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MUJER AMOR Y VIOLENCIA Nuevas Interpretariones de Antiguas Realidades GRUPO MUJER Y SOCIEDAD UNI/ERSID/1D NMCIONML DE COLOMBIK TM EDITORES

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MUJER AMOR

Y VIOLENCIAN uevas Interpretariones de Antiguas Realidades

GRUPO MUJER Y SOCIEDAD

UNI/ERSID/1D NMCIONML DE COLOMBIK TM E D I T O R E S

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El “ Grupo Mujer y Socie­dad” , de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, se creó en 1987 y viene desarrollando acti­vidades de estudio, inves­tigación y asesoría alrede­dor del concepto de género y, en general, en el campo de la problemática feme­nina.En la actualidad lo con­form an las profesoras Guiomar Dueñas, María Eugenia Martínez, María Himelda Ramírez, Yolan­da Puyana, Yolanda Ló­pez, Juanita Barreto, Magdalena León, Mon- serrat Ordóñez y Florence Thomas (coordinadora).

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sociología y política

coediciones universidad nacional de Colombia

(centro editorial) tercer mundo editores

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M U JER , A M O R Y V IO L E N C IA

Nuevas interpretaciones de antiguas realidades

GRUPO MUJER Y SOCIEDAD

unCENTRO EDITORIAL e o i i o h s

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BOGOTÁ • CARACAS • QUITO

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E D I T O R E S Transversal 2- A N2 67 - 27

Tels: 2551695-2556691 Santafé de Bogotá, Colom bia

portada:ilustración: serie de la vida cotidiana no. 3

escultura en bronce de trixi allina diseño: felipe valencia

segunda edición: enero de 1991 primera reimpresión: mayo de 1994

© universidad nacional de Colombia - centro editorial © tercer mundo editores

ISBN 958-601-287-5

preparación litográfica, impresión y encuademación: tercer mundo editores

impreso y hecho en Colombia printed and made in Colombia

2526-94-126

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INDICE

PRESENTACION

LAS AUTORAS

RECONOCIMIENTOS

INTRODUCCION

PRIM ERA PARTE. R AICES DE LA OPRESION DE LA M UJER

Capítulo 1. ¿Nos determina la naturaleza? ¿Nos condiciona la biología?

Capítulo 2. Desentrañando la lógica que presupone la infe­rioridad de la mujer

Capítulo 3. De la ambivalencia primigenia frente a la mujer a la misoginia universal

Capítulo 4. El trabajo doméstico: una forma ancestral de opresión a la mujer

SEGUNDA PARTE. AM OR Y V IO LEN CIA

Capítulo 1. Freud y la mujer

Capítulo 2. Amor, sexualidad y erotismo femenino

Deshojando la vida (poemas)

Capítulo 3. Mujer y violencia

TERCERA PARTE. ESTADO, IN FA N C IA Y O R GAN IZACION ES FEM E N IN AS EN COLOM BIA

Capítulo 1. Mujer y política social: el caso de los hogares infantiles

Capítulo 2. Hacia un nuevo estilo de organización de las mujeres

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C U AR TA PARTE. N U EVAS IN TERPRETACIO N ES DE A N TIG U A S R E A LID A D E S

Reseña del simposio “ M ujer y sociedad” 177

EPILOGO 207

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PRESENTACION

JU A N IT A B A R R E TO G A M A *

Cuando nos detenemos a pensar el mundo y la sociedad en sus relaciones concretas, concediéndole especial sig­nificación a la situación de la mujer en la historia, en­contramos qi as y de largo tiempo

rechos, en la búsqueda del reconocimiento de sus capa­cidades, de sus ideas, de sus sentimientos y de su ser entero.

Buscar y ofrecer, desde la perspectiva de la mujer, explicaciones a la realidad, supone ubicarnos en el te­rreno de la utopía que confiere sentido de futuro a los procesos sociales, con el fin de ampliar los horizontes que permitan a la humanidad entera volverse sobre sí misma observándose en su composición por sexos y re­conociéndose constituida por personas afectadas en su ser y en su historia por la división sexual y social del trabajo.

Se pretende develar, cada vez con mayor claridad, el sustrato ideológico e ideologizante de las categorías de masculinidad y feminidad, y su incidencia en todas las esferas de la vida; renovar, enriquecer y transformar las relaciones subyacentes en un lenguaje que simboliza un mundo integrado por el hombre en abstracto, desig­nando con esta expresión a hombres y mujeres, y legi­timando con ello el predominio de lo masculino sobre lo femenino.

* Profesora de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional y miembro del “ Grupo Mujer y Sociedad” .

las acciones defensa de sus de-

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Ofrecer entonces nuevas interpretaciones a la vida social desde una perspectiva femenina implica intro­ducirnos en los procesos orientados a formular interro­gantes y construir respuestas en torno a la subordinación de la mujer, a las limitaciones para el ejercicio de su auto­nomía y a sus condiciones generadoras, y a la presencia de las mujeres en la historia.

Los artículos que conforman esta obra incursionan desde diversos enfoques, disciplinas y escuelas de pen­samiento en el análisis de la subordinación de la mujer como hecho histórico-cultural, y en la identificación de los procesos gestados por las mujeres para conquistar su autonomía. Por ello, estos trabajos plantean interro­gantes sobre antiguas realidades en las cuales interactúan incesantemente los binomios vida y muerte, amor y vio­lencia, asumiendo características específicas en relación con la situación de la mujer. Allí adquieren especial in­terés analítico:

—La cuestionada función de la mujer como protago­nista de la historia, situada en los umbrales de lo oculto, lo misterioso, lo desconocido.

—La manipulación de su imagen para fines de do­minación ideológica, afectiva, económica.

—Las adversas condiciones de su acceso y su partici­pación en las letras, en las artes y en la producción cien­tífica. Recordemos a las mujeres escritoras escudadas en seudónimos masculinos para introducirse en el am­biente literario; pensemos en el veto, revestido de falso moralismo, para socavar la imagen de la mujer artista, y observemos las dificultades y contradicciones pre­sentes en la incorporación de la mujer a la educación secundaria, universitaria y especializada.. —Los avatares y complejidades de su participación

política manifiestas, por ejemplo, en las restricciones para su ejercicio del sufragio y de sus derechos como ciudadana.

—La asignación del ámbito doméstico como el espacio prioritario y casi exclusivo de la mujer.

—Las diferencias en la valoración del trabajo feme-

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nino al ‘menospreciarlo’, esto es, al tasarlo en menor precio o en ninguno.

—El predominio de los criterios, intereses y valores masculinos para legitimar los procesos sociales y las acciones humanas.

—Las condiciones para la toma de decisiones de la mujer sobre sí misma, sobre su cuerpo, sobre su vida cotidiana, sobre el amor, sobre su entorno, las cuales en algunos estadios de la historia le han conferido al varón potestad y dominio sobre la mujer; las normas y mandatos religiosos y civiles tienen un gran acopio de ejemplos al respecto, así como la violencia física y psicológica ejercida en la vida familiar y laboral sobre las mujeres.

El libro Mujer, amor y violencia. Nuevas interpre­taciones de antiguas realidades invita a continuar avan­zando en la identificación de las múltiples contradicciones que subyacen en la historia de la subordinación femenina y demuestra que ante la magnitud y complejidad del problema es una necesidad de primer orden apoyar e impulsar estudios especializados sobre la mujer.

El proceso vivido por el “ Grupo Mujer y Sociedad” para la edición de esta obra permite afirmar que sólo un trabajo permanente y colectivo, orientado a develar, analizar y cuestionar la situación de opresión de la mujer y reconocer sus acciones, su pensamiento y sus poten­cialidades, permitirá a las mujeres continuar avanzando en la construcción de su autonomía, como condición esencial en la constitución de una nueva sociedad en la que crezcamos hombres y mujeres juntos en defensa de la vida.

Bogotá, mayo de 1990

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LAS AUTORAS

GUIOMAR DUEÑASProfesora Asociada del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Maestría en Demografía Histórica de América Latina, Universidad de Texas, Austin, USA. En la actualidad ade­lanta estudios para el doctorado en esa misma materia en dicha uni­versidad.

GLORIA LEAL LEALTrabajadora Social de la Universidad Nacional de Colombia. Espe­cialista en Política Social, Universidad Externado de Colombia. En la actualidad es Asistente de la Secretaría General de la Gobernación de Cundinamarca. Docente ocasional de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Sus poemas han sido publicados en periódicos y revistas de circula­ción nacional, lo mismo que leídos en diferentes recitales en Bogotá.

MARIA EUGENIA MARTINEZTrabajadora Social de la Universidad Javeriana. Especialista en Administración Pública, en la E SAP. Profesora Asociada del De­partamento de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Co­lombia. Es coautora de los libros Historia del trabajo social en Co­lombia, 1900-1975 y Otra sociedad, otra mujer (1980). Ha escrito artículos para la revista Procesos y políticas sociales. Es miembro activo de la Asociación Distrital de Trabajadores Sociales. Participa en calidad de directora del Departamento de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Colombia en el Consejo Nacional para la Educación en Trabajo Social.

YOLANDA PUYANATrabajadora Social de la Universidad Javeriana. Magister en estu­dios de población, FEI Universidad Javeriana. Profesora del De­partamento de Trabajo Social. Coautora del libro Mujer y familia en Colombia, Plaza y Janés, 1985.

MARIA HIMELDA RAMIREZLicenciada en Trabajo Social, Universidad Nacional de Colombia. Profesora Asociada del Departamento de Trabajo Social de la Univer­

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sidad Nacional de Colombia. Autora de varios artículos y ponencias sobre la violencia en la familia, publicados en revistas de circulación nacional. Preparó un memorándum para la Comisión de Estudios sobre la Violencia que produjo el libro Colombia, violencia y demo­cracia, Universidad Nacional de Colombia, Colciencias, 1987.

FLORENCE TH OM ASPsicóloga de la Universidad de París. Maestría en Psico-sociología, Universidad de París. Profesora Asociada del Departamento de Psi­cología, Universidad Nacional. Autora de varios artículos y ponencias sobre los medios masivos de comunicación y la problemática femenina. Autora del libro El macho y la hembra, Universidad Nacional de Co­lombia, 1985. Coordinadora del Grupo Interdisciplinario “ Mujer y Sociedad” .

Además, el doctor Luis Santos Velásquez que colaboró con un muy valioso aporte desde su perspectiva psicoanalítica. Luis Santos Ve­lásquez es médico de la Universidad Nacional de Colombia. Psicoana­lista Asociación Psicoanalítica Colombiana. Profesor del Departa­mento de Psicología de la Universidad Nacional de Colombia.

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RECONOCIMIENTOS

Deseamos reconocer a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia el apoyo brin­dado a la publicación del presente libro. E ste proyecto se benefició en particular del año sabático disfrutado, durante 1987, por la profesora María Eugenia Martínez y, durante 1988, por la profesora María Himelda Ramírez, ambas del Departamento de Trabajo Social. La profe­sora Juanita Barreto, de esa misma unidad académica, leyó los primeros borradores y planteó valiosas anota­ciones. En calidad de jurado, designado por el Consejo Directivo de la Facultad, la profesora Helene Pauliquen, del Departamento de Literatura, leyó los textos y se­ñaló algunas de sus imperfecciones, las cuales procu­ramos corregir. La profesora Monserrat Ordóñez, también del Departamento de Literatura, en un momento crítico de desánimo de las autoras frente a las limitaciones pro­pias de toda producción colectiva, nos impulsó a con­tinuar adelante. Lo mismo hizo la profesora Magdalena León, vinculada en ese entonces al Centro de Estudios So­ciales, CES. El decano de la Facultad, profesor Guillermo Hoyos, respaldó de manera decisiva el proyecto.

Las autoras

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INTRODUCCION

Fue la Universidad Nacional la primera entidad que permitió a la mujer el ejercicio del derecho a la educa­ción superior. En la década de los años treintas la Univer­sidad respondió con hechos concretos a las demandas de un grupo de mujeres decididas a iniciar su formación profesional.

Es así como cincuenta años de acceso a las ciencias y a las artes en la Universidad han dado como resultado la profesionalización paulatina de sectores de mujeres que han logrado proyectarse más allá de la familia y del ámbito doméstico. Las mujeres fueron adquiriendo re­lativa autonomía económica, participando en el desem­peño de cargos públicos e incluso empezaron a ser ele­gidas para los cuerpos colegiados.

L_Sin embargo, en su conjunto, las profesiones desem­peñadas de manera predominante por mujeres privilegian los campos de las ciencias humanas y las áreas para- médicas. La pedagogía, el trabajo social, las terapias, la enfermería, la nutrición y dietética, entre otras, consti­tuyen espacios de racionalización de las tareas de repro­ducción de la fuerza de trabajo. Ello significa que, si bien el acceso de la mujer a la educación superior ha re­presentado cambios trascendentales en su condición, aún persisten limitaciones que repercuten en sus posi­bilidades de producción intelectual, en los niveles de re­muneración, y en general en las distintas formas de su participación social. \Develar los motivos de la persis­tencia de estas limitaciones e identificar las perspectivas frente a ellas es el objeto de numerosas agrupaciones académicas que en el país se han venido creando.

La Universidad Nacional de Colombia no estaba ajena

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al estudio de la cuestión femenina y a finales del año 1986 se creó en la Facultad de Ciencias Humanas el grupo interdisciplinario “ Mujer y Sociedad” a partir de acti­vidades investigativas y docentes sobre esta temática, que desde tiempo atrás se venían realizando en la Fa­cultad.

Las profesoras que lo integraron en sus inicios —per­tenecientes a los Departamentos de Historia, Psicología y Trabajo Social— aportaron a la historia del grupo sus estudios sobre temas tales como: los conceptos de masculinidad y feminidad y su manejo en los discursos de los medios masivos de comunicación, la evolución demográfica de la población, la violencia en la familia, la relación de la mujer con las políticas estatales y los procesos organizativos de las mujeres en Colombia, entre otros.

El “ Grupo Mujer y Sociedad” inició su trabajo con el estudio sistemático de las principales tesis de orden biológico, histórico, antropológico, económico y político que explican la condición de opresión a la mujer, y que proporcionan asimismo posibilidades de transformación de dicha condición. Sobre esta base se formulan los si­guientes interrogantes: ¿Condiciona lo biológico a la mujer a una situación “ natural” de sujeción? ¿Ha sido considerada la mujer desde la hominización y en todas las sociedades como inferior al hombre? ¿Se acentúa la opresión a partir de las formas primitivas del capi­talismo? ¿Qué papel desempeñan la economía, la cultura y el Estado en la consolidación de dicha opresión?, y ¿se encubren relaciones de dominación y de violencia en el amor y en la vida cotidiana?

Diversas posibilidades de respuesta a esos interro­gantes fueron analizadas y debatidas dando lugar al material que sirvió de base para la organización del sim­posio “ Mujer y Sociedad” celebrado en el mes de mayo de 1987 en la Universidad Nacional de Colombia. El libro que se entrega ahora, titulado Mujer, amor y vio­lencia, es el resultado de ese trabajo colectivo.

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La primera parte del mismo figura bajo el título de “ Raíces de la opresión de la mujer” , la segunda se ha denominado "Amor y violencia” , la tercera “ Políticas estatales” , y la cuarta “ Nuevas interpretaciones de an­tiguas realidades” .

La primera parte consta de cuatro artículos sobre las diferentes concepciones de los orígenes de la opresión de la mujer a partir del doble interrogante que formula Florence Thomas: “ ¿Nos determina la naturaleza, nos condiciona la biología?” , interrogante fundamental para abrir el debate, puesto que la invocación a la “ naturaleza femenina” ha sido un leit-motiv en la explicación de la secular opresión de la mujer. En este artículo la autora expone que desde el punto de vista de la naturaleza ca­recen de sentido las valoraciones de superioridad y de inferioridad atribuidas a uno u otro sexo.

La explicación de tales valoraciones deberá buscarse entonces en el orden cultural. Es en éste en donde se han construido los fundamentos ideológicos de la discrimi­nación femenina, los cuales se han manifestado desde la mitología en las primeras edades de los diferentes pueblos, hasta en los principios religiosos y las leyes. Inclusive se expresan en buena parte de la literatura científica que se refiere a la problemática. Guiomar Due­ñas expone una interpretación acerca del tema en su artículo “ Desentrañándola lógica que subyace en el pen­samiento que presupone la inferioridad de la mujer” . María Himelda Ramírez lo aborda en su ensayo titu­lado “ De la ambivalencia primigenia frente a la mujer a la misoginia universal’ ’ .

En esa misma parte Yolanda Puyana, con su artículo “El trabajo doméstico, una forma ancestral de opresión a la mujer” , ofrece una visión de las incidencias de la división del trabajo entre los sexos y de sus implicaciones sobre las condiciones de vida de las mujeres.

La segunda parte del libro está conformada por tres artículos y por una muestra de poesía de Gloria Leal. Bajo el título “Amor y violencia” se tratan dos expe­riencias, en apariencia antagónicas, pero que ccn fre­

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cuencia se integran en las relaciones primarias y fun­damentales que establecen las personas entre sí. Los artículos, Freud y la mujer” , “ Amor, sexualidad y ero­tismo femenino” , La mujer y la violencia” conforman esta parte.

El tema del feminismo en determinado momento nos lleva de manera casi inevitable al pensamiento psico- analítico, ya que se le reconoce a éste la enorme influencia que ha ejercido a nivel interpretativo y a nivel terapéutico sobre las concepciones que orientan la comprensión y el tratamiento de la cuestión femenina.

Una de las contribuciones al tema es la del psicoana­lista Luis Santos quien, en la introducción de su trabajo preparado con ocasión del simposio y titulado “ Freud y la mujer” , reconoce las dificultades para leer en el creador del psicoanálisis la temática. Considera que ésta debe ser comprendida en el conjunto de los descubrimientos y postulados acerca de la sexualidad humana formulados por la teoría freudiana.

“ Amor, erotismo y sexualidad femenina” es el texto elaborado por Florence Thomas. Desde un punto de vista intelectual podría sostenerse que se trata de una inter­pretación psicoanalítica no ortodoxa de las carencias en el terreno del amor, pero insiste la autora en que son las vivencias las que le han permitido organizar su pen­samiento en torno al tema, sustrayéndose en alguna medida al análisis académico.

María Himelda Ramírez, en su artículo “ La mujer y la violencia” , señala que, si bien ha sido el hombre el mayor comprometido con la guerra, con los aconteci­mientos delictivos y con las instituciones represivas, la mujer participa en la formación de una cultura que ensalza y promueve la violencia, puesto que ejerce una influencia fundamental en la socialización de la infancia y de la niñez.

La tercera parte, titulada “Estado, infancia y organi­zaciones femeninas en Colombia” , trata el tema de la par­ticipación de la mujer en los espacios públicos, así como de las relaciones que en época reciente viene estableciendo

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con el Estado y las instituciones encargadas de la pla- neación y la ejecución de los programas de desarrollo social. La temática se presenta a través de dos artículos, el primero elaborado por Yolanda Puyana y titulado “ La mujer y la política social: el caso de los hogares infantiles” y el segundo “ Hacia un nuevo estilo de orga­nización de las mujeres” , elaborado por María Eugenia Martínez.

Bajo el título “ Nuevas interpretaciones de anti­guas realidades” figura la reseña de los materiales que, además de los mencionados, se presentaron en el sim­posio. Son trabajos y elaboraciones en distinto nivel de desarrollo. Algunos ya han sido publicados; otros están próximos a serlo. Los temas considerados se pre­sentan teniendo en cuenta la secuencia de ciertos acon­tecimientos históricos, que han incidido en forma sobre­saliente en la situación de la mujer en Colombia.

Por tratarse de un trabajo colectivo el libro refleja matices diversos en el tratamiento de los temas. Se ad­vierten dos tendencias metodológicas fundamentales que, a nuestro criterio, se complementan: la primera coincide con la exposición de resultados de investiga­ciones sistemáticas, la segunda, con las reflexiones sobre vivencias personales.

Pensamos que estas dos tendencias metodológicas, lejos de ser antagónicas o de restarle rigor al libro, re­flejan múltiples posibilidades de captación de la realidad y rescatan dimensiones a menudo olvidadas por las con­cepciones dominantes de la ciencia. En efecto, las mu­jeres, posiblemente por su relación privilegiada con la cotidianidad, el ámbito privado, el amor, etc..., están encontrando y proponiendo otra manera de trabajar, otra manera de sentir, de observar, de ordenar y de for­malizar los hechos y los datos de su entorno.

Nuestro grupo no podía, ni quería, estar ajeno a esta “ otra mirada” .

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Primera Parte

RAICES DE LA OPRESION DE LA MUJER

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CAPITULO 1. ¿NOS DETERMINA LA NATURALEZA?¿NOS CONDICIONA LA BIOLOGIA?

FLORENCE THOMAS

"Naciste mujer, y ese es tu destino...” Nacer mujer..., ¿un destino? ¿Una marca imposible de eludir? ¿Una fatalidad? ¿Una fatalidad o un destino?

Cuántas preguntas fáciles de hacer, difíciles de res­ponder, imposibles de evitar cuando se quiere adentrar en la comprensión de un concepto tan complejo como el de opresión y, particularmente, si se trata de una opre­sión dirigida a la mitad de la población de nuestro planeta.

Sabemos que ningún problema que ataña a nuestra historia como género puede resolverse satisfactoria­mente eludiendo uno de los dos órdenes que nos definen: el biológico y el cultural. Es así como este par de pre­guntas: "¿Nos determina la Naturaleza?, ¿nos condi­ciona la Biología?” se impuso como interrogante esencial, al cual teníamos que dar respuesta antes que cualquier otro.

Tratar de comprender la significación y el peso de esta primera "determinación” biológica de nuestro sexo era la única manera de captar con más rigor el famoso sello de nuestro destino biológico, ese destino tan a menudo uti­lizado con arrogancia por los poderes existentes con fines claramente ideológicos y efectos dolorosamente culpa- bilizantes. Cuántas veces, frente a sistemas de explica­ciones seudo-científicos que recurrían a nuestra "natu­raleza” , o evocaban nuestra "función materna” o “ ins­tinto materno” o “pasividad natural” , ¿no hemos que­dado paralizadas y sin respuestas?

Sólo confrontando nuestra llamada “ naturaleza fe­menina” desde su génesis vamos a poder captar cómo,

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tanto la evocación exclusiva a nuestra naturaleza como la alusión exclusiva a la ideología, impiden entender la génesis de la valoración diferencial de los géneros, pues esta valoración es el resultado de una compleja dinámica interrelacional entre orden biológico y orden cultural. Por otra parte, el adentrarse en la comprensión de los fenómenos biológicos tenía que evidenciar de qué manera se opera la reconstrucción de los elementos "na­turales” en elementos simbólicos y míticos en la cultura.

Es así como iniciamos esta reflexión sobre la opresión abordando el problema de la diferenciación sexual, tanto a nivel filogenético como ontogenético, o sea, la aparición de los morfos macho y hembra en la larga evolución, y con ellos la reproducción sexual (pues durante un largo período y desde el inicio de la vida ésta fue asexual) hasta la corta repetición de esta historia evolutiva en nueve meses de gestación y la diferenciación sexual que entonces se opera.

Ante todo queremos señalar que existen hoy día muchas investigaciones y estudios sobre la temática de la diferenciación sexual, particularmente desde los años cincuentas; estudios que hemos revisado en su ma­yoría para formular algunas conclusiones que expon­dremos a continuación. Efectivamente, hubiera sido muy largo relatar los numerosos datos encontrados en disciplinas tan distintas como la antropología, la bio­logía, la genética, la endocrinología, la etnología, etc..., y nos pareció más pertinente, en relación con el proyecto principal de nuestro estudio, presentar una síntesis re­levante para la pregunta: "Nacer mujer, ¿un destino biológico que explica nuestra secular opresión?” , sín­tesis acompañada de dos esquemas, la Figura 1, "Etapas de diferenciación sexual en la mujer y en el hombre” y, la Figura 2, "Etapas de la diferenciación sexual para un hombre” . Asimismo, presentaremos, para terminar esa corta exposición, una guía bibliográfica de los textos que la fundamentaron.

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LA DIFERENCIACION SEXUAL A NIVEL FILOGENETICO

Filogenéticamente el diformismo (macho y hembra) y la reproducción sexual son relativamente recientes en la historia evolutiva. En efecto, existió un largo período —probablemente antes del terciario— en que la única reproducción de la vida era asexual o uniparental. Nos parece difícil hoy imaginar que en ese entonces no exis­tiera bisexualismo, no existiera lo masculino ni lo feme­nino; la vida se reproducía por simple división celular, fisión o división uniparental, asexual. Este tipo de re­producción, que aún se observa en los seres inferiores, prestó el servicio de una rápida multiplicación que per­mitió poblar vastos territorios resistiendo toda clase de cataclismos, cuando la Tierra apenas estrenaba la vida.

Sin embargo, esta reproducción asexual, uniparental, agámica (una sola célula reproductora), no permite sino la repetición de “n ” ejemplares del mismo génoma, siem­pre el mismo, sin posibilidad de evolución, pero ofrece una impresionante versatilidad adaptativa (por mu­tación), que permitió su permanencia y resistencia por millones y millones de años (1).

Por el contrario, cuando aparece el morfo macho y el morfo hembra y con ellos la reproducción sexual, bipa- rental, singámica, hay fusión de dos gametos: el gameto paterno y el gameto materno. Esta fusión va a permitir, gracias a la multiplicidad prácticamente infinita de com­binaciones entre genes, asegurar por medio de una máxi­ma diversificación la evolución de las especies hasta la especie humana.

Es así cómo —de una manera u otra— la introducción de un principio de dimorfismo y bisexualismo en la na­turaleza, el hecho de que nos hayamos diferenciado en macho y hembra y más tarde en hombre y mujer va

1. Un buen ejemplo es el de las bacterias que han podido resistir mi­llones de años, pues la expresión de su patrimonio genético puede variar casi instantáneamente en función del medio.

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a representar un progreso fundamental, un logro, una victoria evolutiva que no siempre ha sabido interpretarse como tal. Ha significado ante todo una "mejor estra­tegia evolutiva” : lo masculino y lo femenino como los dos polos de una misma realidad.

A la luz de la biología entendimos que el dimorfismo —el hecho de que existan machos y hembras— sólo re­presentó un mejor camino que abrió múltiples posibili­dades evolutivas, en las cuales participarán de manera distinta y con implicaciones comportamentales diferentes (según especies) el macho y la hembra. No existen en el orden natural, por carecer totalmente de sentido, valo­raciones ideológicas o antropomorfizantes en términos de superioridad, inferioridad o relaciones de poder. Sólo encontramos diferencias, que se explican todas como estrategias evolutivas. Aun dentro del discurso actual de la sociobiología, que está empeñada en establecer, entre otras cosas, homologaciones entre primates infe­riores y otras especies, con el hombre, estas similitudes conductuales de cierto orden inferior nunca pueden ser descritas con las connotaciones ideológicas del orden cultural (2).

En el orden biológico no existen ni amos ni esclavos, ni superior ni inferior, ni hembras "oprimidas” , ni ma­chos "machos” . Sólo existen los dos polos indispensables y complementarios —el masculino y el femenino— de una misma realidad: la vida.

Evidentemente este dimorfismo, particularmente con la aparición de la fecundación interna, va a tener implicaciones comportamentales diferentes según los sexos. El organismo productor de óvulos se va a espe­cializar en la concepción y gestación y, por consiguiente, se va a ver implicado en los procesos de desarrollo del embrión. En algunos casos, como es el de los mamíferos

2. A propósito del discurso de- la sociobiología, discurso muy impor­tante de conocer en relación con los problemas de la cuestión fe­menina, del patriarcalismo, etc..., recomendamos el libro de Lewon- tin, Rose y Kamin. Véase Bibliografía.

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y especialmente el hombre, esta implicación tendrá que prolongarse a nivel extra-uterino, pues por razones de inmadurez del niño en el momento de su nacimiento, se va a hacer necesario un ambiente de desarrollo que remplace el medio uterino hasta que el nuevo individuo alcance su autonomía completa. Se prolongará de esta manera, y muy significativamente, la llamada “ inversión parental” por parte de las hembras, hecho que plantea múltiples problemas al inaugurar en el caso humano un nuevo orden, el orden psicosocial (3).

LA DIFEREN CIACIO N SE X U A L A N IVE L ONTOGENETICO

Para abordar ahora el nivel ontogenético resumiremos al­gunas de las etapas más importantes de la diferenciación sexual que se opera durante los nueve meses de nuestra gestación.

— Dos genes principalmente están implicados deter­minando en un primer momento las manifestaciones de las numerosas diferencias sexuales que, en el orden hu­mano, se explicitan en todos los niveles, anatómicos, fisiológicos y neurológicos. Esto quiere decir que el me­canismo cromosómico es el primero que determina el sexo y origina hombres — X Y — y mujeres —XX.

Sin embargo, y a pesar de esta diferencia cromoso- m ática—X X o — XV desde la fecundación del óvulo por el espermatozoide, sabemos ahora, gracias a los descu-

3. El concepto de “ inversión parental” fue acuñado en los años seten­tas por Trivers: “ Toda inversión de un progenitor sobre un solo hijo, hecho que incrementa las posibilidades de supervivencia de éste en detrimento de las capacidades de inversión de este pro­genitor hacia otros descendientes” , R. L. Trivers, “ Parental In­vestment and Sexual Selections” , en B. Campbell Sexual Selection and the Descent o f Man” , Chicago, Aldine-Atherton, 1972, p. 139.

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brimientos en 1950 del endocrinólogo francés Jost, que los embriones masculinos y femeninos son muy indife- renciados hasta la décima semana, momento en el cual se seguiría desarrollando espontáneamente la feminidad si no actuara el antígeno HY, que es el inductor de la masculinidad, ya que este antígeno no puede ser asimilado por la célula femenina, transformándose una de las —X en — Y. Esta fórmula — XY es entonces la responsable de la gónada masculina, el testículo.

El papel del — HY es, por consiguiente, el de inducir el testículo, en vez de permitir que se desarrolle espon­táneamente el ovario.

Vemos así que el hombre añade las características de su masculinidad a las del sexo básico femenino. En otras palabras, la programación femenina básica debe ser contrarrestada en un estadio precoz del bosquejo y es la presencia del cromosoma Y la que impone la mas- culinización; de lo contrario, la estructura original sigue avanzando hacia el tipo ovario (Véanse Figuras 1 y 2).

Las diferentes células del testículo empezarán, en­tonces, a desarrollar sus funciones especializadas; las más importantes son las relativas a la producción de una hormona masculina —la testosterona—, que es la que va a provocar el desarrollo masculino total en el feto.

En este sentido creemos que es ante todo esta dife­renciación gonádica y sus implicaciones neurohormonales las que nos permiten hablar de masculinización y femi­nización (formación del testículo en los hombres y del ovario en las mujeres, con las respectivas secreciones hormonales, las cuales, a su vez, determinan el sexo so­mático).

Por consiguiente, somáticamente nacen "hombres” y “mujeres” . Pero pensamos ahora que el baño defini­tivo de la masculinidad y de la feminidad, o sea, de la manera particular de asumir ese “ nacer somáticamente hombre” o “nacer somáticamente mujer” , lo va a dar un nuevo orden de integración de origen cultural, en el cual está sumergido desde su nacimiento el individuo. Efectivamente, el ser humano desde su nacimiento entra

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definitivamente y para siempre a ser parte integrante de un nuevo medio, de un nuevo orden creado por sus congéneres: el orden cultural; y se verá abocado, ahora, a dos tipos de asimilación —una asimilación orgánica y una asimilación psicosocial —, hecho fundamental, puesto que nuestra especie es la única que se construye antro- pohistóricamente, franqueando así umbrales diferen­ciales de suma importancia en relación con sus parientes cercanos, los primates.

Estos primeros determinismos biológicos (el gené­tico y el hormonal) de nuestro sexo al nacer tienen ahora que integrarse en un nuevo mundo de representación y de control, acompañado de nuevas posibilidades de ma­nipulación, culturización y socialización. A los elementos naturales propios de cada género se integran, entonces, elementos míticos, culturales e ideológicos. Nuestro sexo se vuelve mucho más simbólico que real y eso ocurre en todas las culturas, como lo señalan los antropólogos y los sociólogos.

Es así como entendemos, después de este breve reco­rrido a través de la biología, que la génesis de nuestra opresión es ante todo histórica y que, si bien se nace “mujer” , es la historia la que construye nuestra femi­nidad. Ese hecho es fundamental para nosotras, pues se vuelve posible, por consiguiente, transformar las con­diciones de dicha opresión.

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CAPITULO 2. DESENTRAIÑANDO LA LOGICA QUE PRESUPONE LA INFERIORIDAD DE LA MUJER

GUIOMAR DUEÑAS

Debemos ahora tratar de interpretar la subordinación a la luz de universales culturales, ya que las diferencias biológicas sólo adoptan la significación superior-inferior dentro del entramado culturalmente definido del sistema de valores. Es en el simbolismo, en la regulación social de la división del trabajo, en la representación del ca­rácter humano, donde las diferencias biológicas pueden ser la base sobre la cual se construye la subordinación femenina.

Partimos de un hecho que parece irrefutable: la an­tropología es una disciplina androcéntrica o, por lo menos, tiene un sesgo masculino marcado*.

Para corroborar lo que estamos afirmando, pensemos en el lugar que ocupa la mujer en el andamiaje conceptual

* Así lo sostienen antropólogas tan importantes como Olivia Harris y Kate Young en la introducción del libro que ellas editaron, An­tropología y feminismo (1979). La antropóloga Sally Linton se­ñala a su vez, cómo la antropología ha sido un saber desarrollado principalmente por varones blancos y occidentales, y cómo ha habido un fuerte sesgo masculino en la formulación de las preguntas centrales de la antropología. Anota también la autora la presencia lenta y sutil, pero transformadora, de mujeres antropólogas en los últimos años, en su artículo “ La mujer recolectora: sesgos machis- tas en antropología” , en Antropología y mujer; y aunque cada vez más notamos la presencia femenina en esta disciplina, su incursión se ha hecho respetando los grandes marcos conceptuales preexis­tentes, donde la mujer ha tenido una existencia marginal. En otras palabras, las mujeres antropólogas, en general, suelen adoptar el punto de vista androcéntrico al profundizar los grandes temas de su disciplina.

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elaborado por Lévi-Strauss en su obra Las estructuras elementales del parentesco. El autor, al desarrollar su tesis sobre la prohibición del incesto, dice que ello fue una precondición para la existencia de la sociedad, que tiene como supuesto previo el intercambio de mujeres; es decir, que la subordinación de las mujeres a los hom­bres es una condición necesaria para la fundación de las unidades suprafamiliares. Como lo anotan Harris y Young, para Lévi-Strauss las estructuras elementales de parentesco son unidades de hombres donde las mu­jeres circulan tangencial y secundariamente (1).

Otro ejemplo pertinente es el papel privilegiado que se le confiere a la caza, actividad eminentemente mas­culina, en contraposición al modesto papel asignado a la recolección. Como bien sabemos, la caza y la re­colección fueron el principal modo de vida de la especie humana durante nueve de las diez partes de su desarrollo evolutivo. La recolección, por otro lado, ha sido atribuida a la mujer, pero esta actividad no ha tenido el brillo ni la significación cultural atribuida a la caza. Cazar se considera mucho más que una simple actividad de super­vivencia. La caza está en el centro mismo de la evolución humana: “ La Biología, la Psicología y las costumbres que nos separan de los simios se las debemos a los cazadores del pasado” , dicen los antropólogos Washburn y Lan­caster (2). La caza, como señalamos, es una actividad de hombres, de la cual están excluidas las mujeres. Una teoría que deja por fuera la mitad de la especie no puede ser tomada en serio (3). Como lo señala la misma autora,

La teoría del hombre cazador lleva a la conclusión de que la adap­tación básica humana era el deseo de los varones de cazar y matar.

1. Olivia Harris y Kate Young, Antropología y feminismo, Barcelona, Anagrama, 1979, p. 20.

2. Sally Linton, “ La mujer recolectora: sesgos machistas en antro­pología” , en Olivia Harris, op. cit., p. 37.

3. Ibid.

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Esto no sólo da demasiada importancia a la agresión, que después de todo sólo es un factor de la vida humana, sino que deriva la cultura de la matanza (4).

Podemos concluir diciendo que las preguntas funda­mentales en antropología han sido formuladas y res­pondidas por hombres, y es nuestro propósito en este ensayo hacer explícitos algunos conceptos básicos con que trabaja la antropología, como también la ubicación de la mujer en ellos.

Buena parte de las tareas de la antropología se derivan de la necesidad de buscar generalizaciones acerca de la sociedad humana en términos universales, y desentrañar los rasgos particulares de las sociedades concretas. Dentro de esta perspectiva la mujer significa uno de los pro­blemas más desafiantes en antropología; la posición secundaria de la mujer dentro de la sociedad constituye un hecho pancultural, según se desprende de los aná­lisis de las antropólogas contemporáneas. No obstante, las simbolizaciones y concepciones culturales concretas en torno a ella, su aporte y poder relativos, varían no­tablemente de una cultura a otra y de un período his­tórico a otro (5). No podríamos desconocer la enorme diversidad cultural existente y el escaso conocimiento que aún tenemos sobre estas sociedades, en particular, en lo que concierne a las relaciones entre hombres y mu­jeres. Dice Godelier que, de las probables 10.000 socie­dades que existen en el mundo, hay menos de 50 mono­grafías serias que estudian las relaciones entre los sexos (6).

En las sociedades que conocemos existe una infinita variedad de matices y formas en la relación varón-hembra, que van desde la casi igualdad sexual entre los indios

4. Ibid.5. Sherry Ortner, “ ¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la natu­

raleza con respecto a la cultura?” , en Olivia Harris, op. cit., pp. 109-119.

