Mertxe Carneiro Bello Q · 2019. 4. 12. · A la hora de justificar mi anergia de entonces, la...

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Q ue nadie se me asuste, que no voy a hablar de Heidegger. Pobre de mí. ¿Quién soy yo? Lo que ocurre es que me he que- dado enganchada (el año pasado fue con Hesío- do) de un reciente sobrevolar de su obra El Ser y el Tiempo, y a tenor de lo que sigue me ha parecido de perlas parafrasearle el título. Y lo que sigue es la vida en la distancia, es decir, el ser impregnado de ausencia o, si se me permite el atrevimiento dada la contaminación filosófica que padezco, impregnado de tiempo de no ser en un lugar con- creto. Algo así como un «ser-aquí» queriendo «ser-allí». No hay choque, sin embargo, entre rea- lidad y deseos. No ejerce ninguna violencia en mí esta curiosa situación; todo lo contrario, me pro- duce una suave y placentera añoranza y, fíjense ustedes, si tuviera que buscar un símil romántico, no dudaría en elegir el de unas alas sutilísimas acariciando las paredes de mi corazón. (Me ha quedado un poco cursi, lo sé, pero es exactamen- te la impronta que deja en mi ánimo este amable sentimiento.) EL SER Y LA DISTANCIA Mertxe Carneiro Bello 207 oarso oarso ‘05 ‘05 Fot.: J.M. Lacunza

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Que nadie se me asuste, que no voy ahablar de Heidegger. Pobre de mí. ¿Quiénsoy yo? Lo que ocurre es que me he que-

dado enganchada (el año pasado fue con Hesío-do) de un reciente sobrevolar de su obra El Ser y elTiempo, y a tenor de lo que sigue me ha parecidode perlas parafrasearle el título. Y lo que sigue esla vida en la distancia, es decir, el ser impregnadode ausencia o, si se me permite el atrevimientodada la contaminación filosófica que padezco,impregnado de tiempo de no ser en un lugar con-

creto. Algo así como un «ser-aquí» queriendo«ser-allí». No hay choque, sin embargo, entre rea-lidad y deseos. No ejerce ninguna violencia en míesta curiosa situación; todo lo contrario, me pro-duce una suave y placentera añoranza y, fíjenseustedes, si tuviera que buscar un símil romántico,no dudaría en elegir el de unas alas sutilísimasacariciando las paredes de mi corazón. (Me haquedado un poco cursi, lo sé, pero es exactamen-te la impronta que deja en mi ánimo este amablesentimiento.)

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Este mes de mayo se habrán cumplido tresaños –¡tres años!– de la separación de las cosasque fueron mías y que quise –que sigo queriendoaunque ya no las tenga– con ese amor propietario yabsoluto desde el mismo instante en que nace.Debo confesarme –es hora ya de que lo haga– queno fueron precisamente dulces los últimos tiemposen mi tierra. Tropecé con algunas situaciones a lasque no supe enfrentarme con la decisión quehubieran requerido. No, no me lamento. Lo últimoque haría es empezar a darme golpes de pecho poralgo que ya pasó y que además tenía que pasarporque las circunstancias así lo determinaron. Estan sólo indagación de causas, por aquello de quela razón necesita constantemente de razones parano perecer. (La razón es la boca más insaciable delser humano; de su voracidad depende directamen-te su buena salud.) A la hora de justificar mi anergiade entonces, la única explicación que se me antojacoherente es aquella sensación de soledad que meproducía un creciente desierto bajo mis pies.Durante la última década mis entornos afectivos sehabían ido vaciando a una velocidad de vértigo;familia y amigos desaparecidos me colocaban anteun escuálido paisaje sobre el que pesaba el atrona-dor silencio que emana del vacío. En realidad, noera la soledad mi única percepción enemiga; tam-bién y porque la ironía es un componente muy sig-nificativo de mi carácter, me notaba terriblementeaburrida del monótono discurrir de la existencia.Me cansaba la enervante puntualidad de sus pre-mios y castigos. Mi vena estoica se activó. Siemprese activa en momentos así. Me apresuré a refugiar-me bajo el pórtico diciéndome aguanta, espera yaguanta, que la mala racha pasará y volverás a ser,si no la de siempre, sí un muy aceptable trasunto delo que fuiste. Así ocurrió. Paulatinamente, fui reco-brando el pulso y, cuando consideré que mis fantas-mas se habían alejado lo suficiente, volví al exterior,ya menos indecisa y en absoluto dispuesta a caer enla risueña amargura que es, en definitiva, la ironía.

