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San Judas 27(La catedral del dolor)JULIA ESCOBAR

PRIMERA EDICIÓN:junio, 2016

© Julia Escobar

© DE ESTA EDICIÓN:CERMIEdiciones Cinca, S.A.

TÍTULO ORIGINAL:San Judas 27 (La catedral del dolor)

© ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA:Sala en el Hospital de Arlès, 1889, óleo sobre tela,Vincent van GoghColección Oskar Reinhart “Am Römerholz” - Winterthur, Suiza, Europa

Reservados todos los derechos.

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DEPÓSITO LEGAL: M-23196-2016ISBN: 978-84-16668-08-3

San Judas 27(La catedral del dolor)JULIA ESCOBAR

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AGRADECIMIENTOS, DEDICATORIA y fUENTES ..

CAPÍTULO I: EL EGOÍSMO DEL CARDÍACO ........

CAPÍTULO II: EL DOCTOR SAN JUDAS ...............

CAPÍTULO III: LA CATEDRAL DEL DOLOR .........

CAPÍTULO IV: CORAzONES CICATRIzADOS .......

CAPÍTULO V: DEL SUfRIMIENTO PROPIA-MENTE DIChO .........................................................

CAPÍTULO VI: MIS AMIGOS .................................

CAPÍTULO VII: DESDE MI CELDA .......................

EPÍLOGO:I: NOTA EDITORIAL DE PAOLO GUARDIONE .....

II: TExTOS DE RAfAEL LILLO .............................

III: DE MAGDALENA LILLO A PAOLO GUAR-DIONE .......................................................................

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Índice

AGRADECIMIENTOS, DEDICATORIA y fUENTES

Esta novela sobre la enfermedad, el dolor y los hos-pitales es fruto de mi experiencia personal. De ella hesacado el conocimiento directo de todo lo que se dicesobre la enfermedad cardiaca y sus síntomas, así comosobre los hospitales, el personal sanitario y los enfermosque transitamos por ellos. han pasado unos cuantos añosdesde que la escribí y a la luz de mis recientes vivenciashospitalarias mi opinión sobre el sistema ha cambiado,ya no es tan mirífica. Como es una novela, hay que atri-buírselo en parte al personaje principal a través del cuallas expreso. La titulé San Judas 27 (nombre de la válvulaartificial que se me implantó) y luego, aconsejada por uneditor que no me la quiso publicar, La catedral del dolor.Sin embargo, la carga psicológica y la peripecia emocio-nal y vital de mis personajes y sus opiniones son entera-mente ficticias. Cualquier parecido con la realidad hayque cargarlo en el activo de nuestras obsesiones, de lasmías y de las de los lectores que puedan verse retratadosen estas páginas. Los novelistas deberíamos poder decir,como los editores de sus autores, que «el autor no se iden-tifica con las opiniones expresadas por sus personajes».

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Dedico esta novela a mi familia, consanguínea y polí-tica, que soporta sin rechistar mis enfermedades y mislibros y me ayuda en todo momento.

A todos los amigos y conocidos que me han prestadosus nombres y algunas de las anécdotas que refiero.

A esa legión de desconocidos que, sin saberlo, hancontribuido con su charla a aliviar las supuestamente te-diosas esperas en las consultas, medios de transporte yotros servicios públicos. Gracias a ellos he intentado mi-tigar con un toque de humor el dolor y la angustia quepuedan transmitir algunos de mis personajes.

A Luis Cayo Pérez Bueno, que ha rescatado esta no-vela del congelador donde la tenía guardada.

A los verdaderos protagonistas: los enfermos, los fa-miliares y los profesionales que les atienden como mejorsaben y pueden; los enfermeros y enfermeras de consultay de planta y los médicos de mi vida: el Dr. Maceín, pe-diatra que diagnosticó mis primeros síntomas infantilesy cuyas operaciones de amígdalas nunca olvidaré; el Dr.Marzoa, mi primer cardiólogo que me aconsejó sabia-mente no operarme del corazón tan joven y al que, pordesgracia, ni mis padres ni yo hicimos caso; el Dr. Du-bost, que acertó y se equivocó al mismo tiempo en sudiagnóstico; los doctores Rivera, Iglesias, y Salmerónque me hicieron entrar por la recta vía; las doctorasfraile, Pardo, Bellas, herreros, Vicuña, Cano y LópezMontero, que han administrado mis numerosos malescon infinita sabiduría y paciencia; el Dr. Rufilanchas, emi-

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Agradecimientos, dedicatoria y fuentes

nente cirujano que me puso la válvula St.Jude27 congran éxito; los cardiólogos Dra. Moro, Dr. hernándezMadrid y Dr. Díez Villanueva; el Dr. Roldán, internista,el Dr. Monasterio y la Dra Abad (ambos de la U.C.I.); loscirujanos de digestivo, Dra. Bermejo y Dr. Sánchez Ur-dazpal; los neurólogos, Dra. López Manzanares, Dr.Luengo, Dr. zapata y Dr. Muñoz; el Dr. zamora (Neu-rología), el Dr. Luque (Endocrinología), las enfermerasMercedes e Inmaculada Pérez (Digestivo); las enferme-ras y enfermeros de la U.C.I. y de planta: Trini, Susana,Sergio, David, así como a cualquier otro que me haya ol-vidado a la hora de cerrar este libro, y a la Seguridad So-cial, por supuesto. A todos ellos, gracias de todo corazón.

han sido mis fuentes:

París: hôpital Broussais.

Madrid: Clínicas Ruber y San Camilo, hospital Clí-nico, hospital Ramón y Cajal, hospital Doce de Octubre,hospital de la Princesa. Así como los innumerables am-bulatorios, centros de salud y servicios de Urgencia delos diferentes hospitales que me han socorrido con dili-gencia y eficacia durante cincuenta años en Madrid, enotras provincias españolas y en otros países.

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CAPÍTULO I

El egoísmo del cardíaco

¿No será que la enfermedad es un medio para llegar auna síntesis más elevada, un fenómeno de una gran

sensibilidad a punto de transformarse en un poder superior?

Novalis

Anoche estaba durmiendo tan tranquilo, tal vez in-cluso roncando, y de pronto me desperté con la sensaciónde que el corazón se me había parado. No sentía ningúnlatido y me parecía imposible que pudiera seguir vivo.Entendí ese aparente disparate que dicen los Serviciosde Urgencias en sus comunicados oficiales cuando al re-ferirse a alguien que ya está cadáver describen conmucha cautela que su «situación parece incompatible conla vida». Aquella en la que yo estaba cuando me despertécon esa molesta sensación (en cardiología creo que sellama bradicardia) parecía, en efecto, incompatible con lavida. y sin embargo estaba vivo, incluso coleando. Me

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levanté de un salto y recorrí el pasillo de arriba abajo,dándome puñetazos en el pecho, como si mi cuerpo per-teneciera a otro y estuviera realizando una chapucera re-sucitación de urgencia. En la cocina, me eché agua fríaen los brazos y me preparé una infusión. Entonces vi ami gata, tan anciana, apenas se movía. Estaba acurrucadaen el vano de la puerta y me dirigió un mayido debilí-simo, que le debió costar mucho trabajo proferir. Olvi-dando que yo estaba muerto, cogí en mis brazos a esamoribunda y la llevé hasta la cama; me tumbé y la colo-qué sobre mi pecho, en apariencia inactivo, ella puso sucara junto a la mía y recuperé los latidos. Así permane-cimos un rato hasta que Aurora se movió y la gata se le-vantó pesadamente para irse con ella, que la podía darmás calor. Intenté no despertarla, no sólo para que no sepreocupara sino para que no me preocupara ella a mí consu preocupación. Aurora siempre me regaña por no to-marme en serio la advertencia de mi cardióloga sobre lainminencia de una tercera operación, esta vez a corazónabierto. Pero tengo mis razones, mejor dicho mi corazónes el que tiene sus razones. Soy cardíaco de toda la viday eso marca.

Dentro de la familia de los enfermos crónicos, los car-díacos o cardiópatas (me gusta como suena, un poco aperversión) somos un género aparte. Aunque sería acon-sejable hacerlo, no vivimos tan esclavos del tratamientocomo los enfermos del riñón o los diabéticos, ni por su-puesto como los enfermos de cáncer o de SIDA, enfer-medades que de un tiempo a esta parte han dejado de serterminales. Sin pretender minusvalorar dichas dolencias,merecedoras de todo mi respeto, cualquiera de ella es¿cómo diría yo? más predecible. A pesar de ser en oca-

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siones mucho más graves, su seguimiento tiene un pro-tocolo muy reglamentado, mientras que el corazón esmás aleatorio, más caprichoso. Tanto como el amor queequivocadamente situamos en ese órgano cuando su ver-dadero emplazamiento es el estómago, y no lo digo porla frase manida y triste de que a un hombre se le encan-dila antes con la comida que con el sexo, sino porque elestómago es el órgano más sensible a los reveses. y quiendice amor, dice alma.

Recuerdo haber tenido algunas discusiones semi teo-lógicas con mi amigo Paolo a cuenta precisamente delemplazamiento físico del alma. Que si en el corazón (losestoicos), que si en el cerebro (hipócrates), que si en elcuerpo entero (Aristóteles y Demócrito). Paolo era par-tidario de Empédocles, que la situaba en la sangre y yosiempre lo he sido de Epicuro que la sitúa en el estó-mago. ¡Con lo poco epicúreo que soy en todo lo demás!Mi hermano perdió el habla cuando le dejó su mujer peroluego me explicó que lo primero que le dolió fue el estó-mago. Se quedó doblado por el dolor y estuvo varios díassin probar bocado. Otros resienten la desgracia en el hí-gado y se ponen verdes, con la lengua negra y los ojoshundidos. yo nunca somatizo. Los vaivenes de mi cora-zón tienen que ver con el estado en que se encuentra enun momento determinado. Los cardiópatas tenemos esoscambios sorpresivos que nos hacen desarrollar una es-trategia muy especial para sobrevivir. La llamo «el ego-ísmo del cardiaco». Es básico para comprender nuestroscaprichos y aún más para entender el delicado montajeque hay que organizar en torno a la vida de alguien que,bien por deformidad congénita, enfermedad infecciosa oaccidente, ha sido tocado en esa parte tan sensible de la

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anatomía hasta el punto de condicionar su vida y la dequienes le rodean. No hay que olvidar que el corazón, detodos los órganos vitales, es el que tiene más prestigio,yo diría que desmesurado, y provoca un respeto igual-mente excesivo, incluso en los hospitales donde se repa-ran los desperfectos de ese órgano tan imprevisible ydelicado, pero también tan agradecido.

Lo de agradecido lo digo porque el corazón reaccionamuy bien al tratamiento, y todavía más a un régimenadecuado: ni tabaco, ni estimulantes, ni sal, ni embutidos,ni guisotes, ni canapés, ni quesos franceses ni chocolatessuizos; nada de nada. «Más vale una dieta que mil rece-tas», dice la sabiduría popular. y aún así hay que teneren cuenta ciertos matices, pues no todos los trastornoscardíacos merecen la misma consideración, ni, por su-puesto, idéntico tratamiento. En la enfermedad tambiénhay jerarquías. La piedad que despierta, por ejemplo, unniño azul, es decir, un niño que padece una severa mal-formación en los ventrículos que le hacen tener un as-pecto lívido y azulenco –de ahí el nombre– no puede nicompararse con el desprecio que nos produce el hombreo la mujer obesos que han llegado a fuerza de kilos a des-arrollar una cardiopatía perniciosa y costosa. Sin olvidara los que se han deteriorado a base de alcohol y de ta-baco. Comprendo que antes, cuando no se sabía lo nocivoque eran esos (y otros) estimulantes para la salud, lagente abusara de ellos con entera tranquilidad; yomismo, que ya soy bastante mayor, también lo hacíacuando era joven y me creía inmortal. Pero ahora, desdeque se sabe que los fumadores –aún más que los bebedo-res– tienen los días contados, ¡hay que ser idiota parapersistir en ello! Cuando me los encuentro en Urgencias,

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asustados y arrepentidos por lo que han hecho, me cuestamucho trabajo sentir la menor piedad. y no olvidemosque todos pagamos la Seguridad Social, que no estamoshablando de Cáritas.

yo sé que la experiencia personal no sirve para losdemás; he visto a huérfanos del cáncer de pulmón que enel entierro de su padre fumaban como carreteros, y esoque las últimas palabras de su progenitor fueron: «hijosmíos, no fuméis, no fuméis nunca». Si la gente no se co-rrige en esas circunstancias, menos lo hará porque se loadviertan las autoridades en una cajetilla o vean anunciosapocalípticos al respecto. Todos llegamos a la ascesis porla vía personal. A mí me ocurre lo que decía el filósofoGeorge Santayana: prefiero ser desgraciado a estar bo-rracho y esto vale también para todo tipo de drogas; noentiendo qué placer hay en perder el control de unomismo. Siguiendo con mi ránking, tampoco el infarto,por muy espectacular que sea, goza del mismo prestigioque una cardiopatía valvular, pongo por caso, que en épo-cas pasadas, cuando apenas se hablaba de medicina pre-ventiva y la vida era más arriesgada, solía serconsecuencia de una enfermedad infecciosa mal curada,contraída en la primera infancia o en la adolescencia. Enla actualidad es una enfermedad de personas de más decincuenta años, como yo, o especialmente desasistidas ensu infancia, una enfermedad tercermundista ya. Cada vezse repara con mayor facilidad gracias a los avances de lacirugía, esa cirugía a la que ya me está siendo tan difícilvolver a enfrentarme. No sé cuántas veces más tendréque sobresaltar a mi familia yendo a Urgencias para de-cidirme de una vez. Cada vez me miran con mayor im-potencia, y callan, pues me saben sobradamenteenterado.

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Como digo, tengo mis razones para resistirme; meaterra sobre todo que no tengan en cuenta mis circuns-tancias personales, que ignoren mis antecedentes y mehagan una chapuza que me pasaporte al otro barrio,eventualidad para la que no estoy en modo alguno pre-parado. Una cosa es morirse de repente, de un infartofulminante o de un derrame cerebral –muerte de los ele-gidos de los dioses– y otra meterse voluntariamente enel matadero, en plan borrego, por eso desprecio a quienesse someten a operaciones de cirugía innecesarias, comolas operaciones de estética. Es increíble que tanta gente,y de ambos sexos, caiga en la trampa. No entiendo queuna vez pasada la juventud nadie se pretenda deseable.Atractivo, de acuerdo, yo lo soy, pero sexualmente ape-tecible, no es de recibo y a partir de determinada edadnunca me he tragado el jueguito ese de las alumnas o delas secretarias que aparentan estar locas por ti y luegote las encuentras dándose el lote con el cachas de la claseo de la planta. Además, el resultado de esas operaciones,mal llamadas estéticas, es insatisfactorio cuando no de-plorable; en los hombres queda ridículo y en las mujeres,patético; les da a todas el mismo aspecto de mujer mal-tratada o de muñeca pepona. Una tía mía, azafata degrandes líneas, se operó aprovechando que volaba a me-nudo al Brasil (paraíso del culto a la imagen) y ahora, enlas reuniones familiares la veo recomponiéndose la caracuando se le encrespa la silicona; tal parece de plastilina;además tiene siempre los labios hinchados, como si la hu-biera picado una avispa. En fin, un desastre. Lo peor esque muchas jovencitas también lo hacen, arruinando de-finitivamente su vida. Encima esa gente pone en jaqueal sistema sanitario; son como esos deportistas de riesgoque tienen en vilo a todos los equipos de salvamento

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cuando se retrasan un poco en llegar al campamentobase, o como esos perturbados que corren en los encie-rros de los toros, como si lo de los toreros no fuera yade por sí suficiente aberración. Tendrían que legislaralgo al respecto; no se trata de abandonarlos a su suerte,por supuesto, pero deberían ponerles una multa o algúntipo de penalización cada vez que les pasa algo, al menoscobrarles el tratamiento médico y los gastos derivadosde los traslados; eso les haría pensárselo dos veces la pró-xima vez que quisieran realizar proezas inútiles o necias,que no es siempre lo mismo. En mi caso no se trata sólodel miedo a morir, estoy esperando a que los riesgos dela operación sean inferiores a los inconvenientes de laenfermedad que la hace necesaria. Esta vez no voy a per-mitir que me opere el cirujano de turno de mi zona. yopico alto, aspiro a que lo haga el mismísimo doctor SanJudas.

hace poco un amigo me dijo que el doctor San Judasacababa de operar a su madre; me refiero a la de miamigo. yo siempre había oído hablar de él como de ungran cirujano, y no era por haber operado a dos o tresfamosos, sino porque todos los que trabajaban con él ala-baban su extraordinaria creatividad, su genio, demos-trado una y mil veces ante las contingencias delquirófano y aclamado en el mundo entero, incluso en losEstados Unidos. Mi enfermedad y sus éxitos habían cre-cido a la par. yo sabía que San Judas operaba por lo pri-vado en una clínica de lujo, situada en mi barrio, y por lopúblico en un hospital de la Seguridad Social, en una deesas barriadas periféricas que antes llamábamos obreras,aunque ahora ese concepto ha quedado diluido en la ba-bélica confusión de poblaciones y profesiones itinerantes.

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Por tanto pensé en pedir el traslado a su hospital, cosanada fácil. Además tenía prisa, tanto por mí, pues cadavez estaba peor (mi capacidad pulmonar empezaba a serpreocupante), como por el propio San Judas; ya estabaen la recta final de su carrera activa y se comentaba quecada vez delegaba más en su equipo y no es lo mismo su-pervisar que ejecutar; quien haya trabajado con otros losabe. Un día me topé en la consulta del SINTROM conun cartel donde se anunciaba que San Judas iba a pro-nunciar una conferencia informativa sobre las prótesisvalvulares, promovida por algunas asociaciones de en-fermos de corazón. Decidí ir, a pesar de la repugnanciaque me producen ese tipo de corporaciones donde semezclan churras con merinas y se cae en la peor de lastentaciones: la tentación comunitaria. Un grupo (ahoralo llaman un colectivo) empieza por reivindicar algojusto para conseguir su plena integración en el conjuntode la sociedad y una vez logrado el objetivo no sólo noquiere abandonar sus diferencias, convertidas ya en otrostantos privilegios, sino que pretende imponerlas al grupomayoritario con medidas que resultan agobiantes para elnormal desarrollo de la sociedad. Comparativamente,quien acaba agraviada es la mayoría.

En la actualidad tenemos ejemplos exasperantes: porejemplo, la intolerancia hacia el cristianismo ha llevadoa situaciones aberrantes en las administraciones. yo hellegado a ver un correo electrónico procedente de ciertoMinisterio donde se le decía a una colaboradora externaque preparaba una exposición de belenes para esas Na-vidades: «ya te hemos dicho que no menciones la palabraNavidad», siendo lo peor aquí ese «ya» que sugiere, ade-más de necedad, premeditación y alevosía. O ya que ha-

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blamos de belenes, la incongruente situación de que in-cluso en algunos colegios públicos de la España profundano se hayan podido montar un Nacimiento en condicio-nes para no «ofender» a los dos o tres niños musulmanesde un conjunto de treinta alumnos católicos (o agnósti-cos, pero agnósticos «cristianos» que no es lo mismo)que se quedan así, sin cumplir en su propio país una tra-dición festiva milenaria; o la discriminación positiva dela mujer en el trabajo, que tanto daño nos está haciendoa los hombres y que en los gobiernos crea situaciones ra-yanas en lo ridículo: a idéntica ineptitud, mujer al canto.Las posibilidades que tienen las mujeres de medrar sinmerecimiento alguno se incrementan de manera expo-nencial: ministras sin la menor experiencia en la carteraque van a llevar, por no decir con antecedentes de evi-dente desprecio hacia lo que representa su ministerio, di-rectoras generales sin categoría moral ni vital, que es lomismo que decir sin formación ni experiencia que avalentanto mando. En fin, no terminaría nunca de encontrarejemplos y agravios a cual más degradante de cómo lamujer ha conseguido la tan ansiada igualdad por la víade la incompetencia administrativa.

A lo que voy, no hay nada más siniestro ni más coer-citivo que una asociación, del tipo que sea; todo el mundose odia y se pelea por estar en la Junta Directiva, en par-ticular por ser presidente, como si eso fuera una bicocaen lugar de una carga. El hecho de que los poderes pú-blicos promuevan las asociaciones, e incluso las tutelen,debería bastar para caer en la cuenta de que en vez deunir lo que consiguen es dividir a los asociados. Ademáshe podido observar que suelen ser los más mediocres ylos más inútiles quienes se ofrecen voluntarios para esos

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puestos y en las asociaciones que generan beneficios losmás sinvergüenzas y los que menos practican la profe-sión a la que se supone representan. Si alguna personavaliosa, bien cualificada y equilibrada, cae en la trampay acepta dirigirlas, bien por encontrarse con las defensasbajas, o por sufrir de idealismo agudo, será defenestradade inmediato, salvo si es más astuta que sus detractoresy consigue que la asociación se disuelva, como me constaque ha ocurrido en algún caso. Esto sirve para los sindi-catos e incluso, si me apuran, para los partidos políticos,con escasísimas excepciones que suelen hacer historia.Generalmente acaban dirigiéndonos los peores; la demo-cracia es, en realidad, una cacocracia. Ni siquiera las aso-ciaciones de víctimas de lo que sea escapan a esta norma.y no hablemos ya de esas que tienen el cinismo de lla-marse Organizaciones No Gubernamentales (ONG)cuando en realidad están todas subvencionadas por losgobiernos. Los «voluntarios» van a un país africano, pon-gamos por caso, con un sueldazo de 3.000 euros, vivienday un poder ilimitado que si son hombres les garantiza unharén de lo más granado de la juventud (masculina o fe-menina) de la zona, prebenda que muy pocos rechazan.Por supuesto hay excepciones y suelen estar en relacióndirecta con la causa defendida. Cuánto más inane sea elobjetivo de una asociación, o más mercantil, más fácilserá encontrar en su cúpula a una recua de mediocres yresentidos, o sencillamente, de oportunistas y ladrones;a veces, las cuatro cosas. Pienso en cierta asociación detraductores e intérpretes que presidió durante unos añosuna prima mía, alentada y urgida por algunos de sus co-legas, también socios, que veían como peligraba la aso-ciación por falta de voluntariado de calidad. fue acosadae injustamente acusada de fraude por un indeseable que

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intentó llevarla a los tribunales. Todo porque quería que-darse él mismo con unos supuestos privilegios que ni si-quiera existían, así como para desnaturalizar los fines dela asociación en provecho propio. El asunto quedó sobre-seído, pero ella estuvo al borde del suicidio. ¿A quién ten-dría que apelar ahora para recuperar los años perdidosen acudir a los juzgados? ¿Quién calibra el daño moralinfligido en estos casos? Incluso cuando pierden, losmalos ganan. Eso lo vemos todos los días en la televisióny en la prensa.

Así pues, asistí a la charla y una de las cosas que másme impresionó fue lo que el doctor San Judas dijo sobrela responsabilidad de llevar una prótesis valvular. Aquíse impone una explicación. En mi actual política de su-pervivencia (no siempre he actuado así en el pasado), metrato con sumo cuidado. Vigilo mi peso y no he vuelto abeber desde que entré en fibrilación auricular y empecéa tomar SINTROM, otro de los grandes hitos en la vidade todo cardíaco que se precie, del que hablaré en másde una ocasión. También intento no ponerme en peligroe incluso he dejado de jugar al golf, deporte autorizadopero falsamente inocuo: si te descuidas te descoyuntascon el swing, sin contar con la tensión emocional que teproduce cualquier fallo, de manera que yo lo considerode alto riesgo. Prefiero caminar mirando al frente, porvalles y collados, sin trepar demasiado ni poner en peli-gro mi delicada maquinaria y a ser posible solo, para notener que perder el resuello hablando de necedades o, loque es peor, discutiendo. Un cardíaco tiene que andar conmucho tiento y no puede caminar a tontas y a locas. ¿ypor qué hay que protegerse tanto? Porque no somos nor-males. Los cardíacos padecemos mucho más y somos más

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sensibles que el resto de los mortales. ¡Como todos losenfermos!, dirá quien me lea si padece alguna enferme-dad, que seguro la padece. De acuerdo, pero un cardíacosuele tener la apariencia de una persona normal, inclusode buen año, aunque eso es debido a la retención de lí-quidos, y al confundirse con el paisanaje no recibe elmismo trato de discriminación positiva que puede tribu-tarse a un enfermo cuyos estigmas son más visibles,como los que reciben quimioterapia, por poner un ejem-plo muy gráfico y del que todo el mundo tiene experien-cia, o los que van en silla de ruedas.

A los cardíacos se les reconoce en algunos casos sudiscapacidad –algo de lo que muy pocos están enterados-pero, como digo, por fuera no se les nota. Nadie les vanunca a ceder un asiento en el autobús; tampoco a losdemás, aunque por razones que tienen que ver más conel deterioro de la educación (la politesse o buenos modalesde toda la vida) que con la comprensión del problemaque, paradójicamente, es mucho mayor que en épocas pa-sadas. Tampoco les van a dejar pasar los primeros en lacola del banco o del supermercado. Como digo, el cardí-aco, sobre todo si está bien medicado y lleva un régimenadecuado, suele tener un aspecto bastante saludable, gra-cias entre otras cosas a esas chapetas que encienden susmejillas y que la gente suele confundir con la buenasalud, cuando no son más que el resultado de la conges-tión circulatoria. ¡Vanas apariencias! El cardíaco está delo más expuesto; no sólo las caídas o las infecciones(bronquitis, extracciones dentales), también cualquierdesgracia personal, e incluso colectiva, le afecta de formamás cruel y directa. Por eso debe empezar a desarrollarmuy pronto una coraza caracterológica que, lejos de su-

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mirle como predican los psiquiatras en una penosa situa-ción de angustia represiva, le proteja de las agresionesexternas y levante a su alrededor un escudo que le aísleal tiempo y le aleje de todas aquellas obligaciones que leabrumaban. Para no hablar de los riesgos de implicarsedemasiado en las tareas domésticas: hacer la compra,preocuparse por el impuesto de la renta, o si me apuranenamorarse. ¡Ojo con esto último! A eso me refierocuando hablo del egoísmo del cardíaco.

Tengo la suerte de ser varón y por lo tanto me cuestamenos trabajo practicarlo; las mujeres, en cambio, másacostumbradas o programadas para complacer, servir,cuidar, dar, dar constantemente sin recibir –se quejanellas– nada a cambio, lo tienen más crudo; por eso el ín-dice de mortalidad de valvulopatías femeninas es supe-rior al de las masculinas, excepto entre mujeres solteras.Pero la supervivencia es un arte, como la muerte, aunquetiene peor prensa y menor consideración estética, y si tehas pasado la primera mitad de tu vida haciendo lo im-posible por deteriorar aún más tu ya degradado materialgenético, es normal que cuando despiertes a la vida,cuando la realidad, con su gesto desabrido de matronaindignada te sacuda por los hombros arrojándote sus pe-ores augurios: «¡Así fuiste, así eres, así serás!», tú te mo-lestes, incluso te ofendas, y decidas plantarle caradesoyendo todos sus pronósticos y prepares un plan, enrealidad una estrategia de supervivencia, para la que noestás moralmente preparado pues te falta un elementobásico que es el que protege a los hombres en general y,en particular, a algunas mujeres consideradas bravasaunque en realidad son frías como peces: el egoísmo, eneste caso, justificado, en este caso legítimo: el egoísmo

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del cardíaco. Tenía razón André Gide (quizás fuera PaulValéry pero no estoy dispuesto a comprobarlo, no estoyen la Universidad, a Dios gracias), lo difícil no es ser des-graciado, lo verdaderamente difícil es ser feliz y conti-nuar siéndolo todo el tiempo. Para ser desgraciado bastacon abrirte a la vida que te rodea, entregarte a tus cir-cunstancias y regodearte en ellas, mientras que para serfeliz ¡has de privarte de tantas cosas!, ¡renunciar a tanto!Ahora entiendo el concepto de aridez de los místicos,ahora.

Esa aparente indiferencia, ese pasotismo, es vital parasobrevivir. No obstante, el cardíaco egoísta (y todos losomos llegado el caso) ha de huir del victimismo, de laqueja continua, del chantaje. Terrible tentación a la quemuchos enfermos –sobre todo las mujeres– sucumben,lo que les convierte en unos tiranos insoportables, enunos falsos egoístas que, en definitiva, al generar obli-gaciones y culpabilidad en los demás, consiguen crearseellos mismos una dependencia terrible de sus supuestosesclavos. La famosa dependencia del amo inútil que nosabe utilizar un abrelatas y se entrega de pies y manos asu criado, como en aquella película de Losey que se titu-laba precisamente The servant. Eso no es nada satisfac-torio, ni siquiera para los sadomasoquistas. hundir lavida a los demás no debe ser nuestro objetivo, lo que te-nemos que conseguir a toda costa es que los demás nonos hundan la vida a nosotros. En eso consiste el ego-ísmo, bien entendido, del cardíaco. Eso, o el sufrimiento.Elijan. Sé lo que digo. Mi madre era una de esas mujeresque utilizaba su debilidad para vengarse de los demás.Una pasiva agresiva. Su enfermedad se llamaba vejez,con sus terribles e inevitables alifafes, y su víctima pro-

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piciatoria, tal vez porque le tenía más a mano, era su ma-rido, mi padre. hay que recordar en descargo de mimadre que las parejas –de no mediar antes una separa-ción, como en mi caso– están programadas en la actua-lidad para una convivencia de cuarenta a sesenta años,lo cual es demasiado para cualquiera. Antiguamente lamuerte venía a decantarse por uno u otro cónyuge, engeneral por el marido, pues solían ser bastante mayoresque ellas.

Muchas mujeres tienen la secreta aspiración, desde elmomento mismo de casarse, de enviudar cuanto antes.Sobrevivir al marido casi tantos años como estuvieroncasadas, o más si cabe, está muy valorado entre ellas. Al-gunas, una vez superados los veinticinco años de matri-monio (las bodas de plata), lo consideran justo ynecesario. Una especie de merecida jubilación para la queya estaban preparadas por la viudedad de sus madres. In-mediatamente se apuntan a un gimnasio, viajan, se per-fuman y recuperan la salud perdida. Pero ahora las cosashan cambiado. A pesar de que según las estadísticas lasmujeres españolas sobreviven doce años a los hombres(la media de edad de las mujeres es de 82 años, mientrasque la de los hombres es de 74, según datos referidos a1998), ellas están empezando a acceder a la muerte contanta facilidad como nosotros y, a la inversa, los hombressomos muy salvados por la ciencia con frecuencia, deforma que el relevo generacional se produce cada vezmás tarde. Aunque en materia sanitaria se distinga entrela EVBS y la EVLI (Esperanza de vida en buena salud yEsperanza de vida libre de incapacidad), a todos los efec-tos de la vida real los viejos están igual de vivos con res-pirador que bailando la samba. ¡A ver cómo se las arregla

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la sociedad para lidiar con ese toro! Como dice el pueblo,«ni se muere padre, ni cenamos».

Mi madre, la pobre, vio frustradas sus expectativasde ser viuda y murió de un ictus cerebral antes que sumarido, lo que quiere decir que ni se enteró, librándosede una agonía que en su caso habría sido espantosa. Po-drán percibir en mí cierta frialdad hacia ella, pero locierto es que al final apenas la trataba; mis hermanas,Leo y Anunciada, se encargaban de impedir que se pu-diera llegar hasta ella para después reprocharnos a Se-bastián y a mí el no haberla asistido en sus últimosmomentos. Ellas, y la gente como ellas, se comportan deesa manera para no tener después mala conciencia.«Nosotras estuvimos ahí», repetirán, «asistiéndola ensus peores años, ¿y vosotros, dónde estabais vosotros?»Es el odio del hijo dócil al hijo pródigo. No me sorpren-dió ese comportamiento agresivo de mis hermanas hacianosotros y muy en particular hacia mí. Se habían for-mado un carácter de acuerdo a sus coordenadas psicoge-néticas, proceso en el que he tenido cierta importanciaen calidad de hermano mayor y ellas han procedido psi-cológicamente conmigo identificándome con los demásparientes de mi poco simpático sexo, y por tanto exclu-yéndome del Sanedrín. Recuerdo una época, cuandotodos éramos jóvenes y rebeldes, en que se refugiabanen mí para enfrentarse a nuestros padres. Creo que ahoraellas me lo reprochan, como si las hubiera tratado de ani-mar a separarse de ellos. O quizás también, al final, alsentirse tan unidas a ellos, experimentaran un rechazoinstintivo, incluso irracional, no asumido consciente-mente, hacia la persona que como yo ha sido en definitivaun testigo molesto del rencor y el malestar que sentíanhacia esos padres a los que, después, durante tanto

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El egoísmo del cardíaco

tiempo, frecuentaron y ampararon. Además, en esa gue-rra de sexos que habían entablado con la complicidad denuestra madre, a Sebastián y a mí, los hijos varones, nosconsideraban aliados del enemigo, es decir de mi padre,por razones de «género» como se dice ahora.

Al final fue él quien, contra todo pronóstico, la sobre-vivió diez años. Lo cierto es que siempre tuvo una saludde hierro, corroborando así la evidencia, demostrada porlas estadísticas, de que los hombres tienen mejor saludque las mujeres en términos generales. Su declive em-pezó a los noventa años: ya no se duchaba con agua fríacomo hacía todos los días desde su infancia, ni daba aque-llos largos en la piscina climatizada de la residencia enla que se había refugiado tras la muerte de su mujer, hu-yendo del solícito cuidado de mis hermanas, que queríantenerlo por turnos en sus respectivas casas, bien ama-rrado. yo le apoyé, ganándome la estima eterna de miscuñados los cuales, como hubiera dicho JulesRenard –uno de los escritores favoritos de MadameSoler, mi adorada profesora de francés– tenían la suertede haberse quedado huérfanos muy pronto. ¡Mi padre!...Desde que empezó su decadencia, intenté visitarlo a dia-rio, y lo que veía me hablaba de su muerte inminente. Porprimera vez en su vida aceptó que le visitara un médicoy esa docilidad nos inquietó a todos los hermanos. Sucomportamiento social también conoció drásticos cam-bios. Dejó de oír la radio, de conversar con los otros re-sidentes en la sala común. No quería recibir a nadie, ymucho menos a sus hijas, y le gustaba ver la televisiónhasta muy tarde. Se pasaba los días encerrado en su ha-bitación, sumido en algo parecido a una profunda melan-colía. Poco después entró en coma y murió a los dos días.Bien mirado, los dos tuvieron una buena muerte.

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CAPÍTULO II

El doctor San Judas

El hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro

Santiago Ramón y Cajal

Como dije, conocí al doctor San Judas, ya tarde en suvida profesional, en aquella conferencia a la que acudí,arrastrado por su fama y con la pretensión de recabarsus servicios. Todavía seguía siendo el cirujano de moda;decir que te había operado San Judas te convertía en unapersona especial, digna del mayor respeto porque no sólohay jerarquías en la enfermedad, también, y mucho más,en la medicina y los cirujanos cardíacos están en la cum-bre de la pirámide. Él debía su reputación a sus pacientesfamosos pero sobre todo a sus repetidos éxitos; apenasse le morían los enfermos en el quirófano y el nivel desupervivencia postoperatorio era muy elevado. San Judasme pareció un hombre discreto, nada endiosado, muy

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lejos de esos médicos famosos que se pasan la vida des-lumbrando a sus colegas y se olvidan de sus enfermos.A los enfermos les importa muy poco que en Chicago oen houston se disputen a su cardiólogo si luego se va alimitar a echar un somero vistazo a las pruebas. Prefieromil veces a esos médicos a la antigua, cazurros y algolentos que a cada consulta te obligan a recordarles tu his-toria. Pero San Judas es tan humilde que cuando llegó aaquella conferencia nadie pareció hacerle caso hasta quele reconocieron y le abrieron paso hacia la tarima entreaplausos. Él saludó al presidente de la Asociación y re-chazó el sitio de honor, insistiendo en quedarse en unaesquina de la mesa que, por cierto, estaba decorada conmotivos alusivos al corazón lo que daba al acto ciertoaire de celebración de un día de San Valentín algo des-cabellado. Sin embargo los carteles de la Asociacióndonde se detallaban objetivos y funciones deshacíandicha ilusión. Más tarde, cuando empezamos a tratarnosy le recordé el evento, me contó que estaba volado; le ha-bían dicho que no era más que una charla y que no teníaque preparar nada, que bastaría con la sabiduría que lle-vaba puesta. Como científico acostumbrado a escribirtodas sus ponencias para publicarlas después en algunarevista, le horrorizaba esa perspectiva. yo le entiendo,también los funcionarios queremos tenerlo todo por es-crito.

