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IND I CE

Agradecimientos 9Introducción 11

1. Orgullo primate 152. Tramperos 273. Peinando canas 454. Sin mediar palabra 615. Asimé tricos 756. Charla entre bestias 957. Comunicació n prenatal 1158. Criando sirenas 1279. Pará sitos de puestas 14510. Drogas en el mundo animal 15711. Con el sudor de tu frente 17312. Amigos de lo ajeno 18513. Ladrones de ADN 19914. Animales okupas 20515. Presentes en el Reino Animal 21316. Sentimientos encontrados 23117. Descubriendo mitos 24518. Cazadores de dragones 261

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INTRODUCC ION

<<Fue en el verano del 95 cuando entré en contacto por prime-ra vez con el mundo de los zoológicos. Tenía 19 años de

edad, era estudiante de biología y los meses que pasé de prácticas en Aqualeón me marcaron para el resto de mi vida. Focas, leones ma-rinos, suricatos, tigres, macacos cangrejeros, chimpancés… Entonces entendí que quería dedicarme a eso.

Ese verano comencé una andadura profesional que me ha per-mitido conocer de cerca diferentes núcleos zoológicos, a veces traba-jando y a veces de prácticas, pero ese no fue el origen. Desde que tengo uso de razón he amado la Naturaleza, al igual que todas las personas a las que he ido conociendo y que han sido mi inspiración para este libro: Victoria, Iván, Natalia, Gabriel… y así una lista in-terminable.

Hoy soy consciente de la controversia que rodea a los zooló-gicos. ¿Es necesaria la cautividad? Lamentablemente sí. La repro-ducción en cautividad cumple un papel indiscutible en el futuro no de cientos, sino de miles de especies. El conocimiento adquirido gra-cias a las investigaciones en estos centros es la base de cada uno de los programas de conservación que se llevan a cabo. La formación de niños, adolescentes y profesionales de los animales estaría incom-pleta sin ella.

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La idea «Ni un animal en cautividad» parece bonita y lo es, pe-ro ponerla en práctica supondría uno de los mayores golpes que po-dría recibir hoy la Naturaleza.

Desde que comencé mi carrera me he dejado contagiar por la ilusión y entusiasmo de los profesionales que me rodeaban, disfru-tando de sus investigaciones y celebrando sus descubrimientos. Pue-de que por ese motivo una pequeña parte de mi tiempo la haya de-dicado siempre a la divulgación de su obra, intentando transmitir la pasión que a mí me producía leerla o escucharla. He sido cuidador, biólogo y conservador, pero también he sido monitor medioambien-tal, colaborador en programas de radio y hasta «explorador de la Na-turaleza» en un programa infantil de televisión.

Me habría encantado recorrer las selvas para estudiar, como ellos, el comportamiento de los bonobos. Tal vez lo haga algún día, aún hay tiempo, pero esta vez he querido recopilar y compartir sus ha-llazgos: singularidades, curiosidades y anécdotas sobre un mundo, el animal, que me apasiona, con la aspiración de hacerlos un poco más universales… y un poco más míos.

Quizá por ello haya mezclado, egoístamente, sus magníficas obras con pequeños retazos de mi vida.

Y es aquí donde comienza este libro.

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Posando orgulloso junto a un búho real. Mi estancia en Aqualeón fue el primer contacto

profesional que tuve con el mundo de los zoológicos.

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1ORGULLO PRIMATE

EL DÍA EN QUE DESCUBRIMOS QUE ÉRAMOS MONOS… ¡LLORAMOS!

Siempre me he considerado un poco animal. Cuando era pequeño me encontraba más cómodo paseando por el campo, observando la Na-turaleza, que con mis amigos. Siempre me he considerado un poco animal, no en el sentido despectivo de la palabra, sino en el sentido más biológico, aquel que te hace sentir parte de un todo, de un mun-do mucho más amplio que quieres conocer y con el que te identificas.

