Punto seguro extracto

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KORVEC

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No se trata de un virus, ni de un arma química, no existe una explicación racional. En todo el mundo los muertos se han alzado para atacar a los seres humanos y la ciencia no encuentra un culpable al que señalar. En medio de ese clima de pánico, demencia y fanatismo en el que las autoridades se las apañan a duras penas para mantener el orden, el líder de una secta ve la oportunidad de actuar con total impunidad. Un agente de policía obsesionado y su renuente compañero son su único obstáculo. A una vetusta base militar habilitada como campo de refugiados, llega la noticia de que la costa ha empezado a vomitar muertos vivientes, una horda aparentemente interminable de cadáveres que avanzan arrasándolo todo a su paso. El capitán Vera, un veterano militar acosado por sus problemas familiares, recibe la orden de resistir a toda costa. No es probable que envíen refuerzos. Un sacerdote sin fe, un aventurero alcoholizado, policías, un grupo de convictos o incluso una ultravioleta banda de atracadores del este… todos ellos deberán dejar de lado sus diferencias y trabajar juntos si quieren sobrevivir a las próximas cuarenta y ocho horas.

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PUNTO SEGURO III/7- CONTENCIÓN -

KORVEC

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PUNTO SEGURO III/7CONTENCIÓN

-KORVEC-

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Extracto gratuito destinado a la promoción de la obra Punto Seguro III/7. Contención del autor Korvec, publicada por la editorial Enxebrebooks.

En breve podrá adquirir la obra completa en formato electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com, en las principales plataformas y pedirlo en su librería habitual.

¡Disfrute del adelanto!

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ÍNDICE

LUNES 23 MARZO 8

MARTES 24 MARZO 85

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LA BASE MILITAR JUAN EL CASTO

Nota del autor

Aunque la base militar Juan el Casto coincide a grandes rasgos en su ubicación, historia y aspecto exterior con una base militar real, por razones obvias, su sistema de seguridad, medios, disposición de edificios, personajes y unidades destinadas son ficticios.

Que yo sepa ninguna Base militar española utiliza un sistema de vigilancia vía satélite (ni tengo conocimiento de que exista proyecto del mismo), siendo el uso de perros, patrullas, cámaras y centinelas sistemas relativamente genéricos en todas las Bases militares del mundo. En esta novela dichos medios son presentados como muy precarios e insuficientes para aumentar la sensación de desasosiego del lector.

El equipo y armamento están exagerada y deliberadamente desfasados, al igual que la carestía de personal y la precariedad de sus instalaciones para acentuar el dramatismo de la historia. En ningún caso esos medios y situaciones se corresponden con los reales, aunque es posible que algunas de las armas que aparecen mencionadas puedan encontrarse actualmente en uso por algunas unidades militares.

A pesar de todo y a diferencia de otras historias en las que los militares españoles parecen sacados de una película americana, he intentado que el lugar y los personajes puedan resultar familiares a aquellas personas que hicieron el servicio militar o han pertenecido a las fuerzas armadas. Es posible (por no decir inevitable) que algún apellido o incluso mote coincida con el de alguna persona real, o que algún personaje le recuerde a un conocido, pero en ningún caso me he inspirado en personas concretas para la creación.

En resumen: esta pretende ser una obra de entretenimiento y en ningún momento pretende resultar realista o hacer una crítica sobre el ejército en general, o sobre instalación militar alguna en particular.

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LUNES, 23 MARZO

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Despacho del capitán Vera (Base Militar Juan el Casto)

Un nuevo vistazo al mapa que se extendía sobre la mesa, soportado por tres ceniceros atestados de colillas y una lata de Coca-Cola medio vacía, le indicó al capitán Vera que la cosa aún podía ponerse mucho peor. No hacía ni un mes desde que había empezado aquella locura y ya habían perdido otra ciudad en su zona. En su opinión, tenía demasiado territorio del que ocuparse con unos medios raquíticos en el mejor de los casos, pero era lo que había.

Después de servir durante más de quince años en los regulares de Melilla, un ascenso a capitán y una baja posición en el escalafonamiento, lo habían catapultado a la unidad de servicios de una unidad de la reserva en el otro extremo del mapa. Tampoco es que le importara demasiado. Hacía ya seis años que su mujer se había quedado con sus hijos, la casa y hasta con el perro. Estaba seguro que a este último solo por hacerle daño. Bien pensado, no le había disgustado el cambio de aires, y aunque le costó un poco acostumbrarse a la relativa paz y tranquilidad de aquel nuevo destino, ya estaba pillándole el truco. O eso es lo que él pensaba antes de que todo empezara a irse al carajo por la vía rápida.

—Podemos acomodar como mucho a medio centenar en el edificio C —dijo el sargento Zacarías devolviéndolo al presente. Un presente en el que lo único que parecía abundante eran los problemas.

—Eso es demasiado poco, Matías —le respondió el capitán utilizando el nombre de pila del suboficial—, Rosas no es un pueblecito.

Habían pasado casi quince minutos desde que habían recibido por radio la transmisión de la unidad encargada de proteger aquella ciudad (básicamente la fusión de la policía municipal y de los mossos d'esquadra), advirtiéndolos de que la situación se había vuelto insostenible y, en consecuencia, evacuaban a la población. Lo que significaba que en menos de una hora empezaría, en el mejor de los casos, el goteo de supervivientes. En el peor, lo que llegaría hasta sus puertas sería una auténtica marea de gente aterrorizada a la que tendrían que revisar, acoger y alimentar.

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9Su base era el único punto seguro entre Francia y Barcelona. Una gran base militar, que antaño había sido un centro de instrucción de reclutas. Antes de que los fiambres decidieran dejar de estarse quietos para empezar a comerse a la gente, a duras penas albergaba una obsoleta unidad de carros M-48 (que había quedado disuelta al quedar estos prácticamente sin repuestos ni personal), y una unidad de infantería ligera, que actualmente se encontraba desplegada dando protección a instalaciones vitales.

El resultado era que, después de suicidios y deserciones varias, tenía a su disposición lo que quedaba de su compañía de servicios para mantener seguro y en funcionamiento aquel improvisado campo de refugiados, es decir: cuatro oficiales contándolo a él y a una alférez médico; seis suboficiales contando a un subteniente alcohólico, un sargento con depresión que se volaría los sesos el día menos pensado y otro al que probablemente se los volarían los soldados bajo su mando; un cabo primero, cuatro cabos y doce soldados (entre ellos un politoxicómano). Debería haber sido suficiente, pero el ultramoderno sistema de seguridad vía satélite, que se suponía debería permitirles tener la Base vigilada con apenas un puñado de hombres, se había ido al carajo, teniendo que recurrir a un insuficiente sistema de patrullas para comprobar el enorme perímetro.

—Podríamos derivar un par de autocares a Figueras —respondió el suboficial con la vista fija sobre un mapa que empezaba a mostrar demasiados círculos rojos—, alojar a medio centenar en el edificio C, y luego, a las malas, montar algunas tiendas modulares y literas de lona en la explanada de desfile.

El veterano oficial se rascó pensativamente la cabeza.

—Lo de las modulares —comentó el capitán con escasa convicción— sería lo último. ¿Y si habilitamos el edificio D?

—Está en un estado lamentable. Hay goteras, no funciona la calefacción ni el termo, y de sus tuberías casi mejor no decir nada.

—Pero no está muy lejos de las duchas colectivas, podríamos reabrirlas. Siempre será mejor que darles un par de metros cuadrados en una modular.

—Tendrán que apañarse con agua fría y herrumbrosa, en el mejor de los casos.

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10El oficial asintió con la cabeza. Un carraspeo llamó su atención en dirección a la entrada de su despacho, vio al brigada Romero y recordó que lo había hecho llamar hacía unos diez minutos.

—David, pasa por favor —le invitó el capitán.

—Con permiso —dijo el brigada al entrar, mientras el sargento dejaba la habitación con gesto pensativo.

—¿Cómo está el tema de la pitanza?

—Con la capacidad actual —respondió el suboficial asomándose al mapa—, tenemos comida para tres semanas. Pasado ese tiempo, tenemos un par de almacenes repletos de raciones de campaña, con los que podríamos tirar un mes y medio o puede que dos.

El capitán Vera quería reservar las raciones todo lo posible. Prefería consumir preferentemente los alimentos perecederos y dejar la práctica comida envasada en reserva, por si la cosa se complicaba. Por otro lado, también esa comida tenía fecha de caducidad, e incluso, en medio del peor escenario posible, pasar de una dieta regular a otra de comida enlatada era algo poco apetecible y saludable a largo plazo.

—Clasifícalas por fechas de caducidad —decidió finalmente el oficial—. Alterna un día de ración enlatada por cada tres de rancho. Empieza por las que estén más próximas a caducar.

—¿Rosas? —preguntó el suboficial al ver el nuevo círculo rojo sobre el mapa.

—Eso parece.

—¿Sabemos lo que ha pasado?

No es que supieran demasiado. El cabo primero Colino, que se encontraba de guardia y por lo tanto a cargo de la radio, afirmaba que la transmisión había sido bastante apresurada.

—La verdad es que no.

—Los camiones de suministro no han llegado —explicó el brigada dejando la afirmación en el aire.

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11Por desgracia aquello no era nada excepcional. Aunque se suponía que tenían que ser abastecidos con regularidad mediante camiones de víveres procedentes de Gerona, no era raro que estos fuesen asaltados por grupos de “bandidos”. Apenas unos meses atrás, los ahora asaltantes eran campesinos. Sus pueblos carecían de una autoridad que los mantuviera seguros, pero en lugar de replegarse al punto seguro más próximo o marcharse a alguna de las grandes ciudades, habían optado por organizarse en patrullas y, en palabras del cabo Pérez, “montárselo por su cuenta”. Lo que implicaba saquear de vez en cuando algún que otro camión de provisiones.

—Puede que se retrasen —aventuró el capitán.

—Y puede que no lleguen nunca —respondió el airado suboficial— Pronto tendremos más estómagos que llenar. Es el momento de pensar en ir a recuperar el pan que nos quitan de la boca.

Vera sabía muy bien a lo que se refería su subordinado, y no quería tener que llegar a eso, por lo menos aún no. Los “partisanos”, como les había bautizado la tropa, podían estar fuera de la legalidad pero no dejaban de ser gente desesperada que lucharía como ratas acorraladas.

—Esperaremos un día más —respondió el oficial—. Puede que aparezca mañana.

El oficial confiaba en que el camión apareciese antes de que terminase el día o, como en casos anteriores, el alicaído conductor les explicaría los detalles del robo de su vehículo.

—Otro tema —dijo el brigada—, estoy quedándome corto de personal en la cocina.

El personal de cocina había consistido en media docena de trabajadores civiles que habían quedado reducidos a cuatro durante los últimos días.

—Ya sé que andáis sobrecargados de trabajo, pero todos estamos igual.

—Seguro que entre los refugiados hay personal con el título de manipulador de alimentos o, como mínimo, con cierta experiencia en hostelería que podría venirme muy bien.

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12El capitán lo pensó. Le parecía buena idea tener a las personas ocupadas. Cuando uno pasaba demasiado tiempo ocioso, tarde o temprano acababa pensando en el futuro, lo que en su opinión, y dadas las actuales circunstancias, era algo potencialmente peligroso. Las crecientes estadísticas de suicidios lo confirmaban.

—Está bien —accedió Vera—. Utiliza voluntarios si los encuentras.

12:04

Patrulla perimétrica (Base Militar Juan el Casto)

El cabo don Jaime Pérez Crespo, cabo por la gracia de un concurso-oposición y más conocido como cabo Pérez, o sobre todo por su mote “El Largo”, se encontraba revisando la doble valla que separaba la parte más alejada del perímetro del campo de maniobras. Una zona a la que ahora se referían como “la tierra de nadie”.

—¿Por qué crees que se levantan?

La pregunta había sido formulada por el soldado de primera Martín, más conocido como “Ronaldiño”, a causa de la sobredimensionada dentadura que poseía y que le confería un curioso tono de voz, aunque según él estaba ahorrando para “arreglarse los piños”.

—Yo qué sé —respondió el cabo sin dejar de mirar al escuálido dóberman que se encontraba tumbado en el espacio que separaba ambas vallas—, puede que a Franco le diera por tocar diana en el otro barrio.

En lugar de reírse por la broma, Ronaldiño bajó el tono de su voz, como si allí hubiera alguien más capaz de oírlos (aparte del famélico chucho), y se dispusiera a desvelar un gran secreto.

—Por más que los científicos los han rajado y analizado, no han encontrado nada fuera de lo común en los cuerpos.

—Ya.

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13—¡Piénsalo Largo! —añadió el soldado abandonando el tono confidencial—. ¡Nada en el cerebro!, ¡nada en la sangre! Nadie sabe qué es lo que los hace volver de la muerte.

El cabo se encogió de hombros.

—Tampoco en la edad media hubieran sabido explicar cómo funciona internet.

—¡Pero no es lo mismo, joder!

Pérez sabía a dónde quería llegar su compañero de patrulla. Más que nada, porque el jodido dentudo llevaba rezando y arrepintiéndose de sus pecados los últimos quince días. Concretamente, desde que algún sensacionalista productor televisivo tuvo la gran idea de invitar a un sacerdote a un programa de debates. Teniendo en cuenta que durante el programa también entrevistaron a una médium que se había arrancado los ojos para no ver el futuro, a un desconcertado científico que no tenía gran cosa que contar, a un friki que hablaba de invasores del espacio exterior y a un médico que parecía obsesionado con la incineración y el cambio climático, no era extraño que la explicación de aquel sacerdote, afirmando que se encontraban ante el juicio final, fuera la que más sentido pareciera tener. Por lo menos a los ojos de Ronaldiño. Entre los disparatados argumentos de los frikis y la falta de los mismos por parte de los científicos, el cura era el que parecía tener las ideas más claras. Después de aquel día, el cabo siempre cambiaba a algún canal donde dieran películas o culebrones, aunque estos últimos le dieran ganas de emular a la médium.

Antes de que El Largo pudiera explicarle lo que opinaba del fin del mundo y de los “cuervos”, “sin huevos” y “cucarachos” (palabras que utilizaba para referirse a los curas), el zumbante sonido del walki les indicó que algo pasaba en el cuerpo de guardia. Colgándose del hombro su fusil de asalto G-36, el cabo se volvió hacia el vehículo.

—Vamos —le dijo a su dentado conductor—, será mejor que vayamos a ver en qué ratonera ha metido la polla Colino.

Ninguno de los dos hizo el menor caso cuando el escuálido dóberman levantó la cabeza, olisqueó sonoramente y empezó a ladrar.

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1412:32

Entrada Principal (Base Militar Juan el Casto)

La primera oleada de refugiados ya se encontraba ante la puerta principal de la base. Al cabo primero Colino no le quedaba la menor duda de que de haberse encontrado ante la barrera de madera, la gente ya se estaría colando en el interior. Pero la masa del gran carro de combate M-48 reforzaba la verja corredera de barrotes metálicos, y aquello ya era otro cantar. Nadie entraría hasta que movieran las cuarenta y cinco toneladas de aquel mastodonte metálico.

El orondo sargento Espinosa llegó hasta allí con un megáfono en la mano, haciéndose acompañar por cuatros soldados y dos cabos. Los ociosos refugiados también se estaban acercando a curiosear en un número que crecía a alarmante velocidad.

—¿Es Figueras? —preguntaba una angustiada mujer de edad avanzada—, ¿ha caído Figueras?

El vehículo de la patrulla interior, que se había tomado el recorrido de regreso con mucha calma, ya estaba aparcado junto al cuerpo de guardia.

Mientras uno de los soldados, al que conocían como “Rafita”, se metía en el carro de combate para ponerlo en marcha, el sargento Espinosa se encaramó en la barcaza sobre la que dejó el megáfono, dispuesto a abrir la escotilla del jefe de carro donde pensaba instalarse. Pérez se acercó al cabo primero para darle las novedades de su patrulla, o para ser más exactos, de la falta de las mismas, pero se detuvo al reparar en los gritos de pánico que les llegaban del exterior.

—¿No están demasiado alterados? —le preguntó a su superior.

Como todos los allí presentes, aquel no era ni de lejos el primer grupo de refugiados que veía ante aquellas puertas. Desde luego a él le pareció el más escandaloso. El dejar atrás tu casa para irte a vivir a saber dónde y a saber cómo, nunca ha sido plato del gusto de nadie; pero aquellos gritos le parecían excesivos. El cabo Pérez dedicó una mirada de desprecio al sargento Espinosa, mientras este, que ya se las había apañado para meter su atocinado

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15cuerpo por la escotilla del carro, se llevaba el megáfono a la boca y se dirigía a la multitud que ya se apiñaba frente a la base.

—¡Formen una hilera por orden de llegada! —gritó.

Por lo que alcanzaban a entrever, la gente no estaba por la labor y en lugar de obedecer, se afanaban por empujarse unos a otros contra los barrotes de la verja. Algunos de los civiles del interior, también empezaron a perder los nervios.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó levantando la voz un civil pulcramente vestido y acicalado—. ¿Por qué no los dejan pasar?

—Pasarán cuando se tranquilicen y estén dispuestos a seguir instrucciones —respondió el cabo primero—, sino esto será un sindiós.

—¡Fascistas! —les increpó alguien entre la nutrida masa de refugiados que se aglomeraba a sus espaldas.

—¡Dejadlos pasar! —se les unió otro.

—Disuélveme a toda esa gente antes de que esto se ponga peor —ordenó el cabo primero Colino al hombre al que apodaban el Largo.

Pérez miró hacia el creciente grupo de personas. Le constaba que individualmente podían ser de lo más razonables, pero la masa, por el contrario, tiene una mentalidad propia y una cierta propensión a estimular los bajos instintos de los que forman parte de ella, gracias a la impunidad de estar oculto entre la multitud. Él lo llamaba “mentalidad de rebaño”.

—¡Señores! —exclamó el cabo levantando la voz, mientras un par de soldados se ponían a su vera en un intento de proporcionarle cierto apoyo moral—. ¡Despejen la zona! Se les informará en cuanto…

—¡Mentiras! —gritó la misma voz que antes les había llamado fascistas.

Tenían un alborotador en el interior de la masa de refugiados y aquello era algo malo de cojones. Aquel hijo de mil putas parecía que les quería echar a la gente encima.

Mientras el sargento repetía por enésima vez las instrucciones, algunas personas aplastadas contra la verja empezaron a asfixiarse. Estaba claro que

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16la carne no haría retroceder a las más de cuarenta toneladas de metal del carro de combate, pero el pánico no entiende de matemáticas.

12:47

Doble valla del sector oeste. (Base Militar)

La muchacha que le daba de comer lo llamaba “Canela”. Era una lástima que no hubiera vuelto a verla. Le gustaba, lo acariciaba un poco y le llenaba sus recipientes con agua y comida. Ahora siempre venía el chico raro, el que parecía estar continuamente enfermo y enfadado. Lo golpeaba cuando se acercaba, a veces se orinaba en el recipiente del agua y no siempre le ponía comida.

