Mausoleo

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Obra ganadora de los Premios Michoacán de Literatura 2013, Categoría XIX Concurso de Cuento de Humor Negro, “José Ceballos Maldonado”, autor José Antonio Sánchez Cetina.

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Esta edición circula bajo la égida señalada por el

Gobernador Fausto Vallejo Figueroa:MICHOACÁN ES CULTURA; CULTURA PARA TODO,

CULTURA PARA TODOS.

f

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GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo FigueroaGobernador Constitucional

Marco antonio aguilar cortésSecretario de Cultura

Paula cristina silVa torresSecretario Técnico

María catalina Patricia Díaz VegaDelegado Administrativo

raúl olMos torresDirector de Promoción y Fomento Cultural

argelia Martínez gutiérrezDirector de Vinculación e Integración Cultural

FernanDo lóPez alanísDirector de Formación y Educación

jaiMe BraVo DéctorDirector de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor garcía MorenoDirector de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

BisMarck izquierDo roDríguezSecretario Particular

Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

raFael toVar y De teresa

Presidente

saúl juárez Vega

Secretario Cultural y Artístico

Francisco cornejo roDríguez

Secretario Ejecutivo

ricarDo cayuela gally

Director General de Publicaciones

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Mausoleo

Gobierno del estado de Michoacán

secretaría de cultura

consejo nacional Para la cultura y las artes

José Antonio Sánchez Cetina

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MausoleoPrimera edición, 2013

Dr © José Antonio Sánchez CetinaDr © Secretaría de Cultura de Michoacán

ColecciónPremios Michoacán de Literatura 2013Categoría XIX Concurso de Cuento de Humor Negro“José Ceballos Maldonado”

JuradoFrancisco Valenzuela MartínezMario Chávez CamposAntonio Monter Rodríguez

Coordinación editorial:Héctor Borges PalaciosMara Rahab Bautista López

Imagen de portadaDr © Pedro MorenoSesiones no. 1,técnica mixta, 2013.

Diseño de Colección y FormaciónJorge Arriola Padilla

Revisión de textosRamón Lara Gómez

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN Volumen: 978-607--8201-57-0ISBN Colección: 978-607-8201-51-8

El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda prohibida su reproducción parcial o total por cualquier siste-ma mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.

Impreso y hecho en México

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A FabiolaPorque tienes esos besos que enderezan los huesos,

por hacer que salga contigo de todos lados ileso

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Calavera fue, durante mucho tiempo, el carpintero del pueblo. Uno pobretón como para llamarse reino pero lo suficientemen-te absurdo para tener un rey. Detrás de la Sierra Gemela hay un puñadito de caseríos cuyo cartel de la entrada ha cambiado tan-tas veces de nombre que, en vez de placa, pusieron un pizarrón grisáceo. Pero antes era distinto; no mucho antes, pero sí hace unos tres o cuatro siglos. La familia real go-bernó con tan buen tino durante dieciséis generaciones que las vacas parecían bien alimentadas, los granjeros tenían leche y li-cor para dos semanas y la reina podía ves-tirse tan platinadamente como su barriga se lo permitiese.

Con el tiempo, la extravagancia llevó al reino más por el lado de lo desafortunado que de lo administrador público y la co-rona se fue despostillando a medida que príncipes menos capaces se convirtieron en monarcas sin un sentido franco de la sus-tentabilidad. Jaime el Fecundo tuvo setenta y dos varones y tres princesas. Nada mal para hacer digno su nombre si su abuelo, antecesor en la silla, Eurípides el Impacien-te, no hubiese tenido ciento treinta y dos

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hijos, sin contar a las mujeres: ocho níveas y libertinas princesas que, naturalmente, contaban como media alma y sumaban cuatro más para un conteo total de ciento treinta y seis descendientes.

Jaime, el No-tan-Fecundo, sufría de esa broma en voz baja de cuando se va a comprar pan o se cambian unas calabaci-tas por un niño pequeño en la recaudería. Sátira tan aguda que llega a oídos del rey y empobrece su espíritu, incluso después de darle un buen escarmiento de palos a quien se ligue directamente como autor de la guasa. Aunque el vino rosado del pueblo no era tan malo, Jaime no encontró en él la escapatoria a su frustración sino en el ape-tito por tener para sí la más imposible cosa existente, que le garantizaría para siempre un apelativo en la historia más digno que el de Fecundo o No-Tan-Fecundo.