A pesar de que San Judas no era un gran orador y setrabucaba a menudo, me gustó su discurso. Tras referirsea la incidencia de las enfermedades cardiovasculares ennuestra sociedad (la primera causa de muerte) entró delleno en la materia: los beneficios de la cirugía para tratardeterminadas patologías cardíacas. Cuando comentó que

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su propósito era disipar el temor a someterse a esa ope-ración salvadora en detrimento de la calidad de vida, mepareció que se dirigía a mí en persona, pues era precisa-mente mi caso. Explicó que una operación no acaba conla medicación (a veces ocurre todo lo contrario, que laincrementa) ni tampoco, con la enfermedad. ¡Pero ayuda!A los ya operados les quería inculcar la necesidad demantenerse alertas: la cirugía no cura, cierto, pero reparalos daños que la enfermedad ha causado al corazón conel paso del tiempo. De forma que retrasar el momentono hace sino dificultarlo. En más de una ocasión habíatenido que dar a algún paciente la mala noticia de que yaera demasiado tarde para el quirófano. El doctor SanJudas no es de los que piensan que su responsabilidadtermina con el alta quirúrgica. Al contrario, parece pre-ocuparle el destino de sus operados, en particular los in-fartados, gente soberbia (esto es de mi propia cosecha)que se siente humillada por haber sucumbido a una su-puesta debilidad; no entienden que se les ha dado una se-gunda oportunidad, que a partir de ese momento, y aúnmás que antes, ponerse en situación de riesgo no es derecibo. Se refería por supuesto a las comilonas, el tabacoy el alcohol, y no tanto a los deportes, ni los habitualesni mucho menos los de riesgo, a los que, por otra parte,los cardíacos no somos muy aficionados por razones ob-vias. Todo sin exageraciones, claro, porque caer en locontrario lleva a la hipocondría y nada hay más insufribleque un enfermo crónico hipocondríaco, incapaz de pelaruna cebolla o de freír patatas, ni hacer nada que pongaen peligro su precaria salud. y si el doctor San Judas lacalificaba de precaria no era mera retórica, sino que lodecía con todo el alcance de la palabra, porque cuandose desafía a la naturaleza (y a veces porque sí), ni el mejor

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dotado escapa a su venganza. ¿Quién está libre de acci-dentes? ¿Quién de la ira de Dios? Después me contó queal decir esto último pensó que incurría en lo política-mente incorrecto por lo que se guardó otras alusionespor el estilo, como la referente a las asechanzas del mal,o la venganza de los enemigos, o el amor agresivo dequienes dicen quererte. No quería remover pasiones,siempre nefastas en enfermos tan susceptibles.

Concluyó recordando la importancia de ir al quiró-fano preparado, tanto en lo físico como en lo moral, y re-mitió a los indecisos a la asesoría de las asociacionesconvocantes. No tanto porque la cirugía cardiaca es suespecialidad, sino por intuición meramente humana, eldoctor San Judas conoce muy bien nuestra complicadapsicología. Quería que apreciáramos esa opción que senos daba de poder corregir tantos errores y por eso in-tentaba inculcarnos el respeto a las prótesis, de las queno ocultaba ningún detalle por irrelevante que fuera. Porejemplo, son muchas las personas que deben la vida, ouna gran mejoría en su calidad de vida, a las válvulas lla-madas St. Jude. El doctor San Judas, consciente de lacoincidencia, contó una curiosa historia vinculada conese nombre que comparte con las válvulas. Al parecer elmédico americano que las inventó estaba desesperadopor muchas razones, cuando un día en Nueva york, pa-seando por la Quinta Avenida, entró en la iglesia San Pa-tricio. Se arrodilló ante la capilla de San Judas Tadeo,patrono de los imposibles, y le pidió con fervor que leayudara en las dos cosas más importantes de su vida enaquellos momentos: la curación de su hija primero (SanJudas no mencionó cuál era su enfermedad y se me ol-vidó preguntárselo) y luego, que le aceptaran la prótesis

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valvular que había inventado, en cuyo caso la llamaríaSan Judas. Poco después se cumplieron ambos deseos.hay que tener una desenvoltura muy americana para noocultar este hecho. Es muy emotivo y muy bonito, perome gustaba mucho más mi versión, la historia que yo mehabía inventado en la que el doctor x, mi otro salvador,era judío (Jude, en alemán y en sueco significa judío) yhabía dado ese nombre a la válvula para hacer un chistemuy judío. Se non è vero, è ben trovato. Confieso que mehubiera gustado que fuera judío ya que siempre he sen-tido admiración por ese pueblo tan peculiar, a la vanguar-dia de todo, cruzando constantemente el Mar Rojo.

yo soy cristiano, rama católica, apostólica y romana,y aunque he visto muy mermada mi fe a través de losaños, nunca sentí animadversión por mi pasado religiosocomo les ocurre a tantos apóstatas y laicos de pacotillaque han dejado de creer en Dios para creer en cualquiercosa (Chesterton dixit); les gusta festejar la Navidad,pero si la llaman solsticio de invierno, o el Carnaval, perosin respetar la Cuaresma. Incapaces de desprenderse desus hábitos ancestrales, hacen funerales laicos en vez dehomenajes y se ha llegado a la aberración de celebrar co-muniones y bautizos «de mentirijillas»: los niños se dis-frazan –nunca mejor dicho– de marineritos ellos y denovias ellas, se hacen fotos y todos se atiborran de co-mida. Nunca fui un beato, ni siquiera ahora que estoy apunto de volver al redil; me gustaba Cristo –me siguegustando– pero el culto mariano tal como se profesa enEspaña me parece excesivo, una concesión al paganismoque creo innecesaria. Tengo mucho respeto por la madrede Dios pero pienso que si Jesús hubiera querido que ellatuviera la importancia que ha llegado a tener, se lo hu-

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biera dicho a sus discípulos y no consta que así fuera. yno me basta con que San Juan la saque en su Evangeliorezando con todos ellos; eso no significa gran cosa; tam-bién están ahí sus hermanos (me refiero a los hermanosde Jesús) y de esos no dicen nada. Otra cosa que me in-teresa mucho de Cristo es que no le importaba dema-siado su familia. Se habla mucho de la familia cristiana,pero Jesús era tajante al respecto: «quien ame más a sumadre o a sus hijos que a mí, no merece el reino de loscielos», así que los que hablan tanto de los valores fami-liares que miren para otro lado, incluidos los que le pre-tenden casado con María Magdalena y padre de sushijos. Jesús preconizaba primero el amor a Dios, por en-cima de todo, y después a todo el mundo sin excepción,el famoso «prójimo» y el «prójimo» no es sólo tu familia–que en cierto modo es como una prolongación de timismo– sino los «otros», los que no pertenecen a ella yson radicalmente distintos. Dicho esto, no estoy muy deacuerdo con esa universalidad de los sentimientos, meconsidero dueño de mis arbitrariedades y en esa elecciónque según algunos todo español ha de hacer entre un pa-sado judío o morisco, me inclino más por el primero quepor el segundo. Me parece que la civilización judeocris-tiana –a la que pertenezco, y a mucha honra– ha avan-zado mucho más que la musulmana, regadíos incluidos,pues en ese aspecto se ha conseguido bastante más en lafranja de Gaza, tristemente abandonada a la barbarie,que en las famosas acequias andalusíes. ¿Por qué no lashacen ahora en sus devastados países? ¿Quién se lo im-pide?

A los hechos me remito, mejor dicho a las estadísticas.y son datos actuales. Como saben la comunidad musul-

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mana supone el 20% de la población mundial(1.200.000.000 personas), mientras que la comunidadjudía, tras haber pasado por sucesivas matanzas, repre-senta el 0,02% (unos 14.000.000 de personas). Pues bien,desde que se crearon los premios Nobel, en 1904, sólosiete musulmanes lo han recibido, frente a ciento vein-tiocho judíos, y el de Literatura sólo uno, Naguib Mahfuzque además era egipcio1. Lo he dicho y repetido tantasveces en mi vida, que en casa, mi mujer y mis hijos se sa-bían casi de memoria los nombres. Aurora, para fasti-diarme, me recordaba en particular el de fritz haber,judío alemán que fue premio Nobel de química en 1918.Sus investigaciones en el terreno de los fertilizantes per-mitieron que se desarrollara el gas zyclon B, que serviríaluego para matar a los suyos en los campos de extermi-nio nazis, algo que él por fortuna no conoció pues murióen 1939. Parece el argumento de una tragedia griega deesas cuyo desenlace desencajaba al auditorio, amansán-dole y volviéndole más receptivo, también más prudente,cual corresponde al efecto catártico de aquellas famosasrepresentaciones, inconcebibles hoy en día. Aquí entra-mos de lleno en los atractivos y los peligros de la para-doja. ¿Por qué se puede fracasar al triunfar? ¿Por quécuando consigues algo te decepciona o te destruye?

Pero no es de mi filo judaísmo, ni de la tragediagriega, ni de las paradojas de lo que yo quiero hablarahora, sin perjuicio de volver a esos temas más adelante,sino de las cosas que rodean la vida de un cardíaco paraque aquellos que tengan que soportarnos nos compren-

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1 En 2006 también ganó el Nobel de Literatura Orhan Pamuk, que es turco, peroLillo no vivió para verlo.

dan mejor y, ¿quién sabe?, tal vez puedan así perdonarnuestro egoísmo recalcitrante. Por eso estoy escribiendoesta especie de confesión o dietario; pero no sólo por eso,también para aliviar la carga de mi conciencia, siempreculpable. Me explico: del mismo modo que el incons-ciente sirve de refugio para todo lo que nos podría hacerdaño de forma directa, un daño que nos paralizaría o almenos nos inhabilitaría gravemente para desempeñar lasfunciones más elementales de convivencia y superviven-cia, así los diarios cumplen esa función de retrete delalma, de lugar apartado donde la intimidad no teme des-prenderse de toda su suciedad, enfrentada a su propiometabolismo moral, y dando rienda suelta al sobrante denuestra alma para permitir un mejor desahogo psíquicoy una mejor recuperación posterior. ¡Qué técnico! peroal mismo tiempo ¡Qué preciso! hay otros consuelos; porejemplo la religión. Sin embargo, yo no he recibido el lla-mado, al menos por ahora, aunque no excluyo una con-versión futura o, mejor dicho, una vuelta al seno de laIglesia, como ya he anunciado, y prácticamente se puededecir que la he iniciado, no sin escrúpulos, sobre todoahora que vivo en un barrio donde soy un perfecto des-conocido y donde huelgan los detalles. Soy español, dela era pre-laica, y me educaron en el catolicismo, aunquecon tibieza, yo diría que incluso con desencanto; quierodecir que me bautizaron, hice la primera comunión, fuiconfirmado y, de uvas a peras, me llevaban a misa los do-mingos. Ninguna de mis madres fue devota, e incluyo enesa figura materna a mis dos abuelas y a la prima Basi,joven viuda que acogieron mis padres con generosidaden épocas difíciles para todos; en particular mi abuela pa-terna tenía verdadera tirria a los curas de quienes sos-pechaba lo peor. Ella –mi abuela Elvira–, como buena

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esposa de masón, sostenía que no era necesario ser reli-gioso para ser bueno (y viceversa). Todavía recuerdoaquella vez en que la oí discutir con mi madre porquehabía echado de casa a una criada al descubrir que dor-mía con el novio. Le abría la puerta de servicio por lasnoches y se metían en la cama tan ricamente, hasta queun día se quedó dormida y pasó lo que pasó. La chica llo-raba y juraba que no era por lujuria sin por necesidad,ya que él acababa de llegar del pueblo y no tenía dondedormir. A mi madre le pareció aquello de muy mal gustoy así se lo dijo a mi abuela que la replicó llena de ira: «¡Tehan enseñado a ser compasiva y lo único que has conse-guido es ser educada!».

Aquella abuela mía era una mujer de mucho carácter,no muy culta, pero de gran inteligencia natural. Era muyrefranera y sentenciosa y discurría mediante parábolas.Por ejemplo, si los hermanos discutíamos porque a unole parecía mal una cosa y al otro bien, zanjaba: «fue unhombre a la plaza a vender gustos y los vendió todos»,sentencia cuyo enigma sólo resolví cuando estudié filo-sofía; y si nos acusábamos los unos a los otros de haberempezado la pelea, ella sólo decía, remedando nuestrasinfantiles voces: «¡Madre, qué me toca Roque!, ¡TócameRoque!», cosa que después supe aludía a una obra muyfamosa en su época, así titulada. Si alguno se refugiabaen su cuarto con el trofeo arrancado a los otros tras unadura contienda, ella comentaba: «Quien ríe el último ríesolo» y en nuestra estulticia pensábamos: «pobrecita seha equivocado». Si estábamos enfermos pero nos curá-bamos de pronto para ir al cine o a una fiesta, decía: «Sá-nese mi muela y muérase la abuela» y para decirnos queéramos unos envidiosos sentenciaba: «Quien no tiene lo

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que quiere, debe querer lo que tiene». Cuando mis her-manas empezaron a llevar minifalda las recriminaba críp-ticamente: «hay que dejar que el peligro venga anosotros, no ir nosotros al peligro», lo que ahora que loevoco, me recuerda a un verso que leí una vez que decíaalgo así como: «El peligro está donde está el cuerpo»2.

Era una mujer muy singular; por ejemplo, cuandosupo que su marido, el masón, tenía una querida le dejó,pero sólo porque se enteró que la pegaba. «¡Pobrecita!–dicen que dijo– ¡Como a mí no se atreve a tocarme seceba con ella! ¡Al revés que en la canción!». Se refería auna canción que sólo se la oí cantar a ella. ya de mayorprofundicé en su origen y pude ver que había muchasversiones. Es una canción con mucha miga pues cuentala historia de una mujer a la que su marido maltrata yella se venga ¡por la vía judicial! La versión más antiguala he visto recopilada por Augusto C. de Santiago yGadea en un libro titulado Lolita: Cantares y juegos de lasniñas, La Coruña, 1901, con un prólogo que demuestramuy a las claras que este señor era un precursor de Na-bokov, y también algo pedófilo. Después me topé con otrade 1919, recogida por Eduardo Martínez Torner de LaSeca, León y luego otra, algo posterior, recogida por Au-relio González y María José Querejeta, de Cacabelos,también en León. y una cuarta versión de Cecilia Toddy otra de origen sefardita, como tantas otras cancionesespañolas de corro. hace poco he encontrado en internetuna página en la que hay recogidas 57 versiones, muchas

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2 Se refiere a Álvaro Mutis. Lillo finge que no «recuerda» a los autores que cita, perocasi todos están apuntados en un cuaderno titulado «Referencias y citas para SanJudas 27», pues así es como quería que se titulara su libro.

de ellas de países iberoamericanos e incluso de la comu-nidad serfardita de Sarajevo, recogida por Laura Papo.Con algunas variantes, todas ellas empiezan más omenos así: «Me casó mi madre (bis), chiquita y bonita,ay, ay, ay, chiquita y bonita/con un muchachito (bis) quéque no me quería, ay, ay, ay, que no me quería!...» y luegose cuenta como él salía todas las noches a cá su queridade toda la vida, a la que le daba «lazos y mantillas» re-servando para la legítima los «palos y mala vida», hastaque una noche ésta se hartó de que la moliera a palos yacudió «al alcalde y a la justicia» y a él se «le llevaronpreso pá toda la vida», para que vean las feministas dehogaño que la cosa viene de antaño.

Pero basta de ergotizar, y basta sobre todo de recuer-dos que no siempre son de color de rosa. Estoy desvián-dome de mi propósito y a este paso acabaré escribiendouna novela, horrenda tentación, pues considero que todolo que rodea a la novela es sucio y triste. La novela no escreativa, la novela es repetitiva, obsesiva, aburrida de es-cribir, no viable. Como se supone que una novela ha deser leída por entero, también ha de ser escrita irremedia-blemente por entero. Además, lo que el novelista hace noes dar vida a sus fantasmas sino crear otros nuevos. haymás interés en sustraerse a sí mismo en una novela queen esconderse tras imágenes sustitutivas, siempre ras-treables y localizables. En la fantasía nos soñamos comoquisiéramos ser, distintos de lo que somos. En la novelasomos otros pero queriendo mostrarnos a nosotros mis-mos. Entiendo que yo no puedo escribir una novela, sólocontarme. Para mí la escritura es una respuesta a la ame-naza no de la muerte sino de la vida, también es un sín-toma más de mi enfermedad.

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Como dije, la charla de San Judas, me dejó convencidoy fascinado. Desde entonces, sólo tuve un propósito: queme operara él. La cosa no se presentaba fácil, debido alas peculiaridades del sistema de la Seguridad Social alque, por razones económicas y también por coherenciaética, nunca he querido sustraerme. yo vivía entoncescon mi mujer y los gemelos (Magdalena, la mayor era yaeuro funcionaria en Bruselas), en un barrio de clasemedia acomodada, céntrico, y sucede que en estos barriosestán las mejores clínicas privadas pero los peores hos-pitales públicos. La sociedad, por un extraño sentido dela justicia distributiva (extraño, porque seguro que no esdeliberado), compensa a los desheredados de la fortunacon los mejores centros sanitarios públicos. Por eso SanJudas operaba en una de esas carísimas clínicas de mi ba-rrio y también en un populoso hospital de la periferiaque, administrativamente, no me correspondía en abso-luto. he podido observar que donde más se implican esasprimeras figuras, aunque la gente crea lo contrario, esen los hospitales, como si la sanidad pública sustituyeraa las consultas de caridad que los médicos hacían en épo-cas en que la bondad procedía del corazón y no de relle-nar una casilla en el impreso del IRPf. Esos próceresatendían a las gentes humildes de su entorno, tanto enla capital como en su pueblo natal (si era el caso) labrán-dose eso que en el siglo xIx se llamaba una «clientela»:personas que servían de por vida a alguien poderoso,para compensar los favores recibidos o por recibir, unprecedente de la cosa nostra.

Mis amigos no entendían que yo fuera incapaz de in-vertir unos miles de euros en mi salud, pero considerouna aberración del sistema tener que pedir un préstamo

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para un servicio por el que he cotizado durante más detreinta años, y por el que han luchado generaciones en-teras de trabajadores y de políticos. Además, la sanidadpública es, como diría yo, más neutral, por no decir másobjetiva: utiliza todos sus recursos, por muy sofisticadosy caros que sean, para analizar y tratar las enfermedades,sea quien sea el enfermo, mientras que la sanidad pri-vada, me consta, pone grandes pegas para «invertir» enla aplicación de dichas pruebas. Por eso, cuando la gentetiene una enfermedad grave o latosa no duda en «pa-sarse» a la seguridad social. Las gestiones para cambiarde hospital se han vuelto muy complicadas con eso delas autonomías. Antes bastaba con tener un médico co-nocido que, por así decirlo, te reclamara, mientras queahora hay que cumplir una serie de requisitos a cual másengorroso. Pero hecha la ley hecha la trampa, dice el re-frán, y es cierto. En una democracia eres libre de cambiarde domicilio cuántas veces quieras; la Constitución am-para ese nomadismo, que se conoce como libertad de mo-vimiento y de residencia, desconocida en las dictaduras,en particular las comunistas, léase Cuba. Por consi-guiente, para ir al hospital donde trabaja San Judas bas-taría con que me empadronara en la así llamada «área».

No creo estar desvelando ningún secreto, aunque setrate en cierto modo de un fraude bastante extendido,por cierto, hasta el punto de que incluso se ha creado unarama derivada del turismo que se dedica a esos menes-teres, pero eso es otra historia que afecta más a la medi-cina privada que a la pública. Mucha gente se limita aengañar a la Administración empadronándose en falso.Basta un amigo domiciliado en el barrio elegido parapasar a formar parte de su familia, al menos sobre el

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papel. Ahora estamos viendo casos demenciales entrelos inmigrantes; gente que se empadrona en casas aban-donadas y sobre todo ancianos que pretenden acceder aciertas prestaciones sexuales a cambio de ese favor hechoa mujeres rumanas, rusas o iberoamericanas, con especialpredilección por negras y mulatas. Mi mujer consiguióque me ayudaran unos compañeros de trabajo, residentesen la zona de mis desvelos y se afanaba en asesorarmepara cuando, llegado el momento de ir al centro de salud,pudiera justificar mi desconocimiento del barrio, lo cuales indispensable pues el protocolo sanitario exige quesea tu médico de cabecera quien inicie el proceso. Él temanda al cardiólogo del hospital de zona, y éste te derivaal cirujano. Me enfrentaba a diversos obstáculos que meparecían verdaderas montañas: unos pacientes perplejosante el recién llegado a la sala de espera y un médiconuevo al que tendría que contar todo mi pasado, con lacomplejidad que entraña un historial como el mío.

había convenido con mi mujer en que me inventaríauna historia, como que había heredado un piso en lazona, tal vez de mi abuela, ya veríamos, y me había tras-ladado a vivir en él. Por supuesto no se lo creerían ni ata-dos. Primero porque allí todos llevan chándal ydeportivas y yo no estaba dispuesto a pasar por eso. Ade-más, soy muy convencional, no me gusta mentir. ya séque la mentira puede no ser más que una verdad mejo-rada, pero la verdad es siempre más satisfactoria, entreotras cosas porque se recuerda mejor. Como fernandoPessoa, considero la mentira una inexactitud. La mentiraobliga a imprecisiones que trastornan demasiado el es-píritu y te hacen caer en la trampa que tú mismo has ten-dido a los demás, por eso se pilla antes a un mentiroso

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que a un cojo; además, al mentir, se le pone a uno unacara especial y hay algo de cierto en eso de que te crecela nariz. Esto de la verdad y la mentira es un problemamucho más complicado de lo que pretende el mani-queísmo al uso y afecta de lleno a la profesión médica.La corriente actual aboga por decir en todo momento laverdad al enfermo, lo que algunos llevan a cabo con ex-trema crudeza. Otros se han dado cuenta de que decir aalguien que se va a morir en el plazo de dos meses, o deun año, es una putada que consigue incluso acelerar elproceso. hay que dejar abierta la puerta a la esperanza,aunque sea pura entelequia. Conozco a personas descre-ídas, a fuer de racionales, que no han dudado en acudir atodo tipo de curanderos con el resultado negativo queera de esperar. y lo es más increíble es a que sus familia-res, a pesar de todo el dinero que les han sacado por men-tirles con todo descaro, no se les ocurre quejarse oreclamar como se suele hacer con los médicos cuando seequivocan y te quitan una pierna en lugar de la vesícula.hay «colectivos» con suerte.

Pero los peores de todos son los psicólogos. Despuésde que el médico te ha atizado el mazazo del diagnósticoadverso, te pasan a ese profesional de los males del almapara que acabe de rematarte intentando recomponer tumaltrecho ego. Los psicólogos se benefician, además, dellaicismo imperante y están usurpando paulatinamente elpapel que antaño ocupaban los sacerdotes. Contra estosúltimos se pueden decir muchas cosas, pero lo que se digacontra los psicólogos y los sacerdotes laicos nunca es su-ficiente. Suelen ser unos ineptos, además de carecer deautoridad moral para ejercer esa función mediadora. ¡Sihasta cuando era católico practicante me costaba trabajo

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contarle a un cura mis pecados por no considerarle pre-parado, imagínense lo que le voy a decir a un tonto di-plomado cuya mayor preocupación es que su mujer leengañe o que tiene que pagar la hipoteca! Además, envez de creer en Dios creen en la «solidaridad», y a esose le llama tomar la parte por el todo. Ni me consuelan,ni me interesan. ¡Me imagino lo que pensarían de mi te-oría sobre el egoísmo redentor, el egoísmo del cardíaco!Después de la muerte de Tobías, Aurora insistió en queteníamos que acudir a uno de ellos. Ella se estuvo psico-analizando durante diez años y lo dejó cuando su psi-quiatra se murió de un cáncer de páncreas fulminante.Decía que aunque él nunca la dirigió la palabra, porqueera un freudiano ortodoxo, después de su muerte se sin-tió como si se hubiera quedado viuda y, por tanto, incapazde empezar con otro al menos durante un tiempo pru-dencial. Sospecho que también se le hacía muy cuestaarriba volver a revivir toda la historia con un nuevo te-rapeuta. Pero a mí me pasa como al escritor Elías Ca-netti, hasta ahora nadie, ni siquiera yo mismo, haconseguido liberarme de algo explicándomelo. Sin em-bargo, hubo una época en la que los médicos mentían porsistema a los enfermos y lo consideraban lo mejor parasu equilibrio psíquico, me imagino que sobre todo parael suyo propio. Esa creencia a mí me costó cara.

Los cirujanos que me operaron por primera vez se to-paron con un imprevisto que no habían localizado en losanálisis (en aquella época no había ecografías y no vieronnecesario hacerme un cateterismo): al parecer he nacidocon dos venas cavas superiores y la postiza cruza deforma insidiosa mi válvula mitral. El cirujano, una emi-nencia del momento, francés por añadidura, decidió ce-

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rrar sin tocar nada, por miedo a ocasionar un mal mayor.Se lo agradezco, pero le hubiera agradecido más que melo hubiera contado. Nadie me dijo nada y durante muchotiempo me creí curado. Era joven, y con el optimismo yla necedad propia de la edad estuve sin ir a revisión du-rante años hasta que la fatiga me echó otra vez en brazosde los facultativos, ya casado y padre de familia nume-rosa. Es sabido que la juventud, como la familia, está so-brevalorada. y sin embargo, ¡ay aquélla época de miprimera juventud! Bebía la vida como si fuera vino y elvino como si fueran días. Como todos los jóvenes, mecreía libre e inmortal, aunque tremendamente desgra-ciado. Leía a Rimbaud y a Jules Renard, me sabía de me-moria las canciones de Georges Brassens y pararegodearme en mi rebeldía, y con mi amigo Paolo queera medio italiano y se sabía los poemas de Pavese de me-moria, decíamos a la primera de cambio aquello de«Tenía veinte años; nunca permitiré que me digan quefue la mejor época de la vida» que atribuíamos a PaulNizan. En el caso de Paolo no era sólo una postura esté-tica o maldita. había una tragedia, un secreto en su fa-milia que enfrentaba a sus padres (supongo que uno delos dos era infiel, y me inclino más por ella) y amargabacualquier acontecimiento supuestamente gozoso, deforma que casi nadie quería ir a sus fiestas de cumpleañosporque siempre acababan con la madre llorando y elpadre marchándose de casa de un portazo. Tampoco enmi casa se tiraban cohetes, me temo que por la mismarazón pero con distinto culpable. Tal vez por eso nos lle-vábamos tan bien Paolo y yo. Creíamos que íbamos acambiar la vida, ¡la vida! que no admite más cambios quelos interiores, que los procesos individuales, personalese intransferibles. No hay sentimiento más simplificador

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que el deseo de un cambio exterior, innovador y revolu-cionario. ¡Cuánto tardamos en aprender los de mi gene-ración que las cosas cuanto menos complejas mejor ycuanto menos enrevesadas, más bellas, más apetecibles,más eternas! Decía Anatole france que los jóvenes sonadmirables porque defienden con ardor cosas de las queno entienden nada.

El caso es que cuando volví a España después de laoperación yo me pensaba curado, normal, como cualquierotro, ¿por qué no habría de dilapidar mi capital humano?Los jóvenes son así, fuimos así. En vano te advierten losmayores sobre los riesgos de hacerlo, pero ellos tampocofueron cuidadosos. «¡ya verás cuando tengas 50 años!»le decían a Eric Satie, mi músico preferido (junto a Shos-takovich) y a él le ocurrió que llegó a los cincuenta sinver nada. ¡feliz mortal! yo no necesité tanto tiempo paraentender que estaba acabado, aún antes de haber empe-zado. Aquella revelación fue para mí un palo. Los ciruja-nos franceses, preguntados, contestaron con una cartaabsurda y tartufa, en la que confesaban el engaño sinpedir perdón. Ahora que lo pienso, tendría que haberlesempapelado, pero aún no existía ese furor denuncianteque caracteriza la posmodernidad, y yo era un estudiantede paso por París, desorientado y solo. Pasemos. Siempreme pregunté si esa deformidad, en la que he creído verun vestigio de gemelismo abortado, harto inquietante,no habría sido en realidad la causa de mi enfermedad,pero los médicos que me han tratado, y todos aquellos alos que he consultado, lo niegan. Al parecer es una ano-malía que afecta a un 2% de la población, según he po-dido leer en alguna parte, y que puede inducir a error enel diagnóstico. Ellos sabrán, si es que saben algo, aunque

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ahora se supone que no hay secretos sobre el «órganomás perfecto», el gran reloj, la máquina del tiempo y dela vida. El corazón, un poema, el mío, un drama. ¡Dosvenas cavas superiores bombeando sangre caliente alunísono en mi ventrículo derecho! Cruel metáfora paraun hombre tan frío, tan desapasionado, tan desenamo-rado, tan cerebral, tan egoísta, como me ha recordadodurante treinta años mi mujer, sin faltar un solo día. Aúnpuedo ver su cara de reproche. ¡Cómo si ella fuera unplato de gusto! Ni con sus hijos era dulce y amable. ¡Ay!,tampoco yo, la prueba: Tobías. había demasiada rivali-dad, demasiado rencor entre nosotros. Es lo que ocurrecuando las heridas se cierran en falso. A eso hay que aña-dir que Aurora pensaba que yo apreciaba menos su ca-rrera que la mía. ¿y por qué no? A ella le sucedíaexactamente lo mismo conmigo. Es más, si pequé de pa-sotismo en la educación de los niños, tampoco ella –ex-ceptuando la natural carga biológica de los embarazos yde la crianza, en la que admito que no la ayudé dema-siado– renunció a salir con sus amigos, y cuando los ge-melos empezaron a ir al campamento, Aurora se iba devacaciones por su lado pretextando que le era imposiblecoincidir con las mías. Las llamaba «las vacaciones delyo», expresión que ni siquiera era de ella sino de su psi-quiatra y un invento fariseo para eludir la palabra «ego-ísta». Es más, puestos a comparar yo soy máscomprensivo que ella con las debilidades humanas; eltiempo me ha hecho relativista y aunque considero quetodos somos tontos sé que algunos lo somos más queotros, mientras que para Aurora todos son tontos ex-cepto ella. Mientras nos quisimos la encontraba hermosapero dejó de parecérmelo tras lo que pasó con nuestrohijo mayor, que coincidió con la revelación de que yo es-

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taba irremisiblemente enfermo. En cuanto a mí, dejé deser un joven pródigo que dilapidaba su fortuna genéticapara convertirme en un avaro y en un anciano prema-turo. hice de mi vida una enfermedad y la añadí a la otra;además de tener destrozado el corazón se me empezó adescomponer el alma.

Volviendo a la impostura censal, en mí puede más elmiedo a que me pillen en un renuncio –por ejemplo, unnúmero de teléfono impropio de la zona– que cualquierotra consideración. Creemos que ese prurito de exacti-tud, ese minucioso control de nuestras personas, sóloexiste en las comunidades pequeñas. Confiamos en elanonimato de las grandes ciudades pero pruebe usted,incluso en el barrio más concurrido y donde haya mástrasiego de personas, pruebe a hacerse pasar por un ve-cino; vaya todos los días al mismo bar, intente bromearcomo uno más con los parroquianos y de pronto, metala pata en la ubicación de un cine o de una tienda quetodos conocen por el apodo del dueño, por ejemplo. Verácomo empiezan a apartarse de su lado y a callar encuanto entre por la puerta. Muchos espías han caído porcosas semejantes. Una vez vi una película en la que pa-saba algo por el estilo. Durante la Segunda Guerra Mun-dial, un nazi se había infiltrado en Inglaterra entre ungrupo de aviadores polacos haciéndose pasar por espíade esa nacionalidad, dispuesto a regresar a Polonia enbreve para entrar en acción. Los muchachos le pillaronpor no conocer a la actriz más popular de Polonia a laque uno de ellos, que había sido su amante, quería man-dar saludos. ya la recuerdo: To be or no to be, de Lubitsch.Es como si en los años sesenta, un español no supieraquién era Lola flores, o uno de ahora Belén Esteban.

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hay un grado de popularidad que trasciende los gustosprivados y en el tran-tran de la vida se utilizan ciertosapelativos familiares que no figuran en las guías telefó-nicas ni en los mapas. Ni la persona más exquisita puedepermanecer al margen, por mucho que se empeñe en nover la televisión, ni en leer la prensa, ni en hablar con susvecinos: en algún momento esos nombres contaminaránsus oídos. yo soy de la vieja escuela, si en el nuevo hos-pital me hiciera pasar por uno de ellos no podría soportarlos interrogatorios de mis compañeros de planta y medescubrirían a la primera de cambio. El argumento deque todo el mundo lo hace no me sirve de de nada, tam-bién todo el mundo estafa a hacienda y yo no lo he hechoen mi vida. Además, basta con visitar una sola vez esehospital para ver que ahí la gente es genuina. Los im-postores destacamos como lo que somos: cuerpos extra-ños al sistema.

yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso ainfiltrarme en ese barrio como un espía de la guerra fría,para conseguir domiciliarme en el «área sanitaria» delhospital del doctor San Judas. Como primera medida al-quilé un apartamento en las cercanías y así pude empa-dronarme con todas las de la ley. A mi mujer no le gustó,sospecho que a los gemelos algo más, porque les dejabavía libre a su desordenado uso de la televisión e Internet,pero les aseguré que era una solución transitoria hastaque todo hubiera terminado, es decir, hasta que me ope-raran, me dieran de alta y no tuviera ya que volver porestos pagos. Lo que no podía saber en aquel momentoera hasta qué punto se iban a complicar las cosas y cómome iba a ver prendido en las redes de mi propia astucia.Todavía no sabía que ni podría ni querría sustraerme a

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la influencia de San Judas, ni tampoco del hospital y queacabaría perdiéndome en esa zona para mí tan extrañade Madrid, en esos barrios supuestamente obreros dondela gente bebe el café en vaso, sin excepción. Aún re-cuerdo el silencio que se hizo el primer día que entré enun bar y pedí el café en taza. fue como en las películasdel Oeste, cuando el forastero irrumpe en el saloon ypide un vaso de leche. Nunca volví a cometer ese error.Es uno de los sacrificios que hice por mi salvación, porSan Judas, y aunque sigo quemándome con el vaso, lotomo sin rechistar entre mis manos; no quiero herir sus-ceptibilidades, pero también quiero que me acepten, in-cluso como lo que no soy. Todos estos escrúpulosclasistas se vinieron abajo cuando al año siguiente elPríncipe de Asturias se casó con una periodista de TVEllamada Letizia Ortiz, que vivía en ese barrio. Aquelladecisión real pulverizó la idea de la monarquía como algoexcepcional, casi sagrado. «¿Por qué no se ha de casarcon una plebeya, además divorciada? ¡Ni qué estuviéra-mos en la Edad Media!», decían algunos, sin darse cuentade que no debía hacerlo precisamente porque no estamosen la Edad Media, época en que la monarquía estabaprácticamente en mantillas. Ahora la gente espera de unrey que sea tradicional y al mismo tiempo diferente, nosé… que tenga hemofilia, como poco, que se sacrifiqueen aras de esa excepcionalidad que en España se ha que-brado de manera tan vulgar en Valdebernardo. Bueno,tampoco es que me importe demasiado pero me ha to-cado oír tales cosas en las consultas que he llegado a in-teresarme por el tema. ¡A este paso acabaréconvirtiéndome en una portera!

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CAPÍTULO III

La catedral del dolor

I

Ninguna institución, ningún gobierno, tiene el monopolio del grito.

Edmond Jabès

En el vestíbulo del hospital Ramón y Cajal, que ensus inicios se llamó «el Piramidón», está inscrita estafrase redentora: «El hombre puede ser, si se lo propone,escultor de su propio cerebro». Este apodo, al parecer,hace referencia a un potente analgésico así llamado y hoyprohibido, porque en su día se consideró que la construc-ción de ese hospital iba a quitar muchos dolores de ca-beza a los médicos madrileños. El Piramidón es elhospital al que yo iba antes de mi conversión al sanju-dismo. Ahí me controlaban el SINTROM y me seguíauna eminente cardióloga que vigilaba mi arritmia coneficacia; ahí frecuentaba cada vez más el servicio de Ur-gencias para superar crisis que yo siempre creía morta-les; ahí me hicieron el cateterismo, intervención mil vecesmás cruel que la propia operación y ahí me topé con esafrase, tan revolucionaria en todos los sentidos, que em-

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pezaría a obsesionarme. En efecto, si yo me proponía serel escultor de mi propio cerebro no era porque el quetenía antes fuera deficiente, sino porque me había pro-puesto cambiar mi chip mental, reemplazar mis neuronascon un doble propósito: fortalecer mi egoísmo y buscarun buen cirujano.