Bueno… creo que me he pasado un poco y he empezado dema-siado filosófico, cuando al fin y al cabo no era más que un niño curio-so, como otros muchos, que pasaba largas horas engañando a las arañas para que saliesen de sus agujeros en los muros y buscando a los sapos que se refugiaban en busca de humedad bajo las piedras. Lo cierto es que me sentía bien en los paisajes medio salvajes, medio urbanos en los que me movía, y no es que fuese antisocial (aunque quizá sí lo fuese un poquito), pero descubrir un nido lleno de gritones pollos hambrien-tos, o a una tranquila serpiente acuática soleándose sobre una roca me fascinaba, y para observar bien la Naturaleza… es preferible ir solo.

Supongo que, como nos pasa a todos, tardé algo de tiempo en entender que no todo el mundo pensaba igual que yo, y que no todos eran amantes de los animales ni disfrutaban tanto de esos encuentros

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en el campo. Luego descubrí que, a lo largo de los siglos, por algún motivo, el hombre había querido distanciarse del mundo salvaje para alzarse sobre él como una estructura independiente y todopoderosa.

Siempre creí que se trataba de una cuestión educacional. Por eso, cuando intenté explicarle por primera vez a mi hija Andrea (que por entonces contaba solo con unos pocos años de vida), que los hom-bres no éramos más que otra especie de mono… se me cayó el mun-do a los pies.

Aún recuerdo sus ojos como platos, sus pucheros y sus pataletas negando la evidencia.

—¡No somos monos! —lloriqueaba.—¡Déjala en paz! ¡No la chinches! —decía su madre, Marga, y

yo haciendo gala de mis escasas dotes empáticas con la especie hu-mana insistía:

—¡Que sí! ¿No ves que también tenemos manos para trepar? ¿Que aunque no tenemos tanto pelo somos casi iguales a los chim-pancés? —Y seguía así con multitud de argumentos.

Seguro que como docente no fue la más brillante de mis expo-siciones y, aunque es cierto que la situación me resultó bastante di-vertida, mi intención real no era reírme de ella, sino hacerle enten-der algo que para mí era importante: no somos ni más, ni menos, tan solo una parte más del mundo que nos rodea, con la obligación moral de asumir las responsabilidades de nuestros actos como especie.

ORGULLOSOS DE SER PRIMATES

Aún hoy creo que, aunque sin tacto, se lo estaba explicando bastan-te bien, pero que por su cabeza debían de pasar otros prejuicios que sin duda serían parecidos a los que esgrimen aquellos que rechazan la teoría de la evolución. Es escalofriante pensar que en pleno siglo xxi el 42 por ciento de la población estadounidense y el 11,5 por ciento de la española no creen en el proceso por el cual han evolucionado las

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especies, «La selección natural», y que mucha gente aún piensa que es una «teoría cuestionable».

La realidad es que no lo es.La evolución es un proceso lento, por lo que no se pueden hacer expe-

rimentos inmediatos con ella, pero es un proceso real basado en hechos de-mostrados.

Quizás este escepticismo sea la causa por la que aquellos que tra-bajamos en estrecho contacto con la Naturaleza y que estamos com-prometidos con la educación de las futuras generaciones, nos obli-gamos cada 24 de noviembre a celebrar el «Día del Orgullo Primate».

Ese día queremos hacer un reconocimiento al trabajo de los pa-leontólogos, geólogos y biólogos que han ayudado a descifrar nues-tros orígenes evolutivos, y que por otro lado nos han dado los argu-mentos para hacer llorar a nuestros hijos.

¿Y por qué lo celebramos el 24 de noviembre? Pues porque fue en esa fecha cuando se produjeron dos de los acontecimientos más importantes de la evolución. Fue en esa fecha cuando el mundo des-cubrió, perplejo, que éramos monos.

