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285 JOËL SPRONCK LA ESPERA CRISTIANA DE LA PARUSÍA Con raíces en el judaísmo, la espera de la venida última del Señor y Mesías es un motor de la vida cristiana. El artículo expone las carac- terísticas de la Parusía cristiana que relaciona con el mesianismo hu- milde de Jesús de Nazaret. Así explica y resuelve la paradoja de una promesa cumplida y, a la vez, de una espera prolongada en el tiempo de la iglesia. Recuerda también los diversos usos del término “parusía” en la tradición cristiana y responde a la impaciencia de los fieles y a los reproches de los incrédulos con la paciencia de Dios que espera que todos se salven. L’attente chrétienne de la Parousie, Nouvelle Revue Théologique 131 (2009) 546-556 BAJO EL SIGNO DE LA ESPERA En un mundo como el nuestro, que en muchos aspectos está mar- cado por la inmediatez, es conve- niente recuperar el sentido del tiempo y de la historia, redescubrir la fuerza positiva de la duración. Porque la continuidad en el tiem- po posibilita la maduración, el de- seo, la delidad. El cristianismo es un ejemplo esclarecedor. En efec- to, la espera del cumplimiento ha sido siempre uno de los resortes fundamentales de la fe cristiana. Ya desde de la iglesia primitiva, la esperanza en la venida final de Cristo, su «Parusía», es lo que ha movido a los cristianos a orientar- se hacia el porvenir, aguardando la manifestación escatológica del Reino. La Parusía:Tres momentos o acepciones. El término griego parousia sig- nica «venida», «presencia». En su sentido profano designaba la entrada solemne y triunfal de un soberano helénico en una ciudad conquistada sobre la que en ade- lante iba a ejercer su poder. Las primeras generaciones cristianas adoptan el término para designar el acontecimiento glorioso de la venida del Señor al n de los tiem- pos (cf. Mt 24,3.27.37.39; 1 Ts 2,19; 3,13; 4,15; 5,23; 1 Co 1,8; 15,23; 2 P 3,4.12). A partir del siglo segundo, con san Justino sobre todo, se empie- za a hablar de «las dos Parusías»

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JOËL SPRONCK

LA ESPERA CRISTIANA DE LA PARUSÍA

Con raíces en el judaísmo, la espera de la venida última del Señor y Mesías es un motor de la vida cristiana. El artículo expone las carac-terísticas de la Parusía cristiana que relaciona con el mesianismo hu-milde de Jesús de Nazaret. Así explica y resuelve la paradoja de una promesa cumplida y, a la vez, de una espera prolongada en el tiempo de la iglesia. Recuerda también los diversos usos del término “parusía” en la tradición cristiana y responde a la impaciencia de los fi eles y a los reproches de los incrédulos con la paciencia de Dios que espera que todos se salven.

L’attente chrétienne de la Parousie, Nouvelle Revue Théologique 131 (2009) 546-556

BAJO EL SIGNO DE LA ESPERA

En un mundo como el nuestro, que en muchos aspectos está mar-cado por la inmediatez, es conve-niente recuperar el sentido del tiempo y de la historia, redescubrir la fuerza positiva de la duración. Porque la continuidad en el tiem-po posibilita la maduración, el de-seo, la fi delidad. El cristianismo es un ejemplo esclarecedor. En efec-to, la espera del cumplimiento ha sido siempre uno de los resortes fundamentales de la fe cristiana. Ya desde de la iglesia primitiva, la esperanza en la venida final de Cristo, su «Parusía», es lo que ha movido a los cristianos a orientar-se hacia el porvenir, aguardando la manifestación escatológica del Reino.

La Parusía: Tres momentos o acepciones.

El término griego parousia sig-nifi ca «venida», «presencia». En su sentido profano designaba la entrada solemne y triunfal de un soberano helénico en una ciudad conquistada sobre la que en ade-lante iba a ejercer su poder. Las primeras generaciones cristianas adoptan el término para designar el acontecimiento glorioso de la venida del Señor al fi n de los tiem-pos (cf. Mt 24,3.27.37.39; 1 Ts 2,19; 3,13; 4,15; 5,23; 1 Co 1,8; 15,23; 2 P 3,4.12).

