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Edita:

Dirección General de Juventud y Relaciones

con la Comunidad Universitaria.

Coordina:

Servicio de Juventud

Diseño:

Grupo La Burra Comunicación S.L.

Imprime:

Imprenta Municipal del Ayuntamiento de Sevilla.

Todos los derechos reservados

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Pág.:

Cómic 7

David Moreno Orellana (PREMIO) 9/11

Alexandra Balsells Badía (1ª Mención Honorífica) 13

Equipo Rogues (2ª Mención Honorífica) 15/21

Poesía 23

María Barral Gil (PREMIO) 25/27

Pablo Solano Díaz (1ª Mención Honorífica) 29/33

Pablo Alonso González (2ª Mención Honorífica) 37/41

Relato Corto 43

María José Cansino Valpuesta (PREMIO) 45/55

Javier Aznar Fernández (1ª Mención Honorífica) 57/71

Claudia Ramírez Mena (2ª Mención Honorífica) 73/77

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PREMIO“VOLVER A EMPEZAR”

DAVID MORENO ORELLANA.......................

1ª MENCIÓN HONORÍFICA“ROSKO”

ALEXANDRA BALSELLS BADÍA.......................

2ª MENCIÓN HONORÍFICA“QUE POCO HEMOS CAMBIADO”

MARÍA DE LOS ÁNGELES SUÁREZ GONZÁLEZY MARÍA DOLORES REYES CUEVAS

(EQUIPO ROGUES).......................

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“VOLVER A EMPEZAR”DAVID MORENO ORELLANA

PREMIO

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“ROSKO”ALEXANDRA BALSELLS BADÍA

1ª MENCIÓN HONORÍFICA

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“QUE POCO HEMOS CAMBIADO”(EQUIPO ROGUES)

Mª DOLORES REYES CUEVAS / Mª DE LOS ÁNGELES SUÁREZ GONZÁLEZ

2ª MENCIÓN HONORÍFICA

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PREMIO“SILENCIO Y PALABRA”

MARÍA BARRAL GIL.......................

1ª MENCIÓN HONORÍFICA“SIETE DIAS CON CIRCE”

PABLO SOLANO DÍAZ.......................

2ª MENCIÓN HONORÍFICA“A MI MADRE Y OTROS POEMAS”

Pablo Alonso González.......................

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“SILENCIO Y PALABRA”MARÍA BARRAL GIL

PREMIO

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26PRÓLOGO

En las pinturas rupestres los animales más peligrosos están representados en las cuevas más recónditasy de difícil acceso.

El anhelo: recibir el mundo como una piedra tallada.

Recostada junto a la cueva, trato de regresar a través del claro de la palabra.

ADVERTENCIA (O EN NOMBRE DEL SILENCIO)INo ocurren las cosas que contamosdetrás de las palabras.

IICuántas veces este silencio encontrado antes de mícuántas veces nombrado inédito por la misma boca llena demil dientes, demil alientos;cuántas veces mi silencio.

IIIDetrás de las palabrasno ocurren las cosas que contamos.

GERUNDIO

¿Sería capaz el primer poeta de sostener este silencio?

(En la tierra de la muchedumbre diez mil humanos luchando por caer sobre la misma huella.)

Sola, bajo la lámpara apagada de la mesilla, mis ojos leen todas las letras que no veo.

(Más allá de nuestras pantallas, el mar reclama su nombre de cementerio.)

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27VÉRTIGO O INCONSCIENTE

todos los libros ardiendo en el sótano de mi casa todos los libros del mundo todos los cuadros los locos los cuerdos los enfermos los de-ge-ne-ra-dos Drácula en la trastienda Alicia en la trastienda Mamá en la trastienda todos están ardiendo nadie me da la mano nadie mira la palma de mi mano la palma blanca de mi mano también arden mis manos en un tercer sótano tras un tercer yo tras una tercera trastienda qué hay tras el silencio qué hay tras la palma un páramo extenso un espacio rotundo un vacío Mamá voy a escribir el nombre del vacío mil veces Mamá voy a escribir el nombre del vacío mil veces en la palma de mis manos arden todos los libros arden todas las manos locas rotas de-ge-ne-ra-das qué hay tras la plaza no está ya el llanto de Alejandra no están ya los ojos de Marga no los ojos de Chantal sólo queda vacío

un vacío ro tun do

y yo lo escribo mil veces castigada en el aula mientras arden todos los libros yo me salvo yo quiero salvarlas a todas conmigo arderé para perder la memoria arderé para ganar la memoria repetiré en silencio el nombre del vacío

EL DESPERTAR

la grieta que fui el fantasma que conquisto cada día la soledad de las banderas que me cubren el vientre palpo la tierra como palpo el universo señalo la estrella como señalo la luz la grieta que soy el fantasma que creo la soledad a la que abrazo como al abismo para no caer o para seguir cayendo siempre nunca me miro desde fuera los fantasmas son invisibles este es el nombre que te han puesto: nombre que nombra lo innombrable para recordar a cada llamada el olvido que cae bajo las palabras

dónde está ahora mi boca si no detrás de los pronombreshoy despierto como en un sueñocon la gratitud del adiós en la gargantaabrazando las palabras que Julio le escribióa Alejandra en septiembre

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“SIETE DÍAS CON CIRCE”PABLO SOLANO DÍAZ

1ª MENCIÓN HONORÍFICA

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Siete días con Circe

mujer provisoria

fulana de tal

bruja hermosa

Cinderella de un príncipe casado

Alicia en Wonderland París

femme fatale

regente de mi corazón

has llegado para hundirme la flota

con una sola confianza

con un solo beso

has abierto los postigos de mi alma

poblada de fantasmas domésticos

has soplado en los rescoldos

de un amor que languidece sin su savia

con un dolor tan frágil

que no alcanza a levantar el vuelo

con unas lágrimas

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que saben a vodka con limón

has entregado tus nostalgias

a este extraño tan íntimo

a cambio de un horizonte

de promesas y New York

a cambio de sólo dormir a mi lado

a cambio de un cielo

que ya no es el mío

podría escribirte esta noche

las palabras más hermosas

en un mensaje privado de facebook

***

¿qué importan ya

el cíclope y los lestrigones

Escila y Caribdis

los exámenes de junio

y las call girls?

ahora lo peor de mi viaje

serán los placeres

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que se cuelan por la borda

las largas calmas chichas

de mi apenas heroica travesía

sazonada de hazañas cotidianas

el canto de sirenas

que cazan en minifalda

los cubatas de olvido con tónica

la plácida distancia

que me separa de ti

ahora lo peor son los tesoros

las sorpresas las houseparties

que tendré que contarte por skype

mientras tres mil kilómetros de cables

anegan la pantalla

siete días contigo

han sido un viaje turístico

al centro de mi alma

por el túnel de tus ojos

un trekking milimétrico

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por el paraíso terreno de tu cuerpo

un dos por uno

en el outlet de los sueños

una cura de humildad

una primavera sumaria out of time

una intimidad sobrevenida

una colección de besos pasajeros

un reality show

***

¿ahora qué me queda?

una delegación de fantasmas redivivos

un facsímil de ti misma

cuya volatilidad me desespera

una mujer inversa

en el espejo fiel de mi memoria

que eclipsa a todas las mujeres materiales

una angustia alazán

galopando por mi desidia vértebras arriba

un nido de nostalgias corticales

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que parasitan mi alegría vegetal

una Tierra Prometida más allá del desierto

unas ganas de nada menos de ti

***

ahora que has derogado

los recuerdos de Penélope

ahora que me has dejado

solo en el Edén

este resort con gimnasio spa

y barra libre de fruta prohibida

como un Adán soltero y sin costilla

ahora que con un sólo conjuro

me has convertido

en un perro andaluz en O’Connell

que ladra sin pareja y sin dueño

a las puertas del Arca de Noé

no puedo sino vagar

sin pasado vigente

por el precipicio del presente

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con la esperanza inveterada

de divisar tu imagen

tu imagen de verdad

que es mejor que todas

las imágenes que guardo

en un futuro sin horas

más allá de las nubes

que se disputan el cielo

más allá de los buitres y los ángeles

más allá de los eclipses de vida

más allá del horizonte wonderwall

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“A MI MADRE Y OTROS POEMAS” PABLO ALONSO GONZÁLEZ

2ª MENCIÓN HONORÍFICA

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Mi historia no comenzará con unestaba hasta el culode hormonas en la camamás decadente;

no estará mi nombre en un neónque anuncia:pelea de gallos,la naturaleza es violenta

nunca se me ha aparecido nadie para ofrecerme la salvación

pero puedodejar mi cuerpo atrás

-estoy a tiempo-

y montarte un paraísoen el callejónmenos transitado;

créeme

puedo ser un diosallí donde no hayapalabrapara ser nombrado.

*****

A mi madre I: La infancia.

