PREMIOS TAF DE NARRATIVA 2009 "MAESTRO GERARDO MUÑOZ Y MUÑOZ"

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Memoria de la entrega de Premios TAF (Tirarse al Folio) de narrativa 2009

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Colectivo Literario TIRARSE AL FOLIO

I CERTAMEN DE NARRATIVA

“MAESTRO GERARDO MUÑOZ Y MUÑOZ”

Un jurado integrado por D. Theófilo Acedo Díaz, Dª Luisa Antonioli, Dª Carmen Arranz Castro, D. Juan Calderón Matador, Dª Cruz Cartas Ríos, Dª Begoña de Antonio, D. Alejandro de Diego Martín, Dª Graziela E. Ugarte Muñoz y Dª Pilar Ugarte Muñoz

otorgó el Premio del I Certamen de Narrativa “Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz”al relato: Naranjas amargas, de Lola B. Gallardo,

y concedió menciones de honor a los trabajos:La poza soleada, de Federico Fayerman Martínez,

La fisura, de Julia Gallo Sanz,Perros sin cabeza no pueden ladrar, de Miguel León Durán,

en la ciudad de Madrid el día 10 de Junio de 2009

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EL MAESTRO GERARDO MUÑOZ Y MUÑOZ

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NOTAS BIOGRÁFICAS DE GERARDO MUÑOZ MUÑOZ

Gerardo Muñoz Muñoz, nació en 1894 en Malpartida de Plasencia, Cáceres. Obtuvo el Título de Maestro de Primera Enseñanza Superior con dieciocho años, consiguiendo plaza como maestro de niños, en la localidad madrileña de Móstoles, a la que se trasladó, junto con su esposa, en viaje de novios, para incorporarse a su puesto.

Maestro vocacional, ejerció de manera entusiasta, con cariño y dedicación, desde la razón y la lógica, interesándose por sus alumnos más allá de sus obligaciones como profesor; tanto, que a muchos de los pupilos les alimentaba de letras y a menudo de pan.

En la misma clase enseñaba a niños de todas las edades, y preparaba a los mayores para que se examinaran de bachillerato por libre. Además, por las noches, impartía clases para adultos, en un intento de alfabetizar a aquellos que nunca habían tenido oportunidad para aprender ni acceso a la cultura. También ponía en práctica, para los hijos de aquellos que estaban en disposición de costeárselas, lo que hoy conocemos como clases particulares de apoyo, a las que acudían otros niños que él consideraba que tenían una mayor capacidad intelectual, o en los que veía afán de superación y ansia por ilustrarse. Siempre intentaba fomentar en los alumnos las vocaciones artísticas, aunque tuviera que pagar de su propio bolsillo los materiales para desarrollar esos talentos.

Hombre idealista, se mantuvo vinculado a su Malpartida natal, escribiendo artículos publicados en “El Gladiador”, cuyos contenidos, aún actualmente tienen vigencia y dan idea del concepto de educación y cultura que Gerardo tenía, y nos muestra a un hombre preocupado y comprometido socialmente.

Lector incansable, en la parte superior de la escuela, poco a poco, consiguió formar una buena biblioteca, contando con la ayuda del propio Alejandro Casona, Inspector de Ministerio de Instrucción Pública, que al comprobar el interés de Gerardo por la educación y la enseñanza, superando con creces lo que se esperaba de un maestro nacional, le regaló para la biblioteca una colección completa de sus obras.

Gerardo, llevado por su gran interés y participación de la vida política, social y educativa, se afilió y formó parte de la F.E.T.E (Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza), que luchaba por los intereses de los maestros, en defensa de las mejoras para la educación y enseñanza.

El verano de 1936, Gerardo, que ya tenía cinco hijos, fue nombrado director del Colegio Carmen de Burgos Seguí, aunque no pudo tomar posesión del cargo debido al alzamiento del 18 de julio, que motivó la suspensión de las clases.

Durante la guerra civil fue Comisario Político y junto con otros maestros, formó parte integrante de las “Milicias de la Cultura del Frente del Centro”. Prestó servicios como Inspector de Contabilidad del Ministerio de Inspección Pública, creando una cartilla escolar con la que los milicianos podían aprender a leer y escribir en pocas semanas de aprendizaje y, aunque básicamente, podían comunicarse con sus familias.

