Milos Urban-Las Siete Iglesias

455

description

novela de Milos Urban

Transcript of Milos Urban-Las Siete Iglesias

Milos Urban

Las Siete Iglesias

* * *

Todos los personajes de esta historia son, del primero alúltimo, inventados. Por el contrario, todos los edificios, delprimero al último, son reales. Las instituciones son, sinexcepción, de carácter novelado.

De una nueva tensión entre el sentido y el sentimiento, deun nuevo interés por las sensaciones subjetivas y lapsicología, nació la novela gótica… No es sólo que laprosa volvía hasta cierto punto a sus raíces románticas yfantásticas originales, sino que también trataba de larelación entre el sentido y la imaginación, entre lainmovilidad y la revolución. R. Ruland, M. Bradbury

Una historia de terror y la representación de un acontecimiento históricopueden iluminarse mutuamente e incluso evocar la vivencia de sucesoshistóricos, despertar sentimientos en aquellos a los que el pasado les eraindiferente.M. Procházka

El artista romántico desvía la mirada de sí mismo y de su sociedad y mirahacia atrás.

F. Nietzsche

Capítulo 1

Hablo del tiempo actual.

Ha llegado la primavera en invierno,

y la nieve florecerá en las ramas.

T. S. Eliot

Era una preciosa mañana de principios de noviembre. Unprolongado veranillo de San Martín había aplazado durantetodo octubre la llegada del otoño, cuando de repente cayóla primera helada punzante, un toque de varita mágica quehechizó por completo la ciudad. No hace ni medio año quese puso punto y final a la Era Moderna. La metrópoli seesforzaba en hacer frente al inminente invierno. Las lucesmermaban con rapidez y los dedos se helaban de frío,pero las chimeneas de las fábricas seguían respirando yuna claridad blanca se esparcía sobre las ventanas de lascasas. Eran efluvios de la descomposición, un sudormortal. Ni el maquillaje de las nuevas fachadas ni las joyas

de los rápidos vehículos ocultaban la verdad desnuda tantocomo los árboles de la plaza de Carlos: fin de año, fin desiglo, fin de milenio. Todo el mundo lo tenía ante sus ojos,muchos con un nudo en la garganta apartaban la mirada yse sometían a los dientes del último otoño; un perro de trescabezas cayó sobre Praga y no se apartó de su rectotrazado, tres hocicos hambrientos se arrojaron sobre todoslos que, en las últimas horas de la Humanidad, se atrevíana moverse.

Esto fue el año pasado, después todo cambió. Sobrevinoun tiempo de misericordia.

Un sol blanco y bajo escaló el muro del hospital y se quedóatrapado en una telaraña de copas de arce. Despacio, ycomo por capricho, quemaba un aire frío y seco que olía ahojas, unas hojas que impedían ver la acera bajo los pies.En la calle KateÍinská no era peor que en otros años, peroVini…ná estaba cubierta en toda su longitud por una dunacrujiente bajo la que se perdían asfalto y adoquines. Laseguridad del suelo firme había desaparecido, cada pasosignificaba una aventura sin límites precisos, una huellaconfusa e indefiniblemente funesta de la suela sobre elmontón rojo. Abrirse paso por la calle cubierta puede, sinembargo, ser seguro; tan seguro como un paseo sobre unrío congelado.

Iba por la cima de Vtrov, abriendo con los pies el mar

amarillo, y me desvié ante la llovizna de un turbulento ocre,bermellón, siena y terroso. La calle se transformó en uncauce con orillas que se alzaban verticalmente: el muro dela clínica a la izquierda y los edificios de la Facultad deCiencias Naturales a la derecha. Si uno continúaimaginariamente el camino, cruza la colina y pasa porencima del valle, llega infaliblemente a una iglesia. Elpiadoso peregrino no se extraviará.

Pasó una ambulancia, justo después una segunda y alcabo de un buen rato una tercera. No era mucho. Antessiempre contaba más. Llevaba uniforme y no estaba allípor placer. En la tranquila calle que nunca vio drogas nidinero falso, podía pasar bastante tiempo antes de queapareciera alguien. ¿Por qué fui aquel día por ahí?Seguramente por costumbre, por el gusto de pasear alamanecer, que promete arrancar del día algo más que elchasquido del interruptor al caer el sol. ¿Quién querría ir atoda velocidad en una ambulancia gimiente por la CiudadNueva e interrumpir esta madrugada silenciosa ysoberbia?

La calle Vini…ná mide trescientos metros y es recta comouna saeta, por lo que resulta fácil abarcar con la miradatoda su longitud. Había llegado más o menos a la mitadcuando vi a una mujer que iba algo más adelante. ¿Cómoera posible que no la hubiera visto antes? Me sorprendió,pues pensaba que la calle estaba vacía. Era una mujerpequeña y avanzaba con dificultad, algo encorvada,

aunque en absoluto achacosa, con el pelo corto y gris, unabrigo marrón y un bolso también marrón, propios de lasmujeres mayores. Procurando no asustarla, aminoré elpaso. No hacía falta. Las hojas le llegaban a las rodillas,pero caminaba con una energía asombrosa.

Se abría camino por el diluvio rojo y dorado y por uninstante miró a su izquierda, como si en el revoqueamarillento del muro buscara la placa roja con el nombrede la calle u otro elemento distintivo. No era de aquí.Observé que llevaba unas gafas que le cubrían la mitadsuperior de la cara. Volvió el rostro a la derecha y sedetuvo un momento a mirar el patio interior de uno de losedificios por el portal abierto. Sobre el montante del portal,justo sobre su cabeza, apareció de pronto la robusta torrede la iglesia de San Apolinar, con su tejado acabado enpunta. Parecía la capucha de un monje desalmado queacechara a los forasteros que llegan en peregrinación a laiglesia. Quise gritar para avisarle, pero me di cuenta deque el aire tembloroso estaba jugando con mis ojos.

La mujer titubeó y volvió a ponerse en marcha; entonces miprimera alucinación fue reemplazada por otra. Por unmomento me pareció que oía de cerca sus botas crujiendosobre las hojas, justo a mis espaldas, y no delante y a unabuena distancia. Sabía que no venía nadie detrás y aun asíno estaba del todo seguro, por lo que me volví. La calledesierta. En la calzada destacaban, negras, las marcas delas ruedas, en el aire planeaba el silencio, aún más

pesado desde que habían dejado de sonar las sirenas delas ambulancias. Sopló el viento y las marcasprácticamente desaparecieron bajo las hojas.

Mi intranquilidad me hizo sonreír y seguí adelante. Ya no seveía a la pequeña mujer por ninguna parte. Habría tomadopor la calle ApolinaÍská: a la derecha, hacia la iglesia; o ala izquierda, hacia la avenida principal. ¿O habría seguidoadelante y bajado por las viejas escaleras a Albertov? ¿Seatrevería?

Vtrov es una montaña inhóspita, de una belleza maliciosapara los insensatos que le han tomado afecto. Unacorriente de aire que corría por Vini…ná y ApolináÍskácreaba en el cruce un torbellino parecido a un pequeñotornado. Más de una vez me había arrebatado la gorra deservicio y la había empujado tras una valla o debajo de uncoche, y la lluvia siempre me pillaba desprevenido en elmomento en que no había dónde resguardarse. Aquellamañana ambas molestias vagaban por otra parte,seguramente al otro lado del valle, así que la montañadispuso otra cosa para mí: poco antes del cruce, tropecéen la acera cubierta, me rasgué la bota y me golpeédolorosamente el dedo gordo. Removí con el pie lahojarasca; debajo apareció el pavimento y vi que estabaresquebrajado. Las losas labradas y colocadas encuadrícula tenían un tono verdoso y en algunos lugaresfaltaban por completo. Del humus grisáceo brotaba hierbablanca, como un recuerdo pálido del verano.

En la encrucijada, en la que estaba La Cabaña Venenosa,taberna de mala fama y mítica isla de sirenas paraestudiantes y maleantes praguenses, giré a la derecha yde nuevo me dejé sorprender por los colores claros de lasflores del jardín de la rectoría de San Apolinar.Seguramente florecen en recuerdo de la posada: a travésde la empalizada fueron regadas fielmente por unageneración de parroquianos en noches de borracheras.Entiendo algo de flores, pero nunca he conseguidodistinguir con precisión una dalia de un áster. Admiro tantolas unas como los otros. «Los altos ásteres, últimaconstelación del verano decadente, resplandecían con suluz abigarrada.» Esa mañana recordé la frase y me latomé como un auspicio. No sé quién escribió estaspalabras ni cuándo las leí, pero me pareció significativo elhecho de recordarlas. «Cuando paséis por San Apolinar,recordad que las flores deslumbradoras que hay tras lavalla son ásteres. Aquí los nombres son importantes.»

De las flores rojas y violeta solía alzar la mirada hacia elpoderoso muro y las oscuras ventanas del coro de laiglesia. Si vienes por este lado, la solidez de San Apolinarabruma y fuerza a apretar el paso porque parece estardemasiado cerca, como una fortaleza inexpugnable que secierne sobre uno y le amenaza con sus incontables -y sinembargo exactamente contados- sillares de piedra. Lapanorámica desde el sur es mejor que desde el oeste,sólo desde aquí se ve el templo en su conjunto, más

sereno y acogedor, y contemplada desde el suroeste paraapreciar con claridad la torre, la nave y el presbiterio, laiglesia es tan espléndida que apenas tiene parangón, yeso a pesar de que hasta hace poco el edificio estaba enfranca decadencia.

Trepé con la mirada por los contrafuertes y salté de unaventana a otra, de las vidrieras emplomadas a las ojivas, yviceversa. Bajo el presbiterio la mampostería estaba roídapor el tiempo, el revoque amarillento se había vuelto verdey cerca del suelo se veía enmohecido; en algunas partesaparecía resquebrajado por la humedad y se creabanfrágiles bolsas habitadas por insectos. En loscontrafuertes, donde la piedra estaba desnuda, lahumedad refulgía y por ellos serpenteaban cicatrices. Enlas grietas que se abrían entre los prismas se habíaninstalado liqúenes desde tiempos inmemoriales,podredumbre y hollín. Vi arañas que, seducidas por elcalor del sol, salían de sus escondrijos. En la jamba de unaventana alta había un escarabajo marrón. Debía acabar dedespertarse y algo lo había sorprendidodesagradablemente.

Antes el lugar tenía otros habitantes. Las columnas demampostería servían de soporte a las bóvedas de madera,bajo cuya sombra los necesitados y los mendigosalargaban el brazo tiñoso a los artesanos, funcionarios ycomerciantes que se apresuraban para asistir a misa.También ellos estaban agremiados y defendían sus

ruinosas moradas contra los advenedizos del campo, queno tenían nada. De las alcobas de los indigentes noquedaba ni rastro, pero el lugar aún conservaba su espíritusamaritano. Algo más abajo de la iglesia solía estar elcentro para los drogodependientes, los leprosos del sigloXX.

Aquella mañana nadie deambulaba por allí, todos seescondían de la luz que hería los ojos. La calle ApolináÍskáestaba desierta y silenciosa. Tampoco se veía a nadie dela parroquia: la iglesia se hallaba cerrada por reformas.Ningún cambio salvo en la explanada de hormigón, ante elparvulario, al otro lado de la calle: junto a la estatua de unachica arrodillada había aparecido otra.

Era aquella mujer de antes. En la mano seguía sujetando elbolso marrón y dirigía la mirada a la imagen estilizada deuna infancia inocente. Sin duda le recordaba algo. Vi quemovía los labios y me acerqué; la inusual escena de unapersona hablando con una estatua me turbó, y, porsupuesto, olvidé que ya no llevaba uniforme. Me aproximédespacio a la mujer y le pregunté en voz baja si podíaayudarla.

Señaló hacia la estatua y dijo:

–No puede ser…

¿El qué? ¿Aquel pésimo edificio, que allí no cuadraba, o la

institución que albergaba? Antes La Cabaña Venenosa ylos censurablemente célebres asesinatos en susalrededores, y después de la demolición, mira quéiluminados, un parvulario. El espíritu del lugar no se puedeaniquilar tan fácilmente. Pero la expresión de asombro enlos ojos saltones de la mujer con gafas no revelabaindignación, sino más bien pánico. Se me ocurrió que nodebía de estar muy bien de la cabeza. Quizás iba almédico, quizás al psiquiátrico, que se encontraba cerca deallí, y había olvidado adónde iba. Vagaba por callesdesconocidas, extraviada en recuerdos conocidos. Volví adirigirle la palabra, con la mayor amabilidad:

–Esto es sólo una estatua. Si va al médico y se haperdido, la acompañaré.

–¿Acaso no lo ve? – Se volvió hacia mí y con amargura enla voz añadió-: ¿No reconoce estas flores?

Realmente se había vuelto loca, ahora estaba convencidode ello. Sin embargo, eché un vistazo a la estatua:hormigón gris descascarillado; en lugar de la manoizquierda caída, alambre oxidado. La cabeza de lamuchacha mutilada, sobre la que se condensaba el rocío,era más oscura que el cuerpo. En su cabeza había unacorona de flores frescas amarillas que debía de haberseolvidado alguna otra chiquilla, viva, de carne y hueso.

–Son frescas -dijo la pequeña mujer de gafas-. Alguien las

ha cortado esta mañana y las ha trenzado formando unacorona. Una pequeña corona para una muchacha depiedra. ¿Cómo es posible? Desde que el mundo esmundo, estas flores sólo crecen en primavera.

–No es nada del otro mundo -la tranquilicé-. Al pie de lacolina hay no sé qué instituto, Broek, o como se llame.Pertenece a la Facultad de Ciencias Naturales, que estáaquí al lado, y hacen experimentos genéticos. Quizáshayan conseguido cultivar una variedad que florece eninvierno.

Me miró como si el loco fuese yo y no ella.

–¿Ah, sí? Ya me gustaría verlo; a quien haya logrado algoasí le rezaría de rodillas. Estas flores son una medicina,señor, y muy poco frecuente, si es capaz de apreciarlo.Nunca florecen antes de primavera.

Un recuerdo de infancia cruzó por mi mente. Iba con miabuela a recoger flores amarillas… Miel, jarabe contra latos. Sí, recetas de la abuela.

Me acerqué para mirar mejor. La mujer se apartó unospasos para dejarme sitio. Alcé la mano y, con cuidado,saqué la corona de la cabeza de piedra. Le di variasvueltas entre las manos y finalmente acerqué la nariz a lasflores. De pronto recordé su nombre: uña de caballo.

Seguía sujetando la corona cuando, procedente de algunaparte, se oyó un disparo, acompañado por un sordo ydesagradable sonido metálico. Llegó del aire, de lasalturas, del viento. Cuando el silencio volvió a reinar,levanté la mirada, con las flores aún entre los dedos. Lapequeña señora ya no estaba, me encontraba solo ante laestatua. Y de nuevo ese ruido: ahora continuado,retumbando en tonos extraños y dispares. Pim pam, pimpam, pero de una manera diferente de la normal. En latorre de la iglesia tañía la campana. Mi reloj marcaba lasnueve menos cuarto. Me quedé estupefacto del susto. Laiglesia estaba cerrada y tocaban a misa.

No soy ningún héroe. Desde la portería de la clínicacercana llamé a la policía. Automáticamente marqué elnúmero de mi antiguo superior y en silencio respiré conalivio cuando no contestó él sino su suplente. La patrullallegó al cabo de cuatro minutos; eran dos hombres a losque conocía. El salvaje repique desgarraba los oídos y nose detenía.

La puerta lateral se hallaba entreabierta. Entramos en unanave dominada por la penumbra; un lodo gris se colabapor las sucias ventanas del presbiterio; también la luz deldía necesitaba que la reparasen. No había nadie en lanave; en el altar, polvo; tras el órgano, sombras y telarañas.Avanzamos hacia la oscuridad de debajo del coro y, atientas y aún más de oídas, porque el ruido de lascampanas era aquí casi ensordecedor, dimos con la

pequeña puerta que conducía a las escaleras delcampanario. Estaba abierta. Tras la puerta nos esperabanlas tinieblas, pero al pisar el primer peldaño nos iluminó elmechero de uno de los policías. Subimos los escalones detres en tres y pronto la llama fue innecesaria, pues losblancos rayos del sol la amortiguaron por completo.

Finalmente nos detuvimos bajo los andamios de lacampana mayor. El ruido era insoportable, un rato más ylos tres nos habríamos lanzado al abismo desde lo alto dela torre sólo para huir de él. No se veía nada a causa delnubarrón de polvo que habíamos levantado; además, noscegaba el sol, que allí se fragmentaba en miles de reflejossobre las paredes. Sólo se dibujaba con claridad lasombra negra de una gran araña que se balanceaba en elextremo de un largo hilo. ¿Una visión? ¿Un títere paraasustar a los niños? Sólo una persona, una pobre víctimade los monstruos de la noche, a los que ella mismapertenecía. No daba miedo, lo espantoso era lo que lehabían hecho. Se retorcía como un títere: ahora estabaapoyado sobre las manos y hacía cabriolas al son de lacampana, luego se daba contra la pared y después flotabaen el vacío y se agitaba igual que un pez en el anzuelo. Elcorazón de hierro llevaba el compás y lo zarandeaba.Entre la campana y la pierna de la víctima se tensaba unacuerda.

Nos abalanzamos hacia el cuerpo, pero la fuerza de lainercia volvió a arrojarle al lado contrario y de nuevo

golpeó la pared de la torre. Cuando la cuerda dio otrolatigazo hacia nosotros, cogimos al desgraciado del brazoy lo sujetamos hasta que el corazón desbocado de lacampana se apaciguara. Por última vez tiró de él, a laderecha, a la izquierda, y despacio nos columpiamoscomo pescadores en las olas. Finalmente, la campana sedetuvo. Nos dolían los oídos, la cabeza, el cuerpo entero.

Los policías lo sostuvieron y yo corté la cuerda. La cabezaensangrentada se mecía a la altura de nuestro pecho; teníalos ojos cerrados, la tez lívida. Sólo los labios dabantestimonio de vida, y entre ellos soltaba un débil gemido.Lo pusimos con cuidado en el suelo. Estaba inconsciente.Cuando me aseguré de que respiraba, palpécuidadosamente el cuerpo y examiné de pasada elestómago, por si encontraba alguna nefasta magulladura.Descubrí una costilla contusa, quizás incluso rota, y eramuy probable que tuviese conmoción cerebral, a juzgar porcómo la campana lo había golpeado implacablementecontra el muro de piedra. Sin embargo, no estabadesahuciado. Uno de los policías llamó por su radio a lacentral para que enviaran una ambulancia.

No se podía hacer nada más. Le sequé la cara con unpañuelo y lo incorporé. Entonces me di cuenta de lacrueldad con la que habían hecho de aquel hombre uncampanero involuntario. Hasta entonces no nos habíamosfijado en el tobillo que estaba metido en el nudo de lacuerda. Observamos que ésta atravesaba el pie. Miramos,

con los ojos abiertos como platos, que en el lado externode la pantorrilla derecha presentaba una herida espantosa,un hueco entre el tobillo y el talón de Aquiles que, demanera aterradora, hinchaba la piel y el tejido. Por el otrolado la cuerda salía como un hilo enhebrado en una aguja.Un doble nudo lo afianzaba. La herida casi no sangraba,pero a su alrededor y hasta la espinilla se tornabarápidamente purpúrea y aquí y allá aparecían manchasazules. Fuera aulló una sirena, en los escalones resonaronunas pisadas y surgieron unos enfermeros en mono rojo.Al ver al herido no pudieron disimular su sorpresa, pero locolocaron de inmediato en una camilla sin decir palabra, losujetaron con correas y lo bajaron por la empinadaescalera. Compartí con los policías mi sospecha: alguienhabía mecido a la víctima justo antes de nuestra llegada ydespués, rápidamente, había desaparecido; estabaconvencido de que el autor seguía cerca. Examinamos losalrededores de la campana en la extensión octogonal de latorre y trepamos por una escalera hasta una buhardillacónica. Después abrimos las contraventanas, paraasegurarnos de que nadie se escondía en la cornisa querodeaba la torre. Sin embargo, era inclinada: ahí sólopodría sostenerse un mono. Mi convicción no pasó laprueba, pero la sensación de que no estábamos solos enla torre no me abandonaba. Los policías tomaron notas yse marcharon, no tenían prisa con el expediente, meconocían como antiguo compañero. Volví a examinarlotodo, pero no encontré ninguna otra salida del campanarioque las escaleras por las que habíamos llegado.

Era todo un enigma, al igual que las flores frescas de uñade caballo encontradas en noviembre.

Capítulo2

¿Quién vive?

A tus puertas estoy yo, el tiempo pasado,

tu amigo, tu centinela

y tu premonitor.

R. Weiner

La historia de mis calamidades comenzó a escribirse elmismo día en que me pusieron nombre…, o desde elmomento de mi nacimiento. ¿O incluso nueve mesesantes? Quizás estuviera ya predestinado desde elnacimiento de mi padre, un hombre con un feo apodo queheredé.

Mis padres no me quisieron. Yo fui la confirmación de surelación matrimonial, conmigo pasaron directamente delpantano a la roca firme. La brutalidad que tancapciosamente me atrajo en mi edad adulta no es másque la consecuencia lógica de este malentendido. Noconozco nada más miserable que un matrimonioconcertado en el siglo XX, y me considero afortunado porhaber conseguido permanecer soltero hasta el final de esehorrible siglo. Sin duda sólo fue porque retrocedí a tiempo:al pasado, a sus historias secretas. No todas puedenexplicarse; perduran las que valen la pena. Mi historiaparticular, hoy también ya pasado remoto, es de las másasombrosas.

Comenzaré con un recuerdo que se ha quedado grabadoen mi memoria hasta el día de hoy, y que constituye laesencia de mi infancia: el recuerdo de una excursión queme regaló mi padre por mi octavo cumpleaños. Vivíamosen Mladá Boleslav, ciudad rodeada de cientos decasuchas viejas. Vivíamos en un barrio periférico. Todoslos años mis padres iban de vacaciones al cercano lagode Mácha y me llevaban con ellos, pero siempreposponíamos para el año siguiente la visita al pintorescocastillo, alrededor del cual circulaba la carretera.

Hasta que llegó mi octavo cumpleaños y con él la sorpresaque me dio mi padre: una excursión a Bezdz. Hastapermitió que me sentara en el asiento del acompañante,que disponía de cinturón de seguridad y confería más

importancia que la banda de un general. Estaba contento yel buen humor no me abandonó durante todo el viaje, nicuando escuché todas las quejas sobre mi madre, que enaquella época eran cada vez más frecuentes. No mepreocupé en absoluto de las palabras de mi padre, puesestaba decidido a no dejar que nada me echara a perderel día. Mi padre olvidó que yo estaba ahí y comenzó aechar pestes. Mamá es una gandula, ésa es la verdaderarazón de que siempre esté echada en el sofá; preparapasteles y eso a mí igual me convence, pero a él no se lasdan con queso. En realidad le importo un pepino, ya llevocuatro años tocándole las narices con este estúpidocastillo y al final es él el que tiene que ir, por supuesto,pero ¿qué no haría por el niño? Apretó el volante hasta quese le quedaron blancos los nudillos, mientras continuabapeleándose con mamá, que se había quedado en casa.Tendió la mano hacia los cigarrillos y entonces descubrióque yo me encontraba sentado a su lado. Le sorprendió lamanera en que estaba encogido en el asiento, le extrañó losuelto que me quedaba el cinturón de seguridad. Porentonces aún no eran automáticos. Me revolvió el pelo y serió. El contacto de sus dedos me quemaba la cabeza,como si me arañara con ellos.

Su humor empeoró cuando el motor comenzó a hacer unruido raro. Aminoró la marcha y ladeó la cabeza paraescuchar mejor, luego me soltó el cinturón y me hizo unaseñal de que pasara al asiento trasero y aplicara el oído enel respaldo, tras el cual estaba el motor. Yo no oí nada

sospechoso, pero lo cierto es que no me concentrédebidamente porque estábamos cruzando Blá podBezdzem y entre las últimas casas, sobre un trigal,centelleó la alejada panorámica de dos colinas grisverdosas y un blanco castillo en la cima de una de ellas, yno tenía intención de perderme aquella vista.

Como consecuencia de mi falta de interés por elfuncionamiento del motor, cuando llegamos alaparcamiento que había al pie del castillo mi padre mecastigó. Se negó a salir del coche hasta que no diera conla razón del misterioso golpeteo. Mientras se inclinababajo el capó, yo correteaba entre él y el primer portal depiedra de la colina. Atraviesa ésta un antiquísimo caminorústico que gira abruptamente hacia arriba. Sus piedrasagrietadas ardían a causa del calor y me invitaban a queme calmara y me metiese en sus hendiduras como debajode una colcha. Aunque mi padre me buscara, no daríaconmigo.

La revisión del coche duró más de una hora. No encontróninguna avería, y tampoco consiguió suprimir el golpeteo.Sin embargo, mi padre me sonrió mientras se encogía dehombros. Yo no podía creerlo, y deseé echarme a sucuello, pero sabía que eso no le gustaba. En el momentoen que recogía sus herramientas tocaron las once en latorre de la iglesia del pueblo. El sol ardía y los mosquitosnos acosaban. Mi padre me tomó de la mano y anuncióque ya podíamos subir. Tenía la mano manchada de

aceite; y se me ocurrió que lo que quería en realidad eralimpiársela conmigo. Se dio cuenta de lo que estabapensando y soltó una carcajada. Me solté de él y huí comouna liebre hacia la pendiente. Me impulsaban la rabia y laimpaciencia.

Hacía calor y la ascensión extenuó a mi padre. Antes deque él llegara, entre resoplidos, a la tercera puerta, queconstituye la entrada a la fortaleza del castillo y donde elbosque se convierte en rosaleda silvestre (sobre ella nohay más que roca desnuda y por encima un muroalmenado y, un poco más allá, la torre „ertov), yo ya habíaestado cinco veces en la taquilla y cinco veces había vueltohasta él, cada vez más frustrado por su lentitud. Por elcamino me encontré con mucha gente, se acercaba elmediodía y todo el mundo se marchaba; sólo nosotrossubíamos. Me alegré al pensar que tendría el castillo enexclusiva. Desde siempre lo había considerado mío.

Un hombre que curioseaba arriba, con un cigarrillo entrelos labios y cara de poco amigos, vino a arruinar mifelicidad. Desde la caseta que hacía las veces de taquilla,una valla de tablas, de casi diez metros de largo y más altaque un adulto, se extendía hasta las primeras hayas quecrecían en la cima de la pendiente norte. Cerraba laexplanada ante la última puerta con un pesado portal deroble. Si uno quería contemplar el paisaje tenía que volveratrás unos metros e intentar mirar entre las copas de losárboles el cercano estanque de BÍehyn y tras él, al

noroeste, el lago Mácha, o bien, aunque entonces yo no losabía, ir hasta el otro patio del castillo, desde donde, en lapendiente sur, se podía ver Houska y más allá, en sentidooblicuo, Ìíp. Una vez al año también era visible la punta dela catedral en Hrad…any, pero sólo con tiempo ventoso yel cielo cubierto de nubes.

Comencé a rumiar la posibilidad de rodear la valla y mirarhacia el norte. En el mismo límite de la pendiente decidícolarme al otro lado y apoyarme en los tablonestoscamente desbastados, pero tan pronto como salí de lazona designada a las visitas, se acercó el hombre delcigarrillo, me agarró por el brazo y me dijo: «No puedes».Lo pronunció de una manera breve y dura, con acentoextranjero.

Lo observé con perplejidad: tenía el pelo engominado, conuna raya cuya rectitud infundía un miedo similar al de subigote anguloso, y una chaqueta negra ceñida de piel deimitación. No me entraba en la cabeza qué era lo quemolestaba a ese tío tan raro.

Entonces mi padre surgió tras él. Yo esperaba queincrepara al tipo, pero se limitó a abrir los ojos comoplatos, hacer un gesto y, en silencio, arrastrarme a lataquilla. Ahí me susurró al oído que no hablara con nadie.Miré al hombre del cigarrillo; nos observaba con los ojosentornados, de un modo particular, como si desconfiara,quizás incluso con odio. Ahora sé a qué compararlo: era la

mirada del siglo XX.

Con las entradas cruzamos el portal y nos encontramos enel primer patio. Mi padre posó la mano en mi hombro y enun tono más amable me explicó que apenas a unoskilómetros al nordeste había un aeropuerto, extranjero,soviético, y la valla y aquel tipo estaban en Bezdçz paraque nadie mirara en esa dirección y no se hiciesenfotografías. Repuse que me daba igual el aeropuerto, quelo que me interesaba era Ralsko, la colina aún máspuntiaguda que Bezdçz, en lo alto de la cual había unaruina sinuosa que daba miedo porque recordaba un tronoderruido. Sobre él, como siempre había sabido,permanece sentado un gigante invisible que, con lasmanos apoyadas en el muro derribado y los pies hundidosen la brusca pendiente, mira la antiquísima tierra del linajede los Berka de Dubá, mi tierra, porque yo también mesiento en casa, en Boleslav. Así pues, ¿qué aeropuerto?,¿qué soviéticos? ¡Este guardián suyo es ridículo,comparado con el mío!

Pero mi padre ya no me escuchaba. De uno de lospalacios bajaba las escaleras hacia nosotros una hermosamujer, hoy diría una joven, pero entonces me pareció vieja,inasequiblemente adulta. Ella y mi padre se saludaron, ycuando se hubo cerciorado de que éramos los únicosvisitantes, sonrió y dijo que al menos acabaríamos pronto.

Podríamos fijar la mirada en sus largas pestañas, sus

labios rojos y su cabello claro, en su figura esbelta conminifalda amarilla, camiseta verde y chaqueta atada a lacintura. La seguimos como borregos por los salones y lacocina de los palacios destartalados, dedicando nuestraatención especialmente a sus pies casi desnudos,calzados con unas sandalias, que llevaba desatadas; suspasos resonaban en las salas de banquete vacías. Llamónuestra atención sobre las ventanas góticas, con suspuntales de piedra, y los motivos florales en los capitelesde las columnas y pilastras, pero yo caminaba desvalido,con la cabeza baja, los ojos pegados a sus talones, y fuemi padre quien tuvo que mostrarse interesado en aquellasreliquias, aunque se sentía fascinado por la guía aún másque yo. La chica era joven y absolutamente moderna, noencajaba con las grises ruinas, aunque se desplazaba porel recinto con la misma naturalidad que si habitase elcastillo, y con sus colores lo adornaba a la perfección. Lasparedes agrietadas y los adustos restos competían connosotros por su sombra; ahí donde ella se detenía, todoguardaba silencio y fingía prestar atención a lo que decía.

Aun cuando no tuviéramos ni pudiéramos tener interésalguno por su exposición, aparentábamos serespecialistas en historia y rivalizábamos en hacerpreguntas y comentarios seudointeresantes y pocas vecesgraciosos. Mi padre, por supuesto, llevaba las de ganar;las miradas que recibía eran de aprobación, en tanto que amí me quedaba la benevolencia. Enfadado a causa deeso, me forzaba por parecer mayor de lo que era, hasta

que mi padre me reprendió. Se disculpó por mí, mientrasla chica sólo mordisqueaba un tallo de fleo; tenía losdientes blancos y sonreía, divertida y cariñosamente.Entonces imaginé que yo era aquel feliz tallo que ella lamíay enrollaba caprichosamente en su lengua, y el encantadorsol del mediodía se oscureció ante mis ojos.

Ofendido, me aparté de su vista. Consideraba lareprimenda injusta, una ventaja unilateral de un adultosobre un niño. No tenía intención de ser impertinente, sólogracioso. En el muro cercano había una vieja tina dealbañil llena de agua de lluvia que comencé a alabar comosi fuera una bañera para caballeros y, pestañeando,pregunté a la guía si iba ahí a ducharse. El chiste mepareció pícaro e ingenioso. Mi padre me amenazó conque, si no dejaba de agobiar, me llevaría a la taquilla yacabaría la visita él solo. No me cabía duda de que lo haríacon verdadero placer.

Ya no escuchaba a la chica. La examiné desde ciertadistancia e intenté imaginármela como si se tratara de mimadre. Me concentré en esta idea. Qué bonito sería teneruna mamá tan encantadora, amable y joven… Peroenseguida me avergoncé de tener pensamientos tanreprochables. Traicionaban a mi verdadera madre, y nohacía ninguna falta. Aquella chica podía ser mi hermana, omi tía. Mi fantasía no daba para más.

Era evidente que mi padre y ella se gustaban, a ratos ella

incluso cambiaba de tema y explicaba que estudiabaHistoria en Praga y que aquél era un trabajo voluntario quedenominaba «actividad de verano». A mi padre eso lepareció gracioso, y preguntó si era lo bastante «activa» ysi creía que podía conseguir serlo aún más. Sus chisteshacían que me sintiese incómodo, no tenían ni punto decomparación con los míos. Pero, sorprendentemente, ellase echó a reír. Eso me apenó. Cada vez me quedaba másrezagado para que ellos no me vieran. De pronto la guíaseñaló con el dedo en dirección al castillo de Houska,hacia donde yo estaba mirando, cuya blanca siluetaresaltaba en la neblina justo bajo la línea del horizonteazulado.

Volví en mí en el momento en que la visita debía acabar yla chica nos invitó a que almorzáramos con ella:improvisaríamos un picnic. A mi padre le entusiasmó laidea, y me alegré de que pudiéramos pasar más tiempodel que nos daba derecho la entrada con esa belleza. Élse sentó al pie de la Gran Torre y yo bajo las ruinas delpalacio más antiguo. Esperábamos a ver al lado de quiénse sentaría la guía cuando trajera de la taquilla la merienday los refrescos. Mi padre me miró de arriba abajo con unrostro inexpresivo, y cuando cortaba el queso amarillentocolocó la hoja del cuchillo de tal manera que los rayos delsol me hirieron los ojos un par de veces. ¿O sólo me lopareció? Yo también iba armado con una navaja debolsillo, pero no tenía nada que cortar, así que arrojé a lahierba mi navaja con la bandera británica en el mango.

Tuve suerte, quedó fantásticamente clavada. A mi padreno se le escapó el detalle y evidentemente se asustó,incluso perdió la seguridad en sí mismo hasta el punto deque el queso se le escurrió de los dedos y cayó al suelo.Pero la guía estaba de vuelta. Primero se acercó un par depasos a mí, después vaciló y se encaminó hacia mi padre,que enarcó las cejas y me dirigió una mirada triunfal.Recogí un puñado de arena y me la eché encima; una lluviade polvo cayó sobre mi cabeza.

Se pusieron a conversar; mi padre se mostraba cada vezmás locuaz. Estaban sentados a la sombra, bajo la torre,mientras que yo acampaba al sol unos metros más allá,mordiendo una loncha de queso que estallabadesagradablemente en mi boca. Con los ojos cerradosescuchaba el débil zumbido de las abejas, entremezcladocon las voces que llegaban hasta mí. No distinguí ningunapalabra aislada y eso me gustó. Con los ojos entornados,miré la hierba abrasada por el sol, salpicada demargaritas blancas y menudas flores azules de cincopétalos, que a mi pesar no supe identificar.

El muro del palacio que daba al sur irradiaba un calor quepenetraba insidiosamente en mi espalda. Pensé que mipadre no se daba cuenta de nada y que para cuando seenterase, el viejo muro de piedra me habría atravesado elpecho y de mí saldrían llamaradas. Entonces sería tardepara salvarme. Me froté las manos satisfecho.

Debí de quedarme dormido un rato. No era posible quepoco después del mediodía empezase a relampaguear.Pero aquel rayo lo vi claramente, y acto seguido meestremeció el estrépito de un trueno. Alcé la mirada y vique algo corría en lo alto de la torre, una forma geométricaerizada de brazos que despedazaría a quienes estabansentados abajo.

Antes de que el monstruo cayera, me desperté. La guía ymi padre seguían charlando en voz baja y en las grietas dela piedra, a mi espalda, cantó un grillo. Estaba bañado ensudor y me dolía la cabeza, pero no le di importancia; mirésorprendido dos barras negras que asomaban de unmatorral, junto a la Gran Torre. Me levanté y me dirigí haciaallí, pero mi padre me llamó para que fuera a beber algo.Cuando vio cómo sudaba después de haber dormido, selevantó, me puso la mano en la frente y, enfadado, dijo quedebería haber llevado una gorra. La guía fingió sentirsepreocupada. Aparté la vista. Señalé hacia el arbusto y dijeque lo que allí había era una triangulación, que no sabíamuy bien qué significaba eso, pero que creía que debía detratarse de una pirámide que alguna vez había habido en latorre, y que tenían suerte, porque había caído justo en elsitio donde ellos estaban comiendo. Aún hoy no tengo niidea de cómo se me ocurrió aquella absurda idea, pero ajuzgar por el modo en que reaccionó la chica, yo no era elúnico sorprendido.

Me preguntó si ya había estado alguna vez en el castillo o

había leído algo sobre él. ¿Sabía leer? ¿Había oído algoen la escuela? ¿Adónde iba al cole? ¿A Boleslav? Neguécon la cabeza y me alegré en silencio por mi éxito. ¡Habíadespertado su interés! ¡La había impresionado! ¡Habíavencido! Preferí no mirar a mi padre mientras devoraba laspalabras de la chica. Se presentó como Olga -ella y mipadre ya se tuteaban-, me tomó de la mano y me llevóhasta el curioso objeto que yo había sabido nombrar eincluso situar correctamente en la Gran Torre. Mi padrenos siguió sin decir ni pío.

La pirámide era de hierro, estaba ennegrecida en algunaspartes y completamente oxidada. La punta estaba clavadaen el suelo, sólo le quedaban dos hileras de peldaños y lasdos patas que había visto desde el otro lado del patio.Tenían forma de L y medían unos dos metros y medio delargo.

Olga volvió a convertirse en guía y explicó que ellevantamiento de la pirámide se había inscrito de unamanera asombrosa en la historia contemporánea delcastillo. Comenzó en el año 1824, pero el trabajo seinterrumpió debido a un accidente: la bóveda se desplomómientras los albañiles montaban la pirámide y sólo lasuerte hizo que nadie resultara gravemente herido.Quedaron aislados en lo alto de la torre, sobre la estrechaplataforma, hasta el día siguiente, en que acudió asalvarlos gente de la aldea con escaleras improvisadas.Un año más tarde se produjo un nuevo accidente: en un

precioso día con una visibilidad excelente cierto ingenierodirigía la colocación de piedras de Provodín en la torrecuando sobre la pirámide le cayó un rayo que lo tiró de latorre y dejó inconsciente unas horas al hombre quetrabajaba con él. Cuando el desafortunado ingeniero leexplicaba lo ocurrido al señor del castillo, tuvo que pedirleque le recordase su propio nombre porque lo habíaolvidado. El señor refirió el hecho en los anuales delcastillo y señaló también la fecha: 4 de abril de 1825. Lapirámide se quebró y fue transportada hasta el muro,donde se enmohece en la actualidad. Finalmente señalóque «esa historia, que de alguna manera protegió aBezdçz de un dudoso progreso», no se contaba a losvisitantes desde antes de la guerra, y le maravillaba que yome hubiese enterado de ello.

Me henchí de orgullo, mientras mi padre intentabadisimular un poderoso bostezo.

Olga miró el reloj y dijo que la esperaban otros visitantes.Al darme la mano en la puerta, me preguntó mi nombre. Nopude contestarle, lo habría echado todo a perder,especialmente el modo en que me había exhibido ante suspreciosos ojos. Así que me quedé en silencio. Mi padrehizo un gesto con la mano y con una mueca le explicó queme avergonzaba de mi nombre. Tan pronto como nos huboabierto, salí corriendo para que no pudiera volver ainterrogarme. En la taquilla había unas quince personas ytodas, por algún motivo, me miraban, a excepción de un

hombre apoyado contra la valla. No era el mismo quehabía visto antes del almuerzo, éste llevaba en la cabezauna gorra con visera. Pero también lanzaba miradas decuriosidad bajo las pobladas cejas a los recién llegadosmientras daba profundas caladas a un cigarrillo queasomaba de un enorme mostacho que le ocultaba loslabios. La despedida de Olga y mi padre fuesospechosamente muy larga.

Por la noche, mi padre cenó y se fue al trabajo, aunque erami cumpleaños. Mi madre se sorprendió tanto como yo,sobre todo de que se llevara el coche. Normalmente iba enautobús. Se me ocurrió adónde quería ir, pero me lo callé.En la lucha por el afecto de Olga me había derrotado porcompleto, y me había propuesto soportar el revés como unhombre. Mi padre me había decepcionado; más aún: mehabía traicionado. Pero yo me negué a traicionarle a él yesperé con ganas la llegada del día en que se diera cuentay reconociera mi grandeza. Aunque no duró. Al contrario,se apoderó de mí la certeza de que con mi silencio estabatraicionando a mi madre, que además había preparado mipastel de cumpleaños. Estaba bueno, de hecho era elmejor que había comido jamás. Y sin embargo me supoamargo y no probé más que un pedazo.

Por supuesto, mi madre se dio cuenta de la infidelidad demi padre que, por lo demás no era la primera. Durante untiempo las cosas en casa no fueron demasiado bien;aprendí a prever esos periodos de silencioso odio y me

acostumbré a él, igual que me había acostumbrado a mispadres, cuyas debilidades y pocas ganas de entendermeaprendí a pasar por alto. Aprendí también a vengarme deellos excluyéndolos de mi mundo. Aunque mi octavocumpleaños fue aun peor: nunca hasta entonces habíaparticipado en las calamidades caseras. Un pequeñoalcahuete… así me consideré durante años, y meavergonzaba ante mi madre, y ante mi padre, pero sobretodo ante mí mismo. Ya no quiero pensar en ello, aunquemientras tanto, sin quererlo, he pensado en ello cada día,hasta el otoño pasado, cuando el Tiempo lo volvió todo enla dirección contraria. No me quejo de eso, al contrario.Otra cosa tampoco tendría sentido.

Capítulo3

Viajo por una tierra de áridas piedras

cuando las toco, sangran.

T. S. ELIOT

Los problemas con mi nombre comenzaron cuandoempecé a ir al colegio. Al principio los niños reaccionabanal oírlo como ante cualquier otro nombre; las risas burlonasllovieron más adelante, cuando sus padres lo pronunciaronpor primera vez. Pero aún era soportable. El verdaderoinfierno vino en los cursos superiores, cuando los niñoscomienzan a descubrir la capacidad de hacer daño y elplacer que proporciona. Cualquier relación de confianzaentre los niños era inadmisible, lo que se estilaba eran elodio y el desdén; no hablar jamás con los otros o calumniara alguien era lo corriente. La escuela hacía que la amistadresultara imposible. Aquel que se desviaba de las leyes noescritas se granjeaba la burla y era arrojado al bordemismo de la sociedad.

Nací mucho después de que murieran Hitler y Stalin, peropor entonces Mao todavía vivía. Mis padres no mebautizaron, y el nombre que me pusieron, propio de torpesy enclenques, todo en uno, me iba de perlas. Cien vecesdeseé cambiarlo, pero no había forma. Tampoco seencuentran hermanos por las buenas. Amigos sí, pero¿dónde buscarlos?

A Olga, la vil señora del castillo, no pude olvidarla enmuchos años, la veía en sueños, que después me

perseguían como visiones durante todo el día. El tiempo noborró el recuerdo de su rostro, y me propuse buscarla ydecirle lo que significaba para mí; tan poco juicio tenía yo.Finalmente, la imagen de Olga fue sustituida por la de laschicas que entraban en el limitado campo visual de laescuela, pero mi gusto ya estaba formado y poco a pocoenraizó y fue el motivo principal de mi timidez: el ideal debelleza era inaccesible. Y cuanto más inasequible era elobjeto de mi interés, más intensamente ocupaba miimaginación.

El atrevimiento y la franqueza con que mis compañeros declase actuaban en estos asuntos me paralizaban, aunquelos envidiaba por ello. Por el solo hecho de llamarme comome llamaba me sentía en desventaja, no habría podido nipresentarme, y además el nombre es lo primero que hayque compartir con el prójimo. Me mantenía apartado de lagente, pero lo soportaba, ¡tenía tanta vida interior! Con eltiempo aprendí a arreglármelas con eso, o al menos era loque creía. También leía mucho.

En el instituto comencé a llamarme K. Al principio seburlaban de mí, pero después se acostumbraron. De todosmodos, para ellos yo no valía más que una sola letra. Eraun mal estudiante, con mis resultados desacreditaba laclase de orientación técnica, y eso era rigurosamentecensurado. Yo estaba entre los menos eficaces; de hecho,más de una vez me insinuaron que dejara la escuela. Meatraían las lenguas extranjeras, pero nunca conseguí llegar

a los niveles superiores. Temas como logaritmos,integrales o cálculos de geometría descriptiva eran para mícomo un autobús lleno de orientales parlanchines: lo veíavenir y me preparaba para subir por la puerta abierta, peroel vehículo sólo aminoraba la marcha y yo no me atrevía asaltar. Después miraba cómo desaparecíairremisiblemente al doblar una curva.

Año tras año me amenazaba el fracaso en las cienciasexactas, mis conocimientos eran tan escasos queconmigo los profesores tiraban la toalla y me aconsejabanque no intentara estudiar más después del bachillerato,eso si aprobaba. La angustia y el sentimiento depersecución que se derivaban de estas señalescatastróficas, así como las lamentaciones de mi padre porno inscribirme en la escuela militar, «que ésa la acabantodos», me arrojaron a los brazos de la región que seencuentra entre el Paraíso Checo y el macizo central deBohemia. Aceptaba su asombrosa indiferencia hacia elmundo, hacia la crueldad del siglo XX que se había inscritoen ella de manera tan sangrienta, con agradecimiento, y loasumía como un signo de gracia.

No me atraía el campo, el bosque me parecía vacío apesar de sus árboles y arbustos, y siempre me producíauna sensación de agobio. Para mí era importante quehubiese piedras, piedras trabajadas por la mano humana,que aprovechaba la arquitectura divina y la utilizaba segúnsus necesidades. Huía a las moradas de piedra de los

señores desaparecidos: hacía mucho tiempo huía eninvierno, tiempo de silencio; en verano, cuando las cubríanpor las cuerdas vocales de los visitantes; pero también enprimavera, cuando la piedra se derrite, o muestra sussecretos. Pero era en otoño, sobre todo, cuando megustaba entrar en las ruinas con nombres poéticos comoBezdz, Kvítkov, Miltejn, Dvín, Sloup, Ronov, Bertejn o Dubá,porque en esa época las piedras están máscomunicativas, basta posar la mano sobre ellas yescuchar. No me sorprendía. Toda la vida había sido algonatural para mí.

No aspiraba a desempeñar ninguna función en losconsejos escolares u organizaciones juveniles, y tampocoera tan buen candidato como para que me propusieranpara alguno de éstos. Me ganaba el respeto de losprofesores gracias a los tablones de anuncios, que másde una vez me salvaron de un suspenso. Elaborabaconcienzudamente las abigarradas consignas querecordaban las efemérides del Estado Socialista, queluego prendía con alfileres nuestro profesor y, másadelante, un encargado designado entre los mejoresalumnos. Recuerdo que a aquel chico tan sistemático estono le gustó demasiado, pero cuando alguien fruncía elceño por su laboriosidad, él se defendía argumentandoque luego contaría para entrar en la universidad.

Aunque nadie lo esperaba de mí, yo también lo intenté.Organicé una exposición con los dibujos a pluma de los

castillos checos de Mácha, fruto del trabajo de toda unaserie de noches al principio de la primavera. Debajo decada dibujo, coloqué un papel con el título y un resumen delcuento más conocido relacionado con el lugar. Si noconocía ninguno, me lo inventaba o lo tomaba de otraparte. Siempre me he dejado llevar por la historia local: lasleyendas eran crueles sin excepción. Ante los ojos de misboquiabiertos compañeros de clase descubrí laexposición, justo al lado del mural sobre el aniversario delFebrero Triunfal en recuerdo de la llegada del socialismo aChecoslovaquia. Sonó el timbre y alguien me aconsejóque la quitara de ahí, que aquello podía interpretarse comouna provocación. No me lo creí.

Vino el tutor. Inmediatamente se fijó en mi obra y se acercóa ella, se ajustó las gafas y observó de cerca ilustracióntras ilustración, leyendo todos los textos añadidos.Después se quitó las gafas, se volvió hacia nosotros y convoz suave preguntó quién lo había hecho y por qué. Mepuse de pie y dije lo primero que se me pasó por lacabeza: con ese mural pretendía celebrar el aniversario dela visita del poeta romántico Mácha a Mladá Boleslav. Elprofesor hizo una mueca ambigua, pero como eso noprovocó ninguna carcajada general, preguntó qué era loque me entusiasmaba tanto del asunto. Respondí que aKarel Hynek Mácha le fascinaba el nombre de las rocasque entonces estaban justo tras la ciudad: Hroby, «lastumbas». Pasó ahí una noche y después escribió uncuento sobre ello. No hacía mucho el Consistorio las había

volado para construir en su lugar un barrio de edificiosprefabricados; quise recordárselo a mis compañeros declase para que no lo olvidaran. El profesor me observólargamente con ojos escrutadores y después decidiócreerme. Al final de la hora me elogió, lo que hizo que meentregase a una estúpida alegría. Era lógico: se tratabadel primer elogio que recibía en mi vida.

El profesor dio a conocer mi iniciativa en la reunión delpersonal docente y pidió al director que la registrara comouna actividad especial de la clase, en el marco de algunacompetición regional de escuelas. Me encargaron quepreparara regularmente exposiciones temáticas y medieron a entender que mis perspectivas de estudiar en launiversidad no eran tan descabelladas como parecían.Quizá me recomendaran, incluso.

Aquellos murales temáticos o «cómics», como losllamaban en broma, me hicieron rápidamente célebre. Miscompañeros de clase me consideraban un lameculos, losprofesores veían en mí al pelotillero del director. Sólo unapersona se inclinaba ante mi trabajo: el profesor deHistoria, NetÍesk. Una vez me dijo que, a pesar de quemirase -o más bien directamente huyera- hacia el pasadocon una admiración inconvenientemente falta de crítica ypeligrosamente idealizadora, advertía que mi interés erasincero. Sus palabras me conmovieron y a la vez meavergoncé en silencio por el verdadero objetivo queperseguía con mi actividad. Pero oía sus explicaciones

sobre el pasado con el mayor interés, el medioevoeuropeo me abrasó como a una antorcha. Estudiaba tresveces más de lo necesario para un sobresaliente, prontosupe casi tanto como los estudiantes universitarios. Ante laclase, NetÍesk me pedía mi opinión sobre el papel de losingenieros checos en el siglo XIII, sobre el sentimiento deresponsabilidad del hombre actual con respecto al pecadobíblico original, sobre el sentido de los excesos formalesdel Gótico flamígero, sobre la violencia y la galanteríacomo signos definidores de la mentalidad medieval. Yo loagradecía. Preparaba mis clases magistrales por lanoche, a veces las impartía conjuntamente con el profesor,y procuraba concebirlas como un seminario. Idolatraba alprofesor NetÍesk. Gracias a él abrigaba la esperanza deque mi existencia en este mundo no era innecesaria.

Sin embargo, cuanto más estudiaba en los libros menosme interesaban los testimonios de la Antigüedad y más losque tomaba directamente de las piedras. Debió de ser poreso por lo que llegó la traición. Hoy tengo una explicaciónpara ello: en los años de mi juventud me alejé del caminoque el destino me había marcado, y éste intervino paradevolverme a él. No de inmediato, sino con el tiempo, paraque no adivinara tan fácilmente su propósito.

NetÍesk me traicionó de la siguiente manera: se casó conuna antigua estudiante, una chica tres años mayor que yo ycuarenta años más joven que él. Era una unión imposible,

pero la llevaron a cabo a pesar de mi desesperación. Parahuir de los burlones provincianos y de mis mudosreproches, se fue a vivir a Praga con la joven y yo volví aquedarme solo en la ciudad. Llegó otro profesor deHistoria, un cura que en los años cincuenta había renegadode su pasado para poder estudiar. Su especialidad era elmovimiento obrero, y en la práctica se trataba del únicotema que le interesaba.

El invierno del último curso me apunté a los exámenes deacceso a la universidad. En aquella época organicé en lasala de descanso de la escuela una crónica en imágenessobre la educación en la región de Mladá Boleslav y laacompañé con una nutrida documentación recopiladadurante largas búsquedas en los archivos. El inspectoraconsejó aquella exposición a todos los centros deenseñanza media de la circunscripción y nuestro institutose convirtió en un lugar de peregrinación hasta quellegaron las vacaciones de verano. Había vencido: megradué con unas notas tan excepcionales que dejé dedarle importancia al examen de ingreso, y un mes mástarde me aceptaron para estudiar Historia en la Facultadde Letras de Praga. Me avergonzaba terriblemente, perome proponía obtener el mayor provecho posible de miéxito.

Capítulo4

Capítulo4

Un día como otro. Este sueño sólo significa

que el futuro de nuevo está más cerca.

O. Mikuláek

Hablo del tiempo actual. Dios sabe cómo fue antes. Élconoce mi papel en todo este asunto, todas misdebilidades, mi insignificancia no le resulta extraña.Consigue distinguir el blanco del negro, el bien del mal, laverdad de la quimera. Yo soy incapaz de hacerlo y nuncahe dicho que no lo fuera. No quise tener que ver nada conesto, fueron ellos. Me escogieron, y me sorprenderíamucho que Dios no estuviera informado al respecto. FueÉl quien me dio lo que a ellos les interesaba. ¿Y qué sedesprende de esto? Lo más increíble: el plan de ellosestaba consagrado por Él.

Así que, ¿quién soy yo para oponerme?

El invierno se había instalado en el barro y la nieve,noviembre y diciembre se extendieron hasta marzo y aúnahora en mayo hay mañanas en que uno siente latigazos

helados en los dedos. Las flores de hielo hace mucho quese desprendieron de los cristales, pero el viento que se lasllevó llegó repentinamente del lado de la medianoche. Lasflores caídas dan paso a las hojas caídas, es primavera,es otoño, son todas las estaciones a la vez. La uña decaballo floreció en noviembre; en pleno invierno, bajo lamuralla nueva, apareció una amapola. Aún pasará tiempoantes de que el antiguo orden vuelva a la naturaleza. Conla ayuda de Dios contribuiremos a ello. Dentro de unasemana florecerán las lilas, será una buena señal.

Me echaron de la policía el verano pasado, unos mesesantes de la cruel escena en la iglesia de San Apolinar ysólo unos días después del trágico suceso en el puente deNusle, que ahora referiré. En aquella ocasión perdió lavida una persona de cuya seguridad yo era responsable,aunque hasta hoy no imagino cómo habría podido evitaresa desgracia. La investigación duró semanas, la policíacriminal dudaba de si se trataba de un asesinato o de unsuicidio, y sopesó si debía asumir el caso por entero yresolverlo a su manera, sacrificando a uno de los suyos.Éste fui yo. El interés del público por el suceso del veranono fue importante y había decaído por completo cuandoaquella soleada mañana la campana de Apolinar anuncióel fin de los viejos tiempos. ¿O el fin de los tiemposmodernos? Quizá terminaran el día en que el péndulo delTiempo, oscilando sobre Praga, titubeó por primera vez; eldía en que murió la ingeniera Pendelmanová.

A mitad de julio me citó el jefe de la policía criminal. Yo eraagente de policía y no entraba en su jurisdicción. Fuenuestro primer encuentro, y no de los más agradables.Cuando entré en su despacho, en el edificio central de lapolicía de la Ciudad Nueva, ya había otra persona allí. Anteun gran escritorio de madera de roble me daba la espaldaun hombre alto. Me anuncié y me coloqué junto a él. Ni memiró y siguió hablando en voz baja con el jefe. Le conocíade vista, era un colega que había pasado a la criminalcuando yo casi salía de la academia. Entró en la policíamuy pronto y sirvió en el cuerpo cinco años. Quizá por esose atrevía a estar ante su superior en una postura taninformal. Si hubiera tenido idea de cuántas veces en lospróximos días iba a tener que soportar su insolencia, quizáme hubiera disculpado de inmediato y me hubiesemarchado.

Tenía la desagradable sensación de que los habíainterrumpido en una conversación privada. No semostraron entusiasmados de verme. El jefe, en cuyapresencia estaba por primera vez, debía de rondar lacincuentena, era de estatura mediana, casi calvo, con lacara carnosa y repugnantemente picada de viruela.Cuando se fijó en mí, enarcó las cejas, se encogió dehombros, y dijo que lo mejor sería que fuéramos al grano.El otro hombre esbozó una sonrisa.

–Por supuesto, ya sabe usted mi nombre -añadió el jefe, y

sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blanco, brillantecomo el nácar, probablemente de seda-. Pero para que nohaya malentendidos: soy el coronel OlejáÍ y llevo todo esto,lo cual no es que me alegre demasiado, como imaginará.Espero que pase a estar a mi cargo cuanto antes.

Guardó silencio y extendió lentamente el pañuelo en lapalma de la mano. Después se envolvió con él el dedoíndice, mientras el silencio se condensabadesagradablemente y el hombre que estaba de pie nodejaba de hacer muecas.

–Supongo que habrá llegado a sus oídos que han tenidoque dejarnos cuatro personas -prosiguió-, y a pesar deque el fraude, que según la comisión de investigación estolerable, aún no ha sido completamente probado, nopueden volver al trabajo de detectives hasta que no losexculpe un juez. – OlejáÍ se miró el dedo envuelto en elpañuelo de seda como si esperara alguna señal, yprosiguió-: Hemos recibido un encargo del que se suelenocupar criminalistas con experiencia, pero como somostan pocos, pedí informes en la sección de personal sobreun policía de patrulla capacitado. El ordenador le eligió, apesar de que algunos jefes no tienen una opinión muyfavorable de usted.

Cogió con la mano izquierda un papel que estaba sobre lamesa y, con la derecha, cuyo índice seguía envuelto en elpañuelo, hizo un gesto que pretendía ser de benevolencia.

–Aun así he pensado que haré la prueba con usted. Apetición mía, le tendrán disponible en cualquier momento.Trabajará aquí con Junek -señaló al hombre que estaba ami lado-. El teniente Junek está a punto de ser ascendido;ha recibido el reconocimiento de la más alta autoridadpolicial por sus excelentes servicios y por salvarle la vida aun niño. Expedientes así son los que necesitamos, puedeaprender de él.

Antes de que acabara de pronunciar la última palabra, dela oreja derecha empezó a chorrearle un líquido negro,espeso como la mermelada. Di un respingo del susto,pero me mordí la lengua. Con rostro inexpresivo, OlejáÍatrapó el flujo en el pañuelo que tenía preparado y secubrió la oreja. Esperó un momento, y luego se metió eldedo en ésta, todavía envuelto. Yo no tenía ni idea de loque estaba pasando y eché una mirada de perplejidad aJunek. Tenía la vista fija en algún punto situado detrás de lacabeza del jefe, se comportaba como si nada y sebalanceaba sobre sus botas. OlejáÍ, con la cabezainclinada hacia la derecha y el dedo en el oído, hizo ungesto en mi dirección.

–Aquí el brigada es nuestro nuevo refuerzo -dijo-. Setrataba de uno de los pocos miembros del cuerpo que haacabado la universidad civil. Aunque, que yo sepa… -Alzólos ojos hacia mí; eran unos ojos cargados deescepticismo y sorprendentemente comprensivos.

Me sentí fatal. Se sacó el dedo de la oreja, lo examinó,hizo una bola con el pañuelo sucio y la dejó caer a lapapelera. Entonces vociferó, casi enfadado:

–¡Aunque no acabara la carrera! Por lo visto se haceusted… ¿Cómo era que se hacía llamar éste, teniente?¿K? ¡Qué ridiculez! ¿Se avergüenza de su nombre,brigada? Es verdad, no queda muy bien para un policía.¿No ha considerado la posibilidad de cambiárselo?Bueno, yo no le fuerzo a nada. En su relación con losciviles se presenta con un número de placa, de modo queda igual. Posee una formación humanística y ha estudiadopsicología. La clienta de la que se ocupará usted está unpoco de los nervios. Exige una actitud sensible. Supongoque no me creerá… A mí mismo me sabe mal…, pero notengo a nadie más apropiado. Le necesito, brigada, yespero que no me decepcione.

–Pero está mal informado -dije, conteniendo la vergüenzay la ira-. Estudié Historia, y como ya habrá comprobado,no me fue demasiado bien. No me siento cualificado paranada. Preferiría volver al servicio ordinario, me gusta hacerrondas. Necesito adquirir experiencia en la calle.

A pesar de esta intervención decidida, que me sorprendióa mí mismo y también al teniente Junek, quien me dedicóuna mirada de soslayo cargada de incredulidad, no logréconvencer al jefe.

–No soporto la falsa modestia -dijo-. ¿Sabe lo que daríanotros por una oportunidad así? No conozco a ningúnguardia que no estuviese dispuesto a cambiar con gusto eluniforme de policía por un impermeable de civil. ¿O noaprecia la misión que le encargo? Representa unadistinción para ustedes dos.

Asentí con la cabeza, incapaz de seguir oponiéndome.

El jefe nos miró con satisfacción y empezó a dictarinstrucciones. A mitad de una frase, sin embargo, contrajola cara como si le hubieran dado una punzada en lo másprofundo de las entrañas, sacó del bolsillo otro pañuelo deseda y se lo apretó contra el oído, esta vez el izquierdo. Yasabía lo que vendría a continuación y conseguí noinmutarme.

Ahora, a veces pienso que si me hubiera mareado OlejáÍquizá me hubiera eximido de la misión. ¿Me habríalibrado, sin embargo, de lo que ya estaba en marcha? Nolo creo.

A la ingeniera Pendelmanová la unía al antiguo régimencomunista un lazo indirecto, pero firme. Era viuda de unfuncionario del Comité Central del Partido, adjunto delantiguo ministro de Trabajo y Asuntos Sociales. Me enteréde que, poco después de Año Nuevo de 1990, su esposo,

por entonces ya miembro suspendido y desacreditado dela organización del Partido Comunista, se había suicidadode una manera poco corriente: recorrió con su pesadalimusina la superficie helada del pantano de Orlíkdirectamente hacia el conducto de desagüe, donde no sehabía formado hielo. El coche se hundió y desapareció sindejar rastro. Las noches siguientes trajeron una nueva ydura helada y el pantano se congeló por completo. Elautomóvil con el cadáver se quedó bajo el hielo, y no losacaron hasta una semana más tarde. La gente queestaba presente contó que la unidad militar extrajo de lasprofundidades del pantano un cubo de hielo parecido a uninmenso pisapapeles de vidrio. Una vez fuera del agua, lamultitud de curiosos vio en su interior un coche negro y trasel parabrisas una cara horrible de cuya boca, deformadaen una rígida sonrisa, salía un torbellino de burbujasinmóviles, enormes, vacías.

La ingeniera Pendelmanová no se sintió abatida por lamuerte de su marido. Continuó frecuentando determinadaoficina en la legación de la ciudad donde había trabajadotoda la vida y durante tres años se defendió de la presiónde sus compañeros de trabajo, quienes intentaban que laecharan. Antes le tenían miedo y sospechaban que losdelataba a Pendelman. Cuando, tras el cambio de lascircunstancias, este peligro pasó, dejaron de ocultar suodio y decidieron deshacerse de la Arpía, como lallamaban. No fue nada fácil, pues se conocía las leyes aldedillo. Finalmente se marchó, pero sólo después de

obtener una pensión superior a lo normal. No teníaintención de descansar. En su juventud Pendelman habíasido considerado un poeta de izquierdas con talento,después de la guerra formó parte de los radicales quefundaron la editorial obrera, y antes de que llegara eleclipse cultural del 48 consiguió publicar tres poemarioscon sus versos. Fue encarcelado en los años cincuenta,rehabilitado tras la muerte de Gottwald, y después de lanormalización seencaramó a la alta política. En aquellaépoca también dejó la escritura; antes, sin embargo, losperiódicos literarios se dedicaron a publicar un poemasuyo tras otro. La viuda Pendelmanová decidió prepararuna antología postuma de su obra y encontró editor para ellibro.

El verano del año pasado denunció a la policía que alguienla seguía. Se la quitaron de encima, pero volvió a la cargacuando alguien le rompió una ventana de una pedrada. Eraun adoquín no demasiado grande, que dejó en lacomisaría con la petición de que lo examinaran en ellaboratorio. No le hicieron mucho caso, pero tuvieron quereconocer que en aquel asunto había algo inusual, si esque la viuda no se lo había inventado todo. Vivía en uncuarto piso en Pankrác, y en esa zona no se podíaencontrar un adoquín de esas características. Acertar en laventana a tal altura requería una mano fuerte y ejercitada, omucha suerte. La víctima estaba convencida de que eraobjeto de una persecución política por el pasado de sumarido y un ajuste de antiguas cuentas. La condujeron ante

el jefe de la policía criminal y éste decidió que teníaderecho a que protegieran su vida y su integridad física.Prometió que le asignaría a dos de sus hombres duranteun mes. Después ya se vería. Si durante ese tiempo lasamenazas continuaban, la policía empezaría a ocuparseintensamente del caso.

En el laboratorio intentaron sacar huellas dactilares deladoquín. Fue un examen de rutina, pues de antemanoestaba claro que en una piedra cuya superficie era rugosano encontrarían nada. Examiné la fotografía adjunta. Nohabía en ella nada de particular. Un adoquín corriente, concapa de cuarzo. Sólo las tenues vetas verdes eran dignasde mención.

Junek y yo nos alternábamos durante la semana. Élempezó el servicio el sábado 20 de julio, yo debíaacabarlo cuatro semanas más tarde, después de dosrelevos. Fuimos a tomar una cerveza, para conocernosmejor y acordar el plan de colaboración para el caso deque las amenazas se repitieran o atacasen a la dienta.Pero él habló básicamente de sí mismo, tan abiertamenteque llegué a sentirme turbado. Brindamos y decidimos quenos tutearíamos: a partir de ese momento lo llamaríaPavel. No me atreví a pedirle que me llamara sólo con lainicial, de modo que le dije mi nombre entero.Sorprendentemente, siguió mostrándose amigable, perocuando me dio la mano para despedirnos advertí que

contenía la risa.

La casa estaba llena de siemprevivas, amarillas, rojas ysobre todo violetas; por todas partes había jarrones, vasosy botes de plástico llenos de estas flores inodoras;también las había enganchadas a los marcos de loscuadros y entre las páginas de los volúmenes de labiblioteca. Su presencia, extrañamente, me calmaba,mientras que a Junek lo ponía furioso.

Pendelmanová nos había reservado un trastero con unventanuco que daba a un patio sucio, un cuartucho oscuroy estrecho con armarios negros llenos de ropa anticuadade caballero y estrafalarios vestidos de noche de señoraque durante los últimos cuarenta años habían sidoreformados según cambiaba la moda. De los bolsillos, delos ojales y de debajo de los cuellos de aquellas prendasasomaban siemprevivas. Me recordaron al ajo contra losvampiros. Cuando le pregunté a la viuda acerca de todasesas flores secas, respondió que ya eran viejas: cuandohacía años había muerto Pendelman, alguien las habíaenviado a su dirección en grandes cestas de mimbre. Alprincipio le supo mal, porque las cestas habían llegadotarde, y su marido ya estaba enterrado, pero se las quedó,y en recuerdo de éste adornó con ellas la casa. Al parecertambién eran buenas contra las polillas. Cuando escuchéesa historia sobre el origen de las siemprevivas, meestremecí de asco. Se me ocurrió que esas flores lepertenecían a ella, no a Pendelman, pero entonces aún no

sabía distinguir la casualidad de la causalidad.

La dueña del guardarropa me instó a que me llevase loque se me antojara de su difunto marido, quienseguramente se alegraría de que alguien usase lo quehabía dejado. Fingí no oírla, pero cuando el 10 de agostollamé a la puerta y me anuncié con la contraseñaconvenida para mi segunda -y por suerte última- semanacomo escolta personal, me abrió con un paquete colgadodel brazo. En el recibidor, Pavel Junek se reía sobre algo yestaba abrochándose la chaqueta de piel. La llevabasobre una camiseta blanca, lo que le daba más aspectode joven de éxito que de policía. ¿Cómo podíacompararme con él? La ingeniera parecía contrariada, yen lugar de saludarme me entregó el paquete, con laexplicación de que si Pavel -se tuteaban- no lo quería, almenos tenía que aceptarlo yo. Resultó ser un impermeableblanco. El más preparado y experimentado de los dosguardaespaldas sin duda le había explicado cómo sedebía vestir un detective de verdad, y estaba claro que ellano lo había tomado por una broma.

Se llevaban bien. Él podía conversar de cualquier tema,todas las tardes jugaban al parchís y veían juntos latelevisión. Se entendían, tenían las mismas conviccionespolíticas. Los padres de Junek pertenecían al mismo grupoprivilegiado que Pendelman. Cuando la sociedad se dio lavuelta, la respetabilidad y la estima familiar de los Junekse esfumaron. A él eso le provocó un trauma desastroso, y

era por rabia por lo que se había hecho policía. Estabadispuesto a vengarse, aunque todavía no sabía cómo.

Todos los días acompañaba a la ingeniera Pendelmanováa la compra, igual que un perro amaestrado. Por las tardessiempre insistía en cocinar para mí. No lo hacía nada mal,pero con ello compraba mi intimidad. Después de cenarintentaba entablar una conversación sociable, algo que amí nunca se me ha dado bien. Prefería permanecer ensilencio. Desde el principio, ella presintió en mí a unenemigo ideológico. Cuando podía, me refugiaba en mihabitación y leía libros de historia que llevaba conmigo.Eso la ofendía, y se lamentaba por el estado de lasociedad, cuyos defensores estudiaban la Edad Media enlugar de estudiar cómo perfeccionar el tiro. Varias vecesdijo que nunca había visto a un detective tan extravagante,y expresaba su satisfacción por que su marido no hubieratenido que verlo. En sus tiempos, al parecer, en la policíahabía hombres verdaderamente apuestos. Eso me hizoreír, y le di la razón. Después dejó de hablarme durantedías. Y yo tan contento.

Hacia el fin de mi estancia en el piso, empezó a mostrarsemás amable. La última noche, un viernes, vimos juntos latelevisión. Ella bebía vino húngaro y me convenció de quetomara al menos una copa. Me gustó el vino, dejé que mesirviera varias veces. No estoy acostumbrado al alcohol,nunca lo he estado. Poco antes de las once me sorprendíhablándole de mis rincones preferidos de Bohemia

Septentrional y explicándole en qué consistía lacastillología. Todo lo que decía despertaba su entusiasmo.Su interés era fingido, la alegría de borracha era una farsa.Yo me daba cuenta, pero decidí no darle importancia. Norecuerdo cuándo me dormí.

Me despertó el timbre de la puerta, agudo como un trozode cristal raspando una botella de vino. Advertí mi fatalerror en el instante mismo en que, con la cabeza pesada,me levanté del sofá de la pequeña habitación. Intuí queestaba solo en el piso, y un vistazo al dormitorio contiguolo confirmó. Busqué la funda de la pistola y sin encender laluz me aproximé con precaución a la puerta. Accionébruscamente el picaporte, pero estaba cerrada. Eso mesorprendió. El timbre dejó de sonar y me sentí algoaliviado. A continuación, se oyó un ruido metálico tras lapuerta, alguien gritó la palabra «policía». Me anuncié yexpliqué la situación.

Tras un cuarto de hora, durante el que alternativamentebebí agua del grifo y vomité en el baño, alguien desdefuera rompió la cerradura. Era el teniente Junek. Me dijoque lo acompañara. En aquel momento me sentí como unpreso; en broma, extendí las manos para que me pusieralas esposas. Ni siquiera sonrió. El trayecto, por suerte, nofue largo.

El cuerpo giraba en el aire, algo más allá del primer pilar.

La habían ahorcado; pendía de una cuerda de colgar laropa, como una ristra de pimientos secos que alguien haolvidado en la despensa. Amanecía despacio, y al mirarlas farolas encendidas de Nusle, muy por debajo denosotros, daba la sensación de que aún era nochecerrada. El puente temblaba regularmente con cada trenque atronaba bajo nuestros pies, y a nuestras espaldassilbaban coches a intervalos cada vez más breves amedida que aumentaba la luz. Algunos aminoraban lamarcha por curiosidad y un policía de tráfico se los sacudíacon una pala, como si fueran moscas importunas. Loscoches de servicio estaban aparcados antes del puentepara no bloquear el tráfico. En la acera del lugar delsiniestro sólo había una ambulancia. Sus luces deemergencia parpadeaban tímidamente y la sirenapermanecía muda, como si, consciente de su inutilidad, sesintiese avergonzada.

Tenía que estar contento de que no se investigara, así melo indicaron, y me aconsejaron que presentara deinmediato la dimisión, que sería infaliblemente aceptada.Además, debía alegrarme de mi suerte, pues en elexpediente no aparecía ni una palabra del alcohol; lapolicía no podía permitirse semejante ignominia. Mirenuncia la firmó el mismo OlejáÍ, quien mandó que medijeran que, por mi propio interés, me mantuviera alejadode él. Por intermedio de mi superior le pedí una entrevista,pero no respondió. Todo el asunto, desde el principio, me

resultó sospechoso, y sabía muy bien que podíanprocesarlo por firmar un expediente incompleto pero no seme daba bien hacerme el héroe. La versión oficial, ensíntesis, era la siguiente: suicidio que los guardaespaldashabían sido incapaces de evitar. La persona protegidahabía encerrado a su escolta, mientras éste dormía, en supiso. Lo demostraban las llaves en el bolso que habíaquedado en la acera en el lugar de la tragedia.

Cómo atravesó la vieja mujer la alambrada de dos metrosy por qué se había ahorcado con una cuerda de tender laropa, cuando bastaba lanzarse al vacío, nadie lo aclaró,porque a nadie importaba. Aquel día, se había producidootro accidente bajo el puente de Nusle. Una mujer jovenpermaneció en la barandilla durante varias horas, mientraslos reporteros de la televisión preparaban tranquilamentesus equipos. Cuando los tuvieron listos, saltó. Por la nochelo emitieron en las noticias; la muerte en directo seconvirtió en el éxito de una temporada baja. Al suicidio dela ingeniera Pendelmanová le faltó atractivo mediático. Unasesinato, por supuesto, habría sido diferente, pero lapolicía desestimó esa explicación.