El escuálido dóberman aún albergaba la esperanza de ver aparecer a la delgada muchacha que le daba algo de cariño. Aunque su instinto le decía que no volvería a saber de ella.

La vista del can nunca había sido demasiado buena. Pero su olfato, a pesar de encontrarse rodeado de sus propios excrementos, era otra historia; y le estaba llegando un hedor de lo más intranquilizador. No era la peste a alcohol y vómito rancio del tipejo que ahora lo maltrataba; era más bien una peste a humedad, a tierra y a sangre. Canela no tenía ni idea de lo que podía ser, pero fuera lo que fuera, se estaba acercando.

12:52

Entrada Principal (Base Militar)

La exaltada multitud del interior se calmó un poco con la llegada del capitán Vera, que hizo su aparición acompañado de la alférez Monteso y del subteniente Cardona, que contra todo pronóstico de aquellos que lo conocían, aún se encontraba sobrio.

Al ver el cariz que estaban tomando los acontecimientos, el capitán entendió perfectamente al coronel Llobet. Llobet era el mando que debería encontrarse a cargo de aquel manicomio y que había optado por retirarse al

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17castillo de San Fernando para, según sus propias palabras, dirigir la defensa de Figueras y supervisar la seguridad de instalaciones cruciales.

—¡Sargento! —gritó el oficial para hacerse oír por encima de aquel guirigay—. ¡Abra la puerta!

Luego, dirigiéndose hacia el cabo primero, añadió:

—¡Colino!, que entren hacia la explanada de desfile, y ya allí, les lees la cartilla.

Rafita tocó el claxon para avisar de que iba mover el pesado vehículo antes de arrancarlo. Una pequeña nubecilla de humo oscuro se elevó procedente del interior de las rejillas de su motor, antes de que el carro de combate se desplazara un par de metros permitiendo la apertura de la reja.

La tromba de refugiados pareció calmarse en gran medida en cuanto se encontraron en el interior de la base, dejándose conducir sin demasiado problema hasta la gran explanada rodeada por una pista de atletismo, a la que ya estaban llegando un par de vehículos ligeros cargados con mantas y poco más.

La alférez médico, con una bata blanca por encima de su uniforme de combate, hizo señales al soldado que conducía la ambulancia para que aparcase a un lado de la explanada, donde pensaba empezar a ocuparse de los heridos. La joven oficial nunca había pensado que tendría tan presente el peso de un arma bajo su bata. Ni una sola vez durante su no muy lejana época de estudiante de medicina, había llegado a imaginarse a sí misma en una situación en la que tuviese que terminar disparando a la cabeza de un paciente recién fallecido.

El cabo Pérez no había tenido éxito a la hora de localizar al alborotador. El cabrón era hábil, sabía dónde colocarse y cómo sacarle partido a la masa; intentar dar con él sería como buscar una aguja en un pajar. Así que decidió dejar el asunto por esta vez y centró su atención en la entrada donde, después de la riada de refugiados, estaban empezando a llegar las furgonetas de los mossos d'esquadra. Pensaba en dirigirse hacia allí cuando la mano del subteniente Cardona se posó sobre su hombro.

—¿Hoy estás de guardia?

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18—Sí, mi subteniente.

—Entonces mañana estarás de descanso, ¿no?

El cabo sabía a dónde quería llegar el suboficial mientras asentía con la cabeza.

—Bajarás a Figueras, ¿verdad?

Se habían habilitado un par de autocares que recorrían los algo menos de veinte kilómetros que separaban la base de Figueras, que era la ciudad más grande de la zona. Un día tranquilo en aquella ciudad era lo más parecido a un permiso que les habían concedido desde que había empezado aquella locura.

—Sí, mi subteniente —respondió el cabo—, ese es el plan.

El suboficial le puso en la mano un billete de cincuenta euros.

—Pues tráeme lo que ya sabes y te tomas algo con la vuelta.

Lo que “ya sabía” eran tres botellas de J&B. No estaba mal, ya que la vuelta eran cerca de veinte euros.

—A la orden —respondió el cabo saludando militarmente.

Dejando atrás al suboficial, Pérez avanzó hacia la entrada seguido de cerca por Ronaldiño. Un mosso d’esquadra de mediana estatura, delgado y mortalmente pálido, le dedicó una inclinación de cabeza a modo de saludo.

—¿Com va tot1? —le preguntó en catalán el cabo.

El policía autonómico movió negativamente la cabeza. En el interior de la furgona, Pérez vio a una “mossa” de cabello rubio, llorando de un modo bastante intranquilizador.

Cuando el hombre al que apodaban El Largo ya estaba pensando en intentarlo con otro, el tipo delgaducho le dijo en castellano:

—Ahora vendrán a por vosotros.

—¿Quiénes?

1. ¿Cómo va todo?

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19—Salieron de la playa —dijo el policía autonómico con un susurrante tono de voz—. Primero por decenas, luego a cientos y finalmente… a miles.

Aquello no tenía mucho sentido. Sí, vale, en el mar tenía que haber bocú de fiambres. Hasta cierto punto era algo normal que el mar vomitara a alguno de vez en cuando, incluso a una docena. Pero, ¿miles?

—No sirve de nada esconderse —continuó el asustado policía—, te ven aunque no tengan ojos, incluso a través de las paredes. Lo único que puedes hacer es huir, pero ¿hacia dónde? Esto es el fin.

—Bueno —empezó a responder Pérez—, se mueven andando y no son precisamente rápidos. Aunque eso sea cierto, probablemente se dispersen o hasta puede que se vayan para Francia. Dicen que allí se come bien.

—Nos seguirán —continuó el policía autonómico con un tono de voz que no le gustó nada al cabo—, pero a mí no me cogerán.

El agente se llevó la mano a la pistolera. Al Largo, que ya había visto a suficientes suicidas, la reacción de aquel hombre no lo pilló por sorpresa y pateó la mano del hombre cuando este extraía su arma. La pistola se estrelló ruidosamente contra el suelo.

—¡Hijo de mil putas! —se exaltó el cabo—. ¡Mátate en otro puto lado!

La rubia compañera, que solo había visto al militar propinándole una patada a la mano de su compañero, dejó de llorar y se lanzó como una tigresa hacia Pérez.

—¡Joder!

Ronaldiño levantó su G36 con la culata aún plegada.

—¡No dispares! —alcanzó a gritar Pérez—. ¡Solo está histérica!

Mientras el corpulento cabo inmovilizaba sin demasiado esfuerzo a la mujer policía, su compañero, que había ignorado el forcejeo, se había agachado tranquilamente como si todo aquello no fuera con él y recogiendo su arma del suelo, se introdujo el cañón en la boca.

—¡No! —gritó la inmovilizada agente al darse cuenta de las intenciones de su compañero.

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20El disparo sonó apagado, casi como si se tratara de una pistola detonadora de juguete.

13:16

Puticlub Houston (La Jonquera)

El local tenía clase. Las chicas eran guapas, relativamente complacientes y no les faltaban ni el alcohol ni las drogas. Aunque el estar refugiado en un prostíbulo de carretera pudiera haberle parecido un sueño hecho realidad tan solo unos meses atrás, después de varias semanas, Borko empezaba a añorar la luz del sol. El hombre le dedicó una mirada a Damir, el tipo de ojos verdes que estaba haciéndose una raya de coca sobre una revista. De los cuatro, Damir era el que mejor llevaba aquella situación.

Habían llegado a Figueras tan solo tres meses atrás, aunque ya llevaban un par de años trabajando en España. El golpe parecía relativamente sencillo sobre el papel y más que rentable, incluso después de haber pagado su parte a todos los implicados. Aquello funcionaba así. Si no querías correr el riesgo de perpetrar el atraco el día en el que no había dinero, tenías que “engrasar” a quien te diera el soplo. Luego estaban los intermediarios y los diversos jefecillos de zona, que se llevaban un porcentaje por trabajar en su terreno. También los que te proporcionaban el equipo, la logística… Sí, las mafias del Este eran una gran familia, en la que nadie parecía querer quedarse sin su parte del botín. Un botín que ahora quemaba y que no podían mover. Habían sido un comando de cinco hombres antes del golpe. Sí, cinco amigos hasta que algún empleado accionó una alarma silenciosa (eso era lo que decían las noticias), aunque él sospechaba que quizás les hubiese vendido algún judas. La cuestión era que ahora solo eran cuatro. El quinto, a cuya salud habían brindado y cuyo nombre no mencionaban para no atraer a la mala suerte, ahora descansaba envuelto en plástico bajo un par de metros de tierra. La bala que había parecido querer abrirle un tercer ojo en mitad de la frente, se encargaría de que no se despertara; o por lo menos eso era lo que afirmaban las noticias. El golpe sencillo y rentable se había convertido en un jodido western de Sam Peckimpah. Borko era el conductor y, aunque había disparado un par de tiros por la ventanilla, estaba relativamente seguro de no haber matado a nadie. No es que aquello le preocupara. Cosas peores había

Page 21: Punto seguro extracto

21hecho durante la guerra. Pero a pesar de que escaparon con el botín, mataron a dos policías e hirieron a varias personas.

El botín se había convertido en una patata caliente y ellos en una especie de apestados. Se habían ocultado en aquel prostíbulo a la espera de instrucciones. Entonces, los muertos parecieron decidir que aquel podía ser un buen momento para organizar el jodido juicio final y las instrucciones nunca llegaron. Si hasta el momento había sido difícil moverse por la presión policial, con los controles militares y aquella mezcla de caos y paranoia, el salir de allí o mover el botín se había convertido simplemente en una misión imposible.

Mientras Damir subía al piso superior en compañía de una muchacha de cabello largo y ojos claros, Goran seguía plantado frente al televisor como si esperara que fueran a anunciar el fin de aquella locura. Aunque en el fondo todos ellos eran unos cabronazos, Goran era lo más parecido a un buen tipo que se podía encontrar en aquel grupo. Su problema era que pensaba demasiado y bebía demasiado poco. Damir apenas se había preocupado de aprender a hablar el castellano; había desarrollado una considerable habilidad para ahogar su conciencia y los numerosos fantasmas de su pasado en alcohol y drogas. Sin embargo Goran parecía decidido a seguir torturándose con ello de un modo indefinido. Svebor, el más bajo y también el más musculoso de todos ellos, bajó con una botella en la mano.

—¿Alguna noticia? —preguntó el recién llegado más por hábito que por interés.

Goran movió la cabeza negativamente con la atención puesta en los informativos. El hombre de la botella se sentó a su vera frente al aparato de televisión.

Svebor era el mayor y por ello todos lo consideraban como algo parecido a su jefe. Era el único de los cuatro al que la guerra no había atrapado durante su niñez o adolescencia, y de tener algo parecido a una conciencia en alguna parte nunca había dado la menor muestra de ello. A diferencia de Damir o de él mismo, Svebor bebía con moderación y jamás se acercaba a las drogas. Era un hombre frío al que nunca habían visto perder la calma.

Mientras se servía otra copa, Borko pensó que en cierto modo estaban atrapados en un infierno a su medida. Si aquella situación se prolongaba, y

Page 22: Punto seguro extracto

22no le cabía la menor duda de que se prolongaría, antes o después los excesos terminarían acabando con ellos.

—¡Por los más ricos del cementerio! —brindó Borko levantando su copa.

Ninguno de los dos hombres apartó la vista del aparato de televisión para mirarlo.

13:28

Edificio D (Base Militar)

El sargento del arma de ingenieros, D. Matías Zacarías Muñoz, sabía que el edificio D no se encontraba precisamente en óptimas condiciones. Primero fue la reducción del número de reclutas cuando empezó a popularizarse la objeción de conciencia; más tarde llegó el ejército profesional y fueron muchos los edificios que quedaron en desuso, al no tener reclutas a los que instruir y por lo tanto alojar. Dentro de esos edificios, el D era probablemente el que en peor estado se encontraba.

El cabo Manchón, secundado por el soldado Espinosa y por la soldado Alegre, que era todo lo que quedaba de su sección encargada del alojamiento, habían empezado a colocar ropa de cama sobre los desnudos colchones de unas literas, que hacía como mínimo un par de décadas desde la última vez que habían sido utilizadas. No quedaba ni rastro de las taquillas metálicas que antaño se encontraban junto a las camas. Más tarde intentarían proporcionar taquillas de lona a los refugiados para que pudieran dejar sus efectos personales, aunque dudaba que en los almacenes quedaran suficientes para todos.

A pesar de las carencias, los refugiados estaban demasiado aterrados como para quejarse. El suboficial aún no tenía muy claro qué era lo que había ocurrido. Circulaban varias historias sobre una interminable horda de no muertos emergiendo desde el mar, lo que estaba poniendo muy nerviosa a la gente. Probablemente solo fueran exageraciones producto del pánico. Puede que un par de pateras se hundieran y, por casualidad, un grupo inusualmente grande de muertos vivientes llegara a la playa, haciendo que los mossos y “munipas” perdieran los nervios. La histeria debió encargarse del resto, y

Page 23: Punto seguro extracto

23ahora a él le tocaba buscarse la vida para alojar a todos los refugiados que pudiera en aquel ruinoso agujero.

El sargento pensó durante unos segundos en la posibilidad de que hubiera realmente una gigantesca horda de muertos vivientes emergiendo de la costa, pero no tardó en descartarla. Ni siquiera un centenar de tambaleantes muertos vivientes significaba una amenaza de la que no pudieran ocuparse.

13:52

Doble valla del sector oeste (Base Militar)

El soldado Remujo empujaba la carretilla cargada de piensos en dirección a la zona Oeste. Rebajado de armamento y conducción después de dar dos positivos en sendos test de consumo de drogas, había terminado relegado a la ingrata tarea de “chuchero”, tras la deserción de la soldado Padilla. Y a diferencia de la hija de puta de Padilla, él odiaba a los jodidos perros. A menudo se decía que, al fin y al cabo, aquello no estaba tan mal. La suya era una tarea solitaria, que le permitía fumarse tranquilamente sus “trócolos”. Lo que de verdad le pedía el cuerpo era una buena “rayita” bien cargadita. Hacía ya dos semanas desde la última vez que había visto a su proveedor, por lo que tenía que conformarse con el chocolate que le pasaba “el moro” a un precio cada vez más abusivo. Puede que aquello fuera el fin del mundo para algunos, pero otros estaban aprovechando para hacer su agosto.

Al llegar junto a la doble cerca metálica, apoyó la carretilla en el suelo y buscó entre los bolsillos de su mono verde la llave que le permitía acceder al interior de la doble valla. No se veía ni rastro del escuálido dóberman, lo que para él estaba bien. El soldado pensó que el pellejudo hijo de perra por fin había aprendido a no acercarse por allí cuando él llegaba.

—¡Hijo de la grandísima perra! —exclamó el contrariado perrero.

El jodido bicho no se había refugiado en la otra punta del vallado. El puto Houdini se las había apañado para abrir un agujero en la parte inferior de la cerca. No era un boquete muy grande, pero aquel esquelético cabrón no necesitaba mucho más para fugarse. El raquítico pellejo de aquel saco de

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24ladillas le importaba medio cojón. Pero su fuga implicaba que tendría que ir a buscarlo y reparar la puta valla.

El chucho acababa de ganarse una buena paliza.

14:07

Despacho del capitán Vera (Base Militar)

Podían decirse muchas cosas del despacho del capitán Vera, pero no que fuera amplio ni lujoso. Convocados a toda prisa para aquella reunión de emergencia, los cuatro hombres, que no se encontraban involucrados en ninguna actividad vital para el funcionamiento de la base, rodeaban la mesa de su superior.

En pie, con su perenne aspecto de meimportaunamierda, se encontraba el teniente Medina, al que apodaban a sus espaldas “El Mellado”. Después de varios años como alférez y un par de meses como teniente en el grupo de operaciones especiales, varias lesiones en la espalda y en las piernas, producto un mal salto en paracaídas, habían llevado sus huesos hasta aquel ignominioso destino.

Apoyado en la pared junto a la puerta, se encontraba la rechoncha silueta del subteniente Cardona, al que sus propios compañeros suboficiales apodaban “El Esponja”. Puede que él lo supiera o puede que no, pero eran muy pocas las cosas que a aquellas alturas le importaban a aquel hombre. Después de varios años en destinos de mierda, con una mujer que le era descaradamente infiel y a la que él seguía queriendo a su pesar, y con dos hijos que lo despreciaban, había terminado arrastrándose hacia la bebida como bálsamo para los dolores de su alma.

A menudo se dice que a las unidades de la reserva, especialmente a aquellas que se encuentran más aisladas, llegan mayormente dos tipos de mandos: los “ultimacos” de cualquier curso o promoción que se quedan disponibles, o aquellos que terminan “quemados” o “rotos” en su actual unidad. Los hombres que se encontraban frente a la mesa del capitán Vera cumplían respectivamente ambas condiciones.

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25El sargento Espinosa era, con total seguridad, el hombre más odiado por la tropa de aquel acuartelamiento. Su bajo escalafón en la academia de suboficiales le había conducido hasta allí, y era de ese tipo de personas que culpan a los demás de sus fracasos. Con un claro sobrepeso y su oscura barba, que pretendía darle un aspecto imponente, había tratado con escaso éxito que su indicativo radio “Lince” terminara por ser su mote. A menudo, uno puede escoger su indicativo en una red de comunicaciones; si bien los motes son otra aventura muy distinta y la tropa no había tardado en apodarlo como “El Gordo” o “Tirano”, siendo este último el mote que estaba arraigando con más fuerza.

Por el contrario, el hombrecillo delgado de enrojecidos ojos azules que se encontraba a su diestra había terminado destinado en la base de forma voluntaria, después de un par de años de malas experiencias en una unidad de infantería ligera. El sargento Cano era un tipo relativamente eficiente que, por algún motivo, siempre parecía estar deprimido. Incluso se rumoreaba que la tropa estaba haciendo una porra sobre los días que tardaría en suicidarse.

Al ver que la atención de todos estaba puesta en él, el capitán Vera decidió empezar:

—Supongo que el que más y el que menos —dijo el oficial—, conocerá el famoso rumor del ejército de no muertos emergiendo de la costa.

Sus hombres asintieron con escaso entusiasmo. Estaba claro que todos creían tener asuntos mucho más importantes de los que ocuparse.

—Tampoco es que yo le dé demasiado crédito —continuó el capitán—, pero se ha evacuado una ciudad.

—Prácticamente una ciudad fantasma —intervino el teniente Medina.

No le faltaba razón. Durante el verano Rosas bullía de actividad, pero llegado el mes de febrero era prácticamente un pueblecito venido a menos.

—¡Lo que sea! —respondió abruptamente el capitán, molesto por la interrupción de su subordinado—. La cuestión es que esos chismes están alterando a los civiles.

