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143 TEMA XI EL SIGLO XI En la alta Edad Media la Iglesia había ejercido una gran influencia en la sociedad occidental, pero nunca pretendió ponerse a la cabeza de ella. En este tiempo los poderes reales y la Iglesia se relacionarán tan íntimamente, que fruto de esa relación se verá la simbiosis reflejada en la misión del rey como jefe del Estado cristiano. A partir del año 1000 la situación se va a modificar y el proceso de feudalización de la sociedad va a producir cambios importantes. Los esquemas ideológicos de la época cambian. Aparece la estructura de la sociedad como la Trinidad. Un solo pueblo dividido en tres categorías según su cometido o función: los que rezaban, los que combatían y los que trabajaban. Los tres manteniendo relaciones y servicios de subordinación y, a la vez, desempeñando un papel de ayuda mutua y recíproca. A la cabeza de esta sociedad se situaron los clérigos, puesto que función era la más alta y noble: conducir a los hombres hacia Dios e interceder por ellos. Desde entonces el estamento eclesiástico adquirió un desarrollo extraordinario y cobró un gran impulso moral y religioso. Desde esa plataforma, el clero fue capaz de transmitir a Occidente la necesidad de reformar la propia sociedad cristiana. Los pensadores comprendieron mal la necesidad que tenía la iglesia de sacudirse la tutela de emperadores, reyes y señores feudales, que disponían a su antojo de las cosas sagradas. Para ello era preciso liberar al clero de la sumisión a esas autoridades laicas y, además, volver a definir la posición de los dos grandes poderes: el religioso y político. Las relaciones entre pontificado e Imperio y su lucha por la superioridad serían la clave de sustentación de este periodo histórico que abarca desde mitad del siglo XI hasta finales del XIII. En ella el papado alcanzó su máximo prestigio, al extender su autoridad sobre todo el Occidente europeo e impulsar la renovación espiritual de este periodo central del Medievo. 1.- REFORMA GREGORIANA Con el título de “reforma gregoriana” se estudia habitualmente la reforma de la Iglesia realizada bajo la dirección de los pontífices romanos durante el siglo XI. Gregorio VII (1073-1085) fue un ardiente propagador de la reforma y ha terminado por darle nombre. El nombre más correcto sería reforma pontificia, subrayando la continuidad del esfuerzo y la diversidad de las acciones desarrolladas por los papas sucesivos. No es menos cierto que esta reforma pontificia surgió cuando en diversos lugares se habían desarrollado ya movimientos idénticos dirigidos por príncipes, obispos o monjes. La aspiración a la reforma religiosa fue un movimiento profundo que se manifestó en lugares, grupos y corrientes muy diversos, pero que afectó a toda la cristiandad.

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TEMA XI

EL SIGLO XI

En la alta Edad Media la Iglesia había ejercido una gran influencia en la sociedad occidental, pero nunca pretendió ponerse a la cabeza de ella. En este tiempo los poderes reales y la Iglesia se relacionarán tan íntimamente, que fruto de esa relación se verá la simbiosis reflejada en la misión del rey como jefe del Estado cristiano. A partir del año 1000 la situación se va a modificar y el proceso de feudalización de la sociedad va a producir cambios importantes. Los esquemas ideológicos de la época cambian. Aparece la estructura de la sociedad como la Trinidad. Un solo pueblo dividido en tres categorías según su cometido o función: los que rezaban, los que combatían y los que trabajaban. Los tres manteniendo relaciones y servicios de subordinación y, a la vez, desempeñando un papel de ayuda mutua y recíproca. A la cabeza de esta sociedad se situaron los clérigos, puesto que función era la más alta y noble: conducir a los hombres hacia Dios e interceder por ellos. Desde entonces el estamento eclesiástico adquirió un desarrollo extraordinario y cobró un gran impulso moral y religioso. Desde esa plataforma, el clero fue capaz de transmitir a Occidente la necesidad de reformar la propia sociedad cristiana. Los pensadores comprendieron mal la necesidad que tenía la iglesia de sacudirse la tutela de emperadores, reyes y señores feudales, que disponían a su antojo de las cosas sagradas. Para ello era preciso liberar al clero de la sumisión a esas autoridades laicas y, además, volver a definir la posición de los dos grandes poderes: el religioso y político. Las relaciones entre pontificado e Imperio y su lucha por la superioridad serían la clave de sustentación de este periodo histórico que abarca desde mitad del siglo XI hasta finales del XIII. En ella el papado alcanzó su máximo prestigio, al extender su autoridad sobre todo el Occidente europeo e impulsar la renovación espiritual de este periodo central del Medievo.

