Pocho Bklt Bklt

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7/25/2019 Pocho Bklt Bklt http://slidepdf.com/reader/full/pocho-bklt-bklt 1/12 81  plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y llena de sarna y el hocico puntiagudo, en me- dio del cual, se movía una lengua roja y fina como la de una culebra. Mucho rato estuvo allí, mirándole sin cerrar los ojos, hasta que dando un chillido saltó y quedó colgado de la  barba de Vicente Montero.  —¡Eh! —gritó éste angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas. Detenido bruscamente en su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el costado y Vicente Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza al suelo. La violen- cia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se encontraba, hicieron que se desva- neciera. Rezongó unas palabras y allí quedó, medio desmayado y medio dormido. Así estuvo largo rato ... Después des-  pertó, sintió un escalofrío, se restregó los ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más adelante, mordis- queando unas hierbas.  —¿Qué diablos me habrá pasado? El aire y el sueño le habían avivado la  borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, pro- 81  plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y llena de sarna y el hocico puntiagudo, en me- dio del cual, se movía una lengua roja y fina como la de una culebra. Mucho rato estuvo allí, mirándole sin cerrar los ojos, hasta que dando un chillido saltó y quedó colgado de la  barba de Vicente Montero.  —¡Eh! —gritó éste angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas. Detenido bruscamente en su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el costado y Vicente Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza al suelo. La violen- cia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se encontraba, hicieron que se desva- neciera. Rezongó unas palabras y allí quedó, medio desmayado y medio dormido. Así estuvo largo rato ... Después des-  pertó, sintió un escalofrío, se restregó los ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más adelante, mordis- queando unas hierbas.  —¿Qué diablos me habrá pasado? El aire y el sueño le habían avivado la  borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, pro-

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 plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y

llena de sarna y el hocico puntiagudo, en me-

dio del cual, se movía una lengua roja y fina

como la de una culebra. Mucho rato estuvo

allí, mirándole sin cerrar los ojos, hasta que

dando un chillido saltó y quedó colgado de la

 barba de Vicente Montero. —¡Eh! —gritó éste angustiosamente,

tirando con todas sus fuerzas de las riendas.

Detenido bruscamente en su carrera, el

caballo dio un fuerte bote hacia el costado y

Vicente Montero, después de dar una vuelta

en el aire, cayó de cabeza al suelo. La violen-

cia del golpe y el estado de semiembriaguez

en que se encontraba, hicieron que se desva-

neciera. Rezongó unas palabras y allí quedó,

medio desmayado y medio dormido.

Así estuvo largo rato ... Después des-

 pertó, sintió un escalofrío, se restregó los

ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a

su caballo, unos pasos más adelante, mordis-

queando unas hierbas.

 —¿Qué diablos me habrá pasado?

El aire y el sueño le habían avivado la

 borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, pro-

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 plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y

llena de sarna y el hocico puntiagudo, en me-

dio del cual, se movía una lengua roja y fina

como la de una culebra. Mucho rato estuvo

allí, mirándole sin cerrar los ojos, hasta que

dando un chillido saltó y quedó colgado de la barba de Vicente Montero.

 —¡Eh! —gritó éste angustiosamente,

tirando con todas sus fuerzas de las riendas.

Detenido bruscamente en su carrera, el

caballo dio un fuerte bote hacia el costado y

Vicente Montero, después de dar una vuelta

en el aire, cayó de cabeza al suelo. La violen-

cia del golpe y el estado de semiembriaguez

en que se encontraba, hicieron que se desva-

neciera. Rezongó unas palabras y allí quedó,

medio desmayado y medio dormido.

Así estuvo largo rato ... Después des-

 pertó, sintió un escalofrío, se restregó los

ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a

su caballo, unos pasos más adelante, mordis-

queando unas hierbas.

 —¿Qué diablos me habrá pasado?

El aire y el sueño le habían avivado la

 borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, pro-

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curando explicarse la causa de su estada en ese

sitio y en esa postura. Recordó algo, muy va-

gamente: el colocolo, un hombre que se había

muerto porque le se había acabado la saliva,

una vieja que echaba harina en el suelo y un

ratón con ojos colorados, sin saber si todo eso

lo había soñado o le había sucedido.Se afirmó en una mano para levantarse,

y al hacerlo miró hacia el suelo. Allí vio algo

que lo dejó inmóvil. A un metro de distancia,

entre el pasto alto, un ojo claro y brillante lo

miraba fijamente.

 —Esta sí que es grande... —murmuró,

volviendo a caer de rodillas y mirando asus-

tado aquel ojo amenazante. Recordó entonces

el horrible ratón de ojos ardientes que había

visto o soñó ver. Hizo:

 —¡Chis!

Queriendo espantar a aquel ojo fijo,

 pero éste continuó mirándolo. Si hubiera te-

nido la estribera... De pronto se estremeció

de alegría: recordó que en el sueño, o en lo

que fuera, alguien había muerto un colocolo

de un peñascazo. —Espérate no más ... ¡Co-

locolos conmigo!

INDICE

Pancho Rojas / 5

Mares libres / 17

El león y el hombre / 38

El Colocolo / 60

Una carabina y una cotorra / 84

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curando explicarse la causa de su estada en ese

sitio y en esa postura. Recordó algo, muy va-

gamente: el colocolo, un hombre que se había

muerto porque le se había acabado la saliva,

una vieja que echaba harina en el suelo y un

ratón con ojos colorados, sin saber si todo esolo había soñado o le había sucedido.

Se afirmó en una mano para levantarse,

y al hacerlo miró hacia el suelo. Allí vio algo

que lo dejó inmóvil. A un metro de distancia,

entre el pasto alto, un ojo claro y brillante lo

miraba fijamente.

 —Esta sí que es grande... —murmuró,

volviendo a caer de rodillas y mirando asus-

tado aquel ojo amenazante. Recordó entonces

el horrible ratón de ojos ardientes que había

visto o soñó ver. Hizo:

 —¡Chis!

