Rehabilitación psicosocial en TMS-TMG y condicionantes sociales

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La Rehabilitación Psicosocial en cuadros psicóticos graves y su relación con los condicionantes sociales PABLO PUENTE BALDOMAR Psicólogo

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La Rehabilitación Psicosocial en

cuadros psicóticos graves

y su relación con los condicionantes sociales

PABLO PUENTE BALDOMAR

Psicólogo

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Pablo Puente Baldomar

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ÍNDICE

Pág.

Resumen 3

Introducción 3

El concepto de Trastorno Mental Severo 4

Modelo de vulnerabilidad 7

Diversidad teórica 11

Revisión del concepto de Rehabilitación Psicosocial 14

Puntualizaciones del concepto RHPS en microestructuras 16

Hermenéutica genérica de las psicosis 20

Diagnóstico y subjetivación: un equilibrio difícil 25

El lenguaje como principio terapéutico 29

Anexo I: Sobre la relación Salud Mental – Exclusión social 34

Conclusiones 36

Bibliografía 38

Ilustración de portada: “Calle desidia”, Andrés Vijande (óleo sobre lienzo, 100 x 100)

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INTRODUCCIÓN

Serán de provecho para los lectores algunas explicaciones básicas sobre la orientación

del presente trabajo. Se desarrolla en el marco de un postgrado de Salud Mental

Comunitaria (UNED) y focaliza en los condicionantes sociales vinculados a los

trastornos mentales graves y severos. La primera parte, analiza la eficacia de los

tratamientos de rehabilitación psicosocial centrados en la comunidad. La segunda

mitad del trabajo, reflexiona sobre el papel de los profesionales del ámbito y algunas

consideraciones generales sobre las psicosis.

El marco que sostiene este trabajo no adhiere a ninguna escuela o corriente teórica de

modo exclusivo, pero se apoya, puntualmente, en diversos desarrollos, entre los que

cabe mencionar la teoría sistémica, la psiquiatría dinámica, la fenomenología

existencial y la corriente del idealismo filosófico.

El mencionado contexto le impone al presente trabajo evidentes limitaciones, una de

ellas es la imposibilidad de una indagación profunda en materia de etiología y

desarrollo terapéutico vinculado a los cuadros psicóticos; sin embargo, las referencias

RESUMEN DEL TRABAJO

En la última década, los avances en la investigación y tratamiento de los Trastornos Mentales Graves

y Severos (TMG/TMS) han sido considerables, y de especial interés en el abordaje terapéutico

obtenido con la intervención combinada de terapias –biológicas, psicológicas y de rehabilitación

psicosocial. No obstante, el énfasis actual aún está demasiado centrado en los factores de riesgo

considerados de tipo sanitario (biológicos y psicológicos).

A través de un análisis descriptivo y funcional de los trastornos mentales graves, y desde la

perspectiva teórica del modelo de vulnerabilidad, se analizará la eficacia de la rehabilitación

psicosocial en la integración de personas afectadas de enfermedad mental grave, orientada en la

intensificación de estrategias de actuación desde un enfoque comunitario. Se complementará dicho

análisis con algunos apuntes sobre los cuadros psicóticos, el papel de los profesionales en la salud

mental y los condicionantes socio-económicos en la enfermedad.

Conceptos claves: Trastorno Mental Severo – Modelo de Vulnerabilidad – Rehabilitación psicosocial - Intervención

comunitaria en Salud Mental – Ética profesional y salud mental -

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existentes en la segunda mitad del trabajo, responden a la necesidad de situar un

marco teórico que responda a un posible desarrollo ulterior.

Es relativamente frecuente que las personas que presentan trastornos mentales graves

que se mantengan en el tiempo, tengan dificultades para encontrar el medio adecuado

para mantenerse en condiciones de funcionamiento social similar a otras personas de

su entorno. Esto se relaciona con las dificultades para superar situaciones de un

“sufrimiento” que paraliza, evolutivamente hablando, manteniéndose en condiciones

de difícil lucha por continuar en una posición competitiva frente a las exigencias del

ambiente.

Cuando nuestra situación personal nos ha conducido a situaciones dependientes de

otros, lo más habitual es que las soluciones aportadas hayan insistido o insistan en

mantener la misma dependencia, en la familia, en hospitales, en “centros de

tratamiento”, en residencias o en pisos protegidos, al cuidado de otros y,

habitualmente, de forma indefinida. Esta “indefinición”, lejos de propiciar la

adquisición de independencia y autonomía, refuerza, de manera involuntaria en el

mejor de los casos, la dependencia y el asistencialismo.

La Rehabilitación Psicosocial (en adelante RHPS), pensada y ejecutada desde una

perspectiva comunitaria, constituye actualmente uno de los encuadres más óptimos

para la reincorporación social de personas afectadas con trastorno mental severo.

Sobre ésta y otras cuestiones vinculadas, se indagará en este breve ensayo.

EL CONCEPTO DE TRASTORNO MENTAL SEVERO

El término Trastorno Mental Severo (TMS) agrupa a los trastornos mentales graves de

duración prolongada y que conllevan un grado variable de discapacidad y disfunción

social. Es decir, se trata de aquellos Trastornos Mentales Graves (TMG) que han

evolucionado hacia una desestructuración mayor.

Si bien el camino está muy avanzado, todavía no se han desarrollado unos criterios

constantes y homogéneos que definan el Trastorno Mental Severo, pero la definición

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más consensuada es la que emitió el Instituto Nacional de Salud Mental de EEUU en

1987 (NIMH; 1987), que incluye tres dimensiones básicas:

• Diagnóstico: Excede el marco del presente trabajo la descripción de los diagnósticos

habituales de TMG; sólo a título de resumen, y según los criterios de clasificación

internacionales (DSM-IV/APA, ICD-10/OMS) puede indicarse que se incluyen en este

grupo: Esquizofrenias, Trastornos delirantes, Trastornos bipolares, Trastornos

depresivos recurrentes, Trastornos psicóticos (excluyendo los de etiología orgánica),

otros trastornos que aunque no figuren directamente en la categoría de “psicóticos”

dependen de otras circunstancias diferentes para la definición del diagnóstico.

• Duración: Se ha utilizado como criterio un periodo de dos años de duración de

tratamiento -y no de la enfermedad-, ya que es frecuente que exista un periodo

premórbido o incluso con sintomatología activa sin tratar, difícil de delimitar en el

tiempo e insustancialmente perceptible.

• Discapacidad: La presencia de una disfunción moderada o severa del funcionamiento

global, medido a través del GAF (Global Assesment of Functioning, APA, 1987), que

indica una afectación de moderada a severa del funcionamiento laboral, social y

familiar.

Esta última dimensión puede analizarse a través de la Clasificación Internacional de

Funcionamiento (CIF, OMS 2001), que actualiza los criterios para definir y valorar un

funcionamiento integral de las personas, considerando diversas áreas:

- El estado de salud

- Las alteraciones de funciones y estructuras corporales (discapacidad)

- Las limitaciones a la actividad

- Las restricciones en la participación

- Los factores ambientales

- Los factores personales

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Las dificultades de las personas afectadas con TMS, no se reducen a una

sintomatología puramente psicopatológica, puesto que suelen presentar déficit en

distintas áreas vitales que deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar la severidad

de la pérdida de desempeño social. Algunas de las carencias fundamentales son:

- Déficit en habilidades y capacidades para el manejo autónomo: higiene

personal, nutrición adecuada, actividades básicas de la vida diaria (ABVD)

gestión del dinero, control y seguimiento sanitario, adhesión al tratamiento,

dependencia de terceros, etc.

- Déficit de interacción social: pérdida de de redes sociales de apoyo,

inadecuado manejo de situaciones sociales, aislamiento, incapacidad de

manejar el ocio, incapacidad de disfrutar, falta de motivación e interés, etc.

- Déficit de autocontrol: mayor vulnerabilidad a agentes estresores, falta de

técnicas de afrontamiento, dificultad en el manejo y control de emociones, etc.

- Déficit en el funcionamiento cognitivo: dificultades de atención, percepción,

concentración y procesamiento de información, alteraciones del curso y

contenido del pensamiento, trastornos del lenguaje, alteración de conciencia,

etc.

- Déficit en el ámbito laboral: dificultades para acceder y mantenerse en el

mundo laboral, lo que supone un obstáculo para la plena integración social y

favorece la dependencia económica, la pobreza y marginación.

Resulta evidente que estas discapacidades o dificultades interfieren en el

funcionamiento psicosocial y generan serios problemas para el desempeño de los roles

sociales, y en interacción con diferentes factores y barreras (estigma, rechazo) originan

un riesgo de desventaja social y marginación.

Las relaciones están muy influidas tanto por la conducta como por la actitud adoptada

por la persona (consecuencia directa de la sintomatología psicopatológica), y por ende

generan una actitud por parte de “otros” que incrementan las resistencias y la

percepción negativa de la persona afectada. Esta situación genera un circuito de

retroalimentación negativa, donde el paciente se defiende de actitudes de otros que

también pueden significarse como defensivas.

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No debemos olvidar que aunque se compartan problemas más o menos comunes,

éstos se concretan en cada persona de un modo particular e individualizado en función

de la interacción de múltiples factores (biológicos, psicológicos, familiares y sociales)

que concurren en la historia y la vida de cada sujeto, así como en función de la

atención y servicios que reciben.

En todos los casos, la enfermedad mental grave, puede definirse como un constructo

en el que se agrupan personas con parecidas dificultades funcionales, resultado de un

grupo complejo de variables interrelacionadas, donde se pueden separar factores de

riesgo biológico, psicológico y sociológico.