Al acabar la guerra, y sentirse perseguido, decide trasladarse a Alicante, para tomar un barco y abandonar España, pero fue detenido antes de conseguir su objetivo. Finalmente, tras ser trasladado a la Cárcel de Porlier, el día 24 de junio de 1939 fue entregado al piquete de ejecución que cumplió la fatal sentencia condenatoria, dictada pese a la presentación de avales a su favor.

Sus últimos versos, inacabados, dan una idea precisa del hombre que fue:

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GerardoI

Nací de labradores/ de la estirpe extremeña./ Mis padres, mis mayores,/trabajaron la tierra./ Yo conservé en el rostro/ del trabajo la huella,/ una coz del caballo/ me señaló la ceja/ y exánime en la parva/ sangraba mi cabeza..

IIPasé en el orfanato/ los años juveniles,/ entre estudios y juegos/llegaron veinte abriles./ Ya maestro titulado/ serví en Madrid al Rey/durante los tres años/ que marcaba la ley./ Conocí en este tiempo/la mujer anhelada/ que en coloquios sabrosos/ mi sed de amar colmaba.

IIIPronto nos desposamos/ y el idilio nos dio/ cinco frutos lozanos...

Transcurridos unos meses de su muerte, llegó el indulto firmado por El Caudillo “por haberse comprobado que no tenía las manos manchadas de sangre” Un año después, como a muchos otros maestros en aquellos años, La Comisión Depuradora del Magisterio de Madrid nº 4, le instruye expediente, separándole definitivamente de su cargo y del escalafón de Maestro Nacional.

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Premio del I Certamen de Narrativa “Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz”

NARANJAS AMARGASLola B. Gallardo

Tengo su cadáver a mis pies. Lo miro fijamente para que desaparezca pero sigue ahí,

con su balazo entre ceja y ceja. Aún conserva su calor de muerto reciente y un olor a

pólvora intenso y nasal que me hará estornudar tarde o temprano. Quiero dejar de verlo.

Quiero que se muera más. Lo deseo con todas mis fuerzas. No puedo soportar el juicio

de sus ojos, no me gustan con su mirada dulce, almibarada y ahora pétrea. No quiero

escuchar otra vez la risa de campanillas bailarinas que celebran la vida en su garganta.

Me molesta su alegría moribunda, así que me vuelvo sobre los talones para no verlo y

de espaldas recuerdo que antes del tiro de gracia, antes de la sorpresa y el miedo era un

niño perfecto sin más. Todo en mi hermano era delicado, níveo, ideal. Sus manos eran

huesudas y ágiles de nacimiento. Su porte elegante. Sus pasos se recreaban en flotar

etéreos a un palmo del suelo. Mi madre decía que había traído a este planeta un ser de

otro mundo y lo vestía a diario con ropas de domingo y para las fiestas de guardar le

ofrecía de estreno un traje nuevo. Yo me conformaba con ropas de algodón que

planchaba el servicio, y con descuido, aparecía entre mi familia como un bulto agregado

a un cuadro armónico y noble que podría haber prescindido enteramente de mi. Por

agradar, procuraba acomodarme a los gustos familiares por los retratos de los

antepasados, me afanaba con el cuidado de los caballos, con el arte de la poda de los

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árboles, el cálculo del riego y el estudio de las cosechas y la siembra. Yo quería que me

gustasen el ahogo de la tradición, los valores morales y el peso de la culpa. Yo

necesitaba que me vieran más allá de luz cegadora y vital de mi hermano y ahora no

puedo dejar de verlo a mis pies, tieso como la raspa de un pescado, como una espada.

Dentro de poco el muerto empezará a enfriarse y su piel marmórea se hará

transparente, violeta. No volverá a cantar con su voz de castrado, no cazará mariposas

con la mosquitera y mi padre no le dirá más veces que heredará la gloria, la casa, la

honra. Ya no escuchará en la radio programas de canciones dedicadas ni mi abuela

podrá decirle “dame un beso, vida mía”. Vieja como es, se mustiará de pena sin su

ángel. Se irá antes de lo previsto al otro barrio. Mejor, para que esperar a que el Señor

la acoja en su seno.

