Un guapo del 900 - obra teatral (fragmentos)

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UN GUAPO DEL 900 de Samuel Eichelbaum (fragmentos) ACTO PRIMERO SEGUNDO CUADRO Una habitación de Hotel. Al foro, balcón. En el lateral izquierdo, puerta que da a la calle; en el lateral derecho, otra que comunica con el interior de la casa. Sentados, el doctor Clemente Ordóñez y la señora Edelmira Carranza de Garay. Él es un caudillo político joven, de muy buena familia, y ella una mujer de “medio pelo”, también joven y buena moza, con vagas inclinaciones a figurar en sociedad. EDELMIRA.(Sensitiva.).- Repítelo. CLEMENTE._ “Tus manos cincopétalas, de marfil y de rosa...” (Tras una pausa, dice el otro verso.) “Desflorarán mis ojos, sonámbulos de muerte”, dice el poeta en el segundo verso, pero yo lo corrijo y digo “sonámbulos de amor”, porque junto a ti está la vida y no la muerte. EDELMIRA._ (Después de un silencio, con los ojos entornados.) ¡Es tan distinto esto de todo lo que me deparó el destino! CLEMENTE._ Pero esto también está en tu destino. EDELMIRA._ (Como si no oyera las palabras del galán.) ¡Es tan dulce sentirse acariciada por las palabras de los poetas, dichas por ti! Háblame. CLEMENTE._ Te noto pesarosa, Edelmira. No tienes el ánimo de otras veces. EDELMIRA._ No, mi querido. Te amo y no me perteneces, ni te pertenezco enteramente. Esto es todo. CLEMENTE._ Tienes hoy un aroma melancólico, como de heliotropo. EDELMIRA._ Tal vez. CLEMENTE._ (La besa y la abraza.) Vence todos los pesares, mi dulce Edelmira. Es un crimen turbar el amor. EDELMIRA._ Tienes razón. CLEMENTE._ Arriba ese ánimo, entonces. (Se levantan simultáneamente y se toman las manos como colegiales, hacen una o dos vueltas, entregados a la embriaguez del amor que experimentan, y luego se besan otra vez.) Unirnos y fundirnos en un beso. EDELMIRA._ Así me dijiste la primera vez que estuvimos solos. CLEMENTE._ ¿Te acuerdas? EDELMIRA._ ¿Que si me acuerdo? De todo, de todo. Como si cada palabra fuese un gigante o un ángel. CLEMENTE._ ¿De veras? EDELMIRA._ ¿Lo dudas? Me dijiste: “Estamos unidos el uno al otro como la voz al llanto y a la risa.” CLEMENTE._ Es verdad. EDELMIRA._ “Le ofrezco mi vida.” ¿Te acuerdas? Y parecías ofrecer una preciosa joya antigua, tú que eres tan joven. CLEMENTE._ Esa noche me deslumbraste. Esa noche sentí humillado todo mi orgullo, porque desesperaba de poder llegar hasta ti. EDELMIRA._ No tanto, mi querido, porque en la primera conversación que tuvimos tú pusiste mucho orgullo. Hablaste como si estuvieras oyendo todo lo bueno que se dice siempre de ti, de tu talento, de tu porvenir político... CLEMENTE._ Todo eso no era más que un pobre consuelo que buscaba mi amor en derrota. Íntimamente me sentía un desdichado. EDELMIRA._ Pero después, cuando viste que mi simpatía te esperaba como una mano tendida espera a otra mano... CLEMENTE._ ¡Ah, entonces todo mi orgullo desapareció quemado por una ráfaga de fuego! EDELMIRA _ Y, sin embargo, venciste tú. Tu humildad fue tu fuerza. CLEMENTE._ Entre nosotros no hay vencedor. La lucha continúa como en el primer encuentro. Por eso nos amamos cada vez más.

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UN GUAPO DEL 900de Samuel Eichelbaum

(fragmentos)

ACTO PRIMEROSEGUNDO CUADRO

Una habitación de Hotel. Al foro, balcón. En el lateral izquierdo, puerta que da a la calle; en el lateral derecho, otra que comunica con el interior de la casa. Sentados, el doctor Clemente Or-dóñez y la señora Edelmira Carranza de Garay. Él es un caudillo político joven, de muy buena familia, y ella una mujer de “medio pelo”, también joven y buena moza, con vagas inclinaciones a figurar en sociedad.

EDELMIRA.(Sensitiva.).- Repítelo.

CLEMENTE._ “Tus manos cincopétalas, de marfil y de rosa...” (Tras una pausa, dice el otro verso.) “Desflorarán mis ojos, sonámbulos de muerte”, dice el poeta en el segundo verso, pero yo lo corrijo y digo “sonámbulos de amor”, porque junto a ti está la vida y no la muerte.

EDELMIRA._ (Después de un silencio, con los ojos entornados.) ¡Es tan distinto esto de todo lo que me deparó el destino!

CLEMENTE._ Pero esto también está en tu destino.

EDELMIRA._ (Como si no oyera las palabras del galán.) ¡Es tan dulce sentirse acariciada por las palabras de los poetas, dichas por ti! Háblame.

CLEMENTE._ Te noto pesarosa, Edelmira. No tienes el ánimo de otras veces.

EDELMIRA._ No, mi querido. Te amo y no me perteneces, ni te pertenezco enteramente. Esto es todo.

CLEMENTE._ Tienes hoy un aroma melancólico, como de heliotropo.

EDELMIRA._ Tal vez.

CLEMENTE._ (La besa y la abraza.) Vence todos los pesares, mi dulce Edelmira. Es un crimen turbar el amor.

EDELMIRA._ Tienes razón.

CLEMENTE._ Arriba ese ánimo, entonces. (Se levantan simultáneamente y se toman las manos como colegiales, hacen una o dos vueltas, entregados a la embriaguez del amor que experi-mentan, y luego se besan otra vez.) Unirnos y fundirnos en un beso.

EDELMIRA._ Así me dijiste la primera vez que estuvimos solos.

CLEMENTE._ ¿Te acuerdas?

EDELMIRA._ ¿Que si me acuerdo? De todo, de todo. Como si cada palabra fuese un gigante o un ángel.

CLEMENTE._ ¿De veras?

EDELMIRA._ ¿Lo dudas? Me dijiste: “Estamos unidos el uno al otro como la voz al llanto y a la risa.”

CLEMENTE._ Es verdad.

EDELMIRA._ “Le ofrezco mi vida.” ¿Te acuerdas? Y parecías ofrecer una preciosa joya antigua, tú que eres tan joven.

CLEMENTE._ Esa noche me deslumbraste. Esa noche sentí humillado todo mi orgullo, porque desesperaba de poder llegar hasta ti.

 EDELMIRA._ No tanto, mi querido, porque en la primera conversación que tuvimos tú pusis-te mucho orgullo. Hablaste como si estuvieras oyendo todo lo bueno que se dice siempre de ti, de tu talento, de tu porvenir político...

CLEMENTE._ Todo eso no era más que un pobre consuelo que buscaba mi amor en derrota. Íntimamente me sentía un desdichado.

