"MARÍA LUZ MORALES, la primera crítica de cine" (2013) Julio Pollino Tamayo

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MARÍA LUZ MORALES LA 1ª CRÍTICA DE CINE Edición, textos, trascripción, corrección y notas: © Julio Pollino Tamayo [email protected]

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MARÍA LUZ MORALES LA 1ª CRÍTICA DE CINE

Edición, textos, trascripción, corrección y notas:

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ÍNDICE

-María Luz Morales, crítica de cine...................................3 -Biografía...........................................................................5 -María Luz Morales, premio “a la lealtad acrisolada” ....9 -Una mujer en la aventura profesional............................13 -“Felipe Centeno”...........................................................18 -Comentarios y reseñas....................................................21

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MARÍA LUZ MORALES, CRÍTICA DE CINE

Hubo un tiempo en que el cine estaba en palmitas, en el que la crítica cinematográfica estaba en palmitas. Un tiempo en el que la crítica todavía no era algo endogámico, egocéntrico, narcisista. Un tiempo ya lejano, extinto, en el que el cine era lo único importante, lo que daba sentido al acto de escribir, de comunicar, para los demás, no para uno mismo. Algo que debería ser la norma, y que en la actualidad, constituye la excepción. Pocas personas, críticos casi ninguno, conservan la inocencia, el utópico optimismo, de confiar, más bien creer, en la capacidad del cine como transformador social, como vehículo para transmitir ideas, valores. Sus infinitas posibilidades como instrumento educativo, que no adoctrinador, apenas si han sido exploradas, o de manera muy superficial, rebajándolo a vulgar ilustración temática, argumental, obviando la imagen, el sonido, el lenguaje. El cine lo ha invadido todo de tal manera que se ha convertido en algo invisible, prescindible. El placer de leer a una persona inteligente, lúcida, culta, antipretenciosa, mordaz, sarcástica, incisiva, que va reflexionando sobre la marcha mientras todo se va gestando, los años 20 y 30 (1924-1933), alguien que va descubriéndose a sí misma las inmensas posibilidades del cine, de la crítica, y que lo analiza desde todas las vertientes, incluida la sociológica, es algo impagable. Que esa persona sea una mujer es lo de menos, o debería de serlo, lo fundamental es que es muy buena, brillante, sin distinción de género. Pero lo que no se puede obviar es su dimensión histórica, como pionera, tanto en el ámbito de la crítica cinematográfica en España, el periodismo en general, como en el de la incorporación de la mujer a terrenos laborales hasta ese momento completamente vedados. De hecho era la única mujer en toda la redacción de La Vanguardia, firmando sus artículos con un seudónimo masculino, Felipe Centeno (F.C. las reseñas), personaje galdosiano, y la primera que, durante la guerra civil, ocupó el cargo de directora de un medio de gran tirada, y no destinado en exclusiva a las mujeres.

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Por desgracia, la tragedia, también cultural, que supuso la Guerra Civil, el paso de la modernidad al medioevo sin transición, cuyas consecuencias todavía arrastramos, sufrimos, gracias a la falta de valentía, de ambición, de los gobiernos socialistas, y a la política reaccionaria, anticultural, antieducativa, de los gobiernos conservadores, cortó de raíz la prometedora carrera de María Luz Morales, fue encarcelada y despojada del carné de periodista, que aventuro hubiera podido llegar a Ministra de Cultura como mínimo, y la de todas las mujeres españolas, que tuvieron que desandar a marchas forzadas todo el camino recorrido, labrado, centímetro a centímetro, hacia la igualdad de oportunidades reales, que tanto esfuerzo, renuncias, humillaciones, les había costado. Sirva esta recopilación de sus artículos de cine y reseñas escritos en La Vanguardia (que no han perdido un ápice de su vigencia, de su frescura, son perfectamente extrapolables a la situación actual, tanto del cine como de la crítica, se ve que la palabra evolución, progreso, asociada al cine, sobretodo a la crítica, carece de fundamento), como desagravio a una de las críticas/os más interesantes, importantes, en mi opinión la/el mejor, que ha dado este país, por desgracia completamente desconocida para el común de los cinéfilos, de los espectadores. A pesar de que en plena dictadura, en los años 50, acometió en solitario la titánica labor de redactar una de las mejores historias del cine que se ha editado nunca en este país, “El cine. Historia ilustrada del Séptimo Arte” (1950), además de colaborar en otra, “El cine. Desde Lumière hasta el Cinerama” (1965). Amén de encargarse de los intertítulos durante el mudo, posteriormente de las versiones españolas, de las películas de la Paramount. Labor que por supuesto jamás ha sido reconocida, valorada, ni tan siquiera por las propias críticas, presumo que sólo por desconocimiento, tan huérfanas de referentes cercanos, patrios. Susan Sontag, Kristin Thompson, tienen a quien parecerse.

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BIOGRAFÍA

A los 4 años

María Luz Morales Godoy, nace en el seno de una familia acomodada en Marineda (La Coruña) el 23-04-1898 (el recuerdo de su infancia gallega aparece en su novela “Balcón al Atlántico”), al poco tiempo la familia, sobre 1910, se traslada a Barcelona, después de un breve periplo por Andalucía, donde frecuenta el Instituto de Cultura y Biblioteca Popular de la Dona (Mujer), institución creada por Francesca Bonnemaison, referente de la cultura para las mujeres durante esos años. También frecuenta el Ateneo Barcelonés, cursa estudios de Pedagogía y Filosofía y Letras en la universidad Nova, además de estudiar idiomas, inglés, francés, portugués, catalán e italiano, de los cuales luego haría numerosas traducciones. A la muerte de su padre, a finales de la primera guerra mundial, se ve obligada a trabajar por necesidades económicas, comenzando a escribir con apenas 21 años en publicaciones femeninas, siendo de las primeras mujeres dedicadas profesionalmente al periodismo junto con Carmen de Burgos, obteniendo en 1921 el puesto de directora de la revista “El hogar y la moda”, puesto obtenido gracias a un concurso al que mandó varios artículos. En 1923 comienza a colaborar en La Vanguardia, haciéndose cargo de la sección de cine, “Vida Cinematográfica” (17 de noviembre de 1923), bajo el seudónimo galdosiano Felipe Centeno. Gracias a estos artículos es contratada por la Paramount para la traducción de los intertítulos, posteriormente, ya durante el sonoro, se encargará de la asesoría literaria de las películas, de la redacción de textos, de supervisar las versiones españolas (la más conocida “Doña Mentiras” (1930), versión española de “The Lady lies”) y de dirigir las revistas de la Paramount (“Revista Paramount” y “Paramount Gráfico”). En 1926 comienza su colaboración con el diario madrileño El Sol, encargándose de una sección fija “La mujer, el niño y el hogar”, tratando de modernizar la hasta ese momento pacata, cursi, prensa destinada a las mujeres, teniendo habituales problemas con sus conservadoras, retrógradas, lectoras. Seguirá colaborando hasta 1934, fecha de cierre del diario.

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Con las alumnas de la Residencia de señoritas de Barcelona

En sus desplazamientos a Madrid se aloja en la Residencia de Señoritas de María de Maetzu, que además de albergue realiza todo tipo de actividades culturales. Posteriormente, junto con Gabriela Mistral, funda en Barcelona una institución similar, incluso realizan intercambios entre ellas, la Residencia de Señoritas de Barcelona, que dirigió en 1931, localizada en el Palacio de Pedralbes. En los años 30, deja de escribir sobre cine en La Vanguardia (sigue haciéndolo en la efímera revista (duró 25 números) “Imatges. Semanari Gráfic d´actualitat”, dirigida por Josep María Planas, en “Filmes Selectos. Semanario Cinematográfico Ilustrado”, dirigida por Tomás G. Larraya, y en Fotogramas) pasando a hacerlo sobre temas femeninos, moda, y teatro, en la sección “Teatros y Conciertos”, ya firmando con su propio nombre, lo que dada la importancia del teatro en la época, muy superior a la del cine, supuso una especie de ascenso. Con la llegada de la guerra civil el periódico es incautado por la Generalitat, tomando el control un comité obrero formado por representantes de talleres, redacción y administración, deciden elegir como director a un redactor, María Luz Morales, la única mujer de la redacción. Razón que la impedirá poder ser registrada como periodista al terminar la contienda, y que motivó que la detuvieran en 1940, por hacer avales para periodistas y ocultar perseguidos, dar cursillos en el Ateneo Enciclopédico Popular, centro cultural obrero de Barcelona, y haber formado parte del rodaje de la película de propaganda republicana “Sierra de Teruel” de Malraux en 1939, siendo recluida en un convento-cárcel, donde permanece encerrada 40 días. Una vez fuera, la prohíben ejercer como periodista y lo siguió haciendo con los seudónimos de Ariel y Jorge Marineda (lugar de nacimiento), principalmente en la revista Lecturas, en la que colabora desde sus orígenes. A partir de los años 50 vuelve a firmar crónicas sobre moda y teatro en varios diarios y revistas, entre ellos “Diario de Barcelona”, “El noticiero Universal”, “Hoja del Lunes”, “Mediterráneo”, y asume la presidencia del Círculo de Escritores de la Moda (de Escritores y no de Periodistas, para que pudiera ejercer su labor sin cortapisas ya que estaba vetada como periodista), sociedad dedicada a seguir las tendencias en la moda, organización patrocinada por el emergente sector de la confección.

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Con Madame Curie

Su presencia en cualquier acto dedicado a la moda, el teatro, o el cine, era habitual, siendo también asidua Cineclubista. También dio gran cantidad de conferencias (en 1932 colabora en la redacción del ciclo de conferencias sobre cine que se celebraron en la Universidad de Barcelona, y que supusieron la entrada por la puerta grande del cine en el ámbito universitario) seminarios, talleres, charlas, presentaciones, y fue co-fundadora de la Academia del Faro de Síntesis Cultural, miembro destacado del Instituto del Teatro de Barcelona, e integrante de la peña teatral Carlos Lemos desde 1960. Toda esta ingente producción periodística se complementa con múltiples traducciones, adaptaciones, de grandes clásicos de la literatura universal para niños, para las editoriales Araluce y Juventud (la primera traducción de “Peter Pan y Wendy” al español es suya, 1925) y de textos históricos para la editorial Surco, de la que era co-fundadora. A mayores escribió ensayos, antologías (“Libro de oro de la poesía en lengua castellana” (1970)), teatro (junto con Elisabeth Mulder, “Romance de media noche”, se estrenó en Bilbao, en el teatro Arriaga, en 1936), múltiples novelas tanto para niños como para adultos, siendo su novela más conocida “Historias del décimo círculo”, un conjunto de relatos ambientados en la Guerra Civil (la única de sus novelas llevada al cine es “El amor empieza en Sábado” (1958) Victorio Aguado), y la elaboración de dos enciclopedias, una de las primeras historias del cine ilustradas redactadas en España, y tres tomos de la enciclopedia de la moda de Salvat. También dirige la enciclopedia “Universitas” y “La enciclopedia del hogar”.

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Con Gabriela Mistral

Ya rehabilitada como periodista, el 24-01-1978, seguirá escribiendo artículos hasta el día de su muerte, 22-09-1980, haciendo honor al sobrenombre con el que era conocida popularmente, “la Gran Señora de la prensa”.

Por todas estas actividades de difusión, divulgación, cultural, recibió numerosos premios, los más destacados: Premio al mejor artículo publicado en la Prensa periódica de Madrid y Barcelona, durante la Primera Fiesta del Libro, 1926, por el artículo “Elogios del libro”, publicado el 14-09-1926 en La Vanguardia, Medalla y Diploma de Caballero de las palmas Académicas de Francia (1956), Premio Nacional de teatro (1963), Premio Periodismo Eugenio d´Ors en 1970, Lazo de Dama de la Orden de la Reina Isabel la Católica (1971), Premio Ciudad de Barcelona en 1972, Premio Ramón Godolallana en 1973, además de la Lanzadera de honor del comité internacional textil, entre otros.

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María Luz Morales, premio «a la lealtad acrisolada» Le fue concedido el lazo de Isabel la Católica en reconocimiento a sus cincuenta años de profesión periodística

Un despacho, como tantos otros, pero tremendamente femenino. Un ramo de rosas, una mesa cubierta por un palmo de papeles amontonados, diplomas, premios. Un retrato de ella, en la época de «los felices veinte»: pelo corto, sonrisa entre pícara y tímida, un largo collar de perlas—«sautoir», los llamaban entonces—. Y en una mesita auxiliar, entre fotos de prensa y una «Moreneta» de esmaltes, una caja abierta, forrada de terciopelo: allí reposa el Lazo de Isabel a Católica, con su lema «A la lealtad acrisolada», reconocimiento oficial de cincuenta años de profesión. El lazo que le fue impuesto el pasado viernes, en el Palacete Albéniz, por el ministro de Información y Turismo. Es la primera mujer periodista a quien se le concede una condecoración. —Vamos, que todavía no sé por qué. Por los años, claro. Mi único orgullo es quizá que ha servido de precedente para todas vosotras, las demás mujeres periodistas Me lo dijeron el martes pasado, y pensé que me lo impondrían con mucha otra gente. Pero no. Fue para mí sola. ¡Qué susto pasé, qué susto!

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Las críticas de cine de «Felipe Centeno» — ¿Fue la pionera de las mujeres periodistas? —Sí. En mi época había escritoras, pero no periodistas, en el sentido activo de la palabra. Las mujeres escribían en los periódicos, en las revistas, pero no participaban en las tareas de un periódico como se hace hoy día. Quizá por ello no encontré nunca dificultades. Fui siempre aceptada cordialmente por mis compañeros, y encontrar un trabajo fue algo natural. No se puso pega a mi condición de mujer. Quizá parezca extraño, pero fue así. Acaso hoy en día os encontréis con más dificultades a la hora de ejercer vuestra profesión que en mi época. — ¿Cuáles fueron sus primeros pasos en el periodismo? —Dirigiendo «El Hogar y la Moda», revista en la que continúo colaborando habitualmente. Empecé poco después en «La Vanguardia», como colaboradora literaria, al mismo tiempo que ejercía como corresponsal de «El Sol» de Madrid, el periódico de la Intelectualidad. Después me llamaron para entrar en plantilla en «La Vanguardia», para hacer crítica de cine. Eso, en aquella época, era algo sin importancia, como muy poca cosa. Yo, que tenía muchas pretensiones, no quise poner mi firma al pie de algo tan nimio como la crítica de cine, y firmé con el seudónimo de «Felipe Centeno». — ¿Seudónimo de hombre? —Sí, era la costumbre de las mujeres en aquella época. Después pasé a hacer la crítica de teatro, algo mucho más importante y mejor visto, y lo hice ya con mi firma. La crítica teatral ha sido un poco el hilo de toda mi vida. He seguido haciéndola siempre, aunque me haya dedicado también a otras cosas. Es mi cargo ahora en el «Diario de Barcelona».

La poesía es algo demasiado íntimo para ser publicado

—En «La Vanguardia» llegó muy alto, y aquello fue muy doloroso para usted. —En efecto, en un momento difícil, al estallar la guerra Civil, me, vi obligada por mis compañeros a tomar la dirección del periódico, «Gaziel», huyó. La mía fue una misión de servicio al propio periódico, meramente profesional, y en modo alguno política, con el único fin de que pudiera aparecer cada mañana. Esta circunstancia me causó las dificultades inherentes a todos aquellos que durante esos tres años continuaron en sus puestos.

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—¿Fue difícil encontrar un trabajo? —Después sí, desde luego. Me dediqué a trabajos editoriales, hasta que me llamó «El Diario de Barcelona», para dedicarme a la moda y al teatro. Sigo con el teatro, aunque la moda la voy dejando. Es un mundo complejo de intereses creados. —Ha cultivado todos los géneros. ¿También la poesía? —Sólo para la familia. No me siento capaz de publicar mi poesía. Es algo demasiado íntimo. He escrito novelas, como «Balcón al Atlántico», que se centra en La Coruña de mis padres, cuentos de guerra, como «Historias del décimo círculo», una historia de Polonia firmada con el seudónimo «Luzscienski» ensayo, como «Las Románticas», «Tres historias de amor de la Revolución Francesa», tantas cosas, en fin. No se trata de hacer un catálogo, ¿verdad? — ¿Ha pensado en escribir sus memorias? —No creo que lo haga. No me considero un personaje importante como para escribir mis memorias. Pero ahora estoy reviviendo recuerdos en el «Diario de Barcelona», en torno a gente que conocí Madame Curie, Keyserling, Gabriela Mistral, García Lorca. Esas son, en cierto modo, mis memorias. No las que hablan de mí, sino de la gente que, por circunstancias especiales, he conocido. — ¿Existe en usted una influencia gallega de su ciudad natal? —Yo soy una mezcla rara. Nada de saudades ni nostalgias gallegas, pero creo, en cambio, que mi fantasía, más que la reflexión, son célticas, y también mi gusto por un cierto misterio de la vida. Me gustan las brujas y los fantasmas, y eso, es típicamente gallego. Pero está templado por una educación y una formación estrictamente latina, mediterránea, la educación de la Barcelona a la que llegué en mi niñez. —Si pudiera, ¿volvería a empezar? —Sí, desde luego. Se aviene con mi inquietud, mi curiosidad. Me gustan las cosas espirituales, aunque sin profundizar demasiado, vivir el momento que pasa, captar la palpitación del tiempo. Creo que no llego a más, pero tampoco me gustaría ser menos.

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María Luz Morales sigue hablando, contando que uno de los primeros artículos que escribió en «El Hogar y la Moda» se titulaba «¿Empleo o marido?» y que en él se preguntaba por qué era necesario para la mujer la elección entre tener un marido o trabajar, tal como se concebía —y se concibe— la situación de la mujer en la sociedad. —Yo siempre he tenido la casa llena de niños, he llevado una vida muy hogareña. Quizá por ello no haya hecho un tipo de periodismo que me hubiera gustado hacer. Siempre admiré a Sofía Casanovas, que hacía crónicas de guerra, en Polonia, cuando la guerra del 14. Y ahora siento también admiración por Oriana Fallacci, capaz de adentrarse en la selva del Vietnam. María Luz Morales, con su tranquila vivacidad, es una lección palpitante de buen hacer periodístico. Y es, además, una maravillosa mujer.

Soledad BALAGUER, La Vanguardia, miércoles 16 de junio de 1971

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Una mujer en la aventura profesional

Si la mujer metida en política no ha proliferado en demasía, entre nosotros tampoco ha sido corriente encontrarla dedicada al quehacer intelectual y cultural que es algo distinto al hecho de escribir. Pues bien: de Galicia, precisamente la patria chica de Concepción Arenal, de Rosalía de Castro, de Emilia Pardo Bazán..., salió María Luz Morales, auténtica precursora, entre féminas, del oficio periodístico, de la dedicación editorial, de la autonomía intelectual y de quehaceres diversos de la cultura, aparte de su inspiración propia como escritora, vertida, sobre todo, en la literatura infantil y en la narrativa. María Luz llegó a los ocho años a Barcelona, con su familia, y aquí ha vivido siempre y aquí arrancó y creció su aventura. —María Luz, ¿damos un poquito marcha atrás? — ¿Por qué no? —Tú formabas parte del equipo de «El Sol» y tu firma se codeaba con la de hombres muy brillantes. Tu prestigio y tu solvencia literarios han estado y están de sobras reconocidos. Sin embargo, ¿puedes asegurar que tu condición femenina no tropezó con serias dificultades? —Yo no sé si fueron serias... En realidad, eran ya tiempos de evolución, de apertura... En España había repercusiones de los movimientos femeninos de otros países. Te diré que a mí, el concepto de «lo feminista» nunca me ha gustado ni convencido. Creo que hombres y mujeres, como seres humanos, tienen derecho a trabajar en aquello para lo que se sientan dotados. Pero «los ismos», ¡ni hablar! Ni feminismo, ni masculinismo. Hombres y mujeres, personas, como Dios nos ha hecho.

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—Insisto... ¿tú no hubiste de usar un pseudónimo masculino como George Sand? —Bueno... Si te empeñas, no me quedará más remedio que confesarte que me costó poco trabajo ser admitida en la profesión periodística. Era el año 21 y entonces en algunos ambientes resultaba bastante impensable que una muchacha aspirase a matricularse en el Instituto de Segunda Enseñanza o en la Universidad: eso desde luego. Pero en mi caso, puedo decir que el periodismo lo inicié con suerte.

Dos instituciones positivas

—Entonces no había escuelas de periodismo, ¿dónde te formaste? —Yo debo mucho a una mujer: Paquita Bonnemaison de Verdaguer Callis, que fundó el «Instituí de Cultura per la Dona». En el bufete del abogado Verdaguer se hizo Cambó. Ella creó su centro docente sobre todo para abrir el mundo cultural a las obreras, pues era además bolsa de trabajo, pero lo empezamos a frecuentar con gran entusiasmo hijas de la burguesía y de las profesiones liberales. Se pagaba dos duros al mes. Después, se abrió una matrícula proporcionada a la cédula del cabeza de familia. —Por lo que me dices, en Barcelona cundía entonces cierta inquietud cultural... —La ciudad era vibrante y muy abierta hacia el exterior. Había gran resonancia europea, se recogían todas las corrientes extranjeras. Venían muchas compañías de teatro, muchos conferenciantes, etcétera. Al cabo de algunos años, la Exposición del 29 fue una maravilla. Después, en el 34, me cupo crear en el Palacio de Pedralbes, una residencia femenina de carácter internacional, como la de María de Maeztu, que se llamó de «señoritas estudiantes». Costaba veinticuatro duros al mes, todo comprendido, incluso coche diario a la plaza de la Universidad. Allí conocí a Gabriela Mistral, Madame Curie: dos mujeres Premio Nóbel. En la guerra, los extremistas se cargaron estas dos instituciones. La primera porque la sentían vinculada a la Lliga. Y la segunda porque se ve que eso de «señoritas estudiantes» no les gustaba absolutamente nada. En las cosas culturales no tendría que meterse nunca la política.

El cine y la moda Nos hemos desviado del año 21, cuando iniciaste con suerte la profesión..., a tu decir... —Sí... Fue por un concurso que abrieron en «El Hogar y la Moda» para proveer la plaza de director que estaba vacante. Consistía en mandar unas crónicas de modas. Las mandé, gané y entré.

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—Parece lo de Julio César. Pero seguimos sin saber lo del pseudónimo. —Eso fue estando ya en «La Vanguardia». Yo iba enviando artículos a este periódico. Recuerdo que el primero se titulaba «Las hadas vuelven» y versaba sobre teatro infantil. El año 23 me propusieron que me encargara de una página de cine que se iba a perfilar en la redacción al margen de la publicidad. Acepté y me pusieron en plantilla como redactora cinematográfica. Y ahí nació «Felipe Centeno». — ¿Para disimular las faldas? —Te aseguro que no. Fue simplemente por una conveniencia interior del periódico. Precisamente, no iban a pasar muchos años más sin que fueran mis propios compañeros quienes me hicieran acreedora, en un momento muy crítico, de una responsabilidad directiva que yo acepté por amor a la profesión y lealtad al oficio. Lo de Felipe Centeno vino de que entonces le ocurría al cine lo mismo que a la moda: nadie le concedía importancia y se pensaba que cualquiera podía comentarlo. Los propios corredores de anuncios hacían las críticas. ¡Un desbarajuste! Los periodistas serios no querían firmar las crónicas de cine, pero en «La Vanguardia» decidieron encomendarlo a un redactor que firmase con pseudónimo para evitarle molestias y ataques a su independencia. No querían que se supiese quién era. Luego fue del dominio público. Después, cuando murió Rodríguez Codolá, me pasaron a teatro, considerándolo un ascenso. —Posteriormente, se pudo demostrar que cine y moda no son tan parias... —Yo les doy todo el valor. El cine es de capital importancia en la historia del siglo XX. Y del análisis de una moda del vestir de una época, de un país, pueden deducirse muchas cosas.

La humilde continuidad — ¿Lo de «El Sol» te vino por «La Vanguardia»? —Sí: por lo que escribía en «La Vanguardia». Me llamaron para que hiciera una página semanal titulada «La mujer, el niño y el hogar». Dejé la dirección de «El Hogar y la Moda», aunque seguí colaborando en él. En el centenario del Romanticismo, hablé mucho en mi página de las románticas, publicando luego un libro sobre ese tema. —El libro, los libros, el quehacer editorial, los clásicos para niños, Araluce, Salvat, etcétera, también han sido puntos destacables en tu tarea. —También están en mi vida, sin poder separarse de ella.

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—María Luz, tú has hablado de lealtad al oficio, ¿qué es, ante todo, para ti, la lealtad del periodista? —Mira... ¡Cómo te lo explicaría yo! En un periodista puede bullir el escritor y por afán de perennidad, o por amor a determinados temas o, simplemente por mayor lucimiento, le cabe la tentación de dejar el periódico por los libros. Pues bien: el verdadero periodista no abandona nunca su oficio, sigue en la brecha contra cualquier tentación y sabe además que el oficio no lo da «más que el tener que hacerlo a pesar de todo». Se sabe que a tal hora, aquel artículo, crónica, crítica o información se ha de entregar pase lo que pase. Se tiene que dar con humildad, aunque haya salido más a nuestro disgusto que a nuestro gusto. No podemos corregir apenas. Nosotros, los periodistas, somos continuidad, humilde continuidad, un día, y al otro, y al otro..., y, claro, con humano riesgo de equivocarnos. —¿Tú has continuado siempre, a pesar del polifacetismo de tu pluma? —Yo, lo único que puedo decir de mí misma es que he estado siempre en la brecha.

Un precedente

Cincuenta años en la brecha. María Luz Morales celebró en 1971 sus Bodas de Oro con la profesión. Hace algunos años había celebrado las de Plata con la crítica teatral. El pasado 11 de junio, el ministro de Información y Turismo, don Alfredo Sánchez Bella le impuso el Lazo de Dama de la Orden de Isabel la Católica, en el curso de una cena, en el Palacete de Albéniz, a la que asistieron los directores de los medios informativos de Barcelona. «Por su lealtad acrisolada a 50 años de periodismo», rezaba la concesión. Después, el Círculo de Escritores de la Moda, que ella preside, le ofreció un homenaje íntimo. Hablamos de su serie publicada en «Diario de Barcelona», «Alguien a quien conocí», cuya segunda parte no tardará mucho en aparecer. — ¿Quiénes están en puerta? —En principio, tal vez Paul Valéry y André Malraux. Vemos en su despacho el diploma de las Palmas Académicas Francesas, el del Premio Eugenio d'Ors, entre otros, y una placa de plata de los Productores y Distribuidores Cinematográficos, mientras recordamos asimismo su pertenencia a la Academia del Faro de San Cristóbal. —Esta placa con fecha de 1971 es para mí un entrañable recuerdo de los tiempos heroicos de que te hablaba. Nos la dieron a José Palau, Sebastián Gasch y a mí, que fuimos los tres críticos de cine de entonces.

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—María Luz, ¿1971 ha sido para ti un año radiante, después de algún tiempo en que quizá pudiste haberte sentido inmersa en la llamada «generación perdida»? —Sí. Ha sido un año muy feliz para mí. Me han pasado muchas cosas buenas. Tú sabes... El Premio Eugenio d'Ors de la Asociación de la Prensa... Es por juicio de los compañeros. Me conmovió. Y ése sí que era la primera vez que se concedía a una mujer. Como puedes suponer, me llenó de satisfacción sentar el precedente. María Pilar COMIN, La Vanguardia Española, miércoles 26 de enero de 1972

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«FELIPE CENTENO»

Hace ya tiempo un amigo que me asegura que sigue con interés (lo dice por puro cumplido; lo sé), mis «viajes sentimentales» por los cines de la ciudad, me preguntó curioso quién era ese Felipe Centeno que cito a menudo en mis evocaciones. Le informo que se trataba del pseudónimo periodístico de María Luz Morales. Quedó sorprendido: ¿Es posible que en los años veinte, en Barcelona una mujer ejerciera la crítica de cine? Ante su extrañeza fui yo quien quedó pasmado. Dudar que hace 50 años una mujer española pudiera dedicarse al periodismo y a la literatura cinematográfica, es algo así como la autodenuncia del total desconocimiento de la existencia de un puñado de mujeres dedicadas a la creación literaria, poética. Incluso política y social. Así mismo se lo dije. Es más, le pregunté: ¿Es que no te suenan los nombres de doña Emilia de Concha, de Rosalía, de Victoria, de Concepción, de Margarita, de Federica, de Dolores, de Caterina, de...? Pues mira, chico, varios de los apellidos ilustres que completan estos nombres de pila han sido aireados por Elisa Lamas en su columna semanal en «Destino». Y por cierto que Elisa ha armado bastante revuelo entre quienes tienen la estúpida pretensión de que todo eso de la promoción de la mujer española es cosa de hoy, de las nuevas generaciones. Has de saber —continué— que en su gabinete de trabajo, en su estudio, ante media docena de cuartillas, desde un escaño del Parlamento, o en un mitin monstruo en una plaza de toros, aquellas mujeres supieron demostrar su personalidad y sus facultades; incluso en épocas, circunstancias y sistemas políticos adversos a su forma de ser y de pensar. En aquellos días ésta era una manera de realizarse. Hoy los tiempos son otros y la mujer de nuestra época busca realizarse como modelo de «spot» para TV, bebiendo güisquis, fumando superlargos, trasnochando en Bocaccio, conduciendo un deportivo superserie o montando en una moto de «trial». Así compensan, las mediocres, su falta de facultades. Que no debemos confundir con una supuesta falta de oportunidades tantísimas veces alegada como excusa por los Incapaces. A un pobre chaval tartamudo le suspendieron en unas pruebas de locutor radiofónico. El muchacho aseguraba que lo habían eliminado por ser desafecto al Régimen. Si aquellas que he citado no se encararon con el hecho cinematográfico de manera pública y notoria, ni tan siquiera desde el punto de vista crítico y analítico, fue posiblemente debido a que el cine hace 50, 60 años se debatía en la encrucijada del

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dilema del ser o no ser un arte cabal. Fueron aquéllos, días de vacilaciones, de ambigüedades, de incertidumbres, de dudas; de dudas todas ellas razonables. Algunos reparos aún subsisten en determinados medios. «Todavía no acabo de comprender por qué dais tanta importancia al cine. ¿No os dais cuenta que es un simple pasatiempo que cada vez se pone más aburrido y monótono?» Esto me fue dicho por un universitario en una tertulia de amigos y conocidos. El cine ¿es un arte?, ¿es una técnica?, ¿es una Industria?, ¿es un simple pasatiempo cada vez mas aburrido? La respuesta hace años fue dada. Un primer plano de Griffith, un trote de Rio Jim en su caballo bayo, una peripecia de Chaplin en un «set» de los estudios Keystone, fueron el relámpago revelador del arte nuevo. Los elegidos para propagar la buena nueva del prodigio surgieron de los reducidos grupos literarios, artísticos, Intelectuales. A lo mejor fue un periodista curioso y aventajado que adivinó la magia del hechizo multitudinario que se avecinaba. Es raro que todavía no se haya escrito la historia de la crítica cinematográfica. El cine, en sus Jovencísimos 75 años de edad es el arte que más papeles ha llenado y está llenando: monografías, historias, biografías, ensayos sobre sus etapas, escuelas, géneros, personajes. Pero faltan las páginas que nos informen sobre los críticos y tratadistas. ¿Quién fue el primero?, ¿un escritor?, un poeta?, ¿un comentarista literario?, ¿un crítico de teatro?, ¿un padre de familia? A lo mejor —la solución correcta siempre es la más fácil de hallar—fue un redactor anónimo de un periódico humilde, al que su Jefa le ordenó tajante: «Oye tú, vete al cinematógrafo de la esquina y escribe lo que has visto. Hemos de llenar un espacio, pero no pases de una holandesa. A ver que me traes.» El día que un erudito Investigador se decida a escribir la historia de la crítica cinematográfica el primer capítulo, sin duda, se abrirá con Barcelona y entre los primeros nombres que deberá citar figurará el de «Felipe Centeno», es decir, el de María Luz Morales, quien empezó, en 1923 en «La Vanguardia» la excitante aventura de la crítica, del estudio, de la profundizaron en el fenómeno del cine. Sus cincuenta años de brega en el campo del periodismo analítico y creativo han sido compensados con el Premio Godo Lallana. 1973. Los amigos y compañeros han hablado, con tal motivo, de María Luz Morales. Pero temo que, poco se ha dicho de su actividad en el mundo del cine. María Luz sintonizó de inmediato con el arte nuevo. Militó en el grupo de aquellos jóvenes ilusionados que emborrachaban sus retinas a diario en las salas barcelonesas, Ferrán, Gasch, Palau, Jeroni de Moragas, María Luz iban de sorpresa en sorpresa. Un día era un plano de Murnau, otro, un gesto de Jannings, al siguiente el pasmo ante el decorado de «Caligari», enseguida el estremecimiento de las escaleras de Odesa y de pronto el llanto contenido del «Mammee», de Jolson, en un disco de sincronización... ¡Cuántas cosas estupendas! Todas ellas vividas intensamente en su día, en su justo momento, en el mismo meollo de la circunstancia que las creó, que las hizo posible. Verlo hoy en una filmoteca no es lo mismo. Falta el clima del instante de su eclosión. El Tapies expuesto ahora mismo en Gaspar, es uno; el que se contemplará dentro de 50 años en una sala de museo, siendo idéntico, será cabalmente otro. ¡Ojalá la ciencia lograra el milagro de la conservación y trasplante de retinas impresionadas! Pagaría lo que fuera para que me injertaran las de María Luz Morales, llenas de planos, de secuencias, de gestos, de luces antológicos de todo el cine universal. María Luz Morales colaboró con aquellos que en 1932 obligaron a que se abrieran de par en par las puertas del Aula Magna de nuestra Universidad para que el Cine entrara triunfalmente en sus claustros. «Nos tomaron por locos», recuerda a menudo María Luz Morales «Fue nuestra gran Ilusión», añade. «No creas... no éramos muchos en el

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empeño: Díaz-Plaja, Palau, Cabot, Moragas... pero, eso sí, metimos bastante ruido y alboroto.» María Luz Morales colaboró en casi todas las revistas, especializadas de la época. Quiso conocer a fondo los secretos de la Industria y del comercio del cine y se incorporó en el Departamento literario de Paramount Films de Barcelona. Fue una experiencia llena de Interés. Conectó con los grandes de cine yanqui y supo de los sistemas de producción de Hollywood en los días de su máximo esplendor. De cuando los filmes Paramount eran «lo mejor del programa», otros eran «un Film Radio... naturalmente» y el león de la Metro se ponía de perfil después de un bostezo doblado de rugido. Pido a todos aquellos que tuvieron la dicha de poder vivir esta época, de poder gozar de la aventura del cine casi desde el principio, que nos leguen sus memorias, que nos permitan participar de sus recuerdos, que nos confiesen sus vivencias ante el descubrimiento de un filme de Pabst, ante un gesto de Greta, ante un gag de Keaton, ante una colosal «machine» de Cecilio Blount de Mille. Venga ya de una vez: explícate Gasch... cuenta Palau... evoca Ángel... Empieza tú, Mary Light. En 1923 te pusiste a la vanguardia de las mujeres periodistas con tus lúcidas y certeras críticas cinematográficas. Mantente en primera línea. Pon la holandesa en la underwood y empieza: «He visto algo maravilloso, increíble... una película en la que Charlot es un policía de Easy Street...» Sigue, por favor, todos te escuchamos. Especialmente este amigo que te aprecia y te admira.

Jorge TORRAS, La Vanguardia Española, sábado 9 de junio de 1973

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COMENTARIOS Y RESEÑAS

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LA INGENUIDAD EN PANTALLA Lo único que puede disculpar lo natural desmaña de lo bueno, de lo bello, de la atractiva ingenuidad, es que sea verdadera. Una ingenuidad artificiosa o afectada es, como una sinceridad falsa, algo absurdo y desde luego paradójico. A esto se debe, acaso, el hastío, la repugnancia que nos causa la ingenuidad en el teatro que, en cambio, parece constituir la obsesionante pesadilla de casi todas las actrices españolas. Y es lamentablemente cierto que esta grotesca ingenuidad de guardarropía, que se adereza con los últimos adelantos de la química, que habla a grititos, que brinca y salta lo mismo para expresar la alegría que el pesar, que se mueve incesantemente como impelida por resorte o víctima del baile de San Vito, se parece la menos que parecerse puede a la desconfiada, torpe, a veces reposada y siempre adorable e inquietante ingenuidad de las ingenuas verdaderas. Y es que rara vez vemos en las tablas a una ingenua real. Ello es perfectamente comprensible. Como en las letras, no se dan, no pueden darse prodigios de precocidad en el teatro. Aunque los actores lo olviden con frecuencia, para interpretar a Shakespeare hay que ser capaz de comprender a Shakespeare y arder a su contacto en la misma llama viva que es el genio del dramaturgo inglés; para representar teatro de Lope hay que conocer a fondo la tradición gloriosa del teatro español. El teatro, en el que la palabra revela por boca de sus intérpretes toda la intensidad del pensamiento de los genios que fueron, no es arte de ingenuidad, sino de madurez. (Y las demás artes también. Los dedos prodigiosamente ágiles de ese niño que interpreta al piano una sonata de Beethoven, ¿nos traducen el alma de Beethoven, realmente?) De otra parte la penuria de las compañías teatrales, la intransigencia de los cómicos, convertidos todos en cabezas de ratón ¡hacen imposibles tontas cosas!... ¿Cómo una actriz capaz de expresarnos el alma tenebrosa de «lady Macbeth», dirá de un modo verosímil las palabras sencillas, ingenuas, de «Julieta» en la escena del balcón? Y he aquí que la ingenuidad, la grata y atrayente ingenuidad se ha refugiado en la pantalla. Por algo el séptimo arte, como llaman al cinematógrafo, tiene asentados sus reales en ese país joven y desmodadamente ingenuo que es Norte América. Porque a sus, ingenuas—ingenuas silenciosas que no dan, por lo tanto, ridículos chillidos, que no saltan ni brincan sin motivo, que permanecen muchos instantes inmóviles, todas expresión, todas actitud de ingenuas verdad—debe la cinematografía americana sus mejores triunfos. El tropel gentil de cabecitas risueñas o pensativas, reflexivas o alocadas que formaron Margarita Clark, Mary Pickford, Mabel Normand, Norma y Constanza, Talmadge y tantas otras, se renueva sin cesar en manantial de ingenuidad fresca e inacabable... y estas ingenuas cuyas risas no escuchamos hacen asomar la sonrisa, a nuestros labios. Y en «ellos» se da un caso parecido: no conocemos tipo más cinematográfico—más psicológicamente fotogénico, podríamos decir—que el de ese muchacho del Oeste, torpe, desmañado, ingenuo de veras que atormenta el sombrero entre sus manos para declararse a la novia, y vence a su rival a puñetazos. A cada uno lo suyo. Arte intenso, sintético, el teatro, puede hallar en su medio de expresión—la palabra—toda la gama del sentir, del amor y el sufrir más complicado. (Lo que en la pantalla, al traducirse en gesto—véanse las películas italianas—llega a parecer grotesco). Y para el arte mudo, más ancho, más superficial, más real, por lo tanto, queda el representarnos con caracteres y actitudes reales la sana, la fresca, la atrayente ingenuidad.

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La Vanguardia, sábado 17 de noviembre de 1923

Antonio Moreno, famoso artista español que reside en los Estados Unidos, con su esposa Mrs. Moreno [Daisy Canfield Danziger].

[Actor, y director, madrileño, galán del cine mudo que compartió pantalla con Gloria Swanson,

Clara Bow, Pola Negri o Greta Garbo, con la llegada del sonoro su carrera entró en declive]

La precoz y graciosa artista Baby Pegy

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EL CINE Y LA CRÍTICA Así como en los que siguen, juzgan y comentan la vida política de una nación puede hacerse una distinción clara y absoluta entre el señor de sus ideas y el señor de su periódico—que es el que en el periódico habitual halla el molde de todas sus ideas,—en el público que sigue, comenta y vive la vida artística de una gran ciudad en todas sus manifestaciones más o menos puras, más o menos intensas, puede precisarse también la distinción entre público que mira, u oye, sencillamente, y público que, además de oír y de ver, lee. Salvo honrosas, pero contadas excepciones, en que el que mira u oye tiene criterio propio o, lo que vale más, sensibilidad fina, la sensación estética del señor que forma parte del primer grupo, suele pecar de rudimentaria y pasajera. Es el espectador inconsciente, uno de tantos, entre los muchos que van al teatro por «matar» la tarde del domingo; a la Exposición de pinturas por ver qué cuadro irá mejor con los muebles que piensan adquirir si sale bien el negocio que tienen entre manos; al concierto... a dormirse a la Biblioteca a disfrutar de la calefacción, y, en fin, al cinematógrafo a no perder ni un episodio en las películas de series. Es público que da su dinero, lo que ya es mucho, pero que no aporta en cambio ni un átomo de entusiasmo—lo que es mucho más—ni de refinamiento. Público, eso sí, incondicional, acude lo mismo a las audiciones de Beethoven que a escuchar los «cacharrescos» desmanes de los chicos del Jazz, y apenas si, entre Moliere y Muñoz Seca distingue cierta acentuación de su natural somnolencia en favor de este último. Es éste, público mutilado, con la peor mutilación, ya que falta en él la inteligencia. Si fuese único, si lo hubiese sido siempre, el arte limitado a su más ínfima categoría, la de simple espectáculo, no hubiese adelantado un paso. Y daría lo mismo ver a la mujer-cañón en una barraca de feria que asistir a una representación de «La vida es sueño». El otro público, el corriente, el que vive por entero la vida del arte, se alimenta, tanto como del arte mismo, de la crítica. No ya de la crítica meramente informativa y que podríamos llamar también fotográfica, sino de la otra, de la alta, de la noble, de la imprescindible crítica, de la que es expresión de un juicio inteligente o, lo que es más aun, percepción de la obra de arte a través de una sensibilidad exquisita. Quisiéramos por eso que todos los críticos fuesen poetas. Porque la tarea de la crítica es indispensable si el público ha de lograr la plena inteligencia, la fina sensibilidad, el claro juicio que para la percepción integral de la obra de arte se requiere. Siéndonos tan familiar la visión del árbol y el jardín: ¿hemos visto nunca en el jardín ni en el árbol lo que en ellos nos hicieron ver este cuadro, aquellos versos? Hasta ahora, y en todos los países en que existe, la producción cinematográfica no ha despertado ni aun rumores de crítica. Y no es, ciertamente, que no se hayan emborronado ya acerca del cine y de sus intérpretes tantas cuartillas como puedan formar el monumento de la crítica, literaria francesa, por ejemplo; mas sucede que el cine, arte nacido con carácter eminentemente industrial, arrastra consigo todo el pesado lastre del industrialismo, y así, antes que la crítica hubiese ni aun intentado atacarle, hubo ya de encontrarse con el bien templado escudo de «la réclame». Y he aquí como el bombo y los platillos de la propaganda «ad libitum» y del reclamo sin sentido común han ahogado la voz serena y clara de la crítica. Y sucede que al ver en un periódico o revista un artículo que se refiere al cine, ya sabemos de antemano que la cinta de que trate será una «superproducción» y «las ellas» y «los ellos» qué la interpreten serán nada menos qué estrellas y luceros del arte del silencio. (En ocasiones para mayor eficacia el reclamo se extiende a los más absurdos detalles de la vida privada del

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artista...) Algunas veces se da el caso contrario; todo en el film de que se habla es francamente, detestablemente malo. Entonces es que actúan en el «contra-reclamo» (de algún modo le hemos de llamar) las pesetas de la casa productora rival. En uno y otro caso se nos quitan las ganas de leerlo. De este modo seguirá el cine subsistiendo exclusivamente para el público inconsciente que acude a él por matar la tarde del domingo... Pero sus posibilidades estéticas, que deben ser muchas, pues es arte que nació ayer, seguirán de todos ignoradas. Yo veo que ahora, que en todas partes se forman sociedades de «amigos del cine», si éstos lo son realmente del nuevo arte más que de las pesetas que el nuevo arte pueda proporcionarles, debería haber una voz que con serenidad, y con constancia lograse que, al menos a intervalos, se la escuchase más que al consabido bombo y a los platillos estridentes.

La Vanguardia, sábado 24 de noviembre de 1923

ARTISTAS AMERICANOS. —Frank Lloyd, Norma Talmadge y Conway Tearle [Frank Lloyd, director escocés afincado en Hollywood, conocido por “Cabalgata” (1933), “La tragedia de la Bounty” (1935), “Pasión de libertad” (1940) y “Sangre en el sol” (1945). La foto corresponde al rodaje de la película “Ashes of violence” (1923)]

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EL CINE DE LOS NIÑOS Un puñado de distinguidísimos profesores franceses ha clamado a voz en grito su indignación ante la adopción del cinematógrafo como auxiliar de la enseñanza en las escuelas. Y duramente, rotundamente, han declarado su decisión de rechazar en pedagogía todo procedimiento «artificial» que tienda a disminuir la labor de la inteligencia para poner en juego solamente la memoria visual del niño. Según este razonamiento, deberían suprimirse también de la enseñanza los mapas, las esferas armilares y cuanto, en fin, muestra la materia a aprender de una manera gráfica. Aun comprendiendo las razones que dan voz al clamor de tan ilustres pedagogos, aun creyendo con ellos en el reino de la inteligencia sobre todos los reinos y repúblicas, no podemos estar a su lado en este caso. El esfuerzo que en los años de la primera enseñanza se exige del niño—que alcanza a rendirlo sólo por ser el primero que da—es demasiado grande, demasiado desproporcionado con relación a todo lo que pueda hacer durante el resto de su vida, para que no nos parezca de perlas cuanto pueda servirle de grato auxilio o de dulce empujón, bien está, pues, el cine en la escuela si con cine ha de ser menos dolorosa la iniciación a la ciencia... Además de que la inteligencia no se está quieta porque se abran bien sus ventanitas, que son los ojos, y la imagen viene a ser como prueba palpable del principio o fenómeno que el profesor va explicando en clase de un modo abstracto, casi siempre aburrido y en ocasiones no tan claro como de desear sería. Además de que la escuela es cosa muerta, interregno sombrío cuando—lo que ocurre con bastante frecuencia—no entra en ella la vida a borbotones. Y el cinematógrafo puede aportar a la escuela una buena parte de esa vida. Puede mostrar al niño lejanías que acaso no verán jamás sus ojos, o que tal vez le lleven por la fecunda ruta aventurera; conducirle a través de calles y de plazas, darle a conocer montañas y valles, mares y ríos, bravas costas y orillas apacibles, fuentes y lagos, jardines, parques, edificios magníficos, cabañas pintorescas, llanuras vestidas de blanca nieve y trigos quemados por el sol, abismos, ruinas de los tiempos y las glorias que fueron, volcanes, cataratas, icebergs ... Más deprisa que merced a la lectura, o acaso, al par que ella, el horizonte del niño se ensancha, se ensancha... Y aun esto no es todo. Que enseñando al niño gráficamente lo qué es el vivir de otros hombres y de otros niños, le enseñaríamos tal vez a amar al hermano lapón, con su grotesco aspecto de lío de trapos. Y es, sobre toda cosa, meritorio contribuir a estrechar la distancia cordial que separa al hombre de un país y al del país opuesto, al hombre de una profesión y al del oficio contrario. Bien está, pues, el cinematógrafo en la escuela... Más no es precisamente a éste al que llamamos «cine de los niños». Al lado de la vida escolar, corre la otra vida del chico que tan pocos grandes conocen: su vida imaginativa, fantástica de una potencia tal que para si la quisieran la mayoría de nuestros poetas. Destruirla es una mutilación, y, por tanto, un pecado; darle libre rienda, una imprudencia. Al niño le basta un atisbo de cinematógrafo, de lectura, de arte—y es imposible y aún perjudicial privarle de él en absoluto—para edificar en su imaginación mares y montañas. Por esto nosotros quisiéramos que el atisbo que el cine le ofreciera fuese el más bello, el mejor... En un día especial que los cines debieran dedicar al niño, querríamos que desfilaran ante los ojazos de nuestros chiquillos todos los prodigios del cuento, de la leyenda, de la narración maravillosa puestas en acción merced al no menor prodigio de la técnica cinematográfica. También esto ensancharía el horizonte de la vida del niño.

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Y las películas pasionales, y las policíacas y las basadas en novelas tontas o comedias cursis, bajo siete llaves; bien lejos del atisbo del niño. Por supuesto, en unión de las novelas de folletín y los engendros del astracán teatralero.

La Vanguardia, sábado 1 de diciembre de 1923

Ligrist, el precoz artista francés

Elleen Percy, en una de sus más famosas creaciones

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CHARLOT, SENTIMENTAL Esta noticia de que Charlot va a ponerse serio, nos inquieta. Y aun nos hace sonreír levemente recordando a algunos de nuestros marineros de las costas norteñas, lobos de mar hechos a luchar con los elementos cuerpo a cuerpo y a salir en tal pelea victoriosos muchas veces, hábiles en el manejo de la jarcia basta poder llamarse «reyes de las cuerdas», amos después de Dios sobre las cuatro tablas de su barco... y que cifran todo su orgullo, toda su regia honrilla en saber sostenerse arbitrariamente sobre la antiestética, absurda e inútil bicicleta. Así este clown de los tiempos modernos que tuvo durante largos años pendiente de sus grotescas contorsiones, de sus zapatos estrafalarios y su genial bigotín la risa de los chicos y los grandes de América y de Europa, que en abrir paso a un largo cortejo de imitadores dejó pequeño a Rubén Darío, que creó toda una escuela de moderno histrionismo, pone ahora todo su empeño en convencernos de que colocado en el terreno de lo sentimental alcanza a arrancar lágrimas de emoción cinemática ni más ni menos que sus estrellas hermanas la Menichelli o la Bertini. Por él y por sus admiradores lo sentimos. Porque ello no le eleva, sino antes al contrario le resto valor a nuestras ojos. Si fuéramos capaces de ponernos tan serios como el mismo Charlot en la hora actual, trataríamos de desentrañar la psicología del arbitrario personaje diciendo que debe sus mejores éxitos a ser una viviente paradoja. Porque en efecto: Charlot que hizo su aparición y logró su triunfo entre la turbulenta pandilla de Los Ángeles, es latino, francés; su primer apellido no es el jocoso Chaplin, que suena a golpe de platillos o a raro instrumento jazzbandesco, que evoca la idea de un pobre hombre sometido a todos los rigores del ridículo y que tiene el poder de hacer asomar una inevitable sonrisa de compasivo desdén a nuestros labios, sino el muy alto y muy serio Spencer (nombre de filósofo nos atreveríamos a decir si a nuestra vez cayéramos en la ridiculez de sentirnos trascendentales y profundos). Charlot al que vemos aparecer siempre en la pantalla vestido de grotescos harapos, miserable y hambriento, disputando la escudilla de su comida a un can o buscando una colocación que pone a prueba su torpeza, gana los codiciados dólares a espuertas y se los sorbe como agua, si es cierto el decir de sus biógrafos. Charlot, en fin, que debe una buena, parte de su fama al flexible junquillo y al escaso bigotín, va completamente afeitado y no lleva bastón jamás, inglés en su ser real, según nos dicen sus últimos retratos, un correcto gentleman, un casi Adonis, conjunto de todas las elegancias masculinas... Ahora estos rumores acerca de la paradoja viviente que es Charlot, rumores cuyo eco ha trastornado el juicio a más de cuatro niños cinemáticos, se extiende hasta su ser moral y, lo que es más de lamentar para nosotros—esto es, para su público, —a la parte que de arte hay en su arte. Resulta ahora que Charlot no es un muchacho alegre e ingenioso que se gasta muy a gusto los dólares que le valen sus geniales contorsiones y cuya aspiración se ve colmada al unir en la misma carcajada aliviadora a los chicos y a los grandes de América y de Europa.... No. Charlot es un sentimental, un pensador, un amargado, que reniega de sus cabriolas y pone en su risa conejil mucho de la amargura barata de aquella aria famosa «¡Ride pagliacci!...» Por eso Carlos Spencer Chaplin—antes Charlot—quiere dedicarse desde ahora a filmar fotodramas. Lo sentimos de veras. Porque la música italiana está algo trasnochada, porque de esas complicaciones psicológicas se ha abusado ya un poco y, en fin, porque ese Charlot sentimental para el dominio público no nos resulta ni poco ni mucho. ¡Hallábamos un alivio tan grande en creer que la sinceridad en el trabajo, el amor a la propia profesión pudieran haberse refugiado en el bigotín, los zapatones y el junquillo

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charlotescos! ¿Cómo podrán desde ahora arrancarnos la aliviadora, risa las muecas de un Charlot pensador y amargado? Entre las películas que no deben filmarse ponemos desde luego ésta de Charles Chaplin, «Hamlet».

La Vanguardia, sábado 8 de diciembre de 1923

Una escena muy frecuente en las películas americanas

Pauline Garon [Actriz canadiense que trabajó con Griffith y DeMille entre otros, habitualmente haciendo de flapper, chica alocada de los 20]

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SIN LA PALABRA Es indudable que en el cinematógrafo, arte naciente sin raíces de tradición aún, no está todo, ni muchísimo menos, dicho todavía. Como también es indudable que su estricta dependencia, del industrialismo que le da vida y ser, no es nada favorable a su libre desarrollo como arte, en la muy noble y muy alta acepción de la palabra. Así cuando soñamos en lo que el séptimo arte puede llegar a ser, lo vemos siempre ir sensiblemente desligándose de ese industrialismo que es el que a un terreno rastrero le sujeta, para elevarse por su propia cuenta, más aislado y más puro. Por ser ello visto desde nuestro plano actual, tan raro, tan difícil y tan incomprensible, se nos antoja ver en ello el ideal lejano de lo que pudiera ser el cine de mañana. Más no todos piensan como nosotros. En el vivir apresurado del hoy uno de cuyos aspectos el cine representa hay quien quisiera saltarse en un instante los años que aún le faltan al cine para adquirir sabor de fruto pleno, y nos dice, con misterioso aparato de gran descubrimiento que el cinematógrafo alcanzará la máxima perfección cuando haga suyo lo que ahora le falta: la palabra. Oyendo esto nuestra sensibilidad estética se estremece de horror ni más ni menos que ante cierta escenografía moderna por virtud de la cual llueve en los escenarios agua de veras que moja la lana auténtica de corderitos de verdad. Y nos refugiamos en el silencio; y evocamos con nostalgia la sencilla cortina roja ante la que los humanos muñecos de Shakespeare se movían. Además de que esto del cine parlante no es en modo alguno cosa nueva. Ya en 1895—antes de que nosotros pudiéramos siquiera sospechar que el cine existiría ideó Edison el modo de combinar un fonógrafo y un dispositivo de imágenes animadas. Más tarde se repitieron los esfuerzos en este sentido, con éxito positivo algunas veces, pero nunca artístico. En 1902 Mr. León Gaumont presentó por primera vez a la Sociedad Francesa de Fotografía un aparato de cinematógrafo y fonógrafo que funcionaban unidos eléctricamente. A partir de esta época la casa Gaumont consagró su mayor empeño a perfeccionar este aparato al que, en la actualidad, no hay nada que pedir. Con todo el respeto debido a sus inventores y a sus explotadores, y después de declarar que lo hemos visto y oído y que funciona con rara precisión, diremos que sí hay que pedirle una cosa: que se calle. La palabra grande, la palabra hermosa, la palabra que es, según la justa y alta expresión maragallesca «la mayor maravilla del mundo porque en ella se abrazan y confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza», nada tiene que hacer en el cinematógrafo. El arte mudo debe seguir siendo el arte mudo. (Muda es también la danza y la pintura y la escultura...) Uno de los mayores atractivos del cine es el silencio. Que sin la palabra hemos admirado en la pantalla la importante majestad de las montañas y la serenidad augusta de las lejanas perspectivas, el albo encaje sutil de las olas al morir en la playa, el correr de los regatos y el despeñarse de las cataratas... Hemos visto también algunas veces—no tantas como quisiéramos nosotros—la expresión de un dolor sincero y sobrio, como es el dolor de verdad, sin quejas ni alaridos; el gozo retratado en unos ojos todo vida, en una boca ingenua, por ingenua callada... Hemos visto comedias deliciosas, a las que nosotros poníamos en nuestra imaginación, palabras adecuadas, que no eran precisamente las que los personajes hubieran pronunciado, pero que, en cambio, tenían el valor de estar de acuerdo con nuestro estado de ánimo. Y hemos visto producciones absurdas y tediosas que solo gracias al silencio hemos podido soportar, ya que nos evitaba las absurdas y tediosas palabras.... Y hemos huido por unos momentos al rebajamiento del chiste de mala ley y

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a la pesadilla del astracán reinante... No, no es siempre, por desgracia, «la mayor maravilla» la palabra. Baste recordar lo que acerca de ello dice Ortega y Gasset: «Ha mostrado el cinematógrafo como basta con suprimir la voz de los hombres y el ruido de las cosas para que la vida, aún la más vulgar, deslizándose tácita sobre la pantalla, adquiera un inesperado dramatismo. Que el silencio parece aguzar todo y dotarlo de patéticas vibraciones.»

La Vanguardia, sábado 15 de diciembre de 1923

John Barrymore y Nita Naldi

[John Barrymore, “el gran perfil”, famoso actor shakesperiano, abuelo de Drew Barrymore, sus actuaciones más recordadas en “El hombre y la bestia” (1920), “Gran Hotel” (1932) y “Cena a

las ocho” (1933). Nita Naldi, vampiresa del cine mudo, conocida como “la Valentino femenina”, su papel más famoso fue en “Sangre y Arena” (1922), con Rodolfo Valentino]

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DE CERCA «De carne y hueso», debiéramos mejor decir, ya que estas gráficas palabras eran las que rezaban los carteles. Y a juzgar por el tamaño de éstos, por el detonante colorido de las letras que en ellos campeaban, y por la elevación de los precios que, en la parte inferior de los susodichos carteles y en cifras muy menudas como avergonzadas de la propia osadía, aparecían, se trataba de un acontecimiento. Nos referimos a la actuación de unos artistas de la pantalla de los más justamente, celebrados y que «en carne y hueso» han dado algunas representaciones en uno de nuestros más concurridos teatros. Y que «en carne y hueso»—lamentamos tener que decirlo también—han fracasado. El caso no ofrece ninguna novedad. Se ha repetido cuantas veces ha querido explotarse la popularidad de un artista cinematográfico para ofrecerlo al mismo público que en la pantalla lo había hecho su ídolo, sobre las tablas y de cerca (sabido es que los ídolos, con la proximidad, pierden, bastante). Lo observamos por vez primera en los días anteriores a la gran guerra., cuando, en plena apoteosis de triunfo peliculesco, radiante de juventud, de elegancia y de «vis cómica», apareció Max Linder en uno de nuestros escenarios. Entonces como ahora, la impresión recibida por el público a los cinco minutos de levantarse el telón y aparecer en las tablas el ídolo, podría traducirse con solo una palabra: decepción... y no era entonces, indudablemente, que el chaquet ribeteado de Max no fuera elegante, ni que sus genuflexiones y piruetas carecieran de gracia, como no ha sido ahora que Elmire Pautier no sea linda ni que Rene Navarre no resulta, con sus sienes nevadas, su cuerpo enjuto y su perfil de águila, un tipo de hombre interesante. Entonces, como ahora, fue la frialdad del público al ver ante sí «en carne y hueso», a sus ídolos lejanos, prueba indudable de la derrota de la realidad por la ilusión, de lo palpable por la imaginado, de lo tangible y próximo por lo que nos parecía, dada su lejanía, inaccesible. El artista de cine—en su dominio, la pantalla—es el que goza, de popularidad más efusivamente apasionada por parte de un público que la universalidad del lenguaje mudo y la comodidad de los viajes «en film», hace ilimitado. Y más cuanto más exótico, cuanto más lejano nos parece. Ni el más alto filósofo, ni el poeta más cercano al alma de las multitudes reciben en un año las cartas que Douglas Fairbanks o Mabel Normad reciben en un día. Porque es de notar (y en este momento me refiero al público español, naturalmente), que en punto a despertar entre nosotros devociones, son los americanos los que llevan la palma. Y entre ellos un actor japonés, Sessue Hayakawa, el noble «samurai»... Y William S'Hart, el hombre del lejano Oeste... Italianos y franceses, los que están más cerca de nosotros, nos importan menos. Dijérase que en este caso los términos naturales se invierten y las figuras cuanto más lejanas más se agrandan. Además, el gesto del actor cinematográfico ha de parecemos por fuerza, en las tablas y de cerca, exagerado; su mímica arbitraria. Del mismo modo que la sobriedad de las actrices y actores de comedia, parece rigidez en la pantalla. Hay una ley de proporciones que exige para cada manifestación de arte un marco adecuado. No se aprecian desde la misma distancia los valores de un fresco mural y los de una miniatura. Por todo ello, y algo más, si fuéramos artistas cinematográficos, nos gustaría filmar nuestras creaciones en la Polinesia. Y desde luego no caeríamos en la tentación de perder nuestro prestigio de ídolos, mostrándonos al público entre bambalinas de percalina descolorida, con la concha del apuntador limitando nuestro campo de acción, y en toda la vulgaridad de los cercanos seres «de carne y hueso.»

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La Vanguardia, sábado 22 de diciembre de 1923

Uno de los mejores studios de Norte-América

Betty Campson

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LA NOVELA EN EL CINE Es tal la actual avalancha de novelas filmadas que a los puntos de la pluma acude, fatalmente, el comentario. Porque las hemos visto y las sabemos por revistas y diarios que a cosas de la pantalla se dedican, de todas cataduras y tendencias, desde el novelón folletinesco (Los misterios de París), pasando por la novela pseudohistórica (Los tres mosqueteros, Veinte años después) sin arredrarse ante la psicológica (Crainqueville, de Anatole France) y llegando a la obra maestra (Don Quijote). Sin olvidar la novela mal llamada moderna con vistas a la pornografía y cuyos títulos, por conciencia, callaremos. Y aun dando lugar algunas, como Los tres mosqueteros, a dos ediciones, la francesa y la americana, además de la correspondiente parodia, por añadidura. Confesemos que, salvo inevitables y honrosas excepciones, la tendencia no es de nuestro gusto. Si la novela fuera como algunos tratados de preceptiva rezan, «la narración de una acción de carácter dramático expuesta, de ordinario, en lenguaje prosado, y perteneciente a la época», acaso, teniendo en cuenta la preponderancia que la acción adquiere en la pantalla, admitiéramos que entre el cine y la novela pudiese existir fusión perfecta. Pero los tratados de preceptiva no son precisamente, por suerte para los que los estudian, oráculos en materias de arte. En lugar ninguno como en la novela «perteneciente a la época» nos atrae y arrebata la lírica. Nada sería la acción en la novela si no estuviese vista a través del particular temperamento del novelista; ninguna impresión nos causa su «lenguaje prosado» cuando no surge de esa cantera de maravilla que se llama el estilo. Entre un mismo tema, una misma acción tratada por Gustavo Flaubert o por Paul Feval, mediaría un abismo. Y lo misma que en el cine ¿Qué quedaría a la Divina Comedia sin los versos de Dante? ¿Qué al milagro que es el Quijote sin la sensación justa, clara, precisa que de la tierra y el espíritu castellano nos dejó Cervantes en el monumento nacional? En cuanto a toda psicología que no sea una faceta del alma misma del psicólogo: ¿cómo puede en la acción traducirse no siendo en la imperfecta mueca? Porque si es verdad que el actor, en las tablas, interpreta con el gesto los más complicados personajes, lo es también que por su boca hablan directamente Shakespeare, Moliere, Calderón, Lope. No, no; no nos gusta la novela en el cine. Y menos cuanto mejor sea ella. Pasamos por Los tres mosqueteros—en modo alguno por los de Fairbanks, naturalmente—porque ello nos da un argumento entretenido sin molestarnos en leer la prosa mediocre de Alejandro Dumas; pero protestamos de que se lleve a la pantalla a un France, a un Flaubert, a un Loti. Ello nos causa la misma sensación de fastidio que el tener forzosamente que recordar la Marión, de Prevost o La Vida Bohemia, de Murger, asociadas a la ratonera música de Puccini. Por suerte nuestra las novelas, las buenas novelas de la literatura española son poco filmables, como han sido poco operables, hasta ahora. Ello nos salva. (Excepción de Don Quijote con que por esas tierras de Dios nos amenazan). Porque hay que aclarar que ciertas novelas españolas que en la pantalla se nos ofrecen, están de antemano confeccionadas en fórmula adecuada a la pantalla. Y como novelas y como films llevan en el pecado sobrada penitencia. No parezca ello desdén hacia el séptimo arte. Antes, por el contrario, nos duele verlo inclinarse hacia terreno que no es el suyo propio, porque lo consideramos sobrado de recursos para atenerse a ecos. Buen ejemplo nos ha dado hasta ahora la producción americana.

La Vanguardia, 29 de diciembre de 1923

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Un descanso durante la «filmación» de una película

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EL CINE Y LA MODA Que un extranjero se maraville de la elegancia y de la majestad de nuestras grandes damas, de la soltura y de la gracia—elegancia también, —de nuestras modistillas y costureras, podrá muy bien no tener gran cosa de particular y aun parecer homenaje obligado a la belleza de las mujeres del país acogedor, que es éste, por lo visto, uno de los homenajes que más agradecen, aquí y en China, los países. Aun sin ser verdad, el halago para con las mujeres es pecado tan leve, mentira tan piadosa, que se recibe siempre con el mismo agradecimiento y con el mismo orgullo que si de la verdad mas rotunda se tratara. No digamos nada en este caso en que al pregonar la gracia y la elegancia de nuestras mujercitas barcelonesas no hay mentira ni halago: la más rotunda de las verdades, sólo. Pero es que en estos días he escuchado de labios extranjeros alga más peregrino... No se trataba ya de alabar a nuestras mujeres, las altas o las bajas; de revelar a toque de clarín su belleza, su elegancia o su gracia... Se hablaba del conjunto de la ciudad en general, del aspecto de distinción que sus gentes revelan, de la elegancia pulcra y despreocupada de sus hombres. Y mis dos amigos, el de Budapest y el de Berlín, insistieron sobre este punto. El de París «siempre francés», con sus bigotes engomados, su pechera brillante, su «chaquet» y su roseta en el ojal, asentía callando. Confieso que lo de la elegancia pulcra y despreocupada de mis conciudadanos me causó relativa impresión. No había reparado nunca en ella ni me parecía digna de incluirse en el programa de la «Atracción de Forasteros», la verdad sea dicho. Pero mi alemán y mi húngaro parecían concederle una tan extraordinaria importancia, y aún otorgarnos, merced a ello, una tan desusada superioridad que me vi obligado a fijarme. Y a asentir en lo de la elegancia pulcra y despreocupada de nuestros barceloneses «del montón». Pero a disentir en cuanto a las causas de esta transformación con respecto al barcelonés de hace unos cuantos años. Porque ellos la atribuían a la buena situación de la peseta, y yo a la influencia de las películas norteamericanas en el cinematógrafo. El «muchacho simpático» del cine es un tipo especial, de pura cepa americana. Se aparta cuanto apartarse puede del «lechuguino», del «gomoso». La exquisitez extravagante del «dandy» no se aviene con la simplicidad del gesto en la pantalla. El muchacho cinemático no puede llevar cuellos rígidos ni pecheras duras, porque necesita lucir algo mejor que los primores de su planchadora: su educación física, su agilidad. Este muchacho cinemático lleva trajes de cien dólares y abrigos de doscientos, pero tiene la rara facultad de olvidar lo que gasta, una vez lo ha pagado, y no concede importancia mayor a la ropa. Alguna mas le merecen los deportes y el agua fría. Y el conjunto de su físico, que acaso hace medio siglo hubiera podido parecer algo plebeyo, da hoy la impresión de una verdadera y bien cimentada elegancia. Yo no se si realmente serán así todos los hombres de los Estados Unidos. Me figuro que no. Lo que si sé es que en los Estados Unidos se ha inventado el tipo del «muchacho simpático» cuya característica es la «elegancia pulcra y despreocupada». Y que tal maña de exportación se han dado que un portugués, un francés o un italiano nos parecen ya físicamente bichos raros junto a nuestros «ramblistas», que cualquiera diría arrancados del mismo Broadway. Y es que el cine acerca. Y es bueno y es loable todo aquello que sirve para acercar a los pueblos y a los hombres.

