Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    En Los ltimos y otros relatos no dejar de sorpren-

    dernos la versatilidad de Rilke, capaz de introducirse

    igualmente en el mundo mgico de los cuentos de hadas

    que en la atmsfera opresiva de los cuadros de familia o

    en la perspectiva ntima del relato de formacin, como en

    el autobiogrfico Ewald Tragy. Escenarios contem-

    porneos alternan con la Italia renacentista o la Bohemia

    de los aos de la Revolucin Francesa, y en todos ellos

    siempre hay un personaje que quera algo que fuera

    diferente a vivir, aunque a veces se trate de la misma

    muerte.

    No todos los relatos que se recogen en el presente volu-

    men fueron publicados en vida de Rilke: de hecho, la

    mayora de ellos vieron la luz por primera vez al editarse

    sus obras completas. El presente volumen pretende una

    recopilacin cronolgica de los textos escritos entre losaos 1893 y 1902, la dcada inmediatamente anterior a

    la publicacin de su nica novela, Los apuntes de Malte

    Laurids Brigge(1904), momento a partir del cual el autor

    se dedicara casi exclusivamente a su produccin lrica.

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    Rainer Maria Rilke

    Los ltimos y otros relatos

    ePub r1.0

    AlNoah24.02.14

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    Ttulo original:Los ltimos y otros relatosRainer Maria Rilke, 2010Traduccin: Isabel HernndezDiseo de portada: Editorial

    Editor digital: AlNoahEscaneo y ePub original: BlokePub base r1.0

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    NOTA AL TEXTO

    No todos los relatos que se recogen en el presente volumen fueronpublicados en vida de Rilke: de hecho, la mayora de ellos vieronla luz por primera vez al editarse sus obras completas. Precis-

    amente por ello, el presente volumen pretende una recopilacincronolgica de los textos escritos entre los aos 1893 y 1902, inde-pendientemente de cundo y cmo fueran publicados. De estemodo, el lector podr tener una visin completa de la produccinen prosa de Rainer Maria Rilke durante la dcada inmediata-mente anterior a la publicacin de su nica novela, Los apuntes

    de Malte Laurids Brigge (1904), momento a partir del cual elautor se dedicara casi exclusivamente a su produccin lrica.

    Por lo que a los relatos de mayor extensin se refiere, Rilke es-cribi Los ltimos entre finales de 1898 y principios de 1899,pero el texto no se public hasta 1902, en la editorial Axeljunckerde Berln. Ewald Tragy vio la luz en forma de libro por vez

    primera tras la muerte del autor, en 1944, en la editorial Verlagder Johannespresse de Nueva York. Algunos de los relatos apare-cieron publicados en peridicos: La caja dorada, el 2 de febrerode 1895 en elNrnberger StadtzeilungUna muerta, entre el 22y el 24 de enero de 1896 en el Deutsches Abendblattde Praga;Danzas de la muerte, en el suplemento del Deutsche Rund-

    schaude Praga entre el 18 de marzo y el 1 de abril de 1896; Suofrenda, en el suplemento estival de Politik (Praga), el 18 de

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    junio de 1896. Pierre Dumont se public por primera vez en labiografa del autor compuesta por Carl Sieber, su yerno, y tituladaRen Rilke. El libro fue publicado en Leipzig en 1932.

    El resto de los relatos fueron publicados por vez primera en la

    edicin de las obras completas llevada a cabo por Ernst Zinn encolaboracin con el archivo Rilke y Ruth Sieber-Rilke, y publicadaen seis volmenes en la editorial Insel de Frankfurt entre 1955 y1966. Al tratarse de textos no publicados en vida, Rilke no pusottulo a algunos de ellos. En estos casos, los que se dan procedende los editores y figuran aqu entre corchetes. A excepcin de los

    fragmentos del legado, con los relatos recogidos en este volumenel lector tiene en sus manos el conjunto de la prosa breve de Rilkeescrita en el espacio de tiempo mencionado, con excepcin de lasprimeras versiones de algunos de los relatos aqu recogidos lascuales no presentan grandes variaciones respecto de la versin fi-nal y de las obras publicadas de forma independiente (Relatosde Praga, A lo largo de la vidaeHistorias del buen Dios).

    La edicin de las obras completas fue aumentada posterior-mente a un total de doce volmenes, en los que se incluye un de-tallado aparato crtico de la produccin lrica. Es en esta edicinen la que nos hemos basado para la presente traduccin.

    ISABELHERNNDEZ

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    PLUMA Y ESPADA

    Un dilogo

    En un rincn de un cuarto haba una espada. La clara superficie

    de acero de su hoja refulga, rozada por un rayo de sol, con unbrillo rojizo. Orgullosa, la espada pasaba revista al cuarto, veaque todo se alimentaba de su fulgor. Todo? Claro que no! All,sobre la mesa, ociosa junto a un tintero, yaca una pluma, a la queno se le ocurra ni por lo ms remoto inclinarse ante la resplande-ciente majestad de aquella arma. Esto enoj a la espada, que em-pez a hablar de esta manera:

    Quin eres t, cosa indigna, que no te inclinas ante mibrillo para admirarlo al igual que los dems? Slo tienes que mir-ar a tu alrededor! Todos los utensilios estn respetuosamenteocultos en profunda oscuridad. Slo a m, a m me ha coronado elclaro y dichoso sol, sealndome como su favorita; l me da vidacon su delicioso beso abrasador, y yo se lo recompenso reflejandosu luz miles de veces. Slo a los prncipes poderosos les est per-mitido pasar ante m con sus resplandecientes ropajes. El solconoce mi fuerza; por eso vuelca sobre mis hombros el prpurareal de sus rayos.

    La sensata pluma respondi sonriente:Mira lo vanidosa y orgullosa que eres y cmo te vanaglorias

    con ese brillo prestado! Acaso no somos ambas, pinsalo, pari-entes muy cercanos? A las dos nos ha dado luz la solcita tierra; en

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    estado primigenio estuvimos las dos tal vez en la misma montaa,una al lado de la otra, durante siglos, hasta que el laborioso afnde los hombros descubri las vetas de las provechosas rocas de lasque nosotras formbamos parte. A las dos nos sacaron de all; am-

    bas, hijas poco hbiles an de esa ruda naturaleza, habamos deser transformadas en tiles miembros del trajn terrenal sobre elcalor de la humeante fragua, bajo los poderosos golpes del mar-tillo. Y as sucedi. T te convertiste en espada, te dieron unapunta firme y grande; yo, una pluma, fui provista de una fina ydelicada. Si de verdad queremos hacer algo y trabajar, primero

    tenemos que mojar nuestra brillante punta. T con sangre, yoslo con tinta!De verdad que esas palabras tan eruditas interrumpi

    entonces la espada me hacen rer. Es como si el ratn, ese anim-alito pequeo e insignificante, quisiera demostrar su parentescocon el elefante. Hablara igual que t! Pues tambin l tiene, igualque el elefante, cuatro patas, e incluso puede jactarse de tener unacola. Al menos por eso podra creerse que son primos. Queridapluma, tan inteligente y calculadora, t slo has dicho aquello enque me parezco a ti. Pero yo voy a contarte lo que nos diferencia.Yo, la refulgente y orgullosa espada, me cio a la cintura de un va-liente y noble caballero; en tanto a ti, a ti un viejo escribanillo teprende tras su larga oreja de burro. A m mi seor me agarra conpoderosa mano y me lleva hasta el centro de las filas enemigas; yole abro paso entre ellas. A ti, querida pluma, tu maestro te arras-tra con mano temblorosa por encima de un amarillento per-gamino. Yo me enfurezco terriblemente entre los enemigos y saltovaliente y temeraria por aqu y por all; t, en eterna monotona,araas tu pergamino y no te atreves a salirte siquiera un pedacito

    de las lneas que con cuidado te seala la mano que te gua. Y al fi-nal, al final, mis fuerzas se agotan, envejezco y me debilito, y

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    entonces me honran como se honra a los hroes, me exponen enla sala de sus antepasados y me admiran. Pero qu es lo que tesucede a ti? Si tu seor no est contento contigo, si envejeces yempiezas a deslizarte penosamente por el papel, te coge, te quita

    el mango, que te serva de sustento, y te tira, a menos que se api-ade y, junto con algunas de tus hermanas, te venda a unchamarilero por unos pocos cruzados.

    Puede que en algn punto repuso la pluma muy seria nodejes de tener razn. Es cierto que a menudo no se me aprecia de-masiado, y que me tratan muy mal una vez que he dejado de ser

    til. Pero no por eso el poder que tengo a mi disposicin, mientraspuedo trabajar, es pequeo. Y estoy dispuesta a demostrrtelo.Me propones una apuesta? dijo riendo la arrogante

    espada.Si te atreves a aceptarla.Y tanto que la acepto repuso la espada, todava incapaz de

    recuperarse de la risa. En qu consiste la apuesta?La pluma se incorpor, adopt un estricto gesto de funcionario

    y dijo:Vamos a apostar que soy capaz de impedir que t realices tu

    trabajo, luchar, cuando yo quiera!Ja, ja, eso suena atrevido.Te parece bien?Acepto.Pues bien dijo la pluma, veamos.Pocos minutos despus de que se cerrase la apuesta, entr un

    joven con una rica armadura, cogi la espada y se la ci. Despuscontempl complacido el lustroso filo. Afuera resonaban con clar-idad las trompetas, el retumbar de los tambores: marchaban a la

    batalla. El joven estaba a punto de abandonar el cuarto cuandoentr otro, que deba tener un rango superior a juzgar por sus

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    ricas galas. El joven se inclin profundamente ante l. El que os-tentaba esas dignidades se haba acercado entretanto a la mesa,haba cogido la pluma y, a toda prisa, escrito algo.

    El tratado de paz ya est firmado dijo sonriente.

    El joven volvi a dejar su espada en el rincn y los dos salierondel cuarto.La pluma segua sobre la mesa. Un rayo de sol jugaba con ella

    y su hmedo acero reluca brillante.No me llevas a la batalla, querida espada? pregunt

    riendo.

    Pero la espada guardaba silencio en el oscuro rincn. Creo queno volvi a fanfarronear nunca ms.

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    PIERRE DUMONT

    La locomotora solt un ntido e infinito silbido en el aire azul delmedioda de agosto, bochornoso y resplandeciente. Pierre iba sen-tado con su madre en un compartimento de segunda clase. La

    madre, una mujer menuda, gil, con un sobrio traje de paonegro, de rostro plido y bondadoso, y de ojos turbios y apagados,era la viuda de un oficial. Su hijo, un mozalbete de apenas onceaos, llevaba el uniforme de una academia militar.

    Ya estamos aqu dijo Pierre en alto y con alegra, bajandosu delgada maletita gris de la redecilla.

    En letras grandes, rgidas, del erario pblico, se poda leer enella: Pierre Dumont. Ia promocin. N 20. La madre mirabahacia delante en silencio. Cuando el pequeo coloc el equipaje enel asiento de enfrente, quedaron ante sus ojos las letras, grandes ytenaces. Seguro que las haba ledo ms de cien veces a lo largo delas varias horas de viaje. Y suspir. No era precisamente senti-

    mental y, al lado del difunto capitn, haba conocido la esencia dela vida del soldado y se haba acostumbrado a ella. Pero a su or-gullo de madre le dola que Pierre, cuya pequea figura poseatanta importancia en su corazn, se hubiera visto denigrado a serun simple nmero. N 20. Cmo sonaba aquello!