Aquel era el meollo de la cuestión. Controlar a más de un millar de civiles ociosos era complicado. No era raro que circularan todo tipo de historias

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26raras y, por si aquello fuera poco, también estaba el asunto del suicidio de aquel policía. Aquello no era algo que pudiera ocultarse.

—Se trata básicamente —continuó el oficial—, de tomar un vehículo y llegar hasta allí. No es un trayecto tan largo al fin y al cabo. Es un pequeño esfuerzo que merecerá mucho la pena si nos ahorra histeria, alborotos y, en el peor de los casos, más suicidios.

No añadió nada más y no era necesario que lo hiciera. Todos sabían lo que pasaba con los suicidas ahora que los muertos no se estaban quietos.

Al ver que ninguno de sus subordinados se ofrecía, el capitán preguntó mirando al teniente:

—¿Algún voluntario?

Todos los suboficiales miraron al sargento Espinosa, que era el más moderno, es decir, el hombre de menor rango y antigüedad.

—¡Está bien! —aceptó el suboficial con evidente desgana—. Me llevaré un conductor.

—Llévate al de la guardia —respondió el capitán—, que hagan las patrullas a pie hasta vuestro regreso.

Satisfechos con la resolución de aquel asunto, el teniente y los suboficiales se prepararon para salir de la habitación, pero antes de que pudieran hacerlo, la voz del capitán Vera añadió:

—Francisco, quédate por favor.

El teniente permaneció allí mientras el resto de los hombres dejaban el despacho.

—Quiero que vayas a ver a Redondo —le dijo el capitán cuando se quedaron a solas—, y hagáis un inventario completo. Seguramente no será nada que no podamos limpiar y asegurar utilizando armamento ligero, pero quiero saber de qué medios disponemos. Solo por si acaso.

El brigada especialista Manuel Redondo García se encontraba a cargo del polvorín de la base. Probablemente aquello no fuera más que un rumor

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27fruto de la histeria; después de todo, aquel era un momento tan malo como cualquier otro para saber de lo que disponían si la cosa llegaba a ponerse fea.

14:16

Campo de maniobras (Base Militar)

El campo de maniobras era un lugar que estaba la mar de bien para fumarse discretamente un par de “aliñados” durante el fin de semana. El soldado Remujo seguía sin entender a los domingueros; uno podía comerse la tortilla con más tranquilidad sentado en su puta casa, a ser posible delante de la tele. Lo mirara por donde lo mirara, él seguía sin verle la gracia a comer sentado en el suelo, espantando bichos y evitando tragarse a las jodidas hormigas.

Si había algo que Remujo odiaba más que a los putos chuchos, era el jodido campo. Él era un urbanita. Se sentía cómodo rodeado de cristal y hormigón. En su opinión si uno tenía que caminar, siempre era mejor hacerlo sobre terreno asfaltado. Por culpa de aquel perro sucio y pellejoso, se encontraba pateando el jodido campo como un dominguero cualquiera. Debería haberse quedado trabajando de “limpialefas” en el sex shop de su tío. Cobraba un poco menos, pero todo lo que tenía que hacer era recoger los papeles o incluso condones pajeados después de que un cliente dejara la cabina, y darle un poco a la fregona de vez en cuando. Lo malo era que aquel curro estaba demasiado cerca de casa. Remujo se marchó a la mili para no tener que aguantar a la pesada de su madre y las eventuales palizas del cabrón que decía ser su padre. Puede que los sermones del “capirulo”, aunque no tan dramáticos, fueran incluso peores que los de su madre. Pero las palizas del cabrón que se la follaba eran lo único que le impedía desertar, como hizo la puta de su predecesora. A diferencia de la anterior chuchera, Remujo no tenía una casa a la que regresar ni un lugar en el que caerse muerto.

El soldado agarró con más fuerza la tubería de plomo que utilizaba como bastón. Sí, a él le habían curtido el lomo unas cuantas veces. Y como donde las dan las toman, en cuanto lo atrapara, sería el turno de cobrar del pellejoso cabrón. A aquel jodido chucho le quedaban dos telediarios.

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2814:37

Cuerpo de Guardia (Base Militar)

No había pasado ni un cuarto de hora desde que los mossos d'esquadra destinados en Rosas se habían marchado, llevándose el cuerpo de su fallecido colega hacia Gerona. Allí les asignarían nuevas tareas, probablemente reforzando los despliegues de seguridad ciudadana de Figueras o Gerona.

Por fin se había detenido el goteo de refugiados y, justo cuando el cabo Pérez pensaba que la situación iba a calmarse, el sargento Espinosa entró en el cuerpo de guardia como un elefante en una cacharrería.

—¡Cabo! —exclamó el suboficial—, ¿dónde está el comandante de la guardia?

El hombre a cargo de la guardia era el cabo primero Colino. Este se había marchado a comprobar una alarma en el polvorín y, de paso, hablar a solas por el móvil con su novia, con la que compartía un piso en Figueras, y la cual no llevaba nada bien ni la soledad, ni la profesión de su pareja. En cualquier caso, aquello significaba que la sucesión de mando ponía al cabo Pérez al frente de la guardia hasta el regreso de su superior.

—De patrulla en la zona del polvorín —fue la escueta respuesta del cabo.

Aquello rompía los esquemas de Espinosa, que tenía la intención de finiquitar aquel asunto cuanto antes.

—Llámalo por el “gualki”. ¡Que vuelva cagando leches!, ¿qué coño hace patrullando el comandante de la guardia?

No era ningún secreto que aquel suboficial no gozaba de la simpatía de sus subordinados. Y, de entre todos ellos, el cabo Pérez era probablemente el que más lo odiaba; sobre todo después de un par de encontronazos especialmente desagradables durante unas maniobras en San Gregorio. Así que el cabo no se molestó en disimular una expresión de algo parecido al placer cuando le respondió:

—Lo intentaré. Aunque me temo que su walkie no enlaza a poco que se haya apartado.

Page 29: Punto seguro extracto

29Era cierto. Las radios fijas del cuerpo de guardia eran bastante potentes; sin embargo, los walkie talkies que utilizaban para mantenerse en contacto difícilmente enlazaban en cuanto la distancia que los separaba del edificio del cuerpo de guardia superaba los quinientos metros. Aquel era el motivo por el que lo habitual, en caso de emergencia, era utilizar los teléfonos móviles de uso personal. Y Pérez sabía perfectamente que el aparato del cabo primero estaría comunicando. Tras un par de infructuosos intentos del Largo tratando de enlazar por el walkie, el rostro de “Tirano” empezó a enrojecer.

—¡Cuánta incompetencia!, ¡y se hacen llamar militares profesionales! De no estar las cosas como están ya estaríais todos en la puta calle. ¡Panda de inútiles!

El cabo le sostuvo la mirada. Una de las tácticas habituales de aquel suboficial era mirar con ferocidad a sus subordinados, hasta que estos bajaban la vista, para luego humillarlos exigiéndoles que lo miraran a la cara, o incluso amedrentándolos y retándolos a quitarse la “chupita” y partirse la cara en algún lado. Los dos sabían que el sargento no se atrevería a hacerle semejante proposición a aquel curtido veterano.

—Por lo menos tendrás su número de teléfono —añadió el suboficial algo más calmado.

El hombre al que apodaban Largo estuvo tentado de negarlo. Cabía la posibilidad de que se tratara de algo importante; pero de todas formas, lo más probable era que el aparato comunicara. Así que sacó el suyo y empezó a rebuscar en la agenda de contactos.

—No te he pedido el número —le espetó el suboficial—, te estoy ordenando que lo llames y le digas que…

Pérez respiró profundamente y descolgó el teléfono del despacho del cuerpo de guardia. Sus nervios no pasaban por su mejor momento después de que aquel pobre bastardo se volara la azotea. Lo último que le apetecía era discutir con aquel gordo hijo de mil putas. Mientras marcaba el número, el cabo fantaseó con lo satisfactorio que sería meter una bala en la sesera de aquel bastardo.

Como suponía, el teléfono comunicaba.

—Comunica.

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30La gota que colmó el vaso.

—¡Comunicando! —gritó Espinosa—. ¡No tenéis vergüenza!, ¡sois peores que la tropa de reemplazo!

Los gritos hicieron que el soldado Tejero, que se encontraba en su turno de descanso, se asomara al pasillo para ver qué pasaba. Con sus veinte años recién cumplidos, Tejero había crecido en un pueblecito llamado Agualada, en Galicia. Nunca había sido un lumbreras, por lo que se apuntó al ejército profesional, en parte atraído por las espectaculares campañas publicitarias, y en parte para no terminar trabajando en la mar como su padre y su abuelo. El soldado se encontró de morros con el enfurecido suboficial.

—¡Tú, tontolaba! —le gritó el sargento—, llégate de una carrera al polvorín y…

—Eso será si yo lo autorizo —le cortó el cabo—. Él no va a ninguna parte, a no ser que me traiga a otro soldado para relevarlo.

El suboficial se puso de un color casi púrpura, pero para sorpresa de Pérez, en lugar de explotar en otra rabieta, el hombre se calmó repentinamente.

—Tengo una idea mejor —dijo Espinosa con una sonrisa extendiéndose por su amplio rostro—. Por su incompetencia, lo relevo de su puesto como comandante de la guardia. Coja un vehículo y esta cámara —el suboficial le tendió una máquina de fotografías digital—, y reconozca la zona de Rosas.

El cabo Pérez miró la cámara con incredulidad. Aquel hijo de mil putas había ido demasiado lejos. No podía estar hablando en serio.

—¿A qué cojones está esperando? —le espetó el sargento Espinosa—. ¡Deme el maldito brazalete!

Aquello solo podía ser algún tipo de broma para presionarlo. Por muy bastardo que fuera aquel hombre, no se soltaba un marrón de semejante calibre así como así. Pero entonces recordó otras actuaciones de aquel sujeto, y comprendió que hablaba totalmente en serio.

—Aquí tiene. Que lo disfrute —le respondió el cabo tendiéndole el brazalete rojo con las siglas GS, que lo identificaban como componente de la guardia de seguridad.

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31El suboficial asintió con la cabeza.

—El capitán quiere fotografías de las concentraciones de muertos vivientes si es que las hay —le indicó—, de la carretera y… Se supone que estuviste en “la reco”, así que ya sabes lo que tienes que hacer.

Qué memoria tenía el muy hijo de perra para lo que le interesaba. Pérez no recordaba haberle mencionado que estuvo destinado durante un par de años en una sección de reconocimiento en su anterior destino. Pero de alguna forma lo sabía, por lo que, o se había tomado la molestia de hurgar en su expediente, o alguno de sus compañeros tenía la lengua demasiado larga.

—Y otra cosa —añadió el sonriente sargento—. No tenga ninguna prisa por terminar. Voy a tener a ese hijo de puta de Colino haciendo patrullas a pie hasta su regreso. Ya que tanto le gusta patrullar que se hinche.

14:55

Campo de maniobras (Base Militar)

Después de casi media hora caminando por el campo de maniobras, el soldado Remujo estaba más que furioso con el perro fugitivo. Ya no pensaba en darle una lección. Tenía intención de matarlo a palos en cuanto lo encontrara.

El animal, oculto entre unos matojos, observaba a su temible perseguidor sin atreverse a moverse. Sabía por experiencia lo que significaba aquel tubo largo que empuñaba.

Pero aunque el perro temía al joven del tubo, los dos seres que se aproximaban desde el bosque lo asustaban mucho más. No eran rápidos pero sí implacables. Le bastó un simple vistazo para quedar totalmente aterrorizado y, a pesar de que se encontraba tras unas matas, su instinto le decía que de alguna forma ellos conocían su posición. Canela permaneció muy quieto en su escondite y comprobó que los monstruos no estaban interesados en él. Aquellos desagradables seres se dirigían al encuentro de su perseguidor.

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3214:58

Hangares (Base Militar)

Maldiciendo entre dientes al sargento Espinosa, Pérez se disponía a subir en el primer Land Rover 109 aparcado en los hangares, cuando se le acercó el cabo Cañas vistiendo el mono verde más lleno de grasa que recordara haber visto jamás.

—¿Ha petado el carro de la guardia? —le preguntó el especialista.

—¡Ojalá! —respondió Pérez—. El cabrón de Tirano me ha metido una moto del veinte.

—¿Y eso?

—Un reconocimiento. Tengo que ir a Rosas y hacer unas fotos. ¿Te apuntas?

El cabo especialista Ángel Cañas Álvarez nunca había sido lo que se dice “un hombre de acción”. Después de salir del IPE (el Instituto Politécnico del Ejército) con su título de automoción, había dado con sus huesos en una unidad de infantería mecanizada, en la que había tenido que currar bajo la tiranía de un subteniente que se creía que aún estaba en la época del Caudillo. En cuanto cumplió el tiempo de permanencia obligatoria, solicitó todas las vacantes de especialista que lo alejaran de aquel ingrato destino y una de ellas lo llevó hasta aquel lugar dejado de la mano del Ministerio de Defensa, que para él resultó ser una suerte de paraíso. Tenía un montón de vehículos destartalados que reparar, a las órdenes de un sargento primero que solo pensaba en quitarse de en medio. Lo cual resultaba perfecto para Cañas, ya que así no tenía que aguantar a nadie tocándole los cojones. La cosa mejoró cuando una baja médica por depresión envió a su casa al sargento primero Aparicio, que era su jefe directo. Sí, aquel era el lugar perfecto para él, o por lo menos, lo era antes de que a los muertos les diera por empezar a andar.

Cañas había oído algo sobre una evacuación, pero como solía ocurrir con las noticias que no le afectaban directamente, no le había hecho demasiado caso. Por lo que una excursión a Rosas era una actividad que le parecía más amena que peligrosa.

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33—Vale —respondió subiendo en el asiento del copiloto—. Total, si peta el Land Rover de la guardia que pillen otro.

La unidad de montaña se había llevado sus propios vehículos, los Uro Vamtac (vehículo de alta movilidad táctica) también conocido como “Rebeco”, una especie de versión “todo a 100” del Hummer de los americanos, dejándoles los vetustos Land Rover 109. De todos modos, tal como estaba el patio, contaban con más vehículos que conductores.

—No te preocupes por eso —le respondió Pérez mientras ponía en marcha el vehículo—, el cabrón de Tirano piensa tenerlos patrullando a pie hasta que volvamos.

14:58

Campo de maniobras (Base Militar)

Un rumor tras unos arbustos indicó a Remujo que su presa no andaba lejos. Sus manos se cerraron con fuerza alrededor de la tubería. No iba a tener que esperar mucho para poder descargar toda su rabia y frustración sobre el pellejudo.

—Ya te tengo, flaco hijo de puta —dijo el soldado—, ahora sí que vas a pillar.

La malévola sonrisa se congeló en el rostro del muchacho cuando se encontró cara a cara con los resecos cuerpos de dos cadáveres ambulantes realmente añejos. No eran los primeros que veía. La televisión los había mostrado atados en camillas, caminando sin rumbo en grupos de diverso tamaño, o incluso atacando a la gente. Sin embargo, aquella era la primera vez que Remujo se topaba de frente con aquellos seres y su mente se bloqueó al ser incapaz de aceptar lo que sus ojos le mostraban. Una pequeña parte de su cerebro era consciente de que aún se localizaban a un par de metros de distancia y de que eran muy lentos, pero el terror había paralizado hasta el último de sus músculos.

No eran de los “frescos”. Estaba comprobado que los muertos recientes, aparte de contar con mayor agilidad, conservaban vestigios de sus recuerdos. Aquel par hacía ya mucho tiempo que habían dejado su lozanía. Aún

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34vestidos con lo que podrían ser trajes cubiertos de tierra, mostraban una piel de aspecto apergaminado y reseco, como si los hubieran puesto a secar y se hubieran arrugado después de perder todos sus fluidos. Realmente su apariencia no era demasiado aterradora, casi tenían más parecido con una momia que con el cuerpo medio putrefacto y lleno de gusanos que uno podría esperar encontrarse después de ver una película de serie Z. Lo que paralizó a Remujo no era su aspecto, sino su mirada. A pesar de que sus ojos ya se habían marchitado y consumido en el interior de sus cuencas, de que sus cráneos eran poco más que unas pellejosas calaveras de las que colgaba algo remotamente parecido a pelo, la pareja de monstruos lo miraban directamente. Aquello era algo que desafiaba a la naturaleza y a la razón. Los seres siguieron acercándose con pasos lentos, casi maquinales, y Remujo, que seguía siendo incapaz de moverse o incluso de introducir aire en sus pulmones, supo que moriría allí.

Unos ladridos sonaron desde los matojos situados a la derecha del muchacho, mientras un escuálido perro emergió de entre los arbustos ladrando a los cadáveres ambulantes. La pareja de añejos seres no muertos apenas desviaron momentáneamente su atención hacia aquel animal. Parecían más sorprendidos por la reacción del can que interesados en atraparlo, pero aquel instante fue suficiente para el joven soldado.

Toda la rabia acumulada por años de palizas y frustraciones explotó en una extraña alquimia que utilizó el miedo irracional como detonador. Los cráneos de los dos muertos vivientes se abrieron con un chasquido seco y húmedo, pero el joven no dejó de atizarlos cuando se derrumbaron inertes en el suelo. Remujo golpeó y siguió golpeando, como si estuviera devolviendo uno por uno hasta el último abuso recibido a lo largo de su vida, vomitando el veneno que emponzoñaba su alma. Solo cuando se sintió demasiado agotado para seguir aporreando los destrozados restos, fue consciente de la presencia del animal, que lo observaba receloso desde una distancia prudencial. A pesar de los golpes, de las humillaciones y de los maltratos a los que lo había sometido, aquel perro flaco y asustado había salvado su pellejo.

La barra escapó de las manos del militar y caminó hacia el can. El perro al que su amiga perdida llamaba Canela, olió la mano que le extendía el soldado antes de permitir que el lloroso muchacho le acariciara la cabeza.

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3515:12

Carretera GI-603

No es que aquella carretera hubiera sido nunca una vía demasiado concurrida. Casi todo el tráfico, mayormente de camiones, era el que se producía entre la ciudad de Figueras y La Jonquera, pero aquella tarde la ruta se encontraba especialmente desierta. A ambos lados del asfalto se intercalaba un paisaje de bosque bajo, eventualmente interrumpido por algún pequeño campo de labranza o por el camino que conducía hasta algún pueblecito, en ocasiones reseñado por un pequeño cartel.

—¡Rabos! —exclamó el extraño mecánico—. ¡Ya me jodería decir que soy de un pueblo llamado Rabos!

—Se pronuncia “Rabós” —le respondió Pérez con un ligero acento catalán.

—¿Y qué me dices de Espolla?

—Tienes una mente muy sucia.

—¿Yo? —Cañas se hizo el indignado antes de añadir con una sonrisa—: ¡Eso los que les pusieron esos nombres!

Un enorme tractor de color naranja se movía perezosamente sobre una gran extensión de cultivos. No habían sido pocos los “paguesos”, que a pesar de vivir en comunidades tan pequeñas que ni contaban con policía municipal, se habían negado a moverse. Preferían arriesgarse en sus casas que irse a “vivir aventuras por esos mundos”.