La Vanguardia, sábado 5 de enero de 1924

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Thomas Meighan Rodolfo Valentino

Jack Stalt

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LOS NIÑOS DEL CINE En estos días en que el viejo Noël, el alegre San Nicolás y los tres poéticos Reyes Orientales siguen las rutas blancas para poner el oro, el incienso y la mirra, los dones legendarios, los presentes de ilusión, allí donde la fe ingenua y santa, los merece y aguarda, los rostros regordetes y encantadores de todos los chiquillos del mundo adquieren, aún para muchas gentes que durante el resto del año suelen tenerlos olvidados, actualidad viva y palpitante. Y los niños del cine, tan familiares ya para chicos y grandes, son de los que aparecen esto año en primer término. Así, las grandes revistas de cine dedican páginas enteras a enterarnos de que Jackie Coogan ha pedido al barbudo Noël un oso de tamaño natural y un revólver para matarlo, al mismo tiempo; de que Babby Peggy quiere un piano de verdad para su muñeca y Regine Dumien, a quien los generosos viajeros han otorgado un oso blanco, un polichinela azul y dos muñecas japonesas, reclama una máquina de escribir y una Kodak. La gacetilla de actualidad se redondea con los inevitables detalles íntimos. Jackie pidió a sus papás ser actor de cine para poder trabajar con Mary Pickford, única estrella a quien admiraba. Bebé Daniels no se prepara para ninguna sesión ante el objetivo si precisamente no le dan su ración de bombones de chocolate... El incidente, la anécdota sirven de relleno a páginas y páginas. Y las buenas gentes sonríen, sonríen... Porque, con tal motivo, en lugar de los habituales retratos de «vedettes» de picaresca expresión, gran belleza y poco traje, las páginas cinemáticas muestran, al cinemático lector unos rostros ingenuos, rebosantes de gracia y de inocencia, unas piernecillas regordetas, unas figurillas que, no obstante la costumbre que las inmoviliza sabiamente ante el para ellas familiar objetivo, parece como si desearan echar a correr e irse a jugar. Son niños como los otros. Y en ellos reside su encanto mejor: en que son, sencillamente, niños. Un conocido cronista observaba no ha mucho como los niños y los perros son elementos de éxito seguro en el cinematógrafo. La observación es justa. Apenas aparece en la pantalla un mamoncillo que pernea en una cuna; apenas Baby o Jackie sufren una desdicha o hacen una travesura las buenas gentes se enternecen, lloran o ríen, según haya sido de hacerles reír o de hacerles llorar la intención del autor del escenario y la del «metteur en scéne». Es el triunfo de la ingenuidad, elemento esencial en la pantalla, de que hablamos en otro de estos comentarios. Es que nada repugna tanto en el cine como lo rebuscado—los complicados dramones de procedencia italiana, o los films cubistas amañados en Alemania son buena prueba de ello—ni nada agrada tanto como lo natural, lo que da impresión de vida cálida y vivida: el salto día un pájaro, el balanceo de urna rama, el rodar, monte abajo, del agua, el reír, fresco y puro, de un niño. Y como el cine es y debe ser principalmente vida, o reflejo de vida, la figura del niño en la pantalla no nos causa tampoco la impresión penosa de cosa ajada, mustia, descoyuntada y fuera de lugar, contrahecha y grotesca que la presencia del niño en el tablado de la farsa nos impone. Su figurilla tal cual en el lienzo la vemos, se mueve libre al parecer; nadie impone a su memoria y a sus labios la tortura del repetir papagayescamente palabras que no responden a sus propias, infantiles ideas; el marco que le rodea es de luz, de sol y de aire libre; al aire libre efectúa, generalmente, su trabajo... Por todo eso las gentes sonríen, con sonrisa buena cuando en la pantalla aparece la figura de un niño; por eso a nosotros no nos inspiran piedad (como nos la inspiran sus hermanos del circo o del teatro) los chiquillos del cine, sino cuando los cronistas nos recuerdan que aquella labor toda gracia y espontaneidad se trasluce en cifras de tantos o

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de cuantos dólares. Porque entra entonces en ello el provecho de los grandes y ello es cuestión un poquitín más seria. Porque son los niños en el cine—como el agua que corre o el pájaro que salta—una sonrisa que a la sonrisa llama. Pero es a condición de que no dejen de ser niños como los otros. Sencillamente, niños.

La Vanguardia, sábado 12 de enero de 1924

May J. Mc. Awy

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LA RISA DE DOUG Esta extraña muñeca del cutis de cera—que ni el estrago del maquillaje preciso para la labor ante la pantalla es bastante a empañar,—de los ojos de almendra y la sonrisa indescifrable, nos vino del Japón como los abanicos y las teteras ahora en moda, se llama Tsuru Aoki,—lo que en su pintoresco idioma quiere decir «bien amada del sol»,—y está casada con un «ex-samurai». El ex samurai rompió con tradiciones y parientes, para hacerse célebre en el mundo entero. Es Sessue Hayakawa, astro del cine y en unión de su esposa, la muñequita del cutis de cera, recorre Europa con gesto imposible y actitud triunfal. La chinesca pareja, que sigue considerándose de la más celeste nobleza, que al orgullo de raza une ahora el de su arte, que lee y comenta a Shakespeare y odia los rascacielos y los autobuses sobre todas las cosas, se dedica en su largo viaje a estudiar los grandes progresos técnicos y especialmente la distinta psicología que anima el arte mudo de los diversos países. Con una precisión de juicio que a nosotros—naturalmente—nos parece por entero occidental, habla así, a su paso por Francia, la muñequita de los ojos da almendra y la sonrisa indescifrable, que del Oriente se trajo el peliculesco astro ex samurai: «París me gusta mucho y me gustaría más si supiera hablar bien el francés. Los edificios, sobre todo, son en la sencillez clásica de su arquitectura, un descanso para los ojos, cansados de mirar los molestos rascacielos. Sólo sigue siendo antiestética la precipitación de la gente que, aunque no tanto como en Londres y Nueva York, anda aun con excesiva prisa. Pero el público francés es más gentil, más sereno y correcto que el americano... En cuanto a la producción cinematográfica francesa, nos parece un milagro. Nada menos ¿cómo con tan poco dinero pueden hacerse cosas tan bonitas?... No obstante, los «films» franceses no gustarían en América, ni su orientación general me parece adecuada a hacerlos triunfar, como los nuestros, en el mundo entero. Son demasiado tristes, cuando no son excesivamente cómicos, y les falta, en lo serio, la risa.» Creemos que Mme. Hayakawa, conoce bien a fondo la cinematografía de uno y otro país. En la constelación cinemática de Los Ángeles, hay un actor mediocre que ha alcanzado uno de los primeros puestos, sólo por su risa. Porque Douglas Fairbanks, a quien el público de América y Europa conoce familiarmente con el nombre de Doug, no es guapo, ni elegante, ni gracioso, ni original, ni buen actor siquiera. Es menos genial que Charlot, más zafio que Max, más feo que Carlos Ray, se viste mucho peor que Tom Moore, que Mehigan o Moreno... Sus cabriolas tienen escasa gracia. Sus características dejan, en más de una ocasión, mucho que desear. Y, sin embargo... En su cara un poco tosca, bastante incorrecta y no excesivamente expresiva, brota en todo momento una risa franca, jovial, sana, de chiquillo travieso, ingenuo, satisfecho de sí mismo y de los demás, del trabajo y de la vida. Y esa risa de Doug pudiera traducirse como expresión del espíritu que anima la cinematografía americana, la cual tiene para nosotros, hombres de los países viejos, y un poco más serios pero más complicados, el innegable encanto de lo infantil, de lo ingenuo, de lo sencillo, de lo grato a los ojos y al alma. Es «en lo serio, la risa» de que habla la perspicaz madame Hayakawa, «née» Tsuru Aoki, «Bien amada del sol». Es, además, el triunfo de la naturalidad y de la vida que es en el séptimo arte elemento esencial. No hay que olvidar que en la pantalla las lágrimas se obtienen por procedimientos especiales, por conocidos trucos que forman parte de la técnica del «métier».

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La risa, en cambio, brota franca, espontánea, sin artificiosas solicitaciones, y espontánea y franca atrae también, por lo menos, la sonrisa del que la ve y no es poco atraer. Tal es, sin duda, el secreto de la superioridad y del éxito de la cinematografía americana que la esposa de Sessue Hayakawa ha precisado con justeza que a nosotros nos parece—naturalmente—del todo occidental. Todos sabemos que entre las mujeres, condenadas en buena parte y para toda la vida a novio malhumorado o marido sesudo, tiene sus mayores triunfos la franca risa de Douglas Fairbanks.

La Vanguardia, sábado 19 de enero de 1924

Mary Astor

[Actriz americana, recordada por su papel protagonista junto con Humphrey Bogart en la legendaria “El Halcón Maltés” (1941)]

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EL PAISAJE EN EL CINE Inclinados a ello, no sabemos si por el rigor de su clima que no les brinda el regalo del sol y de la luz con frecuencia bastante, o por una especialísima y muy germánica concepción de la estética, o por una exageración de aquel principio que dice como antes que esperar la ocasión es preferible crearla, los alemanes que de artes de la pantalla entienden y se ocupan, han hecho surgir una segunda naturaleza dentro de los estudios. Nada falta al coronamiento de este esfuerzo que pudiéramos calificar de colosal, para emplear una palabra netamente germánica; importantes montañas, en las que se desarrolla el mítico ciclo de los Nibelungos, tranquilos lagos de transparentes aguas, edificios ruinosos o flamantes de todas las épocas y países de la historia, bosques da árboles trasplantados de todos los climas, calles y plazas de todas las ciudades surgen como por arte de encantamiento al mágico conjuro del «metteur en scéne», de los técnicos a su servicio y de las numerosas cuadrillas de los más hábiles obreros. Las reconstrucciones se ejecutan a base de una minuciosidad estricta, fidelísima, sobre fotografías del lugar reconstruido. Los marcos corren, corren, en rápido correr sólo comparable al de su célebre descenso... Potentísimos focos eléctricos fingen el ardiente sol de Arabia, o la luz espectral del Spitzberg; en la tormenta los rayos zigzaguean... Y así merced al sucesivo montaje de los distintos escenarios que permite aparezca hoy un castillo feudal, donde hubo ayer un canal de Venecia y donde surgirá mañana un templo egipcio o un oasis africano, puede decirse justamente que el mundo cabe dentro de un estudio cinematográfico. Y sin embargo... A todo paisaje así sabiamente, técnicamente, fiel y minuciosamente reconstruido con cartón piedra, maña, y dinero... en marcos o en dólares, le faltará siempre algo esencial y único: «ser» el paisaje, tener el «alma» del paisaje. El paisaje—y ahora hablamos siempre de paisaje real, naturalmente—es el elemento primero del cinematógrafo. Cuando el cine nos da una sensación de verdadero arte, el paisaje interviene seguramente en ella. Si a la pantalla hemos de agradecer algo más que el momento de distracción pueril que los amoríos de una ingenua de guardarropía con un «cow-boy» de mentirijillas nos ofrecen, será cuando nos dé la visión real de horizontes soñados y no vistos, de perspectivas largo tiempo acariciadas con el pensamiento, de ciudades, por lejanas, para nosotros imposibles... Tiene además el paisaje en el cine la inapreciable ventaja sentimental y estética de que no es una imitación de la naturaleza, sino la naturaleza misma. El parecido servil, la seca exactitud que en pintura o literatura—arte—nos repugnan, son en la pantalla directa evocación, en la que es el mismo espectador quien interpreta, a través del alma propia, el alma del paisaje. Al técnico corresponde sólo el mérito, —no flojo,—de dar a nuestros ojos cansados de sombra y de vulgaridad, paisajes con alma y horizontes inundados de luz. La melancolía del argentado encaje de las olas al morir en la playa, la impresión de misterio de los bosques profundos, la sensación de grandeza de las altas montañas, la maravilla de la niebla al romperse, el vibrante canto de vida que es el salir del sol, no pueden ofrecérnoslas montes de cartón piedra, soles eléctricos y árboles trasplantados sin alma, raíces ni misterio real. Y cuanto más perfecta sea la imitación peor, ya que entonces es mayor la insinceridad. Confesamos, pues, que no nos entusiasma el colosal esfuerzo de los cinematografistas alemanes al hacer surgir una segunda naturaleza dentro de las estudios. Creemos más «colosal» y más espléndido ir a buscar el paisaje donde esté. En cambio, aplaudimos cordialmente, fervorosamente, la empresa del poeta Rey Soto al llevar una serie de películas de paisajes gallegos, a sus hermanos los desterrados de Galicia, que

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con la mente y el corazón puestos en la «terriña» luchan a brazo partido con la vida en América. Empresa de poeta...

La Vanguardia, sábado 26 de enero de 1924

CURIOSO PARECIDO DE DOS ARTISTAS Recientemente, George Melford que acaba de llevar a la pantalla la versión cinematográfica de la novela

«La luz que se extinguió» (The Light That Failed), del famoso poeta inglés Rudyard Kipling, descubrió un sorprendente parecido entre dos intérpretes que toman parte en ella, Percy Marmont y Winston Mille.

Del parecido de ambos puede juzgar el lector par la fotografía que aquí aparece.

Julia Faye Charles de Roche

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INTERIORES En su lenguaje, por gráfico y exacto intraducible al nuestro, más abstracto y retórico, definen los ingleses el «home» como «una casa dotada de un corazón». Difícil nos sería hallar palabras más aladas ni de más bello significado para definir lo que quisiéramos que fuese nuestro hogar. Hay que reconocer que en nuestra España, si hay casas «dotadas de un corazón» son pocas, o los que las habitan ocultan lo mejor que puedan tan rara cualidad. En general, como en casi todos los países meridionales, ricos de sol y amantes de lo externo, se vive aquí un poco «a la diabla» que dicen los franceses, mirando siempre hacia afuera, con vistas a la calle, pero con un marcado desdén a lo de dentro, a lo que ahora, tomando la palabra de otros países en donde por existir la idea existía el vocablo, empezamos a llamar «lo interior». En nuestra tierra no ha habido hasta ahora interiores porque faltaba el culto a lo interior. Había sí, casas ricas y aristocráticas alhajadas unas veces con esplendidez y otras con gusto—no son factores que vayan siempre de la mano;—casas lamentables de la clase media o de la burguesía adinerada en que los muebles baratos o caros pero invariablemente «haciendo juego» se alineaban a lo largo de las paredes en formación, por correcta, fastidiosa e irritante; casas, en mayor o menor grado, humildes, bien arregladas unas, otras patas arriba, sucias las más, relucientes algunas cual tacitas de plata... En unas como en otras hemos podido admirar muchas veces el instinto de orden de nuestras mujeres y el buen gusto o la repleta bolsa de sus maridos; pero... La flor en el vaso, el libro a medio abrir, el rinconcito familiar, en que la vida «vivida» pone un amable desorden, la estampa querida colocada al alcance de los ojos golosos, la mesa del trabajo junto al fuego y los chiquillos jugando en la mejor habitación, ¿dónde los hemos visto? ¿Dónde hemos notado la sensación cálida que da a la casa el «estar dotada de un corazón»? Yo no sé si para los norteamericanos es el «home» lo que para sus hermanos mayores, los ingleses. No sé por lo tanto si los interiores que en la pantalla se nos muestran son fantasía de los escenógrafos o copia fiel de lo que es por tierras de Hollywood el vivir. Lo que sí sé—sin que entre en ello cinefilia ninguna—es la influencia que la visión repetida de amables, lindos, confortables y cálidos interiores ha ejercido sobre nuestra gente, sobre nuestras mujeres sobre todo, modificando y aún creando en ellas el concepto de lo interior. En la casa humilde, en la casa modesta, en que reina el espíritu de las hijas—las madres siguen cifrando su orgullo ordenador en arrimar las sillas a las paredes—empieza a observarse el primor del detalle; ya es regalo preciado para nuestras mujeres el libro, la rosa o la estampa que sobre la mesa, en el vaso, o pendiente de la pared, a la altura de lo ojos golosos, ponen algo del espíritu de quien los dio en la casa, en esta casa de España a la que hasta ahora ha faltado, al parecer, el corazón. Hay en las ventanitas cortinas sencillas y baratas de cuadros blancos y azules, que visten con gracia ingenua la desnudez de los marcos de madera... En las sillas de paja, las más pobres o las más vulgares, hay almohadones de gayos colorines que prestan al conjunto una nota de comodidad y de color; hay, a la hora del yantar, flores esparcidas sobre el albo mantel, y, junto al fuego, están agrupados los muebles de modo que formen cálido rinconcito familiar. No faltan flores en la mesa de trabajo, y los niños no juegan en el cuarto oscuro, sino en el mejor de la casa, a plena luz... Y esto en casas donde antes no se sospechaba siquiera que pudieran existir tales refinamientos en el culto del hogar. Porque la revista que de estas cosas habla es rara y no siempre divertida. El cine, en cambio, cuesta poco y divierte. Es la revista, la enciclopedia por

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excelencia de los pobres. Si bien no estaría de más que, en este sentido, algunos ricos se dieran una vuelta por él. No sabemos si los interiores que en la pantalla se nos dan son fantasía del «metteur en scéne» o copia del vivir de por allá. De uno u otro modo son algo grato y meritorio: una ventana abierta para que nosotros, los meridionales, ricos de sol y amantes de lo externo, atisbemos como es la casa cuando está «dotada de un corazón.»

La Vanguardia, sábado 2 de febrero de 1924

Jack Hoxie Estelle Taylor

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LAS TORTURAS DE LA CINEFILIA Para el espectador sereno, consciente y reposado cuya imaginación busca, más que motivo de discusión y apasionamiento, momentos de leve distracción en la pantalla, el cinéfilo y el cinéfobo, concurrentes asiduos y fatales a todos los cinematógrafos, resultan igualmente insoportables. Y aun, acaso el menos molesto de los dos tipos—siendo el más antipático, —es el cinéfobo. Se le conoce por su cara hosca, por el gesto furibundo con que contempla la ligereza de ropa de las «estrellas» y las actitudes triunfadoras de los «astros», por el soberano desdén que, según su cara de pocos amigos exterioriza, le merecen el argumento, los intérpretes, la técnica y la «mise en scéne» de la película... Este desdén fulmina sobre todo a los que al lado del cinéfobo alaban o, sencillamente, atienden. Cuando nadie se fija en el cinéfobo, cuya misión consiste en la patente personificación del desagrado, el cinéfobo tose, gruñe sordamente, o da inequívocos golpecitos en el suelo con la contera del bastón, en son de protesta inconfundible. Más, de uno u otro modo, hace poco ruido. El cinéfilo es más peligroso para la tranquilidad de su vecino cinemático, el espectador reposado y sereno. Porque el cinéfilo es un ser verboso y cordial ante todo. Es también —en el alarde de su ciencia frívola., especial y modernísima—un poquitín pedante. El entusiasmo que cuanto ocurre en la pantalla le produce, tiene que compartirlo con cuantos le rodean, y el conocimiento que de «cosas del cine» le proporciona su continua asistencia a los cinematógrafos, le autoriza a poner cátedra ante los concurrentes. Es el señor que lee en voz alta los títulos, que recita los subtítulos en tono grave y patético o jocoso y regocijado, según el asunto lo requiera, que nos descubre la técnica de los «trucos» arrancándonos nuestra leve e inocente ilusión confiada... y sobre todo cómoda. Es el que detrás de nosotros, o a nuestro lado relata el argumento de lo que estamos viendo, nos aclara los puntos oscuros y nos anticipa el desenlace que él ya conoce o, más perspicaz que nosotros, adivina. Es el que tutea y conoce por sus nombres de pila a la Normand, la Swanson, la Pickford, la Clark, las Talmadge y demás vía láctea de la actual cinematografía. Es el que entre una y otra película en voz más baja y tono casi confidencial, nos cuenta los divorcios sucesivos de las «estrellas» y nos hace el balance de los dólares que «ellas» y «ellos» ganan con una mano y arrojan por la ventana con la otra. Es el que conoce los rumores y comidillas de Los Ángeles tan bien por lo menos, como los chismes de su portería... Y en tanto el espectador sereno ha perdido la tarde. No ha logrado el reposo que buscaba, pues tiene en la cabeza, un verdadero caos de nombres. No ha gozado de las impensadas bellezas que pudiera ofrecerle el espectáculo: majestuosos paisajes, exóticas costumbres, risueños interiores... La trama, más o menos ingeniosa, de las sucesivas películas forma en su mente un conjunto estrafalario con las historias particulares, más o menos fantásticas, de estrellas y «vedettes». Ve por todas partes dólares y divorcios... A la natural fatiga de la vista después de una tarde de «cine» se une un insoportable zumbido de oídos... ¿Quién dijo que el arte mudo no exigía recogimiento por parte de los espectadores? En tanto el cinéfobo acentúa, los golpecitos de la contera de su bastón y muestra la expresión más hosca y furibunda de su repertorio. Pero ya en la calle, sonríe... El no ha perdido la tarde... Ha hecho acopio de argumentos para alimentar su «fobia» que, según dicen, es cosa que acompaña mucho.

La Vanguardia, sábado 9 de febrero de 1924

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Marie Prevost

[Actriz canadiense, comenzó siendo chica Mack Sennett, y llegó a protagonizar dos películas de Ernst Lubitsch “Three Women” (1924) y “Kiss Me Again” (1925)]

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LA PELÍCULA QUE NO VEREMOS En su «Viaje por España» hace notar muy espiritualmente Teófilo Gautier cómo los españoles son gente tan paradójica que se prende si se retrata al vivo lo bello, lo poético, lo característico y original que hay en la tierra, y cuya máxima aspiración consiste en prescindir de su propio color para sumarse al monótono gris de los demás países europeos. No hay para qué decir que «lo bello y lo poético» de España eran para Gautier, como para todos los viajeros franceses del siglo XIX, los toros y la inquisición, los chulos y las majas, los rondadores poéticos, los bandoleros románticos, las batallas campales al pie de las rejas floridas, las mujeres—¡éstas nuestras pasivas mujeres españolas!—haciendo surgir la castiza navaja de la pimpante liga al más ligero desdén de su «toreador...» Tal vez estaban en lo cierto los viajeros franceses y ese sabor de España para la exportación, que acaso la costumbre hace que nuestro paladar no alcance a percibir, fuera la única razón estética de que España existiera. Tal vez nuestros varios paisajes, la turquesa única de nuestro cielo y el perenne verdor de nuestro suelo, nuestras obras inmortales de arte, nuestro teatro glorioso, nuestro Quijote y nuestras catedrales no tengan suficiente color para diferenciarnos del monótono gris... Mas, de todos modos, es muy de lamentar que, dándose una razón de pura estética para el cultivo y fomento de la españolada, quede, por regla general, la estética tan mal parada en ella. La anécdota de aquel inglés que por haber oído a un mendigo ciego desafinar coplas arrimado a una esquina juraba haber visito a las doce del día en Barcelona a un galán con la capa terciada, cantando canciones al son de la guitarra y al pie de un florido balcón, da justa idea de hasta qué punto las telarañas literarias enturbian la vista de los que nos visitan dispuestos a gozar a toda costa del consabido «sabor español». No es de extrañar que luego, al traducir allá esas fidelísimas impresiones, den por resultado los engendros grotescos que las españoladas suelen ser. Grotesco es también que ello sea hecho por gentes que dicen admirarnos, que sí creen halagarnos, y que en ello ponen la mejor—si bien pésimamente empleada—intención. Todo esto explica sólo de modo relativo que cuando en los Estados Unidos existe hoy una viva corriente de hispanofilia, y en sus universidades se estudia nuestra lengua y en sus museos se compran a peso de oro nuestros cuadros, un «cinematografista» del talento de Roussell caiga en la tentación, que es para nosotros una injuria, de filmar una película como «Los oprimidos». En este film, del que es protagonista una artista española que no hemos de nombrar, los españoles no cantan, precisamente amores bajo los balcones floridos y al son de la guitarra... No es ya sólo la españolada ridícula: es también la españolada ofensiva. Del rojo suave hemos pasado al más tétrico negro. Los españoles atrabiliarios para uso de la cinematografía yanki que conocíamos ya: Carlos López, los González y los Rodríguez — ¿quién no recordará «El signo del zorro»?—interpretado de modo repugnante y absurdo por artistas tan inteligentes y completos como William Hart o Mac Lean se quedan tamañitos al lado de este duque de Alba cinemático, conjunto de todas las maldades, capaz de toda crueldad y toda infamia... La ficción se desarrolla en Flandes, durante la dominación española. La película transcurre siempre en profundos tonos de rojo y negro; va de horror en horror. Los folletinescos personajes que rodean al duque forman un coro digno de él... La prensa de París al anunciar esta producción decía que al verla era imposible «dejar de admirar y de odiar.» ¡Odiar, odiar! La expresión nos parece demasiado fuerte... De todos modos bastaría para que renunciásemos desde luego a ver, ya una vulgar y arbitraria película, sino la

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obra de arte más genial. Y ello aun cuanto nuestro odio debiera recaer en los antropófagos o en los cazadores de cabezas. Por ello para nosotros es «Los oprimidos» la película que no hemos de ver. Acaso para esta misma especial y benévola disposición de nuestro ánimo, no podemos guardar rencor a M.Roussell. Ni creemos que los yankis al recargar tanto las tintas en nuestro retrato tengan intención de ofendernos... Antes al contrario, de que no nos confundamos con el gris monótono, de que aparezcamos, según su observación particular, a pleno color.

La Vanguardia, sábado 16 de febrero de 1924

Virginia Valli Reginald Denny

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MORALIDAD Y TESIS Un conocido y erudito crítico buscando la razón de que nuestra comedia clásica deleitara y entusiasmara en su tiempo de tal modo a los espectadores, nobles o plebeyos, escribió estas palabras: «La comedia encanta por la forma misma en que es representada; bellas mujeres y bellos galanes atraen las miradas de varones y damas; hay músicas suaves y trajes vistosos. Tenemos además el halago del verso y la seducción del lenguaje. Pero lo esencial—las que siguen son palabras de Mariana—es que «es propio de nuestra naturaleza maravillarnos de cosas extraordinarias y menospreciar lo que pasa cada día». Claro está que la «cosa extraordinaria es aquí la aventura.» Las frases que anteceden, nos son evocadas por la lectora de una crónica cinematográfica, doctrinal y sesuda., en que el cronista, deslumbrado por los momentáneos éxitos obtenidos en Francia por películas do la índole de Crainquebille—producción esencialmente psicológica—cree ver la película del porvenir en el film de tesis. Y se ensalzan en nuestro espíritu, esas dos ideas tan dispares porque para nosotros la «tesis» en cualquier aspecto del arte que aparezca, debiera definirse con palabras; en absoluto opuestas a esas con que el crítico erudito define nuestra comedia clásica. Ambiente gris, gente seria y molesta, preocupada siempre por problemas trascendentales, palabras ásperas y dogmáticas, carencia absoluta de aventura, de enredo, de «cosa extraordinaria» y digna, por lo tanto, de movernos a maravilla. Aburrimiento, en fin. Y siendo cualidad esencial del arte el distraer y deleitar no hay para qué decir que la tesis no le es agradable aliada. Además de que suele quedar muy malparada y es por lo tanto preferible que permanezca en su terreno más digno, y aun en cierto modo, más alto: en el pulpito, la cátedra, el meeting, el folleto o el libro. Más... Como—afortunadamente—las tesis, más o menos felices, más o menos hábilmente expuestas, que nuestros dramaturgos y cinematografistas nos proponen, suelen llevar en sí una loable tendencia moralizadora, parece a primera vista resultar cierto desdén hacia la moral, de esta afirmación de que el arte logra en sí su propio fin... No, no: de ningún modo. Hay en la obra de arte una moral eterna que de la dignidad del propio arte se desprende. No es arte lo feo, ni lo sucio, ni lo abyecto... En Grecia sólo se perpetuaba artísticamente lo que era sano y bello... La escuela del naturalismo se destruyó a si misma—y hace de ello dos días—por no haberse atenido a esta norma. Y el arte del cinematógrafo, cuya moralidad se ha discutido apasionadamente tantas veces, es bajo este aspecto el ante moralizador por excelencia. Porque el no darnos la pantalla sino el gesto de los hombres y el contorno preciso de las cosas, la acción brutal sin el velo de la palabra, que la suavice o la disfrace; es causa de que el detalle más insignificante, que acaso en el libro, y aún en la escena nos pasaría del todo inadvertido, nos repugne y nos repela al reflejarse en el blanco lienzo. Muestra el robo en el cine toda la crudeza del acto del despojo... No puede representarse sino por la mano enarcada que avanza sobre la codiciada presa. Es esencialmente gráfico... y esencialmente repulsivo. Por ello se han condenado y desterrado ya, muy justamente, las atrabiliarias películas que tenían el robo por asunto, mientras siguen publicándose y vendiéndose las no menos atrabiliarias novelas de detectives y ladrones. Es que el libro es veneno más lento y que alarma menos. Por ello es de efecto más seguro, a la larga. Otra prueba de que el cinematógrafo rechaza lo inmoral que traducido a la pantalla resulta brutal y repugnante, nos lo da la reciente tentativa de una casa francesa al filmar la discutida novela «La Garçonne». La película ha llegado a proyectarse, pero no ha levantado, ciertamente, la polvareda que su hermana mayor; la novela. Ha pasado

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casi inadvertida, lo que era, después de todo, la mejor suerte que podía correr. Porque imposible de reproducir «en acción» el relato del autor la adaptación cinematográfica quedaba reducida a algo incoloro y sin gracia. No precisan, pues, para salvar la moral en el cine, las aburridas sí que si bien intencionadas películas de tesis. Lo que precisa son películas de arte. Que cuanto más se eleve la pantalla en este sentido más se acercará a la moral pues que huirá de lo feo, de lo innoble, de lo impuro, de lo abyecto... Ahora, para empezar, nos contentaríamos con que se nos diera algo de lo que la comedia clásica ofrecía a nuestros bisabuelos: bellas mujeres y bellos galanes, trajes vistosos, músicas suaves, y esencialmente fábula, aventura...

La Vanguardia, sábado 23 de febrero de 1924

Scatrice Toy

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LAS FEAS DEL CINE Linda, gentil, menuda y pizpireta; los cabellos rubios, cortos y alborotados, la naricilla graciosa y ligeramente respingona, la boca chiquita y bien dibujada, los ojos grandes y muy abiertos a la vida—pasaron a la historia los ojos «orientales» languiditos y entornados—; las cejas ausentes, las pestañas muy largas y arqueadas «al rimmel»; los miembros ágiles para la danza como para el tenis, la equitación, el auto, la bicicleta, la natación y, a ratos, la lucha y el boxeo... En lo moral dos adarmes de mujer y lo demás de muñeca mimada... Ingenuidad de «enfant terrible» capaz de emplear, por conseguir un capricho, toda clase de armas, desde el «flirt» a la «browing»... ¿no es este con corta diferencia, y escasas excepciones el retrato de la estrella cinematográfica? Porque las grandes mujeres de potente belleza y atractivo fatal—es éste adjetivo predilecto de la literatura al uso—están fuera del ambiente en el cinematógrafo. Confesamos que nuestra cinefilia prescinde por completo de las magnas trágicas italianas para recrearse en la amable visión, grata cual la de un corro infantil, de las Pickford, las Normand, las Talmadge y las Clark... Mas aun siendo ello el mejor atractivo del cine no siempre son necesarias en el cine las Pickford, las Talmadge y las Clark. El tipo obligado y encantador de la mujer menudita y gentil, de cabellos alborotados, labios «al lápiz rojo», cejas ausentes y pestañas «al rimmel» puede no resultar adecuado para determinado papel. Y como en el cinematógrafo la realidad es esencial elemento, resulta que los cinematografistas se vuelven locos buscando mujeres feas de verdad. Son inútiles los anuncios sugestivos en revistas y periódicos: las deseadas feas no acuden a ellos. La perspectiva de una remuneración crecida y de un trabajo fácil no surte tampoco efecto alguno... ¿Acaso porque las feas prefieren trabajar con menos provecho pero en menos peligro de exhibición también? ¿O acaso porque piensan—discretamente—que su lugar está, más que en la blanca claridad de la pantalla vocinglera, en la penumbra piadosa, de la oficina, el despacho o el taller? ¡Oh, no! De ninguna manera. Es que cuando de mujeres se trata no existen feas, feas de verdad. No es ello fantasía ni pretensión ridícula que deba excitar nuestra risa; no es desconocimiento de sí mismas tampoco. Es, antes al contrario, en compensación maravillosa con que Dios las dotó, visión precisa, conciencia clara de cuanto en ellas vale; de la inteligencia, de la bondad, de la laboriosidad, de la abnegación, de la ternura que sus almas anima y embellece y que en torno a sus rostros incorrectos, desagradables o grotescos, pone aureola de hermosura en que se ven envueltas cuando se miran al espejo. Si nosotros las vemos sólo en apariencia y no tal cuales son, peor para nosotros que no sabemos ver. Porque, en realidad, no hay mujeres feas. Y, sin embargo... Y, sin embargo, en la pantalla vemos a veces figuras y rostros de mujer que desmienten al comentarista en su anterior observación. Y no han «caído» en sus papeles por azar, ni por benevolencia, descuido o impericia de quien las contrató, que el «metteur en scéne» es experto conocedor de bellezas femeninas y nada sabe de la ideal aureola que acabamos de nombrar... No, no, las feas del cine ocupan en él papel de feas, con todas las agravantes, y de las situaciones en que intervienen es factor esencial su consabida, patente e innegable fealdad. Parece por ello doloroso: ¿es que la necesidad ha llevado a esas mujeres al extremo de sacar partido de la espina más aguda, y más honda que puede haber en sus vidas de mujer? ¿O es que acaso les ha sido negada la divina compensación maravillosa y sólo ven de sí mismas lo que nosotros vemos, la apariencia exterior?

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Sería doloroso... si no supiéramos que estas feas del cine no lo son sino en los momentos en que necesitan representar esos papeles y que precisamente se especializan hoy en éstos las más lindas, las más gráciles, las más traviesas de esas muñecas de los cabellos alborotados, las cejas ausentes las pestañas «al rimmel»: unos verdaderos «encantiños» que dicen por tierras de Galicia. En la imposibilidad de encontrar mujeres feas, es ésta una de las pocas cuestiones en que el cinematógrafo está en completo desacuerdo con la realidad.

La Vanguardia, sábado 1 de marzo de 1924

Alice Brady Lila Lee

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LA BIOGRAFÍA DE LA ESTRELLA En los comienzos de mi carrera de comentarista sentí una verdadera debilidad por la biografía. Padecía por aquel entonces el sarampión anglófilo—es inevitable padecer alguno cuando a escribir se empieza—y en mezcolanza extraña y disculpable Carlyle, Smiles y Plutarco fueron mis libros de cabecera. Creyéndome persona seria—otra debilidad que sólo los pocos años bastan a disculpar—desdeñaba cuanto me parecía, ficción y sólo juzgaba digno de ser fijado en letras de molde y leído por personas sesudas, lo que tenía base positiva y real. Deseando acercarme a mis ídolos quise echar mi cuarto a espadas en el relato de las vidas y hazañas de personajes que algún día existieron. Mi conciencia de biógrafo honrado y escrupuloso me obligó a pasar largas horas hojeando papeles y librotes, quemándome las cejas, y tragando polvo de estantería para comprobar una fecha o hallar la exactitud de un dato. Perdí en esta tarea, —que yo, cándidamente, juzgaba provechosísima para la humanidad—muchas caricias del sol y de la brisa, muchas bocanadas de aire puro... Y cuando mis biografías—exactas, precisas, de toda confianza —llegaron a manos de los editores, me fueron invariablemente devueltas «por sosas». Y es lo cierto que había, en ello no poca parte de verdad. Saqué de esta lección dos consecuencias: que la inspiración no se halla en el polvo de las estanterías, sino más bien en la vida, al sol y al aire, y que—inversamente—la realidad escueta no es digna de fijarse en letras de molde si no se realza y envuelve en la ficción. Halla esto su confirmación más rotunda y absoluta en las biografías de artistas del cinematógrafo. Aquí no es ya a artificio de ficción—arte—a lo que se aspira, sino a pura patraña indisfrazable. Y es curioso observar cómo el arte, la fama, la popularidad, la magnitud, en fin, de una «estrella» cinemática aumenta o disminuye en razón directa de la mayor o menor fantasía que emplean sus biógrafos al biografiarla. En cierto modo la «biografía de la estrella» es fácil. Tiene un patrón cortado y el arte de quien, la maneja estriba en acumular adorno de detalles—más preciosos cuanto más inverosímiles—sobre el susodicho patrón. Una «estrella» que se estime no puede contar en su hoja de servicios con menos de dos o tres divorcios, el suicidio de media docena de adoradores y la ruina completa de otros tantos. Un escándalo a bombo y platillos, proceso, quiebra o desafío, también la favorece mucho. Sus comienzos, más incitantes a la admiración cuanto más miserables y harapientos. Su triunfo, definitivo, apoteósico. Miles de dólares de jornal corriente, extraordinarios ilimitados, millones de millones derrochados en trapos, en sedas, en plumas, en perfumes... Como rasgos de carácter salientes, predilección por algún bicho raro: cotorra, araña, osezno, o tigre; maestría no igualada en los deportes más arriesgados, afición desmesurada a coleccionar pedruscos, botellas de champaña o colillas de cigarrillo egipcio, dotes sobresalientes para el estudio de la arqueología o la danza del oso, cosas muy parecidas... La fantasía de los biógrafos cinemáticos es, como vemos, ilimitada. Mas, poco original, ya que sigue siempre la misma trayectoria. Hay, no obstante, «biografías de la estrella» hechas con entera, absoluta buena fe. Pero resulta que como éstas fueron calcadas exactamente en otras del todo fantásticas, la fantasía rueda, crece, toma cuerpo de realidad y después de repetida de boca en boca y de periódico en periódico luego de oída sesenta veces y leída otras tantas, llega a formar, a ser la verdadera, auténtica, legítima e innegable biografía do la estrella en cuestión. Y hay cinéfilo que antes dudaría de su propio árbol genealógico que poner en tela de juicio el número exacto de divorcios, millones o extravagancias de Alice Joyce o Pearl White. Y todo ello sin más fundamento que el de haber llegado desde Norte América a cualquiera de nuestras

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redacciones un bello retrato y haberse preguntado un redactor a otro: —Chico ¿qué vida y qué milagros le adjudicamos a esta preciosidad? El caso tiene después de todo numerosas disculpas. América está lejos, la gente es novelera y además... ¿no es acaso este el admitido «mentir de las estrellas»?

La Vanguardia, sábado 8 de marzo de 1924

Ruth Miller

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DON JUAN EN LA PANTALLA La idea de un Don Juan silencioso, que pase ante nosotros más como sombra que como ser da carne y hueso, que no deje en nuestro oído, escandalizado pero atento, el eco de su fuerte pisar y su hablar alto, de su dulce y embustero decir, del chocar de su espada y el algarear de sus bravatas, un Don Juan sin palabras, todo gesto y acción, choca con nuestra concepción del donjuanismo, y nos inquieta. Sin la arrogancia fanfarrona del reto; ¿no pierde toda su clásica dignidad, hasta convertirse en vulgar pelea, el desafío? Las rápidas conquistas de Don Juan, ¿son explicables ni aun admisibles si no las precede la intrincada y sutil faramalla de la amorosa palabrería donjuanesca? Como español y como Don Juan, el héroe inmortal de Tirso y de Zorrilla es esencialmente fanfarrón y charlatán por tanto. Su victoria es, como su fama, vocinglera; —¿cómo, si no, hubiera llegado hasta nosotros?—más que alcanzarla le satisface pregonarla, gritarla a los cuatro vientos... Es tan infatigable la verbosidad del versátil enamorado sevillano que, siendo caballero, desciende a la bajeza de tomar por confidente a su criado, y, en la frivolidad que es también esencial en su psicología habla en esos grandes momentos de la vida en que todos callamos, habla amándose y batiéndose, enamorado y moribundo, habla en la taberna y en el cementerio, habla con todos, de todo,—recuérdese que no son sólo sus conquistas y sus desafíos los que cuenta y discute sino también sus creencias religiosas, sus rencillas domésticas y sus discusiones familiares, y cuando se halla sólo habla con las sombras, con los árboles, con los mármoles y con los fantasmas... Y tan exuberante y tan contagiosa es la verbosidad donjuanesca que los mismos comentadores de Don Juan no pueden sustraerse a ella, y es punto menos que imposible, al tratar de la inmortal figura, no caer en pecado de ampulosidad y altisonancia. Por ello es en las tablas donde Don Juan está como en su casa propia, en su elemento. Arrancarlo a la leyenda para colocarlo en ellas fue el máximo acierto de Tirso de Molina. Porque el teatro es a un tiempo sinónimo de escaparate y de tribuna libre, y cuanto es ruido y luz le conviene especialmente. Un teatro de sombra y de silencio a lo Mauricio Maeterlink, se desvía, por selecto de las cualidades constitutivas del teatro. En el teatro el personaje se autobiografía a gritos, espía y aguarda el efecto que el relato de sus hazañas causa en el auditorio y recibe de él, directamente, el esperado, el buscado aplauso. Por ello Don Juan ensanchando el campo de audición de sus bravatas desde la gentecilla de las tabernas sevillanas al público del mundo entero, desde una fecha dada de la historia a la sucesión de los siglos, es un completo e inconfundible personaje de teatro. Más en modo alguno del cinematógrafo. Por ello nos inquieta ese intento de llevar las aventuras de Don Juan Tenorio a la pantalla y más al saber que los cinematografistas extranjeros que en el intento danzan piensan filmar los exteriores de la película en el propio Sevilla. Imaginamos algo muy alejado de la dignidad que la sola evocación del nombre de Tirso de Molina requiere, preveemos que la inevitable pandereta no dejará de asomar, inadecuadamente, la oreja y nos horrorizamos al pensar en la actuación cinemática de aquellas sombras, de aquellos mármoles, de aquellos fantasmas, que, en bien de la estética y aun en el teatro donde no podemos menos de sonreír ante la impasibilidad que los reviste y el albayalde que los cubre, sólo debieran conservar la voz. Esta imitación del teatro por el cine, esta pretendida asimilación de asuntos y de personajes es una de las cosas que más retrasan la independencia artística del cinematógrafo. Tienen el teatro y el cine características absolutamente distintas y aun distantes que ganan poco y pierden bastante al confundirse. Y de común sólo lo que

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debiera serlo en toda obra estética y aun en muchas que no aspiran a tanto: arte y sinceridad. O buena intención, que es lo mismo. Hamlet, Don Alvaro o Don Juan son seres de teatro que en el silencio de la pantalla se deslíen como sombras absurdas... Del mismo modo que Douglas o Hart, conquistadores callados del gesto y de la acción, no se hallarían en las tablas a gusto y en ellas nos parecerían torpes y desmañados.

La Vanguardia, sábado 15 de marzo de 1924

Hoot Gibson William Desmond

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EL ARTE DE ACABAR «Cuando en la pantalla se besan él y ella, —los dos protagonistas,—temed. Tras de ese beso traidor, verdadero beso de Judas, se esconde la palabra «fin»». Esta aguda observación cinemática, leída hace tiempo en una crónica americana, vuelve a mi memoria evocada por esa encuesta que una revista cinematográfica francesa propone a sus lectores. El fin de una película, ¿debe ser optimista o pesimista? ¿Es preciso para que agrade al público, que la película «acabe bien», invariablemente? «Acabar bien», ¿es, necesariamente, acabar en boda? Nuestra época parece inclinarse al optimismo. Ese beso dulzón de los protagonistas, tras el cual la palabra «fin» se esconde arteramente, es síntesis precisa de lo que hoy se llama, un fin «de público», o, lo que es lo mismo, de taquilla o de caja, y así se convierte, a pesar de la poesía de que el «metteur en scéne» lo rodea en un «fin comercial». La gente joven, principalmente, quiere que el fin sea bueno, excelente, apoteósico (en las imaginaciones juveniles el hada de las apoteosis viste siempre traje blanco, albo velo y flor de azahar). Ello es perfectamente comprensible, ya que cuando nos queda mucho tiempo para esperar, podemos consolarnos de todo con el dicho del vulgo—también partidario, por lo visto, de las conclusiones optimistas, —de que «hasta el fin nadie es dichoso». Esta preferencia juvenil es también la razón que alegan los editores de novelas blancas para exigir a los autores que casen a los protagonistas en el último capítulo. Pero no ha sido siempre así, y ello prueba que tal preferencia por el fin optimista podrá ser «moda», —esto es, modalidad pasajera, — pero en manera alguna «modo», esto es, norma esencial. La juventud del siglo diez y nueve, que buscando ofrecer un aspecto por doloroso interesante bebía vinagre y masticaba la cal de las paredes, desdeñaba aplaudir, y aun contemplar, toda obra artística cuyo fin no quedara anegado en diluvio de lágrimas. Bernardino de Saint Pierre, matando implacablemente y sin excepción a todos los personajes,—madre, padre, hijo e hija,—de su famosa obra, nos presenta el final obligado, solicitado,—y «comercial», por lo tanto,—de la época aquélla. Víctor Hugo sacrificaba a sus más queridos personajes antes, muchas veces, de mediar sus novelas; así, al llegar al fin, el sacrificio alcanzaba verdaderas proporciones de catástrofe. Un poco después, — las modas llegan a nosotros algo tarde, —los literatos españoles no se contentaban con cultivar el fin desdichado en sus producciones artísticas: los realizaban en sus propias vidas. Recordemos a Larra, a Bécquer, a Espronceda... Y el éxito era mayor cuanto el fin más lamentable. (Al revés que ahora, que un artista «no es nadie» si el éxito no le corona con media docena de automóviles, un yate y tres «villas», por lo menos.) El suicidio, entonces, equivalía para la consideración admirativa del gran público, a lo que hoy es la cuenta corriente en el Banco de Londres. Resultaba entonces un buen negocio para el editor poseer la obra póstuma del escritor suicida. Parece esto indicar claramente que es el vivir moderno el que reclama y entroniza el optimismo. Esto cae de su base si se reflexiona que el romanticismo era precisamente la renovación, la revolución contra la tendencia contraria, si se recuerda lo optimistas, lo «alegres» que eran los olímpicos dioses de los griegos... El optimismo de hoy, como el pesimismo de ayer, es, sencillamente, la corriente del momento. Su punto de partida está, en uno u otro caso, en las tres o cuatro producciones primeras que, dominando en ellas una u otra tendencia, hayan obtenido seguidamente un triunfo rotundo. El empresario o editor que es quien palpa las felices consecuencias, no se detiene a considerar que éstas puedan ser debidas al soplo del arte, que no reconoce pesimismos ni optimismos, ni recurre a «fines comerciales», o a la maestría con qué el asunto, sea cual fuere, está tratado, sino que sólo atienden a la fórmula, y,

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según ésta, encargan y aun exigen las producciones. Y estas mezclas «según arte», en que el arte interviene tan poco, ni aun en la botica resultan felices muchas veces. En la producción cinematográfica se advierte, más que en ninguna otra manifestación artística, el deliberado propósito de concluir las cosas a gusto del consumidor siempre. Y sucede a veces que el consumidor gusta de que le contraríen más que de que le den la razón sistemáticamente, como dicen que hay que dársela a los locos, ya que no la tienen... Además, por mucho que nuestro paladar agradezca un manjar determinado, la constante repetición nos hace aborrecerlo. Además... No está del todo mal eso de esconder la palabra «fin» en un beso de amor, pero en ciertas ocasiones no resulta oportuno ni bonito. Lo más razonable sería que el final de una película fuese el que los acontecimientos de la misma, lógicamente, trajeran; lo más artístico, que se le diera el ideado por el artista, —contra el empresario, contra el artista y contra el mismo público muchas veces, —libre y espontáneamente; lo más real... que no tuviera fin ninguna. Como en la vida...

La Vanguardia, sábado 22 de marzo de 1924

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DON JUAN “FRENTE” A LA PANTALLA Un comentario anterior logró la suerte de hallar a su vez comentarista agudo y atinado en un lector cinéfilo convencido, sin duda. El título del comentario comentado sólo en una palabra difería del comentario de hoy y el espontáneo comentarista preguntaba refiriéndose a él: «¿Cómo puede decirse que don Juan se halla fuera de ambiente en el cinematógrafo, donde ha encontrado precisamente su refugió actual?» Acaso «en» la pantalla, vestido con gorguera y acuchillados, escalando conventos y desafiando rivales, parezca un poquito pasado de moda, mas: ¿quién puede dudar que «frente» a ella, vestido con el uniforme traje burgués novecentista, realzada su figura por la penumbra, discreta y misteriosa, D. Juan renace a sus mejores días y halla en torno cuanto puede ser propicio a su incansable afán conquistador? «Porque hace tiempo que Don Juan no ronda... Hay en nuestras modernas calles ciudadanas un excesivo tráfico de cosas estridentes que molesta a su sensibilidad de enamorado. El entrecruzamiento continuo y alarmante de coches y de carros, de tranvías, autobuses, taxis y otros excesos no dan lugar a que las damas—que a su vez contagiadas por el mal de la prisa moderna, callejean con paso automático y velocidad insospechada. —paren mientes en galán más o menos. Ya no hay rejas floridas... Las noches perfumadas trascienden a prosaica gasolina; las palabras de amor—más convincentes y acariciadoras cuanto más quedamente pronunciadas—del legendario sevillano locuaz se apagan, en la estridencia de bocinas y sirenas. El automatismo de la máquina de escribir se ha llevado toda la poesía de las cartas de amor. Las rivalidades amorosas no se resuelven a estocadas sino a cotización más o menos alzada. Por eso Don Juan—enamorado, parlanchín, pendenciero y soñador—ha tiempo que no ronda... Se comprende, que esté desorientado. Pero como es eterno —¿no habíamos convenido en ello?—por no dar su brazo a torcer le vemos recurrir a los medios más absurdos. Durante unas cuantas temporadas se anunció en los periódicos llamándose a si mismo, para «despistar», sin duda alguna, «caballero formal», «joven de porvenir» y demás epítetos de rigor en la consabida cuarta plana... Ahora concurre a los cinematógrafos. Y tan grato le es en ellos el ambiente que no intenta disfrazarse con nombres ni adjetivos postizos. Aquí as Don Juan quien es: arrogante, altanero, presuntuoso, osado. Mira a los hombres, de arriba a abajo, por encima del hombro y a las mujeres como presa segura. Cambia a cada momento de táctica y de plaza a sitiar... Pisa fuerte, tose alto y habla en murmullo sutil. Como en los tiempos legendarios ninguna se resiste... Con cambiar de cine cambia el nivel social de sus conquistas. Y siendo el arte mudo tan universal y tan extenso que de uno a otro extremo abarca, merced a él vuelve Don Juan a renovar su lista «desde la princesa altiva...» a la modistilla que entra un momento a ver a Doug, aprovechando que la maestra de taller la ha mandado a entregar. Así en, el cinematógrafo el Don Juan de los tiempos modernos se ha encontrado a sí mismo. Y en el ambiente perfumado y tibio, en la penumbra atractiva y discreta, en la música suave y la visión emocional ha vuelto a hallar sus mejores aliados, su ambiente propicio y familiar.» Hasta aquí nuestro sutil, comentarista, cinéfilo apasionado al parecer. No está mal, no está mal... Tan bien está que nos faltan razones para oponer a las suyas. Y, sin embargo... Instintivamente nos resistimos a otorgar a los donjuanes ocasionales que frecuentan los cinematógrafos ni aun el menor atisbo de lo que fue la grandeza del legendario Don Juan. (Esta no se contentó jamás con ser espectador). Las muchachas que a los cines

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concurren deben pensar lo mismo que nosotros dado que sólo en los héroes que aparecen en la pantalla concentran su atención. Y es que ellos representan y son lo que en su tiempo Don Juan representó; lo que nunca serán estos pseudo donjuanes de chaqué y botines: la Ilusión. Y estos rivales que están tan lejos, —y en ello tienen su prestigio—que sólo como sombra pasan ante nosotros, no se vencen, como Mejía y Centellas, a estocadas. Para estar a su altura, en el concepto de sus admiradoras precisa ser joven, alto, hermoso, fuerte, elegante, tener bíceps de altorrelieve, practicar todos los deportes, saber manejar automóvil y aeroplano, remar, nadar, montar a caballo saltando sobre la silla sin tocar a los estribos y descorchar botellas a tiros desde una distancia no menor de cien metros. Eso por lo menos.

La Vanguardia, sábado 29 de marzo de 1924

Gloria Swanson

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TRUCULENCIA Y FOLLETÍN Hállase la sala en penumbra muy propicia al terror. En el anhelo de concentrar atención y mirada en el lienzo albo, manchado ahora por el desfile de todos los horrores, las pupilas se dilatan, los ojos se abren desmesuradamente... En torno nuestro los rostros contraídos por el espanto, las mejillas lívidas, los labios caídos que prueban cómo el asombro al producir plena inhibición de la personalidad se aproxima mucho a la idiotez, son espectáculo más lamentable aún que el que en la pantalla se está desarrollando. No hay para qué decir que asistimos a uno de los sucesivos momentos culminantes de una de esas películas llamadas «de series» y, que al decir de los empresarios son el mejor filón. Podría decirse, glosando una célebre frase, que en ellas todo horror tiene su asiento. La truculencia impera. La atención se halla sostenida por la continua proximidad inminente de los sucesivos peligros que corren los protagonistas, y que no siempre quedan dentro del límite que marcan la verosimilitud, el buen gusto y el respeto a los nervios del prójimo (léase «público» en este caso especial). Vemos en ellos, por ejemplo, a la más delicada y angelical ingenua de Los Ángeles luchando a brazo partido, en un momento dado, con los arrebatos amorosos del traidor, la furia de una tempestad, la catástrofe de un naufragio, la violencia de un incendio, un tigre, dos leones y cuatro tiros de revólver que le dispara una rival. Su «partenaire» el astro protagonista—y enamorado obligado de la estrella, —se halla a su vez, en aquel preciso instante, sujeto por gruesas cadenas a los raíles de un camino de hierro por el que ha de pasar en aquel momento un tren a toda velocidad. Desde un aeroplano le arrojan, como complemento, varias bombas de mano, y en un auto llegan hasta una docena de enmascarados con buena provisión de dinamita para volar camino de hierro, tren y «astro», que—esto, por sabido debiera callarse,—es joven, es apuesto y galán. Cómo pueden ensartarse tantas atrocidades juntas, cómo después puede desenredarse la truculenta madeja de modo que el desenlace sea por entero a gusto del consumidor, depende sólo de la habilidad — aquí lastimosamente empleada, hay que reconocerlo,—del «metteur en scéne», y de la benévola candidez del espectador. ¿Benévola?... En verdad quisiéramos que nuestra reconocida cinefilia nos pusiera amplia venda en los ojos para que nuestro papel de comentaristas—de observadores, por lo tanto, —no nos llevara a sospechar cómo estos horrores servidos por la implacable taquilla, así fríamente, en espectáculo, agradan a las gentes porque halagan y remueven el sedimento de ferocidad atávica que en ellos existe. ¿Quién no ha escuchado en el cinematógrafo al cambiar el panorama hórrido de una de esas películas a otra más plácida y normal, una vocecita infantil que, en tono de amarga decepción se queja de que las peleas se hayan acabado ya? Convengamos en que la conclusión de que la tarea, del cine es esencialmente educativa, cae de su base después de lo que acabamos de apuntar. Mas de este aspecto lamentable del cine, que acumula todo lo truculento, todo lo estridente, en que se maltrata, al buen gusto y se abusa impíamente de los pobres nervios del espectador, no es el cine único responsable. Sus antecedentes están en el teatro— melodrama— en la novela, folletín. Cómo ha dicho alguien esbozando esa filosofía del cine que aún está por hacer «el cine es un arte impasible, lo moral o lo inmoral son por completo ajenos a su estética y sí sólo reflejos de lo que las otras artes le dan». El pecado está en que lo reflejado sea malo... y en que las gentes no protesten de que tales atrocidades se puedan reflejar. Pero conste que el cine no se las descubre; las conocían ya.

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Porque ese paciente escritor alemán que después de analizar 250 argumentos de película, halló contenidos en ellos 97 homicidios, 45 suicidios, 51 adulterios, 19 escenas de seducción, 22 de rapto y 176 de robo: ¿no hubiera hallado lo mismo de ser melodramas o novelas de folletín lo que se hubiera entretenido en analizar?

La Vanguardia, sábado 5 de abril de 1924

Dorothy Dalton

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EL CINE Y LA MÍSTICA En los días de la Santa Semana que se acerca y en que nuestra cristiana tradición nos llama a la meditación y al recogimiento, córrese, hermética, la roja cortina ante el tablado de la farsa y toda diversión profana enmudece y se apaga. El drama y la comedia de nacional arraigo, las varietés y dancings de importación forastera y nombre postizo a nuestra lengua, los espectáculos todos, más o menos edificantes, más o menos estéticos, que en teatros y teatrillos se nos dan a diario, se suman a la tregua respetuosa que va del Sábado de Pasión al Sábado de Gloria. (Tregua a tanta frivolidad, a tanto escándalo latente, a tanta sensiblería a flor de piel...) Hasta ahora los días santos admitían—en gracia a su misma vaguedad, a su expresión casi divina y a su circunstancial poder evocador de los sentimientos religiosos—un único esparcimiento estético: la música. Mas ahora vemos que a este arte, el más sintético, el más viejo y el más alto de todos, se suma el más nuevo, el más incompleto y también, al decir de muchos, el más frívolo: el cinematógrafo. Veamos si hay razón para ello. En la penumbra de la sala nuestro espíritu se recoge a los acordes místicos del órgano, se desgarra al patético quejido de los violoncelos, tiembla en el trémolo de los violines, se eleva en el canto de gozo de las voces humanas... A nuestros ojos, en la pantalla alba, con la vaguedad propia del ensueño y de la tradición, —mas también con la precisión que la fe le presta-—sin otra voz que la de la música, sin otras palabras que las que la emoción dicta a nuestro pensamiento, vemos destacarse las santas figuras... Es, en «Christus», la vida del dulce Jesús coronada por la tragedia del Calvario, en «La Pasión», de Oberamergauen son las siluetas que nos transportan en la distancia y en el tiempo a veinte siglos atrás, de los personajes que conocemos por los Evangelios; en «Frate Sole» la vida conmovedora del «pobrecillo de Asís» besando al leproso, desposándose con Madona Pobreza, uniendo a todas las criaturas—al hermano Sol y a la hermana Luna, a la hermana Agua, al hermano perro, al hermano lobo—en la misma llama de piedad, de bondad y amor. Olvidamos los pecados del cinematógrafo. No queremos saber qué adelanto de la ciencia logra que la batuta del director de orquesta siga el mismo ritmo que los personajes sobre la pantalla... Preferimos que todo sea así, vago, milagroso, como un sueño o una evocación. El silencio y la distancia logran que no recordemos como los que ante nosotros pasan son seres actuales, y mientras la música hace a nuestro espíritu sollozar y elevarse con ella, las vidas santas deslizándose ante nuestros ojos sobre la pantalla adquieren todo su relieve dramático y llegan hasta nosotros en honda vibración patética. Creemos esta clase de espectáculos mucho más adecuados al cine que al teatro. En éste perjudican a la emoción religiosa el conocimiento preciso de la personalidad del actor, la limitación de la escena, la falsedad del ambiente, la repetición de palabras estudiadas, la visible materialidad de la escenografía... El cinematógrafo tiene en su favor la vaguedad de sus medios de expresión, lo ilimitado de su campo de acción, la posibilidad—que en gran parte el silencio y con él su carácter universal le confieren—de buscar en el mundo entero adecuados tipos y paisajes, la consiguiente verdad de éstos y propiedad de aquéllos, la distancia y el desconocimiento que de actor y autor nos separan... Como la música, que habla en lenguaje que todos entienden, el arte mudo, poderoso elemento unificador de los hombres, muéstrasenos aquí en uno de sus más bellos aspectos y, adornado el ambiente no siempre limpio de impureza, casi nunca libre de frivolidad, que algunos creen su terreno obligado, penetra en el templo y se dignifica.

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Y he aquí como pueden no ser cosas tan dispares como a primera vista parecen el cine y la mística.

La Vanguardia, sábado 12 de abril de 1924

Jesse L. Lasky

[Pionero productor americano, junto con Adolph Zukor fundador de la Paramount]

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CERVANTES EN LA PANTALLA «Es antigua costumbre entre los gitanos, esto es, entre los bohemios, que forman en España corporaciones (¿...?) tan numerosas como poco recomendables, robar una niña el día de Santa Ana al pasar por la villa de Madrid. En la «troupe» de los gitanos que nos interesa, el rapto se había efectuado quince años antes; la «bruja» de los gitanos, la vieja Dolores, se había encargado del asunto escondiendo entre sus harapos a una niña preciosa. Presentada ésta al jefe de los gitanos, «un hombre grande, malo y brutal» cuyos puños estaban siempre levantados para el golpe, fue preciso dar un nombre a la recién llegada. Se la bautizó y el nombre adoptado fue Gitanilla, que quiere decir pequeña Gitana...» ¿A qué seguir? Traducimos, casi literalmente, para mayor claridad. Pero declarando- solemnemente que al dejar de pertenecer a la lengua francesa pierden estos párrafos mucho de su fantasía y sobre todo, de su puerilidad a la vez seria e infantil. Recordamos, a este propósito, que en varios admirables artículos publicados en LA VANGUARDIA hace ya tiempo y titulados «Lo que más nos hace falta», demostraba «Gaziel» como lo que más falta nos hace a los españoles es la fina ironía que nos libre del pecado de dar excesiva importancia a cosas que no la tienen y aun a muchas que teniéndola ganan bastante con perder una poca... Pues bien: nuestros vecinos y parientes los franceses, tan ironistas, tan espirituales siempre, pierden de una vez ironía y espiritualidad cuando se trata de ver y juzgar las cosas de España y en siendo cosa nuestra lo ven y juzgan todo con seriedad excesiva. Todo: hasta los toros. Hasta los chulos. Hasta los gitanos. Sólo así se comprende que hayan hecho una cosa seria, dramática y aun tétrica a ratos, de la ejemplar novela fresca como agua de mayo, toda garbo y gentileza en que Cervantes relató las andanzas de la Gitanilla. No creemos que el lugar de los clásicos de la literatura esté en la pantalla (andando los años habrá clásicos del cine también). Pero no nos parece mal que se les lleve a ella haciéndoles servir y dándolos a la gente que no lee pero va al cine. Fijar el nombre de Cervantes en la mente de quien no lo oyó nunca es ya alta limosna de ideal. Pero ello —esto sí que es cosa seria—debe estar hecho con todo respeto. Por los párrafos que encabezan este «Comentario» puede verse como en esta Gitanilla cinemática el respeto ha brillado por su total ausencia. ¿O es que los adaptadores sólo conocían la inmortal novela ejemplar por la referencia de los manuales de literatura elemental? Porque sólo así se comprende que se dé por nombre el de «pequeña gitana», a quien su creador bautizó con el más bello, significativo y eufónico de Preciosa, que se retrate al socarrón y aprovechado jefe de los gitanos como «un gros homme méchant, brutal et qui avait toujours les poigns leves» que se confiera el título de «sorciére des gitanos» a la astuta y acomodaticia gitana, vieja, que se diga de Preciosa «qui se plaisait aux chants, aux danses et a la rapine» cuando nunca sus blancas manos se mancharon en robo ni en hurto, y que, en fin, se invente el tipo de un gitano atrabiliario, Antonio, violento enamorado de la doncella y del que ella (ante quien nunca ninguna gitana joven ni vieja osó cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas) tiene que defenderse manejando el látigo y mordiendo con sus menudos dientes la carne morena de su enemigo. Las que van entre paréntesis son palabras de Cervantes; las que le siguen descripción de una de las principales escenas de la película. Así, como los caracteres se falsea la acción. El encuentro de don Juan de Cárcano con las gitanas; su decisión de hacerse gitano—que en la película es motivada por una riña

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del caballero con el gitano Antonio, de cuyas garras salva a la muchacha que entusiasmadamente ante su fuerza le grita: —¡Hazte gitano!—la trampa de la «Carduchia», la prisión del falso Andrés, la bruta negativa del gobernador—especie de inquisidor atrabiliario—y, en fin, cuanto en la película ocurre, es parodia tragi-cómica de lo que Cervantes escribió. Todo en la ejemplar novela se hace y se dice burla burlando, con más donaire que pasión; todo en la producción cinematográfica es violento, descocado, brutal. Pandereta para la exportación, se ha dicho sencillamente y de una vez. Y se nos ocurre preguntar: para hacer una Gitanilla nueva ¿qué necesidad había de evocar el nombre de Cervantes? Si la producción había de mostrar una España al gusto francés: ¿para qué venir a filmar los exteriores en Segovia, en León y en los alrededores de San Sebastián? Hemos «admirado» también las fotografías de la Gitanilla cinematográfica. Hemos visto en ellas a los corchetes vestidos de soldados de las guerras de Flandes, a los gitanos españoles de bohemios o húngaros, a la gitana vieja de sibila mejicana o momia egipcia— algo así como la sombra de Tut-An-Kamén con sombrero picador,—y a la gitana Preciosilla con traje de «cow-girl», altas polainas, falda de paño cortada en forma y abierta por delante, bolero y chorrera de encaje, cabello suelto y sobre él amplio sombrero de fieltro en borlas, entre tirolés, pampero y picador. ¿Quién te conoce Preciosilla? Y aun, menos mal si se hubieran contentado con desfigurarte la vestimenta. Lo más grave es que te han disfrazado la figura gentil, y ese tu carácter ponderado, casto, discreto, burloncillo y sensato y garboso con que el inmortal autor de tu vida inmortal te creó.

La Vanguardia, sábado 19 de abril de 1924

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Myrtle Stedman

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EL CINÉFOBO IMPLACABLE Si ha podido decirse,—y escucharse,—que un vicio acompaña más que siete virtudes, no puede sorprendernos, y menos escandalizarnos que haya quien asegure que llena más el alma un odio que un amor. A este principio responden todas las «fobias» existentes. Consolémonos con la observación, de que si las «fobias» atraen nuestra atención tanto, es porque son, afortunadamente, la excepción. El cinéfobo, como todos sus congéneres, en una u otra «fobia», es un predestinado al odio. Si a Edison y a Lumiére no se les hubiese ocurrido aplicar las leyes del movimiento a la fotografía, el entusiasmo negativo del cinéfobo hubiese derivado en otro sentido y preferentemente hacia otra cosa que a los demás causara positivo entusiasmo. Conozco así un caballero cuyo mayor timbre de gloria es ser furibundo y encarnizado cervantófobo y que de los ochenta largos años de vida que ya cuenta, ha consagrado por lo menos cuarenta a la «menor gloria» del inmortal creador del Quijote. Hechos, ideas y palabras, vida pública y privada, parientes, amigos, críticos y conocidos, literatura y hasta gramática del primer novelista del mundo han sido fulminadas en solemnes y terribles apostrofes, en prosa y verso, orales y escritos, leídos, rezados y hasta cantados por el iracundo señor. Contraída en su primera juventud, ya lejana, la exclusivista «fobia» de este personaje ha llenado su vida entera. Gracias a esto se ha librado de ella el cinematógrafo, que si no... Lo más gracioso es, que así como mi amigo el cervantófobo, se ha leído todas las obras de Cervantes en todas las ediciones y hasta el pie de imprenta, para encontrar, a su modo, razones con que refutar hasta los puntos y las comas, el cinéfobo asiste asiduamente a los cinematógrafos donde halla pasto que alimente y avive su negativa admiración. Así como los demás vamos a los espectáculos buscando una distracción que no siempre encontramos, el cinéfobo, va al cine a desesperarse y logra desesperarse siempre. Truena y se indigna con los intérpretes y con el paisaje, con el autor del argumento, con el «metteur en scéne», con el operador, y hasta con el público que no se indigna y truena a una con él. Es el señor que desaprueba, que sisea, silba y da golpecitos en el suelo, con el bastón o con los pies... Pero donde el cinéfobo es verdaderamente peligroso es fuera del cinematógrafo. Sus deducciones tomadas entonces de más lejos adquieren con la perspectiva carácter general, y así no hay mal de los que minan la sociedad moderna de que el cinematógrafo no sea inductor, autor, cómplice o, por lo menos, encubridor. Del lujo tienen la culpa las «toilettes» de Gloria Swanson y Pearl White, de la afición al juego, a la bebida y a las drogas raras, las escenas, que el cine reproduce, de garito, fumadero y cabaret... Si un chino roba una cartera es indudable que en el cine lo ha aprendido; si unos ladrones abren una caja de caudales es, indudablemente, un «metteur en scéne» incapaz de robar un clavo, quien ingeniosa e inocentemente, se lo enseñó. El cinéfobo clama, apostrofa, chilla, vocifera... Y claro está: como hace tanto ruido, parece que tiene razón. Y, sin embargo, el cine no crea inmoralidad: no hace sino reproducir lo que existe ya. Aquellas antepasadas nuestras que en los encajes de las enaguas llevaban «el valor de seis molinos», nada sabían del invento de Lumiére, y en la época en que el gran Edgard Poe moría de «delirium tremens», no se había hecho en el cinematógrafo propaganda gráfica del alcohol. La prensa nos cuenta en un sólo día y en su sección más inocente—la de gacetillas y sucesos—más horrores de cajas de caudales forzadas, robos, asesinatos y violencias de todos los calibres, que cuantas en veinte películas se nos pudieran mostrar. En cuanto a los chicos... se pierde en la noche de los tiempos su

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afición a fingirse «justicias y ladrones» uno de los juegos que hace más años perdura en su predilección. Claro está que todo ello está mal, muy mal, que además de inmoral es antiestético, y sobado por añadidura... Pero no es exclusivo del cinematógrafo. Verdad es que tampoco lo es del todo la «fobia» del cinéfobo, ya que si el cine no se hubiera inventado, sus atrabiliarios apostrofes, sus inactividades, sus deducciones malignas y arbitrarias, sus quejas, sus indignaciones, sus siseos, sus silbidos, los golpes de sus pies y de su bastón irían dirigidos con la misma saña, con la misma furia, con la misma implacabilidad, a Dante o a Cervantes, a la poesía lírica o a la lengua esperantista, al cubismo, a la motocicleta, a las cerillas fosfóricas o a la máquina de coser.