El Piramidón no es un hospital cualquiera; de hechofue uno de los primeros macro hospitales que se cons-truyeron en el tardo franquismo. Marcó la estética cate-dralicia de los que vendrían después, como aquel endonde operaba San Judas y donde se puede decir que vivodesde entonces. Una vez leí un libro de un poeta judío,Edmond Jabès, y me quedé con una frase que recordarésiempre: «Ninguna institución, ningún gobierno, tieneel monopolio del grito». y pensé que era muy bonito,muy esperanzador y reivindicativo lo que decía, perofalso. hay dos instituciones que lo tienen, aunque pre-tendan sofocarlo: las cárceles y los hospitales. No me re-fiero, en el primer caso, a los gritos de los torturados, almenos no en nuestra época ni en nuestro país, sino algrito del alma arrepentida por el daño infligido, de lamente martirizada por el recuerdo, del cuerpo privadode libertad. Por su parte los hospitales son verdaderascatedrales del dolor; monstruos insomnes que no cono-cen el descanso. El rugido de sus entrañas llega a las al-turas, donde expiran en los terminales; extrañatonalidad entre el gorjeo y la regurgitación. De arriba aabajo, un viento helado recorre el edificio por mucha ca-lefacción o aire acondicionado que les echen. Desde lasterrazas, donde aterrizan los helicópteros que traen he-ridos u órganos para los transplantes, hasta el últimorincón del último piso del aparcamiento subterráneo, pa-

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sando por el mortuorio y los frigoríficos en donde seconservan los cadáveres de quienes han donado sucuerpo a la ciencia, como el padre de mi cuñado, un exi-mio latinista cuya decisión desagradó profundamente asu familia.

Los hospitales, como las catedrales, son lugares cons-truidos para albergar multitudes. Una muchedumbreque, en ambos lugares, busca la salvación. «Señor, no soydigno de que entres en mi casa pero una palabra tuyabastará para sanarme», dice la liturgia de la Eucaristía yes lo mismo que piensa el enfermo, especialmente en loque se refiere a la segunda parte de la proposición, almenos en el sentido más actual de la palabra. Salus, enlatín, también significa salud, pero sobre todo, salvación.¿y a quién va dirigida esa imprecación? Pues al médico,claro, el cual, por mucho que pueda ofender a algunos,hace las funciones de Dios. Lo peor no es que se lo creanlos enfermos sino que lo piense el propio médico. Si-guiendo con mi comparación entre el hospital y la cate-dral diríamos que la nave central es el vestíbulo, siempregigantesco, siempre abierto, las capillas serían los con-sultorios y los laboratorios, y el quirófano el sancta sanc-torum. La cafetería equivaldría al confesionario y lasacristía. Como las catedrales, tampoco los hospitalesestán acabados del todo pues ambas construcciones tie-nen que adaptarse a los tiempos; están supeditadas aellos y cada generación añade, en las unas, una capillitay, en los otros, una sala para albergar un nuevo invento.En su interior hay una mezcolanza de gentes de todaclase y condición: médicos, enfermeras, celadores, enfer-mos de paso, familiares que esperan nuevas de la madreenferma o de los heridos en un accidente.

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Pero los más característicos son los gitanos. Los ce-ladores los temen, las enfermeras los huyen y los médi-cos no les hacen ni caso. Entre ellos (hasta hace poco laúnica etnia diferente a la nuestra que conocíamos en estepaís) existe una obligación ineludible de acudir al hospi-tal cuando uno de los suyos está ingresado. ¡Ay del gi-tano que no acuda a la llamada! Como no les permitenpasar a las habitaciones, se apiñan en los vestíbulos o enla cafetería. No les importa. Ellos no han ido a visitar alenfermo sino a ser vistos por el patriarca, que no olvidapasar lista. Un día se llevaba la policía a un gitano y loshijos se lamentaban detrás: «¡Paapa! ¡Paapa! ¿Es que nosabes que ya no se puede pegar a las mujeres?». Por esosespacios gigantescos no sólo deambulan los gitanos, sinotodo tipo de familiares que huyen de las abarrotadas ha-bitaciones o de la larga espera ante el quirófano, hay in-cluso busconas especializadas en ancianos a punto depasar al otro barrio y, desde hace unos años, abogados enbusca de una querella criminal por lesiones que llevarsea la boca, al acecho de cualquier collarín o escayola comolos paparazzi de las clínicas y sanatorios privados a lacaza de un famoso con apendicitis. Con esa abigarradamultitud se forman los principales parroquianos de lascafeterías de todos los hospitales del mundo.

En estos últimos veinte años la sociedad ha cambiadomucho pero, a pesar de la anécdota que he referido antes,no es en los hospitales en donde mejor se ven reflejadosdichos cambios. Aquí los esquemas ancestrales se repi-ten. hay, es cierto, una mayor burocratización, un tratomás impersonal si se quiere, con eso de los números ylas pegatinas, pero lo demás es tan elemental como siem-pre, tan elemental como el dolor. La enfermedad retrae

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al individuo, le cosifica. Lección de humildad recibida porquien ingresa en un hospital y evidente degradación so-cial. El enfermo, despojado de cualquier ropaje que leproteja o distinga, accede, al tiempo que a la enfermedad,al mínimo nivel de respetabilidad, casi por debajo delpreso con su uniforme a rayas pues el enfermo, bajo laexigua bata, va desnudo, mientras que el preso -si es quelleva uniforme, que lo ignoro- conserva al menos su ropainterior. No hay peor humillación que la de llevar el culoal aire, es, de hecho, una de las pesadillas más repetidasen la época inestable de la adolescencia. También, comoel preso en la comisaría, el enfermo que ingresa en unhospital (ya sea en Urgencias o en planta) es privado deinmediato de su condición de ciudadano. Pierde su ape-llido, sólo le llaman por el nombre de pila y todos le tu-tean con gran familiaridad y fruición, en particular losestamentos inferiores, auxiliares, celadores, limpiadores,que se complacen en repetir su nombre como si le cono-cieran de toda la vida.

Cada vez que en rayos me dicen: «Rafael, corazón,respira hondo», mi ya de por sí mediocre árbol genealó-gico pierde en mi interior varias ramas. Al ingresar enel hospital, sobre todo si se trata de Urgencias, te quitanlas insignias que te corresponden según tu categoría:móvil, reloj, anillos, gafas, medallas, colgantes y otrosadornos especiales son el equivalente a los galones y con-decoraciones del oficial degradado, y cuanto mayor es elpoder adquisitivo del paciente, mayor es la cantidad desímbolos caídos; después, la ropa: los zapatos, curiosa-mente, suelen ser lo último, abrigos, chaquetas, vestidoso pantalones, camisas, ropa interior, todo es metido enun saco de plástico que al final de tu estancia te devolve-

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rán o, si mueres, se lo darán a tu familia, y es como si esefardo simbolizara en cierto modo tu futuro cadávercuando los dos, él abajo y tú arriba, os dirigís por el té-trico pasillo hasta el más allá del quirófano. Otra simili-tud con la comisaría: al ingresar en el hospital teinterrogan, te piden tus antecedentes, en una palabra, tefichan. y lo que te espera del médico es muchas vecesuna sentencia mil veces más cruel que la que pueda dictarningún juez. ¡Cuántas cosas horribles suceden en esascatedrales del dolor! y cuántos milagros. Uno de ellos,y no el menor, es el de que pueda haber un médico comoel doctor San Judas.

ya va siendo hora de que me ocupe de la extrañezaque me produjo su nombre. En español hay muchos ape-llidos de santos: Santa Isabel, San Carlos, San Sebastián,Santa, Santos, Sampedro, Santamaría, San Juan, San Ba-silio, San francisco y aunque son bastantes, como puedeverse en la guía telefónica, hace falta que la realidad imiteal arte para que el jefe de Cirugía cardiovascular de minuevo hospital se llamara precisamente San Judas y pa-saran por sus manos tantas válvulas con su apellido tra-ducido al inglés, St.Jude. El nombre hace la cosa, decíafrancis Ponge, un poeta francés que descubrí hace poco;las palabras gobiernan el mundo, no las ideas, decía Gal-dós no recuerdo dónde. Tal vez sea una coincidencia peroyo veo que hay una evidente predestinación en los nom-bres; en mi juventud había un periodista llamado fra-goso del Toro al que todos los años daban el premio a lanatalidad y yo pensaba que era ese apellido tan asilves-trado el que le predisponía a la procreación en cadena; o,ya que estamos en el sector de la medicina, hace unosaños, había un doctor Matasanos practicando la medicinaen mi antiguo barrio, cierto que era un psiquiatra, según

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rezaba la placa del portal en donde lo encontré, pero poralgo se empieza y siempre lamenté no haber hecho unafotografía. Pero el colmo de esa coincidencia en lo sani-tario es, sin duda, la de esa nefróloga del hospital delNiño Jesús que se llama Dra. Riñón. No puedo creer queal elegir esa especialidad ella no se sintiera predestinadau obligada por su nombre. En una publicación religiosaleí el artículo de un teólogo que firmaba faustino Luci-ferino, lo que en un contexto menos formal me hubieraparecido un pseudónimo con intenciones satíricas. En elcolegio de mi hija había una niña llamada Rocío Laleona,que era de armas tomar. De todo esto puedo presentarpruebas a quien me las pida. Por ejemplo, hay (o hubo)un controlador aéreo en el aeropuerto de Madrid que sellama Torrejón Barajas y en la sierra nos vendía la leñaun tal Mariano Encinas. había en Madrid unos almace-nes de ropa infantil que se llamaban Bobo y Pequeño.Siempre creí que era un reclamo, el afortunado hallazgode un creativo avant la lettre, pero sólo eran los apellidosde los dueños. Una dentista de mi barrio se llamaba Dra.Muelas (tengo una fotografía) y por la necrológica de unperiódico local me enteré de que hubo un famoso mon-tañero de apellido Escalante. Cuando era joven, conocí auna mujer que se apellidaba de la hoz y estaba casadacon uno que se llamaba herrero y ambos pertenecían alpor aquel entonces clandestino Partido Comunista deEspaña; se habían ido a vivir al recién construido barriode San Blas como penitencia por pertenecer a la clasemedia, o tal vez como saneamiento o renuncia a su exis-tencia de señoritos ricos o pequeño burgueses, como sianhelar una vida cómoda y sin problemas fuera pocomenos que abominable. ya no hay de los de su cuerdaque hagan este tipo de sacrificios o tonterías, según semire, pues nunca como ahora la izquierda amó tanto el

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dinero y odió tanto el capitalismo, ¡terrible dilema queno parece atormentarles!

También conozco de primera mano otros casos, comoel de una secretaria de mi último destino ministerial quese llamaba Cielos Llanos, tenía su despacho en las alturasy se parecía a la Campanilla de Peter Pan, mientras queotra, que portaba el nombre de Custodia Cárceles se ocu-paba de los archivos y estaba en los sótanos; por último,el encargado de protocolo se llamaba Ángel Galán. Unaamiga mía, llamada Oliva Vaca, empleada en una Oficinade Exportación, recibió un día el pedido de un cliente ar-gentino llamado Novillo. Por si la analogía reproductorano fuera suficiente, el señor Novillo pedía a la señoraVaca un listado de exportadores españoles de semen con-gelado de conejo de las especies Leonardo de Borgoña yAzul de francia. La relación epistolar (se comunicabanpor télex en la época) fue larga, y al parecer infructuosa:los exportadores no faltaban, pero los científicos todavíano habían conseguido congelar semen viable de esas es-pecies con nombre de rosas, ¡aunque lo estaban inten-tando! hay otros nombres que parecen chistes fáciles, yque se han convertido en verdaderas leyendas urbanas,como Dolores fuertes de Barriga, o Jesús Colgado de laCruz, que mucha gente jura haber conocido y que tantonos hacía reír de pequeños, pero otras veces son realida-des absolutas, bromas, muy particulares del azar, esegran creador al que no consiguen abolir los dados3. Mi

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3 Lillo, de manera algo rebuscada pretende lanzar un guiño al lector, sin tener encuenta de que muy pocos conocen la literatura francesa como él. Aquí alude al famosopoema de Mallarmé «Un coup de dés jamais n’abolira le hasard» que yo traduciríapor «una tirada de dados jamás abolirá el azar». Lo que nos remite a sus citas poste-riores de heráclito («El tiempo es un niño que juega a los dados») y de Einstein(«Dios no juega a los dados»).

amigo Paolo me habló una vez de un erudito francés deorigen florentino, contemporáneo de Bonaparte (dequien mi amigo era un admirador incondicional) llamadoLibri que fue inspector de Bibliotecas y robaba librosraros. Acabaron cogiéndole y no sólo fue expulsado dela Academia sino que tuvo que expatriarse. y si no, pien-sen que hay un banquero que se llama Botín y entende-rán lo que digo. Sin ir más lejos, en el mismo hospital alque ahora voy hay una doctora llamada Río Grande.Pensé que eran los apellidos, pero el segundo era Torresluego Río tenía que ser un nombre, como pude confirmarpreguntando. Seguro que sus padres no pudieron resistirla tentación de hacer un chiste, a no ser que fueran admi-radores compulsivos de John ford. De hecho, algunos jue-ces niegan ciertas combinaciones por considerarlas lesivaspara el infante que las lleva y sin embargo se siguen co-lando muchas trastadas de ese tipo, bien por despiste demagistrados y sacerdotes, bien por conveniencia, ya saben.Esos nombres son una carga muy difícil de llevar para unniño, un verdadero desafío al destino. En algún sitio leíque en la vida hay muchas cosas difíciles de soportar, peronada tan difícil como un nombre inadecuado…

Las esquelas y las necrológicas de los periódicos sonunas de mis secciones favoritas, junto a la de natalicios ybodas. No sólo se descubren nombres asombrosos, algu-nas son verdaderas novelas. Se puede reconstruir toda lavida de una persona con la sola denominación de sus des-cendientes y allegados: «viudo que fue», «fiel compa-ñera», la «familia de Tal, agradecida»; a veces, losnombres extranjeros de los familiares políticos y lascombinaciones entre apellidos de hijos y nietos sugierenderivaciones cosmopolitas insospechadas, en otras se in-

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cluye en la lista de descendientes a los muertos, lo quese indica con una somera cruz y, cuando éstas últimasson muy numerosas, te aflige la desdicha de esa personadesconocida que, tras tantas desgracias, ahora muere. Si-guiendo con esta línea macabra, también los epitafios ylas lápidas de los cementerios son tremendamente su-gestivos. Las genealogías, los enlaces y parentescos ex-plícitos e implícitos, la sucesión de inscripcionesexpuestas en riguroso orden cronológico, nos presentana sus personajes para que hagamos con ellos lo que nosde la gana. ¡Tanta vida encerrada en un muro de muerte!y así mucha otras cosas que se pueden sacar de algo enapariencia tan trivial. Como decía Confucio, los nombresson la cosa más importante del mundo.

Perdónenme esta digresión, pero el nominalismo mepuede. Vuelvo, pues, al doctor San Judas al que no sé sihe descrito lo suficiente. El buen doctor es un hombreenigmático, ya mayor, elegante y delgado como un japo-nés, cosa que inspira la mayor confianza. Decía xavierDomingo, gastrónomo y escritor que gozó de cierta re-putación en los años setenta, y uno de los responsablesde la introducción de la nouvelle cuisine en España, quehay que desconfiar de los cocineros flacos y de los cama-reros gordos. y también de los cirujanos sanguíneos ygordos, añado yo. Nada más verlo, supuse que todas lasmujeres del hospital, doctoras, enfermeras, enfermas yfamiliares femeninas de sus pacientes, tendrían que aca-bar enamorándose de él. De sobras sé que ese aspectoalgo tímido, desasistido, muy vulnerable, despierta de in-mediato los instintos maternales de cualquier mujer, rá-pidamente compensados en su caso por la fuerza viril desu misión salutífera; luego, con la convivencia, llega el

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desgaste, pero eso nunca pasa en el terreno del deseo yde la fantasía, donde contenemos esos anhelos. San Judases tan atento con los humildes y los subordinados comoseco y exigente con sus iguales. Cuando pasa por laplanta, un aire de benevolencia y alivio la recorre, comocuando se abre una ventana en una habitación muy car-gada. Al igual que el santo que lleva su nombre, el doc-tor San Judas hace milagros, saca a la gente desituaciones inverosímiles y no parece tener en cuenta susdefectos. Al fin y al cabo, él no ha venido a juzgar mo-ralmente a los enfermos sino a salvarlos, como le ordenasu código. Como todos los jefes de servicio de un hospitalSan Judas es lo más parecido a un dios que pueda habersobre esta tierra. Ni los catedráticos de Universidad, nilos presidentes del gobierno, ni los monarcas y me atre-vería decir que ni el Papa, tienen tanto poder sobre losque se mueven en su área de influencia. Sin embargo, élse desliza por los pasillos como una sombra, como si qui-siera pasar desapercibido, todo lo contrario a esos médi-cos que pisan fuerte y pasan visita rodeados de unacohorte de alumnos apabullados por su renombre. En miexperiencia hospitalaria, larga y cosmopolita, ha primadosobre todo la especie altanera que ignora al enfermo yse refiere a él ante su séquito como si no estuviera pre-sente. Como siempre he sido muy participativo no podíasoportar esa invisibilidad impuesta y desconcertaba aesas primeras figuras con salidas que, eso creía yo, res-tablecían el equilibrio de la relación médico-enfermo: losmédicos tienen tendencia a olvidar que el enfermo es elque tiene la enfermedad y por lo tanto la sartén por elmango. Sin él, como le ocurre al abogado sin el acusado,no hay caso.

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San Judas es muy popular en el hospital porque esbueno y educado con el personal subalterno y con los en-fermos, que para el caso es lo mismo. Saluda a todos yno es de los que se dejan el alma colgada en la taquillajunto a su ropa de calle, como le reprochó una chiquita acierto médico que se negaba a recibirla pasado un minutode la hora en que terminaba su consulta. San Judas sepreocupa por sus enfermeras y cuando vuelve de algúncongreso en el extranjero –porque es un cirujano de re-nombre mundial– siempre les trae un regalo. hay quever cómo le miran cuando se lo encuentran por los pasi-llos, como si fuera el Redentor. ha tenido incluso pro-blemas con esa bondad. Contrariamente a los demásjefes de servicio, San Judas no prohíbe a los gitanos quevean a los suyos. Les deja pasar a todos, aunque lesobliga a hacerlo de dos en dos. Un día el celador se des-pistó y en la habitación se reunió toda una tribu. Depronto, las alarmas de incendio se dispararon y el olor asardinas que salía de la habitación de la gitana delatabael origen del conflicto. No sé cómo, habían conseguidoarmar una parrilla para asarlas ahí mismo «pá la probetía que está mú malita y la matan de jambre; cuando se curevamos tós al río con el dotor a comernos un cordero entero,¡por éstas!», y quien me lo decía, chasqueaba los dedos enlos labios con ese gesto tan significativo que sólo les salebien a ellos. Porque hay una aristocracia popular, tan in-asequible para los demás como para los no iniciados ladel Gotha. Así como algunos marqueses y duques –osencillamente hidalgos- tienen una elegancia natural queparece que hubieran nacido vestidos y perfumados, asíciertos hombres y mujeres del pueblo –y hay muchos gi-tanos a quienes también les pasa eso– dicen y hacencosas supuestamente populares y groseras con un do-

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naire dificilísimo de imitar. Tuve una novia, hija de di-plomático que decía muchos tacos y aparentaba ser muyllana y populachera, pero parecía que estuviera en car-naval. Decía mucho «que te cagas» como término decomparación para cualquier cosa, y en sus refinados la-bios aquello sonaba como si alguien hubiera defecado enpúblico. hasta que un día, oyó a una moza del extrarra-dio decirlo de manera tan rotunda, tan contextualizada,que casi parecía una cortesía. Carmen de Patatín y Pata-tán Tan Tan, así se llamaba mi novia, quedó tan curadade espanto que jamás volvió a decir una palabrota entoda su vida, ni siquiera las que estaban más de moda,como «puta madre» y otras por el estilo.

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II

Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adónde querías; pero cuando seas viejo,

extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adónde no quieres.

San Juan, 21,15.

Un hospital no es sólo una catedral; también es un mi-crocosmos, una ciudad en miniatura donde se reproducentodas las complejidades sociales e idénticas jerarquías.Jardineros, cocineros, carpinteros, limpiadores, celadores,capellanes, administradores y administrativos, contablesy por supuesto el personal sanitario: auxiliares, enferme-ros, técnicos de laboratorio y los médicos y cirujanos queserían los altos dignatarios. La vida de un hospital notranscurre sólo en las consultas y los quirófanos; lo másindescriptible ocurre en lugares menos consagrados a sufunción salutífera, de esos que no se mencionan en nin-guna memoria anual ni pueden encontrarse en los direc-torios de recepción. Por ejemplo, los pasillos y las salasde espera de las consultas o de los laboratorios. Esosfocos de reunión forzada y prolongada son un tema cons-tante de estudio y reflexión sobre la vida y la muerte; ahíes donde se deberían apostar los sociólogos para estudiara la población y no en los lobbys de los hoteles, como re-comendaba uno de sus gurús por la radio, en cierta oca-sión. Elegir los hoteles es falsear los datos, como ocurretambién en las peluquerías de señoras, pero ahí no tengoacceso, ni siquiera indirecto, pues ellas guardan un celososecreto de lo que se dice, como si se tratara de los miste-

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rios de Eleusis, aunque sospecho que sólo se dedican ahablar mal de nosotros y a hojear (y ojear) revistas delcorazón. Demasiado fácil. Como digo, la verdadera vidase desarrolla en las salas de espera de las consultas o delas pruebas analíticas, tanto da; para que no me tachende monotemático acepto que también ocurre el mismofenómeno en las colas del supermercado o en los auto-buses. yo he llegado a pasarme de parada sólo para vercómo terminaba cierta conversación que me llegaba delasiento de atrás. Era una pareja que sólo avisté al entrar.El hombre parecía un macarra, de los que van descota-dos, con un medallón de oro refulgiendo entre la pelam-brera pectoral. La mujer era eslava, de aspecto fatigadoy prostituido. El hombre desgranaba, con voz monótonay aguardentosa, una historia inmortal de cuernos, celosfundamentados y abusos económicos de «género», al queno sólo parecía condenarle su masculino sexo sino tam-bién su aspecto de play boy recocido y hortera. Él, sinningún reparo, explicaba a la joven cómo su chica, queera de Valladolid, dato irrelevante para la extranjerapero a él le parecía muy importante -y a mí también- lehabía estafado varios millones con su consentimientoidiota. La eslava dijo: «¿y no la denunssiastesss?», sise-ando mucho. y él le contestó que lo consideraba un pagopor sus servicios, algo exagerado e imprevisto, pero sinduda inevitable. y mientras se quejaba de lo malas queson las mujeres y yo me levantaba de mi asiento paraapearme, él, tras un silencio que parecía dar por zanjadala confidencia, dijo con el mismo tono cansino: «y en-tonces conocí a Elzbieta ». Me quedé con el dedo a unmilímetro del llamador, que no pulsé, aunque permanecíen pie para no despertar suspicacias. El resto fue tambiéndel mismo tenor, pero algo más complicado ya que aquí

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también le estafaba toda la familia polaca de Elzbieta, lacual había entrado en su vida vía servicio doméstico. En-tonces ellos fueron los que se levantaron y comprobé loque había imaginado mientras le veía de medio lado, sen-tado: era achaparrado y llevaba peluquín. yo no me bajéen la misma parada y seguí un rato digiriendo la lecciónde cambio social que acababa de recibir gracias a mi cu-riosidad insaciable.

¿A qué no se oyen cosas parecidas en un hotel?Apuesto a que ni siquiera en una pensión de la calle dela Montera. Esto sólo se oye en los autobuses, como digo,porque en el metro se saca poca cosa, como tampoco enlos ascensores; en ambos lugares los usuarios guardanun obstinado silencio que no augura nada bueno. Ir en-cerrado suscita los peores sentimientos. Todos callan,como si la voz humana pudiera afectar al funcionamientode esas máquinas cuya llegada al punto de destino pro-duce un alivio evidente que, de inmediato, desata las len-guas y distiende el rostro. Aunque he de reconocer queen los ascensores hay excepciones. Recuerdo que duranteun tiempo trabajé en el Ministerio de Comercio (hoy ha-cienda). Era un edificio bauhausiano de cristal y acero,con más de veinte plantas. En esos inmuebles, como enlos hospitales, hay un pulular de seres humanos ampa-rados tras el anonimato de la multitud, verdadera salva-guardia del individuo, los famosos desiertos poblados delos que tanto abusa la literatura urbana. Lo que se pierdeen belleza, se gana en intimidad y de la intimidad surgela impunidad y cosas por el estilo positivas para el indi-viduo y, por extensión, para la sociedad a la que dichoindividuo, sumado, pertenece visto desde fuera –los vi-cios privados hacen las virtudes públicas–. En ese tipo

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de edificios, incluidos los hospitales, hay que usar cons-tantemente el ascensor. Una vez asumida la verticalidadde estas construcciones ultramodernas, ni la personamás acrófoba de este universo horizontal puede evitar suuso. Ni el acrófobo, ni el claustrofóbico ni ningún otromaníaco pueden escapar al ascensor si tienen que traba-jar, pongamos en el piso 18 o, en el caso de los hospitales,si tiene un pariente ingresado por encima de la segundaplanta. Al cabo del día tendrá que subir y bajar un mí-nimo de cuatro o cinco veces en esa especie de féretroresplandeciente, acerado, cruel, mortal de necesidad, quees un ascensor ultramoderno. Miedo que aumenta el te-lefonillo para averías. El maníaco no entiende por quéestá ahí, y le parece una muestra de la inseguridad deltransporte, lo contrario de su verdadera misión pero yasabemos que la mente angustiada no razona. ¿y si llamoy nadie contesta?, se pregunta para intranquilizarse unpoco, que es lo más nos tranquiliza a los maniacos. Locierto es que el uso continuado e ineludible del ascensorafecta incluso a las personas llamadas normales y enpoco tiempo acaba con la débil voluntad de esos seres tanfrágiles. Surge así una figura bastante típica en esos edi-ficios: el loco del ascensor; un tipo atrabiliario, que saludaa todo el mundo, habla con cualquiera, ríe sin decoro ycomenta a destajo, con la mayor impudicia, hechos, di-chos y chascarrillos, amenizando y deleitando a unos, es-candalizando e indignando a otros. En aquel edificio delque hablo llegué a contar hasta cinco locos del ascensor,y cada cual «hacía ascensor» a su manera.

hacer ascensor es algo así como hacer cola, o esperaren las consultas a que se acuerden de llamarte. Peroaquellas personas eran dignas de ser tenidas en cuenta

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por su rebeldía ante esa situación aberrante. habían lle-gado a un punto en el que disfrutaban haciendo ascensor,en que se realizaban por completo. Era muy raro entraren el ascensor –y éramos miles los empleados de aquellugar– sin tropezarse con uno de ellos. Si el ascensorpuede producir locura transitoria en algunas personasaparentemente anodinas, que en el breve espacio detiempo que dura el trayecto dicen cosas asombrosas quejamás se atreverían a decir en otros lugares más abiertos,imagínense lo que puede hacer con alguien que está yaperturbado. El más afectado era un mozo de cuerda cuyapertenencia al género humano ofrecía serias dudas y eramuy cuestionada por los que se tropezaban con él, yafuera en el ascensor o en los pasillos. Aquel joven ilus-traba en su persona, cráneo incluido, las primeras fasesde la evolución. Su asidua frecuentación del ascensor, in-herente a sus funciones, repelía a los demás usuarios ymás de una funcionaria remilgada tenía que reprimir unescalofrío al pensar en quedarse a solas con él en el as-censor averiado, temor, que para que no cupiera duda,era verbalizado de inmediato en cuanto salía el interfecto.Esta aversión casi sagrada que provocaba el pobre chicohacía que todos miraran con alivio el voluminoso carroque le separaba del mundo. Parapetado tras él, casi en-caramado, el muchacho dirigía patéticas miradas a susprójimos que eran rechazadas con humana crueldad.Posteriormente supe que sólo disponía de esos cortosinstantes para relacionarse con los demás pues dormíaen el enorme edificio, oculto en los despachos con sofá oen las salas de reuniones. Me lo imaginé, a la horaamarga del crepúsculo, caminando por los largos pasillosvacíos, con su paso vacilante de antropoide evolucionado,renunciando ya a mantenerse erguido, en busca de algún

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lugar en donde refugiarse… y el caso es que en el hos-pital de San Judas hay un celador que me recuerda a esemozo, hasta tal punto es cierto eso que en todas las co-munidades se reproducen los mismos estereotipos: lagorda rijosa, la mujer objeto, el barbudo neurótico, elchulo desgarrado, el tirano de opereta, el fantasmón irre-dento, y tantos otros modelos que se dan en otros con-textos, como si las personas no fuéramos más quepersonajes en busca de su autor. Cuando esos enormesedificios diseñados para recibir a miles de individuos sequedan desiertos, producen un terror difícil de explicary aún menos de asumir con naturalidad.

Con todo, los ascensores son, como los autobuses,fragmentarios. Para profundizar en los entresijos del serhumano -insisto- no hay nada mejor que las salas de es-pera de los médicos, en particular las de los hospitales.Durante las largas esperas a que me he visto obligado alo largo de mi vida de enfermo crónico he tenido ocasiónde sacar conclusiones terribles de ese examen. Pongamosel tema de los acompañantes. Entre los enfermos, sonpocos los que como yo van solos al médico o a las prue-bas; lo normal es que te acompañe alguien de tu familia,en diferentes grados de parentesco. Es muy frecuentever a mujeres mayores (rara vez a hombres) con unajoven que parece su hija o su nieta. Una nieta devota, res-petuosa, atenta al menor gesto de la enferma, a cuyasabruptas y desabridas reclamaciones y continuadas que-jas atiende con dulzura y con una paciencia infinita. ¿Sunieta? ¡Quiá! Se trata de una mujer pagada, una asistentesocial, una cuidadora, en fin, una profesional. Sin em-bargo si ves a una mujer mayor, aterrada por las miradasfuribundas que le dirige su acompañante, no lo dude, este

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último es miembro de su familia, una hija, una hermana,una sobrina, incluso una nieta, símbolo para mí de la dul-zura filial a la que no creo que nunca tenga acceso.Cuánto más estrecha y directa es la relación familiar,mayor es el desabrimiento y el desafecto que percibes enesa pareja. A veces quien acompaña al anciano es tambiénun viejo que puede ser tanto su cónyuge, que mejor opeor todavía se vale, como un hijo o una hija casi tanmayor como sus padres. La familia aprovecha la invalidezde los ancianos para vengarse de ellos cuando hay asun-tos pendientes, o simplemente por desgaste o, lo que espeor, por pura maldad.

Sin embargo los cuidadores contratados son neutra-les, hasta que se cansan y se largan a cuidar a otro an-ciano. Al principio mantienen una actitud indiferentehacia aquellos a quienes cuidan pero con el tiempo se vanimplicando en su vida, aunque menos que si fueran fa-miliares. Los cuidadores no sólo aguantan las imperti-nencias de que son objeto porque les pagan sino porque,al no haber afecto de por medio, los posibles desplantesno les ofenden. Puede darse la situación inversa y encon-trarte con hijas tiranizadas por sus madres o con jóvenesmercenarios insoportables, que se creen con derecho amaltratar al enfermo como si perteneciera a la familia.Son displicentes, arrogantes, se permiten la desfachatezde responderles de malos modos, a la primera de cambio,o si el médico insiste en que se tome la medicación: «eslo que yo la digo, doctor», dicen esos jóvenes imperti-nentes, «pero es que no hay quien pueda con ella», aña-den, como si la anciana fuera su cruz y no una cliente porhoras. Está claro que estos sádicos impacientes tienenque ir pensando en cambiar de víctima. Una vez oí decir

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a una de esa enfermas martirizadas a su torturadora deturno: «¡Tú no eres de mi familia, no tienes derecho a re-gañarme!». Esa frase me confirmó en mi idea de que lafamilia es una enfermedad hereditaria, la única congénitade verdad e involuntariamente asumida, amén de cró-nica…

En general, cuando las cosas pintan feas, es inevitableque lo peor y lo mejor venga siempre de la familia, esainstitución sobre la que todavía reposa nuestra sociedad.A pesar de que esta es una proposición considerada in-moral, es totalmente cierta y a las pruebas me remito.Es mentira que los miembros de tu familia te cuidanmejor porque son los que más te quieren, en la mayorparte de los casos es porque no tienen más remedio. ylas cosas se complican con los hijos. Después de la familiapolítica nada desune más a una pareja que los hijos. Bas-tan, como digo, diez minutos en una sala de espera decualquier hospital para comprobar que en la familia elamor está en otra parte, muy oculto en la noche de lostiempos. El amor no es más que nostalgia y, lo que espeor, nostalgia de lo desconocido. Eso no es muy alenta-dor pero resulta bastante cierto. No quiero decir que nohaya familias felices, capaces de mantener su amor hastaen la enfermedad, como pide el sacramento (y si lo pidees porque no es lo usual); me lo cuentan y me lo creo,pero no lo veo. A mi alrededor sólo hay tristeza y deso-lación, soledad –que es un abandono– soledad por do-quier, abigarradamente compartida, impuesta, reforzaday disfrazada, maquillada de felicidad comprada en las re-bajas. Televisión para no discutir; equipos de música parano oír; ordenadores para refugiarse en uno mismo, alco-hol, drogas, comida abundante para soportar la forzada

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convivencia. (¡Una vez más me embarga el agobiantepeso de una soledad que no lo es. ¡Cuánto mejor seríaañorar una familia perdida o nunca hallada, que padeceresa soledad compartida!) Pero nadie escapa a esa ley. Paraalgunos, amargados por la experiencia, la palabra«madre» y «padre» produce rechazo, cuando no terror,no entienden la alegría que causa a otros, la ternura dela que puede estar llena. Los nombres están cargados designificado, de sentimientos. Pero en el trato privado pre-valece el rencor; el ser humano es plato de placer ajenoy deja los malos modos para su casa y los buenos paralos de fuera. La capacidad de hacer daño está reservadaa quienes aman («no ofende quien quiere, sino quienpuede»).

No sólo los hombres, aunque casi todos, incluso losmás cultivados, desarrollamos ese defecto, también mu-chas mujeres son odiosas en su casa pero… ¡qué digo! Lamujer odiosa en su casa lo es también fuera de ella.La seducción de puertas afuera es cosa nuestra, admitá-moslo, como si no quisiéramos gastar energías en lo queya nos pertenece. Es una forma de donjuanismo de andarpor casa, nunca mejor dicho, de donjuanismo doméstico.Una vez conseguido el objeto del deseo, ya sea oscuro oclaro, pasa a formar parte de la colección y como tal hade permanecer silencioso, obediente. Como ese cuadroansiado, buscado por todas las subastas, pagado casi aldoble de su valor, que al ser colgado en el salón o en elcomedor nunca más vuelve a ser contemplado por sudueño, ya tranquilo porque al fin le pertenece. O comoesos paisajes sublimes que sólo saben valorar los forá-neos. Pocos lugareños, ya sea en la costa o en la montaña,admiran a todas horas las cumbres o el mar de su en-

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torno y nada les irrita más que nuestros elogios a un pai-saje, «su» paisaje, que ellos ni miran ni ven. Consideranque al nombrarles esas hermosuras se les está restre-gando por la cara su escasa sensibilidad estética, su in-capacidad para disfrutar de las cosas sublimes, en unapalabra, es como si se les estuviera insultando, llamán-doles groseros, zafios, incultos. Incluso, si ahondas en supercepción, acabas encontrando en ellos una especie derencor hacia la belleza del país donde se sienten confi-nados. Sólo los que se marcharon de jóvenes y se zafaronde sus garras, son capaces, al regresar, de apreciar todaesa belleza regalada, como quien vuelve después de unlargo exilio a la aldea de su infancia. han tenido que me-recérsela, que ganársela. Otra vez el problema de lo fa-miliar, de lo que te pertenece por nacimiento o pactosocial. Algunos hombres pagan a prostitutas para notener que decir «te quiero»; algunos enfermos pagan asus acompañantes para que éstos no les digan a cada paso«te odio», si no con palabras, con gestos y miradas.

y sin embargo la vida de los hospitales españoles po-dría ser caótica si no fuera porque los familiares estánahí para poner orden: cierran filas en torno a sus cacho-rros, cuando se trata de un niño, o alrededor del jefe defamilia, si es un adulto con mando en tropa: madre opadre, matriarca o patriarca. Su celo supera muchas vecesal de los profesionales cualificados para ello. En Españalos familiares son los que regulan el ritmo interno delhospital; llegan incluso a malear a celadores y enferme-ras que muchas veces se sienten francamente contraria-dos cuando algún hijo rebelde les pide que cambien lacuña a su padre, es decir, que hagan el trabajo para el queles pagan. En general los familiares son los que imponen

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la ley y el orden; al igual que la democracia para la so-ciedad, la familia es para el individuo el menos malo delos regímenes posibles. yo mismo, de vez en cuando, qui-siera tener el valor de regresar con mi propia familia; depresentarme en casa de noche, cuando mi mujer, cansadapor la jornada de trabajo y compras, estuviera viendo latelevisión, después de haber acostado a los gemelos. En-traría como si tal cosa y sería como en algunas películasque hablan de desplazamientos temporales, ella me mi-raría con indiferencia y me diría: «Vaya, cuánto has tar-dado, ¿me preparas una copa?», y me sentiría seguro desus sentimientos y sabría que también ella lo estaría delos míos, y entonces cerraría la puerta con doble llave yecharía todos los cerrojos, incluso bajaría la basura, sinadie lo había hecho todavía, y los porteros hubieran sa-cado los contenedores. y si no me atreviera a regresarjunto a ella y los chicos, al menos podría acercarme aaquellos con los que compartí mi infancia, mis herma-nos.