—¿Febrero es el mes de plantar la cosecha? —preguntó el especialista.

—Ni idea. Supongo que depende de la zona. Cuando estuve en Canarias, me dijeron que tenían tres cosechas de patatas al año.

—Largo, la cosa tiene que estar muy jodida para que dos tipos como nosotros se pongan a charlar sobre cosechas.

—Está bien —respondió Pérez cambiando de tema—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que echaste un polvo?

—¿Qué decías de las tres cosechas esas de Canarias?

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36Ambos rieron hasta que una curiosa estampa en el lateral de la carretera los puso en alerta.

—¿Y ese tío? —preguntó el mecánico.

A un lado de la carretera vieron detenido un gran Ford Orion, sobre cuyo capó se encontraba tumbado un curioso individuo que parecía tomar el sol, mientras bebía despreocupadamente de una botella de ginebra. Al oír cómo se acercaba el vehículo, el tipo estiró el brazo y les hizo el famoso gesto de los autoestopistas.

Pérez miró de reojo a su fusil de asalto, mientras decía por lo bajo, como si aquel curioso autoestopista pudiera oírlos:

—Ten cuidado.

El hombre bajó del capó y se acercó lentamente. No era muy alto y estaba bastante delgado. Su barba grisácea, llena de hebras blancas, le daba un cierto aspecto a vagabundo distinguido; impresión que reforzaba su pícara sonrisa y sus ojos de un intenso azul celeste.

—¡Chicos! —dijo levantando la botella a modo de saludo—, vais en la dirección equivocada. Creedme, no queréis seguir por esta carretera.

—¿Viene de Rosas? —le preguntó Cañas.

El hombre negó moviendo la cabeza de lado a lado.

—De Cadaqués —respondió él—, pero ya os adelanto que las cosas no están mejor en Rosas.

¿Cadaqués? Aquella ciudad estaba más arriba, era una de las grandes y, por lo que Pérez sabía, no había sido evacuada.

—Seguramente llegarían durante la noche y se tragarían a la ciudad mientras dormía. —El tipo dio un buen trago de la botella antes de proseguir—: Yo arribé en mi barco esta mañana y ya no había dónde desembarcar. Una riada de podridos hijos de puta, recién vomitados del infierno, se habían tragado toda la ciudad y la mayor parte de la costa. No esperéis encontrar supervivientes.

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37—Este cabrón está borracho —lo acusó Cañas cada vez más pálido—, lo que dice es totalmente imposible.

—Sí, hijo, sí —le respondió el autostopista—, como una cuba, y más que lo estaré.

—Ni entre un centenar de esos cabrones podrían tragarse una ciudad de ese tamaño —dijo Pérez con voz vacilante—. Por lo menos no sin que les diera tiempo a pedir ayuda. No sin que hubiera escapado algún superviviente.

—¿Un centenar dices? —El autoestopista se carcajeó—. Chico, hablamos de miles, seguramente de millones. Como allí no podía desembarcar y andaba corto de provisiones líquidas… —interrumpió su discurso al dedicar una fugaz mirada a varias botellas vacías junto a las ruedas de su coche—, seguí la costa hacia abajo en busca de un lugar en el que tomar tierra, y no me fue nada fácil conseguirlo. Casi toda la costa está igual o incluso peor.

—Es obvio que tomó muchas más cosas aparte de tierra —le respondió el cabo Pérez con incredulidad manifiesta.

—¿No me creéis, chicos? —El hombre parecía más divertido que ofendido o incluso asustado—. ¡Muy bien! Os acompañaré entonces.

Los dos militares se miraron. El autoestopista no parecía peligroso, pero su historia les había puesto más nerviosos de lo que estaban dispuestos a reconocer. Los refugiados procedentes de Rosas explicaban historias similares y, aunque casi siempre se exagera, “cuando el río suena, agua lleva”.

—Está bien, suba —le invitó el cabo Pérez con una sonrisa forzada—. Vamos a hacerle unas fotos a esa famosa horda venida de ultramar.

—Ya veremos si todavía os hace tanta gracia dentro de veinte minutos —replicó el autoestopista antes de exclamar como si acabara de recordarlo—: ¡Esperad!, tengo que coger mi equipaje.

—Solo lo imprescindible —le advirtió Cañas—, no somos un jodido autobús.

El Largo cerró los dedos alrededor de su G-36. No le sorprendería que todo aquello no fuera más que un truco barato para robarles el vehículo. El

Page 38: Punto seguro extracto

38hombre volvió del coche que había estado utilizando como tumbona con dos cajas bajo los brazos. En una podía leerse Cardhu y en la otra Beefeater.

Al ver las miradas que le dedicaban los militares mientras él acomodaba con suma precaución las dos cajas en la parte trasera del vehículo, el hombre se encogió de hombros y dijo:

—No podía dejarlas allí tiradas, ¿no? —Como nadie le respondió, añadió en voz baja—: Eso hubiera sido un crimen.

Intentando sonreír, pero con una desagradable sensación en el estómago, el militar al que apodaban Largo volvió a poner el vehículo en marcha.

15:18

Lavabos de la Comisaria de la Policía de la Generalitat (Figueras)

Su arma, la Walter P-99, nunca le había parecido tan pesada. Sentada sobre la taza del váter, Laura, a la que “Quimet” antes de volarse los sesos apodaba “Laurana”, volvió a meterse el cañón en la boca y, cerrando los ojos, intentó presionar el disparador, pero al igual que en las ocasiones anteriores, fue incapaz de hacerlo.

Bajó el arma y cogió un pañuelo. Estaba totalmente decidida cuando caminaba hacia el servicio. Después de lo que había visto, el imitar a Quimet no solo le parecía lo más fácil, sino también la opción más lógica. Daba igual lo lejos que corriera, ellos venían a por ella. Esconderse no serviría de nada; ellos la encontrarían. Solo había un modo de escapar, de no terminar como ellos. Laura levantó el arma de nuevo y se dispuso a introducirla en la boca, cuando fue sobresaltada por unos golpes en la puerta del cagadero.

—Laura, ¿com et troves2?

Laura reconoció la voz de Laia. Habían congeniado enseguida durante su periodo en la academia, aunque al terminar y después del periodo de prueba en el que te movían de un sitio para otro, su amiga había terminado en Figueras y ella en Rosas.

2. ¿Cómo te encuentras?

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39—Estic bé, només necessito estar sola una estona3.

—Si necessites parlar…4

Laura se lo agradeció a través de la puerta y, tras unos silenciosos segundos durante los que Laia vaciló entre quedarse o marcharse, finalmente optó por lo segundo.

La agente se secó las lágrimas. Al volver a introducir el arma en su funda pistolera, se dio cuenta de que estaba temblando.

15:27

Carretera GI-610

El autoestopista, que se había presentado como Joaquín, estaba explicando a la pareja de militares como se había embarcado en una etílica travesía en solitario, desde su Mallorca natal hasta Cadaqués, cuando fue interrumpido en mitad de una frase por el estruendo de un disparo de escopeta. La detonación sonó procedente de alguna parte próxima a la derecha de la carretera. El cabo Pérez pisó a fondo el freno cuando una niña de unos nueve o diez años invadió la carretera.

—¡Joder! —maldijo el conductor mientras la inercia lo empujaba hacia delante.

Cañas, que se encontraba sentado en el asiento del copiloto, fue el primero en ver al inquietante sujeto que se acercaba mientras intentaba recargar una escopeta de dos cañones. La niña tenía el pelo y la ropa manchados de sangre, y aquel extraño individuo estaba completamente lleno de ella, como si se hubiera bañado en fluidos corporales.

—Cuidado con ese notas —advirtió Cañas—. Me da muy mala espina.

Pérez miró en la dirección indicada y lo vio. De altura mediana y unos cien quilos de peso, aquel tipo podría pasar por el típico campesino, de no ser por la sangre que lo cubría. Al verlos, el ensangrentado individuo pareció hartarse de manipular los cartuchos con sus pegajosos dedos. Tiró el arma a

3. Estoy bien, solo necesito estar un rato a solas.4. Si necesitas hablar…

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40un lado y empuñó un hacha de pequeñas dimensiones y asqueroso aspecto que hasta entonces había portado sujeta al cinturón de sus pantalones.

El conductor fue consciente de que se encontraba desarmado y rebuscó entre el lote de a bordo (un conjunto de herramientas que se encontraba en cada vehículo para efectuar reparaciones de emergencia); cualquier cosa que pudiera servirle para defenderse.

La asustada niña se colocó entre el coche y el tipo del hacha. El cabo Pérez salió del vehículo levantando su arma.

—¡Señor! —gritó Pérez con una voz que esperaba sonara lo bastante autoritaria—, no se acerque más.

La niña empezó a gritar. Cañas se decidió por un pequeño martillo y Joaquín se apeó del Land Rover por la parte posterior, con su botella de ginebra en la mano.

El macabro campesino no parecía tener la más mínima intención de detenerse. Pérez accionó sonoramente la palanca de montar, introduciendo un cartucho en la recámara del fusil de asalto. Un sonido que por lo general solía ser de lo más disuasorio.

—¡Deténgase!

El tipo se detuvo y miró al cabo como si lo viera por primera vez. Sus ojos marrones parecían arder de furia o de locura.

—No lo entienden —le dijo el campesino mirando a Pérez a los ojos—. Esto es el fin de la carne. No permitiré que la cojan. A ella no.

La niña se abrazó a Cañas en cuanto salió del vehículo. El mecánico supo por el olor que la pequeña se había cagado.

—Si me permite, buen hombre —dijo Joaquín irrumpiendo en la curiosa conversación—. Como hombre de mundo que soy, este me parece un caso que puede ser resuelto sin el empleo de…

—¡Ya estamos muertos! —gritó el recién llegado interrumpiéndolo, a la par que alzaba su hacha—. ¡Todos!, ¡todos muertos!

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41Pérez bajó su arma apuntando a la rodilla. No quería matar a aquel chalado hijo de puta. Ya había tenido suficientes marrones por un día, pero tampoco permitiría que los atacara.

Ante los atónitos ojos de los presentes, Joaquín arrojó su botella con esa pericia que solo se adquiere con la práctica, haciendo que el proyectil se estrellara contra el rostro del agorero. El tipo, al que los dos militares creían borracho como una cuba, apenas tardó un instante en recorrer los escasos metros que lo separaban de su adversario y, mediante un espectacular salto, propinó un brutal rodillazo en la cara del ensangrentado campesino, digno del mismísimo Tony Jaa.

Al ver la expresión de incredulidad en el rostro de sus dos acompañantes, Joaquín recuperó la botella que, a diferencia de la nariz contra la que se había estrellado, no se había roto; y dijo como si aquello lo explicara todo:

—Pasé una temporada en Tailandia.

El tipo del hacha no estaba muerto y, al menos por el momento, no iba a causarles más problemas.

—¿Qué hacemos con ese chalado cabrón? —preguntó Cañas.

Por lo que Pérez recordaba, se suponía que tenía que avisar a la policía y retenerlo hasta que vinieran a recogerlo. Claro, que aquella era una norma de antes de que todo se fuera al carajo, cuando no era necesario que alguien tuviera que encargarse de propinar unos cuantos martillazos en la cabeza de un cadáver tan pronto como el médico certificaba su muerte, o de que la brigada de montaña tuviera que encargarse de la escolta de instalaciones vitales. Puede que aquel tipo fuera un demente o un asesino y desde luego no iba a subirlo al Land Rover; bastantes problemas tenía ya. Además, él seguía teniendo una misión que cumplir.

—¡Joder! —exclamo Pérez realmente contrariado—. ¿Es que todos los marrones me tienen que caer a mí?, ¿tenemos algo para atarlo?

—No —respondió Cañas—, yo propongo que dejemos a ese hijo de puta aquí tirado y sigamos con los nuestro.

Joaquín, que estaba acariciando la cabeza de la niña tratando de tranquilizarla, preguntó:

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42—¿No se supone que teníais que tomar unas fotos o algo así?

Sonaba como una tarea fácil y banal, pero obviamente hacer un reconocimiento fotográfico de una zona consistía en algo más que eso.

—¡Sí! —le espetó el cabo—, de su famosa horda de hijos de puta vomitados por el infierno.

Señalando con su mano libre en dirección a la rotonda que llevaba a Rosas, Joaquín dijo:

—Pues ya puedes ir empezando.

Los dos militares miraron en la dirección señalada y al principio no estuvieron seguros de lo que veían. A lo lejos, aquello parecía un bosque o algo por el estilo. Pérez utilizó el zoom de la cámara y vio que no eran arbustos. Fuera lo que fuera aquella enorme masa, se movía. Avanzó varios metros sobre el asfalto antes de volver a mirar a través de la óptica de la cámara.

—¡Ostia puta! —exclamó el cabo.

A lo largo de su vida, Pérez creía haberlo visto todo en lo que a multitudes se refería. Manifestaciones, rebajas, conciertos… Nada de todo aquello era comparable a lo que, lenta pero inexorablemente, avanzaba hacia ellos.

—¡Es imposible! Joder, no me lo puedo creer —siguió diciendo mientras forzaba al máximo la lente—. ¿De dónde coño han salido?

Cañas rebuscó en el interior del vehículo hasta dar con unos prismáticos, que en el pasado le habían proporcionado más de una satisfacción en las inmediaciones de la playa nudista. Dejando a la pequeña con Joaquín, el mecánico se subió al capó del Land Rover y miró a través de las lentes de aumento. Lo que vio estuvo a punto de hacerle caer de culo.

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4316:11

Rosas

La estampa era sobrecogedora, incluso desde aquella altura. Claro que aquellas terribles imágenes confirmaban el terrible rumor que les habían filtrado.

A pesar de lo escalofriante de la situación, Sofía no podía evitar sentir alivio y satisfacción a partes iguales. Alivio, porque después de todo lo que había tenido que rogar y sobornar para conseguir aquel helicóptero, hubiera sido como mínimo embarazoso regresar con las manos vacías. Satisfacción, porque aquella podía ser la noticia más importante con la que Sofía se había topado en sus siete años como reportera.

—¿Puede bajar más? —preguntó la periodista al piloto.

—¡Ni de coña! —gritó Óscar, su sufrido cámara—. Puedo filmarlo perfectamente desde aquí.

Pero la que mandaba era ella, así que el piloto descendió hasta quedar apenas a veinte metros por encima de las cabezas de aquella terrible y gimiente masa de cuerpos.

Oscar creía haberlas visto de todos los colores en lugares como Kosovo, Irán, Macedonia, Iraq y Afganistán. Lo habían amenazado, detenido, golpeado y disparado por medio mundo. Sabía lo que era pasar la noche temblando de miedo y de frío, abrazado a una manta pulgosa en el suelo de algo más parecido a una mazmorra que a una celda. Pero lo que ahora estaba experimentando, estaba más cerca del terror irracional que del miedo.

—Consígueme unos primeros planos para intercalar con los de ese mogollón —ordenó Sofía—. Quiero la jeta de un par de esos cabrones.

La reportera sabía que sería un recurso de lo más efectista después de mostrar el estremecedor plano general, en el que podía verse prácticamente toda la costa ocupada por aquel espeluznante hormiguero. El cámara obedeció más por profesionalidad que por otra cosa. Las lentes se movieron hasta mostrarle con todo detalle el inexpresivo rostro de un muchacho de color, con el cabello lleno de lo que solo podían ser algas. Aunque aquello se oponía a toda lógica, sus ojos, blancos como los de un pescado hervido, lo

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44miraron, y Oscar estuvo seguro de captar en ellos la fría e implacable voluntad de acabar con toda forma de vida. La cámara casi escapó de las manos de su experto propietario.

—¿Qué coño te pasa ahora? —le increpó la reportera.

—Vámonos —fue la escueta respuesta de Óscar.

—¿Los tienes?

—¡Sí, ostia! ¡Claro que tengo los jodidos primeros planos!

Al ver el pálido rostro de su compañero y, teniendo en cuenta que ya tenía lo que quería, la mujer dio instrucciones al piloto para iniciar el regreso.

Sofía era una mujer ambiciosa. Había tenido que escalar auténticas montañas de mierda para llegar hasta donde estaba. Después de años de cubrir sucesos menores, por fin iba a poder hincarle el diente a algo grande.

—Está claro —dijo meditando en voz alta—, que los militares tendrán que hacer algo.

—¡Por cojones! —le gritó el cámara—. Por suerte la única base militar en condiciones está aquí mismo. Yo hice la mili allí. ¡Tienen hasta tanques!

De ser aquello cierto, allí iba a producirse una batalla de grandes dimensiones. Pero, ¿por qué nadie parecía saber nada de aquel asunto? Puede que los militares estuvieran ocultando aquella información para evitar que cundiera el pánico. Si pudiera presionarlos para que la dejaran grabar e informar de la batalla, tendría una bomba informativa entre sus manos. Ella era la única periodista de la zona. Si conseguía negociar de algún modo con el responsable de aquella base… podría conseguir uno de los reportajes más épicos de la historia.

17:23

Despacho del capitán Vera (Base Militar)

No podía decirse que el día hubiera empezado con buen pie para el capitán Vera. Después de toda una mañana escuchando quejas e intentando buscar

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45espacio hasta debajo de las piedras para alojar a la nueva oleada de refugiados, llegaban las preocupantes fotografías del reconocimiento de Rosas.

Tampoco el informe del teniente Medina había sido para tirar cohetes. La unidad de montaña había arramblado con la munición.

En cuanto al armamento no se podían quejar. Contaban con un par de docenas de los modernos fusiles de asalto G-36, un par de centenares de los ahora obsoletos Cetme Modelo L, una veintena de sus versiones cortas LC y media docena de versiones LV, con sus correspondientes maletines conteniendo sus visores de aumento y visión nocturna. Por encontrar, incluso habían dado con una docena de los vetustos pero fiables Cetmes modelo C y con un par de centenares de subfusiles Z-70B, que habían sido utilizados básicamente para la instrucción y los desfiles de la compañía de carros, y llevaban años sin ser disparados. La cosa no mejoraba con las armas cortas. Tenían almacenadas una veintena de las obsoletas pistolas Super-Star y apenas una docena de las más modernas Llama M-82, que era el arma corta reglamentaria desde hacía más de una década. De armamento colectivo, contaban con una veintena de ametralladoras MG-42 de las cuales, según el teniente Medina, unas doce parecían encontrarse en un estado razonablemente bueno, y con dos docenas de las pesadas Browning 12’70 con más años que Matusalén. El batallón de montaña se había llevado hasta el último LAG-40, dejándoles, eso sí, los cuatro morteros de 120 mm demasiado pesados para sus vehículos, un par de puestos de tiro de Misil Milán y un par de “churreras” (lanzagranadas del 88’9).