    Entretanto Pierre estaba al lado de la ventana mirando al ex-

    terior. Se acercaban a la estacin. El tren iba ms lento y hacamucho ruido en los cambios.

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    Afuera iban deslizndose verdes setos de hierba, campos amp-lios y diminutas casitas, a cuyas puertas unos enormes girasoleshacan de guardianes con sus aureolas amarillas. Las puertas, sinembargo, eran tan pequeas que Pierre pens que tendra que

    agacharse para poder entrar. En ese momento desaparecieron lascasitas. Aparecieron unos depsitos negros, humeantes, con todotipo de cristales opacos, partidos en dos, la va se iba ensan-chando, un ral se abra al lado de otro y, al final, entraron congran estrpito y muchos silbidos en el hangar de la estacin de lapequea ciudad.

    Hoy nos vamos a divertir mucho, mucho, mam susurr elpequeo abrazando a la asustada mujer con tempestuoso mpetu.Despus sac la maleta y ayud a su mamata a bajar. Con

    gesto orgulloso le tendi luego el brazo, que la seora Dumont,aunque no era alta, slo pudo aceptar metiendo su manoizquierda bajo la axila de su caballero. Un mozo se haba hechocargo de la maleta. De ese modo caminaron a travs del ardientemedioda por la calle polvorienta rumbo al albergue.

    Qu vamos a comer, madre?Lo que t quieras, cario!Y entonces Pierre le enumer todos sus platos favoritos, con

    los que lo haban cebado en casa los dos meses de vacaciones. Sepregunt si esto y lo otro lo tendran aqu tambin. Y fueron re-pasando desde la sopa hasta la tarta de manzana con la capa denata, todo con oppara exactitud. El pequeo soldado estaba muygracioso; los platos favoritos parecan constituir la columna ver-tebral de su vida, a cuya base se aadan todos los demsacontecimientos. Pues no dejaba de decir: Sabes cundo comi-mos eso por ltima vez? Fue cuando pas esto y aquello. Al hab-

    lar de ello, sin embargo, le vino a la cabeza que ese da disfrutarade tales placeres por ltima vez en cuatro meses, de modo que se

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    call un rato y suspir muy bajo. Pero el da soleado y alegre nodej de tener su efecto sobre el nimo infantil, y pronto volvi aparlotear con arrogancia, pensando en los hermosos das de lasvacaciones que se acababan. Eran ya las dos del medioda. A las

    siete tena que estar en el cuartel, as que les quedaban todavacinco horas. El minutero an tena que recorrer cinco veces la es-fera del reloj. Era mucho, mucho tiempo.

    La comida haba terminado. Pierre haba hablado mucho. Se lequed el bocado en la garganta cuando su madre, al echarle elvino tinto, levant un poco la copa con los ojos hmedos y lo mir

    con intencin. Su mirada recorri la estancia. Se detuvo en la es-fera: eran las tres. El minutero an tiene que recorrer cuatroveces, pens. Eso le anim. Levant su copa y brind con algode fuerza.

    Hasta que volvamos a vernos en buena hora, mamata!Su voz son dura y alterada. Y rpidamente, como si temiera

    volver a ablandarse, bes a la pequea mujer en la frente plida.Despus de comer recorrieron de arriba abajo, uno al lado delotro, la orilla del ro. Pudieron hablar sin que nadie les molestara.Pero la conversacin se estancaba a menudo. Pierre llevaba lacabeza alta, tena las manos en los bolsillos del pantaln y, consus ojos grandes y azules, miraba como ausente por encima del robrillante hacia las ailes colinas de la otra orilla. Pero la seoraDumont se percat de que en la avenida que atravesaban las hojasestaban ya amarilleando y perdiendo el brillo. Por algunas partesincluso haba muchas cadas; cuando una cruji bajo su pie, seasust.

    Est llegando el otoo dijo en voz baja.S murmur Pierre entre dientes.

    Pero hemos tenido un verano muy bonito continu laseora Dumont, casi desconcertada.

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    Su hijo no respondi.Madre no volvi el rostro hacia ella mientras deca esto,

    madre, le dars recuerdos mos a mi querida Julie, no es cierto?Guard silencio y se sonroj.

    La madre sonri:Puedes darlo por seguro, mi Pierre.Julie era una primita por la que beba los vientos el pequeo

    caballero. A menudo haban paseado juntos por delante de los es-caparates, haba jugado con ella a la pelota, le haba regaladoflores y llevaba (eso ni siquiera lo saba la seora Dumont) la foto

    de la primita en el bolsillo izquierdo de la pechera de su uniforme.Seguro que Julie tambin se ir de casa dijo la madre,alegre por haber llevado al joven a ese tema. Ir a las SeoritasInglesas o al Sacre-Coeur.

    La viuda conoca a su Pierre. La circunstancia de que la ad-orada hubiera de soportar un destino similar lo consol y, en si-lencio, se hizo reproches por ser tan pusilnime. Con infantilfantasa se salt los meses de escuela que tena por delante:

    Pero cuando vaya a casa por Navidad, Julie tambin estarall?

    Claro.Y en Nochebuena, querida mamata, la invitars, no?Ha tenido que confirmrmelo por adelantado y prometerme

    que le pedir a su madre que la deje estar fuera hasta tarde.Qu maravilla! exclam el muchacho lleno de jbilo, y sus

    ojos brillaban.A ti te preparar un hermoso rbol de navidad, y si eres

    buenoPor fin! El nuevo uniforme!

    Quin sabe, quin sabe sonri la pequea mujer.

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    Mamata de mi corazn! sonri el joven hroe sin aver-gonzarse de besar impetuosamente a la seora Dumont en mediodel paseo. Eres tan buena!

    Slo tienes que aplicarte, Pierre! dijo la madre en tono

    serio.Y cmo! Quiero aprender.Matemticas, ya sabes, eso te cuesta trabajo.Todo va a salir muy bien, ya lo vers.Y no te resfres, ahora viene el fro, abrgate siempre bien.

    Por la noche mete bien la manta para que no te destapes.

    No te preocupes, no te preocupes!Y Pierre empez otra vez a hablar de los acontecimientos delas vacaciones. Haba tantas cosas graciosas y divertidas, que losdos, madre e hijo, rieron de corazn. De repente, l se estremeci.Desde la torre de la iglesia llegaban unas campanadas.

    Estn dando las seis dijo tratando de sonrer.Vamos a la pastelera.S, all tienen esos rollos de crema tan ricos. Los com por l-

    tima vez cuando hicimos la excursin con Julie.Pierre estaba sentado en la pastelera, en una silla de mimbre

    de finas patas, masticando a dos carrillos. En realidad ya tenams que suficiente y, tras algunos bocados, tuvo que respirar pro-fundamente; pero fue la ltima vez que lo hizo, y continucomiendo.

    Me alegra que te guste, hijo dijo la seora Dumont, dandosorbitos a una taza.

    Pero Pierre sigui comiendo.Son una campanada en la torre.Las seis y media murmur el que terminaba sus vaca-

    ciones, y suspir. El estmago le pesaba muchsimo. Bueno, ahoras que iban a tener que marcharse.

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    Y se marcharon. La tarde de agosto era clida, y una brisabenfica acariciaba los rboles de la avenida.

    No tienes fro, madre? pregunt el pequeo sin pensar.No te preocupes, querido.

    Qu estar haciendo Belly? Belly era un perrito ratonero.Le he dicho a la criada que le d la comida de siempre y losaque a pasear.

    Dile a Belly que le mando saludos, que tiene que ser muybueno trat de bromear, pero se interrumpi bruscamente.

    Lo tienes todo, Pierre? A lo lejos se distingua ya la

    montona fachada gris del cuartel. Tu certificado?Todo, madre!Tienes que inscribirte hoy mismo?S, ahora mismo.Y maana ya tienes clase?S!Y me escribirs?T tambin, mam, por favor! En cuanto llegues.Claro, hijo querido.Creo que las cartas tardan siempre dos das.La madre no poda hablar; tena un nudo en la garganta.Ahora estaban justo frente a la entrada!Gracias, mam, por este da tan bonito.El pobre pequeo se senta muy mal; era evidente que haba

    comido demasiado. Tena unos terribles dolores de estmago, y letemblaban los pies.

    Ests plido dijo la seora Dumont.No.Era una completa mentira, l lo saba.

    Cmo se le suba a la cabeza! Apenas poda sostenerse en pie.De verdad que me siento

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    Estaban dando las siete!Los dos se abrazaron y lloraron.Hijo mo! solloz la pobre mujer.Mam, en ciento veinte das estar

    S bueno, no te pongas malo y, con mano temblorosa,hizo al pequeo la seal de la cruz.Pero Pierre se solt:Tengo que correr, madre; si no, me castigarn dijo

    tartamudeando, y escrbeme, madre, y Julie, ya sabes, y Belly.Otro beso y se march.

    Con Dios!Ya no oy nada ms.En la puerta volvi a mirar atrs. Vio la pequea figura negra

    entre los rboles que se oscurecan y, a toda prisa, se metidentro.

    Pero se senta muy mal.Fue balancendose por el amplio pasillo, estaba tan cansadoDumont! grit una voz brutal.Vio al suboficial de guardia delante de l.Dumont! Diablos, acaso no sabe que tiene que inscribirse?

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    LA COSTURERA

    Fue en abril del ao 188 Me vi obligado a cambiar de piso. Micasero haba vendido la casa y el nuevo propietario haba decididoalquilar completa la planta en que se encontraba mi modesto

    cuarto. Durante mucho tiempo busqu otro en vano. Al final,cansado de buscar, cog, casi sin verlo, un cuartito en el tercerpiso de un edificio cuyo lateral ms largo ocupaba una parte nadainsignificante de la estrecha bocacalle.

    Ya desde los primeros das mi cuarto me pareci francamenteacogedor. A travs de las dos ventanitas, cuyos cristales, con

    muchas divisiones, permitan adivinar la edad de la casa, podaver a lo lejos las montaas azules, por encima de los tejados grisesy rojos, por encima de las chimeneas cubiertas de holln, y con-templar el sol naciente que, como una bola incandescente, seapoyaba en el margen borroso de las colinas. Mis propiosmuebles, que haba hecho traer, hacan el estrecho cuarto ms

    habitable de lo que haba esperado en un principio, y el servicio,del que se haba hecho cargo la portera, no dejaba nada que de-sear. La escalera no era demasiado empinada y se poda subir sinesfuerzo; en efecto, cuando iba sumido en mis pensamientos, in-cluso me llegaba a subir hasta el desvn sin darme cuenta. En re-sumen, estaba contento, sobre todo porque en el oscuro patio no

    jugaban nios ni tocaban organillos.