1.- REFORMA GREGORIANA

Con el título de “reforma gregoriana” se estudia habitualmente la reforma de la Iglesia realizada bajo la dirección de los pontífices romanos durante el siglo XI. Gregorio VII (1073-1085) fue un ardiente propagador de la reforma y ha terminado por darle nombre. El nombre más correcto sería reforma pontificia, subrayando la continuidad del esfuerzo y la diversidad de las acciones desarrolladas por los papas sucesivos. No es menos cierto que esta reforma pontificia surgió cuando en diversos lugares se habían desarrollado ya movimientos idénticos dirigidos por príncipes, obispos o monjes. La aspiración a la reforma religiosa fue un movimiento profundo que se manifestó en lugares, grupos y corrientes muy diversos, pero que afectó a toda la cristiandad.

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1.1.- El colegio Cardenalicio

Colaboradores privilegiados de los papas en la reforma fueron los cardenales. Con este nombre se designaban a los clérigos de la Iglesia romana, coadjutores del papa en las funciones precisas en el siglo XI. Los cardenales se dividían en tres grupos: Cardenales-obispos que eran siete, titulares de las siete diócesis suburbicarias1. Luego el número se redujo a seis, porque la sede de Ostia fue adjudicada, además, al cardenal obispo decano (el más anciano por nombramiento). Los cardenales-sacerdotes son veintiocho, incardinados en las principales parroquias de Roma. Los cardenales-diáconos eran originalmente dieciocho (seis romanos, y doce regionales) incardinados en las diaconías adscritas al servicio de los pobres. Los cardenales de fines del siglo XI adquirirán cada vez mayor importancia en la vida de la Iglesia, tomando las principales decisiones reunidos con el papa en consistorio.

1.2.- Los papas pre-gregorianos: León IX y Nicolás II

La prematura muerte del emperador alemán Otón III (1002) había dejado otra vez el pontificado en manos de facciones feudales romanas. Los reyes germánicos ocupados en los asuntos de Alemania se mantuvieron durante cuarenta años alejados de los problemas de Italia, y ese vacío fue aprovechado por unos poderosos señores romanos, los condes de Tusculum, emparentados con Teofilacto, para imponer de nuevo su dominio sobre la Santa Sede. Otra vez volvió a darse los desmanes del siglo de hierro con pontífices indignos. A mediados del siglo XI Enrique III, rey de Alemania, pudo por fin dirigir su mirada hacia Italia y poner fin a la situación del papado. Enrique III llevó a cabo un procedimiento insólito: se hizo conferir con carácter vitalicio y hereditario el título de Patricio de los romanos y con él se arrogó la facultad de designar directamente a los Papas que hubieran de ocupar la sede pontificia. La persona nombrada era elegida canónicamente después por el clero y el pueblo de Roma. Enrique, en 1046, designó a Clemente II, que le coronó emperador e inició la serie de los Papas germánicos que restauraron el honor y el prestigio del Pontificado.

Enrique reservó la tiara para los germanos, pero sus designaciones fueron siempre acertadas y recayeron en personas moralmente dignas y de espíritu religioso. León IX (1048-54), sobre todo, fue un gran Papa y preparó intensamente la reforma de la Iglesia. Se rodeó de cardenales y hombres con hambre de reforma. Con estos pontífices y algunos cardenales de su misma procedencia, hizo causa común el grupo de los eclesiásticos romanos que luchaban por la renovación de la iglesia, entre los que destacaban San Pedro Damián y el monje Hildebrando.

La intervención de Enrique III había liberado al pontificado de la tiranía de los clanes nobiliarios de Roma, pero el procedimiento llevado a cabo era algo excepcional, no podía ser el sistema normal de provisión de la Santa Sede. La iglesia necesitaba recobrar la libertad. Esta era la idea de los reformadores. Las circunstancias favorecieron las aspiraciones reformistas cuando Enrique III

1 Ostia; Albano; Frascati; Palestrina; Porto-Santa Rufina; Sabina-Poggio Mirteto y Velletri-Segni

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fallece en 1056 y su hijo y heredero, no contaba nada más que con seis años. El imperio queda bajo la regencia de su viuda, Inés. Los papas comienzan a ser elegidos por el clero romano y, tan sólo a posteriori se notifica la designación a la emperatriz. En 1059, Nicolás II celebró su primer sínodo en Letrán, que promulgó un importante decreto regulando la elección pontificia. Por primera vez, ésta fue reservada a un reducido grupo de electores, el Colegio de Cardenales2. La intervención del pueblo y el clero era una simple aclamación del papa elegido.