6. Maurice Godelier,“ The Origins of Male Domination” , en Ne-v >',.u'¿ Review, No. 127, mayo-junio, 1981.

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montagnaises y humus del Canadá y los arapesh de Nueva Guinea, hasta la semi-esclavitud de las mujeres de Arabia Saudita y de los pastores de Sarakatsami en Grecia (7), pasando por las sociedades matrilineales donde las mujeres son subordinadas, no sólo al padre o al esposo, sino también al hermano o al tío, pero donde la subordinación es más atenuada que en las sociedades patrilineales donde prevalece la autoridad del hombre.

Hay un hecho preponderante del cual da cuenta la an­tropología: en todas partes, dentro de todos los tipos de organización social y económica, e independiente­mente del grado de complejidad de la sociedad, las mu­jeres son consideradas inferiores a los hombres; en las sociedades orientales y occidentales, en América pre­colombina (aztecas, incas y chibchas), en la India de las castas, en la Atenas de Pericles y en la remota y miste­riosa China, la vida social ha sido dominada por los hombres. Así que se puede afirmar que el status inferior de la mujer es un hecho universal.

Es posible que las mujeres sean importantes, pode­rosas, influyentes, pero parece que en relación con los hombres de su misma edad y status social las mujeres en todas partes carecen de una autoridad reconocida a nivel universal.

¿Cómo identificar el pensamiento cultural que presu­pone la inferioridad de las mujeres? Nos ocuparemos de explicar algunos elementos que ilustran la asimetría valorativa de la mujer, centrando la argumentación en torno al concepto naturaleza versus cultura.

Una manera muy usada en antropología de definir las diferencias de género es a través de oposiciones bi­narias: lo femenino se explica a través de una serie de re­presentaciones deslindadas claramente de su opuesto, lo masculino. Así, varones y hembras son contrapuestos en términos polarizados: fortaleza/debilidad, actividad/

7. op. cit-, p. 10 y Rosaldo Zimbalist, ‘ ‘ Mujer, cultura y sociedad.Una visión teórica” , en Olivia Harris, op. cit-, p. 171.

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pasividad, profundidad/superficialidad, razón/emoción y así hasta el infinito^ Un campo favorito para el refor­zamiento de estos estereotipos ha sido el también espacio dual cultura/naturaleza. Esta división artificial y ahis- tórica ha facilitado la localización irreductible de los sexos, confiriéndoles unas características que van más allá de sus atributos biológicos y que llevan a clasificar las diferencias en términos conductuales y de comporta­miento social y cultural. Así, la cultura, como es recono­cida por todas las sociedades humanas, comprende los distintos sistemas significativos, es la conciencia hu­mana y sus productos más preciados. Es aquello que trasciende las condiciones naturales. Por otro lado, la naturaleza corresponde a un orden inferior y desvalori­zado. Aunque hoy los hombres y las mujeres han reco­nocido los peligros de esta desvalorización, la polari­zación ha persistido y ha servido para ubicar a los sexos de forma mecánica y ahistórica en cada uno de los dos compartimentos estancos.

En efecto, las mujeres han sido asociadas con la natu­raleza en su sentido más general, en tanto que los hombres han sido identificados con la cultura (8).

Dado que el proyecto de la cultura es siempre tras­cender la naturaleza, se ha considerado natural que la cultura subordine a la mujer, parte de aquélla (9). En el nivel más elevado, el mundo de la cultura, están los hombres. La mujer no encaja del todo dentro de la ar­ticulación formal del orden social establecido por ellos. Por eso su exclusión de los ritos más sagrados o del ór­gano político supremo. Su posición se deriva del estadio del ciclo de vida en que se encuentra, si es niña o mujer,

8. El modelo que a continuación se presenta es el que desarrolló am­pliamente Sherry Ortner en su ensayo “ ¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la cultura?” , en Antropología y feminismo.

9. Sherry, Ortner, op. cit., p. 115.

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de sus funciones biológicas y, particularmente, de sus lazos sexuales. Además, la mujer está más inmiscuida que el hombre en los aspectos que han sido considerados como los más prosaicos de la existencia social, pariendo hijos, con dolor y sangre, llorando abiertamente a sus muertos, cocinando, fregando platos, limpiando y otras actividades afines. De la misma manera, la mujer ha sido definida casi exclusivamente en términos de sus funciones sexuales: como madre, esposa, amante, pros­tituta, bruja (se acuesta con el Diablo) y monja (se des­posa con Dios), e identificada menos por sus roles so­ciales o profesionales: médica, estadista, politóloga, filósofa.

Pero la pregunta que surge de esto es: ¿Por qué se considera a la mujer más próxima a la naturaleza?

Todo parece indicar que el cuerpo y las funciones procreadoras específicas de la mujer la llevan a dedicar más tiempo a la vida de la especie que a ella misma, lo que le resta oportunidades de participar en la creación de la cultura; esto la aproximaría más a la naturaleza que al hombre. A su vez, las funciones de la reproducción la sitúan en roles sociales que los hombres consideran como inferiores. Finalmente, los roles sociales impuestos, como consecuencia de su cuerpo, le confieren una es­tructura psicológica que parece más cercana a la natu­raleza.

Es un hecho conocido que, en proporción, una mayor parte del cuerpo femenino durante un lapso más largo de su vida y en detrimento de su salud general, se ocupa de los procesos naturales relativos a la reproducción de la especie. Señala acertadamente Simone de Beauvoir cómo muchas zonas e importantes procesos del cuerpo de la mujer no tienen ninguna función visible para la salud y la estabilidad del individuo y, por el contrario, mientras realizan sus funciones orgánicas específicas suelen ser fuente de incomodidad, dolor y peligro.

La mayoría de las mujeres durante la menstruación sufren cefaleas, cambios en la tensión arterial y son más propensas a cambios temperamentales en esos días. La

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gestación es una tarea fatigosa que no ofrece ningún beneficio individual (aunque se pretenda idealizar la re­lación afectiva temprana que se establece entre el feto y la madre). Con razón, la misma autora dice que “ ...de todas las hembras mamíferas, la mujer es la que está más profundamente enajenada y la que rechaza con más vio­lencia esa enajenación; en ninguna hembra la esclavi­zación del organismo a la función reproductiva es tan imperiosa, ni es tan difícilmente aceptada” (10).

El cuerpo de la mujer parece condenarla a repetir la vida, mientras que el hombre, al carecer de esta res­ponsabilidad, se orienta a afirmaciones creativas dife­rentes: la tecnología, la ciencia, el arte..., a elaborar justificaciones ideológicas para controlar el proceso re­productivo femenino, y a producir la industria de la guerra y, por tanto, de la destrucción. Resaltamos esta paradoja universal: mientras la mujer dedica gran parte de su existencia a crear la vida, el hombre invierte su * energía en la muerte social en nombre de la supuesta superioridad y trascendencia cultural. Resulta inquietante verificar que en culturas patriarcales el hombre se sigue atribuyendo un papel superior en el proceso reproductivo. Se dice que el hombre lleva el semen viviente, que es el elemento activo del proceso reproductivo, ya que sólo el padre es creador; la madre es la receptora pasiva, y el óvulo, como ella, espera quietamente ser fecundado.

Las manifestaciones de poder que se atribuyen los hombres, aun en el proceso reproductivo, se ponen en evidencia en las costumbres de los pueblos mbum del Chad, en el suroccidente africano, en donde a las mu­jeres embarazadas se les prohíbe comer pollo o carne de cabra, por el posible daño que ello acarrearía en la repro­ducción o en la integridad física de los recién nacidos. La explicación de esta prohibición se encuentra en el hecho de que tanto los pollos como las cabras son añi­

lo. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Buenos Aires, Siglo Veinte,1981, p. 55.

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males domesticados por el hombre y guardados para la reproducción, por lo tanto, no deben ser consumidos sino multiplicados con el fin de que generen riqueza. A las mujeres se les prohíbe comer carne de cabra y pollo, algo que metafóricamente es equivalente a ellas. Los pobres, las cabras y las mujeres son elementos que hacen parte del sistema de producción social de los pue­blos mbum. Allí el hombre ha inventado sus propias valoraciones culturales para justificar la dominación de sus reproductoras; comer pollo pone en peligro el fruto de sus entrañas, pero en realidad la prohibición lo que busca es controlar las fuerzas de producción: riqueza material y personas (11).

Ahora bien, resulta interesante reflexionar con Go- delier acerca del afán de dominación del hombre, quien ocupa un lugar más valorado en el proceso de producción material de la vida, mientras las mujeres ocupan un lugar privilegiado en el proceso reproductivo. Porque precisa­mente el control masculino se acentúa sobre las mujeres fértiles y sobre la fertilidad femenina. Se observa en forma clara a través del estudio de organizaciones so­ciales primitivas y modernas, que la mujer menopáusica disfruta de un mayor poder que las mujeres fértiles. "Los hombres que dominan el proceso material y monopolizan la guerra y la caza ejercen su control, no sobre las mu­jeres como productoras, sino como reproductoras de la vida que mantiene el grupo” (12).

No es difícil comprender las razones de la asimilación de lo femenino a lo natural y de lo masculino a lo cul­tural, teniendo en cuenta tan sólo las implicaciones que suponen las diferencias fisiológicas entre hombres y mujeres. Pero afirmamos que la mujer no puede ser asi­milada exclusivamente a la categoría de naturaleza, pues, en primer lugar, es evidente que la mujer, en la

11. Bridget O ’Laughlin, “ Mediación de contradicción: por qué las mujeres mbum no comen pollo” , en Olivia Harris, op. cit., p. 237.

12. Maurice Godelier, op. cit., p. 13. Traducción libre de la autora.

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misma medida que el hombre, es un ser dotado de con­ciencia y como tal tiene la misma capacidad que él de generar y manejar símbolos, categorías y valores. Las mujeres constituyen la mitad de la especie humana y nada se lograría sin su concurso. En segunda instancia, el hombre y la mujer no son una especie natural; son, tanto el uno como el otro, sujetos históricos.

Es cierto que en los estadios tempranos de desarrollo, cuando el elemento fundamental de supervivencia era la fuerza masculina, la mujer se encontraba en una si­tuación de mayor vulnerabilidad para realizar sus fun­ciones reproductivas y, por lo tanto, se convertía en fácil víctima del control masculino. Pero, en la medida en que se ha remplazado la fuerza muscular, la diferencia tiende a desaparecer. No es la fuerza física la que hoy define las diferencias, son las variables económicas y morales las que se usan para esclarecer las nociones de debilidad o supremacía; Simone de Beauvoir anota al respecto: “ El cuerpo de la mujer es un factor esencial pero él no basta para definirla, un cuerpo no tiene rea­lidad sino a través de sus acciones en el seno de la so­ciedad” (13).

En los estadios primitivos de desarrollo el hombre cazaba y hacía la guerra. A la mujer se la confinaba a un entorno más reducido en razón de su maternidad; recogía frutos silvestres, cazaba pequeños animales y cocinaba los alimentos. A partir de esa división del tra­bajo, que inicialmente era el resultado de las limitantes naturales y de la dispersión y relativa escasez de los re­cursos, aparece un sistema de valoración diferente en lo que hace relación a las actividades que se realizan. La caza y la guerra, trabajos en los que se arriesga la vida, son más valorados culturalmente. Es mejor arries­gar la vida que darla.

La asociación de la mujer con el círculo doméstico contribuye a concebirla como- más próxima a la natu­raleza. Los niños, de la misma manera, son considerados

13. Simone de Beauvoir, op. cit., p. 60.

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como seres humanos inferiores porque todavía no hacen parte del mundo de los hombres, y las mujeres, en con­sonancia con su “ status” y mentalidad inferior, son las guardianas naturales de estos seres incompletos, inca­paces aún de participar en la cultura.

Resulta interesante recordar el valor cultural tan marcado que se asigna a los ritos de iniciación masculina. El contenido simbólico de esos ceremoniales va más allá de la celebración de la llegada a la pubertad y el inicio de la participación plena en la cultura. Los ritos tienen una significación descontaminante de la impureza fe­menina. El joven debe, en forma a veces traumática, renunciar al mundo de las mujeres, espacio considerado indigno de hombres. Debe probar que está listo para entrar al mundo que le pertenece.

El hijo rompe con ese mundo, que a su vez parece constituir la única opción de la madre. Zimbalist Rosaldo señala apropiadamente a este respecto:

...a pesar de que parece que el hecho de que las mujeres paren a los niños y los críen no tiene que tener otras consecuencias, re­sulta ser el centro de la distinción más simple en la división del trabajo de los adultos de un grupo humano. Las mujeres llegan a verse absorbidas predominantemente por las actividades do­mésticas a causa de su rol de madres. Sus actividades económicas y políticas se ven limitadas por las responsabilidades del cuidado de los niños y sus atenciones están dirigidas muy precisamente hacia los niños y la casa (14).

Esta orientación contrasta con las esferas extra- domésticas políticas y militares, esferas de actividad e interés que se asocian principalmente con los hombres.

Dentro de una sociedad patriarcal es consecuencia lógica que las actividades políticas de la mujer se vean truncadas por las responsabilidades inherentes a la crianza. El cuidado de los niños interfiere con una po­tencial carrera pública y con una proyección social. Por el contrario, los hombres, libres de responsabilidad do-

14. Rosaldo Zimbalist, op. cit., p. 170.

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méstica, emplean su tiempo para formar esas amplias asociaciones que constituyen la sociedad. El distancia- miento que produce la polaridad de roles permite a los hombres manipular su entorno social, al liberarlos del compromiso afectivo que implica una cercanía perma­nente a su grupo familiar.

Ahora bien, si el ámbito doméstico pertenece a la mujer y el ámbito público es el del hombre, ¿cuáles son las consecuencias del confinamiento de la mujer a la esfera doméstica?

La respuesta parece desalentadora. El espacio del hogar representa un tipo de ocupaciones de nivel inferior, fragmentadoras y particularistas, en contraposición a las relaciones interfamiliares (espacio público) que suponen ocupaciones de nivel superior, integradoras y universalistas.

Es evidente que asociar el binomio inferior/superior a los polos doméstico/público resulta a todas luces es­quemático. Es útil cuando se trata de reproducir rela­ciones de dominación, o cuando se pretende enfatizar el carácter irreductiblemente diferente de los sexos. Es históricamente falso identificar totalmente el contexto doméstico con la naturaleza. En el hogar la mujer par­ticipa activamente en el proceso cultural; la madre es el primer agente de socialización y, en consecuencia, la primera representante de la cultura. Además, no hay que olvidar la principal tarea de la madre: la transmisión del lenguaje. Igualmente el proceso de cocción de los alimentos, tarea doméstica por excelencia, es un claro paso de lo natural a lo cultural, y es la mujer la artífice de este proceso.

Aunque en el campo de lo económico en las sociedades capitalistas se prosigue con la separación tajante de la reproducción como la tarea identificadora del espacio doméstico, y la producción como lo propio del espacio económico amplio, estableciéndose una valoración dife­rencial que lesiona el campo de las mujeres (la población económicamente inactiva está constituida principal­mente por las amas de casa) no se pueden ignorar los

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vínculos de apoyo que existen entre los dos espacios. El trabajo doméstico desempeña un papel esencial en el sistema económico, ya que es el responsable de la repro­ducción de la fuerza de trabajo, e indirectamente ayuda a la acumulación capitalista, al abaratar los salarios de los obreros. Es, pues, ilusorio separar tajantemente las dos esferas.

Para finalizar, quisiéramos señalar que, aunque el concepto dual cultura/naturaleza nos permite profun­dizar en el hecho universal de la subordinación femenina, su capacidad explicativa es limitada. Por un lado, esta categorización es un producto de las elaboraciones teó­ricas antropológicas, susceptibles de modificaciones. Es decir, no es un hecho espontáneo de fácil observación. Por otro lado, este modelo resulta estático, incapaz de señalar las constantes transformaciones de la sociedad humana en su transcurrir histórico. La evolución de las sociedades es de naturaleza dialéctica y, como tal, los con­dicionamientos son múltiples y recíprocos. La polarización que se establece no permite vislumbrar los cambios ne­cesarios que se operan en la relación entre los sexos a través del tiempo.

Las interacciones entre la naturaleza y la cultura se deben entender a partir de situaciones históricas con­cretas; resulta, en este sentido, arriesgado atenerse al carácter atemporal del esquema. No negamos que el modelo es consistente y que se fundamenta sobre obser­vaciones antropológicas de validez académica, pero al identificar universalmente lo que separa los sexos ten­demos a minimizar los indudables cambios y acerca­mientos entre ellos. Las mujeres en las sociedades capi­talistas actuales han penetrado al espacio milenario de los hombres. Su inclusión en este recinto no las ha liberado de sus ataduras ancestrales, antes bien, ha im­plicado una duplicación de sus oficios. Continúan con las arduas tareas de la reproducción, pero también producen en el campo amplio de las ideas, de las creencias, de la economía. A simple vista, estos nuevos oficios las en­cadenan, pero creemos que las nuevas contradicciones

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a que se ven enfrentadas las mujeres les permitirán vis­lumbrar nuevos caminos de liberación, para ellas y para los hombres.

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CAPITULO 3. DE LA AMBIVALENCIAPRIMIGENIA FRENTE A LA MUJER A LA MISOGINIA UNIVERSAL

M ARIA HIMELDA RAMIREZ

Recientes estudios sobre la opresión de la mujer con­firman la gran frecuencia de su posición secundaria en relación con el hombre, aun cuando se admita una ma­yor igualdad entre los sexos en ciertos regímenes propios de organizaciones sociales del pasado o que aún sobre­viven. Las expresiones ideológicas de la discriminación femenina —plasmadas en mitos, leyendas, cuentos o relatos que se conocen desde tiempos remotos— ad­quieren un especial interés cuando se trata el tema del origen de su opresión, puesto que ofrecen materiales de gran valor, que han sido interpretados en algunas ocasiones como referencias históricas y, en otras, en términos de su significación simbólica. Y por lo mismo, se sugiere una gran controversia sobre la temática, cuyos delineamientos generales se exponen en este ensayo.

El punto de partida de las discusiones al respecto es el planteamiento de Federico Engels quien, en 1884, en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, señala que las marcadas diferencias sociales entre el hombre y la mujer aparecieron con la propiedad privada sobre la tierra y los instrumentos de trabajo. Ese hecho, según el autor, llevó a la esclavitud de los individuos y de los grupos humanos despojados, con lo que se produjo también la reducción de la mujer a la servidumbre doméstica. Engels sustenta su interpre­tación en los argumentos de Juan Jacobo Bachofen, quien en 1861 publicó su afamado estudio sobre la natu­raleza jurídica y religiosa del matriarcado antiguo. Com­parte con este autor la afirmación de la existencia de una edad dorada o época de oro, anterior a la aparición de

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las clases sociales. En ese entonces las mujeres ocupaban una posición privilegiada con relación a los hombres, que se expresaba en el ejercicio de plenos poderes sobre la comunidad.

Alejandra Kollontai en 1921, siguiendo a los dos autores mencionados, reitera la idea de la gran influencia femenina en el gobierno de los primeros tiempos. Como ilustración al respecto, menciona una leyenda checa sobre el príncipe Libussa, quien tenía dos hermanas, la una dedicada a la medicina y la otra a la construcción de ciudades; cuando el príncipe llegó al poder nombró en calidad de consejeras a dos jóvenes versadas en cues­tiones de derecho. Afirma esta autora que ‘ ‘ ...la leyenda nos da una idea de cómo se conservaba claramente en la memoria del pueblo el reinado de la mujer” (1).

Establece, además, las diferencias de la situación de las mujeres entre las comunidades dedicadas a las actividades agrarias y las que se dedicaban al pastoreo,

Cuanto más rico se hacía el clan en número de cabezas de ganado, más se convertía la mujer en criada, de menor valor que una res y más honda era la sima entre los «ios sexos. La transformación en guerreros y hordas de pillaje fue además más típica de los pueblos nómadas y pastores que en aquellos que se alimentaban de los productos de la tierra. La riqueza de los labradores se ba­saba en el trabajo pacífico, la de los pastores y nómadas en la rapiña... (2).

Simone de Beauvoir en el Segundo sexo, en 1949 y en épocas más recientes, y las autoras inglesas de la antro­pología feminista entre las que se destacan Olivia Harris y Kate Young, manifiestan que la explicación de Engels es insuficiente para comprender a cabalidad el origen de la subordinación de la mujer. Sostienen que aun en las más remotas edades, previas a la aparición de las clases sociales, la situación de la mujer era de inferioridad con relación al hombre. Para Joan Bamberger

1. Alejandra Kollontai, La mujer en el desarrollo social, Barcelona,Guadarrama, 1976, p. 23.

2. Op. cit., p. 24.

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...en ningún lugar del mundo actual ha sobrevivido matriarcado alguno y puesto que se carece totalmente de las fuentes primarias que pudieran dar cuenta de él, tanto la existencia como la for­mación de sociedades dominadas por las mujeres sólo pueden ser objeto de conjeturas...(3).

Consideran estas autoras que es preciso distinguir el matrilinealismo, es decir, el establecimiento de la filiación por vía materna, del matriarcado, o sea, del gobierno femenino, ya que sobre el primero existen evi­dencias históricas, fundamentadas en el desconocimiento que imperaba entre las comunidades arcaicas sobre la participación masculina en la procreación. Sin embargo, aun en tales circunstancias, la filiación materna en sí no permite concluir una posición de superioridad de la mujer; probablemente explique su mayor reconocimiento y consideración en tales regímenes y, en concreto, dentro de las comunidades agrarias, como lo indica Alejandra Kollontai, pero de acuerdo con lo que afirma Lévi-Strauss ‘ ‘...la autoridad pública o simplemente social pertenece siempre a los hombres...” Tanto el matrilinealismo como el matrilocalismo representan ciertos privilegios de que gozan las mujeres en algunas comunidades humanas, pero éstos no corresponden a ningún tipo de matriarcado.

Susan Browmiller sostiene que las mujeres, al reco­nocer su vulnerabilidad sexual, puesto que podían ser objeto de acceso camal sin consentimiento, pactaron con los hombres, quienes muy pronto asumieron la con­vicción de la propiedad sobre las mujeres, con lo que sobrevinieron, de manera inevitable, la pérdida de la autonomía y el sometimiento de éstas.

La supuesta época de oro del sexo femenino perte­nece al mundo mítico, el cual fue objeto durante la se- guna mitad del siglo X IX de las interpretaciones evolu­cionistas que prevalecían entonces, las cuales tuvieron

3. Joan Bamberger, “El mito del matriarcado: ¿por qué gobiernan los hombres en las sociedades primitivas?” , en Antropología y feminismo, Barcelona, Anagrama, 1979, p. 63.

4. Susan Browmiller, Contra nuestra voluntad, Barcelona, Planeta,1975, p. 14.

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gran incidencia en la sustentación del matriarcado arcaico. Los contenidos de los mitos sobre el tema dan cuenta de un tiempo en el que la mujer era estimada de manera considerable por su participación tan comprometida en la reproducción de la especie, hecho que permitió la creación de las deidades femeninas. En ellas se adoró la idea de la fecundidad que, por desplazamiento, se rela­cionaba con la fertilidad de la tierra, esencial para la vida misma.

“ La gran diosa madre” se manifiesta en las mon­tañas, los bosques, el mar y las fuentes. Crea la vida en todas partes; y si mata, resucita. Caprichosa, lujuriosa y cruel como la naturaleza, propicia y temible a la vez, reina sobre toda la Egeida, sobre Frigia, Siria, Anatolia y sobre toda el Asia occidental. En Babilonia se llama Istar, entre los pueblos semíticos Astarté y entre los griegos Gea Rhea o Cibeles; la encontramos en Egipto bajo los rasgos de Isis, todas las divinidades machos le están subordinadas...” (5).

También en la mitología muisca se encuentra la fi­gura de la Diosa Madre representada en Bachué (6), quien a su regreso al lugar del que había salido, la laguna de Iguaque, se dirigió a los indios recordándoles que era la diosa de la fecundidad y la madre de todos los hombres; no se conoce el nombre de su consorte, con quien pobló la Tierra. A ella, como a las demás Diosas Madres, se le rendía culto y se le ofrecían tributos; se realizaban gran­des celebraciones en su honor, pero también inspiraban profundo temor a los hombres. Veamos la insistencia en fundamentar el matriarcado originario: “ El énfasis del mito se encuentra en la mujer: en la mujer buena o en la madre, tal como lo dice claramente el nombre Bachué. El hombre aparece en estado bastante secun-

5. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, T. I, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1981, p. 94.

6. Según Fray Pedro Simón la palabra Bachué significa “ digna madre” , también conocida con el nombre de Furanchogua, que significa “ mujer buena” . Citado por De Zubiría en La medicina en la cultura muisca.

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dario, es un aditamento pues primero es la mujer. El matriarcado es imperante” (7).

La estrecha asociación de la mujer como procreadora con la naturaleza ha sido otro aspecto de interés ya que, por lo mismo, se entendía que estaba sujeta y en contacto con misteriosas y desconocidas fuerzas, razón por la cual se la identificó como maga, hechicera, bruja o, en cualquier caso, manipuladora de poderes sobre­naturales. Así se fueron edificando las construcciones ideológicas que legitimarían la aversión hacia el género femenino, resolviéndose, en cierto modo, la ambivalencia primigenia frente a ella, y dando lugar a la misoginia presente en las más diversas organizaciones sociales.

Desde otro punto de vista, Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, en El tabú de la virginidad, resaltaba hacia comienzos del siglo el gran horror que los hombres primitivos sentían frente a la sangre, considerada por ellos como la esencia de la vida, hecho que le permitió explicar el surgimiento de las restricciones que implican el marginamiento y la exclusión de la mujer de impor­tantes acontecimientos de la vida social y pública.

‘ ‘En cuanto el hombre inicia una empresa especial, una partida de caza, una expedición guerrera o un viaje, debe mantenerse alejado de la mujer. La infracción de este precepto paralizaría sus fuerzas y lo conduciría al fracaso” (8). Según el autor, el hombre teme ser debi­litado por la mujer, teme también contagiarse de su fe­minidad y tornarse incapaz de hazañas viriles; estas ideas, desde el punto de vista de la tradición etnográ­fica inaugurada por Lévi-Strauss, carecerían de suficiente sustentación puesto que se basaron en la observación de las comunidades australianas, consideradas por mucho tiempo como un tipo precedente de organización que era común a todas las sociedades humanas, suposición que

7. Roberto de Zubiría, “ Mitología muisca: una aproximación psico- analítica” , en La medicina en la cultura muisca, Bogotá, Em­presa Editorial, Universidad Nacional, 1986, p. 82.

8. Sigmund Freud, El tabú de la virginidad, Madrid, BibliotecaNueva, 1981, p. 2.446.

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había sido ya abandonada por la etnología. Por otra parte, resalta Lévi-Strauss que el horror a la sangre y, en particular, a la sangre menstrual, no es universal; las prohibiciones que rigen la vida de las mujeres durante el período, en determinadas sociedades, las afectan más a ellas que a quienes entren en su contacto (9). Sin em­bargo, fueron reafirmadas por Simone de Beauvoir, al referirse a las limitaciones impuestas para el intercambio sexual en determinadas comunidades agrarias, cuando se cultivaba la tierra o se plantaba, para evitar que se dilapidaran las fuerzas fecundas necesarias para la pros­peridad de las cosechas (10). En ese sentido se sustenta que la mujer fue convertida en un tabú, e inclusive se atribuyó a su presencia durante el período menstrual efectos contaminantes, puesto que, según diversas tra­diciones, se torna impura. Por ello, es preciso que se la aísle y se le impida desempeñar determinado tipo de actividades ya que, de hacerlas, se causarían estragos en la preparación de ciertos alimentos; la carne o el queso se podrían corromper, el vino agriarse y las plantas podrían marchitarse. Estas creencias aún sobreviven en ciertas regiones campesinas y es evidente que en­trañan una gran hostilidad y temor hacia la mujer. Y justamente, con base en los datos que se fueron multi­plicando sobre la iniciación femenina a la vida adulta en diferentes comunidades, se confirma la relación entre la monarquía y el marginamiento de la mujer. Lella Ro- setti, citando a Frazer, relata que en Nueva Irlanda las muchachas, una vez habían tenido la menstruación, eran confinadas durante cuatro o cinco años en peque­ñas jaulas oscuras, sin permitírseles poner los pies en el suelo. Los indios guaraníes del sur del Brasil

cosían la hamaca de la muchacha con ella adentro de modo que sóloquedase una pequeña abertura para respirar... la tenían dos o tres

9. Claude Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco,Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 55.

10. Simone de Beauvoir, op. cit., p. 204.

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día9... durante los cuales tenía que observar el ayuno más riguro­so... los cririguanos del sudeste de Bolivia alzaban hasta el techo a la jovencita dentro de su hamaca y allí la tenían un mes (11).

Otra perspectiva de la discusión nos indica que la función fundamental que se les atribuye a los ritos de iniciación de los jóvenes o adolescentes de sexo mascu­lino, según lo señalan distintos autores, está centrada en la necesidad de descontaminar al muchacho de la influencia que las mujeres han ejercido sobre él durante la infancia, condición indispensable para penetrar al mundo masculino adulto y por lo tanto supuestamente más comprometido con la cultura.

Se enseña a los jóvenes el comportamiento adulto adecuado y, en ocasiones, algunas habilidades propias de los hombres, además de conocimientos esotéricos. Como parte del proceso de iniciación, los adolescentes aprenden que son los hombres, no las mujeres, quienes gobiernan en su sociedad, aunque ello pueda entrar en contradicción con otras expectativas más comunes en la infancia, dadas sus experiencias en el hogar materno. Como descendientes masculinos de hogares dirigidos por mujeres, los varones deben ser reeducados con miras a sus futuros papeles públicos y sociales.

Esta es la interpretación de Joan Bamberger (12) al referirse al significado de las ceremonias de iniciación en algunas de las regiones tropicales en América del Sur. Para esta autora, el mito del gobierno de las mujeres en sus múltiples variantes podría interpretarse como una representación de esas etapas de transición, tan cruciales en la vida del varón.

Conviene insistir en algunos de los elementos co­munes en los mitos de la edad dorada del sexo femenino por su gran significación ideológica. A partir de una primigenia hegemonía de la mujer se recuerda la sub­yugación y el sometimiento de los hombres, se mencionan también los abusos que como gobernantes cometieron

11. Lella Rosetti, “ La elección obligada” en Acción Crítica, No. 17, Lima, Celats Alaets, 1985, pp. 52, 53.

12. Joan Bamberger, op. cit., p. 77.

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las mujeres, motivo que condenó al fracaso su gestión, puesto que la población masculina se vio precisada a sublevarse ante las arbitrariedades cometidas por ellas.

Cada uno de estos mitos comienza en una época caótica anterior al establecimiento del orden social, o sea, durante el gobierno supuesto de las mujeres. Se decía que en un comienzo fueron las mujeres creadoras y poseedoras de las logias sagradas, de las trompetas y de las máscaras. Se habían instalado en el poder, go­bernando sin justicia ni misericordia. Luego, la situación sufre un vuelco repentino. En Tierra del Fuego, los hombres descubren casualmente la verdadera fuente del poder secreto de la mujer. Conspiran para recuperar lo que consideran les pertenece en jus­ticia y mediante la lucha consiguen arrojar para siempre a las mujeres de las logias de los hombres (13).

Coinciden ‘distintas tendencias del feminismo en indicar que tales contenidos míticos cumplen a cabalidad los proyectos del régimen patriarcal de preservarse y reproducirse a lo largo de las generaciones, puesto que han contribuido de manera efectiva a reforzar en la con­ciencia femenina la convicción de la supuesta inferioridad de la mujer, de su incapacidad y de su impotencia. El pretendido fracaso en el ejercicio del poder y la identi­ficación de su gobierno con el imperio del caos y la vio­lencia en un plano prospectivo, implican la advertencia frente a las nefastas consecuencias que para la humanidad traería el retorno de la mujer al poder.

Como es posible apreciar, otro de los temas de im­portancia es la pugna entre los sexos que está repre­sentada en tales mitos y, de forma más explícita, la sus­titución de un supuesto régimen matriarcal por otro de tipo patriarcal. En la tradición judeo-cristiana se aprecia con gran vigor ese tránsito que, por lo demás, reviste interés especial por su difusión universal y por su peso sobre nuestra cultura.

Victoria Sau, en un artículo sobre las raíces míticas de la opresión a la mujer, señala la incongruencia exis­

13. Op. cit., p. 76.

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tente entre los dos relatos acerca de la creación de la humanidad en el Génesis. Esa incongruencia, como es obvio, ha pasado inadvertida para el lector corriente, pero para el feminismo no. En el relato bíblico inicial (capítulo I, versículo 27) se expresa:" Y Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra” .

Es interesante observar que se sugiere en este ver­sículo la igualdad entre el hombre y la mujer desde el momento de la creación; sin embargo, la autora se refiere a un segundo momento en el relato bíblico, que corres­ponde al capítulo segundo en sus versículos 21, 22 y 23, en el que aparece una versión distinta a la anterior:

"Hizo, pues, Yahvé caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne. Y de la costilla que del hombre tomara formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre” .

Es de resaltar que esta es la narración más difundida entre creyentes y no creyentes, y expresa de manera categórica la dependencia de la mujer en relación con el hombre desde siempre. El arraigo de esta versión en la conciencia popular es tal que es frecuente en el len­guaje coloquial escuchar que, para referirse a la esposa de alguien, se la identifique como su "costilla” .

Escudriñando las razones de la divergencia entre los dos relatos bíblicos, Victoria Sau encontró que en la tra­dición judía se plantea la existencia de una primera es­posa de Adán, distinta de Eva, que se llamaba Lilith, y al respecto cita a Theodor Reich, quien sostiene que

según la leyenda, la primera esposa de Adán permaneció a su lado corto tiempo y luego la abandonó por haber insistido en gozar de completa igualdad con su marido. Escapó y se convirtió en aire tenue. Adán se quejó al Señor diciendo que su mujer lo había abandonado: los ángeles la encontraron después en el Mar Rojo, rehusó volver junto a su esposo y quedó viviendo como un de­monio que injuriaba a los recién nacidos.

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Es clara en esta leyenda la aversión hacia la mujer que insiste en su igualdad con el hombre, ya que éste fue el motivo fundamental de la degradación de Lilith, quien fue convertida en un ser cuyas características cons­tituyen la negación de los valores que se le atribuyen a la mujer. No sólo desertó del hogar, sino que, además, atormenta a los niños pequeños, contrariando así las expectativas que la sociedad mantiene frente a la mujer como madre y esposa.

Fue preciso, entonces, para la tradición judía rem­plazar a Lilith por Eva, imagen que corresponde más a los intereses de los antiguos patriarcas, puesto que representa en forma definida la subordinación de la mujer al hombre y, además, la responsabilidad del pecado ori­ginal; sin embargo, para el cristianismo, aún exhibe incómodos rasgos eróticos, tal vez próximos a las dei­dades antiguas, que deberán ser sustituidos por otro tipo de ideales, como las virtudes maternas pero castas de la imagen de María. Elizabeth Badinter resalta que, en sus orígenes, el culto a María fue revolucionario; ci­tando a J. Merkale, se refiere al proceso a través del cual la sociedad paternalista suprimió, a veces por la fuerza, a la diosa madre, remplazándola por un dios padre guerrero y celoso de su superioridad. La menta­lidad popular recreó la deidad femenina dándole el ca­rácter de madre de Dios y de los hombres. El culto a María significa, además, que si la humanidad se había perdido a causa de una mujer (Eva), otra (María) había contribuido a salvarla. Por otra parte, la autora recuerda que Jesús no tiene padre carnal y su único nexo con los hombres lo tiene a través de su filiación matrilineal: "La Virgen es fecundada como una diosa Madre, por un espíritu que entra en ella. Es una mujer libre, que no sólo no es esclava del hombre como lo son sus contem­poráneas, sino que además no lo necesita para traer al mundo al hijo de Dios” (14).

14. Elizabeth Badinter, El uno es el otro. Una tesis revolucionaria sobre las relaciones hombre-mujer, Bogotá, Planeta, 1987.

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Pronto, sin embargo, la Iglesia modifica el carácter original de María y lo reduce a su aspecto de madre do­lorosa, sacrificada, pasiva; representación del pudor, la modestia, el sufrimiento, valores que han sido ensal­zados por la Iglesia Católica, que tanto influjo ha tenido en la formación de la conciencia de los latinoamericanos y en la legitimación de la precaria situación de la mujer en la región.

Milagros Palma (15) se ocupa de la simbología mí- tico-religiosa mestiza a partir del estudio de los rela­tos difundidos entre los habitantes de distintas zonas rurales colombianas, que tratan de las fantásticas apa­riciones de figuras femeninas a los hombres en circuns­tancias específicas, como la noche y la soledad de los caminos pueblerinos o veredales, después de beber y em­briagarse en las tiendas o cantinas. Nos recuerda per­sonajes como “ La patasola” llamada también devora- dora de hombres, "La candileja” o luz incandescente, "La sombrerona” , cautivadora irresistible, o "La lloro­na” , representación de la madre en pena. Dentro de los rasgos comunes a todos estos personajes, el poder de se­ducción femenino se hace presente, ya que mediante gri­tos, llantos o luces atraen a los hombres, haciendo alarde de su belleza y arrogancia; los persiguen, les toman cuen­tas, se burlan de ellos o los devoran; en fin, son atractivas pero nefastas figuras que procuran la confusión o la muerte del perseguido.

Para la autora estas leyendas simbolizan la atávica ambivalencia del hombre frente a la mujer, sus temores y sus culpas frente a ella, ya que los abusos cometidos con las mujeres concretas con las que se relacionan, po­drán ser vengados por sus propios fantasmas. Sobrevivir a una de tales apariciones se constituye para el hombre en una hazaña heroica y, a la vez, en la afirmación de la supremacía masculina, puesto que significa una victoria sobre la persecución de que era objeto. Es decir, triunfó

15. Milagros Palma, La mujer es un cuento, Bogotá, Tercer Mundo,1986.

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sobre una imagen femenina mediante un conjuro, con frecuencia consistente en la oración, la exhibición de un crucifijo o de una imagen sagrada, o la proximidad del amanecer. Se reitera en este caso la identificación esta­blecida entre la mujer, el mal, la oscuridad y las tinieblas, de ahi que sea preciso oponerle la invocación religiosa, la luz o los golpes del machete para lograr dominarla.