Capítulo5

¡Brazos, igualaos en fuerza al día!

Apresuraos a sostenerlo, se precipita,

sin que yo haya vivido del todo.

R. Weiner

De los primeros años de mi edad adulta, transcurridos enla universidad, me acuerdo con tan poco placer como de laniñez. La facultad me aceptó entre los alumnos de lacátedra de Historia sin que para ello tuviera que hacer másque cumplimentar los exámenes de ingreso, que eranescandalosamente fáciles. A mi perfecta entrada en launiversidad contribuyó sin duda mi pasado de muralista,pero no me pesó la conciencia por ello; la borrachera deléxito lo superó todo. Sólo lo estropeaba el hecho de queno tenía a nadie con quien compartirlo.

Mis padres se habían separado hacía mucho. Mi padreencontró trabajo en otra ciudad, se trasladó allí y llamabade vez en cuando. Pagaba rigurosamente una ínfimapensión alimenticia. Para mis dieciocho, me envió milcoronas, y en la carta añadió que ya era adulto y que siquería verlo que lo llamase. Como no sabía de qué hablarcon él, jamás lo intenté siquiera. ¿Hace cuántoexactamente que lo vi por última vez?

De mi vida en la residencia de estudiantes no obtuveningún provecho. Mis compañeros de habitación eranjóvenes hedonistas con un mínimo interés por el estudio.No estaba acostumbrado a convivir con cuatro extraños, ypor las noches no lograba conciliar el sueño. Su jubilosainocencia me irritaba. Intenté cambiarme de cuarto, perono encontré en ningún lado la tranquilidad que necesitaba.No conocía a nadie que, como yo, se prepararasistemáticamente para todos los exámenes, no dejaraabandonada ni una sola asignatura y tres veces a lasemana se pasara la noche en vela estudiando. Nadie sedeslomaba así, y no sé si la universidad había conocidoantes a alguna persona más estricta que yo. Fiestasuniversitarias, rituales de iniciación, juergas salvajes porlas tabernas de la Ciudad Vieja, incursiones de castigo alJosefov judío, duelos con los soldados del cuartel dePraga y aventuras amorosas con señoritas, de todo esohay gran cantidad en la literatura histórica. Pero nadasobre individuos totalmente consagrados al estudio,preparados para entregarse al conocimiento del mundo.¿Hubo antes alguien así, o fui yo el primero?

Nunca probé las mieles del trabajo bien hecho, ni saquépartido de ello. Cuanto más quería destacar, incurría enerrores más estúpidos; durante mis ponencias, meatragantaba a causa del temblor que me producían laschicas presentes -¡con qué gusto las hubiera echado de lasala!-, y de repente era incapaz de recordar ni una sola

línea de los datos más sencillos. En los trabajos anualesllegaba a conclusiones atrevidas que los profesoresliquidaban con una sola frase. No consiguieron quitarme elamor por la Edad Media; ya hacía mucho que se habíaconvertido en obsesión.

Con el tiempo, aprendí a distinguir entre los estudiantes.Los dividí en cuatro grupos principales: los aventajados,que no tenían problemas con las asignaturas; losholgazanes, que tendían voluntariamente a ser expulsados,aunque mientras podían llevaban una vida ociosa; losvagos, que no movían un dedo a menos que fueseimprescindible, pero que cuando se acercaban losexámenes siempre defendían de alguna manera supresencia en el centro, y, finalmente, los privilegiados, quetenían el estatus de estudiantes, pero que sólo fingíanestudiar y sin embargo iban tirando. Realmente, lasespecialidades de estos tipos raros, que ocupaban en laresidencia las mejores habitaciones y viajabanregularmente al extranjero para estancias de intercambio,revelaban una estrecha vinculación con la ideología estataloficial, e incluso si algunos combinaban disciplinas comola Historia o la Filosofía, no se puede decir quecompartieran nada con estas ciencias.

Tuve mala suerte con estos estudiantes. Me echaron de laresidencia sin darse ni cuenta. Sólo un auténtico quijote escapaz de estudiar, o al menos intentarlo, mientras en elpasillo se está jugando al hockey o en la mesa de al lado

se celebra un torneo de ping-pong. Yo lo intenté, inclusopedí en un consejo de la residencia que echaran a esosburros ruidosos. No pasó nada. Solo en el comedor,alguien me tachaba de «jesuíta» en la mesa contigua.

Finalmente alquilé un piso del suburbio de Prosek, en casade una pariente lejana. La señora Frvdová, que estabajubilada y vivía sola, me había reservado la habitación máspequeña de su gran casa, orientada hacia el norte. Eramuy devota, al menos eso aseguraba. Ya la primera nochese jactó de que cada día, de la mañana a la noche, rezabael padre nuestro y el avemaria, y que los domingossiempre asistía a misa en la iglesia de Liben. Después selo oí decir muchas veces, imaginando, quizá, que laacompañaría al oficio divino. Le dije que había que saber ira la iglesia, y que yo no sabía.

Al principio su cháchara me molestaba, pero después meacostumbré. También me acostumbré a la incomodidaddel piso, y en poco tiempo, lo cual me sorprendió.Esperaba un infierno similar al de Boleslav, pero no fuepeor que un desierto. Como san Simón sobre su columna,me sentaba en silencio y sin moverme junto a la ventana ymiraba hacia afuera. Durante la mayor parte del día, no seveía gente por los alrededores; miles de viviendas entodas partes y ni una señal de vida. El silencio de lasparedes de hormigón era desacostumbrado, sólo allí logréconcentrarme de verdad. Lo único que se oye en losbloques prefabricados son los gemidos del armazón de

hierro enfriándose tras el caluroso verano. Ya nuncavolverá a nacer nadie, pensé entonces con un escalofrío.En este mundo, en esta sociedad, en esta ciudad… Lospocos que aún viven acabarán muriendo y no apareceránadie nuevo.

Me pasaba el día y la noche mirando hacia mi Sáhara grisy anguloso, y evitaba pensar que en toda la historia de lahumanidad era justamente el hombre del siglo XX el quemás soñaba y el que peores equivocaciones cometía. Estareflexión acabó luego por convertirse en convicción.

Iba muy poco a Mladá Boleslav, la noción de hogar perdiótodo sentido para mí, ya no era importante. Me inventé unadiversión con la que acortar mis interminables sábados ydomingos, cuando, agotado por el estudio, no sabía quéhacer con mi tiempo libre. Callejeaba por el perímetronorte de la ciudad y con gran placer, por lo inesperado,encontraba oasis vivificantes: un bosquecillo, un antiguocampo de tiro, un observatorio astronómico llevado poraficionados, una torre de aguas construida justo a tiempopara que el funcionalismo no la afectara, un cementerio alque hasta hoy conduce sólo un camino. No hay muchossitios de éstos, pero en un par de ocasiones me salvaronde lo peor.

Un día claro y ventoso, con el cielo cubierto de nubesgranulosas, me atreví a ir más lejos, hasta Hrad…any, conla intención de mirar desde la gran torre de San Vito en

dirección a los barrios de la ciudad construidos en lostiempos en que los arquitectos de viviendas para humanosaún no desdeñaban la noción de belleza. Me procuré unosprismáticos e hice el trayecto a pie. No subí a la torre. Eraun veranillo de San Martín tan caluroso como el mes dejulio, y tras una caminata de dos horas necesitabadescansar a la sombra fresca de una iglesia. Me senté enun banco, en la parte posterior de la nave principal, y mefijé en los extranjeros que, con su característica torpeza, sepaseaban por el templo sin quitarse la gorra. Con el cuellotorcido y la cabeza echada hacia atrás semejaban pájaros.Me dije que, al igual que ellos, también yo era allí unextraño y, volviendo la vista a su prosaico pasatiempo,miré hacia lo alto de la bóveda del templo.

Veía el pasado: tracerías de piedra cortaban el cristal enantojadizas figuras geométricas, las pilastras montadassobre las columnas se convertían muy por encima de mí ennervios de la bóveda, que se doblaba en una reverenciadócil y sin embargo ufana, soportando concienzudamenteel techo del templo. Llevaban tallada la sumisión delhombre medieval, desde el cura y el soldado hasta eltrabajador, también él creador de catedrales. Levanté losprismáticos y los dirigí oblicuamente hacia arriba. Degolpe se convirtieron en un calidoscopio infantil, tuve queentornar los ojos ante la centelleante profusión de coloresirisados que proyectaban las altas vidrieras, grandesfalsificadoras de la luz del día, que al otro lado de losmuros de la iglesia sólo es blanca. Primero me cautivó la

vidriera de la capilla del Santo Sepulcro, la escena de lacolocación de la piedra angular del templo. Me dieronganas de arrodillarme: la repentina gratitud por aquellabelleza me impedía sentarme. Para controlar la emociónmiré hacia otra parte, a la vidriera de la capilla de los Thun,y vi allí a una persona luchando por su vida. Es cualquierade nosotros, su rostro posee rasgos universales, tantomasculinos como femeninos, incluidos los míos. Mereconocí perfectamente en él, hasta el punto de que meencogí en el banco por la angustia que me produjo. Ycuando me decidí a mirar por tercera vez con losprismáticos, distinguí una escena espeluznantementemajestuosa. El Juicio Final en una enorme vidriera de lanave transversal. También ésta me habló con una vozclara: «Sálvate mientras estés a tiempo». Preso de unsúbito pánico, aparté la mirada de ella y, con las piernasapoyadas en el reclinatorio, me eché hacia atrás en elbanco y recorrí con la vista los nervios de la bóveda,cruzados como los huesos de un muerto; bastaba alargarla mano para tocar aquella frágil mortalidad. Con laespalda destrozada, detuve la mirada en lasprofundidades del rosetón situado sobre la puertaoccidental y me llevé un susto enorme. Contemplaba elprincipio mismo, la creación del universo. Y era unacreación patas arriba. Aquella imagen invertida, comoentendí entonces, dice del hombre más que todos loslibros del mundo.

Semana tras semana deambulaba por las iglesias dePraga con los prismáticos en la cartera y escogía las quetenían vidrieras multicolores. Prefería evitar los lugaresseñalados en las guías; dejaba Mala Strana y la CiudadVieja para los turistas y me centraba sobre todo en laCiudad Nueva de Carlos. Me fascinaba su parte superior,los alrededores de la iglesia de Santa Catalina, SanApolinar y Carlomagno, y la muralla medieval nuncaconstruida de la ladera amurallada debajo de la plaza deCarlos, donde hasta no hace mucho pastaban las ovejas ymaduraba la uva. Frecuentaba también los alrededores delhospital, las tranquilas callejuelas por donde ronda laMuerte y de donde raramente se va con las manos vacías.

Salvo las iglesias, el Ayuntamiento y algunas bodegasparticulares inaccesibles, no quedaba allí piedra sobrepiedra; lo que no barrió el progresismo del emperadorJosé hace más de dos siglos, lo derruyó hasta loscimientos el saneamiento de finales del siglo XIX,conocido entre los artistas como «el atroz holocausto dePraga». Tenía que volver ahí una y otra vez, me impulsabaa ello la compasión por las casas desaparecidas y unanostalgia particular, un enamoramiento de tiemposremotos, de una época que el destino me habíaarrebatado.

Mi creciente interés por la Edad Media no se ponía demanifiesto en mis resultados académicos. Me interesaba

la vida cotidiana de los ciudadanos, cosas corrientescomo la administración de los sacramentos ante el altar, laeducación de los niños, la posibilidad de viajar, la comprade ropa y alimentos, las relaciones entre vecinos y laconvivencia con animales domésticos. En las crónicas,indagaba en busca de alusiones al modo en que la gentede entonces percibía la belleza y la fealdad, entendía supaso por el mundo y se sentía en su ciudad, en su plaza,en su mercado y en su calle, en las casas de madera opiedra de un solo piso, con pináculos abruptos, chimeneasendebles y jardines angostos.

No tuve éxito con mi forma de estudiar. En los exámenesme defendía mal, era de aquellos que se empeñan en noacabar de exponer el tema, pero porque les interesa otracosa, todo se les deshace entre las manos y no encuentranjustificación para sus errores. Por esa razón no podíamemorizar fechas y acontecimientos canónicos con losque la historiografía establece relaciones, no encontrabaen ello ningún sentido. En lo que nos presentaban comohistoria no veía otra cosa que enumeraciones dedecisiones políticas y sus efectos, tablas de dinastías yestadísticas de las guerras que habían librado contra otrasdinastías. Yo buscaba otra historia, una historia viva; unahistoria como un espacio-tiempo en el que me movería conla misma seguridad que en mi morada. ¿Qué tenían encomún con ésta reyes y batallas? ¿Qué tenían en comúnconmigo? Sí, a eso me conducía mi interés. Buscaba lahistoriografía cuyo objeto de investigación serían aquellos

que, como yo, carecían de nombre. Buscaba la historia porsí misma, un agente anónimo e involuntario del génerohumano.

La universidad ya no tenía nada que ofrecerme y,sorprendentemente, saberlo me reconcilió con ella. Sabíaque en ciertas condiciones acabaría los estudios yconseguiría un certificado con un sello. Me imaginabaejerciendo un trabajo sin el menor interés -todos hemos detrabajar-, y no veía la hora de ocuparme de mi propiaconcepción de la historia, de llevar una vida tranquila ysilenciosa, sin grandes ambiciones ni las subsiguientesdecepciones.

Y entonces cambiaron los tiempos, mi pobre tierra seconvirtió en otra tierra, a su alrededor habría otra Europa yalrededor de ésta otro mundo.

No era totalmente anónimo. Hoy ya no importa, peroentonces los apellidos eran una parte inherente de laidentidad, y podía sonar, por ejemplo, vach. Como el mío.

Capítulo6

Abro la Casa de la Sirena,

abro la Casa de los Dos Soles,

y alguien está en el pasillo oscuro

y pasa lista nombre tras nombre.

K. iktanc

La repentina libertad me pilló desprevenido. Ir a estudiar alextranjero, investigar de fuentes hasta entoncesprohibidas, elegir la manera de planificar los estudios:todo esto produjo en mis compañeros de clase unentusiasmo que yo era incapaz de compartir. Sentían elviento favorable y desplegaban velas de osadía yactividad; mientras que yo dejaba que ese mismo vientome rompiera el mástil. La pequeña habitación quealquilaba en Prosek sin duda me permitía concentrarme,pero eso sucedía raras veces. En general perdía el tiempocon actividades extraacadémicas por excelencia: soñabadespierto con los tiempos anteriores a la llegada de laEdad Moderna, cuando cada individuo ocupaba unaposición fija en la sociedad, estaba atado a su lugar denacimiento y cargaba al señor feudal, al monarca y a Diosla responsabilidad de la dirección de su vida, y procurabaevitar el pecado. No acababa de ver por qué debía hacermalabarismos con los demás; sin duda no tenía nada en

contra de los que celebraban el título de cienciasmarxistas, pero en adelante no quería tener ningún tratocon ellos, ni hubiese sabido cómo tenerlo. Una vez sehubieron apartado las nubes, la súbita intensidad del solme cegó y me empujó a las umbrías cavernas del consuelodel ayer.

Un día antes de la llegada de la primavera, estaba en elaula magna de la facultad asistiendo a una clase sobre elsignificado del Antiguo Testamento para la sociedad en elcambio de milenio. Impartía la clase un tal padre Florian,cura de la iglesia de Santa María de Na Slupi, unsacerdote ordenado clandestinamente en el extranjero yespecialista en teología medieval. En Praga no habíanadie más culto que él. Su discurso, sobre todo la idea dela necesidad de revalorizar conceptos fundamentalescomo el crimen y el castigo, me entusiasmó tanto que meinscribí en su seminario sobre ética cristiana y me convertíen un participante activo. No tardé en visitar al padreFlorian en su piso, y tomar prestados sus libros y discutirsobre ellos con pasión. Estaba convencido de queempezaba a creer en Dios, de que Él era quienbenévolamente me había enviado a mi perdido viejoprofesor de historia, NetÍesk.

El verano siguiente lo pasé en Praga, para estar cerca deFlorian. Lo escuchaba y trataba de rebatirlo, porque, entanto que pedagogo perspicaz, era eso lo que esperabade sus discípulos. Me elogiaba. Decía que ningún alumno

sabía preguntar como yo; que ninguno estaba tan endesacuerdo con el estado del mundo; que ninguno tenía mivoluntad de renunciar a éste. Iba puliendo mi ingenio, amenudo defendía deslices profanos frente a mis condenaspuritanas. Comencé a desear secretamente que Florianme invitara al estudio de la teología. No me forcé aexpresar esa idea en voz alta, ya que ni siquiera en casapodía abrir el pico, pues mi madre me habría tomado porloco. Pero Florian se mostró receptivo conmigo. Dossemanas más tarde soltó, como de pasada, que yo podríallegar a ser un buen cura, y este impulso bastó. Empecé aprepararme para los nuevos estudios y el profesor meinstruyó para la entrevista de ingreso. Pronto comprobó loque hasta entonces no me había atrevido a decirle: que noestaba bautizado. Era necesario solucionarlo cuantoantes. Acordamos que él mismo me bautizaría, el 24 deseptiembre, día de San Jaromir, santo de mi padre. Queríaque me reconciliara con él y que le pidiese que estuvierapresente. Sabía que sería la prueba más dura yconvincente de mi preparación para convertirme en cura.

Tardé un mes en escribir a mi padre. Me decidí cuandosólo faltaba una semana para la fecha de mi bautizo. Llevéla carta a Correos y fui a jactarme ante el sacerdote. Noestaba en casa. Por la tarde me llamó uno de susestudiantes desde el hospital en la plaza de Carlos. Hablóde un asalto a la iglesia de la Virgen María, de un intentode robar la imagen que presidía el altar, la talla de unamadona gótica, de que el ladrón topó inesperadamente

con el cura, que estaba rezando en la iglesia a oscuras. Elintruso golpeó a NetÍesk con la barra de hierro que servíade palanca de la puerta y le rompió el cráneo. El dictamende los médicos era peor que el anuncio de la muerte: elpadre Florian sobreviviría, pero hasta el fin de sus días nodaría misa ni pronunciaría una sola palabra inteligible.

Corrí hasta la oficina de Correos y pedí que medevolvieran la carta. Debía de tener un aspecto terrible,porque lo hicieron sin rechistar. La arranqué de las manosde la funcionaria y ante sus ojos atónitos la hice trizas. Asíacabó el intento de aproximarme a mi padre.

Sólo volví una vez a la facultad. No acabé el trabajo degraduación, ni me presenté a los exámenes finales.Insistieron en hacer constar en mi expediente que habíacursado completos ocho semestres. Accedí,encogiéndome de hombros. Salí de la facultad y me dirigíal puente de Manes. Allí inspiré aire fresco y alcé la miradahacia la catedral. Después me saqué del bolsillo elexpediente académico y lo arrojé por encima de labarandilla. Consistía en un par de papelillos grapados,emborronados por sellos, poca cosa. Cuatro años deestudios. Por unos instantes flotaron en el aire antes deposarse sobre la superficie del agua. Lectura para lospeces.

Con el interés por los estudios perdí los últimos restos de

interés por la vida mundana. Todo me repugnaba. Parahuir de mis propios pensamientos, vagaba por la ciudadde Tnov a VvtoÁ y desde la calle Na Bojiti hasta ofín, y conun velo negro de melancolía ante los ojos medía lametrópoli, miraba lo que define y configura su cuerpo: suscasas. En la Ciudad Nueva todas las construcciones decarácter eclesiástico son antiguas y todas lasconstrucciones de carácter laico son nuevas; elAyuntamiento es la excepción que confirma la regla. Porentonces ya no iba a la iglesia, pero era consciente de queninguna casa podía compararse con los templos; mientrasque los viejos edificios, piezas de coleccionista frágiles yvulnerables, tienen un gran valor y hacen de Praga lo quees, los edificios que apenas rebasan los cien años sonobjetos de consumo diario, fabricados industrialmente, ypueden estar igualmente en Chrudim o en Ústí nad Labem,siempre igual de amplios, igual de cómodos, igual deestériles. Durante seis siglos los arquitectos pisotearon losplanos de los fundadores de la Ciudad Nueva, sentíadirectamente la ira que manaba de su falta de humildad, suvana rebeldía contra los antepasados, su venganza por elhecho de que sólo unos pocos, los que poseían mástalento, podían alcanzar el nivel de maestría arquitectónicadel siglo XIV. Yo detestaba a esos arquitectos modernosporque habían tenido entre sus profesores a los mejoresentre los mejores. Los constructores del periodo góticofueron los únicos que se opusieron al dictado de laAntigüedad, crearon un estilo que representó lo imposible:la victoria del espíritu sobre la materia en las viviendas

humanas. En todas las épocas anteriores y posteriores,fue al contrario. Se me ocurrió que si el mundo hubieraconservado su estilo arquitectónico medieval no habríallegado al fracaso de la modernidad en el Apocalipsis delsiglo XX. El crimen no se habría convertido en un elementocotidiano, como no lo era en los tiempos de Carlos IV; nonos lo comeríamos igual que una hostia negra recibida delos presentadores de las noticias de la tele. No habríatelevisión. No habría arquitectura moderna. La gente comoel padre Florian no tendría que morir a manos deincrédulos.

Sin embargo, la historia fue por otros derroteros, contraeso no había nada que hacer. No quería vivir en el mundoque veía a mi alrededor, pero no podía hacer nada alrespecto. Y no obstante sentía la necesidad de hacer algo.Protestar de alguna manera contra un orden queconsideraba malo, perverso, nocivo. Y se me ocurrió entraren la policía. Yo mismo me reí imaginándome de uniforme,protegiendo, con un arma en el cinturón, a todos esos lelosobcecados que viven en esta pobre ciudad. Me dabantales ataques de risa, que encontré en ésta una salida dela perenne tristeza que embargaba mi alma. Mis fantasíasno me dejaban dormir: si todos se aferran tansolícitamente a las ocasiones inauditas que les ofrecennuevas posibilidades, ¿por qué no iba a hacerlo yotambién? Aunque a mi manera.

Una ventaja era que, siendo policía, evitaría la obligación

del servicio militar, para el que podían llamarme cualquierdía; pero lo más importante para mí era la gran amenazade la vida, que, según creía, me esperaba. Y me hice elpropósito de convertirme en un modelo demencial denuestro cuerpo del orden, un soldado vejk a la inversa, unzelote con uniforme de policía. No quería vivir, pero carecíadel valor o la fuerza de voluntad para acabar con todo.Jugarse la vida por otra persona, eso era algo muydistinto. Quería arriesgarme, divertirme por mi propiacuenta, convencerme de lo que había en mí, aunque fueselo último que aprendiera sobre mí mismo. Arriesgar la piely perderla como lo más normal del mundo ¿no constituíauna coartada genial para alguien que vivía con lasensación de que había nacido en una época equivocada?

Esta ingenuidad, a la que no podía negarse ciertainventiva, me llevó a un estado de regocijo. La dueña delpiso ya hacía mucho que no me veía y finalmente seconvenció de que había perdido el juicio. Con estosánimos me presenté en el centro de reclutamiento de lapolicía para el segundo distrito de Praga. Me admitieronsin reservas y fijaron la fecha de ingreso en la academia.Cuando le confesé al médico de la revisión que en losúltimos tiempos había tenido problemas con el alcohol, measeguró con una carcajada que en eso me echarían unamano.

La instrucción me sentó bien, aunque recibí másmanotazos que otra cosa. Y no sobresalí en nada. En las

pruebas de tiro con pistola mis manos temblorosasamenazaban a los demás tiradores; la autoescuela tuveque abandonarla después de dejar el coche, atacado delos nervios, tirado en medio de un cruce y en plenoembotellamiento. Me fue mejor con el ejercicio decomunicación, y peor con la preparación física y la defensapersonal. Al igual que los demás, aprobé todas lasasignaturas, aunque evité las prácticas siempre que pude:me sentía fatal cerca de los cuerpos sudorosos de miscompañeros, percibía su olor a brutalidad y sed de muerte.A mis rivales les bastaba con este hedor para echarme delcuadrilátero; a veces recurría a la excusa de un ataque dealergia o a una repentina hemorragia nasal. Mis futuroscolegas me infundían miedo, me torturaba imaginándomelo que sería capaz de provocar su furia, la facilidad conque se desharían del sometimiento a la compasión, laconciencia y el sentido común. Los luchadores se dividíanen cuatro categorías: gallo, toro, carnero y perro. Lasesteras apestaban, y yo los seguía desde lejos con unpañuelo en la nariz. Convertirme en uno de ellos por propiavoluntad había dejado de hacerme gracia.

Como tantas otras veces, mi nombre me cerró el caminohacia los demás. Como suponía, pronto se convirtió enblanco de chistes. Desde luego, algunos cadetes seavinieron a llamarme K, pero ni siquiera éstos me tomabanen serio. La confianza en mí mismo volvió a esfumarse, aescurrirse como agua entre los dedos.

Como si esto no fuera suficiente, me gané el mismo moteque tiempo atrás en la residencia de estudiantes. Sucediópor pura casualidad, pero cuando ahora pienso en ello, seme ocurre que yo mismo lo provoqué. Desde los años delinstituto odiaba las duchas comunes; la visión de miscompañeros de clase desnudos me hacía evocar unmatadero o esos documentales sobre el campo deconcentración de Osvtim. Si no había más remedio queducharse, lo hacía con los ojos fuertemente cerrados.

También en la academia de policía evitaba las duchasabarrotadas y me aseaba en casa. No resultabaagradable, pero lo era decididamente menos ver la pielblanca del cuerpo humano repugnantemente enrojecidabajo un chorro de agua. Una cópula de cerdos como en loscuadros de un pintor naif. Y mientras tanto escucharaquellas groserías tan trilladas que no pueden faltar enningún baño compartido por machotes.

Una vez esperé a que todos se marcharan y convencidode que podría asearme solo y tranquilo, entré en lasduchas subterráneas envuelto únicamente en una largatoalla. Cuando caí en la cuenta de que ahí había quedadoalguien ya era demasiado tarde: bajo una sola columna deagua, en medio del vapor, refulgían tres figurasmasculinas. Me vieron y su repentina rigidez me reveló suespanto. Desde aquella distancia, en la tenue luz naranjano logré distinguir qué estaban haciendo, y me alegré deello, porque ese policía que solía perseguirme a mí por los

deslices de los demás no torturaría mi conciencia. Ante laaparición vestida de blanco, el trío quedó aterrorizado.Después, cuando la tensión hubo remitido, uno de ellossoltó una carcajada y dijo:

–Nos has pillado, Franciscano.

Era un mote impertinente, y seguramente por eso habíaarraigado tan deprisa.

Vendí los prismáticos. Dejé de peregrinar por las iglesiaspraguenses, ya no me quedaba tiempo para eso. Mesabía mal y a la vez sabía lo extravagante que consideransemejante comportamiento los policías: una burla excesivapodría evitar la realización de mi plan secreto de auto-destrucción. Era mejor esconderse en el uniforme,después del servicio ir a tomar una cerveza y fingir interéspor el fútbol, y mientras tanto esperar todo el tiempo laoportunidad de sobresalir de una manera trágica.

A petición mía, me asignaron a la parte alta de CiudadNueva, esa magnífica zona delimitada por las calles itná,Sokolská, Horská y Vyehradská. Además, me pusieron acuidar la plaza de Carlos y el sector que se prolongadesde el monasterio de Emaús hasta la plaza Fügner, ydesde Hrobec hasta la calle Ke Karlovu. Mi rincónpredilecto siguió siendo el entorno de la colina Vtrov,seguramente porque esos parajes despertaban en mí unmiedo misterioso e inexpresable.

Por entonces los criminales evitaban esas zonas; elcambio se produjo luego del caso del hombre colgado enel campanario, quizás incluso tras la muerte de laingeniera Pendelmanová. Pero hasta que oí hablar porprimera vez de aquella mujer, en las callejuelas soñolientasque rodean el hospital, así como a la sombra de las tresiglesias góticas -la de Carlos, San Apolinar y SantaCatalina-, pasó un tiempo agradablemente largo. Si hacíabuen tiempo, pasaba el día vigilando las casas de laCiudad Nueva. Y de nuevo surgió ante mis ojos, conabsoluta claridad, toda la miseria de la modernidad, sumudez, su incapacidad de comunicar, que tan fuertementecontrastaba con el puñado de iglesias más antiguas, obrasde arte discretas y sin embargo inaccesibles. Entoncesvolví a sentirme triste. Huía de la tristeza por la pendientede Albertov, nunca yerma, que conserva su forma original einmaculada. Buscaba brotes de vid salvajes al lado de lasmurallas medievales, bajaba por las escaleras desiertasque conducían a la pequeña iglesia de Na Slupi yadmiraba el panorama de Vtrov y el barrio entero deCarlos abajo, en el valle.

En aquel lugar con un pasado oscuro, donde antañoestaba la cruz votiva y se cometían terribles asesinatos,corté un solitario brote de cepa adherido a la mamposteríagótica; lo arranqué de su medio y me lo llevé a mi pisosubalquilado, lo coloqué en un jarro y lo sostuve con unaespecie de redecilla hecha con palillos atados. Así pues,

entre mis juncias, risinos y azaleas apareció una plantaque era lo más raro y exótico de un lugar especial: ladescarada cepa que había crecido sin permiso y que yono tenía ni idea de cómo alimentar para que se mantuvieracon vida. Aprendí a observarla durante largas horas, hastatener la impresión de que la veía crecer. Me fascinaba loparecida que era a mí. Me preocupaba mucho quesobreviviera, y cuando empezó a parecer que no semarchitaría, me contagió su deseo de vivir.

La vida, de repente, se convirtió en una rareza, y las ganasde perderla en balde se desvanecieron por completo.Cuanto más la apreciaba, más sufría a la vista de las vidasdestrozadas. No sólo lamentaba las vidas humanas -noleía los periódicos y durante el servicio, hasta el otoño deese año, no tuve que vérmelas con ningún asesinato-, sinoque deploraba la existencia de las casas, ojos, oídos ylenguas de la ciudad a la que el odio de los checos alrecuerdo acuchillaba y desentrañaba. Iba por las calles alas que les habían robado la memoria, y en aquel horrorsilencioso pasaba por delante de los nuevos edificios quetan infaliblemente garantizan el olvido. Empecé a indagarsobre cuanto había quedado de los habitantes de piedrade la ciudad, empleados como material de construcción.De ellos sólo quedaban los nombres. Casa de los Rychleb,Casa de los Voká…, La Corona Checa. Ciudad de atec,La Mesa de Piedra…, todas han desaparecido. NiFipanka está, y con Mediolan ocurre lo mismo. Y noencontré la Casa de la Perra Negra, ni la Casita de la

Cresta. La dirección de la Casa de los Estudiantes,desconocida. Y el número de las ausentes aumentó. ElFerretero, Los Polacos, Los Tallos, Casa de los Tab, Casade los vik y Casa de los Poduek, en todas partes habíahabido matanzas horribles que nadie vengaba, ¡nadie lascastigaba! La Casa Negra ya no oye, el León de Oro ya nove, las Tres Tumbas callan. No brillan la Casa Slivenskv, laCasa DvoÍeckv, la Casa erych, Las Cabras ni Las Tiendas,no arden El Panecillo de Oro, no da de sí la Casa delManzanito.

En ellas había habitado gente, se habían vivido vidas queno debemos olvidar. Y sin embargo osaron derruirlas yaniquilarla de la memoria, reemplazarlas por edificios enlos que a finales del siglo XX ni siquiera se vive. Unfuncionario de banco no soporta que te pasees por encimade su cabeza, prefiere llevarse su ordenador a la plantasuperior. En las ricas casas nuevas viven billetes ymonedas; en las más pobres, estanterías, ordenadores ycalderas.

Armado y de uniforme marchaba el soldadito de plomo alo largo y ancho de la Ciudad Nueva en un acto dehomenaje a las casas desaparecidas.

La Crucecilla de Plata, La Cuña de Plata, La Rueda dePlata.

Casa Huspek, Casa Krejcárek, Los Catorce Mozos.

Casa Kavek, La Vasija y Casa To…en.

Casa vantl, Casa Studni…ek, El Campo Rojo.

El Cerrajero, Casa Voplatení…ek, Casa Krabinskv.

El Buey Blanco, El Cervatillo Blanco, La Rosa Blanca. ElMoro Negro.

Los Cangrejos Azules, Las Tres Golondrinas.

Casa de la Verdad, El Tilo Eslavo.

Casa Kola…ník, Casa Kominí…ek y Casa Zahrádeckv.

Y la Casa de los Buenos.

Y la Casa de los Infernales.

Capítulo7

Un nombre, tu nombre verdadero, tú,

precipitado por el sol a su adversario

llamado sombra.

R. Weiner

Unos días después de los hechos ocurridos en elcampanario de San Apolinar, la policía comenzó lainvestigación. El hombre a quien el desconocido criminalhabía golpeado brutalmente y colgado del talón de Aquilesel 3 de noviembre en el corazón de la campana de laiglesia, se llamaba Petr Záhir. Me invitaron a la vista oralcomo testigo. Fue dos meses después de que meexpulsaran discretamente por mi tosco abandono delservicio, y menos de dos meses antes de que el casoZáhir se cerrara de forma definitiva.

Bajé del tranvía cerca de la calle Na Bojiti, donde está elenorme edificio del Departamento Central de Policía.Llovía. Caminé contra el viento de noviembre y esperé aque el semáforo me permitiera cruzar la avenida principal.Estaba observando la acera de enfrente y reparé en unafigura extraña que caminaba bajo los soportales de unedificio moderno, en la esquina. En la misma dirección enque pensaba ir yo marchaba un hombre elegante con unacapa negra de viaje, de corte antiguo, con un bastón en la

mano y sombrero. Si lo hubiese visto en otro lugar, nohabría captado mi atención, pero con un telón de fondo delrevoque gris y las líneas geométricas de una casa de losaños treinta, no podía pasarlo por alto: era un personajeenigmático transplantado allí desde tiempos remotos, omás bien el actor de una película de época durante unapausa en la filmación para comer. Debía de medir más deun metro noventa de estatura, pero no lo parecía, quizáporque era casi tan ancho como alto. Por su tallainfrecuente, la prenda que lo envolvía y, sobre todo, lainexpresividad de su rostro carnoso, semejaba elsarcófago de una momia egipcia. Por supuesto, tambiénpor aquel sombrero y el bastón, más propios del siglo XIX.Por alguna razón me sentí tentado de echar a correr tras él,posiblemente para mirar más de cerca su inauditaapariencia, pero me retuvo el tráfico de la avenida. Antesde que el semáforo cambiara a verde, conseguí ver queuna barba espesa le cubría la cara y que en la mano libresostenía una flor. El bastón que llevaba en la otra mano erafino y terminaba en un puño redondo. No se apoyaba en él-no le habría aguantado su peso-, sino que lo empleabapara seguir el ritmo de sus largos y enérgicos pasos.Advertí también que el movimiento despreocupado y sinembargo extravagante y reiterado de la mano con quecogía el bastón no estaba exento de ironía, incluso decierta mofa. Este peculiar dandi sabía perfectamente elefecto que quería causar a su alrededor: despertarsorpresa y curiosidad.

De pronto observé que a su lado, oculto hasta el momentopor aquel cuerpo titánico, caminaba, o más bien corría atrompicones, una persona. Se trataba de un hombrecillominúsculo, antítesis del gigante. Debía de medir apenas unmetro y medio y era sólo un poco más grueso que elbastón del otro. Pero ni mucho menos tan derecho: ibatorcido hacia un lado, como si los pies estuvieran malunidos al cuerpo, el pie derecho en lugar del izquierdo, yéste completamente separado de la pierna y el tronco. Sudisimetría tenía algo de desasosegante, no despertabacompasión sino la clase de risa de la que el observador seavergüenza de inmediato; una risa que por lo general vaseguida de una sensación de culpa. A pesar de este gravedefecto físico, el hombrecillo se movía con agilidad. Vi que,inquieto, le explicaba algo al gigante y que mantenía elpaso sin problemas. Llevaba un traje gris y en la cabeza,según me pareció en aquel momento, una gorra de colorrojo claro. Estaba tan absorto en su acompañante, que nolo observé detenidamente. Cuando al fin conseguí cruzar lacalle entre una multitud de peatones, la pareja ya habíadesaparecido de mi vista. Pero no fueron muy lejos, comosupe más tarde.

Pasé unas buenas dos horas en el Departamento dePolicía. El caso fue asignado a Pavel Junek. Según meenteré por antiguos compañeros, ese año habíaconseguido al fin hacer carrera. Era de los que habíandado por cerrado el caso Pendelmanová calificándolo desuicidio. Lo ascendieron a capitán, y aunque se había oído

alguna protesta por la falta de escrúpulos de sus métodos,se había introducido en el círculo de los más cercanoscolaboradores del jefe de policía.

Cuando Junek me vio entrar en la sala de interrogatoriosvestido con el impermeable que me había dado la señoraPendelmanová, soltó una carcajada y me recibió como aun viejo amigo. Yo sabía que la sonrisa alentadora eracompletamente falsa, pero aun así se la agradecí. Adiferencia de él, yo no tenía de qué reírme. Llevaba ochosemanas buscando trabajo y ya estaba sin un céntimo.Incluso le debía dinero a la casera, lo cual era unavergüenza, porque me alquilaba el cuarto muy barato.Podría haberme puesto a enseñar historia en algúninstituto, pero no me atrevía a aparecer ante una clase deadolescentes salvajes, e igualmente tendría que haberesperado para que me asignaran el puesto. Una promesasegura de trabajo la brindaba el archivo municipal, perosólo a partir de Año Nuevo, y no estaba claro que meaceptaran sin el título ni los exámenes estatales.Historiador que no había acabado los estudios y policíaexpulsado del cuerpo, ¿podía presentarme con un avalpeor? ¿Qué otra cosa sabía hacer? Perderme por losterrenos en obras de Praga.

Junek, con expresión ausente, me compadeció por mimala suerte y me aseguró que por lo que respectaba a lamuerte de la ingeniera Pendelmanová, no creía que yotuviese nada que ver -sí, se había barajado también esta

sospecha-, y poco a poco había acabado porconvencerme de que la decisión policial de considerarloun suicidio era la correcta. Después preguntó por lascircunstancias del caso Záhir y yo le describí a grandestrazos el ensordecedor tañido salvaje en la iglesia vacía yel descubrimiento del hombre cosido al corazón de lacampana. Junek me escuchó sin prestar mucha atención,mientras tomaba algunas notas en su cuaderno y encendíaun cigarrillo tras otro. Después sonó el teléfono que habíasobre su mesa. Tan pronto como se hubo llevado elauricular al oído, alzó hacia mí una mirada penetrante, queapartó enseguida. Di por supuesto que alguien debía deestar hablando sobre mí. Colgó el auricular y dijo quevolvería en un momento. Estuvo fuera media hora, durantela cual contemplé a su joven colega, que luchaba en lapantalla del ordenador con un demonio dentudo. Elmonstruo lo había derrotado con maña diabólica y lo habíaesclavizado.

Cuando el capitán Junek volvió, parecía de peor humor.Con expresión de hastío, se dejó caer en la silla, sacó uncigarrillo del paquete y lo encendió. Al cabo de unosmomentos, empezó a leer en tono de disgusto lo que yo lehabía relatado. Sin siquiera levantar la mirada ni cambiarde tono, me anunció a continuación que el jefe de policíame esperaba. Quise cerciorarme de que se refería alcoronel OlejáÍ, pero no me hizo caso, así que me puse enpie y salí al pasillo.

Tardé un rato en orientarme y encontrar la escaleraprincipal. Subí hasta el quinto piso y me encontré ante lapuerta del despacho al cual, en principio, no debía devolver jamás. Y sin embargo, tras unos pocos mesesestaba de nuevo allí. Respiré hondo y llamé a la puerta. El«pase» que sonó apenas hube apartado la mano, fuepronunciado por una voz desagradable que no era la delcoronel. Ya tenía la otra mano en el picaporte cuando lapuerta se abrió por completo, como por arte de magia.Tras ella surgió una cabeza con el cabello color zanahoriaque me graznó que entrara.

En medio de la sala estaba OlejáÍ, con las manosextendidas en un ademán impreciso. Ni siquiera fue capazde cerrar la boca, y no cabía duda de que su expresión deaturdimiento reflejaba la mía de sorpresa. En la manoestrujaba un pañuelo de seda. Cuando me reconoció,compuso una sonrisa afectada, cerró de golpe la boca yme saludó con un gesto de la cabeza. Parecía como sifuera él el invitado. El verdadero rey de aquel despachoestaba a su espalda, era el monstruo que me habíallamado tanto la atención en la calle. Se apoyaba confinura en el escritorio de madera de roble y sus fuertesdedos, que debían de tener el grosor de mi muñeca,jugaban con una solitaria rosa roja sin dañarla. Sin la capani el sombrero, que colgaban en el perchero que habíajunto a la puerta, seguía siendo igual de enorme, sólo queen una proporción más humana. Estaba completamenteinmóvil, exceptuando los dedos y los extraños ojos, con los

cuales me seguía con una mirada escrutadora, aunque enabsoluto huraña. De pronto, sin saber cómo, me encontréjusto delante de él, como si me hubiese arrastrado hastaallí con el poder de su mirada. Oí que la puerta se cerrabadetrás de mí.

No conseguía apartar la mirada del monstruo. Debía detener unos cincuenta años, quizás incluso sesenta, o tal vezsólo poco más de cuarenta. Me maravilló que la partesuperior del cráneo, que parecía esculpido por el cincel deRodin, fuera totalmente calva, mientras que, más abajo, lacabeza estaba cubierta por una espesa mata que pordetrás caía hasta el cuello y que a la altura de las orejas seconvertía en una barba poblada. Sobre el delgado labiosuperior lucía un bigote bien recortado que dejaba aldescubierto un labio inferior fuerte y anguloso y una bocaancha. Cuando los labios estaban cerrados, recordabanuna arruga grande y profunda, que creaba la imagenespecular de la doble arruga que le recorría la frente.También los ojos daban impresión de angulosidad: los iris,del color del jade, miraban a través de dos visoresrectangulares recortados en la máscara perfectamenteinmóvil que aquel hombre hacía pasar por su rostro. Lanariz, ancha, corta y curva como el pico de un ave derapiña, estaba justo en el centro de la cara. La cabeza eraperfectamente simétrica, como fundida en bronce, o másbien de un vidrio raro, estriado y brillante.

El desconocido llevaba un traje gris oscuro hecho a la

medida para que pareciese más esbelto, camisa blanca ycorbata color burdeos. En el nudo llevaba prendida unaaguja de plata con una piedra preciosa que, por su colorazul, catalogué de zafiro. Este ornamento pequeño,aunque evidente y sin duda muy caro, revelaba el gustoexcéntrico por parte del dueño, al igual que los zapatos deverano marrones, que le daban un aspecto casi deportivoen contraste con el traje de corte clásico.

De todas estas minucias me di cuenta, por supuesto, mástarde. En aquel momento el coronel al fin se recobró y, convoz ronca, dijo que precisamente estaban hablando de míy que me conocían; bastaba, pues, presentarme a suvisitante. Y pronunció su nombre: Matyá Gmünd.

El monstruo vino hasta mí y con una sonrisa me tendió lamano derecha. Era dura como una piedra, pero su apretónfue sorprendentemente blando, y de la palma emanaba uncalor que tenía algo de calmante. Aquella mano me hablóinstantáneamente y oí que me decía: «Conmigo estásseguro.»

–Y éste es mi ayudante -Gmünd señaló con la cabezahacia la puerta-, el señor Raymond Prunslík.

Me volví y alargué la mano hacia el extravagantehombrecillo, que era quien me había abierto. Vino hasta míy me dio una palmada en la mano; que aparté. Esto le hizoreír y, entre convulsiones farfulló:

–En la mili me llamaban Garabato, pero para ustedsiempre seré el señor Prunslík.

–vach -tartamudeé mi pobre apellido y fingí que, ni ensueños, se me hubiese ocurrido que aquel hombre,además de su afección, pudiera estar mal de la cabeza.Evidentemente tenía un defecto en la cadera, supuse,porque, mientras las piernas estaban derechas, la partesuperior del cuerpo se inclinaba abruptamente hacia laizquierda y la pequeña barriga redonda sobresalía haciadelante como la de una embarazada. El peso de su cuerpodescansaba en la pierna izquierda, y cuando se mepresentó lo desplazó hacia el lado opuesto, para lo cual seechó hacia atrás y alzó el costado derecho, adoptando conello la postura contraria. Mientras tanto, tenía las manoscerradas delante del cuerpo, en un gesto de timidez o demodestia burlona. La impresión de fragilidad de suconstitución física se veía en parte compensada por lashombreras de la chaqueta y la estridente corbata rojadesde la que me miraban, con cara de pocos amigos, lascabecitas amarillas de varias fieras.

Lo más curioso de Prunslík era su pelo, que al verlo en lacalle yo había tomado por una gorra. Lo llevaba muy cortopor abajo y en la coronilla más largo y peinado en unapunta que se movía constantemente. Tenía los ojos de unazul diáfano, la nariz recta y sembrada de pecas clarascomo las de un niño, los labios intranquilos, torcidos en

muecas que cambiaban a cada instante. Su edad, comoen el caso de Gmünd, resultaba difícil de calcular, aunqueseguramente era varios años más joven que éste.

–Siéntese… colega -me convidó titubeante OlejáÍ,ofreciéndome una silla-. Y ustedes también, señores, porfavor. – No estaba del todo tranquilo y no lo disimulabademasiado bien. Tenía la frente cubierta de sudor.

Cuando me senté, miré por entre los listones de laspersianas de la ventana, que prácticamente ocupabantoda la pared. Nuestro piso despuntaba sobre los tejadosde las casas de alrededor y la oficina estaba orientada alnoroeste. Allí no hacían falta persianas. Me acordé de lasorejas de OlejáÍ y pensé que la penumbra debía de serbien recibida. Vi la puntiaguda torre de San Esteban, joyadel neogótico checo, con sus cuatro torrecitas pequeñas ylas cuatro mayores que adornan la poderosa torreprincipal. Ésta asciende justo desde la fachada; por elportal, a su pie, se entra en la iglesia. Está coronada por ladiadema real, en señal de que fue un monarca quien hizolevantar el templo parroquial. Había llovido, y la coronarefulgía deslumbrante sobre la ciudad. En uno de losángulos de la torre cuadrangular, un reloj señalaba las tresy cuarto; el otro, las doce menos cinco.

–Estimado colega, no se lo va a creer, pero el señorGmünd es aristócrata… -empezó el coronel, cuyo tonovacilante se agravó-. Tiene el título de caballero. ¿De

dónde?

–De Lübeck -respondió Gmünd.

–De Lübeck. Y también es descendiente de una familia dela nobleza checa…

–Soy descendiente de los señores de Hazmburk. – Gmündse volvió hacia mí-. Antaño una familia eminente que en elsiglo XVII prácticamente se extinguió. Pero no del todo.Hace ciento cincuenta años floreció su última rama,llamada de Útk.

–Ahora hablo como policía -lo interrumpió OlejáÍ-. He deañadir que cuanto afirma el señor caballero estálegalmente probado. Con la conciencia tranquila podemoscreer en su origen: su árbol genealógico y el títuloadquirido están históricamente documentados, lo cual esrealmente poco frecuente. Se trata de una familiaantiquísima.

Miré a Gmünd. Ponía cara de aburrimiento, como sihablaran de otra persona. No le agradaban mucho esospreliminares, y el tono de OlejáÍ aún menos.

–El señor Gmünd no es ciudadano de la República Checa-continuó OlejáÍ. Tenía los codos apoyados en la mesa yentrelazó los dedos, como si rezara-. Es una pena que noestuviera usted por aquí la última vez… colega. Nos

explicó su infancia durante el protectorado alemán y lapeligrosa huida a Inglaterra, a la que se aventuraron suspadres en 1948. ¿Lo digo bien?

Gmünd asintió imperceptiblemente con la cabeza.

–Hace algunos años, poco después del cambio… -OlejáÍse estremeció-, el señor Gmünd volvió al país. No reclamalas propiedades de sus padres, lo que me parece dignode alabanza. Al fin y al cabo, todos esos juiciosinterminables no harían más que disgustarlo y le obligaríana una segunda partida, quizá definitiva, del país. – Pusocara como si realmente fuera esto lo que deseaba-. Meatrevo a decir que sería una lástima que cayéramos endesgracia respecto de él.

El pequeño Prunslík, que, sentado, desde hacía ya variosminutos movía impaciente los pies y había dado variaspatadas a la mesa del director, se metió el dedo en laoreja, hurgó por un instante y después mirósignificativamente el reloj. El coronel lo vio y guardósilencio. Después, inseguro, miró de reojo a Gmünd ysiguió hablando.

–Paciencia, señores. Nuestro alcalde ha recibido alcaballero y, por lo que sé, la charla que mantuvieron leagradó mucho. Para que lo entienda, el señor Gmünd esalgo así como un mecenas. Por encima de todo amaPraga y especialmente nuestro barrio. Quiere ayudar. Le

interesan las viejas iglesias de la Ciudad Nueva y losrestos de las murallas Carolinas, le gustaría contribuir a surestauración. Coopera con el Instituto ArquitectónicoMunicipal y con los conservadores. En todas partes (o másbien en casi todas partes) se le considera un regaloenviado del cielo. El Ayuntamiento nos ha pedido que lehagamos de escolta en sus visitas de trabajo a losedificios seleccionados, tal como lo exige la leycorrespondiente. La dirección de las obras sin duda lepermitiría la entrada, pero sólo de forma restringida, enuna medida que no le satisface, y le han negado el accesoa los lugares donde se guardan objetos de valor histórico.Nos han pedido ayuda.

Dirigió una mirada interrogativa a Gmünd, quien, como sihubiera intuido lo que tenía en mente, le sugirió con unmovimiento de la cabeza que lo expresara.

–Pero en todas partes no es tan sencillo como aquí en lacomisaría o en el Ayuntamiento -prosiguió el coronel-. A laadministración eclesiástica no le gusta ver al señorGmünd. Incluso hubo un altercado por una iglesia…,espere, fue aquélla…, la de la calle Na Slupi. ¿La de laVirgen María? Si usted lo dice, debe de ser así, porque loque es yo no tengo ni idea. El caballero estaba dispuestoa pagar unas reparaciones costosas, pero puso unacondición: que volvieran a consagrarla como iglesiacatólica. Ya no quisieron seguir hablando con él.

–Hace años la asaltaron y dieron una paliza a un curacatólico -intervino Gmünd con una voz apagada-, y seconsideró que el templo había sido profanado. Lo tomóprestado la Iglesia ortodoxa. Nada que objetar, pero nocreo que sea correcto huir así. Hay que luchar contra elmal. – Mientras pronunciaba las últimas palabras rió,seguramente para no sonar tan patético.

–El padre Florian -susurré, aturdido al volver a topar con sunombre en un contexto tan extraño.

–Me acuerdo -dijo el coronel-. El señor caballero no estáde acuerdo con el préstamo. Si la iglesia fue construidapara los católicos, tiene que seguir siendo para ellosmientras siga en pie. Lo digo bien, ¿no? Creo que ambaspartes se pondrán de acuerdo; de momento el asuntoqueda abierto. Sin embargo, no tendría que ocultarles que,a diferencia del Ayuntamiento, el clero involucrado nodesea en absoluto que el señor Gmünd se interese deninguna manera en la restauración de las iglesias de laCiudad Nueva. Confieso que también a mí algunos de susplanes me resultan radicales…, quiero decir radicalmentereaccionarios…, aunque soy laico y no tengo por quémeterme. Pero él mismo le hablará a usted de ello. Porcierto, durante cierto tiempo estudió usted en el seminario,¿verdad? ¿O me equivoco?

Gmünd y Prunslík se volvieron hacia mí con expresión deinterés, el primero con una ceja ligeramente enarcada, el

segundo con una sonrisita maliciosa. Sentí que las mejillasme ardían. Estaba claro que alguno de mis motes habíallegado hasta el coronel.

–Está mal informado -farfullé-. Jamás se me ha ocurridonada por el estilo.

Gmünd apartó la mirada, mientras que Prunslík se divertíacon mis temblores.

–Disculpe, he debido de confundirme -dijo OlejáÍ en untono sobrio que durante el encuentro veraniego no le habíaadvertido. ¿Sería la influencia de Gmünd? Miré almonstruo por el rabillo del ojo. Rezumaba autoridad, yademás cierta amenaza imprecisa, indefinible. Sí, desdeel momento en que me había dado la mano tanamistosamente algo en él había cambiado. Realmente nome extrañaba lo de la gente de la administracióneclesiástica, pensé. La única persona a quien no leafectaba aquel tipo tan raro, o al menos eso parecía, eraPrunslík. El otro sería yo, decidí. Entonces, procedentes dealgún lugar, empecé a oír risas, aunque nadie las oíaexcepto yo.

–Pero volvamos al motivo por el que lo he llamado -continuó el coronel-. Estos señores necesitan una comitivapolicial, algo imprescindible para entrar en un edificiocerrado. El alcalde me ha asegurado que son unosverdaderos benefactores para el municipio…, sí,

exactamente así lo dijo…, y me pidió que accediera atodos sus deseos. Sólo que no puedo prescindir de mimejor gente. Le ofrecí lo que pude, incluso estabadispuesto a llamar a algunos detectives ocupados encasos pendientes, pero el señor Gmünd rechazó dichaoferta. ¿Y sabe a quién quería? A usted.

Estas palabras me dejaron atónito, cómo no. No pudeevitarlo, y lancé una mirada suspicaz a Gmünd y Prunslík.Al parecer se lo esperaban, porque se echaron a reír y sededicaron un guiño.

–Lo que no he podido sonsacarle -prosiguió el coronel- escómo oyó hablar de usted. Para ser sincero, para mí es unenigma. Desde luego, no podía estar de acuerdo. Avisé alseñor caballero de que usted ya no forma parte del cuerpo;aunque fuera indirectamente, provocó la muerte de unapersona. En el servicio no es que le sobrara iniciativa, ytampoco demostró un rendimiento excepcional. Les ofrecía los señores el capitán Junek, pero no quisieron ni oírlo.No ha habido manera de disuadirles y el trato amenazabacon irse al garete. De nuevo intervino el alcalde e insistióen el interés público, ¿qué podía hacer yo? No podíaobviar mi cargo, aunque lo deseara de todo corazón.Después vino el señor Gmünd con la idea de que, apartede a usted, le asignáramos a otro de nuestros hombres.Tuve que volver a explicarle que usted ya no trabaja connosotros y…, no se enfade, tenía que decirlo, que nicuando lo hacía era uno de nuestros hombres de

confianza. Ha de reconocerlo. Después, el señor caballerome dio a entender que sabía algo sobre el casoPendelmanová. Me ofreció un par de informacionesinteresantes… Pero hoy no es ése el asunto que nosocupa. Quería hablar de una idea que me… -De repentepareció como si OlejáÍ se hubiera quedado sin aire. Sepasó los dedos por las sienes y por las orejas, seestremeció y dio un mordisco al pañuelo que sujetaba enla mano cerrada.

–Veo que le duele, así que con permiso acabaré deexplicarlo por usted -intervino Gmünd. Dedicó al coroneluna sonrisa breve y extraña, mezcla de compasión ydesdén, y después fijó en mí una mirada franca-. Por loque a mí respecta, durante el ataque criminal a la iglesiade San Apolinar usted no se encontraba allí porcasualidad, igual que no fue casualidad que no vigilara aesa vieja señora. Existía la sospecha de que la muertequizá tuviera algo que ver con la carrera política de suesposo. ¿Esta posibilidad ya ha sido desechada? ¿Y quéhay de Záhir? ¿No valdría la pena investigar también supasado político?

–Por supuesto que eso se me pasó por la cabeza -dijo elcoronel-. Un crimen podría aclarar el otro, es el mejormétodo, y realmente eso es lo que intentamos, llegar alquid de varios casos, si es posible al mismo tiempo. Migente ya está investigando el pasado de Záhir. – Hablabaen un tono más débil, con la cabeza inclinada hacia un

lado, como un nadador que ha salido de la piscina eintenta sacudirse el agua de los oídos. La voz le chirriaba acausa del dolor contenido-. Accedí a las exigencias delcaballero y le prometí que intentaría convencerlo de quecolaborara.

–¿Cómo?

–De manera extraoficial. Si los señores aquí presentes lorequieren, los guiará en sus visitas por Praga.

–¿Y nada más?

–Nada. ¿Le parece poco?

–Si a usted le basta, por supuesto que acepto, ¡con muchogusto! Sin embargo, impongo una condición: que despuéspueda volver a la policía.

–¿No pide un poco demasiado? Bueno, ya veremos, nopuedo prometer nada. De momento alégrese de que leofrezcamos esto. Si lo he entendido bien, será un trabajopara más o menos medio año. Por supuesto, no podemospagarle, eso lo hará encantado el señor Gmünd, pero leextenderemos un permiso especial para que puedadesempeñar su trabajo aun siendo civil. Se moveráprincipalmente por la parte alta de la Ciudad Nueva,alrededor de los lugares donde se cometieron aquellosdos crímenes. El señor Gmünd concede mucha

importancia a algunos edificios y los visitará confrecuencia. De todos los movimientos que usted dé se nospresentarán dos informes: uno lo redactará usted mismo,el otro uno de los nuestros. Si cumple, veré qué puedohacer por usted.

–Me esforzaré.

–Claro, claro… Pero nada de tonterías, ¿de acuerdo?Ahora le presentaré a nuestro agente.

Descolgó el teléfono y musitó algo. Unos momentos mástarde se abrió la puerta. La voz con la que se anunció lapersona recién llegada era de mujer.

–Haré las presentaciones -dijo OlejáÍ-; el señor vach,antiguo compañero de armas, y la señorita Blská, de lasección de misiones especiales.

Me volví. Junto a la puerta había una policía de uniforme,que evidentemente le quedaba pequeño. La mujer debíade ser más o menos de mi edad y era relativamenteguapa, a primera vista nada fuera de lo común. Tenía unbonito pelo castaño, reglamentariamente recogido en lanuca, y unos ojos grandes y muy oscuros que no lesentaban bien, parecían como prestados de otra persona.Se acercó a mí y me tendió la mano. Sonrió y en lasmejillas rellenas se le dibujaron unos hoyuelos. En aquelmomento se convirtió en una chica que se había

disfrazado de uniforme sólo para jugar. A mí me ocurríaalgo similar, sentía que el uniforme no me quedaba bien.Pero los hoyuelos desaparecieron enseguida y volvió a seruna policía. Apenas si hizo presión con la mano, queapartó antes de que yo llegara a cerrar la mía. Más dura delo que había esperado. Guapa, aunque con algo desobrepeso. Observé que la camisa se le tensaba en lospechos y en el vientre, y que los pantalones le ceñían losmuslos. Rápidamente volví la mirada: OlejáÍ acechabapara acusarme de falta de profesionalidad.

–Es uno de nuestros mejores agentes. En la academia depolicía la distinguieron con matrícula de honor. Le auguroun futuro prometedor.

OlejáÍ se inclinó hacia Gmünd y el hombrecillo parapresentarles a la policía. El primero dio un paso hacia ella,Prunslík se coló entre ambos, tomó la mano de la chica y leplantó un ruidoso beso. Al mismo tiempo, levantó la piernaizquierda y se pasó el empeine por la pantorrilla derecha.Fue tan cómico que solté una improcedente carcajada.Pero la chica se limitó a dirigir una mirada interrogativa aOlejáÍ, quien, oculto detrás de Gmünd, se encogió dehombros. En el momento en que sonó su nombre, Prunslíksaltó a un lado, dio un respingo y con un gesto le hizosaber a Gmünd que tenía el campo libre. El monstruo seacercó a la chica, se inclinó levemente y le entregó la rosa.Pareció como si la hubiera traído precisamente para laocasión, lo cual desmentía la veracidad de la escena de la

presentación que se desarrollaba ante mis ojos, razonécon cierta suspicacia. La chica volvió a mirar al coronel yéste asintió con la cabeza. Prunslík lo imitó de inmediato,con verdadero ahínco. Después inclinó la cabeza a unlado, se metió el dedo en el oído e hizo una mueca.

Ella apretó con frialdad la mano de Gmünd, y cogió la rosa,aunque sin mover ni una pestaña. Observé la exquisitezcon que se dominaba, pero no pude evitar preguntarme sien realidad era la primera vez que veía a aquella grotescapareja.

Nos sentamos de nuevo, el coronel ofreció una silla aBlská y le explicó su tarea. Con una voz un poco ahogada,ella le aseguró que lo había entendido y que no teníaninguna pregunta que hacer. Contemplé su perfil. Tenía elcuello fuerte, la piel lisa, pero una barbilla algo dura, loslabios más bien llenos, con rasgos suaves alrededor de laboca y las mejillas. Una nariz levemente respingona, lafrente recta, largas cejas negras. Ésta es de las queengañan, pensé. Lástima.

Gmünd se puso a explicar los pasos que quería dar en lospróximos días. Hablaba con OlejáÍ y, aparentemente, ya nonos tenía en cuenta.

La policía, pensativa, hacía girar la rosa entre los dedos yde vez en cuando alzaba hacia mí unos ojosensimismados. Prunslík la repasaba claramente

complacido, yo fingía mirar por la ventana. No se me ibande la cabeza sus labios. Cuando me sonrió por primeravez, distinguí sus pequeños dientes y detrás una negraoscuridad. Vi una boca que callaba.

De repente ella me miró a los ojos y dijo:

–Creo que lo conozco. He oído hablar de usted. No decíancosas muy agradables, pero no me las creí. Y cuando loecharon de la policía, fue un acto de traición. Me alegro deque haya vuelto.

No pude disimular mi sorpresa. Gmünd seguía hablandoen voz baja con OlejáÍ y Prunslík nos observabaentretenido. Ella se dio cuenta de que me había puestonervioso, pero hizo caso omiso.

–Me alegro de que trabajemos juntos -añadió-. Es laprimera vez que conozco a un hombre que va a la iglesiacon prismáticos. ¿No sería mejor que nos tuteáramos?

Meneé la cabeza, totalmente confuso por el hecho de queme conociera, y después asentí de nuevo con un gesto.

–Sí -farfullé-, dígame…, ¿sabe?, me gustaría que me dijerasimplemente…

–En realidad, en esto nos parecemos -me interrumpió-. Yosoy Rozeta. Un nombre imposible, ¿eh? Y tú, si no me

equivoco -sonrió y levantó una mano-, debes de serKvtoslav. – A continuación, me dio un ligero golpe en lafrente con la flor que había recibido de Gmünd. Unaantiquísima manifestación de afecto.

Conocía mi nombre, y sin embargo no le parecí ridículo. Yoestaba radiante de alegría.

Me resultó difícil librarme de aquel hechizo. Gmünd se reíade algo, echado hacia atrás en la silla, mirandodistraídamente el techo. Prunslík, por alguna extraña razón,se había agazapado detrás del coronel, que estaba al ladode la ventana y miraba hacia afuera. Con una mano sesujetaba el cuello, con la otra la coronilla. De repente, deloído derecho brotó aquel líquido espeso y negro como elasfalto. Prunslík hizo una mueca de desagrado y entornólos ojos, mientras se hurgaba el oído con un dedo. Rozetase puso en pie y quiso decir algo, pero él se llevórápidamente el índice a la boca. Los gélidos ojos azulesde Prunslík descartaban cualquier rechazo y congelaronliteralmente a Rozeta, que ante aquella amenazainesperada se detuvo. Alzó la mirada hacia el coronel. Lacabeza de éste temblaba, como si estuviera sufriendo unataque. El repugnante flujo que manaba de la oreja resbalóhasta el hombro de la chaqueta. Después, el espasmocesó. OlejáÍ se dio cuenta de lo que había pasado y nosmiró asustado. Acto seguido salió del despacho.

Gmünd seguía mirando al techo, como si no se hubiera

dado cuenta de nada. Prunslík se partía de la risa, perointentaba que sonase como si tosiera, mientras OlejáÍabría la puerta. Rozeta hizo ademán de hacerle callar, peroluego se lo pensó mejor y sin decir nada salió también. Yoseguí sentado y me concentré en mi corazón, que porrazones que no atinaba a entender, a la vez deseaba y nodeseaba correr tras Rozeta.

Capítulo8

Aquí hay una iglesia

y aquí la torre,

aquí está la puerta,

a abrirla corre.

Coplilla

Quedamos en el paso subterráneo del metro. Gmünd sepresentó solo. Cuando le pregunté por su ayudante,respondió que no temía por él, que sin duda estaría

durmiendo en la habitación del hotel tras pasar la noche envela. Miré a un lado y a otro para ver si llegaba Rozeta. Lacita era a las seis. Gmünd sacó del bolsillo del traje un relojde plata con cadenita, abrió la tapa y la cerró deinmediato.

–Podemos irnos -dijo-. Rozeta irá directamente a SanEsteban.

Salimos por las escaleras que dan a la plaza Venceslao ynos encontramos en un extraño mundo teatral. Las lucesrancias de las farolas de la calle eran boyas cuyoresplandor difuminaba los témpanos de agua, la noche deantracita combatía con el alba y en la reyerta fatal habíarecibido una cicatriz sangrienta. De las estatuas de broncegoteaba agua que se escurría en sucias acequias, loslimpiaparabrisas de los taxis descontabanimplacablemente los últimos minutos de la noche. Un malsitio en un mal momento.

Gmünd estaba de mal humor. En la plaza agachó lacabeza y no miró ni a un lado ni al otro, como si quisieraestar en un lugar completamente diferente. Anduvimosdurante un buen rato en silencio, y por ello su preguntaresultó más inesperada:

–¿Sabe usted cuándo murió el peatón praguense?

–¿Cómo dice?

–Aquella famosa figura, el everyman de Praga. Hoy ya essólo una figura literaria.

–No la conozco. No sé a qué se refiere.

–Eso da igual. Pues el peatón praguense murió cuando laciudad fue partida por una gran avenida. Desde entoncessólo van a pie los locos anticuados: usted y yo, Rozeta,Raymond y pocos más. Nos jugamos la vida, y sinembargo no nos rendimos. Los demás se atrincheran ensus coches, y ¿debe sorprendernos? Los empujó a ello elinstinto de conservación, están muertos de miedo de queotra persona pueda atropellados.

»¿Sabe qué lugar de Praga es el que menos me gusta? –continuó después de que yo rehusara protegerme bajo elparaguas, en su mano un mero paragüitas para niños-.Esto, la plaza Venceslao, Václavák, como la llama lagente. Antes, el Mercado de Caballos.

–A mí tampoco me gusta caminar por aquí. ¿Qué debe deser?

–Está desprovisto de dimensión vertical.

–¿Y qué me dice del museo?

–Una caja de té a la que le pusieron una gorra para

desviar la atención de su fealdad. Una chozaneorrenacentista de ulc, una mala imitación de un temploclásico. Aquí tendrían que haber dejado la puerta delMercado de Caballos; al menos era más llana, como lasotras viejas construcciones. Pero demolieron todo lo quehabía de valor. Aquí estaba la Casa Lhotek; tenía una torrehermosísima, pero se fue al suelo, igual que la Casa de losEmperadores y la Casa lutickv, en la esquina de JindÍiskácon Vodi…ková: tenían torres renacentistas con vistas.Con ellas la caja del museo no se puede comparar ni endimensiones; fue tan mal proyectada que no domina ellugar. Las torres demolidas dominaban de forma natural laparte central del Mercado de Caballos, la plaza que antañoel poeta Liliencron había descrito como la más bella delmundo, sin duda también gracias a estas torres. Deberíanhaberse quedado aquí, pero a principios del siglo XXconstruyeron unos pretendidos palacios, bloques de mediokilómetro perforados con pasajes como un quesoemmenthal. Con ello eclipsaron por completo esosedificios, hicieron de ellos casetas de un puesto deguardia perdido. ¿Qué ha de parecer una torre pegada auna casa gigantesca? Un mendigo delante de un pomposobanco.

–He oído que en alguna parte de Mçstek quieren construiruna torre de vidrio.

–Pues que Dios nos asista. Los arquitectos del siglo XXno conocen la humildad, y por ello están condenados a la

impotencia. Pero cuando hablaba de la verticalidad, merefería a otra cosa. Como ve usted, Václavák es un fideode tres cuartos de kilómetro de largo, y he de reconocerque, al menos, cumple el papel de agora griega. Pero¿cómo es posible que no tenga ni una sola iglesia? LaVirgen María de las Nieves está a un tiro de piedra,perodesde la plaza no se ve, y aún menos la Santa Cruz, delpaseo Na PÍíkop, la iglesia más desatendida de Praga. Site he visto, no me acuerdo. No me sorprende en absolutoque Praga haya decaído tanto en el último siglo. Unaciudad fea produce gente fea.

Lo miré asombrado: ¡pero si ese hombre, a quien apenasconocía, estaba expresando en voz alta mis propias ideas!O había topado con un alma afín, o sabía de mí más de loque yo creía y estaba tomándome el pelo. No le veía lacara, ocultada por el ala del sombrero y el cuello subidodel abrigo.

Miré la multitud que cubría la acera. Los lívidos peatonesrealmente despertaban desagrado, avanzaban hacianosotros como vampiros y se apartaban lánguidamentedel camino. Incluso a aquella hora temprana se enredabanen nuestros pies los comerciantes de carne blanca; otrosfarsantes ofrecían a Gmünd cambio de divisas. Pasamoslos cruces de las calles Krakovská y Ve Sme…kách. Laniebla asfixiaba la luz de las farolas, la llovizna ibacediendo poco a poco, las caras de los peatones surgíanen la oscuridad como el forro de un fieltro gastado. Los

coches no tenían color, sólo eran claros y oscuros, sinmatices. La hora de los colores llegaría en cualquiermomento.

–Disculpe -dijo Gmünd, ahora con una voz más templada-,discúlpeme este genio. No estoy acostumbrado alevantarme tan pronto, me gusta dormir hasta tarde. Perohoy necesito estar en la iglesia al amanecer, quiero veralgo que más tarde no vería: constatar cómo caen losprimeros rayos de luz en cada una de las naves de laiglesia, estudiar cómo se reflejan en las tallas y en loscuadros, en las columnas y en el pavimento. No espereningún espectáculo, los cristales de las vidrieras soncorrientes; si me lo permiten, me cuidaré de que cambienéstas por una copia de las originales. Eran estrechas, ypor eso nunca entraba demasiada luz. ¡Oh, ésa es la luzmás excepcional! Tenemos que escoger colores claros, nodemasiado vivos.

–¿Y no le molesta que el juego de luces no tenga quien loaprecie? A esa hora de la mañana nunca se celebra misa.

–Eso me da igual. Una iglesia no tiene por qué estardesierta sólo porque no estemos usted o yo. Estoyconvencido de que las iglesias nunca están vacías. Y comosabemos, quizá las circunstancias cambien. Las vidrierasaguantarán en las ventanas los próximos cincuenta años,tal vez más. Nosotros no estaremos aquí, pero lasventanas sí.

–Parece muy seguro de ello.

–Para ser sincero…, no lo estoy. He de serperseverante…, debo convencerme de que mi trabajotiene sentido. La iglesia es la morada del Señor y segúnfue construida una vez, así debería seguir para siempre. Sioriginalmente las vidrieras eran de colores, nuestraobligación es recuperar este estado y no preguntar nada.

–¿Y si a la iglesia no viniera ni un alma?

–Da lo mismo.

Tomamos por tpánská. Intenté encontrar la manera decambiar de tema, porque la conversación empezaba ainquietarme. Como si el caballero volviera a adivinar mispensamientos, empezó a hablar de otra cosa.

–Mis antepasados de la familia de los Hazmburk erancatólicos desde tiempos inmemoriales. Procedían deÚtek, una pequeña ciudad en un rincón olvidado deBohemia. En los años sesenta del siglo XIV, VáclavHazmburk tuvo desavenencias con los Berka de Dubá porunas tierras, libró con ellos tres batallas y perdió las tres.Dos castillos quedaron reducidos a cenizas. Empobrecidoy herido, se trasladó con sus hijos a Praga y compró variascasas en la Ciudad Nueva. Ofreció sus servicios al rey, leacompañó en sus viajes al extranjero y durante muchos

años fue su consejero más preciado. Después, un añoantes de morir, Carlos lo hizo ejecutar. Todo el país quedóatónito. La razón de este horrible golpe, que taninesperadamente cayó sobre nuestra familia, sigue siendoun misterio para los historiadores. Se lo debemos alpropio emperador: los castigó, pero no los difamó y jamásse vengó en sus descendientes. No tocó las propiedadesde los hijos de Václav. Las perdimos más tarde, durantelas atrocidades de los utraquistas. Las casas fueronquemadas, quien sobrevivió se fue con el resto de sufortuna a Lübeck, en Alemania. Los Hazmburk seestablecieron allí durante mucho tiempo. En el siglo XVII senos concedió el título hereditario de hidalguía gracias aJindÍich Hazmburk, del consejo municipal, que descubrióun complot y evitó que incendiaran la ciudad. Desdeentonces, no usamos el antiguo blasón y sóloconservamos el título de caballeros de Lübeck.

Apunté que yo también era del norte y, de hecho, un pocosu paisano, y Gmünd afirmó que lo sabía. Estaba claro quehabía buscado información detallada sobre mí. Pero¿dónde? ¿Por qué? No quería preguntar demasiado, almenos por el momento. Aquel trabajo era para mídemasiado valioso como para arriesgarme de esamanera. Caminábamos a buen paso por la calle tpánská y,tras el recodo del camino, empezó a verse gradualmente,trozo a trozo, la iglesia.

–Nos iba bien hasta los años sesenta del siglo pasado.

Durante aquella época ya teníamos amistad con la familiadanesa de los Gmünd, porque también ahí tengoantepasados. Una parte de la familia se quedó en Lübeck,mientras que la otra volvió a Bohemia. Fue el primerregreso de los Hazmburk a la patria. Como habrásupuesto, yo también procedo de ahí. Wilhelm FriedrichGmünd, que llegó en 1865 a Praga con su esposa, sushijos, su hermano y sus hermanas, era mi tatarabuelo. Noposeía aquí demasiadas cosas, pero tenía bastantedinero. Según la tradición, compró una casa en la CiudadNueva, se llamaba Casa Pekelskv.