Cae la tarde. Lo miro de reojo. Oscurece con la rapidez de octubre; lloverá pronto un

agua pesada de estrellas de plomo, de agujas. Lloverá un diluvio hasta enfangar la tierra,

pesadamente. En un rato nos llamarán para la cena; entonces, el hilo de sangre dejará de

gotear de sus labios y no habrá mas simpatía, ni recital de versos en Navidades, ni

arrullos, ni abrazos, ni cuadernos de letra refinada e inglesa que tanto festejaba mi

padre. Nadie le pelará mas naranjas de postre ni lo bañara en agua de jazmines para que

huela a primavera. Nadie le dará mas gusto que el de echarle encima una losa de tierra

y rezarle un Ave María el Día de los Difuntos.

Me da miedo tocarlo. No sé en cuanto tiempo un muerto familiar se convierte

simplemente en un fiambre. No sé casi nada de la muerte que no sea este gusto violento

y feroz por pegarle dos tiros, por escuchar cada disparo como un trueno, una estampida

de bestias encerradas que salen campo a través con rumbo incierto. Sigo aquí, con mi

olor a cuadra y a presa distraída. Le doy un puntapié y siento que se agita como si aún le

quedase un penúltimo aliento. No es muy grande. Si no lo buscasen quizá no lo verían

hasta pasar un mes o dos. Detrás de esos matorrales no es demasiado visible pero yo sé

que está aquí como mi nudo en la boca del estómago, como un manojo de hebras

verdes, de hojas de enredadera que se agarró a las paredes de mi tripa la tarde en que mi

padre dijo: “Es un varón. Un heredero”. Me sube hiel hasta los dientes y chirrían.

Tengo frío. Quiero que nos busquen para cenar. Que lo encuentren, que lo vean. Quiero

que me pregunten y no decir nada. Despacio empiezo a ensayar las lágrimas y mi dolor

de mentira. Dejo sobre las hojas secas la escopeta. Quiero mi herencia, mis vestidos

nuevos y su caligrafía de letra inglesa. Quiero comerme los gajos de sus naranjas

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amargas y que me den a mi los besos que le daban. Quiero que empiece a oler mal y que

no haya baño de jazmín que lo remedie.

Un golpe de viento eriza la hojarasca a su alrededor. Me agacho para comprobar que

no respira. Me bajo las bragas, meo y huele muy fuerte, a meada de espárragos. Un

líquido amarillo se escurre por la hierba como un riachuelo y le moja la mano derecha.

La toco y está helada. Es la hora de la cena y han empezado a llamarnos. Nos buscan

con luces de candil mientras a lo lejos gritan nuestros nombres. El tazón de leche con

sus magdalenas estará dispuesto en la mesa. El muerto no dice nada. Yo me tumbo a su

lado, me acurruco junto a él sin piedad y espero a ver la desesperación de mi madre.

Quiero que nos encuentren pronto. Tengo hambre y el otoño viene frío.

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Mención de honor del I Certamen de Narrativa “Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz”

LA POZA SOLEADAFederico Fayerman Martínez

El coche se detuvo junto al cartel que señalaba el nombre del pueblo.

Bajó.

-Gracias por traerme -dijo agachando la cabeza y mirando al conductor a través de la

ventanilla abierta. Se apartó dos pasos y contempló cómo se alejaba el automóvil hasta

que la curva flanqueada de pinos lo engulló.

El camino de tierra que conducía al pueblo se mostró a su derecha. A lo lejos, su final

parecía clavarse en el campanario de la iglesia, donde una cigüeña acababa de posarse.

Cargó la mochila sobre un hombro y subió la pendiente hasta que el pueblo apareció

totalmente ante su vista. De frente, varias casas de piedra rodeando la plaza de la iglesia,

a la derecha los campos de labranza, dorados de trigo recién segado. A la izquierda

cuatro caserones ceñidos a una callejuela empinada, que terminaba saltando sobre un río

de grandes piedras planas.

Al otro lado del puente, el viejo pinar que llegaba hasta las montañas

Por encima, un cielo sosegado lo acariciaba todo.

Cuando llegó a los campos les preguntó por ella.

Corrían y saltaban sobre las montañas de paja que a pleno sol esperaban la bielda. Sin

parar. Hasta que llegaba la hora de comer y volvían a sus casas. Él, con sus

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pantalones cortos y las rodillas magulladas y ella con sus largas trenzas de pelo negro

cuajadas de espigas.