Queriendo espantar a aquel ojo fijo,

 pero éste continuó mirándolo. Si hubiera te-

nido la estribera... De pronto se estremeció

de alegría: recordó que en el sueño, o en lo

que fuera, alguien había muerto un colocolo

de un peñascazo. —Espérate no más ... ¡Co-

locolos conmigo!

INDICE

Pancho Rojas / 5

Mares libres / 17

El león y el hombre / 38

El Colocolo / 60

Una carabina y una cotorra / 84

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Tanteó en el suelo, buscando una pie-

dra; encontró una de tamaño suficiente como

 para aplastar media docena de colocolos, y

calculando bien la distancia la lanzó hacia

aquel ojo luminoso y fijo, gritando:

 — ¡Toma!

Se sintió un leve chirrido y él saltó haciaadelante, estirando la mano hacia el supuesto

colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas

 puntas afiladas. Sintió un escalofrío de terror

y lanzó violentamente hacia arriba lo que ha-

 bía tomado; en el momento de hacerlo, sin

embargo, recordó algo que le era familiar al

tacto en la forma y en la frialdad. Estiró la

mano y recogió el objeto que descendía. Lo

acercó a sus ojos y vio algo que le hizo darse

un golpe de puño en el muslo, al mismo tiem-

 po que gritaba con rabia:

 —¡Por la misma remadre! ¡Mi reloj

Waltham...!

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Tanteó en el suelo, buscando una pie-

dra; encontró una de tamaño suficiente como

 para aplastar media docena de colocolos, y

calculando bien la distancia la lanzó hacia

aquel ojo luminoso y fijo, gritando:

 — ¡Toma!Se sintió un leve chirrido y él saltó hacia

adelante, estirando la mano hacia el supuesto

colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas

 puntas afiladas. Sintió un escalofrío de terror

y lanzó violentamente hacia arriba lo que ha-

 bía tomado; en el momento de hacerlo, sin

embargo, recordó algo que le era familiar al

tacto en la forma y en la frialdad. Estiró la

mano y recogió el objeto que descendía. Lo

acercó a sus ojos y vio algo que le hizo darse

un golpe de puño en el muslo, al mismo tiem-

 po que gritaba con rabia:

 —¡Por la misma remadre! ¡Mi reloj

Waltham...!

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UNA CARABINA Y

UNA COTORRA

Hay seres que nunca harán nada dignode mirar o de considerar. En la mayoría de

los casos, no será suya la culpa: no han te-

nido preparación ni oportunidad para ello, o

la vida se les ha presentado en tal forma, que

apenas les ha permitido luchar para subsis-

tir, es decir, para trabajar, es decir, para pe-

lear diariamente y durante horas, ocho, diez

o doce, con los más heterogéneos y extraños

elementos: con el barro, el que hace adobes;

con grasientas y ensangrentadas piltrafas de

cuero de animal, el curtidor; con maderas,

clavos y duras herramientas, el carpintero de

obra; con trozos de suela y con zapatos vie-

 jos y malolientes, el zapatero; con una mani-

vela que debe hacer girar incansablemente o

con una bocina que debe tocar diez, cien, mil

veces al día —muchas veces sin necesidad y

sólo por hábito—, el conductor de vehículos

101

 presarse, tiempo y despreocupación de otras

cosas, y ella no tenía ni lo uno ni lo otro.

La cotorra había ganado la batalla, pero

 perdido la vida. La libertad y la independen-

cia tienen, por lo visto, un duro precio. Mi

madre había perdido una ilusión. Yo, gratui-

tamente, ganado una cazuela.

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UNA CARABINA Y

UNA COTORRA

Hay seres que nunca harán nada digno

de mirar o de considerar. En la mayoría de

los casos, no será suya la culpa: no han te-

nido preparación ni oportunidad para ello, o

la vida se les ha presentado en tal forma, que

apenas les ha permitido luchar para subsis-

tir, es decir, para trabajar, es decir, para pe-

lear diariamente y durante horas, ocho, diez

o doce, con los más heterogéneos y extraños

elementos: con el barro, el que hace adobes;

con grasientas y ensangrentadas piltrafas de

cuero de animal, el curtidor; con maderas,

clavos y duras herramientas, el carpintero de

obra; con trozos de suela y con zapatos vie-

 jos y malolientes, el zapatero; con una mani-

vela que debe hacer girar incansablemente o

con una bocina que debe tocar diez, cien, mil

veces al día —muchas veces sin necesidad y

sólo por hábito—, el conductor de vehículos

101

 presarse, tiempo y despreocupación de otras

cosas, y ella no tenía ni lo uno ni lo otro.

La cotorra había ganado la batalla, pero

 perdido la vida. La libertad y la independen-

cia tienen, por lo visto, un duro precio. Mi

madre había perdido una ilusión. Yo, gratui-tamente, ganado una cazuela.

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todo el cariño de que era capaz y llenándole la

 jaula de papas cocidas, trozos de choclo tierno,

hojillas de lechuga. La cotorra comía como un

león. Pero había en ella algo que no tenía la

de Pedro Lira, algo distante y aislado, tal vez

como un sentimiento de propia soledad.

Varios días después, a la hora de al-muerzo, noté que comía algo extraño para

aquellos días de pobreza: una sopa en la que,

además de arroz y papas, se hallaban unos

trozos de carne blanca y tierna.

 —¿Qué es esto, mamá?

Muda, señaló con la cabeza hacia la

 jaula. Miré: estaba vacía. Después miré el

índice de la mano derecha de mi madre: una

venda, más voluminosa que las anteriores y

ahora manchada de sangre, lo cubría.

Me extrañó aquello, pero me lo expli-

qué, aunque no en el acto: nuestro cuarto, aún

en la mayor pobreza, estaba siempre limpio y

ordenado, las sábanas brillaban de blancura,

el piso se hallaba siempre sin manchas y todo

estaba en su sitio y en buen estado. Ella lo ha-

cía todo, absolutamente todo. No podía repro-

charle nada. La gracia necesita quizá, para ex-

85

motorizados; con fríos hierros, potes de gra-

sa y tarros de aceite, el mecánico; con un es-

cobillón, un tarro y un carretón hirviente de

moscas, el basurero... ¿A qué seguir? La lista

de trabajadores es interminable, así como es

interminable el número de oficios que des-

empeñan. ¿Qué tiempo, qué oportunidad?Sin olvidar que el contacto diario y durante

años con el barro, los cueros, las maderas,

la manivela, los hierros y el carretón repleto

de basura terminan por dar a su personalidad

una condición semejante a la que esos ele-

mentos tienen.