–Conozco ese nombre. ¿No estaba por la calle itná?

–Sí. Nos privó de ella el saneamiento. La ciudad es unamujer a la que hay que proteger, y a Praga en esa épocanadie la protegió. El mal vino de dentro, como el cáncer,de los concejales municipales. Ni el saqueo sueco ni elataque de los mercenarios del obispo de Passau dañaronPraga tanto como ellos; ni el bombardeo prusiano, ni losincendios de la Ciudad Vieja y la judería fueron tannefastos. Mi bisabuelo, Petr Gmünd, defendió la casa,pero no pudo evitarlo, como tantas otras veces susantepasados. Tuvo que irse. Nuestro hogar demolido y ensu lugar creció un orondo edificio de apartamentos quecontradecía totalmente el espíritu de la ciudad medieval.Petr Gmünd era arquitecto. Colaboró con el arquitectoneogótico Josef Mocker, que como él era purista: opinabaque cada edificio tenía derecho a conservar el aspecto con

que había sido construido; las reformas de siglosposteriores debían eliminarse. Se estableció en Karlín, enuna casa de la calle Cracovia, hoy avenida Sokolovská,que él mismo proyectó. El nuevo urbanismo de la zona nole molestaba, los edificios de apartamentos estaban en losantiguos Campos del Hospital, donde nunca había habidomás que un par de pajares de madera y, detrás delbosque, Invalidovna. Mi bisabuelo incluso afirmaba que laarquitectura de Karlín era moral, pues no sustituía edificiosoriginales. Desde las ventanas tenía vistas a la nuevaiglesia de los santos Cirilo y Metodio, construida según unestilo retrorrománico. Esta vista le daba consuelo.

»En 1948 mi familia escapó a Inglaterra. Éramos losúltimos brotes de la rama familiar. Aprendí inglésrápidamente, aunque mi padre y mi madre me obligaron aconservar también mi lengua materna. Empecé a estudiararquitectura, pero no fue una elección libre, no podía nimirar los esqueletos de hierro recubiertos de hormigón.Entonces mi padre entabló correspondencia con unosparientes lejanos de Lübeck, descendientes de los quehacía cien años se habían quedado en Alemania. Nosinvitaron a hacerles una visita. Su linaje había conseguidosobrevivir a la antigua mala suerte de los Hazmburk, erancomerciantes y no vivían mal. Durante la Segunda GuerraMundial no perdieron a uno solo de sus miembros:abastecían a la Wehrmacht con conservas de pescado yno tuvieron que ir al frente. Tras la guerra, lo perdieron todopor las indemnizaciones, pero diez años después ya lo

habían recuperado. Mantenían la tradición familiar y sentíancuriosidad por el árbol genealógico de la rama checa. Losfascinaba lo parecidos que éramos a ellos. Mientras queen mi padre veían a un típico Gmünd, de mí decían que eraun verdadero Hazmburk. Incluso me enseñaron un retratode JindÍich, el que había sido armado caballero, y tuve quereconocer cierto parecido. Nos ofrecieron que nosquedáramos con ellos. Mis padres rehusaron, pero yoacepté. Entré en la empresa de la familia y años despuésme convertí en su director. Ahora me he jubiladovoluntariamente. Tengo otras preocupaciones aparte devender pescado.

–Es un hombre de éxito. ¿Tiene familia?

No contestó. Dejamos atrás la calle itná y nos detuvimosdelante de la iglesia. La luz del día se hacía esperar;también Rozeta.

–Vamos, al menos demos una vuelta -me propuso Gmünd,y ágilmente se encaminó hacia la calle Na Rybní…ku. Nolas tenía todas conmigo y le pregunté por qué me habíaexplicado la historia de su familia.

–La última vez se comportó de manera tan suspicaz…, ynecesito que me crea.

–¿A OlejáÍ lo convenció de forma parecida? ¿Le explicó lomismo que a mí?

–Sólo resumidamente, no sabe más de lo que él mismo ledijo.

–¿Qué piensa de él?

–Es un desgraciado. La enfermedad ha hecho de él unpolicía duro, pero no demasiado bueno.

–Y vulnerable. Sin duda no quiere que se sepa que estáenfermo.

–Tiene razón. Está mal. Esta dolencia se puedemalinterpretar. Igual que otras cosas.

–¿Cree que lo tiene mal? Me refiero a su salud.

–Lo tiene fatal en todos los aspectos -respondió. Derepente se volvió y dijo-: ¿Ve lo mismo que yo?

Miré hacia donde me indicaba. El rugido de los motoresen itná y Je…ná casi no llegaba hasta nosotros. Al final dela calle, emergía de la penumbra una masa de piedralabrada que se elevaba hacia lo alto, donde se angostabaformando una cuña espinosa que se recortaba, negra,contra el difuminado cielo de noviembre. A nuestraizquierda se alzaba otra punta, el campanario, agazapadopero con la cabeza levantada.

–Hace muchos años que vengo aquí-dije-, sobretodo lossábados al atardecer, cuando puedo estar completamentesolo. Si se prescinde de las casas de alrededor, uno seencuentra en uno de los lugares más antiguos de Praga.

Me dejé llevar más de lo conveniente, y también algo semovió en Gmünd: me lo hizo saber abriendodesmesuradamente los ojos y sonriendo con expresión deeuforia.

–¿Y la piedra? – gruñó-. En momentos como éste ¿no leparece que crece? ¿Qué efecto tiene sobre usted?

–No sé a qué se refiere -repuse. Su expresión meacongojó; temí que aquellos ojos tan extraños me tragaranvivo.

–¿No le parece así? – continuó ya más tranquilo-. Estecampanario gótico tardío que contempla con tantaadmiración, por ejemplo. Lo construyeron en 1600 comosobrio campanario auxiliar. En 1601, entre los praguensescorrió el rumor de que había crecido un par de codos, y asícontinuó durante varios años. Después de que se huboconstruido San Esteban, en 1367, se dijo lo mismo, ycuando en el siglo XV se levantó la gran torre, tampocoquería darse por terminada, como si estuviera insatisfechacon las dimensiones que le habían dado los constructores.Cuando en torno a este lugar crecieron estos estúpidosedificios de apartamentos, volvió a empequeñecerse, pero

hoy (de verdad, fíjese) es de nuevo algo más alta. Y mirehacia allí, donde estaba la capilla de Todos los Santos.Originalmente, el tejado rebasaba con creces la altura dela mappostería de soporte. Y arriba, en la parte superior,tenía, además, linterna. Intente imaginárselo. La capilla eraoctogonal, en eso se parecía a la iglesia de Carlos, sóloque de proporciones más sutiles. Igual que ésta, tenía unalto techo piramidal y crecía a ojos vistas: cada añoaumentaba dos codos. Después, cuando tras un par desiglos la moda cambió desastrosamente, le pusieron untecho redondo, de nuevo igual que a la de Carlos. Ridículo:una quesera para un queso apestoso. A la vez, lamampostería empezó a desconcharse, el edificio parecíaderretirse como si fuera a desmayarse. Sostengo que laculpa fue de los que colocaron en él un tejado inapropiado.En el siglo XVIII, un decreto imperial clausuró la capilla, ehicieron de ella una bodega. A mediados del siglo pasadoel tejado se hundió e hirió gravemente a dos personas; unade ellas no sobrevivió, la otra perdió la salud. Así quedemolieron la capilla de Todos los Santos. ¿Por qué? Másbien como un castigo que se merecía otro. La iglesia deCarlos sigue en pie, es un monumento fabuloso. Llevanaños restaurándola. Lástima que a nadie se le hayaocurrido devolverle el tejado original. A nadie…, sólo a mí.Ya verá, alguna vez reemplazaré el ridículo engendro porun digno tejado piramidal.

–Veo que es usted un purista, como el arquitecto de sufamilia. Sus gustos son parecidos a los míos. Pero en lo

que se refiere a la iglesia de Carlos, no sé si se cumplirásu plan. Praga se ha acostumbrado a sus tres cúpulas, yaparte de eso no estoy nada seguro de que todos lostemplos tengan que acabar en una pirámide o en un cono.

–No digo nada de eso. Usted afirma que Praga se haacostumbrado a Carlos. ¡Pero la verdad es que no sabe nique existe! No se ve. Pregunte a los praguenses por elcamino hacia la iglesia de la Virgen María y deCarlomagno, no sabrán qué decirle.

»No soy nada partidario de las torres en punta. Pero acada edificio le va bien una cosa diferente. Mire lapequeña iglesia de San Longino. No se merece laatención de los turistas, está vergonzosamentedescuidada, pero su orden románico no afea nada, inclusola linterna superior le queda bien. Una rotonda con unatorre espigada parecería hostil, como una tiendasarracena. Mire esos cuervos que dan vueltas sobre eltejado. ¿Por qué hay seis? ¿Por qué vuelan en círculosregulares? ¿Qué cree? ¿Y qué es lo que chillan? ¿Nosuena como nevermore?

Miré hacia donde señalaba. Sobre la rotonda de SanLongino volaban, en efecto, varios pájaros, aunque yo nolos habría distinguido. La llegada del día ya erairrevocable, y su plumaje, de un negro intenso, destacabaen el amanecer. No se me ocurrió contarlos, pero puestoque Gmünd había dicho el número, lo intenté. ¿Cinco?

¿Ocho? Qué va, eran seis. Me sorprendí de la buena vistaque tenía Gmünd. Los pájaros volaban alrededor de lasredondas torres sin hacer ruido. De vez en cuando algunose posaba en el oblicuo tejado y enseguida retomaba elvuelo. Y de repente ya no eran seis, ¡sino siete!Rápidamente los conté: sí, eran siete cuervos. El séptimo,oculto en el campanario, debió de unirse al resto cuandoempezamos a contarlos. Después se marcharon. Gmündparecía muy satisfecho de sí mismo, como un mago queha conseguido un truco difícil.

–Sobre Longino se cuenta que en el siglo XIII había servidode parroquia de la extinguida aldea de Rybník. Diría queestamos en algún sitio en medio de la plaza del pueblo.Pero el edificio es mucho más antiguo, fue consagrado aSan Longino más adelante. Por lo visto, antes delcristianismo se celebraban aquí rituales paganos.

–La puerta parecía realmente pagana -dije entre risas.

–Del paganismo al cristianismo sólo hay un paso. Pordesgracia, también funciona a la inversa. ¿Conoce laleyenda de la campana de San Esteban? Es muyconocida. La llamaban Lochmar, por el campaneroLochmayer, que la había fundido. Era un buen católico,pero vivió en un mal siglo. Los husitas, que, como sueleocurrir, al igual que los católicos no toleraban másconfesión que la suya, oyeron sus opiniones y lo hicieronejecutar en la plaza del Ganado. Cuando Lochmayer, con

la cabeza bajo el hacha, oyó el toque de difuntos,reconoció que se despedía de él su propia campana. Y enlugar de perdonar a sus verdugos, maldijo su obra. Hastalos intrépidos husitas se asustaron de eso, y asignaron aLochmar una tarea particular: debía repicar durante losincendios y antes de las tormentas. La campana realizó sumisión durante años, pero a mediados del siglo XVI unchico subió a la torre y empezó a tañerla a pesar de queno amenazaba ningún peligro. Se la podía escuchar hastaen la plaza del Ganado. Antes de que los praguensesacudieran, el tañido cesó. Encontraron al muchacho al piede la torre, con la cabeza destrozada. Desde entonces sedice que lo tiró la campana Lochmar.

–¿Por haberla hecho sonar en vano?

–Quizás. O quizá lo matara sólo por capricho; unacampana así es inescrutable. ¿A usted no le recuerdanada? Una iglesia, una campana, una persona…

–¿Alude al caso Záhir?

–Una deliciosa coincidencia, ¿no?

–¿Quién le habló de él?

–Intente adivinarlo. El ingenierillo también podría habersepartido el pescuezo al caer de la torre, Apolinar es losuficientemente alta. Si se hubiera roto la cuerda, si no le

hubieran salvado en el último momento… OlejáÍ aprecia suacción, no deje que le confunda su reserva. Quizás aún leperdone. Depende de cómo se comporte a mi servicio. –En su sonrisa había ironía-. Por cierto, fui a visitar al talZáhir al hospital. Ya se está recuperando y tiene laintención de volver a trabajar cuanto antes. Es un tipodiligente, todo un cabezota. Me confió que había hechoque le arreglaran el coche para controlar manualmente lospedales. El tendón del talón tardará aún seis semanas encicatrizar y él no puede perder tiempo. Que no se meolvide, le quiere dar las gracias personalmente. Le gustaríaconocerle, tiene algo para usted.

–¿Un reloj de oro?

–Creo que alguna propuesta. Según parece confía más enusted que en la policía. Y hablando de la policía… -Miróalrededor. Vio que se acercaba a toda prisa una mujer conuniforme de policía-. Salgamos al encuentro de Rozeta -dijo, y corrí tras de él. En aquel momento amaneció porcompleto. En la capilla Branberger, desde el muro de laiglesia que dejamos rápidamente atrás, un angelito noshizo una mueca.

Gmünd no hizo ninguna alusión a la tardanza de Rozeta.Era como si lo hubieran acordado con antelación. La chicaextrajo un manojo de llaves del bolsillo y se lo entregó aGmünd, pero éste meneó la cabeza, así que ella tendió la

mano hacia mí. Después no me acompañó hasta laentrada principal de la iglesia ni hasta la puerta lateral dela nave norte, sino que señaló una puertecita discretasituada casi al lado del presbiterio. Las tres cerraduras,una antiquísima y dos de seguridad, cedieron sinproblema. Cogí el picaporte y me apoyé en la puerta. Seabrió silenciosamente, como si lo hiciera sola. Esperabaun golpe de aire frío, como si hubiese abierto un calabozo,pero dentro la temperatura no era más baja que fuera.Sólo percibí una atmósfera algo cargada y un débil olor aincienso. El interior estaba oscuro. Miré hacia atrás.Gmünd y Rozeta permanecían inmóviles, el uno al lado delotro, como si esperaran algo. No les veía los ojos, pero dealgún modo sabía que estaban pendientes de mi proceder,al que le faltaba la decisión de los audaces. Superé elmiedo y me interné varios pasos en la oscuridad, luegootro más, y entonces di con una segunda puerta. Eramayor que la anterior. No encontré el interruptor, peropalpé el cerrojo y a ciegas probé la cuarta llave. Lacerradura cedió y la puerta se entreabrió. Una luz tenue secoló hacia mí. Eché un vistazo al primer cuarto; estaba enla sacristía. Rozeta y Gmünd entraron entonces detrás demí. Franqueé la puerta y me encontré en la nave lateral dela iglesia.

Allí dominaba la noche, lo más iluminado eran elpresbiterio y la nave principal. Un resplandor ceniciento seabría paso a duras penas por el filtro de los vidrioshexagonales. El gran altar estaba decorado con flores,

pero aparte de sus haces fluorescentes no vi ningúncautivador juego de luces. Gmünd debía de sentirsedecepcionado.

Pero ¿dónde se había metido? No lo veía por ningunaparte. Debía de haberse quedado con Rozeta en lasacristía. A mí no se me había perdido nada en la iglesia,así que me dispuse a volver sobre mis pasos. De repente,algo me detuvo: se oyó una voz femenina que no era la deRozeta. El eco la difundió por todo el templo.

Repetía un nombre. Llamaba a alguien. Sí, sin duda oíacorrectamente. Me escondí detrás del banco más cercano.El nombre volvió a sonar algo más claro, pero aún no losuficiente. Me arrastré a lo largo del banco hasta elconfesionario y, desde ahí, miré alrededor. La voz seintensificó; tenía un tono opaco y lastimero, como sisurgiera de las profundidades de la tierra. Y entoncestambién vi algo: tras una columna, al lado de la sacristía,muy cerca del sitio por el que yo había pasado hacía unmomento, había alguien que, con su presencia, me cortabala salida. Era una silueta femenina, cuyo perfil luminosoentraba desde las sombras de la nave norte. Repitió elnombre. Era una voz llena de infelicidad, repleta deañoranza, que no llamaba hacia afuera sino hacia adentro,a unos oídos concretos que no oían. Le faltaba esperanza;era lo más espantoso de ella.

Escuché sin moverme, preparado para salir disparado si

en la iglesia aparecía alguien más. Pero estábamos solos,yo y esa señora, ella tras la columna, de espaldas, yooculto tras el confesionario. El silencio era absoluto, aexcepción de la llamada de la mujer. Se me ocurrió untruco que había visto de niño en una película de aventuras.Metí la mano en el bolsillo, saqué el monedero y encontréen él una moneda de cinco coronas: tendría que oírse. Lalancé lejos de mí, en dirección a la capilla de Kornel, en lanave sur, adonde quería atraer la atención de la mujer. Elgolpe de un martillo contra un yunque no hace tanto jaleo;la moneda resonó contra el pavimento, contra unacolumna, contra las nervaduras de la bóveda, contra labalaustrada del coro. Hacía rato que se había ido girandohacia algún rincón, pero seguía sonando como unacampana.

La mujer no reaccionó.

–Simón -se oyó desde la columna, con un eco metálico.

Esta vez la entendí.

Hice acopio de valor y salí de mi escondite. Di un paso,dos, tres. Vi que llevaba puesto un abrigo de un marrónamarillento, con una capucha blanca que le caía hasta elsuelo. Nueve, diez, once. Vi que era esbelta, que tenía lacabeza inclinada y las manos juntas delante del cuerpo.Doce, trece.

–Señora -dije en voz baja. ¿Qué me temblaba más, lasmanos o las rodillas? No podía dejar de acordarme deaquella mañana en que había llamado así a otra mujer allado de la iglesia de San Apolinar-. Señora, ¿me oye?

No reaccionaba. Di un paso a un lado con la intención derodearla y mirarla a la cara. Pero se giró de tal manera quevolví a tenerla de espaldas. Lo intenté de nuevo, y sucediólo mismo. Incomprensible, ¡no quería que la viese! Girabaa la derecha, luego a la izquierda, como una veleta. Se meocurrió que debía de ser Rozeta tomándome el pelo. Perosabía que no era ella. Ni esa voz ni la figura menudacorrespondían a la agente.

Sentí un escalofrío en la espalda. Involuntariamente mepasé la mano por la frente: la tenía cubierta de sudor frío.La mujer ahora estaba inmóvil, sus hombros caídos nisiquiera temblaban. Supe qué hacer: la salida estaba libre,me bastaba con ir hasta la puerta abierta de la sacristía ymarcharme por ahí. Sí, haría eso. Pero en lugar de hacerlo,en contra de mi voluntad alargué bruscamente la manohacia el hombro cubierto por el abrigo y la mano golpeó lacolumna.

La columna no. Un árbol. ¿Cómo había podido tomarlo poruna columna? Y ¿dónde estaba? El pavimento habíadesaparecido, a mi alrededor se extendía un verde prado.¿Hierba en la iglesia?… Me quedé atónito, no creía lo queveía. Alcé la cabeza; no había ventanas ni techo. Altas

nubes blancas y entre ellas un cielo de un azul que hería losojos, que esperaban la penumbra de la bóveda. Miréalrededor y vi que estaba en un extraño prado, cubierto deflores de hierro y de piedra. La iglesia donde deberíahaber estado se veía algo más lejos, el presbiterio daba unbocado al cementerio, yo temblaba entre las cruces y eledificio se inclinaba sobre mí. Tras la valla se extendía eljardín, vi un trozo de parterre y un alto invernaderoornamentado; tenía el aire de una tienda de campañamilitar transparente. Tras las ramas de los árboles frutalesse oscurecían las ventanas del presbiterio.

Justo a mis pies había una tumba, y sobre ella una cruz dehierro. Por encima del suelo se erizaban unas letras rotassobre una tabla herrumbrosa. Eran ilegibles. Sin embargo,estaba seguro del contenido de la inscripción, me la sabíade memoria: «Escuchad este triste prodigio, Lochmar hatirado por la ventana a mi hijo Simón…»

Sentí que me daba vueltas la cabeza, caí sobre el antiguosepulcro sin poder evitarlo.

–Habla usted en sueños, amigo, y yo que creía que erandesmayos. – Alguien estaba de pie delante de mí, y otrapersona me daba palmadas en la cara. El monstruo de lavoz agradable, la chica con una pregunta en los ojos.

Estaba dentro de la iglesia, sentado contra una columnaen la nave norte, no muy lejos de la entrada a la sacristía.

Sentía un zumbido en los oídos y un nudo en el estómago.

–Es este aire enrarecido -dijo Rozeta, y me puso bajo lanariz una bolsa de caramelos-. Sólo has dado un par depasos, te has tambaleado y has empezado a caer. Podríashaberte hecho daño, de no ser por la columna; te hasdeslizado por ella con más elegancia que una actriz decine. ¿No tendrás la presión baja?

–¿Dónde estabais? ¡Os he estado buscando!

–Íbamos detrás de ti. Vimos que empezabas a caer, perono llegamos a tiempo.

–No, no, llevo mucho rato solo aquí.

–Habrás soñado algo.

–Quiero saber por qué os habéis quedado fuera. Mehabéis tendido una trampa, ¿no?

Se miraron entre sí, con una sonrisa vacilante en el rostro.

–De verdad, le pisábamos los talones. Me sabe mal queno hayamos podido sostenerlo mientras caía, realmente hasido algo inesperado.

Gmünd simulaba estar compungido, pero era evidente quelo que me había ocurrido le hacía gracia.

–¿No han visto a esa mujer? – les grité.

Volvieron a mirarse.

–Habrá soñado -dijo Gmünd. Parecía un familiar en unentierro. Llevaba el sombrero en una mano y en la otra elparaguas y el bastón. También Rozeta se quitó la gorra,algo que no me esperaba de una policía-. Su sueño hasido muy interesante -continuó él-. «Escuchad este tristeprodigio, Lochmar ha tirado por la ventana a mi hijoSimón.» Aquí lo ha dejado. Y sigue así: «A mí, triste madre,me lanzó al corazón una gran aflicción.» Así suena todo elepitafio, escrito hace tres siglos en la tumba del muchachoque falleció aquí, al pie del campanario. Se trata de esedel que acabo de hablarle. Debió de leerlo en algún sitio,porque no recuerdo haberle citado la inscripción. Aquí,detrás de la iglesia, estaba el cementerio. El cementerio yun jardín que con el tiempo cayó en desuso, en el quedespués pastó el ganado. Debía de ser un lugar bucólico:San Esteban, el campanario, Longino y Todos los Santos,entre ellos ovejas, y todo rodeado de campo. Realmenteun rincón agradable. Más tarde también cerraron elcementerio. Del jardín quedaron un par de árboles.

Lo miré con expresión de incredulidad, pero no se diocuenta. Se volvió y se dirigió al gran altar. Rozeta se llevóun caramelo a la boca y fue hasta el otro lado. Me puse depie. Estaba furioso conmigo mismo, y sobre todo me

enfurecía que Rozeta se tomara mi debilidad con tantanaturalidad. Gmünd también. De esta manera no meconservaría mucho tiempo a su servicio.

–¡Mocker! – su grito retumbó en la iglesia-. ¿Qué haríamossin él? – Estaba delante del altar y señalaba las ventanas-.¿Ven esas nervaduras? Y las ojivas de las ventanas de lanave principal… ¿Saben lo que dejó ahí el barroco hastaque Mocker lo corrigió? ¡Ventanitas redondas!

–Reconozco que tampoco aprecio mucho el barroco -dijeen un intento de unirme a la crítica.

–El barroco es el rumbo más estúpido. ¿Qué otroshorrores nos han caído encima? La funcionalidad y lamultiplicidad de estilos del siglo XX. No tengo nadaparticular contra los edificios barrocos pero, ¿cómopudieron los arquitectos de entonces permitirse reformar elsoberbio gótico? Fue una insolencia descomunal. Cúpulasbarrocas en los pueblos checos…, por favor, el campo lotolera e incluso es la primera gran unidad de construcciónque se aclimató, pero aparte de esto hay que tenercuidado con el barroco, pues sabe extenderse y filtrarsepor todas partes. Sus complicados planos, adornoshipertróficos y cúpulas significaron una catástrofe en lasciudades. ¡Los tejados piramidales góticos, el elementomás característico de la arquitectura de la Europamedieval, perdieron su belleza a causa de las cebollasplebeyas! Creo en la belleza de la simplicidad, porque la

complejidad no puede superarla. El Renacimiento conectóorgánicamente con ellas, admito que la gran torre de SanVito, que durante años fue para mí una brizna en el ojo,consigue un efecto osado y sin embargo equilibrado. Perollevemos al campo visual la catedral entera, incluida latorre, que tendría que haberse caído y no se cayó, y nopodremos dejar de ver en ella algo blasfemo: no invoca aDios sino a sí misma.

–Entre las iglesias barrocas, la catedral queda bonita.

–No tiene que convencerme de ello. Lo sé, tengo la maníade intentar poner a la gente de mi parte aunque ya lo esté.¿Qué cree, Rozeta, lo estoy consiguiendo?

–¿Y qué hay del curioso Prunslík? – dijo-. Creía que era sucriado, pero por lo que parece no se ocupa mucho de sutrabajo.

–No es un criado, sino un hombre libre y puede hacer loque quiera. Un poco loco, como habrán notado. – Gmündhizo visera con una mano para protegerse de la luzmatinal. Intenté seguir su mirada. Sobre todo examinabalas nervaduras de las ventanas. Finalmente sacó un blocde notas y empezó a dibujar algo.

–Y su nombre -continuó Rozeta-, Raymond, ¿no es inglés?

–El suyo tampoco es precisamente checo.

–Mi padre estaba obsesionado con llamarme Rosario, ymi madre quería un nombre exótico.

–Conocí a Raymond hace ya mucho tiempo. Iba al mismocolegio que yo. Fue el primer compatriota al que conocí enInglaterra, a pesar de que entonces él no sabía mucho deeste país. Yo estaba en último curso; él, en primero. Nosoportaba ver el modo en que sus compañeros de clase lomaltrataban. Les molestaba que Dios lo hubiera hecho deotra manera. Le tomé bajo mi protección y nos hicimosamigos.

»Es el hijo de un emigrante checo que huyó de los nazis,medio inglés. Nació después de la guerra, su madre erainglesa, de una familia noble empobrecida de alguna partede Lancashire. Por lo visto los padres tenían sangre azul, oal menos eso asegura él. No sé si hay que creerle, perome da igual.

–¿Es su secretario?

–Se puede decir así.

–¿Qué hace para usted?

–Un poco de todo. Hace recados ante los organismosoficiales. Yo solo no daría abasto.

Era evidente que la conversación le estaba cansando.Miró el reloj y levantó el puño. En ese momento el reloj dela iglesia empezó a dar las ocho.

–Otra vez nuestro Mocker. También el tejado de la torre essuyo, igual que la gran ventana gótica abierta en elfrontispicio. Hace ciento cincuenta años los praguenseseran más inteligentes que hoy en día, sabían elegir a susarquitectos. Desgraciadamente, no se puede decir lomismo de los regidores: eran igual de tarugos que losactuales. Por entonces empezaron a ponderar elsaneamiento de la Ciudad Judía. En la actualidad sefrunce el ceño ante el purismo, pero el culto a lo nuevoproducirá una crisis más tarde o más temprano. Lodemuestra la moda de hacer popurrís de todos los estilosposibles. A Josef Mocker cabe, por supuesto, reprocharleun recargamiento más propio de las catedrales francesasque de las iglesias checas, pero esto es sólo un deslizmínimo, que tenía derecho a cometer por todo lo que hizopor resucitar el gótico.

Gmünd caminaba por la nave sur del templo, dandogolpecitos con el bastón en el pavimento; se detuvo en lostres altares y los examinó disgustado.

–Asqueroso. Tendrá que desaparecer. Miren ahí a sanGregorio. Su aspecto debería ser compasivo, pero pareceun completo burro. ¡Y esta monstruosa Piedad! ¿Han vistoalguna vez algo de tan mal gusto? Y aquello también es

digno de atención: el altar de la Virgen María de SanEsteban. Un altar rococó.

–A mí me gusta -dijo Rozeta.

–A mí no. Una úlcera hinchada en la piel limpia de untemplo gótico. ¡Cuánta falsedad y afectación! Me alegroprofundamente de que ya no esté la Rosalía de kré-ta, esepintor barroco de brocha gorda sobrevalorado. Por mí selo pueden llevar los ladrones, y ya de paso que se lleventodos estos angelitos culones. La iglesia tienen quedejarla, no se la pueden llevar.

–La capilla y el altar tampoco pueden llevárselos -señalóRozeta.

–Yo me las veré con éstos -replicó Gmünd, ya mástranquilo. Jadeaba de rabia, tuvo que secarse la cara-.Todo irá fuera -añadió.

–Nunca se lo permitirán -dijo Rozeta con brusquedad-. Yotampoco estoy de acuerdo con lo que dice. Estas cosasse tienen que solucionar de otra manera.

Se oyó una especie de crujido. Gmünd puso mala cara,quizá por el disgusto que le producía el haberse dejadollevar por su enfado. Volvió a mirar el reloj y en un tono fríoanunció que tendríamos que irnos. Se metió el bloc y ellápiz en el bolsillo y fue por su sombrero al banco donde lo

había dejado. Le sacudió el polvo descuidadamente. Ensilencio le comuniqué a Rozeta mi admiración por quehubiese conseguido contradecir al caballero sincomportarse como una policía antipática. Su uniformeadquirió un aspecto falso: me recordaba un disfraz, unamáscara cuyo propósito era ocultar algo.

De soslayo observé su figura, presa en la negra tela quecrujía en las costuras. Aquella ropa no le quedaba bien,saltaba a la vista, pero de pronto caí en la cuenta de otracosa: tampoco el cuerpo parecía pertenecerle. Y la caritarechoncha de querubín de altar barroco mucho menos. Loshoyuelos que se le formaban en las mejillas cuandosonreía eran indudablemente auténticos, pero no la cara,que, sin lugar a dudas, no era suya.

Advirtió que la miraba. Los ojos se le oscurecieron yeludieron los míos. ¿Es posible que se sintiese cohibida?¿A finales del siglo XX, cuando los atributos físicos seacentúan por norma? Realmente parecía querer taparcuanto tenía de mujer.

Seguí a Gmünd hacia la salida. Cuando desapareció en lasacristía, me volví hacia Rozeta. Acababa de detenerse allado de la segunda columna de la nave sur, se agachó yrecogió algo del suelo.

–Adivina lo que me he encontrado -dijo-. Alguien haperdido aquí cinco coronas.

Al lado de la salida, echó la moneda en una alcancía dehojalata para contribuciones a la Iglesia.

Nevermore, graznó un cuervo sobre el torreón de SanLongino. Ahora ya sabía lo que significaba: «Noescaparás de ti mismo.» La aterradora experiencia en laiglesia de San Esteban confirmaba que aquello de lo quehabía estado huyendo me acompañaría el resto de misdías.

Capítulo9

¿Qué decir? ¿Qué dice la cruda conciencia?

este espectro en mi camino?

W. Chamberlayne

Las de la lila son las flores más hermosas. O las segundasmás hermosas: nada supera las rosas. O las terceras máshermosas: entre las rosas y las lilas, están las peonías. Verunas lilas enormes en un jarrón de vidrio me deja

consternado, de forma parecida a lo que produce en míuna rosa pletórica una hora antes de deshojarse y laspeonías bajo los rayos matutinos que se filtran por laventana que da al este. Cuando digo lila, me refiero a laslilas de antes de 1945; en el olor de mis lilas no hay rastrode pólvora, de gasolina quemada, de política. Pero ¿cómoprescindir de todo esto? Este insulto afectó también a losclaveles, adorno de los hombres importantes vestidos degris; no pueden pasar sin ellos ni una bienvenida en unaeropuerto internacional ni los ikebanas de las salas deactos. Flores VIP. Cuando se acaban los jarrones, sirvenlas botellas. También la rosa roja está amenazada; ojalásobreviva sin perder las hojas. Un arriate de rosas es,como los jardines medievales, un lugar para elrecogimiento. Entro en él. Me abstraigo del siglo XX.

Las flores de los jarrones del altar principal en SanEsteban también eran lilas blancas. Me di cuenta el díaque fui al hospital a ver al ingeniero Záhir. No mesorprendió; de hecho, ni les hice caso. Puede que fueranartificiales, quizá las hubieran importado de Holanda o deBrasil. Pero ¿por qué? ¿Para quién?

Záhir era un hombre rechoncho y vivaz, de poco más decuarenta años, al que no le faltaba elegancia ni un aspectoaseado, ni siquiera vestido con un pijama a rayas y unabata azul claro. En el hospital de la plaza de Carlospagaba una habitación especial, con ducha, televisor y

terraza, con vistas a los árboles deshojados del parque delcomplejo y a la torre de la iglesia de Santa Catalina. Lahabitación se ahogaba en colores, los omnipresentesramos de flores hacían olvidar el hospital. Sobre todohabía tulipanes amarillos y rojigualdos, perfectos hasta elmal gusto por su tamaño desmesurado y sus grandes eidénticas corolas. En esta meticulosidad, en estagrandiosidad, había algo tosco: ¿no es el tulipán la flor delos tontos? El paciente señaló los tulipanes e, indiferente,soltó que no sabía quién los había enviado. Su cutismoreno contrastaba ligeramente con los colores claros delas flores; estaba sentado en la cama, apoyado contra unapila de almohadas, pelando una naranja. Delante de él,sobre la colcha, tenía una bandeja en la que seamontonaban las mondaduras. Vi también uvas, manzanasy alguna fruta verdosa con espinas carnosas que meresultaba desconocida. Záhir, que me ofreció su manopegajosa por encima de aquella cosecha, se dio cuentade mi mirada de curiosidad y me ofreció una de las bolasespinosas. Rehusé dando las gracias. Me invitó asentarme. Paseé la mirada por la habitación, pero sobrelas dos sillas había jarrones, tarros de plástico e inclusoprobetas de laboratorio con flores. Observé que debajo delas sillas había una hilera de botellas llenas con líquidos dediversos colores, cada una con su etiqueta. Como no teníadónde sentarme, me apoyé en el escritorio, que noformaba parte del mobiliario de la habitación; como mehizo saber el ingeniero, sus compañeros de trabajo se lohabían enviado desde la oficina.

–Parece que le aprecian -dije.

–Saben que sin él estaría como sin piernas. – Hizo unamueca y apartó un poco la manta en el lado derecho de lacama. Vi el pie vendado desde los dedos hasta lapantorrilla, bajo una venda abultada por la gasa.

–¿Va mejorando?

–A mí todo se me cura deprisa -respondió con unajovialidad exagerada, y se metió una uva en la boca. Teníala fea costumbre de hablar con la boca llena-. Hombre, contodo este suministro de vitaminas… Me los traen lasmujeres; quiero decir, la fruta y los licores. Las flores no.Dios sabrá de quién son. Quizá de una admiradorasecreta.

–Pues le costarán un buen dineral -comenté echando unvistazo a su jardín paradisíaco.

–Sólo que aún no se ha presentado -se lamentó-. Para sersincero, una visita así conseguiría animarme. Menos malque vienen todas las demás. ¿Ve esa llave en la puerta?Puedo encerrarme aquí si quiero.

No me gustaba su modo de alardear: ¿qué más me dabaa mí su vida privada? Disgustado, miré sus bigoteserizados, que recordaban los de un gato. De hecho, toda

su cabeza parecía la de un gato no muy grande peroenormemente astuto. Mi desacuerdo debía de reflejarse enmi cara, porque me hizo un guiño y dijo:

–Ha puesto cara de limón exprimido. Pero tiene razón, aveces esto cansa, sobre todo cuando se debe a unalesión. El tendón distendido del talón duele brutalmente,aunque sólo mueva la pelvis. Y las costillas… Por lo vistoesto no es nada comparado con lo que pasaré cuando mequiten las pastillas y pase a rehabilitación.

–Pero ya camina un poco, ¿no? – dije, y señalé la muletaapoyada contra la pared.

–Adonde tenga que ir, llego cojeando si hace falta, pero deotra manera esto es penoso. Me han quitado los nervioslesionados, me han cosido el tendón y el músculo del talón.Los daños eran tales que tuvieron que hacerlo en dosveces. Lo peor es que en estas dos semanas el tendón seha atrofiado y tardará medio año en desentumecerse. Endiciembre tenía que asistir a un simposio de arquitectoseuropeos, en Ljubljana. Pero iré igualmente, se lo aseguro.

–Espero que así sea. Al fin y al cabo, no está tan mal,podría ser peor. ¿Sabe lo que pudo pasar? La campanaimpulsada tiene una fuerza tremenda, lo que ya se haconfirmado en alguna ocasión.

Guardé silencio. No era el momento de explicar la leyenda

de Lochmar de San Esteban.

–Sé lo que quiere decir. – Levantó la mano y empezó aparlotear tan deprisa que apenas le entendía-. Le estoytremendamente agradecido, los médicos han dicho queunos segundos más y el tendón se habría roto y habríaquedado cojo para toda la vida. Se lo agradezco mucho,señor vach… Bueno, y por eso quería que me hiciera unavisita. Estuvieron aquí los de la criminal y vino también eljefe de policía, el coronel OlejáÍ en persona, a escuchar ala víctima. Le pregunté por usted, y me explicó su situacióna grandes rasgos… Algún pecado político, ¿no? Pero¿quién de nosotros no ha flirteado alguna vez con los quemandan? Alguna prohibición sin importancia por aquí, unnegocio o dos por allá. Yo tampoco soy ningún santo.Espere, no diga nada, usted es una excepción, está claro.Pero a lo que vamos. Por lo visto le ha contratado ellunático ése de Gmünd, incluso en colaboración con lacriminal, que, si calculo bien, habrá destinado a alguno desus miembros para vigilarle. Gmünd sólo le necesita aveces. No sé cuánto gana con él, pero le ofrecería unapaga más, y no diga que no le iría bien. Al menos secompraría un abrigo nuevo.

Miré el impermeable deformado que me había dado laingeniera Pendelmanová, echado sobre el respaldo de lasilla, y me acordé del infeliz destino de aquella mujer y demi participación en él.

–Si lo entiendo bien -dije-, quiere contratarme comoescolta personal…, algo en este sentido. Pero tengo queavisarle de que me encargaron una misión similar en lapolicía y los decepcioné. No estoy hecho para esa clasede trabajo.

Se encogió de hombros y dijo que sabía lo dePendelmanová.

–Entre mi agresión y su desdichado caso se podríaencontrar algún parecido… ¿No lo encuentra interesante?Quizás eso le ayude con OlejáÍ. Si todos saben que no fueun suicidio.

No podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

–¿OlejáÍ le ha dicho algo?

–Tuvo que hacerlo, porque tengo derecho a protecciónpolicial. Pero yo la rechacé, porque preferiría contratarlo austed. Ya me ha salvado el cuello una vez, y yo, que soysupersticioso como una gitana vieja, me lo dejaría salvarotra vez con mucho gusto.

–¿Cree que el ataque se repetirá?

–Seguro que sí. OlejáÍ me reveló que la tía esa, laPendelmanová, había recibido amenazas; por eso tuvoque protegerla. Y a mí me ha pasado lo mismo, sólo que

no me lo tomé en serio hasta momentos antes de que mepillaran.

–¿Y cómo lo amenazaron? ¿También a usted le arrojaronun adoquín? – Ya lo había soltado; me hubiese dado debofetadas. Jamás seré un detective; siempre revelo másde lo que pretendo.

–¿Un adoquín? ¿Así que fue eso? ¿Le rompieron laventana? – Se portaba con astucia, evidentementesatisfecho de lo mucho que me había sonsacado.

–Sí. Quiero saber si lo amenazaron del mismo modo.

–No, de otro. Hace aproximadamente un mes recibí unacarta, y una semana después, otra. Las dos están en lamesa de OlejáÍ.

–¿Así que el coronel sabía que usted estaba en peligro?

–No lo sabía. Hasta ahora no he enviado a mi mujer a quese las entregara. Se está rompiendo la cabeza por si hayalguna relación entre Pendelmanová y yo.

–¿Qué había en las cartas?

–Se lo diré si acepta protegerme.

–¿Quiere negociar?

–Dios me libre, con lo obligado que estoy para con usted.Sólo deseo saber en qué estoy metido, ¿entiende? Quienha tenido esta suerte y ha evitado el peligro de muerte, lapróxima no tiene por qué tener mejor fortuna que losdemás. Necesito asegurarme.

–De acuerdo. Cuando me necesite, llámeme. Pero Gmündtiene prioridad.

–Lo respetaré. Y ahora, a lo de las cartas. Lo particular eraque su autor no escribió, sino que dibujó. Líneas trazadaspor una mano inexperta, a primera vista unos garabatospenosos. Pero en ellas hay algo malvado, tiene quehaberlo. ¿Por qué no las tiré enseguida, sino?

–¿Cómo reconoció en ellas que alguien lo amenazaba?

–En uno de los dibujos aparecía yo. De un ovillo de rayassin sentido asomaba mi cabeza, rizos y todo, enmarcadapor una ventana, quizá la ventanilla de un coche. Mereconocí de inmediato.

–¿No podría haber sido una broma? ¿Sus hijos, tal vez?

–Es posible. Pero si hubiera visto esas hojas, le habríaparecido que alguien intentaba dibujar a propósito comoun crío. Lo distingo porque soy aparejador. Ese dibujohabía sido hecho más o menos igual que si me hubiera

puesto el lápiz en la mano izquierda, aunque sea diestro, yla sostuviera como una cuchara de madera cuando semezcla la pasta. Hice la prueba.

–¿Qué había en el segundo dibujo?

–Casas. Unas casas curiosas, feas, sin tejado. Y al ladouna fila de personas, unas cinco o seis personas, quizámás.

–¿Casas sin techo? ¿Por qué?

–No espero de usted que me responda a eso. Que serompa la cabeza la criminal. De todos modos, el coronelno le enseñará los dibujos. Ha encargado la investigacióna uno de sus hombres, a ese tío tan antipático con chupade cuero, que por lo visto es un hacha. A mí ese chico mepareció un arrogante.

–¿No se llamaría Junek, por casualidad?

–No lo sé, pero es posible. Así que lo conoce. Si es él, yoiría con cuidado. Éste se trae algo más entre manos de loque debería como poli.

–Se podría decir que no somos muy amigos -señalé, perono soné convincente.

Me dirigió una mirada desconfiada y comentó que él en mi

lugar no se cruzaría en el camino de Junek.

Por un instante reflexioné en sus palabras. OlejáÍ debía deestar desesperado si, aparte del capacitado Junek, sehabía decidido a contratar para la investigación a unoutsider como yo. Lo había disfrazado de colaboracióncon Gmünd, pero suponía que también podría ayudarlo aél. Finalmente me había afianzado poniéndome en tándemcon Rozeta; quizá le hubiera encargado que siguiese unrastro del que yo no tenía ni idea. Incluso el que ahora Záhirme ofreciera trabajo podía haber sido iniciativa suya,aunque yo debía suponer que el ingeniero actuaba a susespaldas. Seguro que el coronel no se tomaba a la ligeraesos dibujos anónimos. ¿O acaso veía en todo ello másde lo que había?

–Entre las amenazas por correo y la agresión que ustedsufrió la policía ve una relación. ¿Cómo pasó todo?

–No sé de esto más que usted. Aquel día me despertómuy temprano el teléfono. Era el director de la empresa, oal menos así se presentó. Tenía la voz algo cambiada, esverdad, como cascada, pero aparte de eso me parecióreconocerla. Achaqué la ronquera a un resfriado o a unabuena borrachera. Me ordenó que fuera de inmediato. Enel recién terminado proyecto de la nueva urbanizaciónhabía un grave error. No, lo dijo de otra manera… Dijo«inadmisible». O «irreversible», no entendí muy bien. Mevestí y salí de casa. Para ir al garaje tengo que pasar por el

jardín delantero. Y nada más abrir la puerta, alguien meechó un saco sobre la cabeza. Me habían pillado. Debíinspirar algo cuando abrí la boca y quise pedir ayuda.Apestaba a alcohol, de eso aún llegué a darme cuenta.Después perdí el conocimiento. Aquellos granujasdebieron de impregnar el saco con algo.

–¿Aún estaba oscuro?

–Acababa de amanecer.

–¿No vio a nadie?

–No.

–¿Cuándo recuperó la conciencia?

–En la torre, aunque aún no sabía dónde estaba. Seguíateniendo la cabeza metida en aquella capucha. Medespertó un dolor terrible en el pie. Primero me loperforaron, pero lo peor fue cuando me pasaron la cuerdaentre el tendón y el hueso. Volví a desmayarme, elsufrimiento era inaguantable. Entonces ya sólo meacuerdo de que alguien me dio impulso. Y de los golpesque me di contra la pared. Me habían quitado la capucha ytenía las manos libres, pero no me servía de mucho. Metapé la cara y la cabeza con las manos y me despedí de lavida; yo mismo tocaba a muertos. Perdí de nuevo laconciencia, luego la recuperé. De repente estaba solo en

el campanario, volaba de un sitio a otro y el silencio eraaterrador. Ya no notaba los golpes contra la campana,estaba completamente sordo. Después alguien me agarró;miré y vi al ángel de la salvación; ante mí estaba usted,agitando las manos y diciendo algo. Pero volví adesvanecerme.

–¿Querían matarlo? ¿Qué cree?

–¿Qué diría usted?

–Más bien parece una advertencia. Una últimaadvertencia.

–Estoy de acuerdo. Me provocaron una conmocióncerebral y contusiones en las costillas, pero si hubieranquerido acabar conmigo lo habrían hecho diez veces;tuvieron bastante tiempo.

–¿Qué motivo pudieron tener para hacerle una advertenciaasí? ¿Qué les molesta de usted?

–Eso fue lo primero que preguntaron OlejáÍ y Junek. Paraser sincero, no tengo ni idea. ¿Envidia? ¿Venganza de losantiguos dueños de nuestro chalé? Durante lasrestituciones conseguimos la casa tras un juicio yacabamos a malas con ellos. Junek quiere sacarles algo,pero me parece traído por los pelos.

–Cayó en una trampa y no fue difícil llevarlo hasta allí. Lossecuestradores sabían bien cuánto le importa su trabajo.Lo conocen.

–Sí, eso dijo también el coronel. Se le ocurrió que quizásestuviese implicada en esto una empresa de proyectos dela competencia.

–¿Y hay alguna empresa?

–Usted es bueno, ¿eh? Empresas como éstas hay almenos treinta, y eso sólo en Praga y por mencionar lasmedianamente grandes. Simple competencia. Si nohubiera leyes, nos mataríamos los unos a los otros. Pero¿a quién le apetece pasarse en la cárcel el resto de suvida? Cualquiera se lo piensa.

–Sin embargo… ¿no le robaron a nadie un contrato?

–Tampoco es el primero en preguntarlo, y me temo quetambién lo decepcionaré. No. Al menos durante el últimoaño. Trabajábamos en el proyecto de esa urbanización, ycon nosotros participaban otros. Nadie se atrevería conuna empresa tan importante.

–¿Y qué hay de sus empleados? ¿Qué tal se entiende conellos?

–Bien con todos, yo sé tratar a la gente. Le doy mi receta:

elogiar y adular. Nadie se le resistirá.

–Ha hablado de sus… novias. ¿Alguna de ellas estácasada?

Era evidente que eso llamó su atención.

–Ya veo adónde quiere llegar -dijo-. Casadas lo están casitodas. ¿Sabe?, eso a su colega de la criminal no se leocurrió. Pero, por otra parte, vinieron con algo que no se leha ocurrido a usted. No lo sabe todo. Aún hay dospersonas que reciben cartas parecidas a las mías.

–¿Quiénes?

–¡Si lo supiera! Junek y OlejáÍ hablaron de ellas cuandoestuvieron aquí. Dijeron que si los secuestradores sehabían cebado tanto conmigo, ellos tendrían que recibirprotección policial.

–Pero, ¿por qué me lo ha ocultado OlejáÍ?

–Supongo que no confía en usted. Con relación a estohabló de Blská, esa chica tan bien formada. Su culo es unobjeto de decoración del cuerpo policial. Una vez vino averme, pero yo aún no estaba en forma. – Una lástima. Sinduda ella sabe algo de esto, yo ya no le puedo decir nadamás.

Záhir saltó de la cama con sorprendente agilidad, cogió lamuleta y fue hasta la mesa. Señaló una de las botellas yme invitó a abrirla y beber con él por la colaboración. Llenósendos vasos de plástico; era brandy. Me invadió esefalso optimismo después del cual siempre se produce uncambio brusco de humor. Le hablé a Záhir de mis estudiosinacabados y escuché la historia de su exitosa carrera.Después desvió la conversación hacia Rozeta, de quienestaba claro que quería saber todo lo posible. Eso meirritó, seguramente porque yo pensaba en ella de un modocompletamente diferente. No quería enterarme de ningúnaspecto de su vida; no tenía derecho. De la segunda copano bebí ni un sorbo. Záhir lo interpretó de maneraincorrecta. Con una sonrisa dijo que si tenía con Rozetaalguna intención, bastaba insinuarlo y él no meteríacuchara. Con esto me acaloré aún más. «Qué intenciones,por favor», le increpé. Cogí el impermeable y camino de lapuerta dije que llamara cuando me necesitara. Záhirintentó retenerme, pero entonces se abrió la puerta y entróuna mujer, muy bella pero con un semblante algo primitivo.Cabellera roja, labios gruesos, una figura que sedesbordaba igual que una fuente barroca. A punto estuvode llevarme por delante. Tan pronto vio a Záhir, se le echóal cuello. Los plátanos que le había traído cayeron al suelo.Intuí que no era su mujer y me apresuré hacia la puerta.Antes de cerrarla, oí su risa. Quise meter las manos en losbolsillos y descubrí que me salían por los costados.Llevaba el impermeable al revés.

En los siguientes días el teléfono permaneció callado, nollamaron ni Gmünd ni Záhir, tampoco OlejáÍ. Llovió sinparar; a causa del cielo encapotado, las luces de lasventanas del bloque de enfrente estuvieron encendidas dela mañana a la noche. En la iglesia había pillado unresfriado, así que me eché en la cama en mi habitación deProsek y no salí. Me quemaba el cuello, me goteaba lanariz y me zumbaban los oídos. Leía junto a la lámparaencendida. Intenté sumergirme en los estudios de JosefPekaÍ acerca del movimiento husita, repasé el capítulosobre los disturbios de elivskv en la Ciudad Nueva. Unescalofrío me recorrió la espalda y no supe si era por lalectura o por la fiebre.

La lluvia de noviembre no paraba sin paraguas no sepodía ir ni al supermercado, mucho menos hasta el bosquede Šáblice. No tenía paraguas. Mi impermeable dedetective de película me defraudó, estaba terriblementeempapado.

Intenté ocuparme de mis flores exóticas, pero vivían suvida y todo cuanto necesitaban de mí era que las regasede vez en cuando. Sólo la vid de la pendiente sobre elarroyo Boti… no iba tan bien como antes. En los últimosdías el brote se había puesto amarillento, su tallo sedesprendió de los hilillos que lo habían envuelto durantetanto tiempo, y se quedó en la tierra como el cadáver de unrecién nacido. Las hojas se rizaron y se cubrieron de unas

manchas blancas. Hice la señal de la cruz sobre la planta,pero no quise tirarla hasta que no se marchitara porcompleto.

A la señora Frvdová empezó a preocuparle que llevaratantos días en la cama. Debió de darse cuenta de losobreexcitado que estaba, y con toda seguridad no se leescapó mi cara de persona que no puede conciliar elsueño hasta el alba y despierta hacia el mediodía despuésde no haber dormido bien. Al final de la semana, unviernes, cuando todo lo que podía hacer era permaneceracostado mirando el blanco techo con ojos somnolientos,entró en mi habitación con los brazos cargados de libros ydeclaró que había hecho una selección de entre suspreferidos y que quizás estuviese sacando un clavo conotro, pero que a veces ayudaba. Los libros cayeron degolpe sobre la silla y la señora Frvdová cerró la puerta trasde sí.

Me erguí a duras penas en la cama y conseguí tender lamano hacia el tomo de encima. Era El castillo de Otranto,de Horace Walpole. Sonreí y lo abrí por el medio.Enseguida volví al principio y empecé a leer. Era por lamañana. De repente la dueña llamó a la puerta, y entró conla cena: era de noche. Yo no había notado el paso deltiempo: la lámpara llevaba todo el día encendida. Tras laventana ya estaba oscuro, el despertador señalaba lasocho menos cuarto. Me había acabado el libro. Comí y concuriosidad alargué la mano hacia el resto de tomos. Clara

Reeve: El viejo barón inglés. Ann Radcliffe: Los misteriosde Udolfo. Edgar Alian Poe: El ángel de lo extraño. E. T.A. Hoffman: El hombre de la arena. Joseph vonEichendorff: Sortilegio de otoño. Y más.

Esos libros me curaron. Exageraría si dijera que eldomingo me levanté fresco como una lechuga, aunquemás o menos era así como me sentía. Lo de sacar unclavo con otro resultó, y no pensaba parar. Me vestí y fui ala Ciudad Nueva, a la que había echado de menos durantemi enfermedad. En la plaza de Carlos fui a la CerveceríaNegra, una taberna inhóspita donde a menudo me parabapara comer. Pedí grog. Elegí la mesa de madera artificialmás limpia y me dirigí a ella, junto a la cual un viejo comíade pie un plato de sopa. Cuando le di un sorbo a mi roncaliente y sin querer levanté la vista, constaté que mirabala cara del profesor NetÍesk.

Sonreía, con curiosidad por saber si le reconocería. Nossaludamos amistosamente, yo con mayor entusiasmo,porque deseaba compañía y en ese momento no podíaesperar ninguna mejor. Pero me pareció raro queestuviera allí un domingo a mediodía, solo, y le preguntépor su mujer. Rió y respondió que seguía igual que en elinstituto de Boleslav. Después, con una sonrisa medio dedisculpa medio irónica, me explicó que tenía una hija decinco meses, y que cuando ya no podía aguantar el jaleohuía de casa a la taberna. Era un anciano tembloroso. Sumujer era vegetariana, prosiguió, y no le importaba si él, un

amante incorregible de la cocina checa, prefería comerfuera.

Observé su cara y busqué señales de decrepitud. Noencontré ninguna, no parecía mucho mayor que cuando lehabía visto por última vez. Los ojillos tras las gruesas gafaseran vivaces, las mejillas estaban sanamente sonrojadas,los dientes, protuberantes, sinuosos, amarillentos por eltabaco, constituían una señal inequívoca de autenticidad.Como si me leyera el pensamiento, me aseguró que habíaacertado en su matrimonio y que también su mujer estabacontenta. Sabía con quién se casaba. Quien permanecíasoltero hasta la vejez, difícilmente cambiaba suscostumbres. La gente tomaba a su esposa por su hija, y asu hija por su nieta. Cuando me lo dijo, volvió a reír. Meinvitó a su casa, para que comprobase que hogares tanestrambóticos como el suyo también podían funcionar. Nome hice de rogar.

Me llevó a un edificio poco vistoso de la calle Venceslao.Subimos en ascensor al tercer piso. El apartamento de undormitorio daba a un patio cerrado, pero estaba orientadoal sureste, algo que NetÍesk apreciaba.

El encuentro con la señora NetÍesková fue penoso. Delrecibidor entramos en la cocina con visillos floreados enlas ventanas. No estaba allí, como tampoco en el salóncontiguo. NetÍesk la llamó. La voz de ella nos llegó desdeel dormitorio. NetÍesk me hizo un gesto de que lo siguiera.

Se llevó el dedo a los labios para darme a entender que lapequeña dormía.

En el dormitorio las cortinas estaban echadas y los débilesojos del viejo profesor le traicionaron. La señoraNetÍesková estaba sentada en una antiquísima butacajunto a la cama abierta, tenía a la criatura en los brazos y ledaba el pecho. Por su expresión advertí que había dudadosi pedir a su marido que esperara o volver a acostar a laniña. Ésta mamaba muy satisfecha. Era una escenahermosísima y yo no tendría que haberla presenciado. Lamujer me ofreció una sonrisa insegura y dijo que me daríala mano en un momento. Yo hice como si nada.

NetÍesk estaba mucho más desconcertado que nosotros.Me invitó a que me sentara y le hiciese compañía a sumujer, mientras tanto iría a la cocina a preparar café. Medejó allí para que me las apañara como pudiera. Me moríade ganas de ir tras él y dejar en la intimidad a la madre y asu bebé, pero habría parecido una huida. Me senté en elborde de la cama.

Se hizo el silencio, sólo se oía succionar al bebé. Mealegré de que la habitación estuviera en penumbra. Meardían las mejillas y me sabía mal por la señora NetÍeskováque su marido la hubiera puesto en una situación así. Lamiré con el rabillo del ojo, pero ella sonreía, alentadora, ala niña, como si yo no estuviera en el cuarto. Eso me diovalor para conversar. Dije que aún la recordaba de mis

tiempos de estudiante. Contestó que era posible, pero queno se acordaba de mí; por entonces no le interesaban losniños, sino sólo los chicos mayores. Enseguida advirtió loridícula que sonaba esa respuesta si se tenía en cuenta laedad de su marido, y permaneció algo turbada. Paradisimular, le pregunté por los profesores que había tenido,y enumeré los míos. Propuso que, ya que éramoscompañeros de clase, nos tuteáramos: ella era Lucie. Ledije mi nombre entero y me asombré de la claridad conque lo pronuncié. En silencio le di las gracias a Rozeta.

Varias veces desvié la mirada hacia los pechos de Lucie,que en la habitación con sombras brillaban como doslámparas redondas y atraían la atención casi con violencia.Me sorprendió que no fueran especialmente grandes, perosu peso y las venas azules que los surcaban revelaban enqué etapa se encontraba. Apartó la cabeza de la niña delpecho derecho y la acercó al izquierdo.

Ahí donde la criatura había estado mamando hacía uninstante se formó una gotita blanca, aumentó y adquirióuna forma esférica, pero no resbaló. En la cocina lacafetera silbó, se oyó un tintineo de tazas. El bebé dejó desuccionar por un momento como si prestara atención.Antes de volver a chupar, levantó una manita regordeta ycogió el pezón libre. La gotita de leche rodó entre susdedos.

Apareció una nueva gota. Aparté de ella la mirada, alcé los

ojos y me sobresaltaron los de Lucie NetÍesková. Memiraba con compasión, como si supiera exactamente losecos que estaban mi boca y mi garganta. E hizo algoinesperado. Con cuidado se pasó el bebé al lado derechosin dejar de mirarme. Me hizo sitio al lado de ella. ¿Cómopude permitirlo? Pero entonces, como en trance, melevanté de la cama y por la alfombra velluda me arrastré derodillas hacia la madre. Apoyé las palmas en sus muslos ysentí su mano en la cabeza. Lo increíble se hizo realidad:me acariciaba una mujer hermosa. Su imagen temblabaante mis ojos, sólo veía con claridad el abalorio colorcrema en medio de un círculo oscuro. La mano caliente meapretaba sosegadora el cuello y suavemente atrajo micabeza hacia el blando cuerpo. No importa nada, sólo estemomento, dijo la voz de la habitación silenciosa. Haz loque debes, no te arrepentirás. Sin embargo, vacilé. Con unmovimiento lento volví la cabeza hacia el bebé, sentí en laboca su débil aliento, levanté hacia él los ojos y tuve quehuir de su mirada aterradora. Mientras tanto, apoyé lamejilla en el pezón del pecho de Lucie; quemaba como unarañazo.

Tras la puerta, las cucharillas tintinearon sobre laporcelana. Me puse en pie de inmediato y caminé de piehacia la ventana, donde fingí que observaba el sucio patiotras las cortinas. Pero no veía nada, sólo un día gris yborroso. Entorné los ojos, los perfiles de las casas sehicieron más nítidos.

Oí entrar a NetÍesk, que llevaba una bandeja con café.Anunció a su mujer que le había preparado una manzanilla.Ella le dio las gracias y le recordó que había olvidadoofrecerme azúcar. Mentí y dije que no quería, y me llevé lamano a la cara, donde la leche de Lucie me picaba.Seguro que es dulce, pensé, pero no me atreví a lamermelos dedos. Aturdido, bebí un sorbo de café y me quemé loslabios. Me disculpé con la excusa de que tenía quetrabajar. El profesor me pidió mi número de teléfono;teníamos que ir a tomar una cerveza. Se lo di. Cuandoestaba en el pasillo y él cerraba en silencio la puerta trasde mí, me lamí ávidamente la mano, pero la lengua ya noencontró en ella leche materna.

Capítulo10

Todos los caminos suben

hacia el cementerio.

O. Mikuláek

La semana siguiente empezó mal.

El despertador, mi viejo enemigo, sonó justo a las siete. Ala vez se oyó el teléfono. Sentí ese despertar violento comoun mal presagio. Igual que en el piso de Pendelmanová,igual que en la iglesia de Vtrov. Cuando descolguésemidormido el auricular en el recibidor, la señora Frvdováasomó la cabeza por la puerta del dormitorio. Oí una vozfemenina. No me dijo su nombre, pero reconocí a Rozeta.Me comunicó que tenía que ir a Vyehrad. Al Palacio deCongresos, de inmediato. Ahí me enteraría de todo. Ycolgó.

A la señora Frvdová le supo mal no haberse decidido aresponder al teléfono antes que yo. Quería saber quéocurría, pero rehusé responder. Ofendida, se encerró en lacocina. Comprendí que no quería que me preparara eldesayuno. Desde hacía un tiempo tenía la sensación deque mi presencia en el piso le molestaba cada vez más.

Fui en autobús a Holeovice, y de ahí en metro a Vyehrad.Llegué en cuarenta minutos. Subí rápidamente por lasescaleras a la explanada que hay frente al Palacio deCongresos y enseguida supe adónde tenía que ir. Debajode dos antiguos mástiles de hierro, heraldos de loscongresos comunistas, reinaba una agitación inusual. Lospostes, grises y rústicas imitaciones de oro y madera,instalados años atrás por Ple…nik en el patio del castillode Praga, estaban rodeados por una multitud, entre la quereconocí a Junek y Rozeta, los dos de paisano. Rozeta

agitó la mano hacia mí y después miró hacia arriba, con locual adoptó la misma postura ridícula que los demás. Unhombre con gorra pasó por ahí y también miró, después sedetuvo. Observé que sonreía. Miré hacia el extremo y vialgo insólito: algún bromista había puesto allí unoscalcetines. Los postes parecían las piernas de un gigantecon calcetines, arriba estrechas, abajo gordas y unidas porlos muslos a la explanada de hormigón. ¿Para eso mehabían llamado? ¿Para que presenciara esa escenagrotesca?

Rozeta y yo nos saludamos. Junek no dejó que leinterrumpiera, tenía un transmisor en el oído y estabamirando a través de unos pequeños prismáticos. Los dosestaban pálidos y, a diferencia de los transeúntes, muyserios. Algo más allá había dos jóvenes guardias, y por lacara de incertidumbre evidentemente dudaban si debíanordenar a la gente que miraba los postes que circulase.Eché la cabeza hacia atrás y me quedé estupefacto: ¡losextraños calcetines estaban metidos en sendos zapatos!Cada punta apuntaba a un lado y con el viento matinal sebalanceaban ligeramente, como si el gigante agitara laspiernas. Me sorprendió que todo eso no hubiera caídohacía ya tiempo. Sobre la suela que señalaba, más allá delpuente de Nusle, hacia la plaza de Carlos se había posadouna herrumbrosa paloma; con el pico extrajo algunaporquería y nos hizo un guiño cómplice, como si ponderarasi debía echarnos algo a la boca.

Miré a Rozeta con expresión interrogativa, y entonces elviento resopló y ella, sin dejar de mirar hacia arriba, chilló:«¡Cuidado!», y con los brazos extendidos dio un pasoatrás. Instintivamente me acurruqué. Un calcetín cayó ygolpeó contra la piedra; estaba lleno como los calcetinesen Navidad. Se partió en dos trozos: uno azul y largo, elotro negro y corto. El segundo era la bota sobre la queapenas hacía un momento desayunaba el pájaro. Rodóentre los parterres de hormigón en que crecían cipreses. Elotro trozo, una pierna humana con un pantalón tejano quehasta el momento yo había tomado por un enorme calcetín,quedó al pie de la columna.

El primero en darse cuenta fue el hombre de la gorra: seinclinó hacia delante y empezó a vomitar. Los guardas semiraron brevemente y empezaron a dispersar a la multitud.Muchos echaron a correr. Junek gritó alguna orden, unpolicía de uniforme salió de un vehículo y se acercó con unrollo de cinta blanquiazul que poco después delimitaba unazona de acceso prohibido. Rozeta se alejó unos pasos conel hombre que había vomitado. Se hizo cargo de él ungentleman con traje oscuro y un raglán desabrochado, queextrajo del bolsillo de la pechera una petaca plana y ofrecióa aquél los primeros auxilios.

Tampoco yo hubiese desdeñado un trago. Estaba encuclillas delante de la extremidad y no podía apartar lamirada del lugar donde, bajo la tela azul remangada,blanqueaba la piel. Me negué a mirar allí donde el pantalón

vaquero aparecía cortado, hacia la mitad del muslo. Junekdiscutía con alguien por el transmisor -me parecióentender que el médico forense se negaba a ir al lugar delos hechos- y Rozeta reanimaba a una joven que se habíadesmayado hacía un momento. Hice acopio de valor y fui amirar la bota. No fue difícil encontrarla al lado del parterre.Se la llevé a Junek, que seguía discutiendo con el forense.La cogió y se la acercó al oído libre como si se tratara deun auricular; sabía cómo hablar por dos teléfonos a la vez.De inmediato se dio cuenta del error y, sin dejar de hablar,dio un paso amenazador en mi dirección. Záhir tenía razóncuando me advirtió sobre él. Retrocedí y con un gestoindiqué que el zapato estaba sucio y que no debíametérselo en el bolsillo de la chaqueta. Pero ya lo habíahecho. Volví junto a la pierna y esta vez no evité mirar lahorrible herida. No detecté señales de sangre. Se meocurrió que quizás hubiese chorreado por el porte, perouna mirada hacia arriba me convenció de que no era así.¿Qué significaba eso? Que la víctima había debido dedesangrarse mientras estaba en el suelo. Justo al lado delhueso del muslo roto -sí, roto más que cortado- se abría enla carne el agujero negro que había producido la punta dela columna. Los músculos rígidos conservaban su formaredondeada.

La segunda pierna continuaba ondeando en la columnadelante del Palacio de Congresos y con la punta señalaba,más allá del Nusle, hacia la iglesia de Na Slupi. Laquitaron con ayuda de una plataforma elevadora. Tardaron

casi una hora. Las dos extremidades habían sidoseparadas del cuerpo de la misma manera: no las habíancortado sino que las habían arrancado. Por el tipo decalzado y su tamaño, y también por la cantidad de velloque cubría la piel, el forense dedujo que pertenecían a unhombre. Antes de llevárselas para un estudio detallado,nos preguntó dónde estaba el cadáver; no había duda deque la persona que había perdido las piernas de esamanera debía de estar muerta. Pero tras escudriñar aconciencia el entorno, no teníamos la menor idea de dóndepodía estar.

Después de las diez, el coronel se presentó en la escenadel crimen. Estaba demacrado, parecía desgraciado, noquedaba ni rastro de su determinación. Igual que antes enel despacho, parecía perplejo. Contra la oreja derechasostenía un pañuelo de seda y agitaba la calva cabeza, enla que llevaba un sombrero elegante que me recordó el deun gánster de película.

Su primera pregunta fue sobre Záhir: si esas piernasencontradas no le pertenecían. Rozeta le anunció conexpresión agria que acababa de llamarlo y que sin dudaestaba entero, porque la había invitado a visitar suhabitación de hospital con la intención de convencerla deque tenía todos los miembros en su sitio. Me sentíindignado por su desvergüenza, que también irritó a Junek,aunque por otra razón. Increpó a Rozeta que no deberíahaberle dicho nada a Záhir sobre las piernas arrancadas.

Ella se encogió de hombros. Si no quería correr la mismasuerte, más le valía avisarle.

Me atreví a interrumpir la pelea comentando que laspiernas podían pertenecer a alguno de los que tambiénhabían recibido advertencias. Eso hizo que Junek mepreguntase a gritos cómo lo sabía. Tuve que decir laverdad: por Záhir. Záhir era un estafador y un macarra, dijoJunek, alterado, ya le llegará, ya, de todas formas en sucaso hay alguna mujer de por medio. OlejáÍ se mirófugazmente el pañuelo y se lo metió en el bolsillo diciendoque averiguara todo lo que pudiera sobre los otros dosamenazados. Se llamaban ÌehoÍ y Barnabá. Llevaba desdela mañana intentando llamarlos, pero en casa de Barnabánadie contestaba el teléfono y ÌehoÍ estaba en viaje deservicio.

Junek se fue a alguna parte, seguramente al vestíbulo delPalacio de Congresos, para reunir entre el personalnocturno a los testigos potenciales del incidente. Antes deirse a la oficina, OlejáÍ encargó a Rozeta la tarea decontactar lo antes posible con ÌehoÍ y Barnabá, para quepudiéramos descartarlos como posibles víctimas. Rozetase sentó en el coche y encendió el motor. A través de laventanilla abierta le pregunté a qué se dedicaban ÌehoÍ yBarnabá. El motor tosió y calló. Con rostro inexpresivo,Rozeta me brindó esta respuesta sorprendente: «Creo queya lo sabes.»

Sin duda. Estaba seguro de que ÌehoÍ y Barnabá eranarquitectos, proyectistas o aparejadores.

Antes de poner el coche en marcha, y tras cerciorarse conuna mirada cautelosa de que nadie nos escuchaba,Rozeta me transmitió la orden de Gmünd: a las dos meesperaría delante de la iglesia de la Anunciación de laVirgen María. Dije que ya nos veríamos allí los tres. Asintiócon la cabeza y entonces, como si acabara de ocurrírsele,con una sonrisa metió la mano en un bolsillo y sacó unmanojo de llaves. Me las dio. Me explicó que eran de laiglesia y que el día anterior se las había llevado deldespacho. Después añadió algo extraño: Gmünd y yoiríamos solos; ella pasaría a recogernos más tarde. Menegué en redondo y me di cuenta de lo absurdo de lasituación: un civil recordándole la ley a un policía. «¿Teniegas?», repitió ásperamente. Sobre todo no podíaenterarse OlejáÍ. Le pregunté qué tenía que hacer por latarde tan urgente que le impedía ir con nosotros, eso siestaba de servicio. Me interrumpió diciendo que no eraasunto mío. Volvió a encender el motor y partió.

Antes de las dos ya estaba en el lugar convenido, al ladode la iglesia de la Anunciación de la Virgen María de lacalle Na Slupi, Santa María en el Verde. Había pasado porAlbertov entornando los ojos bajo el sol dorado que, trasdos semanas de neviscas, se había encaramado encimade Vyehrad como una amarilla manzana tardía pero

madura. Me encontré a un grupo de estudiantes de lacercana Facultad de Medicina, de otro modo el lugarhubiera estado en silencio y casi desierto. De la calle NaSlupi me llegaba el sonido de las campanas del tranvía, ydel viaducto de VvtoÁ el suave traqueteo del tren.

Levanté la vista hacia la torre de la iglesia a la que hacíaaños iba tan a menudo y una vez más pensé que deberíaser el santuario de los escritores, porque su campanariooctogonal con aspecto de alminar árabe y su aguja negracomo el carbón recordaba un lápiz muy afilado. Cuando laconstruyeron en el siglo XIV, aún no se usaban lápices,pero la actitud de humildad del constructor ante el dios delos talentos en la forma de todo el edificio no se podíapasar por alto, aunque yo era incapaz de descubrir lacausa de esta apariencia.

En mi bolsillo tintinearon las llaves que me había dadoRozeta. Las cogí y las sopesé, saboreando la sensaciónde poder. Como si por la puerta a la que pertenecía lacerradura no se entrara sólo a la pequeña iglesia gótica,sino simultáneamente al templo del Conocimiento. Lamirada se me perdió por la cuesta que desciende desdela plaza de Carlos, donde tras los tejados del hospital delas Clarisas, los castaños del jardín botánico y las torres deSan Juan en el Peñón intuía la oscura silueta de la Casade Fausto. Desde la mañana me daba vueltas en lacabeza la irritación de Rozeta y su extrañocomportamiento, su actitud impasible y serena frente a la

cruel broma de un asesino sin duda loco. Yo mismo, comoconstataba, no había conseguido hasta ahora tomar plenaconciencia del incidente de Vyehrad. Si no era ni lasombra del profesional que alguna vez había deseado ser,¿de dónde procedía esa insensibilidad? Quizá noestuviera dispuesto a tolerar ese horror por instinto deconservación. ¿Para qué complicarse la vida con algo tanhorrible como es el hallazgo de unas piernas humanasdescuajadas que ondean en un poste en lugar de labandera nacional? ¿Hay que estremecerse? Quizásantes… ¿pero ahora? Cuando hay alrededor tantaviolencia, ¿quién no está inmunizado? Una pierna clavadaen un poste es algo incluso cómico a pesar de la tragediaque implica. Y nuestra época disfruta con el humor negro.¿Qué otra cosa le queda? ¿Qué le queda? Si me río, nofallezco. Si te desesperas, mueres.

Pero, ¿qué pasa después con el conocimiento? ¿Nublanmás la vista unas lágrimas de risa u otras que sonproducto de la desgracia?

Miré el reloj. Eran las dos y cuarto. Tomé por la calle NaSlupi, luego rodeé el convento servita por las callesAlbertov, Voto…kova y Horská, pero no vi a Gmünd porningún lado. Encontré una cabina de teléfonos y llamé alhotel donde se alojaba. El recepcionista me aseguró queel señor Gmünd no estaba en su habitación. Pensé enpreguntarle si el caballero había pasado la noche en elhotel. ¿Debía hacerlo? Lo hice. No había terminado de

formular la pregunta y el recepcionista ya colgaba elteléfono.