- Factores de riesgo biológicos: aunque de manera no completamente aclarada,

se atribuye influencia posible a factores infecciosos, traumáticos, tóxicos, y genéticos

que pueden afectar al neurodesarrollo temprano. Los factores genéticos están entre

los mejor acreditados en estudios sobre patrones de heredabilidad de la enfermedad

en gemelos criados en familias de adopción, aunque se ha comprobado que la

heredabilidad no es lineal.

- Factores de riesgo psicológicos: se reconoce la importancia de factores

psicológicos personales en el curso y evolución de la enfermedad (como la “capacidad

de afrontamiento” de los síntomas) aunque estos tendrían un papel secundario en el

desencadenamiento de la enfermedad.

- Factores de riesgo sociales: hay estudios sugieren que factores relacionados con

la crianza y el ambiente familiar pueden tener influencia en la expresividad de factores

de riesgo (por ejemplo, de determinados factores de riesgo genéticos). Ello puede

tener importancia desde el punto de vista de la investigación en modos de prevención.

MODELO DE VULNERABILIDAD

El Modelo de Vulnerabilidad (Zubin y Spring, 1977) puede dar una clave de la

optimización de la RHPS como proceso de intervención, priorizando determinadas

variables que suelen carecer de énfasis en otro tipo de enfoques metodológicos.

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El modelo de vulnerabilidad es uno de los más extendidos para describir el

desencadenamiento de la enfermedad mental. En términos generales, postula que la

vulnerabilidad de un individuo puede definirse como la predisposición a desarrollar un

episodio psicótico como reacción a una determinada sobre exigencia del ambiente.

La hipótesis de la vulnerabilidad asume que el concepto de trastorno mental no implica

un desorden crónico sino un estado latente y continuo de vulnerabilidad a desarrollar

dicho desorden. Concibe pues a la esquizofrenia y demás cuadros psicóticos como

trastornos episódicos.

Dicho modelo se estructura en tres pilares: el ambiente externo, la conducta y el sustrato

biológico, considerando que:

- Cada sujeto posee un umbral de vulnerabilidad específico (en las tres variables

centrales: biológica, psicológica y sociológica.)

- Los acontecimientos vitales estresantes pueden incidir o frustrar dicho umbral y

conducir a un episodio psicótico o desestabilizador.

Según los postulados del modelo, se comprende que la combinación de factores de

riesgo (biológico, psicológico, social) confiere a cada individuo una determinada

capacidad de afrontamiento ante situaciones de estrés (situaciones que generan

tensión y necesidad de re-adaptación). El ambiente actual de la persona (incluyendo

tanto factores psicosociales como físicos) desencadena los trastornos, en función de lo

vulnerable que sea el sujeto a ellos, haciendo que la reacción de la persona a estos

esté mediatizada por sus disposiciones biológicas, sus procesos psicológicos básicos

(estilo de pensamiento, habilidades de afrontamiento) y sus recursos externos (apoyo

familiar, amigos o la existencia de servicios sociales o sanitarios disponibles, entre

otros.) Dichas variables modularían el mejor o peor manejo de las dificultades

aparecidas. Si esos procesos (la vulnerabilidad o disposición personal) y la

disponibilidad de recursos externos no son adecuados o accesibles, el resultado sería el

trastorno psicológico o la aparición de la enfermedad.

Falloon (1984) profundiza en su desarrollo teórico y sostiene que cuanto mayor sea el

nivel de tensión ambiental que con distintos orígenes soporta la persona, menor

intensidad requerirán los acontecimientos vitales que incidan sobre él para desencadenar

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una experiencia estresante, pues tienen un carácter aditivo. Esto significa que una vez

que la suma de ambos da origen al estrés, éste conlleva diversos cambios fisiológicos en

el sujeto. Si en el inicio dichas alteraciones no son muy severas pueden conducir a

síntomas tales como tensión muscular, ansiedad, trastornos del sueño y del apetito, etc.

Estos síntomas, en muchas ocasiones inespecíficos, pueden servir como señales de una

inminente exacerbación de la sintomatología psicótica, actuando a modo de pródromos.

Efectivamente, si el estrés persiste, el siguiente paso puede ser el de un brote psicótico;

éste por sí mismo, aumenta a su vez el estrés para el sujeto, con lo que se crea un círculo

vicioso por retroalimentación.

Los cambios fisiológicos asociados con el estrés pueden ser atenuados por la

administración de psicofarmacología específica (por ej.: neurolépticos.) En este sentido,

hay corrientes que afirman el beneficio de administrar ciertas dosis de medicación

neuroléptica como un efecto profiláctico al enlentecer el impacto de los estresores sobre

el paciente, dando un mayor margen de tiempo a poder adoptar otros recursos

atenuantes y terapéuticos. Entre éstos se incluyen por ejemplo, la mejora de la capacidad

para la resolución de problemas varios y para sobrellevar la enfermedad, y que ha podido

ser alcanzada mediante un método de intervención familiar, que ayuda a reducir el estrés

ambiental, así como un entrenamiento en habilidades sociales, etc.

No obstante, la psicofarmacología como “efecto preventivo” es un encuadre, al menos

debatible cuando no cuestionable; y aunque el presente trabajo excede el contexto de un

análisis al respecto, cabe una sucinta mención sin ninguna intención de socavar el papel

fundamental que en la mayoría de casos graves posee la psicofarmacología.

La segunda mitad del siglo XX ha sido testigo de cómo millones de personas recibían

tratamientos psicofarmacológicos para una lista cada vez más extensa de problemas,

desde la tristeza, hasta dificultades de relación, sexuales, fóbicos, etc. “Las empresas

farmacéuticas financian las enfermedades y las promocionan entre los prescriptores y

los consumidores […] El diseño social de enfermedades está siendo sustituido por el

diseño empresarial de enfermedades” (Moynihan, et. Al. 2002). Esta tendencia es

actual.

Hay estudios (Johnstone, 2000) que reflejan la existencia de campañas de “educación”

patrocinadas por empresas farmacéuticas, con influencias en médicos y hasta en

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consejeros de escuelas y padres, con el objetivo de alertar sobre supuestos signos de

“psicosis temprana” en niños de edad escolar y la consecuente administración de

neurolepticos como dosis “preventivas”. Al margen de lo habitual que resulta

encontrar similitudes con “signos psicopatológicos” en actitudes o creencias típicas de

niños o adolescentes (telepatía, clarividencia, actividad excesiva, imaginación

frondosa, etc.) puede suponer nuevas y terribles consecuencias la sistematización de

este tipo de pocedimientos; salvando las distinciones, por otra parte, que supone una

psicofarmacología “preventiva” en adultos con respecto a las consecuencias que

implica en menores.

Se harán referencias puntuales a la cuestión psicofarmacológica en la segunda mitad

del presente trabajo.

Los factores de riesgo y protección en el Modelo de Vulnerabilidad

Retomando la cuestión de los factores de riesgo en el modelo de vulnerabilidad para

vincularlos posteriormente con la rehabilitación psicosocial , podemos distinguir, según la

bibliografía mayoritaria, los siguientes tipos centrales:

Factores bio-genéticos:

- Disfunciones a nivel de neurotransmisores

- Disfunciones cognitivas

- Bajo umbral autonómico a estímulos aversivos

- Personalidad con rasgos esquizoides / psicóticos

Factores individuales / personales:

- Inadecuada, escasa o nula adhesión al tratamiento psicofarmacológico

- Consumo de sustancias tóxicas

- Carencia de recursos y habilidades de afrontamiento y tolerancia a la frustración

Factores medioambientales/sociales:

- Sucesión de acontecimientos vitales estresantes

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- Alta emoción expresada en el grupo socio-familiar de referencia

- Sobre exigencias del medio socio familiar / laboral

- Factores económicos de subsistencia

Considerando los factores de riesgo anteriormente mencionados, se deduce que los

factores protectores están directamente vinculados con la potenciación y recursos del

espectro contrario. En este trabajo nos centraremos en los factores protectores

vinculados a las áreas individual/personal y social, entendiéndolo como elemento

principal para una rehabilitación psicosocial.

DIVERSIDAD TEÓRICA

La enfermedad mental y la conducta que se aleja de la norma han sido explicadas

sucesiva y alternativamente por diversas disciplinas y líneas teóricas, aunque

indudablemente sobresalen dos: la psiquiatría y la psicología. Sobre el discernimiento del

carácter normativo nos centraremos más adelante, en el apartado posterior vinculado a

subjetivación. Pero es preciso reflexionar sobre la diversidad teórica y metodológica en el

ámbito de la salud mental.

Cada enfoque o corriente, desde sus bases científicas, ha descrito y teorizado sobre ese

constructo tan vasto como misterioso que podríamos definir, de un modo un tanto

ambiguo: “mente”. Un abanico tan amplio de supuestos entre los que caben

presupuestos varios: orgánicos, biológicos, genéticos, químicos, farmacológicos,

conductuales, psicológicos, meta-psicológicos, pedagógicos, sociológicos, entre otros, de

una amplia y variada lista.

Si deseáramos inventariar las diversas líneas de trabajo en el ámbito de la salud mental (y

nos centráramos sólo en la psiquiatría y la psicología), encontraríamos un extenso

catálogo que algunos denominan de “tipo extremo” (Guimón, J.; 2004) dadas las

diferencias radicalmente opuestas de tan variadas escuelas. Por ubicar

estereotipadamente y a modo ejemplar esta idea, podríamos situar en un extremo a las

actividades que centran su objeto de estudio e intervención en el cerebro humano, con

escasa consideración al ambiente que lo circunda. En el otro extremo, podríamos señalar

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las concepciones centradas exclusivamente en los fenómenos sociales, ignorando o

rechazando variables psicológicas o biológicas. Desde luego, esta especie de “bipolaridad

teórica” es artificiosa y sería sorprendente que alguna escuela psicológica o psiquiátrica

se adhiriera a una posición exclusiva y tan extremista.