Mamáa veces entrabas en mi habitacióny me encontrabas jugandocon mi juguete favorito roto

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recuerdas mamá

a veces yo colocaba mi sexoentre las piernaspara mantenerlo a salvoy ya era casi una mujersin pecho sin alimentoy un sexo que aprieta y duele,

a veces estiraba la pielpara crear una Pangeaun sexo únicoantes de que se rompiera,

a veces tocaba tantoque abría heridasy sangraba.

Tú a veces entrabasy me veías en este cuartoo centro médicocon el sexo roto

pero

mamáte prometoque estoy intentando ponerme buenoque estoy intentando estar sano

te prometo que no me haré sangrenunca más.

*****

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Ser joven.

Mi sexo es un mundo que algún dios dejó sin terminar.

Mi sexo es joven pero conoce el miedoven, vamos a tener miedo juntosy tengo miedo a estar sólo. Ser joven es estar sólo.

También es el miedo a la muerte. Ser jovenes comprender que todo acaba,que no estás preparado y que vivirte queda grande.

Mi sexo es el testimoniode una generación herida.

Y ser joven es mi mayor arma.

*****

A mi madre II: 50 muertos y 50 heridos.

“Mommy I love youIn club they shooting

He’s comingI’m gonna die.”

Mamá no quiero morir en Orlando. No quiero pedirte que llames a la policía, no quiero ser un titular en todo el mundo ni una cifra en lo que llevamos de año.No quiero morir.

Mamá no quiero que llores por mí ni quiero que los demás recen, porque ellos no conocen el miedo. No quiero el rezo.Porque rezar no cura el miedo.

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No conocen lo que es luchar. Luchar por la libertad,por querer ser libre. No conocen el ser odiadoni la infancia rota ni el insulto ni la herida ni la culpa.No conocen la culpa en la barriga o el llanto en la garganta.

Nadie quiere tu sangre. Ellos no quieren tu sangre.

Mamá no quiero morir en Orlando. Ni en Arabia Saudí. Ni en Rusia ni Sudán. Mamá no quiero morir ni que me maten por amar.

*****

El ser humano.

Y de repente, nada es naturaleza.

No hay naturaleza no es una metáfora nuclearen el hambre de un niño, tú no eres ese niño,nunca conocerás el hambre.

¿tienes niños?Dámelos.

A cambio te doy estos árboles.Quémalos.

Ahora dime:¿Cómo se paga una guerra?

Repite conmigo:Todas las floresson hermanasde mi madre.

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PREMIO“UN NIÑO EN LA GUERRA”

MARÍA JOSÉ CANSINO VALPUESTA .......................

1ª MENCIÓN HONORÍFICA“SANGRE DE GALLO”

JAVIER AZNAR FERNÁNDEZ.......................

2ª MENCIÓN HONORÍFICA“LA PESADILLA DE UNA NOCHE DE PRIMAVERA”

CLAUDIA RAMÍREZ MENA.......................

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“UN NIÑO EN LA GUERRA”MARÍA JOSÉ CANSINO VALPUESTA

PREMIO

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“UN NIÑO EN LA GUERRA”

I. Cae la niebla.

Se alejan los últimos camiones y queda desalojada esa parte de la ciudad. Se asienta el silencio. Por las puertas abiertas de los edificios, por las pequeñas grietas de sus muros, por las ventanas rotas se escapa el calor de tantos hogares que al condensarse en el frío atardecer ha formado una espesa niebla que cubre los edificios y llega hasta el suelo. Quedan así como sepultados los escenarios cotidianos de la vida familiar y del vecindario. El ambiente está cargado por el eco sordo de unos últimos gritos en vano, de sollozos apagados, de metralla. El barrio ha queda quieto, mudo, deshabitado tras días de asedio. Pero, como si se tratase de un electrocardiograma que revelase un pulso de vida, se percibe una leve y agitada respiración. Un cuerpo pequeño parece resistirse a la barbarie; y escondido en una vivienda permanece expectante, alejado de la desolación y desesperadamente vivo. La respiración se va serenando, quizás por ignorancia…

Se aventura a salir del rincón en el que está escondido. En su casa no encuentra a nadie. A través de la ventana, la espesa niebla no le deja ver las calles, no le deja ver el cielo. Una espesura extraña parece querer ocultarle su realidad: se ha quedado solo. Solo en la guerra.

II. La espera.

Al principio, el niño espera. Espera en su casa, en la creencia de que es cuestión de tiempo que lleguen sus padres y su hermano. Y los vecinos y sus amigos. Se pregunta dónde van a meter a tanta gente como marchó y quiere creer que vayan donde vayan no cabrán todos y entonces volverán. Deambula por el hogar, y al poco repara en la chaqueta de su padre que yace tirada en la entrada de la vivienda. La recoge, y al cogerla advierte que hay algo en un bolsillo. Desabrocha el botoncito y descubre que se trata de un caramelo. Qué alegría le invade, lo desenvuelve con cuidado y se lo come muy contento. Qué dulces recuerdos le vienen a la mente al saborearlo, mientras transita por el pasillo de su casa, como si

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se le abriera una ventana en el alma llena de imágenes y sentimientos nítidos. Un sabor a fresa como de juegos, como de fiestas, fresa de besos y abrazos. Está ensimismado en el saboreo del dulce. Pero qué terrible cuando llega a la habitación de sus padres y, justo, se deshace el caramelo y la alegría que sentía se desvanece, poniéndose muy triste y echándose a llorar. Recuerda entonces aquella explicación en la escuela sobre el significado de la palabra efímero.

III. El encuentro.

El niño se aventura a salir de su casa. De repente, surgiendo inesperado de una esquina, aparece un perro callejero. Le alivia que no haya sido alguien armado, esos hombres que circulaban últimamente por las calles. Pero lo cierto es que el perro le da, también, un poquito de miedo.

No se atreve a acercarse y lo mira desde lejos, medio escondido. El perro ajeno al niño olisquea todo a su paso. Pero él no quiere que se vaya, porque el perro le ha producido curiosidad y cierto entusiasmo, porque lleva un rato observando lo que hace y le parece divertido, porque le está pareciendo compartir con alguien su soledad y, en esos instantes, ha salido de ella. Pasado un rato concluye que el perro parece inofensivo, se acerca un poquito y se pone de cuclillas y, alargando sus bracitos, le dice: perro, perrito, ven aquí. El perro, alza las orejas, se acerca manso y, tras olfatearle, le lame las manos acompasado por el movimiento ágil de su rabo. El niño se alegra, parece un perro bueno, y lo acaricia un poquito, con respeto, y al poco, empujado por su familiaridad, se deja llevar y lo abraza. Y ya confiado le toca las orejas, el lomo, el rabo y le dice: ¡Qué manchas tan bonitas tienes! Entregado ya el niño en este encuentro, caen los dos hacia atrás, y queda preso de una trampa divertidísima de lametones y babas. En un instante se hacen amigos y, pronto, serán inseparables.

IV. La luna.

Al caer la noche, desde la habitación, el niño observa por la ventana y ve, espléndida, una enorme luna llena. ¡Mira!, le dice señalando

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con el dedo al perro. El perro menea el rabo pero no entiende. La luna tiene tanto brillo que tras mirarla unos instantes, si cierra los ojos sigue viéndola adherida en sus párpados. Yo quiero ser astronauta, ¿Sabes? yo quiero ir a la luna ¿Tú qué quieres hacer perrito? ¿Quieres estar conmigo o quieres irte? Puedes hacer lo que quieras, mi padre dice que todo el mundo es libre de vivir como quiera. Y se da cuenta de que ha dicho “mi padre dice”, y se hace consciente de que hace ya demasiado tiempo que no le ve, pero rápidamente hace otra pregunta para no pensar. ¿Qué vas a hacer? El perro, que estaba sentado a unos metros del niño, observándolo, se levanta y va hacia él y, como si estuviera eligiendo, se sienta a su lado. Buena elección, los dos juntos nos protegeremos. Y el niño se da cuenta de que si tiene un perro tiene que ponerle un nombre, pero no se le ocurre ninguno durante un rato. Finalmente, surca su mente una lucecilla y le dice al perrito: te llamarás Migo; y susurrándole en la oreja, le confiesa: Es una forma secreta de llamarte amigo.

V. La tiza.

El niño, a ratos, sale de la casa y trata de buscar algún entretenimiento o alguna explicación. En el suelo, azarosamente, encuentra unas tizas con las que dibujará en las paredes, ahora descuidadas, durante largo tiempo. Primero pinta una línea, y mira hacia atrás. No hay nadie para reñirle. Entonces se queda pensando qué pintar y pronto resuelve escribir su nombre. No le gusta cómo ha quedado y lo tacha y vuelve a escribirlo al lado. Ahora sí, piensa. Luego se entretiene pintando, yo qué sé qué cosas. Pinta un árbol, y al lado nubes. Pinta una cara y, aunque duda, le pone sonrisa. Apoya su mano en la pared y dibuja su silueta. Lo intenta luego con la otra mano y le sale mucho peor. Escucha a Migo ladrar, y entonces intenta pintar al perro. Pero estos ladridos eran un preludio de los fuertes estruendos que de repente se desploman desde el cielo, y los dos salen corriendo a refugiarse. En su huída la tiza cae al suelo, quebrándose, como los sueños de tantos hombres.