EDELMIRA._ Pero después, cuando viste que mi simpatía te esperaba como una mano tendida espera a otra mano...

CLEMENTE._ ¡Ah, entonces todo mi orgullo desapareció quemado por una ráfaga de fuego!

EDELMIRA _ Y, sin embargo, venciste tú. Tu humildad fue tu fuerza.

CLEMENTE._ Entre nosotros no hay vencedor. La lucha continúa como en el primer encuentro. Por eso nos amamos cada vez más.

EDELMIRA._ (Regresando a su melancolía de hace un instante). No, Clemente, no. Venciste tú. Si yo no me engaño. La prueba está en que yo, casada y todo, me rendí. Venciste con humil-dad, pero despiadadamente.

CLEMENTE._ (Un poco sorprendido.) ¿Qué significa esto, mi paloma? ¿Arrepentimiento?

EDELMIRA._ (Se echa a llorar en el hombro de Clemente.) No sé. Algo es, pero no sé qué.

CLEMENTE._ ¿No habíamos quedado en que es un crimen turbar el amor?

EDELMIRA._ No lo puedo remediar.

CLEMENTE._ (Después de un silencio respetuoso del llanto de Edelmira.) Una hermosa mujer como tú no debe llorar nunca. El llanto es la venganza de las feas. Ven, siéntate. (La conduce al mismo sitio en que estaban antes y se sientan los dos.) ¿Qué ocurre? Cuéntame, explícame.

EDELMIRA._ Te quiero mucho. (Se echa a llorar nuevamente. Luego se repone, como si hubie-ra vencido al fin su melancólico estado de ánimo.) Te quiero mucho y estoy arrepentida.

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CLEMEMTE._ En ese caso quedas en libertad de hacer lo que te parezca necesario para tu tranquilidad. Si el no vernos más te puede dar la tranquilidad que necesitas, puedes, desde este instante, regresar a tu casa para no vernos nunca más.

EDELMIRA._ ¿No ves? ¡Te has enojado! (Lo abraza apasionadamente.) Perdóname. No me hagas caso. Estoy trastornada. Dame un beso y todo se pasará enseguida. (Clemente perma-nece impasible.) ¿No quieres besarme? Te beso yo, entonces. (Lo besa, en efecto.) Ahora sí. Ya está. Mírame. Ya soy otra. Ahora me iré tranquila. Llegaré a mi casa, y... ¿a qué no sabes lo que haré? Adivina.

CLEMENTE._ No sé, querida.

EDELMIRA._ ¿No sabes? ¡Qué vergüenza! ¿No sabes lo que voy a hacer en mi casa?

CLEMENTE._ (La mira y sonríe.) No, no sé.

EDELMIRA._ Tonto. Iré a mi casa y pensaré en ti. Soñaré con este par de horas felices que hemos pasado juntos. Y veré tu rostro de este momento y el de hace un instante, y me parece-rá imposible que yo lo haya tenido junto a mis labios y que lo haya abandonado... Y tú, ¿qué harás entretanto? Harás política. ¡Qué horror! ¡Tú también haces política! (Lánguidamente se acerca a un espejo y empieza a componerse la cara y el peinado, con la simplicidad que se hacía lo primero, por aquellos años, y las grotescas dificultades de lo segundo. Clemente se le aproxima y la besa en el cuello. Ella arquea su busto, levanta sus brazos y toma, a su espalda, forzadamente la cara del galán y la besa. Luego se separan. Él la observa a través del espejo, y cuando sus ojos se encuentran con los ojos de ella, sonríen ambos, felices en su juego pueril de enamorados.)

CLEMENTE._ (Desde el balcón.) En este momento no hay nadie en la calle. Y parece que el farol del zaguán está apagado. No ha habido necesidad de pedir que lo hicieran. (Vuelve a acercarse a ella. En voz baja, como la frase anterior.) Podemos salir tranquilos. Es decir, siem-pre que aceptes mi compañía.

EDELMIRA._ (Blandamente.) No, querido. Es mejor que yo salga sola. He tenido hasta la precau-ción de vestir en forma distinta a la que acostumbro, para que no se me reconozca fácilmente.

CLEMENTE._ Como tú prefieras.

EDELMIRA._ No te molesta, ¿verdad? (Se pone el sombrero.)

CLEMENTE._ No faltaba más.

(Y le da un beso. Unos golpecitos en la puerta los interrumpen bruscamente. Clemente se sor-prende, y Edelmira pone de inmediato cara de miedo. En seguida, se repiten los golpes. Cle-mente, desde el sitio en que está.) ¿Quién llama?

UNA VOZ._ Lo buscan, señor.

Clemente, luego de una ligera vacilación, abre la puerta y se enfrenta con Ecuménico.

CLEMENTE._ (Tarda un segundo en dar la sensación de que ha reconocido a Ecuménico). ¿Qué se le ofrece?

ECUMÉNICO._ (Sobrando a la situación y a su interlocutor.) Como soy un poco mal pensao, se me puso que usté estaba aquí... con... (Observa a Edelmira y continúa la frase sin sacarle los ojos de encima.) con la señora... y me precisaba saber si es verdá.

CLEMEMTE._ ¡Retírese de aquí inmediatamente!

ECUMÉNICO._ Dispénseme, dotor, pero no puedo.

CLEMENTE._ Retírese, le digo, si no quiere pagar cara su bravuconada. ¡Cobarde!

ECUMÉNICO._ ¿No ve que soy un atrevido?

CLEMENTE._ ¡Ralea de hombre! ¡Si demora un momento más lo voy a matar de un balazo! (Y queriendo unir la acción a la palabra, lleva una mano al bolsillo de atrás del pantalón, para sacar el revólver. Ecuménico le pega un manotón a la muñeca, pero Ordóñez logra zafarse, retrocediendo hasta desaparecer por la puerta del lateral derecho en el preciso instante en que Ecuménico saca de la cintura su cuchillo y, mediante un corto movimiento de brazo, lo apuñala mortalmente. El espectador sólo ve el movimiento homicida, pero no el cuchillo perforando la ropa y las carnes, Un quejido del doctor Ordóñez, de entre cajas, dramatiza el crimen. Edelmi-ra se siente electrizada ante el grito. Confusa y lentamente se acerca a la puerta, observa con una mirada de estupor el cuerpo, que se supone tendido, de su amante. De pronto, lanza un grito de espanto.)

ECUMÉNICO._ No le conviene gritar, señora.

EDELMIRA._ ¡Asesino! ¡Asesino! (Se corre hacia su amante y se echa a llorar desesperada-mente. A continuación, como obedeciendo a una idea luminosa, quiere salir corriendo en bus-ca de auxilio, y Ecuménico se interpone.) ¿Por qué no me da paso? ¡Asesino! ¿Se ha puesto de acuerdo con mi marido? ¿Espera a mi marido? ¿Es mi marido el que lo ha mandado matar? Es claro. Como siempre. ¡Asesino mercenario!

ECUMÉNICO._ A mí nadie me manda matar. Nadie me ha mandao nunca. No soy cobarde como este dotorcito traidor. (Señala el cuerpo del doctor Clemente Ordóñez.) ¿No tiene ver-güenza de tirar la honra de su marido entre los perros...?