En esa escala arbitraria (por genérica) que hemos planteado, podríamos situar, cercana a

uno de los extremos, la corriente más biologicista y organicista de la psiquiatría (con un

sospechoso papel protagónico de la psicofarmacología), y avanzando en esa tipología nos

iríamos encontrando, por ejemplo, con la neuropsicología, las corrientes conductistas

reduccionistas y la psicología cognitiva; más allá, las corrientes psicodinámicas y

fenomenológicas y las doctrinas de relaciones interpersonales, para ir acercándonos al

otro polo más social, donde ubicaríamos la escuela sistémica y la terapia familiar, o los

abordajes de la denominada “antipsiquiatría”, que rechazan el axioma del “enfermo

mental”, situando la patología alienante en la sociedad (Laing, 1967; y otros). Resulta

evidente, frente a tan extensa diversidad, la dificultad de unificación de criterios.

Una historia de las corrientes terapéuticas sería una empresa harto extensa y no es el

presente trabajo el contexto para ese desarrollo. Lo que es innegable es que el “objeto”

de la salud mental, debido a su amplitud, contiene diversidad de teorías, que dan lugar a

la formación de modelos conceptuales, que si hubiera que resumirlos de modo grosero,

podríamos hacerlo en tres enfoques fundamentales según su incidencia teórica: modelo

médico, modelo psicológico y modelo social.

De todos los existentes, nos centraremos, en esta primera parte, en un enfoque

predominantemente social, la Rehabilitación Psicosocial (RHPS) como un posible abordaje

terapéutico-comunitario, y dentro de él daremos predominio a los condicionantes

sociales que lo componen y afectan.

La Rehabilitación Psicosocial en Salud Mental es un proceso de intervención que

pretende facilitar a personas afectadas por enfermedad mental el logro del máximo

funcionamiento independiente posible en la comunidad (Herranz, M., 2009).

Hablar de este modelo, impone la necesidad de resumir una ideología que propició un

cambio de mentalidad en la intervención de la salud mental en la población: el modelo

de Atención Comunitaria. El movimiento comunitario se forjó en Estados Unidos, en

las décadas del sesenta y setenta, y se extendió muy rápido -y de diversos modos- a

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muchos otros países occidentales. Nació como una necesidad de reforma estructural y

cuestionamiento explícito de los enfoques psiquiátricos y psicológicos tradicionales,

portando en su seno, como uno de sus estandartes fundamentales, la des-

institucionalización, un término que será emblemático, de allí en adelante, para

entender los enfoques integrales de este tipo de actuaciones en salud mental.

Es posible mencionar algunos de los factores que propiciaron este movimiento y otros,

que en la misma línea ideológica han ido originándose más tarde. La primera cuestión

se basa en el rechazo al hospital psiquiátrico como modo de segregación y control

social, basado en el “hospitalismo” y otras cronicidades generadas, en la ampliación de

la psicofarmacología que hace innecesarios ese tipo de dispositivos psiquiátricos como

controladores de la sintomatología, y en los costes económicos (notablemente

inferiores en recursos del tipo comunitario comparados con los hospitalarios).

En el fondo de la cuestión se encontraba la necesidad de un cambio en las

concepciones clásicas de salud y enfermedad mental, que estaban sostenidas desde el

modelo bio-médico, donde la posición organicista como explicación etiológica era

preponderante.

Por último, como gérmenes previos al proceso de des-institucionalización, debe

tenerse en cuenta el ambiente proclive al cambio social, propio de la ebullición

ideológica de las décadas del sesenta y setenta y la responsabilidad social de

psicólogos, psiquiatras, sociólogos, pedagogos, filósofos, etc., dada la evidencia de la

relación directa entre pobreza, clase social y enfermedad mental.

Todos estos factores antes mencionados se vieron reforzados por el crecimiento de

una sensibilidad diferente en el abordaje de la salud mental, lo que constituyó el ya

emblemático movimiento anti psiquiátrico. Paradójicamente, no puede afirmarse que

haya sido un movimiento articulado y organizado, puesto que no había uniformidad en

sus posturas, pero compartían un rechazo hacia las formas terapéuticas basadas

exclusivamente en la farmacología y la hospitalización. Sus exponentes individuales

más conocidos, han sido Laing, Cooper, Basaglia y Szasz, entre otros iniciadores y otros

muchos más que se sumaron progresivamente.

Fue necesario este prólogo, puesto que los modelos de salud mental comunitaria, y en

concreto el de Rehabilitación Psicosocial que se describirá a continuación, bebieron de

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esas diversas fuentes, planteando la potente determinación del trastorno mental por

el entorno social de la persona.

REVISIÓN DEL CONCEPTO DE REHABILITACIÓN PSICOSOCIAL

El modelo RHPS abarca diferentes “espacios” de intervención y distintos agentes o

actores intervinientes –en primer lugar la propia persona afectada-, y el objetivo

último de su terapéutica es la reintegración o reincorporación social de la persona al

ambiente que considere como propio, potenciando su capacidad de adaptación a éste.

A pesar de lo sencillo que puede aparentar a nivel teórico, es un proceso arduo, lento,

no lineal y muy complejo.

Sería honesto partir de la base de las muchas limitaciones que existen para considerar

a la RHPS como un proceso total y bien definido, puesto que actualmente no lo es. En

muchos casos, no es más (aunque ni menos) que una actuación con la mejor voluntad

para brindar alojamiento, apoyo y actividades ocupacionales a los pacientes más

crónicos, que también suelen ser los más desfavorecidos socialmente. “El abuso del

término ‘comunitario’, en contraposición a lo ‘hospitalario’, ha permitido el desarrollo

de múltiples dispositivos ineficaces e ineficientes (…) con actuaciones más basadas en

la benevolencia y los cuidados generales que en una asistencia técnicamente correcta y

basada en la evidencia” (Uriarte, J., 2009)

Puede afirmarse que los procesos de RHPS han mejorado en gran medida las

condiciones de vida de las personas con enfermedades mentales graves, pero aún nos

encontramos muy lejos de una orientación comunitaria genuinamente integral. Falta

una prevención y educación centradas en la comunidad, ya que la aceptación de una

mentalidad comunitaria no es lo mismo que su aplicación, lo que se refleja en las

escasas medidas emprendidas con vistas a una reinserción efectiva (dichas carencias,

se resaltan en el terreno laboral). Sin que se emprendan formalmente medidas

efectivas en los ámbitos básicos necesarios para la intervención con una persona, la

orientación comunitaria podría quedar expresada únicamente en la evitación del

ingreso hospitalario del enfermo psicótico, dejando sin abordaje el resto del itinerario.

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Por esta razón se vuelve imprescindible dotar a la RHPS vinculada al ámbito

comunitario, de un marco teórico definido y sostenible con herramientas y recursos

objetivos a la vez que eficientes para la intervención.

Todo proceso rehabilitador de este tipo, debe tener una población a la que se dirige,

en el caso del presente trabajo, personas afectadas con Trastornos Mentales Graves o

Severos, que encuentran su autonomía gravemente mermada por una serie de

restricciones, ya mencionadas en la primera parte.

Partiendo de esta base, los objetivos específicos que deberán tenerse en cuenta son:

- Inserción social e integración en la comunidad

- Estabilización clínica; recuperación cognitiva y funcional

- Logro máximo de autonomía e independencia posible en áreas básicas (ABVD)

- Responsabilización en decisiones, actos y consecuencias

- Control emocional y manejo de relaciones interpersonales

Dentro del marco de un itinerario socio-sanitario clásico, la secuencia de intervención

–muy resumida- suele comenzar en el tratamiento psiquiátrico, pasando por la

evaluación de necesidades, el tratamiento rehabilitador en dispositivos adaptados a

dichas necesidades, la búsqueda de programas residenciales alternativos y la

adquisición de herramientas básicas, ocupacionales, laborales, sociales, etc. Un

indicador general de resultados en un programa de RHPS es el grado de

funcionamiento adquirido e integración social, además de la remisión o control de la

sitomatología persistente.

Muchos autores acuerdan que el eje vertebrador de este tipo de intervenciones es el

tratamiento farmacológico, ya que sin la estabilización clínica no es posible la

realización de ningún programa adaptado. Como se ha manifestado anteriormente, se

comprende que el tratamiento farmacológico es un eje fundamental, pero no se

adhiere a la teoría de ubicarlo como punto central del proceso, considerando que el

eje que motoriza la rehabilitación es un conjunto de variables, entre las que se ubican

la intervención socio-pedagógica, la terapia psicológica y el tratamiento farmacológico

cuando corresponde. No se comprende una cuestión de jerarquías en este proceso.

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Existen diversos modelos de intervención en RHPS que, si bien mantienen los

supuestos anteriormente mencionados, se diferencian entre sí por procedimientos

organizativos y enfatizando determinados principios básicos y marcos teóricos.

Podemos mencionar dos grandes grupos:

- Modelo de Provisión y Organización de Servicios, entre los que caben el modelo de

Gestión de casos, el Hospitalario y el centrado en la Comunidad.

- Modelo de Intervención o Tratamiento Psicosocial, en el que están integradas las

intervenciones psicosociales familiares, los entrenamientos en habilidades sociales, las

terapias psicológicas y los programas ocupacionales.

Como ejemplo, a continuación, nos ceñiremos a un modelo específico de

Rehabilitación Psicosocial centrado en la atención comunitaria, a partir de dispositivos

de viviendas tuteladas.