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    Desde entonces han pasado muchos aos. La poca de la quehablo queda para m en la penumbra del pasado, y los coloreschillones de los acontecimientos han palidecido y se han apagado.Siento como si estuviera hablando de algo que no me ocurri a

    m, sino a otro, tal vez a un buen amigo. No por ello debo temerque el amor propio me induzca a mentir: escribo franca, clara yverdicamente.

    Por aquel entonces yo no estaba mucho en casa. Temprano, alas siete y media, me iba a la oficina, a medioda coma en unafonda barata y, siempre que poda, pasaba la tarde en casa de mi

    novia. S, por aquel entonces estaba prometido. Hedwig lallamar as era joven, encantadora, culta y, lo que pesaba ms alos ojos de mis compaeros, rica. Proceda de una antigua familiade comerciantes que, con ahorro y esfuerzo, haban conseguido fi-nalmente tener una casa que frecuentaban los caballeros jvenes,porque, aun con toda su elegancia, reinaba en ella una alegra nat-ural que no permita que el aburrimiento surgiera de las tazas det. La hija menor de la familia, Hedwig, era la preferida de todos,porque a su educacin una cierta amable ligereza que volva in-teresante y atractiva la conversacin ms insustancial. Tena mscorazn y carcter que las dos hermanas mayores, era sincera,alegre y es indudable que yo la amaba.

    Puedo hablar con franqueza. Ella se cas ms tarde, un aodespus de haber roto nuestro compromiso, con un oficial joven ynoble, pero muri despus de haberle regalado su primer hijo:una niita de rubios rizos.

    En casa de sus padres, en donde a diario se reuna un nutridogrupo, sola quedarme hasta las seis de la tarde; luego me daba unpaseo, iba al teatro, y volva a casa a las diez de la noche para

    seguir llevando al da siguiente ese mismo tipo de vida.

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    A primera hora, cuando bajaba despacio mis tres tramos deescalera, encontraba siempre en el rellano del primer piso alportero, limpiando las blancas baldosas de piedra. Saludaba y en-tablaba conversacin. Da tras da lo mismo. Hablbamos primero

    del tiempo, luego de si yo estaba contento con mi cuarto y otrascosas por el estilo. Como el viejo no pareca querer terminarjams, yo siempre le preguntaba por sus hijos, tras lo cual l sus-piraba y deca con los dientes apretados:

    Es una cruz! Me dan muchas preocupaciones, seor!Con eso terminaba.

    En una ocasin, un martes, slo por decir algo le preguntquin viva a mi lado. Respondi a la pregunta igual que yo lahaba formulado, slo de pasada:

    Una costurera, una pobre chiquilla, fea gru sin le-vantar la vista del suelo.

    Eso fue todo.Haca mucho que haba olvidado esa informacin cuando, en

    el corredor en penumbra de la casa, me encontr con la costurera,como supuse entonces acertadamente. Era una maana dedomingo. Haba dormido mucho y sala de casa justo cuando ellaregresaba, probablemente de la iglesia, con un pequeo libro en lamano. Una figura insignificante: entre los hombros puntiagudos,que cubra un abrigo rado, verde, que le llegaba casi hasta elsuelo, se mova su cabeza, en la que lo primero que llamaba laatencin eran la nariz delgada y las mejillas hundidas. Sus finoslabios, ligeramente entreabiertos, dejaban al descubierto unos di-entes sucios, la barbilla era cuadrada y sobresala mucho. Lo mssignificativo de ese rostro parecan ser nicamente los ojos. No esque fueran hermosos, pero eran grandes y muy negros, aunque

    sin brillo. Tan negros que su cabello, profundamente oscuro,pareca casi gris. Slo s que la impresin que me produjo aquella

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    criatura no me result agradable en modo alguno. Creo que ellano me mir. En cualquier caso, no me qued tiempo para seguirpensando en ese encuentro anodino, puesto que, justo delante delportal, me esperaba un amigo en cuya compaa pas toda la

    maana. Luego me olvid por completo de que tena una vecina,sobre todo porque, aunque vivamos puerta con puerta, da ynoche imperaba al lado un silencio total. Habra continuado as deno haber sido porque una noche, por casualidad, o no s cmollamarlo, sucedi algo inesperado, algo insospechado.

    En los ltimos das de abril tuvo lugar en casa de mi novia una

    reunin que, planeada desde haca tiempo, transcurri de formaperfecta y dur hasta bien entrada la noche. Precisamente aquellanoche Hedwig se haba mostrado encantadora. Estuve charlandomucho tiempo con ella en el pequeo saln verde, y, con granalegra, escuch cmo, con algo de irona pero llena de una in-genuidad cariosa e infantil, esbozaba la imagen de nuestro fu-turo hogar, cmo pintaba todas las pequeas penas y alegras conlos colores ms vivos y se complaca pensando en nuestra felicid-ad como un nio en el rbol de navidad. Un grato sentimiento desatisfaccin invadi mi pecho como una benfica calidez, y Hed-wig confes entonces no haberme visto nunca tan feliz. El mismoambiente reinaba, por cierto, en todo el grupo: un brindis segua aotro brindis. Y as hasta que a las tres de la maana nos separa-mos muy a disgusto. Abajo iban desfilando un coche tras otro. Lospocos que iban a pie se dispersaron pronto en todas direcciones.Yo tena que andar ms de media hora, as que aceler bastante elpaso, tanto ms cuanto que la noche de abril era fra y sombradebido a la niebla. Iba sumido en mis pensamientos y no me pare-ci que hubiera pasado tanto tiempo cuando me encontr ya

    delante del portal de mi casa. Lo abr despacio y lo cerr con cuid-ado a mis espaldas. Luego encend una cerilla que deba

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    iluminarme por el vestbulo hasta llegar a la escalera. Era la l-tima que tena. Se apag enseguida. Sub la escalera a tientas,pensando an en las hermosas horas de la reciente velada. Ya es-taba arriba. Met la llave en la puerta, la gir y abr lentamente

    All estaba ella, delante de m. Ella. Una vela tenue, casi con-sumida, alumbraba escasamente la habitacin, de donde me lleguna desagradable emanacin de sudor y grasa. Ella estaba en pie,al extremo de la cama, con un camisn sucio, muy abierto, y unasenaguas oscuras; no pareca en absoluto asustada y se limit amirarme fijamente a la cara.

    Evidentemente, me haba metido en su cuarto. Pero estaba tanaturdido, tan paralizado, que no dije ni una palabra de disculpa,ni tampoco me fui. S que sent asco, pero segu all. Vi cmo seaproximaba a la mesa, apartaba el plato con los restos dispersosde una comida dudosa, se llevaba del silln la ropa que antes sehaba quitado y me peda que me sentara. En voz baja, diciendo:

    Venga.Incluso la voz me result repugnante. Pero, como su-

    cumbiendo a un poder desconocido, la obedec. Ella habl. No sde qu. Mientras tanto, se haba sentado al borde de la cama.Completamente a oscuras. Yo slo vea el plido valo de aquelrostro y, a ratos, cuando la vela que se estaba apagando reviva,sus grandes ojos. Luego me levant. Me dispona a marcharme. Elpicaporte de la puerta se me resisti. Ella vino a ayudarme. En-tonces, cerca de m, resbal y tuve que sujetarla. Se apret con-tra mi pecho y sent muy cerca su ardiente aliento. Me result de-sagradable. Trat de soltarme. Pero sus ojos descansaban muy fi-jos en los mos, como si sus miradas tejieran un lazo invisible a mialrededor. Me fue atrayendo cada vez ms hacia ella, cada vez

    ms. Deposit unos besos largos y clidos en mis labios En-tonces, la vela se apag.

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    A la maana siguiente me despert con la cabeza pesada, dolorde espalda y amargor en la lengua. A mi lado, entre los almo-hadones de la cama, dorma ella. El rostro plido y demacrado, elcuello enjuto, ese pecho plano y desnudo me llenaron de espanto.

    Me incorpor despacio. El aire viciado me pesaba. Mir a mialrededor: la mesa sucia, el rado silln de patas finas, las floresmarchitas en el alfizar Todo daba una impresin de miseria, dealgo venido a menos. Entonces se movi. Como en sueos, mepuso una mano en el hombro. Contempl aquella mano; los dedoslargos, de gruesos nudillos, con las uas sucias, cortas y anchas,

    con la piel de las yemas parda y con picaduras Sent repugnan-cia por aquel ser. Me levant de un salto, abr la puerta y ech acorrer a mi cuarto. All me sent aliviado. An recuerdo que echel cerrojo de la puerta todo lo que pude.

    Fueron pasando los das exactamente igual que antes. Una vez,quiz una semana despus, cuando ya haba vuelto a casa paradescansar, golpe casualmente con el codo contra la pared. Notque aquel golpe involuntario era respondido enseguida. Guardsilencio. Luego me qued dormido. Entre sueos me pareci quemi puerta se abra. Al momento siguiente sent un cuerpo que seapretaba contra m. Ella estaba a mi lado. Pas la noche en mis

    brazos. Trat de echarla, muchas veces. Pero me miraba con susgrandes ojos y las palabras se me moran en los labios. Oh, fuehorrible sentir los miembros clidos de aquella criatura a mi lado,de aquella muchacha fea y prematuramente envejecida; y sin em-bargo no tuve fuerzas

    De vez en cuando me la encontraba en la escalera de la casa.

    Pasaba a mi lado como la primera vez: no nos conocamos. Conmucha frecuencia vena a mi cuarto. En silencio, sin decir una

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    palabra, entraba y me dejaba paralizado con su mirada. Yo notena voluntad.

    Finalmente decid poner fin al asunto. Me pareca un delitocontra mi novia compartir la cama con aquella mujer que se

    pegaba a m con tal insistencia y que ni siquiera posea elderecho al amor!Volv a casa mucho antes y, de inmediato, ech el cerrojo a la

    puerta. Cuando iban a dar las nueve, lleg. Como encontr la pu-erta cerrada, volvi a marcharse; probablemente supuso que noestaba en casa. Pero fui imprudente. Arrastr el voluminoso silln

    del escritorio con algo de brusquedad. Debi de orlo. Al instantellam a la puerta. Yo permanec en silencio. Otra vez. Luego impa-cientemente, sin interrupcin. Entonces la o sollozar muchotiempo, mucho Debi de pasar la mitad de la noche en mi pu-erta. Pero yo me mantuve firme; tuve la sensacin de que esa per-severancia haba roto el hechizo.