No tengo recuerdos demasiado definidos; más bien notengo recuerdos; tan sólo el de un hastío perpetuo y unaterrible sensación de injusticia. Pero, me guste o no, esla única vida que he tenido, mi única infancia, el únicopaís al que para bien o para mal no podremos regresarjamás. Mis hermanos, todos menores que yo, son mishermanos, por muy mal que nos hayamos llevado, y mispadres son mis progenitores, por muy mal que yo sientao crea que lo hicieran. Tampoco he sido yo un granpadre, y ahí está el fantasma de Tobías para reprochár-melo, pero nunca he pretendido que mis hijos me idola-traran y me sirvieran de por vida, como esperaban mispadres de nosotros y consiguieron de mis hermanas, que

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llegaron a sacrificarse por ellos hasta el punto de supe-ditar el cuidado de sus propias familias al de sus padres,incluso cuando éstos últimos estaban todavía en la florde sus pecados y no las necesitaban más que para fasti-diar. Ese estar juntos padres, hermanos, cuñados, hijos ysobrinos los domingos, festivos y fiestas de guardar meha parecido siempre asfixiante y claustrofóbico; un im-puesto sentimental que nunca he estado dispuesto apagar. Al contrario, me preocupa y sobre todo me de-prime pensar que algún día mis hijos tengan que hacersecargo de mí y ya he tomado medidas cautelares para queni Magdalena ni los gemelos puedan hacerlo si algún díadejo de estar en plena posesión de mis facultades men-tales o físicas. Ni siquiera en los momentos más gravesde mi enfermedad he querido que me acompañaran alhospital. Mi hija y mi mujer dicen que no hay que admi-rarse de ello, que no es resignación, ni humildad, sinosoberbia. Tal vez. No soporto la protección pero tam-poco soporto la debilidad. Asumo la responsabilidad demis actos, aún de los más irresponsables. Si a mi edad nosoy capaz de hacer eso, ni de admitir que he sido idiota omalvado, es que he vivido mucho más en vano de lo que,sin duda, he vivido, por eso prefiero parecer odioso, comotambién prefiero soñar a vivir. yo elijo.

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CAPÍTULO IV

Corazones cicatrizados

I

¿Sabe a qué llaman en medicina “tejido cicatrizado”? A una piel amoratada y arrugada que se forma en una

herida curada. Es una piel casi normal, sólo que es insensibleal frío, al calor o al tacto. Los corazones de los enfermos han

recibido a lo largo de su vida tantas puñaladas que se hantransformado en tejido cicatrizado. Insensibles al frío… al

calor… y al dolor… Insensibles y amoratados de tan duros.

Max Blecher, Corazones cicatrizados

Cuando llegó el día, me llamaron a la nueva casa –mehabía dado de alta en Telefónica para hacer más verosí-mil mi situación de infiltrado en barrio ajeno– y me ci-taron para el día siguiente. ¿Para la operación?–pregunté nervioso.– «Por supuesto», contestaron delotro lado, con la cruel indiferencia del funcionario. A míno me parecía tan evidente. Sin embargo, a pesar de laaparente precipitación yo estaba preparado. había roto

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amarras con mi pasado, me había distanciado de mi vidaanterior y tenía mis asuntos en regla. Esos seis meses dealejamiento en los que ni siquiera llamé a casa me habíanfortalecido. También me habían demostrado hasta quépunto yo no era necesario para los míos. Mi trabajo eraun recuerdo en el que había sepultado a mis anterioresamistades, mi mujer parecía bastante feliz sin tenerme asu lado, pues no me llamaba ni protestaba. La vida de mishijos estaba bien encauzada. Magdalena, nada más ter-minar la carrera de Traducción e Interpretación, habíasacado unas oposiciones a euro funcionaria y prosperabaen Bruselas, ganando más dinero del que ganamos sumadre o yo en toda nuestra vida laboral. Por último, Ga-briel y Miguel, los gemelos, más conocidos en la familiapor el apodo cariñoso de «los arcángeles», terminabanel Instituto con normalidad, es decir, a trancas y barran-cas y pronto irían a la Universidad. Además, yo habíahecho mi testamento antes del cateterismo. Si moría, ellase convertiría en una viuda estupenda y mis hijos se que-darían huérfanos sin desdoro. Curiosamente ya no teníamiedo ni me angustiaba desaparecer de este mundo sinhaber terminado un montón de cosas, como me pasabaantes. Me conformaba con lo que había hecho hastaahora, éxitos y fracasos. Al menos no me iría de vacío.Puede parecer una ilusión pero a pesar de mis antece-dentes me sentía satisfecho. ya no estaba enfadado con-migo ni con los míos. ¡Me había reconciliado con la vidajusto cuando podía perderla! No sabía lo que iba a ocurriren el trance por el que me disponía a pasar, pero fuera loque fuese había llegado en un buen momento.

Lo que yo no podía imaginar es que me fueran a lla-mar de un día para otro. Estaba convencido de que antes

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tendría que someterme a una serie de pruebas de almenos una semana de duración, como en las operacionesanteriores, y por eso me fui al hospital con una recua delibros, incluso me llevé el portátil, como si fuera a unhotel de cinco estrellas con conexión a Internet, y re-sultó que la operación estaba programada para la ma-ñana siguiente. Cuando aquella joven médica, cuyonombre sólo supe al final de mi estancia (doctora fran-cia) me lo dijo, no sin asegurarme que me operaría eldoctor San Judas, me quedé de una pieza, pero al finalentendí que era mejor no tener demasiado tiempo parapensar en los desastres que podían suceder. firmé unaautorización catastrofista, plagada de esas excepciones alas que yo me considero predestinado, y empezaron adesintronizarme a toda prisa. Pensé en callármelo y ocul-társelo a todos, pero al final tuve un prurito de honesti-dad, la razón pudo con mis razones y llamé a mi mujer ya mis hijos, incluida la propia Magdalena. Me despedí deellos, pidiéndoles que no se les ocurriera venir excepto arecoger mi cadáver. Incluso telefoneé a mi hermana Leoque se sorprendió, primero de que la llamara y despuésde que fueran a operarme, pues llevábamos sin vernosunos cinco años, más o menos desde el entierro de Anun-ciada que murió al año de morir nuestro padre, como sisu vida no tuviera sentido al no tener ya que cuidar anadie. Encargué a Leo que si moría en la operación in-tentara comunicárselo a nuestro hermano pequeño, Se-bastián, cuyo paradero desconocíamos desde queliquidamos la testamentaría, y ahora, cuando yo tambiénestoy escurriendo el bulto y rehuyendo mis responsabi-lidades familiares, caigo en la cuenta de hasta qué puntonos parecemos Sebastián y yo. Por último, dediqué unpiadoso recuerdo a Anunciada y a mis padres y me en-

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comendé a mi hijo Tobías antes que a Dios y al Diablo.No dormí mal del todo, pues estaba tranquilo: lleno defuerza y con una confianza absoluta e ilimitada en SanJudas, a pesar de que no había podido verle antes de laoperación como me hubiera gustado pues, no por anun-ciado, el ingreso en el hospital dejó de ser sorpresivo,como la muerte de algunas personas cercanas, muy en-fermas o muy ancianas. La idea de morir en la operaciónme parecía un final bastante plausible, en todos los sen-tidos del término, como si estuviera interpretando unguión escrito por otro de cuyo final yo no era responsa-ble pero del que tampoco podía zafarme. Estaba prepa-rado. Sí, todo ese tiempo dedicado exclusivamente adisponer mi cuerpo y mi alma para ese trance había dadosus frutos. Por la mañana no hubo nadie junto a mí, «des-pidiéndome», para asombro de las enfermeras que mesabían casado y con hijos. El despegue había empezadoy no me sentía muy atado a nada de esta tierra. Como enlos viajes, pertenecía más a lo por venir que a los que sequedan en el andén, mirando al viajero como si no fuerana verlo nunca más, fuera ya de su alcance.

Luego, el ante-quirófano, la anestesia, el sueño abso-luto tras un preámbulo de nubes rosadas y el bienestarinfinito que me produjo la firme voz de la anestesista:«Te vamos a pinchar en el cuello y ya no vas a sentirnada». Pensé: «ahora no me importa morir» y por fin,tras seis horas de operación, me desperté en la UVIdonde pregunté: «¿Me han operado ya?», como si hu-biera tenido que darme cuenta. Ni un sueño, ni una re-miniscencia. Sin embargo recuerdo que en las otrasintervenciones sí soñé (ya me ocuparé de ello más ade-lante). Estuve cuarenta y ocho horas en aquel recinto su-

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pervigilado, delirando. Más tarde las enfermeras me con-taron que mi mujer y mi hija habían pasado a verme, peroyo no tuve conciencia de ello y de no ser por esa infor-mación desinteresada nunca me habría enterado de esavisita, pues ninguna de las dos lo mencionó más tarde,ni siquiera para utilizarlo en mi contra. Lo único que re-cuerdo de la UVI es la terrible sed y la imposibilidad desatisfacerla. Como para creer que estaba muerto y en elinfierno sufriendo el suplicio de Tántalo. En mi ansia porconseguir agua se la pedía a todo el mundo que se meacercaba, e incluso llegué a escribirlo en un papel, conuna letra distorsionada, papel que conserva San Judascomo una curiosidad. Cuando me llevaron a planta meencontraba hecho unos zorros. y allí empezó la cruelpero eficaz rehabilitación. Se trata de no dejarte en paz,de moverte continuamente, de obligarte a levantarte, du-charte, ir al baño solo, sin más ayuda que la de sostenerteen pie. fueron dos días terribles en los que juré no volvera someterme a otra operación similar ni siquiera dentrode veinte o treinta años (tendré 75 u 85, si llego) peroluego, cuando la terapia de choque empezó a hacer efecto,me encontré tan bien que decidí aceptar todas las opera-ciones necesarias para mi supervivencia. yo lo tengoclaro y lo digo siempre, para consternación de los parti-darios de la eutanasia: mi «testamento vital» es que memantengan con vida a toda costa. Los siete días que es-tuve en el hospital me supieron a poco y no fueron de-masiado traumáticos, si exceptuamos el episodio yamencionado de la UVI. Es más, me sentía exultante, de-seoso de permanecer más tiempo con esos ángeles queson las enfermeras, las auxiliares y las limpiadoras. Elronroneo de las máquinas refrigeradoras y de los milesde conductos que conectan el macro espacio catedralicio,

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unido a la luz malva que despiden los tubos fluorescentessiempre encendidos y las luces de vigilia situadas en pa-sillos y habitaciones, me sumían en un estado pre-oníricoy surreal más relajante que el sueño completo de la asíllamada vida normal.

Mi compañero de habitación era un hombre bastantepopular que estaba a la espera de un trasplante y que merecordaba mucho a mi familia paterna. La extracción so-cial debía de ser la misma. Él y su mujer reproducían elmismo esquema de pareja de mis padres: el hombre es-clavizado por ella, que no paraba de quejarse y de repro-charle cosas, aunque le viera postrado en el lecho deldolor. A veces la señora venía con su hijo, que parecía li-teralmente aplastado por la presencia de la madre, a laque no se atrevía a contradecir ni para decidir cuándotenía que tomarse un refresco. Como yo no recibía visitas-las había prohibido, aún a sabiendas de que nadie ven-dría- ella se sentía obligada a ocuparse de mí y me pre-guntaba cosas que yo no le podía contestar. Mi silencioalentaba sus confidencias y cuando nos quedábamossolos, porque a su marido le tocara bajar a rayos o por loque fuera, ella me contaba antiguas sevicias morales, in-cluso maltratos físicos que me resultaba muy difícil re-lacionar con ese pobre hombre exhausto, casi al bordede la muerte. Ella consideraba que había llegado la horade la venganza. Esas mujeres sufridas y sufridoras, cas-tradoras de sus hijos, agobiantes, terribles, suelen unirsea hombres despóticos para luego pasarles la facturacuando están desarmados por la enfermedad y la vejez.hay un elemento sadomasoquista en esas parejas que nodespierta precisamente mi piedad. Aunque no me resultaplacentero, ya que remueve muchas cosas de mi propia

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historia, empecé a tomar apuntes para transformar todoese dolor, propio y ajeno, en algo. Es curioso, pero meproduce cierto pudor consignar aquí mis propósitos li-terarios, como si supiera que luego esto va a ser leído yse pudiera creer que yo lo escribo para eso, cuando loúnico que me mueve es la necesidad de encontrar miequilibrio y ayudar a que lo encuentren otros, si es quealguien llega a leerlos. Pero en fin, todo había concluido,al menos la parte más peligrosa. Ni me había muerto, niestaba destrozado, al contrario, me sentía más vivo quenunca, algo que hace unos años me habría parecido im-posible. Incluso la operación y sus inevitables secuelasme parecieron menos dolorosas que las experiencias an-teriores, o que el cateterismo, del que guardo peor re-cuerdo por la desproporción entre el tipo de intervencióny su resultado, aún tratándose de una prueba meramenteexploratoria; los enfermos anti coagulados tenemos queestar cuarenta y ocho horas (el doble que los demás),conscientes y sin mover un solo músculo. Mientras queahora me habían partido el esternón, me habían ralenti-zado el corazón, me lo habían abierto, recompuesto, co-sido, casi congelado. Me desviaron la circulación, sacaronla sangre de mi cuerpo, mantuvieron mi vida en suspensoy de nada había sido consciente. Tal vez hayan conse-guido algún tipo de anestesia que acabe con la influenciadel subconsciente, quien sabe.

A la semana de aquella operación definitiva estaba yaen mi domicilio, desorientado y por supuesto solo, puesa pesar de estar seriamente incapacitado para la vida nor-mal seguí sin recurrir a mi familia. Me asustaba que seaprovecharan de mi invalidez para alejarme de San Judas,de quien me sentía cada vez más próximo. Contraté a un

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cuidador que me ayudaba en casa y me acompañaba a re-visión y al SINTROM, pues apenas podía caminar cienmetros sin apoyarme en algo, para no hablar de los asun-tos domésticos. ¡Es increíble la cantidad de obstáculosque hay que superar cada día y que no adviertes hastaque algo te lo impide! ¡Cuántas escaleras por todas par-tes, cuántas cuestas! Pero, sobre todo, ¡cómo echaba demenos el minutado del hospital, su rutina! Admito quemi afición a los hospitales es algo patológico. A la luz demis últimas vivencias creo poder añadir unas cuantascosas para entender mejor mi querencia por los hospita-les, y por qué me siento reconfortado con la presenciaconstante de médicos y sobre todo de enfermeras. Todoviene de mi traumática experiencia parisina, a los dieci-siete años. Aquella soledad ominosa en que me vi… unasoledad que más bien era un abandono… Jamás comoentonces sentí la crueldad de las grandes ciudades, dondehasta los que se apretujan contra ti en el metro evitanmirarte, negando tu existencia y tu pertenencia al gé-nero humano… Por contraste, el hospital fue para mí unverdadero hogar. Las enfermeras me dieron el calor queno supieron o no pudieron proporcionarme mis familia-res, ocupados sin duda en cosas más importantes queacompañarme en esas circunstancias. Aunque mi mujery mis antiguas novias digan lo contrario, yo no soy ma-chista ni tampoco misógino, pero creo que las mujeresestán más capacitadas que los hombres para cuidar a losdemás. Aunque muchas se tuerzan, inducidas por un im-pulso cuya génesis se desconoce (bueno, no tanto, perohay que decirlo para no ofender su inteligencia) ellastienden a hacer el bien y a proteger al prójimo, sobretodo si es un prójimo realmente muy próximo. Alguienme dijo una vez que Jesús era una figura femenina, pero

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no es cierto. A la mujer sólo le importa la familia y elCristianismo es la renuncia a la familia en favor del ex-traño, que es el verdadero prójimo.

Muchas mujeres, con la edad, cultivan esa afición porla familia de un modo que acaba siendo asfixiante, y si secruza con otras tendencias, vamos a llamarlas violentas,entonces el resultado puede ser de lo más explosivo. Esasmujeres posesivas, celosas, que no permiten que nadiehaga nada que escape a su control, o que no tenga quever en cierto modo con ellas, son el producto de esa ten-dencia y de esa edad. En cambio otras escapan a tan te-rrible tentación y cuando les han crecido los enanos sonmuy capaces de cerrar el circo y dedicarse a otra cosa.Pero cuando sucede esto suele ser porque ya llevabandentro de ellas esa «otra cosa» a la que pueden entre-garse por entero una vez que se han liberado de la nece-sidad de agradar: el arte, el pensamiento, una carreraprofesional relegada, la jardinería. De hecho siempre hepensado que los asuntos públicos deberían estar en manode mujeres post menopáusicas. Durante su vuelo nupcial,cuando todavía son fértiles o simplemente atractivas, lasmujeres viven demasiado pendientes de los hombresmientras que nosotros sólo nos importamos a nosotros,sin necesidad de ser cardíacos ni jóvenes ni nada y no«perdemos» el tiempo en esas tonterías. Dedicamos alcortejo lo justo para conseguir nuestros propósitos. Poreso no comprendo que la Iglesia Católica siga negandoel sacerdocio a las mujeres. ¡Si serían ejemplares! Paraempezar, estudian tanto o más que cualquier hombre ydespués, para ellas sería facilísimo cumplir con el votode castidad en todas las etapas de su vida pero, en parti-cular, en la etapa que he mencionado. Todos sabemos

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cómo les gusta a las jovencitas seducir a los viejos y sison curas, con más morbo, ¿han sabido ustedes que algúnjovencito quisiera malear a una matrona de cincuentatacos? La Iglesia debería aprovecharse de esa ese enormecapital de virtud que detentan las mujeres mayores. Ter-mino aquí esta digresión sobre los «géneros» para aden-trarme en otra que me obsesiona: el empleo del tiempo.

Mi abuela decía que el tiempo pasa igual si haces algocomo si no y esto, que es cierto para todos, lo es aún máspara una persona hospitalizada. En el hospital, a pesarde que se dispone de «todo el tiempo» del mundo, la vidaestá llena de ritos (los llaman «protocolos») que lo acor-tan de manera espectacular o dramática, como gustadecir ahora por influencia del inglés. La temprana tomade temperatura a las 7,00h, el desayuno tardío a las9,00h, la cura, el aseo, la muda, la limpieza de la habita-ción, la ingesta de pastillas, la visita del médico o del ci-rujano, acompañado de su corte, la posible bajada aldepartamento de rayos y demás pruebas exploratorias,la comida a las 13,00h, la toma de tensión, la merienda alas 17,00h, las visitas, las llamadas telefónicas, los paseospor los pasillos y la charleta con los demás enfermos, yno digo enfermas porque fuera de las habitaciones haysobre todo hombres; o bien las mujeres están muy graveso el pudor las impide exhibirse por los pasillos. Me temoque hay un poco de las dos cosas, pero siempre hay al-guna que desafía la opinión, presumiendo de una gala-nura que no tiene, yendo de arriba abajo como unaazacana. Luego está la cena, tan temprana para nuestrascostumbres patrias, precedida de otra toma de tempera-tura, a las 20,00h. A las 21,00h las pastillas de la nochey la inyección (si se tercia) y, por último, el vaso de leche

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caliente con galletas, si no eres diabético y si lo eres, elyogur. En esta rutina, en su extraordinaria eficacia, esen donde se ve la versatilidad dimensional del tiempo(que ya por sí solo es una dimensión, concretamente lacuarta), unas veces de una fugacidad exasperante y otrasde una lentitud inexorable. y así ocurre en los hospitales,como tal vez en las cárceles (otra similitud más que aña-dir entre ambas instituciones): el tiempo es largo y corto,intenso y fugaz, enrevesado y simple a la vez, según laintensidad del dolor o la eficacia de los calmantes. Comopara el viajero, el cómputo del tiempo también se detienepara el hospitalizado o el recluso. Lo cierto es que eltiempo –ese niño que juega a los dados4– es mucho más ma-leable que el espacio, a pesar de la posibilidad que hay eneste último caso de desplazarse por él a unas velocidadesque, al menos eso espero, nos sería imposible de alcanzarcon el tiempo. Pero quien no haya estado en esa tesiturano puede comprender de lo que hablo, por mucha empa-tía que ponga en la lectura de estas pedestres descripcio-nes.

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4 heráclito

II

Lo que el niño aprende, el viejo lo recuerda

Kierkegaard, De la repetición

«hoy es el primer día del resto de tu vida». Estafrase, que yo sólo había oído en las películas de gángste-res cuando el mafioso de turno se dispone a cortar a suvíctima una pierna con una sierra mecánica o a sacarleun ojo con un sacacorchos, me la dijo a mí una gentil ysonriente enfermera el día en que San Judas me dio elalta quirúrgica. Para mí ya es un hecho. San Judas ha rea-lizado el milagro. No sólo consiguió que me metiera enel quirófano, además tuvo éxito. Superé la prueba de laoperación y espero superar la del primer año o al menosadecuarme a las novedades de mi cuerpo, que las hay. Porejemplo tendré que acostumbrarme a oír de noche el la-tido de la válvula, más parecido al tic tac de un reloj queal sonido natural del corazón, incluso al del latido irre-gular y desbocado del corazón enfermo que me resultatan familiar. Por eso y para no perder el sentido de la me-moria por la anestesia (ya que la memoria es un sentidoy no una mera facultad intelectual), memoricé esos díaslos poemas que marcaron mi vida, El barco ebrio de Rim-baud (¡y en francés!), Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, dePavese, aunque no en italiano, a pesar de la de veces quese la oí a Paolo y, en particular La noche oscura del alma,de San Juan de la Cruz, por eso de que es largo y com-plejo. Este poema, por cierto, es considerado el colmo delmisticismo, y yo entiendo que es por lo descarnado, encontra de las interpretaciones carnales y sensuales de los

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modernos. Esa necesidad de personificar lo intangible,de darle cuerpo, es lo que sin duda ha engañado a la ma-yoría de sus exegetas («mira que el mal de amor/que no secura/sino con la presencia y la figura»). A propósito de lamemoria; no hay que confundirla con la capacidad de re-cordar. La memoria es algo completamente normal, losniños tienen memoria, de hecho se dice que la memoriaes la inteligencia de los tontos. Cuánto más se complicala vida de las personas, menos memoria. Entonces apa-rece el recuerdo. El recuerdo se enriquece con la memo-ria y la modifica, pero no siempre van juntos; la memoriapuede no generar recuerdos y el recuerdo puede en oca-siones prescindir de la memoria, aunque pienso que másque prescindir lo que hace es traicionarla. El recuerdo esuna fase superior, o una forma superior de reminiscencia,«lo que el niño aprende el viejo lo recuerda» o algo asídecía Kierkegaard, mi maestro. ¡Ay!, cuánta razón tieneAurora, soy un profesor frustrado y un erudito a la vio-leta.

Volviendo al doctor San Judas. Durante tres semanasestuve viéndole casi todos los días hasta que me dio elalta y entonces me sentí desesperado al pensar que ya noiba a tener razones para seguir haciéndolo. A fuerza deencontrarnos en los pasillos (y no por casualidad, sinoporque conocía todos sus movimientos) nos habíamoshecho amigos. Se preocupaba mucho por mis circunstan-cias personales –quizás demasiado– pero en su caso nome molestaba pues sabía que tenía que ver con el segui-miento de mi salud. «¿Cómo vas de moral, muchacho?¡La moral es muy importante!», decía a menudo el doctorDufrost, en París cuando pasaba visita. Para los franceses«moral» es lo que nosotros llamamos «ánimo», «¿qué

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tal esa moral?», te pregunta incluso el portero, a la pri-mera de cambio y a mí, por muy bien que supiera francés,me parecía que me preguntaban por mis inclinaciones omis hábitos sexuales. Por tanto, para que San Judas nome olvidara y me convirtiera en un caso cerrado, decidíir todos los días a la cafetería. Entonces me di cuenta deque le gustaba encontrarse conmigo, incluso llegué apensar que al verme, se sentía aliviado, al no hablarle yonunca de mi salud (para eso estaba el cardiólogo) sinoque comentábamos cualquier cosa, desde el tiempo hastalas noticias más relevantes de los periódicos, que yo meleía de cabo a rabo para no defraudarle. De hecho, pu-diendo ir a la cafetería reservada para el personal, SanJudas iba a la de los visitantes y hasta me buscaba con lamirada. Nos sentábamos juntos bebiendo esos vasos can-dentes de café con posos y seguíamos hablando de gene-ralidades. La prueba de que le gustaba mi compañía esque un día que yo estaba algo retranqueado en un rincónvino hacia mí con su vaso envuelto en el pañuelo.

Mientras avanzaba me pregunté quién era de verdadaquel hombre tan poderoso y a la vez tan frágil, si amabaa alguien, y sobre todo, si volvía alguna vez a su casa,porque parecía vivir en el hospital, como ese celador alque descubrieron durmiendo en las camillas de las con-sultas, por la noche. fue como si me hubiera leído el pen-samiento pues por primera vez desde que nos tratamosaludió a su vida privada. Le dije que tenía cara de can-sancio y en lugar de sonreír enigmáticamente, comootras veces, me contó que le había despertado a media-noche un gitano preguntándole, de jefe a jefe, por la si-tuación de su mujer, recién operada. Le sorprendió tantoque no supo cómo reaccionar. Me confesó que si hubiera

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sido blanco le habría mandado a paseo, pero que al sergitano le entró como un respeto irracional a esas cos-tumbres que entre nosotros nos habrían parecido inacep-tables. he dicho blanco a propósito, y no payo como dijoSan Judas; con eso de que los moros estuvieron dándonosla matraca durante siete siglos, los españoles nos hemoscreído que tenemos sangre mora y no hemos tenido con-ciencia de ser enteramente blancos hasta que han venidolos negros de verdad.

Me explico. No me refiero a los negros norteameri-canos de las bases estadounidenses, primero, ni a los di-plomáticos africanos, después, asimilados en nuestrasmentes al poder y la gloria, sino a los inmigrantes sud-americanos y subsaharianos (el lenguaje políticamentecorrecto es de una gran indefinición descriptiva) y a losmarroquíes que han teñido de color nuestras calles, cro-matismo que tan agradablemente me sorprendió cuandofui por primera vez a Londres, y luego a París, en losaños sesenta y setenta. Ahora que están aquí nos damoscuenta de hasta qué punto somos blancos, incluso losmás morenos y lo digo sin pizca de sentimiento de supe-rioridad; me limito a constatar un hecho. Antes, una mo-rena a lo Julio Romero de Torres nos parecía unamoraza, pero ahora que las hay de verdad en todas partesnos parece una californiana de origen español y gracias.En realidad la preeminencia de los morenos en la pobla-ción española está sobrevalorada si nos fiamos, como esmi caso, en las estadísticas: entre las mujeres (las referi-das a los hombres no las he podido encontrar) hay un75% de pelo castaño, 14% de pelo negro, 7% de pelorubio y 3% de pelo rojo. Lo cierto es que nuestro mundoha cambiado mucho y muy deprisa; las costumbres han

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cambiado, las leyes también; se han roto muchos tabúessobre el comportamiento sexual. he oído en la radio ahonradas madres de familia dar todo tipo de detallessobre el rendimiento sexual de sus maridos, en generalpara quejarse. Nos hemos vuelto más científicos y, almismo tiempo, más ignorantes y pacatos. Ocurren atro-cidades sin cuento, abusos sexuales, pedofilia, padres des-aprensivos, violaciones brutales; se comprende a losasesinos, se les protege; la homosexualidad está bienvista, pero no se te ocurra llamar a nadie marica o bo-llera, términos sin embargo muy descriptivos, porquehan pasado a ser considerados homófobos para esta so-ciedad desinformada y medio analfabeta. Nunca se ha pe-cado más de obra, y sin embargo jamás han parecido másofensivas las palabras como en este desmedrado mo-mento de la historia. Pero a este paso voy a escribir untratado de psicología aplicada cuando lo que pretendo esdiseccionar al enfermo crónico, aunque me temo que aveces divago.

En este sentido, hay un aspecto que merece un capí-tulo aparte y que sólo los crónicos podrán apreciar comose merece; me refiero a los medicamentos. Dependemosde ellos. No sólo sirven para mejorar nuestra calidad devida, como les gusta tanto decir a los sociólogos, algunosson la clave de nuestra supervivencia, por eso me obse-siona la idea de que pueda producirse en nuestro mundolibre alguna catástrofe tan grande que obligue a cerrarlos laboratorios farmacéuticos o a interrumpir la distri-bución de sus productos y a veces, cuando veo que lascosas se están poniendo muy mal (y me asusta tanto larecesión económica o una posible y tal vez inevitable tor-menta solar, como el terrorismo), me dedico a acaparar

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siempre que puedo aquellas medicinas de las que de-pende mi vida, como el SINTROM, la furosemida o laDigoxina; al menos las tendría aseguradas hasta la fechade caducidad que suele ser de cinco años como mínimo.Sea como fuere, pastillas, cápsulas, píldoras y antes su-positorios e inyecciones (me pregunto por qué habrándejado de recetar ambas cosas cuando antes era de lo másnormal), así como todo tipo de compuestos en forma decremas, jarabes y aerosoles, van llenando las estanteríasde nuestras casas a los pocos días de tratamiento.

El crónico –que ha conseguido hacer de su salud unaenfermedad y de la enfermedad un sacerdocio– conviertela toma de medicamentos en un ritual. De nuevo, un en-torno abigarrado, y peor si es hostil, puede ser un es-torbo e inducir a errores fatales. Antes de profesar elegoísmo absoluto, cuando todavía convivía con mi fami-lia, las discusiones matutinas en torno al café con lechedesbarataban esa delicada operación a la que hay que de-dicar los cinco sentidos, seis si incluimos, como digo, lamemoria. Para empezar, no todas las medicinas son igua-les. Se reirán, seguro, porque todos lo saben, pero ¿cuán-tos se preocupan en mantenerlas a la temperaturaadecuada? Algunos medicamentos se estropean si estána más de 25º grados, temperatura que en España se re-basa en verano, o a menos de 5º, cosa que puede ocurriren invierno si los olvidas en la casa de la sierra. Los hayque deben conservarse siempre en la nevera. Otros nopueden sacarse de su envoltura hasta el momento mismode la toma. Muchos han de ingerirse a la misma hora yen las mismas condiciones (en ayunas o, por el contrario,justo antes o después de comer). Con bastante frecuenciahay que tomar medicamentos incompatibles entre sí pero

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que no lo son tanto –o se neutraliza el efecto adverso– sise ingieren espaciando la toma. Por ejemplo, después deuna Digoxina hay que beber mucho líquido o esperar unrato para tomarse el Coropress –medicamentos que sesolapan y si el enfermo leyera con detenimiento sus res-pectivos prospectos, no se los tragaría ni borracho. Parano mencionar aquellos que no deben tomarse si se piensaconducir de forma inmediata y eso por diferentes razo-nes: algunos dan positivo en los tests de alcoholemia yotros disminuyen los reflejos para conducir o manejarmáquinas de precisión o peligrosas. Si nos paramos apensar, los enfermos crónicos somos una bomba ambu-lante. La lectura de los prospectos, cuya literatura ha au-mentado en proporción al número de demandas de losusuarios a los laboratorios por negligencia, puede llevara un enfermo a empeorar o incluso a la muerte. Los másaprensivos, al comprobar que en realidad todo es incom-patible con su enfermedad, decidirán abstenerse de to-marlos, con el consiguiente perjuicio para su salud,máxime cuando en el propio prospecto le incitan a uno ahacerlo casi bajo su responsabilidad. Pero para eso estánlos profesionales. hay que entender que, así como elcuerpo legislativo necesita letrados que lo interpreten,también la intrincada cadena de reacciones adversas quepueden precipitarse sobre el sujeto que tome una medi-cina precisa de un médico, o incluso de un farmacéutico,que la convierta en la necesaria tabla de salvación que sesupone ha de ser.

No quiero terminar esta digresión medicamentosa sinaludir a la reina de las medicaciones conflictivas del en-fermo cardiovascular, y no quisiera que se picaran losdiabéticos (además, todos los cardíacos en tratamiento

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acaban siéndolo), ni los cancerosos, ni demás compañerosde fatigas que requieren tratamientos tanto o más peli-grosos, como la quimioterapia o el zT2P o como los quetoman los que sufren enfermedades llamadas “raras”,como la miastenia gravis, la esclerosis múltiple o la ELA.Me refiero al temible SINTROM. Dicen que es un me-dicamento internacional, que puedes desangrarte encualquier lugar del mundo con la absoluta confianza deque, incluso en Sri Lanka sabrán medir tu índice de coa-gulación: mentira. Ni de hospital a hospital, dentro de lamisma área sanitaria, se emplean los mismos rangos. Poreso yo sigo acudiendo al hospital de siempre; no me fíode los análisis del centro de salud; todavía tienen pocaexperiencia en esas lides (hasta hace poco pinchaban envena) y no hay hematólogos que interpreten los resulta-dos; lo hace tu médico de cabecera o simplemente la en-fermera, cuando no tienes que esperar a que lodiagnostiquen en el laboratorio del hospital y eso puededurar incluso días, mientras que si te lo hacen en tu pro-pio hospital, desde que la enfermera te pincha en el dedohasta que el hematólogo calcula tu dosis, pasan tan sólouna o dos horas, según el día. Además yo tengo la posi-bilidad de consultar a San Judas si algo me resulta sos-pechoso, aunque intento no involucrarle, sobre todoporque también me he hecho amigo de la hematóloga, laDoctora Pardo, otra eminencia en su especialidad, queno esconde su curiosidad por mi persona. Ella sabe quehay que tener mucho cuidado con mi rango que no es elhabitual en los operados normales. Consciente de lo es-pecial de mi caso, San Judas me había dibujado un croquispara que los hematólogos con los que pudiera toparmeen el futuro entendieran por qué ha de ser tan alto. Enel somero dibujo, que a pesar de mis ruegos San Judas se

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negó a firmar, temeroso tal vez de que hiciera lo que megustaría hacer, es decir, reproducirlo aquí, se ve mi vál-vula St. Jude 27 presionada levemente por esa segundavena cava.