Queda sola la pared pintada y empieza a llover despacio. El agua va emborronando los trazos, haciendo desaparecer los dibujos del niño en un lamento acuoso. Algunas gotas caen sobre las letras, y desdibujan la palabra. Desaparecen poco a poco los rastros de la tiza, desaparecen las manitas, desaparece también la sonrisa forzada, desaparece su

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nombre y, finalmente, la lluvia se lleva consigo el juego, y borra también esa palabra que inconscientemente ha escrito, la palabra “mamá”.

VI. Juego de disfraces.

Los días pasan con lenta cadencia. El niño echa de menos tantas cosas: el colegio, el juego despreocupado, los amigos... Un día, al abrir un armario que permanece intacto con sus ropas en equilibrio, decide jugar a disfrazarse. Se pone una chaqueta que le queda enorme, se mira en el espejo de la puerta y pone cara de mayor y, mirando a Migo, le dice con voz ronca: “Hoy tengo una cita”. Entonces se le ocurre una idea divertidísima: ¡disfrazar a Migo! Como puede le va poniendo cosas y se muere de risa de ver al perrito con una falda y le pone un pañuelito en el cuello con el que está muy gracioso. Migo, que se siente raro, intenta quitarse los ropajes con movimientos torpes, y pareciera que está bailando, y más se ríe el niño. Cuando se acaban las risas, se sienta en el suelo y le invade el cansancio. Migo se tumba a su lado y el niño lo abraza. Qué bien huele la falda, piensa; y sin darse cuenta se queda dormido, sin temores, como si estuviera arropado en el regazo de su madre.

VII. La alfombra voladora.

Cuando se despierta, se siente desorientado. Decide salir de nuevo del edificio, y lo hace, como siempre, sigiloso y prudente, ágil como una lagartija. El barrio le sigue devolviendo una visión desértica cuya prolongación en el tiempo ya le inquieta. Migo, siempre a su lado, espera que le haga señales para poder avanzar tras él sin peligro. A pocos metros ve un tablón caído en el suelo. Quizás lo que queda de una puerta. Y su imaginación de niño vuela. Su pensamiento infantil, a pesar de su destino, sigue libre, y tiene una idea atrevida, una travesura que su madre nunca le dejaría hacer. Aunque sabe que no está bien, mira a su alrededor, sonríe y piensa que ahora qué importa. Consiste en coger el tablón abandonado y utilizarlo para deslizarse escaleras abajo, como un trineo que nunca usó, como una alfombra semi mágica.

El niño coge el tablón, que no es muy pesado, pero que por sus dimensiones es difícil de trasladar, y lo lleva hasta lo alto del primer tramo de las escaleras del edificio. Migo percibe en el niño un sentimiento

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divertido que le inunda a él también, y se pone un poco nervioso y con el rabo golpea en la madera y parece como si alguien llamase a esa puerta, que ya no lleva a ninguna parte.

Por fin coloca el niño el tablón en el descansillo de la escalera, se sienta encima y se agarra para coger impulso: una mano en la pared y la otra en la barandilla. Y de pronto: un estrépito enorme, ruidos y golpes, y el niño se ha deslizado escaleras abajo, casi volando, sin haberse hecho daño. Migo no para de ladrar desconcertado. El niño le calma: ¿ves que no pasa nada?, ¡es muy divertido! La prueba ha sido un éxito, y le queda toda la tarde por delante para jugar, o peor, todo el tiempo del mundo.

VIII. El colegio.

Esa mañana el niño despierta muy temprano. Parece como si su cuerpo aún no se hubiera habituado a este estado incierto, como si todavía mantuviese la costumbre de ir al colegio. Al principio lo duda, ¿será una locura? Pero el niño resuelve hacerlo, probar a ver si aún hay otros niños en el barrio, si en el colegio se están dando clases. Se arriesga, va corriendo con sus piernecitas menudas, haciendo el mismo camino que cada mañana recorría acompañado de otros tantos niños que se incorporaban a ese trazado imaginario que los conducía hasta la escuela. Migo disfruta del airecillo de la mañana que le da en la cara con ese paso ligero. Al llegar frente al edificio, se paraliza. Una pared de la fachada está semidestruida...Quizás no ha sido buena idea, piensa. Pero ya está allí, y se adentra en la escuela precisamente por el hueco abierto en el muro.

Va con cuidado, mirando hacia el techo inestable, procurando no tropezar con los escombros y el mobiliario todo desordenado y sucio. Instintivamente se dirige hacia la que era su clase en el primer piso. Qué profundo silencio. Se acuerda de sus compañeros, ¿dónde estarán?, ¿qué será de ellos? Allí no hay ni rastro de los niños. Siente una ligera decepción, más bien una fastidiosa confirmación de sus sospechas: no, no hay niños, tampoco hay clases. La puerta de su aula está cerrada. Cuando la abre, descubre que todo está intacto, si acaso polvoriento. Cuelgan de las paredes los dibujos infantiles y reconoce el suyo. En un pupitre yace el cuaderno de uno de sus compañeros, con letra aún dificultosa, con redacciones y unas últimas cuentas que quedaron por hacer. Se gira

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hacia la pizarra, que todavía conserva escrito con la letra historiada del profesor: “Lección 7ª: El cuerpo humano”, y el dibujo de un niño y una niña desnudos. Se los queda mirando, y repara en una diferencia que le hace gracia. Se reafirma, yo soy un niño, y al ver que Migo le observa curioso, le dice: “tú también eres un niño”.

Por el suelo hay unos panfletos con unos símbolos que no entiende y material escolar esparcido. Recoge algunos lápices y coge el cuaderno del compañero, con las cuentas por hacer. Sentado en el sillón del profesor, con sus piernecillas colgando, se ve al niño en la guerra entretenido en hacer las sumas y restas, como si fuera ayer.

IX. La peonza.

Saliendo ya del colegio, el niño golpea algo con su pie sin darse cuenta. Un caminito hilado se despliega ante sus ojos, conduciéndole hasta el objeto que se encuentra semioculto, como vestido de invierno. Es una peonza. Una peonza que permanece en parte cubierta por su cuerda, la que un día un niño habría enrollado cuidadosamente, sin saber que nunca más volvería a bailarla.

Recuerda entonces la peonza que le regaló su abuelo, de madera lisita y que él decoró con pinturas. Le desenrolla la cuerda, poco a poco, por ver si ésta también está pintada. Una impresión extraña, profunda, recorre su cuerpo al descubrir un nombre tallado en la peonza. ¿Quién sería?

Aunque nunca tuvo destreza para hacerla girar, vuelve a ponerle la cuerda, convencido de que esta vez sabrá bailarla. Hace unos estiramientos con el brazo y, cogiendo impulso, lanza la peonza que empieza a girar por el suelo, pero no sobre su punta, sino destartalada, dando golpeteos torpemente. A Migo se le abren los ojos al ver ese objeto moviente y, en un impulso incontrolable, se abalanza con su bocaza abierta, atrapando la peonza y mordiéndola entre sus fauces.

-¡No, Migo!, se apresura el niño.El perro la suelta y se aparta, orejas gachas y rabo entre las

piernas. La peonza se ha partido, se ha desprendido la aguja, de seguro ya inservible. No te preocupes Migo, yo no sé bailarla y tampoco hay nadie que me pueda enseñar.

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Y el niño se desanima, y va con los brazos caídos, como marioneta sin tensión. Ni siquiera vuelve a la casa corriendo, porque en parte piensa que ya todo da igual.

X. La bicicleta.

A media tarde los dos amigos vagan por la calle. De pronto, Migo se adelanta y se mete por un callejoncito que lleva a una pequeña plaza cercada por varias casas. El niño va detrás un poco inquieto por esa actitud descuidada de Migo. Sin embargo, no da crédito cuando al llegar a la placita encuentra al perrillo junto a una bicicleta. Es una bicicleta preciosa, pintada de plata, reluciente, probablemente apenas estrenada por su dueño, del que ya nadie sabe nada. El niño mira la bicicleta fascinado, le parece la mejor del mundo. ¡Migo, mira qué chulada! Se monta en ella y al niño se le ilumina la cara. El aire refresca su rostro sucio. Quizás sea peligroso montar en bici por las calles, pero Migo parece como loco, deseando volver a correr.

