papal Magisterium: The Thomist 38 (1974) 81-105.

15. Cf, Y. Congar, Les positions ecclésiologiques de Pierre Jean-Olivi d'aprés les publications recentes: Cahiers de Fanjeaux 10 (Toulouse 1975) 155-165.

16. Guiu Terrena es el primero a utilizar la palabra «infalible» antes de 1328; cf. Paul de Vooght, Esbozo de una investigación sobre la palabra «Infalibilidad» durante el período de la escolástica, en La infalibilidad de la Iglesia, Barcelona 1964, 85-123.

17. Cf. Y. Congar, Croissance du magistére papal. Vers l'idée d'infaillibilité pontificale, en o.c. en la nota 5, p. 244-248, donde ofrece abundante información sobre el progreso de la idea de infalibilidad en este momento histórico.

18. E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, versión cast. por D. Ruiz Bueno, Barcelona 1955, 387.

19. Cf. Jean Riviére, Les «capitula» d'Abélard condamnés au concile de Sens: Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale V (1933) 5-22.

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dena papal. Todo el mundo conoce la complejidad de las circunstancias que prepararon y rodearon el juicio de Abelardo en 1140 por el concilio de Sens, y todo el mundo conoce el papel ejercido por Bernardo a lo largo de todo el proceso. La doctrina atribuida a Abelardo en distintos puntos de dogma y de moral sólo era uno de los elementos de un amplio conjunto de datos de orden psicológico y espiritual, a propósito de problemas que se situaban en el ámbito monástico, político y eclesiástico, y que opuso a Bernardo con Abelardo . Jean Leclercq, conocedor y admirador como pocos de la vida y de las opciones de Bernardo, reconocía que «utilizó todo su talento, y toda su pasión, para mezclar los argumentos de carácter doctrinal con otros que provenían del juego complejo de la política religiosa»21.

El caso que examinamos muestra, pues, que una condena papal era el fruto de un largo proceso en que no intervenían sólo argumentos de orden doctrinal. Y cuando éstos se dan, la norma de discernimiento no siempre es la única fe apostólica, sino opciones teológicas con cargas emotivas de diversa índole. En el incidente de Sens, los argumentos de carácter doctrinal fueron expuestos por Bernardo en una larga carta en forma de tratado, en el cual denunció a Inocencio II los errores de Abelardo22. Parece que la escribió sin antes haber analizado minuciosamente y personalmente los escritos de su adversario, sino que, con una confianza excesiva, se remitió a la presentación de Guillermo de Saint-Thierry que, desde hacía tiempo, consideraba la enseñanza de Abelardo como peligrosa para la integridad de la fe23. Guillermo advertía que Abelardo actuaba como enemigo desde el interior de la Iglesia (domes-ticus inimicus) y que su postura en relación a la Escritura santa era la misma que en relación a la dialéctica. Aquí radicaba su actitud de innovador: «Petrus Abaelardus iterum nova docet, nova scri-bit, et libri eius transeunt maria, transsiliunt Alpes, et novae eius

20. La historia del conflicto no ha dejado de ser estudiada; cf. J Miethke, Abaelards Stellung zar Kirchenreform. Eine biographische Studie, en Francia. For-schungen zur Westeuropáischen Geschichte I, 1972, 158-192. Un estudio más reciente, obra conjunta de un historiador y de un filósofo, Jacques Verger y Jean Jo-livet, muestra bien cómo el enfrentamiento de Bernardo y Abelardo no sólo fue una disputa de ideas, sino una divergencia de dos temperamentos, surgidos de dos mundos incompatibles, el de la reforma monástica vinculada a la nobleza rural y el de la nueva sociedad urbana que emerge entonces: Bernard-Abélard ou le cloitre et l'école, Paris 1982.

21. Nouveau visage de Bernard de Claírvaux. Approches psycho-hístoriques, Paris 1976, 122.

22. Jean Leclercq, Les formes successives de la lettre-traité de S. Bernard con-tre Abélard: Revue Bénédictine 78 (1968) 87-105.

23. Jean Leclercq, Les lettres de Guiílaume de Saint-Thierry a S. Bernard: Revue Bénédictine 79 (1969) 375-397.

El ejercicio del poder doctrinal 121

sententiae de fide, et nova dogmata per provincias et regna defe-runtur (...) Cum enim graviter turbarer ad insólitas in fide vocum novitates et novas inauditorum sensuum adinventiones (...) propias adinventiones, annuas novitates»24. El reproche queda expli-citado: el de substituir la tradición debidamente constituida y garantizada en el seno de la Iglesia por opiniones nuevas y personales. Bernardo, alarmado por estas denuncias, expuso sus razones, que no siempre derivaban de la teología, sino que a menudo se limitaban a argumentos ad hominem, en el doble sentido que, por un lado, intentaban alcanzar puntos débiles de la personalidad de Abelardo y que, por otro, tocaban a los miembros de la curia romana —destinataria de sus cartas— en sus puntos sensibles.

Subyacente a la controversia doctrinal se encontraba un conflicto de tendencias monásticas. Sin duda Abelardo, en algunos de sus escritos, se manifestaba animado de un espíritu austero y reformador, muy próximo al programa cisterciense25. Pero de hecho estaba más cerca de Cluny que de Citeaux. Y esto era conocido por Bernardo, así como también por Guillermo de Saint-Thierry, aquel benedictino con alma cisterciense, que fue precisamente quien movió a Bernardo a lanzarse a la lucha doctrinal. El gran prestigio de Bernardo, que le confería autoridad en el ámbito de la política eclesiástica, explica que algunos de los argumentos utilizados fueran más de orden táctico que doctrinal. En particular, se esforzaba en disponer a los destinatarios de sus cartas en contra de Abelardo, en condicionarlos y en asustarlos. Un ejemplo lo ofrece el inicio de la carta al cardenal Guy: «Se trata de Cristo: es Cristo que es puesto en cuestión. La verdad está en peligro, se divide la túnica de Cristo y se destruyen los sacramentos de la Iglesia...». Si ello era exacto, un cardenal responsable tenía que impresionarse, sobre todo si se tiene presente el final de la carta: «Si tú eres un hijo de la Iglesia, si no te apartas de su pecho materno, no dejes a tu madre en peligro, no le niegues tus hombros en el momento en que sufre»26. Bernardo usaba términos enérgicos para influir en sus lectores y para responsabilizarlos ante la situación de la Iglesia, sacudida por los errores de Abelardo.

24. Texto citado en el art. cit. en la nota anterior, p. 377. 25. Cf. Jean Leclercq, «Ad ipsam sophiam Christi». Le témoinage monastique

d'Abélard: Revue d'Ascétique et Mystique 46 (1970) 61-182; David E. Luscombe, Fierre Abélard et le monachisme, en Pierre Abélard-Pierre le Venerable, Paris 1975, 271-276.

26. Epístola 334: PL 182, 538-539.

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Concretemos otro capítulo significativo. En él, Bernardo relaciona el peligro de orden doctrinal con un peligro de orden político, a base de asociar Abelardo con Arnaldo de Brescia. Este había criticado la riqueza de la curia e intentado levantar al pueblo de Roma contra el papa. Bernardo, que conocía la animadversión de Inocencio II contra él, lo presentó como el protector de Abelardo, y desarrolló un paralelo entre estos dos enemigos de Cristo y de la Iglesia, del papado y de la verdad27 . En virtud de esta po lítica, Bernardo pudo presumir que Abelardo sería condenado y pudo considerarlo como tal antes que el papa hubiese dictado la sentencia: en el final de la carta 189, que dirige a Inocencio II , trata ya al inculpado de cismático y de hereje, y advierte nuevamente al papa, haciendo alusión al cisma suscitado por Anacleto y en la solución del cual Bernardo había ejercido un papel importante. Este capítulo de política religiosa todavía adquirió un matiz delicado: el rey y los obispos, en Francia, deseaban la independencia de su país respecto a Roma. Para satisfacerlos, Bernardo buscó que Abelardo fuese condenado como hereje antes de su llegada a Roma. Por otro lado, escribió al mayor número de curiales confirmando que se recurriría a ellos para que Roma confirmara la sentencia.

En este contexto se explica el modo ambiguo con que Bernardo denunció a Abelardo: a veces criticó sus doctrinas, a nivel especulativo, a veces atacó a su persona, utilizando un vocabulario bíblico: «es un individuo lleno de contradicciones: interiormente es un Herodes, mientras que exteriormente se presenta como un Juan Bautista. Está lleno de duplicidad: no tiene nada de monje, a no ser el nombre y el hábito...»28 . Además lo desacreditó a base

> de identificarle con herejes notorios: Ario, Pelagio, Nestorio 2 9 . Era éste un procedimiento bastante común para descalificar al adversario a los ojos de personas sencillas. N o obstante, hay que no tar que Bernardo no hizo alusión alguna al pasado personal de Abelardo, ni concretamente a su aventura con Heloisa, que le hubiera ofrecido un motivo fácil de explotar.

N o hay que decir que esta disputa había movilizado un elemento pasional en una y otra parte. Bernardo, en defensa de la integridad de la fe, quería ser fiel a sí mismo, y lo que le parecía ser una exigencia de Dios, le justificaba su postura en un conflicto en el que estaba en cuestión la verdad misma.

Sobre el alcance de la condena, quisiera anticipar algo que de-

27. Epístola 189, 3: PL 182, 855. 28. Epístola 193: PL 182, 359. 29. Epístola 331: PL 182, 537.

El ejercicio del poder doctrinal 123

sarrollaré más en la última parte de mi ponencia. El rechazo de unos puntos doctrinales concretos lleva consigo una sospecha sobre el método dialéctico utilizado por Abelardo. En boca de éste, la palabra «dialéctica» supone un ejercicio muy diferente que en Anselmo de Canterbury. Según el padre Chenu, «se trata de poner en estilo científico los dosiers de la tradición, distinguidos en sic et non, que Anselmo, en sus monografías, dejaba deliberadamente, como la misma Escritura, como objeto de una contemplación personal; después de este trabajo de investigación positiva y crítica, se daba la aplicación de «las analogías de la razón humana a los principios de la fe» (Historia calamitatum, 9) con una lucidez osadamente conceptual en que el gusto del misterio peligraba en atrofiarse»30. N o sólo era la doctrina lo que entraba en juego, sino también el método. Guillermo de Saint-Thierry y Bernardo denunciaban cierta utilización de la dialéctica por Abelardo y, a la vez, algunas conclusiones erróneas o peligrosas a las que el p ro cedimiento llevaba. Muchos historiadores actuales justifican la postura de Bernardo que vio en Abelardo desviaciones que santo Tomás, heredero no obstante de su método, evitaría un siglo más tarde. Pero, sin duda, la condena de Abelardo retrasaría la implantación de la dialéctica. Se comprende si se tiene en cuenta que el método opone —en frase de Juan de Salisbury, discípulo de Abelardo— los innovadores «modernos» a los antiguos (veteres) mantenedores de la tradición31 . En esta oposición, muchos de los innovadores, desengañados ante las pocas posibilidades de la razón dialéctica que no acababa de adquirir derecho de ciudadanía en aquella cristiandad constituida, renunciaron al ejercicio de la vida intelectual para convertirse a la vida monástica. Jean Leclercq que, con su proverbial erudición, nos da una información de valor, afirma que «se trata en todos de un verdadero cambio, no sólo en su estado de vida, sino también en su orientación espiritual»32. La «oposición entre el claustro y la escuela» se convierte en un tema literario33 con amplias repercusiones a las que me referiré más adelante.

Quisiera concluir este apartado con una observación de interés. La vigilancia doctrinal de san Bernardo no se limitó a Abelardo; precisamente por afectar al método utilizado por él, alcanzó también a Gilberto de la Porré, cuyo paralelismo con Abe-

30. M. D. Chenu, o.c. en la nota 4, p. 336; cf. p. 350. 31. Entheticus 59-60, 93-94, 111-114: PL 199, 966-967. 32. Cultura y vida cristiana, Salamanca 1965, 239-240. 33. P. Delhaye, L'organisation scolaire au XIIeme siécle: Traditio 5 (1947)

228.

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124 Evangelista Vilanova

lardo ha sido ya notado en la convergencia de sus esfuerzos, en los encuentros y también en las oposiciones doctrinales. Sin duda, al relacionarlos, se piensa en primer lugar que los dos fueron víctimas del celo intemperante de san Bernardo. Y si el concilio de Reims34 no fue una reedición del de Sens y no acabó con una sentencia de herejía, Gilberto lo debe a la envidia de los cardenales hacia Bernardo y a su decisión de impedir que se repitiera la escena de la condena contra Abelardo, que no había beneficiado a la imagen de la Iglesia35. Los estudiosos de lo que viene llamándose «magisterio» podrán encontrar una lección sobre el relativismo contextual de su ejercicio cuando investiguen por qué Abelardo fue condenado y no Gilberto de la Porré.

2. Advertencia de Gregorio IX a los maestros de París

«Hay algunos que intentan desviar de su sentido propio las palabras de los oráculos divinos mediante una mezcla adulterina con las doctrinas de los filósofos —quienes, en su ignorancia, y malversando su pureza los unen con una inteligencia filosófica—, y semejantes a la samaritana entregándose al adulterio, los profanan en su corazón, mientras que Cristo la apartó del adulterio y le dio el agua viva de la vida eterna. Esta agua viva es la inteligencia pura, sencilla, alejada de la corruptora fermentación del lenguaje humano; los que, en la necedad de su corazón, se pasan dando vueltas sin concierto, y creen saber de este modo alguna cosa, jamás podrán llegar al núcleo de la verdad (...)

Con profundo dolor, y amarga angustia, según nuestras informaciones, hemos sabido que algunos de entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de vanidad, se esfuerzan en transponer mediante profana novedad (profana transferre novitate) los términos delimitados por nuestros Padres. Los límites de la inteligencia del texto celestial han sido fijados por las interpretaciones ciertas de los santos Padres; abandonarlas, no es sólo temeridad, sino profanación; orientarlas hacia la doctrina filosófica del saber natural, es ostentación de ciencia y de ningún modo progreso para los oyentes. Tales personas son teóricos de Dios, y no «teólogos», que hablan de Dios, que revelan a Dios (...)

34. Cf. A Hayen, Le concile de Reims et l'erreur théologique de Gilbert de la Porré: Archives d'Histoire Doctrínale et Littéraire du Moyen Age 10 (1935-1936) 29-102.

35. Cf. H. C. van Elswijk, Gilbert Porreta. Sa vie, son oeuvre, sapensée, Lou-vain 1966, 89-124.

El ejercicio del poder doctrinal 125

En vez de reducir a cautividad la inteligencia puesta al servicio de Cristo, con sus peregrinas teorías miran lo que han dejado atrás; obligan a que la reina se convierta en sierva de su esclava»36.

Son palabras de Gregorio IX dirigidas a los maestros de la Universidad de París en julio de 1228. Con sólo treinta años, la Universidad de París se hallaba en pleno auge creador, gracias al esplendor material y cultural de la antigua escuela episcopal de Notre Dame. Sería útil leer entero el texto, desordenado y apasionado, para experimentar la fuerza de la advertencia papal, en una coyuntura en que el pontífice es consciente de que se juega el todo de la palabra de Dios. De aquí la significación de este texto que he escogido: no se trata de una reducción al control de la ortodoxia por medio de un anatema, sino de una advertencia para que no sea descuidada la savia que debe dar vida de continuo a las estructuras racionales que se elaboran.

La curiosidad de la teología había introducido en el dominio de su estudio, aparte de un utillaje exegético (Hugo de San Víctor) o dialéctico (Abelardo), la consideración de la naturaleza profana, tanto la del espíritu como la de las realidades cósmicas; el descubrimiento de las obras científicas y filosóficas de la antigüedad griega había nutrido esta investigación y, en una apasionante asimilación de Platón y especialmente de Aristóteles, construye el teólogo una «ciencia» de Dios y de su economía. Ya varias veces, en 1205, 1210 y 1225, la Iglesia jerárquica había denunciado la enseñanza de Aristóteles, y continuaría haciéndolo todavía en 1232 y hasta 126337. Es verdad que Aristóteles daba motivos para asustar a los tradicionalistas y timoratos. Muchos años más tarde, por ejemplo, Occam decía de Tomás de Aquino: «He oído contar a menudo, y por muchos ingleses y bretones, que cuando la opinión aristotélica de fray Tomás sobre el alma, con las consecuencias que de ella resultan, fue expuesta en Inglaterra, el escándalo fue inmenso».

Muchos maestros formados en las nuevas disciplinas entraban en el estudio de la teología con su bagaje profano, su vocabulario, sus procedimientos de raciocinio, su visión de la naturaleza, sus conocimientos del hombre. En semejante embriaguez, las novedades profanas, según la denominación de Gregorio IX, ya no respetan las reglas de la exégesis tradicional. El pontífice reaccionó

36. Henricus Denifle, Chartularium Universitatis Parisiensis I, París 1889, 114.

37. M. Grabmann, / divieti ecclesiastici di Aristotele sotto Innocenzo III e Gregorio IX, en / Papi del Duecento e l'Aristotelismo («Miscellanea Historiae Ponti-ficiae» V, fase. 1), Roma 1941.

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en dos planos que, si bien un tanto velados por su retórica ampulosa, se distinguen suficientemente, pese a estar vinculados entre sí, tanto en la evolución histórica como en sus objetos. En primer lugar, insiste que no se introduzca de modo indebido en los enunciados de la palabra de Dios el lenguaje humano, palabras y nociones tomadas de los autores paganos, como venía haciéndose con demasiada frecuencia38. Lo segundo se refiere a las realidades: que no se contamine la verdad de la fe con las concepciones racionales que hayamos podido adquirir de la naturaleza y de sus objetos terrestres. No basta vigilar sólo el instrumento verbal y mental, sino también una filosofía.

Al considerar el primero de los dos peligros denunciados, debemos notar que nos hallamos ante el problema del valor de los conceptos en el conocimiento de Dios, problema que está en la base de toda teología y que entonces, durante todo el siglo XII, por influjo sobre todo de los textos recuperados de Dionisio, se enunciaba bajo la forma de una teoría de los «nombres divinos». Pero con anterioridad a este estadio metafísico, y para sostenerlo, se presenta una extrema sensibilidad a la letra viva de la Escritura, a la manera descrita por san Bernardo cuando afirma: «En cuanto a nosotros, en el comentario de las palabras místicas y sagradas, procedemos con cautela y sencillez. Obramos como la Escritura (geramus morem Scripturae), que traduce la sabiduría oculta en el misterio con palabras nuestras; cuando nos presenta a Dios, le atribuye nuestros sentimientos; las realidades invisibles y ocultas de Dios que son de tanto valor, las hace accesibles a los espíritus humanos —como vasos de poco precio— con comparaciones sacadas de las realidades que conocemos por nuestros sentidos. También nosotros adoptamos el uso de este casto lenguaje»39. San Bernardo ve en el lenguaje bíblico cierto pudor respetuoso de los misterios de Dios; admira el tacto y la discreción con que Dios ha hablado a los hombres, y él quiere proceder del mismo modo.

Los nuevos maestros de París buscan la claridad: por eso utilizan de buena gana términos abstractos. No vacilan en forjar nuevas palabras, esas profanas vocum novitates que san Bernardo evita40 y que molestaban a Guillermo de Saint-Thierry y que fueron objeto de la advertencia de Gregorio IX. La autoridad doctrinal, sin negarse a emplear la terminología filosófica de todo el mundo, la que había venido de Aristóteles por Boecio, se mantiene reti-

38. Jacques Verger, L' exégése de l'Université, en Le Moyen Age et la Bible, Paris 1984, 214.

39. Sermo super cántica 74, 2: PL 183, 1139. 40. De baptismo, Praef.: PL 182, 1031.

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cente porque se da cuenta que el lenguaje vehicula un pensamiento innovador que va más allá del expuesto por los Padres de la Iglesia. Se han citado a menudo las declaraciones de san Bernardo, que decía no querer añadir nada a lo que habían enseñado los Padres41. Y en un momento concreto —usando una imagen inspirada en el libro de Ruth— explica su actitud: después de estos grandes segadores, nosotros no somos más que pobres espigadores. El que se ha entregado enteramente a la «disciplina cristiana», debe buscar sobre todo el grano de la sagrada Escritura en el campo de Booz; no ha de querer segar en un campo extraño, metiéndose en estudios seculares. Los grandes segadores son san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio; el que venga después de ellos debe quedarse con los pobres y los siervos; en la Iglesia, él se cuenta humildemente entre los más pequeños42.

Gregorio IX, sensible al dato transmitido por la tradición, bien asimilada en los monasterios, manifiesta una cierta desconfianza respecto al uso demasiado frecuente del lenguaje de la dialéctica que se hace en París. Se da cuenta que los teólogos trabajan sea para reducir una metáfora a un concepto más manipulable, para latinizar un semitismo inasimilable para la mentalidad occidental, sea para definir la fe como adhesión a una verdad en vez de comunión con una persona, o también para transformar en prueba lo que el relato bíblico propone con naturalidad como presencia de un amor providente.

No es extraño que Gregorio IX intervenga para frenar la invasión de esas terminologías y procedimientos «profanos» que el desarrollo intensivo de las disciplinas filosóficas hacían cada vez más eficaces y prestigiosas. Que la Escritura sea la fuente primaria de toda teología, no es el único principio general que propone el papa, por otra parte innecesario de recordar dado el carácter bíblico de la sacra doctrina. Su insistencia recae sobre un terreno más específico y delicado: se trata de privilegiar la misma contextura gramatical, literaria, histórica de la Escritura, hasta el punto que las ulteriores aportaciones del espíritu carecen de sentido, valor y eficacia, como no sea a base de un retorno constante a este suelo nutritivo.

El texto bíblico, aparte de su valor de palabra de Dios que fundamenta la verdad de la fe, posee la inalienable propiedad de ser portador y de expresar un valor religioso. Palabra de Dios dirigida a la humanidad, reviste por este hecho el sabor de la comuni-

41. Textos en Saint Bernard théologien: Analecta Sacri Ordinis Cistercensis IX, fase. 3/4 (1953) 16, n. 5; 101, n. 1; 304-305.

42. Cf. M. Dumontier, Saint Bernard et la Bible, Paris 1953, 67.

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cación real, cuya intensidad concreta no será transmisible a los enunciados generales que ulteriormente puedan deducirse.

El tránsito de las categorías bíblicas a las categorías «teológicas»43 sólo es captable en el instante en que el creyente, movido por un verdadero fervor evangélico, siente en su interior un ansia de conocimiento. Así experimenta simultáneamente la curiosidad racional de semejante apetito y la nativa complacencia de alimentarse directamente de la Escritura. De aquí proviene la tensión bienhechora, y a veces también la inquietud, como lo señala Gregorio IX, cuando parece que la curiosidad se lleva la palma, y amenaza sumergir con profanae novitates el texto bíblico.

Y es que se debe reconocer que no siempre las «novedades» del teólogo conservan la impregnación espiritual y el potencial religioso que contenían las expresiones de la Escritura. Bloques enteros de la economía cristiana no hallan expresión adecuada en el registro verbal del análisis racional: por ejemplo, todo el orden sacramental surge de una simbólica, a la que la aplicación de las categorías físicas de la filosofía griega (materia, forma, causa, etcétera) hace perder su especificidad . Otro ejemplo lo ofrece una teología de la Iglesia edificada a partir de la comparación del cuerpo y del alma, y que queda empobrecida sin las perspectivas sacramentales del «misterio» de la Iglesia, en su total realidad histórica y escatológica. Y así en otros casos.

Es natural que años más tarde, hacia 1267, el franciscano de Oxford, Roger Bacon, en su Opus minus, al enumerar los siete pecados que, según él, sufría la enseñanza teológica de su tiempo, considere gravísimo que la filosofía haya invadido la Escritura, explicada según métodos sacados de los dialécticos, gramáticos y juristas45. Testimonio muy vivo con el que este franciscano de Oxford critica a sus colegas de París, especialmente a los dominicos. No es justo cuando juzga la calidad teológica de las mejores exposiciones bíblicas del siglo XIII, ni con los esfuerzos filológicos y lingüísticos —limitados, pero reales— de ciertos contemporáneos. En realidad, como lo han subrayado Smalley y otros 6, no

43. Cf. M. D. Chenu, Vocabulario bíblico y vocabulario teológico, en La fe en la inteligencia, Barcelona 1966, 161-175, donde analiza muchos de los términos que se prestaron a un difícil transvase (alianza, verbo, mundo, misterio, verdad, amor, alma, espíritu, vida...)- Este artículo de Chenu ha inspirado substancialmen-te este apartado de la ponencia.

44. Cf. Evangelista Vilanova, La liturgia, des de ¡'ortodoxia i l'ortopraxi, Barcelona 1981, especialmente las p. 12-19.

45. Cf. T. Tshibangu, Théologie positive et théologie spéculative, Louvain-Pa-ris 1965, 122-136.

46. Beryl Smalley, Lo studio della Bibbia nel Medioevo, Bologna 1972, 455-464.

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obstante su perspicacia, la crítica de Roger Bacon está hecha pensando más en el pasado que en el futuro. Su modelo era la exége-sis de los Victorinos del XII y la de los primeros doctores de Oxford, Roberto Grosseteste y Adam Marsch. Pero difícilmente se podrían frenar los nuevos métodos adoptados por la mayoría de los doctores del momento y también vivos en las prácticas corrientemente admitidas en los ambientes universitarios por la mayoría de seculares y mendicantes en trance de pasar de la doctrina sacra a la ciencia teológica. En verdad, cada vez que una generación queda fascinada por el Evangelio, vive una sorprendente fecundidad teológica. A pesar de los escrúpulos de Gregorio IX, en el siglo XIII tienen lugar las grandes construcciones teológicas del medioevo, llevadas a término por generaciones espirituales surgidas de un despertar evangélico. No fueron los discípulos de Bernardo quienes, en su conservadurismo vigilante, compusieron las Summas, sino los discípulos de unos nuevos apóstoles que, sensibles al soplo del Espíritu, se movían —mediante su fraternidad, su testimonio popular y su predicación itinerante— estimulados por un verdadero fervor hacia el texto bíblico.

3. El sílabo de Etienne Tempier (1277)

«Algunos hallan complacencia al denunciar como erróneas las opiniones de sus colegas teólogos que elaboran nuestra fe e iluminan a la Iglesia. Precipitación que no deja de ocasionar peligros a la fe. El trabajo de los teólogos, gracias al cual avanzamos por los caminos de la verdad, exige en efecto un corrector benévolo y libre, jamás un detractor venenoso. Ha de evitarse por lo demás imponer la uniformidad de opiniones a todos nuestros discípulos, dado que nuestra inteligencia no está hecha para ser dócil bajo tutela humana, sino bajo la única tutela de Cristo. Afirmar que se incluyen entre los errores las proposiciones de estos teólogos, equivale a poner en peligro la fe, al ligarla a la flaqueza de nuestra inteligencia...Que se callen, pues, tales censores. Si desean mantener una opinión contraria, en su mano está, pero no juzguen errónea la de los otros; esto supone a la vez precipitación del juicio y mezquindad del espíritu, ya que, en su orgullo, manifiestan su incapacidad para discernir entre los argumentos decisivos y las razones endebles».

Este texto de Gil de Roma lo reproduce el Padre Chenu en un estudio sobre la libertad del teólogo47. Fue escrito hacia el 1280,

47. Verdad y libertad en la fe del creyente, en La fe en la inteligencia, Barcelona 1966, 324.

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después que Étienne Tempier condenara 219 proposiciones en 1277. Gil de Roma, agustino y discípulo de santo Tomás, en el curso de una controversia, intentaba definir al hombre considerado en sí mismo y en el universo, según las concepciones científicas de Aristóteles, contra el espiritualismo agustiniano. Gil denunciaba a la Facultad de teología el proceso tendencioso que impedía, en adelante bajo amenaza de sospecha, el trabajo y la libertad de los teólogos. N o obstante la magnanimidad que respiraba, Gil tuvo que ceder y suscribir una condena de santo Tomás para poder ser admitido como maestro en teología en la Universidad de París.

El texto citado es revelador de un ambiente complejo, fruto de una historia muy significativa. En 1270, Étienne Tempier, obispo de París, condenó trece proposiciones, de origen y contenido ave-rroístas, una de las cuales afectaba indirectamente la posición de santo Tomás sobre el alma48. En sus conferencias de cuaresma, Buenaventura, ministro general de los menores y agustiniano eminente, había denunciado las infiltraciones de naturalismo y de racionalismo. Fray Tomás hizo las distinciones necesarias, pero conservó su concepción aristotélica del hombre, su sentido de la naturaleza, su confianza en los métodos racionales propios de los distintos saberes. Tomás había vuelto de Italia a París para participar en las polémicas entre averroístas y agustinianos; el cronista explica una sesión solemne de la Universidad donde, bajo las advertencias amenazadoras de su adversario, conservó una firmeza serena.

Así pudo escapar a los ataques y a las condenas. El 7 de marzo dé 1277, tres años.exactos después de su muerte, el mismo Étienne Tempier condenaba una serie de 219 proposiciones que contenían los errores de aquellos tiempos, entre los cuales diez tocaban más o menos las posiciones de Tomás. Los medievalistas actuales ven en esta medida un hecho importante que entorpecía el p rogreso de la filosofía, así como una interpretación poco justificada del obispo de París49 .

48. E. H. Wéber, L'Homme en discussion a l'Université de París en 1270. La controverse de 1270 a l'Université de París et son retentissement sur la pensée de S. Thomas d'Aquin, París 1970; cf. las recensiones de C. Lefévre, Siger de Brabant a-t-il influencé saint Thomas? Propos sur la cohérence de l'anthropologie thomiste: Mélanges de Science Religieuse 31 (1974) 203-215 y de B.C.Bazán, Le dialogue phi-losophique entre Siger de Brabant et Thomas d'Aquin. A propos d'un ouvrage receñí de E.H. Wéber: Revue Philosophique de Louvain 72 (1974) 53-155.

49. Se debe agradecer a R. Hissette [Enquéte sur les 219 anieles condamnés a París le 7 mars 1277 (Louvain-Paris 1977)] el difícil y paciente trabajo sobre los artículos condenados. Una buena exposición de las circunstancias y del alcance de la condena la ofrece J. F. Wippel [The condemnations of 1270 and 1277 at París: The Journal of Medieval and Renaissance Studies 7 (1977) 169-201], con conclu-

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El 18 de enero de 1277, el papa Juan XXI había pedido a Étienne Tempier una información sobre la situación de la Universidad. Tempier, que asistía ya de t iempo con inquietud al progreso del aristotelismo, formó una comisión de teólogos (entre los cuales estaba Enrique de Gante) que actuaron con diligencia, y el 7 de marzo del mismo año, sobrepasando los límites de la misión que había recibido, condenó por su propia autoridad 219 proposiciones que reflejan la enseñanza de ciertos maestros de la Facultad de artes y, como he indicado, indirectamente por lo menos, algunas doctrinas tomistas.

La condena de 7 de marzo puso fin definitivamente a la carrera de Siger de Brabante y de muchos de sus colegas. Pero la significación histórica y las repercusiones prolongadas de esta condena, que fue la más grave de la edad media, sobrepasan el círculo de Siger. Es el acontecimiento central, alrededor del cual se organiza toda la historia del pensamiento, por lo menos en París y Oxford, durante el último tercio del siglo XIII .

Considerado en el plan concreto de la vida universitaria de París, el decreto episcopal aparecía como la reacción de la Facultad de teología contra la emancipación inquietante de la Facultad de artes y contra las audaces doctrinas que allí se enseñaban.

En el plan doctrinal, la condena de 1277 es presentada generalmente como una victoria del agustinismo sobre el aristotelismo, de la filosofía tradicional sobre la filosofía nueva, de la escuela de Buenaventura sobre la de Siger y la de santo Tomás. Sin duda, Tempier no era un teólogo de primera calidad (a decir verdad, no tenemos ningún escrito que nos permita juzgarlo), pero seguramente era un pastor consciente, que veía los peligros de ciertas actitudes intelectuales. Según Chátillon, no es indiferente notar que los dos maestros que aparecían al lado de Tempier, con Enrique de Gante, eran Jean de Orléans y Ranulf de l 'Houblonniére, dos teólogos seculares que nos han dejado diversos sermones al pueblo de París; esto confirmaría que las inquietudes del prelado eran más pastorales que doctrinales.

Sin embargo, el alcance doctrinal de la condena está fuera de duda. El aristotelismo es atacado, no sólo en sus doctrinas heterodoxas, sino en una serie de tesis perfectamente ortodoxas. Todavía bastante inconsistente y más o menos ecléctico en los teó-

siones muy próximas a las de R. Hissette. J. Chátillon analizó el proceso desde el punto de vista intelectual en L 'exercice du pouvoir doctrinal dans la chrétienté du Xllleme siécle. Le cas d'Étienne Tempier, en Le pouvoir, París 1978, 13-45; cf. todavía F. Van Steenberghen, Siger de Brabant et la condamnation de Taristotélisme hétérodoxe le 7 mars 1277: Académie Royale de Bélgique. Bulletin de la classe de Lettres et de Sciences Morales et Politiques, 5e serie, 64 (1978) 63-74.

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logos de Guillermo de Auvernia a san Buenaventura, el aristote-lismo había tomado forma de una síntesis robusta en santo Tomás. Pero este progreso y esta profundización teológica no había sido comprendida y otros teólogos de París creyeron deber mantener las doctrinas características del aristotelismo ecléctico. ¿Por qué esta actitud conservadora? Primero, porque estas doctrinas habían sido integradas en la teología especulativa por maestros venerables; después, porque las innovaciones introducidas por Tomás parecían sospechosas a causa de su indiscutible parentesco con el aristotelismo de Siger y sus partidarios. Así pues, los teólogos franciscanos y seculares que, alrededor de 1270, tomaron la defensa de este cuerpo de doctrinas constituido hacía más o menos cuarenta años, se imaginaron de buena fe que defendían la enseñanza tradicional de la Iglesia, la herencia de Padres y doctores. Para mejor combatir el prestigio de Aristóteles, Alberto, Tomás y Siger, se agruparon alrededor de Agustín y se proclamaron los herederos de su pensamiento y de su espíritu, en una escuela llamada neoagustiniana. Si Buenaventura fue su inspirador, su fundador fue Juan Peckham, maestro en París de 1269 a 1271: este franciscano fue el primero en denunciar las innovaciones filosóficas de Tomás como una infidelidad a Agustín. Por lo que hace a la «codificación» del neoagustinismo, fue obra de Guillermo de la Mare, también franciscano, autor del famoso Correctorium fratris Thomae, publicado poco después de la gran condena, entre 1277 y 1279.

Pero esta victoria del neoagustinismo no es el aspecto más fundamental del acontecimiento. En una perspectiva histórica, se trata en primer lugar del desenlace brutal de la crisis, los primeros síntomas de la cual se habían manifestado a principios de siglo: crisis de la inteligencia cristiana, sacudida por la irrupción masiva de la ciencia pagana. El decreto de 1277 es la reacción de los hombres de Iglesia contra la nueva amenaza del paganismo y es así como Peckham y sus partidarios comprendieron la situación. Lo que Peckham reprocha, sobre todo al tomismo, es el desprecio de las doctrinas de los Padres y apoyarse casi exclusivamente en los filósofos, de manera que la casa de Dios se llena de ídolos.

El decreto de Tempier tuvo como consecuencia retrasar el progreso del tomismo durante bastante tiempo y crear un malestar persistente en los ambientes universitarios de París, como muestra el texto de Gil de Roma que iniciaba este apartado. En 1296, después de veinte años de la condena, Godofredo de Fontaines duda todavía de enseñar una doctrina que parece afectada por el decreto y se abstiene propter periculum excommunicationis; y Godofredo es conocido por su independencia de espíritu hasta el extremo

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de afirmar que los maestros no estaban obligados a seguir el decreto episcopal.

El malestar universitario conllevó concretamente una cierta sospecha hacia la antropología de santo Tomás que enseñaba, como se dice en un enunciado técnico, «la unidad de formas» (es decir: la unicidad del principio del pensar y de la animación biológica) con el riesgo de plantearse el problema de la supervivencia del alma después de la muerte del cuerpo. Después que el sílabo de Tempier denunciara solemnemente esta doctrina, no obstante la fidelidad de algunos discípulos, la antropología de Tomás no consiguió penetrar en la mentalidad de los doctores ni en el comportamiento de los maestros espirituales. Hubo que llegar a nuestro siglo, con el progreso de la psicología, para que el crédito oficial de Tomás resultara eficaz en este punto concreto. Aunque sin referencias explícitas, las deliberaciones del Vaticano II —en su esfuerzo por situar al cristiano en un universo en construcción, como expone Gaudium et spes— se orientarán hacia una filosofía del hombre en la que la materia es consubstancial al espíritu5 .

III. REFLEXIONES FINALES

No pienso haber presentado una ponencia lo bastante exhaustiva y coherente como para poder ofrecer ahora unas conclusiones formales. Tampoco era este mi propósito. Me limitaré a formular unas breves observaciones. La misma variedad, tanto histórica como doctrinal, de estos tres textos y episodios, por otro lado de sobra conocidos, me permite ver unas constantes sobre el ejercicio del poder doctrinal en estos dos siglos del medievo occidental.

En primer lugar, quiero constatar que mi ponencia representa una verificación concreta de la tesis propuesta por Víctor Codina en torno a «verdades olvidadas sobre el magisterio eclesiástico»51. Se trata de verdades que pertenecen a la tradición eclesial, pero que empezaron a ser desatendidas a partir del primer milenio, es decir, desde la separación de la Iglesia de oriente. La separación de las dos iglesias constituye un momento decisivo de esta amnesia eclesial. No es ninguna sorpresa, pues, que en los tres textos medievales que he presentado se note la ausencia de cinco realidades a las cuales siempre tendría que ser sensible cualquier poder

50. Cf. M. D. Chenu, Situación humana: corporalidad y temporalidad, en El evangelio en el tiempo, Barcelona 1966, 401-424.

51. Veritats oblidades sobre el magisteri eclesidstic: Qüestions de Vida Cristiana 81 (1976) 45-62.

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doctrinal. Me refiero al apofatismo, al simbolismo, a la escatolo-gía, a la vida y a la colegialidad.

No se descubre en los siglos XII-XIII un magisterio atento al apofatismo, que se mantenga en una actitud modesta en sus afirmaciones, que sea consciente que ante el misterio no son aconsejables las palabras innecesarias. El magisterio que hemos descubierto tiene como ideal intervenir cuantas veces más mejor, y no únicamente cuando es necesario para la fe de los fieles: entra en verdaderas «quaestiones disputatae». No es un magisterio lo bastante respetuoso con el pluralismo doctrinal, que deje mucha libertad a las escuelas teológicas y a las conciencias de los fieles. Sin duda, esta postura debe explicarse por el concepto de «verdad» lógico y positivo, propio de la tradición occidental, que tiende a buscar una teología universal (la romana); en este tipo de magisterio hay una tendencia a definir, a pronunciarse y a dar su parecer hasta en temas que no son esenciales para la fe apostólica.

Por lo que se refiere al simbolismo, en esta época se ha esfumado la convicción patrística de que la liturgia es la principal «di-dascalía» de la Iglesia, según lo que escribía santo Tomás: para muchos fieles («minores», en su terminología), la única explicación posible de la fe es la participación en los misterios de quibus ec-clesia festa facit52.

La dimensión escatológica de la verdad supondría ser sensibles a la humildad de quien espera, de quien reconoce que estamos a tientas doñee veniat. Cuando esta dimensión no se atiende, el magisterio se desequilibra. El riesgo del magisterio medieval es creer que la presencia escatológica de la verdad le da derecho a una seguridad, que es excesiva a causa de olvidar el «todavía no». La pretensión de delimitar claramente la ortodoxia de la heterodoxia es muy peligrosa, aunque comprensible desde una perspectiva sociológica, que es la propia de la cristiandad.

Otro punto a considerar es la separación que se produjo en occidente entre la teología y la espiritualidad, fruto típico de un concepto de verdad que ha dejado de ser vista como vida. La verdad tiene el poder de hacer pasar de muerte a vida, nos hace participar de la vida divina. En consecuencia, la teología, según la misma letra de santo Tomás, debe ser ciencia especulativa y práctica a la vez53. Aquí se funda el valor testimonial de la santidad en orden a comunicar la verdad, valor apreciado máximamente en el ámbi-

52. De vertíate, q. 14, a. 11, respuesta final. 53. Cf. M. D. Cnenu, Teoría y praxis en teología: Ciencia Tomista XCIX

(1972) 5-10; para el futuro desarrollo del tema, cf. Le déplacement de la théologie, Paris 1977, 83-143, y Rene Marle, Le projet de théologie pratique, París 1979, con una orientadora selección bibliográfica, atenta a las aportaciones germánicas.

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to monástico, a través de los diversos agustinismos hasta Bernardo y los Victorinos, y subrayado también por los grandes maestros de la escolástica. Un magisterio que parte de una concepción vital de la verdad, tiene muy presentes no sólo los problemas lógicos de la verdad, sino sus implicaciones pastorales: en este aspecto, es posible que el sílabo de Tempier pueda admitir un juicio más benigno.

Por último, la verdad de la fe es una comunión, una experiencia colegial de Dios. El sujeto de la fe no es un «yo», sino un «nosotros». La revelación ha sido dada al pueblo, y el pueblo eclesial es su depositario. La verdad no permanece, pues, limitada a un sector del cuerpo eclesial, sea la jerarquía o los magistri. En este cuerpo, cada persona ha recibido su carisma para el bien del conjunto. La complementariedad del sensus fidelium y del magisterio quedó olvidada en aquel momento histórico54, y las consecuencias de ello llevaron a reducir al pueblo fiel a un receptor pasivo de unas verdades de las cuales era portador. En este contexto, el magisterio corrió el riesgo de hablar para unas minorías cultas y de caer en una aristocracia intelectual, a la manera como había de suceder con el tecnicismo de la escolástica decadente.

Si la Iglesia romana del medioevo olvidó todas estas realidades, prácticamente a partir del primer milenio, se explica en último término por la falta de neumatología. Con palabras del padre Congar, «no se hablaba del Espíritu santo más que como garantía de la infalibilidad de las instancias jerárquicas» . De este modo, la concepción del magisterio quedó marcada, sobre todo desde Gregorio IX, por una mentalidad veterotestamentaria sobre Dios y el ministerio, y resultó solidaria de un monoteísmo no trinitario. Stanislas Bretón, en su obra Unicité et monotbéisme56, pone en guardia ante ciertas interpretaciones del monoteísmo que han dado pie a la misma violencia física y mental del cristianismo. Sólo una visión trinitaria puede inspirar una eclesiología de colegialidad y, en consecuencia, una visión del ejercicio doctrinal en función de la comunión. Una eclesiología «encarnacionista», como la que dominó el XII y XIII, necesariamente conduce a conclusiones peligrosas, a causa de un desequilibrio en la formulación del misterio del Dios uno y trino. Desequilibrio en la formulación con

54. Cf. especialmente J. M. R. Tillará, Le «sensus fidelium». Reflexión théo-logique, en Foi populaire, foi savante, París 1976, 9-40 y E. Lamirande, La théologie du «sensus fidelium» et la collaboration de ¡'historien: ibid., 67-72.

55. La «réception» comme réalité ecclésiologique: Revue de Sciences Philoso-phiques et Théologiques 56 (1972) 392.

56. Paris 1981; cf. la recensión de R. Panikkar: Qüestions de Vida Cristiana 119 (1983) 119-121.

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implicaciones en la misma praxis eclesial, ya que la poca atención al Espíritu frena el dinamismo teologal, y —como resultado— las instancias doctrinales —especialmente las jerárquicas— desconfían de lo que lleva el sello de «novedad» y «pluralismo». La novedad y el pluralismo están vinculados al Espíritu que sopla donde y cuando quiere. Los tres textos que he presentado ilustran el miedo imperante en Guillermo de Saint-Thierry, Bernardo, Gregorio IX, Étienne Tempier, ante el nuevo lenguaje teológico y, no hay que decir, ante las nuevas doctrinas: se trata de un miedo a la razón. No olvidemos que en el período que nos ocupa, la Iglesia, cargada con el peso de su riqueza, no sólo de riqueza económica sino con una instalación poderosa en el orden cultural, siente el despertar evangélico de los mendicantes, que inauguraba un tiempo nuevo que afectaría particularmente a la teología. Entre el agusti-nismo tradicionalista y el aristotelismo innovador se reparte —sin que las simplificaciones puedan explicar todos los matices— el ejercicio del poder doctrinal, el jerárquico en la línea del de las seguridades que provienen de san Agustín; el poder de los magistri inaugurando nuevos caminos con una audacia no siempre feliz57. Sin duda llegaremos a la raíz del conflicto y a la causa profunda del miedo ante la razón, si observamos que la razón es, por naturaleza, una potencia de búsqueda y de interrogación. Cuando enuncia la verdad, incluso la que está admitida, experimenta su lozanía, siempre nueva, inventiva, gozosa. El biógrafo de santo Tomás, Guillermo de Tocco, al describir el choque que provocó su enseñanza, lo caracteriza por un adjetivo repetido ocho veces: «El hermano Tomás planteaba en su curso problemas nuevos, descubría métodos nuevos, empleaba conjuntos nuevos de pruebas; y al oír enseñar así una doctrina nueva, con argumentos nuevos, no se podía dudar que Dios, por irradiación de esta nueva luz y por la novedad de esta inspiración, le había otorgado el enseñar, de palabra y por escrito, una doctrina nueva». Comenta el padre Chenu: «contenido y método, espíritu y técnica, principios y conclusiones, estilo e inspiración, todos los elementos de esta alta ciencia de Dios concurrían a manifestar un nuevo tipo de teología»58.

Un nuevo tipo de teología, destinado a ser oficializado en la Iglesia católica. Pero que —como he indicado ya— la decisión episcopal de Étienne Tempier hizo sospechosa hasta el punto de

57. Un tema que ilustra oportunamente esta afirmación es el del pecado original: la clara doctrina de Agustín queda puesta en cuestión por Abelardo, aunque su formulación sea después condenada; cf. Jean Delumeau, Le peché et la peur, París 1983, 273-314.

58. M. D. Chenu, Santo Tomás de Aquino y la teología, Madrid 1962, 51.

El ejercicio del poder doctrinal 137

no poder superar un espiritualismo ambiguo que ha dominado los reflejos y virtudes de numerosas generaciones cristianas. Bajo la influencia conjugada de una sensibilidad religiosa y de una filosofía platónica, el occidente cristiano, dominado por la gran obra de Agustín, se ha formado una imagen del hombre en que la unión del cuerpo era una situación enojosa, y en que el mundo sólo era un andamiaje provisional en vistas a la ciudad celeste. El genio de Agustín superaba el grave desequilibrio de semejante concepción; pero la divulgación de esta mentalidad «espiritualista» ha pesado ampliamente en el comportamiento cristiano, dirigido por un magisterio deseoso de ofrecer caminos seguros a los fieles. La obsesión de la seguridad es propio de todo movimiento ideológico, y el cristianismo es uno de ellos desde una perspectiva sociológica. Por ello tal obsesión deja de ser monopolio de una época concreta: presente en el medioevo, todavía es mantenida hoy por el más alto magisterio jerárquico. Baste recordar —no obstante la repugnancia que experimenta un historiador al transferir palabras sin tener presentes los contextos— lo que dijo el papa Juan Pablo II, el 7 de noviembre de 1982, en el Camp Nou de Barcelona: «¿Queréis un criterio seguro, sistemático, que os guíe en el momento presente? Seguid la voz del magisterio»59. Es posible que en un eslogan como éste no se tenga en cuenta la cuestión de la oportunidad de una decisión doctrinal. Más explícitamente, con palabras de Rahner, esta cuestión «no puede menospreciarse remitiendo simplemente a que esta cuestión está ya resuelta si la decisión de que se trata es en sí verdadera. También una proposición verdadera (en su sentido último y rectamente interpretada) puede pronunciarse prematuramente y sin amor, o ser poco útil para la auténtica vida cristiana de los hombres; puede estar formulada en un horizonte mental que dificulte injustificadamente la obediencia creyente»60.

