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EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO: ¿MÉTODO ÚTIL, O IDEOLOGÍA NEFASTA? Íñigo ORTIZ DE URBINA GIMENO Profesor de Derecho penal y Criminología, Universitat Pompeu Fabra. Este trabajo se enmarca dentro del Proyecto I+D del Ministerio (español) de Ciencia y Tecnología BJU2003-06687, dirigido por el Prof. Enrique GimbernatOrdeig. Publicado en Christian Courtis (ed.), “Observar la ley. Ensayos sobre metodología de la investigación jurídica”, Trotta, Madrid, 2006, pp. 321-348 INTRODUCCIÓN: AGARRANDO EL TORO POR LOS CUERNOS Hace pocos días tuve oportunidad de volver a encontrarme con un texto en el que se prevenía contra el análisis económico del derecho (en adelante, AED). Con cierto desaliento contemplé cómo, una vez más, se afirmaba que éste es un movimiento “de corte ultra-neoliberal” y se le asignaba “vital importancia” en la política criminal estadounidense de las últimas décadas [V. Rivera/Nicolás (2005, especialmente pp. 233-235)] . Teniendo en cuenta el carácter indudablemente bárbaro de ésta, la atribución de responsabilidad al AED seguramente no haya de verse como una descripción (por lo demás no argumentada), sino como un aviso sobre sus peligros: algo que ha llevado a semejante desatino, no puede ser bueno. Este texto pretende confrontar y refutar esta opinión, y otras semejantes. Personalmente, me gustaría hacerlo de modo 1

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EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO:

¿MÉTODO ÚTIL, O IDEOLOGÍA NEFASTA?

Íñigo ORTIZ DE URBINA GIMENO

Profesor de Derecho penal y Criminología, Universitat Pompeu Fabra. Este trabajo se enmarca dentro del Proyecto I+D del Ministerio (español) de Ciencia y Tecnología BJU2003-06687, dirigido por el Prof. Enrique GimbernatOrdeig. Publicado en Christian Courtis (ed.), “Observar la ley. Ensayos sobre metodología de la investigación jurídica”, Trotta, Madrid, 2006, pp. 321-348

INTRODUCCIÓN: AGARRANDO EL TORO POR LOS CUERNOS

Hace pocos días tuve oportunidad de volver a encontrarme con un texto en el que se prevenía contra el análisis económico del derecho (en adelante, AED). Con cierto desaliento contemplé cómo, una vez más, se afirmaba que éste es un movimiento “de corte ultra-neoliberal” y se le asignaba “vital importancia” en la política criminal estadounidense de las últimas décadas [V. Rivera/Nicolás (2005, especialmente pp. 233-235)]. Teniendo en cuenta el carácter indudablemente bárbaro de ésta, la atribución de responsabilidad al AED seguramente no haya de verse como una descripción (por lo demás no argumentada), sino como un aviso sobre sus peligros: algo que ha llevado a semejante desatino, no puede ser bueno.

Este texto pretende confrontar y refutar esta opinión, y otras semejantes. Personalmente, me gustaría hacerlo de modo directo, esto es, atendiendo a los argumentos de los críticos. Considerando su extrema imprecisión, cuando no su completa ausencia, ello no parece posible. Todavía no he sabido encontrar una explicación de en qué consiste el neoliberalismo del AED. ¿Es neoliberal su método? En este caso habría que explicar en qué consiste el método neo-liberal (yo siempre había pensado que se trataba de una ideología), para así poderlo comparar con el del AED (que tampoco se describe). ¿Son neoliberales sus partidarios? No conozco investigación alguna que muestre que un número inusitadamente alto de analistas económicos del derecho sostenga tal ideología. Si lo único que pueden ofrecer los críticos para sostener tal aserto es su experiencia personal, me temo que tenemos un problema, ya que la mía, introspección incluida, apunta en otro sentido.

Las precomprensiones en contra del AED son tan fuertes que en no pocas ocasiones su crítica procede con omisión de las más elementales normas de debate académico. Los textos

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son leídos de modo transversal1, buscando lo chocante y elevando lo que son opiniones minoritarias a la condición de paradigmáticas; se juzga a todo el AED por las aportaciones que unos pocos autores realizaron hace ya algunos años, sin tan siquiera pararse a considerar la evolución de su pensamiento2; se imputan extravagantes afirmaciones al movimiento en abstracto, sin citar a ningún autor en concreto3.

Que la crítica proceda de esta manera no es algo nuevo. Hace ya varias décadas que los realistas jurídicos americanos asistieron a la banalización de sus tesis, que llegó al extremo de imputarles “teorías” que realmente no sostuvieron. Entre ellas se encuentra la denominada “teoría de la digestión”, según la cual la decisión del caso dependía de lo avanzado del proceso de digestión del almuerzo del juez: tal hipótesis no fue planteada por ningún realista jurídico norteamericano, pero ha pasado a la historia como marca de la escuela (Fisher III/Horwitz/Reed 1993, p. XIV). De modo más reciente, también los criminólogos críticos hubieron de soportar el mismo tratamiento: su utopismo, se dijo, llegaba al extremo de negar la necesidad de cualquier tipo de control social4. En ambos casos, la negativa de los críticos a realizar un análisis serio les impidió ver lo mucho que había de valioso en tales enfoques. En mi opinión, esto es lo que en la actualidad está ocurriendo con el AED. Sin embargo, no se trata sólo de los críticos: durante años no pocos analistas económicos del derecho reaccionaron con irritación y cierta autosuficiencia a las críticas, aumentando de forma innecesaria la distancia. En EEUU, donde la resistencia de la academia jurídica a nuevos enfoques es menor, el contacto prolongado ha llevado a que numerosos puntos de vista del AED hayan sido aceptados sin grandes problemas y sin que esto suponga que se asuman todos sus planteamientos.

1 Eso, cuando se leen. Así, tras una extensa y feroz crítica al AED, encarnado en la persona de Posner (vicio lamentablemente usual), Gondra (1997, p. 1.671) reconoce que no ha leído al autor que critica y afirma que le basta (y a lo que se ve le sobra) con lo que otro dice que éste dice.

2 En la más ambiciosa reconstrucción teórica del AED que se ha publicado en España (Mercado, 1994), el autor reconoce que “La madurez del AED coincide con un período de reevaluación de los propios logros de la disciplina. Un gran número de sus practicantes parece alejarse de la inicial senda marcada por el trabajo de Posner, y ya son tan numerosos los críticos de la corriente de Chicago que la excepción (la crítica al AED posneriano) se ha convertido en regla” (p. 33). Pues bien: dicho esto, en el resto de su obra el autor dedica la mayor parte de sus esfuerzos a retratar y criticar el análisis posneriano, otorgando una muy escasa atención a otros enfoques, aun cuando él mismo los ha considerado mayoritarios (la “regla”).3 Así, por ejemplo, Rivera/Nicolás (2004, p. 235), quienes afirman que algunos partidarios del AED “han llegado, incluso, a justificar la pena de muerte, como el instrumento más eficiente en el control del delito(barato y disuasivo)”. ¿Qué analista económico del derecho ha afirmado esto? En una nota a pie de páginalos autores sólo dicen “Ver en este sentido, el análisis sobre el efecto disuasivo de la pena capital en Cooter y Ulen 1998: 601-608”. Si el lector va a tal lugar encontrará, en efecto, un análisis sobre el efecto disuasorio de la pena de muerte, del que por cierto la pena de muerte no sale particularmente bien parada. Respecto a la otra presunta consideración (“barato”), en ningún lugar de la exposición de Cooter/Ulen se encontrará la afirmación de que sea barata (de hecho, ya que se ha introducido el tema, aprovecho pararecordar que es muy cara -Larnier/Acker 2004, pp. 287-288). Personalmente, y frente a lo afirmado por Rivera/Nicolás, no conozco un solo analista económico del derecho que haya defendido la pena de muerte por ser eficiente, pero sí hay quien ha pedido que se derogue por ineficiente (Donohue 2005, pp. 48-49).4 A esto responde Aniyar de Castro (1988, pp. 753-754): “¿Vivir sin control social? ¿quién dijo esto? Yo no sé quién dijo esto. Creo, hasta donde los he leído y escuchado, que ni siquiera lo han dicho los abolicionistas, que de alguna manera aceptan un mínimo control formal”.

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Entiendo que éste es el mejor modo de proceder: ni hay que caer rendido ante las afirmaciones de “cientificidad” del método, ni hay que condenarlo de antemano. Hay que conocerlo y decidir en qué medida (si alguna) aporta algo al estudio de los temas que a cada uno le interesen. El objetivo de los siguientes apartados es facilitar la primera parte del proceso.

1.- UNA PRIMERA DEFINICIÓN Y ALGUNAS ACLARACIONES.

La pregunta “¿qué es el AED?” admite una respuesta sencilla: el AED es una aproximación al derecho que se basa en la aplicación de las técnicas de análisis económico al estudio de los fenómenos e instituciones jurídicas (Pastor 1989, p. 31).