    Al da siguiente me la encontr en la escalera. Iba muy despa-cio. Cuando me hallaba muy cerca de ella, abri los ojos. Measust: en aquellos ojos haba un brillo y una amenaza siniestrosMe re de m mismo. Era un autntico necio! Aquella muchacha!Y la segu con la vista mientras pona los pies torpemente sobrelos escalones de piedra y bajaba cojeando

    Por la tarde, mi jefe me necesit, de manera que tuve que re-nunciar a mi habitual visita a Hedwig. Por la noche, al llegar a micuarto, encontr una nota del padre de mi novia, que me caus elmayor de los asombros. Deca:

    En las actuales circunstancias comprender usted que meveo obligado, aun con el mayor de los pesares, a anular el com-

    promiso matrimonial de mi hija. Crea estar confiando a Hed-wig a un hombre al que no atan otras obligaciones. Es el deber

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    de todo padre evitar en lo posible a su hija experiencias de esaclase. Usted, estimado seor Von B, comprender mi formade proceder, al igual que estoy convencido de que usted mismome habra comunicado a su debido tiempo el estado de cosas.Por lo dems, queda de usted

    No es fcil describir cmo me sent. Yo amaba a Hedwig. Yame haba hecho a la idea del futuro que ella haba esbozado contanto encanto. No poda imaginarme mi futuro sin ella. S queprimero se apoder de m un fuerte dolor, que me llen los ojos delgrimas antes de encontrar tiempo para pensar a qu influjotena que agradecer ese extrao rechazo. Pues extrao era en cu-alquier caso. Yo conoca al padre de Hedwig, que era la escrupu-losidad y la justicia personificadas, y saba que slo un aconteci-miento importante poda haberlo movido a proceder as. Pues meapreciaba y era demasiado considerado para cometer una injusti-cia conmigo. No dorm en toda la noche. Miles de pensamientos

    se me pasaban por la cabeza. Al final, hacia el amanecer, mequed dormido de cansancio. Al despertar me di cuenta de quehaba olvidado echar el cerrojo. Sin embargo, ella no haba ven-ido. Respir aliviado.

    Me vest a toda prisa, excus por unas horas mi ausencia de laoficina y fui corriendo a casa de mi novia. Encontr la puerta cer-

    rada y, como despus de llamar repetidas veces no apareci nadie,pens que habran salido. El mayordomo poda fcilmente estarhaciendo algo en el patio, donde no oa la campana. Decid ir porla tarde a la hora acostumbrada.

    As lo hice. Abri el mayordomo, me mir asombrado y dijoque yo debera saber que los seores haban salido de viaje. Me

    asust, pero hice como si estuviera enterado de todo, y slo le pedhablar con Franz, el viejo criado. ste me cont entonces con

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    pelos y seales que todos, todos se haban marchado, despus deque la tarde anterior se hubiera producido una curiosa escena.

    Yo estaba dijo aqu, en el vestbulo, limpiando lacubertera, cuando una mujer, miserable y venida a menos, entr

    y me pidi que la condujera hasta la seorita Hedwig. Natural-mente no acced, antes hay que conocer a la genteYo asent. Me asalt una sospechaBueno, en resumen continu el anciano parlanchn, ante

    mi negativa empez a clamar al cielo y a gritar hasta que sali elseor. Entonces ella le jur y le perjur que traa importantes no-

    ticias. l se la llev a su despacho. Estuvieron dentro una hora.Una hora, seor! Luego sali, bes la mano del seorQu aspecto tena? le interrump.Plida, delgada, fea.Alta?Muy alta.Los ojos?Negros, tambin los cabellos.El viejo continu parloteando. Pero yo ya saba suficiente. To-

    das las palabras de la terrible carta se me aclaran ahora: obliga-ciones! Un amargo rencor se agit en mi interior. Dej plantado alcriado y baj a toda prisa. Atraves a toda velocidad las calleshasta llegar a casa. Delante del portal haba alguna gente reunida.Hombres y mujeres. Hablaban con vehemencia y en voz baja. Losapart con rudeza. Luego sub los tres tramos de escaleras sin res-pirar. Tena que verla, decirle No saba qu le dira, pero tena lasensacin de que en el momento oportuno surgiran las palabrasnecesarias.

    En la escalera tambin me encontr a unos hombres. No les

    prest atencin. Llegu arriba. Abr la puerta de golpe. Un fuerteolor a fenol me sali al encuentro. Las duras palabras murieron en

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    mis labios. All yaca ella, sobre el lino gris de la cama, con unsimple camisn. La cabeza muy hacia atrs, los ojos cerrados. Lasmanos colgaban flcidas. Me acerqu. No me atrev a tocarla. Conlos labios abiertos y los prpados amoratados pareca una

    ahogada. Sent un escalofro. Estaba solo en la habitacin. El frosol del ocaso iluminaba la sucia mesa el borde de la cama. Meinclin hacia la mujer. S, estaba muerta. El color de su rostro eraazulado. Desprenda un olor desagradable. Y me invadi un asco,una repugnancia

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    LA CAJA DORADA

    Era primavera. El sol sonrea dichoso desde el cielo iluminado, decolor azul profundo, pero rara vez sus rayos se perdan por los en-tresuelos de aquella casa de la estrecha bocacalle. Si alguna vez un

    reflejo de luz salpicaba los pequeos cristales y proyectaba sus li-geros crculos sobre la pared encalada del fondo del modestocuarto, seguro que era de segunda mano, rebotado de algunaventana de la alta casa de enfrente. El alegre trajn de lastemblorosas y ligeras claridades de la pared regocijaba entonces alpequeo que todos los das jugaba al lado de la ventana del entre-

    suelo, y daba tales saltos tratando de cazarlas, sonriendo con todael alma, que incluso en el triste rostro de su mamata asomaba unreflejo de esa sonrisa.

    Apenas haca un ao que estaba viuda. Con la muerte de suquerido marido se haba venido abajo el modesto bienestar queste haba conseguido con su trabajo. Ella haba tenido que cam-

    biar una espaciosa vivienda por aquel cuarto y, con el esfuerzo desus propias manos, aumentar los pocos ahorros acumulados parano tener que negarse lo ms necesario a s misma, y sobre todo asu hijo, al pequeo Willy, de cinco aos. No era de extraar queese nio fuera ahora todo su consuelo!

    Acababa de apartar los fatigados ojos de la labor y, con una

    mirada ntima, cariosa, contemplaba cmo el pequeo se

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    apoyaba en la ventana, con la fresca carita sobre el puo, carnosoy pequeo.

    No era el reflejo del sol lo que hoy le tena tan entretenido queni siquiera haca caso a su caballito, que se haba cado del alfiz-

    ar. Fuera ocurra algo extraordinario. En la casa de enfrente, otrolocal haba vuelto a quedarse vaco. Un vendedor de paos habatrasladado su negocio a otra calle y, desde entonces, all habanestado limpiando, fregando y, para gran alegra del nio, primerohaban pulido, luego pintado de un amarillo sucio y finalmente deun bonito color negro profundo los tablones que, por la noche y

    los domingos, cubran los dos escaparates. Si ya eso haba desper-tado el inters de Willy, ese da su encanto no conoci lmites alaparecer tras los relucientes escaparates unas cajas doradas yplateadas, todas de seis cantos, no muy altas, unas ms largas yotras ms cortas. Y, cuando los hombres subieron a uno de los es-caparates una caja pequea y toda dorada, sobre la que estabanarrodillados dos hermosos angelitos, no pudo evitar aplaudir.

    Mam, mam mira, mira! Qu es eso? Esa cajita tanbonita con los dos angelitos?

    Y no fue poco su asombro cuando la madre, que se habapuesto en pie, no sonri en absoluto al divisar la linda cajitareluciente.

    No, incluso una lgrima brot en los extremos enrojecidos desus prpados.

    Qu es eso? repiti el nio vacilante y en tono apocado.Mira, Willy dijo la madre seria, pasndose levemente el

    pauelo por los ojos, en esos cajones la gente mete a las perso-nas que el buen Dios se lleva consigo de la Tierra, grandes ypequeas.

    Ah dentro? susurr el nio mientras su mirada seguapendiente, complacida del escaparate.

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    S continu diciendo la madre, tambin en un cajn as apap

    Pero le interrumpi el pequeo, cuyos pensamientos con-tinuaban an en la primera explicacin por qu el buen Dios se

    lleva tambin consigo a los pequeos? Tienen que ser muy buenospara que los metan tan pronto en esa hermosa caja y puedan serenseguida unos angelitos en el cielo, no?

    La madre abraz a su hijo cariosa y entraablemente.Se arrodill y, con un largo beso, call los tiernos labios. El

    pequeo no pregunt ms. Se volvi rpidamente hacia la

    ventana y mir los grandes escaparates. Una sonrisa feliz y con-tenta irradiaba en su rostro.La madre, sin embargo, haba vuelto a sentarse inclinada

    sobre su labor. De repente, levant la vista.Las lgrimas rodaban por sus plidas mejillas.Solt la tela, junt las manos y dijo en voz baja, con voz

    temblorosa:Dios mo, consrvamelo!

    Una oscura noche de septiembre, sin estrellas. En los cuartos delentresuelo todo estaba en silencio. Slo se oa el tictac del reloj depared y los gemidos del nio que se mova en la pequea camita,

    sacudido por la fiebre. La madre se inclinaba sobre el pobre Willy.El brillo rojizo de la fatigada lmpara de la mesilla se deslizabapor su demacrado rostro.

    Willy! Hijo mo, corazn mo, quieres algo?Tan slo unos sonidos confusos, inconexos.Tienes dolores?

    Ninguna respuesta.Dios mo, Dios mo, cmo es posible?!

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    Todo pasa rpido y confuso por la memoria de la atormentadamujer. S, aquella noche. Despus de jugar. Apenas hace una se-mana. Qu acalorado estaba Y la niebla de otoo, dijo elmdico Y ahora, ahora ya no hay esperanza alguna. Si su

    fuerte naturaleza no. Se senta incapaz de comprenderlo. Nome ha llamado?.Entonces, de nuevo, muy bajo:Madre!Qu te pasa, hijo mo?Ha sido ha sido muy bonito balbuce el pequeo incor-

    porndose con esfuerzo y apoyando su pequeo rostro, rojo defiebre, en el brazo de la madre. El buen padre celestial me ha di-cho que tengo que ir con l. Puedo ir, no es verdad, mamata?Djame por favor y junt las manos, pequeas y ardientes.

    Y la fiebre se apoder nuevamente de l. Se ech hacia atrs.La pobre madre le extendi cuidadosamente la manta. Luego,vencida por el dolor, se arrodill y, con las dos manos compulsiva-mente sujetas al borde de la camita de hierro, rez en voz bajaconfusa, inconexamente.

    El reloj dio las ocho. A travs de la ventana se colaba parca-mente la plida luz del da de otoo. Los corredores se veangrises y los objetos proyectaban sombras densas y negras. Lamujer se puso en pie, volvi a sentarse al lado de la camita y sepuso a mirar fijamente al vaco con los ojos ardientes, sin lgrim-as. Ahora el pequeo dorma algo ms tranquilo. Respiraba muyrpido, tena la frente caliente y las mejillas enrojecidas. La madrele puso suavemente la mano sobre los rizos rubios y desgreados,y sigui sentada en silencio. Slo se estremeca cuando se oa eleco de unas voces demasiado altas en la escalera o una puerta de

    la casa que se cerraba bruscamente.

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    Pap, pap! grit el nio de repente, echndose hacia elotro lado.

    La viuda se asust. Pero Willy volva a yacer tranquilo. Por lacalle pas un coche. El ruido fue perdindose poco a poco. El ru-

    mor de las escobas resonaba en la acera.Dios mo! Dios mo, por favor! gimi el pequeo.He he sido bueno pregntale a mam!

    La madre junt las manos temblando. Entonces Willy abri losojos, despacio. Asombrado mir a su alrededor.