Además, Nicolás II con gran habilidad política se supo atraer a los normandos que estaban en el sur de Italia y suscribir con ellos una serie de pactos. Desde entonces fueron aliados y firmes defensores de la Santa Sede, y se erigieron en garantes de la libertad de elección de los pontífices frente al emperador.

Los tres grandes males que aquejaban al clero eran: - Simonía. Era la compraventa de bienes espirituales. - Nicolaísmo. Concubinato de los clérigos - Investidura laica. Intervención de los laicos en cualquier tipo de

designación eclesiástica. La reforma no era sólo cuestión de papas, sino que la propia iglesia

clamaba por ella. La iglesia se plantea el problema de presentar al mundo su labor mediante los sacramentos y sus ministros. A esta reforma se apunta el monacato, especialmente Cluny y otros movimientos del pueblo (Pataria).

A la muerte de Nicolás II le sucede Alejandro II (1061-1073) que siguió las tareas reformadoras.

1.3.- El movimiento de la “Pataria”

El matrimonio y el concubinato de los clérigos provocaron la aparición de un movimiento violento popular milanés que denunció y luchó contra el nicolaísmo y la simonía.

Ya antes del año 1000, Rathier de Lieja, obispo de Verona, había fustigado a los malos clérigos y los que rechazaban el celibato eclesiástico. En 1045, el arzobispo de Milán Guy de Velate, se puso a la cabeza de la señoría de la ciudad, rodeada de un clero abundante y rico procedente de la alta nobleza feudal y de un grupo de burgueses enriquecidos. El pueblo, tanto la burguesía media como el campesinado, se encontraba marginado pesando sobre ellos la taxas y los censos.

En la Lombardía surge un movimiento popular, la Pataria (del milanés patta= andrajo; patteri = andrajosos, pobres hombres), con reivindicaciones sociales y religiosas, que actúa contra el alto clero aristocrático y opulento y contra el clero casado y simoníaco por medio de manifestaciones populares. Este grupo de laicos se declaran “servidores de Cristo”. Practican la humildad y la pobreza. Se flagelan. A sus ojos, los sacramentos de los clérigos incontinentes o simoníacos carecían de valor, eran obra del diablo. Con frecuencia se entregaban a la violencia.

2 Los siete cardenales obispos.

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Pronto, este grupo popular vino a ser dirigido por dos clérigos: el diácono Arialdo de Varese y el noble Landulfo Cotta, que había recibido las órdenes menores. Ambos luchaban por la reforma de las costumbres de los clérigos, cuyo número de casados o concubinarios era grande, y de los monjes; reclamaban la vuelta a la pobreza evangélica y al celibato y se asemejaban a algunos movimientos eremíticos y heréticos. Las ideas de Arialdo y Landulfo tuvieron cada vez más aceptación entre los fieles patarinos. En la procesión de san Lorenzo del 10 de mayo de 1057, a las críticas se unieron los golpes. La reacción popular fue desmedida y los jefes del movimiento se esforzaron por controlar Milán.

La Santa Sede al principio se mostraba conforme con estas acciones, pero al pasar a una crítica religiosa (enfrentamientos sangrientos, pues estaba implicado el dinero y el poder) la Sede Apostólica intentó encauzar el movimiento: Nicolás II envió al monje Hildebrando como legado a Milán; después, en 1060, a Pedro Damián y al obispo de Luca, Anselmo de Baggio, originario de Milán y considerado como uno de los pioneros del movimiento. En este momento muere Landulfo y su lugar es ocupado por su hermano Erlembaldo, un caballero que puso el aspecto laico de la insurrección.

A la muerte de Nicolás II, Anselmo es elegido papa (Alejandro II). El nuevo papa continuó con vigor la obra de sus predecesores, animando el desarrollo de la Pataria, destituyendo a los clérigos concubinarios, pero no tuvo tiempo para lograr una reforma, empujado por la oposición alemana y los motines suscitados por los patarinos. Alejandro II sostuvo una doble acción: clerical contra Arialdo y laica contra Erlembaldo.