Exhaustos de risas, los dos.

Los campos le hablaron de ella. De sus largos paseos por la era arrastrando los pies por

el bálago y escribiendo con su rastro el nombre de su amado.

Desde hacía tantos años…

Cruzó el puente hacia el pinar, que le esperaba solitario y fresco.

Le preguntó por ella.

Era el pino más longevo y enroscado. Trepaban a diario hasta la tercera o cuarta rama

y allí, donde el tronco se estrechaba esculpían sus nombres dentro de un corazón de

corcho.

Las primeras sombras de la noche los arropaba agotados de amor.

El orgulloso pino le habló de ella. De los sentimientos que grabó en su viejo tronco

durante su ausencia, de las lágrimas que diariamente lo regaron.

Desde hacía tantos años…

Remontó el río caminando sobre las piedras cubiertas de musgo húmedo, hasta la poza

soleada.

Le preguntó por ella.

Tumbados uno al lado del otro, sobre la gran losa plana como cada tarde de verano,

hacían planes de futuro. Él soñaba con labrar los campos que le cediera su padre y

poder construir una casa con una gran chimenea. Ella soñaba con la ciudad, con una

vida nueva lejos del pueblo y de lo que suponía trabajar aquella dura e ingrata tierra

de sus padres y sus abuelos.

A veces, entre sueño y sueño, se bañaban en la poza y el agua, terriblemente fría les

devolvía a la realidad.

La poza soleada le dijo las veces que la vio pasear por la orilla del río, con las manos

entrelazadas tras la espalda y la cara levantada hacia el cielo, recibiendo el aire crudo de

las montañas cercanas sobre sus mejillas. Le contó de la soledad que la acompañaba

cada tarde.

Desde hacía tantos años…

Caminó a lo largo de la calle que conducía a la iglesia. Se paró frente a ella, con las

manos en los bolsillos y el semblante relajado.

Recordó.

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Aquella noche, por el camino del pinar notaron la presencia de alguien que les seguía.

Poco antes de atravesar el río dos sombras se lanzaron sobre ellos. Lo golpearon con

una piedra en la cabeza, a ella la violaron con saña. Cuando se recuperó fue a

buscarlos y delante de la iglesia los mató con dos tiros de escopeta a bocajarro. Allí

mismo lo detuvo la Guardia Civil y pasó 20 años en una cárcel al otro lado del país.

La cigüeña, erguida sobre su nido del campanario, le indicó el camino que debía seguir

para rendir su penúltima cita.

La vereda bordeaba las tierras altas y secas del pueblo, donde la humedad del río no

llegaba y sólo cardos y tomillo decoraban el paisaje.

Llegó al caserón cerrado y sin luz.

Le preguntó por ella.

El caserón familiar abrió sus puertas y le invitó a entrar.

Había pasado muchos años limpiando la casa, preparando la comida de día y tirándola

de noche, peinando su pelo ensortijado cada hora, lavando y planchando cada tarde

una y otra vez sus vestidos. Subiendo de madrugada al desván para contemplar desde

la estrecha ventana desvencijada el amanecer y mirar a lo lejos, más allá del

campanario de la iglesia donde duerme la cigüeña, tratando de adivinar el final del

camino que desciende hacia la carretera, por donde regresan todos los que alguna vez

se han ido.

Por si volvía.

Pero el caserón estaba ahora abandonado, sucio, silencioso.

Salió a la calle y suplicante le volvió a preguntar por ella.

Y entonces el caserón le dijo que los campos heredados, al otro lado del pueblo,

estaban trabajados, que en ellos había una casa nueva, de piedra y pizarra negra y que en

ella, Julia, lo estaba esperando, sentada ante la gran chimenea de sus sueños.

Desde hacía tantos años…

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Mención de honor I Certamen de Narrativa “Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz”

LA FISURA

Julia Gallo Sanz

-Piel de delirio-

*

(Carta de Enrique a Luisa)

Watertown 22.03.08

Luisa, estoy solo:

¡Qué vértigo! En medio de nuestro matrimonio se está abriendo una fisura. Es como si

un socavón en mitad de la casa nos dividiera. Y aquí, en el lado opuesto al tuyo, me

encuentro con parte de las raíces descobijadas. Mi yo aturdido mira los objetos que

configuraron nuestro ecosistema de pareja, ¡y tiemblo, Luisa...!

