Pobreza, Violencia y Mística en la Edad Media

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[1] Pobreza, violencia y mística en la Edad Media Ruth María Ramasco Córdoba, 23 de junio de 2014 Queremos comenzar esta exposición con una reflexión muy breve, que asume la forma de un interrogante. O de varios. Son estos. ¿Sería posible entender nuestro mundo y dejar fuera de su comprensión la pobreza y la miseria, con sus acentuadas geografías y sus rostros torturados, las estrategias de poder que la favorecen y la sostienen, las luchas por su erradicación? ¿Sería posible entender nuestro mundo sin vernos obligados, inexcusablemente obligados, a enfrentar el horror de la violencia que ésta ejerce sobre las vidas humanas? (No me refiero de ninguna manera al estereotipo del pobre violento, y su asociación con la delincuencia y la inseguridad: me refiero a la pobreza como violencia padecida) Esta asoma frente a nuestros ojos, o en nuestras estadísticas y tipificaciones, o en nuestras interpretaciones de la justicia, los delitos y las penas. La violencia de la pobreza y la miseria asolan nuestra mirada, a poco que permitamos que ésta se detenga, sin cegueras, sobre las vidas de los hombres. Por otra parte, quizás quepa también decir que nuestras miradas anhelan también detenerse, aunque más no sea por un momento, en aquellas experiencias de humanidad donde parece vibrar una hondura de sentido que supera los límites de la existencia individual; como si nos sintiésemos recogidos en sus palabras, defendidos por sus luchas, sostenidos por su esperanza. De ahí ese inmenso vacío, esa no menos profunda desolación que parece recorrer nuestro mundo cuando muere alguien que, de alguna manera, nos ha transmitido esa inmensa vibración de humanidad; alguien que, en el interior de nuestra común experiencia humana, parece superarla desde dentro. No, no entenderíamos nuestro mundo si consideráramos sólo su ciencia, su tecnología, su cultura digital, su geopolítica y excluyéramos su pobreza, su violencia, su anhelo vibrante de sentido, de paz, de humanización, incluso de misterio, sea como fuera que entendiésemos esto último. Pues bien, el Medioevo tampoco puede entenderse sin ellas. Aunque nuestras hermenéuticas crucen sobre él las imágenes de la superstición y la violencia religiosa (en tal sentido es prototípica, la imagen de la Inquisición y sus hogueras) con una ingenuidad casi infantil de un mundo de castillos, caballeros, dragones, griales y princesas. Una especie de oscilación producida por decisiones historiográficas que proceden, ya sea del Iluminismo y su propuesta de la razón como mayoría de edad del hombre, o del Romanticismo y la fuerza de la vitalidad. Sin embargo, es curioso pensar que, en ese extraño camino que siguen nuestros nombres, seguimos denominando “medieval” a toda manifestación de rigidez y superstición —pese a que los acontecimientos históricos nos han mostrado la inagotable y multicultural faceta de nuestros rigores y supersticiones, como también denominamos “medieval” a su mundo de castillos y príncipes, aunque todo el mundo moderno los poseyó. Pero la

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La pobreza se analiza en sus imágenes, concepciones y en algunos rasgos del pensamiento de Margarita Porete y el Maestro Eckhart

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Pobreza, violencia y mística en la Edad Media

Ruth María Ramasco

Córdoba, 23 de junio de 2014

Queremos comenzar esta exposición con una reflexión muy breve, que asume la

forma de un interrogante. O de varios. Son estos. ¿Sería posible entender nuestro

mundo y dejar fuera de su comprensión la pobreza y la miseria, con sus acentuadas

geografías y sus rostros torturados, las estrategias de poder que la favorecen y la

sostienen, las luchas por su erradicación? ¿Sería posible entender nuestro mundo sin

vernos obligados, inexcusablemente obligados, a enfrentar el horror de la violencia

que ésta ejerce sobre las vidas humanas? (No me refiero de ninguna manera al

estereotipo del pobre violento, y su asociación con la delincuencia y la inseguridad: me

refiero a la pobreza como violencia padecida) Esta asoma frente a nuestros ojos, o en

nuestras estadísticas y tipificaciones, o en nuestras interpretaciones de la justicia, los

delitos y las penas. La violencia de la pobreza y la miseria asolan nuestra mirada, a

poco que permitamos que ésta se detenga, sin cegueras, sobre las vidas de los

hombres. Por otra parte, quizás quepa también decir que nuestras miradas anhelan

también detenerse, aunque más no sea por un momento, en aquellas experiencias de

humanidad donde parece vibrar una hondura de sentido que supera los límites de la