El montante no estaría del todo mal, si no fuera por el hecho de que apenas contaban con dos cajas de munición del 5,56, lo que significaba unos 2000 cartuchos. El doble de esa cantidad en calibre 7,62 y varias cajas de calibre cincuenta que llevaban casi diez años caducadas. La munición del 9 parabellum se limitaba a un par de cajas de munición de seguridad. También habían encontrado unos cuantos cajones que contenían las viejas granadas de mano R-41 que los “montañeros” no se habían querido llevar. Pero no contaban ni con granadas ni con suplementos para los morteros ni para las churreras y, por descontado, no tenían ni uno de los carísimos misiles filoguiados para los puestos de tiro.

Por si le servía de consuelo, le habían informado de que en la zona reservada a los explosivos, aparte de las granadas R-41, encontraron un par

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46de cajas con lanzagranadas desechables C-90, una caja con dos bobinas de 250 metros de cordón detonante rojo, otra con otras dos bobinas de 100 metros del amarillo, y abundante explosivo PG-2.

Con aquello no tenían ni para empezar. Así que el capitán Vera había telefoneado al coronel Llobet. Perdió casi un cuarto de hora hablando con varios subordinados que le daban largas, hasta que finalmente consiguió hablar con él. Para su sorpresa, la noticia no pareció sorprenderlo lo más mínimo, lo que hizo sospechar al capitán que su superior sabía algo al respecto.

—Necesitaré apoyo aéreo y refuerzos —solicitó Vera—, a ser posible de unidades mecanizadas o de caballería y…

—Enrique —le cortó el coronel utilizando el nombre de pila del capitán—. Me temo que eso no va a ser posible.

—Pero mi coronel, usía debe comprender que no dispongo más que de los restos de una compañía de servicios escasamente equipada.

Se hizo un silencio que se prolongó durante unos segundos, hasta que la nerviosa voz del coronel volvió a sonar a través del auricular.

—No eres el único que está con la mierda al cuello. Hace ya dos días que perdimos Ceuta y Melilla. Esos cabrones llegaron primero por el sur y ahora se están apareciendo a lo largo de toda la costa este. Prácticamente toda la división acorazada ha tenido que ser desplegada en el sur. La Brilat, la caballería y la Bripac han sido desplegadas a lo largo de la costa este; a duras penas dan abasto, y eso teniendo en cuenta que están respaldados por apoyo aéreo.

—¿El batallón de montaña? —preguntó el capitán mientras pensaba en su ex mujer y sus hijos.

—Apenas se las arreglan para asegurar sus objetivos, y ahora tienen que hacerse también cargo de otros, que a su vez estaban a cargo de unidades que estamos desplegando a lo largo de la costa. Esto es una cadena. Si perdemos las petroquímicas y las carreteras, no llegarán los suministros y caerá todo lo demás.

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47—En ese caso —respondió el capitán con un hilo de voz—, solicito permiso para evacuar este punto seguro; carezco de medios humanos y materiales para defenderlo.

Un nuevo silencio. Cuando el coronel volvió a hablar, a Vera no le sorprendió la respuesta.

—Eso no puede ser, Enrique —dijo el coronel—. Si no los paráis, no solo perderemos una de las principales vías de comunicación con Francia. Esos cabrones no encontrarán otra línea de defensa hasta que lleguen a Gerona. Las fuerzas policiales a duras penas se las apañan para mantener el control de las ciudades. Sé que esto no es fácil, pero todo el mundo está haciendo su parte, y tú, no puedes ser menos. Tus órdenes son muy claras: como responsable del punto seguro III/07, tienes que defender esa posición a cualquier precio.

Vera se quedó en silencio. Se suponía que tenía que responder con un marcial “¡a la orden!”, pero aquello equivalía a una estúpida sentencia de muerte.

—Con todos mis respetos, mi coronel. Carezco de medios para cumplir esa orden. Apenas cuento con munición ni con…

—¡Haz lo que consideres necesario! —volvió a interrumpirlo abruptamente el oficial superior—. Llamaré a Zaragoza para que te preparen munición; ellos andan cortos de conductores y vehículos, por lo que tendrás que enviar a alguien a buscarla. También haré unas llamadas. Intentaré que la policía te apoye con algunos hombres. Cursaré una petición para que la aviación os respalde con bombardeos y os enviaré refuerzos en cuanto los tenga disponibles, pero no voy a engañarte… Estáis bastante abajo en la lista de prioridades.

—Comprendido —respondió finalmente el capitán—. Haré lo que sea necesario.

—Cuento con ello, Enrique.

El capitán colgó el teléfono sin despedirse con la fórmula reglamentaria. Su exmujer vivía en Cádiz, si bien a veces pasaba temporadas en Ceuta en la casa de sus ex suegros. Su mano se cerró alrededor del teléfono, sin llegar a levantar el auricular. Tenía mucho que hacer y no sería capaz si se confirmaban sus peores temores.

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4817:28

Edificio D (Base Militar)

Joaquín había conseguido asear y vestir con ropas limpias, de una talla aproximada a la que le correspondía, a su nueva y traumatizada amiga. La transacción le había costado un par de botellas, pero al fin y al cabo, así viajaría más ligero de equipaje. No había conseguido que la pequeña dijera ni una sola palabra, ni siquiera para quejarse de lo fría que estaba el agua con la que la lavó. No le dio importancia. Como hombre de mundo, Joaquín sabía que a menudo se daba demasiado valor a las palabras, y quizás por ese motivo él las derrochaba. Él escondía el sufrimiento de su alma tras sus verborrea y ella tras su silencio.

El estado de aquel edificio dejaba bastante que desear. Por lo que estaba viendo, la cuestión del espacio no iba a ser problema; casi todo aquel que tenía algún otro lugar al que marcharse, parecía más que dispuesto a hacerlo. No eran pocos los que intentaban encontrar un lugar de acogida después de largas conversaciones por el teléfono móvil. Muchos lo conseguían; otros, a pesar de todas sus súplicas, terminaban llorando a escondidas en el servicio o públicamente sobre sus camas. Toda la intimidad que podía conseguirse allí era la que proporcionaban algunos biombos y cortinas, con los que improvisaban algo remotamente parecido a habitaciones.

Joaquín consiguió rodear dos camas con un par de biombos en una esquina apartada de la nave, en la que quizás por sus oscuras manchas de humedad, nadie había querido instalarse. Acostó a la pequeña en una y, después de acomodar su aparatoso equipaje bajo la otra, se tendió cuan largo era. Alargó la mano hasta hacerse con una botella y estaba empezando a pelearse con su tapón, cuando vio a la niña de pie, mirándolo con ojos suplicantes.

—Está bien —accedió él dejando de nuevo la botella en el suelo—. Supongo que hay sitio de sobra para los dos.

Ella se tendió a su lado y lo abrazó con su cuerpo tembloroso, mientras él le acariciaba el cabello aún húmedo. Llantos, sollozos y algunos gritos desesperados podían oírse a su alrededor.

—Nosotros no saldremos corriendo —dijo el hombre distraídamente—. Este sitio me da buenas vibraciones.

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49A pesar de no ser aún las seis de la tarde, ambos se quedaron dormidos.

17:51

Despacho del capitán Vera (Base Militar)

Aunque a estas alturas todo tipo de rumores circulaban por el punto seguro, a medida que el capitán Vera informaba a sus subordinados sobre la difícil situación en la que se encontraban, observó dos tipos de reacción a sus palabras. Unos parecían pensar que la situación no podía estar tan mal como había dicho el coronel, y otros que acababan de ser abandonados a su suerte. Las expresiones de aquellos hombres iban desde el horrorizado gesto del pálido sargento Cano, a la sonrisa que se estaba formando en el rostro del teniente Medina.

—Señores, esto es lo que hay —sentenció el capitán al terminar.

—¿Cuánto tardarán en llegar? —preguntó el brigada Redondo mientras examinaba el mapa que se extendía sobre la mesa.

Todos miraron hacia el plano haciendo cálculos mentales. Sabían que una persona a paso vivo se mueve aproximadamente a unos cuatro quilómetros la hora. Los fiambres ambulantes que ellos habían visto, por lo general, se movían mucho más despacio. ¿A qué velocidad? Sobre el asfalto, quizás pudieran recorrer un quilómetro en una hora, pero su frente era muy amplio y solo una pequeña fracción de aquella oleada se movía sobre la carretera.

—Depende de muchos factores —respondió finalmente el capitán—. Teniendo en cuenta el espacio que han recorrido por ahora y salvo que se detengan o que se den la vuelta y se marchen por donde han venido, calculo que los tendremos encima mañana. Entre las cuatro y las siete de la tarde.

El teniente asintió. Sus cálculos debían haber ofrecido similares resultados.

—Tenemos que frenarlos de alguna forma —murmuró el brigada Redondo por lo bajo, casi como si hablara para sí mismo—. Eso es muy poco tiempo para que puedan enviarnos refuerzos.

Aunque buscó, no vio ningún puente que pudiera volar para atajar el problema. Bueno, estaba el puente del pueblo de San Clemente, pero eso solo

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50serviría si decidían internarse en el pueblo en lugar de seguir por la carretera; también podrían rodear el pueblo y llegar por la carretera.

—Si empezamos a levantar una barricada… —propuso el sargento Zacarías.

—Nuestra mejor opción —le cortó el teniente Medina—, es intentar diezmarlos antes de que lleguen aquí. Cargarnos a todos los que podamos atacándolos en un frente lo más ancho posible. Retrocediendo como los cangrejos.

No fueron pocos los que lo miraron de un modo raro, y el capitán tuvo que imponer silencio levantando la mano.

—Explica esa idea —le invitó el oficial.

—Por mucho que nos atrincheremos —explicó el teniente—, no disponemos de medios para derrotarlos si llegan en masa. En el mejor de los casos, quedaríamos asediados. Encerrados en este agujero mientras ellos siguen hacia Figueras y, para eso, mejor recogemos los bártulos y nos vamos.

Todos comprendieron que el teniente tenía razón. De nada les serviría quedar sitiados en aquel pueblo dejado de la mano de Dios.

—Tampoco podemos vencer en un combate de choque —continuó el hombre—, sin embargo ellos son lentos y carecen de poder de fuego. Propongo que utilizando vehículos artillados los hostiguemos desde varios frentes a la vez, atacando y retrocediendo. Por un lado los diezmaremos y, por otro, puede que consigamos separarlos en diversos grupos, desviándolos y entorpeciendo su avance. En el peor de los casos, puede que consigamos frenarlos hasta que lleguen refuerzos.

—¿Con qué vehículos? —le interrumpió el palidísimo sargento Espinosa—. ¡Solo funcionan un par de carros de combate! Y los TOA no están en mejores condiciones.

—No he hablado de vehículos acorazados —continuó el teniente como si estuviera explicando algo obvio—. Como ya dije, carecen de poder de fuego. No necesitamos blindaje, solo vehículos que puedan moverse sobre todo tipo de terreno. Esta es una zona rural. En Bosnia y Kosovo, muchos campesinos utilizaron sus tractores artillados con ametralladoras.

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51Aquello le recordó algo al brigada Redondo. El orondo especialista llevaba una vida tranquila encargándose del mantenimiento del polvorín de aquella base y realizando alguna que otra voladura ocasional, generalmente de municiones no detonadas. Pero no siempre había sido así.

—Si conocemos su ruta —explicó el brigada—, podemos minarla. No son inteligentes, por lo que tampoco necesitamos molestarnos en esconder las cargas.

—¿Con qué piensas minarlo? —le espetó el escéptico sargento Espinosa.

—En la ciudad de Chaplina, los guerrilleros convirtieron una fábrica de ambientadores en poco menos que una fábrica de minas. Tengo grandes cantidades de PG-2 y seguro que puedo conseguir tornillería en los talleres y botellas vacías en la cocina. Serían una trampa muy obvia para una unidad de infantería, pero fijo que ellos se las comen con patatas. Además —prosiguió el brigada—, con combustible, detergente, pintura y algunas cosillas más, podría preparar algo parecido a las bombas de napalm.

—De momento ponte con las minas —dijo Vera.

—De todos modos —intervino el sargento Zacarías—, tampoco deberíamos descartar el levantar algunas barricadas en su camino. Creo que podré reunir a varios voluntarios entre los civiles que no salgan huyendo. Ante este tipo de situaciones, lo difícil es quedarse de brazos cruzados.

—Dejo en tus manos esa línea de acción —le respondió el oficial.

No fueron pocas las ideas que fueron apareciendo sobre la mesa. Desde requisar cosechadoras para lanzarlas contra la horda si la cosa se ponía fea a incendiar bosques, levantar fosos, o atropellarlos con los vehículos blindados como último recurso. Muchas de las ideas quedaban en nada y muchas otras eran potencialmente buenas, sin embargo acababan topando con el que era su principal problema: la falta de personal para llevarlas a cabo.

Unos golpes en la puerta, interrumpieron una acalorada discusión sobre quién se encargaría de ir a Zaragoza en busca de la munición. Ninguno ignoraba que la tentación de desertar podía ser muy fuerte, especialmente en aquellas circunstancias.

Page 52: Punto seguro extracto

52El sargento Cano, más próximo a la puerta, la entreabrió. Se encontró con el Soldado Tejero, el cual, con su acento gallego, le dijo:

—Perdone usted que les interrumpa, mi sargento, pero es que una periodista insiste en…

—¡Estamos ocupados! —le cortó de forma brusca el suboficial.

El sargento Cano cerró la puerta abruptamente y a punto estaba de volver a ofrecerse voluntario, pues contaba con el Carnet C de camión, cuando la puerta se abrió a sus espaldas. Todos volvieron su atención hacia la entrada. El capitán Vera tardó unos segundos en reconocer a la mujer de rostro decidido que, a pesar de su pequeño tamaño, se abrió paso entre sus hombres sin que ninguno se atreviera a impedírselo.

—¡Ya lo creo que va a atenderme! —exclamó ella mirándolo directamente con sus ojos verdes—. ¡Y va a escuchar lo que tengo que decir!, o me encargaré de difundir en el próximo noticiario la avalancha de zombis que está emergiendo por la costa.

—¿Aún siguen emergiendo? —preguntó el teniente Medina alarmado.

Ella miró sorprendida al hombre alto y delgado, antes de responderle ásperamente :

—La última vez que los sobrevolé, salían del agua a centenares.

En la cabeza del capitán resonaron dos frases sin conexión aparente: “¡haz lo que consideres necesario!” y “ante este tipo de situaciones, lo difícil es quedarse de brazos cruzados”.

20:00

Comedor de la prisión de Figueras

“Ladrillo” dejó la bandeja en su sitio habitual, la mesa más próxima al televisor que colgaba en lo alto de la pared. Se acercaba la hora de las noticias de la cadena local y, aunque no acababa de entender el catalán, la reportera de los noticiarios se parecía remotamente a la madre de sus hijos. “Picado” se sentó a su lado. Hablaba demasiado y le disgustaba su afición por tocar

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53a todo el mundo, algo que a él lo ponía nervioso; a pesar de todo le caía bien. No ignoraba que ese jovenzuelo probablemente se había asegurado de hacerse amigo suyo porque era el preso más grande y chungo del lugar, pero su forma de hablar le recordaba a la de su hijo mayor, que por desgracia iba camino de seguir su carrera.

Picado estaba a punto de explicar un chiste sobre gallegos que le habían contado aquella tarde en el patio, cuando decidió guardar silencio al ver la embobada expresión con la que Ladrillo miraba la tele. No sabía si era verdad; un senegalés le había dicho que su amigo le había escachado la cabesa a un tipo por tirar una bandeja de comida contra el televisor.

La pequeña reportera de largo cabello negro estaba diciendo algo sobre la costa. La cuchara llena de puré de patatas se cayó de la mano a medio camino hacia la boca de Picado cuando por el televisor empezaron a pasar unas imágenes aéreas de la zona costera. Interminables enjambres de muertos vivientes emergían tambaleantes de las aguas para unirse a una inabarcable marabunta de cuerpos, que había engullido por completo una pequeña ciudad costera.

—¿De onde coño sale tanto negro? —preguntó Picado.

Ladrillo lo hizo callar con un gesto mientras gritaba:

—¡No se escucha!

El funcionario a cargo del comedor, sabiendo cómo se las gastaba aquel hombre con el televisor y estando también él interesado, por no decir acojonado, con el contenido del noticiario, utilizó el mando a distancia para subir el volumen casi al máximo. En la pantalla apareció un mando militar. Según las letras, era un tal capitán Vera y estaba a cargo de algo llamado “Punto Seguro”. El hombre se encontraba subido a un estrado, ante el que habían colocado un único micrófono con el logotipo de la televisión de Figueras. El aspecto de aquel hombre hizo que a la mente de Ladrillo acudiera una caricatura: Abraracúrcix, el caudillo de las historietas de Asterix y Obelix. El discurso del capitán resonó por todo el comedor:

«Soy el capitán de infantería Enrique Vera Cuenca, jefe del séptimo punto seguro de la tercera subinspección general pirenaica. En este mismo momento, miles, probablemente... millones de muertos vivientes emergen a

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54lo largo de toda la costa y avanzan arrasándolo todo. Mi unidad se encuentra situada en San Clemente de Sasebas y es lo único que se interpone entre ellos y la ciudad de Figueras. Si no los detenemos aquí, llegarán a la ciudad en menos de dos días. Lo peor es que una vez en ese punto, se esparcirán en todas direcciones y solo Dios sabe hasta dónde podrán llegar».

La imagen del capitán fue sustituida por unos primeros planos de aquellos seres. A Ladrillo, al igual que a la mayoría de hombres que allí se encontraban, le bastó un solo vistazo a aquel rostro muerto para saber lo que le esperaba a Figueras si aquellos monstruos conseguían llegar hasta allí.

La voz del oficial era la única que llenaba el repentinamente silencioso comedor, mientras la pantalla continuaba llenándose de rostros que parecían salidos de un film de horror.

«Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para detenerlos. Pero no cuento con los suficientes hombres ni medios, y me veo obligado a pedir ayuda. Todo aquel que tenga armas y municiones será bien recibido. Si no las tiene, se las proporcionaremos nosotros. También necesitaremos conductores de camiones y de maquinaria pesada, personal sanitario y gente con experiencia en la construcción. Cualquier hombre o mujer que esté dispuesto a luchar o a trabajar».

El televisor volvió a mostrar al capitán, que había interrumpido su discurso como si acabara de quedarse sin palabras. El oficial cogió el papel que estaba leyendo y haciendo una bola con él, lo tiró a un lado para añadir mirando con fijeza hacia la cámara:

«A todo aquel que me esté escuchando. No sé quién eres, ni quién fuiste, ni en qué crees, ni lo que puedas haber hecho o dejado de hacer. Si piensas que huyendo podrás salvarte a ti y a las personas que te importan, adelante. Empieza a correr y no te detengas, porque ellos no van a parar. Si no vas a escapar, te advierto que el esconderte no te servirá. Si de un modo u otro tienes intención de plantar cara, ven a San Clemente».