Volví a la iglesia, llegué a la puerta situada al pie de latorre y cogí el picaporte. Cerrado. Probé con las llaves.Eran ésas. Las cerraduras se abrieron una tras otra, sinchirriar, sin protestar. Volví a mirar alrededor y entré.

Dentro estaba iluminado y hacía calor. Lo primero queatrajo mi mirada fue una columna. Era circular, sinadornos, de unos diez metros de alto, con una basemaciza, y nervios de bóveda como ramas que se alzabanaún otros buenos cinco metros y se quebrabanabruptamente en las quillas invertidas de la doble nave deltemplo. No es raro que aquella iglesia fascinara tanto alescritor jesuíta Bohuslav Balbín, que la consideraba laesencia de la arquitectura checa. Y como símbolo oportunoestá la gran columna, pensé, que lo aguanta todo y seaguanta también a sí misma, y sin duda protege a los quevienen aquí. Está encalada, también los nervios sonblancos, así como las paredes entre las ventanas: limpiezay pureza que hacen olvidar viejas profanaciones. A finalesdel siglo XIV la iglesia era abigarrada como todas lasconstrucciones góticas. En las bóvedas dominaban el azuly el dorado, en las ventanas el amarillo, el verde y el rojo.Tampoco faltaban elementos orientales, ideas copiadaspor los cruzados en Damasco, Jerusalén y Antioquía y queencontraron aquí una nueva expresión con numerosasvariaciones. En los nervios de la bóveda de crucería se

alternaban franjas plateadas y rojizas; en los canalesesmeralda del arco triunfal, que separaban las dos navesdel coro, titilaban hojas doradas. Los fantasmales motivosflorales, símbolos de la vida eterna, se entrelazaban allídonde los que creían en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santodirigieron la mirada. Era un festín para la vista. O lo habíasido antaño.

Me acerqué a la columna, que concentraba la luz queentraba por la ventana de manera que parecía que ellasola iluminase el lugar como un enorme neón. De algunamanera era diferente del resto de la iglesia, sobre todo porla sencillez de forma y la ausencia de todo elementoembellecedor. Se trataba de una columna corriente, queno pertenecía a ningún estilo histórico; quizá la hubieralevantado mucho antes de la Edad Media algúnfuncionalista desconocido. Hundí la punta de la llave en elrevoque con la ingenua esperanza de que bajo la blancuradescubriría una cicatriz roja y me convencería de laveracidad de la leyenda según la cual, antes de que seconstruyera el templo aquella columna correspondía a unaltar de sacrificios pagano. Decían que era roja a causade la sangre de animales y personas, ofrendas a deidadesinsaciables. Fue de sabios no derribarla cuando, después,llegaron con la cruz y el agua bendita, y fue de sagacescargarla con un tejado y un techo. Según nos enseña laleyenda griega, mientras Atlas estuviera doblegado bajo lacarga, era todo bondad.

Me agaché y busqué con los dedos el trazo de un cuchilloafilado. No lo hallé. Como si en el tejido vivo delantiquísimo pilar la herida hubiera cicatrizado. Apoyé lapalma contra la piedra. Y entonces, la columna, durantesiglos inmutable, se agitó perceptiblemente.

Llegaron hasta mí unos pasos lejanos, y me volví asustado.No vi a nadie por ninguna parte, sólo la misma sensaciónque en San Esteban y en San Apolinar. El púlpito estabavacío, en el coro del órgano nada se movía, quizá tan sóloel polvo que levantaban mis pasos sacara al presbiterio desu majestuosa inmovilidad. Los sonidos debían de venir defuera; de modo que estaba solo con la sobrehumanabelleza del templo.

Hace ciento cincuenta años la iglesia y el monasterioadyacente se convirtieron en una extensión del manicomioprovincial; sólo gracias a eso aquélla fue bendecida denuevo, pues de lo contrario estaba destinada a la ruina.Los praguenses devotos tenían acceso al lugar una vez alaño. Anteriormente, el monasterio había albergado unainstitución para la educación de suboficiales; traían chicasa la iglesia y cometían actos desenfrenados en los sitiosdonde antes se había celebrado la santa misa. La barbariede los ejércitos nunca defrauda; en todas las épocasocurre lo mismo. Las tropas se instalaron en el monasterioservita de Na Slupi ya a finales del siglo XVIII, después deque fuera cerrado por orden del emperador José. Laguarnición de artilleros y los alumnos de la escuela de

cadetes de Kinskv y del regimiento Kallenberg sealinearon delante de la iglesia profanada igual que enterritorio enemigo conquistado: saquearon lo quepudieron, se llevaron incluso los tubos del órgano paracortarlos y, mezclados con plomo, refundirlos y hacermunición para los largos mosquetes. ¡Pero qué fue eso encomparación con el otoño de 1420, cuando desde allí,justo desde la iglesia del Señor, los husitas dispararonhacia Vyehrad!

Me arrodillé frente a la columna y me apoyé en ella con lacabeza gacha. Rezar, pedir perdón, a eso me impulsabala gravedad del momento. Sopesaba las palabras, pero seme atascaron en la garganta. ¿Cómo pedirle perdón a unapiedra por los delitos cometidos por seres de los que unono sabe casi nada? Lágrimas de pena empañaron misojos, y no me resbalaban por las mejillas sino que caíandirectamente al pavimento de piedra. Lluvia de un almanublada.

Entonces sucedió. Cayó una estrella. Una estrellita doraday brillante con puntas cortas. A su lado una segunda, y unatercera, y después, de repente, una llovizna de estrellas.Cogí una y me la acerqué a los ojos. Era una frágil laminitade oro trabajada por los delicados dedos de un artesano.Y entonces cayó otra cosa. No era dorada, sino azulmarino, azul cielo, grande como la palma de mi mano yligera como una pluma. Levanté la cabeza. Del firmamentoazul pintado en el techo se desprendía una estrella tras

otra y en un torbellino dorado caían al suelo de la iglesia.En lo alto quedaban las pálidas paredes de las pechinasde la cúpula. La antiquísima columna volvió a agitarse,esta vez con más fuerza, el cosmos agujereado tronó y seestremeció como si fuera a precipitarse sobre mi cabezade un momento a otro.

Se oyó un estruendo. La gente, ausente hasta hacía unmomento, corría ahora de un rincón a otro como si sepreparara para algo. Las paredes crujieron como bajo losgolpes de un mazo, de las ventanas caía vidrioestrepitosamente, de las bóvedas el revoque, que seposaba sobre los cascos de los soldados igual que nieveazulada. En uno de los cascos vi una estrellita; era rojiza ysu brillo parecía presagiar algo funesto. El hombre sobre elque había caído llevaba un cáliz cosido en el pecho. Pasócorriendo por mi lado, estuvo en un tris de derribarme, ydelante del altar se volvió hacia la iglesia. Acto seguidohizo una señal con una especie de bastónresplandeciente… No, era una espada. Señalaba laventana central del presbiterio. De algún lado aparecióotro y, en un idioma que a causa del estruendoensordecedor no conseguí entender, gritó algo, quizás unablasfemia, a juzgar por su tono de rabia. Al oírlo, el primerhombre bajó el brazo en que empuñaba la espada y miróalrededor como si sopesara algo. Entonces se oyó unclaro «¡Aquí!», pero no reconocí de dónde procedía. El dela estrella y el cáliz corrió hacia la ventana del lado derechodel presbiterio y levantó la espada al tiempo que repetía el

gesto de antes. El otro salió corriendo de la iglesia. ¿Setrataría de algún juego medieval? El juego de las cuatroesquinas… Mientras tanto, el estruendo iba en aumento, yahora llegaba del exterior de la nave norte. De repente, ami espalda, en la parte izquierda del templo, con un fragorensordecedor, el muro se desintegró.

Un carro militar irrumpió en la iglesia. Cuando la nube depolvo se posó, vi que el coloso estaba revestido de hierroy en un costado tenía un enorme espolón que semejaba laproa de un barco de guerra. Se levantaba en él un mazode hierro con la forma de un puño cerrado, mayor que unacabeza humana, ahora totalmente blanco a causa delrevoque y de la piedra. Diez forzudos mocetones vestidoscon casacas descoloridas y ceñidos pantalones de untejido rústico empujaban el carro. Sujetaban en la manolazos de cuero fijados al timón y hacían girar el carrolentamente. La carrocería tapó el martinete y en su lugar,sobre las cabezas de los hombres, apareció un largo yreluciente cañón negro. Era una vieja espingarda, del sigloXV, mucho más monstruosa de como la describen lasfuentes históricas. Cuando el cañón quedó apuntando a laventana de la iglesia, debajo de la cual estaba el hombrearmado con la estrella, tiraron con fuerza. El arma atravesótriunfalmente los bloques de piedra, que se derramaronhacia afuera igual que dados. Estaba bastante claroadónde apuntaba el cañón: directamente a Vyehrad.

El garfio estaba enganchado tras el alféizar, el hombre

situado bajo la ventana gritó algo y un chaval, un niño deunos diez años, se encaramó ágilmente al coche, seagachó para recoger algo y, como un mono, corrió coneste objeto por el cañón hasta su boca. Ahí el chico sesentó en la estrecha ventana, cogió la barra que learrojaron, deshollinó con ella el cañón y comprimió lapólvora. Una opaca bola de plomo, grande como unanaranja, brilló en su mano. A continuación la bola sonóestrepitosamente dentro del arma. Pero el chico ya habíasaltado de la ventana y un hombre con la cabezadescubierta y casaca verde, perneras ceñidas y botasaltas se subió a la rueda de madera de la cureña yencendió la mecha con una antorcha. El disparo fueatronador, retumbó por toda la iglesia y desde la bóvedade la nave se desplomaron un par de ladrillos sobre elpavimento. Antes de que una nube de polvo gris loenvolviera todo, me di cuenta de que el retroceso delcañón había hecho añicos el muro de piedra situado tras laespingarda. El arma estaba inmóvil y esperaba quevolviesen a cargarla, los hombres miraban inseguros eltecho. El templo violado tembló aterradoramente hasta loscimientos y pareció apoyar todo su peso en la columna.Me tapé los oídos con las manos y cerré los ojos confuerza.

Cuando volví a abrirlos, delante de mí estaba Prunslík,balanceando en las manos un pequeño bloc de notasencuadernado en cuero y con el lomo dorado, que colgabade una cadena de oro. Era idéntico al que le había visto a

Gmünd. Cuando advirtió mi expresión de aturdimiento, seguardó la libreta en el bolsillo del pantalón; en aquellosbreves momentos me apercibí de que del bolsillo seasomaba la elaborada empuñadura de un fino puñal, queenseguida cubrió con la chaqueta. Se inclinó hacia laizquierda y luego hacia la derecha, y con una mueca en loslabios, soltó:

–¡Vaya con nuestro joven doctor lithomorum! Se lo veíadormir realmente intranquilo, señor colega. Peor parausted… ¡A su salud!

Mi estornudo levantó algo de polvo de la mamposteríacaída, aunque ya no quedaba ni rastro de ella. La iglesiaestaba en orden, el vidrio permanecía liso e íntegro en lasventanas, y los muros intactos eran un modelo deestabilidad.

–¿No lo ha oído? – pregunté, aún medio adormecido.

–Acaba de estornudar y antes ha estado murmurandoalgo. Soy un gran admirador de los sueños. Freud meatrapó en mi juventud y ya nunca me dejó; ya sabe, miestatura…, así que no se moleste si he apuntado algo. Lodescompondré como a un despertador oxidado, sequedará atónito de lo mal que lo lleva, todo el mundo sequeda a cuadros.

Me levanté y me sacudí el polvo de los pantalones, que no

tenían ni una mota. Miré el reloj: las cuatro y cuarto. Almenos media hora más de lo que yo pensaba.

–¿Gmünd no está aquí? – quise saber. Prunslík mientrastanto se había alejado unos pasos hacia el presbiterio, asíque repetí la pregunta en voz más alta.

–Tiene trabajo -respondió-. En lugar de él estoy yo, ytambién podría manifestar una pizca de alegría.

Empezó a medir con grandes pasos el arco triunfal.Mientras lo hacía, semejaba un pequeño y feo pájaropatizambo, un andarríos o un sisón, de no ser por el pelopeinado en punta, que le hacía parecer más bien unaalondra.

No acabó de convencerme y le pregunté:

–¿Qué está haciendo?

–Queremos efectuar unos cambios aquí, ya verá. Porejemplo, esto antes tenía una pinta bastante diferente. –Se detuvo bajo el púlpito neogótico ricamente tallado-. Laiglesia fue regotizada por Grueber; vaya pieza tanfantástica, ¿eh? – añadió, refiriéndose al púlpito, aunquese señalaba a sí mismo-. Sólo que no lo acabó. Vendránnuevos bancos, copias de los de 1385, cuando acabaronla iglesia. Entonces le pusieron techo y era un regocijopara la vista, realmente una consagración del lujo. Una

pena no haber estado presente, pero tampoco lo estuvo elemperador Carlos, así que ya ves. ¿Y Venceslao IV? Se locontaron cuando estaba en el castillo de To…ník. Tambiénusted me ha dicho algo, con los pedazos de un orinal secompone una historia y cada trocito esinconmensurablemente valioso. – Se acercó a mí saltandoa la pata coja, me guiñó un ojo y agregó-: Pero menudorosetón, ¿eh? ¿Qué me dice?

–¡No me líe! – protesté-. Perdone, pero si intentainsinuarme algo, déjelo.

–¿Insinuar? ¿Qué se piensa de mí? Yo siempre, todo, a laque mi boquita corta…, roac, roac, ¿le gusta mi corbata?

Aparté la mirada de su cara de desequilibrado y miré lacorbata chillona. Era amarilla y desde ella me sonreía,repetido decenas de veces, el león de alguna película dedibujos animados. Enargué las cejas con expresióninterrogativa.

–¿Es duro de mollera? – Prunslík soltó una risilla y empezóa saltar alrededor de mí; con el traje azul y la cabeza rojaparecía la llama de un mechero-. ¡Piense un poco! – Sepuso serio con la misma rapidez con la que habíaempezado a dar brincos, y señaló el techo-. ¿Ve la clave?

Levanté la vista hacia la clave de la bóveda. En ella habíaun escudo, y en éste aparecía un león.

–Pobrecillo -dijo-. ¿Cómo debía de estar cuando habíaesa estúpida cebolla en la torre? Las fieras ferocestambién sufren con las ventosidades, no crea. Suerte quedejaron aquí a Grueber.

–¿Habla de la regotización de la iglesia?

–¿De qué otra cosa? Tengo que llevarlo, se lo pidoamablemente, no es ninguna orden, ¡por supuesto!

–¿He de ir a ver a alguien? ¿A Gmünd?

–Créame, no se arrepentirá. Hoy está un poco lento dereflejos, ¿eh? Tampoco es que yo le sirva de mucho. –Inclinó hacia mí la cabeza como una cerilla encendida-. ¿Osólo me lo parece? ¿No estará usted enamorado? Quierehablarle, ya sabe cómo sufre por usted. Me refiero aGmünd, no a Rozeta, aunque usted saldría pitando comoen una carrera, ¿eh? Al caballero usted le gusta más queyo; no entiendo cómo se lo habrá ganado, pero al fin y alcabo eso no es lo importante. Le dará un repaso, miraráque funcione, toc, toc, o igual le regaña o le paga elanticipo, no se nos vaya a quedar frito.

–¿No vaya a qué? Sea tan amable de hablarme conclaridad. He entendido que tengo que ir con usted al hotel.

–¡Bravo!

–Perdone, pero no puede ser. No sé si lo sabe, pero estanoche ha habido otro asesinato… De hecho, quiero decirque ha habido otra agresión, parecida a la última. Esta vezmortal. Y la policía está identificando a la víctima. Podríannecesitarme. Hablaré con el señor Gmünd otro día.

–Típico de los policías: buscan lo que cantan los gorrionesen el tejado.

–¿Usted sabe algo? Cuéntemelo todo, por favor.

–Nada que valga la pena, no se emocione. Era uno deesos a los que la policía tenía que vigilar. Y no lo vigilaban,como siempre.

–¿Barnabá?

–¿También los confunde? Barnabá, ÌehoÍ, ÌehoÍ, Barnabá.Éste creo que era ÌehoÍ, pero no pondría la mano en elfuego. Su mujer vivía convencida de que se había ido deviaje oficial. Cuando los de la secreta le han enseñado lasbotas ha dejado de creérselo. Ha caído redonda al suelo.

–Espero que se lo hayan dicho con tacto. Ha debido deser terrible para ella.

–Mejor que si hubiera tenido que reconocerlo por las pataspeludas, ¿no?

–Tiene usted un peculiar sentido del humor, señor Prunslík.

–Gracias.

–Dígame, ¿no ha mencionado la policía algún adoquín?¿No rompió alguien con él la ventana de Barnabá?

–Vaya, vaya, usted es un Maigret de tomo y lomo, ¡pero sihablamos de ÌehoÍ! A mí no me interesan esas sandeces,debería saberlo. Sin embargo, puedo decirle otra cosa.Han encontrado la grúa con la que esos ladronzuelos, esosgranujas desvergonzados…, ¡que se vayan al cuerno y lesparta un rayo!

–¿… lo hicieron? ¿Con la que lo hicieron?

–Un coche con plataforma elevadora, uno de esos grandesbrazos articulados que a veces se ven por la ciudad. Es unTatra naranja; lo usaban para arreglar las farolas y hoy esuna pieza de museo. ¿Y sabe dónde estaba? En el parquede la plaza del Ganado, la plaza de Carlos, como la llamanhoy en día. Nadie se dio cuenta, la policía pensaba queiban a podar los castaños, hasta el momento en que unoobservó que no tenía matrícula ni delante ni detrás.

–¿Y cómo lo relacionaron con el asesinato?

–Pero por favor, eso no está claro en absoluto, todavía.

Pero el vehículo es tan sospechoso que uno no puedeevitar atar cabos. Imagínese que las llaves de arranqueestaban en el asiento de la cabina. Ninguna huella digital,¿quién iba a ser tan bobo?

–Nadie.

–Nadie -confirmó Prunslík con ahínco, y se frotó las manos-. ¿Y no es eso condenadamente sospechoso? ¿Quéconductor de un camión limpia la palanca de cambio, elvolante, la cabina entera? ¿O es un finolis que conducecon guantes y se cuelga en el coche un arbolito de olor?

Triunfal, me enseñó los dientes amarillentos y hube dereconocer que tenía razón.

–Ninguna matrícula -prosiguió- ni número de fabricación.Ni en el motor ni en el chasis ni en la carrocería, en ningunaparte. Alguien lo borró con ácido y lo recubrió bien depintura naranja, como el resto del vehículo. El camión tieneincluso las ruedas anaranjadas, suerte que no lo ha visto,con lo sensible que es usted. He oído que en los setentaPraga estaba excavada por todas partes y que estoscoches iban hasta por la acera.

–No soy de Praga. Pero ¿quién sino un loco borraría surastro tan minuciosamente como para despertarsospechas?

–Yo también diría que está como una cabra. OlejáÍ no estan tonto como parece; yo siempre he dicho que en lacabeza tiene más que esa porquería que le sale por lasorejas…, así que se dio cuenta de otra cosa más que deesas huellas borradas.

–¿De qué?

–De la dirección en la que estaba aparcado el automóvilen el parque. No era lógico ponerlo así atravesado en lahierba. Si alargara el eje del parabrisas, llegaría a lospostes situados delante del Palacio de Congresos, dondepor la mañana encontró las piernas. ¿Y sabe qué hay en elpunto medio de la abscisa que empieza en la plaza deCarlos y acaba a los pies de Vyehrad?

–Eso sí que no lo sé.

–Le doy tres oportunidades, pero no olvide que no valecambiar.

–Por favor, déjelo. ¿Qué hay en el eje?

–Un santo.

–¿Un santo?

–San Apolinar.

–Ésa es una observación de lo más interesante. Pero ¿dequé nos sirve? Me interesaría otra cosa: ¿sabe adónde sellevó la policía la grúa? También a mí me gustaríaregistrarla, quizá descubra algo.

–Tontito mío, llega tarde. Cuando vieron que noconseguían poner en marcha la grúa, los de circulacióndecidieron que se la llevarían mañana. Pero nadie sequedó vigilando. Todos esos policías…, dejarse birlar uncoloso como ése. OlejáÍ no quiere ni oír hablar de eso y hadado orden de no mencionarlo delante de los periodistas.Usted no le haría un feo así, ¿verdad? – Soltó una risilla,me guiñó un ojo azul, cristalinamente transparente,cristalinamente duro, y añadió-: ¿O sí?

Capítulo11

Si fuera capaz de revivir en mí

la música y la letra de esa canción,

me sentiría penetrado de tan profunda delicia,

que con música aguda y prolongada

sería capaz de construir en los aires mi palacio.

S. T. Coleridge

Fuimos a pie al hotel Bouvines, de la calle Na Zderaze; eltrayecto duró veinte minutos. Mientras tanto, oscureció porcompleto y empezó a soplar un viento frío. El tráfico seintensificó, y a la altura de la plaza de Carlos se produjo unatasco. Los escaparates del pasaje Venceslao estabanadornados con árboles de plástico y confeti de colores.

Prunslík no hablaba mucho, y lo que decía no era muycortés, ni siquiera cuando se refería a Matyá Gmünd. Metomó del brazo en un gesto de falsa confianza y con la vozapagada me dijo que no apreciaba tanto a Matyá, peromano que te da de comer, no hay que morder. Su patrónera un arquitecto sin éxito, añadió, un soñador que sehabía apasionado por el arte medieval y no reconocíaninguno posterior, le tenía sorbidos los sesos. Habíarecibido una herencia de cuento que le ayudaba a realizaralgunos planes absurdos.

Objeté que aquello era imposible, porque conocía lahistoria del linaje de Gmünd y que lo que hacía sin dudaera noble.

Se encogió de hombros y añadió que yo era muy joven y

crédulo, y que no me daba cuenta cuando la gente metomaba el pelo. En esto tenía razón; en aquel momento nosabía si era de Gmünd o de él de quien debía desconfiar.Pero volvió a bajar la voz y dijo que Matyá era un lunáticoque había elegido el nombre Gmünd por algún célebrearquitecto medieval. Me preguntó si no me parecía curiosala cabeza de Matyá, y sin darme tiempo a contestar añadióque a él le parecía que la hubiesen colocado sobre elcuello del revés. Con eso no podía estar de acuerdo,aunque me hizo gracia. Yo mismo, en el primer encuentro,tuve la sensación de que en la forma de la cabeza delmonstruo había algo que no funcionaba. Y eso no era todo,continuó Prunslík, el caballero es un distraído, así quecuando se levanta de la cama por la mañana, a veces sepone la cabeza del revés, y eso por partida doble: con labarbilla hacia arriba y la cara hacia atrás.

–Entonces mira hacia atrás como la mujer de Lot y no hayquien lo trate, es mejor esconderse y esperar hasta que sele pase. Un día se convertirá en estatua de sal. Despuésen un pedrusco inmóvil y, finalmente, encontrará lafelicidad. – El enano rió y enseguida se puso triste-. No esmuy divertido estar con él. A veces me parece que MatyáGmünd quiere corregir todos los errores de la historia… -Guardó silencio y, sensiblemente abatido, añadió algorarísimo-: Todos sus propios errores. ¿Es culpa mía queeligiera para esto Bohemia? ¿Y justo a mí? Hay en él algofatal.

Durante el resto del camino no volvió a pronunciar palabra.

El hotel Bouvines es un edificio de dos plantas, no muyalto, que se encuentra al final de la cuesta de la calle queen sus tiempos se llamó plazoleta de Carlos, más o menosen el lugar donde, no lejos de la iglesia de la orden de losCruzados de San Pedro y San Pablo (una iglesia primerorománica, luego gótica, después por desgracia barroca yfinalmente de ningún tipo, porque fue arrasada) y lacapillita adyacente de la Tumba Sagrada (que también hadesaparecido hace mucho), se encuentra la negra fragua,cargada de leyendas, antiquísima, del pobladoprecristiano de Zderaz. Es un sitio lóbrego. La calleadyacente se llama Na ZboÍenci, «calle de las ruinas».Tras oír este nombre desafortunado siempre se apoderade mí la ansiedad y se me hiela la sangre en las venas. Mepregunté qué agudo sentido de la toponimia históricatendría Matyá Gmünd y si no habría podido buscar mejoralojamiento. Durante la época de la que hablo, es decirhace medio año, la casa era un pastel de nata propio delcambio de siglo, no demasiado decorado, y si uno pasabadeprisa por su lado ni se daba cuenta de que no hacíamucho que había sido convertida en hotel. Tenía el aspectode una pensión discreta, poco vistosa, sin restaurantepropio, como las hay por decenas en las ciudades deEuropa occidental. Sólo que en realidad se trataba de unatorre. La torre central, que superaba el tejado sólo en unpiso, era lo que había quedado de la disposición góticaoriginal de la construcción; únicamente ella revelaba su

edad real y sólo se podía mirar desde los tragaluces de losedificios de alrededor. Yo mismo, en aquel momento, aúnno sabía nada de ella.

Dejamos atrás la recepción, subimos por las escaleras alprimer piso y llamamos a la puerta de la habitación número6. Se oyó un «pase». Entramos. Más allá del espaciosorecibidor, donde había varias puertas que llevaban quiénsabe adónde, se extendía un cómodo salón en el quedominaban los colores claros; la alfombra, los tapetes y lamayor parte de los muebles eran blancos, el tono másoscuro era el crema. Lo que me fascinó nada más entrarfueron las flores. Estaban en jarrones de vidriotransparentes y de porcelana grisácea y allí donde mirarastopabas con ellas: en el suelo, en la mesa, en la cómoda,en las ventanas. Dalias o ásteres en cantidades ingentes,claveles de las Indias de tonalidad nacarada… Entre lascabezas desgreñadas de los crisantemos aparecían lasestrellas moteadas de las lilas. La sensación de mayoresplendidez la daban las candidas rosas que se ofrecíanante mis famélicos ojos en todas las fases delflorecimiento. Los jarrones eran pesados y ventrudos, deun cristal toscamente tallado que contrastabaprovocativamente con las flores, más frágiles que la sedachina.

Este espectacular banquete para la vista tenía un defecto.En un rincón alejado había una hornacina ovalada quecontenía un alto jarrón chino negro de laca finamente

trabajado con el motivo de un dragón contorsionadocubierto de escamas verdes. Embutidos en él había unostreinta lívidos lirios de agua, planchados como una camisade boda, fríos como una mortaja. Daban miedo,estropeaban la resplandeciente prestancia de los cientosde flores acogedoras y con descaro me enseñaban susgarras largas y curvadas, como si me hiciesen burla. Seme pasó por la cabeza que estas flores eran, con todaseguridad, caníbales y vivían de trozos selectos decuerpos humanos.

Aún había otra cosa curiosa: la habitación estaba comoimpregnada de un olor pesado que no procedía de lasflores. Sobre todo me recordaba el incienso, pero habíaalgo más…, agria y amargamente dulzón y picante, comode tabaco mezclado con hierbas silvestres o quizás otraplanta seca que se quemaba lentamente.

–En su honor. – Gmünd me sacó del aturdimiento y meofreció la mano derecha, mientras que con la izquierdaabarcaba la habitación con un gesto alzado. Se levantó dela poltrona, donde hasta ese instante había estado leyendoun periódico inglés, y su cuerpo pareció ocupar al menosla mitad del salón, que no era en absoluto pequeño. Elcaballero de Lübeck llevaba una camisa verde oscuro, unchaleco de pana marrón abierto en el cuello, unospantalones negros a finas rayas grises, e iba sin corbata.Calzaba unos cómodos mocasines y en la mano sosteníaun puro por la mitad. Tenía cierto aire a Winston Churchill

con barba espesa.

Me invitó a sentarme y le dijo a Prunslík que no lonecesitaría. El hombrecillo, que pareció no escucharlo,estaba apoyado, con los brazos cruzados, en el alféizar,entre unos floreros que contenían nardos exuberantes.Cuando entró el mozo del hotel trayendo algo de comer yuna botella de vino tinto, pidió una copa de brandy.

En la bandeja había bollos calientes; una bola demantequilla del tamaño de un puño; una selección defiambres, entre los cuales destacaban lonchas de rosbifdispuestas en forma de capullos de rosa; queso amarilloseco y uno blanco blando, medio fundido, que por el olor yel aspecto debía de ser francés o suizo; aguacates,aceitunas, espárragos, pepinillos en vinagre, ciruelaspasas y las extrañas frutas que había comido Záhir laúltima vez y sobre las que ahora el caballero llamó miatención, señalándolas y dándoles el exótico nombre dedurian.

Me serví mientras Gmünd me miraba con insistencia.También sentí sobre mí la mirada de su compañero.Empecé con un trozo de queso seco y una aceituna y mesenté con el plato en el sofá. Entonces Prunslík soltó unacarcajada y le lanzó algo a Gmünd; era una pequeñamoneda que el gigante atrapó con una destrezainesperada y se metió en el bolsillo. También él seregocijó. No sabía si debía unirme a su alegría, que ni

compartía ni entendía, o hacer como si nada yconcentrarme en mi cena.

–Perdone -dijo Gmünd-, seguramente habrá entendido quehemos apostado. Raymond aseguraba que vendría de laiglesia hambriento y se arrojaría sobre la carne. Yo era deotro parecer: aunque le apeteciese mucho la carne,tomaría otra cosa, algo más… sobrio.

–¿Le parezco tan modesto?

–Sí. Es tímido por naturaleza y su comportamiento ya haratificado este rasgo característico; siempre necesitaráque le ofrezcan dos veces las cosas. Pero coma y beba loque realmente le venga en gana. ¿O preferiría otra cosa?Le haré traer pescado del restaurante del muelle, preparanuna trucha excelente, voy a menudo. Pida con tranquilidad,es lo que esperan de usted aquí, en el Bouvines.

–Con este banquete ya tengo bastante, sólo que no estoyacostumbrado. – Bebí un trago del vino para soltarme unpoco, luego me serví en el plato trozos de pollo con cremade eneldo y unas lonchas de carne. Cuando tenía la bocallena me di cuenta de que me estaba atracando, como unfamiliar pobre de visita en casa de un primo que hallegado lejos en la vida. Me forcé a masticar másdespacio. En los ojos de mi huésped percibí un brilloesmeralda. El instinto me reveló que sabían muy bien loque me estaba pasando.

–Le entiendo, Kvtoslav -dijo en voz baja-. Yo también eraretraído. Me costó mucho hasta que cambié, al menossuperficialmente, porque el carácter no se puedemodificar. Pero le he invitado para charlar sobre usted; demí ya sabe usted bastante.

–Si me lo pide así, no diré nada -repuse-. Las peticionesdirectas, igual que las preguntas directas, siempre meatan la lengua. No sabría ni por dónde empezar. – Mehabía dejado totalmente pasmado, así que me metí en laboca la mitad de un bollo; mientras masticaba tuve quetaparme la boca con una mano. Se me saltaban laslágrimas del esfuerzo.

Gmünd, con tacto, desvió la mirada hacia el periódicoabierto en la mesita y alargó la mano hacia las cerillaspara volver a encender el puro apagado. Con los ojosbajos, dijo:

–Empiece por donde sea. Por ejemplo, por el ancianocaballero con que estuvo ayer en la taberna.

El bollo se me atragantó.

–Raymond le vio cuando pasaba por ahí -añadió a modode explicación, aparentemente sin darse cuenta de mirabia.

Desde la ventana llegó un grito de mofa.

–¡Matyá y el Franciscano, la pareja del siglo!

Gmünd se rió benévolo y dijo:

–No se lo tenga en cuenta. Es huérfano y tiene celos detodos mis amigos.

Prunslík tiró del alféizar un florero de nardos, que se hizoañicos contra el suelo. Como Gmünd no reaccionaba,rompió otro.

Se produjo un largo e insoportable silencio.Desconcertado, me puse a hablar. Empecé con NetÍesk.No dije nada sobre los penosos momentos en su casa; enlugar de ello hablé de mi profesor preferido en el institutode Boleslav, de nuestro gusto común por la historia y loselogios que recibí de él, de mis famosos «muralestemáticos». Ni siquiera recuerdo cuándo pasé del relatode la escuela a mis padres y mi voz empezó aestrangularse, hasta que tuve que hacer un esfuerzosupremo para que no se me quebrara. Prunslík aprovechóuna pausa fugaz para disparar esta frase desde laventana, donde hacía equilibrios con un vaso de brandy enla rodilla:

–Aber wo batten Sie Ihr Herz verloren?

–¿Cómo? – inquirí-. ¿Pregunta por mi corazón? ¿Quedónde lo he dejado…? Supongo que se refiere a unaregión…

–Le pregunto que con qué tía -gruñó el de los ojos azules.

Gmünd se volvió hacia él. No dijo nada, pero su mirada,que quedaba oculta, para mí, debió de ser convincente,porque el hombrecillo renunció a hacer más comentarios yen lugar de eso se entregó a una estrafalaria pantomima:cerró los ojos, se colocó el vaso sobre la cabeza y semetió la mano en el bolsillo, de donde sacó tres pequeñaspelotas, una azul, una verde y una roja, y sin abrir los ojosempezó a hacer malabarismos con la mano izquierda,mientras se introducía el dedo índice de la derecha en lanariz. Comprendí que estaba ofendido.

Gmünd se encogió de hombros en señal de disculpa.

–Raymond es un poco indiscreto. Tenía ganas de que lehablara de las chicas que conoció en el instituto. Estaclase de cosas le interesan, no tiene mucha suerte con lasmujeres. La última vez, cuando estuvimos de visita en elhospital, cambió impresiones con Záhir, y ése realmenteno se corta con sus éxitos.

En su voz había algo tranquilizador. De repente ladesconfianza pareció fuera de lugar. Yo mismo mesorprendí cuando dije sinceramente:

–No hay nada que esconder al respecto. Cuando meenamoraba, siempre era de la equivocada. Y de todosmodos me daba tanta vergüenza mi nombre que esoimpedía cualquier acercamiento.

–¿Tanto sufrió por su nombre? Es realmente curioso.Escuche… ¿no lo culparía de todo lo malo que le pasaba?

–Quizá fuera así. ¿Sabe?, me sabía fatal no poder hacernada con él. Una vez me dieron ese nombre, ya estababien atado.

–Sí, es como cuando uno nace en una época a la quepoco a poco empieza a odiar. También está atado y no sepuede desatar, y no le queda más remedio que soñar conlos tiempos que pasaron o con los que vendrán.

–Estoy de acuerdo. Es igualmente hermoso.

–Dígame, ¿nunca ha pensado en el matrimonio, en tenerhijos?

–Quizá sólo para reafirmarme en la opinión de que nosirvo para eso. Quizás aún no he encontrado a la personaadecuada.

–Le daré un consejo: no tenga prisa. Al menos mientrastrabaje para mí, intente no pensar demasiado en las

mujeres.

–¿Porqué?

–Eso sólo le distraería. Todavía le quedan muchas cosasinteresantes de las que enterarse, y algunas son de índoletan íntima que realmente no me gustaría que se lasexplicara a alguien, aunque fuera sin querer. Las mujeresson excelentes espías, pero malas oyentes. Le diré lo queme pasó ayer, es bastante extraordinario y desafía elsentido común, pero estoy convencido de que mi mujer, sila tuviera, me haría un ademán de desprecio con la mano.

–Pero hay excepciones. De todas maneras, ¿está ustedtan seguro de que no tiene esposa, señor? La última vezme fijé en el modo en que lo mira Rozeta. Si alguna vez memiraran así me consideraría un afortunado.

–¿Cómo me miraba?

–Con admiración. Con devoción. No podía quitarle los ojosde encima.

–¿De verdad? Nunca se me hubiese ocurrido. ¿Quéguapa, no? Ahora debería empezar a cortejarla. – Soltóuna carcajada amarga.

En ese momento sentí el deseo de hacer callar a esegentleman hastiado al que nada sorprendía, y con

palabras groseras darle a entender que algunos hombres,por una sola sonrisa de una chica como Rozeta, estaríandispuestos a dar diez años de su vida, y quizá más. Peropermanecí en silencio, sorprendido de la intensidad con laque empezó a latirme el corazón.

Gmünd me miró inquisitivo. Sin duda volvió a leerme elpensamiento. Me sirvió vino y dijo:

–Tranquilícese. Debería acostumbrarse al hecho de que lagente no siempre habla en serio. En su sinceridad esusted un verdadero caballero, no le llego ni a la suela delos zapatos. Debe aprender a leer entre líneas. Más de unavez ha dudado de mis palabras, ¿no es así?

Recordé lo que Prunslík me había explicado acerca deGmünd de camino al hotel. Miré hacia la ventana. Elmonstruo acurrucado en el alféizar parecía habersequedado dormido. Miré fijamente a Gmünd y negué con lacabeza.

–¿No ha dudado? Eso me honra. Pero si algo no leparece bien, expréselo. Me gusta discutir.

»Ahora, a lo de ayer. Mandé limpiar un par de trajes ytambién mi abrigo de viaje, sin el cual me siento desnudo.Cada noche voy a dar un paseo, y así lo hice ayer. Toda latarde me sentí inquieto, no me gustan los domingos, y erauno especialmente inquietante. ¿Sabe usted?, intuía

algo…, tenía la desagradable sensación de que algo loamenazaba justamente a usted; algo que no afecta a suvida ni a su salud y que sin embargo es peligroso…,peligroso para su alma. Esa sensación empeoró al caer lanoche, hasta que me sacó a la calle a pesar del tiempoinclemente.

»Como no tenía el impermeable, me decidí a rodear laplaza y volver de inmediato. Está a un paso de aquí, a unospocos cientos de metros. No era mucho después de lacena, hacia las siete y media. Sigo a menudo esa ruta, lospaseos por la plaza del Ganado no le hacen daño a nadie;además, uno puede reconocer los lugares bellos hasta conlos ojos cerrados: cuando alguien se pone el guante deltiempo y se frota con él, se encuentra con los que vivieronantes. Be…váÍ Jakub Kuchta, Jakub KacíÍ, la pescaderaDimuta, Jakub Pastuka, Michal Hrbek, Frenclín deKamenice, el curtidor {ehák, el herrero Mikulá, PetrKolovrat; un montón de colonos del siglo XIV, venerablesdueños de casas. ¿Quién no desearía conocerlos?

»Pero vuelvo a esta extraña noche. No había más queunos cuantos coches en las calles, las farolas despedíanun resplandor amarillento y empezó a soplar un vientohúmedo del norte que pronto resultó más desagradableque una helada de enero.

»Subí a la plaza por la calle Resslova, pasando por delantede la iglesia de Cirilo y Metodio. Fue extraño, pero por el

camino oí varias veces el sonido de unos cascos, que fuecreciendo en intensidad, arrastrado por el viento; un par deveces incluso miré asustado, esperando ver acercarse unacarroza para turistas que estuviera dando una vuelta, apesar de que ya era de noche, para echar un vistazo a losmonumentos praguenses. Sin embargo, la calle estabavacía, a excepción de unos pocos automóviles. Despuéstodo quedó en silencio, lo que me resultó aún más raro,porque no era tan tarde. Llegué al parque por el pasadizosubterráneo y me desvié hacia la izquierda, con laintención de cruzar el césped hacia el Ayuntamiento. Peroentonces, por entre los árboles, en dirección a SanIgnacio, vi una luz distinta de la de las farolas; eran unaslucecitas anaranjadas que temblaban a causa del viento.Velas. Me acerqué más, creyendo que en el parque secelebraba algún acto recordatorio, quizás unaconcentración en recuerdo del año 89. Las llamastemblaban, pero no se movían y estaban demasiado altas;era imposible que las sostuvieran manos humanas. Yademás, el viento seguro que las hubiese apagado… a noser que estuvieran resguardadas por algo, por algunapantalla.

»Debía de ser eso. Dejé atrás los arbustos que crecenjunto al monumento a Krásnohorská y salí de la arboleda ala acera. Allí me quedé con la boca abierta. Las luces quehabía divisado en la parte sur del parque revoloteaban aunas decenas de metros delante de San Ignacio…, en lacarretera. Sí, justo sobre la calzada que pasa por la plaza,

en el cruce de Resslova y Je…ná. Estaban colgadas a unaaltura considerable, distribuidas en cuadros visiblementeregulares. A mi alrededor no había ningún peatón paracerciorarme de si realmente estaba viendo aquel extrañofenómeno o si era fruto de mi imaginación. A menudopasaba algún coche por debajo, pero los conductoresnunca ven nada, no saben por dónde van ni qué pasa a sualrededor.

»Después volví a oír aquél sonido de cascos y de repentesupe a qué me recordaba aquella aparición luminosa: elinterior de una iglesia; los puntos de luz y ruidos, formaríanel interior del hermosísimo, elevado y santo edificio. Enmitad de la plaza, ¡imagíneselo! Por lo que sé, el únicoedificio espectacular que alguna vez ocupó aquel lugar fuela capilla del Cuerpo de Cristo, durante los siglos XIV y XViglesia entre las iglesias centro-europeas.

Yo no sabía demasiado sobre la capilla del Cuerpo deCristo, y en aquel momento sólo conseguí recordar elsentimiento de pena que me embargaba cada vez que enlos libros topaba con esta misteriosa iglesia praguensedemolida a finales del siglo XVIII. Y la experiencia deGmünd también me dio miedo por otra cosa: hacía años,mientras me preparaba para los exámenes, leí en undiario, o quizás en unas memorias, algo sobre una visiónparecida en la plaza del Ganado en algún escrito histórico.El testigo de aquella fantasmal aparición había sido, casicon seguridad, un conocido noble. JiÍí Vilém de Chudenice,

sí, sin duda él. O no. Quizá Vilém Slavata de Koumberk…

Enseguida se lo dije a Gmünd, que se mostróimpresionado. Exaltado, se acarició la barba y me invitó aque le explicara lo que recordase.

–No hay mucho -dije-. Si no recuerdo mal, el noble, dehecho, ni siquiera había venido al mundo cuando pasóesto. Creo que fue a principios de los años setenta delsiglo XVI. Oyó hablar de ello primero a su niñera, y másadelante, a los habitantes de la Ciudad Nueva, queaseguraban haber sido testigos presenciales delacontecimiento. Alguno embellecería la experiencia, perotodos estaban de acuerdo al menos en que un día deverano se había levantado un fuerte viento y, de repente, enla plaza había entrado un ejército numeroso que nadieesperaba. Muchos recordaban el sonido de cascos en elpavimento, pero sin embargo había un silencio absoluto.Los jinetes no despertaron demasiada atención, pero a losespectadores empezó a ponérseles el pelo de puntacuando en la esquina de la calle de Emaús apareció unvehículo descomunal que no tenía ruedas y sin embargoavanzaba, o más bien parecía flotar. Se dirigía a la capilladel Cuerpo de Cristo, y lo más aterrador eran los escoltasdel vehículo: montaban unos caballos enormes y eran tanaltos que fácilmente podrían haber mirado por las ventanasde los primeros pisos de las casas de alrededor; esosuponiendo que hubiesen tenido cabeza. Algunos de losciudadanos que aquél día los vieron en la plaza cayeron

gravemente enfermos a causa del susto que se llevaron.

–No conocía esa leyenda -dijo Gmünd pensativo,acariciándose la barba-, y aunque no fuese verdadera, esono le quita belleza. Está claro que el autor de estasmemorias no se la inventó. ¿Y dice que esos caballerosiban a la capilla del Cuerpo de Cristo? Fabuloso. Pero esosignificaría… -No acabó la frase. Levantó la mirada haciamí y en un tono diferente, algo más alegre, manifestó-: Yave lo útil que nos resulta. No me equivoqué, es usted lapersona que necesitamos.

Insistí en que no había acabado los estudios y que engeneral no sabía mucho acerca de nada. Pero suspalabras me habían gratificado, y las que siguierontambién.

–¿Y a quién le importa un título? Lo importante es quesabe más que los que se sientan en las facultades deHistoria. ¡Suerte que no ha acabado ahí! Tienen, sin duda,unos conocimientos generales respetables sobre lo quepasó alguna vez, pero dudo que nadie fuera capaz comousted de salir al paso de lo que le he explicado. Su historiaestá muerta. Si tenemos sobre ella una conversacióniletrada, si recapitulamos sobre ella, no significa que estéviva. No depende de que no entendamos algo y noseamos capaces de esclarecerlo. Lo importante es laemoción que despierta en nosotros.

¿Lo decía por mí? ¿Pretendía algo con eso? ¿Queríallevarme a algún sitio? Empecé a hacerme esas preguntasen silencio, bajo su atenta mirada, que transmitía unaindecisa espectación. ¿Qué quería de mí? Sus siguientespalabras sólo me confundieron aún más.

–No le hable de nuestra conversación a OlejáÍ. Sólo debesaber lo indispensable. Si se enterara de todos mis planescon respecto a las Siete Iglesias, creo que no sería tancomplaciente. Persigue sus propios fines y algunos deellos sin duda no son de lo más honorables. He oído algosobre algún asunto de corrupción; ¿sabe usted algo deeso?

Negué con la cabeza. Me entusiasmó la expresión «SieteIglesias», aunque el caballero la había pronunciado comosi hablara de una banalidad en la cual no merece la penadetenerse. Aunque no tuviera ni idea de a qué se referíacon ese nombre, me comporté ante sus escudriñadoresojos como si lo supiera todo; a excepción, por supuesto,del asunto de corrupción.

Gmünd siguió hablando y yo me limité a mirarloestupefacto.

–Raymond es capaz, con ayuda del ordenador, deconectarse a cualquier teléfono. La última vez aprovechóun momento en que OlejáÍ había salido de la oficina yestuvo manipulando el aparato; no me pregunte cómo lo

hace. Escuchó un par de conversaciones, y ¿sabe qué seha encontrado con algo muy interesante? El coronelchantajea a alguien.

–Mejor dicho chantajeaba -se oyó desde la ventana.Prunslík seguía comportándose como si durmiera, peropermanecía alerta.

–Aunque no se dijeron nombres, no nos costó adivinarquién es.

–Quién era -lo corrigió Prunslík. Empecé a intuir algo.

–¿Aún no se le ocurre nada? Era arquitecto. Trabajabadesde hacía muchos años en la Oficina de PlanificaciónUrbana.

–¡El que han matado esta noche! Espere… ¿No sellamaba Barnabá?

–¡Qué va! Se llamaba Rehoí.

–Y usted cree… El coronel sería capaz, pero, ¿por quéelegiría una manera tan complicada? No se correspondecon su carácter.

De repente, sin embargo, estaba seguro de que lapesadilla que perseguía a los arquitectos praguenses erael coronel de la policía, un chantajista que sabía algo de

todos y que cuando alguien se negaba a pagarle, en lugarde hacer público un escándalo lo asesinaba y se ocupabade que su cadáver fuera expuesto públicamente comoadvertencia para los demás.

Pero quizá fuese al revés. ÌehoÍ y Pendelmanová sabíanalgo sobre OlejáÍ, y él les había cerrado la boca parasiempre. Y era posible también que tuviera un ayudante,por ejemplo Junek, un sádico de sangre fría que escondíasu apetito asesino bajo un uniforme de policía.

Sin poder aguantarme, grité:

–¡Es OlejáÍ! ¡Tiene sobre la conciencia a la ingenieraPendelmanová! ¡La hizo salir cuando dormía, la estrangulóy la colgó del puente de Nusle!

Fue la primera vez que vi una expresión de auténticasorpresa en la cara de Gmünd. Miró a Prunslík, que mecontemplaba incrédulo, después desvió la mirada porencima de mi cabeza y dijo en tono de escepticismo:

–¿No dijo la policía que había sido por motivos políticos?Una venganza por una injusticia que el difunto Pendelmanhabía permitido.

–Ése es un falso rastro -repliqué dispuesto a no darme porvencido-. Pendelmanová trabajaba en la oficina comorepresentante municipal. ¿Y si era de la Oficina de

Planificación Urbana? Se trataba de una ingeniera decarrera. Quizá recibía sobornos por dar permisos paraobras que no deberían haberse concedido y OlejáÍ acabóenterándose… con la ayuda de métodos parecidos a losque también utiliza el señor Prunslík.

Volvieron a mirarse el uno al otro, pero yo no teníaintención de detenerme.

–Me encargó a mí la protección de la ingenieraPendelmanová porque sabía que no era capaz deprotegerla. Ya no me sorprende que barriera todo el casobajo la alfombra. Pero aunque todo saliera a la luz, élestaba cubierto. Tenía a su servicio a Junek, agentemodélico, que en todo caso iba a la suya. OlejáÍnecesitaba el contraste de un inepto como yo. Tenía quedemostrar que la policía también cuenta con defensoresde la ley capaces. Y los tontos, eliminados. Quién sabe,puede que Junek también estuviera metido en esto.

–Lo que dice es notable y quizá esté tras la pista de algo -dijo Gmünd en voz baja-, pero yo en su lugar no haríaacusaciones hasta estar absolutamente seguro.Perdóneme la sinceridad, pero por el momento suena apura especulación. Le aconsejo que vaya con cuidado y semuerda la lengua. Si estuviera en lo cierto y OlejáÍ seenterara de que tiene algo con él, seguiría contra usted uncorto procedimiento. El más corto, de hecho.

Tuve ganas de protestar, pero permanecí en silencio.Tenía razón. Por un instante me observó pensativo, quizásalgo distraído. Después añadió:

–Pero también podría aprovecharse de su hipótesis.Exprésele su opinión sobre la ingeniera Pendelmanová, lode que el motivo de su asesinato pudo ser la ocupaciónque ejercía tan concienzudamente. Si realmente su trabajoguardaba algún tipo de relación con la planificaciónarquitectónica y urbanística, OlejáÍ no tendrá ningún motivopara ocultarlo. Vístalo de manera que llegue por su cuentaa la relación con el nuevo asesinato, y fíjese bien en sureacción. Después volveremos a repasarlo juntos y quizános enteremos de algo más.

Me mostré de acuerdo. Sorprendido, advertí que la cenahabía desaparecido; mejor dicho, estaba en mi estómago.Me lo había comido todo, lo había tragado, sinsaborearlo… como si, bajo los maléficos ojos de Gmünd,ni siquiera la hubiera visto. Apuré el contenido del vaso.De repente me sentí cansado y empezaron a pesarme lospárpados. No quería pensar en el asesinato del arquitectoÌehoÍ ni en la alucinación que había tenido en la iglesia dela calle Na Slupi, sólo deseaba dormir profundamente sinsoñar con nada. Me levanté, yendo hacia la salida, intentéque no se notara que las rodillas me temblaban.

Prunslík me acompañó hasta el vestíbulo del hotel.Después de haber echado una cabezada en la ventana,

volvía a ir como sobre muelles. Cuando le di un apretón demanos, se puso de puntillas y con voz apagada dijo:

–¡Qué historias más raras, camarero! Y sólo el de loscuernos sabe cómo acabará.

Estaba demasiado agotado por la comida y la charlainquietante para entretenerme con sus aforismos, a losque, por otra parte, ya había empezado a acostumbrarme.Como a todo.

Capítulo12

Extinta está la ciudad entera,

y Praga es una tumba vacía.

K. H. Mácha

El sueño nocturno me había hecho olvidar el día anterior,pero la mañana me lo devolvió como un bumerán. Sé loque duele un golpe así, ya lo sufrí una vez.

Me metí tambaleándome en el cuarto de baño. Despuésde la cena que Gmünd me había ofrecido, me sentíapesado, y cuando miré en el espejo mi rostro abotagado acausa del exceso de vino, la cabeza me daba vueltas.Bastaba el recuerdo de las piernas clavadas en los postesdelante del Palacio de Congresos para que se merevolvieran las tripas.

Tan pronto como me vio, durante el desayuno, la señoraFrvdová se levantó de la mesa sin decir ni pío, llenó ungran vaso con agua del grifo y echó en él una aspirinasoluble. Llegó a la conclusión de que la noche anteriorhabía estado en una taberna, y yo no tenía el menor deseo

de explicarle que no era así. Sólo esperaba que encualquier momento me soltara algo sobre lo bajo queestaba cayendo, algo que yo ya sabía sin necesidad deque me lo dijera. En los últimos días había empezado aponerse pesada. Tenía que encontrar un trabajo fijo en vezde pasarme el día haraganeando por la ciudad, y sobretodo por la noche, no olvidó destacar. Era por eso por loque había estado enfermo. Recé en silencio para que nome echara del piso.

Me retiré a mi cuarto para llamar a OlejáÍ. Mientrasmarcaba el número, mi mirada se posó sobre el trozo devid recogido en el barrio de Carlos. Los días en los quehabía revivido en mi casa hacía tiempo que habíanpasado. Ahora estaba totalmente seca. Me dije quecuando saliera la tiraría a la papelera con el jarrón incluido.E inmediatamente me olvidé de ello.

OlejáÍ estaba malhumorado, se libró de mí diciendo que notenía tiempo. Cuando insistí en que tenía que hablar con élsobre el caso de la ingeniera Pendelmanová, aún lo irritémás. Antes de colgar el auricular, musitó que me pasarapor su despacho a finales de la semana. A la pregunta desi le iba mejor por la mañana o por la tarde, me contestócon voz entrecortada. Me dio pena la poca curiosidad quemanifestaba por mi iniciativa. Nada más colgar, el teléfonosonó. Era Záhir. Iba a trabajar fuera de la oficina y queríaque lo acompañara, si estaba libre. Me alegré, pues laperspectiva de pasar un día solo empezaba a

angustiarme. Me propuse que esta vez no dejaría que lasmonsergas de Záhir me afectasen, e incluso me apetecíaver al pequeño ingeniero. Le di mi dirección y prometióque pasaría a recogerme en coche.

Llegó con un cuarto de hora de antelación y tocó la bocinahasta que me asomé por la ventana. Permaneció en elcoche, saludándome con la mano: ya podíamos irnos. Laseñora Frvdová, que se había asomado en la ventana delcuarto contiguo, manifestó que jamás se sentaría en elautomóvil de un tipo que llamaba la atención de ese modo.Fue una buena observación.

Me sentí incómodo en el asiento del acompañante delcoche deportivo de Záhir. Procuraba disimular el susto,pero me daba cuenta de lo tenso que iba durante eltrayecto y de lo fuerte que me agarraba a la asidera.Quedé estupefacto ante la seguridad con que dominaba elembrague, el freno y el acelerador, tres palancasmetálicas, en el lado izquierdo, incorporadas al volante. Lepregunté si no hacía falta pasar exámenes especiales.Respondió que sí, pero que le traía sin cuidado.

Cuando, dando una vuelta, bajamos la suave pendientehacia el puente de Holeovice, callé, imaginándome losdiferentes tipos de muerte que sin duda nos esperaban sia esa velocidad enloquecida chocábamos con otrovehículo o rozábamos una valla de seguridad. Pero ideascomo ésas siempre me asaltaban cuando iba en coche,

seguramente porque nunca había intentado sacarme elcarné de conducir. Las visiones de cuerpos chamuscadosatrapados entre un montón de chatarra, el fantasma de unniño sangrante que no veía y al que atropellaba, hacíatiempo que me habían robado el valor para asumir laresponsabilidad por la seguridad al volante de cualquierarma de cuatro ruedas.

Tan pronto como entramos en el puente, nos encontramosen medio de un atasco. Respiré hondo y, finalmente, soltéla asidera, a la que me sujetaba con tanta fuerza que seme habían puesto blancos los nudillos. Záhir encendió uncigarrillo y entreabrió la ventanilla. Parecía molesto, dabacaladas hambrientas, y con sus dedos cortos y nudosostamborileaba impaciente sobre el volante. Interiormenteme alegré: le estaba bien empleado, por ponerme enpeligro. Con el rabillo del ojo repasé su perfil; tenía rasgoseuropeos, pero la piel oscura y el pelo rizado y negro queclareaba en la frente testimoniaban un origen mestizo. Seme había ocurrido ya al oír por primera vez su nombre y,ahora, al ver de cerca su nariz prominente y sus pequeñosojos negros me convencí de ello. No sabía cómopreguntarle por su origen sin ser poco delicado, pero élmismo empezó.

Su padre era un mecánico de aviación. En los añoscincuenta llegó a Praga procedente de Azerbaiyán yrealizó un cursillo sobre aviones deportivos checoslovacos.Conoció a una checa y tuvo con ella un niño. El matrimonio

fue precipitado, pero la recién casada no quiso ir a Asia.Siguió un divorcio y un acuerdo para la pensión. El padreera un musulmán que en casa ocultaba su fe, pero estabafinalmente decidido a volver. Procedía de una vieja familiaacomodada que durante el régimen bolchevique se habíaenriquecido aún más. El abuelo ejercía un importantecargo en la administración estatal y conocíapersonalmente a Stalin. En su familia se decía que éstequería eliminarlo, aunque no le dio tiempo porque murió.Pero el padre de Záhir también perdió la vida cuando cayóen el desierto pilotando un avión de propulsión. El dineropara la educación siguió llegando; el abuelo se ocupó deello, a pesar de conocer a su nieto sólo por fotografías.

Le pregunté a Záhir si era de la misma confesión que supadre. Se me pasó por la cabeza que las amenazas quizátuvieran relación con esto, aunque los demás -Pendelmanová, ÌehoÍ y Barnabá- no encajaban en estahipótesis. Tales reflexiones las barrió el comentario delingeniero de que sólo creía en tres cosas: la belleza de lasmujeres, la velocidad de los automóviles y la comodidadde las casas que proyectaba.

Íbamos a paso de tortuga, la gente se movía en las acerasmás deprisa que nosotros. Los más rápidos eran losciclistas y los recaderos en sus pequeñas motocicletasnue revoloteaban a nuestro alrededor cada vez más amenudo. Alrededor de la arteria principal se espesó unnubarrón de smog, y como había presión baja se mantenía

a ras de suelo y se enganchaba pérfidamente entre lospeatones, que vivían convencidos de lo listos que eran porhaber dejado el coche en casa. A las nueve y mediallegamos al cruce de Sokolská y itná y Záhir aparcó en lacalle Hálkova.

Fuimos a fotografiar una casa semiderruida de mediadosdel siglo XVIII, última finca del enorme terreno en obras dela calle V Tçních. No tenía dueño, y de no protegerlo el plande conservación de monumentos históricos, ya hacíatiempo que lo hubiesen barrido. Según Záhir me confióconfidencialmente, lo demolerían, porque tras años de queno se ocuparan de él, se encontraba en estado de ruina.De hecho ya contaban con ello; a decenas de edificiosvaliosos histórica y artísticamente les esperaba el mismodestino, y no sólo en Praga. Tras el cambio de régimensocial se podía encontrar un inversor, desde luego, perosólo le interesaría el solar. En silencio se esperaba elmomento en que la lluvia y el viento minaran tanto laestructura de la casa que no quedara otra opción quederribarla. Ocurriría en algunos meses, y Záhir era el autordel proyecto de un nuevo edificio de oficinas, un centro denegocios de altos vuelos, según él. Al oír esta asquerosafrase el corazón se me contrajo de la congoja. ¿Y SanEsteban, que estaba enfrente? El nuevo coloso le quitaríatodo el sol y el aire. ¿Y el pobre campanario? ¿Y elpobrecillo Longino?

Sin embargo, aún no estaba todo perdido.

Mientras Záhir cojeaba alrededor de la máquina de fotos yarrastraba el trípode de un lugar a otro, paseé por la calleNa Rybní…ku, saboreando su calma y dejándomeimpresionar por la presencia de la iglesia parroquial, quese alzaba silenciosa en la suave pendiente. El ruido de laPraga de los atascos llegaba irreconocible, el avance enpinza de Je…ná y itná no me dolía, como si susmandíbulas no llegaran a juntarse. Por unos instantes mepareció que me encontraba en terreno privado lleno decasas de vecindario. Agucé el oído, por si percibía el cantode un gallo.

Una nueva sensación de opresión, un nuevo sentimientode angustia. De repente supe que no oiría nada aparte demúsica enlatada, batidoras de cocina, motores de cochesy engranajes de máquinas de construcción. Tampoco veríanada. No vería los miles de agujas de torres sobre losabruptos tejados rojos de las casas de la ciudad, no veríalos rincones negros, las estrechas entradas y las pequeñasventanas, los contrafuertes de piedra y de madera de lasparedes ni las cubiertas abovedadas de las blancaschimeneas de formas antojadizas. Mi ciudad ya no estaba;la única ciudad donde realmente me sentiría en casa y quedefendería a riesgo de mi vida, olvidando por completo micobardía congenita. Esa ciudad de la que dependía y quedependería de mí, una ciudad donde podría trabajar en elgremio de los cerveceros, de los curtidores o de losleñadores en el río. Donde mi único deseo sería mantener

el estado de las cosas para que la ciudad y mi morada enella no fuesen arrastradas por la crecida, para que noquedaran reducidas a cenizas, para que no las saquearanlos extranjeros, y para que mis connacionales no lasarrasasen.

En la roca que domina Praga, ahí donde en los verdesparques de Vyehrad los arqueólogos descubren pútridoscimientos de muros de mampostería y sótanos, hubo unaciudad así, y en la ciudad un castillo. Era grande, hace milaños la más grande del mundo, incluso podríamos llamarlaciudad santa, pues presumía de tener la mayor cantidadde santuarios por número de habitantes. Entre ellosestaban la basílica de San Lorenzo, la capilla de SantaMaría Magdalena, la rotonda de San Juan Evangelista, lacapilla de San Hipólito, la capilla de San Pedro, la capillade la Santa Cruz, la rotonda de Santa Margarita, la iglesiade la Decapitación de San Juan Bautista, la iglesia de losSantos Pedro y Pablo y la iglesia de San Clemente, dondefue bautizado san Venceslao. También la capilla delCuerpo de Cristo. Contiguos a los edificios eclesiásticosestaban los palacios erizados de cien torres de príncipes ymagnates y las decorativas casitas de los burgueses; lostalleres de herreros y curtidores se encontraban en lavertiente protegida del viento, a causa del ruido y el olorque despedían, al lado de las murallas, no lejos de lascarnicerías y de la puerta de Carlos con sus nueve torrespuntiagudas, bonitos portales del tamaño de una fortalezamenor sólo comparable en el siglo XIV a la puerta Svinská

de la Ciudad Nueva. Quince cervecerías se ocupaban deque a Vyehrad no le abandonaran las fuerzas para orar ytrabajar. Por el terreno accidentado, cubierto de riscos,hoyos y barrancos, con un sinfín de riachuelos y profundascañadas, comunicaban con la ciudad unos ciento sesentapuentes de piedra y pasarelas de madera. En el lugar delcementerio actual se hallaban los jardines colgantes deLibue, bosquecillos idílicos con templos paganosrodeados de menhires, símbolo de fertilidad. Algo másallá, donde ahora hay un campo de balonvolea, se extendíael mítico laberinto de Libue, un huerto de manzanosinjertados plantados en hileras que formaban en zigzag ycreaban intrincadas callejuelas de un verde vivo cuyasflores embriagadoras y frutas maduras atraían a losperegrinos, pero adonde sólo llegaba el más ingenioso, elque contestara a la pregunta que con su boca atroz leformulaba la estatua de la princesa que acechaba en elcentro del laberinto; los demás, lo quisieran o no, pasabana formar parte de la servidumbre de la princesa.Custodiaban la fabulosa ciudad, aparte de las puertas, dostorres gigantescas. Una era negra, octogonal, de estilorománico temprano, de muros de más de cuatro metros degrosor, con aspilleras y pequeñas ventanas con parteluz.La otra tenía forma de prisma y era de un mármol blanco yresplandeciente. A pesar de que se alzaba en elacantilado sobre el meandro del río desde tiempospaganos, parecía como nueva. No tenía ni una solaventana y era tan luminosa por fuera como oscura pordentro, y cuando la guarnición quería llegar a la galería

superior, debía iluminarse con teas en su ascenso porandamios y largas escaleras. Antaño, en el mismoamanecer de los tiempos, en el suelo había un pozo que,según se decía, conducía a través de la roca hasta el niveldel río y aún más allá; justo a su lado la Edad Modernaabrió un túnel maldito. Así que ya hace un montón de añosque atravesamos la sagrada roca en coche y tranvía, comosi alguien nos hubiera dado derecho a ello. Gracias aDios, el boquete no dañó el carácter sagrado del fabulosopozo; los ingenieros y encargados de la excavacióntuvieron más suerte que sentido común. Según la leyenda,en su suelo duerme Libue en una cama de oro, esperandoque llegue el momento de redimir a la nación. La roca caeen el lugar en que el lecho del río se hunde hasta lasmayores profundidades, que son siete veces mayores quelo que se ve por encima del agua. La balsa negra que haydebajo de Vyehrad aún no la ha medido nadie: ningunagoleta podría transportar un cable tan largo ni descargaruna plomada tan pesada. En esa balsa se encuentra elaltar dorado de San Pedro y San Pablo, después de queuna banda de matones husitas lo arrojase allí. La leyendaexplica que quien consiga recuperarlo se convertirá enseñor de la tierra checa.

Los habitantes de Vyehrad lo esperaban con ganas:cuando lograran echar el guante al tirano tuerto de Tábor,lo arrojarían al pozo, lo taparían con una tabla y en estamesa de banquete improvisada celebrarían un espléndidofestín. La guerra de los husitas contra Vyehrad, sin

embargo, acabó de otra manera. El cuartel real no resistió.La gente se quedaba ahí donde caía, porque los príncipeshusitas no permitían enterrar los cadáveres del enemigo.La vorágine del fundamentalismo religioso pasó como unrayo sobre la ciudad y lo barrió todo menos las sombras: elantiguo prebostazgo, el templo de San Pedro y los restosde las murallas. Sólo salió indemne de la aniquilación -loque era una gran suerte, porque en el resurgimiento delsiglo XIX tendría que haberla devastado una carretera- larotonda de San Martín, monumento de esa Atlántidamedieval que había sido la ciudad palacial de Vyehrad,una perla suspendida sobre Praga que aún busca su igualentre las ciudades del mundo. Ein anderes Paradies andder anderen Seite; da hab ich mein Herz verloren, ahíperdí mi corazón, Herr Prunslík. Una vertical por la quePraga subió a las estrellas. Praga era más hermosa queBabilonia. Praga era más hermosa que Roma.

Por la vertical se puede subir y bajar. Nuestradesconsideración para con la fuerza creadora de nuestrosantepasados es terrible, y pagaremos por ella.Aprendemos a derruir el arte y empezar de nuevo desdecero, en un prado verde que basta regar con hormigón.Sobre todo que sea sencillo, sobre todo que resultepráctico. La pasión por matar el pasado es recalcitrante,no podemos desarraigar el instinto de quemar lo creadouna vez. El ciego Jan ika, paredón sangriento y hacha deverdugo de la humildad checa, fue la peor encarnación dela cazurrería que recuerda la historia, un espantoso modelo

de barbarie asiática y brutalidad, nuestra desgracia yvergüenza internacional: por su causa, sesenta decenasde años más tarde aún nos tiemblan las manos. Sumalogro de Vyehrad, el más soberbio camafeo de laEuropa románica, no fue inferior en su efecto devastador alsaneamiento praguense del cambio del siglo XIX al XX. Yaunque él mismo no hubiera estado presente, susanguinario perro alemán elivskv, terrorista con sotana, lorealizó fácilmente con su jauría. De no ser por estospalurdos campesinos, que llegaron a Praga como unosalmogávares (y seguimos llamando con sus nombresbarrios y calles), en nuestra madre patria aún seguirían enpie los edificios perdidos hace tanto tiempo a causa de losestragos que les causaron; continuarían aquí la iglesia deSan Juan en Na Bojite, la iglesia de San Lázaro en la plazade Carlos, el castillete de Venceslao en Na Zderaze y elcercano convento de los agustinos descalzos, los molinosde Helm en el barrio de Pedro, la puerta Svinská y laHorská, la torre del Pintor, los baños de San Venceslao, elpintoresco rincón de Podskalí, el sombrío barrio de Pedroy quizás el barrio judío entero, el mágico laberinto dePraga de cuyas turbias callejuelas se salía distinto decomo se había entrado. Todo eso aniquilaron elmovimiento husita y sus secuelas, la gran revolucióncultural checa.

Una nación ciega, un guía ciego. ¿Cómo no iban a caerloschecos?

Llegaron los ciegos y derribaron la ciudad que llevaba enpie cientos de años, sin valorar una belleza que ellos noveían. ¿Dónde quedó la sumisión ante Dios? Los hijos deDios, sus antepasados, la habían construido. El quejica deHus no habría tenido que arder si hubiera sido humilde yno le hubiera impulsado un complejo mesiánico, si no sehubiera embriagado con la promesa de martirio. Habríanbastado unos pocos años y con toda seguridad habríallegado a algún compactato con la Iglesia, sin máculaalguna de sangre checa. Si no se hubiera dejado llevarhasta excesos adamitas o beguinos, no se habríadesatado la violencia entre los miembros de su nación, lagentuza no habría arrojado a los señores a la punta de lasalabardas ni la revolución devorado, destruido niasesinado, no habría tenido lugar la derrota de la MontañaBlanca, la elite checa no habría acabado en el cadalso.Pero esto pasó y la culpa fue de ese cobardica que veíafantasmas por todas partes y esperaba el Armageddon encualquier momento, fanatizaba multitudes y la hoguera queencendió no sólo lo abrasó a él, sino también a su tierra.

Si yo hubiera sido consejero del rey checo -o mejor de lareina, porque a las mujeres no les gusta sacrificarlo todo,al contrario que a los hombres-, me habría encargado de laemisión de un edicto. En él, so pena de confiscación detodas las propiedades, se ordenaría que la demolición decualquier edificio sólo se llevaría a cabo, como muy pronto,cien años después de tomada la decisión. La gentepensaría más en sus descendientes. Las nuevas

construcciones aparecerían despacio, la ciudad nocambiaría, cada nueva piedra sería colocada por elraciocinio de varias generaciones. Creo que así hoy notendríamos las enormes avenidas, que fluyen, con unainsoportable ligereza, como ríos. Y así lo harán, hasta elmomento en que llegue el agua centenaria e inunde elmuelle. Creo que por la Ciudad Vieja y la Nuevapasearíamos tranquilamente; las callejuelas medievales,los miradores y portales, los soportales, las esquinasreforzadas de las torres amortiguarían la rapidez mortíferade las limusinas blindadas y las expulsarían de la ciudad: ala autopista gris, el único sitio al que pertenecen y dondepor mí pueden saltar por los aires en una matanza detráfico colectiva.

La ciudad pertenece a los peatones, a sus andares lentosy al traquetear de los carros, al chirrido de las ruedas demadera en los baches y en las puntas orejudas de losadoquines.

Hay que volver atrás. A cuando la casa era un edificioencorvado, húmedo y tiznado, con arcadas despatarradas,con refectorio abovedado y techo combado, con unabuhardilla negra como la bodega y una bodega profundacomo un pozo; una casa con el techo alto, el frontón roto,los canalones llenos de agujeros y una chimenea estrechacomo el palo de una escoba, con unas ventanas pequeñascomo cerrojos, con el marco resquebrajado y provistas detablas de mica y cristal de colores; una casa con un umbral

de antiquísima y alisada piedra molar; una casa con unpatio que apesta a orines, donde corren las aves de corraly una semana tras otra se frota la ropa en tinas. A cuandola calle era tan tortuosa, serpenteante o al menos torcida,estrechita como un desfiladero en las rocas areniscas yoscura como el fondo de una balsa. (Sí, aquí está labelleza y la vemos nosotros, que somos amables con ella;nosotros, para quienes «vanguardia» es una noción vacíay «nuevo» un taco.) Así parecía Praga antaño, y debíaparecer así para la eternidad; nadie tenía derecho acambiarla, así la querían sus fundadores y así la quiero yo,un desgraciado sumido en el rincón más asqueroso de lahistoria, donde el ser humano, desmerecedor de labelleza, se ha declarado Dios y ha impuesto el dictado dela utilidad y de la línea recta: la era de las grandesavenidas, cuchillos de carnicero que cortan el corazón delas ciudades.

El día prosiguió, la mañana se escabulló también con elpálido sol, que aquí y allá ocultaba la nube de smog.Podían ser las doce, la una, quizá más tarde. Estaba al piede la torre de la iglesia de Santa Catalina, sin tener ni ideade cómo había llegado hasta allí. Desde San Esteban al finy al cabo es un momento, pero por dónde había ido, si pordebajo de Lípová, o por Ke Karlovu, o por el cerro deCatalina, aún no he conseguido recordarlo. Atónito, miréhacia arriba, en dirección al campanario blanco, de cuatrolados hasta la mitad y desde ahí octogonal, con una larga

punta oscura muy parecida a las torres de las iglesiasCarolinas de la Anunciación de la Virgen María de NaSlupi y San Apolinar. Con estas iglesias, la de SantaCatalina tiene en común también el destino de lasinstituciones de caridad, al menos en cierta época.Cuando en la segunda mitad del siglo XVIII el arroganteiluminado de José II clausuró el convento de SantaCatalina, fundado por el devoto Carlos IV, se estableció enel edificio un centro de educación militar. Los jóveneshicieron añicos las instalaciones de manera que, al final, eledificio sólo podía servir, a lo sumo, para albergar unmanicomio. Lo mismo que la iglesia de Na Slupi, tambiénSanta Catalina fue destinada al cuidado de los enfermosmentales, y un día al año se abría al público. Es decir, a losmismos pacientes que en el monasterio servita de NaSlupi y no lejos de San Apolinar. Me parece que en estoexiste una lógica: ahí donde acaba la devoción, empieza lalocura.

Bestia triumphans. Ningún manicomio dañó edificiossagrados góticos tanto como las tropas husitas. Susdiabólicas pezuñas desparramaron hasta la última piedrade los templos de Vyehrad, y de la Santa Catalina de laCiudad Nueva sólo quedó la torre. Acerca de lasobrevalorada glorieta oriental que en el siglo XVIIIDienzenhofer adosó a ella como campanario, prefieroguardar silencio, al igual que sobre la poco lograda iglesiaque quedó totalmente escondida tras un pórtico dearcadas. ¡Un templo que no puede verse! En eso el

barroco era experto; en Praga se construyeron varios deestos pobres invisibles.