existencia individual; como si nos sintiésemos recogidos en sus palabras, defendidos

por sus luchas, sostenidos por su esperanza. De ahí ese inmenso vacío, esa no menos

profunda desolación que parece recorrer nuestro mundo cuando muere alguien que,

de alguna manera, nos ha transmitido esa inmensa vibración de humanidad; alguien

que, en el interior de nuestra común experiencia humana, parece superarla desde

dentro. No, no entenderíamos nuestro mundo si consideráramos sólo su ciencia, su

tecnología, su cultura digital, su geopolítica y excluyéramos su pobreza, su violencia, su

anhelo vibrante de sentido, de paz, de humanización, incluso de misterio, sea como

fuera que entendiésemos esto último.

Pues bien, el Medioevo tampoco puede entenderse sin ellas. Aunque nuestras

hermenéuticas crucen sobre él las imágenes de la superstición y la violencia religiosa

(en tal sentido es prototípica, la imagen de la Inquisición y sus hogueras) con una

ingenuidad casi infantil de un mundo de castillos, caballeros, dragones, griales y

princesas. Una especie de oscilación producida por decisiones historiográficas que

proceden, ya sea del Iluminismo y su propuesta de la razón como mayoría de edad del

hombre, o del Romanticismo y la fuerza de la vitalidad. Sin embargo, es curioso pensar

que, en ese extraño camino que siguen nuestros nombres, seguimos denominando

“medieval” a toda manifestación de rigidez y superstición —pese a que los

acontecimientos históricos nos han mostrado la inagotable y multicultural faceta de

nuestros rigores y supersticiones—, como también denominamos “medieval” a su

mundo de castillos y príncipes, aunque todo el mundo moderno los poseyó. Pero la

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imaginación de las culturas y los pueblos los sigue pensando “medievales”. Curioso

también que nuestras imágenes a veces identifiquen, sin más, el mundo humano del

Medioevo con el mundo de la nobleza y los poderosos y sólo en sus márgenes, a veces

como decorados o utilería, aparezca el mundo de los pobres. Es decir, quizás nos sea

necesario preguntar por qué nuestras palabras quedan atrapadas en ciertos sentidos,

por qué nuestras imágenes quedan cautivas. Pues no basta decir que pensamos que no

es así, mientras nuestras imágenes sigan adheridas a otros sentidos.

El tema sobre el que hoy queremos pensar es de qué manera la pobreza se

vuelve parte de la reflexión medieval y de sus voces. Como si se tratara de un mundo

que puja por volverse palabra, que no pide sólo acciones e imágenes (que por

supuesto y legítimamente reclama) sino su incorporación al pensamiento.

Realizada esta observación, queremos primero presentar algunas de las

descripciones sobre los pobres que aparecen en la Edad Media y algunos de los

fenómenos o movimientos sociales a los que habitualmente se vinculan. Luego algunos

textos donde se hizo presente. Se trata de las voces y los textos de dos figuras

medievales que, de muchas maneras, hicieron la experiencia de la profunda posibilidad

de hondura de lo humano. En algunos horizontes de comprensión, tal como es el

horizonte medieval, esta hondura implicaba la apertura al Absoluto que caracterizaba

una experiencia mística. Pero no es necesario que los pensemos así: podemos

simplemente considerar su profundidad y sumergirnos en ella. Vamos a presentar las

voces de dos de ellos, el primero, una mujer, quemada por la Inquisición; el segundo,

un religioso, que muere en Avignon, lugar de residencia del papado, adónde ha ido a

defender sus escritos de las acusaciones. Sus textos nos hablan de la pobreza en la

forma en la que los pensadores y los místicos hablan. Queremos presentar las palabras

de Margarita Porete y el Maestro Eckhart.

Los pobres: imágenes y palabras

El Medioevo habló de la pobreza, la hizo imagen, la hizo término de acciones, la

hizo polémica y debate. Podemos preguntarle y reclamarle si sus imágenes, acciones y

palabras fueron o no eficaces en la transformación de las condiciones concretas de las

vidas de los hombres, si las instituciones con las que la asumió (los donativos a la

Iglesia, la limosna, el diezmo) no fueron responsables de contribuir a su permanencia o

hasta fijar con mayor fuerza sus límites. Pero no podemos reclamarle que la haya

silenciado.

