Últimos avatares de don Pepe Martínez -...

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eso lo dejó y tuvo otros desplantes terribles: en sus euforias solía que- mar coches o casas del pueblo, que siempre resultaban de algún em- pleado de la hacienda. Don Pepe indemnizaba a cada uno de los afectados y sólo porque había llagado al Chueco a cinturonazos luego de que quemó la casa de máquinas, como era su costumbre educar, fue el único a quien su hijo no dobleteó la maldición del “bautizo de fuego”, como llamaba a sus pirotecnias. En sus depresiones, el Chueco invariablemente firmaba una prome- sa de compraventa por la herencia que, suponía, su padre le daría, manejaba hasta algún prostíbulo, pagaba dos putas por turno, tres turnos por día, y siete botellas de whisky por semana. Su plan: “Ca- balgar hasta la muerte en una yegua y con una botella”, según sus propias palabras. Pero aquel ambicioso proyecto se vería frustrado, en las distintas ocasiones, por alguno de los siguientes motivos: uno, porque las prostitutas mismas se compadecían de él y lo alimentaban, lo que prolongaba su vida, hasta que al- guna pájara contactaba a su familia y lo rescataban; dos, porque él, hijo del mis- mísimo diablo, aguantaba vivo hasta ter- minar con su capital, y regresaba al hogar paterno como el hijo pródigo de las Sagradas Escrituras; tres, porque po- co tardaba don Pepe en dar con el pute- ro en el que estaba su hijo, fuera en una de sus visitas regulares o expresamente buscándolo, ya que entonces había po- cos en todo el estado. 15 EstePaís cultura Últimos avatares de don Pepe Martínez JORGE DEGETAU Todas las historias que pretendan estar completas deben contener la narración, así sea breve, de algún viaje trágico. No- más por eso, esta historia comienza en el momento en que don Pepe Martínez lle- vaba a su hijo Miguel, alias El Chueco, a los Estados Unidos, con el objeto de che- carle la locura. El Chueco no nació malo, como mur- muraban los del servicio de la hacienda, siempre faltos de memoria, sino que a los veinte años justos de ser una persona nor- mal comenzaron a darle sus “desparra- mes”, según decía don Pepe. El primer ataque grave de euforia, mismo que con- venció al doctor Ramírez —médico veteri- nario de la hacienda, que igual trataba reses que personas a falta de otro doctor en las cercanías—, se dio cuando el Chue- co, hasta entonces Miguelín, incendió la casa de máquinas. —Pues nomás se me ocurrió de pronto —dijo entre carcajadas locas y como justi- ficación cuando lo sacaron por la parte trasera del recinto, ya que comenzó a prender fuego desde la puerta hacia aden- tro, atrapándose, y tuvieron que romper el muro de adobe para salvarle la vida. Tres días después de este incidente, don Pepe llevó al Chueco a Houston, donde el doctor Hepkins, amigo suyo desde que estudió la ingeniería en Colo- rado hacía cuarenta años, le diagnosticó maniaco-depresión al hijo que dejó de ser Miguelito para convertirse en “el pinche loco”, y lo mandó de vuelta a la hacienda de Santa Engracia, Tamaulipas, con un medicamento capaz de oxidar trenes. Claro que ex-Miguel nunca fue regular en la ingesta de su fármaco. Decía que cuando lo tomaba, las muchachas del ser- vicio ya no querían acostarse con él. Por

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eso lo dejó y tuvo otros desplantes terribles: en sus euforias solía que-mar coches o casas del pueblo, que siempre resultaban de algún em-pleado de la hacienda. Don Pepe indemnizaba a cada uno de losafectados y sólo porque había llagado al Chueco a cinturonazos luegode que quemó la casa de máquinas, como era su costumbre educar,fue el único a quien su hijo no dobleteó la maldición del “bautizo defuego”, como llamaba a sus pirotecnias.