Aquí entra el bueno de Calavera. El Rey Jaime encargó a lo más parecido a un cons-tructor –no se diga arquitecto- la hechura de la morada real más notable del reino, que es poca cosa, y de todos los reinos –que es bastante, la verdad. ¿Que por qué

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el carpintero y no el herrero? Ande usted a preguntarle al Rey. Lo cierto es que Ca-lavera era un especialista en el mobiliario clásico. En el reino era popular porque lo mismo convertía al perro de la familia en un buró con candil integrado que desente-rraba a una serie de nietos para construir un comedor ancho, elegante, nacarado y duradero.

El carpintero, sensato como casi siempre fue, intentó persuadir al Rey de que había otros seis herreros que podían levantar una maravilla digna con materiales más asequi-bles y convencionales. Testarudo e insegu-ro como fue Jaime y su padre, ese imbécil de Eurasio, no tuvo más que obligar a Ca-lavera a trabajar mandando una primera ronda de materiales muy conocidos para el carpintero: la osamenta de sus seis hijas y la rechoncha esposa.

La tarde de otoño en que comenzó la construcción del castillo real coincidió con el cumpleaños del más joven de los hijos de Eurípides, abuelo de Jaime. Su ti-bia formó parte de la primera piedra del palacio. Otras diez decenas de granjeros

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fueron requeridos para la cimentación del inmueble y, a medida que comenzaba a tomar forma, mayores costales y más espe-cíficos huesos se hicieron necesarios. Cala-vera, precavido como casi siempre fue, cal-culó que, si el nacimiento de niños, ovejas y mujeres en el reino permanecía constante –Calavera fue considerado incluso, siglos después, teórico de la Economía clásica gra-cias a sus aportaciones al supuesto caeteris paribus- y empleaba a la plenitud de pobres del reino más los enemigos del rey, prisio-neros y migrantes, así como a siete octavos de la familia real, Jaime el Fecundo podría sentarse en el salón de diversiones de un castillo óseo en cuatro meses y medio.

Con lo que no contaba el carpintero era con los inconvenientes que la edad de los huesos suponían. Y no es que no estuvie-se acostumbrado al desmoronamiento de piezas, pero confiaba que el reino sería más fuerte de lo que en realidad era. ¿Quién pue-de culparlo, si el calcio fue identificado dos años después de su muerte y la osteoporo-sis unos setecientos noventa después? Pero Calavera, persistente como siempre fue, adaptó los planos un poco y las cantidades

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por otro, asegurando al Rey que sólo que-darían el propio constructor y el monarca para disfrutar la morada. Jaime no encontró inconveniente con celebrar su magnificente obra solo (y con Calavera, sí, el carpintero).

Al cabo de tres meses, habiendo men-guado la población humana y ovina consi-derablemente, la obra de Calavera no lucía nada mal. Se trataba de un coloso grisáceo y amarillo, como si lo compusiesen miles de piezas a la vez de ladrillos de formas muy variadas en un mosaico muy cuidado por el carpintero. Tocaba la luz del sol un torreón ancho, cimentado con fémures de dragones y ventanales de costillares de ba-llena. Almenas, por todo el borde, alinean-do cráneos de cerdos milimétricamente, formando relieves rectangulares redon-deados. Tanto el torreón como la torre de homenaje tenían por aquí y por allá sae-teras con marcos de pescuezo de gallina, muy resistentes y ventajosas para la defen-sa del castillo. Claro que todo eso, tan im-portante para Calavera, pasaba desaperci-bido para un Jaime que jamás buscaría una pizca de guerra. Fueron sacrificados, a tres cuartas partes del trabajo concluido, todos

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los perros del reino, con cuyas caderas y tobillos se construyeron la capilla, el cam-panario, y el horno. El propio carpintero esperó, atrajo y pescó a los más gigantes-cos robalos que se hayan visto –logro que habría sido ya suficiente para ponerlo a él y a Jaime el Inepto en cualquier libro de Historia, al menos de pesca, de no ser por su obcecación con el castillo. Removió las escamas, cabezas y carne de aquellos pes-cados y construyó un sólido rastrillo que protegía la entrada al castillo. Tardó días en entrelazar esos huesos afilados para convertirlos en una matriz impenetrable y por demás letal para cualquier intruso so-bre quien cayera.