Como puede observarse, las diversas interpretaciones que se han construido en diferentes momentos y en dis­tintas áreas geográficas para explicar preocupaciones fundamentales de la humanidad, como el origen de la vida, la naturaleza de las relaciones entre los sexos o la reproducción de la especie, son fuente de múltiples re­presentaciones de la feminidad asociada a la naturaleza indómita, al mal o al pecado, a las sombras; tales repre­sentaciones han permitido la justificación de la opresión a la mujer y su marginamiento. Ella, por su parte, ha aceptado las ideologías que sustentan su posición subor­dinada e inclusive subestima, como los hombres, su con­dición, pero, además, se ha comprometido en el mante­nimiento y la renovación de las tradiciones y los valores que la excluyen; de lo contrario, no hubiese sido posible la persistencia del régimen patriarcal.

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CAPITULO 4. EL TRABAJO DOMESTICO: UNA FORM A ANCESTRAL DE OPRESION A LA MUJER

YOLANDA PUYANA

Los hombres y las mujeres en la sociedad han delimitado un espacio, un tiempo y un trabajo diferentes. El mundo de la mujer se desenvuelve en torno a la familia, donde se ha establecido como propio de la naturaleza femenina la realización de los oficios domésticos y de las tareas indispensables para la conservación de la vida. El tiempo de la mujer ha sido construido como consecuencia de su función social y tiende a la inmanencia; el espacio es reducido, limitado a los muros del hogar. El hombre, por el contrario, ha vivido un mundo bien distinto: su actividad social ha sido la realización de tareas produc­tivas fuera del hogar, representa a la familia en público, su espacio es abierto, en cierta medida infinito; ha conquis­tado un tiempo ligado con la trascendencia y en la guerra provoca o vence a la muerte.

La división sexual del trabajo es universal y propia de todas las sociedades hasta ahora conocidas. Sin em­bargo, como hecho concreto se manifiesta de manera di­ferente en cada cultura; las labores propias de la mujer poseen una valoración social inferior con respecto a las masculinas. La subordinación de la mujer es un hecho universal, incluso en las sociedades llamadas matriar­cales por algunos antropólogos (1).

En los mitos, las leyendas, las religiones, los códigos y las leyes se ha consagrado indistintamente el trabajo doméstico como el deber ser de las mujeres en la sociedad;

1. Maurice Godelier, “ Sex and Power” en New Left Review, No. 127, Londres, 1982.

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desconocer el papel que juega aquél se ha constituido en la mejor manera de legitimar las condiciones de opre­sión a las mismas. El trabajo doméstico genera riqueza social, riqueza que, como vamos a tratar más adelante, es nada menos que la producción de la capacidad de tra­bajo de los individuos.

Una de las tareas centrales del movimiento feminista en el campo de la investigación consiste en desentrañar las características de los oficios domésticos y la forma como se articulan con la sociedad, ya que a partir de estas elaboraciones se han desprendido múltiples propuestas de acción.

Compartimos al respecto lo planteado por Simone de Beauvoir:

El trabajo doméstico no produce plusvalía, está en condiciones di­ferentes del trabajo del obrero, al que se roba la plusvalía que produce. Yo quiero saber exactamente cuál es la relación entre los trabajos que ambos realizan. De ella deberá depender la estrategia global de lucha de la mujer (2).

Deseo plasmar mis reflexiones teóricas con respecto al tema, presentar para el debate una conceptualización sobre el trabajo doméstico, su naturaleza y su articulación con el capital, y comentar algunos de los alcances y limi­taciones de la teoría económica al respecto.

Entendemos por trabajo doméstico un conjunto de actividades a través de las cuales en la familia se realizan las funciones básicas para la subsistencia de la huma­nidad, como son la reposición cotidiana de la fuerza del trabajo, la reproducción de la especie y la socialización de las nuevas generaciones. Estas funciones han estado delegadas a la mujer como si fueran propias de su sexo; se trata de una labor que genera riqueza social y que, a pesar de poseer una naturaleza diferente a la de los tra­bajos remunerados, es fundamental para la producción

2. Simone de Beauvoir, El segundo sexo. Hechos y mitos, Tomo I, Buenos Aires, Eds. Siglo X X , 1981, p. 173.

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de la plusvalía y el proceso de acumulación de capital.En las últimas décadas se ha estudiado el trabajo

doméstico a través de la observación del número de horas que dedica la familia a los oficios en el hogar. Se ha con­cluido que es una labor casi exclusiva del sexo femenino en las sociedades modernas desarrolladas, capitalistas y socialistas y en los países llamados subdesarrollados.

El cumplimiento de dichas funciones limita la parti­cipación de las mujeres en otros campos de la sociedad, como en la vida cultural, política y económica de la nación.

Algunas cifras al respecto ilustran estas conclusiones:

En Estados Unidos, las amas de casa sin trabajo exterior laboran 8.1 horas en las tareas domésticas, las empleadas 4.1 horas. Mien­tras que el 72% de éstas eran realizadas por las mujeres amas de casa, apenas el 14% eran efectuadas por los hombres. En la Unión Soviética Z. A. Yanjova estima que las mujeres sólo tienen la mi­tad del tiempo libre cotidiano, si se compara con el hombre. En Francia Jean Forasté observó que el número de horas dedicadas al trabajo doméstico es más o menos similar a la totalidad de horas de trabajo remunerado, cuya producción es contabilizada en los indices tradicionales (3).

Incluso en los países socialistas de Europa Oriental el oficio doméstico está a cargo de la mujer: “ Las en­cuestas realizadas en hogares húngaros muestran que las mujeres dedican 4.05 horas diarias y los hombres 1.05, sin incluir el cuidado de los niños” (4).

En el caso de Colombia y, en general, de los llamados países subdesarrollados, las actividades del hogar de­mandan más tiempo de labor, principalmente cuando la familia es de ingresos bajos. Este trabajo se realiza en habitaciones rústicas, en condiciones de hacinamiento, careciendo de servicios públicos y de instrumentos de trabajo como los electro-domésticos. Además, estas familias tienen un mínimo acceso a las instituciones de

3. Andrea Mitchell, La mujer en la sociedad mercantil, España, 1980, Siglo X X , p. 49.

4. Máxime Molyneux, “ Las mujeres en los Estados socialistas actuales” , en Magdalena León de Leal, Sociedad, subordinación y feminismo, T. III, Bogotá, Editorial Presencia, 1982, p. 81.

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bienestar social, como guarderías y centros de salud, las cuales, de una u otra forma, facilitan el desarrollo de las tareas domésticas.

Se ha calculado así mismo el valor monetario de cada hora laboral, según el ingreso devengado por una obrera sin calificación en el mercado de trabajo. ‘ Influyentes economistas concluían que el ama de casa por semana realizaba un trabajo equivalente a US$250 o sea 13.364 dólares por año” . Gauger, por ejemplo, calculó en un 26% del Producto Nacional Bruto de los Estados Unidos de América el valor de la producción doméstica de las fa­milias norteamericanas” (5), si ésta se incluyera dentro de las cuentas nacionales. En varios países del mundo se ha solicitado retomar la medición del trabajo domés­tico como parte de las estadísticas oficiales. En el de­bate se plantea una contradicción bien paradójica: cuando la mujer hace el oficio doméstico para un hombre sol­tero recibe la remuneración y se incluye en la contabilidad nacional, pero si lo hace para su marido, su labor pierde este carácter y se considera que ya no produce riqueza social.

Cuando se establecen mediciones del trabajo domés­tico se contribuye a precisar el fenómeno, a tomar con­ciencia de él y a hacer más objetiva la información sobre un país. Sin embargo, todas estas mediciones son bien imprecisas: en primera instancia, porque las actividades registradas como propias de dicha labor son muchas y a veces no se pueden medir e incluso clasificar propia­mente como trabajo. Por ejemplo, la recreación del grupo familiar, el cuidado afectivo de los menores y, en general, los procesos de socialización temprana. Al trabajo domés­tico está ligada la mujer por factores emocionales que no obedecen a la racionalidad capitalista de compra y venta de la fuerza de trabajo. Por otra parte, la medi­ción del oficio sólo en términos de horas es insuficiente,

5. Andrea Mitchell, op. cit., p. 52.

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porque no contempla las condiciones en que se realiza, ya que el número de horas dedicadas a dicha labor es inversamente proporcional a la tecnología de los instru­mentos empleados, al acceso a los servicios públicos, a las condiciones físicas de la vivienda y, en general, a los ingresos económicos de la familia. Son los hogares más pobres los que invierten un mayor número de horas en el trabajo doméstico.

En la sociedad capitalista sólo es reconocido como trabajo el que produce mercancías o el que es remunerado, pero como el trabajo doméstico no cumple con estas dos condiciones no es valorado como tal. Incluso, las amas de casa, quienes durante todo el día realizan los oficios en el hogar, son clasificadas como población inac­tiva, junto con los estudiantes, los inválidos y cesantes. Cuando en una dimensión más amplia se entiende el trabajo como actividad humana dirigida a la transfor­mación del mundo, como lo plantea Marx, se puede afirmar con claridad que el oficio doméstico es un tra­bajo, es una actividad adecuada a un fin; por medio de ella se convierten los bienes en objetos útiles para el con­sumo y se logra la conservación y reproducción de la capacidad del trabajo de los individuos. Sin embargo, las relaciones de producción donde se desenvuelven son cuali­tativamente diferentes al trabajo realizado fuera del hogar.

El trabajo doméstico produce riqueza social, y en el caso de la sociedad capitalista es condición indispen­sable para el proceso de acumulación del capital. Pero si no se produce directamente plusvalía, entonces, ¿cómo se articula al capital?

Cuando Marx estudia las relaciones en torno a la pro­ducción en el capitalismo, divide la jornada de trabajo del obrero en dos: en la primera éste reproduce su fuerza de trabajo en la medida en que genera un valor de cam­bio, valor que se determina como cualquier otra mercan­cía, por el tiempo necesario para su producción. En la se­gunda parte de la jornada se produce un tiempo de trabajo excedente, que es apropiado por el capitalista. Ambas

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jornadas forman vina unidad, pero el aumento de una incide de inmediato en la disminución de la otra. El tra­bajo necesario se intercambia por un equivalente que es el salario, cuando la fuerza de trabajo enajena su capa­cidad al capital. Esta última es el resultado de dos tra­bajos bien diferentes: uno, desarrollado en la . fábrica durante el proceso de producción; otro, el que se desem­peña en el hogar o el oficio doméstico, realizado por la mujer, en un espacio privado de uso exclusivo del tra­bajador y su familia. Como afirma Seccombe (6):

El trabajo doméstico figura sustancialmente en la forma relativa de valor de la fuerza de trabajo, pero no forma parte de su equi­valente expresado en salario. Naturalmente, el salario y la fuerza de trabajo tienen el mismo valor y por ello a nivel abstracto se han gastado cantidades iguales de trabajo social en la conse­cución de las dos partes de la ecuación, pero a nivel concreto esta equivalencia no es una identidad. El trabajo que produce la fuerza de trabajo y el que produce el salario son distintos. El trabajo doméstico está incluido en el primero, pero no forma parte del segundo.

El trabajo doméstico es la condición indispensable para que exista fuerza de trabajo; esta es la primera forma de riqueza que aquél le produce a la sociedad. El oficio doméstico disminuye los costos de reposición de la capacidad de trabajo de los individuos y tiene, de hecho, un efecto depresor sobre los salarios. En otros términos, el costo del mantenimiento del trabajador y su familia sería muy alto para el capital si se hiciera a través de or­ganizaciones sociales diferentes a la familia. Como el trabajo necesario es inversamente proporcional al tra­bajo excedente y éste es el que produce plusvalía, puede afirmarse de manera categórica que contribuye indirecta­mente a la producción de plusvalía y, también, de ma­nera definitiva en el proceso de acumulación del capital.

Marx planteó en El capital que el salario era equiva­lente a los costos de reposición de la capacidad de tra-

6. Harrison Seccombe y otros, El ama de casa bajo el capitalismo Barcelona, Cuadernos Anagrama, 1975, p. 60.

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bajo de los obreros y su familia. Por tanto, los obreros transfieren parte del salario a los miembros de la familia que no están vinculados directamente al mercado la­boral. Sin embargo, con el desarrollo del capitalismo moderno, a medida que se ha hecho más largo el pro­ceso de formación y cualificación de la fuerza de trabajo, se han desarrollado instituciones de bienestar social, de salud y educación, dirigidas a apoyar las funciones de la familia. Como lo enuncia Claude Mellaseaux, la repo­sición de la fuerza de trabajo requiere de instituciones complementarias a la producción capitalista.

El trabajador devenga dos remuneraciones: el salario directo basado en el número de horas cumplidas por el asalariado, y el indirecto, distribuido por un organismo socializado. Representa total o parcialmente, según la rama de los salarios considerados, la fracción del producto social necesario para el mantenimiento y reposición de la fuerza de trabajo a escala nacional (7).

Con el incremento del salario indirecto o, en otros términos, cuando se expande el estado de bienestar, disminuye la carga de la mujer en el hogar y se facilita su vinculación laboral. En épocas de recesión y de crisis económica como la actual, el Estado tiende a minimizar al máximo el gasto social, a reorientar los recursos a la inversión industrial y a disminuir los salarios. Estos fenómenos de inmediato aumentan el trabajo doméstico, por una parte, para producir las mercancías que antes se adquirían a través del salario y, por otra, para ofrecer los servicios que antes prestaban las instituciones tío bienestar social, como es el caso de las guarderías in­fantiles.

En los países llamados “ subdesarrollados” , donde amplios sectores de la población permanecen marginados de los servicios de bienestar social y el salario directo es muy bajo, el trabajo doméstico es más arduo, dispen­dioso y difícil, si se lo compara con los países desarro-

7. Claude Mellaseaux, Mujeres, graneros y capitales, México, Siglo XXI, 1975, p. 132.

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liados. En este caso la familia y, especialmente, las mu­jeres asumen las carencias de las instituciones de bien­estar social, organizan actividades productivas que ge­neran ingresos adicionales o, a veces, fundamentales para sus hogares. Este es el caso de las labores artesa- nales, la agricultura de subsistencia, del pequeño comercio y de otros negocios caseros.

Las reflexiones anteriores se han dirigido al análisis del trabajo doméstico en las sociedades capitalistas; pero en el “socialismo realmente existente” gran parte del trabajo doméstico continúa siendo una actividad femenina y la mujer sigue aún sujeta a condiciones de subordinación. Si esto es así, ¿qué papel cumple el tra­bajo doméstico en ese tipo de sociedad?

El tema merece un tratamiento profundo debido a la enorme heterogeneidad de la situación de la mujer en países socialistas con culturas distintas; sin embargo, consideramos importante esbozar algunas ideas al res­pecto :

a) En las sociedades socialistas no se ha dado un cambio fundamental en la división social y sexual del trabajo.

La nacionalización de los medios de producción transformó a la mayoría de la población en empleados estatales, pero no disolvió la naturaleza rígida y jerárquica de la organización del trabajo y no otorgó a los productores ningún control sobre las condiciones de su propio trabajo (8).

La mujer se vinculó masivamente a la producción, como lo prueban estadísticas de Europa Oriental y de la Unión Soviética, y las leyes consagran una absoluta igualdad por sexos en el trabajo; sin embargo, el tra­bajo doméstico es en esencia responsabilidad femenina, la movilidad ocupacional y los ingresos continúan siendo

8. María Markus, “ La posición de la mujer trabajadora en el socia­lismo real” , en Crítica Economía Política, México, Eds. El Caba­llito, 1980, p. 290.

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más bajos que los masculinos. ‘ ‘La medida de los ingresos de tiempo completo de la mujer en Checoslovaquia se estimó que corresponde al 67% de los hombres, al 66% en Polonia” (9).

Los fundadores del socialismo consideraban que la vinculación de la mujer a la producción era condición suficiente para un cambio de las relaciones de sujeción; no obstante, esta sujeción, legitimada por factores cul­turales ancestrales, continuó prevaleciendo y, aun, gene­rando nuevos tipos de problemas.

b) En el caso del socialismo no es posible afirmar que el trabajo doméstico favorece la acumulación del ca­pital, pero sí se produce una riqueza social fundamental. Los Estados no alcanzan a establecer los servicios sufi­cientes para colectivizar estas tareas e, incluso, han ten­dido a ofrecer estímulos económicos para que la mujer permanezca en el hogar.

En Hungría, por ejemplo, apenas el 10% de los niños menores de 3 años tienen acceso a la guardería, porque para el Estado fue menos costoso promulgar una ley por la cual se le ofrece a la mujer un 40% del salario de una obrera no calificada para que per­manezca en el hogar con su hijo (10).

En Cuba se alimentó la licencia de maternidad y se le ofrece a la mujer la oportunidad de dejar su trabajo por un año, sin perder el cargo, para que se dedique a los menores.

En los países socialistas desarrollados el descenso de las tasas de natalidad constituye una preocupación estatal y se han propuesto múltiples políticas para que la familia se reproduzca por lo menos con tres hijos. Así se reconoce el papel de la mujer en la sociedad; no obs­tante, estas políticas no se dirigen a cambiar la desigual

10. Máxime Molyneux, op. cit., p. 82.

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división sexual del trabajo, y algunos más bien tienden a reforzarla.

El oficio doméstico es un trabajo que cumple fun­ciones económicas, pero se desenvuelve en la familia, una organización que, en medio de relaciones afectivas, es de naturaleza diferente a la de la producción económica; es, también, una puesta en práctica de una visión an­cestral sobre el papel de la mujer en donde la ideología sobre los sexos es apropiada por las nuevas generaciones desde que se inicia la vida. El oficio doméstico es apren­dido por la niña mientras juega, se familiariza con los instrumentos de trabajo cuando se le regalan como ju­guetes, es deseado por ella mientras construye la imagen de su futuro. Se le enseña también en las cartillas de la escuela primaria, y se le refuerza mediante los mensajes de los medios masivos de comunicación.

Saber hacer el oficio doméstico es una prueba de amor exigida por el hombre, es la principal justificación de existencia de la mujer en la sociedad y el motivo de su realización en la vida. El oficio doméstico está a cargo de la mujer por razones ideológicas. Según Claude Me- llaseaux, el modo de producción doméstico es ancestral y ninguna institución lo ha sustituido. Para Beatriz Schmukler (11) la familia actual es el resultado de la separación de las funciones productivas de las repro­ductivas. El surgimiento del cortejo amoroso previo al casamiento y de un concepto de maternidad e infancia contribuyó a ocultar la desigualdad del contrato ma­trimonial y a desarrollar una nueva moralidad femenina basada en el menosprecio de sí misma. La familia actual es también el resultado de un concepto de amor, ligado a la construcción de lo doméstico y a la estabilidad de la pareja conyugal.

Como la división sexual del trabajo está arraigada en sentimientos profundos de diversa índole, una trans-

11. Beatriz Schmukler, “ Familia y dominación patriarcal en el capi­talismo” , en Magdalena León de Leal, op. cit., p. 57.

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formación sustancial implica un cambio en las raíces mismas de la organización social, nada menos que en la construcción de otro tipo de relaciones afectivas, cul­turales y económicas. No se supera exclusivamente en la sociedad capitalista con una colectivización de tareas que demandan afecto e individualización, como es el caso de la socialización de los hijos, ni con proclamar la abolición de la familia. Tampoco con medidas de es- tatización de la economía, dejando intactas las bases de la división sexual y social del trabajo. En las “ ...socie­dades socialistas se conquistará una división igualitaria del trabajo cuando se construyan unas relaciones so­ciales radicalmente distintas en todas las formas de ex­presión de la vida social” (12).

12. Rudolf Barho, La alternativa, Madrid, Alianza Editorial, 1980.

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Schmukler, Beatriz, “ Familia y dominación patriarcal en el capita­lismo” , en Magdalena León de Leal, Sociedad, subordinación y feminismo, T. III, op. cit.

Seccombe, Harrison y otros, El ama de casa bajo el capitalismo, Bar­celona, Cuadernos Anagrama, 1975.

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Segunda Parte

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CAPITULO 1. FREUD Y LA MUJER

LUIS SANTOS

Lo que resulta pesimista en la interpretación freudiana de las mu­jeres no es tanto un índice de su espíritu reaccionario, como de la condición de aquéllas. La longevidad de la opresión de las mujeres debe basarse en algo más que una conspiración... Es ilusorio ver a las mujeres puramente como unos seres de los que se abusa: el status de las mujeres se mantiene tanto en la cabeza y en el co­razón como en el hogar: la opresión no ha sido trivial ni histórica­mente transitoria; para mantenerse tan eficazmente atraviesa la corriente mental y emocional Pensar que no debiera ser así no exige fingir que ya no lo es. Por el contrario, una vez más nece­sitamos el pesimismo del intelecto y el optimismo de la voluntad.

Juliet Mitchell (1)

Tal vez una de las mayores dificultades que plantea el acercamiento a las teorías freudianas sobre la mujer, aparte del lenguaje cargado de expresiones duras y que hoy resultan francamente anacrónicas, es que, para apre­ciarlas con justicia, es necesario incluirlas en el marco más general de sus descubrimientos y postulados acerca de la sexualidad humana. A quienes, a casi sesenta años de sus últimos escritos sobre el tema, nos interesamos en esta polémica, ya no se nos puede excusar una unila- teralidad inevitable para los pioneros; no es posible hablar de la sexualidad femenina aisladamente, ni como si se tratara de un cuadro clínico. “ La feminidad es un dis­curso imposible ya que no existe una manera de ser

1. Juliet Mitchell, Psicoanálisis y feminismo, Barcelona, Anagrama,1976, p. 369.

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mujer sino en referencia y por contraste con una ma­nera de ser hombre” (2).

Indudablemente, el aporte más importante de Freud en este campo es el de haber problematizado el proceso de adquisición de la identidad sexual. Ya en 1905, en Tres ensayos sobre teoría sexual, plantea que la elección del objeto amoroso no depende del sexo biológico del indi­viduo y pone en evidencia "la posibilidad de orientar indiferentemente hacia uno u otro sexo; esta elección parece constituir la actitud primaria” , actitud que va siendo codificada a lo largo de un desarrollo, de cuyas vicisitudes él hace la pesquisa y que tiene características absolutamente particulares en cada ser humano. Inves­tigando el problema de la perversión, descubre cómo "ni siquiera el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer es algo obvio, sino un problema que requiere esclarecimiento” (3). Freud introdujo un concepto de la bisexualidad que, en líneas generales, sigue vigente. Aunque las bases biológicas que utilizó para sustentarlo resulten hoy caducas, sus hallazgos acerca de cómo se asume el sexo psicológico convirtieron el campo de la sexualidad en terreno de investigación psicosocial. Por otro lado, elaboró teorías que nos han permitido tener una visión cada vez más amplia sobre ese conjunto tan heterogéneo de formas de vivir el propio cuerpo y la sexualidad. Teniendo en cuenta las enormes posibili­dades que abren sus postulados teóricos, se tiene que concluir que, si el psicoanálisis no ha influido positiva­mente en la disolución de las barreras discriminatorias entre la denominada sexualidad normal y las consideradas anormales, como la homosexualidad, es porque los in­tereses de control social a los que sirve la institución psicoanalítica han pesado demasiado en su evolución como disciplina científica.

2. B. Muldworf, Sexualidad y feminidad, México, Grijalbo, 1976, p. 147.

3. Sigmund Freud, Tres ensayos sobre teoría sexual, p. 32.

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La sexualidad adulta es para Freud sólo la conclusión de una serie de procesos y de luchas que se han llevado a cabo en la infancia. Muchos aspectos de ese desarrollo no pueden ser considerados en un artículo como éste. Por ello tendré que limitarme a los que más nos interesan en relación con la sexualidad femenina: las diferentes formas como ambos sexos viven la situación del com­plejo de Edipo y las implicaciones del complejo de cas­tración para cada uno.

La trayectoria del niño por el Edipo parece relativa­mente simple, ya que su objeto amoroso sigue el mismo de las etapas preedípicas: la madre. No hay transición ni cambios de objeto y el mayor problema que se le plantea es llegar a aceptar la prohibición del incesto y el rechazo materno de sus pretensiones sexuales, renunciar a la madre, identificarse con el padre agresor (con lo cual introyecta definitivamente la instancia normativa que el padre agencia y que pasa a constituir su super yo) lle­gando finalmente al período de latencia en el que priman intereses narcisistas, homosexuales y competitivos.

En este proceso juega un papel especialmente im­portante la angustia de castración: es el interés narci- sista de conservar sus genitales, que en su fantasía están expuestos a la castración, lo que impulsa definitivamente al niño a prescindir de la madre como objeto amoroso, aceptar la ley del padre que le promete otra mujer dife­rente de la madre y ante la cual él podrá asumir el papel que ahora tiene el padre. En la pubertad, y por el im­pulso generado por la maduración fisiológica, volverá a la búsqueda de relaciones amorosas con objetos sus- titutivos cada vez más alejados de la madre. Por su­puesto, esta simplicidad es aparente ya que éste es sólo el aspecto positivo —como lo llamó Freud— del Edipo masculino.

La otra cara de esta moneda es el Edipo negativo, o sea la ligazón amorosa al padre, la rivalidad y la envidia con la madre por poseer al padre, y las identificaciones femeninas, aspectos que coexisten en el niño sin ser in­compatibles con los primeros. En Análisis terminable e

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interminable se pregunta Freud qué conclusiones hay que derivar de los siguientes hechos: mientras que en el niño y el adulto bisexual no hay incompatibilidad entre las dos orientaciones sexuales posibles, en la mayoría de los adultos heterosexuales y en muchos homosexuales se hallan en "estado de conflicto no conciliado” . Tras desechar la hipótesis energética de una supuesta impo­sibilidad de repartir la libido disponible entre las dos orientaciones, ya que en los bisexuales esto es posible, concluye que

...se trata de algo nuevo que viene a sumarse a la situación, inde­pendientemente de la cantidad de libido. Y semejante inclinación al conflicto, que aparece de manera independiente, difícilmente se puede reducir a otra cosa que a la injerencia de un fragmento de agresión libre (dentro de los procesos)...de soldadura y de mez­cla de componentes pulsionables (4).

De manera que la incompatibilidad entre las dos orientaciones sexuales estaría dada por un conflicto Eros versus Tánatos. Sugerencia bien interesante que Freud no se encarga de continuar. ¿Otra forma de ex­presarse el malestar en la cultura?

Para la niña, en cambio, el paso por la etapa edípica comienza siendo más difícil: su primer objeto amoroso es homosexual y debe cambiarlo para entrar en la si­tuación edípica. ¿De dónde provienen las fuerzas que producen este cambio? Del complejo de castración, res­ponde Freud. La niña en algún momento ha llegado a ser consciente de su carencia (fálica); la madre tampoco tiene ese órgano que a ella le falta (y probablemente es la culpable''de su carencia); en cambio, el padre sí lo tiene y tal vez de él lo pueda obtener. De ello se des­prenden los dos componentes afectivos que caracterizan al Edipo femenino: la decepción de la madre y la búsqueda del padre y sus atributos fálicos. En este punto Freud intercala un elemento que él considera fundamental y

4. Sigmund Freud, Análisis terminable e interminable, T. XXIII, p. 245.

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que ha dado pie a muchas discusiones; argumenta que la excitación genital de la niña y sus fantasías sexuales en esta etapa estarían centradas en el clitoris, como homó­logo del pene y, en últimas, como pene atrófico o rudi­mentario. La excitación clitoridiana sería, entonces, característica de la etapa fálica infantil y su persistencia en la mujer adulta un signo de inmadurez o de patología. Sólo cuando la niña acepta su castración podría des­arrollar plenamente el deseo de recibir el pene del padre y catectizar su vagina como órgano receptor. La evolución posterior llevaría a la aceptación de su castración obligán­dola a desplazar su deseo del pene del padre al hijo que éste le pueda dar, por tanto, al hijo que le dará otro hom­bre (promesa análoga a la de una mujer diferente a su madre para el niño) y por esta vía, finalmente, llegará después de la pubertad a disfrutar de la relación sexual y amorosa con un objeto sustitutivo del padre. En este planteamiento la mujer quedaría atrapada en el Edipo hasta la realización de la maternidad, única manera de abolir la búsqueda a la que la impulsa su carencia fálica, ya que otras satisfacciones, por bien logradas que sean, no dejan de ser parciales. Aunque también esta última es parcial porque para cumplir con su función de madre la mujer debe renunciar a su producto y entregar el hijo a la cultura.

Con el fin de comprender mejor algunos aportes pos­teriores a Freud sobre este tema, debemos ampliar sus ideas en relación con la madre preedípica y la génesis del complejo de castración.

RELACION DE LA N IÑA CON LA M ADRE

Para Freud “no es posible comprender a la mujer si no se tiene en cuenta la fase de vinculación a la madre an­terior al complejo de Edipo” (5).

5. Sigmund Freud, La feminidad, T. X X II , p. 111.

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La razón: de la intensidad de la fijación a la madre de­pende la intensidad de la fijación al padre y la envidia fálica. Deseos tanto activos como pasivos de tipo oral, anal y fálico; las frustraciones correspondientes marcan la relación de la niña con la madre. Igual que para el niño, el descubrimiento de la diferencia sexual es el punto decisivo para la evolución de la niña; así como la madre fue la causante de sus frustraciones y carencias anteriores, también ahora es la culpable de su castración. El riesgo para la niña es quedar atrapada en esa relación intensa­mente ambivalente si no apareciera el padre, portador del pene que a ella le falta: “ Por el influjo de la envidia del pene, la niña es expulsada de la ligazón-madre y des­emboca en la situación edípica como en un puerto” . Como veremos más adelante, la importancia de esta pri­mera relación con la madre es destacada especialmente por la escuela kleiniana en el sentido de que las fantasías pregenitales de carácter oral y sádicoanal pueden imprimir un sello persecutorio a esta relación, con la consiguiente exacerbación de la envidia fálica bajo la forma de “ com­plejo de masculinidad” como defensa principal.

Continúa Freud en La feminidad:

...el deseo con el que la niña se orienta hacia el padre es quizá originalmente el de conseguir el pene que la madre le ha negado. Pero la situación femenina se constituye luego, cuando el deseo de tener un pene es relevado por el de tener un niño; tal era el sentido de su juego con las muñecas. Pero este juego no era en realidad una manifestación de su feminidad: favorecía la identi­ficación con la madre con el fin de sustituir la pasividad por la actividad. La niña jugaba a ser la madre y la muñeca era ella misma. De este modo podía hacer con la muñeca lo que la madre solía hacer con ella. Sólo al despertar al deseo de tener un pene es cuando la muñeca se convierte en un hijo habido del padre y pasa a ser, en adelante, el fin optativo más intenso... En el de­seo de tener un hijo del padre el acento recae con frecuencia sobre el primer elemento, quedando sip relieve el segundo. El viejo deseo masculino de la posesión de un pene se transparenta to­davía así a través de la más acabada feminidad. Pero quizá de­beríamos reconocer tal deseo de pene como exclusivamente fe-

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menino... Con la transferencia del deseo del niño-pene al padre entra la niña en la situación del complejo de Edipo. La hostilidad contra la madre, preexistente ya, se intensifica ahora, pues la madre pasa a ser la rival que recibe del padre todo lo que la niña anhela de él. El complejo de Edipo de la niña nos ha ocultado su vinculación anterior con la madre, tan importante, y que tan per­durables fijaciones deja tras de sí (6).

La feminidad viene a ser, entonces, producto de la soldadura o confluencia de por lo menos dos vertientes:

a) Identificación con la madre, en la cual la niña asume el rol activo de la maternidad, dando al objeto transi- cional, que es la muñeca, lo que ella ha recibido antes pa­sivamente de la madre. En el carácter dual de esta identi­ficación vemos claramente ejemplificado el orden ima­ginario en el que podemos ubicar los procesos de for­mación del yo: un yo que se toma a sí mismo como objeto, desplaza una parte (pasiva) sobre el objeto exterior que toma su lugar, permitiéndole al sujeto ocupar el lugar que originalmente tenía el otro (la madre) y apropiándose de esta manera de sus cualidades. Sólo después de que este proceso narcisista de identificación ha dado forma al deseo del hijo, vendría a fusionarse con el de poseer el pene.

b) El deseo de completud, que en la versión original es deseo de tener el pene, nos remite al segundo punto que queríamos ampliar en Freud.

GENESIS DEL COMPLEJO DE CASTRACION

En cuatro textos encontramos los principales desarrollos de Freud sobre el complejo de castración, verdadero nudo de relaciones en el que se unen distintas líneas evolu­tivas de la sexualidad infantil: La organización genital infantil (1923), La disolución del complejo de Edipo (1924), Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia

6. Sigmund Freud, op. cit., p. 119.

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sexual anatómica (1925) y Fetichismo (1927). El descubri­miento de la diferencia sexual anatómica tiene repercu­siones decisivas en ambos sexos.

En el curso de sus indagaciones llega el niño a descubrir que el pene no es un patrimonio común a todos los seres semejantes de él... Es notoria su reacción frente a las primeras impresiones de la falta de pene... (los niños) desconocen esa falta, creen ver un miembro a pesar de todo; cohonestan la contradicción entre observación y prejuicio mediante el subterfugio de que aún sería pequeño y de que ya va a crecer, y después, poco a poco, llegan a la conclusión, afectivamente sustantiva, de que sin duda estuvo presente y luego fue removido. La falta de pene es entendida como resultado de una castración, y ahora se le plantea al niño la tarea de habérselas con la referencia de la castración a su propia per­sona... Con acierto se ha señalado que el niño adquiere la repre­sentación de un daño narcisista ya a raíz de la separación del pecho materno luego de mamar, de la cotidiana deposición de las heces (primera pérdida de un objeto interior) y aun de la sepa­ración del vientre de la madre al nacer. Empero sólo cabe hablar de un complejo de castración cuando esa representación de una pérdida se ha enlazado con los genitales masculinos (7).

Y con respecto a la niña agrega cómo, a pesar de que admita el hecho de su falta de pene,

...no quiere decir que se someta sin más a él. Al contrario, se aferra por largo tiempo al deseo de llegar a tener algo así, cree en esa posibilidad hasta una edad inverosímilmente tardía y aún en épocas en que su saber de la realidad hace mucho desechó por inalcanzable el cumplimiento de ese deseo, el análisis puede de­mostrar que se ha conservado en lo inconsciente y ha retenido una considerable investidura energética... El descubrimiento de su castración es un punto de viraje en el desarrollo de la niña. De ahí parten 3 orientaciones del desarrollo: una lleva a la inhi­bición sexual o a la neurosis; la siguiente a la alteración del ca­rácter en el sentido de un complejo de masculinidad y la tercera, en fin, a la feminidad normal (8).

7. Sigmund Freud, La organización genital infantil, T. XIX , pp. 147-148.

8. Sigmund Freud, La feminidad, T. X X II, pp. 116-117.

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La prioridad que Freud atribuye al elemento visual como organizador de la percepción en estas etapas es re­tomada por Lacan en su teorización sobre la fase del es­pejo: la primera unificación del yo se da a nivel de la imagen reflejada en el espejo, en la que el niño se apre­hende a sí mismo como objeto visual y, por lo tanto, como otro. La diferencia sexual es ante todo vista, y a la vista lo que aparece es que hay o no hay el pene. Sólo con la constatación repetida se va a imponer la realidad de la diferencia anatómica que, con posterioridad, se agrega a la diferencia de géneros ya adquirida en el lenguaje.

Aceptar la diferencia sexual significa dar un salto cualitativo en que el niño deja de ser algo del otro (mamá) para asumirse como alguien que desea algo de otro, alguien que se reconoce como hombre o mujer (o cual­quier combinación de ambos) y a quien se le plantean, por el hecho de este reconocimiento, los mismos inte­rrogantes que subyacen a los mitos de origen colectivo: ¿quién soy?, ¿cómo llegué acá?, ¿quién me hizo y cómo? Preguntas a las que el niño responde con un despliegue de fantasías que la práctica psicoanalítica registra repe­tidamente y que desde Freud llamamos “teorías sexuales infantiles” ; fantasías que con inusitada frecuencia tienen la característica de estar centradas en la presencia o ausencia del falo: madres fálicas, falos anales, castra­ciones cumplidas o posibles, fantasías sadomasoquistas sobre la relación sexual, vaginas dentadas, son sólo algunas de las elaboraciones observadas en la clínica.

De los aportes posteriores a Freud sobre el tema de la sexualidad femenina tenemos que destacar, en primer lugar, los de Karen Horney (1977), Melanie Klein y Marie Langer, quienes en las décadas del 20, 30 y 50, respec­tivamente, afirmaron, basándose en abundante material clínico de niñas y mujeres adultas, que la niña tiene una percepción primaria de sus órganos genitales internos y de su capacidad reproductiva (al respecto cabe recordar que Freud había descrito fantasías infantiles de emba­razo y parto anal en niños de uno y otro sexo). Según las autoras hay una sexualidad vaginal auténtica que sería

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reprimida en beneficio de una sobrevaloración del clitoris en defensa frente a angustias de diversa índole:

1) Para K. Horney (1977), el carácter incestuoso del deseo de la niña la haría, en su fantasía, merecedora de graves castigos consistentes en daños en sus órganos internos, temores de los que no puede defenderse puesto que sus órganos no están a la vista, optando, entonces, por el deseo de tener un pene en vez de una abertura para poderse cerciorar de no haber sufrido daño y no tener trabas para continuar con su actividad mastur­batoria. La niña concentraría entonces sus sensaciones y manipulaciones en el clitoris para negar las angus­tiosas fantasías vaginales.