Como en tantos otros casos, sin embargo, la anterior respuesta es sencilla sólo porque oculta sus complejidades. A continuación nos va a interesar la profundización en dos de ellas: en primer lugar, nos preguntaremos ¿qué significa “economía”? (y, derivadamente, ¿en qué consiste el análisis económico?); en segundo lugar, veremos en qué consisten esas “técnicas del análisis económico” con las que se pretende estudiar el derecho.

1.1.- ¿Qué significa “economía”?

En el lenguaje común, el término “economía” se usa para referirse al conjunto de actividades que tienen que ver con la producción, distribución y consumo de bienes y servicios y, en último término, con el dinero. Siguiendo esta acepción del término, no cabe duda de que a lo largo de la historia el derecho y la economía han mantenido una relación estrecha, puesto que tales actividades humanas han venido siendo objeto de regulación jurídica. Conforme a este entendimiento del término, sin embargo, no es fácil ver en qué pueda consistir la aportación de la economía al derecho. Sin duda, unos buenos conocimientos de economía permitirían al jurista conocer mejor el objeto que pretende regular (una saludable y poco usual práctica). Pero no es ésta la pretensión del AED.

Para los analistas económicos del derecho, como para muchos economistas modernos, la economía no es una disciplina definida por su objeto (los referidos procesos de producción, distribución y consumo), sino por su método. En concreto, y siguiendo una célebre definición del economista inglés Lionel Robbins (1935, p. 16), la economía sería “la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre los fines y los medios escasos susceptibles de usos alternativos”. De este modo, el concepto de escasez se convierte en el elemento definitorio de la economía como disciplina y en el punto de partida del análisis económico como método. De la mano de este concepto, y considerando que la acción humana se desarrolla habitualmente en condiciones de escasez (de los medios de los que disponemos, incluyendo el tiempo, respecto de los fines que deseamos), el análisis económico se ha extendido en los últimos años desde sus tradicionales confines al estudio de todo tipo de acciones. De este fenómeno expansivo, conocido como “imperialismo económico” por sus detractores y como “enfoque de la elección racional” por sus partidarios, forma parte el AED.

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1.2.- Las técnicas del análisis económico

El traspaso del método analítico económico a otras disciplinas supone un cambio de contexto que limita el alcance de la exportación. Tradicionalmente, la economía estudiaba mercados explícitos, mientras que en el resto de disciplinas predominan los mercados implícitos, esto es, mercados en los que los precios de las transacciones no están directamente expresados en dinero y en ocasiones no son siquiera susceptibles de evaluación en términos monetarios, si no es de un modo aproximado. Este hecho no puede dejar de subrayarse: una de las grandes ventajas del proceder económico tradicional fue la posibilidad de reconducir fenómenos muy heterogéneos a una misma unidad de medida (el dinero), lo cual simplificaba considerablemente el análisis (Coase 1978, p. 44). Esta ventaja, sin embargo, se pierde cuando tratamos con mercados implícitos. En estos, el énfasis en encontrar una unidad de medida homogénea y cuantificable puede resultar una rémora. En concreto, se corre el riesgo de buscar una precisión mayor de la que realmente se puede obtener, lo que habitualmente se hará a costa de prescindir de importantes aspectos de los problemas tratados. La frase “el AED vale para lo que vale” no debe interpretarse en términos semánticos, como una tautología, sino en términos pragmáticos, como una invitación a reflexionar sobre los límites de este método.

A consecuencia de las diferencias señaladas, conviene ser cauteloso a la hora de señalar qué técnicas del análisis económico se exportan a otras disciplinas; según los intereses teóricos de cada una de éstas, se adoptarán unos u otros. Es sin embargo posible encontrar dos elementos comunes a las diferentes teorías que forman el enfoque de la elección racional.

En primer lugar, la postulación del ser humano como un sujeto que, constreñido por las circunstancias, maximiza el logro de sus fines (lo que para esta perspectiva quiere decir: actúa racionalmente).

En segundo lugar, el uso de modelos, esto es, de “esquemas simplificados mediante los cuales un hecho concreto (o una familia de hechos concretos) queda desprovisto de todas las adherencias y complicaciones consideradas secundarias, y es reducido a los elementos juzgados esenciales” (Barceló 1992, pp. 103-104).

En cuanto al resto del utillaje conceptual de la economía que se toma en préstamo, o bien se trata de técnicas que no son patrimonio del análisis económico, sino que forman parte de los métodos de investigación social empírica5, o bien se trata de desarrollos de la teoría económica que sólo pueden ser traspasados a otros campos si previamente se ha aceptado el supuesto de racionalidad6.

5 Este extremo se encuentra particularmente bien argumentado en Coase (1978, pp. 204-206), usando como ejemplos la utilización por otras disciplinas de la técnica de programación lineal y del análisis coste-beneficio.6 En la línea que aquí se propone, Gómez Pomar (2002, pp. 18-21) se refiere al empleo de modelos y del supuesto de racionalidad como “los dos recursos metodológicos fundamentales” del análisis económico.

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2.- AED POSITIVO/AED NORMATIVO

Al igual que la economía y otras muchas disciplinas sociales, el AED tiene una vertiente positiva (referida al ser, a la explicación y la predicción) y otra normativa (referida al deber ser). Éste es, se supone, uno de los grandes atractivos del enfoque. Según ha afirmado Eidenmüller (1995, p. 400), el AED sería un natural compañero de viaje de aquellos que se muestran a favor de la orientación del derecho a las consecuencias (los enfoques “teleológicos”), ya que éste ofrece tanto un método de averiguación de las consecuencias previsibles de las normas como criterios para su valoración. Lo primero lo haría de la mano del supuesto económico de conducta (el famosísimo homo oeconomicus); lo segundo, utilizando la eficiencia como baremo: las consecuencias se deben valorar según el grado en que se avengan con la consecución de la eficiencia.

Esta extendida caracterización del AED es en lo esencial correcta en lo que respecta al primer extremo (que se corresponde con el denominado “AED positivo”); más problemática resulta en cuanto al segundo (que se refiere a temas propios del “AED normativo”). Veámoslo con cierto detalle.

2.1.- AED positivo

A la hora de explicar o predecir fenómenos sociales, todas las disciplinas se apoyan, de modo explícito o implícito, en algún tipo de supuesto conductual (North 1990, p. 17).

No debería resultar muy polémico afirmar que el método jurídico clásico, ocupado de forma predominante con el análisis formal de normas y sistemas jurídicos, ha descuidado la cuestión del comportamiento previsible de los sujetos a los que se destinan tales normas. El AED afirma tener mucho que aportar en este campo, a través de la formulación de hipótesis sobre cómo responderán los sujetos a los incentivos ofrecidos por el ordenamiento jurídico. Dentro de los incentivos se incluyen:

a) los producidos por las normas y sus modificaciones formales (derogación o aprobación de una nueva norma –incluyendo la reforma de una disposición-);

b) los que se derivan de cambios en la norma de conducta exigida al ciudadano sin suponer una efectiva modificación del ordenamiento jurídico formal (por ejemplo, una nueva interpretación jurisprudencial); finalmente, y de modo más ambicioso,

c) los originados por las concretas políticas de aplicación de una norma y los cambios que experimentan (por ejemplo, la decisión de incrementar/disminuir la persecución de un cierto tipo de delitos o infracciones administrativas).

Ahora bien: lo anterior sólo nos dice qué es lo que se quiere indagar, y no cómo. La respuesta más abstracta a este segundo interrogante ya la conocemos: se procede por medio de modelos elaborados en torno al supuesto de racionalidad. Ahora ha llegado el momento de especificar qué significa tal cosa. Lo cierto es que las primeras versiones del AED no lo hicieron, y esto ocasionó no pocas polémicas. Así, en “Crime and Punishment: An

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Economic Approach” (1968), la contribución con la que puso a andar al análisis económico del crimen, Gary Becker tenía este mensaje para los criminólogos:

“Una teoría útil del comportamiento criminal puede prescindir de las más especiales teorías de la anomia, de inadecuaciones psicológicas o de la herencia de rasgos especiales y simplemente extender el análisis de la decisión usual entre los economistas” (p. 538). “El enfoque aquí adoptado sigue el análisis de la decisión usual entre los economistas y asume que un sujeto comete un crimen si su utilidad esperada supera la que obtendría usando su tiempo y otros recursos en otras actividades. Algunas personas, entonces, se convierten en ‘criminales’ no porque su motivación básica difiera de las de otras personas, sino porque lo hacen sus costes y beneficios” (p. 545, notas omitidas).

Uno no puede por menos que sentir lástima por los criminólogos: después de tantas décadas de esfuerzo intelectual en busca de una mejor explicación de las causas del comportamiento delictivo, resulta que sus servicios son innecesarios. Y lo son, además, porque la pregunta tiene una respuesta muy sencilla: los delitos se cometen porque a los autores les conviene hacerlo. Una explicación tan simple casi parece demasiado buena como para ser cierta. Y no lo es, claro.