El mundo de los pobres se hace presente en la iconografía medieval. Allí, como lo

ha señalado Michel Mollat1, la incapacitación y la pobreza se mezclan. Juntas

componen los rasgos del hambriento, del mendigo, del enfermo, del cautivo, del

peregrino. En una miniatura de un manuscrito del siglo XIII, el mendigo al que San

1 Cf. MICHEL MOLLAT, Pobres, humildes y miserables en la Edad Media, FCE, Méjico, 1988, 63-64.

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Martín socorre —en esa paradigmática figura en la que parte en dos su capa con su

espada—, el pobre aparece como un harapiento incapacitado, apoyado en muletas. En

una miniatura del siglo XII (aproximadamente entre 1125 y 1135), las imágenes de los

mendigos que extienden su mano frente a San Edmundo aparecen cubiertas con pieles

de borrego, el abrigo de pieles de los pobres. En un relieve de las puertas de bronce de

Griezno, en Polonia, se ve pasar, estropeados y apenas vestidos, a los pobres bajo el

relicario de San Adalberto. Podrían multiplicarse los ejemplos. Las imágenes,

habitualmente de muchos hombres y mujeres, nos entregan la desnudez, expresión de

la indigencia total (sí hay por supuesto imágenes y miniaturas de desnudos con sentido

erótico, pero también está la desnudez de la miseria); la delgadez que expresa el

hambre; las úlceras y las deformidades; las mutilaciones y deficiencias; la ausencia de

compañía, expresada por la presencia de un perro, tan famélico como aquel al que

sostiene cuando ningún ser humano es próximo. Aparece el enjambre de los

mendigos, como símbolo de la multitud de los pobres. Es verdad que las imágenes

diseñan también el mandato de la limosna; es verdad que también producen un orden

implícito entre los que pueden dar y los que sólo pueden recibir. Pero incluso si

hiciéramos la más acerva de las críticas, no podemos sino decir que sus figuras están

en la iconografía medieval, que sus rostros y sus cuerpos aparecen.

Nuestro mundo de imágenes nos ha acostumbrado a verlas sólo en presencia de

lo que impacta nuestros sentidos. Una cultura con menores recursos de presentación

de las mismas cuenta con sus palabras para diseñar en nosotros sus imágenes. Lo hace

por la enumeración de los casos o de las especies, lo hace por las narraciones y las

palabras de sus poetas. Impacta en los oídos, pero dibuja figuras en nuestra

imaginación.

Las crónicas, los relatos, los documentos de la época nos permiten avizorar las

situaciones concretas que constituían los ejemplos prototípicos de la pobreza. Aquellos

cuyo mundo ha sido asolado por la peste, los cautivos de las guerras, los enfermos e

incapacitados, los huérfanos, las viudas, los desarraigados y errantes por deudas. Se

cuenta que en el testamento de San Remigio figuran cuarenta viudas que mendigaban

en los pórticos del templo. Se cuenta también que se lanzaban los perros contra los

que mendigaban; hasta que un decreto tuvo que poner fin a esa costumbre. O que por

el efecto de las hambrunas, los hombres morían al caer de bruces sobre la tierra,

buscando ingerir, sin fuerzas, algunas hierbas; o que morían al comerlas. También se

detallan los ingredientes con los que los pobres hacían el pan: semillas de uva, o flores

de avellano, o raíces de hierbas. Imágenes, también imágenes forjadas por las

palabras.

En el claroscuro, mucho menos nítidos, están aquellos otros rostros que en

muchos sectores de la población no producen piedad sino un hondo desprecio y

temor, pero que se revelan como tales cuando alguna iniciativa de humanidad los

[4]

acoge. Tal como son los relatos sobre Roberto de Abrissel, eremita que vivió en los

siglos XI y XII, a cuya soledad se aproximan leprosos y prostitutas, además de artesanos

de la madera y del hierro, orfebres, pintores, albañiles, agricultores. Aquellos que no

pueden ser considerados desde su sola carencia, pues representan la posibilidad de

peligro para la vida y los bienes: delincuentes, prostitutas, vagabundos, rebeldes en

ruptura con su linaje; aquellos cuyas figuras sostienen el miedo de los niños y la furia

de los adultos. De ahí que también se hayan producido las categorías de “pobres

válidos” e “inválidos”, para separar los que podían valerse por sí mismo y los que no, o

los que engañaban a otros con su pobreza. Este mundo de imágenes y seres humanos

que sólo se acercan a inestimables experiencias de humanidad, o los que despiertan la

sospecha y el miedo, los que dan sus rasgos de peligro a los bosques (pues allá viven

los excluidos), forman también parte del mundo de los pobres en el Medioevo. Los

pobres como amenaza, como agresión, como posibilidad de destrucción y muerte.