En sus depresiones, el Chueco invariablemente firmaba una prome-sa de compraventa por la herencia que, suponía, su padre le daría,manejaba hasta algún prostíbulo, pagaba dos putas por turno, tresturnos por día, y siete botellas de whisky por semana. Su plan: “Ca-balgar hasta la muerte en una yegua y con una botella”, según suspropias palabras. Pero aquel ambicioso proyecto se vería frustrado,en las distintas ocasiones, por alguno de los siguientes motivos: uno,porque las prostitutas mismas se compadecían de él y lo alimentaban,lo que prolongaba su vida, hasta que al-guna pájara contactaba a su familia y lorescataban; dos, porque él, hijo del mis-mísimo diablo, aguantaba vivo hasta ter-minar con su capital, y regresaba alhogar paterno como el hijo pródigo delas Sagradas Escrituras; tres, porque po-co tardaba don Pepe en dar con el pute-ro en el que estaba su hijo, fuera en unade sus visitas regulares o expresamentebuscándolo, ya que entonces había po-cos en todo el estado.

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Últimos avataresde don Pepe MartínezJ O R G E D E G E TAU

Todas las historias que pretendan estarcompletas deben contener la narración,así sea breve, de algún viaje trágico. No-más por eso, esta historia comienza en elmomento en que don Pepe Martínez lle-vaba a su hijo Miguel, alias El Chueco, alos Estados Unidos, con el objeto de che-carle la locura.

El Chueco no nació malo, como mur-muraban los del servicio de la hacienda,siempre faltos de memoria, sino que a losveinte años justos de ser una persona nor-mal comenzaron a darle sus “desparra-mes”, según decía don Pepe. El primerataque grave de euforia, mismo que con-venció al doctor Ramírez —médico veteri-nario de la hacienda, que igual tratabareses que personas a falta de otro doctoren las cercanías—, se dio cuando el Chue-co, hasta entonces Miguelín, incendió lacasa de máquinas.

—Pues nomás se me ocurrió de pronto—dijo entre carcajadas locas y como justi-ficación cuando lo sacaron por la partetrasera del recinto, ya que comenzó aprender fuego desde la puerta hacia aden-tro, atrapándose, y tuvieron que romper elmuro de adobe para salvarle la vida.

Tres días después de este incidente,don Pepe llevó al Chueco a Houston,donde el doctor Hepkins, amigo suyodesde que estudió la ingeniería en Colo-rado hacía cuarenta años, le diagnosticómaniaco-depresión al hijo que dejó de serMiguelito para convertirse en “el pincheloco”, y lo mandó de vuelta a la haciendade Santa Engracia, Tamaulipas, con unmedicamento capaz de oxidar trenes.

Claro que ex-Miguel nunca fue regularen la ingesta de su fármaco. Decía quecuando lo tomaba, las muchachas del ser-vicio ya no querían acostarse con él. Por

En uno de estos intentos de suicidio, el Chuecovendió por enésima vez su herencia y todos los tima-dos de toda la historia de ex-Miguel, a los que donPepe negaba cualquier forma de pago, se congrega-ron frente a la Casa Grande y a punto estaban decomenzar una segunda Revolución cuando el hacen-dado salió por la arcada principal, con la camisaarremangada, y repitió la escena tan recordada en laque, según contaban los arrieros más viejos, se en-frentó con un hato de vándalos hacía mucho tiempo,durante el 14, gesto por el que conservó la ahora fa-mosa Hacienda de Santa Engracia, punto de reu-nión de ricos y famosos, gringos y mexicanos. Elaire pegaba recio y meneaba el fogonazo de las an-torchas cuando salió don Pepe, despeinado y a me-dio vestir, sin la menor prestancia y como si elviento no lo tocara; bajó las escaleras hasta quedar amedio metro del primero del grupo, y echó dos ba-las al cielo negro. Luego les dijo:

—Manojo de pendejos: ¿Cómo adivinan que le de-jaré cualquier cosa a nadie? Váyanse a dormir quemañana madrugamos.