También a la encantadora torre gótica le faltó muy poco.En mayo de 1420, pegaron fuego a la iglesia, pero eso nobastó. Cuando las mujeres husitas se enteraron de que lasmonjas de la orden eremita de San Agustín eran vírgenesprometidas a Cristo, se lanzaron a la calle como perrassalvajes, decididas a asesinarlas. Aunque sucedararamente, el castigo divino llegó de inmediato: la fachadadel templo se desplomó sobre veintisiete furiosas husitas.Sus compañeros sin duda corrieron en su ayuda, perocuando comprendieron que el dedo de la torre que sedesmoronaba los aplastaría junto con sus divertidosyelmos y sus deslucidos escudos, abandonaron a lasutraquistas a su suerte con la megalomanía propia de losguerreros de Dios. Violencia, sí. ¿Y compasión?¿Misericordia? ¿Cortesía? Las hordas husitas no lasconocían. Los ideales de la Edad Media no significabannada para ellas. Europa no había visto tal villanía desdeque los vándalos invadieron la Ciudad Eterna.

Era una noche de otoño, y junto al muro blanco de laiglesia había alguien. Una oscura criatura de dos cabezasse mecía detrás de una mata de espino al ritmo regular delplacer oculto. Me acerqué de un salto al árbol más próximoy conté hasta diez. Justo entonces me arrodillé como siestuviera delante de un altar y con un ojo aceché desde

detrás del árbol. Un hombre y una mujer se apretaban eluno contra el otro, de manera tal que semejaban una arpíaagitándose. Él llevaba un sombrero negro de un modeloantiguo, ella era morena y tenía la cabeza descubierta.Entendí a quién había descubierto en medio de sus juegosamorosos en un parque abandonado. Quise marcharmede allí lo más silenciosamente posible. Pero no enseguida.Los movimientos de aquellos dos eran diferentes de comodebían ser. Algo así como contra natura. Por algún motivome fijé otra vez y me convertí en un mirón digno de lástima.

Lo que vi fue un amor extravagante. El hombre memostraba su lado derecho, la chica el izquierdo. Ella teníala falda recogida y estaba sentada a horcajadas sobre él,meciéndose. Su rostro reflejaba la concentración de unapersona que intenta atrapar un encanto siempre huidizo.La cara de Gmünd no revelaba nada, quizá sóloimpasibilidad. Se ejercitaba con aquel voluminoso cuerpode mujer como un forzudo de feria con unas pesas depega: el volumen de la chica no le estorbaba. Todo erafalso. Bajo la falda brillaba la piel blanca. La chica hundióbruscamente la cabeza en el hombro de su pareja; eso leshizo reír, se quedaron en calma un momento y despuéssiguieron representando su pieza lasciva. Después ella leechó los brazos al cuello y comenzó a restregar su vientrecontra el de él. Yo ardía en deseo de mirar aquel númerohasta el final, y a la vez la vergüenza me abrasaba porestar observando. Finalmente venció ésta. Me volví y, depuntillas, me dirigí hacia la salida del recinto. El siguiente

susto casi me hizo soltar un alarido. Tras el último árbol,que estaba justo al lado de la verja, se agazapaba unpequeño Príapo, guardián del jardín. Con una muecalasciva, me enseñó sus dientes de rata y me hizo un guiñoconspirador. Lo rodeé rápidamente y salí corriendo.Juraría que el enano tenía los pantalones desabrochados.

Me detuve antes del cruce en San Esteban, esperé a queel semáforo pasara a verde y me apresuré hacia la calleHálkova. Mientrás corría a lo largo de la iglesia, advertí conel rabillo del ojo que cubrían el muro de la nave norte unosgrafitos que no estaban durante nuestra última visita. Setrataba de unos signos azules y blancos que chillaban almundo su ira ininteligible, mientras que San Estebanconservaba el orgulloso silencio de los humillados yofendidos.

Záhir no estaba en la calle Hálkova, y tampoco lo encontréen la calle V Tçních. De modo que se había ido… Con él yla cámara de fotos había desaparecido también el coche.O quizá no se había marchado, sino que alguien se lohabía llevado a algún sitio y le había matado.

Finalmente encontré una cabina telefónica en el pasadizosubterráneo de la plaza cercana. La mano me temblaba alteclear el número.

Mientras el teléfono sonaba en el otro extremo de la línea,

me imaginé claramente a Záhir estirado con la cabezadestrozada en el sótano de alguna casa en ruinas. Concada nuevo lento tono del auricular, la imagen se convirtióen certeza.

Capítulo13

¿Qué me produce horror?

¿Qué me está pasando?

Cuando me convierta en polvo

Veré lo nunca visto.

K. Kraus

Sorprenderse. Esta capacidad, cuya expresión es lareceptividad en los niños y el infantilismo en los adultos,evidentemente no me abandonará ni aun en el lecho demuerte: me sorprenderé de estar en él y de que hayadesaparecido de la faz de la tierra mucho tiempo antes,junto a las víctimas de la terrible conspiración praguense,

cuya historia, desde mi magnífica prisión, os relato aquí.

Záhir vivía. Cuando el jueves por la noche me llamó OlejáÍ,lo primero que se me ocurrió fue que al coronel ya le habríallegado la noticia de su asesinato. Pregunté cauteloso yme enteré de que acababan de hablar. Eso me aliviómuchísimo, y tuve que sentarme porque de repente mefallaron las piernas. Záhir ni siquiera se había quejado demí. OlejáÍ sólo me quería notificar el aplazamiento denuestra reunión. Mientras en el auricular su voz sonabaincisiva, segura de sí misma y sin embargo algo inquieta,acostumbrada a mandar a un ejército de subalternos, misfantasías sobre la naturaleza asesina de esta personaacorralada por su pasado empezaron a perder fuerza. Unalto funcionario con los conductos auditivos supurantes, laconciencia intranquila y sin ganas de reconocer suserrores, de acuerdo; pero ¿un brutal asesino? Unpobrecillo a quien le manan de las orejas susremordimientos para hacerse visibles a todos. Le preguntési los detectives habían encontrado algo nuevo. Nomencionó las cartas amenazadoras. Dijo que no habíanencontrado el cuerpo sin piernas de ÌehoÍ, pero que teníasobre la mesa un nuevo caso de dos adolescentes quedesde el martes no habían vuelto a casa. No pude evitarreírme y le deseé que la policía los encontrara pronto. Enun tono casi amistoso, dijo que por suerte no todos loscasos criminales eran sangrientos, a veces bastaba dictaruna orden de búsqueda por todo el país. Pasamos la

reunión al lunes.

Volvía a disponer de tres días libres y no sabía qué hacercon ellos. Tenía la sensación de que la investigación de losdos asesinatos de la Ciudad Nueva se alargabainsoportablemente, después lo justifiqué diciéndome queasí ocurría con la mayor parte de los casos importantes yque mi impaciencia se debía a mi falta de experiencia.Intenté no pensar en la posibilidad de que alguienestuviera evitando su resolución.

Al día siguiente el teléfono permaneció callado y la señoraFrvdová fue a alguna parte. Después de desayunar memetí en mi habitación, preparado para deshacerme delmortecino trozo de vid recogido en la pendiente sobre elriachuelo Botic. Pero cuando me incliné sobre el florero,advertí, sorprendido, que se había recobrado, del retorcidotallo marrón nacían unos brotes blancos y puntiagudos deltamaño de agujas. Cuando me convencí de que no eramoho, como se me ocurrió en un primer momento, regué eltallo con cuidado. No tenía nada que hacer, así que leídurante toda la mañana. Después de comer ya estabanervioso; además, no tenía ganas de estar de chácharacon la señora Frvdová. Cuando tras la ventana apareció elfrío sol invernal que tanto me gusta, me decidí a dar unpaseo por los alrededores de Vyehrad: ¿y si topaba conalgo de lo que la policía no se hubiese percatado?

Al lado de la iglesia en Na Slupi vi desde el tranvía a Lucie

NetÍesková. Cruzaba la calle y empujaba un cochecito debebé. En la siguiente parada me bajé y, vacilando, meencaminé hacia Albertov.

Cuando le di alcance, el bebé dormía. Le pedí permisopara llevar el cochecito. Pareció alegrarse de ello.Despacio, rodeamos la iglesia y el antiguo jardín delmonasterio. Hablaba sobre todo ella. Yo la escuchaba yexaminaba su perfil. La media melena clara de Lucie teníauna tonalidad plateada particular. Pensé que tal vez setiñera el pelo, pero en todas partes era igual de brillante yliso, también a lo largo de la raya que iba del centro a lacoronilla. Su piel era suave y más bien seca, excepto en lafrente, surcada por grandes arrugas: tres líneashorizontales, las dos inferiores más profundas y la superiorcasi invisible, se le aparecían siempre sobre sus ojoscuando algo le llamaba la atención. Durante laconversación se le marcaron varias veces, paradesaparecer enseguida. No tenía los ojos azules, alcontrario de lo que me había parecido aquella vez en lahabitación oscura, sino grises, y lo que más me atraía erasu ternura, que, como me había parecido, no dirigía sólo albebé. Dijera yo lo que dijese, despertaba en ella unsincero interés, y estaba seguro de que cada comentariomío se visualizaba convenientemente en su frente. Encompañía de Lucie me tranquilicé; ella me dabaseguridad.

Durante esos momentos juntos en Albertov me dijo que en

Praga no tenía amigos, que pasaba en casa la mayorparte del tiempo y que le daba miedo dar paseos máslargos con el niño. Ese día se había atrevido por primeravez a llegar hasta allí. Tenía pensado ir al jardín botánico,pero había visto que estaba cerrado.

El bebé se despertó y me miró con desconfianza. Cuandolocalizó a su madre, le sonrió revelando unas encías sindientes, y movió las manitas. Lucie lo sacó del cochecito,envuelto con la manta, y lo sostuvo en brazos. Durante unrato empujé el cochecito; fue una sensación bastanteinusual, y muy embarazosa, debo añadir. Intenté verme conojos ajenos. Me pregunté si alguien podría pensar queaquella niña era mi hija. Fue una alucinación cruel: no vi aningún padre. Sólo a un bebé. Con las manos sudadas meempujaba a mí mismo.

El cochecito era pesado y me costaba maniobrar con él.La presencia de la cría me ponía nervioso, y empecé aarrepentirme de haber entablado conversación con Lucie.Para ponerme a pensar en otra cosa, hablé sobre laCiudad Nueva, barrio donde había servido como policía, alque había tomado apego y del que no conseguía alejarmepor mucho tiempo. Ella me escuchaba con interés, o almenos lo aparentaba, y eso hizo que se me soltara lalengua sobre otros temas que me preocupaban. Lospraguenses de hoy en día, le expliqué a la pobre Lucie,viven en medio de ruinas, en el derribo más allá del jardíntrasero de vejk, y con una sonrisa amarga añadí que

conocía un rincón de Ciudad Nueva llamado Na ZboÍenci,la «calle de las ruinas» y que en mi opinión, todo Pragadebería llamarse así. Me gustaban los alrededores deAlbertov porque en el pasado apenas habíaconstrucciones y se podía captar algo de la atmósferaoriginal, ya desaparecida, de la antigua ciudad.

Me interrumpió el bebé, que se puso a gritar sin más.Evidentemente, algo lo había asustado, porque se aferró asu madre y clavó sus grandes ojos en la fachada azuladadel instituto Hlava. Se negó a soltar a su madre. Saqué delbolsillo un paquete de chicles; eso quizás ayudara, si leestaban saliendo los dientes. Lo agité ante los ojos de laniña. Eso le llamó la atención, calló de inmediato y tendióla mano hacia el paquete, pero Lucie la apretó contra sícon indignación, comentando que su marido también hacíaesa clase de bromas, aunque yo no había hecho ninguna.Preferí guardarme los chicles; la comparación con elseptuagenario NetÍesk me había desconcertado. El bebése puso a llorar.

Lucie anunció que volvíamos a la iglesia. Yo habíadecidido que seguiría un poco más con ellas cuando mimirada casualmente se posó en el lugar al que hacía unrato había mirado su hija: una de las ventanas del institutoHlava. Me quedé helado. En la gran ventana del último pisode la curvada ala norte advertí que una mujer meobservaba. Era Rozeta, pero otra Rozeta diferente de laque yo conocía. Y al mismo tiempo la misma. La veía de

cintura para arriba. Llevaba un vestido negro con unaespecie de círculo plateado en el pecho. La cara, blanca yestrecha, enmarcada por una capucha, había perdido suredondez, tenía las mejillas hundidas y rígidas, comoacausa del cansancio o el dolor, y la nariz alargada yafilada. Sus labios, cerrados, eran apenas una línea,mientras que la mitad superior de la cara estaba ocupadapor unos ojos almendrados, negros y sin brillo. La figura,completamente inmóvil, recordaba la estatua de algunasevera diosa griega que algún bromista me mostraracomo caricatura de Rozeta. Eso había sido lo que habíaasustado al bebé.

Miré alrededor, pero Lucie ya no estaba. Entonces mearmé de valor y crucé la calle. Volví a mirar en dirección ala ventana e, instintivamente, tuve que acurrucarme ante laira petrificada de Rozeta. Era como si alguien hiciera girarun maniquí para que siguiese mis movimientos. Enfurecidoante esa idea, me encaminé hacia el río y corrí por elcésped y el camino de acceso hasta la gran puerta deentrada. Estaba cerrada, pero sólo con una cerradura delatón. Me apoyé en la puerta, me deslicé dentro y la dejéajustarse tras de mí. A la derecha había una porteríaimprovisada, pero vacía. Miré el vestíbulo.

El concepto de funcionalismo -el funesto inicio del sigloXX-, que durante varias décadas ha ahogado lapersonalidad del individuo y su habitat, aún no habíaimpuesto totalmente su mandato en el edificio del instituto,

un ejemplo del compromiso ideal entre la utilidad y labelleza. Sí, allí debió de detenerse el funcionalismo. Amenudo pasaba cerca del instituto Hlava durante mispaseos, y cada vez contemplaba satisfecho la planta demedio arco, la fachada neoclásica con revoque azul claro,las grandes ventanas con parteluz y los innecesarios perorefrescantes arcos en la cornisa perfilada de las ventanasbajo el tejado plano. Estoy convencido de que esprecisamente la decoración lo que hace de la casa unaverdadera vivienda para la gente; los tejones se montan sumadriguera de forma puramente utilitaria porque no sabenque habitan un simple agujero en la tierra. A las funcionesde una morada tan simple no se les puede reprochar nada,pero ¿hay alguna razón por la que un arquitecto tenga queregirse por el principio de la guarida del tejón?

La arcada de columnas dóricas que sostiene el techoestaba vacía. Se oía el murmullo de la fuente y tras ellaascendían unas monumentales escaleras trifurcadas con labarandilla de piedra. El suelo encerado estaba decoradocon mosaicos de colores opalescentes bajo el brilloamortiguado de las pesadas lámparas metálicas. Pues sí,también en el siglo XX fueron capaces de crear Belleza.Me quedé petrificado ante ella. Sólo los latidos de micorazón rompían el silencio del lugar.

Subí las escaleras, me desvié a la izquierda, después a laderecha y eché un vistazo a un espacioso auditorio. Lainclinación de la sala era inusualmente pronunciada, la

tarima que había delante de la pizarra se perdía en lasprofundidades bajo una cascada de bancos de madera deroble con barandilla de latón. No había ni un alma allí.Estaba a punto de cerrar la puerta cuando advertí que en lapizarra había unas letras garabateadas con tinta roja.Desde aquella altura no podía leer qué decían, de modoque bajé un par de filas para descifrarlas. «Dis. n° 3»,ponía en la pizarra. ¿«Dis», de sala de disección?

En total había cinco salas de disección que seencontraban en la planta superior del edificio, cuyosmiradores acristalados daban a la pendiente que habíaentre la colina de Vtrov y la de Carlos. En mis paseos,muchas veces me había apartado del camino y me habíaabierto paso por los arbustos hasta la vertiente herbosapara mirar hacia aquellos lechos de muerte, atraído por lacuriosidad de saber qué extrañas operaciones se llevaríana cabo allí. Pero siempre tenía echadas las pesadascortinas, que iban del techo al suelo. A un lado del edificiohabía un establo para animales con los que se hacíanexperimentos. Una vez, durante un día gélido, procedentede él oí un rugido que me heló la sangre. Se podía oírdesde San Apolinar. Entonces me imaginé a losprofesores con sus batas blancas pinchando con largosescalpelos a un cerdo al que después prenderían fuegosobre un quemador de gas. Una matanza en terrenouniversitario.

Pasó un rato hasta que encontré el pasillo curvo que

conducía a las salas de disección. Me crucé con una solapersona, un hombre con bata blanca, barrigudo y peludo,con barba negra y unas gafitas de montura plateada. Lohabía visto en alguna parte, pero ¿dónde? No se fijó en míy siguió su camino deprisa, un erudito algo encorvadosumido en sus pensamientos. De detrás de una puerta quehabía a la izquierda me llegó una apagada risa femenina,pero no era la voz de Rozeta. Fui hasta la tercera puerta ala derecha; era blanca y brillante, y tenía un pequeño tresnegro a la altura de los ojos. Llamé a la puerta, primerotímidamente. Nadie respondió, ni oí ruido alguno. Elpicaporte estaba pegajoso y cedió servicial bajo la presiónde mi mano.

La sala se ensanchaba hacia las ventanas y, a primeravista, contradecía todas las leyes de la perspectiva.Recordaba un ataúd blanco acristalado. Entré por la basedel ataúd. Las pesadas cortinas estaban corridas. Enmedio de la sala se encontraba la mesa de disección,cuyo tablero tenía una forma irregular y en algunas partesparecía como si le hubieran dado grandes mordiscos.Comprendí que esos huecos permitían acercarse a ladisciplina de la disección. Sobre la mesa había, bajo elbrillo de las lámparas quirúrgicas, un caballo. Un alazán nomuy grande, inmóvil. Veía el lomo, el costado izquierdo, elcuello y un trozo de la cabeza. Tenía el ojo abierto, brillante,ciego. Las pezuñas estaban ocultas por unas vendas de unmaterial tosco; sin embargo, era posible distinguir suforma inusualmente puntiaguda. Superé el miedo y me

acerqué. En el costado, que se alzaba irregularmente, seabría una larga y limpia herida hecha por un escalpelo,levemente abierta en el centro. Miré fijamente la carne rojay la grasa amarillenta. Di un paso más y vi la cabeza, asícomo lo que le salía del centro de la frente: un largo cuernoen forma de tornillo. Alargué la mano y con la yema de losdedos palpé la superficie áspera, tan cálida al tacto comoun cuerpo radiante de vida. ¿No eran blancos losunicornios?

Entonces ocurrió. La ventana crujió y reventó, lo que laatravesó golpeó contra el suelo delante de mí y voló hastaun rincón. Me agaché tras la mesa de disección y medespedí de la vida pensando que dispararían contra mí;alcanzar la puerta era imposible. Un viento frío soplaba através del vidrio roto. Era más bien una piedra que unabala. Miré desde mi escondite e intenté determinar elángulo desde el que había sido lanzada. Tras la ventana selevantaba el muro gris de contención que reforzaba lavertiente y, por encima de él, se oscurecían los arbustos. Elviento agitaba las ramas, que no impedirían losmovimientos de una persona que huyese.

Fui de rodillas hacia el lavabo, bajo el cual se hallaba lapiedra. La alcé hacia la luz de las lámparas quirúrgicas,pero antes que mis ojos la reconoció mi mano. Seis ladosregulares, una superficie suave y ligeramente granulada,vetas verdes. Un adoquín, una advertencia de la calle.

Os preguntaréis qué significaría todo eso, pero no puedoresponderos de inmediato, y aún menos conseguir quecomprendáis. Sospecháis que algunas cosas las dejo sinexplicar a propósito, y quizá tengáis razón, pero creedme,si os dejo adivinar, es porque quiero que vayáis a tientasigual que lo hice yo: también a vosotros han de llegaros miinseguridad, mi angustia y mi miedo. Son indispensablespara alcanzar el conocimiento. A mí me llegó, y si sois delos que lo ansian, seguid mis pasos en este laberinto depalabras.

Salí del instituto de forma tan furtiva como había entrado.Volví a la iglesia y vi a Lucie en el banco. Con una manomecía el cochecito, en la otra sostenía un libro abierto.Estaba seguro de que me esperaba. Ya me habíatranquilizado. Llegué hasta ella y le pregunté qué leía.

Alzó hacia mí sus bonitos ojos grises y respondió que unanovela gótica. A continuación quiso saber dónde me habíametido. Me inventé que había pasado por el instituto paraver a un amigo. Lucie se puso de pie y se alisó la falda.Antes de echar a andar, miré de reojo la cubierta del libro.Era El castillo de Otranto, del inglés Horace Walpole, unahistoria de fantasmas escrita en el siglo XVIII.

–¡Qué casualidad! – exclamé-. Lo leí hace poco. ¿Qué teparece?

–El principio me gusta mucho, después es cada vez másabsurdo. Espero que al final se expliquen todos lasenigmas.

–Prepárate, te decepcionará. A mí me gustó precisamentepor su imaginación, en la que la lógica no es tanimportante. ¿Conoces a Clara Reeve?

–No.

–Era una gran admiradora de Horace Walpole. Pero lemolestaba precisamente lo mismo que te molesta a ti: lossuspiros enigmáticos, las visiones misteriosas, las figurasque salen de los cuadros, el estruendo de cadenas en elcalabozo que hay debajo del castillo. Walpole lo presentacomo una realidad, no duda de ella ni por un segundo, y allector sólo le queda creerle… o arrojar el libro a lapapelera. A Reeve no le satisfizo ninguna de las dosopciones. En la versión de El castillo de Otranto llamadaEl viejo barón inglés, tampoco ahorra enigmas, pero,siguiendo el espíritu ilustrado, los presenta con sobriedad.Cada aparición, cada fenómeno aterrador tiene suexplicación.

–¿Le salió bien?

–Por la reacción de los lectores sí, pero dime, ¿tegustaban de pequeña los cuentos para niños inteligentes?Walpole era un romántico con un sentido bello y anárquico

de la asimetría. Pasas por su novela como por un túnel delterror de un parque de atracciones y te ríes, hasta querepentinamente surge de la oscuridad una flecha de miedoy se clava en tu espalda. Reeve no consentiría algo así, legustaban el orden y la disciplina. El caos en el que tan agusto se sentía su predecesor debía de horrorizarla.

–¿Así que era más cobarde que él?

–Si lo quieres ver de ese modo, sí. El orden es laconsecuencia del miedo al desorden.

–Y tú no lo tienes, por lo que veo. Prefieres a Walpole,¿no?

–Desde luego, aunque sea más complicado. El lectoractual se desternilla de risa ante sus escenasespeluznantes…, por ejemplo, cuando a la estatua delpríncipe asesinado Alfonso el Bueno le sale sangre por lanariz. Realmente es una situación penosa: la estatuanecesita un pañuelo. Pero eso no significa que en otrasescenas no se te erice el pelo de miedo.

–Eso diría yo. ¿Qué te pareció más aterrador de lanovela?

–El sufrimiento de los inocentes.

–¡Igual que a mí! Por el sufrimiento de los inocentes no veo

la televisión ni leo el periódico.

–El enorme casco con una pluma negra, que en el patiodel castillo cae de un cielo despejado, no aplasta aldemoníaco Manfredo, que es el único que se lo merece,sino a su hijo Conrado, un joven enfermizo que paga porlos pecados mortales de su padre. ¿Y Manfredo? No sólosobrevive a todos, sino que incluso, enajenado por la ira,mata a su hija Matilde, el personaje más simpático de lahistoria…

–Pues muchísimas gracias. Ya no tengo que terminarlo,ahora que ya me has soltado cómo acaba. Pero, ¿no vesla gracia? Claro que Manfredo es castigado: hasta el finde sus días lo torturará su conciencia. – Apesadumbrada,Lucie miró a la niña que dormía y le arregló la colcha.

–Perdona, me he dejado llevar. Léetelo hasta el final, valela pena. En el fondo, es un libro realmente veraz. Elsufrimiento de los inocentes lo vemos cada día. El castillode Otranto responde fielmente a la realidad de finales delsiglo XX. Y lo mismo pasa con las preguntas sinresponder; hay muchas más preguntas que respuestas,tanto en este libro como en la vida. De hecho estárelacionado con si prefiero leer a Walpole o a Reeve.Elegiría algo intermedio: una historia con una salidasensata y lógica, de las que satisfacen a un ser que se rigepor el sentido común. Pero tiene que haber algo más, algoinexplicable como prueba de mi convencimiento profundo

de que no todo lo que se nos muestra somos capaces deentenderlo. El mundo es inasible como una novela gótica.

»Intenta imaginarte cómo escribiría Horace Walpole en laactualidad. ¿Le parecería la Praga moderna losuficientemente horrible? Lo digo en un sentido romántico.¿Se lo tomaría como un reto? ¿O se desviaría, tal comoestá de moda desde los tiempos de Svátek y Meyrink odel emperador Rodolfo? ¿Conseguiría además decir algoque suene contemporáneo? ¿Sufrirían sus víctimas por lospecados de sus antepasados, castigarían los espíritus alos granujas desconsiderados? Da igual lo mucho que seextendiera, las preguntas siempre dominarían sobre lasrespuestas. Tomaría el ambiente y los personajes denuestro tiempo cibernético, y sin embargo se trataría delos lugares e individuos más extraños y enigmáticos queuno pueda imaginar. Echa un vistazo aquí, por el recintouniversitario, los verás a cada paso, a la vuelta de cadaesquina…

Lucie se detuvo y miró alrededor.

–¿Dónde estamos?

Nos encontrábamos junto a la barandilla de la orilla delBoti… Casi habíamos llegado al teatro de Nusle, y hastaese momento no me había dado cuenta, tan absorto comoestaba en la conversación. Lucie sonrió, como si ledivirtiera mi entusiasmo por las historias de fantasmas. La

sonrisa era absolutamente maternal y me llegó al alma.Por un instante envidié al bebé.

–Dices que también en la actualidad hay más preguntasque respuestas. Yo no estoy tan segura de eso. Porejemplo, esta casualidad… ¿y si es una respuesta a unapregunta que estaba aquí aunque nadie la hubieraformulado? Hoy nos hemos encontrado por casualidad.También nos conocimos de forma completamente casual:la última vez topaste con mi marido en la ciudad y nohabíais acordado una cita.

–Ajá, ¿así que este paseo, según tú, puede interpretarsecomo la respuesta a una pregunta que estaba en el aire?

Antes de tartamudear esta frase, se me ocurrió de quépodía tratar esa pregunta -NetÍesk, ella y yo-, y me subieronlos colores a la cara. Pero Lucie no advirtió mi rubor,porque se había vuelto y había apoyado los codos en labarandilla. Sin querer, desvié la mirada hacia las curvas desu trasero. En aquella postura había coquetería, nadaostensible, pero desde luego perceptible. Me turbó, y encierto modo también me impresionó. Pero no soy de esosque serían capaces de aprovecharse de una situación así,tal como se había confirmado hacía poco. Sentía pena porella y por mí mismo.

Sin embargo, eso hizo que me resultara aún más atractiva.Me apoyé a su lado, con el codo tocando el suyo.

Permaneció inmóvil, pero de reojo vi que en su frenteaparecían tres líneas. ¿Me habría equivocado? Agaché lacabeza y hundí la mirada en las turbias aguas del arroyo.

–¿Un paseo como respuesta? – dijo, continuando con laconversación que yo casi había olvidado-. Quizá sí que seauna respuesta, o quizá no sea nada más que un error. Miraahí, hacia el puente, esa cosa que sobresale del agua. Notiene nada que hacer aquí. ¿Se le caería a alguien? ¿Laecharía ahí algún ladrón?

Avisté el objeto que Lucie señalaba, y vi que tambiénconstituía una respuesta a una pregunta no formulada.

Acompañé a Lucie hasta la parada del tranvía y la ayudécon el cochecito. Mientras tanto, quizá por puracasualidad, me acarició la muñeca. Tan pronto se hubomarchado, volví al puente y bajé por la escaleraennegrecida hacia la fría y sucia agua. Me llegaba hastalas rodillas. Vadeé el río hasta llegar al hierro quesobresalía de la superficie y lo levanté. Era una gran sierraatascada en una piedra del fondo. Tenía un mango azulnuevo y la hoja rota, pero no enmohecida.

Pero nadie tira una sierra nueva porque se le ha roto lahoja. Los dientes eran grandes, habían sido torcidos yafilados hasta convertirlos en las largas garras de unafiera. Sabía bien qué aspecto tendría un leño cortado conesa sierra. Parecería arrancado.

Aquel día tan extravagante, de los que últimamenteabundaban de forma tan desoladora, tuvo su epílogo en elpiso de Prosek. Me llevé la sierra decidido a entregarlacuanto antes al laboratorio policial para que investigaran lapresencia de sangre. Con cuidado, sequé la hoja y laenvolví con diarios viejos. Después me lavé, me puse elpijama sin encender la luz y me eché en la cama,satisfecho de tener algo nuevo para OlejáÍ. Justo antes dedormirme, me acordé de que no había regado mi amadaplanta. Me levanté de la cama agradablemente caliente,encendí la luz y me agaché por la regadera. Bruscamentela solté. Del tallo trepador de la vid, que empezaba averdear débilmente, habían crecido en densos haces unoshilos peludos blancos que brotaban hacia arriba, securvaban y se extendían en todas direcciones. El máslargo debía de medir casi medio metro y recordaba sobretodo los bigotes de un extraño viejo.

Capítulo14

Corta estas cadenas, quítate las escamas de los ojos.

Sólo a un loco en su demencia le puede parecer

que gira alrededor de lo que gira con él.

T. S. Eliot

El lunes me levanté temprano. Eso le gustó a la señoraFrvdová, que desde las seis miraba la televisión. Mepreparó tres huevos revueltos con tocino, y cuandodesplegó ante mí ese desayuno real, expresó suconvencimiento de que yo había encontrado trabajo, quepodía verse en mi cara. No me sentí con ánimo para negarcon la cabeza, así que musité, con un bocado de pan en laboca, que algo de eso había. Mientras comía, observé queera una mañana sucia, de un gris amarillento, como sifuera a nevar. Tras la ventana, el mercurio del termómetrose acercaba al cero.

Mientras tanto, empezó a nevar en la pantalla del televisor.La casera dio un golpe al aparato y la ventisca se hizo másdensa. Después apagó el televisor y se sentó delante demí. Empezó a preguntarme qué había estado haciendoúltimamente. Con una disculpa, me retiré a mi habitación,pero ella vino tras de mí; no la había ventilado y las mantasestaban esparcidas sobre los muebles. En el pequeñoescritorio había tres libros abiertos que llamaron suatención. La señora Frvdová no esperó mi consentimientoy se acercó para echar un vistazo. Crónica real de Praga,

Cuentos y leyendas de Praga, Arquitectura parlante de laciudad de Praga. Enarcó las cejas con expresióninterrogativa y dijo que esperaba que no volviese a aquellaestúpida escuela. La tranquilicé respondiendo que ni seme había pasado por la cabeza. Después saqué la sierrade debajo de la cama y en tono resuelto le anuncié quetenía que ir inmediatamente a la policía. Bizqueósorprendida y abandonó la habitación sin pronunciarpalabra. No vio la monstruosa planta.

Salí demasiado pronto, pues quería llegar lo antes posible.Decidí ir a pie hasta la comisaría de la calle Na Bojiti. Losedificios prefabricados dormían, los jardines de lapendiente estaban envueltos en el frío, las aceras, sumidasen el silencio. Andaba con paso silencioso. Sólo las callesaullaban; tras las ventanillas de los autobuses centelleabade vez en cuando alguna cara humana, un borrón claro yalargado. Me sentía una excepción en esa ciudadnoctámbula, una ciudad que se dirigía hacia lodesconocido: el único peatón, un caminante, unautostopista. Incluso me permití el pecado de la egolatría;cuando alrededor de mí resolló el enésimo autobús, intentémirarme a mí mismo con los ojos de una de las pálidascaras que estaban encerradas en él: un indio solitario conun poncho gastado que se dirige al bosque con una sierraal hombro. Sin duda este hombre se mueve, pero encomparación con la velocidad de los automóviles parececomo si simulara que camina pero sin moverse del lugar.Algún holgazán, piensa ese rostro pálido. ¿Esperará que

alguien se le una?¿Quién se atrevería, si le pisa lostalones el monstruo del Tiempo y está a punto de rebanarleel pescuezo? ¡Si el tiempo devora en primer lugar a loslentos, los que no llegan! Los que no han huido en supresencia. Los enreda en sus visceras y los hace volversobre sus pasos.

En parte deseaba encontrarme con Rozeta en la policía,pero cuando entré en el amplio despacho del capitán,antes de las diez, OlejáÍ estaba solo. Sin apartar la miradade la pantalla del ordenador, me hizo seña con la cabezade que me sentara. Tras las grandes ventanas, cuyaspersianas estaban abiertas, caían copos de nieve de uncielo verdoso. La acera estaba cubierta por un mantoblanco que sin duda desaparecería antes del mediodía. Latorre de San Esteban se recortaba en la neblina.

Desenvolví la sierra y me la puse en mi regazo. Rocéadrede con el marco la silla de metal para atraer laatención del coronel.

No manifestó el esperado entusiasmo, pero al menos elhallazgo le interesó tanto como para hacer examinar laherramienta en el laboratorio. Cuando se la hubieronllevado, me pasó unas fotografías.

–La primera llegó el jueves y la segunda el viernes -dijo-.Esta última hace un rato.

Las cogí y las examiné con detenimiento. Eran muyoscuras, pero aquí y allá se percibía un punto más claro, deun rojo apagado. En la primera imagen no se veía casinada, aunque seguramente era un suelo polvoriento conescombros y tres o cuatro guijarros. No había modo desaber cómo eran de grandes. Tras ellos se levantaba unmuro sucio, ocre o tal vez gris. En la otra fotografía, algomás clara, se veía el mismo lugar, al parecer unahabitación, pero el plano estaba desplazado hacia laderecha. Las dos piedras del borde izquierdo de laprimera fotografía ya no estaban, mientras que a laderecha aparecía una mancha azul. Las imágenes habíansido tomadas por la noche o al atardecer, sin flas. Latercera instantánea enfocaba todavía más a la derecha.Aparecían en el fondo unas manchas azules, una de lascuales debía de ser una especie de bruma. A causa de lafalta de luz, sin embargo, no se adivinaba quérepresentaban. Igual que las dos primeras, también estafotografía estaba mal enfocada. En el borde mismo unamancha negra cubría una línea curva blanca y difuminada.Tenía el extremo redondeado y de arriba abajo ocupabacomo una sexta parte de la escena.

Me encogí de hombros.

–Debe de ser otra advertencia, esta vez dirigida a usted -dije-. Se toman su tiempo, lo hacen de manera intrigante,para que empiece a tener miedo como Dios manda.

Mañana y pasado seguro que enviarán otras, y después seenterará de lo que quieren de usted.

–Nunca me ha pasado algo así en toda mi carrera. Hastaahora. Es sospechoso. Como si… De todas manerastambién puede tratarse de un loco que se diviertadesmedidamente con esto. Alguien como ese viejecitoque nos llamó la semana pasada. Creo que fue el martes.Sí, el martes por la tarde. Le aseguró a la telefonista quese había perdido una diadema, así que ella nos lo pasó anosotros, a robos. Resultó que el objeto no se le habíaperdido a él sino a todos nosotros. No tenía sentido.Vociferaba al aparato que estaba mirándolo y que noestaba, y también que últimamente debajo de la ventanaveía gente muy rara, mientras que en todo el año no haymanera de encontrarse con un solo policía.

–¿Decía que miraba algo que no estaba, y que ese algoera una diadema?

–Sí. No lo tomaron en serio, pero anotaron su nombre ydirección, porque insistió. Le invité a venir, pero se niega adejar su piso. Vive cerca de aquí.

Me ofrecí a hacerle una visita. El coronel no pusoobjeciones y me pareció que más o menos contaba conello. Quizá se alegraba de no tener que ocupar a los suyoscon un recado así. Me tendió el papel con las señas y melo metí en el bolsillo.

Finalmente pude plantearle a OlejáÍ la hipótesis a la quehabíamos llegado con Gmünd. Con los ojos entornados,escuchó concentrado lo que le decía. Cuando acabé, llamóa la secretaria del despacho contiguo y le pidió que lebuscase el expediente del caso Pendelmanová. Mientrasesperábamos en silencio, él miraba por la ventana y selimpiaba las orejas con un pañuelo enrollado. Cuando lachica se presentó con la carpeta, él la abrió, la repasó conla mirada y me la entregó. Se comportaba como siestuviera haciéndome un honor excepcional.

Miré la primera página. Estaba ahí. La ingeniera MiladaPendelmanová había trabajado durante casi treinta añosen una oficina municipal, siempre en el sector de laplanificación territorial.

–De modo que tenía razón -dije, incapaz de mostrar misatisfacción-. Nada de política, sino arquitectura.

–¿Y el motivo? – OlejáÍ me miraba por entre una nube dehumo de cigarrillo. En la expresión de su rostro leía sorna ydudas.

–Aún tendremos que averiguarlo. En cualquier caso, unasola persona mató a ÌehoÍ y a Pendelmanová, según todoslos indicios un loco rematado, un individuo altamentepeligroso con gusto por los efectos teatrales. Y entre losdos asesinatos, por poco mutila a Záhir. También ésta fue

una de sus escenificaciones teatrales.

–¿Realmente piensa que sería capaz de ello una solapersona? Recuerde los obstáculos que tuvo que superar:la valla del puente de Nusle, las escaleras de la torre deSan Apolinar, los postes que hay delante de Vyehrad.

–No olvide que tenía a su disposición una grúa móvil.

–Claro, no me olvido de eso, pero explíqueme entonces.La vieja sin duda debió de darle menos trabajo que Záhir.Éste, por otra parte, nos brindó una descripción delsecuestro, pero ¿qué hay de ÌehoÍ? Era un tipo grandecomo una montaña, ¿y dónde está ahora? Su familia sólopodrá enterrar un par de piernas.

–Pues entonces lo hizo un grupo. Terrorista, sectario, quizálas dos cosas.

Titubeó.

–Puede que tenga razón, – dijo-; pero ¿por qué no hanreivindicado los asesinatos? Un terrorista no se comportaasí. En cualquier caso, haré examinar otra vez losadoquines que arrojaron a Pendelmanová y a ÌehoÍ, asícomo la carta que recibió Záhir.

¡Vaya! Así que también ÌehoÍ estaba entre los que habíanrecibido un adoquín. Recordé el mío, escondido en mi

casa, en una mesa. Al principio quería mantenerlo ensecreto, pero le conté a OlejáÍ mi experiencia en el institutoHlava. No me referí a la imagen de Rozeta en la ventana y,por supuesto, tampoco dije nada sobre el animal quehabía visto en la mesa de disección. Le expliqué que habíaido a buscar a un conocido, los delincuentes me siguierony aprovecharon un momento oportuno para intimidarme.

OlejáÍ me escuchaba y su mirada se fue oscureciendo.Después estalló en cólera y me prohibió que investigarapor mi cuenta. Me regañó por no habérselo dicho todoenseguida el viernes. Al final, en un tono más suave, meinstó a que le llevara el adoquín para que lo compararancon el resto. Volvió la mirada hacia la ventana y añadióque no quería que yo pesara sobre su conciencia.

Su preocupación parecía sincera, pero quizás ocultara unaamenaza.

Antes de las doce se levantó y me invitó a almorzar abajo,en el comedor. Acepté. En la barra elegí un primer platovegetariano y sopa de guisantes. Dios sabe por qué, lajoven cocinera me llenó el plato hasta el borde; me dicuenta de que ella y otra chica se reían. Durante el caminofue imposible no derramar un poco de sopa en la bandeja.OlejáÍ enarcó las cejas imperceptiblemente, tal vezsorprendido por mi elección; él se había saltado la sopa.Le sirvieron una cerveza y pidió otra para mí. Antes de

pagar por los dos, puso de un golpe el vaso en la bandeja,de modo que su contenido a punto estuvo de esparcirsesobre el almuerzo. En el plato sólo quedaba la mitad de lasopa. De la cocina salía un vapor que olía a carneadobada, ajo y jengibre. La sala estaba totalmente llena.Las manos empezaron a temblarme de los nervios, meparecía como si todas las cabezas se hubieran levantadode sus platos y vigilaran cómo me tambaleaba por lasbaldosas resbaladizas con la bandeja cargada. Se hizo elsilencio y todos, incluidos los que estaban sentados deespaldas, se volvieron hacia mí. Se me nubló la vista,empezó a darme vueltas la cabeza, me salió sangre de lanariz. Aquella situación tan estúpida me desconcertaba.

Levanté la cabeza, pero no lo bastante deprisa. Sobre ellabio superior me hizo cosquillas un manantial caliente y unpar de gotas cayeron sobre la sopa espesa. Guiñé paraeliminar las lágrimas que me provocaba el vapor de lacocina. Estaba en medio del comedor. Miré de soslayo alcoronel, que, sentado a una mesa libre en el otro lado, mehacía señal con la mano. Aparte de él, nadie me miraba,no oí ni una risita, lo cual me alivió. Ya con paso másseguro, crucé el comedor.

Entonces, estuve de nuevo en un tris de dejar caer labandeja. A la derecha, cerca de la cinta móvil para recogerla vajilla, vi a Rozeta, sola en una mesa. Me hubiesegustado muchísimo sentarme con ella, pero no me atreví aexhibir ante su mirada mi sangrante nariz. Me sorprendió

su cara; de nuevo parecía, una vez más, completamentecambiada. No quedaba ni rastro de la cara demacradaque había distinguido tras la ventana del instituto Hlava. Vilas mejillas llenas, el fuerte cuello ahogado por la ropa, lacarnosa espalda metida en la camisa negra del uniforme;«un armatoste de un metro de ancho», como dice elantiguo verso. ¿Cómo podía alguien engordar tanrápidamente? El uniforme se había encogido y comprimíael cuerpo con sus firmes costuras. Una policía encarceladaen su propio uniforme. Una mujer aprisionada por supropio cuerpo. Ante Rozeta había un plato hondo y dosllanos. Los tres estaban vacíos. Y además tenía trestazones. Uno casi vacío y dos llenos. Pudín de vainilla conzumo de frambuesa y nata. El primer tazón se lo acabó enel momento en que yo pasaba por su lado. Aún vi cómo loapartaba e iba por el segundo. Parecía desgraciada. Meobligué a seguir adelante.

La cinta móvil rechinaba sobre el barullo de voces, losplatos sucios tintineaban en ella. Me imaginé que losrepugnantes restos de comida que se llevaba a la cocinaacabarían en la insaciable boca de Rozeta. Rápidamentemiré por la ventana del lado izquierdo de la sala pararelajarme con la visión del cielo. Daba vueltas en éste unabandada de cuervos.

Durante la comida OlejáÍ se puso a hablar de los chicos alos que la semana anterior se había tragado la tierra.Según había averiguado por sus padres, tenían diecisiete

años y asistían al instituto de idiomas; los dos eranestudiantes mediocres. Últimamente se habían hechobastante amigos, se visitaban a menudo e iban juntos aconciertos. La policía, por supuesto, conjeturó que losjóvenes se habían puesto de acuerdo y habían huido decasa, pero los padres desmintieron tales sospechas,porque los conflictos familiares, si así podía llamárselos,nunca habían sido particularmente dramáticos. Losinvestigadores dedujeron que debía de tratarse de unaexcursión secreta, quizás al extranjero, de la que lospadres no estarían enterados. Sin embargo, estapresunción la contradecía el hecho de que los chicos no sehabían llevado objetos personales ni los documentos paraviajar. Se habían marchado vestidos para un tiempoinclemente; el que se había llevado consigo el skate le dijoa su madre que había quedado con su amigo en laplazoleta del teatro Nova Scéna. Estaría de regreso encasa hacia medianoche. La policía, entretanto, insistía enla idea de una excursión secreta; OlejáÍ recordó que hastano hacía mucho estaban de moda los viajes a Amsterdam.

Señalé que eso había sido en la época en que en Pragano era tan fácil conseguir drogas. Me interrumpió agitandola mano: él también lo sabía, pero delante de esa gentepor lo visto los policías debían comportarse como situvieran de dónde agarrarse. En realidad estabanperplejos y esperaban que los chicos estuvieran de juergapor ahí y aparecieran después del fin de semana. Pero noaparecieron. Admití que quizá me había equivocado al

tomar su desaparición a la ligera.

Mientras bebíamos el café, se sentó a nuestra mesa unhombre robusto con bata blanca que atacó furiosamentecon el cuchillo un filete de dura carne de vaca. Tenía el pelonegro, algo grasoso y con un brillo metálico, y un espesobigote del mismo color, pasado de moda, y sin embargo,minuciosamente cuidado, con las puntas levemente vueltashacia arriba. En la nariz llevaba unos quevedos, quehubieran dado a su dueño, junto con la bata blanca, unaexpresión de severidad y autoridad, de no ir mugriento yapestar a sudor. Parecía salido de algún daguerrotipo delsiglo XIX.

Estaba seguro de que no era la primera vez que lo veía, yél me echaba miradas mientras masticaba como a alguiena quien conociera pero que no le inspirara ningunasimpatía. OlejáÍ me lo presentó como el doctor Trug,patólogo forense y profesor de Anatomía en la universidad.Entonces caí en la cuenta: recordé que lo había visto porprimera vez el lunes anterior, cuando llegó de muy malagana al Palacio de Congresos en busca de las piernas delasesinado Rehor, y me lo había encontrado por segundavez el viernes, en el pasillo del instituto Hlava. ¿Era élquien estaba diseccionando el unicornio?

Él era tan buen observador como yo, y también merecordaba. Enseguida se puso a hablar conmigo; queríasaber qué hacía el viernes en el instituto. No podía poner la

excusa de que había ido a ver a un amigo, porque sin dudaallí conocería a todo el mundo, de modo que con unaexpresión gélida respondí que estaba siguiendo una pista,pero que no podía decir cuál, porque era confidencial. Aloír estas palabras, el coronel entornó los ojos, pero noabrió la boca. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañueloy se lo llevó a la oreja derecha. Trug se encogió dehombros y me formuló una pregunta que hizo que se meatragantase el café: ¿tenía algo que ver mi visita con unaventana rota en la sala de disección? Lancé una mirada aOlejáÍ, que, medio escondido tras el pañuelo, sacudió lacabeza imperceptiblemente. De manera que contesté queno sabía nada de ninguna ventana rota.

Mientras comía, Trug nos informó de los resultados de laspruebas de presencia de sangre en la hoja de la sierra.Habían dado positivo. Sonreí satisfecho. OlejáÍ, que poresta vez se contuvo exquisitamente, sólo asintió que sí conla cabeza. En la mirada que me dedicó había por un ladoreconocimiento -lo cual duplicó mi satisfacción- y por otroironía por mi alegría infantil. Cuando se percató de ella, eldoctor se volvió con expresión de disgusto hacia el coronely a partir de ese momento sólo habló con él. Estabacontento de habernos alegrado, pero lamentaba tener quedecepcionarnos. Por iniciativa propia había intentadocomparar la muestra de sangre de la sierra con la de laspiernas encontradas, pero no lo había conseguido. El aguasucia del Botic, llena de productos químicos, habíadeteriorado tanto el metal que a duras penas se podía

distinguir la presencia de nada. El grupo sanguíneo y laantigüedad de la muestra no eran identificables.

Por la tarde visité al viejo que el martes había llamado a lapolicía. Vivía justo en la calle Lípová, cerca del cruce sobreel cual el prisma de la torre de San Esteban se recortabacontra el cielo del atardecer.

El hombre se llamaba Václavek y se negó a abrirme,porque no llevaba encima mi placa. Le dije quecomprobara mi identidad llamando a la comisaría depolicía, pero no hizo caso. Hablaba conmigo por la rendijade la puerta entreabierta, asegurada con una cadena. Nose le veía bien la cara, y lo único que pude distinguir fue laenrojecida coronilla calva, la nariz torcida, las bolsas bajolos ojos hinchados y la piel ajada del cuello flaco. Repetíauna y otra vez que ya se lo había dicho todo a la policía,que ahí no estaba la corona, lo había visto con sus propiosojos, alguien la había robado y después la había devuelto.Ya no quería añadir nada, y si yo no hubiera metido el piepor la rendija, me habría cerrado la puerta en la nariz.Intenté poner en duda su confuso discurso preguntándolequé era lo que había visto si «esa corona» no estaba ahí,pero no se dejó enredar y siguió en sus trece. En mi últimointento de enterarme de algo -por ejemplo de si la coronade la que hablaba era la diadema que había mencionadola última vez-, gruñó que eso no tenía sentido, y me dio unpisotón con todas sus fuerzas. No me dolió, pero aparté el

pie instintivamente. Al hacerlo, con el empeine le saqué lazapatilla al viejo. La puerta se cerró de golpe. Llamé, perono volvió a abrir. Colgué la zapatilla del picaporte y dejécorrer la conversación con el testigo de la desaparición dela corona «que nos pertenecía a todos». Maldije para misadentros al coronel por haberme encargado una tarea queni el mejor de los detectives sería capaz de cumplir.

Como suponía, la nieve se había derretido rápidamente,pero seguía haciendo un frío penetrante. Tenía ganas dellegar a mi cuartito caliente en casa de la señora Frvdová yde abrir los libros y echarme a leerlos sobre la suavealfombra. Si hubiese tenido una idea de lo que meesperaba a mi vuelta, no me habría dado tanta prisa en ir aProsek.

En cuanto entré por la puerta, la señora Frvdová meanunció que la llave con la que acababa de abrir tenía quedevolvérsela en un mes. Estaba en el recibidor y temblabacomo una hoja; era de irritación, pero en sus ojos tambiéndetecté miedo. Aunque sus palabras me llenaron deangustia, en tono tranquilo le pedí que se explicara. Nossentamos en el pequeño salón, en el que yo entraba muyraramente. Sobre el televisor había un crucifijoennegrecido, arropado con una manta de ganchillo con unmotivo de rosas y granadas.

A la señora Frvdová le fallaba la voz. Señaló hacia el

pasillo, en dirección a la puerta de mi habitación, y mesuplicó por lo más sagrado que me deshiciera de esacosa. No entendí a qué se refería. «Esa planta diabólica»,chilló mi casera, sin parar de santiguarse. Caí en la cuentade que hablaba de mi cepa silvestre, y no pude evitarsonreír. Dije que si eso era lo único que le molestaba demí, arrojaría la planta a la basura y así se solucionaría.Pero negó con la cabeza, y no dejó de hacerlo ni cuando leofrecí pagarle quinientas coronas más de alquiler al mes.Eso sólo la ofendió y aún se obstinó más. Gritó que de míno podía esperarse nada bueno, que no aguantaba enningún sitio, que no había acabado la carrera, ni la policíame quería, y era incapaz de encontrar trabajo, eso siquería encontrarlo. Objeté que habían vuelto a aceptarmeen la policía y que también tenía otros empleos. Fue comosi no hubiera dicho nada. Replicó que había calladodurante mucho tiempo y había rezado por mí, pero quejamás había imaginado que empezaría con la brujería. Críacuervos y te sacarán los ojos, se lamentó. Eso hizo que meenfadase, pero a la vez me causó gracia. En algún lugarmuy dentro de mí me reía de un modo desesperado: unosdelincuentes me amenazaban de muerte, en el trabajo nome tomaban en serio y mi casera… ¡me tenía un miedomortal! Le dije que era una remilgada y que juzgaba a losdemás por su propio patrón.

Hasta entonces vivía con la idea de que la señora Frvdováera una persona excéntrica, aunque sin duda agradable, ynunca se me hubiese ocurrido herirla con una palabra

maliciosa. Sólo que durante los últimos años había debidode acumularse una aversión de la que yo no tenía ni idea.Su odio me hacía daño y, tonto de mí, le devolví el golpe.

Quise disculparme, pero era ya tarde. Mi réplica, alparecer, dio en el blanco. La señora Frvdová se convirtióde repente en una anciana digna de lástima. Respirabacon dificultad y me miró con los ojos como platos y lahuesuda palma apretada contra el cuello arrugado.Después empezó a gritar que era una maldad por miparte, porque el día anterior «esa planta» no era nada másque una cepa seca, y que esa tarde, cuando había ido aabrir la ventana de mi habitación, a punto estuvo de darleunos brotes semejantes a tentáculos de pulpo, seprecipitaban por aquélla; no, no debía interrumpirla, ellaconocía esa planta y tendría que haber dado los pasospertinentes cuando me presenté en la casa con ella; lahabía arrancado en la vertiente que hay debajo del barriode Carlos, ahí donde durante siglos se había cometido elpecado mortal de la fornicación y los asesinatos estaban ala orden del día, un lugar maléfico donde las brujascelebraban aquelarres y retozaban con machos cabríosnegros con los ojos verdes. Donde pasaban estas cosasabominables había crecido una vid peluda; era el modoque tenía Dios de castigar ese lugar impuro, porque si undía producía uvas, se hincharían hasta estallar y arrojaríanal mundo diablillos infectados de peste, que despuéscontaminarían la ciudad y destruirían toda forma de vida enella. ¿Qué tenía que decir al respecto? Me levanté y fui a

mi habitación. De inmediato reparé en las extrañas hebrasblancas que salían de la maceta. Ya llegaban hasta elsuelo y tenían un aspecto muy desagradable, aunquedecididamente no extendían hacia mí ninguna garra niamenazaban con un asesinato a traición. La acerqué a laventana y la estudié a la luz grisácea de la tarde. Entoncesconstaté que no pertenecían a la vid, porque ésta habíamuerto. Aquellos pámpanos habían crecido del tallo, peroeran unos parásitos parecidos al cornezuelo del centeno, yquizás igual de venenosos. Olía ligeramente a penicilina.Así pues, yo había matado a la vid, llevándome un pedazode la Edad Media al ambiente rancio de una casaprefabricada. Las ideas románticas suelen tener un finaltriste.

Preparé mis cosas; cabían en dos maletas y una mochila.No podía llevarme todos los libros a la vez, así que losapilé en el armario y dije a la señora Frvdová que enviaríapor ellos en una semana. Ya se había tranquilizado unpoco e incluso comentó que no me echaba, sino que medaba un aviso de un mes -de todas formas, ¿adónde iría?-, y que ella no era de los que arrojaban a sus inquilinos a lacalle.

Mientras hacía las maletas pensé a quién pedir que meacogiera en su casa. Primero lo intentaría con NetÍesk;después, con Gmünd. Marqué el número del profesor, perotan pronto como se oyó el tono, colgué el auricular. La ideade dormir en el sofá de un cuarto trastero o en la cocina,

tan cerca de Lucie, cuyos pasos y cuya voz oiríaconstantemente en la habitación contigua, se me hacíainsoportable. ¿Cuánto tiempo podría durar la convivencia?Y ¿cómo terminaría?

Marqué el número del hotel Bouvines y enseguidadescolgaron. Antes de que pudiera dar mi nombre, una vozme hizo saber que había telefoneado a información de lassalidas de trenes pero que como tenían el teléfonoestropeado no podían pasarme la llamada. Despuéscolgaron. No dudé de que había sido Prunslík. Volví amarcar el número con los insultos preparados, pero estavez oí a Gmünd.

Le planteé mi situación. Sin vacilar dijo que me esperabaen su suite. Ponía a mi disposición una habitación, quepodría ocupar hasta que finalizase nuestra colaboración.Mientras tanto, y hasta ese momento, él y Raymondbuscarían algo para mí.

No atiné ni a darle las gracias; por una parte, me faltaronlas palabras; por otra, no quería que oyera cómo se mecerraba la garganta a causa de la emoción.

La despedida de la señora Frvdová no duró más que unmomento. Quise darle la mano, pero como sostenía ladesgraciada planta bigotuda retrocedió asustada y seencerró en el salón. A través de la puerta quedamos para

el traslado de mi biblioteca. No pedí que me devolviera elresto del alquiler, no valía la pena, ya que noviembreestaba a punto de acabar y aún no había pagadodiciembre. El pago de diciembre me esperaba en otraparte.

Dejé las llaves en el zapatero. Antes de cerrar la puerta delpiso, la oí prometer que rezaría por mí.

La planta que me había atrevido a trasplantar de CiudadNueva a Prosek se había vengado convenientementehaciéndome perder un techo sobre mi cabeza. La eché ala papelera que había delante de la casa. La tapa de latónse cerró sobre ella con un gemido que se extendió por lapenumbrosa barriada como un grito de ayuda. Era libre.

Capítulo15

Soy libre como una piedra

que cae ahí donde cae.

Soy libre como aquel

que hizo una promesa.

R. Weiner

De camino al hotel tropecé por dos veces con losadoquines. Las lámparas de sodio del alumbrado públicoparpadeaban rosáceas y sólo muy lentamente se atrevíana ponerse al rojo vivo. Habían modificado el recorrido deltranvía número tres, de modo que tuve que bajarme en lacalle Myslíkova. Tropecé y caí en medio de la calzada, seme abrió una maleta y vomitó sobre la acera un par delibros en rústica. Excepto un espejito roto, volví a guardarlotodo y a punto estuve de perder la vida cuando de laoscuridad surgió a toda velocidad un coche blanco quehizo sonar el claxon y pasó rozándome. Lo miré alejarsecomo a un enemigo de cuya arma me había escapado porlos pelos. Desde el río brillaban los escaparatescuadrados de Mánes, semejantes a televisoresencendidos. Tras los cristales se movían sombras convasos en la mano. Debía de tratarse de algunainauguración: oportunidad para los invitados y pantomimaenajenadora para los profanos que estaban fuera.

Era extraño, pero ninguna ventana del hotel Bouvinesaparecía iluminada en recepción, distinguí el brillo verdede una lamparita y, a su lado, una cabeza inclinada sobreun libro. Me acerqué, y sin darme tiempo a presentarme, elrecepcionista me saludó y dijo que me esperaba.

Descolgó una llave de un tablero que había a susespaldas, me la entregó y me explicó que el señor Gmündhabía tenido que marcharse por un asunto urgente, peroque no me preocupara y fuera a la suite. Habían dispuestopara mí la habitación azul.

Cerró la puerta acristalada y colgó en ella un cartelito conla frase «back soon». Después me ayudó a llevar lasmaletas. Dijo que el ascensor no funcionaba; el señorGmünd era tan pesado que había reventado los cables deacero. Tardé unos segundos en captar la broma, perotambién entonces guardé silencio, porque había ofendidoa un hombre generoso. Colocó las maletas delante de lapuerta de la suite y esperó. Cuando le aseguré que ya nonecesitaba nada, se despidió. Su impertinencia me vinobien; si hubiera querido darle una propina, no habríasabido de cuánto.

En la suite de Gmünd se estaba a gusto, hacía unatemperatura ideal. En la oscuridad del recibidorpestañeaba, desvelada, la pequeña luz naranja deltermostato. A tientas, di con el interruptor y lo pulsé; en lasparedes pintadas de crema se encendieron suavementetres candelabros eléctricos de dos brazos. Arrastré lasmaletas hasta dejarlas bajo el colgador de madera y pusela mochila encima. El bastón y el impermeable de Gmündno estaban. Sólo el paraguas apoyado en el rincónrevelaba que allí vivía alguien. El recibidor estaba limpio, niuna mota de polvo afeaba la alfombra de un verde

apagado. Me pareció extraño no ver por ningún lado unoszapatos, ya que un ricachón como Gmünd debía de tenermuchos pares. Sin duda estarían en los tres armariosbajos de la pared de enfrente. Ardía en deseos demirarlos, pero logré vencer la curiosidad.

En el recibidor había cuatro puertas: dos a la izquierda,una enfrente y una a la derecha. Por lo que recordaba demi primera visita, la puerta de enfrente conducía al salóndonde había estado. Así que me volví hacia la primerapuerta de la izquierda; esperaba que correspondiese a lahabitación azul. Cogí el picaporte, abrí y retrocedísorprendido. Tras la puerta vi un pasillo estrecho que debíade discurrir paralelo al gran pasillo del hotel situado tras lapared maestra. En el pasado el edificio había sido unfuerte con una torre central; en las épocas del barroco y elclasicismo fueron construyendo gradualmente alrededorcómodas habitaciones y en torno a ellas algunas galeríasque, con el tiempo, se convirtieron en pasillos. Sí, duranteun proceso de construcción tan lento pudo pasar quequedaran espacios muertos sin finalidad aparente: porejemplo aquel pasillo. Debía de medir cinco o seis metrosy al fondo había una puerta cerrada. Era realmente muyestrecho, casi rozaba con los hombros las paredes, quepor ser de color rojo hacían que resultase especialmentedesasosegador.

Me volví hacia la segunda puerta de la pared de laizquierda del recibidor y la abrí. Una despensa… ¡No, un

cuarto oscuro! En la pequeña estancia, donde cabía comomucho una persona, había una mesita de patas metálicasy, sobre ella, una ampliadora fotográfica con funda deplástico. En las estanterías de hojalata vi cubetas deplástico, varias bombillas, dos cronómetros y montones decajas de cartón amarillas, rojas y grises, sin duda llenas depapel fotográfico. Adosado a la pared había un estrecho einusualmente profundo lavabo esmaltado que, obviamente,había sido instalado especialmente para tareas delaboratorio. Se parecía a un bolso. Por encima de élasomaba un grifo de latón. Junto al techo, sobre losestantes, había un pequeño y renegrido respiraderocircular. Bajo la mesa vi una silla.

Cerré ese cuarto procurando no hacer ruido y fui hacia lapuerta tras la cual, como estaba convencido, seencontraba el salón de Gmünd. Miré dentro. Todo estabacomo la vez anterior. Una cuña de luz cayó sobre la granalfombra blanca cuyo espesor y suavidad resultabantentadores. Cerca, en la penumbra, estaba la mesasentado a la cual había cenado la última vez, y más allá, allado de la oscura chimenea, el mueble bar. Las cortinas seencontraban corridas. Estaba casi decidido a esperar enesa acogedora habitación el regreso de mi anfitrión, perocambié de idea. No quería dar la sensación de unapersona que ni siquiera era capaz de alojarse aunque lahubiesen invitado a hacerlo. Prunslík se habría reído de mí.

Probé con la última puerta del recibidor, la que quedaba a

la derecha en el pasillo. Resultó ser lo que en partesuponía y en parte deseaba: el cuarto de baño. Tambiénme sorprendió. No pude dejar de fijarme en que el asientode la blanquísima taza de porcelana constaba de treselementos: la parte de abajo, fabricada con alguna raramadera, seguramente caoba, era excepcionalmente anchay sobre ésta se podía poner un adaptador, como los queprovisoriamente instalan las familias con niños pequeños.También éste era de madera, más clara, supuse que denogal. Ambos estaban cubiertos por una tapa bastantepequeña, más clara que la anterior todavía, conincrustaciones que recordaban un tablero hecho con lasdos maderas nobles de debajo. A un lado de la taza, en lapared, había una radio en un estante de obra; al otro, unbotiquín acristalado lleno de botellines de vidrio dedistintos colores y pequeñas cajas blancas de metal.

Volví al recibidor, decidido a entrar por la primera puertaque había abierto y atravesar el estrecho pasillo endirección a la habitación azul. Me armé de valor y di unpaso hacia adentro. El pasillo parecía más bien un armarioropero, y sin luz. Pero allí no había nada, ni colgadorespara trajes ni barra para perchas. El forro rojo que cubríalas paredes y el techo bajo era blando al tacto. Noencontré costuras por ningún lado.

Creía que bastarían dos o tres pasos para llegar a lapuerta del extremo opuesto, pero tuve que dar más dediez. Cuanto más me internaba en él, más se estrechaba

el pasillo. Al final tuve que inclinar la cabeza y ponerme delado. También el techo era allí más bajo que en la entrada.La primera impresión era que se trataba de una ilusiónóptica producida por las líneas convergentes, pero lo ciertoera que aquel corredor realmente se encogía a medidaque uno avanzaba por él.

Al final de aquel ropero, las paredes estaban tan cerca launa de la otra que apenas permitían pasar. Sentí que mefaltaba el aire. Tendí la mano hacia la puertecita que teníadelante. No era mucho mayor que un tragaluz ni teníapicaporte. Hacia la mitad estaba la cerradura. Esperé queno se encontrase cerrada. Si finalmente se abría a micuarto azul, había ganado. Si no, debería volver y aguardaren el salón a que llegara mi anfitrión.

No habían echado la llave. La puerta protestó un poco,pues estaba fijada a un muelle muy resistente. Me agaché,avancé hacia la oscuridad y caí por unas escaleras. No lasvi, pero pude palparlas. La pequeña puerta quedó porencima de mí. El suelo del pequeño pasillo rojo debía deelevarse levemente, aunque no me había dado cuenta deello.

La puerta se cerró tras de mí y me encontré en medio deuna oscuridad impenetrable. No veía nada en absoluto, nimi mano, que a fin de comprobarlo levanté ante mi cara.Después advertí que, si bien la oscuridad era absoluta, nose podía decir lo mismo del silencio. De algún lugar me

llegaba un débil murmullo. Me puse en pie, palpé la paredjunto a los escalones y di con el interruptor.

La oscuridad se convirtió en el recibidor desde el quehacía un momento había pasado al pasillo rojo. Empezó adarme vueltas la cabeza y volví a tender la mano hacia elinterruptor, esta vez para apagarlo. Me imaginaba a mímismo en una pesadilla: salgo de algún sitio, doy un par depasos hacia delante y llego al lugar de donde he partido.

Respiré hondo y encendí nuevamente la luz. No era elprimer recibidor, sino un segundo que se le parecíamucho. La iluminación, la alfombra verde y las puertas dealrededor parecían iguales, pero existían algunasdiferencias. A mi lado, en un rincón, había un colgador,pero no vi ningún paraguas. En el primer recibidor,además, faltaban los dos escalones por los que acababade caer, y desde ahí se salía al pasillo del hotel. Detrás demí sólo estaba la puerta por la que había entrado. Meapoyé en la pared y comprobé con satisfacción que éstaera firme. A la derecha, junto a una especie de hornacina,había otra puerta, un par más en la pared perpendicular ala mía, y otras dos en la que estaba enfrente. Con la quedaba al pasillo rojo sumaban seis.

Me decidí a avanzar en sentido contrario al de las agujasdel reloj y me acerqué a la primera puerta. En cuanto laabrí quedé estupefacto. Ante mí tenía un salón oscuro conuna alfombra blanca. Lo estudié. Desde el lugar donde

había engullido el refrigerio de Gmünd no había notado quela sala, que de hecho describía un cuarto de círculoalrededor de la torre central de la casa, tuviera esa salida.

Pasé a la primera puerta que había a la izquierda. No sediferenciaba en absoluto de las restantes, y sin embargoalgo me impulsó a llamar antes de abrirla, a pesar deconsiderar que el piso se hallaba vacío. La parte anteriorde la habitación estaba separada de la posterior por unfalso tabique con un techo bajo y unas pesadas cortinas debrocado, descorridas y atadas con cordones claros conflecos. La luz del recibidor arrancaba destellos rojizos altejido. Al fondo, bajo una ventana, había una cama doble, yjunto a ésta una mesilla de noche con un montón de libros.Tras la cortina asomaba una máquina de escribir y unospaquetes abiertos de hojas blancas. La ventana daba aloscuro patio del hotel. En la parte anterior, había una mesade cartas, una butaca, un armario antiguo y una vitrina en laque se apretujaban varios libros, en la pared de laizquierda distinguí el perfil de una puerta. En la atmósferase percibía un levísimo aroma a tabaco. Y aún me dicuenta de algo más. El murmullo que rompía el silenciosepulcral de las habitaciones, en aquélla se oía alto.Permanecí fuera. Sin duda se trataba de la habitación delcaballero de Lübeck. Cerré la puerta intentando no hacerruido, lo que era absurdo.

Fui hasta la siguiente puerta y pegué el oído, porque mepareció que el ruido sibilante procedía precisamente de

allí. No me equivocaba, pero en cuanto me convencí de elloel ruido cesó. Me asustó un tintineo metálico. ¿Habríaalguien dentro? Después se oyó un ligero golpeteo, unfrufrú, y volvió a hacerse el silencio.

No quería huir, tanto miedo no tenía. Incluso me atreví amover suavemente el picaporte. Ahí había alguien, de esome di cuenta en cuanto se filtró luz por el resquicio de lapuerta y olí un aire cálido y húmedo cargado de un perfumeque me recordaba una rosa a punto de marchitarse.Entreabrí sólo un poco y miré dentro. Vi una pequeñaantesala con cuatro puertas: la primera, donde yo estaba, yla opuesta, doble, entreabierta y las laterales cerradas.Calculé que la de la derecha debía de conducir aldormitorio de Gmünd, pero fue la puerta doble de enfrentela que llamó mi atención. Tras sus hojas se veía un cuartode baño iluminado: un fragmento del lavabo con grandesgrifos de latón, sobre él un espejo y unas baldosas colorcrema discretamente veteadas. Y al lado… algoextravagante: una enorme tina de madera de la queascendía vapor, no hacia el techo, sino hacia un dosel, unaespecie de tienda turca, con pesadas cortinassemicorridas de un rojo intenso, adornadas con unasinuosa banda blanca y largos flecos negros. ¡Era el cuartode baño de la dama de un castillo! De allí procedía elmurmullo.

Alguien tenía que haber cerrado el grifo. Me dispuse airme: quien hubiera cerrado el grifo sin duda se hallaría en

una de las habitaciones laterales. Pero no esperaba quesiguiera todavía en el cuarto de baño. Delante del lavaboapareció de repente una mujer desnuda. Tenía unamelena, negra y larga, que estaba recogiéndose en unacoleta. Entre los dientes sostenía pasadores y mirabafijamente su imagen en el espejo. Me dio pena que fueraun espejo tan pequeño, porque sólo reflejaba su cabeza ysu cuello. Vi el perfil de sus pesados pechos querecordaban peras maduras, más claros que la piel de losbrazos. Apliqué el ojo a la rendija de la puerta y memoricécada movimiento de aquel esbelto cuerpo. Era Rozeta.

Desplacé la mirada hacia sus nalgas, tersas como la sedahasta el lugar donde la grasa provocaba hoyos en la piel.Entre las caderas y los firmes muslos, advertí la presenciade una extraña prenda interior, demasiado pequeña yajustada, y brillante como el metal pulido.

Se puso de puntillas y apoyó el cuerpo en el lavabo. Seoyó un sonido metálico y en aquel instante, a la altura de lacadera, osciló un pequeño cerrojo. Parecía un blasón enmedio del cual hacía unas muecas sombrías el tortuoso ojode una llave. Antes de que se cerrara la puerta del cuartode baño, vi en el espejo los ojos de Rozeta y en ellos unaexpresión de sorpresa.

Me volví hacia el recibidor e intenté orientarme. Quedabansólo las puertas de la pared opuesta a la salida al pasillorojo, la última posibilidad para entrar en la habitación azul.

No había tiempo para reflexionar, tenía que escondermeantes de que Rozeta fuese a comprobar quién la habíaestado espiando. Era probable que tuviese un arma.Estaba convencido de que me había reconocido, pero sime quedaba allí… Abrí la puerta más cercana. Otraantesala oscura. Me deslicé dentro y cerré tras de mí. Conel codo, a tientas, di con el interruptor y lo pulsé.

Allí la distribución era diferente. A la derecha estaba elcuarto de baño, y en el lugar reinaba un desordencompleto. La habitación estaba repleta de muebles, hastael punto de que parecía imposible que aún cupiera alguien.Semejaba el escenario de un teatro. En medio había dosarmarios muy juntos y a su alrededor varias sillas, mesitas,taburetes y atriles con flores, también una parrilla de hierroque identifiqué como un brasero medieval, un destartaladopiano vertical y dos esculturas clásicas de yeso de tamañonatural sobre sendos pedestales. Un torso masculino sincabeza servía de colgador, en la mano y en el hombrosujetaba chalecos, chaquetas y abrigos oscuros. Del cuellode un torso femenino al que le faltaban las manoscolgaban varias corbatas de colores. Los vestidos,algunos usados y otros nuevos, se amontonaban por elsuelo, y había también muchas camisas todavía envueltasen celofán.

A pesar del caos, daba la sensación de que podía vivirseen él. Observé que los muebles estaban dispuestos demodo tal que entre ellos quedaban pequeñas callejuelas

por las que llegar a la parte de atrás. Allí donde, segúnintuía, debía de estar la cama.

Volví a la antesala y oí que se abría la puerta del recibidor.Sabía que era Rozeta. Seguramente iba a comprobar si lamirada que la persona a la que había parecido verfisgando por la rendija de la puerta entreabierta sólo erafruto de su imaginación.

No podía salir al recibidor pero, según mi estimación, laúnica puerta que me quedaba ahí debía de conducir almismo lugar que la última puerta de donde me encontraba:la habitación azul. Me arrimé a ella y, finalmente, entré enel que durante los próximos días sería mi hogar.

Vi una desgastada alfombra de un gris metálico, un sofácama con tapizado malva, cortinas de color aguamarina,una mesa cubierta con un mantel con motivo provenzal,cuadros en los que aparecía un estanque y un lejanocañizal, una lamparita de mal gusto con la forma de unacampánula. Aquella habitación azul no era para nadabonita, sino más bien fría, impersonal y triste, realmente,como la de un hotel. Era curioso, pero en cuanto cerré lapuerta y dejé a Rozeta, Gmünd y Prunslík a merced de sumorada tenebrosa y fantasmal, empecé a sentirme comoen casa.

Capítulo16

Te veo caer; una flecha disparada,

no es más terrorífica que tú.

R. Weiner

Me quedé dormido en el sofá tal cual, y no desperté hastala mañana. Por la noche alguien llevó mis maletas a lahabitación, así que pude cambiarme. En el cuarto de baño,que compartía con Prunslík, me duché con agua fría. Sobrela mesa del salón encontré una nota que decía que fuera adesayunar al comedor del hotel.

En el Bouvines no cocinaban, pero ofrecían un desayunoregio. De las tres mesas centrales dos estaban libres,ocupaba la última mi anfitrión en camisa blanca y chalecocarmesí, acompañado por Rozeta y Prunslík. Rozeta ibade civil -con blusa blanca y falda marrón-, Prunslík, comode costumbre, de azul grisáceo. En la escalera vacilépreguntándome si debía ir en su dirección, pero Gmündme vio y con una sonrisa cordial me hizo seña de que mesentara a su lado.