He aquí algunas de las lecciones que esta rápida y fragmentaria visión del ejercicio del poder doctrinal en los siglos XII y XIII nos ofrece a nosotros, teólogos del último cuarto del siglo XX. No tendré la ingenuidad de pensar que se puedan buscar en el pasado unas recetas o unas simples directrices, como si fuera suficiente para nuestro tiempo reproducir acríticamente actitudes de antaño. La teología es siempre una tarea inédita en función de una nueva situación histórica. Pero ello le estimula a escrutar con avi-

59. Cf. Juan Llopis, Evangelización y discurso papal: Iglesia Viva 104 (1983)

60. Karl Rahner, Magisterio eclesiástico, en Sacramentum mundi 4, Barcelona 1973, 396.

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138 Evangelista Vilanova

dez momentos privilegiados en que la palabra de Dios ha tomado carne en una nueva cultura y en un nuevo lenguaje. En la historia de la teología cristiana, los siglos XII y XIII son un ejemplo único del encuentro armonioso y tenso entre el patrimonio del pensamiento occidental y la revelación cristiana. Nunca se da repetición pura y simple en la historia. Pero nunca acabamos de recoger las lecciones de estos siglos tan ricos que supieron dar una respuesta audaz a los planteamientos intelectuales y vitales provocados por nuevas situaciones sociales y culturales.

8 La exaltación del poder magisterial

en el siglo XIX

JOSÉ M. CASTILLO

Introducción

Es evidente que las ideas eclesiológicas del siglo XIX han influido decisivamente en los hombres de Iglesia de nuestro tiempo. De manera que se puede afirmar, sin miedo de exagerar, que aquellas ideas están hoy presentes en la Iglesia mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. La razón de este hecho es muy clara: la eclesiología ultramontana, que triunfa ampliamente en Europa entre los años 30 y 70 del siglo pasado, alcanza su consagración definitiva en el concilio Vaticano I, y pasa después, a través de los manuales de enseñanza escolar, a las universidades, seminarios y facultades eclesiásticas de nuestro siglo, manteniéndose en sus esquemas fundamentales hasta los tratados de Zapelena y Salaverri, que muchos de nosotros tuvimos que aprender en nuestros años de estudio1. A esta influencia escolar hay que sumar el poderoso influjo que ejercieron sobre el pueblo fiel los catecismos y los sermones de los predicadores, ampliamente impregnados por la mentalidad de los manuales2. Es más, sabemos que incluso en el Vaticano II dejaron estas ideas su huella profunda. Porque, como es bien sabido, en la Lumen gentium subsisten_do^eclesio-logías:_una, profundamente renovadora, marcada por la idea de «pueblo de Dios»; la otra. claramerrt^c^nsj^adj3ra.^_ejtTucturacrá eñ" torno a la idea de «jerarquía». Y es claro que esta segunda ecle-siología adentra sus raíces en la teología del XIX3. Por eso resulta

1. Sobre los manuales de eclesiología y su influencia hasta el Vaticano II, véase Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin á l'époque moderne, Paris 1970, 455-458. Ver también la bibliografía de J. V. Beinvel, De Ecclesia Christi, Paris 1925, 6 s; G. Thils, Les notes de l'Eglise dans l'Apologétique catholique depuis la Reforme, Gembloux 1937; U. Valeske, Votum Ecclesiae, II Teil. Interkonfessionelle ekkle-siologische Bibliographie, München 1962, 20 ss.

2. Cf. Y. Congar, Bulletin de théologie: Rev. Se. Ph. Th. 59 (1975) 489. 3. Sobre las dos eclesiologías del Vaticano II, cf. J. A. Estrada, La Iglesia:

identidad y cambio, Madrid 1985, 55-57. Como dice muy bien J. A. Estrada, la

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140 José María Castillo

decisivo para nosotros el estudio de aquella teología. Al conocer mejor lo que ocurrió en el ámbito teológico durante el siglo pasado, comprendemos mejor, no cabe duda, muchas de las cosas que actualmente están ocurriendo en la Iglesia.

Ahora bien, la eclesiología del siglo XIX está profundamente marcada y condicionada por un hecho fundamental: la exaltación de la autoridad, concretamente de la autoridad papal, hasta tal punto que este tema de la autoridad y de la soberanía pontificia vino a ser la clave y la explicación de todo lo demás en la Iglesia4. La afirmación de Luis Bonald resulta programática en este sentido: «La autoridad de la evidencia debe ser sustituida por la evidencia de la autoridad»5. Y este planteamiento, aplicado al tratado de la Iglesia, venía a significar lo siguiente, a juicio de L. Brugére: «Todo el tratado de la Iglesia se funda lógicamente en la tesis que trata de la autoridad infalible, todo él consiste en el desarrollo de la sede, en el ejercicio y la eficacia de esta autoridad; y por lo tanto, de lajnisma manera que el tratado de Vera religionejse podría titular igualmente Tractatmde_revelatione, así el tratadod*e Ecclesia^e podríá~titular Iractatus de auctontate in materia reíis>ionis>fi. En todo esto se trataba, comólía ctícrio acertadamente Congar, de una restauración del catolicismo identificado a una autoridad, concre-tamentFila áutoridad^cTeT papa7! ~"

eclesiología tradicional de LG se caracteriza por su tendencia a definir de forma clara y jurídica la esencia y la estructura de la Iglesia, por su impregnación teológica neoescolástica y una clara orientación conservadora. Es una teología que acentúa el papel del papa y que tiende a ver a los obispos como delegados papales del cual reciben la jurisdicción. Es un tipo de eclesiología claramente piramidal, en la que el centro de la reflexión teológica está puesto en la jerarquía. O. c, 56.

4. Esta cuestión ha sido ampliamente estudiada: Y. Congar, L'Ecclésiologie de la révolution francaise au concile du Vatican, sous le signe de l'affirmation de l'autorité, en L'Ecclésiologie au XIX siécle, Paris, 1960, 77-114; R. Aubert, La géo-grapbie ecclésiologique au XIX siécle, en L'Ecclésiologie au XIX siécle, 11-55; H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát. Die pdpstliche Unfehlbarkeit im System der ultramontanen Ekklesiologie des 19. Jahrhunderts, Mainz 1975; E. Weinzierl (ed.), Die pdpstliche Autoritát im Katkolischen Selbsverstándnis des 19. und 20.]hs., Salzburg y München 1970; A. B. Hasler, Pius IX. Pdpstliche Unfehlbarkeit und 1. Vatikanum, Stuttgart 1977; P. Hégy, L'Autorité dans le Catholicis-me contemporain. Du Syllabus d Vatican II, Paris 1975; K. Buchheim. Ultramon-tanismus und Demokratie. Der Weg der deutschen Katholiken im 19. Jarhrhun-dert, München 1963; J. Fuchs, Magisterium, Ministerium, Régimen. Vom Ursprung einer ekklesiologischen Trilogie, Bonn 1941; W. Kasper, Die Lehre von der Tra-dition in der Rómischen Schule, Freiburg 1962.

5. Citada por L. Foucher, La Philosophie catholique en Frunce au XIX siécle avant la renaissance thomiste et dans son rapport avec elle (1800-1880), Paris 1955,

6. L. Brugére, De Ecclesia Christi, 1873. Ed. nova Paris 1878, p. XVIII, n. 2. 7. Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 415.

La exaltación del poder magisterial 141

Obviamente, esta manera de entender las cosas en la Iglesia tenía que tener sus consecuencias en el modo de comprender la teología y sus relaciones con el magisterio eclesiástico. En sana lógica, si en la Iglesia todo depende de la autoridad y del poder magisterial, a fortiori la teología no sólo depende de ese poder, sino además todo el quehacer teológico tiene que estar orientado a justificar, defender y reafirmar ese mismo poder. Es más, no sólo la teología, también la filosofía y hasta las ciencias humanas han de estar sometidas al magisterio papal. Así se planteaba la relación «teología-magisterio» en el siglo pasado. Ahora bien, sobre este asunto se deben formular tres preguntas, que interesa responder: 1) ¿por qué se llegó a esta situación?; 2) ¿qué argumentación teológica se dio para justificar ese tipo de autoridad magisterial?; 3) ¿qué consecuencias se siguieron de todo esto para la teología? Por lo tanto, voy a dividir mi exposición en tres partes: en la primera, analizaré los condicionamientos político-sociales e ideológicos que favorecieron este proceso de restauración de la autoridad papal; en la segunda, estudiaré la argumentación teológica que se dio para justificar este tipo de autoridad magisterial; y en la tercera, intentaré precisar Jas consecuencias que de todo esto se siguieron para la teología.

1. Condicionamientos socio-políticos e ideológicos de la restauración

¿Por qué se produce, durante la primera mitad del siglo XIX, un proceso tan profundo de restauración en la línea del fortalecimiento de la autoridad papal?

Ante todo, interesa recordar la coyuntura socio-política. El orden antiguo había sido radicalmente trastornado por el filosofismo del siglo XVIII, por la Revolución francesa y Napoleón8. Se hacía necesaria y urgente una restauración. Era preciso reconstruir el orden perdido. Y para eso, nada más eficaz que las ideas del catolicismo más tradicional. Resulta programática, en este sentido, una afirmación de F. Lamennais: «¿De qué se trata? De reconstruir la sociedad política con la ayuda de la sociedad religiosa, que consiste en la unión de los espíritus por medio de la obediencia al

8. Sobre este asunto, buen capítulo en H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 21-60. Ver también: W. Gurian, Die politischen und sozialen Ideen des franzósischen Katholicismus 1789-1914, Mónchengladbach 1929; H. Maier, Révolution und Kirche. Studien zur Frühgeschichte der christlichen Demokratie (1789-1901), Freiburg 1965; B. Plongeron, Conscience religieuse et révolution. Regarás sur l'historiographie religieuse de la Révolution francaise, Paris 1969; A. La-treille, L'Eglise catholique et La Révolution francaise, Paris 1946.

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142 José María Castillo

mismo poder»9. En realidad, este planteamiento tenía su razón de ser. Los hombres de Iglesia del siglo XIX estaban persuadidos de que todos los trastornos socio-políticos, que había acarreado el siglo XVIII, tenían un fundamento religioso. Y ese fundamento no era otro que la Reforma del siglo XVI10. Este planteamiento había sido formulado desde 1791 por Burke11 y más tarde por No-valis, Fr. Schlegel, Górres, Baader y Móhler12. La Revolución francesa, pensaban estos autores, no hizo sino aplicar, en el dominio político, el principio del libre examen que habían propugnado los Reformadores al rechazar la autoridad de la Iglesia13. Por eso, J. de Maistre llegó a afirmar: «Desde el siglo XVI, los revolucionarios atribuyeron la soberanía a la Iglesia, es decir al pueblo. El siglo XVIII no hizo sino transportar estas máximas al dominio de la política; es el mismo sistema, la misma teoría, hasta en sus últimas consecuencias»14. Por eso, insiste el mismo De Maistre, «los siglos XVI y XVII podrían ser designados como las premisas del siglo XVIII, que no fue en efecto nada más que la conclusión de los dos precedentes... El filosofismo no podía alzarse nada más que sobre las bases de la Reforma»15.

Esta manera de ver las cosas llevaba consigo una consecuencia lógica: puesto que la Revolución no había hecho nada más que traducir al dominio de lo temporal un error dogmático, por eso la Revolución era considerada como una herejía. De ahí la necesidad de oponerse al desorden revolucionario mediante principios y planteamientos religiosos, concretamente mediante un principio fundamental: la soberanía y la infalibilidad del papa. En este sentido, De Maistre es terminante: «No hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo,

9. F. Lamennais, Oeuvres completes, París 1836-1837; Frankfurt 1967, II, XIX. Cf. H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 81.

10. Cf. Y. Congar, L'Ecclesiologie de la Révolution francaise au concile de Va-tican sous le signe de l'affirmation de l'authorité, 79.

11. Thoughts on French Affairs, en Works IV (1899) p. 318. 12. Referencias dadas por J. R. Geiselmann, Vorwort de su ed. crítica de la

Symbolik, Kóln-Olten 1958, p. 27 s: Adam Müller, carta de 11 dic. 1817 a Met-ternich; Fr. Schlegel, Concordia, 1820, p. 35 y 41-42; Górres, Europa und die Révolution: Politische Schriften, hrsg. v. M. Górres, vol. IV (1845) p. 335-338; Fr. Baader: cf. D. Baumgardt, Franz von Baader und die philosophische Romantik, 1927, p. 245; Móhler, Gesam. Schriften und Aufs., hrsg. Dóllinger, vol. II (1840) p. 29. Novalis se sitúa más bien en el punto de vista de la destrucción de la unidad europea. Comp. K. Rottmanner, Kritik der Abhandlung Fr. Jacobis über gelehrte Gesellschaften, ihren Geist und Zweck., Landshut 1808. Cf. Y. Congar, L'Ecclesiologie de la Révolution francaise..., 79, nota 9.

13. Cf. Y. Congar, L'Ecclesiologie de la Révolution francaise..., 79. 14. J.,de Maistre, Du Pape, lib. I, cap. I, París 1821, 19-20. 15. J. de Maistre, Du Pape, concl. 474.

La exaltación del poder magisterial 143

no hay cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa sin la supremacía que le corresponde»16. Frases de este tipo recurren con frecuencia en la obra de J. de Maistre. Por ejemplo, en su famoso libro sobre el papa (Du Pape): «Sin Soberano Pontífice no hay verdadero cristianismo», «El cristianismo reposa enteramente sobre el Soberano Pontífice»17. Más aún, en una frase lapidaria, De Maistre llega a afirmar: «No puede haber sociedad humana sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía sin infalibilidad»18. Es exactamente la misma tesis que se encuentra, años más tarde, en Lamennais: «Sin papa, no hay Iglesia; sin Iglesia, no hay cristianismo; sin cristianismo, no hay sociedad: de suerte que la vida de las naciones europeas tiene, como ya lo hemos dicho, su fuente, su única fuente, en el poder pontificio»19. En el fondo, el pensamiento de estos autores queda perfectamente resumido en la afirmación que hace De Maistre desde el comienzo del primer capítulo de su obra fundamental, Du Pape: «Las verdades teológicas no son sino verdades generales, manifestadas y divinizadas en el círculo religioso, de manera que no se podría atacar una de esas verdades sin atacar una ley del mundo. La infalibilidad en el orden espiritual, y la soberanía en el orden temporal, son dos palabras perfectamente sinónimas»20. A los autores citados, De Maistre y Lamennais, se suman, en su pensamiento restaurador, hombres como Luis Bonald21 y Blanc de Saint-Bon-net22, en Francia, Karl Ludwig von Haller , Friedrich von Hur-

16. J. de Maistre, Correspondence, edit. por E. Daudet, París 1908, t. IV, 428. 17. J. de Maistre, Du Pape, disc. prel., p. 14. Cf. p. 6; Lib. I, cap. 5, p. 56;

Lib. II, cap. 7. p. 203; Lib. III, cap. 1, p. 283; cap. 2, p. 305; concl., p. 395, 427. Cf. Y. Congar, L'Ecclesiologie de la Révolution francaise..., 82.

18. Du Pape, lib. I, cap. 19, p. 147. 19. F. Lamennais, De la religión considerée dans ses rapports avec l'ordre po-

litique et civil, París 1825, 181. 20. J. de Maistre, Du Pape, lib. I, cap. 1, p. 17. Sobre el pensamiento de De

Maistre, cf. C. Latreille, Joseph de Maistre et la Papauté, París 1906; G. Goyau, La pensée religieuse de Jos. de Maistre d'aprés des documents inédits, Paris 1921; G. Bretón, «Du Pape» de Jos. de Maistre. Etude critique, Paris 1931; H. Kónig, Die Einheit der Kirche nach Jos. de Maistre und Joh. Móhler. Eind dogmatischer Beitrag zum Vatikanum: Theol. Quart. 115 (1934) 83-140; S. Merkle, Móhler: Hist. Jahrb. 58 (1938) 249-257; 59 (1939) 35-68; R. Triomphe, Joseph de Maistre. Etude sur la vie et la doctrine d'un materialíste mystique, Genf 1968; R. A. Le-brun, Throne and Altar. The Political and Religious Thought ofj. de Maistre, Ot-tawa 1965.

21. Théorie du pouvoir potinque et religieux dans la societé civile démontrée par la raison et par l'histoire, Constance 1796; Essai analytique sur les lois de l'ordre social, 1808; La legislation primitive considerée dans les derniers temps par les seueles lumiéres de la raison, 1802.

22. L'infallibilité, 1861, reeditado con prefacio por G. Fernaud, Paris 1956. 23. Die Restauration der Staatswissenschaften, 5 vol., Winterthur, 1816-1825.

Cf. G. Goyau, L'Allemagne religieuse. Le Catholicisme I, Paris 1905, 367-378.

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ter24, en Alemania, y Donoso Cortés25 y J. L. Balmes, que propagaron las ideas de De Maistre en España26. Todos estos hombres coinciden, en definitiva, en un punto fundamental: si la Revolución tuvo una causa propiamente religiosa (la disolución de ideas tradicionales que provenía de la Reforma), la restauración del orden antiguo tenía que tener su clave y su soporte definitivo en una autoridad inapelable, una autoridad que por tanto debía ser infalible. Y esa autoridad no era otra que la autoridad del papa.

De esta manera, las ideas del pensamiento restaurador fueron preparando el terreno en el que había de crecer pujante la teología ultramontana. En este sentido, hay que tener en cuenta, como se ha dicho muy bien, que el siglo XVIII no legó al XIX solamente los fermentos de la Revolución. Además de eso, legó también ideas y estructuras del absolutismo27. Se trata de las ideas que provenían de los teóricos del poder, de tiempos atrás: Bodin y Hob-bes28 e incluso J. J. Rousseau («la volonté general»), sin olvidar a los soberanos ilustrados y al josefinismo29. La Iglesia se veía amenazada de quedar reducida al dominio de lo privado en los Estados en los que toda la vida pública estaba reglamentada por el soberano y sometida a él, de manera que las actividades públicas de la Iglesia no escapaban al control absoluto del Estado. En estas corrientes de pensamiento y de acción jugaron un papel fundamental, como es bien sabido, el febronianismo y el josefinismo30. Ahora bien, en una situación en la que estaba tan seriamente amenazada la libertad de la Iglesia, era lógico que los defensores de esa libertad intentaran, por todos los medios, apoyarse en el poder del papa, como poder inapelable al que todo otro poder tendría que someterse. Pero, por otra parte, según el pensamiento restaurador del siglo XIX, hablar de poder inapelable era hablar de soberanía.

24. Cf. Y. Congar, en Catholicisme V, col. 1106. 25. Cf. J. Chaix-Ruy, Donoso Cortés, théologien de l'bistoire etprophéte, Pa

rís 1956. 26. Cf. C. Latreille, Joseph de Maistre et la papante, 276 s; H. J. Pottmeyer,

Unfehlbarkeit und Souveránitát, 90. 27. Y. Congar, Bulletin de Théologie: Rev. Se. Ph. Th. 59 (1975) 490. 28. Cf. R. A. Lebrun, Throne and Altar, 96 ss; R. Spaemann, Der Ursprune

der Soziologie aus dem Geist der Restauration. Studien uber L. G. A. de Bonald, München 1959, 81-83; H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 69; 392-395.

29. Sobre el josefinismo, cf. E. Winter, Der]osefinismus und seine Geschich-te. Beitráge zur Geistesgeschicbte Osterreicbs 1740-1848, Brünn-München-Wien 1943; F. Maass, Der Josefinismus. Quellen zu seiner Geschichte in Osterreich 1760-1790, 5 vol , Wien-München 1951-1961; H. Rieser, Der Geist des ]osefinismus und sein Fortleben. Der Kampf der Kirche um ihre Freiheit, Wien 1963.

30. Para la influencia del febronianismo en el josefinismo y sus consecuencias, cf. H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 115-125.

La exaltación del poder magisterial 145

Y la soberanía significaba, en último término, infalibilidad. José de Maistre es tajante a este respecto: «Este gobierno (del papa) es, por su misma naturaleza, infalible, es decir, absoluto; de lo contrario no gobernaría»31. Estas ideas se fueron imponiendo paulatinamente en la Iglesia católica, no sólo entre obispos y teólogos, sino incluso en el pueblo fiel. En 1852 escribía Montalembert: «Las ideas de este inmortal escritor (De Maistre) han llegado a ser lugares comunes para toda la juventud católica»32. Y poco antes, en 1843, un cronista escribía: «Las doctrinas de Bonald, de Lamen-nais, sobre todo de J. de Maistre, han prevalecido entre los cre-

entes católicos, entre los jóvenes»33. De esta manera, en los amientes católicos se llegó a imponer una teoría del poder papal

como poder absoluto, sobre todo en materia doctrinal, por lo tanto infalible. Pero lo curioso es que era una teoría del poder papal absoluto sin eclesiología. Como ha dicho muy bien Congar, se trataba simplemente de una cabeza hipertrofiada mandando a un cuerpo inerte34.

Por otra parte, entre los condicionamientos ideológicos, que favorecieron la restauración del siglo XIX, no podemos olvidar las corrientes de pensamiento que condicionaron en gran medida la vida eclesiástica durante el siglo XVIII. Me refiero concretamente al galicanismo35, al jansenismo aliado con el rikerismoi6, al febronianismo y al josefinismo, finalmente al episcopalismo ampliamente extendido sobre todo en Alemania37. Estas corrientes de pensamiento, a menudo mezcladas en el mismo medio, incluso en la misma persona, trabajaron también en el mismo sentido. Todas ellas representan un cuestionamiento profundo de lo que se llamaba, en los siglos XVI y XVII, la «policía» de la Iglesia, es decir su derecho público y a la vez su forma constitucional y su régimen de gobierno38. Ahora bien, en los ambientes eclesiásticos del siglo

31. J. de Maistre, Du Pape, lib. I, cap. 24. Citado por H. J. Pottmeyer, o. c , 68.

32. Ch. F. R. Montalembert, Des intéréts catholiques au XIX siécle, Paris 1852, 39.

33. Citado por C. Latreille, Joseph de Maistre et la papauté, Paris 1906, 318. 34. Y. Congar, Bulletin de théologie: Rev. Se. Ph. Th. 59 (1975) 492. 35. Sobre el galicanismo, cf. F. Vigener, Gallikanismus und episkopalistische

Strómungen im deutschen Katholizismus zwischen Tridentinum und Vaticanum, München-Berlin 1913.

36. Cf. E. Préclin, Les jansénistes du XVIII siécle et la Constitution avile du clergé. Le développement du Ricbérisme, sa propagande dans le bas dergé, Paris 1929.

37. Cf. F. Vigener, citado en nota 35. También: H. Becher, Der deutsche Primas. Eine Untersuchung in der ersten Hálfte des XIX Jahrhundert, Colmar 1943, 176 ss.

38. Y. Congar, L'Ecclesiologie de la Révolution francaise..., 86-87.

í

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146 José María Castillo

XIX, estas ideas fueron interpretadas como un ataque directo a la estabilidad misma de la Iglesia. De ahí la necesidad, que experimentaron los hombres de Iglesia, de afirmar vigorosamente la constitución monárquica de la Iglesia y, por cierto, una monarquía en la línea del absolutismo: un papa soberano absoluto, inapelable, y por eso infalible. A este respecto, es útil recordar que en 1799, el camaldulense Mauro Cappellari, que más tarde fue el papa Gregorio XVI, publicó su famoso libro, / / Trionfo della Santa Sede e della Chiesa39, que tuvo un éxito asombroso. Todo el libro está dominado por una idea: la existencia, las prerrogativas y hasta la fe de la Iglesia dependen del papa. Por eso, defender el cristianismo y la estabilidad de la Iglesia es lo mismo que defender y afirmar la soberanía absoluta del sucesor de Pedro. Las afirmaciones de Mauro Cappellari, en este sentido, resultan de lo más curioso. Por ejemplo, llega a decir que la subsistencia misma de la Iglesia depende de los privilegios del papado: «es tal la intrínseca e inapelable conexión que hay entre la Iglesia y la Silla Apostólica, que la subsistencia de aquélla depende de los privilegios de ésta»40. Es más, la firmeza en la fe reside sólo en la Jerarquía: «Dios prometió y dio la invencible firmeza en la fe únicamente al cuerpo jerárquico y no a la unión de todos los fieles indistintamente; porque sólo aquél (el cuerpo jerárquico) forma el cuerpo autoritativo»41. La fe se veía así esencialmente vinculada a la autoridad y al poder. El terreno estaba perfectamente amparado para que en él germinara y creciera la teología ultramontana, es decir, la teología de inspiración romana, que se orientó cada vez más decididamente en la línea de la afirmación del poder jerárquico y magisterial, sobre todo del papa.

En resumen, creo que confluyeron tres fuentes de pensamiento, que provocaron la reacción del restauracionismo del siglo XIX: en primer lugar, los reformadores protestantes, sobre todo Lute-ro, Melanchton y Calvino, que distinguían e incluso oponían dos dominios, el de la conciencia, en el que sólo Dios tiene autoridad, y el de la justicia exterior o civil, que corresponde a los magistrados42. En segundo lugar, los juristas o filósofos de la sociedad que, de una manera u otra, prepararon el camino a las ideas del siglo XVIII: Grotius y sobre todo Hobbes y Pufendorf43, que influye-

39. Cito la edición española: El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia, Madrid 1834.

40. M. Cappellari, o. c., 3. 41. M. Cappellari, o. c, 154. 42. Cf. F. E. Cranz, An Essay on the development of Luther's Thought on

Justice, Law and Society, Cambridge 1959. 43. Cf. J. Schlüter, Die Tbeologie des Hugo Grotius, 1919; G. Hartenstein,

La exaltación del poder magisterial 147

ron en los teóricos protestantes del derecho eclesiástico, en el sentido de una concepción asociacionista de la Iglesia, sometida, en cuanto se refiere al dominio público de su vida, a la autoridad del soberano temporal44. En tercer lugar, la filosofía, que si bien no es reducible a una escuela o a un modelo, es verdad que, en sus autores más representativos —Spinoza, Locke, Rousseau, Kant— representó la ruptura de los modelos tradicionales en la comprensión de la religión y sus presupuestos45.

Estas fuentes diversas alimentaron dos grandes corrientes de pensamiento, que no son extrañas la una a la otra. De una parte, la corriente de los canonistas febronianos, rikerianos, los teóricos del josefinismo46. De otra parte, la corriente de los juristas de la Revolución y del Imperio, que fueron como el receptáculo de las influencias galicanas y sobre todo roussonianas47.

El resultado de estas corrientes ideológicas fue doble. Ante todo, la ruptura con el orden antiguo, cuya expresión suprema fue la Revolución. De ahí la necesidad de restaurar el orden perdido mediante una autoridad inapelable, o sea, infalible. En segundo lugar, el peligro en que se vio la Iglesia de quedar sometida a los príncipes y soberanos absolutos. De ahí la tendencia a identificar infalibilidad con soberanía, es decir, con un poder ante el cual no cabe apelación posible. He aquí las bases del pensamiento restaurador del siglo XlX. Sobre estas bases se edificó la teología del magisterio que a continuación vamos a analizar.

2. Teología del Magisterio absoluto

Hablo aquí de teología del «magisterio absoluto» porque en realidad eso fue lo que defendió y afirmó la teología ultramontana del siglo XIX. En efecto, para esta teología, el magisterio autori-

Darstellung des Rechtsphilosophie des H. Grotius, München 1950; F. Schenck, Pu-fendorfs Kirchenbegriff: Zeitsch. d. Savigny. St. f. Rechtsgesch. 45 Kam. Abt. 14 (1925) 39-61.

44. En este sentido hay que citar: J. H. Bóhmer, lus ecclesiasticum prote<tan-tium, Halle 1714; Ch. Pfaff, Origines Iuris ecclesiastici, Tübingen 1719; Buddeus, Isagoge hist. theol. ad Theologiam universam, Leipzig 1730; cf. R. Sohm, Kircben-recht II, München-Leipzig 1923, 11-12.

45. Cf. L. Goldmann, Der cbristliche Bürger und die Aufkldrung, Neuwied 1968.

46. Cf. A. Rósch, Das Kirckenrecht im Zeitalter der Aufkldrung: Archiv. f. kath. Kirchenrecht 83 (1903) 446-482; 620-652; 84 (1904) 56-82; 244-262; 495-526; 85 (1905) 29-63.

47. Cf. K. D. Erdmann, Volkssouverdnitdt und Kirche. Studien über das Ver-hdltnis von Staat und Religión in Frankreicb vom Zusammentritt der Generalstdn-de bis zum Schisma, Kóln 1949.

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tativo de la Iglesia es el criterio decisivo de la fe. De tal manera que la doctrina de la Iglesia es la «Palabra de Dios» quoad nos, la expresíonde TaTvoTuntaar̂ de T3ios4S. De ahí su carácter inviolable e inapelable desde cualquier punto de vista. Por eso, la obediencia de la fe es^para la eclesiología del XIX^ obediencia a la autoridad eclesiástica^ La auto ridacT magisterial lo domina todojío invade" todo y TcT determina todo en la vida Je la Iglesia y de los fieles. Uc manera que la función de la teología no podía ser otra que justificar, defender y desarrollar la doctrina del magisterio eclesiástico.

¿Cómo llegó la teología del siglo pasado a esta conclusión? Para responder a esta pregunta, me voy a fijar, sobre todo, en el teólogo más influyente de la escuela romana, Juan Perrone. La obra de Perrone es la que tuvo mayor influencia antes del concilio Vaticano I, por lo menos a nivel escolar50. Sus Praelectiones Tbeologicae alcanzaron pronto 34 ediciones; y el Compendium, en dos volúmenes, llegó hasta 47 ediciones51. Sin duda alguna, Perrone fue el teólogo más leído en toda la Europa católica, entre los años 40 y 70 del siglo pasado. Ahora bien, ¿cómo plantea Perrone la cuestión del magisterio eclesiástico? La doctrina sobre el magisterio se sitúa, ante todo, según Perrone, en eJ_tratado De vera Religione. Y eso por una razón muy sencilla: la única religión verdadera es la religión revelada y aceptada por la Iglesia. Pero, por otra parte, el conocimiento de la revelación y la seguridad en ese conocimiento dependen del magisterio infalible: Nisi enim a publica, externa ac infallibili auctoritate, divina revelatio proponeretur, infallibiliter nobis constare non posset de identitate divinae revelationis52. Por eso, el cristianismo es un systema auc-toritatis, porque si en él se admite la revelación, como hecho fundamental, de la misma manera hay que admitir el único medio cier-

48. H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 351. 49. H. J. Pottmeyer, l .c. 50. Obras de Perrone: Praelectiones Tbeologicae, Roma 1835-1842; L'idea

cristiana delta chiesa avverata nel cattolicesimo, Genova 1862; De Romani Ponti-ficis infallibilitate, Roma 1874; // Protestantesimo e la regola di fe de, Roma 1853. Estudios: C. G. Arévalo, Some Aspects oftbe Theol. ofthe Mystical Body ofChrist in the Ecclesiology of G. Perrone, C. Passaglia and Cl. Schrader, Roma 1959; W. Kasper, Die Lehre von der Tradition in der Rómischen Schule, Freiburg 1962, 66-143; H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 279-297.

51. R. Aubert, La géograpbie ecclésiologique au XIX siécle, en L'Ecclésiologie au XIX siécle, 33.

52. Praelectiones Tbeologicae, Barcelona 1858, t. I, 109, n. 3. Por eso la seguridad en el conocimiento de la revelación depende de la infalibilidad: nisi itaque ab infallibili auctoritate, divinitus ad hoc instituía, revelatio proponeretur, nutan-tes ac dubii semper essemus circa verum obiectum ac germanum sensum ac intelli-gentiam eiusdem revelationis. Prael. Theol. I, 110, n. 4.

La exaltación del poder magisterial 149

to y seguro de conocer las verdades reveladas sin peligro de error. Y ese medio no es otro que la autoridad establecida por Dios en la Iglesia53. Por otra parte, ante la objeción lógica de que, en este planteamiento, la Iglesia se prueba por la Escritura, pero a su vez la Escritura se prueba por la Iglesia, Perrone responde que, en definitiva, es la Escritura la que fue aprobada por la Iglesia y depende de la Iglesia54, de tal manera que el magisterio eclesiástico es sibi sufficiens, es decir es suficiente por sí mismo, independientemente de la Escritura y, por supuesto, antes que ella56.

La consecuencia, que deduce Perrone de todo lo dicho, es que la Iglesia, es decir el magisterio, es la regla próxima de la fe y de la praxis de los cristianos: Ipsa propterea est regula próxima quoad nos omnium credendorum et agendorum57. Por lo tanto, la «regla próxima» de la fe no es la Palabra de Dios, sino el magisterio. De donde resulta que protestar contra la autoridad magisterial es lo mismo que negar la fe: Si igitur norma et regula próxima fidei nos-trae est auctoritas ecclesiae... patet quod quicumque hanc rejicit, seu contra eius auctoritatem protestatur, veram fidem habere ne-queat58. Por eso, insiste Perrone, el sistema de la fe es esencialmente un systema auctoritatis, porque creer es asentir a alguien por su autoridad59. Pero lo curioso es que aquí ya no se trata de la autoridad de Dios, sino directamente de la autoridad de la Iglesia, ya que de esa autoridad es de la que trata en todo el De vera Religione. La conclusión final es coherente con todo lo dicho: para Perrone, todo el cristianismo se fundamenta en la autoridad: Ex iis quae hucusque disseruimus pronum est colligere totum christia-nae religionis systema in auctoritate fundari60. Y sabemos perfectamente que, en la idea de Perrone, esa autoridad es la autoridad magisterial de la Iglesia.

En este «sistema de autoridad», el lugar preeminente y decisivo lo ocupa el Romano Pontífice. Y aquí es donde Perrone no ahorra elogios y ponderaciones. Para él, en efecto, el papa es la cuestión suprema de la que depende por completo la existencia y la

53. Prael. Theol. I, 114, n. 18. 54. Prael. Theol. I, 115, n. 23. 55. Hay que tener en cuenta que cuando Perrone utiliza la palabra «Iglesia»,

con ella se refiere al magisterio. Así lo dice expresamente: Ecclesiae nomine hicnon intellígimus coetum omnium fidelium... sedpotius episcopatum universum... nempe Corpus pastorum una cum romano pontífice, seu Ecclesiam docentem. Prael. Theol. I, 114, n. 15.

56. Prael. Theol. I, 115-116, n. 23. 57. Prael. Theol. I, 119, n. 41. 58. Prael. Theol. I, 147, n. 177. 59. Prael. Theol. I, 146, n. 175. 60. Prael. Theol. I, 189, n. 329.

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salvación de la Iglesia: Cum enim agitur de Ecclesiae capite, agi-tur de summa rei a qua ipsius Ecclesiae existentia et salus omnino pendetbx. Pero no sólo eso, porque el papa es la raíz de la unidad de la Iglesia y el principio de donde brota toda la autoridad de la misma Iglesia62. En este sentido, Schrader es, si cabe, más tajante: Pedro es la base y el culmen, el centro y el vértice de la Iglesia63, de manera que la verdad de la Iglesia deperfde de su unión con Roma64, lo mismo que la unidad de la misma Iglesia está vinculada a su dependencia de la jerarquía65. Lo que más sorprende, al leer a estos autores, es que la verdad, la salvación y la unidad de la Iglesia no dependen, según ellos, de la fe, del Espíritu o de la gracia, sino de un principio jurídico, el sometimiento, en el terreno jurisdiccional, al obispo de Roma. O dicho de otra manera, lo que interesa a estos autores no es el consenso universal de los creyentes en la fe y la caridad, sino la potestad del papa66.

Este aspecto del problema es fundamental en la eclesiología del siglo XIX. En efecto, el poder magisterial en la Iglesia no proviene de la potestad de orden, sino de la potestad de jurisdicción. De manera que la potestad de orden sólo implica una primacía de honor o preeminencia. El verdadero poder, en la Iglesia, es el poder de jurisdicción. Perrone, por ejemplo es muy claro en este sentido: Christus Petro primatum contulit non solum ordinis sen hono-ris ac praeeminentiae, sed veré iurisdictionis in universam eccle-siam suam, adeoque ecclesiae suae caput illum constituid7. Este poder de jurisdicción reside plenamente en el papa, que es la fuente y el origen de donde dimana todo el poder que hay en la Iglesia68. Por eso, el poder de los obispos proviene del poder del papa y depende enteramente de ese poder . Porque, como afirma Passaglia, de la misma manera que Cristo tiene la plenitud del poder, así Pedro es el origen y el principio de toda potestad en la Iglesia70. En definitiva, todo esto quiere decir que, para los teólogos del XIX,

61. Prael. Theol. IV, 158, n. 444. 62. Prael. Theol. IV, 187, n. 519. 63. C. Schrader, De Unitate Romanae Ecclesiae Commentarius, Viena 1862,

110, n. 145. 64. C. Schrader, o. c, 20. 65. C. Schrader, o. c, 68, n. 90. 66. H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 352. 67. Prael. Theol. IV, 159, n. 447. 68. Así, Palmieri afirma: Talis igitur est plenitudo potestatis Romani Pontifi-

cis, ut in ipsa tanquam in fonte sit omnis iurisdictio qua Ecclesia regitur. D. Palmieri, Tractatus de Romano Pontífice, Roma 1877, 379.

69. D. Palmieri, Tractatus de Romano Pontífice, 375. 70. C. Passaglia, Commentarius de praerogativis heati Petri apostolorum prin-

cipis auctoritate aivinarum litterarum comprobatis, Regensburg 1850, 524.

La exaltación del poder magisterial IU

el poder magisterial no se sitúa al nivel sacramental de la fe y de la gracia, sino al nivel jurisdiccional de la soberanía absoluta, que exige siempre una obediencia incondicional.

Pero es importante advertir que este planteamiento fue una novedad introducida en teología durante el siglo XIX. Sabemos, en efecto, que existió un debate sobre la relación entre magisterio y jurisdicción. Conocemos ese debate por el estudio histórico de J. Fuchs71. Fue F. Walter quien, en la cuarta edición de su Lehrbuch des Kirchenrecbts (1829), introdujo una potestas magisterii, que pertenecía al poder de jurisdicción, siendo así que hasta entonces el magisterio se derivaba de la potestad de orden72. Este planteamiento fue inmediatamente recogido y ampliamente divulgado por G. Phillips, sin duda alguna el más importante de los canonistas católicos del siglo pasado73, de manera que el magisterio vino a ser una parte del poder jurídico soberano. Por lo demás, sabemos que el concilio Vaticano I explicó el magisterio y la infalibilidad a partir del primado de jurisdicción74. De esta manera, el magisterio quedó situado, no en el dominio de la comunión en la fe y en el amor, sino en el terreno de la soberanía jurisdiccional como poder vinculante. Ahora bien, situados en ese terreno, se podía llegar perfectamente a la formulación extrema de Hobbes: Authori-tas, non veritas, facit legem75. Y, de hecho, yo creo que se llegó prácticamente a ese planteamiento, puesto que la obediencia ante la soberanía del papa se consideró un principio absolutamente incuestionable. En este sentido, es elocuente Schrader, uno de los teólogos más influyentes en el concilio Vaticano I. A juicio de este teólogo, el principio de la soberanía papal exige como respuesta la obediencia incondicional siempre y en cualquier situación {ubique et semper)76. De tal manera que desobedecer al Soberano Pontífice sería lo mismo que violar la voluntad de Cristo, quebrantar el vínculo establecido en la Iglesia, y poner en cuestión, con atrevimiento desvergonzado, los capítulos fundamentales de la fe77. Por otra parte, la obediencia al papa abarca, no sólo las cuestiones

71. Traducido al francés: J. Fuchs, Origine d'une trilogie ecclésiologique a l'époque rationaliste de la théologie: Rev. Se. Ph. Th. 53 (1969) 185-211.

72. Cf. Y. Congar, Bulletm de Théologie: Rev. Se. Ph. Th. 59 (1975) 491. Cf. F. Walter, Lehrbuch des Kirchenrecbts aller christlicher Confessionen, Bonn 1929, en la edic. 14 (1871), p. 30, 7. Ver H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souveránitát, 372-375.

73. G. Phillips, Kirchenrecht I, Regensburg 1845, 253. 74. DS 3060. 75. Th. Hobbes, Leviathan sive de Materia, Forma et Potestate Civitatis

Ecclesiasticae et Civilis, Amsterdam 1670, 133. 76. C. Schrader, De Unitate Romana Commentarius, 123, n. 154. 77. Romano igitur episcopo... obedientiam detrectare, perinde est ac volunta-

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de la fe y las normas rituales y litúrgicas, sino además la organización de la vida familiar, el régimen y la legislación civil, la vida doméstica e incluso la ratio vivendi singuli cuiusque fidelis7 . Todo, por tanto, quedaba sometido al poder del papa como soberano absoluto. Y aquí es donde se plantea la cuestión más significativa. Porque Schrader no escamotea la dificultad obvia, que en este asunto se puede plantear: ¿y si el papa abusa de un poder tan absoluto? (At inquis, quid si tantae huiusmodi potestatis fieres abusas?)79. La respuesta de Schrader es desconcertante: no hay, ni puede haber, excepción en ningún caso a la obediencia debida al papa, porque una potestad que pudiera ser acusada, sería una potestad nula: suprema namque potestas quae veluti rea acensar etur, iuridice nulla foret80. El punto de vista jurídico es fundamental: la soberanía absoluta es inviolable, incluso cuando se pone en cuestión la verdad o la objetividad de las cosas. Estamos en el mismo planteamiento de Hobbes: Authoritas, non veritas, facit legem. Aquí ya no se pone en cuestión la verdad de la revelación, sino el principio inviolable de la soberanía absoluta. Hasta eso llegó la teología del siglo XIX en su justificación y valoración del magisterio eclesiástico.

Por otra parte, es importante también tener en cuenta que es durante el siglo XIX cuando el concepto de dogma alcanza su significación actual y su carta de ciudadanía en el lenguaje eclesiástico. En los primeros siglos de la Iglesia, la palabra dogma no tiene sentido preciso y concreto, porque a veces se refiere a las opiniones heréticas de una escuela o, por el contrario, a las tradiciones de la Iglesia que no están recogidas por escrito82. En cualquier caso, sabemos que el concepto de dogma apenas ha jugado un papel digno de mención entre los teólogos de la Edad Media83. Como sabemos igualmente que el término «dogma» no aparece en ningún concilio antes del Vaticano I84. El primer autor que utiliza la palabra «dogma», en el sentido moderno, es el franciscano Felipe Neri Chrismann (1751-1810) en su Regula fidei catholicae, publicada en 179285. En este caso ya se entiende el dogma como una

tem Christi violare, statutum ecclesiae vinculum perfringere, et ausu nefario ipsa sanctissima fidei capita petere. C. Schrader, o. c , 431, n. 452.

78. C. Schrader, o. c, 435, n. 457. 79. De Unitate Romana..., 437, n. 459. 80. O. c, 438, n. 460, 2. 81. Así en Ireneo (Adv. haer. 2, 97). Cf. W. Kasper, Dogma y Palabra de

Dios, Bilbao 1968, 35. 82. Así, en S. Basilio (De Spiritu sancto 66). W. Kasper, o. c , 36. 83. W. Kasper, o. c, 37. 84. W. Kasper, o. c, 34. 85. Regula fidei catholicae, Kempen, 1792. Cf. J. Beumer, Die Regula fidei

La exaltación del poder magisterial m

verdad revelada, que la Iglesia propone para ser creída con fe divina, de tal manera que la doctrina contraria se considera herética86. Este concepto de «dogma» se generalizó en el siglo XIX y fue casi expresamente citado por el Vaticano I87. Juega un papel importante en el Syllabus de 186488 y en la encíclica Pascendí89. De esta manera se vino a producir, como ha dicho W. Kasper, el hecho sorprendente de que un concepto tan central en la Iglesia católica para la manera de pensar actual como el de dogma, se usa por primera vez, en la teología católica, a partir de finales del siglo XVIII, y también por primera vez, en el lenguaje oficial de la Iglesia, a partir del siglo XIX, en el sentido ordinario actualmente. Además, el lenguaje del dogma aparece en un contexto muy determinado, en primer lugar como delimitación contra el protestantismo, después en el concilio Vaticano I, defendiéndose de corrientes racionalistas en el interior de la Iglesia y, por fin, de errores modernistas90. El dogma es, por lo tanto, en su origen, un concepto polémico. Y sobre todo, un concepto cuyo elemento determinante es la intervención del magisterio. Así, como observa el mismo Kasper, se produjo un cambio decisivo en la comprensión del dogma: de una fundamentación del dogma con relación a su contenido teológico a una fundamentación formal jurídica91. De nuevo nos encontramos con el mismo fenómeno, característico de la teología del siglo XIX: lo que interesa, ante todo y sobre todo, en la formulación teológica, no es la verdad en sí o el dato revelado, históricamente fundamentado e interpretado, sino la funda-mentación meramente formal y extrínseca con la prueba de la prerrogativa del magisterio eclesiástico iure divino .

Antes de terminar este apartado, quiero tocar, siquiera sumariamente, un punto que me parece importante. ¿Se puede decir que toda la teología católica del siglo XIX participó de los planteamientos que acabo de exponer? Sabemos que en el concilio Vaticano I existió una minoría, que no estuvo de acuerdo con las

catholicae des Ph. N. Chrismann OFM und ihre Kritik durchj. Kleutgen SJ: Franz. Stud. 46 (1964) 321-334.

86. Quod dogma fidei nil aliud sit, quam doctrina et veritas divinitus revela-ta, quae publico Ecclesiae iudicio fide divina credenda ha proponitur, ut contraria ab Ecclesia tamquam haeretica doctrina damnetur. F. N. Chrismann, Regula fidei cath., 5.

87. DS 3011; cf. 3020, 3041, 3043, 3073. Cf. W. Kasper, o. c, 40-41. 88. DS 2909, 2921, 2922. 89. DS 3422, 3426, 3427, 3482; cf. 3423, 3424, 3435, 3454, 3465. 90. W. Kasper, o. c, 41. Cf. A. Deneffe, Dogma. Wort und Begriff: Scholas-

tik 6 (1931) 521. 91. W. Kasper, o. c, 46. 92. W. Kasper, o. c, 48.

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tesis infalibilistas y, en general, con todo lo que fue la inflación magisterial que acabo de describir. Sabemos que en esta minoría hubo teólogos importantes, sobre todo historiadores, como He-fele y Dóllinger. Pero el problema está en determinar, de alguna manera, el número y la influencia real de esta minoría, sobre todo si tenemos en cuenta las presiones, que se ejercieron desde Roma, contra la referida minoría. Estas presiones han llegado a plantear seriamente la duda de si el concilio fue realmente libre en sus decisiones93. En todo caso, es cierto que existió, durante el siglo XIX, una corriente eclesiológica de tipo patrístico, que elaboró una rica y profunda concepción de la Iglesia de tipo sacramental94. Aquí se sitúa J. Móhler y, en general, los autores de la escuela de Tubinga95. Pero no sólo ellos. También se pueden mencionar en esta dirección Scheeben96, Newman97 y Fr. Pilgram98. De todas maneras, es preciso reconocer que incluso los teóricos de una verdadera eclesiología se situaron de parte de la infalibilidad, como es el caso de P. L. Guéranger" y también de Scheeben100, sin olvidar el papel preponderante que el mismo Móhler concede a la jerarquía sobre todo en la Symbolik101. Por lo demás, hoy está fuera de duda que la teología ultramontana dominó los principales centros de estudio del siglo XIX, no sólo en Roma, como es lógico, sino además en Francia y en Alemania102.