Todos se callaron, bajaron armas y antorchas, y si-guieron las instrucciones de su amo diciendo, quedo:“Buenas noches, patrón”, mientras ladeaban sus som-breros de paja con las cabezas gachas.

Don Pepe ya se retiraba cuando una de las revolto-sas tiró su antorcha, corrió a alcanzarlo y, medio arro-dillada, le besó el anillo de graduado.

Después de ese incidente don Pepe decidió llevaral Chueco una vez más con el doctor Hepkins, paraque éste, como decíamos, le checara la locura.

Iban trepados en el carro grande de don Pepecuando llegaron a la frontera. Ex-Miguel dijo, al ver alos policías fronterizos: “¡Para, para!”, y al estar com-pletamente detenido el automóvil, el Chueco salió yse echó a correr hacia dentro del territorio nacional.Iba gritando: “Traidor, traidor”, mientras se alejabasobre la carretera de ida y vuelta, hasta que paró a untráiler, se subió y desapareció entre la nopalera.

Don Pepe, quien ya había pagado la consulta y lareservación del Ritz, cruzó la frontera y se siguió defrente hasta Houston.

Al día siguiente, el doctor Hepkins y don Pepe seencontraron, como de costumbre, en el club de tiroque estaba en la interestatal 56. Apostaron una bote-lla de escocés, que se bebieron mientras la jugaban y,al final, don Pepe pagó por todo, incluidos el perrodel tendero y los cristales de la torre de vigilancia,que fue a lo que dispararon ya borrachos. Quedaronde verse al día siguiente en el hospital para que donPepe aprovechara el pago del estudio, por consejodel doctor.

—Let’s just check —dijo el médico.Dos mañanas visitó don Pepe el hospital para cu-

brir todos los estudios, que guió el doctor Hepkins;dos tardes, el club de tiro de la interestatal 56; y dosnoches, la casa de miss Sunshine, con fines, segúnmíster Hepkins, bien curativos, hasta que al tercer díaestuvieron listos los resultados.

—No good news —dijo el gringo al entrar, y se sen-tó para decir “cancer” como sólo pueden decir cáncerlos gringos.

Hepkins dijo “pancreas” y otras vicisitudes técni-cas, y remató con:

—Nothin’ to do.Don Pepe lo invitó al día siguiente a repetir la jor-

nada de tiro, antes de partir de vuelta al rancho.Arreglaron los detalles, se dieron la mano y, cuandodon Pepe iba saliendo, el doctor Hepkins agregó, consu educado español:

—¡Mister Martínez! El estudio también dice quetiene usted una resaca terrible.

Don Pepe se despidió sin hablar, moviendo elsombrero charro con la mano, y no paró de reírsehasta salir andando del pasillo. El ruido de sus espue-las quedó inerme en las paredes blancas.

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Cuando don Pepe regresó a México llamó a susdoce hijos, y con el mensaje mandó una nota para lasmujeres:

—Huercas: si van a llorar, mejor ni vengan.Se juntaron en la Sala de Trofeos y les dijo, textual-

mente:—Me quedan tres —cosa que luego generó mucha

incertidumbre y nadie sabía, ni se atrevía a preguntar,si eran tres días, semanas, meses o años.

Al terminar, salió hacia Rugoso 105, su casa chica,dejando a sus hijas con lágrimas en los ojos y a sus hi-jos sacando cuentas de su parte de la fortuna, que secalculaba en un total de treinta millones oro. En Ru-goso repitió el mensaje igual que antes, a sus ocho“pilones”, como les decía, mientras cargaba al menor,que tenía entonces dos años y que tiempo despuésmurió, como cinco más de sus hermanos directos, an-tes de los treinta y en medio de una gresca.

De allí don Pepe fue al bar del pueblo, invitó quin-ce rondas seguidas a todos los comensales, que eran,sin excepción y como en cualquier establecimiento acincuenta kilómetros en rededor, empleados directoso indirectos suyos, y regresó a la hacienda solo, con lapistola desenvainada y cantando “Las tres Manuelas”,como habitualmente hacía.