Va despacio al principio, tomando confianza, rodando por la placita. Y Migo, con más entusiasmo que nunca, corretea a su alrededor, haciendo y deshaciendo un camino que parece querer mostrarle. El niño no sabe si será arriesgado circular por las calles pero, inexplicablemente, más valor adquiere y, abandonado a la ilusión, se echa a correr y correr con la bicicleta siguiendo a Migo, quien parece tener claro el camino. Zigzaguea, va por avenidas y callejones solitarios a una velocidad tremenda. Migo siempre delante atento a que no se agrande la distancia. El niño va tan entusiasmado en este dejarse volar que no advierte los cristales rotos, las casas caídas, los negocios abandonados…, ni los ojos ocultos que le observan, atónitos ante la escena.

-¿Qué es eso? Se pregunta el hombre de los ojos ocultos. ¿Un niño? ¿Un niño en bicicleta?

-¿Qué dices?-Mira eso, por la calle va un niño, solo, en bicicleta. Bueno, solo

no, con un perro.-¿Cómo va a ser eso?-Sí, mira, corre.-Es verdad… ¿Se va riendo?- Eso parece.

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-¿Está jugando?-¿Cómo va a estar jugando?-¡Yo qué sé! Parece divertirse.-¿De dónde saldrá?-Escaparía al desalojo, como nosotros.-No es prudente que ande así por las calles. Es evidente que si sus

padres estuvieran con él no le dejarían hacerlo. -Pobre chico, ¿crees que está solo?-No lo sé… Y el niño tuerce una esquina y desaparece del campo de visión de

los observadores.-Se ha ido…-Bueno, pues ya está, no es nuestro problema.-No…salvo que volvamos a verle.

XI. El atardecer.

El niño circula en bicicleta sin llevar ninguna dirección, desconectado del tiempo, sólo sigue a Migo, y se siente tan feliz, que se ríe y grita, dejando un rumor alegre, olvidado ya en la ciudad desolada. Va dejando atrás los edificios, se diluye la ciudad y llega a un punto alto desde el que se ve el río, el horizonte rosa intenso, sombras verdes y azules, naturaleza. Frena en seco conmovido por la imagen. No puede ni creerse tanta belleza. Presencia el ocaso, que se le regala en una plenitud asombrosa. En sus pupilas húmedas se refleja la luz del horizonte. Migo le observa respirando con la boca abierta, y parece que sonríe. El niño está como extasiado, sorprendido por esa paz sutil del poniente dejándose ir.

Le parece estar presenciando algo mágico, y le cuesta darse la vuelta, encarar otra vez la oscuridad, las calles desiertas, y piensa que hay algo extraño en todo lo que ocurre desde hace un tiempo.

Se ha hecho tarde, expuesto en tanta soledad, el campo le parece demasiado grande, demasiado hermoso...como para ser para él. No sabe, no se atreve a adentrarse. Migo quiere quedarse, unirse a este paisaje. Pero el niño tiene miedo a esa inmensidad, y no se siente capaz. Prefiere volver a la ciudad, donde encuentra esa inestable comodidad a la que se ha acostumbrado. No obstante vuelve a mirar al campo y dice: Gracias, Migo, por este regalo.

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Y por las calles, ya oscuras, transita una estela de plata difuminada en las sombras.

XII. La sonrisa.

El niño tira piedras a un bidón lleno de agua de lluvia. Le parece divertido cómo salpica cuando se adentra la piedra en el líquido, y no repara en el ruido que su juego provoca. Los días han acumulado cansancio en su cuerpo. Ha comido poco y sus juegos no le ofrecen toda la serenidad que quisiera. En cierto modo, deja el tiempo pasar.

De repente, Migo ladra y eso le pone en alerta. Salen corriendo a esconderse tras los restos medio calcinados de un coche. El niño no se atreve a mirar. Está encorvado junto a Migo. Éste, en silencio, expectante, permanece quieto. Una voz de hombre se alza a unos metros.

-¡Chico! ¿Estás ahí?Migo alza sus orejas y mira al niño, pero el niño no responde, él

tampoco.-¿Hola? ¿Estás ahí chico?El niño se mueve sigilosamente lo justo para asomar sus ojillos y

ver con cuidado al hombre que le llama. Tiene curiosidad, hace días que no escucha otra voz.

-Oye, no quiero hacerte daño, quiero ayudarte, insiste el visitante.El hombre percibe que algo se mueve tras el coche aunque solo

alcanza a ver un flequillo apelmazado y dos ojillos negros que le observan y, junto a éstos, otros dos ojos amarillos que se unen, los de Migo, quien también se asoma tímidamente. Durante unos segundos, se encuentran las miradas del hombre y el niño. El chico, callado, con la mirada fija, no se atreve a entregarse.

De repente, rompiendo la desconfianza, aparece una sonrisa. La que el hombre le ofrece al niño. La que desvanece el miedo, la que acerca a los hombres, la que no entiende de idiomas, el gesto humano universal.

El niño entonces se relaja, se dispone a salir, pero antes quiere saber qué opina Migo. Éste le indica con el hocico que avance.

-¿Y tú?Migo mira hacia atrás, en la dirección que tomaron cuando

fueron al campo. El niño comprende que sus caminos se separan. Que

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correrán suertes distintas. Se apena, porque Migo ha sido su compañero todo este tiempo. Pero quizás haya otra persona que ahora lo necesite más que él. O quizás se merezca la libertad del campo, esa a la que él aún no sabe enfrentarse. Le da un último abrazo. Y Migo, sereno y con paso ligero, emprende su partida. Justo antes de desaparecer, vuelve su rostro hacia el niño y lanza un aullido.

Y en cuanto se marcha, una mano se tiende y otra pequeña se agarra. Como si no fuera casual, el cielo se abre inesperadamente obligando al niño a alzar sus ojos. La luz se intensifica y, al desviar la mirada, repara en una ventanita, en la que hay una mujer levemente asomada que les hace un gesto de saludo con la mano. El hombre lo coge en brazos, y el niño se deja caer sobre el hombro de aquel desconocido, confiando en la Bondad. Ve como las calles van quedando atrás, el abandono y el deterioro se alejan. Siente el calor del hombre, quien lo protege abrazándolo contra su cuerpo y se le cierran los ojos irremediablemente. Desfallecido, se adormece, mecido en el calor del abrazo, con la dulce sensación de que regresa al hogar.

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“SANGRE DE GALLO”JAVIER AZNAR FERNÁNDEZ

1ª MENCIÓN HONORÍFICA

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1

El sol apretaba. Le pegaba bien fuerte sobre la oreja derecha. Seguro que cuando volviera a casa le entraría la morriña y el sueño de siempre. Cada vez que volvía del trabajo en el campo se sentía así. Derrotado por la tierra. Cansado. Buscaría refugio y reposo en una buena cerveza bien fría. Eso sí. Eso lo curaba todo.

En un par de largos tragos se terminó su merecido premio y pronto se encontró mucho más relajado. Ya no le apenaba ni le pesaba la casa. Esa casa cochambrosa y pobretona. Estaba a medio terminar, llevaba así más de 5 años. Nunca encontraba el tiempo que necesitaba para terminar de pintar las paredes del corral, o terminar el almacén como él quería. Pero eso podía esperar. Ahora mismo sólo estaba, la botella vacía, aun fría, en una mano, el cigarrillo en la otra, y la televisión frente a él.

Se despertó sobresaltado al escuchar cómo la María le colocaba los platos y cubiertos frente a él. Ya iba siendo hora. Se levantó al tercer intento del sofá. La dichosa espalda cada vez le pinchaba más. Tendría que haberle cogido al José el sillón ese verde, seguro que ahora se lo habrían llevado los gitanos de la calle.

El sillón no estaba viejo ni nada. Apenas estaba usado, pero la mujer del José es así. En cuanto se cansa de algo de la casa lo tiene que quitar de en medio. No hay palabra que la pueda cambiar de opinión. Se pasaba todo el día gastando el dinero del pobre hombre en cosas inútiles que no necesitaban. Se sabía que en esa casa el José no se había hecho valer como hombre. Así era desde el primer día de novios, y claro está, la otra no desperdició la oportunidad. Daba pena, siempre se lo veía arrastrándose de tras de ella las pocas veces que se los veía juntos. Debería ser de la otra forma. Esa mujer debería estar besando el suelo que pisaba su marido. La había sacado de la tienducha de su padre y le había dado una casa. Le daba todos los caprichos que pedía, se la llevaba de vacaciones, incluso hubo un tiempo que le buscó una muchacha para que le hiciera la casa. Y mientras ella allí, sin hacer nada. Dando vueltas con las amigas y gastándose el dinero que tanto le costaba ganar al otro. Era vergonzoso, por eso no se juntaba con el José. No quería que la gente los viera como amigos. Sólo coincidían en el bar de vez en cuando,

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y aquella misma mañana le ofreció el sillón verde. Decía que quería un buen sillón para ver el fútbol, uno en condiciones, que ese ya estaba muy viejo. Le intentó convencer de que la idea había sido suya y no de su mujer. Vaya desgraciado.