La Vanguardia, sábado 26 de abril de 1924

Elice Fergusm

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LOS TRAPOS Y EL CINE Una máxima de verdad muy dudosa expresada en verso ripioso por un «soi-disant» poeta filósofo que a mediados del siglo pasado hacía furor, nos asegura después de llamar «traidor» a este mundo pícaro, que en él todo es «según el color del cristal por que se mira». Así, el color de los cristales era la única verdad fundamental existente. No se puede decir otro tanto en el mundo del cinematógrafo. Porque ahora resulta que el albo traje de Mary Pickford no es blanco—lo que proyectaría en torno de la linda ingenua un halo luminoso, por efecto de la descomposición de la luz—, sino amarillo claro. Y el negro, aunque sea negro de luto de viuda o de traje de inquisidor, no es negro absoluto tampoco, sino color oro viejo, verde, o gris muy obscuro. Porque tanto los directores cinematográficos como las estrellas de la pantalla han hecho un estudio minucioso y profundo de cuanto contribuye a realizar o desmerecer su arte y así saben que el negro de veras, al rechazar la luz, no deja que se marquen pliegues a la tela y, además, contrasta de modo tan brutal con el blanco de manos y cara que las hace aparecer de blancura lívida, enharinadas cual las de un payaso. Son esos contrastes violentos que aún lastiman nuestros ojos en algunas películas italianas y en casi todas las españolas, y que rara vez encontramos en las producciones que vienen de América. Porque tanto como de los efectos del paisaje y decorado de interiores se han preocupado los cinematografistas americanos—maestros de la cinematografía del mundo, sin discusión de la moda, que es cosa artificial y externa, sino de la estética del vestir, del que pudiéramos llamar arte esencial de los trapos. En otro de estos comentarios, al hablar de «El cine v la moda», tratamos de señalar la influencia del vestir de los americanos «de película» sobre el montón de nuestros conciudadanos. Nuestras mujeres no han ganado menos con la visión frecuente de los «encantiños» de Hollywood y Los Ángeles. Y no es que las nuestras tuvieran espontáneamente menos gusto que las ingenuas, más o menos verosímiles, de Cinelandia. Es sencillamente que éstas han hecho el estudio especial, técnico y artístico de tonalidades, telas, formas y «momentos» en que las otras ni siquiera habrán soñado. Pero que han sabido aprovechar a las mil maravillas y adaptar brujamente a su refinamiento y a su gracia latina. Hay en esta frívola cuestión algo de eso que los intelectuales llaman pomposamente «revisión de valores». La Moda, así con mayúscula y en la interpretación que le dieron nuestras madres y nuestras abuelas, está, ahora que todas las mujeres saben vestirse, un poco de capa caída. Aquella moda que consistía en repetir servilmente en color y forma un mismo modelo, en llevar todas las damas y aun todos los caballeros de la misma edad y circunstancias los botones en el mismo sitio, las solapas de la misma anchura y el sombrero torcido hacia el mismo lado, no admite ya, verosímilmente, que los cronistas le llamen, según el patrón cortado — también a la Moda... de entonces—, imperiosa y tirana. La moda, que venía invariablemente de París de Francia, y que obligaba a las pobres cursis a vestirse de tarlatana y adornarse con papel picado que imitarán en lo posible el tul y la gasa y los faralaes que lucían las ricas, si no ha desaparecido del todo, desaparecerá muy en breve. Su entierro será algo grotesco. Algo así como un entierro de la sardina en que harán de plañideras las cronistas de modas. Y es que aquel servilismo de nuestras mujeres al figurín de París, al patrón cortado, se apoyaba esencialmente en la indecisión, en la falta de absoluta personalidad y de gusto. Ahora es diferente. Ahora el cinematógrafo ha creado un ambiente enseñando, no a seguir la moda, sino a usar bella estética, y adecuadamente de esa insignificancia que tanto valor tiene por, para y sobre las mujeres: los trapos.

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Verdad es — y no lo olvidamos — que hubo un momento en que los «trapos» del cine hicieron estragos. Fue en los malos tiempos de Francisca Bertini. Pero después se ha reaccionado hacia una sencillez de la que la moda del cine — y la americana sobre todo, se entiende — ha sido eficaz lección sin palabras.

La Vanguardia, sábado 3 de mayo de 1924

Priscilla Dean

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PRODUCCIÓN NACIONAL Hubo un tiempo en que la producción escénica española, especialmente la que iba acompañada de música más o menos ratonera, se midió y clasificó por tamaños. Y hubo «género grande», «género chico» y hasta «género ínfimo», donde se refugiaban, sin atenerse a límites, todas las enormidades de la chabacanería y la vulgaridad. De todos estos géneros, —que amenazan ser sustituidos por otra tela no menos ramplona: el astracán,—el «ínfimo» murió por despreciable, el «grande» por anticuado y ñoño, del «chico» apenas queda algún sainete bien comprendido y bien realizado dentro de la pintura de costumbres y tipos, alguna página musical de eterno interés y positivo valor. Todo ello externo a tamaño y a género: sólo palabras, música. De la farsa, nada. Y menos aún que nada del modo de hacer, de lo que podríamos llamar fórmula escénica, de las características del «género» en cuestión. Porque, indudablemente, el barniz popular y pintoresco que en el género chico parecía condición esencial, no era sino eso: barniz. Y desde luego tenía más de populachero que de popular. Por ello el alma del pueblo, de instinto tan certero como el alma del niño, se desprendió de la mejor gana de ese ropaje postizo y falso, caricatura o disfraz que le halagó en ocasiones y le maleducó a ratos, pero en el que nunca llegó a reconocerse. (Véase como no muere, en cambio, porque se nutre con savia del pueblo, la canción popular). Como su padre «el grande» y su inmediato sucesor «el ínfimo», el género chico puede afirmarse que hace ya muchos años que murió. A su destronamiento contribuyó, en no pequeña parte, la difusión del cinematógrafo, con cuyo advenimiento coincidió. Todo esto, que por viejo sin grandeza merece quedar definitivamente entre los trastos inútiles de lo olvidado, vuelve a nuestro recuerdo al hojear, con el entusiasmo del que busca algo que ha tiempo espera, los carteles y prospectos de propaganda de la que enfática y pomposamente llamamos «producción cinematográfica nacional». Amarradas a la norma teatral, con una terquedad y una incomprensión inconcebibles en los productores (que siendo técnicos del cine, debían saber como cine y teatro no tienen más analogía que la que un huevo y una castaña guardan entre sí), a las películas españolas no les falta más que las palabras y la música, —lo único a ratos disculpable, — para ser género chico «en todo su esplendor». Los mismos temas de pandereta, con toros, y toreros, y gitanos, y chulas, y majos para la exportación; las mismas costumbres populares que no existieron nunca más que en la descarriada mente de los que fueron triunfadores del género por un momento y veinte años atrás; idéntica populachería halagadora y falsa; exactas pasioncillas míseras, sentidas, y vividas y explotadas por gentecilla de poco más o menos. El hombre y la mujer eternos, humanos, que en el pueblo existen, y se agitan y sienten, disfrazados siempre por el ropaje convencional de esa chica literatura de fines del siglo diez y nueve. ¿Por qué olvidar que el cinematógrafo es arte modernísimo? A nosotros, que en arte amamos todas las vejeces y que sólo nos atrevemos a dar por consagrado lo que consagró el tiempo, nada nos place que en el cinematógrafo como la visión de tierras nuevas, de chiquillos alegres, de mocitas traviesas e ingenuas. Los viejos tópicos hispánicos para uso del turista, a los que el repiqueteo de las castañuelas y el desbordarse de la manzanilla daban cierta vida, —ficticia, pero vida al fin, —toman, al reflejarse en la pantalla, tonos enfermizos y espectrales y se convierten en sombras anticuadas y sin vida ni alma. ¿Es que no hay en la España de hoy escritores y artistas cuya fantasía merezca ser reflejada a todo tren en la pantalla? ¿Es que en nuestra nación, actualmente rica, en la

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que bulle una vida elegante e intensa, no se encuentran más figuras fumables que la gitana andrajosa, el golfillo sentimental, el chulo bullanguero, el torero endiosado y la moza de mulas postinera y coqueta? Nuestros paisajes, nuestros monumentos, las páginas brillantes de nuestra historia, las creaciones de nuestros poetas, todo lo que es realmente el alma, porque es la vida que se vive, que se ve y que se siente, de la España actual, ¿merece ser postergado a la pandereta falsa, ajada, caricaturesca, que en muchos extremos hemos copiado de los que de fuera vinieron, y por mala fe o por miopía espiritual no nos supieron retratar? Si nosotros mismos, los españoles modernos, y en el cine, arte modernísimo, presentamos sólo ese aspecto de nuestra vida tan falso y tan chico, y exaltamos únicamente lo mezquino y vulgar, ¿cómo vamos a indignarnos cuando de Norte-América nos hagan un pedido de ligas de señora «con navaja», o cuando nos envíen el retrato de Douglas en un papel de diplomático español con capa terciada, trabuco y sombrero calañés?

La Vanguardia, sábado 10 de mayo de 1924

Walter Hiers

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PELÍCULA CÓMICA El cinéfobo, por cuya psicología a flor de piel nos deslizamos hace unos días y a quien venimos padeciendo tiempo ha, odia, como sabemos, todo lo filmado y todo lo filmable. Y el cinéfilo, su antagonista, que no es precisa y escuetamente el aficionado a asistir al cine, sino más bien el que presume de técnico, el que gusta de darse por enterado, el que comenta y ataca y defiende y discute, tiene también su «índice», su lista negra en que figuran determinados géneros y tendencias. No hay para qué decir que el cinéfilo, frente a la pantalla, se tiene por un refinado y que por lo tanto su opinión y sus preferencias no van siempre de perfecto acuerdo con las de la mayoría espectacular. En este terreno, como en casi todos, tales exquisiteces están frecuentemente sujetas a error. Después de la película de series, que el público acogió con entusiasmo y hoy rechaza debido a la escasa consistencia de todo lo que es más que género determinado, «truco» comercial (¿no han corrido la misma suerte la novela por entregas y la de folletín?) el cinéfilo abomina de la película cómica, de la película bien llamada «de risa». No está en ello de acuerdo con la masa del público, pero la tendencia ha cundido, parece de buen tono, y la película de risa se excluye hoy de todo programa cinematográfico que previamente se haya sujetado a rigurosa y bien intencionada selección. Escasamente se brinda este género a los niños y a los públicos populares y como estos factores no acuden a los locales elegantes en que la entrada es cara las películas «de risa» se confeccionan para cubrir el expediente, cada día son artistas más mediocres a nulos, argumentos más chabacanos y vulgares, menos dinero y más desaprensión. Y no estamos conformes con ello. No podemos estarlo. El elemento cómico es en el cinematógrafo de importancia esencial. La risa es directamente, sanamente provocada en nosotros por la acción cinematográfica y la risa, cuando no responde a burla de nuestros semejantes o a aberración grosera del gusto, es siempre algo grande y fecundo qué no sé debe, ni en lo más mínimo, desperdiciar. Ahora bien: lo que se dice, la palabra escueta, nos mueve sólo a sonreír; a reír rara vez. La carcajada franca, sonora, generosa y tónica estalla siempre como reflejo de una acción. Aparte del astracán nuestro y de los «calembours» franceses, humorismo con llave y pie forzado que proviene de un estragamiento del gusto y que analizado resulta tan poco divertido como una partida de ecarté o dominó, todo humorismo, toda ironía que a la acción lío acompañe sólo logra hacernos sonreír. (Claro es que la sonrisa es matiz más fino, más exquisito que la risa, mas no por ello no es dado prescindir de ésta en nuestra vida, que no hay cuadro que logré clarobscuro con un sólo matiz) Lo que en el teatro nos hace reír franca, lógica – naturalmente es la acción, no los chistes; la primitiva «Comedia del Arte», italiana, madre de todos los teatros del mundo, hacía reír igualmente en España y en Francia y en Inglaterra a públicos que no eran exquisitos y que por tanto no entendían las palabras; sin palabras hacen reír también, de la mejor gana, los polichinelas del «Guignol» y los «clowns» y cuando un comediógrafo sabe su oficio y no se acoge a recursos de mala ley, suscita nuestra risa sólo con las circunstancias de la situación. ¿No es así elemental que la risa es factor esencial en el cinematógrafo, el arte de la acción? Por ser, precisamente, la risa algo grande y nada desdeñable, el suscitarla exige medios nobles, leales, bien intencionados, exentos de chabacanería y de vulgaridad. Con cuatro trapos pendeleques rimbombantes, un paisaje de orillas de un lago bañado en luz de luna, una protagonista delgada y rubia y cuatro lágrimas derramadas a tiempo se consigue indefectiblemente conmover el corazón de todas las porteras y el de todas las niñas «bien» en una película sentimental. Para realizar una película que dilate nuestros pulmones en franca, sana y sonora carcajada, surgida de lo mejor que hay en nosotros—

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lo eternamente infantil—es preciso contar con un ingenioso escenista y con intérpretes como Douglas Fairbanks, Max Linder, Mabel Normand o Charlot. Lo más de lamentar es que al llegar a «astros»—así Max, Mabel y Chaplin—todos sé sienten exquisitamente sentimentales y desdeñan el difícil arte de hacer reír por el ¡tan sencillo! de hacer llorar. Acaso no saben... No viene muy a cuento lanzado, en esta charla frívola, pero no puedo evitar que acuda a mi memoria, lo que Spinosa dijo: «Toda tristeza es un aminoramiento de nuestra personalidad».

La Vanguardia, sábado 17 de mayo de 1924

Mary Miles Minter

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LOS ASTROS PASAN Esta rubia mujercita menuda y este hombre risueño y moreno que llegan a nuestras tierras de España desde la otra punta del mundo, vienen envueltos en una oleada de no ficticia popularidad. No ya sus nombres, que un nombre es cosa externa que, una vez una vez echada a rodar en letras de molde, va y viene y sigue rodando en papeles y libros y agarra en las memorias con facilidad relativa, sino sus menores gestos, sus actitudes familiares, sus «poses» favoritas, todo en ellos, menos la voz, nos es tan conocido como si se tratara de personas con las que tuviéramos gran intimidad. Y esto no sólo nos ocurre a nosotros. Es lo mismo en Francia, e igual en Inglaterra y en Italia y en Alemania y en Suecia y en Noruega. Y más allá... y más allá. Y es que jamás ídolo ninguno del público fue admirado, comprendido y agasajado por tanta gente y en tantos lugares a la vez, como los artistas del cine lo son. Jamás una reputación artística se extendió con igual difusión, con igual rapidez. Ahora la Fama para estar a la altura de la época debe vender la clásica trompeta y adquirir a toda prisa una pantalla y un objetivo, «prise de mes». Jamás «ellas» ni «ellos» los que en el arte se dan a la multitud cada día, pudieron contar con tantas admiraciones mudas, repartidas por toda la faz de la tierra; jamás les envolvió tan vasto y dilatado fervor. Mas he aquí que tampoco jamás artista ninguno de los que a la multitud divierten y conmueven tuvo público y favor tan dispersos, admiración y halago tan alejados de sí. De todas las partes del mundo recibieron cartas, telegramas, felicitaciones, pero no estalló nunca en su propio oído la tempestad del aplauso que es para el artista nimbo y corona, himno triunfante, nube de incienso, apoteosis y pedestal... He aquí, precisamente, porqué es raro el artista de cine que resiste a la tentación de hacer una escapatoria a las tablas, de darse a los públicos, ante los que ya tiene hecha su fama—con todo relieve,—de recibir mano a mano, corazón a corazón el aplauso y gozar de la apoteosis y escuchar el himno y sentirse colocado en el pedestal. Pero estas experiencias suelen ser dolorosas como toda trasplantación. El cambio de ambiente no favorece nunca al que cambia y el prestigio de lo desconocido, de lo exótico, se pierde al ver al artista de cerca, al mirarle encerrado en el estrecho recinto que unas tablas y una cortina limitan cuando en nuestra mente le dimos siempre por hogar y escenario las anchas llanuras del americano Far West. Esta es la desilusión que invariablemente nos han traído al acercarse a nosotros, subiendo a nuestros escenarios, los artistas lejanos que en la pantalla contaban con toda nuestra devoción. Pero no es este, afortunadamente, el caso del risueño Douglas y la menudita Mary Pickford. Douglas y Mary vienen en visita cordial, más a vernos que a que les veamos. La popularísima, risa de Doug se ha ensanchado desde que ha puesto el pie en tierra de España. Viene dispuesto a encantarse con todo... y todo le encanta. Ha visto ya majos y manolas y corridas de toros. «Mister» Fortuna, como él dice, le ha brindado, en la plaza de Madrid, un toro y ello será anotado en su cartera de apuntes como uno de los acontecimientos grandes de su vida. No sabe hablar de otra cosa. «La heroicidad de ese torero que se ha agarrado a los cuernos del toro se pagaría en un país, previamente anunciado, con un millón de dólares—dice (Por suerte, en su país no se permiten las corridas de toros).—«Si yo hubiera nacido en España, sería torero». Y ríe, ampliamente... Y una vez más la célebre «risa de Doug» hace que la risa suba a nuestros labios, evocada por esas palabras tan ilusionadamente infantiles. Además de ser unos famosos artistas, son unos simpáticos chiquillos estos «astros» yanquis que pasan.

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Si no lo merecieran ya por las gratas horas que en la pantalla, desde su lejanía de ilusión, nos han dado, merecerían todo nuestro agasajo tan sólo por eso: porque son jóvenes y alegres y cordiales, y se entusiasman aún con las viejas cosas nuestras que a nosotros nos hacen sonreír desdeñosamente. Porque saben reírse a pleno pulmón, cuando nosotros tenemos la risa ya casi olvidada.

La Vanguardia, sábado 24 de mayo de 1924

Vouda Hawley

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EL CINE, ¿ES ARTE POPULAR? He aquí que en una de las mejores revistas cinematográficas de Francia, el mejor de los cronistas cinematográficos franceses niega de modo rotundo y absoluto que el cine sea un arte popular. «Hay que distinguir—dice; —lo popular es la pantalla, pero no el cine que, por el contrario, es, entre todas las artes, la más difícil de entender. Es verdad que, actualmente, en todo pueblo, en toda aldea, en todo barrio de corte o de cortijo, de villorrio o de ciudad, una pantalla por lo menos, prodiga su vida luminosa que el campesino puede vivir lo mismo que el hombre de la capital. El film, penetra en todas partes; por consecuencia y sin discusión la pantalla, la invención científica del cine, el instrumento del cine es, en efecto, altamente popular. Pero no así el arte del cine, el sentido del cine. Este es, no vacilamos en repetirlo, un arte difícil, y no precisamente para su artista— que ésta es ya otra cuestión—sino para su espectador.» Y sigue diciendo el cronista francés como el cinematógrafo es difícil de comprender por que no da, como la literatura, razonamientos hechos o ideas formuladas, porque no proporciona guía ni fundamento al razonamiento, que el espectador debe hacer por sí mismo. Y cómo, al ser el espectador quien libremente formula, corre el riesgo de formular mal no viendo, por muy profundamente que mire, todo lo que el autor quiso que viera, no comprendiendo cuanto el creador le dio a comprender. En toda película cuyo escenario haya presidido el arte de un verdadero artista surgirán simbolismos, vaguedades... El arte superior es siempre vago, ha dicho Goethe, y no hay que añadir que ha dicho bien... Pero la vaguedad en la palabra, hablada o escrita, concreta siempre, en cierto modo, el pensamiento del artista y habla directamente a la inteligencia del lector o auditor. ¿Puede ser lo mismo en el cinematógrafo donde toda sensación entra por los ojos? La imagen... ¿va a plasmarse en el espíritu del que mira con todo el relieve, con toda la intención, con toda la profundidad que quiso darle el que la imaginó? El detalle ¿adquiere ante todas las inteligencias el mismo valor? En la adaptación cinematográfica que León Poirier ha hecho de «Jocelyn», de Lamartine la amada del protagonista aparece un instante en su balcón y deja caer una rosa que va a posarse un instante a los pies de Jocelyn: el héroe va a cogerla cuando la flor, arrastrada por el viento, escapa de la mano que la persigue. ¿Verán muchos espectadores en este sencillo detalle el símbolo de la mujer que huye al amor de Jocelyn? En otro film, americano éste—y por tanto más ingenuo, menos seco, —titulado «El amor: ¿tiene dueño?», vemos a la hija de un tonelero que acaba de prometerse en matrimonio. El tonelero, muy gozoso al saberlo, coge el aro de un tonel que está haciendo, y siempre bromeando, lo pasa en torno de los dos novios. Más, he aquí que un joven vecino, bromista, entrometido, y que no está en antecedentes, penetra de un salto en el aro... No hay que ser ningún lince para comprender que este intruso de hoy desunirá mañana el matrimonio; pero hay que tener en cuenta, que aquí estamos relatando la escena con palabras ¿pueden comprenderlo igualmente todas las inteligencias, por la sola y rapidísima visión? Sabemos y admitimos todos que un cuadro es más difícil de comprender que una frase literaria. Y así es. Aun cuando no todos se den entera cuenta de su profundidad ni de su mérito la figura de Don Quijote no puede, para nadie, dejar de ser lo que es. En cambio, la mística idealidad que eleva a los caballeros del Greco transfigurándolos, remontándolos hacia la altura, sólo puede ser comprendida por iniciados; esto es, por artistas, por personas cultas o por gentes capaces de elevarse en la misma mística idealidad. No ya para el llamado «vulgo indocto» sino para la mayoría de las personas educadas, los personajes del Greco son figuras muy largas, y desproporcionadas por lo

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tanto, que el pintor cree así porque no veía las cosas como los demás las vemos o, sencillamente, porque no sabía más. ¿No está esto a cien mil leguas de la sublime intención del autor? De expresar su anhelo con palabras, por vagas que éstas fuesen ¿no hubieran sido mejor entendidas por cualquier mediano entendedor? Pues el cine no es, desde este punto de vista, más que una sucesión de cuadros que por los ojos entran (ya que de títulos y epígrafes más vale no hablar). Con la sola diferencia de que estos cuadros se suceden con rapidez que no deja lugar a la reflexión que es la que en pintura logra, a veces, hacernos comprender. Tiene, además, el cinematógrafo, dos elementos nuevos: el movimiento y el ritmo, que también, a su vez, exigen comprensión... He aquí, en resumen, el pensar del cronista francés a cuyo fuego hemos añadido nuestra propia leña, por ser en todo lo antedicho nuestro propio pensar. Difícil es el séptimo arte, difícil... Mas en un próximo comentario trataremos de demostrar cómo a pesar de ello y de todo lo expuesto, no deja de ser, esencialmente, arte popular.

La Vanguardia, sábado 31 de mayo de 1924

Keellaer Reid

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EL CINE, ARTE POPULAR (II y último) Que los autores de obras teatrales para la galería (público popular) simplificaron en estos últimos tiempos su labor, no en el sentido siempre santo de la sencillez, sino en el menos loable de la chabacanería, poniendo sus producciones a la altura de las inteligencias más rudimentarias, es hecho innegable. Como las personas mayores que balbucean al hablar con un niño — lo que al niño, curioso de aprender y elevarse, le es siempre desagradable —nuestros comediógrafos, a los que queremos creer en un plano más alto que el del público a quien halagar pretendían, se agacharon hasta lo inverosímil para nivelarse con el que despectivamente llamaron «indocto». Tanto se bajaron que quedaron por debajo de él. Ambientes, tipos y costumbres, lenguaje e ideología fueron a buscarlos entre lo bajo, entre lo mezquino. La facilidad (en mucho la de comprensión de los otros, pero en no poco la suya de creación) les obsesionó. El balbuceo, léase chabacanería, llegó, cayendo en el extremo contrario, a un punto ininteligible. (Sabido es que muchas expresiones del «caló» chulesco las aprendieron los chulos en las piezas del género chico.) «Eso no lo entiende el público». «Eso no es para nuestro público» — aventuraron ante cualquier atisbo de arte noble que por delante les pasara. Y el atisbo pasó sin granar... No se lanzaron siquiera al intento ni se detuvieron a pensar que el anhelo de arte que lleva dentro hasta el ser más rudimentario, no es otra cosa que eso; deseo de salir de uno mismo, de desprenderse de lo cotidiano y volar... A mí no se me olvidará nunca aquel pescador de la bahía de Rosas que todas las tardes se tumbaba en la arena junto a mi amigo el intelectual y junto a mí para oírnos charlar. Y mientras nosotros disertábamos acerca de todo lo divino y lo humano en ideas y hasta con palabras que él no podía entender (nosotros mismos no nos entendíamos a veces), él renunciaba a la taberna y a los amigotes habituales por estarse allí. «Es mejor que el «teatro» y «¡Algo, algo se pesca!», solía decir. Porque nos empeñamos en juzgar al público con criterio cerrado el público nos lleva de sorpresa en sorpresa. Cuando el centenario de Moliere se dieron unas representaciones molierescas en nuestro teatro Romea. Una fue absolutamente gratuita, con la puerta abierta para todo el que quisiera entrar. No hay para qué decir que aparte unos cuantos deleitantes como el que esto escribe, se coló cuanto de más harapiento hay en la ciudad. Otra representación fue gratuita nada más que relativamente; estuvo dedicada a los centros culturales y se entraba por rigurosa invitación. Y se dio el caso, muy lógico aunque pueda parecer inaudito, de que los asistentes a la primera representación, los de la calle, los de los harapos, los de la inteligencia virgen de toda literatura, ni mala ni buena, acogieron a carcajadas sonoras — sin perder un matiz ni una sutileza — los «chistes» y las situaciones cómicas, se interesaron por la farsa, subrayaron las situaciones serias o culminantes con el silencio más comprensivo y más halagador. El público de la representación siguiente, el de los centros culturales y la invitación rigurosa escuchó el «Misántropo» distraídamente, bostezó repetidas veces con toda cultura y se puso de pie para irse en cuanto el planteamiento del desenlace les indicó que se acercaba el final. Algo parecido sucedió en Madrid con motivo del centenario del «Quijote». Es decir, sucedió algo peor. Se representaban, según Benavente nos cuenta, tres episodios del «Quijote» adaptados a la escena y en el segundo de ellos, que era el paso de los galeotes, al llegar al momento en que Don Quijote, en pago a su generosidad, es vejado, golpeado y escarnecido, el público habitual del teatro español divertido, reía, reía... En la función popular gratuita al llegar a dicho momento un ¡ah! de compasión hacia el desventurado caballero levantó al «indocto». No se rió nadie. Cervantes había llegado al alma popular...

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Ante un público popular de veras, formado enteramente por los muchachos de la Escuela del Trabajo de la Universidad Industrial de Barcelona, he visto yo desfilar figuras teatrales tan complejas y alejadas de nosotros como Ifigenia, como Otelo, como Nausica, Julieta y Macbet. En un tabladillo improvisado, sin decoración, sobre un tapiz rojo, las figuras accionaban apenas. Hablaban sólo y no se oía una mosca en el patio terroso de la escuela; sólo las respiraciones anhelantes de aquellos muchachos que hubiesen querido multiplicar sus oídos por mejor escuchar... Y vamos con lo nuestro, con el cinematógrafo. Difícil es, difícil, el arte mudo; tan difícil como quiso demostrarnos el cronista francés. Pero lo dicho más arriba demuestra como las dificultades que pueda hallar en él su espectador no le quitan en nada su condición especial de arte popular. Es, pues, popular el cine por la gran difusión a que se presta y por la baratura que le concede, precisamente, dicha gran difusión. Es popular porque el pueblo lo ama, precisamente por salir de sí mismo, prefiere ver las proezas de un cow-boy del lejano Oeste o las sutilezas de un mandarín chino, a oír y ver en el llamado teatro popular las mezquindades cotidianas que está viendo y oyendo desde que nació. Y es popular, en fin, porque, en su misma dificultad halla el pueblo motivo a su anhelo de elevación que se traduce en esfuerzo fecundo por lograr entender. Además de que «¡Algo se pesca!» como, oyendo hablar de filosofía a mi amigo el intelectual, decía, en la playa de Rosas, aquel pescador...

La Vanguardia, sábado 7 de junio de 1924

Mary Phibin

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FOTOGENIA No hay elemento de divulgación como la anécdota. ¿Cuántas cosas, y no de las más sencillas, ha popularizado el sustancioso cuento popular? Los chicos que cursan la primera enseñanza y las damas de la buena sociedad, que, sin preparación alguna, asisten a las conferencias de Einstein, saben bien que de la ciencia que pasa ante nuestros ojos y ante nuestras orejas, sólo la parte anecdótica se suele comprender y recordar... Ahora, la anécdota del príncipe de Gales a quien una casa productora de películas ha rogado que le permitiera filmar repetidamente y aunque fuese de un modo indirecto su real, esbelta, y fotogénica figura, ha lanzado al dominio de todos esta palabra de la jerga cinematográfica: fotogenia. Y es el caso que aunque la anécdota termina relatando como el rey de Inglaterra ha prohibido a su augusto hijo alternar sus deberes principescos con los menos pesados de pantallesco «astro» demostrando con ello cómo a un príncipe—y lo mismo a cualquier hijo de vecino—no le sirve de gran cosa esa nueva cualidad de ser más o menos fotogénico, la palabreja se ha popularizado, ha tomado carta de naturaleza, ha empezado a rodar y rodando sigue, rueda que rodarás. Y ya no hay tobillera de rubios rizos revueltos y cutis transparente ni crepuscular de largas pestañas rimmelizadas, que sabiéndose «muy fotogénica» no ponga entre los principales encantos de su catálogo personal, éste, nuevecito, que desconocieron no ya sus abuelas, sino hasta sus hermanos mayores, y que así, le asemeja al príncipe de Gales y a Francesca Bertini al voluminoso Fatty Roscoe Arbukle y a la frágil y eternamente infantil Mary Pickford. Ignoramos si el Diccionario de la Lengua en su última adición acoge como buena la palabra fotogenia. Suponemos que no. Pero desde luego imaginamos que en el Diccionario Cinematográfico que se está confeccionando en Francia a toda prisa debe ocupar la palabreja en cuestión capítulo especial. E imaginamos, también, desde luego, ese capítulo ilustrado con las más bellas ilustraciones: las reproducciones de los paisajes y de las bellezas femeninas más fotogénicas del mundo. Encabezándolas irá la consiguiente, indispensable y, hasta ahora ausente, definición. Jean Epstein, Canudo y Delluc llámanse en Francia los tres misioneros del arte puro en el cinematógrafo. Ellos han sido loe exaltadores de la fotogenia, de la traída y llevada fotogenia que una anécdota principesca ha popularizado. Y dice Epstein que así como el día que en la mente de nuestros lejanos antepasados surgió la abstracción color nació la pintura, y desde el momento en que la noción abstracta de volumen se abrió paso en la inteligencia humana, la escultura y la arquitectura nacieron también, así desde el momento en que Delluc en el año 1919 escribió por vez primera la palabra fotogenia, el cine de arte, o su noción por lo menos, empezó a existir. Después nos confiesa que el elemento fotogénico, que nos parecía algo mágico en principio, no ha dejado aún de ser misterioso. Y dice que la mejor definición que de la indefinible fotogenia puede darse es decir que «la fotogenia es al cinematógrafo lo que el color a la pintura y a la escultura el volumen; el elemento específico de dicho arte.» Queda un poco vago ¿verdad? Más allá se explica más claro, más en relación con Mary Pickford y el príncipe de Gales —¡oh, la indispensable, la terrible anécdota!—al decirnos que en lenguaje gráfico y vulgar se llama fotogenia a la propiedad que tienen ciertos aspectos de las cosas, de los seres y de las almas «de parecemos más bellas en el cine que por otro medio ninguno de representación.» Esta fotogenia o superioridad que adquieren por la representación cinematográfica

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ciertos aspectos del mundo, puede provenir de diversas cualidades particulares a dichos aspectos. Depende de la forma, del color, del movimiento, ante todo. La educación física de la mujer norteamericana al darle un dominio absoluto de sus movimientos la hace especialmente fotogénica sobre sus hermanas las otras mujeres. De la fotogenia pura surgirán con el tiempo los elementos precisos a una posible filosofía del cinematógrafo. Así lo creen por lo menos Canudo, Epstein y Delluc, los tres misioneros. Nosotros no hemos de seguirles, por ahora, en sus abstracciones. Sabemos ya lo que deseábamos saber acerca de la fotogenia. Que siendo la propiedad de parecer «más bello en el cinematógrafo que por ningún otro medio de representación» no es cualidad tan halagadora—pese al príncipe de Gales y a Mary Pickford— como creen nuestras tobilleras de rubios rizos revueltos y nuestras crepusculares de sombrías pestañas «al rimmel...» Y que, aunque las abstracciones de Epstein, Canudo y Delluc resulten, como toda abstracción, algo vagas, no parecen conducir más directamente a la dignificación del arte mudo que los ríos de dólares y la sucesión de divorcios con que biógrafos y comentaristas resuelven desde su mesa de trabajo todas las cuestiones cinematográficas.

La Vanguardia, sábado 14 de junio de 1924

Antonio Moreno

[Ricciotto Canudo, crítico y teórico del cine, fue quien acuñó la expresión “séptimo arte”. Consideraba el cine como artes plásticas en movimiento.

Epstein y Delluc, críticos y posteriormente directores de cine]

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LOS FILMS DOCUMENTALES Y LA SINCERIDAD Empieza a interesar a nuestro público—y ello dice mucho en alabanza de su buen gusto y de su espiritual inquietud—el llamado film documental. Ya no se observa, al aparecer en la pantalla el título de una expedición a las regiones polares o de una cacería de elefantes en Ceylán, aquel unánime, contagioso y apenas reprimido bostezo, o aquel descarado siseo con que hasta hace muy poco se acogían dichas producciones, dándonos una pobre idea al mismo tiempo del nivel intelectual de quienes a las salas de espectáculos cinematográficos solían concurrir. El paisaje exótico de países lejanos que nunca veremos; las raras costumbres de nuestros hermanos desconocidos, los hombres y las mujeres del Norte y del Sur; los profundos misterios de los reinos vegetal y animal; las maravillas de la ciencia y del arte, del mar y la tierra que en la pantalla se reflejan mostrándonos como el cinematógrafo es amplio ventanal al que nuestro espíritu—encerrado ordinariamente en las cuatro paredes de nuestra ciudad, de nuestra, casa, de nuestro trabajo—se asoma, curioso, a la vida, empiezan a gozar «casi» de tanto favor como los pantalones y el bastón de Charlot, la risa de Douglas o los tirabuzones de Mary. Esto que empieza ahora aquí, donde, por dicha o desgracia vamos siempre un poco «a la cola» en cuestión de modas y modos, es lo consagrado en el extranjero. En los principales centros de producción —Francia, Suecia, Estados Unidos—se piden, con preferencia a los otros, films documentales. (Es muy interesante, a este respecto, la historia de la película «Nanouk», impresionada por cierta casa dedicada a la importación y manufactura de pieles para enseñar a sus obreros y empleados el origen de las que manejaban, y que después recorrió como película de exhibición y siempre con creciente favor, el mundo entero). En los cinematógrafos de París y Nueva York se rechaza por anticuado todo programa en que no figure, por lo menos, un acreditado film documental. Ello demuestra, cómo el cine ha educado a su público y es, por lo tanto, para el cinéfilo de buena fe, una íntima satisfacción más. Ahora bien, ahora, bien... El éxito continuado de las películas documentales, entraña un peligro, no flojo, que, según indicios, empieza ya a amenazar. El de que, a fuerza de querer prodigarlos, acaben por no ser tales documentos, sino hábiles reconstrucciones de estudio en que el único documentado, aparte la inherente dosis de imaginación, sea el «metteur en scéne». La de que se nos haga ver el Polo Norte cubierto de hielo conservado en nevera; calles del Tíbet tomadas en un rincón de Los Ángeles, pingüinos de algodón en rama, mares... de espuma de jabón, relámpagos y rayos proyectados por medio de los reflectores, antropófagos reclutados en las calles de Nueva York, y otros mil prodigios de la modernísima ciencia del «truco» cuyo único mérito posible estaría, en todo caso, en que no pretendiesen engañar a nadie, en que el «truco» se dejase ver. Creemos, fervorosamente, que el público se educa, se eleva. Esto trae aparejado el que dé más de sí, ya que de su inteligencia, su buena fe y su comprensión... Esto le concede, por consiguiente, un más completo derecho a exigir. En bien, no ya del espectador, sino del mismo arte mudo, ahora que ha dejado ya los balbuceos, que ha demostrado plenamente hasta dónde, con los actuales medios de expresión, es capaz de llegar, creemos que debe exigírsele cada día más. La exigencia debe seguir estos dos caminos: para la película de imaginación, arte puro; para la documental, no menos pura sinceridad. Con esta condición única y aun cuando la realización resulte más imperfecta que la hecha en el estudio—merced a la modernísima ciencia del «truco»—será el film documental lo que debe ser: amplio ventanal por que se asome, curioso, a la vida,

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nuestro espíritu, encerrado habitualmente entre las cuatro paredes de nuestro trabajo, de nuestra casa, de nuestra ciudad...

La Vanguardia, sábado 21 de junio de 1924

Bebe Daniels

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ARGUMENTOS Y ARGUMENTISTAS La mayor pesadilla, la más negra plaga de todo el que en cosas de cine interviene, sea productor, actor, alquilador, empresario o crítico, lo constituyen los argumentistas. Forman una legión tan nutrida que la defensa es casi imposible. Surgen de todas partes, en todos los terrenos y a todas las horas. No les arredra orden-escudo ni cara «feroce». Contra la barricada de nuestra paciencia sublevada oponen su terca tenacidad agresiva. Y es que apenas hay caballero desocupado, estudiante remolón y fantástico ni señorita sensible que, agotadas las delicias del «crochet» y el «tricot» se halle, permanente o transitoriamente ociosa, que, con el ínfimo y recreativo trabajo de echar a volar la imaginación mientras las manos, la inteligencia y aún el sentido común permanecen inmóviles no se construya por lo menos un par de argumentos de película por semana y sobre ellos su buena docena de aéreos castillos. Porque el presunto argumentista cinematográfico que en cierto modo ha venido a sustituir en nuestros terrores al dramaturgo en ciernes, amenazador personaje también, que hace medio siglo recorría un saloncillo tras otro con su temible lío de papeles debajo del brazo, es, indudablemente, menos de temer que éste porque da fin a nuestra tortura más pronto, pero, en lo íntimo de su psicología, cuenta con dos características que nos lo hacen mucho, pero mucho menos simpático: el moderno argumentista cinematográfico en ilusión es esencialmente ambicioso y holgazán. Los dólares de América en América no se tiran ni se regalan, sino solo se cambian por lo que otro tanto que ellos valga—ven añadirse a su cola, a medida que hipotéticamente atraviesan el charco, inacabable séquito de ceros. Y entre todas estas quiméricas cifras norteamericanas, las que se refieren al cinematógrafo son las más fantásticas.... Basta haber soñado alguna vez con la Lotería y haber fantaseado en tal o cual ocasión entre copa y copa o colilla y colilla, vaga e informemente, alguna aventureja más o menos detonante o suave, trágica o sentimental, según lo ordene nuestro temperamento, para que, atadas ambas cosas, surja la inspiración de «crear» un argumento de película. Y como esta fácil inspiración basta para la «creación» puesto que la forma, la ordenación, la «elocución» cinemática es cosa, allá en Hollywood o en Los Ángeles de los técnicos de la pantalla, la imaginación del argumentista ve sólo un sencillísimo paso de los orondos dólares, desde la caja de caudales de la «Goldwyn», la «Fox» o la «Universal» al propio bolsillo. Es la Lotería con menos competencia... al parecer. El cómodo culto del menor esfuerzo. Ambición y holgazanería en unión que no por frecuente es menos absurda. Porque en toda obra de arte, y una película debe serlo como puede serlo una carta y un trozo de encaje y hasta un cesto lindo y bien hecho, lo primero—no lo primordial—es la idea, pero no lo es todo. La idea misma no existe si no se concreta, si no adquiere forma con que se transmita, y pase de una alma a otra alma... Y la forma se plasma en algo tan rebelde y brutal como es la materia—barro, color, sonido, tiempo y lenguaje, —que el don divino del arte debe idealizar. No es ésta, por parte del creador—artista—tarea sencilla. Es, por el contrario, batalla incesante en que muchos se dan por vencidos. La lucha entre la materia el arte, el fondo y la forma constituye la tragedia íntima pudorosa y callada del artista, que no logra ver nunca su esfuerzo acabado. Decir vagamente «tengo una idea» es lo mismo que no tener nada, porque esa idea antes de realizarse «no es» y sólo después de la titánica lucha, sólo luego de plasmarse en la materia y según en la forma en que se acierte a plasmarla, se sabe si es mala o es buena. Por eso hasta ahora, ni en ciencia ni en arte, se han cotizado las ideas solas. Tenían que advenir los argumentistas cinematográficos para que esto cambiara.

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De todos modos ¡qué sabemos nosotros! Acaso nuestra paciencia hace mal en sublevarse contra la cinemática plaga; acaso arrinconando el escudo, armándonos de resignación y disponiéndonos a escuchar, todos atención y orejas, lográramos algo portentoso, algo inverosímil de los griegos acá; oír un asunto, una «trama» nueva. Mas una vez logrado esto, una vez hallada, entre mil, una «idea»: ¿quién y cómo la realizaría de manera nueva también? ¡Bah!, con esto ya nada tiene que ver el argumentista, ni nosotros... Ya se las compondrían como Dios o el diablo les diera a entender, allá, en Hollywood o en Los Ángeles.

La Vanguardia, sábado 28 de junio de 1924

Gladys Walton

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CINE Y TOROS Cuando los buenos aficionados ochocentistas que aún quedan, aunque ya escasean, recuerdan los dorados tiempos del toreo, y evocan melancólica y plañideramente los días gloriosos en que una oreja de res muerta era una reliquia, y una vulgaridad (pongamos por poco) surgida de labios del Gallo o del Guerra, una sentencia; cuando, al fin de sus lamentaciones, inflamados en santa ira taurófila (la misma con que entonces insultaban a sus ídolos siempre que no «quedaran» a la altura de su deseo) arremeten contra la pérdida de la afición y la decadencia de los tiempos nuevos, invariablemente sus más rudos ataques, se reparten, en porciones iguales, entre el foot-ball y el cine, causas primeras, según ellos, del desvío que la gente muestra por el irremplazable y castizo arte del toreo. Y acto seguido califican al deporte de moda de brutal y exótico, y para la pobre pantalla, en cinefobia que irremisiblemente acompaña a la taurofilia, no se contentan con dicterio más leve que el de inmoral y frívola. Si nos dedicásemos a estudios de filosofía estamos seguros de que no dejaría de tentarnos la averiguación de las causas primeras de este antagonismo entre los toros—la fiesta de los toros—y el cine. Pero la averiguación sería, sin remedio, larga, y la crónica cinematográfica es, por esencia y por necesidad, cosa que va al vuelo. Queden, pues, donde están las primeras causas. Pero quede sentado también que el antagonismo existe y que se manifiesta hasta en los detalles menudos. Y que s; bien no creemos que el cine (ni el fútbol, desde luego) hayan desbancado a los toros en el favor de la gente, como diversiones predilectas de una raza o un pueblo, no se nos oculta que existe una lucha entre una cosa y otra que no es precisamente entre ellas, sino entre el tiempo viejo y el nuevo, entre el hoy que avanza triunfal y el ayer que, a pesar de su esfuerzo por permanecer donde estuvo, se esfuma, se borra, se pierde... ¡El cine y los toros! Dos diversiones de verdad populares en que los de arriba y los de abajo unieron su afición igualmente. Con la diferencia de que la psicología del público cinematográfico es de nivelación hacia arriba. (¿No se esfuerza por retener nombres y costumbres exóticas, argumentos complicados, detalles sutiles?), y la del de la plaza de toros, es por el contrario, nivelación que arrastra hacia abajo aun a los que están más altos (¿No se jura, se blasfema, se insulta, se poza con la tortura de la bestia y se empuja hacia el peligro al hombre?). Y así como entre público y público ha- un abismo, lo hay también entre el intérprete de la pantalla, que no vio nunca a su juez, que jamás ha de conocerle, y el héroe del ruedo que siente en su carne o en su vanidad—según caigan las pesas de la habilidad o el azar—el zarpazo cruel y el insulto procaz, o el mimo acariciador; ni aplauso cálido, la apoteosis, el endiosamiento... Y de la diferencia entre fiesta y fiesta no hablemos... Sí, sí; pueden apenas encontrarse dos cosas tan antagónicas como el cine y los toros. Por ello vamos de asombro en asombro ante esta tendencia a hermanar ambas cosas que muestra nuestra cinematografía. Cartel de película hemos visto que podría muy bien servir de reclamo a la puerta de la plaza de toros. La trama del film es la vida de un torero; su intérprete un «torero de veras»... Claro está que esto es género para la exportación; pero aun así y todo; ¿se le escapará a nadie ni al pasar la frontera, ni en el corazón de la mismísima Indochina, que ello es una cosa grotesca? El torero, ¿dejará de ser mirado como un fenómeno—aquí sí está bien aplicado el raro adjetivo—de otros tiempos y países? La fiesta ¿conservará sobre el lienzo ninguna de sus primitivas bellezas: el color, la vida, el movimiento, la gracia?

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Es triste, muy triste. El arte cinematográfico no gana nada con ello y el «otro» se desprestigia más, si es que más desprestigio cabe. Hay uniones que resultan lamentables siempre. Es mejor que cada uno luche con sus propias armas... y de lejos, de lejos.

La Vanguardia, sábado 5 de julio de 1924

Herbert Rawlinson

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TÉCNICA... Y ALGO MÁS A cada nuevo film sensacional de producción francesa, americana, germánica o inglesa—de la nuestra, pudorosamente, más nos vale no hablar—los cinéfilos incondicionales abren la boca un palmo, alzan las manos al cielo y declaran entusiastas y solemnemente que «ya no se puede llegar a más». Porque los progresos de la técnica cinematográfica, nacida ayer, no se cuentan ya por pasos de gigante, sino por frenética, carrera de titán. El arte mudo se ha adueñado en dos días del color, del relieve, del ritmo; ha logrado la doble exposición, el desdoblamiento, la fragmentación simultánea, los efectos visuales inéditos; nos ha ofrecido imagen fiel de la vida de los infinitamente pequeños, de los bichos de las flores, del mundo de los aires y de las profundidades del mar; ha hecho artistas a los niños recién nacidos y a los animalitos de Dios; ha creado mares y montañas, reconstruido épocas pasadas y anticipado tiempos venideros, elevado y destruido ciudades y desencadenado la tempestad. Por todo esto, a cada uno de estos progresos, los cinéfilos incondicionales del mundo entero elevan las manos al cielo y dicen que ya no se puede llegar más allá. Y sin embargo, no sólo se puede ir más lejos, sino que la tarea definitiva del cinematógrafo, considerado como arte, está aún por empezar. La técnica, por sí sola, no basta. Es muy poca cosa; apenas es nada. La idea lo es todo, y con ella la esencia del arte; que en éste de la cinematografía—que hemos dado en clasificar como el «séptimo»—no se ha hallado aún. En el cinematógrafo—siempre considerado arte, que como descubrimiento científico o potencia industrial, no hay más qué pedir—se ha procedido, desde el principio, a la inversa que en todas la artes y que en todas las cosas: se ha atendido y se ha logrado antes la forma que el fondo, y cuando aquélla ha alcanzado ya perfección plena, éste brilla, aún por su ausencia. Se ha empezado por el fin sin tener el principio. Y ello es por completo absurdo. Como dice Juan Arroy, hablando precisamente de estas cosas del cine, la técnica debe ser un medio, pero nunca un fin. Si la idea poética no hubiese subido a la mente desde el corazón de los hombres, éstos no hubiesen concretado la forma en que debían emitirla sus labios. Y no existirían el soneto ni el alejandrino. De acuerdo con los cinéfilos, creemos a pies juntillas en la perfección actual de la técnica cinematográfica. Tanto, que desearíamos que interrumpiese su carrera para detenerse, por algún tiempo al menos, en el sitio donde ahora está. Tal vez así surgiera más pronto y menos agobiada, menos deslumbrada por las maravillas de la «técnica fin y principio», la idea esencial del cinematógrafo-arte, lo que nos diera la imagen y su alma además lo que desligara el arte mudo de su servilismo forzoso al teatro y a la novela, que no guardan con él otra relación positiva que la que une siempre un arte a otro arte y cuya imitación le es perniciosa siempre; la que le libertará del industrialismo, la que le marcará, en fin, en el sentido espiritual, una orientación. Tal vez no era así como Arroy presiente, el hermano espiritual de Esquilo, de Moliere y de Shakespeare, el Genio del Cinematógrafo. Y no hay que reírse, que el cine está aún en mantillas y es difícil que adivinemos lo que todavía puede dar de sí. Algunos—Jacinto Benavente entre ellos—que execraban o se burlaban del cinematógrafo, le dedican ahora sus actividades mejores. Y no, indudablemente, porque aquello fuera ligereza, o conveniencia esto, o insinceridad ambas cosas, sino porque entonces, sinceramente, tronaron contra el cine de ayer, sin sospechar lo que podía ser el cine de hoy. Mientras el Genio llega, habremos de contentarnos con la técnica. Mas, ¡por Dios!, no técnica a secas. Técnica... y algo más.

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La Vanguardia, sábado 12 de julio de 1924

Mary Freulich

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¿ANTIGUO O MODERNO? El cinematógrafo, arte modernísimo, halla en este instante su principal fuente de inspiración en la antigüedad. ¿Es el hoy viviendo aún de las migajas del ayer fecundo, o el ayer resucitando merced al empuje del hoy vigoroso? Da igual. Lo importante es el hecho de que el cine ha puesto ante nuestros ojos épocas pretéritas que nunca imaginamos ver así, de modo casi palpable y real. Los alemanes y los franceses, éstos, sobre todo—y es natural, pues viven en una larga tradición de clasicismo y de antigüedad—nos han ofrecido en la pantalla felices reconstrucciones de los tiempos viejos. María Antonieta, la Dubarry se nos han mostrado vivos como seres actuales... Los italianos van ahora más lejos y hacen revivir «en su propio medio», según reza la propaganda, a la mismísima Mesalina, de triste recuerdo. Y todas las noticias de películas nuevas nos dicen lo mismo. En las evocadoras murallas de Carcasona va a reconstruirse el sitio de Beauvais por Carlos «el Temerario» (1472); se trata de filmar, con el más fiel ambiente de la época, la inmortal Salammbó, de Flaubert. Y los americanos, contagiados, o por no ser menos, nos preparan también al rey Luis de Francia y a Ricardo Corazón de León. En éstos, en quienes no pesa él lastre de la tradición la equivocación es más imperdonable, más de lamentar. Porque, como documento vivo, y por tanto como elemento educativo, la historia antigua en el cinematógrafo tiene escaso valor. (En cambio en lo sucesivo, como documento de «nuestra» historia para los hombres futuras, hemos de suponer que constituirá elemento digno de tenerse en consideración). En punto a interés, estos grandes personajes de la antigüedad pierden bastante al mostrársenos en la pantalla revistiendo forma concreta, con relación al libro, donde queda a nuestro cargo el humanizarlos con toda la potencia evocadora, con todo el ropaje suntuoso de la imaginación. Y artística, estética, fotogénicamente hablando, la época moderna es más adecuada a la representación gráfica, que la antigüedad. Sólo el poder mágico de la palabra puede colocarnos, convencidos en lo pretérito. La acción sola habla mucho más directamente a nuestra sensibilidad y a nuestra inteligencia, cuando es actual. De mí sé decir que soy apasionado de todo lo viejo. Que una callecita estrecha y mal alumbrada, un trasto antiguo cualquiera, cubierto de telarañas y polvo, un rinconcito típico, una imagen primitiva, un librote a medio roer por varias generaciones de ratas encadenan mí atención a poco interés que tengan y me emocionan intensamente. En cambio, las antigüedades del cinematógrafo, por perfecta que sea en ellas la reconstrucción, no me dicen nada. Entre ellas y mi sensibilidad evocativa percibo invariablemente la muralla que levantó el tiempo, y la diferencia entre el hombre antiguo, lento y majestuoso y estos niños grandes que, afortunadamente para ellos, son Charlie Chaplin y Douglas Fairhanks. Estos, pese a la subida del dólar, que saca de tino a los importadores de películas, son aún en sus deliciosas comedias modernas, los reyes del cine. Como lo son las muñecas encantadoras de la americana pantalla, las que trabajan jugando, en cinemático «scherzzo», sin actitudes trágicas, ni gestos magníficos; las Pickford, las Swanson, las Normand. Sí, sí. Los niños grandes de América ellas y ellos «estrellas» y «astros», siguen siendo los reyes del cine... mientras no se metan en postizos laberintos de clasicismo y de antigüedad.

La Vanguardia, sábado 19 de julio de 1924

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William Desmond

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MAX, PRECURSOR Ahora que empiezan a recogerse documentos para la historia del cinematógrafo, al ver que, como en todas las demás historias, no llegan los historiadores a ponerse de acuerdo respecto a los orígenes ni respecto a otras cosas, advertimos cómo el popular invento no data tan «de ayer» como quisiera nuestra coquetería. El ayer quedó ya en la penumbra, y el anteayer también va esfumándose. Hay una generación de muchachas «cínicas», como se les llamó en un principio—ahora el vocablo justo es «cinéfilas»—que han aprendido las primeras letras en los detestables epígrafes cinematográficos y que sólo conciben sin cine la época cavernaria...y aún. Hay, también, una nidada de «pollos» que cuando, sin rebozo, contamos cómo en nuestra infancia nos fue dado asistir a la inauguración de los primeros cines (entonces, más espléndidos, les llamábamos cinematógrafos, con todas sus letras) nos miran con la sonrisita, mezcla de desdén y de impertinencia, peculiar a la gente nueva; la misma con que nosotros mirábamos a nuestros padres cuando se vanagloriaban, de su magno viaje en el primer ferrocarril. Esto es, nos llaman vejestorios, para sus adentros. Y tienen razón. En la prisa que todo lleva, después de la guerra grande, el cinematógrafo es ya algo matusalémico. Y nosotros con él. La primera evocación que surge en nuestra mente, al intentar rehacer nuestra particular historia del cinematógrafo, es la de una esbelta dama vestida con un traje de cuerpo muy corto y falda muy larga y muy amplia, que danzaba la «mariposa en colores». Si hemos de ser justos en la evocación, debemos reconocer que precisamente bailar, «bailar» la dama esbelta no bailaba nada; se limitaba a fingir con las faldas un aleteo de mariposa agónica que la lámpara de proyección iluminaba sucesivamente con varios colores distintos. Este primer personaje cinemático que sustituyó a las soporíferas vistas fijas en color o en negro, y que ¡mísera modelo de fotógrafo! no pudo ni soñar siquiera el paso que abría a las Clark, a las Pickford, a las Swanson y a Normand, tenía ya, para la gente menuda, de aquella época, un prestigio extraño. El color y el movimiento sobre el lienzo liso e inmóvil nos fascinaban como cosa de maravilla y a pesar de lo desdichado del traje, del peinado y de la pseudo danza, que recordaban con unos años de retraso la lamentable época del entonces llamado modernismo ¡hoy tan viejo!, al pensar en las hadas las imaginábamos así. No recordamos bien si al mismo tiempo o después que la dama modernista del cambiante aleteo, apareció en la pantalla otra figura menos simpática: un caballero de frac y barbita en punta, muy rizada, que aprovechando las infinitas posibilidades que para ello el aparato proyector ofrece, hacía, ante los concurrentes, limpísimos juegos de prestidigitación. Durante algún tiempo, y alternando con las susodichas vistas fijas, el espectáculo cinematógrafo se redujo a esto. No era muy divertido, a decir verdad. De Francia empezaron a venir las películas con «relativo» argumento. Eran todas cómicas. Payasadas, en su mayor parte, tenían menos gracia que las habituales del circo, y la gente no se interesaba por ellas. Hasta que surgió un actor, «el actor» del cine. Fue Max Linder. ¿Quién, en la generación a que aludo no le recordará? Menudito, simpático, de comicidad nunca grotesca ni chabacana, elegante con amaneramiento y exageración, muy «figurín francés»; pero sin alcanzar jamás al ridículo, puede decirse de Max Linder que fue el precursor en personalidad cinematográfica de todos los astros más o menos rutilantes que habían de venir después. Actor de Music-hall, según se nos dijo, era enormemente mejor en la pantalla que en las tablas, lo que demuestra una indudable condición fotogénica. Sus escenarios eran verdaderas comedias en que los apuros del protagonista determinaban en el público una inacabable hilaridad. Las damitas espectadoras le pedían, «en francés», su retrato, desde todas las partes del

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mundo. Las estrellas femeninas que a surgir comenzaban admitían contratos con menos sueldo con tal de filmar con él. Su popularidad era inmensa, como las simpatías de que gozaba. Aun recordamos como, en cierta capital de provincia se despertó la afición al «skating», a causa de su película «Debut de un patinador»... En los últimos años que precedieron a la guerra grande, la actividad cinematográfica se multiplicó en un dos mil por mil. Después en un cien mil por mil. Surgieron nuevos «astros» en todas las partes del mundo. Vencieron en la contienda los americanos, y su estilo, nuevo y fresco, con ellos. Venció sobre todo Charlot. El papel Max Linder fue de baja, como era natural y lógico. Más... Ninguno de cuantos vimos el nacer del cinematógrafo olvidaremos nunca la etapa que en la pantalla marcó su figura. Y no podremos menos de sonreír con agradecida sonrisa, cada vez que recordemos sus botines claros, su clavel reventón en el ojal, su chaqué ribeteado de trencilla y su siempre inquieto bastón. Nos sugiere esta evocación la lectura de un anuncio. De un anuncio triste, como tantos otros... Lo hemos encontrado en un diario de América, dice así: «¡Lo mejor de España! ¡Españoles, venid a admirar vuestra patria! ¡Extranjeros, venid a conocer lo mejor de España! Lo hallaréis en la incomparable comedia «Max toreador». Esta cinta ha sido filmada por el gran Max Linder (el mejor cómico del mundo), en Barcelona y en ella se desarrolla una emocionante corrida celebrada en las famosas Arenas de dicha ciudad, en la que Max Linder mata un toro bravo sin artificios ni preparación.» Ante cúmulo tal de tristes barbaridades el espectador se encuentra desorientado y, molesto. El cinéfilo viejo sonríe con pena: ha perdido a una de las glorias de sus tiempos, a aquel precursor. El comentarista deja el comentario a cargo del público.

La Vanguardia, sábado 27 de julio de 1924

Laura la Plante

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LA PANTALLA, “OLÍMPICA” Los que aun sin haber actuado nunca como deportistas, y no entendiendo la deportiva jerga más que a través del inglés caserito, aprendido en nuestra juventud, sabemos saborear como una golosina las amplias fiestas de deporte, todas aire, y luz y gallardía, nos sentimos como arrinconados al evocar, en nuestro deseo, esta VIII Olimpiada... Y como es siempre más desear que tener, y como la imaginación es lo único que nos han dejado a precio de «avant-guerre», imaginamos los olímpicos juegos, que en París se celebran, inundados de toda la luz de cualquiera de nuestras mediterráneas playas, aireados por la brisa de la más perfumada de nuestras montañas y dotados de toda la gentil gallardía, del friso del Partenón. Los vemos, también, abiertos de cara al mundo que, quiera o no, tiene los ojos puestos en ellos. Y la sensación de arrinconamiento crece, crece, crece... Ahora acabamos de leer que para disfrutar plenamente, exactamente, de la olímpica sensación que en el espíritu dejan los Juegos Olímpicos, no es preciso ir a París ni asistir, en persona, a los pugilatos. Antes bien, según un ilustre cronista, sólo puede alabarse de conocer los torneos olímpicos el que los haya visto en el cinematógrafo. Y siendo el dominio de la pantalla tan dilatado, tan inmensa su difusión, tan amplias sus posibilidades en tiempo y en espacio, no hay para qué decir que la VIII Olimpíada queda para todos los tiempos y para todas las gentes: al alcance de todas las fortunas. La proyección retardada, —a la que son, por cierto, poco aficionados nuestros cinematografistas y, por consecuencia, nuestras públicos, — es uno de los refinamientos de la cinematografía moderna. El «rallentando» de la cinta gráfica puede muy bien ser la equivalencia, en que cabe toda intensidad y toda sutileza, de un «adagio» musical. Definiciones, —siempre malas, —aparte, la proyección retardada nos trae una positiva conquista al permitir a nuestra retina el análisis del movimiento. La danza, la lucha, el atletismo y los deportes todos, al mismo tiempo que muchos de ellos pierden cuanto tienen de brutales, son más nuestros así. Dejan más margen a la serenidad de nuestro juicio y al goce estético que es posible hallar en ellos. En la proyección retardada nos es dado ver el movimiento, en sí y por sí, sin que lo desfigure ante nuestros ojos nuestro apasionamiento. Más claro: en un partido de tenis en que tome parte la señorita Langlen, el deseo de que gane la señorita Langlen y el interés por ver si así sucede, nos priva, en mucho, de admirar la perfecta armonía de los movimientos de la señorita Langlen. No hace mucho vi, en una película con movimiento retardado, a la gentil campeona francesa, y su gracia higiénica me interesó más que la maestría de un juego. En la realidad, en el «ring» o en el tablado, los movimientos del atleta o del bailarín se suceden con tal tupidez, que a nuestros ojos y a nuestro espíritu les es imposible retenerlos; la proyección retardada nos los da con toda la lentitud que en cosas de belleza es apetecible Así los Juegos Olímpicos de París han servido para filmar la más bella e interesante película del año. Y sobre sus remotos y más o menos directos antecesores, los olímpicos helenos, tendrán esta cualidad de poder extenderse y darse al mundo entero. Tan es así, que muchos parisienses no han asistido a los famosos juegos: prefieren verlos después en el cine, lo que es más cómodo... y más barato, sobre todo. Aunque un poco a regañadientes, nosotros, legos en materia deportiva, pero admiradores de toda fiesta de deportes, tenemos que ser de la misma opinión que estos parisienses económicos y comodones. Veremos los Juegos Olímpicos en la pantalla, desde nuestra butaca. Claro está que faltarán la luz y el aire; pero para algo ha de servirnos la imaginación: ¿no es lo único que nos queda a precio «d'avant guerre?».

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La Vanguardia, sábado 2 de agosto de 1924

Jack Dempsey

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LA ESPIRITUALIDAD FRANCESA A TRAVÉS DE LA PANTALLA Aparte la dosis de espiritualidad particular que a cada hijo de vecino francés le haya tocado en suerte, y que, en Francia como en la China, varía hasta lo infinito merced a mil circunstancias menudas, es indudable que existe, grande y única, una espiritualidad francesa. Yo creo qué, en todos los idiomas conocidos se ha enunciado ya la observación de que un francés aislado no es más culto, ni más ingenioso, ni más refinado que otro individuo cualquiera de cualquier otra nación europea, y, sin embargo, todos ellos juntos, forman un bloque de cultura, de ingenio y de refinamiento, difícil, no ya de superar, sino de igualar siquiera. Si esto es así por ley de herencia o por espíritu de apretada solidaridad, que lo averigüe quien sepa o quién pueda. Lo evidente es que es una paradoja que, como tantas otras, encierra una verdad rotunda. Verdad que bajo ningún aspecto se desmiente. ¿Qué chiquillo del instituto ignoraría que entre todas las obras literarias de Francia no destaca ninguna obra cumbre—ni un Quijote, ni un Shakespeare, ni una Divina Comedia—y que, eso no obstante, no hay, así, en bloque, literatura tan llena, tan vasta, tan grande y eterna como la francesa, entre todas las literaturas europeas? Es la misma razón que hace que una cursi francesa sea, acaso, más cursi que una cursi española, sin que por ello deje de tener, en bloque, la mujer francesa, una innegable superioridad de presentación sobre todas las demás mujeres. Es lo que hace que haya cierta diferencia de matiz, que sea lo mismo y no sea lo mismo, decir «la cultura de los franceses», o «la cultura francesa», «la elegancia francesa». Es... Es el hecho real, la existencia innegable, de ese «no sé qué» y «no sé donde» que hemos dado en llamar la espiritualidad francesa. Los franceses saben perfectamente que ella es el mejor lote de su herencia. Y a ella recurren cuando hay que adoptar una actitud salvadora. Y en ella se apoyan siempre que peligra la dignidad o el bolsillo. Ahora, en la lucha de competencia cinematográfica entablada con los norteamericanos ella ha sido el factor decisivo. Y hay que contar que el enemigo, durante los años de la guerra grande, no disminuyó, antes intensificó, su producción; que, al advenir la paz contaba con un enorme adelanto de recursos técnicos, de artistas formados, de favorable ambiente. Contaba y cuenta, además y sobre todo, con una fabulosa ventaja de dinero contante y sonante. Y con una tierra nueva, amplia y toda suya. Y con unos artistas y un público de carácter ingenuo, infantil, alejados por completo de toda complicación psicológica, hechos pues, que ni de encargo, para actuar «ante» y «en» la pantalla. Francia, en cambio, ante el peligro de la invasión, tuvo que cerrar sus «estudios». Sus mejores artistas y sus técnicos más experimentados cayeron en los campos de batalla. Padeció una crisis económica horrible. Al reorganizar sus industrias, la cinematográfica, por reciente poco arraigada, hubo de ser, desde el balbuceo, comenzada de nuevo. Mas ¡qué importaba! Quedaba el recurso magno. También el cine se salvaría merced a la infalible espiritualidad francesa. En el apresuramiento de después de la guerra, los productores franceses trataron de ir al triunfo por el camino de la imitación de los triunfadores. Pero el sistema no podía ser peor y no tardaron en abandonarlo, para tomar rumbo propio. París no podía, dignamente, convertirse en parodia, de Los Ángeles. Era pernicioso e inútil cacarear bodas y divorcios entre los artistas, pergeñar biografías absurdas, llegar al paroxismo del reclamo, gastar sumas fabulosas e inexistentes, convertir a todos los cantantes de café-concierto en Charlots y a todas las cupletistas en ingenuas de bucles dorados. Había que abandonar esta senda equivocada. Y se abandonó. Fue entonces cuando, en muchas «torres de marfil» se instaló una pantalla y un aparato de «prise de vues». El cinematógrafo, arte tenido en menos que popular, en

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populachero, reclamó un lugar entre los elementos difusores de distinción y cultura. Las revistas francesas, las intransigentes revistas literarias que son la llave que abre el mundo o mundillo de la espiritualidad se entregaron con todo el bagaje y publicaron periódicamente firma cinematográfica. Claro está que en tal lugar y en tal ocasión, no podía darse a secas el argumento de una película ñoña o alabar incondicionalmente un film de doscientos mil metros. Empezó a discutirse el cine como cosa seria. Se hizo estética del cine, lógica del cine, ética del cine. Nació la filosofía del cine. Y la historia del cine. Se hicieron exposiciones del cine, se habló, se comentó, se discutió el cine. Surgieron tendencias, escuelas, cenáculos. Fue como una «vulgarización al revés». La espiritualidad francesa, innegablemente exquisita, se empeñó en elevar el arte naciente a su altura. Y lo consiguió, haciendo una vez más el milagro. Todo esto, al parecer tan abstracto, se nos muestra de un modo concreto en las últimas producciones cinematográficas francesas que, alejadas de toda imitación, tienden a traducirnos la espiritualidad francesa a través, de la pantalla. Es un rumbo certero, un noble intento y un acierto feliz que no nos cansaremos de aplaudir. Concuerde o no con nuestras convicciones cinéfilas, ha de tener, en la cinematografía mundial una influencia grande y decisiva.