A la mañana siguiente se paró de la cama, crudocomo desde siempre, pero también como en el prin-cipio de su vida intacto por la incomodidad, el sufri-miento o el dolor, y dijo:

—Vieja…Mascaba una idea como tabaco, y por eso tardó al-

gunos segundos en decir el resto.Aquella mujer de don Pepe no era la original. O, a

mejor decir, era la segunda original. La primera se ha-bía muerto de cáncer hacía quince años y fue en sutiempo, además del Presidente, la única persona aquien el hacendado podría hacer caso. Todos le de-cían Tía Tula, incluso sus hijos y el servicio de la casa.Sus ramas genealógicas —tanto la paterna, los Pérez-Cervantes, como la materna, los Revillagigedo, des-cendientes del quincuagésimo tercer virrey de laNueva España— eran de mexicanos de abolengo aquienes el mal tino de Santa Anna había vuelto grin-gos, pues al fraccionarse la patria habían quedado aquinientos kilómetros al norte del Río Grande en unindiviso llamado Verdemar, justo en medio de la masacontinental. Tras la maniobra de Su Alteza Serenísima,los yanquis, que pronto invadieron lo que ahora esColorado, bien educados como suelen ser con la no-bleza foránea, respetaron las pertenencias de la familiaPérez-Cervantes y hasta los incluyeron en su sociedad,cosa que no resultaría pues toda la familia seguiría di-ciéndose mexicana y hablando sólo en español.

—Porque esto es México —decían.Don Pepe y la Tía Tula se conocieron en la univer-

sidad. Contra su voluntad, él la raptó al terminar losestudios de Ingeniería, dejando los de ella inconclu-sos, la llevó hasta el rancho que manejaba desde lamuerte de su padre, que había ocurrido cuando donPepe apenas tenía trece años, y allí la hizo matriarcade la Casa Grande. Se casarían luego de vivir dosaños en amasiato, y no fueron por ella sólo porquedon Pepe amenazó al padre de doña Tula diciéndole:

—Ésta es mía y quien se meta con ella sale baleao.La segunda mujer de don Pepe era, cuando vivía la

Tía Tula, su amante. Formaba parte de la clase mediadel pueblo, lo que significa que su padre era el mayo-ral. No tuvieron hijos porque ella era infértil, y fue eseatributo el que hizo que don Pepe se decidiera a pe-dirle matrimonio a los pocos meses de quedar viudo.

—Ya no quiero hijos: ¡quiero perros! —decíacuando le preguntaban sobre su descendencia. Peroal poco de que la amante estrenó su puesto de segun-da mujer, y de que quedó vacante el puesto de aman-te, don Pepe montó Rugoso y metió a la Potranca,una joven recién contratada como nana para los nie-tos. Venía de los Altos de Jalisco, era güera ojiazul,muy bonita y medio bruta, lo que la convertía en laamante perfecta. También era fértil, razón por la quedon Pepe tuvo hijos, no perros.

De todo esto tenía noticia la segunda esposa, y losabía tan bien que llevaba escritos los detalles de lasvisitas, como por ejemplo, de la que don Pepe habíarealizado la noche anterior a su casa chica al terminarde decirles a sus primeros doce hijos que lo acababande desahuciar.

La segunda esposa, que siempre sería la segunda,pensaba en eso cuando oyó el “Vieja…” de don Pepe,quien hiló ideas y terminó la frase:

—…voy a medirme el lomo. Llama al ebanero deVictoria.

El plan con el ebanero era simple: tomarse medidaspara revisar la realización de su propio ataúd. DonPepe, con una inexplicable veta de emperador egip-cio, quería dedicar sus últimos “tres” a supervisar la

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hacedura de la caja en la que sería devorado por losgusanos. El ataúd debía hacerse a la medida y sin re-miendos metálicos como chinches, clavos o escua-dras, ni externas ni internas, sino sólo con maderapura de zapote negro, oriundo de las serranías pró-ximas. Justificó que fuera de ese material:

—Pa no flotar en las lluvias —que en años ante-riores habían barrido el cementerio, llevándose losataúdes de pino o cedro como si fueran canoas in-dias. Entre los navegantes estuvieron los padres dedon Pepe, cuyos restos no fueron hallados nunca.