2) Para M. Klein (1974), la envidia fálica también es secundaria. Consecuente con la gran importancia que le da a las etapas “preedípicas” del desarrollo, la interpreta como una defensa frente a conflictos de tipo oral. Como consecuencia de la voracidad oral que puede impregnar los deseos edípicos de la niña, con las corres­pondientes fantasías de devorar los contenidos internos de la madre y el pene del padre, quedaría expuesta a la retaliación de sus objetos, que se han tornado persecu­torios y a los que atribuye su propia voracidad y des­tructividad. También para Klein el daño que la niña teme que va a sufrir o que ya sufrió en sus genitales internos, es lo que la impulsa defensivamente al deseo de tener el pene (del padre) y a los diversos desarrollos de la envidia fálica.

Lacan, en cambio, va más allá de estas elaboraciones imaginarias y ubica la sexualidad tanto femenina como masculina en el marco estructural de lo que él llama “castración simbólica” , umbral que el sujeto humano debe atravesar en su constitución. Establece una dis­tinción conceptual básica entre el pene como órgano anatómico y el falo como significante del deseo. El falo es una función que Lacan introduce en la tríada edípica propuesta por Freud. El niño, inicialmente parte de la madre y principal objeto de su deseo (falo de la madre), debe ser eliminado de ese lugar (castración simbólica)

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y lo es por efecto de la ley de la prohibición del incesto, cuyo representante es el padre. El falo no es algo que esté presente ni visible, sino el punto de confluencia de dos deseos: el de la madre de llegar a tener eso que le falta (falta que quedó como marca al atravesar el mismo umbral que debe pasar el hijo) y el del hijo de ser el ob ­jeto que colme ese deseo de la madre. De ahí que, como dice Masotta:

• /...este punto de reencuentro y de reciprocidad en el colmamiento, zona siempre cerrada y siempre ideal, puesto que su definición misma contiene su imposibilidad (nadie puede obturar el deseo del otro), no se distingue de lo que Freud llamó narcisismo... Nada se entiende acerca del narcisismo primario si no se remite a esta célula original donde la posición del niño en relación con la madre hace aparecer a ésta como invistiendo ese “ absoluto” de perfectibilidad del bebé... una madre fálica es la madre de ese colmamiento ideal... Del lado del niño el concepto correlativo de la madre fálica es el narcisismo (9).

El padre cumple una función de separación, de corte, y para esto debe ser introducido por el deseo de la madre: "Un padre es esa diferencia introducida por un deseo de la madre que no se agota en un deseo de hijo” (10).

Para que el corte, castración simbólica, sea posible, es necesario no tanto que haya un padre concreto que ejerza como tal, sino que la madre, en la medida en que haya asumido su condición de incompletud, no pretenda retener a su hijo en el lugar del falo.

Volvamos al deseo del niño: quiere ser eso que desea la madre y que, de alguna manera, él es; pero debe ser expulsado, debe abandonar ese lugar como condición para llegar a constituirse, a su vez, en sujeto que desea. De lo contrario, quedaría atrapado como apéndice, como "cosa” de una madre fálica y en simbiosis con ella. El

9. O. Masotta, “ Edipo, castración, perversión” en Ensayos laca- nianos, Barcelona, Anagrama, 1976, p. 166.

10. Op. cit., p. 174.

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problema que se plantea, entonces, para el hijo, sea niño o niña, es: cómo salir de esta posición y al mismo tiempo conservar las propiedades del lugar del que se separa, cómo resguardar su capital libidinal, su narcisismo. Aquí es donde queda la sexualidad en el centro del pro­ceso de constitución del sujeto humano, ya que es la carencia instituida por efecto de la castración simbólica la que da origen al deseo. Sólo en cuanto incompleto el sujeto llega a la sexualidad; dicho de otra forma, es como consecuencia de su incompletud que busca un objeto y que hay lugar para ese objeto. Y esto es válido tanto para el hombre como para la mujer. Dice Lacan en el Seminario 20: "Para el hombre, a menos que haya castración, algo que diga no a la función fálica, no existe ninguna posibilidad de que goce del cuerpo de la mujer, de que haga el amor” (11).

El significante primordial (siempre ausente) de esta carencia es lo que Lacan nombró como falo (12). ¿por qué falo y por qué castración y no otra operación simbólica? Porque la clínica psicoanalítica demuestra que es a nivel del reconocimiento de la diferencia sexual anatómica, en el momento o, mejor, en el proceso de reconocimiento y asunción del propio sexo, cuando esta carencia estruc­turante viene a tener efectos decisivos. Los efectos, podríamos decir retrasados del corte, se pueden evidenciar en la exuberante producción imaginaria que acompaña a las vivencias edípicas, especialmente las elaboraciones que Freud reunió bajo la denominación de "complejo de castración” .

Los hallazgos de los investigadores sexuales han des­virtuado las hipótesis de una supuesta superioridad sexual del hombre sobre la mujer, han acabado con el mito —adoptado por Freud y muchos de sus seguidores— del carácter inmaduro de la sexualidad clitoridiana y

11. Jacques Lacan, “ La significación del falo” , Escritos, México,Siglo XXI, pp. 279-289.

12. Jacques Lacan, Seminario 20, Aun, Buenos Aires, Paidós, 1983,p. 88.

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del paso hacia la sexualidad vaginal; no hay bases para sostener una comparación en la que el clitoris sea un ho­mólogo rudimentario del pene, base biológica sobre la que se fundamentaría una universal envidia fálica en las mu­jeres. Hemos visto, por otro lado, cómo percepciones primarias de los genitales internos femeninos pueden ser reprimidas con fines defensivos, y cómo la negación de la vagina tiene también raíces determinables en las etapas más tempranas del desarrollo. En la medida en que los argumentos pretendidamente biológicos contra la sexualidad femenina han sido rebatidos, podemos eliminarlos del conjunto de la teoría psicoanalítica y afirmar que, si bien la "anatomía es destino” , como lo planteó Freud, no lo es para determinar quién es superior y quién inferior, sino para marcar diferentemente en cada sexo las ansiedades y las defensas correspondientes al proceso de diferenciación e identidad sexuales. Así como la niña se ve asediada por el deseo defensivo de tener un pene (envidia fálica) el niño tiene que defenderse de sus temores de perderlo (angustia o castración). Por otro lado, ahora podemos comprender que lo que resulta relevante desde el punto de vista psicoanalítico no es el lugar de la excitación (clitoris o vagina) sino la índole de las pulsiones y fantasías dirigidas hacia ambos proge­nitores en estas etapas de ambigüedad y polimorfismos sexuales.

Finalmente, cabe agregar que el psicoanálisis no puede dar explicación de los orígenes del falocratismo ni del sometimiento de la mujer, como han pretendido hacerlo algunos analistas y el mismo Freud; pero sí puede aportar elementos, como hemos visto, para comprender sobre cuáles mecanismos psicológicos operan, y para explicar los efectos que producen tanto a nivel individual como familiar y grupal. Sobre las perspectivas liberadoras del psicoanálisis como terapia, sabemos que no podemos hacernos muchas ilusiones, entre otras cosas, porque sus beneficios llegan a un escaso número de personas. En cambio, las repercusiones que pueden tener sus teorías sobre los prejuicios que sustentan prácticas sociales

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discriminatorias, sí han llegado a ser importantes, como ha sucedido en el campo de la enfermedad mental. Por supuesto que tener un método de investigación y una teoría consistente no es suficiente para intentar el cambio en una situación mantenida tan eficazmente por tantos mecanismos. En este sentido el aporte del psicoanálisis necesariamente es discreto, pero puede dejar de ser ne­gativo, como lo fue durante mucho tiempo, si salimos de Freud y tenemos en cuenta desarrollos más recientes.

BIBLIOGRAFIA

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CAPITULO 2. AMOR, SEXUALIDAD Y EROTISMO FEMENINO

FLORENCE THOMAS

Si escogí el presente tema para desarrollarlo en las jor­nadas sobre "Mujer y sociedad” es tal vez por su im­portancia en nuestras vidas y, paradójicamente, por la dificultad de reducirlo a una "investigación” tal y como ella se concibe en el ámbito universitario.

Sin embargo, y plenamente consciente del riesgo que asumo, quiero que el amor, el erotismo y la sexualidad femenina estén presentes en la temática de las jornadas. Aún más, pienso que es un atrevimiento de mi parte, pues primero que todo no soy hombre, y, en general, desde hace miles de años son los hombres los que dis­ponen de la sexualidad femenina y, por consiguiente, los que hablan de ella. Prueba de ello son la gran cantidad de textos, manuales y tomos escritos por psiquiatras, sexólogos y toda clase de pensadores que, con gran se­guridad, por cierto, tratan de explicamos "cómo fun­ciona” la sexualidad femenina... Algunos de ellos logran encerrar conceptos tan complejos en curvas estadísticas, en cifras, en normas y leyes, decidiendo sobre lo normal y lo anormal, definiendo, categorizando, emitiendo juicios, en fin, teorías completamente reduccionistas frente a ese particular encuentro de lo real, lo imaginario y lo simbólico que es la experiencia amorosa en su conjunto. Y allí encuentro la otra cara de mi atrevimiento: no tengo investigación alguna para hablarles hoy del amor, del erotismo y de la sexualidad femenina. Sólo tengo la cer­tidumbre, tal vez la única, de haber amado. Las huellas están allí, y sé que es gracias al amor que tengo por fin la cara que merezco. Entonces, le robaré un espacio a la academia para recordarle que existen todavía muchos

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saberes que escapan a ese acercamiento hipotético-de- ductivo de la realidad, recordarle que existen otros ca­minos, más lenguajes, diferentes códigos para acercarse a los fenómenos de las ciencias humanas y que la esco- gencia del camino poético, por ejemplo, para hablar del amor o del erotismo no es en ningún momento menos ri­guroso científicamente. Sólo es otra sintaxis, otra se­mántica, otro código, nada más.

En otras palabras, lo que voy a contar a continuación sobre el amor, el erotismo y la sexualidad femenina no tiene valor de ley, ni pretende norm atizar; sólo se pre­senta hoy como posibilidad... y me gustaría, además, que ustedes la reconozcan como posibilidad femenina.

A pesar de lo artificial de separar el amor del erotismo y de la sexualidad, les hablaré primero del amor y después del erotismo y de la sexualidad femenina.

Es difícil hablar del amor, pues el amor no se deja hablar y la impotencia del lenguaje se encuentra en el centro mismo del amor; no se habla del amor sino “ des­pués de...” Claro está que no me refiero al amor libresco, a ese amor que interiorizamos a través de nuestra edu­cación, de la religión, de los libros de la escuela, del in­sípido amor del discurso de la televisión, de las radio- novelas, de las fo tono velas, de las canciones de Julio Iglesias, del amor del cine comercial o de todo ese amor- condimento de la sociedad de consumo. Todas esas cosas del amor, que terminan por confundirse con el amor a las cosas y por tener un rostro monstruoso que refleja po­sesión, consumo, celos, individualismo, dependencia, egoísmo y arribismo; ese amor-útil, ese amor capital, parágrafo del código civil, ese amor de revista Cosmo­politan que nunca se separa de las tarjetas de crédito, ese amor-receta.

No. Hablo de esta revolución súbita, de ese cataclis­mo irremediable que sólo el lenguaje de los poetas, del inconsciente, de lo imaginario, de la locura, puede acercar. Hablo del amor que rechaza siempre un cierto orden establecido, y del discurso que lo racionaliza, del que quebranta las leyes humanas, porque el amor se

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encuentra siempre en el lugar de ruptura del orden so­cial... el que aceptamos como el más grande albur de nuestras vidas sabiendo siempre que la nr erte nos espera a la vuelta de la esquina; de ese amor aprendizaje y ejer­cicio de la libertadl El otro, el amor-consumo no es sino una mitología con sus amuletos y sus ritos destinados a conjurar el miedo a la soledad.

Pero para hablar del amor es necesario retroceder al principio, y el principio es nuestra memoria, nuestra in­fancia, nuestro inconsciente, porque cuando nos encon­tramos con ' ese otro para amar” tenemos ya una his­toria, otra historia de amor que no podemos borrar, que­rámoslo o no.

El amor es para el hombre el fantasma del re-encuentro con una madre, pero, esta vez, una madre ni castradora ni posesiva; y para la mujer, un encuentro con el sueño precursor del deseo. En este sentido estamos repitiendo, de una manera u otra, comportamientos que tuvieron origen en nuestra infancia y que dejaron un sello inde­leble en nosotros. Allí probablemente está la clave para entender por qué los hombres temen tanto a las mujeres que aman, obsesionados por lo que les tocó vivir en su infancia, obsesionados por ese primer amor a sü madre en una sociedad profundamente machista, que confió ambiguamente todo el peso de la educación y de la sociali­zación a las mujeres... Miedo insoportable de sentirse de nuevo enclaustrados, atrapados por la mujer pose­siva que los castraba de toda expresión de ternura, en­señándoles desde el principio a ser machos; para ellos el amor casi siempre será nostalgia; y para nosotras, miedo a no ser lo suficientemente amadas y deseadas, reiterando también nuestra vivencia de un Edipo no satisfecho, puesto que no pudimos encontrarnos, o tan difícilmente a través del sueño de la madre, con el padre, único capaz de afirmar un narcisismo difícil de construir en una cultura fálica.

Sí, ahí reside uno de los dramas del amor: allá en nues­tra infancia, en la vivencia de nuestro primer amor. Ustedes los hombres, con una mujer demasiado pre-

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sente, nosotras las mujeres, con un padre demasiado ausente, demasiado soñado. Drama, porque desde en­tonces ellos no soportan el menor indicio de posesión, de exclusividad, de encierro... drama que los volvió mudos, como paralizados por una especie de miedo de- mencial a las mujeres que aman, como si las palabras los comprometieran demasiado. Drama que nos explica también, por lo menos en parte, por qué nosotras bus­camos sin descanso su palabra tranquilizadora, que nos ayude por fin a sentirnos sujeto deseado; por qué nece­sitamos explorar su amor, cuestionarlo sin tregua, para reafirmar una identidad tan difícilmente construida y encontrarle, por fin, un valor a esta feminidad tan ne­gada en un mundo hecho a la medida masculina.

Pero amor es también cuando tengo ganas de dor­mirme en tus ojos, de acostarme en tu cuerpo, de buscar oxígeno en tus labios y de encontrarme en la soledad de tus huesos; deseos de que me ames con todos tus músculos, ganas de pasear en tu masculinidad cuando se vuelve femenina.

Amor es también cuando te basta abrir los brazos para que yo encuentre la medida de todo, de la ternura, de la sinrazón, de lo imposible por fin posible; es cuando me basta seguir tu huella en mi piel para entender que el momento se torna eterno, cuando nos decidimos a vivir el presente, el instante, el ahora.

Amor es también cuando quisiera alejarme de este camino tan difícil que hemos escogido; cuando todo lo que deseo es darte una cita en el Centro, en esa esquina, ¿recuerdas?, como cualquier mujer enamorada, para comer un helado contigo y verlo derretirse como el mismo amor sin entender por qué y creer que el mañana existe, y llenar mis días devastados de cotidianidad contigo, hacerte pequeños engaños bajo grandes promesas y de­cirte:

“Tú siempre... yo nunca... ”

con un cierto guiño del ojo que niega lo dicho, ya que compartimos un lenguaje que no habla con palabras.

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Pero no, tú eres hombre y yo mujer, y sabemos los dos que el mañana es tan sólo una posibilidad y que el amor se alimenta, ante todo, de presente, de honestidad y odia las promesas, los engaños y el calendario.

Entendemos que el amor es la revelación de la liber­tad ajena y, como dice Octavio Paz, nada es más difícil que reconocer la libertad del otro, sobre todo cuando el otro es una persona que se ama y se desea. Amar es atreverse a querer al otro en su libertad y la única fide­lidad que deberíamos aprender a exigir del otro es la fidelidad a sí mismo. Es duro y largo comprender que sin riesgo no hay amor; es duro y largo comprender que el amor no otorga ningún poder, ninguna apropiación, y aceptar que el cuerpo, los músculos, la piel, el ser bioló­gico, están ahí ligando las caricias y se penetran; pero que la historia, el pasado, la memoria son impenetrables.

Sin embargo, ese aprendizaje paulatino del amor como reconocimiento inaplazable de la libertad del otro significa también opción y escogencia; escogencia cuando uno reconoce al otro y a nadie más en el sabor de un pre­sente fugaz; cuando uno siente frío al lado de los otros porque nuestra piel aprendió a tibiarse en el deletreo de otra; cuando se puede nombrar al otro y sentir que es un acto de libertad. El amor enjaulado, encarcelado, se muere, pues necesita que todos los posibles sigan presentes en cada momento. Elegir carecería de sen­tido si no se realizara cada mañana y dentro de los es­pacios ilimitados de la libertad.

Pero nosotras las mujeres sabemos por qué a los hom­bres les aterroriza escoger: les gusta demasiado seducir. Un ambiguo sentimiento de abandono les ha enseñado desde siempre que para poder reconocerse como hom­bres deben excluir, a como dé lugar, la posibilidad de un “no” . Aprendieron a cubrir la posibilidad de desinte­gración que implicaría un rechazo con la capa de la se­ducción y con el dominio de las mujeres. En este sentido afirmo que los hombres no saben amar a las mujeres. Aún no. Las buscan, las desean, las seducen, las vencen, no las aman. Pero, hombres: el día que acepten dejar

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tras de ustedes un poco de ese poder de seducción, segura­mente fascinante, encontrarán entonces algo nuevo, todavía no imaginado porque no existe aún y es necesario que lo inventen. Algo para mí fundamental en ese cam­bio de nuestras relaciones mutuas: descubrirán simple­mente la amistad. Entenderán, entonces, que las mujeres pueden ser amigas suyas y no sólo espejos y objetos de sus deseos. Sí, cuando los hombres descubran el valor de la amistad de las mujeres les aseguro que muchas cosas cambiarán.

Entre otras cosas, eso significará para nosotras em­pezar a dejar de mirarnos como lo hemos hecho desde siglos, como posibles rivales, en lugar de descubrir la com­plicidad y la solidaridad. Entonces saldremos, por fin, de esa ambivalencia en la cual ustedes nos han encerrado siempre: no hemos podido ser sino putas o madres; putas o madres de ustedes, pero nunca sus amigas. Dice Esta­nislao Zuleta que si los hombres no son capaces de en­contrar en la mujer a la amiga ella nunca dejará de ser santa o puta, imagen de la vida o imagen de la muerte, imagen de la luna inaccesible o imagen del abismo.

Finalmente, es difícil hablar del amor sin hablar del desamor, o de la muerte del amor. Es como la vida que no se deja hablar sin su contrario necesario, la muerte. El amor, como todo lo que es vital, muere y esto es necesario aceptarlo, a pesar de la enorme dosis de dolor que repre­senta el desamor; ese largo y oscuro túnel del cual nos tocará salir sin odio, sin amargura... sabiendo que ese dolor de hoy será el único testigo de nuestro amor, el único que nos otorgará el derecho a hablar de él. Como lo expresaba al principio, siempre se puede hablar del amor "después de...” Y si, como siempre, encontramos un sabor de muerte en el más grande de los amores, encon­tramos también una luz en el fondo del más oscuro túnel. Es difícil aceptar eso a los 20 años, es de una evidencia transparente a los 40.

Sí, el amor es difícil y exigente porque se alimenta de inteligencia, de deseo y de tiempo para el otro, tres brebajes que no pueden mezclarse sin una enorme dosis

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de ternura; disponibilidad, inteligencia, deseo sobre una playa de ternura... Mezcla misteriosa, clave para descifrar la única sintaxis que le conozco al amor: ho­nestidad y entrega al otro y fidelidad a sí mismo. El amor es la pérdida total del miedo dentro del más grande riesgo.

‘Sexualidad’ y ‘erotismo’, dos palabras que nos ayu­darán a ser hombres y mujeres, dejando definitivamente detrás de nosotros al macho y a la hembra, y que nos harán descubrir con asombro conceptos que nos perte­necen, a pesar de siglos de represión y de control, con­ceptos tales como deseo, placer y lenguaje.

Sí, definitivamente no es un tropismo el que gobierna nuestros amores como sucede en los peces, específica­mente en los salmones, que un buen día suben el río y de manera “perfectamente civilizada” , como dice Lacan, "hacen el amor” y realizan así una relación per­fecta.

Lo nuestro, nuestra sexualidad, mediatizada por el deseo, el cual, a su vez, está instalado en el corazón del lenguaje, entre la cosa y el sujeto, es mucho más com­pleja que cualquier tropismo; tan compleja que casi siempre nuestros amores serán pequeñas catástrofes o tendrán un matiz fatal; pues el deseo no se refiere real­mente al objeto amado, por ser expresado por el fan­tasma, esa imagen-soporte que es la equivalencia del deseo del otro. El otro, para el ser hablante, es el otro del deseo y no el otro que creemos amar; y así vivimos una sexualidad llena de sorpresas, de dolores y de des­conciertos; pero, también, cuando logramos dejar jugar nuestros fantasmas mutuos y aceptamos que nuestra relación amorosa y nuestra sexualidad se inscriban en un campo semántico, aparece el placer como algo no orgá­nico, sino cultural.

Con esas afirmaciones quiero dejar en claro que la sexualidad es difícil y que se acerca a una "no-relación” , pues no existe objeto para mi deseo... Pero también quiero dejar por un instante las explicaciones y ubicarme en lo vivencial de la sexualidad y del lado femenino.

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Les contaré, entonces, cómo nosotras las mujeres sabemos asombrarnos y maravillamos del hombre, de lo masculino. Conocemos su valor, quiero decir, su sabor. Y cuando ustedes los hombres dejen de jugar a la guerra, a la seducción, cuando estén dispuestos a dejar por un momento su arsenal mortífero y su demostración en actos en los cuales ya nadie cree; cuando acepten acom­pañarnos en el silencio mismo de la vida, entonces, us­tedes y nosotras, hombres y mujeres, sabremos sorpren­dernos mutuamente de nuevo.

Sí, cuando dejen de mirar su sexo erecto como única promesa para nosotras, como única confesión de su hombría, como único futuro, entonces empezaremos otra vez a creer en lo imposible. Y me pregunto, ¿cómo han podido dudar tanto de sí mismos como hombres, para colocar todo el contenido de la palabra “hombre” , tan inmensa, tan bella, tan redonda, tan plena, en la sola punta de su sexo..., ahí, abajo de su vientre, como si fuera lo único seguro que tienen? ¡Por fávor!... si su­pieran cómo, a veces, nos arrancan sonrisas nostálgicas de compasión... Si supieran cómo nosotras las mujeres vemos las cosas bajo otro ángulo... Tal vez porque las vemos de frente...

Entonces, permítanos decirles que su sexo erecto no es el fin del mundo. Y si nosotras sabemos todavía y a pesar de todo maravillarnos y sorprendernos de su ver­ticalidad, les aseguro que no es por las mismas razones que ustedes. Nosotras amamos su sexo cuando lo lle­namos de significado, porque entendemos que eso es lo que nos hace distanciarnos del macho y la hembra y de los peces. Nosotras las mujeres amamos su sexo por nuestra formidable capacidad de felicidad, por nuestra posibilidad de crear lenguajes, espacios simbólicos, por nuestra escogencia primordial de lo vivo, lo caliente, lo significativo.

Y es cuando quisiera poder decirles las cosas con mis ojos, con mis manos, mi boca, mi nariz, mi piel, abolir la explicación, el análisis, las palabras, que al mismo tiempo que me dieron la conciencia que tengo del mundo me distanciaron de él.

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Amamos su sexo porque nos pide toda nuestra aten­ción, nos hace tomar conciencia de nuestra otra forma de habitar el mundo a través, no sólo del verbo, sino, sobre todo, del ver, tocar y saborear; porque a través de su tibieza, de su sabor a tierra salada, tierra-mar, de su textura movible, elástica y sorprendente, sentimos que existimos por fuera de los límites del saber clásico o formal, dejándonos arrastrar por toda la inmensidad de nuestras posibilidades de vida.

Quisiera ser capaz de explicarles cómo son el olor, la caricia y el sabor, para que entiendan cómo es el de­seo femenino. Nuestro deseo no se parece al deseo mas­culino; no puede parecerse; el nuestro tiene una historia y un pasado tan corto, un inconsciente tan distinto. En­tendemos que el deseo masculino es una especie de pasaje fugaz de la vida a la muerte; siempre termina en la muerte y está asociado a la potencia; como si este deseo mascu­lino no supiera, no conociera la inmensidad de lo que penetra, la profunda materia de lo que atraviesa, el aco­gimiento, el calor y el infinito saber de ese pozo feme­nino, en el fondo del cual siempre debería encontrar la vida como una luz y no la muerte.

Ciegos. Hombres ciegos. Como si por haber colocado todo el contenido del deseo en la punta de su sexo no fueran capaces de ver más allá. No les reprochamos la virilidad de su deseo. Les reprobamos la ceguera y la sordera hacia la feminidad del nuestro.

Por eso les hablo del deseo femenino. Cómo es de exquisito, dulce y vital para nosotras detener el tiempo por un momento, quedarnos sin afán al lado del objeto de nuestro deseo, mantenernos en vida en el deseo mismo. Sabemos, porque lo hemos aprendido, que la posesión, además de su sabor a muerte, es irrealizable. Entonces, tratamos de olvidar todo lo que nos enseñaron, todo lo que nos contaron y todo lo que leimos sobre el sexo, la sexualidad, el amor, y el cómo hacerlo. Para encontrar otro lenguaje es preciso desechar lo que nos contaron los gringos en sus bellos manuales ilustrados y llenos de estadísticas, que pretenden hacer de la sexualidad otra

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mercancía y enseñarnos a gozar como ellos lo decidieron para el mundo entero. En este sentido, nunca he creído en la educación sexual, sino en un aprendizaje del deseo y del placer, porque la sexualidad se inventa en cada momento y ningún manual podrá nunca hacer el inven­tario del juego infinito de nuestros fantasmas y del sabor de nuestro deseo. Inclusive, creo que esta educación sexual a lo Master y Johnson, llena de curvas, promedios, mesetas, estimulaciones vaginales y frías definiciones del orgasmo, no puede sino provocar una especie de enfrenta­miento sexual violento, condenando a las mujeres a una verdadera obsesión del orgasmo, como si fuera una reivin­dicación más de un pliego de peticiones; y estoy segura de que este nuevo discurso erotológico que propone una serie de técnicas de entrenamiento es un obstáculo para la comprensión de lo que es la relación entre los seres humanos, relación para la cual la sexualidad no es sólo placer orgánico, tumescencia, relajamiento muscular y orgasmos... Al lado de esta realidad orgánica está el mis­terio del lenguaje y del inconsciente. Es por eso que, como lo recomienda Frangoise Dolto (1983) en su libro La sexualité féminine, hay que desconfiar de la sexualidad, pues la sexualidad es consciente. Es la libido la que es inconsciente y es de ella que trato de dar cuenta. Es fácil hablar de la genitalidad, no lo es tanto hablar de ese otro lenguaje, resultado de nuestra memoria, nuestras fantasías, nuestros inconscientes; ese otro lenguaje gracias al cual, justamente, la genitalidad abandonó el espacio reducido y finito de nuestros órganos genitales para instalarse paulatinamente en toda nuestra piel, y pasar de una sintaxis sexual, que compartimos con los primates y hasta con los salmones, a una verdadera se­mántica sexual.

Ya no hablo de “hacer el amor” , sino de vivir el amor. No hablo de consumir al otro; hablo de contemplar al otro. Lo contrario de una sociedad de consumo es una sociedad de contemplación, es decir de desposesión. Es un lenguaje que necesitamos encontrar juntos...

Y cuando los miramos, les hablamos, los escuchamos,

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sentimos a veces con tristeza que nos quieren encerrar en sus limites, en su soledad de hombres. Amos y rec­tores del quehacer humano, saben construir potentes máquinas, saben hacer la guerra a la mitad del planeta, construyen armas llenas de veneno, incendian pueblos, arrasan bosques, abren desiertos, cambian el humus de la tierra por cemento, disponen misiles en las cuatro esquinas del mundo, escriben discursos, redactan leyes, pero a la hora de la verdad, a la hora de encontrarse con­sigo mismos a través de un abrazo amoroso, no encuen­tran sino la muerte, siempre la muerte... Una vez me expli­caron que el hombre que goza es un hombre que muere, privado de la exhibición tangible de su virilidad encuentra la angustia de su indeterminación. Lástima, porque su sexo, cuando no le imprimen su ideología de poder y muerte, tiene posibilidades ilimitadas que nosotras las mujeres sabemos encontrar; nosotras encontramos en el sexo masculino las huellas de sus amores pasados, sus decepciones, nostalgia's e ilusiones... Pero encontramos, también, todos los goces de la vida y, entre otros, la caricia que llena nuestra piel de significaciones, que hizo de ella una playa simbólica y no sólo un receptor nervioso de señales; la caricia que nos enseña el lugar de nuestra confusión, el olor, el sabor del sexo masculino que sig­nifica para nosotras una vuelta hacia la memoria del mundo, cuando éramos grandes peces, torpes, llenos de escamas, salados y sorprendidos con el encuentro de la arena tibia a la salida del mar. El sexo masculino es ma­rino; y cuando no le imponen sus fronteras, sus ideologías, su masculinidad, sentimos por fin que la utopía sabe a posible. Nosotras sabemos que su sexo antes que mas­culino es simbólico, es vida, y en ese sentido es también femenino; y es tan bello cuando se vuelve femenino... O sea, cada vez que no tiene por único fin la penetración y el poder; cada vez que se deja invadir por la vida, que es capaz de reír de sí mismo, de rechazar la terrible an­gustia que lo invade cuando no responde a lo previsto, cada vez que nos dejan enseñarle otras posibilidades.

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Nuestra boca es un rincón mágico, nuestra lengua, sabia, nuestras manos, inteligentes y generosas, nuestra infancia, demasiado corta, nuestras posibilidades lúdicas, infinitas, y no necesitamos su sexo erecto para maravi­llarnos del hombre. Ahí está el verdadero aprendizaje del amor. Ahí, en ese asombro de estar juntos, de saber que los dos somos por fin esa imagen reunida del hom- bre-mujer, de entender, entonces, la magia del silencio o de la palabra.

Definitivamente, olvidémonos un rato del orgasmo e inventemos nuestro orgasmo; sólo así cobrará su ver­dadero sentido subversivo y libertario; pero para des­cubrir esto nos toca dar muerte definitiva a los héroes; detestamos los tecnólogos del sexo, los verracos del sexo, los super-machos del sexo, los super-sexos, los brutos, los torpes, los afanados. Detestamos los distribuidores automáticos de orgasmos, los orgasmólogos, las máquinas de muerte, los asesinos de la vida, de la sexualidad, de la libido, del hombre. Amamos la vida y a través de nuestro deseo es a ella a la que amamos.

Ustedes nos dicen ‘ te amo” cuando nos buscan o nos desean; nosotras les decimos ‘ te amo” cuando nos hacen profundas y nos hacen sentir nuestra tenaz com­plicidad con la vida. Lo nuestro no es una eyaculación, es algo más misterioso y profundo. Cuando nos habitan, entonces nos volvemos mujer-hombre; ese todo reencon­trado a través de este acoger, de esta dilatación rítmica y musical en la cual toda división se pierde, en la cual ya no sabemos dónde empieza la piel de una y termina la piel del otro; desaparecen los límites y nace de nuevo esa simbosis esencial de todo principio de vida, cuando nuestras células no eran todavía femeninas, ni masculinas, sino vida, sólo vida... Entonces es cuando entendemos que el acto sexual es el que reconcilia todos los momentos, que unifica todo lo que es fragmentario, disperso, con­fuso, limitado, roto... ese "acto” que puede ser “no acto” sino lenguaje, caricia, música... Por eso detestamos tam­bién su retirada violenta de hombre satisfecho y a la vez muerto, que vuelve a separar todo lo reunido... Hom­

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bres: dejen el afán, tienen una eternidad adelante para dormir y estar solos; dejen ese disfraz de "hombre Marl­boro” , ese macho de las cabalgatas que toma decisiones rápidas y que nosotras las mujeres odiamos. Reconozcan el instante y háganlo durar. El afán es el Barba Azul del erotismo.

Entiendan que no tenemos ganas de seguir apren­diendo a morir con ustedes. Lo que queremos, lo que anhelamos, es encontrarnos con la risa, con el deseo feliz, con las cosas ricas de este mundo desencantado, con una cierta ternura impulsiva que nos gusta, que amamos pro­fundamente. Tal vez, a través de su sexo lo que queremos, ante todo, es encontrar por fin el lugar de nuestras ver­daderas nupcias.

BIBLIOGRAFIA

Dolto, FranQoise, Sexualité feminine, París, Scarabée, p. 89, 1983. Lacan, Jacques, Citado en “ Ce n’est pas le tropisme qui guide nos

amours” , Maurice Moshe Krajzman. Le journal des psychologues, No. 42, noviembre, 1986, p. 27.

Paz, Octavio, Cuadrivio, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1972.

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DESHOJANDO LA VIDAPoemas

GLORIA LEAL

EL VERDE SILENCIO

Abandonaronel verdor del silenciofornicaroncon sus ausencias.Olvidaronla sencillez de la tierra. Su carcajada está en el eco del viento.No quedaron sino viejos eternos amantes del naranjo.Y algunos soñadores de caminos libres aventureros violadores de esperanzas.

Manta, junio de 1981

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EL

Túytus ojos en mí.Y yo en ti.Asíiniciósiguiócontinuó.Luego...túrozando mi cuerpo tú en mí yo en ti.

Diciembre 30 de 1982

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MUJER, AMOR Y VIOLENCIA

LA M AÑANA

Desperté descuartizada el pensamiento escondido en tu sueño el pelo enredado en un trigal los ojos adornando la mesita de noche la cadera abriéndose en la sábana las manos tocando el ventanal la sonrisa dibujada en el espejo los pies deletreando hojas secas los senos tomando sol.Recogí las partes de mi cuerpo y me disfracé a vivir el día de hoy.

Agosto de 1984

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ITINERARIO

A las seis p.m. ella citóa un empleado público de una profesión cualquiera.

A las nueve p.m. ella bailó el deseo con un empleado público de respiración agitada.

A las tres a.m. ella durmiócon un empleado público de palabras vagas.

A las seis a.m. ella despertóacompañada de un ronquido.

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MUJER, AMOR Y VIOLENCIA

PASADO

Desabrochaste el deseo pero no encontré tus ojos llenándome de ternura.

Jugando a soñar tu rapidez tropezó con mi reflexión en el pasado enredada.

Rescaté mi postura hilvanandolas costuras de mi cuerpo.

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GRUPO MUJER Y SOCIEDAD

Hay un abismo de tristezas en los límites de mi cuerpo. Ya no hay más que decir todo lo abandonó el tiempo.

Ahora escucho el canto de un gorrión atrapando mi mano en el costado del sol dormido en el mar.

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UN JUEVES 14

Abrí la pereza y encontré tu caricia ocultaen los límites de mi cuerpo.

Hoy me levanté con un paréntesis en la curva de mi existencia.

Le coloqué un punto y coma a la rutina.

En la nubeque bordeami camaescribí un sueñode puntos suspensivos.Divisé tu rostroen la primera frase.

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Atajada en la lluvia maquillaste de dulzura el viernes. Trenzamos palpitantes antojos delineamos de rojo la vida. Aliñando en mi vientre tus sueños en una estrella discurrió la noche. El arcano mayor despertó el día un deseo me traerás en la boca.

Junio de 1988

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CAPITULO 3. MUJER Y VIOLENCIA

M ARIA HIM ELDA RAMIREZ

Suele asociarse el mundo masculino con la violencia, ya que en la gran mayoría de las sociedades del pasado y del presente se han considerado cualidades distintivas de los hombres, su disponibilidad a la conquista, a la agre­sión, a la acción. Esas cualidades han sido estimuladas por los diferentes medios de socialización y muy esti­madas en distintas culturas. Tal asociación estaría res­paldada por los datos empíricos, que dan cuenta de la presencia masculina predominante en las instituciones de control y de represión social, como las fuerzas arma­das, en las que se ejerce la violencia y, además, en las que se entrenan los jóvenes. Es también amplia y activa su participación en la guerra. Lo mismo, en la delincuencia que, en Colombia, como lo han venido señalando dis­tintos estudios, alcanza una magnitud considerable (1).

Concebir como rasgos distintivos femeninos en este campo o en cualquier otro, los opuestos a los de los hom­bres, sería incurrir en la lógica de la inversión, que con­duciría a simplificar el problema y a distorsionarlo. Sin embargo, sí cabría establecer un contraste en las formas de participación de los hombres y de las mujeres en las mencionadas instituciones y acontecimientos. Desde un punto de vista cuantitativo, es evidente que la violencia en las mujeres es escasa y circunscrita a las actividades propias de su género. Sufre sí, el impacto de las irrepa-

1. Comisión de estudios sobre la violencia, Colombia: violencia y de­mocracia, Bogotá, Universidad Nacional y Colciencias, 1988, p. 18.

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rabies pérdidas de los hombres que le son cercanos. Por esas pérdidas debe afrontar las adversas consecuencias de la viudez y de la orfandad de sus hijos e hijas. Además, se ve abocada a suplir los vacíos que esas ausencias dejan, tanto en el plano material como en el afectivo y en el social.

Algunas representantes de diferentes tendencias feministas sostienen que la disposición cultural femenina para la procreación influye sobre la mujer de modo que ésta está menos dispuesta a comprometerse de manera decisiva con los graves hechos de violencia que a diario ocurren en la sociedad. Esa disposición la inclina más hacia la conservación y protección de la vida que hacia la muerte.

La condición femenina se constituye más bien en un motivo que hace a la mujer vulnerable a ciertas formas específicas de violencia, que se ejercen sobre ella con especial rigor en el ámbito doméstico. Pero también en otros espacios, como en la escuela y en el medio laboral, se confronta con formas de violencia simbólica, que favorecen algunos abusos, como los sexuales.