No me ha ido nada mal. En estos años helogrado recuperar mi centro, que es como decir queme percibo de nuevo en lo que me rodea. Mi afánpor repoblar mis territorios ha tenido éxito, y hoyvuelvo a dialogar con mis semejantes y me sientomás yo que nunca, viéndome en ellos reflejada.

Sin embargo, hace unos días he regresado alpórtico. Esta vez no ha sido para esconderme. Muyal contrario, se trataba de hacer el trabajo que dejépendiente. Tres años sabáticos son demasiados, unabuso, un escaqueo indigno al que había queponer fin. Mi memoria me había estado fastidiandocon el «esto hiciste», y mi orgullo con el «no pudis-te hacer esto». Esconderse en lugar de dar la cara.

Y como Nietzsche casi siempre da en el clavo, ven-ció mi orgullo. Cité valientemente a mis fantasmas.Quería verles la cara. Necesitaba derrotarlos paraque no flotaran, eternamente amenazantes, sobremi cabeza. Tenía que hacer lo que no pude o nosupe hacer entonces. En otras palabras: se imponíala reflexión. Era el momento exacto, pues la madu-rez es una lente potentísima para conseguir buenosplanos de nuestros interiores.

No es fácil la tarea de fisgarse por dentro. Nifácil ni mucho menos agradable. Cuando llegamosa ciertas edades, incluso si nuestra vida ha sido engran medida lo más parecido a unas vacaciones, lascicatrices se acumulan. Aunque no encontremosgrandes penas y grandes dichas jalonando nuestrodevenir; aunque la normalidad, la planicie, casi loanodino nos definan, aún así, ¡aún así!, cuántasseñales en la piel del alma... Sin embargo, no mearredré. Estaba firmemente decidida a desandar elcamino, aún sabiendo que los brazos de mi madreya no tendrían calor, ni interés mis estudios y mi tra-bajo, ni pasión mis amores y desamores, ni entu-siasmo mis propósitos de cambiar el mundo, nidecepción la certeza de que al mundo no hay hijode vecino que lo cambie. Todo cuanto iba a analizarera cadáver obediente esperándome en las cunetasdel inverso camino que abordaba. ¿Y qué?... ¡Yqué! Volver atrás no es más que dialogar con lamuerte de las cosas, eso todo el mundo lo sabe asíque no hay por qué asustarse.

Recuperé, no sin alguna dificultad, los añosde ignorancia seráfica y los años de amargos descu-brimientos sobre la realidad de las cosas. Mi másque mediada vida se fue desplegando ante mis ojosatentos y, al final, por efecto de ese mecanismo quese ha dado en llama deformación profesional, todoacabó en una cuenta de resultados. ¿Y con quésaldo? Pues el habitual: pérdidas, como todo elmundo. Somos contumaces en el error. No haymanera de que nuestra gestión de esta empresa lla-mada vida devengue beneficios. Demasiado despil-farro o demasiada reserva. No hay equilibrio posibleen la humana contabilidad.

Pero justo es también reconocer que la cuen-ta de resultados es relativa. Todo lo es en el univer-so. Quiero decir que al no ser mi «negocio» tanimportante, tampoco el quebranto puede hacerque me lleve las manos a la cabeza. Ni he matadoni he robado; no he hecho ningún otro daño cons-cientemente y he sabido pedir perdón. Me hanquerido y me han detestado, me recuerdan y meolvidaron. Y todo esto no es más que el retrato deuna vida pequeña, corriente, así como en domenor. Vida que pudo haber tomado otras dimen-siones, otros brillos, pero que se quedó ahí, en lo