Por un lado, el 24 de noviembre de 1859 se publicó El origen de las especies, la obra maestra de Charles Darwin, donde se sentaban las bases de la moderna biología evolutiva, gracias a la cual hoy sa-bemos cómo actúa la selección natural. Y por otra parte, el 24 de noviembre de 1974 fue cuando el paleoantropólogo Donald Johanson descubrió en Etiopía a Lucy, el esqueleto de uno de nuestros más famosos parientes prehistóricos. Pertenecía a la especie Australopithe-cus afarensis, y vivió hace 3,2 millones de años.

No faltaron las burlas, chanzas y críticas ácidas (y estoy seguro de que también hubo entonces ojos como platos, pucheros y pata-letas). Se abrió un debate acalorado que en algunos ámbitos aún per-dura, aunque negarlo no nos hace ningún bien.

Debemos estar orgullosos de ser miembros del orden de los primates, de «descender de un mono» que, aunque extinto, era un primate al fin y al cabo.

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Y digo que «negarlo no nos hace ningún bien», ya que la inclu-sión del hombre dentro de este grupo animal no es solo un aspecto taxonómico o filogenético de los libros de ciencias, sino que nos re-vela pistas sobre nosotros, sobre nuestra anatomía, nuestro compor-tamiento, nuestra fisiología…

Tenemos más en común con los demás primates, desde lémures hasta gorilas, de lo que muchas veces queremos creer, y aún tenemos mucho que aprender de ellos. No estamos separados de la Natura-leza, sino que somos parte de ella. Seguimos siendo muy «monos». ¡Incluso sin tanto pelo!

Puede que inicialmente nos cueste un poco reconocerlo. ¡Al fin y al cabo somos unos primates «algo extraños»! Andamos erguidos sobre nuestras dos «patas», carecemos del flamante pelo corporal que lucen otras especies, nuestras capacidades intelectuales y comunica-tivas son realmente únicas…, pero si dejamos de lado momentánea-mente aquello que nos diferencia y nos centramos en lo que nos une, la anatomía comparada y la genética evidencian la relación filogené-tica que compartimos con nuestros parientes, los primates africanos. Es con ellos con quienes tenemos en común la mayor parte de nues-tras características.

Haciendo un repaso rápido: tenemos visión binocular y en color co-mo casi todos los primates.

La visión binocular nos permite percibir mejor la profundidad y las distancias, algo fundamental para la caza y el movimiento entre las ramas de los árboles. ¡Es lo que nos permite ver en 3 dimensio-nes! Y se cree que la percepción del color la desarrollamos al hacer-nos de hábitos diurnos ya que nos permitía, entre otras cosas, dife-renciar la fruta madura de la verde. De hecho, los primates somos de los pocos mamíferos que tenemos bien desarrollado este tipo de visión.

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Como casi todos los primates, somos animales visuales que emplea-mos consciente y, muchas veces, inconscientemente la comunicación no verbal en nuestras relaciones.

A este respecto existen numerosas posturas corporales y al menos 6 expresiones faciales que son universales y que utilizamos para comuni-carnos con el resto de nuestra especie, transmitiéndoles nuestro es-tado de ánimo aun sin darnos cuenta: la ira, el miedo, el asco, la alegría, la sorpresa y la tristeza van acompañadas de muecas, movimientos y posiciones físicas que son reconocidas en todas las culturas. Esto es muy importante ya que, como casi todos los primates, vivimos en estructuras sociales complejas y podemos encontrar sin mucho es-fuerzo paralelismos entre nuestros comportamientos y los de otros mamíferos semejantes, desde titíes hasta gorilas.

Numerosos libros ahondan en esta «comunicación no verbal», que en un momento dado nos puede servir para identificar cuándo nos están mintiendo, quién está incómodo en una conversación, o quién es el «macho dominante» en un grupo sin siquiera conocerlo.