A partir del siglo segundo, con san Justino sobre todo, se empie-za a hablar de «las dos Parusías»

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de Cristo: la primera, humilde y sufriente, ha sido su venida en la carne; la segunda, aún por llegar, será en cambio majestuosa y glo-riosa. En adelante ese esquema se repetirá en el pensamiento patrís-tico (Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Orígenes, Cirilo de Jerusalén).

En fi n, incluso san Bernardo en sus Sermones para el Adviento, llegará a hablar de un adventus tri-plex del Señor: entre la primera ve-nida y el retorno fi nal de Cristo, hay, en efecto, un acontecimiento intermedio, perceptible únicamen-te con los ojos de la fe: el Señor nunca deja de venir a nosotros en su Palabra y a través de los sacra-mentos. Por su Espíritu, viene a establecer su morada en nuestro corazón (cf. Jn 14,23). En este sen-tido, la Parusía del Señor es per-manente: El Señor es «El que vie-ne» (Ap 1,4.8; 4.8).

El tiempo de la Iglesia

En las primeras comunidades cristianas, esa espera de la Parusía del Señor se vivía de un modo apa-sionado y quizás exagerado; en la actualidad, por el contrario, pare-ce como si la espera estuviera al-

go embotada: ¿se espera algo to-davía?... Sin embargo, el credo niceno-constantinopolitano nos in-vita a mantenernos orientados ha-cia Aquel «que volverá glorioso a juzgar a los vivos y a los muertos»: «Espero (exspecto) la resurrección de los muertos y la vida del mun-do futuro». La liturgia eucarística está toda ella atravesada por ese deseo del advenimiento del Señor: «Esperamos tu retorno glorioso».

En otras palabras, la historia tiene un sentido, está orientada ha-cia un fi n. El «tiempo de la igle-sia» -este período de la historia de la salvación que corre desde la Re-surrección del Señor hasta su Pa-rusía gloriosa- se parece a un gran «Adviento». Pero no está cerrado sobre sí mismo; sino que sigue abierto a un porvenir que viene a nosotros y hacia el cual nos dirigi-mos irreversiblemente. Como en los mosaicos bizantinos, ese futu-ro que viene tiene rostro personal: el rostro luminoso y radiante de Cristo Resucitado en el que se nos ofrece la comunión dichosa con el Padre y con los demás.

Expondremos brevemente las raíces judías de tal espera y sus re-sonancias específi camente cristia-nas.

LA ESPERA MESIÁNICA EN EL JUDAÍSMO

En el pueblo de Israel, y en pa-ralelo a los acontecimientos que jalonan su historia, fue emergien-do poco a poco la idea de que Dios

suscitaría un «Mesías» al fi n de los tiempos. Este Mesías inaugurará el tiempo de la plenitud de la sal-vación y la instauración defi nitiva

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del Reino de Dios: los enemigos dejarán de ser una amenaza para Israel, los pobres verán colmadas sus necesidades y los enfermos se-rán curados; los malvados, elimi-nados; los justos vivirán en paz se-gún la Ley, y el Dios de Israel será adorado y reconocido por to-das las naciones. El libro de Isaías describe admirablemente esa era mesiánica de justicia y de paz fu-turas (cf. Is 2,2-4).

Mesianismos: Expectativas plurales

Según las épocas y las corrien-tes religiosas, la fi gura de ese Me-sías Salvador adquiere perfi les di-ferentes: perfi l de Mesías Rey (del linaje davídico), perfi l de Sacerdo-te o incluso de Profeta. Se le con-cibe, por lo general, como ser hu-mano de origen terrestre; pero a veces también como una fi gura an-gélica, de origen celeste y trascen-dente (cf. el enigmático «Hijo del Hombre» de Dn 7,13). A decir ver-dad, la literatura judía no transmi-te en modo alguno una concepción unifi cada y bien defi nida del Me-

sías, pero tampoco de sus poderes ni de los signos precursores de su manifestación. Con todo, a pesar de la pluralidad de los modelos, la espera del Mesías en sí misma es algo compartido que llegará a in-formar progresivamente todos los ámbitos de la vida judía. Las ple-garias de bendición, en cuyos tex-tos se expresa tal esperanza con to-da claridad, dan testimonio de ello.