    He estado en el cielo, madre susurr el nio, en el cielo,

    pero, no es cierto no es cierto? dijo vivamente. A m tam-bin me meters en la hermosa caja dorada, mam ya sabes, lade ah enfrente? sonri complacido: En la que tiene los dosangelitos encima.

    La madre solloz.En sa, promtemeloCon un miedo terrible, la viuda agarr firmemente las manitas

    de su hijo querido.Dios, Dios! rez.No pudo decir ms. Entonces sinti que un escalofro helado

    recorra las manos del nio Un estremecimiento Y grit.Todo el rubor haba desaparecido de las mejillas del nio. Los

    labios an se movan, luego se callaron por completo.Mir el pequeo cuerpecito.Un fro helador pareca desprenderse de l.Abraz los pequeos miembros y los apret contra ella. En

    vano!Slo quedaba la sonrisa en torno a los labios ya rgidos del

    pequeo cadver, esa sonrisa dichosa!

    Y el tenue sol otoal refulga enfrente, sobre los atades, inclu-ido aqul tan bonito, pequeo y dorado. La gran superficie del

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    espejo proyectaba un rayo sobre el cuarto del entresuelo y su dbildestello pas temeroso sobre el plido rostro del pobre Willy yfue perdindose sobre la blanca superficie de la pared.

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    UNA MUERTA

    Esbozo psicolgico

    San Remo, marzo de 189

    Querido, mi querido Alfred:Largo ha sido mi silencio. Disculpa! Hoy tengo que re-

    sponder a la vez a tres de tus amables cartas. Te doy las gra-cias. Me hicieron tanto bien La tierna y cordial preocupacinque desprenden tus lneas es un blsamo. Estoy tan solo y tancansado Mi pesar es extrao. Estoy agotado, parece como situviera los miembros rotos; pero hay horas en las que esachispa que llaman vida vuelve a centellear. Se convierte en unallama. Asciende ardiendo y siento fuerza, salud, confianzaTonteras. El mdico No quiero hablar del mdico. Pero aveces la cosa est muy mal. Las dificultades para respirar,sabes?, los A veces noto cmo me oprime el aire. Con unafuerza espantosa, crelo. Y esa tos. Sube arrastrndose despa-

    cio desde el pecho y luego asciende a toda prisa y me agarrapor la garganta

    Estoy sentado en el porche de mi casa. El aire azul del marme acaricia clido, hmedo, entretejido de oro. Los aromticosarbustos emiten su aliento pendiente arriba. Una vista llenade dicha, de luz y de vida! Y, con los ojos bien abiertos, miro al

    azul intenso, reluciente, y mis pensamientos Mis pensamien-tos retoman cada vez con ms frecuencia un acontecimiento

  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    que durante todo este tiempo he ocultado en mi pecho. Debede hacer ya un ao. Sabes que en primavera estuve en uno deesos pequeos balnearios de Bohemia que empiezan a fre-cuentarse en mayo. Entonces estaba sano, o crea estarloAll, en W., me sucedi algo que hundi mi alma en esa melan-cola que reprochas a mis cartas y que t seguro que tiendes aatribuir a mi enfermedad. Fue pero ya lo vers. En mis me-jores horas te lo he descrito todo brevemente. No quiero tenersecretos para ti. No quiero morir sin Pero nadie sabecundo ha de morir! Hoy o maana, y cuando el sol brille tanluminoso y el aire sea an tan claro y azul Ya llega

    Tonteras!Saluda a los tuyos de mi parte! Escribe pronto. Que Dios

    te proteja!

    Tuyo,GAUDOLF

    Llevaba tres das en W. No haba mucha gente. Los ampliosbosques de conferas podan atravesarse con la seguridad de noencontrar ms que a algunos respetuosos campesinos. Losbosques son mi alegra. Temprano, despus de haber tomado unescaso refrigerio, suba por los senderos cuajados de races a dere-cha e izquierda, y pronto me perda en la animada espesura. Mealegraba la vista con los poderosos helechos, bajo los cuales, comobajo un baldaqun de malaquita, se alzaban las flores como castasprincesas; yo contemplaba las diminutas especies que poblaban elverde suelo de musgo y, con atareado celo, me mova de un ladopara otro, y mis ojos claros seguan a la coqueta ardilla que, consus saltos audaces, pasaba de rama a rama y, asustada por el paso

    del caminante, se ocultaba en lo ms alto del imponente abeto. No

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    regresaba de mis caminatas hasta bien entrada la tarde, despusde haber repuesto fuerzas en una cabaa de aldeanos con unacomida aceptablemente slida.

    Ya en dos ocasiones me haba encontrado en esas solitarias

    caminatas a una muchacha. Una muchacha extraa. Siempre ibasola y, cuando pasaba a mi lado, levantaba las pupilas, grises y ex-tremadamente grandes, y me miraba con sus ojos silenciosos, me-dio velados. Nadie que haya visto esos ojos podr olvidarlosjams. Haba en ellos algo ajeno al mundo, una seriedad sobren-

    atural. Algo similar a como pinta Gabriel Max[1] a sus pecadoras y

    a sus santas. Tena siempre los labios firmemente cerrados, lo queproporcionaba a su rostro transparente y plido un rasgo dedureza, de No s por qu, ese rostro flotaba ante mis ojos cadavez que me despertaba por la noche en mi extraa habitacin. Sealzaba junto a la puerta, all donde el picaporte reluca con elresplandor de la lmpara de mi mesilla, y yo vea la seriedad de

    ese rostro y toda su delgada figura viniendo hacia m, despacio,con su vestido de pao, sencillo y pegado al cuerpo. Meestremeca

    Viva en el mismo albergue que yo. Con sus padres, me dijo elposadero, que a continuacin puso una cara claramente maliciosay call de repente, como si entre sus dientes amarillos hubiera pa-labras que no quisiera pronunciar. Pero luego cogi confianza. Seinclin hacia m.

    Verdad que usted no se lo dir a nadie, seor? La chicaest un poco Ya sabe, lo que se suele decir, no est del todo ensus cabales Ella

    Su charla no habra llegado tan rpido a su fin si no la hubierainterrumpido la llegada de un nuevo husped. No dije una palabray me fui. Sera verdad? Los ojos Tena que conocer a aquella

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    criatura. Con ese fin decid acudir al almuerzo comn de los hus-pedes. Una afortunada casualidad me favoreci. Fui a sentarmejustamente al lado del padre de la muchacha, un ancianoburcrata de rasgos suaves y bondadosos. l mismo inici la con-

    versacin. A su lado estaba sentada la muchacha, junto a sumadre. Podan or lo que hablbamos, cosas en tomo a W. Pro-cedan de una pequea ciudad del sur de Sajonia, en donde elpadre desempeaba, creo yo, el puesto de consejero municipal.Estaban all por la hija: necesitaba una cura de agua fra. Lamadre lo confirm. Entonces me enter del nombre de la hija:

    Felice. Me volv hacia ella:Le gusta este sitio, seorita?Guard silencio y mir por encima de m como si con aquellos

    ojos grises y profundos traspasara todo lo corpreo. La madre lesusurr algo que no comprend. Ella movi la cabeza. Al parecer,la madre repiti lo que le haba preguntado. Felice dijo bajo, muybajo, pero con voz suave y noble, como un nio que repite unafrase que le acaban de ensear:

    Mucho, gracias.El consejero municipal y yo nos enredamos en una conversa-

    cin sobre la construccin de canales; la comida haba terminado.Me puse en pie. En los ojos de la madre brillaban unas lgrimas.Hizo un gesto a su marido. ste, una vez que los pocos huspedesabandonaron la sala, me llev al hueco de una ventana.

    Seor mo dijo con voz temblorosa, nuestra pobre niasufre desde hace aos un trastorno cerebral, disculpe usted su ex-trao comportamiento. Vamos de balneario en balneario. No in-terprete mal mi confianza. La pobre nia!

    El padre luchaba con las lgrimas.

    Una demencia espantosa, increble

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    Entr el posadero y se dirigi hacia nosotros. El anciano en-mudeci. Me apret la mano de forma tal que me hizo dao, ysali de la sala con pasos dbiles pero sonoros.

    Llegu a hablar con Felice. Sucedi as: en uno de mis solitari-

    os paseos matinales volv a encontrarla. Ella segua su caminocomo siempre, levant la vista y se par al percatarse de mi pres-encia. Me mir un rato sin moverse; luego algo as como unbrusco recuerdo atraves su rostro. De forma clara pronunci laspalabras que le haban enseado haca poco:

    Mucho, gracias!

    Me asust. As que era cierto! Pero me seren enseguida ydije:Seorita Felice, recorre usted sola el bosque igual que yo,

    este magnfico bosque.Este magnfico bosque repiti en un tono casi apagado,

    pero su pecho se hinch bajo el vestido gris y en sus ojos se agitun torrente de luz y de color.

    Luego sigui su camino, conmigo a su lado. No dijimos nada.Yo me entregu a la solemnidad del bosque y al misterioso en-canto de la hermosa y joven criatura que caminaba tan seria juntoa m. Una florecilla del campo creca en el borde. La arranqu y sela alcanc a la muchacha. La cogi, la mir con ojos tristes yluego, como obedeciendo a un repentino disgusto, rompi el talloverde y delgado, que gimi suavemente. Hizo despus un movimi-ento de rechazo y desapareci fuera del camino, entre los troncosaltos y frondosos. No me atrev a seguirla. En la luz cambiantedistingu durante un rato el vestido gris entre los oscuros gigantesde los rboles, y luego desapareci por completo de mi vista.

    As nos encontramos varias veces. Pareca ir ganando confi-

    anza conmigo. Asenta en voz baja cuando yo admiraba el paisaje

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    o el delicioso aroma del aire, que ola a abetos. Aquello era param motivo de satisfaccin. En uno de esos paseos le dije:

    Seorita Felice, ve usted las flores, lo alegres que brotan,oye el canto de los pjaros, las voces de las fuentes? Todo eso

    anima a la alegra y usted est tan tristeAl levantar la cabeza advert que la muchacha me miraba conojos muy abiertos e inquisitivos; luego se cubri el rostro con lasmanos y llor, llor de una forma que me result muy dolorosa.Ese da no dijimos una palabra ms.

    Pas una semana. En vano esper en mis caminatas el grato y

    acostumbrado encuentro, tampoco la vea en el comedor. El con-sejero dijo que estaba un poco indispuesta y la madre tena losojos rojos.

    Por fin volv a encontrrmela. Vino hacia m y dijo:Me ha preguntado usted hoy o no ha sido hoySent su apuro, su idea del tiempo se haba trastocado.Le he preguntado complet, seorita Felice, por qu est

    usted tan triste.Jams olvidar lo que sigui a continuacin. La muchacha dio

    un paso atrs, levant la cabeza, toda su figura pareci ms alta,excesivamente alta, sus ojos adoptaron una rigidez heladora, y, atravs de sus plidos labios, susurr sin moverlos:

    Estoy muerta.Involuntariamente retroced unos pasos. Y como ella entonces

    se acercara a m, con pasos imperceptibles, despacio, sent real-mente como si de aquella figura emanara un olor a podredumbre,un aliento fro, espantoso. Tuve ganas de gritar como un nio. Mearm de valor. Un escalofro me recorri la espalda Pero lasegu. La acompa hasta su alojamiento. No dijimos una sola pa-

    labra. Me senta espantado. Sin duda tena fiebre. Durante toda la

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    noche me atormentaron unos sueos descabellados. Por lamaana me despert cansado, con la cabeza embotada y confusa.