Los poetas describen también la pobreza. En el Roman de la rose, poesía francesa

compuesto por Guillaume de Loris y Jean de Meun en el siglo XIII, aparece la siguiente

alegoría de la misma, como descripción de una imagen pintada en los muros del jardín:

“Ella no tenía puesto sino un saco estrecho, miserablemente remendado,

era a la vez su abrigo y su cota y no tenía más que eso para cubrirse; así

pues temblaba seguido. Un poco alejado de los demás, ella estaba

acurrucada y arrinconada como un pobre perro; pues lo que es pobre, en

cualquier sitio que esté, es siempre triste y vergonzoso. Que maldita sea la

hora en que fue concebido el pobre, pues no estará jamás bien nutrido, ni

bien vestido, ni bien calzado. Tampoco será amado ni educado.”

También se hace presente el desprecio y el temor que suscita, el anhelo de

alejarla de la propia vida. Tal como lo expresan las palabras de Fazio degli Uberti2:

“¡Oh, pobreza, así desaparezcas!... ¡Oh, pobreza, maldita seas!”

“La muerte puede privar al hombre de vida,

Pero fama y virtud no altera;

Aún feliz y verdadera

Permanece en el mundo, viva.

Mas, quien a tu boca desconsolada arriba,

Por más que se quiera magnánimo y gentil,

Y aún tenido por vil

Quien a tu abismo desciende

No espere a ningún precio remontar el vuelo.”

La pobreza, “boca desconsolada”, “abismo” peor que la muerte; el pobre, aquel

que “no será amado ni educado”.

2 FAZIO DEGLI UBERTI, Liriche edite ed inedited, ed. Dirigida por R Renier, Florencia, 1183, 178.

[5]

Si analizamos también los núcleos de sentido que el Medioevo poseyó sobre la

pobreza, tenemos que decir que estos constituyeron una palabra compleja, la cual no

puede interpretarse con celeridad. Sólo enunciaremos algunos de sus aspectos.

En primer lugar, un complejo sentido que proviene de su acervo religioso. Este

sentido aúna la concepción del Cristo pobre, del Dios que se ha vuelto pobre de su

divinidad para devolver los hombres a Dios, con la de la comunidad cristiana primitiva,

que posee los bienes en común y espera la inminente venida del Reino. A ello se une

este sentido sociológico primero del cristianismo como “religión de los pobres”, que va

luego cambiando hasta transformarse en figura de riqueza y poder. Por otra parte, el

mismo mensaje incluye, entre las bienaventuranzas, la bienaventuranza de la pobreza,

que da lugar a la distinción —llevada hasta sus extremos por la casuística— sobre la

diferencia entre la pobreza espiritual y la material.

En segundo lugar, las acciones e instituciones con las que la Edad Media asumió

el ethos de la pobreza y sus variaciones, en palabras de Bronislaw Gemerek3. La

limosna y los donativos, a través de los cuales se expresaba el mandato de

misericordia, poseían una estructura compleja. Pues, a la vez que constituía una

propuesta de perfección para quienes la practicaban, presuponía la inevitabilidad de la

diferencia entre ricos y pobres. En la Vida de San Eligio encontramos la formulación

clásica de este concepto: “Dios debió haber dado la riqueza a todos los hombres, pero

ha querido que haya pobres para que los ricos tuvieses la ocasión de redimir sus

pecados”. Además, el imperativo de la misericordia se refería al comportamiento

individual del cristiano pero, al mismo tiempo, convertía a la institución eclesial en

distribuidor colectivo de la disponibilidad de los bienes. Por ende, este mandato se

transforma también en un modelo recurrente que hace que muchos busquen merecer

la salvación a través de los donativos a la Iglesia y la contribución a las fundaciones y

lugares de culto. Todas las críticas, externas e internas a la vida eclesial, no hace menos

cierto que los pobres fluyen hacia las puertas de los monasterios y las iglesias, que se

construyen hospitales, leproserías, albergues, que se distribuye comida y vestidos. Es

decir, todas las legítimas y necesarias críticas a sus ocultos y velados laberintos de

egoísmo o justificación ideológica, de instauración de la misma institución eclesial

como protagonista privilegiada en la vida pública, como sujeto de poder y riquezas,

todo esto, sin dejar de lado las críticas al modelo asistencialista (en términos

contemporáneos), no hace que deje de ser verdad que se institucionalizó el socorro y

que muchos, de hecho, fueron socorridos.

En tercer lugar, es también necesario tener en cuenta los binomios en los cuales

se expresa la situación del pobre. En los comienzos del Medioevo, el binomio es el de

potens/pauper. El criterio que delimita es el de la participación o no en el poder, el

prestigio social, los privilegios. Luego, con los cambios producidos por la incipiente

monetarización de la economía, cuando es la moneda la que expresa la riqueza,

3 Cf. BRONIESLAW GEMEREK, La piedad y la horca. Historia de la miseria y la caridad en Europa, Alianza Editorial, Madrid, 1989, 23-83.

