"ZOLTÁN HUSZÁRIK, un trágico apasionado" (2008-2014) Julio Pollino Tamayo

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ZOLTÁN HUSZÁRIK UN TRÁGICO APASIONADO © Julio Pollino Tamayo [email protected]

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ZOLTÁN HUSZÁRIK UN TRÁGICO APASIONADO

© Julio Pollino Tamayo

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La tragedia se hereda, nadie escoge voluntariamente estar obsesionado, apasionado, con la muerte, es un anhelo que procede del principio de los tiempos, del origen del mundo. Esa morbosa obsesión de Huszárik por la muerte, profundamente vital, le convierten en el director con el que me siento más identificado, temáticamente. Digamos que es el lado oscuro de los vitalistas Alberto Cima y Franco Piavoli, compartiendo idéntica pasión, sensualidad, arrebato formal. Huszárik es la oscuridad luminosa, la pesadilla en color, no es el negro sobre negro del cenizo Béla Tarr. Una constante elegía de la belleza efímera, del alumbramiento, plenitud, del sufrimiento, de la alegría de morir. Todas sus películas, todos sus protagonistas, ya sean humanos, vivos o muertos, caballos, muñecos de nieve, son una metáfora del destino trágico del hombre, del inevitable nacer para morir. Una condena que Huszárik soporta, sobrelleva, sin estoicismo, sin conformismo, con un fatalismo, hedonismo, salvaje, brutal, con una frialdad, tristeza, que quema. A base de latigazos, de llamaradas del inconsciente, a la manera de un Resnais nihilista, suicida. Nada que ver con la nostalgia senil, al ralentí, de Proust. En las películas de Huszárik la memoria es presente, y la muerte carnívora.

“Lo que has amado sigue siendo tuyo” Gyula Krúdy

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La tragedia rondaba a Huszárik (14 de Mayo de 1931, Domony (Hungría), 15 de Octubre de 1981, Budapest (Hungría)) casi desde el nacimiento, su padre murió cuando tenía dos años, su madre pocos años después. El protagonista de “Szinbad”, adaptación tenebrosa, terrosa, del Simbad oriental, Zoltán Latinovits (aunque el elegido inicialmente era ni más ni menos que Vittorio De Sica), se suicidó en pleno rodaje de su segunda película, la parcialmente fallida “Csontváry” (1980), el propio Huszárik también, cansado de acumular fracaso tras fracaso, ninguneo tras ninguneo. Menos mal que el tiempo pone las cosas en su sitio, siempre demasiado tarde, y a Huszárik le ha sucedido lo mismo que a Val del Omar, su equivalente español, que lejos de que sus películas hayan envejecido, caducado, como gran parte de la filmografía de Jancsó o Makk, resultan todavía más modernas, vibrantes, táctiles, que cuando se realizaron. El recurrente destino, maldición, de los creadores visionarios, diferentes, únicos. Ambos sufrieron, y por desgracia siguen sufriendo, el estúpido estigma del grande ande o no ande, que impide que solo se reconozcan los largos, en concreto “Szinbad”, obviando obras maestras del calibre del corto “Elegía”, una película hipnótica, febril, realizada al margen del mercado, de las subvenciones, de la censura, gracias al mítico estudio Béla Bálazs. Y no es la única, de igual calibre son “A piacere” (Un placer) (1976), “Capriccio” (Capricho) (1969) y “Tisztelet az öregasszonyoknak” (Homenaje a las ancianas) (1971), tres películas, réquiems, a secas, de una belleza desoladora, sobrecogedora, que contienen más cine, genialidad, por fotograma, que muchas filmografías completas. Huszárik fue fiel a sí mismo, a su cine, y el resultado es que sus películas están vivitas, y coleando.

“Mis películas son pictografías, escritura jeroglífica” Zoltán Huszárik

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ELÉGIA (1965)

El hijo se come al padre, es ley de vida, siempre y cuando el padre sea comestible, superable, cosa cada vez más complicada. No es el caso de Huszárik, el hijo bastardo de Val del Omar, que se merienda con patatas a su padre putativo. El gran inconveniente del cine de las vanguardias es que generalmente suelen ser ejercicios de estilo, experimentos, que se agotan en sí mismos, con su visionado, no hay más posible lectura que la estética, que la meramente sensorial, son puro lenguaje visual, sonoro, sin la menor capacidad narrativa, reflexiva. Son fuegos de artificio, fatuos, aparentes, que no dejan poso, sólo un vago recuerdo. Los cortos experimentales de Huszárik o Pelechian no, no son una excusa para demostrar su pericia, su autoría, son coherentes, ajustados, con los temas que tratan, sin caer en la ilustración o en la imagen bella, sublimándolos, transfigurándolos, utilizando la herramienta específica del cine, la única que le diferencia del resto de las artes, el montaje, de imágenes, y de sonidos. Huszárik y Pelechian construyen sus películas en la mesa de montaje, no son un simple corta y pega de planos, de escenas, como la mayoría de películas, en las que A sigue a B y después C, películas que podría montar hasta un mono porque ya vienen premontadas del rodaje, son un kit IKEA con una sola posibilidad de montaje.