Con su ímpetu ingenieril, don José Martínez tuvoel descaro de sentarse a diseñar, garabateando, loque sería su caja mortuoria, y pasó casi tres semanassin salir de la carpintería, donde estuvo con el mejorebanero de la capital del estado explicándole cómodebían hacerse las cosas y “probándose el ropaje demuerto”, como diría luego en una fiesta.

Según corroboró el ebanero cuando la caja estabacasi lista, a don Pepe le gustaba meterse para ver sientraba bien, si no estaba muy apretado, si olía aaserrín negro. También testificó que durante todaslas noches que pasaron trabajando juntos en la car-pintería, don Pepe prefirió dormir adentro de la cajaque en el catre improvisado.

—Así me voy acostumbrando —decía entrecomi-llando la frase con dos risillas de adolescente.

Mientras tanto, los hijos Martínez prometieron, acachos, sus partes de la herencia: unos la jugaron enel bar “La espuela y el fusil”, mientras que otros co-menzaron remodelaciones de sus casas. El Chuecovendió de nuevo su parte, pero esa vez lo hizo a trespersonas distintas: al mayoral, a la Potranca y a uno

de sus hermanos. Luego, y como de costumbre, partiópara morir con la yegua y la botella, y todos estabantan ocupados que nadie reparó en su ausencia hastaque don Pepe, cuando parecía que no saldría vivo dela carpintería, cumplió la tercer semana justa de quedio la noticia, y regresó a la hacienda más vivo quenunca. Muchos estaban decepcionados.

El hacendado mandó instalar la caja al lado de sucama, continuó durmiendo en ella, ordenó los detallesde su entierro y, al enterarse de que todos sus hijos ha-bían prometido sus partes de la herencia, mandó po-nerle agarraderas de oro al ataúd para que no viajaraen carreta hasta el cementerio, sino en las manos desus queridos críos, quienes habrían de cargarlo los cin-co kilómetros que separaban el casco del enterradero.Esto, a las tres de la tarde del verano tamaulipeco.

—Pa que se chinguen —les dejó escrito en una carta.Las siguientes tres semanas, don Pepe se reunió con

la secretaria que le había elegido su primera mujer,una señora que ya era vieja hacía treinta años, cuandocomenzó a trabajar para el hacendado, y que no dabavisos de haber sido bella nunca. Era soltera, rigurosa-mente virgen, usaba unos anteojos que debían pesarmás de medio kilo, olía a libro viejo y mojado, y era laeficacia andando. Durante ese lapso, don Pepe y la se-cretaria —la única mujer del pueblo a la que no habíatocado nunca, ni en las pompas ni borracho— se en-cargaron de organizar las fiestas del 19 de marzo,cuando se celebraba el aniversario de la hacienda. En-tonces eran principios de junio, y las tres semanas queduraban las celebraciones no habían pasado hacíamucho, pero don Pepe decidió adelantar las del añoque seguía:

—Pa despedirme.Mandaron traer a los toreros para las corridas de no-

villos, visitaron el lienzo charro para revisar las gradas yarreglarlas a la brevedad, calendarizaron las peleas degallos y establecieron las apuestas mínimas. Además, in-

vitaron a la familia que vivía en la capi-tal, a los amigos gringos de Colorado,Boston y Texas —entre los que estabael doctor Hepkins— y a la parentela deMonterrey y Ciudad Victoria. Se arre-glaron las treinta y dos habitaciones, seconstruyó un ala nueva con diez cuar-tos más en el tiempo récord de trecedías, y se mandó pintar la arcada con laleyenda que ordenó el patrón:

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—Buen viaje, José Martínez.La gente llegó poco a poco, como siempre, y no se fue

sino hasta muchas semanas después. Don Pepe los reci-bía en la entrada, y les decía que su visita era el mejorregalo de despedida que podían darle. Sin humor, muyserio, agregaba:

—Ya me alcanzarán en el Infierno —pero todos reían.Comenzaron las carreras de caballos, los ríos de “be-

berecua”, como le decían a la bebida, y la música infati-gable (presumiblemente, había tres grupos de música ala vez: marimba o mariachi o banda o cuerdas o cual-quier otro). Don Pepe se negó a recibir siquiera la menorretribución económica de sus amigos millonarios, yan-quis o mexicas, y, como siempre, no cobró un peso, ni si-quiera a los teporochos a los que atrajo el ruideral.Financió la feria, en la que jugaron y comieron todos,empleados e invitados, y durante semanas la actividadeconómica del rancho se relegó para biendespedir al jefe.

Los que lo vieron cuentan que don Pepe realizó unade las misiones para las que había nacido. La anécdotatiene cola: muchísimos años atrás, cuando aún vivía laTía Tula, don Pepe, borracho-perdido, se trepó al que

fue su caballo favorito, el Apostador, un árabe dedoscientos cincuenta mil dólares, subió, primero, losdiez escalones que conectaban la calle con el nivel dela Casa Grande, tres metros por encima, y luego in-tentó treparse con todo y caballo a la mesa de caobaque estaba en el comedor principal, donde cenabanunos gringos riquísimos, pero la Tía Tula gritó de talmodo que el caballo mismo retrocedió. A don Pepese le bajaron las copas y dijo:

—Discúlpeme, señora.Luego se bajó del Apostador, el cual tenía la pecu-

liaridad de andar solo hasta su caballeriza, se sentó ala mesa, cenó y, al terminar, se levantó, pidió discul-pas nuevamente y se fue a la cama muy apenado. Co-mo puede verse, la Tía Tula era la única en meterloen orden.

Pero en su fiesta de despedida la Tía Tula no seopuso, así que don Pepe repitió la hazaña, escalandocon otro caballo árabe, Consentido de nombre, las es-caleras que llevaban a la Casa Grande, y luego la me-sa de caoba, donde se servía un pozole que tuvo queser retirado para dar paso a la proeza. El rancheromaniobró al caballo que, a tientas y a brincos, logrósubir a la mesa. Ya arriba, ambos bailaron como si setratara de una exposición equina, y la afición embra-veció de tal modo que el caballo, emocionado o em-brutecido, reparó hasta tocar con la pezuña las vigasdel techo.

Las fiestas siguieron durante varias semanas. Even-tualmente, casi todos los invitados tenían que partirpara cumplir con alguna obligación, y la rotación re-novaba el ambiente festivo. El único que parecía noirse nunca era el hacendado, que atendía a todos congusto de hostalero recién lavado. No negó un brindis,o una apuesta, y al poco se sospechó que no estabadesahuciado y que había dado el pitazo nomás paratener pretexto y festejarse, que era, desde siempre, suactividad favorita. Al propagarse un rumor de esa ca-laña entre la festividad, don Pepe murió.

Justo cuando parecía que el regocijo no tendría fin,al punto de cumplir el tercer mes desde que don Pe-pe recibió la noticia, y casi a la sexta semana de fiestaininterrumpida, justo un día después de trepar alConsentido a la mesa de caoba, el anfitrión pidió per-miso, se levantó de donde estaba —que era la mesapreparada para sus empleados, con quienes depar-tía— y se fue a su cuarto con el pretexto de dormir. Ala mañana siguiente lo encontraron aún erguido, perode bruces contra el espejo que estaba frente a su es-cusado, tan frío y tieso como su revólver y con la otrapistola desenvainada y todavía en la mano, como sisiguiera orinando. El Chueco fue el primero en en-contrarlo, y ya le iba a prender fuego por el pantalón

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cuando la segunda esposa llegó y entrambos lo metie-ron, con sobrado esfuerzo, en el ataúd, que estaba apocos pasos. Luego se llamó a todos los hijos, se di-fundió la noticia y se arreglaron los preparativos.