93. Cf. A. B. Hasler, Pius IX. Papstliche Unfehlbarkeit und I. Vatikanum, Stuttgart 1977,170-177; R. Báumer, Manipulation oder Freiheit auf dem Ersten Va-tikanischen Konzilf: Anzeiger für die Katholische Geistlichkeit 80 (1971) 197-200.

94. Cf. Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 417-424; A. Kerkvoorde, La théologie du Corps Mystique au XIX siécle: NRT 67 (1945) 1025-1028.

95. Amplia bibliografía en Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 417-418. Hay que destacar los estudios de J. R. Geiselmann,/. A. M. und die Entwicklung seiner Kirchenbegriffes: TQ 112 (1931) 1-91;/. A. Móhler, die Einheit der Kirche und die Vereinigung der Konfessionen, Wien 1940; Les va-riations de la définition de l'Eglise chez J. A. Móhler, en L'Ecclesiologie au XIX siécle, 141-195.

96. Cf. W. Bartz, La Magistére de l'Eglise d'aprés Scheeben, en L'Ecclesiologie au XIX siécle, 309-328.

97. Cf. Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 435-437, con amplia bibliografía.

98. Cf. Y. Congar, o. c. 423-424. 99. Cf. H. J. Pottmeyer, Unfehlbarkeit und Souverdnitdt, 93-99. 100. Cf. H. J. Pottmeyer, o. c, 264-265; 381. 101. Cf. Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 422-423. 102. Así lo ha demostrado ampliamente R. Aubert, La géographie ecclésiolo-

gique au XIX siécle, en L'Ecclesiologie au XIX siécle, 14-32.

La exaltación del poder magisterial W>

3. Consecuencias para la teología

El día 21 de diciembre de 1863, el papa Pío IX escribe una carta al arzobispo de Munich en la que expresa las profundas angustias, que el Pontífice ha experimentado103, por un asunto que es de su máxima preocupación. ¿De qué asunto se trataba? En septiembre del mismo año, 1863, se había celebrado en Munich un congreso de teólogos, en el que, a juicio del mismo Pío IX, se trataba de «promover la auténtica ciencia de la Iglesia católica, defendiéndola de las nefastas y perniciosas opiniones de los adversarios»104. Hasta aquí nada parece hacer pensar que el papa tuviera motivo de especial preocupación. Entonces, ¿por qué aquellas angustias? Por lo que dice Pío IX en su carta, se había cometido un fallo gravísimo: el congreso se había convocado de tal manera que la invitación al mismo se envió «sin el impulso, la autoridad y la misión» de la jerarquía eclesiástica105. Ahora bien, esto era absolutamente intolerable, porque «sólo a la potestad eclesiástica pertenece, por derecho propio, vigilar y dirigir los estudios teológicos»106. Aquí es de notar los dos verbos que utiliza el papa: advigilare ac dirigere. La misión del magisterio no es sólo vigilar, para la teología, de todo el proceso de exaltación magisterial que que la iniciativa en cuestión fuera una cosa tan simple como invitar a un congreso de teología. Hasta eso llegaba el control que el magisterio ejercía sobre la teología.

He aquí, por lo tanto, la primera consecuencia, que se siguió para la teología, de todo el proceso de exaltación magisterial que se produjo en el siglo pasado. De esta manera, la teología, y en general el quehacer científico, quedó supeditado a una instancia ex-tracientífica: el poder jurisdiccional del soberano gobernante de la Iglesia. En este sentido, el mismo Pío IX habla de «sujeción que obliga a todos los católicos»107. Y por cierto, una sujeción que se debe mantener, no sólo en lo que respecta a los dogmas de la Iglesia, sino, además, a las decisiones de las Congregaciones romanas y a todo lo que sostiene el común y constante consenso de los católicos, de manera que no sólo se deben evitar las conclusiones he-

103. Ac dissimulare non possumus, non levibus Nos angustiis affectos fuisse... Corpus Actorum RR. Pontificum. Pii IX Pontificis Maximi Acta, Graz, 1971 (citaré AP), 1/3, 637.

104. AP 1/3, 636-637. 105. AP 1/3, 637. 106. ... ecclesiasticae potestatis, ad quam proprio ac nativo iure unice pertinet

advigilare ac dirigere theologicarum praesertim rerum doctrinam. AP 1/3, 637. 107. Sed cum agatur de illa subiectione, qua ex conscientia ii omnes catholici

obstringuntur. AP 1/3, 642.

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réticas, sino incluso aquéllas que, de alguna manera, merecen cualquier tipo de censura . Es más, no sólo la teología, sino hasta la filosofía y las ciencias humanas han de estar sometidas al control del magisterio. Y la razón, para Pío IX, es muy clara: los científicos católicos tienen que someterse en todo a la divina revelación, para que así puedan estar completamente libres de errores109. Por eso es falso e insincero hablar de libertad en la ciencia; también el saber científico está obligado por la obediencia debida al magisterio de la Iglesia (rae in asserenda fallad, et minime sincera scientiae libértate abriperentur ultra limites, quos praetergredi non sinit obe-dientia debita erga magisterium ecclesiae ad totius revelatae veri-tatis integritatem servandam)110. Por lo demás Pío IX estaba persuadido de que la razón humana cae inevitablemente en el error, en cuanto rechaza la autoridad de la Iglesia111. De ahí, la preocupación constante por mantener a la teología dentro de los límites de la obediencia debida a la autoridad y al poder constituido. Y hay que decir que en este punto se llegó hasta límites inconcebibles. Porque no sólo se trataba de obedecer a la autoridad eclesiástica, sino incluso al poder civil. Por eso, en una carta dirigida a los obispos del Imperio Austríaco (5.XI.1855), Pío IX insiste en que, antes de designar a los profesores de teología, se investigue con suma diligencia si el emperador tiene algo contra ellos112. Las personas que estaban mal vistas por el gobierno no podían enseñar teología. Tal era la situación de absoluto sometimiento en que se veía la ciencia teológica en el siglo XIX.

De este estado de cosas, se siguió lógicamente otra consecuencia: la preocupación fundamental, en la enseñanza de la teología, no era, ni podía ser, la búsqueda de la verdad y el progreso en el conocimiento de la revelación, sino simplemente evitar, a toda costa, el error. Entendiendo obviamente por error todo aquello que estaba en contra del magisterio eclesiástico. En este sentido, fue una especie de obsesión constante, en los papas del XIX desde Gregorio XVI hasta León XIII, evitar toda posible desviación en la enseñanza teológica en los seminarios113. Se trataba, por tanto,

108. AP 1/3, 642-643. 109. Quamvis enim naturales illae disciplinae suis propriis ratione cognitis prin-

cipiis nitantur, catholiá tamen earum cultores divinam revelationem veluti rectri-cem stellam prae oculis habeant oportet, qua praelucente sibi a syrtibus et erroribus caveant. AP 1/3, 640-641.

110. AP 1/3, 638-639. 111. Alocución en consistorio secreto (11.XII.1854). AP 1/1, 623-624. 112. Insuper ob eamdem causam antequam eligatis Seminarii professores et

Magistros, opus est, ut diligentissime inquiratis et certi skis, num Ipsa Caesarea et Apostólica Maiestas aliquid contra illos babeat circa res políticas. AP 1/2, 489-490.

113. Gregorio XVI, Letras Apostólicas (29.111.1831). Corpus Act'orum RR.

La exaltación del poder magisterial 157

de una teología defensiva y asustada, obsesionada incluso por el peligro de posible desviación doctrinal. Una teología así, difícilmente podía progresar, sobre todo si tenemos en cuenta los peligros que se veían en todo lo nuevo. Este punto me parece fundamental en la enseñanza pontificia del siglo XIX. Así, para Gregorio XVI, las nuevas opiniones, en materia doctrinal, son auténticos monstruos114 y la causa de que se hayan arruinado tantos imperios y culturas1 5. Por eso, hay que evitar, en todo caso, el afán de novedades, no sólo en teología, sino incluso en las demás ramas del saber humano116, porque quienes se dejan llevar por el deseo malsano de lo nuevo son maestros del error (qui novitatis cu-pidine et aestu semper discentes..., magistri existunt errorisj117. Esta misma preocupación por evitar todo lo nuevo se repite insistentemente en Pío IX118 e incluso aparece también en León XIII119. Lo importante, lo verdaderamente decisivo, para el magisterio eclesiástico del siglo XIX, es que se mantuviera, a toda costa, la enseñanza tradicional en el quehacer teológico. El camino hacia cualquier posible enriquecimiento teológico estaba prácticamente bloqueado.

Pontificum. Acta Gregorii Papae XVI (en adelante AG), Graz 1971, I, 11; Decreto de la Congr. de Estudios (1.X.1831). AG I, 63; Ene. Mirarivos (18.IX. 1832). AG I, 170; Pío IX, Ene. Qui pluribus. AP 1/1, 20; carta a los obispos de Italia (8.XII.1849). AP 1/1, 217-218; carta a los obispos de España (17.V.1852). AP 1/1, 364; carta a los obispos de Francia (21.111.1853). AP 1/1, 440, 443; Letras Apostólicas (3.X.1853). AP 1/1, 540; carta a los obispos de Armenia (2.II.1854). AP 1/1, 570; Alocución en el consistorio secreto (9.XII.1854). AP 1/1, 628-629; carta a los obispos de Austria (5.XI.1855). AP 1/2, 489, 522; carta a los obispos de Italia (25.VIII.1859). AP 1/3, 99; carta a los obispos orientales (8.IV.1862). AP 1/3, 434; alocución al consistorio secreto (9.VI.1862). AP 1/3, 459; carta a los obispos de Portugal (3.VII.1862). AP 1/3, 464; León XIII, ene. Aeterni patris (4.VII.1879). ASS XII, 102.

114. Ene. Mirari vos (18.IX.1832). AG I, 170. 115. Ene. Mirari vos. AG I, 172. 116. Ene. Miran vos. AG I, 173; carta a un obispo suizo (28.VII.1833). AG

I, 277, 278; ene. Quo graviora (4.X.1833). AG I, 307, 308; carta al obispo de Ba-silea (8.III.1834). AG I, 383; ene. Singulari vos (7.VII.1834). AG I, 434; ene. Com-misum divinitus (17.VI.1835): AG II, 33, 36.

117. Ene. Dum acerbissimas (26.IX.1835). AG II, 85; cf. carta al clero armenio (2.V.1836). AG II, 108; carta al arzobispo de Friburgo (30.XI.1839). AG II, 385, 386; ene. Probé nostis (18.IX.1840). AG III, 84. En este texto habla del pravo etiam scientiarum naturalium recentiumque inventorum uso; carta al obispo de Malta (31.VIII.1843). AG III, 288; Letras Apostólicas (7.VII.1844). AG III, 338.

118. Carta a los obispos de Irlanda (25.111.1852). AP 1/1, 359; nueva carta a los mismos (20.111.1854). AP 1/1, 583; carta a los obispos de Austria (17.111.1856). AP 1/2, 518; carta a los obispos de Portugal (3.VII.1862). AP 1/3, 464; carta al arzobispo de Munich (11.XII. 1862). AP 1/3, 548; nueva carta al mismo (21.XII. 1863). AP 1/3, 644; carta al obispo de Lyon (17.111.1864). AP 1/3, 646, 649; carta al arzobispo de Munich (18.VIII.1864). AP 1/3, 678.

119. Ene. Aeterni Patris (4.VII.1878). ASS XII, 111.

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158 José María Castillo

Por eso se ccTmprende la pobreza teológica de los manuales nacidos a partir de los planteamientos del XIX. Esto se advierte, sobre todo, en eclesiología. Casi todo se reduce prácticamente a una apologética del magisterio, considerado como medio de conocimiento religioso auténtico y como autoridad determinante los diversos «lugares teológicos» en su cualidad formal120 . De ahí el planteamiento de los tratados De Ecclesia: después de un tratado De vera religione con el que se pretendía concluir en favor de la verdad del cristianismo, venía el tratado De vera Ecclesia con el que se llegaba a concluir que la autoridad divina del magisterio eclesiástico era el punto central y la clave del conocimiento teológico121 . Más no dieron de sí aquellos tratados teológicos.

Conclusión

El análisis de la relación «teología-magisterio», tal como se desarrolló en el siglo XIX, se puede resumir en tres conclusiones, que voy a exponer sumariamente, para terminar con una reflexión.

1. La teología dominante, durante casi todo el siglo XIX, fue la teología ultramontana, fuertemente inspirada y condicionada por el movimiento ideológico de la restauración, que nació como reacción opuesta a la Revolución francesa y a los planteamientos de la Ilustración. Es verdad que, en el siglo pasado, nacieron otras teologías, por ejemplo la de la escuela de Tubinga, la de Scheeben, Newman o Pilgram. Pero hay que reconocer que estas otras teologías no tuvieron ni la extensión, ni el influjo de la teología elaborada por Perrone, Schrader y Passaglia. De hecho, estos autores fueron los que condicionaron, de manera decisiva, los planteamientos y resultados del concilio Vaticano I.

2. El tema central de la teología ultramontana fue la exaltación del poder magisterial, concretamente el poder autoritario del papa como soberano absoluto. Esta teología se caracteriza, en primer lugar, por la estrecha relación que establece entre soberanía e infalibilidad; en segundo lugar, por la relación entre poder magisterial y poder de jurisdicción. De donde resulta que como el poder jurisdiccional absoluto reside sólo en el papa, toda autoridad y verdad en la Iglesia es parte de la autoridad y de la posesión de verdad del soberano pontífice. Por eso, el cristianismo vino a ser, para los teólogos ultramontanos, un systema auctoritatis. Y además, la autoridad magisterial_dejaJgleiia_yino_a ser la regula pro-

120. Y. Congar, L'Eglise de saint Augustin a l'époque moderne, 456. 121. Y. Congar, /. c .

La exaltación del poder magisterial 159

ximaet suprema quoad nosr de la fe. Dicho de otra manera, la obediencia de la fe se convirtió en obediencia hacia la autoridad eclesiástica. Más aún, el magisterio autoritativo vino a ser el más importante criterio de la fe. De esta manera, la doctrina de la Iglesia se convirtió en «palabra de Dios», en la expresión privilegiada de la voluntad de Dios.

3. A partir de los planteamientos indicados, la teología vino a quedar totalmente supeditada al magisterio autoritativo, ya que este.se consideraba com.Q_.el critexÍ.a.jepisternológico fundamental en el conocimiento, de. Jamerdad. Por eso, la función de la teología quedó reducida a justificar y explicar el magisterio. Su tarea fundamental era evitar el error, entendiendo por error lo que no estaba de acuerdo con los planteamientos jerárquicos. La consecuencia inevitable, que se siguió de todo esto, es que la teología se vio limitada y empobrecida hasta límites increíbles. Y la razón es muy clara: al quedar la teología subordinada al poder, es decir a un criterio extracientífico, se vio reducida al papel de ideología, que sus^ tenta, legitima y explica las pretensiones autoritarias del soberano absoluto, que, según los teólogos ultramontanos, es quien tiene que gobernar a la Iglesia.

La reflexión que todo esto me sugiere, es obvia. Empecé diciendo que la mentalidad del siglo XIX, en lo que respecta a la autoridad magisterial, sigue hoy presente en la Iglesia seguramente mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. Los hombres que hoy influyen más decisivamente en la Iglesia, estudiaron, casi todos, su teología antes del concilio Vaticano II. Y es claro que la teología que estudiaron es la que provenía del siglo XIX a través de Hurter , Billot, Dieckmann, d 'Herbigny, Pesch, Ler-cher, hasta los últimos tratados de Zapelena_yJüalaverri. Eso es lo que se estudió en los seminarios y facultadles eclesiásticas hasta los mismos años del Vaticano II. Y no hay que olvidar que los planteamientos eclesiológicos del siglo XIX se vieron reafirmados y reforzados por Pío X, en su lucha antimodernista, cuyo espíritu pasó literalmente a los tratados siguientes. Ahora bien, en la mentalidad de Pío X, la identificación del papa con Cristo es perfecta: «Cjjandjoj¿jjaga habla, es Cristo el que habla; cuando el papa en- " seña, es Cristo eFque enseñá»7 decía Pío X n 2 7 X a 3ivinización~3e la~institúcíon eclesiástica resultaba así indiscutible123. Por eso se

122. Esto escribía Pío X, cuando era patriarca de Venecia, en una circular, que se reprodujo en 1907. Kardinal Sarto über das Papsttum: Stimmen aus Maria Laach 73 (1907) 470. Por eso, el papa no es solamente el representante de Consto en un sentido metafórico, sino q~üé~~es" Cristomismo oculto bajo el velo a través déTcuál el sigüFéjercíeñcIo su "ministerio entre Tos Tiorñ&res] ó. c.~f&lTsT"

Tiy. «_í. JK.. ^r^dHtTAnm^rküñ^n~zür'añHml)de^nistischen Ekklesiologie,

Page 79: Varios Autores - Teologia y Magisterio

160 José María Castillo

ha producido en la Iglesia un hecho sintomático y alarmante: el tema de la autoridad magisterial es un tema tabú en los ambientes eclesiásticos. Ocurre en esto lo que ocurría en el antiguo Israel con el tema de la ley. Se puede tocar a cualquier cosa menos a la absoluta inviolabilidad del magisterio, porque en el fondo se sigue considerando como la expresión privilegiada y fundamental de la verdad de Dios y de la voluntad de Dios. Es verdad que el concilio Vaticano II planteó otra eclesiología, concretamente en el capítulo segundo de Lumen gentium. Pero también es cierto que, en el capítulo tercero de la misma constitución, se vino a repetir, en sus ejes fundamentales, la eclesiología que nació en el siglo pasado. Por eso hoy nos encontramos en una situación desconcertante: por una parte, tenemos una eclesiología profundamente renovada, al nivel teórico de las ideas y los principios teológicos; pero, al mismo tiempo, en el nivel concreto de la organización y funcionamiento de la Iglesia, las cosas siguen como estaban antes del concilio. Y eso significa que también hoy la teología sigue enteramente supeditada y sometida al magisterio. Es verdad que, a veces, se hace la vista gorda y se toleran ciertas cosas que quizá antiguamente no se toleraban. Pero el principio fundamental sigue en pie: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo»124.

Así están las cosas en este momento. Y es a partir de esta situación de hecho desde donde la teología tiene el derecho y el deber de llegar a una comprensión y una formulación más coherente de la verdad que hoy pueda servir eficazmente a la Iglesia y a los hombres de nuestro tiempo.

en E. Weinzierl, Der Modernismus. Beitrdge zu seiner Erforschung, Graz, Wien, Kóln 1974, 257-282.

124. Dei Verbum 10, 2.

9

El Magisterio como poder

JOSÉ M.a MARDONES

El título de esta ponencia indica ya el sesgo predominante que va a tener: se sitúa en el terreno propio de la ciencias sociales. Considera el Magisterio de la Iglesia católica como un poder que se ejercita en la institución eclesial. Indaga, por consiguiente, el modo cómo se ejercita el poder a través del Magisterio. Es decir, cómo funciona el ministerio público del papa y los obispos en cuanto encargados de una interpretación doctrinal auténtica y una autoridad necesaria como última instancia decisoria en la Iglesia. Se comprende que es una visión unilateral y que no hace justicia a otras dimensiones pastorales, teológicas, del Magisterio.

Pero una vez confesada esta reducción de enfoque, me gustaría afirmar que, sin embargo, la perspectiva no deja de tener una gran importancia para la comprensión adecuada del Magisterio, y, concretamente, para su tratamiento teológico. Como parte del misterio de la Iglesia, el Magisterio no se agota en la dimensión teológica; o mejor, su auténtica intelección postula tener en cuenta sus funciones sociales. Como el Vaticano II nos recuerda (LG,8) la Iglesia tiene que ser vista en su perspectiva divina y humana, sin que quepa confundir, pero tampoco aislar, ambas características. Parece, pues, útil seguir esta indicación conciliar y situar junto a la reflexión más encaminada a poner de relieve el elemento invisible del Magisterio, el análisis sociológico que trata de expresar algunas dimensiones humanas fundamentales del funcionamiento institucional del Magisterio. Asumimos, de esta manera, la mediación de la razón sociológica en el quehacer teológico. Impulsamos el diálogo interdisciplinar entre teología y ciencias sociales, necesario para un tratamiento actual y responsable de las cuestiones teológicas1. Tratamos de colaborar así, con el Magisterio mismo, a la mejor comprensión de la palabra de Dios y a la

1. Juan Pablo II, Discurso a los teólogos españoles en Salamanca, en F. Sebastián (ed.),Juan Pablo II en España, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1983, 49.

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162 José María Mardones

fe comunitaria del pueblo de Dios y, quizá ejercitemos algo esa misión profética que el papa Juan Pablo II asigna a la teología dentro de la misión de la Iglesia2.

La ponencia se estructura sobre dos ejes: el esclarecimiento del concepto de poder que utilizo y su aplicación al análisis del Magisterio. Describimos, en primer lugar, qué entendemos por poder y avanzamos un modelo de análisis que será nuestra guía en el segundo momento de aplicación al funcionamiento del Magisterio.

1. EL PODER, UNA N O C I Ó N ESENCIALMENTE CONTESTADA

El poder pertenece a una de esas categorías que arrastran consigo la disputa. Según W. B. Gallie3 «el poder es una noción esencialmente contestada». Pero hay conceptos que estamos condenados a usar, aunque su aplicación permanezca inherentemente discutible. A esta serie pertenece el poder. Un modo de paliar la disputa, o de enderezarla a su lugar directamente, es declarar el contenido y alcance que se le adscribe. Lograremos así, proporcionar rasgos identificadores a un concepto que, como decía We-ber, es «sociológicamente amorfo». Es lo que vamos a hacer a continuación, aunque sea brevemente.

1. Las correcciones a M. Weber en la sociología moderna

M. Weber es uno de los autores por los que hay que pasar al abordar el problema del poder. Es conocida su distinción entre poder (Macht) y dominación o autoridad (Herrschaft). Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad. Por dominación debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato determinado contenido entre personas dadas4.

R. Dahrendorf dirá que la diferencia más importante entre poder y autoridad, señalada por M. Weber, «radica en que mientras

2. Ibid., 50. 3. W. B. Gallie, Essentially contested concepts: Procedings of the Aristotelian

Society 56 (1955-56) 167-198, citado en S. Lukes, El Poder, un enfoque radical, Siglo XXI, Madrid 1985, 28.

4. M. Weber, Economía y sociedad, México 41979, 43.

El Magisterio como poder 163

que el poder está ligado esencialmente a la personalidad de los individuos, la autoridad siempre se encuentra asociada a posiciones o roles sociales»5. F. X. Kaufmann acentúa que la diferencia conceptual entre poder y dominio (autoridad) radica primariamente en la reacción del afectado: obediencia y resistencia6.

En la discusión sobre el poder en la sociología actual7 se ha subrayado que el enfoque weberiano es excesivamente individualista y centrado en el conflicto. Al situar en el primer plano la probabilidad de que los individuos realicen su voluntad pese a la resistencia de otros, se oscurece, en primer lugar, la actuación de fuerzas sociales y prácticas institucionales, por ejemplo, de un partido, o, en nuestro caso, del Magisterio eclesial, que no son atri-buibles a las decisiones o al comportamiento de individuos particulares; tampoco se advierten los fenómenos «sistémicos» u organizativos que proceden de la forma de la organización y la consiguiente «movilización de inclinaciones» (Schattschneider) que provoca. En segundo lugar, al subrayar Weber la realización de la voluntad de uno pese a la resistencia de otros, está insistiendo en el conflicto efectivo en cuanto rasgo esencial del poder8. Pero como han indicado Bachrach y Baratzv, hay dos tipos de poder que pueden no implicar tal conflicto: la manipulación y la autoridad, en cuanto se concibe como «un acuerdo basado en la razón», aun comportando un posible conflicto de valores10. S. Lukes indica que la insistencia en el conflicto efectivo y observable deja suponer que el poder sólo se ejerce en situaciones de conflicto. Se eliminan así un sinfín de formas de poder que abarcan desde el control, en sus variadas expresiones, sobre pensamientos y deseos para asegurarse la obediencia, a la modelación de las preferencias de un colectivo para que respondan a los deseos de los dirigentes. En estos casos el conflicto no aflora, pero es justamente ésta una de las formas más eficaces e insidiosas de la utilización del poder.

La insistencia en el conflicto suele ser, generalmente, en el conflicto actual. Por lo que el conflicto latente que estriba en la contradicción entre los intereses de aquellos que ejercen el poder y los intereses reales de aquellos a quienes excluyen, queda elimina-

5. R. Dahrendof, Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial, Rialp, Madrid 1968.

6. F. X. Kaufmann, The Sociology of Knowledge and the Prohlem of Autho-rity, en P. F. Fransen (ed.) Authority in the church, Univ. Press, Louvain 1983, 20.

7. Cf. S. Lukes, El poder, o.c, 20 s. 8. Ibid., 21 s. 9. P. Bachrach/M. S. Baratz, The two faces ofpower: American Political Scien

ce Review 56 (1962) 947-952; cf. S. Lukes, El poder, o.c, 22. 10. S. Lukes, o.c, 22.

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164 José María Mardones

do11. Estas críticas han tenido la virtualidad de ensanchar el enfoque del poder y ampliar el modelo de análisis.

Alcanzamos así un enfoque del poder que acentúa cuatro aspectos12:

1. la adopción de decisiones y el control del programa (no necesariamente a través de decisiones);

2. la atención a los problemas actuales y potenciales; 3. la consideración de los conflictos observables (abiertos o

encubiertos) y latentes, encarnados en la contradicción entre

4. los intereses subjetivos y los reales.

2. El mapa conceptual del poder propuesto

A partir del enfoque que acabamos de exponer nos podemos preguntar acerca de los componentes o deudos del poder que implica. Será tanto como levantar el plano de las modalidades que reviste el poder en nuestra perspectiva.

La tipología del «poder» aquí expuesta abarca, por tanto, la coerción y la fuerza como formas que adopta el poder en los conflictos manifiestos. La manipulación es un aspecto del poder que aparece en los conflictos latentes y se caracteriza por faltar un conocimiento por parte del que ha de obedecer, bien de la procedencia, bien de la naturaleza exacta de lo que se pide13. La autoridad y la influencia son formas de poder siempre que intervenga un conflicto de intereses (allí donde la autoridad es consensual sin conflicto de intereses no s e puede hablar de poder). El concepto de poder que venimos utilizando se puede definir diciendo que «A ejerce poder sobre B cuando A afecta a B de manera contraria a los intereses de B»14. Ya hemos aclarado qué quiere decir «afectar» a otro en contra de sus intereses. Somos conscientes que el concepto «interés» es una noción inevitablemente evaluativa y asociada a concepciones morales, de justicia , necesidad, oportunidad, que son fruto de diferentes nociones de sociedad y vida humana. Queda aquí un inerradicable rastro de discusión que avala el carácter contestado del poder.

Nos orientamos, por tanto, hacia un análisis del poder ejercido por parte de individuos o de instituciones de manera conscien-

11. Ibid., 25. 12. Ibid., 27. 13. Ibid., 14. 14. Ibid.,4\.

El Magisterio como poder 165

te o inconsciente, donde la actividad o inactividad de los dirigentes y el mero peso de las instituciones tienen importancia15. Pero antes de dar como bueno este modelo sociológico para el análisis del poder, ¿no cabe preguntarse si es apto para ser aplicado al Magisterio eclesial? ¿No es el Magisterio una autoridad aceptada dentro de la Iglesia para defender y educar la fe? ¿No es su objetivo y razón de ser la unidad y comunión en la fe y en la vida de la Iglesia de todos sus miembros?

3. Autoridad y poder del Magisterio

En la introducción ya justificamos de un modo muy general el porqué de someter al análisis sociológico el ejercicio de la autoridad del Magisterio dentro de la Iglesia. Su condición humana, social, no sólo nos lo permite, sino que nos obliga a ello dado que su conocimiento pasa necesariamente por este tipo de análisis.

Ya hemos visto también, dentro de lo apresurado y esquemático de nuestra exposición, cómo la autoridad limita con el poder. Es un ejercicio del poder dentro de un orden o institución que precisamente le ha conferido el poder. Y si seguimos a Weber en sus reflexiones acerca de cómo se legitima ese ejercicio del poder que posee la autoridad sobre el grupo o colectividad, recordaremos que está basada en tres clases de creencias: 1) la creencia en la legalidad de un orden estatutario (autoridad legal); 2) la legitimidad basada en el carácter sagrado, intemporal de las tradiciones (autoridad tradicional) y 3) la autoridad basada en la santidad, heroísmo o ejemplaridad de la vida de una persona (autoridad carismá-tica)xb. Estoy de acuerdo con F. X. Kaufmann cuando, recogiendo la tesis de Ebertz, indica que estas tres formas de fe no se excluyen y que la Iglesia católica constituye, desde mediados del siglo XIX, un caso ejemplar de esta conjunción17. Se combinan entreveradamente las tres formas de legitimación: 1) la basada en el papa, que es elevada a una personalidad carismática; 2) la apoya-

15. Para una discusión más detallada de las limitaciones y ventajas de esta triada de elementos y dificultades, S. Lukes, o.c, 60 s.

16. M. Weber, Economía y sociedad, o.c, 172. 17. F. X. Kaufmann, The Sociology of Knowledge and tbe Problem of

Authority, art. cit., 21; id. (con K. Gabriel) (ed.), Zur Soziologie des Katholizis-mus, Mainz 1980, 89-111, artículo de M. N . Ebertz, a quien pertenece originariamente este análisis de la combinación de las tres formas de legitimación en la Iglesia católica. Para una visión histórica de la evolución del poder en la Iglesia, cf. Y. Congar, Le développement historique de l'autorité dans L 'Eglise. Eléments pour la reflexión chrétienne, en J. M. Todd (ed.) Problémes de l'autorité, Cerf, París 1962, 145-181.

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166 José María Mardones

da en la reorganización de la administración eclesial (Congregación para la fe y la doctrina, en nuestro caso) y la creación de un Derecho canónico que refuerza el carácter legal de la autoridad eclesial, y 3) la autoridad basada en el cultivo de las costumbres tradicionales, la movilización de los elementos tradicionalistas de los fieles y la formación de una subcultura católica.

El Magisterio eclesial, en cuanto ejercicio legitimado del poder, es decir, autoridad, dentro de la «institución hierocrática» (Weber), es una garantía para su orden. El cuidado pastoral que vela por la unidad y comunión en la fe de los miembros de la Iglesia es su tarea fundamental. Para ello goza del poder, en palabras de Weber, de «conceder y rehusar los bienes de salvación»18. Le pertenece, en expresión genérica de este autor, «el monopolio legítimo de la coacción hierocrática». Coacción que es de «carácter psíquico»19.

No podemos excluir, como la historia cercana lo ha demostrado, que este tipo de coacción se efectúe conflictivamente sobre algunos miembros. Pero, como hemos sugerido, más allá del conflicto manifiesto y abierto está o puede estar la coacción latente, incluso inconsciente, o la ejercida por el mero peso de la organización. Un análisis del poder que quiera ser justo con los datos y reflexiones sociológicas actuales no puede declinar esta posibilidad. De esta manera conoceremos mejor la dimensión encarnada de la Iglesia, sin que esto le robe un ápice a su dignidad y elevada función sacramental salvadora. Al revés, servirá para eliminar aquello que empaña o no colabora al ejercicio de su función, y potenciar los elementos que hacen de la Iglesia, a través del Magisterio, vislumbre del reino de Dios.

Hay que eliminar un prejuicio que nos ronda. Pensar que tras la consideración del Magisterio como poder estamos diciendo, ya de entrada, algo negativo. El análisis va a tener un indudable carácter crítico-negativo: indagaremos aquellas formas de ejercicio de la «coacción hierocrática» donde, quizá, hay extralimitaciones, pero no se puede olvidar que la pervivencia de una institución necesita del poder y la autoridad. Es un instrumento necesario que, como dice A. Harendt, no necesita justificación, por ser inherente a la misma existencia de las comunidades humanas (políticas)20. Desde este punto de vista hay que cuidarse de demonizar el po-

18. M. Weber, Economía y sociedad, 44. 19. Ibid., 44. 20. H. Arendt, On violence, Penguin Press, London 1970, 52; cf. también las

opiniones de Horkheimer y Gadamer en H. Waldenfels, Autoridad y conocimiento: Concilium 200 (1985) 41-55, 46.

El Magisterio como poder 167

der. Por principio, no es menos ambiguo y peligroso que otra serie de realidades humanas fundamentales que siempre se pueden corromper. Claro que la experiencia acumulada de las relaciones entre los hombres señala una y otra vez al poder como un instrumento peligroso siempre tendente a adoptar formas degradadas y degradantes. Sabemos, como nos recuerda A. Giddens, que las decisiones autoritarias demasiado a menudo sirven a intereses sectoriales y que los conflictos más radicales que se dan en la sociedad y las instituciones surgen de luchas por el poder. La autoridad en la Iglesia es un ministerio de servicio, unidad y cuidado respecto a todos los fieles (LG,23), pero no está libre de orientar mal el ejercicio del poder. Conocer más pormenorizadamente este ejercicio del poder a través del Magisterio, con sus aportaciones a la integración eclesial y las tensiones y conflictos que origina, es el objetivo que nos proponemos en esta reflexión.

I I . EL MAGISTERIO COMO PODER

Nos situamos para nuestro análisis en la historia eclesial más cercana. Aquélla que abarca desde el Vaticano II hasta nuestros días. Tan corto espacio de tiempo aparece extraordinariamente complejo y rico en visicitudes como para poder hacer algunas apreciaciones acerca del funcionamiento del Magisterio como poder. No podremos más que indicar las grandes líneas o acentos más característicos de este ejercicio de la autoridad eclesial. Pero esperamos que sean lo suficientemente significativos para ejemplificar el análisis que nos concierne.

Ubicaremos los datos en la malla conceptual o modelo del poder ya expuesto.

1. El poder del Magisterio a través de sus decisiones

El poder se manifiesta en la toma de decisiones. Observar quién prevalece en la adopción de decisiones es determinar qué individuos y grupos tienen más poder. Sobre todo, en los casos de desacuerdo efectivo acerca de problemas pertenecientes a cuestiones debatidas, se visibiliza el ejercicio del poder.

Aplicado al Magisterio, quiere decir que ejerce el poder a través de la adopción de decisiones doctrinales o de hacer prevalecer una interpretación y no otra en casos de desacuerdo. El control de la interpretación auténtica de la Escritura y la doctrina en general es una tarea de la responsabilidad que asume el Magisterio en la Iglesia (DV,10). En el modo como se ejerce la toma de de-

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cisiones, advertimos algo del funcionamiento del Magisterio como poder.

Ha sido ya puesto de manifiesto por estudiosos de la autoridad en la Iglesia quién toma las decisiones sobre la doctrina autorizada en la Iglesia.

En el s. XIX, como ya hemos oído en otra ponencia21, acontece una centralización del poder de gobernar y enseñar oficialmente en el papa y las Congregaciones romanas . Las subdivisiones organizativas posteriores en las Congregaciones no han corregido lo que para G. Albérigo es «un absoluto monopolio en la Iglesia»23. Se alcanza así una concepción del Magisterio eclesial como magisterio romano, del Magisterio como gobierno24, que tuvo sus momentos álgidos en los años treinta y cuarenta, y alcanzó el ápice, según los estudiosos del tema, con la encíclica Humani generis de Pío XII25.

Si desviamos nuestra atención de quién toma las decisiones, hacia la manera como se legitima esa toma de decisiones, se nos descubren algunos de los mecanismos a través de los cuales funciona el ejercicio magisterial de la adopción de decisiones doctrinales.

a) La autoridad de la tradición como norma interpretadora

Es conocida la cláusula utilizada en el concilio de Trento: «como la santa Iglesia ha enseñado y declarado siempre», para legitimar los contenidos enunciados. Este modo de apelar a la continuidad de una interpretación del «depositum fidei» prosigue hasta hoy, con menor solemnidad. Juan XXIII también quería con el Vaticano II «transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones»26.

No podemos desconocer que, a veces, se utiliza este poder «heredado de tiempos lejanos» (Weber) para descalificar la competencia racional. La autoridad que apela a la tradición se enfrenta y alza por encima de la autoridad que apela a la razón. P. F. Fransen nos recuerda cómo en el debate sobre el ministerio sacerdotal

21. Cf. aquí la ponencia de J. M. Castillo, La exaltación del poder magisterial en el siglo XIX.

22. Cf. G. Albérigo, The Authority of the Church in the Documents of Vadean I and Vatican II, en P. F. Fransen (ed.), Authority in the Church, o.c, 125.

23. Ibid., 125. 24. En las razones de este desplazamiento del gobierno de la iglesia hacia lo

doctrinal hay que contar acontecimientos socio-políticos, ibid., 130. 25. Ibid., 132; J. Goitia, El Vaticano II y la teología: un intento de relacio

narlos: Lumen 35 (1986) 30-57,36. 26. Juan XXIII, Discurso inaugural, en El Concilio de Juan y Pablo, BAC.

Madrid 1970, 516.

El Magisterio como poder 169

en 1971, en la introducción al documento enviado a las conferencias episcopales para el segundo sínodo de obispos, se reprochaba que los argumentos sacados de las ciencias sociales y humanas co-lisionaran con la tradición de la Iglesia en este punto. La solución que el documento vaticano ofrecía era que «el ministerio sacerdotal no es una cuestión que, al final del análisis, se pueda responder por criterios del conocimiento humano».

Este tipo de afirmaciones, con su momento innegable de verdad, se pueden utilizar como una estrategia para eludir un problema humano y socio-cultural. En estos casos lo más benévolo que se puede decir con Fransen es que es un «escapismo piadoso»26 bls.

b) La autoridad de «lo sobrenatural»

Es otra de las instancias legitimadoras de las afirmaciones y decisiones doctrinales del Magisterio. Aparece, como en el caso citado anteriormente, del documento sobre el sacerdocio ministerial, apelando a la «fe sobrenatural»27. La sociología de la religión28 ya conoce este mecanismo legitimador que apela a la instancia más última y abarcadora. Más allá no se puede ir; por consiguiente, constituye el último tribunal de apelación.

Ahora bien, puede ser utilizado para obviar problemas de la realidad no sobrenatural. Se convierte en este caso en una estrategia de manipulación en manos de la autoridad. No me detengo más en uno de los mecanismos más peligrosos que se han utilizado en la Iglesia (y no sólo por el Magisterio) para la ocultación y aun tergiversación de situaciones de desigualdad e injusticia. La crítica marxista de la religión ha encontrado mucha de su fuerza y razón en el desenmascaramiento de este mecanismo y sus funcio-

29

nes . Próxima a la referencia a lo sobrenatural está el uso y el abuso

del ius divinum y términos similares que si bien pueden ser comprendidos perfectamente como «un juego de lenguaje» para expresar «la práctica actual de la Iglesia umversalmente aceptada»30, puede introducir abusos. Se puede emplear la expresión para su-

26 bis. P. F. Fransen, Criticism ofsome baste theological notions in matters of Church Authority, en P. F. Fransen (ed.), Authority in the Church, o. c, 58.

27. Ibid., 58. 28. Cf. P. Berger, Para una teoría sociológica de la religión, Kairos, Barcelona

1971. 29. Cf. K. Marx, Sobre la Religión I, Sigúeme, Salamanca 21980. Selección de

R. Mate/H. Assmann. Xhaufflaire, La práctica de la Teología política, Sigúeme, Salamanca 1979.

30. P. F. Fransen, Criticism of some basic theological notions, 62.

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gerir una realidad y unas relaciones perfectamente establecidas y delimitadas. La «ley divina» impulsa así hacia una lealtad espontánea entre personas piadosas de la jerarquía, el sacerdocio y los simples fieles que tienden a extenderla inadecuadamente. De nuevo se tiende a rebajar el uso crítico de la razón y sustituir su ejercicio por persuasiones basadas en la magia evocadora de la palabra «divino». Se ignoran o exorcizan «las meras excrecencias históricas» y se tiende a utilizar a menudo inconscientemente una comprensión de la Iglesia lineal y pura que desconoce la historia real*.

c) El consensus fidelium absorbido por el poder de enseñar

Ya hemos indicado que el desarrollo histórico ha conducido a equiparar la competencia magisterial con el episcopado universal presidido por el papa. También hemos señalado la concentración centralista del magisterio eclesial.

De esta manera se adopta un modelo de ejercicio del servicio a la unidad y orientación de la vida de la comunidad cristiana, que podemos denominar sustitutivo32. Se suplanta a los «simples» fieles. Se les reduce a ser miembros pasivos en la Iglesia dirigidos por una élite. El Magisterio acentúa así la preeminencia de la teoría de la fe sobre la vida de la fe. Se prima la formulación dogmática, la ortodoxia, sobre la praxis cristiana alimentada por la fe, la ortopra-xis33.

Desde el punto de vista del ejercicio de la autoridad y toma de decisiones, éstas se dictan desde arriba con el peligro de imponer aspectos desconocidos e incomprensibles para los fieles. Se pueden dar reacciones que en vez de consentimiento expresen una recepción negativa. Vorgrimler y Fríes insinúan si esto no ha ocurrido, por ejemplo, con «una determinada comprensión del derecho natural, como las indicaciones para la regulación de nacimientos»34. Este ejercicio sustitutivo de los fieles se presta a actitudes proteccionistas de la autoridad que son un paternalismo autoritario. Tales actitudes se pueden dar entre teólogos, que quieren defender al pueblo frente al Magisterio, como entre representantes

31. Ibid., 67. 32. Aunque no emplea este vocabulario, lo sugiere H. Vorgrimler, Del sensus

fidei al consensus fidelium: Concilium 200 (1985) 14. 33. Sobre el transfondo teológico y pastoral de estas cuestiones, cf. Vorgrim

ler, Ibid, 14, siguiendo a Rahner y J. B. Metz. También, H. Fries, ¿Existe un magisterio de los fieles?: Concilium 200 (1985) 107-118.

34. Vorgrimler, art. cit., 18; H. Fries, art. cit., 116.

El Magisterio como poder 171

del Magisterio, también teólogos, que toman bajo su custodia al pueblo y su fe35.

¿Por qué no tener más en cuenta lo que vive en la fe de los creyentes? H. Fries se pregunta por qué no seguir manteniendo el consensus fidelium, el testimonio de fe de los laicos. Se ofrecería una imagen democrática de la Iglesia que está avalada en el reconocimiento del magisterio de los fieles (LG,12,35). En la Iglesia no tiene por qué haber una instancia que concentre todo el poder. El Magisterio eclesial no tiene por qué aparecer ni como sustitutivo ni como la parte contraria al magisterio de los fieles.

¿Qué sucedería si se «proclamara magisterialmente lo que está vivo en la fe de los fieles con respecto a determinados temas ecuménicos o a ciertos problemas de la teología de la liberación en los que se deja sentir la voz de la base»?36.

Una toma de decisiones que tuviera más en cuenta el testimonio de los fieles conduciría a un Magisterio que, como resume W. Kasper37, «debería comprenderse como servicio al diálogo de la comunidad eclesial y por ello debe garantizar el marco institucional de un diálogo abierto y público, y servir de centro de información y comunicación».

2. El control del programa

El poder se ejercita en las decisiones concretas. Es un poder que se refleja en la actividad de tomar decisiones. Pero también tiene poder y ejerce poder la persona o grupo que, consciente o inconscientemente, ponen barreras o facilitan, reorientan o refuerzan una dirección. Estamos ante lo que Schattschneider denomina «movilizar inclinaciones»38.

El Magisterio eclesial ejerce también el poder «movilizando inclinaciones». El caso más evidente y representativo de estas últimas décadas ha sido el concilio Vaticano II. La insistencia repetida de que el concilio trajo un nuevo espíritu respecto a la mo-

35. Ibid., 14; J. Ratzinger/V. Messori, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, 24.

36. H. Fries, ¿Existe un magisterio de los fieles?, 116; cf. también: J. Sobrino, La «autoridad doctrinal» del pueblo de Dios en América latina: Concilium 200 (1985) 71-81.

37. Ibid., 117-118, cf. W. Kasper, Kirchlkhe Lehre-Skepsis der Glaübigen, en A. F. Haarsma/W. Kasper (eds.), Kirche im Gesprách, Freiburg 1970.

38. E. E. Schattsehneider, The semi-sovereign people: a realist view of demo-cracy in América, Holt, Rinehart & Winston, N. Y. 1960, citado por S. Lukes, El Poder, 12, 84.

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dernidad, y permitió una reflexión teológica más libre, es un claro ejemplo de un ejercicio del poder magisterial que ha reorientado la vida de la comunidad eclesial. El nuevo espíritu de diálogo con otras teologías cristianas, con los humanismos no creyentes, la aparición de nuevas maneras de abordar cuestiones doctrinales centrales y la atención a la situación histórica y la praxis de la fe de las comunidades cristianas se pueden considerar, entre otras, dimensiones facilitadas por el concilio Vaticano II. Se ha dado con el nuevo clima creado por el concilio una verdadera decisión que marca toda una orientación posconciliar.

Y podemos decir también que tras la disputa actual acerca de un nuevo clima eclesial restauracionista, lo que realmente se discute es si no estamos ante «la movilización de inclinaciones» que actúan defendiendo y promoviendo actitudes, valores y procedimientos institucionales que suponen un giro respecto al concilio. Un verdadero ejercicio de poder que está intentando definir un nuevo programa en la comunidad eclesial.

Somos conscientes que el control del estatuto orientador de la doctrina y la vida eclesial no es un proceso ni puntual ni sencillo. Produce choque de intereses y conflictos que se manifiestan con mayor o menor intensidad. En los apartados siguientes tendremos ocasión de hacer referencia a estas situaciones.

3. El poder ejercido en las no-decisiones

El análisis del poder ha conducido cada vez más a tener en cuenta tanto la adopción de decisiones como la adopción de no-decisiones. Se puede ejercitar el poder e influir eligiendo entre varios modos alternativos de acción. Pero la adopción de no decisiones conduce a la supresión e incluso imposibilidad de que retos latentes o manifiestos accedan a la mesa de las decisiones. Se truncan en el silencio calculado, en el olvido consciente o la ocultación, las cuestiones que demandan un cambio en la actual concepción doctrinal o en la organización institucional. Las no-decisiones ejercen el poder sofocando o destruyendo las decisiones en la fase de proyecto.

¿Hay signos de que el Magisterio eclesial ha actuado mediante no decisiones en este período posconciliar?

Antes del concilio Vaticano II parece que hay razones para pensar así. «Dicen que Pío XII había ponderado la idea de reunir un concilio, pero la había rechazado al prever las dificultades de una disputa internacional sobre tantos problemas en tiempos tan

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críticos»39. Prefirió dejar los problemas estancados antes de abrir las compuertas. El aggiornamento quedó para la decisión del papa Juan.

La magnitud de problemas acumulados en el Vaticano II y la vehemencia del salto teológico-institucional, hacen pensar que hay determinadas consecuencias que hoy se quieren frenar con la toma de no decisiones.