La Vanguardia, sábado 9 de agosto de 1924

Priscilla Dean

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TÍTULOS Y SUBTÍTULOS Todas las artes son hermanas. Todas se dan la mano en sardana gentil. Y aunque alguien haya dicho que el cinematógrafo es lo contrario del arte ya que es la verdad, no es menos cierto que esta Verdad cinematográfica es bastante relativa y que, ni más ni menos que la verdad de los murmullos de la selva interpretados por la orquesta, o la verdad de la espuma de las olas dada por los pinceles del pintor la verdad del cinematógrafo necesita para llegar a la sensualidad nuestra, ser reflejo de otra sensibilidad Al conjunto de la visión cinematográfica es preciso el temperamento de los actores, el del director artístico, el del realizador... Todo ello reunido forma un arte, en que como en todas las artes, la verdad no es sino una más bella mentira... Un arte: el séptimo, según dicen. Un arte más en la sardana gentil. Todas las artes son hermanas. Todas, de un modo abstracto, llevan la misma esencia, el mismo soplo en sí. Pero en lo concreto, en lo externo, la unión, la mezcla, no siempre es feliz. La literatura, inspiradora en cuanto creación, del arte cinematográfico, lo es fatal al mezclarse directamente a él. Los epígrafes («leyendas», según hoy se traduce) los títulos y subtítulos son la plaga, la rémora de la cinematografía actual. Distraen la atención del espectador, concentrando en la imagen, y abren como un paréntesis en la emoción. Son como aquellas disquisiciones con que los novelistas antiguos cortaban el relato en lo más interesante para apostrofar directamente al lector. Son además, y sobre todo, una confesión de impotencia del arte cinematográfico como tal. Y son ya una antigualla, dado que, desde los primeros epígrafes de las primeras películas, no han adelantado un paso, mientras todo era el séptimo arte ha marchado a galope tendido. Y son tan inútiles, según dice un ilustre cronista, como el antiguo voceador que, en las primeras proyecciones cinematográficas, explicaba punto por punto la película, dándonos, traducidas a su modo y lenguaje— no siempre exquisito, y, en muchos casos ni siquiera correcto—las palabras y hasta el pensamiento del actor. Las pretensiones del susodicho voceador a la oratoria hacían más lamentable su cometido: ni más ni menos que los epígrafes o subtítulos, están tanto peor cuanto más dosis de literatura pretenden contener. Los renovadores del arte cinematográfico, los Canudos, los Chaplin, los Delluc, los L'Herbier, afirman que la obra cinematográfica puede bastarse a sí misma, prescindiendo en absoluto de letreros. Dicen que su condición esencial como independiente es, precisamente, la mudez, que los aspectos cinematográficos deben tomarse desde un punto de vista mudo, atendiendo sólo a lo que entra por los ojos: la imagen, el movimiento, la luminosidad... Pero esto lo dicen los innovadores, los exquisitos, los revolucionarios. El público en general no comprende aún una película sin letreros. Se atiende a la ley del menor esfuerzo, y prefiere quebrar el momento emocional de la obra artística, distraer su atención del relato, a tener que discurrir. Le parece, indudablemente, mas cómodo que le den los pensamientos del personaje en letras de molde, por absurdo que el resultante de estos sea, que tener que pensar él por su cuenta. Hay que darle letreros, pues. Más ¿no podrían dársele con un poco más de conciencia, de medida, de primor? Hay un arte de los títulos, que en el cine más que en ninguna otra manifestación, se debiera respetar. Y ya que epígrafes, leyendas, títulos y subtítulos son para, leerse y aparecen escritos, un escritor es quien de ellos se debe encargar. No precisamente para hacer en ellos literatura, que es lo que ahora, por regla general, les sobra—sino para todo lo contrario: para darles el mayor relieve ciñéndolos a las más estrictas concisión y sencillez. Para esconder la literatura que es el supremo arte del escritor.

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La Vanguardia, sábado 16 de agosto de 1924

Hayde Stewenson

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CENSURA INDUSTRIAL Aunque nos lo contaron hace años y ha perdido con el tiempo actualidad, oportunidad y frescura, no podemos menos de sonreír siempre que recordamos cierta anécdota ocurrida con ocasión del estreno de la primera obra de Bernstein. Hallábase la actriz intérprete del papel protagonista charlando en medio de la escena con uno de sus admiradores, cuando, por un descuido del maquinista se levantó el telón antes de tiempo. La actriz se turbó, pero el intruso se hizo instantáneamente cargo de la situación y, con el aplomo y la solemnidad que las tablas requieren, dijo, como si fuera un personaje de la comedia: «Adiós, señora; volveré el miércoles para llevarme el reloj». E hizo mutis dando tiempo a que la actriz se repusiera y empezase el acto. El público no advirtió el incidente pero el crítico Larcey decía, a la mañana siguiente en su periódico: «Lo que no comprendo, es por qué al principio del drama aparece un hombre diciendo que va a llevarse un reloj. En toda la obra no se nos vuelve a decir nada del reloj, ni del personaje. ¿Cuándo comprenderán los autores que hay papeles del todo innecesarios?» Cuando al día siguiente volvió Larcey a ver el drama, de Bernstein, no apareció en él, naturalmente, el hombre del reloj, y entonces el crítico rectificó, muy satisfecho: «El señor Bernstein ha demostrado gran amplitud de criterio teniendo en cuenta mi observación y suprimiendo en su bellísimo drama al personaje inútil que iba a llevarse un reloj.» No sabemos si esta anécdota vendrá aquí del todo a cuento, mas, lo que, desde luego, sabemos, cuantos—cinéfilos, cinéfobos o intermedios— concurrimos con cierta frecuencia a los espectáculos cinematográficos, es que, muchas veces,—con la misma sorpresa, aunque, naturalmente, con memos satisfacción profesional, que el critico Larcey,—hemos visto, de la primera a la segunda, proyección de una película, desaparecer personajes y aun escenas enteras, no tan innecesarias como el susodicho intruso del reloj. Al alcance de todo el mundo está, comprobar cómo la misma película admirada, al estrenarse, en un cine caro y vista después de un par de meses en un local popular de ínfimo orden, no parece la misma; ha pasado por sucesivas mutilaciones industriales (además, el empleado de la cabina hace pasar la cinta ante el espectador de modo más rutinario, menos eficaz desde el punto de vista artístico, por tanto) y conservando sólo la acción monda y lironda, es sólo «el torbellino» a que días pasados aludía en su «Vida escénica» el amigo Alsina. Y esto que con cambiar de local se nota en una misma ciudad y en el transcurso de unos cuantos días, sube de punto al referirse a un film a cuya proyección hayamos asistido en el extranjero, especialmente en su país de origen, y que veamos luego aquí al cabo de cuatro o cinco meses. Y es que a medida que la cinta va recorriendo mundo, es sometida a sucesivas censuras industriales, cada una con su criterio propio, variable y adecuado a los distintos climas, costumbres y ley de subsistencias. Cuando una producción neoyorkina llega a Vitigudino, su propio realizador no la conoce. Y lo mismo puede decirse de una película parisién que va a parar a uno cualquiera de los Estados de la Unión. De esto proviene que notemos, en películas que vemos por primera vez ya mutiladas—esto es sucesivas veces censuradas—esas mil lagunas incomprensibles y molestas, ese correr sin tino de la acción, esa falta de lógica o de consistencia en el carácter de los personajes. Y, es que nada hay tan fácil como cortar la cinta por lo sano o por lo, a juicio del censor, enfermo, y pegar luego. Tan sencillo es, que resulta casi una tentación. Por razón de los indispensables cambios de titulaje, resumiendo— también indispensable—de los trozos de cinta estropeados, etc. etc., cada casa alquiladora, todo representante o negociante en películas tiene su pequeño laboratorio-taller ¿En qué se

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iban a ocupar las obreras en ellos empleadas si el capricho o la conveniencia del industrial correspondiente no las obligara a cortar cintas cada dos metros y volver a pegar? Hay que convenir en que, en producir somos escasos, en este que podríamos llamar «arte del remiendo» no nos quedamos cortos. Es la ley de las compensaciones. Del mismo modo que, si es verdad que nuestras escenas peliculables y peliculadas pueden contarse con los dedos, somos, en cambio, maestros en poner leyendas, epígrafes, títulos, subtítulos y letreros, en fin, de todas clases a lo que nos mandan realizado los demás. No hablamos de memoria. (Ni nos anima otra idea que la de beneficiar con nuestra crítica a la cinematografía toda y a los cinematografistas de España, en particular). En nuestra labor de críticos, y en primera prueba privada hemos visto mil veces al empresario o alquilador (nunca al artista o al técnico) tocar el timbre cada dos minutos para avisar el sitio por donde la cinta debía ser cortada. Y ello en los trozos que, a su juicio, eran «pesados»—paisajes, descripciones gráficas, etc.,— o en que el protagonista tenía un rasgo antipático o poco adecuado a la psicología del público concurrente a determinado local, o en que aparecían costumbres poco en consonancia con lo que por aquí tenemos de antemano imaginado acerca de tal o cual país... Otras veces la censura industrial se ejerce para quitar escenas en que una artista aparece con traje pasado de moda, lo que da claramente la fecha en que se editó la película, o para cortar su duración y poder, en el programa., «encajarla» con otra, o para no herir susceptibilidades de nación o de clase (lo que restaría ingresos a la taquilla) o para no molestar a determinada personalidad. Porque al menos la censura moral, la religiosa, la militar, la roja, la blanca o la verde, que tanto se han combatido y de que tanto se ha hablado, responden cada una a un ideal o a una conveniencia dados, y se rigen por un recto y único criterio. Pero la censura industrial, que sólo al provecho del bolsillo de cada uno tiende, en prejuicio del arte, desde luego, e inmediatamente después en perjuicio del espectador, es la más caprichosa, voluble, arbitraria y absurda. Claro está que no sólo el cine la padece. Nos sale al paso, igualmente, en el libro, en la escena, en la pintura y en toda manifestación en que el arte tenga que depender del industrialismo, Mecenas que, poco a poco, va olvidando toda generosidad. Pero al cine, muy especialmente, lo estruja con mano de hierro. Y una de las cosas indispensables a la dignidad del cine, es que la película concebida en Nueva York o en París, sea la misma película en Picamoixons o en Vitigudino. Y esto no podrá lograrse mientras se consienta la censura industrial.

La Vanguardia, sábado 23 de agosto de 1924

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Gladis Walton

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EL ADJETIVO Y LA PANTALLA Es una de nuestras convicciones modestas, pero arraigadísimas, la de que una de las más desastrosas negativas cualidades de la época moderna es la tan buscada felicidad. Se aprende, se ama, se vive y se crea al vuelo, fácil, fácilmente...; se ganan fortunas en cinco minutos, con sólo echar una firma a un contrato; se aprende a hablar el idioma más difícil en sólo diez días, por medio de la pronunciación figurada; se poseen los secretos de la ejecución pianística—que antes costaban una vida entera—con dedicar unas pesetas y aplicar los pies a una pianola; no se admiten novios sino a corto plazo; se leen novelas breves y se escribe a máquina... Las carreras son cada vez más cortas, el éxito de un sistema filosófico consiste en que esté «al alcance de todo el mundo», porque nadie quiere elevar sus entendederas hasta alcances más altos. La industria la hacen las máquinas, en arte, por estar ya todo hecho, con reproducir basta. Todo, todo es fácil... Mas como el tiempo no respeta lo que se hizo sin contar con él, como no hay atajo sin trabajo ni facilidad absoluta, resulta que las fortunas se pierden como se ganaron, que hablamos los idiomas y no los entendemos, que la música de la pianola es ruido nada más (y de «lata», por añadidura), que el amor fácil es humo y la fácil filosofía agua de borrajas. De los encajes y los brocados que con tanta facilidad nos regalan las máquinas, no quedará un átomo cuando aún sea regalo de los ojos de nuestros biznietos la trama sutil que a fuerza de dificultades urdieron los dedos pacientes de las bisabuelas de nuestras bisabuelas. Y los viejos santuarios que hace cientos de años elevó el esfuerzo fervoroso de las generaciones, verán—afortunadamente—cómo se desmorona a sus pies, con la mayor facilidad, el azúcar cande de que fácil, fácilmente han sido formadas el noventa y nueve por cien de nuestras construcciones modernas. Surgido en plena época novecentista, renovado en pleno tiempo de facilidades, el cinematógrafo se resiente hondamente de esta lamentable facilidad, que es para él, más que para otra cosa alguna, cualidad negativa. El cinematógrafo, tal como hasta aquí se ha entendido, parece ser el «arte de la facilidad». Porque todo en el cine semejaba hacedero y fácil. Fácil hacer dinero, fácil «lanzar» artistas, fácil cautivar públicos, fácil escribir argumentos, fácil la creación, fácil la producción, fácil la interpretación, fácil la crítica y fácil el éxito... Este último resultado, corona y remate de todos los demás, que el industrialismo traducía en redondos y orondos guarismos anotados en el libro de caja, primero, y en no menos redondas, sí que más orondas, monedas encerradas en la Caja, después, obteníase con toda facilidad, en un principio, merced a un único decisivo e infalible factor: el adjetivo. La mal llamada crítica cinematográfica lo erigió en ídolo; las empresas lo pagaron a peso de oro. Sin haber emborronado una cuartilla jamás, ni entender una palabra de cinematografía podían confeccionarse unos artículos los cinematografistas preciosos (y sobretodo muy a gusto y medida de productores y empresarios) con sólo tener a mano un diccionario de adjetivos que emplear a granel. Así la estrella era invariablemente bellísima, elegante, deliciosa, sugestiva, fascinadora, eminente, famosísima, genial, arrebatadora, incomparable, etc., etc.; el «astro» célebre, valeroso, guapo, irresistible, infatigable, renombrado, noble y desde luego eminente, genial, sugestivo, elegante, etc., etc. (porque los adjetivos cinematográficos tienen la ventaja de ser igualmente aplicables a uno u otro sexo). En cuanto a las producciones propiamente dichas se les adjudicaban los más absurdos y peregrinos adjetivos; colosal, estupendo, piramidal, resuperior, supersuperior, y hasta «brutal», son «alabanzas» que hemos visto mil veces—refiriéndose siempre a

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producciones cinematográficas—en letra de molde, y en toda clase de publicaciones. Que la dirección de tales publicaciones dejara pasar, sin intervención del lápiz rojo o azul, semejantes dislates, prueba palpablemente cómo el adjetivo era materia cotizable. Mas el cinematógrafo, es en ésta como en otras cosas, anda un poquito al revés, después de haber conocido la época de máxima facilidad, pasa ahora su prueba de dificultades. Lógica y justamente, cuanto más se le da, más se le exige. Las más serias y acreditadas revistas literarias le ofrecen sus columnas; los comités de ciencias y de artes le hacen sitio a su lado; entra, como en dominio propio, en la Sorbona y en la Casa Blanca... Si no quiere hacer un mal papel es preciso que adquiera serenidad, que deje a un lado el bombo y los platillos—estridencias de baratillo,—que refrene su anhelo de encumbramiento rápido... He aquí por qué en Norte América, en Francia y en Suecia, los tres países que marcan hoy el avance de la cinematografía, las producciones ya no se alaban, se discuten. Y aquí nace la crítica y muere el adjetivo. Sólo entre nosotros sigue cotizándose el adjetivo a granel, por absurdo que sea, mientras se mira como enemigo al crítico sereno que discute y realza, más no ensalza ni pega; sólo aquí parece ignorarse que no tiene ningún valor decir que una cosa es buena (callamos por pudor, lo de «estupendo», «piramidal», «brutal», etc.), si no se demuestra en qué consiste su bondad, como nada significa llamarle mala si no aclaramos qué es lo que le falta para ser buena a nuestros ojos. Es decir, es decir... Todo esto parecen ignorarlo las empresas y los redactores cinematográficos. Porque del público podemos asegurar que lee ya las crónicas de cine prescindiendo de los adjetivos. Lo que es lo mismo que leer una palabra sí y otra no. Hasta que deje de leerlas todas.

La Vanguardia, sábado 30 de agosto de 1924

Buddy Messinger

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EL FILM DE LAS ELEGANCIAS Siendo la elegancia del vestido la más frondosa rama de las artes suntuarias y constituyendo éstas un refinamiento que, en su más simplista acepción, entra principalmente por los ojos, era del todo natural que se adentrara por el cine como por terreno propio, y que hallara en la pantalla el lugar más adecuado para implantar su muda y expresiva cátedra. Así, desde los comienzos del cinematógrafo y, casi a raíz de desaparecer de él la mariposa en colores y el señor barbudo de los juegos de manos—respectivos y humildes antecesores de Mary Pickford y Tomás Mehigan—el lujo, la originalidad y el gusto de los trapos, más o menos fotogénicos, en que las estrellas cinematográficas se envuelven, han sido uno de los atractivos más convincentes del arte del bello callar. De ahí que las casas productoras no escatimaran dólares a sus artistas, siempre que ellas a su vez, se comprometieran a no escatimárselos a joyeros, peluqueros, zapateros, sombrereras, modistos y demás grey tentadora de las modernas Evas. Jamás en las tablas se había presentado una mujer envuelta de pies a cabeza en piedras preciosas, como en determinada película hemos visto todos a Mia May. Nunca pasó por la imaginación de ningún autor dramático que su protagonista intentase lucir las galas abrumadoramente suntuosas de Cleopatra o de la reina de Saba, sin hacer reír hasta a los acomodadores... Y, sin embargo, lo hemos visto así en el cinematógrafo, y nos hemos sentido más inclinados a admirar que a reír. Lo verdaderamente raro es que hasta ahora no hayan sentido los profesionales de la moda tentaciones de echar su cuarto a espadas en el blanco lienzo, para arrimar el ascua de las posibilidades cinemáticas a la sardina de su provecho comercial. Se habían contentado, desde la sombra, con vestir... y cobrar a las estrellas, y, cuando más, con darnos alguna visión de sus maniquíes vivientes en las avenidas del «Bois» o en las carreras de Longchamps. Todo ello, en lo que a las elegancias respecta, indirecto, discreto y fugaz... Mas he aquí que ahora las revistas cinematográficas y las casas alquiladoras anuncian a golpe de bombo y platillos algo especial y definitivo en la cuestión. Ha llegado el momento del film de las elegancias, que, sin disfraz ni careta—no la necesita, realmente, pues que tiene una linda cara—se llamará así: «El Film de las elegancias parisienses». Sus «metteurs en scéne»—o directores artísticos en neto y claro castellano—serán Paquín, Worth, Lanvin, Poiret, y demás llamados magos de la aguja... que seguramente no habrán visto agujas en su vida, como no haya sido en manos de sus oficiales, si es que se les ha ocurrido entrar alguna vez en el taller... Los modelos, creación de los susodichos «magos», serán ostentados por las maniquíes profesionales, maestras, en ese arte de «lucir» no tan sencillo como a primera vista parece, y por verdaderas «estrellas» que representarán al argumento o «escenario» pues siempre a base de elegancias, la película de las elegancias tendrá su asunto más o menos sentimental. Unidos los capitales de cinematografistas y modistos para la producción y explotación de esta cinta no hay que decir que se hará a todo tren, editándose periódicamente o siempre que los cambios de la moda lo exijan (¿Será posible dar a la producción tal intensidad?). La película de las elegancias será así, a un tiempo, como una revista de modas en que los figurines accionarán, cambiarán de postura y de plano, en que telas y adornos tendrán línea y relieve, y como una visita a casa del modisto, amplificada, multiplicada, en que las gentiles maniquíes posarán sabiamente para todas las mujeres de todas las partes del mundo.

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Bien está. Porque está bien lo que contribuye a fomentar la elegancia y lo que da al arte del cinematógrafo un nuevo matiz. Bien está también, si hay en ello para alguien, como es de suponer, un provecho industrial. Pero las damas que pueden encargar modelos a Lanvin, a Paquín o a Worth no necesitan verlos en la pantalla, pues que para ellas es cosa insignificante un viaje a París. Y a las otras es muy fácil que, por alejada de sus posibilidades, no les interese la elegancia de «la película de las elegancias», y las «poses» más o menos sabias de las maniquíes no les den frío ni calor. Siempre, desde el primer día, y sobre todo desde el advenimiento de la película norteamericana, ha sido escuela de elegancias el cine. Divulgador, vulgarizador de elegancias, podríamos mejor decir. Porque, arte esencialmente popular—y en ello tiene su mejor timbre—ha popularizado el gusto por la casa grata y por el bien vestir. Las perlas de Mia May no han tenido la influencia estética ni social que esas limpias blusas «camisero» que las chiquillas del Far West han puesto de moda entre nuestras modistilla» de Gracia o de la calle del Call. El chaqué de Andrés de Fouquiéres no tendrá jamás la importancia, elegantemente hablando, que las camisas flojas y los sombreros blandos de los buenos chicos del cine, que han enseñando a vestirse, sin afectación ni amaneramiento, a toda una generación. Porque entre la cátedra para unos cuantos, a los que el bolsillo repleto sirve de infalible mentor en toda ocasión, o la cátedra para todos, que son los que dan el tono de elegancia a la ciudad, a la nación y a la raza, la elección no es dudosa... De aquí que el cine sea, por sí, escuela de elegancias con y sin exhibiciones de Worth y Paquín.

La Vanguardia, sábado 6 de septiembre de 1924

Virginia Valli

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LO QUE ES EL “CALIGARISMO” Asistí el invierno pasado a una serie de conferencias sobre arte francés. Fueron todas por demás interesantes, porque el conferenciante conocía a fondo el tema y la oratoria, y al regalo de su palabra fácil y espiritual se añadía la visión grata e instructiva de unas lindas reproducciones de obras citadas en la conferencia, que íbamos pasándonos de mano en mano los no muy numerosos auditores. Recuerdo aquello como se recuerdan tantas otras cosas que nos han hecho pasar una hora amable. Lo que no se me olvidará jamás, lo que ha quedado en mi mente como visión, mitad grotesca, mitad trágica, es la expresión de espanto con que un caballero anciano—tipo clásico del militar francés del segundo Imperio: levita cruzada, «boutonniére», largos mostachos y alba perilla—contemplaba, durante la última sesión, los grabados representativos de las modernas tendencias, desde el impresionismo hasta el cubismo. Ni el arte innegable de Picasso se libraba de su horror. Le vi mirar los primeros cartones con los ojos muy abiertos, como queriendo cerciorarse bien de que era del artista, y no suyo, el desvarío; le vi luego ponerse rojo de indignación, toser dos o tres veces en señal de protesta, hacer ademán de estrujar el documento, sin atreverse a hacerlo por respeto al lugar y a sí mismo. Le vi, en fin, cuando las reproducciones iban ya acabándose, cerrar los ojos para tomar la que yo, con cierta sorna, le alargaba y, sin mirarla, sin tocarla apenas, pasarla a su vecino del otro lado, con visible y creciente repugnancia. Y, aparte de lo cómico del caso, me dio lástima aquel buen señor incomprensivo, que, además de padecer la tragedia íntima de tomar las cosas tan a pecho, carecía de esa bondad fecunda que nos hace ver, hasta en lo más absurdo, cosas bellas. Ahora, al llegar a mis manos las fotografías de las nuevas películas «caligaristas», no puedo menos de sonreír recordando al señor de la levita cruzada y los albos mostachos. Si está en Francia y va al cine debe sufrir horriblemente. Porque el «caligarismo» cinematográfico, que hoy es la última palabra de la producción francesa, no es otra cosa que eso: la expresión animada de las nuevas tendencias. Tuvo el «caligarismo» su origen, como su estrafalario nombre indica, en «El gabinete del doctor Caligari», película alemana que llegó a nosotros en plena época de la guerra europea, y que, aunque dio la vuelta al mundo, pasó, al parecer—entre nosotros, por lo menos,—sin pena ni gloria. La novedad del decorado geométrico, que, teniendo que atenerse a la tendencia, no podía ser sino decorado de «estudio», los trucos, merced a los cuales se nos ofrecían las calles y las casas fotografiadas de modo que sólo nos presentasen ángulos; la contrahecha adaptación de la naturaleza al cubismo, y otros extremos de la citada producción se nos antojaron cosas por demás infantiles. Pero no lo era tanto, por lo visto. Porque «El doctor Caligari» tuvo numerosa e ilustre prole en Alemania, y pasó, triunfante, a Francia, donde se le acogió con todos los honores. Porque la intelectualidad cinema francesa, el grupo selecto de directores escenaristas y realizadores que en Francia se llaman a sí mismos «dos innovadores», son los más fervientes cultivadores del «caligarismo». Así, a la película expresionista «Feuton», en que la cinematografía germánica nos muestra a sus personajes moviéndose sobre un arbitrario fondo de figuras geométricas, la producción francesa contesta con la realización de «El inhumano», donde, en un jardín desbordante de plantas y de flores cubistas y en un laboratorio de triple pesadilla se llega al intento de «caligarizar» a la figura humana. No quisiéramos ser tan incomprensivos ni tan hostiles ante lo incomprendido como nuestro vecino de las conferencias sobre el arte francés. Pero, aun así, no podemos menos de confesar nuestra incredulidad a la afirmación de que en el «caligarismo» está la cinematografía del porvenir. Como «intención», seguimos creyéndola muy

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respetable, mas del todo infantil; ¿no se presta el cinematógrafo a todos los «trucos» imaginables? ¿No es, por tanto, el «truco innecesario» lo más inocente que en cinematografía se puede dar? En cuanto a emoción estética no creemos tampoco que llegue nunca la moderna tendencia a la plena realización. El cubismo, respetable en pintura, tiene en la pantalla el inconveniente capital de mostrar a las claras la bambalina, la composición de estudio, que es lo más antipático que en cinematografía se puede dar. Además de que no siendo posible, pese a Antant, a Epstein y a Catelain, «caligarizar» la figura humana, los movimientos y actitudes humanas, y teniendo que ser, forzosamente, humanos, los «astros» y «estrellas», las figuras de los intérpretes resultan como desplegadas, fuera de ambiente y alejan toda posibilidad de fe estética y de verdadera emoción. A decir verdad, después de ver una de estas películas, nos son como un alivio la risa de Douglas y las payasadas de Charlot.

La Vanguardia, sábado 13 de septiembre de 1924

Tom Santschi

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EL NACER DE LA “ESTRELLA” ¿Quién ignorará qué en este histórico instante la carrera de «estrella» cinematográfica es la que mas ambiciones despierta en nuestras muchachas? De los sueños de cada cien tobilleras actuales setenta y cinco—en nuestra España, por lo menos—tienden sus alas hacia el legendario Príncipe Encantado, que ahora ya no es príncipe, ni ruso, ni encantado, ni lindo, sino un buen burgués formalito que se casa en seguida, y a quien no protegen las hadas, pero guarda la espalda la cuenta corriente del Banco... El veinticinco por ciento restante, en que sobresalen los sueños de las inquietas, de las visionarias, de las ansiosas de lejanías doradas, sedientas de notoriedad y de gloria (pero en el que no faltan tampoco las ambiciosas, las calculadoras, las que imaginan, golosamente, un jornal de miles de dólares que reducen luego a familiares pesetas con ayuda de sus dedos rosados), se enfocan unánimemente, invariablemente, hacia la pantalla. Jamás brillo alguno—de astro o de gema—deslumbró como el fulgor, no siempre de la mejor ley, de las pantallescas «estrellas» que ha cegado a. nuestras jovencitas. Pero aquí la falta de casas productoras hace que, salvo alguna muy rara excepción, los sueños se queden en sueños. No así en los mundillos cinematográficos de por ahí fuera. En los estudios norteamericanos los directores artísticos se hallan abrumados por la excesiva oferta de «astros», de «estrellas» muy especialmente. Ha sido preciso establecer un sistema de eliminatorias. La primera operación a que debe someterse la solicitante «vedette» es, ni más ni menos que el recluta, la talla y el peso. Según el último acuerdo tomado por los árbitros de la cinematografía norteamericana, no se admitirá a las pruebas fotogénicas y artísticas ninguna damita que no tenga de estatua un metro, sesenta centímetros, y alrededor de sesenta kilos de peso. Estas condiciones y ciertas cualidades que son garantía de fotogenia excelente, son promesa de que va a plasmarse sobre la pantalla una hermosa figura, una silueta elegante o un tipo gracioso, pero... ¿es que basta con esto? Las estadísticas cinematográficas y las biografías de las que han llegado—las auténticas biografías en que no hay divorcios por junto, ni extravagancias a granel, ni oro a montones—demuestran que entre estas estrellas solicitantes, escogidas, pesadas, medidas, probadas, surge rara, muy rara vez «la estrella» que ha de ganar los dólares a espuertas y ha de hacer su nombre famoso. De las academias salen menos notabilidades aún. Y no digamos ya del teatro, que es casi siempre para la pantalla trasplantación lamentable. ¿Entonces?... La verdadera estrella en cierne suele ocupar, por regla general, en los estudios un lugar oscuro sin que nadie, ni aun ella misma, advierta su brillo hasta que llega la ocasión favorable. Esta ocasión la ofrece la casualidad las más de las veces; en otras es la culminación, la apoteosis de una vocación decidida, de un propósito firme, constante, de una voluntad enérgica que, calladamente, lucha y trabaja hasta dar con ella. (Porque el arte—y ya hemos quedado en que es arte el cine—es cosa prodigiosa que no puede pesarse ni medirse, ni probarse, ni preveerse siquiera, ya que como prodigio obra siempre). A este surgir, revelarse, o nacer de una estrella ignorada que es, las más de las veces, en perjuicio de una estrella sabida, le llaman los franceses, con frase no muy clara «voler la vedette», esto es, robar a la estrella principal su lugar, sus atribuciones, la atención y el cariño del público. Así logró «destacarse» Rodolfo Valentino haciendo de simple acompañante de la Nazimova, sin que su nombre figurara en los programas siquiera; así Carlos Ray, principiante, oscureció a Frank Keeman, célebre; así Theda Bara, desconocida intérprete de un papel insignificante, eclipsó a Nance O'Neill, estrella

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protagonista de «La Sonata a Kreutzer». ¿Quién discutiría a Lila Lee en algunas escenas de «El admirable Crichton» interpretando un humilde papel de criada? ¿A quién no cautivaría Jackie Coogan, en «El Chico», que debió dar la fama a Charlot antes que al delicioso pequeño? Basta para la revelación, si el artista existe, un papel acertado, un feliz primer término. Después... el objetivo y el público tienen la palabra. ¿Entonces? Entonces, como en toda cuestión de arte, hay que echar menos cuentas, y, sin hacer caso de talla y de peso, aguardar el prodigio con el mismo fervor con que las muchachas casamenteras aguardan al Príncipe Lindo convertido en marido probable.

La Vanguardia, sábado 20 de septiembre de 1924

Jane Mercer

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DEL “CALIGARISMO” A LA EPOPEYA Coronadas por la curva gloriosa del Arco Iris, perfílanse en el cielo las cumbres del Walhalla, el alcázar de los dioses antiguos de las tierras nórdicas... En la cueva de Mime, el herrero, hundida en la selva, Sigfrido, el adolescente, hijo del rey Siegmundo canta, mientras forja. Brotan a miles las chispas del yunque, chisporrotea el agua al hundirse en ella el acero, se eleva la canción cada vez más potente, y penetran la envidia y el odio cada vez más hondos en el menguado corazón de Mime. Y ya está forjada la espada del adolescente; potente cual otra ninguna y de filo tan agudo que corta una pluma en el aire. Y es entonces cuando Mime, más que nunca contrariado y celoso, dice a su discípulo: —«¡Torna a tus lares, Sigfrido, hijo del Rey Siegmundo, que ya nada te puedo enseñar!» En la selva misteriosa, bajo los árboles gigantescos se reúnen pastores y faunos, pobladores legendarios del bosque. El más anciano entretiene a los otros relatándoles viejas leyendas. Y surge en el relato la historia de los reyes de Borgoña, que habitan el castillo de Worms, y el fasto de su corte, por otro ninguna igualada, y el ceremonial austero y magnífico de su santa iglesia, y la piedad, y la belleza, y las infinitas virtudes de la princesa Krimhilda, hermana del rey. A la espalda de los pobladores del bosque se oye un grito vibrante. —«¡Yo iré a la corte de Borgoña y obtendré la mano de la bella y virtuosa princesa Krimhilda!» Es la voz de Sigfrido, el héroe, que ha descendido de su blanco caballo para oír el relato del viejo pastor. Los habitantes de la selva ríense a carcajadas de la pretensión del adolescente. Y es Mime, quien, traidoramente, señala a su discípulo la ruta engañosa, el camino que, antes de llegar a Worms, lleva al corazón de la Selva Encantada, donde yace el tesoro de los Nibelungos, custodiado por invencibles peligros, legendarios e innúmeros. Y Sigfrido sigue adelante porque son suyos el Amor, el Valor y la Juventud. A la entrada de la Selva vigila el Dragón, cuyo cuerpo monstruoso es barrera infranqueable del prodigioso sendero. Humedece las fauces en las aguas de la catarata, cuando ventea al caballo y al hombre. Al escuchar el espantoso rugido Sigfrido advierte la presencia del monstruo y se lanza hacia él, con la desnuda espada en la mano, a un tiempo acometedor y prudente. El saurio se revuelve, lucha, acomete, ruge, vomita fuego y humo por la boca espantable. Sigfrido ya esquiva, ya ataca, ya hiere, temerario, ya se guarda a la defensiva. Húndese la espada del héroe en el ojo izquierdo del monstruo, del que surge un humor viscoso. Y no tarda en penetrar el acero en el cuerpo del dragón, de cuyo costado manan torrentes de sangre. Sigfrido lleva una gota de aquella sangre a sus labios... E inmediatamente comprende el sentido del canto del pájaro que trina en una rama del árbol cercano. Dice el pájaro que si el héroe se baña en la sangre del monstruo será invulnerable. Y Sigfrido se baña, gozoso, en el rojo torrente. Una hoja de tilo, que el viento desprende de la rama, va a caer sobre el hombro del adolescente, que en aquel punto no se empapa de la sangre en que el resto del cuerpo se baña. Aquél será el punto vulnerable del héroe. Y causará la muerte de Sigfrido, más tarde. Porque sigue la leyenda. Y el héroe triunfa de todas las pruebas, y vence al Nibelungo y se adueña del magno tesoro. Y llega a Worms, precedido de la fama, cantado por los trovadores. Y conoce a Krimhilda y empieza la historia de intriga y de amor. Porque sigue la leyenda. Es decir, el film.

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No nos importa,—como a las gentes curiosas de saber «lo que las cosas tienen por dentro»— conocer que el Dragón está movido por catorce hombres y cinco motores, ni deseamos que nos digan el nombre de la prodigiosa selva de Alemania que ha servido de fondo a las escenas que se desarrollan en la Floresta Encantada, ni nos interesa distinguir lo que es real de lo que es reconstituido, ni está en nuestro ánimo inquirir el truco—superposición, desdoblamiento y demás faramallas de la jerga cinematográfica—a que se deben los magnos efectos de encantamiento o de magia. Sólo nos interesa vivir, frente al lienzo que se va poblándose de seres de ensueño, de mitos bellísimos este momento de arte y de suprema ilusión que da a nuestros ojos el regalo de cuando, de niños, soñó nuestra mente. Y así vuelve a ser nuestro el ancho mundo de lo legendario, en que todo tiene un sentido hondo, y en que todo es hermoso... y en que todo es posible. Por eso nos molesta, nos importuna casi, saber que el héroe admirable, de gesto de semidiós y risa de niño es un señor moderno que se llama Paul Kichter y que a diario usará sombrero hongo y levita, y nos parece una impertinencia que nos vengan a contar, cuando más hundidos en lo fantástico estamos que todo ello es producción de la casa «equis» de Berlín, y que ha costado «equis» miles de marcos. Porque se trata de la película «Los Nibelungos», de origen germánico. Y nuestra prevención hacia la producción alemana se esfuma ante ella. Entre esto y el caligarismo, hay, sin ningún género de duda, un abismo sin fondo. Parece casi incomprensible que quien cuenta con posibilidad de tales realizaciones pierda el tiempo en aquello. Parece incomprensible... pero acaso no lo es. Que aquí el genio de la raza canta su epopeya, la leyenda de los dioses escandinavos, que quiso hacer suya (y que después Wagner poetizó, falseándola, un tanto) canta a sus antepasados legendarios y a sus costumbres ancestrales, y entona el cantar de sus fuentes de sus bosques, de sus montes y sus cataratas, fundido todo ello en la gesta del héroe. Canta y traduce a la blanca pantalla—como antes al lienzo y a la pauta rayada—lo que es esencia de su espíritu mismo, lo que forma, de la tierra y de los hombres la más honda entraña. Y así es la mayor realidad la leyenda. Porque es el espíritu todo de la raza. O con palabras más sencillas, más cinéfilas: A cada uno lo suyo. Cuanto de detestables tienen las películas «americanas» hechas en Berlín o en Viena, tienen de admirable, helenas sobre el terreno y animadas del espíritu propio de cada país, estas bellas gestas legendarias.

La Vanguardia, sábado 27 de septiembre de 1924

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Frank Mayo

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LOS PERROS DE LA PANTALLA Nunca nos gusta tanto una canción como cuando no la sabemos bien tararear... Los grandes hombres que han hecho las grandes obras en el mundo, no han sentido su cariño máximo por ellas, sino por aquellas otras imperfectas, defectuosas, que fueron como balbuceos—errores, a veces—de su arte, o de su ciencia, y en los que, ni los suyos ni los ajenos, les quisieron reconocer... Y hay, acaso, en cierto aspecto de nuestra inclinación hacia la infancia, bastante dosis de esta ternura que nos inspira lo incompleto, lo que aun «no es», lo que ya está en camino y no se sabe aún si llegará. Acaso por esto, los que amamos la plena realización de la cinematografía actual y admiramos cuánto tiene de admirable, recordamos tiernamente las viejas películas balbucientes a las que la distancia presta en nuestra mente cierto valor de evocación, pero que proyectadas hoy ante nuestros ojos, en una pantalla real, seguramente nos harían reír. Ya hemos hablado en otros «Comentarios» de la mariposa en colores y del señor de las barbas que hacía juegos de prestidigitación. Tras estas grotescas visiones, más o menos fotogénicas, en las primeras películas naturalistas o de la naturaleza, dotadas ya de vida y movimiento, compuestas a base de paisaje, personajes y ambiente real, recordamos que uno de los factores cinematográficos más simpáticos al, entonces inocente, público cinéfilo, era el perro- «El perro policía», «Los perros contrabandistas», y otras producciones por el estilo, causaban la mayor sensación entre aquella excelente gente de buena fe. Película con perro más o menos intrépido, era seguro éxito. Ya hemos dicho que por aquel entonces, como la cinematografía misma, el público que acudía a los cines era un tanto infantil. En Los Ángeles, el ya clásico país de los estudios, ocupan los perros un lugar importantísimo entre la grey cinematográfica. Las «perreras»—de algún modo las hemos de llamar—están dotadas de lavabos, salas de espera y «nursery». Claro está que esta especie de actores no deja de ofrecer serios inconvenientes, pues hay algunas razas hermosísimas completamente insensibles a la reproducción cinematográfica—o, lo que es lo mismo, nada fotogénicas—y otras, la mayor parte, que no pueden resistir el resplandor deslumbrante de los proyectores y, en cuanto se intenta someterles a él, se ponen desesperadamente a aullar. Tienen, en cambio, algunas inapreciables ventajas sobre los actores humanos, y en el mundo del cine es ya famosa cierta frase de Fatty: «Estos actores dé cuatro patas son verdaderamente admirables. Siempre saben lo que quiere el «metteur en scéne». Yo, en cambio, al cabo de tres horas de discusión, estoy más desorientado que al empezar». Las razas más buscadas, más fotogénicas, son los perros lobos, los grandes perros de pastor, los de San Bernardo, los pekineses y los bull-dogs. Algunos de estos animales han llegado, según criterio de sus directores y del público mismo, a «crear» su papel. Uno de ellos le costó a Chaplin, más de sesenta mil dólares, pues mientras impresionaba su film «Vida de perro», al llegar al cuarto episodio murió el protagonista—un ayredalterrier soberbio— y no encontrándose otro igual, ni aún parecido, fue preciso recomenzar con un nuevo «actor». Uno de los films más celebrados en los Estados Unidos «La pena del silencio», debió su éxito al famoso perro policía Strougheart, cuya interpretación de su papel dio clara idea de las sensaciones de un perro civilizado, al volver a la vida salvaje, a la plena libertad. (Y no es ello, ciertamente, cosa sencilla de expresar). Y en películas más recientes, ¿quién no recordará, las perrunas interpretaciones de «Siempre audaz», «Por la puerta de servicio», «El diamante negro» y «El pequeño lord de Fauntleroy»?

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Ya no es el público cinéfilo de hoy tan inocente como el que aplaudía a los «Perros contrabandistas» en el modesto barracón—primitivo templo de la cinematografía—, que aun me enternece el recordar. Y, sin embargo, el perro es hoy como entonces elemento de indiscutible éxito para atraer la simpatía y la atención. Es, sin duda alguna, por lo que más de una vez hemos dicho en estos Comentarios: porque su triunfo es el triunfo de lo natural, de lo ingenuo, que es en la pantalla factor primordial, como triunfan fotogénicamente el árbol, y la nieve que cae y el agua que corre... Acaso también porque el agua, la nieve, el árbol y el perro no necesitan violentarse para expresar su emoción sin hablar.

La Vanguardia, sábado 4 de octubre de 1924

Agnes Ayres

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POR LA PUERTA GRANDE No creemos decir nada nuevo al decir que todo desdén es una mutilación. A nuestro juicio humilde, y al de cualquiera que tenga dos dedos de frente, es tan digno de lastima el sabio, erudito bibliómano que entierra su vida de hambre entre papelotes y libracos, que satura sus pobres pulmones del polvo acumulado en las bibliotecas generación tras generación y cierra la boca y entorna los ojos temeroso, molesto—cuando le hacen salir al aire y al sol, como el sportsman que vive sólo en el culto al deporte, desarrollando músculos, fortaleciendo tejidos, sin haber sentido nunca ante un cuadro, ante una canción, ante un libro, no ya emoción estética ni inquietud del espíritu, sino ni aun impulso de curiosidad. Todo esto está de tan sabido, olvidado. Por eso el recordarlo acaso no esté ahora de más. Donde reina más en absoluto el desdén—la mutilación por lo tanto—es en cuestiones de arte. Aun en distintas manifestaciones de un arte mismo, se observan datos tan curiosos como que el paisajista mire por encima del hombro al pintor de retratos, o al revés, que el autor dramático sonría desdeñosamente al hablar del novelista, y a éste, a su vez, le parezca aquí que, de algunos años a esta parte, todos estos menudos desdenes recíprocos han tenido un blanco común: el cinematógrafo. Ante los desdeñosos, que eran, en este caso como en tantos otros, los que no querían pasar por gente sencilla (los dotados de idéntica psicología que los que aplauden, por imitación, a Pirandello, sin saber lo que aplauden) hablar en serio del cine y de sus cultivadores era una herejía. Como era una profanación colgar un blanco lienzo sobre un escenario en que se hubiesen representado obras teatrales. Aunque éstas fueran del astracán más genuino y las imágenes a proyectar en el lienzo respondieran al más puro arte. Que tal es la lógica del desdén. Y la lógica de la cinefobia, muy especialmente. Por ahora todo esto parece haberse acabado. El blanco lienzo en que cabe todo un mundo entra ya en todas partes por la puerta grande. Nos sugiere lo anterior la noticia de que la batalla reñida, entre los cinematografistas franceses y los accionistas del teatro de la Opera de París, está a punto de fallarse en favor de aquéllos. En el primer coliseo da Francia, en el primero de Europa si hemos de juzgar por datos franceses, se proyectarán, pues, películas cinematográficas «siempre que sean de importancia adecuada y requieran gran acompañamiento de orquesta». El hecho no es nuevo en el mundo; en Norte América los grandes teatros acogen por igual el espectáculo teatral y el cinematógrafo. Pero si es nuevo en Europa y más aun en nuestras tierras latinas donde nadie se atreve a mover un dedo sin antes saber si existió precedente. (Y como el precedente del cine en los grandes teatros no podía hallarse por ser el cinematógrafo cosa novísima...) Es, pues, para nosotros nuevo el hecho, e importantísimo, desde el punto de vista de nuestro entusiasmo cinéfilo. Después de la Sorbona, donde se dan actualmente importantes conferencias sobre cinematografía, en ésta otra puerta grande que, de par en par, se nos abre. A nuestra memoria acude el recuerdo de una de tantas protestas de los actores españoles en reciente ocasión en que se negaron a trabajar «por dignidad profesional» en locales en que se hubiese exhibido espectáculo cinematográfico. ¿Qué dirán ahora al ver convertido en cine el teatro por que han pasado todas las celebridades del mundo? Sería de ver que cualquiera de los zarzueleros insignes que figuraron en la protesta aquella llevase su «dignidad» hasta el punto de rechazar por tal motivo, un contrato en la Opera. Pero no hay cuidado. Lo que tal vez ocurra, es que también al pensar en la

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profanación horrible que significaría el que, sentado el precedente de París, se nos ocurriese aquí imitarlo y se colgara la blanca pantalla ante el escenario del Real o ante el de nuestro Liceo. No temblarían las esferas por ello, pese a la dignidad profesional de cantantes y actores dramáticos. Porque en arte, aunque otra cosa crean los desdeñosos adeptos a una u otra «fobia», no hay casilleros en que la producción artística se clasifique por géneros. Hay categorías, eso sí, pero no de géneros, sino de valores... Atendiendo a esto es, a veces, mucho más «arte» un soneto, o un cantar popular que un poema épico en sesenta cantos, una sencilla carta familiar que un novelón kilométrico, un boceto o un apunte del natural que un cuadro de historia, una tonada infantil que una sinfonía, un entremés que un drama en seis actos y en verso. Por ello juzgamos que la dignidad del arte quede más malparada cuando en nuestro primer teatro se cantan, pongo por ñoñez, «La Boheme» o «Sonámbula» que si por el blanco lienzo colgado de su escenario pasaran las magnas escenas de «Los Nibelungos».

La Vanguardia, sábado 11 de octubre de 1924

Forrest Stanley

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EL EMBAJADOR DE LA BUENA VOLUNTAD El título no es de nuestra cosecha. Es el que en los Estados Unidos se ha dado al más grato, al más lindo, al más atractivo y convincente de cuantos embajadores existen o han existido: al pequeño Jackie Coogan. No hemos inventado, pues, nosotros, el título de este embajador chiquitín que, afortunadamente para él y para nosotros, no figura en las listas de ninguna cancillería. Pero nos place dar cuenta de la embajada que lleva a tierras tan lejanas de las suyas a este chiquillo de nueve años popular ya en el mundo entero, a este mocosuelo de la expresión pícara o patética, según el objetivo requiere, a este pequeñín que gana—según sus biógrafos cuentan—los dólares a espuertas y se pega con los otros chicos de su edad por la propiedad de un caballejo de cartón. En verdad—nos complacemos en repetirlo—no podía dársele nombre más adecuado que éste, que se hará popular, como su arte, en dos días, de «embajador de la buena voluntad.» Va a Oriente, comisionado por su país. Y no es sólo «buena voluntad» lo que lleva. Le acompaña, además, un millón de dólares contantes y sonantes reunidos por los norteamericanos para los armenios y que «El Chico» debe repartir personalmente allá. Por mucha que sea la precocidad do Jackie, no es de creer que haya sido a él, a quien se le haya ocurrido la magna y generosa idea. Pero es innegable que habla muy en favor de su país—de ese país joven en cuyo cacareado materialismo queremos ver más ingenuidad, más desmaña de tierra adolescente, que no falta de ideal—el haberle escogido a él, precisamente, como portador del mensaje liberador, gentil y cordial. Porque siempre es gentil el gesto de un niño y la limosna que hace su mano—¡a su vez tan débil, tan necesitada de limosna de amor y de protección!—no lastima ni humilla ¡porque una figura popular, conocida como la de «El Chico» predispone mejor a la plena confianza, a la fraternidad!; y, en fin, porque la mano de un artista es siempre (o si no lo es, debe serlo) una mano pródiga que no escatima, ni repara, ni cuenta lo que da. Es un bello gesto el que, en nombre de los suyos lleva a Oriente «el embajador de la buena voluntad». Y el gesto no puede serlo todo, pero es mucho. Nos cuesta, trabajo pensar que ese dinero con que el pequeño Coogan va a enjugar, tantas lágrimas, estará contenido en la cifra de un cheque, bien guardado, durante el viaje, en la no menos bien guardada cartera de su papá. Nuestra imaginación se obstina en ver a «El Chico» subido en un promontorio y tirando a manos llenas a los chicos y a los grandes armenios, oro, dulces, ropas, juguetes, cofias necesarias y cosas superfluas, todo cuanto una varita mágica movida por la mano generosa, de un niño, artista por añadidura, pudiera, entre risas y bendiciones, lograr. A su paso hacia Oriente Jackie Coogan, «El Chico», se ha detenido una larga semana en París. Y París le ha concedido todos los triunfos; le ha festejado, según los periódicos nos dicen, como a un joven monarca. Verdad es que, como un verdadero monarca se ha presentado; en el hotel Crillon ha ocupado las habitaciones más fastuosas, en las que le acompañaba un verdadero séquito: sus padres, cuatro criados, dos intérpretes y una institutriz. Más no es este lujo el que ha cautivado a los parisienses. Antes al contrario, París, novelesco y sentimental, gusta de los héroes astrosos y amaba ya a «El Chico» en su característica presentación de la pantalla, con los zapatones enormes y rotos, la gorra calada hasta las orejas, los codos asomando por las mangas en jirones, y en el rostro pintada el hambre y la orfandad... Ahora, al verle rodeado de mimos y riquezas, hubiera tenido una desilusión de no evocar con idéntico sentimentalismo a los huerfanitos

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armenios para los que el opulento americanito va a ser algo así como un «Pére Noel» menor de edad. Y he aquí otro de los prodigios de la simpatía, de la gentileza de este embajador de la buena voluntad. París, cuya emulación cinematográfica viene despertando hace tiempo; que ve en los buenos chicos de América los más peligrosos entre sus rivales, que recientemente protestó de los 7.000 francos diarios otorgados a un astro extranjero (Sessue Hayakava) que prohíbe a sus periodistas las interviús con las estrellas de Los Ángeles o de Hollywood, no sólo ha recibido a «El Chico» con los brazos abiertos, sino que lo ha estrechado entre ellos fuertemente, al cerrarlos después. Todo por ser, en todos sentidos, el generoso mensajero de la buena voluntad.

La Vanguardia, sábado 18 de octubre de 1924

Baby Peggy

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DECORADOS Desde mucho antes de que el simpático matrimonio cinéfilo Pickford-Fairbanks emprendiera reciente y fructífero viaje que pudiéramos llamar de «propaganda personal», gracias al cual hemos podido ver a dos astros de cerca, sus nombres eran entre nosotros más que populares. Tiene el cinematógrafo tal poder de divulgación, que nuestro país—un algo retrasado secularmente en ideas y gustos, en modas y modos, y un mucho desorientado, sobre todo, acerca de las gentes que «meten ruido» en el mundo, el eco de cuyos nombres llega a paso de carreta hasta aquí,—se sabe al dedillo los nombres de las más lejanas estrellas peliculescas, sus costumbres, sus vidas, sus milagros, sus cualidades, sus defectos, sus glorias, sus amores, sus penas, sus manías; todo, en fin, cuanto les concierne, y aun, añadido por sus espléndidos biógrafos, mucho que con ellos nada tiene que ver. La figurita grácil y menuda de Mary Pickford, nos era, pues, casi familiar. Y la, ya famosa, risa de Doug, no digamos, así como las cabriolas, saltos, brincos, y demás especialidades del jocoso «mosquetero de América», del risueño «Ladrón de Bagdad». Ahora, con el bien orientado viajecito antedicho, esta bien ganada popularidad ha crecido, crecido ... Los retratos, interviús, declaraciones, etc., etc., de la simpática pareja, se multiplican, nos salen al paso, en cuanto abrimos una revista ilustrada cinematográfica o no, en cuanto hojeamos un periódico cualquiera, de cualquier parte del mundo, hable o no del arte del film. En una de sus últimas conferencias escritas, Douglas Fairbanks que a sus lauros de actor quiere añadir ahora las glorias de director, se declara partidario entusiasta de los grandes decorados, esto es, del film de reconstitución. «Para realizar una película de otras épocas o de otros países, —se dice—es preciso ante todo reconstituir el ambiente de la época o del país. Y estos ambientes requieren grandes decorados, debidos a las manos y al ingenio del hombre, ya que es raro hallarlos a mano en la naturaleza o en las ruinas de tiempos pasados, como esas murallas de Carcasona que ahora van a servir para reconstituir en un film de Francia el famoso sitio de Beauvais. Además, los grandes decorados constituyen una poderosa arma de publicidad. Durante los meses de verano visitaron nuestro estudio —sigue hablando Doug—nueve mil trescientas ochenta y cuatro personas llegadas de todos los puntos de los Estados Unidos, y pertenecientes a todas las profesiones y clases sociales. Los grandes decorados en preparación era lo que más les atraía. Y se iban a sus respectivos pueblos hablando de los decorados que habían visto para tal o cual película, y, al proyectarse ésta allí, era popular ya. Además, los grandes decorados son indispensables. Cuando los cinéfilos del año 2924 quieran dar a sus contemporáneos una visión de nuestro tiempo, no tendrán más remedio que reconstituir nuestros antiestéticos rascacielos de Nueva York.» Sí. Tiene razón el risueño Doug. Sus argumentos son de peso, sobre todo uno de ellos... Claro está que este argumento más «pesado», o sea el que hace referencia a los grandes decorados como arma de propaganda es el que menos nos logra convencer. Que acaso no viviría el cinematógrafo si no descansara sobre los robustos pilares del industrialismo, mas es preciso que no todo sean cimientos, sino que, sobre éstos, se levante ligera, aérea, libre—libre sobre todo—la obra de arte cinematográfico. Es preciso que quien mire a dicha obra de arte, olvide por completo esa su necesidad de apoyarse en algo. Porque, a fuerza de derrochar dinero y esfuerzo en propaganda industrial, decorado industrial, literatura industrial, censura industrial, y demás extremos industriales se corre el peligro de que arte e industria, que juntas se completan y apoyan, se desliguen y caiga, el arte anulado, maltrecho, y quede el industrialismo solo. Que es lo mismo que no quedar nada. Si el Douglas director, realizador y productor de hoy,

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recuerda sus primeras inimitables películas y se ve a sí mismo, en el ayer, luchando sin otra arma que su arte y su simpatía y consiguiendo con ella el triunfo; si compara la magnitud y la eficacia de sus pasos de industrial—productor—con la de sus pasos de artista actor tendrá que convenir con nosotros en la evidencia de lo pobre que es ese argumento que ensalza un factor artístico por ser «poderosa arma de publicidad». La naturalidad en el cinematógrafo lo es, sino todo, casi todo. Y un ejemplo tiene Douglas Fairbanks bien cerca, ¿verdad que Mary Pickford recargada con trajes extraños, vestida con pendeleques de época, colocada en ambientes de Francia, de Inglaterra, o de España—esto es, con personalidad reconstituida;—no nos parece la ingenua, la gentil, la preciosa, la adorable Mary Pickford?

La Vanguardia, sábado 25 de octubre de 1924

Ernest Torrance

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INFLUENCIAS Al publicar los retratos de esos dos estudiantes millonarios que en Chicago han sido condenados a cadena perpetua, más otros treinta años de prisión, por haber asesinado al jovencito Franks, hijo también de millonarios, como los agresores, una revista gráfica de bastante circulación, colocaba, a guisa de epígrafe del retrato en cuestión, estas o parecidas palabras: «Los jóvenes Loet y Leopold que, debido a la influencia de las películas asesinaron a un compañero suyo», etc., etcétera. No queremos creer en la mala fe de quien redactó el rotundo epígrafe. Conocemos de sobra como se hacen esas cosas en las redacciones, como, muchas veces en el último instante, cuando el número va a entrar en máquina, aparece un grabado que nadie sabe lo que es ni de qué trata, y, al pie del cual traza unas rápidas líneas, no siempre el redactor mejor enterado, sino el más decidido... Además la forma rotunda tan escasa de política como de «picardía», en que están escritas esas palabras muestra claramente cómo tan rudo ataque al arte mudo, es más ingenuo que mal intencionado. Cuando se quiere ir derecho a un objeto es cuando se siguen, precisamente, tortuosos caminos. Descartada, pues, la mala fe, sólo nos quedan como explicación, de esa afirmación tan seca como inverosímil estas dos palabras: ingenuidad, ligereza... Y como el hecho y el hombre de mala fe son, dígase lo que se quiera, lo anormal, y además lo antipático—contra lo que nos ponemos en guardia, —y en cambio el hombre y el hecho ligero son lo corriente y además lo agradable, puestos a escoger, nos quedamos con la mala fe - consideramos la ligereza como el más grave peligro... No hablemos del crimen. Y olvidemos, piadosamente, hasta los nombres de los desgraciados que lo cometieron. La circunstancia de aparecer mezcladas en él cuestiones de juego, dejaría desde luego limpia de toda responsabilidad a la blanca pantalla; la de tratarse de jóvenes ilustrados, cultísimos, y de reconocido talento, reduce a la mínima expresión la mal llamada «influencia de las películas», ya que ésta, en tal caso, tiene que estar contrarrestada por otras mil influencias. Pero cumplamos lo prometido. Hagamos punto sobre el caso particular—siempre doloroso—recordando sólo como tema de este «Comentario» el ligero epígrafe del semanario gráfico, aislado, desligado de todo hecho concreto. Lo demás, olvidémoslo. Es verdad que el grafismo del cinematógrafo y la forma en que aparece, por lo tanto, en él el hecho brutal, de manera rotunda y escueta, hace doblemente repugnante en él toda inmoralidad, todo escándalo; pero son, acaso, frecuentes en los asuntos cinematográficos los escándalos y las inmoralidades? De mí sé decir que habiendo asistido en mi infancia al nacimiento del arte cinematográfico (¡Oh, la deliciosa serpentina en colores!) y habiéndole seguido después paso a paso en su desarrollo, apenas he visto—desde luego con el desagrado consiguiente—arriba de media docena de crimines peliculescos. Recuerdo perfectamente, en cambio, el veneno da las novelas por entregas metiéndose cautelosamente por debajo de todas las puertas y yendo a caer en todas las manos. Aún siento herida en lo vivo mi sensibilidad física y estética al evocar aquellas detonantes portadas con degollina general, víctimas inocentes, con los ojos fuera de las órbitas y orla de sangre corriendo a torrentes. Y todavía siento santa indignación al pensar en lo que dentro de las portadas había: robos, incendios, amores ilícitos, hijos naturales, asesinatos, adulterios... Y esto renovado y superado cada semana. Y colándose por debajo de la puerta y yendo a parar a manos y ojos inocentes. Esta literatura era la parodia de la buena literatura al uso en aquella época. El suicidio y el asesinato para los que se buscaban justificaciones, la desesperación y el honor, entre

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otros eran el asunto predilecto de cuantos escribían en aquel tiempo. Recuérdense los dramas de Echegaray y de García Gutiérrez, siempre terroríficos; los del duque de Rivas, Hartzembuch, y otros que concluían invariablemente con una o dos muertes; «El Vértigo» y «Hernán el Lobo», de Núñez de Arce. En cuanto a la pintura dábanle asunto, por regla general las muertes, guerras, revoluciones y fusilamientos... Y así, las malas inclinaciones de la gente educada que entonces las tuviera, podían atribuirse a la influencia de nuestros más grandes artistas, y los delitos de la gente baja que los cometiera podrían achacarse a la influencia de las novelas por entregas y (lo que todavía dura, desgraciadamente) a los periódicos que aún nos meten el corazón en un puño dedicando columnas y más columnas a la «crónica negra». No es esto buscar disculpas por la comparación. Mala es la película folletinesca, ni más ni menos que lo fue el folletín, su antecesor, de triste recuerdo. Pero la influencia que puede tener en la criminalidad no es únicamente patrimonio suyo, y desde luego tiene que ser muy relativa y muy pequeña. De todos modos nuestro más vivo deseo seria ver desaparecer, en absoluto, de la pantalla asuntos de robos y crímenes. Para que así no sólo no tuvieran motivo para clamar la buena justicia y la buena moral, sino que tampoco hubiera «apariencia de motivo» de que se aprovecharan la mala fe y la ligereza.

La Vanguardia, sábado 1 de noviembre de 1924

Virginia Browne Fair

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EVOLUCIÓN

Mostramos desde un principio en nuestra tarea de comentaristas, —cumplida modestamente y sin pretensiones de infalibilidad ¡Dios nos libre de ella!—decidida predilección hacia el arte de los «buenos chicos» cinematográficos de América. Parecíanos, en teoría, que su escasa preparación para las otras artes era su mejor preparación para este nuevo arte, joven como ellos, y que la falta de raigambre tradicional, les era, antes que defecto, ventaja que quitaba a sus producciones cinematográficas el excesivo lastre de pedantería, de literatura, de teatralidad que, en la mayoría de los casos, se siente pesar en la producción de naciones más viejas. (Basta nombrar el caso de Italia, cuna del arte, como prueba de ello). Prácticamente, nuestro entusiasmo por las películas nortemericanas se basaba en una razón contundente y sencilla: eran las que más nos divertían. Nuestra defensa de la cinematografía norteamericana, como toda defensa o ataque que se respete un poco, halló sus contradictores. Desde luego, y en primer lugar, el industrialismo, a quien asusta—y en esto sí que nosotros no tenemos nada que ver—la subida del dólar. Después, ya que, afortunadamente, no son todo cifras en el mundo, hablaron los desinteresados, los sinceros, los convencidos, entusiastas de las otras cinematografías. Y éstos, entre otras razones que no lograron convencernos, ni a medias, adujeron éstas: «Mientras la ingenuidad—primera cualidad que admiramos en las producciones y los artistas de América—brote inconsciente, no buscada, esto es, propiamente ingenua, tendrá todas sus características gratas y bellas, pero... Ni en los pueblos, ni en los hombres ni en las artes es ésta flor que dure ilimitadamente: ¿con qué la sustituirán los americanos cuando, fatalmente la pierdan? Nos convencerá igualmente una ingenuidad artificial, rebuscada, amanerada, de fabricación especial para la pantalla? Y luego: ¿No hay arte ni ciencia—y menos un arte que como este del cinematógrafo está aún en mantillas—que subsiste sin evolución. Mientras las otras naciones productoras se esfuerzan, luchan, intentan, hacen y deshacen, se retuercen en el anhelo de renovación del cubismo y el caligarismo o rebuscan en las fuentes eternas de la leyenda, la historia y la epopeya: ¿va a poder sostenerse Norte América indefinidamente sobre el pedestal que sustentan los buenos chicos en mangas de camisa y las muchachitas de trenza a la espalda, los «cowboys» valientes y las «girls» ingenuas?» Confesamos que nos dieron que pensar estas dos razones. Y que solo nos consoló el pensar que ello era un peligro a largo plazo. Tan aferrados estábamos a nuestra dilección y a nuestro deseo. Y he aquí que la evolución ha llegado. Ante nuestros ojos tenemos las fotografías de una nueva y definitiva producción de Cecil B. de Mille, uno de los magos de la pantalla mundial, uno de los «leaders»—válganos la expresiva palabra sajona— de esta lucha por la supremacía. La producción se llama «Los Diez Mandamientos.» Dejando de lado historia y leyendas propias sólo de un pueblo o de una raza determinados, ha buscado el experto director americano, sólido fundamento a este film en la eterna cantera de la Tradición de Tradiciones, en la Gran Historia que afecta por igual a todos los pueblos. Es como si los libros sagrados se animaran de pronto, y de su espíritu eterno surgiera el milagro de hacer revivir el pasado, con toda su actualidad y con toda su grandeza, a un tiempo. El poderío de Egipto, el esplendor de los Faraones, la Esfinge, el culto hierático del escarabajo sagrado, desplegan su magnificiencia ante nuestros ojos y bajo la planta del poderoso el desgarramiento de las carnes y del espíritu del cautivo: Israel... Son las magnas escenas del Éxodo, en que la Fe transporta al

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pueblo elegido a través del desierto... Son las arenas del desierto mismo, por el sol doradas... (Hay, en esta parte de la película, un suave colorido natural, que contribuye a su grandeza). Son las aguas del Mar Rojo abriéndose (esta vez merced también a un prodigio, a un verdadero milagro... de técnica) para dejar paso al pueblo elegido; cerrándose después sobre sus perseguidores en hirviente avalancha. Es el prodigio de la Ley Sagrada, inmutable, surgiendo ante los ojos de Moisés con letras de fuego. Es... El espíritu eterno de la ley eterna, se nos muestra después en una acción moderna actual, de hondo dramatismo, en la que, a pesar de estar tantos siglos alejada de aquella, se palpitan las mismas virtudes y los mismos vicios, los mismos dolores, las mismas pasiones. Es la Humanidad. Es lo eterno, lo eterno. Una ligazón habilísima hace que lo nuevo—que es para nosotros lo vulgar por ser lo cotidiano—no desmerezca junto al prestigio y la majestad de lo antiguo, que una cosa después de otra, en salto tan rápido, no resulte, bajo ningún aspecto, grotesca. ¿Cómo pudo esto lograrse? Yo no encuentro más que una respuesta: es el Arte, el Arte. Que Arte es el cinematógrafo—digámoslo una vez más, de pasada ¡lo hemos dicho ya tantas! —y en el triunfan indiscutiblemente, pese a los retorcimientos caligáricos y a las protestas del industrialismo, los americanos. Y han de seguir triunfando. La etapa que marca la película de Cecil B. de Mille demuestra cómo han sabido emplear en empresas espiritualmente grandes las grandes posibilidades del cinematógrafo, cómo han querido y han podido evolucionar a tiempo. El peligro de una futura ingenuidad artificial, contrahecha, queda descartado.