Excomulgado el arzobispo de Milán Guy, se sometió al movimiento sin cambiar sus prácticas. En 1066 logró la unanimidad en torno a él frente a los jefes patarinos, mostrando que la ciudad perdería su autonomía si se colocaba bajo autoridad de Roma. La resistencia se fue ampliando. Arialdo fue asesinado el 28 de junio de 1067, mientras el movimiento se extendió a Cremona y Piacenza. El obispo, viejo y enfermo, abandonó su cargo, sus amigos le dieron por sucesor a su secretario, el noble Godofredo de Castiglione, aceptado por Enrique IV. En revancha, los patarinos, con el legado del papa, eligieron a Atón arzobispo de Milán. Así, en 1072, se llegó al cisma, dos arzobispos se encontraron frente a frente. El movimiento patarino perdió toda su fuerza. Erlembaldo fue, también, asesinado (28 de junio de 1075). Enrique IV sustituyó a Godofredo por un clérigo milanés, Teodaldo. Gregorio VII hizo saber que el papado no toleraría tal investidura laica. El proceso de ruptura entre el papa y el emperador comenzaba.

1.4.- Gregorio VII

Hildebrando, natural de la Toscana, era monje benedictino al que sucesivos papas hacían salir de su retiro del monasterio, comisionado como legado para la reforma eclesiástica. Al morir el papa Alejandro II en 1073 en los funerales, que dirigía Hildebrando en su calidad de archidiácono, el pueblo lo aclama como futuro papa. Los cardenales se retiran enseguida a deliberar y lo

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elijen en toda forma. Toma el nombre de Gregorio VII en memoria de Gregorio VI, al que en su tiempo acompañó en el exilio.

Aquel santo reformador ha pasado a la historia como el gran defensor de la independencia y libertad de la iglesia frente a los poderes temporales.

Urgió la reforma por todos los medios. Gregorio VII fue elegido primado de Roma el 22 de abril de 1073,

contando con una amplia experiencia de gobierno, obtenida en los mandatos de sus predecesores, y con un merecido prestigio como impulsor de la reforma. Tarea a la que se dedicará con prioridad desde su puesto de rector. Esta labor reformadora descansaba en la firme convicción cristiana que tenía este monje cluniacense: todo cristiano debía liberar el combate de la fe para obtener su

libertad frente a la esclavitud del pecado, frente al Reino del Maligno. Una lucha en la que los sacerdotes, como servidores, como ministros de Cristo, estaban especialmente llamados para hacer triunfar el reino de Dios en la tierra. Un reino representado por el vicario de Pedro en Roma, el Papa, único intérprete de la voluntad divina, a la que todo creyente debía someterse, incluso la

autoridad secular de los príncipes y soberanos. Su obra reformadora descansó sobre una fuerte personalidad, y en su fortaleza y energía a la hora de llevar a la práctica sus proyectos.

Para realizar su misión, él mismo, al que más tarde se unirían otros expertos fue recopilando material canónico capaz de probar su ideología acerca del papado. Una compilación no sistematizada, pero sí clasificada por materias, de 27 capítulos, a los que un breve título servía de recordatorio de su contenido. De esta forma nacería los famosos Dictatus papae, publicados en 1075, en los que se fundamentaría el principio básico de su doctrina: la supremacía del poder espiritual sobre el temporal. Los Dictatus fueron un cuerpo doctrinal que se presentaba con la simple misión de exponer los derechos tradicionales que habían tenido hasta entonces los pontífices.

Gregorio VII atendió a la reforma desde los primeros sínodos de su pontificado, en los que renovó antiguos decretos contra la simonía y contra el nicolaísmo. Desde luego hubo resistencia, especialmente en Alemania, pero, con firmeza, obligó a los obispos a la defensa del celibato eclesiástico y a que fueran invalidadas las órdenes sacerdotales logradas por medios simoníacos. Pareja con la reforma general, promovida por el papa, avanzó la centralización en

Roma del gobierno de la iglesia, así como la unificación de las liturgias

occidentales en la liturgia latino-romana. Pero seguía sin resolver la cuestión clave de las investiduras, en concreto, la investidura laica. Este problema, el de las investiduras, sería todavía más difícil de abordar, pues supuso el primer gran enfrentamiento entre el Pontificado y el Imperio. Esta lucha iniciada ahora se prolongaría durante siglos, en torno a la cuestión de quién de los dos grandes poderes de la cristiandad debía ejercer la supremacía. El problema se planteó

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desde el comienzo, pues Gregorio VII subió a la cátedra de Pedro sin notificar su elección a la corte imperial ni esperar su confirmación por el joven Enrique IV.