Algunos logran, a veces, hacer algo.

¿Cómo? No se sabe y casi no se explica, pero

lo hacen. En la mayoría de los casos no son

hechos extraordinarios. Lo extraordinario

está en que, dada su condición, hayan podido

realizarlo.

Siempre recuerdo lo que alguien conta-

 ba sobre el indio que allá en Tierra del Fuego

venía periódicamente a pedirle la carabina.

 —Préstame tu carabina, patrón.

 —Llévala.

Le daba el arma y dos proyectiles, y

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todo el cariño de que era capaz y llenándole la

 jaula de papas cocidas, trozos de choclo tierno,

hojillas de lechuga. La cotorra comía como un

león. Pero había en ella algo que no tenía la

de Pedro Lira, algo distante y aislado, tal vez

como un sentimiento de propia soledad.Varios días después, a la hora de al-

muerzo, noté que comía algo extraño para

aquellos días de pobreza: una sopa en la que,

además de arroz y papas, se hallaban unos

trozos de carne blanca y tierna.

 —¿Qué es esto, mamá?

Muda, señaló con la cabeza hacia la

 jaula. Miré: estaba vacía. Después miré el

índice de la mano derecha de mi madre: una

venda, más voluminosa que las anteriores y

ahora manchada de sangre, lo cubría.

Me extrañó aquello, pero me lo expli-

qué, aunque no en el acto: nuestro cuarto, aún

en la mayor pobreza, estaba siempre limpio y

ordenado, las sábanas brillaban de blancura,

el piso se hallaba siempre sin manchas y todo

estaba en su sitio y en buen estado. Ella lo ha-

cía todo, absolutamente todo. No podía repro-

charle nada. La gracia necesita quizá, para ex-

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motorizados; con fríos hierros, potes de gra-

sa y tarros de aceite, el mecánico; con un es-

cobillón, un tarro y un carretón hirviente de

moscas, el basurero... ¿A qué seguir? La lista

de trabajadores es interminable, así como es

interminable el número de oficios que des-empeñan. ¿Qué tiempo, qué oportunidad?

Sin olvidar que el contacto diario y durante

años con el barro, los cueros, las maderas,

la manivela, los hierros y el carretón repleto

de basura terminan por dar a su personalidad

una condición semejante a la que esos ele-

mentos tienen.

Algunos logran, a veces, hacer algo.

¿Cómo? No se sabe y casi no se explica, pero

lo hacen. En la mayoría de los casos no son

hechos extraordinarios. Lo extraordinario

está en que, dada su condición, hayan podido

realizarlo.

Siempre recuerdo lo que alguien conta-

 ba sobre el indio que allá en Tierra del Fuego

venía periódicamente a pedirle la carabina.

 —Préstame tu carabina, patrón.

 —Llévala.

Le daba el arma y dos proyectiles, y

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el indio —Juan, Domingo, Santiago, o sin

nombre alguno— regresaba dos o tres días

después, llevando sobre su desnuda espalda

un cuero de guanaco y un cuarto del mismo

animal. Además, el arma y la bala sobrante.

 —Toma tu carabina. Guanaco gordo,

cuero very well. Good bye, patrón.Sabía inglés y español, aunque ignora-

 ba cuál era el español y cuál el inglés.

Un día, mientras el patrón la usaba, la

carabina se descompuso. Se atrancó, algo se

le aflojó o algo se le apretó, lo mismo daba:el patrón la miró y la remiró, forcejeó aquí, leechó grasa allá; inútil. Cuando el indio vol-vió, le dijo:

 —No hay carabina. —Guanacos gordos, patrón. —Carabina mala.El indio volvió dos o tres veces. Su mi-

rada era cada vez más triste. —Carabina mala. No tenía tiempo para llevarla a algún

armero de Punta Arenas. Después de variasvisitas del indio, se dio cuenta de que ocu-rrían dos cosas: primera, el indio se moría de

99

Días después, al llegar a mi casa, encontré a

mi madre con una cara extraña a ella.

 —¿Qué le pasa?

Tenía un dedo, el índice de la mano de-

recha, vendado.

 —¿Se lastimó?

Señaló hacia la jaula. La cotorra, todaverde claro, con dulces reflejos azules y to-

ques amarillos aquí y allá, le había dado, al

abrir mi madre la puerta y ofrecerle el dedo

 para que se subiera a él, un feroz picotón. El

 pico, fuerte, casi había desgarrado la piel.

 —La culpa es mía. Es muy pronto todavía.

La cotorra, detenida en el travesaño

central de la jaula, parecía escuchar. Es muy

 pronto todavía... Pero mi madre era impa-

ciente y pocos días después vi de nuevo la

venda sobre el mismo dedo: en idéntico si-

tio y con la misma fuerza, increíble en una

mancha toda verde claro, con tonos azulados

y reflejos amarillos, el pico había abierto la

 piel; se veía la desgarradura. Una fracción ele

milímetro y la sangre brotaría. La cotorra, si-

lenciosa, miraba desde el travesaño.

Mi madre la mimaba, hablándole con

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el indio —Juan, Domingo, Santiago, o sin

nombre alguno— regresaba dos o tres días

después, llevando sobre su desnuda espalda

un cuero de guanaco y un cuarto del mismo

animal. Además, el arma y la bala sobrante.

 —Toma tu carabina. Guanaco gordo,cuero very well. Good bye, patrón.

Sabía inglés y español, aunque ignora-

 ba cuál era el español y cuál el inglés.

Un día, mientras el patrón la usaba, la

carabina se descompuso. Se atrancó, algo se

le aflojó o algo se le apretó, lo mismo daba:el patrón la miró y la remiró, forcejeó aquí, leechó grasa allá; inútil. Cuando el indio vol-vió, le dijo:

 —No hay carabina.

