Punta Barrales (El Olvido Mútuo)

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PUNTA BARRALES (EL OLVIDO MÚTUO)

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PUNTA BARRALES

(EL OLVIDO MÚTUO)

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PUNTA BARRALES (EL OLVIDO MÚTUO)

POR

ALFREDO CASTRO FERNÁNDEZ

Punta Barrales por Alfredo Castro Fernández se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional. (Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional. Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/.)

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I Una ínfima playa en medio de unos rocosos y muy

escarpados acantilados, tan poco divisable aquella como accesible, donde el sol parecía estar prohibido, dado lo umbrío de tal paisaje ubicado justo al final de un espeso y vasto bosque que arrancaba de las últimas casas del poblado, resumía en sí lo recóndito, desapacible y olvidado de aquel pobremente habitado lugar.

No era difícil, si habías vivido en la región de Aranoca y a poco que fueras buen observador, reconocer con poca probabilidad de error a un habitante u oriundo (todos lo eran en realidad) de Chacoteva, pequeño pueblo al sureste de dicha región, entre profundos bosques escondido, cuya única comunicación con la civilización anexa más cercana era una línea de ferrocarril, más de mercancías que de pasajeros. Unas pocas sagas familiares, con más endogamia que combinación, dejaba una muy poco variada tipología de físicos, a lo que se sumaba la palidez casi cetrina y única de los rostros, pues unos cielos obesamente grises eran la norma casi diaria, a diferencia del resto de la extensión de aquella demarcación del país que se hallaba como rutina soleada en una geografía llana y pelada que no invitaba a detenerse a ninguna despistada nube que por allí asomara.

El único habitante de origen foráneo que había vivido en Chacoteva era el cura. Era, porque dejó de haber. Tras tres intentos fallidos, entre presbíteros conservador, integrador y de alto perfil ecuménico sucesivamente, el consejo episcopal de Aranoca decidió renunciar a la evangelización de unos paganos que se negaban a aceptar cualquier culto que les desvinculara de su politeísta visión en la que unos seres superiores gobernaban la naturaleza indómita como único objeto de su divinidad, mientras odiaban a los hombres que les eran ajenos, de manera que lo mejor era ignorarlos pues, en su creencia, así se propiciaba lo que ellos denominaban olvido mutuo, o sea, ignorancia recíproca, manera en que podían evitar esa Caja de

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Pandora en que habría de devenir ineluctablemente cualquier atención detenida de tales dioses sobre ellos.

No era extraña su singular visión de lo divino, dadas las características de la zona la zona y el olvido en que vivían sumidos con respecto al resto de la región, lo uno ineluctablemente ligado a lo otro. Lo cierto es que tal creencia mal podía casar con lo que ofertaban los pretendientes pastores: un solo dios, que los había creado, que era bondadoso, con el que había que relacionarse (religión) y había de salvarlos al morir. Por más estrategias de sincretismo que diseñó el último y ecuménico intento de pastor, todo propósito de religión estaba abocado al fracaso frente a su ancestral idea del olvido mutuo.

Un sanitario encargado, lugareño y a su vez siempre aprendiz del anterior, que asistía con el médico que una vez al mes llegaba con el ferrocarril y un embalaje de material y productos, para quedar luego al tanto de las necesidades de sus convecinos, era todo lo que hacía de Chacoteva, junto con el ferrocarril, un pequeño pueblo prácticamente incomunicado y autosuficiente, si bien su economía de subsistencia por su propio abastecimiento se veía algo mejorada por la importante exportación de pasto para el resto de la región, dado lo exuberante de la vegetación y, así, de abundantes pastizales en sus terrenos que no agotaba su modesta ganadería. Ésta era principalmente la misión de la línea ferroviaria, el transporte de esos pastos del que de vez en cuando tomaba provecho el médico para desplazarse hasta allí.

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II Aquella tarde en que Leocadio Barrales se adentró

precisamente en el bosque del este, al objeto de recolectar setas comestibles para su pequeño negocio de tendero, no podía imaginar que a poca distancia ya de la costa, o sea, en lo más profundo de la arboleda y en un pequeño amasijo de sotobosque que se dispuso a retirar, se iba a encontrar con aquella espeluznante visión.

Agazapado, pero también enredado, dados sus estériles intentos de moverse, la cosa, denominación que se le antojó nada más que ver aquello, se le había quedado mirando con la quietud alerta de quien espera un mal desenlace para su integridad física y nada puede hacer para evitarlo. Esos ojos fijos anunciaban un rostro humano, pero esta apreciación se disolvía al seguir el resto de la cara desde cualquier contorno ocular. La frente simia, estrecha y rugosa, apergaminada, junto con una nariz hocicada con un perfil caprino y unas mejillas hundidas que confluían delante en una pequeña boca que la cosa abría intermitente emitiendo un chirrido tan agudo como disonante. El tronco se adivinaba humano, aunque de recién nacido, si bien las extremidades inferiores se hallaban indefectiblemente flexionadas con una fuerte prominencia en sus rodillas y mucho vello, en realidad pelaje abundante, desde éstas a los pies. Pies y manos que, aún insinuándose de raíz antropomorfos, terminaban en respectivas sindactilias donde la fusión de los dedos finalizaba en una especie de pezuña parda y hendida.