Durante la misa de cuerpo presente, el cura hablóde las virtudes cristianas de don Pepe:

—La generosidad, la generosidad y la generosidad—dijo solamente.

El resto de la homilía trató sobre su impresión de lacantidad de gente que había. La concurrencia, queestaba constituida por el pueblo entero más los visi-tantes de Texas, Monterrey, Colorado, Ciudad Victo-ria, Boston y la capital nacional, debía sumar más dedos mil personas, todos los cuales intentaron caber enla Capillita de la Natividad, diseñada para meter a lafamilia Martínez, de no más de cien unidades.

Los mejor vestidos fueron los bostonianos, que sedistinguían de los regios por no llevar hebilla. Lasmás llorosas no fueron las hijas, como habría de su-ponerse, sino las ex nanas de don Pepe, que aún vi-vían y a las que el difunto había pagado su pensióndesde hacía cuatro décadas; eran cinco. La segundaesposa y la amante compartieron la primera banca,así como los hijos de la Tía Tula y los de la Potranca,que rellenaban las cuatro siguientes. El Chueco, quefue secretamente el hijo favorito de don Pepe, luegode intentar prenderle fuego al cadáver de su padrelloró desconsoladamente sobre el hombro de una delas sirvientas más jóvenes y, terminado el entierro, sela llevó a vivir a su casa, donde hizo el primero decinco lindísimos críos, ninguno de los cuales salió en-fermo como él.

Terminada la misa, la concurrencia esperó a que ce-rraran el ataúd del hacendado, para que saliera comonovia recién casada, pero la caja no cerró en el primerintento y podía deberse sólo a dos motivos: que la ca-ja se hubiera encogido, cosa poquísimo probable, oque don Pepe, en su último mes y medio de vida yfiesta, hubiera engordado lo suficiente como paraobstruir el cierre de la tapa. Ocho se tuvieron que su-bir a la caja de zapote negro, mismos que debieronsaltar al ritmo para que el cuerpo cediera y se acopla-ra a la cuadratura de la eternidad. Cuando cerró, elmecánico del pueblo ya había traído su herramienta,así que aseguró la caja con tachuelas, clavos y chin-ches, y hasta utilizó una escuadra para impedir que sefuera a salir el difunto. El ataúd parecía remiendochino cuando lo sacaron entre los sinceros llantos delpueblo, acostumbrado a querer sin medida a quien lotrata más duramente.

Era el mediodía de un día cualquiera del que to-dos recordarían como el verano más caliente enSanta Engracia. Los ocho primeros hijos comenza-ron cargando a su padre, cada uno agarrado de unade las agarraderas y todos bien ladeados en direc-ción opuesta a la del peso. A los pocos minutos yaestaban sudando a chorros, y el Chueco incluso yase había ampollado ambas manos. Entonces hicie-ron el primero de tantísimos cambios que duró elrecorrido de cinco kilómetros.

—Pa que se chinguen —parecía que aullaba el ve-rano.

Al poco de abandonar la capilla, el caballo blancode don Pepe, su Consentido arabesco, emparejó a ga-lope a la procesión y se puso al frente del cortejo. Ibasin bridas ni estribos, enjaezado para la fiesta y sin ji-nete, y se quedó precediendo la fila, bailando comosólo hacía con don Pepe encima, avanzando de a po-co, hasta que llegaron al cementerio.

Nadie se atrevió a hablar frente al difunto, los hijosmismos le echaron la tierra al agujero y todo el mun-do se quedó callado e inmóvil, hasta que empezó allover con una de esas lluvias diáfanas que son el pro-ducto misterioso de nubes demasiado famélicas. To-dos regresaron a sus casas, conscientes de que aquellugar no podría ser el mismo jamás, y sólo el caballopermaneció en el cementerio, acompañando la prime-ra noche de muerte de su señor. ~

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