El objeto de estas notas es señalar algunas de las circunstancias en las que se expresan esas formas de violencia. Los elementos expuestos corresponden a los resultados de una investigación que he venido desarro­llando sobre la temática de la violencia en la familia, con base en estudios de casos e información recopilada en instituciones de carácter hospitalario, médico forense y de protección.

En la investigación se enfatizan las graves repercu­siones de los malos tratos a los niños. Por ello, otro de los aspectos contemplados es la contribución de las mujeres a la socialización de las nuevas generaciones en la violencia, puesto que no siempre ellas son recep­toras pasivas de los abusos de otros. En el hogar, como principales responsables de la formación de los hijos y de las hijas; en la escuela y en otras actividades comple­mentarias de la formación temprana participan del pro­yecto ideológico que privilegia las soluciones por la vía de la fuerza y de las imposiciones arbitrarias.

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PATRIARCALISMO Y VIOLENCIA EN EL HOGAR

Tanto en la sociedad como en la familia, la religión, las leyes, las tradiciones, le conceden al hombre en su ca­lidad paterna una gran supremacía. Esta se encuentra fundamentada en su papel real o potencial de providente económico fundamental del hogar; por ello, es benefi­ciario de múltiples privilegios, dentro de los cuales fi­guran la posibilidad de gozar de independencia con res­pecto a su cónyuge e hijos. Esos privilegios se expresan en los más diversos órdenes: desde lo que tiene que ver con el manejo del tiempo y del dinero, hasta el ejercicio de la sexualidad.

En contraste, la mujer y los hijos están sometidos a una dependencia más o menos absoluta con relación al padre. Sobre la libertad personal de aquéllos se ejercen múltiples controles; deben estar dispuestos a aceptar la sumisión como garantía de la integridad y armonía en el hogar. Una clara demostración de la certeza que tiene el padre, o su sustituto, de la magnitud de su po­der, se expresa en las reiteradas amenazas explícitas o implícitas que éste profiere, de abandcfno del hogar, cuando se presentan elementos de fricción o de conflicto, o cuando hay intentos de plantearle algunas exigencias. En muchos hogares tales amenazas no son infrecuentes, y son formas de hostilidad muy lesivas. Suelen ser, sin embargo, bastante efectivas para lograr la imposición de determinados criterios y para la conservación de los privilegios de que disfruta el padre.

Persisten con tenacidad prácticas como el encierro, las golpizas o los desalojos, formas típicas de maltrato al que se somete a las mujeres involucradas en conflictivas relaciones de pareja. Las mujeres también suelen so­portar chantajes, degradaciones o amenazas de separa­ción de sus hijos. Prevalecen esos tratos entre los gru­pos de la población depauperados, en los que se conjugan los bajos niveles educativos, con los ingresos mínimos y la completa dependencia económica.

Virginia Gutiérrez de Pineda llama la atención sobre

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las condiciones de vida del gamín bogotano, y resalta el hecho de que éste proviene de hogares presididos por mujeres. Estos hogares, por lo regular, constituyen es­tructuras plurifraternales, debido a que la madre ha entablado sucesivas relaciones maritales (buscando es­tabilidad para sí misma y para su prole), propicias al conflicto y a la violencia. El maltrato reiterado sobre el niño o la niña se configura en una determinante de su elección por la vida callejera. La autora ilustra algunos de los aspectos de esta dinámica:

Cuando las familias afrontan el problema de que el progenitor biológico o suplente no quiere a sus hijos o hijastros, y los castiga con dureza, no encuentran tampoco las familias en quién hallar apoyo, respaldo o control... Esta condición, culturalmente re­conocida, no encuentra freno a sus expresiones de tensa relación entre unos y otros. La madre debe aceptarlas calladamente..., porque es una solución que ella ha buscado, prohijado y que difícil­mente ofrece otra opción. Si falta un compañero ha de asumir la jefatura económica y esta asunción... lesiona los intereses vi­tales de todos los miembros de la familia, tanto como los de la atención al menor. La alternativa materna es soportar el trato duro de su cónyuge y el de éste a sus hijos habidos con anteriores maridos (2).

Dentro de las capas medias urbanas se presentan también episodios más o menos graves de violencia con­yugal, pero estas situaciones rara vez se proyectan a las instituciones públicas de atención a la familia, con excep­ción de las ocasiones en las que se ha definido la disolución de la sociedad conyugal o el divorcio, tendencia que pa­rece acentuarse en nuestro medio, dentro de estos grupos de la población. Por otra parte, la creciente participación de la mujer en las actividades productivas, en el sistema escolar, y el influjo de los movimientos de liberación femenina, inciden en la afirmación de su autonomía con lo cual las perspectivas frente al problema cambian de manera sustancial. Por lo demás, cuentan con mayor respaldo familiar e inclusive institucional. La cuestión

2. Virginia Gutiérrez de Pineda, El gamín, su albergue social y su fa­milia, Bogotá, Unicef, 1978, p. 77.

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económica presenta múltiples variantes:

En buena parte de los casos estudiados, la mujer depende de los ingresos de su compañero para la satisfacción de las necesidades familiares. Sin embargo, en la gran mayoría, desempeña activi­dades productivas que generan ingresos adicionales, los cuales contribuyen a complementar el presupuesto familiar. Pero en algunas oportunidades no es extraño que a la mujer su conviviente le plantee exigencias económicas, que al no estar en condiciones de satisfacer se constituyen en fuentes de amenazas y de vio­lencia. En otras circunstancias, la autosuficiencia económica no la salvaguarda de ataques y abusos por parte de su pareja, como ocurre en los casos en que se trata de mujeres profesionales de altos ingresos, situación que en apariencia contradiría la rela­ción entre la presunta dependencia económica con la violencia conyugal (3).

En relación con la presentación del problema en zonas rurales, son escasos los estudios sistemáticos al res­pecto. Son, en cambio, bastante difundidas las carica­turas en las que figura la mujer que ha sido golpeada por su cónyuge, defendiéndolo de la intervención de ter­ceras personas. Marta Rivero y Carmenza Prieto sos­tienen que en las zonas rurales boy acenses es usual una gran tolerancia de las mujeres a los ofensivos controles a los que son sometidas por parte del cónyuge. Esos controles se expresan en exigencias que atentan contra los más elementales derechos personales. Por ejemplo, para detectar evidencias de posibles relaciones sexuales extramaritales deben estar dispuestas a la revisión de su ropa interior, y se les prohíbe asearse sin la autori­zación de su pareja. Estos hechos parecen pertenecer más al terreno de la ficción que a la realidad.

ALGUNOS DE LOS EFECTOS DE LA VIOLENCIA EN LA FAMILIA

Sobre jóvenes mujeres de sectores campesinos, obreros y de las capas medias en proceso de pauperización, suele

3. María Himelda Ramírez, Casos de violencia en la familia, Uiver- sidad Nacional de Colombia, 1987, p. 102.

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recaer gran parte de las responsabilidades domésticas, cuando la familia no logra asumir los costos que implica contratar a terceras personas para que las realicen. El incumplimiento de ciertas tareas, o la insatisfacción de los hombres de la familia con ellas, les acarrea a las jóvenes serias dificultades, que se traducen en severas restricciones a sus libertades personales, en los malos tratos verbales y físicos y, aun, en la expulsión del hogar. Se produce también, como opción, la fuga del hogar con el propósito de evadir ese tipo de violencia. Las mujeres incursionan en el servicio doméstico remunerado como la alternativa casi exclusiva para alcanzar cierta auto­nomía económica, y para procurar disminuir la opresiva tutela de la que son objeto en el hogar. Sin embargo, las condiciones de vida y de trabajo en el sector domés­tico representan un elevado grado de exposición a otro tipo de arbitrariedades: la sobre-explotación de su fuerza laboral, la intimidación, la discriminación, los asaltos sexuales, son prácticas frecuentes, consideradas inhe­rentes a ese tipo de relación, tal como lo afirma Alvaro Villar al referirse al tema en una de sus obras.

Un clima familiar adverso a la joven, o en el que se hace muy explícita la discriminación por su condición femenina, contribuye a que ésta se precipite al estableci­miento de relaciones maritales. Por lo regular, asume la maternidad en condiciones que la desfavorecen, lo mismo que a su prole. La hostilidad hacia la maternidad se acentúa cuando ésta proviene de imiones no forma­lizadas, y, más aún, si se trata de una mujer muy joven y que, por lo tanto, depende de la familia para su soste­nimiento material ya que, con gran frecuencia, se evade la responsabilidad paterna. En estos casos, sobre las adolescentes gestantes se desencadenan formas de vio­lencia que agravan su ya crítica situación. Además, esa hostilidad representa un virtual compromiso con el maltrato infantil, que significa una forma de socialización en la violencia.

Recordando los datos proporcionados por Ana Rico, sobre un total de 50 jóvenes que fueron madres antes

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de los 20 años de edad y que debieron entablar deman­das de reconocimiento de sus hijos ante el Instituto Co­lombiano de Bienestar Familiar, en Bogotá, se destaca la reacción adversa de la familia de la mujer al hacerse evidente su estado de gravidez. Nos informa la autora que los padres de la joven reaccionaron con insultos y golpes, que lo hicieron con furia, expulsándola del hogar en unos casos y, en otros, presionándola para que inte­rrumpiera la gestación o para que se recluyese. Sólo en pocos casos la familia reaccionó con indiferencia, pero sin ofrecer el apoyo que era requerido en tales circuns­tancias. Es apenas explicable que se genere así una ac­titud de rechazo a la criatura, expresada, en el período prenatal, en omisiones deliberadas como la falta de cui­dados médicos o alimentarios mínimos. Esas omisiones repercuten, no sólo en la salud e integridad de la madre, sino también en las condiciones de desarrollo de su hijo o hija. Durante el período de la crianza se expone al ser recién nacido al abandono, a la negligencia, a la desnu­trición, al aplazamiento innecesario de la satisfacción de sus necesidades fundamentales, hechos que, de forma inevitable, inciden en su desarrollo integral, y se corro­boran a diario en los centros de atención pediátrica.

DE LEVES CONCESIONES A COM PROM ISOS DECISIVO S

A lo largo de la historia del grupo familiar las funciones de la madre se van transformando y en determinados momentos su condición femenina resulta ser una limi­tación para el cumplimiento de algunas de las nuevas exigencias que se le han planteado. La impotencia ma­terna se hace evidente con frecuencia en lo que concierne al establecimiento y a la aplicación de los controles fa­miliares. Al ser la mujer una figura tan desvalorizada por la sociedad, es difícil que logre convertirse en una imagen de autoridad para sus hijos que están creciendo.

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Para las hijas representa un modelo bastante contra­dictorio, y con el que, quizás, no aspiran a identificarse, al menos de manera consciente. El reconocimiento de tal situación impulsa a la madre a buscar apoyo en fi­guras sustitutivas. De esa manera, autoriza explícita o implícitamente a alguno de los allegados a la familia, a los maestros o a otras personas de prestigio en el hogar, para que contribuyan a introducir los correctivos que a su criterio se estiman convenientes; inclusive, dentro de tales autorizaciones puede figurar la delegación para castigar, con los contraproducentes efectos que pueda producir esa delegación, ya que se abre la posibilidad de que se cometan excesos o abusos.

Una de las circunstancias que expresa con mayor nitidez la impotencia materna corresponde a las difi­cultades planteadas por la formación de los hijos va­rones en la adolescencia. Conviene anotar que con fre­cuencia esta responsabilidad es exclusiva de la madre. Para ejercer una influencia efectiva, una de las alterna­tivas consiste en apoyarse en modelos autoritarios. Con­templa, incluso con beneplácito, la proximidad del ser­vicio militar obligatorio, como única garantía de co­rrección de un hijo “indómito” . De ahí que, por ejemplo, en algunas zonas rurales colombianas se anuncie a los jóvenes como posibilidad exclusiva de convertirse en “hombres de bien” , la de “regalarse” al cuartel.

La madre le concede así al entrenamiento militar una influencia formativa, que ni ella ni la familia han logrado ejercer. Se constata en ello lo indicado por algunos au­tores, como Joan Bamberger y Arnaldo Rascovski, cuando plantean que el servicio militar en las sociedades modernas asume las funciones que en otras organiza­ciones sociales desempeñan los ritos de iniciación de los adolescentes, quienes deben enfrentar duras pruebas para penetrar en el mundo masculino adulto. Pero, además, los jóvenes deben romper con la influencia de la madre y con el mundo femenino en el que han vivido durante los primeros años de su existencia. Sin embargo, no se trata tan sólo de una ruptura, es necesario proceder a desvalorizar esa influencia y ese mundo.

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Cuando envejece la mujer, su situación en la familia cambia de manera sustancial. Por lo general, encuentra un espacio en el hogar de sus hijos o hijas, a diferencia del hombre que propició un clima familiar violento y, por ese motivo, tiende a sufrir el marginamiento de la familia. Si bien en algunos sectores sociales la madre debe asumir responsabilidades domésticas como con­traprestación por su sostenimiento, hay cierta dispo­sición en su descendencia hacia el apoyo, el reconoci­miento y la asistencia a la vejez de la madre. Desde ese momento, ésta se torna más comprometida con la misión de velar por la continuidad de los valores de la tradición patriarcal. Esos valores son los que le conceden al hombre una posición privilegiada en la familia y en la sociedad. La madre comienza entonces a obrar en consecuencia. Milagros Palma recalca que, para el hombre adulto, la madre es la imagen viva del sacrificio. Por ello es me­recedora de una gran veneración y aquél, como un niño, andará en búsqueda de la mujer que le sirva como ella. La amplitud del poder de la madre, como reproductora del orden opresivo, en el que la sumisión de la mujer es fundamental, se deja sentir de una manera bastante intensa en su relación con la nuera; ésta debe compor­tarse de acuerdo con la tradición de sometimiento y re­verencia hacia el hombre. Sobre la nuera empiezan a recaer múltiples exigencias que tienen que ver con las formas de realización de los trabajos materiales y con k organización de los rituales domésticos, los cuales deben orientarse a satisfacer los más mínimos caprichos de su cónyuge y deben realizarse conforme a sus hábitos, nada debe cambiar. Las actuaciones de la joven mujer están celosamente vigiladas por la madre de su cónyuge, para que se muestre complaciente, para que dedique su existencia a los múltiples deberes hogareños; debe, in­clusive, renunciar a sus preferencias personales. En este proceso se produce una interferencia en las relaciones de los hijos, ya que se trata de demostrar que la madre es insustituible; de esa forma se contribuye a fomentar el conflicto o la tensión en los hogares de aquéllos.

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IMPORTANCIA DE LA VIOLENCIA SIMBOLICA EN LA ESCUELA

Respecto a la incidencia de la escuela en la formación temprana conviene señalar, en primer lugar, que gran parte de la educación en sus diferentes niveles básicos se encuentra, en lo fundamental, bajo la responsabilidad femenina. La principal significación de ese hecho ra­dica en que prevalece un alto grado de violencia simbó­lica en el medio escolar, agenciada justamente por las figuras de autoridad.

Se podría sostener que los castigos físicos se en­cuentran erradicados del sistema escolar, lo mismo que otro tipo de situaciones que vulneran a las escolares, como los abusos sexuales. También están erradicadas ciertas costumbres denigrantes, como la colocación de las orejas de burro al niño o a la niña que no satisface las expectativas de su maestro o de su maestra. Sin em­bargo, en algunas de las prácticas pedagógicas que per­sisten se conservan los elementos constitutivos de una violencia simbólica, como los que están contenidos en la lógica de la discriminación. Esta es tan lesiva para la formación de la conciencia femenina como los malos tratos físicos.

En el sistema educativo las escolares se confrontan, ya sea de manera atenuada o abrupta con la violencia que se ejerce sobre ellas, tanto en el plano simbólico como en el concreto. Se alude, por ejeipplo, a la condición femenina como atributo negativo cuando se descalifica a un niño que expresa con llanto sus sentimientos de dolor o rabia o intenta manifestar su cansancio llorando. Además, las conexiones que en tono sarcástico se esta­blecen entre los atributos físicos femeninos y las facul­tades intelectuales de la joven son en extremo lesivas, y representan también formas de hostilidad social.

Por otra parte, en los textos escolares y en los con­tenidos de la enseñanza en general se refuerza con te­nacidad la división por sexos del mundo. En una inves­

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tigación sobre la temática, realizada con base en el es­tudio de 28 textos editados con posterioridad al año 1970, concebidos según los programas vigentes en el país y correspondientes a las áreas de lectura, lenguaje y so­ciales, el autor destaca la reiteración de esos mensajes:

Papá, muestra el texto escolar, va al trabajo que, todo parece indicar, es de “ oficina” , Mamá trabaja, veremos cómo en “ casa” ... Los textos muestran ese como su oficio natural... Claro que no siempre lo realiza sola. Recibe la ayuda de la hija que repite hasta en sus juegos cada una de las actividades de mamá... Julia y Ro­sita son dos niñas obedientes y hacendosas... acaban de llegar de la escuela y ya están ayudando a mamá... Ellas no se han de­morado en la calle ni han perdido el tiempo mirando las vitrinas de los almacenes. Julia barrió la cocina con esmero. Rosita lavó los utensilios y los colgó en su sitio... (4).

Insistentemente se asocia al mundo masculino con el trabajo fuera del hogar, que es el considerado produc­tivo y socialmente estimado. Y al mundo femenino con el trabajo doméstico, con las responsabilidades de la reproducción y de la crianza, con “lo intrascendente” , al decir de Simone de Beauvoir. No porque lo sean tales compromisos, sino porque en la cultura patriarcal se han desvalorizado.

Otro aspecto que merece atención es la relación entre el bajo rendimiento escolar con los malos tratos en el hogar, ocasionados, por lo regular, con intención co­rrectiva. Si bien al respecto no se observan diferencias apreciables por género, conviene referirse a la temática por sus repercusiones. La interpretación que los padres suelen hacer sobre el desempeño escolar de sus hijos cuando se señalan inconvenientes de diverso orden con­tiene casi de forma inevitable la invocación del castigo. Se manifiesta así una forma doble de represión, cuyas consecuencias son con frecuencia la evasión del hogar, los atentados contra la propia vida o la deserción escolar.

4. Renán Silva, La imagen de la mujer en los textos escolares, Bo­gotá, CIUP, 1982, p. 20.

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El temor y el miedo se logran imponer como componentes inseparables de la socialización en la violencia.

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INCONGRUENCIAS ENTRE LAS EXIGENCIAS SOCIALES Y LAS PRESIONES DEL MEDIO

Las adolescentes afrontan con mayor rigor, que sus coe­táneos varones, las incongruencias entre las exigencias convencionales de la sociedad y las presiones del medio. La castidad y la abstinencia sexual continúan siendo imperativos de carácter religioso y moral de importancia en nuestro medio, que rigen el comportamiento de las adolescentes. Aunque es preciso reconocer cierta libera- lización en las costumbres, las actitudes adultas son bas­tante ambiguas al respecto. La erotización del ambiente, al que contribuye la amplia difusión de mensajes semi- pornográficos, que se encuentran con profusión en la literatura de masas, en la publicidad y en otros medios afines, va encaminada, ante todo, al reforzamiento de la imagen de la mujer joven como objeto de consumo. Esos mensajes, que abusan de los semidesnudos feme­ninos, contribuyen a legitimar y a diversificar los recursos agresivos de asedio sexual. En ocasiones, figuras de autoridad como maestros o patronos acuden sin reato a ese tipo de recursos.

De esa manera se incentiva el ejercicio de una acti­vidad sexual desde temprano. Las presiones del grupo y las de la pareja impulsan la precipitación de la joven a entablar intercambios sexuales en los que prevalece la genitalidad. Estos intercambios no siempre corresponden a plenos convencimientos ni a compromisos afectivos profundos. Por lo general, las jóvenes incursionan en esas nuevas relaciones con una vaga e imprecisa infor­mación sobre el carácter de las mismas, sobre sus impli­caciones y sobre las posibilidades contraceptivas. Con­viene señalar que existen grandes resistencias en la familia, en el sistema educativo y en los servicios de

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salud, para afrontar la cuestión de la sexualidad de las jóvenes de una manera clara y precisa. En esas circuns­tancias, los riesgos de una maternidad temprana son elevados. Ante ella, la adolescente, por lo regular, es obligada a abandonar la escuela o el puesto de trabajo. En apariencia esas medidas son ejemplarizantes, ya que se trata de represalias de carácter moral por la su­puesta transgresión a las normas morales de la sociedad. Sin embargo, con ello se encubre el incumplimiento de los compromisos paternos o, inclusive, de ciertas obligaciones laborales en los casos de despidos por preñez.

La negación de la paternidad siempre está respaldada en la supuesta laxitud sexual de la joven. Con ello se procura acentuar la culpabilidad propia del universo femenino, inculcada a la mujer desde la edad más tem­prana. Otra de las convicciones implícitas de esa negación es la de que la procreación compete de manera exclusiva a la mujer.

Desde otra perspectiva, conviene señalar que las jóvenes en nuestro medio son violentadas por una cierta estética que pretende imponerles el consumismo. Esa estética corresponde a los ideales de belleza femeninos prefabricados por las industrias de los cosméticos y de las modas. Uno de los elementos que resaltan quienes han investigado la temática radica en que los modelos corresponden a tipos más o menos inalcanzables por la joven común. En uno de los estudios pioneros sobre las revistas femeninas en América Latina ya se indicaba que

...se trata del mismo tipo de modelos, perfectas según los cánones de belleza establecidos... jóvenes, de raza blanca y rasgos euro­peos; delgadas, estilizadas, hermosas, felices... La apariencia física se muestra jugando el rol todopoderoso, capaz de deter­minar sus relaciones de trabajo, sus posibilidades de éxito afec­tivo... la apariencia física pasa a ser el eje, el motor, la carta de pre­sentación que la hará “ dueña del mundo” ... (5).

5. Adriana Santacruz y Viviana Erazo, Compropolitán, México, Nueva Imagen, 1980, p. 153.

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Uno de los propósitos fundamentales de la presen­tación reiterada de esos inalcanzables modelos obedece al hecho de que para incentivar el consumo es preciso crear una forma artificiosa de inconformidad del com­prador consigo mismo. Por ese medio se reafirman los sentimientos de carencia de los que nos habla Cristiane Olivier. La autora, al respecto, señala que para la mujer su cuerpo es a menudo una fuente de descontento. Añora los atributos de los que no goza y no valora los propios, si tiene el cabello rizado lo desea liso, y viceversa; no está satisfecha con la textura de su piel ni con las proporciones de su cuerpo. Ese concepto de sí misma se acentúa en la etapa de la adolescencia, y, por supuesto, corresponde a la historia de difícil aceptación por su condición fe­menina.

Para concluir, conviene subrayar que en la familia se inicia un proceso a través del cual se procura que la niña y la joven se identifiquen con una cierta feminidad. Además, que asuman como propio de su condición unas funciones sociales específicas. Esa feminidad y esas fun­ciones están demeritadas desde el punto de vista eco­nómico y cultural, no son prestigiosas y exigen un ele­vado nivel de dedicación. Por ello, en determinados mo­mentos, surgen algunos brotes de resistencia; para lograr vencerlas se acude a diversas presiones que por lo re­gular adoptan modalidades violentas. Sobresale el hecho de la intensificación de dichas presiones justamente en la adolescencia y en la juventud, ya que durante esas etapas del ciclo vital se presenta cierta disposición al cuestionamiento de lo establecido y, aun, a las diver­gencias con el mismo. Queda, sin embargo, el recurso de la maternidad, que con frecuencia se constituye en una forzosa imposición y, en esas circunstancias, se con­vierte en la confrontación más abrupta con la asimilación de la condición femenina.

En la escuela se complementa el proceso iniciado en el hogar: desde las relaciones pedagógicas que prevalecen sustentadas en el trato autoritario y despótico, y que afectan a uno y oti;o sexo, hasta la comunicación coti­

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diana cargada de simbolismos discriminatorios que des­favorecen, por lo regular, a la mujer. En el campo de la orientación de los intereses intelectuales y vocacionales, se reafirma en forma insistente la ancestral división del trabajo. Por otra parte, los medios de comunicación, en especial a través de la publicidad, procuran cautivar la conciencia femenina para ejercer su enorme influencia ideológica, articulándose así al proyecto de creación de una determinada feminidad, acorde con los intereses sustentadores del régimen patriarcal.

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Tercera parte

ESTADO, INFANCIA Y ORGANIZACIONES FEMENINAS

EN COLOMBIA

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CAPITULO 1 MUJER Y POLITICA SOCIAL: EL CASO DE LOS HOGARES INFANTILES

YOLANDA PUYANA

Cuando el Estado formula y ejecuta planes sociales cumple una función contradictoria en relación con las con­diciones de opresión a la mujer. Por una parte, con el desarrollo del llamado “ Estado de bienestar” , a través del sistema de seguridad social, del aparato escolar, de los servicios de salud, facilita el ejercicio de las funciones de la familia en el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo, principalmente de la mujer, quien es la en­cargada del trabajo doméstico. El servicio de los Ho­gares Infantiles, el aumento de la escolaridad, el control de la natalidad, de una u otra forma contribuyen a la vinculación laboral femenina; le ofrecen oportunidades para la calificación de su capacidad productiva y le li­beran tiempo para sí misma. Pero, por otra parte, cuando se formulan y ejecutan los programas sociales se repro­duce la ancestral división del trabajo por sexos, ya que la ideología propia de la sociedad patriarcal permea las políticas sociales desde su formulación hasta la práctica espontánea de la caridad.

En la práctica de los programas sociales el Estado continúa reproduciendo la tradicional división sexual del trabajo. La mujer se vincula y participa en las acti­vidades que están asociadas con el ejercicio del trabajo doméstico, e, incluso, se capacita en tareas ligadas a este oficio; el hombre, por el contrario, es beneficiario de los programas que, de una u otra forma, mejoran su capa­cidad como productor económico. Así se concluye en una investigación al respecto:

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Los planes sociales tienen como característica excluir a las mu­jeres de las acciones que tienen mayor potencialidad de aporte económico y del mejoramiento de sus condiciones de vida... mien­tras que las acciones femeninas del programa apoyan básica­mente su labor reproductiva (1 )-

La práctica más rudimentaria de la asistencia social o el cuidado de los enfermos se encarga a la mujer por las cualidades derivadas de su virtual maternidad. Por eso es común encontrarse con noticias radiales de este tipo: “ La señora del gobernador invita a un desfile de modas con la participación de las reinas de belleza, a favor de los niños pobres de la ciudad” . La pobreza está a cargo de las mujeres, más precisamente, de la esposa de la primera figura del Departamento, quien trasciende así su papel de madre con la práctica de la caridad.

Cuando se estudia la evolución de los jardines in­fantiles en el país se puede entrever una función con­tradictoria del Estado en relación con la situación de la mujer. Por un lado, el programa se constituye en un recurso fundamental para la vinculación laboral de las madres y, en el caso de las jefes de hogar, en condición elemental de subsistencia de ella y su familia. Sin em­bargo, sólo una minoría de mujeres ha tenido acceso a dichos servicios, y la lucha por el cuidado de los niños entre los sectores populares se ha convertido en una constante, siendo un motivo para la formación y organi­zación de muchos grupos de mujeres a nivel nacional. A través de los programas estatales de atención al menor se reproduce la tradicional división sexual del trabajo, ya que en ellos participan principalmente mujeres, quienes son por tradición las encargadas de la socialización del niño desde su nacimiento hasta la adolescencia.

Es precisamente el objeto de este artículo reconstruir la historia sobre el desarrollo, la orientación y el impacto

1. Elvia Caro, “ Programas de desarrollo y participación de la mujer en Colombia” , en León de Leal, Debate sobre la mujer en América Latina y el Caribe, Bogotá, 1982, Ed. Presencia.

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de los Hogares Infantiles en el país, a partir de lo pro­puesto y ejecutado por el ICBF desde 1968 hasta 1988. Es la historia de los diferentes vaivenes del Estado al respecto, vista desde la experiencia de seis años en la planificación de este programa.

Faltaría sistematizar la historia construida por hom­bres y mujeres que de manera organizada o espontánea se han solidarizado contra el abandono y la desnutrición del menor.

En la primera parte del artículo se hace referencia a las condiciones socioeconómicas generales en que se desarrollan las políticas sociales en torno a los Hogares Infantiles; posteriormente se analiza la orientación ge­neral de dicho programa en los tres últimos períodos presidenciales, examinando lo que se dice en los planes de desarrollo con relación a lo que en efecto se hizo.

CONDICIONAM IENTOS E XTERN O S DE LA POLITICA SOCIAL SOBRE LOS H O GARES IN FA N TILES

Como la orientación y alcance del programa no depende de las intenciones de los planificadores, sino de aspectos externos generalmente ajenos a su voluntad, se hace necesario en este caso específico reflexionar sobre los siguientes aspectos: a) La coyuntura económica que en las últimas dos décadas incidió en la ejecución real de la política; b) la orientación de la política social, y c) las características de la población que demanda el programa, de manera especial la situación de la familia y el trabajo de la mujer.

Comportamiento económico en las últimas décadas

La década del 70 se caracterizó por una expansión del capitalismo, el aumento del Producto Interno Bruto acompañado de un acentuado incremento de la industria, del comercio y el sector financiero, que tuvo como con­secuencia una disminución del desempleo y un superávit

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en las finanzas públicas. En el período 1977-1978, por ejemplo, “ se presentó un incremento del PIB del 8.9%, en la industria manufacturera de 8.7%, en el comercio del 9.9%, en los servicios del gobierno del 7.1% y en el sector financiero del 15.9%” (2).

Como consecuencia del superávit de las finanzas del Estado, el programa de los Centros de Atención Inte­grada al Preescolar (CAIP) se planeó en medio de una especie de “danza de los millones” , como si el recaudo de los recursos fuera a ser siempre similar. No obstante, como se ilustrará más adelante, se inició sin obedecer a una planificación ajustada a la realidad de la población que requiere el servicio.

El comportamiento económico de la década del 80 ha sido al contrario; una larga recesión, efecto, a su vez, de la crisis económica internacional y de factores internos. Son características de la crisis de los ochentas: un déficit externo comercial y otro aún mayor de la balanza de pagos. Se presentó una caída de las exportaciones colom­bianas y un aumento de la deuda externa.

La industria se debilitó estructuralmente con el deterioro de la productividad, y el sistema financiero se convirtió en el drácula de la economía productiva del país. El Producto Interno Bruto de la década ha sido inferior al del 70, las reservas internacionales decrecieron de US$ 5.600 en 1981 a US$1.600 en 1983 (3).

Como consecuencia de la crisis económica, el Estado ha incrementado el déficit fiscal, que alcanzó el 4.5% del PIB en 1982 (4). Se ha restringido el gasto social o, por lo menos, el crecimiento de los programas estatales. Por otra parte, la oferta de empleo ha disminuido trayendo como consecuencia un aumento del desempleo abierto y del trabajo independiente en actividades propias del llamado “ sector informal” , con un deterioro alto de los

2. Fedesarrollo, Unicef, DNP, El desarrollo social en la década del se­tenta, Bogotá, Presencia, 1984.

3. Salomón Kalmanovitz, Economía y nación, Bogotá, Siglo X X I, 1985, p. 525.

4. Ibid.

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salarios reales (5). Los planes de desarrollo en la década han tenido como meta fundamental la reactivación eco­nómica y han estado limitados por el déficit fiscal. El impacto de este fenómeno en la ejecución real del pro­grama en cuanto a los hogares infantiles ha sido deter­minante y ha restringido el cumplimiento de los objetivos señalados en los planes de desarrollo.

Orientación de la política social

En el país la política social formulada a través de los planes de desarrollo ha tenido carácter "residual” , porque se orienta a disminuir los efectos de problemas sociales provocados por fenómenos estructurales, sin modificar las causas generadoras de ellos. En una política residual no se producen reformas sociales que alteren de forma sustancial las condiciones de "pobreza” de la población, aunque, a veces, se disminuyan las consecuencias de esta situación. Son ejemplos de dicha política: un programa de asistencia crediticia y técnica a campesinos minifun- distas, sin una reforma agraria que redistribuya la tierra; un programa de vivienda para los sectores más pobres de la población, sin una reforma urbana que disminuya el costo de la tierra; la falta de una política fiscal orien­tada a redistribuir los ingresos de la población.

Como se ilustrará posteriormente, el programa de Hogares Infantiles es de carácter residual y sus objetivos, principalmente cuando se dirigen a mejorar la nutrición, están limitados por otras medidas económicas que traen como consecuencia el deterioro de los ingresos reales de las familias.

5. Juan L. Londoño, “ Evolución reciente del empleo y desempleo urbano en Colombia” , en Economía Colombiana, Nos. 172-173, Bogotá, 1985.

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Ingresos familiares y trabajo femenino

En Colombia, la mayoría de las familias están afectadas por una inequitativa distribución de los ingresos; según la Misión Chenery (6) en 1985 el 50% más pobre de aqué­llas concentraba apenas el 18.6% del ingreso, en tanto que el 10% del estrato más alto poseía el 36% del presu­puesto familiar. Esta situación limita la capacidad de la familia para satisfacer el costo de la canasta familiar y obliga al trabajo de mujeres, niños e incluso ancianos. Los bajos niveles de ingreso condicionan buena parte de los problemas de desnutrición y morbilidad de los niños más pobres e inciden en la altísima demanda de programas como los Hogares Infantiles.

Concomitante con los problemas económicos de las familias, la situación de la mujer ha variado de forma sustancial en las últimas décadas: el descenso de la fe­cundidad, el incremento del nivel educativo y de la par­ticipación escolar y, en especial, la creciente vinculación al mercado laboral, son indicadores que de una u otra forma manifiestan el cambio (7).

LA HISTORIA DE LOS HOGARES INFANTILES

Como consecuencia de los intensos procesos de urbani­zación acaecidos en las décadas del 50 al 70, de la proleta- rización de sectores campesinos migrantes víctimas de la violencia, de la carencia de oportunidades de empleo en el sector formal de la economía y de la inequitativa

6. Chenery H., “ El problema laboral colombiano: diagnóstico, pers­pectivas y políticas” , en Economía Colombiana, Separata No. 10, agosto de 1986.

7. El ascenso de la tasa de participación femenina fue de un promedio de 6.0 anual entre 1976-1986.

. . mujeres trabajadorasTasa participación = ------------------------------------------------

población en edad de trabajarOp. cit. p. 66.

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distribución del ingreso, las familias colombianas pre­sentan dificultades para cumplir con las funciones asig­nadas por la sociedad, como la protección, socialización y alimentación de los hijos.

Con el objeto de responder a las condiciones de in­digencia de las familias, al abandono de los niños, al ga- minismo, al madresolterismo y a la desnutrición, el Es­tado, en 1968, promulgó la Ley 75 que creaba el ICBF como organismo público descentralizado, dirigido a “proteger al menor y velar por la integración de la fa­milia” . Una de las funciones asignadas a la institución era la supervisión de los servicios de atención al menor, entre los que se incluían los Hogares Infantiles. Aunque la reglamentación de los mismos obligaba a las empresas de más de 50 trabajadores a organizar uno en cada en­tidad, esta disposición legal no se cumplió. En 1974, con la Ley 27, se crearon los Centros de Atención Integral al Pre-escolar (CAIP) encaminados a ofrecer protección al menor de 7 años mientras las madres trabajan. Se delegó al ICBF la administración del programa y se es­tableció un impuesto correspondiente al 2% de la nómina de los trabajadores de las empresas públicas y privadas con el objeto de financiarlo. Se inicia así en el país un servicio cada vez más demandado por los sectores medios y populares, del cual es posible reconstruir su historia y determinar diversos períodos de acuerdo con las dis­tintas características del programa:

a) Desde 1974 hasta 1982, período de expansión de los CAIP, en medio de una “danza de millones” ; b) desde 1982 hasta 1986, reestructuración de los CAIP durante la crisis económica y fiscal; c) desde 1986 hasta ahora creación de los Hogares de Bienestar Familiar como una estrategia contra la “pobreza absoluta” .

Creación de los CAIP, 1974-1982

Con la promulgación de la Ley 27 se captaron recursos superiores a la capacidad operativa del ICBF, organismo

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que debía administrar y garantizar la ejecución. Sin em­bargo, el diseño del modelo CAIP no obedeció a una planificación a largo plazo de la demanda potencial y de las posibilidades financieras provenientes del im­puesto; se trataba, más bien, de gastar los recursos de forma inmediata, como si la bonanza fuera a ser una constante. Se impuso un modelo arquitectónico con el cual se construyeron edificios de altos costos, se de­terminaron criterios educativos propios de una enseñanza escolarizada en los estratos altos de la población, res­pondiendo a los patrones culturales de los organizadores del programa, pero ajenos a la cultura de los sectores populares. Los recursos fueron entregados de manera preferible a grupos privados como el voluntariado y la Iglesia, y no faltaron tampoco los intereses clientelistas en la adjudicación de los mismos.

El CAIP ha sido consecuencia de la vinculación ma­siva de la mujer al mercado laboral, pero no alcanzó a cubrir sino a una minoría; por otra parte, como el mo­delo educativo es escolarizado, el niño permanece re­cluido en el jardín infantil con la jardinera; este sisteme excluye la participación comunitaria y no se constituye en un medio para la formación de las madres y su or­ganización.

La orientación de la Ley 27 fue cambiando; en pri­mera instancia, se estipuló que deberían incluirse como beneficiarios del CAIP los hijos de los trabajadores in­dependientes y la población más pauperizada. En se­gundo lugar, cuando en 1979 se expidió la Ley 7a, se reestructuró el ICBF, se organizó el Sistema Nacional de Bienestar Familiar y se legalizó la transferencia de recursos de la Ley 27 a otros programas diferentes a los Hogares Infantiles. En consecuencia, desde 1980 los proyectos de nutrición, protección al menor en aban­dono e, incluso, los gastos de funcionamiento del orga­nismo, se financian bajo las disposiciones de dicha ley.

La bonanza duró apenas hasta 1980; después no se ha vuelto a construir ningún CAIP en el país y los recursos financieros, acumulados en las corporaciones

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privadas por varios años, tuvieron que gastarse, debido a los altos costos de funcionamiento de cada Hogar In­fantil y a la orientación de los recursos de la Ley hacia otros gastos.