Le llegaba de la cocina el aroma del guiso caliente. Si había algo que lo pudiese haber enamorado alguna vez de la María era su forma de cocinar. Siempre preparaba algo rico y que quitaba el hambre con lo poco que tenían en la cocina. Sabía sacarle partido a las cuatro patatas que conseguían sacar de la tierra, demasiado feas para los supermercados, y el par de pollos que mataban a fin de mes.

Nada más terminar de comer se encendió un cigarro y salió a la puerta a fumárselo. Le gustaba ver su campo mientras fumaba. Al fastidiarse el pie en la fábrica, le daban un dinero todos los meses, pero apenas tenía para los gastos y tenía que volcarse en el campo. Él solo no daba para ocuparse de todo y casi la mitad del terreno la tenía desaprovechada. Encontraba cierta paz tan sólo observando. Dio una larga calada. Podía ver cómo en la parcela de al lado ya habían empezado a plantar los pimientos, demasiado pronto, seguro que les salían muy chicos y no les pagarían nada.

Se acercó al gallinero y vio los enclenques pollos que corrieron a la valla nada más verle. Estúpidos bichos. Sólo sabían cagar. Tan sólo dos o tres de las gallinas valían la pena para poner, el resto acabarían como caldo en algún puchero. Le pegó una patada a la valla y soltó una carcajada al ver cómo huían espantadas. Estúpidos bichos.

Fue hasta donde guardaban a los perros. Allí también apestaba. Se habían meado y cagado por todos lados. Se acercaron corriendo a la valla, con las orejas gachas y el rabo bajo. Se les veían que llevaban tiempo sin comer. Se lo merecían. La última vez que se los llevó consigo al monte los muy inútiles sólo cogieron un par de perdices y una liebre bien canija. Toda la mañana para eso. La culpa era de ellos, hacían demasiado ruido y algunos se estaban volviendo lentos. Tendría que llevarse a alguno al viejo molino. Así aprenderían los otros. Les tiró la colilla aún encendida

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y todos se alejaron corriendo de ella. Se podía ver en sus lomos cómo habían aprendido a alejarse de aquello. Uno de ellos especialmente se acurrucó en una esquina, temblando. Ese. Ese sería. Lo señaló con el dedo. Estúpido chucho inútil. Recordaba cómo la última vez había dejado escapar una liebre gorda. La tenía ya justo, pero el muy idiota se paró al estar tan lejos y se dio la vuelta. Aquel día sí que aprendió a no dejar escapar más liebres. El muy imbécil. Después de todo lo que había hecho. Les había dado un techo bajo el que se quedaran. Tenían comida y agua. Tenían de todo. Y el muy imbécil deja escapar a la liebre esa, delante suya. El muy desagradecido. Sólo tenía que hacer una sola cosa en toda su vida de vago y no era capaz. Comer, dormir y cagar. Eso era lo único que hacía. Estúpido bicho.

Volvió adentro. Se puso un orujo de hierbas, bien frío, para bajar la comida, y se sentó en el sofá. Estúpida espalda. Estúpido sofá. Estúpido José. Encontró algo que ver en la televisión, tampoco importaba demasiado qué fuera, al poco caería dormido. Y así fue.

2

Por fin eran las cinco. Fuera. Se acabó. Menos mal. Recogió las pocas cosas que tenía sobre el escritorio y salió de la oficina. De camino a la puerta intercambió alguna que otra sonrisa forzada con los compañeros que se quedaban a hacer horas extras. No les serviría de nada, al final ni las pagaban.

Llegó a casa cansado, odiaba esa ciudad. Ruidos, prisas, estrés. Todos los días lo mismo. Fue al baño y se lavó la cara. Agua bien fría para aclarar las ideas. Fijó la mirada en sí mismo, goteando, mientras se decía lo mismo que hacía dos semanas: las cosas tenían que cambiar. Mañana mismo empezaba a buscar otro trabajo. Algo que realmente le realizase como persona. El programar aplicaciones para grandes empresas no le satisfacía de ninguna manera. Alguna vez disfrutó haciendo eso, sin embargo, le suponía un desafío recordar cuánto había pasado desde aquello. Suspiró y se secó la cara. Al final nunca hacía nada, nada cambiaba. Sus aspiraciones y ambiciones quedaron en la toalla húmeda colgando inerte y muerta.

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Se sentó a la mesa y encendió el ordenador. Revisó el correo electrónico y se paseó por las diferentes redes sociales que tenía activas. Le gustaba que la gente le admirase. Sentaba bien que desconocidos de algún rincón del mundo valorasen su esfuerzo y tiempo en pequeñas publicaciones. Especialmente, le hacía sentir importante cuando admiraban sus fotografías. Era realmente en ellas en las que se esforzaba e intentaba plasmar un poco de sí mismo. Sus sentimientos en ese momento. Sus sueños y su pasado. La fotografía era su verdadera pasión. No sabía cuándo empezó aquello, pero de vez en cuando hacía fotos a cosas sin importancia aparente. Algunas le transmitían algo, sin saber explicarlo. Intentaba encontrar en la vida que le rodeaba su estado de ánimo. Y no le importaba gastar todo el tiempo del mundo en que aquello saliera bien. Su esfuerzo merecía la pena. Y aunque después, la mayoría de ellas acabaran en alguna página web, no le importaba que no recibiera opiniones positivas de ellas. Realmente eran suyas.

Últimamente había cambiado de opinión. Pensaba en que cada vez publicaba menos fotografías. Que el mundo no se las merecía, que eran algo suyo y de nadie más. Le servían a él para expresarse y no veía cómo le iba a afectar aquello a algún extranjero mirando el móvil mientras espera a que llegue el metro para ir a trabajar. Sin embargo, se encontró, al renunciar a su completa difusión, que cada vez hacía más y más fotos. Y cada vez eran mejores. Algunas incluso las revelaba y las enmarcaba. Se podían ver por todo el apartamento, situadas en lugares estratégicos, para tenerlas siempre presentes incluso cuando no las mirase.

A pesar de que no era demasiado grande, aquel lugar le era suficiente para vivir. Su pequeño santuario. Había pasado mucho tiempo revisando y comparando hasta finalmente tener el resultado adecuado. Todo limpio, ordenado, blanco y negro. El único color que contrastaba y que captaba la atención de aquel que entrase allí provenía de sus fotografías. Eran necesarias. Las vías de escape del ahogo de aquel estéril apartamento. Sin ellas, tan sólo quedaba el apagado escenario de un gran teatro, recordando lo que ya no es.

Empezó a pensar en el trabajo, en todas las cosas que le quedaban por hacer, en las que podía haber hecho mejor, en las que tendría que

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hacer al día siguiente. Dejó a un lado las redes sociales y comenzó a escribir código. Intentaría adelantar algo para que el día siguiente fuera más llevadero. Sabía que se engañaba a sí mismo. No importaba lo mucho que adelantase, al día siguiente siempre había mucho por hacer, demasiado para poder completarlo en las horas que tenía, y aun sabiéndolo, no podía evitar sentirse culpable e inútil, que no era el adecuado para aquellas tareas. Perdía la concentración. Realmente aquello no le importaba. La daba absolutamente lo mismo que sus aplicaciones funcionasen o no. Últimamente apenas sentía nada, estaba aburrido de todo. Veía cómo todo lo que hacía en su día a día carecía de la mínima importancia. Sabía que tenía que dejar aquello. Encontrar algo que hacer, algo grande en su vida, que en un futuro lo mirase atrás y se sintiera orgulloso de sí mismo. Suspiró. Ahora ya seguro que no era capaz de hacer nada. Apagó el ordenador y cogió las llaves del coche.

Tenía que alejarse de allí. Solía huir de la ciudad y sus problemas. Intentaba buscar algún rincón desconocido y perdido, allí donde no pudiera ver a nadie, que nada le molestase. Llevaba consigo su cámara. Siempre que se sentía así y huía conseguía encontrar una buena fotografía melancólica. No cejaba hasta que la consiguiese. A menudo aparecía en el momento de máxima desesperación, cuando apenas le quedaba luz y debía regresar. Aquel día no tardaría demasiado. Había salido tarde de casa y el sol naranja apenas se levantaba por encima del horizonte.

Estuvo un buen rato en la carretera. Se dejó llevar por sus instintos y tomaba las salidas de corazón, ignorando completamente a dónde le llevaban. Giraba una vez a la derecha y dos a la izquierda. No importaba, para regresar tan sólo tendría que mirar al GPS de su móvil y pedirle que le indicara el camino de vuelta a casa. Sólo comenzaba a prestar atención al paisaje y al entorno una vez se encontraba ya en una carretera secundaria. Cada vez había menos casas y más fincas. Estaba todo seco y aparentemente muerto. Aquello le valía.