[6]

entonces, ya no es la riqueza-soberbia la que se opone a la pobreza-humildad, sino la

riqueza-avaricia la que se opone a la pobreza.

En cuarto lugar, se establece la distinción entre la pobreza involuntaria y la

voluntaria, ser pobres con Lázaro o pobres con Pedro. La primera abre paso a las obras

de misericordia, la segunda a todas las iniciativas de renuncia y crítica a las riquezas, a

los movimientos eremíticos, a la inmensa iniciativa de configuración con la pobreza de

las órdenes mendicantes. Esta modificación implica el paso de las instituciones

centradas en la limosna a la configuración voluntaria con la pobreza. Se pasa de

“inclinarse hacia los pobres” a “vivir entre los pobres”. Si pensamos en las imágenes

presentes y operantes sobre los pobres, veremos que estas iniciativas asumen, de

diversa manera, todos sus rasgos vivos, como una increíble acción simbólica que habla

con los cuerpos, los rostros, los lugares. Las ermitas en los bosques, lugares de

exclusión, de delincuencia, de soledad; no sólo el lugar de los pobres, sino de aquellos

cuya pobreza no constituye ni siquiera el término de la limosna. El hambre y los

harapos, aquellos que permiten reconocer, sin confusión, que la pobreza se ha

apoderado de un rostro y un cuerpo. El desarraigo y la pérdida de vínculos con la tierra

y con su familia, situación del vagabundo, del que se aleja de su tierra por las deudas,

del que todo ha perdido. La desnudez, las heridas y las llagas de Francisco, que hacen

de su cuerpo —otrora elegante, con las posibilidades del mundo del comercio y la

moneda— el cuerpo de cualquier pobre; su retiro a una cueva, hogar también de los

pobres. La mendicidad, asumida como forma de vida; la mendicidad que te vuelve

disponible, estorbo, inútil, despreciable por su carácter de carga sobre los demás. La

itinerancia, que pone a distancia de la tierra y su valor, del comercio y la moneda. El

rescate a los cautivos, o los que se vuelven tales, con la pesada cadena y sujeción del

cautivo, con sus angustias. La pobreza voluntaria asume carnalmente la figura del

pobre.

En quinto lugar, existen movimientos colectivos que se reconocen desde la

determinación de la pobreza: las cruzadas de pobres, las cruzadas de niños, los

movimientos o revueltas de pobres, multifacéticos movimientos que atraviesan los

campos y ciudades y piden o exigen comida, o se levantan contra todo orden y sus

injusticias, a veces en seguimientos de predicadores errantes o líderes espirituales,

Tafur, Eón de Estrella, muchas veces alimentados por profundas expectativas

mesiánicas o milenaristas. Como lo señala Norman Cohn4, “estos hombres encontraron

en las fantasías escatológicas que habían heredado de un pasado lejano, el mundo

olvidado del primitivo cristianismo, un mito social que se adaptaba perfectamente a

sus necesidades.” La destrucción de un orden social injusto y de sus diferencias

insoportables producirían el advenimiento del Reino de paz y justicia, allí donde no

habría ya propiedad; ni la riqueza del rey, ni de los nobles, ni del clero. Como afirma

una canción, después de una severa represión en 1307 en París como castigo a un

4NORMAN COHN, En pos del milenio. Revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barral Editores, Barcelona, 1972, 62.

[7]

saqueo en la casa del amo de la moneda: “De los trigos no tuvimos más que la paja. El

trigo para el rey, para nosotros, la paja.”Difícilmente podían estos movimientos ser

asimilados sin más a ninguna bondad ni bienaventuranza, pues comprometían el

equilibrio social e infundían temor.

Dos voces místicas que hablan de la pobreza: Margarita Porete y el

Maestro Eckhart

Ambivalente y polifacética situación de la pobreza en el Medioevo. Situación que

no sólo es llevada hacia el interior de los planteos religiosos y sociopolíticos, sino que

se vuelve texto de sus místicos. Estos textos diseñan la figura de la pobreza en otra

clave, pero en ella encontramos, no sólo la profundidad de la reflexión, sino los rasgos

vivos de su mundo. Nuestra intención es, entonces, presentar esta figura en los textos

de Margarita Porete, francesa, autora de una obra en francés medieval denominada El

espejo de las almas simples, y en el Maestro Eckhart, fraile dominico, alemán, autor de

una prolífica obra latina, resultado de su enseñanza en la universidad y una no menos

prolífica obra alemana, consistente en sermones y tratados, cuyo auditorio es variado

y multiforme. Ambos viven a fines del siglo XIII y mueren en el siglo XIV: Margarita

Porete en 1310, en París, quemada en la hoguera; el Maestro Eckhart en 1328 en

Avignon, a la espera de una resolución sobre su causa. La resolución llega poco

después de su muerte, en 1329: es la Bula “In agro, dominico”. En ella se observa, no

sólo la doctrina expuesta por Eckhart, sino que la ha predicado frente a los hombres y

mujeres simples.