En 1978, en el Plan de Desarrollo de la administra­ción Turbay, denominado ‘ Plan de Integración Na­cional” , PIN, se determinó como estrategia fundamental de la política social la protección de la infancia y la pre­vención de las condiciones de abandono y semiabandono del niño. Se estableció por primera vez como meta “aumentar la cobertura de atención al pre-escolar y controlar los servicios del Estado hacia los menores de 7 años” (8). Cuando se hace un seguimiento de la eje­cución presupuestal y de la cobertura real del programa, se demuestra que los objetivos formulados no se lograron (véanse Cuadros 1, 2 y 3).

En 1980 la ejecución de los recursos provenientes de la Ley 27 alcanzó apenas el 65%; el costo del niño por mes en el CAIP fue muy alto, incluso mayor si se compara con el pre-escolar de un colegio de Bogotá. En contraste con la baja ejecución, la necesidad y demanda por el programa se acrecentaban como consecuencia del incremento de la tasa de participación laboral fe­menina. La cobertura era de 2.4 respecto a la población de 7 años y de 6.2 de la población con ingresos más bajos en ese año (véase Cuadro 1).

Los menores atendidos por el Sistema de Bienestar Familiar constituyen una élite privilegiada, mientras que la mayoría queda por fuera del servicio, sometida al riesgo que significa el encierro cuando las madres tra­bajan. En un estudio evaluativo del programa de Bo­gotá se demostró que, en efecto, el CAIP protegía a me­nores de los estratos bajos de la población, cuyas con­diciones de vida disminuirían de manera sustancial sin este servicio.

8. Departamento Nacional de Planeación, Plan de Integración Nacional, PIN, 1978-1982, Bogotá, 1978, p. 21.

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Siendo indispensable en especial en el 32.5% de los casos, cuando provienen de familias compuestas sólo por la madre, donde el padre evade el apoyo efectivo y económico. En la mayoría de los hogares de los usuarios del servicio, las madres trabajaban y dis­ponían de muy poco tiempo para realizar las tareas de atención de los hijos (...) No facilita la participación de los padres de fa­milia, en especial de la mujer, en el programa” (9).

Al final de la década se comenzaron a ventilar intensas críticas contra el sistema CAIP, debido a sus altos cos­tos, baja cobertura, enfoque paternalista y modelo edu­cativo. Se destacaba el papel de los jardines infantiles, ya que permiten a la mujer integrarse a las labores pro­ductivas, sociales o educativas, y al niño educarse y rela­cionarse colectivamente (10).

Al mismo tiempo, comenzaron a desarrollarse expe­riencias de jardines infantiles comunitarios, a las cuales se vincularon mujeres activas y luchadoras de los sectores populares. Estos son los casos de Acaipa (Asociación de CAIP) en Medellin, Fundac en Bogotá, Casas Vecinales de Barranca, Escuelas de Banco en Buenaventura y en Cartagena. En Medellin las "jardineras” son promo­toras del trabajo con la comunidad; las asociaciones de padres de familia son las que administran el programa y ponen en práctica una propuesta pedagógica partici- pativa. Fundac generó una asociación de jardineras co­munitarias en varios sectores de Bogotá, que han sido independientes en sus criterios de trabajo con relación al Estado. Por otra parte, Unicef y la Fundación Van Leer propiciaron seminarios y encuentros donde se de­batieron estos aspectos, y patrocinaron experiencias tendientes a mostrar otras modalidades alternativas de atención al niño, como las de Bucaramanga y la costa pacífica. La crítica al modelo fue también auspiciada

9. Elsy Bonilla, “ La madre trabajadora: ¿una contradicción?” en Mujer y familia en Colombia, Bogotá, Plaza y Janés, 1985, p. 106.

10. Diana Medrano, “ Pasado y presente de las organizaciones fe­meninas en Colombia” , en Mujer y Familia... op. cit., p. 279.

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por el Departamento Nacional de Planeación y en el seno mismo del ICBF (11).

Reestructuración del sistema CAIP: 1982-1986

En 1982 en el plan de desarrollo "Cambio con Equidad” , de la administración Betancur, se propuso una po­lítica de atención integral a la familia en la cual se esta­blecía como una de las estrategias fundamentales "la de modificar la orientación tradicional del sistema CAIP, para que se conviertan en unidades de atención a la fa­milia y fomentar a través de éstas la participación co­munitaria” . El ICBF modificó la normatización de los CAIP, se propuso ajustar el servicio a la realidad socio-cultural de cada zona y entregar la administración de los mismos a los sectores populares representados en las organizaciones comunitarias. Con las nuevas disposiciones los antiguos CAIP se denominaron UPAN — Unidades de Protección y Atención al Niño.

Esta política estuvo acompañada de un proceso de democratización de la acción del ICBF, ya que algunos funcionarios y el personal de los CAIP se desplazaron al trabajo en comunidades populares, buscando con su participación la atención al niño y una utilización más racional de los recursos.

Sin embargo, al finalizar el cuatrienio es posible evaluar de forma poco positiva el programa, ya que el Gobierno careció de un interés efectivo por ampliar la cobertura de las UPAN y la crisis económica y fiscal comenzó a disminuir la cuantía de los recursos del ICBF para los hogares infantiles. En primer término, se con­tinuó con la tendencia, ya iniciada en 1979, que consiste en transferir los recursos provenientes de la Ley 27 hacia el funcionamiento general del organismo. Si en 1980 el

11. ICBF, Van Leer, Seminario Nacional de Alternativas de Atención Integral a la Niñez Marginada, Barranquilla, octubre, 1981.

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84% de los recaudos por esta ley se gastaron en los Ho­gares Infantiles, en 1986 sólo se dedicó el 48.7% (véase Cuadro 2). Por otra parte, como consecuencia de la crisis

CUADRO2

COBERTURA DE ATENCION AL PREESCOLAR 1980-1985

PROYECCION EN 1985

Niños Gasto del ICBF en el programa (miles de $) (1)

% del programa dentro del

presupuesto total

Costo niño mes

1980 4.012.8 74 3.3441981 4.312.4 05 2.2751982 4.349.2 58 2.0671983 5.271.8 56 2.2601984 6.210.5 54.7 2.3871985 7.810.0 48.7 2.3951986 7.253.8 — 2.4141988** 14.204.5 — —

1989 31.728.6 — 4.136.6

Fuente: ICBF Boletín Estadístico 1984, p. 113. Informe de la Oficina de Planeación.

(1) Hasta 1986 se refiere a los CAIP.

**Se refiere sólo al gasto en los HOB, no a los CAIP.

económica y del proceso inflacionario, los ingresos reales provenientes de la ley disminuyeron en 1986 a una ci­fra inferior a tres mil millones de pesos respecto a los de 1980 (véase Cuadro 3).

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CUADRO 3

PRESUPUESTO ICBF 1980-1990

Años Ingresos Egresos Ingresos Egresosreales reales

1980 8.240.6 5.389.6 8.240.6 5.389.61981 7.637.7 6.631.8 6.061.6 5.250.81982 8.068.6 7.472.1 5.172.1 4.789.81983 9.815.7 9.278.1 5.393.2 5.075.51984 12.306.4 11.339.3 5.697.4 5.244.81985 14.733.8* 14.733.8** — —

1986 22.442.5 20.970.8 5.04'>,2 5.645.11987 27.207.0 25.240.11988 40.404.0 40.404.01989 67.473.6*** —

1990 85.684.3 —

•Apropiación final.

**Deflactado por el aumento del índice de precios de diciembre, cada año a partir de 1980. Para 1986 se aplica el de 1985.

***Se calcula un déficit en 1990.

Fuente: ICBF. Oficina de Planeación. La ejecución se fundamenta en el informe de la Contraloría General de la República.

Este fenómeno no es tan drástico respecto a los egre­sos, porque cada año se ha mejorado la ejecución de estos recursos y en 1986 el gasto era similar al de 1980 (véase Cuadro 3). Una consecuencia inmediata de este fenómeno ha sido la incapacidad de aumentar el pro­grama de forma significativa. A la situación anterior se suma el nefasto efecto que, para la ampliación de los Hogares Infantiles, tuvo la Ley 4a. de 1985 aprobada por el Congreso en el mes de julio. En ella se establece una reforma administrativa de varias entidades estatales

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con rentas exclusivas, como el SENA y el ICBF. Se acusaba a dichos entes de mantener un superávit que les facilitaría financiar otros organismos estatales como consecuencia de la crisis fiscal. ‘ ‘En el caso del ICBF se aseguró el apoyo de programas ejecutados por el Mi­nisterio de Salud, tales como: vacunación, construcción de acueductos, nutrición de ancianos y comunidades indígenas, entre otros” . (Diario Oficial, Ley 4/85). La ley sólo tuvo vigencia por dos años, pues el superávit del ICBF era mínimo y, en especial, porque las presiones de los sectores populares en torno al servicio de atención al niño han aumentado y se requiere elevar la cobertura. La prueba de que los Hogares Infantiles son una nece­sidad sentida se expresa a nivel nacional con la organi­zación espontánea de jardines infantiles en los barrios populares, se manifiesta en las solicitudes de los movi­mientos sociales y en las actas donde se reivindica la voluntad de la población.

En general, las intenciones del plan “ Cambio con Equidad” fueron limitadas por la crisis económica que golpeó las finanzas públicas, y las disposiciones del Fondo Monetario Internacional, las cuales determinaron una restricción en el gasto social y una disminución de la cobertura de los programas estatales.

A pesar de la disminución del presupuesto en el pe­ríodo, el ICBF incrementó la atención al menor de 175.000 en 1982 a 250.000 niños en 1986 (véase Cuadro 1). El aumento de la cobertura ha sido visto por la población como un deterioro de la calidad del servicio. La partici­pación comunitaria, propuesta en una forma tan entu­siasta por el ICBF a través de los UPAN, se ha inter­pretado como una manera de sustituir los recursos es­tatales por el trabajo voluntario de los sectores más pobres, en especial, cuando las nuevas modalidades de atención al niño se propusieron con el trabajo no remu­nerado de las mujeres encargadas de su cuidado. La cobertura aún es mínima en relación con la población infantil; entre 1982 y 1986 apenas ascendió de 4.1% a 5.5%. Los menores con riesgo de abandono no están

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siendo atendidos por el ICBF; el 88% de los barrios pobres de Bogotá carecen de dicho servicio y los Hogares In­fantiles no se han establecido en la zona más necesitada de la ciudad (suroriente, por ejemplo). Sin embargo, el servicio es indispensable para los usuarios, "porque se dirige al estrato bajo y a familias con poca disposi­ción de tiempo para dedicarles a sus hijos” (12).

¿Cuál ha sido el impacto del programa de los Ho­gares Infantiles ante la situación de la mujer, durante su primera década de funcionamiento? En primera ins­tancia, la baja cobertura del servicio es un indicador suficiente de que muy pocas mujeres trabajadoras se han beneficiado del mismo. El apoyo al trabajo femenino sigue sin respaldo institucional; continúa siendo nece­sario buscar alternativas distintas para la protección del menor. En segundo lugar, con este programa se ha reproducido la tradicional división sexual del trabajo, sin formar a hombres y mujeres para que asuman de forma diferente la socialización de los niños. En la ac­tualidad, la vinculación de la mujer al trabajo se ha reali­zado en medio de agudos conflictos en la pareja: para ella, porque continúa asumiendo las tareas reproductivas en la familia, y para él, porque se resiste a aceptar fun­ciones ‘ “femeninas” (13).

Los Hogares de Bienestar (HOB) 1986-1990

En el Plan de Desarrollo de la Economía Social de la Administración Barco se propone otra modalidad para la atención al niño desprotegido denominada "Hogares Comunitarios de Bienestar” . Definidos como "aquéllos que se constituyen a través de becas del ICBF a las fa­milias, con miras a que una acción mancomunada con

12. ICBF, Regional Bogotá, Censo de Usuarios de Hogares Infan­tiles, mimeo, Bogotá, 1985, pp. 14 y 15.

13. Virginia Gutiérrez de Pineda, El gamín, Bogotá, ICBF-Unicef, 1982.

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sus vecinos y utilizando un alto contenido de recursos locales, atiendan las necesidaes básicas de nutrición, salud, protección y desarrollo individual y social de los niños de los estratos sociales pobres del país” (Congreso de Colombia, Ley 89 de diciembre 29 de 1988).

La propuesta difiere del CAIP y de las UPAN, pues la atención al niño se desarrolla en el lugar de residencia de cada persona responsable de su cuidado, a quien se identifica como “ Madre Comunitaria” . El ICBF ofrece a ésta una bonificación por cada menor atendido, la ali­mentación, el menaje de cocina y algunos enseres para los niños, así como la posibilidad de solicitar un préstamo para la remodelación de la vivienda. Las metas pro­puestas a través del programa son ambiciosas: alcanzar 1.453.814 niños (sumados los de los CAIP con los de los HOB) hasta 1990 con unos ingresos de $85.684.3 mi­llones de pesos (véase Cuadro 3). En realidad hasta final de 1988 se aumentó la cobertura a 719.361 niños dupli­cándose respecto al año anterior y extendiéndose el al­cance del programa al 38% de los menores de sectores pobres del país. Se triplica así en tres años el apoyo al niño cuando se compara con el alcance de las instituciones del ICBF a través de 12 años de historia.

Con la promulgación de la Ley 89/88, los aportes de las empresas al ICBF se aumentaron del 2% al 3% del valor de la nómina mensual de los salarios, incremen­tándose en un 60% los recursos apropiados para el pro­grama. Al comparar tales recursos con los gastados por el ICBF en los años anteriores en Hogares Infantiles, debe reconocerse un interés del Estado por expandirse y lograr un aumento efectivo de la cobertura. La cuantía de los recursos económicos previstos para la ejecución del programa en los cuatro años amerita una evaluación positiva, ya que como se ha ilustrado en este escrito, en los planes de desarrollo anteriores, los objetivos pro­puestos no estuvieron acompañados de un rubro pre- supuestal suficiente para producir un impacto real entre la población demandante del servicio.

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Si bien, una evaluación más objetiva del programa sólo será posible cuando se logre una mayor ejecución del mismo, a continuación se analizarán algunos alcances y limitaciones que la propuesta contiene como: la orien­tación de la política, su impacto en el niño y en la mujer, las limitaciones y alcances de tipo administrativo para su seguimiento y las implicaciones de las metas de par­ticipación comunitaria que se han propuesto (14).

Los HOB contribuyen a disminuir las condiciones de riesgo en los niños

El programa se plantea como objetivos prioritarios "mejorar la nutrición, la salud, la protección y lograr el desarrollo individual del menor de 7 años” (Ley 89/88). Con el primero se trata de atacar uno de los problemas más agudos de los niños, provocador de secuelas graves para su salud y su desarrollo intelectual, como lo de­muestran estudios recientes. En efecto, se ha calculado que en 1982 en Colombia existía un 19.4% de menores de 7 años con desnutrición global, un 26% con crónica y el 6% con aguda, lo cual hace calcular un total de un 51% de niños desnutridos; el 40% concentrados en las áreas más pobres del sector urbano. Disminuir la desnutrición del niño a través del programa ha sido el mayor interés del Estado y una de las metas primordiales de las ma­dres comunitarias, según lo expresan ellas mismas. Con la capacitación se han habilitado, por ejemplo, en el ma­nejo de la rejilla nutricional y con este instrumento hacen un seguimiento permanente del peso y talla de los niños. En cierta medida se ha probado que vincularse a los HOB reduce las deficiencias nutricionales de los niños debido al consumo de nutrientes y de bienestarina, in-

14. Esta evaluación se fundamenta en la investigación denominada “ La Historia de Vida de la Madre Comunitaria” , realizada en los años de 1988/89 por la autora y Juanita Barreto. La recolección de los datos fue auspiciada por el Convenio Icfes-Unicef.

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cluso es posible constatar que constituyen una alter­nativa de recuperación para los niños que padecen des­nutrición aguda y en cierta medida el cuidado de la Madre Comunitaria ha sustituido otras modalidades de centros de recuperación nutricional.

Sin embargo, como la desnutrición es consecuencia de los bajos ingresos de la familia, los HOB son una al­ternativa insuficiente mientras no existan otros pro­gramas al respecto. Como consecuencia de esta situación, la familia manda al niño en ayunas o lo deja sin comer, prefiriendo distribuir sus escasos alimentos entre los que no participan en el programa ocurre asimismo, un atraso nutricional de los menores durante los fines de semana, los puentes o las vacaciones. En las condi­ciones señaladas, el aporte presupuestal en alimentos para el programa es insuficiente.

Los HOB se han constituido en un medio de preven­ción al abandono del niño ya que la vinculación laboral de ambos padres en actividades distantes del hogar que se ha intensificado en las últimas décadas, ha traído como consecuencia el encierro y que permanezca sometido a distintos riesgos. Esta situación se torna en alarmante por la alta proporción de hogares con jefatura femenina, donde se concentran altísimos niveles de miseria, el padre no participa en el mantenimiento de los hijos y la mujer debe realizar funciones de providente y única sociali- zadora del niño.

Como consecuencia de las capacitaciones a través del programa, se ha logrado una mayor sensibilidad en contra de la violencia intrafamiliar. Se observan algunas Madres Comunitarias interviniendo y denunciando estos casos e incluso albergando madres e hijos en sus hogares mientras se disminuye el riesgo o incentivando la comu­nicación de los padres al respecto. Sin embargo, es ne­cesario reflexionar también en la incidencia de las condi­ciones de violencia que se proyectan en los mismos ho­gares que han causado maltrato proveniente de las mis­mas Madres Comunitarias hacia los niños.

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Otro aporte significativo del HOB lo constituye la posibilidad de socializarse el niño en compañía de otros menores y el mayor desarrollo psicomotor cuando se le brinda un apoyo pedagógico. No obstante, aún se ob­serva que la función de educadora y por lo tanto el de­sarrollo de las capacidades intelectuales, corporales y afectivas del niño preocupan poco a la Madre Comuni­taria. Aún se carece de una formación al respecto; pues de no lograrse una profunda y sólida reflexión crítica sobre sus propias vivencias infantiles, se reproduce una infancia plena de trabajo, privaciones, con muy pocas actividades lúdicas, como se observará posteriormente. Es difícil generar otra imagen al respecto porque la maes­tra que ellas conocieron fue para la mayoría un perso­naje rígido, que sólo enseñó a leer y escribir; cambiar sus actitudes al respecto sólo es posible a partir de una labor ardua y continua de sensibilización de sus cuali­dades, para que se apropie de una función educadora di­ferente. Hasta la fecha, los HOB son para el cuidado y la nutrición de los niños, pero aún es mínimo el cumpli­miento de metas de desarrollo individual y social con el menor.

Hasta la fecha, la principal meta del programa ha sido el aumento de la cobertura, es decir, llegar a muchos niños, no obstante en la actualidad la realidad está mostrando que debe adoptarse como objetivo prioritario la cualificación del mismo y lograr así un servicio de calidad a los niños.

El impacto del programa sobre la mujer

La propuesta está llegando a las zonas determinadas por el DANE como de extrema pobreza, en las cuales el rol de la mujer tiende a ser complejo y multifacético, ya que tiene a su cargo las labores domésticas en con­diciones muy precarias, debido a la falta de instrumentos

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de trabajo, a la insuficiencia de los servicios públicos, a la estrechez y el deterioro de la vivienda, al hacinamiento e incluso a la promiscuidad. Otra ardua labor doméstica la constituye el cuidado de enfermos y ancianos debido a la falta de asistencia en salud y de organismos de bien­estar social. Aproximadamente la mitad de estas mu­jeres realizan también tareas generadoras de ingreso a través de pequeñas unidades de comercio, artesanía o elaboración de alimentos. La vinculación a actividades productivas fuera del hogar es frecuente; las menos en el sector moderno de la economía y la mayoría en el lla­mado sector informal, en actividades económicas que demandan una larga jornada laboral y exiguos ingre­sos (15).

El programa ha facilitado el trabajo femenino, por el cuidado que se ofrece a los niños mientras las madres trabajan, hasta convertirse en crucial este apoyo cuando la mujer es la única responsable de los hijos. Asimismo produce un impacto positivo sobre los ingresos familiares de las 60.000 Madres Comunitarias remuneradas por dicha función. Sin embargo la bonificación es muy baja: en 1989 alcanzaba apenas $18.000, mientras el salario mínimo era de $32.549. Además, carecen de prestaciones sociales, seguridad social, atención en salud o licencia de maternidad. Esta situación debe ser abordada por el Estado, no sólo como atención a los derechos sociales de estas trabajadoras, sino porque jurídicamente se ha demostrado que el ICBF es patrón solidario debido a la reglamentación y control ejercido por estas trabajadoras.

El programa ha producido un efecto significativo para la formación de las Madres Comunitarias: ellas mismas evalúan positivamente la capacitación recibida en as­pectos como la prevención en salud, la nutrición, la re­creación, algunas nociones de psicología y el trato a los niños. Sin embargo el proceso de formación apenas se inicia y aún no se ha hecho consciente entre ellas la ne-

15. Nora Rey de Marulanda, “ Debate sobre la mujer en Colombia y América Latina y el Caribe’’, Bogotá, Ed. Presencia, 1982.

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cesidad de incidir en el desarrollo psicosocial de los niños, requiriéndose por tanto múltiples estrategias de for­mación y seguimiento de su labor (16).

A través de los HOB el Estado está produciendo un impacto interesante en la organización y movilización de las mujeres de los sectores populares, proceso que se inicia, como ellas mismas lo manifiestan, con el reco­nocimiento de sí mismas como personas, la ubicación en el barrio, en la ciudad, ante la comunidad y en el apren­dizaje que significa demandar ante el Estado la califi­cación del programa. Testimonios particulares en varias ciudades del país están demostrando cómo a partir de la participación en los HOB se comienza a intervenir activamente en otros procesos comunitarios como la le­galización de la vivienda, el arreglo de vías o parques y que la mujer protagoniza de forma activa dicho proceso.

— Las limitaciones del ICBF para el seguimiento de los HOB.

Es vital para el cumplimiento de los objetivos del programa una continua labor de formación a la comu­nidad y un seguimiento permanente de su funciona­miento administrativo. La madre comunitaria carece aún de una capacitación suficiente acerca de sus fun­ciones y éstas no pueden estar sujetas a representaciones culturales espontáneas. Si bien existe un saber popular que ha garantizado la subsistencia de la población en con­diciones de miseria, prevalecen valores positivos y negati­vos para la formación del niño, que deben ser objeto de análisis. Se requiere así mismo, de una infraestructura ad­ministrativa más adecuada en el ICBF, pues la duplica­ción del presupuesto en un año y los incrementos de la co­bertura, demandan medidas dirigidas al aumento sustan­cial de la planta de personal, la ampliación de la infraes­tructura física y logística, la sistematización de la infor­mación, que aún no se han realizado.

16. Según la información de una encuesta al respecto, sólo el 4% norecibieron capacitación antes de iniciar esta labor. Véase JuanitaBarreto y Yolanda Puyana, “ Historia de vida de la Madre Co-

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— Con obstáculos para la participación comunitaria.Los Hogares de Bienestar se fundamentan en un in­

terés e integración de los padres de familia de la vecindad en la vida cotidiana de cada uno, en la administración, funcionamiento y ejecución de los recursos, responsa­bilizando de dicha tarea a una Asociación de Padres de Familia. Sin embargo persisten múltiples limitaciones para una participación democrática de la comunidad en el programa, e incluso casos de manejo fraudulento de los recursos, que debilitan su desarrollo; entre los cuales es necesario hacer referencia a: la desintegración de las comunidades de los sectores populares y la falta de identidad de las mismas, ya que sus pobladores han estado sometidos a un intenso proceso de transcultu- ración muy limitante de la integración entre los poblado­res. El alto nivel de violencia vecinal, que ocasiona rivali­dades diarias entre los vecinos, competencia y descon­fianza hacia las organizaciones comunitarias. —La ten­dencia a concentrar el poder y el manejo clientelista de los recursos genera resistencias y apatía a la partici­pación. — La desintegración del grupo familiar con la consecuente desprotección del niño y de la mujer. —La escasez de tiempo y espacio para la vida familiar y co­munitaria. Como se demuestra en un estudio reciente en el 10% de los HOB de Bogotá: sólo el 28% de los pa­dres de familia participaban de manera permanente en el programa (17).

Conclusiones

Después de tres años del gobierno Barco, el periódico El Tiempo editorializa refiriéndose a los efectos del pro­ceso inflacionario: “ Tiene razón el señor presidente en señalar que los efectos recesivos son incompatibles con el programa de gobierno contra la pobreza absoluta.

munitaria” , Departamento de Trabajo Social, Universidad Na­cional, 1989 (inédito).

17. Barreto, Puyana, op. cit., p. 167.

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El alza indiscriminada del costo de la vida es una especie de impuesto que pagan todos por igual y por consiguiente golpea más a las clases de bajos ingresos, que son las que tienen menor poder adquisitivo” (julio 17/88). De nuevo se reflexiona sobre una contradicción entre la po­lítica social y la situación económica. El impacto posi­tivo de un programa como los HOB disminuye ante los gravísimos efectos que produce la inflación en los ingresos familiares.

A la situación económica se suma la continua crisis en el erario que está demostrando la imposibilidad de financiar el programa con las ambiciosas coberturas planeadas y así producir un real impacto entre la po­blación “más pobre” . Asistimos de nuevo a una paradoja: mientras el gobierno se plantea como política social fundamental la erradicación de la pobreza; los resul­tados de estudios macroeconómicos demuestran una tendencia a la informalización del empleo, un aumento de empleos por debajo del salario mínimo, por cuenta propia y sin seguridad social.

La política social de atención al niño continúa pre­sentando un enfoque muy residual, ya que debe estar acompañada de otras medidas estatales dirigidas a su­perar de forma efectiva las condiciones de pobreza, de lo contrario los Hogares de Bienestar estarán en crisis permanente ante las demandas continuas de la población. La desnutrición no se ataca con un suplemento alimenticio como la bienestarina, sino con mejores condiciones sa­lariales, con la extensión de un sistema de seguridad social o con una política de pleno empleo.

Cuando se pesa en una balanza el programa de Ho­gares de Bienestar del Gobierno más reciente y se com­para con los avances logrados en las administraciones anteriores, sólo queda reconocer el impacto que está jugando sobre el niño y la mujer; pero debe ser apoyado con una mirada crítica y proponerse como meta más bien el mejoramiento de su calidad a través de la formación de la comunidad en general y de la Madre Comunitaria en particular.

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Son éstas políticas positivas para la mujer por cuanto facilitan su vinculación al mercado laboral, pero se desarrollan reproduciendo la tradicional división sexual del trabajo. Las involucran en condiciones laborales discriminativas, refuerzan sus valores tradicionales y no se asumen otras medidas fundamentales para ellas y la infancia. La mujer cuenta como madre y es la usuaria por excelencia de los programas de Hogares Infantiles; así lo imponen las instituciones en el Estado y así se reproduce la ancestral división sexual del trabajo.

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CAPITULO 2 HACIA UN NUEVO ESTILO DE ORGANIZACION DE LAS MUJERES

MA. EUGENIA MARTINEZ

Desde 1981, a raíz de la década internacional de la mujer, varios grupos informales de mujeres profesionales, es­pecialmente de las Ciencias Sociales, nos congregamos en diferentes eventos con el fin de reflexionar sobre los proyectos de promoción que estábamos adelantando y analizar las perspectivas de cambio de la mujer co­lombiana.

Entendíamos el feminismo, en términos generales, como "la idea de mejorar la condición política, social, educativa y económica de la mujer, así como todo cuanto tienda a reconocer en ella una personalidad indepen­diente” (1).

Compartimos con Judith Astelarra el postulado de que "mientras las mujeres no se resuelvan a luchar por su propia liberación no se avanzará ni en el camino del análisis teórico adecuado a cada realidad, ni en la posi­bilidad de organizar un movimiento que lleve a la prác­tica los objetivos que se tracen” (2).

Así planteado el feminismo como práctica política, implica: la organización autónoma de las mujeres: la consecución de cambios importantes en la situación fe­menina; el diálogo colectivo entre ellas; el consecuente rompimiento con las propias trabas sicológicas, y una experiencia histórica subjetiva y objetiva compartida.

1. Amalia Martín Gamero, Antología del feminismo, Introducción y comentarios, Madrid, Alianza Editorial, 1975, p. 12.

2. Judith Astelarra, ‘ ‘El feminismo como perspectiva teórica y como práctica política” , en Teoría feminista (selección de textos), Repú­blica Dominicana, edición Cipaf, 1984, p. 66.

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El interrogante principal era entonces ¿qué y cómo estábamos trabajando para superar la discriminación real y concreta de la mujer?

En este orden de ideas se seleccionaron los siguientes temas específicos que consideramos de mayor relieve para impulsar la discusión colectiva, a saber:

— el trabajo doméstico, las relaciones materiales y sociales concretas en las que se realiza, el significado social y la proyección socio-económica del mismo;

—la mujer, la educación y los procesos de sociali­zación y aculturación de las nuevas generaciones;

—la mujer, la salud, la sexualidad y la maternidad;— los servicios públicos, las relaciones con el trabajo

doméstico y los procesos de colectivización e institucio- nalización para la reproducción material de la fuerza de trabajo;

—la mujer, la organización, la participación social y política y las relaciones entre la sociedad civil y el Es­tado.

Por otro lado, se sugirieron tres niveles posibles de intervención social. El primero, de orden local, en el ám­bito barrial, a través de comités de trabajo, encaminados a la promoción personal y colectiva de las mujeres (iden­tidad de género y de clase) y a la organización para res­ponder a las necesidades inmediatas de sobrevivencia. El segundo, de orden regional, como espacio de reflexión entre los grupos, tanto de las mujeres profesionales pro­motoras de los proyectos, como de las mujeres de los sectores populares participantes en los programas, a través de la coordinación y la organización de encuentros y seminarios con miras a fortalecer la conciencia colec­tiva. El tercero, a nivel nacional, como el momento de recoger y sintetizar la problemática y ordenarla en función de elaborar propuestas organizativas y programáticas, bien autónomas, o bien como propuestas de partidos políticos y líneas de planificación estatal.

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Partíamos también de reconocer la pluralidad ideoló­gica y la diversidad en la composición social del movi­miento de mujeres, al que considerábamos fundamen­talmente como un foco de conciencia crítica, un despertar, un romper el silencio, un comunicarse, un interesarse por nosotras mismas. Es una búsqueda constante y un compromiso infatigable por conquistar un nuevo orden social. Según Julieta Kirkwood, "el feminismo como movimiento social, es más lo que pretende ser que lo que efectivamente es, importan más los contenidos cuali­tativos que se expresan, que su cantidad precisa, o el grupo social que lo encarna” (3). Construir el movimiento de mujeres implica una buena dosis de creatividad, opti­mismo, alegría y utopía, así como romper el miedo a la incertidumbre. Es simplemente una invitación a correr la aventura de vivir aquí y ahora, examinar nuestro que­hacer, nuestras relaciones individuales y cotidianas, colectivas y públicas. Supone superar el análisis estric­tamente objetivo, lejano, estructural, racional y formal, para detenernos en la reflexión de nosotras mismas, de nuestro contexto, como sujetos pensantes y actuantes y en continuo cambio.

Las mujeres planteamos el cambio de lo cotidiano, entendido por Agnes Heller como:

El conjunto de actividades que caracterizan la reproducción de los hombres particulares, los cuales, a su vez, crean la posibilidad de la reproducción social (...) en toda sociedad (...) se refiere siem­pre al ambiente inmediato con una dimensión de la realidad social, es estructura e historia realizándose en la unidad totalizante de la personalidad particular, es dinámica, evolutiva, vivencia sub­jetiva, conjunto de acciones acerca de lo rutinario, lo normal, lo natural o bien de lo anormal, lo extraordinario, lo problemático. Es la reproducción de aquellas certezas básicas sin las cuales no sabríamos discernir las nuevas situaciones, ni decidir qué hacer. Punto de partida de la reflexión de lo social. Punto de encuentro entre la conciencia, la ideología, el hecho y la conducta (4).

3. Julieta Kirkwood, “ El feminismo como negación del autorita­rismo” , en Teoría feminista, op. cit., p. 144.

4. Agnes Heller, Sociología de la vida cotidiana, Barcelona, Península, 1977, pp. 19 y 25.

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En los grupos de mujeres empezamos con la reflexión para conquistar la identidad, comprendida como la apro­piación del cuerpo y de la evidencia de la diferencia con el otro, el reconocimiento del ser integral en el entorno económico, social, cultural y político. Indagamos sobre las diversas ideas y funciones asignadas a cada una de las partes del cuerpo y a su totalidad; develamos la dis­criminación de las oportunidades existentes para el de­sarrollo de la inteligencia de la mujer; exploramos las opiniones negativas y sugerentes del pecado que existen en torno a los órganos sexuales; cuestionamos la minus- valoración del trabajo doméstico, los rezagos de servi­dumbre que subyacen al mismo y las condiciones ma­teriales y laborales en que debe realizarse.

Precisamos que la denominación general de “amas de casa” es incorrecta y no corresponde a la realidad de la sociedad moderna; las deberíamos llamar más bien “las patrañas” , cuyo trabajo es esencialmente adminis­trativo y con quienes entablan una relación laboral las trabajadoras asalariadas del hogar. Aclaramos que la doble jornada en la primera posición es muy leve, mien­tras que en la segunda se prolonga ilimitadamente. Entre los dos grupos se presentan intereses contradictorios por el monto salarial, la jomada laboral, las prestaciones sociales y el trato personal. Sin embargo, al denominador común del trabajo doméstico subyace la idea general de desconocimiento y clasificación censal que lo clasifica entre la población económicamente inactiva, con el grupo de niños, ancianos e inválidos y estudiantes.

En los grupos de mujeres continuamos con una mi­rada a la ciudad y comparamos la prestación de los ser­vicios públicos y sociales; mientras en los barrios de las élites es buena aunque costosa, en los de la periferia es notoria su deficiencia. Tal situación agrava y prolonga la jornada del trabajo doméstico.

“ Nos toca recoger el agua de las piletas, hacer cola para el cocinol, la luz no llega durante todo el día y las

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tarifas son muy altas. Los electrodomésticos se dañan. Nuestros ingresos a veces ni alcanzan para comer” (5).

Reconocemos que por las condiciones anteriormente expuestas tenemos que dejar a nuestros hijos encerrados y expuestos a riesgos innecesarios y nos vemos privadas de participar en aquellas actividades que nos podrían aportar independencia económica y que nos permitirían vivir con más decoro. Encontramos que las mujeres somos golpeadas y agredidas con frecuencia. Reiteramos que es imperativo romper con la vergüenza, el desprecio, el silencio y la soledad impuestos. Es entonces cuando decidimos transformar el aislamiento en cooperación y formar comités de salud, jardines infantiles, grupos culturales y de reciclaje de basuras, ollas comunitarias, cooperativas y empresas asociativas.

Buscamos los orígenes de la situación que nos oprime y elaboramos nuestra historia personal, familiar y social; allí encontramos cómo el mundo cambia y es tarea de nosotras continuar evolucionando, rescatando para no­sotras lo positivo y bello que existe.

Mientras se da este intercambio sobre lo cotidiano, no exento de conflictos, vamos modificando las relaciones tradicionalmente establecidas con los hombres; prefe­rimos la persuasión al enfrentamiento con ellos, el diá­logo, los encuentros y los talleres, al confesionario o a las terapias tolerantes de la discriminación (en ambas prác­ticas individualizantes delegamos a un tercero la auto­ridad para enjuiciarnos y sancionarnos, de comprendernos e interpretarnos a su manera y desde su posición). En el diálogo nos encontramos con nosotras mismas y vamos descubriendo nuestras capacidades, habilidades y po­tencialidades.

A veces conseguimos que los compañeros sean nues­tros aliados y hasta comenzamos a descubrir y renovar ideas para establecer las relaciones entre la pareja y la familia.

5. Encuentro de Mujeres de los Sectores Populares, Bogotá, 1983.

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Alertamos sobre las costumbres y los estereotipos vigentes en relación con lo masculino y lo femenino, que han confinado a la mujer en lo doméstico y al hombre en lo público. "A esas construcciones mentales que nos asignan y reprimen rasgos de la personalidad y a los cuales les damos toda una connotación afectiva” (6). Confrontamos las tareas que se pueden delegar y com­partir, los lugares estrechos que tenemos que dejar, aban­donando la aparente seguridad que nos ofrece la tra­dición, y, sobre todo, vamos buscando caminos. Vamos afirmando la cultura femenina y proyectándola social­mente.

Los trabajos con las organizaciones de clase y grupos informales nos ofrecen tranquilidad, seguridad, con­fianza y la oportunidad de establecer relaciones armo­niosas entre nosotras. Encontramos la posibilidad de resistir a la violencia, de rechazar el autoritarismo, de tener paciencia por la lentitud del proceso ante la ur­gencia del cambio. Con el tiempo se desarrollan nuestras cualidades de colaboración, aprendemos algunos oficios y rotamos los cargos, deliberamos y tomamos decisiones conjuntas. En síntesis, estamos buscando la autenticidad, aquello que se logra cuando hay coherencia entre el sentir, el pensar y el actuar, y empezamos a construir relaciones ajenas al poder establecido que se ha afirmado en las armas, el saqueo, la concentración de la riqueza y la imposición.

Pero las conquistas no se limitan a las mujeres de los barrios populares. Las profesionales de las disciplinas sociales también reflexionamos sobre nosotras mismas, nuestro quehacer y las relaciones familiares y sociales.

Partimos de que también somos discriminadas, aun­que de una forma más atenuada, al gozar de los avances legales e institucionales logrados por nuestras antece­soras; al mismo tiempo miramos de manera crítica cómo

6. Anne Marie Rocheblave, Lo masculino y lo femenino en la sociedad contemporánea, Caracas, Universidad Central de Venezuela, Es­cuela de Sociología y Antropología, 1962, p. 5.