Encontró un pequeño camino de tierra que se perdía entre un campo de olivos. Se adentró despacio durante unos pocos metros. Su pequeño coche estaba hecho para la ciudad y aquellos enormes baches en el camino le podían costar muy caros. Se bajó y siguió el camino.

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El sol, frente a él, sólo mostraba una pequeña línea roja sobre los campos a lo lejos. En un instante desapareció por completo, dejando su rastro sobre unas pocas nubes, que se tornaban moradas y rosas, dignas de grandes pinturas clásicas y no de aquella triste sequedad que lo impregnaba todo. Se quedaba sin tiempo. Fotografiaba todo lo que menos y más le gustase. Se alejó del camino a través de los árboles. Dejó atrás los cultivos, ahora pisaba tierra salvaje. Crecían hierbas y matojos, nada bueno. Los insectos se escurrían y huían ante su presencia. Se distinguía claramente que por allí no pisaban personas. Le costaba abrirse camino y andar. Llegó a un pequeño claro a costa de varios arañazos por tantos matorrales.

Semioculta por las plantas trepadoras se levantaban una mohosa construcción. Quedaban en pie los cuatro ruinosos muros que la formaban, abierta al cielo por la parte superior, esqueleto de lo que en otro día fue. Como entrada, se recortaba un hueco no muy alto en uno de ellos.

Se asomó pero quedaba todo demasiado oscuro. Utilizando el móvil como linterna pudo ver el interior. No había mucho. Polvo y tierra lo llenaban todo. Una pesada y fría roca redonda plasmaba su sombra deforme en la agrietada pared. Sobre ella, marcas negras y un gran montón de ceniza. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Lo salvaje había entrado allí y no saldría nunca. Los rastros del fuego eran la única señal de civilización que había allí dentro. El sitio era perfecto para una escapada de jóvenes en la que trasnochar y contar oscuras historias frente a una hoguera. Un par de vigas de madera muy viejas pero fuertes resistían en lo alto, destacando sobre el cada vez más oscuro cielo. Se estaba haciendo muy tarde. Echó un par de fotos a ciegas al interior y salió de allí.

Mientras regresaba pensaba en volver otro día con más luz. Algo de ese lugar había captado su atención. Le resultaba muy difícil entenderlo, el lugar estaba vacío y viejo. Cada vez oscurecía más rápido. Le costaba distinguir las formas de los matorrales lejanos y algo oscuro le pesaba en el corazón. Temía perderse y quedarse allí solo. Ahora aquellos muros le parecían muy siniestros y sentía la necesidad de alejarse de ellos. Aceleró el paso. Ruidos y pisadas a su alrededor. Sabía que eran

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los mismos insectos que antes huían, pero ahora los imaginaba enormes y agresivos, gobernados por alguna maligna criatura que lo observaba entre las sombras.

Cuando alcanzó el camino, prácticamente echó a correr. Ya veía muchas estrellas que se asomaban a contemplar su desesperación, alimentándose de su miedo, brillaban con más fuerza. Llegó al coche con la garganta seca, falto de aliento. Se alejó del siniestro lugar rápidamente, ahora los baches no tenían importancia.

Recibió con alegría y sensación de salvación las luces de la ciudad al cabo de un rato de acelerada conducción. A pesar de estar alejado de todo peligro, al llegar a casa seguía sintiendo una angustia en el pecho que le obligaba a respirar pesadamente.

3

Le despertó el gallo. Estúpido bicho. Aún estaba oscuro fuera. No sabía qué hora era. No sabía qué día era, tampoco importaba. Llevaba tanto tiempo atendiendo el campo que los días de la semana eran todos iguales. Intentó volver a dormir, nadie le esperaba en ningún sitio. Volvió a cantar el gallo. Joder. Siempre igual.

Se levantó furioso con un respingo de la cama. Aquel pollo se iba a enterar, ya debería haber aprendido. El pinchazo en la espalda lo tiró de rodillas al suelo. Joder. Se sentó en el borde de la cama maldiciendo. La María se desveló y le preguntó, pero una voz fue suficiente para mandarla a dormir. Mejor, ya apenas le dolía. Cada vez estaba más viejo, maldita sea.

Salió con los pantalones del pijama al fresco de la mañana. Aunque la mañana estaba muy agradable, no era como para calmarle. Dio la vuelta a la casa y llegó hasta el corral justo cuando volvía a cantar el gallo. Hijo de puta. Entró corriendo y lo cogió por el pescuezo. ¿Cuántas veces tendría que repetírselo? Le pegó cuatro gritos mientras le arrancaba plumas a puñados. El muy cabrón se revolvía, lanzando los espolones a la panza descubierta. Alguno acertó, haciendo aparecer finas líneas

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rojas goteando sangre. Encima eso. Lo sacó de allí mientras aleteaba picoteando el aire, buscado aquellos duros dedos que le cortaban la respiración. Cuando entró en el almacén estaba ya medio muerto y las patas se movían sólo por espasmos. Se iba a enterar. Alcanzó unas tijeras que usaba para cortar las tomateras con una mano mientras con la otra sujetaba las dos patas del gallo que colgaba con la mirada perdida. En un par de movimientos secos le cortó los espolones, pero el gallo aleteó un poco y volvió a caer inerte. No, tenía que aprender. Levantó la pata izquierda y en dos cortes el pollo volvió a la vida. Los dos dedos afilados cayeron al suelo sucio y de las heridas de la pata salió una espesa sangre negra que manchó esa barriga peluda. El gallo aleteó histérico. Lanzó picotazos por doquier. La otra pata abrió nuevas heridas por las que se colaba la sangre del animal, mezclando hombre y bestia. No le importaba el dolor, merecía la pena, en ese momento de éxtasis de superioridad animal nada le afectaba.

Lanzó al pollo al corral. El triste bicho desplumado corrió cojeando. Dejaba un reguerillo de sangre sobre el suelo asqueroso y daba vueltas sin parar mientras las gallinas lo miraban de lejos. Solo. Cojo. Ya no era nadie.

Se echó agua fría del caño sobre las heridas y se limpió la sangre de gallo. Parte de ella se había colado a través de los cortes y circulaba por su cuerpo. Era temprano, ya no podría dormir. Ahora ya no. Sentía el corazón latiéndole fuerte, pero estaba tranquilo. Tenía ganas de hacer algo grande. Le escocieron las heridas. Ya sabía.

Se vistió rápidamente y volvió al almacén, todo lleno de plumas y los dedos en el suelo. Crujieron cuando los pisó con la bota llena de barro. Entre tanta porquería y trastos le costaba encontrar sus cosas. Agarró lo que necesitaba, comprobó que la garrafa estaba medio llena y lo echó todo en el todoterreno. Enganchó el remolque y fue a donde los perros.

Tuvo que dar un par de voces para que se asomaran todos. Dudaban. Se acercaban y retrocedían, siempre medio agachados y mirando al suelo. Echó un lazo al cuello del cabrón que lo dejó vendido el otro día y de un tirón lo sacó de allí. Se meó por todo el camino al remolque y le

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tuvo que pegar una buena patada. Maldito chucho, vaya cagado. Por eso no valía, estaba todo el día acojonado y cuando se lo llevaba al monte no dejaba de mirarle en vez de buscar. Le pegó un buen tirón a la cuerda que le mordió la garganta. El animal subió de un salto al remolque y se acurrucó bien al fondo. Tenía que escoger a otro, siempre lo hacía. Era su forma de enseñar a los nuevos. No le podían fallar. Había consecuencias. Se encendió un cigarro mientras miraba a los perros y elegía. Al final agarró con otro lazo a uno de los cachorros y cuando lo sacaba le lanzó un bocado a la pierna. El muy cabrón. Le pegó un pisotón con la otra bota en un ojo. El animal soltó un aullido de dolor y soltó la pierna. Se agachó e intentó salir corriendo mientras le lloraba el ojo medio cerrado. Los perros ladraron. De un tirón de la cuerda cayó al suelo quieto. Los nuevos tenían que aprender, ese serviría. Lanzó el cigarro dentro de la perrera y los otros se escondieron. Le pegó una patada en el estómago y lo arrastró al remolque.

Estuvo conduciendo un rato. Hacía tiempo que no iba por allí, pero recordaba el camino. Aún era temprano. Ya había luz en el cielo pero el sol todavía no se veía. Pensó en llevarle el perro al Miguelín. Podría usarlo para entrenar a los suyos y que se hicieran más fuertes. Así se podría sacar un dinerillo. Pero este perro era muy canijo y enclenque. Con lo acojonado que era seguro que no duraría nada y no le darían ni cuatro duros por él. Además era demasiado temprano. Si se acercaba con esa birria de perro y despertaba al Miguelín estaba claro que se iba a quedar sin ir al fútbol con él. No, llevaba mucho esperando eso. Éste al molino.