Resultaba evidente que el hallazgo era animal y en parte humano, que se trataba de un algo recién nacido o así se presentaba. También que estaba recostado de un lado con su cabeza ladeada atenta a cualquier movimiento de Leocadio quien, por su parte, se hallaba como paralizado, fijo a su vez en su inesperado encuentro. Soplaba un viento moderadamente fuerte proveniente de los acantilados, que mezclaba entorno a Leocadio un penetrante olor marino junto con otro que, quizás

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por un lógico desbalance sensitivo que premiaba a la vista en detrimento del olfato ante la aparición, hasta ahora no había percibido con claridad, pero no había dudas de que olía a algo así como a boñiga. Raro, pensó, pues no era aquel paraje punto habitual de hacer pastar a los ganados, de los cuales, entre bovinos, ovinos y caprinos, unos pocos había en el pueblo. Moviendo suavemente el cuerpo de la cosa detectó excrementos en el suelo que despedían tal olor, aún frescos y húmedos. Quizá despeñó el animal al notar su presencia o era una forma de insinuar el rechazo a su presencia. En cualquier caso, no era tiempo de discurrir sobre la suelta fecal del bicho. Hacía frío, cada vez más, y la noche empezó a cernirse a su alrededor, por lo que pronto la visión sería nula, aunque conocía bien el camino, pero de pequeño ya le enseñaron que la oscuridad del bosque libera fantasmas que el día mantiene a raya.

La perplejidad fue dando paso a un sentimiento a media distancia entre lo curioso y lo compasivo. Lo tuvo claro. No podía dejar eso allí. Se lo llevaría a su casa y lo pondría en el pequeño pajar aledaño bien cubierto, pues el frío era duro allí en los inviernos. Un par de vacas suyas que guarecía allí durante la noche ayudarían a dar más calor. Por la mañana, bien temprano, avisaría a Paredes, que era como conocían todos al sanitario actual. Ni corto ni perezoso, tomó al pequeño engendro por su abdomen con sus dos manos, lo desenredó de un grupo de rebeldes jaramagos, lo cubrió parcialmente con su capa y se dirigió hacia el poblado.

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III No hizo falta avisar a Paredes, el cual vivía en una pequeña

cabaña de madera no a mucha distancia de la pequeña propiedad de la familia Barrales que ahora habitaba solo Leocadio, pues sus padres, ya fallecidos, no habían tenido más descendencia y él regentaba tanto la casa, como las vacas y la pequeña tienda de comestibles y utensilios varios como herencia indivisible.

Aún no se había insinuado el alba, cuando entre el ulular del fuerte viento y las frecuentes tronadas que acompañaban a una persistente lluvia, el sanitario, de costumbre insomne escuchó unos agudos e insoportables chirridos provenientes de la hacienda Barrales, que en absoluto le eran familiares y, finalmente, se vistió bien pertrechado para la lluvia tomando camino en dirección a esa casa.

Pasando la pequeña verja de madera a la entrada, no había hecho más que entrar cuando observó que hacía ya unos minutos el chirrido había desaparecido. Se percató a la vez de que las puertas del establo, entreabiertas, no dejaban de aletear sobre sus bisagras, dando continuos y sonoros golpes. Le extrañó que su amigo Leocadio no hubiese cerrado esas puertas y se dirigió hacia ellas. Al llegar sintió un fuerte escalofrío y unas tremendas ganas de vomitar. Abriendo las puertas se topó con un enorme charco de sangre y avistó trozos de vísceras y piel de las vacas desparramadas por suelo, paredes y techo. A un lado yacían los restos, prácticamente de esqueleto, de los dos bóvidos, con señales de haber sido salvajemente despedazados y con inequívocos signos de desgarros, algunos en forma de amplios bocados que sólo unas enormes mandíbulas podrían haber ocasionado.

Horrorizado corrió hacia la casa, encontró la puerta y una ventana adjunta derribadas, como de un solo golpe o patada demoledora, lo que de inmediato le frenó. Era cosa de practicar

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cierta prudencia llegado este momento. Penetró en la casa sin hacer ruido alguno, bien vigilante y camino del dormitorio. Se asomó y se echó las manos a la cara, tapando sus ojos, mientras contenía un impulso mezcla de náusea y grito desgarrador. Respiró profundo y retiró sus manos. Leocadio Barrales yacía caído sobre el borde de la cama y el suelo, con su escopeta en la mano y con un tremendo agujero en medio de su pecho. Se acercó para confirmar que era ya cadáver y, además, que la muerte había sido causada por un objeto en forma de enorme punzón, algo así como una pezuña de ungulado por la forma (como sanitario, tanto lo era de humanos como de bestias) que había dejado. Había señales en las paredes de disparos, pero estaba claro que todo había sido inútil. Quién o lo que fuera había huido tras matar certeramente a su amigo.