    Ahora nos veamos ms a menudo. Pasbamos horas sentadosuno al lado del otro en un banco de musgo; yo le contaba his-

    torias. Ella escuchaba con mucha atencin, casi ron miedo. Yotrataba de animarla en lo posible con historias alegres. Luego ellame deca:

    T desde haca algunos das me tuteaba ests seguro?Y, cuando yo lo afirmaba, deca:S, pero sas eran personas, personas que vivan de verdad,

    mientras que yo estoy muerta, hace mucho que estoy muertaEntonces ya poda decir yo lo que quisiera, ella guardaba silen-cio seria.

    Un da en que haba vuelto a interrumpir mi relato con esasterribles palabras, me atrev a preguntarle:

    Felice, cundo moriste?Cundo? repiti ella, y sus ojos volvieron a adquirir

    aquella rigidez, su cuerpo se estir Pero luego se estremeci, sesent a mi lado y dijo con una confianza infantil y conmove-dora: Si yo lo s an, tambin t debes saberlo: yo era una nia,una nia pequea, sabes? Una nia de las que juegan conmuecas, lanzan la pelota y se alegran con las flores. De eso hacemuchos, muchos miles de aos. No tena hermanos, pero s algun-os compaeros de juegos, alegres y divertidos, Marie, la de losBerger dijo esto en voz baja, contando infantilmente con los de-dos, Elsa, Lene, Gretchen, Kurt, Hans

    Al pronunciar el ltimo nombre titube y luego rompi a llorarcon fuerza.

    Me cost trabajo tranquilizarla. Despus volvi a sonrer.

    Mi madre dijo con la expresin de una nia encantadasiempre me regalaba cosas muy bonitas, muequitas as de

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    pequeas, sabes?, con zapatos de verdad y el cabello dorado,pero cruz su rostro una profunda sombra entonces an es-taba viva y ahora, ahora llevo mil aos muerta, mil aos.

    Sus palabras se extinguieron lnguidamente. Me estremec.

    Pero Felice continu hablando:Siempre jugbamos juntos. Todos los nios. Cogamosflores flores pareci reflexionar; luego movi la cabeza:Tengo que contrtelo. Era otoo. Un da gris, muy gris oprima elmundo. Mi madre me dice que tengo que quedarme en casa. Peroel reloj avanza tan despacio y he visto tantas veces los libros de es-

    tampas Mam se va a la cocina. Yo me escapo al jardn. Es prob-able que all vea a uno de mis compaeros de juegos En efecto,ah est Hans, a un lado del arbusto. Mis pies chapotean en elsuelo empapado, no debe orme. Chist! As que de puntillasas, as detrs de los arbustos Una fina lluvia me pincha losojos. Hans no se percata de mi presencia. Sostiene algo en lamano. Lo veo con claridad: un pjaro, un pjaro pequeo y en-traable. Qu est haciendo? Me imagino que seguramente lo es-t acariciando. Entonces oigo piar al pjaro. Po po Lo oyest? Me cogi de la mano. Se le oye tan asustado, y el aire eratan gris Entonces apart la rama y all, all

    Felice se haba puesto en pie de un salto, profera las palabrascon una excitacin sin aliento, mirando fijamente un punto, comosi el muchacho estuviera all.

    Ah, lo ves?, lo ves?, est apretando con los pulgares lagarganta del pobre pajarito, que chilla y aletea. Pero Hans se re,ves cmo se re? Y l aprieta y yo quiero gritar y no puedo, nopuedo El pajarito abre mucho el pico, mucho Luego sucabecita cae hacia delante Entonces, entonces me estremezco

    tanto, tanto se llev la mano al corazn, y entonces memor.

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    Sus palabras se extinguieron. Se dej caer a mi lado en elbanco. Tena los ojos cerrados. No se notaba su respiracin Allyaca a mi lado, una espantosa imagen de la plida muerte, muyplida

    Estbamos sentados juntos en el banco de musgo. Era uno deesos das esplndidos de principios de verano, en los que elmundo parece un gran himno sonoro que ensalza la belleza de lavida verdadera y feliz. El bosque pareca un templo en cuyas ro-bustas columnas descansaba con azulada claridad el infinitotecho; el viento mova las ramas con un soplo suave, y del bosque-

    cillo de abetos ascenda el aroma encantador de un cautivador in-cienso. Sent como si por el sendero bordeado de musgo pasaraante nosotros, solitaria, repartiendo bendiciones, una divinidadbuena, a la que los hombres haban olvidado hacer ofrendas. Creoque fue una oracin lo que se despert en mi alma, profunda, muyprofunda, una oracin a ese ser del bosque desconocido y sobren-atural que pugnaba por llegar a mis labios. Implor que la ador-able mujer que estaba a mi lado despertara de esa horrible y grisenajenacin, y presintiera y sintiera con alegra en todo sualrededor el aliento amable y vivo de la vida Haba hablado envoz alta? La muchacha puso suavemente su mano en la ma y memir con tanta tristeza que mi corazn despert bruscamente delvrtigo de la alegra. La garganta me oprima. Quise decir algo,mimarla, consolarla. Pero no me salan las palabras. Guardamossilencio. Ante nosotros estaba el ancho bosque inundado de sol.Unas luces alegres saltaban con arrogante apresuramiento sobreel suelo de musgo y se apagaban a lo lejos, en la oscuridad de lasramas crepusculares. Yo miraba fijamente el camino que tenadelante. Entonces un descarado pajarillo sali de la espesura diri-

    gindose a saltitos directamente hacia nosotros. Salt sobre elsendero de grava, ba su plumaje gris en el raudal de arena

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    ardiente y soleada y se lleg hasta nosotros, hasta nuestros pies.Me di cuenta de cmo Felice segua con atencin a la hermosaavecilla, de cmo sus rasgos se iluminaban cada vez ms. S, se ride verdad Yo nunca la haba visto as. Record que llevaba en el

    bolsillo algunas migas que esparc por el suelo para el confiadovisitante, y ste las cogi con el pico moviendo la cabeza a derechae izquierda y volviendo a agacharla hacia el suelo. La muchachaque estaba a mi lado me puso con cuidado la mano sobre el hom-bro y volvi la cabeza hacia m. La mir a los ojos. Y cmo me sen-t al ver que sus pupilas grises y profundas ya no estaban oscureci-

    das por turbios velos; ahora refulgan con una dicha tan indecibleque me sobrecogi una especie de locura dulce y jubilosa:Felice grit, ests viva. Y, en medio de un anhelo de fe-

    licidad, apret contra m a la temblorosa muchacha.Ella guard silencio. Me abraz estrechamente un buen rato,

    luego se solt; con miradas claras del ms ntimo agradecimientosalud al cielo, a la luz, al sol y a la existencia, volvi a precipitarseen mis brazos y llor, con la cabecita apretada contra mi hombro,liberadoras lgrimas de alegra. Felices como nios regresamoslos dos a casa y el jbilo no tena fin, mucho menos cuando lostemerosos padres se dieron cuenta del encantador prodigio.

    Felice estaba curadaPermteme hablar de la poca que sigui despus, djame que

    termine con pocas palabras. Fue una poca de dicha sin nombre.Yo tendra que hablar el lenguaje del cielo para describir esa di-cha. Ver a aquella dulce criatura que, con alegra infantil, sa-ludaba la vida que la inundaba, que disfrutaba con pecho temblor-oso y mirada encendida las pequeas alegras de la naturaleza quenosotros, insensibles y mimados, pasamos por alto, y que senta

    germinar en su inocente corazn, con virginal timidez, el sagradosecreto de un amor nunca sospechado

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    El terrible fantasma del que soy vctima, y cuya proximidad yotema desde la niez, se acerc entonces, primero a m. Sent mo-lestias, escup sangre. Los mdicos movan la cabeza: al sur, alsur. Largo tiempo se lo ocult a Felice, que ahora era mi novia.

    Finalmente, en una ocasin la tos me acometi en su presencia.Primero brome. Le hice una sea para que se fuera. Entonces leentr miedo. Se qued. Una vez recuperado de mi ataque, le con-fes que nunca podra tomarla por esposa, que qu s yo todo loque dije Ella solloz entre mis brazos. Yo tambin llor. Nosseparamos tarde. Qu noche terrible! Cuando la acompa hasta

    la puerta ya haba anochecido. Y all, estando delante de m, elturbio hlito nebuloso de espantosa rigidez volvi a depositarsesobre sus grandes ojos, profundos como el mar, su figura seestir, su mano se hel en la ma, y un soplo de podredumbrepareci salir de ella

    Aqulla fue la ltima vez que nos vimos. Al da siguiente salde viaje. El consejero estaba al lado del coche. Felice me enviabauna cartita. La cog, le ped que le llevara mi ltimo saludo y meliber finalmente de los brazos del anciano. No quera leer laslneas de Felice hasta hallarme en el vagn. An estaba demasiadoexcitado. Tom asiento en el tren. Cuando termin el ir y venir delos viajeros y me qued solo en mi compartimento, saqu mipequeo tesoro. Slo le las palabras: Adis, tengo que morirpor segunda vez!.

    Me sobrecogi un espantoso presentimiento. Tena que re-gresar. Los minutos que transcurrieron hasta la siguiente paradame parecieron una eternidad. Por fin!

    Cundo regresa el tren?Dentro de dos horas.

    Entonces el jefe de estacin se acerc a m:Es usted el seor M.?

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    Asent, no era capaz de hablar.Veo cmo saca un telegrama. Lo abro mecnicamente: Felice

    se cay al estanque. Todo terminado. Dios nos d fuerzas.

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    UN CARCTER

    Esbozo

    Un perfecto da de entierro. Hmedo, oscuro, pegajoso. El coche

    de difuntos tirado por cuatro caballos se deslizaba lentamente porlos lisos y redondos adoquines que, a la luz otoal, brillaban comocrneos sin pelo, y sus ruedas abran profundos surcos en loscharcos grises y sucios. Los empleados de la funeraria marchabanal lado, descontentos, sujetando unas luces que ardan sin llama.Les segua la multitud de los dolientes. De las mujeres daba testi-monio nicamente una espesa fila de negros velos que se extendacomo una negruzca telaraa entre el coche de difuntos y las lus-trosas chisteras de los asistentes masculinos. La ocupacin prefer-ente de todo el grupo, profundamente compungido, era protegervestidos y pantalones de las salpicaduras del barro; con conmove-dora atencin sus pies buscaban a tientas los islotes de piedra quesobresalan entre los grandes charcos, y en algn que otro rostrose detectaba el bienintencionado deseo de que ojal el difunto hu-biese esperado a que hiciera mejor tiempo para emprender supenoso viaje. Slo dos caballeros que iban en la tercera fila con-versaban bastante animados. En sus gestos poda advertirse queestaban pasando revista, de un modo humanamente dulce, a loque haba hecho y vivido el difunto. El resultado final pareca muy

    satisfactorio. Los dos asentan con esa mirada grave que, en losentierros y en otras ceremonias pblicas, constituye el secreto

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    rasgo por el que se reconocen los hombres ntegros. Uno de ellos,lentamente, pas por su arrugado rostro su mano derecha, en-vuelta en un guante negro, y susurr:

    Todo un carcter.