 —Guanacos gordos, patrón. —Carabina mala.El indio volvió dos o tres veces. Su mi-

rada era cada vez más triste. —Carabina mala. No tenía tiempo para llevarla a algún

armero de Punta Arenas. Después de variasvisitas del indio, se dio cuenta de que ocu-rrían dos cosas: primera, el indio se moría de

99

Días después, al llegar a mi casa, encontré a

mi madre con una cara extraña a ella.

 —¿Qué le pasa?

Tenía un dedo, el índice de la mano de-

recha, vendado.

 —¿Se lastimó?Señaló hacia la jaula. La cotorra, toda

verde claro, con dulces reflejos azules y to-

ques amarillos aquí y allá, le había dado, al

abrir mi madre la puerta y ofrecerle el dedo

 para que se subiera a él, un feroz picotón. El

 pico, fuerte, casi había desgarrado la piel.

 —La culpa es mía. Es muy pronto todavía.

La cotorra, detenida en el travesaño

central de la jaula, parecía escuchar. Es muy

 pronto todavía... Pero mi madre era impa-

ciente y pocos días después vi de nuevo la

venda sobre el mismo dedo: en idéntico si-

tio y con la misma fuerza, increíble en una

mancha toda verde claro, con tonos azulados

y reflejos amarillos, el pico había abierto la

 piel; se veía la desgarradura. Una fracción ele

milímetro y la sangre brotaría. La cotorra, si-

lenciosa, miraba desde el travesaño.

Mi madre la mimaba, hablándole con

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 junto a la puerta, nuevecita y limpia, una jau-

la de metal. Dentro, toda verde claro, había

una cotorra semejante a la de Pedro Lira,

aunque tal vez un poco más corpulenta. Si-

lenciosa me miró. Mi madre no estaba. Dejé

en la pieza mis libros y salí a mirar al pájaro.

¿Sabría hacer alguna gracia? ¿Daría la patita,hablaría, haría algún especial movimiento?

 No me atreví a meter el dedo dentro de la

 jaula, ni, mucho menos, a sacarla de ella. Mi

madre llegó pronto. Me dijo:

 —La compré, hijo. El hombre me dijo

que era muy inteligente.

Aquello me extrañó: era año de po-

 breza, más pobre quizá que el anterior —los

años de los pobres son así: cada vez más po-

 bres—, y me pareció raro aquel despilfarro.

Me explicó:

 —Me costó muy barata. Además, no

 pude resistir la tentación. Tenía tantas ganas de

tener una. ¿Te acuerdas de la de Pedro Lira?

Comprendí que, en secreto, mi madre

tenía la esperanza de llegar a enseñar a aquel

 pájaro, si no todo lo que el otro sabía hacer,

algo por lo menos, algo que ella discurriera.

87

hambre; segunda, no entendía lo de que lacarabina estuviese mala; creía, sencillamen-te, que no quería prestársela. Eso le dolió, yen la primera visita le entregó, como siempre,el arma, con los dos proyectiles. Mejor seríaque se convenciera por sí mismo.

El indio se fue casi corriendo. Volvió,dos o tres días después, con dos cueros deguanaco, un cuarto de animal, la carabina yla bala sobrante.

 —Toma tu carabina. Guanacos gordos,cueros macanudos; Chao , patrón.

Sabía también un poco de italiano.El patrón estuvo dos o tres días con la

 boca abierta: la carabina funcionaba comosi acabara de salir de la fábrica. El indio lahabía arreglado. ¿Cómo? Sabría tanto de me-cánica como de propedéutica y no tendría lamás insignificante herramienta; quizá posee-

ría un anzuelo; ¿pero quién ha arreglado ja-

más una carabina con un anzuelo? Cuando el

indio volvió de nuevo, el patrón le entregó

el arma y las dos balas, sin atreverse a pre-

guntarle nada: estaba seguro de que no habría

sabido explicarle cómo la había arreglado. El

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 junto a la puerta, nuevecita y limpia, una jau-

la de metal. Dentro, toda verde claro, había

una cotorra semejante a la de Pedro Lira,

aunque tal vez un poco más corpulenta. Si-

lenciosa me miró. Mi madre no estaba. Dejé

en la pieza mis libros y salí a mirar al pájaro.¿Sabría hacer alguna gracia? ¿Daría la patita,

hablaría, haría algún especial movimiento?

 No me atreví a meter el dedo dentro de la

 jaula, ni, mucho menos, a sacarla de ella. Mi

madre llegó pronto. Me dijo:

 —La compré, hijo. El hombre me dijo

que era muy inteligente.

Aquello me extrañó: era año de po-

 breza, más pobre quizá que el anterior —los

años de los pobres son así: cada vez más po-

 bres—, y me pareció raro aquel despilfarro.

Me explicó:

 —Me costó muy barata. Además, no

 pude resistir la tentación. Tenía tantas ganas de

tener una. ¿Te acuerdas de la de Pedro Lira?

Comprendí que, en secreto, mi madre

tenía la esperanza de llegar a enseñar a aquel

 pájaro, si no todo lo que el otro sabía hacer,

algo por lo menos, algo que ella discurriera.

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hambre; segunda, no entendía lo de que lacarabina estuviese mala; creía, sencillamen-te, que no quería prestársela. Eso le dolió, yen la primera visita le entregó, como siempre,el arma, con los dos proyectiles. Mejor sería

que se convenciera por sí mismo.El indio se fue casi corriendo. Volvió,dos o tres días después, con dos cueros deguanaco, un cuarto de animal, la carabina yla bala sobrante.

 —Toma tu carabina. Guanacos gordos,cueros macanudos; Chao , patrón.

Sabía también un poco de italiano.El patrón estuvo dos o tres días con la

 boca abierta: la carabina funcionaba comosi acabara de salir de la fábrica. El indio la

había arreglado. ¿Cómo? Sabría tanto de me-cánica como de propedéutica y no tendría lamás insignificante herramienta; quizá posee-

ría un anzuelo; ¿pero quién ha arreglado ja-

más una carabina con un anzuelo? Cuando el

indio volvió de nuevo, el patrón le entregó

el arma y las dos balas, sin atreverse a pre-

guntarle nada: estaba seguro de que no habría

sabido explicarle cómo la había arreglado. El

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indio, por su parte, no lo intentó. Quizá no podía. La lucha por la vida le había impedidoaprender a pensar y a expresarse.