La Vanguardia, sábado 8 de noviembre de 1924

LA RISA, FOTOGÉNICA

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LA RISA, FOTOGÉNICA El cinematógrafo es un arte amable... Si llegara nuestra pedantería al extremo de creernos capaces de resolver algo con definiciones, intentaríamos hacer aquí la del arte en general afirmando, de paso, que, sin poseer esta cualidad de «amable», — digno de ser amado, — ningún arte es merecedor de llamarse tal. Pero no tenemos competencia para ello. Y odiamos las definiciones. Y, acaso por miedo de que nos la quiten, encontramos más airoso y más cómodo guardarnos nuestra convicción. En materia de arte, que es quizás en la que se ha dado mayor número de definiciones sin llegar a un acuerdo, aceptamos, rotundamente, la de Benedetto Croce: «El arte es aquello que todos saben lo que es»... sin que ninguno lo sepa explicar. Pero decíamos que el cinematógrafo es un arte amable... No puede menos de serlo, porque la visión, por sí sola, tiene una crudeza que nos heriría en lo vivo si no estuviese suavizada por la susodicha «amabilidad». El gran gesto trágico, el desplante romántico, que en el teatro,—acompañado de palabras retumbantes, sonoras, pronunciadas, según lo requiera el caso, con voz enronquecida o vibrante?—logra convencernos, y lo que es más, conmovernos, en la pantalla nos repugna o nos hace reír. Fue éste el gran error de los italianos, que quisieron aplicar al cinematógrafo los recursos adquiridos durante varios siglos de experiencia teatral, Y siendo distintos los medios de expresión empleados, el resultado, fatalmente, fue distinto también. Ni uno sólo de los tan cacareados recursos dejó de fallar. Ni los retorcimientos bertinescos, ni las miradas errabundas de la Menichelli, ni los amaneramientos de Lyda Borelli, —¡a quien sobre las tablas admiramos tanto!—ni las actitudes heroicas, fieramente trágicas, o empalagosamente «apuestas» de los «partenaires» masculinos, han podido dar a la producción italiana la preponderancia que era de esperar. También a los franceses, dentro de lo admirable de su producción actual y de lo maravilloso del esfuerzo hecho por su cinematografía de la guerra acá, les falta algo, algo... Les falta el saber reír. Porque ahora resulta que es la risa el elemento fotogénico por excelencia. Lo descubrió Douglas, que cifra en ella su mejor caudal, y logró su gran popularidad merced a ella. Después no se ha olvidado la experiencia. La risa es valor cotizable que en los estudios cinematográficos no pasa inadvertido por ningún director. Las estrellas y los astros de Hollywood, de Long Island, de Los Ángeles, espían y cultivan su risa como la planta más preciada, como la más rara flor. Y es rara, en efecto; y delicada además. Todo su valor reside en la espontaneidad; no puede, por tanto, estudiarse ni fingirse. La más modesta actriz de la más humilde farándula conoce los recursos del llanto, desde el más modesto, el del pañuelo aplicado a los ojos, al más perfeccionado en que se deslizan por las mejillas auténticas lágrimas... de parafina. Y saben también que la risa no se aprisiona a voluntad ni a capricho, que no se adquiere ni se logra, que es el mejor don teatral... precisamente porque no tiene nada de teatral. Los nuevos astros de la risa, —no de la risa cómica, desternillada, estridente, ni de la risa cínica y burlona, sino de la risa suave, franca, ingenua, jovial, —son también dos americanos: Edmundo Lowe y Jorge O'Brien. La risa de O'Brien le ha hecho célebre en dos días y ha dado materia a sus biógrafos para hablar, hablar... «Cuando desaparece de los labios, queda en los ojos»—dicen. Y como no hay nada que tenga el poder de reflejo que tiene la risa, el espectador se la lleva reflejada en los labios y en los ojos también. Y en verdad no podría llevarse nada mejor. Venga de nuevo a nosotros la risa, el don que perdimos... Y si es el cinematógrafo el que con sus astros nos la trae, bienvenida sea esa fotogénica risa, y el arte amable del cine sea bienvenido una vez más.

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La Vanguardia, sábado 15 de noviembre de 1924

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PROGRAMA ÚNICO Un buen amigo mío, que es además uno de los principales prestigios con que hoy contamos en cuestiones de cinematografía, hizo en un oportuno artículo la historia del cinematógrafo, desde su invención hasta nuestros días. Y con una precisión admirable, no obstante lo paradójico que pueda parecer el intento de historiar lo que nació ayer, mi amigo dividía en el citado artículo la carrera hecha ya por el arte mudo, en cuatro capítulos. Veamos cuáles son: Primer capítulo o período. —Embrión, balbuceo, primeros «pinitos» que van desde la serpentina en colores, pasando por el señor de la barba de guardarropía y los juegos de manos hasta las hazañas del famoso Max Linder. Segundo período. —Con la realización de «El asesinato del Duque de Guisa», de la casa Pathé, de París, advenimiento de la película artística. Un formidable paso de gigante, merced al cual se divisan ya los anchos horizontes del cine de hoy y se adivinan las magnas posibilidades del cine de mañana. Adaptación de obras literarias, de asuntos históricos y dramáticos a la pantalla. Tercer período. —Coincidiendo con la guerra mundial, decadencia de las producciones europeas y predominio absoluto de las americanas. Algo nuevo, fresco, juvenil, en que se prescinde de los viejos moldes de la literatura para hallar lo que pudiéramos llamar fórmula fotogénica exacta. Descubrimiento del valor de los primeros términos, mayor y justo realce otorgado a la personalidad del intérprete; argumentos, artistas, dirección y realización especialmente, precisamente, absolutamente cinematográficos. Dentro de lo que hasta ahora conocemos, lo definitivo. Cuarto período. —En este preciso instante llegamos a él; empieza por lo tanto ahora. Lo marca el hecho de la proyección de una sola película como programa único del espectáculo cinematográfico, lo que por primera vez se ha hecho entre nosotros con «Los Nibelungos » y ahora con «Los Diez Mandamientos». Es el momento en que empresarios y público otorgan a la producción todo su valor; en que el título de una película con la garantía de los nombres de realizador e intérpretes, es suficiente para atraer el interés de las gentes, para suscitar, por sí sola, el aplauso, la crítica y la discusión. Y como el que una cosa sea discutida es la mejor prueba de su existencia, del arte cinematográfico podemos, pues, decir, ateniéndonos a esta norma, que no ha alcanzado su plena existencia hasta hoy. El público, en los dos casos antes citados, ha respondido largamente con su presencia y su beneplácito al esfuerzo que, para productor, empresario, representa la película de programa único (¿no estaría mejor dicho, al revés, programa de película única?}, pero es que se trataba de producciones de positivo mérito que llegaban a nosotros ya admiradas, criticadas y discutidas, precedidas, por lo tanto de fama mundial. Mas ahora, ante la nueva moda (la gente tiene la debilidad de atribuirlo todo a una moda sin advertir que la moda, que es evolución, suele venir siempre a llenar un vacío, a satisfacer una necesidad), los cinéfilos se preguntan si el nuevo sistema no nos obligará a soportar películas hinchadas, prolongadas excesivamente con el solo objeto de llenar todo el programa, si no quedarán con ésta suprimidas esas deliciosas comedias, de proporciones moderadas y largo optimismo, que nos hacen pasar un rato agradable, y a las que nos es dado asistir, a veces, con sólo hacer una breve escapatoria a nuestra cotidiana labor. Sí; esos son los peligros, y es bueno que antes de caer en ellos hayan sido previamente denunciados a los empresarios y a los productores. Pero es que desde el punto de vista

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del arte y si el industrialismo no manda otra cosa en estas sesiones de película única sólo debieran proyectarse producciones de real valor. Para ellas la ventaja de este sistema, siempre desde el punto de vista artístico, es claro, patente. Nuestra percepción estática, nuestra sensibilidad, nuestros ojos no se ven obligados así a someterse a esa «montaña rusa», de sensaciones con que a veces nos torturan los programas cinematográficos cuando en atención al gusto de todos y con vistas a una lógica nivelación económica nos hacen subir, de la truculencia de un dramón de series a las excelencias de una producción de arte, y de ésta, en descenso rapidísimo, a las payasadas, no siempre oportunas, del vigésimo quinto imitador de Charlot. La impresión recibida por la obra de arte es, en el programa único, más íntima y más duradera. Se logra además así que el público acuda al cinematógrafo, no por pasar el rato, sino atraído por el valor o por la fama de tal o cual producción. Y, ¿no podría ello ser la liberación del industrialismo que todos deseamos? Porque sabido es que esto de que la gente concurra a él «por pasar el rato», trae, inevitablemente aparejada, la decadencia de todo arte espectacular. (Prueba patentísima de ello nos la da actualmente el teatro con su bajo nivel espiritual.) Estas ventajas nos traerá el programa único. Las «malas obras», hinchadas o alargadas excesiva y artificialmente llevarán en el pecado la penitencia, ya que se desprestigiarán a sí mismas con mucha más facilidad y rapidez que ahora que se nos dan junto a las buenas, lo que nos las obliga a tragar. La producción deficiente, como la producción en serie, disminuirá así, cuando no se cuente con ella para confeccionar el antes citado programa nivelador. Y los grandes productores y los grandes artistas, los que pueden y saben hacer grandes cosas, tendrán estímulo para intentarlas, para crearlas y para dárnoslas, cuando sepan que se han de admirar, criticar discutir por sí solas, cuando tengan la certeza de que se les ha de otorgar pleno honor.

La Vanguardia, sábado 22 de noviembre de 1924

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COMO ME LO CONTARON... En Badalona, buen pueblo de pesca, dicho sea sin intención despectiva, antes al contrario, en elogio sincero de la marinera población cercana, habitaba una familia humilde que tenía dos hijos. El mayor se llamaba «Quimet»—pongamos por nombre, pues, a decir verdad, el de este personaje no ha pasado a la historia—y el pequeño «Carles». Y como suele suceder en todos los cuentos para chicos, y también en algunas de las historias más o menos fantásticas que se cuentan al oído los grandes, el mayor de los dos muchachos era un santo y el pequeño un diablillo, aquél un modelo de docilidad, de laboriosidad; éste un prodigio de holganza y de rebeldía. Las honestas satisfacciones que a los padres proporcionaba la invariable sesudez de «Quimet» veíase turbada y perturbada por las continuas locuras de «Carles». El hijo mayor de los honrados pescadores era todo su orgullo; el pequeño no tenía, no podía tener remedio. Es decir, es decir... No sabemos, a ciencia cierta de cual de los dos hijos estaban los honrados pescadores más orgullosos. Porque la fama de la prudencia, de la laboriosidad, del buen sentido y mejor conducta del hijo bueno no pasaba las fronteras de su casa, de su calle a lo sumo. Y en cambio, «Carles»... ¡Ah! De «Carles» se hablaba en todos los pueblos vecinos y su celebridad dícese que había llegado hasta Barcelona. ¡Y es que era mucho «Carles»! Pinturero, ocurrente, con todo se salía, vencía a todos y en todo. Las muchachas más bonitas del pueblo estaban muertecitas por él; si se metía en algún asunto o negocio salía beneficiado invariablemente; en el baile, como en la playa o en la taberna, llevaba la voz cantante sobre los demás. Tenía esa simpatía, ese atractivo del «mala cabeza» a que pocas personas—y menos cuanto más decentes—pueden sustraerse. De todo esto, estaba la honrada familia íntimamente orgullosa aunque a cada nueva fechoría de su benjamín pusiera el grito en el cielo. A este íntimo orgullito familiar respondía sin duda la sonrisa entre satisfecha, enigmática y escéptica con que, cuando vecinos y amigos les azuzaban, diciendo: —«Pero Carlos ¿no trabaja? ¿No se casa? Pero ¿ustedes saben lo que se cuenta de Carlos?, —respondían invariablemente en su buen catalán de la costa: — «¡Carles... ray! ¡Ell sí que ray!», frase intraducible y compleja, de la que ningún catalán dejará de entender el significado. Y tanto y tanto se repitió la frasecita que, olvidando el vulgar, oscuro apellido familiar, las gentes del pueblo, de suyo aficionadas a lo expresivo de los remoquetes, dieron en llamar «Carlos... ray» al muchacho», Y por él se le conoció desde entonces. Y he aquí que el «mala cabeza» de Badalona era un inquieto, como todos los de su condición. Badalona, Cataluña, España, Europa eran chicas para él. El mar le llamaba: al otro lado de él, América, amplia y acogedora para los simpáticos «malas cabezas» de todas las tierras y todas las castas, le tendía los brazos. Un buen día, después de una fechoría gorda, el incorregible «¡Carles... ray!», sin despedirse siquiera de parientes y amigos, cogió el portante y desapareció. Los suyos lloraron primero su ingratitud y después lanzaron un suspiro de alivio, de satisfacción. Y he aquí que ahora llega lo extraordinario del caso. Pasaron los años y en la vecina población marinera se instaló, —a todo lujo, a todo ruido, a todo cartel—un salón cinematográfico. Llegaron a él las películas norteamericanas, predilectas de las muchachas. Y entre los astros favoritos del público, se anunció en carteles de detonante color el popular Charles Ray. La semejanza del nombre y apellido norteamericanos con el nombre y remoquete catalanes no llamaron la atención de nadie. La fama del emigrado «¡Carles... ray!» se había ido esfumando. Pero surgió de pronto su recuerdo vivo, cuando en el blanco lienzo apareció la apuesta figura del célebre astronorteamericano.

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Los padres, los hermanos, los amigos, las antiguas «víctimas» amorosas reconocieron en Charles Ray a «¡Carles... ray!», desde el primer momento. Dicen que desde entonces no se exhibe en Badalona una película de Charles Ray sin que la familia de «¡Carles... ray!» no ocupe, enterita, la primera fila. Porque le amaban tiernamente «a pesar de sus cosas», y, un poco también, porque corre la fama de que el célebre astro es ya millonario, la humilde familia le ha escrito numerosas cartas. No ha contestado a ninguna. Y ello confirma más a la pobre gente en su idea de que Charles Ray es el mismo «¡Carles... ray!» de siempre. Así me lo contaron, sin que yo haya añadido ni punto ni coma. No respondo, en absoluto, absoluto, de la verdad de ello. Pero esa verdad mentira, me hacía tanta gracia que me pareció egoísmo no contarlo desde estas columnas. Porque si es verdad, tiene gracia... y si no lo fuera tendría más todavía. La biografía del astro y de la estrella tiene muchos aspectos. De fijo los biógrafos mundiales de Charles Ray no contaban con ésta.

La Vanguardia, sábado 29 de noviembre de 1924

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ASPIRANTES A ESTRELLAS

En la oscuridad del taller, con las revueltas greñas de la cabellera cortada a la «garçonne», caídas sabré los ojos enrojecidos, cansados, con los deditos ágiles que algún domingo que otro pule y colorea improvisado «polissoir», ahora pinchados, macerados por el continuo roce de la aguja y el no interrumpido contacto con telas fuertes, groseras; adormecido el espíritu en un trabajo monótono, sin otra sociedad masculina que la de los compañeros zafios y envidiosos o la del patrón feo, riguroso y malencarado, sin otra esperanza para cuando aquella tarea se acaba, que la miseria de su casa y el malhumor de su gente, la ingenua aprendiza de sastre labora contenta, asomada a las ventanitas de su imaginación, y viendo por ellas el sol dorado de California, el trabajo bello, bien retribuido, vario cada día, ejecutado a pleno aire libre, los trajes suntuosos o lindos, las joyas, las flores, los salones, el prestigio, la riqueza representada por copiosos montones de dólares, el amor encarnado en el más apuesto, en el más robusto, en el más intrépido, en el más limpio y más guapo de los simpáticos peliculeros norteamericanos. Hundida en la lobreguez de la calle del Bot o del Gato, la chiquilla sueña con ser artista de cine en la Meca cinematográfica, en el Hollywood lejano. ¿Cómo? ¡Ella que sabe! En los sueños no se explica el cómo, ni el dónde, ni el cuando. Además... ¡es tan joven y la vida es tan larga! ¡Quién sabe, quién sabe! Y así la señorita de la clase media, encerrada aún en la ignorancia, en el fastidio y en la mediocridad por las preocupaciones, por los prejuicios rancios de los suyos... Y así la maniquí, y la dependienta de la tienda de lujo, y la manicura y toda la, femenina grey que trabaja entre esplendideces y vive entre miserias. Hollywood, el objetivo, la pantalla, la luminosa vía láctea! ¡Meca de la cinematografía, Meca de los sueños! El oropel teatral, las joyas y sedas de guardarropía no fueron, nunca tan peligrosos, así como el dejo llorón de nuestras actrices españolas, o el enfático tono declamatorio de las artistas francesas, no atormentaron nunca tantas mentes ingenuas, no causaron jamás tantos estragos como causa la pantalla y el objetivo lejanos. Vemos para ello razón poderosa en la gran difusión del cinematógrafo que a todas partes llega y por todas las fortunas se alcanza (hay que convenir en que el teatro que está al alcance de todas las fortunas no tiene, ciertamente, nada de deslumbrador ni atractivo); hallamos, también, causa no menor, en ese mágico prestigio de la lejanía. Los directores norteamericanos, tan artistas en esto de llevar al lienzo asuntos esencialmente cinematográficos, no podían dejar de aprovechar el que les dan las muchachas humildes, oscuras, del mundo entero que, con más o menos probabilidades de realizar sus anhelos, aspiran a estrellas. Es éste además de muy propiamente cinematográfico, un asunto actual, simpático y grato, siempre, naturalmente que no se le tome «en trágico» lo que ya no resultaría a tono con la amable cinefilia. De este modo amable, y con gracia ingenuamente encantadora además, lo han tratado los americanos al realizar la producción «Hollywood» cuyo argumento y fotografías tengo ante mi vista, esparcidas por mi revuelta mesa de trabajo. Es la tragedia—no excesivamente trágica, ya lo hemos advertido—de la cinéfila muchachita humilde a quién en su pueblo han convencido de que si consigue llegar a Hollywood podrá derrochar grandezas con sólo el sueldo de un día. Es el anhelo, es la aspiración... Es, luego, la realización del acercamiento, la vasta Meca cinematográfica vista en realidad, las estrellas y los astros—en esta película salen todos los conocidos, todos los ídolos haciendo papel de comparsas, mientras la protagonista, para mayor verosimilitud, es desconocida—en su vida cotidiana y en su ambiente propio. El argumento, de una gran originalidad, de una

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gran belleza también, es, para nosotros, lo de menos en esta película. «Lo de más», aparte la gracia de la realización y el interés que despiertan las numerosas grandes figuras de la cinematografía que por ella desfilan, es que toda ella es como una sonrisa, no de aliento, ciertamente, pero sí de simpatía, a las sastres de los oscuros talleres, a las costureritas de la vida humilde; a las mediocres señoritas de la clase media, a las manicuras, a las maniquíes, a las dependientas, a todas las candorosas mujercitas, en fin, que con los ojos del ideal puestos en el lejano Hollywood sueñan y suspiran. «No de aliento, ciertamente», he dicho... Porque, por si alguna de esa ilusionadas aspirantes a estrellas me lee, debo honradamente aclarar que la simpática heroína de «Hollywood», pese a su juventud, pese a su belleza, pese a su devoción, pese a su entusiasmo, no vence. Y ahora yo me pregunto si la moraleja que los directores norteamericanos buscaban, es ésta; si se trata, muy graciosa, muy risueña, muy suavemente, de hacer entrar en razón a tantas cabecitas locas. Cuando esa película se exhiba entre nosotros, nuestras soñadoras ¿soñarán menos por eso? ¡Bah! Yo creo que seguirán soñando, si no más, lo mismo... Porque el caudal de ilusión es inagotable. Y creo también que mientras todo sea sueño e ilusión, poco, muy poco perderán con ello. La Vanguardia, sábado 13 de diciembre de 1924 (el 6 de diciembre no hubo comentario)

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INVENCIÓN, INNOVACIÓN, EVOLUCIÓN El día 28 de este mes cumple sus veintinueve años el invento del cinematógrafo. No el invento propiamente, que no hay ninguno que no sea hijo de mil intentos y otros tantos fracasos, pero sí, en su realización plena, su primera prueba ante el público que, realizada por los hermanos Lumière, tuvo efecto en el café de la Paix, de París, el 28 de diciembre de 1895. Esto es lo que rezará la placa conmemorativa que el Ayuntamiento de París va a colocar en dicho café. El «Paramount Magazine», de Norte-América, remonta a un año antes la invención y nos cuenta cómo el 9 de octubre de 1894, el doctor Black, hoy conocido novelista y entonces entusiasta del arte fotográfico, presentó (con fracaso rotundo) a los artistas William Courtenay y Blanca Bayliss en una sesión de «moving stereopticon», en que ya se dio al público una intriga de amor, periodismo y negocios, cuyo argumento iba relatando el propio doctor Black desde detrás de la pantalla y que se titulaba: «Miss Jerry». Este dato, seguramente ignorado durante largo tiempo en Francia, ya que no se le dio, en modo alguno, categoría de acontecimiento y, por lo tanto, no habló de él la prensa, no quita un ápice de su gloria a los hermanos Lumière. Los maliciosos sistemáticos pueden ahorrarse el, para ellos gratísimo trabajo, de escudriñar antecedentes, comprobar fechas y apuntar suspicacias. Porque había llegado su momento, porque flotaba en el aire la chispa del invento brotó en dos lugares, entre sí bien apartados, a la vez. Los antecedentes ,—la vacilante y fecunda chispa originaria;—no son ya ningún secreto. Se remontan a otros treinta años más atrás. En 1864, Ducos du Haron obtenía en la Escuela de Artes y Oficios, de París, la patente de un «aparato destinado a reproducir fotográficamente cualquier escena con todas las transformaciones que experimente durante un tiempo determinado. Diez años más tarde, Jaussen construye un revólver fotográfico «con el que podía tomar sobre una sola placa varias imágenes sucesivas de un solo movimiento». Este aparato se perfecciona merced al esfuerzo de Marey, quien en 1890 logra fotografiar los diversos movimientos del vuelo de los pájaros, utilizando ya la película perforada que, a su vez, era invención de Reynaud. También se atribuyen los inventos de Marey a su colaborador y amigo Demeny. Toda esta primera «chispa» resulta algo confusa y, sin embargo, es sólo de ayer. Es de ayer, sólo de ayer. Y si se tiene en cuenta que todo esto pasaba en el secreto de los laboratorios, que sólo trascendían al público,—a un escasísimo público,—tentativas aisladas y poco felices, y que la pantalla no fue considerada espectáculo artístico hasta muchos años después, no resultará aventurado asegurar que el arte cinematográfico es de hoy. Y he aquí que siendo de hoy, esto es, no habiendo podido aún llegar,—por muy «cinematográfica» que sea la velocidad que le impulse,—a la madurez, a la plenitud, se intenta proceder con él a saltos de cíclope, y, en trayectoria por ningún arte seguida, se intenta llevarle por los peligrosos y excéntricos caminos de la decadencia (o decadentismo, lo que expresa mejor cuanto al arte que de decadente presume, se refiere), antes de haber alcanzado la serena razón. Y para que esto no parezca en exceso vago a las buenas gentes que, como aquel célebre maestro de una obra de Dickens, piden, ante todo, «¡hechos!, ¡hechos!», diremos que consideramos cinematografía decadente o decadentista, a la que alardea de traernos una radical transformación del todo innecesaria en un arte nuevo: a la película de tesis, a la película abstracta (¡...!), al caligarismo y a su falsificación francesa, más detestable aún. Admiramos mucho el malabarismo de las ideas de Pirandello expresadas

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sobre el tablado de la «antigua» farsa, porque son, precisamente, el fruto de esa «antigüedad», pero no imaginamos cómo ni por qué pueden llevarse a la pantalla lo que nos ha sido enunciado ya. Bien es verdad que también se anuncia a Dostoievski en el cine, cuando aún está en el recuerdo de todos el fracaso de «Los hermanos Karamazoff» como obra teatral. Porque el cerebralismo, la abstracción, las ideas, hallan su expresión y su lugar adecuado en el libro: en el teatro, y aún más en el cinematógrafo, son la pasión, el sentimiento, la vida, los que han de palpitar. Nada en la naturaleza ni el espíritu procede a saltos. Nada permanece inmóvil tampoco. Por ello, entre la inmovilidad absoluta y la innovación rotunda, hay un camino seguro, una pendiente suave, que es la evolución. El cinematógrafo no precisa aún de revoluciones; sí de evolución, y cuanto más lenta, más concienzuda sea ésta, mejor. Si el camino es largo, en él irá deslizándose de cuanto le estorba para llegar a la serenidad, a la plenitud, a la madurez. ¿Cómo los que quieren revolucionar la cinematografía sustituyendo, — con bastante inocencia, por cierto, — la naturaleza por los decorados caligáricos más detonantes y absurdos, no ven, por ejemplo, el desacuerdo que existe entre esto, y esos interminables y pretenciosos epígrafes, de que precisamente suele estar pródigamente dotada esa clase de producción? Porque la mayor edad del arte cinematográfico habrá llegado, precisamente, el día en que pueda atenerse sólo a sus propios medios, y para seguir la acción de un film resultan innecesarios los lemas, títulos o epígrafes, como hoy nos lo sería el relato del argumento que, en el año 1897, hacía detrás de la pantalla el precursor, doctor Black.

La Vanguardia, sábado 20 de diciembre de 1924

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ACERCAMIENTO En la América lejana, y en los días, cercanos aún, aunque ya olvidados, del cuarenta y ocho, una caravana de hombres emprendedores, de animosas mujeres, de gentes que sabían mirar de frente a la vida y estaban atacadas por una misma necesidad y un mismo ideal, se reunieron a orillas del Kansas, para emprender la ardua expedición que debía llevar su civilización a las llanuras vírgenes del Oeste salvaje, e hincar su primitivo arado en la tierra acogedora y fértil, que, falta de brazos, era sólo árido desierto. Era aquella la primera magna expedición realizada hasta entonces por gentes de América, y, así en su organización externa, como en la entraña misma de la empresa, tenía todas las características de una gesta heroica, por pacífica aún más admirable y bella. Dos mil millas de penalidades separaban Westport del Oregón y, para salvarlas, no contaban los futuros colonos con otro medio de transporte que las primitivas carretas de bueyes. La distancia, los ríos, el fuego, los elementos, el hambre, el desierto, los hombres, todo se emboscaba en el largo camino contra aquellas gentes animosas. Y las rencillas, y el amor, y el odio... Y la codicia, más tarde, cerca ya de la California dorada. Pero la caravana sigue adelante, adelante, y son más los que llegan que los que desertan. Porque tienen fe y energía, (¿por qué estaréis tan lejos, días del cuarenta y ocho?) porque saben que el oro separa a los hombres y el trabajo los une; que la pala y la piqueta no hicieron nunca la riqueza de un país, y que sí la hace el arado. Esta epopeya del ayer, enlazada con el indispensable y bello idilio romántico, ha servido a los americanos para hacer sobre el terreno, su última importante producción cinematográfica. Sobre el terreno, sin un solo decorado, ni un reflector de estudio. Todo al aire libre. Millas y millas de desierto cruzadas por la caravana. No la reconstrucción seca y fría, desprovista de alma y fiada sólo a los trajes, a los muebles, a las decoraciones, sino el documento vivo, palpitante, de una época gloriosa para América, en que los precursores de una gran nación, que, cara al sol poniente, y seguidos de sus mujeres, chiquillos, animales, carros, arados y enseres se pusieron en camino al grito de «¡Hacia el Oeste!», reviven ante nuestros ojos, en cuerpo y espíritu. Un documento vivo; un documento histórico que la posteridad guardará como algo precioso. «La caravana del Oregón» ¿Gustará en España? Nuestro público, viciado por tanto retorcimiento caligárico, por tanto «psicologismo» trasnochado, por tanta percalina y tanto cartón piedra, y tanta luz de estudio, y tanto truco y tanta intriga, y tanta mujer «vamp» y tanto astro irresistible: ¿aceptará de buen grado, comprenderá, sentirá esta sencillez esta sobriedad, esta reciedumbre, esta grandiosidad que no reside en palacios, ni ambientes ni telas sino en la realidad, en la entraña misma de la idea, de la energía, de la fe, cruzando llanuras, ríos, montes, valles, salvando peligros, allanando montañas. Nosotros creemos que si. Al público, aun al cinematográfico, todavía un poco indisciplinado, un poco caótico, se le calumnia con exceso. La sinceridad, la emoción verdadera le conmueven siempre. Además, en lo que a los hombres de España y los hombres de América respecta, el cinematógrafo ha hecho el positivo milagro (¡loable milagro!) del acercamiento. Uno cualquiera de nuestros rasurados ramblistas ¿no está, en tipo, en traje, y modales, mucho más cerca de un norteamericano que de un francés con bigote y perilla, o de un portugués de mostachos enhiestos? Y hay una relación estrecha entre lo externo y lo interno... Además, además... Hay un precedente para que apreciemos debidamente, para que hondamente nos conmueva cuanto se refiere a la epopeya de América. Así como un día, hablando de cierta película que nos enviaba una nación vecina, titulamos nuestro comentario «La película que no veremos», hoy podríamos titular ésta «La película que

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todos debíamos ver». Porque fueron los exploradores españoles del siglo XVI los primeros que pisaron tierras de California, dejando en ellas huellas imborrables, porque es una verdad que ninguno de nosotros debiera olvidar lo que ha dicho Carlos F. Lummis, célebre historiador norteamericano: «No existirían hoy los Estados Unidos, si no hubiese existido España hace cuatrocientos años».

La Vanguardia, sábado 27 de diciembre de 1924

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LAS POBRECITAS “VAMP” Todo arte conocido, existente, ha de seguir la misma trayectoria que las otras artes siguieron. Así el cinematógrafo, arte de modernidad absoluta, arte recién nacido, arte de última hora no puede apartarse de esta ley general y quiere, a toda prisa, recorrer de un brinco, el camino que sus hermanos mayores, en lento transcurso de siglo tras siglo, tienen hecho ya. Consecuente consigo mismo, con su propia esencia, e1 cine cuenta solo por meses o por semanas las etapas de su breve historia y avanza, avanza, en increíble vertiginosidad. Una breve etapa de infancia, de positivismo, una no menos breve adolescencia de formación, de perfeccionamiento, una primera juventud de borrasca, de rebeldía, de romanticismo... y un primer paso hacia la plenitud, hacia la madurez. Todo esto en dos días. A la máxima velocidad. Más he aquí que esta velocidad es algo excesiva. Para que el fruto, el individuo o el arte maduren es preciso que se detengan el tiempo necesario en cada uno de esos períodos de formación. Sólo a costa de ello obtendrá la plena sazón el sabor lejano y combinado de esas épocas, sin conservar nada de su amargor. Esto es lo que hace que la plenitud del cine no sea completa. Ha sido poco tiempo niño y por ello, más a menudo de lo que quisiéramos, nos sorprende no ya con ingenuidades o infantilismos—estos aun en los ancianos son gratos—sino con tosquedades de ser primitivo o impertinencias de adolescente, que no ha salido de la «edad ingrata» aún. Pero esto sería lo de menos. Todo en la infancia es disculpable, y, hasta en cierto modo, gracioso. Lo más lamentable es que del subsiguiente e inexcusable sarampión romántico no le ha quedado al cine la exaltación idealista, generosa, el gesto desmelenado pero airoso y gentil. Le ha quedado—estos es, escenaristas, realizadores e intérpretes han consentido y fomentado que le quedara—un lastre de cursilería fatal. En este sedimento de cursilería romántica, enteramente fuera de lugar y de tiempo, tiene, sin duda, su origen el tipo cinematográfico de la mujer «vamp». El nombrecito en cuestión, de fijo incluido en el diccionario cinematográfico que actualmente se edita en París, no es sino la abreviatura de la palabra vampiro. Algo horrible, y, si se piensa un poco, repugnante además. Pero... no hay que asustarse. Lo horrible, lo repugnante, es el nombre sólo. Las pobrecitas «vamp» cinematográficas, por trasnochadas, por cursis, por absurdas, sólo hacen reír. Son el equivalente femenino de los Don Álvaro, los Byron o los Manara, sin la grandeza que éstos en su época—porque era la suya—tuvieron. Son las mujeres fatales cuyas caricias, cuyas miradas ocultan mortal ponzoña y que, a falta de las interminables tiradas de versos inflamados y altisonantes con que nos relataban sus cuitas los héroes del romanticismo, se retuercen y desmelenan a nuestros ojos hasta para pedir el desayuno. El retorcimiento es, sobre todo, la característica de su modo de hacer. Psicológicamente y de acuerdo con el nombrecito que se les ha adjudicado aunque no con la lógica, hacen el mal—éste es su oficio—-sólo por el gusto de hacerlo. Cuantos las miran quedan sujetos a su fatal hechizo. Y ellas, «las mujeres vampiros» llevan una lista—como Don Juan Tenorio y Don Luis Mejía—donde anotan los nombres de sus víctimas. Y cuantas más víctimas cuentan, más vampiros son. Valiéndonos de una sobadísima frase hecha, que aquí es oportuna, podríamos decir que no hay derecho a que ese tipo femenino, del todo falso, desagradable y absurdo, subsista aún dentro del arte cinematográfico. Indigna ver cómo un género que ha desacreditado a los italianos encuentra imitadores en la propia Norte América, cómo un estilo que ha anulado y puesto en ridículo a artista de tan positivas facultades como la Bertini ha formado escuela hasta el punto de que en los estudios se soliciten muchachas con condiciones de «vamp».

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No, no. Hay que reaccionar. No existen vampiresas. Y fuera de la realidad sólo puede admitirse lo que es bello. Las «vamp» no lo son. Suelen ir envueltas en trapos negros, de los que sólo sobresale el escote, ser delgadas, retorcidas, de ademanes lentos, ojos profundos como cajas de betún, y seriedad asnal. ¿Conquistas? ¡Bah! ¿Cómo puede hacerlas una mujer que no ríe? Nada, nada. Deben convencerse los empresarios de que las «vamp» son un truco cinematográfico de los más desacreditados, unas pobres señoras que sólo pueden hacernos sonreír desdeñosamente, porque empiezan a adoptar el sistema de los campesinos gallegos, de no asombrarse por nada, no sirven ni siquiera para «asombrar al burgués».

La Vanguardia, sábado 3 de enero de 1925

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EL “MATADOR” EN LA PANTALLA

Parece ser que Cinelandia, tan ampliamente generosa hasta ahora en enviarnos por medio del film sus paisajes, sus costumbres, sus novelas y su historia, sus muchachos despreocupados y sus deliciosas ingenuas piden ahora el intercambio. Ello es justo y ojalá fuera dado a la cinematografía española, poder ofrecer al mundo el regalo de la visión de nuestro cielo, nuestro sol, nuestro suelo, nuestras obras de arte, la belleza y la gracia de nuestras mujeres, nuestros viejos monumentos de piedra o de fantasía (¿Por que no imaginar a un Cecil B. de Mille español «sintiendo» y realizando un recio poema del Cid o unas gloriosas aventuras de Don Quijote? Porque es lo lamentable que esto que con todos sus millones y todo su arte y toda su pericia no podrían «en ningún caso» hacer los demás, nosotros... no podemos hacerlo tampoco.) Por dicha,... o desgracia, no nos piden tanto desde Cinelandia. Según un periódico sudamericano que tenemos delante, lo que más interesa de la vida y costumbres españolas al pueblo de los Estados Unidos, es el toreo. «El picador, el banderillero, el matador apuesto y galante—copiamos palabras del colega de América—son las figuras que mas se han conquistado la admiración de los anglosajones». Por todo ello, sin duda, y encontrando justamente exigua nuestra producción nacional—en la que, por otra parte, no se sabe tocar otro tema—los americanos se hacen servir auténticas corridas de toros españolas... por los franceses, y ahora, gastando en la empresa, según dicen, copiosos montones de dólares, se las van a fabricar ellos mismos. Las realizaciones serán efectuadas en España. Los escenarios los inventará Mr. Paúl Gwyne que es, por lo visto, una autoridad en cosas de España. Y, no contentos ya con la caricatura de astro del toreo que en alguna producción nos ofreció el astro cinematográfico Rodolfo Valentino, se contratará, para la interpretación a Antonio Cañero, el rejoneador y matador hoy de moda (¡...!) en España. Cañero. No «Canero» como por allá le desfiguran el apellido, a pesar del casticismo español de Mr. Paúl Gwynne. Bien es verdad que los vecinos de al lado, los franceses, lo hacen aún más grotesco al apellidarle «Don Cañero». No es un ligero comentario cinematográfico lugar adecuado para atacar ni defender la pretendida fiesta nacional que, por otra parte, no necesita ya de ataques de nadie—y menos nuestros—para languidecer y morir. (Con ello sólo demuestra plenamente que no tiene nada de nacional; menos aún de racial.) Pero hay algo en el asunto que entra de lleno en el terreno de nuestros comentarios y que, llegue o no llegue éste a los cinelándicos entusiastas del matador «apuesto y galante», no podemos callar. Las corridas de toros son el espectáculo menos fotogénico que el peor enemigo del cine podría inventar. La fiera no tiene en la pantalla más importancia que una cucaracha, y la rapidez de movimientos de los hombres que luchan con ella, al ser multiplicada por la velocidad de la cinta, adquiere una vertiginosidad automática que marea y no causa placer. Las positivas bellezas de un día de toros en Andalucía: el sol, la luz, el color no las puede reproducir la máquina toma-vistas. En cuanto al interés que los aficionados encuentran en los toros auténticos desaparece por completo en la reproducción cinematográfica, en la que falta el factor «imprevisto», el posible drama que a un tiempo se teme y atrae, y que a cada momento puede surgir. Cuando las auténticas corridas de toros que el cinematógrafo nos ofrece, van intercaladas en una acción torera escrita ex-profeso para la pantalla—como en la antes aludida cinta de Valentino hemos visto hace poco—y aparecen alternativamente, ya el ruedo y tendido verdaderos, ya el trozo de tendido o ruedo compuestos en el estudio, el «truco» se descubre siempre y es del más lamentable efecto que se puede imaginar. Porque ni la luz es la misma y con ello desmerece la fotografía y pierde unidad la opción. Si es su simpatía lo que los

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americanos quieren demostrarnos al pedirnos que en justo intercambio cinematográfico les mandemos al auténtico matador «apuesto y galante»—Canero o Cañero,—al ídolo del pueblo, al que las mujeres adoran y las multitudes aclaman, y que vaya de nosotros a ellos en representación de nuestras costumbres y de nuestras gentes, de la vida del alma de nuestro país, sentimos más que nada, más que nuestro ridículo, más que nuestro descrédito, su desilusión. Porque nuestra simpatía por los norteamericanos es sincera y viva. Y nuestra admiración en el terreno cinematográfico, en el que les consideramos como indiscutibles triunfadores, todavía mayor. Y—acaso por fortuna—ese tipo de exportación que nos piden no existe en la vida de la España actual. El matador «apuesto y galante» ya no interesa a nadie; pertenece a otro mundo, a otro tiempo y ni las mujeres le adoran ni las multitudes le aclaman: aquéllas inclinan sus preferencias hacia los héroes del deporte o la película; éstas con luchar por la vida tienen ya bastante que hacer. Por ello toda producción a base de toros y torero sea cual sea su argumento. su fotografía, su realización, es incolora e híbrida: no retrata nada, no demuestra nada; enseña, desde el primer metro, la oreja de la bambalina y el truco espiritual. No puede ocultar, sobre todo, la marea de fábrica de la mustia pandereta puramente industrial. Y esto en las que se hacen aquí, con elementos castizos, auténticos. (Es que la primera falsedad está en esos seudocasticismo y autenticidad.) ¿Qué no serían las que, merced a la pluma de Mr. Gwyne y a las piruetas de «Don Canero» nos vinieran de allá? Celebraríamos saber que el talento de Gwyne había cambiado de rumbo. En cuanto a nosotros... Lo mejor que podemos hacer antes de mandar producción española por esos mundos es romper muchos kilómetros de cinta sin salir de casa y aguardar confiados el día en que un Cecil B. de Mille español sea capaz de sentir y realizar un «Cid Campeador», un «Don Quijote» o un «Don Juan».

La Vanguardia, sábado 10 de enero de 1925

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EL APLAUSO EN EL CINE Hasta hace unos años se asistía al cinematógrafo por multitud de causas diversas que tenían, en general, poco que ver con el mérito, absoluto o relativo, de lo proyectado sobre la blanca pantalla. Se concurría al cine por matar el aburrimiento. Por gozar de la calefacción en invierno, y de la frescura de los ventiladores en verano. Para hacer conquistas. Para hablar con la novia. Para huir de la monotonía doméstica... Para «llenar» la tarde del domingo. Para no gastar en una diversión tanto como ya empezaba a costar el teatro. Y a toda esta concurrencia indiferente o indeferentista—peor mil veces que los más furibundos cinéfobos —le tenía altamente sin cuidado que lo proyectado fuese una película de risa o un drama de tesis, que el protagonista se llamara Psilander o Sánchez. Y como cada uno, independientemente de lo que desde la cabina del operador les daban, encontraba en el cine el buscado objeto, no había lugar, en el cine, a protesta ni aplauso. Ahora —afortunadamente para el cinematógrafo—empieza todo a ser distinto. La pantalla tiene ya vida propia. La mayoría de las personas que concurren al cine van por la cinta o las cintas que en él han de proyectarse. Un título, un nombre, atraen al público inteligente con fuerza bastante para hacer que se olvide la potencia de la calefacción o los ventiladores. La producción cinematográfica se alaba y se critica (esto, nunca tanto como se debiera), se discute, se ensalza. El local más concurrido es el que ofrece producciones mejores. Y los espectadores empiezan a gozar del placer de presumir de «entendidos» desmenuzando, no sólo la fábula y su interpretación, sino, también, la realización, la técnica. Los productores saben esto y saben que el momento es crítico. Es la gloria mayor, ¡oh, si!, mucho mayor que hace años, pero también es el fracaso fácil. Y luchan, perfeccionan, realizan, producen y superproducen, que—aunque alguien a quien admiramos mucho haya intentado, jugar irónicamente con el vocablo—esta es la tendencia, el anhelo de la producción actual: superarse... Llega ello a conseguirse a veces; se deja llevar de su admiración y de su emoción, torna a aquella ingenuidad y a aquel entusiasmo que hace que el espíritu de la colectividad sea espíritu siempre niño, y junta las manos... y brota el aplauso. Pero el aplauso en el cine es contenido, refrenado siempre, sin que esto falle una sola vez. En el cinematógrafo no hay «claque»— sea ello dicho en alabanza de la dignidad, del prestigio del cine—que hábil, y mercantilmente, sepa aprovechar ese momentáneo retorno a lo mejor que hay en todos nosotros, y encauzarlo en forma conveniente a sus intereses. Y la multitud parece como si se arrepintieran de cuanto es espontáneo impulso. El aplauso se sofoca en seguida. Resulta «inocente» aplaudir en el cine. ¿Para qué esa exteriorización de nuestro entusiasmo si no ha de llegar a los que lo inspiraron? El entusiasmo es, en cierto modo, de mal tono. Y así el aplauso espontáneo, vibrante, emocionado, en que es el corazón el que impulsa a juntar las manos, resulta además de inocente, incorrecto... «Shocking». Todo ello está muy bien. Enunciado así resulta perfectamente razonable y lógico. Pero cae de su base en cuanto se observa (inspira, este comentario el haberse dado, precisamente, en estos días uno y otro caso) que no rigen para con la protesta esas mismas razones con que se justifica el hecho de que en el cinematógrafo sea sofocado, apenas nace, el aplauso. En el cinematógrafo, actualmente, se protesta mucho, pero mucho más ruidosamente que en el teatro. Los silbidos, los bastonazos y el más que grosero pateo se emplean sin rebozo ni medida, cuando, por cualquier circunstancia, una producción desagrada. La corrección, que tan en cuenta se tiene cuando de aprobar se trata—y que ordenaría, en

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último extremo la imponente «supermanifestación» británica, que consiste en abandonar unánimemente y en silencio el local donde nos dan algo que nos desagrada—brilla por su ausencia. En la obscuridad encubridora de la sala, el señorito mejor vestido y más perfumado, el más «chic», el que en el caso contrario más pronto acude con su discreto siseo a sofocar el incorrecto aplauso, es el que más grosera y violentamente patea, refugiado en el cobarde anónimo de que gozan sus pies bajo la butaca. Cobardía... He aquí un rasgo curioso de la psicología del público cinematográfico. Aquella razonable consideración de que «es inútil la exteriorización de nuestro entusiasmo, pues que no ha de llegar a los que lo inspiraron» que tanto poder tiene para contener el aplauso, para la protesta parece ser, por el contrario, acicate. Aquellos a quienes se ofende y lastima, están lejos, no pueden oír ni ver... En la obscuridad de la sala se silba, se patea, se rebuzna, se vocifera. Es la incorrección, es el mal gusto... Y la cobardía. Esta es la única razón que encontramos al hecho de que en el cinematógrafo se aplauda menos y se proteste más que en el teatro. ¿Interesa a alguien que se aplauda en el cinematógrafo? No, directa y particularmente. De un modo indirecto puede el aplauso ser una manifestación que indique a los empresarios, de modo inequívoco, el gusto del público y sus preferencias. (Esta es, desde luego, la razón que alegan, en el caso contrario, los partidarios de la protesta.) Pero todo aplauso, cuando brota espontáneo, sin ganzúa de «claque»—mercantilismo— es digno de todo respeto, como lo es toda emoción, todo entusiasmo, todo sentimiento. Nosotros somos, desde luego, partidarios de aplauso en el cine, siempre que sea sincero, y sólo nos dejaremos convencer por la innegable razón de la lejanía, cuando ésta deje de favorecer la cobardía de los que caen en el extremo contrario. Y por la muy respetable y admisible de la corrección, cuando veamos que ante una producción mala, inmoral o desagradable, nuestro público se levanta «como un solo hombre» y calladamente, correctamente, deja solo el local, en señal de protesta.

La Vanguardia, sábado 17 de enero de 1925

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LA CARAVANA DEL OREGÓN De asunto tan americano que es una página de las más gloriosas que arrancarse pudiera a la historia de América, esta producción atrae nuestro interés y lo mantiene suspenso, y lo acrece a medida que la acción avanza, con el doble incentivo del arte y de la realidad. Realidad es el espíritu recto y enérgico de aquellos hombres que cruzan miles y miles de millas del árido desierto en primitivas carretas de bueyes para ir a fundar un imperio nuevo que tuviera por fundamento el amor a la tierra y la laboriosidad; realidad es la epopeya de la caravana a la que ningún peligro hace volver atrás. Y arte es la admirable realización con que se consigue darnos justa idea de estas realidades, y la fotografía perfecta—sin un foco de estudio, ni un reflector—y la composición de las bellas escenas, y la justa, sobria y robusta interpretación. Es ésta película en que tiene positivo valor hasta el menor detalle y en que todo—aún la música inspirada en canciones de América, en motivos indios, etc., —contribuye a hacernos sentir una sana y vibrante emoción. «La Caravana del Oregón», no nos ha defraudado, pues, a los que con interés la aguardábamos. Y aunque entre nosotros no es fácil que se proyecte durante cincuenta y nueve semanas como en el Criterion de Nueva York, es de desear que dure en el cartel mucho tiempo, esta «gráfica lección de energía» de un alto valor artístico y moral.

La Vanguardia, sábado 17 de enero de 1925

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EL CINE CÁTEDRA DE ELEGANCIAS Porque es la vida actual dura y exigente y porque los tiempos nuevos lo quieren así, sin que podamos oponernos a ello, las mujeres, nuestras mujeres de hoy, tienen hoy que trabajar recia, ásperamente. No las lleva ya a ello una teoría o un ideal más o menos alto y respetable, sino una innegable necesidad; no se trata ya de reivindicaciones más o menos fantásticas, de pretendidas igualdades reclamadas con mayor o menor estridencia, sino de realidades tan substanciosas y palpables como el pan, el vestido, la casa. Y esto no sólo para ellas, sino para los suyos. Mas no es este lugar adecuado para hacer profesión de fe feminista (que por otra parte resultaría del todo innecesaria, ya que en el momento presente no es la teoría, sino la realidad, la que ordena), ni para averiguar las causas que nos han traído este estado de cosas. Quédese ello para el sociólogo, y que lo defienda quien en tal defensa tenga interés, y que lo arregle quien se encuentre con fuerza y poder suficiente. En busca de un frívolo comentario, nuestra frívola tarea ha de limitarse a apuntar el hecho. El hecho es que, innegablemente, la mujer, con capacidad o sin ella, trabaja, y no por juego, sino por necesidad absoluta, y no entre las blanduras y suavidades de que todo lo femenino se rodeó un día, sino con el mismo rigor que el hombre, o sea, empleando la justa expresión bíblica, con el mismo «sudor de su frente». A los enamorados de la mujer, «mujer», esto les ha hecho poner, acaso con toda razón, el grito en el cielo. Temen que la lucha por la vida haga a la mujer agria y antipática, que el espíritu de la parte más amable de la humanidad se torne árido como un libro de caja. El hecho de que las primeras feministas fuesen feas y usaran lentes y tacones planos, perjudicó no poco a la causa. Y he aquí que ahora, entre las muchas cosas que se piden para contrarrestar la evidente masculinización de la mujer, para que, entre los libros de caja y las facturas, y los recibos, y las pruebas de imprenta, y la cátedra y el laboratorio, no se pierda del todo la belleza, la gracia, la coquetería, el encanto amable, la feminidad, en una palabra, hay quien propone que se cree con carácter oficial y solemne, una cátedra de elegancias. Para mayor elegancia e importancia de la misma, debe instalarse, según los franceses, que han acogido la idea con el entusiasmo racial que por estas cosas sienten, —nada menos que en la Sorbona. Nosotros, entrando de lleno en la frivolidad del asunto, disentimos de ellos. Bien esta que se conceda a la elegancia femenina máxima importancia, y aquí lo de la Sorbona estaría bien, pero nunca máxima seriedad, lo que contribuiría a desprestigiarla. No podríamos imaginar en tal lugar a una catedrática que no llevase, como las desacreditadas y antiestéticas feministas primeras, tacones bajos y gafas de concha. Y allá va nuestro pensar, un poco rotundo: si ha de llevarse a efecto lo de la cátedra de las elegancias, ésta ha de tener su asiento en el cinematógrafo. ¿Quién con más derecho a dictar leyes de elegancia que Gloria Swanson, pongamos por estrella? ¿Qué libro de texto más expresivo que la cinta de celuloide, cuya muda voz llega a todas partes? La misma distancia forzosa entre maestra y discípulas evitaría, a éstas el pecado de envidia y a aquélla el de pedantería. La facultad de difusión del arte cinematográfico, llevaría la exquisita lección hasta el rincón más lejano, más olvidado. Cátedra de elegancias, pero ¿para qué? Si nuestras mujeres, pese al trabajo áspero y a la vida dura, son cada día más bonitas, y más graciosas, y más elegantes... Nuestra ardiente cinefilia nos inclina a creer que en ello tiene no poca parte la, en este punto benéfica, influencia del cinematógrafo. La Vanguardia, sábado 24 de enero de 1925

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CON EL MAYOR GUSTO... En el tiempo que llevamos ejerciendo esta, no siempre amable tarea, que, en nuestra modestia, no nos atrevemos a calificar de crítica cinematográfica, hemos recogido abundante cosecha de enemistades. Y aunque queden compensadlas de tarde en tarde—muy de tarde en tarde—por el elogio, el halago, la felicitación sincera y cordial, no son nuestros hombros tan fuertes que no se sientan abrumados por el peso del rencor de las «estrellas-vampiros», de los toreros y rejoneadores cinematográficos, de los autores de escenarios truculentos y folletinescos, de los productores de películas de series—con sus inevitables «atractivos» de asesinatos, robos y otros desafueros, — de cuantos ejercen la funesta «censura industrial», de cuantos inventan biografías fantásticas con abundancia de divorcios y escándalos, de cuantos prodigan el adjetivo sin medida ni tasa, de los que sueñan con la cinematografía de tesis, de los caligaristas, de los epigrafistas y, sobre y ante todo, de los que intervienen, poco o mucho, en la producción nacional. Porque, aun siendo éstas muchas enemistades para un crítico solo, podrían llevarse con cierta paciencia, y aun con cierto orgullo de no ser tan duros los ataques de ese desconocido enemigo—uno y múltiple—que hemos citado en último lugar. Al ver cómo la serenidad de nuestra mirada ante la pantalla en que se proyectan películas en España filmadas, se ha tachado de poco patriota, hemos puesto toda nuestra benevolencia, toda nuestra buena fe, todo nuestro entusiasmo por las cosas de nuestro país y por las cosas del cinematógrafo, todo nuestro optimismo y nuestro buen deseo, en nuestro mirar. Hemos abierto mucho los ojos de la cara y los del entendimiento para que si algo bueno, algo propio, había, se adentrara al alma por ellos. Hemos mirado con amor, que es el mejor modo de ver... Y si aun así no hemos visto otra cosa que pandereta absurda, mercantil o mal intencionada, trasnochado género chico transportado al cine de mala manera, mezquindad material y artística, dirección inexperta, interpretación lamentable... Un desdichado —y falso—desfile de toreros, majas, gitanas, vampiresas de menor cuantía, y heroínas de novela barata, mal llamada moderna. Hemos visto una bella película de Benavente... realizada en Francia e interpretada por artistas franceses; algunas de Blasco Ibáñez, de asunto europeo, o asunto español—conste que esta diferenciación no es de nuestra cosecha— igualmente unas y otras con vistas al dólar. Nada más. Nuestra conciencia se tranquilizó. Afortunadamente para nosotros, no éramos víctimas de la mezquindad de ninguna fobia. No habíamos visto más porque no había más. No habíamos alabado porque no había nada que alabar. Ahora, afortunadamente, llega a nosotros algo que, con el mayor gusto, vamos a alabar. Es la adaptación cinematográfica de «La Casa de la Troya», de Pérez Lugín. Una fábula amable, toda ingenuidad, toda olor o optimismo y a juventud. Ni majas, ni vampiresas, ni corridas de toros. Claro está que, según algunos, en el extranjero esto ha de causar una decepción. En Cinelandia, en Francia, sobre todo, se dirán cuando esta producción merezca los honores de la exportación: «¿Cómo el simpático protagonista, siendo español, es estudiante de leyes o de medicina en vez de ser torero o contrabandista?» Yo creo, no obstante, que la decepción, si la hay, quedará de sobras compensada con la visión de las auténticas torres de la catedral compostelana, de los suaves paisajes gallegos, que el más exigente artista no podría soñar, de aquellas rías bajas impregnadas de melancólico encanto, de aquellas inmensas masas de verdor... Tan fotogénico y digno de filmarse es el paisaje gallego, que el poeta Antonio Rey Soto, en bienhechora y romántica cruzada, lo llevó a América en unos cuantos miles de metros de película para alivio de las saudades de los gallegos de allá...

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Ahora se nos dará a los que no tenemos saudades pero sí ojos y entendimiento para ver y apreciar, como fondo de unas gratas escenas estudiantiles, de una fábula amable y un idilio sencillo y conmovedor. Todo ello revestido de la indispensable técnica, de la justa interpretación. ¿Qué más hace falta? Para que resulte, a nuestro modo de ver, más simpática, no llega esta producción envuelta en el incienso del reclamo industrial. Y la artista que interpreta el papel de protagonista no es actriz de teatro. No hay, pues, por qué tener contra ella (hablo así recordando otras producciones españolas) ningún género de prevención. Sea todo ello dicho con el mayor gusto y en desagravio de la producción nacional.

La Vanguardia, sábado 31 de enero de 1925

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RECLAMO... Y ALGO MÁS Cierto íntimo amigo y buen compañero nuestro en estas andanzas del reportaje cinematográfico, propúsose, al principio de su actuación, no servir al reclamo—a su juicio una de las peores plagas de la cinematografía— directa ni indirectamente. Con delicadeza de hombre bien educado, pero también con energía de hombre incorruptible, rehusó toda relación con productores, alquiladores y empresarios, declaró el «boicot» a toda publicación sospechosa de servir a los fines de la propaganda, se escondió en el disfraz de un seudónimo algo desconcertante, y, llevando al extremo su ejemplar buena fe, dejó de leer periódicos locales, a fin de no «dejarse influir». Su cátedra del arte fue la misma pantalla, ante la que silenciosamente, reverentemente, aprendió a ver y a conocer. En cuanto a las noticias y datos que necesitaba para su periódico, fue a buscarlos a fuentes limpias de toda sospecha; a las grandes revistas de cinematografía americanas, inglesas y francesas, cuyos inmensos tirajes les permiten vivir sólo del público, sin servir al industrialismo ni a la publicidad. La asistencia a los cinematógrafos, sin pase de favor para ninguno, y la suscripción pagada en dólares oro, al «Classic», al «Picturegoers», al «Shadowland» y a otros periódicos extranjeros igualmente caros, estuvieron a punto de consumir las exiguas ganancias periodísticas de nuestro compañero, el repórter cinematográfico de buena fe. Hasta que un día le dijo un amigo: «¿Por qué das las mismas noticias que los otros con tanto retraso? Todos los periódicos locales las copian unos de otros mucho antes que tú...» En poco estuvo que a nuestro compañero no le diera un sincope. Y la explicación era clara y sencilla. Los departamentos de publicidad de las respectivas empresas enviaban a un tiempo sus notas—las mismas notas—a los periódicos de España y al «Classic» y al «Picturegoer». Y mientras estos se editaban y llegaban a manos de nuestro repórter... Porque para el reclamo cinematográfico todo es aprovechable—desde el escándalo y el divorcio de la estrella, recurso, por gastado, pasado de moda, hasta la caída del caballo, o el crimen del astro. Días pasados se publicó en los periódicos del mundo entero la noticia de que Rodolfo Valentino se dejaba barba. Días después la de que todos los peliculeros del mundo habían elevado hasta él sus súplicas para que desistiera de tal determinación que impondría, de fijo, la moda de los elegantes barbudos. Y ahora resulta que una y otra noticia no eran sino una habilidad de la «réclame». La elegancia, las aficiones, las extravagancias, las rarezas, el amor, el desamor, las bodas, los divorcios, las casualidades, las flaquezas, la vida pública y la privada de cuantos se ofrecen en la pantalla a nuestra admiración, sirven al reclamo de escalones por donde ir siempre subiendo. Tal como nos han enseñado a organizarlo los americanos, el reclamo es un monstruo de cien mil tentáculos que a todas partes alcanza. Y al periodismo, muy especialmente. ¿Quién es ya capaz de distinguir una «noticia-reclamo» de una de las otras? No sólo es difícil, sino que, a la larga, resultaría peligroso para la amenidad del periódico. Porque las noticias «de buena fe» son más sencillas, menos llamativas que las otras las que el reclamo cuida de hacer sugestivas envolviéndolas en cierto artificio en el que, después de todo, siempre hay algo de arte. Más no hay que pedirle al reclamo milagros que no puede hacer. Todos los procedimientos norteamericanos de publicidad no lograrían resucitar la estrella de Francesca Bertini o dar éxito a las películas de los bolcheviques. Es preciso algo más, algo más... El público empieza a cansarse de que se le den las obras juzgadas de antemano y aunque acude, por costumbre, al reclamo, acude con intención... y con cara de juez. Desdeña, a veces, lo que se le ofreció con reclamo de bombo y platillos, y falla

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otras veces méritos que el empresario o «reclamista» no pudo siquiera sospechar. Los divorcios al por mayor y las biografías absurdas también empiezan a hastiarle. Muchos inteligentes no quieren ya saber de «astros» y «estrellas» más que lo que se relaciona con su labor. Todo el reclamo hecho en torno del actor francés Jaque Catelain no ha podido convertirle en «el hombre más guapo del mundo», lo que, después de todo, no deja de ser una inmensa felicidad para él. Determinado programa americano—no citaremos nombres por no caer en el extremo que este artículo quiere censurar—ha logrado un indiscutible e insuperable prestigio, no merced a un descarado y estridente reclamo, sino a l a continuidad de una cuidadísima, primorosa y, por todos estilos, inmejorable labor. Recientemente; por último, una película cómica de Buster Keaton, que ni siquiera había sido anunciada, tuvo la virtud de llenar todos los días el local donde se proyectaba, y cuando pasó a los cines de segundo, de tercero y de cuarto orden, el público elegante de los casinos y de las reuniones «bien» se dio cita en ellos para poderla admirar. ¿Consecuencias? Que algo, y aun mucho, puede el reclamo, pero que no hay que fiarlo todo de él. Que el público empieza a querer desligarse de tanta tutela, de tanto juicio por adelantado, para ser él quien emita el juicio y dé la opinión. Que para ser clasificado como «el hombre más guapo del mundo» han de ser las mujeres del mundo y no el distribuidor de las películas del «astro» quien otorgue la clasificación. En fin, que con el reclamo ha de ir aparejado algo más.

La Vanguardia, sábado 7 de febrero de 1925

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LA SERENIDAD EN LA PANTALLA Parece ser que va a haber, que empieza ya a haber una cinematografía española digna de tal nombre. Ello es justo y naturalísimo. Por nuestros paisajes, por nuestros monumentos, por la belleza de nuestras mujeres y, sobre todo, por nuestro sol y nuestro clima que permiten trabajar al aire libre por lo menos tres cuartas partes del año, España es un país, más que otros, propicio al séptimo arte. Y dicen que ahora, por añadidura, no falta dinero... Y en la escena muda, teniendo maña y vista certera para elegir actores en la vida diaria, puede prescindirse de la tiranía de los actores de la escena hablada... Quedamos, pues, en que ya tenemos cinematografía en España. (Estos días se nos está dando de ello una gentilísima muestra). Y es muy justo que nos felicitemos, que nos enorgullezcamos. Que estemos como niños con zapatos nuevos y aplaudamos y celebremos más que lo ajeno, lo propio. No importa que ello haya llegado algo tarde, que no hay sazón más sabrosa que la del fruto tardío. Como para la buena dicha, nunca es tarde para la obra buena. Y he aquí que ya tenemos cinematografía en España. Ahora que... Después de aplaudir, después de alabar, es éste, precisamente, el momento de crear lo que en cinematografía española no existe: la crítica. Sería peligroso hacer con nuestra naciente producción lo que se hace, por regla general, con las habilidades del niño o de la mujer a los que, por creerlos en cierto modo inferiores, alabamos incondicionalmente y a poquito que hagan, halagando así su vanidad y negándoles con ello el estímulo, el acicate del temor al juicio severo, y con ello, lo imprescindible para realizar cualquier obra, pequeña o grande: la conciencia de la responsabilidad. Para el realizador, para el artista de cine, este estímulo, este acicate es imprescindible, ni más ni menos que para el literato o para el pintor. Así uno y otro, en vez de mirar con hostilidad a la crítica, deben desearla porque la necesitan para subsistir. Y en este caso concreto del cinematógrafo y de la producción española, la crítica es algo aún más importante, porque marca la existencia de algo que hasta ahora no la había atraído, sencillamente porque no existía. Sirvan estas palabras de explicación cordial por si alguna—desde luego bien intencionada, —censura, parece desprenderse de nuestra modesta labor. Si nos preguntaran cual es, a nuestro juicio, el mayor defecto de nuestros actores en el cinematógrafo, contestaríamos inmediatamente, que el que en ellos hallamos es común también a los italianos y, hasta cierto punto, a los franceses; en general, a todo artista meridional. Nos referimos a la excesiva rapidez de los movimientos. Es muy curioso que siendo el cinematógrafo por esencia, movimiento y rapidez («grafía» o escritura del movimiento quiere decir la palabra «cinematógrafo»), resulte en él tan poco grato cuanto se da a la ilusión de nuestros ojos en movimiento rápido. Ya otro día charlamos acerca de lo escasamente fotogénicas que son las corridas de toros; el baile, la danza—nacimiento de toda forma artística, según nuestro gran Maragall, —no ha podido nunca todavía aprisionarse en la pantalla con provecho para nuestra percepción estética; los deportes han hecho que, en bien de los aficionados a los que así sirve la pantalla de escuela, se inventase el «truco» del movimiento retardado, porque de otro modo ofrecían muy escaso interés. Y es curioso que el factor «velocidad» que fue el primer balbuceo del cine—recuérdense las carreras y sustos de las películas cómicas, las persecuciones en tren, automóvil, etc., de las de series, —se haya desterrado de las producciones refinadas como cosa primitiva y vulgar. Así en el gesto. El frecuente y exagerado cambio de actitud de los italianos ha sido una de las principales causas de la decadencia de su producción. Porque a la larga fatiga, ni más ni menos que el torbellino de la acción cinematográfica que tan certeramente señaló

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el crítico teatral José Alsina y en el cual las escenas, los lugares, los paisajes, las situaciones se suceden en tal confusión y con tal rapidez, que el espectador acaba por no saber donde está. Aquella sencillísima e inapreciable máxima del buen estilo literario que nos da Azorín: «una cosa detrás de otra», puede exactamente aplicarse a la buena realización cinematográfica que también es, después de todo, una sucesión de ideas, un relato en acción. Y para la interpretación lo mismo. Las mejores interpretaciones cinematográficas son aquellas que nos dan mayor sensación de serenidad. Acaso, después de ver otras cien películas peores o mejores, olvidemos la fábula legendaria de «Los Nibelungos». Pero aunque viéramos mil, no olvidaríamos jamás el gesto amplio, la risa franca, la serenidad de verdadero semidiós de Pablo Nichter en su interpretación del heroico hijo de Siegmund. En general, además de que el temperamento meridional implica ya vivacidad, movimiento, echamos de menos esa que pudiéramos llamar («serenidad fotogénica» en los actores de países que, como España e Italia, tienen una arraigada tradición teatral. A los artistas acostumbrados a la escena hablada, la necesidad de callar les fuerza a gesticular excesivamente para darse, en silencio, a entender. La falta de la palabra les quita, además, la serenidad ante el aparato de «prise de vues». Y la falta de experiencia, de conciencia del propio valor—que, lógicamente sólo puede adquirirse después de verse uno a sí mismo en una y otra y otra cinta, y en todas bien—es causa de esa característica «prisa» de los aficionados que en las tablas les lleva a recitar su papel de carretilla, y ante el objetivo a ejecutar gestos y actitudes como a destajo y que en uno y otro caso, no es tanta prisa de concluir la propia tortura, como caritativo miedo de fatigar de torturar al espectador. La falta de serenidad no permite, sin duda, al principiante recordar que el mejor remedio contra la fatiga no es la velocidad, sino el arte, y que el modo más contundente de hacerse entender no es gesticular, ni aún hablar mucho, sino «ser y sentir». El artista de cine tiene sobre los otros la ventaja de verse a sí mismo en su labor y de poder, por tanto, mejorar éste en la producción sucesiva. Y también la de que, si lo merece, su obra ha de durar más que él. Vale, pues, en ella la pena de anhelar la posible perfección.

La Vanguardia, sábado 14 de febrero de 1925

Elinor Fair

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SIN RIVALIDADES Nótanse en el favor del público por los espectáculos más o menos artísticos que la actualidad le ofrece, unas alternativas, especie de mareas, de ondear ya violento y furioso, ya apacible, suave, que resultaría curioso registrar a modo de datos para un estudio psicológico... Este estudio, que habría de ser por completo desinteresado, está aún por hacer, pero la taquilla de los locales en que se dan unos y otros espectáculos, no deja de recoger, de modo más fructífero, y con toda minuciosidad el alza y baja de ese favor que tiene para ella literal tracción en redondas cifras. He aquí, por ejemplo, que el público cinéfilo se hace de día en día más inteligente; ya prefiere la calidad a la cantidad y por ello llena los salones en que se le da una sola producción, siempre que ésta sea refinada y bella; ya no exige una continua variación de los programas, a ojos cerrados y por el solo placer de devorar semanalmente un número dado de metros de novedades cinematográficas. Como sucedía antes en el teatro, el favor del público sostiene en los carteles las producciones indefinidamente, o las rechaza desde su mismo estreno. No hay necesidad de citar títulos para que acudan a la memoria de todos, los de las tres, cuatro o cinco películas que en la presente temporada han sido proyectadas durante un mes entero en teatros cuyo público estaba habituado a ver variar el programa por lo menos, un par de veces cada semana. Y ello sin protestas, antes con aplauso de los concurrentes. Y, naturalmente, con beneficio de la taquilla y el libro de Caja. En cambio en el teatro (aquí de la marea de que antes hablábamos) se observa que el público no acude si no se le ofrece variación continua. Las obras no duran apenas en los carteles. Es preciso estrenar hoy y pasado mañana... Ninguna producción teatral perdura en el gusto de quien ha de verla; las obras de hoy no quedan, como las de ayer, «de repertorio». Y el que observa desde fuera estas fluctuaciones y juzga a la ligera o de mala fe, saca la consecuencia de que el cine está matando al teatro. Y no es eso, no es eso. Lo mismo hubiera sido decir hace unos años que la escultura mataba a la pintura, dado que no florecía ningún pintor de la talla de Rodin, por ejemplo. Languidece el teatro y goza el cinematógrafo de vitalidad plena. Ello es un hecho, pero no obedece a rivalidad, porque ambas artes tienen sólo de común lo que toda manifestación artística debe a la fantasía, la eterna cantera. Y los medios de expresión son distintos... o deben de serlo. Los que amamos desinteresadamente al séptimo arte creemos con entera sinceridad que llegará a encontrar su lenguaje propio desligado de cuanto no sea, sencillamente, la fotogenia. Ahora, por ejemplo, el brujo Cecil B. de Mille en unión de Bert Glennon, su primer fotógrafo, ha llegado a dominar la expresión de las emociones por medio de la luz y la sombra. Para cada caracterización, para cada psicología, para cada gradación pasional, una mayor o menor intensidad luminosa, sin violencia en los cambios, de modo que el espectador no advierte la «materialidad» del efecto logrado, pero percibe, no obstante, la riqueza de matices, equivalente, en cierto modo, a la de la voz humana en la escena, o a la del color sobre el lienzo. ¡La luz, y la sombra! Los efectos dramáticos de ésta,—así la muerte de Nita Waldi en «Los Diez Mandamientos»—la intensidad sonora de aquélla puede tomarse como ejemplo la adoración del becerro de oro en la misma película—son tesoro inagotable para un artista tan complejo y tan sutil como Cecil B. de Mille. Y entre uno y otro extremo la escala cromática de la bondad, del amor, de la pasión, de los celos, del odio. ¡La luz y la sombra! El medio de expresión de la fotogenia. ¿Por qué, en tanto que el cine se esfuerza por alcanzar la perfección con sus propios medios, el teatro, ateniéndose a los suyos, no declama, reza, ríe, llora y canta?