El análisis positivo basado en la hipótesis de racionalidad ha sido muy criticado. La calidad de las críticas, sin embargo, es variable, y las que parten de las filas jurídicas suelen contarse entre las peores. La más usual es aquella que achaca a los modelos basados en la teoría de la elección racional falta de precisión descriptiva o, dicho con otras palabras, que en la realidad no existen homines oeconomici.

Esta crítica no consigue ni despegar, porque el enfoque de la elección racional en ningún momento sostiene que todas las personas sean racionales, ni que el modelo funcione como una descripción de la realidad, de modo que se está criticando lo que nadie propone. Los partidarios de este tipo de modelos son plenamente conscientes de que éstos, si se entienden como una descripción del comportamiento, individual o colectivo, son falsos. Al tiempo, sin embargo, piensan que resultan útiles para el análisis del comportamiento humano7. Pretender quitarse de en medio al AED aludiendo a la irrealidad de sus supuestos de conducta muestra que no se entiende el modo de argumentación que está detrás del mismo, que no es sino la pretensión de afrontar el estudio de una realidad compleja mediante la abstracción de sus elementos no esenciales8.

En cualquier caso, y tal y como he adelantado, existen críticas que sí son atendibles.

7 “Aunque conozco muy pocos economistas que realmente crean que los supuestos conductuales de la economía reflejan con precisión el comportamiento humano, la mayoría sí cree que tales supuestos son útiles para construir modelos del comportamiento en el mercado y, aunque menos útiles, son todavía el mejor instrumental para el estudio de la política y para el resto de las ciencias sociales” (North 1990, p. 17).

8 De forma más concreta, esta crítica supone ceder al “prejuicio empirista”, según el cual hay que rechazar todo constructo que no se corresponda fidedignamente con los datos. Para una descripción de este prejuicio v. Bunge (1996, p. 103).

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Antes de verlas, sin embargo, conviene describir de forma más detenida el proceder del enfoque de la elección racional9. Para ello, me apoyaré en el esquema aportado por Kelley (1996, p. 97), al que a efectos ilustrativos acompaño de una de sus muchas posibles aplicaciones. Según este autor, las explicaciones que se realizan desde este enfoque siguen los siguientes pasos:

1.- Se concretan los agentes (sujetos individuales o grupos) asociados con la situación o fenómeno que se pretende explicar;

Como ejemplo, pensemos en el presidente de una entidad bancaria (agente), del que queremos saber si cometerá o no un delito de blanqueo de capitales (fenómeno a estudiar).

2.- Se identifican los objetivos (“preferencias”) de esos agentes respecto del fenómeno o en la situación de que se trate;

En el ejemplo que nos ocupa, en una primera aproximación podemos definir los objetivos como la obtención de ganancias.

3.- Se delinean aquellas características del entorno que pueden ayudar a los agentes a conseguir sus objetivos o impedir que lo hagan;

En este caso, por ejemplo, habrían de considerarse factores tales como el grado en que el funcionamiento de la entidad/el sistema bancario facilita la ocultación del delito, o cuál es la política de persecución de los poderes públicos.

4.- Se determinan el tipo y la calidad de la información de que disponen los agentes;

En contraste con el paso anterior, aquí no nos interesa cuál es la situación real, sino cómo la perciben los agentes en cuestión (en este caso, el presidente del Banco). Por razones que enseguida se verán, lo usual es considerar que los sujetos tienen una información perfecta: si la probabilidad de detección de la infracción es del 2%, lo saben; si se incrementa, lo saben; si disminuye, también.

5.- Se identifican los cursos de conducta que los agentes pueden tomar para conseguir sus objetivos, teniendo en cuenta las barreras que les impone su entorno y el conocimiento que tienen de éste;

En este caso, y asumiendo de forma tan sólo un tanto simplificada que el objetivo es ganar dinero, habría que determinar qué otras acciones permiten su consecución.

6.- Se determina, dentro de estos posibles cursos de actuación, cuáles consiguen los objetivos del agente de modo más eficiente, esto es: cuáles, o bien obtienen un

9 Merece la pena constatar cómo, a pesar de la ubicuidad de las referencias al enfoque de la elección racional, es difícil encontrar exposiciones mínimamente detalladas de éste, tanto entre sus detractores como entre sus partidarios.

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mayor número de fines con el mismo empleo de medios, o bien obtienen el mismo fin con un menor empleo de medios.

Habrá que comparar los costes y beneficios de las distintas acciones y ver cuáles presentan un mejor saldo. Puede ser, supongamos, que el blanqueo de dinero reporte una buena cantidad de dinero, pero que el riesgo de detección y condena sea considerado alto por el sujeto cuya conducta queremos analizar.

También habrá que estudiar, por ejemplo, cuánto se gana dedicando tiempo –y en su caso otros recursos- a actividades legales.

7.- Finalmente, se predice que el agente tomará el curso de conducta que es eficiente (racional), o se explica la elección del agente mostrando que era su mejor elección.

En el ejemplo que hemos venido utilizando, y asumiendo, como hemos hecho en el paso anterior, que el sujeto percibe el riesgo de detección y condena como elevado en comparación con la ganancia que esperan obtener y los beneficios previsibles de la actividad legal, se predeciría la no comisión del delito/se explicaría por qué no se ha cometido.

Veamos ahora las críticas anunciadas:

- La primera se refiere al alto grado de manipulación al que se puede someter el anterior patrón de explicación/predicción. Así, si un sujeto no se comporta según el modelo, siempre puede reaccionarse alegando que la información de la que disponía era peor de la que se supuso (paso 4)10, o afirmando que sus preferencias eran distintas de las estipuladas (paso 2). En el ejemplo con el que se acompañó la exposición anterior, si finalmente el delito se cometiera, podríamos afirmar que la información del sujeto no era la que pensábamos, sino peor, y que esto le llevó a infravalorar el riesgo de detección (o el de condena), o a sobrevalorar los beneficios de la actividad ilegal; igualmente, podríamos asignarle otras preferencias y entender, por ejemplo, que ganar dinero no era su único objetivo, sino que además se trataba de un tipo hastiado por la rutina al que correr el riesgo le resultaba especialmente atractivo. Si se opera de esta manera (corrigiendo), el interés de la teoría se reduce drásticamente: pase lo que pase, puede ser explicado modificando el modelo.

- Un problema similar se da cuando no se define con concreción en qué consiste la conducta racional, al tiempo que lo único que se dice acerca de las preferencias de los sujetos es que

10 A los economistas no se les ha escapado esta posibilidad: “el supuesto de que la información es a menudo seriamente incompleta porque es costosa de adquirir se usa en el enfoque económico para explicar la misma clase de comportamiento que en otros enfoques se explica mediante el comportamiento irracional, volátil, tradicional o ‘no racional’” (Becker 1976, p. 7).

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éstos “persiguen su propio interés”11. Si las cosas se dejan así, tendremos a sujetos que, persiguiendo no-se-sabe-cuáles fines, actúan de no-sé-sabe-qué manera.

Para que las explicaciones/predicciones realizadas conforme a este modelo resulten interesantes, por tanto, es preciso dotar de algún tipo de precisión a los elementos expresados. Ello es relativamente fácil en el caso de la racionalidad, si ésta se define como racionalidad instrumental (poniendo en relación los medios de los que se dispone con los fines que se pretende). En el caso de las preferencias, sin embargo, no basta con dar una definición: las preferencias que de hecho se tiene son una cuestión empírica.

A modo de respuesta a estas objeciones, el núcleo más duro de partidarios del enfoque de la elección racional afirma que la indeterminación del modelo es, al igual que su falta de realismo, por completo irrelevante: lo único que cuenta es que sea capaz de efectuar buenas predicciones (instrumentalismo metodológico). Sin embargo, esta respuesta no puede darse por válida: sin información sobre lo que el sujeto sabía o lo que prefería es simplemente imposible explicar/predecir su comportamiento. Si no tenemos ni idea de lo que sabe el banquero de nuestro ejemplo, ni de cómo valora tal información, será imposible afirmar que la comisión del delito le reporta más beneficios que su omisión (o lo contrario), por el sencillo motivo de que no sabremos la magnitud de ninguno de los elementos que se nos pide comparar12.

Más allá, cabe apuntar que, desde el punto de vista metodológico, la insistencia en el poder predictivo como criterio de adecuación de las teorías resulta extravagantemente estricta. El énfasis en las predicciones exactas (vs. predicciones de tendencia) puede ser apropiado para las “ciencias de la materia” (física y química), pero es demasiado estricto para cualquier ciencia de la vida (biología, medicina) y, desde luego, para las ciencias sociales13. De hecho, cuando se las evalúa según este criterio, las teorías del enfoque de la elección racional suspenden. Su utilidad reside en su aptitud para realizar buenas predicciones de tendencia y en lo que llamaré su “primacía metodológica”, que puede mostrarse mediante la discusión del supuesto central de este enfoque: la hipótesis de racionalidad.