Cuando le hube pedido al camarero café y me dejéconvencer de probar un huevo tibio, le di las gracias aGmünd por darme alojamiento a expensas de sucomodidad. No me ahorré el comentario de que en la suitepor poco me había perdido como en un laberinto. Mientras

se disculpaba porque tenía que despachar unos asuntoscon Raymond -por lo visto no volverían hasta poco antesde la madrugada-, yo observaba a Rozeta con el rabillo delojo. Estaba sentada sin decir ni pío, ni siquiera habíasaludado correctamente, se limitaba a picar trocitos de unpanecillo seco y triturarlos, seria, entre los dientes. Prunslíkse percató de mi expresión de curiosidad y explicó en untono tan sutil como incisivo y malicioso, que «lapreciosidad vuelve a estar a dieta». Ella le echó unamirada fulminante, pero no dijo nada. Prunslík añadió queestaban compinchados y levantó la copa de oporto comosi bebiera a su salud. Ése era su desayuno. Mientras tanto,Gmünd, devoraba sin titubear huevos revueltos queacompañaba con una rebanada de pan moreno bienuntado de mantequilla.

Sabía que no debía guardar silencio sobre el asunto, perono acababa de sentirme cómodo, así que comenté comoquien no quiere la cosa que no tenía ni idea de que Rozetatambién viviera en el apartamento. Estuve atento a sureacción, y no me decepcionó: apretó con furor el puñohasta casi aplastar el panecillo y dijo que de dónde habíasacado yo que ella vivía allí.

Respondí, con toda la ironía, que sólo era una impresión yque quizá me equivocase y le pregunté si era una invitadacomo yo. Contestó que era asunto suyo, y añadió:

–Espero que seas lo bastante mayor para encontrar tu

propio cuarto de baño.

Gmünd interrumpió la conversación; sin duda ignoraba dequé iba ésta, pero intuyó un velado reproche hacia mipersona. Quiso saber cómo había dormido en mi nuevodomicilio, y yo, para gran distracción de Prunslík, le detallémi vagabundeo por la suite del hotel. A los tres les interesóextraordinariamente que yo llegara al segundo recibidorpor el pequeño pasillo tapizado de rojo, el antiguoguardarropa. No lo comentaron, sólo intercambiaron unamirada de soslayo. Me callé que había mirado en el restode habitaciones e incluso en un cuarto de baño. Queríasaber a quién había dejado sin dormitorio con mi llegada,pero Gmünd sólo agitó la mano y dijo que ya una vezRaymond y él habían tenido que reducir gastos… Noterminó la frase. Me pidió que no le hablara al coronel detodos los que vivían allí. Al oír estas palabras, Prunslík sepuso de pie de un salto y sacudió la cabeza, como si sequitara agua del oído. Su risa cortaba como una navaja.

Después Gmünd me extendió un cheque por una cantidadvarias veces mayor que la que me habría atrevido a pedirpor mis servicios. Sabía que también incluía el dinero porcallar, pero lo acepté con gratitud. No me negué ni cuandoPrunslík me ofreció una copa de oporto. Cuando meservía, el líquido rojo oscuro espumaba como sangrevomitada. Brindé con los tres y me esmeré especialmenteal inclinar levemente la cabeza en dirección a Rozeta.Sonrió ausente, pero en sus ojos, que evitaron mi mirada,

reinaba la tristeza. El vino era embriagador, su poder deadormecer una mente alterada, grande.

OlejáÍ tenía un mal día: parecía extenuado, iba de unextremo a otro de la oficina a grandes y convulsivaszancadas, de una oreja le asomaba un pañuelo blanco ysostenía contra la otra el auricular del teléfono, que llevabaconsigo mientras iba y venía. Reclamaba unos resultadosdel laboratorio y, a juzgar por las apariencias, Trug no teníamucha prisa en entregarlos. Sólo dos llamadas y unalimpieza urgente del oído -que hizo que me diera vueltas lacabeza- más tarde, pudo atenderme. Cuando se diocuenta de la tensión con que lo observaba desde el sillónde escay, en un rincón del despacho, puso cara desorpresa, como si hubiera olvidado que me había recibidoallí hacía media hora. Sin pronunciar palabra se volvióhacia su mesa, cogió algo y me lo entregó. Era unafotografía, la cuarta de la serie que me había enseñadoúltimamente. La escena, aunque estaba borrosa, nodejaba duda de lo que tenía ante los ojos.

El mismo espacio sucio que en las fotografías anteriores,en un plano bruscamente desplazado a la derecha, másiluminado y mucho mejor enfocado. En primer plano habíaun cuerpo masculino, evidentemente sin vida. No era el deÌehoÍ, porque tenía piernas. Se extendían hacia delante, endirección oblicua al fotógrafo, de manera que el tronco y lacabeza se alejaban del primer plano. En el lado izquierdo

de la fotografía se veían claramente unas zapatillasdeportivas y unos pantalones desteñidos. El foco deiluminación debía de estar situado cerca, pero no entrabaen la escena. Por su palidez e inclinación, por la alturadesde la que brillaba y la forma de apuntar, supusimos queeran faros de automóvil. La cara del muerto se difuminabamás allá de su alcance, en el fondo semioscuro de laimagen. Aun así, no se podía pasar por alto que se tratabade una cara muy joven.

Una oscura camisa de cuadros, abierta, contrastaba con laclaridad de la luz. Los pantalones con la cremallera abiertaestaban medio bajados. La magra barriga descubiertadespedía un brillo blanco, fantasmagórico, que recordabaun pez muerto, pero no ahogado, sino uno al que hubieranpescado y le hubiesen sacado las tripas aún vivo. Laherida se extendía desde el pecho hasta el pubis. Era uncorte reciente, que se entreabría debajo del ombligo. En elvacío negro del vientre se distinguía un resplandormetálico. ¿El cuchillo con el que habían matado al chico?No dudé que se trataba de un asesinato. A los cadáveresno se les practica la autopsia vestidos.

La imagen de la segunda víctima casi se confundía con elfondo en semipenumbra, mi mirada se posó sobre ellasólo después de asimilar el horror de la escena anterior.Sobre la agrietada y gris amarillenta superficie del muro -sin duda la pared de las fotos anteriores-, iluminado aquípor una mancha azul y allá por una línea del mismo color,

se veía un círculo negro cuyo radio despedía en algunaspartes reflejos dorados por efecto del foco. Me resultóextraño por dos razones: por un lado, la luz que aparecíaen primer plano no era amarilla sino blanca; por otro,excepto los cinco o seis puntos dorados, lo que absorbíatoda la luz era el interior del círculo negro. Delante de éstese desplomaba, igual que un títere, una figuritacarbonizada con la cabeza inclinada sobre el pecho y lasmanos atadas a la pared. Su cara permanecía oculta, perola luz revelaba claramente una especie de cilindro quesurgía de la boca y cuyo perfil oscuro se recortaba contrala camiseta azul; recordaba un poco un puro. Lo másextraño era que los pantalones y la camiseta -a excepciónde un par de manchas oscuras en los muslos- eran de unazul celeste idéntico, como si juntos conformaran un lisomono azul celeste que se ceñía al cuerpo igual que unacascara. ¿Se trataría de un uniforme?

Sorprendido, advertí que aquella escena, por triste quefuese, no conseguía inspirarme lástima. ¿Yo también eravíctima del criminal? ¿No me habían destripado lossentimientos acaso? ¿No me había encerrado en un monotan ceñido que no dejaba pasar la vida? ¡Eso no!

No, más bien fue la estética morbosa de esa imagen loque impidió que me sintiese espantado. Era como unafotografía de una representación teatral sujeta con alfileresen un tablón de anuncios. Sí, exactamente así lo sentía.Una muerte dispuesta de esa manera no podía ser real.

Sin duda el final de la obra lo justificaría, y quizás añadiríauna explicación a las dos piernas arrancadas queondeaban al viento sobre Vyehrad y a la vieja colgada bajoel puente de Nusle. Pero ¿es ésa excusa suficiente paraun corazón reseco?

Las siguientes palabras de OlejáÍ sorprendentementeapoyaron mis reflexiones.

–De momento dejemos de lado las fotografías. No sé deellas más que usted, pero creo que la cosa cambiará encuanto reciba las ampliaciones. Mientras tanto le diré algo:¿sabía que ÌehoÍ recibió una carta anónima como la quetenemos aquí de Záhir? Es probable que Pendelmanovátambién. No teníamos ni idea al respecto, porque se locallaron, pero cuando la semana pasada Barnabá declaróque había recibido el mismo envío, el capitán Junek noperdió el tiempo e hizo investigar todo lo que quedó deÌehoÍ. La encontró en su escritorio. Para registrar elsecreter de la ingeniera ya era tarde. No dejó herencia y elnuevo dueño del piso lo tiró todo. ¿Quién sabe cuántasadvertencias como ésa pudo recibir? No debió dereconocer en absoluto de qué iba y seguro que lo tiró a lapapelera enseguida.

–Últimamente se me ha ocurrido que las dos víctimasguardaban alguna relación con la arquitectura. ¿Haconsiderado esa hipótesis?

–¿Qué quiere decir con esto de que se le ha ocurrido? –gruñó-. Venimos considerándolo hace ya mucho.

No pensaba pelearme, de modo que reí para mis adentrosy con expresión de interés dejé que hablara.

–Es una pista muy sólida. A Záhir y a Barnabá losvigilamos aún más de cerca. Ninguno de los dos esconsciente de ello, lo que podría despertar su aversión.Por supuesto, no saben de ningún enemigo y colaboran demala gana. Son unos brutos engreídos, los dos, y uno peorque el otro. Barnabá vive como un maharajá, es un pezgordo, uno de los arquitectos más influyentes de Praga.Con mi gente no trata en absoluto, y aunque es muyprobable que su vida corra peligro, no quiere dejarlosentrar en su casa de Betramka. ¿Sabe desde dóndetienen que vigilar su chalé? Desde el cenador del jardín. Ycon Záhir la cosa no es mucho mejor. Alguna vez losrecibe, sí, pero cada día está con una mujer diferente. Esimposible de vigilar, sencillamente.

–¿Y los dos muertos de aquí? ¿Cómo encajan en todoesto?

–¿Y por qué cree que tienen que encajar?

–Usted se ocupa personalmente del asunto. ¿Por qué nose lo confió a nadie cuando tiene en la ciudad a un asesinopsicópata causando estragos? Sólo saco conclusiones.

–Es buen observador. Sí, algún presentimiento me impidetraspasar este caso, además del hecho de que fui yo quienrecibió estas fotografías y que no paran de llegar.

–Estoy de acuerdo. Y aún hay algo más: la última vez, lehablé de la teatralidad de los dos asesinatos de la CiudadNueva y del ataque a Záhir y, ¿lo ve usted? Estasfotografías son precisamente eso. Por un lado, por sudisposición, su elaboración; por otro, por la manera en quele han sido entregadas. ¿Y si de ellas se puede sacar másde lo que distinguimos a simple vista? Son totalmenteconfusas, borrosas y…

–¿Cree que soy tonto? – me interrumpió-. Venga a veralgo.

Me señaló el monitor del ordenador, donde tenía las cuatrofotografías ordenadas de tal manera que ocupaban toda lasuperficie de la pantalla. Después amplió algunos detalles.La imagen se iluminó y se disgregó. Ya no se distinguíanmás que unas manchas angulosas extendidas. Me hacíandaño a los ojos.

–Su razonamiento es correcto -continuó el coronel, algomás conciliador- pero voy un paso por delante. Elordenador, como en la mayor parte de los casos, no nossirve para nada, pero, ¿acaso no conocemos los métodostradicionales para trabajar con la fotografía? En cuanto me

llegó hice venir a Trug y le ordené que lo acabara antes decomer. Se ha devanado los sesos con esto y se hanegado a traerlo antes de mañana, pero me lo hetrabajado un poco y ya está. Por suerte, conozco lamanera de obligarlo a colaborar. Es un antiguo cirujanocon el pulso poco firme. Lo que sí era firme era su posiciónen la junta municipal del Partido. Un día el pulso lo traicionóen una operación que no debía presentar complicaciones;se le murió un diplomático… pero no se desató unescándalo internacional: Trug se convirtió en forense.Antes no se podía hablar de esto, y hoy no seríaconveniente hacerlo. Tampoco usted dirá nada. Me hadevuelto los originales de las fotos antes de que ustedviniera, y no debería tardar en estar aquí con lasampliaciones. Aunque eso no asegure el éxito lo harásudar sangre. – Con una sonrisa en los labios exangües,añadió,como para sí-: Que intente ahora protestar, elsinvergüenza.

Seguir haciendo observaciones sobre el ausente Trug, sinembargo, ya no tenía sentido, porque acto seguido elmaldito doctor irrumpió en el despacho y entregó alcoronel un fajo de papeles. Iba despeinado, tenía la barbaencrespada, la frente ceñuda y la nariz cubierta de gotasde sudor. Llevaba unos pantalones de pana y unachaqueta de tweed; OlejáÍ, evidentemente, lo había hechollamar en el momento en que se dirigía a una clase.

–Ya no quedará mejor -gruñó el patólogo en lugar de

saludar, y le dio un ataque de tos. Sin pedir permiso, sesacó del bolsillo un paquete estrujado de cigarrillos yencendió uno. Colérico y nervioso, soltó un humo pestilentey puso el paquete, en el que había una corta inscripción encirílico, sobre la mesa. Sólo entonces se dio cuenta de queme encontraba en la oficina e hizo una mueca de disgusto,como si fuera yo el que apestaba y no él. ¿O le molestabami loción para después del afeitado con perfume aazucena? Tampoco es que yo estuviera entusiasmado conel encuentro. Aunque no sufría de ninguna enfermedad deloído como OlejáÍ, Trug me repugnaba de un modoindecible.

Las fotografías se encontraban dispuestas sobre la mesaen abanico, como cartas. Aún estaban húmedas y hedían asustancias químicas, entre las que pude distinguir elamoníaco, algún formaldehído, y además el beleño, o entodo caso algo que me amargaba la saliva. Pero ¿qué eraeso comparado con el horror visual? Las imágenes deTrug estaban iluminadas con un hechizo malvado yfácilmente (demasiado fácilmente) legible. Parecíantridimensionales, instantáneas del mundo real. OlejáÍ y yolas miramos atónitos, mientras procurábamos reprimirnuestra ansiedad y el diabólico doctor se inclinaba sobrenosotros y nos arrojaba azufre detrás del cuello.

En la ampliación de Trug seguía sin distinguirse lanaturaleza del círculo negro sobre el fondo gris y borrosocon garabatos azules. Ahora parecía más bien un aro

apoyado en la pared, envuelto en papel oscuro, a travésdel cual de vez en cuando brillaba el oro. Tenía clavadasalgunas espinas decoradas que se dirigían justo hacia elobjetivo de la máquina fotográfica. En estas agujasestaban atados los esbeltos brazos del cadáver, sentadoen la pared dentro del círculo. El mono azul liso, que hacíaun momento había atraído tanto nuestra atención, habíadesaparecido. El traje del difunto era su propia pielmaltrecha. Seguí con la cabeza gacha y en sus labioshabía un tazón de aluminio.

Trug había encuadrado el cuerpo en primer plano, demanera que pudimos reconocer cada rasguño ymagulladura de la zona del ombligo, el pecho y el cuello.También se veía mejor la cara: lisa de expresión, tranquilay tristemente joven. ¿Dieciséis años? ¿Diecisiete? Lo quemás atraía la atención era el terrible tajo en el estómago,sobre todo el punto donde se abría. Saltaba a la vista quela piel de esa parte del cuerpo -sobre todo a la izquierdadel vientre- estaba artificialmente abombada. En laoscuridad, entre los extremos de la herida, refulgíaargentado el metal: una barra terminada en una cabezaredonda, envuelta en un impreciso material verde. Unaespecie de chincheta.

A causa de la visión de la escena de los dos cadáveres ydel hedor a tabaco ruso me empecé a marear. Me levantéy fui hasta la gran ventana del coronel, que se podía abrir.En el momento en que me asomé hacia afuera y llenaba

mis pulmones con el aire de Praga, que olía como el jardíndel Edén en comparación con el cigarrillo de Trug, en latorre de San Esteban empezaron a tocar a misa de doce.El sonido de las campanas atrajo mi mirada y posé losojos en el reconfortante frontón de la torre, decorado conuna corona real dorada. Esa visión me descubrió elsignificado de la advertencia del fotógrafo.

Capítulo17

Murieron de mala manera, o de muerte engañada:

se agarraron a los cercos desconcertados de los rudosgritos

(sus propios gritos).

R. Weiner

A mediodía, un viento de noroeste disipó la densa nieblamatutina, acompañado a intervalos regulares dechaparrones. ¿Dónde se habían metido los colores delotoño? Las ramas de los castaños de la plaza del Ganado

-la plaza de Carlos- desafiaban con estoicismo lasinclemencias del tiempo, al no tener ya nada que perder, yel diluvio de hojarasca pútrida convirtió el parque porcuarta semana consecutiva en un extenso sepulcroabandonado. En los últimos días de noviembre, loshonorables regidores pusieron remedio a aquello, serecuperaron de la somnolencia con la que se ejercitabanpara el invierno y movilizaron a un ejército de mendigospara que barrieran cada rincón. De esa manera, quedópara disfrute de los ciudadanos la pálida hierba entre losárboles y el humus podrido e inflado por el agua, y algunasde las últimas hojas en las calles, maravedíes doradosesparcidos por el pavimento por el jinete que antes delamanecer había cruzado la ciudad al galope. Pero elúltimo despilfarro de colores durante la limpieza de lashojas me fascinó: los chalecos de los pelotones detrabajadores brillaban en la niebla igual que luciérnagasque en la asamblea de San Esteban se hubieran puestode acuerdo para iluminarse con tonos otoñales.

La calle Resslova, por lo general pobre en el reparto detonalidades, esta vez no se quedó atrás. Una mañanaaparecieron allí unas parpadeantes luces amarillasflanqueadas por barreras rojas y blancas; nadie sabía quésignificaban. Al principio el tráfico aminoró la marcha ydespués empezó a sincronizarse en un ritmo regular deavance y frenada. Los conductores no se lo tomaron muybien: ¿quién querría obedecer a otro semáforo? Sinembargo, sólo había una posibilidad: arrancar y parar. Yo

me alegraba, porque en adelante cruzar esa calleespantosamente recta y mortalmente rápida sería unjuego. Bastaría sujetarse un pañuelo delante de la cara; loscoches que avanzan despacio sin duda matan másdespacio que los que pasan a toda velocidad, pero sonmás persistentes.

Del motivo de aquel cierre parcial me enteré por elperiódico de la tarde: lo había provocado un Avie cargadode cajas de frutas y flores talladas que se había hundidohasta la mitad en la calzada delante de la iglesia de losSantos Cirilo y Metodio. El conductor y su acompañantesaltaron de inmediato, el primero fue a instalar el triánguloreflectante, mientras que el segundo corrió al vestíbulo delmetro a llamar a emergencias. Tuvieron mucha suerte.Cuando el primero se volvió, el Avie ya no estaba. Sucolega se lo encontró mirando el cráter con el triángulo enlas manos, con la boca abierta y llorando de la risa.

Mi solución al acertijo de las fotografías enviadas a ladirección de policía nunca fue definitivamente confirmada.El caso se archivó, al menos en apariencia.Extraoficialmente se seguía investigando.

Después del éxito de la reunión con los criminalistas quese ocupaban de los asesinatos de la Ciudad Nueva,donde expresé mi hipótesis, me sorprendió uncomportamiento tan frío de parte de la policía. En aquel

momento parecía que me iba bien, todos me escuchabany me tomaban en serio, y cuando el coronel me diofinalmente la razón los demás se mostraron de acuerdocon él. También el capitán Junek, último escéptico que senegaba aceptar que de una iniciativa que partiese de mí lapolicía pudiera esperar un éxito, tuvo que reconocer queesta explicación era la única que hacía avanzar aunquefuese un poco. Le convenció un hallazgo al principioinsignificante y a la larga esencial, que gracias a undiligente recadero fue recibido primero en el departamentoy posteriormente en la mesa de OlejáÍ: medio monopatín.El guardia lo había encontrado en la entrada lateral de laiglesia de San Esteban.

Si para ellos no constituía una prueba, para mí sí, les dije.Los muertos de las fotografías eran los dos chicosdesaparecidos a los que se buscaba desde hacía días.Fueron asesinados por una estupidez, por una banalidadque sus padres habrían solucionado con una bofetada onegándoles el dinero semanal. Pero los dosdesesperados pintaron su grito rebelde en el revoquesagrado, y por una profanación siempre se han pagadomuy altas multas. El que tenía la inscripción en laconciencia (que en la foto aparecía detrás), fue desnudadoy cubierto de la cabeza a los pies con la misma porqueríacon que había ensuciado el muro de la iglesia. La piel dejóde respirar poco a poco; el sufrimiento debió de serterrible. El bote de pintura se lo encajaron en la bocacuando aún estaba vivo. El segundo chico (que había

salido de casa con el monopatín bajo el brazo), debió decubrirle las espaldas al primero, y por ello fue castigadomás moderadamente: una muerte rápida y menosdolorosa; su expresión era de indiferencia. Su cadáver (enla imagen, delante) sin embargo también había sidodesfigurado como el de su amigo: le clavaron la mitad delmonopatín en la barriga destripada. Entero, imagino, nohabría cabido. Lo que sobresalía de la herida era unarueda verde. La segunda mitad de la tabla encontradatenía las ruedas del mismo color.

Por el borde irregular que presentaba, el monopatín nohabía sido cortado por la mitad, sino partido. Sirvió a losasesinos tanto de rastro que dejaron tras de sí para lapolicía, como de advertencia a los demás profanadores detemplos en el caso de que los altos mandos se decidierana hacer público el crimen. La misma función tenía elmisterioso círculo que aparecía en la pared emborronada.Un símbolo del poder que había ordenado construir laiglesia y que seguía protegiéndola: la corona real. Por esohabía sido tomada de la torre puntiaguda y por eso habíasido brutalmente entrelazada a ella la persona que habíaalargado la mano hacia un edificio que no habíaconstruido.

¡Qué terrible justicia! Pero ¿cómo…?

No. No a un pensamiento tan inhumano.

Si recordamos el método del asesinato anterior, no esdifícil imaginar la realización de tan arriesgada pieza.Como sabemos, disponían de una grúa móvil que primeroofrecieron a la policía como pista y después, cuando sepresentó la oportunidad de utilizarla de nuevo, volvieron arobar. De los praguenses se sabe que vigilan muy poco suciudad y aparte de si las calles están sucias, apenas sedan cuenta de nada; por otro lado caminar con la cabezalevantada y admirar las fachadas, cornisas y cariátidesrealmente no sale a cuenta, como han comprobadomuchos extranjeros acostumbrados a las aceras limpias.No era raro que sólo un pensionista que vivía delante de latorre de San Esteban se hubiese apercibido de ladesaparición de la diadema. Su testimonio, confuso,farfullado, encajaba en la reconstrucción.

¿Cómo explicarse el asesinato de dos menores de edad?Y ¿qué significaba su excentricidad? La exageración y lateatralidad hacían a los asesinatos de la Ciudad Nuevamerecedores de denominativo común, aunque nosabíamos exactamente cuál: ¿venganza?, ¿castigo?,¿intimidación? Sin embargo, al menos teníamos algo: losasesinatos (más un intento) habían sido concebidos comoun espectáculo estético y se habían producido en lascercanías de las iglesias de Ciudad Nueva o directamenteen suelo consagrado.

Como ya he dicho, mis especulaciones impresionaron ami auditorio. Junek entornaba los ojos con interés y

apretaba discretamente los labios, como si hubieramordido algo ácido y no quisiera que se notara. Losdemás, a quienes conocía sólo de vista, tomaban notas ensilencio. Rozeta esbozaba una media sonrisa, como situviera sus dudas acerca de mi sentido común, y cuandoacabé, aplaudió en silencio, sonriendo abiertamente.Después golpeó con la uña el reloj de pulsera y asintió,imperceptiblemente con la cabeza. Me pareció que queríahablar conmigo. ¡Ella! ¡Conmigo! De pronto sentí la bocaseca, toda la humedad se me subió a los ojos de maneraenigmática. No podía hablar, era incapaz de un solo gesto.Un intenso vértigo se apoderó de mí. Con todas misfuerzas me apoyé en la mesa, que empezó a dar vueltasconmigo, mientras los demás no se daban cuenta de naday permanecían sentados.

OlejáÍ estaba indignado. Los oídos le burbujeaban comovolcanes, apenas daba abasto para cambiarse lospañuelos limpios mientras silbaba de dolor. Antes de darpor terminada la reunión, me pidió que esperara unmomento. Después, cuando nos quedamos solos, mepreguntó si no quería volver a la policía el año siguiente.Respondí que me lo tenía que pensar y me mantuveimpasible. Debajo de esta máscara saltaba de alegría.

Rozeta esperaba delante del edificio; una chica corpulentacon un abrigo ligero y la cabeza cubierta con un pañuelofloreado atado a la antigua, bajo la barbilla. Su puntualidadme halagó, y me disculpé por el retraso. Tuve que gritar, el

viento se llevaba mis palabras, golpeaba las farolas, aratos nos empujaba por la espalda y a ratos nos dabatortazos. Nos refugiamos en una fonda cercana y al cabode un momento nos calentábamos las manos sujetandosendas tazas de grog caliente.

–¿Por qué me has mirado así? – preguntó en un tono que,en comparación con la mirada que me había dirigido en lareunión, era sorprendentemente frío-. Seguro que ocultasalgo, ¿verdad? Dímelo.

–¿Yo? ¡Tú me has mirado! Y no sé más de lo que heexplicado. ¿Querías quedar conmigo para tirarme de lalengua?

–Burro. Quiero decirte algo. Quizá tú también estés enpeligro. Tengo miedo por ti.

–¿De verdad? Nunca he oído nada más bonito en mi vida.Por favor, repítelo.

–No es ninguna broma. Escucha, no sé qué historia te hasmontado conmigo, pero me da igual. No te me pongas enmedio, serás tú el que salga malparado, no yo. La imagenque te has creado de mí es falsa. No esperes nada, sólo teengañarías.

–¿De verdad no puedo esperar nada? Ya me he sentidoasí alguna vez y no conozco ningún estado peor. Sin

embargo, quizá te equivoques conmigo. Sí, yo no sé nadade ti, pero hay algunas cosas que no consigo entender.

–Pues déjalas. No dependen de mí.

–¿De quién entonces?

–Tú mismo has dicho que no sabes nada de mí. Déjalo así.Aquello de lo que puedas enterarte no te gustaría. No soyguapa. No soy educada. No soy interesante.

–¿Eso es lo que has venido a decirme? Si me permitodesistir, ¿te lo tomarás como un cumplido?

–Chorradas. Hablas como el imbécil de Záhir.

–¿Por qué hablas así? Mira…, no entiendo por quéestamos aquí. Pensaba que teníamos una cita, aunque noacababa de creérmelo. No sé quién eres ni qué esperarde ti.

–Al menos perdóname. Incluso por lo que quizá no ocurra.Al menos eso espero. No te lo puedo explicar, aún no. Sitiene que pasar…, yo no voy a impedirlo. Pero no tedestruirá si le das libre curso. Después es cuestión deacostumbrarse.

–¿A qué le tengo que dar libre curso? ¿A qué tengo queacostumbrarme? – No sabía de qué hablaba, y el modo en

que se expresaba me ponía nervioso. Sin duda no contabacon una declaración de amor, y me sentí aliviado cuandono oí nada por el estilo. Aun así, sus palabras me irritaron.

–Estuve en una situación parecida. Vivo en su casa, peroeso no significa que sea su criada o su asistente. No ledebo nada, ni él a mí. Yo misma decido cómo organizo mivida. Mientras tanto, ya me va bien así.

–Yo no te recrimino nada, ¿cómo iba a hacerlo? A mí quémás me da…

–Exacto, nada en absoluto -me interrumpió.

Quise decir que se trataba de un error y que ni en sueñosse me ocurriría juzgarla sólo porque viviera en la suite deGmünd, pero no me dio opción. Su siguiente pregunta porpoco me quita el aliento:

–¿Desde cuándo nos espías?

–¿Espiaros?

–Prunslík te vio hace poco en el jardín de Santa Catalina,cuando estuve allí con Matyá.

–¡Prunslík! El muy… ¿No le preguntaste qué hacía allí?

–Con él ya me las arreglaré, no te líes. Y no vuelvas a mi

cuarto de baño.

–En el Bouvines todavía no me aclaro. Abrí la puerta porcasualidad.

–Pero te quedaste ahí un buen rato.

–¿Un buen rato? Quizá sí… Esa tienda turca sobre elbaño…, y ese hierro…

–¿Te sorprendió mi aspecto?

–Me quedé estupefacto. Fue…, fue todo muy hermoso.

–Experiencias así quédatelas para ti. Yo misma no sé quépensar de Matyá, quizá mañana le deje.

–¿Por qué? ¿Qué hay entre vosotros?

–Eso no te lo diría ni aunque lo supiera. Si lo aguanto todoy tú cumples, te enterarás tú solo.

–¿Cómo tengo que cumplir? ¿En qué? Y ¿qué sacaré yode eso?

–Quizás encontrarte a ti mismo, ¿te parece poco? Igualque yo me encontré a mí misma. Aunque no sé… Matyá teayudará igual que me ayudó a mí. Estaba fatal. Él me sacódel pozo.

–«Me sacó del pozo de la desolación, del lodo cenagoso,puso mis pies sobre roca y enderezó mis pasos.» Salmo40, aún no lo he olvidado.

Se levantó bruscamente, me dedicó una sonrisa breve einesperadamente cálida y se marchó. El grog, al que habíaechado cuatro bolsitas de azúcar, ni lo había probado. Melo tomé. Como cabría esperar, estaba demasiado dulce. Ysin embargo me gustó más que el mío. Mientras sorbía, ledaba vueltas a las palabras de Rozeta y buscaba en ellasalguna metáfora. Esa tarde no encontré ninguna.

La primera semana de diciembre la pasé de buen humor.Volvía a deambular por mis amados rincones de la ciudad,que me recibió en sus brazos. Cada vez que fantaseabacon que descansaba suavemente entre ellos, me mostrabaescondites casi desconocidos y revelaba los secretos desu gloriosa historia. El aire estaba límpido, hacía poco fríoy había caído la segunda nieve, que aguantaba mástiempo que la primera. Había convertido las callessuperpobladas en corredores silenciosos que llevaban a lodesconocido, limpiado milagrosamente las esquinas eiluminado los oscuros pasajes, inspirando a la ciudadamabilidad hacia sus indignos habitantes. El manto blancoque cubría los tejados de las iglesias góticas y los porchesde las buhardillas barrocas recordaba los libros ilustradosleídos en la infancia. El mismo manto cubrió Praga hace

cien, trescientos, seiscientos años, y antes también. Lavida bajo aquel edredón de plumas siempre se arrastrabacon la misma lentitud; en Praga sólo corrían los trineos.

Los cadáveres de los jóvenes de San Esteban no seencontraron. La única sombra de esos días candidos fueuna llamada de Záhir. El arquitecto me felicitó por elcambio de casa y anunció que ya no me necesitaría,porque la policía velaba por su vida las veinticuatro horasdel día. Me pidió que no me preocupara y que viera laparte positiva. Cuando me encargaba de protegerlo, éltemía más por mí que yo por él. Ahora iba en serio: habíarecibido un adoquín; sí, igual que los demás. Sí, tambiénera verde, no, no le rompió nada, lo recibió por correo,dentro de un paquete urgente.

También recibió algo más por correo: miedo.

Compartí con él la gran noticia de que pronto me veríavistiendo de nuevo uniforme y que a lo mejor volvía a caeren mis manos. Advertí que lo había pillado desprevenido;sabía que, después de haberlo perdido la última vez, nome consideraba un buen policía. Rápidamente me notificóque ahora sería Rozeta quien trabajaría con él. Como nohice ningún comentario, me preguntó qué opinaba alrespecto. Pero seguí callado. Notaba unos pinchazos en elpecho como si alguien me hubiera enchufado a él unamáquina de coser eléctrica. Le deseé a Záhir que le fuerabien con Rozeta, e hice conjeturas sobre cómo se

comportaría cuando empezase a alardear: seguro quepestañeaba con los ojos húmedos y sonreíaobscenamente. No me resultó agradable, pero la tristeidea de Rozeta retorciéndose entre los brazos de Záhir fuesustituida por la feliz imagen de éste con la mandíbuladesencajada cuando le palpara bajo la falda la ropainterior de hierro. Eso me hizo reír. Lo entendió mal yempezó a explicarme que desde el principio sabía que aella le gustaban los hombres que sabían desenvolverse enel mundo. Para desviar el curso de la conversación, lepregunté si aparte de esa advertencia postal tenía algunarazón para temer más que antes por su seguridad. Dijo demala gana que le parecía que alguien lo seguía, y que éstaera la verdadera razón por la que quería que velase por élun profesional. Le aconsejé el capitán Junek, aunque nohabía olvidado que una vez me había advertido contra él.Volvimos a entendernos mal. Pensó que quería disuadirlode emplear los servicios de Rozeta. Se despidió y me diosaludos para el caballero de Lübeck; el título lo pronunciócon evidente ironía y la primera parte del gentilicio lacomprimió y estiró intencionadamente, para que sonaracomo la palabra alemana Liebe, «amor». ¿Tenía quizásalguna idea sobre la extraña relación entre los dos?Finalmente, antes de colgar el auricular, aún comentóneciamente que no era el final del mundo y que no se meocurriera saltar del puente de Nusle, porque conocíalugares más románticos, como la torre de PetÍín. Iba acomentarle que confiara más en sí mismo que en la policía,pero la línea ya estaba sorda. Sorda como el ingeniero

Záhir.

Gmünd, o eso me parecía, estaba sinceramente contentopor mi reincorporación a la policía. Incluso Prunslík se meacercó en el vestíbulo del hotel y me sacudió la manocomo enajenado. Sus palabras, como de costumbre, meconfundieron: dijo que el primer amor nunca se olvidaba yque él siempre prefería tenerme a la vista. Suacompañante me felicitó como es debido, me invitó a unacena fastuosa en algún club y añadió que prontoorganizaría una velada en mi honor.

Todavía me reclamó a OlejáÍ una o dos semanas, hastaque acabara su trabajo, que ahora intentaba acelerar. Enaquel tiempo visitábamos las iglesias de la Ciudad Nuevaa diario, en especial San Esteban y San Apolinar. Él hacíaesbozos, contaba y medía, mientras yo vagaba de un altara otro y, de reojo, vigilaba a Rozeta. Se comportaba comosi yo no estuviera ahí.

Entonces me intrigó nuevamente la expresión «SieteIglesias», que Gmünd pronunciaba delante de mí cada vezmás a menudo sin haberme explicado su significado. Laprimera vez me había dado vergüenza interrogarlo alrespecto, y ya era tarde para formular una preguntadirecta. Pensé que se refería a alguna ciudad extranjera encuya arquitectura se inspiraban sus planes. Por supuesto,me vino a la cabeza Quinqué ecclesiae, el Pécs húngaro,pero me sorprendió comprobar que Siete Iglesias era un

lugar de Praga. Los únicos nombres parecidos que habíaescuchado alguna vez eran la plaza de las Cinco Iglesiasde Mala Strana y la calle homónima, que debía el suyo a laCasa de las Cinco Iglesias. Ese nombre desaparecióhace mucho, seguramente porque había surgido por error:en aquel oscuro rincón al pie de la pendiente de Hrad…any nunca había habido tantas iglesias juntas. Cada vezque el caballero se refería a Siete Iglesias, deseabaenterarme de más sobre este misterioso lugar. Finalmenteme hice una especie de imagen mental: Siete Iglesiasestaba formado por algunos templos concretos de laCiudad Nueva praguense, construidos en su mayoría poriniciativa del emperador Carlos IV, algunos directamentefundados por él (fuera allí donde se alzaban antiguasiglesias románicas o en nuevas parcelas) y por la zona quedelimitaban las líneas de unión entre esos templos.Atónito, comprobé que coincidía casi al detalle con mizona preferida. Lo estúpido era mi incapacidad paradeterminar de qué iglesias concretas se trataba. Porejemplo, Santa María en Na Slupi, a primera vista unaiglesia insignificante que se encoge en un extremo, yademás de liturgia oriental, despertaba sin embargo uninterés especial en el caballero Gmünd, quien la incluía ensus planes, en los que, como pronto comprobé,desempeñaban el mismo papel relevante colosos comoEmaús o Carlos. Ahí no había estado con él ni una solavez. También estaba seguro de que San Esteban y SanApolinar formaban parte inherente de Siete Iglesias, perotitubeaba respecto a Santa Catalina, que, a diferencia de

las demás, no había sido románticamente regotizada en elsiglo pasado -a excepción del campanario, lo único quequedaba de su aspecto original. La suma de santuarios,pues, sólo me daba seis, pero el caballero hablaba deSiete Iglesias. ¿Se proponía añadir también San Enrique,o quizá San Martín? ¿Y dejar San Pedro? ¿Y Santa Maríade las Nieves? ¿Y San Venceslao en Na Zderaze? Estasiglesias constituían indiscutiblemente la créme de lacréme de un sobrecogedor orden gótico -al que empecé aentregarme con pasión influido por Gmünd-, pero lastraicionaba su ubicación, que, como inferí, no erasuficientemente mágica. «No vaya usted a creer -dijo unavez el caballero-, el barrio de Pedro o los alrededores deSan Lázaro me atraen enormemente, pero es buenoconocer la frontera de las posibilidades de cada uno.»Pensé que yo conocía la mía: aún tardaría un tiempo enaveriguar cuál era la séptima iglesia de la Ciudad Nuevade Praga, la cima mágica de Gmünd.

Capítulo18

Detengámonos aquí junto a la catedral

Esperemos aquí.

¿Nos atrae el peligro?

¿O atrae nuestros pasos hacia la catedral

la conciencia de amparo?

T. S. Eliot

Bajábamos bajo la titánica cúpula de la iglesia de Carlos,con la cabeza echada hacia atrás, admirados. Gmündsostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, yome cubría la boca con las manos para respirar, porque enla iglesia el frío era gélido. Por las altas ventanas sefiltraba hasta nosotros la claridad del día, de nuestrasbocas ascendían nubecitas de vapor hacia las estrellas deltecho. El embelesamiento del caballero era espontáneo yen absoluto inferior al mío, aunque ya hubiera visto variasveces la nueva pintura azul y dorada y la nueva iluminación.Esta vez faltaba el acompañante establecido por la ley: derepente bastaba yo.

Hacía años que no pisaba la iglesia de Santa María yCarlomagno, y me sentía como si hubiese vuelto al pasadolejano, cuando era totalmente nueva. Donde antes habíaoscuridad ahora había luz; donde el revoque sedescascarillaba y crecía el moho, ahora había paredesfirmes que brillaban con los majestuosos tonos reales

carmesí y dorado. Gmünd había dejado el diseño doradosobre fondo rojo porque correspondía a la decoracióngótica del templo, pero el cielo estrellado tejido entre losnervios de la bóveda adornaba la iglesia por primera vez.La enorme estrella de ocho puntas en el techo era del sigloXVI, cuando el cielo nocturno ya no estaba de moda. Lanueva bóveda no se diferenciaba mucho del proyectooriginal de la antigua, seguramente sólo en su complicadodiseño geométrico y sobre todo en su asombrosa falta deprofundidad, que producía el efecto de que el techo flotabaligeramente sobre los estrechos pilares y contrafuertes. Laacción de Gmünd había tallado el brillante real hastaarrancarle una belleza cegadora. Durante el proceso dedecoración renunció excepcionalmente a su gusto purista,que ya había condenado a muchos arquitectos delRenacimiento, el Barroco y el Clasicismo y que, paraemplear una metáfora, había barrido del mapa sus cursischozas.

No siempre me mostraba de acuerdo con él. Durante miestancia en la suite del hotel Bouvines habíamos intimadotanto que conseguíamos discutir sin poner en peligronuestra amistad. También en ese momento, de pie bajo laclave de la bóveda, objeté que sería una pena deshacersede elementos decorativos como las estatuas o lascélebres Santas Escaleras.

Él insistió en que todo eso le resultaba tan insoportablecomo el salvaje reformista José II, que dejó profanar la

iglesia en 1786 para reconvertirla en asilo para enfermosincurables. Gmünd le odiaba aún más que al arquitectoDienzenhofer, que en su opinión había cometidoincontables pecados contra la arquitectura checa.Finalmente profetizó que llegarían tiempos mejores cuandoascendiera al trono un monarca que tuviera buen gusto.

–No lo creo -repliqué-. Por lo que yo sé, la regotización dela iglesia debería haberse efectuado a principios denuestro siglo, pero el Ayuntamiento la rechazó. La gente seacostumbró a los rechonchos angelitos, a los altaresrobustos y a las torres ventrudas. No puede imponer elaspecto original, no sería tan valioso como lo que quiereeliminar.

–¡Mire hacia arriba! – gritó a modo de respuesta-. Losnervios se cruzan como cometas que atraviesan el cosmosy dejan tras de sí un eco de luz. Pero, ¿no lo ve? No haymodo de saber dónde empiezan y como mucho podemossoñar dónde acaban. Los cometas son intangibles…, y lasiglesias góticas, ¿no han de ser así? Yo soy su protector.

Contuve una risita.

Me miró a los ojos y dijo:

–¿Qué quiere oír? ¿Que mis métodos no son los máslimpios?

–Eso realmente no me lo permitiría…

–No quiero ocultárselos, pero no estoy seguro de si es lobastante adulto para soportar ciertas cosas. Disculpe,pero por el momento no puedo confiar por completo enusted. Quizá se lo cuente con el tiempo, quizá nunca.Mientras tanto, no me lo pregunte; es más: intenteresponderse a sí mismo un par de preguntas mías.

–Si soy capaz, lo haré con mucho gusto. No olvido queestoy en deuda con usted.

–Eso no se lo pido, ¿acaso soy un comerciante? No medebe nada, ¿entiende? Nadie me debe nada, al menospor ahora. Insisto. Si Prunslík le hace alguna insinuación,no se lo tome en serio. Yo no estoy haciendo negocios conusted. Si le pido algo, es un favor como amigo.

–No sabe cuánto le agradezco que me haya ofrecido untecho. Pero mis capacidades son prescindibles, eso losabe. Soy un policía absolutamente imposible.

–No le pido nada de eso, y respecto a sus capacidades,quizá yo sepa más de ellas que usted mismo.

Llegamos a los bancos y nos sentamos; Gmünd, en elborde, porque era demasiado pequeño para él.

–Me atraen más bien sus conocimientos históricos -

continuó-. ¿No es verdad que estudió Historia?

–En efecto, pero dejó de gustarme.

–¿No le interesaba la Edad Media? Era su períodopreferido, ¿o no?

–Me interesaba, pero no de la manera como la enseñabanen la facultad. Me daba totalmente igual cuándo habíareinado tal monarca, contra quién maquinaba y quéintrigas castigó, y sigue dándome igual. Ansiaba otroconocimiento.

–¿Cuál?

–Un conocimiento sobre la vida cotidiana. Deseabatrasladarme a la Praga de los siglos XVI, XIII u XI paramirar no sólo lo que tenían para comer los regidores,artesanos, modistas, soldados, taberneros, feriantes y elpueblo llano, sino también para charlar con ellos yenterarme de qué pensaban, en qué soñaban, quédeseaban, qué temían y qué los hacía felices. Nunca tuveun profesor que entendiera mi interés… En realidad sí,uno, en el instituto, pero me abandonó.

–¿Y sus padres? ¿No apoyaban sus inclinaciones?

–No les entraba en la cabeza que alguien pudiera quererhurgar en el pasado, cuando el presente nos asedia a

diario. Pero no impidieron que me inscribiera en launiversidad, sólo se encogieron de hombros. O quizá si…Pero da igual. Por entonces ya hacía tiempo que no vivíanjuntos.

–No debió de ser fácil para usted; pero creo que nonecesitaba su apoyo. ¿O sí? ¿Cómo es posible que luegodejara los estudios?

–No sabía cómo seguir. Todo dejó de tener sentido paramí. Pero no quiero hablar de eso… También es pasado.

–Dejó de tener sentido, dice. Sin embargo, si no meequivoco, no ha abandonado su relación con el pasado,con el gran pasado romántico.

–Así es…, esta relación nunca desapareció, tal vez apesar mío. Porque, ¿qué sentido tiene hoy en día?

–Su razonamiento me desconcierta. Comprendo que leresulte desagradable, pero al menos podría indicarme aqué se refiere. Quizá me ayude, y eso es lo que quiere, melo ha dicho hace un momento.

–Yo mismo no lo entiendo, sólo… Creo que se trató de unaespecie de huida. La de un niño insatisfecho con lascircunstancias familiares, con la guerra entre sus padres.Aunque «insatisfecho» es una expresión muy vaga. Másbien debería decir… Imagínese mi situación. Lo que había

a mi alrededor, el presente, lo odiaba, y el futuro sólo podíaaterrarme, no veía esperanza por ninguna parte. Y yonecesitaba un puerto para mis ideas, para que huyeran delas rocas de la ansiedad y la vorágine de ladesesperación. Empecé a buscar la soledad, me atraíanlas ruinas de castillos medievales. Ahí todo estabadecidido, la historia estaba escrita. Pero no entera, sinoque quedaba suficiente espacio para la imaginación.Pasaba allí bastante tiempo, y no quería compartirlo connadie. Recuerdo que una vez esperé medio día al pie deun castillo hasta que se marchó una familia que había idode picnic. Otra vez entré en el sector prohibido de uncastillo en ruinas al que el público no tenía acceso, muycerca de un aeropuerto militar. Tuve que ir con cuidado,pues por cosas así podían echarme de la escuela, en elmejor de los casos. En el peor, una patrulla podríahaberme disparado si me hubiese descubierto. No mepillaron, pero mi madre me reprochó que vagabundeara ypronosticó que acabaría mal. Creo que tenía razón.

–Venga, venga, no se arrepentirá ahora. ¿Tan malconcepto tiene de sí mismo? Mejor explíqueme qué hacíaen esos castillos.

–Me temo que no lo encontrará nada fascinante. Nobuscaba tesoros ni iba por el atractivo miedo a losfantasmas, esas cosas siempre me parecierondisparatadas; lo digo a pesar de que en esos antiquísimoslugares vi, oí y viví cosas extraordinarias. Pero dudo que

sea capaz de explicarme. No quiero que suene como unafrívola evocación de espíritus.

–Inténtelo.

–Como ya le he dicho, hasta hoy no consigo entenderlo. Loúnico que puedo hacer por usted es darle un ejemplo.Cuando tenía catorce o quince años, fui hasta el castilloTrosky con la idea de trepar por las rocas hasta la torredesde el lado sur, inaccesible. Al principio fue fácil, subípor el bosque apoyándome en un bastón improvisado.Después tuve que agarrarme a las raíces y las piedras, detan empinada que era la cuesta. El sendero, cada vez mástortuoso, finalmente desapareció. Arriba ya no habíaárboles, sino roca desnuda y agrietada. Sabía que sicontinuaba pondría en peligro mi salud y quizá mi vida,pero no tenía ni idea de que lo que me estaba jugando conmi aventura era la razón. Y pasó algo inesperado: al pie dela torre más alta del castillo puse la mano en la rocacalentada por el sol, una roca dura y agradable que misdedos conocían, y en ese instante el tiempo cambióbruscamente. Empecé a sentir en las articulaciones delbrazo un frío que penetró hasta mi corazón; el vientobramaba en mis oídos, y noté en el cuello las primerasgotas de lluvia.

»Si la piedra no me hubiera calentado las palmas de lasmanos, habría abandonado. Intenté todavía subir unosmetros, pero como no había dónde asirse con seguridad ni

por dónde ascender, volví atrás y lo intenté por otro lugar.Entonces oí una voz. Asustado, levanté la cabeza y vi lacara de una chica. Llevaba un vestido rojo y se asomaba alborde del muro que une las dos torres del castillo, la Joveny la Vieja. Estaba mirando en dirección al campo yseñalaba algo. Por el tono de voz parecía agitada, y no sedirigía a mí, como pensé al principio, sino a alguien queestaba detrás de ella. La oía claramente, aunque noentendí ni una sola palabra ni sé quién era la persona conla que hablaba. Deseché de inmediato la idea de que esachica fuese una guía. El muro del que caían, como si sederramaran de una fuente, su pelo claro y una de lasmangas de su vestido, formando pliegues, parecíacompletamente nuevo, y más alto y poderoso que el que yoconocía. Di dos pasos por la cornisa rocosa y estiré lamano izquierda hacia su base, un bloque de piedratoscamente tallado que presentaba una grieta pocoprofunda en el medio. Puse en ella la mano, y entoncesalguien me golpeó la cabeza con un saco lleno de ruidos.Me hacía daño, eran todo lamentos y gemidos.

–¿Qué fue lo que oyó?

–Todo. El ladrido de los perros y el relincho de loscaballos, la risa de los niños y la burla de los adolescentes,la voz de enfado de los hombres y la voz alegre de lasmujeres, la voz ahogada de los ancianos, la voz ronca delos moribundos, el toque de difuntos y también el sonidode herraduras nuevas, de látigos que restallaban, el

mugido del ganado y el gruñido de los cerdos, el chapoteodel agua, gemidos lacerantes, el traqueteo de algunamáquina, el martilleo sobre un yunque, el estruendo de lasarmas. A cada momento sonido de clarines y fragor depeleas, siempre diferentes y siempre iguales. Nada deesto ahogaba el suave susurro de la seda, el ronroneogatuno ni los murmullos, que oscilaban como una tela dearaña sobre oscuridades inimaginables. Me tapé los oídoscon las manos, pero no sirvió de mucho. Me di cuenta deque tenía los ojos firmemente cerrados y los abrí. Volví aver a la chica. Me miraba con expresión de asombro ygritaba algo, pero no conseguí oírla a causa del estruendoque salía del muro de piedra. Ahora señalaba hacia elmuro del castillo. Miré en esa dirección y, para misorpresa, vi un caminito que antes debí de saltarme poralguna razón. Corría por la cima de la cuesta, justo al piedel alto muro, se mezclaba con las zarzas y acababa al piede una segunda torre, más baja y robusta, donde unapequeña puerta se habría en la roca. El caminito erahorriblemente angosto. Pensé que si lo tomaba no mesostendría y caería. Y sin embargo lo hice, porque la chicade arriba era más hermosa que cualquier otra mujer quehubiera visto en mi corta vida. En su cara había una granpena y eso era lo que me obligaba a actuar: estabadecidido a hacer lo que fuera.

»Pero pasó lo que me temía. El descenso al camino eratremendamente difícil y, antes de llegar a él, patiné en laroca húmeda y rodé hacia las zarzas. En ese momento el

ruido cesó. No fue una caída larga ni muy peligrosa, medespellejé la mano, me arañé el cuello y la cara y di unfuerte golpe en las costillas. Me puse de pie, evalué losdaños y salí disparado. No miré atrás ni una sola vez.Llegué corriendo a los árboles y la lluvia se detuvo degolpe. El cielo estaba azul, claro, totalmente limpio.

–Una experiencia realmente curiosa e inquietante -dijoGmünd, mesándose la barba-. Y sintomática. Supongo queno ha sido la única.

–Exacto.

–Dígame, ¿qué efecto ejerce sobre usted esta iglesia?¿No tiene la sensación de que aquí podría vivir algoparecido a lo que le ocurrió en aquel antiguo castillo? ¿Porejemplo en este momento?

–Eso realmente no lo sé. Los estados en los que caigo (enla actualidad de forma esporádica, antes más a menudo)vienen por sí solos. Créame que a mí no me tientan nada,por el contrario, no es fácil después volver a la vida normalde todos los días y hacer como si nada. E igual de difícil esvolver a un mundo que, al contrario que ése, resulta pobrey aburrido. He de reconocer que lo que más me gustaríaes quedarme en él para no tener que regresar. Pero nofunciona. Da igual lo que desee o deje de desear.

–¿Un mundo pobre y aburrido, dice? Vuelva a levantar la

cabeza y asómbrese de las estrellas en el firmamento.¡Tanta riqueza, y puede tocarlas!

–Con sus palabras sólo confirma lo que digo. – Levanté lacabeza con tristeza-. Para elevarnos sobre la miseriaterrenal siempre tenemos que mirar por encima denosotros. Por encima, o hacia atrás.

–Me habla con el alma, Kvtoslav: mirar hacia arriba y mirarhacia atrás son las únicas soluciones a nuestra míserasituación en este cambio de siglo; soluciones que en uncaso ideal se funden en una sola. Recíprocamente, yotambién le seré sincero y le diré esto: es exactamente lapersona que llevo toda la vida buscando. Sólo usted nospuede responder preguntas que…

Su tono, alarmado y urgente, no me resultaba agradable.Instintivamente me aparté y dije:

–¿Cómo, «nos»?

–A mí, a Raymond y… a otros. A gente que necesitaconocer a la perfección el pasado para…

–¿Para qué?

–Para que pueda volver a convertirse en presente.

–Ése es un deseo muy curioso. Usted sabe que, como

historiador, no valgo mucho. Me atraen cosas por las quela investigación académica no tiene ningún interés. Meatrae… la vida en el pasado, su contemporaneidad, elmomento presente en el tiempo que sin duda pasó hacemucho, al menos para nosotros, pero que desde el puntode vista del universo perdura. ¿Es eso lo que ha queridodecir? Me interesa, entre miles de otras cosas, porejemplo esto: el repentino cambio en el pensamiento delbotero Krytof Nápravník el 25 de octubre de 1411, cuandosalió de su casa La Crucecita Dorada y se encaminó porla calle Nekázanka hacia el paseo PÍíkopé, después depalpar en la faltriquera un extraño objeto anguloso que, alvestirse por la mañana, sin duda no había guardado y queno tenía nada que hacer ahí. ¿Qué estudios históricosresponden a esto?

–Ninguno. Su interés no tiene fundamento científico,porque ningún hallazgo en este campo, por prodigioso quesea, es comprobable.

–Exactamente. No hay un solo historiador que no loconsiderara una banalidad. Por eso tuve que dejar launiversidad. No hay nada que odie más que los datos. Melimitan, me atan las manos, me empujan al suelo y aplastanmi voluntad de vivir.

–Lo que dice me confirma aún más lo que acabo deafirmar. Le necesitamos. Le pagaremos.

Eso me hizo reír.

–Su entusiasmo por mi persona me halaga, señor, perosigo sin saber qué quiere de mí.

–Sin duda ya habrá entendido que estoy evitando unarespuesta directa; lo hago, por un lado, porque no quierointimidarle, por otra parte porque sé que no le gustanmucho a usted las líneas rectas. Así que le contesto conuna pregunta.

Se deslizó fuera del banco, fue al lado izquierdo de la navey apoyó una mano en la pared allí donde los nervios de labóveda se ramificaban formando tallos majestuosos ygenerosamente erectos. Se volvió hacia mí y continuó:

–¿Sabe quién construyó este templo?

–¿No lo empezó el maestro Matyá, su tocayo?

–¿Matías de Arras? Es posible, pero no seguro.

–¿Y su discípulo Petr ParléÍ de Gmünd, que también llevauna parte de su nombre? A este último se lo mencionamás a menudo en relación con el barrio de Carlos.

–Por lo que sé, vino a Praga mucho después de queempezaran el edificio. Si dirigió las obras, sólo fue comocontinuador del constructor original, como alguien que lleva

a término una propuesta ajena.

–Las leyendas hablan de alguien más: un tal BohuslavStançk, que vendió su alma al diablo. Le salió esta bóvedaestupenda, pero cuando la acabó nadie se atrevió a quitarlos andamios por temor a que no se aguantara sola. Porconsejo del diablo, el constructor quemó los andamios y,cuando cayeron, él mismo saltó a las llamas, pensandoque se desplomaba la bóveda entera. Su alma yapertenecía a Satanás, así que daba igual.

–¿Hay algo de cierto en todo eso?

–¿Cómo voy a saberlo?

–¿De verdad no lo sabe?

–Perdóneme la impertinencia, pero ¿me está tomando elpelo?

–Para nada. – De repente se puso serio-. Parece querealmente no sabe nada de sí mismo. No tema, no le daréprisa. Pero venga aquí conmigo. – Me hizo un gesto con lacabeza; su expresión era impenetrable. Seguíadespertando en mí esa confianza del primer encuentro,pero nuevamente, como hacía unos instantes, tuve miedo.Miedo a alguien a quien no se puede evitar.

Me saludó desde su altura, amable y amistoso, pero sus

grandes ojos verdes sólo contenían una cosa: una orden.

Me levanté y fui hasta él. En ese momento algo se moviósobre la entrada; en el balcón cuya puerta sólo llevaba a lapared impenetrable y pintada, se levantó en silencio unade las estatuas. No era la Virgen María, ni Isabel, ni José niZacarías, que allí conformaban un grupo escultórico, sino laquinta columna, que se había infiltrado entre ellas para verbien la nave y el presbiterio. Se quitó el polvo del vestido,pasó por encima de la barandilla y, ante la mirada deasombro de las figuras de madera -yo también me habíaconvertido en una de ellas- bajó por la columna jónicaestriada al pavimento de la iglesia y se detuvo al lado deGmünd. Tenía el ca-bello peinado en punta y ni siquiera asíle llegaba al gigante a la altura del pecho.

Empezó a darme vueltas la cabeza, y de repente necesitéapoyarme en algo. Estiré la mano y bajo la protección delas garras de león del caballero me recosté contra el murofresco.

Capítulo19

¡Llevaos el reloj!

El tiempo late en mi corazón.

K. Kraus

Yo era un modelo de inmovilidad. Estaba quieta en milugar y describía en él mi salto inmóvil; con el cuerpo partíael aire y lanzaba mi terror mudo sobre los más pequeños.Sabían que no les haría daño, pues no podía alejarme delsitio que me había sido asignado, y sin embargo seescondían llorando en las faldas de sus madres. Constituíami modesto entretenimiento. Al cabo de los años me llegóel castigo: unos asesinos con sombreros de hierro ychalecos cosidos a partir de casullas me arrojaron a lasprofundidades y me hicieron trizas, me convirtieron enmunición para sus hondas decoradas con el cáliz rojosobre un campo negro, estandartes de brutos fratricidas.Me temían mucho, y no sólo a mí sino también a mishermanas, por eso nos destruyeron. Su fe era falsa. Loúnico que quedó de mí es el relato, y sólo lo oyen loscapaces y dispuestos a escuchar.

Era parte de un sistema de apoyo, cumplía la función másimportante: desviaba agua del tejado. Si no hubieraestado yo, el techo se habría agrietado y la iglesiainundado.

Fluía por mi espalda, manaba hacia delante. De esa

manera extraña corría a través de mí, que estaba orgullo-sa. Yo escupía más lejos que mis hermanas de piedra yera la más monstruosa.

Mi cuerpo se inclinaba, la altura me daba vértigo, así queprefería mirar al frente. También me infundía miedolevantar la vista; no soy de las que lo merecen. Pero misojos sí que eran capaces de ello y, quien os asegure queno, es un completo mentiroso. La alta punta se alzabasobre mí y aún había otras dos más pequeñas a los lados;las tres le recordaban la ciudad dónde había que mirar.

Yo me ocupaba del agua del tejado central, de sus murosnororientales. Un canal empotrado en la cornisa, porencima de la mampostería amarilla, la dirigía hacia mí. Amenudo me llegaban un par de gotas de la parte suroeste;no las rechazaba y, trazando un gracioso arco, las arrojabafuera de mí, según exige la costumbre francesa.

Por mucho que lo intenté, nunca conseguí verme a mímisma. Mejor, no era ninguna belleza. Por la pinta de lasdos más cercanas de mis siete hermanas adivinaba ellomo dentado de dragón y el cuerpo alargado con garrasatrofiadas plegadas sobre el pecho y la cola enrolladaformando un diabólico seis. Pero distinguía un par decuernos largos y retorcidos que apuntaban hacia delantesobre el alargado hocico del que sobresalían los colmillos.

Aquella mañana caía una lluvia de color de plata. El agua

estaba helada, enfriaba la garganta y el paladar, tenía laboca llena de ella y la vomitaba sin parar. Las nubesestaban altas, y veía caer los solitarios hilos de agua hastamuy lejos. Pero resultaba difícil oír; en la buhardilla, detrasde mí, desde el canto del gallo sonaban martillos y golpesde cincel. Debajo de mí un artesano arrodillado en lahierba pulía una pesada piedra tallada, una de las milespara el nuevo monasterio que se levantaba tras la iglesia.A causa del trabajo el hombre había olvidado el mundo,pero Dios castigó a otros. Sucedió como sigue:

En Vtrník, donde más allá de los jardines del paraíso debíaposar mis curiosos ojos, volvía a haber obras. Allí seguíahabiendo una iglesia, pero a diferencia de la nuestra hacíamucho que le faltaba el tejado. Ya estaba casi acabada,los brazos de dos grúas, una grande y la otra pequeña,sólo se detenían del atardecer al amanecer y losdomingos.

Ese jueves se detuvo, sin embargo, justo después de queen el solar en obras empezaran a pulular los artesanos.Como caído del cielo, al lado de la iglesia apareció uncaballo marrón y sobre él un heraldo con un estandarteclaro. Se apoyó en los estribos, y alzó la mano en un gestoexagerado. Su voz no me llegó, pero no había acabado dehablar cuando a su alrededor estalló el jaleo. Albañiles,picapedreros y techadores corrían de un lado a otro,algunos se ponían una muda limpia, otros corrían a lavarseen un barreño traído del Botic. No les dio tiempo. El

heraldo bajó ágilmente del caballo, hincó una rodilla en elsuelo e inclinó la cabeza. En aquel momento, del revoqueamarillo del presbiterio se separó la sombra oscura deljinete, que rodeó la iglesia desde el suroeste, sin más,emergió de detrás de la iglesia y pasó tres columnas deltecho semicubierto. Su figura era alta, perodesagradablemente encorvada. De los hombros le pendíaun gabán de viaje verde oscuro, que por el brillo opacodebía de ser de terciopelo, y en la cabeza llevabaunaamplia corona de piel de zorro plateado. Su cabelloera más gris que castaño. No se fijó en los artesanos, queesquivaban de mala gana su caballo alto y lento y despuéscaían pálidos, como fulminados, sobre la hierba húmeda.Miraba hacia arriba con evidente dolor: tenía el cuerpotorcido hacia un lado. Ante su caballo se arrodilló unapersona que yo conocía; el capataz de los nuestros y deltaller de construcción, un hombrecito rechoncho, y vestidode negro, con la gorra del mismo color entre las manosjuntas. Estaba diciéndole algo al jinete, perturbado, yparecía compungido. El señor hizo un gesto con la mano,una especie de señal benevolente. El capataz, cayó debruces.

De repente un tumulto de caballeros abigarradamentevestidos rodeó al corcovado y le perdí momentáneamentede vista. En medio de ellos surgió luego la cabeza delcaballo, a continuación la corona de piel de zorro yfinalmente el rostro encolerizado. El jinete se dirigiódirectamente hacia mí… justo a nuestra iglesia. Nadie se

atrevió a seguirlo.

Mientras en San Apolinar se estaba formando unacaravana integrada por dos hileras de caballos, unosmontados y otros transportando carga, así como porpalanquines rojos, azules y blancos y carros de cuatro, seisy ocho ruedas, grandes y llenos, el jinete puso su caballo aun trote moderado y, a pesar de las miradas de asombrode la multitud situada frente a la iglesia, cruzódespreocupadamente el huerto y la viña por el sendero,cuya pendiente caía abruptamente, como cortado a pico,hacia el nuevo monasterio servita de Na Slupi, que amenudo enaltecían los carpinteros. Tiró de las riendas einclinó la cabeza como si aguzara el oído. El viento debíade haber llevado hacia él el batido regular procedente denuestrotemplo. Pareció hechizado. Puso a su caballo algalope.

El picapedrero, que desde la madrugada se afanaba justodebajo de mí, no se dio cuenta de nada. El jinete seacercó a él por la espalda, con una sonrisa en la caramarcada miró por encima de su hombro y, despacio, conun movimiento estudiado pero cuidadoso, sacó los pies delos estribos y se apeó. Dio un par de pasitos y advertí quecojeaba. Si el caballo no hubiera relinchado, elpicapedrero no se habría percatado de su presencia.Levantó los ojos y se dio un mazazo directamente en elpulgar. De la multitud que seguía la escena desde la otracolina se elevó un rumor. El hombre encorvado sonreía

entretenido. De pronto volvió a oír los sonidos procedentesde la iglesia, vaciló por un instante y, antes de cruzar elportal, se quitó de la cabeza la corona de piel de zorroplateado.

No sé qué pasó dentro. El golpeteo cesó y el jorobadosalió a toda prisa sin la corona y con la cara roja, como sise hubiera olvidado por completo de su cojera. Seencaramó a la silla como un joven, pero cuando quisoenderezarse en ella se le demudó el rostro, y se quedódoblado. Aguijó al animal con sus espuelas de oro y se fuea la viña. Bajó la cuesta trotando, como fuera de sí. Lacaballería que permanecía junto a San Apolinar seesparció como un enjambre de avispas y se precipitó alencuentro del jinete. Al mismo tiempo, los carros ypalanquines empezaron a moverse en dirección a la nuevacalle que sube suavemente desde la casa capitular.

En la grúa, que estaba a unos veinte metros de la iglesia,colgaron al día siguiente a cierto noble y, con él, a dospicapedreros. Trabajaban en nuestra iglesia. El artesano,debajo de mí, se permitió una pausa y, con las manosjuntas, miró el triste espectáculo. Una vez finalizado,suspiró en voz alta y yo, en el pesado silencio, oí bien suspalabras: «Desgraciado señor el que castiga a quienesmás fieles le son.»

–¡Más!

Se inclinaba sobre mí y me sujetaba los hombros con susgarras de oso. Estaba temblando, respiraba deprisa yentrecortadamente y una mueca de indecible angustiadeformaba sus labios. Estaba fuera de sí de la rabia,incluso temí que me aplastara o me arrojara al suelo. Loque más miedo infundía eran sus ojos: al contrario que sucuerpo vigoroso y crispado, vibrante a causa de laexaltación, eran fríos, y pétreos, dos jades aterradores,dos guijarros verdes para la honda del mal.

–¡Hable! Tiene que acabar. Ha dicho que ahí había untecho, ¡ya entonces lo había! ¿Qué hacía ahí esa gente ypor qué tuvo que pagar por ello? ¿Quién era ese noble?

–¿Qué quiere de mí? ¿De quién quiere que hable?

–¿No se acuerda? La inacabada iglesia de Carlos,inacabada, enfrente de Apolinar, y el hombre a caballo…,la misma mano de Dios.

–Me ha dado un ataque…, me siento fatal, déjeme en paz.No sé nada, no entiendo qué pretende escuchar.

–¡No es posible! ¡Miente! – gruñó Gmünd-. Usted sabemuy bien por qué lo hizo ejecutar, y yo sólo tengo unaligera idea. ¡Qué infamia! Justo a él. El error me mata dedolor… El mundo no ha visto peor malentendido.

–Si deliraba, perdóneme. Caigo en estos estados desdeque era un niño. Por favor, déjeme.

–No sabe nada más -soltó alguien detrás de él. Prunslík.Gmünd me soltó. Despacio me enderecé y me acaricié lapechera de la gabardina arrugada. El gigante se alejó unpaso, pero no apartó de mí sus mortales ojos. Al cabo deunos instantes, se encogió de hombros y dijo:

–Discúlpeme. Su relato me ha entusiasmado tanto que mehe dejado llevar. Me deja atónito que sepa lo de lasgárgolas.

–¿Cómo?

–Las gárgolas de la iglesia de Carlos. Hace mucho tiempoque no están ahí, desde que las destruyeron las hordasutraquistas. Los guerreros eran supersticiosos y temían alos fantasmas de las alturas. Las convirtieron en munición.Bastaba acertar a un dragón, un demonio, un animalfantástico o un pecador, el resto del trabajo lo hacía porellos la distancia que había hasta el suelo. La piedra seesparció en pedazos que después los valientes husitasenterraron en cinco lugares diferentes para que eldespeñado rival no se vengara de ellos.

–No sé nada de esto. Me voy a casa, no me encuentrobien.

–¡Espere! ¡Espere! Venga arriba, entre con nosotros en labuhardilla y ahí seguro que volverá a acordarse. Lerecompensaré, no se arrepentirá.

–Dudo que pueda decirle nada. Estoy agotado. Megustaría acompañarlo, pero no me pida que me arrastrecon usted bajo el techo de la iglesia. Me aterran las alturasy respeto las prohibiciones. Además… ¿cómo es posibleque no haya con nosotros nadie de la policía?

Me colé bajo sus manos, corrí hasta la salida y me apoyécontra la pesada puerta. Antes de que se cerrara conestrépito detrás de mí, oí la voz de Gmünd ordenándomeque al día siguiente me pasara a la misma hora. Habríapreferido negarme, pero la cama que en ese momentotanto ansiaba se encontraba en la habitación azul del hotelBouvines, donde me hospedaba mi extraño benefactor.

El agujero en la calle Resslova, una herida abierta en elcuerpo de la ciudad, que se quejaba al cielo encapotado,empezó a llamar la atención. Quien pasaba por allí, nopodía evitar al menos echar un vistazo o arrojar una coronapara ver cuánto tardaba en llegar al fondo. Losconductores querían saber hasta cuándo estaríarestringido el tráfico más abajo de la plaza de Carlos.Quien se arrastraba por debajo del primer cerco debarreras y se atrevía hasta el segundo, percibía un fuertehedor agridulce que subía del cráter y lo impregnaba todo

alrededor de éste. En el frío foso negro la fruta se pudríadespacio, el proceso de descomposición tardó varios díasen desencadenarse. El olor del agujero era embriagador:mangos, naranjas, limones y melocotones putrefactosmezclados con lirios, fresias y ciclámenes hacían pasar alos transeúntes unos momentos desagradables.

Todos los intentos de sacar el Avia fracasaron, puesaumentaba el peligro de otros derrumbamientossubterráneos. Un día después del accidente se realizóbajo la carretera una prospección geológica yarqueológica que reveló que, entre la antigua iglesia deSan Carlos Borromeo y los adyacentes monasterio eiglesia de San Venceslao se extendían unos huecosinmensos que se prolongaban a lo largo de la plaza hastalos terrenos del monasterio de Emaús. En los periódicosde la tarde, que intuían el escándalo y empezaban aocuparse sistemáticamente del caso, leí que la EdadModerna no tenía ni idea de esas cuevas, quizásantiquísimas, convertidas en bodegas durante la EdadMedia. Después del cierre general de iglesias y conventosen la época del emperador José, cayeron en el olvido.

Pasó una semana y el agujero seguía lanzando sobre lospraguenses sus asquerosos efluvios. Los espeleólogosbajaron con cuerdas a sus profundidades y las noticias conque volvieron acerca del subsuelo aturdieron al público y asus representantes legalmente elegidos. Bajo las tresiglesias mencionadas descubrieron una cripta de

doscientos metros de largo, unos treinta de ancho, unaaltura equivalente a varios pisos y con sus buenostrescientos calabozos tapiados. Los exploradores nopudieron constatar qué escondían aquellas celdassumidas en la oscuridad eterna, pero los historiadores,junto con los arqueólogos, convinieron en la hipótesis deuna extensa necrópolis subterránea y un excepcionalosario, usado por los monjes del monasterio de loscruzados de San Pedro y San Pablo y del monasterio delos benedictinos eslavos. Los especialistas exigían unainspección minuciosa del foso, porque, según creían,podía convertirse en un yacimiento relevante de restosóseos y monumentos de notable valor histórico.

La Dirección de Vías Urbanas no quería ni oír hablar delasunto. Estaba en juego la seguridad de docenas, quizácientos de viandantes y conductores, argumentaban susrepresentantes; el lado occidental de la plaza de Carlosamenazaba con derrumbarse; un destino parecido al delAvia esperaba a algunas de las casas más cercanas,además de a una gran parte del complejo de EnseñanzaTécnica Superior. Con la seguridad de los habitantes nose podía jugar. Añadían a sus tesis cálculos apocalípticos.Propusieron un plan rápidamente realizable y ciento porciento infalible que solucionaría el problema de la carreterahundida de una vez y para siempre. Optaron por lasolución mejor y más rápida: llenar de hormigón elsubterráneo sin tener en cuenta el hallazgo.

Un grupo de arquitectos radicales y de métodos algotoscos intuyó la intervención de un así llamado «lobby delhormigón». Los miembros del Colegio de Arquitectospropusieron una opción propia, más lenta y sensible.Querían dar tiempo a los arqueólogos para que exhumarantodos los vestigios valiosos y los estudiaran en unlaboratorio. Después, en el caso de que las catacumbasde los monasterios tuvieran un valor histórico-cultural quejustificase su conservación y protección legal, el mismo sesilenciaría. Proponían construir un espléndidoaparcamiento subterráneo.

Entre los representantes más activos de este grupo seencontraba el ingeniero Záhir. Me sorprendió un pococuando topé con su nombre en el periódico, entre lasfirmas de los que dirigían a los representantes de losciudadanos una carta abierta que apelaba al sentidocomún. Y aún mayor fue mi sorpresa cuando en otraedición del diario vespertino leí que los promotores decorte radical estaban encabezados por el ingenieroBarnabá.

Me puse del lado de los moderados: su actitud no excluíalas demás posibilidades y siempre se podía rectificar.También influía en ello el hecho de que conocía a Záhirpersonalmente. Incluso decidí llamarle y expresarle miapoyo, pero me frustró el coronel OlejáÍ. Un día, tras laúltima desagradable visita, me invitó a la oficina central yme encargó una misión cuyo contenido por poco me deja

sin aliento: debía ocuparme, en colaboración con elcapitán Junek de la seguridad de Barnabá. Sin darletiempo a que acabase de hablar, le pedí que no meencargara ese trabajo porque no estaba de acuerdo conBarnabá, y añadí, en tono autocrítico, que mi fracaso ya lehabía costado la vida a una persona. Incluso le dije cómohabía perdido a Záhir en el barrio de tepánská. Paraconvencerlo, reconocí que el mismo Záhir me habíadespedido.