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que se queda la de la inmensa mayoría de la huma-nidad: en la insignificancia. Bueno... ¿¡y qué pasa!?Debo contemplarme comprensivamente. «Yo soyyo y mis circunstancias y si no las salvo a ellas no mesalvo yo», decía Ortega y yo me adhiero a esta ver-dad. Mi empresa no ha sido tan mala, a pesar deldichoso resultado negativo. Después de todo, siestoy teniendo narices para realizar una auditoríavital, eso quiere decir que algún partido le he saca-do. Doy gracias por ello no sé exactamente a qué,soy agnóstica en religión, aunque, recurriendo alpoema de Bjornson, podría muy bien postrarmeagradecida ante el día que no acaba jamás. Al fin yal cabo, es el dios más «real» que conocemos. Seencendió casualmente en aquella charca darvinianahace millones de años y por un designio de evolu-ción, resulta que acabó haciéndonos reyes del uni-verso conocido. ¿Alguien da más? Sólo hay unapequeña pega (sigo con el poema de Bjornson) y esque los minúsculos reyes solo tendrán derecho a unúnico soplo del día que no acaba jamás. Un únicosoplo de la creación y después... Después: ¡alehop!¡Otra vez a la charquita! Pero una, que ya se habrávisto que es de buen conformar, no puede menosque preguntarse alborozada ¿y lo ‘bailao’? Pues lo‘bailao’, amigos míos, no nos lo quita nadie. ¿A queestaba pareciendo a ustedes un tanto pesimista?¿A que sí? Pues ya ven que sé tocar la flauta tanbien como Schopenhauer.

En el curso de estas reflexiones también hedescubierto la penicilina. Dicho de otra manera: hetenido la inquietante revelación de lo poco de fiarque es nuestro ser. El ser, sí, el ser. Ese misterio quesegún Heidegger fluye desde algún ignoto lugar yque se da como un don en la cosa que somos,resulta que es algo extremadamente inconstante ensu forma. (O peor aún: quizás directamente infor-me a fuerza de manifestarse tan vertiginosamentediverso a lo largo del tiempo que tenemos asigna-do.) Y ya puesta a descubrir sin tasa, asimismo metopé con la abrumadora evidencia de que necesita-mos de mucho espesor en la capa que la experien-cia va tejiendo sobre nuestros hombros si queremosalcanzar esta verdad sobre la insoportable levedaddel ser. (¡Te tocó, Milan Kundera!)

Desde mi pórtico me he visto pasar y ha sidocomo ver una multitud. ¿Cuántas personas hehabitado? ¿Cuántas me quedan aún por habitar?Me he reconocido en cada una de ellas como sereconoce a un extraño que se cruza con nosotrostodos los días. Se sabe que es él, pero no se sabequién es él. Yo sabía que las sucesivas figuras que eltiempo iba modelando en mi recuerdo eran yo.¡Pero qué distintas! ¡Qué extrañas! ¡Qué ajenas!¿Quiénes fueron, en realidad?... Me pregunto

quién soy ahora. Si me mirara al espejo, ¿qué vería?Acudo a Marx: un producto de naturaleza e histo-ria, y de ambas dialéctica. ¡Eureka! Mira por dóndesoy una dialéctica. He sido y seré sucesivas dialécti-cas. No está nada mal. Me parece una justa com-pensación a este inmenso sin sentido que es, loqueramos o no, la vida.

Es apasionante meditar. Meditar nos permi-te acercarnos al ser que somos. Nos permite, inclu-so, elucubrar sobre las fuentes del ser. De dóndeprocede. Cómo nos penetra y administra. Cómonos transforma en virtud de su propia transforma-ción. Acontece en nosotros con la misma precisiónque acontecen las arrugas, si bien el ser es máspoderoso que el tiempo porque es tiempo a la vezque ser. Escribe sobre nuestra piel un discurso pro-pio, radicalmente distinto al que por su cuentaescribe el tiempo. Por ejemplo. Si al despertar unamañana nos sentimos mucho más jóvenes que ayer,eso quiere decir que el ser se nos ha puesto risueño;pero, ojo, que nuestra espalda se curvará con elpeso de una vejez sobrevenida si el ser amanecieraagrio. La prueba del nueve sería mirarse al espejo.Instantáneamente veríamos al pimpollo o a la carro-za, y nada subjetivamente, que hasta es muy posi-ble que los vieran los demás. Tal es el poder de lapluma del ser. Tengo que decir que el mío se portabien. Hasta el momento, apenas se inmiscuye en migesto, como no sea para mejorarlo, así que en elespejo veo estrictamente lo que tengo que ver: auna señora que lleva airosamente el peso de lascalendas. Pero no todo es bonanza en mis domi-nios...