Así sigue una larga lista de tuétanos que formaron los adoquines del patio de ar-mas, los manubrios de esternón que se aco-modaban uno sobre otro perfectamente en la muralla que daba forma al edificio, los picos de tantos pájaros de muchos nombres y muchas plumas acomodados en una ele-gante y bien plantada empalizada y las es-cápulas en los escalones que bajaban a los calabozos. Todo tan bien puesto que uno pensaría que el propio Calavera fue quien

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se consagró en la historia. Y el salón, con esas cúpulas que aún no se llamaban así pero eran tan cúpulas como las más reple-tas de dibujos y grecas y nombres y pasajes heroicos; todas hechas con falanges. Por to-dos lados, más rosadas, más oscuras, más pálidas. Falanges como mosaicos venecia-nos. El Rey no podía estar más complacido por la labor de Calavera.

Concluidos los cuatro meses y medio, la obra estaba casi terminada. En la torre de homenaje, en la sala de diversiones del rey, todo se miraba en tonos óseos y so-lemnes. Al centro, el asiento real se alzaba imponente y sereno. Huesos de doncellas jóvenes y robustas componían las cuatro patas. Un respaldo hecho de suaves huesos quebrado-medio de ancianos de muchos poblados cercanos. Dos brazos elegantes y ricos, deliciosos al tacto y reposo. Un pe-queño descuido en la capilla había provo-cado que Calavera emplease más piezas de las calculadas. La carencia no se hizo evi-dente sino hasta que todo estuvo termina-do, con excepción del asiento.

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Jaime el Iracundo vociferó contra un car-pintero confundido entre cálculos y mer-mas. Cualquier exquisitez de cualquier ha-bitáculo o pared o ventana se veía reducido a nada si el Rey no podía sentarse en su trono a dirigir el reino y disfrutar su pala-cio. Ambos se miraron las costillas. Uno era el Rey y el otro el único que podía encajar cualquier pieza en el asiento Real. Acordo-se entonces amputar las piernas de Calave-ra –mismas que no servían para construir sino para mover únicamente al construc-tor- y no se hizo cálculo alguno de mate-riales. Amputado y decepcionado, Calave-ra se percató de que el asiento para Jaime el Nada Esbelto requeriría más huesos de los conseguidos. El Rey continuó animoso cercenando espinillas, rodillas y fémures del carpintero, con tal impericia que cerca de la mitad sirvió para nada. Consciente de que podía acabar con su constructor de seguir en el mismo ritmo, el Rey Jaime, el Fecundo, le pidió a Calavera que hiciera la misma colección de huesos con sus pier-nas, pies y muslos para, una vez terminado el trabajo, sentarlo en su sitio de la histo-ria como un magno y amputado monarca. Valga agregar que esas piernas debiluchas

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y sentidas por el peso de varios años Reales redundaron en huesos poco productivos y en la nueva frustración de los últimos dos hombres del reino.

Temeroso de convertirse en un nuevo hazmerreir por no ser tan fecundo ni tan visionario ni tan eficiente al construir por completo el castillo, Jaime el Impulsivo or-denó a Calavera que le extrajera todos los huesos cuidando no maltratar demasiado la funda de ellos. Así, al terminar colocaría la masa gelatinosa e informe sobre el más imponente castillo de huesos. Lo colocaría triunfante y seguro, como Jaime el Terrible, el Inescrupuloso, el Bárbaro o el Increíble. Daba lo mismo. Tendría un nombre poten-te al final del día.

Calavera entendió la empresa que le fue encomendada y extrajo cada uno de los huesos del rey después de envenenarlo, de modo que no dañara ni uno solo con un buen basto. Amplió el agujero del ano del rey y por ahí removió desde el martillo de cada oído hasta el cráneo entero Real. Lo ha-cía tan bien y trabajaba estupendo en aquel salón inmenso y hermoso construido por él

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mismo que, aunque no venía al caso, Cala-vera silbaba y se preguntaba si no habría te-nido mucha mejor suerte de haberse dedica-do a la taxidermia o a la arquitectura.