Ya tendría que haber sabido que con un policía comoOlejáÍ no se discute. No quiso escucharme, y replicó quemis negocios con el señor Záhir no le interesaban.Respecto a Pendelmanová, yo sin duda sabía que enrealidad su caso nunca había sido cerrado, sino sóloaplazado, de modo que no era necesario que hiciesepenitencia inútilmente. Debía quedarme en Praga yesperar órdenes, estar a su disposición mientras no meencargara otra tarea. Prometió que me proporcionaría unahabitación en la residencia policial, adonde podríamudarme antes de un mes. Sacó un formulario y lo rellenósolicitando un transmisor para mí, que debía recoger en elalmacén de la policía. Después me midió con una miradaescrutadora y añadió una pistola de servicio, unasobaquera y veinte cartuchos. Su confianza me hizo callar,aun cuando estaba convencido de que no lo merecía. Lapistola era grande y pesada, y me presionaba la axila.Cuando la recogí con el transmisor y la insignia, me sentícomo un niño que va a jugar a policías y ladrones. Me

alegré de que la gabardina de Pendelman disimularasuficientemente el vergonzoso bulto. Ya antes habíaportado arma, pero era más pequeña y no parecía tanpeligrosa; cuando la llevaba sujeta por detrás en elcinturón, me olvidaba de ella y ni pensar en usarla algunavez. Ésta, con su angulosidad ominosa, me lo recordabaconstantemente.

Probé mi transmisor y me anuncié a Junek. A pesar delsonido de la estática reconocí lo poco que le agradabanuestra nueva colaboración. Dijo que, como siempre, leinformaban en el último momento y que en este caso nopodía imaginarse un trabajo en equipo. Se me ocurrió que,si los transmisores tuvieran auricular, en aquel momentoJunek sin duda estaría colgando de golpe el suyo. Me metíel aparato en el bolsillo y deseé que se quedara sordo ymudo.

Los acontecimientos me retuvieron: a la reunión con MatyáGmünd no habría podido llegar a tiempo, y de todosmodos alargué el camino por Albertov, de manera que enlugar de diez minutos tardé tres cuartos de hora. Quizá meindujera a esto la rebeldía, pero más bien lo hice porquehabía empezado a nevar. La tercera nevada del otoño.

Tras la iglesia de Na Slupi fui por Horská y después giréentre los edificios aislados de las facultades de Medicina yde Ciencias Naturales. Deambulé un rato por ahí,escuchando el viento, que soplaba tan pronto del norte

como del oeste y alborotaba como si los puristas edificiosde principios de siglo estuvieran equipados con uningenioso aparato que amplificase sus gemidosfantasmagóricos. Salí de la ventisca al pie de la rotondaacristalada del instituto Purkynç, que recuerda por suforma un oratorio y, sobresaltado, me detuve frente a ella.Las cinco grandes ventanas del primer piso y las diezventanitas del segundo contrastaban radicalmente con lacapa de hielo que cubría el techo cónico, los alféizares y laacera. De abajo arriba, velaba las ventanas un pañooscuro, y la rotonda destacaba como un faro negro quenunca brilla, signo de la ceguera con la que la osadaciencia intentaba inmiscuirse en los misterios de la vida.No tenía ni idea de qué misa se oficiaba tras las ventanasmuertas, pero con el atroz recuerdo del otro santuario dedivinidades científicas, cuyo revoque azulado se perdíaentre los remolones copos, apreté el paso camino de lasescaleras de Albertov.

Sin embargo, algo me forzó a detenerme por tercera vez.Después del cruce de las calles Albertov y Voto…kova, unsauce llorón daba sombra a la acera entre las vallas. Bajolos dedos torcidos de las ramas desnudas había alguien.Apoyada en la valla había una pequeña mujer con un largoabrigo, grandes gafas y un bolso marrón en la mano,observando con insistencia el jardín cercano. Ni siquieratuve que seguir la dirección de su mirada: se trataba deljardín de biología experimental, y en él crecían unas plantasen forma de mazorcas, azules, amarillas y naranjas en toda

su longitud, desde la parte inferior del tallo hasta arriba,incluidas las hojas y los racimos de frutos poco vistosos ymordisqueados. Entre las plantas la nieve aparecíapisada, algunas huellas llegaban hasta la valla, eran deunas pezuñas como nunca había visto. Recordaban las deun caballo, pero más pequeñas. Lo más extraño de ellasera que en la parte anterior no formaban arco, sino que eracomo si se interrumpiesen bruscamente. Por fortuna noestaban herradas. ¿Qué clase de suerte podía traer laherradura de un caballo así?

Capítulo20

No sabemos de lo que nos espera

sino que de una generación a otra

vuelven siempre las mismas cosas.

Aprendemos poco de las vidas ajenas.

T. S. Eliot

Estaba en el atrio de la iglesia, apoyado en el marco de lapuerta, ni fuera ni dentro, fumando. Antes de que yoentrara, me abrió la puerta y arrojó el puro a la nieve. Tuvela sensación de que se mostraba insultantemente contrito.

–Me alegra que ayer no se dejara acobardar y hoy hayavenido de nuevo -dijo cuando entramos en la iglesia deCarlos y cerró la puerta tras de sí-. Discúlpeme, unapérdida de dominio como ésa es vergonzosa y tienederecho a regañarme.

–No aspiro a un derecho así, pero he de decir que dabausted algo de miedo. – Echamos a andar despacio por lanave octogonal; no podíamos sentarnos, hacía demasiadofrío.

–Me avergüenzo sobre todo por usted. Como ya debe desaber, soy una persona arrogante y me enorgullezco desaber convencer a la gente con recursos que no tiene nadaque ver con la violencia ni las amenazas. Esta vez, sinembargo, se trataba de algo de la mayor importancia y nosé qué daría para conseguirlo. Pero usted me rechazó.

–Por poco me estrangula. ¿De qué le serviría muerto?

–No vuelva a recordármelo, sea tan amable. Y perdóneme.Créame que lo siento más que usted.

–Le habría perdonado ayer mismo, pero por lo que se ve

no ha vuelto a casa en toda la noche. Quiero decir al hotel.

–Como acostumbramos, Raymond y yo hemos estadosobre el terreno. ¿Parezco cansado? ¿Sabe que es por suculpa? Nos permitió actuar, y las cosas han vuelto a ir algomás allá.

–¿A qué se refiere?

–¿Recuerda lo que me dijo ayer ahí, en la columna?

–Sólo vagamente. ¿Así que de verdad lo aprovechó dealguna manera? Eran tonterías, no sé ni lo que dije.

–Quizás en eso tenga razón; no sabe lo importante que espara nosotros.

–De repente habla en plural, como la última vez. ¿Serefiere a usted y a Prunslík?

–Sí, básicamente a nosotros dos. Y seguramente a alguienmás, pero eso se lo explicaré en otra ocasión.

–¿Cómo puede saber que no me lo inventé? Quizás intuíque de su desacostumbrado interés por la historia de estelugar podía sacar algo. Dinero o algo así.

–¿O un techo sobre su cabeza?

–Sí, puesto que le estoy tan agradecido, ¿por qué nopagarle delirando sobre el pasado de las iglesias de laCiudad Nueva? Un poco traído por los pelos, ya lo sé.Pero una vez en San Esteban me miró de manera similar acomo lo hizo ayer, y otra, cuando en la iglesia de Na Slupime quedé abatido y empecé a divagar, Prunslík se olvidóde sus bromas y tomó nota de cada uno de mis desvarios.

–Admito que podría tener razones para engañarme, perole conozco y sé que no es ningún estafador.

–De verdad, no tengo ni idea de cómo le he convencido deello.

–Aún no tiene demasiada idea de nada, pero no sepreocupe por ello, tenga paciencia. Y respecto a laverosimilitud… ¿no se le ha ocurrido que tengo laposibilidad de comprobarlo? Todo no, pero en parte.

–¿Así que conoce a otra persona como yo? ¿Alguien conla misma afección?

–Yo diría más bien talento, pero como quiera. Vivimos enla era de la información. La probada tiene diez veces másvalor que la no probada, hasta ignorantes como losperiodistas lo saben.

–¿Y quién es esa segunda fuente? ¿Conozco a esapersona? ¿Dónde la tiene? ¿En la bodega? ¿En una torre

de piedra?

–Me desconsuela, Kvtoslav, que esté resentido. Creía queacababa de convencerlo de que no soy un hombreviolento. ¿Tengo que disculparme una vez más?

–De ningún modo. Pero no se sorprenda de que seaprudente. Quiere información de mí, ¿y yo no puedopedirla? Dice que no es un hombre violento, ¿quién esentonces?

–Digamos que un sirviente.

–¡A mí no me toma el pelo! Posee una gran autoridad,quizá cierto poder, se gana a la gente y, a veces, estoyconvencido, no renuncia a métodos poco honestos. No seenfade, pero tengo la fuerte sospecha de que ya hacemucho que soborna a los funcionarios del Ayuntamiento yquizá también a la policía. Me resulta desagradable, perotenía que decirlo.

–No pasa nada. Tiene razón, he comprado a un par depersonas. Son unos débiles, porque a los fuertes no se lospuede sobornar. A ésos hay que engañarlos.

–Aprecio su sinceridad. También yo seré sincero ahora:me ha decepcionado.

–¿Qué, se hizo ilusiones respecto a nosotros?

–Se sorprenderá, pero sí. No respecto a Prunslík, ése esun chiflado, quizás un loco peligroso, pero hasta ayer yotenía otra opinión de usted.

–Lo siento -dijo encogiéndose de hombros. Despuéssonrió con malicia y continuó-. Entiendo que quiera saberlo máximo posible sobre mí, principalmente ahora que hanvuelto a aceptarlo en la policía. Ha de saber con quiéntiene el honor de tratar. Pero, como digo, yo sólo soy unsirviente, y eso tendrá que bastarle por el momento.

–¿Sirviente de quién?

Se puso serio.

–Entiendo su indignación y aprecio su idealismo, perointente entender que yo también tengo un ideal concreto,también los pecadores lo tienen. Evidentemente, se tratade un ideal inalcanzable, pero como puede convencersecon sus propios ojos, oídos… y quizá también llegue asentir, lo hago todo para al menos acercarme a él.

–Así que es un fanático.

–No considero un agravio esa palabra.

–El fanatismo es mortalmente peligroso.

–¿Está seguro de saber distinguirlo con seguridad? Porotra parte, estoy completamente de acuerdo con usted: elfanatismo es realmente peligroso y hay que protegerse deél a cualquier precio, cueste lo que cueste. Pero cuidado:también la defensa puede adquirir fácilmente el semblantedel fanatismo. ¿Sigue siendo justa entonces? Yo creo quesí.

–Sin duda quiere decir con eso que su conducta es unadefensa fanática de ciertos valores.

–Se puede interpretar así. Pero creo que una personacomo OlejáÍ lo juzgaría de otra manera.

–Si lo entiendo bien, de nuevo el fin justifica los medios.¿Realmente piensa que unos objetivos elevados justificanla vileza?

–Si no lo creyera, ¿por qué iba a dedicarme a estaactividad? Desde mi punto de vista se trata de unadefensa, pero a una persona que resulta perjudicada miacción quizá le parezca una vileza. No nos pondremos deacuerdo. No soy un demócrata para tener que ponerme deacuerdo con todo el mundo.

–¿No es un demócrata? Mejor que no lo diga en voz alta.

–¿Por qué? ¿Ya no se lleva?

–¿Y qué es?

–Como ya le he dicho, un sirviente. Aunque a sus ojos,Kvtoslav, me muestro de modo un poco más romántico:como un extranjero enigmático.

–Lo admito. Pero empiezo a tener la desagradablesensación de que esta ilusión se está esfumando poco apoco. Un enigmático extranjero, como una novela de terrorde quiosco. Y sus Siete Iglesias también. ¿Qué es?

–Diga «Siete Iglesias» y significará cien cosas diferentes.

–¿Y cuál es la primera de las cien?

–Un estado de pensamiento.

–No me esperaba de usted un tópico como ése.

–Es el tópico más adecuado.

–¿Y yo tengo que alcanzar ese estado de pensamiento?

–Sí, así de sencillo.

–¿Tengo que dejar de prestar atención a mi sentidocomún y pasarme a su bando?

Se rió.

–Su propio sentido común lo llevará hasta él: el sentidocomún y el sentimiento, de hecho. Ya verá. Realmente… yaestá un poco de nuestro lado.

–Además, usted sabe de mí cosas que yo ignoro. ¿Y si seequivoca?

–No me equivoco.

–¿Y si lo defraudo?

–¿Quiere defraudarme?

–¿Cómo podría quererlo? Pero, ¿y si no queda másremedio? Estoy en deuda con usted, señor caballero, y sinembargo puede llegar un momento en que mi propiaconciencia se vuelva por su cuenta contra usted y sussospechosos proyectos. No tengo ganas de que pase,pero estoy seguro de que pasará.

–Yo también. Será un choque interesante.

–¿Y peligroso?

–Supongo. ¿No le atrae el peligro?

–Para nada. No soy un aventurero.

–¿Así que no subirá conmigo?

–¿Subir adónde?

–Quiero subir con usted a un lugar que está entre el cielo yla tierra. Al desván de la cúpula.

–Ni loco. ¿Qué iba a hacer ahí?

–Lo mismo que hizo ayer aquí. Miraría… a donde mira amenudo. Y yo lo escucharía.

–No. Ya tengo bastante. Me sienta fatal. Además, mehorrorizan las alturas.

–¿De verdad? Y aquella vez que corrió a la torre de SanApolinar, ¿no tuvo miedo?

–¿Cómo lo sabe?

–¿Que cómo lo sé? Por OlejáÍ.

–¿Y no estaba casualmente usted allí? ¿O Prunslík?

–Cambiemos de tema. Ha preguntado por las SieteIglesias. Me alegro de que despierte su curiosidad, es unabuena señal. ¿Qué quiere saber de eso?

–Son siete iglesias góticas, ¿no?

–Sí, se podría simplificar de ese modo.

–Las principales son Carlos y Esteban, ¿verdad?

–¿Las principales? No diría eso. Son simplemente dos delas siete.

–¿Y las demás? Apolinar y Emaús, la Virgen María de NaSlupi y… Catalina.

–Muy correcto.

–¡Pero de Catalina sólo quedó la torre! La iglesia no tienenada en común con el gótico.

–Es horrorosa, ¿eh?

–No rehuya la respuesta… ¿Cuenta la torre como unaiglesia entera?

–¿Le importa?

–Claro que me importa, ese edificio ya no cumple suobjetivo.

–¿Y no se puede arreglar? Si usted mismo sabe en quéestado se encontraban el siglo pasado la Virgen María deNa Slupi, San Apolinar e incluso estos muros que nos

rodean. ¿Y Santa María de las Nieves? ¡Si era una ruinaparecida a la que es hoy el antiguo monasterio de Sázava!De la iglesia se conservó un extraordinario presbiterio,bastó con regotizar con sensibilidad. Si dependiera de míy esta iglesia cayera en mi coto, levantaría también la naveprincipal y, por supuesto, no ahorraría a la ciudad lashermosas torres góticas.

–Querrá decir neogóticas.

–Venga… La catedral del castillo es parcialmente nueva,pero ¿a quién le importa? Arras y ParléÍ lo quisieron así, yno importa que no acabaran de construirla nuestrostatarabuelos sino nuestros abuelos. Lo importante esapreciar el aspecto original, el proyecto primitivo. Si noqueremos menospreciar la obra de nuestros antepasados,si no queremos reírnos con soberbia de su tiempo, sin elque el nuestro no existiría, tenemos que supeditarnos a sugusto, inclinarnos ante ellos y salir al paso de sus deseos.Tenemos que volver atrás, dar media vuelta. De otramanera, pereceremos.

–No se enfade, pero me parece exagerado asegurar quevamos a perecer sólo porque nuestro gusto cambiante hareformado las iglesias góticas.

–¿A usted le parece exagerado? Empezó en elRenacimiento, cuando muchos atrevidos pusieron lasmanos, antes devotamente juntas, a modo de prismáticos

y las colocaron ante su mirada insolente que, traviesa, enlugar de dirigirse al cielo se dirigió hacia delante. ¿Quéotra cosa podían ver sino a su prójimo, tal como Dios locreó? Sus horribles edificios, por lo tanto, no son más quepocilgas sobredimensionadas para petimetresengalanados que tienen curiosidad, sobre todo, por sabercómo es el otro debajo de la ropa. Qué asco. Así veo elmundo actual. El Barroco sin duda volvió a mirar de reojolas sotanas que tenían que ocultar más que destacar, peroel engreimiento arraigó en la gente, y los peores eran losarquitectos. En las delgadas torres góticas embutieroncebollas y amapolas, símbolo de sus cabezas huecas, seinventaron ventanas de formas antojadizas y las abrieronen antiquísimos muros sagrados. ¡No tenían derecho! Parael ejemplo más repugnante no debo ir muy lejos, basta conmirar ahí, esas ventanas en forma de casulla que parecenheridas supurantes en un cuerpo enfermo. O el plano delos edificios barrocos: ¡cuanto más absurdo, másadmirado! El cuadrado, el círculo, el rectángulo y eloctógono ya no bastaban, tenían que venirnos con elipses,estrellas y ángulos abominablemente redondeados. ¡Noconozco peores chapuceros que Erlach y losDienzenhofer! ¡Pura farándula!

–Sobre eso no tenemos que pelearnos, mi gustoconcuerda enteramente con el suyo. Pero ¿y la séptimaiglesia? ¿Cuál es? ¿San Martín? ¿San Enrique? ¿SanPedro?

–¿No lo sabe?

–¿Cómo iba a saberlo? Se ha referido varias veces a lasSiete Iglesias, voy con usted de una a otra y escucho cómohará que las reformen, pero siempre cuento sólo seis.

–Será mejor, Kvtoslav, si usted llega solo a la solución. Nodudo que lo conseguirá, al fin y al cabo es un historiador.

–Pero no acabé la carrera.

–Aún mejor para llegar a la verdad.

–Déme una pista…

–¿Acaso es un perro?

–No sé lo que soy. Historiador, difícil, policía tampoco.

–Un perro necesita un amo.

–Supongo que yo también. Pero ¿dónde he de buscarlo?

–¿Quiere buscarlo a cuatro patas? Está dentro de unaiglesia. Su Señor está aquí.

–¿Dónde? ¿Dónde está?

–Quería una pista…, aquí está. ¿Conoce la obra de

Vincenc Morstadt? El castillo de Praga y su foso de losciervos, el puente de las cadenas, la vista de MaláStrana…

–¿Quién no lo conocería?

–¿Y la pintura de Morstadt de la iglesia de San Esteban?

–Espere… Sí, algo recuerdo, aunque sólo vagamente. Esuna visión posterior, ¿no? Del presbiterio.

–Correcto, el pintor miraba desde el sureste y, a mi juicio,éste es su mejor trabajo. No era un artista de estiloeuropeo, pero el valor documental de sus cuadros esinapreciable. Mientras que el resto de temas no pasan deser imágenes postales, lo que en sí no tiene nada deprofundo (hablo de su Ayuntamiento de la Ciudad Vieja, laPuerta de la Pólvora, la iglesia de San Vito o el puente deCarlos), su mirada poco habitual a San Esteban escondeen sí algo de impreciso, apenas explicable, un misterio,quizás incluso un secreto. San Esteban no es lo másdestacado; en primer plano, en el lado derecho de laescena, está la rotonda de San Longino, más a laizquierda el campanario de cuatro esquinas y, todavíamás, la capilla de Todos los Santos. Delante vemos unaviga horizontal en la que hay apoyadas tres tablas, unaespecie de rampa. ¿Qué hace en el cuadro? No tengo niidea, pero sin duda añade a la escena una dimensiónprivada, incluso íntima, como si contemplara el patio de

una casa familiar: en cualquier momento aparecerá en laescena el padre y empezará a fabricar algo con las tablas.

–Esa obra realmente podría considerarse un cuadrohogareño.

–El efecto lo producen cuatro figuras: una madre con suniño en la hierba, delante de la rotonda, y un hombre consombrero y algo más allá, cerca de la capilla, una mujer.Tras las cuatro figuras del prado se intuye un cementerio;eso en Morstadt no significa gran cosa, porque se tratabade uno de sus motivos predilectos. Pero el verdor tras elpresbiterio de San Esteban es completamente diferente:aunque la localidad estuviera dentro de las murallas de laCiudad Nueva, en la creación de Morstadt la periferia tienerasgos definidos, y también su magia. También subraya elvirtuosismo del pintor su manera de situar los edificios enel cuadro: por la perspectiva y disposición del terreno, laimagen desciende del ángulo superior izquierdo al inferiorderecho, lo que produce una gran sensación deprofundidad. En el ángulo inferior derecho aparece aún unquinto edificio: está en la lejanía y es el más pequeño, perono hay duda de que su torre se eleva a las alturas. Al ladode la iglesia de San Longino aparece un camino fangoso,justo hacia el noroeste. Y este edificio es…, ¿qué cree?

–El camino lleva hacia el noroeste, la torre es muy alta.Sólo se me ocurre el Ayuntamiento, en la plaza delGanado.

–¡Correcto!

–Pero yo busco una iglesia.

–No se precipite, Kvtoslav, de otra manera mi discurso nole servirá de nada. Por otra parte, aún no he acabado dehablar, todavía no me he referido a lo que en el cuadro deMorstadt considero lo más hermoso. No es el arte graciasal cual documentó el estado de los edificios concretos enun momento determinado, sino la realidad que rechazó ensu pintura: el entorno de los edificios sagrados. El pradoverde, el caminito, las vallas de madera de los jardines, unpar de edificios bajos. Bajos, ¿lo entiende? Y de aquí sealzan cuatro fabulosos edificios: una capilla, una rotonda,un campanario, y el más alto, un templo. Se ven desde unadistancia inmensa, son inevitables, bellísimos. La gente asu alrededor, o la que emprende el camino hacia ellos, nopuede ser mala, porque el poder de tanta belleza es capazde vencer todo mal, créame. Porque, ¿qué puede ser másfantástico que una iglesia que crece en la hierba, la piedraque brota de la tierra, a la que pertenece desde siempre?La iglesia del Espíritu Santo en la Ciudad Vieja tuvo suertey su alfombra verde fue respetada; pero no fue tanafortunada la torre que el disipado barroco desfiguró conun turbante sarraceno. Sólo la arquitectura de la EdadMedia es grande, Kvtoslav, sólo la arquitectura gótica esmoral. La moral de la gente y la moral de los edificios sonvasos comunicantes. Si queremos mantener la vida en la

Tierra jamás volvamos a permitir que a un templo le hagasombra una casucha mundana, como les pasó a variossantuarios, como San Martín, San Pedro, San Enrique yotros. La ciudad que permite que un banco, un edificio deapartamentos o un bloque de oficinas crezcan demasiadoy ensombrezcan una iglesia no se merece nada más quemalvivir bajo la tutela de especuladores, conserjes y ratasde oficina. ¡Está prohibido construir alrededor desantuarios, está prohibido jugar a ser dioses y superar enaltura sus torres!

–No está prohibido.

–¡Pues lo prohibo yo! Si Dios quiere, me esforzaré en queuna nueva arquitectura devuelva al templo de San Estebanel antiquísimo privilegio que le otorgó su fundador: el dereinar junto con el resto de iglesias en la parte alta de laCiudad Nueva de Praga.

–¿Y ésta era su pista? La iglesia de San Esteban ya la heacertado.

–No sea infantil, sabe muy bien que no se trata de ningunaadivinanza. Piense sobre lo que le he dicho y verá queenseguida llega usted solo a la séptima iglesia. Ahoratengo que irme, así que le pregunto por última vez: ¿nosube conmigo al desván?

–Lo lamento, no iré.

–¿Le doy miedo?

–Usted… y yo mismo.

–¿Y no le puede la curiosidad?

–No quiero saber qué se esconde ahí. Por favor, seaamable y no intente convencerme.

–¿Le aterra la posibilidad de enterarse ahí dentro de algosobre sí mismo? Quizá le ayudara. Se encontraría a símismo, Kvtoslav. ¿No es hora ya?

–Eso es justamente lo que temo. Es una cobardía pero séque nunca lo superaré.

–Una pena. Pues nos veremos pronto.

Y se fue.

Capítulo21

De caballos vacilantes

sonaba el toque a difuntos.

O. MikuláSek

Las primeras dos semanas de adviento se llenaron debarro. Por itná y Je…ná corrían hacia la plaza arroyos defango negro y marrón que llegaban hasta el parque y lodevastaban como una inundación de primavera. Lostroncos negros de las acacias estaban hundidos enprofundos charcos que se unían creando un pequeño lago,y su reflejo en éstos se quebraba terroríficamente. A lolargo de la maleza, en la mitad inferior de la plaza, el lodose había amontonado hasta formar un dique a cuyos ladossendos estanques impedían el paso a esa parte de losjardines a cualquiera que no llevase botas altas. Y del cieloseguían cayendo sobre la ciudad cortinas de lluvia aúnmás espesas y grises que las anteriores, como si sanPedro quisiera cubrir el horrible teatro en que Praga sehabía convertido en las postrimerías del siglo XX.

En la línea recta de la calzada de Je…ná a Resslova nohabía nada que detuviera al agua, que por allí formaba unarco como si fuera el cauce de un río. Cuando cayó en elboquete de la calzada se vio que era casi dos vecesmayor que antes. El olor a podredumbre se habíaatenuado un poco, porque la cueva de los monasteriosestaba inundada, pero en la calle se perdieron todas las

barreras que hasta el deshielo habían estado emplazadasalrededor del lugar del accidente. Desaparecieron en elagujero con los cables de unión, las señales deadvertencia al tráfico y las luces amarillas intermitentes.Los conductores que pasaban preferían no correr riesgos;cuando veían el boquete que se abría en el asfalto delantede ellos, lo rodeaban por la acera y continuaban. Antes deque la policía llegara a cerrar la calle, un taxista que senegó a esperar en la fila e intentó rodear el foso por el otrolado, por la acera de la iglesia de San Cirilo y Metodio,pagó su osadía. Su barrigudo Volkswagen se deslizó porel borde del cráter y el malabarista se detuvo para hacerun gesto de victoria a los conductores que hacían cola enel lado opuesto. Su cara recordaba la de un cerdo cuandose iluminó con la sonrisa de un competidor triunfante. Enaquel momento, el automóvil se hundió y emergió en sulugar un geiser de agua marrón. El taxi, al igual que laacera, se había esfumado, el hambriento agujero abrió aúnmás las fauces y se tragó todo lo que encontró en sucamino. Los ladrillos sueltos del muro de la iglesia seprecipitaron a las profundidades, dejando un hueco de unmetro de alto. Un nicho para un pequeño monumento.

Estos detalles me los describió Záhir, que en el momentodel hecho estaba midiendo con unos geodestas laposición exacta del foso. La voz con que se dirigió a mípor teléfono era tristona, porque el accidente, según él,ayudaría al grupo de Barnabá y facilitaría la solución delhormigón.

Al día siguiente, los bomberos sacaron el taxi con unagrúa. No había caído tan profundamente como el Avia, elarco gótico de una bodega lo había impedido. Estaballeno de agua, sólo faltaba el conductor. O había sidodespedido del coche o había conseguido salir, sólo paraprecipitarse al fondo, inundado, donde había perecido.Ahora toda la calle estaba cerrada por ambos lados y alpeligroso lugar sólo se acercaban los coches de laDirección de Vías Urbanas, los servicios técnicos y lapolicía.

Me encontré con el ingeniero al lado del agujero y por pocono lo reconocí. Estaba aún más hundido de lo que su vozinsinuaba por teléfono. Me anunció que por la noche sehabía reunido el consejo municipal y que prácticamente sehabía aprobado la vía rápida. Iba renqueando con sumuleta a lo largo de las barreras igual que un inválido,como un veterano de la guerra en Oriente Próximo. Elbigote negro, antes erizado como un cepillo para loszapatos, le colgaba lacio de la nariz y amenazaba concaerle en cualquier momento sobre el abrigo.

–Es un castigo -dijo Záhir en voz baja, y me miróbizqueando, con los ojos inyectados en sangre-, un castigopor la urbanización. Sabía que pasaba algo, hace añosque lo siento en los huesos. También la mutilación es uncastigo. Y que Rozeta me colgara el teléfono. Eso aún nome lo había hecho ninguna mujer. Pero volveré a intentarlo,

por última vez.

No tenía claro de qué hablaba e intenté calmarlodiciéndole que en primavera volvería a caminar comoantes. Me sorprendió el modo en que lo había abatido lafalta de éxito profesional y personal: el donjuanescoingeniero lo llevaba peor que antes de la agresión. Se veíaque necesitaba desahogarse, así que nos llegamosdespació hasta el pasaje de Venceslao y nos sentamos enun impersonal bar acristalado, absurdamente iluminadocon potentes tubos fluorescentes. Estábamos a la vista detodos los que pasaban por allí. A Záhir parecía noimportarle. Enseguida empezó a contármelo.

Comenzó por Rozeta. Había bastado una sola e inocentellamada para enemistarse con ella; no conseguíaexplicárselo. Se conocían de vista, empezó a hablarle desu trabajo pensando que le interesaría. Mencionó variasveces que era arquitecto. Ella le preguntó secamente quéhabía construido. Se quedó tan cortado que empezó anombrarle los proyectos en los que había participado. Nohabía conseguido acabar cuando lo interrumpió unaincisiva risa histérica. Luego le colgó sin más. Le dije queni siquiera a mí me resultaba fácil tratar a Rozeta y quetambién para mí esa hermosa muchacha constituía unenigma. Añadí que el único que sabía tratarla era MatyáGmünd, el caballero de Lübeck. Después de estaspalabras, Záhir se entristeció todavía más. Bebió un tragocon vigor y se puso a hablar de su pasado.

Me explicó que él y Barnabá eran grandes rivales desdehacía varios años. No siempre había sido así; quince añosatrás trabajaban juntos en el mismo estudio y habíanparticipado en varios proyectos comunes. Sobre todo enbarrios periféricos. Después alguien llegó con un malproyecto. Tras la construcción del edificio, varias personasperdieron la vida. Todos los que habían intervenido aúnestaban cubriéndose las espaldas y callaban sobre elasunto, aunque la cosa ya hacía mucho que habíaprescrito.

Yo miraba a aquel simpático conocedor de la vida y no loreconocía. Nunca hubiese esperado que su historiapersonal escondiese un secreto sangriento. Se echó alcoleto el cuarto vaso del licor que estaba bebiendo, fueraéste cual fuere, con creciente expresión de desesperación.Lo insté a que me explicara lo de aquel proyecto, y lo hizosin titubear.

Se trataba de una serie de edificios de paneles en elbarrio praguense de Opatov. El estudio ofreció un nuevomaterial ignífugo fabricado por una firma a cuyo directorBarnabá conocía bien. El sistema funcionaba a laperfección, pero en el bloque en el que fue usado empezóa morir gente. De cáncer. Incluidos niños pequeños. Elbloque todavía estaba en pie, susurró Záhir, y clavó lamirada en la barra de plástico del bar. Ya no se producíandefunciones, porque el agente ignífugo del material que

habían instalado se evaporó al cabo de un tiempo. En losaños ochenta, diecinueve personas pagaron con la vidaaquellos experimentos, once de ellas menores de edad.En los círculos profesionales se conocía el caso, pero nose hablaba de él. Callaron aquellos que lo habían hecho ytambién los que lo habían autorizado. A algunos era másque probable que yo los conociese. Los implicadosempezaron a evitarse entre sí y, para aliviar su conciencia,a escondidas echaban la culpa a los demás. Barnabá yZáhir no eran los únicos del grupo que sentían una aversiónmutua. Primero habían dejado de colaborar y luego todosencontraron un nuevo trabajo. Después empezaron acompetir entre ellos. Záhir, más joven, tenía más éxito encuanto al número de nuevos edificios construidos, mientrasque Barnabá, como alto funcionario que era, habíaacumulado poder. Igual que los demás culpables, ellostambién intentaban olvidarse del nefasto proyecto y susconsecuencias. Uno de ellos nunca se reconcilió con suconciencia. Una noche de otoño de 1987 llevó un colchóna rayas a la curva situada tras la estación de Smíchov, sehizo la cama en los raíles y se echó a dormir. La máquinaque retrocedió sobre él hacia el parque de locomotoras nolo despertó.

–Esa carta -dijo Záhir poniendo fin a su triste monólogo-,ese anónimo que recibí es la prueba de que alguien losabe. Alguien que quiere echarnos el guante.

Me acordé de los dibujitos infantiles de la carta anónima,

de las casitas a las que les faltaba el tejado. Y lo entendítodo. Les faltaba el tejado sólo en apariencia. En realidadtenían uno, pero extraño, que no se podía dibujar.

Edificios de techado plano. Edificios de paneles.

Tres veces más hice de acompañante y compañía alcaballero de Lübeck, pero ya no volvió a ser como antes.La confianza y la amistad habían desaparecido, sustituidospor la tristeza y el mal humor. Ahora la fuente de lamelancolía no era ningún edificio y su penoso estado, sino,según intuía, mi negativa a entrar en estado de trance.Caminaba procurando mantenerme a suficiente distanciade los antiquísimos muros de los templos y sólo tocaba loque era a todas luces nuevo.

La iglesia de Emaús, consagrada a la Virgen María, SanJerónimo, San Adalberto, San Procopio y San Cirilo yMetodio, originalmente un templo gótico de tres naves ytres coros, bendecido en el año 1372 con la asistencia delemperador Carlos, perdió hace mucho su austera bellezade verticales que se cruzaban con horizontales y sufrió a lolargo de su larga historia una serie de dolorosas reformas.La peor herida se la infligió en el siglo XVII la reformabarroca, cuando añadieron a la iglesia dos poderosastorres que faltaban en los planos originales, y a principiosdel siglo siguiente les embutieron unas orondas coles queaniquilaron por completo el carácter masculino del edificio

-que a partir de entonces serviría para una orden debenedictinos orantes croatas- y le dieron el aspecto de unarobusta feriante que vaticinaba ruina a los monjes. Afinales del siglo pasado los benedictinos de la orden deBeroun devolvieron a la iglesia su fisonomía gótica, peroera un gótico extraño para los checos, altoalemán, y eltemplo, ahora con torres puntiagudas pero recargadas ycon un exageradamente alto frontón triangular, adquirió porsu culpa la forma de una puerta fortificada de la ciudad ode un mercado cubierto. En febrero de 1945 la aviaciónaliada lo bombardeó -¿cómo pretender que losamericanos sean capaces de distinguir una iglesiamedieval de una fábrica de armas?– y su aspecto actual,de alguna manera provisional, con un frontón de vidrio yhormigón y dos agujas cruzadas y doradas en las puntas,es obra de la última reforma, efectuada en los añossesenta del siglo XX.

Gmünd hizo que un fotógrafo profesional documentara losinteriores y se concentró sobre todo en las ventanas delpresbiterio con jambas acanaladas, unas ventanas que,junto con las de otras iglesias de la Ciudad Nueva -SanEsteban, San Apolinar y Santa María en Na Slupi- son unamuestra de la cantería más sutil del Gótico florido. Nuncaen la historia la utilidad se conjugó mejor con laornamentación, ni esta concepción de la arquitectura hasido superada.

En mis momentos libres de servicio, iba con el caballero al

monasterio de los benedictinos eslavos. Siguiendoórdenes del comandante de policía, vigilaba al ingenieroBarnabá doce horas al día, a las órdenes del capitánJunek, quien, como no confiaba en mí, nunca descansabay vigilaba conmigo al arquitecto amenazado. Cumplíatodos los servicios nocturnos, estaba mortalmente agotadoy se movía como un fantasma, un fantasma con el dedo enel gatillo del revólver reglamentario. Si podía, evitabaponerme delante de él y sólo contemplaba desde lejos lagran fe que tenía este voluntarioso policía en suscapacidades y lo disparatadamente que se comportaba.Lo sorprendí dos veces durmiendo en el automóvil deservicio en el terreno en obras de la calle Resslova. Si lohubiera pillado OlejáÍ, le habría dado puerta. Creo quesabía que Junek miraba su cargo con dientes largos. Unabandono así de las obligaciones le habría dado eloportuno pretexto para deshacerse de un subalternodemasiado ambicioso. Sólo que no lo pilló y losacontecimientos se desarrollaron de otra manera.

El miércoles por la mañana, una semana después deldeshielo de diciembre, en la habitación azul sonó elteléfono. Una imperiosa voz masculina desconocida paramí me transmitió un recado del coronel OlejáÍ: tenía quepresentarme de inmediato en la calle Resslova. Barnabáme esperaba junto al agujero y estaba solo, el capitánJunek se había metido durante la noche en alguna bronca yhabía terminado en el hospital con la cabeza destrozada.OlejáÍ nos enviaría a alguien en una hora, y yo, debido a la

cercanía del hotel, tenía que estar cuanto antes allí. Meacordé de la mañana en que me había despertado eltimbre de la puerta del piso de la ingeniera Pendelmanová.Ya sabía que no había nada peor que una madrugadaprecipitada, una de aquellas que nos depara el frenéticosiglo XX.

En diez minutos estaba en la calle Resslova. Hacía muchofrío, muy poquitos grados sobre cero. Reinaban un silencioy una paz absolutos, y el viento, que durante tantos díashabía golpeado las ventanas del hotel, parecía haberamainado. La calle estaba cerrada en toda su longitud,una grúa móvil y una hormigonera, una laminadora y unamáquina asfaltadora descansaban en silencio bajo lasescaleras de la iglesia de San Venceslao. En medio delfoso rellenado y recién asfaltado había un cono blanco ynegro, un poco ladeado. Durante la última semana habíanextraído del foso todos los hallazgos arqueológicosvaliosos, incluidas las tumbas y las momias de los monjes;el camino hacia ellos estaba cerrado ahora por planchasde hierro y anchos carriles que creaban un enormeandamiaje subterráneo bañado de hormigón. A unosveinte metros de la baliza, en dirección a la plaza, habíaaparcado un koda blanco, sin marcas. Por la matrículadeduje que era un coche de la policía. No había nadiesentado al volante.

Esperé que de un momento a otro apareciera Barnabá porla esquina, ya que tenía que estar esperándome. Los

minutos pasaban, nada se movía en ninguna parte, nipapeles ni colillas en los bordillos, ni las últimas hojas deacacia arrastradas por el viento desde la plaza. Cruzaba lacalle una vez y otra vez y miraba el reloj cada dos por tres.

Entonces, un sonido hizo que me detuviera; retumbó derepente, al principio débilmente, después cada vez másfuerte. Un tableteo regular, chapoteo de agua y el eco deambos. Me volví, desorientado, imaginándome que otrainundación avanzaba por Je…ná hacia el río. Pero el aguano fluía por ningún lado, ni había ninguna máquina depropulsión hidráulica.

Y sin embargo llegaba hasta mí un sonido bastanteparticular; la única imagen que era capaz de relacionar conesta percepción auditiva correspondía a alguna clase demecanismo, una rueda de madera o algo así. Unengranaje propulsado por agua. ¿Un molino? Dos molinos.Sí, como mínimo dos.

¿De dónde podía venir? Sacudí la cabeza y me golpeé lasorejas con las manos ateridas, convencido de que setrataba de una alucinación. ¿De dónde podían habersalido unas ruedas de molino en los alrededores de laiglesia de San Cirilo y Metodio? El molino más cercanoque había habido allí estaba bajo la antigua torre dedistribución de agua, en el lugar donde hoy en día seencuentra el edificio Mánes. Los ruinosos edificios delRenacimiento tuvieron que hacer sitio en los años veinte a

la galería funcionalista, pero paradójicamente eso salvó latorre de piedra, que el arquitecto incorporó al modernocomplejo. Dos molinos -como si los viera- unidos por unalto tejado de dos aguas que se extendía hacia la mitad dela torre de cincuenta metros…

El cono se movió. Pestañeé pensando que la vista meengañaba. Pero se veía con claridad; hasta entoncesestaba inclinado hacia la derecha, y de pronto se habíainclinado hacia la izquierda, él solo, sin auxilio del viento,pues de hecho no soplaba ni una leve brisa. Entonces diomedia vuelta y volvió a la posición original.

Fui hasta él y me arrodillé en el asfalto recién extendido.Advertí que en la banda plastificada blanca había algopintado: unos dibujos infantiles de tres demonios quesaltaban con horcas en las manos. El cono se agitó; habíaalgo debajo de él. Algo vivo. Para mirar debajo, me estirésobre el asfalto. Lo sentí agradablemente cálido. Bajo elborde rojo no se veía nada. Estaba estirado en la calledesierta y por un fragmento de segundo se me antojócerrar los ojos y echar una cabezada en medio de ese felizy plácido silencio.

El cono volvió a dar media vuelta y de repente yo estabamirando a alguien a los ojos. Pertenecían a una cara quese escondía bajo el ala de aquel sombrero de bufón.

Di un salto, cogí el cono con ambas manos y tiré hacia mí.

Oí un gemido y el cono se me escabulló. Volví a agarrarlo,esta vez desde abajo, y tiré hacia arriba. En los momentosmás absurdos nos asaltan las ideas más absurdas: meimaginé que era un viejo campesino arrancando unaenorme remolacha. No fue tan difícil como en el cuento. Elsombrero se deslizó y dejó al descubierto un extrañotubérculo.

Era Barnabá, hundido en la calzada, cubierto de asfalto yen posición inclinada. Lo habían enterrado de pie, y, segúnparecía, vivo. La cara semejaba un tomate demasiadogrande. Estaba demacrada, cubierta de quemaduras ycostras negras y grises de cemento y alquitrán. El pobreestaba sin sentido y era evidente que agonizaba al bordede la asfixia. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos einyectados en sangre. De los labios rotos fluían babasrosadas y palabras ininteligibles. Era una horribleremolacha parlante en un huerto negro que apestaba aalquitrán, rosas marchitas, naranjas podridas y carnequemada.

Recordé el transmisor que llevaba en el bolsillo de lagabardina. Lo saqué y lo encendí, pero no llegué a hablar.Los neumáticos del coche blanco que yo consideraba depolicía, aullaron con ira. El animal mecánico emprendió elataque. Comprendí que era una trampa que se dirigíadirectamente hacia mí y que en unos segundos memataría, pero permanecí quieto, absolutamente paralizado,con una única e inútil idea en la cabeza: ya no conseguiría

responder al irritado «¿Qué pasa?» que OlejáÍ me habíaberreado desde el transmisor. Con gusto hubieserespondido con una sola palabra, y realmente habría sidouna despedida efectiva.

La muerte, sin embargo, golpeó en otra parte. A un par depasos de mí, el coche frenó bruscamente, patinó y cambióde dirección. Con las ruedas bloqueadas, se deslizóelegantemente sobre el asfalto fresco. Aunque no iba avelocidad de vértigo, su neumático derecho delanterogolpeó la cabeza de Barnabá con la eficacia de unaguillotina. Se oyó un desagradable crujido y aquélla salióvolando como disparada con un tirachinas. El coche no sedetuvo, sino que por unos instantes siguió la cabeza quesaltaba por Resslova y después tomó bruscamente por lacalle Dittrichova. Se esfumó y yo ni siquiera había llegadoa ver al conductor.

No me desmayé. No debía desmayarme. No me lo permití.Pero fui incapaz de callar. Me quedé despatarrado encimadel transmisor, al lado mismo del muñón del cuello deBarnabá, y con las manos apretadas sobre las orejasrepetía nonononononono para ahogar el demente murmullode las ruedas de los molinos derribados. Duró muchísimotiempo.

Después todo cambió. La calle bullía de uniformes rojosentre los cuales se mezclaba un abrigo gris. Embutido enél iba un hombre calvo que avanzaba directamente hacia a

mí. Tenía metidos dos pañuelos blancos en los oídos ymientras caminaba gritaba, algo alterado, o al menos esoparecía, porque la lengua vibraba con rabia en los labios.Yo no oía nada, estaba tan sordo como él. Quería sacar lasmanos de los bolsillos, pero entonces me di cuenta que lastenía pegadas a las orejas con todas mis fuerzas. Lasaparté y el castañeteo se detuvo de repente. Oí la voz deOlejáÍ pronunciando en ese momento el nombre de Junek.

–Junek está en el hospital -dije-. Por la noche se metió enalguna pelea.

–Usted está loco -gruñó el coronel-. ¿No oye lo que ledigo? ¿Quién le ha hecho creer que está en un hospital?Se encuentra en la sala de estar de la casa de Barnabá,en medio de un charco de sangre. Junto al cadáver hay uncuchillo: un fino puñal antiguo. Le entró por una oreja y lesalió por la otra.

Sentí lástima, pero no por Junek, sino por mí mismo.Estaba seguro de que cargarían su muerte a mi yaabultado historial. Me despedí de la confianzarecientemente recuperada. Ni siquiera conseguí recordarmás de la mitad de la matrícula del koda blanco, aunquehabía llegado a verla. Habría bastado una verificacióntelefónica rápida para comprobar que la policía no usabaautomóviles con números de esa serie. Otro de miserrores fatales.

Por la tarde apareció en escena el forense Trug, comosiempre cuando se le necesitaba para algún trabajodelicado y especialmente execrable. La cabeza deBarnabá había rodado por Resslova hasta el muelle,donde un pilar de la Casa Danzante la había enviado deuna patada como una pelota de fútbol a la portería, en estecaso la barandilla de la acera que discurría junto al río. Seempotró en la malla de flores de hierro entrelazadas. Parasacarla, Trug, tuvo que cortarla con un serrucho quirúrgico.Aún hoy se puede ver el orificio redondo en la barandilla.

Cuando por la noche volví a quedarme solo en la callecerrada, recordé la grúa móvil que por la mañana estabaen la iglesia de San Venceslao. Iba montada sobre unTatra naranja, de un modelo que hacía tiempo habíanreemplazado vehículos de trabajo más nuevos y eficientes.¿Para qué necesitaban los constructores de carreterasuna grúa? Corrí hasta la iglesia y volví a mirar lahormigonera, la laminadora y la máquina de asfaltar. Lagrúa había desaparecido. Estaba seguro que era lamáquina con cuya ayuda el maníaco asesino había subidolas piernas del ingeniero ÌehoÍ a los postes del Centro deCongresos y había bajado la corona real de la punta de latorre de San Esteban para insertar en ella al joven vándalo.Ni se me ocurrió hablarle de eso a OlejáÍ.

Cuando volví al hotel Bouvines ya era de noche. Pensabaen lo que el coronel me había dicho antes de irse del lugar

del crimen. Fue a buscarme al muelle. Tenía el oídoderecho lleno de su porquería: también a él parecía comosi hubieran intentado asfaltarlo. Éstas fueron sus palabras:«¿Qué hay más miserable que un guardaespaldas que novigila a su cliente? Un guardaespaldas que no vigila a dosclientes. El diablo le ha traído a la policía. Quizá realmenteno lo sabe, quizá cierra los ojos o juega con nosotros a unjuego desleal, pero realmente parece que todos estosasesinatos se cometan en honor de una única persona,aunque aún no tengo ninguna explicación sensata. ¿Quieresaber quién creo que es? ¿No lo sabe ya? Veo que ya aempieza a entenderlo. El mencionado es el policía másinútil del mundo: usted mismo.»

Capítulo22

En fragoroso relámpago te quiebra,

eterno aguacero de la negra

y abrupta bóveda de terciopelo.

R. Weiner

La policía siguió fiel a sus métodos y rápidamente sebuscó al principal sospechoso. Si no fuera para llorar, mepartiría de risa, porque el sospechoso era… el ingenieroZáhir. Al principio lo descarté por considerarlocompletamente absurdo, después hube de reconocer quetenía cierta lógica, aunque no demasiada. Recordé lareciente charla en el pasaje Venceslao. Záhir me habíadicho que era rival de Barnabá. ¿Envidiaría al otro más delo que le hubiese gustado? Últimamente bebía bastante ypodía haberse traicionado. Sí, debía de ser eso. ¿Y siguardara el mismo odio hacia ÌehoÍ y Pendelmanová quehacia Barnabá? ¿Y si los hubiera asesinado a los tres,mientras su pie lisiado -destrozado, de hecho, lo vimoscon nuestros propios ojos- le ofrecía una coartadainfalible? ¡La víctima de un intento de asesinato es lamenos sospechosa! La mutilación se la provocó él mismo;un juez fanático de sus pecados y de los de otros sin dudaes capaz de algo así, y colgarse del pie de la torre de SanApolinar sólo requería una dosis conveniente de odiohacia sí mismo y agilidad.

Como si lo hubiese hecho adrede, Záhir se marchó enviaje de negocios a Ljubljana; le gustaba tanto su cocheque renunció a la comodidad del avión. Tenía que volver alcabo de diez días. Recibimos la orden de no mencionarque se lo consideraba el principal sospechoso. Tambiénprohibieron dar pasos anticipados para su detención; elcoronel encontró estúpida la idea de bloquear su cuenta

corriente. Temía que Záhir se asustara y se quedase en elextranjero.

De repente todos estaban seguros de que nos hallábamosante el asesino; en el grupo de investigadores, ninguno delos cuales hablaba conmigo, comenzaron a considerarlocomo una verdad indudable. Las palabras del ingeniero enel sentido de que yo seguramente conocía a algunos delos arquitectos del peligroso edificio me resonabandesagradablemente en mis oídos; no dijo que los conocía,sino que los había conocido, como si estuviesen muertos.Yo mismo me sentí momentáneamente tentado de ver enél al asesino medio loco. Después me percaté de que noexistía ninguna prueba. Los dos gamberros, uno pintado yestrangulado, el otro con el monopatín cosido en la barriga,no tenían cabida en esa teoría. Y tampoco encajaban enella los edificios históricos. Pero sobre el potencialasesino de las iglesias góticas no podía hablar con elcomandante de policía.

Dadas la sospecha y la acusación preparada contra elingeniero Záhir, mi propuesta fue comparar los adoquinesde granito verdoso. Indiscutiblemente procedían de unúnico lugar: todos del mismo color, tenían la misma forma yhabían sido empleados con fines igualmente maléficos.Me propuse evitar a mis superiores y convencer a Trug deque llevara él solo el análisis químico de la piedra. Teníaintención de chantajearlo sin escrúpulos: yo intuía algosobre sus pruebas con animales y estaba seguro de que le

costaría explicar a las autoridades lo del unicornio.

Llegó el lunes tras la nefasta semana en que, además deldestino del foso de la calle Resslova, se decidió tambiénel de la caverna que había bajo la plaza de Carlos. Nopodía ponerme a tiro del coronel OlejáÍ, Gmünd no menecesitaba y parecía más desanimado que antes, como sien su aspecto impecable y acicalado se hubieraextinguido alguna luz, como si hubiera crujido la delgadacapa de cristal con que hasta el momento estabaprotegido. Casi no pernoctaba en el hotel, hacía días queno veía a Prunslík, y sin embargo por las noches no tenía lasensación de estar solo en las habitaciones del Bouvines.Los pasillos desprendían un aroma denso y dulzón que memareaba y me hacía cosquillas en la garganta. Fui incapazde definirlo, pero cuando una mañana volví a percibirlo enel salón, pensé que ese olor aletargado no podía ser másque opio quemado. Al parecer salía de la habitación dePrunslík. Estaba tan solo que me dejé llevar y llamé variasveces a su puerta. Nadie me contestó ni se oyó nada enabsoluto, ni voces apagadas, ni un rumor sospechoso, niuna risa delirante. No me atreví a accionar el picaporte.

Me moría por mantener otra charla con Rozeta, a quiendeseaba relatarle mi malentendido con la policía y mimalograda amistad con Matyá Gmünd. La vi dos vecesdurante el desayuno, pero siempre se levantaba ymarchaba en cuanto yo entraba por la puerta, no me dabatiempo ni a saludarla. Después dejó de presentarse

durante el desayuno. Intenté montármelo de tal manera quela encontrara por casualidad, para lo cual me levantabaantes de la seis y esperaba en los pasillos desiertos delextraño hotel. Pero no llamé a su puerta. El presentimientode que me evitaba deliberadamente no me lo permitía.

Por fin descubrí en el profesor NetÍesk a la personadispuesta a escuchar mis lamentos y a darme algo asícomo una absolución. Fui a verlo sin avisar tras una nochede vigilia, y me dio la bienvenida con una alegría sinceraque me conmovió. Debía de parecer agotado, porque mehizo entrar, me llevó a la cocina, donde me indicó que mesentara, y preparó un café fuerte. Lo endulzó debidamentey añadió ron hasta llenar la taza hasta el borde. Se sentófrente a mí y me animó a contárselo todo. La franquezasignificó el alivio ansiado. Los débiles se equivocan confacilidad.

Le describí el caso de los asesinatos de la Ciudad Nuevadesde el principio hasta el final, sin dejarme ningún detallede la investigación policial y su fracaso hasta el momento.Dejaba las palabras manar libremente y sentía que labeneficiosa fluidez suavizaba la angustia de la tensión. Leconfié también mis dudas sobre la culpabilidad de Záhir eincluso la sospecha, que hacía mucho germinaba en mí, deque en el caso, de una manera misteriosa, estabaimplicado mi benefactor, Matyá Gmünd.

No debería haberme precipitado, siempre es mejor

guardarse los pensamientos más secretos. NetÍesk, quehasta el momento me había escuchado con atención y,según parecía, con interés, se estremeció cuandopronuncié el nombre del hidalgo y frunció el ceño conexpresión sombría. Pero se dominó y quiso saber cómohabía llegado a esa conclusión. De pronto mirópreocupado a algún lugar detrás de mi cabeza. Me volví yvi a Lucie en la puerta del dormitorio. En la frente se lemarcaban tres arrugas interrogantes. Debía de haber oídotodo lo que le había explicado a NetÍesk y estaba claro queno tenía ni idea de qué se trataba. Sin embargo, suanciano marido parecía muerto de miedo. Con una voztemblorosa y tono de enfado le pidió que se ocupara de lacriatura y nos dejase solos. Advertí que eso la habíaofendido, y pensé en detenerla. Titubeé demasiado y ellacerró la puerta tras de sí.

NetÍesk comprendió que ya no le contaría nada más, y depronto se mostró distante conmigo. Miró el reloj ytamborileó con los dedos sobre la mesa. Dijo que teníauna reunión en el Club de Historiadores y me propuso quelo acompañara. Comprendí de inmediato y me puse depie. Salí con él al portal. Bajamos por las escaleras ensilencio y la despedida fue vacilante. Eché a andar en ladirección contraria a él, a pesar de que no tenía ningúnlugar concreto al que ir.

En la atmósfera había una luz dispersa que impedía vercon claridad. Con la cabeza gacha y la mirada fija en la

acera pasé por la calle Venceslao y aparecí en Moráò, dedonde, igual que un peregrino moderno, mis pies mecondujeron al monasterio de Emaús. Tan pronto como medetuve delante de él, evoqué un pasaje del Evangelio desan Lucas, por el cual el monasterio recibió su nombre enel año 1372. Al sacerdote Florian le gustaba detenerse enél durante sus sermones. «Y he aquí que, en aquel mismodía, dos de ellos se dirigían a una aldea, llamada Emaús, aciento sesenta estadios de Jerusalén. E iban comentandoentre sí todos estos acontecimientos. Y sucedió que,mientras platicaban y discutían, Jesús mismo se acercó yse puso a caminar con ellos. Pero sus ojos estabandeslumbrados para que no lo conociesen.»

No se veía a nadie en las inmediaciones. Los troncos delos castaños se estrechaban en la niebla alabastrina y enlas mal afamadas escaleras de piedra que había debajode la iglesia se acurrucaban dos palomas ateridas.

Rodeé el complejo de edificios conventuales einstintivamente me encogí al pie de la sede deEdificaciones Terrestres y de la Oficina de Construccionesde Praga, dos edificios tristemente típicos para los centrosde arquitectos mandamases: tres miradores angulososque se balanceaban amenazadoramente sobre patitas dehormigón y que, con su vulgaridad funcionalista, ya hacíadecenas de años que ofendían el antiguo templo de SanJerónimo. En la actualidad están alquilados aorganizaciones benéficas no gubernamentales que pagan

generosamente, pero eso no cambia en absoluto el hechode que alguien los impuso y alguien los construyó, quealguien se permitió un crimen en la ciudad gótica dePraga. ¿ÌehoÍ? ¿Barnabá? ¿Pendelmanová?

Me detuve bajo el presbiterio de la iglesia, en la calleVyehradská, y levanté la mirada hacia las ventanitasinhabitualmente negras de la parte superior, que leconferían aire novelesco. Del coro, igual que hacíaseiscientos años, se elevaba un fino pináculo, símbolo dela época más gloriosa en la historia de la arquitectura.Para el tejado que lo sostiene, el emperador sacrificó unbosque entero; la mampostería contiene la mejor piedragris, la misma con la que mandó construir el puente entrela Ciudad Vieja y Malá Strana. ¿Cuánta había hecho faltapara una iglesia de cincuenta metros de largo?

Después fui por Vyehradská y pasé por delante del templode Dienzenhofer, San Juan Nepomuceno, que no está muymal ubicado pero que tiene las torres desafortunadamentedesniveladas, por lo que parece tullida. ¿Cómo no van adudar los creyentes que frecuenten este templo? Bajé porSkalka y rodeé el jardín botánico y el segundoDienzenhofer: Santa María de los Siete Dolores, unedificio discreto, que pasa completamente inadvertido,que alberga un insípido monasterio de clarisas. Llegué aAlbertov, donde no pude evitar detenerme al lado de laiglesia gótica de Na Slupi, con su belleza simple y susexcelentes líneas, en marcado contraste con esos

pobrecitos barrocos. Acaricié largamente con la mirada elmuro de piedra amarilla, la pequeña nave cuadrada y elcoro bajo, que le confería el aspecto de una pequeñaiglesia campestre, en medio de un paisaje tranquilo yseguro. Intenté evitar más recuerdos del padre Florian, alque acababa de recordar de manera inesperada. Tambiénen esta ocasión, igual que la última vez con Lucie, rodeélentamente la iglesia. No conseguí disimular el placer; eledificio atrapó firmemente mi mirada y no quería dejarmeir. Durante un buen rato no pude apartar la mirada de lamagnificencia que hacía trescientos años Bernard Grueberhabía devuelto a Santa María de la calle Na Slupi.

De repente me asaltaron las dudas sobre mi propiocomportamiento. Mi deambular me pareció sospechoso,me recordó un ritual. Como si me despidierasubconscientemente de los recuerdos amados de tiemposmejores. Miré hacia atrás furtivamente, porque volvía atener la sensación de que unos ojos burlones me seguían acierta distancia. No vi a nadie por ninguna parte. Miré endirección a Vtrník, donde la encogida silueta casi humanade San Apolinar se perfilaba vagamente. Pareció que susperfiles borrosos se movieran espectrales, pero sin dudase debía al rocío que se adhería a mis pestañas. Cedí a lamagia y me dejé atraer.

San Apolinar no puede rodearse, pero como subí hacia élpor las escaleras de la calle Studni…kova, tuve tiemposuficiente de deleitarme con la vista desde el lado sur, de

espaldas a la ciudad. Bordeando el jardín parroquial lleguéa la iglesia desde el lado oriental. No resistí la tentación deacercarme al presbiterio y acariciar el revoque bajo lasaltas ventanas. Sólo así se puede construir allí donde eledificio original fue aniquilado por el hombre y el tiempo,sólo así está permitido renovar. Josef Mocker, que hacecien años devolvió al templo todo su esplendor original, fuerealmente el mayor arquitecto checo de la época moderna,el continuador más admirable de Petr ParléÍ y Matiá deArras, y hasta hoy nadie le ha superado.

Qué extraño: el revoque, cuyas grietas hospedabancucarachas hacía sólo dos semanas, ahora estabacompletamente intacto. Hasta las manchas de humedadhabían desaparecido, así como el moho verde que habíacerca del suelo. La iglesia resplandecía de novedad ybullía de salud, brillaba en la neblina lechosa como siestuviera cargada de energía solar. La torre parecía tanalta que no veía el pináculo. Bastaba con cerrar los ojospara notar el amplio abrazo paterno que Apolinar abríaante mí.

De la iglesia me dirigí hacia el norte, pasé por Vini…ná yun poco antes del cruce entré por la pequeña puerta dehierro abierta en el muro en el antiguo jardín delmonasterio de Santa Catalina.

Allí, a la sombra de la escultural torre, había topado aqueldía con Gmünd y Rozeta y el espectador Prunslík. Ahora

nadie hacía el amor a escondidas, pero estaba seguro deque otras muchas parejas visitaban el tranquilo lugar. Lacampana callaba, como si comprendiese los deslicesmorales de los mortales, ella misma en una situaciónpenosa, permanentemente in flagranti en brazos delcampanario malogrado por Dienzenhofer: la violación delas flautas góticas con un tonel barroco, el vergonzosoteatro acicalado por el perverso arquitecto cuyo mal gustoel siglo XX alaba.

Necesitado de consuelo, pasé por Lípová y, ya despuésdel cruce con Je…ná, clavé la mirada en la triunfaldiadema real sobre la torre de San Esteban. La visión metranquilizó. Despacio, llegué hasta la iglesia y con los ojospalpé las encantadoras irregularidades de su rostro duro ybien nutrido: el caracol de piedra con ventanas biseladasen la fachada sur y el leño de las escaleras renacentistasen el lado norte, el poderoso contrafuerte que se elevaoblicuo desde la esquina norte, las armoniosas ventanasneogóticas de Mocker, los sepulcros de los ciudadanossituados en la base de las paredes: todo ello recordabalos tiempos en que aún valía la pena vivir plenamente,cuando la inquietud por el mañana aún podíaencomendarse al Todopoderoso. Sentí envidia de loscaballeros que descansaban allí, y los considerédesalmados porque ni uno de ellos me hubiera elegidoentre las estrellas para engendrarme. Pero daría labienvenida a un padre incluso entre una hilera de pobres,¿por qué no? El hambre y la pobreza en el bendito siglo

XIV, incluso la aberración husita en el frustrado siglo XV yla llegada del altisonante Renacimiento en el siglo XVI,incluso la maldita guerra de los Treinta Años seríanmejores que aquella miseria: la intoxicación por empachodel enrarecido siglo XX.

Me intranquilizó lo desolador del entorno del templo. Lospisos inferiores de los edificios tenían las ventanas rotas ylas paredes desconchadas; evidentemente allí ya no vivíanadie. El asfalto en las aceras estaba comodesmenuzado, pero no parecía que la intención fuesereparar las cañerías del gas. El terreno se hundióperceptiblemente y la iglesia, que se alzaba en la tierrahoradada, parecía mucho más grande y poderosa. Lossemáforos del cruce de tçpánská y itná no funcionaban, enmedio de la animada calzada había algún absurdo chismede madera que frenaba el tráfico. Se me ocurrió quetambién esta calle podría hundirse y enterrar en susentrañas un par de hormigoneras enemigas. Un escalofríome recorrió la espalda. En el muro donde estabanfotografiados los cadáveres de los gamberros había unramo de lirios podridos.

Llegó el mediodía, la cuajada se disipó y salió, ahogadopor la sombra, un sol gris que era una mancha en un cielopor otra parte límpido y azul. Se fue oscureciendo poco apoco, como durante un eclipse, el anochecer se inclinabaya desde la tarde y la noche se completaba antes de lascuatro. Empezó a hacer frío. Intenté sacudirme el agobio

que me había oprimido en San Esteban andandorápidamente por la calle Ke Karlovu. Por el camino me dicuenta de que el palacete de Michna estaba cerrado. Sudegradación dañaba la vista y contrastabaostensiblemente con la torre de la iglesia de SantaCatalina, que ahora veía del lado opuesto y de la queestaba más lejos. Tras el muro sólo divisaba tres pisossuperiores y la aguja de la torre, y sin embargo vi clarosindicios de reparaciones que debían haber sido realizadasen los últimos días: las aristas del tejado estaban cubiertaspor nuevas piezas de cobre, la piedra resplandecía deblancura, y donde hacía sólo una semana había cornisasdesportilladas, resplandecían bloques de piedra nuevos yperfectamente esmerilados.

Me alejé deprisa, pero estaba algo intranquilo y sentí lanecesidad de volverme aún un par de veces hacia la torre.Por esta razón, tropecé con los adoquines que alguienhabía sacado de la acera y amontonado en pagodasasimétricas. Algunos baches contenían agua de lluvia y, ahídonde el agua había llegado a evaporarse, habíanquedado unos feos lechos de fango, arena y suciedad.Una taza desparramada, un tintero vertido. Como si algúncensor hubiera dicho «¡Basta!» y hubiese queridocomenzar desde el principio.

En la calzada había más agujeros; si algún coche hubieraosado adentrarse en la estrecha calle habría tenido que irmuy despacio y zigzaguear con habilidad. Después del

desvío a Wenzigova la calle aún estaba en peorescondiciones, los socavones y las grietas del pavimento sealternaban con un pantano negro del que de tanto en tantosurgían islotes de piedra de bordes resquebrajados.Mientras me fue posible, salté de uno a otro, después tuveque elegir las elevaciones más secas de fango.

Tras la esquina del edificio de la Facultad de Medicina vila iglesia. Allí ya no quedaba ni rastro del pavimento, comosi alguien se lo hubiera llevado. Pero se había formado uncamino de tierra apisonada en el que extrañamente no vihuellas de neumáticos. Como si por allí sólo pasarancarros. Recogí uno de los adoquines sueltos: me cautivósu color. No era gris, ni blanco, ni estaba ennegrecido,como más abajo en la ciudad. Allí en la colina, seentrelazaban vetas verdes en el cuarzo tallado.

Las piedras con las que habían roto las ventanas de losarquitectos praguenses procedían de ese lugar.

Oí algo, como un suspiro de impaciencia, y levanté lacabeza. Ante mí se alzaba, solemne y majestuosa, laiglesia de Santa María y Carlomagno, el sexto templo delas Siete Iglesias de Praga. Los rayos del sol caían sobrelas tres cúpulas cobrizas casi perpendicularmente, lasfarolas y cúpulas llameaban en ese resplandor como teasen un mítico faro. Por segunda vez ese día tuve que cerrarlos ojos doloridos. Cuando finalmente se adaptaron aaquel brillo supraterrenal y pude volver a mirar, vi a Rozeta.

Estaba ante el portal norte, en el mismo lugar que ocuparaGmünd la última vez, mirándome fijamente. Iba vestida conuna larga túnica negra que le daba el aspecto de unamonja. Pero no llevaba el cabello cubierto, sino que le caíaa los lados de la cara delgada y pálida, sobre los hombrosy el pecho. Su expresión era impenetrable: los ojos, fijosen mí, no tenían ninguna expresión concreta, pero su vacíoera tan inusual que no podía ser sino deliberado, igual quelos labios, antes tan seductores, ferozmente cerrados.Había cambiado, había adquirido el aspecto de unaextraña inaccesible a la que ya había visto antes algunavez… Sí, era la misma mujer que estaba en la ventana delinstituto Hlava. Su cara inspiraba miedo.

Antes de que atinara a llamarla, la perdió de vista. Estabaseguro que había entrado, pero en un día como aquél nome hubiese atrevido a afirmarlo con certeza. Quizá seguíaahí y yo no la veía, quizás era yo el que no estaba delantede la iglesia y me encontraba en un lugar completamentedistinto, en un tiempo diferente del suyo. En el aire gélidoflotaba un olor a humo dulzón, la iglesia abierta me invitó aentrar. Sabía que se trataba de una trampa, pero me metíen ella de buen grado.

La iglesia no estaba iluminada, del resplandor exteriorpasé directamente a una penumbra dorada y rojiza en laque titilaba, en una copa roja que había sobre el altar, lallama de la luz eterna. Las paredes doradas y rojas

relucían, las figuras de los altares esperaban inmóviles aque alguien las hiciera revivir. Un olor denso impregnaba ellugar como un mal agüero.

Sonaron unos pasos levísimos. Sin prisas. Los tenía detrásde mí, y me volví con el corazón desbocado. La naveestaba vacía, el ruido procedía de la torre oeste, la deforma de prisma. Fui hacia ella. Un déjà vu golpeó misojos. San Apolinar, las escaleras, una persona en la torre.Sin pensármelo, saqué la pistola de la sobaquera. Noquité el seguro, sólo dispararía si me hallaba ante unaamenaza directa.

Subí al primer piso y eché un vistazo en el coro del órgano.Estaba vacío. Agucé el oído, pero ya no percibí nada. En eltemplo reinaba el silencio.

Fui con cuidado hasta el segundo piso, procurando nohacer ruido al pisar los polvorientos peldaños. La muñecaderecha me temblaba y no podía mantenerla firme nisujetándomela con la otra mano. Tuve que pasarme lapistola a la izquierda e intenté resignarme a la idea de quesi me veía obligado a disparar lo más seguro era que lohiciera contra mí mismo.

Las campanas permanecían calladas, nadie las tañía enbalde, nadie se balanceaba colgado de su corazón. Elpequeño cuarto que había debajo de ellas estaba desiertopero iluminado. Una luz mate entraba por uno de los dos

ventanucos, la otra estaba cegada. En un rincón seamontonaban en desorden cuerdas y sacos, y vi unastablas apoyadas contra la pared. Entonces distinguí unapuerta pequeña ubicada a menos de medio metro delsuelo. Me recordó la puerta del apartamento de Gmünd,por la que se accedía de forma tan poco elegante a laparte oculta del piso. En este caso faltaban las escaleras.

El picaporte estaba aproximadamente a la altura de mifrente. Lo accioné y la puerta se abrió suavemente haciamí. Era de hierro, oxidada, pero según constaté echandoun rápido vistazo, las bisagras estaban engrasadas.Levanté una pierna, brinqué hacia el hueco y me encontréen una pista de circo.

O al menos eso me pareció a primera vista. Me quedé enla puerta, en cuclillas, manteniendo el equilibrio en elestrecho umbral de piedra. Ante mí se abría un abismo, unembudo de oscuridad que se angostaba y absorbía casitodo el resplandor sulfuroso que se filtraba por la linternade la cúpula, a gran altura, y por las pequeñas lunetas queperforaban el anillo sobre el perímetro del octógono. A unlado había un segundo foso, tras él otro, y hacia el ladoopuesto lo mismo. La pureza del perímetro octogonal seveía alterada por un único cuerpo heterogéneo: yo mismo.En total, ocho embudos de un aire muerto y apestoso,delimitado por unas sierras abombadas -del modo en quelas montañas separan un valle de otro-, pétalosfantasmagóricos que demarcaban el centro levemente

fluorescente de la flor de piedra, perfectamente redondo ymagistralmente revestido, con una nervadura cubierta devenas y que apenas se elevaba en medio de ese mundooculto. El día, que fuera bramaba, allí se conformaba conun susurro. El tiempo, que fuera corría, allí pataleabatímidamente en el mismo sitio. El revés de la bóveda de laiglesia, la sala de oración desde la perspectiva deldestinatario de todas las oraciones. Por encima de micabeza se levantaba la cúpula esférica, el baldaquín queprotegía la extraña flor.

En la penumbra, del otro lado, surgió una sombra. Vi laondulante capucha negra y la amplia manga. Di dos pasosvacilantes por la lisa superficie de piedra que se inclinabahacia ambos lados. El tercer paso fue más firme y meinfundió valor para actuar. También eso fue un error por miparte, por supuesto.

Llamé a Rozeta por su nombre.

Un nubarrón de sombras trémulas se alzó provocando unremolino y remontó el vuelo hacia la rendija de luz, en unafuga frenética de la cubierta del voraz coloso. La cúpularesonó como una vieja campana. Estalló un concierto dealas y cayó una nevada de plumas.

En un instante de distracción recibí un impacto. Llegó pordetrás, suave como un colchón e igual de pesado. Elcachete de un bromista. Tropecé por dos veces, pero

podría haber impedido una horrible caída si no hubiesepisado el faldón de mi ignominioso impermeable dedetective. El regalo de la viuda muerta me precipitó alembudo, mientras una carcajada resonaba en el desvándel templo.

Con el codo izquierdo golpeé la mampostería, los dedosde la mano derecha intentaron sujetarse pero noencontraron asidero, los pies recortaron inútilmente laoscuridad. Ridícula y penosamente despacio caí dentro delcucurucho como por un tobogán infantil y me hundí en laestrecha garganta, suavemente tapizada y firmementecerrada.

Estaba furioso, dispuesto a hacer uso de mi arma, ahorasin pensar. Pero no la encontraba. Debía de habérsemecaído, así que me agaché y me puse a buscar a tientas porel angosto suelo. Toqué algo y lo estudié con los dedos.Una madeja de plumas y huesecillos, un cuerpecillo ligeroque se deshacía en las manos. Una paloma muerta. Y a mialrededor decenas, quizá centenares de otros cuerpos.Estaba de rodillas en una tumba de pájaros, con certezaen la más sucia de las ocho que había en la buhardilla. Misembotados sentidos despertaron y un olor a carroña sedeslizó, escurridizo, hasta mi estómago. Haciendo acopiode toda mi fuerza de voluntad, logré controlarme: ya habíasuficiente inmundicia bajo mis pies. Carne muerta en eltecho de la iglesia, una tumba entre el cielo y la tierra. ¿Eraeso lo que Gmünd quería mostrarme?

Juré que me vengaría de Rozeta por haberme traicionado.Mascullé el juramento y lo repetí al menos cien veces.Dicen que la rabia mitiga la desesperación. Esta vez nopude confirmarlo. Siempre he sido una excepción.