*

Pedro Lira no había arreglado jamásuna carabina y nunca tuvo un anzuelo. Todoen él y en su hogar estaba desarreglado: lassillas estaban cojas, la puerta no cerraba yapenas si se abría, la ventana no tenía vi-drios, la cama permanecía siempre a mediohacer, el piso de la habitación estaba siempresucio, y la vajilla, hecha añicos. Él era comosu cuarto, con bigote además, un bigote que

 parecía estar siempre empapado en vino. Sumujer era un atado de trapos que se movía, unatado de trapos que hacía la comida, lavabala ropa y se quejaba cuando Pedro Lira, quizá

 para cerciorarse de que debajo de eso que semovía había algo más que trapos, le dejabacaer encima un palo o un puñetazo. ¿De quévivía? Era comerciante: compraba escobasen una fábrica y las vendía por las calles; conel dinero que obtenía compraba de nuevo es-

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Dos o tres años después de separar-

nos de él, mi madre y yo supimos que Pedro

Lira había muerto: borracho, un tren lo arro-

lló, junto con su mercadería, en un solitario

 paso a nivel. ¿Qué destino tendría su cotorra?

¿Cuál su mujer? Lo ignorábamos y estába-mos lejos de ellas: toda una provincia nos

separaba. Hablábamos muchas veces sobre

aquel hombre y aquella avecilla. ¿Cómo ha-

 bía logrado enseñarle todo aquello? ¿Cuánto

tiempo demoró? ¿Cualquier persona podría,

con tiempo y paciencia, lograr lo mismo?

 Nos parecía difícil, y cada vez que en alguna

 parte veíamos una cotorrita, preguntábamos:

 —¿Sabe hacer alguna gracia?

Sí, sabían dar la pata y hablaban tal o

cual palabra; nada más. No había en el mundo

muchos Pedro Lira ni muchas cotorras como

aquélla. La gracia era escasa. Mi madre, sin

embargo, que apreciaba mejor que yo, niño

aún, aquel prodigio, no perdía la esperanza

de encontrar alguna vez algo semejante. Y

una tarde, al regresar del colegio y entrar a la

 pieza en que vivíamos, vi colgada del muro,

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indio, por su parte, no lo intentó. Quizá no podía. La lucha por la vida le había impedidoaprender a pensar y a expresarse.

*

Pedro Lira no había arreglado jamásuna carabina y nunca tuvo un anzuelo. Todoen él y en su hogar estaba desarreglado: lassillas estaban cojas, la puerta no cerraba yapenas si se abría, la ventana no tenía vi-drios, la cama permanecía siempre a mediohacer, el piso de la habitación estaba siempresucio, y la vajilla, hecha añicos. Él era comosu cuarto, con bigote además, un bigote que

 parecía estar siempre empapado en vino. Su

mujer era un atado de trapos que se movía, unatado de trapos que hacía la comida, lavabala ropa y se quejaba cuando Pedro Lira, quizá

 para cerciorarse de que debajo de eso que semovía había algo más que trapos, le dejabacaer encima un palo o un puñetazo. ¿De quévivía? Era comerciante: compraba escobasen una fábrica y las vendía por las calles; conel dinero que obtenía compraba de nuevo es-

97

Dos o tres años después de separar-

nos de él, mi madre y yo supimos que Pedro

Lira había muerto: borracho, un tren lo arro-

lló, junto con su mercadería, en un solitario

 paso a nivel. ¿Qué destino tendría su cotorra?¿Cuál su mujer? Lo ignorábamos y estába-

mos lejos de ellas: toda una provincia nos

separaba. Hablábamos muchas veces sobre

aquel hombre y aquella avecilla. ¿Cómo ha-

 bía logrado enseñarle todo aquello? ¿Cuánto

tiempo demoró? ¿Cualquier persona podría,

con tiempo y paciencia, lograr lo mismo?

 Nos parecía difícil, y cada vez que en alguna

 parte veíamos una cotorrita, preguntábamos:

 —¿Sabe hacer alguna gracia?

Sí, sabían dar la pata y hablaban tal o

cual palabra; nada más. No había en el mundo

muchos Pedro Lira ni muchas cotorras como

aquélla. La gracia era escasa. Mi madre, sin

embargo, que apreciaba mejor que yo, niño

aún, aquel prodigio, no perdía la esperanza

de encontrar alguna vez algo semejante. Y

una tarde, al regresar del colegio y entrar a la

 pieza en que vivíamos, vi colgada del muro,

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 —¡Tararí, tararí, tararí!

La cotorra no se movía. Pedro Lira gri-

taba de nuevo marcialmente:

 —¡Soldados: la batalla ha terminado!

¡El enemigo ha sido vencido! ¡El regimiento

vuelve a su cuartel! ¡Tararí, tararí!

Se reiniciaban el redoble del tambor, elgolpe del bombo y el rataplán del timbal, y,

 junto con ello, la cotorra, único y digno solda-

do de aquel regimiento, abandonando su pa-

 pel de soldado muerto, volvía, más afortuna-

do que otros soldados, a desempeñar su papel

de soldado vivo. Se erguía sobre sus rosadas

 patitas, poníase recta y avanzaba airosamen-

te, a paso de parada, hacia Pedro Lira, quien

la miraba venir hacia él, brillantes los ojos,

encendido el rostro, húmedos los labios. Ella,

toda verde claro, con dulces reejos azules y

suaves destellos amarillos, su obra, la única

 belleza que había logrado crear durante toda

su trashumante vida de vendedor de escobas,

llegaba ante él y ante él se detenía, esperan-

do su recompensa: una caricia o un trozo de

 papa cocida.