Estoy solo. Solo con el perro que encontramos en un contenedor de basura, y

adoptamos. Solo con nuestra colección de música country; con los grabados que nos

pintó tu madre; con el cielo que nos albergó tantas noches de verano, ¿lo recuerdas,

Luisa?: tú y yo jugando a reproducir en los respectivos rincones de la piel la ebúrnea

cara de la luna mientras el firmamento, cómplice, parecía espesar su textura de seda

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alquitranada. Aquí estoy con tu evocador camisón de adolescente entre los dedos, el que

me arrojaste a la cara, con tino tentador, cuando te visité la primavera de tu pierna rota

-prenda que guardo sin que lo sepas-. Aquí me tienes a este lado, hecho un trapo,

desmadejado sobre la cama con el alarmante sonido de tu sueño clavado en la memoria,

ese retumbo que se te escapa por el tabique nasal levemente desviado. Aquí estoy con tu

vivo aroma a recién despierta y tu tacto de alborada. Aquí, añorando ese tic de estirarte

las mangas huidizas. Aquí, concentrado en repasar tu mímica repleta de etimología

cuando describes lo que te maravilla, asombra o repele.

Estoy llorando, Luisa, devanando la maraña que tengo en cada sien.

A golpe de claqueta te visualizo, te repito, te añoro..., el pensamiento es una quimera.

Aquí estoy recapacitando sobre tu congénita tristeza, tu ansia de ternura que no sé

cubrir. Aquí me tienes intentando comprender tu genio endemoniado, que tanto me

irrita. Estoy sintiendo tu dulzura grandiosa, tu risa de escándalo, tu capacidad de

solidarizarte con los desfavorecidos. Aquí, memorando los registros de tu generoso

corazón; examinando tu vicio de enjuiciarlo todo, de desmenuzarlo todo hasta

descomponerlo. Aquí me encuentro rememorando todas nuestras secuencias de amor,

Luisa...¡Ah!, Luisa..., aquí me encuentro (¿o me pierdo?) con la memoria

enardecida...Aquí, imaginando el poder de tu boca, la gavilla de tu coleta enredada en

mi...Luisa, Luisa, Luisa...

Y me hallo descarriado. Extraviado y torpe por mi falta de iniciativa para la diversión;

avergonzado de mi criterio cuadriculado, mi cabeza berroqueña, mi incomprensión, mis

celos infundados, mi envidia de tu personalidad... Estoy solo, Luisa. Solo y con una

zanja, cada vez mayor, que nos separa.

¡Sálvame, Luisa! Lánzame algo a lo que agarrarme. Sácame de este lado de la

resquebrajadura donde estoy lleno de tu ser, donde estoy contigo, pero sin ti.

¿Qué podemos hacer para que esta falla no resulte insondable?

Te amo desde este desconcierto, Luisa, desde la orilla de este río de lágrimas que

brota de la fisura y te arrastra, Luisa, te arrastra, te arrastra..., te aleja de mí...

Enrique

(Carta de Luisa respondiendo a Enrique)

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Watertown 23.03.08

Enrique, ¿cómo te atreves?

Yo alucino. Tú estás solo, dices. ¿Y cómo crees que me siento yo? Yo estoy igual de

sola aquí, al otro lado de la grieta. Vamos, no te hagas la víctima. Y lo inaudito, lo que

me descoloca, es que por más que analizo no hallo la razón y el cómo hemos llegado a

establecer tamaña fosa entre ambos. Eso por un lado, por el otro me deja boquiabierta

esta diarrea de parrafadas... tú, que no dices tres palabras juntas. Ya era hora de que me

hablaras como lo estás haciendo ahora. Yo también siento vértigo ante esta depresión

pétrea. ¿Te crees que no tiemblo al ver cómo se nos va el amor como por un desagüe de

cloaca? ¿Te crees que no me reconcomo viendo cómo esa agua intenta hundir nuestra

piel a tiras mientras la pasión, en brote, estira la cabeza como un náufrago?