No sólo H. Küng, sino cardenales como Hume, han advertido que crecen las realidades cauteladas en la Iglesia40. El ecumenis-mo, el rol de la mujer en la Iglesia, la participación en el gobierno eclesial y autonomía de las Conferencias episcopales, el pluralismo teológico... serían algunas de esas realidades amansadas por las no-decisiones y los frenos del magisterio romano. Mirando al último sínodo (1985) se advierte que el mensaje no estimula la opción preferencial por los pobres. El énfasis puesto en la autoridad del obispo en su diócesis y en la necesidad de profundizar en la naturaleza doctrinal y disciplinaria de las Conferencias episcopales, introduce sospecha y cautela en la práctica de la colegialidad. La potenciación de la imagen eclesial del magisterio tiende a oscurecer y poner sordina a la de «pueblo de Dios» que exaltaba la dignidad y responsabilidad compartida de todos y cada uno en la Iglesia. La ausencia de referencias en el mensaje a un tema tan candente como el del papel de la mujer en la Iglesia indica un silencio sintomático.

Son conocidos los mecanismos utilizados por el poder en las no-decisiones. En el magisterio romano se ha hecho célebre el arte de la cautela hecha dilación. El cardenal Ratzinger considera esta proverbial lentitud vaticana como una manifestación de la vieja cordura latina41. Un saber diferir que permite al poder no equivocarse.

Junto a la dilación de la toma de decisiones está el secretismo. Es la estrategia del no dar a conocer situaciones, problemas, etc, para no alarmar, o, al revés, no aclarar lo suficiente, para permitir que se crea en la magnitud de la cuestión. Nos hallamos ante un espíritu defensivo que pone diques porque no encauza los problemas o decisiones y bloquea la situación al impedir su desarrollo. Pero no se puede negar que esta no toma de decisiones es ya una decisión que ejerce el poder.

39. F. Wulf, ¿Ha logrado el Concilio su objetivo!": Selecciones de Teología 97 (1986) 3-14,4.

40. Cf. por ejemplo, el balance que sobre el último Sínodo hace J. García Roca, El sínodo extraordinario: crónica teológica: Iglesia Viva 120 (1985) 619-638.

41. J. Ratzinger/V. Messori, Informe sobre la fe, 78.

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4. El poder del Magisterio en los conflictos manifiestos

El conflicto es un momento crucial para el poder. En estas situaciones se verifica experimentalmente la realidad del poder. El ejercicio del poder se pone de manifiesto particularmente en la confrontación abierta. De aquí que, para Weber y otros muchos, el conflicto tuviera una gran relevancia en el análisis del poder.

Vamos a tratar de visibilizar algunos rasgos del poder del Magisterio al encontrarse con la oposición, el disenso, la polémica y el conflicto efectivo. Para ello tomo a título modélico dos desacuerdos conocidos en los últimos años entre el magisterio romano y otros creyentes.

Uno de los conflictos que ha tenido resonancia pública ha sido el protagonizado por veinticuatro religiosas americanas firmantes de un manifiesto «sobre el pluralismo y el aborto» y la sagrada Congregación de religiosos e Institutos seculares. El disenso con la doctrina eclesial se situaba en su apoyo a la legalidad del aborto en una sociedad pluralista. El agravante del desacuerdo yace en su condición de mujeres consagradas.

La reacción de la SCRIS ha sido ordenar a las superioras de las trece congregaciones a las que pertenecen las religiosas que se retracten o sean expulsadas de sus respectivas comunidades («for-zadlas a que se decanten o que salgan»). «La sagrada Congregación de religiosos e Institutos seculares, en su carta del 30 de noviembre de 1984, espera que las superioras de las congregaciones religiosas actúen como simples instrumentos de la institución y no como copartícipes de una decisión, puesto que dicha carta no fue precedida de consulta alguna»42.

Se observa aquí un ejercicio del poder en la línea de la coerción y la fuerza. Esta práctica del poder, que trata de lograr la obediencia mediante la amenaza de sanciones, lleva a calificar a una antigua superiora de una congregación la situación de la mujer en la Iglesia, como la de «mujeres maltratadas»43.

La violencia no tiene carácter ruidoso, sino la amenaza silenciosa que expulsa a los miembros de su comunidad y los relega al estado laical. La SCRIS justifica estas medidas porque «las firmantes del anuncio cometen, consiguientemente, una falta grave contra la "sumisión religiosa de la mente y la voluntad" al Magiste-

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no» .

42. E. Schüssler Fiorenza, Reivindicación de nuestra autoridad y poder: Con-cilium 200 (1985) 57-69,60.

43. Ibid., 61. 44. Ibid., 63.

El Magisterio como poder 175

Late en el fondo de esta concepción del ejercicio de la autoridad una imagen absolutista del poder. No cabe la contrastación de pareceres, ni la ambivalencia de las situaciones. Si este caso fuera expresión paradigmática del ejercicio del poder en casos de conflicto, habría que concluir que el magisterio usa más de la amenaza y la fuerza coercitiva que de la persuasión, la consulta y el diálogo.

Otro caso reciente y mundialmente conocido es el protagonizado por el teólogo brasileño L. Boff y la Congregación para la Doctrina de la fe. De nuevo se han puesto de manifiesto unos procedimientos de ejercicio del poder en caso de conflicto que indican autoritarismo y uso de la coerción antes que de la persuasión. Aunque el funcionamiento descrito por el cardenal prefecto de la sagrada Congregación para la doctrina de la fe parece indicar lo contrario. Según J. Ratzinger, «cuando se producen hechos o teorías que suscitan perplejidad, animamos ante todo a los obispos o a los superiores religiosos a establecer un diálogo con el autor, si es que todavía no lo han hecho. Sólo en el caso de que no se logren esclarecer los casos de este modo (o si el problema supera los límites locales asumiendo dimensiones internacionales, o si es la misma autoridad local la que desea la intervención de Roma), sólo entonces entramos en diálogo crítico con el autor. Ante todo le expresamos nuestra opinión elaborada tras el análisis de sus obras, con la intervención de diversos expertos. El autor, por su parte, tiene la posibilidad de corregirnos y de comunicarnos si hemos interpretado mal su pensamiento en algún punto. Después de un intercambio de correspondencia (y a veces tras una serie de conversaciones) le respondemos dándole una valoración definitiva, y proponiéndole que exponga todas las aclaraciones surgidas del diálogo en un artículo apropiado»45.

Esta actitud de escucha y diálogo que acentúa el cardenal prefecto se ve minada por las circunstancias que le rodean. No se conoce quiénes son los acusadores ni lectores críticos. Como observa atinadamente Schoonenberg, que conoce en su propia carne el procedimiento, la queja no es de que no se lean las obras de los acusados. Se hace. Pero a destiempo: bajo la influencia de la sospecha46. Tampoco el diálogo crítico tiene garantías de lograr la comprensión. A menudo las divergencias yacen en perspectivas distintas. Y no es un buen ejercicio de hermenéutica que favorezca la «fusión de horizontes» y la comunicación (Gadamer), pre-

45. J. Ratzinger/V. Messori, Informe sobre la fe, 77-78. 46. P. Schoonenberg, The Theologian's Calling, Freedom, and Constraint, en

P. F. Fransen (ed.), Authority in the Church, o.c, 116.

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guntar: "¿está usted diciendo lo que nosotros decimos?" en vez, como propone Schoonenberg, de solicitar «¿por qué está usted diciendo esto?»47.

La atmósfera de secretismo, vigilancia y denuncia es un grave inconveniente para el diálogo. Si además «el acusador, el defensor, el legislador y el juez son la misma sagrada Congregación y las mismas personas» , no hay garantías de un diálogo en libertad.

Las tensiones entre Magisterio y teología estos últimos años con amenazas de sanciones, reducciones al silencio y retirada de la venia legendi, revelan un modo impositivo de ejercer el poder. Precisando un poco más este comportamiento del poder a través de la organización institucional, nos damos cuenta que nos hallamos ante un fenómeno que resulta de la forma de la organización. Hay un efecto sistémico coercitivo que tiene su origen en una organización del poder concentrado y autocrático que no garantiza los derechos legales del acusado o disidente. Por esta razón, los «derechos sociales» encuentran una y otra vez obstáculos dentro de la Iglesia49. La necesidad de un cambio en la organización ecle-sial en este aspecto ha sido sugerida por el sínodo de obispos de 1971 sobre «Justicia en el mundo». El número 45 afirma que «la forma del proceso judicial dará al acusado el derecho a conocer a sus acusadores, además del derecho a la propia defensa. Para ser completa la justicia, incluirá rapidez en sus procedimientos».

La fuerte centralización del Magisterio en Roma conduce a la identificación del magisterio eclesial con la jerarquía especialmente romana. Se alcanza así un monopolio del carisma didascálico, que margina a los teólogos y al pueblo en general50. Las consecuencias para los destinatarios de este ejercicio del poder son la autocensura, o la disidencia silenciosa; el Magisterio experimenta la pérdida de credibilidad o de fuerza imperativa de sus enseñanzas (A. Greeley)51, y en la comunidad eclesial avanza «la comunicación pasiva»52. Como justificación de las medidas coercitivas den-

47. Ibid., 116. 48. L. Boff, Iglesia, carisma y poder, Sal Terrae, Santander 1982, 74. 49. P. Hebblethwaite, Human rights in the Church, en P. F. Fransen, Aut-

hority in the Church, o.c, 197; N. Greinacher, Christenrechte in der Kirche: Theol Quartalschrift 163 (1983) 189-199, condensado en Selec. Teol. 95 (1985) 224-228; J. Leclercq, L'usage de l'autorité, en J. M. Todd (ed.), Problémes de l'autorité, Cerf, Paris 1962, 299-315, 313.

50. F. Urbina, Proceso al Magisterio desde la conciencia moderna: Iglesia Viva 77-78 (1978) 413-438, 432.

51. A. Greeley, Los católicos sociológicos y las dos iglesias: Concilium 131 (1978) 72-81.

52. G. Girardi, La Iglesia post-conáliar: diálogo e incomunicabilidad: Selec. de Teología 91 (1984) 186-193, 189.

El Magisterio como poder 177

tro de la Iglesia y de la carencia de diálogo, la jerarquía se defiende arguyendo que la verdadera actitud cristiana es la del silencio y la obediencia sumisa, negando así «bondadosamente» el derecho inalienable de la libertad de expresión53. Otras veces se esgrime frente al teólogo (cf. caso H. Küng) el «sagrado» servicio pastoral al pueblo de Dios que debe proporcionarle seguridad en la formulación de la fe54. Pero estas consideraciones nos sitúan ya en el siguiente apartado.

5. Poder y conflictos latentes

El conflicto puede no ser observable. Permanece agazapado porque el poder lo mantiene bajo control asegurándose la obediencia de sus miembros a través de algún medio que modele o determine las preferencias. No se puede olvidar en el análisis del poder que una de sus formas más eficaces de actuación es impedir que los conflictos afloren55.

En la institución eclesial, como ya ha quedado evidenciado por lo que venimos diciendo, hay problemas potenciales. La ausencia de conflicto actual no puede engañarnos acerca de la latencia del conflicto. Aunque referirse al comportamiento del Magisterio ante los conflictos no manifiestos puede incurrir en imputaciones incorrectas, parece que se pueden defender como refutables algunas afirmaciones acerca de este punto.

Se detecta en las llamadas de la autoridad a la obediencia y en la utilización de argumentaciones evangélicas un uso del lenguaje tendente a producir aceptación56. Cuando estas argumentaciones utilizan las referencias a Dios o al evangelio para ocultar el contenido del problema y producir sumisión, estamos ante la manipulación como estrategia de control de los conflictos latentes.

Este tipo de estrategia es usada por el Magisterio cuando, como ya dijimos, apela a lo sobrenatural, lo sagrado o divino, de una forma genérica y cubriendo con el manto de la sacralización comportamientos o afirmaciones que pueden ser sondeadas de forma dispar desde la mera racionalidad. Los casos del matrimonio de

53. P. Hebblethwaite, Human rights in the Church, art. cit., 199. 54. Ibid., 199. 55. S. Lukes, El Poder, o.c, 24. 56. Sobre los usos del lenguaje por el poder, cf. P. Bourdieu, ¿Qué significa

hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Akal, Madrid 1985.

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los sacerdotes, de la ordenación de mujeres, u hombres casados, es resuelta, frecuentemente, con apelaciones de este estilo57.

En esta línea estaría el culto inmoderado a la persona del papa. Esta estilización carismática que exalta su figura hasta límites inaceptables (sobre los que ha puesto en guardia el mismo papa actual) sirve para solicitar una adhesión incondicional a sus propuestas. El hecho de que las críticas al papa, como en el caso de G. Baget-Bozzo, haya sido una causa reciente de sanciones canónicas, es un ejemplo de lo que decimos58. No se trata de desviaciones teológicas o de heterodoxia, sino de mera crítica o de disensión en la forma de proceder. Este mismo recurso utilizan los que sin distinciones identifican la voluntad del Magisterio con la voluntad de Dios. Todas estas formas de sacralización de la autoridad expanden un respeto que inmuniza los comportamientos o doctrinas concretas del espíritu crítico, evitando la oposición o la mera reflexión matizadora. Nos hallamos ante un uso inmoderado de la función autoritativa a través de la expansión de un aura sagrada atribuida a la autoridad, que proclama la obediencia sumisa y ciega como la única actitud respetuosa y válida para el creyente. Esta subcultura católica del culto a la obediencia ha desarmado al creyente frente al ejercicio tiránico de la autoridad, no ya dentro de la Iglesia, sino incluso en la sociedad civil. La discutida, y por ello sospechosa actitud pasiva de los católicos ante los regímenes dictatoriales, son un dato histórico a tener en cuenta59. Desde el punto de vista de la comunidad de fe conduce a la creación de una élite eclesial que posee el monopolio de la única interpretación avalada por el Espíritu Santo, lo que produce unas relaciones muy jerárquicas de arriba a abajo con los subsiguientes efectos de pasividad en la base.

Otro tipo de estrategias productoras de sumisión y eliminación de los conflictos van ligadas a la invocación del bien de la comunidad eclesial.

Es ya conocido el mecanismo de apelación al «bien de todos», sobre todo de los sencillos, para frenar la investigación o las nuevas reformulaciones teológicas. El campo de la infalibilidad papal, de la escatología y de la moral sexual han conocido en esta última década llamadas de atención del Magisterio que previenen a los teólogos contra el escándalo, desorientación e inseguridad que pueden crear en los fieles. Es innegable que esta consideración

57. P. Hebblethwaite, Human rights in the Church, art. cit., 200, cita alguna respuesta ejemplar de Juan Pablo II al respecto.

58. Ibid., 190. 59. Cf. L. Boff, Iglesia, carisma y poder, o.c, 106 s.

El Magisterio como poder 179

debe tenerse en cuenta en la comunidad eclesial. Incluso, como J. M. Chenu indicó hace bastante años60, al Magisterio le compete por su función una actitud muy defensiva frente a la verdad, cuida de mantener el status quo. Pero cuando tal vigilancia no permite expresarse a la pluralidad de interpretaciones válidas, hay una restricción de la opinión y el pensamiento dentro de la Iglesia. Schoonenberg sugiere que vivimos actualmente esta situación61.

El servicio a la Iglesia es utilizado como modo de crear aceptación y evitar el disenso y la crítica. Hay un uso piadoso con llamadas moralizantes al olvido de sí, la humildad y el sacrificio, que quiere justificar incluso las posibles injusticias o extralimitaciones de la autoridad. Es lo que ha hecho, por ejemplo, el arzobispo de Ravena, E. Tonini, en el caso de Baget-Bozzo . Hebblethwaite indica oportunamente que «más cristiano» sería conceder los derechos humanos en la Iglesia que disfrutar de experiencias de purificación63.

Pero la invocación al servicio de la Iglesia adopta una forma menos piadosa cuando se equipara tal servicio con el de servir al Magisterio. Esta identificación no está ausente de la concepción de las relaciones teología-Magisterio según el modelo de Juan Pablo II64. Por ejemplo, cuando en la Redemptor hominis (4 marzo 1979) n. 19, tras haber indicado la función del teólogo al servicio de la verdad divina y de la Iglesia, dice: «Esta fórmula se aplica totalmente sólo cuando los teólogos sirven al Magisterio que en la Iglesia está confiado a los obispos jerárquicamente unidos con el sucesor de Pedro». La rápida transición entre servir a la verdad divina y a la Iglesia con servicio al Magisterio, es lo que resulta problemático65. La teología también sirve al Magisterio criticando o arriesgando interpretaciones que difieren de las del Magisterio, pero son más adecuadas para traducir y vivir la fe en el momento presente. De lo contrario, el carácter eclesial de la teología fenece en el comentario de textos de la jerarquía. Si la teología guarda cierta autonomía respecto al Magisterio, como reconoció el mismo Juan Pablo II en su discurso a los científicos y universitarios en la catedral de Colonia (15 de noviembre 1980), entonces es ine-

60. Cf. P. F. Fransen, Criticism of Some Basic Theological Notions, art. cit., 63, 72.

61. P. Schoonenberg, The Theologian's Calling, Freedom, and Constraint, 96.

62. Hebblethwaite, Human Rights in the Church, 190-191. 63. Ibid., 191. 64. Cf. el magnífico análisis de R. Franco, Teología y magisterio: dos modelos

de relación: Estudios Eclesiásticos 59 (1984) 3-25. 65. Cf. P. Bourdieu, ¿Qué significa hablar? o.c, especialmente 96-104.

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vitable el pluralismo y aún el carácter fragmentario e hipotético de la reflexión teológica en su «servicio a la totalidad eclesial».

Finalmente, quisiera indicar una tercera tipología de mecanismos productores de eliminación de conflictos que arrastran en el trasfondo el peligro de manipulación. Van ligados a un problema lingüístico y hermenéutico complejo, que no podemos desconectar del poder66. Se trata de la eliminación del «conflicto de interpretaciones» (P. Ricoeur) mediante la apelación/imposición de un modelo de horizonte interpretador. El Magisterio, en su afán de crear un espacio lingüístico unificado, ha tratado de convertir en paradigma de la doctrina verdadera una interpretación marcada por un lenguaje oficial que se inscribe en «la philosophia peren-nis». Como ha mostrado lúcidamente Schoonenberg, y entre nosotros R. Franco67, la pretensión de un modelo único de interpretación está presente en documentos relativamente recientes del Magisterio. La encíclica Mysterium fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965) propone un lenguaje dogmático que transcienda todas las culturas, todos los tiempos y todas las filosofías. Tendría un carácter objetivo que sería la «norma natural de la racionalidad humana». No se tiene en cuenta en esta concepción que sólo se puede hablar con sentido de afirmaciones verdaderas o falsas en un lenguaje interpretado y que la verdad intemporal de todo dogma necesariamente es vehiculada por una expresión lingüística temporal y situada68. Tampoco se tiene en cuenta lo que desde la filosofía de la ciencia se ha llamado «la inconmensurabilidad de los paradigmas»69 o modelos de comprensión filosófico-teológi-cos diversos. En suma, se allanan excesivamente complejos problemas del pensamiento y la interpretación mediante la referencia a la enseñanza oficial autorizada y a unas formulaciones objetivas pretendidamente claras para todos e intemporales. Como desde el campo católico y protestante se ha señalado, estas expresiones ecle-siales deshistorizadas, con su mítica pretensión de la inmutabilidad del lenguaje y del pensamiento, chocan frontalmente con la sensibilidad actual histórica y evolutiva70. Y lo que en nuestro con-

66. Schoonenberg, The Theologian's Calling, Freedom, and Constraint, 95. 67. R. Franco, Teología y Magisterio: dos modelos de relación, art. cit., 14 s;

P. Schoonenberg, The Theologian's Calling, Freedom, and Constraint, o.c., 103 s. 68. Cf. los artículos ya clásicos de K. Rahner, Problemas actuales de cristo-

logia y Sobre el problema de la evolución del dogma, en Escritos de teología I, Tau-rus, Madrid 1961.

69. T. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E., Madrid 1971; Id. La tensión esencial, F.C.E., Madrid 1983.

70. P. F. Fransen, Criticism of Some Basic Theological Notions, 66; cf. M. D. Chenu, en Audinet, J./Bellet, M., Le déplacement de la théologie, Paris 1977, 11-13.

El Magisterio como poder 181

texto nos concierne, lleva consigo la sospecha de no ser más que una estrategia del Magisterio para mantener unificado y dominado el ámbito lingüístico eclesial. Si este mecanismo es reforzado por una serie de controles ejercitados sobre los expertos y profesionales, encargados de interpretar, expandir o bloquear los discursos de la autoridad con su vocabulario, términos de identificación y representación del mundo, tenemos un instrumentario de control del poder del Magisterio. La reciente historia de advertencias y sanciones a profesores indica el cuidado que tiene la Congregación de la doctrina de la fe de que el discurso del magisterio se imponga particularmente en el mercado académico y en las situaciones oficiales.

6. El poder magisterial y los intereses sociales

Llegamos ya al último ámbito de aplicación del modelo del poder propuesto. Hemos reconocido que el poder siempre limita con los intereses sociales. Es decir, tras el ejercicio del poder se dilucidan concepciones normativas del hombre y la sociedad. Aparecen preferencias o rechazos en la orientación hacia grupos, élites o formas de organizar y concebir la sociedad, la política, la economía y la cultura. Es un lugar común, quizá todavía no bien comprendido, que la Iglesia cuando afirma determinados valores éticos en el campo de los comportamientos políticos y socio-culturales lo hace con la intención de influir en ellos y con el deseo de que los juicios éticos «interfieran» en el ámbito político-social71. Este hecho, muy tenido en cuenta por la teología política de la última década, exige que el Magisterio (y toda la Iglesia) se pregunten a qué intereses sirven en el juego de poderes/intereses que atraviesan la sociedad concreta. Dentro de lo arriesgado de este análisis de «afinidades electivas» (Weber), que es un deber permanente para quienes quieren representar el interés salvador de Jesucristo en medio de las diversas situaciones y vicisitudes, sólo podré a título de sugerencia hacer una breve indicación72.

Hoy se discute en la Iglesia católica la afinidad que presentan las tendencias restauracionistas dentro de ella con la ola de restau-racionismo político mundial que acontece a partir de los 70. Se ad-

71. Cf. la lúcida y clara exposición de J. M. Setién, Razón política y razón ética. Lectura del problema desde el País Vasco, Conferencia en el Club Siglo XXI: Noticias obreras, separata 2,6.

72. Cf. J. M. Mardones, ¿ Tenemos hoy los cristianos miedo a la libertad?: Iglesia Viva 114 (1984) 525-544, 541.

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182 José María Mardones

vierte una homología estructural entre las inclinaciones del Magisterio romano por un regeneracionismo moral centrado en lo sexual (aborto, divorcio, pornografía) con frecuente olvido de la corrupción económico-social, y las mismas tendencias del neo-conservadurismo político. A lo que habría que añadir la atención sospechosa de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la teología de la liberación y tendencias afines contrarias al «evangelio social» en la «Heritage Foundation» y el «American Enterprise Institute», apoyos ideológicos de la política de Reagan73.

¿Nos encontramos ante un paralelismo que permite sospechar hacia qué grupos y concepción político-social se inclina el interés del poder magisterial? La mera sospecha de esta posibilidad es ya toda una llamada de alerta. Lo que sí queda claro es que no se puede ser ingenuo en este punto, o adoptar una pretendida inmunidad ideológica, mediante un neutralismo imposible. Es cierta la relativa autonomía y originalidad de la razón ético-religiosa frente a la razón política, pero postular una intocabilidad ideológico-po-lítica, quiere decir huir hacia una privatización del Magisterio, o hacer ideología en el sentido peyorativo del término74. El Magisterio, con las llamadas a la conciencia que supone y la influencia o presión que sobre ellas ejerce, con las orientaciones sobre el «deber ser» de los comportamientos individuales y colectivos, ejerce un poder que no carece de intencionalidad e influjo socio-político. Esta es una consecuencia inevitable y legítima, que hace del Magisterio una fuerza con incidencia socio-política. Lo único que, consecuentemente, el Magisterio tiene que ser consciente de sus funciones y buscar una eficacia y unas maneras siempre en la línea del reino de Dios. Pero, como toda realidad humana, se puede desorientar. De aquí que el poder ejercido por la autoridad deba ser criticado y animado por otras instancias del pueblo de Dios (teólogos y fieles) para que se enderece siempre en la promoción de la justicia, el amor y la paz.

El Magisterio tiene la misión de velar por la unidad y comu-

73. Cf. obras y autores como P. L. Berger/M. Novak (ed.), Speaking to the Third World. Essays on Democracy and Development, American Enterprise Institute, Washington 1985; M. Novak, Visión renovada de la Sociedad democrática, Centro de Estudios en Economía y Educación, México 1984; Id., El espíritu del capitalismo democrático, Ediciones Tres Tiempos, Buenos Aires 1984; J. J. Kirk-patrick, The Reagan Doctrine and U.S. Foreign Policy, Heritage Foundation, Washington 1985. Para un análisis crítico: A. M. Ezcurra, El Vaticano y la Administración Reagan, México 1984.

74. Cf. E. Schillebeeckx, The Magisterium and Ideology, en P. F. Fransen (ed.), Authority in the Church, o.c, 5-17; J. García Roca, Magisterio de la Iglesia y encubrimiento ideológico: Iglesia Viva 77/78 (1978) 483-504, 498.

El Magisterio como poder 183

nión en la fe y en la vida de toda la Iglesia. Es una gran tarea orientadora e integradora. Para ello tiene el derecho de ejercitar el poder. Pero el poder ejercido por la autoridad magisterial tiene también sus tentaciones. Al hilo del análisis de este ejercicio del poder magisterial, espero que haya quedado reflejado algo de la grandeza y de las tentaciones que rodean a este servicio eclesial.

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10

Hermenéutica del Magisterio

RICARDO FRANCO

Resulta embarazoso hablar de hermenéutica cuando hace diez años que se viene hablando de crisis de la hermenéutica. Pero yo voy a usar la palabra en un sentido muy elemental, que creo que tiene aún validez: el de «traducción» a otra mentalidad de un documento antiguo. Un método claro para este trabajo no existe. En este sentido la hermenéutica tiene más de arte que de método1.

El título además es ambiguo. Puede significar una «traducción» deJ lenguaje anticuado deJ Magisterio a nuestro lenguaje actuaJ y puede significar también la «interpretación» que el Magisterio ha hecho siempre de la Escritura y la Tradición. Los dos sentidos creo que pueden ser interesantes.

Si se toma la hermenéutica en el primer sentido se puede uno preguntar si es posible hacer esta traducción cuando el Magisterio mismo lo ha prohibido siempre y nunca ha considerado que una formulación suya pueda ser anticuada y carente de valor. Más bien piensa la continuidad como una identidad absoluta, como una especie de sincronía con todos los tiempos, en la que una declaración se va añadiendo a otra sin problemas y de forma absolutamente homogénea. Lo actualizado una vez, queda actualizado para siempre.

Pero permaneciendo en el mismo sentido se puede uno preguntar también si esta traducción de las fórmulas del Magisterio a nuestro lenguaje actual merece la pena. Puede parecer cruel la

Eregunta formulada de esta manera, pero creo que se debe tam-ién plantear, sobre todo teniendo en cuenta los nuevos caminos

del Vaticano II. En el segundo sentido el tema puede ser interesante también.

La Iglesia ha hecho desde el principio, espontáneamente, hermenéutica de la revelación, pero creo que nunca se ha preguntado

1. Cf. J. Habermas, en Habermas-Luhmann, Theorie der Gesellschaft oder So-zialtechnologie, Frankfurt a M. 1976, 172 n. 2a.

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186 Ricardo Franco

por las limitaciones del instrumento que utilizaba para esta hermenéutica. Durante siglos, al menos aparentemente, el horizonte de comprensión dentro de la Iglesia ha sido el mismo y una interpretación del cristianismo ha llegado a ser considerada como la única interpretación posible. El cristianismo ha sido identificado con la «cultura cristiana» y el Magisterio se ha convertido con frecuencia, en los últimos tiempos, en interpretación de sí mismo, es decir, en reafirmación de sus interpretaciones anteriores «en el mismo sentido y con la misma fórmula»

Traducción del Magisterio a nuestro lenguaje actual

La hermenéutica del Magisterio en el sentido de traducción de un lenguaje envejecido y sólo inteligible para los expertos se ha hecho en realidad de forma espontánea y en muchos casos sin darle importancia. Es claro que los términos «naturaleza y persona», empleados por el magisterio tradicional para explicar la realidad de Cristo no son comprensibles hoy en su sentido correcto por la mayoría de los cristianos, o no significan absolutamente nada, y la mera repetición de los términos no aporta nada a los creyentes2. Pero en estos casos, aun manteniendo la fórmula por respeto a la tradición, el catequista se esfuerza por encontrar una explicación más o menos satisfactoria para los creyentes. N o se intenta de todas formas sustituir una fórmula por otra equivalente y más conforme con nuestra mentalidad.

De todos modos, un intento de traducir muchas de las fórmulas tradicionales a nuestro lenguaje actual sería siempre una empresa discutible y difícilmente realizable de forma satisfactoria, sobre todo teniendo en cuenta la pluralidad de nuestras culturas actuales. Sería difícil, tal vez imposible, encontrar una fórmula única que sustituyera a la antigua.

Oposición de la Iglesia a todo cambio en las formulaciones

La Iglesia jerárquica se ha opuesto además, desde siempre y tenazmente, a todo cambio de las formulaciones. Lo formulado una

2. Es significativo que en una edición del catecismo de Ripalda realizada en Jerez, entonces diócesis de Sevilla, se confundieran los términos y se dijera: P. ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? R. Una y divina. P. ¿Cuántas personas? Dos, divina y humana. Durante algún tiempo esta edición corrió por el pueblo sin que nadie advirtiera la equivocación hasta que fue denunciado al cardenal Segura y retirado. Al pueblo le daba igual.

Hermenéutica del Magisterio 187

vez por el Magisterio oficial tiene, en la opinión del mismo Magisterio, una validez perpetua.

Las razones que están detrás de esta reacción son muchas, unas de orden histórico y otras de origen sistemático O, tal vez, puramente ideológico.

Razones históricas

Entre éstas hay que colocar la praxis, ya desde los primeros concilios, de citarse y corroborarse unos a otros. Así el Constan-tinopolitano I cita y corrobora al de Nicea3 , Efeso cita a Nicea4 , el Calcedonense corrobora a Nicea y Constantinopla y el llamado símbolo Niceno-Constant inopoli tano se convierte en la profesión de fe de todos los cristianos hasta hoy 5 .

En el concilio de Calcedonia se nota ya un corrimiento de la fe hacia la doctrina que tendrá graves consecuencias en toda la historia de la evolución dogmática. En lugar de la fórmula tradicional «creemos», se dice: «enseñamos que se debe creer». Con este paso de la «confesión» a la doctrina sobre la fe cambia incluso el sentido del mismo símbolo de fe. El símbolo niceno y el constan-tinopolitano tienen un triple sentido: 1) Es la norma de fe que hav que confesar en la conversión y en el bautismo. 2) Es una doxología cuyo sitio está en la liturgia. 3) Es un documento de la ortodoxia que no deriva su autoridad tanto del magisterio actual cuanto de la verdad que, en un pasado ideal, fue comunicada a los «padres». El símbolo es «palabra de los padres» y tiene por tanto exigencias divinas.

El cambio de sentido aparece ya claramente en el Florentino, gracias a los teólogos latinos allí presentes. Para ellos el símbolo es: l ) U n a suma de la doctrina de la fe. El contenido inteligible de la «fides quae creditur»; 2) U n texto cuya obligatoriedad descansa en un consenso eclesial tal y como es comprendido y aprobado por el papa; 3) Un texto, por tanto, que en ciertos aspectos y en una determinada medida puede ser modificado por el magisterio papal y adaptado a las necesidades del t iempo6 .

3. Concilwrum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973, 28. 4. Y prohibe terminantemente que se componga otra confesión de fe. Ibid.,

65. Santo Tomás interpreta esta prohibición como hecha a los laicos y no a la suprema autoridad del papa. 11/11, q.10, a.l, ad 2.

5. Parece que este credo en Constantinopla fue un credo de compromiso para poder dialogar con los macedonanianos. Cf. A. M. Ritter, Das Konzil von Kons-tantinopel und sein Symbol, Góttingen 1965, 97 ss.

6. Cf. A. Ganoczy, Fórmale und inhaltliche Aspekte der mittelalterlichen Kon-

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188 Ricardo Franco

Este cambio va a tener graves consecuencias para la comprensión del «depósito de la fe» y de la misión de la conservación de éste que el Magisterio va a reclamar como su misión fundamental.

El Constantinopolitano II citará al Calcedonense7 y la fe de los «padres» se convertirá en un monumento tan inmutable que la mera adición del filioque será el pretexto para la separación de la Iglesia oriental.

Habrá que esperar hasta la edad media para que santo Tomás, preparando el cambio del Florentino, se pregunte: «Utrum ad Summum Pontificem pertineat symbolum ordinare» (II/II q.l,a.lO). De todas formas, aunque se dé por supuesto que se pueden «añadir» verdades de fe a las verdades ya formuladas por los antiguos concilios, no se pretende de ninguna manera sustituir una fórmula por otra, sino añadir una fórmula a otra. Se inicia así la idea de la formación acumulativa del depositum fidei, una concepción que durará hasta la fase preparatoria del Vaticano II. La idea de una reformulación de las antiguas fórmulas ni siquiera pasa por el horizonte.

Otro de los motivos históricos que han influido en esta concepción de la continuidad y de la inmutabilidad de las formulaciones dogmáticas ha sido sin duda la célebre regla de Vicente de Lerins. Cuando empiezan las discusiones teológicas en el siglo II, parece que hay que admitir una especie de zona de penumbra entre la ortodoxia y la herejía. Los límites no son tan precisos como en las épocas posteriores . El canon de Vicente de Lerins es quizá el primer intento de encontrar una fórmula absolutamente indiscutible, que suprima toda ambigüedad: «In ipsa autem catholica ecclesia magnopere curandum est, ut id teneamus, quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est»9. Con razón entiende J. Madoz este canon como exclusivo «id tantum teneamus»10. Pero el problema que plantea este consenso se planteó ya al mismo V. de Lerins, que tuvo que ir haciendo precisiones y concesiones precisamente en tiempos de crisis, que es cuando la norma hace más falta. En su explicación de la regula fidei llega a conceder que cuando no se encuentra esa fe mantenida siempre, por todos y en todas partes, hay que recurrir en última instancia a los que él llama «magistri probabiles» (Comm. 3,4), algo que suena a lo que la tardía escolástica llamaba la «pars sanior theoíogorum»

zilien en Glaubensbekenntnis und Kirchengemeinschaft (K. Lehmann und W. Pan-nenberg Hrsg), Freiburg i. B. und Góttingen 1982, 63.

7. Conc. Oec. Dec, 116. 8. H. E. W. Turner, The Pattern of Christian Trutb, London 1954, 81ss. 9. Commonitorium, ed. G. Rauschen, Floril. Patrist. 5, p. l i s 10. El concepto de tradición en Vicente de Lerins, Roma 1933.

Hermenéutica del Magisterio 189

y que de hecho significaba «aquellos teólogos que están de acuerdo con mi parecer».

Razones ideológicas

La aversión a toda novedad, que Vicente de Lerins justificaba con una lectura discutible de la 1 Tim 6, 20 «devitans profanas vo-cum novitates», se mantiene hasta nuestros días. En la encíclica de Benedicto XV Ad beatissimi apostolorum, del 1 de noviembre de 1914, en la que se trata expresamente el tema de la amplitud de la investigación teológica, se invita a rechazar, no sólo el modernismo, sino incluso el espíritu de los modernistas, que rechaza todo aquello que sabe a viejo y busca ávidamente lo nuevo por todas partes. El papa quiere mantener la sabia norma de los mayores: «Nihil innovetur nisi quod traditum est», alusión a la norma de san Esteban I, cuyo sentido es en realidad muy ambiguo (DS 110). De esta norma dice Benedicto XV que en las cosas de fe tienen

3ue ser observada inviolablemente, pero aun en aquellas cosas, que e suyo no son inmutables, hay que tenerla como ideal, de mane

ra que en ellas valga al menos la regla «non nova sed noviter» (DS 3625).

Esta pasión, casi eleática, por la inmutabilidad tiene posiblemente su origen en el mantenimiento de la inmutabilidad como uno de los atributos indiscutibles de Dios y la extensión progresiva de esta inmutabilidad, por participación, a todo aquello que de alguna manera está en relación con él: a la palabra de Dios, en primer término, y a su interpretación por la Iglesia en segundo lu-

8ar-La aplicación de la idea de la inmutabilidad a la palabra de Dios

aparece clara en una carta de Pío VII al arzobispo de Mohiley, contra las traducciones de la Biblia las lenguas vernáculas. La razón que se da es que en las lenguas vernáculas advertimos frecuentes cambios, variedades, etc., y, por tanto, por una inmoderada libertad para las traducciones bíblicas «inmutabilitas illa convelleretur, quae divina decet testimonia» (DS 2711). La inmutabilidad del latín, como lengua muerta, era sin duda más apta para expresar la inmutabilidad de la palabra divina11.

La aplicación de esta inmutabilidad a las fórmulas dogmáticas de la Iglesia tiene una especial incidencia en las manifestaciones an-timodernístas de Pío X y en la condenación de la Nouvelle Théo-logie por Pío XII.

11. Todo cambio tiene una incidencia en la doctrina sobre la autoridad y ahí es donde se ve con más claridad el carácter ideológico de toda esta mentalidad.

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190 Ricardo Franco

La inmutabilidad de las fórmulas dogmáticas y la imposibilidad de toda hermenéutica

Los modernistas habían introducido un sentido simbólico del dogma que permitía una interpretación del mismo. Pío X reacciona duramente contra todo intento de relativización de las fórmulas dogmáticas. En realidad, del concepto simbólico e instrumental de los dogmas se sigue que «como el hombre puede hallarse en diversas situaciones... también las fórmulas que llamamos dogmas tienen que estar sujetas a las mismas vicisitudes y, consiguientemente, sujetas a variación. Así queda expedito el camino para una íntima evolución del dogma. Amontonamiento por cierto —dice Pío X — infinito de sofismas que arruinan y aniquilan toda religión» (D 2079, la edición de DS (3483) suprime el final, que seguramente le ha resultado chocante).

En el párrafo siguiente se analiza detenidamente la doctrina modernista de la evolución de los dogmas a partir de estos principios: «Para que estas fórmulas (dogmáticas) sean vitales, tienen que ser y permanecer acomodadas a la fe juntamente y al creyente. Consiguientemente, si por cualquier causa cesa esa acomodación, pierden aquéllas sus primitivas nociones y necesitan mudarse» (D 2080, omitido por DS).

Nosot ros diríamos que las fórmulas han perdido su capacidad de comunicación v, por tanto, han dejado de ser comunicativas para el creyente. Los modernistas tenían, además, conciencia del carácter relativo e inadecuado que cualquier formulación tiene para expresar las verdades religiosas: «El creyente ha de tener —dicen, según la encíclica— buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino usar de ella únicamente para adherirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre v encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás» (D 2087). Sólo a partir de una mentalidad radicalmente, racionalista se podía condenar esta expresión, que será de nuevo condenada contra la Nouvelle Théologie. La idea de la absoluta inmutabilidad de las fórmulas dogmáticas, que aparece en esta condenación del modernismo, es solamente un aspecto —el intelectual y doctrinal— de la conciencia de inmutabilidad de la Iglesia misma.

Las dura-- medidas represivas que siguieron a la publicación de la encíclica Pascendi y al decreto Lamentabili consiguieron que estas ideas quedaran durante mucho tiempo latentes en la Iglesia. Reaparecen, con otra forma, en otro movimiento tan difícil de definir como el mismo modernismo: la Nouvelle Théologie, que es condenada por Pío XII con la encíclica Humani generis, del 12 de

Hermenéutica del Magisterio 191

agosto de 1950. Es la idea de «evolución», junto con la de un «falso historicismo» —en el modernismo había sido la conciencia histórica—, la que, según Pío XII , socava los fundamentos de toda verdad y ley absolutas, lo mismo en el terreno de la filosofía que en el del dogma cristiano (DS 3877). Los partidarios de esta nueva teología «pretenden librar al dogma mismo de la terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las nociones filosóficas vigentes entre los doctores católicos» (DS 3881). Según esta nueva teología, sigue diciendo la encíclica, «los misterios de la fe jamás pueden significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones "aproximativas" como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por las cuales la verdad se indica en cierto modo, pero forzosamente también se deforma» (DS 3882). La única concesión que hace Pío XII es: «Nadie hay, ciertamente, que no vea que la terminología empleada tanto por las escuelas como por el magisterio de la Iglesia puede ser completada y perfeccionada; también es claro que la Iglesia no puede atarse a cualquier efímero sistema filosófico. Los conceptos y términos.. . reposan en principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas creadas... por eso no es de extrañar que algunos de estos conceptos hayan sido empleados por los concilios ecuménicos, de suerte que no está permitido apartarse de ellos» (DS 3883).

Pío XII está completamente seguro de que las fórmulas dogmáticas no dependen de una «filosofía» y mucho menos de las efímeras filosofías actuales, sino del «verdadero conocimiento de las cosas creadas», que es naturalmente el que proporciona, no cualquier filosofía, sino únicamente aquélla que es llamada «perenne».

Los teólogos tienen que quitarse de la cabeza el que puedan atreverse a hacer una «hermenéutica» de los dogmas definidos, y mucho menos a proponer fórmulas alternantes. La única función de la teología, según Pío XII , es «manifestar cómo la doctrina definida por el Magisterio de la Iglesia se contiene en las fuentes» y además «eo ipso sensu quo definita est» (DS 3886).

Las primeras (¿y las últimas ?) dudas

Pablo VI sigue fielmente esta línea y al principio de su pontificado le da una formulación que se puede llamar clásica y que excluye de forma definitiva toda hermenéutica de los textos dogmáticos.

La posibilidad de una hermenéutica se funda en el diverso ho rizonte de comprensión entre el escritor y el lector, pero en el len-

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192 Ricardo Franco

guaje que utilizan las fórmulas dogmáticas esta diferencia, según Pablo VI, es imposible porque «estas fórmulas, como las demás de las que la Iglesia se sirve para proponer los dogmas de fe, expresan conceptos que no están ligados a una determinada cultura, ni a una determinada fase del progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad, en la universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y determinadas palabras, tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por esto resultan acomodadas a los hombres de todo tiempo y de todo lugar» (Mysterium fidei, AAS 57 [1965] 758). Todavía en el año 1968 declaraba en una audiencia general del 4 de diciembre: «Las fórmulas mismas en las que la doctrina ha sido refleja y autoritativamente definida no se pueden abandonar. Sobre este punto el Magisterio de la Iglesia no transige, aunque tenga que soportar las consecuencias negativas de la presentación impopular de su doctrina»12. Pablo VI apoya esta actitud intransigente de la Iglesia con la incomprensión que acompañó a la predicación de Jesús (Mt 13, 13), sin caer en la cuenta de que esta incomprensión se debía a intereses creados y no a dificultades gnoseológicas.

Pero ya por lo menos cae en la cuenta de que muchas enseñanzas de la Iglesia son incomprensibles a causa de su misma formulación, aunque se equivoca al diagnosticar las causas de esta incomprensión. En esta misma audiencia considera este problema de la incomprensión como angustioso. En esta angustia se mezcla indiscutiblemente la crítica severa a la que había sido sometida su encíclica Humanae vitae. Todavía en una audiencia del 14 de maye del año siguiente, 1969, mantenía, aunque ya no con tanta firmeza, que la «fe no es pluralista». «La fe, incluso en aquello que toca al revestimiento de las fórmulas que la expresan, es muy delicada y exigente»13. En una audiencia general del 28 de octubre de 1970 ya reconoce, aunque en la forma angustiada e interrogante a la que nos tenía acostumbrados, que no es posible sustraerse al cambio y a la historia, y se refiere a lo dicho por el Vaticano II en la Gau-dium et spes (n. 5ss). Y al preguntarse si todo cambia, llega al problema de las fórmulas de fe: «¿Y una fe que nos presentara dogmas, formulados en un tiempo y en un lenguaje de culturas antiguas, dogmas a los que hay que asentir como a verdades indiscutibles, sería tolerable en nuestros días?»14 Considera estas pre-

12. Insegnamenti di Paolo VI, Roma 1969, vol. VI, p. 1045. 13. Ibid., VII, p. 958. 14. Ibid., VIII, p. 1072 s.

Hermenéutica del Magisterio 193

guntas como «agresivas», pero al menos no pretende darles una respuesta tajante, sino que se limita a proponerlas como preguntas.

Un intento de respuesta

Curiosamente la primera respuesta que de alguna manera considera posible un cambio de formulación en alguna definición dogmática la encontramos en el primer documento contra la doctrina de H. Küng, aunque no se le nombra personalmente. Es la declaración de la Congregación para la doctrina de la fe que lleva el título Mysterium Ecclesiae15.

Prescindiendo de otras matizaciones de este documento , lo que nos interesa es la última concesión, formulada ciertamente en el estilo sibilino de la curia, en el que se acumulan las restricciones propias de un documento de compromiso en el que las concesiones se hacen contra el parecer de algunos miembros de la Congregación: «Finalmente, aunque las verdades que la Iglesia con sus fórmulas dogmáticas realmente pretende enseñar, se distingan de los conceptos (cogitationes) cambiables de una determinada época y puedan ser expresados sin ellos (?), sin embargo algunas veces puede suceder que aquellas verdades sean expresadas, incluso por el sagrado Magisterio, con palabras que llevan en sí los vestigios de esos conceptos»17.

El texto es un parto difícil y su resultado teratológico, pero reconoce que hay al menos algunas fórmulas dogmáticas que llevan en sí los límites expresivos del tiempo en que fueron formuladas y por lo tanto que pueden ser reformuladas. La distinción entre las verdades que la Iglesia pretende enseñar con sus fórmulas dogmáticas y los conceptos cambiables con los que de hecho las enseña, supone una dicotomía de forma y contenido difícilmente aceptable. Pero, a pesar de todo, era el principio de una posibilidad de «traducir» las fórmulas dogmáticas, al menos algunas, y con eso la posibilidad de una hermenéutica del Magisterio. Por eso sorprende totalmente la conclusión del documento, explicable solamente (aunque no justificable) por el carácter de compromiso del documento: «Consideradas estas cosas, hay que decir que las fórmulas dogmáticas del magisterio eclesiástico ya desde el principio han comunicado aptamente la verdad revelada y, permaneciendo

15. AAS 65 (1973) 396-408. 16. Cf. mi artículo: Unidad y continuidad de la fe en un mundo histórico y

pluralista: EE 48 (1973) 443-475. 17. AAS, Ibid., 403.

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194 Ricardo Franco

las mismas, seguirán comunicándola perpetuamente a aquellos que las interpreten rectamente»'\

El texto lleva indiscutiblemente las huellas digitales de todos los miembros de la Congregación y es, a pesar de todo, lo más avanzado, a mi entender, que se ha dicho en esta materia en la Iglesia jerárquica.

La conclusión de toda esta resistencia sería que, a pesar de todo lo dicho por Pío X, Pío XII e, incluso, Pablo VI, es posible una hermenéutica de las fórmulas dogmáticas, en las que el último documento citado reconoce las limitaciones conceptuales. En este caso sería posible también la proposición de formulaciones alternativas. Si las verdades que la Iglesia quiere enseñar se distinguen de los conceptos con los que realmente las expresa, quiere decir que pueden ser expresadas de otra manera.

De todas formas la resistencia del magisterio de los papas a cualquier cambio se apoya, en parte, en una comprensión inadecuada de lo que son los límites del lenguaje y, en parte, en una defensa de la inmutabilidad que se puede calificar de ideológica, sobre todo por lo que tienen de defensa de la autoridad constituida, para la que cualquier cambio es concebido como una amenaza. Ésta comprensión de la inmutabilidad como ideal, se apoya, además, en paradigmas de comprensión caducados19.