Margarita Porete, beguina (aunque el texto afirma que las beguinas la

consideraban en el error), mujer que no quiere pertenecer ni a la institución del

matrimonio ni quiere someterse a los votos de la vida religiosa, escribe el texto El

espejo de las almas simples. Hasta ese momento, los textos del género especular se

orientaban a mostrar el rostro idealizado de príncipes, religiosos, sacerdotes, vírgenes,

nobles. De esa manera mostraban el itinerario de las virtudes que debían alcanzar para

vivir conforme a su estado. Margarita, en cambio, escribe un espejo borrando todo

estado, toda altura, todo rango.

Su espejo se aparta de la propuesta de todo camino de perfección. Porque todo

ello sólo puede hacerse por obra de la contrariedad con uno mismo y la violencia.

Aunque se busque el bien, se transforma en sierva de las virtudes. Un libre no quiere la

sujeción, sino su libertad. Lo buscado por Margarita es el país de la libertad. Se despide

pues, de las virtudes, no por anhelos de libertinaje, sino por rechazo a un modo de vida

realizado desde la opresión y la tristeza5:

“Virtudes, me despido de vosotras para siempre,

Tendré el corazón más libre y más alegre,

Serviros es demasiado costoso, lo sé bien,

5 MARGARITA PORETE, El espejo de las almas simples, Ediciones Siruela, Madrid, 2005, 55-56.

[8]

Puse en otro tiempo mi corazón en vosotras, sin reservas.

Era vuestra, lo sabéis, a vosotros por completo abandonada,

Era entonces vuestra sierva, ahora me he liberado

[…]

Pues viví por entonces en un gran desfallecer

[…]

Nunca fui libre hasta que me desavecé de vosotras.

Partí lejos de vuestros peligros y permanecí en paz.”

Se despide también de la dirección de la razón sobre la vida, de su necedad y su

ceguera, de su inoportuna presencia que no permite la vida. Con sentencia ligera y

poderosa, declara su muerte6:

“¡Ay de mí! ¡Por qué ésta [la Razón] no estará muerta hace ya tiempo!...

Pues mientras os tuve, dama Razón, no pude gozar con libertad de mi

herencia y de lo que era y es mío. Pero ahora puedo tenerlo libremente,

porque de amor os he herido de muerte. A partir de ahora, Razón ha

muerto.”

Su voluntad, en tanto quiere y se eleva como un nudo donde acontece la

afirmación de sí misma, la endeuda y la vuelve cautiva:

“… esta Alma está endeudada con su incomprensible nada por un solo

momento en el que alzó contra él su voluntad. Le debe sin descuento la

deuda que su voluntad le costó, y tantas veces como tuvo la voluntad de

hurtarle a Dios su voluntad… Ese dulcísimo Lejoscerca ha puesto hasta la

última moneda de mi deuda”7

Se opone a todo poder, toda mediación, todo lo que tenga la pretensión de

erguirse entre ella y el Absoluto:

“Amor: Esta hija de Sión no desea ni misas ni sermones, ni ayunos ni

oraciones” 8

“Esta gente, a la que llamo asnos, buscan a Dios en sus creaturas, en los

monasterios mediante rezos, en paraísos creados, en palabras de hombre y

en las Escrituras […] tienen por cierto que él se halla sujeto a sus

sacramentos y a sus obras”9

Se opone al ideal de la mendicidad, incluso en traslación de sentido a la vida del

espíritu, pues no quiere nada ya que se encuentra ebria y saciada:

“Un alma <que no pueda hallarse>

6 MARGARITA PORETE, El espejo…, 136. 7 MARGARITA PORETE, El espejo…, 129. 8 MARGARITA PORETE, El espejo…, 70. 9 MARGARITA PORETE, El espejo…, 117-118.