PUNTUALIZACIONES DEL CONCEPTO DE RHPS EN MICRO ESTRUCTURAS

Desde una perspectiva puramente práctica, se ha podido comprobar que la RHPS es un

modelo óptimo para la intervención en personas con TMS. Sin embargo, existen

muchas dificultades para lograr una definición que no sea mucho más que conceptos

generales si entendemos que en la intervención puntual con cada persona el trabajo se

debe plantear casi de un modo artesanal. No obstante, se pueden destacar algunas

cuestiones que no suelen estar siempre presentes en un proceso rehabilitador clásico.

La RHPS obtiene mayor éxito terapéutico (y de integración social) en la medida en que

se aleja de cualquier contexto institucionalizador. Uno de los enfoques con mejores

resultados ha demostrado ser los dispositivos de viviendas tuteladas, de carácter

compartido. Este tipo de recursos de alojamiento deben cumplir con determinadas

características básicas que potencien niveles comunitarios de integración; la primera y

fundamental es encontrarse insertos en la comunidad, con acceso normalizado a todo

tipo de recursos ciudadanos.

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Se entiende a la vivienda como el motor central o el elemento básico de la RHPS desde

un punto de vista práctico, si comprendemos que ese contexto, nuevo y personal,

permitirá el establecimiento de otras coordenadas vitales en la persona, diferentes de

las que estaba acostumbrada. La vivienda (y por ende la convivencia como vínculo

necesario) potencia una serie de factores centrales en la evolución individual y social,

que pueden sostenerse a través de diversos modelos teóricos:

- Reconocimiento y aceptación del otro (modelos primarios de socialización)

- Comunicación (modelos de autoafirmación personal y grupal)

- Interacción (modelos de dinámicas vinculares)

- Consenso de intereses (modelos políticos y económicos)

- Autocuidado (modelos de salud y seguridad)

- Responsabilidad del entorno (modelos medioambientales)

- Responsabilidad individual (modelos de autonomía)

A través de la convivencia en un espacio propio se establece un sistema de variables

relacionales en permanente ajuste que permiten la indagación personal del sujeto y su

papel dentro del grupo, como una muestra en pequeña escala respecto de las macro

dinámicas comunitarias.

Es fundamental la definición de la intervención desde un enfoque socio-pedagógico y

no sanitario. Esto no quiere reducir o minimizar el impacto del tratamiento clínico, sino

todo lo contrario. Puesto que los tratamientos psiquiátricos y psicológicos son

fundamentales en el seguimiento y rehabilitación de personas con TMS, es necesario

establecer dos espacios diferenciados, si lo que se pretende es normalizar las

situaciones vitales y dar a cada ámbito su nivel de relevancia.

Cualquier ciudadano que por determinadas razones quiera consultar con los servicios

sanitarios debe dirigirse a ellos, porque lo habitual es que éstos no intervengan desde

su hogar. El mismo planteamiento debe aplicarse a las viviendas tuteladas, puesto que

constituyen el marco de referencia del “hogar” para las personas que residen en ellas.

La separación metodológica mencionada (sanitaria/socio-pedagógica) favorece un

contexto normalizado dentro de las viviendas, a personas, en muchos casos,

habituadas a la indiferenciación de contextos, o en donde el ámbito sanitario está

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demasiado presente, de modo explícito o implícito. Es conveniente que esta

diferenciación pueda cristalizarse, con especial interés, en la elección de los

profesionales que intervengan en el programa de RHPS, dentro de un proceso de

selección que incluya titulaciones formativas vinculadas con la educación, la pedagogía

y el ámbito social en general. De este modo, la intervención práctica cotidiana,

adquiere un marcado sesgo social.

Otro elemento importante en un programa de RHPS es la temporalidad de la estancia.

Es un aspecto clave establecer tiempos limitados en la estancia de las personas, por

ejemplo, períodos semestrales prorrogables, pero con un final pautado. La

temporalidad pre-determinada no es un detalle arbitrario, y aunque a priori pueda

parecer obstaculizador, contribuye a dos factores decisivos: por un lado, incide en la

responsabilidad y el compromiso del usuario que accede al programa, generando una

implicación en un trabajo intenso que en gran parte dependerá de la propia persona y,

por otro lado, exige a los profesionales que intervienen en el proceso rehabilitador el

desempeño de la máxima eficacia y eficiencia posible en la consecución de objetivos,

mediante el planteamiento, ejecución y seguimiento de un plan individualizado que

deberá ser evaluado por procesos. Es positiva, tanto para los usuarios como para los

profesionales, la temporización del itinerario, en la medida en que es un factor

estructurante para todos los agentes que intervienen en el proceso. Ubicar un “final”

para un trabajo, ayuda a todos los participantes a centrarse en los objetivos.

Paralelamente, la temporalidad de la estancia en una primera fase de la intervención,

es un factor que contibuye a la evitación de la cronicidad, tendencia muy habitual de la

mayoría de instituciones vinculadas al tratamiento residencial en salud mental y que

tiene acostumbradas a muchas personas usuarias de este tipo de servicios a una

especie de acomodación pasiva a las instituciones, con las consecuencias iatrogénicas

que ello produce.

Otro factor importante a considerar es el papel de la familia en este nuevo contexto.

Estadísticamente, las familias que conviven con personas afectadas de enfermedad

mental (especialmente cuando se trata de patologías graves) manifiestan dinámicas

relacionales muy complejas, niveles altos de emoción expresada, falta de información

y herramientas para un desenvolvimiento óptimo y, en muchos casos, rechazo, miedo

o prejuicios respecto de la enfermedad, que finalmente conforman el corolario de

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emociones vinculadas a una impotencia de “no saber qué hacer.” Es muy habitual

identificar la potenciación o proliferación de la problemática de la persona afectada

por una dinámica familiar inadecuada que se convierte en un círculo vicioso para todos

los integrantes del grupo.

Con este panorama, las viviendas tuteladas se pueden convertir en una gran

oportunidad de un cambio radical, primero para la persona y luego para su familia. Son

claras las estadísticas al respecto: la personas afectadas con TMS que separan la

convivencia de un círculo familiar conflictivo, logran mayor autonomía para la toma de

sus decisiones y sobre la responsabilidad de sus consecuencias, al tiempo que mejora

notablemente la relación familiar al establecerse desde otro lugar (físico y psíquico.)

En este sentido, es paradigmáticamente positivo el papel que juega el “espacio

geográfico” y la “separación”, para la persona y para su familia.

Dejando de lado las características más estructurales ya mencionadas, debemos

centrarnos en las de orden metodológico y teórico. Se comprende que en un proceso

típico de RHPS podemos definir, de un modo muy suscinto, tres objetivos generales de

la intervención:

- Promoción de la autonomía individual

- Inserción e integración social

- Des-institucionalización y des-estigmatización

Estos tres grandes grupos, obviamente interrelacionados, se consituyen en piedras

angulares para un trabajo destinado a la adquisición o potenciación de determinadas

competencias, entre las que destacan las personales (nuevos aprendizajes y formas de

asimilación, mecanismos de defensa, manejo de límites y control emocional, etc.), las

prácticas (gestión de actividades de vida diaria, domésticas, higiénicas, sanitarias,

económicas, etc.) y las sociales (dinámicas vinculares de convivencia, establecimiento

de redes sociales, etc.). En todo momento, se debe favorecer la implicación de la

persona en el proceso terapéutico.

El trabajo, sustentado en un tutelaje de intensidad acorde a las necesidades y

fortalezas de la persona, se basa en un asesoramiento, apoyo, acompañamiento y

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supervisión en los distintos ámbitos del itinerario planteado. Por ello, una de las

herramientas básicas será un plan individualizado de apoyo o de rehabilitación

(PIA/PIR) que definirá, consensuadamente con el usuario, los objetivos planteados a fin

de ser evaluados en un período determinado con sus respectivos indicadores.

Aunque en todo proceso de RHPS, desde una metodología basada en la rehabilitación

cognitiva se persiga un resultado práctico general, a saber, el logro de condiciones

óptimas para el desenvolvimiento en actividades cotidianas, la importancia del aspecto

afectivo es central. El descubrimiento de la libertad, la autoconciencia y la

responsabilidad es lo que lleva a la persona a “romper” las ataduras de las

dependencias a las que estaba habituada. Es decir, no se trata tanto de cambiar una

serie de conductas y comportamientos para volverlos socialmente competentes, sino

de catalizar un proceso de introyección que anule ese vaciamiento vital, dando

continuidad, utilidad, cohesión y un sentido a la propia existencia. Si únicamente

ponderamos el proceso cognitivo, tal vez logremos eficientes resultados en la

capacidad de realización de secuencias adecuadas, pero muy probablemente no

queden integradas en un esquema de referencia personal. Más bien, son las

experiencias afectivas las que asegurarán la asimilación de esos aprendizajes. “La

rehabilitación no constituye sólo un modelo para adquirir competencias técnicas, sino

que se delinea principalmente como el momento fundamental para el despertar

emotivo del paciente” (Tarí, A., 2012)

Por último, debe ponerse de relevancia la coordinación consensuada con los servicios

especializados de Salud Mental como una estrategia necesaria e imprescindible en

todo momento del itinerario (la separación planteada anteriormente es funcional para

propiciar un entorno normalizado, pero evidentemente ambos equipos, el terapéutico

y el comunitario, deben encontarse en estrecha relación).

HERMENÉUTICA GENÉRICA DE LAS PSICOSIS

La primera diferencia radical entre los cuadros psicóticos y otros trastornos mentales,

se apoya en la variación vincular con la realidad; mientras en cuadros de carácter más

neurótico el síntoma es producto de un conflicto interno (diferencia de intereses entre

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el yo y otros deseos contravenidos por la cultura o las normas), en las manifestaciones

psicóticas la perturbación se produce entre el yo y el mundo exterior. En ambos casos,

el estallido suele tener una etiología común, la frustración por el incumplimiento de

impulsos o deseos. Sin embargo, el procedimiento es muy diverso y las consecuencias

opuestas: en cuadros no psicóticos, el yo asume la frustración impuesta por el mundo

externo y sus normas, al precio de reprimir lo que hubiera querido expresar,

apareciendo como síntoma, el sustituto de aquella expresión. En las psicosis, en

cambio, el yo es doblegado por el conflicto, se desmorona la construcción del mundo

interno y es necesario edificar un nuevo mundo (el delirio, es el ejemplo por

antonomasia de esa reconstrucción). Claro que en este caso el resultado supone la

expulsión del yo de la realidad consensuada.