Como me imagino que estas páginas las podría leeralguien sano (aunque según las estadísticas el 90 % delas personas tiene alguna enfermedad que declarar, enparticular si son mujeres) me veo en la obligación de ex-plicar que el SINTROM es un anticoagulante muy po-deroso. Se trata de impedir que la sangre pueda espesarsey colapsar con algún coágulo una arteria o un órganoimportante. Puede entonces producirse un ictus cerebral,una embolia, una trombosis o un infarto del miocardio,tanto da. El tratamiento preventivo –siempre que se re-únan ciertas condiciones– es el SINTROM. Las condi-ciones son las siguientes: conciencia de lo que se estátomando (no se puede recetar a personas demenciadasque vivan solas) y de las obligaciones y consecuenciasque se derivan del hecho de tomar ese medicamento;constancia en la ingesta, que ha de hacerse todos los díasa la misma hora y, por último, riguroso control de los ín-dices de coagulación de la sangre, sobre todo si se ha co-metido algún exceso, se ha bebido alcohol, se ha tenidoun disgusto muy fuerte, se ha cambiado bruscamente dehábitos de vida, o de medicación, etc., etc. A cambio,mientras lo tomes, el riesgo de padecer un accidente vas-cular quedará bastante mermado. Pero, porque hay unpero, la dosis nunca es definitiva y dar con ella no es tanfácil, ya que el índice de coagulación fluctúa según ycómo. No basta con tragarse la pastilla como si fuera unaaspirina, por ejemplo, medicamento con el que es incom-patible al ser también anticoagulante. Lo cierto es que

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cuando te lo describen por primera vez te da un poco devértigo pues, como digo y repito, el índice de coagulaciónes variable debido a numerosos factores externos e in-ternos: los alimentos, el alcohol, e incluso el estado deánimo. Eso quiere decir que hay que medirlo con perio-dicidad, a intervalos más o menos cortos, según todo loindicado anteriormente y según cada individuo. Tieneademás otras consecuencias más molestas, pues SanJudas me dijo en una ocasión que tenía observado quelos enfermos tratados con SINTROM son más sensiblesal calor y al frío, y tanto lo uno como lo otro disparan laarritmia, de modo que el enfermo «sintronizado» deja deestar seguro a la intemperie, con la consiguiente mermade su libertad de movimiento, que es lo mismo que decirde su calidad de vida. Una vez que te han prescrito elSINTROM, pasas a manos del servicio de hematologíaque ha de medirte, como digo, las posibles variacioneshasta determinar la dosis. Eso te obliga a una visita men-sual, como mínimo, al hospital o al centro de salud dondepuedan hacerlo, y no todos están dotados de los aparatosnecesarios. Eso te obliga, una vez más, a largas esperasen salas abarrotadas y mal iluminadas, en las que te rom-pes los ojos si pretendes leer, como hago con frecuencia.Aquí se impone una anécdota.

Siempre me ha llamado la atención la infinita pacien-cia de la gente en estas circunstancias, aunque seríamejor decir su infinita pasividad. Se pueden quedar horasy horas con los ojos fijos en la pared de enfrente, o per-didos en el vacío, sin un libro y sin abrir la boca. Puesbien un día me robaron un libro. Para más señas era unanovela de José Jiménez Lozano, La carta de Tesa. Debióde ser en el momento en que me llamaron a consulta. Lo

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dejé sobre la silla y cuando volví ya no estaba. Miré al-rededor, asombrado, para intentar adivinar quién habríasido, y sólo encontré esas miradas vacías que luce casitodo el mundo en esos lugares. Por suerte acababa de ter-minar de leerlo. Me extrañó la cosa, sobre todo en unasala como aquella. Muchos descuideros afanan libros conla esperanza de encontrar dinero o algún documentoaprovechable, tipo carnet de identidad o tarjetas de cré-dito. Después lo dejan en la silla o en el suelo, donde-quiera que les pille la pesquisa. Pero en aquel caso ellibro no apareció ni en los servicios, ni en la papelera, nien el punto de información. Sencillamente, se había es-fumado, lo que me devolvió la esperanza en el género hu-mano. ¡Cerca de mí, en aquel lugar que yo creía perdidopara la civilización, había al menos un lector que no leíabest sellers!

Otras veces yo tampoco leo y me dedico a observar.Lo cierto es que la sala de espera del SINTROM es unaescuela perfecta para consolidar mis teorías. Ni en estaconsulta, ni en ninguna otra relacionada con el sistemahospitalario, hay que esperar que se reproduzcan los es-quemas vigentes en cualquier otro lugar de espera, tam-bién transitorio y aleatorio, como puedan ser lasestaciones de tren, o de autobús, o los aeropuertos. Loque predomina en la consulta es el silencio, de forma quecuando se produce alguna conversación que no sea unreproche o un enfado entre el enfermo y sus acompañan-tes es porque alguien ha caído en las redes de alguna delas numerosas comadres que la pueblan. Es una trampaen la que se cae sólo una vez. Si esas mujeres han llegadodespués y sospechan que eres nuevo, se lanzan sobre tipara preguntarte cuál es tu número y cuánto falta para

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que pases. Si las contestas mirándolas a la cara, estás per-dido. Indefectiblemente suspirarán y se quejarán de lalarga espera; si te haces eco del lamento, aprovecharántu receptividad para preguntarte cuánto tiempo llevasen tratamiento y luego, por qué. Cualquiera que sea turespuesta, provocará de inmediato una réplica en la quedetallarán de manera implacable su propia enfermedady su tratamiento. Craso error. Nada importa menos a unenfermo que la enfermedad de los demás. Aquí, el ego-ísmo es rotundo. Eso hace que la antesala del SINTROMsea un lugar poblado de personas adustas y ensimisma-das, que rehúyen todo contacto. Excepcionalmente seproducen chispas de entendimiento entre ciertos habi-tuales, pero es tan grande el hospital, somos tantos losque seguimos ese tratamiento que rara vez coincides conlas mismas personas. En contra de lo que se suele creer,los enfermos intiman poco entre sí. Es como si estuvié-ramos celosos unos de otros. No ocurre lo mismo en eltrato con enfermeros y médicos. Con ellos coincides unay otra vez y si no eres demasiado gris, acaban reteniendotu nombre y en cierto modo, relacionando tu persona contu enfermedad. Poco más. Es lógico. Si tuvieran que ha-cerse amigos de los cientos de personas que a diario en-tran y salen por las puertas de sus consultas, seconvertirían en una especie de esponjas del dolor, de chi-vos expiatorios del sufrimiento ajeno, de corderos lus-trales. Enloquecerían.

Por eso mi caso con San Judas es excepcional. Mimujer decía no comprenderlo. Todavía, si me hubiera en-amorado de una enfermera, o de una enferma (aunqueesto último parecería bastante improbable) o si San Judasfuera una mujer, habría podido entenderlo. Ella es inca-

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paz de comprender la esencia de la amistad agradecidaentre dos hombres que, además, son heterosexuales. Lasmujeres no entienden esas cosas; ellas sólo establecenlazos de complicidad y sus intereses son sólo emociona-les, por eso se llevan tan mal cuando trabajan juntas. Au-rora, y en general casi todas, lo niegan, pero lo cierto esque se despellejan entre sí de una manera muy especial.Un hombre podrá hundir la vida a otro hombre de mu-chas maneras pero nunca –excepto en casos de extremapijez– verás que le desprecie por ir «mal conjuntado», odiga que su peinado es «insufrible», si ha engordado oadelgazado o si se ocupa o no de su familia; si se ha acos-tado o dejado de acostar con alguien para medrar en sutrabajo etc. Sé de lo que hablo. Una vez dirigí un depar-tamento de cuarenta personas, de las cuales treinta eranmujeres, todas muy cualificadas, y las oía decir esas y pe-ores cosas unas de otras. Para no hablar de los piquesentre ellas por un quítame allá esas pajas o la competi-ción por ser la más guapa del baile, rivalidades total-mente desconocidas entre nosotros. Si eso no es «degénero» que venga Dios y lo vea. Volviendo al reprochede Aurora, si yo le debo la vida a San Judas, ¿por qué nohabía de entregársela?

Miento al afirmar que los sanitarios no largan. De-pende de cuáles. Unos son más locuaces que otros. Enmi consulta del SINTROM, donde los enfermos nos su-cedemos con una regularidad casi vertiginosa, los másparlanchines se limitan a intercambiar con nosotros lu-gares comunes sobre el tiempo y el tráfico, pero hay unenfermero en concreto que pega la hebra con gran faci-lidad, sobre todo si llegas el último y puede explayarse asus anchas.

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Aquí –me explicó, como si fuera necesario– aquí nohay tiempo de enterarse de nada, pero en planta… ¡Ahísí que pasan cosas raras! ¡Si yo le contara!

En efecto, un día me contó y ¡vaya si lo eran! La ma-yoría dramas familiares (¿pero hay otros?), agravados yprecipitados por los adelantos científicos, que nunca sehabrían podido dar en otras épocas. Por ejemplo, el mal-dito ADN y la prueba de paternidad.

– ¡Si usted viera –contaba Goyo– el disgusto que sellevan algunos padres cuando se enteran de sopetón queles han metido un gol!

yo me pongo en su lugar y pienso en lo que habríapasado si a raíz de la muerte de Tobías se hubiera des-cubierto que no era mi hijo biológico. Me resulta impo-sible pensar que ese detalle tan incongruente mitigarami dolor o mi arrepentimiento. Muchos adolescentesfantasean sobre la paternidad de sus padres, negándola.Los verdaderos, según ellos, son mucho mejores y los tu-vieron que abandonar por la circunstancia que fuera, obien murieron y los adoptaron. Es un engaño que suelesuplir alguna carencia afectiva, real o imaginaria, peroasí asumida por el adolescente en cuestión, lo que vienea tener el mismo efecto. Eso le sirve a éste para justificarla tibieza de su cariño filial, su desarraigo. Pues bien, ala inversa, algunos padres dudan de su paternidad porsignos parecidos: hijos en los que no se reconocen ni porlos rasgos físicos ni por los de carácter. Achacan a sumujer una posible infidelidad, hoy fácilmente comproba-ble. yo nunca he dudado que Tobías fuera mi hijo, puesera calcado a mí, igual que los gemelos. Pero de Magda-

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lena, que por otra parte es la que mejor ha salido detodos mis hijos, no podría estar del todo seguro. No sólopor ser muy morena, cosa explicable por el lado de Au-rora, que aunque rubia tenía una abuela libanesa y hayfotos que lo avalan, sino por la manía que me tiene, porsu distanciamiento. Pero divago, frente a la duda, mise-ricordia. Magdalena es mi hija, además yo, mejor quepeor, la he criado y es un hecho que ha heredado mi tem-peramento frío y calculador. Tal vez estas dudas míasexpliquen por qué me impresionó tanto una de las his-torias que me contó Goyo, el enfermero.

fue de resultas de un accidente de metro. Entre losheridos que ingresaron el mismo día en el hospital habíados mujeres de edades diferentes, sin documentaciónpero tan parecidas entre sí que las pusieronjuntas –ambas estaban inconscientes–, tomándolas pormadre e hija, hecho que corroboraron posteriormentelos análisis. La primera que despertó fue la más joven,que dijo no conocer de nada a su supuesta madre y losmédicos, que sabían que sí lo era, pensaban que se tratabade una amnesia, hasta que vinieron sus padres a recla-marla. No sólo fueron reconocidos como tales por la ac-cidentada sino que también afirmaron no saber nada dela otra mujer. hay que advertir que hasta que llegaronesos señores, por ahí no había aparecido nadie, como sirealmente ellas fueran los dos únicos miembros de unamisma familia. Pero no era así, al menos que lo supierala joven para quien su vecina de habitación, todavía encoma, resultaba una extraña. ¡Sin embargo, la diferenciade edad, el ADN, la fisiognomía y otros detalles anató-micos corroboraban que ella era su madre! La propiajoven no daba crédito a lo que veía: ¡una reproducción

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exacta de ella misma con veinte años más! Los padres dela chica, que al principio se resistían a admitirlo, acaba-ron confesando que era adoptada, aunque no sabíanquién era la madre biológica, la cual, a su vez, no pudoexplicar nada porque murió a los pocos días sin desper-tar, aunque yo creo que en realidad la «murieron», peroesto es otra historia. Me pregunto qué será ahora de esachica que, por obra y gracia de la ciencia genética y delazar, se encontró de bruces con esos indeseados antece-dentes familiares. Supongo que habrá vuelto a sus hábi-tos, a sus estudios o a su trabajo, pero ni sus padres niella pueden desdeñar esos nuevos datos que configuransu mapa genético. ¡Vaya historia! ¡No creo que Einsteintuviera razón al decir que Dios no juega a los dados conel hombre…! Para colmo, los médicos le ofrecieron la po-sibilidad de conservar los órganos de su desdichadamadre biológica para hipotéticos enfermedades y tras-plantes; la chica, secundada por sus padres, tuvo la de-cencia de rechazar aquello con horror, pues ese tipo deproposición sólo parece adecuada si se trata de automó-viles y no de seres humanos.

Como se puede comprobar, el SINTROM es inagota-ble. Una vez hicieron una encuesta. Ignoro si la iniciativapartía de algún laboratorio privado o del propio hospital;lo segundo es más probable. Las encuestadoras (todasmujeres) no daban abasto, porque los enfermos contes-taban en masa. No es fácil hablar de las enfermedades;es, incluso, de mala educación, además de arriesgado,pues si aireas tus desgracias, lo normal es que los demáste venteen las suyas. Es el quid pro quo habitual en todointercambio desagradable. De ahí el silencio reconcen-trado que hay en los hospitales y en los ambulatorios, la

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desconfianza con que nos miramos unos a otros. Por eso,las encuestadoras lo tuvieron muy fácil en aquella ante-sala sintrónica. No creo que en su carrera encuentren unpúblico más agradecido. Los pacientes respondían ani-mados, volcando sus vidas en los oídos de esas jóvenesque, con una paciencia infinita, traducían ese torrente deinformación en escueta respuesta del cuestionario: «Sí,No, No sabe, No contesta». Las opciones eran, en estecaso, muchas. Las preguntas se referían al ánimo con queel enfermo se enfrenta al tratamiento. Si lo considerabanada, poco o muy peligroso; si se sentía más o menos oigual de enfermo que antes. Si era consciente de las ra-zones que habían llevado a los médicos a tratarle con an-ticoagulantes. Aquí todos contaban, con todo lujo dedetalles, su infarto, ictus, arritmia, embolia, prótesis val-vular o lo que fuere que les tuviera atrapados en el anti-pático medicamento. Luego había todo un apartadodedicado a las cuestiones psicológicas, y esto es lo queme pareció más interesante. De hecho, el contenido delas preguntas, relacionadas todas ellas con el trato querecibían de su entorno, conectaba con mi teoría del dolor,la insatisfacción, el control o la desidia familiar y el cui-dado. Decir que estas reflexiones que ahora escribo estándictadas por ese formulario, sería falso. Pero en ese cues-tionario están contenidas todas las connotaciones fami-liares, sociales, y si me apuran morales, de lasenfermedades cardiovasculares y su engorroso trata-miento.

Otro peligro del SINTROM –y no me gustaría queesto creara alarma social– es su peligrosidad. Si alguienlo ingiere por accidente o, lo que es más inquietante, selo suministran subrepticiamente, puede producirle en

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poco tiempo la muerte. Es asombroso que en las farma-cias no se lleve un registro de sintronizados, como el quellevan de consumidores de psicotrópicos, aunque sólo seapara hacer estadísticas. Es más, debería ser un medica-mento aún más vigilado que estos últimos, ¿quién puededecir que una muerte por derrame cerebral no ha sidoinducida con SINTROM? Me extraña que los escritoresde novelas policíacas no hayan caído en ello, al menosque yo sepa. y no estoy exagerando. En cierta ocasiónhubo un caso muy sospechoso en el hospital, y tambiéndebo esta historia a la indiscreción de mi querido Goyo.había un enfermo al que no llegaban a calibrar la dosisy que ingresaba a menudo en Urgencias con hemorra-gias. Los médicos empezaron a sospechar de su mujer yaque sólo conseguían estabilizarle cuando llevaba ingre-sado cierto tiempo. Si volvía a casa, volvían los proble-mas. Incluso llegaron a llamar a la policía, pero no pudoprobarse nada. Espero que al menos sirviera para queella se olvidara de seguir por esa vía, lo que no la impe-dirá matarlo de otro modo si se empeña. Como decíaAgatha Christie, una mente criminal siempre acaba porcumplir sus propósitos. ¡Cuántos sucesos que parecen ac-cidentes no son sino asesinatos o suicidios enmascarados!Por ejemplo, en la casa en la que ahora vivo y donde estoescribo, todas las noches cierro la llave de paso del ca-lentador de agua (que en mi casa anterior no cerrabanunca); la caseta del gas butano está en el exterior y aalguien se le podría ocurrir abrir la llave de paso y en-tonces el gas continuaría saliendo y cuando al día si-guiente encontraran mi cadáver a nadie se le ocurriríapensar que fue un asesinato. Al contrario, todos diríanque fue una imprudencia por mi parte. Se me pone lacarne de gallina sólo de pensarlo.

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CAPÍTULO V

Del sufrimiento propiamente dicho

Contra el dolor, desprecio y resignación

Marco Aurelio

Ahora me toca hablar del sufrimiento, sinónimo deenfermedad digan lo que digan los optimistas y los cha-manes. Si admitimos que los hospitales son las catedralesdel dolor, no podemos pasar por alto ese aspecto comosi tal cosa. En una catedral ocurren muchas cosas quetienen su correlato en el hospital; la gente nace, se re-produce y muere (bautismo, matrimonio y funeral). Lagente sufre, clama, reza y se arrepiente, tanto en un lugarcomo en otro, y en ambos se realizan sacrificios. Por esoquiero hablar del dolor. No me refiero al dolor moral,como el que nos puede producir la muerte de una per-sona querida, sino al físico, el que se siente cuando te hanpartido el esternón con láser. Luego te lo cosen, pero lacicatriz está ahí, terrible, como una cremallera ominosa.Además no te ponen demasiados calmantes, sólo para ir

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tirando; lo demás es puro estoicismo: desprecio y resig-nación. Pero estás contento porque has burlado a lamuerte, esa muerte agazapada tras la asepsia del quiró-fano, esa muerte que adopta engañosas formas curativas,que te encandila y te embauca. Esa muerte que tambiénte avergüenza porque deja al descubierto tus entrañas,reales y figuradas. No divaguemos; estoy intentando ana-lizar en qué consiste el dolor. El dolor varía según el in-dividuo. Si comparamos nuestra experiencia con la delos demás veremos que el dolor, como todo concepto im-portante (verbigracia, el tiempo) escapa a cualquier de-finición, pero no a su percepción o a su clasificación.Grosso modo hay dos grandes categorías de dolores: losajenos y los propios. Estos últimos son los peores. Detodos modos, algunas personas excepcionalmente gene-rosas (y he de reconocer que abundan más entre el gé-nero femenino que entre el masculino) sufren más viendopadecer a los demás que a causa de sus propios sufri-mientos y cargan todo sobre sus hombros (agnus dei quitollis peccata mundi). Eso es mala cosa para la superviven-cia del cardíaco. Esas personas morirán pronto, pase loque pase, pues aún no han desarrollado de forma satis-factoria su egoísmo redentor. Espero que la lectura deestas páginas, si alguna vez llegaran a publicarse, lesayude a conseguirlo con más éxito que el que yo estoylogrando para mí mismo escribiéndolas.

Otro aspecto de primera importancia en toda opera-ción es la anestesia. Mi experiencia al respecto es largay espaciada. A todos nos aterra no despertarnos, por esoen los instantes previos, por poco supersticioso que seas,todo son presagios a tu alrededor. Si el (o la) anestesistatiene cara de yonqui anoréxico, vas vendido, pero si es

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un hombre o una mujer de mediana edad, mejor entradosen carnes te sientes seguro. yo no soy demasiado supers-ticioso, lo justo par ir tirando, pero hay coincidencias queno pueden serlo. Por ejemplo, cada vez que me han ope-rado ha muerto alguien relacionado conmigo en algúnmomento de mi vida. Primero fue mi profesor de ruso,materialista y freudiano, según se definía a sí mismo, quesostenía que las enfermedades eran meros trastornospsicosomáticos. Galo Bustamante era lo que conocemoscomo un «niño ruso», es decir, una de esas desgraciadascriaturas que fueron arrancadas de España y arrastradasa la Unión Soviética por las autoridades de la Repúblicadurante la Guerra Civil, supuestamente para protegerlasy salvarlas. Un verdadero secuestro. Algunos de esosniños y niñas, ya adultos, acabaron devorados por el si-niestro sistema soviético. El comunismo es uno de losnumerosos crímenes del siglo xx que han quedado im-punes a día de hoy. Todavía sigue habiendo muchas víc-timas que esperan se les reconozca su condición de tales.En 1954 muchos volvieron a España en el Semíramis quetambién traía ex combatientes de la División Azul. Estos«niños» se habían convertido en ciudadanos españolesdesarraigados y se ganaban la vida traduciendo o dandoclases de ruso, como don Galo, mi profesor en la acade-mia a la que yo iba por las tardes con la intención deaprender ruso para leer a Dostoievski, ni más ni menos.Un día en que estábamos solos en clase me contó su caso:a él le habían sacado de un orfanato junto a su hermana.Al embarcar les separaron y él subió el primero. ya em-barcado, y en manos de sus raptores, pudo ver a su tíaque, hecha una furia, rescataba de las garras comunistasa su hermana, la cual miró desesperada hacia donde es-taba su hermano intentando en vano seguirle. Mientras

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se alejaba del puerto, Galo las vio amagando gestos ce-gatos de adiós hacia el barco, porque su tía no consiguióen absoluto que lo bajaran. Nunca me quiso contar másdetalles de su vida que ése, pero a la luz de la situaciónde su hermana, opulentamente asentada en la casa sola-riega de Santander, le gustaba especular cómo habríasido su vida de haber podido su tía rescatarle. A pesar deque decía pestes de la Unión Soviética, se declaraba co-munista convencido. Sostenía que todos habían traicio-nado la revolución y que el verdadero comunismo estabapor venir, como el Mesías para los judíos. Además de laacademia de idiomas, por las mañanas trabajaba en unaeditorial como corrector de pruebas y a veces, le encar-gaban alguna traducción. En verano se iba con su her-mana a Santander aunque la casa ya no le pertenecía, ellase la había apropiado descaradamente, aprovechando lasituación irregular de su hermano. Pues bien, el mismodía en que a mí me operaban en París, a él le atropellabaun coche cuando se disponía a subir al tranvía para ir alos estudios de TVE del Paseo de la habana, adonde ibaa participar en un programa sobre los retornados. Meafectó tanto que juré no volver nunca más a estudiarruso, por respeto.

Después fue un amigo de la infancia. Llevaba veinteaños sin verle cuando la víspera misma de mi primer ca-teterismo me lo encontré en el cine viendo Pierrot le foude Jean-Luc Godard, una película francesa bastante ri-dícula de la Nouvelle vague que todos nos tragamos conunción casi religiosa, como Hiroshima mon amour o Elaño pasado en Marienbad, la más insoportable de todas.Era la época en que triunfaban en francia los situacio-nistas y los estructuralistas y el nouveau roman, mientras

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que en España se escribía novela social. No sé qué es mástedioso aunque me inclino por lo primero. Ramón y yohabíamos ido juntos al Instituto aunque él se había mar-chado en 5º; su padre, que era militar, había sido trasla-dado a las Baleares, y eso nos daba mucha envidia puesera la época de las turistas suecas. No le fue muy bien enla vida; muy comprometido en la lucha antifranquista, semetió en el fRAP y tras un chapucero asalto a un bancocon tiros incluidos y heridos leves por añadidura, le pi-llaron y le cayeron doce años de cárcel de los que cum-plió ocho. Si se hubiera metido en el Partido Comunistaotro gallo le cantara. Ahora se había casado y resultó queyo estaba en el tribunal de la oposición a la que se pre-sentaba su mujer. Le noté muy angustiado y deduje quela tienda de electrodomésticos que había montado consu cuñado no iba demasiado bien y que el bienestar de lapareja dependía del resultado de esas oposiciones. Le rei-teré mi mayor interés por el futuro de su mujer y él, muyexcitado me dijo unas cosas muy raras sobre el aura y lapredestinación y mirándome con ojos alucinados me ase-guró: «todo saldrá bien, te lo garantizo», como si estu-viera en su mano conseguirlo. y se puede decir que asífue. Su mujer vino a verme al hospital a contarme queRamón había muerto de un infarto mientras yo estabaen el quirófano. hice todo lo que pude por ayudarla yaprobó con holgura sus oposiciones al Cuerpo Adminis-trativo. Era lo menos que podía hacer por ellos. Por úl-timo, mi primer cirujano, el doctor Dufrost fallecía en elmismo instante en que San Judas me salvaba la vida.había sido uno de los pioneros de los trasplantes de co-razón en Europa y su necrológica salió en los periódicosdel mundo entero. Me dio escalofríos; tenía toda la im-presión de que esas muertes eran una especie de inter-

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cambio, o una prórroga, así que, Galo Bustamante Lubín,Ramón Morla Regueiro, doctor Charles-Louis Dufrost,os estoy muy agradecido y siempre tendréis un lugar pri-vilegiado en mi memoria. ¡Ojalá que cuando llegue mihora pueda yo con mi muerte salvar a alguien que sehaya cruzado en mi camino en algún momento de nues-tras vidas y me transfiera, sin pretenderlo ninguno delos dos, la muerte que le estaba destinada!

Pero vuelvo a la anestesia y a su comparación con elsueño. Ambos están en otra dimensión, una dimensiónque no sé si contempla la ciencia, freud mediando. Enella todo es posible, al contrario de lo que ocurre en lavigilia o en la propia imaginación cuando fantasea. Nodudo que los sueños estén influidos por la vida real, perono limitados. El sueño es el lugar de lo improbable, loinverosímil, lo impropio, lo inadecuado, lo intolerable, loimprevisible; podría seguir así hasta agotar los adjetivos.También de lo atroz y de lo jubiloso. En los sueños pue-den hacerse, oírse, decirse y sentirse muchas cosas, tantohermosas como horribles. Quizás sea ahí en donde trans-curre lo mejor y lo peor de nuestras vidas, pero viene eldía y disipa las sombras, precipitándonos en la corduray el olvido. A veces olvidamos los sueños del todo, otrasqueda algún cabo suelto, un fleco que se resiste a desapa-recer y nos persigue obsesivamente a lo largo del día ylo tiñe, por así decirlo, hasta que nos dormimos y soña-mos de nuevo. Esa reminiscencia del sueño produce mo-mentos muy peligrosos en los que nos codeamos con elmás allá de la conciencia. El mundo onírico, distorsio-nado y disparatado, no ha cerrado sus puertas del todoal modo del despierto y se ha colado en nuestra sala deestar. Es una trivialidad lo que voy a decir pero de todos

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los tipos de sueños las pesadillas son los peores. Las pe-sadillas son una trampa que nos tiende la muerte. ¡Nome cogerás por ahí, zorra! Recuerdo que en una ocasión,yo acababa de salir de un profundo sueño en el que en-traban componentes paranormales. Estaba viajando alotro mundo y, sin motivo alguno, regresaba, como si to-davía no estuviera preparado. A pesar de la proximidaddel viaje no recordaba nada de lo que allí había visto,pero tenía ese poso de inquietud, de profundo desaso-siego que, con frecuencia, te dejan los sueños cuandorozan la pesadilla. La reminiscencia no era buena. El día,lo sabía, iba a quedar teñido por esa mala disposición,como queda impregnada la pituitaria de un olor pasajero.Otras veces los sueños, cuando son dichosos, te dejan eldía impregnado de una felicidad absurda que magnificalas cosas más corrientes y hace todo más llevadero. Asíes y nadie puede negarlo.

Los sueños más asombrosos los he tenido bajo elefecto de la anestesia. La primera vez, todo fue muy in-telectual, como correspondía a mis inquietudes de laépoca. Soñé con el libro que había estado leyendo el díaanterior. Era una obra de André Gide, Si le grain ne meurt.Durante la operación seguí la lectura; las frases teníanverdadera plasticidad: las veía, las leía y también las oía.En realidad, no hacía sino continuar el libro en el mejorestilo de su autor, con la misma fraseología, la misma elo-cuencia. Luego pensé que no eran sino repeticiones defrases enteras que había retenido en lo más profundo demi memoria, como cuando en sueños, hablas con totalfluidez un idioma que estás aprendiendo. En la segundaoperación fue más complejo. Para empezar, tardé muchoen perder la conciencia hasta el punto de que pude oír a

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los cirujanos decir: «ya está dormido, ponle de lado». yoquería decirles que no estaba dormido, que me iban ahacer daño, pero de inmediato pasé al otro lado y soñé atodo color, dos sueños seguidos, de alto contenido sim-bólico ambos, que sintetizan a la perfección las dos cons-tantes oníricas de mi existencia durmiente. El primeroes un sueño atroz del que siempre me despierto gritando,aún ahora y, acto seguido, como un lenitivo para mimente horrorizada, viene el consuelo de un sueño deli-cioso, como si ambos fueran una alegoría del paraíso ydel infierno respectivamente. La pesadilla se desarrollaen un escenario anodino. yo estoy leyendo un periódicoplagado de noticias triviales y, de pronto me llama laatención un suceso terrible: la policía ha encontrado elcadáver descuartizado de la nueva víctima del asesino enserie que lleva aterrorizando la ciudad desde hacetiempo. y yo, que empezaba leyendo la noticia comomero receptor de la misma, veía de pronto, en un fulgorretrospectivo, detalles del crimen que ahí no se descri-bían: la víctima inocente chorreando sangre por las atro-ces heridas infligidas por el feroz asesino que no era otroque yo mismo, Rafael Lillo, el pacífico, el circunspectofuncionario del Cuerpo Técnico de la AdministraciónCivil del Estado (TAC para los iniciados), transformadode pronto en un maníaco furioso que cortaba sin ton nison y sin piedad alguna, miembros y más miembros, sinatender a los ruegos ni a los gritos de las víctimas. y estasúbita e inesperada revelación de mi personalidad ocultaque yo, como simple lector de periódico recibía de prontoen plena conciencia, con toda la eficacia y el colorido deun recuerdo, de una vivencia, me resulta tan intolerableque me hace entrar en un paroxismo próximo a la locurao a la muerte. Esta vez –estaba bajo el efecto de la anes-

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tesia– no desperté como en ocasiones anteriores sino queen la pantalla delirante de lo que yo sentía como mi ago-nía, se produjo mi segundo sueño recurrente, así de unasola tacada. Soñaba a toda prisa, a la desesperada, comosi me fuera en ello la vida, como si estuviera realizandoun urgente examen de conciencia ¿no dicen que los ago-nizantes tienen el privilegio de ver su vida pasar ante susojos como una película?

Este segundo sueño era paradisíaco. Estaba yo en unaencarnadura intemporal, sin poder determinar si de niño,de joven o de viejo, paseando por un jardín de amenísimaverdura. Blandos céfiros y todo género de brisas acari-ciaban suavemente mi rostro, las manos y los tobillos yen esa soledad sonora, pájaros de toda laya y plumaje,trinaban, gorjeaban, con silbos y trémolos que la voz hu-mana en vano se empeña en imitar, y daban sombra a micabeza diversos ramajes de una variedad infinita; árbolesque mecían sus hojas de un verde siempre distinto, re-novado y fresco. Algunos plegaban sus ramas hacia mí yera una maravilla comprobar que tenían a un tiempo flory fruto, hasta tal punto se compendiaban ahí todas lasestaciones que hacen al hombre feliz y la vida fácil. y ladicha que me embargaba era indescriptible, rebasaba elestrecho marco que ofrecen las palabras, aún aquellasque armoniosamente conjuntadas llamamos poesía, y serequerían instrumentos más nobles que la garganta hu-mana para reproducir los ahí expresados. Los pavos re-ales ofertaban su rueda multicolor y extasiaba ver entodo su esplendor, y tan de cerca, el añil y el esmeraldade sus arabescos inimitables; y ese glorioso espectáculoparecía no terminar nunca. y, dentro del sueño, me des-pertaba embargado de una dulce añoranza, de una sen-

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sación de pérdida irreparable, con la absoluta certeza deque ese jardín oculto al que siempre accedía por unapuerta herrumbrosa, recubierta de hiedra y de zarzas–puerta que de pequeño busqué en vano en las tapias decualquier jardín al que tuviera acceso– era el paraíso per-dido. Ahora sé que ese segundo sueño me traía el con-suelo, el alivio de una vida sin cuerpo, de una vidadespués de la muerte, una supervivencia espiritual quesin embargo todavía me obstino en rechazarEl segundo sueño, y esto me consuela muchísimo, ha in-validado el primero, lo ha redimido. Tras el pecado, elperdón, el jardín oculto a los ojos de los demás mortales,ese jardín cuyo perfume, aún cuando terminaba el sueño,me acompañaba durante todo el día, con una rara insis-tencia. Sin embargo, en esta tercera operación tras el pri-mer pinchazo (creo haberlo contado ya), sóloexperimenté por brevísimos instantes la placentera im-presión de flotar entre nubes rosadas; el resto transcu-rrió en la más absoluta inconsciencia: la Nada hasta quedesperté en la UCI preguntando a la enfermera si ya mehabían operado. Es, insisto, como para pensar que hayalgo en las nuevas anestesias que neutralizan los sueños,y lo siento. ¡Lástima que un momento que debería de sermemorable se convierta en una rutina!

Después de la operación San Judas se portó conmigomaravillosamente. Venía a verme todos los días y cuandono podía mandaba a alguien a preguntar por mí. Pero nopor ello volví a casa. No quería alejarme de San Judas. Sime había mudado tan cerca del hospital era para quetodo fuera perfecto en la operación y después de ella. Loque no podía suponer era que me iba a quedar ahí portiempo indefinido. Mentiría si dijera que no sentía nos-

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talgia de mi antiguo barrio, más seguro y confortableque el nuevo, a pesar de los ensanches y de las mejorasurbanísticas que los políticos realizan en los arrabales acada cambio de legislatura. En general consisten enhacer muchos parques que no tardan en ser tomados porlos pandilleros. Los niños siguen jugando en las acerasal alcance de la voz de sus madres. En los días de remor-dimiento, me subía a un autobús y atravesaba las circun-valaciones exteriores para llegar adonde residen losmíos. Oculto tras el quiosco de periódicos, veía a los ge-melos regresar del Instituto, camino de mi antigua casa,con la que ya ni me atrevía a soñar; entonces, reprimíami impulso de salirles al paso y decirles: «hijos míos, soyyo, vuestro padre. he perdido la razón, pero ya la he re-cuperado y siempre estaré con vosotros», y cogerles ydarles los besos y los abrazos que nunca les di. En unaocasión seguí a mi mujer hasta el centro y comprobé quellevaba la misma vida inútil de compradora compulsivay que sin duda pronto acabaría haciendo desgraciado aotro hombre. El hecho de que estemos envejeciendo cadauno por nuestro lado, me llena de una tristeza desagra-dable, rayana en la náusea, no por el presente, sino porel pasado inutilizado, por las ilusiones trituradas en arasde una dorada medianía, por la vida truncada de nuestrohijo mayor y también por no haber sido ninguno de losdos lo bastante generosos como para enfrentarnos anuestra desgracia, al corazón de nuestro malestar. Sólocuando regreso a mi pisito del suburbio, a doscientos me-tros del hospital, me siento a salvo. San Judas deplora misituación. No entiende que vaya a ver a mi mujer a es-condidas y mucho menos que la siga y me aconseja quevuelva a casa y le explique lo que me ocurre y nos re-conciliemos. Está convencido de que sabría entenderme,

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perdonarme. Pero se equivoca, ella es demasiado perfectay además, yo no sabría ya tomar el café en taza.

San Judas interpreta mi cambio de domicilio comouna señal de que me estoy volviendo hipocondríaco. Nome lo ha dicho, pero se sorprendió cuando supo que mehabía trasladado sin pensar en la vuelta. Pretende, in-cluso, que consulte «mi caso» con un psicólogo. ¿Micaso? ¿Tan raro es querer sobrevivir a toda costa? SanJudas dice que sí, cuando lo que me juego es la familia,los amigos, mi confortable y cómoda situación. «Es unprecio muy bajo», le digo, y se calla mirándome asom-brado. No sabe cuánto me cuesta sofocar mis sentimien-tos. El día en que me marché de casa mi mujer me acusóde no poder amar: «En una escala de 10 yo amo 9, tú 4».yo no le daría a ella una puntuación tan alta pero admitomi nota. ¡Qué paradoja! ¡Suspender en amor cuando setiene el corazón destrozado! Tengo muchas otras razo-nes para vivir cerca del hospital. No bebo, intento comersin sal siempre que puedo, aunque si comes fuera de casaes una batalla perdida porque nadie lo respeta, pormucho que te aseguren en los restaurantes que lo hanhecho. No entiendo cómo no se le ha ocurrido a nadieabrir un restaurante para cardíacos; hay mil trucos parahacer sabrosa la comida sin sal, mucho más de lo que seimaginan. Pero aunque mi vida es regular, incluso mo-nótona, ahora tengo constantes altibajos que me obligana controlarme el SINTROM más a menudo.