    Su compaero encontr esa expresin tan certera que slo fuecapaz de repetir con reforzado nfasis:Todo un carcter.Y una vez ms revel la mirada del hombre ntegro. En sas

    uno pis tan fuerte un charco que al que iba detrs se le escap ungruido involuntario. Despus ninguno de los dos pronunci una

    palabra ms. Se hizo el silencio. Slo crujan las ruedas del cochede difuntos y se oa, ms bajo, el chapoteo de los pasos.El carcter haba venido al mundo en el seno de la familia

    de un hombre de sobrio bienestar. El seor M., el padre, poseauna pequea casa, un gran concepto del honor y una mujerhacendosa. O sea, bastante.

    El pequeo M. no respiraba an el aire con olor a fenol de lasala de parturientas, cuando las mujeres que asistan a su madrese intercambiaban ya entre ellas miradas y susurraban:

    Ser nio.Seguan cada movimiento de la mujer e iban expresando sus

    sospechas en un tono cada vez ms agitado. Y, cuando finalmentelleg la respuesta a sus dudas bajo una forma, arrugada, viva y decolor marrn rojizo result ser un nio! El pequeo M. creci yfue como cualquier otro; lleg el momento en que sus delicadaspatitas delanteras se transformaron en manos y en que los dedosde esas manos ya no recorran como hormigas los pasillos, sinoque preferan detenerse en la boca y en la nariz. A stos siguieronlos aos de los rboles de navidad y de las exhibiciones. Todas las

    semanas al muchacho le hacan ir al glido saln; all lo observ-aban boquiabiertos, le tocaban el pelo, las mejillas y la barbilla, le

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    enseaban a dar la mano con buenos modales y, llegado el caso, apronunciar su sonoro nombre con modesta grandeza. A todo elmundo le pareca encantador, el fiel retrato del padre, de lamadre, de este o de aquel to, y pocos se despedan sin la sublime

    prediccin de que, en su momento, el chico seguro que seraadems muy bueno. El pequeo haba odo con suficiente fre-cuencia esa expresin de clarividente admiracin. Y sin mucho es-fuerzo, incluso sin llegar a ser realmente consciente de su xito,super la escuela primaria, escal con una seguridad loable, algopedante, los ocho peldaos de la escalera del instituto y luego an-

    duvo un ao ms entrando y saliendo de los auditorios de la uni-versidad, tras lo cual se perdi en el silencio del escritorio pater-no. Un da corri la voz de que el joven M. iba a heredar la direc-cin del negocio de su progenitor, quien ya se estaba haciendoviejo, y poco despus sucedi. El padre falleci pronto, y el nuevodueo supo mantener el prestigio de la casa con estricta puntual-idad y bastante trabajo. A menudo el indeciso comerciante oa enboca de sus amigos que se deca que tena grandes proyectos y,lleno de asombrosa admiracin por la ambicin que se le adju-dicaba, empez de verdad a poner en marcha algunos de losplanes que le imputaban; y alguno que otro sali bien. As fuerontranscurriendo los aos. Hacer realidad las intenciones que le at-ribuan las habladuras de la gente haba mejorado su bienestarsignificativamente y nada resultaba ms natural que los chis-mosos murmuraran algo sobre el inminente compromiso de M. Elrumor lleg a sus odos; casi de manera involuntaria dirigi desdeese momento su atencin a la novia designada, y a las pocas sem-anas el susurrante s brotaba de la fogosa y sonora voz deljoven esposo. En esta ocasin tampoco haba decepcionado las ex-

    pectativas de la gente: se s que era todo un carcter!

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    Mucho tiempo llevaban los buenos habitantes de la ciudadnatal y de residencia de M. planeando la construccin de unteatro. Todo el mundo sabe que an no se ha levantado ningunasala de espectculos con slo buena voluntad, sino que incluso las

    ms sencillas han necesitado al menos unos malos tablones. Delo primero, la gente posea suficiente material, pero para con-seguir lo segundo faltaba el dinero. Los previsores padres de laciudad fruncan el ceo ya desde por la maana temprano, y se lotomaban muy a mal si uno de ellos olvidaba mantener ese signode grave dignidad por la noche, tomando unas cervezas.

    Cual tormenta de primavera corri entonces por la ciudad elrumor de que M. haba decidido anticipar el dinero necesario parala construccin del templo de las musas. Y al igual que la brisa deprimavera despierta las voces de las aves, esa noticia despert portodas partes un sonoro elogio. Una delegacin del Ayuntamiento,con el derretido rostro de manzana invernal del alcalde a lacabeza, se present pocas horas despus en el despacho del bene-factor. El intendente, interrumpido por constantes muestras dealegra, le dio las gracias por el generoso gesto. M. se qued per-plejo durante un rato. Pero pronto adivin el sentido de aquellademostracin de alegra. Una ligera sombra cubri su frente. Iba aquitarles de la cabeza aquella idea, pero entonces se le ocurrique, con esa aparente volubilidad, poda daarse a s mismo y a sunegocio, de modo que con una sonrisa agridulce acept el con-trato, en el que apareca consignada una suma nada insignific-ante. De ese modo la fama de M. fue creciendo con los aos.Desde que haban reconocido en l tambin a un amigo del arte,se hablaba ya de este, ya de aquel talento local que haba sidopromocionado por el generoso apoyo de M.

    Tan slo en una nica ocasin el carcter estuvo a punto dedefraudar las expectativas de la gente. En secreto se hablaba de

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    un feliz acontecimiento que iba a producirse en casa de losM. Y las miradas curiosas seguan a la joven esposa en cuanto sedejaba ver en la calle. As que el noble comerciante se esforz con-siderablemente para contentar pronto a la gente. Slo que esta vez

    la felicidad no le fue fiel. Con indignado asombro las buenasciudadanas comprobaron que la seora de M. segua llevandochaquetas ceidas y que as resultaba evidente que no podahaber nada. Luego murmuraron por lo bajo, pero a un nivel su-ficientemente audible, que una cura en Franzensbad no podaperjudicarla. Y, vaya por dnde, cuando tambin en esta ocasin

    (cmo habra podido ser de otra forma!) el seor M. hizo suya laopinin pblica, su mujercita se atuvo exactamente al tiempo pre-scrito para lucir en vez de ajustadas chaquetas un abrigo demontar en bicicleta. El carcter estaba salvado.

    La fama de hombre de honor de M. sobrepas pronto loslmites de la ciudad. Haca mucho tiempo que se hablaba ya deuna condecoracin. El famoso comerciante dio por su parte lospasos necesarios y, al cabo de unos meses, no le result demasi-ado difcil al leal condecorado expresar su ms ntimo agradecimi-ento con un ojal lleno y un discurso vaco.

    En un viaje de negocios que hizo en invierno, M. cogi unfuerte resfriado que lo postr en el lecho del hospital.

    Una malformacin pulmonar que su mdico haba diagnostic-ado haca ya veinte aos se hizo notar entonces. M. empeoraba deda en da. Su esposa iba a verlo con discreta compasin. Cuandoestaba sentada en el confortable cuarto de estar junto a las veci-nas, que la cubran de consuelos, sola decir que el enfermo neces-itaba descanso.

    Una maana al enfermo de gravedad lo arrancaron de sus

    sueos febriles unos fuertes gritos. Se estremeci, mir fija y per-didamente a su alrededor y, con voz fatigada, pregunt a la

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    hermana de la caridad qu era aquello. Y, como sta guardara si-lencio y le pidiera que se tranquilizara, llam a su anciano sirvi-ente y le hizo la misma pregunta.

    ste no disimul, se rasc la cabeza y dijo echando pestes:

    Dios mo, esos tontos andan diciendo que el seor hamuerto, que el diablo se lo quite de la cabeza y volvi a salir.El enfermo le mir boquiabierto.Luego se tumb del lado izquierdo y se durmiEra todo un carcter.

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    EL APSTOL

    Mesa de huspedes en el mejor hotel de N. Contra las paredes demrmol de la alta sala, iluminada con claridad, rompen los mur-mullos de las personas y el ruido de los cuchillos. Atareados, igual

    que sombras sin voces, los camareros de frac negro corren ligerosde un lado para otro con las bandejas de plata. En las brillanteschampaneras de altas patas, las botellas emiten destellos hacia lascopas vacas. Todo refulge bajo los rayos de las lmparas elc-tricas. Los ojos y las joyas de las damas, las calvas de los caballer-os y, finalmente, las palabras que, de vez en cuando, saltan como

    chispas de fuego. Cuando prenden, la estridente llamarada de unabreve risa se libera en la garganta de una mujer, unas veces mscerca, otras ms lejos. Los seores se disponen a sorber el con-som de las delicadas y transparentes tazas mientras los caballer-os ms jvenes se colocan los anteojos en la nariz y contemplancrticamente la tertulia multicolor.

    Haca ya das que se sentaban juntos. Pero en un extremo de lamesa haba tomado asiento un husped nuevo, desconocido. Loscaballeros echaron un rpido vistazo a aquella aparicin, que noiba vestida a la moda. Un cuello alto, blanco como la nieve, subaestrechndose hasta la barbilla, y lo circundaba ese lazo ancho ynegro que se llevaba durante el primer tercio de nuestro siglo. La

    chaqueta negra no dejaba ver ni un pedacito de la pechera y caasolemne sobre los anchos hombros. Pero lo que resultaba an ms

  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    desagradable a los caballeros eran los ojos grandes y grises del re-cin llegado, que, nobles y poderosos, parecan atravesar a todo elgrupo, atravesar los tabiques de la sala, y que brillaban como si enellos se reflejara constantemente un propsito lejano, inspirado.

    Esos ojos suscitaban miradas curiosas y furtivas en las mujeres.En la mesa se murmuraban conjeturas, unos a otros se daban conlos pies, se hacan preguntas, indagaban, se encogan de hombros,pero nadie alcanzaba a saber nada.

    En el centro de la conversacin estaba la baronesa polacaVilovsky, una viuda joven e ingeniosa. En ella tambin pareca

    haberse despertado el inters por el silencioso extrao. Susgrandes ojos negros estaban, con llamativo tesn, pendientes desus inteligentes rasgos. Su pequea mano golpeaba nerviosa elblanco damasco del mantel, y as el magnfico brillante de su dedomeique despeda un rayo detrs de otro. Con rapidez codiciosa eingenua echaba mano de cualquier tema y se interrumpa al ratode forma brusca y contrariada, pues el extrao no quera inmis-cuirse en absoluto. Supuso que era un artista. Con admirable del-icadeza se las arregl para hilvanar poco a poco el hilo de la con-versacin con las distintas artes. En vano. El caballero de negromiraba a lo lejos, serio y sombro. Pero la baronesa Vilovsky no serindi.