El síntoma, en los cuadros de tipo neurótico, supone sofocar un deseo o impulso en

función del apremio de la realidad objetiva, y ello significa un alejamiento de dicha

realidad, ya que produce una formación reactiva para saldar el conflicto (rituales

obsesivos, fobias, síntomas psicosomáticos, por ejemplo). El resultado final es la

evitación, al modo de huida, de un trozo de la realidad, mediante el síntoma instalado.

En las psicosis, en cambio, no alcanza con ese procedimiento de sustitución, sino que

el yo se retira de un fragmento de la realidad. La complejidad, en este caso, es que esa

desmentida inicial, continúa en una fase activa de reconstrucción (el trabajo del delirio,

por ejemplo).

A pesar de que las diferencias poseen suficiente peso, es conveniente amenguar la

tajante distinción entre las psicosis y otros cuadros. Al fin y al cabo, en unos como en

otros, el conflicto con la realidad objetiva se produce; cierto que en los casos de

psicosis, la solución parece ser su reemplazo por otra nueva. Pero en ambas

circunstancias el sujeto se segmenta, se divide; sólo que en los cuadros psicóticos esa

fragmentación es radical. Se trata siempre del yo, del ser del sujeto en cuestión, que

expresa legítimamente su displacer o incapacidad de adaptarse a una realidad.

No podremos indagar a fondo los mecanismos psíquicos por los cuales el sujeto llega a

esos derroteros, pues a los fines de este ensayo, interesa menos centrarse en

procedimientos técnicos que en el fondo hermenéutico de los diversos enfoques en la

atención a los cuadros psicóticos graves.

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Muchas teorías plantearon una imposibilidad de principios en el estudio de la mente

humana: la de conocernos a nosotros mismos completamente. Este hecho se ha

materializado a través de diversas nociones entre las que destacan “inconsciente”,

“escisión del yo”, “represión”, “pérdida de realidad”, “despersonalización”, entre

otras. La cuestión, más allá de los nombres, introduce la existencia de un espacio que

no depende de la voluntad, y que ha podido configurar una herida narcisista en la

historia del pensamiento científico occidental. Pero más subversivo aún, es suponer

que ese saber no-consciente se encuentra en la persona sufriente y no en el

profesional, lo que supone otra ruptura con el sistema tradicional psiquiátrico; que

además es un aspecto nuclear, puesto que implica que el centro de la terapia debe

girar en torno a la historia particular del consultante y no al diagnóstico, que es un

saber supuesto por otros.

Otro punto de quiebre que incorporan algunas teorías, es el concepto de realidad

psíquica. Es una noción extremadamente rica y extensa, que puede resumirse del

siguiente modo: la realidad, en tanto ente arbitrario pero consensuado, es solamente

una abstracción de poco interés en el proceso terapéutico. El desarrollo teórico

demuestra que la “realidad”, en términos psicológicos, es una construcción subjetiva y

como tal, independiente y única en cada cual. Es evidente que a un nivel macro social

compartimos una serie de códigos culturales que nos sirven de guía dentro de la

comunidad, pero eso no significa que compartamos una realidad interna de tipo

mental, por decirlo de algún modo; más bien, significa que nos adaptamos, mejor o

peor, a las imposiciones y permisos que se establecen en todo tipo de formación

cultural, como una meta necesaria para vivir en sociedad; pacto o compromiso entre

los deseos más internos y las coacciones necesarias que la cultura impone para una

civilizada socialización.

Por ello, el concepto de realidad psíquica debe analizarse en los efectos subjetivos. No

sirve de nada constatar si el contenido del pensamiento de una persona,

aparentemente delirante -por ejemplo, “creerse un enviado divino” o “tener poderes

telepáticos”- está basado en hechos reales o no; lo que importa es qué efectos posee

para la persona que lo cree, y si se sostiene desde una lógica interna, entonces, al

menos en ese momento, es real. Esto no supone otorgarle a dichos contenidos un

crédito que potencie los desajustes adaptativos, pero debemos contar con esos

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pensamientos si se pretende una genuina modificación subjetiva, puesto que algo de la

verdad de ese ser subyace en su discurso.

Esto último nos conmina hacia su consecuencia directa: la verdad y la certeza quedan

sometidas a una continua tela de juicio (en la misma línea de los presupuestos

socráticos y baconianos) y, en última instancia, carecen de interés, ya que, como se ha

mencionado antes, importa menos si tal o cual construcción mental ha ocurrido de

verdad, que los efectos que posee en el sujeto. Claro está que dicha concepción exige

la tolerancia del profesional a “no saber” (la famosa acepción de Nicolás de Cusa,

docta ignorancia), ya que si gran parte de la “verdad” de cada psicosis anida en el

consultante, el terapeuta –en principio- sólo puede jugar un papel de semblante,

soportando la ignorancia de no saber. Primacía del discurso de la persona (de la

palabra) como la materia prima ineludible y fundamental en todo el proceso; lo que

supone una marcada diferencia metodológica con algunas de las teorías dominantes.

No se trata de volver a un supuesto estadio previo de normalidad perdida. De ahí que

la “cura” no puede ser entendida en los mismos términos en que la plantea el discurso

médico. Desde un punto de vista más existencial, el significado (y no la causa) hay que

buscarlo en la experiencia relacional que estableció la persona en su desarrollo

biográfico. Se trata de una búsqueda que aspira a llegar a lo que está detrás del

síntoma o de la expresión fenomenológica de la supuesta perturbación psíquica.

Hay numerosos estudios que actualmente desestiman la idea de un tratamiento en el

que desaparezca todo vestigio de la psicosis. Esta idea puede suponer un escándalo, si

nos ceñimos a las técnicas y tratamientos de corte puramente conductual, y

deberíamos estar atentos a ello, ya que aquí aparece lo que podría llamarse, si se

permite el neologismo, el peligro de la normopatía. La pretensión de eliminar todo

síntoma psicótico como quien barre un suelo, supondría, entre otras cosas, eliminar

también la base de una estructura sobre la que necesariamente hay que trabajar, la

única base de trabajo con la que se cuenta, en el inicio, para llegar “un poco más allá”

de su re-construcción.

Esa es la razón, paradójica, por la que la dirección del tratamiento no debería estar

encaminada al levantamiento inmediato del síntoma sin más consecuencias (propio de

muchas de las psicoterapias de enfoques más biologistas y conductuales), aunque esto

cause un sufrimiento que en muchos casos debe ser atemperado necesariamente para

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cualquier trabajo posterior. La necesidad de frustración es un estímulo genuino para el

desarrollo de cualquier avance y mejoría. En definitiva, el síntoma es una expresión de

rebelión, de lucha de los impulsos internos contra la realidad exterior, como se

mencionó anteriormente.

El proceso terapéutico implica una des-ilusión del yo ideal; un trabajo con ese “yo

dividido” que proponía Ronald Laing. Esto, en las estructuras psicóticas, requiere un

esfuerzo empático y transferencial por fuera de la interpretación puramente técnica.

Cuando la perturbación logra tales niveles de intensidad que obstaculizan cualquier

proceso terapéutico, la primera acción es la de transformarse –el profesional- en

recipiente y filtro del discurso caótico, para devolver algunos significantes que calmen

ese estado, que puedan reordenar algo de ese caos. Pero esa devolución, debe hacerse

en la misma clave del discurso del consultante, con los riesgos que ello implica.

El problema respecto a un posible tratamiento de las psicosis no reside en los "factores

cuantitativos"; se puede inferir que lo que impide levantar el peso del trastorno

psicótico tiene que ver con el problema de Arquímedes al no poder mover la Tierra: es

muy difícil encontrar un punto de apoyo donde fijar la palanca. En las psicosis,

efectivamente, falla un punto de apoyo (la realidad objetiva ha sido negada y se ha

creado otra), por lo que la intervención puede ser de suplencia: dar un punto de apoyo

al yo psicótico, para establecer las bases de una transferencia necesaria que posibilite

el marco para un trabajo terapéutico de re-construcción.

No debemos confundir la deseable extinción de la sintomatología psicótica con el

eclipse total de la psicosis. El tratamiento debería apuntar a utilizar la propia

estructura para encontrar una mejor acomodación de la persona en el entorno y un

alivio del desasosiego que determinadas vivencias le han producido; pero eso no

significa que debamos hacer pasar a las personas por el estrecho pasillo de los cánones

que estructuran nuestra normalidad. Confrontar a la persona con tremendas

exigencias, es decir, con lo que a nosotros como profesionales nos parece deseable,

tiene muchas probabilidades de agudizar un cuadro psicopatológico, y además de un

error es un procedimiento cruel.

Por ello en las psicosis, el primer paso, antes que cualquier explicación etiológica, es la

comprensión. Cuando buscamos la causa (en el sentido más positivista), buscamos una

explicación, por lo que podemos suponer procesos neuroquímicos, metabólicos,

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neurocerebrales, etc. Pero esta reflexión, aunque sea útil a otros efectos, no nos dice

nada del contenido, que es independiente de la causa, entendida en ese sentido tan

lineal. La comprensión de un delirio, por ejemplo, sólo es accesible a través de un

tránsito complejo por el laberinto biográfico de la persona que lo padece, no a través

de un escáner. Apagar ese contenido con fármacos (cuando la estabilización se ha

conseguido) o disfrazarlo con rígidas pautas conductuales, nos aleja de la esencia de la

persona.

