¡Que vienen los indios!

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Relato algo irónico sobre la crisis del 2008

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A aquél pobre infeliz, se le resistía su revolver a disparar. Cuando lo veía realizar sus disparos frustrados me dio tanta pena, que le quise explicar el motivo técnico por el que sus esfuerzos eran infructuosos. Lo intentaba una y otra vez pero nada. La razón era que el mecanismo no llegaba a permitir el golpeo del martillo para provocar que la bala saliera disparada. Por mucha fuerza que hiciera, no sería posible. Le cambié mi arma, siempre engrasada, limpia hasta el último rincón para que todo fuera suave y que a cada disparo el arma respondiera como se esperaba de ella. Con mi pericia, la bala llegaría a su destino.

El pueblo nunca se sintió amenazado, y por eso, todos abandonaban las labores de mantenimiento básicas porque en realidad, siempre habría tiempo para hacerlo. Total, si la limpio mañana, mejor, como no me va a hacer falta hoy... no tengo que limpiarla más veces. Guardé aquel arma atorado por algo de herrumbre, y bastante de tierra para dedicarme a desarmarla y lubricarla adecuadamente, por si acaso. El trabajo me obligó a acudir al almacén a cargar el carromato con los sacos de harina, aceite y demás provisiones que los clientes venían a comprar, pues debido a la lejanía de sus tierras era menester hacer acopio para que no faltara lo básico. De repente, se oyeronn gritos:

—¡Los indios! ¡Que vienen los indios!

Incrédulos, nos miramos unos a otros y salimos a la puerta. A lo lejos se veía una gran nube de polvo. Parecía unas

cincuenta personas galopando en grupo. Saco el viejo catalejo de la guerra, y en efecto. Parecían apaches. Además, venían a una velocidad que seguro en menos de veinte minutos estarían aquí para arrasarlo todo. Al echar mano a mi revólver para cerciorarme de que estaba cargado, recordé inmediatamente que aquella no era mi arma.

Sin tiempo para desarmarla y limpiarla, después de tantos años de cuidar de ella, justo cuando la necesito se la doy a alguien que ni siquiera sabe disparar. La nube de tierra crecía por momentos y la alarma general era cada vez mayor. En cincuenta años, nadie se había tropezado con un indio, porque de las tierras de alrededor, siempre acudían al pueblo, que era el único contacto exterior que mantenían, y por su parte, el pueblo sólo conocían a los granjeros de los alrededores y a la diligencia que traía

algún visitante ocasional y el correo, así como el carro de las provisiones que venía una vez al mes para abastecer el almacén donde yo trabajaba.

En un momento, la vida del pueblo cambió radicalmente. Nos mirábamos impotentes unos a otros, sin saber a ciencia cierta qué hacer. La nube de polvo se hacía mayor. Ya se distinguían las plumas que llevaban en la cabeza. Los gritos se empezaban a escuchar con más fuerza. La gente se abrazaba unos a otros mirando aterrada cómo se venía encima aquella estremecedora avalancha marrón. El banco ya había cerrado sus puertas y el dueño se había escondido en su caja fuerte, junto a sus caudales y los pagarés recolectados durante tantos años. Pensaba en mi pistola, mientras me consolaba la idea de que aquella situación me superaba. No tenía una bala para cada indio. A la vez me invade un sudor frío y

comencé a temblar en medio del calor sofocante bajo el sol de medio día en este pueblo cuya frontera al norte, sur, este y oeste era el desierto.

La cosa pintaba muy mal. Pero ¿qué hacer ante esta situación?

De pronto Mc Bride, el dueño del almacén, recordó el pozo seco que se hallaba debajo del mostrador del almacén. Rápidamente, nos dijo a los empleados que fuéramos a rodar el mostrador, mientras le decía al resto de habitantes que fueran bajando por una vieja escalera al interior del pozo. En un momento el pueblo quedó deshabitado. Yo fui el último en bajar, y por lo tanto, el encargado de rodar el mostrador y el tablón que tapaba el pozo para ocultarnos.

Minutos después, sentimos cómo llegaban aquellos indios y desmontaban de sus caballos. Algunos caminaban por el

almacén en busca de botellas de whysky que sonaban entre risas y gritos. Un detalle despertó mi curiosidad y deslicé un poco la tabla que cubría el pozo para mirar. Aquellos indios no eran apaches. Venían pintados y ataviados como si lo fueran, pero eran de raza blanca. Corrían de un lado para otro y se preguntaban por dónde estaría la gente del pueblo. A la observación de uno de que nos habríamos ido al verlos llegar, otro, contestaba que era imposible, puesto que no había dónde ir.

—Bueno. Vamos a lo que hemos venido. Olvídate de la gente. ¡Al banco todos!, -gritó el que parecía ser el cabecilla.

Inmediatamente vi salir del banco al grupo que cargaba la caja fuerte sobre una carreta que había a la puerta del almacén.

—Vámonos antes de que aparezca alguien por aquí. Mejor desaparecer ahora. Luego

la volamos con la dinamita que tenemos en las colinas. El camino es largo. No hay testigos ni nadie a quien matar. Esto es un trabajo limpio. Por esto desde luego no iremos a la horca.

Se vuelve a oír el estruendo del galope de los caballos y se ve la nube de polvo.

Tras unos minutos me animo a salir. Lo hago yo solo, tapando el pozo nuevamente, para no descubrir al resto. Al mirar vi cómo la nube sobre el desierto ahora se hacía más pequeña. Sólo se intuía un punto en el horizonte cuando volví a sacar al resto de la gente. Me dirijí al banco y estaba vacío.

—¿El banquero? ¿No está?, -preguntó Mc Bride.

—Me temo que viajó al desierto dispuesto a volar en su caja fuerte.

Tras un breve silencio, Mc Bride se dirigió al interior del banco. Rebuscó por todas

partes y nada.

—Se llevó los pagarés. Que los dé por pagados. Podemos empezar a vivir de nuevo. Pero eso sí, a partir de ahora, el que no pueda pagar con dinero lo hará con lo que pueda. El papel sólo servirá en este pueblo para escribir lo que aquí aconteció. La historia del día en que comenzamos a vivir.

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Paco Cruz Delgado