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Que el cinematógrafo no imite al teatro. Que no nos obligue a leer interminables diálogos entre el galán, y la dama, cuando el objeto de estos intérpretes debe ser que nosotros, en nuestra mente, les hagamos pronunciar nuestro propio diálogo, el que nosotros, en su caso particular, hubiéramos pronunciado... Que no nos dé efectos teatrales, ni decorados de cartón o trapo. Que no se alabe del primor estilístico de sus epígrafes, ni los adorne con filosofía más o menos barata. Pues es mudo, que no pida prestada su voz a los demás: que calle, que calle, mientras en el teatro, buscando llegar a nuestro corazón se prescinde de «trucos» y «peliculerías» y se habla se declama, se llora, se ríe y se canta. Porque a nuestro corazón pueden los dos, teatro y cine, llegar por sus propios caminos. Sin rivalidades...

La Vanguardia, sábado 21 de febrero de 1925

William Dunkan

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LA MUJER MÁS BONITA DEL MUNDO

El pasado miércoles, y en el salón Kursaal, galantemente cedido por la empresa, se proyectó en sesión de prueba esta atractiva producción. De asunto muy sentimental dentro de la moralidad más elevada pues es una exaltación de la belleza espiritual sobre la física, tiene esta producción una dirección acertada, un desarrollo agradable y una fotografía que se acerca a la perfección. Pueden admirarse en ella unas interesantes escenas del Vesubio en erupción.

¿CORAZÓN PERVERSO...? El jueves en el salón Cataluña se proyectó esta cinta, en sesión de prueba para los señores empresarios y prensa. Es producción que acusa la mano de un director hábil, con lo que se logra que no decaiga el interés del argumento, que acaso peca de folletinesco en extremo. Desde luego, da ocasión a Belty Blythe para mostrársenos lindísima y ostentando una refinada elegancia. Las fotografías de Montecarlo son también dignas de alabarse.

La Vanguardia, sábado 21 de febrero de 1925

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LO FANTÁSTICO EN LA PANTALLA Puntualicemos, ante todo, que lo fantástico no es aquí lo absurdo, ni siquiera lo inverosímil, ya que en la vida cotidiana y vulgar, en el mundo de los negocios y en el de los libros, tropezamos a cada momento con cosas inverosímiles y absurdas sin que para nada la fantasía—la sublime loca de la casa,—intervenga en ellas. Precisamente porque es libre y loca, la fantasía no puede ni quiere encerrarse en los límites de una definición; su riqueza es tanta que no se ha detenido jamás a contar sus caudales... Intentar definirla sería, limitándola, empobrecerla, ridiculizarla. Rica es, pues, la fantasía, y como casi todos los ricos, avara. No teme que le roben, sus tesoros, pues son inagotables, más si que, al ser del dominio de todos, con el roce de todos, se manchen. Por ello no se mueve a súplicas ni a requerimientos ni, aun menos, a ofertas, y, certera en su elección sólo se entrega plenamente, pródiga, a los mejores: a los niños y a los poetas. Lo fantástico es la realidad de la vida de los niños; para los poetas es lo mejor de la vida, que ellos en suprema generosidad, transmiten a los demás, en vida y en muerte. Niños o soñadores, cuando hablamos de «lo fantástico» evocamos la imagen risueña de las hadas resplandecientes de belleza, de la varita de virtudes, capaz de otorgarnos cuanto ambicionamos, de palacios cuyas torres tocan al cielo, cuyos cimientos descansan en las mismas entrañas de la tierra. Enanos diminutos y gigantes enormes son nuestros amigos; conversamos con los pájaros del bosque y nos dejamos acariciar por las fieras de la selva. Ni el mar, ni la tierra, ni el aire tienen para nosotros secretos; todo es nuestro; nada está limitado por la razón, por el tiempo ni por la distancia. Lo imposible no existe... Sin que todo esto sea lógico ni verosímil, lo rodea un halo de belleza de que lo simplemente absurdo o inverosímil carece. Más... Niños o soñadores, cuando hemos querido materializar lo fantástico, verlo, palparlo, hemos visto de tal modo ridiculizado nuestro anhelo que nos ha faltado poco para echarnos a llorar. Oh, las tristes comedias de magia, en que toda nuestra buena voluntad infantil no lograba que nos pasaran inadvertidas las hadas con caras de característica, las regias galas... de guardarropía, las apoteosis de cartón y percalina y las súbitas desapariciones de genios, gnomos y fantasmas por el primitivo medio del escotillón. Lo fantástico no pudo avanzar nunca un paso desde la fantasía hacia la apariencia visible o palpable de realidad. Con el cinematógrafo se ha dado largamente ese paso. Yo creo que es, precisamente éste, uno de los principales objetivos artísticos del cinematógrafo: la realización de lo imposible, la narración gráfica de lo maravilloso, sin trucos aparentes, sin percalina ni cartón ni escotillones de guardarropía, antes con aquella sencillez con que en nuestra fantasía lo concebimos hasta el punto de hacerlo «nuestra realidad». Los primeros cinematografistas, los precursores de hace veinte años, vieron ya estas posibilidades maravillosas del cine, e hicieron sus tentativas en las que, a falta de habilidad y experiencia, pusieron su mejor voluntad. Según los historiadores del cine (¡...!) nos cuenta, viéronse ya en aquella época y debidos al esfuerzo de Meliés y Zecca (dos de aquellos infinitos héroes modestos, hoy del todo ignorados, que preparaban a Griffith y a De Mille, el camino glorioso) un grotesco viaje a la luna, y una no menos extravagante excursión en auto sobre el anillo de Saturno; bien es verdad que aquello excitaba la curiosidad de las gentes, pero no lograba dar la sensación de belleza, que en todo arte se debe buscar. Pero en veinte años el cinematógrafo ha corrido como si llevara puestas las «fantásticas» botas de cien leguas. Acabamos de ver—sin que, no ya los chicos, sino, ni los grandes, soñadores o escépticos, hayan sentido la repugnancia y el dolor que les

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causaban las tristes comedias de magia—acabamos de ver abrirse las aguas del Mar Rojo en amplio camino para que el pueblo escogido pasara, y cerrarse en hirviente catarata sobre los egipcios, en «Los Diez Mandamientos»; hemos visto a Douglas Fairbanks, volar en su caballo alado hacia la Ciudadela de la Luna y hacer surgir un ejército innumerable de los puñados de polvo riel cofrecillo mágico en «El Ladrón de Bagdad»; hemos admirado a Sigfrido, el más atractivo de los héroes escandinavos, luchando con el Dragón espantable, haciéndose invisible al ponerse la caperuza de Alberico, sosteniendo la lanza del rey Gunther con su brazo, visible sólo como algo espectral... Esto es la realización visible de lo más fantástico que, niños o poetas, hayamos soñado, y ¡quién sabe lo que todavía nos queda por ver! Lo que aún no hemos visto ni veremos, de fijo, en mucho tiempo, es esa deliciosa fantasía de James Barrie que se acaba de estrenar con colosal éxito en nueva York: «Peter Pan» «el muchacho que no quiso crecer», ha entrado ya dentro de su carácter «fantástico», en la categoría de obra de la literatura universal. En España no la conocemos aún. Eso se pierden los niños de España... y los grandes también. Aguardemos a que el cine nos la traiga, ya que los editores la desdeñan, por sobrado «fantástica» seguramente. Y regocijémonos de que «la loca de la casa» nuestro bien mejor, encuentre en el arte nuevo un aliado de tanto poder.

La Vanguardia, sábado 28 de febrero de 1925

Mary Philbin

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LOS DEL LIENZO La «Commedia dell'Arte» italiana fijó los caracteres eternos de la humanidad, en la media docena de fantoches de sus inmortales farsas. Menos limitada que hoy la inventiva del intérprete, expresaba éste muchas veces sobre el tablado sus propias ideas con sus propias palabras, y ello, no sólo le estaba permitido, sino que le era alabado, siempre que se mantuviese dentro de la idiosincrasia atribuida universalmente al personaje por él representado. Así, Colombina era invariablemente alegre, coqueta, voluble; Pierrot soñador y plañidero, Arlequín traicionero, Polichinela grotesco y celoso, Pantalón ridículo, pronto a recibir todas las bofetadas y a dejarse, en toda ocasión, engañar. Y esta primitiva concepción del teatro y sus personajes, representativos de la farsa humana, ha sido después desoída, eliminada del todo. Aún hoy la dama y el galán—y hasta en otro orden el tenor, la tiple y el bajo—de nuestro teatro moderno, conservan características invariables sin las que les desconoceríamos, y que son la herencia de Colombina y Pierrot. Pero en los personajes del lienzo—con tener éste horizonte mucho más anchos que el viejo tablado—es donde se nota esto mejor. Abridles paso, que van a desfilar: LA PROTAGONISTA. —No tiene nunca más de veinte años. Es rubia, invariablemente. No pesa más de cincuenta y cinco kilos. Está enamorada o se va a enamorar del galán. Es ingenua, se mueve mucho y dice siempre—aunque no la oímos, los epígrafes procurando ponernos al corriente de ello, —todo cuanto se le ocurre. Si es rica—aunque la cuantía de la fortuna de la protagonista varía según el argumento requiere, lo más frecuente es que sea rica y mimada,—incurre en mil extravagancias, hace andar a todo bicho viviente de cabeza y sólo se calma y baja, ruborosa, los ojos... y la voz, cuando llama a su puerta el amor. Si es pobre, trabaja para ayudar a los suyos y sueña con trajes de Paquín y con un príncipe encantado que suele llegar en forma de director de la fábrica o jefe de la casa comercial en que «ella» presta sus servicios. Pobre o rica, monta a caballo, guía un automóvil en cuanto la ocasión se tercia, y, sobre todo, nada como un pez y lo demuestra dándose un remojón de la mejor gana y a la menor oportunidad. EL GALÁN. —Nótase en este personaje una notable evolución. ¿Es qué hay actualmente crisis de galanes? Porque de Wallace Reid a Jaque Catelain hay una ancha laguna en que desaparece casi por completo el galán según la antigua concepción que teníamos de él. Porque este galán de hoy, este protagonista cinematográfico que enamora sobre el lienzo a una damita y frente al lienzo a tres mil, ya no tiene veinte años, sino de treinta y cinco a cuarenta—el blanquear de las sienes así lo delata, —ya no prueba su amor pronunciando empalagosas palabras al oído de la amada, sino luchando a puñetazo limpio por ella, ya no se presta, sumiso, a sus arbitrarios caprichos, sino que impone, enérgico, su voluntad. Físicamente, es alto, ancho, de miembros de acero y mirada dominadora (en el fondo un buen chico, ingenuo también). Además, de los puñetazos antes mencionados, que forman parte de su educación de boxeador, cuenta entre sus habilidades la de montar un caballo en pelo, guiar toda clase de motocicletas, automóviles, etc., etc.; salvar con ellos obstáculos, despeñarse estéticamente y sin daño notable, más que para el traidor, conducir aeroplanos, y declarase a la protagonista con la oportunidad debida para que la película desarrolle sus tres mil metros y no deje, al final, descontento al espectador. LA «VAMP». —Es a veces la protagonista, pero ello es en virtud de una intolerable usurpación. El papel que en el lienzo le corresponde es el de enemiga o rival de la protagonista. No es ya niña, tiene negros los cabellos y los ojos— correspóndele doble cantidad de «rimmel» que a la ingenua, —es alta y delgada, tiene movimientos

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felinos—esta es una de sus características más precisas—y luce trajes de escamas de oro y plata, muy envolventes y escotados y con larga cola. (La cola y las escamas deben ser atributos que en su calidad de «sirena» se otorgan a la «vamp».) No se ríe nunca, se retuerce inverosímilmente hasta para dar los buenos días, mira con malos ojos a la protagonista, y trata, por todos los medios, de hacer suyo al galán. EL TRAIDOR. —El traidor, no hay casi para qué decirlo, es una mala persona. Como personaje del lienzo tiene poca originalidad, pues ha conservado buena parte de la psicología de su antecesor teatral. Y, sin embargo, debemos todos los cinéfilos una gran gratitud al traidor. Ricardo Cortés, el nuevo astro mejicano que con Rodolfo Valentino y Ramón Novarro representa en la pantalla norteamericana el triunfo de la latinidad, ha hecho notar que los traidores son más necesarios en las películas que los galanes, pues una vez presentado el héroe, todo el mundo sabe que su misión es conquistar a la protagonista y la acción no empieza a ser interesante hasta que aparece el traidor. Este es, en muchas ocasiones, chino. Y lleva bigote en toda ocasión.

La Vanguardia, sábado 7 de marzo de 1925

Paulina Starke

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LA CASA DE LA TROYA Con un éxito que, la verdad sea dicha, no esperábamos, precisamente por tratarse de producción nuestra, se estrenó la simpática «Estudiantina» en el Coliseum. Sin vacilaciones puede declararse que es ésta la primera producción española que merece tomarse en consideración. El brujo paisaje de Galicia, que es, para nuestro modo de ver, el principal protagonista, ha sido cuidadosamente realizado y la fotografía queda a gran altura durante toda la proyección. Se trasluce en todo momento una inteligente dirección, lo mismo en la selección de los lugares y paisajes, que en la composición de escenas y conjuntos, que no dejan que decaiga el interés. En la interpretación, no tan excelente como la fotografía, se destaca una «Carmina» que une a su belleza una gran sobriedad y en quien, afortunadamente para ella y para nosotros, no hay que censurar ningún resabio teatral. Creemos que esto puede ser un principio de cinematografía española, alejada de los convencionalismos de la «pandereta». El público debió comprenderlo también así, porque le hizo pleno honor.

EL ISLOTE DE LAS PERLAS Invitados por la casa Vilaseca y Ledesma asistimos a la prueba d« esta producción americana. Aunque el asunto es de los llamados eminentemente cinematográficos, la acción, rebosante, se desliza de un modo bastante nuevo, que no llega a cansar. Pero lo verdaderamente interesante de esta producción son las fotografías del fondo del mar, realizadas por medio del aparato de los hermanos Williamson, y las escenas coloreadas por el sistema del «technicolor» (el mismo que se empleó para las escenas bíblicas de «Los diez mandamientos»). «El islote de las perlas», aunque de argumento peca de excesivamente folletinesco, es, pues, un buen film, así por la técnica, como por la interpretación.

La Vanguardia, sábado 7 de marzo de 1925

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LA BELLEZA DEL ASTRO Entre otros varios, nos ha traído el cinematógrafo un nuevo valor al traernos la exaltación de la belleza masculina. De los griegos acá no se había concedido jamás tal importancia a la perfección física del hombre. Hasta nuestros días el hombre en quien se fijaban la atención y las miradas; el poeta, el inventor, el tribuno, era feo, generalmente (casos como el de Goethe o Lord Byron, dábanse poquísimas veces) y no dejaban por ello de arrastrar corte de entusiastas y de recoger a su paso homenajes y devociones. El actor de teatro, que en su labor artística tiene un contacto más directo con el público, que cultiva un arte puramente espectacular, que en la mayoría de los casos no deja de llevar adherida a su oronda persona la ideal cola de pavo real de que habla con frecuencia un amigo mío, no necesitó nunca ser un Apolo para despertar admiraciones y aún para trastornar femeninas cabecitas, con sus recitados patéticos y su majestuoso ademán. Si un día, que nosotros no recordamos, tuvo la belleza en el hombre un positivo valor, ha ido después degenerando tanto, tanto, tanto, que el dicho aquel de que «el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso», llegó a ser en la materia, artículo de fe. Ahora el cine, en lo que respecta a sus astros, ha cambiado por completo esto. Parece ser que el productor que encontrase verdaderamente al hombre más guapo del mundo, no necesitaría más. Son varios ya, y de diversas nacionalidades, los artistas que se disputan el cetro de la masculina belleza. Las encuestas y concursos de los periódicos para averiguar a quien corresponde, a juicio del público, dicho cetro, menudean cada día más. Una revista barcelonesa recordaba días pasados, muy oportunamente, los éxitos de Psilander, el famoso actor de la Nordisk, a quien bien pudiera llamarse el precursor de los astros de hoy. Pero Psilander, aún poseyendo rara perfección física, era, al parecer, más admirado que por ella, por su talento del actor aun no superado. El primer galán cinematográfico que cifró por lo menos la mitad de su éxito en sus atractivos personales, que, de haber tenido las viruelas o sufrido cualquier percance que le desfigurara, hubiese perdido todas las contratas fue Wallace Leid. Le ha seguido legión de astros de mayor o menor magnitud entre los que hoy culminan no en el arte, sino en el levantar hasta los cuernos de la misma luna, la parte de belleza varonil que les ha tocado en suerte a tres astros latinos: Rodolfo Valentino, Ramón Navarro y Jaque Catelain. Porque lo más curioso del caso es que no se trata de la exaltación de la belleza en general, sino de la belleza masculina, en particular. Acaso por la mucha abundancia de ellas como la película Hollywood nos mostraba, no se da hoy excesiva importancia a las mujeres hermosas. Los adjetivos que hacen referencia a la belleza se han casi suprimido, en carteles y periódicos al tratar de las artistas femeninas de la pantalla. Y así vemos la anomalía de que mientras a preciosidades como Gloria Swanson, Mary Pickford o Constanza Talmadge se las denomina «la actriz de todas las elegancias», «la deliciosa ingenua» y «la inteligente», o «la traviesa», o «la sentimental», se llame con todo descaro a los galanes «el hombre más guapo del mundo» y «el rey de la hermosura varonil». Seamos indulgentes con los astros. No tienen ellos toda la culpa del absurdo reclamo que se les hace y que, la mayoría de las veces, o les pone en ridículo, o es contraproducente. (Es un dato importante, sin embargo, la observación de que, en esto como en todo, hay categorías, y que un Kerrigan, un Tomás Mehigan o un Tom Moore, no necesitan ni permiten esos reclamos más propios de una cupletista que de un primer actor de positivo mérito.) El peso de este pecado, como el de tantos otros, debe cargar, en buena parte, sobre la conciencia del industrialismo. Además de que, como pecado,

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este de la exaltación de la belleza masculina es también relativo. La belleza, aun en el oso, tiene un valor, un positivo valor. Valor que no puede por menos de multiplicarse en el cinematógrafo cuyo primer factor es la visualidad. Lo lamentable es la exageración, la inversión de términos, el empleo desbordante del adjetivo inadecuado, pretencioso, estridente. La virtud está aquí en el término medio, tan alejado en este caso del viejo refrán de «el hombre y el oso...» como de los modernos títulos masculinos de «el hombre mas guapo del mundo» y «el rey de la hermosura varonil.»

La Vanguardia, sábado 14 de marzo de 1925

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LA LECCIÓN DE UN ÉXITO El buen éxito—éxito de cordialidad y simpatía, ante todo; el mejor de los éxitos—logrado por «La casa de la Troya», ha hecho surgir de no sabemos qué olvidados rincones, a toda la vieja y justamente desdeñada producción nacional, y apresurado el lanzamiento al mercado, y con él la proyección en el lienzo, en numerosos lienzos, de las películas españolas en preparación. Ello no nos parece ni de buena ley, ni prudente, ni conveniente siquiera para la naciente producción. Que no es conveniente para quien se halla en los comienzos y ha de atender, antes que a nada, a acreditarse, posponer la calidad a la cantidad. Ni prudente, mostrar falta de capacidad y exceso de mercantilismo tan a las claras. Ni leal, que ese mercantilismo aproveche el triunfo ajeno en beneficio propio. Oportuna e incondicionalmente alabamos el esfuerzo realizado en «La casa de la Troya» por nuestra cinematografía. Hasta creemos haber llegado a decir que la película de Lugín «marcaba una época». Por si alguien no hubiese entendido bien nuestras palabras entonces, las aclararemos ahora, un poco tarde acaso. «La casa de la Troya» no podía marcar entre nosotros, como «Los diez mandamientos» en América, la época de la plenitud, pero sí algo mejor y más fecundo: la época de la iniciación. Era la primera película española digna de tomarse en cuenta. Y no se encierra una censura en estas palabras. Alguna vez hay que empezar y, en estas cuestiones, no lleva gran desventaja el que llega más tarde. Tiene, por lo menos, el adelanto de la experiencia que los demás cosecharon. Sería, pues, lo de menos que España llegase a la cinematografía con cierto retraso, ni que el paso fuese lento, si con él se adentraba en camino seguro. Poco importarían tampoco los errores materiales, errores de técnica, que debe y puede subsanar, fatalmente, el tiempo. Lo doloroso, lo lamentable, lo casi vergonzoso, es el error de orientación, de intención, de espíritu. Y en esto ha sido particularmente desdichada España. No ya las películas confeccionadas en nuestro país, sino también las que en el extranjero se realizaban con lo que pudiéramos llamar «motivos españoles», han carecido, entre otras cosas esencialísimas, de buena intención. Los autores españoles que fuera de aquí han buscado terreno propicio para sus aspiraciones al reclamo, casi mundial que da la pantalla, no han sido más afortunados. Ni «La sin ventura», ni «El jefe político», son peliculables. A tan excelentes artistas como son Rodolfo Valentino y Nita Naldi, tenemos que guardarles aún el rencor de su interpretación de «Sangre y Arena» en que personificaban, despectivamente, a un torero de opereta y a una vamp española. En justicia debemos hacer una excepción a favor de don Jacinto Benavente, cuya película «Para toda la vida» tenía, entre nosotros, dos grandes e indiscutibles valores: la belleza de las artistas francesas y la presentación de auténticos y bien escogidos paisajes de la verdadera España. Ahora parece que el ilustre dramaturgo abandona este excelente camino por el del anodino gran mundo cosmopolita, los exteriores castizos por los interiores cubistas, la trama sencilla y humana por el enredo aparatoso en que juegan principales papeles el amor, la muerte y el misterio. Así al menos se nos muestra en su última producción cinematográfica «Más allá de la muerte». Por todo esto, precisamente, era nuestro deber alabar incondicionalmente «La casa de la Troya.». No hallamos en ella todo lo que hubiéramos querido hallar, pero ni buena parte de ello.; Ni vimos toreros, ni majas, ni chulos como en España— ¡cuánto lo sentiría Teófilo Gautier si volviera!—no los vemos tampoco. Vimos, en cambio, maravillosos paisajes nuestros, una trama simpática, juvenil y sencilla, una realización e interpretación bien intencionadas (El público debió ver también todo esto, pues concedió ampliamente su favor y su aplauso). Claro está que nosotros hubiésemos

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preferido una farsa estrictamente cinematográfica, desligada del terreno de la novela, y unos intérpretes no viciados por el amaneramiento teatral; pero... esto fuera pedir imposibles. Esto ha de traerlo consigo la existencia de un ambiente cinematográfico, que no es obra de un día. Ya llegará. ¿Llegará? Llegará si se sabe aprovechar la lección del éxito para algo más noble que para fines de lucro inmediato. A la sombra del éxito de «La casa de la Troya», producción española a base de paisajes bellos y buena intención, serán, acaso, aceptadas por los empresarios, pero no perdurarán en los carteles «Alma de Dios», «Pedrucho», «El pobre Valbuena», producciones españolas a base de sensiblería trasnochada, de pandereta descolorida, o de grosería agravada por la carencia de palabras, todo ello sin visualidad, ni interés. La lección del éxito es que el público no rechaza la producción nacional sino por mala. Que aprecia y agradece la buena intención como valor positivo... porque imagina que detrás de la buena intención llegará algo más. El público, que ha hecho pleno honor al esfuerzo realizado para darle «La casa de la Troya», volverá a aplaudir cuando advierta una superación; pero se llamará más que nunca a engaño, ante la vulgaridad y la mala fe.

La Vanguardia, sábado 21 de marzo de 1925

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LOS AUTORES Y EL CINE Porque pasó la época y la moda, y también porque indica carencia de ideas propias el buscar como medio de expresión las ajenas, aunque pertenezcan ya al dominio público, resulta hoy de evidente mal gusto citar refranes, coplas o dichos populares, para dar a nuestras afirmaciones mayor fuerza o ejemplaridad. Ya en los viejos tiempos de Don Quijote era Sancho— compendio de todas las vulgaridades— quien tenía tan prosaica costumbre. Más de su boca zafia surgía la verdad muchas veces. Así, ahora, de nuestra vulgarísima pluma, al recordar, a propósito de los autores dramáticos, en su relación con el arte cinematográfico, aquella copla popular, que reza: «Nadie diga en este mundo, de esta agua no beberé...» El camino es largo, como reza, también, la aludida copla, y, desde la época en que nuestros más prestigiosos autores dramáticos sonreían desdeñosos al oír hablar del arte naciente—ellos no se dignaban tomarlo en consideración y no lo nombraban siquiera;—desde el tiempo en que recogían, escrupulosos, su túnica al pasar junto a este que calificaban de arte menor o remedo del arte; desde los días en que, indignados, fulminaban contra él apasionadas diatribas, considerándolo como producto antiestético de la antiestética época moderna, el arte cinematográfico ha recorrido muchas, muchísimas leguas del largo camino. En rápido vuelo se ha elevado del balbuceo torpe al dominio amplio de la expresión, ha captado la emoción y en sus alas ha llegado al arte. (Arte mudo, pero no único en su mudez. Hermano, en esto, de la pintura, de la escultura, de la música y de la danza). Ya no es el cine, como hace muy poco decía uno de nuestros cronistas «ese género puramente comercial interpretado por deportistas, atletas o payasos, cuyo inevitable escenario se reducía a Nueva York, y cuyas películas sensacionales, dadas por entregas como los folletines venían a demostrar siempre la superioridad intelectual del ladrón-héroe, sobre todos los detectives y policías contemporáneos suyos». Juzgar así el cine después de haberse producido «Los Nibelungos», «Los Diez Mandamientos», «El ladrón de Bagdad» o «La ley de la hospitalidad», equivale a hacer la historia de la literatura tomando por obra-tipo una novela de Xavier de Montepin. «...Y puede apretar la sed...» dice, en garboso remate, el último verso de la copla aludida. Y así a la generalidad de los antiguos desdeñosos que hoy dan sus obras al cine. No les ha traído, en su mayoría, a beber del agua el gozo de verla tan clara, ni aun la curiosidad de conocer su sabor no probado, sino el aprieto de la sed, de la sed de difusión del nombre para la que el cine es el medio más amplio y seguro, de la sed del dinero, sobre todo, ya que el cine tiene fama de darlo a colmadas espuertas... Los autores dramáticos y los novelistas, los artífices de la palabra que viendo en la concisión, en la rapidez, claridad y fuerza del arte naciente una rivalidad posible lo abrumaron con su desdén y pregonaron a los cuatro vientos su pecado más grave: el mercantilismo, no han hecho las paces con el enemigo sino merced a su comunión en el mismo pecado. No hay para qué citar nombres. Descubierto el filón hay quien escribe ya sus novelas «con vistas» al cinematógrafo. Y todos sabemos que los dólares de América son el espejuelo. Bienvenidos sean los autores, los novelistas, los poetas al cine... Que su arte no es sólo vano ensartar de palabras sino fecunda, urdimbre de vida, de aventura, de caracteres... Un personaje de ficción nacido al soplo del verdadero genio, que sea capaz de darnos la sensación de que es de carne y hueso, que no dedique su paso por la vida a echar interminables discursos, que muestre su psicología por medio de sus acciones, no por

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sus palabras, halla marco tan adecuado en el cinematógrafo como en el libro. Y estas criaturas de ficción como las farsas que son sus vidas, son, por viejo y legítimo derecho, hijas del poeta. Vengan, pues, los poetas, y los novelistas, y los autores dramáticos al cine, que ha de abrirles en par en par las puertas porque también es su casa. Mímica o diálogo, narración, rima ¿qué importa el medio de expresión? El «métier» tiene sus reglas y como tal oficio, con tiempo y aplicación se aprende y domina. Lo que no puede aprenderse es lo que quisiéramos ver aportado al cinematógrafo por los dramaturgos, por los novelistas, por los poetas: la espiritualidad, la emoción, la potencia de fantasía, el sano y santo ideal. Esto es, las armas precisas para combatir al mercantilismo, que es lo que en el cinematógrafo hace más falta. Para ello es necesario que se lleguen a él los que aún no se acercaron; no los escritores mercantilistas, que crean con un ojo puesto en la obra y otro en los dólares de América, sino los puros, los de buena fe, los que no sueñan con riquezas al alcance de la mano porque saben que no existe oro bastante para pagar todo lo que en la obra sincera hay de anhelo, de angustia y de inquietud. Que vengan los poetas al cine. Es fácil que cuando ello corra a cargo de artífices de la palabra, se nos den los títulos y subtítulos con menos enojosa palabrería que en la actualidad.

La Vanguardia, sábado 28 de marzo de 1925

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GENTE CONOCIDA

El cinéfilo incondicional

Es la delicia de los empresarios. Lo sería también de los artistas, si éstos se hallaran lo bastante cerca para enardecerse al calor de sus aplausos y añadir a la cola de pavo real de su vanidad las mil plumas de sus entusiastas elogios. Pero como el artista cinematográfico está lejos, muy lejos, el cinéfilo incondicional es, contra su deseo, pesadilla y tormento de sus ídolos, a los que fríe a cartas, a peticiones de retratos, autógrafos, biografías y demás zarandajas... Tiene para ello fórmulas en inglés, en francés, en alemán y en italiano. La misión de los idiomas es, para él, ésta de servir de vehículo a la admiración de la cinefilia. En sociedad, y en las conservaciones usuales se conoce al cinéfilo incondicional en seguida porque, surgido el tema del cinematógrafo,—que él procura siempre que no deje de surgir—afirma rotundamente la supremacía del arte mudo sobre el hablado. Este es su argumento de fuerza. En el cinematógrafo, ante el lienzo, se le distingue entre todos porque, más atención que a lo que ocurre en la pantalla, presta al efecto que lo que ocurre causa en los espectadores.

El cinéfobo implacable

En otra ocasión hablamos de él largamente, dedicándole nada menos que un artículo entero. Y es que nuestra instintiva tendencia a la lucha, hace que, a su pesar, sintamos una viva simpatía por él. Los señores que profesan una «fobia» cualquiera resultan tan odiosos que hacen amar a los demás aquello que odian. Un empresario inteligente les debía subvencionar. El cinéfobo implacable es lo mismo que un cinéfilo incondicional... vuelto del revés. También el argumento del teatro hablado—que para éste es vencedor siempre—es uno de sus favoritos. La inmoralidad, el mal ejemplo de las películas son sus caballos de batalla también. El cinéfobo implacable asiste con frecuencia al cine para poder hablar mal de él con conocimiento de causa. Para él son afeminados todos los astros y vampiresas todas las estrellas. Va siempre acompañado de un bastoncito con el que protesta, protegido por la oscuridad, al menor motivo que halla para ello. Y cuando su protesta encuentra eco, el cinéfobo implacable, satisfecha su «fobia», regresa a su casa radiante.

El de buena fe

Como hombre sincero, es el más simpático entre los espectadores cinematográficos. En las películas cómicas se desternilla de risa. En las sentimentales llora a moco tendido. Cuando alguien habla cerca de él impone severamente silencio, primero con energía, después casi con angustia. No quiere que nada le distraiga, que nada le obligue a descender a la realidad. Conocer al dedillo, por biografías que las empresas «fabrican» las estrellas de la pantalla. Y los nombres de estrellas y astros, que pronuncia caprichosa y absurdamente.

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El comentarista

Desde luego no nos referimos al que escribe «Comentarios», por deber u oficio. Nuestro comentarista es el espectador entusiasta y expresivo que no puede atender a lo que ve, sin subrayarlo con sus comentarios, pronunciados a media voz, o en voz alta. Hay en este personaje buena parte de la psicología del orador de café y de la del catedrático de plazuela o tranvía. Cae en el error de creer que nada hay en el espectáculo tan interesante como sus propias impresiones y no se resigna a privar a los demás de ellas. Además de su juicio sobre el mérito de la cinta ofrece a los que le rodean anticipaciones del argumento y, sobre todo, del desenlace. Nos demuestra su penetración conociendo a la primera ojeada al traidor, y sabiendo desde el momento de su presentación quien será el que, en el último metro de la última parte, se casará con la heroína. El comentarista es, desde luego, el más molesto de todos los personajes de frente al lienzo.

Ellas y Ellos

Ellas y Ellos, cuando se les nombra así, juntos, se sobreentiende que son los de la última hornada. De quince a veinte, sobre poco más o menos. No van por las películas, ni les importan éstas poco ni mucho. Van, sencillamente, «ellos» por «ellas» y «ellas» por «ellos». Esto, que dolería sobremanera a los artistas, agrada a los empresarios. Porque, no importando a «ellas y á «ellos» que las películas sean buenas o malas, nuevas o viejas, «ellas» y «ellos», con los respectivos acompañamientos, son público seguro. Y es particular que «ellas» y «ellos» que en el cinematógrafo no miran la película, son, en la vida, copia de los trajes, de los ademanes, de los amores y de los destinos de los héroes y heroínas de película.

El crítico

Este es el terror del empresario. Sin motivo, pero con razón. Todo lo quiere saber, en todo se mete y sobre todo dictamina. Desde la técnica del toma-vistas a la toilette de la «estrella», todo es terreno criticable para él. Y por añadidura, concurre poco al cinematógrafo. Es, en verdad, un cliente «indeseable»... del que es lástima que no se pueda prescindir.

La Vanguardia, sábado 4 de abril de 1925

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PALABRAS, PALABRAS No se habla en el cine, pero se da que hablar. (Díganlo sino las complicadas e interminables biografía de astros y de estrellas). Y en torno al arte mudo se derrochan palabras, palabras, sin que ello resulte absurdo ni incongruente. Por algo dijo no sé quien, que por palabras se gobierna el mundo. En su día, y con motivo de una principesca anécdota, hablamos nosotros de la fotogenia,—de la palabra en sí, que de lo que representa llevamos charlando y comentando cerca de año y medio—, y de la popularidad que, entre nosotros, iba adquiriendo la tal palabreja. Caímos entonces en la vulgaridad de no ver más que lo de delante de las narices teníamos, y, sin intrincarnos en la rebusca de antecedentes y orígenes, al definir la fotogenia como «elemento específico del arte cinematográfico» o «propiedad que tienen ciertos aspectos de las cosas, de los seres y de las almas, de parecernos más bellos en el cine que por ningún otro medio de representación» atribuímos al definidor, que era Luis Delluc, la paternidad del vocablo. Después de aquel «Comentario» nuestro han seguido derrochándose—sobre todo en Francia, tierra de los infatigables «casseurs»—en torno del cinematógrafo, palabras, palabras... Por algunas de ellas nos enteramos de nuestro patentísimo error al atribuir a Delluc, precursor de la técnica moderna, la invención de la expresiva palabra fotogenia y fotogénico. Y como no está bien ser injusto ni aun con las palabras, declaramos nuestra equivocación y, lo que es peor, nuestra ignorancia. Los franceses niegan a Delluc la paternidad del vocablo con que encabezó nada menos que un volumen de técnica cinematográfica, —esto es, fotogénica, —para atribuírsela a una de sus glorias literarias, que con ello adquiere a sus ojos una a modo de aureola profética. Porque resulta ahora que hace nada menos que cuarenta años escribió Edmundo de Goncourt en su novela «La Faustin» (capítulo 24): «El joven lord Annaudale era verdaderamente bello, por la dulzura melancólica y tierna de sus ojos azules, por la ondulación cuidada de sus cabellos y su barba, por esa «claridad fotogénica» que sólo la tez de los ingleses tiene... » El autor de este magno descubrimiento, añade a guisa de comentario, por su propia cuenta: «Fácil es ver que no se trata de una expresión vaga y accidental. Edmundo de Goncourt, «al crear la palabra», le ha dado su verdadero sentido, el mismo que nosotros enlazamos estrechamente al concepto de luz, a la facultad del rostro humano de recoger los rayos luminosos, y hacer suyas todas las bellezas de la atmósfera...» Sí. Es, en efecto, justa la palabra empleada por Edmundo de goncourt para definirnos la luminosa tez del joven lord Annaudale. Pero ni los ojos azules, tiernos y melancólicos, ni la barba rubia y rizada—que hoy tan empalagosa resultaría a nuestras damitas, más aficionadas a los tipos varoniles y enérgicos del lejano Oeste—ni el cutis transparente del bello inglés merecían que Edmundo de Goncourt inventara para su mejor descripción una palabreja nueva que sus contemporáneos no habían de entender. Lo único que hizo el gran literato francés, y ello es acaso mucho más de alabar, fue conocer a fondo, y usar oportunamente, todas las divinas posibilidades de su rico lenguaje... que no faltan en el nuestro tampoco... Porque... Porque en el Diccionario Enciclopédico de Larousse del año 1874 se encuentra la palabra empleada en el mismo sentido que hoy: «Le bleu es photogénique» dice el Larousse. Y en los diccionarios de la Academia de la Lengua Castellana se incluye, desde antes de la invención del cinematógrafo, el adjetivo «fotogénico-ca», como «lo que promueve «favorece» la acción química de la luz». Aunque teóricamente ello no resulta muy claro, prácticamente cualquier niño de pañales comprende que «la acción

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química de la luz» resulta favorecida por la tez del joven lord Annaudale y por los rubios—fotogénicos— rizos de Mary Pickford. Y mientras aquí, en Europa, los latinos parlanchines incorregibles, perdemos el tiempo en palabras, palabras, los simpáticos niños grandes de América sin intrincarse en discusiones filológico-fotográficas hacen prodigios de fotogenia práctica que nostros tardaremos todavía un buen rato en igualar.

La Vanguardia, sábado 11 de abril de 1925

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EL ASTRO NO MUERE Hundidos en el cómodo butacón que nos brinda el refinamiento del cine moderno, vivimos por un rato la vida nueva e inesperada de la cinta que pasa ante nuestros ojos... Se ha proyectado ya el film «sensacional»—plato de resistencia del programa—cuyas emocionantes peripecias no encajarían del todo en nuestras existencias de burgueses pacíficos, y aun no ha llegado el momento de la película de risa que hasta de nosotros nos hará olvidarnos, en el descoyuntamiento de su comicidad grotesca. Es ahora nuestro momento: el de la comedia moderna, sencilla y normal, que sigue el ritmo natural de la vida. La comedia de hoy es americana y aunque encauzada en la norma a que acabamos de aludir, tiene para nosotros un relativo exotismo que la presta mayor y mejor encanto. Estas gentes que, en el correr de la cinta, ante nuestros ojos desfilan, son gentes de nuestro mundo y nuestro nivel aunque no podamos llamarles gentes de «nuestro cada día». Son, sencillamente, las que a nuestro nivel y en nuestro mundo hallaríamos si hiciéramos un largo viaje... los que encontraríamos en la mesa del hotel, en el departamento de primera clase del trasatlántico, en el saloncillo de fumar del casino, en el palco del gran teatro, o en la «promenade» del campo de deportes. He aquí un factor importantísimo en el interés y agrado que estas comedias del cinematógrafo, —que no pretenden ser otra cosa que esto: comedias, —nos causan. Son como un largo viaje sin maletas ni pasaportes, que es la forma ideal de viajar. Acaso por esto mismo las películas de este género realizadas en Italia o Francia no tienen para nosotros tanto interés; es, entonces, el viaje muy corto: casi como si nos hubiéramos quedado en casa. Pues en este viaje de hoy, realizado en la grata penumbra del salón, y en la comodidad del butacón amplio, hemos hecho un conocimiento que nos llena de satisfacción y entusiasmo: uno de esos conocimientos de viaje que se recuerdan toda la vida con emocionada ternura, y que, por la paradójica e imperiosa razón del capricho, se anteponen en nuestro corazón, a las viejas amistades, tan aburridas como arraigadas. Nuestro nuevo amigo es un muchacho joven; el prototipo del simpático muchacho americano. Desde el primer momento en que lo hemos visto, sucio, tiznado, desarrapado, muerto de sueño, —llevaba, noventa horas sin dormir, el pobrecillo—con la barba crecida y la ropa en jirones, se ha llevada toda nuestra simpatía, todo nuestro afecto. Es un bravo mozo que, aún así, medio dormido y todo tiznado, irradia alegría, optimismo y buena intención. La primera impresión no nos engaña. Nuestro nuevo amigo, este nuevo amigo que nos dejará un grato recuerdo del breve y cómodo viaje de esta noche, es, en efecto, como por Andalucía se dice, la flor de la simpatía. Con la cara limpia y después de unos cuantos pases de «Gillette» gana bastante, como es natural. Tiene, además, una porción de habilidades que nos admiran, nos conmueven o nos hacen reír como chiquillos. Sabe guiar una locomotora a través de una tempestad de nieve, encontrar y salvar a unos hombres sepultados por la explosión de una mina, arrancar a unos burgueses avaros un espléndido botín, y birlarle la novia a un señorito insustancial y mal intencionado. No falta a ninguna de sus mudas promesas: nos hace pasar un rato —un viaje—verdaderamente delicioso. ¡Oh, qué amigo tan grato! Terminada la película y nuestro viaje con ella, al levantarnos de la cómoda butaca y salir del lujoso local, no contento con el nombre ocasional que de nuestro nuevo amigo se nos ha dado, queremos averiguar el verdadero, el definitivo, el que lleva en su vida habitual, cerca y lejos de la pantalla. Nos enteramos de que el muchacho simpático, rebosante de alegría, optimismo y buena intención, se llamaba Wallace Reid y hace ya varios años que ha muerto.

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Como el cine es arte de hace apenas dos días, sé ha profundizado poco acerca de él en este interesante aspecto. Son contadísimos aún los astros cinematográficos de importancia que han desaparecido ya para siempre a la vida y a nuestra admiración y ello es causa de que no sé haya hecho sentir la necesidad de resucitarles en sus producciones. En general, los mismos productores y directores de películas, atentos al negocio del momento no han atendido como debieran a la posible revisión de la posteridad. Esta idea que, aunque pocos la confiesen, pasa por la mente de todo artista—excepción hecha del actor de teatro—no suele tenerse en cuenta en las producciones cinematográficas. Y debe tenerse muy en ella. ¿Cómo? Haciendo obra sincera, en cierto modo desligada de la tiranía del industrialismo, atendiendo más que a la pasajera moda del momento, a las normas eternas del arte. Porque el astro no muere, ya que, más dichoso que ningún otro artista, nos deja a un tiempo su arte y su personalidad. Y así es muy fácil que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, hagan a su vez este mismo viaje que acabamos de hacer nosotros, en la grata compañía del jovial, optimista y simpático Wallace Reid.

La Vanguardia, sábado 18 de abril de 1925

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LA INDISPENSABLE RESPONSABILIDAD En una de estas charlas o comentarios al cinematógrafo en que más o menos—casi siempre menos—hábilmente, echamos cada ocho días nuestro cuarto a espadas en los más arduos y en las más sencillas cuestiones cinéfilas, atacamos cierto día a la intolerable, pero muy tolerada, censura industrial. Y en otra charla., algo más reciente, hicimos un llamamiento—débil por nuestra voz, sonoro por nuestro deseo, —a los autores, a los poetas, a los «creadores de belleza», que permanecen aún apartados del cinematógrafo y que son los únicos que pueden llevar a él, con las glorias del arte, la honradez, el prestigio y la dignidad. Y he aquí que aquellos dos artículos, muy distantes en fecha de publicación, muy distintos en forma y en fondo, en exposición y en espíritu, se han entremezclado hasta formar uno sólo y sin que sepamos por qué, en nuestra mente, hasta el punto de que no los podemos separar. Y es que en el deseo expresado en el segundo vemos el remedio a lo denunciado en el primero; en el advenimiento al cine de gentes de prestigio, de nombres gloriosos, la única cortapisa posible a los excesos, verdaderamente abusivos, de la censura industrial. ¿Para qué citar nombres? Cuando un caso se particulariza pierde su interés y aún puede hacerse sospechoso de animadversión o parcialidad. El caso aislado carece de importancia... Lo antipático, lo insoportable es la tendencia que empieza a hacerse general. Y esta de la censura industrial lo es ya tanto, que pueden detallarse todos sus abusos, sin que el público malicioso sepa apenas a dónde señalar. Creo, pues, no caer en pecado de indiscreción si digo como hace poco tiempo, hemos visto una película en la que la citada censura no se había limitado a cortar escenas escabrosas, a suavizar asperezas o modificar títulos, sino que, con el pretexto de que no era adecuada para el gusto de nuestro público, había cambiado por entero el sentido de la producción, sus tendencias y su argumento hasta convertirla nada menos que en todo lo contrario de lo que su autor creó. Nada menos. Ello se logró «sencillamente» con el corte de numerosas escenas y su empalme convencional y la sustitución de los epígrafes originales por otros en que se daban al público intrincadas y desde luego falsas explicaciones que, a ser la película lo que debiera, no se hubieran necesitado. Hay en ello una triple superchería de la que son víctimas el público, al que se da gato por liebre (y valga la vulgaridad de la frase en gracia a lo vulgar del caso), descaradamente; la censura legal de nuestro país ante lo que se hace pasar por fundamentalmente religioso y moral lo que en su origen no lo es, sino «amañado», con fines industriales, y por último el productor, realizador o escenarista de allá, que al otro lado de los mares, o de la frontera, creerá hacerse famoso con la difusión de su producción siendo así que no hace con ella otra cosa que merced al abuso señalado desacreditarse en medio mundo. Y lo que es peor, como en el caso antes citado, ponerse en ridículo. ¿Remedio a esto? Sólo vemos uno. La indispensable responsabilidad. El prestigio de una firma—autor, editor, realizador o escenarista—que se oponga enérgicamente a que se mixtifique su creación. Una responsabilidad única, una figura eminente a quien criticar y a quien exigir. Que se tengan los mismos miramientos para la película que para el libro, el cuadro o la partitura. Que se prohíba terminantemente que en ella ponga mano quien no sea su autor. Pero que lo prohíba quien en ello tenga una responsabilidad. Porque es inútil pensar que el industrial sea capaz espontáneamente de tales miramientos. Hay que tener en cuenta que el industrial opera (en este caso lo de operación —mutilación—está perfectamente aplicado) en la sombra, que su nombre no figura para nada en la producción y por tanto, queda a salvo en todo caso su

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responsabilidad y por último, que su oficio es defender su bolsillo y no la gloria de los demás. Con arreglo a esto es capaz, para dar gusto al público de su Salón, de desposar a Don Quijote con Dulcinea y de hacer que Don Gonzalo de Ulloa nombre gerente de un Banco a Don Juan Tenorio para que se enmiende de sus yernos y no haga sufrir a la pobrecita Doña Inés.

La Vanguardia, sábado 25 de abril de 1925

Catalina Calvet

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«SECRETOS», DE NORMA TALMADGE

Es una graciosa película, en que Norma Talmadge se nos muestra de forma inimitable en cuatro aspectos distintos: el de una joven de 18 años, el de una muchacha de 25, el de una madre de 40 y una abuelita de 80. En todos ellos, a pesar de lo sencillo de la trama, nos cautiva la bella Norma hasta el punto de que no decae un momento nuestro interés. Vimos esta película en prueba privada en el Kursaal.

«A TRAVÉS DEL BÓSFORO»

En prueba privadísima tuvimos ocasión de admirar esta bella producción que se estrenará mañana en el Coliseum. Es una hermosa película de lujosa presentación e interesantísimo asunto, de cuya primorosa interpretación basta decir que son protagonistas Mac Murray y David Powell.

La Vanguardia, sábado 25 de abril de 1925

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LA ENGAÑOSA PANTALLA Una discutida y discutible frase que se hizo celebre al final del ochocientos—aún nuestros padres la sacan a colación de cuando en cuando—, y que decía algo así como «que el cielo azul que vemos ni es cielo ni es azul», puede, por lo visto, aplicarse exacta e indiscutiblemente a la mayor parte de las bellezas cinematográficas. Porque, según un operador famoso nos descubre, «esas rubias bellezas que admiramos, ni son bellezas, ni rubias, ni dignas estéticamente se entiende, de tanta admiración». La mujer de teatro, la «girl» de music-hall, suelen ser más positivamente lindas que las ninfas de la pantalla, ya que les es indispensable tener facciones agraciadas y líneas cercanas a la perfección, pues el único artificio a que les es dado recurrir es la pintura, y el resplandor de las candilejas, no siempre del todo favorecedor. En cambio la estrella cinematográfica... Además de todos los adelantos del maquillaje, de todos los prodigios de la luz, cuenta con toda la ciencia, con casi todos los artificios, con toda la habilidad del operador. Los «camera-men», los «hombres de la cámara», como les llaman en Norte América, son los taumaturgos que realizan los prodigios de belleza que admiramos en el arte del cinematógrafo. (No hay que olvidar que quien habla es un operador.) Jorge Barnes, uno de los más conocidos operadores norteamericanos, que actualmente toma parte en la realización de los films de Marion Davies, es quien nos hace la importante y desencantadora revelación. «La belleza, en el cine—dice—, es ante todo cuestión de luz». Las probabilidades de éxito que pueda tener una mujer en el arte mudo no dependen tanto de la belleza real de su rostro—sigue diciendo Barnes—como de las facilidades que, para ser iluminado, ofrezca al operador. La pérdida de tiempo—equivalente a pérdida de dinero—que ocasiona la rebusca de iluminación adecuada a una tez, a un cabello, a unas líneas rebeldes a la luz, esto es, poco fotogénicas, es lo que los productores temen con mayor fervor. Lo demás carece de importancia: para resolverlo está el mago, el operador. El obra el prodigio de lograr que Mae Murray y Laurette Taylor, que pasan ya de los cuarenta, representen con toda verisimilitud papeles de muchachas de la mitad de su edad. El sabe inundar materialmente de luz el rostro de Laurette, del que desaparecen así arrugas y ojeras; él conoce el secreto de las rubias—de las extrafotogénicas rubias, cuyas cabelleras iluminadas por detrás, a contra luz, producen tan bellos efectos— que le lleva a aprovechar todas las posibilidades que la frágil «muñequita de Francia» le pueda ofrecer. Forma parte también de su taumaturgia la precaución de deslizar una levísima gasa ante el lente del objetivo, lo que da un efecto vaporoso que se ha llamado «nebulosidad artística» y que aumenta considerablemente la belleza de algunas actrices, como, sucede, por ejemplo, a Alicia Terry, para quien se usa siempre de este legítimo «truco». Tienen también Barnes y sus compañeros la experiencia de que pocos rostros—sólo los de personas realmente muy jóvenes—resisten a la prueba de ser fotografiados desde todos los angulos y a la de recibir la luz en una sola parte de la cara, quedando la nariz en sombra. Es este un caso, según dicen los operadores, sumamente fácil de comprobar por el operador. La mayor parte de las «estrellas» cinematográficas se nos presentan casi siempre fotografiadas del mismo lado. Así, por ejemplo, Anita Stewart, de quien vemos, generalmente, el lado izquierdo; o Mary Pickford, cuyo perfil izquierdo es notablemente bello, pero que no gusta de presentársenos en lo que los fotógrafos llaman perfil trescuartos, ni tampoco del lado derecho. Después de hablarnos así el operador Barnes de los prodigios que su oficio puede lograr, descorre, implacable, ante nosotros, el velo que cubre el misterio. Y con crueldad verdaderamente refinada, punzante, cita nombres de estrellas famosas en el mundo

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entero, a las que califica de «enigmas cinematográficos», revelándonos cómo, dotadas de rasgos vulgarísimos, adquieren en la pantalla inesperado relieve que no reside precisamente en ellas sino en la pericia del operador. «Las que en la pantalla os causan viva admiración pasarían inadvertidas por vuestro lado en la calle... si no os proporcionaban un gran desengaño»—dice Barnes—. ¡Oh, hombre cruel, algo vanidoso y bastante indiscreto! Nosotros no queremos seguir tu mal ejemplo y callamos los nombres que tú no has vacilado en lanzar, despiadado, a la publicidad. Además, ¿qué importa lo que sea si a lo que nosotros vemos no hay nada que pedirle? Las artistas de la pantalla viven para nosotros en el trozo de mundo que cabe dentro del trozo de lienzo. Si en él nos atraen y nos admiran es que son dignas en él de toda nuestra admiración. Y así son para nosotros positivamente bellas, del mismo modo que el cielo azul que vemos—pese a la celebrada frase ochocentista—, es y será siempre, para nosotros, cielo... y azul.

La Vanguardia, sábado 2 de mayo de 1925

Norma Shearer

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«EL PEZ DORADO», en los cines Kursaal y Cataluña

En esta graciosa película del género comedia, interpretada por la gentil Constanza Talmadge, es «leitmotiv» el divorcio, pero como el asunto no alardea de trascendencia ninguna, y está tratado con mucha elegancia, nos hace pasar un rato delicioso y gratísimo. La saladísima «Coqueta irresistible», se nos muestra en esta producción dentro de la más estricta sobriedad, como la misma gran artista, que siempre hemos admirado en ella,

«EL HONOR DE LA FAMILIA», en el Coliseum Delicada producción de una gran fuerza de emoción e interesante argumento en la que sobresale la labor del actor Bryant Washburn, poco conocido todavía entre nosotros, pero de positivo mérito. La bonita comedia estrenada el jueves pasado en el Coliseum, pertenece a las selecciones Ajuria, lo que puede decirse que es su elogio mejor.

«KOENIGSMARK», en Pathé-Cinema, Pathé-Palace y Salón Reina Victoria Para el marco del asunto se ha escogido de la naturaleza, del edificio, de tapices y galas las más seleccionadas bellezas a fin de que su ambiente alcanzase adueñarse del ánimo del espectador saturándole de emoción, estética, de verdad. Así hay que señalar especialmente en la presentación, los interiores del castillo-palacio de Lautenburgo. El asunto básico estriba en la perversidad y la intriga que ante ningún crimen se detiene del duque Federico que aspira a ceñir un día la corona de Wurtzberg, secundado por su lugarteniente el barón de Boose, no vacilando en asesinar a su hermano el gran duque Rodolfo, casado con la princesa Aurora Tuméne todo ello enlazado con el misterioso «Secreto de Koenigsmark», cuya averiguación conduce al esclarecimiento de los crímenes del duque Federico, finalizando con los primeros días de la declaración de guerra europea y en la última escena con la exquisitez sentimental y alegórica de la tumba del «soldado desconocido», en París.

La Vanguardia, sábado 2 de mayo de 1925

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FILMS DE VANGUARDIA Padece Francia, país refinado e inquieto, la obsesión de «las vanguardias». Literatura de vanguardia, teatro de vanguardia, pintora de vanguardia. Adelantarse a lo establecido, avanzar dejando un buen trecho atrás los gustos del público, ir siempre y en todo más allá, mas allá... ¿Cómo el cinematógrafo podrá librarse de la obsesión? Mas, ¡cuidado!, las escuelas de vanguardia no siempre son representación de un anhelo, antes suelen serlo de un descontento. Y el descontento, así, a secas, no suele ser buen inspirador. Aunque no venga del todo a cuento recordemos aquí la bella idea y la bella frase de Ortega y Gasset: «Cuando no hay alegría, el alma se retira a un rincón del cuerpo y hace de él su cubil». El cinematógrafo de vanguardia ha instalado en París sus reales en el local que fue palacio del teatro de vanguardia; en el teatro del «Vieux Colombier». Todo lo que se sale de la preestablecida rutina, todo lo que expresa rebeldía, anhelo de superación, encuentra allí eco. (Claro que esto del eco está, en este caso, pésimamente aplicado.) Veamos qué es lo último que se ha proyectado allí. «La noche de San Silvestre» es, al decir de los comentaristas franceses — comentaristas de vanguardia también — un drama realista, intensamente realista, que se da al público en una sucesión de imágenes a cual mas dramática. La tragedia cinematográfica de Lupu Pick consta sólo de tres personajes: el Hombre, la Muchacha, y la Madre de ésta. Las escenas se repiten y se alternan constantemente, en el anhelo de traducir al público su intensidad interior. La trama es sencilla, vulgar; los personajes gentes de todos los días: ¿qué queda, pues, para justificar la clasificación de película de vanguardia? A nuestro juicio una sola cosa. En «La Noche de San Silvestre» no hay más título que éste: el que da nombre a la película, no hay más letras que las veinticuatro que forman dicho nombre en francés. Verdad es que debe ser esta norma del «Vieux Colombier» para las películas que en él se proyectan. También carecían de epígrafes y subtítulos «L'Horloge», «Le Rail» y «L'Affiche». Por poco interesantes o muy vulgares que fuesen dichas producciones la supresión de los epígrafes significa ya un paso de avance, digno de aplaudirse. Lo lamentable es que cuando lleguen acá esas películas de mediocre vanguardia, la libertad de que disfrutan nuestros alquiladores para corregir y aumentar hará que se les quite lo único en que a la «vanguardia» hacen honor. ¿Cómo podrá jamás proyectarse en nuestros salones un film, cualquiera que sea, que no lleve un epígrafe, una explicación, un diálogo o una máxima, fruto del desplazado ingenio del mal llamado «adaptador literario», cada dos palmos o tres? Otro de los acontecimientos recientes del «Vieux Colombier» ha sido la proyección de «Pecheur d'Islande», de Pierre Loti. Desconfiamos algo de las realizaciones francesas, ya que su producción, no obstante su anhelo de avance, está aún—y no es poco, después de la enorme interrupción de la guerra europea— en camino, y nada más. Pero si la realización se ha logrado de modo bello y sincero es indudablemente una bella idea la de llevar a la pantalla la conmovedora visión de Loti. Al hacer la presentación de la nueva película Jasques de Baroncelli ha dicho que «Pecheur d'Islande» quiere ser, ante todo, un film «de atmósfera». En él la imagen—dice—debe expresar un sueño, dar idea de lo imponderable, de lo inmaterial. Es indudable que esta afirmación despertará los prejuicios de algunos, mas aquí estamos en el «Vieux Colombier», y yo sé que los que me escuchan son capaces de comprender. ¡Comprender! ¡Ahí es nada! un público que comprende lo inmaterial, un público que no necesita letreros... ¿A que resulta que el público es lo más «de vanguardia» que hay en el teatro del «Vieux Colombier»?

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La Vanguardia, sábado 9 de mayo de 1925

Helene D´Algy

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BUENOS PROPÓSITOS Parece ser que los productores cinematográficos españoles van camino de adentrarse por el buen camino. Ahora, dejando por el momento el que les pareció filón inagotable de la Zarzuelería (nada más distante de la zarzuela que la película ¿a quién pudo ocurrírsele jamás dar zarzuela sin música ni palabra siquiera?) ahora, dejando a un lado lo ya hecho, buscan en lo inédito, en lo nuevo, en lo impensado, el material primero— asuntos, argumentos—indispensable para la producción. Me refiero al Concurso de argumentos para películas que ha abierto cierta casa de Madrid. Aunque, en general, desconfiamos de los concursos, en que aun presidiendo toda honradez, toda sinceridad y hasta toda justicia se premia el acierto del momento, no el valor esencial, no el esfuerzo continuado y regular, no el conjunto de la labor real, en este caso, por tratarse de algo que es, entre nosotros nuevo, el concurso pudiera muy bien servir de orientación. Quiérase o no, el cinematógrafo es un factor positivo de la vida moderna, factor que en cierto modo y en cierta medida, tiene que haber influido, no sólo en el teatro, sino en la literatura en general. Hay actualmente una generación formada en la película, y de ella, y no de los que cultivaron sucesivamente el género chico, el ínfimo y el mixto—llamamos así a la opereta con «aire de fuera»— y están por lo tanto, lamentablemente influidos, por el ambiente y los procedimientos teatrales, han de salir los futuros argumentistas cinematográficos. No sólo se siente, al producir, la idea; hay que sentir también el género en que la idea ha de plasmarse. Ante el mismo hecho, ante lo misma figura o imagen, un caricaturista hallará ocasión para hacernos reír, un poeta dramático motivo para habernos llorar. El fracaso de la mayoría de las producciones cinematográficas españolas débese, en gran parte, a que cuantos en ellas intervinieron—empresarios, argumentistas, realizadores intérpretes—iban en busca del dinero del cine, pero no sentían el cine, antes lo desdeñaban y el desdén, como el amor, no puede ocultarse. El acierto evidente, innegable, único, en calidad y cantidad, de los norteamericanos en el cinematógrafo obedece, sobre todo, a que el cinematógrafo es su género, el que más conocen, el que más aman. Ese primer concurso de argumentos para películas dará, en el mejor caso, material a nuestras incipientes casas productoras, para prescindir de las adaptaciones en que siempre se revela, el «pie forzado» ya que carecen, en esencia, de ese sentimiento del género, de que antes, hablábamos. El mejor argumento de película es siempre el que como argumento de película fue ideado. Nuestra juventud actual, que vive vida plena al aire libre, que es activa y sana, que gasta de los horizontes anchos de los deportes y de los viajes, ha de hallar, sin duda, más certeramente que cuantos hasta ahora lo han intentado, la cantera de los buenos asuntos cinematográficos, en que se refleje la vida española moderna tan alejada de los majos y los toreros como de los faralaes de Maricastaña. Creemos, pues, que el propósito de los organizadores de ese concurso, es un buen propósito. Pero ¡cuidadito! la intención de los que acudan no ha de ser menos buena. Tengan en cuenta que aquí la industria cinematográfica está aun en mantillas; olviden el espejuelo de los fabulosos dólares de América. No se refugien en el argumento de película en busca de facilidad y lucro, y huyendo del trabajo y la responsabilidad que les hizo fracasar en el teatro o en la novela; antes vayan a la pantalla dispuestos a afrontar responsabilidad y trabajo mayores. Pongan todos en la tarea él máximo fervor, el máximo esfuerzo. Y es así casi seguro que los dólares se les darán luego, por añadidura.

La Vanguardia, sábado 16 de mayo de 1925

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Eileen Percy

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LA MORAL POR EL CINE (o «El cine por la moral», que da lo mismo) El caso es que en mis manos, entre un montón de papelotes que desde hace meses, quizá años, aguardan turno para ser leídos, ha caído un folleto tan pulidamente escrito como bien intencionado, que su autor tituló: «El cinematógrafo en la cultura y en las costumbres». El sugestivo tema fue desarrollado por su autor en conferencia, ante un auditorio de señoritas, en el año 1919, antes de su publicación. Lo he leído desde el principio al fin, sin cansarme, sin impacientarme, asintiendo casi a cada párrafo, a las razones que aduce el autor del folleto-conferencia para su formidable anatema contra el cine. Porque se trata de un ataque violentísimo al cinematógrafo, y en bien de la moral. Perfectamente documentado, el autor del anatema conoce al dedillo el famoso análisis de aquel pedagogo alemán (Véase «Social Kultur», marzo de 1924) que en 250 películas corrientes encontró 97 escenas de homicidio, 75 de suicidio, 51 de adulterio, 19 de seducción, 22 de rapto y 176 de robo: esto es, en conjunto, 410 escenas contrarias a los preceptos del Decálogo. Sabe también el escaso éxito de la censura, aún en los países en que se practica con más seriedad y eficacia y conoce bien la «Psicología del Cinematógrafo» en que Hugo Münsterberg, profesor de una Universidad de los Estados Unidos, reivindicó al cinematógrafo como «arte definido, con características tan propias como la pintura o la escultura, absolutamente distinto del teatro, y tan importante, esto es, tan arte como él». En esta reivindicación de Münsterberg, halla el autor del folletito encontrado entre mis viejos papeles, el más grave cargo contra el cinematógrafo, ya que «su categoría de arte independiente da al cine toda la plenitud de su responsabilidad». Y aduciendo razón sobre razón, todas excelentes, el moralista cinéfobo desmenuza, tritura, pulveriza el arte del silencio. Después, en fin y remate de su obra, aconseja a las mujeres que eleven su espíritu, que depuren sus gustos, que repudien cuanto es bajo, mezquino, que abominen, que huyan, en fin, del cinematógrafo. Todo ello estaría muy bien si ello fuera posible. El cinematógrafo, — que no es malo sino cuando se usa mal— se ha adentrado por nuestra vida como el libro, como el cuadro, como la música, y es aunque nuevo, novísimo, elemento del hoy del que ya no nos es dado huir. Por el contrario, hay que salir a su encuentro, encauzarle, dirigirle, como con la música, y la pintura y el libro se hace. Nada tan demoledor, tan impuro, tan pernicioso como ciertos libros... mas frente a ellos, están los otros, los que son fuente de bien y de belleza. Si las gentes de buena fe, si los honrados, los puros, los sencillos, si las mujeres y los niños desertan del cine en absoluto ¿qué le va a quedar al cine? ¿para qué público, de acuerdo con qué nivel moral, realizarán los productoras sus películas? Porque es indudable que seguirían realizándolas y que, sin temor ya a herir, ni a corromper, ni a pervertir, ni a escandalizar, las producciones cinematográficas no se elevarían sino al contrario, y sería mucho peor el remedio que la enfermedad. Afortunadamente, y como ya en otras ocasiones hemos dicho, es el cinematógrafo arte que avanza a trancos de gigante. Si de la «mariposa en colores» de 1900 a las películas de series—a ellas hace especial referencia el folleto aludido—de 1919 media un mundo de diferencias de intención, de realización—y de perversidad, hay que reconocerlo—, del film truculento de dicha época a las películas de verdadero mérito, de positivo valor, de elevado nivel espiritual que hoy se nos dan a los aficionados de buena fe, median, no un mundo sino varios. Y, como muy bien observa en su folleto el moralista cinéfobo, no es precisamente la Censura oficial la llamada a hacer el milagro. Aunque la juzguemos indispensable como freno de posibles y perniciosos abusos, no podemos hacernos muchas ilusiones respecto a su eficacia. La verdadera censura, o, lo que aún es mejor, la verdadera depuración, la

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ejerce el público, el buen público, que rechaza lo malo, lo feo, lo inmoral, y acoge lo bueno, lo bello, lo puro. Cerca, muy cerca, tenemos numerosos ejemplos. Cierta película tendenciosa—y mala, por añadidura— que sus distribuidores quisieron disfrazar ante el buen público, merced a mutilaciones y falsos epígrafes, más o menos hábiles, fue rechazada por el buen público francamente. Cierto programa americano—no digamos su nombre, no parezca reclamo— se ha acreditado largamente ante el público por la moralidad que es norma de todas sus producciones. Mientras «Los Diez Mandamientos»—la más rotunda, la más formidable y directa lección de moral que desde hace muchos años se ha dado a nuestro público frívolo, —se ha sostenido durante meses en los programas, las películas de series, las truculentas, las inmorales, van perdiendo, por momentos terreno. El cine, manejado por el industrialismo fue terrible sembrador de inmoralidades cuando el industrialismo creyó que con ello halagaba al público. Muestre el público su repugnancia por lo repugnante, sea el censor más severo, y ni aun la indispensable Censura oficial hará falta para llegar a la más pura moral por el Cine.