Aclárate, Enrique, no me fastidies. Aunque más tonta, según piensas, yo también

analizo, y analizo tu falta de comunicación, tu carácter irascible, tu intransigencia.

Y como conozco tu valía y tu minusvalía en cuanto a sentimientos, no me quiero

quedar con ese lamentable resultado geológico. Échale agallas por una vez en tu vida.

Te insto a salvar –qué digo- te desafío a re-enjaretar nuestra historia. ¿Por qué no

lanzamos sobre la hendidura el cabecero de la cama, hacemos un puente, lo cruzamos y

empezamos de nuevo? ¡Háblame! ¡Dime lo que sientes, lo que piensas...! ¡Dímelo a la

cara como lo haces ahora por escrito; que te vas a llevar todas las palabras al

camposanto y allí, bajo esa venerable tierra, la semilla muerta no fructifica! Háblame de

todo y de nada, deja de ser un desconocido, paremos este desencuentro. Porque no es

sólo esta fisura lo que nos resquebraja y distancia es, también, un cúmulo de

negatividad, de rencor, de decepción, de heridas que no dejan de supurar, de reproches

en pie de guerra.

Por Dios, Enrique, no te pido que cambies a estas alturas, pero deja de ser sordo y

ciego.

Todo me sirve, cabréate, despotrica, grita, pero no te quedes en silencio.

Imaginarte duele, soñarte duele, quererte duele, Enrique..., pero desearte como te

deseo es lo que más me duele.

¡Me hablas de fisuras..., a mí!

Yo te puedo hablar de mis sentimientos, ¡los míos!, los que se pudren en su propio

columbario.

¡Ámame!

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Acércate hasta el puente y saltemos juntos.

Luisa

(A modo de EPÍLOGO, lo que sólo sabemos el lector y yo...)

Watertown 23.03.08

Enrique, ¿cómo te atreves?

Yo alucino. Tú estás solo, dices. ¿Y cómo crees que me siento yo? Yo estoy igual de

sola aquí, al otro lado de la grieta. Vamos, no te hagas la víctima. Y lo inaudito, lo que

me descoloca, es que por más que analizo no hallo la razón y el cómo hemos llegado a

establecer tamaña fosa entre ambos. Eso por un lado, por el otro me deja boquiabierta

esta diarrea de parrafadas... tú, que no dices tres palabras juntas. Ya era hora de que

me hablaras como lo estás haciendo ahora. Yo también siento vértigo ante esta

depresión pétrea. ¿Te crees que no tiemblo al ver cómo se nos va el amor como por un

desagüe de cloaca? ¿Te crees que no me reconcomo viendo cómo esa agua intenta

hundir nuestra piel a tiras mientras la pasión, en brote, estira la cabeza como un

náufrago?...

La enfermera leyó la carta que le entregó el cuidador de planta, luego la dobló, la

introdujo en el sobre, puso el sello reciclado, pasó la lengua por el perfil engomado,

pegó la pestaña y le dijo:

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-Esta vez te has superado, Loan. Voy a llevarle la contestación “a vuelta de correo”,

que ya sabes cómo las gasta el de la 124, muy manso, muy manso, pero en lo

concerniente a su delirio o le seguimos la fantasía o le tenemos que triplicar la dosis.

Por cierto, me gusta tu trenza de potrillo.

-Gracias –respondió el joven celador, enrojeciendo un poco.

. . .

A Loan le resulta fácil asumir el papel “Luisa” y responder las misivas del paciente de

la 124, sólo tiene que cerrar los ojos, recrear la hermosa imagen del enfermo en la

penumbra de los párpados y escribir. Otra cosa es vivir con los dientes apretados

mordiendo su propia desdicha: amar a un demente.

Mientras espera la siguiente carta de Enrique, íntimamente comienza a meterse dentro

de la piel y el alma de la mujer que hace delirar al loco.

Una lágrima furtiva pugna por escapar, pero Loan la retiene en el manicomio privado

de su interior.

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Mención de honor I Certamen de Narrativa “Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz”

PERROS SIN CABEZA NO PUEDEN LADRARMiguel León Durán

“Sólo las lagartijas buscan la misma covacha

hasta cuando mueren”.

Juan Rulfo, Paso del Norte.

¿Pero fue un sueño con alma o un sueño sin alma?