EDELMIRA._ (Interrumpiendo.) Como usted.

ECUMÉNICO._ De mi laya, iba a decir. Yo soy así señora. (Muestra la palma de la mano). Soy hombre de don Alejo desde hace muchos años. Usté lo sabe. Y como le cuido la espalda, ten-go que ver las traiciones que se le hacen y castigarlas a mi modo. No voy nada en el asunto. Yo jamás voy nada en las paradas en que me juego el peyejo. No me obliga más que la lealtá. Usted no sabe lo que es eso, señora. (Mostrando esta vez el fondo irreductible de su adhe-sión.) Tiene un marido machazo, y lo que no le ha podido hacer ningún hombre (ensuciarlo, hacerlo hocicar) lo ha hecho usté. ¡Si es pa retorcerle el pescuezo como a gayina! ¡Jus-to! ¡Como a gayina! ¿De qué le sirve haber corajeau toda su vida, si ahura su propia mujer,

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doña Edelmira Carranza de Garay, lo basurea sin asco, lo basurea sin asco? ¡Si es como pa matarla y morirse de estrilo! (Después de una pequeña pausa.) Una vez vi su retrato en el “Cari Careta”, y pensé que con una mujer que se le pareciese tan siquiera como un aniyo de turco se parece a otro de oro, uno podría sosegarse y... (Un silencio.) ¡Si habré sido sonso! (Edelmira pasa, insensiblemente, de la impresión brutal de haber presenciado el asesinato de su amante, sin haberlo podido impedir, al desgarramiento moral que le produce la idea de ha-ber traicionado a su marido. Y se echa a llorar, ahora en silencio. Ecuménico, luego de una pausa, durante la cual permanece inmóvil y mira llorar a Edelmira, se asoma al balcón, des-pués sale y reaparece en seguida.) Puede irse. No hay nadie en la caye. Pero, ¡guay de usté, si dice una sola palabra de lo que ha pasao! Nadie lo sabe. Usté y yo, y nadie más. ¿Me com-prende? Y si don Alejo se enterase, despídase del respiro. (Tras una leve pausa.) Puede irse. (Viendo que Edelmira no se mueve.) Si no se va por su voluntá, la tendré que yevar a la rastra.

EDELMIRA._ (Se echa nuevamente a llorar.) ¿Usted ha estado hablando de lealtad y quiere obligarme a abandornar el cadáver de un hombre al que he besado como se besa al único hombre de toda la vida? No sabe lo que ha hecho, pero sabe mucho menos lo que dice. Tengo el deber de estar junto a él, que ha encontrado la muerte en mi amor.

ECUMÉNICO._ (Que intuye más que comprende el sentido de las palabras de Edelmira.) El asesino soy.

EDELMIRA._ ¿Y quiere que yo sea su cómplice, abandonándolo en sus manos siniestras? (De-primida y desorientada.) ¡Váyase! Déjeme cuidar a mi muerto. ¡Asesino! ¡Asesino!

ECUMÉNICO._ (Casi con suavidad.). Si usté se queda aquí se va a enterar todo el mundo. Ven-drá la policía y al verla lo van a comprender todo.

EDELMIRA._ A mí ya no me importa nada.

ECUMÉNICO._ ¡Es que yo no quiero que lo sepa don Alejo!

EDELMIRA._ Máteme a mí también, si quiere. ¡Le cuesta tan poco! (En una crisis de desespera-ción.) ¡Máteme! ¡Máteme! Poco puedo sacrificar ya. De todos modos no me queda más que la muerte. (Nuevo llanto.)

ECUMÉNICO._ (Sin saber qué hacer) Usté tiene aflición porque está con miedo. ¡Todas las poyeras son igualitas! Hacen el barro y después yoran. ¡Por qué no le pondrán pecho a lo he-cho! (Un silencio.) Vea, señora. Yo ya le he dicho que soy así. (Vuelve a mostrar la palma de la mano.) Váyase a su casa, a rejuntarse con su marido. Usté es todo pa él. La policía tiene que creer que lo han rnatao por política. Estamos en vísperas de elecciones y todo el mundo ten-drá que creer lo mismo. Usté puede odiarme a mí, pero no puede tener malos sentimientos pa un hombre como don Alejo, que es un marido que sabe amparar y querer a su mujer. Váyase y aprenda a respetarlo. Todo esto que ha pasao es cosa de maliantes. (Edelmira, tras un lar-go silencio, inicia desmayadamente un mutis. Ecuménico, deteniéndola con un ademán) Aguárdese un momento, señora. (Vuelve a asomarse al balcón) Váyase. (Edelmira, sale, a paso lento. Ecuménico la mira alejarse desde la puerta.se vuelve a la habitación, observa el

cuerpo del doctor Ordóñez. Luego se guarda el cuchillo y hace mutis). De esta hecha te has quedao guérfano, Ecuménico.

ACTO SEGUNDOCUADRO PRIMERO

[Estamos en la sede del partido. El doctor Alejo Garay está discutiendo con algunos colaboradores cuando…]

En la puerta, silenciosamente, se recorta la figura de Ecuménico, quien oye las últimas frases y luego saluda.

ECUMÉNICO._ Buenas.

ALEJO._ En este momento acababa de preguntar por vos. Pasá. ¿Qué te quedás haciendo ahí en la puerta?

(Después que Ecuménico ha entrado.) Sentáte.

ECUMÉNICO._ Toy bien, don Alejo.

ALEJO._ Te estoy tratando como a visita. Sentáte. (Ecuménico se sienta.) ¿Qué te pasa que me estás abandonando?

ECUMÉNICO._ Nada.

ALEJO._ Está bueno. (Luego de un silencio.) ¿Con que nada? ¡Y te quedás tan campante! (Otro silencio, después del cual habla con cierta dureza.) ¡Ya debieron haberse ido ustedes! (Los de-más circunstantes salen. Lauro, que es el último en hacer mutis, cierra tras sí la puerta. Des-pués de una breve pausa.) ¿Qué te pasa conmigo? ¿Qué entripado tenés?

ECUMÉNICO._ Ninguno.

ALEJO._ (Fastidiado.) Te he mandado llamar para que hablemos y no para que te vayás de aquí con el entripado repitiéndote como una mala comida. Hablá.

ECUMÉNICO._ No quiero andar más en política.

ALEJO._ ¡Aja! ¿Te han birlao alguna candidatura que andás tan decepcionado de la política?

ECUMÉNICO._ (Con violencia contenida.) ¡No me azuce, don Alejo!

ALEJO._ ¡Epa! (Lo mira fijamente.) Te has venido con los nueve. Así no juego. Me das mucho miedo, che. (Una pausa) ¿Qué te ha hecho de malo la política? Digo, ¿qué te he hecho de malo yo? Porque vos no conocés más política que la mía.

ECUMÉNICO._ Toy relajao de tanto andar en macanas.

ALEJO._ Es malo andar relajao. (Otra pausa) ¿Alguna pelea brava?