[9]

Que se salve por la fe sin obras

Que se halle sólo en amor

Que no haga nada por Dios

Que no deje de hacer nada por Dios

A la que no se le pueda enseñar nada

A la que no se pueda quitar nada

Ni dar nada

Y que no tenga voluntad.”10

“Un alma que ha caído de amor en nada”11

“<un alma que es> abismo de toda pobreza”12

Esta suprema pobreza es, en realidad, la nobleza del alma. El orden jerárquico ha

sido abolido hasta sus cimientos. Todas las instancias de mediación han sido

deslegitimadas. No hay mediaciones, la inmediatez se apodera de todo escenario. La

pobreza, llevada hasta el extremo de la nihilidad metafísica, reclama para sí el ser la

única nobleza. Los espejos, que devuelven el rostro y la belleza, sólo devuelven la

nada. Pues la nada es lo único que no se opone a Dios y se transforma en Él: “porque

todo es mar desde el momento en que ha regresado al mar”.

El Maestro Eckhart nos proporciona también una experiencia de reflexión en la

que la pobreza se ha transformado en clave de bóveda de la vida de los hombres, de su

relación con el Absoluto, de su propia identidad. Lo ha hecho de manera diferente a

Margarita Porete. Ha construido una forma de entender la vida del intelecto y una

forma de comprender la constitución de los seres. La riqueza primera, la del ser y su

realidad, se ha tornado aquello que debe abandonarse. La desnudez, como expresión

de la indigencia más fuerte, se ha vuelto rasgo del intelecto.

La realidad de la pobreza y su contraste con la riqueza se hace presente como

algo que a primera vista parece inconcebible:

“Si un hombre tuviera todo un reino o todos los bienes de la tierra y

renunciara a ellos con pureza, por el amor y se convirtiera en uno de los

hombres más pobres de la tierra…”13

“Si hubiera un rey rico que tuviera una hija hermosa y se la diera al hijo de

un hombre pobre…”14

Situaciones que difícilmente pueden pensarse, como tampoco su sustrato:

abandonar las riquezas. Su mera posibilidad enuncia ya un contraste insospechable

sobre el mundo medieval; un contraste insospechable también sobre el nuestro.

10 MARGARITA PORETE, El espejo…, 54. 11 MARGARITA PORETE, El espejo…, 117. 12 MARGARITA PORETE, El espejo…, 90. 13 MAESTRO ECKHART, El fruto de la nada, Ediciones Siruela, Madrid, 2011, “Vivir sin porqué”. 14 MAESTRO ECKHART, El fruto…, “Vivir sin porqué”.

[10]

Sin embargo, no basta esto para pensar que el hombre realmente se ha

empobrecido. Pues los caminos por los que el modelo de la riqueza y la apropiación

siguen adheridos a la vida son muchos. Es por esto que la crítica a la nueva fuente de

riqueza, el comercio y sus modelos, se vuelve sobre la misma vida de los que creen y

sus presuntas generosidades:

“¿Quiénes eran las gentes que compraban y vendían, y quiénes son

todavía? […] a quienes Nuestro Señor echó a golpes y expulsó; y esto lo

sigue haciendo hoy con los que compran y venden en el templo: no quiere

dejar uno solo dentro. Mirad, mercaderes son todos aquellos que se

preservan de los pecados graves y a quienes les gustaría ser gente de bien

para hacer buenas obras para agradar a Dios, como ayunar, velar, rezar y

cosas por el estilo; todo tipo de obras buenas y las cumplen con el fin de que

Nuestro Señor les dé algo a cambio o que Dios haga algo por ellos que sea

de su agrado: todos son mercaderes. […] la verdad no necesita ninguna

mercancía.”15

“Pero alguna gente quiere ver a Dios con los mismos ojos con que ven a una

vaca y quieren amar a Dios como aman a una vaca, a la que quieres por su

leche, su queso y los beneficios que obtienes. Así hacen todos aquellos que

aman a Dios por las riquezas exteriores o por el consuelo interior: pero estos

no aman a Dios rectamente, más bien aman su interés personal.”16

De ahí que nuestra capacidad de entender y nuestra misma realidad requieren

empobrecerse de todo aquello que constituye su riqueza. Es decir, desnudarse de ese

inmenso mundo de imágenes, devolverlas a su identidad en Dios, allí donde aún no

eran.