*

89

cobas y las volvía a vender; con el dinero...,etcétera. Las ganancias le permitían mante-ner cojas las sillas, a medio abrir y a mediocerrar la puerta, sin vidrios las ventanas, su-cio el piso, hecha polvo la vajilla. Además,húmedo el bigote y en movimiento el atado

de trapos. No tenía hijos.Lo único estimable en su cuarto era lamesa, no por su estilo, no por su madera, no

 por su barniz. Lo era por su tamaño, demasiadogrande para el cuarto, y porque sobre ella solíamoverse lo único hermoso que hubo en la vidade Pedro Lira, lo único que quizás justificó su

triste y destartalada existencia de comprador y

vendedor de escobas: una cotorra.

Yo tenía, por esos tiempos, una estatura

que sobrepasaba sólo por escasos centímetros

la altura de la mesa, diferencia a mi favor que

me permitía mirar de pie lo que ocurría sobre

aquel mueble. Digo de pie porque Pedro Lira

 jamás me invitó a que me sentara. Quizá pen-

saba que no era de mi gusto hacerlo o quizás

tenía la sospecha de que, como él, no tenía fe

en sus sillas. Parado allí, miraba.

Pedro Lira, sentado en una de las si-

96

 —¡Tararí, tararí, tararí!

La cotorra no se movía. Pedro Lira gri-

taba de nuevo marcialmente:

 —¡Soldados: la batalla ha terminado!

¡El enemigo ha sido vencido! ¡El regimiento

vuelve a su cuartel! ¡Tararí, tararí!Se reiniciaban el redoble del tambor, el

golpe del bombo y el rataplán del timbal, y,

 junto con ello, la cotorra, único y digno solda-

do de aquel regimiento, abandonando su pa-

 pel de soldado muerto, volvía, más afortuna-

do que otros soldados, a desempeñar su papel

de soldado vivo. Se erguía sobre sus rosadas

 patitas, poníase recta y avanzaba airosamen-

te, a paso de parada, hacia Pedro Lira, quien

la miraba venir hacia él, brillantes los ojos,

encendido el rostro, húmedos los labios. Ella,

toda verde claro, con dulces reejos azules y

suaves destellos amarillos, su obra, la única

 belleza que había logrado crear durante toda

su trashumante vida de vendedor de escobas,

llegaba ante él y ante él se detenía, esperan-

do su recompensa: una caricia o un trozo de

 papa cocida.

*

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cobas y las volvía a vender; con el dinero...,etcétera. Las ganancias le permitían mante-ner cojas las sillas, a medio abrir y a mediocerrar la puerta, sin vidrios las ventanas, su-cio el piso, hecha polvo la vajilla. Además,

húmedo el bigote y en movimiento el atadode trapos. No tenía hijos.Lo único estimable en su cuarto era la

mesa, no por su estilo, no por su madera, no por su barniz. Lo era por su tamaño, demasiadogrande para el cuarto, y porque sobre ella solíamoverse lo único hermoso que hubo en la vidade Pedro Lira, lo único que quizás justificó su

triste y destartalada existencia de comprador y

vendedor de escobas: una cotorra.

Yo tenía, por esos tiempos, una estatura

que sobrepasaba sólo por escasos centímetros

la altura de la mesa, diferencia a mi favor que

me permitía mirar de pie lo que ocurría sobre

aquel mueble. Digo de pie porque Pedro Lira

 jamás me invitó a que me sentara. Quizá pen-

saba que no era de mi gusto hacerlo o quizás

tenía la sospecha de que, como él, no tenía fe

en sus sillas. Parado allí, miraba.

Pedro Lira, sentado en una de las si-

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llas —las conocía mejor que yo—, iniciabasobre la mesa, con sus largas y negras uñas,un repiqueteo parecido al de un tambor. Lacotorra, que vagaba por el cuarto o por el pa-tio buscando qué comer o que subía y bajaba,interminablemente, por los palos o guías del

 parrón, se detenía: era una llamada, una lla-mada para ella sola. Si el repiqueteo persistíay aumentaba de intensidad o si al golpe de lasuñas se unía el golpear de los nudillos sobrela mesa, abandonaba todo, el palo, la guía oel trozo de papa cocida que picoteaba, y co-rría hacia la puma de la pieza de Pedro Lira,colábase por ella y, acercándose a la mesa, sedetenía junto a uno de los derrengados zapa-tos del vendedor ambulante. Allí esperaba. Elrepiqueteo aumentaba en profusión e intensi-dad. Pedro Lira, transfigurado, brillantes los

ojos, erguido el cuerpo, casi seco el bigote,

olvidado de las sillas desvencijadas, de las

escobas amontonadas en un rincón del cuar-

to, de la ventana sin vidrios, del piso sucio y

de la vajilla hecha harina, olvidado también

del atado de trapos, ignoraba a la cotorra,

que allí, a sus pies, levantada la cabecita, le

95

empezaba a levantarse bruscamente sobre su

cabeza, aproximándose a la mesa. El silbido

aumentaba de intensidad, convirtiéndose en

rugido. Por fin el brazo caía sobre la mesa y

el puño golpeaba en ella con toda la fuerza de

que era capaz:

 —¡Pam!Era un golpe seco. La cotorra, tocada

 por el obús, caía fulminada, tiesas las patas,

cerrados los ojos, entreabierto el pico. Silen-

cio. Pedro Lira volvía en sí y miraba al pe-

queño y verde soldado tendido en el campo

de batalla. Sonreía y se frotaba las manos:

su trabajo y el de la cotorra eran perfectos.

 Nunca hubo una banda de regimiento como

aquélla, jamás un comandante como él, y en

los tiempos de los tiempos ningún soldado

como aquél, tan denodado, tan valiente, tan

 patriota, tan muerto.