11 Así, Posner (1998b, p. 1.551) donde, en una réplica a Jolls/Sunstein/Thaler, admite que estos se han quejado “con algo de razón” de que los analistas económicos del derecho no siempre aclaran qué entienden por racionalidad. Por esto, aclara que para él la racionalidad consiste en “escoger los mejores medios para los fines de quien escoge” y, si bien reconoce que “es indudable que mi definición carece de precisión y rigor”, no le parece necesario modificarla. No es mucho más concreta la definición que aporta Friedman (2000, p. 4): “el supuesto central de la economía es la racionalidad –esto es, que la mejor forma de explicar la conducta es atendiendo a los propósitos que se intenta conseguir”. De hecho, la anterior definición no se refiere a la racionalidad, sino a la intencionalidad, y ésta es compatible con altas cotas de irracionalidad.12 Críticos con el bajo número de ocasiones en las que se hace uso de la información que proporciona el resto de las ciencias sociales, tanto sobre la estructura de la situación como sobre las preferencias de los sujetos, Suchman (1997, pp. 478-479) y Opp (1989, pp. 122-125).13 Por supuesto, ante este dato puede afirmarse que estas disciplinas simplemente no serían científicas, pero esta estrategia no parece del todo útil: por la estructura de sus explicaciones, la biología evolutiva no puede efectuar predicciones mínimamente exitosas, y tiene graves problemas incluso a la hora de efectuar retrodicciones. A pesar de ello, ofrece herramientas tremendamente útiles en la explicación de numerosos fenómenos concretos y, de hecho, ha revolucionado nuestra manera de entender la vida en la tierra: ¿se está dispuesto a decir que no es una ciencia?

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Si bien de hecho la racionalidad no es total, tampoco lo es la irracionalidad. Sin embargo la calificación de una conducta como irracional presupone algún estándar de racionalidad conforme al cual calibrarla. Esto hace que desde una perspectiva metodológica tenga sentido otorgar primacía teórica al supuesto de elección máximamente racional, el único a partir del cual se pueden conceptualizar el resto de los modelos. Esto, sin embargo, es sólo un punto de partida: si con una hipótesis de racionalidad plena no se explica de modo suficiente el fenómeno en cuestión, entonces habrá de modificarse el modelo14.

El mismo razonamiento es aplicable a la cantidad de información de que disponen los sujetos, y a sus preferencias. A la hora de preguntarse cómo reaccionará un banquero a la tentación de cometer un delito, ¿no conviene comenzar por suponer que conoce la legislación y que a la hora de decidirse contrapondrá exclusivamente la ganancia económica procedente del delito con la probabilidad de ser sancionado y la magnitud de la sanción legal? Es por supuesto posible que esto no sea suficiente y que haya que modificar el modelo (así, por ejemplo, para dar cabida a otras preferencias, o a los efectos reputacionales de la sanción). Pero incluso para proceder con esta labor de concreción conviene disponer de un patrón del cual distanciarse de forma ordenada.

En resumen, y con palabras de Farber/Frickey (1991, p. 5), “mientras recordemos que la teoría es incompleta, nos puede proporcionar un valioso marco de análisis. El único peligro es confundir el mapa con el territorio”.

2.2.- AED normativo

Junto al AED positivo, que se ocupa de la explicación/la predicción (el ser), aparece el AED normativo, que se ocupa de cuestiones prescriptivas, de lo que, con cierta laxitud, se suele denominar “el deber ser”. Pero este terreno (el normativo) está poblado por dos tipos distintos de proposiciones. A unas las podemos agrupar bajo la denominación de “normativo-éticas”, a las otras las llamaremos “normativo-técnicas”:

i. AED normativo-ético y AED normativo-técnico

Como todo análisis de este tipo, el AED normativo puede dividirse en dos clases: ético y técnico. El AED normativo-ético se ocupa de temas morales, de la determinación de aquello que es justo, mientras que el AED normativo-técnico parte de que ya se ha determinado qué es lo que se considera justo o, en términos más amplios, qué es lo que se

14 En este sentido, el psicólogo cognitivo y premio Nobel de economía Daniel Kahnemann (2000, p. 774): “Quizás ha llegado el momento de dejar a un lado la pregunta, excesivamente general, de si las personas son o no racionales, permitiendo así que la investigación se centre en temas más específicos y más prometedores: ¿Bajo qué condiciones se puede mantener el supuesto de racionalidad como una aproximación útil? En los casos en los que este supuesto debe abandonarse, ¿cuáles son los problemas más importantes que tiene la gente a la hora de conseguir sus objetivos?”

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quiere15, y establece las pautas de conducta que permiten operar de un modo racionalmente instrumental en su consecución16.

La mayor parte del análisis normativo que se lleva a cabo desde el AED es normativo- técnico (Sunstein 2000, pp. 335-336), esto es, parte de que ya se sabe cuál es el objetivo y se dedica a estudiar cómo conseguirlo. La concentración en cuestiones técnicas (de racionalidad instrumental) suele poner bastante nerviosos a los juristas, que no la entienden como un reparto de tareas, sino como una claudicación y un peligroso acercamiento al abismo de la “ciencia sin valores”.

En estos asuntos conviene ser claro. Incluso en los temas más polémicos desde el punto de vista ético hay cuestiones que admiten ser tratadas sin recurso a valoraciones de tal naturaleza (ej.: ¿previenen –y en su caso, en qué medida- las disposiciones penales que prohíben el aborto?). La decisión de tratar estas cuestiones no implica concederles un estatus especial. No se piensa que sean más importantes que las cuestiones éticas, ni, mucho menos aún, que las políticas públicas puedan decidirse exclusivamente con argumentos de este tipo17. Lo que sí late detrás de esta decisión es la creencia de que, mientras que la profundización en el estudio de una disciplina suele poner a uno en posición de pronunciarse con cierta autoridad sobre sus aspectos positivos, esto no ocurre respecto a sus aspectos normativo-éticos. Así, y contrariamente a lo que parecen pensar algunos juristas, el estudio de la regulación del aborto o de su realidad “criminológica”, por ejemplo, no concede una especial autoridad a la hora de abordar su evaluación ética.

Seguramente, a estas alturas el lector andará con la mosca detrás de la oreja: una página entera dedicada al AED normativo y todavía no ha aparecido la palabra “eficiencia” que es, sin duda, la que más a menudo viene a la cabeza cuando se oye hablar del AED. No nos demoremos más.

ii.- El viaje de la eficiencia: del AED normativo-ético al AED normativo-técnico

La discusión sobre el AED normativo estuvo en los primeros años fuertemente marcada por los planteamientos de un único autor, Richard Posner. Tras unos primeros pasos dubitativos, en los que coqueteó con el utilitarismo, Posner propuso como criterio normativo un estándar, el “incremento de riqueza”, que en lo esencial coincide con uno de los criterios de eficiencia utilizados en teoría económica, la eficiencia en el sentido Kaldor-Hicks18. Con el

15 Por supuesto, no todas las prescripciones tienen que ver con la moral. Así: “si quieres que el agua hierva, llévala a una temperatura de 100º” es una prescripción técnica, sin contenido ético.

16 Con clara influencia aristotélica, la discusión iusfilosófica se refiere a la distinción entre juicios normativos deónticos (los que yo denomino “normativo-éticos”) y juicios normativos anankásticos (“normativo-técnicos” en mi terminología, que utilizo porque creo que es más intuitiva). Sobre el tema v. Alarcón Cabrera (2001, passim, por ej. pp. 15-16).

17 Quizás convenga recordar, con Nino (1989, p. 80), que “mostrar consecuencias de una decisión no es en sí mismo argumento alguno en favor de ella si no se apela a la aceptabilidad intuitiva de esas consecuencias”. Si bien entiendo que la aceptabilidad no sólo se puede referir a la intuición, en todo caso habrá de referirse a algún marco de referencia valorativa más allá de la propia consecuencia.18 Según esta noción (que debe su nombre a que fue presentada de modo independiente en 1939 por Nicholas Kaldor y John Hicks), una situación A debe considerarse superior a otra B cuando quienes mejoran en A lo hacen de tal forma que podrían compensar a los que empeoran y aun así acabar en mejor situación de la que estaban. Así, una medida que mejora a un sujeto y perjudica a otros nueve es eficiente

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aplomo que caracteriza al autor citado, este criterio fue utilizado como un rodillo con el que amasar todo tipo de problemas normativos en las más variadas áreas del derecho: desde cómo debe procederse en la asignación de derechos, hasta la justificación de la tipificación penal de la violación (el lector ha leído bien).

La pretensión de reducir todas las facetas de la justicia a la eficiencia entendida en el sentido Kaldor-Hicks es realmente ambiciosa: como se ha puesto de manifiesto, ni siquiera en la economía del bienestar19, el lugar del que procede tal concepto, se consideró que este criterio sirviera para contestar a todas las cuestiones normativas (Bayón 2002, p. 265). Lógicamente, esta pretensión fue objeto de duras críticas y, para bien y para mal, las ideas de Posner pasaron a ocupar un primerísimo plano: para bien, porque la discusión sobre sus opiniones contribuyó a definir los límites y las posibilidades del AED normativo; para mal, porque la idea de que para el AED la eficiencia es equivalente a la justicia iba a mostrarse como un lastre más persistente de lo debido. Sobre todo, cuando se piensa en la evolución del pensamiento del propio Posner. Aunque en un principio pretendió otorgar una sólida base ético-normativa a su defensa del criterio de maximización de la riqueza (una base que le diera valor ético intrínseco, y no meramente instrumental)20, finalmente hubo de claudicar y replegarse hasta su actualmente mantenida “justificación pragmática”21.