Nuestro pasado arborícola también nos ha dejado su herencia y aun-que al caminar o estar sentados tenemos un tronco erguido, pare-ce ser que esta capacidad apareció únicamente cuando los primates pasaron de un medio tropical más boscoso a un hábitat tipo sabana donde permanecían mucho más tiempo en el suelo.

En cualquier caso, y aunque ha llovido mucho desde entonces, nuestras extremidades continúan siendo básicamente arborícolas: el cúbito y el radio, en el antebrazo, y la tibia y el peroné, en la pier-na, están separados y bien desarrollados. Su disposición hace que brazos y piernas sean altamente móviles y flexibles, lo que son adap-taciones para moverse entre las ramas de los árboles.

Hoy conservamos muchas de estas características, incluido el gusto por trepar, y aunque es cierto que cuando somos adultos ya

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no nos resulta necesario hacerlo, todavía disfrutamos de ello cuando somos niños, en los parques, y practicando deportes como la escala-da o la gimnasia artística. En esos momentos nuestros movimientos se parecen mucho a la forma en la que se desplazaban nuestros an-cestros comunes, la braquiación.

Actualmente solo dos grupos de primates tienen una braquia-ción verdadera: los gibones y los siamangs (Hylobatidae), que se ba-lancean a gran altura entre las ramas de los árboles de las selvas llu-viosas del Sudeste Asiático, en busca de las frutas que les sirven de alimento.

Estos dos grupos de desgarbados primates aprovechan con total soltura la alta eficiencia y la baja demanda energética de esta forma de moverse. Con cada brazada son capaces de avanzar más de 3 me-tros y su agilidad es tal que pueden dar saltos de más de 8. Esto, junto a sus largos brazos, les permite acceder a los frutos de las ra-mas más delgadas que, por su ubicación, quedan fuera del alcance de otras especies de monos. Es también muy probable que por este mismo motivo los humanos tengamos los pulgares oponibles. Nos permitían asirnos con una mayor seguridad a las ramas.

Curiosamente, el hecho de que ahora estos pulgares nos permitan manejar herramientas, ordenadores y teléfonos móviles no es más que una ventaja inesperada, una que marcó nuestro futuro como especie.

En cualquier caso, no hemos sido los únicos primates que he-mos desarrollado esta destreza con los dedos, y gorilas, chimpancés y bonobos (e incluso los monos capuchinos) utilizan sus pulgares oponibles para manejar distintos tipos de herramientas. Parten nue-ces, manejan bastones, fabrican lanzas… Todo de la misma manera en que lo hacemos nosotros, e incluso a veces con la misma maldad.

Los humanos conservamos esta habilidad únicamente en las ma-nos. Perdimos la agilidad manipulativa de nuestros pies cuando prio-rizamos la bipedestación y nuestra vida en el suelo frente a la vida arborícola. Algunos de nuestros parientes aún la conservan y hay pocas cosas más divertidas que ver a un chimpancé intentando aca-

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rrear la máxima cantidad posible de frutos, sujetándolos con las ma-nos y con los pies ¡a la vez que caminan!

Es muy posible que tener pulgares oponibles en los pies acabase siendo una desventaja para nosotros si teníamos que salir corriendo o perseguir a una presa, pero cuando algún depredador persigue a aquellos primates que aún los conservan… pues, o se enfrentan a él, ¡o trepan a los árboles!

Otro de los rasgos que compartimos con los primates es el refle-jo palmar. Incluso antes de nacer ya lo presentamos, y nuestros fetos se agarran al cordón umbilical cuando tienen apenas 4 meses de vi-da. Los recién nacidos también cierran con fuerza sus manos, aga-rrándose, si sienten que algo las roza por su cara interior.

Este reflejo es muy importante para los primates, porque les per-mite sujetarse al pelo de su madre nada más nacer, pero nosotros, al haber perdido la mayor del nuestro, ya no lo necesitamos. De todas formas, y como decíamos, aún conservamos esta capacidad, aunque eso sí, sin tanta fuerza como la de nuestros parientes.