2.- LAS LUCHAS DE LAS INVESTIDURAS

En la resolución del problema de la supremacía estaba la clave de la reforma, y por ello se abordó con decisión y prontitud. Darle salida significaría iniciar el camino para la obtención de la necesaria libertad de la Iglesia. En consecuencia, se prohibió, bajo pena de excomunión, que los clérigos recibieran de manos de laicos la investidura de obispados, abadías o iglesias, prohibición que pronto se extendió también a los oficios de las iglesias menores. Se estableció, además, las bases para el derecho de devolución, auténtica novedad, que fue un magnífico instrumento para afianzar la autoridad eclesiástica3. Se ponía de relieve que la investidura laica no sólo afectaba a las altas dignidades a su entorno sino también a otros eclesiásticos de menor rango diseminados por la Europa cristiana. La acción pontifica extendía su mano sobre toda la cristiandad, e iniciaba una nueva etapa en donde se implantaría un gobierno centralizado. Para llevar a la práctica estas propuestas, e iniciar el proceso que pusiera fin a la investidura laica, la simonía o el nicolaísmo, Gregorio VII nombró unos legados permanentes, en cada uno de los viejos países cristianos (sur de Francia, España, Alemania y norte de Italia) que realizaron una gran labor, mediante la convocatoria de concilios provinciales. Dichas asambleas sancionarían la política reformista de Roma a través de imposiciones de penas de excomunión, suspensiones o deposiciones a los culpables.

De los tres grandes males que desprestigiaban a la iglesia, el de las investiduras fue, en este tiempo, central por las consecuencias que del mismo se derivaron para los dos contendientes. Esta reforma era ante todo de tipo moral. Consistía en cambiar la vida de los clérigos para que pudieran cumplir el ideal cristiano y servir de ejemplo a los simples fieles. Pero esta reforma era imposible sin una previa renovación de la organización eclesiástica que la hiciera independiente del poder laico.

El papa comenzó su actuación en el sínodo cuaresmal romano de 1075, donde se aprobó por decreto que ningún clérigo, bajo pena de excomunión, pudiera recibir una iglesia de manos de un laico. Enrique IV hizo caso omiso de los deseos de reforma, y nombró titulares para el arzobispado de Milán y los obispados de Fermo y Espoleto, violando los derechos metropolitanos de Roma. Cuando el Papa protestó, Enrique reunió en Worms un sínodo que depuso a Gregorio VII. Éste en rápida contestación desposeyó del gobierno del Imperio a Enrique, dispensó a todos sus vasallos del juramento de fidelidad que le debían, y excomulgó al emperador. La pena se extendía a todos aquellos obispos que le secundasen. El castigo fue muy efectivo, porque Enrique IV, viendo que peligraba su trono, y presionado por los príncipes alemanes, acudió al castillo de Canosa en el invierno de 1077 a implorar el perdón del papa. Gregorio VII tardó tres días en recibir al ilustre penitente y levantar su excomunión. Para el

3 Cuando una sede quedaba vacante, esta pasaba de nuevo a la Santa Sede que tenía que proveer dicha sede o cargo eclesiástico.

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papa, este episodio no fue un pulso político o jurídico, sino una cuestión espiritual y religiosa, ya que, como sacerdote, administraba la penitencia para castigar el pecado público del emperador, esperando que se produjera el arrepentimiento.

El gesto no sirvió de nada. Tres años después y ante la actitud insumisa de Enrique, el pontífice le volvió a excomulgar y deponer. Esta vez, la respuesta del emperador no fue la humillación: al contrario, apoyado por la mayoría de los obispos alemanes y lombardos, eligió al antipapa Clemente III y, a continuación, asedió la ciudad eterna. Gregorio VII, refugiado en el castillo de Sant Angelo, fue rescatado por las tropas normandas y se retiro a Salerno, donde murió el 25 de mayo de 1085.