Muerto el perro, ¿se acabó la rabia? No. La asociación AED-eficiencia sigue siendo habitual entre los juristas. Y no sin motivo, ya que esta palabra sigue apareciendo por doquier en los textos de AED. Sin embargo, la noción de eficiencia empleada por la mayoría de los analistas económicos del derecho no es la de eficiencia en sentido Kaldor-Hicks, en sentido paretiano o en cualquier otro sentido de aquellos que aparecen en la literatura económica. En el AED actual, la mayor parte de las veces la noción de eficiencia que se utiliza la hace sinónima con la idea de racionalidad instrumental, o de medios a fines: según esta acepción del término, se actúa eficientemente cuando:

en sentido Kaldor-Hicks siempre y cuando, con lo que gana el primer sujeto, podría compensar a los otros nueve y aun así quedarse con algo más de lo que tenía. Como nos recuerda el premio Nobel de economía Amartya Sen (1987, p. 33, nota 4), el problema de este criterio es que resulta, bien poco convincente, bien redundante: si la compensación no se produce, el criterio es poco convincente (al menos para quien no ha sido compensado, a quien poco le consolará sabe que podría haberlo sido), y si se produce entonces estamos ante lo que se conoce como una mejora paretiana (alguien mejora, nadie se ve perjudicado); en este caso, el criterio es redundante respecto a la eficiencia paretiana.

19 La rama de la economía denominada “economía del bienestar” se ocupa en general de los aspectos normativos de esta disciplina, y de forma particular de fijar criterios de asignación y distribución que se puedan tener por justos. El lector interesado en su evolución, desde la inicial alianza intelectual con el utilitarismo hasta su actual interacción con la filosofía moral y política, no debe dejar de consultar el artículo de Antoni Domènech “Ética y economía del bienestar: una panorámica” (1996).

20 A esta época pertenecen sus ya clásicas discusiones con Ronald Dworkin. A pesar de su brillantez, éstas resultan por momentos laberínticas, razón por la cual el lector hará bien en consultar el excelente análisis que de ellas lleva a cabo Hierro (2002, pp. 26-37).21 V. Posner (1998, p. 16): “Los economistas no se arrogan la competencia para efectuar los juicios de valor últimos. Pueden iluminar los efectos de las políticas públicas, existentes o posibles, de acuerdo con la eficiencia en su sentido o sentidos económicos, pero no pueden decirle al decisor político cuánto peso ha de asignar a la eficiencia como objetivo de la política pública en cuestión, aunque posiblemente pueda aconsejarle respecto a la viabilidad de otros objetivos, como pueda ser una más justa distribución de la renta”.

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(a) con los medios de los que se dispone se satisface la máxima cantidad de fines, como cuando con una cantidad determinada de dinero se consigue la mayor cantidad posible de bienes deseados o, alternativamente, cuando

(b) se logra un objetivo con el menor empleo de medios posible, como cuando se obtienen unos bienes o resultados determinados al menor coste posible (téngase en cuenta que “medio” o “coste” es una noción amplia que incluye no sólo los costes pecuniarios, sino también otras magnitudes, como por ejemplo el tiempo empleado o la valoración que personalmente hacemos de los posibles cursos de actuación: a quien valora positivamente el cumplimiento de la ley, su quebrantamiento para conseguir los bienes –por ej. mediante un hurto- le supone un coste en este sentido).

En esta caracterización, la eficiencia no es un valor, sino que se ocupa de determinar qué medidas resultan más adecuadas para la consecución de otros valores22. La atención prestada por el AED a las cuestiones de eficiencia en el sentido de racionalidad instrumental nos acerca a fin de cuentas al cumplimiento del programa anunciado por el “segundo” Jhering en las frases con las que comienza su opúsculo La lucha por el Derecho:

“El derecho es una idea práctica, es decir, indica un fin, y como toda idea de tendencia, es esencialmente doble porque encierra en sí una antítesis, el fin y el medio.No basta investigar el fin, se debe además mostrar el camino que a él conduzca” (1872, p. 45, énfasis mío)23.

El énfasis en la importancia del análisis positivo como requisito (no como sustitutivo) de la discusión normativa es, creo, la contribución fundamental del AED a la comprensión del derecho como una técnica de ordenación social.

3.- EL MÉTODO EN ACCIÓN: ANÁLISIS ECONÓMICO DE LAS NORMAS DE RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL

Los anteriores apartados se han ocupado del método seguido por el AED, y lo han hecho, como es inevitable, con un alto grado de abstracción. En éste voy a mostrar una aplicación concreta de este método: el análisis de las normas de responsabilidad extracontractual. En alguna ocasión se ha criticado que en este terreno el AED se ocupa de problemas que ya se habían estudiado con anterioridad (Deutsch 1996, p. 3).

Personalmente, no alcanzo a ver la relevancia de la crítica. Es cierto que el AED no descubre aquí nuevos terrenos a los juristas, puesto que muchos de sus argumentos y todos

22 En otras palabras, la eficiencia ha dejado de ser un criterio de evaluación normativa y ha pasado a ser un instrumento al servicio de tales criterios y, por tanto, ha viajado desde el análisis normativo-ético al normativo-técnico.23 En el mismo sentido leo a Calsamiglia (1987, pp. 280-281): “Todo el movimiento antiformalista de finales del siglo XIX insistió en el tema de las consecuencias, del fin en el derecho, de la necesidad de resolver los conflictos jurídicos con criterios que produjeran resultados justos y eficientes (...) pero no se tenían los instrumentos adecuados para convertir en realidad esa vieja aspiración”.

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sus temas les eran de sobra conocidos. Lo que éste aporta es el énfasis en ciertos puntos tradicionalmente poco tratados y nuevas técnicas con las que afrontar los problemas (Taupitz 1996, p. 166). Y esto debería considerarse más importante que la prioridad cronológica en el estudio de los temas.

3.1.- El objetivo: la reducción de los costes de los accidentes

La finalidad del AED de las normas de responsabilidad es la reducción global de costes. Desde Calabresi (1970, pp. 26-31), es usual ordenar éstos en tres categorías:

- Costes primarios, entendiéndose por tales los de evitación del accidente y los de los daños que producen los accidentes no evitados,

- Costes secundarios o consecuencias derivadas de un “mal reparto” de las consecuencias del daño (por ejemplo, que un dañado quede sin asistencia), y

- Costes terciarios, que incluyen los de gestión y/o administración del sistema.

Las anteriores categorías de costes se relacionan con distintas finalidades del derecho de daños, con lo cual se está negando que exista una sola finalidad, tal y como suele afirmar el análisis jurídico tradicional (que entiende que ésta es “la reparación”). Además, la reducción de algunos de estos costes puede colisionar con la de otros. Adicionalmente, los distintos sectores en los que podemos descomponer la realidad presentan características diferentes, lo que hace poco probable que las soluciones que sean adecuadas para un sector lo sean también para otro, un extremo éste que quizás merezca la pena subrayar.

En ocasiones se afirma que el AED defiende la preeminencia de la responsabilidad objetiva (Díez-Picazo 1999, p. 113); en otras, que está a favor de la responsabilidad subjetiva (O´Callaghan/Pedreira, 1995, p. 932). Ninguna de estas opiniones es acertada: la aportación del AED en este punto consiste precisamente en insistir en la inutilidad de pretender que exista una estructura normativa (por ejemplo: responsabilidad objetiva) adecuada para todos los sectores de actividad. El adecuado tratamiento del problema pasa por entender que, dependiendo de las características de tales sectores y los problemas que de ellas se derivan, las normas deberán tener una u otra estructura, contener unos u otros presupuestos de la responsabilidad.

Debe quedar bien claro que el objetivo de las normas de responsabilidad es generar incentivos que consigan que el número de accidentes se acerque al óptimo social, y no que no haya accidentes. Este objetivo puede parecer en principio extraño, ya que los accidentes son algo negativo y parece de sentido común afirmar respecto de las cosas negativas que, cuantas menos, mejor. Sin embargo, sabemos con certeza que muchas actividades socialmente deseables, como la construcción, el tráfico rodado o la producción de medicamentos, conllevan accidentes. La única manera efectiva de evitar tales accidentes es prohibir las actividades en cuestión. Si no se está dispuesto (y en los tres ejemplos citados

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hay buenas razones para no hacerlo), entonces el objetivo sólo podrá ser la minimización de accidentes, no su exclusión.

3.2.- Los medios: el análisis de las normas de responsabilidad

A continuación voy a presentar de manera resumida los resultados de la teoría económica sobre los efectos previsibles de algunas normas de responsabilidad. En la exposición sólo se van a tener en cuenta los efectos motivatorios directos, prescindiendo de otros, como puedan ser las convicciones éticas o el miedo a los accidentes. Como se dijo en su momento, la exclusión de estos factores no implica su desconocimiento: simplemente se entiende que, de ser necesario, pueden incorporarse al modelo posteriormente.