No es necesario ni suficiente alucinar, delirar o atravesar estados de profunda

despersonalización para encontrarse cercano a la estructura psicótica. De ahí el riesgo

que el DSM-IV comporta cuando excluye el término "esquizofrénico" y propone

sustituirlo por el de "individuo con esquizofrenia". Tal vez ninguno de los dos es el

adecuado, pero el problema latente en el concepto imperante de "individuo con

esquizofrenia" puede suponer que dicha persona va a ser tratada por quienes adhieren

a la ideología de esta nomenclatura como siendo esquizofrénica con todas las letras;

como si la esquizofrenia desplegara las mismas características en las personas que la

padecen. De este modo, el tratamiento puede tender a erradicar indiscriminadamente

los síntomas característicos del trastorno, sin diferenciar el abordaje en función de la

estructura base de la personalidad. Por ello se ha utilizado el plural cuando nos hemos

referido a las psicosis. Por ello, también, es imprescindible debatir sobre la utilidad y

los efectos de los diagnósticos.

En estas situaciones queda en evidencia cierta inutilidad de las clasificaciones, ya que

no parecen aportar datos relevantes respecto de los problemas y las posibles

soluciones; su aporte se reduce a un espectro descriptivo que, por genérico, pierde de

vista la trama individual de la persona. Pero no se trata de rechazar los diagnósticos sin

más, ya que la situación es más compleja, como veremos a continuación.

DIAGNÓSTICO Y SUBJETIVACIÓN: UN EQUILIBRIO DIFÍCIL

La adopción de criterios estadísticos para definir lo “normal” de lo “anormal” en el

ámbito de la psicopatología, se origina de un modo formal a partir del siglo XIX. Su

historia de desarrollo excede el marco de este trabajo. No obstante, nos interesa

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mencionar que el presupuesto en el que se fundamentan y sostienen dichos criterios

estadísticos descansa en la distribución de una gama de conductas de la población

general, lo que supone que dependiendo de la posición en un punto determinado de

esa curva conductual, un individuo puede ser considerado normal o anormal, siempre

en relación a otro parámetro, que suele ser la frecuencia de la mayoría. Es evidente

que este criterio no es suficiente para clasificar una conducta de patológica; un niño

que desarrolla altas capacidades intelectuales, no tiene porqué desarrollar un

trastorno psicopatológico, aunque su condición infrecuente pertenezca a una marcada

minoría. Más bien es el peso del consenso social y cultural adoptado el que define la

anormalidad en un contexto y tiempo determinado.

Dicho lo anterior, ya se ha mencionado que en el ámbito de la salud mental conviven

diferentes modelos de pensar e intervenir en los trastornos mentales. Esta amplia

diversidad puede constituir en la práctica cotidiana una fuente de conflictos entre los

profesionales. Desde teorizar la etiología hasta desarrollar el tratamiento, hay

enfoques teóricos y desarrollos de intervención muy diferentes. Esta situación,

naturalmente genera cierta polémica y confusión, pero no es tan negativa si se tiene

en consideración la perspectiva plural.

Corremos el riesgo de que las polémicas cesen en un futuro no muy lejano. Se avanza

a bastante velocidad hacia un modelo único, supuestamente científico, basado en la

evaluación y evidencia explícita y observable, en los protocolos y diagnósticos fijos, en

la relación directa y dura de un nexo inextricable entre diagnósticos y farmacología. Si

esta tendencia continúa afianzándose en esta suerte de ficción científica, llegará el

momento en que sólo será validado el modelo adaptado a estos criterios; el problema

es que dichos modelos no han demostrado ser mejores que otros que quedarán

excluidos de una salud mental, ya para entonces uniformada y sin más profesionales

“aptos” que psiquiatras y psicólogos que adhieran al método “oficial”.

A pesar de que los profesionales sabemos que no pensamos lo mismo sobre el enigma

de las psicosis y de su tratamiento, en el horizonte acecha una cuestión insoslayable: el

debate genera crecimiento porque mantiene en tensión la búsqueda y la investigación.

Indudablemente, de la forma en cómo entendamos los interrogantes, se derivará

cómo concebiremos el método. Pero la falta de teorías unificadas, en absoluto opaca

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el entusiasmo y la inquieta curiosidad profesional por comprender una forma humana

tan particular, como las psicosis.

En la clínica diaria, nos encontramos con personas que han sorteado sus dificultades

psicopatológicas y han podido desarrollar una vida bastante plena a nivel personal,

formativo y laboral. Hay otras, en cambio, que no han podido hacerlo, por verse

obstaculizadas gravemente por la enfermedad mental. Cada situación es diversa; se

trata de ver en cada caso cuáles son los problemas y analizar con la persona la mejor

forma de sortearlos, de encontrar con cada uno el abordaje más óptimo para su

psicosis. Una solución que ha de ser singular, pues detrás de cada paranoia o

esquizofrenia hay alguien distinto. Por ello debemos tener mucho cuidado con el

diagnóstico, ya que puede borrar esas diferencias esenciales y hacernos creer que una

misma etiqueta hace iguales a las personas que la padecen; esto jamás es así, y mucho

menos en el ámbito de los “trastornos mentales”. Al fin de cuentas, cada cual se

relaciona con sus síntomas y responde a ellos de diferente manera e influido y

condicionado por su propia historia. Este hecho clínico perfectamente constatado,

rechaza una concepción estandarizada del tratamiento. La estrategia, lejos de

conformar un parámetro, debe dirigirse a rescatar la particularidad de cada persona

para encontrar el mejor modo de convivir consigo misma.

Sin embargo, no cabe duda que las clasificaciones constituyen un lenguaje común, un

código compartido que adquiere significación entre el grupo que lo utiliza, y este

hecho no es negativo, puesto que permite la transmisión de contenidos comprensibles

de una cantidad importante de información resumida en conceptos claves. Pero la

herramienta se convierte en obstáculo cuando dichos contenidos se generalizan

trayendo consigo la grave negligencia de uniformar la subjetividad.

Ir más allá del diagnóstico no significa prescindir de él, pero debería ser una obligación

ética no convertirlo en el destino de la persona. Llegar a la conclusión de que un

paciente padece un trastorno bipolar, no se traduce en un saber especial sobre su

circunstancia vital, ni significa que tengamos alguna clave fundamental para esa

intervención. Ir “más allá del diagnóstico” apuesta por la singularidad, por lo que hace

más peculiar a cada persona, por aquello que nos diferencia a pesar de ese artefacto

artificial y unificador, que es el diagnóstico psiquiátrico y/o psicológico, ya que no sólo

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limita al que lo lleva “puesto”, sino también al profesional, porque le estrecha el

campo posible de innovación terapéutica.

La escucha paciente (es decir, un posicionamiento de respeto y dedicación) hacia ese

material enigmático de los cuadros psicóticos es, al fin de cuentas, un abordaje

humanista, y ello sólo se puede lograr cuando el profesional se coloca fuera del criterio

prejuicioso de estar frente a una persona que ha perdido el juicio.

El reencuentro con la esencia humana de una persona que se expresa en una lengua

psicótica, solo es posible cuando el otro interlocutor se permite una apertura de sus

propios registros, y se atreve a internarse, con delicadeza y respeto, en las certezas (la

rigidez de las psicosis) que causan sufrimiento, sin olvidar que dichas certezas son los

mecanismos logrados por esa persona para subsistir en un mundo que ha modificado

su sentido.

Foucault señalaba que "en los hospitales la farmacología ya ha transformado las salas

de agitados en grandes acuarios tibios", y esto lo escribía hace cuarenta años...

Tremenda metáfora la de los peces de ojos vacíos que deambulan silenciosamente y

sin destino. Aunque es notorio que esa escena ya no es válida en nuestra época actual

porque el enfermo mental ya no es esclavo de las cadenas reales, ha pagado el precio

de la des-subjetivación, y este carácter alienante no es exclusivo de los trastornos

mentales ni producto de la farmacología, sino que se expande de modos

implícitamente inocuos en cada persona adaptada a un sistema acostumbrado a

cuestionamientos triviales, a intencionadas distracciones que nos mantienen flotando

plácidamente en la superficie de las cosas.

Bajo el peso de la densa atmósfera del nuevo milenio ya no se reivindica la

subjetividad, ni siquiera la cartesiana. El borramiento subjetivo se acentúa a medida

que se impone la globalización social y económica, inevitable en apariencia. Es

pertinente preguntarse sobre las nuevas formas que se están forjando (o imponiendo)

silenciosamente dentro del paradigma oficial de la enfermedad mental.

En el contexto de los efectos subjetivos de un diagnóstico psiquiátrico, siempre

podremos recordar las consecuencias del conocido experimento de Rosenthal (1973),

donde la asignación de una categoría diagnóstica psiquiátrica a una persona la

predisponía a ser tratada conforme a dicha etiqueta, con independencia de confirmar

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o desestimar la enfermedad, es decir, con independencia de la conducta objetiva del

sujeto. Esto se denominó efecto de autocumplimiento, y más tarde Paul Watzlawick lo

tradujo en la teoría de la profecía autocumplida. Si bien se cuestionó la metodología de

esa experiencia desde los estratos oficiales, ello no impugna la validez general de la

idea.

En las últimas décadas, la psicopatología se centró demasiado en mantener vigorosas

relaciones con los saberes más positivos, al coste de dejar de lado el diálogo con las

ciencias humanas de corte más social.