A pesar de la posibilidad, en principio, de una hermenéutica del Magisterio, creo que hay que plantearse una pregunta mucho más radical: ¿es necesaria esta reformulación? e incluso ¿es deseable?

¿Es deseable una hermenéutica del Magisterio?

Creo que a todas las dificultades que el Magisterio pone para dejarse interpretar y, sobre todo, para dejar que se pueda cambiar una fórmula por otra, hay una respuesta mucho más fácil: no es interesante interpretar todas las interpretaciones que del fenómeno cristiano ha ido haciendo el Magisterio a lo largo de los siglos. Muchas de estas interpretaciones han cumplido ya su deber en el momento en el que fueron formuladas: responder desde la fe a las preguntas planteadas por los cristianos o planteadas a los cristianos en un momento determinado y a partir de un determinado horizonte de comprensión. Si el horizonte ha cambiado, la pregunta se hace ya a otro nivel y entonces la respuesta de otro tiempo no

18. Ibid., 403. 19. N. M. Wildiers, Weltbild und Theologie, Zürich 1974.

Hermenéutica del Magisterio 195

es que se convierta en falsa, sino simplemente que deja de ser respuesta para una pregunta nueva, planteada a otro nivel distinto. Lo que hay que hacer es buscar la respuesta nueva para la nueva pregunta y no «reinterpretar» la vieja respuesta.

La Iglesia jerárquica no se ha planteado el problema de esta forma por su modo de comprender el «depósito de la revelación». Considera este depósito como el conjunto de todas las formulaciones de fe que se han ido haciendo a lo largo de la historia. Su obligación es conservar en su integridad este depósito. Cuántas de estas verdades son realmente creídas por el pueblo fiel, no es una pregunta que se haga el Magisterio20. Sería una equivocación creer que son estas formulaciones las que constituyen la tradición. Son interpretaciones de la Escritura y de la Tradición y éstas son normativas y anteriores a toda interpretación.

En gran parte el esfuerzo de interpretación del Magisterio ha sido la traducción al lenguaje conceptual del lenguaje simbólico o narrativo de la Biblia. Baste recordar el homoousios de Nicea o la descripción de Dios en el Vaticano I. Pero es claro que los conceptos, aunque sean necesarios, pierden el carácter sugerente de los símbolos y son tributarios de un determinado sistema filosófico. Por eso sigue siendo siempre interesante la nueva interpretación de los símbolos bíblicos originales, pero no parece que lo sea la interpretación conceptual de otra interpretación conceptual. Sería como hacer una nueva interpretación de la teoría ptolemaica del sistema solar en vez de hacer una nueva interpretación del mismo sistema solar.

La idea que pretendo exponer en la segunda parte es que la Iglesia misma en el Vaticano II ha abandonado por fin la preocupación de volver continuamente sobre lo que ya había dicho, dedicándose en los últimos tiempos, sobre todo, casi exclusivamente a interpretar sus propias interpretaciones, y ha vuelto, de nuevo, a las fuentes originales para darnos una interpretación, no de las viejas fórmulas del magisterio, sino del fenómeno cristiano original.

20. Nadie recuerda que el concilio ecuménico de Viena (1311-1312), en su constitución «Fidei catholicae», condenara a los que dijeran «quod substantia ani-mae rationalis seu intellectivae veré ac per se humani corporis non sit forma» (DS 902). La verdad es que la Iglesia espontáneamente ha barrido debajo de la alfombra algunas definiciones que sonaban demasiado escolásticas y la nueva edición del Denzinger ha omitido algunas condenaciones que eran muy duras.

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El Magisterio como hermenéutica

En los últimos siglos, sobre todo desde Pío IX, el Magisterio se ha convertido, más que en intérprete de la fe, en defensor de la cultura cristiana., es decir, de aquella interpretación de la fe que está realizada a partir de la gran síntesis con el pensamiento antiguo, realizada sobre todo por santo Tomás, y que utiliza como instrumento hermenéutico la llamada «philosophia perennis», restaurada por decreto de León XIII . Esta restauración da lugar al neoescolasticismo, que tiene una clara tendencia al empobrecimiento puramente formal. Tiene que mantener un pensamiento metafísico que ha perdido su base física, es decir, la concepción medieval del universo. Esta interpretación concreta del fenómeno cristiano se identifica fácilmente con el cristianismo mismo. La permanencia en esta concepción de la realidad, espontánea al principio y artificial después, da la impresión de que el cristianismo es impensable en otra estructura de pensamiento y de que todo ataque a esta concreta expresión cultural del cristianismo en un ataque al cristianismo mismo.

En el cristianismo la función hermenéutica, tanto de los teólogos como del Magisterio mismo, empezó muy pronto . Los primeros apologetas hacen ya una lectura helenista del cristianismo, sin plantearse un problema reflejo, porque el helenismo es el ho rizonte natural de su compresión de la realidad y, por tanto, también de su compresión de la palabra revelada, aunque ésta hubiera sido inicialmente formulada en una cultura distinta. El primer concilio ecuménico no tiene dificultad en responder con categorías helenistas a un problema planteado en este mismo horizonte2 1 . La hermenéutica se hace con la naturalidad y la despreocupación del respirar mismo. Se respira en esa cultura, se piensa en esa cultura y se cree en esa cultura.

¿Quién iba a pensar que esa cultura se iba a mantener en el occidente cristiano casi veinte siglos? ¿Y que cuando ya estuviera próxima a expirar, en vez de una compasiva eutanasia, iba a encontrar un centro de reanimación y una unidad de cuidados intensivos? El hecho es que para muchos católicos de nuestros días esa cultura va a seguir siendo la atmósfera —una atmósfera cerrada de hospital— en la que van a seguir respirando y, por tanto, pensando y creyendo.

21. No tiene ni siquiera preocupación por acudir a un término como el de ousia que en su relación con Dios había sido puesto en cuestión por Platón y por el platonismo medio. Cfr. J. Whittaker, Epekeina nou kai ousias: VigChrist 23 (1969) 91-104.

Hermenéutica del Magisterio 197

La permanencia de este horizonte común es lo que ha permitido a la Iglesia considerar la continuidad del cristianismo como inmutabilidad y el sumar una definición a otra como elementos to talmente homogéneos. Todo lo más consideró la continuidad como un proceso orgánico. Nunca como discontinuidad o, al menos, nunca se pensó que la continuidad del cristianismo podía estar garantizada por algo distinto que la homogeneidad de las interpretaciones y por la repetición idéntica de lo dicho anteriormente.

El «credo del pueblo de Dios» y su hermenéutica

Antes de pasar al Vaticano II creo que es interesante analizar un texto que pertenece espiritualmente al preconcilio, aunque esté redactado después. Además de darnos un credo, Pablo VI se ha creído en la obligación de anteponer unas consideraciones sobre la hermenéutica posible, que son interesantes para apreciar las diferencias.

Una mezcla heterogénea de elementos, desde una fórmula inspirada más bien en el concilio Toledano I que en el Niceno, hasta elementos del Tridentino, del Vaticano I y del Vaticano II, dejan ver que Pablo VI considera todos estos documentos como homogéneos y tiene razón, porque incluso las citas del Vaticano II no corresponden a lo que este concilio aporta de nueva interpretación, sino a lo que tiene de homogéneo con lo anterior.

La continuidad, que a pesar de todo se presentaba ya problemática a Pablo VI, la sitúa, según sus principios hermenéuticos, en la continuidad de la razón humana, coloreada de un matiz antikantiano que no hace al caso. Es claro que es una cierta permanencia de la razón humana la que nos hace posible «comprender» los documentos antiguos. Pero, después de comprender, podemos llegar a la conclusión de que lo que hemos comprendido no es una respuesta a nuestros problemas, planteados en otro horizonte de comprensión. Nosot ros podemos llegar a comprender lo que significaba persona para el concilio de Calcedonia, pero llegar a la conclusión de que para nosotros significa otra cosa. Lo mismo se

Euede decir del término «transubstanciación», que es comprensi-le, pero no utilizable para el que no concibe la realidad como

compuesta de substancia y accidentes. Pero ¿qué pasa cuando ya no se concibe la realidad como compuesta de substancia y accidentes? ¿es que la fe nos obliga a aceptar esa teoría física para permanecer dentro de la ortodoxia? La verdad es que leyendo a Pío XII y al mismo Pablo VI se saca la impresión de que esas teorías

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físicas han sido codefinidas en los concilios y por tanto no es lícito apartarse de ellas. Esto es lo que yo llamo confundir la cultura cristiana con la fe. Esto lo admite abiertamente, sin embargo, C. Pozo en su comentario al credo de Pablo VI, donde dice que «los conceptos así incorporados quedan irreversiblemente ligados al dato»22. Esto significaría que los papas, o la Iglesia, son infalibles no solamente en la fe, en las costumbres e, incluso, en la declaración de la ley natural, sino también en la declaración de las leyes físicas. Creo que ningún papa se ha atribuido explícitamente esta infalibilidad.

Lógicamente C. Pozo niega la posibilidad de una hermenéutica no sólo del magisterio sino también de la Biblia, pero olvida que ésta está admitida por el Vaticano II.

Biblia y Magisterio

Quiero responder a una inconsecuencia que se puede encontrar en mi manera de hablar. Admito por una parte que se puede hacer una hermenéutica de la Biblia. Pero esto no significa abandonar el texto bíblico, sino intentar comprenderlo cada vez de nuevo a partir de mi situación. ¿No sería lógico hacer lo mismo con las decisiones del Magisterio eclesiástico: comprender su significado y respetar sus formulaciones? Creo que hay que admitir una diversidad entre el texto bíblico y las decisiones del Magisterio, como ya he dicho de alguna manera. El texto bíblico es el punto de partida, un clásico en el sentido de D. Tracy23, del que son interpretaciones las formulaciones del Magisterio, las de los teólogos y las de la hermenéutica bíblica. Todas ellas tienen, a distinto nivel, el cometido de actualizar, es decir, de interpretar el sentido del texto bíblico. La diferencia está en que las fórmulas del Magisterio tienen carácter obligante por la autoridad que las impone (no por una evidencia interna que se impone) y han sido consideradas como perpetuamente válidas, lo que no deja de ser difícilmente compaginable con su función de actualización. Los teólogos durante algún tiempo también creyeron que sus formulaciones eran consecuencias lógicas y perpetuamente válidas de las verdades reveladas. Hoy los teólogos en general son más modestos en sus interpretaciones. Tienen, o deben tener, conciencia de la limitación de los instrumentos hermenéuticos, lógicos, concep-

22. C. Pozo, El credo del pueblo de Dios (BAC minor 6), Madrid 1975 59 n. 52.

23. D. Tracy, The Analogical Imagination, NY 1981, 99 ss.

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tuales, etc, que están utilizando. Por eso creen que sus interpretaciones tienen un valor relativo, reducido al campo de la racionalidad disponible de momento. Una cosa parecida sucede con los métodos históricos y hermenéuticos que utilizan los exegetas. La validez perpetua de las formulaciones del Magisterio parece una falta de consecuencia con su carácter de interpretación y de actualización del mensaje bíblico. Si son actualización, lo son para un tiempo y una mentalidad determinada. Cuando ese tiempo y esa mentalidad han pasado, dejan de tener su función de actualización y de interpretación y no tienen que ser interpretadas a su vez, sino simplemente sustituidas. El único problema es que la mentalidad a la que correspondían ha durado, al menos aparentemente, tanto tiempo que se ha llegado a creer que era la única mentalidad posible y, por lo tanto, que las fórmulas antiguas conservaban su vigencia indefinidamente.

El hecho de que en Europa misma hace un par de siglos que domina otra mentalidad y que, además, aparecen otras mentalidades en Asia, África, América, no parece que haya sido percibido de manera efectiva por el Magisterio eclesiástico.24

El giro del Vaticano II

Una diferencia fundamental del Vaticano II con los dos concilios anteriores, los concilios de la catolicidad: el Tridentino y el Vaticano I, está en que éstos son concilios de «restauración», porque vienen después de una revolución y pretenden reagrupar y reorganizar las fuerzas dispersadas por ella. La revolución protestante para Trento, la revolución francesa, la ilustración y el racionalismo para el Vaticano I. Volver las aguas a su cauce es lo que consideran como su misión. En cambio el Vaticano U aparece en un momento de aparente calma para la Iglesia. Sin embargo, en la Iglesia había de hecho un pluralismo que solamente había quedado oculto o había sido reprimido violentamente, pero no había sido eliminado, ni incorporado. Una nueva concepción histórico-evolutiva de la realidad se iba abriendo paso en la mentalidad católica. No era cosa de hacía poco. En realidad había empezado antes del Vaticano I con la nueva Facultad de teología católica de Tubinga, pero había sido totalmente ignorada por ese concilio.

24. Las fórmulas mismas, como interpretaciones, pertenecen a la historia de la interpretación del texto y en este sentido siguen teniendo significación ya que el texto no nos llega de forma inmediata, sino dentro de la historia de sus interpretaciones.

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Había aparecido de forma violenta y radical con el modernismo, para ser reprimida por Pío X y, de nuevo, con la Nouvelle Théo-logie para ser reprimida por Pío XII. Pero esta última corriente, más moderada, va a confluir en el Vaticano II con la corriente más tradicional y será representada por un número elevado de sus teólogos más representativos. Con esto el Vaticano II no será un concilio de restauración, sino un concilio que va a poner de manifiesto la pluralidad que de hecho existía en la Iglesia. En este sentido se puede decir que el concilio mismo es una revolución.

Un problema obvio que plantea el Vaticano II es el de su unidad, pero también el de su continuidad con los dos concilios anteriores.

La continuidad

El problema de la continuidad doctrinal en la Iglesia es complicado y delicado. Generalmente, como ya dije, ha sido comprendida en un sentido de identidad o de continuidad homogénea, sin cambio de ninguna clase. Unas definiciones se iban sumando pacíficamente a otras e iban constituyendo25 el depósito de la fe que la Iglesia tenía la obligación de conservar íntegro e incontaminado. No es de extrañar que el primer proyecto de decreto sobre la revelación llevara el significativo título: «De deposito fidei puré custodiendo». El mismo Vaticano II se considera en continuidad con los dos anteriores: «Conciliorum Tridentini et Vaticani I in-haerens vestigiis».

Esta continuidad es interpretada por el entonces teólogo J. Rat-zinger como una continuidad homogénea. Para esto tenía que hacer una lectura forzada del Vaticano I, descubriendo en él indicios de una comprensión «histórica» del dogma, para terminar afirmando que el Vaticano II, en su decreto sobre la revelación, lo que hace es «una relectura de los textos correspondientes del Vaticano I y del Tridentino, en la que lo de entonces es leído a nuestra manera y, con esto, simultáneamente interpretado de nuevo, tanto en lo esencial como en lo deficiente»26. Es decir, para Ratzinger, cualquier nueva interpretación es interpretación de una interpretación anterior. Para considerar las nuevas aportaciones del Vaticano II sobre la revelación como interpretaciones del Vaticano I, tiene que hacer verdaderos equilibrios intelectuales. Lo que no se indica es

25. Constituyendo por sedimentación. Creo que esta acepción de «depósito» es aplicable al depósito de la fe tal y como es concebido por el Magisterio.

26. LThk, KV II, p. 505.

Hermenéutica del Magisterio 201

que puede haber una continuidad mucho más elemental: la continuidad de la «cosa» misma interpretada. La nueva lectura que hace el Vaticano II de la revelación o de la Iglesia no es una relectura del Vaticano I, sino una nueva lectura de las fuentes mismas de la revelación y una nueva interpretación del fenómeno fundamental cristiano, que fue objeto de otras interpretaciones en el pasado. La cosa misma es interpretada de otra manera a partir de otro paradigma de comprensión.

Habría con esto una discontinuidad, pero no con relación al fenómeno original de la fe cristiana, sino con relación a una de sus interpretaciones.

Comprendo que el pretender que pase la Iglesia de una continuidad comprendida como identidad o, todo lo más, como evolución homogénea, a la idea de «discontinuidad», puede parecer una pretensión inaudita. Pero esta idea de discontinuidad supone únicamente que hay una estructura en el Vaticano II que no es una mera evolución de algo que estaba ya en el Vaticano I, aunque estuviera sólo en germen, que en una mentalidad continuista es comprendido como algo que contiene ya toda la información sobre eí tema. Ha habido una aportación desde fuera y esto da origen a una estructura distinta, y en este sentido, discontinua con la anterior. La aportación ha sido el nuevo paradigma de comprensión a partir del cual es comprendida la Escritura.

Creo que este hecho del Vaticano II tiene una importancia decisiva para el tema de la hermenéutica del Magisterio. Por primera vez, a mi entender, el Magisterio mismo admite la posibilidad de hacer una interpretación del fenómeno religioso cristiano, que no es mera interpretación de las interpretaciones anteriores sobre el mismo tema. Tal vez porque, por primera vez, un concilio ha decidido no reprimir la realidad plural de la Iglesia misma, sino dejarla transparentarse en sus documentos. Este pluralismo aparece en muchos textos del Vaticano II, pero de momento me refiero sobre todo a las dos constituciones llamadas dogmáticas: la Dei ver-bum y la Lumen gentium27.

27. La literatura sobre el tema es infinita. Se puede ver para el tema del Vaticano II a P. Eicher, Offenbarung, München 1977, 483 ss. y J. A. Estrada, La Iglesia: Identidad y cambio, Madrid 1985 (sobre la Iglesia).

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¿ Unidad del Vaticano II?

El ahora cardenal Ratzinger parece dar por supuesta la unidad absoluta del Vaticano II en su obra Informe sobre la fe28. Para él, la solución de todos los males que aquejan a la Iglesia en la actualidad y que, aparentemente, se deben al concilio, está en una vuelta a los «textos auténticos» y al «sentido auténtico» del concilio, como si sólo hubiera uno.

La pluralidad de nuestra cultura es un hecho que se ha impuesto al concilio mismo tanto en su génesis como en su resultado. El «texto auténtico» del Vaticano II es un «compromiso» y con eso un reflejo —moderado— de la situación existente en el mundo y en la Iglesia.

Juan XXIII quiso que el concilio fuera pastoral y no dogmático (en el sentido del Tridentino o el Vaticano I), tal vez porque previo que una unanimidad en materia de doctrina no era alcan-zable. La parte conservadora, que en un principio se opuso a este carácter pastoral, lo aceptó después cuando se convenció de que no era posible que la mayoría aceptara su posición y que de esa manera restaba importancia a un concilio que iba a seguir un rumbo muy distinto del previsto por ellos.

La ambigüedad del carácter no-dogmático, sino «simplemente» pastoral, del concilio fue seguramente la que permitió con más facilidad a ambas partes hacer concesiones insospechadas con la íntima persuasión de que este compromiso no les comprometía doc-trinalmente. Esta falta de acuerdo doctrinal y la mera yuxtaposición, en determinadas ocasiones, de dos tendencias, distintas, ha permitido llegar a un texto que ha podido ser calificado como «compromiso de un pluralismo contradictorio, sin mediación»29. El calificativo «contradictorio» es, sin embargo, inexacto, porque no se trata de afirmaciones hechas al mismo nivel, es decir, no están hechas dentro de un mismo paradigma de comprensión. Tenemos más bien un conflicto de interpretaciones divergentes del mismo fenómeno, hechas a partir de paradigmas distintos. Ha sido un mérito del Vaticano II el poner al descubierto la situación real de la Iglesia. La situación es muy difícil por la falta de disponibilidad para el diálogo entre las diversas sentencias, y el Vaticano II sólo podía dejarla al descubierto, pero no solucionarla.

Al menos tenemos algo muy interesante y completamente nue-

28. Ct. mi artículo Las ambigüedades de un libro claro: Proyección 140 (1986) 15-26.

29. M. Seckler, Ueber den Kompromiss in Sache der Lehre, en Begegnung, Graz, Wien-Kóln 1972, 57.

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vo, al parecer, en el Magisterio eclesial: se ha dado una nueva interpretación del fenómeno original cristiano, al menos en dos puntos fundamentales: la idea de la revelación y la estructura de la Iglesia. Y esta nueva interpretación no es mera reinterpretación de las anteriores.

¿Y los teólogos?

A los teólogos les tocaría teóricamente hacer la síntesis, que el Vaticano II no ha hecho, para mantener la unidad y la continuidad con los concilios anteriores. Pero ¿es posible una síntesis de las dos tendencias? Aunque, como he dicho, no creo que haya contradicción, tampoco creo que sea posible una síntesis intelectual de las dos tendencias. Tal vez a lo más que se puede llegar es a comprender la revelación o la estructura de la Iglesia en el Vaticano I y en el Vaticano II como «modelos» distintos para explicar una realidad compleja30. En física se puede representar con modelos divergentes una misma realidad compleja, por ejemplo la luz, que puede ser representada por un modelo ondulatorio o un modelo de partículas. Pero estos dos modelos no pueden ser reconciliados en una síntesis teórica.

El complejo fenómeno de la revelación (o de la Iglesia) puede ser representado con un modelo doctrinal o proposicional, como hace el Vaticano I, o con el modelo de una nueva conciencia o de relación interpersonal, como hace el Vaticano II, en aquello que no es mera repetición del Vaticano I. Cada uno de estos modelos puede representar un aspecto del complejo fenómeno de la revelación, pero no es posible, o al menos yo no la veo posible, una síntesis intelectual de los dos modelos.

La aplicación práctica

Un cambio en la teoría no puede quedar sin una repercusión en la práctica. El cambio en la idea de la Iglesia es claro que tiene que tener una repercusión en la estructura misma organizativa de la Iglesia. La quinta asamblea del concilio pastoral de la Iglesia de Holanda se dedicó de lleno a una reconsideración del ministerio eclesial a partir de la doctrina del Vaticano II y de la nueva experiencia de la Iglesia. Los resultados se publicaron, pero la inciden-

30. A. Dulles, Models of Revelation, NY 1983, 31ss.

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cia real ha sido nula31. Las consecuencias que han tenido los intentos de E. Schillebeeckx y L. Boff son de sobra conocidas.

Más lejano de la praxis puede parecer el cambio en la idea de revelación, pero yo creo que puede tener una incidencia inmediata en las relaciones teología-magisterio. Si el Vaticano II no utiliza el modelo proposicional para interpretar la revelación, no se ve por qué los teólogos tienen que seguir siendo juzgados de acuerdo con un modelo de «depósito de la revelación» que olvida todo lo que se ha dicho sobre la posibilidad de la hermenéutica y sobre la historicidad de los documentos de la revelación, que tiene que implicar la historicidad de la verdad misma revelada32.

En la praxis posterior al concilio se ha creado de hecho una tensión casi insoportable por los diversos criterios utilizados por las congregaciones romanas para no juzgar a los exegetas y condenar a los teólogos. A los exegetas se les ha concedido de hecho toda libertad para utilizar los progresos de las ciencias histórico-bíbli-cas, y el resultado es una nueva exégesis, que no deja nada que desear en cuanto a seriedad y objetividad de la investigación. En cambio, los teólogos se han visto siempre enfrentados a ese muro del «depósito de la revelación» como norma próxima para juzgar sus doctrinas, incluso cuando se han limitado a elaborar las conclusiones de la misma ciencia bíblica o de las investigaciones históricas.

El giro que se puede prever a partir de las declaraciones del cardenal Ratzinger en su libro Informe sobre la fe, no es que se vaya a conceder a los teólogos la misma libertad que a los exegetas, sino que se les quite a éstos la que tienen. Sería lamentable para el progreso del conocimiento de la Biblia y, por tanto, para el conocimiento de nuestra propia identidad.

Hace poco tenía lugar una reunión extraordinaria del sínodo de los obispos para examinar los frutos del Vaticano II y su aplicación en la Iglesia. Aquí tenemos dos temas cuya realización depende casi exclusivamente de ellos y sobre los cuales aún no parece que se haya tomado suficiente conciencia.

31. Cf. IDOC-International n. 16, 15-1-1970. 32. Sobre el tema de la historia en el concilio se puede ver recientemente el

artículo de G. Ruggieri, Foi et histoire, en La réception de Vatican II, ed. par. G. Alberigo et J. P. Jossua, París 1985, 127-155.

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El Magisterio y la libertad del teólogo

JOSÉ MARÍA ROVIRA BELLOSO

«La Verdad os hará libres», dice el cuarto evangelio1. «Donde está el Espíritu, allí está la libertad»2, afirma Pablo. «El cristiano vive bajo la ley de la libertad interior»3, constata el sínodo de 1971,, sobre la Justicia en el mundo. Estas frases son contundentes. Quieren mostrar realmente que Cristo nos vino a liberar con su libertad. Quiere decir que hemos de tomarlas tan seriamente que, de alguna manera, puedan verificarse en nosotros, cristianos y teólogos.

Se supone que el carácter general del tema que me ha sido asignado puede dar pie a un estudio de carácter sistemático: a una visión sintética. La contundencia y profundidad de las frases citadas es, a buen seguro, un incentivo más para un trabajo especulativo: la libertad inscrita en el acto de creer. No obstante, lo único que puedo ofrecer son unas reflexiones profundas en la Palabra que engendra la fe, amasadas en nuestra experiencia personal y comunitaria, situadas en la eclesiología y en el contexto eclesial real que nos ha tocado vivir, gracias a Dios.

Estas reflexiones se centrarán en la libertad del sujeto, en la libertad de la fe, en la libertad del creyente, en la libertad del teólogo y, finalmente, en la libertad para atender y entender el Magisterio. Constituirán otras tantas —breves— partes de mi exposición, seguidas de un apéndice.

1. LA LIBERTAD DEL SUJETO

Es conveniente traer a la memoria que no siempre el sujeto humano se ha movido en las amplias coordenadas en que nos movemos hoy. La inconmensurabilidad práctica del mundo es, hoy,

1. Jn 8, 32. 2. 2 Cor 3, 17. 3. Synodus Episcoporum, De lustitia in mundo, Typis Polyglottis Vaticanis,

1971, 13.

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206 José María Rovira Belloso

algo tan hiriente al menos como la unidad —mística— del mundo, a la que se refería Wittgenstein. Séame permitido narrar una experiencia reciente: Hace poco tiempo peregriné al «Dolmen de V ailgorguina», una pequeña construcción prehistórica en una colina de la comarca del Valles, y pocos días más tarde, veía de nuevo algunos de los maravillosos restos paleolíticos de Menorca. Pues bien: el mundo de aquellos trogloditas había de ser muy limitado : incluso las estrellas seguro que aparecían como fuegos mágicos muy cercanos al techo de las navetas. El trabajo, la caza, los ritos, quizás los poemas y los cantos formarían la cultura, muy limitada por cierto, de esos hombres que, en definitiva, son ascendientes nuestros.

En realidad, un proceso de optimización nos ha conducido a «sentir» la inmensidad de posibilidades ilimitadas, la inconmensurabilidad de nuestro mundo hecho de naturaleza, es cierto, pero sobre todo hecho de cultura: de artificio y de técnica; de comprensión y de ciencia; de racionalidad y de fantasía.

Quiero decir algo obvio y sencillo: el hombre primitivo no necesitaba constituirse como sujeto. Podemos imaginarlo sin esta cualidad que es típica del hombre de la modernidad, ya que es en la modernidad cuando se llega a la verdadera percepción refleja de la tarea que aguarda al hombre: la de constituirse en sujeto de conocimiento, en sujeto ético y en sujeto con capacidad de iniciativa libre. La constitución del sujeto supone esta doble toma de conciencia: de la propia subjetividad —«cogito, ergo sum» con todas sus variantes— y de las posibilidades de configurar libremente el mundo que le rodea, que tiene el hombre, es decir, de su propio «rol» activo y creador frente al mundo entorno. Todo ello equivale a haber descubierto que el hombre puede entrar y está llamado a entrar en un proceso de «melioración» ante el cual el sujeto, cada sujeto, es libre y creador. Esto aparece en contraste con las sociedades primitivas, en las cuales el hombre se inscribe mucho más pasivamente —de forma tradicional y/o ancestral— tanto en la naturaleza como en un cuadro de cultura dado, sencillo, muy ritualizado, al que el hombre se adapta espontáneamente tal como se adapta a la «naturaleza» de la cual ese cuadro apenas se distingue.

Al hombre de la modernidad, pues, hemos de pensarlo y de valorarlo con esa su cualidad típica: su curiosidad por ver el revés de la trama, su deseo de comprender la comprensión.

Los precedentes de esta actitud me parecen claros: Tomás de Aquino y su afirmación de la reditio completa intellectus in seip-sum4; Kant y su palabra imperativa: Sapere aude5, palabra que se

4. S. Thomas, Summa Theol, I, q 14, a 2, ad 1; Contra gentes, IV, 11; De

El Magisterio y la libertad del teólogo 207

puede entender en el sentido primigenio que le dio el clásico —«atrévete a dar el primer paso», pues es el que cuesta— o en el sentido más propiamente kantiano: «atrévete a saber por ti mismo, mediante tu libertad», es decir, mediante tu subjetividad emancipada: capaz de contemplarte a ti mismo como sujeto que comprende y capaz de establecer lo que puede llegar a conocerse según las leyes de una racionalidad estricta.

Ese primer paso de la subjetividad emancipada no ha cesado. Es cierto que ha habido frustraciones y desastres. Es cierto que, cuando el hombre ha rasgado los múltiples velos de la realidad se ha encontrado con la «insoportable levedad del ser», tal como le ocurría a Sabina, el personaje de la novela de M. Kundera6, cuyas pinturas consistían en rasgar la superficie fácilmente inteligible de las cosas para buscar y hallar una verdad más recóndita o, acaso, para tropezar con el sinsentido. Así ha ocurrido en la realidad: muchos desgarrones practicados en el lienzo de la psicología, de la lingüística o de la filosofía de la ciencia no han llevado ni a la evidencia ni al misterio luminoso sino a un cierto «impasse». ¡Pienso tan sólo en el camino que, en psicología, va de Freud a Lacan y a Foucault...!

No por ello el hombre actual deja de caminar ni puede dejar de hacerlo. Esta larga marcha de la libertad hacia adelante, diríase que se ha hecho más imperiosa en occidente, donde el hombre está espoleado por una sed de experiencias que le llevan a explorar todos los ámbitos de lo posible, aun cuando esta sed esté basada en el nuevo individualismo que dibuja Louis Doumont en Homo aequalis7, y aun cuando se diga que el horizonte del mundo no limita ya con la trascendencia, sino que está constituido por una «inacabable inmanencia» frente a la cual el hombre debe esforzarse con todas las armas de su razón y de su capacidad ética. ¡Y no obstante, los mejores señalizan esa frontera de lo cualitativamente distinto, de lo «Otro», del «Espacio-Luz», como dice bellamente el último E. Trías de Los límites del mundo... !8

veritate, q 1, a 9 citando a Liber de causis, Prop. XV (S. Thomas, lect. 15); De potentia, q 7, a 6 c; De anima, q. unic. a 16 ad 8um; ver asimismo la fórmula «(Mens) ergo et semetipsam per se ipsam novit», en Agustín, De Trinitate, IX, 3. Entre los contemporáneos, ver K. Rahner, Espíritu en el Mundo, Herder, Barcelona 19 y J. B. Lotz, Reflexión, en Sacramentum mundí V, Herder, Barcelona 1974, col. 776-779.

5. I. Kant, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklárung? 6. M. Kundera, La insoportable levedad del ser, Seix y Barral, Barcelona

21986. 7. L. Dumont, Homo Aequialis. Génesis y apogeo de la ideología económica,

Taurus, Madrid 1982. 8. E. Trias, Los límites del mundo, Ariel, Barcelona 1985.

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Quiero decir con todo ello algo, de nuevo, muy sencillo y obvio: Hemos visto que, en nuestro mundo, no podemos dejar de reconocer la necesidad de constituir el sujeto. Lo constituíamos mediante el proceso complejo en el que se establecía y delimitaba su horizonte de comprensión. Frente a ese horizonte van surgiendo los objetos de conocimiento, los cuales —al ser discernidos, elegidos, y también de algún modo «constituidos» como tales— pueblan el entorno del sujeto. Viene, por fin, el descubrimiento del espacio ético que permitirá al sujeto (ahora: sujeto ético) transitar de lo que es a lo que «debe ser»9. He aquí algunos pasos de la constitución del sujeto del conocimiento y de la eticidad en la libertad. Y digo «en la libertad» puesto que —entre otras muchas cosas que pudieran decirse— ya no es posible la tutela: el mundo está demasiado lleno de posibilidades, de voces, de estímulos. El mundo se presenta como un material cercano al caos que el hombre ha de recubrir de racionalidad y de sentido: cada hombre que viene a este mundo está llamado a constituirse en sujeto y ése es, evidentemente, un proceso de libertad.

Ha de quedar claro, no obstante, un elemento real que impida ese exceso que desemboca en lo ilusorio: lo contradictorio emerge en el terreno de la existencia del hombre actual en forma de los múltiples condicionamientos que no le quitan posibilidades, pero le imponen selectivamente direcciones a priori; no le determinan, pero le hacen mucho más hijo de su tiempo de lo que él mismo piensa; no le quitan la capacidad de pensar o de decidir, pero se la tamizan a través del velo de la ideología, tanto más espeso cuanto más apoyado está por la presión del poder.

¡Cuan distinto todo al hombre primitivo! El hombre de Sa Naveta des Tudons, de Menorca, conocía su hacha de sílex o la flecha de la caza de un modo muy distinto a como el chico o la chica de Barcelona, Málaga, Bilbao o Madrid, conocen su propio ordenador.

2. LA LIBERTAD DE LA FE

Este apartado comprende, en realidad, dos puntos:

a) La libertad de la revelación

En este mundo, en esta contradicción del hombre actual, ya que se siente a la vez condicionado y situado ante lo in-definido —lo no-definido del conocimiento, lo no-definido de la ética, lo

9. Ver F. Boeckle, Moral fundamental, Cristiandad, Madrid 1980, 37; 43-49; 51.

El Magisterio y la libertad del teólogo 209

no definido del mundo interpersonal y afectivo— la revelación de Dios no cae como una piedrecita inerte y pasiva, que se desprende inevitablemente de una cornisa y con la que el hombre se tropieza necesariamente, o a la que tal vez debe buscar y hallar como una aguja en un pajar. No. La revelación es un acto libre de Dios mismo. Dios es Amor expansivo y libremente se da a conocer porque quiere y «tanto como puede» como ha escrito A. Torres Quei-ruga : «El Padre siempre actúa y yo también actúo», afirma Jn. 5, 17. El acontecimiento de la fe, completo de alguna manera «en la muerte del último apóstol» es, no obstante, un acontecimiento actual y perdurable, pero no a la manera de un monumento a la civilización. Es actual y permanente porque el Amor está ahí: expansivo, si bien libre y personal.

Está dondequiera que hay ser, dondequiera que hay relación humana marcada por el afecto positivo. Pero también está, como expectante, en lo negativo: está —como anhelo— en la ausencia de bondad. Dios humildemente se revela en la celebración de la pascua de Jesús y en el acto de caridad interpersonal. Quiere revelarse también en la derrota del hombre: en el soldado desertor de Mahler, en la humilde y humillada María que, en el Wozzeck de Alban Berg, camina implacablemente hacia un horizonte rojo de sangre. Dios espera, como bondad que se inclina, al que le reza con el corazón abierto: al que dice el padrenuestro en la alegría de la celebración y a esa misma mujer de la tragedia de Berg que pide patéticamente perdón y piedad al Dios que la ama a ella y a su niño. Este Amor —en donación o «a la expectativa» (hablo en términos humanos)— está ahí: en todas las conversiones y renovaciones personales y colectivas, en todas las cruces, en el envés de todos los fracasos. El Amor aguarda y Jesús es el testimonio fiel de este amor crucificado en la cruz de Dios y del hombre.

También las Escrituras son vestigios de este Amor: «cifras» codificadas del que nos amó hasta el fin, que esperan ser descodificadas por los ojos del hombre interior, a quien esa palabra-en-libertad que es la Escritura ayudará a esbozar y a renovar, libremente también, el objeto de la fe que es el Señor Jesús.

Ahí está, objetivamente, la libertad de la revelación: en que ella se presenta como interiorización del don de Dios que es activo y libre en su autodonación personal. Por eso, la fe, como respuesta a la revelación, hay que irla a buscar y hay que recibirla en un proceso que no puede ser despojado de la doble libertad de Dios y del hombre, ya que es un proceso de tentativas y tanteos así como

10. A. Torres Queiruga, Revelación de Deus na realización do borne, Galaxia, Vigo 1985, 401-402.

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de simplicidad interior, de abertura y de sintonía con ese don. Hay que llegar a ese encuentro libre y sustantivo con el O t r o . A ese encuentro que quema como el fuego del «Memorial» de Pascal11.

b) La libertad de la fe

Claro está que hay una fe tradicional, tranquila, adquirida desde tiempo inmemorial y mantenida en pacífica posesión: «incul-turada», decíamos, para evitar el término inapropiado de «fe sociológica». Pero aun esta fe que parece la más impersonal, está llamada a no ser un puro acto de obediencia jurídica. Y, en realidad, no lo es.

Es caminar libre: también en la gente sencilla que madura su fe a través de experiencias de dolor pero también de fecundidad; que se manifiesta en sabiduría de la vida personal, o en discreta y eficaz misión acogedora y testimonial. Es caminar libre, en gente que parecía situada en unos condicionamientos que hacían a la fe proclive al descuido o al abandono, casi a la increencia. Y he aquí que el soplo del Espíritu en el hombre interior ha convertido en brasas las cenizas. Es caminar libre en el teólogo que, como decía Kásemann en Madrid, en 1977, no cesa en su búsqueda hasta situarse en sintonía con el auténtico modo de ser y de amar a Jesús. (No con la ilusión de hallar las «ipsissima verba Iesu» sino con el afán insobornable de llegar al encuentro con su Presencia entregada). ¿Acaso la fe hay que imaginarla como «atadura» cuando es verdad que en las diversas figuras creyentes que hemos evocado, aparece como libre caminar, muchas veces «por donde no hay camino» previamente trazado?

Hay otra razón que muestra muy a las claras que la fe es, de alguna manera, experiencia viva: experiencia viva de Dios mucho más que un acto de pura obediencia jurídica y exterior. Ella es saber y gustar lo que Dios hace y es. San Juan de la Cruz lo dice en forma insuperable, al hablar de la forma como la fe nos «da» a Dios :

Porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído. Porque así como Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito; y así como es trino y uno nos lo propone ella (la fe) trino y uno; y así como Dios es tiniebla para nuestro entendimiento, así ella también ciega y deslumhra nuestro entendimiento. Y así, por este sólo medio, se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo

11. B. Pascal, Le Memoria!, en Pensées, Seuil, París 1962, 373.

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entendimiento. Y, por tanto, cuanta más fe el alma tiene, más unida está con Dios12.

Este juego de patencia y de ocultamiento, de donación y de fugacidad, de mostración y de invisibilidad, redunda en libertad fiel y creativa precisamente de aquellos caminos que han de llevar al encuentro y a la comunión.

Porque hay que buscar la perspectiva adecuada para «ver y creer»; hay que buscar la situación o contexto social adecuado para que los intereses del creyente sintonicen con los «intereses» del Jesús de los pobres, que pasó haciendo el bien.

El mismo sínodo 85, en uno de sus momentos abiertos, mantiene que la communio fidei no puede quedar reducida unilateral-mente a una dimensión jerárquica y jurídica13. La communio fidei es oferta libre de Dios mismo, por la mediación de la Iglesia, dirigida a la libertad de los creyentes y esa es la conquista de Gau-dium et spes, de la Declaración de libertad religiosa, y también de los «demasiado olvidados» n. 35 y 36 de Lumen gentium, sobre la conciencia y la actuación libre y responsable de los laicos. De manera que la Iglesia sería una sociedad religiosa de observancia, sometimiento y fervor, tal como Freud la describe en su Psicología de las masas14, si no fuera porque en esa Iglesia se vive la constante y múltiple aventura de la fe en niveles parecidos a los que hace un momento hemos evocado: Por ejemplo, el del teólogo al que no le basta conocer el Denzinger, sino que tiene que sumergirse una y otra vez en la problemática de la teología fundamental para preguntarse de nuevo: «¿por qué hay revelación?», «¿por qué Jesús mantiene una relación especial (¿única?) con Dios, su Padre?», «¿por qué la acción de Dios asume algo que parece tan contingente como el pueblo de Dios y los sacramentos?». Ese hipotético teólogo no cesa en su búsqueda hasta que, de nuevo también, vuelve a escuchar una respuesta tenue pero verificativa, en sí mismo y en su comunidad. Pero no es tan sólo el teólogo. Es también el laico que se pregunta agudamente, sin que sus preguntas le impidan actuar en el sentido de su esperanza firme y de su amor impelente; es también el sucederse de las generaciones de creyentes, ya que una generación de la que han brotado creyentes personalizados es seguida por otra generación, que crece en madurez, pero que de nuevo vuelve a plantear antiguas preguntas de forma diversa porque dependen de contextos sociales nuevos. De

12. S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Lib. II, Cap. 9 § 1, en Vida y Obras de san Juan de la Cruz, BAC, Madrid 31955, 574.

13. Sínodo 1985, II, C, 1. 4; ver también II, A, 3. 14. S. Freud, Psicología de las Masas, Alianza Editorial, Madrid 1969, 31-37.

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esta manera, la aventura del cuestionar y del actuar — la aventura de la fe/caridad— no cesa ni puede cesar en la Iglesia.

3. L A L I B E R T A D D E L C R E Y E N T E

Hasta aquí hemos pasado revista a la constitución del sujeto del conocer humano, así como a lo que se puede llamar también la constitución del objeto del conocimiento científico15. C o m o fondo veíamos desplegarse un horizonte de comprensión, ilimitado pero condicionante también, en cuanto ese horizonte aparecía velado por una intensa polución ideológica. Comprobábamos, por fin, que el contraste entre el horizonte ilimitado y el contexto condicionante —saturado de estímulos condicionantes— repercutía en el sujeto, traspasado por la lucha entre libertad y limitación: Una libertad siempre sentida como exigencia de «llegar a lo más posible». Una limitación sentida como exigencia de mesura.

H e aquí, en breve recuerdo, el panorama del sujeto que quiere dar todos los pasos que le llevarán a discernir ese objeto de conocimiento específico que es la fe. Objeto peculiar puesto que no somos nosotros quienes lo constituimos o lo sostenemos, sino que es él quien sostiene al creyente.

Cuando se habla de la fe, muchas veces se piensa en lo ciego, no en lo lúcido, y en lo sometido —obediencia ciega— y no en lo libre. Y, precisamente, la Escolástica advirtió que la fe, en cuanto de alguna manera es un conocer —siquiera sea un conocer en esperanza (Heb 11,1)— tiende hacia la evidencia16, lo que nos hace entrar en el doble ámbito de la lucidez y de la libertad: la luz de la evidencia y la libre búsqueda del camino riguroso de una certeza a la que Dios mismo nos quiere atraer.

Inspirándose en los grandes escolásticos, Y. Congar 1 7 y W.

Kasper18, hacían notar en los primeros años sesenta que la fe, le

jos de ser por su naturaleza «dogmatista», estaba dotada de un di

namismo abierto hacia la verdad primera, dinamismo sellado por

la lucidez —el c/¿?ro-oscuro— y por la libertad: esa bisagra entre

obediencia y libertad propia del que se siente llamado y atraído,

pero que continúa siendo «él mismo». Es verdad que en la fe cris

is. J. M. Puig Rovira, Teoría de la Educación, PPU, Barcelona 1986, 15-19. 16. Ver J. M. Rovira Belloso, Sobre el métode teologic en Enric de Gand: Re

vista Catalana de Teología, VII1/1 (1983) 191-202. 17. Y. Congar, La Eoi et la Théologie, Desclée, Paris 1962, 72-81. 18. W. Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes, Matthias-Grünewald, Mainz

1965.

El Magisterio y la libertad del teólogo 213

tiana hay dogmas, pero ellos aparecen como «material revelado que se hace consciente y se conceptualiza en la Iglesia». Aparecen como señales de referencia del acto de fe, la cual debe renovarse porque se trata de una fe viva. Los dogmas no pretenden sustituir ese acto de fe, ya que son una expresión de la fe; no una suerte de fe jurídica e impuesta. N o pretenden, por tanto, suplantar la sustancia de la fe cuyo fondo es la verdad primera.

Por eso es más importante el contenido y el horizonte de la fe que su propio enunciado: «El acto del creyente no termina en el enunciado sino en la realidad»19. Por lo que respecta al horizonte de comprensión —Dios infinito es el contenido y el hor izonte— tiende él mismo a hacerse objeto de conocimiento y por eso el dogma, según Guillermo de Auxerre, es «la percepción de la divina verdad, en cuanto tiende incesantemente a ella»20. El camino del creyente aparece libre y liberado en cuanto es atraído por esa verdad primera.

Enrique de Gante, teólogo del s. XII I , de formas aristotélicas y contenido agustiniano, señala dos elementos que sitúan la fe en el ámbito del Espíritu de la verdad y del amor, muy distinto, por cierto, del espacio del sometimiento jurídico: en primer lugar, la convicción profunda, ya señalada como propia de toda la Escolástica, según la cual la fe y la teología tienden a la evidencia, precisamente por el hecho de estar atraídas por la prima veritas. En segundo lugar, la teoría agustiniana de la iluminación que, al hacer más «divino» el acto del creyente, lo hace más humano y más libre.

Para E. de Gante, toda ciencia tiende a la verdad evidente. A esa verdad que, aun al margen del poder, puede liberar. Porque la Escolástica considera, con sana ingenuidad, que la verdad está situada en el terreno de la evidencia, no en la ideología segregada por el poder o por las clases dominantes. La verdad es algo autónomo, solamente dependiente de la evidente transparencia de la ve-ritas prima; en modo alguno «función » o «dependencia» de «lo oficial».

Y la evidencia (que se produce cuando el entendimiento se da a sí mismo testimonio de una verdad) es el punto de llegada asin-tótico al que tiende la theologia prout est scientia et sapientia. Es cierto que esta evidencia no es propia de los viatores pero E. de Gante, a diferencia de santo Tomás, no establece un hiato tan profundo entre «viatores» y«possessores»; entre el conocimiento «in

19. S. Thomas, Summa Theol., II-II, q 1, a 2, ad 2; De veritate, q. 14, a 8, ad 5um.

20. Guillermo de Auxerre, Summa Áurea, III, tr. 3, c 2, q 1 a 6 sed c.

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via » y el conocimiento «in patria». Además E. de Gante entiende, en la línea de la iluminación agustiniana, que al creyente y al teólogo no les ha de faltar el lumen speciale capaz de convertir lo que 5? cree en algo que, de alguna manera, se intuye. La «luz especial» convierte los «credita» en verdades que, de alguna manera, llegan a ser «visa»21.

Habrá que llegar a Anselm Stolz22, en su Teología de la mística para que, de nuevo y con gran potencia, se establezca la verdadera frontera de la fe y de la teología. Ella no es otra sino la contemplación iluminada de lo que creemos: la contemplatio cre-ditorum en el claroscuro desgarrador de los místicos; desgarrador, porque es a la vez «rayo de tiniebla» y gozo luminoso del que no se puede dudar porque ha transformado el corazón del hombre y, de ahí, su propio mundo entorno .

Resumen: 1.° Atracción que la veritas prima ejerce sobre el corazón (libre) del creyente; 2." Lumen activo en el entendimiento, en cuya iluminación, la «inteligencia de la fe» tiende a la «evidencia». He aquí el peregrinaje libre del creyente hacia la luz verdadera que ilumina y libera a todo hombre que viene a este mundo. Esta atracción y esa luz, en todo caso, elevan la mente del creyente por encima de la letra de las formulaciones y de los textos. Así se pueden superar las antinomias y las aparentes contradicciones a las cuales el peso inerte de la «letra» conduce sin cesar, como se pudo apreciar en la controversia De Auxiliis, en la cual el pensamiento teológico permanecía anclado en la «letra» de unas posiciones ideales y de unos textos teológicos, sin fuerzas para acercarse a la realidad primera de un encuentro personal y gratuito: el encuentro agraciante de Dios con el hombre.