A este respecto, tengo que aconsejar algo a los queestán en esa tesitura pero no han renunciado a la vidasocial. Al principio, en los banquetes, incluso en los con-vites entre amigos, yo rechazaba el vino que pretendían

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servirme en la copa, hasta que comprendí que era mejorque me la llenaran una vez. Sólo así conseguí que me de-jaran en paz para siempre. Si el camarero o el anfitriónven tu copa vacía, no recuerdan lo que les dijiste, sim-plemente creen que te la has bebido y pretenden llenarlade nuevo. Eso da pie a una conversación sobre lo buenoque es el vino para el corazón y te das cuenta de que lagente necesita engañarse con esas patrañas. En vano ape-las a la autoridad de San Judas o de Valentín fuster. Lesofendes si no aceptas beber con ellos. Es como si les res-tregaras por las narices tu autodominio. No hay que ol-vidar que lo que más ofende en el mundo es la disidencia.y no me refiero a ser judío, musulmán, ni siquiera pro-testante, en un país de católicos, sino a desmarcarse deciertas cosas que unen a los desconocidos: fútbol, seriesinfectas de televisión, cine español, alcohol, tabaco. Note lo perdonan, te conviertes en un engreído, en un va-nidoso, sólo porque eres un testigo molesto de su propiadebilidad. Por eso muchos adolescentes inseguros caenen el alcohol y la droga. No es que no sepan o no quierannegarse, es que les aterra ser impopulares; no quierenque les tachen de cenizos o de no «enrollarse mazo»,como dicen ahora esas pobres criaturas sin vocabulario.La sociedad española se va pareciendo cada vez más a laamericana, donde lo mejor es pasar desapercibido, ser«como todos». Es como lo de beber el café en taza o envaso, va por barrios. hay algunos barrios fronterizos,mucho más tolerantes, en los que conviven ambos usossin causar escándalo, y esa es la verdadera tolerancia.Aquella frase que decía mi abuela para dirimir las dis-crepancias entre sus nietos y que creo haber ya citado:«fue un hombre a la plaza a vender gustos, y los vendiótodos» es ahora una frase impensable. Si la gente estu-

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viera muy segura de sus gustos, si los tuviera, por así de-cirlo, consolidados, no se ofendería porque otras perso-nas no los compartan.

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CAPÍTULO VI

Mis amigos

En la tarde te examinarán del amor

San Juan de la Cruz

Los primeros establecimientos que surgen en el en-torno de un hospital tienen que ver con los servicios, enparticular con los sanitarios (farmacias, ortopedias ycosas así) y con el ramo de la restauración. Aunque casitodos los hospitales como mínimo tienen dos cafeterías–una para el personal sanitario y otra para los enfermosy familiares– no muy lejos suele haber varios estableci-mientos dedicados a la hostelería (bares, cafeterías, res-taurantes e incluso clubs de alterne) a los que se escapanen cuanto pueden, más los médicos que los enfermos. Nointenten buscar en ellos menús hipocalóricos, ni produc-tos dietéticos, el colesterol y la sal corren parejos al al-cohol, sin la menor consideración por las arterias. Desdeluego no han sido asesorados por el doctor Valentín fus-ter, cuyos prudentes consejos a los restauradores está,según me dicen, en el origen de una cocina llamada «car-diosaludable» pero que yo prefiero calificar de «cardio-

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diseño», en la que prevalecen las verduras y donde lasraciones, y sobre todo los postres, han sido reducidos ala mínima expresión. Ahora el Ministerio de Sanidad laha tomado con las hamburgueserías, a las que atribuyelos males de la patria. Me parece de un cinismo escalo-friante. ¡Claro! ¡Como en España nadie come grasa! Seconoce que los churros, la panceta, la morcilla, la chisto-rra y el picadillo son de otro material, cerdosidades –quediría Galdós– que ni engordan ni afectan a las corona-rias… Quien quiera engañarse, ya sabe. Conocí a unchico judío que decidió que el jamón ibérico –solo el depata negra, claro– era kosher, así que cualquier cosa esposible.

De mi casa al ambulatorio, y de éste al hospital –enun radio de 700 metros– he llegado a contar hasta diezestablecimientos entre tascas, cafetos y restaurantes. Lacafetería Rebeca es la más antigua de todas y también lamás próxima al hospital. Se puede decir que sales y tedas de bruces con ella. Me la descubrió San Judas, queva mucho para evadirse cuando la del hospital le resultaagobiante. Ir a la cafetería de los médicos y demás per-sonal sanitario es como seguir en el quirófano o en laconsulta, y en la de enfermos y familiares todo el mundole suele preguntar algo. Es una cruz que tienen los mé-dicos. Me dijo que una vez, durante un crucero por elDanubio se hizo pasar por industrial del reciclado de vi-drio para pasar desapercibido. De haber confesado suprofesión no le hubieran dejado en paz, como le pasó aotros dos compañeros de viaje, y eso que uno era veteri-nario y otro protésico dental. A mí eso no me ocurriríajamás, no sólo por no ser médico sino porque no sueloviajar. he ido a francia, Inglaterra, Italia, Suiza, Bélgica,

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Mis amigos

Portugal, Alemania, Grecia, Rumanía, Polonia, Suecia,incluso a Israel y siempre por razones de estudio en mijuventud, y por razones profesionales en mi vida deadulto. El padre de Paolo decía que viajar es de pobres yno le faltaba razón si atendemos al hecho de que la mayorparte de los turistas tienen que pagar su viaje a plazos,luego muy ricos no son. El único viaje “de placer” queme he permitido jamás fue el de novios a Grecia y tengoque reconocer que me quedé fascinado por las ruinas. Meconmovió la manera en que los griegos convivían conellas, como la cosa más natural del mundo. La integra-ción del pasado en el presente es fundamental y esamanía museística de proteger las obras de arte del con-tacto con el público me enfurece. Por ejemplo, en el Par-tenón, la ausencia de sus frisos, consignada con unrecordatorio escrito de que están en el Museo Británicode Londres, me produjo la misma impresión que ver uncuerpo humano sin pies ni manos. Cierto es que los com-praron para protegerlos de los turcos, pero ahora enGrecia afortunadamente no hay turcos y el lugar idóneode los frisos es ése. Creo que la restitución de ciertasobras de arte a sus lugares de origen, justo para el quefueron pintadas o esculpidas, es una causa por la que valela pena luchar. Me indigna que los objetos de arte roba-dos o comprados, o expoliados, o incluso rescatados porcorrer peligro, no se devuelvan cuando las circunstanciasya no son las mismas. Pero no soy yo quien puede solu-cionar eso…

Ahora voy a intentar hacer un ejercicio descriptivo demi realidad inmediata: La cafetería Rebeca es uno de esosestablecimientos «modernos» de los años setenta, conlas mesas dispuestas como un vagón restaurante, sepa-

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radas de la barra por una mampara con motivos chines-cos plateados: grullas, lagos y luna llena, sobre un fondolacado de negro y muchas doraduras. El resto de la de-coración es también muy anticuado. Las paredes estánforradas con un papel acharolado, donde se ven flores delis doradas sobre un fondo verde oliva. Las lámparas dela sala simulan candiles y las de la barra son de neón. Elmostrador es de mármol con remates de madera, comotambién lo son las banquetas, altas, incómodas pero des-plazables. A pesar del aspecto de «pub» inglés, tan demoda en la época, por dentro funciona como una cafete-ría americana de las de siempre. Se sirven desayunoshasta muy entrada la mañana, en atención a los que tie-nen que quedarse en ayunas por los análisis y su teoríaes limitada, pero suficiente: tostadas con mantequilla ymermelada, barritas con aceite de oliva y tomate, churrosy porras y, por supuesto, bollería. A Tomás, el dueño y ala larga mi segundo mejor amigo después de San Judas,le molesta tanto decir croisán que ha inventado un neo-logismo: lunitas, y el desayuno de la casa consiste en café,té o chocolate «con lunitas». San Judas y yo preferimoslos churros y le agradezco mucho que no me lo prohíba,total no son más que dos o tres piezas las que pido y nosiempre, pues suelo conformarme con un café y un zumode naranja. A mediodía sirven platos combinados de losque hay cuatro variedades fotografiadas en las paredes.Más tarde supe que la modelo que aparece en todas lasfotos fue su única novia formal y por eso nunca pensó ensustituirlas a pesar de que han quedado muy anticuadas,sobre todo porque la chica, que se llamaba Amparo (nosé por qué recuerdo este detalle), lleva el pelo cardadoen forma de colmena, como Audrey hepburn, a la quepor cierto se parece bastante o al menos la imita con

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éxito, con ese pañuelo que llevaban todas en la cabeza yque ahora estaría muy mal visto. Tal vez para no tenerque quitar las fotografías, el menú es invariable:

Plato nº 1. Cinta de lomo con pimientos verdes, pa-tatas y huevos fritos.

Plato nº 2. Merluza rebozada, ensaladilla rusa, y cro-quetas.

Plato nº 3. Albóndigas con tomate, guisantes y pata-tas fritas.

Plato nº 4. Escalope milanesa con judías verdes, to-mate y calamares.

También hay tortilla de patatas, pepitos de ternera,montados bocadillos y raciones de calamares, jamón,chorizo, lomo, queso y salchichón, morcilla de Burgos,anchoas, atún y perritos calientes. Pero los sándwichesmixtos son su especialidad y los mejores que he tomadoen mi vida, incluyendo los de las primitivas cafeterías«California». No sé cómo se las arregla Tomás para con-seguir esa perfecta aleación entre jamón y queso, que semezclan sin separarse el uno del otro, como suele pasaren casi todas partes. Los postres se componen de flan,natillas y arroz con leche de la casa, así como yogur yhelados industriales, incluida la tarta al whisky. No sir-ven fruta pero hay un gran exprimidor para zumos. Lacerveza es de barril y a pesar de que la clientela se com-pone principalmente de enfermos, sirven todo tipo de be-bidas alcohólicas además de refrescos. Por la tarde haymeriendas con tartas, bollos, churros y porras y hastatortitas con nata. ¡Pasa tanta gente por ahí!

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La cafetería abre a las 8:00h y cierra a las 22:00h.Tomás lleva las tareas administrativas; del servicio seocupan dos camareros, Luis y Perfecto. Tomás me contóque Luis lleva trabajando veinte años en la cafetería ynunca dijo una palabra sobre su vida privada ni nadie leha preguntado. Perfecto es el hijo de fina, la cocinera,que es prima hermana de Tomás. Una vez, a última horade la tarde (me paso media vida en la cafetería), al vermeescribir fina se me acercó. Creía que yo era novelista yme dijo que ella había sufrido mucho y que su vida erauna verdadera novela. Me preguntó cuánto la pagaríapor contarme ciertos detalles de su infancia de los quenunca había hablado a nadie. A pesar de mi innata curio-sidad por las vidas ajenas, esa actitud mercantilista anteel dolor me produjo cierto rechazo, pero en cuanto le dijeque lo que escribía era una especie de ensayo sobre la en-fermedad, me miró con mucho desprecio y calló parasiempre. Tomás me contó que era cierto que las habíapasado canutas, porque su madre, o sea la tía de Tomás,era prostituta y fina pasó su infancia y primera juventuden el prostíbulo en el que se quedó preñada a la primerade cambio. Alguien le dijo una vez que su vida parecíauna novela y desde entonces cree que le tienen que pagarderechos de autor por contarla.

En el turno de la tarde hay un becario de hostelería yun ecuatoriano sin papeles. Tomás odia la cafetería perono puede dejarla: es su único recurso. No está casado nitiene hijos pero están fina y Perfecto, que será con todaseguridad su heredero. Encima tiene que pagar la resi-dencia de su madre que tiene noventa y ocho años y estáimpedida. fina me contó que la cafetería se llama Rebecapor ella, que es la fundadora, pero él le dice a todo el

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mundo que es por la película de hitchcock así titulada.Tal vez sean las dos cosas. Este es uno de esos casos enque la mentira mejora considerablemente a la verdad.Sólo en una ocasión estuvo Tomás a punto de traspasarel establecimiento. fue en 1980, cuando le tocó la lotería.De hecho, él fue quien repartió la suerte entre décimosy participaciones y le tocó a medio barrio y también amedio hospital. Tomás consiguió lo suficiente para podertraspasar el negocio, pero cuando recapacitó e hizo cuen-tas entendió que era una tontería. Sólo le daría para irsea provincias e instalar un chiringuito; sería como repetirla historia en otra parte. Además, por esas fechas ya notenía novia; Amparo se había hartado de esperar a quese muriera su futura suegra, condición indispensable,según Tomás, para casarse, pues él tenía con su madreuna relación muy especial. Tan especial –me contó fina–que Amparo salió por pies después de haber pasado unasvacaciones con ellos en el pueblo. habían terminado decenar y era hora de marcharse a la cama. Durante todala cena, que les había preparado y servido fina, madre ehijo no paraban de hablar de la cafetería y del pasado yeso, lógicamente, excluía a Amparo de la conversación.Cuando ésta consideró que había llegado el momento deirse a la cama, se lo comunicó a los demás y entoncesTomás, sin hacer el menor movimiento por acompañarla,permaneció en la mesa y madre e hijo, cogidos de lamano, le dieron las buenas noches con una amplia sonrisay siguieron hablando.

A pesar de esa dependencia, o tal vez por ella,Tomás –me lo confesó él mismo– estaba harto de sumadre y pensaba que nunca se libraría de ella. Por esodecidió invertir el dinero en la residencia de Rebeca.

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Sería ella, y no él, quien se marchara de casa. fue el doc-tor San Judas quien le aconsejó que la llevara a la sierra,Según él es un gran error que los ancianos, general-mente artrósicos o al menos reumáticos, busquen refugioen lugares húmedos de la costa. Es mejor secar los hue-sos al sol de Castilla. No importaba el frío del invierno,también seco, porque ya no hay problemas de calefacciónen ningún lugar de España. De forma que cuando cobróel dinero llevó a su madre a una residencia situada a lasafueras de Madrid. Tenía una habitación propia con te-levisión y vistas a la sierra y él prometió visitarla siem-pre que pudiera. Eso hizo, al menos al principio, aunqueno tardó mucho en faltar. El motivo, me dijo, no eran ladiversión ni las novias, sino el cansancio infinito que lle-vaba puesto desde que se levantaba hasta que conseguíaliberarse del último relente del bar. Una camarera conla que estuvo liado le enseñó un truco: frotarse las manoscon limón, empaparse en esencias de coco y frutos tro-picales para anular ese olor a fritanga, que se incrusta enla piel como lo hace en las paredes y en la ropa, y contrael que no hay sustancia química lo bastante eficaz paraerradicarlo.

Su madre... aunque ya la tuviera lejos, Tomás poster-gaba cualquier proyecto a ese momento, que tardabatanto en llegar, en el que su madre no fuera ya de estemundo. Su madre... ¿Pero le había pedido algo su madre?,nos decía el pobre a San Judas y a mí con la mirada llenade culpa. ¿Le pidió ella que él sacrificara su juventud, sumadurez, su vida? En absoluto. Él se la había entregadosin vacilar, sin ponerlo en cuestión en ningún momento,como si quisiera compensar con ello lo que ella tuvo quesufrir cuando enviudó. Rebeca rondaba entonces los cua-

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renta y seguía siendo muy guapa. Entre una cosa y otrase vio arrastrada a regentar un prostíbulo de carretera,propiedad del que fuera patrón de su marido (y padre noreconocido de Perfecto), una especie de cabronazo conpintas que se enriqueció con el estraperlo después de laGuerra Civil. Tomás tenía cuatro años cuando murió supadre y apenas recordaba nada, pero su madre no le aho-rró ningún detalle sobre el hambre que pasaron durantela guerra y las penalidades de sus primeros años de ma-trimonio. Ambos eran de un pueblo de la sierra pobre deMadrid y llevaban de novios toda la vida, pero por culpade la maldita guerra tuvieron que retrasar muchos añossu boda. Mariano, en edad de servir, fue reclutado de in-mediato en el ejército sublevado y se pasó los tres añosparticipando en las últimas grandes batallas de de la his-toria de España, sin ahorrar tiros, pero sin recibir nin-guno. Cuando volvió, se casaron ya talluditos para laépoca, y como en el pueblo no había para todos se mar-charon a Madrid y ahí supieron lo que era el hambre.Eso fue lo que llevó a Mariano a aceptar, junto a su cu-ñado, casado con la hermana pequeña de Rebeca y madrede fina, la oferta de trabajo de unos señores gordos yensombrerados que se acercaron al barrio. Se trataba detransportar mercancías por toda la Península. Ellos lesenseñarían a conducir camiones y a comportarse comoes debido con las autoridades. De vez en cuando, a mediocamino, el jefe (al que llamaban don Cabrón y que lesacompañaba a menudo) les invitaba comer en algúnmesón de la carretera de francia, a la altura de Somo-sierra o Buitrago, y cuando lo hacían, el mesonero les co-braba el doble por la misma pitanza que les servíancuando iban solos. También pedían más y mejor y donCabrón decía invariablemente: «Aquí se come mejor que

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en el Ritz, os lo digo yo», sin que ellos supieran de quéestaba hablando. Ellos callaban mientras le oían contarhistorias imposibles de bacanales en las afueras de Ma-drid: Villa Rosa, prostíbulos de lujo en la zona rica de lasierra, del otro lado, al oeste. Del estraperlo ellos noveían ni un duro, sólo el salario y aquellas comidas ex-traordinarias que tomaban por lo que eran: una recom-pensa. A veces, algún problema en las alturas les dejabauna temporada sin trabajo y sin protestar. Luego, cuandolas cosas se regularizaron, Mariano siguió trabajandopara don Cabrón que se mantuvo en el transporte y teníauna flotilla de camiones y autobuses bastante importante,así como una red de prostíbulos de carretera, no menospróspera.

Debía de ser un hombre muy convincente porquecuando Mariano (el padre de Tomás) y su cuñado (elpadre de fina) murieron en un accidente terrible, en esemismo puerto de Somosierra que conocían tan bien, susrespectivas viudas –Rebeca y Maruja– no supieron re-chazar la oferta de trabajar en uno de ellos. Rebeca metióa Tomás en el seminario pero fina era todavía muy pe-queña y Maruja no se quería separar de ella, de ahí quela niña tuviera tan malos recuerdos de su infancia. A losdoce años de ese poco recomendable régimen de vida,Maruja murió de una pulmonía y Rebeca, muy disgus-tada porque Tomás se había escapado del seminario, de-cidió marcharse a Madrid para abrir un negocio con susahorros y darle una profesión a su hijo. De paso se llevóa la pobre fina que a sus diecisiete años acababa de dara luz a Perfecto, al que Rebeca consideraba su nieto atodos los efectos. El tiempo, el gran redentor, la habíaconvertido en una señora y a Tomás, a fina y a Perfectoen sus esclavos de por vida. Algunas de estas cosas me

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las ha contado Tomás y otras fina, pero no quiero quelo sepa San Judas porque sé que aprovechará para repro-charme que me interesa más la vida de los otros que lamía propia y la de mi familia. No entiende que lo hagopara seguir recabando datos que refuercen mi teoría, yade por sí bastante firme, de la familia como una enfer-medad incurable, luego crónica. Tampoco San Judashabla mucho de su familia, y yo sé que la tiene. Me hancontado las enfermeras que su mujer también está ope-rada del corazón. Lo que ignoro es si la operaría élmismo. Cuando lo pregunté ellas me miraron como si yofuera un monstruo o un pervertido y no volvieron a sol-tar prenda. Por supuesto a San Judas ni se lo menciono,pero me gusta pensar que fue él quién lo hizo y que alabrirle el corazón y verlo se enamoró de ella para siem-pre.

Como paso en la cafetería mucho tiempo me ha lla-mado la atención una mujer que coquetea descarada-mente con Tomás. No me ha costado nada saber cómose llama ya que no paran de nombrarla: Marilú por aquí,Marilú por allá. Es de esas mujeres que no pasan desaper-cibidas. Guapetona, rubia, provocativa, por los cincuenta;en menos potente, es del tipo de la estanquera de la pe-lícula Amarcord, de fellini. Marilú es la dueña de otro delos comercios obligados de los alrededores: la clínica po-dológica. Desde mi bloque puedo ver el reclamo, justo alotro lado de la avenida: un pie con alas. Ella se ocupa deatender el teléfono y al público, mientras su marido, Is-mael Riviere, el podólogo, se ocupa de los juanetes y loscallos. Es un cubículo cuadrangular, triste y no me ex-traña que ella se escape a la primera de cambio. Unatarde estaba la pareja en la cafetería y le pregunté a Ri-

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viere por su origen, que no me parecía español. Me ad-miró que fuera pied-noir, no porque eso no pueda ocurrir,como era el caso, sino por la predestinación de las pala-bras. Según Riviere los franceses llaman “pies negros” asus compatriotas nacidos en las colonias africanas comoalusión a que tienen un pie en el mundo negro. ¡y resultaque Riviere se gana la vida con los pies! Esta interpre-tación del origen del término pied-noir me gusta, al coin-cidir con mis teorías nominalistas, pero no acabo decreérmelo del todo; de hecho hay muchas leyendas al res-pecto y yo sé algo de eso porque Madame Soler, mi pro-fesora, era pied-noir y nos dio otras etimologías, como lade que era debido a las botas negras de los soldados fran-ceses, al estilo de los «casacas rojas» del Ejército Britá-nico, o «los chocolateros» de la Guardia Nacional en laEspaña de 1830, cuyo uniforme era marrón. Pero si esofuera así, sería un término más genérico y no solamente,como en realidad es, referido a los franceses nacidos enArgelia.

he estado investigando un poco y me encuentro conque ese apelativo empezó a aplicarse a raíz de la guerrade Independencia argelina. Extrapolando la cosa se po-dría sostener que pied-noir es una traducción de nuestraexpresión «pata negra» para referirnos a lo mejor de lomejor, ¿y qué mejor que un francés en un país moro? Nosé si esto será del agrado de los beatos de la alianza decivilizaciones pero miren como tiemblo… como la eti-mología no es una ciencia exacta, tampoco hay que re-chazar ni esta explicación ni la del podólogo, personajeal que añadiré con mucho gusto a la lista de «pieds-noirs» ilustres de mi profesora, encabezada por el filó-sofo Louis Althusser (que acabó matando a su mujer, por

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cierto, sin que las feministas digan ni mu) y el premioNobel de Literatura, Albert Camus (al que Paolo y yoapoyábamos incondicionalmente en su polémica conJean-Paul Sartre y en todo), seguidos del lexicógrafoPaul Robert, el modisto yves Saint-Laurent, para acabarcon el cantautor Enrico Macias y el boxeador hailimi,el héroe de mi padre, que fue campeón del mundo de lospesos gallo en 1957 y que ha muerto hace poco. Estamención me trae recuerdos muy vivos de mi adolescen-cia, cuando nos reuníamos todos en torno al televisorpara seguir el Tour de francia. Los héroes eran Anque-til, Darrigade y otros ciclistas franceses entre los queirrumpió como una mosca cojonera francisco Baha-monde, «el águila de Toledo», como le llamaban los cro-nistas deportivos. Era la época en que casi todos losespañoles eran bajitos, pues según leí en algún sitio laestatura media descendió en España después de la guerracivil, de forma que se retrocedió al 165 cm de 1913, tallaque se había conseguido superar en generaciones poste-riores a esta última fecha pero anteriores a la contienda5.Esta es la clase de secuelas de las guerras, verdaderosdaños colaterales, que casi nadie tiene en cuenta pero queexplican muchas cosas. Ahora, después de años de pros-peridad, la talla media de los españoles supera incluso a lade los suecos, que fueron durante tantos años la referenciaimbatible para cualquier comparación de excelencia.

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5 Referencia extraída de la obra Estadísticas históricas de España. Siglos XIX y XX, deAlbert Carreras y xavier Tafunell (coord.), 3 vol., publicada por la fundación BBVA,en 2005. Lillo utiliza muchos datos de aquí a lo largo de todo el libro.

Riviere me contó que había nacido en Argelia, en1948, poco antes de que estallara la guerra de Indepen-dencia. Su familia se refugió en España, de donde proce-día originariamente. El primer Riviere, alicantino, habíaemigrado a Argelia en 1830, arrastrado por uno de esosflujos migratorios que configuran las naciones. formabaparte de esos más de 8.000 españoles censados por la Ad-ministración francesa que ahí residían, casi todos ellosde origen levantino, muchos de los cuales, como fue elcaso de la familia de Ismael, retornarían a España trasla independencia de ese país. Aunque era todavía un niño,Ismael recuerda muy bien su llegada a Elche en una cha-lupa de pesca. Poco después les tocó ser repatriados afrancia, pero su padre murió de un infarto y su madrese casó con el capitán de la chalupa que les había llevadoa tierra española. Ismael se enteró entonces de que eranamantes desde siempre y que, además, era su verdaderopadre. Sin embargo prefería al primero, aunque no teníaelección. Ismael, que creció en la diáspora, no cree en elazar, sólo en la necesidad, por eso no jugaron a la loteríaen 1980 y Marilú no se lo ha perdonado. Estoy segurode que se ha liado con Tomás para vengarse. Allá ellos.Pero si yo fuera Tomás, no estaría nada tranquilo pegán-dosela a alguien que maneja instrumentos cortantes yafilados…

Otro de los establecimientos típicos del entorno sonlas tintorerías. hay mucho trasiego de ropa –y muchamugre– en torno a los hospitales. La del barrio se llama«Santana» y es un negocio familiar. Al parecer los fun-dadores llegaron a Madrid en 1970 huyendo de la esca-sez de alimentos y trabajo de su tierra extremeña.habían pensado marcharse a Alemania, pero eligieron

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Madrid porque ahí tenían familia y la necesitaban. Latía Pepa, hermana de la madre del marido, no era lomejor del mundo, pero no podían elegir. Primero se ins-talaron en su casa, en un piso bajo que daba a un des-campado, pues la fiebre constructiva no había hecho másque empezar. El emplazamiento resultaba muy cómodopara los cuatro o cinco gatos que tenía la tía Pepa. Ellosen vez de gatos tenían niños y también eran cuatro. Acambio del alojamiento, Conchi se ocupaba de la casamientras Luis trabajaba, cómo no, en la construcción. Ledaban veinte duros a la tía Pepa por el alquiler. Tía Pepatenía mal genio, Luis también. Conchi lloraba y los niñosrecibían sopapos de los tres. Llevaban así diez añoscuando les tocó la lotería, incluida a la tía Pepa. Ellos pu-dieron comprarse al fin un piso propio y pusieron la tin-torería, dos portales más arriba. La tía Pepa se retiró aAlicante y sólo la veían en Navidad. Aprovechaban pararendirle cuentas, porque era su socia. La tintorería lesfue bien. Ahora están jubilados y la llevan sus hijos, enrealidad su hijo mayor y su nuera que son a los que co-nozco y trato en la cafetería. La hija segunda es médicay trabaja en un gran hospital, pero no en este. El terceroes profesor de Universidad y el cuarto desapareció delmapa; dicen que se fue a los Estados Unidos en dondefundó una secta religiosa y ahora tiene un programa entelevisión y gana mucho dinero. Este verano los padresse marcharon a Alicante para hacerse cargo de la heren-cia de la tía Pepa, oportunamente fallecida, y todavía nohan vuelto. Como no andan bien de los pulmones (porlas sustancias tóxicas) tal vez se queden en Alicante parasiempre. Ahora serán ellos los que vengan por Navidady a quienes los demás tengan que rendir cuentas. Es in-creíble cómo, sin preguntar nada, me entero de todo. Por

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eso lo cuento, para que entiendan cuánto puede llegar aunir un hospital.

Después de la cafetería lo que más frecuento es la pa-pelería-librería «Isadora», donde muchas veces comprola prensa. Las dueñas son una pareja de mujeres de me-diana edad, ex enfermeras del hospital, que pusieron elnegocio cuando les tocó la lotería. Bibiana es algo mayorque Chusa pero también más atractiva. Dicen, a quienquiere oírlas, que han puesto la tienda para tener un vín-culo pues las dos acaban de salir del armario, expresiónque me repugna pero que resulta muy gráfica de lo quesignifica hacer públicas las intenciones homosexuales y,por extensión, cualquier costumbre o tendencia ocultas,actitud para mí desagradable y ridícula. ¿Se imaginan alas parejas heterosexuales dando detalles sobre su his-torial sexual? Que yo recuerde, de toda la vida se hanaceptado las parejas homosexuales estables, sin necesi-dad de confesiones ni públicas ni privadas. Estaban ahí,y era más que suficiente. Otra cosa son las triquiñuelaslegales y ahí les doy por completo la razón. Si de paso,esta moda algo chusca de sobrevalorar y proteger todolo que tenga que ver con los homosexuales sirve paraque no les apedreen en los pueblos, bienvenida sea suplena integración social. Chusa, que es la más enamo-rada, sufre mucho pues Bibiana estuvo casada diez añoscon un médico y sospecha que siguen viéndose a escon-didas. Como acaban de empezar no venden libros detexto. Para evitar que siempre les pregunten por elloshan puesto un cartel muy grande en la puerta que dice:NO VENDEMOS LIBROS DE TExTO. Pero da igual.Cuando empieza el curso escolar, todo el mundo sigueentrando y pidiéndoles libros de texto. Chusa quiere

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abrirse a lo esotérico y a la medicina alternativa. han ha-blado con algunas ex compañeras y están estudiando ini-ciar una consulta de cromoterapia y aromatoterapia,aprovechando la cercanía del hospital y su conocimientoen la materia. También quieren hacer limpieza de karma.Chusa encontró la felicidad por esa vía y está empeñadaen anunciar la buena nueva por tierra, mar y aire. Pareceser que antes vivía perpetuamente angustiada y apenaspodía relacionarse con nadie, en particular con sus jefes.Cada vez que alguien importante la dirigía la palabra,casi se desmayaba. Durante una época su comporta-miento fóbico se acentuó y no sólo era incapaz de hablaren público (ni siquiera contestar a su nombre cuando letocaba turno en el médico) sino que llegó a rechazar elteléfono, al que dejaba sonar de forma interminable. Leponía muy nerviosa que la miraran mientras hacía algo,lo que fuera, incluso envolver un simple paquetito y noaguantaba que hicieran chistes con su nombre. Alcanzósu tope de insociabilidad cuando se negó a recibir visitas.Era incapaz de comer con nadie, ni con conocidos ymucho menos con familiares. Si la sorprendían escri-biendo en público –incluso leyendo- se ponía enferma.Aquello no era normal, y ayudada por el amor de Bibianay las prácticas de medicina alternativa (odiaba a los psi-cólogos, como yo), se curó prácticamente del todo. No esque yo haya adivinado todo esto, o que lo deduzca porquetenga dotes paranormales, como los héroes de esas seriesde televisión tan de moda; tampoco me lo ha contadoTomás, mi fuente habitual en estos casos, han sido laspropias interesadas, cada una por su lado, las que me hanabierto su pecho y he ido haciéndome esa composiciónde lugar. yo las veo un poco lesbianas de diseño, comoalgunos de esos personajes de las series de televisión que

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parecen patrocinados por el Ministerio de Igualdad, pre-ocupado como está por la inferioridad del número de les-bianas frente al de homosexuales masculinos. No mesorprendería que un día Bibiana saliera escopetada delbarrio y del agobiante cariño de Chusa, que se quedarállorando en la tienda. Todas las parejas son iguales.

En los impares hay una floristería, cuyo origen estáíntimamente ligado al hospital. Esa costumbre de man-dar flores a los enfermos es una necedad, pero funciona,a pesar de que están prohibidas en planta. Para empezar,el enfermo se encuentra tan mal que ni siquiera las ve ycomo desprenden anhídrido carbónico por la noche, loshermosos ramos acaban tirados en los contenedores debasura. De todos modos me dice Tomás que esa tiendaestá gafada; cambia de dueños casi cada diez años. La úl-tima dueña tuvo que traspasarla porque contrajo alergiaa las plantas. ya es mala suerte. Pero tenía pinta de seruna alergia nerviosa, según Marilú, pues le apareció des-pués de que la plantara su novio en el altar. Como erauna sentimental, se hizo una corona con las rosas secasque habían preparado para la ceremonia. En la enseñapone: «JARDÍN UMBRÍO. Coronas de encargo» lo queindica que leía a Valle-Inclán. Los nuevos dueños tienenun vivero y son autosuficientes. Les interesan más lasplantas que las flores pero mantienen el rótulo y el nom-bre de la tienda, porque, para qué negarlo, se compranmuchas coronas, sobre todo desde que han abierto la fu-neraria. Tienen un hijo en paralítico que lleva la conta-bilidad y los pedidos por Internet. Es un chico listísimocon el que me gusta hablar cuando aparece por la cafete-ría así como visitarle en su tienda, aunque me marea elolor dulzón de las flores. El padre está siempre de un

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lado a otro con la furgoneta y la madre atiende a losclientes, toma los pedidos por teléfono y se encarga dela caja. El otro día compré unas camelias para la enfer-mera de San Judas que ha sido madre (y que además sellama Camelia) y me los encontré discutiendo sobre loque iban a hacer para Todos los Santos. Ella era parti-daria de vender flores y hacer coronas, pero él decía queera como traicionar a su espíritu de sembrador nato. Elhijo está de acuerdo con la madre. «Por si acaso –me dijola señora– yo ya he pedido un catálogo de flores y él estáempezando a cultivar dalias y crisantemos». Estaba dis-puesto a marcharme, cuando me preguntaron mi opi-nión. No sabía dónde meterme.

Otro de mis nuevos amigos es Alfonso, empleado(aunque no sé muy bien cuál es su cometido) de la fune-raria «La Esperanza». Es el último negocio surgido enel entorno hospitalario y parece una consecuencia natu-ral de la liberalización de la muerte, que se ha convertidoen una industria muy saneada, con tarjetas de fideliza-ción y revistas en papel couché. Otra paradoja del mundomoderno: la muerte ha desaparecido de nuestro vocabu-lario pero el estilo funerario se impone hasta el punto deque los tanatorios se han convertido en un referente dela arquitectura civil contemporánea, como puede verseen los edificios estatales o paraestatales de nuevo cuño:centros culturales e incluso paradores de turismo. Estatendencia está llegando a las casas de campo. Es escalo-friante. Alfonso me ha contado que los dueños son doshermanos gemelos, uña y carne, hasta que el mayor des-cubrió que su hermano se entendía con su mujer. El ma-trimonio se ha separado y ellos ya no se hablan. Por esastriquiñuelas de la vida, la directora actual es una sobrina

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segunda de la abogada que les arregló la separación, lacual está casada a su vez con un inspector de hacienda ylos dos saben mucho de derecho mercantil. Este dato ab-surdo, y para mí superfluo, parece que explica muchascosas, según me ha contado Alfonso cuando le he comen-tado su inconsecuencia. No obstante, los hermanos, quesiguen siendo los propietarios, van por ahí de vez encuando aunque se avisan para no coincidir. La que noaparece nunca por la funeraria es la mujer de la discordia,ahora esposa del otro hermano. El día en que me enteréque se llamaba helena, con hache y que era bellísima seme pusieron los pelos de punta (¡helena de Troya!), estoabunda en mi teoría, que ya he expuesto reiteradamente,de que el nombre hace la cosa o, si prefieren, la función.Dentro de poco se tendrán que ver todos porque se va acasar la hija mayor del primer matrimonio. Un lío queme recuerda mucho al que me espera con mi propia fa-milia. Cuando se case Magdalena, y falta poco, podríapasar algo parecido si es que mi mujer, perdón, mi exmujer -nos han concedido ya el divorcio- se hubiera ca-sado ya con ese merluzo con el que sale, aunque mesuena a invención de mi hija para que me ponga celoso yvuelva con su madre. Siguen sin entender que eso es im-posible y que todo lo que hago también es por su bien.

Este es el entorno y estas son las personas que confi-guran ahora mi universo privado. ¡Qué diferencia con lavida que yo conocía hasta entonces! Una vida marcadapor la rutina de los acontecimientos familiares, laboralesy sociales –bodas, funerales, bautizos– conferencias, y porla locura de una vida social que acaba anulando la propia.Las perspectivas que piensas que se cierran si no acudesa esas convocatorias nos han convertido a todos en má-

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quinas de protocolo, como esos ridículos androides de laGuerra de las Galaxias. En este mundo no importan lasverdaderas amistades, sino la gente que te puede resultarútil para un ascenso o, lo que es peor, para cualquier tipode triunfo efímero y superfluo. Lo peor es el cinismo quecaracteriza esa vida. Todos asumen esa nueva manera derelacionarse con entera naturalidad. hay una película deWoody Allen que lo dejaba bien claro, Celebrity, creo quese titula. Lo importante es ser famoso, salir por la tele-visión, que te reconozcan por la calle, que vengan haciati y te digan: “le admiro, me gustó mucho lo que dijo portelevisión (radio/periódico, etc.) el otro día, gracias porexistir.” Eso sí que es el derrumbe de los valores más tra-dicionales: modestia, humildad, altruismo. ya no somosgenerosos, somos escritores, presentadores de televisión,profesores universitarios, funcionarios públicos, políticos,comunicadores, publicistas o fornicadores profesionales.yo tenía por aquella época una veintena de amigos ínti-mos y nadie a quien contarle mis penas. Mi mujer medespreciaba porque no hacía nada por ganarme a mishijos que, a su vez, me utilizaban como el cajero de unbanco, pero un cajero automático al que no tenías quedar los buenos días ni dirigir la palabra, sólo introducirla tarjeta para que vomitara billetes. yo nunca exigí amis hijos que me quisieran, lo daba por sentado, y meequivoqué de cabo a rabo. No basta con dar para que tedevuelvan. En ese sentido puedo decir que estabaechando las bases de mi futura desvinculación sentimen-tal y amorosa con mi familia. Si asumía el hecho, que cadavez se me iba imponiendo con más fuerza, de que amares sufrir y si, en buena lógica, entendía que la vida esamor, tenía que hacer algo para remediarlo sin morir enel intento. ¡Como para ponerme celoso a estas alturas!