En cuanto a las opciones de regulación estudiadas, aquí me voy a limitar a aquellas categorías aceptadas por el derecho positivo español y su desarrollo jurisprudencial. De este modo, el análisis se limitará a considerar la posibilidad de que no exista norma de responsabilidad (es decir, que el causante del daño no haya de responder por éste), la responsabilidad a título de imprudencia, la responsabilidad objetiva y, en estos dos últimos casos, las posibles correcciones a través de la admisión de la denominada “concurrencia de culpas”.

Para estudiar los efectos de estas normas se van a construir diferentes modelos24. Comenzaremos por modelos sencillos y de alta abstracción; después, para estudiar algunos problemas concretos, se relajarán ciertos supuestos y se complicarán los modelos introduciendo nuevas variables25.

3.2.1.- El modelo simple

Para empezar se van a tener en cuenta tan sólo los costes de prevención del accidente y su coste esperado (se dejan fuera, entre otras variables, la relevancia del nivel de actividad y los costes terciarios o de gestión del sistema). Vamos a suponer que sólo estas variables influyen en la función de bienestar social, que se maximizará en el punto en el cual el coste de las medidas de prevención de los accidentes sea igual a la reducción de los daños que consiguen (punto que se denominará “óptimo social”)26.

24 En el sentido visto supra, según el cual un modelo se puede definir como “una abstracción de la realidad, que pretende representarla mediante la selección de unas pocas variables representativas de la misma y un conjunto de relaciones entre ellas. Las conclusiones, por ello, están basadas sólo en lo que el modelo, ulteriormente contrastado, recoge, no necesariamente aquello que sucede en la realidad, porque el modelo puede no ser adecuado y precisar su corrección ampliando el número de variables o modificando la relación entre ellas” (Pastor 1989, p. 156, nota 5).25 Tengo la impresión de que a veces no se explicitan con suficiente cuidado los supuestos de cada modelo, o se hace sólo al principio de la exposición. Este proceder, adecuado para quienes están familiarizados con el método analítico económico, crea sin embargo problemas cuando el lector procede de otro campo, por lo que aquí, a riesgo de parecer picajoso, voy a insistir en tal extremo.

26 Se está asumiendo dos cosas, que creo que no son problemáticas: primero, que las medidas de precaución tienen influencia sobre los accidentes; segundo, que su incidencia es decreciente (así, la reducción del número de accidentes que se logra poniendo frenos a un coche es mayor que la que se logra

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Vamos, además, a restringirnos a los supuestos de “accidentes bilaterales”, en los que tanto la víctima como el dañador pueden influir en el ocasionamiento del daño (por ejemplo, supongamos que tal cosa ocurre en el tráfico rodado respecto de la conducta de peatones y conductores, algo que no parece muy descabellado, y supongamos también que las víctimas siempre son peatones, algo que es falso pero simplifica la exposición).

a) Analicemos primero el caso de inexistencia de norma de responsabilidad, esto es, cuando la víctima (peatón) ha de soportar el daño sin poder exigir una indemnización.

En este caso, la víctima tomará las medidas de seguridad que estén en su mano, pero sólo hasta el punto en que la ulterior toma de medidas no le sea rentable (mirará una o dos veces antes de cruzar la calle, no diez o veinte). El causante, por su parte, no tomará ninguna medida de seguridad, ya que hacerlo le supone costes (si reduce la velocidad llegará más tarde, por ejemplo), y no le reporta beneficios27. Si el nivel de cuidado óptimo precisara de medidas de precaución por ambas partes, éste no se alcanzaría, puesto que el causante no tiene ningún incentivo para tomarlas.

b) En el caso de que la norma sea de responsabilidad objetiva, el causante tendrá motivos para tomar las medidas de precaución adecuadas, no así la víctima. El primero sabe que habrá de responder de cualquier daño, y tenderá a minimizarlo tomando medidas de precaución hasta que éstas sean más caras que los beneficios esperados. La víctima sabe que, en caso de accidente, se le indemnizarán los daños que sufra, que quedará en la misma situación que estaría de no haber ocurrido el accidente. Para la víctima, entonces, no tiene sentido tomar medidas de precaución, ya que no le reportan ningún beneficio28. De nuevo, no se alcanza el nivel óptimo de precaución29, esta vez porque las víctimas no tomarán las medidas que serían necesarias para ello.

c) En el caso de que nos encontremos con una norma de responsabilidad por imprudencia, ambas partes tendrán los incentivos adecuados para alcanzar el nivel óptimo de precaución 30 .

El causante sabe que si no cumple con su deber de cuidado pagará los daños que cause. Estos daños tendrán una cuantía esperada superior a los costes de las medidas de precaución (en caso contrario no habría negligencia, recuérdese que en su determinación usamos la fórmula de Hand, v. nota 29), y su puesta a cargo del causante le incentivará a cumplir con el deber de cuidado.

Por su parte, la víctima sabe que, si el causante cumple con su deber de cuidado, aunque haya un accidente no será indemnizada, y esto le incentivará a tomar medidas de

poniéndole frenos ABS a uno que ya tiene frenos).27 Recuérdese que he excluido del análisis los incentivos de corte ético.

28 En el mismo sentido que la nota anterior, recuérdese que al principio se ha establecido que el miedo al accidente no tiene relevancia: la víctima sólo se preocupa de si será indemnizada.29 En AED, es usual determinar la existencia de imprudencia según la “fórmula de Hand” (así llamada porque fue desarrollada por vez primera por el juez estadounidense Learned Hand, décadas antes de que a alguien se le ocurriera aplicar el análisis económico al derecho). Según esta fórmula, existe imprudencia cuando el coste del accidente, multiplicado por la probabilidad de que ocurra, es superior al coste de las medidas de prevención.

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precaución. Es importante recordar que en la mayor parte de los casos la víctima no sabrá de antemano si el causante ha cumplido o no con su deber de cuidado, de modo que tiene incentivos para comportarse de forma prudente, ya que si resulta que el causante ha cumplido con su deber de cuidado no tendrá derecho a una reparación.

Este resultado se puede representar y analizar conforme a la teoría de juegos:

CAUSANTE

VÍCTIMA

Prudente Imprudente

Prudente 30/10 10/40

Imprudente 40/10 0/80

En el cuadro, los pares de números representan los “pagos” o resultados que cada situación arroja para las partes. El primer número indica el pago para la víctima, el segundo para el causante. Se ha supuesto que el accidente tiene un coste de 100 unidades, y que los costes de precaución son iguales para la víctima y el causante, ascendiendo en ambos casos a 10 unidades. Se ha supuesto ulteriormente que la toma de medidas de precaución por ambas partes hace que la probabilidad de que se produzca accidente sea de un 20%, mientras que en los casos de conducta prudente de una sola de las partes es del 40%, y en el caso de que ninguna sea prudente del 80%.

En el par de números situado en la esquina superior izquierda, que muestra la situación cuando tanto víctima como causante son prudentes, la víctima “responde” de los daños (se queda con ellos) y el accidente se produce en un 20% de los casos. Por tanto, el coste esperado es de 30 para la víctima y de 10 para el causante30.

En el par situado en la esquina superior derecha, cuando la víctima se comporta de forma prudente y el causante no, la víctima soporta los costes de su precaución pero no los del accidente, que quedan del lado del causante. Como el accidente se produce en un 40% de los casos, el causante tendrá un coste esperado de 40, la víctima un coste de 10.

En el par situado en la esquina inferior izquierda, la situación en que la víctima se comporta de manera imprudente y el causante de forma prudente, la primera ha de cargar con el coste esperado del accidente (40), y el segundo sólo con sus costes de precaución (10).

Finalmente, en la esquina inferior derecha, cuando ninguno de los dos es prudente, la probabilidad del accidente es del 80%, y su coste esperado (que asciende a 80) queda de parte del causante, mientras que la víctima no tiene ningún coste. Ésta es en principio la situación ideal para la víctima. Sin embargo, en caso de que el causante haya sido prudente, la víctima pasa a estar en la situación indicada en la casilla inferior izquierda, su peor

30 La víctima tendrá que cargar con el daño en el veinte por ciento de los casos que se produzcan (0,2 X 100=20) y con los costes de precaución (10), el causante sólo con estos últimos.

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situación. Además, ser prudente es lo que le conviene al causante, que pasa de un coste esperado de 80 a otro de 10, de modo que la situación ideal para la víctima es altamente inestable, porque en ella el causante tiene grandes incentivos para modificar su conducta. Veámoslo con un poco más de detalle.