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ECUMÉNICO._ (Con un gran dominio sobre sí mismo.) Ya ni eso hay. Una pelea brava puede lavarlo auno de tanta porquería que yeva adentro.

ALEJO._ ¡La pucha que traés humo! (Se levanta, se acerca a Ecuménico e inmediatamente se vuel-ve hasta el escritorio, saca del bolsillo un revólver y lo deja sobre el mueble. Medio en broma, me-dio en serio.) A ver si de tan cansado que estás de hacer macanas, salís haciendo una bien gorda. (Con una gran autoridad, se acerca de nuevo a Ecuménico y lo palpa de armas)

ECUMÉNICO._ (Resistiéndose tímidamente). El arma, dejelá, don Alejo. No manosée cl arma, que no me gusta.

ALEJO._ Yo acabo de dejar la mía. (Le saca el cuchillo y lo deja sobre la mesa. Luego toma el revól-ver y el cuchillo y los guarda en un cajón del escritorio. Vuelve a sentarse.) Y... ¿Cómo es la cosa, che? ¿Por qué andás relajao? ¿En qué has andado en todos estos días que no nos vimos?

ECUMÉNICO._ (Ahora es él quien mira fijamente a su interlocutor, encontrando un extraño cam-bio detono en la voz de don Alejo, después de haber guardado las armas). En cosas de mau-las no más.

ALEJO._ (Luego de otra pausa.) ¿No querés emplearte?

ECUMÉNICO._ ¿Emplearme? (Sonríe con una sonrisa melancólica.) ¡Estaría bueno! ¿Y en qué?

ALEJO._ (Con intención). En los mataderos, por ejemplo. Manejás tan lindo el cuchillo. (Lenta-mente.) Estarías en tu puesto degollando... animales.

ECUMÉNICO._ (Perspicaz.) Tá claro. Como me he adiestrao tanto degollando cristianos.

ALEJO._ (Enérgico.) ¡Eso mismo quería decir!

ECUMÉNICO._ (Sacudiéndose la ropa, como si conservara toda su sangre fría.) Pero hace rato que no hay entreveros. ¿Quién le dice que no se me haiga endurecido la mano?

ALEJO._ (Se acerca violentamente a Ecuménico.) ¡Acabás de matar al doctor Ordóñez vos! ¡Bárbaro! ¿Te has creído que a mí me ibas a engañar? ¿No te acordás que yo te conozco como si te hubiera parido?

ECUMÉNICO._ ¿Qué voy a matar al dotorcito ése! ¿Pa qué? ¿Por qué?

ALEJO._ ¡Eso mismo es lo que yo pregunto! ¿Por qué lo has matado? Que lo hayas matado, no tengo ninguna duda. Lo que me falta saber es el porqué. ¿Qué te había hecho ese muchacho lleno de méritos? Adversario leal, amigo de la lucha franca, generoso, servicial. ¡Decí! ¿Qué tenías contra él?

ECUMÉNICO._ ¿Yo? ¿Qué podía tener contra él, si casi no lo conocía? No andaba en los boli-ches, no se metía con hembras... Es cierto que era adversario político suyo, pero usté nunca le hizo mucho caso. ¿Por qué lo iba a matar?

ALEJO._ Pues, lo has matado. ¡Lo has asesinado! Y ahora todo el mundo creerá que lo has hecho instigado por mí. Dirán que te he mandado matarlo.

ECUMÉNICO._ Usté nunca me ha mandao matar. Yo no he matao nunca por orden de nadie. Siempre he hecho las cosas por mi cuenta. Me he jugao siempre solo. A usté no le he pedido órdenes, ni consejos, ni amparo. Lo que haiga hecho por mí, pa achicarme condenas o pa hacerme largar, lo ha hecho por su voluntá.

ALEJO._ Para todo el mundo no es así. El mundo cree que vos hacés lo que yo te mando.

ECUMÉNICO._ Pero usté sabe que no es así.

ALEJO._ En este momento siento la responsabilidad de las atrocidades que vos hacés.

ECUMÉNICO._ ¡Usté nunca me ha reprochao nada!

ALEJO._ ¿Y ahora qué estoy haciendo?

ECUMÉNICO._ ¡Ta queriendo empalmar todo lo que he hecho en mi perra vida, con el caso este del dotor Ordóñez!

ALEJO._ Porque este crimen tiene un responsable moral, que soy yo, y un responsable material, que sos vos. A nadie conseguiría convencer, ni a mis amigos más probados, que yo no tengo nada que ver con el asesinato del doctor Ordóñez. Pero si tengo y siento la responsabilidad, quiero saber el porqué de su muerte. Quiero saber por qué lo has matado. Por política no pue-de ser. Yo jamás te he hablao de él sino reconociendo sus prendas personales. Te he hablado de él como de un ejemplo de adversario franco y caballeresco. ¿No es así?

ECUMÉNICO._ ¡Phá!

ALEJO._ ¿Por qué lo has hecho entonces?

ECUMÉNICO._ (Con una mirada un tanto amenazadora.) ¡Avise si se ha propuesto hacerme escupir!

ALEJO._ Pues, te advierto que no vas a salir de aquí hasta que yo no sepa toda la verdad de este asunto. Si no querés escupir, vas a hacer algo peor: vas a vomitar.

ECUMÉNICO._ Así, sí. Como siempre se vomita sin ganas, puede ser.

ALEJO._ (Gritándole). Conmigo no te hagás el pícaro. ¿Me has entendido? Ya sabés que soy la horma de tu zapato.

ECUMÉNICO._ (Luego de una pausa, poniéndose de pie. Con una sonrisa.) De mi alpargata; en todo caso. (Pausa.) Me voy a ir.

ALEJO._ No te apurés. Sentáte.

ECUMÉNICO._ De todas maneras no tengo nada que decir...

ALEJO._ Si no estás dispuesto a hablar, te voy a denunciar yo mismo a la policía. Lo sentiré mucho, pero tendré que hacerlo.

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ECUMÉNICO._ No hay por qué. ¡Hace bien! Si me denuncia, nadie podrá pensar que usté me ha mandao. Tá bien pensao. Y como a mí no me perjudica... digo, por si usté pudiese creerlo y arrepentirse luego. (Alejo lo mira otra vez fijamente, como inquiriendo el verdadero sentido de las palabras de Ecuménico. Este, después de un breve silencio). Entonces, quedamos entendi-dos, don Alejo. Usté me denuncia, a mí me cita el juez pa la declaración indagatoria, y luego, nada... Otra vez como antes. Y usté, libre de las habladurías. Buenas.

ALEJO._ (Desconcertado.) Pero, decíme, ¿qué clase de hombre sos vos? ¿No te he dado prue-bas de ser tu amigo? ¿No te he respondido cada vez que has necesitado de mí? ¿No te he tratado siempre como a unamigo de toda la vida? ¿Por qué no te confiás, entonces? ¿Por qué no decís lo que llevás adentro? ¿Por qué sos escondido?

ECUMÉNICO._ (Con una risa apenas desatada.) Pero, don Alejo, lo estoy desconociendo. Tá receloso, desconfiao. ¡Las eleciones son suyas! No hay quién pueda con usté. ¡Si está a la vista!