Durante el siglo primero, ese pluralismo mesiánico está muy ex-tendido y la espera se vive apasio-nadamente. Así por ejemplo, los zelotes esperaban un Mesías na-cional, político, que expulsaría al ocupante romano por la fuerza y la violencia; mientras que las co-munidades de Qumrâm esperaban ardientemente un doble Mesías, a la vez gran sacerdote y monarca, que llevaría a cabo una severa pu-rifi cación: destruiría el mal y a los pecadores, para edifi car la comu-nidad de los santos de los últimos tiempos. Así se dice en los Salmos de Salomón que, junto con otras obras de la literatura intertesta-mentaria, se hacen eco de esa im-paciencia mesiánica.

JESÚS, MESÍAS CRUCIFICADO

Y precisamente en ese contex-to aparece Jesús de Nazaret. Su comportamiento mesiánico, es de-cir, la manera que tiene de inaugu-rar el tiempo de la salvación no de-ja de ser sorprendente por su originalidad. Pues, desde las ten-

taciones en el desierto hasta la cruz, Jesús rehúsa con claridad to-da forma de mesianismo temporal de tipo triunfalista. Por el contra-rio, Jesús se presenta como un Me-sías «dulce y humilde de corazón» (Mt 11,29), que «no rompe la ca-

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ña quebrada» (Mt 12,20), sino que se sienta a la mesa con los peca-dores para ofrecerles la misericor-dia del Padre ((cf. Lc 5,29-32): no se impone, sino que mendiga la confi anza del corazón humano, la-va los pies a sus discípulos, «les ama hasta el extremo» (Jn 13,1s), y perdona a sus verdugos en el des-enlace final de la Cruz (cf. Lc 23,34).

El escándalo del mesianismo de Jesús

A nuestros ojos de carne, este mesianismo es desconcertante, in-cluso «escandaloso», en el senti-do de que realmente no responde a las representaciones judías de la espera, pero tampoco a nuestros proyectos de redención siempre demasiado humanos. Prueba de ello es la vacilación de Juan que, encarcelado, pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?». Y Jesús mismo, después de

recordar los signos que en Isaías testifi can la realidad del Reino de Dios ya presente, añade de forma un tanto misteriosa «¡Dichoso el que no caiga (literalmente «el que no se escandalice») a causa de mi!» (Mt 11,6; Lc 7,23). Así pues, tenemos que, a pesar de los signos de la era mesiánica («los ciegos ven, los cojos andan,...»), la inau-guración del Reino no resulta evi-dente. Por ello, Pablo predica un «Mesías crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Co 1,23).

En esta perspectiva, ¿en qué se convierte la espera mesiánica? Si bien, ésta en el judaísmo sigue per-durando hasta hoy, en cambio en la fe cristiana, adquiere un sentido nuevo y específi co: en Jesucristo, muerto y resucitado, las esperan-zas proféticas ya se han cumplido. A la luz, pues, de tal cumplimien-to tenemos que reinterpretar la es-pera cristiana de la Parusía. Inten-taremos explicarlo a continuación.