El hombre no dijo nada más. Bajó del estrado y se marchó dejándolo vacío. El comedor quedó completamente en silencio y Ladrillo levantó la mano.

—¡Quiero hablar con el alcaide! —gritó el hombretón.

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55El funcionario, que aún tenía el mando a distancia en la mano, bajó el volumen del televisor y se dirigió hacia el teléfono.

20:10

Casa abandonada, Campo de Maniobras (San Clemente de Sasebas)

Los lengüetazos de su nuevo amigo eran como la versión húmeda y rasposa de unos besitos. Debía de haber peores formas de que lo despertaran a uno. Después de su última desventura, el soldado Remujo pensó que el animal bien se merecía que lo pasearan un poco y se lo llevó hasta su escondite, la casa que a veces utilizaban para instalarse los mandos durante las maniobras. Aquel era un lugar relativamente alejado y seguro en el interior del campo de maniobras. Ideal para fumarse sus trócolos y desconectar. En esta ocasión parecía haber desconectado durante demasiado tiempo. Ya era de noche y tenían un buen paseo hasta la doble valla. ¿La había dejado cerrada? La duda lo sobresaltó. Si alguien lo echaba en falta y se encontraban con la puerta de la doble valla abierta, le iba a caer una buena bronca o algo peor. ¿Quién estaba de guardia? Se supone que la patrulla perimetral tiene que comprobar que las puertas estén cerradas, por lo menos de vez en cuando. Los más “sudas” se limitaban a dar una vuelta con el Land Rover y comprobar los almacenes, el polvorín y poco más. Pero en cuanto oscurecía, casi todo el mundo daba una vuelta completa al perímetro por si acaso.

—Vamos, colega —le dijo al perro que a duras penas era una oscura silueta a su lado—, será mejor que nos demos prisa o voy a pillar pero bien.

El animal no comprendía por qué el muchacho parecía tan preocupado. Los seres que olían raro aún estaban lejos y su olfato le decía que no avanzaban en su dirección. Mientras seguía al apresurado joven, el perro no entendía qué interés podía tener su nuevo amigo en correr al encuentro de aquellos monstruos.

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5620:18

Hangares (Base Militar)

El sargento Espinosa lo había conseguido. Estaba seguro de que una de las principales razones por las que el capitán lo había escogido para aquella tarea, era para quitárselo de en medio. Ninguno de sus superiores se había molestado nunca en disimular la negativa opinión que tenían sobre su persona. A sus compañeros de empleo los había oído refiriéndose a él a sus espaldas como “el gordo modernaco”; y en cuanto a sus subordinados, estaba claro que no lo respetaban; por lo menos lo temían y con eso tenía más que suficiente.

El convoy de municionamiento se componía de tres camiones Uro. Como era de esperar, la unidad de montaña se había llevado los Pegaso, aunque los Uro, a pesar de sus años, seguían siendo buenos vehículos. Él conduciría el primero con el soldado Mateo como copiloto. En el segundo, viajarían el cabo Palasí como conductor y el Soldado Elche como copiloto, y por último en el tercer camión, irían los soldados Aranda y Arcas. Arcas había suspendido el examen práctico para sacarse el carnet C de camión, pero era lo que había, ya que el marica llorón de Cano tenía que encargarse de reglar las pesadas ametralladoras Browning calibre cincuenta, más conocidas vulgarmente como “las doce setenta”.

Cuando se disponía a subir al camión, un sonido de arrastre hizo que el suboficial se volviera y se encontrará de improviso ante la inconfundible silueta, de lo que solo podía ser un tambaleante muerto viviente. El pánico se apoderó del orondo suboficial. ¡Ya estaban allí! De algún modo habían entrado. Estaban perdidos. El ser aceleró sus movimientos, como si hubiera estado haciendo acopio de todas sus reservas para aquel “sprint final”. A pesar del miedo, o quizás espoleado por él, Espinosa reaccionó pateando a aquel despojo andante a la altura del estómago. El cuerpo seco y delgado no debía pesar más de cuarenta quilos, por lo que el puntapié lo derribó como si lo hubieran golpeado con un ariete.

—¡Estás solo! —exclamó con una histérica sonrisa el suboficial—, estás solo.

Ante la mirada de sus subordinados y envalentonado por la certeza de enfrentarse a un único y caído oponente, Espinosa apoyó su pierna derecha

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57sobre el pecho del derribado muerto animado y con toda tranquilidad, mientras la mano del cadáver aferraba sus botas con dedos casi tan finos como sarmientos, el hombre desenfundó su pistola. Como la mayoría de suboficiales, tenía su propia arma personal, que en su caso era una Beretta 92FS, en lugar de ese cacho de hierro que era la Llama M-82. Accionó la corredera, apuntó sobre la nariz y disparó dos veces. Los dedos que le aferraban el calzado relajaron su presa. Sus subordinados lo observaban sin decir palabra, mientras él accionaba el seguro de su arma y volvía a enfundarla.

—Cabo —dijo el suboficial—, dese una carrera y compruebe la puerta de la doble valla. El resto, asegurad la zona.

Palasí, un sujeto pelirrojo de aspecto caballuno, agarró el cañón del fusil de asalto que llevaba colgado del hombro para que no le golpeara en el costado mientras corría. El cabo no tardó ni dos minutos en llegar hasta la doble valla. Allí se encontraba la carretilla con los piensos de los perros. Palasí no tardó en llegar a la conclusión de que “el jodido yonki de Remujo”, no contento con dejarse las dos pequeñas puertas abiertas, también se había marchado a emporrarse, olvidando las malditas llaves colgando del candado.

Maldiciendo entre dientes la incompetencia, desidia y pasotismo de Remujo, el cabo cerró las puertas y las aseguró con los candados. Miró las llaves dudando entre dejarlas en la carretilla o llevárselas. Probablemente el yonki terminaría por echarlas en falta antes o después y volvería en su búsqueda. Por otro lado, solo se iban a Zaragoza. Deberían estar de vuelta en unas horas y el susto por haber perdido las llaves, quizás serviría para espabilar a aquel redomado hijo de puta. Así que, guardándolas en el bolsillo de su chaqueta, Palasí emprendió otra carrera de regreso hasta el lugar en el que lo esperaba el suboficial.

20:55

Nave Industrial (Afueras de Figueras)

El lugar parecía incluso más desierto que cuando dejaron la furgoneta y “las herramientas” de trabajo, lo que era algo bueno. Por otro lado, tampoco se veía ni rastro de los dos encargados de vigilar aquella presunta fábrica de

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58vigas, lo que era potencialmente malo. La ubicación de aquel depósito no había sido escogida al azar. Situado junto a un pequeño camino rural a medio camino entre la ciudad de Figueras y de la Jonquera, era un punto lo bastante apartado y discreto como para no llamar la atención de las autoridades, y lo suficientemente amplio como para servir de almacén. El que nadie custodiara el almacén podía significar que los tipos encargados de hacerlo se hubieran largado tan pronto como se enteraron de la que se les venía encima. La otra posibilidad era que la policía hubiera encontrado el depósito de material y estuviera vigilando el lugar para ver a quién atrapaban.

Ninguno de los cuatro hombres parecía ansioso por bajar del pequeño turismo que le habían comprado por un puñado de billetes a un tipo que llevaba horas emborrachándose en el prostíbulo de carretera.

Goran cerró su mano derecha en la manecilla de apertura de la puerta. Después de todo, él era quien había decidido ir a meterse de cabeza en aquel avispero, al ver la petición de ayuda de aquel militar por la televisión. El resto, simplemente se habían apuntado. Pensó que el veterano Svebor se opondría. Siempre había sido el más cerebral, y en muchos aspectos todos lo consideraban como un líder desde los viejos tiempos, en los que ellos eran apenas unos niños asustados en medio de la guerra en la que se habían encontrado atrapados. Pero el robusto ex guerrillero simplemente miró a Goran con sus ojos verdosos y encogiéndose de hombros le preguntó:

—¿Piensas ir andando?

Borko, que era todo un adicto a la velocidad y la adrenalina, se puso en pie y dijo mientras se internaba en la zona del bar:

—Voy a conseguir un coche.

Damir, que nunca hablaba mucho y apenas era capaz de chapurrear algo de castellano, se levantó exclamando:

—¡Por fin un poco de acción!

Así eran ellos. Cuando se embarcaban en algún tipo de negocio, aventura o problema, donde iba uno iban todos. Así había sido en el pasado y así seguía siendo ahora. Los tiempos cambiaban, ellos no.

Page 59: Punto seguro extracto

59Goran abrió la puerta, salió del vehículo y caminó con paso decidido hasta la entrada del gran almacén. Nadie trató de detenerlo.

Mientras Damir se encargaba del grueso candado, todos ellos esperaban que ocurriera algo. Eran conscientes de que tarde o temprano serían alcanzados por sus pecados y aquel era un día tan malo como cualquier otro para enfrentarse a sus actos. ¡Clack! El candado cedió con un sonoro chasquido. Nada ocurrió. Uno tras otro, los hombres se internaron en el interior del almacén. Cajas y cajas conteniendo armamento y munición se apilaban a un lado de aquella nave industrial mal iluminada.

—Aquí hay armamento para iniciar una guerra —comentó Svebor mientras abría un cajón, en el que vio un par de ametralladoras RPK-74—, supongo que lo compraron por lotes.

Tampoco nadie apareció mientras cargaban armamento y munición en la misma furgoneta que utilizaron durante su último golpe. El día de pasar cuentas aún no había llegado, así que seguirían acumulando pecados.

21:18

Puerta Principal (Base Militar)

El cabo Pérez y el soldado Tejero llevaban ya más de una hora en la puerta. Después de informar del resultado de su reconocimiento, Pérez se había encargado de hacer viajes hasta el polvorín para empezar a bajar cajones de munición al puesto de municionamiento, que el subteniente Cardona, inusualmente sobrio, estaba organizando en el centro del patio.

Tras finalizar aquella tarea, les habían colocado en la entrada para recibir y clasificar a los voluntarios que fueran llegando. Tenían que separar a los que tuvieran cierta experiencia con armamento o explosivos, a los que pudieran conducir maquinaria pesada, y por último, a los que realizarían labores de apoyo. Por el momento solo habían llegado media docena de vehículos, casi todos para llevarse de allí a familiares evacuados.

—Mi cabo, ¿cree usted que vendrá alguien? —preguntó Tejero con su inconfundible acento gallego.

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60—Nunca se sabe.

Unos focos en la carretera les indicaron que se aproximaba un vehículo, y era uno de los grandes. Se trataba de un gran autocar de color azul marino de los mossos d'esquadra. Una vez hubo aparcado en la explanada, de su interior empezaron a bajar policías autonómicos armados con escopetas y subfusiles. Su armamento, a diferencia del que se apilaba en el centro del patio, parecía impecable y recién salido de fábrica.

Pérez reconoció a la agente que caminaba en su dirección. Aunque no era muy buen fisonomista, era difícil no fijarse en aquella muchacha, que ahora llevaba su largo cabello rubio recogido en una especie de trenza hecha con más prisas que maña. No solo se había cambiado el peinado. En lugar del uniforme que vestía la última vez que la vio, ahora iba embutida en una especie de mono azul marino, del que colgaban numerosos porta cargadores para su subfusil, un Heckler & Koch Mp-5.

—Espero que no venga para un segundo asalto —bromeó el cabo con una sonrisa.

Ella enrojeció.

—Quería disculparme por… —empezó ella.

Él la interrumpió con un gesto de “no pasa nada”.

—Tranquila, solo bromeaba. ¿Se encuentra mejor?

Laura asintió con la cabeza y se esforzó por sonreír. ¿Se encontraba mejor? Teniendo en cuenta que había estado a punto de suicidarse hacía apenas un par de horas, podría decirse que sí. La agente estaba a punto de volver a disculparse por su histérico comportamiento, cuando todos se volvieron en dirección a la carretera, en la que ahora podían verse decenas de luces aproximándose.

No fue fácil organizar aquella avalancha. Llegó un todo terreno, con un tipo al que Laura reconoció por haber sido multado en diversas ocasiones por caza furtiva. Tractores conducidos por lo que parecía un surrealista cruce entre guerrilleros y campesinos. Dos camiones de la basura. Un minibús del que empezaron a bajar los miembros de un club de tiro con arco, con las espaldas cargadas de carcajes llenos de flechas de carbono. Un camión lleno

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61de bombonas de butano. Ambulancias, coches fúnebres, dos camiones de bomberos e innumerables vehículos particulares, que eran conducidos por personal de lo más variopinto, desde guardias de seguridad de supermercado y guardias civiles retirados, a dentistas, fontaneros y electricistas.

El cabo de la guardia pensaba que el momento más surrealista iba a ser el protagonizado por un joven, de unos diecisiete años y rostro lleno de acné, que se hacía llamar “Max”. El exaltado muchacho se bajó de un taxi vestido con ropa mimetizada y armado con una especie de podadora de arbustos, afirmando ser experto en artes marciales y ex miembro de los boinas verdes. Estaba Pérez a punto de enviarlo con el personal de apoyo, cuando vio llegar un autocar haciendo eses, como si su conductor no terminara de hacerse con el control. De su interior, y para su sorpresa, empezaron a bajar decenas de hombres de cabello entre blanco y gris, vistiendo descoloridos uniformes legionarios, que a pesar de quedarles en muchos casos demasiado estrechos, sobre todo por la parte del abdomen, se conservaban inmaculadamente limpios. Varios de ellos se encontraban en evidente estado de embriaguez, pero ante un solo grito del tipo de larga barba gris y galones de sargento, formaron de a nueve con una rapidez y marcialidad que Pérez no veía prácticamente desde su paso por el periodo de instrucción. El capitán Vera, que se encontraba supervisando el municionamiento, se acercó a grandes pasos hacia aquella formación.

—¡Firmes! ¡Ar! —gritó el barbudo—. ¡Derecha! ¡Ar!

La formación giró hasta quedarse dando el frente al oficial. El hombre que la dirigía se cuadró marcialmente ante la formación y dirigiéndose al capitán Vera, exclamó:

—¡A sus órdenes, mi capitán! —saludó—. Se presenta la hermandad de veteranos legionarios de Cataluña. ¡Forman cuarenta y siete!

Por primera vez en todo el día, el severo rostro del capitán esbozó una sonrisa al devolver el saludo militar.

—Muchas gracias, sargento —respondió el capitán—, son más que bienvenidos.

Absorto ante la llegada de los veteranos, pocos se fijaron en el segundo autocar de los mossos d'esquadra que entraba por la puerta. Los que se

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62encontraban en su interior tenían pinta de cualquier cosa menos de agentes de la autoridad. Cuando las puertas se abrieron, un tipo, que parecía esculpido en granito, bajó del autocar. Pérez vio como Laura, al igual que muchos de sus compañeros, se llevaba las manos a la pistola. Se hizo un tenso silencio hasta que el tipo que parecía estar al mando de la policía autonómica, se dirigió hacia aquella mole de patibulario aspecto.

—¿Qué hacéis aquí?

Ladrillo dotó a su rostro de algo remotamente parecido a una curvatura en sus labios.

—La prisión —anunció—, ha sido clausurada.

Luego, ignorando por completo al policía autonómico, se volvió hacia el capitán.

—Te vi por la tele —dijo—. ¿Hay hierro en tus palabras, o eres como el hijoputa de mi abogado?

—¡Esta gente son criminales! —exclamó el policía.

El capitán miró directamente a los ojos de aquella mole cuando respondió:

—Si llegara el mismísimo Satanás empuñando su tridente —dijo—, no rechazaría su ayuda. Siempre que esté dispuesto a ayudar y a obedecer mis órdenes.

—Las tuyas, sí —respondió Ladrillo—. No las de ningún madero.

El oficial asintió con la cabeza y le tendió la mano. En cuanto Ladrillo se la estrechó, como si hubiera sido la señal que estaban esperando, el resto de presos bajaron ruidosamente del vehículo.

—Bueno —le dijo Pérez a la atractiva agente, que aún no se había relajado—, creo que ahora, sí que estamos todos.

Lástima que el cabo se equivocara. Una furgoneta de color oscuro y cristales tintados se detuvo tras el autocar que les cerraba el paso. Su conductor, fuese quien fuese, empezó a tocar el claxon con impaciencia. Una vez despejado el camino, aparcó en un lateral. Del vehículo se apearon unos tipos enormes, vestidos como un curioso cruce entre comando militar y chulo de putas. El

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63que parecía llevar la voz cantante, un tipo rubio de unos cuarenta años, con el cabello cortado a cepillo y manos llenas de tatuajes, preguntó con un extraño acento eslavo:

—¿Esto es San Clemente?

—Estoy segura —dijo Laura en voz baja—, de que esos hijos de puta son la banda responsable del atraco al banco de Girona.

El cabo recordaba el caso. Aquello ocurrió un par de semanas antes de que empezaran a circular las primeras noticias sobre muertos que se despertaban y se levantaban. A pesar de que el atraco estaba relativamente bien organizado, uno de los empleados consiguió accionar una alarma silenciosa. La huida tuvo poco de limpia. Se organizó un intenso tiroteo, en el que resultó muerto uno de los atracadores y un par de agentes de policía. Eso, sin mencionar los diversos agentes y civiles heridos de distinta consideración, y los daños materiales.

—No tienes pruebas de eso —dijo el cabo—, y aunque las tuvieras, no creo que este sea el mejor momento para detenerlos.

Ella lo miró con sus ojos de color gris acero. Estaba claro que no pensaba lo mismo.

—¡Son unos carniceros! —se exaltó Laura—. ¿Tienes idea de a cuánta gente hirieron y mataron?

—Por si te sirve de consuelo, lo más probable es que estén muertos en menos de veinticuatro horas.

El cabo no añadió que aquello también era aplicable a ellos mismos, pero pareció calmar los ánimos de la agente.

21:28

Lado exterior de la doble valla (Campo de Maniobras)

La primera reacción que experimentó Remujo al encontrarse la puerta cerrada, fue de alegría. Se había acordado de cerrarla después de todo. No

Page 64: Punto seguro extracto

64obstante, esa sensación fue menguando a medida que rebuscaba la llave por los bolsillos de su mono.

La visión del perro, bastante más aguda que la del soldado en medio de aquella oscuridad, aún no le permitía ver a la media docena de tipos raros que se acercaban. Pero su olfato se lo indicaba bien a las claras.

Remujo empezó a maldecir en voz alta. Había perdido las putas llaves, lo que ya era malo, y encima se había quedado encerrado en el campo de maniobras. Podía intentar colarse por el lugar por donde se había escapado el chucho. Él era bastante delgado y con un poco de esfuerzo, fijo que conseguía meterse. Luego tendría que ocuparse de la segunda y del alambre de espinos con el que habían reforzado la parte superior de la valla interior. No, aquello no pintaba demasiado bien. Aquello significaba que le tocaría pegarse una pateada de puta madre hasta llegar a la carretera. Cuando llegara al cuerpo de guardia, les explicaría que se había perdido buscando al perro, sin omitir su encuentro con aquel par de momias, que había dejado para la carta de ajuste. Con un poco de suerte, podría estar metido en el sobre para medianoche.