ALEJO._ ¡Mandáte mudar de aquí!

ECUMÉNICO._ Déme el arma, ¿quiere?

ALEJO._ (Saca el cuchillo y el revólver del cajón en que los ha guardado. Le entrega aquél a Ecuménico y se lleva el revólver al bolsillo). ¡No quiero verte más aquí por mucho tiempo!

ECUMÉNICO._ ¡Pucha que está raro, don Alejo! Pero voy a venir después de las eleciones, pa festejar el triunfo. Digo, si me convida.

ALEJO._ (Inmóvil en la puerta, esperando que Ecuménico termine de acomodarse el arma.) ¡Estoy esperando que te vayás! (Cuando Ecuménico, saliendo, deja ver la mitad de la espal-da.) ¡No sé cómo me mantengo y no te quemo de un balazo!

ECUMÉNICO._ (Volviéndose.) Como arma, me gusta más el cuchiyo. Es más de hombre. Obli-ga a pelear de cerca. Las armas de fuego, matan de lejos. No son pa usté, don Alejo. ¿No le parece? (Tras una breve pausa) Hasta el asao del triunfo.

ACTO TERCEROPRIMER CUADRO

Sala de la casa de don Alejo, convertida en escritorio del caudillo. Dos armarios bibliotecas, en cuyos estantes se alinean gruesos volúmenes del “Diario de Sesiones”, a algunos de los cuales están encuadernados. Un escritorio pesado, sobre el que habrá un tintero de mármol ónix, un secante del juego y una carpeta grande. Junto al escritorio, un sillón, el que corresponde, y a cada lado, otro, de distinto estilo. En la pared, un retrato de Carlos Pellegrini, en el que el gran político financista aparece con un levitón que hace más imponente aún su imponente figura. Una puerta en el lateral derecho, que da al  zaguán, y otra en el lateral izquierdo, que comunica con las demás habitaciones. Dos amplias ventanas, con persianas, que dan a la calle. Es de noche. Al levantarse el telón, Natividad aparece sentada. Viste de la misma manera que en el

acto anterior. Se supone que al dejar a los muchachos se ha encaminado directamente hacia la casa de don Alejo.

CHINITA._ Dice la señora que en un ratito viene. 

NATIVIDAD._ Gracias, mi hija.

La Chinita se va por donde apareció: lateral izquierdo. Natividad se alisa nerviosamente su es-caso pelo blanco y amarillento. Un largo silencio, hasta que aparece, por lateral izquierdo tam-bién, Edelmira. Su “toilette”, con ser de entrecasa, revela la coquetería de una buena moza.

EDELMIRA._ Buenas noches, Natividad. 

NATIVIDAD._ Para mí muy malas, señora Edelmira. Dos veces he venido a verlo a don Alejo. Tendrá que disimular su enojo si esta segunda vuelta no quise irme. Le aseguro que tenía yena la boca de cosas feas y las hubiea ido perdiendo por el camino.

EDELMIRA._ Ha salido esta tarde, como a las cuatro, poco rato antes de venir usted, y aseguró que venía a cenar: como a las ocho llamó por teléfono y volvió a decir que vendría, que lo es-peráramos con la cena. Al fin, tuvimos que comer sin él. 

NATIVIDAD._ ¡Hum! No quedrá atenderme.

EDELMIRA._ ¿A usted? 

NATIVIDAD._ ¿Y por qué no? No he hecho más que trair hijos al mundo pa que le sirvan, es cierto, pero se habrá hastiao de tanta lialtá.

EDELMIRA._ No se apresure en juzgar mal a nadie, y menos a Alejo, que la estima bien. 

NATIVIDAD._ Antes era así. Desde que mi Ecuménico se vio envuelto en la muerte del dotor Ordóñez, todo ha cambiao. Van pa cuatro meses que me lo tienen encerrao, y don Alejo como si le hubiesen dao en el gusto. No está bien, señora Edelmira.

EDELMIRA._ Tal vez no esté en sus manos favorecerla. 

NATIVIDAD._ Es que no es favor lo que pido, sino justicia. Es justicia lo que pido. Mi Ecuménico no ha matado al dotor Ordóñez. Si don Alejo no ha querido que lo mataran, ¿por qué había de matarlo? Cuando Ecuménico dice que no, hay que creerle. Yo lo he parido y yo lo he hecho hombre y guapo. Lo conozco de derecho y de revés. Cuando él no dice nada, ahí, tal vez, pue-de ser el caso de echarle culpas; pero cuando dice que no, cuando a mí me dice que no, me hago quemar como una mecha y digo que no, como él.

EDELMIRA._ Y... ¿le ha dicho a usted que no? 

NATIVIDAD._ Tá claro.

EDELMIRA._ (Después de una pausa.) Usted es la madre y hace muy bien en creerle. NATIVI-DAD._ Yo hago bien en creerle porque es inocente.

EDELMIRA._ Todos los hijos son inocentes para la madre.

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NATIVIDAD._ Es que yo soy una madre acostumbrada a que la adversidá le arrebate sus hijos, y me hubiera resinado a la desgracia de Ecuménico pensando que ha matado por lial y por hombre.

EDELMIRA._ Piense eso, entonces, y admita que ha sido él. 

NATIVIDAD._ ¿Por qué va a cargar con culpas ajenas? ¡Cómo se ve que a usté le ha-cen creer lo que quieren!

EDELMIRA._ ¿Quiénes me hacen creer? 

NATIVIDAD._ Su marido y los amigos de su marido.

EDELMIRA._ Hablo muy poco de estas cosas con Alejo, y con los demás, ni palabra. 

NATIVIDAD._ (Después de una pausa.) Don Alejo se me escurre y mi hijo padece. ¡Ahí está la cosa!

EDELM IRA._ Le repito que mi marido la estima y que no dejará de hacer por usté lo que pueda. Al menos, siempre ha sido así. 

NATIVIDAD._ ¡Qué voy a creer en la estima de quien se niega a arrimar su influencia pa que le hagan justicia a Ecuménico!

EDELMIRA. _ Hable con él. Quizá se haya preocupado y usted no lo sabe. NATIVIDAD._ Me cuesta creerlo, aunque bien lo quisiera.

EDELMIRA._ No se olvide que mi marido los ha servido en cuanta ocasión se ha presentado. 

NATIVIDAD._ Lo que yo no puedo olvidar es que mis muchachos – Ecuménico el primero – le han servido con riesgo del propio peyejo siempre.

EDELMIRA._ No se aficione a los malos pensamientos. Espérelo a Alejo y así sabrá la verdad.

NATIVIDAD._ Lo esperaría aunque me echara. He venido pa saber, al fin, qué agua tengo en el pozo. 

ALEJO._ (Entra por la puerta del zaguán. Al ver a Natividad.). ¡Oh! ¿En qué anda, Natividad? 

NATIVIDAD._ En busca de su hombría.

ALEJO._ (Cambiando, de pronto, de expresión y de tono.) ¿Ya está borracha? 