4. LA LIBERTAD DEL TEÓLOGO

Estamos también nosotros, los teólogos, situados en esta atmósfera de libertad que es el Espíritu, cuyo símbolo primigenio —según Cazelles— es, precisamente, la atmósfera limpia: lo que hace respirar. Ahí está el cosmos, penetrado de Palabra y de Amor, ya que el hésed de Dios llena la tierra como dice el salmo23.

Mientras tanto, en el tiempo que va de la restauración neoes-colástica hasta el posvaticano II, la teología católica ha aprendido algunas cosas básicas que le confieren modestia, realismo y liber-

21. Para toda esta cuestión, ver nota 16. 22. A. Stolz, Teología de la mística, Ed. Rialp, Madrid 1951. 23. Salmo 33, 5.

El Magisterio y la libertad del teólogo 215

tad. Señalo a este respecto cuatro líneas que se afianzan en el trabajo de los teólogos de hoy.

a) La larga marcha hacia el realismo

Dicho en concreto y sin demasiada intención de precisar: no contemplamos una Iglesia arcangélica, aunque sí divina y humana; no deseamos una Iglesia de fachada «neoclásica», en la cual unas formas de modernidad oculten unos contenidos anacrónicos (la piedad del barroco) o sirva de pretexto para aparcar indefinidamente los problemas.

Todavía menos queremos fomentar una Iglesia «kitsch», es decir, una Iglesia en la que las actitudes reales de comprensión y servicio brillen por su ausencia, ahogadas por emociones y lágrimas que nos hacen sentir los mejores.

En positivo: la larga marcha hacia el realismo incluye el respeto hacia la conflictividad del ser; el respeto a los «agudos conflictos sociales», tal como el documento de la sagrada Congregación de la fe sobre la teología de la liberación llama a las confrontaciones de clase24. A este respecto es suficiente observar: que cuando Jesús nos da su paz y su libertad, es precisamente para que, desde nosotros mismos y permaneciendo nosotros mismos, podamos llevar al corazón de la realidad conflictiva algo de esta paz y podamos imprimir en la conflictividad del ser y de la sociedad algo así como lo mejor de las personas que, en libertad y en creatividad, se ofrecen para ensanchar y enriquecer el determinismo de lucha o de catástrofe.

En este mismo sentido, hemos aprendido también que la realidad y el pensamiento, la praxis y la teoría, tienen dimensiones dialécticas de mutuo condicionamiento e interacción. Por eso, al aplicar pensamiento y acción al contraste entre el orgullo/riqueza/poder y los pobres/despojados/'humillados25', comprenderemos que no estamos simplemente «describiendo la realidad» o bien «transformando el mundo» en el sentido de una voluntad de potencia, sino que le estamos aplicando la «dialéctica de la cruz y de la resurrección» (si es posible hablar así) a fin de que la misma realidad confusa y crucificada pueda brillar con el destello de la re-

24. S. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la Liberación, 3/4 septiembre 1984, VII, 8. En «Documents d'Església», n. 398 (15. X. 1984) col. 1103.

25. Son los elementos que constituyen la antítesis del Magníficat, donde, por iniciativa de Dios, «se invierten las situaciones»: ver I. Goma Civit, El Magníficat, BAC Minor, 65, Madrid 1983.

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surrección de Jesús, conseguido a través de la entrega desinteresada de mucha gente creyente o de buena voluntad, que obviamente participan de la cruz y de la gloria del Señor Jesús .

Esta larga marcha hacia el realismo puede hacernos comprender que, como pueblo de Dios, necesitamos un método riguroso para estar con Dios y con los pobres. Es verdad que la cifra teológica de este método toma la figura de un amor crucificado y siempre resurgente, mientras que el paradigma sociológico —de ese mismo método— lleva el nombre de solidaridad.

b) Ser libres y creativos para actualizar la fe

Hemos aprendido que la libertad del teólogo está en función de actualizar la fe, es decir, en contribuir a que brote con autenticidad y libremente el acontecimiento de la fe. Ya es mucho —muchísimo— «explicar» la fe: mostrar su inteligibilidad y su racionalidad; hacerla plausible ante los ilustrados; reformular aquí y allá el contenido más hondo de las formulaciones antiguas... Pero así como la revelación de Dios es más que su enseñanza, y así como la medicina no es solamente la clasificación y el diagnóstico de las enfermedades sino la promoción del acontecer de la salud, así también el acontecer de la fe es mucho más que la prueba de su verosimilitud. Así, el teólogo —junto con los pastores y los demás fieles— se responsabiliza in solidum del acontecer de la fe del pueblo de Dios.

La teología, como ciencia teórica y práctica, ha de mostrar de qué modo y en qué condiciones la fe permanece viva, presente y activa, en el pueblo de Dios, con toda su carga, capaz de cambiar la vida del hombre en el seguimiento de Jesús y en la identificación con su forma de vida.

En este sentido, la teología actual ha aprendido de la hermenéutica no tan sólo su capacidad para interpretar textos antiguos, actualizándolos, sino su capacidad para interpretar el hecho vivo del acontecimiento de la fe, actualizándolo en el contexto de la so-

26. Es curioso que conforme va avanzando el evangelio de san Juan, se encuentran en él, como paradigmas de realidad, una serie de metáforas de estructura pascual (muerte/vida) que se proponen como paradigmas dt< vida del cristiano. Tres son las metáforas principales: la del grano de trigo que muere en la tierra y florece: Jn 12, 24; la de la poda y el fruto: 15, 2; la de la mujer que ha de tener un hijo y pasa de la tristeza a la alegría: 16, 21-22. Estas metáforas apuntan a la realidad de la vida entregada y no guardada de 12, 25: la vida no es para guardar sino para perderla generosamente y, así, encontrarla. Esa es la realidad a la que apuntan las anteriores figuras.

El Magisterio y la libertad del teólogo 217

ciedad problemática, como la que nos ha tocado vivir, dotada de su dinamismo propio y de aquellos desequilibrios humanos sobre los cuales la fe en Jesús y la fe-de-Jesús, actualizada en la Iglesia de hoy, tiene algo —o mucho— que decir27.

En resumen: la teología, en virtud de la fuerza pro-léptica de la palabra evangélica (hecha palabra teológica) tiende a decir eficazmente lo que en cada época y en cada área cultural y social es y ha de ser el pueblo de Dios. Más aún; tiende a configurarlo en su ser y en su actuar no por la vía jerárquica de la autoridad, sino por la pro-lación (expresión) de una palabra que nace del Cristo vivo en la conciencia creyente de cada persona y de toda la Iglesia y que termina en la realidad del mundo . Con precisión: esa palabra nace del seno de la fe de la Iglesia/comunidad, a la que pertenece el teólogo, y a ella va dirigida; pero no solamente a ella, sino al mundo que en realidad es su destinatario final.

c) Ha de buscarse una alternativa al inmanentismo radical

Hemos aprendido asimismo que el espíritu de inmanencia (a veces vagamente místico) del modernismo, dibujado por la encíclica Pascendi28, no era tampoco solución. Con afán se emprendía la larga marcha hacia el realismo. Con esfuerzo se emprende también una larga marcha en busca de la alternativa que orille los grandes déficits del modernismo, en especial, el hecho de que el modernismo evapore la transcendencia de Dios, la realidad sacramental de Jesucristo y la densidad creyente del pueblo de Dios. Densidad pecadora, pero capaz de desplegarse simultáneamente en actitud orante y en praxis de signo liberador en la historia común de los hombres y mujeres que cambian así la herencia de Sísifo por la dote nueva de la esperanza.

En esta larga marcha para alejarse de la inmanencia radical nos han ayudado dos buenos aliados: el método histórico y el lenguaje —e incluso la filosofía— del símbolo. Aprendimos de la «Théo-logie Nouvelle» la enorme importancia del método histórico, ya que él podía mostrar cómo era el interior del templo de la fe sin tenerle que aplicar una fachada neoclásica o «kistch». También

27. Esta es la causa de que, a pesar de sus muy importantes déficits de claridad y de equilibrada composición, siempre he tenido en gran aprecio estas dos obras de teología práxica y de crítica de la sociedad: E. Schillebeeckx, Interpretación de la fe. Aportaciones a una teología hermenéutica y crítica, Sigúeme, Salamanca 1973; J. B. Metz, La fe: en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979.

28. Pío X, Ep. Encicl. Pascendi Dominio gregis 8. IX. 1907; DS 3475.

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2IH José María Rovira Belloso

aprendimos de la «Théologie Nouvelle» a caminar ante el Magisterio y en serena atención a él, pero sin convertirnos en meros repetidores, ya que en realidad el teólogo debía reactualizar la tradición por el camino histórico del retorno a los orígenes (bíblicos, patrísticos, filosóficos, conciliares), camino paralelo al recorrido del Magisterio. De este modo, el Magisterio ha de considerar al método histórico-teológico como el «otro» acceso a la Tradición, mientras que la teología, sin complejo de inferioridad ni de superioridad ante el Magisterio, ha de ver en él al elemento formal y visible de la unidad de la fe del pueblo de Dios, ya que ese Magisterio es principio elicitivo del acto de creer de la Iglesia: de la fides Ecclesiae. En sus tres niveles básicos —la totalidad del pueblo de Dios; la totalidad del episcopado; el obispo de Roma— es capaz de realizarlo autorizadamente en su genuina validez.

Hemos aprendido, por fin, según las leyes del lenguaje religioso, que si bien éste no puede conceptualizar adecuadamente el resplandor de la gloria de Dios manifestado en Cristo, sí puede en cambio mantener simbólicamente la tensión entre la docta ignorancia y el saber positivo, en ese saber anticipativo pero no totalmente adecuado que es el conocimiento simbólico. Hemos aprendido a amar incluso los símbolos antiguos, cargados de capacidad cognitiva, sobre todo cuando son bellos, expresivos y universales como los de la pascua: el fuego, la luz, el agua, el pan, el vino, ¡el mismo pueblo reunido!

d) El valor del contexto social

Hemos aprendido finalmente el valor del contexto social29 en un doble nivel: el contexto social del teólogo y el de toda la Iglesia en su conjunto (lo que, en otro lugar, llamé el «modo de estar» de la Iglesia en el mundo)30. No todo contexto permite abrirnos de igual manera a la veritas prima. Puede parecer algo ilógico, pero es fácil advertir que la abierta tendencia a la Verdad in-con-dicionada exige asimismo actitudes de abertura y de servicio, mientras ellas —a su vez— se realizan en la comunicación cordial, serena, convivencial con los que, ontológica y éticamente, más anhelan el reino de la verdad: los pobres/humillados/hambrientos

29. L. Boff, Jesucristo liberador. Una visión cristológica desde Latinoamérica oprimida, en Varios, Jesucristo en la historia y en la fe, Sigúeme, Salamanca 1973 175-178.

30. J. M. Rovira Belloso, Significación histórica del Vaticano II, en Varios, El Vaticano II, veinte años después, Cristiandad, Madrid 1985, 17; 28.

El Magisterio y la libertad del teólogo 219

de cualquier género. Se puede decir en abstracto: la comunión vertical con Dios exige intrínsecamente la comunión horizontal con los «privados-de-bienes», ya que la koinonia del Reino incluye como una esfera todos los radios de la comunión.

Es verdad que alguno de nosotros —los mejores— han aprendido a estar con los más pobres, para mostrar mejor, con el signo de su opción práctica, que la salvación de Dios es total y universal: para todo el hombre y para evitar que los últimos, los excluidos, esperen siempre un mañana que no llega.

Pero también es verdad, como un reverso, que toda la Iglesia debe participar de este contexto social abierto verdaderamente a la posibilidad última: que Dios sea «todo en todos». Y como la teología es, precisamente, palabra-en-la-Iglesia, a ella le toca preguntar seriamente, preguntándose ella misma qué contextos sociales van a permitir realmente que Dios sea «todo en todos» ¿Los de la jet-set, los de la absoluta miseria de las favhelas brasileiras, los de una sociedad pequeño burguesa pero sin horizontes, los de una corrupción y degradación de los tejidos de la sociedad civil? La lista es, por sí misma, importunante31. Pero no es preciso alargarla puesto que cualquiera puede hacerlo.

5. LIBERTAD PARA RECIBIR EL MAGISTERIO

a) Originariamente, el Magisterio se identifica con el órgano eclesial capaz de realizar autorizada y genuinamente el acto de la fides Ecclesiae. Es capaz de expresarla, ya sea la universalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo y no pueden comunio-nalmente fallar en su creencia (sensus fidei), ya sea la totalidad de sus pastores, o bien el Pastor y Doctor supremo de todos los fieles cristianos32. En estos tres niveles de la comunión se «dice» auténticamente el acto de fe en Jesucristo y se dice como «fides Ecclesiae». En estos tres niveles se puede decir con verdad: «nosotros creemos...». Pero este «nosotros» es el menos subjetivo —individualista— que jamás se haya pronunciado. Es un «nosotros» que tiende a recubrir todo el género humano33 y el «sujeto» que pro-

31. Esta lista —u otras parecidas— no trata de ser un simple examen de conciencia moralista. Más bien trata de hallar cuáles son los huecos en los cuales puede presencializarse el amor de Dios, como revelación actualizada, precisamente porque —desde esos huecos— los pobres y oprimidos claman por él.

32. Lumen gentium, 12, 15. 33. «Aquel pueblo mesiánico, aunque de momento no contenga a todos los

hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano».

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piamente subyace en este «nosotros» es realmente la Iglesia que está ubique et semper.

Por eso, la obra primordial de los concilios —reunión no sólo legítima sino «necesaria» (desde el punto de vista teológico) de los dos últimos niveles: el Pastor supremo con la totalidad de los pastores— es y ha sido históricamente la de emanar un «Credo», un «Symbolon» que pueda y deba ser compartido por todos, tal como fue el acto de fe emanado de Nicea y de Constantinopla.

Q u e el Símbolo Niceo Constantinopoli tano sea intocable me parece algo muy de acuerdo con su función de símbolo de la unidad de la Iglesia de oriente y occidente. Símbolo porque, como he indicado, es mantenido entre todos como expresión autorizada de la fides Ecclesiae. Pero es símbolo también en el sentido que hoy hemos recuperado: él rememora desde el acto de fe —mediante la realización de este acto de creer— la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, el cual —como Hijo consubstancial al Padre— nos da el Espíritu de ambos para que, perdonados nuestros pecados, tengamos vida eterna. Así de sencillo —esencial e histórico, a la vez— es el Credo. Sin rivalizar con el padrenuestro, es el paradigma de Ja unidad de Ja IgJesia porque sabe expresar el centro de la única fe eclesial. El es símbolo en el sentido de que rememora la historia vitae Christi. Es símbolo porque anticipa también, aquí y ahora, la riqueza y la unidad (escatológicas) del Padre, del Hijo y del Espíritu. Rememora y anticipa -—y por eso es símbolo— el contenido de la promesa cristólogica, trinitaria, esca-tológica y eclesial, a la vez que constituye el objeto de nuestra fe. Por eso, más que una definición intelectual, el «Credo» Nicaenum es una narración que contribuye a celebrar en plenitud el misterio pascual de Cristo.

El viejo «credo» no intenta, pues, definir a Dios (indefinible), sino que quiere «decir» (también prolépticamente) todo lo que es-

f¡eramos. De esta suerte, el «credo» se proyecta hacia el futuro de a fe que nos mantiene en la esperanza. Es el intento, realizado en

la fe y en la gracia, en virtud del cual todo el hombre —intelectual, afectiva y activamente— se proyecta hacia Dios mismo (en ese insobornable anhelo de conocerle quidditative) y hacia los bienes futuros que esperamos, de los cuales no cabe definición, pero sí cabe que el pensamiento y el lenguaje simbólicos nos proyecten hacia ellos y nos los permita saborear y gustar.

Está bien así: Q u e cada domingo, ese antiguo «símbolon» nacido tal vez de la profesión bautismal (y trinitaria) de la Iglesia de Jerusalén34, sea rememorado como lazo de unión entre la Iglesia

34. I. Ortiz de Urbina, Nicea y Constantinopla, Editorial ESET, Vitoria 1969,

El Magisterio y la libertad del teólogo 221

docente y la Iglesia discente, unidas como única Iglesia creyente que se proyecta hacia ese núcleo vital y trinitario de la fe. Está bien que los cristianos rememoren la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, tal como los obispos, reunidos con el papa en concilio, «creyeron y dijeron» en Nicea, en Constantinopla, en Efeso, en Calcedonia..., es decir, a lo largo de una historia que es Tradición y que configura al pueblo de Dios creyente. Todo ello equivale no tanto a afirmar un Magisterio «como control», sino a señalar la realidad de una única Iglesia que se pro-trae a lo largo de la Tradición viva. En esta Tradición autorizada se inscribe el Magisterio. ¿O acaso ese Magisterio no es exactamente esa Tradición?

b) Aparece luego el problema obvio de lo que podemos llamar el Magisterio en la historia. El acto magisterial que llega a cristalizar no tanto en un «credo» sino en «dogmas» cuya función es la de descartar herejías, tal como dicen Schoonenberg, Kasper y el mismo Rahner3 5 . A mi modo de ver se han producido en la historia dos ejemplos señeros de sendas fortísimas elaboraciones culturales del cristianismo que, seguramente, hubieran podido acabar con la unidad de la fe eclesial —con lo que prácticamente llamamos «Iglesia universal»— si el «sensus fidelium, bajo la unción del Santo y bajo la dirección del Magisterio»36 , no hubieran descartado esos dos enormes movimientos intelectuales desviados: me refiero al gnosticismo en la antigüedad, y ya he aludido al modernismo en el comienzo del siglo XX (tampoco se pueden desconocer hechos como la doctrina de Pelagio, Arrio, etc., que estaban pidiendo algo así como una actualización del «credo» en aquel punto concreto que pudiera servir para descartar la desviación).

c) Aparece, por fin, una tercera función del Magisterio, entendido ahora como uno de los polos dialécticos que, en la vida religiosa organizada, intenta salvaguardar —por vía de autoridad— el contenido genuino de la fe así como la unidad de esa misma fe, en relación con las oleadas ideológicas que, sucesivamente, impregnan la sociedad. El otro polo dialéctico lo constituye sin duda la teología, que trata asimismo de mantener el contenido genuino, el vigor y la unidad de la fe, pero no por la vía de la autoridad, sino por la de una peculiar experiencia intelectual: aquella experiencia que sabe captar el realismo, la racionalidad y el significado de los

268; R. Cantalamessa, «.lncarnatus de Spiritu Sancto, ex Maña Virgine», En Con-gresso Teológico Internazionale di Pneumatologia, Roma, 22-26 marzo 1982. Ahí se citan las obras de J. N. D. Kelly y de A. M. Mitter.

35. P. Schoonenberg, L'interpretazione del dogma, Queriniana, Brescia 1971, 80; W. Kasper, Dogme et Evangile, Castermann, Tournai 1961, 25; K. Rahner, Dogma, en Sacramentum mundi, II, Herder, Barcelona 1972.

36. Ver Lumen gentium, 12.

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contenidos de la fe. Y lo hace a base de percibir y de mostrar la inteligibilidad, la relevancia y el tono inequívocamente verdadero de unas creencias situadas en una cultura y en una sociedad concretas. En una palabra: la teología no impera, pero muestra el significado de la fe (intellectus fidei) de manera convincente, porque es capaz de indicar cómo la fe genuina puede cambiar al hombre y a su entorno social.

Ahí, en este tercer campo, es donde —seguramente— el magisterio y la teología pueden precisar y afinar sus propias funciones, en orden a un mutuo y más franco reconocimiento de las mismas.

Para ello, puede ser bueno empezar por las «acusaciones»: la teología advierte que hay demasiada frondosidad, quizás inflación, en el Magisterio, que multiplica sus intervenciones al paso de los acontecimientos puntuales que afectan a la sociedad o a la Iglesia. Como si se quisiera asegurar de esta manera la presencia pública de la Iglesia en el entorno social de su tiempo.

A su vez, la teología es acusada de no prestar el suficiente eco a las directrices del Magisterio, como si la teología tuviera una función diversa, cuando no contrapuesta, al primero.

Es bueno puntualizar con franqueza estas «acusaciones» ya que, de este modo, se pueden dibujar con mayor nitidez las funciones paralelas —distintas pero unidas, unidas pero distintas— del Magisterio y de la teología.

Por una parte no toca al Magisterio entrar en el campo específico del quehacer teológico. Hemos visto que su función primordial consiste en «decir» el acto de fe y en ser un factor decisivo en señalar la ruta teórica y práctica del pueblo de Dios, descartando las desviaciones. En el terreno señalado por el apartado «c», que podríamos acotar genéricamente como diálogo de la fe con las culturas, ahí ha de haber lugar para la acción intelectual de los teólogos (de condición religiosa, sacerdotal y laical), así como para los intelectuales cristianos, para los grupos de catequesis, para los movimientos de evangelización y también para la acción de los secretariados, de los consejos pastorales, etc. Con ello decimos que vale la pena potenciar la expresión de todo el conjunto del pueblo de Dios. El Magisterio puede y debe contar con estos focos de iniciativa y de pensamiento eclesiales.

Por su parte, la teología debe decir con toda nobleza que ella no tiene una simple función repetitiva respecto del Magisterio. Nunca se había pensado así: ni en la época patrística ni en la primera o la segunda Escolástica. Pero ello no quiere decir, como ya hemos indicado, que la teología tenga una misión pastoral distinta de la de vigorizar, sobre todo en el aspecto intelectual, la fe del

El Magisterio y la libertad del teólogo 223

pueblo de Dios. La teología es un servicio desde la comunidad creyente a esa misma comunidad37. De modo que la verdad cruda es que el teólogo, sumergido en la «fides Ecclesiae», es y ha de ser totalmente libre desde y en esta fe. ¿Acaso no va por ahí el sentir de los teólogos de las Iglesias orientales, fuertemente arraigados en la fe (y en la pre-teología) de los primeros concilios ecuménicos?38.

6. APÉNDICE: TRES CONDICIONES Y UNA PREVISIÓN PARA EL DIÁLOGO ENTRE LA TEOLOGÍA Y EL MAGISTERIO

a) El teólogo intérprete

Interpretar no quiere decir tergiversar. Quiere decir situar los textos del Magisterio, analizarlos a partir de claves de intelección correctas: hasta que aparezca en ellas el sentido de la tradición de la fe. Cuando se logra situar un texto en el conjunto de la Tradición, aparece entonces en él la orientación recta de la fe y, al mismo tiempo, las peculiaridades culturales que acompañan al texto: puede haber en ellas incluso excrecencias históricas; intereses inmediatos, cautelas, transacciones, el ethos y el pathos de la época.

b) El teólogo, hombre de síntesis

No cabe duda de que el teólogo tiende a una labor de síntesis que le ha de permitir llegar al «intellectus fidei»: a entender la fe, de alguna manera. El tiene que recorrer un tema dado desde el principio: desde lo que, sobre él, anuncia y dice la palabra de Dios (Por ejemplo: sobre los pobres y oprimidos, el teólogo habrá de analizar críticamente el Éxodo, el salmo 12, 6, etc. Allí aparecerá el clamor impaciente de los esclavizados que Dios «entiende bien» y escucha porque no pueden esperar al mañana, como dicen Lev 11,33 y Dt24 , 15).

Pero el teólogo tiene que hallar la síntesis entre la positividad bíblica y la conceptualización de la realidad conflictiva de las opresiones que hoy generan pobreza. Aquí deberá discernir, precisamente a la luz de la palabra de Dios y de los escritos de los pa-

37. Precisamente L. Boff ha llamado la atención sobre la implantación del cansina del teólogo en la comunidad y al servicio de la misma. Además de sus obras más conocidas, ver Fe y liberación en América latina, Fundació Alfons Comín, Barcelona 1983; y Discurso de Inauguración del Curso 1983-84 de la Facultad de Teología de Petrópolis.

38. P. Evdokimov, Ortodoxia, Ediciones Península, Barcelona 1968, 193-198.

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dres, aquellos elementos culturales o ideológicos que intentan comprender y dar solución a los problemas; por ejemplo: el materialismo histórico, como análisis de una realidad conflictiva que se quiere resolver mediante la lucha de clases.

Ardua palabra de síntesis la del teólogo: le veremos dar un tercer paso en que contrasta su investigación y los resultados de la misma con los datos del Magisterio. Tal vez el teólogo también ha descubierto que los cristianos y los de buena voluntad no pretenden que el único camino y la única meta donde se resuelven las cuestiones sea la lucha; y menos una lucha motivada por el odio; y menos una lucha de t ipo mecanicista —sin lugar para la libertad y para los «sentimientos» humanos—, violenta y especular, en el sentido de que la lucha se limita a invertir una situación injusta po niendo simplemente como opresores a los antiguos oprimidos, sin que se haya avanzado en la tarea de «reabsorber» el plus de violencia, de dependencia o de revancha que la situación injusta creó; sin que se dé el paso a una situación cualitativamente nueva: la sociedad reconciliada. Acaso el teólogo llegue por este camino al descubrimiento de lo evangélico en la lucha pacífica por la emancipación a través de la solidaridad activa. Y, quizá lo mejor, es que caerá en la cuenta de que no se ha quedado sólo en esta apreciación que, hoy día, es la de muchísimos políticos de distinto signo y de extensas masas de gente de buen sentido.

c) La crítica

¿Y si la crítica se entiende como el acto eclesial de elucidar y discernir lo que mejor conviene a la fe/caridad del pueblo de Dios? Acaso esa «crítica» sea también un acto teológico que busca cuál debe ser la «figura» (el modo de ser y de actuar) del Pueblo de Dios en una sociedad determinada.

Voy a poner un ejemplo. Existe la opinión generalizada de que se pueden lograr conclusiones «teológicamente ciertas» a partir de una premisa mayor revelada y de una premisa menor cierta: de ley natural. Y no obstante esta opinión es bueno ponerla en el banco de la «crítica» porque la experiencia reciente ha demostrado que a lo largo de este proceso lógico surgen problemas graves.

Ante todo : las premisas reveladas tienen estrictamente un espectro muy preciso: lo que Jesús, en su persona y en su existencia, ha mostrado acerca de Dios, trino y uno . En la vida de Jesús se produce una mostración humilde y eficaz del Amor sustancial —de la verdad y de la justicia— de Dios. Entonces Jesús, a través de su vida como Señor de la comunidad y a través de su Palabra, expande real y conceptualmente ese Amor . N o es tan fácil, en lo

El Magisterio y la libertad del teólogo 225

que verdaderamente es un acontecer progresivo, práctico y también conceptual, tratar de introducir lógicamente simples premisas menores ciertas. Dicho de otro m o d o : la doctrina del Señor Jesús, unida a su existencia santa, no se expande por una simple deducción lógica de conclusiones a través de premisas menores acreditadas como ciertas o como de sentido común. El problema es cómo expandir en verdad el amor de Cristo a la humanidad.

H e aquí dos dificultades ciertas: a) cuando el Magisterio, mediante conclusiones, se adentra en juicios sobre el mundo , proyecta su pensamiento sobre una materia histórica y contingente: ver Nota previa a Gaudium et spes. Los juicios emitidos adquieren, por ello mismo, cierta carga de contingencia y de historicidad, según la subiecta materia. Esto no quiere decir que la tradición del evangelio, que tiene como Maestro interior al Espíritu, haya de abstenerse de estos juicios y flotar entre nubes; b) La voz del Magisterio, en las sociedades pluralistas, no suena sociológicamente como la (única) voz, sino como una voz que necesita credenciales de veracidad como todas. Por ello debe ser sostenida por el apoyo testimonial de la praxis evangélica. Esta praxis presta autoridad a la Voz que ha convivido, ha compartido esfuerzos y anhelos, ha establecido lazos de solidaridad y afecto con la gente común y necesitada. La sociedad de hoy valora la autoridad moral del testimonio mucho más que la autoridad institucional o que la autoridad de un proceso lógico.

Para el futuro

H e aquí una modesta previsión: la de una Iglesia, firme y humildemente arraigada en la fe de los apóstoles, cuya intención no es la de emanar documentos sobre cada uno de los hechos puntuales del mundo , sino la de situarse en medio de la gente, preferentemente la más necesitada, para convivir y compartir lo que esta gente y la misma Iglesia son y tienen. Así intenta mostrar ese misterio supremo del Dios que llena la tierra y es reconocido mediante el Espíritu de Jesús, el Enviado. Así la Iglesia toma la figura de la liberación/salvación de Dios por Jesucristo.

En el nivel conceptual se ha llevado a la práctica recientemente en España un tipo de documento magisterial de fórmula cumula-tiva y en cierto modo mixta: son documentos formalmente episcopales, pero trabajados con las representaciones u organismos de base correspondientes. N o resultan «dogmatistas» y organizan áreas de trabajo eclesial. Han tenido muy buena acogida Testigos del Dios vivo y La Catequesis de la comunidad, entre otros.

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226 José María Rovira Belloso

Finalmente, el brillo inequívoco y humilde de una Iglesia, toda ella creyente y testimonial, puede quedar empañado por el déficit de las «asignaturas pendientes» que el cuerpo eclesial ha de resolver por la práctica que no teme pasar por la Cruz. Hoy cabe señalar dos «asignaturas fuertes» en vías de ser aprobadas: Ia. La corresponsabilidad, de dimensión teológica cuando se refiere a la colegialidad estricta del gobierno episcopal unido al papa: ya sea en el acto extraordinario del concilio, pero también en el mucho más ordinario, y susceptible de ser perfeccionado en nuestro tiempo, del sínodo de los obispos con el papa. En sentido amplio, el principio de la colegialidad halla su extensión pastoral y jurídica en las Conferencias episcopales (nacionales o lingüísticas), así como —en una ampliación aún más universal— en la participación y responsabilidad de los diversos estamentos del pueblo de Dios, en especial, del laicado, de la juventud y de la mujer. 2a. La normalización de las finanzas generales y particulares de la Iglesia en el sentido de una responsable y eficaz autofinanciación (a cargo de los fieles) que corte toda dependencia de la comunidad respecto de los estados o de las clases dominantes.

No es ni por demagogia ni por pietismo que he aludido a estos dos temas. Ocurre que, en ellos, se da la intersección de una serie de elementos que, por pertenecer al contexto social de la Iglesia, pueden incidir incluso en el modo de su expresión doctrinal. Estos elementos son la corresponsabilidad, la pobreza y el amor compartido que de ella brota; y, en definitiva, la libertad de los hijos de Dios.

III

COMUNICACIONES

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12

El Magisterio de la comunidad cristiana: hacia una superación del

binomio Iglesia docente-Iglesia discente

JUAN-JOSÉ TAMA YO

Temo haber incurrido, ya desde el título mismo de esta po nencia, en el peligro del que quería huir: el uso fácil del término «magisterio» que, incluso asociado a la comunidad cristiana, habría que emplear con extrema cautela. Porque los creyentes no tenemos más que un solo Maestro, Jesús, como él mismo recuerda a sus discípulos y nos recuerda a nosotros hoy:

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Rabbí», porque uno solo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie «Padre» vuestro sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar «Preceptores», porque uno solo es vuestro Preceptor: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor (Mt 23, 8-10).

Creo que se trata de un texto suficientemente clarificador y normativo como para tenerlo en cuenta a la hora de hablar del magisterio en la Iglesia.

Sucede, sin embargo, que el lenguaje juega de vez en cuando malas pasadas y lleva a transgredir las propias convicciones. Por eso ruego se acepte el título con todas las reservas. Es decir, dejando claro desde el comienzo que tanto el magisterio del papa y de los obispos, como el de los teólogos y de la comunidad cristiana, se encuentran bajo la mirada y el seguimiento de Jesús, que es nuestro único Maestro. Y un maestro que rompe los esquemas de enseñanza de los preceptores de antaño y hogaño. Jesús no habla ex cathedra, ni enseña a través de documentos que definen dogmas y anatematizan a los disidentes, sino a través del testimonio y del ejemplo, de la entrega y del servicio, de la cruz y de la resurrección, a través de una palabra legitimada por una praxis (y

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en ese sentido habla con autoridad), a través de la coherencia entre su mensaje y su vida.

Y dicho esto, entro derechamente en el tema que aquí nos ocupa.

El Poder de enseñar, en una Iglesia jerárquica y desigual

Hablar del magisterio de la comunidad cristiana supone un salto cualitativo de gran alcance en la concepción del magisterio eclesiástico. Un salto que ni siquiera dio el Vaticano II, aun cuando en los documentos conciliares existen elementos que pueden facilitarnos la reflexión sobre este tema.

Schillebeeckx procede en este punto con prudencia y cree que hablar del «magisterio de los creyentes» puede prestarse a confusión. Prefiere referirse a la «autoridad doctrinal de todos los fieles»1. No así la revista «Concilium», cuyo número 200 (1985) —donde aparece la aportación del teólogo holandés citado— lleva por título «El magisterio de los creyentes».

Analicemos la cuestión con cierta perspectiva histórica. Según la teología postridentina y posvaticana (posterior al Va

ticano I), el magisterio auténtico le corresponde al papa, que posee la plenitud del poder doctrinal, y a los obispos, que son maestros de verdad en su calidad de sucesores de los apóstoles. También a los teólogos se les reconoce un determinado magisterio, pero en cuanto intérpretes fieles y portavoces del magisterio papal y episcopal. Su magisterio es por delegación. No así a los fieles creyentes, que han de mostrarse siempre dispuestos a escuchar y acoger en actitud de obediencia la enseñanza de sus pastores. Así se expresaba Kósters en torno a esta confusión:

La realidad del magisterio eclesiástico resulta... sintéticamente de los testimonios de las fuentes del nuevo testamento y de la Iglesia primitiva, según los cuales Jesucristo mismo quiso ser maestro auténtico de la verdad religiosa, es decir, maestro enviado y autorizado por Dios , y transmitió a los apóstoles este magisterio como una parte esencial de su misión con la garantía

1. E. Schillebeeckx, La autoridad doctrinal de los fieles: Concilium 200 (1985) 21. Schillebeeckx distingue «entre la autoridad doctrinal de todos los fieles y el ministerio doctrinal o magisterio de aquéllos que han sido encargados al efecto, en nombre de Cristo, por la misma comunidad creyente, con la fuerza del Espíritu que en ella habita», ibid.

El Magisterio de la comunidad cristiana 231

de la infalibilidad ministerial. Ahora bien, este magisterio pasó de los apóstoles a sus sucesores, los obispos2 .

Este modo de ver las cosas, tan fuertemente arraigado en la reflexión teológica y en la práctica de la Iglesia, ha dado lugar al binomio Iglesia docente-Iglesia discente, que todavía hoy sigue vigente en la práctica, con leves e irrelevantes correctivos. Tal visión responde a una concepción doctrinaria, intelectualista y jerárquica del cristianismo y de la Iglesia.

a) La concepción dogmática y doctrinaria del cristianismo lleva a entender la revelación como comunicación de verdades que nos vienen dadas desde arriba y como un depósito cerrado que hay que memorizar y repetir, carente de dinamismo histórico. En consecuencia con esto, la fe se comprende como adhesión a una doctrina y aceptación de unas enseñanzas3.

El acento se carga unilateralmente en la salvaguarda de la ortodoxia con descuido de la ortopraxis. De ahí se deduce la necesidad de que exista una instancia superior, un arbitro por encima de toda sospecha, que vele por la integridad de la doctrina. Esta visión ha dado lugar, en la práctica, a una dictadura doctrinal que se ha traducido en un severo control de los teólogos hasta limitarles la libertad de expresión e incluso de investigación, y a una vigilancia extrema sobre las manifestaciones de fe del pueblo.

b) De ahí emana una imagen intelectualista del cristianismo. Este aparece como un saber sobre Dios y sus misterios, como una teoría de la fe antes que como una experiencia de fe. Tal concepción comporta la existencia de unos expertos y peritos que enseñan, adoctrinan, ilustran e inician en los secretos de la ciencia divina, que es el saber teológico. La praxis evangélica y el testimonio de la fe pasan a segundo término. Los creyentes se convierten en doctrinos que deben ser ilustrados, iletrados y legos que deben ser instruidos convenientemente, pero sin acceder a las cumbres del misterio, que están reservadas a una minoría selecta, a una élite. Así se llega al binomio Iglesia docente e Iglesia, discente que no tiene fundamentación ni en las fuentes bíblicas ni en la tradi-

2. L. Kósters, Lehramt, LThk VI (1934) 455s. 3. Cf. el ponderado y denso trabajo sobre la revelación de A. Torres Quei-

ruga, A revelación de Deus na realización do home, Vigo 1985, donde aplica a la revelación la vieja categoría socrática de «mayéutica», liberándola del carácter apriórico y esencialista que tenía en Sócrates y afirmando su carácter histórico. Cf. asimismo la definición que ofrece Rahner de la revelación: «La revelación —afirma— no es, en un primer momento, comunicación de un determinado número de proposiciones..., sino un diálogo histórico entre Dios y el hombre, en el que algo sucede y en el que la comunicación se refiere a ese suceder, a la actuación de Dios», Escritos de teología I, Madrid 31967.

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232 Juan-José Tamayo

ción auténtica de la comunidad cristiana. El camino de la salvación, según esto, no pasa por el seguimiento de Jesús, sino por la gnosis, dando lugar a una visión selectiva de la salvación, que es contraria al plan universal de salvación (cf. 1 Tim 2, 4). La consecuencia de todo esto es expresada en los siguientes términos por Vorgrimler:

Una fe que sólo puede ser interpretada auténticamente por quienes poseen un saber misterioso, tiende a convertirse en pasiva4.

Con este planteamiento, la institución eclesiástica se ve obligada a crear un cuerpo de peritos que, desconectados muy a menudo —aunque no siempre— de la fe de la comunidad, elaboran la doctrina. El cometido de dichos peritos es producir bienes simbólicos que han de ser «consumidos» por el pueblo creyente y exponer una doctrina que ha de ser aceptada por el conjunto de la Iglesia. Así se expropia a los demás miembros de la comunidad de su capacidad creativa y se les convierte en comparsa.

c) Históricamente, la Iglesia ha sido concebida como una estructura de poder con una nítida diferenciación entre jerarquía y base, clérigos y laicos. La Iglesia era definida como societas inae-qualis et hierarchica, cargando el acento en la diferencia y desigualdad existente entre los cristianos y no reparando en lo que tienen en común en cuanto bautizados. Veamos un par de testimonios papales que se encuentran en esta línea y que hoy nadie comprende. El primero corresponde a León XII I :

Es constante y manifiesto que hay en la Iglesia dos órdenes bien distintos por su naturaleza: los pastores y el rebaño, es decir, los jefes y el pueblo. El primer orden tiene por función enseñar, gobernar, dirigir a los hombres en la vida, imponer reglas; el otro tiene que estar sometido al primero, obedecer, ejecutar sus órdenes y honrarle5.

El segundo es de Pío X:

Por el hecho de que la Iglesia es el Cuerpo místico, resulta de ello que esta Iglesia es por su esencia una sociedad desigual, es decir, una sociedad que comprende dos categorías de personas: los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los dife-

4. H. Vorgrimler, Del «sensus fidei» al «consensus fidei»: Concilium 200 (1985) 14.

5. León XIII Lettre a Monseigneur Meignan, archevécbe de Tours (17.12.1888).

El Magisterio de la comunidad cristiana 233

rentes grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles. Y esas categorías son tan distintas entre sí que sólo en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesarios para dirigir a todos los miembros hacia la finalidad de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otra obligación que la de dejarse conducir y, rebaño dócil, seguir a sus pastores6.

Tal concepción era la que ofrecían, sin apenas excepciones, los manuales apologéticos de teología hasta las puertas del Vaticano II. U n buen ejemplo lo encontramos en el siguiente texto del conocido eclesiólogo español J. Salaverri, que resume el punto de vista de la imagen de Iglesia dominante entonces:

Existe en ella (en la Iglesia), por voluntad de su divino fundador, una discriminación en virtud de la cual unas personas, con exclusión de las demás, han sido llamadas a ejercer los poderes esenciales, según la ley establecida por el propio Cristo7.

El pueblo creyente se sitúa, según esta doctrina, en el último eslabón de la cadena y está sometido a las instancias superiores (el papa, los obispos y los clérigos), quienes le dictan tanto las normas morales a cumplir como las verdades de fe a creer. Y ello por voluntad divina.

La teología tridentina atribuía al papa la inerrancia in docendo y al pueblo fiel la inerrancia in credendo. De esa manera se privaba a los creyentes de toda autoridad doctrinal. Los teólogos posteriores al Vaticano I atribuían al papa una infalibilidad magisterial activa y a los fieles una infalibilidad pasiva, que consistía en el asentimiento a lo propuesto por el papa.

¿Qué supone el detentar un poder tan omnímodo e incuestionable en el campo del saber? El saber suele ser, en la mayoría de los casos, uno de los lugares primordiales del poder. Y la transmisión de un saber comporta un tipo de dominación. El sujeto que dice tener el poder de enseñar, además de transmitir la información que posee, genera unas relaciones de dependencia y de sumisión. El poder por el saber tiene su correlato en la dependencia por ignorancia. La superioridad doctrinal impone una lógica de adhesión y de dominación psicológica, social y moral.

Cuando se trata de un saber religioso, el poder de enseñar ge-

6. Pío X, Vehementer Nos (11.2.1906). 7. J. Salaverri, La potestad del magisterio eclesiástico y asenso que le es debi

do: Estudios Eclesiásticos 29 (1955) 174; cf. también del mismo autor y en la misma dirección: De Ecclesia Christi, en Sacrae Theologiae Summa I, Madrid 51962.

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234 Juan-José Tamayo

ñera unas relaciones todavía mayores de dependencia, al concurrir dos elementos peculiares: a) las personas que detentan dicho po der están investidas de un carácter sagrado; b) lo que se transmite no es una doctrina sin más, sino algo tan poco opinable como la ortodoxia. La dependencia cultural que crean las afirmaciones del magisterio oficial en materia de fe y costumbres en los fieles —y en la sociedad, si ésta está configurada bajo la inspiración de la religión— es muy superior a la de otras instancias no religiosas. En este caso, y en contra de la dimensión liberadora que ha de caracterizar al mensaje cristiano, la verdad no hace libres, sino dependientes. La comunidad cristiana renuncia a pensar, a expresarse libremente y a reflexionar críticamente, y se limita a obedecer y a repetir lo aprendido. Se produce así una sumisión que Crozier llama «adaptación rutinaria feliz».

Tal concepción del magisterio eclesiástico, es decir, del poder de enseñar detentado por la cúspide eclesial, que niega la palabra a la comunidad cristiana, sofoca su voz y desatiende la autoridad que emana del testimonio vivo, se sitúa en las antípodas del caris-ma profético —uno de los pilares de la Iglesia— y del ministerio pastoral —que es servicio a la comunidad, desde la comunidad y con la participación corresponsable de la comunidad—. Choca asimismo de manera frontal con la conciencia moderna que se caracteriza por su talante crítico, pluralista y dialogante. La conciencia moderna desmitifica todo magisterio o autoridad que pretenda imponerse apelando a la tradición o a unos principios dogmáticos de validez universal y opta por la razón comunicativa.

La Revolución eclesiológica del Vaticano II

El Vaticano II llevó a cabo un salto cualitativo a este respecto al renunciar a la expresión societas inaequalis para definir a la Iglesia y al presentar a ésta como pueblo de Dios, «una de las más importantes autodefiniciones de la Iglesia del nuevo testamento»8 . Se trata de una expresión de hondo sabor bíblico y patrístico y más en consonancia con la conciencia de protagonismo del pueblo.

El Vaticano II habla, primero, de la Iglesia en su conjunto como «misterio» y como «pueblo de Dios», de lo que es común a todos los creyentes. Y, una vez clarificado esto, se refiere, a continuación, a la jerarquía como un servicio a ese pueblo, a los diferentes ministerios de la comunidad cristiana. El concilio antepo-

8. O. Semmelroth, La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en G. Baraúna (director), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 31968, 453.

El Magisterio de la comunidad cristiana 235

ne el capítulo sobre el pueblo de Dios al capítulo que desarrolla la índole jerárquica de la Iglesia. En este caso, el orden de factores sí altera el producto , hasta el punto de que el cardenal Suenens ha calificado la inversión de los capítulos segundo y tercero en la constitución Lumen gentium de verdadera revolución copernica-na9.

Se opera así un cambio en la comprensión de la Iglesia: de una Iglesia como sociedad perfecta se pasa a una Iglesia como pueblo de Dios en marcha; de una Iglesia considerada casi exclusivamente en su dimensión jerárquica a una Iglesia como comunidad; de la Iglesia como poder absoluto y dominadora del mundo a la Iglesia como sacramento universal de salvación al servicio del mundo ; de la Iglesia cristiandad a la Iglesia misionera; de la Iglesia desigual a la Iglesia fraterna.

La nueva orientación conciliar incide directamente en el modo de enfocar las relaciones entre los miembros del pueblo de Dios. Las relaciones otrora verticales, asimétricas, de arriba abajo, de la cúspide a la base, dan paso a unas relaciones de igualdad esencial, de unidad, de fraternidad, de comunicación mutua entre todos los creyentes, dentro de una visión comunitaria de la Iglesia. Es toda la Iglesia, la congregación de todos los creyentes —y no sólo la jerarquía— la que aparece como sacramento de salvación.

En el tema específico que aquí nos ocupa, el Vaticano II introduce algunos avances que no podemos pasar por alto. Así, por ejemplo, cuando se refiere al sentido de la fe del pueblo de Dios y a su participación en la misión profética de Cristo:

El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (Heb 13, 15). La universalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20.27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando «desde el obispo hasta los últimos fieles seglares» manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe

9. «Se ha dicho —escribe Suenens— que al invertir el capítulo, inicialmente previsto como tercero, para ponerlo como segundo, es decir, al tratar primero del conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios y a continuación de la jerarquía como servicio a este pueblo, hemos hecho una revolución copernicana. Creo que es verdad: esta inversión nos impone como una especie de constante revolución mental, cuyas consecuencias no hemos terminado aún de medir», Algunas tareas teológicas de la hora actual: Concilium (diciembre, 1970) 185.

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y costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes 3, 13); se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds 13), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica íntegramente en la vida (LG 12).

El concilio habla también de los laicos como dotados del sentido de la fe y de la gracia de la palabra:

Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe (sensus fidei) y de la gracia de la palabra (gratia verbi) (cf. Hech 2, 17-18; Ap 19, 10) (LG 35).

A los laicos se les reconoce asimismo «la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia» (LG 37).

El Vaticano II pide a los pastores que

reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los pastores la acatarán respetuosamente (LG 37).

La constitución Gaudium et spes se refiere explícitamente al papel que corresponde al pueblo de Dios en el discernimiento e interpretación de los signos de los t iempos:

Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu santo, las múltiples voces de nuestro

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tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada (GS 44).

En la misma línea se expresa la carta apostólica Octogésima ad-veniens, de Pablo VI, refiriéndose a las comunidades cristianas comprometidas en la sociedad:

Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia tal como han sido elaboradas a lo largo de la historia y especialmente en esta era industrial... A estas comunidades toca discernir, con la ayuda del Espíritu santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres de buena voluntad, las opciones y compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso (OA 4).

¿Qué se deduce de estos textos para tema del «magisterio de la comunidad cristiana», que aquí nos ocupa? ¿Qué aportan de nuevo ?