22:18

Inmediaciones de la carretera GI-603

Unos pasos a sus espaldas sobresaltaron al teniente Medina, que se volvió con su arma desenfundada.

—¡Soy yo! Baja eso, ¡coño!

El que se acercaba mostrando las palmas de sus manos era el brigada Redondo. Los dos hombres llevaban ya un buen rato colocando los artefactos explosivos que habían pergeñado a lo largo de la tarde.

—Tienes que colocarlos más arriba —explicó el brigada señalando a la botella que el teniente acababa de colgar a medio metro de altura.

—Está a la altura habitual para este tipo de artefactos.

—Sí, pero lo que se busca habitualmente —dijo el suboficial— es que la metralla impacte a la altura del abdomen y el bajo vientre, para causar shock

Page 65: Punto seguro extracto

65y terror psicológico entre los supervivientes, por la salida de tripas y esas cosas. Por lo que sabemos, a esos hijos de puta no les afecta demasiado el que los dejemos sin pito y con los menudillos por fuera.

—Comprendo —le cortó el teniente—. ¡Ya me lo podías haber dicho antes!

—¿No jodas que las has colgado todas a esta altura?

—Casi todas.

El suboficial maldijo entre dientes; sería mejor dejarlas como estaban. El sistema era de lo más simple. Botellas de litro y medio, procedentes de los cubos de basura de la parte trasera del comedor, rellenas con explosivo, tornillos y grava. Mediante un taladro en la base, habían colocado un fulminante en la parte inferior que se activaría al sacarlo. A ese fulminante le habían atado unos cables de un par de metros. La botella se colgaba en alguna zona alta y luego se hacían descender los cables. Cuando cualquier elemento tropezara con ellos, arrastraría el cable accionando el fulminante, que provocaría la detonación. Sobre el papel, no debería ser muy difícil desatar los extremos del cable, recolocar la botella y volverlos a fijar al suelo. Pero en medio de aquella oscuridad, un pequeño tropezón y adiós.

—Da lo mismo —dijo Redondo—, tenemos muchas más.

Medina asintió un poco avergonzado.

—Debí pensarlo. Es algo de cajón.

—No te preocupes por eso. No me quedan cargas, voy al Land Rover a por más.

—Si eso coloca estas dos —le dijo el teniente pasándole su mochila— y ya voy yo a por más. Me pareció ver antes una luz. Supongo que será el conductor llamando a su churri por el móvil, espero que no le dé por ponerse a andar en busca de cobertura.

El suboficial asintió mientras abría la mochila para tomar otra carga. A los dos les constaba que aquella era una zona pésima para hablar por teléfono móvil. Lo mismo recibías un mensaje que te cambiaba a la red francesa (con el incremento de tarifa que ello conllevaba), como dabas cuatro pasos y te quedabas sin ninguna línea de cobertura. Aunque Genaro (el soldado

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66Méndez) sabía lo que estaban haciendo, no le sorprendería que al quedarse sin cobertura, se pusiera a andar más atento a la pantalla del teléfono que a donde pisaba, y se zampara una de las múltiples trampas explosivas que estaban colocando.

Los dos hombres no se equivocaban. Genaro, después de terminar de descargar el vehículo de explosivos, había intentado llamar a su novia que vivía en Figueras para decirle que se marchara de nuevo con sus padres a Gerona. Al no encontrar cobertura, había empezado a caminar por la carretera buscando aunque fuera una cochina línea en la pantalla, incluso de la red francesa. Dio dos pasos hacia la derecha. ¡Sí!, dos líneas aparecieron en la pantalla. Estaba empezando a buscar en la libreta de direcciones, cuando un extraño sonido silbante le hizo levantar la cabeza. El soldado alcanzó a ver a un tipo de rústico aspecto cubierto de lo que podría ser sangre seca, antes de recibir un brutal hachazo en el rostro. El teléfono escapó de las manos de Genaro, confiriendo un liguero filtro verdoso a su desquiciado verdugo.

15:14 del mismo día en la Masía de los Tàrrega

La detonación sobresaltó a la pareja de niños que jugaba en su cuarto. Habían pasado unos días desde que sus padres les prohibieran ver la televisión y salir a jugar. Cuando ellos preguntaban el motivo, su madre les respondía que aquello era algo temporal. Su severo padre la miraba con reproche, como si no estuviera en absoluto de acuerdo pero no quisiera o se atreviera a añadir nada más al respecto.

A sus trece años, Jesús ya había visto a su padre disparar la escopeta alguna que otra vez, aunque solo fuera para espantar a los cuervos y gaviotas de sus campos. Su padre era un hombre muy religioso y decía que era pecado disparar contra aquello que no fueras a comerte, por lo que la mayoría de veces disparaba al aire.

El estruendo de aquel disparo puede que no les hubiera llamado en exceso la atención en aquella zona rural, de no ser porque se había producido en el interior de su casa. Concretamente, en el comedor.

—Espera aquí —ordenó Jesús a María, su hermana menor.

—No me dejes sola.

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67El niño impuso silencio llevándose un dedo a los labios. Abrió la puerta, se asomó al pasillo y reconoció la inconfundible voz de su padre:

—Se tragan las almas.

No había la menor duda, aquella era la voz de su padre, y tenía un tono que no le gustaba nada a Jesús.

—Pero no las nuestras —añadió su progenitor—, no permitiré que os cojan.

Jesús llegó junto a la puerta del comedor y se asomó. Su madre se arrastraba agonizante por el suelo, mientras su padre se disponía a descargar un hachazo contra la cabeza de la mujer.

—¡No! —acertó a gritar el niño.

A pesar de que el grito distrajo la atención de su progenitor. El arma se enterró profundamente en la cabeza de la mujer. La impresión y la incredulidad fueron tan fuertes que el pequeño quedó paralizado, mientras su mente trataba de hallar algún sentido a aquella pesadilla.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz de su hermana a su espalda.

De algún modo aquello lo hizo reaccionar.

—¡Corre, María! —gritó.

—¡Venid aquí! —vociferó su progenitor mientras apoyaba el pie en la espalda de su esposa para recuperar el hacha.

Jesús se las apañó para empujar a su desconcertada hermana por el pasillo. Llegaron a la puerta y mientras él intentaba abrirla, la niña gritó aterrorizada al ver aparecer a su ensangrentado padre por el pasillo.

—¡No deben cogeros! —les gritó el hombre—. ¡A vosotros no!

El niño, al ver que la puerta estaba cerrada, estrelló una silla contra una de las ventanas. Aupó a su hermana, que se hizo un par de cortes con alguna de las esquirlas de cristal, y a punto estaba él de seguirla, cuando la mano de su padre lo agarró por el cuello de la camisa.

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68A pesar de los cristales, de los gritos de su padre y de los de su hermano, María no dejó de correr.

22:27

Edificio D (Base Militar)

María despertó sobresaltada. Durante un par de preciosos segundos, estuvo segura de que aquella terrible pesadilla había sido solo eso, un mal sueño. La realidad le llegó desde varios frentes a la vez. La dureza de la cama, el extraño olor a desinfectante que conseguía imponerse por muy poco al hedor a pies, el frío y sobre todo, los lamentos.

—Tranquila —le dijo el hombre que dormía a su lado y al que debía de haber despertado—, todo está bien.

La niña intentó relajarse y no se movió cuando él la cubrió con una manta realmente rasposa. Aunque no respondió, ella sabía que nada estaba bien. Él estaba afuera, en alguna parte. La estaba buscando y no pararía hasta matarla, como había hecho con su madre y con su hermano mayor.

22:31

Inmediaciones de la carretera GI-603

El sonido del Land Rover al arrancar hizo que el teniente cambiara su paso vivo por lo que militarmente suele llamarse “correr a la descarajada”. Cuando llegó a la carretera, se encontró las mochilas Altus abandonadas y llegó a ver como el vehículo se alejaba de regreso en dirección a la base.

—¡Hijo de la gran puta! —gritó el oficial.

Los injuriosos insultos atrajeron al brigada Redondo hasta el asfalto.

—¿Qué cojones pasa?

—Mateo acaba de desertar —explicó el teniente—, llevándose el Land Rover.

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69El suboficial no pareció muy convencido. Conocía al conductor desde hacía más de un año y aquello no era propio de él; aunque ya se sabe que tiran más dos tetas que dos tanquetas.

—Puede —aventuró el suboficial haciendo un gesto de llamar—, que solo esté buscando cobertura. El chaval es un yonqui del teléfono.

Un resplandor verdoso unos metros más abajo, llamó la atención del teniente. El oficial trotó sobre el asfalto y se detuvo en seco, echando mano de su arma al encontrarse los primeros restos del soldado.

—¡Joder!

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Redondo.

—La buena noticia —le explicó el teniente— es que no ha desertado.

Al acercarse un poco más, el brigada descubrió por sí mismo cuál era la mala.

22:39

Cuerpo de Guardia (Base Militar)

El goteo de voluntarios, lejos de detenerse, se había ido incrementando con diversas asociaciones militares llegadas desde Gerona y Barcelona: desde los veteranos paracaidistas de Cataluña, a otras que el cabo Pérez ignoraba que existieran, como las hermandades de milicias universitarias, Somaten, Veteranos del cuerpo de Ferroviarios o incluso la hermandad de los Caballeros Mutilados. La afluencia había sido tal, que estaban teniendo serios problemas para organizarse y para proporcionarles algo tan básico como un mínimo alojamiento, un bocadillo y una bebida. A aquel paso, las provisiones no les durarían ni cinco días.

Una vez que las tiendas modulares estuvieron llenas, el capitán Vera ordenó abrir los dos edificios del batallón de montaña, cuyos miembros estaban desplegados pero cuyas pertenencias personales seguían por allí, para empezar a alojar a los veteranos miembros de las asociaciones.

Page 70: Punto seguro extracto

70—Ya nos preocuparemos por el “qué dirán” a su regreso —respondió el capitán Vera cuando los encargados del alojamiento le preguntaron al respecto.

Mientras los enormes edificios eran ocupados, empezó a sonar el teléfono del cuerpo de guardia. Como el cabo primero Colino estaba ayudando a dar un pequeño curso de “reciclaje” a los veteranos que tenían conocimientos sobre la ametralladora MG-42, el cabo Pérez se encontraba al mando de la guardia. Al descolgar el auricular, Pérez reconoció la voz del teniente Medina, y si al cabo aún le quedaba alguna duda sobre su capacidad para atraer los problemas, lo que escuchó terminó por disiparla.

22:47

Centro de Gerona

El momento que tanto había temido el doctor Ignacio acababa de llegar.

—Tienes mujer y dos hijos —le decía Ángela, la mujer con la que se había casado, y que aún permanecía sentada en el asiento del copiloto negándose a bajar del vehículo—. ¡Por el amor de Dios, los militares tienen sus propios médicos!

El galeno tenía muy claro que su esposa estaba pensando en la serie MASH.

—Cariño —respondió el hombre con voz razonable—, no voy a combatir. Mi obligación como médico…

—¿Y qué pasa con tus obligaciones como marido? —La mujer había recrudecido su tono de reproche—. ¿Qué pasa con tu responsabilidad como padre de familia?

—Por eso estamos frente a la casa de tus padres.

Su esposa, que a sus cuarenta y cinco años seguía manteniendo gran parte de su atractivo, le dedicó una mirada feroz. El doctor pensó con tristeza que aquella no era ni por asomo la despedida que tenía en mente, ni la imagen de su esposa que él quería retener. A pesar de todo, ella bajó del vehículo y sin mediar palabra, abrió la puerta trasera para que salieran sus hijos, dos niños de nueve y trece años respectivamente, que sollozando y con el corazón en

Page 71: Punto seguro extracto

71un puño, no se habían atrevido a abrir la boca durante todo el trayecto. Lo que Ignacio no tenía tan claro era si su aflicción era debida a la situación, o a las incontables amenazas de divorcio que la mujer había empleado para disuadirlo desde que habían dejado Figueras.

—Dadle un beso a vuestro padre —ordenó la mujer.

Andrea, su hija mayor, fue la primera en sorberse los mocos y abrazarse a su padre.

—No dejes que te coman el cerebro —dijo mientras lo abrazaba.

El doctor tomó nota del consejo con una sonrisa. Jordi no dijo nada. Se limitó a abrazarlo y suplicarle que no se fuera.

—Vamos, hijos —les llamó Ángela—, vuestro padre tiene que irse.

Los jóvenes obedecieron y durante unos segundos, los rasgos de la mujer parecieron suavizarse. Ignacio pensó que su esposa le daría un beso de despedida, pero se equivocó. La mujer se limitó a decirle:

—Ten cuidado.

Y sin añadir una sola palabra o gesto de despedida, su esposa se dio la vuelta con un niño cogido de cada mano por todo equipaje.

Ignacio permaneció allí sentado, viendo como su familia caminaba hasta la entrada del edificio, y el corazón se le encogió al pensar que aquella podía ser la última vez que los viera.

23:02

Carretera GI-603

Tejero frenó en cuanto vio al brigada Redondo haciéndole señales en mitad de la carretera. Los focos también iluminaron el anónimo bulto que habían cubierto con un poncho mimetizado.

Pérez bajó del asiento del copiloto y saludó militarmente al “Mellado”, o el teniente Medina. Laura, que era la única policía que se encontraba en

Page 72: Punto seguro extracto

72las inmediaciones del cuerpo de guardia al recibir la llamada del oficial, se aproximó al cuerpo y, levantando el poncho, dio una ojeada.

—¿Han movido el cuerpo? —preguntó ella.

—Digamos —explicó el brigada Redondo— que “arrejuntamos” un poco los restos.

—Han contaminado el... —empezó ella.

—Mira, niña —la interrumpió el teniente—, ya sé que se supone que no había que tocar nada, pero no creo que ningún juez ni forense vaya a acercarse por aquí y, desde luego, no voy a dejar el cuerpo de ese muchacho esparcido por la carretera como una mierda.

El conductor se apeó del vehículo y pensó en acercarse. Él era un buen amigo de la víctima y con lo que había visto durante el breve vistazo que había dado cuando la mossa d'esquadra levantó el poncho, había tenido más que suficiente.

—Oye Largo, ¿no habéis visto el Land Rover? —preguntó el brigada mientras el oficial discutía con la policía.

Pérez negó con la cabeza.

—No nos hemos cruzado con nadie.

—Pues hacia el otro lado no ha ido. Así que si no os habéis cruzado, ni ha llegado al control que los veteranos están levantando a la entrada de San Clemente, tiene que haberse metido campo a través.

Pérez sabía que existían algunas carreteras y caminos de tierra. Pero no llevaban más que a masías aisladas, pueblos actualmente abandonados o alguno que otro, hacía el interior del campo de maniobras.

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7323:22

Lavabo del Edificio D (Base Militar)

El hedor le daba un sabor desagradable a la bebida, pero ya hacía rato que Joaquín necesitaba un trago. La niña había vuelto a dormirse, y esta vez parecía hacerlo plácidamente. La envidiaba por ello.

El hombre inclinó de nuevo la botella de Beefeater y bebió mientras contenía la respiración. No había oído entrar a nadie más en el servicio, así que cuando oyó unos golpes en la fina pared de madera del cagadero que se encontraba a su derecha, casi se atraganta. Joaquín bajó la botella y salió de la pequeña cabina. Los golpes ganaron intensidad. ¡Tap! ¡tap-tap-tap! Aquello no pintaba ni pizca de bien.

—Disculpe —preguntó a través de la puerta cerrada—, ¿se encuentra usted bien?

¡Tap-tap-tap-tap... Crock, catacrack! Aquello había sonado como si el tipo de su interior hubiera pasado de golpear la puerta con las manos, a hacerlo con la cabeza, y la fina madera había empezado a astillarse.

—¡Mierda!

Joaquín a punto estuvo de gritar pidiendo auxilio, pero se detuvo en el último segundo. Un grito de alarma en aquel lugar, lejos de hacer que alguien acudiera en su ayuda, provocaría una estampida humana. La gente estaba muy asustada y se atropellaría, golpearía, caería y sería pisoteada durante un intento de salvar el pellejo.

¡Crack!, ¡crunch!, ¡catacrack! El hombre dio una rápida ojeada en busca de algo que pudiera utilizar como arma. Vio varios paquetes de papel higiénico, algunas botellas de plástico con productos de limpieza, un par de cubos, dos cepillos, dos fregonas y un desatascador de aspecto bastante infame.

—¿Se puede saber qué es este ruido? —preguntó alguien desde la entrada.

Joaquín miró en la dirección de la voz y vio que el recién llegado era un tipo calvo y bastante obeso, que sostenía un rollo de papel higiénico en una mano y una revista bajo el brazo.

—Creo que alguien ha fallecido ahí dentro —le respondió Joaquín.

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74—¿Aquí? Es decir, ¿ahora?

¡Catacrock!, ¡Cruch!

—¡Joder! —exclamaron al unísono cuando la brecha de la puerta se convirtió en un boquete.

23:27

Zona de municionamiento (Base Militar)

El lugar era un hervidero de actividad. Sofía no sabía gran cosa sobre armas aparte de lo que había visto por televisión. Pero aquel variopinto grupo de tipos introduciendo balas en cintas y cargadores, parecía el marco ideal para su informe en directo, así que se colocó frente a ellos y dirigiéndose a la cámara operada por Oscar, empezó su monólogo:

—En esta base militar, antiguo centro de instrucción y ahora convertida en improvisado campo de refugiados, se prepara la que, sin duda alguna, será una batalla que hará historia. Este era sobre todo un punto de reagrupación, una zona de paso, un alojamiento seguro para los desplazados mientras buscan otro lugar al que ir y ciertamente, desde hace unas horas, todo aquel que ha podido marcharse lo ha hecho. Aun así, como pueden ver a mi espalda, la respuesta al llamamiento de los militares para defender la ciudad de Figueras ha sido multitudinaria.

La periodista se acercó a un tipo de aspecto eslavo que estaba alimentando unos extraños cargadores curvos, con la munición que extraía de unas cajas marcadas con unas singulares letras cirílicas.

—Discúlpeme —dijo ella llamando su atención—, veo que usted ha traído su propio armamento.

El tipo la miró durante un par de segundos, como si se preguntara quién era ella y de dónde rayos había salido, antes de responderle.

—Je net rasumien.

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75Sin saber muy bien qué decir, la periodista se acercó a un hombre de cabello cano, de entre sesenta y setenta años y que vestía con lo que parecía un traje militar que le hubiera prestado su sobrino.

—Buenas noches, caballero.

—Buenas noches, hermosa —respondió el anciano exhibiendo una desdentada sonrisa.

—Veo que está introduciendo dos tipos de balas en esa especie de cinta...

—¡Cartuchos, señorita! —le corrigió—, hay que hablar con propiedad. Estos de la punta de color rojo son trazadores, ¿sabe usted? Se utilizan para guiar el tiro, las otras...