Yo, empinado ahora sobre las puntas de los

 pies, miraba a la pequeña víctima. Todo aquello

me sobrecogía, pues todo, gracia a Pedro Lira,

aparecía real. Pero el mago tornábase de nuevo

serio: faltaba el último acto. Se escuchaba otra

vez el clarín, un toque alegre y ligero:

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llas —las conocía mejor que yo—, iniciabasobre la mesa, con sus largas y negras uñas,un repiqueteo parecido al de un tambor. Lacotorra, que vagaba por el cuarto o por el pa-tio buscando qué comer o que subía y bajaba,

interminablemente, por los palos o guías del parrón, se detenía: era una llamada, una lla-mada para ella sola. Si el repiqueteo persistíay aumentaba de intensidad o si al golpe de lasuñas se unía el golpear de los nudillos sobrela mesa, abandonaba todo, el palo, la guía oel trozo de papa cocida que picoteaba, y co-rría hacia la puma de la pieza de Pedro Lira,colábase por ella y, acercándose a la mesa, sedetenía junto a uno de los derrengados zapa-tos del vendedor ambulante. Allí esperaba. El

repiqueteo aumentaba en profusión e intensi-dad. Pedro Lira, transfigurado, brillantes los

ojos, erguido el cuerpo, casi seco el bigote,

olvidado de las sillas desvencijadas, de las

escobas amontonadas en un rincón del cuar-

to, de la ventana sin vidrios, del piso sucio y

de la vajilla hecha harina, olvidado también

del atado de trapos, ignoraba a la cotorra,

que allí, a sus pies, levantada la cabecita, le

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empezaba a levantarse bruscamente sobre su

cabeza, aproximándose a la mesa. El silbido

aumentaba de intensidad, convirtiéndose en

rugido. Por fin el brazo caía sobre la mesa y

el puño golpeaba en ella con toda la fuerza de

que era capaz: —¡Pam!

Era un golpe seco. La cotorra, tocada

 por el obús, caía fulminada, tiesas las patas,

cerrados los ojos, entreabierto el pico. Silen-

cio. Pedro Lira volvía en sí y miraba al pe-

queño y verde soldado tendido en el campo

de batalla. Sonreía y se frotaba las manos:

su trabajo y el de la cotorra eran perfectos.

 Nunca hubo una banda de regimiento como

aquélla, jamás un comandante como él, y en

los tiempos de los tiempos ningún soldado

como aquél, tan denodado, tan valiente, tan

 patriota, tan muerto.

Yo, empinado ahora sobre las puntas de los

 pies, miraba a la pequeña víctima. Todo aquello

me sobrecogía, pues todo, gracia a Pedro Lira,

aparecía real. Pero el mago tornábase de nuevo

serio: faltaba el último acto. Se escuchaba otra

vez el clarín, un toque alegre y ligero:

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vo grito la alcanzaba en el centro de la mesa,

 pero no era un grito: era el clarín, que se jun-

taba por fin al bombo, al tambor y al timbal:

 —¡Tararí! ¡Tararí!

La cotorra se detenía, electrizada. Pedro

Lira hablaba otra vez con su terrible voz:

 —¡Soldados! ¡El enemigo se lanza alataque! ¡Empieza el combate! ¡Adelante, sol-

dados de la patria!

Cesaba el repiqueteo, callaba el bombo,

enmudecía el timbal y un diluvio de proyecti-

les empezaba a zumbar en el espacio.

 —¡Pum! ¡Pim! ¡Pam! ¡Rae! ¡Trun!

¡Cataplún! ¡Chin! ¡Chin!

Silbidos, explosiones, golpes, desgarra-

mientos del aire... La cotorrita, sola en medio

de aquel fragor, abandonada a su suerte fren-

te a un invisible y feroz enemigo, luchaba de-

nodadamente: avanzaba, retrocedía, inclina-

 ba el cuerpo, torcía la cabecita hacia un lado

y otro o giraba a la derecha o a la izquierda.

La lucha duraba poco, sin embargo: alguien,

allá a lo lejos, lanzaba el proyectil decisivo.

Se oía un silbido. Al mismo tiempo el brazo

derecho de Pedro Lira, estirado hacia atrás,

91

miraba con la expresión del niño que esperaque su padre o su abuelo lo tomen en brazos,izándolo. Llegaba un momento, sin embargo,en que ya no se podía esperar más: el repi-queteo alcanzaba intensidad sobrecogedora;el redoble del tambor se convertía en un ru-

mor de caballos lanzados a la carga, y en me-dio del trepidar de los cascos se escuchabaalgo como el explotar de gruesos proyectiles.Una voz venía a dominar el tumulto:

 —¡Atención!

En ese momento la cotorra, bajando la

cabecita, daba fuertes picotazos sobre el za-

 pato de Pedro Lira, quien, sin torcer el cuer-

 po ni mirar hacia abajo, dejaba caer uno de

sus brazos y ponía a ras del suelo, estirado el

dedo índice, la obscura mano. En aquel dedo,

con la rapidez de quien salta a un tren en mo-

vimiento, se encaramaba la cotorra. El brazo

subía y se posaba de nuevo sobre la mesa, so-

 bre la cual la cotorrita descendía y en la que

quedaba inmóvil, erguida, esperando.

El repiqueteo cesaba bruscamente. Pe-

dro Lira, recogiendo hacia el cuerpo los bra-

zos que reposaran sobre la mesa, gritaba:

94

vo grito la alcanzaba en el centro de la mesa,

 pero no era un grito: era el clarín, que se jun-

taba por fin al bombo, al tambor y al timbal:

 —¡Tararí! ¡Tararí!

La cotorra se detenía, electrizada. Pedro

Lira hablaba otra vez con su terrible voz: —¡Soldados! ¡El enemigo se lanza al

ataque! ¡Empieza el combate! ¡Adelante, sol-

dados de la patria!

Cesaba el repiqueteo, callaba el bombo,

enmudecía el timbal y un diluvio de proyecti-

les empezaba a zumbar en el espacio.

 —¡Pum! ¡Pim! ¡Pam! ¡Rae! ¡Trun!

¡Cataplún! ¡Chin! ¡Chin!

Silbidos, explosiones, golpes, desgarra-

mientos del aire... La cotorrita, sola en medio

de aquel fragor, abandonada a su suerte fren-

te a un invisible y feroz enemigo, luchaba de-

nodadamente: avanzaba, retrocedía, inclina-

 ba el cuerpo, torcía la cabecita hacia un lado

y otro o giraba a la derecha o a la izquierda.