Yo creo que estos textos vienen a modificar de alguna manera el paisaje clásico. Queda constancia, en primer lugar, de la estrecha e inseparable relación entre el testimonio de Jesús y la autoridad de su palabra así como entre el testimonio de los creyentes y el sentido de la fe. La autoridad de Jesús no hay que buscarla en complicadas declaraciones doctrinales, sino en su capacidad de revelar con hechos y palabras el verdadero rostro de Dios. El sentido de la fe de los creyentes, a su vez, no hay que buscarlo en unas formulaciones dogmáticas rígidas, sino en la experiencia de la fe viva y salvadora.

Se afirma, en segundo lugar, que los cristianos participan de la función profética de Cristo. Participación que no puede ser pasiva y silenciosa, pues, en ese caso, la participación quedaría vacía de contenido. Tiene que ser, por tanto, activa y crítica, en la línea de los profetas del antiguo testamento y del profetismo de Jesús. El ejercicio de dicha función comporta el anuncio de la salvación y la denuncia de las fuerzas antisalvadoras con hechos y palabras.

De los textos conciliares y. de otros documentos posteriores se deduce, «aunque sólo sea en sus fundamentos, la función activa

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de los fieles en la estructuración y desarrollo de la fe»10. De las orientaciones del concilio puede deducirse que la autoridad doctrinal del llamado «magisterio eclesiástico» tiene que sustentarse en el testimonio de la fe de todo el pueblo de Dios. O dicho con otras palabras, que no se legitima por sí mismo, sino por la fe de la comunidad cristiana. Es más, dicho magisterio ha de ser la expresión del testimonio de la fe comunitaria.

A las comunidades cristianas comprometidas en el mundo ya no se las considera como meras ejecutoras de órdenes dictadas desde arriba. Les corresponde, como tarea que no pueden descuidar, escrutar, discernir e interpretar los signos de los tiempos en un clima de libertad, de comunión con la jerarquía y de diálogo con los demás cristianos y hombres de buena voluntad.

En el esquema clásico todo hacía pensar que era el «magisterio de los obispos» el que enseñaba la fe, el que comunicaba la fe, el que sostenía la fe. Según el Vaticano II es la «unción del Espíritu santo» la que inscribe en los cristianos la fe y la que mueve a la comunidad a creer en la palabra de Dios. La comunicación de la fe no es monopolio de ningún grupo. Es el Espíritu quien concede el don de la fe; es el Espíritu quien despierta y sostiene el sentido de la fe. A la jerarquía le corresponde la tarea de conducirla.

Mas si hemos reconocido avances en el Vaticano II, es obligado constatar igualmente importantes limitaciones y vacilaciones a este respecto, algunas de las cuales han sido puestas de manifiesto por los propios peritos conciliares en sus reflexiones posteriores que vamos a intentar resumir.

El concilio habla de la infalibilidad de la Iglesia cuando ésta «define la doctrina de la fe y costumbres», y de la infalibilidad del papa «cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cfr. Le 22, 32), proclama de forma definitiva la doctrina de fe y costumbres» (LG 25). La función del magisterio, cree Fries, «no se relaciona aquí con la fe en general, sino con la doctrina concerniente a la fe» .

Schillebeeckx ve en la idea de pueblo de Dios, expuesta por el concilio antes de la jerarquía, la recuperación de la concepción neotestamentaria más genuina de Iglesia, pero llama asimismo la atención sobre dos limitaciones que no conviene perder de vista: a) Que no se sacan las consecuencias pertinentes, ya que «la autoridad doctrinal de la comunidad creyente no se tiene aún suficientemente en cuenta e incluso se ve oprimida por el peso del mi-

10. J. B. Metz y E. Schillebeeckx, La herencia del concilio: Concilium 200 (1985) 6.

11. H. Fries, ¿Existe un magisterio de los fieles?: Concilium 200 (1985) 111.

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nisterio en la Iglesia. Esta situación, eclesiológicamente normal, no tiene sentido»12, b) Que al pueblo de Dios no se le concede todavía la palabra; es un pueblo mudo y sigue constituyendo la mayoría silenciosa.

Vorgrimler considera un avance del Vaticano II el haber puesto a la jerarquía y sus competencias en conexión con la totalidad del pueblo de Dios, pero observa, a su vez, que el concilio adolece «de las debilidades fundamentales de no ser suficientemente consecuente ni concreto»13.

Según el cardenal Suenens, a la eclesiología comunitaria y fraterna del capítulo II de la constitución Lumen gentium se yuxtapone otra eclesiología que carga el acento en lo estático, jurídico y jerárquico: es la eclesiología del capítulo III de la misma constitución sobre la índole jerárquica de la Iglesia14.

En suma, los documentos del Vaticano II dan pie para un replanteamiento de la escisión entre Iglesia docente-Iglesia discente, aun cuando mantienen todavía una visión relativamente verticalis-ta y jerárquica del magisterio.

El movimiento comunitario posconciliar

Del Vaticano II para acá se ha producido un cambio de horizonte que cuestiona el esquema clásico del magisterio eclesiástico. Me refiero al despertar comunitario que, en su pluralidad de modalidades, se ha expandido por toda la Iglesia. La concepción comunitaria de la Iglesia, que está presente en los documentos conciliares, ha tenido su traducción y su concreción en el nacimiento de una amplia red de comunidades cristianas que desean vivir la fe de forma más auténtica en consonancia con el espíritu originario del cristianismo. Ya no se trata sólo de una nueva teoría que puede ser compartida por más o menos creyentes, por más o menos teólogos, por más o menos obispos, sino de una nueva experiencia, de una nueva manera de ser, de vivir y de hacer Iglesia, a través de grupos y comunidades comprometidos en la sociedad. Se trata de uno de los fenómenos más originales y renovadores del posconcilio, pues estamos asistiendo al resurgir de una Iglesia que

12. E. Schillebeeckx, art. cit., 32. 13. H. Vorgrimler, art. cit., 13. 14. Suenens cree que «la inversión del orden de los capítulos no ha hecho va

ler todas sus implicaciones en el capítulo tercero, consagrado a la jerarquía» y que «la armonización entre Iglesia comunión y la Iglesia institución no se ha logrado, y la renovación conciliar... se resiente de ello», art. cit., 185-186.

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nace del pueblo por la fuerza del Espíritu y se configura al estilo de la vita apostólica.

Si la eclesiología del capítulo II de la Lumen gentium fue calificada por el cardenal Suenens de «revolución copernicana», el fenómeno de las comunidades y grupos de base a que dicha revolución ha dado lugar, constituye uno de sus mejores resultados, uno de sus frutos más sazonados. Leonardo Boff ha llegado a afirmar que «las comunidades de base reinventan la Iglesia». Y no creo que esta expresión entrañe exageración alguna, sobre todo si se tiene en cuenta su fuerte arraigo en países de vieja cristiandad como Italia, Francia y España o en países del Tercer Mundo , donde las comunidades de base se han convertido en el hecho mayor de la vivencia de la fe cristiana.

La experiencia eclesial de las comunidades de base cuestiona en su misma raíz esa forma —todavía hoy bastante extendida entre los pastores y un sector importante del cristianismo sociológico— de entender el pueblo de Dios como comparsa, clientela y rebaño dócil. Cuestiona asimismo la manera —todavía hoy vigente en buena medida— de entender y ejercer los ministerios en la Iglesia; en concreto, los clásicos ministerios de la enseñanza, del gobierno y de la santificación. En la nueva orientación abierta por los nuevos movimientos comunitarios ya no es el principio de autoridad el que constituye el elemento central de estructuración de la Iglesia, sino los carismas y servicios.

Ofrezco a continuación algunas características que ayuden a identificar la originalidad de este fenómeno comunitario cristiano de base.

—Nacen de la lectura y escucha de la palabra de Dios. Se ha dicho, y con razón, que el evangelio es su «carnet de identidad». Pero el evangelio no como libro, a cuyos textos se aferren al modo de los fundamentalismos, sino como luz y fermento, como buena noticia de salvación y mensaje de esperanza. La palabra de Dios viene a ser fuerza que reúne, congrega y hermana, palabra que interpela e invita a dejarlo todo y a sentirse plenamente libres para seguir a Jesús. El evangelio es vivido como praxis de liberación en medio de un mundo esclavizado, dominado, oprimido, injusto.

—Viven la fe comunitariamente compartiendo los bienes, las alegrías y las esperanzas, las tristezas de una situación caracterizada por la miseria y la pobreza estructurales, y los gozos que comporta el avanzar juntos por el camino que lleva a la liberación.

—Se insertan generalmente en ambientes depauperados, entre los sectores de la población que han sido despojados del poder, del saber y del tener, al estilo de las comunidades franciscanas medievales. Pero no se trata de una inserción colonizadora, paterna-

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lista y benéfico-asistencial, sino liberadora. Su modo de estar entre las capas inferiores de la sociedad es presencia testimonial y asunción de su estilo de vida. Son comunidades que, antes de evangelizar, se dejan evangelizar por los pobres y por los valores que se encuentran en el mundo de los pobres. En ellas, como observa atinadamente L. Boff, se produce el encuentro entre el pueblo po bre y el pueblo creyente.

—Son comunidades donde se vive la igualdad radical y pluri-forme, sin discriminaciones de ningún tipo. Cada miembro tiene su nombre, es reconocido como hermano con el que compartir y es valorado no por lo que sabe, tiene o puede, sino por lo que es.

—Celebran la fe y la vida en un clima fraterno, participativo, de comunicación, dando significación liberadora a los símbolos de la liturgia e incorporando nuevos símbolos que estén en consonancia con su nueva experiencia de fe. En las celebraciones se anticipa la utopía de la reconciliación y del compartir, de la fraternidad y de la comunión; se intenta armonizar dialécticamente la fiesta —ingrediente sustantivo de la vida y de la fe— y el empeño por la justicia —urgencia improrrogable—. Celebran la muerte y resurrección de Jesús no como recuerdo de un acontecimiento místico, sino como memoria subversiva del presente, no como ritual que haya que repetir escrupulosamente para entrar en comunión con la divinidad, sino como gesto simbólico que actualiza y pre-sentiza en el aquí y ahora la acción salvadora del Crucificado y Resucitado.

—Mantienen una comunión crítica, dialéctica e interpelante con la jerarquía, sin rehuir el conflicto, que es parte inherente de la historia y también de la historia de la Iglesia, pero sin caer en actitudes de ruptura o paralelismo eclesial. Reclaman su carta de ciudadanía en la Iglesia en el marco del pluralismo que caracterizó a las comunidades cristianas primitivas y que reconoció el concilio dentro de la comunidad de creyentes. En América latina existe una mayor interpenetración e intercomunión entre pastores y comunidad, ya la conflictividad entre jerarquía y base eclesial es menor que en las iglesias europeas, debido preferentemente a que numerosos obispos latinoamericanos han impulsado el nacimiento de las comunidades de base, promueven su responsabilidad pastoral y participan activamente en la vida de las mismas.

— N o abogan por la desaparición de la institución en su conjunto, si bien consideran que uno de los cometidos prioritarios de la institución es servir de cauce posibilitador y animador de comunidades vivas, en vez de ponerles trabas a su desarrollo, como suele suceder con harta frecuencia. N o se trata de que lo institucional sea absorbido por lo comunitario o viceversa, sino de que

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exista una relación dialéctica entre ambos en orden a hacer más diáfana la Iglesia de Jesús. Lo institucional no puede ser obstáculo para lo comunitario; antes al contrario, ha de servir de aliciente para impregnar la Iglesia de su espíritu más genuino, que es el clima comunitario y convivencial.

— C o m o alternativa al binomio clérigos/laicos, que no procede de Jesús ni del movimiento de seguidores suyos sino de una etapa posterior, proponen el binomio comunidad/ministerios, pueblo de Dios/carismas, por ser más acorde con la experiencia cristiana primitiva. Los ministerios son necesarios en la comunidad y han de ejercerse en bien de la misma. En esa línea, los miembros de las comunidades de base asumen los diferentes ministerios, sin asociarlos estrictamente con la ordenación sacerdotal. Ello comporta el replanteamiento del poder y de su ejercicio tanto en la sociedad como en la Iglesia, así como las relaciones entre jerarquía y base. Las comunidades llaman la atención sobre la desigual distribución del poder en la Iglesia y sobre su ejercicio autoritario en muchas ocasiones. Ellas mismas se sienten marginadas en la toma de decisiones que afectan a todo el pueblo de Dios.

—Ejercen una función crítico-profética en la sociedad y en la Iglesia, con hechos y palabras, con declaraciones y gestos públicos de denuncia. Con ese modo de proceder pretenden ser el cor inquietum de una sociedad injusta e insolidaria o, aplicando a las comunidades de base las expresiones de Marx sobre la religión, «el corazón de un mundo sin corazón... , el espíritu de una situación carente de espíritu»15. Escribe G. Theissen a este respecto:

Cuando una religión deja de ser el cor inquietum de una sociedad, cuando en ella ya no está vivo el anhelo de nuevas formas de vida, cuando se convierte en el antiespíritu de una situación sin espíritu y clerical, entonces podría tener bastante razón la sospecha de que está extinguida. Entonces tampoco le es posible a ningún arte interpretativo despertarla a la vida. Y entonces tanto más agudamente se plantea la pregunta: «Y si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se salará?» (Mt 5, 13)16.

—Pretenden dar razón de su fe frente a los desafíos del ateísmo y de la idolatría, de la ciencia y de la técnica, que tienden a sofocar la pregunta por el sentido de las acciones humanas y de la historia y a absolutizar su concepción de la realidad.

15. K. Marx y F. Engels, Sobre la religión I, Salamanca 21980, 94. 16. G. Theissen, Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca

1985, 187.

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—Reformulan la fe en consonancia con las nuevas categorías culturales y con la praxis de liberación en que están comprometidas, superando así la dicotomía que suele darse en la Iglesia entre teoría y praxis.

—Ejercen un magisterio profético —magisterio real y activo— y un nuevo tipo de «saber» que no emana de la erudición, sino del encuentro con el Dios de los pobres en la historia, de la experiencia del Espíritu de libertad, de la realidad del sufrimiento y del dolor. El ejercicio de este magisterio no debe entenderse como una usurpación de algo que sea ajeno a la comunidad; se trata de uno de los pilares en que se sustenta la comunidad cristiana, como queda claro en el discurso de Pedro el día de Pentecostés:

Esto es lo dicho por el profeta Joel: Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas... Y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán (Hech 2, 16-18).

El magisterio profético compete a todos los creyentes sin distinción de rango, porque «la Iglesia o es profética o deja de ser auténtica»17. En la historia de la Iglesia fue ejercido por hombres y mujeres como Francisco de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Jesús y otros, y resultó siempre incómodo e inquietante —como resulta ahora— para quienes se creían con el monopolio del Espíritu y con la exclusiva en la definición de la verdad. Este magisterio posee también un «valor cognoscitivo crítico» que no le viene de la ciencia sino del recuerdo subversivo de la vida, pasión y muerte de Cristo. A esa memoria que hacen las comunidades cristianas de los sufrimientos del pueblo pobre y oprimido hay que concederle, como subraya Metz, la «primacía cognoscitiva» .

—Emiten juicios ético-evangélicos sobre la situación sociopo-lítica y eclesial al t iempo que ofrecen, tras una reflexión colectiva guiada por la fe, pistas, propuestas y alternativas en la línea de los valores del reino.

C o m o resumen de lo dicho hasta ahora, puede afirmarse que las comunidades de base y los diferentes grupos eclesiales renova-

17. J. A. Estrada, La Iglesia: identidad y cambio, Madrid 1985, 159: «El pro-fetismo es inherente a su dimensión carismática y la mejor expresión del señorío del Espíritu sobre la Iglesia. La Iglesia tiene que ponerse a la escucha del Espíritu, el cual nunca está aprisionado, ni mucho menos monopolizado, por la jerarquía. En este sentido es también significativo que la amonestación de san Pablo a la comunidad de que no se apague el Espíritu, la dirige el concilio a la jerarquía (LG 12)»».

18. J. B. Metz, La fe en la historia y la sociedad, Madrid 1979, 207.

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dores posconciliares se mueven en la órbita de los movimientos cristianos proféticos que, a lo largo de la historia, se han empeñado en recrear la Iglesia de los pobres con la mirada puesta en la utopía de la comunidad de Jesús.

La comunidad cristiana toma la palabra

Hay una frase que se viene repitiendo con insistencia después del Vaticano II: «Todos somos Iglesia». Y la pronuncian tanto los pastores cuando hacen llamadas a la colaboración de los creyentes como los creyentes cuando demandan su derecho a participar en las decisiones que afectan a toda la Iglesia y, por tanto, a ellos también.

No cabe duda de que esa frase resume certeramente el nuevo clima de corresponsabilidad que puso en marcha el concilio. Pero es posible que se haya convertido en un eslogan muy jaleado y

f)Oco practicado. Porque cuando las comunidades cristianas toman a palabra y ejercen el ministerio profético que les es inherente, sue

len producir malestar e, incluso, a veces son acusadas de intrusismo. El concilio y los documentos posteriores invitan a las comu

nidades a que se expresen, a que hagan lectura de los acontecimientos, de los signos de los tiempos, a la luz de la palabra de Dios, a que elaboren su reflexión doctrinal y den razón de su fe y de su esperanza. Y, siguiendo esas orientaciones, las comunidades han tomado la palabra, una palabra generalmente de crítica y denuncia, una palabra de liberación y fraternidad; han salido del estado de ostracismo y silencio a que se veían sometidas y han pasado de la minoría a la mayoría de edad, del analfabetismo teológico a la madurez reflexiva, de la aceptación pasiva a la respuesta crítica.

Y si han tomado la palabra, no ha sido para descalificar alegre y caprichosamente a la jerarquía eclesiástica, aunque tampoco para corear plebiscitariamente todos y cada uno de los pronunciamientos jerárquicos. Lo han hecho para expresar sus experiencias liberadoras, para expresar, reformular y hacer pública su fe a la luz de esas experiencias.

La reflexión de las comunidades no es un acto puramente cul-turalista ni responde al prurito de la erudición; procede de una necesidad intrínseca. La reflexión responde a la necesidad de alimentar la fe y la esperanza, de mantenerlas vivas en situaciones do-lorosas y conflictivas en que pueden ponerse en peligro. Y la primera fuente de esa reflexión es la palabra de Dios leída en comunidad y desde las situaciones concretas en que viven.

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Elaboran su reflexión con la ayuda de aquellos que ejercen el ministerio de la enseñanza en la Iglesia y que viven la experiencia comunitaria de fe y acompañan a las comunidades en su itinerario liberador. Los teólogos no pretenden suplantar la capacidad creativa de las comunidades, ni tienen como cometido pensar por ellas liberándolas de la «engorrosa manía de pensar», sino que contribuyen sobremanera a sistematizar las reflexiones de las comunidades, explicitan la continuidad con la tradición profética de la Iglesia y clarifican aquellas cuestiones que afectan al núcleo del mensaje cristiano.

Poco a poco va quebrándose la concepción según la cual la comunidad pregunta y los teólogos responden, la comunidad aporta la experiencia y los teólogos le dan forma reflexiva. Las comunidades van redescubriendo el protagonismo que, como parte del pueblo de Dios, tienen en la Iglesia. Van tomando conciencia de la autoridad doctrinal que poseen cuando se pronuncian sobre determinados temas desde la «sabiduría» que proporcionan el seguimiento de Jesús y la encarnación en el mundo de los marginados, la escucha atenta de la palabra de Dios y su puesta en práctica.

Los pobres, observa Sobrino —y las comunidades cristianas en la medida en que están formadas por pobres y han hecho una opción por los pobres—, son autores de sus propias reflexiones, piensan, explicitan y articulan su fe, que es la fe de la Iglesia. Ellos son autores, directos e indirectos, de doctrina. Y ninguna autoridad puede privarles de ese derecho, que es consustancial a la experiencia misma de la fe.

Los cauces de reflexión y las formas de expresión de las comunidades son muy variadas: celebraciones eucarísticas, reuniones de comunidad, catecumenados, cursos de formación, encuentros intercomunitarios, congresos de teología y pastoral, consejos pastorales, simposios eclesiales, etc. Se expresan también a través de declaraciones y documentos, de gestos simbólicos y actos públicos.

A través de estos vehículos de expresión y comunicación van transmitiendo su reflexión sobre los grandes temas del cristianismo y sobre aquellas situaciones sociales, económicas, políticas y religiosas, ante las que la conciencia cristiana tiene algo que decir. Las tomas de posición sobre problemas de carácter temporal o sobre problemas eclesiales se fundan en criterios ético-evangélicos.

Hay veces que tanto los planteamientos como los juicios que emiten las comunidades divergen del magisterio papal y episcopal no infalible. Así, por ejemplo, en cuestiones morales como el divorcio, el aborto, la contraconcepción, la familia, el matrimonio,

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o en asuntos socioculturales como la confesionalidad de determinadas instituciones temporales como la escuela, o en temas como la compatibilidad o no entre marxismo y cristianismo. Las divergencias o falta de sintonía son patentes igualmente en la manera de entender las relaciones entre fe y compromiso, Iglesia y sociedad, en las orientaciones en torno a las opciones políticas de los cristianos (en cuyo terreno el magisterio papal y episcopal reconoce la pluralidad de opciones y compromisos que emanan de la fe, aunque los límites de esa pluralidad no suelen coincidir siempre), en el modelo de sociedad o en las alternativas más acordes con la utopía de Jesús, en el enfoque de determinadas cuestiones teológicas como el celibato de los sacerdotes, las funciones de éstos en la comunidad, el papel de la mujer en la Iglesia, los ministerios, la organización de la Iglesia, etc.

Tales divergencias han de encuadrarse dentro del legítimo pluralismo que fue reconocido por el Vaticano II y que se remonta al cristianismo primitivo, época en que se caracterizó por la existencia de un amplio pluralismo de concepciones eclesiales y por una plural configuración de las estructuras comunitarias, sin que ello fuera óbice para mantener la comunión, el respeto y la solidaridad entre unas comunidades y otras.

Sin embargo, en la medida en que van estrechándose los límites del pluralismo e impera el principio de la uniformidad —cosa que está sucediendo de una manera especialmente preocupante en la última década—, las divergencias legítimas dan lugar a conflictos y enfrentamientos no sólo entre jerarquía y teólogos, sino incluso entre jerarquía y pueblo de Dios, entre pastores y comunidades de base. Conflictos que amenazan con erosionar la unidad en la pluralidad.

Son frecuentes, últimamente, las llamadas al orden y las amonestaciones severas por parte del papa y de los obispos hacia las comunidades cristianas, sin que medie el diálogo o la confrontación fraterna. Es más, se ha llegado a calificar a los pronunciamientos críticos de los movimientos eclesiales de base de magisterio paralelo, cuando se trata, en realidad, del ejercicio del magisterio profético que corresponde a todo el pueblo de Dios. Nada más lejos de las comunidades cristianas que intentar elaborar un magisterio alternativo y al margen de la jerarquía. Cualquier llamada a la unidad y a la comunión en la fe suele ser acogida con los brazos abiertos. Sirva de ejemplo el siguiente párrafo de la carta de las comunidades de base de Nicaragua al papa:

Usted nos llama a la unidad y queremos escuchar su llamada. Sabemos que, mirando a Jesús, escuchando su Palabra y siguien-

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do su camino, iremos descubriendo todos, con nuestros obispos, que Dios nos quiere trabajando unidos por el bien de los pobres. Usted ha repetido muchas veces que la Iglesia es Iglesia de pobres, porque ellos son los preferidos de Dios. En este compromiso por los pobres y por la justicia y la paz nos vamos a unir. Se lo prometemos19.

La existencia de diferencias entre la jerarquía y las comunidades cristianas en el análisis de la realidad, en la iluminación evangélica de las realidades históricas y en las tomas de postura a que antes me he referido, no significa ruptura; se trata, más bien, de un enriquecimiento mutuo .

Creo que del Vaticano II para acá las comunidades cristianas han prestado una contribución nada desdeñable en la reformulación de los grandes temas del cristianismo como Dios, Jesús, la Iglesia, los sacramentos, la escatología, la gracia, el perdón. Lo mismo puede decirse de otras cuestiones otrora olvidadas por la teología como la paz, la justicia, la esperanza, el reino de Dios, la opción por los pobres, el compromiso, la liberación, etc. Esto debería ser reconocido por quienes ejercen el magisterio doctrinal au-toritativo.

¿Por qué hablar, entonces, de magisterio paralelo, cuando se trata, en realidad, de una concreción histórica del mensaje y la praxis de los profetas, de Jesús y del movimiento cristiano primitivo? ¿por qué hablar de magisterio alternativo, cuando lo que pretenden las comunidades cristianas es responder con sus reflexiones a las reiteradas llamadas de los pastores a hacer luz en medio de la oscuridad de nuestro t iempo y a escrutar las signos de los tiempos? ¿cómo no reconocer que gracias al magisterio profético d e las comunidades vuelve a ser creíble la palabra de Dios y a convertirse en interpelación para quienes habían perdido toda sensibilidad hacia ella?

La voz de las comunidades, surgida de una experiencia liberadora, de una historia de sufrimiento y dolor y de una esperanza creadora, constituye, con todas sus imperfecciones e incluso desviaciones, un cauce de encarnación de la Palabra, un camino de au-tentificación del mensaje cristiano del amor y una invitación a hacer la verdad a través del testimonio.

Reconocido esto, creo que han de acogerse fraternalmente las correcciones y sugerencias que hacen a las comunidades quienes

19. Carta de los cristianos de Nicaragua al papa (15.8.1982): Misión Abierta 1 (1983) 118.

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han recibido la encomienda de garantizar la integridad del evangelio y la fidelidad a la totalidad del mensaje cristiano.

Hacia una superación del binomio Ecclesia docens-Ecclesia discens

La experiencia comunitaria de estos veinte años de posconcilio y la reflexión eclesiológica llevada a cabo durante este período tan fecundo, permiten caminar con paso seguro hacia vina superación del binomio ecclesia docens-ecclesia discens, sin que ello suponga caer en desviaciones de ningún tipo. Todo lo contrario, creo que tanto la razón crítica y comunicativa como la praxis del movimiento cristiano primitivo refrendan la revisión del citado binomio y juegan a favor de una comprensión nueva del magisterio en la Iglesia, que tenga en cuenta la significación y relevancia de la comunidad cristiana.

Siguiendo la lúcida exposición de Boff en su obra Iglesia: ca-risma y poder20 —obra que le ha costado un período de silencio impuesto por el Vaticano—, vamos a proponer una serie de tesis que espero arrojen luz en torno a esta cuestión que estamos debatiendo.

a) Toda la Iglesia es Iglesia discente y ha de aprender constantemente de Jesús, de su testimonio, de su mensaje, de su vida. En este punto nadie tiene por qué dar lecciones a otros, salvo la gran lección del testimonio de vida. Toda la Iglesia es alumna del único Maestro, Jesús (Mt 23, 8-10), y discipula del Espíritu de verdad que guía a los creyentes hacia la verdad total (Jn 16, 13). Toda la Iglesia es oyente de la Palabra y ha de realizarse en el seguimiento de Jesús.

b) Toda la Iglesia es Iglesia docente y tiene el encargo recibido de Jesús de predicar el evangelio, de anunciar la buena noticia de la salvación y de comunicar «lo que hemos visto y oído». El camino a seguir por toda la Iglesia para tener credibilidad y autoridad es el de la praxis, el del testimonio con hechos y palabras.

c) Docente y discente no son, propiamente hablando, dos clases de creyentes o dos fracciones dentro de la Iglesia. Se trata, más bien, de dos funciones y de dos determinaciones de la misma y única comunidad cristiana:

20. L. Boff, Iglesia: carisma y poder, Santander 1982, 219-226.

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La Iglesia en su totalidad —escribe Waldenfels— es oyente y enseñante: la fe del pueblo de Dios goza de una competencia propia de enseñanza y autoridad2 1 .

La propia jerarquía es un servicio a la comunidad prestado desde dentro de la comunidad, y no al margen, por encima o en contra. La Iglesia que se ha presentado siempre como docente, es discipula veritatis antes que magistra veritatis. Y para prestar el servicio que tiene encomendado, ha de estar a la escucha de la palabra de Dios y de la voz de los pobres y ausentes de la historia, del clamor de los que sufren. Pues es a través de ellos como se revela Dios de manera preferente en la historia. Schillebeeckx afirma atinadamente que «hay que someter la autoridad de la razón a la crítica de la humanidad que sufre»22. La experiencia del dolor y del sufrimiento posee un carácter ético de protesta contra el saber científico-técnico, pues este saber «considera al hombre simplemente como sujeto dominador y prescinde de la prioridad ética a la que los que sufren entre nosotros tienen derecho»23. El saber que emana espontáneamente del sufrimiento constituye uno de Jos alegatos más consistentes e irrefutables frente al uso parcial, discriminatorio e injusto de la ciencia y de la técnica.

En esa misma línea se expresa Metz cuando afirma: «El sufrimiento acumulado en la historia sensibiliza a la razón»24. Y Sobrino, quien, a la vista de las mayorías oprimidas del mundo, llega a decir: «Aunque los pobres no tengan voz, poseen la verdad más fundamental»25.

Esto puede y debe aplicarse también, y con más fundamento si cabe —ya que tiene su base en el evangelio—, al magisterio eclesiástico, quien ha de tener en cuenta en todo momento y lugar la enseñanza de los pobres y sufrientes de la historia a la hora de dar formulación doctrinal al mensaje de Jesús. Pues puede suceder —y de hecho sucede— que, por querer mantenerse fiel al legado de la tradición y por aferrarse a la ortodoxia de la fe, renuncie a la prioridad ética y epistemológica que corresponde a los pobres y marginados en la revelación y en la tradición de la Iglesia.

Un ejemplo de la sensibilidad especial de la Iglesia hacia la prioridad ética y epistemológica de los oprimidos es el de la comuni-

21. H. Waldenfels, Autoridad y conocimiento: Concilium 200 (1985) 51. 22. E. Schillebeeckx, art. cit., 30. 23. E. Schillebeeckx, Hacia un «futuro definitivo»: promesa y mediación hu

mana, en Varios, El futuro de la religión, Salamanca 1975, 53. 24. J. B. Metz, o.c, 205. 25. J. Sobrino, La «autoridad doctrinal» del pueblo de Dios en América lati

na: Concilium 200 (1985) 72.

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dad cristiana latinoamericana, donde se ha producido una conexión estrecha y una mutua fecundación entre la fe de los pobres, la nueva formulación doctrinal de Medellín y Puebla y la teología de la liberación. Ha sido en la Iglesia latinoamericana donde se ha producido una perfecta armonización entre la autoridad del pueblo de Dios pobre y oprimido y la autoridad magisterial de los pastores y los teólogos. Este podría ser un buen camino a seguir por otras Iglesias.

La Iglesia docente —escribe Háring— está obligada de manera particular a ser también Iglesia discente. La escucha y la predicación de la palabra de Dios deben ir acompañadas de la disponibilidad a escuchar a todos los hombres, en particular a los pequeños y a los humildes, de acuerdo con la oración de Jesús: Le 10, 2126.

No debe olvidarse que también «los portadores del magisterio son parte de la Iglesia «discente» y que «sólo en la obediencia de la fe pueden desempeñar justamente su ministerio»27. Tampoco debe olvidarse que la participación en el oficio profético de Cristo constituye la realidad primaria en la Iglesia, el elemento común a todos los creyentes, la misión que corresponde a todo el pueblo de Dios sin excepciones. Y el ministerio jerárquico no viene a negar, suplantar o sustituir dicha misión. Todo lo contrario: su fin es promoverla, protegerla y activarla.

Resumiendo, puede afirmarse que en la Iglesia todos aprendemos y todos enseñamos; todos estamos llamados a ir en busca de la verdad y a dar testimonio de ella, una verdad que lejos de atarnos a leyes, preceptos y doctrinas, nos hace libres para dar nuestra adhesión personal y comunitaria al mensaje y causa de Jesús. Todos estamos bajo la autoridad de Jesús; todos somos seguidores suyos. Todos hemos recibido el encargo de predicar el evangelio.

d) Debe reconocerse en la Iglesia la existencia de una instancia magisterial, que ejerce autoritativamente la función de enseñar; y ello por voluntad de Cristo. Dicha instancia debe entenderse como: a) garante de la fidelidad de la comunidad eclesial a su

26. B. Haring, Llamados a la santidad, Madrid 1985, 171. 27. M. Keller, Teología del laicado, en Mysterium salutis IV/2, Madrid 1975,

402; Keller subraya que la llamada «Iglesia oyente, según el testimonio de la constitución sobre la Iglesia del Vaticano II (n. 12), es algo más que el destinatario de las enseñanzas del magisterio. En el contexto de la fe, escuchar sólo puede significar obedecer a Dios y a su palabra. Esta obediencia de fe es primaria. Toda obediencia a los portadores del magisterio es secundaria y su baremo es la obediencia a la revelación», ibid.

El Magisterio de la comunidad cristiana 251

identidad originaria; b) «servicio útil y necesario de preservación, codificación, ampliación y esclarecimiento»28. Todo ello en solidaridad interna con la base común y en estrecha relación con el sentido de la fe del pueblo de Dios.

Según la eclesiología primitiva, observa Boff, la potestas sacra se concede generaliter a la Iglesia entendida como universitas fi-delium y specialiter a los obispos y presbíteros. El sujeto portador de esa potestas es la comunidad, en cuyo seno «surge la función magisterial como su órgano de expresión»29.

Dicho esto, es obligado constatar —y ello como dato sociológico ampliamente verificado— que toda institución se siente tentada a establecer de forma rígida «un cuerpo de doctrina (una ideología) que proteja a la institución y robustezca su gobierno»30, olvidándose en determinadas ocasiones del cometido de servicio que está llamada a prestar a la colectividad.

Por lo que se refiere al ámbito eclesial, creo que ha existido una fuerte tendencia —que ha ido in crescendo— a mitificar el oficio docente: tendencia que hoy adquiere unas cotas insospechadas. De ahí que, sin negar la legitimidad de dicho oficio —y en el seno de las comunidades cristianas posconciliares no se pone en duda tal legitimidad—, se haga preciso desmitificarlo en la medida en que se erija en un «absoluto desgajado de la comunidad y del evangelio a cuyo servicio se encuentra».

Quienes ejercen la función de enseñar en la Iglesia han de ser conscientes del cometido que tienen entre manos, sin sobrepasarse por exceso de celo y sin abusar del encargo que han recibido, pues no se trata de un poder absoluto que puedan ejercer autoritariamente, sino de un servicio al pueblo de Dios. Y éste puede pedirles cuentas de su fidelidad o infidelidad al espíritu evangélico y a los signos de los tiempos.

A ellos les corresponde, entre otras tareas, las siguientes: garantizar un marco institucional de diálogo abierto y público dentro de la comunidad de creyentes, con luz y taquígrafos, porque no hay nada que ocultar; animar y proteger la puesta en práctica

28. L. Boff, Iglesia: carisma y poder, Santander 1982, 224. 29. Ibid., 224. 30. G. Baum, El magisterio en una Iglesia cambiante: Concilium 21 (1967)

85; Baum considera cometido del magisterio «proteger al evangelio contra el mito» e indica que «el papa y los obispos debían hacer consciente al pueblo cristiano de la tentación humana a crear mitos y enseñarle a rechazar las racionalizaciones que puedan hacer para justificar el statu quo o para defender su enfermedad». Insiste asimismo en que los documentos eclesiásticos no «pusieron en guardia al pueblo cristiano contra una credulidad excesiva, ni lo animaron a conservar su espíritu crítico», ibid.

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252 Juan-José Tamayo

de los múltiples dones, carismas y responsabilidades de todo el

fmeblo de Dios ; recoger la fe vivida y elaborada inicialmente por a comunidad cristiana y articularla explícitamente en consonancia

con la palabra de Dios ; animar a realizar la nueva formulación de la fe, en la línea del Vaticano II, «proclamarla, exigirla con fuerza y defenderla ante tantos ataques y tergiversaciones a quienes la practican»31; escuchar la voz y el silencio de los pobres y descubrir la parcialidad de la revelación en favor de ellos, quienes constituyen el lugar privilegiado de la presencia de Dios en el mundo .

J. Sobrino resume magistralmente el cometido de quienes ejercen la función de enseñar en la Iglesia con estas palabras:

El magisterio autoritativo es el signo que expresa la verdad de la revelación y de la fe realizadas y que cuida ex officio de que se expresen. Pero ese signo vive de la realidad de la fe realizada en el pueblo de Dios, de la doctrina que el mismo pueblo de Dios va realizando...32.

e) En consecuencia con todo lo expuesto, queda claro que la concepción dicotómica de la Iglesia como docente y discente, con la rigidez que se ha presentado, tiene su origen no en la voluntad de Jesús, ni en la praxis eclesial del movimiento cristiano primitivo, sino en una imagen desviada y patológica de la Iglesia que es necesario corregir y que, en parte, ha sido corregida por la nueva eclesiología del Vaticano II.

De acuerdo con esa concepción patológica, el clero y la jerarquía en general monopolizan la eclesialidad como si fueran sus únicos depositarios y albaceas, mientras los laicos quedan relegados a la condición de expectadores mudos ; los sabios y expertos —cohorte de liberados que suele estar al servicio de la consolidación de la institución más que al servicio del pueblo de Dios— detectan el monopolio de la producción de los bienes simbólicos, mientras la comunidad se limita a consumir dichos bienes sin apenas posibilidad de desarrollar su capacidad creativa en la estructuración de la fe.

¿Cómo superar ese desequilibrio, esa dicotomía, entre Iglesia docente e Iglesia discente? Apuntemos algunas sugerencias:

1. El único magisterio que resulta normativo y vinculante para toda la Iglesia, incluida la jerarquía, es la enseñanza de Jesús que va unida estrechamente a su testimonio y a su praxis. La enseñanza y el magisterio de Jesús no pueden reducirse a un conjunto de doctrinas que haya que repetir y memorizar, ni a un con-

31. J. Sobrino, art. cit., 79. 32. Ibid.

El Magisterio de la comunidad cristiana 253

junto de normas que haya que cumplir al margen de los contextos históricos.

2. Es toda la comunidad cristiana la que recibe, actualiza y traduce en cada época histórica y en cada cultura la enseñanza y el testimonio de Jesús. Es a todo el pueblo de Dios a quien le corresponde ser fiel a la palabra de Dios, fuente de todo magisterio. La comunidad cristiana es el lugar de encuentro de todos los creyentes, de todos los bautizados que consciente y libremente ha acogido el don de la fe. La comunidad cristiana es el ámbito donde se realiza y despliega el sentido de la fe. Rahner es bien explícito a este respecto:

La palabra del testimonio que hace el acontecimiento de Cristo históricamente presente para todos los tiempos, tiene su sujeto primero y total en la comunidad de creyentes en Cristo, en la Iglesia como tal y como totalidad. Por eso la acción del Espíritu de Cristo se dirige en primer y último término a esta Iglesia como totalidad, a la que el Espíritu conserva en la verdad de Cristo33.

La comunidad cristiana es el sujeto de la Iglesia. Y ello significa que no puede limitarse a ser convidada de piedra, sino que ha de hacer sus aportaciones a la fe y al conocimiento de la misma, a partir de la experiencia de encuentro con el Dios de los pobres en la historia. A ella le corresponde discernir e interpretar la presencia de Dios en los signos de los tiempos.

3. La función del magisterio eclesiástico no es propiamente «adoctrinar acerca de verdades abstractas por razón de sí mismas», sino garantizar «que la palabra salvífica de Cristo está dirigida a la situación concreta de un tiempo y va realmente dirigida a la vida cristiana»34. El magisterio eclesiástico ha de remitir a la obediencia al evangelio y ha de estar abierto a la acción conductora del Espíritu. Y el Espíritu —no debe olvidarse— sopla donde, cuando y como quiere.

Un ejemplo de esta apertura del magisterio eclesiástico se encuentra en la encíclica Ecclesiam suam, de Pablo VI (1964), donde se formulan las grandes cuestiones y los grandes desafíos a los que tiene que responder la Iglesia, se sugieren líneas de pensamiento, se invita a reflexionar a todos los creyentes y se deja el camino abierto para que la comunidad cristiana busque la respuesta.

4. Entre jerarquía y pueblo de Dios ha de darse una acción

33. K. Rahner, Magisterio eclesiástico, en Sacramentum mundi IV, Barcelona 1973, columnas 383-84.

34. Ibid., 385.

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comunicativa fluida, una interacción constante. El camino no puede ser de una sola dirección: de la jerarquía a la comunidad cristiana, sino bidireccional: de la jerarquía a la comunidad y de ésta a la jerarquía. Quien tiene el oficio autoritativo de la enseñanza ha de escuchar al pueblo de Dios y aprender de él; el pueblo creyente ha de estar abierto a las orientaciones de los pastores.

Según ésto, es necesario evitar tanto la tendencia ideológica a proteger la autoridad del cuerpo de gobierno como la tendencia igualmente ideológica a hacer del pueblo de Dios la fuente de la verdad. Ninguna de las dos posturas es conforme a la voluntad de Jesús.

¿Cómo evitar tales desviaciones? En honor a la verdad hay que decir que no siempre resulta fácil. Sin embargo, no podemos renunciar a conseguirlo. El diálogo es el camino que parece más viable. Diálogo que comporta la creación de espacios de libertad de expresión, de intercambio de pareceres, de intercambio de saberes, de confrontación de experiencias, de puesta en común de puntos de vista. Y en el diálogo tienen cabida la crítica mutua y la corrección fraterna. Sólo a través del diálogo se puede caer en la cuenta de los límites de cada punto de vista y de los elementos comunes de verdad.

Conclusión

Si bien es verdad que el Vaticano II no cambió mucho las cosas en el tema que nos ha ocupado, creo que en la Iglesia hoy no se está operando ni siquiera según los mínimos del concilio. Percibo una actitud perezosa por parte de la jerarquía para replantear una cuestión tan nuclear como el magisterio a la luz de la razón ilustrada y de la razón comunicativa, para abordarla desde una concepción de Iglesia como comunidad de creyentes. Tengo la impresión de que se sigue operando, en la práctica, con la visión ecle-siplógica de la societas perfecta y hierarchica: todo el poder de enseñar para el papa, para la curia, para los obispos.

Vengo observando, de un tiempo a esta parte, una insensibilidad, cuando no marginación y desafecto, hacia la nueva experiencia comuni t a r i a posconcil iar . A las comunidades cristianas —especialmente a las comprometidas con la liberación de los oprimidos— se las mira con recelo, se las considera como un quiste a extirpar más que como un signo de espíritu, como una riada destructora más que como un manantial de agua fresca, como un terremoto devastador más que como un viento purificador y ecológico.

El Magisterio de la comunidad cristiana 255

Voy a terminar estas modestas reflexiones con dos textos que creo arrojan suficiente luz sobre el magisterio de la cornunidad cristiana. El primero pertenece a Platón y creo puede aplicarse a la búsqueda incansable de la verdad en la que están c o m p r o m e t l " dos todos los creyentes. Dice así: «La verdad es obra de hombres que viven juntos y discuten con benevolencia»35.

Es cierto que la verdad tras la que caminamos los seguidores de Jesús no es obra nuestra, sino que se encuentra en la palabra de Dios. Pero ello no nos dispensa de descubrirla y de testimoniarla o de descubrirla para testimoniarla. Y esa tarea hemos de emprenderla «juntos», en comunidad, en diálogo benevolente. Aquí no cabe el esquema sabios-indoctos, docentes y discentes. Pues no se trata de una carrera universitaria, sino de un itinerario de fraternidad.

El segundo texto es de san Agustín y constituye u n ejemplo para la Iglesia de hoy. El obispo y doctor se niega a dar p o r z a n ~ jadas las cuestiones en las que no hay acuerdo. Prefiere, más bien, caminar por las sendas del diálogo, de la discusión, de la búsqueda en común. Y ello sin arrogancia, sin autoritarismo y c o n u n a

gran dosis de humildad, como corresponde a quien está al servicio del pueblo de Dios y de la verdad revelada. El texto agusti-niano dice así:

Pero a fin de que vosotros no os irritéis contra mí... debo pediros un favor. Depongamos, vosotros y yo, toda arrogancia. No pretendamos ninguno haber descubierto la verdad. Busqué-mosla como algo que nos es igualmente desconocido- Sólo podremos buscarla con amor y sinceridad cuando ninguno de nosotros tenga la osadía o la presunción de creer que la tiene poseída. Y si no puedo pediros tanto, concededme al menos poder escucharos, discutir con vosotros, como seres que por mi parte yo no pretendo conocer36.

35. 36.

Platón, Carta VII. San Agustín, Contra epistolam manickaei, cap. 3.

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13

El Magisterio eclesiástico y la interpretación ética de lo humano

ANTONIO SANCHÍS

El pueblo de Dios está experimentando hace ya bastante tiempo los efectos de una moral sombría e irreconciliada con la vida. Es lo mandado, se dice. Es la norma establecida. Una norma que se interfiere como una navaja entre la existencia humana y Dios. Y, al parecer, no hay apelación.

No ha sido mejor la suerte del teólogo que ha decidido acompañar al pueblo con su servicio específico y con el propósito de dar razón de la fe y de las pautas de conducta cristiana. Se encuentra en verdaderos cruces de fidelidades. Porque, si es fiel al Magisterio, no lo puede ser a la existencia conflictiva de bastantes matrimonios. Y si es fiel a la vida de éstos, no lo puede ser al Magisterio eclesiástico. Sin embargo, no cabe mantenerse neutral ante las demandas de sentido del pueblo. ¿A qué se debe, pues, esta encrucijada?1.

1. Datos para una reflexión crítica

Los datos que han producido la encrucijada de los teólogos arrancan de una toma de postura del Magisterio eclesiástico que ha abocado a unos pronunciamientos absolutos y herméticos.

En la raíz está la afirmación categórica de que el Magisterio es competente en asuntos de fe y costumbres2. Afirmación amplia y sin matizaciones. ¿Se extiende a todas las costumbres? Es claro que el área de las costumbres comprende un horizonte de gran amplitud. Hay costumbres que afectan directamente a la confesión de la fe cristiana, como ciertas situaciones de injusticia. Y hay cos-

1. O. González de Cardedal, Meditación teológica desde España, cap. 4 «El teólogo ante la Humanae Vitae», Salamanca, Sigúeme 1970, 295-333. J. David, Loi naturelle et autorité de l'Eglise, París 1968.

2. Constitución Lumen gentium, n. 25.

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258 Antonio Sanchís

tumbres que pertenecen al ámbito de la intimidad donde los matices son múltiples y no es tan clara su relación con la fe confesada y confesante. Entonces la pregunta es inevitable: ¿el Magisterio es competente por igual en unos asuntos y en otros?

La competencia del Magisterio sobre fe y costumbres viene apoyada en otro axioma: es el intérprete auténtico de la ley natural. En este sentido declara que las costumbres serán moralmente buenas, cuando estén en consonancia con la realidad humana auténtica, que más técnicamente denominamos naturaleza humana. Resulta, pues, que la naturaleza humana es normativa, es el índice de lo bueno, de aquello que se debe ser y hacer. Es ley natural, ley de la naturaleza. Entonces, lo único que importa es comprender cómo es la naturaleza humana para obtener una pauta inequívoca de conducta. Y en esta línea se establece una conexión lógica entre el axioma según el cual el Magisterio es competente en asuntos de fe y costumbres y el otro axioma según el cual el Magisterio tiene que ser el intérprete auténtico de la ley natural, por ser la raíz de lo moralmente bueno. No podría ser magisterio auténtico en costumbres, si no lo fuera en la interpretación auténtica del fundamento de la moralidad, que es la naturaleza del hombre.

La competencia del Magisterio eclesiástico se completa al afirmar la vinculación entre la ley natural y la ley divina. Ahora ya es más evidente que el Magisterio eclesiástico es competente en fe y costumbres sin lugar a discusión. Un paso más y dirá que es el intérprete del «plan de Dios»3.