LA ESPERA DE LA PARUSÍA EN EL CRISTIANISMO

Por la Encarnación y la Pascua del Hijo de Dios, el Reino escato-lógico de Dios ha irrumpido en nuestra historia; la era mesiánica de la salvación y de la gracia ya ha comenzado: «El tiempo se ha cum-plido, el reino Dios está cerca [lit. se ha hecho cercano]» (Mc 1,15). El tiempo verbal nos dice que el acontecimiento ha ocurrido ya, pe-ro que la acción perdura. Una nue-

va realidad está aquí; la victoria sobre la muerte ya ha sido defi ni-tivamente conquistada; el Espíri-tu Santo ha sido derramado en los corazones (cf. Rm 5,5) y no cesa de edifi car la iglesia, «germen y principio del Reino» (LG 5). En una palabra, estamos en los «últi-mos tiempos». El exegeta R. Sch-nackenburg lo explicaba así: «El tiempo del cumplimiento escato-

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Gesché). La salvación es una rea-lidad a la vez presente y futura: el Reino “ya está aquí pero todavía no” (O. Cullman). San Pablo in-tenta ilustrar la paradoja que ca-racteriza el tiempo intermedio de la iglesia comparando el tiempo presente al de un «alumbramien-to» (Rm 8,22), o al de la «aurora» (cf. Rm 13,11-12). Si bien ya po-seemos el Espíritu, por ahora sólo gozamos de sus «primicias» (Rm 8,23), lo poseemos en «arras» (2 Co 1,22; 5,5; Ef 1,14). El cumpli-miento de la salvación es incoati-vo: ya ha comenzado, pero en su seno persiste la espera de su cul-minación. Esta ardiente espera se halla refl ejada en la segunda peti-ción del Padrenuestro («¡Venga a nosotros tu reino!») y en el vibran-te «¡Maranatha! de los primeros cristianos. Este grito, al poder ser leído como una exclamación («El Señor ha venido»), que celebra su presencia, y también como un de-seo imperativo («Ven, Señor»), permite expresar a la vez el carác-ter paradójico de la escatología cristiana.

¿Por qué dos etapas?

Llegados a este punto, surge una cuestión de fondo: ¿por qué Dios ha escogido salvar el mundo en dos «etapas»? ¿Por qué la pri-mera Parusía del Mesías no ha sig-nifi cado el inmediato fi n del curso de la historia de la salvación y la instauración plena y visible del

lógico ya está ahí, y el Reino de Dios en su gloria está cerca; son dos hechos respecto de los que no se puede volver atrás; desde la ve-nida de Jesús, forman parte de una «situación» fi rmemente estableci-da. Lo que sucede a partir de ese punto tiene lugar, ciertamente, en el seno de la realidad espacio-tem-poral de este mundo, y los hom-bres lo experimentan en la histo-ria, en el «curso» del tiempo. Pero, no por ello deja de estar también enteramente bajo el signo indele-ble de la realidad salvífi ca inaugu-rada por Jesús.»

La paradoja del retraso de la Parusía

Al mismo tiempo se ha de po-der afi rmar que el Reino de Dios sigue siendo una realidad todavía futura, en el sentido que es una rea-lidad que todavía no se manifi esta en su plenitud. El mal, tanto físi-co como moral, sigue afectando nuestras existencias y nuestro mundo. Indudablemente nos in-cumbe combatirlo activamente y, en la medida de nuestras posibili-dades, trabajar para que retroce-dan la injusticia, el odio, el sufri-miento y la muerte. La gloria de Dios y de sus hijos sigue provisio-nalmente velada y diferida: aguar-da todavía el momento de su ple-na revelación (Rm 8,18s; Col 3,1-4; Jn 3,2; etc.).

Digamos, pues, que la escato-logía cristiana está traspasada por una tensión, por una flecha (A.

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Reino de Dios de acuerdo con la espera mesiánica judía? ¿Cuál es el signifi cado teológico de este in-tervalo o intermedio eclesial? ¿Por qué un retraso de la gloria escato-lógica implica la contrapartida de un último margen de acción para las potencias del mal, si ya se ha ganado la victoria pascual? En una palabra, ¿por qué la consecución de la salvación en Jesucristo com-porta en sí misma, estructural-mente, la necesidad de una espe-ra?

Una respuesta hermenéutica

La justifi cación del retraso de la Parusía es un tema complejo e inseparable de una refl exión sobre la omnipotencia de Dios y su apa-rente «silencio» frente al mal. So-bre ello quisiéramos sugerir una pista hermenéutica, a la luz de lo que hemos dicho sobre la mesia-nidad de Jesús.