EL LENGUAJE COMO PRINCIPIO PSICOTERAPÉUTICO

La utilización de la palabra, como elemento del lenguaje, tiene, al menos, dos

vertientes fundamentales en el enfoque psicoterapéutico que se encuentran

interrelacionadas: una es técnica y la otra es ética. La primera nos acerca a la

utilización de los recursos verbales como herramienta, a la idea de un universo

lingüísticamente constituido que nos precede. La segunda vertiente, la ética, se ancla

en el respeto por el contenido subjetivo, más allá de su entendimiento; es un acto de

pleno derecho y libertad de expresión.

Desde la filosofía de Hume y James, pasando por la clínica psicodinámica, la terapia

sistémica, la fenomenología existencial o algunos autores del movimiento

antipsiquiátrico, entre tantos otros, se han analizado las psicosis desde un concepto

primordial: la división del yo como un ser escindido (esto es evidente en los cuadros

psicóticos, pero constituye una condición humana que no es exclusiva de aquellos).

Uno de los nombres de esa división es el síntoma, que desde un punto de vista

dinámico o sistémico, es un conflicto mental entre una idea inconciliable que la

persona conserva (aunque no sea consciente de ella) y la coacción de la realidad;

puede deducirse que el resultado de ese conflicto de representaciones mentales crea

una formación de compromiso que podemos llamar síntoma. Estas corrientes

entienden que existe un saber en la sintomatología, un saber en el delirio; y aunque

ese saber no sea consciente y se exprese de diversos modos, su canal privilegiado es la

palabra, por ello se plantea que el sujeto es, también, efecto del lenguaje.

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Muchas veces los profesionales hacemos una “escucha literal” del discurso del

consultante sin percatarnos de esa limitación. Las psicosis hablan, esto es evidente,

en otro lenguaje, que tiene mucho de poético, metafórico, simbólico y encriptado. Si

intentamos traducir ese lenguaje a otro léxico, digamos normativo, evidentemente

convertimos esas palabras en un discurso pobre e insensible, y al sacarlo del contexto

perdemos valiosas posibilidades de comprensión.

Los recursos del lenguaje en cuanto a su expresión contienen una amplia gama de

transformaciones posibles, desde la connotación, ritmo, tono y expresividad, hasta

otros más técnicos y específicos como la paradoja, la hipérbole, la polisemia, la

metáfora y metonimia, la sinécdoque, entre muchas otras. Las manifestaciones del

lenguaje psicótico (esquizofasia, verbigeración, glosolalia, manierismos, aliteración,

neologismos, etc.) tienen también un carácter creativo, aunque no puede

parangonarse a la faceta artística por carecer de volición yoica. Más bien es una

imposición dolorosa, pero no es de ninguna manera un acto de “habla vacía”, sino un

intento de restitución a partir de un desmoronamiento de una realidad antes

incuestionada.

Más allá del enunciado, hay un pensamiento que vive en el lenguaje que habla. Esto no

impide reconocer que el psicótico se encuentra naufragando en un océano de

palabras, atravesado por un automatismo lingüístico exasperante; pero, tal vez, por

encontrarse en las cuevas subterráneas de las palabras, se transforma en inventor de

otros pensamientos, de un nuevo lenguaje. No sin angustia. Bajo esta premisa, no

podemos admitir que la voz del psicótico hable sin saber lo que dice.

“El orador, nunca demuestra, sino que muestra; sabe que el lenguaje abre la ventana

(…) pero también no es más que un estancamiento luego del silencio del deseo (…) El

lenguaje no revela, hace señas.” (Quignard, P., 2006)

¿Por qué la relevancia terapéutica de la palabra? La palabra nos precede, en un

universo hablado que ya tiene un lugar antes que nosotros. No hay mejor posibilidad

de acercarnos al contenido (no a la causa) de la psicosis sino es a través de la palabra,

descontando que el apoyo afectivo y de suplencia mencionado anteriormente suponen

el primer paso de una intervención de esta índole.

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A pesar de haber logrado beneficiosos avances en tantas áreas, subrepticiamente

hemos perdido de vista el respeto por la palabra de la persona que nos consulta

padeciendo un sufrimiento psíquico. No es infrecuente observar este hecho en el

proceso diagnóstico clásico. Supongamos un ejemplo de una persona que, sin

pródromos evidentes, acude a consulta muy preocupado porque ha oído las dos

últimas noches, antes de acostarse, unas voces que le revelaban el secreto para la

urgente salvación del mundo; una tarea que el aludido debe considerar con mucha

cautela dada la presencia encubierta de grupos malignos que conspiran contra él; por

ello las voces le encomiendan una misión al respecto, que él luego describe con una

lógica interna incuestionable.

En el marco de un proceso clásico, el primer momento es la observación y la

descripción que se expresa en la anamnesis, donde el psiquiatra o psicólogo escribirán,

por ejemplo, “el paciente comunica que oye una voz que…”. Bien, hasta aquí la

observación fenomenológica; pero luego, en la misma línea de continuidad, el

profesional elaborará una hipótesis psicopatológica, donde probablemente concluirá

que el paciente padece un trastorno en el contenido del pensamiento y sufre

alucinaciones auditivas (alteraciones de la percepción). Finalmente, dicha elaboración,

conducirá a la clasificación nosológica donde orientará el diagnóstico, posiblemente,

hacia una psicosis esquizofrénica paranoide.

Evidentemente, el primer momento se trata de un registro, bastante objetivo, de una

comunicación verbal. El segundo, en cambio, introduce razonamientos y conclusiones

basadas en conocimientos psicopatológicos, en función de la alteración de la norma

respecto del contenido del pensamiento y de las experiencias perceptivas que la

persona relata. El tercer momento, secuencia lógica del anterior, corresponde a la

clasificación diagnóstica diferencial, según los criterios generalmente aceptados por la

comunidad psiquátrica y psicológica. La culminación de este proceso puede crear la

falsa impresión de que la situación ha quedado causalmente explicada, a nivel

etiológico. Pero se incurriría de ese modo en una tautología: igualmente puede

explicarse que el paciente delira y alucina porque es esquizofrénico, como que es

esquizofrénico porque delira y alucina. Lo que parece incontrastable son los hechos.

Las hipótesis, en cambio, son arbitrarias como podrían serlo otras. “El problema radica

en la aplicación de un modelo diagnóstico de tipo médico a un problema que no es

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médico, al menos en el concepto científico-natural que suele dominar la medicina en

nuestra cultura” (Hernández Espinosa, V., 2008). La explicación en términos de causa-

efecto tiende a ignorar la significación del sentido de las psicosis, como experiencias

humanas. De ese modo corremos el grave peligro de tratar los fenómenos psicológicos

internos de la misma forma que los materiales del mundo externo, excluyendo la

amplia gama de factores personales-biográficos que condicionan esos significados,

motivaciones y construcciones del mundo. Por ello, numerosos autores proponen un

cuarto momento, la comprensión, como una coyuntura biográfica y conceptual que da

sentido al entendimiento de esa situación. Causa y etiología forman la perspectiva de

la explicación causal; significado y motivación, la de la comprensión psicológica. Pero

la explicación y la comprensión no son incompatibles, sino, por el contrario, se

complementan en un análisis integral de la intervención. Sin embargo, la clínica

cotidiana suele olvidar esa premisa.

Hubo una época en que los psiquiatras le dedicaban mucho más tiempo a la palabra

proveniente de la “locura”. Séglas, Pinel, Kraepelin, Bleuler, Clèrambault, Jaspers,

entre otros, a pesar de los condicionantes de su tiempo y de sus propias limitaciones

(que no fueron pocas), se esforzaron en detallar una clínica sutil donde el acento

estaba puesto en las particularidades, en lo que podríamos llamar, con cierta licencia

poética, la “clínica del detalle”. La psiquiatría del siglo XX no lo entendió de esa

manera y cambió radicalmente el camino; empecinados en la inutilidad de la escucha,

crearon algunos de los métodos más terribles y menos comprensibles de la historia de

la psiquiatría. Ya en el último cuarto de ese siglo aquellos métodos aberrantes estaban

en desuso, pero la supuesta eficacia de los psicofármacos y las nuevas formas de

exigencia científica en los métodos de la psiquiatría y la psicología comenzaban a

imponerse con fuerza. Actualmente, la mayoría de las técnicas y terapéuticas

vinculadas a la salud mental han barrido con aquel trabajo artesanal y dedicado de los

orígenes. Hoy, en demasiados casos, la palabra del consultante ha perdido valor e

interés, a pesar de que ésa es la única palabra que singulariza su padecimiento. La

clínica se ha degradado a una especie de puzzle en el que debe encajarse el síntoma

adecuado a una grilla de clasificación de síndromes (DSM, CIE), para transformarse en

colecciones de síntomas que quitan al cuadro todo relieve subjetivo; aunque, eso sí, se

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acomoda mejor a una proyección estadística que permite una elección casi automática

del fármaco.

No faltará quien vea en estas líneas una declaración romántica e inocente sobre la

locura, desmereciendo los avances “tan fundamentales” que se han conseguido en el

ámbito clínico psiquiátrico y psicológico; sin embargo, se está lejos de sostener esa

posición utópica e irreal. Tales logros, muchos de ellos ciertamente fundamentales,

deben tener un corolario efectivo en el tratamiento de las personas que nos consultan;

pero si no es así, es perverso calificarlos de “avances fundamentales”. En la actualidad,

la alteración psicótica sigue considerándose crónica; la rigidez de la vida anímica del

psicótico continúa presidiendo sus modos de relación; el componente narcisista de su

mundo libidinal permanece impermeable a la palabra “normal”. Y por otra parte, ni el

conocimiento de la acción de las hormonas, ni el de los neurotransmisores, ni el del

genoma humano, han servido para erradicar el fenómeno psicótico ni para definir su

causa.