2. Lectura crítica de los datos

Decíamos antes que cuando el Magisterio se declara competente sobre fe y costumbres lo hace de manera vinculante para todos. Es vinculante para el teólogo por encima de sus fidelidades al pueblo. Ahí radica la razón de ser su encrucijada. Pero el teólogo no puede soslayar unas cuestiones.

La primera se orienta a la misma fe cristiana. Como creyente cristiano, ¿a quién se siente referido el teólogo? ¿a la salvación

3. Pablo VI, Encíclica Humanae Vitae, n. 13; cf. n. 11, 12, 16; Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, n. 31, 33, 34. En un discurso a un grupo de sacerdotes participantes en un seminario sobre «la procreación responsable», afirmó: «Pensar o decir lo contrario (al plan de Dios) equivale a defender que en la vida humana se pueden producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios» (Ecclesia 2144 [1983] 8); Sgda. Congregación para la doctrina de la fe, Declaración sobre ciertas cuestiones referentes a la ética sexual (1976), n. 3, 4, 5.

Magisterio y ética de lo humano 259

otorgada por Dios en Cristo o al Magisterio eclesiástico? ¿Es que el propio Magisterio no está esencialmente referido al servicio del pueblo de Dios convocado por el Espíritu?4.

Otra cuestión. ¿A qué costumbres hace referencia la competencia del Magisterio? ¿A todas? Sabemos que existen costumbres que son manifestación clara y real de la fe profesada, y las hay que pertenecen a un ámbito de opciones libres, autónomas y nacidas de la propia responsabilidad individual o social. La diferencia entre unas y otras radica en los fundamentos de donde arranca y su relación real con la revelación. Ahora, como quiera que lo propio del Magisterio es servir a la fe del pueblo de Dios, conservando y transmitiendo fielmente lo revelado, es lógico que proyecte su competencia sobre aquellas costumbres que derivan directamente de la fe o comprometen el sentido de la misma . Pero, ¿se podría decir lo mismo de aquellas costumbres que no tienen esa relación directa y evidente con la fe, sino que emanan de la libre responsabilidad de cada persona después de haber buscado y discernido el sentido más humano en asuntos en los que la fe no ofrece luces o directrices concretas? ¿No habría que reconocer que el Creador ha dejado tales decisiones a la responsabilidad de las personas por ser ellas imágenes suyas y providencia de sí mismas? .

Si el planteamiento es acertado, resultaría que la función del Magisterio y de los teólogos sería la de acompañar y no sustituir el protagonismo innato de la persona; la de iluminar el gran valor de ser imagen de Dios y no el de deslumhrar; la de ser crítico ante la ambigüedad de la moral en uso y no el constituirse en juez; y en definitiva, la de proteger la obra de Dios, que es la persona como imagen suya, frente a cualquier instancia de poder al que le cabe bloquear la energía autoconstructiva recibida de su Creador. Cualquiera que haya recibido de Jesús el encargo de servir a su pueblo, estará siempre referido a una doble fidelidad: a Dios, de quien emana la llamada al servicio, y al pueblo, que es el destinatario. Doble fidelidad perfectamente hermanadas entre sí6.

El planteamiento cambiaría substancialmente, si Jesús, Palabra del Padre, hubiera dejado normas precisas que afectaran, negativa o positivamente, a la capacidad de la persona para autorrealizarse conforme a su propia conciencia. Tan sólo nos consta que su apuesta por la dignidad de todas las personas sin excepción y por

4. Lumen gentium, 18, 25. Dei Verbum, 10. 5. Gaudium et spes, n. 17, 26, 41, 62; Dignitatis humanae, n. 3, 9, 11, 14; Pa-

cem in terris (ed. BAC), n. 2, 5, 6, 14. cf. Summa theologica, 1-2, Prólogo, 91, 1 y ad 3; 91, 4 ad 1; 91, 5; 93, 3; 94, 2 y ad 2.

6. Lumen gentium, cap. 2o, y el cap. 3o, cuyo primer número, el 18, anuncia la relación con el pueblo de Dios: «Para apacentar al pueblo de Dios...».

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260 Antonio Sancbís

todos los derechos humanos. En cambio, en lo concerniente a vida afectiva del matrimonio, Jesús se limita a proclamar con insistencia las actitudes fundamentales de respeto, solidaridad y gratui-dad. Y en este sentido Pablo denunciará las conductas de sus contemporáneos que contradicen la dignidad de la persona.

El tema vuelve a centrarse en la dinámica de la ley natural. Cierto que expresa las exigencias de la naturaleza humana. Pero los interrogantes siguen en pie: ¿la naturaleza del hombre es en sí misma la norma de lo moralmente bueno? ¿cabe entenderla como un valor moral en sí mismo al margen de la estructura de la responsabilidad? ¿es valorable por su funcionalidad igual que la de otros seres no racionales? ¿debe entenderse como un criterio de bondad que se impone desde una instancia exterior a la propia persona? ¿es que existen dualismos en ella?

La encrucijada del teólogo se vuelve más aguda cuando la doctrina de la ley natural viene referida a la ley divina7. Parece como si, de una parte, la competencia del Magisterio sobre ella se redondeara, pues cuanto más se la sublima, más abultada queda su problematicidad. Las preguntas que ello suscita son obvias e inevitables. En la relación «fe-costumbres»: ¿cuáles de éstas son las que contradicen a la fe? ¿y cuál es la fe que debe convertirse en costumbre en el matrimonio, por ejemplo? ¿es legítimo identifi-car«ley natural» y «ley de Dios»? Si por ley natural se entiende la ley de la misma creación por la que el hombre es imagen de Dios, ¿qué se quiere decir al referirse a la «ley de Dios» y con qué mediaciones especiales se participa dicha «ley divina» en la historia? Pero si por «ley de Dios» se entiende una revelación específica sobre la naturaleza humana, sería necesario mostrar dónde y cómo se manifiesta.

3. Los costos exigen dar razón de la doctrina

El tema no pasaría de ser una cuestión de matiz académico si no fuera por los costos humanos que trae consigo. Una simple cuestión de ética.

¿La relación entre el Magisterio y el trabajo de los teólogos ha producido consecuencias costosas? Efectivamente. La interpretación totalizante del Magisterio en materia de moral matrimonial ha producido costos considerables. No así curiosamente en materia de moral social. Hay matrimonios honestos que padecen en su propia carne el conflicto de fidelidades: ser fieles al Magisterio, sin

7. Humanae vitae, lugares citados, especialmente los n. 4 y 7.

Magisterio y ética de lo humano 261

apenas poder vivir su vida matrimonial con equilibrio y en paz; ser fieles a su conciencia sin poder ajustarse a la normativa del Magisterio, lo que encierra una cierta zozobra de su misma conciencia. De ello da buena cuenta la experiencia pastoral. Así es como hay matrimonios con la conciencia hecha pedazos. Hay que estar cerca de ellos para comprender su sufrimiento moral. Y éste es mayor aún cuando se encuentran ya apartados de la práctica de los sacramentos por una simple cuestión de coherencia interna.

Una lectura crítica de tales datos obtendría las siguientes ob-sevaciones:

Ante tales situaciones lo moral es dar razón de la fe y de las normas. Es un deber que se corresponde con el derecho a que, como imagen de Dios, cada persona pueda ejercitar su propia conciencia, como enseña el Concilio en la declaración sobre la libertad religiosa8. A la luz de esta doctrina, una cuestión aflora con la fuerza de la lógica: si es importante seguir el dictamen de la conciencia en un asunto tan transcendental como es la religión, mayor motivo existe para seguir el dictamen de la conciencia en asuntos menos transcendentales como es la vida privada de los matrimonios.

4. La cuestión de fondo: la interpretación de la ley natural

Los cuestionamientos anteriores apuntan hacia una misma dirección. Es la interpretación de la ley natural. Las conocidas tensiones entre el Magisterio eclesiástico y la teología en temas de moral relativos a la naturaleza humana, especialmente en la sexualidad y en la bioética, tocan fondo cuando se plantea la interpretación de la ley natural. El tema es susceptible de dos enfoques bien diferenciados. ¿La revelación cristiana ha dicho una palabra original y clara sobre ella? ¿o la ley natural es la ley de la conciencia y, en consecuencia, es algo que la revelación cristiana presupone, pero no cambia? De uno u otro enfoque derivan resultados cualitativamente bien diversos. Ello refuerza el sentido del problema.

El Magisterio eclesiástico, al abordar la moral matrimonial, apela a la «doctrina fundada sobre la ley natural, iluminada y enriquecida por la revelación divina»9, porque Jesucristo, al comunicar a Pedro y a sus apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en

8. Se ampliará después. 9. Humanae vitae, n. 4.

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custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse»10. Dent ro de este marco doctrinal, el paso siguiente consistirá en interpretar cómo se manifiesta la voluntad de Dios en la naturaleza humana para concluir cuál es la ley de la naturaleza, que resultará ser la ley establecida por Dios.

La interpretación de la naturaleza humana se verifica en las «leyes y ritmos» de los actos conyugales, que «Dios ha dispuesto con sabiduría». Por eso, «la Iglesia... al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida»11. Dios, en efecto, ha querido que tales actos mantengan una «inseparable conexión del significado unitivo y el significado procreador»1 2 . Son las «leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer»13 . «Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad»1 4 .

De esta interpretación resulta que la naturaleza humana es en sí misma el reflejo de la voluntad de Dios, de su plan y de su ley. Y para vislumbrarla, basta con atender a las leyes y ritmos naturales. Así, pues, la naturaleza es la ley para la conducta humana. Es ley de la naturaleza. Es la norma de lo intrínsecamente bueno. La naturaleza, con sus leyes y ritmos, ha venido a tener una consistencia independiente que transciende a la propia persona. N o se pondrá en duda que la persona es imagen de Dios y dotada de una dignidad singular, un ser consciente y responsable de sí misma. Pero la ley de la naturaleza se le impone con fuerza de ley normativa. La historia de hombre y sus dosis de conflictividad ya resultan irrelevantes. Se dirá que ella es sujeto de su historia, pero sólo hasta cierto punto .

Sin embargo la doctrina de santo Tomás de Aquino sobre la interpretación de la ley natural, resulta ser el contrapunto a la doctrina que se entiende como oficial del Magisterio de la Iglesia. Su pensamiento se desarrolla en un clima de originalidad, que constituye una alternativa crítica de la interpretación oficial.

10. Ibid. 11. Humanae vitae, n. 11. 12. n. 12. 13. Ibid. 14. n. 13.

Magisterio y ética de lo humano 263

La doctrina de santo Tomás sobre la ley natural sólo es comprensible desde la perspectiva del prólogo de la segunda parte de la Suma. En él esboza el talante personalista y autónomo de la acción moral. Se trata de la consideración del hombre como imagen de Dios. Sobre este valor fundamenta una comparación analógica entre la acción creadora de Dios y la acción autocreadora de la persona humana mediante su propia actividad moral. Así como Dios es creador absoluto por determinación de su libre voluntad, de modo análogo la persona es también creadora de sus acciones mediante las cuales se autorrealiza; y ello es así porque está dotada de libre albedrío y porque tiene potestad sobre sus propias acciones15 .

Sobre esta base aborda sistemáticamente la interpretación de la ley natural. Su primer paso consiste en afirmar que la ley natural no es algo que tiene entidad propia e independiente de la misma persona. Consiste tan sólo en cómo la razón humana formula aquello que considera su «bien auténticamente humano»1 6 . ¿Cómo procede la razón humana en la búsqueda de su bien auténtico? La respuesta estriba en el principio de identidad: la persona ha de ser lo que es. Pero esa búsqueda de autenticidad es autónoma. La hace ella misma y desde su misma realidad humana; desde su propia naturaleza. N o apela a la revelación cristiana. Aquí aparece la «naturaleza». Pero tan sólo como lugar donde verificar su misma realidad personal, ya que su investigación no parte de cero, sino de una realidad recibida. «Querer su bien auténtico» entraña una observación reflexiva de su naturaleza. En ella existen datos que notifican cómo es el dinamismo de la naturaleza hacia su realización: se trata de las tendencias naturales que se corresponden con unos fines particulares, los cuales «finalizan» y «perfeccionan» la realidad humana. Son como señales de pista que dirigen hacia los bienes concretos de la persona: el bien de la propia existencia, la com-plementariedad de hombre y mujer y los bienes especialmente racionales como la capacidad de hacer preguntas, reconocer al semejante y relacionarse con él17.

La ley natural encierra así dos dimensiones, estrechamente relacionadas. Una es la capacidad de autocomprenderse como realidad antropológica compleja, que abarca un amplio abanico desde lo más evidente (ser lo que es) hasta los bienes concretos o valores humanos. La otra dimensión es el conjunto de esos bienes o valores naturales, que darán lugar a los derechos fundamentales de

15. Summa theologica, lugares citados en nota 5. 16. 1-2, 94, 1. 17. 1-2, 94, 2.

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la persona. La ley natural no consiste sólo en el segundo aspecto (valores humanos), ni tampoco sólo en el primero (la capacidad de autocomprensión), sino en ambos conjuntamente. Sin embargo, la capacidad de autocomprenderse es lo primario y constituye el elemento generador de la rectitud moral . En virtud de su autocomprensión la persona es «sujeto de su historia», es radicalmente libre y responsable, y ejercita con legítima autonomía su propia autorrealización descubriendo en las experiencias de contraste nuevos valores para progresar en su madurez humana.

Según esta doctrina la ley natural equivale a la ley de la conciencia autónoma, tanto en su modo de proceder, como en los valores naturales que descubre en su propia naturaleza. La autonomía significa que, además de la capacidad de autointerpretarse, cuenta con unos datos objetivos inherentes a su ser humano para autorrealizarse coherentemente1 9 .

Ciertamente lo expuesto no quiere ser un alegato a la anarquía moral. Decir que «el ser humano debe ser lo que es» encierra un presupuesto: la vida, la estructura antropológica y la propia racionalidad. Estos son valores dados. Pero dados a una persona que, como imagen de Dios que es, está dotada de su total responsabilidad sobre la realización de los valores que le vienen dados. Ser humano no se traduce en acción automáticamente, sino a través de la conciencia. Así que ser humano en la práctica consiste en la toma de conciencia y en el proyecto operativo que deriva de ella. Definitivamente, las meras funciones de la naturaleza humana no son criterio de rectitud moral, sino el uso responsable que se hace de ellas. La recta conciencia es el criterio de la moral. Es el uso responsable. Ahí está el valor de la conciencia: tiene valor de ley.

Para redondear la reflexión, conviene subrayar que, en todo su razonamiento, santo Tomás apela sencillamente a la doctrina de la creación y a la estructura connatural de la persona humana. N o recurre al plan de Dios que podría suponerse participado de manera especial, sino participado en la misma recta razón: la persona en tanto participa de la ley creadora de Dios, en cuanto participa

18. Santo Tomás afirma claramente el protagonismo ético de la racionalidad, contando, por supuesto, con los valores marcados el la propia antropología humana: «Omnia illa ad quae homo habet naturalem inclinationem, ratio naturaliter aprehendit ut bona, et per consequens ut opere prosequenda, et contraria eorum ut mala et vitanda» (1-2, 94, 2); «omnes inclinationes quarumcumque partium hu-manae naturae, puta concupiscibilis et irascibilis, secundum quod regulantur ratio-ne, pertinent ad legem naturalem» (1-2, 94, 2 ad 2).

19. Cf. A. Sanchís, Hacia una ética de la autonomía personal, Facultad de teología San Vicente Ferrer, Valencia 1982.

Magisterio y ética de lo humano 265

de la recta razón2 0 . Por eso, es providencia de sí misma21. N o apela a la revelación, sino que ésta presupone la estructura de la ley natural: «así como la gracia presupone la naturaleza, la ley divina presupone la ley natural»2 2 . Y afirma más: «los preceptos morales adquieren eficacia por el mismo dictamen de la razón humana, aunque nunca hubieran sido establecidos en la ley divina»23.

La consecuencia lógica es que la realidad de la ley natural es un presupuesto anterior a la revelación; algo que la misma fe cristiana también presupone. Un presupuesto que a su vez limita al mismo Magisterio eclesiástico, pues ya recuerda el concilio que «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar tan sólo lo transmitido...»2 4 .

El Concilio Vaticano II abunda en la misma línea, afirmando netamente el valor de la conciencia como presupuesto anterior a la fe cristiana, igual que lo hiciera Juan XXIII en su encíclica Pace m in terris25.

Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (consilió) para que así busque espontáneamente a su Creador... La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa26.

Aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada27.

5. Lo que un teólogo diría al Magisterio con modestia y precaución

Para terminar, las reflexiones expuestas se resuelven en unas afirmaciones que un teólogo dirigiría al Magisterio con modestia y precaución.

20. 1-2, 93, 3. 21. 1-2, 91, 1 y ad 3. 22. 1-2, 99, 2. 23. 1-2, 100, 11. 24. Dei Verbum, n. 10. 25. Pacem in terris (ed. BAC), n. 2, 5, 6, 14. 26. Gaudium et spes, n. 17; cf. n. 26. 27. Gaudium et spes, n. 41; cf. n. 62.

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266 Antonio Sanchís

1. La naturaleza humana y, correlativamente, la ley natural son susceptibles de interpretaciones plurales. Puede entenderse cómo funciona y cuáles son sus ritmos. Y puede entenderse como la «ley de la conciencia» de la persona humana responsable. Ello significa que, antes de invocar la ley natural como criterio de lo moral, es preciso definirla, precisar su sentido y someterlo a la verificación crítica, porque si es una evidencia para todos que la naturaleza humana encierra unos valores dados, también lo es que la persona es libre y sujeto de su propia historia por ser imagen de Dios.

2. La dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales echan sus raíces'en la calidad de ser persona humana e imagen de Dios. Sin embargo, debe tenerse en cuenta, primero, que se trata de una realidad dompleja, no fácil de interpretar como lo verifica la historia humana. Los derechos humanos se han ido descubriendo paso a paso. Y de ello se sigue que la naturaleza humana es un dato que debe ser interpretado. La revelación cristiana afirma la dignidad de la persona con todos los derechos implícitos en ella. Pero la «tematización» de la dignidad y sus derechos requieren unas mediaciones interpretativas. Y éstas, a su vez, pasan por otras mediaciones históricas y culturales; pasan por las experiencias de contraste. Y ello equivale a afirmar que es un derecho natural el poder interpretar la naturaleza humana y su dinámica funcional.

3. Por la misma lógica, no se puede apelar a la naturaleza como un valor en sí mismo, independientemente de la totalidad de la persona. No se puede afirmar que la naturaleza del hombre, interpretada sobre la base de sus funciones y ritmos, constituya en criterio la rectitud moral. No se puede tampoco apelar al «plan de Dios» sin contar con la mediación de la conciencia y de su madurez progresiva. Y no se puede afirmar, por un lado, la autonomía de la conciencia y, por otro, anular su protagonismo mediante unas normas ya pensadas y preestablecidas. En definitiva, la autonomía de la conciencia es un don que emana de Dios Creador. No es regalo de nadie más. La persona, pues, tiene el derecho inalienable de interpretar su naturaleza y humanizarla, impregnarla de racionalidad responsable a la luz de la fe y extraer de ahí su norma concreta de conducta. Ahí está la moralidad. Ni siquiera el abuso podrá anular el valor innato de su responsabilidad. Porque en nombre de Dios no se puede ignorar la obra de Dios.

14

La posibilidad del papa hereje

RUFINO VELASCO

La posibilidad del papa hereje es una tesis comúnmente aceptada a lo largo de toda la edad media. En un tiempo en que la figura del papa no había sido mitificada todavía en la forma en que lo ha sido después y perdura aún entre nosotros, se tenía más libertad para criticar al papa sin mala conciencia, incluso para pensar que, en determinadas cuestiones, se desviaba en la fe y, por consiguiente, se podía y se debía discrepar de su pensamiento. La teología se movía con más libertad en relación al magisterio.

Como es sabido, la reforma gregoriana del siglo XI fue un paso decisivo hacia la monarquía papal entendida, en gran medida, como poder absoluto, por encima de cualquier otro poder, tanto espiritual como temporal. El famoso «Dictatus papae» de Gregorio VII contiene, por ejemplo, esta perla preciosa: «El papa es el único hombre al cual todos los príncipes besan los pies».

No obstante, a lo largo de todo el siglo XII se mantiene comúnmente la tesis de la posibilidad del papa hereje, justamente en el contexto de los «decretistas», que tratan de traducir en normas concretas la reforma gregoriana. Nada menos que el célebre «Decreto de Graciano», de hacia 1140, que condiciona tan profundamente el pensamiento de sus comentadores, asume pacíficamente esta afirmación que venía ya de pensadores anteriores a la reforma: «El papa no es juzgado por nadie, a no ser que se le encuentre desviado en la fe».

Lo mismo puede decirse del siglo XIII. Por tanto, se trata de una tesis que permanece intacta en medio de ese gran esfuerzo de decretistas y decretalistas posgregorianos que va hasta Bonifacio VIII, por lo que ha podido llamarse con razón «edad canónica» de la Iglesia a la que va de Graciano a la «Unam Sanctam». No hablemos ya de la permanencia y abultamiento de esta conciencia durante esa época de gran descrédito papal que fue el destierro de Avignon y el gran Cisma de occidente, que abarca todo el siglo XIV y parte del XV. A la posibilidad del papa hereje se junta, en

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268 Rufino Velasco

este tiempo, la sensación de que esa posibilidad se hace realidad en más de un caso, además del influjo de la idea de san Agustín de que el cisma prolongado se convierte en herejía.

Pero lo más importante es que esta tesis de la posibilidad del papa hereje sirvió de contrapunto constantemente a las exageraciones notables acerca del poder papal que se derivaron de la reforma gregoriana. Sobre todo, contra el intento de atribuir todo poder al papa aislado, puesto personalmente por encima de la Iglesia, situándolo prácticamente entre Dios y los hombres. Inocencio III, en el momento acaso de mayor esplendor del papado, llegó a afirmar lo siguiente: el papa no es Dios, pero es más que un hombre. Pues bien, la conciencia de que el papa puede caer en herejía, puso sordina, sin duda, a afirmaciones de este tipo, y obligó a matizar posiciones extremosas a que podía llegarse, y se llegó de hecho, en la cuestión del papel que está llamado a cumplir el papa en la Iglesia. Es lo que vamos a analizar ahora más detenidamente.

1. La tesis de la posibilidad del papa hereje contribuyó poderosamente a frenar una cierta tendencia a llevar a posiciones insostenibles la cuestión de la relación del papa con la Iglesia. La conciencia de que el papa puede errar en la fe va acompañada de la convicción de que la que no puede errar es la Iglesia. Con estas dos consecuencias:

a) No se puede jamás separar al papa de la Iglesia, sino que su posición en algún sentido «sobre» la Iglesia hay que entenderla necesariamente al interior de su situación «en» la Iglesia y «con» la Iglesia. Sólo en este contexto, y en la medida en que esas referencias a la Iglesia funcionan, tiene sentido y coherencia la actuación del papa sobre la Iglesia.

b) Y más importante todavía: contra toda tendencia a pensar la Iglesia como derivada del papa, o, más en concreto, que la cualidad de inerrancia de la Iglesia depende de esa cualidad en cuanto poseida personalmente por el papa, la conciencia de la posibilidad del papa hereje actúa en sentido contrario: la Iglesia como tal es lo primero, y de ella hay que derivar el sentido del «servicio» del papa como servicio eclesial; la fe, y la fidelidad a la fe, es asunto de toda la Iglesia, y dentro de ella hay que entender el servicio a la fe, y a la fidelidad a la fe, propio del papa. Desde estos presupuestos se piensa, por ejemplo, en momentos más conflictivos, que el papa no puede definir cosas de fe sin un concilio general, o que, en el caso de que el colegio de los cardenales o el concilio se opusieran al papa, habría que seguir a aquéllos con preferencia a éste.

2. Esto aparece con más claridad cuando se trata en concreto de la deposición del papa hereje. ¿Quién puede juzgar a un papa como hereje y, en consecuencia, proceder a deponerlo?

La posibilidad del papa hereje 269

Hay un largo período en la edad media en que adquiere gran importancia el colegio de los cardenales. Surgido en principio como colegio elector del papa, pronto empezó a verse en él como el «senado» de la Iglesia, y se pensaba incluso que el papa tiene el primado en unión con los cardenales que forman con él la «Iglesia romana». Los cardenales adversarios de Gregorio VII le reprochaban haber introducido en la Iglesia un uso autocrático de la autoridad papal, aplicando el texto de Mt 16, 18 exclusivamente a la persona del papa, en vez de aplicarlo en sentido inclusivo a la «Iglesia romana». Es esta «Iglesia romana» la que no puede errar en la fe. En el caso de que el papa se desvíe en la fe, los cardenales, y sólo ellos, son los que tienen poder para juzgarle y para deponerlo declarándole hereje.

Pero lo más normal era pensar que esa operación le corresponde al concilio, como se puso en práctica de hecho en el concilio de Constanza para superar el gran Cisma. En este caso se piensa que, efectivamente, la Iglesia romana no ha errado nunca en la fe. Pero la Iglesia romana en el sentido de la Iglesia universal, la «congregado fidelium», representada adecuadamente por el concilio general, no en el sentido de la Iglesia de Roma, aún incluidos el papa y los cardenales. Esta Iglesia puede errar en la fe, y de hecho ha errado más de una vez.

No obstante, esta visión conciliar presentaba también algunos problemas. Por ejemplo:

a) Era idea comúnmente admitida que quien convoca normalmente el concilio es el papa. Pero ¿y si el papa no lo hace cuando la necesidad es evidente? ¿y si en un caso excepcional no se sabe quién es el papa verdadero? Precisamente para estos casos ya el derecho reconocía la posibilidad de reunir un concilio sin la acción del papa, con lo cual el posible incumplimiento de su deber en asuntos decisivos para la fe de la Iglesia, lo mismo que su posibilidad de ser hereje, están poniendo límites, evidentemente, a una concepción absolutista del poder papal en la Iglesia, sometiéndole, en determinadas circunstancias, a la decisión conciliar.

b) La célebre fórmula tradicional: «el papa no es juzgado por nadie, a no ser que se le encuentre desviado en la fe», contiene, como es claro, dos partes no tan fácilmente conciliables. Si no es juzgado por nadie, ¿quién le juzga o cómo se le juzga desviado en la fe?

Aquí entra en juego la idea que se tiene de la posición del papa en la Iglesia. Si se le atribuye un poder absoluto, poseído personalmente por él, del cual deriva todo otro poder en la Iglesia, conjugar ambas partes se vuelve casi imposible. Pero esto es precisamente lo que se quiere superar, apoyándose en la posibilidad del

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270 Rufino Velasco

papa hereje contenida en esa fórmula tradicional. La posibilidad de juzgar al papa, declararle hereje y deponerle, supone evidentemente otra manera de entender el poder papal: un poder que de alguna manera está en la Iglesia, y que el papa personifica o representa.

Juega en esto un papel muy importante la concepción agusti-niana de que el «poder de las llaves» dado a Pedro, según el texto tan traído y llevado de Mt 16, 19, le ha sido dado a Pedro como personificación de la Iglesia. Es la fe de Pedro, en cuanto que representa la de todos los creyentes, la que ha recibido ese poder. Y en este sentido puede decirse que es propiamente la Iglesia quien lo ha recibido en la persona de Pedro. En Pedro se configura ese poder como un «servicio» a quien lo posee básicamente, que es la Iglesia, la «congregatio fidelium».

«Uni quia unitati»: porque la unidad de la fe de la Iglesia, que se construye entre todos, necesita ese servicio, por eso existe el servicio de Pedro en la Iglesia. Lo importante es siempre la unidad de fe de toda la Iglesia. En esta unidad juega un papel fundamental el «sentido de la fe» de todo el pueblo creyente, que es ante todo quien no puede errar en la fe: algo que responde a una gran tradición eclesial que el Vaticano II ha recuperado en la Const i tución sobre la Iglesia (LG, 12). Este «sentido de la fe» de toda la Iglesia, o «consensus fidei», encuentra su expresión normal reguladora de la vida eclesial en los concilios. El concilio es el lugar normal en que se hace posible, en medio de las dudas o conflictos que surjan, traducir el sentir de toda la Iglesia y salvaguardar la unidad de la fe. Dentro del concilio general el papa tiene un puesto singular y una función importante que cumplir. Pero no ya como persona aislada, sino como órgano de expresión del sentido de la fe de toda la Iglesia, tal como se hace conciencia refleja en la asamblea conciliar.

Desde esta manera de entender las cosas, si en un determinado momento el papa enseña algo que no sintoniza con el «sentido de la fe» de toda la Iglesia, la Iglesia misma le estará juzgando de alguna manera como hereje. Este sentir de la Iglesia se concretizará en el concilio, que será el encargado directo de juzgarle, declararle hereje y deponerle.

Lo que no podría entenderse en esta perspectiva, es lo contrario: que el papa pueda decidir sobre la fe contra toda la Iglesia, o contra el «consensus» conciliar. De aquí nacía la convicción de

3ue el papa como persona singular, o actuando proprio motu, pue-e errar en la fe o en la conducción de la Iglesia. Por el contrario:

asumiendo el sentir de toda la Iglesia, y sirviéndose de las aportaciones de todos para dilucidar una determinada cuestión, el papa no puede errar.

La posibilidad del papa hereje 271

En este sentido, su puesto singular en la Iglesia hace que, en el plano jurídico, sea él la última instancia, y no pueda ser juzgado por nadie, puesto que es juez supremo de todos. Por eso, desde el punto de vista jurídico, se pensaba que, en el caso del papa hereje, no se trataba propiamente de juzgar y deponer al papa, sino a un pseudo-papa que, por su herejía, había dejado de ser miembro de la Iglesia y, por consiguiente, había perdido todo derecho y toda posibilidad de presidirla.

Pero nada de eso impedía que, en un plano teológico, se pensara que hay otro tipo de instancias en la vida real de la Iglesia, desde el «sentido de la fe» de todo el pueblo creyente hasta el concilio general, capaces de juzgar al papa, detectarle como hereje y condenarle. Sobre todo, nada de eso impedía que se siguiera pensando la «inerrancia» del papa en dependencia de la inerrancia de toda la Iglesia, y no propiamente la de la Iglesia en dependencia del papa. Con otras palabras: se vivía en la convicción de que, para la «comunión» de todos en la misma fe, es más importante la comunión del papa con la Iglesia que la comunión de la Iglesia con el papa. Con el paso del tiempo fue prevaleciendo en la Iglesia la perspectiva contraria.

3. Pero la tesis de la posibilidad del papa hereje influyó más directamente poniendo freno a una cuestión que centró todas las reflexiones después de la reforma gregoriana: la «plenitud de potestad» del papa. Vamos a analizarlo en algunos puntos más relevantes :

a) Puede decirse que, con la reforma gregoriana, invade la Iglesia una forma jurídica de pensar que condiciona enormemente el futuro de la institución eclesial y el futuro de la eclesiología. Antes la mentalidad era diferente: no se pensaba lo primero en la autoridad formal que alguien posee por el hecho de haber sido elegido para un cargo, sino en la autenticidad con que se está desempeñando el propio oficio. Un rey, o un prelado, «inútil» o «indigno», se puede decir que ha perdido su autoridad y no es digno de obediencia.

El papa tiene la autoridad de Pedro si tiene la fe, la justicia, las costumbres de Pedro. Se merece obediencia cuando en sus palabras, en sus actuaciones y en sus decisiones, se reconoce la fe y la voz de Pedro. En caso contrario prevalece la fidelidad a la propia conciencia creyente sobre la sumisión a un papa que no se ve claro si procede con espíritu cristiano. En el texto de Mt 16, 18, no se veía tanto la «institución de un poder» como la comunicación de una gracia, en el contexto de esa gracia fundamental que es la convocación de los creyentes. Esto, evidentemente, dejaba en la Iglesia amplios cauces abiertos a la libertad cristiana.

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b) Con la invasión del juridicismo, las cosas cambian de perspectiva: la autoridad es, ante todo, un poder, una «potestas», y esta potestad el papa la tiene en plenitud. Esta «plenitud de po testad» del papa tuvo efectos muy poderosos en relación con la autoridad temporal. Pero ahora nos interesan sus repercusiones al interior de la Iglesia.

Si «el papa sólo» tiene personalmente la plenitud de potestad en la Iglesia, la consecuencia inmediata es que toda otra autoridad eclesial se deriva de él como de su fuente. Así, por ejemplo, la autoridad de los obispos. A los obispos los nombra el papa, y, al nombrarlos, lo que hace propiamente es desplegar su plenitud de poder jurisdiccional sobre toda la Iglesia, de modo que los obispos son prácticamente meros delegados suyos, y las diócesis meras sucursales de la gran central vaticana.

Así el poder papal se convierte en un poder absoluto, ilimitado, de carácter quasi divino: «su voluntad, y lo que a él le place, tiene fuerza de ley». Inocencio IV, por ejemplo, tenía conciencia de que, cuando legislaba para toda la Iglesia, no lo hacía según su propia sabiduría jurídica, sino «por inspiración divina». Algo semejante a como se originó la sagrada Escritura, y con Ja clara persuasión de estar participando directamente del poder que viene de Dios.

Conviene recordar a este propósito que esta concepción absolutista del papado se fue fraguando apoyada en dos falsificaciones: la famosa «Donación de Constantino», que dio origen al Estado pontificio, y las «falsas decretales», que atribuyen a los papas de los primeros siglos la configuración del papado propia de la reforma gregoriana.

c) En virtud de esto, sucede que se va reservando cada vez más al papa el título de «vicario de Cristo». En el siglo XII se aplicaba todavía frecuentemente a los obispos, incluso a los presbíteros y a los abades de los grandes monasterios. Al papa se le llama «vicario de Pedro». Pero poco a poco se va haciendo habitual reservárselo al papa, y, en un clima en que se tiende a exagerar extremosamente el poder papal, esto tiene una consecuencia importante: poner al papa prácticamente por encima del «orden apostólico», que sería el propio de los obispos como sucesores de los Apóstoles, y colocarle en otro cualitativamente distinto: el orden de Cristo mismo, como quien ocupa su puesto en la Iglesia.

Así se pueden atribuir al papa, a su «plenitud de potestad», títulos cristológicos como éstos: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»; «rey de reyes, y señor de los que dominan». Y se puede interpretar el texto de Jn 21, 15-16: «Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas», en el sentido de que los «corde-

La posibilidad del papa hereje 273

ros» son los simples fieles y las «ovejas» los obispos. Por encima de todos está el papa como pastor universal, que es la presencia en la tierra del buen Pastor que es Jesucristo. Bajo ese «pastor universal» los obispos están en la Iglesia, más que en calidad de pastores, en calidad de rebaño.

d) En medio de todo esto, y contra ello, permanece viva en este tiempo otra manera de entender la autoridad del papa en la Iglesia. Y contribuyen, sobre todo, a esta otra manera de pensar: 1) la persistencia de categorías «morales» para enjuiciar este asunto, frente a las categorías «jurídicas» que invaden el ambiente; 2) una cierta idea de que el poder reside fundamentalmente en la Iglesia misma; y 3) la conciencia tradicional de que el papa puede caer en la herejía. Vamos a verlo muy brevemente:

1) N o cabe duda de que la concepción de la «plenitud de potestad» del papa que fue prevaleciendo desde la reforma gregoriana creaba malestar en muchos sectores. Sobre todo, su interpretación como poder absoluto, aislado de la totalidad de la Iglesia. Contra ello, se sigue insistiendo en la idea de que la autoridad reside básicamente en Ja «congregado fideJium», de m o d o que, si se dice que el papa tiene «plenitud de potestad», esto habrá que referirlo no al papa solo, sino al papa como cabeza de la universalidad de los creyentes, de tal manera que la misma potestad está en la universalidad como en su fundamento, y en el papa como en el principal «ministro» por el que esta potestad se explicita en la Iglesia. 2) Influyeron notablemente en esta cuestión autores que aplicaban el «derecho corporativo» a las relaciones entre el obispo y su cabildo, cuando todavía el cabildo catedralicio elegía al obispo. Según esta doctrina, a la muerte del obispo, el poder de jurisdicción que le ha sido conferido por la elección, vuelve al cabildo que le ha elegido. En el cabildo reside, por tanto, fundamentalmente el

i poder de jurisdicción que se confiere al obispo. Esto mismo debe aplicarse a las relaciones entre la Iglesia universal y la Iglesia de Roma, entre los cardenales electorales y el papa. Hay un empeño claro en todo esto por entender al papa en dependencia de la Iglesia, no a la Iglesia en dependencia del papa, e insertar en este contexto cuanto pueda decirse de su propia «potestad» en la Iglesia. 3) A este mismo empeño obedece el interés por poner limites a la «plenitud de potestad» del papa. Hablar de «plenitud de potestad» no puede significar abrir la puerta en la Iglesia a un ejercicio arbitrario, despótico, o discrecional de la autoridad papal, de modo que se entronice su voluntad en la Iglesia y pueda hacer de ella lo que quiera. El papa está sujeto, por supuesto, a la constitución divina de la Iglesia, a los decretos de los concilios ecuménicos, y

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a lo que se llamaba «el estado general de la Iglesia», que debe respetar. Muchos pensaban que, en la constitución divina de la Iglesia, había que incluir la «potestad» de los obispos, como derivada, no del papa, sino inmediatamente de Cris to: una tradición muy importante que ha sido rescatada, como es sabido, por el concilio Vaticano II (LG 21). 4) Pero desde una concepción «moral», no jurídica, de la autoridad en la Iglesia, las limitaciones al poder papal eran aún más amplias. En el ejercicio de su autoridad, el papa tiene que proceder con equidad, honestidad, sin provocar escándalo, de manera que su conducta y su actuación resulten útiles a la Iglesia. Si esto falla, se admite el derecho a la desobediencia. C o m o ya dijimos, en el caso de un papa «inepto» o «indigno», la obediencia de la fe po día entrar en conflicto con la obediencia del papa, y aplicarse el principio de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Más concretamente: al «sentido de la fe» del pueblo creyente, y al concilio, antes que al papa. 5) Finalmente, la conciencia de que el papa puede caer en herejía, actuaba en el sentido de dar primacía a la Iglesia en su conjunto, y de entender que siempre es mejor un régimen de «comunión» y de «consensus» en el gobierno de la Iglesia, de decisiones tomadas en común, de reconocer, por tanto, la importancia decisiva del concilio al que el papa, en caso de conflicto, debe someterse. Lo contrario significaría, en la práctica, sacar de su verdadero contexto la «plenitud de potestad» del papa y volverla perjudicial para la Iglesia, como se demostró de manera muy clara en el largo período del cisma.

Un período en que, como es de sobra conocido, llegó a su punto máximo el descrédito papal. Se hizo mucho más fuerte la conciencia de que el papa puede ser hereje. Se vio por experiencia que, aunque lo sea, o en un determinado momento no haya papa umversalmente reconocido, la Iglesia y la fe de la Iglesia permanecen. Por tanto, que lo central es la Iglesia, y la cuestión del papa una cuestión derivada. Que no se puede identificar jamás la obediencia de la fe con la obediencia del papa. Y, en último extremo, se llegó al «conciliarismo», latente en el concilio de Constanza, y puesto de manifiesto con toda radicalidad en el concilio de Basi-lea. Pero no vamos a meternos ahora en este asunto.

En resumen: la tesis de la posibilidad del papa hereje ejerció su beneficioso influjo, a lo largo de toda la edad media, en varias direcciones:

a) Manteniendo en vigor una concepción teológica de la Iglesia por debajo de esa concepción jurídica que invadía el ambiente,

La posibilidad del papa hereje 275

en un proceso cada vez más agobiante que culmina en el concilio Vaticano I.

N o vamos a estudiarlo aquí, pero pienso que en esta tensión dialéctica entre dos concepciones de Iglesia tuvo mucho que ver la conciencia, nunca extinguida totalmente, de que la Iglesia es el «verdadero» Cuerpo de Cristo, mientras que el Cuerpo «místico» es el que se hace presente en la eucaristía. Cuando se empieza a llamar a la Iglesia «el Cuerpo místico de Cristo», comienza también un proceso en que predomina una visión societaria de la Iglesia, un empeño por entender la Iglesia con categorías jurídicas. La Iglesia es «el cuerpo político o moral de los que profesan la fe en Cristo», como decía Francisco Suárez. Con estas categorías se hace casi imposible explicar la posibilidad de que el papa caiga en herejía.

b) Desde esa concepción teológica de la Iglesia permanece viva la conciencia de que lo más importante es la Iglesia misma, y de que el ministerio jerárquico es, efectivamente, un ministerio, un servicio que hay que entender, ante todo, en el interior de toda la vida real de la Iglesia. Esta conciencia irrumpe con gran fuerza en los momentos de mayor decadencia del papado, e influye po derosamente en la convicción de que lo decisivamente importante es la inerrancia de la Iglesia en sí misma.

Estas dos afirmaciones: la Iglesia no puede errar en la fe, y el papa puede ser hereje, actúan en contra de esa otra forma, cada vez más dominante, de entender la Iglesia que dice: la Iglesia no puede errar en la fe en cuanto sometida el papa, porque a él pertenece «determinare quae sunt fidei», de modo que si el papa cae en herejía toda la Iglesia caería con él, porque el pueblo cristiano está obligado a seguir a sus pastores, y, en definitiva, al pastor universal, que es el papa.

c) Dentro de una concepción teológica de la Iglesia, la conciencia permanente de la importancia de la comunión eclesial actúa en el sentido de acentuar la articulación profunda de las diversas instancias eclesiales en el contexto de la totalidad de la Iglesia.

Con esta consecuencia: entender los «poderes» de la jerarquía no como poderes autónomos, sueltos del pueblo, que recaen luego sobre el pueblo creyente, sino al contrario: como poderes que se quedan en el vacío si no se nutren de la fe real de la Iglesia, del «sensus fidei» de todo el pueblo cristiano que «el Espíritu excita y sostiene», como dice la Lumen gentium, recogiendo una larga tradición eclesial (LG 12).

Es decir, lo que aquí se juega es si se entiende el «sensus fidei» como un sensorio que capta lo que dice la jerarquía, o como la experiencia básica constituyente de la Iglesia que da consistencia incluso a la función de enseñar propia de la autoridad.

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En el fondo, se trata de dos concepciones de la fe cristiana que entran en conflicto: la fe como experiencia fundamental que no termina en los enunciados de la fe, sino en la realidad misma de Dios, o la fe como aceptación de verdades reveladas que la jerarquía determina y propone para el pueblo creyente.

En el momento en que empezó ya a hablarse de la «infalibilidad» del papa, la fe entendida como experiencia originaria contribuyó a poner en primer plano la infalibilidad «in credendo», la infalibilidad del sentir de la fe de todo el pueblo, como fundamento tanto de la infalibilidad «in docendo» como de la infalibilidad «in discendo». Cuando la fe se entiende como aceptación de verdades reveladas, la infalibilidad «in credendo» se identifica con la infalibilidad «in discendo», se distingue entre Iglesia docente e Iglesia discente, y el resultado es un pueblo cristiano enteramente sometido a la función de enseñar de la jerarquía, sobre todo del papa infalible.

En esta perspectiva se tiende a silenciar la tesis de la posibilidad del papa hereje. En la perspectiva contraria crece la importancia del «magisterio» de los teólogos, y se admite sin dificultad que un papa hereje debe ser juzgado por un concilio al que se convoquen teólogos.

d) Pienso, finalmente, que se puede y se debe concordar la tesis de la posibilidad del papa hereje con la infalibilidad del papa, tal como ha sido definida por el concilio Vaticano I, para evitar interpretaciones aberrantes de ese dogma que han influido notablemente en la mitificación del papa en los últimos tiempos. Pero no vamos a tratar ahora de esto. Para nuestro tema, con lo dicho, basta.

Un tema que me parece útil recordar en el momento actual de la Iglesia. U n momento en que, a mi juicio, el mejor servicio que se puede hacer al papa es no mitificarle, y en que parece haber llegado la hora de cambiar a fondo una configuración histórica del papado que debía darse ya por superada.

ÍNDICE GENERAL

Presentación: Casiano Floristán 9

I. HOMENAJE 15

1. José María Diez-Alegría: José María González Ruiz .... 17 2. José María González Ruiz: José María Diez-Alegría .... 33 3. Mi experiencia personal en cuanto se refiere a la rela

ción «teología-magisterio»: José María Diez-Alegría .... 43 4. Mi experiencia personal en" cuanto se refiere a la rela

ción «teología-magisterio»: José María González Ruiz. 49

II. PONENCIAS 53

5. Criterio de verdad y carisma de enseñanza en el nuevo testamento: Juan Mateos 55

I. El criterio de verdad 55 II. El carisma de enseñanza £6

6. Diversificación de los ministerios en el área siro-hele-nística: de Ignacio de Antioquía a las constituciones apostólicas: Josep Rius Camps 75

7. El ejercicio del poder doctrinal en los siglos XII y XIII: Evangelista Vilanova | j 5

I. Las instancias del poder doctrinal | j5 II. Tres textos de distinto alcance j j9

1. Condenación de Abelardo \\<) 2. Advertencia de Gregorio IX a los maestros de

París ]24 3. El sílabo de Étienne Tempier (1277) j£9

III. Reflexiones finales 133

Page 138: Varios Autores - Teologia y Magisterio

278 índice general

8. La exaltación del poder magisterial en el siglo XIX: José María Castillo 139

1. Condicionamientos socio-políticos e ideológicos de la restauración , 141

2. Teología del Magisterio absoluto 147 3. Consecuencias para la teología 155

9. El Magisterio como poder: José Maria Marciones 161 I. El poder, una noción esencialmente contestada 162

1. Las correcciones a M. Weber en la sociología moderna 162

2. El mapa conceptual del poder propuesto 164 3. Autoridad y poder del Magisterio 165

II. El Magisterio como poder 167 1. El poder del Magisterio a través de sus decisiones 167

a) La autoridad de la tradición como norma interpretadora 168

b) La autoridad de «lo sobrenatural» 169 c) El consensus fidelium absorbido por el poder

de enseñar 170

2. El control del programa 171 3. El poder ejercido en las no-decisiones 172 4. El poder del Magisterio en los conflictos mani

fiestos 174 5. Poder y conflictos latentes 177 6. El poder magisterial y los intereses sociales 181

10. Hermenéutica del Magisterio: Ricardo Franco 185

11. El Magisterio y la libertad del teólogo: José María Ro-vira Belloso 205

1. La libertad del sujeto 205 2. La libertad de la fe 208

a) La libertad de la revelación 208 b) La libertad de la fe 210

3. La libertad del creyente 212 4. La libertad del teólogo 214

a) La larga marcha hacia el realismo 215 b) Ser libres y creativos para actualizar la fe 216 c) Ha de buscarse una alternativa al inmanentismo

radical 217 d) El valor del contexto social 218

5. Libertad para recibir el Magisterio 219

índice general 279

6. Apéndice: tres condiciones y una previsión para el diálogo entre la teología y el Magisterio 223

a) El teólogo intérprete 223 b) El teólogo, hombre de síntesis 223 c) La critica 224

III. COMUNICACIONES 227

12. El Magisterio de la comunidad cristiana: hacia una superación del binomio Iglesia docente-Iglesia discente: Juan José Tamayo 229

13. El Magisterio eclesiástico y la interpretación ética de lo humano: Antonio Sanchís 257 1. Datos para una reflexión crítica 257 2. Lectura crítica de los datos 258 3. Los costos exigen dar razón de la doctrina 260 4. La cuestión de fondo: la interpretación de la ley na

tural 261 5. Lo que un teólogo diría al Magisterio con modestia

y precaución 265

14. La posibilidad del papa hereje: Rufino Velasco 267