La Vanguardia, sábado 23 de mayo de 1925

Estelle Taylor

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LA TRAGEDIA DEL ASTRO La noticia del nuevo divorcio de Charlot coincide con la de su contrito retorno al género cómico, genuinamente «charlotesco» que le ha valido la mayor popularidad de que actualmente goza ningún mortal. Al decir de sus ex esposas la vida en unión de Charles Chaplin es inaguantable; el hombre que ha hecho reír a medio mundo es tétrico, grave y vive atormentado por la íntima tragedia de «no ser comprendido» ni más ni menos que cualquier literato vulgarmente sentimental. Y el afán, el anhelo, que le hace permanecer callado horas y más horas, que le fuerza a abstraerse en el trabajo y prohibir rigurosamente, aun a la mujer amada, el acceso al lugar donde maquina sus «films», es precisamente el anhelo de liberarse de sus títulos de indiscutible rey de la risa, el deseo vivo, ardiente, torturador, de mostrarse al público como «algo más»... ¿Algo más? ¡Pobre, pobre Charlot! A medida que se adentraba por la senda del género serio. — «La opinión pública» representa un esfuerzo muy de estimar—disminuían a ojos vistas los ceros colocados a la derecha de sus liquidaciones. «A mayor sentimentalismo, menos dólares» fue la conclusión que sacó de la arriesgada experiencia. El disfraz trágico no le sentaba bien; el público no quería reconocerle de otro modo que con los grandes zapatones, la absurda corbata, la frágil caña entre los dedos y el bigotín postizo que ha hecho época y que da una expresión estúpida a su rostro de rasgos más bien correctos. ¡Desgraciado Charlot! Artista de inmenso talento, se doblega a la vulgaridad de querer salir de sí mismo, de pretender ser uno de tantos entre la masa anónima que cultiva el socorrido género sentimental... Ahora vuelve a los zapatones, al bigotín y a la caña... y como consecuencia de la amargura que le produce la tragedia de que no le reconozcan trágico, se divorcia de su tercera mujer... He aquí la tragedia del astro... Esta de Ernesto Torrence es más comprensible, más noble, porque nace del corazón, que no de la vanidad. La tragedia de Ernesto Torrence es la de saberse, la de sentirse odiado por muchos miles de personas a cada nuevo film. Porque, incapaz de hacer daño a un mosquito, se ve incluido en el reparto invariablemente con el papel de traidor, y tiene tal cara de comerse los niños crudos que no hay quien dude de la verosimilitud de su interpretación. Dicen sus biógrafos que, con gran frecuencia, va a los cinematógrafos en que se proyectan películas suyas y escucha anhelante la opinión del público que tiene a su alrededor. «¡Qué bruto!»—dicen unos.—«¡Qué salvaje!»—asienten otros.—(Yo no duermo tranquilo si no le cortan la cabeza al final...» El inofensivo astro entonces se hunde el sombrero hasta las orejas y sale del local aprovechando el momento en que es mayor la oscuridad. Acaso todo parezca algo grotesco. Acaso inspire más risa que compasión. Y, sin embargo... ¿No resulta muy significativamente conmovedor que Ernesto Torrence tenga prohibido a su mujer y a su hijo poner los pies en el cine por el temor de que puedan verle bajo un aspecto que le reste, ni aun momentáneamente, algo de su amor? La tragedia del astro llegará a nosotros cuando alguien, hábil en bucear el fondo de las cosas superficiales, deje de lado la sobada y falseada biografía para ocuparse de la psicología del cinematógrafo y de los que intervienen en él. Un espíritu fino y comprensivo, un Jorge Simmel, por ejemplo. Mientras esto llega, consolémonos pensando que la tragedia no es, precisamente, lo habitual. Hay quien carece de ella; por ejemplo, Douglas Fairbanks. Doug, que conoce a Spinoza y lo recuerda a menudo en

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oportuna cita. —«Toda tristeza es un defecto de uno mismo»—hace de la risa su credo y lo explica así: «Si en este viejo mundo hay algo cierto, ello es que la dicha pertenece a los que saben conquistarla. ¡Reíd y seréis dichosos! «La dicha no es un estado de salud, sino un estado de espíritu... y en el espíritu se manda.» «Levantaos por la mañana riendo y nada os atormentará durante el resto del día.» «La risa es un tónico, una necesidad fisiológica. Verdad es que la risa es, en cierto modo, un hábito, y el hábito no se adquiere sino por la práctica, mas: ¿quién os impide practicar la risa?» «El hombre que ríe tiene confianza en sí mismo, en sus afectos..., en su amor.» «¿En qué consiste la magia de la risa? Es, precisamente, la magia de crear una felicidad plena e incondicional. La risa es sinónimo de la acción, y la acción disipa los cuidados y las inquietudes, la tristeza y la aflicción. «El hombre que ríe incesantemente no tiene nada que temer del porvenir.» Tal es el risueño credo de Douglas. Y a nosotros se nos ocurre preguntar: ¿Cómo tal credo no arranca, de cuajo, la absurda tragedia de Charlot?

La Vanguardia, sábado 30 de mayo de 1925

Ernest Torrance

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«EL JUEGO DE LA NOVIA», en el Coliseum Una película de Marion Davies es siempre garantía de una primorosa interpretación: en la producción de que nos ocupamos se une a esta excelencia la de un asunto delicado, poético, moral, y admirablemente conducido y realizado. Demuestra esta película a nuestros productores y empresarios cómo lo más importante de toda producción es el «escenario»; demuestra también a los que claman airados contra el cinematógrafo que en el arte mudo pueden lograrse sutilezas de espiritualidad. Se estrenó también en este teatro «Lecciones de Vida», por Ana Torrent, James Kirkwood y Alicia Hollister, film del Programa Ajuria. Es una importante y bella producción.

«EL PEQUEÑO ROBINSÓN» Admirable y gentilmente interpretada por el simpático Jackie Coogan, es esta producción de las que consiguen hacernos pasar un rato delicioso, y aún vuelven a verse con gusto. Obtuvo el buen éxito que consiguen siempre las películas de este pequeño y popularísimo actor.

«LA EPOPEYA DEL MONTE EVEREST» En la próxima semana se estrenará con toda solemnidad en el «Coliseum» la película cuyo título encabeza estas líneas. Irá precedida su proyección de una brevísima conferencia del señor Vidal, miembro del «Centre Excursionista de Catalunya». Dicho Centro coopera a la presentación de esta película, tan importante por su parte documental como por sus excelencias técnicas y artísticas.

La Vanguardia, sábado 30 de mayo de 1925

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EL OLVIDADO

La conocidísima y certera frase que dice que «no es oro todo lo que reluce» tiene una variante según la cual puede afirmarse que donde nada reluce también acaso hay oro. Se nos ocurría esta vulgarísima reflexión viendo en la «Epopeya del Everest» los blancos picos del Himalaya inaccesibles y retadores; los ventisqueros (no «glaciers», ni siquiera «glaciares», señores epigrafistas) imponentes y traicioneros; las resbaladizas y violentas pendientes no holladas jamás por la humana planta; los precipicios espantables, las borrascas de nieve, las altas crestas a las cuales un terrible huracán cuya velocidad constante es de 150 kilómetros por hora arranca blancos jirones; las mil dificultades, los mil peligros que en aquella naturaleza libre y agresiva acechan al hombre. Desde nuestra cómoda butaca gozábamos del espectáculo natural más prodigioso que puede ofrecerse a unos ojos humanos; ante nosotros, acreedores a toda nuestra admiración desfilaban los exploradores, los héroes... Mas faltaba uno; aquel que es oro que no reluce, precisamente, aquel a quien no hemos de ver; aquel que ha sido justamente quien como por arte de encantamiento, ha puesto ante nuestros ojos la nieve y la escarcha, el pico inaccesible y la pendiente escarpada, el precipicio y el huracán, el ventisquero y la niebla rota en jirones, aquel que ha expuesto su vida al peligro una y otra y otra vez, para que nosotros, desde la comodidad de nuestra butaca, admirásemos, libres de todo peligro, la mágica y arriesgada visión. Nos referimos al eterno olvidado de la pantalla: al operador. Con menos motivo acaso que en la citada producción documental en lo que «el olvidado», repetimos, debe haber expuesto de continuo su vida para obtener con su máquina el imponente resultado que nosotros vemos, pero siempre con motivo más que sobrado, el operador cinematográfico, con su complemento del aparato toma-vistas cargado al hombro, por riscos, breñas, escarpes y precipicios, con la manivela por continuación de su brazo, con su interesante figura siempre oculta a nuestros ojos, siempre de nuestro lado, pera lejos de él, el operador cinematográfico es acreedor a toda nuestra admiración y a toda nuestra gratitud. Sus proezas no hallan el acicate de la vanidad ni el aguijón del lucro. Su ganancia material no ha de pasar nunca del jornal previamente establecido; sus facciones, su expresión, su ser, no ha de popularizarse en el lienzo en el que ni aún las letras que forman su nombre han de aparecer en avanzada hacia la inmortalidad. El operador no cobra sueldos fabulosos en que los ceros de la derecha crecen y se multiplican; no recibe por toneladas—ni aún por adarmes—las cartas de las admiradoras de todos los rincones del mundo, no concede interviews ni origina encuestas, concursos y votaciones. Su papel en la farsa es del todo anónimo; es el oro que acaso no reluce porque algo lo cubre y oscurece pero que está. Ahora que tan de moda se ha puesto «el día de...» no estaría de más que los cinéfilos del mundo entero dedicasen veinticuatro horas del año al «día del operador». En ese día los periódicos profesionales nos darían sus retratos y biografías, en los lienzos todos aparecerían sus figuras en el desempeño de su misión, en... Pero no ¡no, por Dios! La modestia deja de serlo en cuanto sus méritos se lanzan a los cuatro vientos, en cuanto el nombre es tal y no anónimo, en cuanto el retrato sale en «los papeles». No, no. Para mayor alabanza suya en un arte donde todo es luminosidad el operador debe quedar en la sombra. Su modestia es su mejor timbre de gloria. Y así será también mejor nuestro homenaje al dedicarle, sin haberle visto nunca, un cordial recuerdo, al imaginar y admirar sus fatigas, sus inquietudes, los peligros a que por nosotros, en la producción

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que nosotros admiramos se ha expuesto; así tendrá mayor mérito sacarle del olvido en que está. Llamémosle, pues, el desconocido, que no el olvidado, y rindámoslo hoy desde aquí el tributo de agradecimiento a que es acreedor.

La Vanguardia, sábado 6 de junio de 1925

Ruth Clifford

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HABLAR POR HABLAR Lugar de la acción: la salida de cualquiera de nuestros cines elegantes. (Líbreme San Reclamo de caer en la tentación de citar nombre alguno.) Época: mediados de junio de 1925, esto es, no ya la actual, sino la actualísima. Personajes: don Juan, el optimista, y don Paco, el de la Rebaja. Don Juan. —No me negará usted ahora que este año, a las postrimerías de cuya temporada cinematográfica estamos asistiendo, haya sido, por decirlo así, el «año de oro» de la cinematografía. Don Paco. —Yo no niego nada. Por la sencillísima razón de que la negación en estos casos implica una afirmación—otra, pero una—y yo jamás afirmo nada. Por otra parte, esa denominación de «año de oro» me parece muy ingeniosa tratándose del cinematógrafo, donde todo va tan de prisa que contar por siglos sería perderse en lo infinito... Don Juan. —¡Por Dios, don Paco! No divaguemos... No se me vaya usted por la tangente, como de costumbre, para no dar su brazo a torcer ni caer en la violencia de querer torcer el mío. Concretemos. Cuando se está tan cargado de razón como yo lo estoy en este instante, bien puede uno permitirse el lujo de concretar. Don Paco. —Concrete usted. Don Juan. —¿No cree usted que la temporada que ahora expira ha sido algo maravilloso, algo que de fijo no soñaron loe creadores del cinematógrafo? Don Paco. —Los sueños van siempre mucho más lejos que la realidad. Claro que la realidad está tejida con el hilo de los sueños... Don Juan, —No, no; esta vez no se me escapa usted... ni del brazo de Shakespeare. Dígame, con sinceridad por primera vez en su vida; ¿verdad que esta temporada ha sido fecunda en prodigios? Don Paco. —No ha sido mala. Pero no hay que adjudicarle a ella toda la gloria. Las anteriores se la prepararon. Don Juan. —Pero culminó en ella. Don Paco.—No tanto. En ella avanzó, sencillamente. Un paso más, un gran paso, al que seguirá dentro de un año otro paso, más gigantesco, tal vez. Don Juan. —Luego, ¿concede usted que aún no ha llegado la hora de la decadencia, de la muerte del cinematógrafo? Don Paco. —¡Por Dios! No está en mi mano conceder cosas de tanta monta. Pero hablar de la decadencia de un arte que apenas acaba de entrar en la mayor edad, por muy de prisa qué en él vayan las cosas, se me antoja algo prematuro. En cuanto a su muerte, ¡si tanto empeño pone en ella el industrialismo!... Don Juan. —¡Es usted incorregible! Si me descuido, la tangente otra vez. Pero no me descuido. Voy a obligarle a atar cabos, por muy difícil que ello parezca... Vamos, así, a boca de jarro: ¿qué le parecen a usted juntos los nombres de «Los Nibelungos», de «Los Diez Mandamientos», de «El Ladrón de Bagdad», «La Caravana del Oregón», «Nuestra Señora de París», «Dorotea Vernon», «La Iliada, de Homero», «El Infierno del Dante», «La Hermana Blanca», «Hollywood» y tantas otras maravillosas producciones como se nos han dado en el transcurso de unos pocos meses? Don Paco. —Casi estoy por convenir con usted en que me han parecido... lo que a usted; una maravilla. De todos modos, hubiera preferido que no se hubiese usted ofendido tanto. Si no hubiese usted nombrado más que tres o cuatro de esas producciones—cuyos títulos, por discreción, naturalmente, me reservo—hubiera tenido que estar con usted de absoluto acuerdo, pero ha citado usted diez, y ello sería,

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naturalmente, demasiada concesión. No quiero, sin embargo, amargarle la gloria del triunfo y callo los reparos que se me ocurren. Don Juan. —Hace usted bien. Don Paco. —No se me enfurruñe usted tan pronto. Ni me tenga por el eterno descontento, que es un antipático papel. Yo también estoy contento, ¿qué más quiere usted?, hasta orgulloso, por la parte pequeña o grande que cada cinéfilo tiene en la cinematografía, del rumbo que el arte mudo ha seguido en la presente temporada. Don Juan. —¡No podía ser de otro modo! ante tantas y tan soberbias producciones... Don Paco. —Si; he admirado sinceramente esas tres o cuatro buenas producciones. Pero mi entusiasmo está del lado opuesto; no por lo que se ha visto, sino por lo que se ha dejado de ver. Don Juan. —¡Hombre! Don Paco. —Como lo oye usted. Ni más ni menos. Para mí, aún considerando algo estupendo el haber podido admirar «Los Diez Mandamientos», «Los Nibelungos», «El Ladrón de Bagdad» y «La Caravana del Oregón» ha sido algo mucho más maravilloso no haber tenido que soportar la visión de espeluznantes películas de series, truculencias folletinescas, perniciosas y antiestéticas, escenas finales de un erotismo mañoseado y cursi, robos, asesinatos y otros fieros males... Las predicaciones de los moralistas y el creciente buen gusto del público—éste más que aquéllas, aunque sea un poco triste confesarlo—parecen haber acabado para siempre con esas cosas. Y este ha sido el triunfo del año para mí. Don Juan. —Entonces, ¿no reconoce usted defectos a la producción de 1924-25? Don Paco. —¿Defectos? ¡Por Dios! Ningún siglo de oro dejó de tenerlos, cuanto más este «año de oro» que a la cinematografía adjudica usted con tanta liberalidad. ¿Nada menos que la perfección absoluta? Ese sí sería el signo inequívoco de una decadencia cercana ya. Don Juan. —Pero no podrá usted dejar de enorgullecerse con el triunfo inmenso de nuestra producción nacional. Don Paco. —¿Dice usted...? Don Juan. —Lo que usted oye. «La Casa de la Troya» ha obtenido un gran éxito en Nueva York. Don Paco. —Un poco prematuro me parece lanzar ya al mercado del mundo nuestra casera producción. Prematuro, presuntuoso y... ¿por qué no decirlo?... hasta impúdico. La exaltación del balbuceo indica una enorme dosis de vanidad. Y, a no ser que se hayan presentado los paisajes sólo... La realización del baile del casino, por ejemplo, no alcanza casi a balbuceo: es de un candor que llega a conmover. Pero ahí tiene usted una confirmación de mi teoría. «La Casa de la Troya», que tiene excelentes elementos argumento simpático, paisajes maravillosos, protagonista linda e inteligente—ha triunfado más que por lo que en ella hay, por lo que en ella falta. Lo que en ella falta, afortunadamente, son los chulos, las majas, las corridas de toros, la España de pandereta, falsa y absurda y... Don Juan. —¡Es usted incorregible! Entonces, ¿no admira usted nada, nada? Don Paco. —Sí. Espero..., que es el mejor modo de admirar.

La Vanguardia, sábado 13 de junio de 1925

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Roy Stewart

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LA LECCIÓN DEL FRACASO Un distinguido compañero en la crítica cinematográfica local, cuya verdadera personalidad desconozco, pues firma con seudónimo, al hacer en una de sus últimas crónicas el balance del presente año, tan fecundo al parecer para la cinematografía advertía cómo esta temporada, si pródiga en triunfos, no lo ha sido menos en fracasos... Y en efecto... No ya en los locales populares, de gran cabida, ancha manga y taquilla al alcance de todas las fortunas, donde es de suponer, sin gran temor a error «que toda violencia, que toda ordinariez halla su asiento», sino en los salones elegantes y caros, a donde es lógico y sabido que acude un público selectísimo por educación y por tradición indiferente, se ha sentado primero el precedente, se ha repetido después el caso con frecuencia, de dar el público y recibir la empresa—autores, actores y productores están lejos—las varias y graduales fases de la protesta: desaprobación correcta, pérdida parcial o total de esta discreción, bastoneo cobardemente recatado en la penumbra—esta penumbra cinematográfica, propicia por igual a la proyección, al donjuanismo y a la indignación anónima;—acentuación o «crescendo» del bastoneo, acompañado del siseo, como algunos celebrados cuplés; pérdida de los estribos, protesta airada, pateo furibundo. La hidra de mil cabezas imponiendo su voluntad, su gusto... o su capricho, por encima de la empresa, de la producción y aún del propio respeto y buena educación. Esto es, dando señales de vida, afirmación de existencia en cuanto a público, a colectividad, a un tiempo defendiéndose y habiéndose temer. Lo cierto es que nuestros empresarios y alquiladores de películas deben haber pasado muy malos ratos, en la temporada a cuyo fin asistimos, y en la que se ha estrenado tanto bueno, tanto malo, y tanto regular. Sentados en la gerencia, ante el «bureau» americano—todo de pantalla adentro ha de ser americano para mejor armonizar con lo de pantalla afuera, o mezclados con el público plebeyo o aristocrático, del salón, deben haber pasado por la misma tensión torturadora, por la misma inquietud escalofriante que en otros tiempos atenazaba al autor dramático cuando, incrustado contra un forillo o un bastidor tenía vida y alma pendientes de los labios de la dama o de las actitudes, más o menos apuestas, del galán. Claro está que los empresarios cinematográficos no es la vida ni el alma lo que tienen pendiente del éxito o el fracaso, sino el bolsillo, o la caja de caudales, mas... en los tiempos que corren, para el caso es igual. Al referirme a la tortura del autor dramático he dicho: «en otro tiempo»... Porque, actualmente, no hay en el teatro temibles fracasos, lo mismo que no hay grandes éxitos. Lo mismo, y por lo mismo. El teatro, que no morirá, a pesar de cuanto las sociedades de autores y los sindicatos de actores hacen por matarlo, va principalmente a la muerte por el helado sendero de la indiferencia. Va la gente al teatro cuando le sobra un duro, a pasar la tarde del domingo o la noche del sábado. Si no tiene el duro o le entretienen los ocios, la radiotelefonía o el «mah-jong» no va al teatro. Porque lo que en el teatro se haga o se diga le tiene sin cuidado. Por eso, porque sin cuidado le tiene ni le atrae ni le indigna, y con la misma razón que elimina los éxitos, descarta los fracasos. Y he aquí la lección del fracaso. Que el público despierta y reclama a su vez un papel en la farsa. Y no un papel pasivo, sino activísimo; nada menos que el de juez, árbitro supremo. Es este un buen augurio para la cinematografía. Cuando mucho se exige, es que mucho se espera del cinematógrafo. Véase ahora a quien corresponde no defraudar la esperanza.

La Vanguardia, sábado 20 de junio de 1925

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Madge Bellamy

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TEMAS NACIONALES En el «New Oxford», de Londres, se ha estrenado recientemente una película, no sabemos si inglesa o americana (americana, probablemente), titulada «Noches de París». El solo título es ya tan expresivo como un argumento de diez o doce páginas cubiertas de apretada letra tipo seis. Trátase, sencillamente de que el cinéfilo de todas las latitudes pueda, cómodamente arrellanado en su butaca, disfrutar del encanto vario y tormentoso de las noches de la Babel parisién. Tormentoso hemos dicho, ya que el susodicho encanto no reside, precisamente, para la mayoría de las gentes, en la poesía del claro de luna sobre el Sena, ni en el perfil que sobre el cielo recortan las torres de Nuestra Señora. La búsqueda de emociones fuertes, de aventuras borrascosas, de panoramas truculentos, es el espejuelo que atrae más metecos a la luminosa ciudad. Claro está que el novelista, el pintor o el peliculista dedicados al género de exportación explotan estos aspectos pintorescos de los países, los agrandan y falsean. El resultado es, tratando de España, la pandereta, refiriéndose a Francia, las «Noches de París». Porque estas «Noches de París» peliculeras son el equivalente francés, hecho por los americanos, de nuestras panderetas españolas. Entre las muchas barbaridades que como atractivos de la cinta se anuncian en los carteles, figura, en primer término, la reconstitución de una batalla (¡!) que, en el año 1919 se entabló entre la policía de París y dos bandos de apaches rivales. Trátase en la película, naturalmente, de una verdadera batalla, en que la policía utiliza grandes y auténticos cañones contra las fuerzas organizadas del hampa. Bastará este detalle para imaginar como será todo lo demás, y comprender que, si no hay, naturalmente, en tal película Cármenes de navaja en la liga y toreros con traje de luces hasta para bañarse, no faltan apaches, «midinettes», Musetas, Rodolfos, y demás fauna galante y arbitraria del París convencional. Todo esto es ya viejo. Lo nuevo, lo novísimo, es que los franceses que antes parecían mirar con complacencia, hasta con orgullo, estas caricaturas de su frivolidad, esta vez se han dado por aludidos, llegando hasta a ofenderse ante la burda mascarada. Lo de la batalla con artillería y todo, es lo que más les ha indignado. Y han puesto el grito en el cielo para protestar de que así se falseen el ambiente y las costumbres de una nación acreedora a todos los respetos. Ello está bien. Muy bien. Reconforta el espíritu esta digna actitud. Más ¿cómo pueden adoptarla en justicia quienes tantas y tantas veces cayeron en el mismo pecado? Esas batallas campales, con cañonazos y todo, en pleno París, inventadas por los americanos vivos para uso y deleite de los americanos bobos ¿no están vistas como por la misma absurda lente que las fiestas de toros y cañas, los navajazos al volver de una esquina, y las apoteosis de los toreros, que ellos se complacen en describir cuando hablan de España? Es verdad que todas las naciones, todas, merecen respeto, y por eso deben respetarse o eludirse, si no se conocen a fondo, los temas nacionales. Y aun hay algo que merece más respeto que las naciones y sus costumbres: la Verdad, a la que en las «Noches de París» americanas, como en la española pandereta francesa, se falta, a ciencia y paciencia, descaradamente. Por eso los llamados temas nacionales son peligrosos, escurridizos, propicios a la explotación por el industrialismo o la mala fe. Hay que tratarlos con profundo conocimiento, con sinceridad y con nobleza. Y esto, no sólo en los históricos, sino también en los de costumbres o en los que muestran algún aspecto de la psicología de los pueblos. De aquí que la «Comisión Internacional de Cooperación Intelectual» que tratará de los problemas del cinematógrafo en la Sociedad de las Naciones, incluya en su programa, como uno de los más importantes, este de los temas o asuntos nacionales y de los films históricos.

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Más como es este punto de una seriedad que se aparta algo de la ligereza, más o menos tempestuosa, de las «Noches de París», bien merece capítulo aparte.

La Vanguardia, sábado 27 de junio de 1925

Percy Marmont

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PARÉNTESIS ESTIVAL La costumbre, ley de leyes, ha llegado a imponer que, aun en los países—como el nuestro, digan lo que digan los que gustan de decir—en que menos estragos ocasiona el calor, en que no se registran catástrofes por asfixia colectiva, ni las gentes caen sobre el asfalto «como heridas por el rayo» que dijeron un día unánimemente los folletinistas, esta época del año sea a modo de un paréntesis en la vida del año y en nuestra actividad. Toda la fatiga que la febril vida ciudadana acumula en nosotros aguarda a que, en esta época precisa, le llegue su turno de merecido reposo. Y aun aquellos que tienen de enero a diciembre, en el no hacer nada, descansado e inacabable paréntesis, se creen, apenas iniciado el reinado del sombrero de paja, en el deber de acentuar cuanto esté en su mano, ese reposo que es, después de todo, su estado habitual. Viene, de aquí, sin duda, el que las manifestaciones de arte que, para quien goza de ellas, no son fatiga sino verdadero, indispensable descanso espiritual, se interrumpan también... Verdad es que el artista tiene también derecho al descanso, pero... ¿y las exposiciones de pinturas, que los artistas han de preparar con varios meses de anticipación? ¿Y los libros, que llevan, generalmente, varios años escritos, y que los editores no «lanzan» hasta que llega, con octubre, el momento de despertar? ¿Y el cine?... Este año se nota más que en los anteriores, el reposo de la actividad cinematográfica. Hace ya mas de un mes que las empresas decidieron limitarse a la proyección de reposiciones. (No es que nos pese de ello, siempre que sean objeto de selección exquisita, pero sólo con esta condición. Al estreno nos lleva el factor curiosidad, que no se repite; a la reposición sólo puedo conducirnos el prestigio adquirido, que es consagración de la obra repuesta). Y aun las reposiciones que se nos dan son, en general, de «relleno». Los empleados de las casas alquiladoras permanecen del día a la noche con los brazos cruzados. El público se queda en casa. Las secciones cinematográficas de los periódicos reducen su tamaño... ¿Qué recurso le queda al cronista? Dejarse ir con el reposo ambiente y dormir... ¿Dormir? El cronista tiene, por su desgracia, el vicio de la actividad. Sabe que no hay nada tan molesto como velar cuando los demás duermen, pero ¿qué le va a hacer? Su imaginación, cuando no tiene en qué ocuparse se entretiene en hacer excursiones no menos cercanas qua de los cerros de Úbeda, para allá, y... ¿Dormir? No, no: mejor soñar, en último caso. Soñamos (¡Es tan hermoso y sale tan barato!) Soñamos. Nos hallamos, de un salto, en el próximo octubre. Se abren los salones cinematográficos, desde luego, —esto ni hay que decirlo—en todas las condiciones que la ley impone, y las que requieren la comodidad y buen gusto del público. Los estrenos se suceden, no con rapidez, pero sí con regularidad, alternando con los films consagrados, a que más arriba hemos hecho referencia. La propaganda, bien orientada y discreta, aguarda a que el público y la crítica den su fallo, para calificar las producciones. Estas, no son las estrenadas en Nueva York, en los días del armisticio, sino las que en el presente, actualísimo estío, salieron, calentísimas, de los estudios norteamericanos. Algunas, claro está, del invierno anterior. Hállense entre éstas «El mundo perdido», de Conan Doyle, que presenta el interés documental de la reconstitución de animales antediluvianos, el delicioso cuento de hadas «Peter Pan», de Barrie; la «Nomola de George Elliot», interpretada por las hermanas Gish; «Madame Sans Gene», última producción de la marquesa de la Falaise de la Coudroy, «née» Gloria Swanson. Todos los estrenos, acompañados de partitura especial y adecuada, permanecen en el cartel tanto tiempo, por lo menos, como permaneció, en su día «Los Diez Mandamientos».

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Las infinitas e infinitesimales empresas de producción nacional hoy en danza, se vienen al suelo. ¿Es esto soñar? Sí, es soñar, porque... Convencidos de algo tan viejo y vulgar como lo es que la unión hacer la fuerza, y de que diez veces tres pesetas hacen la respetable cantidad de seis duros, se levantan formando un sólo cuerpo con una sola cabeza que es un director literario y artístico de gran prestigio. La «Caja», es también una, sólida, fuerte, poderosa (aquí lo de las tres pesetas, etc.). Benavente entra en la empresa. Perojo también. Se contrata a Raquel Meller, a Antonio Moreno y a Ramón Navarro. Desde luego, a algunos elementos de «La Casa de la Troya» entre los que no falta ¡de ningún modo! la sobria e inteligente protagonista. Una de las estrellas primeras es la encantadoramente fotogénica y deliciosamente artista Josefina. Tapies, que dio vida y alma recientemente a cierta desaparecida «Revoltosa». Se queman lo escenarios y aun los metros de cinta impresionada con escenas de «Los Siete Niños de Écija», «El Bandido Generoso», «El iluso Cañizares», «La Maja del Pendeleque» y otras setecientas setenta y siete del mismo corte y nivel. Se toman asuntos naturales actuales, se aprovechan los elementos impagables del país, se penetra en la psicología del momento. Y con todo esto se realiza, en todo el año, una sola película. Con esta película se pierde dinero, pero «no importa». De ella, precisamente, saldrá el que dentro de unos años, con otras, «se gane». La crítica es justa, moderada en el elogio, respetuosa en la censura... El público inteligente, entusiasta, prudente. Los epigrafistas sobrios y acordes con la gramática, el diccionario, el buen gusto y el sentido común... ¡Bah! Soñar es... eso, soñar.

La Vanguardia, sábado 4 de julio de 1925

Mary Philbin

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EL GESTO DEL AUTOR Peter B. Kyne es un escritor, un novelista norteamericano, desconocido todavía entre nosotros. De la buena cepa de los Bret Harte y los Jack London— lo mas sano y lo menos influido por las viejas literaturas europeas, o mas característico, lo más esencial de la literatura americana por lo tanto—, Kyne no es un hombre de la retórica, sino un hombre de la vida, no escribe de lo que le han enseñado, sino de lo que ha visto. Y ha visto y ha vivido cosas muy varias y muy interesantes. Cosas que reviven al correr de su pluma un poco desmañada acaso, pero dotada siempre de la certera elegancia de la sencillez y la sinceridad. Cosas que a través de la lectura de los libros de Kyne, vivimos también nosotros los europeos de la vida vieja, de la vida blanda. Los asuntos de las novelas de Kyne muchas de las cuales tienen rotundos nombres españoles, sonoras reliquias de nuestra dominación que los californianos de hoy guardan celosamente—transcurren en la espléndida, naturaleza de las selvas de California. Sus personajes son, preferentemente, los valientes boyeros («cow-boys») del Oeste, los hombres osados que tendieron las primeras líneas terreas a través de leguas y leguas de desierta sabana, los que forman y costean las patrullas aéreas de protección forestal, los que cultivan y explotan las grandes extensiones de bosque de pino gigante. Entre esta vida fuerte y nueva en que las diferencias industriales o amorosas se resuelven de hombre a hombre, a puñetazo limpio—la bárbara ley de Lynch interviene alguna que otra vez—las figuras femeninas adquieren una extraordinaria suavidad, una incomparable dulzura. La trama de las obras de Kyne es siempre clara y rápida: todo en ellas es acción, todo interés. Estas cualidades las hacen inapreciables para su adaptación al cinematógrafo. Y aquí llegamos a donde íbamos. Peter B. Kyne fue solicitado por las empresas cinematográficas con verdadero entusiasmo. Se le pidió autorización para filmar todas sus novelas. Y se le pagaron cuantiosísimas sumas por los derechos de las mismas. Alguna de ellas llegó a proyectarse... Y así, en pleno triunfo novelístico-cinematográfico, Peter P. Kyne fue invitado a un gran banquete en el cual lo mismo que a otras altas personalidades, se le concedían doce minutos para disertar acerca de un aspecto del arte americano: literatura, escultura, pintura, etcétera, etc. (Un sistema un poco yanqui, pero que no estaría de más implantar aquí, por la limitación que impone.) Llegado el turno a Kyne, el novelista se levantó y empezó a hablar del cine, entrando de lleno en la cuestión de las adaptaciones de novelas a la pantalla. Hay que advertir que el lema de Peter B. Kyne es el siguiente: «Yo no me atengo a regla alguna para escribir. Si en mi profesión existieran reglas, yo faltaría a ellas, una tras otra, para crear la mía propia.» Ello no será, muy clásico, pero es muy sincero y rotando. Peter B. Kyne, fiel a su lema, no se atuvo tampoco a la regla del banquete que ordena no turbar la digestión del anfitrión con censuras, antes dulcificarla con elogios. Porque el discurso del novelista no fue sino una durísima diatriba contra la forma en que se realizan las susodichas adaptaciones cinematográficas. Se declaró disconforme con la dirección y edición de las mismas. Clamó contra el titulaje, contra las mutilaciones, contra las alteraciones de los argumentos. Acusó de ineptas a las personas encargadas en los estudios de realizar tales herejías y demostró como es ilógico que quien no sería capaz de crear una obra, tenga derecho a hacer con ella mangas y capirotes. Estas y otras lindezas resultaron tan interesantes para el auditorio, que apenas llegó a darse cuenta de que, en vez de los doce minutos marcados para los «speechs» habían transcurrido treinta y cinco sin que Kyne soltara la palabra ni para respirar. También en esto el novelista de la frondosa California había saltado por encima de la regla. Claro está, y esto lo sabía él perfectamente, que en

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el salto había dejado los pingues rendimientos que tan ampliamente le ofrecía el cinematógrafo. Naturalmente, la reputación de Kyne en los círculos cinematográficos perdió terreno de modo considerable. Se le tachó de intransigente, de estrafalario, de irascible. Únicamente no se le pudo tachar de interesado porque no tuvo inconveniente alguno en rescindir todos los contratos merced a los cuales cedía sus obras al cinematógrafo. Resultó evidente que para él lo de menos era el dinero, y lo de más la dignidad profesional, el culto a la verdad, caiga quien caiga; la defensa de la integridad de la obra, buena o mala, pero honrada en todo caso. El hecho de volver ahora Peter B. Kyne a escribir para la pantalla después de tres largos años de ausencia, nos da ocasión para resucitar esta vieja historia. Parece ser que los cinematografistas norteamericanos se han decidido a bajar la cabeza, para ir en busca del autor californiano y someterse a todas sus condiciones y concederle todos los honores. Es siempre confortador ver a la fuerza sometiéndose a la inteligencia. La fuerza de los cuartos—céntimos o dólares—que nada puede lograr—ni novela, ni película, ni edificio ni puente—ni a nada puede llegar si la inteligencia no le es lazarillo.

La Vanguardia, sábado 11 de julio de 1925

House Peters

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EL CINE CASERO Parece que con el calor—aunque ello también pudiera ser debido a un natural movimiento de retroceso, después del primer violento impulso de avance, —parece ser que la radiotelefonía pierde devociones. No es ya la cuestión del momento, la palpitación de la hora, la pesadilla ineludible, la preocupación y la conversación obligadas. En las visitas vuelve a hablarse del tiempo y de las enfermedades, abandonando un tanto las galenas, bobinas, receptores, circuitos, antenas y demás términos radiotelefónicos, que, durante unos meses aportaron la atención general de aquellas importantes y originalísimas cuestiones. No quiere esto decir, ni muchísimo menos, que la radiotelefonía vaya de capa caída, antes al contrario, creemos que todas las cosas cuando dejan de ser anecdóticamente «moda» para ser evolución, adquisición, es cuando van camino de consolidarse. Y esta de las ondas sonoras, como las demás. No es, pues, muy de lamentar que la versatilidad de las gentes les reste atención. Más hay, sí, un aspecto bajo el cual no sabríamos lamentar bastante esta paralización en la afición a la galena y al auricular. Aunque esta afirmación pueda, tal vez, mover a alguien a risa, es indudable que la radiotelefonía llegó a obrar, en muchos casos nada menos que el gran milagro de la reconstitución del hogar. ¡No hay que reírse! Que claro está que no se trata aquí de los tristes hogares que las malas pasiones o las turbulencias de la vida derrocan, pero sí de aquellos en que, insensiblemente, la cordialidad va desliéndose, disgregándose en el plúmbeo hastío de todos los días, de todas las horas... La vida sin objeto, la imaginación quieta y las manos ociosas: ¿puede darse corrosivo mayor? Un hogar es «una casa con un corazón», dicen los ingleses. Pues hay que hacer que respondan a algo los latidos de ese corazón. Pues lo que la radiotelefonía logró puede también lograrlo, acaso con muchos más medios, el cinematógrafo. El cine es, esencialmente, arte para todos. No se duermen en él los niños como, por ejemplo, en un recital de piano, ni bostezan los mayores, como bostezarían si se les obligara a escuchar cuentos de brujas y enanos. El cine puede muy bien atar en una misma diversión, en un mismo entusiasmo a chicos y a grandes, y ser para unos y para otros el lazo de grata frivolidad que al hogar les ate, sin que echen así de menos, precisamente esa frivolidad tan precisa, que ahora sólo les es dado encontrar —¡son tan graves, tan ceñudos los hogares en nuestro país!—en el casino, el café, el cine o la calle. Debe abrirse el hogar a la vida grata, de modo que entren en él los rumores y las visiones del mundo. Así como hoy no hay casa sin periódico diario y revista semanal o mensual, por lo menos—lo que no ocurría hace algunos años,—en adelante, no debe de haber tampoco casa sin radiotelefonía económica y cinematografía familiar por cuyo metro escaso de sábana blanca, desfilen las costumbres y los paisajes de las lejanas tierras y las fisonomías de los hombres lejanos, y los cuentos divertidos y los films instructivos para los pequeños, y las comedias de amor para la juventud y las películas documentales de las industrias y de las artes y de la vida toda para unos y otros. Todo ello en el lienzo, y frente al lienzo la familia, el hogar, el «corazón» de la casa. No se explica que el cine—que tantas y tan grandes conquistas lleva hechas, no se haya esforzado más por conquistar los hogares. Acaso sería ello un paso en camino de su dignificación. Pero todo llegará, sin duda.

La Vanguardia, sábado 18 de julio de 1925

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Edith Johnson

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EL CINE EN LA ALDEA

(Don Antonio y don Paco :: En el tren) Don Antonio: —¿Ha visto usted, amigo don Paco? ¡Es insoportable! ¡Verdaderamente insufrible! En la ciudad como en el campo, en la gran población, en la modesta capital de provincia, en la villa, en la aldea, ¡en la aldea! es imposible escapar, inútil querer sustraerse al empuje de la ola cinematográfica. De todo se apodera, todo lo invade. En el que yo creía retiro de mis vacaciones las chiquillas del cabrero visten «sweater» a lo Norma Shearer y lucen melena a lo Gloria Swanson. ¡«Sweater»: las hijas del cabrero! ¡Y que lo pronuncian así, en correcto inglés! Los mozos de labranza se ponen a diario camisa «cow-boy», y los domingos juegan al fútbol y toman vermut. Y los divorcios de Barbara La Marr como las excelencias conjugales de Mary y de Douglas son la comidilla obligada, ni más ni menos que en Hollywood... Don Paco: —Pero ¿por qué se indigna usted tanto? Don Antonio: —¿Acaso le parece que no hay motivo, y sobrado, para mi indignación? ¡Luego dice usted! Nunca el teatro pretendió de tal modo penetrar en terreno vedado nunca... Don Paco: —¡Alto ahí, amigo mío! Y antes que nada ¿a qué esa inevitable comparación odiosa, como todas ellas? ¿Por qué siempre esa oposición de «teatro» a «cine»? Aparte de su falsedad y de su inutilidad, empieza ya esa oposición a encerrar algo peor; una plúmbea vulgaridad. Y el buen gusto, amigo don Antonio, nos manda huir de las ideas hechas como de las frases-cliché. Don Antonio: —Quizá, quizá, pero... me concederá usted que, ateniéndonos a la cuestión nunca el teatro trató de... Don Paco: —Ya que usted se empeña... El teatro sí trató, lo que hubo fue que no supo, o no pudo... Los llamados cómicos de la legua, los más admirables de toda la andante farándula, en el ardor, la fe y el espíritu de sacrificio que ponen en su apostolado, sólo comparables—guardando, naturalmente, las debidas distancias—a los maestros rurales y a los curas de aldea, penetraron con sus bambalinas desteñidas, sus pingajos chillones y su maquillaje de bermellón y corcho quemado, hasta lo hondo de nuestros valles y lo alto de nuestras montañas. Y sólo hallaron en nuestros campesinos la incomprensión, la desconfianza y el escarnio. La aldea no estaba preparada para el arte, siquiera fuese este arte rudimentario y popular de la antigua y la nueva farsa. Y aun la maravilla que en ella encontraron trocóse en desilusión al contemplar el escaso prestigio de los intérpretes. Nadie desdeña tanto la pobreza encubierta como los pobres sinceros. Si la magia del teatro cautivó alguna vez a nuestros campesinos, el cómico fue siempre su hazmerreír. En cambio el cinematógrafo les ha ido lentamente educando, al mismo tiempo que preparando su propio apoteosis. Llegaba de lejos, y la distancia es siempre aureola. Venía con todos los honores y ha entrado por la puerta grande, o, si usted lo prefiere, se ha colado por todas las puertas. Pero me concederá usted que ha sabido hacerlo. Don Antonio: —Sí, sí, pero... no era preciso tanto, señor mío. ¡Hasta la aldea! ¡Llegar hasta la aldeal Don Paco: —Si no se me indignase usted demasiado, le diría cómo creo que en la aldea, precisamente, era donde estaba haciendo más falta. Don Antonio: —¡Por Dios!... Don Paco: —Como lo oye usted. Natural es que el tiempo vaya más despacio camino del campo, pero no que no llegue a él. Si pudieran existir en el mundo rincones cuyo avance, tardo o rápido, no fuera incesante, subsistiría aún en ellos la edad de piedra... o la del mono, si así lo prefiere usted. Y esas melenitas cortadas, esos «sweaters», esas

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camisas «cowboy», y ese vermut y ese fútbol que han entrado de lleno y gracias al cinematógrafo, en la vida de los campesinos, son eso, sencillamente: el tiempo que avanza. Acaso y sin acaso, debe usted al cine el que no apedreen su automóvil cuando pasa por alguno de esos pueblecitos anónimos, y el que los palurdos del rincón de su veraneo no ofendan e insulten a su esposa creyéndola persona equívoca, a pesar de su conducta intachable, y sólo porque lleva en el bolso una barrita de carmín para los labios. De fijo que ahora la farándula de la legua hallaría en las aldeas más respeto, más comprensión y más generosidad. Don Antonio: —Pero ¿me quiere usted decir que falta hacen en el campo ni el teatro ni el cine? Don Paco: —A usted, que todo el año los tiene a su disposición y mucho mejores que los que allí puedan darle, claro está que ninguna. Don Antonio: —Pero ¿no había en la aldea diversiones puras y sencillas, diversiones... bucólicas? Eso es; bucólicas, en las que el verde prado servía de alfombra y la turquesa del cielo de toldo. Los bailes campestres, las meriendas, los... Don Paco: —Todo eso lo sigue habiendo. Las piernas de la gente moza brincarán siempre, con preferencia sobre todo otro pasatiempo, y el buen apetito buscará eternamente sus mejores aliados en el aire puro y el espacio libre. Más daño ha hecho el cine a la taberna y a los naipes distracciones que, sin ser bucólicas precisamente, tenían desmesurado arraigo en la aldea. Don Antonio: —Tiene usted una apariencia de razón, no se lo niego, pero... Llevar a la aldea películas atrevidas, truculentas, inmorales... Don Paco: —Pero oiga usted, don Antonio ¿es que acaso las películas inmorales, truculentas y atrevidas deben darse en la ciudad?

La Vanguardia, 25 de julio de 1925

Rupert Julian

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EL LLANTO EN EL CINE Ocurre en nuestro enlace espiritual con los grandes centros cinematográficos de más allá de los mares, que, de cuanto de tan lejos nos llega, buscando satisfacer nuestro interés... o nuestra curiosidad, lo que por los ojos entra nos satisface de verdad, por entero, y en cambio lo que se nos cuenta nos trae más veces que contento, desilusión. Así, las fotografías que recibimos nos dicen claramente que las muchachas del cine son más bonitas cada día, que Hollywood es un país encantado y que en la Jauja cinematográfica se vive a diario con un lujo, un bienestar y un buen gusto, que para los días de fiesta quisieran los potentados de por acá. ¡En cambio las noticias! Las noticias, cada día más copiosas, son un verdadero torrente de desilusiones. Cuando no se nos dan divorcios y más divorcios hasta una vulgaridad sólo comparable a la del adulterio en la novela francesa, se nos descubre que las pestañas de nuestra estrella predilecta están fabricadas por un afamado doctor neoyorkino y se guardan por la noche en una cajita, a la cabecera de la cama, como las antiguas dentaduras postizas; cuando no se nos descubre, implacablemente, la verdadera edad de una admirada ingenua de cincuenta años se le atribuyen a nuestro astro favorito unas aficiones tan absurdas, que, más que de su originalidad, nos convencen de su tontería. Ahora una revista americana, deseosa de revelar al mundo el procedimiento por el cual las estrellas de la pantalla lloran a la «voz de mando», nos descubre cómo las lágrimas de los artistas—que a nosotros, hohrados espectadores de buena fe, tanto nos conmueven—son verdaderas lágrimas de cocodrilo. Claro que no falta la noticia sensiblera, que hace la falsedad aún más repulsiva. Se nos cuenta, por ejemplo, que Pola Negri llora, como una Magdalena después del arrepentimiento, en cuanto oye tocar una popular polkita polaca titulada «El último suspiro», y que una melodía de Schubert produce el mismo efecto a Conrado Nagel, que la artista noruega Greta Nisson es tan refractaria a las lágrimas que, para arrancárselas, es preciso recurrir a mil expedientes; dejar el local a media luz, hacer que la orquesta toque una quejumbrosa melodía de Grieg y referirle la historia patética de un amor desgraciado. Con los niños se emplean métodos distintos. Por regla general basta para hacerles llorar la amenaza de sustituirles en el papel encomendado por otro cualquiera de sus compañeros. Este método resulta también, según dicen, excelente con algunas mujeres. Con los chiquillos falla, sin embargo, algunas veces. Jackie Coogan, por ejemplo, no llora por nada cuando a el no le da la gana de fingirlo del modo magistral que sabe, y para lograr cierto día que ante el objetivo estallase en amargo llanto, real, verdadero, fue preciso darle de sopetón la noticia—falsa, desde luego—de que su madre se había muerto. Si la noticia no es una de tantas como la imaginación de los cronistas vierte a chorro en las columnas de los periódicos con el solo objeto de dejarlas más llenas, no podemos por menos de censurarlo severamente. No hay ficción que dé derecho a llevar al alma de un niño amargura tamaña. No podemos, no, estar conformes con tal crueldad cinematografíca. Crueldad innecesaria, por añadidura. Tanto como los pollitos cursis de la Negri y las lamentables historias de amor de la Nisson. Y no se crea que por ello vamos a defender las famosas «lágrimas artificiales» a base de parfina, último invento norteamericano surgido, sin duda, del mismo meollo que las pestañas que por la noche se dejan sobre la mesita de noche, guardadas en una cajita. ¡No, por Dios! Nada de lágrimas de laboratorio. Porque no hay laboratorio mas vasto, más rico, más maravilloso que el del alma humana, ni varita mágica par sacar a luz sus prodigios—lágrimas o risas—de tanto poder como el arte. Y por ello, como no nos convencen ni las evocadas por músicas

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cursis, ni las obtenidas mediante crueldades inútiles, ante el llanto de Pola Negri, de Greta Nisson, de Jackie Coogan, o de sus hermanos los otros astros, creemos y seguiremos creyendo que Jackie Coogan, Greta Nissen, Pola Negri y los otros, lloran y nos hacen llorar, sencillamente, porque son humanos y porque son artistas.

La Vanguardia, sábado 1 de agosto de 1925

Lilian Gish

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EL PAISAJE, OLVIDADO Vistas desde el valle, las montañas pardas son como gigantes que, olvidados un momento de su majestad, se dispusieran a iniciar risueña sardana. Y desde la altura los valles parecen cuadritos de un pintor del ochocientos, minucioso y concienzudo, pinturas de composición rica y varia, en que no se omitió detalle: prados, bosquecillos, blancas cintas de los caminos que, serpenteantes se cruzan: un río, en que se miran, pensativos, los álamos, un puente, un gruño de cipreses austeros y melancólicos, las masías y el campanar de la parroquia lejana, una yunta de bueyes sobre un cuadrado de rojiza tierra de labor, y, sobre la esmeralda de la hierba, un pastor rodeado de sus corderos e inconsciente de la bella nota de vida y de color que su presencia pone en el paisaje. Al otro lado de los montes, los alientos, extendiendo sus múltiples brazos patéticos, nos recuerdan que estamos cerca del Pirineo. Y una cascada cristalina y viva, salta monte abajo, canta, ríe y juega, y aquí y allá, cuando encuentra un lugar donde hallarse a gusto, o el juego le cansa, se detiene, prudente, formando un remanso o lago que los plátanos —¡Unos plátanos bien distintos, casi de otra casta que los plátanos entecos y polvorientos de nuestras ciudades!—rozan un día y otro con su beso constante y suave. Los montes juegan al escondite detrás de la niebla, y el sutil ropaje de las hadas, nos es unas veces dosel y otras casi alfombra. A la mañana, después de una noche de lluvia, parece el paisaje nuevecito, como si para regalo de nuestros ojos acabara de crearse. Y al atardecer, una luz fina, suave, tamizada, nos deja entrever mejor el alma perennemente triste del paisaje. Y he aquí que, en medio de esta naturaleza que en variedad acaso ninguna otra iguale, en que, a poca distancia de los bosques intrincados de árboles centenarios—majestad, grandeza—se encuentran perspectivas risueñas, graciosas, suaves; en que se dan todos los aspectos, todas las tonalidades, todos los matices, he aquí que no podemos por menos de pensar con cierto rencor en nuestro naciente arte cinematográfico. Es inconcebible, parece casi inverosímil que productores y directores, hayan desdeñado sistemáticamente y casi sin excepción hasta ahora el único elemento verdaderamente digno de tenerse en consideración, que tenían a mano. Quéjanse a toda hora de la carencia de capitales que empujen la nueva industria, de la escasez de astros y de estrellas que le den el rutilante brillo que en su tierra tienen un Charlot o una Mary Pickford y se olvidan de que a dos pasos de ellos hay algo propio de no igualado esplendor y riqueza: el paisaje de España. Algo, además, que es esencial, básico, en cinematografía. De fijo que si Charlot y Mary y los otros que tanta admiración como ellos nos causan, se hubiesen movido siempre sobre un fondo tan poco fotogénico como el patio de una casa de vecindad o el tendido de una plaza de toros, ni hubiesen llegado a ser lo que son, ni hubieran alcanzado a parecernos tan admirables. La belleza del paisaje de España es cosa, de tan sabida, olvidada. Y nuestras gentes, dígase lo que se quiera, son, o van siendo, cada día más sensibles al paisaje. Nuestros artistas de las artes grandes hace tiempo que lo han descubierto. Y hay viejos paisajistas del pincel, como Mir, y paisajistas maravillosos de la pluma, como Ortega y Gasset o Azorín. En cambio, en nuestra producción nacional cinematográfica no hay, que nosotros recordemos, más que dos nobles intentos de película española en que se dé valor al paisaje: unas escenas de «Para toda la vida», película de Jacinto Benavente, editada en Francia, y en la que se nos muestran unos desolados—mas no exentos de grandeza—paisajes de la provincia de Soria, y las vistas de Galicia «La casa de la Troya», que aún a pesar de la muy disculpable impericia de los realizadores, motivaron muy justamente todo el ruidoso e inesperado éxito de dicha película.

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Parece que este último elocuente ejemplo debería bastar. Más, por lo visto, no basta. Después de «La casa de la Troya» la producción nacional se ha intensificado. El éxito de la película de Lugín fue buen acicate... Pero los paisajes bien elegidos, bien comprendidos y bien tomados no se han repetido. No hemos salido del patio de la casa de vecindad, la verbena de barrio madrileño, el tendido de la plaza de toros y sus alrededores. De estas películas se han pretendido enviar algunas al extranjero, poniendo por pretexto o disculpa a la monotonía de su carácter, la obligada frase de que lo único que fuera de aquí puede interesar es lo más característicamente nuestro. Pues, ¿puede darse algo más característico de una tierra que esa tierra misma. ¿No está más su fisonomía en el paisaje que en las falsas, absurdas costumbres que para su uso inventaron cuatro saineteros? El desdén de nuestros cinematografistas por el paisaje, único filón inacabable y cierto de bellas producciones que hoy por hoy tienen a mano, es tan contrario a sus intereses que sólo a desconocimiento podemos lógicamente achacarlo. Sinceramente creemos que un viaje detenido, largo, bien trazado, de productores, realizadores y artistas, desde el Pirineo al Guadalquivir, del clásico Mediterráneo al desmelenado Océano, cambiaría por completo el destino de nuestra producción nacional, y sería fecunda promesa de un porvenir al lado de las grandes cinematografías del mundo.

La Vanguardia, sábado 8 de agosto de 1925

Jack Maxic

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MISTER JOHNSON EN EUROPA Mister Johnson está en Europa. En París. No debe confundirse a este mister Johnson con el conocido boxeador negro del mismo apellido. Nuestro mister Johnson es blanco y rubio, hijo y ciudadano de la libre América, como nacido a orillas del Broadway, que decía un amigo mío, profesor de geografía, y no ha venido a Europa e enseñarnos los puños, sino que antes al contrario, le ha traído para acá una misión de paz. Mister Johnson es en la América de la pantalla—Cinelandia, como se dice ya en todo el mundo—un personaje importantísimo. Su tarea, esencial. El es el encargado de revisar todas las películas americanas, antes de ser distribuidas, y de él, por lo tanto, depende, en último término, la suerte de toda aquella copiosa producción. De la magnitud de este personaje nos haremos fácilmente cargo al decir que está en relación directa con la magnitud de dicha producción. Ahora, como decíamos, mister Johnson viene a nosotros con diplomática y pacífica misión. Parece ser que los cinelandeses se han alarmado de que aquí pudiéramos creer que ellos boicotean la producción europea y naturalmente de que esto, como consecuencia, les restara simpatías en nuestros mercados. Los americanos saben que la simpatía es una flor preciosa y rara y no se descuidan un momento en su cultivo. Y esto es precisamente lo que mister Johnson ha venido a hacer a Europa: estrechar lazos, desvanecer temores, cultivar simpatías. He aquí algunas de sus declaraciones, hechas apenas puso el pie en el andén de la estación de París. «Es mi deber afirmar—dijo mister Jonson a los periodistas franceses—que los sentimientos de la América cinematográfica son en la actualidad de una completa cordialidad para con sus competidores europeos. América reconoce y aprecia, sobre todo, las excelencias de la espiritualidad francesa, y si el público americano no se interesa por las producciones cinematográficas realizadas en Francia, es, sencillamente, porque le resultan demasiado sutiles, y su gracia o su dramatismo escapan a nuestra penetración. En América se considera la industria del film como el único arte en que el país se ha distinguido verdaderamente (¿verdad que este mister Johnson habla como un libro?). Por lo tanto, no puede tacharse de inmodesta a América cuando reclama el primer lugar del mundo en la industria cinematográfica. Ahora bien: esto en modo alguno significa el «boicot» para las producciones extranjeras, que si no se proyectan en nuestro país, no es, en modo alguno, debido a rivalidad industrial, sino a imposición del público. Si el film americano ejerce suprema soberanía en América es, sencillamente porque sus escenarios son los que más gustan al público americano. Y, en general, a todos los públicos. Que es el del cinematógrafo un lenguaje universal y, por lo tanto, debe tender a ser entendido de la mayor masa de gentes. Y esto es lo que todavía no ha logrado en América—excepción hecha de las películas históricas—ninguna producción de otro país.» Es fácil ver que nuestro pacífico mister Johnson, con toda su diplomacia, y toda su cordialidad, no se muerde la lengua. «El boicot» de que a nosotros nos acusáis os lo ponéis vosotros mismos no haciendo mejores películas que las que nosotros hacemos», —viene a decir. Y tiene razón. «La película francesa está en general hecha para un sector de público determinado, y resulta, por lo tanto, localista... y empalagosa»—puede traducirse de otro de sus párrafos. Y aquí la razón y la experiencia le asisten también. «Sólo nosotros hemos dado con el lenguaje universal que debe hablar la película; los demás no habéis pasado del balbuceo y cuando queréis hablar de corrido, lo hacéis en vuestro propio lenguaje, y los demás nos quedamos en ayunas». Así es, así es. ¿A qué nos vamos a enojar por la superficial fanfarronería, si en el fondo de ella se oculta una gran verdad?

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Claro está que no vamos a descorazonarnos imaginando que sólo los americanos y su dinero pueden lograr el milagro. Mucho puede el dinero, pero, por fortuna de los que no lo tenemos, no lo puede todo. El dinero solo no va a ninguna parte, porque no tiene cabeza ni pies. Sin el oro americano se realizaron en Noruega las primeras producciones de arte, y se descubrió—así como suena—el valor artístico de los primeros términos y la expresión fotogénica de la psicología de los personajes. En Francia, en Italia y en Alemania se ha realizado también alguna producción propia, genuina y—no a pesar de ello, sino precisamente por ello, —por lo tanto, universal. La preocupación de crear escuela es la que empequeñece, localiza, y perjudica a los productores de Europa. El teatralismo en Italia, el conceptismo en Francia, el caligarismo en Alemania y el «pintoresquismo» en España hacen que la mayor parte de la producción de cada uno de estos países resulte ininteligible para los demás. En cambio, Francia en la Historia, Italia en el Clasicismo, Germania en la Leyenda y, ¿por qué no España en el Paisaje?, hallan medio más que sobrado de hacerse entender. No hay más árbitro que el público, aún por encima de mister Johnson. Y el mejor modo de no temer el «boicot» de ningún género es lograr producciones que, a juicio del público, sean mejores que las del que las haga mejor.

La Vanguardia, sábado 15 de agosto de 1925

Clara Bow

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SILUETA DE UN HOMBRE MÚLTIPLE Por desgracia suya, el cronista cinematográfico frecuenta escasamente la sociedad de las muchachas cinematográficas. Llamo así, siguiendo la corriente, a las señoritas que concurren asiduamente a los cinematógrafos. No sé, por lo tanto, si Jorge O'Brien, el astro de la sonrisa—hermano en esto de Douglas Fairbanks, que es el de la risa—goza entre el elemento femenino del mismo favor que un Novarro, un Catelain o un Valentino. Supongo que sí, o de otro modo habría que confesar que no reina la justicia en el corazón y en los ojos de nuestras damiselas. Como no hemos profundizado en cuestiones de estética masculina no sabemos si O'Brien es el hombre más guapo del mundo. Suponemos que no, porque tenemos la convicción de que no existe en el mundo hombre que lo sea. Así como convencidos de que «ellas» son todas las más bonitas del mundo... Por lo menos una gran parte, en la que se cuentan, naturalmente, todas las estrellas. Lo que no puede ocultársenos es que Jorge O'Brien es alto, fuerte, atlético, varonil: todo un hombre. Es también todo un actor, que sabe y siente lo que hace. (Saberlo sólo o sentirlo sólo, no basta, no basta...) Se ha dicho que el atractivo de Jorge O'Brien reside en que descendiente de franceses e irlandeses se hermanan en él, felizmente, la fuerza y la serenidad sajona y la gracia latina. Puede ser, puede ser... Pero a nosotros nos parece que el innegable atractivo del astro francoirlandés está más bien en la multiplicidad de sus actividades. Hombre del trabajo y del ocio, destácase en él bien la silueta de «el hombre que trabaja y que juega». La corrección del «gentleman» y la fuerza del atleta. Jorge O'Brien nació en San Francisco de California, de una familia de la clase media y allá por el novecientos. Se educó en el Colegio Politécnico de Santa Clara, donde recibió y se asimiló cultura sólida y brillante. Durante la guerra se alistó en la marina y obtuvo plaza en un submarino. Después, al ser licenciado, estudió la carrera de medicina. Y en tanto, y antes y después practicó todos los deportes de mar y de tierra, recorrió a caballo las selvas de América, figuró en pugilatos atléticos, se hizo admirar de las damas en campeonatos de tennis, fue mandando un barco de vela, a la Polinesia. Cierto día trabó amistad con Tom Mix. El popular astro cow-boy le habló del cinematógrafo y sus posibilidades y no le fue difícil comunicar a O'Brien su entusiasmo. A falta de contrata y de papeles lucidos, el hombre de la sonrisa se conformó con llevar la cámara de Tom Mix por montañas y llanos, tarea que solo su hercúlea fuerza no hallaba pesada. Un buen día fue contratado por William Fox para interpretar el principal papel de «El caballo de Hierro»... y nada más. La gloria, de golpe y porrazo. Es decir, es decir... No tan de golpe, que ello fuera o disparatado o injusto. No tan de golpe. Acaso el aprendizaje ante la cámara toma-vistas no fuera muy largo, pero, en cambio, lo fue y muy intenso además, ante la vida. El ancho horizonte visto, en el mar, las largas extensiones recorridas, en la tierra, las penalidades en tiempo de guerra, la asimilación de la cultura en horas de paz, los libros y el boxeo, el ejercicio de la medicina y el de la raqueta, el politécnico y la Polinesia, han formado la sonrisa serena de Jorge O'Brien, y su arte. ¿Tanto—diréis—para interpretar películas? Tanto. Y aún algo más, si es posible.

La Vanguardia, sábado 22 de agosto de 1925

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Jorge O´Brien

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LA REVOLUCIÓN DE LA HONRADEZ Esta revolución de la honradez, tan necesaria en todos los órdenes, y en todos tan nueva, parece que va a empezar su apostolado por el mundo del cine. Su iniciador, según nos cuenta R. Seele en «El Monitor», de Boston, ha sido Mr. Will H. Hays, importante personaje de la cinematografía americana. En febrero del año pasado declaró solemne y enérgicamente Mr. Hays que el cinematógrafo sólo podía subsistir por la moral, y que, en las películas que no tenían un fondo moral, no ñoño ni hipócrita, sino sólidamente moral, el cine resultaba un mal negocio. Protestó de que se filmasen, bajo ningún pretexto, novelas u obras teatrales de moralidad dudosa, y que no pudiendo darse en la pantalla en cruda traducción gráfica del original hay que hacer en ellas tantas supresiones, modificaciones y mixtificaciones que, cuando llegan al público les queda sólo el título originario, lo cual no deja de ser un manifiesto engaño. La responsabilidad moral del productor de películas es, según el sentir de Mr. Hays—y del nuestro con él, naturalmente—muy superior a la del novelista o el autor dramático. Cuando el escritor ha conseguido editar cien mil ejemplares de un libro, puede decir que ha llegado a una máxima difusión, rara vez lograda; en cuanto al autor de obras de teatro que necesita una compañía, una oportunidad, y un público capaz de pagar el subido precio de una butaca cada vez que dichas obras se representan, no llega a la multitud con la facilidad que el productor de cintas cinematográficas. En la gran ciudad, en la provincia, en el villorrio como en la aldea, los locales dedicados al cine surgen y se multiplican como las hormigas. ¡Es tan fácil la instalación, tan sencilla y generalizada la distribución de películas, tan irrisoriamente barato el precio de entrada! El cine, que en algunas ocasiones es espectáculo para los escogidos, es siempre diversión para las masas. Al realizarse en América una película cinematográfica, se sabe a punto fijo que, sin salir de aquel continente dicha película será vista por cincuenta millones de personas. Y las películas americanas se proyectan, además, en todo el mundo. Otro importantísimo punto en el que se muestra implacablemente intransigente el honrado revolucionario Mr. Hays es en su deseo de una limitación al relumbrón y efectismo de los títulos. «Bautizar las producciones con títulos demasiado sugestivos para atraer a la gente sin dar importancia a que luego esa misma gente quede defraudada, es patente pecado de inmoralidad»—declaraba en febrero de 1924. —Y asimismo aconsejaba a las empresas que evitaran la propaganda exagerada, chocanera, atrevida y hasta, en algunos casos, indecente, lo mismo gráfica que escrita. Véase si esto, dadas las proposiciones que la propaganda cinematográfica ha alcanzado en estos últimos tiempos, no es, más que un apostolado, una revolución. Los novelistas y autores dramáticos, a quienes proporcionan sumas más redondas los derechos de adaptación de sus obras a la pantalla, que las obras mismas, estaban ya en contra de Mr. Hays. A ellos se unieron, como era de esperar, las agencias anunciadoras y los implacables jefes de propaganda. Mas la revolución iniciada por Mr. Hays no se limitó a una simple escaramuza de teorías, como tantas otras, Mr. Will H. Hays, hombre doblemente moderno, por ser novecentista y por haber nacido en Norte América es, ante todo y por encima de todo, hombre de acción. Inmediatamente después de haber lanzado a los cuatro vientos su moralizador programa, creó la gran organización Hays, con el fin de revisar las producciones y darles su beneplácito o ponerles su veto. Una especie de censura libre, sin consecuencias, ya que la organización Hays no podía impedir que la película por ella rechazada se proyectase. Era una a modo de prueba. Nada más... Nada más... pero tanto. Desde principios del año 1924 en que empezó a ejercer esta autocensura, han empezado a verse ya los resultados Las películas a que Mr.

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Hays dio su aprobación han sido las de mayor éxito y mejores rendimientos. —¡Oh, esa deliciosa «¡Honrarás a tu madre!».—Las rechazadas por él y los suyos, a pesar del bombo y los platillos empleados en su propaganda, no han pasado, en gloria ni en provecho del fracaso o de la mediocridad. De donde se deduce que la revolución de la honradez, ¡tan precisa, Señor!, tiene dos pingues resultados: uno para el espíritu y otro para el bolsillo. Ya que la primera escape a sus ideales, a ver si siquiera la segunda empuja a nuestros productores, empresarios y alquiladores hacia esa bienhechora revolución.

La Vanguardia, sábado 29 de agosto de 1925

Sally O´Neill

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LO QUE HAY EN CARTERA

Como para las modistas, para los empresarios no empieza el año en primero de enero, sino en últimos de septiembre. Y lo mismo para los clientes de unas y de otros. He aquí por qué el momento actual es el de mayor expectación en ambas esferas. «¿Qué se llevará este invierno?» —se preguntan, hondamente preocupadas nuestras mujeres. Y todo son espionajes, y atisbos, y rebusca de datos y anticipaciones. El cronista cinematógrafo tras interminable bostezo de tres meses de forzada inacción, siente despertar su actividad, va, viene, trajina, visita a empresarios y alquiladores una y otra vez; quiere ser el primero en recoger el dato, en dar la noticia... Y al fin, tras tanto ir y venir, al mediar septiembre la esfinge apiadada, o lo que es lo mismo, el empresario y el alquilador dulcificados por las cercanas dulzuras de la taquilla abierta, acceden a decirnos lo que tienen en cartera. La verdad es que esta vez lo que en la cartera hay no nos defrauda, antes merece bien nuestro anterior ajetreo, nuestro incesante ir y venir. He aquí algo de lo que en ella hay. Los «Artistas Asociados» que producen, como es sabido, poco pero escogido, nos brindarán este año toda su nueva producción. Cinco películas nada más, pero todas de categoría. Ante todo «América», de nombre sobrio, magno y evocador, película de epopeya, que ha dirigido uno de los magos de la cinematografía: D. W. Griffith. Después una de cada uno de los tres «pies» que sostiene la Asociación: Douglas, Mary Pickford, Charlot. La producción de Fairbanks es una producción del famoso «Signo del Zorro» que dio al feliz esposo que hoy goza. Llámase en inglés esta cinta «Don L´slove history» lo que, probablemente, se traducirá al castellano por «Don X. hijo del zorro». Mary Pickford es en su nuevo film la ingenua de siempre, que aquí se llama Anita Ronney; y, por último, Carlos Chaplin (Charlot) en su doble papel de director y actor, nos presenta la tan cacareada «Quimera del Oro» de la que se asegura es su mejor y más importante producción. Cuentan también de Rodolfo Valentino, primero que para dicha firma ha interpretado el favorecido astro italiano, y de la cual no se conoce el nombre aún. Entre una producción copiosísima, la Paramount nos brinda cuatro de las llamadas películas-cumbres. La primera especial de la temporada cuyo título inglés es «The Wanderer of the Waste Land» se estrenará en la primera semana de octubre, siendo sus protagonistas Jack Holt y Catalina Williams. El asunto se desarrolla en el Oeste americano y toda ella es en colores naturales, por el procedimiento del technicolor que con tan buen éxito se nos presentó en el trozo del Éxodo de «Los Diez Mandamientos». Por la Paramount volveremos a admirar a la gentil Gloria Swanson, esta vez convertida en una decidida y franca francesa: en «Madame Sans Gêne». Conocida de todos es la fábula de Sardou que tan buena fortuna hizo por todos los escenarios del mundo unos años atrás. Se nos dice que el ministerio de Bellas Artes de Francia prestó gustoso su cooperación a la Paramount para la realización de esta película, y que, gracias a ella, podremos admirar en diferentes escenas del film, la carroza de Napoleón I, el lecho de María Antonieta, los palacios y jardines de Malmaison, Fontainebleau y Compiegne y otros lugares; íntimamente unidos a la historia de Francia. Es peligroso apuntar éxitos por anticipado, mas no deja de ser dato interesante el saber que a su regreso de Francia a donde la bella artista de todas las elegancias fue especialmente para la filmación de esta película—volvió Gloria a Hollywood cubierta de honores, y con un marido marqués. Otra de las grandes exclusivas de la Paramount nos dará a conocer esta temporada será «Monsieur Beaucaire» cuyo argumento se desarrolla en la fastuosa corte de Luis XV. La figura central de esta película es Rodolfo Valentino en quien encaja bellamente el papel de «beau» de la época. Le acompañan en la interpretación Bebé Daniels, Louis

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Wilson, Doris Kenyon, Lowell Sherman y Paulette du Val. En cuanto reparto no se puede pedir más. Y ahora, de un modo especial, vaya nuestra gratitud a los que han de traernos como regalo de Nochebuena la delicia del «Peter Pan» ¡Les hace tanta falta a nuestros chicos... y a nuestros grandes, conocer la encantadora fantasía de Barrie! Pensando un poquito, parece mentira que Sir James Barrie nos sea tan poco conocido, teniendo un valor tan grande, y en un mundo tan pequeño como es nuestra Europa. Aparte algún intento teatral aislado y nada resonante, ni autores, ni traductores, ni críticos, ni empresarios, ni editores han mostrado en España, conocer, siquiera, la existencia del gran autor inglés. Lo poco que de él sabemos nos lo ha dado el cine. Primero «El admirable Crichton», ahora «Peter Pan», el niño que no quiso crecer... ¡Oh, cuando llegará navidad! Sabemos también que El árbitro de las elegancias, encargado en John Barrymore, quien puede resucitar como otro ninguna la figura del dandy Brummel (un americano jamás hubiera comprendido la esencia del dandysmo, que alienta en el espíritu inimitable de ese actor inglés nieto de Garrick) se nos presentará por mediación de la casa Verdaguer. Y que la Fox,... y que la Universal,... y que Gaumont... Mas el espacio de mi «Comentario» es corto, y la cartera está muy repleta. Otro día la acabaremos de vaciar.