No me extraña que la mayoría de estos directores no monten sus propias películas, no hay nada que montar, los más posmodernos, los más simples, se creen que vale con barajar la estructura temporal de las películas para que dé la sensación de que estás viendo algo diferente, algo nuevo, algo que sólo se consigue encontrando nuevas relaciones, nuevas conexiones, entre las imágenes, entre los sonidos, sin necesidad de embarullarlas, de hacer un totum revolutum anarrativo, sin armazón, sin cuerpo.

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Todo en la vida, todo, tiene un comienzo, un medio, y un fin, pretender saltarse alguno de esos pasos lo único que provoca es la falta de comunicación, de interacción entre el director y el espectador. Quien busque la incomunicación de forma deliberada bien hecho está, pero que luego no se queje de que no le entienden. Todo en la vida es cíclico, circular, narración. “Elegía” en un primer vistazo puede parecer una oda a los caballos, pero es mucho más que eso, es un réquiem a la libertad, a una libertad perdida, limitada. No es un cualquier tiempo pasado fue mejor, sino hubo un tiempo en que éramos libres, animales. Un tiempo que perdimos, que perdemos, en cuanto empezamos a andar a dos patas.

Como siempre en Huszárik, una inquietante combinación de pasión desaforada por la vida, con una no menos desaforada pasión por la muerte. Una mezcla de Franjú con Val del Omar, con la gravedad de Bártok.

“Elegía es la primera película húngara que traduce al lenguaje cinematográfico el pensamiento” Gábor Bódy (otro director húngaro suicida)

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CAPRICCIO (1969)

Una sarcástica reflexión sobre lo efímero de la belleza, de la vida, y que mejor manera que con muñecos de nieve, los precursores del happening, del performance.

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SZINDBÁD (1971)

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Con “Szindbád” uno tiene la tentación de soltar una frase lapidaria del tipo: “la mejor fotografía de la historia del cine”, y dejar con eso despachada la película. Algo que sería tanto como decir que sólo es bella en la forma, en la superficie, y no, no es así, el contenido es igual de bello, de justo. El deseo, irrealizable, que tiene cualquier ser humano, el de una vez muerto, poder regresar para interrogar a las personas que han formado parte de nuestra vida la imagen que tenían de nosotros, cuales eran sus sentimientos, y volver a recordar las mejores imágenes de ese pasado, que al ser pasadas siempre tienen un componente de idealización, de mentira. En este caso el recorrido es por las mujeres que han amado a Szindbád, decir las mujeres que amó no sería ajustarse a la realidad, queda la duda de si realmente amó a alguna de ellas. Aunque si nos atenemos a la interpretación torticera del eterno femenino, la de que en cada mujer están todas las mujeres, curioso que no se diga lo mismo de los hombres, habría que contestar afirmativamente. Torticera porque si realmente en cada mujer están contenidas todas las mujeres, lo más lógico, lo más coherente, lo más sencillo, sería tratar de profundizar, de ahondar, en una sola mujer, dedicar toda nuestra vida, todas nuestras vidas, a tratar de conocerla, de comprenderla, y viceversa. Ir picando de flor en flor sería una pérdida de tiempo, y de conocimiento, habrá quien piense que en la variedad está el gusto, pues que luego no se extrañe de que con el paso de los años se acabe convirtiendo en los restos del buffet libre que se utilizan para hacer croquetas.

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Al margen de la espectacular fotografía de Sándor Sára, realmente insuperable, y más con las limitadas cámaras digitales, que convierten cualquier película en una verbena de colores sin el menor matiz, lo más deslumbrante es el montaje de Huszárik, un montaje a base de fogonazos, de chispazos, en los que el exterior se asoma al interior, en los que el pasado se filtra en el presente sin recurrir a flash-backs, como sucede en la vida real, en la que el pasado y el presente se funden cuando menos te lo esperas. El tiempo no es lineal, el presente no siempre es presente, la mayoría de las veces se queda en mera repetición del pasado, en un intento de recuperarlo. Lo que es inmoral, cinematográficamente hablando, es utilizar los flash-backs para darnos información, para tratar de buscar identificación, empatía, con los personajes. Los saltos en el tiempo tienen que ser una necesidad de los personajes, formar parte de su presente, no ir destinados al espectador. Una película es un universo cerrado al que se deja entrar al espectador a mirar, a cotillear, pero sin utilizar a los personajes, sin traicionarlos, compartiendo sus vidas, y sus secretos, si nos los quieren desvelar, no mirándolos por encima del hombro, con condescendencia, con suficiencia, con lástima, sino con respeto, con aprecio, con ternura.

“Dejar una huella de mí después de todo. Nada más” Zoltán Huszárik

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TISZTELET AZ ÖREGASSZONYOKNAK (1971)

Homenaje a las ancianas, título, contenido y forma.

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A PIACERE (1976)

O placer y muerte, humor y muerte, belleza y muerte, no son incompatibles.

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