Óscar no se molestó en disimular una malévola sonrisa ante el estupefacto rostro de la reportera. Si en su primer intento había dado con un tipo que no parecía nada dispuesto a hablar, aquel abuelete parecía tener la intención de explicarle su mili con todo lujo de detalles.

Después de narrarle por encima las accidentadas vivencias de su servicio militar en el Sidi Ifni como cabo tirador de ametralladoras, y de saludar a su familia, el veterano pareció dispuesto a dejarla hablar; momento que la reportera aprovechó para despedirse de él y poner tierra de por medio. Al cabo de un par de minutos, Sofía se despidió de un público que no podía ver. Cuando Óscar le indicó que había cortado, ella resopló antes de preguntarle:

—¿Está quedando tan mal como creo?

—Luego lo editaremos un poco —propuso Óscar.

—¿Y si entrevistamos a algún refugiado?

—¿Ves alguno por aquí?

Sofía volvió a resoplar con fastidio. Quería darle un tono épico a aquello, mas no lo estaba consiguiendo en absoluto. Sabía que su jefe pensaba que aquel asunto le venía demasiado grande, y no estaba dispuesta a darle la razón y permitir que la sustituyeran. Aquella era su oportunidad de chaparles la boca a todos los que la calificaban como “una zorrita decorativa para dar cotilleos y noticias de medio pelo”. Ella era una periodista y estaba dispuesta a ganarse el respeto de sus compañeros de profesión.

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76—Vete filmando algunas tomas de esta gente —le indicó a su cámara—. Puede que luego podamos utilizar algo.

La mujer sacó su teléfono móvil y aprovechando que había encontrado por fin una zona con tres rayas de cobertura, se dispuso a llamar a su jefe. La voz del señor Carreras le llegó apagada pero audible.

—Tenías razón. —Su jefe parecía realmente animado—. Tienes un bombazo entre manos.

—¿No te lo dije? El capitán que dirige este manicomio me ha prometido la exclusiva. ¿Sabes lo que eso significa?, ¡soy la única periodista autorizada en toda la zona!

—¡Estupendo, Sofi! Aunque necesitarás refuerzos.

La periodista casi puso los ojos en blanco. Allí estaba, el muy cabrón ya quería sustituirla.

—Te lo agradezco —respondió con suavidad—, pero me temo que soy la única periodista autorizada.

—Sofía, no seas así. Tienes madera y estuviste en el lugar y en el momento oportuno. Los dos sabemos que no tienes la experiencia necesaria en este tipo de...

—Mira. —El tono de la mujer se volvió cortante—. Envía a quien te salga de los cojones, pero no va a pasar y si a ti no te interesa el material, seguro que encuentro otras ofertas.

—Pero, Sofi...

La periodista presionó el botón rojo y estuvo a punto de estrellar el teléfono contra el suelo de cemento.

—¡Jodido, viejo verde!

Le gustara o no, aquella era su jodida noticia. No había estado en el lugar y en el momento oportuno por mera casualidad. Había utilizado sus contactos y había tenido que buscarse la vida para llegar hasta allí. Si tan buenos eran esos reporteros que pensaba enviar, ¿dónde estaban mientras ella sobrevolaba Rosas? La exclusiva era suya y la defendería con uñas y dientes.

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7723:31

Edificio D (Base Militar)

No estaba segura de si había sido el frío o los lamentos, pero la pequeña María había vuelto a despertarse y estaba terriblemente asustada. La niña tenía la sensación de que se encontraba en peligro, y aquel hombre que ya la había salvado en una ocasión, no se encontraba junto a ella. El lugar estaba oscuro y, durante unos segundos, se quedó muy quieta bajo la manta. Puede que si permanecía así y no hacía ningún ruido, él no la encontraría. Ya no era su padre, era imposible que su padre… No, el hombre que la buscaba para matarla, era simplemente “él”. Escuchó varios pasos y algunas voces quejándose de un ruido. Él estaba en camino, de eso estaba completamente segura. No, no podía quedarse quieta. Si quería vivir tendría que moverse y María, a pesar de todo, quería vivir.

23:31

Lavabo del Edificio D (Base Militar)

La ensangrentada cabeza que sobresalía por el boquete de la puerta era la de una mujer de entre treinta y muchos y cuarenta y pocos años. Su cabello teñido de rubio, que mostraba múltiples raíces tanto blancas como oscuras, estaba perlado de astillas de madera, y por la espesa baba de colorines que chorreaba de su boca, Joaquín sospechó que se trataba de una suicida. Atracón de barbitúricos fue su diagnóstico.

El tipo de la revista pareció tomárselo con sorprendente calma y en cierto sentido, a Joaquín le recordó a Ignatius, el protagonista de La Conjura de los Necios.

—Esto no tiene buena pinta —apuntó el recién llegado—, no señor, ni pizca.

—Será mejor que cierres la puerta de los servicios —le sugirió Joaquín—, no queremos que cunda el pánico.

A pesar de su aparente falta de histeria, el tipo que le recordaba a Ignatius no se movió un milímetro.

Page 78: Punto seguro extracto

78—La puerta, sí claro, la puerta —se limitó a repetir sin mover ni un solo gramo de su abundante anatomía hacia ella.

El muerto viviente era reciente y aquello era malo, ya que durante las primeras horas después del fallecimiento, aquellos seres conservaban más movilidad. Quizás no pudiera correr, pero le constaba que podían moverse con relativa rapidez y violencia. La puerta estaba dando fe de ello. Pese a lo desagradable de la situación, Joaquín se imaginó al tipo de la revista diciendo “me es imposible cerrar la puerta, se me está cerrando la válvula pilórica”, y esbozó una sonrisa antes de dar otro trago a su botella. Mierda, era una lástima desperdiciar una buena ginebra.

—Cerrad la puerta —repitió el orondo tipo.

¡Catacronch! La cabeza y parte del hombro derecho asomaron por el boquete tras la nueva embestida y antes de que volviera a retirarse, Joaquín dio dos pasos en su dirección y estrelló la botella contra el cráneo mal teñido. El envase se rompió al impactar, empapando la teñida cabeza con la ginebra que debería haber empapado el gaznate de Joaquín. El golpe pareció sacar a “Ignatius” de su trance y se apresuró a cerrar la puerta de una maldita vez. Luego, miró a su alrededor y se decidió a empuñar una de las fregonas de un modo remotamente parecido a como lo haría un lancero con su arma, sin acabar de decidir si sería bueno aproximarse.

El empapado rostro del muerto viviente no mostró la menor expresión de ira, dolor o sorpresa. Aquella falta de emociones, aquellos fríos ojos de muñeca, produjeron escalofríos en Joaquín.

23:37

Parking del Servicio de Urgencias (Figueras)

No podía decirse que las calles de Gerona estuviesen muy pobladas, pero Figueras era prácticamente una ciudad fantasma. Salvo una ambulancia y un par de coches, el aparcamiento del servicio de urgencias se encontraba desierto.

El doctor Morales bajó del coche sin cerrar la puerta y abrió el maletero. Desconocía cómo estarían de suministros médicos en San Clemente; por lo

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79que sabía, no tardarían en quedarse cortos de antibióticos. A diferencia de lo habitual en las películas que veían sus hijos, no se había encontrado ningún virus ni bacteria sobrenatural que reanimara a los muertos. Mientras que en la boca de un ser humano corriente, pueden encontrarse entre doscientos y quinientos tipos de bacterias, en la de un muerto viviente, especialmente en la de uno que no sea reciente, esa cantidad se multiplicaba. Ignacio hubiera preferido que se tratara de algún tipo de infección. Eso le hubiera proporcionado una explicación más o menos racional al fenómeno y por otro lado, la esperanza de encontrar un antídoto, de poder encontrar la manera de poner fin de algún modo a aquella locura. No le cabía duda de que en alguna parte debían de encontrarse un montón de cabezas pensantes tratando de desentrañar aquel misterio. Pero debía reconocer que no lo tenían nada fácil; por lo menos, no desde un punto de vista científico.

El galeno atravesó las puertas y se encontró con una recepción totalmente vacía. Aquello no era tan raro en una noche tranquila. Después de todo, Figueras no era Barcelona y el recepcionista podría estar en el servicio. Aquella escamosa falta de actividad le erizaba el cabello de la nuca. No se escuchaba ni una radio, no había un triste mini televisor, ni una máquina de café en funcionamiento, ni una conversación apagada. El único sonido que llegaba hasta sus oídos eran unos golpes ahogados desde el fondo del pasillo, y aquel ruido, todo sea dicho, le resultaba cualquier cosa menos tranquilizador.

—¿Hola? —dijo Ignacio en voz alta.

¡Tap!, ¡toc!, ¡plap! El hombre pensó que con toda probabilidad lo más inteligente que podía hacer era salir, meterse en su coche y regresar con su familia. Pero como en una mala película de terror, el doctor avanzó por el pasillo. Por lo menos no se veían inquietantes rastros de sangre por el suelo y eso se suponía que era una buena señal. No tardó en encontrar el origen de los golpes. Una fregona trababa la doble puerta que daba acceso a la sala utilizada como quirófano. No tuvo necesidad de acercarse a ella para deducir que no sería buena idea abrirla; ni le costó imaginarse al personal dándose a la fuga después de trabar la puerta. Por lo menos deberían haber llamado a la policía. De hecho, se suponía que tenía que haber un par de miembros de las fuerzas de seguridad en todo hospital o servicio médico.

Page 80: Punto seguro extracto

80Los golpes empezaron a incrementar la cadencia, como si los que estaban al otro lado de la doble puerta supieran que él se encontraba allí y que el palo de la fregona no iba a aguantar mucho más. Lo mejor sería que arramblara con lo que necesitaba y se marchara. Total, aquello le agilizaría las cosas y ya tendría tiempo de llamar a las autoridades pertinentes desde el coche.

23:41

Campo de Maniobras

La noche era especialmente oscura y aquello no ayudaba en lo más mínimo al ya de por si limitado sentido de la orientación de Remujo. El soldado ya ni sabía el rato que llevaba andando, y no solo seguía sin llegar a la carretera, sino que ya no tenía la menor idea de la dirección en la que esta podía encontrarse.

Canela caminaba animadamente. Aunque tenía hambre después de semanas confinado en aquel maloliente pasillo que era la doble valla, no hubiera cambiado aquel paseo nocturno por un festín. Los que olían raro intentaban cercarlos, pero el can debía reconocer que su nuevo amigo era todo un maestro a la hora de tomar rutas tortuosas, y dar rodeos que se lo ponían realmente complicado a sus perseguidores. Después de su último encuentro con aquellos extraños seres, estaba bastante seguro de que no era a él a quien perseguían. El perro no tenía nada claro el lugar al que se suponía que se dirigían. Fuese donde fuese, estaban dando un buen rodeo. Estaba claro que el joven amigo no tenía la menor prisa por regresar y si el final del camino significaba regresar a su encierro en la doble cerca, él tampoco.

La visión de los faros de un Land Rover animó al decaído soldado.

—¡Vamos, colega! —le dijo al animal—. Ahora sí que vamos a triunfar como los Chichos.

Remujo apretó el paso en la dirección de las luces y Canela lo siguió. A él no le parecía buena idea ya que los que olían raro, también se dirigían hacia allí. Pero el joven ya había demostrado saber lo que hacía.

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8123:42

Lavabo del Edificio D (Base Militar)

No podía ser buena idea, pero tampoco se le ocurría otra mejor. La muerta viviente ya tenía prácticamente medio cuerpo fuera del cagadero cuando Joaquín le arrojó un rollo de papel higiénico en llamas a la cara. El flamígero proyectil prendió en la ginebra que le empapaba la cabeza, con una espectacular llama de color azulado. El hombre esperaba algún tipo de reacción violenta por parte de la zombi, sin embargo esta siguió con lo suyo, como si el hecho de tener la parte superior del cuerpo en llamas no fuera nada del otro mundo. ¿Cuánto tardaría en caer? El baño no era un lugar que pudiera arder así como así, pero si salía en aquel estado a los dormitorios…

—¡Tenemos que contenerla! —le gritó Joaquín a Ignatius.

El orondo tipo empujó con la sucia fregona el cuerpo incendiado, mientras resoplaba por el esfuerzo. El cabello se consumió con rapidez. Un tufo dulzón a caballo, entre el aroma de una barbacoa y la peste de una incineradora de residuos industriales, empezó a inundar el lugar. ¿Cuánto más podía tardar en derrumbarse? El mango de plástico de la fregona empezó a doblarse peligrosamente. De no ser tan potencialmente peligrosa, la situación sería casi cómica. La puerta de los servicios se abrió, y por ella entró un muchacho joven y delgaducho de ojos enrojecidos.

—¡Fuego! —exclamó alarmado.

—¡Cierra esa puta puerta! —le espetó Joaquín.

El chaval obedeció, quizás por inercia; tras cerrar la puerta, se fijó en qué era lo que se estaba quemando.

—¡Zombies!, ¡zombies! —gritó aterrado.

El palo de la fregona se partió con un sonoro ¡clac!

—¡Vamos a morir! —se desgañitó el histérico joven.

—¡Cierra la boca! —le ordenó Joaquín.

El daño ya estaba hecho. Aun a través de la puerta cerrada, Joaquín podía escuchar como el pánico cundía por el dormitorio.

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8223:51

Servicio de Urgencias (Figueras)

Utilizando una camilla a modo de improvisado carrito de la compra, Ignacio había dado ya un par de viajes, abarrotando el maletero de su vehículo con todo aquello que pudiera resultarle de utilidad. Se disponía a dar un último viaje para terminar de llenar el portaequipajes y colocar por los asientos aquello que no cupiera, cuando fue sobresaltado por el escandaloso frenazo de un vehículo en el exterior. El galeno levantó la vista hacia la entrada temiendo que se tratara de los policías que venían a limpiar el lugar, lo que implicaría tener que dar bastantes explicaciones y quizás, en el peor de los casos, pasar la noche en una celda acusado de saqueo.

—¡Necesito ayuda! —gritó alguien desde la entrada.

Ignacio abandonó por el momento la cargada camilla y recorrió a paso vivo los escasos metros que lo separaban de la puerta. En el exterior, un muchacho de tez oscura, que aún parecía estar en las últimas etapas de la adolescencia, ayudaba a salir de un vehículo de destartalado aspecto a una joven en avanzado estado de gestación.

—¿Es usted médico? —le preguntó el esperanzado joven.

—Sí —le respondió Ignacio—, pero este lugar no es seguro. Será mejor…

La joven dio un angustioso grito que interrumpió al doctor.

—En internet dice que Figueras está dentro de la zona segura —insistió el muchacho con una voz alarmantemente cargada de nerviosismo.

—No puedo más —jadeó la parturienta.

El galeno resopló. Técnicamente Figueras podía seguir dentro de la zona de seguridad, por lo menos hasta que cayera el punto seguro de San Clemente. Pero aquel edificio era una trampa mortal que distaba mucho de poder considerarse como seguro.

—Escucha, hijo —explicó Ignacio con calma—, ese no es un buen lugar para…

Page 83: Punto seguro extracto

83El doctor enmudeció al ver la pistola en la mano del joven. No era muy grande y casi parecía de juguete, pero como dijo una vez un doctor americano: “no hay bala pequeña, cuando es hacia ti donde apunta el arma”.

—De verdad que no quiero dispararle —dijo el muchacho.

Los ojos de aquel joven exhibían una peligrosísima mezcla de miedo y desesperación. Estaba claro que no atendería a razones.

23:57

Campo de Maniobras

Si el correr es salud, que corran los enfermos. Esa había sido una de las máximas doradas del soldado Remujo, y después de una carrera en la que había estado a punto de partirse la crisma, se sentía como si acabaran de darle una paliza. Le ardían los pulmones, tenía un sabor ácido en la boca, y lo que era peor, había perdido el rastro de los focos. Necesitaba fumarse un buen leño bien cargadito. Quizás así se le aclarasen las ideas. Ante la expectante mirada de Canela, el muchacho introdujo las manos en su bolsillo y ya estaba rebuscando el mechero, cuando se fijó en que podía distinguir la inconfundible silueta de la doble valla.

—¡No me jodas!

Aquella larga extensión de metal significaba su salvación. A las malas siempre podía seguirla hasta encontrar una entrada, y en caso de no dar con ella, por lo menos le permitiría orientarse.

El can esperó pacientemente mientras el joven parecía cocinar algo que olía de un modo muy extraño sobre la palma de su mano, lo que le recordó que tenía mucha hambre. Los que olían raro se encontraban ahora muy por delante de ellos y se movían en dirección contraria. Debían de haberse dado por vencidos, o encontrado una presa mucho más fácil.

Una vez encendido el aliñado, Remujo reemprendió la marcha mucho más animado siguiendo el trazado de la verja. No había recorrido ni cincuenta metros, cuando vio algo que hizo que el trócolo se le escapara de los labios. Un Land Rover 109 se había estrellado contra la doble valla llevándosela

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84por delante. El vehículo no había podido con el alambre de espino que se había enredado entre los ejes de sus ruedas. No se veía el menor rastro de su conductor. El soldado supuso que debía haber salido por patas ante aquel estropicio. Lo que realmente importaba, era que se había producido un boquete de un par de metros en la metálica muralla, lo que suponía una considerable brecha en el perímetro de seguridad.

—¡De puta madre! —exclamó el soldado con manifiesta alegría.

Por fin algo que le salía bien. Desde allí podía llegar al polvorín en unos minutos y desde allí, a las compañías en otros diez o quince. El patear por fin se iba a acabar.

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MARTES, 24 MARZO

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Santiago Sánchez Pérez (Korvec)

Nació en Terrassa (Barcelona) el 17 de agosto de 1972. Aficionado al séptimo arte, la fotografía y la literatura, empezó a escribir sobre los quince años y ha colaborado con varios fanzines y páginas web, dedicadas al cine y al fantástico; tanto con reseñas cinematográficas, como con relatos y cuentos. Uno de los más exitosos ha sido la trilogía de El Camino de la Cabra, que narra las caóticas andanzas de un grupo de variopintos y desequilibrados personajes en medio de un apocalíptico mundo abocado a su inminente destrucción; y su precuela El Despertar. También destacan en su carrera literaria los relatos cortos: Los seis más “nificos” (Revista Miasma); Trabajo inacabado para la Antología Z Volumen 1 (Dolmen); La mandanga para la Antología Z Volumen 3 (Dolmen); Un sueño sencillo finalista del certamen Domingo Santos 2011; Toque de difuntos seleccionado para la antología Calabazas en el trastero: catástrofes naturales, Parásito seleccionado para la antología Calabazas en el trastero: horror cósmico, El que mira para la antología Arkham. Relatos de Horror Cósmico (Tyrannosaurus Books), El hombre umbrío en la ciudad que brilla para la antología Epic (Tyrannnosaurus Books), y coautor de la novela de ciencia ficción Apocalipsis 35 (Editorial Seleer).