La Vanguardia, sábado 5 de septiembre de 1925

Ramón Novarro

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NOSOTROS EN LA PANTALLA Nosotros, precisamente, no. Es esto un modo de decir, por extensión, como otro cualquiera. Nosotros, aquí, significa los españoles. Y ni aun esto, porque, en realidad no se trata ni siquiera de «ellos» sino únicamente, exclusivamente, de «ellas». Esto es, de nuestras artistas. Ya no es único y excepcional el triunfo de Raquel Meller, artista española victoriosa entre los magos de la cinematografía, ante el aparato toma-vistas, y en el blanco lienzo, ante el público de todo el mundo. Otra estrella nuestra, Isabelita Ruiz, acaba de merecer el honor de ser designada protagonista de una nueva película de Henry Roussell, cacareada durante varios meses de realización y propaganda con el título de «¡Destino!». No puede atribuirse a un simple capricho el hecho de que el inteligente realizador de «Violetas Imperiales» haya sustituido en sus producciones mejores a una española con otra española. No hay que creer tampoco en la absoluta carencia de brillantes estrellas cinematográficas francesas. Las hay de tan alta categoría como Huguette Duflos, Elmire Vautier, Rachel Devirys, y Jeanne de Balzac, esa descendiente del ilustre autor de «La Comedia Humana», que a última hora ha surgido para encarnar—muy bellamente, según dicen— la inmortal «Salambó», de Flaubert. Aunque nosotros no tengamos una especial predilección por la labor cinematográfica de las artistas francesas, es de suponer que al público francés le gustarán más que a nosotros. El hecho de que el mejor realizador con que hoy se cuenta en Francia, escoja siempre entre españolas sus protagonistas, equivale a un implícito reconocimiento de superioridad. Es lógico que contra lo que se había dicho ligeramente— ¡cómo tantas cosas se dicen!—la mujer de España resulte grata de admirar en la pantalla. Nada importan los desdichados conatos de cinematografía forjados con elementos teatrales, que han dado por resultado el fracaso más absoluto. Nuestras actrices, excepción hecha de Rosario Pino en la generación teatral anterior y de algunas que entre las jóvenes pueden contarse con los dedos—Pepita Díaz de Artigas, Josefina Tapias, Catalina Bárcena, a ratos—son la negación más absoluta de la vida, de la naturalidad. Lleva nuestro teatro algunos años de ser escuela de malas costumbres artísticas. Además de que el cine, salvo en aquellos casos esenciales en que todo el arte es uno, no es lo mismo que el teatro, ni muchísimo menos. Es... otra cosa. Otra cosa en la que deben reinar, sobre todas, las otras cosas, esas cualidades que antes hemos citado: vida, naturalidad. Por ellas los niños, lo más antipático, lo más absurdo y antiteatral que en el teatro puede darse, triunfan plenamente en el blanco lienzo. Y lo mismo, y por lo mismo triunfarían las mujeres de nuestro país, que son acaso menos elegantes, menos refinadas que las francesas, pero, por lo tanto, más naturales, más ingenuas, de vivacidad menos estudiada, de gracia más espontánea, más acorde con la definición que de la gracia hace Maragall, diciendo que es «un saberse y un no saberse» a un tiempo. Francesas e italianas «se saben» demasiado para ser espontáneamente graciosas. ¡«Nosotros» en la pantalla! (Pero no en la nuestra, desgraciadamente...) ¡Las artistas de España triunfando por esas tierras de Dios, como estrellas mundialesl ¡Raquel Meller, Isabelita Ruiz, Isabel Rodríguez, a quien la Paramount acaba de contratar en la lejana América! Lo triste es pensar que éstas han llegado porque supieron volar a tiempo. En casita, interpretando «Gigantes y cabezudos», «El Bandido Generoso» y «La boba de bacalao» no hubieran, sin duda, llegado a dar ni un día de gloria al arte cinematográfico. Y es más

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triste aún ver como se malogran, como se enmohecen, verdaderas vocaciones, privilegiados temperamentos, como el de Josefina Tapias o el de Carmen Viance.

La Vanguardia, sábado 12 de septiembre de 1925

Laura La Plante

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A MODO DE CONTRAATAQUE Cuando alguien ataca a un amigo nuestro en ataque injusto, dentro del pesar que nos causa verle maltratado, hallamos un noble goce en que ello nos dé ocasión de salir a su defensa calurosamente. Y encontramos en nuestra amistad y en la estricta justicia, bríos para chillar más que nuestro adversario, argumentos para echar por el suelo los suyos, energía para dar manotazos, fuego interior con acalorarnos y echar lumbre por ojos y boca. En cambio cuando es justo el ataque, cuando en él se condena lo condenable y se abomina de lo digno de abominación, cuando es la acusación cierta, y clara la verdad que en ella se encierra, por mucho que sea nuestra devoción al amigo, por muy incondicional que nuestra adhesión le sea, nuestro furor no puede ser tal, sino pena,— más grande cuanto el amigo nos sea más tiernamente querido—pena y humillación que nos hace oír la diatriba con las orejas gachas y nos impide levantar la voz si no es de modo pusilánime, casi lindante con el ridículo, ya que en cuanto nuestro tono quiere ser arrogante, pasa a destemplado. En vulgar pero gráfica frase diremos que, en tal caso, nuestra situación es a modo de un «apabullamiento» total. Algo de esto nos ha sucedido después de conocer la opinión que las películas norteamericanas merecen al espiritual escritor Robert Wichols y que, compartiéndola, glosa en un reciente y razonable artículo nuestro ilustre Luis Araquistain. «¿Por qué no son mejores las películas yanquis?» —nos cuenta el literato español que se dijo y dijo al mundo entero con toda franqueza, el literato inglés. Y solo para contestarse a sí mismo la peliaguda pregunta, nada halagüeña, ciertamente, para los poderosos cinematografistas norteamericanos, Wichols dio el salto de Londres a California, y permaneció un año largo en Hollywood, de donde nos trae la mala nueva de su descubrimiento, según el cual, la causa de los desastres artísticos del cinematógrafo está en la escasa mentalidad y mucha barbarie de algunos manufactureros cinematográficos capaces de ignorar qué lengua se habla en Australia, de creer que «Madame Bovary» es un cuentecillo del «Saturday Evening Post» y de no saber en que siglo floreció en el mundo esa maravilla que hoy llamamos «el genio de Shakespeare»; en la vulgaridad del público, de todos los públicos, a un tiempo chabacanos y sentimentales; y, en fin, en que el arte cinematográfico yanqui, dependiente en todo de los dólares yanquis, es más industria que arte. Ello da ocasión a que Araquistain nos diga, bella y documentadamente a su vez como «el pecado radical de la cinematografía yanqui es que no la dirigen artistas sino capitanes de industria. No creadores de belleza, sino poseedores de dinero», y que «la industria de las artes se prostituye sin necesidad superior, por mero lucro. Y de ahí que su tráfico repugne más que a ningún otro a toda conciencia honrada.» Esto es, que el industrialismo, vida del cine como negocio, es la muerte del cine en cuanto arte. Una verdad tan clara y tan noble que todo el fervor de nuestra cinefilia, nunca desmentida, no halla fuerza bastante a aliviar nuestro «apabullamiento», y a permitirnos alzar la voz en defensa de lo que, a toda costa, quisiéramos defender. Mas he aquí que sucede hoy con la cinematografía americana lo que un tiempo ocurrió con la literatura francesa. Es la más copiosa, la más extendida, cabe en ella ampliamente lo bueno y lo malo, y por eso son sus pecados los más visibles, los más patentes, los más cacareados. Pero los pecados de la cinematografía americana no son sino los mismos de todas las cinematografías; la barbarie de los empresarios de cine del mundo la misma barbarie de la mayoría de los empresarios de cine de teatros, de editores y marchantes de cuadros y objetos—en general de cuantos con arte trafican—; la vulgaridad del público que en el

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cine aplaude ñoñeces sentimentales; truculencias absurdas y patochadas groseramente cómicas, la misma vulgaridad del público lector que compra novelas blancas y novelas verdes, del que en el periódico busca ávido, el folletín, y en el teatro «se hincha» de reír—es expresión adecuada al mismo público—con el astracán. Y aún tiene el cine una disculpa que los demás no tienen. Todo arte, libre en principio, se ata al yugo del industrialismo en su decadencia (así juglar y trovero dependen hoy del empresario y del editor). Y hay que tener en cuenta que el cine, arte de ayer, no declina, sino que se eleva. ¿Por que no esperar que sea en él al revés que en las demás artes y que acabe por donde los otros empiezan, desprendiéndose, en lo posible, del industrialismo? Mas el insigne Araquistain anuncia otro artículo tratando de este mismo tema, y él nos dará ocasión a reanudar este comentario.

La Vanguardia, sábado 19 de septiembre de 1925

Percy Marmont

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HABLANDO CON EL HOMBRE DE LA CÁMARA (Hombre de la cámara: traducción literal y bárbara de «cameraman», expresión tal vez menos correcta, pero desde luego bastante mas gráfica que «operador», que, de una legua, trasciende a cirugía y hospital.) Pues he aquí que este hombre menudo, atildado, correcto, que, con los dientes apretados como los sajones, habla un castellano tan puro como para sí lo quisieran algunos vallisoletanos, que nos ha concedido el honor de una entrevista para LA VANGUARDIA y que charla larga y entusiásticamente de las cosas de su profesión es uno de estos «cameramen» meritísimos y, a veces, injustamente olvidados, llega ahora de la mismísima Cinelandia y trae a nuestra tierra una noble misión. Hablamos de don Fernando Delgado, uno de los 1.325 operadores de la casa Fox, que se halla actualmente en Barcelona y que pasará, según su plan, dos años entre nosotros para filmar todo cuanto encuentre fumable en nuestro país. El señor Delgado, que es de origen latino, pues que nació en El Ecuador, que ha seguido paso a paso la infancia del cine y ha contribuido a su plenitud, que ha recorrido el mundo con su cámara a cuestas, lo mismo en la paz que en la guerra—fue oficial de aviación, al servicio de Francia, el año 14, y mas tarde operador de Gaumont,—que conoce hasta los mínimos detalles del arte y la industria de hacer películas, el señor Delgado el «hombre de la cámara» que la casa Fox nos envía, habla con entusiasmo de nuestras posibilidades cinematográficas. Suavemente le contradecimos: —Hasta ahora—aseguramos, no sin rubor, —casi todas las tentativas de cinematografía española han sido desastrosas. ¿No cree usted que nos falta arte, gracia? —¡Oh, no! ¡De ningún modo!—protesta. — Ni arte ni gracia les faltan a los españoles. En la cinematografía americana triunfan muchos compatriotas de ustedes. En los talleres, y con la cámara también, pero sobre todo en la parte artística. En las orquestas de América apenas hay una docena de músicos americanos. Los «astros» españoles, como Moreno, lo son completos. El pintor de moda hoy en Nueva York es un español: Usabal. No, no es gracia lo que les falta. Ni arte. Más bien, energía; dotes de organización. Y, a seguida, nos cuenta la pintoresca odisea de Mr. William Fox, que ocupaba una posición humildísima hará veinticinco años escasos, que tenía pasión por el teatro y que, con los primeros cuartos que logró reunir se compró una barraca de vistas fijas, que iba exhibiendo de feria en feria, y con la que se arruinó cinco veces consecutivas... Pero no cejó en su empeño. Hoy, cumplidos apenas los cuarenta y un años, es presidente de la sociedad que lleva su nombre, y que emplea en su industria el respetable capital de ciento veinte millones de dólares. —Son cifras que marean, realmente, —asentimos. Y luego, con cierta candidez de pueblerinos del mundo, nos atrevemos a preguntar: —Sobre todo, las de los sueldos de los artistas. ¿Está usted seguro, señor Delgado, de que no hay en ellas la exageración de unos cuantos ceros de más? —No. Realmente los sueldos de los astros y estrellas de la pantalla alcanzan proporciones fabulosas. El de Tom Mix es casi incontable... Una verdadera incógnita... Pero todo en este mundo es relativo, y de esos fabulosos sueldos ha de salir el vestuario, no menos fabuloso, y, en cierto sector personal, la propaganda, cuyo precio sí que es incontable..., como el sueldo de Tom Mix. Aventuramos otra candida pregunta. —También derrochan millones en propaganda las casas productoras. Pero en esta clase de propaganda, a la americana, todo es poco. El reciente viaje de Tom Mix a Europa le ha costado a la Fox 175.000 dólares en cifras redondas. Tres meses de viaje del astro,

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acompañado de toda su familia, a todo lujo, con servidumbre, automóviles, el perro favorito, el caballo predilecto... Por cierto que fue muy gracioso: al salir de los Estados Unidos llevaba Tom Mix consigo tan sólo a estas dos bestias inseparables; al volver, transportaba toda una menagérie. ¡En todas las ciudades en que se detuvo, sus admiradores infantiles, sabiéndole aficionado a los animales, le ofrecieron presentes de este género! De todos modos, fue un dinero bien gastado el que la Fox empleó en dicho viaje; esta política de acercamiento es siempre fecunda; en París, sólo por ver el sombrero de Tom Mix se daba la gente de puñetazos. Con la escasa habilidad que nos tocó en suerte, intentamos llevar el hilo de la grata charla hacia un terreno que nuestro interlocutor, modesto, rehuye. Es precisamente el que trata de los hombres de la cámara, de sus vidas, de sus afanes y peligros, de sus triunfos... Tanto insistimos que logramos vencer la modestia del señor Delgado. —Se dice de nosotros—declara—que flirteamos con la muerte. Y es así. No quiero hablar de mí... Bastará que cite a uno de mis compañeros: A Roussell Muth, quien para obtener una cinta en que debía verse el cráter del Vesubio, se cernió sobre el terrible volcán en una aeronave y descendió a tan poca altura, tan cerca de la horrible boca, que por tres veces se le derritió la película virgen. Dicen también que fue memorable mi paso por la barandilla del puente de Brooklyn con un tomavistas que pesaba cien libras, a cuestas, y en un día de furioso viento. Pero he dicho que no quería hablar de mí mismo. Cuando el público, cómodamente sentado en sus butacas, ve aparecer en el lienzo una roca sobre el abismo, un precipicio, un picacho que diríase roza a los cielos, rara vez se le ocurre pensar que, para captar aquello, el aparato tomavistas debió acaso hallarse en lugar más inaccesible, y que junto al aparato, cargado, entorpecido con él y por él, debió hallarse un hombre. He aquí porqué resulta irrisorio hablar de triunfos... —¿Entonces...? —Entonces..., en el deber cumplido hallamos nuestro mejor triunfo las más de las veces. Nuestra actividad llega a ser como una borrachera, como una fiebre... La competencia, la certeza de lo mucho que valen nuestros compañeros nos estimula también a no querer ser menos que ellos. Bástele a usted un dato: el último eclipse, ocurrido a las dos de la tarde, pudo verse en nuestro noticiario, y proyectado en los principales cines de Nueva York ¡a las seis de la tarde del mismo día! Nos empuja también al avance la conciencia de nuestra responsabilidad; los metros de película que nosotros damos al Noticiario son proyectados diariamente ante 40.000 personas y sus títulos traducidos a treinta y cinco idiomas distintos. —¿Y en ese Noticiario?... —En ese Noticiario me propongo, y se propone la empresa Fox que se acerquen al mundo entero las «cosas de España», los paisajes, los monumentos, las danzas, las costumbres, las bellas mujeres... Y con todo ello, la España verdadera, sin cascabeleo de pandereta ni negruras inquisitoriales; la España, tan mal conocida, y, sin embargo, tan, casi instintivamente, bien amada... En Norte América hay muchos enamorados de España: entre ellos Mr. W. Sheenalm, nuestro vicepresidente, de quien puede decirse que es la cabeza de nuestra organización, y que ama tanto este país, que con el deseo, vive entre ustedes... Otra vez nos sentimos provincianos del mundo, ¿pues no nos han conmovido las sencillas palabras de Fernando Delgado? Y para mejor disimular nuestra emoción, que es—a nuestro juicio—nuestra flaqueza, preguntamos alegremente: —Y las muchachas... ¿Son de veras tan bonitas las muchachas norteamericanas como el cine nos las presenta? El hombre de la cámara ríe con nosotros. —Tanto... y más—dice. —Ello se debe, sin duda y sobre todo a la fusión de las razas y

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a la cultura física. Hay verdaderas bellezas... Entre las descendientes de irlandeses, sobre todo. Claro está—añade, galante, don Fernando Delgado, que es a un tiempo un «gentleman» británico y un espiritual latino, —claro está que al hablar de mujeres bonitas, es preciso callar donde están las de España.

La Vanguardia, sábado 26 de septiembre de 1925

Pauline Frederick

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EL RURALISMO EN PANTALLA

Avanzando en su seria diatriba contra el cinematógrafo en general, y más en particular contra las películas yanquis, hace el ilustre Araquistain la observación, como suya, atinada, de que, en la producción cinematográfica norteamericana, impera sobre todas las cosas, el ruralismo. Pues, siguiendo en sus averiguaciones al inglés Nichols, resulta cosa cierta que el factor determinante del éxito en tales películas son los «hick», esto es, las granjas del centro occidental de los Estados Unidos. «Poco importa que una película guste en las grandes ciudades y en el extranjero,—nos dicen el autor inglés y el ensayista español—. Si no es grata a los «hicks», al gran mundo rural yanqui, que es, por lo visto, el que da mayor contingente de espectadores al cinematógrafo, el fracaso es seguro. Como en política, también el campo impone su arte a la ciudad en los países más agrarios que industriales. Es verdad. Es verdad, sin ningún género de duda. Las películas americanas del género llamado del Oeste, en las que reinan el puñetazo y las carreras en pelo, en que los buenos lo son de una vez y los malos de un tirón, en que las comedias acaban en boda y los dramas en muerte violenta, en que todo asunto tiene un punto lineal rotundo y toda bondad un premio y toda maldad un castigo, denuncian de tres leguas el ideal simplista de los «hicks» y su ruralismo. Así la línea divisoria exacta entre lo moral absoluto y lo inmoral irredimible. Así la limitación de los tres personajes: héroe, bufón y traidor. Así, sobre todo, el premio obligado y supremo consistente en una linda muchacha y un gran automóvil. Es de veras lamentable esta tiranía estética que nos viene de tan lejos y de tan bajo. Pero no es la peor. Ortega y Gasset en un síntoma de la insinceridad de nuestros placeres actuales, en el hecho de que finjamos complacernos asistiendo a comedias y dramas donde todavía, como hace cincuenta años, dialogan un marqués y una adúltera. En el teatro y en el libro las gentes más distantes y más distintas de los hicks americanos, nuestras viejas gentes europeas, gentes ciudadanas y entecas que jamás montaron un caballo, ni descargaron un puñetazo ni se tumbaron panza arriba sobre la hierba, reclaman también punto final para los asuntos y premio y castigo para buenos y malos. Los grandes públicos, desde mucho antes de que el cine naciera, no consienten que la fábula «quede en el aire». La vaguedad—que es sutileza, finura, —del gris, como resultado o mezcla de blanco y de negro, de rojo y azul, no ha sido jamás comprendida por las grandes masas de público. En el teatro, en nuestro teatro muy especialmente, lo estamos viendo todos los días. Se nos han ofrecido tímidas, vergonzantemente, las obras de sir James Barrie y no han llegado a triunfar. Y no se diga que esta degeneración estética nos venga del cinematógrafo. Antes de que la pantalla y el toma-vistas existieran como espectáculo público, se calificó de geniales a las obras de Echegaray. No ha recibido influencia alguna de los «hick», ni en su esencia acusa ruralismo alguno el lamentable engendro de nuestro astracán. Ni es rural el público que lo aplaude y fomenta, antes al contrario, los teatros mejor frecuentados de Madrid son los que más lo cultivan y en el viejo solar de nuestro teatro clásico se abre paso, a todo honor, a las astracanadas de Muñoz Seca, y a los melodramas de Pilar Millán Astray. El chiste dislocado, el vocablo retorcido son la esencia de aquéllas, y estos hallan su mejor refuerza en la parrafada amplia y sensiblera No puede hallarse nada más alejado del mutismo cinematográfico, ni del ideal simplista de los «hicks». ¿Entonces...? Acaso una corriente general de mal gusto, de la que es la tiranía del industrialismo factor principal. Pero no la pantalla y su ruralismo. En el ruralismo—la tierra, la vida, la sencillez—tal vez pudieran hallarse elementos sanos, ingenuos y nuevos con que «volver a empezar».

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El ideal del «farmer» americano podría elevarse, sutilizarse, pues que aún es rudimentario. No así el del público asistocrático que ha degenerado hasta hallar goce estético en el astracán. Y al fin y al cabo, entre uno y otro .mal, siempre será preferible el puñetazo y la carrera en pelo a campo libre, que la salita viejo modernista en que desde hace más de cincuenta años eternizan su discusión la adúltera y el marqués.

La Vanguardia, sábado 3 de octubre de 1925

Jackie Coogan Norman Kerry

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TURISMO POR LA PANTALLA Claro está que, como casi todas las cosas de este mundo, el turismo tiene dos aspectos. Uno, el que los miopes del ochocientos ridiculizaban en el inglés de opereta, obsesionado por su Badaeker y su catálogo de sensaciones del mundo. Y otro, el que cualquier hijo de vecino puede experimentar en sí mismo con sólo acercarse a la Naturaleza, y cambiar la monotonía de su horizonte habitual por otro nuevo y vario, y buscar y hallar el conocimiento de los hombres, de las tierras y de las cosas que le eran desconocidas. Revela pobreza de espíritu en todo momento, y en algunos, mezquindad envidiosa el reírse del turismo. El turismo es tan bello y provechoso que sus beneficios alcanzan por igual al que lo practica y al que recibe su visita. Hay países que, salvo las primitivas bellezas de la tierra—atracción del turista—todo cuanto son lo deben precisamente al turismo. Así Suiza. Por eso las naciones conscientes y amantes de lo suyo y cuidadosas de sus intereses, fomentan el turismo por todos los medios. No así nuestra España. Dijérese que aquí nos estorba la gente que viene a dejarnos su cordialidad y su dinero. Mientras la historia, el arte y la naturaleza atraen al viajero de todas las partes del mundo, parece como si nosotros nos complaciéramos en alejarlo. No hay fomento del turismo en pueblo tan adecuado para él como el nuestro. Porque, como no sea para lamentarlos, más vale no hablar de los intentos desastrosos que hasta ahora se han hecho. Por ello nos ha regocijado de veras la noticia que a nosotros llega de que se está exhibiendo en Gijón una película de Asturias impresionada por la Feria de Muestras. Trátase sencilla y noblemente de una sucesión de paisajes de extraordinaria belleza, enlazados de modo que son como un viaje a través de la región fértil y bella. A semejanza de la película de Galicia con que Rey Soto alivió hace algún tiempo la morriña de sus paisajes los gallegos de América, esta film de Asturias está destinada, a pasar los mares y llegar, como un trozo de tierra que sale al encuentro de sus hijos, en peregrinación maternal, hasta los asturianos que sienten la saudade del país lejano. Sería así consuelo pero no revelación. Mas ¿por qué no ha de serlo? El fomento del turismo requiere, ante todo, propaganda de las cosas bellas de cada país. Una a modo de anticipación ilusionada, prometedora de realidad. El paisaje, nuestro paisaje,—¡Galicia, Asturias, Cataluña, Mallorca!—difundido por medio de las pantallas del mundo, bien pudiera atraer el turismo, el buen turismo hacia acá. Ahora que los franceses que vienen a nosotros en busca de la España de Gautier y de Dumas, tienen que marcharse decepcionados del todo; ahora que los ingleses que esperan hallar a cada paso toreros llevados en hombros, majas con navaja en la liga, pantoros e inquisición han de confesar su fracaso, es preciso volver por nuestro prestigio y ofrecer al mundo algo que realmente le podamos dar. Y creemos que no habrá que quejarse del cambio que significaría en sustitución de tan ridicula mentira tan bella verdad.

La Vanguardia, sábado 10 de octubre de 1925

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Ethel G. Terry

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FRACASADOS DEL LIENZO Es muy significativo el hecho de que los productores norteamericanos, en vista del gran número de muchachas que, faltas de medios de vida, anhelantes, decepcionadas, agobiadas, física y moralmente, ronda los estudios californianos, hayan decidido construir un edificio de grandes dimensiones en el cual poder alojar a las que un espíritu aventurero o una loca ambición mal enfocada empuja hacia Hollywood, hasta que sus familias les remitan el dinero suficiente para regresar a sus respectivos hogares. Es significativo el hecho, y es muy de agradecer el humanitarismo de esos productores que así se preocupan de la suerte de las gentes que quedan al margen de su producción. Más... Con humanitarismo o sin él, en el arroyo o alojadas en el gran edificio, esperando el auxilio de los suyos, o ya sin esperanza, es verdaderamente horrible, desde un punto de vista puramente espiritual, la situación de esos miles de jóvenes—mujeres en su mayoría—que salieron de sus casas, que rompieron con sus familias, que arrostraron, tal vez, la pérdida de posibles y plácidos amores, para ir en busca de una gloria y una fortuna que juzgaban segura—tan ciertos estaban de sus posibilidades, de su «fuego sagrado»—y que han de volver al lugar de donde salieron con el airoso gesto de la rebeldía, con la cabeza baja y cortadas las alas, decepcionadas, no escuchadas, no vistas, fracasadas, amargadas en lo más puro que existir pueda: la ilusión. Es una paradoja esta de que los directores de los estudios no puedan atender a los aspirantes que desean trabajar en la pantalla, y que en cambio declaren, cómo ante todo necesitan artistas, artistas, artistas... Pero es que no bastarían todos los directores de toda la producción cinematográfica del mundo para examinar, probar, ver siquiera a la falange inconmensurable de candidatos a «astros» y «estrellas». Entre esa masa anónima en que predominará, como es natural, la mediocre, ¿cuántas bellezas, cuánto arte, cuántas vocaciones verdaderas no se perderán? En rara asociación de ideas trae esto a nuestra memoria la vieja costumbre turca de que fueran las mujeres de la familia—las «keurodji», se llamaban, en el desempeño de sus funciones—quienes eligieran esposa para los hombres de su casta. Las keurodji hacían la visita de examen a la presunta elegida, y, antes de que el interesado la hubiese visto una sola vez, pesaban, medían, escrutaban, interrogaban a la doncella, y hacían o deshacían, según su gusto y criterio, el casamiento. Fue esta una de las costumbres contra la cual más han luchado las mujeres de la nueva Turquía. Y se comprende. ¡Cuántas bellezas, inadvertidas en el frío examen de las «keurodji», no hubiesen descubierto los ojos y el corazón de un hombre, de un enamorado! Así las modernas aspirantes a estrellas del lienzo, nunca vistas por los ojos expertos de un Cecil B. de Mille o un Jesse L. Lasky, a quienes no llegarían todos los minutos de una larga vida para dedicar sólo media hora de atención a cada una de las solicitantes del título de «estrellas». Que lo más doloroso de la derrota de estas fracasadas del lienzo acaso no es la ruina de sus cualidades, sino la ignorancia de ellas, la falta de ocasión para demostrarlas. Aunque al fin y al cabo, si se piensa bien, el gran número de incautas ambiciosas que acuden, como moscas, a la miel de los estudios y de los dólares de Hollywood, es para escamar un poco. Sabido es que en todo arte—¿y quién puede ya dudar de que el cine lo sea?—son pocos los elegidos, pero, aunque se conceda que sean muchos los llamados, no tantos, no tantos... La inconmensurable falange de fracasadas del cine nos hace pensar que acaso hay más ligereza que vocación en ese impulso de la mujer de hoy hacia Hollywood. El amor a la felicidad de que un día hablamos. ¡Parece tan sencillo oficio ese de «ser fotogénica»! Más, por lo visto, no es tan sencillo como parece.

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La Vanguardia, sábado 17 de octubre de 1925

Malcolm Mc. Gregor

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MUCHA PERO NO TANTA A cada nueva temporada que empieza, vuelve a colocarse sobre el tapete cinematográfico la cuestión, siempre palpitante, de la responsabilidad. No ya sólo aquí, sino en todas partes, y lo mismo en lo que se refiere a la producción que en lo tocante a distribución y proyección, la censura frunce el ceño y empuña la palmeta en cuanto oye pronunciar, con todas sus letras, o con algunas menos, la palabra «cinematografía». El cinematógrafo, como rezan los diccionarios, o el cinema, como dicen los franceses, o, todavía más brevemente, el cine, que decimos nosotros, es, desde unos cuantos años después de su aparición—que lo que es antes no pudo ser más inocente—y, debido, sin duda, a una mala época de transición, de evolución el caballo de batalla de los defensores de la moral. Ante todo, hemos de declarar que nada nos parece tan digno de defenderse. Y que no se nos oculta que la responsabilidad moral contraída por el cinematógrafo es mucha responsabilidad. Mucha, pero no tanta. Actualmente, se han censurado y prohibido en Inglaterra, y en la América sajona, las adaptaciones cinematográficas de novelas que tenían, desde hacía tiempo, entrada en todos los hogares. Y el censor ha dado por motivo, que la influencia, y, por tanto, la responsabilidad del film es superior a la del libro. ¿Superior cualquier otra influencia, moral o inmoral, a la influencia, inmoral o moral, del libro? ¡Oh, no, no! Ni aún en tierra de analfabetos—y ni Inglaterra, ni los Estados Unidos lo son—hay influencia superior ni responsabilidad mayor que la de la letra impresa. Todo realismo y toda delectación cabe en las páginas del libro (como cabe también todo idealismo, y toda noble exaltación) y lo que en la pantalla se rechazaría no ya por la censura, sino, sencillamente, por la decencia, en el libro se va poco a poco enseñoreando de nosotros, aun contra nuestra misma voluntad. Para defender lo moral, para rechazar lo inmoral, nada nos parece demasiado. Antes, lo que firmemente quisiéramos, sería ver defendida la moralidad y rechazada la inmoralidad por igual en todos los terrenos. No hay razón ninguna para que la proyección cinematográfica sobre un lienzo blanco, sea mirada—como ahora, realmente, lo es—con especial recelo por los moralistas. Todo depende, como es natural, de la imagen que sobre el lienzo se destaque. Ni más ni menos que, en el libro, todo depende de la idea que sobre el papel se estampe. Con papel, tipografía, y tinta de imprenta, se hacen libros piadosos... y novelas pornográficas. Sobre el lienzo pueden destacarse las turbias andanzas de Mesalina y el suave reinado de Jesús de Nazareth. Y lo mismo en todo lo de la vida, y en todo lo del arte que es su ficción. Con los mismos colores se pintaron las viejas imágenes que en las catedrales llaman a nuestro fervor, y las bacanales de la antigüedad. Así la palabra, el don más divino de todos los dones, es arroyo fresco, manantial de bienes en el sabio y en el santo, en el maestro y en el niño, y nido de víboras en el réprobo y en el maldiciente. Todo lo anima el espíritu, que es donde reside todo bien y todo mal. Por ello el cinematógrafo no es esencialmente bueno ni absolutamente malo. Ni moral ni inmoral. Es... un nuevo campo de actividades del espíritu, que ha de adentrarse por él, para el bien o para el mal. Como la del libro, como la de la pintura, y la escultura, como la de la palabra, como la de la vida y la de del arte, la responsabilidad del cinematógrafo es mucha... Mucha, pero no tanta.

La Vanguardia, sábado 24 de octubre de 1925

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Marion Davies

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CARAS BONITAS Sobre mi anárquica mesa de trabajo en que se amontona la labor cotidiana, en triunfante primer término, bien encima del cúmulo de papelotes que me abruman la vida, bien a la vista, formando parte del rincón dilecto en que, en el viejo jarro de Talavera, una rosa otoñal se desmaya, tengo, también anárquicamente revueltos, un par de docenas de retratos de estrellas cinematográficas. Jóvenes, lindas, graciosas, todas; ¿quién no las conoce? Mary Pickford, Gloria Swanson, Lila Lee, Norma Shearer, Marión Davies, ese «encantiño» de última hora que se llama Betty Bronson y que debe su maravilloso encumbramiento a tener unas piernas tan ingenuas como las de un chiquillo de diez años—ésta fue una de las cualidades que hicieron que sir James Barrie la eligiera para su Peter Pan; —y tantas, y tantas... Son como una sonrisa sobre la ceñuda tarea de la mesa. Lástima que, en castigo al desorden que añaden al natural desorden primitivo, haya que ordenarlas... y encerrarlas en un cajón. Confieso que no lo hago sin pena. Y sencillamente, por ¡son tan alegres las chiquillas! Las miro, una tras otra, antes de meterlas en su encierro. Mi viejo amigo, que, contemplando perezosamente cómo el humo de su cigarro se eleva, se eleva, tiene la osadía pacífica de aburrirse y dormitar, frente a frente de mi trajín febril, hace un gesto desdeñoso al ver mi acción. Y yo, de buena fe, de la mejor buena fe, le muestro, antes de enterrarla en la lobreguez del cajón, a la más rutilante de las estrellas. Y después a la otra, y a la otra, y a la otra. —Vea usted—le digo, en parte, por expresar lo que en aquel momento siento, en parte—cariñosamente, por distraer su aburrimiento, —vea usted: no hay una fea. El me mira, socarrón, y mira luego a los retratos; y vuelve a mirarme, y pasa de nuevo minuciosa revista a las fotografías. Después, con el mismo gesto desdeñoso con que las tomó, me las devuelve, dándome tarda, pero rotunda, respuesta. Dice: —Ninguna bonita tampoco. Yo le miro, desconsolado. Por un momento, creo que se burla. Pero, no, no. Es absolutamente sincero. Lo que a mí me agrada y hasta me admira, a él le repugna. Claro está que mi viejo amigo es cinéfobo furioso. Y ante mi asombro, y frente a los retratos de las por él desdeñadas estrellas, me hace una disertación sobre el concepto de belleza, a la manera clásica, vuelve a coger los retratos y, facción por facción, rasgo por rasgo, las desmenuza, las pulveriza, hasta demostrarme que, en efecto, no hay ninguna bonita. Y sin embargo... Y sin embargo estas muñequitas de allende los mares, con su gracia, con su ingenuidad, con su garbo, han hecho una revolución en la belleza misma, y han impuesto la naturalidad, la comodidad, la salud y la lógica, destrozando y pisoteando el abultado protocolo en que estaban las viejas—viejas, que no antiguas—leyes de la hermosura y la elegancia. Se han acortado las faldas, se han aflojado las ropas, han rechazado el corsé, se han cortado el pelo... Han desobedecido las leyes de la tiránica moda de París, y no sólo en el traje, sino en el pensar y en el vivir... Son las mujercitas de hoy, y, feas o bonitas, en ellas tiene la mirada fija el mundo entero. Pero he dicho que son de hoy... Y mi viejo amigo es de ayer. O aun mejor, de anteayer. Y tal vez estribe en ello todo. De fijo que, en su tiempo, no resolvía discutiendo cuestiones de belleza.

La Vanguardia, sábado 31 de octubre de 1925

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Madge Bellamy

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TRAGEDIA REAL Nos llevaba aún la niñera al cinematógrafo cuando, entre la anónima de los precursores de entonces, empezó a destacarse, claro y distinto, el rostro de un verdadero, rutilante astro. Una cara incorrecta pero saladísima, de chiquillo travieso, unos ojos llenos de toda la vivacidad de todos los ojos vivaces del mundo, un bigotín recortado cómicamente —¡entonces, que se llevaba con enhiestas guías a lo kaiser!—una figurilla juvenil, movible, inquieta, de una comicidad nada grotesca, antes con pretensiones a cierta elegancia. Eran los días del «Debut de un Patinador», de «El Primer cigarro Colegial» y de «La vida vista a través del monóculo». Eran los días de los comienzos, verdaderamente apoteósicos de Max Linder, primer astro cinematográfico francés. En la, todavía breve Historia de la Cinematografía es nuestra opinión que el nombre de Max Linder ocupará preferente lugar. Y no ya en la Historia de la Cinematografía francesa, sino en la de la cinematografía mundial que, aparte las preferencias y el rumbo actuales, tenemos que reconocer debe mucho a aquélla (Sobre todo en los orígenes.) En la época—remotísima aunque nos pese—en que los programas cinematográficos se componían de una serie de vistas fijas alternadas con la danza de «La mariposa en colores» o las habilidades de un señor barbudo y solemne haciendo juegos de prestidigitación, la llegada de Max Linder aportó al blanco lienzo por primera vez, un poco de gracia, de interés, de arte. Por primera vez las películas tuvieron un argumento, y el intérprete una personalidad. Personalidad que, durante largo tiempo, perduró como «única». Dábanse ya hermosas películas como «La Muerte del Duque de Guisa»—que también marcó época, que también fue un film precursor—y los nombres de los intérpretes de estas producciones serias no eran siquiera conocidos del público. Sólo Max Linder, con sus cómicas piruetas, su radiante alegría, sus ojuelos vivaces y su negro bigotín, conquistaba a pasos agigantados la popularidad. En los documentos oficiales, desde su nacimiento a su muerte, ocurrida en trágicas circunstancias hace pocos días, Max Linder fue Gabriel M. Leuville. Había nacido el año 1888 en el pueblecito de Saint-Loube y era hijo de un acaudalado matrimonio del país. A los diez y seis años ingresó en la Universidad de París, donde empezó las carreras de Medicina y Derecho. A los diez y siete comenzó a tomar lecciones de declamación y, a poco, debutó en la escena hablada, haciendo papeles secundarios en algunas obras del repertorio clásico. Dos años después de haber pisado las tablas por primera vez, Gabriel Leuville—el futuro Max Linder—abandonó el teatro para empezar la carrera de arquitectura. Mas tampoco se avenía esto bien con su carácter inquieto y renunció definitivamente al estudio para entrar en el arte frívolo, en las «varietés», iba camino de lograr en ellas un puesto distinguido, si no eminente, cuando empezó el auge del arte mudo. La inquietud del joven actor le impulsó en seguida, irresistiblemente, hacia las posibilidades que en el nuevo arte pudiera encontrar. Y el arte nuevo no fue avaro con él. Verdad es que él le dio a manos llenas cuanto era y tenía: su juventud, su alegría, su eterna inquietud. La fama de que Max Linder gozó, el favor popular que le acompañó llegó a ser inmenso. En el año 1912 se presentó en el teatro de Novedades de nuestra ciudad, y, para tomar localidades se formó a la puerta una cola interminable. Las modistillas llenaron el teatro la única tarde en que se presentó. Y, al finalizar el espectáculo fue tanta la aglomeración que dos parejas de Seguridad, montadas, tuvieron que acompañarle hasta el hotel. Es gracioso, y muy perdonable dado su carácter, recordar que en aquella época Max Linder se vistió de torero para lidiar unos becerros en Las Arenas.

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Después Max Linder, el alegre, el juvenil, el inquieto Max, «hizo la guerra», la gran guerra de 1914. Recibió dos heridas de bala en el pecho y curó de ellas. Pero no todas las heridas de la guerra grande las hicieron las balas, ni todas curaron al cerrarse las llagas... Licenciado en virtud del armisticio, Max recibió tentadoras proposiciones de un estudio de Norteamérica, que tardó en decidirse a aceptar y que al fin aceptó para doce films, de los que sólo pudo realizar tres. Volvió a Europa, enfermo. Se casó hace dos años... y ahora ha muerto trágicamente. Ahora ha muerto. Dicen que le atormentaba una mórbida propensión a ver sólo el lado sombrío de las cosas. Mas en su vida artística, en su vida pública, Max se nos mostró siempre juvenil, alegre, inquieto, como en sus buenos tiempos. Ni por un momento sintió, como Charles Chaplin, el deseo de mostrarnos sus aptitudes dramáticas. Tuvo el pudor del dolor, que es acaso el más respetable. Respetémoslo Y en vez de ahondar ahora en el detalle de la tragedia real, recordemos sólo al Max de nuestra juventud, al alegre, al optimista, al inquieto «Aprendiz de Patinador».

La Vanguardia, sábado 7 de diciembre de 1925

Art Acord

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«DON Q. HIJO DEL ZORRO», EN EL PATHE En el salón de pruebas del Pathé Palace se efectuó hace pocos días la prueba privada para la prensa de la película de loa «Artistas Asociados» titulada «Don Q., hijo del Zorro». Una película de Douglas Fairbanks es siempre un atractivo cierto, y más cuando viene precedida de la fama de este Don Q. Continuación de la conocida producción «El Signo del Zorro», le auguramos al hijo el mismo éxito que obtuvo el padre en pasadas temporadas. Douglas interpreta pintorescamente su papel sobre un fondo, también pintoresco, mejicano-español.

UNA AVENTURA EXTRAORDINARIA

En el Kursaal se pasó el martes pasado, en prueba privada, esta película de la casa Gaumont, en la que, una ascensión en globo y las peripecias consiguientes, sostienen durante toda la duración del film vivo y continuado el interés del espectador.

La Vanguardia, sábado 7 de diciembre de 1925

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LA DESCONCERTANTE LOLA

La escena silenciosa empieza a tener voz, o lo que es lo mismo, dicho en llana expresión, el cinematógrafo empieza a tener su bibliografía. Como en toda charla, hablada o escrita, los franceses se llevan en ello la palma; los americanos, que hacen más, hablan menos, y nosotros ni hablamos ni hacemos. Acaso sea que aún no nos has llegado la hora. Entre los libros que últimamente se han publicado acerca del cinematógrafo, se disputan la mayoría los de carácter técnico y los de género anecdótico; son los primeros en exceso áridos para el público lector, —que es, dígase lo que diga, siempre el mismo,—y los segundos,—por regla general biografías más o menos fantásticas de artistas de la pantalla, o películas lamentablemente noveladas,—resultan demasiado burdos o en extremo inocentes para la parte de mentalidad más elevada de ese mismo público. No citaremos ninguno de estos últimos porque son incontables, en tal profusión se adornan con ellos los callejeros quioscos, y porque no podemos unir nuestra alabanza, —esto es, nuestro reclamo, —a las que, muy legítimamente, les prodigan sus editores. Entre los primeros, esto es, entre los de orientación técnica, aquí muy poco o casi nada leídos, merece nombrarse el que Jacques Ducom titula: «Le cinematographe scientifique et industriel. Son evolution intellectuel; sa puissance educative et morale». Amplio título en el que, como se ve, cabe de todo. Es muy interesante también «La Historia de la Cinematografía», que se está editando en Francia. Y el «Tratado Práctico de la Cinematografía», también de Ducom. Más, entre todo esto, lo verdaderamente interesante, lo ciertamente bello e importante, es el libro de Pola Negri. La desconcertante Pola podría llamarse a esta estrella del arte mudo. Porque nos lleva, siempre, de sorpresa en sorpresa. No acabamos de saber si es polaca, rusa, alemana o hija, —verdadera o adoptiva, —de la libre América. Se nos muestra, en ocasiones, bella y atractiva cual otra ninguna, mientras quienes la conocen nos aseguran que es francamente fea. En su arte se eleva y desciende del mismo modo desorientador. La creemos una buena actriz, y ahora resulta ser una excelente escritora. Tiene este libro de Pola Negri acerca de «La vida y el ensueño en el Cinematógrafo» una cualidad rarísima, que los editores, ¡y no digamos ya los escritores!, persiguen incesantemente, hallándola sólo muy rara vez. Y es que en sus páginas, que no son muchas, no sobra nada. Nada absolutamente, aunque parezca increíble, dado que en la mayoría de los libros que se escriben hoy, sobra casi todo. Ideas, sentimientos, observaciones, hechas, vividas, día a día, hora a hora, en la existencia cotidiana, en la labor ineludible, han ido formando el libro de la actriz, que está escrito en estilo sencillo, hondo y emocionado a la vez. No falta la nota cómica ni la sentimental, y, aunque ello parezca extraño al tema, hay un derroche de imaginación. Hablando del Silencio, padre del Arte Mudo, dice la desconcertante Pola: «El teatro nos ha dado las obras maestras del ingenio humano, nos ha mostrado nuestros defectos y nuestras ridiculeces, ha expresado el amor de cien modos distintos, nos ha proporcionado goces deliciosos y nos ha hecho verter dulces lágrimas. Nos ha otorgado todas las sensaciones... excepto el apacible gozo del silencio. El verso más tierno no puede compararse a un claro de luna. Las grandes admiraciones y los grandes amores son mudos. La pantalla es silenciosa.» Y hablando del intento, repetido tantas veces, de dotar de palabra al arte cinematográfico, añade: «La música es auxiliar natural del arte del gesto. Estos dos artes, sensual el uno y el otro intelectual, se completan; la música despierta las pasiones, el cinematógrafo las ideas. Uno y otro arte representan la lengua comprendida universalmente. Acaso se

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llegue un día adaptar el fonógrafo a la pantalla, hasta tal punto, que la palabra enunciada corresponda al movimiento de los labios del artista, más, ¿cómo traducir en todas las lenguas el mismo pensamiento por idéntica cantidad de sílabas? El día en que las sombras movibles empiecen a hablar, habrá disminuido la importancia mundial del cine. Hay sonidos expresivos que son los gestos, y hay gestos armoniosos que son la música. El arte mudo no expresa, sugiere. Un sentimiento comentado pierde la fuerza.» Y más abajo, hablando de los gustos del público: «El film documental, las noticias diarias, los viajes, los descubrimientos científicos, la vida de los insectos, las luchas de las fieras, todo lo que, en una palabra, es reproducción exacta de la vida real, fatiga la atención del público. La lucha entre el cuento color de rosa y el hecho positivo de siempre, aventaja al cuento de color de rosa. La humanidad posee la ingenuidad infantil y gusta todavía de las fábulas, de los relatos fantásticos, de los héroes épicos, de las aventuras inverosímiles, de las intrigas complicadas, de los enanos dueños de inmensas riquezas, de las princesas guardadas por fieros monstruos, de los abusos de los policías y los cuentos de ladrones. Otra cosa que gusta siempre son los amores emocionantes. El inocente asunto de la muchacha raptada en el primer cuadro, buscada en las siguientes y recuperada en el último, ha dado siempre excelentes resultados.» Y luego, hablando del arte del intérprete: «Se dice al artista que sea natural y sencillo. Y nada hay más difícil. La educación suprime la sencillez y la sociedad la naturalidad. Los que creen que la naturaleza es sencilla se equivocan. Los sabios se esfuerzan desde hace muchos siglos por arrancarle sus secretos. La naturaleza está compuesta de elementos complejísimos que forman un conjunto armonioso. Así, el arte del actor debe componerse de mil matices largamente estudiados.» Y después hablando de la belleza fotogénica: «Cada pueblo y cada época tiene una idea particular de la belleza femenina. Si se vistiera a la Venus de Milo en casa del modisto a la moda, y se la invitara a un baile elegante, no tendría éxito ninguno. El ideal de belleza de los orientales no es el mismo de los parisienses. La apreciación de la belleza está sujeta a multitud de variaciones, más la pantalla ha creado un nuevo modelo de belleza femenina, y los atractivos de una graciosa sombra, superiores a los encantos reales de la artista, pueden ser contemplados por millones de hombres. Acaso las futuras Venus cinematográficas reduzcan los múltiples tipos de belleza a un principio único, admitido universalmente.» Hemos entresacado párrafos al azar, sin detenernos a escoger. Todo es igualmente interesante y atinado. Pero hay aún algo más. Es verdaderamente bello e ingenioso el esbozo titulado: «El primer fantasma», en que se atribuye el origen del cinematógrafo al hombre de las cavernas. Mas ello vale bien la pena de dedicarle otro comentario.

La Vanguardia, sábado 14 de noviembre de 1925

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Constance Bennett

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EN TORNO A UNA REVERENCIA Estamos en la corte de Luis XV de Francia. Entre el fausto más sorprendente, más deslumbrador, la corte se aburre. Las delicias del Trianon, el refinamiento de Versalles, el oro, la plata, los espejos, las joyas, las luces, las pelucas, las sedas crujientes, no bastan a disimular el bostezo interminable de la corte toda. El monarca abisma su hastío en la inacabable labor de tapicería, la reina María—la mujer más desgraciada de Francia, —sufre y llora en silencio. Los cortesanos murmuran e intrigan, y la marquesa de Pompadour—Juana Antonia Poisson, —maneja a su antojo los hilos de todos, como hábil marionetista. Sólo un corazón juvenil y entusiasta vibra en medio del aburrimiento general: es el del duque de Chartres, el «beau» favorito de las damas, predilecto del rey, que, a falta de campo mejor para sus actividades, emplea éstas en divertir a todos aquellos aristócratas aburridos. Como a los demás, más que a los demás, pues es la mejor presa entre todos, la Pompadour le domina y le maneja a su gusto y capricho. Y el duque de Chartres que así vive contento, contento se deja dominar... Porque la Pompadour es bella entre las bellas... y el duque de Chartres no tiene cosa mejor que hacer. Mas he aquí que a la fastuosa y aburrida corte llega un nuevo personaje: la princesa María Enriqueta, que sale del colegio y es buena, y joven, y ama la justicia y la verdad. La tiranía de la Pompadour la indigna; su corazoncito virginal se rebela contra el dominio de la aventurera. Mas... su corazoncito virginal no puede substraerse al atractivo del duque de Chartres, con quien Luis XV desea casarla. Y es, precisamente, cuando le ve, como a los otros, sometido al influjo de la marquesa, cuando declara, apasionadamente, que será la esposa de un lacayo que sea hombre, antes que unir su suerte a aquel cortesano, que es sólo un muñeco. La severidad del rey de Francia no puede soportar los desplantes con que aquella chiquilla rebelde hiere el orgullo de la marquesa de Pompadour. María Enriqueta es obligada por el soberano a pedir perdón a la favorita. El duque de Chartres la acompañará. Ante aquella orden tiránica e inapelable que a un tiempo hiere su amor y su orgullo, que a la vez violenta su conciencia y su corazón, la princesa María Enriqueta, se inclina, se inclina más, hasta doblarse como una flor tronchada, en una reverencia que es, a la vez, ademán de profundo acatamiento y de profundo dolor... Y la farsa sigue... La farsa sigue... Pero queda la impresión causada por la reverencia de la rebelde María Enriqueta que es, en este caso, la gentil Bebé Daniels. Y pensamos: ¿cómo y dónde esta muchachita de Norte América aprendió toda esta delicadeza, toda esta majestad? Y deducimos; quien con un solo gesto, sin mover los labios, sin alterar el rostro, es capaz de expresar de modo tan perfecto, todo un complicadísimo estado de alma: ¿de qué no será, artísticamente, capaz? Hablamos de la película «Monsieur Beaucaire.» Tan admirable como la admirable reverencia de Bebé Daniels, es el ambiente versallesco, obtenido esta vez por los americanos con toda delicadeza, con toda perfección. Es cosa de repetir la anterior pregunta: estos americanos, capaces de salir airosos al revivir época y ambiente tan lejanos de ellos: ¿que no serán, cinematográficamente, capaces de hacer? Ocurre en esta película algo desusado. Ocurre que es muy superior a la novela del autor norteamericano en que está basada. Porque hierve en la novela una anglofobia rabiosa, antipática, como todas las fobias que en la película, donde la bella fábula y no las rencorosas ideas del autor campean, desaparece casi por completo. Porque en la película el ambiente renace, se vive, y en la novela se relata tan sólo...

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Y el ambiente es lo principal en esta producción. Por ello, precisamente, nos complace sobremanera saber que se intenta presentárnosla con toda dignidad y belleza, ya que parece ser que del mismo modo que se hace en el extranjero, cuando el film lo merece, se intercalará en el espectáculo un «ballet» de la época, que el prestigio de Adrián Gual y Juan Llongueras—sus organizadores y directores, —hacen ya, desde ahora, atractivo. No hubiéramos querido dejar de decir esto. Tanto nos complace cuanto contribuye a elevar el tono—no siempre suficientemente alto, —de la cinematografía.

La Vanguardia, 21 de noviembre de 1925

Mary Pickford

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LA MÁS RUTILANTE ESTRELLA Mi amigo el extranjero comenta mi «Comentario» de hace quince días. Y con su innegable superioridad de ciudadano del mundo y de hombre que sabe un poco de todo, al mismo tiempo que con la gravedad melancólica con que intenta disfrazar su extremada juventud, critica, desmenuza, pulveriza el artículo en que yo comentaba cierto libro de Pola Negri. —Para ejercer la crítica—advierte—es absolutamente preciso conocer todos los aspectos de aquello de que se habla. El público tiene completo derecho a que se le dé todo, a que nada se le oculte. Otra cosa es incapacidad o superchería. A mi conciencia, como es natural, le alarma esta acusación. Sobresaltada, repliégase, escudriñadora de sí misma, para buscar su culpa, y hallarla, y castigarla... Más, después de buscar y buscar, implacable, se halla limpia y libre del pecado de superchería; no así, naturalmente, del, afortunadamente más leve, de incapacidad. Todo ello, mientras mi amigo formula su acusación con entera precisión. —Habló usted en su artículo largamente de Pola Negri—declara con la satisfacción que casi nadie deja de sentir ante la falta, ignorancia u omisión ajena—y no dijo para nada que Pola ha sido nombrada oficialmente la más rutilante estrella cinematográfica, esto es, «la plus grande vedette du monde». Y para ejercer la crítica es absolutamente preciso conocer, etc, etc... Mi conciencia excitada por la repulsa, no me permite negar mi grave pecado de ignorancia. Siendo, como soy, crítico y comentador cinematográfico, desconocía, por completo, ese nombramiento oficial de «la plus grande vedette du monde», esto es, de la más rutilante estrella cinematográfica. Sin discutir el valor real de Pola Negri como artista de la pantalla, ni menos a hacer comparaciones, odiosas siempre, nos preguntamos: ¿Pero es que en arte pueden tener algún valor esos títulos otorgados, esas declaraciones públicas, esas oficiales consagraciones? Y en caso, en caso; ¿no ha de ser ello de un modo puramente anecdótico y, por tanto, contraproducente? El arte avanza, mientras hombres y mujeres permanecen, y el artista, aun hallando—como el actor y el bailarín, —en sí mismo cantera para su labor, aún siendo su persona principio y fin de su obra, no «es» por sí mismo, sino por su obra. La película X o Z puede muy bien ser la mejor película realizada hasta el día, la interpretación de Pola Negri, o de Mary Pickford, o de Gloria Swanson en tal o cual producción, puede perfectamente considerarse como la más justa conseguida hasta determinada fecha, más no hay artista ninguno, en ningún campo del arte, y menos en el cinematógrafo, a quien pueda declararse oficialmente como superior a todos los demás. Porque tan peligroso es fiarse del reclamo de los empresarios como de las idolatrías de los públicos. El ídolo de hoy es un lamentable montón de ceniza mañana. Ninguna artista cinematográfica habrá gozado de la admiración idolátrica que Francesca Bertini gozó, en su apogeo. Y ahora ha pasado de moda en absoluto, y no porque no sea todavía joven y bella y artista, sino porque su arte ahora nos parece desquiciado y, por complicado, precisamente, en exceso rudimentario. El caso de Pola Negri, cuya labor peca en ocasiones de exageración, empieza a ser algo parecido. Más, por lo mismo que son en extremo perjudiciales para el artista estas consagraciones oficiales, nadie tan aficionado a ellas como los artistas. Y ello es lamentabilísimo. En nuestro país yo creo que a la prodigalidad con que se otorgan, debe culparse de una buena parte de la decadencia del teatro. Actrices meritísimas, como la Bárcena, entre otras, que trabajaban, que luchaban, que se esforzaban por lograr

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interpretaciones justas e inteligentes, se han hundido en el amaneramiento, se han anulado en la mediocridad en cuanto les ha sido dado el espaldarazo de la consagración. Que el artista, sea cual sea su arte, no le es dado reclinarse jamás en la certeza, en la paz de haber llegado al pináculo, sino que ha de seguir luchando, batallando hasta el fin por alcanzar lo que nunca ha de tener entre sus manos. Y si en la gloria o el desaliento se detiene un momento, uno solo, la avalancha que detrás viene pasa por encima, lo arrolla, lo pisotea y lo deja atrás. He aquí por qué cuando «oficialmente» se consagra a una artista como «la plus grande vedette du monde» puede decirse que ya ha muerto para el arte. Todo este largo comentario me inspira el duro comentario de mi amigo el extranjero. Más dice también mi amigo cosas interesantes acerca de la cinematografía, que merecen la pena de que les dediquemos un próximo artículo.

La Vanguardia, sábado 28 de noviembre de 1925

Jack Pickford

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EL REMOTO ORIGEN En los primeros días de la Humanidad, cuando el Hombre se distinguía apenas del hermano Lobo, del hermanoTigre, del hermano Oso por la facultad de la risa que él sólo poseía, sobre la tierra dura, cruel, vagaban los humanos aislados, sin amistad ni consuelo. Entonces fue cuando uno de ellos, el más fuerte, el más vigoroso, se dio cuenta de que podía librarse de las fieras que le perseguían, luchar con ellas, vencerlas, pero que había otra fiera, cuyo solo bulto informe percibía, que le perseguía incesantemente. Como el hombre primitivo apenas se había detenido a mirar su imagen en los riachuelos, como, aunque lo hubiera hecho, no era por su rudimentaria inteligencia, capaz de verse a si mismo en la imagen por el riachuelo devuelta, el hombre de las cavernas no se daba cuenta de que aquella fiera que durante el día seguía, incansable, sus pasos, tenía su misma forma y sus mismas proporciones. Era negra, se obstinaba en aparecer siempre al lado opuesto del sol y desaparecía al ponerse el astro rey. Era absolutamente silenciosa y no atacaba jamás. Poco a poco, ante esta pasividad, el hombre primitivo se fue familiarizando con ella y vio un amigo en la bestia negra. De este modo nos muestra Pola Negri en su admirable libro «El ensueño y la vida en el cinematógrafo» el primer encuentro del hombre con su sombra, al cual remonta el lejano origen de la cinematografía. Y sigue, textualmente, mostrándonos de este modo la visión ya perdida en la noche del tiempo, más tenebrosa que las cavernas mismas. «El hombre primitivo tenía el instinto de la caverna donde se encontraba al abrigo del peligro. Así, cuando la noche extendía su manto misterioso sobre la selva y la llanura, la horda de Houhou se internaba en una espaciosa gruta, cuya abertura cerraba con troncos de árbol. Houhou era hábil en descubrir las piedras que hacen el fuego. Aquella noche dispuso en semicírculo las ramas y troncos, y pronto el resplandor de la hoguera unió la vida de la llama a la vida misteriosa del subterráneo. Las mujeres vestidas de fibras de plantas asaban en la hoguera su frugal alimento, los heridos estaban tendidos en un rincón y los que veían cicatrizarse sus llagas se mostraban gozosos, mientras los otros, con las pupilas dilatadas, sentían acercarse el frío horror del no ser. Multitud de seres obscuros se extinguían, sin una queja en la inconsciencia primitiva. «Bajo la elevada bóveda, los murciélagos revoloteaban sobre sus alas; fuera, en las tinieblas, las hienas buscaban arteramente una abertura para penetrar en la caverna. En cuclillas, los ancianos, hábiles ya en el arte de los sonidos inarticulados relataban con voz todavía cercana a la animalidad, los dramas de su juventud y la suerte de sus compañeros que habían muerto, sin dejar de luchar un solo momento, destrozados por las garras de animales feroces. «En el corazón de Houhou reinaba un gran amor por su compañera Réha. Los dos hablan compartido peligros mortales, largas privaciones y angustiosas esperas; por ello, el instituto rudo y belicoso del hombre, se enternecía a la vista de la mujer y no tenía para ella ni la menor violencia. Por su parte, Réha poseía una natural dulzura, una tendencia a la sumisión, y gustaba de apoyar su cabeza sobre el hombro de Houhou. El hombre, más aún que a la mujer, amaba a los hijos que ella le diera y al oír los gritos gozosos del niño, Houhou volvía siempre la cabeza. «Aquella noche, al rojo resplandor de la hoguera, la madre, con la sombra de sus dedos, formaba sobre la pared basáltica de la caverna la silueta de las fauces de un cocodrilo; apoyando una mano sobre la otra, uniendo o separando los dedos, daba la ilusión del movimiento de una mandíbula al abrirse y cerrarse, y avanzaba, retrocedía y volvía a empezar el juego. El niño reía hasta saltársele las lágrimas... Y entonces un recuerdo cruzó la mente grosera del hombre.» Y Houhou sonrió. El compañero fiel de sus días, el amigo negro que a todas partes

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le seguía hasta la puesta del sol, había entrado en la caverna para divertir a su hijito. Y a su vez, quiso divertirle también. Tomó una rama, la encendió en la hoguera y la agitó rápidamente. Creyó entonces ver una cinta de fuego. La sucesión de líneas de llama que provocó corriendo y saltando excitó su asombro. Y se sentó en una piedra y por vez primera reflexionó y por primera vez cruzó su mente la Idea. «Después, sus descendientes, han reflexionado durante diez mil años antes de encontrar la explicación del fenómeno. La impresión de la imagen sobre la retina persiste durante 1/12 de segundo después de haber desaparecido el objeto que la ha producido. Sin esta particularidad de nuestra vista, el problema de la cinematografía no hubiera hallado solución.» He aquí el remotísimo origen que la artista cinematográfica calificada como «la plus grande vedette du monde», da al séptimo arte. Es innegable la originalidad de esta alianza de lo más lejano y lo más próximo a nosotros; de la caverna ancestral y el llamado arte niño. Sólo habiendo «soñado y vivido» mucho el cinematógrafo puede profundizarse y a la vez juguetear con él hasta el punto de hacer cruzar por el cerebro rudimentario de Houhou la chispa de inquietud, de curiosidad que hirió el de Lumière siglos de siglos más tarde. Claro que al nacimiento de la Idea puede ligarse todo lo existente, pero... En este caso particular la gloria de la ligazón corresponde a «la plus grande vedette du monde».

La Vanguardia, sábado 5 de diciembre de 1925

House Peters

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TRAPOS VIEJOS Y NUEVOS Los trapos, o dicho con más respeto y más énfasis, la indumentaria, son uno de los principales factores del arte cinematográfico. En parte alguna tiene el vestido la importancia que en el cinematógrafo. Los italianos, reyes de la escena hablada, por la innegable belleza de su idioma, por lo cálido de sus acentos y lo arrebatado de sus actitudes, han presentado, desde el primer día, una inmensa desventaja como astros cinematográficos: la de su amaneramiento, de su cursilería en el vestir. Si los descuidados muchachos y las ingenuas chicas de Hollywood se vistieran tan mal como la mayor parte de las actrices y actores españoles, a estas horas no existiría la cinematografía norteamericana. La pantalla exige, no precisamente ropas presuntuosas, pero sí telas buenas, hechuras flamantes, colores sólidos. Y todo renovado—no mediante, arreglos o componendas, sino por entero—a cada nueva película. De aquí, indudablemente, que los mismos parisienses admitan que actualmente es Hollywood la ciudad del mundo en que mejor se viste. En los roperos de las actrices cuélganse centenares de trajes espléndidos, sustituidos incesantemente por otros más a la moda. Los actores, precisan, por lo menos, veinticinco trajes completos siempre a punto de ser lucidos. ¡Hay que ver la despreocupación con que los muchachos norteamericanos llevan la ropa! ¡Y... hay que ver la ropa que llevan! Rodolfo Valentino posee siempre cuarenta trajes que van renovándose; de Holmes Herbert se dice que el año pasado gastó ochenta mil francos en ropa. En vista de estos datos no puede uno por menos de preguntarse ¿a dónde van a parar todos esos trapos? Algunas y algunos, avariciosos, los venden. Mas les parece tan mal, tan mal, su propia acción, que la primera condición impuesta al comprador es que no denuncie el nombre del vendedor. No obstante, es este como el secreto de Midas... Con la diferencia de que los ropavejeros son más vocingleros que las cañas del campo. Dos veces al año, la «Famous Player's» vende también los trajes que emplea en sus films, y hace falta, según dicen, montar un servicio especial de policía para impedir que las compradoras se tiren de los pelos disputándose un traje de Julia Faye o un kimono de Leatrice Joy. Los vestidos de Pola Negri no son aprovechables: la celebrada artista de las tres nacionalidades destroza en términos casi inverosímiles todo cuanto lleva, a la tercera vez de llevarlo. Mas el destino más corriente de los suntuosos trapos de Hollywood es ir a parar a las manos de los pordioseros. Los vagabundos de Hollywood son los mejor vestidos del mundo. No es raro por allá el encuentro de un mendigo, peludo, sucio, con un palo al hombro y un petate a la espalda, que viste un frac de corte elegantísimo, calza zapatos de charol, y anuda, sobre el mugriento cuello de celuloide una corbata de última moda. Los astros de las elegancias se ven acosados por las continuas peticiones de ropa. Ricardito Dix es uno de los que tienen mejor y más numerosa clientela. Los demandantes de ropa cinematográfica usada, le vacían el ropero en cuanto lo ha llenado. —No es tan fácil como parece complacer a estos clientes—suele decir el popular «hermano bueno» de «Los Diez Mandamientos». —Cuando se les ha vestido de pies a cabeza arman, a lo mejor, un alboroto porque les faltan los gemelos para los puños. Las actrices reciben peticiones de trajes determinados. «El vestido deportivo que llevaba usted en la escena X de la película B. me convendría especialmente para mi próxima excursión a la montaña» (¡Tengo una hermanita menor y muy delicada de salud, que se ha encaprichado por el traje de baile que luce usted en la película «El T». «Tengo tres hijas de quince a diez y ocho años, de la misma talla que usted, y que en su vida han tenido un vestido bonito...» Las actrices, naturalmente, se dejan enternecer y envían a la dirección escrita al pie los modelos pedidos. Muchas veces, al pasar por delante de un escaparate de bazar de

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Hollywood o de Los Ángeles, ven sus trapos de nuevo en venta. Mas, ¡no importa!, sean trapos o conviértanse en pan, sirvan para «vestir al desnudo.» o para «dar de comer al hambriento», está bien que lo superfluo, lo lujoso, lo que a los ricos sobra, vaya a ser lo que el pobre necesita.

La Vanguardia, sábado 12 de diciembre de 1925

Antonio Moreno. Visitando la Catedral de Barcelona

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El resto de sus críticas de cine para “La Vanguardia” os las podéis descargar gratuitamente aquí:

1- https://mega.co.nz/#!Q5dDQbLJ!pDkTayQ7WBdrEw4rKeuLnfmMRerxmT9KN4UVZNUmLok (251 páginas)

2- https://mega.co.nz/#!wk1HWZaA!A2YVdg6wXHUY4sQGUYo9BRNOF2jWv

VcCjU3asuQ_EYQ (251 páginas)

3- https://mega.co.nz/#!s58TiCrY!gGb4vbHiAIXcNlKtHj6x62h4JNsvrNL89Lod0co_qq8 (289 páginas)