Di patadas al suelo de la bóveda y busqué turbado elmínimo relieve al que aferrarme o por donde subir, dandovueltas desesperadamente en aquel pozo negro. Nodescubrí nada por ningún lado, sólo piedra pulida de lanervadura, resbaladiza como el hielo, y ladrillos algo másnuevos y más ásperos al tacto, pero insuficientes comoapoyo. Tendí las piernas y apoyé la espalda en el muro.Así subí más o menos un metro. Pero quedaban al menosotros dos hasta el lugar de donde acababan de tirarme.Los nervios se apartaban y la bóveda abría su pecho. Sólopodía ir hacia el agujero fétido. De esa manera ni unalpinista sería capaz de llegar arriba. Entonces, asustado,caí en la cuenta de que las paredes quizá no fuesen lobastante resistentes. Si una se rompía, caería conmigo alsuelo de la nave principal de la iglesia arrastrándome conella. ¿Y si mis carceleros contaban con ello? Intenté nodejarme dominar por la rabia y enseguida sentí unapresión paralizadora en torno a la columna vertebral. Laangustia se coló en mí y comenzó a exprimirme gotas deun sudor mortal que me quemaban los ojos y se mezclabancon lágrimas de impotencia. ¡Cómo podía haber sido tanestúpido! Me pudriría allí con el resto de la carroña.

Y en ese momento… en la oscuridad del embudo vi lasonrisa de Lucie en un rostro blanco de alabastrosemejante a la carita de una muñeca de porcelana, e igualde pequeña. En la frente menuda se advertían tres arrugas.Era una visión espeluznante. Como si una tribu dereducidores de cabezas la hubiera secado hasta reducirlaal tamaño de la de un recién nacido. Me sobresalté, perono había dónde huir. Me alejé cuanto pude y, sorprendido,miré aquel pequeño ser. Observé que no se movía y que elpelo y el cuerpo eran tan pálidos como la cara. Era unafigurita de piedra blanca. Tendí la mano, pero no llegué atocarla. Resultaba extraño, pues el lugar, a la altura de mishombros, era sólo un poco más ancho que mis brazosestirados. Intenté tocarlo con los dedos, pero sólo palpépolvo, como si la estatua se me escurriera entre los dedos.Tenía el cuerpo arqueado en ese, con el costado salido yel vientre protuberante. Entendí lo que tenía ante mí: laestatua gótica de la futura Madre de Dios. Sí, el artistahabía resaltado en el modelado las verticales de losrasgos de la cara y de la postura de los brazos, unidosdelante del vientre, y en los pliegues de la túnica, que seajustaba perfectamente al esbelto cuerpo. Una madonagótica. El parecido con Lucie era extraordinario y no teníaninguna explicación para ello. La cara delicadamentemodelada de María, con los ojos cerrados y una expresióndivinamente plácida, emergía con claridad de la oscuridad,refulgiendo levemente gracias a la débil luz de la cúpula,pero el cuerpo apenas se veía, hasta el punto de que másbien se intuía su silueta.

La madona no estaba sola. En el suelo de ladrillos de labóveda, a mi izquierda, un árbol de piedra crecía en unapeana. Sus deshojadas ramas, parecidas a los brazos deun viejo aquejado de artritis, estaban cargadas de frutos.Pero la alucinación no las cargaba demasiado, lasmanzanas estaban arrugadas y cubiertas de gusanos mi-nudosamente labrados. Con curiosidad, me incliné haciauno y lo observé de cerca. Del susto me aparté de golpe:tenía cabeza humana y hacía muecas con una boca fea yancha llena de minúsculos dientecillos.

De refilón vi otra cara esculpida en la piedra desvaída,esta vez de tamaño natural. Un calvo glotón, con las orejaspuntiagudas y las aletas de la nariz particularmenteanchas, entornaba los ojos mientras masticaba algo: teníala boca abierta de par en par y oía sus chasquidos. Mirédentro. Comía un gusano… No, no era eso. En las fauceshabía algo blanquecino, alargado, de forma conocida,situado en el burdo hocico con algún propósito maligno. Sí,era un pequeño brazo humano, tendido en lastimoso ruegoen el hueco que iba a cerrarse irrefutable. Detrás, en laoscuridad, se veía la cara del hombrecillo, resignado a sumuerte pero abatido por el sufrimiento.

Sobre la cabeza del caníbal descansaba un triángulo queal principio tomé por el gorro de un bufón y después por unestilizado ojo divino, hasta que finalmente reconocí laforma geométrica conocida desde la Antigüedad. Un

desgraciado, minúsculo, estaba atado al triángulo. Teníalos brazos atados al ángulo recto de los catetos. Atrapabalos pies la hipotenusa, que recordaba un cepo. Elhombrecillo iba desnudo. En el delgado tórax había unagujero: alguien le había arrancado el corazón.

Cerca, un monje de piedra sentado en un taburete con lacapucha echada sobre la cabeza se inclinaba sobre unahoja de papel o pergamino, y mientras dibujaba, con un ojobizco observaba al calvo y con el otro al crucificado.Debajo de la capucha no se veía la cara de una persona,sino el hocico de un león, que parecía sonreír.

Tras la espalda del león con sotana, pendía una plomada.Al principio la tomé por la cola de la fiera. El peso tambiénera de piedra, y el cordel de alambre. Estaba un pocodesviada de la vertical. En ella aparecía un enanoencorvado, a juzgar por los cuernos un diablo, sonriendoobscenamente. Sus costados peludos sugerían unmovimiento que debía despertar en el espectador lasensación de que la plomada se balanceaba.

La plomada apuntaba a una escena aterradora: un rostrode mujer desencajado por el dolor y los espasmos previosa la muerte. Era el de Rozeta. Por su barbilla corríanregueros de sangre pétrea; el cuerpo turgente, desnudo ycontorsionado, se agitaba bajo las pezuñas de un animalcon un cuello ancho y poderoso. Parecía un caballo,robusto, salvaje e ingobernable, pero entonces reparé en

el cuerno en espiral. Nacía en la frente de la bestia, sobreunos ojos furiosos, desorbitados y enfermizamentehinchados. Lo hundía en el vientre de Rozeta, clavándolaen el pedestal y destrozando sus entrañas con unasdespiadadas garras de carnicero.

Rápidamente volví los ojos hacia la madona para recobrarfuerzas con su pacífica sonrisa y recuperar el equilibrioperdido. Pero la sonrisa había desaparecido sustituida poruna mueca, una mezcla asquerosa e inaudita de placer ydolor. El lodo de las lágrimas de piedra ahogaba sus ojosentornados. El cuerpo, antes tan impreciso, ahora eraperfectamente visible. Se había transformado. Sus brazosabrían el tronco, revelando su interior, como si éste fueraun altar. Dentro había un Niño Jesús sentado en un tronoprofusamente decorado. Tenía las manos extendidas, peroen su majestuosidad había altivez: «¡Mirad de lo que soycapaz!» En la cabeza le habían crecido dos largoscuernecillos, inclinados el uno hacia el otro e incrustadosen un corazón estilizado, románicamente rechoncho, delque, por ellos, manaba san-gre en pesadas gotas. Lacarita de niño, extrañamente conocida, sonreíasalvajemente con la boca desdentada y de sus ojosdesmesuradamente abiertos manaba la locura. Era unacara conocida desde hacía mucho tiempo, desde muchoantes de que llegara a Praga. Era la cara de un niño triste,perdido para el mundo y para la vida. No era el rostro deun extraño. Era mi rostro.

Ya no quise ver más. Me lancé con los puños contra eseteatro, y la emprendí a golpes contra él, absolutamentefuera de mí. Pero lo único que golpearon mis pies y mismanos fueron las lisas paredes interiores de la capucha dela bóveda, piadosas en su dureza. Me lancé contra ellascon la cabeza, y entonces el embudo empezó a girarconmigo en dirección contraria a las agujas del reloj,primero lentamente, después más rápido y pronto en unavorágine salvaje. La fuerza centrífuga me empujaba contrala pared con una mano tan inflexible como invisible,mientras los pies se me hundían cada vez más, como unsacacorchos en un tapón. Con un violento estruendo, elremolino imparable dibujó un resplandeciente círculoblanco en el aire turbio, y yo no pude distinguir si setrataba de una mera ilusión óptica o si la vorágine se habíamaterializado en piedra. Conseguí apartar la cabeza delmuro y mirar el centro del círculo. Lo último que vi fueronlas amenazadoras ruedas dentadas de un reloj y unmartillo que golpeaba ahora a un lado, luego al otro. Era ala vez el corazón de una gigantesca campana.Desgraciadamente, me fijé en él justo en el momento enque se precipitaba directamente hacia mí. No lamentérecibir el golpe. Era como el tiro de gracia. Me liberó porcompleto del sufrimiento.

Capítulo23

¡Despejad el aire!

¡Limpiad el firmamento!

¡Lavad el viento!

¡Tomad piedra a piedra y limpiadlas!

T. S. Eliot

Jamás había visto una rosa de un color parecido. El colorde la sangre fresca, espesa, de savias que fluyenlentamente con el brillo del nácar negro. Las flores eranjóvenes, capullos recientes en vasos de porcelana. Uno deéstos estaba en la mesilla, otro en el escritorio y el terceroen la ventana. Fuera la oscuridad lo cubría todo. Lahabitación se encontraba llena de flores, sin duda en mihonor. El color escarlata de los ásteres y el bermejo de lasdalias mezclados en cajitas de vidrio granate; en el suelo,al lado de la puerta, un florero de terracota con un altomalvavisco africano. Entre los innumerables clavelespúrpura, aquí y allá se sonrojaba un tulipán. Instintivamentemiré hacia el lugar donde una vez había aparecido elfantasma del vaso chino con el dragón y los lirios de agua.Ahora en el pequeño pedestal acristalado había una flor de

anturio, arrancada y desechada con refinadadespreocupación; el pico amarillo con el corazón rojo yase marchitaba.

La habitación carmesí, adornada para mi deleite. ¿Cómopodían agasajarme con tanto descaro? ¿Y qué era eso…?

Al lado de una flor asomaba un hierro retorcido, opaco eingeniosamente intrincado. Una especie de cepo.

Alguien observó hacia dónde miraba y percibió misorpresa.

–Un cinturón de castidad -dijo a modo de explicación.

Sí, un cinturón de castidad, y no era la primera vez que loveía. La última lo llevaba un cuerpo desnudo; ahora, vacío yestúpido, mostraba su mecanismo primitivo y sin embargoperverso. Sin querer, me estremecí y cerré los ojos,confiando en que, cuando volviera a abrirlos, habríadespertado.

–Vaya una que montó -dijo la misma voz de antes-. ¿Lepicó la curiosidad sobre Rozeta, sobre lo que hacía allí, laverdad que esconde ante usted? No ha entendido que elTiempo es el padre de la verdad. El Tiempo le castigó poreso.

Ese tono de voz…, yo lo conocía. No reaccioné. Volví a

oírlo.

–El Tiempo es el padre de la verdad.

No tenía sentido seguir fingiendo que dormía.

–No lo entiendo -dije con voz ronca y no sin esfuerzo, perola respuesta subsiguiente me convenció de que había sidointeligible.

–A usted se lo digo, Raymond, y debería esculpir esaspalabras en el desván de la iglesia de Carlos, perocuidado que no le pillen.

Me asustó pensar que me encontraba solo en compañíade aquel loco. Con cuidado, eché un vistazo. Estabaestirado en el sofá de tapizado color carmesí y alguien seinclinaba sobre mí. Sí, era Prunslík, reconocí de pronto sudesagradable voz. Me senté despacio. Me llevé las manosa la cabeza y la sujeté igual que un cántaro agrietado,temiendo que si la soltaba se rompería en mil pedazos. Oíun sonido inconfundible: en un vaso de agua musitaba unapastilla. Vaya, alguien sabía cómo me encontraba.

Abrí los ojos. A menos de un metro de distancia meexaminaba, escrutador, el rostro carnoso del caballero deLübeck. Sonreía.

–No lo dice Prunslík, sino un filósofo. Y lo dijo hace mucho,

en tiempos más jóvenes que los nuestros.

–Será más viejos -dije, ronco.

–Más jóvenes, Kvtoslav. El Tiempo, al igual que el hombre,envejece. Sólo un tonto podría inventarse conceptos como«Era Moderna», «Edad Moderna», «Mundo Joven» ydisparates por el estilo, sólo un loco podría deducir que laEdad de Piedra precedió a un tiempo más joven. Lalengua la crearon unos niños inteligentes pero sumamentearrogantes que se llaman personas, y éstas seacostumbraron a mesurar el universo de acuerdo con susinsignificantes medidas. El año 1382, ¿el Tiempo era másviejo o más joven que hoy en día? Desde el punto de vistade la historia era más viejo. ¿Qué cree usted comohistoriador? Llamamos a nuestros antepasados padres ybisabuelos, y los vinculamos a una edad avanzada. Pero¿acaso el tiempo desde esa época paradisíaca no haenvejecido seiscientos años? ¿Acaso el Tiemporejuvenece? ¡De ninguna manera! El Tiempo es unanciano con un pie en una tumba que lo esquiva. Aquítenemos el principio del tercer milenio (al menos según loscálculos humanos), y creo que no soy el único que sienteque junto con este viraje se avecina el ocaso, el crepúsculode la humanidad. El hombre se ha autoproclamado Dios, yahora por ello le espera el castigo. Es justo que así sea.Pero hay unos que lo arreglarán todo: los profetas delTiempo. Detendrán la decadencia e impedirán la caída.

–No le entiendo -dije en tono lastimero; sentía la cabezacomo llena de cristales rotos.

–No lo entiende, y sin embargo ya lo sabe todo. Estétranquilo, un sabio lo sabe todo excepto el sitio adonde vay lo distingue todo excepto lo que busca. Lao Tse lo dijosin duda porque conocía a alguien como usted. Leestamos agradecidos, Kvtoslav. Yo, Raymond y… y losdemás miembros de nuestra asociación.

–No sé nada de ninguna asociación.

–Claro que lo sabe, sólo que lo guarda profundamente ensu subconsciente, en el interior de su fenomenal intuición.¿Es divertido, eh? Ninguna de sus capacidades se lorevelará, ninguna lo sacará de usted. Necesita su piedrapertinente, y ésta, por el momento, es inaccesible. Por elmomento.

–Una piedra…, sí. Ellas siempre me dijeron más que loslibros de texto. Me alegro de que también usted lo vea.Eso demuestra que todavía no estoy loco.

–¿Era eso lo que temía? Qué conmovedor. ¿A que esconmovedor, Raymond?

Prunslík me hizo un guiño y apuntó con sorna:

–Tan conmovedor como un cordero. Imagínese que

durante todo el tiempo que permaneció en el foso dondecayó por su torpeza (también es verdad que nosotroscolaboramos un poco) ni siquiera se le ocurrió utilizar eltransmisor que tenía en el bolsillo de su sucioimpermeable. Creo que está definitivamente de nuestrolado, señor caballero.

–Eso me satisface infinitamente, de verdad. Entonces,podemos decir que ya forma parte de nuestro círculo, ¿no?Ya estamos encerrados en él. Por otra parte, es nuestrosímbolo: un aro y un martillo, el símbolo de nuestrahermandad.

–¿No es un poco penoso jugar hoy en día a masones?-dijesin poder evitarlo.

Hizo caso omiso mi salida de tono y continuó:

–A principios de los años setenta del siglo XIV, cuatrofieles adeptos del emperador Carlos, consejeros de sucírculo más estrecho, fundaron una sociedad. Por unahorrible distracción, uno de ellos perdió la vida. Muy pocodespués murió el emperador y se discutió qué habíainfluido más en su muerte. Ahora lo sé: fue la pena por lapérdida. Perdone, me resulta difícil hablar de esto; de laconexión me enteré no hace mucho, gracias a usted. Lostres nobles restantes fundaron una hermandad. Tenían unaserie de incentivos gratos a Dios, pero su objetivoprincipal era construir en Praga las iglesias del Señor con

tanta majestuosidad y belleza como las había proyectadoel emperador. Se instituyeron en continuadores de su obra.La capilla del Cuerpo de Cristo era idea de Carlos, pero,en vida suya, en la plaza del Ganado sólo creció la torre demadera, vaga promesa del esplendor de la posterior joyade piedra. Ése fue el destino de la mayor parte de lasideas de Carlos; aquellas que consiguió realizar sólofueron un puñado insignificante en comparación con lasque se llevó a la tumba. Así que hace falta rendir constantetributo a su memoria; sin él no estaríamos aquí ni usted niyo ni nuestra ciudad. Ni tampoco la Hermandad delCuerpo de Cristo.

–Debería haberlo imaginado. La capital episcopal enEstrasburgo, la casa en Colonia, el monasterio enBatalha…, todos ellos edificios masónicos. Sin dudaquiere insinuarme que entre ellos también estaba la capilladel Cuerpo de Cristo.

–De ninguna manera, no somos masones, y sólo somoslibres hasta el punto en que nos lo permiten Dios, nuestrosoberano y el círculo de nuestro sello. Es la señal de queestamos atados por la obligación de proteger los edificiosque nuestros antepasados levantaron.

–Creo que habla de la conservación de monumentosculturales; pero ¿a quién se refiere con lo de «soberano»?

–Reconozco que últimamente no hemos tenido mucha

suerte con los gobernantes, pero esto pronto seenmendará. Y respecto a la conservación…, usted mismotiene una idea de las iglesias a las que afecta.

–Por el momento, seis.

–¿Seis? ¿De verdad cree que elegiríamos el número deldiablo?

–Son siete, ya lo sé. Y ya puedo determinar la séptima. Esla inexistente capilla del Cuerpo de Cristo.

–Fantástico -roncó Prunslík, e hizo una burlona reverencia.

–Sabía que era de los nuestros -dijo Gmünd satisfecho-.Lo supe desde el principio. Un aro, y colgado de él unmartillo, una esfera, un reloj con su péndulo: el Tiempoinfinito y la máquina que lo separa en secciones ideadaspor las vidas humanas. ¿Nunca tuvo un sueño así?

–Sí. Pero no fue un sueño, sino… algo diferente.

–Su capacidad única para ver el pasado. Recorrí el mundoentero buscando a alguien como usted, y le encontré, elmejor de todos, en la vieja tierra de mi estirpe. No creoque sea casualidad.

–No entiendo cómo pudo encontrarme.

–Me ayudó Rozeta. Lo intuyó. Tiene el mismo don queusted: los sueños que salen de su cuerpo y del de usted,manan de cierta… insuficiencia. Una teoría medieval hablade esto. Son pesadillas, pero son reales. Un sentimientooculto le permite distinguir las alucinaciones de lasapariciones reales, le habla por medio de palabras eimágenes. Estas visiones las conoció ya san Agustín eIsidoro de Sevilla las describió en su tratado. Como ve,nada nuevo bajo el sol.

–Un aro y un martillo: un estandarte así sólo puedeescogerlo un régimen totalitario.

–Querido muchacho -dijo Gmünd-, tendrá que resignarse aque nuestra hermandad nunca recibió los principios de lademocracia. Va por un camino que conduce al punto departida. No conduce a los infiernos, la gente essupersticiosa y tiene miedo; se ha acostumbrado alprogreso, cree que no se puede ir más que haciaadelante. Un error lamentable. Hay que abrirle los ojos.

–¿Y cómo se lo imagina su hermandad? ¿La gente nodebería vivir libremente?

–¡Libremente! – gritó irritado-. ¿Qué es la libertad? Unacadena invisible; por eso siempre tropezamos con ella, poreso caemos de bruces. Yo ofrezco una vida mejor en unatierra feudal dirigida por un solo soberano, para empezar,elegido. Sí, que la plebe elija tranquilamente: si el señor es

inteligente y tiene lo que hay que tener, no podrá elegir aotro. El siglo XX es el mejor ejemplo de esto. Yo digo otracosa: el poder terrenal para el rey, el espiritual para laIglesia, que todos sepan dónde están. El poder absolutopara Dios.

–¿Qué Iglesia tiene en la cabeza?

–Por supuesto, la universal. La monarquía es mil vecesmejor que la democracia. La democracia es dinámica yrápida, cuenta con un crecimiento permanente tanto de loposible como de lo imposible, vive en el culto a lo nuevo.¡Qué monstruosidad! ¡Qué falsedad! ¡Va contra el ordendel universo! Esta democracia grandilocuente, que invocala ilustración, el bienestar, la utilidad, nos ha conducido a lasituación en que nos encontramos, al fin de la era delhombre occidental. Este final lleva preparándose muchotiempo; ¿quién sabe cuándo empezó? Quizá fue en eltiempo en que abolieron los monasterios de Praga y losconvirtieron en manicomios; el día en que con piedrassepulcrales del muro de la santa capilla del Cuerpo deCristo pavimentaron la plaza de los Caballos, y eso pororden de los mozos de José. ¿Podemos sorprendernosde que desde entonces la plaza esté maldita, que ahorasea la cloaca que es, apodada Václa-vák? ¿Podría seresto obra de otro que el Anticristo? El iluminadoemperador decretó la anulación de la servidumbre, pero¿no fue un error? O… ¿no lo hizo justo para que un siglo ymedio después llegaran al poder los dos mayores tiranos

de todos los tiempos? ¡Burdos plebeyos, que se vengaronpor su ego ofendido y humillado! La sangre noble jamáshabría tolerado algo así. No habría permitido quecomenzara algo tan inhumano, incluso infrahumano, comofue el siglo XX. Es la prueba más convincente de que lagente de origen humilde no sabe gobernarse.

»Se trata de alejar el momento del ocaso. Lentificar laevolución. Encerrarla, congelarla. La monarquía ofrece uncontinuo lento y constante respeto a lo viejo, amor a latradición. Inmutabilidad. Orden. Tranquilidad. Silencio.Tiempo. Un océano de Tiempo. La Edad de Oro de lamonarquía significó la época más hermosa de nuestrahistoria. El siglo XIV, y después el XIX. Ojalá yo fueracomo usted y pudiese volver a ellos cuando meapeteciera. No sabe lo amargamente que lamento habernacido tan tarde, en este infierno de técnica martirizadora.

»Pero querría explicarle algo sobre el club en el que hoy lorecibimos. Por favor, coma algo, la noche será larga.

Miró el reloj y, con gesto de impaciencia, dio dos golpesde bastón en el suelo. Lo entendí como una enérgica ofertapara comer. Advertí el dolor que me provocaba el hambretras las infinitas horas que había pasado en la prisión deldesván.

La mesita se hundía bajo el peso de las bandejas de plata,fuentes y salseras que contenían caprichosos manjares.

Las palabras del hidalgo me aterrorizaban y a la vez erandulcemente tranquilizadoras, y no me quitaron en absolutolas ganas de comer. Sabía que con el estómago lleno eradifícil llevar la contraria pero, ¿realmente aún me disponíaa protestar?

Aunque se me hacía la boca agua, la excentricidad de losmanjares desplegados ante mis ojos me forzaba a serprecavido. Primero probé la turbia gelatina que olía apescado, y en la que descubrí trozos de salmón; no megustó demasiado. Después atrajo mi atención un puréoscuro, casi negro, mezclado con col adobada que olía aclavo, tomillo y vinagre de vino. También lo caté concuidado, pero era tan agrio que me arrancó una mueca. APrunslík, que me observaba con atención, eso le causómucha gracia, así como el que titubease ante el siguientecuenco. En él había tres pescados enteros -supuse queeran besugos- hundidos en una masa blanca, como siestuviesen aprisionados bajo la superficie congelada deun lago. Alrededor de ellos, en un círculo irregular, brillabanunas canicas anaranjadas: serbas. Cuando tomé con lapunta del cuchillo la materia traslúcida y la lamí, comprobéque era manteca de cerdo. Se me pasaron las ganas depescado. Rápidamente levanté la tapa de la salsera degres discretamente apartada y la solté de golpe. Mi sustoera fundado: desde la salsa de cebolla me había miradouna cabeza de carnero con las cuencas de los ojos vacíasy unos retorcidos cuernos amarillos.

Tras un largo titubeo que otro anfitrión habría consideradodescortesía, pero que Gmünd pasó por alto con unasonrisa benevolente, tomé a ciegas con el tenedor unapequeña albondiguilla, la mojé un poco en una salsa negray violeta y me la metí en la boca. Sabía de un modo muyparticular. La carne roja no estaba picada sino toscamentecortada y fuertemente condimentada con enebro, azafrán yalgo más, seguramente ácoro. El gusto oscuro y olvidadode la cocina de nuestros antepasados.

–Veo que no le resulta desagradable -dijo Gmünd a modode halago, aunque a causa de tantas especias ya nosentía el gusto a nada-, se acostumbra con rapidez. Es unabuena señal, pronto sólo comerá esta clase de comidatodos los días; sin duda no tan sabrosa, pues, entoncesdormiría más de lo necesario. – Soltó una carcajadaáspera y prosiguió-. No se haga de rogar y coma y beba,este Château-Landon es excelente. Permita que Raymondle sirva. ¿Ve estas chispas de color rubí?

El vino era realmente muy agradable, pero fui con cuidadopara que no me embriagara. Asentí con la cabeza endirección a Gmünd por encima del borde de la copa y élretomó la palabra.

–Éramos una hermandad acaudalada, pero todo el mundotenía acceso a ella, lo cual sin duda encontrará interesante,mi querido demócrata. Los principios fueron tristes yapenas éramos un puñado: cuatro nobles. Después… ya

sólo tres. Y los tres reunieron a su alrededor a cuarentahermanos, nos multiplicamos casi por diez. Nosapadrinaban el propio rey y el emperador Venceslao IV,quizá por eso la construcción de la capilla duró sólo onceaños, aunque más de una iglesia de la Ciudad Nueva fuelevantada tres veces, incluso cinco, y un par dedesgraciadas nunca se acabaron, por ejemplo SantaMaría de las Nieves.

»El templo gótico del Cuerpo de Cristo, primero demadera y a la larga reconstruido en piedra, tenía la planta,bien en forma de estrella de ocho puntas, bien decomplicado poliedro con una disposición básica en cruz,simétrica desde el eje entrada-presbiterio. Los profundoscimientos semejaban una rueda dentada, por eso hoy nopodemos determinar el aspecto exacto del edificio. Nisiquiera está claro cuántos de estos dientes servían decapilla lateral, si cinco, seis o eventualmente siete, sincontar el hueco de la entrada. La belleza del Cuerpo deCristo de la Ciudad Nueva no tenía parangón en el mundo,y creo que tampoco lo tiene en la actualidad. Gracias a él,la plaza del Ganado fue durante siglos el centro del mundo.Si desea, al menos de lejos, imaginarse su formafabulosa, su armonía y belleza refinadas, una mentalmenteel templo de Carlos con la Estrella del jardín de verano yañádale la monumentalidad de la capilla de Carlos enAquisgrán. O de otra manera: no se imagine ningúnedificio en concreto, sino un pueblo entero erizado contorretas en punta, lleno de prominencias, salientes y, entre

ellos, rincones oscuros, una sinfonía de verticalespiramidales y cónicas agrupadas como corderosalrededor de un pastor que era la poderosa torre de cuatroángulos con el alto techo piramidal.

»Nuestra iglesia fue escogida para una exposiciónpermanente de reliquias santas. Venían a verlas miles deperegrinos de todos los rincones de nuestra tierra, deBrandenburgo, de Polonia y de toda Europa. Visitar lacapilla del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y de laVirgen María, como se llamaba entonces, era una cuestiónde prestigio para todo buen cristiano. Durante las fiestaspromulgadas por el emperador, la plaza del Ganado sellenaba y la capilla asomaba entre la multitud como una islainmóvil y firme en medio de las aguas fugaces.

«Entonces llegó una época que me resulta desagradable,aunque en absoluto es menos gloriosa. En el tercer añodel desgraciado siglo XV nuestra hermandad donó laiglesia a la universidad, de forma totalmente voluntaria.Fue una imprudencia. Pronto ahí se comenzó a administrarla comunión bajo las dos especies y se proclamaron losinfames acuerdos con los husitas.

–Ya lo sé, grabaron los mandamientos de Moisés en dosplacas de piedra y doraron la letra.

–¿Horrible, verdad? ¡Y después los colocaron en el murode la iglesia!… Carlos debió de revolverse en su tumba

ante semejante profanación.

–Y dos veces, otra fue cuando Münzer predicó ahí.

–¡El infiel de Thomas, ese panteísta protesten! ¡Judasalemán! Bravo, Kvtoslav, me habla con el alma. Los dosencontraremos un idioma común. – El caballero de Lübeckme dio un entusiasta apretón de manos. Entonces seacercó Prunslík y tendió la mano izquierda hacia mí. Suschifladuras ya no me sorprendían.

–A finales del siglo XVIII la desmontaron… ¿Dónde estabasu hermandad?

Gmünd me miró como si le hubiera dado una bofetada.

–Su pregunta ha dado en el blanco, pero tiene derecho aformularla. Ya durante el siglo XVII la actividad de lahermandad disminuyó considerablemente, pero la heridamás grave se la infligió la Ilustración, de nuevo esa épocamaldita. Paradójicamente, por entonces aumentaron lasasociaciones de masones libres, pero se orientaron haciauna actividad completamente diferente y totalmente inútil,centrada en la divulgación.

–¿Considera la divulgación inútil?

–¿Usted no? ¿Para qué ha servido jamás? ¿Adónde nosha conducido? A ninguna otra parte que a la era del diablo,

en que la de la guadaña nos segó como trigo maduro.Cincuenta, sesenta millones de espigas, y aún tuvo poco. Ydurante todo el tiempo, cubría su esquelética cara con lamáscara del amable padre de ésta o aquella nación.

–El siglo XX también lo vio nacer a usted.

–Cada mal acaba por echarse tierra en los ojos. El méritode la continuidad de la hermandad no es mío, sinembargo, sino de mis antepasados, carnales y nocarnales. Mi bisabuelo Petr Gmünd, del que le hablé enalguna ocasión, era arquitecto. Quizá ni siquiera lesorprenda saber que colaboró con Mocker y Wiehl en elplano y realización de la regotización de las iglesias de laCiudad Nueva.

–¿También pertenecían a la Hermandad del Cuerpo deCristo?

–Ellos y otros muchos. En el cambio de siglo entraron en lahermandad las primeras mujeres.

–¿Y Rozeta? Supongo que la habrá captado. ¿Dóndeestá?

–Noto angustia en su voz. ¿Teme por ella?

–Naturalmente.

–¿La ama?

No respondí. Desvié la mirada hacia el hierro quedescansaba junto al anturio que se marchitaba.

Gmünd sonrió.

–El cinturón de castidad -dijo con voz queda-, es igual defalso que la máscara de Rozeta. Su secreto no esenigmático, más bien prosaico…, y terrible. – Se acercó ala pieza de hierro, la cogió y la acarició en el lugar dondese abrían los dos huecos dentados-. Esto es una imitación,producto de caprichos lascivos del siglo XVIII. La EdadMedia no era tan terrible como se cuenta. Los ilustradosquerían considerarlo así y nuestros historiadores aceptarontontamente sus mentiras. Este chisme lo compré a unanticuario inglés; algún coleccionista lo vendió cuando seenteró de que no era una máquina de tortura del siglo XIIIsino una broma. Imitaciones así hay muchas, y también esuna de ellas mi doncella de hierro de Nuremberg: losarroyos de la sangre de sus amantes nunca fluyeron deella, los artesanos la montaron por encargo hacia 1830.

–Entonces ¿por qué lo llevaba Rozeta?

–Por usted. No tiene experiencia con las mujeres; si no,sabría que sólo se dejan atrapar cuando lo deciden.

–¿Así que ella era consciente de que estaba observándola

en su cuarto de baño?

–Antes o después iba a hacerlo. Quería darle a entendersu inaccesibilidad, pero a la vez tenía que despertar eldeseo en usted.

–¿Por qué?

–Por la hermandad. No olvide que fue ella quien reconociósu fenomenal talento. Apareció justo a tiempo.Originalmente su misión era otra: corromper alcomandante de policía para que empezara a trabajar paranosotros. Usted era un botín mucho más raro. OlejáÍ es unbulldog fiel, pero no tiene ni pizca de su talento. Lo intentacomo puede, y suda tinta, pero cada vez se aleja más delobjetivo. Cuando realmente empiece a pisarnos lostalones, lo detendremos. Chantajearlo es muy fácil, comousted advirtió, se dio cuenta que lo que le sale de lasorejas es su conciencia negra. Sólo se equivocó conBarnabá, que no sabía nada del comandante de policía. Yosé más. Bastó insinuarlo para que OlejáÍ fuese mío. ¿Creeque de otra manera lo habría puesto a usted a midisposición? Habría hecho de usted uno de esos polis debarrio que se pasan la vida dando vueltas a la mismamanzana, hasta que se jubilan. Jamás hubiese ascendido.

–¿Y Rozeta? ¿Por qué trabaja para usted?

–Si le interesa la razón por la que entró en la Hermandad

del Cuerpo de Cristo, aquí está: Rozeta no es una mujer deverdad.

–¿Qué tonterías son ésas?

–Sin duda es una persona del sexo femenino, además debella, pero no puede tener hijos. Antes de ser adulta tuvoque someterse a cierta operación.

Se oyó un ruido. Era un jarrón con claveles que Prunslík,pálido, con los ojos saltones y unas lágrimas increíbles,había tirado al suelo. El hidalgo enarcó las cejas y siguióhablando.

–Hubo más damnificados entonces, ella aún salió bienparada, si Dios quiere vivirá muchos años. Todo Pragahablaba de este caso hace unos doce años, era lo que sellama un secreto a voces. Vivía con su madre en algunaparte de Holesovice. Tuvieron que mudarse debido a laconstrucción de las vías subterráneas; recibieron un pisoen una urbanización de Opatov. En la casa de la muerte.Era un pequeño experimento arquitectónico…

–¡Espere, conozco esa historia! Fue una de las víctimasdel nuevo material ignífugo, no?

Gmünd asintió en silencio y otro jarrón cayó al suelo, estavez lleno de rosas. El agua empapó la alfombra, en cuyodelicado tejido quedaron atrapados los cristales. Prunslík

miró de reojo los tulipanes que aún tenía a su alcance, yextendió la mano hacia ellos. Me encogí instintivamente,pero todo lo que hizo fue sacar un tulipán y, con los ojoscerrados, lo acercó a su nariz. A continuación, lo olió.Entonces, con un movimiento rapidísimo, lo mordió y se lotragó sin masticarlo.

–Como ya he dicho -continuó Gmünd-, Rozeta se sometióa la extirpación de un tumor maligno de matriz y así salvó lavida. La conmoción anímica tenía que llegar. Era unaestudiante extraordinaria, enfocó toda su joven energía enlos exámenes de graduación y las pruebas de ingreso enla universidad. Quería ser intérprete. Pasó los exámenes,fue aceptada y… se vino abajo. El trauma postoperatorio,primero latente, se hizo cada vez más patente. Tras unalarga convalecencia, se recuperó, pero desde entoncessufre de bulimia. Cuando fue a la policía, lo ocultó.

–Una historia triste.

–¿Estaba al corriente?

–No tenía ni idea. Sólo me extrañaba que perdiera peso yluego lo recuperara tan rápidamente.

–Cambia de repente e inesperadamente, y eso la agota.

–¿Dónde está? Me gustaría verla, estar con ella un rato asolas.

–Eso se lo permitiremos con mucho gusto, ¿verdadRaymond? – Miró el reloj-. ¿Qué cree, no ha madurado yalo suficiente para que llevemos a Kvtoslav a ver a susecreta belleza?

–Espere -dije con voz más firme-, respóndame a esto:¿fue usted quien mató a la ingeniera Pendelmanová?

–¿Quién si no? – respondió, y en su cara no se movió ni unmúsculo-. Conspiró con los peores bandidos y provocódaños en nuestra ciudad santa durante décadas. Noimporta que fuera mujer: en su oficina se comportabacomo un guerrero avaro. Nuestra ciudad es de génerofemenino: unos la amenazan, otros la admiran, pero todosla cortejan, todos intentan conquistarla, para bien o paramal. Me considero un rival de los arquitectos, constructoresy funcionarios; mientras que ellos quieren utilizar la ciudad,yo, con veneración y admiración, me arrodillo como ante ladama de mis sueños.

–Y nadie puede interponerse en su camino.

–¿Se sorprende? ÌehoÍ y sus homólogos trajeron a Praganuevas carreteras y con ellas esos artefactos de hojalataque van por ellas. ÌehoÍ había participado no hacía muchoen la construcción de un canal de hormigón por el valle deNusle, aunque había propuestas diez veces mejores. Porejemplo, un puente de acero, una especie de torre Eiffel

apoyada en ambos lados y posada a través del valle, o unacueducto romano de bloques de madera sobre arcos deenorme altura: en el nivel inferior iría el metro (los viajerosmirarían hacia afuera por la ventanilla) y en el nivel superiorhabría una amplia acera. Finalmente, incluso podíaconstruirse una carretera, por supuesto más estrecha ysobria que la arteria principal, esa víbora venenosa quetenemos en la actualidad, alimentada diariamente poraventureros. A la hermandad no le faltará trabajo, esoseguro. ¿Se ha dado cuenta de cómo ha embellecido laiglesia y de que ha crecido un poco después de vengar suofensa?

–Habla de ÌehoÍ y de Pendelmanová. ¿Y Barnabá?

–Otro bandido que se lo ha ganado. No sólo ha construidola mitad de todas las pocilgas habitables en la Ciudad Sur,sino que se implicó en el asunto Opatov, autorizó laconstrucción del Palacio de Congresos, la hidra deVyehrad, y firmó el levantamiento del gigantesco menhir enikov, signo infame del paganismo de los checos. Barnabáes el responsable de que en Praga no exista ni un lugar enel que no se vean edificios de hormigón, a excepción,gracias a Dios, del hotel Bouvines.

–Si no, suba hasta la torre -apuntó Prunslík amargamente-.Desde ahí se ven Prosek, Háje, Jinonice y „ernv Most,puede girar como una peonza y verá ÍehoÍes, barnabáes,záhires y pendelmanovás en todo el horizonte. Por suerte,

nada es irrevocable.

–Ha dicho záhires. Eso significa…

–¿Teme por él? – preguntó Gmünd-. ¿Realmente leimporta? La policía sospecha de él por el asesinato deBarnabá, quizás aún llegue a escapársenos y termine enuna cómoda prisión. Ya lo ha protegido más de una vez.

–¡Aquella vez, en Apolinar! ¡Me puso una trampa!

–Esos son nuestros métodos, cada uno cae en su trampasólito. – El ayudante de Gmünd rió ahogadamente.

–Así que fue usted el que hizo tañer la campana.Cuénteme cómo salió de ahí.

–Esperé a que Su Merced se dignara bajar las escaleras.– Prunslík rió y después me explicó dónde había estadotodo el tiempo: agazapado en el lado ciego de la torre, elnorte, como un elfo detrás de una chimenea. En el lugardonde la torre se desvía del tejado de la nave, estabaperfectamente oculto. Había estado sentado ahíburlándose de nosotros.

–Dentro de menos de una hora su amigo Záhir tiene unacita con Rozeta -intervino Gmünd con una sonrisa- en unrestaurante de Vinohrady. Ha quedado con ella desde elextranjero. ¡Eso son ganas! ¿No va a intentar hacer algo?

–¿Cree que ella…?, pero aún falta algo por explicar: ¿porqué me lanzaron a ese embudo?

–Por supuesto, para que acabara de explicarnos lo queantes sólo había mencionado. Perdóneme, estabadesesperado porque usted no quería colaborar.Podríamos habérselo sacado con métodos violentos, perousted se habría defendido y se habría hecho daño a símismo, o a alguno de nosotros, o habría muerto del susto,qué sé yo. Nadie quería algo así. Pero… ¿qué pasa, a quéviene esa expresión tan triste? No le sabrá mal que le hayaenredado, ¿verdad? Créame, era por el bien del plan. Notenía demasiado tiempo; por lo que sé, se encariñó conusted cierta dama… y no habría tardado mucho enseducirle. Después ya no nos hubiese servido de nada.

–¿Quiere decir…? ¿Significa eso que…?

–Sí. La castidad condiciona su capacidad mágica. Nopregunte por qué, pero es así, y dé gracias por su don.

–¿Así que Rozeta es como yo?

–Hasta cierto punto, son iguales, pero quizás a causa desu salud su capacidad de ver en el pasado es más débilque la suya. Sin embargo, usted tampoco se va a quedarpara vestir santos, no tema. Cuando ya no necesite susservicios, créame que lo casaré convenientemente.

–¿Con una viuda? – dijo Prunslík, y soltó una risita-.Conozco a una joven muy bonita…, su marido aún vive,pero es un viejo con un pie en el hoyo. Vale la penaesperar.

–No tenía derecho a traicionarme.

–Rozeta… Como chica que lo hechizó, sin duda no, perocomo víctima de los tiempos modernos, sí. Esta pequeñatraición contribuirá a su venganza y establece el camino ala enmienda. También lo desea así la hermandad, yespero que usted también lo desee pronto.

–¿Qué dije en la buhardilla?

–Deliraba, pero la información que nos importaba estabaclara y se relacionaba con lo que no había acabado deexplicar. Una triste mañana del año del Señor 1377,Vaclav Hazmburk, antiguo notable de Útk y confidente deCarlos, partió hacia la iglesia recientemente construida enel monasterio de los agustinianos, consagrada no hacíamucho a Carlomagno y a la Virgen María, para controlar laelaboración de signos rituales de la así llamadaHermandad de San Carlos, que fundó con tres noblesamigos. Ese preciso día se presentó el emperador,aunque imprevistamente; en el orden del día estaba sanApolinar, que Su Serenísima iba a honrar con supresencia. Pero cuando el emperador llegó y descubrió en

el desván a dos artesanos y su señor esculpiendo enpiedra los siete espectros de la noche, lo interpretó comouna profanación de un santuario y a la mañana siguientehizo colgar a los tres. Los símbolos de la hermandadfueron destruidos. Todo el desván y el sistema de apoyofueron reformados y la iglesia consagrada nuevamente.Sólo quedaron las gárgolas, que cuarenta años más tardeserían destrozadas por los husitas. Durante toda mi vidaindagué en la historia de la familia para enterarme de porqué Václav Hazmburk había perdido el favor real y su noblecabeza, y finalmente me lo dijo usted, el niño milagrosoque ve el pasado.

»Por su mediación sé que todo fue una desgraciadacasualidad y un estúpido malentendido. Así juega lahistoria. Ni siquiera un monarca tan perspicaz comoCarlos era infalible. Los siete monstruos de piedraencerrados en el círculo con el martillo debían proteger esaiglesia y las otras seis. Como sabe, los monstruos de lascatedrales góticas suelen tener una función muy simple:llevarse el agua del tejado. La forma de feas gorgonas ygrifos sombríos no se debe sólo a su finalidad, sino a la feen su poder de protección.

»Mi antepasado fue ejecutado, el emperador Carlos seconsumió por su precipitación, la vida siguió. Como iglesiaprincipal, en cuyo desván esculpirían nuevos símbolosrituales y que daría el nombre a la nueva hermandad, lostres notables restantes eligieron la capilla de la plaza del

Ganado. Durante el reinado de Venceslao IV, se fundó laHermandad del Cuerpo de Cristo para proteger lostemplos de la Ciudad Nueva y castigar a aquel que lespusiera las manos encima.

»"Ojo por ojo, diente por diente, quemadura porquemadura, herida por herida, golpe por golpe." Es elmomento más elevado para que la gente vuelva al contratosellado para ella por Moisés con el Señor. ¿No es mejorque mueran un par de arquitectos y funcionarios tontos,inútiles y amorales, a que padezcamos todos, a que nosdejemos matar por bárbaros que en lugar de bridasempuñan el volante de un coche, a que nos dejemosasfixiar por el humo en nuestra propia ciudad? Diga, ¿noes mejor?

Guardó silencio a la espera de una respuesta.

Permanecí callado. El miedo (a la hermandad, a mímismo), me impedía hablar. Me guardé de decir nada,aunque las palabras me quemaban en la lengua. Cerré losojos e intenté tragármelas, pero me atraganté con ellascomo con una espina de pescado que me pincharadolorosamente. Así que las vomité, las expulsé en unataque de dudas y desacuerdos. Pero eran palabras deasentimiento. Matyá Gmünd tenía razón. Finalmente mehabía sido enviado un maestro.

Capítulo24

Camino.

En el pesado humus casero se desploma mi paso.

Ir: eso es lo que tiene sentido.

Con Vos: mi único deseo.

R. Weiner

Como si me condujeran al cadalso, así fue. El caballero deLübeck iba a mi lado y callaba. Me había inmovilizado conunas cadenas invisibles. Prunslík nos seguía, silbando.Quizá vigilara cada uno de mis movimientos, quizá noreaccionara en absoluto si yo intentaba huir.

La luna se peleaba con la noche, aunque ambascelebrarían el plenilunio; la oscuridad caía más insondableque nunca. No reconocía las calles, apenas había farolasencendidas. Tropezaba con los adoquines levantados portodas partes, y dos veces habría caído si Gmünd no me

hubiera agarrado a tiempo. Sin embargo, pronto empecéa evitar con asombrosa seguridad los sitios peligrosos,como si supiera dónde esperarlos. No nos cruzamos connadie, no pasó por nuestro lado ningún coche. Tampocohubiese podido hacerlo, pues las carreteras ya no erancarreteras. En medio de una de las calles, seguramenteKateÍinská, había un montículo que superaba la altura de unhombre, y percibí olor a quemado. De su cima abrasadasalía humo, de sus paredes revestidas de barro, madera yhojarasca emanaba un brillo anaranjado. No conocía suutilidad ni me atreví a preguntar, pero más o menos así mehabía imaginado siempre una carbonera. Los ojos se mellenaron de lágrimas a causa de la áspera humareda. Porsuerte, el viento la disipó rápidamente. Oí el chirrido deunos frenos, y después, detrás de una casa a oscuras pordelante de la que pasábamos, empezó a sonar la sirenade una ambulancia, que enmudeció enseguida. Cuandopasábamos junto a la jefatura de policía, noté quepisábamos cristales rotos. En el edificio no había ni unasola bombilla encendida. Sólo junto a la pared de la puertaprincipal, que para mi sorpresa estaba abierta de par enpar, llameaba una antorcha. En menos de media horallegamos a nuestro destino.

La avenida principal estaba en silencio y no se advertíaninguna señal de movimiento; las aceras se encontrabandesiertas. El alumbrado público no funcionaba, o alguien lohabía apagado. Sólo estaban iluminadas algunas ventanasde los edificios de apartamentos; más abajo, la calle

estaba a oscuras. Alargué la mano y distinguí su perfil,más claro, pero aparte de eso todo se hallaba en un fríonegro. Muy por encima de nosotros emergían de lapenumbra las tres cúpulas de una iglesia, que sedistinguían, con el brillo verdoso de la ciudad que seextendía al pie de la colina como fondo, como recortadasen papel dorado. Semejaban un souvenir de Oriente,Istanbul by night. La iglesia pronto tendrá sus tejadosoriginales, con las tres puntas piramidales el triple de altasque la mampostería periférica. Se verá desde Hrad…any.

Allí había algunas personas, taconeaban en el aire gélidocomo si esperaran. Sus pálidas caras destellabandébilmente, con cada movimiento desaparecían y volvían aaparecer. Al parecer estaban esperándonos. Alguien seacercó a Gmünd, lo cogió del codo y lo llevó aparte.Apenas si vi nada, sólo oí el susurro de voces dedesacuerdo. Distinguí una amortiguada voz femenina. Unamujer dio un paso hacia mí, o al menos eso me pareció,pues le hacía sombra una recia silueta con sombrero.Volvieron a oírse las voces inquietas; después, la gransombra la dejó hacer.

Se acercó a mí, tanto que incluso a oscuras reconocí suforma. Era la de la otra Rozeta, la esbelta joven con elrostro alargado, las mejillas hundidas y los ojosinquietantes. En éstos reinaba la misma oscuridad queaquella de la que emergía la cara, así que parecía unamáscara blanca colgada en una habitación oscura.

–A la iglesia -dijo la máscara con voz áspera y hacia allífui. Vi con claridad que algo brillaba en su mano cerrada,como si empuñase un objeto.

Se trataba de la valla que hacía las veces de frontera delbarrio de Carlos, lo supe porque entramos en el parquepor un lugar donde nunca había habido un portal. Bajo elmuro del presbiterio, donde ardían dos antorchas ensendos hacheros de hierro, Rozeta me indicó que medetuviese y me apuntó a la cara con mi propia pistola.

Estaba seguro de que al instante siguiente apretaría elgatillo. Lo hizo justo antes de que se me doblara la rodilla.Un chasquido metálico rompió el silencio, y caí fulminado.Sin embargo, seguí viviendo. Rozeta se inclinó hacia mí yme enseñó la otra mano. En ella tenía el cargador. Lointrodujo en la culata y me dio el arma. Después me cogiódel brazo y me ayudó a levantarme.

–Me viste desnuda -dijo-, tenía que castigarte.

–¡Pero si era una trampa!

Me acarició la cara.

–Sé que no pudiste evitarlo. Si hubiera sido así, estanoche morirías junto con Záhir. Ya debería de estar aquí.

Sentí el calor de Rozetina en la culata de la pistola; meguardé el arma en el bolsillo interior del impermeable. Sutibieza era como la de un regalo inesperado. La chicavolvió la mirada hacia el oscurecido puente de Nusle.Entonces el resplandor de unos reflectores le iluminó lacara. Sonrió. Tenía la cabeza cubierta con la capucha deun hábito monacal. En la pechera, la túnica lucía unemblema cosido con hilo de plata: un aro y un martillo.

Unas luces se abrieron paso por la densa oscuridad, dosconos blancos convirtieron la boca del puente en unaescena teatral. Bastaron un par de segundos para ver atodos los que se reunían en aquel escenario. Formando unsemicírculo había unas cuarenta figuras anónimas,vestidas de manera similar a Rozeta. Todas ibanencapuchadas, pero a algunas se les podía ver el rostro.Reconocí a Gmünd, el más corpulento de losconspiradores reunidos. Busqué con una mirada rápida asu opuesto, pero no le vi por ninguna parte. Sin embargo,descubrí la presencia del profesor NetÍesk, que no seguíaal coche que se acercaba sino que, con una sonrisa tristeen el rostro, contemplaba la iglesia, como si sus ojoscortos de vista buscaran en las sombras de loscontrafuertes a su alumno más aventajado. Era una sonrisade culpabilidad, e impropia de una persona mayor.

Algo más allá, desde las profundidades de su capucha,distinguí a Trug, sombrío, severo, con el rostro deformado

por una expresión de rabia. Miraba directamente hacia mí.Cuando el doctor se dio cuenta de que estabaobservándole volvió la cara, escupió y consultó su reloj depulsera.

Vi otra cara que me resultó conocida; tenía la cabezapequeña, los labios crispados y llevaba unas gafasenormes. Se trataba de la mujer que en San Apolinarhabía querido quitar a la estatua de la niña la corona deflores de uña de caballo.

El coche salió disparado del puente y desapareció por uninstante tras la curva. De pronto se oyó el estrépito de unmotor y algo se movió entre las sombras al otro lado de lacalle. Luego atravesó la avenida un camión anaranjado,cargado con una grúa móvil. La cabina parecía vacía, perode vez en cuando tras la ventanilla saltaba claramente unallama de pelo rojo, como si el menudo conductor sepeleara con el volante.

Záhir siempre iba muy deprisa. Su coche no frenó, niaminoró la marcha ni se desvió de la trayectoria queacababa ahí donde empezaba la zona de las SieteIglesias. El impacto contra la grúa produjo un ruidosemejante al de una lata de refresco aplastadabruscamente. Todo volvió a sumirse en una oscuridadabsoluta. Luego apareció una luz y desapareció alinstante, volvió a aparecer y volvió a apagarse. El cochedio vueltas como una noria que se ha soltado de su base,

subió hacia la noche en extraordinarias vueltas decampana luminosas, pasó por encima de nuestrascabezas trazando un arco lentamente. Rozeta sonrió yaplaudió como un niño. Por nada del mundo la hubieramirado a la cara.

Sabía lo que haría: bajaría corriendo por las escaleras deAlbertov, me perdería entre los edificios de la universidad yllamaría a OlejáÍ lo antes posible. Si me perseguían,empezaría a disparar, tenía suficientes balas. Y si meatrapaban, destinaría la última para mí mismo. Antes medefendería y no salvaría a nadie. Me vengaría por Záhir, aquien estaban asesinando ante mis propios ojos, por elviejo NetÍesk, a quien habían atraído a su círculosangriento; por mí mismo, porque me habían usado parasus objetivos. Y me vengaría también por Rozeta, porquede una víctima infeliz del progreso científico habían hechoun monstruo sanguinario. Sabía lo que haría…, y sinembargo no lo hice. Esa hermosísima infeliz me habíadado la vida, me había permitido huir y evitar la locura queme esperaba en la hermandad prehusita. ¿Cómo iba aabandonarla?

El coche interrumpió su vuelo y comenzó a descender, encaída vertical, sobre la avenida; de momento suspendidopor encima del semicírculo de la Hermandad del Cuerpode Cristo, iluminaba la esfera resplandeciente de la luna,que cuya roja esfera había aparecido sobre Praga comoen un lienzo de un paisajista. Semejaba el martillo de

hierro de un péndulo que deja de balancearse, aminora elritmo hasta que se detiene por completo…, no…, se agitaimperceptiblemente. Todos miraban hacia arriba, nadie semovía y yo era incapaz de volver la cabeza. Sucedió loimposible, el Tiempo se detuvo y aguardó una señal.

Entonces… el péndulo por sí solo volvió a oscilarlentamente. Antes de que un velo negro envolviese lagigantesca esfera, algo se movió en su rostro de acuarela,quizá fuera la aguja de un reloj, quizá sencillamente elborrón de un pincel invisible, y de repente dejó de avanzarhacia la medianoche, perdió la rigidez, se onduló y girópara retroceder por fin varios grados, rumbo a laatemporabilidad desconocida.

Delante de mí la chica observaba la escena inmóvil comouna estatua. La capucha resbaló entonces hasta sushombros y descubrió su pelo oscuro, y con él, el círculo deuna corona de flores amarillas. Soy un hombre débil.Quedé estupefacto y sólo fui capaz de dar un paso, apartarel pesado cabello y estamparle un beso en la pálida nuca.

Por el arco ojival que describió en la noche el pequeñocoche deportivo miré como por una ventana gótica haciaun mundo iluminado y bendecido por Dios, y Rozetaestaba conmigo. En aquel momento aterradorarmentebello y milagrosamente prolongado, fui indultado yfinalmente me enamoré.

Epílogo

¿Por qué apresurarse en balde?

¡Retén los años inútiles!

Aquí ante un milagro acaba toda laprisa.

El día muerto ha empezado a abrir los ojos.

Y el tiempo vuelve atrás.

K. Kraus

Gracias a Dios que se ha acabado este invierno crudo einterminable que ha durado casi siete siglos. Un nuevo añoy seis semanas después yo ardía de fiebre. Me acostaron,quién sabe por qué, en el pasillo rojo del apartamento delcaballero, en el antiguo hotel Bouvines. Sus blandasparedes daban calor y seguridad; cuando golpeaba lacabeza contra ellas, devolvían una suave caricia. Durantetodo el tiempo alguien, supongo que Rozeta, me dio decomer y se ocupó de mí, y me avergüenzo profundamente

de que me encontrara día tras día en un estado tandeplorable. Me lamentaba sin parar y la mayor parte deltiempo estaba como enajenado. Y sin embargo acabó elinvierno y un día renací.

La primavera se arrastraba con retraso, las hojas brotaronen los árboles hasta finales de abril y ahora, un mesdespués, empiezan a florecer las lilas, despacio, aunquegenerosas y pródigas. Del Bouvines me trajeron aquí tanpronto como fui capaz de moverme, y los luminososarbustos blancos fueron lo primero que vi desde la ventanade mi nueva vivienda. ¿Cómo adueñarse de esta belleza?¿Asirla con la mano, ocultarla en el bolsillo, presionarlacontra el cuerpo bajo la camisa? Una belleza así es capazde hacer sufrir, es inmisericorde, impúdica en suindolencia. Miro las flores desde la ventana durante horas,las huelo desde lejos e imagino que las acaricio, hago queme las traigan al gabinete y hundo el rostro en sus nubesembriagadoras, y a menudo, en secreto, deseoconvertirme en jarrón para nutrirlas en mis profundidades.

Al nombre antiguo me añadieron uno nuevo: en broma, sinmala intención, mis alumnos del seminario me llamanDalimil, como la primera crónica checa. Me convertí -yreconozco que un poco por necesidad- en cronista denuestro pequeño mundo. Algún monje debería dedicarse aesta actividad, pero como por el momento aquí no haymonjes, el señor me ha encargado esta tarea a mí.

Desde las ventanas de la Casa de Fausto, que es miprisión, mi morada y mi cuarto de estudio, miro hacia lamedianoche. Un pintor encontraría generosa la luz quebaña la plaza: por la mañana, con sus dedos refrescantes,limpia el pensamiento y la mirada, dibujando en las retinaspatrones perfectos para la burda mano del artista; por lanoche, picara, le inunda el corazón y le hace cosquillas enel órgano donde residen los sentimientos.

Mi señor Matyá sigue llevándome a las iglesias porrazones de seguridad encadenado y con un pañuelo sobrelos ojos, y no deja de escuchar las voces que hablan através de mí. La mayor hambre de conocimiento la sacióen el desván de la iglesia de Carlos, desde entonces sólocompleto para él figuras, edificios y paisajes. Sabe que setrata de un lienzo que estoy pintando y que no acabaré, nipodría hacerlo. Por eso no me requiere tan a menudocomo antes. Me alegro; ya tengo suficiente trabajo con lailuminación de las crónicas que escribo con una pluma ycon tinta de agallas y que pinto con pigmentosabigarrados. Soy un maestro de las iniciales, la ciudadentera viene a ver mis tallos, mis hojas y mis floresentrelazadas, entre las que asoman monstruos. Soy suyo, yellos son míos. Si viniera hasta nosotros un pintorambulante y compitiera por un encargo, lo desterrarían.Mirad esta K, ¿a que está particularmente conseguida? ¡Yel dorado! Si tumbáis la letra sobre el costado derechorecuerda una M. Si le dais la vuelta y la ponéis sobre elizquierdo parece una W. ¿M de Mocker? ¿W de

Wohlmuth? ¿K de…?

Antiguos maestros.

Lo que en las crónicas no consigo describir con palabras,lo pinto, y a veces al revés. Tengo una posición bastantebuena, se lo agradezco al Todopoderoso, porque Él meagració con la clarividencia retroactiva y un conocimientoexcepcional de los tiempos pasados. Sin el conocimientode la historia el caos nos atormentaría. El buen señorMatyá recibió de nosotros el apodo de Grande; al principiolo empleábamos para reírnos de él, hoy lo pronunciamoscon el mayor respeto y consideración. Porque es nuestromodelo, el alumno más diligente de nuestros antepasadosy la mano derecha de la Providencia. «Si no sirves para laciencia ni sirves para las cuestiones prácticas, quizá sirvaspara el arte», me dijo cuando me restablecí. (De todasformas, aquí a esto no se le llama arte.) Él descubrió queyo poseía talento para la pintura, y por eso le sirvofielmente. Y ¿cómo me ganaré el pan cuando el señor yano encuentre utilidad a mi visión retroactiva? No sirvo paraotra cosa que escribir y pintar, y ningún checo me tomaríacomo aprendiz. Olleros, carniceros, tintoreros, chatarreros,barberos, orfebres, silleros, leñadores, toneleros,carpinteros, sastres, hojalateros, pescadores, médicos,campaneros, alquimistas, curtidores, tinteros, modistas,jaboneros, farmacéuticos, saladores, pañeros y caserospreservan su sustento y ni por un alto soborno dan paso ala competencia. La recompensa es una vida sosegada y el

sostén material: más de uno ya es dueño de varias casas.Hoy el tiempo fluye despacio, hoy el tiempo fluye bien.

La mayor plaza del mundo que de la mañana a la nocheobservo con ojos indagadores está engalanada de nuevo,y cuando digo «de nuevo» quiero decir que fueperfectamente reconstruida para recuperar el aspecto quetenía en el siglo XIV. La Ciudad Nueva de Praga, apodada«de las Siete Iglesias», venció la sempiternadestructividad humana; desde ahora aquí no cambiaránada: finalmente quedará piedra sobre piedra. Comoordenó el emperador Carlos, todos los edificios prontoserán sólo de piedra, de dos plantas, con tejado alto,bodega abovedada, a veces con soportales y largos yestrechos jardines detrás. Sólo habrá problemas con laplanta de las calles: la experiencia de los tiempos pasadosha demostrado que las líneas rectas seducen a losinsensatos que encuentran atractiva la velocidad y atraenla desgracia. Nuestra hermandad pre-husita, a diferenciadel resto de la humanidad, se deja enseñar por la historia ypretende atravesar la ciudad con las probadas callejuelasestrechas y con esquinas quebradas, pasajes oscuros ycurvas inesperadas. Sea jinete o peatón, en la ciudad depiedra todos moderan el paso con respeto.

No sé qué aspecto tiene ahora la ciudad que queda másallá de las puertas, todavía no he estado allí. La zona delas Siete Iglesias está protegida por murallas de piedracon almenas dentadas y cinco puertas fortificadas, la

mayor de las cuales es Svinská, cuyos estandartes se vendesde todos los rincones de nuestro pequeño mundo. Lasmurallas no nos protegen de los gases venenososprocedentes de la zona donde se siguen empleandomedios de transporte antinaturales, pero al menos inspiranrespeto y disuaden a los vándalos y a otros incrédulos. Losde fuera, a su vez, se quejan de la peste de nuestrosestercoleros y canales de desagüe; a menudo lesarrojamos un par de carretillas desde las almenas. Eninvierno suprimimos el alcantarillado; hemos convertido lascloacas en arsenales y bodegas. Si estalla una guerra conla Ciudad Vieja -lo cual me temo que ocurrirá antes de finde año- esos conductos serán una vía de escape hacia elrío.

En el lado opuesto de la plaza, junto al edificio delAyuntamiento, está la Puerta Nueva, con una ladronera,troneras y nueve torres en las que flamean las banderascon los colores de nuestro señor. Todo el que pasa por ahísiente sobre su cabeza el poder del arco gótico; cuandoluego entra en nuestra ciudad, se comporta como uncordero.

Delante del Ayuntamiento los escuderos instalaron unapicota, un invento verdaderamente eficaz con el que hacerentrar en razón a los ciudadanos testarudos. Incluso existeun censo de pecadores-candidatos. Al lado de la picotahay un cadalso, por el momento sólo como advertencia.

Los guerreros han estado aquí varias veces. Pasaron porla plaza con cajas provistas de ruedas y amenazaron anuestra gente. También la fotografiaron, si sus maquinitasfotográficas no eran destrozadas ante sus ojos. Si losciudadanos caían sobre alguno de esos tipos, loabofeteaban y lo mandaban al cepo un par de noches. Elcoche, pintado con diablos, ardía en la frontera. Losherreros se llevaron las partes metálicas, para fundirlas yforjar con ellas espadas y rejas. Se produjo un accidente.Por la pequeña puerta de Je…ná, también conocida comoPuerta de la Cebada, que el día de feria está abierta, seprecipitó un coche en la plaza del Ganado, cegó a loscompradores con unos reflectores eléctricos y losamenazó. Un niño se interpuso en su camino y perdió lavida. El conductor quiso huir, pero desde la saladería, unade las nuevas construcciones que ocupan el medio de laplaza, llegó corriendo el panadero, a quien llamamosMartin el Bollo, y atravesó la ventanilla de la máquinaasesina con su pala de horno. El coche patinó y se detuvo,el conductor salió tambaleándose, con la cara cubierta desangre; gemía y no podía hablar porque tenía la mandíbularota. Pero la osadía no lo abandonó. Blandía en la mano unrevólver, un arma anticuada pero efectiva. La levantó,apuntó y disparó al panadero en el pecho. De la torre delAyuntamiento cayó sobre el intruso una lluvia de flechas;una le desgarró el hombro, otra se hundió en su costado.Los ciudadanos se arrojaron sobre él, pero contra lo quetodos esperaban, no lo mataron, sino que lo pusieron en lapicota. Al día siguiente le sacaron los ojos, con los que

había visto morir al niño. Al otro día le perforaron conclavos el pie derecho, porque con él había pisado elacelerador, primitiva arma de la antigüedad pagana. Y alcuarto día, le cortaron las manos con una sierra decarnicero, porque ellas habían sido las verdaderasasesinas, por aferrarse al volante. El forastero sedesangró. Yo no presencié el incidente, porque estabaocupado en Emaús, pero esta cruel escena, en la que nointervino juez ni verdugo alguno, tuvo multitud deespectadores, entre ellos los señores regidores, que lacontemplaron desde las ventanas del Ayuntamiento. No seatrevieron a entrometerse. El panadero se recuperógracias a los buenos oficios de la ungüentera, la pequeñamujer que hallamos al principio de esta historia, que leadministró una poción de uña de caballo. Martin fuenombrado notable auxiliar. También el coche fuecastigado: le pincharon las ruedas, le sacaron las luces y learrancaron la palanca de cambios que, junto con lasmanos del conductor, clavaron como advertencia en ellado opuesto de la Puerta Nueva, frente a los amantes delorden del siglo XX. Desde entonces, nadie ha venido aintentar sacarnos de aquí.

Los sábados se celebra el mercado de pescado, aves yhuevos, y los jueves el de carne. Buhoneros y chatarrerosexponen sus productos también los días de ayuno. Losregidores son amables y no suelen imponer castigos.Florece el comercio de ganado. Tras el derribo de lascasas cuyas parcelas el emperador Carlos no había

demarcado, las zonas de pastoreo aumentaron. Al pie delas murallas crece la vid y en verano, por primera vez,cosecharemos trigo de nuestros campos.

Los domingos voy a misa en Emaús, que es la que tengomás cerca, y en alguna ocasión he estado en SanVenceslao, donde hay un buen canónigo. Una vez a lasemana viene a verme NetÍesk para jugar al ajedrez. Losenfermos, doctores en medicina y boticarios que viven enla planta baja de mi casa, y que detrás de ella cultivan unherbario, no le quieren dedicar tiempo. Así, mientrasjugamos y le damos la vuelta al reloj de arena, el viejoprofesor me prepara para la vida con Lucie, una jovenmujer de sonrisa agridulce. Un bonito gesto de su parte. Leprometí que, cuando se marche para la eternidad, seré unbuen padre para su hija.

Lucie me visita en su compañía, como corresponde a unamujer. Cuando levanta hacia mí sus inteligentes ojosgrises, veo en ellos pesadumbre, melancolía y sutileza,incluso una promesa de ternura, y entonces me doy cuenta,maravillado, de que la única carencia de esta hermosamujer, mi prometida terrenal, es su accesibilidad. La echode menos.

Le gusta escuchar (¿o quizá sólo finge interés?) cuandohablo sobre el unicornio, al que nunca ha visto y que yo veoa menudo aunque no lo desee. ¡Qué indiferentes somoscon nuestros regalos! Durante los plateados plenilunios

medievales, que ya no se destiñen por las farolas, elanimal sin herrar merodea alrededor de la casa y, comosaludo, alza su cuerno en espiral. Nos entendemos.Cuando el señor me case, el unicornio desaparecerá parasiempre. Pero mientras tanto viene y halaga mi vanidad.

Con el primer toque del sereno dejo a un lado la pluma y elpincel. A la luz de las velas y las lámparas de sebo nopuedo trabajar. Con el resto de luz, me apresuro hasta laventana para contemplar la plaza, donde al anochecerllega acompañado de su séquito Matyá el Grande paracomprobar el avance de los trabajos de construcción. Aveces le acompaña Rozeta, a menudo me regalan un levesaludo con esa extraña mirada franca que aún no hadejado de asombrarme; una mirada que no revela nada desu interior. Cuando pinto a Rozeta le oculto el rostro con unvelo transparente que cae sobre los pechos desde elelaborado peinado. Conozco su terrible secreto, y sinembargo nunca la entenderé. Me consuelo soñando con elángel negro; cuando vayamos juntos al purgatorio será miprometida.

Igual que Rozeta, también Matyá pertenece a la clase alta.El caballero se viste ricamente, lleva una holgada túnicaroja y un recio cinturón de cuero del que cuelga unaespada ducal, con ágatas y moldavitas incrustadas. Elvestido enjoyado de su compañera, azul o negro, concinturón bajo, amplias mangas y cadena de oro concampanillas alrededor de las caderas, cae hasta el suelo.

Mi propia vestimenta es modesta: una tosca casaca,estrechas calzas, y botas con puntera alargada, según lamoda, aunque en absoluto desproporcionada. Noasciendo en la escala social: me conformo y estoysatisfecho con la clase a la que pertenezco.

Muchas veces los he inmortalizado en iluminaciones en lasque describo la estructura de las altas ventanas de lasiglesias que tanto le gustan al señor hidalgo, y las decorocon ricos motivos florales. Una vez pinté a Matyá y Rozetacomo Adán y Eva y me permití bromear a cuenta del señorPrunslík, nuestro más alto gentilhombre, representándolocomo serpiente; otra vez los presenté como la SagradaFamilia en el pesebre, al duque como José y la señoracomo María, en tanto que al niño sobre el que ambos seinclinan le di mi aspecto. Lo sé, fue un pecado, pero ya mehe confesado y en señal de penitencia le he prometido alcura que prepararía algunos modelos de nuevas vidrieraspara el monasterio de los eslavos.

Durante los atardeceres claros espero la caída del sol.Tengo que asomarme mucho a la ventana para reconocerbajo los rayos rojos el torreón del palacio Bouvines, hoysede provisional del duque. A más de ciento cincuentametros a la izquierda despunta entre los tejados otra torre:el castillete del emperador Venceslao, construido en suantiguo emplazamiento. No veo el momento de que el solresplandezca en su almena y el señor Matyá me invite avisitar su nueva casa.

La vista que más regocija mi corazón me la brinda elcreciente terreno de obras que se extiende detrás de lagran fuente esculpida con maestría a la que los artesanos yamas de casa van en busca de agua con baldes ycántaros. Como el Fénix de las cenizas, aquí surge, de lasruinas de un parque, la capilla del Cuerpo de Cristo,idéntica a la anterior. Será el símbolo más genuino de loscambios que se han producido. El taller de construcción nolo lleva otro que el maestro Záhir. Tras sobrevivir a suejecución, el caballero le preguntó a Rozeta si lo indultaba.Ella sólo dudó un instante. El ingeniero se acostumbrórápidamente a las nuevas circunstancias y parece ser quesu situación no le importa demasiado: ya no podrácaminar en sus siete vidas, pues se ha convertido en ungato paralítico. Cuatro aprendices le llevan en litera ynunca se queda sólo en ella. Lo pinté -¿lo veis?– enbrazos de una hermosa bañera.

Mientras la plaza esté en obras, las misas se ofician en unedificio provisional de madera que protege el altar de orode la iglesia de San Pedro y San Pablo en Vyehrad.Nuestra gente, dirigida por el señor, lo sacó no hacemucho del lecho del río; el duque ratificó con esto su santoderecho a gobernar. Ahora ya peregrinan hasta el altarmultitudes de devotos praguenses, y hace una semana fuea postrarse ante él el arzobispo de Olomouc.

No hay nada nuevo bajo el sol, ni nunca lo habrá. Volvemos

a aquello que ha sido demostrado. Somos adoradores delos viejos caminos, caminos que vuelven atrás. Nuestrosamigos de Písek, Kutná Hora, Útk, „eskv Dub, SezimováÚstí y JindÍichçv Hradec nos acompañan. Si Dios seapiada, la tierra entera volverá a los brazos de la EdadMedia. La Era Moderna llega a su fin, rindamos gloria alSeñor y al sabio soberano Matyá. Si no fuese por ellos,desapareceríamos junto con el resto de la humanidad. Enel último momento despertaron en nosotros la miradainterior, hicieron que volviéramos la vista atrás. Sólo asísoportaremos el Apocalipsis, sólo con esta fe entraremosen la nueva edad paradisíaca, el bello y glorioso siglo XIV.

* * *

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Milo Urban

República Checa (1967)

Autor de novelas, ensayos, relatos y obras de teatro.Estudió Inglés y Noruego en la Universidad Charles dePrga y pasó un año en el New College de Oxford. Desde1992 hasta 2000 trabajó como escritor en la publicaciónMldá fronta. A partir de 2001, se convierte en editor enasociación con Argo. Su primer trabajo literario extenso,Sedmilosteli (Las siete iglesias), fue publicado en 1999 yha sido aclamado por la crítica como una pieza maestrade la escritura gótica. Urban está considerado como unade las voces más interesantes de la novela checa actual ysu obra ha sido traducida a diversas lenguas.

Se describe a sí mismo con las siguientes palabras: «Soyun escritor checo que vive en Praga. Mis historias dehorror y mis oscuros thrillers son recibidos por los lectorescon entusiasmo o desprecio, pero son pocos a quienes sulectura deja indiferentes».

las siete iglesias

Kvtoslav vach, conocido como K, nunca ha sido muy bienvisto dentro del cuerpo de policía. Su carácter especial ysu pasión por la historia y arte medievales sonconsiderados como rarezas. Por ello, su expulsión delcuerpo, debido a la muerte de una persona de cuyaseguridad era responsable, es recibida con indiferenciapor la mayoría de sus compañeros. Ahora K tiene tiempopara deambular por las calles de Praga y dejarse seducirpor su arquitectura gótica, cuyos detalles analiza con unosprismáticos que siempre le acompañan.

Pero el asesinato de una serie de personas en lasinmediaciones de unas iglesias, lleva al jefe de policía apedir la reincorporación de K. Éste se adentra en lainvestigación del caso y descubre que los crímenes estánfirmados por un asesino cuyos motivos podrían remontarsea siglos atrás.

Milo Urbanelige su Praga natal como escenario de unthriller que auna la fascinación por la Edad Media y suarquitectura con el suspense. Las siete iglesias estáconsiderada como una de las novelas más fascinantesaparecidas en las últimas décadas en la República Checa.

* * *

© 2003 Milo Urban

Título original: Sedmikosteli

Traducción: Kepa Luis Huarte

Mendicoa

© Ediciones B, S.A., 2005

para el sello Zeta Bolsillo

Primera edición: septiembre 2005

Diseño de colección: Ignacio

Ballesteros

ISBN: 84-96546-25-X

Depósito legal: B. 34.878-2005

Printed in Spain

This file was created with BookDesigner [email protected]

01/04/2009

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/