Mi vuelta al pórtico no sólo ha sido una cues-tión de poner orden y concierto en mi vida. Tam-bién se ha debido a que, de un tiempo a esta parte,el dichoso ser ha empezado a dolerme un poco.Nada serio. Ligeras molestias, súbitos y pasajerospinchazos, alguna casi imperceptible bajada detemperatura... Tonterías. En casa me dicen que aveces me pongo algo tristona. La gente, cuando teconoce bien, va directamente al grano, sin perder eltiempo con perífrasis como «te noto pensativa» o«te veo distraída». Los que te saben de memoria telo sueltan todo en las narices. La confianza da asco,dicen, y es cierto, ya que semejante irrupción en tuintimidad te obliga al disimulo. Disimulo que, dichosea de paso, no «colará». ¿Pero por qué ocultarse?¿Por qué no confesar a los que nos quieren eso dela suave y placentera añoranza? (No con estas pala-bras, claro, que se puede armar...) Deberíamos atre-vernos a confesarlo. Al fin y al cabo es algo tanlógico, tan exacto como respirar. Pues nada, que nohay manera. Hay en nuestro programa biológico unpequeño tirano tímido llamado pudor, que a veces

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es sano, y otras veces estúpido. Es sano cuandoacierta al ordenarnos proteger nuestra intimidadmás sagrada. Pero es estúpido si se activa allí dondeno debiera. Ejemplo. Cuando nos conmina a tapar-nos el alma, la parte más pudenda de todas las par-tes pudendas, ante aquellos que desean vernos talcomo somos porque así nos aman. Al «pareces tris-te» el común de los mortales solemos respondercon un apresurado ¡ni de coña! Pudor estúpido. Enmi caso, tengo que reconocer que cada vez menos(dentro de un orden, naturalmente), y prueba deello es que estoy aquí, largando con bastante soltu-ra, una vez que por fin he «cantado» en casa. Leshe dicho, les repito a ustedes, que siento en misoídos ese siseo, esa llamadita de la parte de mí queno me siguió, y que, paciente e inmutable, esperami regreso. El señor Heidegger pondría en grito enel cielo si leyera lo que acabo de escribir. Me diríaque estoy loca, que el ser va llegando y pasa, quejamás retrocede ni mucho menos se desgaja parapermanecer estático en un rincón. ¡Estático! ¡Quéanatema para el universo! Pues será todo lo anate-ma que se quiera, pero un pedacito de mí –¡si losabré yo!– se ha agazapado frente a la bahía de LaConcha, con los ojos y los oídos muy abiertos. Porél sé qué color tiene mi mar y cómo besa la brisaque viene cabalgando sobre las olas.

He hecho mis deberes. Mis cosas están enorden. La verdad es que este largo y frío inviernome ha ayudado mucho. Con días de nieve, el marausente y un cielo de plomo pesando sobre la ciu-dad, ha sido obligatoria la reclusión en casa. Sólode vez en cuando y aprovechando que el sol sehacía un poco menos cicatero, me iba a pasear (algalope) por el paseo marítimo. La primavera ha lle-

gado puntualmente. En el Maresme jamás se retra-sa. Ni frío ni calor, y la playa como una remanso debelleza y sosiego; tal vez las palomas incordien unpoco, pero la culpa es nuestra pues las cebamoscon los restos del bocata, y, naturalmente, no senos despegan de la toalla ni locas. Así están ellas degordas y altas, que parecen gallinas más que palo-mas. Pero hay algo en este rinconcito catalán queno deja de sorprenderme. Es la delicada tonalidaddel cielo, incluso en lo más ardiente del verano.Cada mañana lo veo desplegarse terso y azul, yaligeramente velado desde que se enciende sobre lasierra litoral y, sin embargo, pletórico de transpa-rencias. El mar es otra historia. El mar... ¿De dóndesaca el mar su intensidad? Recuerdo haber leídoque Machado, creo que Antonio, dijo que el Medi-terráneo era de un azul cobalto... Es cierto, ya locreo que sí. Ahora mismo, mientras esto escribo, lotengo delante, esplendoroso en todo su apasiona-miento azul, en toda su fuerza azul.

Aunque mi ser-aquí arrecie en su nostalgia,aunque se empeñe en darme algún que otro sobre-salto, tengo la seguridad de que la cosa no pasaráde ahí. Es de esperar que mi vida futura sea, porrazón de esa impronta de serenidad que nos regalala madurez, mucho más amable y, sobre todo, tran-quila, muy tranquila. Me serán arrebatadas aúnalgunas cosas y estoy preparada para ello. Si tuvieraalgún peligroso desfallecimiento, sé que los años yel cercano mar me ayudarán. Y luego a esperar quela vida se cumpla en todos sus términos. Pero anteshabré vuelto para reunirme con lo mío. Despacito,sin hacer ruido, me acercaré a esa parte de mí queme aguarda. Nos diremos «decíamos ayer» y segui-remos contemplando la bahía como si tal cosa.