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IV Ya había amanecido cuando Paredes se dirigió a la casa del

alguacil a quien dio cuenta de lo que había vivido esa noche. Éste, junto con dos guardias y el propio Paredes se dirigieron a la propiedad de los Barrales, siendo testigos de la atrocidad criminal que el sanitario había relatado, aún presa de un terror difícil de disimular.

Confirmando el fallecimiento de Leocadio, examinaron el perímetro más próximo en busca de alguna huella o signo que les dijera por dónde podían haber huido el o los criminales. El preciso golpe que había atravesado limpia y mortalmente al finado no les permitía ninguna conjetura en torno a algo conocido como objeto letal, aunque Paredes insistía en la forma de una pezuña de animal ungulado, si bien no se conocía digitígrado alguno que pudiera poseer una de tan inmenso tamaño. Aún así, vieron un reguero de huellas, bien distanciadas unas de otras, ya fuera de la casa y en dirección al bosque del este. Y tales fóveas coincidían efectivamente en la silueta con las dejadas por los ganados caprinos, como atestiguó ya sin duda alguna el propio Paredes.

Asegurándose el alguacil y los dos guardias de llevar sus fusiles bien cargados y balas de reserva, salieron junto con Paredes, que no quiso quedarse atrás, en pos de lo que quiera que fuera aquella cosa. En el interior del bosque pudieron sin mucho problema ir consignando la ruta de lo que ahora denominaban alimaña o bestia. Jaramagos y hierbajos por enormes pisotadas aplastados, árboles derribados, alguno arrancado de cuajo, indicaban con alta precisión el camino de fuga. Aunque el temor se iba apresando de todos ellos, eran conscientes de su misión, incluyendo a Paredes. Debían encontrar, averiguar qué era ese mayúsculo ungulado y darle muerte.

Una impresionante y lejana tronada, seguida de un chirrido intenso, horrible y muy agudo, casi agonizante, les paralizó

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momentáneamente, a la par que les dio una clave más de localización: Hacia la playa, el animal debía hallarse en esa parte, salido apenas de la espesura del bosque y enfrentado al abierto mar de los impracticables acantilados. Corrieron hacia allá, decidiendo no dividirse por el enorme peligro que representaba todo lo ya visto y dejado atrás. Llegados al final del bosque, permanecieron en él, escondidos pero con suficiente apertura frontal para divisar convenientemente el terreno costero. Nada, ni a derecha ni a izquierda. ¿Dónde se había metido?

Uno de los guardias llamó la atención de los demás. Adelantó su brazo y señaló con su índice hacia el punto donde debería verse o al menos perfilarse la minúscula playa que interrumpía brevemente a los endiablados acantilados. Todos asintieron en que efectivamente no parecía verse.

Se dirigieron ya con sigilo hacia esa zona, confirmando más y más a cada paso que ese ínfimo arenal se hallaba inundado por montones de rocas caídas de los laterales. Paredes hizo de altavoz del pensamiento común: Un desprendimiento.

Llegados al desprendimiento que ahora ahogaba la playa, se percataron de que mirando hacia ellos asomaban dos formaciones que carecían de aspecto rocoso o pétreo. Se aproximaron y pudieron verificar la presencia de dos enormes pezuñas hendidas de una bestia ungulada, con una altura ambas que alcanzaba a sobrepasarlos de pie. Subidos a las enormes rocas a ambos márgenes de las pezuñas, deambularon camino de la orilla, ahora inexistente, anotando verbalmente Paredes los hallazgos sucesivos: Miembros inferiores peludos con signos de aplastamiento, tronco de aspecto humano reventado en abdomen por afiladas y pesadas rocas, y ya tórax con miembros superiores no visibles pues cubiertos, debido a un hundimiento en el seno de la playa que habría provocado el atronador alud que terminó con la vida de la insana bestia, cuya cabeza se perdía en el fondo de la petrosa montaña sobrevenida contra él por su propio peso.

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V Chacoteva es un pequeño poblado situado al sureste de la

región de Aranoca, rodeada por espesos bosques, uno de los cuales se abre al mar a través de unos impracticables acantilados, y en el que dicen los lugareños existió una pequeña playa difícilmente accesible (hoy Punta Barrales), destacada en su antigua geografía porque era el único motivo topográfico a todo lo largo de la costa, que dividía a aquellos acantilados que parecían haber forjado las manos de un dios del mar en un ataque de ira.

Cuentan los más conocedores de su historia y leyendas, esos que como predicadores autóctonos transmiten oralmente los hechos y costumbres de la villa, con base real o no, a sus pobladores convecinos, que precisamente fue un dios del mar con forma mitad humana, mitad animal, el que una vez desató su odio en el seno del pueblo y en su carrera de nuevo hacia el mar, provocó al pisar la playa un alud que lo enterró con ella.

Porque en Chacoteva creen que los dioses odian a los hombres y, por ello, sostienen la creencia del olvido mutuo, una forma de irreligiosidad, presumiendo que si ellos ignoran a los dioses, estos los ignorarán a ellos. Y que aquello ocurrió de hecho porque un ancestro suyo, último de una antigua familia hoy extinguida, llevado por la malsana curiosidad y la siempre acechante estupidez, principales raíces del tropiezo humano, quiso domesticar a un dios.