Es un sueño sin alma. Un sueño de costra, de cáscara hecho sólo. Un sueño por

fuera con un hueco sordo adentro. En el que te caes y te caes y te quedas cayendo. Bien

adentro. Como si fueras el propio viento soplando y soplando sin saber por qué. Como

si hubieras nacido para soplar y caer y nada más que eso. Dando vueltas hacia abajo

en el mismo vientre del viento. En un útero que no es el tuyo. Encerrado, sordo y ciego.

Atado a montañas vacías, a un camino como pintado con pulso tembloroso. Con los

pies descalzos de certidumbre.

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El útero ralo te va rasgando la piel y luego las entrañas hasta llegar a tu memoria

para comerla toda. Y entonces te quedas tú hueco por dentro y el sueño se nutre de ti. Y

te despiertas sin el ritmo de tus latidos. Otros tambores tocan y matan el silencio de la

mañana y te das cuenta de que no has acabado de salir del sueño, que lo llevas en tu

espalda enganchado, mordiéndote el cuello, y que probablemente ya nunca saldrás de

él.

Siempre he sentido pavor por los ladridos de los perros, eso sí. Pero hacia pocas cosas

más he tenido miedo. No me gusta la gente que al preguntarle su nombre lo dicen sin

seguridad, sin fuerza, sin convencimiento, como si no les perteneciera el nombre. Con

una voz medio sorda, escondida, te responden: Claudia, Bernardo, Leo, Beatriz...

Desconfío de esa gente. Si ya su nombre no lo saben afirmar, implantar, malo.

Yo impongo mi nombre. Yo me llamo Francisco Juárez de Negrón y hay pocas cosas

que me den miedo en esta vida. ¡Pero ay las que me lo dan! Y no es que yo entienda de

miedos. No soy yo hombre que se pare y repare en cosas así. Siempre he ido de frente.

He sido buen cazador. He trabajado como el que más y he intentado estar del lado de los

que se debe estar. Pueden decir misa, pero yo no abandoné a los míos por que sí. Si vine

a la ciudad fue para ganarme la vida y preparar un porvenir para los míos.

El viento es un susurro soplado de la muerte, viene de arriba. Al que le golpea en la

cabeza varias veces, lo separa, lo arranca un poco de esta vida.

De niño un tío mío me dijo que si en mitad de la noche se escuchan ladrar perros es

porque ha muerto alguien. Por aquí cerca no vive ningún perro ya hace tiempo. Al

menos durante el día, que yo sepa. Pero yo anoche los escuché ladrar. Tampoco hoy me

ha llegado noticia de muerte alguna. Y eso que yo anoche escuché ladrar a los perros.

-Perros sin cabeza no pueden ladrar.

¿Por qué recordar esa frase ahora? ¿Por qué la voz de mi tío en este momento? ¿Por

qué me llegas tan de verdad, tan rota de alcohol?

El día todavía es bien oscuro. Es oscuro desde que amaneció. Todavía las voces son

murmullos, como enredados en la noche y sus rincones. Aún no me he puesto a

caminar. Y ya a estas horas no es normal. Es extraño pero es así. No he decidido

ponerme a caminar en este día que parece que no acaba de arrancar. Y sin embargo

siento mis piernas pesadas y como esclavas de una larga caminata. Me imagino la

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avenida que suelo cruzar a estas horas. Debería de estar allí. En esa avenida sí que

callejea algún perro durante el día. Y suele soplar el viento. Y quizás sea el viento el

que me trajo los ladridos anoche.

Juraría que ya es de día, hoy, a estas horas. Pero no veo la luz por ningún lado. Si

dijera estas cosas que pienso en voz alta quizá arrancaría el día, pero entre murmullos el

sol debe de estar asustado. Y entre sustos es difícil arrancar. Yo no sé por qué pero

también creo sentir como un susto en el paladar. Pegado y amargo. Desde que los

ladridos de anoche me llegaran como disparos.

Francisco Juárez de Negrón por fin vio la casa tras el cerro. El camino había sido

largo, hondo, duro. Pero la vio, al fin, y la reconoció. Era la casa donde había nacido.

Agachó la mirada, notó la tierra blanda bajo sus pies y él mismo se enterró.

Luego, el viento trajo los ladridos de su perro Basilisco.