Se empeñó en la silla del rey sin desper-diciar la más pequeña de las uñas pero, después de algunos días, su mayor temor se vio materializado. Miró el fondo del saco de tela muy fina donde guardaba los materiales del cuerpo del rey y se arrastró hacia el torreón. Se asomó por una saetera, recargó su antebrazo en la ventana, apoyó el codo del otro y su barbilla encima del codo. Calavera tenía una cara desgarbada y un poco enjuta. Tal vez por eso lo llama-ban así, o porque era carpintero de ésos que hacen muebles con osamentas de todo tipo. El punto es que asomó su mirada calavérica hacia el reino y lo vio vacío, como se veía desde hacía varios meses. Ni una vaca, ni un borrego, ni un granjero ni un usurero. No volaban pájaros y no había zopilotes rondando los montones de carne sin huesos que adornaban el paisaje. Ni siquiera las moscas –diminutos invertebrados- se para-ban en la carne asoleada y descompuesta.

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Dio un suspiro largo antes de dejar la saetera y se revolcó con el saco vacío como si cargara una piel de león derrotado por todas las galerías del castillo. Recorrió con sus dedos las paredes barrocas de la capi-lla a media luz. Encendió todos sus cande-labros y se paró en la torrecilla de lectura que le había quedado tan linda. Salió de la capilla y paseó errático por el patio. Los adoquines se sentirían muy bien, incluso con un calzado viejo. Se asomó por los ca-labozos y la única compañía que encontró fue el cuerpo Túlgut, el invertebrado. Seco de ideas y de agua, con una mueca dolo-rosísima a la que Calavera le huyó subien-do las escaleras a toda prisa. Era increíble cómo los huesos de iguana –tal como le ha-bía comentado un viejo colega- no crujían en absoluto al recargar el peso contra los escalones.

Cuando llegó a la barbacana, o dicho más precisamente, cuando miró su crea-ción incompleta lo invadió un sentimiento de nostalgia por las cosas que casi se alcan-zan. También le dio mucha lástima el Rey, que no sólo no podría observar su hazaña completa sino que la propia hazaña jamás

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se lograría. Se aliñó los cabellos grises y largos para, después, tocarse el corazón, cansado. Sentía su palpitación con ese eco que parece decir “perdiste, perdiste”. No es que le agradara el Rey. Bastaban unas horas para saber que era un completo bru-to, pero un bruto digno de toda la lástima posible. No importaba tampoco que al otro lado de las Gemelas se levantara un pala-cio todavía más grande, y que apenas dos o tres reinos más allá hubiera una colección de castillos, uno sobre otro, de huesos no sólo acomodados sino tallados y soldados.

Luego, entonces, comprendió que la so-lución todavía estaba en sus manos, o en sus propios huesos. Tal vez no eran los me-jores. Tampoco es que fueran utilizarse para exteriores. Incluso podía pasar por alto la clasificación dependiendo del tono de hue-so que iba del níveo al ámbar plátano.

Así, se fue quitando paciente y doloro-samente todas las piezas que le quedaban, salvo el brazo derecho. Para su pesar, llegó el ingrato momento en que el plan se que-dó, de nuevo, ligeramente corto. Y es que no contaba con que algunos de sus huesos,

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viejos y mal nutridos, se pulverizaran al exigirles un poco de fuerza y unos golpe-citos para embonar en ciertos lugares. La merma fue considerable, aunque no dra-mática, pero requería de Calavera poco más que buenas ideas.

Entendió que había una sola manera de completar el hueco del asiento del Rey. Con su único brazo acercó el torso a las patas de la silla y, después de un esfuerzo largo, se acomodó en el respaldo. En realidad, era un hueco pequeño el que faltaba por relle-nar y, Calavera encima, no se miraban fal-tantes por ningún lado. Por el ventanal del salón se miraban castillos como abetos en un bosque, altos y completos, completísi-mos, como el castillo Calavera.

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de José Antonio Sánchez Cetinase terminó de imprimir en noviembre de 2013

en los talleres de Gráficos Morenoubicado en Vicente Santa María #749

colonia Ventura Puente, C.P. 58020Morelia, Michoacán

La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del autor y el Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.

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