Como veis, y tal y como le intentaba explicar a Andrea, compartimos muchas de nuestras características con los primates: somos omnívo-ros, tenemos uñas planas en lugar de garras, lo normal es que tenga-mos solo una cría por parto y vivimos en comunidad.

VESTIGIOS DEL PASADO

Si me toca hacer de abogado del diablo, no puedo negar que como primates somos algo raritos.

Es cierto que conservamos características comunes, sin embargo muchas otras las hemos perdido en nuestro recorrido a ser lo que somos. Muchas han desaparecido, pero otras, aunque muy reducidas,

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aún se conservan. Son los llamados «órganos vestigiales» que ya no tienen ninguna —o casi ninguna— utilidad para nosotros.

Una de estas características más llamativas, y que en los monos parece estar relacionada con la vida en el suelo y la postura erguida, es la pérdida de la cola. Al parecer, sin ella nos era más fácil despla-zarnos por tierra. Con la excepción precisamente de nuestros parien-tes más cercanos (chimpancés, gorilas, orangutanes y gibones), que la perdieron hace ya millones de años, los principales primates arbo-rícolas conservan la cola, e incluso a veces la utilizan para moverse de rama en rama como si de una quinta extremidad se tratase. ¡Co-mo hacen los monos araña! Bueno, para moverse ¡y realmente para un montón de cosas más!, ya que los monos araña de Geoffroy (Ate-les geoffroyi) son capaces de recoger frutas con ella, de extraer agua de las oquedades de los árboles y de colgarse de ella totalmente mien-tras se alimentan. Para todo ello poseen una cola prensil que tiene en la parte interior de su extremo final una superficie desnuda que les proporciona la sensibilidad y firmeza necesarias para emplearla como si fuese una extremidad más.

Aun así, en el caso humano, el que tuvo, retuvo, y durante nues-tro crecimiento en el vientre materno sí que desarrollamos de 10 a 12 huesecillos: son las vértebras en formación de una cola vestigial, que luego desaparecen dando lugar al hueso del coxis, que está formado por la fusión de entre 3 y 5 de esas vértebras.

Hemos perdido la cola, aunque en algunas raras ocasiones pue-de nacer un bebé humano con una vestigial que los cirujanos se en-cargan de eliminar con facilidad.

Entre estos órganos vestigiales hay otro que se ha hecho espe-cialmente famoso por ser una de las características más representa-tivas de los elfos, duendes, hadas y demás habitantes de los bosques. Se trata de ese piquito en la oreja tan característico que también tienen algunos primates, y que en humanos aparece en forma de un pequeño engrosamiento de la parte superior. A esta estructura se la conoce como tubérculo de Darwin y aunque para nosotros no tie-

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ne ya ninguna función, el 10 por ciento de la población aún la con-serva.

Además de esta pequeña prolongación, que ayuda a recibir y ca-nalizar los sonidos, muchos primates tienen también orejas móviles que les permiten dirigir los pabellones auditivos hacia la fuente so-nora. Los más espectaculares… ¡los de los pequeños gálagos! Es im-presionante ver cómo estos curiosos primates nocturnos de apenas 20 centímetros de longitud de cuerpo emplean sus orejas como si fue-sen verdaderas antenas parabólicas para detectar los sonidos.

Los gálagos (Galago spp.) son prosimios arborícolas de aspecto primitivo y enormes ojos saltones que mueven sus orejas de forma independiente hasta que algo capta su atención. Es entonces cuando focalizan ambos pabellones auditivos en su objetivo y ubican a su presa. Lo normal es que esta se encuentre en otra rama, tras una ho-ja, o escondida bajo la corteza de un árbol cercano, por lo que no hay tiempo que perder, y lo más rápido para llegar hasta ella ¡es saltar!