Enfatizar el elemento del lenguaje en la terapia, implica redefinir la figura del

profesional de turno, desde una ética humanista. Los profesionales que trabajamos en

el llamado ámbito de la intervención social tenemos presente casi siempre muchas

herramientas teóricas y prácticas a la hora de la intervención. Sin embargo, con

respecto a las herramientas éticas, esa disponibilidad muchas veces es notablemente

menor, cuando no brilla por su ausencia, en los peores casos.

Podemos optar por partir de determinados principios metodológicos que guíen

nuestra actuación: capacidad de interacción consensuada, evitación de roles

jerárquicos en la relación terapéutica, elaboración de metas concretas y realistas,

acentuación de las fortalezas individuales, transparencia en la comunicación dentro de

la relación “profesional-usuario”, empatía y comprensión, y algunas otras más

elementales. Este cuidado puede evitarnos caer en prácticas violentas. Quiero

referirme, por ejemplo, a cierta intolerancia de los profesionales de la salud mental

frente a las personas que atendemos. Es una tendencia, casi siempre involuntaria y,

por ende, sin intencionalidad consciente, pero posee efectos reales y negativos en la

intervención. Es posible que no nos demos cuenta que se ejerce violencia cada vez que

se re-significa el discurso de un paciente sin atender a sus propias palabras o a las

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relaciones que éste hace de su padecer, o cuando se codifican rígidamente los

síntomas según determinadas tablas de clasificación, o cuando sus opiniones no son

tenidas en consideración “por su propio bien”, o cuando utilizamos la expresión

“resistente a los tratamientos” en pacientes cuyos efectos de la medicación son

inestables o nulos (casi un eufemismo que sirve para ocultar la falta de eficacia de

determinados fármacos o determinados profesionales, situando el problema en la

persona). Muchas veces estas “violencias” evidencian un mecanismo de defensa ante

nuestra propia frustración como profesionales; impotencia por no saber qué hacer

para cambiar una situación.

El respeto genuino -no como una impostura profesional- por las particularidades de

cada sujeto, supone que los “profesionales” que realizamos alguna labor terapéutica

mantengamos siempre presente un ejercicio de empatía y comprensión intelectual

profunda de cada situación; supone también la obligación ética de no adaptar

personas a un contexto determinado, sino ayudarlas, mediante diversos métodos a

integrar sus peculiaridades en el día a día de su vida, lo que implica un trabajo arduo

por todas las partes que componen esa relación vincular; tarea mucho más difícil, sin

duda, que eliminar determinadas actitudes a través de técnicas conductuales o

fármacos, que inhiben o esconden la posibilidad de expresión del malestar, y por lo

tanto dejan la página en blanco sin posibilidades de poder escribir algo nuevo.

La enfermedad mental, mucho más que otras circunstancias personales, puede

propiciar un campo fecundo para un maltrato profesional, la mayoría de veces

encubierto. Donde hay poder (o un saber que se propone incuestionable, que es lo

mismo) queda un campo sembrado para el maltrato y la impunidad. Y existe el

supuesto cultural que permite que los “enfermos” no se sientan autorizados a frenar

esas normas de abuso. Desde esta perspectiva es muy fácil causar daños.

Anexo I: SOBRE LA RELACIÓN SALUD MENTAL-EXCLUSIÓN SOCIAL

A modo de anexo al presente trabajo, es obligado aludir a un factor central en

cualquier tipo de intervención: la relación directa entre pobreza y salud mental.

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Conocer la situación social de las personas es tan importante como conocer su

situación médica, porque las necesidades sociales están directamente relacionadas con

el empeoramiento de la salud poblacional, como muchas investigaciones demuestran.

Es evidente la tendencia, en el ámbito más “científico” de la salud mental, a relegar o

minimizar las circunstancias que suponen pertencer a un grupo socio-económicamente

vulnerable, a favor de un hincapié, muchas veces excesivo, en la relevancia de los

factores bio-genéticos. Las circunstancias socio-económicas juegan un papel central

dentro de un proceso real de integración social.

Son abrumadoras las pruebas que demuestran que la exclusión social es un factor,

entre otros, causante de cuadros psicóticos. Evidentemente, hay otras circunstancias

que generan consecuencias psicológicas además de ser pobre, como por ejemplo, ser

miembro de una minoría étnica en una sociedad racista, ser mujer en una sociedad

marcadamente patriarcal, ser gay o lesbiana en una sociedad homofóbica, entre otras

numerosas situaciones que podrían señalarse. Y aunque por sí solas no logren generar

el desencadenamiento de un trastorno mental, en cualquiera de ellas, el factor

económico y sociológico es altamente relevante, dado el condicionante que genera.

El sistema capitalista actual se desarrolla desde un nuevo marco financiero que tiene

hoy, a diferencia de otras décadas, características especialmente perversas, entre las

que destacan: a) globalización empresarial, “multinacionalización” de las empresas; b)

concentración y desproporcionalidad absoluta del control de la actividad económica

mundial; c) “virtualización”de la economía especulativa en manos de los mercados de

divisas; d) incremento de la desigualdad (Talarn, 2007). Estas variables suponen “una

realidad que evidencia que la riqueza de unos pocos se basa en la miseria de otros

muchos” (Kapuscìnski, 2004).

Conviene atender a ciertas estadísticas al respecto en el ámbito de la salud mental.

Históricamente, los hospitales psiquiátricos han estado predominantemente ocupados

por gente pobre. En la actualidad –y con especial referencia a los TMG/TMS- el

porcentaje de atención en los servicios públicos de salud mental continúa siendo muy

alto con relación directa a una franja de población económicamente muy deprimida

(una estadística diferente la conformarían otro tipo de trastornos, como los

depresivos, narcisistas, límites, de ansiedad, sexuales, obsesivos, etc., no vinculados

directamente con los TMS.)

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Se comprende que no será éste el contexto para el desarrollo de un análisis de la

incidencia económica en la salud mental, pero debe mencionarse la innegable

influencia que ejerce en la población que se atiende en dichos servicios. Pretender que

los pobres no experimentan más tensión que otros que no lo son, o que, si la

experimentan, es una variable que poco o nada tiene que ver con su “enfermedad

mental”, es científica y éticamente indefendible.

Dificilmente se logre una rehabilitación psicosocial óptima si la persona no cuenta con

apoyos socio-familiares, si no tiene vivienda ni empleo estable o si percibe ingresos de

menos de cuatrocientos euros, por mencionar algunas circunstancias que poco o nada

tienen que ver con una psicopatología. Desde este punto de vista, el concepto clásico

de “enfermedad mental” se pone seriamente en tela de juicio en cada vez más casos.

Fácilmente podríamos llegar a la conclusión de que para un bienestar físico y

psicológico “suele ser mucho más decisivo el código postal que el código genético”

(Robert Wood Johnson Foundation, 2012).

***

CONCLUSIONES

Autogestión y responsabilidad son dos palabras claves para la autonomía, en lo que se

refiere a la enfermedad mental grave. Muchos intelectuales contemporáneos

relevantes –entre ellos destacó Michel Foucault- han demostrado que las instituciones

contienen en su esencia un formato inadecuado para la socialización de las personas

(medidas de vigilancia, vínculos de dependencia, normativas rígidas, y otros métodos

más o menos coercitivos.) Actualmente, el efecto “institucionalizador” no es tan

evidente como antaño, pero continúa presente en la base de muchas concepciones en

la atención sobre la enfermedad mental.

Es evidente la necesidad de un cambio sustancial de modelo, que en distintos sitios del

mundo está empezando a llevarse a cabo desde no hace mucho tiempo. En esta línea,

y como alternativa eficaz a la institución tradicional, se afianzan lo que podríamos

denominar microestructuras residenciales, viviendas con apoyo y acompañamiento

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social dentro de un proceso flexible, adaptado a los elementos significativos

individuales y atendiendo a las circunstancias cambiantes de cada persona.

Dentro de dicho modelo, que propugna una intervención autonómica y no asistencial,

tiene un carácter cada vez más relevante la Rehabilitación Psicosocial. No obstante, su

enfoque de desarrollo suele enfatizar más los aspectos clínico-sanitarios y/o los

técnicos-cognitivos. En el presente trabajo se ha propuesto un marco que potencie

otras líneas de intervención basadas en la socialización comunitaria, que tenga por

principios, un distanciamiento óptimo del modelo bio-médico para evitar las

consecuencias cronificadoras e institucionalizantes en las personas, mediante

dispositivos de viviendas compartidas con determinadas especificades (tiempo de

estancia limitado, continuación en una fase de mayor autonomía en viviendas de

alquiler, autogestión, re-formulación del vínculo familiar y equipo técnico profesional

vinculado más al ámbito social que al sanitario.) Este tipo de dispositivos se

constituyen en núcleo vital –y afectivo- para la rehabilitación de personas.

Se han mencionado también, dos factores destacados en el proceso. Por un lado, la

necesaria revisión del concepto de enfermedad mental vinculado al modelo de

vulnerabilidad, reforzando los condicionantes socio-económicos, que influyen

directamente en la salud psíquica de la población. Por otro lado, el papel de los

profesionales (y de la psicofarmacología) como agentes posibilitadores de cambios y

no como instrumentos de un sistema de saber (poder) que causa devastadores efectos

de dependencia en personas altamente vulnerables.

Se ha pretendido exponer las posibles ventajas de algunos elementos de rehabilitación

psicosocial en el tratamiento de algunos cuadros psicóticos graves, y dicha pretensión

se agota en ese punto; no tiene intenciones de defender la competencia y supremacía

de unas teorías por sobre otras; en tal caso, eso sí, se ha inclinado a enfatizar el valor

primordial de la palabra y de la posición humanista del profesional en cualquier

enfoque terapéutico y comunitario vinculado al tratamiento de la enfermedad mental.

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