En apariencia, Enrique IV había triunfado, pero su victoria fue demasiado efímera. En cambio, Gregorio VII dejó un legado trascendental. Con él, el papado tomó conciencia de su propia identidad y reivindicó un papel rector. Dentro de una visión jerárquica, la iglesia formuló dos aspiraciones largamente acariciadas: ser independiente en sus propios asuntos y ser la fuerza moral de la sociedad.

La polémica de las investiduras va a continuar con los sucesores de Gregorio VII y la solución va a llegar en el concordato de Worms en 1122. Ante todo, se afirmó el principio general de que sólo la iglesia puede elegir, además de consagrar, a los eclesiásticos, a los que sólo después de la consagración se les podían conferir beneficios por parte de la autoridad laica. Por tanto, la ceremonia de la consagración debería preceder a la da la investidura feudal. Sólo en Alemania, por consideración al emperador, la investidura precedería a la consagración, pero, en todo caso, el candidato era elegido previamente por la iglesia.

3.- LAS INVESTIDURAS EN INGLATERRA

La investidura laica en Inglaterra tiene un personaje destacado que es Tomás Becket. Nacido en Londres hacia el año 1118 estudió primero en Londres y luego en París. En 1141 lo vemos en Canterbury, donde captó las simpatías del arzobispo Teobaldo. Hace un viaje a Bolonia, con objeto de perfeccionar sus estudios jurídicos, y al regreso es nombrado archidiácono de Canterbury. Recomendado por el arzobispo, obtiene en 1155 el nombramiento de lord canciller de Enrique II.

En 1161 muere el arzobispo, y para sucederle en la sede primacial escogió el rey a Tomás Becket, juzgando que en él tendría a un servidor incondicional. Tomás se entregó a una vida santa de ascetismo, de oración, de pobreza y beneficencia.

En una asamblea de obispos y barones convocada en Westminster en octubre de 1163, se trató del privilegium fori, pidiendo al rey que cuando el archidiácono actuase como juez en nombre del arzobispo, se le agregase un funcionario real, y que los clérigos reos de crimen grave fuesen juzgados por el tribunal civil. Todos los obispos se negaron al segundo punto, sintiéndose el rey molesto por tal actuación. El rey propone que se aprueben las costumbres antiguas, o sea los derechos consuetudinarios del rey en materias eclesiásticas.

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El rey consiguió dividir a los obispos, y desterró a algunos amigos del primado y divulgó unas cartas falsificadas del papa que parecían justificar las

pretensiones reales. En una asamblea hizo sancionar los 16 artículos que contenían las llamadas “antiguas costumbres”:

- Derecho regio de patronato

en algunas iglesias; - jurisdicción civil sobre los

clérigos; - prohibición de salir los

obispos del reino sin permiso real;

- limitación de las censuras eclesiásticas contra ministros;

- derecho del rey a los frutos de las prelaturas vacantes - obligación de recibir los nuevos prelados la aprobación real.

En un primer momento Tomás Becket y los obispos aprobaron dichos

artículos, en cambio el papa los rechazó. Ante la postura del papa Tomás se enfrentó al rey, que le impuso multas,

le citó en su corte y le acusó de traidor. El obispo huyó a Francia y se presentó en Sens, donde se encontraba el papa. Alejandro III apoyó al arzobispo y le nombró en 1166 legado pontificio de toda Inglaterra, exceptuada la diócesis de York.

Tomás Becket, en virtud del nuevo cargo, comenzó a proceder con severa energía, excomulgando a muchos de sus adversarios y amenazando al propio rey con el entredicho.

En esta época el proceder del papa Alejandro III era más cauto que el del arzobispo ya que el rey Enrique II estaba en tratos con el emperador alemán Federico Barbaroja, al que incluso llegó a prometer el reconocimiento del antipapa Pascual III. Finalmente, con la mediación del rey Luis VII de Francia, Tomás pudo volver a su diócesis y hubo reconciliación con el rey Enrique II.

Pero esta paz no era perfecta, porque el primado había prometido dar el debido honor al rey, no había dicho nada de las antiguas costumbres. Además, fulminó con anatemas a los obispos amigos de Enrique, que habían coronado al príncipe heredero violando los derechos de su sede.