NATIVIDAD._ Casualidá que no estoy.

ALEJO._ (A Edelmira.) Hacéme cebar unos mates. (Edelmira sale por la puerta que da a las habitaciones interiores. A Natividad.) Hable sin tapujos. ¿Qué quiere? 

NATIVIDAD._ Van pa cuatro meses que Ecuménico está preso, y usté lo ha abandonao como a un perro muerto.

ALEJO._ Está en manos de la justicia. No puedo hacer nada. 

NATIVIDAD._ Otras veces ha estao en esas mismas manos y su voluntá pudo lo que le ha dao la gana.

ALEJO._ Esta vez no puedo. NATIVIDAD._ Aura que es inocente, ¿no puede?

ALEJO._ ¿Inocente? 

NATIVIDAD.– ¡Inocente, digo! Como usté, al menos.

ALEJO._ Que no se le olvide a quién tiene por delante. 

NATIVIDAD._ No me olvido, don Alejo. Son palabras nada más que pa usté.

ALEJO._ Todas las sospechas recaen sobre Ecuménico. Y las mías también. Todo el mundo lo señala con el dedo. Aunque quisiera ayudarlo, no podría, porque el matador del doctor Ordó-ñez tiene que sufrir su merecido. 

NATIVIDAD.– Mi hijo no ha matao. Lo dice él y lo digo yo. Pero, si él mintiera y yo mintiera, ha-bría que buscar el porqué de esa muerte. En el caso, Ecuménico habría matao por política. Pa que haiga un alversario menos, como tantos otros quitaos del medio. Un ostáculo más salvao pa asegurar el triunfo de los suyos. ¿Y qué hay con eso? ¿Me lo van a tener encerrao como si hubiese matao pa robar, como si hubiese matao pa darse el gusto.

Por la izquierda aparece la Chinita con el mate y se lo sirve a don Alejo.

 ALEJO._ El doctor Ordóñez ha sido un hombre como pocos. 

NATIVIDAD._ Ha sido su alversario. Pa Ecuménico y pa Ladislao, como pa usté y pa mí, no hay más quedos clases de hombres: los correligionarios y los alversarios. Así les han enseñao y así lo aprendieron. Selo hemos enseñao usté y yo. ¿Es verdá o no es verdá?

Don Alejo le entrega el mate a la Chinita, y ésta sale por la izquierda.

ALEJO._ Es verdad. Pero, ¿hay que matar por eso a todos los adversarios? Yo no le he ense-ñao a matar gente. 

NATIVIDAD._ Mis hijos no odean a nadie. Sus amigos los quieren y la gente los respeta.

ALEJO._ Los teme. 

NATIVIDAD._ ¡Cómo a usté, como a todos los hombres que se saben hacer respetar, pues!

Vuelve la chinita con el mate, que entrega a don Alejo.

ALEJO._ Terminemos, Natividad. 

NATIVIDAD._ Yo no me voy si no me asegura que va a gestionar la libertá de Ecuménico.

ALEJO.– Todo lo que pude hacer por él lo he hecho ya al no denunciarlo yo mismo como mata-dor del doctor Ordóñez, según se lo prometí a Ecuménico. 

NATIVIDAD._ ¿Denunciarlo usté, don Alejo? Como diciendo “esta vez no fui yo quien lo mandó”.

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ALEJO._ ¡Para que supiera la gente que ni esta vez ni nunca lo he mandao yo que matara! (Le entrega el mate a la chinita.)

 NATIVIDAD._ ¿Y pa qué había de matar mi Ecuménico? ¿Pa comprarse alpargatas en lo del franchute? ¿Pa comprarme a mí estos vestidos, regalaos por sirvientas? ¿Pa pagar el vino avinagrao que tomamos?

ALEJO._ No sólo por la plata baila el mono. 

NATIVIDAD._ Pero se mata siempre por algún interés. Ecuménico no ha tenido ni tiene otro in-terés que el servirlo. Si ha matao, lo ha hecho pa servirlo.

ALEJO._ Me ha servido mal, entonces. 

NATIVIDAD:- Veinte años hace que le sirven. No tenían todavía su papeleta de ciudadanos cuando ya gritaban en los atrios: “¡Viva don Alejo!”. Yo fui quien los guió, y ahora podrían pe-dirme cuentas por mi mal consejo. Y usté, don Alejo, en tantos años, ¿no les vio el pelaje de bandidos?

Vuelve la Chinita con el mate.

ALEJO._ Hágame el bien de retirarse, Natividad. 

NATIVIDAD._ Mal me conoce, don Alejo. Yo no me puedo ir sin obligarlo a que me le consiga la libertá. Lo menos que puedo hacer por mi hijo es lo que él ha hecho siempre por usté: esponer el peyejo. No tengo más que eso ¡Puro peyejo! ¿No ve? (Se pellizca la muñeca)

ALEJO._ (Después de un largo silencio, durante el cual permanece pensativo.) Bueno. Voy a ver qué puedo hacer. Trataré de hablar con el juez. 

NATIVIDAD._ Si usté se empeña en que le hagan justicia, se lo pueden entregar en seguida.

ALEJO._ Lo intentaré, por lo menos. No le puede asegurar nada. Ya sabe que las cosas de la justicia son muy delicadas. (Alejo entrega el mate.)

NATIVIDAD._ Serán. No digo que no. Pero más delicada es la inocencia, y la han ensuciao con cuatro meses de cárcel.

ALEJO._ En fin, veremos. 

NATIVIDAD._ Me voy con la confianza de saberlo demasiado listo pa engañarme. No soy más que una vieja, es verdá, pero usté sabe que no me faltaría coraje pa enfrentarlo. A más, ¿pa qué hubiéramos reñido, si era su voluntad engañarme? ¿No le parece?

ALEJO._ Ya sabe que no ando con tapujos para decir que no. 

NATIVIDAD._ Por eso... Y... ¿cuándo quiere que lo vea pa saber algo?

La Chinita vuelve y le entrega el mate a don Alejo. Éste se queda pensativo mientras termina el mate sin sacar la bombilla de la boca.

ALEJO._ (Al entregarle el mate a la Chinita.) No quiero más. (La Chinita se va. A Natividad.) Yo no sé, Natividad. Son gestiones que hay que hacer con mucho tacto y muy lentamente, más vale que demoren un poco más y salgan bien. El apresuramiento podría echarlo todo a perder.

NATIVIDAD._ Otras veces lo ha hecho sin tantos melindres, don Alejo.

ALEJO._ No se trataba de una vida como la del doctor Clemente Ordoñez. Persona de muchos méritos, emparentao con lo mejor, de lo mejor él mismo. 

NATIVIDAD._ Los alversarios son alversarios y nada más. No hay ni mejores ni piores. Los co-rreligionarios sí, pueden ser buenos y malos, y mi Ecuménico es de los buenos. Usté lo sabe. A más, él es inocente, él no ha sido. Usté lo puede gritar bien fuerte.

ALEJO._ ¡Le parece que yo pueda gritar! Yo sólo puedo gritar contra Ecuménico. 