Metió el coche por el camino de tierra mientras el sol se le reflejaba en los espejos retrovisores. Joder, iba a hacer calor. Llegó hasta el olivo partido en dos y giró. Esquivaba los árboles con cuidado mientras el remolque iba dando saltos. Dejó atrás los olivos y pasó por encima de matorrales y plantas, no eran rival para su poderío. Paró entre unos grandes arbustos y salió. Abrió el remolque y de un tirón saltaron los perros. Se los ató al cinturón. Cogió la garrafa con una mano, se echó la pala al hombro y se acercó al claro. Se encendió un cigarro. Joder, cómo le escocían las heridas. Frente él, entre plantas, estaba el viejo molino ruinoso.

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No podía seguir durmiendo. Era demasiado temprano y hoy no tenía que trabajar. Se levantó y se asomó a la ventana. Aún estaban encendidas las farolas. Se tomó un par de cafés mientras ojeaba el móvil, al momento se encontró lleno de vida. Empezó a amanecer. Hoy sería un gran día.

Sentía que haría algo grande, hoy sí. Hoy no era uno de esos días iguales. Hoy sería alguien, una nueva persona. Miró por el apartamento y sólo veía sus fotos. Estaba orgulloso de ellas. Fotos. Hoy haría muchas y muy buenas. Tenía que buscar algo especial. No le bastaba la ciudad, hoy exploraría algún rincón oscuro del mundo. Fue al estudio y preparó la bolsa de la cámara, eligiendo los objetivos adecuados y colocándolos suavemente. Vio sobre la mesa algunas de las fotos del mes pasado que había revelado. Las miró una a una y quedó hipnotizado. Aquel lugar. Sintió un escalofrío por el cuerpo. Hoy se sentía con fuerzas para aquel lugar.

Revisó en el GPS los viajes realizados el mes pasado y pronto estaba en camino. No tardó tanto en llegar como la última vez. Dejó el coche en el mismo lugar y comenzó a caminar con paso decidido, con la bolsa de la cámara a la espalda. Aquellos campos tenían un aspecto distinto ese día. Esta vez echó más fotos. Habías más pájaros canturreando y los árboles se veían más verdes. El sol comenzaba a golpearle fuerte en la nuca, pero no importaba. Encontró unas huellas de neumáticos en el camino que se perdían entre los olivos en su dirección y las siguió. Efectivamente, encontró un todoterreno entre unos matorrales, cerca del claro que buscaba.

Escuchó ruidos y ladridos provenientes del claro. Se escondió entre unos arbustos y observó. Vio como un gran hombre arrastraba cojeando a un par de perros dentro de aquel sitio. No veía demasiado bien pero podía oír los gritos del hombre, los aullidos de dolor de los animales. Tenía que hacer algo. Se acercó un poco más, aún oculto.

Vio horrorizado cómo el hombre alzaba de un tirón a un perro que quedó colgando de una de las vigas retorciéndose y lanzando las patas al aire. El otro perro ladraba en un rincón. Tenía que hacer algo.

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Epílogo

Apagó el despertador y salió de la cama sin hacer ruido para no despertar a Sara. El día anterior había estado trabajando hasta muy tarde y la pobre tenía que descansar. Fue hasta la cocina y se preparó un buen café. Dejó preparado el desayuno para sus reinas y se dio una buena ducha. Se afeitó y se peinó el pelo entrecano, cada vez más gris.

Puso la radio de camino al cuartel para escuchar las últimas noticias. Llevaba ya muchos años tomando ese mismo camino, no le importaba a pesar del tráfico que siempre tenía que soportar. Al llegar devolvió el saludo a un par de guardias y entró en su despacho. Solía tratar con cariño y respeto a los jóvenes. Sabía que ellos ocuparían algún día su puesto y recordaba con una sonrisa cuando empezó. Incluso a veces se permitía tomarse un café con ellos. Café. Dejó el maletín sobre la mesa y fue a la cafetería. Sólo estaba Fernández ojeando los deportes. Miró el reloj, hoy parecía que se había levantado muy pronto.

Habían compartido cuartel durante años y lo consideraba un amigo. Estuvo bromeando con él y hablaron del partido de la noche anterior. Le estuvo contando los problemas de su hijo en el colegio y los profesores, que pensaba meterlo en un internado porque no había manera de que se centrara en los estudios. Igual que su padre, mientras que él había ascendido pronto, Fernández tenía que demostrar a menudo su valía. Dio el último sorbo al café y fueron a sus mesas.

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Encendió el ordenador y comenzó a leer informes y correos electrónicos. Era lo que menos le gustaba, siempre lo hacía al empezar para que el día le fuera más llevadero. La mañana fue tranquila, tuvo un par de reuniones que no se alargaron demasiado y estuvo informándose sobre un caso de unos vehículos de alta gama robados. Pidió a uno de los nuevos que le ayudase a ponerse al día, así además tenía la oportunidad de conocerlo un poco mejor. El joven estaba muy nervioso y apenas se le oía cuando hablaba. No llevaría ni dos meses en el cuartel y aún se estaba haciendo al cambio. Recordó su primer destino.

Estuvo en un pueblo perdido en las afueras durante casi dos años. Lo tenían atendiendo el teléfono y ayudando con los informes más extensos. Acompañaba a compañeros más experimentados a algunas de sus salidas, pero sobre todo aprendió a aprender. Le enseñaron mucho y rápido. Además su superior era muy exigente y no dejaba pasar ni una, pero como supo un día, era justo y un buen hombre. Hacía tiempo que no pensaba en aquello, sin embargo, le cambió la vida y su forma de ver el mundo.

Fue un lunes a primera hora de la mañana. Estaba revisando los correos electrónicos y contestando a algunos ciudadanos al teléfono. Llegó un paquete. No era grande y no pesaba. Serían más papeles. A menudo llegaban informes y muchos papeles. Era su labor recibirlos, estudiarlos y distribuirlos. Pero aquel paquete era distinto, no era oficial. Estaba escrita la dirección del cuartel y no tenía remitente. Resultaba cuanto menos intrigante. Lo abrió y no entendió nada. Estuvo un rato mirando el contenido. Al momento lo llevó al despacho de su superior. Éste estudió el sobre con atención antes de abrirlo. Le intentó explicar qué era, pero al verle el rostro agitado lo mandó callar y cerrar la puerta del despacho. Sacó el contenido del interior y lo colocó sobre la mesa del despacho. Las fotografías ocuparon casi toda la superficie.

Eran impactantes. Horribles. Fascinantes. Colocadas en orden contaban una historia. Una historia macabra. Una historia en la que un hombre convertido en bestia sacaba sus más oscuros instintos. En la que un animal aprendía los límites de la realidad humana. En la que un espectador humano tomaba el papel de testigo, juez y verdugo y abandonaba su civilización en post de un bien superior.

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Un camino de tierra. Olivos.

Un árbol partido en dos.

Un todoterreno con un remolque entre unos grandes matorrales.

Un claro entre arbustos con una vieja construcción.

Una pequeña criatura colgaba carbonizada inerte sobre una roca redonda en el centro de una habitación oscura. Un perro medio tuerto en un rincón ladraba a un hombre frente a la roca.

El hombre cavaba con una pala entre matorrales.

Aquellos restos negros caían en una tumba.

El hombre caía de rodillas con la tumba a medio tapar. Un grito de dolor se dibujaba en su rostro y una mano buscaba el cuchillo invisible en la espalda.

El hombre inmóvil les miraba directamente a los ojos con cara de pavor. Una sombra se recortaba en el suelo.

Un agujero en el suelo, esta vez de mayor tamaño. El hombre yacía plácido dentro de él. Una gran herida en la frente le llenaba el rostro de una espesa sangre negra.

La estructura frente a lo que todo ocurría. Cuatro muros ruinosos. Un viejo almacén de grano, o algo similar. Dos montículos de tierra removida quedaban a un lado. Plantas salvajes y matorrales lo rodeaban todo. Abrazaban aquel lugar exprimiendo y asfixiando.

No daba lugar a dudas. La historia era aquella. Las fotografías sobre la mesa, como cartas en la última mano de una partida de póker, esperaban impacientes al juego de aquel hombre. Se le veía sopesar las posibilidades de su decisión mientras posaba la mirada de una a otra fotografía. Finalmente se movió. Recogió las fotografías en orden y las

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introdujo en el sobre. Sin decir palabra lo miró a los ojos y arrojó el sobre a la trituradora de documentos tras la mesa.

El joven le tuvo que repetir la pregunta. Miró la hora. Se había hecho tarde, llevaban demasiado tiempo con eso. Agradeció la ayuda y aquel muchacho salió del despacho con una amplia sonrisa en el rostro. Respiró tranquilo.

No había nada que le turbase la conciencia. Su corazón latía rítmicamente, bombeando aquella sangre por todo su cuerpo. Lo único que deseaba era volver a casa y descansar junto a su familia.