La lucha duraba poco, sin embargo: alguien,

allá a lo lejos, lanzaba el proyectil decisivo.

Se oía un silbido. Al mismo tiempo el brazo

derecho de Pedro Lira, estirado hacia atrás,

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miraba con la expresión del niño que esperaque su padre o su abuelo lo tomen en brazos,izándolo. Llegaba un momento, sin embargo,en que ya no se podía esperar más: el repi-queteo alcanzaba intensidad sobrecogedora;

el redoble del tambor se convertía en un ru-mor de caballos lanzados a la carga, y en me-dio del trepidar de los cascos se escuchabaalgo como el explotar de gruesos proyectiles.Una voz venía a dominar el tumulto:

 —¡Atención!

En ese momento la cotorra, bajando la

cabecita, daba fuertes picotazos sobre el za-

 pato de Pedro Lira, quien, sin torcer el cuer-

 po ni mirar hacia abajo, dejaba caer uno de

sus brazos y ponía a ras del suelo, estirado el

dedo índice, la obscura mano. En aquel dedo,

con la rapidez de quien salta a un tren en mo-

vimiento, se encaramaba la cotorra. El brazo

subía y se posaba de nuevo sobre la mesa, so-

 bre la cual la cotorrita descendía y en la que

quedaba inmóvil, erguida, esperando.

El repiqueteo cesaba bruscamente. Pe-

dro Lira, recogiendo hacia el cuerpo los bra-

zos que reposaran sobre la mesa, gritaba:

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 —¡Atención! ¡Firmes!

Miraba hacia lo lejos, ajeno ya a todo,

dominado también por aquella voz que sur-

gía inesperadamente de él, aquella voz mar-

cial y estentórea, tan diversa de la monótona

que usaba al ofrecer su mercadería:

 —¡Va a querer las escobas, las buenasescobas, caserita!

La cotorra estaba más inmóvil y más

erguida.

 —¡Soldados: la contienda es desigual!

¡Vivir con gloria o morir con honor! ¡Adelan-

te! ¡De frente! ¡Marchen!

Se reiniciaba el repiqueteo, otra vez

como el del tambor que marca un compás de

marcha, repiqueteo que Pedro Lira, mirando

ahora fijamente a la cotorra, matizaba con so-

noros ¡rataplán!, ¡rataplán!, ¡rataplán!, dando

al mismo tiempo, con las muñecas, golpes

que imitaban la percusión más profunda del

 bombo. Tambor, timbal y bombo... Sólo fal-

taba el clarín.

La cotorra, puesta también en tran-

ce, recta la posición, iniciaba el desfile del

imaginario batallón lanzado a la muerte. Sus

93

 pasos, más largos que de costumbre, seguían

el compás de la marcha, y allí, toda verde

claro, la garganta, el pecho, el abdomen y la

cola con dulces reflejos azulados, fileteadade amarillo aquí y allá, rosado el pico y decolor carne las patas, no mayor toda ella que

la cuarta de la mano de un hombre, parecía,marchando sobre la amplia mesa llena demanchas, un animado y breve resplandor dehojas nuevas. A veces, en aquellas partes enque la mesa no tenía manchas, solía resbalar,

 perdiendo un poco el paso, que recuperabainmediatamente. Centímetros antes de llegaral filo de la mesa, la sorprendía el grito:

 —¡A la derecha! ¡De frente!¡Marchen!Giraba, procurando guardar la compos-

tura, y seguía adelante, hasta que el otro gritola alcanzaba:

 —¡A la derecha! ¡Marchen!Avanzaba, ahora derechamente, hacia

Pedro Lira, presintiendo que el instante, el te-mido instante en que el soldado debe lanzar-se hacia el enemigo en busca de una muertecasi siempre cierta y de un honor no del todoseguro, llegaría unos pasos más allá. El nue-

92

 —¡Atención! ¡Firmes!

Miraba hacia lo lejos, ajeno ya a todo,

dominado también por aquella voz que sur-

gía inesperadamente de él, aquella voz mar-

cial y estentórea, tan diversa de la monótona

que usaba al ofrecer su mercadería: —¡Va a querer las escobas, las buenas

escobas, caserita!

La cotorra estaba más inmóvil y más

erguida.

 —¡Soldados: la contienda es desigual!

¡Vivir con gloria o morir con honor! ¡Adelan-

te! ¡De frente! ¡Marchen!

Se reiniciaba el repiqueteo, otra vez

como el del tambor que marca un compás de

marcha, repiqueteo que Pedro Lira, mirando

ahora fijamente a la cotorra, matizaba con so-

noros ¡rataplán!, ¡rataplán!, ¡rataplán!, dando

al mismo tiempo, con las muñecas, golpes

que imitaban la percusión más profunda del

 bombo. Tambor, timbal y bombo... Sólo fal-

taba el clarín.

La cotorra, puesta también en tran-

ce, recta la posición, iniciaba el desfile del

imaginario batallón lanzado a la muerte. Sus

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 pasos, más largos que de costumbre, seguían

el compás de la marcha, y allí, toda verde

claro, la garganta, el pecho, el abdomen y la

cola con dulces reflejos azulados, fileteadade amarillo aquí y allá, rosado el pico y de

color carne las patas, no mayor toda ella quela cuarta de la mano de un hombre, parecía,marchando sobre la amplia mesa llena demanchas, un animado y breve resplandor dehojas nuevas. A veces, en aquellas partes enque la mesa no tenía manchas, solía resbalar,

 perdiendo un poco el paso, que recuperabainmediatamente. Centímetros antes de llegaral filo de la mesa, la sorprendía el grito:

 —¡A la derecha! ¡De frente!¡Marchen!Giraba, procurando guardar la compos-

tura, y seguía adelante, hasta que el otro gritola alcanzaba:

 —¡A la derecha! ¡Marchen!Avanzaba, ahora derechamente, hacia

Pedro Lira, presintiendo que el instante, el te-mido instante en que el soldado debe lanzar-se hacia el enemigo en busca de una muertecasi siempre cierta y de un honor no del todoseguro, llegaría unos pasos más allá. El nue-