A diferencia de todos los me-sías políticos, Jesús es un Mesías humilde y discreto que rehúsa to-da estridencia en su modo de ac-tuar. Vence al pecado, no por la fuerza o la violencia, sino con la suavidad y la misericordia. Duran-te su Pasión, mantiene «el silencio más paciente» para permitir que los malvados se corrijan. En una palabra, la «persuasión» es la úni-ca «arma», que conviene al Hijo de Dios en orden a instaurar su Reino y vencer todas nuestras re-sistencias: Dios ha enviado a su Hijo entre los hombres «para sal-

varlos por la persuasión, no por la violencia, porque en Dios no cabe la violencia», como decían ya los Padres de la iglesia.

La paciencia de Dios y el tiempo de la iglesia

¿No será precisamente esa ma-nera divina de vencer el mal la jus-tifi cación última del tiempo de la Iglesia? ¿Acaso no es esa misma persuasión la que se manifi esta en el fondo del «silencio paciente»? ¡Y para llegar a persuadir a la hu-manidad entera, se necesita mucho tiempo! Dicho de otra forma, el tiempo intermedio eclesial es una oportunidad incesante de gracia acordada por el Señor en su lon-ganimidad. Efectivamente, entro-nizado ya Mesías por la resurrec-ción, Jesús no introduce cambio alguno ni en el sentido ni en el ejercicio de su mesianidad: espe-ra pacientemente que la humani-dad entera se abra al don de su amor, a la gracia de de la salva-ción; espera la conversión del co-razón del hombre pecador, espera su «sí» confi ado en que se traduz-ca obviamente en una conducta consecuente. El Reino de Dios no se impone por la fuerza: ya está concedido, ahora incumbe a todo hombre acogerlo sin más dilación. O dicho con palabras de san Agus-tín: «Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti». Básicamente es la argumentación del autor de la segunda carta de Pedro (2 P 3,3-15a) que, en resumen, viene a de-

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cir que el Señor, para quien un día es como mil años y mil años co-mo un día, no retrasa el cumpli-miento de su promesa sino que usa la paciencia para que todos lleguen a la salvación.

Desde esta óptica, se compren-de que el pretendido «retraso» de la Parusía debe imputarse no a Dios, sino a los hombres, cuya len-titud en responder «paraliza» en cierto modo la manifestación ple-na del Reino.

Debemos, pues, convertirnos ya, para que la larga paciencia del Señor no resulte vana; para no de-cepcionar su gran esperanza esca-tológica de salvar a todos los hom-bres. Por ello tiene sentido que la actividad pastoral ocupe el «tiem-po de la Iglesia». En efecto, el anuncio incansable del evangelio y la celebración de los sacramen-tos pretenden suscitar nuestra res-puestas de fe y de amor y, de ese modo, al ensanchar nuestro cora-zón y hacer más profundo nuestro

deseo de Dios, «apresurar» el ad-venimiento de «nuevos cielos y de la tierra nueva» (cf.. 2 P 3,12-13; Hch 3, 19-21). Teilhard de Char-din escribió a este propósito: «El Señor únicamente apresurará su venida si la esperamos intensa-mente. Sólo los muchos deseos acumulados harán que irrumpa la Parusía».

En conclusión, si aceptamos que el tiempo de la iglesia es en realidad un tiempo de espera, com-prenderemos que dicha espera no es una mera prolongación de la es-pera mesiánica que encontrábamos en el judaísmo. Pues, en el fondo, todo se ha cumplido ya con el ad-venimiento del Hijo de Dios en la encarnación: Dios ha venido a ha-bitar entre los hombres, ha revela-do su Amor, ha dado el primer pa-so (cf. 1Jn 4,19) y nos ha salvado. Pero todavía falta algo porque aho-ra es Dios quien aguarda. Y lo que espera es que le admitamos en nuestras vidas.

Tradujo y condensó: ÀNGEL RUBIO GODAY