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hemos sido formadas para impartir la cultura patriarcal, militarista y consumista, e intentamos negarnos a ello. Realizamos investigaciones, simposios, publicaciones, obras de arte, películas, movilizaciones, programas de educación popular y de servicios especiales a la mujer.

Somos conscientes del tiempo adicional y del es­pacio un poco más amplio que tenemos en relación con las trabajadoras asalariadas del hogar, obreras y campe­sinas; que tenemos mejores ingresos y mayor acceso a la educación formal, y aprovechamos los privilegios para trabajar por la conquista del bienestar social.

Muchos son los obstáculos por combatir: empezamos por esos hábitos y sentimientos egoístas tan arraigados, como los celos, el afán de posesión, la rivalidad, la envidia, la desconfianza que, de continuar así, nos pueden con­ducir al aislamiento. Ello es lo que nos ha llevado a di­vidimos en innumerables grupos, servicios, colectivos, aún incapaces de reunir en su seno a la gran fortaleza femenina.

Las profesionales estamos trabajando con posibilidad de remuneración, capacitación, responsabilidad e ingenio frente al problema de la reproducción colectiva de la fuerza de trabajo, que no es otra cosa que la organización y tecnificación del trabajo doméstico en la vida pública. Pero nos encontramos laborando desarticuladas y dis­persas, y somos todavía muy débiles para representar una tendencia de cambio. Por eso se cancelan programas destinados a la mujer, se borran del mapa las instancias administrativas especializadas logradas en épocas an­teriores (como ocurrió con la supresión de la Oficina de Asuntos para la Mujer en el Ministerio de Trabajo, y con el Consejo Nacional para la Integración de la Mujer al Desarrollo); se rebajan los gastos del Estado en el área social, se reducen las condiciones ganadas en otras ocasiones y nos imponen modelos autoritarios en nombre del ‘ Desarrollo Social” .

Las mismas mujeres profesionales y otras más de los barrios, nos hemos vinculado recientemente a los Comités Femeninos (autónomos) en el interior de los

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partidos políticos. Esta acción ha cambiado un tanto la realidad descrita hace diez años en el libro compilado por Magdalena León, que plantea que las mujeres par­ticipamos en política debido a lazos familiares, como auxiliares en las campañas electorales y como constantes apoyos y delegadoras del poder y la palabra de los hombres.

En los últimos períodos electorales presentamos pro­gramas estatales dirigidos a solucionar la problemática de la mujer. Desde diferentes ópticas ideológicas hacemos sugerencias de abolición o defensa del Concordato, de organización de la Jurisdicción de Familia, de cualifi- cación o desaparición de los programas de planificación familiar, incluido el tema del aborto, de formulación de planes de atención a la mujer campesina, de reforma laboral y seguridad social.

A nivel nacional se trata el problema del Estado que, con sus planes, reglamentos, presupuesto, burocracia y ejército nos abre espacio o nos reprime violentamente; busca integrarnos al nombrar las policías, las detectives, las representantes y las ministras.

En este nivel las experiencias no son muy satisfac­torias. Todavía no hemos desarrollado la habilidad de la negociación en las listas electorales y en cargos públicos, muchas mujeres llegan a los puestos sin conciencia fe­minista, se limitan a continuar las relaciones centrali­zadas y despóticas, a reforzar el armamentismo. Otras, muy pocas, proponen planes pero no encuentran eco ni apoyo en sus copartidarias, más afanadas en la gestión electoral, en conseguir clientela, que en llevar a término las promesas de la campaña.

Todas estamos interesadas en el bienestar social, en superar las condiciones de miseria y de violencia, estamos tratando de intervenir desde diferentes posturas ideológicas: liberales, conservadoras, socialistas, comu­nistas; doctrinas cuya elaboración a lo largo de la his­toria no han contado en lo fundamental con el pensamien­to de las mujeres. Creemos que la diversidad es el gran problema y a lo mejor es la gran riqueza. No hemos en­

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tendido que las divergencias generan polémica, enrique­cimiento, complejidad y dinamismo. Creemos que nuestro pensamiento debe ser impuesto, y consideramos las di­vergencias como un obstáculo, dejando en el vacío su posible complementariedad; el adversario contribuye, al menos, a la identificación o a la generación de alterna­tivas. Vivimos dispersas e incomunicadas; tal vez he­redamos el esquema cultural o religioso, donde había una sola imagen, una sola verdad revelada y a ella nos sometíamos y por ella nos enjuiciábamos y descalificá­bamos.

La hegemonía eclesiástica ha perdido influencia y la proliferación de medios masivos y altemos de comu­nicación ha permitido la multiplicidad de expresiones, concepciones y valores. Es la maravilla de la vida pre­sente; está aquí y no hemos aprendido a convivir con las tonalidades de formas y colores, de intereses y as­piraciones, de ilusiones y frustraciones. En una palabra, buscamos ser demócratas pero no aplicamos los métodos apropiados para serlo.

MODELOS DE ACCION SOCIAL FEMENINA

En la acción de los diferentes grupos de mujeres encon­tramos una amplia gama de concepciones, posiciones y orientaciones. Podemos detectar una primera modalidad de intervención tradicionalmente asistencial, donde se recogen los excedentes del consumo suntuario y los so­brantes de la élite para distribuirlos como dádivas a las campesinas, desempleadas y trabajadoras asalariadas del hogar. Actos de caridad inspirados en la doctrina social de la Iglesia, las obras de misericordia y los manda­mientos. La imagen con la que se identifica la asistencia caritativa es la Santísima Virgen con su conjunto de cualidades: maternidad sin sexualidad, desinterés por lo material, obediencia absoluta a la voluntad divina, resignación ante la pobreza en espera de la vida futura reservada para las mujeres en el Reino de los Cielos.

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Las reuniones sociales están medidas por el ritual eclesiástico; la santa misa, donde siempre el sacerdote es quien lleva la palabra, la misma palabra bíblica repe­tida durante centurias, las mismas ordenanzas y prin­cipios rutinariamente predicados, asimilados y encar­nados en la cotidianidad de las oyentes. Valores que hay que enseñar y reproducir en la vida familiar a costa de ge­nerar sentimiento de culpabilidad e ideas señaladas como pecaminosas. Si hay transgresión de la norma, el único con capacidad y poder para absolverlo es el representante de Dios en la tierra: el sacerdote. El acepta institucio­nalmente a nuestros hijos, nos autoriza y eterniza las relaciones amorosas (Epístola de San Pablo), nos dice cuándo tenemos cualidades para pensar y nos da el último adiós en la tierra.

La asistencia se complementa con una serie de acti­vidades de capacitación en modistería, culinaria, salud, organizadas por el Voluntariado femenino y orientadas a dar eficiencia y continuidad a las relaciones de servicios personales.

Esta capacitación va acompañada de conferencias de carácter ético donde se resaltan los principios de la docilidad, obediencia, resignación y dignidad humanas, desde la condición social destinada por el Todopoderoso.

La acción voluntaria incluye la gratuidad. El hecho de trabajar sin remuneración constituye un elemento enaltecedor que otorga poder y prestigio social. Las motivaciones para esa acción son consideradas esencial­mente de orden espiritual, dejando en segundo plano los intereses materiales.

En la segunda modalidad encontramos una acción social laica, donde las voluntarias capacitadas dirigen programas de desarrollo comunitario. Conforman fun­daciones sin ánimo de lucro, contratan con el Instituto de Bienestar Familiar y otras entidades la prestación de servicios de asistencia y protección a la mujer, al niño y al anciano. Son un ejemplo de éstas las juntas admi­nistradoras de los programas sociales, especialmente los CAIP (Centro de Atención Integral al Pre-escolar),

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los cuales reciben los fondos del Estado destinados al gasto social, deciden acerca de la orientación pedagó­gica, contratan el personal necesario, reglamentan su funcionamiento e impulsan las asociaciones de padres y madres de familia. Estas últimas deben formar co­mités de trabajo voluntario para realizar y mantener las obras de infraestructura, recoger dinero adicional a través de fiestas, bazares, rifas; informarse de la orien­tación pedagógica para sus hijos y actuar conforme a los reglamentos para recibir los servicios.

En los encuentros entre quienes prestan y reciben el servicio se restringe la participación, puesto que tienen por objeto informar el rendimiento de los hijos, exigir el cumplimiento de los horarios y de las tareas asignadas a los padres.

Es corriente en estas entidades encontrar figuras de imitación o identificación centradas en imágenes mo­nárquicas como Lady Di, la primera dama de la nación o las reinas de belleza. Imágenes femeninas distantes e imposibles de imitar por las usuarias de los servicios, dada su procedencia económica y cultural. Este modelo intenta mantener la alienación, el desprecio de sí mismas y la afirmación del valor en lo extranjero, pomposo y aristocrático.

Las actividades se inspiran en los Derechos Univer­sales del Hombre y en el reciente reconocimiento de los Derechos y Deberes de la Mujer llevado a cabo en la Convención de la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación de la Mujer, la cual consagró que los derechos sociales de trabajo, seguridad, asistencia, pla­nificación familiar, salario justo, salud, educación, vi­vienda, deben ser responsabilidad del Estado.

Una tercera modalidad de acción y de participación se refleja en los trabajos comunitarios y autogestionarios señalados en la primera parte de este artículo, cuya fi­nalidad central es la creación y divulgación de la cultura femenina. Esta se podría conceptualizar como todo lo que ha sido, deseado, pensado y construido por las mu­jeres a lo largo de la historia en las diferentes regiones

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del mundo. Pero no podemos quedarnos en el simple enunciado; es preciso aclarar una serie de postulados que la caracterizan.

ACERCA DE LA CULTURA FEMENINA

En primer término ésta se fundamenta en la interpre­tación de las tareas ligadas a la procreación. La natura­leza le asigna a la mujer un considerable período, esfuerzo y dedicación para la creación y conservación de la vida humana a través de las etapas de gestación y lactancia. Tal dedicación propicia con gran intensidad el desarrollo de la ternura y del afecto para la formación de nuevos seres, sentimientos para la construcción de relaciones felices, aun entre los adultos. La cultura patriarcal ha intentado negarlos, contrastándolos con los propios de la personalidad masculina, como son la rudeza y la frial­dad, comportamientos que se imponen en las relaciones públicas. Las emociones y los sentimientos femeninos han sido acusados de subjetividad y deben estar ausentes también del trabajo científico y de la academia.

La maternidad conlleva el establecimiento de rela­ciones personalizadas y cercanas, en una palabra, huma- nizadoras, donde la identidad por medio de números, carnés y cédulas es impracticable, y la aceptación del ser integral es lo imperante.

La maternidad es engendrar la vida con la vida misma: supone renunciar al egoísmo y permitir que brote de las propias entrañas la renovación del género humano. Es la riqueza interna y antropocéntrica cifrada en la per­sona y no es la disputa agresiva por los espacios y re­cursos naturales que, tan sólo en segunda instancia, contribuyen a la sobrevivencia. Es la certeza del po­tencial humano dentro de sí y no fuera de sí.

Los frutos de la maternidad y la paternidad cuando es asumida por el hombre tienen algo especial: no son intercambiables comercialmente, no son cuantifícables en dinero, tienen un valor cualitativo, esencialmente hu­

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mano. Tienen el sabor de la prolongación de la vida, no de la mercantilización.

La mujer madre, identificada con la naturaleza en las comunidades indígenas, era una figura exaltada. Este reconocimiento ha perdido vigencia con el paso del tiempo y el predominio de la misoginia, es decir, la ambivalencia hacia la mujer por el temor a su capacidad de engendrar vida, la obsesión por poseerla, dominarla y denigrarla o ensalzarla negándole facetas de su ser integral. El alejamiento cada vez mayor del hombre de las tareas de protección y socialización de las nuevas generaciones llega a la casi total ausencia masculina en la esfera fa­miliar. Es en la tarea de socialización donde las mujeres somos transmisoras y medidoras de la cultura y es allí donde también tenemos el espacio para recrear nuevos valores y expresarlos con un lenguaje diferente.

En esta división del trabajo y en los valores asig­nados por la tradición subyace una conceptualization falsa de las relaciones entre los sexos. La excesiva espe- cialización de tareas ha llevado a un distanciamiento y a un antagonismo cada vez mayor entre el hombre y la mujer, a lo que en realidad es una relación de com­plementariedad en el plano biológico y está por cons­truirse, en el orden cultural.

Hoy en día la redistribución de las responsabilidades sociales por género es inevitable, los avances de la me­dicina y del control de la natalidad han transformado las condiciones de la mujer y le han permitido liberar períodos de su vida que puede dedicar a su cultivo per­sonal y a su proyección social. Paralelamente, los nuevos planteamientos del psicoanálisis y las reivindicaciones de las mujeres por compartir mancomunadamente la crianza de los hijos con el hombre, sugieren la presencia y la importancia de la figura paterna integrada en las labores de protección y socialización de los niños. En este punto los hombres comprometidos con el hogar, más allá del mantenimiento económico y del ejercicio de la autoridad, tienen mucho que aportar, tanto en la pater­nidad como en las relaciones de pareja como compañeros solidarios y libres, y en su desarrollo individual.

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En segundo lugar, la cultura femenina rescata “el papel de la mujer en el trabajo social” (7), revaloriza su aporte fundamental en la búsqueda del bienestar común y en la constante lucha por la sobrevivencia.

La división tradicional del trabajo por sexos destinó a los hombres a la caza y a la guerra. A la mujer le corres­pondieron la recolección, el cultivo y la conservación de alimentos, así como la domesticación de animales, hechos bien significativos que permitieron la transición de los grupos nómadas hacia la conformación de los asen­tamientos humanos. Se logró con ello el desarrollo de una de las formas más reconocidas de adaptación de la humanidad para la cualificación de las condiciones de vida. Los estudios antropológicos (inclusive no fe­ministas) ilustran la elaboración de innumerables uten­silios domésticos y artesanales con miras al procesa­miento de alimentos y al cuidado de la salud de las co­munidades. Este trabajo lo realizaban las mujeres te­niendo en cuenta la conservación de los recursos natu­rales, fuente de materia prima, índice de una convivencia armónica con la tierra; también se dedicaron a la deco­ración de utensilios domésticos con base en la sensibilidad frente a las múltiples manifestaciones de la naturaleza y a la expresión simbólica y estética, lo que contribuyó al inicio del arte. Para la realización de las tareas las mujeres se relacionaban entre sí y cooperaban en las actividades destinadas a la protección y a la defensa.

Bajo contadas excepciones no se encuentra en las comunidades la vinculación directa y masiva de mujeres a las instituciones destinadas a la guerra (8); los cono­cimientos especiales de este tipo de acción encaminada a la defensa por la fuerza y engendradora de la muerte social, han sido secreto de los hombres, al igual que las posiciones directivas en las instituciones y brigadas

7. Evelyn, Reed, "Feminismo y naturaleza humana” , en El viejo topo, No. 38, Madrid, noviembre de 1979, p. 37.

8. Alter Krickeberg, Etnología de América, México, Fondo de Cul­tura Económica, 1946.

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guerreras. Algunas de las mujeres que han pretendido seguir por ese sendero han tenido que dramatizar per­sonajes masculinos. Exclusión colectiva que, afortu­nadamente, se ha mantenido como fenómeno universal, envidiada en múltiples ocasiones por algunos hombres sensibles y considerada como deserción y traición por parte de los principales agentes de la milicia. Este pri­vilegio de separación de la guerra constituye una de las grandes reservas de la humanidad, personificada en las mujeres. Lamentablemente, en la vida moderna y desde ejércitos de diferentes ideologías, no cesan los esfuerzos por vincular y entrenar a la mujer en estos oficios, y algunas de ellas empiezan a acceder.

El reconocimiento de tales hechos nos pone de pre­sente la abierta contradicción entre la realidad de la contribución femenina al bienestar y a la paz, y la inter­pretación minusvalorativa acerca del quehacer de las mujeres, transmitida por siglos.

El tercer postulado de la cultura femenina se refiere a la capacidad crítica. La crítica es el cuestión amiento al orden social establecido que ha de comenzar por romper la tolerancia y el silencio impuesto, la resignación a la consideración de inferioridad, la aceptación al confina­miento en el espacio privado, la reproducción cotidiana de la violencia, la complicidad con el machismo, la asi­milación de las estrategias del poder masculino y la dis­criminación en las oportunidades sociales. En síntesis se trata de una crítica que rompa, en el caso de la mujer, con la imposición al desprendimiento de sí misma y la prohibición a ser sujeto pensante y comprometido en la dimensión social y cultural.

La autocrítica no puede ser el simple lamento del pasado, ni da lugar para alimentar el resentimiento; implica, entonces, un replanteamiento de todas aquellas imágenes, comportamientos, cualidades, sentimientos, valores, palabras y símbolos considerados aparente y eternamente femeninos o masculinos para recrearlos e impulsar los procesos de transformación personal y social. Exige una profunda reflexión retrospectiva, dis­

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ciplina, esfuerzo y también olvido. No es un simple pro­ceso de generación espontánea.

Exige una introyección para liberar la imaginación comprimida y darle paso a la creatividad y a la comuni­cación. La autocrítica y la crítica social no se limitan a la retórica y erudición; son ante todo una praxis, el ensayo, el acierto, el error, el balance, la reformulación. No se queda en la exigencia del derecho de expresión. Es el riesgo de vivir en la colectividad y de demostrar la validez de las ideas con la transformación de las re­laciones.

La crítica supone destruir el mito de la objetividad y la neutralidad no sólo ideológico y de clase, sino tam­bién de género, reconocimiento de la diferencia sexual innegable pero no vilipendiada, retomada como com­plementaria y con posibilidad de intercambio e inclusive de simbiosis (9).

La cultura femenina propende por el retorno a la subjetividad, entendida como personificación, expresión integral del ser humano, fusión de la energía corporal, manifestación cualificada del sentimiento, elaboración estética cuidadosa, razón cultivada, humor y placer. La crítica implica formular preguntas inquisidoras a las categorías e indicadores que agrupan arbitrariamente a los seres humanos y los ubican en relaciones estáticas y rígidamente estructuradas.

Es preciso comprender que la realidad concreta es mucho más compleja y diversa; que se puede manifestar al plantearnos el problema de la identidad, como el re­conocimiento de lo que somos, de las relaciones esta­blecidas y de los intercambios con el entorno social. La identidad se elabora por medio de la construcción de la historia personal y colectiva, de la narración, la infor­mación, la reflexión y la evaluación de experiencias orales y escritas que son representativas de las expectativas y deseos frente al presente y al futuro, los cuales son planteados y sistematizados en los proyectos sociales.

9. Gisela Ecker, Estética feminista, Londres, Icaria, 1985, p. 90.

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Las diferencias entre las mujeres, y aun entre los seres humanos, dadas por las relaciones jerárquicas o por los criterios de ingreso y exclusión, no pueden seguir siendo el argumento central para el distanciamiento, la inco­municación y el empobrecimiento mutuos. Es un impe­rativo distinguir la ubicación de cada persona en la actual e injusta estructura social, de la riqueza interna y del aporte de cada ser situado y contextuado en pleno ejer­cicio del derecho de expresión, y la posibilidad de reali­zación. Imaginar una condición diferente nos invita a establecer relaciones equitativas, democráticas, res­petuosas y de mutuo aprendizaje, donde cada quien aporta su concepción del mundo, de la sociedad y de la vida. Donde cada mujer es apreciada como sujeto pro- blematizado y en proceso de búsqueda constante y de superación. ¡Cuántas rupturas de orden ideológico y clasista, también académico, tendremos que realizar e impulsar para llegar a propiciar el desarrollo de la cul­tura femenina!

El cuarto postulado de la cultura femenina es la re­cuperación del tema de la vida privada y de la familia, los cuales también son de relevancia y tienen relaciones de mutuo intercambio con lo público, estatal y político; donde los tres tiempos de la historia: pasado, presente y futuros, se conjugan en las múltiples dimensiones de los sujetos conscientes y autónomos; donde las diferentes cualidades de los seres humanos convergen como un todo entrelazado y no dicotomizado, como un proceso dinámico y no como lo considerado eternamente dado y lo absolutamente determinado. El rescate de lo coti­diano a través de la reflexión crítica, la revaloración de sus acciones y la recreación de principios en las re­laciones sociales, constituyen el punto nodal de la cul­tura femenina.

En ningún momento la re-creación de la cultura fe­menina pretende la implantación del matriarcado, como se ha querido malinterpretar. No busca continuar con las relaciones discriminatorias y el cambio temporal de po­siciones entre los sexos; busca, sobre todo, la complemen-

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tariedad, el compañerismo y la responsabilidad compar­tida en todos los campos de la vida.

Para concluir, quiero destacar que la cultura feme­nina tiene como finalidad principal contribuir con sus valiosas reservas y reelaboraciones, al imperio de una cultura universal, donde predominen la paz, el bienestar social y la democracia, sobre la guerra, la miseria y el despotismo.

BIBLIOGRAFIA

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Cuarta Parte

NUEVAS INTERPRETACIONES DE ANTIGUAS REALIDADES

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RESEÑA DEL SIMPOSIO “MUJER Y SOCIEDAD”

M ARIA EUGENIA MARTINEZ M ARIA HIM ELDA RAMIREZ

En el simposio “Mujer y Sociedad” se expusieron algunas de las elaboraciones que desde diferentes perspectivas se han desarrollado en Bogotá, en torno a la cuestión femenina. Participaron en el evento representantes de diversas disciplinas académicas, que se han venido ocu­pando desde sus especialidades de la interpretación de ciertos problemas específicos que atañen a la condición de la mujer. Estuvieron presentes, también, quienes han logrado la puesta en práctica de programas orien­tados a afrontar algunas de las manifestaciones más agudas de la opresión, como es el caso del impacto de la violencia en la vida cotidiana de la mujer. Contribuyeron con muestras seleccionadas de sus realizaciones, inte­lectuales que se dedican a la producción cinematográfica, a la música y a la poesía.

La diversidad de temas tratados y sus distintas orien­taciones reflejan la multiplicidad de intereses y enfoques de las participantes, hecho que, a nuestro juicio, además de indicarnos una necesaria pluralidad, muestra tam­bién el intenso trabajo desarrollado en los últimos años en nuestro país. Somos conscientes de cierta dispersión, la cual obedece a la ausencia de un proyecto coherente en torno a la temática; superar esta dificultad es una em­presa ardua, pero consideramos se irá concretando a medida que se consoliden algunas de las iniciativas de organización femenina en grupos académicos, gremiales o de diversa índole con carácter autónomo.

El “ Grupo Mujer y Sociedad” enfoca el análisis de la cuestión femenina tanto desde la perspectiva de la opre­

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sión, como de las fuerzas emancipadoras que han animado el desarrollo de los movimientos en pro de la liberación de las mujeres, los cuales tienen sus antecedentes en los cuestión amiento s que, hombres y mujeres de dife­rentes épocas, han formulado frente a la ostensible dis­criminación ejercida sobre el sexo femenino.

En este sentido, adquiere un especial valor el cono­cimiento de las múltiples formas de particpación de las mujeres en la historia de nuestro país, con el propósito de comprender sus respuestas a las exigencias sociales que se les han impuesto., sus manifestaciones frente a su realidad y sus compromisos con las tendencias libertarias que procuran transformarla.

Entendemos que los estudios al respecto se encuentran en una fase de desarrollo bastante preliminar, ya que apenas se empiezan a precisar ciertos períodos, a evi­denciar algunos de los vacíos de la información —como, en particular, en lo que respecta a la época prehispana— y a ensayar ciertos recursos metodológicos e interpre­tativos, dentro de los cuales figura la inserción del aná­lisis de la situación de las mujeres, en el contexto de los períodos convencionales definidos por la historiografía para el estudio del acontecer en nuestro pasado. Por otra parte, hemos acudido a las crónicas y al anecdo- tario, que consideramos valiosos auxiliares para la com­prensión de la influencia ejercida por ciertas personali­dades o grupos en determinados momentos. Susan Ber- múdez, Ligia Galvis y Gladys Jimeno nos ofrecieron su contribución con trabajos que abordaron el tema desde la Colonia, pasando por la etapa de constitución del Es­tado nacional, hasta la década del 70 del presente siglo.

El primer ensayo, “La historiografía de la mujer en la Colonia” , elaborado por Susan Bermúdez, es un análisis de los trabajos realizados acerca de la mujer del común en América Latina durante el mencionado período. Dentro de las razones para seleccionar el tema figura, en primer lugar, el vacío usual en los textos tradicionales, dedi­cados casi exclusivamente a exaltar a las heroínas como La Malinche, Sor Juana Inés de la Cruz o Policarpa

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Salavarrieta. La autora da cuenta de la existencia de algunos estudios sobre la mujer en el período republi­cano y de un gran vacío informativo sobre la etapa delimi­tada. Su estudio se centró en América Latina, pues de otra forma se restringirían en exceso las posibilidades de análisis, debido a la escasez de materiales bibliográ­ficos sobre el tema.

El fragmento escogido para el simposio forma parte de un artículo más amplio que trata el problema desde la Conquista hasta las reformas borbónicas; es decir, abarca el período comprendido entre el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVIII. Sostiene la imposibilidad de formular generalizaciones acerca de la condición de las mujeres latinoamericanas, debido a las grandes di­ferencias que existen según la región que se considere, el estrato social y la etnia a la que se pertenezca, el m o­mento del ciclo familiar que se contemple o la edad de la mujer.

Uno de los interrogantes tratados en la ponencia se refiere a los efectos sufridos por las mujeres nativas en los primeros momentos de la Conquista. Susan Bermúdez se refiere a dos posturas más o menos divergentes en relación con la cuestión. La primera de ellas sustenta la casi inexistencia de las relaciones patriarcales dentro de las comunidades indígenas, razón por la cual la con­dición de las mujeres sufrió un deterioro completo con la llegada de los conquistadores. La segunda perspectiva afirma la existencia de relaciones patriarcales muy arrai­gadas dentro de las sociedades estratificadas como la de los incas y la de los aztecas. De todas formas, se admite que la situación de las nativas empeoró con la llegada de los españoles. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que las repercusiones fueron diferentes de acuerdo con el estrato social de la indígena; también se presentaron variaciones de acuerdo con la forma como se fueron es­tableciendo las relaciones patriarcales en las diferentes regiones, y, en todo caso, las nuevas relaciones colo­niales implicaron nuevas formas de dominación en las que se desfavoreció a la mujer.

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La primera mitad del siglo XVI, subperíodo carac­terizado por la autora como una etapa de transición entre la Conquista y los comienzos del régimen colonial, representó para las generaciones de la naciente sociedad abruptos cambios producidos por el choque de los valores de los pueblos vencidos con los de los invasores. Aunque la cultura, la ideología y las leyes creadas no favorecieron a las mujeres, se abrieron algunos espacios utilizados en su beneficio a través de la legislación familiar y la Encomienda.

Refiriéndose la autora a un trabajo antropológico realizado en México, sostiene la necesidad de tener en cuenta el reducido número de mujeres españolas que llegaron a América y el interés de la Corona en fomentar los matrimonios católicos entre peninsulares y nativas, para facilitar el adoctrinamiento de los colonizados y controlar sus riquezas.

Durante las primeras décadas del siglo XVI hubo libertad para escoger pareja, pero cuando se fortalecieron las relaciones coloniales y se incrementó el número de mestizos, hecho que, a criterio de los colonizadores, re­presentaba un potencial peligro para la estabilidad del régimen, se fueron restringiendo las libertades para seleccionar cónyuge, de manera especial entre los es­pañoles, favoreciéndose, en cambio, los matrimonios endógamos.

Las disposiciones coloniales sobre herencia eran claro ejemplo de discriminación de la mujer; hacia el año de 1539 las mestizas y las mulatas estaban excluidas de la posibilidad de heredar. Se definió así el factor étnico como fundamento de la dominación y de las restricciones que habrían de imponerse para acceder a los cargos pú­blicos o a las profesiones más reputadas de la época.

Tales variaciones, a partir de la segunda mitad del si­glo XVI, fueron en extremo lesivas, sobre todo para la indígena noble. Desde entonces se le otorgaron al hombre las facultades para que decidiera sobre la condición social de las mujeres con las que convivía. Así, podría definir si la consideraba legítima o no, lo mismo que decidía

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sobre la legitimidad de sus hijos o sobre su bastardía. Por otra parte, también se facultó al hombre para de­terminar los derechos de herencia.

Señala Susan Bermúdez que se registra en los textos, con cierta sorpresa, la gran actividad desplegada por las mujeres en las ciudades ya que, de acuerdo con los archivos notariales y judiciales consultados, se encuen­tran referencias a su participación como litigantes, en el comercio menor, o heredando bienes. Se trata con fre­cuencia de mujeres solteras o jefes de hogar que, me­diante sus relaciones con los hombres blancos, procuraban sobrevivir, mantenerse o ascender en la escala de la so­ciedad colonial.

Se refiere también a un estudio sobre el Perú en la re­gión del Potosí, rica región minera, en la cual la eco­nomía indígena giraba en torno a la explotación de mi­nerales y a la agricultura. Las condiciones de trabajo de los nativos en las minas eran tan precarias que la economía familiar se convirtió en un soporte básico para su sostenimiento y, por ello, las mujeres se vieron pre­cisadas a contribuir al mantenimiento de la familia. En el proceso de transición hacia el trabajo asalariado y la pro- letarización, aquéllas participaron en varias actividades productivas, en primer lugar, en lograr el control legal de los minerales fuera de las minas; en segundo lugar, se dedicaron a las ventas de productos locales a los tra­bajadores y participaron también en faenas complemen­tarias a la minería, ya que desde 1518 en esa región era prohibido a la mujer laborar en las minas. Sostiene la autora, con cierta reserva ante la falta de documentación suficiente al respecto, que la prostitución parece haber sido otra de las posibilidades en las que se desempeñó la nativa en la región del Potosí.

Por otra parte, nos informa que se conoce muy poco sobre las implicaciones de la Conquista y la Colonia sobre las mujeres españolas o africanas que llegaron o que ingresaron por la fuerza al territorio americano. En lo que concierne a las primeras, de acuerdo con los estudios sobre el Estado español en las Indias Occidentales, se

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puede deducir que la inmigración de las mujeres europeas fue selectiva en cierto sentido, ya que dentro de los re­quisitos exigidos figuraba la obligatoriedad de ser ca­tólicas, que portasen un certificado de buena conducta ex­pedido por los funcionarios del rey y que viniesen acompa­ñadas de sus padres, maridos o tutores.

Se legisló para evitar que los conquistadores y colo­nizadores abandonaran a sus esposas e hijos y evitar que contrajeran nupcias con indias, mestizas o mulatas. Se establecieron colegios y casas de recogimiento para que las mujeres blancas y mestizas se mantuvieran vir­tuosas.

En lo que respecta a la situación de las mujeres es­clavas, la información también es escasa. Se señala que hasta mediados del siglo XVI se diferenciaron de ma­nera nítida dos grupos de esclavos: los aliados de los conquistadores y primeros colonizadores, quienes go­zaron de ciertos privilegios permitiéndoseles entablar relaciones maritales exógamas (hacia finales del siglo XVI los matrimonios inter-étnicos tendieron a desapa­recer). El segundo grupo estaba conformado por quienes debieron sobrellevar una condición de absoluta escla­vitud, lo cual implicaba restringir totalmente sus rela­ciones maritales a su misma etnia.

Hacia finales del siglo X V II el número de esclavos se incrementó en forma considerable, de acuerdo con las fuentes consultadas, más por la trata que por la re­producción biológica, ya que, al menos en América La­tina, ingresó un reducido número de mujeres. La legis­lación de la época restringió las posibilidades para el establecimiento de relaciones entre los indígenas y los grupos traídos de manera forzada, puesto que se les pro­hibió a éstos habitar en los pueblos de los nativos y se procuró que los indios no tuvieran esclavos a su servicio.

Durante los siglos X V II y X VIII se impuso en la cultura un modelo ideal de mujer: blanca y madre, centro del hogar. Si permanecía soltera tan sólo tenía dos posibi­lidades: conservar la virginidad entre los suyos o re­cluirse en un convento. Las mujeres de las élites debieron

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cumplir fielmente esta normatividad a partir del fortale­cimiento del Estado colonial. Para las demás mujeres fue menos estricta la exigencia de adaptarse a tal modelo, pero este hecho se convirtió en un motivo de desprecio y de discriminación. En determinadas circunstancias, las mujeres lograron sustituir a los hombres con relativo éxito en lo que al manejo de los bienes corresponde, en la administración o en los litigios, pero esta situación sólo se dio ante la ausencia de los hombres, por muerte (exilio o emigración), anotación con la que culmina la exposición de Susan Bermúdez.

Es de tener en cuenta que dentro de una sociedad tan jerarquizada como la colonial, las condiciones de vida de las esclavas, fueran ellas mulatas o no, de las indias y de las mestizas, eran en extremo difíciles. Sobre ellas recaía buena parte de las responsabilidades del trabajo material, y podría sostenerse que, al menos en lo que respecta a las actividades agrarias, participaban en igualdad de condiciones con los hombres en la siembra, la recolección o el cuidado de los animales domésticos, pero, a diferencia de ellos, debían soportar los rigores impuestos por su condición femenina en cuanto a su función en la reproducción.

Por su significación en las perspectivas de vida de la mujer, retomamos algunas de las reflexiones de Mar­guerite Yourcenar (1), quien sondea la circunstancia de la confrontación con la maternidad en sus recorda­torios; se refiere en ellos a la elemental sensación de miedo que acompaña a la gestante y nos cuenta que una parte del folclor que se transmitían las mujeres de su familia hacia comienzos del siglo, estaba compuesto por recetas en los casos de partos difíciles que, dadas las condiciones del pasado, eran más frecuentes de lo que son hoy; de historias de niños que nacieron muertos o de recién na­cidos que fallecieron antes de suministrarles el bautismo (posibilidades que alimentan el temor hacia lo incierto de

1. Marguerite Yourcenar, Recordatorios, Madrid, Alfaguara, 1985, p. 30.

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la gestación); de jóvenes mujeres que murieron como con­secuencia de las fiebres puerperales. Es el temor, cons­ciente o no, a las transformaciones que se viven en el propio cuerpo; es la incertidumbre frente al futuro propio, al de la criatura que se está formando y al de los hijos que ya nacieron y que pueden quedar en la orfandad. Manifiesta la autora citada su rechazo a la elevada fe­cundidad de algunas mujeres y, a través de la imagen de Mathilde, su abuela, quien falleció antes de cumplir los cuarenta años de edad después de haber sobrevivido a diez partos, supone en la mayoría de las mujeres, desde siempre, la silenciosa preparación para el nacimiento, pero, también, para la eventualidad de la propia muerte.

Nos interesa resaltar una referencia que hace Eduardo Galeano (2) a los abusos que cometían los capataces sobre las esclavas en la zona del Caribe: descargaban sus lá­tigos de cuero o cáñamo sobre la espalda de la gestante que había incurrido en falta, pero no sin antes haberla acostado boca abajo con el vientre en un hoyo para pre­servar la integridad de la criatura, no digamos para pro­tegerla. Este cuadro representa la elevada estimación por la función reproductiva en sí, desligada de cualquier con­sideración hacia la mujer.

Los textos escolares, al tratar la declinación del ré­gimen colonial en Hispanoamérica, resaltan ciertos in­cidentes en los cuales algunas figuras femeninas tuvieron una actuación descollante; es el caso de Manuela Beltrán y Antonia Santos en el levantamiento comunero, brote insurreccional que preludió la gesta emancipadora. An­tonio García (3) nos comenta que cuando se produjo el

imer amotinamiento socorreño, el 16 de marzo de 1781, ya existía en marcha un proceso. El motín encabezado por un tejedor de mantas convocó a 2.000 personas, dentro de las cuales figuraban campesinos, artesanos y las vi-

2. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Bo­gotá, Siglo X X I Editores, 1978, p. 130.

3. Antonio García, Los Comuneros 1781-1981, Bogotá, Plaza y Janés, 1981, p. 61.

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vanderas del mercado. También se exalta en tales textos la participación de Policarpa Salavarrieta, auxiliar de la insurgencia y víctima del régimen del terror que procuraba ahogar las luchas por la independencia.

Uno de los episodios más conocidos dentro del anec- dotario del proceso revolucionario es el que se refiere a la llegada de las tropas patriotas después del paso de Los Andes, a Socha, pequeña aldea habitada en su mayoría por mujeres, niños y ancianos, ya que los hombres adultos habían marchado a la guerra. La desnudez de los patriotas era tal que las autoridades eclesiásticas y civiles con­vocaron a los campesinos al templo para demandar su solidaridad. Se sostiene que algunas mujeres se despo­jaron de sus ropas y se afirma que muchos soldados combatieron en el Pantano de Vargas vestidos de mu­jer (4).

Las primeras décadas del siglo X IX fueron para la república en formación épocas marcadas por conflictos políticos y guerras civiles, con sus secuelas de destrucción y de pobreza. Patricia Londoño (5) nos comenta que en esos momentos en Santa Fe de Bogotá la mayoría de las mujeres se veían precisadas a desempeñar diversos tipos de oficios; gran parte de ellas, conocidas entonces como las criadas, eran empleadas para los trabajos do­mésticos; por lo general, eran indias o mestizas y muy pocas negras; a diferencia de los de sus amas sus atuendos estaban influenciados más por la cultura indígena que por la usanza europea; se destaca el hecho de que gran parte de ellas iban descalzas y, según el criterio de sus patrañas, eran seres inferiores al mismo tiempo que des­protegidos, razón por la cual, como única instrucción, a veces recibían el adoctrinamiento cristiano.

También existía un nutrido grupo de mujeres dedi­cadas al pequeño comercio que se desempeñaban como

4. Luis Bohórquez, Breve biografía de Bolívar, Bogotá, Gráficas Margal Ltda., 1980, pp. 55 y 56.

5. Patricia Londoño, “ La mujer santafereña en el siglo X IX “ en Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, Vol. X X I, No. 1, Bogotá, 1984, p. 16.