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CAPÍTULO VII

Desde mi celda

I

Una mujer golpeaba/a la puerta de un convento/queríameterse dentro/que el mundo le repugnaba.

Anónimo. fandango por soleá.

¡El doctor San Judas ha muerto y yo no he ido a suentierro, ni he estado cerca de él en los últimos momen-tos, ni lo he sabido hasta muchos días después, cuandoleí una necrológica en un periódico atrasado! En esa solapágina me enteré de más cosas de su vida privada que enestos cuatro años de trato diario. yo no sabía que tuvierados hijos y cinco nietos, que su mujer, ahora su viuda,fuera una actriz famosa en su país de origen, México, yconfieso por solidaridad cardiopática que me alegra quele haya sobrevivido. Su nombre artístico era Clara deLuna pero en realidad se llamaba Lydia Grantz, una be-

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lleza rubia de origen judío que paradójicamente siemprehacía papeles de hija de nazis. El periódico daba los nom-bres de las personas famosas a las que había operado: ac-trices, presentadores de televisión, políticos; inclusomencionaban que venían pacientes de todas partes delmundo. Luego me contaron en el hospital que el entierrofue multitudinario y que todos se sorprendieron de quetuviera tantos conocidos, siendo tan retraído, tímido ytrabajador. Pero una cosa son los conocidos y otra losamigos. No es petulancia, pero tal vez Tomás y yo fuimoslos únicos amigos sinceros que tuvo durante estos últi-mos años, lejos de esa corte de aduladores y herederosde su prestigio y su buen hacer que quieren salir a todacosta en la foto. Sólo nos veíamos quince minutos al día,pero fue durante cuatro años y sin ningún compromisopor nuestra parte. Nuestra amistad era desinteresada.Algunos se reirán al leer esto y considerarán que soy unmegalómano, pero la prueba está en que yo, desde hacíaunos años, ya no era cosa suya ni le molestaba con misproblemas cardíacos que, he de confesarlo, a pesar de laperfección de su operación, han ido empeorando. A vecesme preguntaba: «¡Qué! ¿Cómo vamos?», y yo le contes-taba: «De maravilla».

Me siento un traidor, una especie de desertor. Mien-tras él sucumbía a su propia enfermedad, que llevaba tanen secreto, yo estaba en Bruselas, casando a mi única hijay me quedé unos días en esa ciudad. Me gusta muchoBélgica. Es un país que reúne unas condiciones óptimaspara el cardíaco: sin relieves, sin desafíos urbanísticos,metódico, ordenado. Además me gusta la lluvia, la niebla,el frío. Por muy insano que resulte, me gusta la aridezdel invierno que hace más explosiva la primavera. De-

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testo el verano, con mucho gusto lo suprimiría del ca-lendario si no fuera porque es consecuencia de la prima-vera y da paso el otoño, mis estaciones preferidas. Iba aser un viaje de ida y vuelta, que se prolongó bastante yaque quise aprovechar la circunstancia de que ese sería,con toda probabilidad, mi último viaje al extranjero. SanJudas estaba muy contento de que me reuniera con mifamilia y me animaba a reconciliarme con ellos. Noquiero hablar de la boda, ni de las circunstancias de lamisma, ni de mi reencuentro con la familia. Ahora sólome importa San Judas. ¡Cuatro años sin moverme de sulado y aprovechó para morirse cuando yo no estaba ahí!Tenía cáncer y no me dijo una palabra ni que yo sepa anadie. Su delgadez, es cierto, se había acentuado los úl-timos tiempos y algo mencionó sobre ciertos «problemi-llas», como él decía, pero de sus labios no salió nuncauna queja. El cardíaco es egoísta hasta el exhibicionismo,hipocondríaco y pesimista, mientras que el enfermo decáncer es generoso y optimista. La prueba está en que elhipocondríaco suele centrar sus aprensiones en los pro-blemas cardiovasculares y no en la localización de un po-sible cáncer, aunque esto al parecer está cambiandosegún me dicen. Por ejemplo, cierto amigo mío, al queno nombro porque llegó a ser famoso, se enteró graciasa mí de que mediante una coronografía se podía saber siibas o no a tener un infarto en el futuro, entonces se so-metió voluntariamente a un cateterismo en uno de esoscentros médicos privados que viven gracias a los maní-acos de ese tipo. Me parece una aberración y eso deberíabastar para atenuar mi propia hipocondría que no es nimayor ni menor que la de cualquier enfermo del corazónque se precie. Cuando le conté a San Judas lo de mi viajese alegró mucho; para él esa boda en la que yo, en mi ca-

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lidad de padrino, jugaría un papel protagonista, sería unpaso importante para reconciliarme con ellos. «Es de-masiado tarde», le dije, y él replicó con picardía: «Nollega tarde quien a casa vuelve», y sonreí porque fui yoquien le había recomendado que leyera Misericordia deGaldós, donde Benina dice eso a doña Paca cuandovuelve a casa tras una larga ausencia. ¿O era al hijo dedoña Paca?; no sé, cada vez recuerdo peor las cosas.

San Judas era partidario de que me reintegrara a lavida familiar, a la que él llamaba «vida normal». De ha-berle podido contar la boda de mi hija habría disfrutadomucho, en particular con los detalles más patrióticos,porque mi yerno se empeñó en demostrar su españo-lismo abriendo el baile, en vez de con un vals, con unospasodobles, en concreto «Paquito el chocolatero» y «Sus-piros de España». Si exceptuamos a los miembros deambas familias (de zaragoza la de mi yerno y de Madridla nuestra), la mayor parte de los invitados eran euro-funcionarios españoles, compañeros de trabajo de los no-vios. Tras el baile, todos se pusieron a cantar la versiónde Estrellita Castro “En tierra extraña”. Me llamó laatención el que se supieran la letra de memoria y la ta-rarearan sin el menor sentido del ridículo. Es más,cuando llegaban a lo de «El vino de nuestra tierra be-bieron en tierra extraña/¡qué bien que sabe esevino/cuando se bebe lejos de España!», se emocionabany brindaban todos por ella, por la patria, igual que en lacanción, y no sé por qué, tal vez por cómo íbamos todosataviados, la escena me recordó a la del brindis de LaTraviata. Les admiré; sin duda es una generación máslibre, más desprejuiciada y por ello mismo más feliz.

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A San Judas le parecía posible conciliar el cuidado demi salud con la familia y el trabajo. No comprendía hastaqué punto, y en particular en mi caso, las dos cosas eranincompatibles. Desde que me dio el alta quirúrgica y dejéde ir a su consulta, nos veíamos sólo un cuarto de horaal día –el tiempo que se tarda en tomar un café–; a vecescomíamos juntos donde Tomás, almuerzos que jamás du-raban más de una hora, pero nunca me sentí tan apoyadoy tan comprendido como lo fui por él. y no creo quefuera por mí, en particular, sino porque su piedad era in-finita. Con él entendí aquello de que los últimos seránlos primeros de esa parábola tan aparentemente injustade Jesús. Del mismo modo que al propietario de la viñano le importaba el momento en que los trabajadores seincorporan al trabajo, y pagaba lo mismo a los que lle-vaban trabajando todo el día que a los que se empezabancasi al final de la jornada, asimismo, en el mundo de lossentimientos, no importa lo que tardes en arrepentirte;al hacerlo vuelves a casa. Entonces serás recibido comosi nunca te hubieras marchado. No conoceré ese senti-miento en esta tierra.

Desde su muerte el hospital me resultó insufrible.Encima Tomás también había desaparecido. Por finmurió su madre, ¡a los cien años! Entonces, dejó el ne-gocio en manos de Perfecto que ya se había casado y pug-naba por sacar adelante a su familia. Ahora Tomás estáen paradero desconocido y espero que todavía tengatiempo de disfrutar esa costosa libertad, adquirida a lossetenta años. Me alegré de que al fin pudiera realizar sussueños, aunque a muchos les pueda parecer demasiadotarde. No es que yo haya tenido que soportar el peso dela senectud de mis padres, por fortuna tenía dos herma-

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nas santas que se sacrificaron por ellos, como hizo elpobre Tomás con Rebeca, pero viví la larga decadenciade mis suegros, ya que mi mujer fue la santa de su propiafamilia y lo malo de los santos, al menos en el caso deAurora, es que no soportan que los demás no lo sean.Dos palabras sobre esta cuestión del relevo generacionalque tanto debería preocuparnos y que ha cambiado porcompleto a esta sociedad. Ahora, el nacimiento y lamuerte se postergan demasiado. Nacemos tarde en lavida de nuestros padres y morimos tarde en la de nues-tros hijos, si éstos no burlan el contrato natural que lesobliga a sobrevivirnos, como hizo Tobías con su madrey conmigo. Este hecho es muy desalentador y pienso quela supervivencia exagerada explicaría el descenso de lanatalidad. Es más, estoy convencido de ello y me extrañano haberlo leído en alguna parte, claro que tampoco loleo todo. La naturaleza es sabia, la genética también.¿Para qué llenar el mundo de ancianos? Se acumulan lasgeneraciones, hay un momento en que eres tan viejocomo tu padre con toda la sobrecarga de odio y de rencoracumulados a lo largo de los años. En la naturaleza losviejos tienen que morir para que los jóvenes puedan vivir.A nosotros la sociedad nos ha convertido en unos mons-truos contra natura. ¡Viejos cuidando a viejos! y, sin em-bargo, nunca se ha vivido tanto ni tan deprisa. Curioso.

Con estas ausencias, yo, que me creía impermeable alos sentimientos, sentí tambalear mi acrisolado egoísmo.El barrio, el hospital, incluso los amigos que habían sus-tituido a mi familia, se me hicieron insoportables. Ade-más estaba cambiando demasiado; se construyeronnuevos bloques, habitados por una clase media emer-gente, de esos que siempre beberán el café en vaso. No

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podía seguir ahí por más tiempo. Volver con mi familia,ni me lo cuestionaba. Mis hijos, que sería lo único quepodía motivarme, ya no me necesitaban. Magdalena vivíaen Bruselas y nunca me llamaba; es natural, me odia,pero yo, que la quiero, tampoco la llamo. Mi mujer, apro-vechando que los gemelos estudian empresariales en losEstados Unidos, se marchó con ella, dispuesta a contro-larle la vida y a olvidar su pasado y a mí con él. Dejé mipiso de aspirante a proletario, cerré la cuenta corrientedel banco de la esquina y regresé al mundo, como meaconsejaba mi admirado doctor, pero un mundo muy di-ferente, que él no hubiera tan siquiera sospechado. Nuncaentendí por qué, siendo él mismo un solitario, no enten-día la soledad de los demás. Le veía muy preocupado porlos ancianos y censuraba con acritud las nuevas estruc-turas familiares, en las que lo importante es la pareja yno los hijos o los padres. España, –decía San Judas–, fun-ciona gracias a la familia mal llamada tradicional, al hun-dirla se ponen en jaque muchas cosas importantes, entreotras, el sistema de la seguridad social y las pensiones.Tal vez tuviera razón, después de todo. En cierto modopara huir de mi propia «estabilidad social», me busquéun lugar apartado y sin solera, uno de esos apéndices delas grandes urbes, a medio camino entre la ciudad y elcampo, donde hubiera mucho trajín y por ende muchasoledad... Primero estudié a fondo su infraestructura, queno le faltara ninguno de los adelantos de la vida mo-derna, sobre todo un buen centro de salud. he dichoadiós a los hospitales; ya no los necesito; para qué si noencontraré a nadie que pueda sustituir a San Judas. y silo hubiera, no quiero saberlo. he visto que esa depen-dencia es mala para mi egoísmo de cardíaco. El lugar endonde vivo ahora es una ciudad dormitorio a pocos kiló-

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metros de Madrid. Se trata de una población desestruc-turada, formada por una serie caótica de urbanizaciones,sin centro o tal vez con tantos que pierden cualitativa-mente su importancia. En ese tipo de lugares se produceuna clara escisión entre los pobladores. Por un lado estánlos habitantes «fijos», tenderos y funcionarios en trán-sito, notarios, registradores, etc., que trabajan aquí peroduermen en Madrid y que están sometidos a las leyes noescritas de la villa, y por otro los que trabajan en Madridy duermen aquí, en sus adosados. Estos últimos configu-ran la mayoría. Una población anónima, exenta de cual-quier tipo de sociabilidad y tan trajinada que incluso losmás cotillas tienen que descartar su control. Se me olvi-daba un tercer grupo: el de los inmigrantes, cada vez másnumerosos, que se rigen por estatutos, incluso religiosos,muy diferentes y que son los que están ocupando el cen-tro de la ciudad, abandonado por los lugareños que hanelegido vivir en las urbanizaciones de las afueras. Losmoros, los búlgaros, rumanos y ecuatorianos se alternanen el uso de la Plaza Mayor para mantener sus tenidas.Sólo en las fiestas locales desaparecen, como si les hu-bieran borrado del mapa. Es evidente que no quierenproblemas.

El llamado centro histórico de esta ciudad híbrida, esdecir, la parte más antigua, es de lo más sórdido, aunquefalta el canto de un duro para que entre la piqueta. Eseabandono, unido a la presencia de etnias tan diferentes,confiere a la zona el aire irreal e intemporal de una ciu-dad colonial en franca decadencia. En cuanto al comer-cio… hace mucho tiempo que la gente con poderadquisitivo ya no compra aquí: Madrid está demasiadocerca y hay un hipercor y un Carrefour a medio camino.

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Sin embargo me gusta transitar por el núcleo urbano.Todavía quedan en pie algunas tiendas de confección conmercancías totalmente obsoletas, alguna barbería, unasastrería. Es como visitar aquel bazar del tío Baldomero,en la Corredera Baja, «El ojo mágico», al que me llevabade niño mi abuela y en donde ella tenía no sé qué nego-cios de los que no se hablaba en la familia y cuya natura-leza jamás me quedó clara del todo porque se trataba dealgo que avergonzaba a mi madre. Más tarde, por unaprima lejana que encontré por azar durante unas oposi-ciones, me enteré de que mi abuela había sido curanderay que cuando vino a vivir con nosotros mi madre la pro-hibió ejercer, pero tenía tanta clientela que so pretextode llevarnos de paseo, pasaba consulta de extranjis en latrastienda de su hermano, abuelo a su vez de mi prima.Mientras Sebastián y yo nos entreteníamos con aquellosjuguetes inverosímiles, ella ponía las manos sobre unafila de dolientes. ¡Ojalá me las hubiera puesto a mí! y,sobre todo, ¡ojalá hubiera vivido lo suficiente para habér-selas puesto a Tobías!

Ayer, la tristeza que emanaba de esa plaza, de esastiendas, de la gente que paseaba por sus calles, de mímismo, contrastaba con la alacridad del día. Lucía un solespléndido, el aire se estremecía de puro limpio y el azulno podía ser más intenso ni más conmovedor, como enaquel poema de hölderlin del que sólo recuerdo esa ima-gen. Pero en esa isla de tristeza el sol pasaba de largo.No es que se eclipsara o se nublara, se trataba sencilla-mente de que no parecía mirarnos. (De pronto, un re-cuerdo: mi hermano Sebastián y yo, sentados en el paseodel Prado, frente a Correos. Palomas, bullicio, primavera;y yo, triste, tristísimo, me negaba a recibir ese don gra-

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tuito y decía: «este sol no ha salido para mí». ¿Por quéera yo tan desgraciado siendo tan joven? ¿Se sentiría asíde desgraciado Tobías?) Pues todas esas vidas a las quellamo tristes (y a lo mejor ellos no lo son, no se siententristes), todas esas vidas «de espaldas», en blanco ynegro, son las que de alguna manera quiero reflejar eneste libro. Quisiera expresar toda la tristeza del mundodepositada en ellos, sacársela, rescatarles/salvarles deella. No se trata de liberarles de nada concreto (ni si-quiera estoy seguro de que se sientan tristes) y ahoradescubro que esa idea me ha obsesionado de una manerau otra, casi como una idea fija, en los hospitales, en losautobuses, en todas las antesalas del infierno terrenal.formas de vida, aparentemente triviales, que me atraíande manera terrible ya que en ellas está la clave de mi pro-pia vida, aquello de lo que huyo o intento exorcizar. Sonmundos paralelos a éste, donde la luz no brilla ni se re-fleja. Sus vidas, la mía, están desterradas de la vida; vidasde personas para quienes la fiesta empieza cuando ellosse han marchado. Peor aún, la fiesta la dan siempre en lacasa de al lado y por supuesto nunca están invitados. Noes que los demás les rechacen o les desprecien, es que sehacen eco del olvido de que son objeto por parte de lapropia vida. Se trata de un rechazo cósmico, sagrado. Elbroche de oro de aquel día lo pusieron dos locos ebrios,transeúntes rebeldes, glosadores o epítomes de esa tris-teza que empañaba ayer mi ciudad y el mundo. ¡y losdemás no se daban cuenta de nada! ¡Los vivos pasabanal lado de los muertos andantes y no los percibían! Elprimero de los locos canturreaba una tonadilla cruel:«Vino amargo, que no da alegría, pá que m’emborrache,dame vino amargo» –¡qué no sabré yo de ese vinoamargo que no da alegría!– Por algún extraño fenómeno

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aquello no me lastimaba, sino que, por el contrario, meestimulaba, me hacía sentirme muy real. ¡Qué ilusión lade los sentidos!

La idea de que todo era producto de mi imaginaciónpasó un minuto por mi cabeza y pensé: ahora se rompeel hechizo, ahora vuelvo a mirar y me daré cuenta de quetodos son prósperos y felices, o de que su tristeza es deeste mundo, trivial y sin ningún simbolismo, ningunatrascendencia. Ahora –seguí pensando– va a pasar comoen el cuento de Kafka y todas mis ecuyères se van a con-vertir en personas felices y amadas. Ahora, como en elcuento de Cenicienta, saldrán a relucir la belleza, la in-teligencia, la intensidad de la vida debajo de los haraposy de las calabazas vacías. Pero como muy bien sé, lascosas son tan terribles como tenaces. Cerró el retablo unjoven, tan despojado de virtudes como no podría ser deotro modo en esta obrita. Balanceaba cuerpo y cabeza, alritmo de una salmodia de corte aparatosamente mo-derno, de pie, en medio de la plaza Mayor. Todo eso pa-saba ante la indiferencia de los paseantes y el divertidoestupor de los inmigrantes y de la pareja de la guardiacivil que garantizaba en aquel momento el orden, unorden que no se alteró, pues el orden, todos lo sabemos,está a prueba de bombas. Pero, ¡basta! ¡Estoy cayendo enla poesía, horrenda tentación! Alguna ambición tuve ensu día, cuando escribí un largo poema sobre la cegueraque no publiqué nunca a pesar de que Paolo, –cuyo padretenía una editorial– se prestó a ayudarme. Quizás pen-saba en esa creencia tan antigua de la visión profética delos ciegos, de todos los ciegos. Edipo, los aedos, el reytraidor que mata a Polidoro en la hécuba de Eurípides,el duque de Gloucester en el Rey Lear de Shakespeare y

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en ese ciego mítico que representa el destino y cuyo bas-tón sonoro acompaña determinadas vidas como una mú-sica de fondo, funesta, ineludible. También ese cuento deciencia ficción de fréderic Pohl en que sólo un ciegopuede ver la verdadera dimensión del espacio intereste-lar.

Aunque mi epicentro es la ciudad vieja, yo no vivo ahí;estaría demasiado localizable. Tampoco en las urbaniza-ciones, con sus centros comerciales siempre llenos y de-primentes, rebosantes de una alegría impostada. Vivo enlas afueras de las afueras, casi en pleno campo, en unabuhardilla alquilada a un veraneante que se reserva elresto de su chalet adosado. Todas esas urbanizaciones,que surgieron como hongos estos últimos años –por muydemencial que parezca este lugar fue hace treinta añoszona de veraneo– están deshabitadas. Ahora que he en-contrado mi escondrijo no puedo abandonar el círculomágico en el que me refugio. No tengo noticias de mi fa-milia ni ellos tampoco hacen nada, que yo sepa, por en-contrarme. A veces, cuando entro en un bar, finjo queTobías vive y que ha llegado a ser ese periodista famosoque le hubiera gustado ser y que está hablando en esemomento por televisión sobre la visita del Papa. Disfrutode la hipotética admiración con la que me mirarían todossi supieran que es mi hijo y añoro vagamente esa felici-dad soterrada que me hubiera producido negarme a re-conocer en público que soy su padre. ¡Pero qué digo! Lafelicidad… ¡Si sé que es falsa! Es un espejismo para en-candilarme, un embeleco. Me parece felicidad porque esimposible alcanzarla. La felicidad, cuando es posible al-canzarla, es para los demás, para los que saben hacer dela necesidad virtud, convertir la mierda en oro, capitali-

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zar el dolor, sacarle réditos, invertir en tristeza, drenarla desgracia, abatir los muros de sombra que encastillanel sufrimiento. Tal vez sea feliz, después de todo, graciasa mi acrisolado egoísmo, pues no me siento en modo al-guno culpable. ¿Soy culpable? Ni siquiera creo que losea de abandono. Aurora me acusó en Bruselas de depen-der en exceso de San Judas, de ser, en mi relación con él,como esos bohemios a los que un amigo poderoso sacadel arroyo. Les encuentran en una taberna, poetizando,los lavan, los trajean y luego les dan un puesto en su ofi-cina. ¡Pero si les falta el poderoso, qué pronto vuelven acaer en el fango! Así, –decía ella–, te ocurrirá cuando tefalte San Judas. Es una soberana tontería, carente ade-más de toda lógica. Me dio la impresión de que se lohabía soplado alguien, tal vez su nuevo novio, pero medijo mi hija que fue su psicoterapeuta, la tercera peorplaga del siglo después de los psicólogos y los pedagogos.Seré cualquier cosa, un aspirante a intelectual sin obrapropia, un profesor fracasado, un frustrado del intelecto,pero nunca un bohemio, ni siquiera uno de esos vividoressin vida que pueblan las grandes ciudades. Sólo soy unfuncionario jubilado, un pensionista, ex propietario (selo ha quedado todo ella), con rentas propias, y planes depensión, por añadidura.

La población en la que ahora vivo tiene material sufi-ciente para controlar mi enfermedad: electro, consultade SINTROM, rayos. Se puede incluso parir pero eso nome concierne. hay además una Iglesia bastante intere-sante, con un retablo dedicado a San Jerónimo y un ór-gano del siglo xVIII rescatado de milagro y reciénrestaurado; es lo único decente que queda del mundo an-tiguo y que me sirve de esparcimiento. Además me puede

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resultar muy útil en el caso de que me convierta del todo.A una determinada edad todos nos volvemos hacia Dioso hacia la naturaleza, tal vez hacia ambos. No sé todavíaen qué caso estoy; por un lado la serenidad que producela naturaleza contrasta con el desasosiego que puede ori-ginar una doctrina religiosa mal asumida y peor dige-rida. francamente, no trago determinadas cosas, no sólodel dogma, sino también de la liturgia. Por fortuna, elpárroco del lugar es un hombre digno, que no consideraun pecado no soportar a las viejas susurrantes que copanla iglesia a todas horas con su obsesión por las vírgeneslocales, ajenas por completo al componente pagano de sudevoción. Su respuesta a mis objeciones fue recordarmeaquella frase de Chesterton en la que dice que al entrara la iglesia hay que quitarse el sombrero pero no la ca-beza, autorizándome así a mostrar mi disidencia. Elpadre Vicente es un hombre muy culto, que ha leído asus clásicos. También a él le gustan Evelyn Whaugh yGraham Greene y gracias a estos escritores católicos bri-tánicos tiene un sólido e ingenioso argumentario a favor,no sólo del catolicismo, sino también de la Iglesia. «Perono puedo impedir que canten y lo que es peor, que cantentan mal», me dijo un día a propósito de una cita deEvelyn Waugh, que yo todavía recordaba, en el que sedefendía el derecho a rezar y a seguir la liturgia en si-lencio. ¡y no digamos ya el arte! Ese rechazo sistemáticode la belleza por parte del así llamado pueblo, sólo puedoentenderlo por el dolor y la anulación que produce lo in-accesible. Sólo en la mediocridad se alcanza un relativodescanso. Aunque a mí mismo me cueste trabajo creeren Dios, nunca entenderé a las personas que se admirande que la gente crea en su existencia. La revelación (deque Dios existe) es una luz que ordena el caos, abre nue-

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vos horizontes y cada cosa, en vez de tener un sitio comoocurre con la ciencia, se hace infinita. Sin Dios todo tieneexplicación y se acaba, mientras que Dios es el infinitoque ya deja de ser aterrador para convertirse en gozoso.¡Sería magnífico!

yo no quiero renunciar a la belleza, por eso me aferroa esa iglesia, pero si quiero purificarme, si quiero redi-mirme, he de renunciar a todo lo que me pueda conectarcon el exterior. Lo estoy consiguiendo gracias a que enmi nueva casa no tengo ni televisión, ni ordenador, nipor tanto acceso a Internet, sería una concesión dema-siado grande a ese mundo del que tanto reniego. Así queescribo estas líneas a mano, en un cuaderno, a veces enel reverso de la propaganda que meten en el buzón delapartado de correos que he tenido la precaución de abrir,para que los vecinos no sepan ni como me llamo. La ven-taja es que el edificio de Correos, ultramoderno y asép-tico, está en la parte nueva, donde prácticamente no haynadie del pueblo. De todos modos, no es más que otroacto simbólico a la espera… ¿de qué? ¿Que me escribanmis hijos, por ejemplo? ¿Que regrese Aurora para inten-tar sacarme de aquí? Pero descarto esa idea, sobre tododespués de que ella me dijera: «Si eres un hombre,¿dónde está tu mujer? Si eres un hombre ¿dónde estántus hijos?», lo que por cierto me sonó a algo como muyliterario y conocido aunque no lo pude identificar; ni si-quiera me atreví a preguntárselo para no enfurecerla to-davía más. Nunca podrá perdonarme lo que les hice. Lesabandoné para seguir mi destino, para conseguir la sal-vación que me ofrecía San Judas, como hacían con sus fa-milias los discípulos de Cristo. A mí me ocurre con SanJudas lo que a ellos con Jesús, que no concebimos otra

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familia que la formada por quienes buscamos la salvacióna través de su palabra y de sus actos. San Judas hablabapoco, pero su mensaje estaba contenido en sus portento-sas manos de cirujano. Me niego a considerarle sólo unmago, ni siquiera de taumaturgo. Era un verdaderosanto.

El otro día tuve un sueño angustioso: yo era joven;estaba en una reunión de trabajo y apareció Aurora conun bebé sonriente en los brazos. «Es Tobías, mira. havuelto a nacer». y yo me levanté, abandoné la reunión yme fui con ellos a casa. Es de libro pues, como pasó conmis otros hijos, yo apenas presté atención a ese niño du-rante su primera infancia. y justo al día siguiente de esesueño, Aurora vino a verme a mi guarida y me acusó deseguir queriendo más a San Judas que a mi familia, aúndespués de muerto. Pude haberlo admitido, haberle con-tado ese sueño y rescatar (en el sentido de liberar, de re-cuperar algo que está perdido) esa felicidad que nosupimos tener en su momento. ¿Pero qué la contesté?Que mi salvación (mi salud) exigía ese sacrificio. ¿No eseste un lugar horrible para morir? –dijo mirando mi ha-bitación- ¡Además solo! ¿Pero hay alguien que no muerasolo? –repliqué– ¿Acaso vas a morir tú conmigo, almismo tiempo? Aurora me miró fijamente, volvió la es-palda y se marchó para siempre. Sentí un dolor agudoque anulé de inmediato con esta reflexión: ¿Voy a con-vertir la obra de San Judas en un fracaso por una entregaa la familia que sólo me puede resultar fatídica? No sólomi propia salvación (mi salud) exige ese sacrificio, tam-bién su vida y su obra, de la que estoy aquí y ahora dandotestimonio: al anunciar su muerte, proclamo también sumemoria. Por desgracia no puedo hacer lo mismo con suresurrección. Como tampoco con la de Tobías.

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II

Y su afanoso sueño/de sombras, otra vez, será el retorno/a esta corporeidad mortal y rosa/

donde el amor inventa el infinito.

Pedro Salinas

Llevo dos años viviendo en esta buhardilla, a la quellamo mi celda, solo, pero no abandonado: los pájaros meacompañan. Ayer un tordo entró en casa y hoy un peti-rrojo se ha quedado quieto frente a mí, mirándomemucho rato a los ojos. Le hablé, le saqué unas miajas depan, pero no me ha hecho ningún caso y al acercarme halevantado el vuelo. Una pareja de mirlos ha hecho estaprimavera un nido en el tejado. A veces, lo primero queoigo por las mañanas son sus pasitos por el sobrado que,por razones que ignoro, pero totalmente explicables sinduda, suenan de forma desmesurada, como si en vez deunos pajaritos que apenas pesan medio kilo entre todoshubiera ahí un ejército calzado con botas, espuelas, mo-chilas, en fin, toda la impedimenta que acarrean los sol-dados en combate. El alboroto me despierta. Entoncesme enojo y doy golpes en el techo con el palo de la es-coba. Señal de que estoy vivo, me digo, de que siento. Aveces, los polluelos se pelean, me imagino que será porla comida. Un día me encontré a uno de ellos muerto enel suelo del jardín y pensé que tal vez le habían asesinadosus hermanos. ¿Quién sabe cuáles pueden ser los instin-tos cainitas de los pájaros? Es posible que tengan unosimpulsos atroces y agresivos, no sé por qué vamos a sernosotros la única especie que se mata entre sí. Ellos tam-

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bién tienen derecho a la crueldad, ese “privilegio” del serhumano, que decía Karen Blixen.

Eso, y los mayidos de los arrendajos del bosque, serálo único que oiga en todo el día, sobre todo si hay niebla.La lluvia es diferente pues la oigo caer por los canalonesdel tejado, en ocasiones con tal fuerza que siento más quenunca la realidad del universo, al que detesto. En casa, asolas, ya casi siempre. Deleitándome en esta soledad au-téntica, que ya no es un abandono sino una condición,una circunstancia de la vida, coherente, oportuna. fuerallueve; lleva haciéndolo más de dos o tres meses. hemosvisto el sol y el cielo azul a retazos, en días contados.Como en el Norte. Estoy feliz por ello. Pero el común delos mortales ruge de indignación y de ira. ¡Allá ellos!Septiembre empezó claro, veraniego, pero del final -comosi la naturaleza atendiera a los calendarios-, de cuandose matizan los colores y queda el magnífico resplandordel verano, como si se hubieran lavado con luz las cosas.La montaña parece que aúlla de felicidad recuperada. Lascumbres, duele mirarlas de puro nítidas, no es posible sa-tisfacer la sed de posesión, la sed de infinito que despier-tan. Como esos seres, humanos o no, tan bellos que casiprefieres que no estén a tu alcance, que desaparezcan detu vista porque son inaccesibles, terribles y dolorosa-mente ajenos.

Cuando salgo es raro que me encuentre a algún ve-cino. Están todos en Madrid, trabajando. No nos gustaencontrarnos, pero sabemos que estamos ahí, solitarios,pero en el fondo solidarios. ¡Porque hay catástrofes! Unavez se le hundió el techo a la pobre loca de los depósitos.Así la llaman porque tiene una casucha cerca de los an-

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tiguos depósitos del agua que abastecían el lugar cuandotodavía era un pueblo, hace treinta años. Dicen que suhijo mató a su mujer por celos y que luego, cumplida lacondena, apareció muerto de una paliza en pleno campo.La familia de la muerta, decían en el pueblo, fue la res-ponsable, pero la guardia civil cerró el caso; uno de losguardias, primo de la muerta, estaba –decían– en el ajo,y el caso es que a todos les parece de perlas. No parecenhaber oído nada sobre la violencia doméstica, llamada es-túpidamente «de género», como si los hombres matarana sus mujeres por serlo y no porque les resulte más fácilque matar a sus jefes. Me entero de estas cosas a rega-ñadientes, en el supermercado, cuando estoy en la cola.No puedo cerrar los oídos a lo que dicen –nunca he sa-bido hacerlo– y aunque por disciplina pretendo abs-traerme, acabo escuchándoles. Soy humano, aunque medisguste. Así me he ido enterando de cosas que pueblanmis pesadillas, a falta de otros estímulos. Tal vez por esoen el campo pasan cosas atroces, como decía siempreMiss Marple, la heroína de Agatha Christie, personajemil veces más interesante que hércules Poirot, se mirepor donde se mire. Aquí, casi todos están mezclados enasuntos turbios. Por ejemplo, Ludovina, la mujer queviene a limpiar dos veces al mes estuvo en la cárcel cincoaños por homicidio. Mató al seductor de su hija, con laque él había jurado casarse cuando la dejó embarazada.Pero el mismo día del parto él se casaba en Madrid conuna señorita de su misma clase social que, además, comopor otra parte ocurría con él, pertenecía a una de las másrancias familias de los antiguos veraneantes, lo quecolmó el vaso de la iniquidad. Ludovina se personó en laiglesia y acabó con el novio a cuchilladas; «sin más pe-rendengues», me contarían las chismosas.

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André Gide decía algo así como que la gente tiene elvalor de sostener sus opiniones pero no sus costumbres.Esto quizás sea válido en las ciudades, donde es mejorocultar las opiniones, pero en los pueblos –y a pesar desus ínfulas este lugar sigue siéndolo- ocurre todo lo con-trario. En cualquier caso, aquí o allá, la vida es cruel, de-sastrosa, cínica y bestial; los hombres y las mujeressomos unas fieras que nos devoramos y nos despedaza-mos unos a otros y nada vale la pena, excepto la interio-ridad más absoluta. Por eso estoy aquí, para recuperarlasi puedo, si no es ya demasiado tarde, por eso me entregoa mi reclusión solitaria y me regodeo en la supervivenciay la cotidianeidad, que se me antojan hermosas e impres-cindibles. Es bueno sobrevivir y disciplinar con la rutinaese cuerpo cada vez más alejado del deseo. La supervi-vencia nos sitúa de pronto en un plano casi heroico, másallá de la compasión, de la piedad y del amor. Así nos ha-cemos únicos. Pero si somos únicos es porque estamossolos, luchando contra la vida que nos arrastra (a lamuerte) y luchamos siendo repetitivos, insistiendo díatras día en los mismos gestos redentores. ¿Qué hay debello en seguir viviendo a pesar de todo, en salir a lacalle, llevar el cuerpo encima? Esa belleza consiste enconcebir el acto de vivir como el único acto posible quenos aleja de la desesperación y de la inmovilidad, pues sialguien sigue moviéndose todavía, lo seguirá haciendodurante mucho tiempo, en lugar de quedarse quieto de-jando que las cosas ocurran por su cuenta; ese salir a lacalle, hacer las cosas cotidianas, sólo está justificado porla voluntad de vivir y lo bello no es vivir, sino seguir vi-viendo, arrostrando lo inevitable, que es la inmovilidadfutura, y luchando contra la poderosa fuerza gravitatoriadel cuerpo hacia abajo, hacia la cama, hacia la tierra, haciala tumba...