Pese a su reducido tamaño estos monitos son capaces de dar sal-tos de más de 3 metros, y lo hacen limpiamente cayendo con extre-mada delicadeza allí donde se lo proponen. Una vez junto a su ob-jetivo dan cuenta de su presa. Lo fascinante no es solo que sean capaces de escuchar el mordisco de una oruga desde 3 metros de distancia, sino que son capaces de ubicarla perfectamente en el es-pacio ¡en 3 dimensiones, como hacemos nosotros con nuestra visión binocular!

Es sorprendente ver cómo, tras localizar un sonido entre la ho-jarasca o bajo una corteza, estos pequeños primates son capaces de introducir su puño y extraer a su presa, sin verla, con una precisión quirúrgica.

Los humanos y los chimpancés ya no tenemos estas capacidades, pero seguro que todos conocemos a alguna persona que puede mo-ver ligeramente las orejas. Lo consiguen porque, aunque muy redu-cidos, aún conservamos los músculos que servían para ese propósito. Probablemente el movimiento de las orejas fuese un acto reflejo, ya

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que se ha comprobado mediante electrodos que estos órganos se si-guen excitando cuando percibimos un sonido que viene de una di-rección concreta.

También conservamos otro acto reflejo involuntario típico de los primates: el de la piel de gallina. Son muchos y muy distintos los estímulos que la provocan, el frío, el estrés, el miedo, una emo-ción intensa como, por ejemplo, escuchar cierta música. Estos estí-mulos, en los que están involucradas algunas hormonas como la adrenalina, hacen que se nos activen los músculos piloerectores eri-zándonos el vello y dándole a nuestra piel el aspecto de una gallina desplumada, algo muy poco sexi si tenemos en cuenta el origen de esta capacidad.

Para nuestros ancestros tenía varias funciones. Por un lado, les servía para termorregularse, aumentando el espacio en el que rete-nían el aire caliente entre la piel y el exterior del pelo, pero por otro lado les ayudaba también a parecer más grandes y poderosos. Así, hinchados, parecían más fuertes y sanos, lo que les servía para ahu-yentar a posibles depredadores o para intimidar a sus competidores.

Obviamente nosotros hemos perdido casi todo nuestro pelo, por lo que, aunque conservamos el reflejo, ya no nos sirve de nada, ni para conservar el calor ni para ahuyentar a nadie. De hecho, y como decía, nos da un aspecto bastante ridículo, y ahora si queremos apa-rentar estar más fuertes… o vamos al gimnasio o, si confiamos en nuestro pelo…, lo llevamos crudo.

Los humanos hemos conservado pelo solo en aquellas zonas donde es necesaria una mayor protección o allí donde ha sido im-portante para la «selección sexual». Ya sabéis, tener un bonito peina-do, cejas, pestañas, barba, un pubis cuidado… son cualidades que en muchas culturas aún reconocemos como indicadores de nuestra buena salud, higiene y capacidad económica.

Aun así, hoy podríamos considerar al pelo como una estructura vestigial que, para disgusto de muchos, cada vez va teniendo menos protagonismo.

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La pérdida de cabello nos da más de un quebradero de cabeza a muchos de nosotros. Ya sea porque conozcamos el papel que tiene como reclamo sexual, porque tener una cabellera bonita nos refuer-ce la autoestima, o porque sepamos que hoy en día nuestra imagen tiene cada vez más peso en la sociedad, el caso es que buscamos con-suelo en las alternativas que nos brinda la ciencia. Así, los tratamien-tos capilares y las clínicas de implantes tienen cada vez más adeptos.

Yo ya no gozo de la densa melena que tenía cuando era adoles-cente, pero en mi caso la pérdida de pelo nunca fue un problema. Los genes a ese respecto me trataron bien, y aunque hoy mi testa ya comienza a clarear, aún recuerdo cómo desde los 16 años comencé a sentirme orgulloso de ser primate, cuidando de mis primeras canas como si se tratase de las de la espalda de un magnífico gorila de montaña.

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