Estamos ante una situación estratégica, en la cual los pagos que reciben las partes dependen de lo que hagan los demás y, por lo tanto, la conducta de cada sujeto dependerá de lo que piense que hará el otro. En este caso, al causante le convendrá ser prudente, ya que en tal caso su coste esperado se mantiene constante e igual a 10. Esta conducta es una “estrategia dominante”, es decir, una conducta que es siempre la mejor respuesta a la conducta de la otra parte. Si la víctima es prudente, al causante también le conviene serlo, ya que si lo hace su coste esperado será de 10 y si no lo hace será de 40; si la víctima es imprudente, al causante de nuevo le convendrá ser prudente, ya que sus costes serán igualmente 10, mientras que si fuera imprudente serían de 80. En conclusión, haga lo que haga la víctima, al causante siempre le conviene ser prudente. Teniendo esto en cuenta, la mejor respuesta de la víctima es serlo también, ya que de no serlo tendrá un coste esperado de 30 en lugar de 4031.

d) Si la regla fuera una regla de responsabilidad objetiva con relevancia de la conducta de la víctima en la determinación del monto indemnizatorio, entonces de nuevo se darían los incentivos adecuados para la toma de medidas de precaución por ambas partes. El causante estará motivado a tomarlas, ya que si se produce un accidente y la víctima no ha sido “imprudente”, algo que el causante seguramente no pueda saber en el momento de actuar, tendrá que cargar con todos los daños, al igual que si se tratara del caso de responsabilidad objetiva pura. La víctima, por su parte, estará también incentivada a tomar medidas de precaución, ya que si no lo hace y se produce el accidente su resarcimiento se reducirá conforme a la importancia de tal omisión.

e) En el caso de que la regla sea de responsabilidad por imprudencia con admisión de la relevancia del comportamiento de la víctima para la cuantía de la responsabilidad, también se generarán los incentivos necesarios para que se alcance el óptimo. El causante, al igual que en la imprudencia, tendrá un incentivo para cumplir con el deber de cuidado. La víctima, al igual que en el caso de responsabilidad objetiva con compensación de culpas, también lo tendrá, ya que la cuantía de su indemnización depende de tal extremo. Lo peculiar a esta regla es que en ella, pese a que si ambas partes son imprudentes se repartirán el daño en proporción a la gravedad de sus infracciones de cuidado, ambas procederán con cautela, teniendo en cuenta que, si no lo hacen y la otra parte sí (algo sobre lo que normalmente no tendrán información en el momento de actuar), responderán por completo del daño. Ello hace que el rasgo característico de esta regla desde el punto de vista del decisor judicial, la comparación de las infracciones del deber de cuidado de las partes, no tenga influencia efectiva en la conducta de éstas.

31 La anterior representación muestra una posible situación real y los incentivos que predominarían en ésta, pero no “demuestra” que tal situación vaya a darse en la realidad: la plausibilidad de su ocurrencia habrá de mostrarse en cada caso. Sobre las posibilidades y los límites de la teoría de juegos como instrumento explicativo y normativo, v. Ovejero (1993)

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3.2.2.- Complicación del modelo: la influencia de la regla de responsabilidad sobre el nivel de actividad

En muchos casos, la potencialidad lesiva de una conducta se verá afectada por el nivel de actividad. Así, cuando una persona conduce cien kilómetros en vez de cincuenta, o produce mil unidades de un producto en vez de quinientas (en ambos casos suponemos que se actúa con un nivel de cuidado constante), está duplicando las posibilidades de que se produzca un accidente. Para atender a este dato hemos de proceder a complicar el modelo expuesto en la sección anterior. Sigamos las mismas categorías que se han usado antes:

a) Si no existe regla de responsabilidad, el causante no tendrá ningún incentivo para realizar su conducta dentro de los niveles de cuidado exigidos, y tampoco para adecuar su nivel de actividad al socialmente deseable, ya que los costes de los accidentes corren a cargo de la víctima. Ésta última, que habrá de cargar con todos ellos, sí se comportará de forma adecuada, pero como en estos casos el nivel óptimo de cuidado-actividad depende de la conducta de ambos, no se conseguirá.

b) En presencia de una norma de responsabilidad objetiva, el causante será incentivado a tener en cuenta tanto el cuidado como el nivel de actividad adecuados, ya que responde de todos los resultados dañosos y por tanto también de los que se relacionan con un mayor nivel de actividad. La víctima, en cambio, no tendrá ningún incentivo para tomar medidas de cuidado o prestar atención a sus niveles de actividad, ya que todos los daños que puedan acaecer le serán reparados.

c) En el caso de una norma de responsabilidad por imprudencia, como se vio, el causante tendrá incentivos para mantener su conducta dentro del nivel de cuidado óptimo. Pero no los tendrá para tener en cuenta el nivel de actividad. Si un productor sabe que si cumple las medidas de seguridad “X” no tiene que responder de los daños que cause, una vez alcanzado tal nivel de seguridad le dará igual producir quinientas que mil unidades, aunque en el segundo caso se produzcan el doble de accidentes.

En el caso de la víctima, ésta tendrá los incentivos adecuados tanto respecto al nivel de cuidado como del de actividad. Esto es así porque, si el causante cumple con su deber de cuidado (algo sobre lo que la víctima no tendrá información pero que puede presumir, ya que tal cosa es lo que le conviene hacer al causante), será ella la que responda de todos los daños.

d) y e) En el caso de las reglas de responsabilidad objetiva o imprudencia acompañadas de compensación de culpas, los resultados del análisis vienen adelantados por las conclusiones alcanzadas en las anteriores secciones.

La responsabilidad objetiva con compensación de culpas inducirá al causante a unos niveles de cuidado y actividad óptimos, ya que habrá de responder por todos los daños que se produzcan. Es cierto que su responsabilidad se verá reducida si la víctima ha cometido una infracción del deber de cuidado, pero éste es un dato que el causante desconoce, y en situación de incertidumbre suele ser acertado pensar que el otro sujeto hará lo que más le

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convenga. En este caso, a la víctima le conviene ser prudente, para que su daño sea completamente resarcido. Pero una vez alcanzado el grado de diligencia que se considera prudente, la víctima no tiene ningún incentivo para reducir su actividad al nivel óptimo, ya que en este punto no ve su resarcimiento perjudicado aun cuando actúe por encima del nivel de actividad que sea socialmente conveniente.

Similarmente, en el caso de una regla de imprudencia con compensación de culpas el causante tiene incentivos para tomar las precauciones necesarias para no ser considerado responsable. Pero una vez alcanzado este nivel no tomará en cuenta la influencia del nivel de actividad en la producción de daños, ya que no responderá por ellos. La víctima, sin embargo, tendrá incentivos tanto para observar el grado de cuidado óptimo (de nuevo, no sabe si el causante será o no imprudente, y como conviene al interés del causante no serlo parece más razonable entender que éste será el caso) como para adecuar su nivel de actividad al óptimo (una vez que el causante alcance el grado de diligencia oportuno, la víctima responderá de los daños como si existiera un régimen de responsabilidad objetiva por su parte, con lo cual tenderá a no realizar la actividad más allá de donde ésta esté justificada atendiendo a sus costes).

La conclusión del análisis realizado es bastante contundente: en el caso de accidentes bilaterales, no hay ninguna regla de responsabilidad que pueda incentivar a ambas partes a mantener su actividad dentro de unos niveles óptimos desde el punto de vista social. En el momento de elegir una regla de responsabilidad habrá que atender a cuál de las dos partes incide en mayor grado con su nivel de actividad en la producción de accidentes. Si por ejemplo se observara que el nivel de actividad de los causantes tiene mayor relevancia, se preferirá una norma de responsabilidad objetiva; si el nivel de cuidado de la víctima tiene influencia sobre la producción del daño, esta norma se completará con la previsión de la relevancia de la conducta de la víctima, esto es, será una norma de responsabilidad objetiva con compensación de culpas, para lograr que la víctima al menos tenga incentivos para tomar medidas de cuidado, aun cuando no los tenga para mantener su actividad en el nivel adecuado.

En atención a su paternidad, en ocasiones este resultado aparece como “teorema de Shavell” (por Steven Shavell, analista económico del derecho de la Universidad de Harvard). En esta situación, se ha dicho, al derecho civil sólo le resta “escoger el menor de los males”. Pero es conveniente recordar que, además de las normas de responsabilidad civil, existen otras posibilidades de regulación, como las multas administrativas o los impuestos, y que éstas se pueden utilizar de forma acumulativa, no necesariamente alternativa.

Los resultados obtenidos hasta el momento se presentan a continuación en forma de tabla (en la que “C” significa causante y “V” víctima. “No” significa que los incentivos generados por las normas no son eficientes y “Sí” que lo son):

INCENTIVOS

Precaución Nivel de actividad

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Norma de responsabilidad

C V C V

No hay No Si Si Si

Objetiva Si No Si No

Imprudencia Si Si No Si

Objetiva con compensación

Si Si Si No

Imprudencia con compensación

Si Si No Si

3.3.- Más complejidad: consideración de los costes terciarios

Los costes que se derivan de la propia determinación de la responsabilidad y de su ejecución están lejos de ser desdeñables. En España, por ejemplo, en ciertos procesos se incurre en costes que superan en valor al dinero transferido (Pastor 2003, p. 281). En este apartado se va a examinar cómo varían los costes de administración del sistema según la regla de responsabilidad que se adopte32.

a) Cuando no existe norma de responsabilidad, en principio tampoco habrá costes de administración del sistema, por la sencilla razón de que las víctimas no tienen ningún derecho que reclamar frente a los causantes.