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Así paso los días sin lograr abstraerme ni un minuto.Un ruido en medio del silencio es mil veces más inquie-tante que mezclado a cientos de otros, como ocurría enMadrid, sobre todo en Valdebernardo. Sólo si fantaseoencuentro paz, paseando conmigo mismo por los extra-ños parajes del ensueño. Pero esta facultad la perdícuando perdí a Tobías y ahora vivo sometido al desagra-dable testimonio de los sentidos. Demasiado duro vivir,demasiado necio. Proceso imparable al que nos tenemosque someter. Lo peor no es perder la belleza, ni la juven-tud, ni la salud (hay muchos que nunca la hemos tenido),lo peor es perder la vida, ese tesoro que nadie te enseñanunca a administrar con prudencia, ese oficio cuyoaprendizaje no termina nunca. Para ello habría que des-truir lo que sustenta a la vida misma: la familia. Pero sibien la familia es maligna también es insustituible. y esees el gran secreto de la felicidad: que no existe, que nohay tal. Que cuando se está preparado para ella ya es de-masiado tarde. Que el amor es sólo nostalgia. Desdesiempre he tenido como una certidumbre de que las cosasque ocurrían a mí alrededor, ya fueran gratas o ingratas,no me concernían. Pero cuando entendí, gracias a miteoría, que no se puede hacer nada sin contar con unomismo, empecé a implicarme más en la vida. Me hiceconsciente de mi cuerpo, de la realidad tangible de micuerpo enfermo, que desde pequeño me había resultadotan ingrata. Creo que los adolescentes, aunque por dife-rentes razones, saben de qué hablo. Como decía el poeta,«calla la risa, el llanto permanece»6, la vida sigue, este-

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6 Las citas de este último capítulo no estaban en el cuaderno de Lillo. Deduzco quecomo en su último domicilio no tenía ni biblioteca ni internet, citaba de memoria.

mos dentro de ella o no, como el tiempo pasa, lo utilice-mos o no y no hay nada que hacer al respecto, exceptoperderlo. Ese es el gran crimen. Prueba a llenar todastus horas y dominarás tu tiempo. No hagas nada y eltiempo pasará igual. Ningún verso, ninguna mentirapodrá desviarme de esa certeza. y menos ahora, quetengo, de pronto, una tristeza de muerte. he ayudado adestrozar demasiadas cosas. ¿Equivale eso a decir que hevivido? No sabría qué contestar, pero está claro que pre-fiero añorar a recordar, como prefiero soñar que vivir.Como también prefiero no tener determinados recuerdosde cosas que no debería haber hecho, de consejos quenunca he seguido, de miradas a otra parte, de ocasionesperdidas, de retiradas, dudas y obsesiones, unas más bur-das que otras, de obstinaciones en una misma senda,como la que me ha traído hasta aquí.

A veces, atraído por la teoría de los universos múlti-ples de Everett, me encuentro fantaseando que he tenido–que tengo– una vida distinta en otra parte y con otraspersonas. Soy yo mismo, no cabe duda, pero con otravida, otro pasado y lo que considero como la realidad noes más que una pesadilla intermitente que se va apode-rando de mí, anulando mis verdaderos recuerdos, comosi hubiera salido de un trauma cráneo-cerebral o de unshock amnésico con una vida totalmente prestada, irre-conocible. Especulo sobre lo que habría ocurrido si Au-rora, cuando se quedó embarazada de Tobías, hubieraabortado, como en algún momento pensamos (y si no lohicimos no fue por ningún escrúpulo religioso o moral,simplemente no nos atrevimos, demostrándose así la efi-cacia coercitiva de la ley: dura lex sed lex). Seguro que dehaberlo hecho no nos hubiéramos casado. Libres de todo

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compromiso familiar y social, habríamos tirado cada cualpor nuestro lado y en esa otra vida que los dos viviría-mos, ajenos el uno al otro, tal vez habríamos conseguidoser relativamente felices. yo me habría ido a estudiar conPaolo a Georgetown, como era nuestro sueño y nuestraintención, pues él estaba dispuesto a ayudarme en todo,con el consentimiento de su padre que así –afirmabaPaolo– tranquilizaba su conciencia comprando un com-pañero para su hijo. Me habrían operado en houston yme casaría con una rica heredera del exilio cubano y vi-viríamos en una hermosa casa en Manhattan, desde laque se vería el río hudson y a la que invitaría a todosmis amigos. Estaríamos abonados al Metropolitan e irí-amos al mismo palco que Kissinger y los Kennedy. Serí-amos benefactores de la Universidad de Georgetown, ala que ahora iría nuestro hijo, que no sería Tobías ni sellamaría así, sino Roger. f. Lillo, y que estaría triunfandoen todos los aspectos de su vida. Sería como esas pelícu-las de Woody Allen en las que todos son ricos y famosos,irónicos y guapos y algo neuróticos pero de manerasuave y llevadera. En cuanto a Aurora, ella habría podidoseguir su brillante carrera de abogada llegando inclusoa fiscal, lo cual iría muy bien con su carácter inquisitivo.Ese mismo carácter la habría hecho incompatible con elmatrimonio y permanecería soltera. Eso explicaría porqué, en mis correrías actuales en pos de ella, la veía siem-pre sola: no tendría a nadie junto a ella, ni marido al queodiar ni hijos. En esta fantasía que cultivo con tantomimo, con la que me adormezco muchas veces, hay sóloun aspecto amargo: ni los gemelos ni Magdalena vivi-rían. Es lo único que enturbia la sensación de equilibrioque me produce pensar en todo eso; quiero creer que almenos ellos han sido o pueden llegar a ser felices. ¿y To-

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bías? Pues por muy retorcido que esto pueda parecer,Tobías estaría a salvo pues al no haber nacido no habríapadecido lo indecible y no habría muerto. Sé que es unpensamiento perverso, pero le prefiero non nato a muerto.

Sólo que no hay universos paralelos, mi único mundoposible es éste. Tengo que vivir en él y con ello, aunqueme resulte insoportable. ¿y qué voy a hacer? ¿Suici-darme? El suicidio es la peor de las respuestas. El suici-dio deja a los demás lo menos valioso: la vida por delantepara lamentarlo; el verdadero suicidio es seguir viviendo.El suicidio sólo se puede entender cuando se tiene unaenfermedad terminal. ¡Ojo! Terminal, no crónica, comola mía. hay un matiz, creo, que no se le oculta a nadie.El crónico puede llegar a ser terminal, pero lo bastantetarde como para estar en la misma situación que una per-sona razonablemente sana. De no concurrir esas circuns-tancias, el suicidio no es más que una venganza ademásde un desperdicio del yo (lo leí en un libro de Nabokov,creo que era Pálido fuego). Personalmente aspiro a unfinal abrupto, inesperado. Otras veces me siento ya ago-nizante. Pero ni fuerzas tengo para seguir viviendo, si esque no estoy ya muerto y esta casa es en realidad mitumba. Quizás todavía no he muerto porque escribo y sialguien me viera o me leyera podría preguntarse dedónde saco fuerzas, mientras agonizo, para hacerlo. Lle-gará un día en que pierda la ilusión de mantenerme es-túpidamente en vida. Será muy sencillo, bastará con quedeje mi medicación y no me controle el SINTROM. Seráel fin. Cuando eso ocurra me encontrarán con los brazoscolgando del sillón, la boca torcida –el ataque será ful-minante–, los papeles caídos en el suelo y el viento sehabrá llevado algunas hojas por la ventana que quedarán

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Desde mi celda

desperdigadas en la calle. Alguna, tal vez, permaneceráoculta en un badén y alguien la encontrará como en laplaya la botella de un náufrago. y, como un náufrago es-peraré la inevitable respuesta, varado en esta orilla, aquí,solo, yo, sobrellevando esto…

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EPÍLOGO

I

Nota editorial de Paolo Guardione

Las páginas que acaban de leer son un relato fide-digno de los últimos años de un enfermo crónico. La en-fermedad es, a día de hoy, una de las constantes de la vidahumana. «A partir de ahora tenemos que aprender avivir con la gripe A», dijo hace poco alguien por la radio.Con la gripe A, con la aviar, y con el cáncer y el SIDA y,si me apuran, con el dengue y la lepra de la montaña, en-fermedades tropicales cada vez más extendidas hoy endía «gracias» a un turismo al que Rafael Lillo calificaríade suicida. Como dice él mismo, hasta las personas sanastienen a algún enfermo crónico en su entorno más in-mediato. Pedro Laín Entralgo, médico y filósofo, veíasiete etapas en la vida de todo enfermo crónico:

1) Invalidez (cada vez le cuesta más realizar las tareascotidianas).

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2) Molestia (dolor o cualquier otra sensación desagradable).

3) Amenaza (su vida está en riesgo).

4) Omnipresencia del cuerpo (toda atención se centraen el órgano o los órganos afectados).

5) Soledad (los familiares y amigos son impotentespara aliviarla).

6) Anomalía (el enfermo se siente diferente, anómalo)

7) Recurso (la enfermedad se convierte en una manerade conseguir mayor atención o estar exento de respon-sabilidades).

Todas estas fases pueden seguirse paso a paso en elrelato de mi desdichado amigo. Por eso me interesódesde el principio este manuscrito que me hizo llegar elnotario tras su muerte. Ambos habíamos sido muy ami-gos de jóvenes –él lo menciona a menudo en estas pági-nas– pero mi vida errabunda y cosmopolita nos separó.Para mí fue una verdadera sorpresa que me nombrara sualbacea, sólo cuando leí esas páginas entendí que nin-guna persona de su familia querría publicarlas, más bienlas habrían destruido de inmediato si él no hubiera de-jado muy claras sus disposiciones testamentarias. Su-pongo que pensó en mí por los viejos tiempos y por misvínculos con el mundo de la comunicación y la edición;en realidad, ya se había puesto en contacto conmigo haceunos años, cuando volví a Madrid para dirigir TELE-MANDO, con la idea de que yo aconsejara a su infortu-nado hijo Tobías, que quería estudiar Ciencias de la

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Epílogo I

Información. Llegué incluso a hablar con el muchachoque me produjo una impresión penosa: empezó la entre-vista algo nervioso hasta que, de pronto, se sumió en unmutismo total. Luego me di cuenta de que yo había co-metido un error: elogié a su padre… Tal vez, a su edad,Rafael y yo habríamos reaccionado de igual modo.

Como este libro habla de personas reales, creí opor-tuno contrastar algunos aspectos, en particular los quese referían al doctor San Judas y fui a ver a su viuda. Alprincipio no recordaba nada de Rafael, pero cuando le dialgunos detalles le venció la curiosidad por saber lo quecontaría de su marido en el libro, no fuese a colarse algúnasunto que pudiera ensombrecer su reputación. Me re-cibió en su casa de Somosaguas –resulta que éramos casivecinos– un día que debía de ser el de su mudanza, por-que la casa estaba sin muebles y llena de paquetes portodas partes. En efecto, me dijo que acababa de venderla casa y esa circunstancia hizo que estuviera en disposi-ción de enseñarme algunos papeles que había encontradomientras arreglaba las pertenencias de su marido. Eldoctor San Judas era un profesional avezado que no solíahablar de los pacientes en casa, ni siquiera de los casosmás raros y conflictivos, pero esa discreción no se exten-día a lo escrito. Se trataba de unos cuadernillos de cartóny anillas, apaisados, como los que llevan los naturalistasal campo para anotar incidencias. Estaban llenos de tec-nicismos y alusiones relacionados con los casos que setraía entre manos. Entre ellos no podía faltar el de Ra-fael, como es natural. Las páginas siguientes, en las queel doctor San Judas, a pesar de su objetividad científicano puede resistirse a la tentación del diario, son una tras-cripción literal de las que aludían a mi atormentadoamigo.

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«Anotaciones del doctor San Judas»

Febrero de 2001. Rafael Lillo Pedrosa, paciente de55 años. Ex fumador desde hace 15 años, intoleranciaglucémica en tratamiento dietético. fibrilación auricularcrónica desde hace 15 años. Realizado en enero catete-rismo en otro centro. El diagnóstico es el siguiente: Val-vulopatía mitral con estenosis severa, con calcificaciónde la comisura anterior y afectación importante del apa-rato subvalvular. Gradiente transmitral medio de 21mmhg, área mitral de 1cm2. Insuficiencia tricuspidea se-vera. Gasto cardíaco conservado 5.5 L7min/m2. httpmoderada. fracción de eyección 64%. Coronografía:Normal.

Junio de 2001. Intervención: Sustitución valvularmitral por prótesis mecánica St. Jude nº 27. Anuloplastiatricuspidea. hallazgos: Se despegan adherencias pleuro-pericárdicas. Cardiomegalia moderada. Aurícula derechacon distorsión de morfología por la existencia de cavasuperior izquierda que drena a seno coronario muy dila-tado. Válvula tricúspide insuficiente con dilatación delanillo, sin afectación orgánica. Válvula mitral estenóticacon calificación de velos en los bordes y fusión comisural.En el suelo de aurícula izquierda hace impronta el senocoronario dilatado a modo de rodete en torno al anillomitral.

Otras observaciones: Paciente con indicios de seriostrastornos psicológicos. Obstinación, reserva. Me enteropor la Dra. francia de que nuestro hospital no le corres-ponde. ha tenido que hacer una pequeña trampa para

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Epílogo I

empadronarse en el barrio y se ha mudado a un pisojunto al hospital. Camelia dice que entra en el SIN-TROM como si le estuvieran espiando o amenazando yse asegura de que la puerta está bien cerrada. ¿Paranoia?Ella cree que tan sólo es una especie de intelectual des-pistado.

Octubre de 2001. Alta quirúrgica. Medicación: Di-goxina, 1 días alternos, Coropress, ½ diario, furosemida,1 diario, Aldactone, 1 diario, Aprovel, 1 diario, SIN-TROM según control y Lexatín 3mg. Vigilar peso ycontrolar los niveles de colesterol y glucosa. Se le remitea cardiología para revisión anual. ¿Consulta psiquiátrica?

Febrero 2002. Me encuentro todos los días con Ra-fael Lillo en la cafetería de Tomás. han intimado bas-tante. Tomás le cuenta todas sus penas pero él no sueltaprenda. Me pregunto por qué viene tan a menudo al hos-pital si hace ya cuatro meses que le dimos de alta. Siem-pre me acerco a charlar un poco con él, y a vecescomemos juntos. Le pregunto por su familia (intuyo pro-blemas). Me cuenta que se ha distanciado de su mujercasi hasta la ruptura. Los motivos son demenciales: ¡paraestar cerca del hospital! Tomás me advierte que tengacuidado pues está obsesionado conmigo. Se ha propuestoendiosarme y dice cosas de iluminado. A pesar de eso nosllevamos bastante bien y aunque ofrece todo el cuadrodel hipocondríaco no me hace preguntas médicas.

Abril de 2003. La mujer de Rafael Lillo vino ayer averme. Está muy enfadada con su marido y lo entiendo.Parecía algo celosa de mí. Tuve que convencerla de queyo también estoy preocupado por la salud mental de su

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marido. Me contó que la verdadera causa de su distan-ciamiento había sido la muerte de su hijo mayor.

–«¿Sabe de que murió nuestro hijo?», me preguntóde pronto.

–No, –la contesté–, ni siquiera sabía que se le hubieramuerto un hijo.

Entonces se puso a gritar, histérica:

–¡Joder! ¡Se suicidó! ¿Se entera? ¡Nuestro hijo se sui-cidó por nuestra culpa. ¡No le quisimos! ¡No supimos ha-cerlo!

Después se calmó y me lo contó todo, de un tirón. Sehabía quedado embarazada cuando aún no habían ni aca-bado la carrera. Rafael la terminó mientras ella trabajabade secretaria y acababa la suya por libre. No sabían comocomportarse con el niño y se pasaban la vida reprochán-dose el uno al otro su existencia, lo consideraban un fra-caso. Los dos eran unos ambiciosos y sólo les interesabansus estudios y tener éxito en el trabajo. Tobías pagó esaambición aburriéndose frente al televisor, con chachasinexpertas y abuelas viejas y gruñonas los domingos ylas vacaciones de verano, cuando aprovechaban para via-jar solos por el extranjero so pretexto de que eran viajesculturales y de formación.

Así durante los cinco años en que fue hijo único –medijo ella– lo suficiente para machacarlo. Sé que hablocomo Rafael, pero es que no quiero engañarme. Por favor,no le diga nada de esto, jamás admitiré ante él mi parte

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Epílogo I

de culpa, si es que en realidad somos culpables, que talvez no lo seamos tanto, según mi psiquiatra. Al fin y alcabo, él (Tobías) podía haber reaccionado de manera máspositiva ¿no? ¡Pero no decía ni mú! Cuando se mató, Ra-fael no compartió su dolor con el mío, era como si me loestuviera reprochando pero no se atrevía a decirlo. Metemo que yo hacía lo mismo con él. Luego vino nuestrahija, la que se casa dentro de poco en Bruselas y unosaños después, los gemelos. Ellos tuvieron más suerte.Las cosas nos iban mejor, estábamos más tranquilos,también más satisfechos, y nos compramos una casa enla sierra. A los quince años Tobías parecía empeñado enenemistarse con todo el mundo que se le acercara. Eraun muchacho tímido y huraño, sin amigos. A veces meparecía que envidiaba a sus hermanos y que no salía aninguna parte para fastidiarnos. Tenía dieciocho añoscuando se ahorcó. había aprobado la selectividad conmuy buena nota porque era muy estudioso y quería serperiodista. Rafael le dijo que le iba a presentar a su amigodel alma, Paolo Guardione, el director de Telemando,pero Tobías se dio cuenta de que a nosotros nos gustabala idea y se desentendió del tema. ¡Por Dios, sólo teníadieciocho años!

Como se puso a llorar la receté un calmante e insistíen que tenían que hablar juntos de todo eso. Me ofrecíincluso a servir de mediador pero ella se negó en ro-tundo, aunque al fin la convencí de que aprovecharan laboda de su hija y hablaran y lloraran juntos hasta har-tarse y perdonarse. Luego, a la vuelta, si no se habíanarreglado me pondría serio con Rafael. No me suelometer en la vida de mis pacientes pero este no es un casovulgar. Ni él ni ella son vulgares aunque lo sean sus tra-

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gedias. En el mundo hay demasiadas enfermedades mo-rales y los médicos hacemos muy poco para remediarlas.yo sólo soy un cirujano, viejo y cansado y no como diceRafael una especie de redentor. Mi misión no es quitarel pecado del mundo sino recomponer corazones con pie-zas metálicas como esas válvulas St. Jude cuyo nombrele llama tanto la atención, más que por esas circunstan-cias que dice que le conté, y que no recuerdo en absoluto,por esa coincidencia de yo me llamo San Judas.

hasta aquí las notas del doctor San Judas sobre RafaelLillo. Agradezco a doña Lydia Grantz que me permitareproducirlas. Creo que su lectura aclara muchos aspec-tos que mi amigo no quiso tocar, como el suicidio de suhijo mayor, y es significativo que con lo aficionado queera a la Estadística no hiciera una sola mención sobreestos casos que ya constituyen más del 12 % anual (sobre100.000) de las causas de mortalidad en España, y la pri-mera entre la población joven, por delante de los acci-dentes y las drogas. Tampoco ahonda en sus verdaderossentimientos hacia su mujer y sobre todo hacia sus hijos,pero sabemos por su texto que, a su manera, los amabaprofundamente. También es significativo que estandoLillo tan obsesionado con los nombres, sus derivaciones,concomitancias y servidumbres, que habiendo dedicadovarias páginas a exponer y detectar coincidencias entrelos nombres propios y el destino de quienes los portan,no fuera consciente del significado de los nombres quehabía dado a sus hijos. Es algo que yo no le conocía, perono por ello lo considero menos auténtico y enraizado ensu manera de ser. De hecho, se declara nominalista en

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Epílogo I

más de una ocasión. Digo todo esto porque me pareceimposible que la elección del nombre de sus hijos hayasido inocente. Algo sugiere al hablar de “los arcángeles”cuando menciona a los gemelos, Gabriel y Miguel, perono dice nada sobre el nombre de su primogénito, Tobías,y sobre el hecho de que él mismo llevase el nombre deotro arcángel, Rafael, a quien Dios envió a Tobías parasalvarle y guiarle. Rafael tenía que saberlo y que callaraal respecto indica hasta que punto se sentía traidor a lasagrada misión que le había sido encomendada. Magda-lena, la pecadora arrepentida, podría tratarse de unatransferencia en el nombre de la hija del nombre que hu-biera deseado que llevara su mujer. Mis relaciones conAurora fueron inexistentes pero en estos últimos tiem-pos hemos hablado con frecuencia y es ella quien me hacorroborado que el propio Rafael fue quien se obstinó enllamar así a sus hijos. «Puestos a ser bíblicos –me dijoAurora– yo hubiera preferido Jonás.»

En general me siento satisfecho con el resultado dellibro. Dejando de lado las peculiaridades del personaje,su imaginación calenturienta o mejor dicho morbosa, dela que tengo pruebas desde su primera infancia y su evi-dente y progresivo deterioro moral, creo que su testimo-nio puede resultar muy valioso para la historia de lamedicina, sin pretender por ello que sea considerada unaobra científica, y ni mucho menos de autoayuda, comopretendía Rafael.

También quiero reproducir aquí otros textos escritospor Lillo no incluidos en el manuscrito que ahora pu-blico, pero que me parecen muy reveladores de esos sen-timientos hacia su familia a los que me refería antes. Su

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hija Magdalena me los mandó, junto con muchos otros,para que yo calibrara su utilidad. he rescatado aquellosque me parecen más relacionados con el tema central desu libro, bien por las inquietudes que traslucen o por suespecial simbología; el resto (notas, apuntes en papelessueltos, etc.) los utilizo para explicar y completar lo quese dice en el libro en forma de notas de las que sólo yosoy el autor.

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Epílogo I

II

Textos de Rafael Lillo

El Piornal, a cuatro de abril de 2001. –Ayer sábadoenterramos a Roma. Tuvimos que sacrificarla a las 11.30de la mañana. Llevaba varios días disolviéndose en lavejez, sin casi hálito vital, sin ganas de nada, abúlica,puro esqueleto, pero tan guapa, tan bella hasta el final.¡El final! Se le fueron apagando los ojos hasta opacarse,como la pantalla de un televisor antiguo al ser desconec-tado. ¡Qué rápido fue! Estábamos presentes Aurora y yo,luego la trajimos aquí, para enterrarla en el jardín. ¡Ojaláhubiera podido hacer lo mismo con Tobías! Como yoestoy tan mal, casi a punto de operarme, fue Aurora, laque tuvo que cavar, con mucha dificultad, porque aquítodavía es invierno, un agujero en ese rincón donde estánlas raíces del tilo que se secó hace años. La metimos enla diminuta fosa y la cubrimos de tierra y de piedras. Pa-recía que enterrábamos un muñeco de peluche. DespuésRonchín, el de las vacas, nos trajo unas piedras de can-tería que tenemos reservadas para hacer algún día unabarbacoa: hermosa lápida para una hermosa gata. Llovíay hacía frío, y me gustó que la naturaleza se condolieracon nosotros, que, por una vez, no se mostrara indife-rente, mientras el alma se parte de dolor y ella se com-place en estallar de alegría, como en el entierro denuestro hijo: nosotros desechos y el sol saludándonos en

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plena cara, como una bofetada. Esta vez la naturalezalloró con nosotros y su solidaridad mitigó mi tristeza yaunque «sólo no muda el cimiento del dolor»7, al ser uni-versal, nuestro duelo se podía desarrollar plenamente yceder. Aurora no compartía mis impresiones y me repro-chó que pusiera ambas muertes al mismo nivel.

Por la noche tuve un sueño: estaba en el cuarto de To-bías, como solía hacer mientras vivía en nuestra casa deMadrid, y revolviendo entre sus cosas encontré un papelcon un número de teléfono y la siguiente indicación «To-bías: Más allá». Llamo, se pone Tobías que me cuentaque está muy bien, que habita en el mismo mundo físicoque el de los vivos, pero en otra dimensión; me asegura,sin que yo se lo pregunte, que no hay cielo, ni infierno,ni castigos, ni recompensas y me da las gracias por ha-berle conservado sus cosas, su cuarto, su ordenador, suslibros, todo aquello que él más quería, y por no haberpermitido que le incineraran (como pretendía su madre)sino que le hubiéramos enterrado. Intenté hablar con élpero me di cuenta de que no me escuchaba. A pesar deeso, colgué, muy reconfortado y en paz conmigo mismo,cuando, todavía dentro del mismo sueño, caí en que eraun sueño y entonces me invadió una dolorosa sensaciónde pérdida. Pero encontré de nuevo el papel con el nú-mero de teléfono y todo volvió a ir bien. Luego me des-perté, asumí que todo había sido un sueño y otra vez meinvadió la misma dolorosa sensación de pérdida... yocreía que nunca volvería a sufrir por ese hijo, que ese

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Epílogo II

7 Valle-Inclán

dolor se había acabado para siempre el día en que Auroravació el cuarto de Tobías: Estás loco –me dijo con muchodesprecio– pero no vas a conseguir que yo también en-loquezca. Deja de pensar en Tobías ¡tienes más hijos! yconvirtió ese santuario en el cuarto de invitados, ¡pero sinunca viene nadie a vernos! Al fin, bien hallado, bien aca-llado ese dolor si me redime del sufrimiento, de la agoníaatroz de este inesperado sufrimiento. La muerte es con-tagiosa, sin serlo del todo, es esplendente, oclusiva, enesta piedad también oclusiva de las cosas…

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DIChOS, SENTENCIAS, AfORISMOS

Dime que me quieres aunque sea verdad.

Era tan egoísta que no permitía que nadie sufriera con él.

No estamos solos, estamos abandonados.

formicar es esconderse con alguien para comer hor-migas.

Los petriles de los puentes existen para que los suici-das puedan encaramarse mejor.

Imagino la cara de desolación de Marta al oírle decira María: ¿Sabes que lo que te digo? que Jesús me hadicho que no viene a cenar esta noche.

Marta nunca comprenderá a María.

La gordura es una indignidad de la carne.

Era un vividor sin vida que no sabía nada de todo.

Era demasiado cínico para su edad.

Más vale callar que arrepentirse.

Me temo lo mejor.

El único suicidio es seguir viviendo.

Detrás de toda gran mujer hay un pobre hombre.

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Epílogo II

El fracaso es el silencio enojado de tus contemporá-neos.

Cuanto menos tienes, más deseas.

Más vale tener la cara colorada que el corazón des-carnado.

Entre lo fácil y lo difícil, elige esto último, acertarás.

hablan en los salones: oigo croar, ¿sapos o ranas?Sólo eran renacuajos.

Antes de morir, aquella chica del Soho le dijo a Jack:“Milord, para mí es un honor que quiera usted des-triparme”.

“Mi marido no me comprende”, dijo Emma Bovarymientras se abrochaba la camisola bordada que lle-vaba sobre el corsé.

Los gallos cantan porque las gallinas les dejan.

Como detestaba la oscuridad se llamaba Clara deLuna.

No le dejaban morir en aquel hospital y pidió el tras-lado.

Cuando el dinosaurio despertó yo seguía ahí.

Para tener buena salud hay que tener mala memoria.

Quien paga, pega.

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Catedral del dolor, los hospitales

Como un mugido de tus salas asciendena la noche sin fincatedral del dolor,los gritos hasta el cielo.

No se remedia el almani la herida.Llega a la techumbre, catedral del dolor,el alarido unánime, asciende al nidode las cigüeñas ciegas.

Templo maldito, sube el grito,atraviesa las camas arrumbadas,las sangrientas capillas,tus blancos sacerdotes, ellos, ellas.

La masa ingente de desesperados,que en vano buscan la salida,a través de las naves capitulares,catedral del dolor,infame y venerable.

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Epílogo II

NANA PARA DORMIR A MAGDALENA

Duérmete, Magdalena, duérmete pronto,que la noche es muy corta,que dura poco.

Por la mañana,vendrá un barco a buscartepor la ventana.

y las gaviotasen el pico colgado llevan tus botas.

Croan las ranas,también ellas quierencantar la nana.

Viento en las velas, y en el aire el gorjeode las pardelas.

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III

De Magdalena Lillo a Paolo Guardione

Bruselas, 25 de junio de 2004Estimado señor Guardione:

Gracias por mandarme el manuscrito de mi padre, apesar de todo el dolor que me ha producido leerlo. Medice mi madre que es usted el encargado de publicarlo.Para mí ha sido una sorpresa. Para empezar, yo no sabíaque mi padre escribiera (presumía de hacerlo pero sin re-sultados aparentes), ni que tuviera tanta amistad conusted como para nombrarle su albacea. Pero es normal,nunca supe nada de los gustos de mi padre, ni conocí asus amigos. Sabía que tenía aficiones literarias pero lassuponía muy indefinidas y desde luego frustradas, veoque no. También sabía que tenía vocación universitariay que le fastidió mucho no conseguir aquella plaza deprofesor numerario, creo que de filosofía del Derecho,en la facultad de Ciencias Políticas, donde estuvo unosaños de profesor no numerario cuando terminó la ca-rrera.

Conozco estos detalles porque me los ha contado mimadre para que pueda comprender algunas de sus obse-siones y perdonar su amargura. Él era muy reservado

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con nosotros, y excepto algunas parrafadas eruditas quenos soltaba de vez en cuando durante las comidas y loscumpleaños, hablábamos muy poco. Su hijo preferido erami hermano Tobías, el mayor, el único de quien se vana-gloriaba en público y a quien llevaba los domingos a laCuesta de Moyano, creo que porque era ya mayorcitopara sacarlo sin que le diera la lata… mi padre no aguan-taba a los niños.

Como usted sabrá, Tobías murió a los dieciocho añosy he podido comprobar que en ningún momento mipadre menciona el importante detalle de que se había sui-cidado ni por supuesto otros aspectos que yo tampococonozco demasiado bien. A partir de esa muerte las re-laciones entre mis padres empeoraron y empezaron aecharse la culpa el uno al otro, sin pensar ninguno en loque podíamos sentir los demás como si fueran los únicosque habían perdido algo. Pero ahora da igual, me dueledemasiado seguir por esta vía. A lo que voy, tras el sui-cidio de Tobías mi padre desapareció casi por completode nuestras vidas. Luego vino lo de su operación y su ab-surdo comportamiento con mi madre, a la que abandonó,so pretexto de que tenía que concentrarse en su enfer-medad, cuya gravedad era mayor sin duda de lo quenosotros creíamos. Era tan aprensivo e hipocondríacoque no le hacíamos ningún caso. Cada vez que «semoría», decía mi madre: «ya resucitará», y así era, semoría dos veces al día y resucitaba tres. Confiábamos enel lugar común que coloca a los aprensivos por encimade la enfermedad real. Otra vez nos equivocamos.

Pero no le escribo para hablarle de nuestras relacionessino para mandarle los papeles que encontré en una úl-

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tima visita a esa horrible casa donde murió de repente,como había previsto y solo, como deseaba, lo cual, le con-fieso, me resulta muy sospechoso, de forma que yo creoque se ha suicidado, tal vez con el famoso SINTROM,puesto que según la autopsia sufrió una hemorragia ce-rebral y al parecer había dejado de controlárselo. Dehecho en ese horrible manuscrito que usted le va a pu-blicar y que he leído con desagrado, lo deja muy claro:cuando rechaza el suicidio como salida no está sólo pen-sando en el suicidio de Tobías, sino también en el suyopropio. Su libro es casi una confesión, como esas cartasque se dejan al juez y a los allegados; la prueba es que lotenía metido en un sobre dirigido a usted. Un suicidioindirecto, pero suicidio al fin y al cabo, como si con elloquisiera ponerse al mismo nivel que Tobías y estar asíen condiciones de entenderle y perdonarle, aunque merevuelve la manera en que habla de ello. y aún me re-vuelve más lo que dice de mí y de su paternidad. Que nome considerara hija suya me debería de aliviar y halagar,pero me sirve de poco que sea cierto si como él muy biendice me «ha criado». Además es falso, como me ha ase-gurado mi madre y yo la creo a pies juntillas. En cuantoa su fantasía liberadora, esa según la cual podríamos nohaber nacido, no tengo palabras. Supongo que bastarápara demostrar hasta qué punto estaba enfermo, pero nodel corazón, sino de la cabeza.

he pensado que tal vez debería usted incluir esos fo-lios en el relato que mi padre ha titulado de manera tanesotérica «San Judas 27» y del que ya nos había habladoen Bruselas como de su principal ocupación, además dela de dar la lata a su cirujano, llamado precisamente doc-tor San Judas, de quien habla como si fuera un profeta o

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una especie de gurú religioso. Dice usted que lo va a ti-tular «La catedral del dolor», pero mi marido y yo pen-samos que más bien debería llamarlo «Diario de uniluminado» que es lo que nos pareció mientras nos con-taba todo aquello, y lo hemos corroborado ahora alleerlo. No sé si con este libro, además de sacar a relucircosas desagradables de su vida con mi madre y con sufamilia, conseguirá salvar al mundo o al menos a algúncardíaco, perdón, «cardiópata», tan perturbado como loestuvo él mismo. La verdad es que tanto mi madre comomis hermanos y yo, y también mi marido, después de sunegativa de quemarlo a pesar de nuestros ruegos, con-fiamos en que no encuentre ninguna editorial que quierapublicarlo. En definitiva, ¿quién era mi padre y a quiénle importa lo que pudiera opinar sobre la salud y la en-fermedad, la vida y la muerte, lo humano y lo divino?Porque de opinar, no se priva, ¡y en qué términos tan re-accionarios al mismo tiempo que subversivos! Bueno,más bien sublevantes. Él no era médico, ni siquiera unenfermo corriente que pudiera servir de prototipo. fíjeselas cosas que cuenta sobre el SINTROM y los asesina-tos… para no hablar de las burradas que dice sobre lasrelaciones familiares. Tampoco era un escritor, ni si-quiera un periodista, ni uno de esos personajes de terce-rilla que viven de los escándalos en los que estánimplicados los famosos de este mundo con los que hayanpodido estar en contacto. Pero no quiero irritarme.

Los textos que encontré son fragmentarios y de dosclases, ninguna de importancia, excepto un cuadernodonde iba apuntando citas y notas que pueden serle úti-les; el resto son listas, de medicamentos, de sus lecturas,incluso de sus amigos muertos y de la edad que tenían

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al morir y otras circunstancias, como si estaban enfermoso eran alcohólicos o drogadictos (creo de verdad que mipadre estaba loco). También listas de personas, casi todasfamosas, enfermas del corazón, pues al parecer era su in-tención hacer un “Diccionario de cardiópatas” (pero noconsiguió avanzar demasiado porque se negó a utilizarel ordenador y no parece que hubiera muchas bibliotecasen ese horrendo lugar en el que se había escondido, queno retirado), como el ruso Leónidas Andreiev o el fran-cés Guy de Maupassant, el inglés Percy Shelley, y aquíincluía el tétrico detalle de que su mujer, Mary Shelley,la autora de frankestein, guardó su corazón durantetreinta años, envuelto en un poema de Keats; músicoscomo Gustav Mahler y ese dramaturgo que se casó conMarylyn Monroe, Arthur Miller. También incluía enla lista a médicos literatos, como Chejov, Conan Doyle,W. Somerseth Maugham, William Carlos William y aescritores con otras enfermedades, como la tuberculosis:el propio Chéjov, Keats, D. h. Lawrence, Kafka, Molière,Simone Weil, Rilke y Orwell, o flannery 0’Connor quetenía lupus eritematoso. Por último, obsesionado comoestaba con el suicidio y, como sospecho, suicida él mismo,reseñó hasta veintisiete escritores suicidas, entre otros,Jack London, Cesare Pavese, hemingway, Mishima, Vir-ginia Wolf, zweig, Walter Benjamin y Emilio Salgari.

Además de los aforismos y sentencias sobre su filoso-fía de la vida, que usted ha incluido, había también trans-cripciones de letras de algunas canciones, como las delos pasodobles que cantamos y bailamos en mi boda. Eltexto más importante hace referencia a la muerte denuestra gata, un episodio que para él fue una tragediatan grande como el suicidio de Tobías, porque siempre

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le importaron más los animales que las personas. Ter-mina así, exabrupto, por eso creo que forma parte de undiario, y luego hay como una apuntación sobre un estadode conciencia que a mí me parece cercano al delirio. Nolos he destruido –aunque ganas no me faltaron– pues en-tendí que le hacía un favor si los incorporaba, ya que ex-plican algunas cosas que, de otro modo parecerían aúnmás demenciales. hay uno en particular, que como podráusted imaginarse me ha desconcertado muchísimo. Setrata de la Nana que al parecer me escribió y de la quejamás me hablaron, ni él ni mi madre. Supongo que seríaun juego literario de verano que olvidaron enseguida,pero su lectura ha removido dentro de mí un cúmulo desentimientos que pugnan por abrirse paso, como un vó-mito. Si no hubiera encontrado yo estos papeles pensaríaque lo había falsificado usted para confundirme y conse-guir que me reconciliara con él. Quien sabe, tal vez seaeste el mensaje al que se refiere al final de su manuscritoy yo quien haya encontrado la botella. Al fin y al cabosoy su hija y también llegará un día en que tendré queempezar a perdonarlo.

Le saluda atentamente…

fIN

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