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“LA PESADILLA DE UNA NOCHE DE PRIMAVERA”CLAUDIA RAMÍREZ MENA

2ª MENCIÓN HONORÍFICA

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La pesadilla de una noche de primavera

Nuestras bicicletas cubiertas de arena y tierra seca. Mientras, la noche y el silencio nos pisaban los talones. Nos devoraba la prisa por escapar de aquel maravilloso laberinto antes de que la luz del atardecer se apagara por completo. Aún se oían algunos pajarillos remolones, cuyos dulces cantos y silbidos ocultaban el agonizante sonido de las ruedas rasgando el camino, que nos acompañaba desde el comienzo del día. Sentíamos el pasar de las horas como bloques de piedra macizos sobre nuestros cuerpos, pero había que continuar hacia delante con el equipaje más pesado, que era nuestra alma.

El camino aún se intuía entre los árboles de copas inmensas que nos ocultaban el cielo, cuando nuestros pasos nos llevaron hasta una telaraña de caminos, ante los cuales era difícil decantarse por uno. Con el temor ante un error fatídico, nos adentrábamos poco a poco en la espesura, cubierta de una especie de neblina gris. Todos los carteles y señales parecían iguales y ninguno nos aportaba más pistas que los demás. Con el peso de las mochilas avanzábamos más lentamente de lo previsto, competíamos en una interminable carrera contra el anochecer. Los aullidos y ladridos iban sustituyendo los trinos, creando un ambiente más tenebroso. El calor se apaciguaba y se iba asentando una atmósfera fresca, pero empalagosa.

Seres enormes con figuras casi humanas nos observaban y se reían de nosotros desde los lados del aquel camino sin fin, mientras los últimos rayos del cansado sol iban despidiéndose. Los minutos pasaban lentos, más lentos que nuestros pasos, y la obligada meta parecía alejarse cada vez más. Cuando las monstruosas formas que custodiaban el sendero desde la maleza se erguían tan altas que no veíamos ni las estrellas, una linterna se convirtió en el lazarillo que nos guiaría a lo largo de los kilómetros de tierra, hoyos y piedrecillas pequeñas que salían disparadas contra los radios, haciéndose pasar por petardos. Las mochilas, repletas de todo tipo de enseres, jugaban a hacernos perder el equilibrio y, en los tambaleos, amenazaban con suicidarse desde lo alto de las bicicletas.

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Perdimos la noción del tiempo, parecía que se había estancando, igual que la distancia que recorríamos. La linterna alternaba momentos de luz y de oscuridad, dejándonos totalmente a ciegas por momentos. A pesar de los nervios, el miedo y el esfuerzo, las manos y la cara se enfriaban más a cada segundo. El corazón latía desbocado, a un ritmo que nos superaba. Los surcos creados por coches y tractores en el barro ya endurecido hacían titubear a las ruedas de las bicicletas y engancharse en el camino. Cuando nos quisimos dar cuenta nos habíamos aventurado, entre tiros de caza y música de feria de fondo, en una terrible pesadilla aquella noche de primavera. En plena tiniebla de ensueño, el arena hacía el paso imposible. Nos atrancábamos: primero caían las bolsas, mal atadas con cuerdas y gomas en la parte trasera, después un pie hundido y cubierto por aquellos granos maléficos, que impedían avanzar, nos obligaba a parar y dejar caer el resto. Nuestras voces de desesperación ocultaban a propósito las amenazas de algún perro guardián en cualquier cortijo cercano.

Con la esperanza de encontrar pronto la carretera convertíamos el sonido de los tractores de riego en el de coches, pequeñas luces en el horizonte en faros de vehículos, imaginábamos el reflejo de alguna señal de velocidad. Pero nos sentíamos más perdidos que nunca, en medio de una inmensidad inacabable que nos hacía sentir pequeños, frágiles, atrapados en la nada de un todo, en una realidad que creíamos un sueño. Sin saber la localización exacta, decidimos cargarnos las mochilas a la espalda para evitar más paradas en aquel eterno camino, para poder acercarnos más al final de aquella fatídica empresa. Dos focos se acercaban lentamente a lo lejos, quizás el conductor no nos había visto o nos había confundido con alguna aparición en la noche, con cualquier ser de leyenda. A pocos metros de nosotros nos atraía la luz cual mosquitos, nos cegaba y aturdía. Pasó muy cerca, casi ronzándonos la piel y nos abandonó, dejando nuestro corazón con una inmensa desolación, una amargura que aceptaba aquella soledad que de nuevo nos inundaba.

Éramos sola y afortunadamente dos. La presión nos permitía olvidar los obstáculos en el suelo que nos habrían asustado a luz del día, que nos habrían bloqueado durante largos ratos. El camino parecía llano.

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Pronto se comenzaron a ver vehículos aparcados en un lado, faroles, personas y música, un ambiente festivo que anunciaba la posible entrada al pueblo. No quisimos ni mirar al perro que se acercaba a nosotros. Me acordé de la comida que llevaba guardada. Simplemente nos miró, ni nos olisqueó ni nos ladró, nada más que pensó en la burla que nos había preparado el destino. Se dejaba ver el barullo y más de uno se asomó a observarnos con extrañeza. Entre el griterío de niños y el persistente ruido de máquinas, nos alejamos de nuevo hacia la oscuridad dejando bajo las ruedas una vía suave y terriblemente fácil de atravesar y, detrás, aquel salón de celebraciones con tanto jolgorio.

Alternaban momentos de ansiedad con otros de calma; ratos de locura y ratos de condura; partes de camino más sencillas, otras con más baches. Y no, no era la entrada al pueblo, aún quedaban varios kilómetros. En el sendero se cruzaban de un lado a otro animalillos, pequeñas criaturas originarias de aquel lugar, que corrían de un extremo al otro a la hora en la que los humanos debían estar durmiendo. Nosotros, en cambio, huíamos de las estrellas, nos escondíamos del bosque que nos había atrapado. Un pinar maldito, una noche sin luna y una senda aún por hacer. Las fuerzas se agotaban, pero no nos dábamos cuenta, sacábamos energía de donde no la había. Era tarde y nosotros sin cenar, pero el hambre era lo de menos. Tenía la garganta y los labios secos. Él se atrevió a coger una botella, darle un buche y tirarla al margen del sendero. No se la oyó ni caer, solamente se oían de nuevo los perros que cuidaban las tierras de sus amos. Habíamos cortado las cuerdas y las gomas que sujetaban las mochilas y habíamos dejado atrás parte del equipaje para aminorar el peso. Aun así, nos costaba cada vez más avanzar. Los últimos minutos parecían eternos, daba la sensación que lo ya recorrido volvía a aparecer una y otra vez.

De repente ocurrió un milagro. Sin esperarlo, avistamos la torre del pueblo que se erguía iluminada, orgullosa al fondo, en lo alto de un pequeño monte. A pesar de nuestro paso lento, todo parecía más cerca y las bromas nerviosas de hacía algunos segundos se convertían en frases de motivación para llegar a la meta. Cuando casi pisábamos la carretera y una música más repetitiva se dejaba oír, el camino se llenaba de arena

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y nos ordenaba bajar de las bicicletas. Con las mochilas a la espalda y otras bolsas en el portamaletas, empujábamos con dificultad el manillar que se encallaba entre pequeñas dunas y piñas. Pesaba la mente, pesaba el cuerpo, pesaba el tiempo y el aire, pesaba aquella población que nunca llegaba, las ruedas y hasta la luna que no estaba. Mientras uno era incapaz de subirse de nuevo y avanzar por aquel camino, al otro le costaba caminar. Así, uno sobre la bicicleta y el otro a pie conseguimos algo impensable al principio del atardecer. Esa villa que escalaba la montaña lucía sus mejores galas. Ataviada de miles de adornos de fiesta, prometía animación hasta altas horas de la noche.

En el restaurante más cercano nos dieron alguna información que no queríamos saber. Nos imaginamos abandonados a nuestra suerte durante toda la noche, cargando con mochilas y bicicletas. Recorrimos alegres calles que subían y bajaban sin orden, otras desérticas y silenciosas. Las farolas alumbraban pobremente, solo ofrecían un tenue halo anaranjado de poco diámetro a su alrededor. Oíamos pasos, movimiento en las viviendas, pero al final solamente quedábamos nosotros y nuestros enseres. Cuando ya habíamos visitado todas las casas y la negación era la respuesta por antonomasia, rendidos y desesperados ante las largas horas de la noche a la intemperie, nos sorprendió un alma caritativa, quizás un enviado por nuestro protector de ahí arriba o del más allá. Aquella historia asimilaba a una ya repetida, una situación como de cuento, algo inimaginable. Entre miradas de alegría y sonrisas, conseguimos entrar en aquel lugar abandonado, pero con techo y muros que nos guardarían hasta que volviera a salir el sol y que puso punto final a aquella pesadilla de una noche de primavera.

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