Este dato puede explicar la clásica opinión según la cual, si no concurren razones de peso, conviene “dejar los daños de los accidentes allí donde estos recaen” (Holmes 1881, p. 94), o lo que es lo mismo, el principio casum sentit dominus. Tradicionalmente éste se justificaba en base a la injusticia que supondría hacer pagar a alguien los daños causados por un accidente del cual no es subjetivamente responsable (culpable en sentido lato). Sin embargo, teniendo en cuenta que quien sufre el daño tampoco es subjetivamente responsable y que él paga lo que no paga el causante, esta argumentación no es muy sólida. La razón para dejar que las consecuencias negativas de un accidente se dejen sin compensar en estos casos puede venir dada por los elevados costes del procedimiento de determinación de la responsabilidad.

b) Cuando existe una regla de responsabilidad objetiva, los costes terciarios se ven afectados de dos formas, que además tienen efectos contrarios.

32 En realidad, sólo algunos de estos costes, que incluyen partidas que no se tratan directamente en la exposición, como los costes de evaluación del daño, los costes que el funcionamiento de la justicia ocasiona al erario público –ya que las partes no se hacen cargo de todos los costes del proceso-, los costes de tiempo para las partes, etc.

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Por un lado, la regla de responsabilidad objetiva fomenta la litigación, ya que la víctima sabe que puede cobrar una indemnización con relativa facilidad (habitualmente sólo tiene que localizar al causante y demostrar la causalidad y el daño). Evidentemente, a mayor numero de litigios, mayores costes de administración del sistema.

Por otro lado, la regla de responsabilidad objetiva disminuye los costes de los litigios. Cuanto mayor sea el número de posibles puntos de divergencia entre las partes, mayores serán los costes previsibles de cada litigio. Como la regla de responsabilidad objetiva sustrae un extremo (la imprudencia) a la discusión, los costes se reducirán. La reducción de costes que se logra eliminando la imprudencia de la discusión, además, no será proporcional al número de elementos a discutir. Si en el proceso, pongamos, se van a discutir la imprudencia y otros cuatro elementos, la eliminación de la imprudencia seguramente reduzca los costes en más del 20%, ya que la determinación de la imprudencia, por su carácter adscriptivo y no descriptivo, es especialmente susceptible de crear costes de litigación.

c) Las normas de responsabilidad por imprudencia influyen sobre los costes de litigación de manera paralela, pero en sentido inverso al que lo hacen las normas de responsabilidad objetiva.

Un primer efecto será el de reducción del número de litigios. Cuando la prudencia del causante sea fácilmente discernible no tendrá sentido para la víctima ir a juicio, ya que no obtendrá reparación y además tendrá que cargar con los costes que le supone el juicio (y, en un sistema bien diseñado, con aquellos en que haya incurrido el causante diligente arrastrado a un proceso sin sentido).

El segundo efecto será el de aumento de los costes de cada litigio, por las razones que se acaban de ver en el apdo. iii.b): la determinación de la prudencia/imprudencia es más cara.

Antes de continuar merece la pena reflexionar acerca de la comparación de los efectos sobre costes terciarios que producen las normas de responsabilidad objetiva y por imprudencia. En el plano teórico, el efecto global resulta indeterminado, ya que cada norma es mejor que la otra en un aspecto. Por lo tanto, la cuestión habrá de decidirse empíricamente, según las características del área a regular (así, puede tratarse de una en la que la imprudencia sea relativamente fácil de determinar y no se eleven mucho los costes por litigio).

d) Hasta el momento, en la exposición de los efectos de las normas de responsabilidad se han dejado de lado los llamados “sistemas de compensación sin culpa”. En éstos no sólo se prescinde de la imprudencia, sino también de la imputación personal del daño a un sujeto concreto. Para ser resarcido basta con probar que el daño se ha sufrido en el transcurso de una determinada actividad. Su principal ventaja es precisamente lo reducido de sus costes de gestión, al disminuir drásticamente los costes de cada procedimiento de determinación del derecho al resarcimiento.

La ausencia de norma de responsabilidad sería la mejor elección si los costes de gestión fueran el único elemento a considerar. Sin embargo, deja de serlo en cuanto se pretenden otros efectos. Si se considera oportuno resarcir a las víctimas, por ejemplo, el sistema de ausencia de responsabilidad pasa a ser la peor elección, y el puesto de mejor elección lo

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ocupa el sistema de responsabilidad sin culpa, que resarce a mayor número de sujetos, más rápido y con menos costes que los sistemas de imputación personalizada. Si la prevención de accidentes se viera gravemente afectada por la inexistencia de estos procedimientos (como de hecho ocurre), entonces tendría sentido instaurar un sistema de responsabilidad objetiva o por imprudencia. Como la decisión por uno o por otro no es teóricamente decidible, habrá que estar a la situación empírica del sector a regular.

De nuevo se muestra la imposibilidad de determinar a priori la forma de regulación más conveniente. Siempre habrá que establecer cuáles son las características positivas (empíricas) del sector a regular para poder especificar cuál de los efectos precisa ser fomentado conforme a los objetivos que se hayan previamente marcado. De forma espontánea surge una pregunta: ¿tanta teoría para luego tener que acudir a la empiria? Se me ocurren dos respuestas:

- En primer lugar, el recurso a la empiria tiene como presupuesto que exista una teoría que muestre qué cuestiones son relevantes. En sí misma considerada, la realidad se muestra como un totum revolutum con un ingente número de extremos susceptibles de ser investigados. El uso de esta teoría permite, entre todos ellos, seleccionar los que son relevantes para el objeto de la investigación; adicionalmente, su alto grado de formalización permite una mejor concreción de los extremos a investigar y de sus relaciones entre sí.

- En segundo lugar, el alto grado de generalidad de la teoría permite una rápida aproximación analítica a cualquier ámbito susceptible de regulación mediante este tipo de normas. Me gustaría en este punto retomar la imagen del mapa, que ya se utilizó anteriormente. Sin duda, el vecino de un barrio se moverá por éste mejor que un extranjero dotado de un mapa, por fidedigno que éste sea. Pero uno no puede ser vecino de todos los barrios al tiempo, ni esperar que las materias regidas por normas que se dirigen a sujetos que reaccionan ante ellas se mantengan tan fijas como la estructura urbanística de un barrio. Por estas mismas razones, aunque la teoría que se ha presentado no permita olvidarse de la realidad, sí que hace más fácil aproximarse a ella.

4.- CONSIDERACIÓN FINAL

Volvamos al principio. El AED: ¿Método útil, o ideología nefasta? Al lector seguramente no le sorprenderá leer que me inclino por lo primero. Hace ya algunos años que Bruce Ackerman contempló con temor la simplificación del estudio del AED. En sus palabras (Ackerman 1983, p. 61):

“en lugar de llegar a un acuerdo con este movimiento naciente, algunos han intentado desprestigiarlo tratándolo de cortina de humo ideológica para un asalto legal reaccionario al Estado interventor americano, un asalto al que deberían hacer frente todos los juristas progresistas dondequiera que se encuentren. Por seductora que sea esta sencilla interpretación, en especial cuando se anuncia como la última

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palabra de la Teoría Jurídica Crítica (Critical Legal Studies), espero poder persuadirlos de que es superficial y contraproducente”.

Con el tiempo, en EEUU los planteamientos del AED han adquirido un alto grado de implantación. Sin temor a equivocarse se puede afirmar que forma parte del canon jurídico, tanto en la academia como en la praxis. Conceptos tales como “externalidad”, “coste-beneficio” o “costes de transacción” pueden ser usados sin que a quienes lo hacen se les impute extravagantes afinidades ideológicas. Sin duda, la generalización de su uso y el énfasis del AED en la necesidad de la investigación del funcionamiento real de los sistemas jurídicos ha contribuido al impresionante avance que en dicho país ha experimentado el estudio del derecho vivo (“law in action”). Mientras tanto, en otros lugares, y señaladamente en Europa, la dogmática jurídica, centrada en los textos legales y su hermenéutica (“law in the books”), ocupa una posición de apabullante hegemonía33. Sería sin embargo ridículo plantear la situación en términos de alternativa.

Nada obliga a renunciar a la dogmática, que es y debe seguir siendo parte esencial del análisis jurídico. Pero tampoco hay nada que obligue a considerar que éste se acaba con aquella. Plantear las cosas en tales términos, eso sí que es ideología.

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33 Sobre la dogmática jurídica (en concreto la jurídico-penal) que se viene haciendo en la actualidad y su “resistencia disciplinar” v. la contribución de Minor Salas a este mismo volumen. Lo que entiendo son ligeros excesos en la evaluación negativa que en tal contribución se hacen se ven de sobra compensados por la autosatisfacción de la mayoría de los dogmáticos con su método.

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