Un día en una comida del rey con el obispo y unos nobles se precipitaron los acontecimientos:

El obispo de York exclamó “No habrá paz en Inglaterra mientras Tomás esté con vida”. El rey lleno de furia contestó: “Sostengo y favorezco en mi reino a hombres tan cobardes y miserables que toleran vergonzosamente las ofensas que hace a su señor un clérigo plebeyo”

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Cuatro barones de la corte oyeron la exclamación del rey y corrieron a la catedral de Canterbury, donde el arzobispo estaba rezando los oficios divinos, y forzando las puertas lo degollaron el 29 de diciembre de 1170.

Inmediatamente el pueblo comenzó a dar culto al mártir. En 1172 fue canonizado por Alejandro III. Su culto se extendió velozmente por otras naciones. Enrique II, reconciliado con el papa, a quien pidió perdón por el crimen, cometido en contra de su voluntad, según dijo, derogó los artículos de las antiguas costumbres, prometió ayudar a la cruzada de Tierra Santa. El 12 de julio de 1174 se le vio llegar como peregrino al sepulcro del santo, y hacer oración y penitencia ante él.

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I

APENDICE DODUMENTAL

Los «Dictatus papae» (Principios del papa), son una relación de 27 declaraciones que, publicados en 1075, recogían el ideario político-religioso del papa Gregorio VII. Algunos historiadores argumentan que fueron escritos (o dictados) por el propio Gregorio VII; otros consideran que fueron redactados posteriormente y que tienen un origen distinto para justificar el poder papal. En el año 1087 el Cardenal Deusdedit publicó una colección de decretos, dedicados al Papa Víctor III, que representaban la ley del canon eclesiástico que había recogido de diversas fuentes, tanto legítimas como falsas (como el Pseudo-Isidoro). Los Dictatus Papae coinciden tan estrechamente con esta colección, que existen varias teorías que argumentan que se basaron en ella; y que por lo tanto los Dictatus fueron recopilados y redactados posteriormente al año 1087.

Los Dictatus Papae comienzan con un encabezado que sugieren que el

papa es el autor, pero no fueron ampliamente divulgados más allá del círculo inmediato de la curia papal. Ninguno de los conflictos papales del año 1075 y siguientes parece estar directamente relacionados con su publicación, aunque la política del Papa Gregorio VII y sus seguidores durante estos conflictos parecen seguir el mismo espíritu.

Los principios expresados en los Dictatus Papae resumen en gran parte

los principios de la reforma gregoriana, que había sido iniciada por Hildebrando de Toscana antes de convertirse en el Papa Gregorio VII. El axioma con el que se arrogaba el derecho de deponer emperadores disolvió el equilibrio altomedieval simbolizado por las "dos espadas", el poder espiritual y el poder temporal, los poderes complementarios de la potestas (o imperium) y la auctoritas que había regido en Europa Occidental desde la época de los merovingios y carolingios, basado en precedentes romanos.

[El cesaropapismo, inaugurado por la práctica política de Carlomagno,

tendrá que ceder definitivamente ante el peso de la hierocracia, que tiene en Gregorio VII (1073-85), en los canonistas del Siglo XII y en los decretalistas del XIII, o en Bonifacio VIII (1294-1303) a los teóricos de las máximas formulaciones del poder universal de los sucesores de Pedro. 1 ]

Según los Dictatus Papae, la unidad de la sociedad cristiana queda

cimentada sólo por la fe. El orden laico no tiene otra función que ejecutar las órdenes formuladas por el clero y su monarca absoluto, el Papa, vicario de Cristo. De hecho, es el Papa el único titular legítimo del Imperio, que puede delegar su poder en los soberanos temporales y reprender su gobierno. El Emperador es considerado como un simple cooperante subordinado del Papa.

Esos nuevos postulados daban pie a la denominada "Hierocracia" (el

Papa es el soberano absoluto). Debido a su contenido político, estos decretos no

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II

fueron publicados ni el Sacro Imperio Romano Germánico, ni en los reinos ibéricos ni en Inglaterra.

Los Dictatus Papae son los siguientes: I. «Quod Romana ecclesia a solo Domino sit fundata». (Que la Iglesia

Romana ha sido fundada solamente por el Señor). II. «Quod solus Romanus pontifex iure dicatur universalis». (Que sólo el

Pontífice Romano sea dicho legítimamente universal). III. «Quod ille solus possit deponere espiscopus aut reconciliare». (Que él

sólo puede deponer o reponer obispos). IV. «Quod legatus eius omnibus episcopis presit in concilio etiam

inferioris gradus et adversus eos sententiam depositionis possit dare». (Que su legado está en el concilio por encima de todos los obispos, aunque él sea de rango inferior; y que puede dar contra ellos sentencia de deposición).