NATIVIDAD._ Más vale que no lo haga, don Alejo. Porque yo también puedo gritar contra usté, y si es preciso puedo hacer más. Me sobra coraje pa cualquier cosa.

ALEJO._ ¿Qué está diciendo usté? 

NATIVIDAD._ Lo que ha oído. Y si quiere, lo repito: he dicho que tengo coraje pa cualquier cosa. Y le hago un añadido: tengo coraje pa castigar a cualquier felón que traiciona a su más lial servidor.

ALEJO._ ¡Retírese de aquí! 

NATIVIDAD._ Es mejor que amaine, don Alejo, porque mi coraje no precisa armas. Me bastaría con las uñas y con los dientes.

Un largo silencio. Don Alejo se aproxima a ella y le habla en voz baja.

ALEJO._ ¿No comprende que sospechan que yo he intervenido en el asesinato? 

NATIVIDAD._ ¿Y qué? Si no es cierto.

ALEJO._ Creen que fui yo quien lo ha mandao a Ecuménico a que matara.

NATIVIDAD._ ¿Y por qué no lo han prendido a usté entonces? ¿No ve? Siempre cortando la piola por donde puede romperse. Si lo hubieran prendido a usté, usté no estaba encerrao ni una hora. Sobre que no es cierto, usté tiene pa darles el contramoquillo con la fuerza de los que mandan. Pero mi pobre Ecuménico ha venido a perder su amistá cuando más segura de-bía tenerla.

ALEJO.– Le repito que haré todo lo que pueda. 

NATIVIDAD._ El resultao me dirá de su empeño. Hasta mañana, don Alejo.

ALEJO._ Deje pasar unos días. 

NATIVIDAD._ Ni aunque no haiga nada nuevo, yo vendré. ¿En qué mejor cosa puedo andar?

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ACTO TERCEROCUADRO SEGUNDO

[Están celebrando la liberación de Ecuménico con algunos amigos que eventualmente se retiran]

El último en hacer mutis es Ladislao. Natividad y Ecuménico quedan solos. La madre se sirve un vaso de vino, se sienta, observa al hijo, que se ha quedado ensimismado, y luego se bebe el vino, en dos sorbos, para volver a observarlo.

ECUMÉNICO._ (Como si continuara una conversación y con una sonrisa que parece definirlo.) La policía es como las comadres, como las viejas chismosas del barrio: no sabe nada más que lo que los charlatanes dicen. La policía no sabe nada. Y los jueces saben la mitá de lo que sabe la policía.  

NATIVIDAD._ (Sin hacer caso de lo que dice Ecuménico.) Estuve en casa de don Alejo, ¿sa-bés? Vengo de ahí.

ECUMÉNICO._ ¡Meta indagaciones! Total, ha tenido que darme la libertá por falta de pruebas. Y la falta de pruebas es prueba de inocencia. ¿No es verdad, vieja? 

NATIVIDAD._ Sí, mi hijo.

ECUMÉNICO._ A los hombres de una sola pieza no se los reduce con dispertarlos del sueño. Si les dieran pa chupar, todavía... ¿no es verdad, vieja? 

NATIVIDAD._ Ahá.

ECUMÉNICO._ Lo que es yo, ni con vino... (Una larga pausa, después de la cual se acerca a Natividad y no obstante, lo que le va a decir, acentúa la sonrisa.) Vieja: los eché a todos por-que estaba tentao de hacer una macana... Quiero decírselo a usté sola. (Toma una silla y se sienta junto a la madre, dando la cara al  público, al revés de ella, que da el perfil. Luego de otra pausa, en voz baja.) Lo maté yo. 

NATIVIDAD._ (Con estupor.) ¿Qué decís?

ECUMÉNICO._ Yo tenía que lavarlo a don Alejo. 

NATIVIDAD._ ¿Lavarlo? ¿Vos? ¿Y de qué tenías que lavarlo?

ECUMÉNICO._ El dotor, el dotorcito ése le disfrutaba la mujer a don Alejo. 

NATIVIDAD._ ¡Algún cuento!

ECUMÉNICO._ Yo lo vi. 

NATIVIDAD._ ¿Lo vistes?

ECUMÉNICO._ Como si lo hubiera visto. ¡Vi toda la mugre! NATIVIDAD._ ¿Y qué tenías que hacer vos en todo eso?

ECUMÉNICO._ Era don Alejo, se trataba de don Alejo. ¿Iba a dejar yo, que lo sabía, que su nombre se revolcara en la inmundicia? ¿Podía permitir yo que a un hombre de su temple, con quien sabe cuántos años de coraje encima, un alversario torcido y una hembra vacía lo hicieran hocicar? ¿Le parece, mama? Ya había algún que otro correligionario que hablaba bajo y chismeaba al retorcerse el bigote. Usté sabe, vieja, que yo me le había distanciado a don Alejo. Se me revolvían las tripas al pensar que estaba trabajando con un... Yo era su hombre de confianza y no podía traicionarlo. Un día campanié al dotorcito y lo sorprendí con esa pobre infeliz. Y me jugué entero. Total, vieja, yo pensé que esa es mi ley, y lo mismo me daba jugarme en esa ocasión que en cualquiera otra por asuntos de comité. No soy hombre pa aguantar una beyaquería como ésa. (Un largo silencio, Ecu-ménico espera una palabra de aprobación de su madre. Viendo que no llega, se da vuelta para buscarle el parecer en los ojos.) ¿Hice mal, vieja? 

NATIVIDAD._ Yo no te puedo jujar, mi hijo.

ECUMÉNICO._ Sí puede, vieja. Usté sabe que pa mí la vida es una pelea: tengo que matar o dejar que me maten. NATIVIDAD._ Eso es verdá.

ECUMÉNICO._ ¿Y entonces, vieja, por qué dice que no puede jujarme? He querido lavar a un hombre como don Alejo, por quien he peliau siempre. ¿Ta mal? Lo estaban traicionando en lo más sagrao que le queda: su mujer, esa mujer a la que quiere como a un ángel. Yo no podía saberlo y dejarme estar como un maula y un deslial. He matao pa que no matara él y se le destrozara el corazón sabiendo que su mujer lo engañaba... con ese botarate. Dígame, vieja: ¿hice mal? Dígamelo sin tapujos. 

NATIVIDAD._ Si yo fuera hombre, hubiera hecho lo mismo.

ECUMÉNICO._ (Conmovido, acaricia, sin mirarla, la cabeza de su madre.) Gracias, mama. ¡Qué suerte, vieja, tener una madre como usté! Porque usté me comprende, vieja, como un hombre comprende a otro hombre. La vida hay que jugarla así. (Esconde la cabeza en el seno de la madre y cae en su primer derrame de lágrimas. Luego de una extensa pausa, Ecuménico pa-rece recobrarse de su extraña emoción, se incorpora, se pasa la mano por la cara, después por el pelo, en seguida se arregla el pañuelo que lleva anudado al cuello, sacude su pantalón y va a servirse vino. Al comprobar que no queda ya en la damajuana, se bebe las gotas que hay en el fondo de su vaso, se acerca a la madre y le da una palmada en la cara, como una expre-sión de ternura a un amigo entrañable).