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tenderas y en las ventas de licores, dulces y comidas de fabricación casera. Abundaban en la ciudad las chicherías, pequeños establecimientos comerciales dirigidos o aten­didos por mujeres, los cuales se convertían, también, en centros de recepción de los campesinos e indígenas en tránsito por la ciudad. Con el tiempo, sobre estos establecimientos se desató una agresiva campaña por parte de las autoridades de salud pública que combatían el consumo de chicha y que se pronunciaban en contra del hacinamiento y la promiscuidad que caracterizaba estos lugares (6). Es de tener en cuenta que el Estado, por su parte, fue asumiendo el monopolio de la producción de licores.

También nos indica Patricia Londoño que algunas mujeres muy pobres se desempeñaban como nodrizas por una baja remuneración en los hogares de los grupos más solventes. Si este oficio se tomaba incompatible con la crianza del propio hijo, y ningún pariente acogía a éste, era depositado en el torno de los expósitos, en cuyo caso las monjas se encargaban de su cuidado; estaba prevista la preservación del anonimato de la mujer que se veía precisada a optar por tal alternativa.

En el mercado semanal se concentraba una multi­tud de venteros; en su gran mayoría se trataba de mu­jeres campesinas que proveían a los hogares de frutas, vegetales, ropa, comidas preparadas, came, carbón, telas; por otra parte, eran las amas de casa en compañía de sus criadas quienes efectuaban las compras para abas­tecer a los hogares.

Era frecuente la presencia en las calles de la ciudad de mujeres con atados de leña a su espalda, ya que éste era el combustible más utilizado para cocinar; el carbón, empleado pero en menor proporción, era distribuido por mujeres, a veces con la ayuda de bestias de carga

6. Julián Vargas, “ Cuando mandaba la chicha’’ en Lecturas Domi­nicales, El Tiempo, Bogotá, febrero 21, 1988, pp. 6 y 7.

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y con la cooperación de los niños, quienes acompañaban desde muy temprana edad a la madre en su quehacer.

Otro de los oficios típicos de la época era el de las aguadoras, consistente en la distribución del agua a domicilio por bajos precios, conducida en grandes reci­pientes de barro desde las fuentes públicas. Se trataba de mujeres muy pobres que desde tempranas horas re­corrían las calles, y era usual que no tuviesen un lugar de residencia.

Muchas mujeres eran lavanderas, desempeñaban su oficio en los ríos que descendían de los cerros, se reu­nían para lavar en grupo y habitaban en inquilinatos.

De acuerdo con las referencias citadas, puede obser­varse que existía una gran diversidad de tareas, indis­pensables para la vida de los habitantes de la ciudad, que fueron desempeñadas por mujeres. A medida que se tecnifica el desempeño de tales quehaceres, mediante el mejoramiento de los servicios públicos y la creación de instituciones especializadas, algunas de las trabaja­doras son desplazadas, agudizándose su pauperización; otras son absorbidas por la manufactura y la industria, como ocurrió con mayor celeridad durante el segundo decenio del siglo XX . Como se verá más adelante, Gladys Jimeno y Diana Medrano se refirieron también a estos hechos.

Ligia Galvis, autora del estudio “ La filosofía de la Constitución de 1886” (1986), dedicó una especial aten­ción a la situación de la mujer a finales del siglo X IX , momento de singular significación en la historia de nues­tro país, pues corresponde al proceso de unificación de la Nación.

Trata en su exposición, a manera de ilustración, la historia de tres mujeres de la época y las paradojas más representativas de su existencia, con el propósito de plantear los efectos de la unilateralización de los con­ceptos de la Constitución que definiría las pautas de convivencia entre los colombianos durante un período crucial de nuestra historia.

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Se ocupa, en primer lugar, de Manuela, heroína de Eugenio Díaz en la novela que lleva ese nombre y que simboliza a las mujeres del pueblo. Se refiere, también, a dos mujeres cercanas en cierto modo a los aconteci­mientos políticos del momento. Son ellas Blasina Tovar de Caro, madre de Miguel Antonio Caro, político e in­telectual, autor del proyecto de la Constitución apro­bada en diciembre de 1886, y Soledad Román de Núñez, esposa de Rafael Núñez, presidente de la República y principal ideólogo de la Carta.

Sostiene la autora que, para Manuela, como lo in­dicó Salvador Camacho Roldán, no existió la revolución de la Independencia. Era una mujer libre, sí, de la nor- matividad unificante con que declinaba el siglo X IX y se iniciaba el siglo X X ; libre de ser objeto de contem­plación, pues su imagen no corresponde al ideal rena­centista de perfección y belleza que por la época imperaba dentro de las élites. Afirma Ligia Galvis que Manuela encarna la ingenuidad y, como tal, es un ser de la natu­raleza tratado como a ésta se la trata, es decir, como un objeto. Es un objeto sensual y tiene la libertad para mostrarse en su sensualidad; debe trabajar a la par con el hombre, aunque no se le reconoce su calidad de tra­bajadora. Manuela es, entonces, el objeto constante.

Manuela era madre natural, ya que no respondía a las exigencias impuestas por la normatividad para gozar del reconocimiento de la maternidad; por esta razón la escondía a través de la categoría madre natural, madre soltera, y su prole era una prole natural que debía sobre­llevar la adversidad que su condición representaba en la época. Reitera la paradoja de la sensualidad de Ma­nuela sometida a las exigencias de la razón, de la cual carece, pero en cambio sí es objeto de ella.

La autora se refiere también a las mujeres que están sujetas al modelo de la racionalidad, aunque ellas no tengan plena conciencia de estarlo; en cierto modo re­nunciaron a la voluptuosidad. Blasina Tovar de Caro, ante las vicisitudes políticas del momento, quedó sola con su maternidad por cuanto José Eusebio Caro, su

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esposo, se vio precisado a emigrar. Blasina Tovar repre­sentaba a la madre sola, pero legítima; su horizonte lo constituye la consagración devota a la educación de sus hijos. Cultivó con esmero el uso de la palabra y se con­virtió en una maestra vigilante del rigor en la expresión; fue por ello que hizo de sus hijos Miguel Antonio y Mar­garita los perfectos hispanoparlantes e intachables ca­tólicos que fueron, puesto que también se dedicó a la ac­tividad piadosa, como correspondía a una mujer de su clase social en ese momento.

Blasina Tovar no asumió plena conciencia del nivel de conocimiento que poseía sobre la lengua española, pero forjó en su hijo al gramático por excelencia y al especialista en los clásicos que sí ganaría un espacio en la historia de nuestro país.

Soledad Román es otra de las figuras destacadas en la exposición; en su vida se insinúa un camino diferente al convencional de la época con ciertos matices liber­tarios. No tuvo hijos, y contrajo matrimonio a una edad algo avanzada de acuerdo con los criterios del momento, ya que lo hizo bordeando los treinta años.

Procuró, también ella, ejercer su autonomía, y esta­bleció en su ciudad un negocio para sostenerse, desper­tando con ello la sorpresa de sus contemporáneos. Ejerció la actividad política, pues abrió su salón al trabajo parti­dista de los conservadores del momento. Su reencuentro con Rafael Núñez, a quien conocía de tiempo atrás, y quien había roto por entonces con el liberalismo radical, le creó ciertos conflictos y la confrontó con las grandes paradojas de su existencia. A criterio de Ligia Galvis, los resolvió con la racionalidad del sentimiento, ya que clau­dicó ante el amor y renunció a su autonomía. Sin embargo, en un acto de soberanía, aceptó contraer matrimonio por lo civil con una persona que estaba casada por lo católico. Como estaba vigente la Constitución de Rio- negro aquello era posible, lo mismo que el divorcio.

Ante esa circunstancia, Rafael Núñez negoció con la Santa Sede la aprobación de su matrimonio civil a cambio de reiniciar las discusiones sobre el Concordato, el cual,

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entre otros aspectos, pretendía la restauración del ma­trimonio católico como único válido en la República de Colombia. Proponía la Santa Sede que esta disposición fuese retroactiva, o sea, que se reconociesen como vá­lidos todos los matrimonios católicos celebrados con anterioridad a la vigencia de la medida y que los civiles fuesen declarados no válidos. Esta última proposición fue objetada por el presidente, quien, sin embargo, aceptó que le otorgaran una orden sagrada que implicaba el re­conocimiento eclesiástico de su boda civil con Soledad Román.

Según Ligia Galvis, la gran paradoja del aconteci­miento radica en el distanciamiento de la sociedad civil y la sociedad política, racional e ilustrada que procura el establecimiento de criterios uniformes para los habi­tantes de la República. Señala la prematura caducidad decretada para leyes que nunca tuvieron aplicación com­pleta en la sociedad de entonces, como las consagradas en la Constitución de Rionegro de 1863, en la que se re­conocía al matrimonio civil plena y exclusiva vigencia y se permitía el divorcio. El derecho al sufragio femenino fue establecido por el Estado Soberano de Santander y, lo mismo que las disposiciones anteriores, fue derogado.

La autora atribuye a los constituyentes unilateralidad conceptual al definir, por ejemplo, •'ciudadano” , término que excluye a la mujer; ésta ni siquiera aparece como presencia subyacente. Figuraba en el artículo 15 de la Constitución de 1886 la siguiente definición: "Son ciu­dadanos, los varones mayores de 21 años que ejerzan profesión, arte u oficio o tengan ocupación lícita u otro medio legítimo de subsistencia” . La exclusión de las mu­jeres fue reiterada en el Artículo 172, el cual dice: "Pueden elegir y ser elegidos los ciudadanos que sepan leer, es­cribir y tengan una renta anual superior a $ 500 o pro­piedad inmueble de $ 1.500...” .

Con el título "Crónicas de la mujer en el siglo X X ” , Gladys Jimeno continúa la secuencia de exposiciones sobre el tema de la mujer en la historia de Colombia. Dividió su presentación en dos tópicos fundamentales:

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en primer lugar, se refirió a cuatro personalidades fe­meninas que se destacaron en diversos campos, como la política, el periodismo y el arte, en la primera mitad de este siglo. Son ellas: Julia Ruiz, liberal radical, Lola Collante del Gordo, periodista y una de las pioneras del feminismo en Colombia, Débora Arango, sobresaliente artista antioqueña, y María Cano, reconocida militante de izquierda y comprometida dirigente sindical. En se­gundo lugar, trató también algunos aspectos sobre la movilización de las mujeres en el país.

Inició su intervención cuestionando la forma como se ha entendido la participación de la mujer en la his­toria, ya que se suele concebir en un sentido negativo y excluyente, desconociéndose, de esa manera, la contri­bución del género femenino a múltiples procesos dentro del desarrollo de la sociedad. Se refirió, en primer lugar, a la figura de Julia Ruiz, mujer boyacense nacida hacia finales del siglo XIX , que en su región se desempeñó durante las primeras etapas de su vida como hermana de la caridad, enfermera y educadora. Sin embargo, reac­cionó en contra de la vida conventual, apostató de la religión católica y hasta el final de su vida mantuvo una posición anticlerical beligerante; por lo demás, se con­virtió en una liberal radical.

Se trasladó a Bogotá y desde el año 1919 se dedicó al comercio de muebles usados, para derivar de esta activi­dad su subsistencia. Fue reconocida por su amplia ge­nerosidad y también por su pobreza, la que no le impidió tributar hasta el fin de sus días al fondo liberal.

Su fama aumentó a medida que crecía la fe de los bogotanos en sus presagios y consejos, ya que, además, se desempeñó como pitonisa y maga. Dentro de sus ha­bilidades figuraba la hipnosis, la videncia y las curas de amor; procuraba la custodia de los jefes liberales y de izquierda a través de espíritus benignos, pero también enviaba espíritus martirizadores a los jefes conservadores, a los fascistas, a Mussolini y hasta al Papa.

Su prosperidad económica estuvo limitada por su gran generosidad, ya que gran parte del dinero que recaudaba

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por su trabajo lo distribuía entre la gente más pobre que ella. El resto, servía de base para la impresión de arengas liberales que ella misma elaboraba en contra del conservatismo y en contra de las injusticias.

Se mantuvo soltera hasta una edad avanzada; ya sexagenaria conoció a Biófilo Panclasta, santandereano anarquista que había recorrido varios países y parti­cipado en diversos acontecimientos políticos más o menos insólitos. En una ceremonia simbólica, ante un grupo de amigos de la intelectualidad de la época, con­trajeron matrimonio. Vivieron juntos hasta la muerte de Julia ocurrida en el año de 1939.

Representa esta mujer una opción libertaria. Con­tradice los modelos impuestos, y refleja las corrientes renovadoras que animaron el desarrollo de los procesos sociales de los primeros decenios del presente siglo. Irrumpía por entonces una nueva clase social, producto de la industrialización en nuestro medio.

La segunda personalidad destacada por Gladys Ji- meno en su exposición fue la de Lola Coyante del Gordo, quien nació en el año 1890 en Barranquilla y procedía de una familia liberal radical. Se dedicó hasta su vejez al periodismo, medio a través del cual expresó su crítica frente a la educación que solía impartirse a la mujer, influenciada de manera decisiva por la religión y que se orientaba a confinarla en el hogar. En sus escritos tam­bién se advierte la radical crítica al matrimonio y a las restricciones que éste conlleva para la mujer.

Sus planteamientos suscitaron un gran escándalo entre sus coterráneos, razón por la cual decidió residen­ciarse en Panamá hasta su muerte, acaecida en 1980; conservó una completa lucidez en su avanzada edad, pocos meses antes de su muerte aún contribuía con sus artícu­los semanales para la prensa. Como un reconocimiento a su trabajo, en el año 1961 recibió la mención de honor D ’Annunzio y al poco tiempo fue elegida miembro de la Academia de la Lengua Panameña.

En el año 1920 se publicó en Barranquilla su libro Mis inquietudes, el cual contiene una recopilación de artículos

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de prensa y varios poemas de su autoría. Se pronuncia sobre los derechos civiles de las mujeres, en particular los concernientes al sufragio y a la educación, conquista que para entonces ya se había logrado en Inglaterra y en Francia.

Sostiene Gladys Jimeno que también en el arte, en la primera mitad del presente siglo, se produjo la irrupción de un planteamiento femenino. El paisajismo y la natura­leza muerta eran las opciones exclusivas para las mu­jeres, sin embargo fue precisamente una figura femenina la que inauguraría en el país la temática del desnudo en la pintura.

Débora Arango, nacida en Medellin, celebró su pri­mera exposición en el año 1937; dos años después fue seleccionada para participar en el Salón de Artistas Profesionales; dentro de la muestra que se seleccionó para la ocasión figuraban algunos desnudos. La crítica inicial fluctuó entre el tímido reconocimiento de la ori­ginalidad de su obra y la agresiva reserva acompañada inclusive de señalamientos mor atizadores. La Curia in­tervino para recomendarle se abstuviera de pintar sobre tal temática y en el I Salón Nacional le censuraron la presentación de parte de su obra.

Ante las presiones, ofensas y señalamientos, la artista decidió alejarse por un largo período de las exposiciones públicas, pero en el año de 1984 se le tributó el home­naje al mejor artista antioqueño, retribución más o menos tardía por sus años de dedicación al trabajo creador.

La exposición prosigue con la exaltación de la figura de María Cano, dirigente sindical también antioqueña, nacida en el año 1887. Su presencia empezó a ser notoria desde el año 1924 y al año siguiente fue declarada como “La flor del trabajo de Colombia” ; participó en calidad de vicepresidenta en el Tercer Congreso Obrero, ocasión en la que se fundó el Partido Socialista Revolucionario.

María Cano recorrió el territorio colombiano como agitadora, pasando por numerosas poblaciones y ciu­dades a las que acudían miles de habitantes y trabaja­dores para escuchar sus discursos. Reivindicó la con­

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signa de las ocho horas de trabajo, ocho para el descanso y ocho para el estudio; libró campañas contra la repre­sión política. Contribuyó a la organización de la cam­paña contra la “ley heroica” , que autorizaba a la policía para detener a cualquier sospechoso de subversión. Apoyó con su trabajo la organización de distintas huelgas obreras, en particular la petrolera de 1927 y la de las bananeras en 1928. Por esta razón estuvo encarcelada en diversas oportunidades.

En un principio María Cano se acercó a los movi­mientos feministas, pero decidió consagrar su vida y su trabajo al lado de la clase obrera. Fue consciente de la necesidad de la igualdad de las mujeres en la sociedad, y reconocía en su participación como agitadora la rup­tura de los esquemas tradicionales que limitaban la par­ticipación de las mujeres.

Indica Gladys Jimeno que las mujeres de las clases medias y altas se han visto impelidas a defender su de­recho de acceso al trabajo remunerado, situación bien distinta a la de las mujeres campesinas y proletarias, que han estado integradas siempre a la actividad laboral. Resalta como dato de singular importancia el hecho de que la primera huelga que se desarrolló en el país fue organizada por una mujer, Betsabé Espinoza, quien en el año de 1920 lideró un movimiento en la empresa Col- tejer de Medellin. Subraya la elevada participación feme­nina en la industria textil, primera organización de tipo empresarial que surgió en Colombia, tanto en Medellin como en Bogotá.

En relación con la organización de mujeres, destacó el movimiento sufragista, que tuvo su auge entre los años 1920 y 1945 y sobre el cual ahonda Diana Medrano. Dedicó una especial atención al pronunciamiento de varios miles de mujeres indígenas en el año 1927 (ellas fueron consideradas como baluarte principal del movimiento campesino indígena que lideró Manuel Quintín Lame).

En un lenguaje poético y alegórico se manifiestan frente al despojo del que han sido víctimas por la ocu­pación del “hombre civilizado” ; reaccionan frente a la

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degradación a la que han intentado reducir a sus hom­bres con el fin de apropiarse de sus tierras y también reclaman por la discriminación étnica y clasista de que han sido objeto. Por la belleza, la elocuencia y por el carácter colectivo del documento, reproducimos el si­guiente fragmento:

...y de los vientres del sexo femenino indígena nacerán nuevas flores de inteligencia y vestidas de riqueza se unirán para formar un jardín glorioso en medio del país colombiano, que llamará la atención en general a toda la civilización de explotadores, ca­lumniadores, usureros y ladrones, quienes han desterrado de los bosques, de las llanuras y de las selvas a nuestros primogénitos padres, hermanos, hijos y esposos engañándoles con licores al­cohólicos, es decir, alcoholizándoles los sentidos y conocimientos para poderlos despojar de sus hogares, de sus cultivos y de sus tierras...

La temática de los movimientos femeninos en el país, y de algunas de sus expresiones, se trató con base en la ponencia de Diana Medrano, titulada “ Pasado y pre­sente de las organizaciones femeninas en Colombia” . El manejo autónomo de los propios bienes, el acceso a la educación secundaria y superior, el derecho de ocupar cargos públicos y el derecho al sufragio son los motivos por los cuales se movilizaron las mujeres de las clases media y alta en nuestro país. Con el apoyo de las traba­jadoras sindicalizadas y de las organizaciones populares, se lograron algunas conquistas importantes entre los años 1936 y 1945 bajo el impulso del reformismo liberal, pero se aplazó por un lapso considerable el derecho al sufragio.

La autora se detiene en el auge de las luchas obreras y populares, enfatizando las condiciones que posibili­taron las luchas feministas en el contexto de la industria­lización. Señala que en la composición del sector secun­dario de la economía, conformado por la industria de alimentos, tabaco, textiles y otros, predominaba la fuerza de trabajo femenina; de ahí su activa participación en la movilización sindical; su presencia no sólo se da a nivel de la dirigencia, sino en múltiples responsabilidades

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que abarcan, desde la decisión al cese de la actividad la­boral, hasta acciones de apoyo y de solidaridad con los trabajadores en paro. Destaca algunas figuras de los procesos organizativos regionales que surgieron en torno a los enfrentamientos por la tierra en la región caribe: Juana Julia Guzmán y Felicita Campos son dos de las representantes de tales movimientos.

Con la declinación del impulso reformador del Partido Liberal y el ascenso del Partido Conservador, las movili­zaciones femeninas, lo mismo que el sindicalismo y los movimientos populares, sufren un retroceso; en el año 1946, bajo el mandato de Mariano Ospina Pérez, un pro­yecto de ley sobre el sufragio femenino es archivado sin discusión. Con el surgimiento del sindicalismo pa­tronal (creación de la UTC ligada a la Iglesia) se logran reorientar las preocupaciones femeninas en torno a la defensa de la familia, la armonización entre el capital y el trabajo, y se procura movilizar una cruzada para combatir el comunismo.

Indica la expositora que hacia finales de los años cin­cuentas y comienzos de los sesentas se perfila un se­gundo momento en la historia de las organizaciones fe­meninas en el país, con el surgimiento de agrupaciones ligadas a los partidos políticos.

La Unión de Ciudadanas de Colombia, afín con el Partido Liberal, se define por su carácter cívico-político. Busca incentivar el pleno ejercicio de la ciudadanía fe­menina, en particular, a través del derecho al sufragio, que por fin en 1957 se convirtió en realidad en el contexto de la oposición al régimen militar.

El Voluntariado es otra de las fuerzas organizadas que, si bien no se define dentro de la constelación de los movimientos femeninos por su composición y sus pro­yectos, merece ser tenida en cuenta, ya que predominan en él las mujeres, y su participación puede entenderse dentro de las tendencias conservadoras de la acción social, que incluye la conmiseración de los grupos con autosu­ficiencia económica hacia la indigencia de los sectores populares.

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Representan estas dos organizaciones la vinculación activa de la mujer al proceso de estabilización propuesto desde el poder, el cual se adecuaba con la figura de al­ternación partidista que tomaría forma con el Frente Nacional.

En ese momento surgió también la Unión de Mujeres Demócratas en algunas de las regiones afectadas por la violencia y en donde el Partido Comunista lideraba la re­sistencia campesina. Tuvo su origen a raíz de la represión sufrida por sus militantes bajo la dictadura del general Gustavo Rojas. Reivindicaban la restauración de la paz y algunos derechos femeninos; su influencia se proyectó luego en el trabajo sindical y urbano dentro de un nuevo panorama de organizaciones populares y, particular­mente, en relación con la problemática de la vivienda.

En la Década Internacional de la Mujer (1975-1985) se da un relativo autonomismo de las expresiones fe­meninas organizadas, sin desligarse de las transfor­maciones que reclaman para el país. Desde el liberalismo, la izquierda, el feminismo, la academia y los movimientos cívicos se pronuncian frente a la abolición del régimen concordatario, la creación de la jurisdicción de familia, la despenalización del aborto y la igualdad de derechos en el trabajo.

Culminó Diana Medrano su intervención refiriéndose a los proyectos surgidos a partir de los grupos femi­nistas independientes, que se orientan hacia la prestación de servicios y a la promoción de la mujer, mediante la creación de centros como La Casa de la Mujer, El Centro de Información y Recursos para la Mujer y Cine Mujer. En ellos se reafirma que el problema femenino no tiene que ver sólo con la cuestión económica, sino que la ideología y la política influyen en forma considerable en su pre­sentación, razón por la cual consideran fundamental el que se aborde la vida privada y las dimensiones de la subjetividad, el afecto y la sexualidad, espacios en los que se expresa con particular rigor la condición de opresión.

Antes de entrar a referimos a estas experiencias, resulta conveniente señalar que, a partir de las anota-

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dones sobre la violencia intrafamiliar se destaca la acep­tación social de la resignación y del sacrificio femeninos como si fueran pautas inherentes a la naturaleza de la mujer, las cuales se han constituido en facilitadoras fun­damentales de los abusos que se cometen en contra de ella; se sostiene también que tales pautas corresponden a los esquemas de comportamiento impuestos por las diferentes religiones y en particular por el cristianismo. Penélope Rodríguez ahonda en esa idea en un artículo titulado "Machismo y marianismo” (7). La autora concibe uno y otro como los elementos constitutivos de un mismo modelo de interacción psicoafectivo y sexual, compuesto por un conjunto de valores, normas y costumbres que rigen y se concretan en las relaciones entre los sexos y que se encuentra arraigado en las tradiciones de los pueblos hispanoamericanos.

El origen de tal modelo se afirma en la ideología pa­triarcal, es desarrollado en los contenidos mítico-religiosos mestizos —producto del sincretismo cultural que se fue forjando desde la Colonia — , y ha contribuido a sustentar las diferencias étnicas, económicas y políticas entre las mujeres de los diferentes grupos sociales, diferencias que han sido muy acentuadas en América Latina.

El machismo es concebido por la autora como el es­tereotipo de la superioridad masculina per-se, es la ma nifestación de la omnipotencia que no escatima esfuerzos obsesivos para otorgarse una importancia exagerada. Sobre esa base se reafirman las acciones que hacen al varón agresivo, pendenciero y ostentador de una libertad sin límites, que se expresa en su compulsión a embriagarse y a experimentar el sexo sin reservas, asumiendo una actitud despectiva frente a la mujer y lo femenino.

En contraste, el marianismo es conceptuado como el ideal cristiano, formado a partir de la imagen sufriente de María, en el que se exalta la virginidad y la maternidad

7. Penélope Rodríguez, Machismo y marianismo, en Magazín Do­minical No. 211, El Espectador, abril 12, 1987.

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también sufriente. Impone a las mujeres las virtudes de la piedad, la castidad y la fidelidad; les niega la posi­bilidad de desarrollo intelectual y les prohíbe manifestar su sensualidad. Contribuye a la exaltación y a la venera­ción del hombre y lo masculino, aun a costa de la propia estimación.

Una de las mayores contravenciones de ese arraigado ideal femenino se configura en el madre-solterismo, que representa la evidencia del ejercicio de la sexualidad sin la mediación del mandato eclesiástico o civil. Se trata de una situación frecuente en nuestro medio, que con­lleva el rechazo y la discriminación económica, social y, hasta hace muy poco tiempo, legal de la mujer y su prole, condición que debe sobrellevar como una expiación por la supuesta falta cometida. Anita Rico nos ilustra acerca de esa problemática en su estudio La madre soltera adolescente (8), en el cual nos revela las dificultades que se le plantean a la joven que accede al establecimiento de relaciones sexuales pre-matrimoniales, la desvalori- zación de la que es objeto por parte de su pareja y las habilidades de ésta para evadir los compromisos con la progenie. Este hecho se le suele facilitar debido a que se le atribuye a la mujer, así sea de corta edad, la ex­clusiva responsabilidad en la reproducción.

Olga Amparo Sánchez centró su intervención en el proyecto Casa de la Mujer, resaltando cómo en éste se ha emprendido una reflexión acerca del impacto de la violencia cotidiana sobre la mujer, la identidad femenina y las posibilidades de transformación de su realidad. Sostiene que un proyecto democrático sólo se construye si se reconoce la plena igualdad de la mujer en los ámbitos privado y público. En la edificación de la opción peda­gógica de la Casa de la Mujer ha sido preciso romper con las tajantes divisiones entre quienes han accedido al conocimiento y quienes no lo han logrado; entre quienes se atribuyen la facultad de organizar a las mujeres y las

8. Ana Rico de Alonso, La madre soltera adolescente, Bogotá, Plaza y Janés, 1986.

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que son organizadas, es decir, que la práctica ha exigido el reconocimiento de los valores y las potencialidades de las mujeres en la definición de sus propios derroteros.

Para las actividades de asesoría se han privilegiado los campos'de lo jurídico, la salud y la sexualidad, por radicar en ellos las mayores dificultades para las mujeres. Como una estrategia para proyectar su acción y colecti­vizar en cierto modo la reflexión, premisa de toda orga­nización, han programado talleres en barrios populares sobre las temáticas mencionadas; advierten que no pre­tenden sustituir al Estado en su responsabilidad, sino ofrecer un proyecto alternativo para la población fe­menina.

Margarita Escobar, del Centro de Información y Re­cursos para la Mujer, nos ilustró acerca de la magnitud de la problemática del abuso sexual y su gran incidencia en menores de 16 años, lo mismo que sobre las impli­caciones psicológicas y afectivas de la violación; el pro­blema se ha desconocido o, por lo menos, se ha subesti­mado, motivo que originó la iniciativa de ofrecer un ser­vicio a las personas de uno y otro sexo lesionadas en su integridad sexual.

En la reciente experiencia cinematográfica desarro­llada en el país se destaca la del Centro de Producción Cine Mujer, a través de la cual se ensayan posibilidades novedosas que han sido merecedoras del reconocimiento nacional e internacional.

Desde una perspectiva feminista, Sara Bright y Clara Ríaseos han logrado con acierto varios cortometrajes, cuya temática gira alrededor de la condición de las mu­jeres en nuestro medio. Con los recursos propios del cine tratan los problemas más representativos de la opresión femenina: el arraigo de la división del trabajo entre los sexos, la asunción individual de las responsabilidades progeniturales, la desvalorización del trabajo del hogar, la doble jornada y la violencia en la socialización de las nuevas generaciones.

Los trabajos de Cine Mujer son de gran valor esté­tico; en ellos se logran embellecer los escenarios en los

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que transcurre la vida cotidiana de los personajes que han creado, pese a que algunas de las situaciones son verdaderamente dolorosas.

Dentro de las imágenes que destacan es notoria la proximidad de los niños, con su repertorio de risas, juegos y llantos; aparecen también, como es obvio, los interiores, los muebles y los enseres domésticos. Por otra parte, es claro el distanciamiento de las figuras masculinas, asociado a la soledad y a la tristeza de las protagonistas.

Una de las muestras representativas de ese trabajo la apreciamos en ‘ ‘La mirada de Myriam” , video en el que se expresa una experiencia de vida mediante una sencilla argumentación, desarrollada por medio de la narración de la protagonista de su propia historia. Abun­dan las carencias afectivas y materiales en su niñez y es evidente el peso cultural de la superstición, la magia y la religión en su proceso de formación: una de las exi­gencias sociales que debe satisfacer es la de la liberación de los extraños poderes de su mirada. En contraste, y en pugna con su pasado, se advierte en Myriam la decisión de construir un presente diferente para sus hijos, en el que haya lugar a la ternura y a la alegría, aunque se sufra el azote de los helados vientos de la ciudad.

En realidad no se trata de un personaje ficticio, es una historia verdadera que Sara Bright y Clara Ríaseos quisieron representar. No es de extrañar que muchas de las espectadoras del video se vean interpretadas en Myriam, quien nos revela una de las dimensiones no fa­tales de la soledad, preservando a sus hijos y a sí misma de los maltratos del padre; además, en su encuentro consigo misma encuentra la posibilidad de afirmar su identidad y su autonomía.

El “Grupo Mujer y Sociedad” reconoce que los mo­vimientos de mujeres en el país son agrupaciones na­cientes, carentes de poder y sin representación en las instancias de decisión política. Sin embargo, valora sus potencialidades ya que se constituyen en importantes núcleos de conciencia crítica. En forma latente o mani­fiesta, buena parte de ellos pretenden la construcción

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de nuevas relaciones sociales a partir del cuestionamiento radical a todo tipo de violencia, al autoritarismo y a la discriminación; sobre todo, procuran estimular la capa­cidad participativa de la mujer, enfrentándola al recono­cimiento de su identidad, a la interpretación de su realidad y a la construcción de su propio destino.

Para el avance del movimiento social de mujeres, estudios como los de Magdalena León sobre la mujer y las políticas agrarias, aportan valiosa información acerca de las particularidades de la problemática feme­nina en las áreas rurales. La autora se ha ocupado de las políticas que, a partir de las entidades estatales, se han interesado en la promoción y organización de la mujer en el campo.

Su más reciente obra, Mujer y política agraria en América Latina, es una ilustración de los elementos co­munes en la región, dentro de los que se releva la dinámica del sector agrario. Se reconoce la amplia y decisiva par­ticipación de las mujeres no sólo en el ámbito domés­tico, sino en la producción y en el mercadeo de los pro­ductos. Se destaca, sin embargo, su marginamiento de algunos beneficios como el crédito, la asistencia técnica y la capacitación, a los cuales tan sólo han tenido acceso pleno los varones de la familia en su calidad de jefes del hogar.

Dentro de las perspectivas para el mejoramiento de las condiciones de vida de las mujeres del campo se requiere un conjunto de reformas que contribuyan a eli­minar la discriminación para el acceso a determinados servicios estatales. Para el caso de nuestro país existen importantes limitaciones, dentro de las cuales figuran la falta de continuidad de los programas gubernamen­tales y, en particular, de los que han tratado de llevarse a cabo a través del Ministerio de Agricultura.

En el campo persisten las condiciones en las que se fundamenta la opresión y la discriminación a la mujer; no sólo obedecen a las restricciones materiales que se manifiestan allí con gran vigor, sino que tienen que ver con la gran influencia de los valores de la tradición pa­

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triarcal, que suelen ser muy acentuados dentro de los sectores campesinos.

Elsy Bonilla, a través de su exposición “Transfor­mación cultural de la mujer durante la transición de­mográfica” , nos ofreció una visión de los cambios ope­rados en la conciencia femenina en relación con las con­cepciones sobre la maternidad, la comprensión de la sexualidad, las consideraciones sobre las relaciones de poder en el hogar y fuera de él y la valoración del tra­bajo femenino. Su estudio abarca los últimos treinta años, es decir, la etapa posterior a las activas campañas en pro del control de la reproducción, que constituyeron la primera expresión producida en el país de una política estatal hacia la mujer. Interesa el reconocimiento de las distintas formas en que se manifiestan los cambios por estrato social. Se destacan determinados valores que propician las relaciones inequitativas entre los sexos que se observan aún muy arraigados.

Alvaro Villar Gaviria de tiempo atrás se ha integrado a la controversia planteada en torno a la relación entre el psicoanálisis y el feminismo. Su contribución se caracte­riza porque parte de una indeclinable postura crítica frente al pensamiento freudiano, pero reconoce en tono categórico los aportes del mismo. Nos remitió a su obra Freud, la mujer y los homosexuales (1986), texto repre­sentativo de su concepción sobre el tema. Trata en el mismo las influencias históricas y la condición de clase de Sigmund Freud, que se reflejan en sus textos. Insiste Villar en el sesgo masculino de la producción freudiana, que ha sido característico también de la gran mayoría de las mujeres que se han dedicado al psicoanálisis, aunque exceptúa a María Langer y a Francoise Dolto.

Con base en la hipótesis de W. Reich, acerca de la miseria sexual de la clase obrera, Villar contempla la po­sibilidad de extenderla a la interpretación de la proble­mática sexual de las mujeres, ya que para el capitalismo toda sexualidad diferente a la que garantice la repro­ducción social se convierte en innecesaria y superflua; se la llega inclusive a prohibir con la ayuda de la religión,

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proscribiéndose con ello el goce y el placer. En conse­cuencia, para los hombres resulta extraño y aun repudia- ble que las mujeres reclamen gratificación. Al negar de esa manera las necesidades sexuales femeninas, se propicia la frigidez o la anorgasmia, trastornos que han permitido reforzar la idea de la inexistencia de las necesidades y los deseos sexuales de las mujeres. Sobre esa base se ha legitimado la pluralidad de relaciones sexuales que a los hombres se les permite establecer. Este esbozo de la introducción del libro es una invitación a su lectura.

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EPILOGO

Ante la complejidad de la cuestión femenina, es apenas explicable la diversidad de interpretaciones que se apre­cian a lo largo de los textos. Se reflejan en tales interpreta­ciones las nuevas posibilidades que han explorado las ciencias humanas y, por supuesto, los interrogantes formulados por el feminismo a las diferentes áreas. En ese sentido quisimos proponer la posibilidad de otra mi­rada que diera lugar a la sospecha, a la duda sobre las relaciones entre el sujeto y el discurso, el sujeto y el mundo, las experiencias históricas y subjetivas.

Al comienzo, concebimos la posibilidad del diálogo ilustrado entre hombres y mujeres. Ahora tenemos la certeza del imperativo de la comunicación entre los gé­neros. Los términos de dicho diálogo y de dicha comu­nicación están planteados alrededor de la división sexual del trabajo y de sus asociaciones con el amor y con la violencia, temas prefigurados a lo largo del libro. Lo femenino, asociado a la ternura, al amor y a la creación de la vida. Lo masculino asociado a la agresión, a la con­quista y a la guerra. Conociendo las trampas de toda polaridad planteamos la imposibilidad de tan tajante división y, más bien, proponemos la complementariedad y la complicidad en el proceso de construcción del orden social. Entendemos la importancia de tratar el tema de la violencia en el momento actual, pero subrayamos que, además de considerarlo en su dimensión económico-po­lítica, es preciso contemplarlo desde la subjetividad y la perspectiva de los géneros. Además, es imprescindible concederle al amor y al encuentro un espacio dentro del diálogo y la comunicación propuestas.

Se habla hoy en día de la crisis de los paradigmas en la

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filosofía; los conceptos también están en crisis; las viejas verdades no terminarán el siglo. ¿Por qué no creer, en­tonces, que las mujeres y sus propuestas en relación con una nueva manera de habitar el mundo o, por lo menos, a su proyecto de una verdadera cohabitación del mundo con los hombres pueden ser gestadas de nuevos paradig­mas, de otras utopías para terminar este siglo e iniciar el próximo?

Grupo Mujer y Sociedad Universidad Nacional

Bogotá, 1990

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L o s artículos que conforman esta obra incursionan, desde diversos enfoques, disciplinas y escuelas de pen­samiento, en el análisis de la subordinación de la mujer como hecho histórico-cultural, y en la identificación de los procesos gestados por las mujeres para conquistar su autonomía. Por ello, estos trabajos plantean interrogan­tes sobre antiguas realidades en las cuales interactúan incesantemente los binomios vida y muerte, amor y vio­lencia, asumiendo características específicas en relación con la situación de la mujer.

El libro, que se caracteriza por su rigor científico, invita a continuar avanzando en la identificación de las múlti­ples contradicciones que subyacen en la historia de la subordinación femenina y demuestra que es una necesi­dad de primer orden apoyar e impulsar estudios espe­cializados sobre la mujer.

unCENTRO EDITORIAL

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E D I T O R E S

ISBN 958 601 287-5

789586 01 2874