    Ha odo usted lo del enorme incendio en el pueblo de B.?dijo volvindose hacia un caballero que estaba a su lado. Ycuando le respondieron afirmativamente, aadi: Creo que de-bemos organizar un comit que ponga en marcha una colecta confines de caridad.

    Mir inquisitiva a un lado y a otro. Sus palabras obtuvieron ununnime beneplcito. Por las facciones del desconocido cruz

    rpidamente una sonrisa irnica. La baronesa sinti esa risa sinverla: en su interior se revolva la rabia.

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    Estn todos de acuerdo? exclam entonces con el tono deun gobernante que no espera oposicin alguna.

    Un caos de voces:S!

    De acuerdo!Por supuesto!Como en un gesto de afirmacin, el que estaba enfrente de m,

    un banquero de Colonia, se llev la mano al bolsillo del pecho, enel que se amontonaban los billetes.

    Podemos contar tambin con usted, caballero? pregunt

    la baronesa al desconocido.Le temblaba la voz. ste se incorpor levemente y dijo en vozalta, sin volver la mirada, en un tono brutal: No!.

    La baronesa se estremeci. Luego se oblig a rer. Todos losojos estaban puestos en el extrao. ste volvi la vista hacia labaronesa y continu:

    Va a emprender usted un acto de amor; pero yo voy por elmundo matando el amor. All donde lo encuentro, lo asesino. Y loencuentro con demasiada frecuencia en cabaas y palacios, en ig-lesias y al aire libre. Lo persigo implacable. Y, al igual que el fuerteviento de primavera quiebra la rosa que se ha atrevido a brotardemasiado pronto, yo lo destruyo con mi voluntad grande y furi-osa, pues la ley del amor nos fue concedida demasiado pronto.

    Su voz resonaba amortiguada, como las campanas en el AveMara. La baronesa iba a replicar, pero el hombre continudiciendo:

    Ustedes an no me entienden. Escuchen: los hombres no es-taban an maduros cuando el Nazareno lleg a ellos y les trajo elamor. l, con su nobleza ridcula e ingenua, crea estar hacin-

    doles un bien! Para una estirpe de gigantes el amor puede ser

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    una bonita almohada en la que soar con nuevos acontecimientosa su lasciva manera. Pero para los dbiles es la ruina.

    Un sacerdote catlico que estaba presente se llev la manoizquierda al alzacuellos, como si, de repente, le resultase muy

    estrecho.La ruina! sali como un torrente de la boca del extrao.No hablo del amor entre sexos. Hablo del amor al prjimo, decompasin y piedad, de piedad y tolerancia. No hay venenospeores en nuestra alma!

    El sacerdote quiso balbucir algo con sus gruesos labios.

    Cristo!, qu es lo que has hecho? Tengo la sensacin deque nos han educado como a las fieras, a las que, con calculadorainteligencia, las despojan de sus ms ntimos instintos para, unavez amansadas, poder golpearlas con ltigos sin que se vuelvancontra nosotros. As nos han limado los dientes y las garras y noshan sermoneado: amor! Nos han quitado de los hombros la ar-madura de hierro de nuestra fuerza y nos han sermoneado:amor! Nos han arrebatado de las manos la espada de diamantede nuestra orgullosa voluntad y nos han sermoneado: amor! Y deese modo nos han lanzado, desnudos y sin nada, a la corriente dela vida, por donde suben y bajan los mazazos del destino, y noshan sermoneado: amor!

    Sin aliento, todos escuchaban al que hablaba. Los camarerosno se atrevan a moverse y se demoraban, perplejos, con lasbandejas de plata en la mano, a los dos lados de la mesa. Las pa-labras del enardecido orador tronaban como una tormenta de ver-ano en el silencio bochornoso.

    y nosotros hemos obedecido volvi a la carga el curiosodesconocido. Nosotros hemos obedecido ciega y estpidamente

    esas ridculas rdenes. Hemos buscado a los sedientos, a los ham-brientos, a los enfermos, a los leprosos, a los dbiles, a los

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  • 8/21/2019 Rainer Maria Rilke - Los Ultimos y Otros Relatos

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    miserables, y nosotros mismos nos hemos vuelto sedientos,hambrientos, enfermos y miserables! Nos hemos pasado la vidalevantando a los cados, dando consejo a los que dudaban, conso-lando a los afligidos y nosotros mismos hemos desesperado al

    hacerlo! Al bribn que mat a nuestra mujer y a nuestros hijos,que quebr nuestro hogar con el hacha de la discordia, no ledestrozamos el crneo, sino que le construimos una cabaa enla que pueda contemplar en paz el fin de sus das!

    En su voz temblaba una terrible irona.se al que ensalzis como Mesas ha convertido el mundo

    entero en un hospital de incurables. A los dbiles, miserables yvolubles los llama sus hijos y sus favoritos. Y los fuertes estnaqu para proteger, para cuidar, para servir a esos retoos sinfuerzas?! Y cuando yo, con ardor, ntima y celestialmente, sientoen mi interior un impetuoso deseo de luz, cuando quiero subircon pie firme el empinado y pedregoso sendero del xito, cuandoveo relucir la meta divina, llameante, entonces tengo que inclin-arme ante el jorobado que recorre el camino en cuclillas, acurru-cado, tengo que alabarlo, ayudarlo a incorporarse, llevarlo a ras-tras, y mi fuerza febril ha de agotarse en ese cadver desfallecidoque, a los pocos pasos, vuelve otra vez a tambalearse? Cmo va-mos a llegar a lo alto si prestamos nuestras fuerzas a los miser-ables, a los oprimidos, a los vagos y picaros, a los insensatos y sinescrpulos?

    Se alz un murmullo desasosegado.Silencio! bram como un trueno el hombre de negro.

    Son ustedes demasiado cobardes para confesar que es as. Quier-en seguir chapoteando eternamente en el pantano; creen que hanvisto el cielo porque contemplan su sucio reflejo en el arroyo.

    Entindanme bien! Han atado nuestras fuerzas a la tierra. Deforma miserable han de consumirse en el fuego expiatorio de la

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    compasin. Han de valer slo para eso, para encender el inciensode la compasin, el vapor que ha de adormecer nuestros propiossentidos? Esas fuerzas que podran ascender hasta el cielo comouna llama libre, grande y jubilosa?

    Todos guardaron silencio. El soberbio caballero continu:Si a nuestros antepasados monos, animales salvajes congrandes instintos naturales, les hubiera sobrevenido un Mesasresucitado que predicase el amor al prjimo y ellos hubieran obe-decido su palabra, no habran podido alcanzar un desarrollo may-or. La torpe y estlida masa nunca puede ser portadora del pro-

    greso; slo el Uno, el Grande, al que el pueblo odia con los em-botados instintos de su propia pequeez, puede dirigir el curso in-flexible de su voluntad con la fuerza de un dios y sonrisa victori-osa. Nuestra especie no est en la cima de la infinita pirmide dela evolucin. Tampoco nosotros estamos acabados. Tampoconosotros estamos maduros, ni pasados, como errneamentecreis en vuestra arrogancia. As que adelante! No tenemos queescalar ms alto en el conocimiento, la voluntad y el poder? Noconseguirn los fuertes subir hasta la luz y salir de la atmsfera enla que se ven obligados a soportar la envidia de las masas?

    Escchenme, escchenme todos: ustedes estn en guerra! Aderecha e izquierda caen sus camaradas, caen vctimas de la debil-idad, la enfermedad, el vicio, la locura como quiera que se lla-men todas las balas que escupe el terrible destino! Dejen que sehundan! Dejen que mueran solos y afligidos. Sean fuertes, seantemibles, sean implacables! Tienen que seguir adelante, adelante!

    Por qu me miran horrorizados? Tambin ustedes son un-os dbiles todos? Tambin les da miedo quedarse atrs? Puesqudense! Mueran como perros! Slo el fuerte tiene derecho a

    vivir. El fuerte sigue adelante y sus filas se agostan; pocos entrelos grandes, los poderosos, los divinos, alcanzarn la nueva tierra

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    prometida y la contemplarn con ojos radiantes. Quiz tenganque pasar algunos milenios. Construirn entonces un reino conbrazos fuertes, musculosos, altivos, sobre los cadveres de los en-fermos, de los dbiles, de los jorobados

    Un reino para la eternidad!Sus ojos ardan. Se haba puesto en pie. La negra figura se er-gua con toda su grandeza. Pareca enmarcada por un rayo de luz.

    Era como un dios.Su mirada se perda a lo lejos, en la imponente visin de su

    alma; luego regres bruscamente de lo remoto y dijo:

    Me marcho a recorrer el mundo para matar al amor. Que lafuerza les acompae! Me marcho a recorrer el mundo para predi-car a los fuertes: Odio! Odio! Y ms odio!

    Todos se miraron perplejos. Dominada por un sentimiento in-descriptible, la baronesa se pas el pauelo por los ojos.

    Al levantar la vista, el sitio del extremo de la mesa estabavaco.

    A todos les recorri un escalofro.Los camareros sirvieron la comida vacilantes.El que estaba enfrente de m, el banquero gordo, fue el

    primero en recobrar el habla.Me susurr al odo:O es un loco, oLo siguiente no lo entend; pues estaba masticando a dos car-

    rillos un pedazo de pastel de langosta.

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    DANZAS DE LA MUERTE

    Esbozos a media luz de nuestros das

    Y, sin embargo, a la muerte

    Con sus suelas de oro, la maana de agosto avanzaba ante misojos a lo largo del bosque.

    Yo estaba echado sobre el musgo rizado y lustroso, y la veapasar. Vi cmo proyectaba reflejos de color verde plido sobre losguijarros blancos como la plata, como si esparciera cristales de

    malaquita por todas partes. Y o su paso ligero y silencioso, quedespertaba a las asombradas flores de su sueo, prolongado yamable.

    Estir mucho los brazos y vi los elevados plumeros de las alon-dras que, suavemente, se agitaban de ac para all, de all paraac, como si tuvieran que pulir el cielo azul. Y, sin embargo, el

    da era tan claro!Entonces llovieron unos puntitos plateados, cada vez ms

    densos, que formaron un derroche de brillo. Luego cerr los ojos.Haba luz en mi alma, y respir honda y tranquilamente el fuerte yespeciado aroma del bosque.

    Y en ese momento crujieron las ramas. No me mov. Yo pens,

    oscura y borrosamente: Un ciervo seguro. Y, sin querer, meimagin al animal, pardo y de miembros delicados, mirndome

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    fijamente entre la fronda verde, curioso y tmido, con sus grandesojos negros.

    Las ramas volvieron a crujir.Pero eran pasos humanos.

    Me despej. Me incorpor con un sobresalto involuntario,como cuando un extrao nos sorprende entre sueos.Ech un vistazo.Nada.All s. Detrs de los arbustos: una figura. Un hombre. No le

    vea el rostro. Llevaba una chaqueta gris. Un cazador, pienso.

    Voy a tumbarme de nuevo. Pero no estoy tranquilo.En silencio, como si tuviera miedo,