ECUMÉNICO._ ¡Vieja linda!

NATIVIDAD._ Tás muy lisonjero.

ECUMÉNICO._ Usté sí que comprende la vida como un varón. Usté es mi madre, pero la siento como si fuera mi padre también. 

NATIVIDAD._ Tal vez no más tengas razón. Vos sabés que quiero a tu hermano Pancho como si fuera una hija, la hija que no he podido tener.

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ECUMÉNICO._ (Después de una nueva pausa.) Ahora que usté ya sabe todo lo ocurrido, no quiero que inore lo que va a ocurrir. Mañana... Bueno, mañana no, porque es primero de año y quiero que lo pasemos juntos, pero pasao mañana me presentaré a la policía pa darme preso. “Aquí estoy. Yo he matao al dotor Ordóñez. Hagan lo que quieran”.

NATIVIDAD._ (Asustada y asombrada). ¿Tás loco?

ECUMÉNICO._ ¡Qué voy a estar loco, vieja! ¡Si sabré yo lo que tengo que hacer! 

NATIVIDAD._ Eso que decís es una locura. ¿Me entendés?

ECUMÉNICO._ Tengo que hacerlo.

NATIVIDAD._ La justicia tiene castigada a tanta gente inocente. ¿Qué puede importarle que vos andes libre?

ECUMÉNICO._ ¿Ve? Ahora ya no me comprende. 

NATIVIDAD._ “He visto toda la mugre”, has dicho. Si es así, lo has matao porque era un canaya.

ECUMÉNICO._ ¿Y de ahí? ¿Qué tenía que ver yo que fuese un canaya? Yo no soy don Alejo. Que lo matara él, hubiera estao bien, pero no yo, vieja.

NATIVIDAD._ ¿Sabés que es verdá que no comprendo? Reciencito querías que te jujara. Te ali-vié la conciencia diciéndote que si fuera hombre, hubiera castigao lo mismo que vos, la felonía del dotor Ordóñez. ¡Y ahora salís con que no tenés nada que ver con la mala ación de ese mala entraña! Y si no tenés nada que ver, ¿por qué lo has matao? Esplicáme, ¿querés?

ECUMÉNICO._ No sé si podré, vieja, porque tengo como un tambor en la cabeza. Yo sé que tenía que castigar al badulaque ése, que humiyaba a traición a un hombre entero como don Alejo, por-que no era bastante hombre pa hacerlo de frente. Esa mujer no es nada mío, para cuando enga-ñaba a su marido, me distancié don Alejo. No podía servirlo ya como lo había servido siempre. Me pareció que un hombre no podía servir a otro emporcao por una mujer. ¿Me comprende, vieja? Miraba a don Alejo y le veía monos en la cara. Y no sé quién, que estaba siempre a mis espaldas, me decía: “¿No ves que es un castrao?”. Seguir cerca de él, sabiendo lo que le pasaba, hubiera sido una traición. El dotorcito ése – ¡mal parido! – me puso en el trance de traicionar adon Alejo. ¡Traicionarlo yo, vieja! Usté sabe que no soy una taba, que puede caer de un lao o de otro. Yo caigo en lo que caen los hombres, ni aunque me espere el degüeyo a la vuelta de una esquina. Tenía quedarle su merecido. No pensaba matarlo. Digo la verdá. Quería darle un escarmiento no más. Pero uno propone y las cosas disponen. Me maltrató, quiso manosiarme... Me yamó cobarde, justamente cuando yotaba maniándome por contener mi arma. ¿Qué iba a hacer? (Pausa.) Total, que ando ahora con una muerte que tengo que pagar.

Empieza a pasearse.

NATIVIDAD._ (Observa a Ecuménico y luego se le acerca, resuelta.) Mirá, Ecuménico: vos sa-bés que soy una mujer templada a todos los fuegos. He enterrao los he acompañao al cemen-terio al cementerio y antes de que les dieran sepultura les he mirao la cara muerta, como se mira un retrato. Si alguna vez he rogao a Dios, no ha sido pa pedirle que tuviese piedá de mí,

sino de los demás. Pero ya no soy la de antes. Ahora empiezo a verlo. Toy vieja y me tengo lástima de verme afligida por tu suerte. No me resino a verte privao de tu libertá. No quiero morirme sin tenerte a mi lao. Y no me atrevo a pedírselo a Dios, de miedo a que quiera casti-garme por lo dura y soberbia que he sido toda la vida con el dolor. Prefiero pedirte a vos la mercé de que te quedés junto a mí, pa que seas vos quien me cruce las manos, cuando los ojos se me haigna cerrado pa siempre. Tenés bien ganada tu liberatá, Ecuménico. ¿Me lo prometés? No, no miré spa otro lao. Mirame a mí, derecho a los ojos. Si tenés coraje pa decir que no, no andés con vueltas.

ECUMÉNICO._ Pero, ¡si yo he matao, vieja! No quiero una libertá que me esté quemando los pies dondequiera que ande. 

NATIVIDAD._ ¡Esas son pamplinas!

ECUMÉNICO._ ¿Pamplinas? Usté no comprende. Es inútil. Usté no comprende. ¿No ve que me achica la vida? Encerrao, aunque fuera pa siempre, no hay hombre que se me iguale en cora-je, en lialtá, en honradez. Detrás de las rejas, hasta la osamenta de Ordóñez se levantaría pa darme la mano.

NATIVIDAD._ Pero me moriría yo sin dártela. Me iría de este mundo pensando que en algún otro pecho de mujer has hayao esas cosas que te apartan de mí como de una vaca abichada. No lo harás, ¿verdad? (Transición.) ¡A ver, che! Vení pa acá. (Se sienta y lo obliga a Ecuménico a hacer lo mismo, en el suelo. Este la obedece como una persona mayor, precisamente como un ni-ño. Tenés un montón de pelo blanco escondido. Parece un pedazo de piola. ¡Mirá! ¡Tenés no más la cicatriz! ¡Y bien grande! Cuando vos eras muy mocoso, tu padre, que había subido al techo del rancho, pa arreglarlo porque tenía unas goteras grandotas, dejó caer una teja que fue a herirte en la cabeza. La sangre te salía a chorros. Te puse un trago de agua con sal y a duras penas conse-guí que dejara de sangrar la herida. Luego, cuando tu padre bajó, lo desafié a pe-liar. Como no me hizo caso y se reía, le tajié la cara, con la misma teja con que te había herido. Desde ese día me tuvo como miedo, ¿sabés? (Pausa.) ¿Me oís Ecuménico?

ECUMÉNICO._ Sí, vieja, la oigo, y me parece otra 

NATIVIDAD._ Yo misma me parezco otra. (Continúa examinándole el pelo.) Y vos parecés otro también. Como un cabayo brioso, pero cansao. Te miro las crines y el pescuezo y las orejas y el hocico, y me parece que es la primera vez que te veo. Necesito verte parao pa reconocerte, mirarte la estampa pa saber que saber que mi hijo. De a pedazos, sos como de otra leche.

TELÓN FINAL