V. «Quod absentes papa possit deponere» (Que el Papa puede deponer ausentes).

VI. «Quod cum excommunicatis ab illo inter cetera nec in eadem domo debemus manere». (Que con los excomulgados por el Papa no podemos, entre otras cosas, permanece en la misma casa).

VII. «Quod illi soli licet pro temporis necessitate novas leges condere, novas plebes congregare, de canonica abatiam facere et e contra, divitem episcopatum dividere et inopes unire». (Que sólo al Papa le es lícito, según necesidad del tiempo, dictar nuevas leyes, formar nuevas comunidades, convertir una fundación en abadía y, recíprocamente, dividir un rico obispado y reunir obispados pobres).

VIII. «Quod solus possit uti imperialibus insigniis». (Que él sólo puede llevar las insignias imperiales).

IX. «Quod solius papae pedes omnes principes deosculentur». (Que todos los príncipes deben de besar los pies solamente del Papa).

X. «Quod illius solius nomen in ecclesiis recitetur». (Que sólo del Papa se nombre el nombre en las iglesias).

XI. «Quod hoc unicum est nomen in mundo». (Que este nombre es único en el mundo).

XII. «Quod illi liceat imperatores deponere». (Que le es lícito deponer a los emperadores).

XIII. «Quod illi liceat de sede ad sedem necessitate cogente episcopos transmutare». (Que le es lícito trasladar a los obispos de una sede a otra, si le obliga a ello la necesidad).

XIV. «Quod de omni ecclesia quocunque voluerit clericum valeat ordinare». (Que puede ordenar un clérigo de cualquier iglesia en donde quiera).

XV. «Quod ab illo ordinatus alii ecclesiae preesse potest, sed non militare; et quod ab aliquo episcopo non debet superiorem gradum accipere». (Que un ordenado por él puede presidir otra iglesia, pero no servirla; y que el ordenado por él no puede recibir grado superior de otro obispo).

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III

XVI. «Quod nulla synodus absque precepto eius debet generalis vocari». (Que ningún sínodo se llame general si no ha sido por orden del Papa).

XVII. «Quod nullum capitulum nullusque liber canonicus habeatur absque illius auctoritate». (Que ningún capitular ni ningún libro sea considerado como canónico sin su autorizada permisión).

XVIII. «Quod sententia illius a nullo debeat retractari et ipse omnium solus retractare possit». (Que su sentencia no sea rechazada por nadie y sólo él pueda rechazar la de todos).

XIX. «Quod a nemine ipse iudicare debeat». (Que no sea juzgado por nadie).

XX. «Quo nullus audeat condemnare apostolicam sedem apellantem». (Que nadie ose condenar al que apela a la sede apostólica).

XXI. «Quod maiores cause cuiscunque ecclesiae ad eam referri debeant». (Que las causas mayores de cualquier iglesia sean referidas a la sede apostólica).

XXII. «Quod Romana ecclesia nunquam erravit nec imperpetuui scriptura testante errabit». (Que la Iglesia Romana no ha errado y no errará nunca, según testimonio de las Escrituras).

XXIII. «Quod Romanus pontifex, si canonice fuerit ordinatus, meritis beati Petri indubitanter efficitur sanctus testante sancto Ennodio Papiensi episcopo ei multis sanctis patribus faventibus, sicut in decretis beati Symachi pape continetur». (Que el Pontífice Romano, una vez ordenado canónicamente, es santificado indudablemente por los méritos del bienaventurado Pedro, según testimonio del santo obispo Ennodio de Pavía, apoyado por los muchos santos Padres según se contiene en los decretos del Beato Papa Símaco)).

XXIV. «Quod illius precepto et licentia subiectis liceat accusare». (Que por orden y permiso suyo es lícito a los subordinados formular acusaciones).

XXV. «Quod absque synodali conventu possit episcopos deponere et reconciliare». (Que sin intervención de Sínodo alguno puede deponer y reponer obispos).

XXVI. «Quod catholicus non habeatur, qui non concordat Romanae ecclesiae». (Que nadie sea llamado católico si no concuerda con la Iglesia Romana).

XXVII. «Quod a fidelitate iniquorum subiectos potest absolvere». (Que el Papa puede eximir a los súbditos de la fidelidad hacia príncipes inicuos).