“Si yo fuera en tal forma intelectual que todas las imágenes comprendidas

desde siempre por todos, además de las que están en Dios mismo,

estuvieran en mí, intelectualmente, y si a pesar de ello yo no sintiera apego

por ninguna de ellas, ni hubiera tomado en propiedad ninguna de ellas, ni en

el hacer, ni el dejar de hacer, ni en el antes ni en el después; si, antes bien,

estuviera en el ahora presente, libre y vacío, por amor de la voluntad divina,

para cumplirla sin interrupción, entonces, verdaderamente, ninguna imagen

se interpondría y yo sería, verdaderamente, virgen como lo era cuando

todavía no era.”17

Conocer, captar las cosas, es llevarlas hacia su origen insondable en un Dios

también insondable. Llevarlas hacia donde aún no eran: descrearlas. El conocimiento

es un inmenso movimiento de descreación de las cosas, de retiro hacia allí donde se

encuentran su identidad profunda, sin sucesión ni tiempo:

15 MAESTRO ECKHART, El fruto…, “El templo vacío”. 16 MAESTRO ECKHART, El fruto…, “Cómo tenéis que vivir”. 17 MAESTRO ECKHART, El fruto.., “La virginidad del alma”.

[11]

“[…] nada es tan contrario a Dios como el tiempo; no sólo el tiempo, sino

también un simple apego al tiempo; no significa sólo un apego al tiempo,

también quiere decir un roce del tiempo; [pero] no sólo un roce del tiempo,

sino también un aroma y una fragancia a tiempo, como el perfume, que

permanece allí en donde se había colocado una manzana; debes entender

así el roce del tiempo.”18

La renuncia al conocimiento como apropiación codiciosa se vuelve también

crítica a toda presunta justicia:

“¿Quiénes son los justos? {…] Los que han salido totalmente de sí mismos y

no buscan en cualquier cosa nada que les pertenezca, sea lo que sea, grande

o pequeña; los que no consideran nada por debajo ni por encima de sí

mismos, ni junto a sí en sí mismos; los que no consideran el bien ni el honor,

ni el aposento ni el placer, ni necesidad, ni intimidad, ni santidad, ni premio,

ni el reino de los cielos y son extraños a todas estas cosas, a todo lo que les

pertenece; el honor de Dios proviene de ellos y son quienes, propiamente,

honran a Dios y le dan lo que es suyo.”

“Los hombres justos toman tan en serio la justicia que si Dios no fuera justo

no le darían más importancia que a una haba, y se mantienen tan firmes en

la justicia y tan extraños a sí mismos que no les importan ni las penas del

infierno, ni la alegría del reino de los cielos o cualquier otra cosa.”19

La pobreza y la desnudez del pobre se vuelven reveladoras del núcleo más

profundo de la divinidad, allí donde es el mismo Dios quien está desnudo:

“[el hombre] no debe aceptar a Dios, por su bondad o su justicia, sino que

debe comprenderlo en la sustancia pura y limpia en la que él se comprende

a sí mismo en su pureza. Pues la bondad y la justicia son un vestido de Dios

que lo oculta. Por eso, aparta de Dios todo cuanto lo reviste y tómalo puro

en el vestidor en donde está descubierto y desnudo en sí mismo. Entonces

permaneceréis en él.”20

Ese fondo desnudo de Dios es el rostro mismo de la pobreza. Ese es el consuelo

de toda pena y la fuerza para toda obra. Allí, es posible afirmar que no hay

fundamento ni sentido, tal como nuestros reclamos de seguridad lo piden, incluso a

gritos:

“Desde ese fondo interior debes hacer todas tus obras, sin porqué.”

“la vida vive de su propio fondo y brota de lo suyo; por eso vive sin porqué,

porque vive de sí misma.”21

18 MAESTRO ECKHART, El fruto.., “La imagen de la deidad impresa en el alma”. 19 MAESTRO ECKHART, El fruto.., “Dios y yo somos justos”. 20 MAESTRO ECKHART, El fruto.., “La imagen desnuda de Dios”. 21 MAESTRO ECKHART, El fruto.., “Vivir sin porqué”.

[12]

Las palabras de Margarita Porete y Eckhart la han llevado hasta su cercanía con

la nada o la han vuelto el abismo más profundo de la realidad. No obstante, tengo que

reconocer que, cuando las escucho, mis ojos y mis manos desean el tacto de las cosas

concretas, de las alegrías cotidianas, de la belleza y los bienes del mundo volviéndose

el gozo que se comparte, de los consuelos que proporcionan el amor, la amistad, una

tarea concluida. Sin embargo, tampoco puedo evitar sentir que la acogida en lo más

profundo de la vida y de la inteligencia del ancho mundo de la pobreza se transforma

en voz que reclama y exige todo, tanto es el dolor, tanta la injusticia, tanta la muerte.

Cada hombre o mujer, cada época, gestiona esta voz a su manera. El mundo medieval

lo hizo a la suya. Muchas cosas no entendemos, muchas cosas rechazamos. Pero de

una estamos ciertos: no dejó que se callara su voz.